Otros Mundos - Paul Davies

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Colaboración de Sergio Barros 1 Preparado por Patricio Barros


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Reseña

¿Es el Universo un accidente aleatorio o es el resultado de un


cuidadoso proceso de selección? ¿Cuál es la naturaleza de la
realidad?...en definitiva, ¿Qué es el hombre?
En este libro el autor afronta el impacto de la teoría cuántica básica
sobre nuestra concepción del Universo. Esta teoría nos ha
demostrado que el mundo es un juego de azar…y nosotros
formamos parte de los jugadores.
Paul Davies pone en entredicho los conceptos clásicos sobre la
naturaleza del tiempo y del espacio y presenta una visión
absolutamente distinta del Universo en el que caben múltiples
mundos en un superespacio de existencias alternativas.
El lector no necesita tener ningún conocimiento científico ni
filosófico puesto que el autor utiliza un lenguaje elemental.
“El profesor Davies describe los aspectos más profundos de la teoría
cuántica de una forma clara y luminosa, a la vez que
extremadamente estimulante. Nadie podrá leer este libro sin sentir
la emoción de estar llegando a lo más profundo y paradójico del
Universo.”
Isaac Asimov

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Índice
Prefacio
Prólogo
I. Dios no juega a los dados
II. Las cosas no siempre son lo que parecen
III. El caos subatómico
IV. Los extraños mundos de los cuantos
V. Superespacio
VI. La naturaleza de la realidad
VII. Mente, materia y mundos múltiples
VIII. El principio antrópico
IX. ¿Es el universo un accidente?
X. El supertiempo
El autor

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Prefacio

Aunque la palabra cuanto ha pasado a formar parte del vocabulario


popular, pocas personas se dan cuenta de la revolución que ha
ocurrido en la ciencia y en la filosofía desde los inicios de la teoría
cuántica de la materia a comienzos del siglo. El pasmoso éxito de
esta teoría para explicar los procesos de las partículas moleculares,
atómicas, nucleares y subatómicas suele oscurecer el hecho de que
la propia teoría se basa en principios tan asombrosos que sus
consecuencias totales no suelen apreciarlas ni siquiera muchos
profesionales de la ciencia.
En este libro he tratado de afrontar abiertamente el impacto de la
teoría cuántica básica sobre nuestra concepción del mundo. El
comportamiento de la materia subatómica es tan ajeno a nuestro
sentido común que una descripción de los fenómenos cuánticos
suena a algo así como Alicia en el país de las maravillas. El
propósito del presente libro, sin embargo, no consiste tan sólo en
pasar revista a una rama notoriamente difícil de la física moderna,
sino en entrar en temas más amplios. ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es
la naturaleza de la realidad? ¿Es el universo que habitamos un
accidente aleatorio o el resultado de un exquisito proceso de
selección?
La cuestión de por qué el cosmos tiene la concreta estructura y
organización que observamos ha intrigado desde hace mucho a los
teólogos. En los últimos años, los descubrimientos de la física y la

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cosmología han abierto nuevas perspectivas de aproximación


científica a estas cuestiones. La teoría cuántica nos ha enseñado
que el mundo es un juego de azar y que nosotros formamos parte de
los jugadores; que podrían haberse elegido otros universos, que
incluso pueden existir paralelamente al nuestro o bien en regiones
remotas de espacio-tiempo.
El lector no necesita tener ningún conocimiento previo de ciencia ni
de filosofía. Aunque muchos de los temas aquí tratados requieren
cierta gimnasia mental, he intentado explicar cada nuevo detalle,
desde el punto de partida, en el lenguaje más elemental. Si algunas
de las ideas cuesta creerlas, eso da testimonio de los profundos
cambios acaecidos en la visión científica del mundo que han
acompañado al gran progreso de las últimas décadas.
A modo de reconocimiento, me gustaría decir que he disfrutado de
fructíferas conversaciones con el Dr. N. D. Birrel, el Dr. L. H. Ford,
el Dr. W. G. Unruth y el profesor J. A. Wheeler sobre buena parte de
las materias de que aquí se habla.

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Prólogo
La revolución inadvertida

Las revoluciones científicas tienden a asociarse con las grandes


reestructuraciones de las perspectivas humanas. El alegato de
Copérnico de que la Tierra no ocupaba el centro del universo inició
la desintegración del dogma religioso y dividió a Europa; la teoría de
Darwin de la evolución derrumbó la centenaria creencia en el
especial papel biológico de los humanos; el descubrimiento por
Hubble de que la Vía Láctea no es sino una más entre los miles de
millones de galaxias desperdigadas a todo lo ancho de un universo
en expansión abrió nuevos panoramas de la inmensidad celestial.
Por tanto, no deja de ser llamativo que la mayor revolución científica
de todos los tiempos haya pasado en buena medida desapercibida
para el público en general, no porque sus implicaciones carezcan de
interés, sino porque son tan destructivas que casi resultan
increíbles, incluso para los propios revolucionarios de la ciencia.
La revolución a que nos referimos tuvo lugar entre 1900 y 1930,
pero pasados más de cuarenta años todavía truena la polémica
sobre qué es exactamente lo que se ha descubierto. Conocida en
general como la teoría cuántica, se inicia como tentativa de explicar
determinados aspectos técnicos de la física subatómica. Desde
entonces, se ha desarrollado incorporando la mayor parte de la
microfísica moderna, desde las partículas elementales hasta el
láser, y ninguna persona seria duda de que la teoría sea cierta. Lo

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que está en cuestión son las extraordinarias consecuencias que se


derivarían de adoptar la teoría literalmente.
Aceptarla sin restricciones conduce a la conclusión de que el mundo
de nuestra experiencia ―el universo que realmente percibimos― no
es el único universo. Coexistiendo a su lado existen miles de
millones de otros universos, algunos casi idénticos al nuestro, otros
disparatadamente distintos, habitados por miríadas de copias casi
exactas de nosotros mismos, que componen una gigantesca realidad
multifoliada de mundos paralelos.
Para eludir este estremecedor espectro de esquizofrenia cósmica,
cabe interpretar la teoría de manera más sutil, aunque sus
consecuencias no sean menos fantasmagóricas. Se ha argumentado
que los otros universos no son reales, sino tan sólo tentativas de
realidad, mundos alternativos fallidos. No obstante, no se pueden
ignorar, pues es central para la teoría cuántica, y se puede
comprobar experimentalmente, que los mundos alternativos no
siempre están completamente desconectados del nuestro: se
superponen al universo que nosotros percibimos y tropiezan con
sus átomos. Tanto si sólo son mundos fantasmales como si son tan
reales y concretos como el nuestro, nuestro universo no es en
realidad más que una infinitésima loncha de la gigantesca pila de
imágenes cósmicas: el superespacio. Los siguientes capítulos
explicarán qué es este superespacio, cómo funciona y dónde nos
acomodamos nosotros, los habitantes del superespacio.
Habitualmente se cree que la ciencia nos ayuda a construir un

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cuadro de la realidad objetiva: el mundo exterior. Con el


advenimiento de la teoría cuántica, esa misma realidad parece
haberse desmoronado, siendo sustituida por algo tan revolucionario
y extravagante que sus consecuencias aún no han sido debidamente
afrontadas. Como veremos, o bien se acepta la realidad múltiple de
los mundos paralelos o bien se niega que el mundo real exista en
absoluto, con independencia de nuestra percepción de él. Los
experimentos de laboratorio realizados en los últimos años han
demostrado que los átomos y las partículas subatómicas, que la
gente suele imaginar como cosas microscópicas, no son en absoluto
cosas, en el sentido de tener una existencia independiente bien
definida y una identidad diferenciada e individual. Sin embargo,
todos nosotros estamos compuestos de átomos: el mundo que nos
rodea parece dirigirse de manera inevitable a una crisis de
identidad.
Estos estudios demuestran que la realidad, en la medida en que
realidad quiera decir algo, no es una propiedad del mundo exterior
de por sí, sino que está íntimamente trabada a nuestra percepción
del mundo, a nuestra presencia como observadores conscientes.
Quizá sea esta conclusión, más que ninguna otra, la que aporte
mayor significación a la revolución cuántica, pues, a diferencia de
todas las revoluciones científicas anteriores, que apartaron
progresivamente a la humanidad del centro de la creación y le
otorgaron el mero papel de espectadora del drama cósmico, la teoría
cuántica repone al observador en el centro de la escena. De hecho,

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algunos científicos destacados han llegado tan lejos como a sostener


que la teoría cuántica ha resuelto el enigma del entendimiento y de
sus relaciones con el mundo material, afirmando que la entrada de
información a la conciencia del observador es el paso fundamental
para la creación de la realidad. Llevada a su extremo, esta idea
supone que el universo sólo alcanza una existencia concreta como
resultado de esta percepción: ¡lo crean sus propios habitantes!
Tanto si se aceptan como si no estas últimas paradojas, la mayoría
de los físicos está de acuerdo en que, al menos en el plano atómico,
la materia se mantiene en un estado de animación suspendida, de
irrealidad, hasta que se efectúa una medida u observación real.
Examinemos con detalle este curioso limbo que corresponde a los
átomos cogidos entre muchos mundos e indecisos de adonde ir. Nos
preguntaremos si este limbo se reduce a lo subatómico o bien si
puede entrar en erupción dentro del laboratorio e infiltrarse en el
cosmos. Las famosas paradojas del gato de Schrödinger y del amigo
de Wigner, en la que se coloca un individuo, aparentemente, en un
estado de vida-muerte y se le pide que relate sus sensaciones, se
examinarán con vistas a asegurarse de la verdadera naturaleza de la
realidad.
En la teoría cuántica ocupa un lugar central la incertidumbre
inherente del mundo subatómico. El deseo de creer en el
determinismo, donde todo acontecimiento tiene su causa en algún
acontecimiento anterior y el mundo se despliega según un esquema
ordenado y regido por leyes, está profundamente arraigado y

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constituye el fundamento de muchas religiones. Albert Einstein se


adhirió firmemente a esta creencia durante toda su vida y no pudo
aceptar la teoría cuántica en su forma convencional, pues la
revolución cuántica inyecta un elemento aleatorio en el nivel más
básico de la naturaleza. Todos nosotros sabemos que la vida es algo
arbitrario y que nunca es posible predecir con exactitud el futuro de
los sistemas complejos, como son el tiempo o la economía, pero la
mayor parte de la gente cree que el mundo es en principio
predecible, con tal de disponer de la suficiente información. Los
físicos solían creer que incluso los átomos obedecían determinadas
reglas, moviéndose según algún sistema de actividad preciso. Hace
dos siglos, Pierre Laplace afirmó que, si se conocieran todos los
movimientos atómicos, se podría trazar todo el futuro del universo.
Los descubrimientos que han tenido lugar en el primer cuarto de
este siglo han revelado que en la naturaleza existe un aspecto
rebelde. Dentro de lo que parece ser un cosmos regido por leyes, hay
un azar ―una especie de anarquía microscópica― que destruye la
predicibilidad mecánica e introduce una incertidumbre absoluta en
el mundo del átomo. Sólo las leyes probabilísticas regulan lo que
por lo demás es un microcosmos caótico.
Pese a la protesta de Einstein de que Dios no juega a los dados, al
parecer el universo es un juego de azar y nosotros no somos meros
espectadores, sino jugadores. Si es Dios o si es el hombre quien
lanza los dados, resulta que depende de si en realidad existen o no
múltiples universos.

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Sea azar o elección, el universo que realmente percibimos ¿es un


accidente o lo hemos elegido entre un desconcertante haz de
alternativas? Seguramente la ciencia no tiene ninguna tarea más
urgente que la de descubrir si la estructura del mundo que nos
rodea ―la ordenación de la materia y de la energía, las leyes a que
obedecen, las cantidades que han sido creadas― es un mero
capricho del azar o si es una organización profundamente
significativa de la que somos una parte esencial. En las secciones
posteriores del libro se presentarán, a la luz de los más recientes
descubrimientos astrofísicos y cosmológicos, algunas ideas nuevas y
radicales sobre este particular.
Se sostendrá que muchos de los rasgos del universo que
observamos no pueden separarse del hecho de que estamos vivos
para observarlos, pues la vida está muy delicadamente equilibrada
dentro de las escalas del azar. Si se acepta la idea de los universos
múltiples, habremos elegido como observadores una esquina
diminuta y remota del superespacio que no es en absoluto
característica del resto, una isla de vida en medio de los precipicios
de las dimensiones deshabitadas. Esto plantea el problema filosófico
de por qué la naturaleza incluye tanta redundancia. ¿Por qué
produce tantos universos cuando, salvo una pequeña fracción, han
de pasar desapercibidos? Por el contrario, si se relegan los demás
universos a mundos fantasmales, tendremos que considerar
nuestra existencia como un milagro tan improbable como difícil de
creer. La vida resultará ser entonces verdaderamente azarosa, más

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azarosa de lo que nunca habíamos pensado.


La incertidumbre inherente a la naturaleza no se limita a la materia,
sino que incluso controla la estructura del espacio y del tiempo.
Demostraremos que estas entidades no son meramente el escenario
sobre el que se desarrolla el drama cósmico, sino que forman parte
del reparto. El espacio y el tiempo cambian de forma y extensión
―dicho sin rigor, van y vienen― y, al igual que la materia
subatómica, su movimiento tiene algo de aleatorio e incontrolado.
Veremos cómo en la escala ultramicroscópica los movimientos
incontrolados pueden destrozar el espacio y el tiempo, dotándoles
de una especie de estructura hueca y espumosa, llena de túneles y
puentes.
Nuestra vivencia del tiempo está estrechamente unida a nuestra
percepción de la realidad y cualquier intento de construir un mundo
real deberá hacer frente a las paradojas del tiempo. El
rompecabezas más profundo de todos es el hecho de que, al margen
de nuestra experiencia mental, el tiempo no pasa ni hay pasado,
presente y futuro. Estas afirmaciones son tan pasmosas que la
mayor parte de los científicos llevan una doble vida, aceptándolas
en el laboratorio y rechazándolas sin pensarlo en la vida cotidiana.
Pero la noción de un tiempo en movimiento no tiene virtualmente
sentido ni siquiera en los asuntos cotidianos, pese al hecho de que
domine nuestro lenguaje, pensamientos y acciones.
Quizás ahí radiquen los nuevos avances, en desenredar el misterio
de los vínculos entre el tiempo, el entendimiento y la materia.

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Muchos de los temas de este libro son más raros que si fueran
inventados, pero lo que debe destacarse no es su peculiaridad, sino
el que la comunidad científica los conoce desde hace mucho sin
haber intentado comunicarlos a la opinión pública. Probablemente
en razón, sobre todo, de la naturaleza excepcionalmente abstracta
de la teoría cuántica, más el hecho de que por regla general sólo se
accede a ella con ayuda de matemáticas muy avanzadas. Desde
luego, muchos de los temas de los siguientes capítulos desafiarán la
imaginación del lector, pero las cuestiones son tan profundas e
importantes para nosotros que se debe intentar salvar distancias y
comprenderlas.

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Capítulo I
Dios no juega a los dados

A comienzos de la década de 1920, un físico norteamericano,


Clinton Joseph Davisson, inició una serie de investigaciones para la
Bell Telephone Company en las que bombardeaba cristales de
níquel con un haz de electrones similar al haz que produce la
imagen en las pantallas de televisión. Percibió algunas
regularidades curiosas en el modo en que los electrones se
esparcían por la superficie del cristal, pero no comprendió de
inmediato su enorme importancia. Varios años después, en 1927,
Davisson dirigió una versión mejorada del mismo experimento con
un colega más joven, Lester Halbert Germer. Las regularidades eran
muy pronunciadas, pero lo más importante fue que ahora se
esperaban, en base a una notable teoría nueva de la materia
desarrollada a mitad de los años veinte. Davisson y Germer estaban
observando directamente y por primera vez un fenómeno que dio
lugar al hundimiento de una teoría científica sólidamente
implantada durante siglos y que volvía del revés nuestras nociones
del sentido de la realidad, de la naturaleza de la materia y de
nuestra observación de la misma.
En realidad, tan profunda es la revolución del conocimiento
consiguiente y tan extravagantes son las consecuencias que incluso
Albert Einstein, quizás el científico más brillante de todos los
tiempos, se negó durante toda su vida a aceptar algunas de ellas.

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La nueva teoría se conoce ahora como la mecánica cuántica y


nosotros vamos a examinar sus asombrosas consecuencias sobre la
naturaleza del universo y de nuestro propio papel dentro de él. La
mecánica cuántica no es una mera teoría especulativa del mundo
subatómico, sino un complejo entramado matemático que sostiene
la mayor parte de la física moderna.
Sin teoría cuántica, nuestra comprensión global y pormenorizada de
los átomos, los núcleos, las moléculas, los cristales, la luz, la
electricidad, las partículas subatómicas, el láser, los transistores y
otras muchas cosas se desintegraría. Ningún científico duda
seriamente de que las ideas fundamentales de la mecánica cuántica
sean correctas. Sin embargo, las consecuencias filosóficas de la
teoría son tan pasmosas que, incluso pasados cincuenta años,
todavía resuena la controversia sobre lo que en realidad significa.
Para apreciar la profundidad de la revolución cuántica hace falta
entender, en primer lugar, la imagen clásica de la naturaleza tal
como la concebían los científicos por lo menos hasta el siglo XVII.
En los primeros tiempos, cuando los hombres y las mujeres
comenzaron a preguntarse por los acontecimientos naturales que
ocurrían a su alrededor, su imagen del mundo era bastante distinta
de la que tenemos hoy. Se daban cuenta de que ciertos
acontecimientos eran regulares y seguros, como los días y las
estaciones, las fases de la luna y los movimientos de las estrellas,
mientras que otros eran arbitrarios y en apariencia aleatorios, como
las tormentas, los terremotos y las erupciones volcánicas. ¿Cómo

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organizar este conocimiento en forma de una explicación de la


naturaleza? En algunos casos, un acontecimiento natural podía
tener una explicación evidente; por ejemplo, cuando el calor del sol
derretía la nieve. Pero la exacta noción de causa-efecto no estaba
bien formulada. En su lugar, debió parecerles lo más natural
modelar el mundo según el sistema que mejor entendían: ellos
mismos. Es fácil comprender por qué los fenómenos naturales
llegaron a considerarse manifestaciones del temperamento y no de
la causalidad. Así, los acontecimientos regulares y seguros
reflejaban una actividad plácida y benevolente, mientras que los
acontecimientos súbitos y quizá violentos se atribuían a un
temperamento petulante, airado y neurótico. Una consecuencia de
lo anterior fue la astrología, en la que el aparente orden de los cielos
se tomaba por el reflejo de una organización más amplia que
aunaba la naturaleza humana y la celeste en un sistema único.
En algunas sociedades los sistemas animistas cristalizaron y se
convirtieron en personalidades reales. Existía el espíritu del bosque,
el espíritu del río, el espíritu del fuego, etcétera. Las sociedades más
desarrolladas elaboraron una jerarquía de dioses compleja y muy
antropomórfica. El sol, la luna, los planetas, incluso la misma
Tierra, se consideraban personalidades similares a las humanas y
los acontecimientos que les sobrevenían, un reflejo de los bien
conocidos deseos y emociones humanos. «Los dioses están furiosos»
debía considerarse una explicación suficiente de alguna calamidad
natural, y se hacían los adecuados sacrificios. El poder de estas

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ilustres personalidades se tomaba muy en serio, probablemente


hasta el punto de constituir la mayor fuerza sociológica.
Paralelamente a esta evolución surgió un nuevo conjunto de ideas
fruto de la creación de asentamientos urbanos y de la aparición de
los estados nacionales. Para evitar la anarquía, se contaba con que
los ciudadanos se adaptaran a un estricto código de conducta que
se institucionalizó en forma de leyes. También los dioses estaban
sometidos a leyes y, a su vez, en virtud de su mayor poder y
autoridad, refrendaban el sistema de leyes humanas con ayuda de
sus intermediarios, los sacerdotes. En la temprana civilización
griega, el concepto de un universo regido por leyes estaba muy
avanzado. De hecho, la explicación de los acontecimientos naturales
rutinarios, como el vuelo de un proyectil o la caída de una piedra,
comenzaban a formularse como «infalibles leyes de la naturaleza».
Esta nueva y deslumbrante idea de que los fenómenos ocurrían sin
supervisión, estrictamente de acuerdo con la ley natural, planteaba
un agudo contraste con la otra visión de un mundo orgánico
regulado por los estados de ánimo. Desde luego, los fenómenos
verdaderamente importantes ―los ciclos astronómicos, la creación
del mundo y el mismo hombre― seguían precisando la estrecha
atención de los dioses, pero las cuestiones normales se desenvolvían
por su propia cuenta. No obstante, una vez que echó raíces la idea
de un sistema material que actúa según un conjunto de principios
fijos e inviolables, resultó inevitable que el dominio de los dioses
fuera progresivamente erosionándose conforme se iban

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descubriendo mayor número de nuevos principios.


Aunque ni siquiera en la actualidad ha desaparecido del todo la
explicación teológica del mundo material, los pasos decisivos para
asentar el poder de las leyes físicas se dieron, hablando en sentido
muy amplio, con Isaac Newton y Charles Darwin. Durante el siglo
XVI, un gigante intelectual, Galileo Galilei, inició lo que hoy
llamaríamos una serie de experimentos de laboratorio. La idea clave
era que al aislar, en la medida de lo posible, un fragmento del
mundo de las influencias ambientales, quedaría en condiciones de
comportarse de un modo muy simple. Esta creencia en la
simplicidad última de la complejidad ha sido la fuerza impulsora de
la investigación científica durante milenios, y hoy se mantiene
intacta, pese a los sobresaltos que, como veremos, ha recibido en
los últimos tiempos.
Una de las famosas investigaciones que llevó a cabo Galileo
consistió en observar la caída de los cuerpos. Por regla general, se
trata de un proceso muy complejo que depende del peso, la forma,
la distribución de la masa y el movimiento interno del cuerpo, así
como de la velocidad del viento, la densidad del aire, etcétera. La
genialidad de Galileo consistió en señalar que todos estos rasgos
sólo eran complicaciones incidentales agregadas a lo que realmente
era una ley muy sencilla. Al reducir los efectos de la resistencia del
aire y utilizar cuerpos de formas regulares, haciéndolos rodar por
planos inclinados (en lugar de dejarlos caer directamente),
simulando de este modo el efecto de una gravedad muy reducida,

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Galileo se las arregló para salvar la complejidad y aislar la ley


fundamental de la caída de los cuerpos. Lo que hizo en esencia fue
medir el tiempo que necesitaban los cuerpos para caer desde
distintas distancias. En la actualidad puede parecer un
procedimiento muy razonable, pero en el siglo XVII fue un golpe de
genio. En aquellos días, la idea del tiempo era absolutamente
distinta de la nuestra: por ejemplo, no se aceptaba la idea de un
paso matemáticamente regulado del tiempo. La duración temporal
era desde siempre mucho más afín a las antiguas ideas orgánicas, y
su concreción antes procedía de los ritmos naturales del cuerpo
humano, de las estaciones y del ciclo celeste, que de los relojes de
precisión. Con el descubrimiento de América y el establecimiento de
los viajes transatlánticos regulares, las fuertes presiones militares y
comerciales estimularon la búsqueda de sistemas de navegación
este-oeste más exactos. Pronto se comprendió que, mediante la
combinación de una exacta determinación de la posición de las
estrellas y de una exacta medición del tiempo, era posible calcular
la longitud de un buque en medio del océano. De este modo se inició
la construcción de observatorios y la ciencia de la moderna
astronomía posicional, así como la invención de relojes cada vez
más exactos.
Aunque vivió una generación antes de que Newton formalizara la
idea de un «tiempo absoluto, cierto y matemático» y a dos siglos de
distancia de los horarios de trenes que por fin introdujeron este
concepto en la vida de la gente común, Galileo identificó

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correctamente el papel central del tiempo para describir los


fenómenos del movimiento. Su premio fue el descubrimiento de una
ley de una simplicidad desarmante: el tiempo que se tarda en caer
una distancia partiendo del estado de reposo es exactamente
proporcional a la raíz cuadrada de la distancia. Había nacido la
ciencia. Había nacido la idea de que una «fórmula matemática», en
lugar de un dios, supervisara el comportamiento del sistema
material.
El impacto de este descubrimiento no puede subvalorarse. Una ley
de la naturaleza en forma de ecuación matemática no sólo implica
simplicidad y universalidad, sino también manejabilidad.
Significaba que ya no será necesario seguir observando el mundo
para asegurarse de su comportamiento; también podrá calcularse
con papel y lápiz. Al utilizar las matemáticas para modelar las leyes,
el científico podía predecir el comportamiento futuro del mundo y
retroceder cómo se había comportado en los tiempos pasados.
Por supuesto, en el mundo no sólo hay cuerpos que caen, y hubo
que esperar hasta la monumental obra de Newton, a mediados del
siglo XVII, para que se produjera el impacto completo de estas
nuevas ideas revolucionarias. Newton fue más lejos que Galileo y
elaboró detalladamente un sistema global de mecánica, capaz de
afrontar en principio todo tipo de movimientos, que funcionó. La
nueva perspectiva de la física exigía nuevos progresos en las
matemáticas para describir las leyes descubiertas por Newton. Se
inventó el llamado cálculo diferencial e integral. Una vez más, el

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tiempo desempeñó un papel central como catalizador de estos


progresos. ¿Con cuánta rapidez cambiaría su velocidad un cuerpo
sometido a la actividad de una determinada fuerza? ¿Con cuánta
rapidez variaría la fuerza al desplazarse su lugar de origen? Este era
el tipo de preguntas a que debían responder los nuevos
matemáticos. La mecánica de Newton es una descripción del mundo
en concordancia con el paso del tiempo.
Como consecuencia de esta reorientación del pensamiento, se
plantearon nuevas cuestiones sobre el universo en las que el tiempo
y el cambio ocupaban un lugar destacado. Mientras que en las
culturas más antiguas la armonía y el equilibrio ―rasgos tan
importantes para el bienestar de los organismos biológicos―
constituían los aspectos sobresalientes, la mecánica de Newton
ponía el acento en las cuestiones dinámicas de la naturaleza. Quizá
no sea una coincidencia que, a pesar del explosivo desarrollo de la
civilización en la época clásica, las culturas prerrenacentistas
fuesen en gran medida estáticas, preocupadas por mantener el
status quo. En contraposición, Galileo y Newton, y más adelante
Darwin, introdujeron el concepto crucial de evolución en la visión
humana de la naturaleza. Como tantas veces ha ocurrido en el
desarrollo del pensamiento humano, lo que conduce a las
revoluciones intelectuales es más bien un cambio de perspectiva
que una información nueva. Otras culturas se habían ocupado de
temas tales como la manera de evitar el disgusto del dios de las
tormentas y asegurar una buena cosecha, pero Newton y sus

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matemáticas apuntaban a un tipo de problema completamente


nuevo: dado el estado actual de un sistema físico, ¿cómo
evolucionará en el futuro? ¿Cuál será el estado final resultante de
un conjunto dado de condiciones iniciales?
Estos progresos intelectuales fueron acompañados de cambios
sociales: la revolución industrial, la búsqueda sistemática de nuevos
conocimientos y tecnología y, sobre todo, el concepto ―tan dado hoy
por supuesto― de una comunidad «en vías de progreso» hacia un
mejor nivel de vida y un mejor control de su medio ambiente. La
transición de una sociedad estática, influida por la naturaleza
temperamental, a una sociedad dinámica que persigue el control de
la naturaleza, debe mucho a la nueva mecánica y su crucial
concepto de evolución temporal.
Otra idea importante que fue adecuadamente clarificada por la
mecánica de Newton es la de los futuros alternativos, una noción
central para el tema de este libro. Para comprender sus
implicaciones se requiere un cuidadoso examen de qué es
exactamente lo que se quiere decir con las leyes matemáticas de la
naturaleza. Como sabemos, Galileo y Newton descubrieron que el
movimiento de los cuerpos materiales no es casual y aleatorio, sino
que está determinado por matemáticas sencillas. Así pues, dada
una información sobre el estado de un cuerpo y su entorno en un
instante determinado, es posible (al menos en principio) calcular el
comportamiento de ese cuerpo en el futuro (y en el pasado).
Cuidadosos experimentos confirman que esto es cierto. Todo el

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espíritu de la idea consiste en que el mundo no puede cambiar de


cualquier manera: los caminos disponibles para el desarrollo se
limitan a los que se ajustan a las leyes. Pero, ¿hasta qué punto es
restrictiva esta limitación? Nuestra experiencia de la naturaleza,
repleta de una rica y en apariencia ilimitada variedad de actividades
interesantes y complejas, no enlaza fácilmente con un mundo tan
rígido.
La reconciliación de la complejidad y la obediencia se encuentra en
la forma de las matemáticas que se necesitan y en su relación con la
exigencia de información sobre el sistema en algún momento inicial.
Para precisar lo dicho, podemos considerar la sencilla cuestión
práctica de lanzar una bola. Newton nos enseñó que la trayectoria
de un proyectil no es arbitraria, sino que debe ser una curva bien
determinada de acuerdo con leyes matemáticas. Sin embargo, este
mundo resultaría aburrido para los deportistas si todas las bolas
que se lanzaran siguieran exactamente la misma trayectoria y,
desde luego, sabemos que eso no ocurre. En realidad, las leyes no
determinan en absoluto una única trayectoria, sino tan sólo un tipo
de trayectoria. En el caso que nos ocupa, toda bola seguirá una
trayectoria parabólica, pero hay una infinita variedad de parábolas.
(La parábola es la forma que se obtiene al cortar un cono
paralelamente a la cara opuesta. Es el borde curvo del cono
truncado). Hay parábolas altas y delgadas, que corresponden a
bolas lanzadas casi verticalmente, parábolas largas y bajas, como la
trayectoria de una pelota de béisbol, etcétera. De hecho, la

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experiencia demuestra que controlamos de dos modos la forma de la


trayectoria. Podemos decidir el tamaño de la parábola variando la
velocidad a que lanzamos la bola y podemos variar la forma de la
parábola alterando el ángulo de lanzamiento. De manera que existe
una ley física según la cual todas las bolas siguen trayectorias
parabólicas, pero la parábola que sigan vendrá determinada por dos
condiciones iniciales independientes: la velocidad y el ángulo.
El objetivo de esta digresión sobre balística elemental es señalar que
en la naturaleza hay algo más que leyes. Hay también condiciones
iniciales. Ahora podemos clarificar la cuestión de qué información se
precisa para determinar el comportamiento concreto de un cuerpo
según la mecánica newtoniana. En primer lugar, necesitamos
conocer la magnitud y la dirección de todas las fuerzas que actúan
sobre un cuerpo y cómo varían en el tiempo, y en segundo lugar la
posición y la velocidad del cuerpo en algún momento, que también
debe especificarse. Dados todos estos datos, calcular dónde estará
el cuerpo y cómo se moverá en un momento posterior es una simple
cuestión matemática. Uno de los primeros éxitos de la mecánica de
Newton consistió en explicar los tamaños, las formas y los períodos
de las órbitas planetarias del sistema solar. Los planetas, incluida la
Tierra, están atrapados en órbitas alrededor del Sol por la gravedad
de este último cuerpo. Para calcular los movimientos del sistema
solar, Newton tenía que conocer tanto la intensidad como la
dirección de la fuerza gravitatoria solar en todos los lugares del
espacio, y también las condiciones iniciales, es decir, las posiciones

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y velocidades de los planetas en un determinado momento. Esta


última información podían aportarla los astrónomos, que controlan
rutinariamente tales cuestiones, pero la fuerza de la gravedad era
un asunto completamente distinto. Generalizando los resultados de
Galileo sobre la gravedad terrestre, Newton conjeturó acertadamente
que el Sol, y de hecho todos los cuerpos del universo, ejercen una
fuerza gravitatoria que disminuye con la distancia de acuerdo con
otra ley matemática exacta y simple: la llamada ley de la gravitación
universal. Una vez matematizado el movimiento, Newton
matematizó asimismo la gravedad. Conjuntando ambas cosas y
utilizando el cálculo logró un gran triunfo al predecir correctamente
el comportamiento de los planetas.
Desde los tiempos de Newton, esta mecánica se ha aplicado a todos
los pormenores del sistema solar. Es posible mejorar los cálculos
originales teniendo en cuenta las diminutas fuerzas gravitatorias
que actúan entre los mismos planetas, así como los efectos de su
rotación, las distorsiones de sus formas, etcétera. Una operación
habitual consiste en calcular la órbita de la Luna y, a partir de ahí,
predecir las fechas de los eclipses futuros. Del mismo modo, el
cálculo puede aplicarse retrospectivamente para determinar las
fechas de los eclipses pasados y compararlos con los datos
históricos.
La aplicación de la mecánica newtoniana al sistema solar fue algo
más que un ejercicio. Hizo saltar por los aires la creencia secular de
que los cielos estaban gobernados por fuerzas puramente

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celestiales. Incluso el gran refugio de los dioses sucumbió ante las


matemáticas de Newton. Nunca ha habido una demostración más
espectacular del poder de la ciencia basada en leyes matemáticas.
Significaba que las leyes de la naturaleza no sólo controlaban los
procesos menores de la Tierra, como la forma de la trayectoria de los
proyectiles, sino que también gobernaban la misma estructura del
cosmos: una ampliación del horizonte hasta lo cósmico que alteró
profundamente las concepciones de la humanidad sobre la
naturaleza del universo y su propio lugar dentro de él.
Las profundas consecuencias filosóficas de la revolución newtoniana
son más claras en cosmología: el estudio de la totalidad de las
cosas. Según Newton, el movimiento de toda partícula material, de
todo átomo, está en principio total y absolutamente determinado
para todo el tiempo pasado y futuro con tal de conocer las fuerzas
imprimidas y las condiciones iniciales. Pero las propias fuerzas, a su
vez, están determinadas por la localización y el estado de la materia.
Por ejemplo, la fuerza gravitatoria solar es fija una vez que
conocemos su posición. De ahí se deduce que, una vez que
conozcamos las posiciones y los movimientos de todos los
fragmentos de materia, y suponiendo que conozcamos también las
leyes que rigen las fuerzas entre los fragmentos, podremos calcular
toda la historia del universo, tal como señaló Pierre Laplace.
Ahora bien, debe decirse desde el principio que no se dispone de tal
conocimiento y que, aun cuando lo tuviésemos, no habría
computadora lo bastante grande para realizar los cálculos. En la

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práctica, por supuesto, sólo es posible calcular los subsistemas muy


simples y relativamente aislados (por ejemplo, el sistema solar). Sin
embargo, como cuestión de principio continúa teniendo unas
implicaciones sobrecoged o ras. La antigua concepción del cosmos
como sociedad de temperamentos que coexisten en equilibrio deja
paso a la imagen inanimada e incluso estéril del «universo
mecánico». Inevitablemente, los descubrimientos de Newton parecen
relegar el mundo entero a la condición de mecanismo que marcha
inexorable y sistemáticamente adelante hacia un destino
preestablecido, donde cada átomo corre siguiendo una trayectoria
retorcida pero legislada hasta alcanzar un destino inalterable.
Finalmente este cambio de perspectiva tuvo su impacto sobre la
religión. La primitiva idea cristiana de un Dios activo que
participaba de cerca en los negocios mundanos, supervisando los
acontecimientos, desde la concepción de los niños hasta las fases de
la Luna, fue sustituida por una idea más lejana de Dios como
iniciador del movimiento cósmico, que observa pasivamente el
desenvolvimiento de su creación según sus propias leyes
matemáticas. El espíritu de esta transformación en divina pasividad
y automática legalidad lo capta Robert Browning en su poema Pippa
Passes: «Dios en su cielo, / Todo en orden en el mundo». El universo
mecánico, que se desarrolla uniformemente según un plan, había
llegado: fue tal el impacto del pequeño prodigio del genio de Newton
que Pope escribiría: «Dios dijo: « ¡Que exista Newton!» y todo se
iluminó».

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A pesar del pasmoso logro intelectual de imponer disciplina a un


cosmos indomable, la creación por obra de Newton de un universo
conformado a leyes rígidas tiene un aspecto profundamente
deprimente. Cuando se ha hecho formar hasta el último átomo,
como si dijéramos, hay una chispa de vida que desaparece del
mundo. Un mecanismo de relojería puede ser muy hermoso y
eficiente, pero la imagen de un universo que corcovea
insensatamente camino de la eternidad, cual caja de música de
grotesca complejidad, no resulta demasiado tranquilizadora, sobre
todo teniendo en cuenta que nosotros formamos parte de ese
universo. Una víctima evidente de tal visión es el libre albedrío. Si la
entera condición del pasado y del futuro de la materia estuviera
únicamente determinada por su condición en cualquier instante
concreto, entonces nuestro futuro estaría obviamente
predeterminado hasta el último detalle. Cualquier decisión que
tomemos, cualquier antojo, estarían en realidad acordados desde
hace miles de millones de años como el inevitable resultado de una
red de fuerzas e influencias asombrosamente intrincada pero
totalmente predeterminada.
En la actualidad, los científicos reconocen varios fallos en el
razonamiento que conduce a un universo predeterminado y
mecánico, pero, incluso dando por sentada la idea esencial, no debe
suponerse que las leyes newtonianas sean tan restrictivas que sólo
permitan un único universo posible. Al igual que una bola puede
seguir cualquier trayecto entre una infinita variedad de ellos, así

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también el conjunto del universo sigue una infinita diversidad de


trayectorias hacia el futuro. Las condiciones iniciales determinan
cuál es exactamente la trayectoria elegida. Esto plantea la cuestión
fundamental de qué se entiende por inicial. Más adelante veremos
que los cosmólogos modernos creen que el universo no ha existido
siempre, de manera que debe haber habido alguna clase de
creación, aunque debió ocurrir hace unos quince mil millones de
años. De modo que tiene sentido reflexionar sobre los siguientes
problemas, todos ellos fascinantes. ¿Qué condiciones iniciales de la
creación condujeron al universo que hoy contemplamos? ¿Eran
condiciones muy especiales o, por el contrario, poseían
características muy generales? ¿Qué clase de universo hubiera
resultado de ser las condiciones distintas?
La filosofía que subyace a lo dicho es que nuestro universo no es
más que uno del infinito conjunto de universos posibles: tan sólo un
camino particular hacia el futuro. Podemos estudiar las otras
trayectorias con ayuda de las matemáticas. Podemos sondear la
naturaleza de esa miríada de mundos alternativos que pudieron
haber existido y preguntarnos: ¿por qué éste? En los siguientes
capítulos veremos cuán estrechamente está implicada nuestra
existencia en estas cuestiones y cómo esos otros mundos
fantasmales no son meras curiosidades académicas sino que
realmente dejan sentir su presencia en el mundo concreto que
conocemos.
Una de las rarezas del universo mecanicista de Newton es su

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patente contradicción con la experiencia. Buena parte del mundo


que nos rodea parece acaecer más bien por azar que por designio.
Compárese, por ejemplo, el comportamiento de una bola con el de
una moneda lanzada al aire. Ambas se mueven según los principios
de la mecánica de Newton. Si se lanza la bola varias veces a la
misma velocidad y en la misma dirección seguirá siempre la misma
trayectoria, pero la moneda al aire unas veces saldrá cara y otras
veces cruz. ¿Cómo se pueden reconciliar estas diferencias con un
mundo donde la sucesión de los acontecimientos está por completo
predeterminada?
Veamos en primer lugar lo que se entiende por ley natural. Tal como
la concibieron los pensadores clásicos y fue incorporada más tarde
a la concepción newtoniana de la mecánica, se supone que la ley
describe el comportamiento de un sistema material concreto
sometido a un conjunto concreto de circunstancias. Dado que las
leyes naturales, por definición, se entiende que no cambian con el
tiempo ni con el espacio, es evidente que están estrechamente
relacionadas con la repetibilidad, un concepto fundamental a la
filosofía de la verificación de teorías mediante la repetición de los
experimentos. En consecuencia, si la bola lanzada se mueve según
las leyes de Newton, cuando se lance la bola una y otra vez en
idénticas condiciones, su trayectoria deberá ser siempre la misma.
Un buen procedimiento para analizar este problema consiste en
usar el concepto, anteriormente introducido, de un conjunto de
mundos. Imaginemos un conjunto (infinito si se quiere) de mundos

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idénticos excepto en el recorrido de la bola. En cada uno de los


mundos la bola se lanza a una velocidad y/o con un ángulo
ligeramente distintos. Hay toda una serie de trayectorias, una por
cada mundo; todas son parabólicas, pero no hay dos idénticas. Es
útil denominar de algún modo a los distintos mundos para poder
distinguirlos. Un método práctico consiste en trazar un diagrama en
el que las dos condiciones iniciales ―velocidad y ángulo― se
conjuguen (véase Figura 1). Cada par de números (velocidad,
ángulo) determina un punto en el diagrama que corresponde
únicamente a un mundo concreto y a una trayectoria concreta. De
este modo, cada mundo se caracteriza por un par de números.

Figura 1. El punto del diagrama determina una velocidad concreta S


y un ángulo A. Con estas dos condiciones iniciales queda
unívocamente determinada la forma de la trayectoria de la bola
según las leyes newtonianas del movimiento.

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Examinemos ahora una familia de otros puntos que rodean al que


nos interesa (Figura 2). Estos puntos representan otros mundos
que, en cierto sentido, son vecinos muy próximos del original.
Representan mundos donde las condiciones iniciales han sufrido
muy ligeras perturbaciones. Si nos preguntamos por el
comportamiento de la bola en estos mundos próximos, encontramos
que sus trayectorias son muy similares a las del original. En suma,
una pequeña variación de las condiciones iniciales causa solamente
un pequeño cambio en el movimiento subsiguiente.

Figura 2. El conglomerado de veinte puntos próximos podría


representar veinte mundos que sólo se diferenciarían en las ligeras
variaciones de la trayectoria parabólica de la bola. En otro caso,
podrían representar mundos en los que las bolas de billar acabaran
en posiciones muy distintas. Sólo con ayuda de la lupa nos
percatamos de que el último proceso no es inherentemente aleatorio,

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sino muy sensible a los pequeños cambios del movimiento inicial del
taco de billar. De tal modo que realmente existen puntos (señalados
con cruces) muy cercanos en realidad al punto original, que
conducirían a configuraciones casi idénticas de las bolas de billar.

En contraposición a lo anterior, examinemos otra situación


conocida, referida esta vez a varias bolas. En el billar americano, el
juego se inicia lanzando uno de los jugadores la bola blanca contra
el grupo de las otras diez que forman un apretado triángulo
invertido. Tras el impacto, las bolas se desperdigan por la mesa,
chocando y rebotando en las bandas, hasta que finalmente se
detienen (debido al rozamiento) en alguna configuración. Por
muchas veces que repitamos la operación, y por mucho cuidado que
tengamos en colocar igual la bola de billar, parece que nunca
podemos contar con repetir exactamente la misma configuración
final. Al parecer, este resultado nunca es predecible ni repetible.
¿Dónde está la coherencia con la mecánica determinista de Newton?
Volviendo a las Figura 1 y 2, sigue siendo posible designar cada uno
de los miembros de nuestro conjunto de mundos mediante puntos,
puesto que dado un único punto, es decir, un ángulo y una
velocidad determinados de la bola de billar, la configuración final de
las bolas estará determinada por las leyes.
La diferencia entre este caso y el lanzamiento de una única bola
radica en las propiedades del conjunto, no de un único mundo,
pues incluso condiciones iniciales en realidad enormemente

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parecidas a las del caso original producirán configuraciones finales


de las bolas drásticamente distintas. Cualquier cambio mínimo en
la velocidad o en el ángulo repartirá las bolas de manera
completamente distinta.
Como mejor pueden compararse estos dos casos es diciendo que en
el primero tenemos un buen control sobre las condiciones iniciales,
mientras que no ocurre así en el segundo. La configuración de las
bolas del billar americano es tan sensible a las menores
perturbaciones que el resultado es, más o menos, completamente
aleatorio. Si aplicamos una lupa como en la Figura 2 al segundo
caso, veremos que en realidad hay entornos de cada punto que, en
ese mundo, producirían una configuración final de las bolas similar
a la de la primera tirada. El problema es que estos puntos están de
hecho muy cerca del primero, es decir, que las distancias se han
acortado mucho, de tal modo que, en la práctica, nunca lograremos
la misma localización dos veces.
La conclusión a sacar de este ejemplo es que, en el mundo real, la
predictibilidad determinista de la naturaleza sólo se hace visible si
miramos el mundo por el microscopio. Sólo si tenemos en cuenta el
decurso detallado de cada átomo podemos confiar en apreciar el
funcionamiento del mecanismo de relojería. A la escala ordinaria,
nuestra ignorancia o nuestra falta de control de las condiciones
iniciales introducen una gran componente aleatoria en el
comportamiento del mundo. Durante mucho tiempo los físicos
creyeron que estas limitaciones puramente prácticas eran la única

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fuente de incertidumbre y azar. Se suponía que los propios átomos


se movían según las leyes deterministas de la mecánica de Newton,
es decir, se pensaba que los átomos sólo se diferenciaban de los
objetos macroscópicos, cual las bolas de billar, en la escala. De
hecho, partiendo de este supuesto, los físicos estaban en
condiciones de explicar satisfactoriamente muchas de las
propiedades de los gases y de los sólidos, considerándolos como una
enorme acumulación de átomos cada uno de los cuales se movía
según las leyes de Newton.
Por supuesto, dado que en la práctica no era posible calcular el
movimiento individual de cada átomo, se adoptaron ciertos sistemas
de establecer promedios. En cualquier caso, era posible prever el
comportamiento aproximado del conjunto de los átomos.
Alrededor del cambio de siglo se descubrió que los átomos no son,
después de todo, cuerpos sólidos indestructibles, sino que poseen
una estructura interna, bastante parecida al sistema solar, con un
pesado núcleo en el centro rodeado por una nube de electrones
ligeros y móviles. Todo el sistema se mantiene unido gracias a las
fuerzas eléctricas que atraen a los electrones negativos hacia el
núcleo positivo. Es natural que los físicos buscaran en la mecánica
de Newton el modelo matemático del átomo, tratando de repetir el
anterior éxito de explicar los movimientos del sistema solar. Por
desgracia, el modelo parecía contener un defecto fundamental. En el
siglo XIX se descubrió que cuando una carga eléctrica se acelera
emite radiaciones electromagnéticas, tales como ondas luminosas,

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caloríficas o de radio. Un aparato transmisor de radio utiliza este


principio haciendo que los electrones suban y bajen por la antena.
También en los átomos los electrones se ven obligados a trazar
órbitas curvas por efecto del campo eléctrico del núcleo, y esta
aceleración debe hacerles emitir radiaciones. De ser así, el sistema
deberá perder energía en forma de radiación y el átomo pagará el
precio de encogerse. Debido a ello el electrón será atraído hacia el
núcleo y tendrá que orbitar a mayor velocidad para superar el
campo eléctrico más fuerte que hay allí.
El resultado será una emisión aún mayor de radiación y un
encogimiento todavía más rápido. En realidad, el sistema será
inestable y los átomos acabarán derrumbándose al cabo de muy
poco tiempo. ¿Qué es lo que está mal?
La respuesta a este enigma no se descubrió del todo hasta la década
de 1920, aunque en 1913 se dieron ya algunos tímidos pasos en
esta dirección. En los capítulos posteriores examinaremos con más
detalle la solución; bástenos por el momento decir que no sólo las
leyes de Newton fallaban al aplicarse a los átomos, sino también
otras leyes de las hasta entonces conocidas. La sustitución de la
teoría no sólo demolió dos siglos de ciencia, sino que puso en
cuestión algunos supuestos básicos sobre el significado de la
materia y de nuestras observaciones sobre ella. Esta teoría
cuántica, tal y como ahora se denomina, fue desarrollada en varias
etapas entre 1900 y 1930, y tiene las más profundas consecuencias
para la naturaleza del universo y para nuestra situación dentro de

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él.
Los experimentos dirigidos por Davisson, que se han mencionado al
principio de este capítulo, constituyeron la primera observación
directa del funcionamiento de los nuevos y asombrosos principios.
Como introducción a la nueva teoría, permítasenos volver sobre la
idea de la ley del movimiento. Supóngase que se lanza una bola
desde el lugar A y que ésta se mueve, siguiendo una trayectoria,
hacia otro lugar B. Al repetir la operación cabría esperar que la bola
siguiera exactamente la misma trayectoria (en la medida en que las
condiciones iniciales fueran idénticas). Esta propiedad también se
esperaba de los átomos y de las partículas que los constituyen,
electrones y núcleos. El sorprendente descubrimiento de la teoría
cuántica fue que esto no es así.
Un millar de electrones distintos se trasladarán de A a B siguiendo
un millar de trayectos distintos.
A primera vista parece como si el dominio de las matemáticas sobre
el comportamiento de la materia haya llegado a su fin, vencido por
el espectro de la anarquía subatómica.
Es difícil excederse al subrayar las inmensas consecuencias de este
descubrimiento, pues, desde que Newton descubrió que la materia
se comportaba según reglas determinadas, se contaba con aplicar
alguna clase de reglas a todos los niveles, desde el átomo hasta el
cosmos. Ahora, sin embargo, parece que la ordenada disciplina del
mundo macroscópico de nuestra experiencia se desmorone en el
caos del interior del átomo.

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Aunque, como veremos, el caos subatómico es en cierto sentido


ineludible, este caos, por su misma naturaleza, puede dar lugar a
alguna clase de orden. Para esclarecer esta enigmática afirmación,
pensemos en un parque rodeado por una cerca y con dos puertas
localizadas en puntos opuestos, que denominaremos A y B.
Supongamos que el parque esté situado en una vía pública que se
utilice con frecuencia, de manera que la gente tienda a entrar por la
puerta A, atravesarlo a pie hasta B y salir.

Figura 3. Recorridos por el parque. La mayor parte de la gente trata


de minimizar su actividad y anda por el camino más corto, de tal
modo que el conjunto de los trayectos se concentra alrededor de la
línea recta que va de la entrada a la salida. Algunos tipos vitales, no
obstante, llevan a cabo complicadas deambulaciones. Las partículas
subatómicas también siguen una multiplicidad de trayectorias, pero
prefieren las más cortas.

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Si registráramos los trayectos de todos los visitantes del parque,


pongamos, en una hora, nos encontraríamos con un diagrama como
el de la Figura 3. Lo característico es que la mayoría de los
visitantes avance según, muy aproximadamente, una línea recta
que vaya de A a B. Algunos, con más tiempo o vitalidad, pasean un
poco hacia alguno de los lados y unos pocos (quizá los que llevan
perro o son todavía más vitales) se acercan a los límites del parque.
En ocasiones sueltas se presentará un trayecto muy arbitrario
(quizá de un niño). Lo que importa es que, en apariencia, las
personas no se someten a ninguna ley rígida del movimiento; se
consideran a sí mismas libres para elegir cualquier camino para
cruzar el parque. En realidad cualquier individuo puede decidir
mantenerse alejado del camino más corto. A pesar de esto, cuando
se estudia un grupo lo bastante numeroso, es muy probable que
haya una concentración de trayectorias alrededor de la línea recta.
Dados los suficientes sujetos, surge una especie de orden, aun
cuando por regla general se quebrante la ley de «andar en línea
recta». La razón es que, cuando se estudia una gran masa de
personas, los caprichos y fantasías de los distintos individuos se
compensan y el comportamiento colectivo muestra un inconsciente
conformismo. La razón que subyace al conformismo concreto que
aquí nos ocupa es que las personas, por término medio, propenden
a elegir la vía más corta sin incurrir en altos niveles de actividad. El
camino en línea recta desde A a B es el camino del menor esfuerzo y

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de ahí que sea el seguido con mayor frecuencia por cualquier


peatón. Pero no tiene que ser así; se trata de puras probabilidades.
El ejemplo de los paseantes por el parque es muy parecido al de las
partículas subatómicas, que también eligen toda una diversidad de
trayectorias desde A a B, aunque prefieren las que suponen menor
esfuerzo. De forma que, una vez más, las trayectorias tienden a
agruparse alrededor del camino que precisa menor esfuerzo. Al
parecer, los electrones, lo mismo que los humanos, no quieren
esforzarse demasiado. Ahora bien, lo significativo del camino de
menor esfuerzo es que coincide con la trayectoria newtoniana: la
trayectoria que se calcularía a partir de las leyes de Newton.
Volviendo al ejemplo de los paseantes por el parque, también
podemos observar otro rasgo interesante. Es más probable que
sigan la línea recta los individuos gordos, pesados, que no los
ligeros (por ejemplo, los niños). Esto se debe a que el esfuerzo
adicional necesario para desplazar un cuerpo pesado por una
trayectoria serpenteante es mayor que en el caso de un cuerpo
ligero. Igual les ocurre a las partículas de materia inanimada: las
pesadas, tales como los átomos o los grupos de átomos, es más
probable que se mantengan próximas a la trayectoria del mínimo
esfuerzo que los electrones. Cuando las partículas son tan pesadas
que son macroscópicas (por ejemplo, las bolas de billar), entonces es
sumamente improbable que se aparten de la trayectoria newtoniana
del mínimo esfuerzo más allá de una distancia infinitésima. Ahora
estamos en condiciones de entender por qué la anarquía atómica es

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coherente con la disciplina newtoniana en lo que se refiere a los


objetos ordinarios. Las desviaciones de la ley están permitidas, pero
son absolutamente diminutas excepto a escala subatómica, de
manera que normalmente no las percibimos.
Utilizando un principio matemático comparable a la aversión
humana a hacer esfuerzos innecesarios, la teoría cuántica permite
calcular las probabilidades relativas de todos los distintos trayectos
que pueden seguir el electrón o el átomo. Fundamentalmente, se
calcula la acción necesaria para que una partícula se mueva
siguiendo un trayecto dado (lo que requiere una definición precisa
de acción) y se inserta en una fórmula matemática que proporciona
la probabilidad de la trayectoria. En general, todas las trayectorias
son posibles, pero no todas son igual de probables.
Todavía necesitamos saber cómo todo esto impide que los átomos se
colapsen o derrumben. Una nueva y asombrosa revelación sobre la
naturaleza de la materia subatómica, que aún demoraremos hasta
el capítulo 3, es también necesaria, pero de momento puede darse
una noción aproximada. Según la vieja teoría, la partícula que
órbita alrededor de un núcleo debe ir trazando una espiral
concéntrica conforme disipa su energía en forma de radiación
electromagnética. Esta es la trayectoria clásica. Pero la teoría
cuántica le permite seguir otras muchas trayectorias. Si el átomo
tiene mucha energía interna, entonces el electrón se situará lejos
del núcleo y su comportamiento no diferirá mucho de la
representación clásica. No obstante, cuando se ha perdido cierta

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cantidad de energía en forma de radiación y el electrón se acerca al


núcleo, ocurre un nuevo fenómeno.
Es importante recordar que el electrón no se mueve según una
única trayectoria de A a B, sino que describe órbitas. De modo que
las posibles trayectorias se cruzan y vuelven a cruzarse según una
complicada red, rasgo que debe tenerse en cuenta a la hora de
calcular el comportamiento más probable del electrón. Resulta tener
una Importancia crucial: existe un estado de mínima energía por
debajo del cual la probabilidad de encontrar un electrón es
estrictamente igual a cero. En sus movimientos, el electrón puede
hacer excursiones momentáneas hacia el núcleo, pero le está
prohibido detenerse en él. La localización media del electrón resulta
estar a unas diez mil millonésimas de centímetro del núcleo, que es
el radio del átomo en el estado de menor energía.
En realidad, existe toda una serie de niveles energéticos del átomo,
y se emite luz cada vez que el electrón hace una transición
descendente de un nivel energético a otro. Puesto que los niveles
representan una energía fija, el átomo no emitirá cualquier cantidad
de luz, sino pulsaciones o paquetes que contienen una determinada
cantidad de energía, característica de cada tipo de átomo. Estos
paquetes de energía se denominan cuantos y los cuantos de luz se
conocen como fotones. La existencia de los fotones era conocida
desde mucho antes de que se elaborara la teoría atómica tal como
aquí se describe: la obra de Planck, junto con la explicación del
efecto fotoeléctrico por Einstein, demostró que la luz sólo brota en

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unidades de energía discretas. La energía de cada uno de estos


fotones es proporcional a su frecuencia, de manera que la propiedad
que tiene la luz de colorearse es una medida de su energía. Así
pues, la luz azul, que es de frecuencia alta, contiene bastantes más
fotones energéticos que los colores de baja frecuencia, como el rojo.
Pero aún más, puesto que un determinado tipo de átomo (por
ejemplo, el hidrógeno) sólo emite determinados cuantos, la calidad
de la luz de cada clase de átomos tendrá su distintivo. Pues los
colores de la luz procedentes del hidrógeno difieren completamente
de los colores procedentes, pongamos, del carbono. Por supuesto,
cada átomo puede emitir todo un abanico, o espectro, de colores
correspondiente a toda la secuencia de niveles energéticos
(desigualmente espaciados en cuanto a energía), y por eso la teoría
cuántica sirve para explicar el espectro luminoso característico de
los distintos productos químicos. En realidad, pueden hacerse
cálculos que proporcionen, no sólo los colores exactos, sino sus
intensidades relativas, calculando las probabilidades relativas que
tienen los electrones de seguir las distintas trayectorias que
permiten saltar entre los diferentes niveles.
Los arrolladores logros de la teoría cuántica son sobradamente
impresionantes, pero no han hecho más que empezar. En los
posteriores capítulos veremos aplicaciones mucho más amplias que
la estructura atómica y la espectrografía. Una cosa hay que aún no
se ha explicado de la forma adecuada: cómo el cruzarse y
entrecruzarse de los electrones conduce a tan drásticos cambios en

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su comportamiento. Hay aquí un profundo misterio. ¿Cómo sabe un


electrón que ha atravesado su propia trayectoria? Un fenómeno aún
más extraordinario se tratará en el capítulo 3: el electrón no sólo
tiene que conocer su propia trayectoria, ¡también debe conocer las
demás trayectorias que en realidad nunca sigue!
Resumiendo los rasgos más significativos de la revolución cuántica:
encontramos que las leyes rígidas del movimiento son en realidad
un mito. La materia tiene permitido vagar errante de manera más o
menos aleatoria, sometiéndose a ciertas presiones, como es la
aversión a hacer demasiado esfuerzo. El caos absoluto, pues, se
elude porque la materia es perezosa al mismo tiempo que
indisciplinada, de modo que, en un determinado sentido, el universo
elude la total desintegración gracias a la indolencia inherente a la
naturaleza.
Si bien no es posible hacer ninguna afirmación taxativa sobre
ningún movimiento concreto, determinadas trayectorias son más
probables que otras, de tal forma que estadísticamente podemos
predecir con exactitud cómo se comportará una gran masa de
sistemas similares. Aunque estos extraños rasgos sólo resultan
sobresalientes a escala atómica, es evidente que el universo no es, a
fin de cuentas, un mecanismo de relojería cuyo futuro esté
absolutamente determinado. El mundo no está tan controlado por
leyes rígidas como por el azar. Además, las incertidumbres no son
una mera consecuencia de nuestra ignorancia de las condiciones
iniciales, como se pensó en otro tiempo, sino una propiedad

Colaboración de Sergio Barros 44 Preparado por Patricio Barros


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inherente de la materia. Tan desagradable le pareció a Einstein esta


aleatoriedad inherente a la naturaleza que se negó a creerla durante
toda su vida, rechazando la idea con la famosa réplica: “¡Dios no
juega a los dados!” No obstante, la inmensa mayoría de los físicos
han llegado a aceptarla. En los siguientes capítulos se pondrán de
manifiesto las sorprendentes consecuencias de un cosmos
básicamente incierto.

Colaboración de Sergio Barros 45 Preparado por Patricio Barros


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Capítulo II
Las cosas no siempre son lo que parecen

En el último capítulo hemos visto hasta qué punto es central en


nuestra visión del mundo la idea newtoniana de un tiempo
matemáticamente exacto, que fluye uniforme y universalmente del
pasado hacia el futuro. No vemos el mundo en forma estática, sino
evolucionando, desarrollándose, cambiando de un momento al
siguiente. En una época se creyó que el futuro estado del mundo, al
desenvolverse de este modo, estaría predeterminado por su estado
presente, pero la revolución cuántica derrocó tal idea. En lugar de
eso, el futuro es inherentemente incierto. La teoría cuántica derribó
el edificio de la mecánica de Newton, pero ¿qué fue de su modelo del
tiempo y del espacio? Éste también se hundió, en una revolución
tan profunda como la cuántica pero que la precedió en algunos
años.
En 1905, Albert Einstein publicó una nueva teoría del espacio, del
tiempo y del movimiento llamada la relatividad especial.
Ponía en cuestión algunos de los supuestos más apreciados y
habituales sobre la naturaleza del espacio y del tiempo. Desde su
primera publicación, la teoría se ha comprobado repetidas veces en
experimentos de laboratorio y en la actualidad es aceptada casi
unánimemente por los físicos. Entre las predicciones más
espectaculares de la teoría se cuenta la existencia de antimateria y
los viajes en el tiempo, la elasticidad del espacio y del tiempo, la

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equivalencia de la masa y la energía y la aniquilación de la materia.


Como ampliación de su trabajo de 1905, Einstein publicó en 1915
la llamada teoría general de la relatividad. Aunque no tan bien
fundada experimentalmente, sus predicciones son igual de
fantásticas: espacio y tiempo curvos, agujeros negros, la posibilidad
de un universo finito pero ilimitado, e incluso la posibilidad de que
el tiempo y el espacio se disuelvan en la inexistencia.
La teoría de la relatividad se aventura en estas extraordinarias
posibilidades adoptando una perspectiva radicalmente nueva sobre
qué es exactamente el mundo. Según las ideas de Newton, que son
la perspectiva de sentido común que adopta la gente normal en la
vida cotidiana, el mundo cambia a cada momento. En cualquier
momento dado, el mundo supone un estado determinado (aunque
no por completo conocido) de todo el universo. Inevitablemente
pensamos en todas las demás personas, en todos los demás
planetas y estrellas, en las otras galaxias, en todas las cosas que
nos interesan, y las imaginamos en determinadas condiciones
concretas en este momento, es decir, ahora. El mundo, pues, se ve
como la totalidad de todos estos objetos en un momento concreto.
La mayor parte de la gente no duda de la existencia de un «mismo
momento» universal (ni tampoco lo dudaba Newton).
La defunción de esta habitual manera de concebir el tiempo la pone
de manifiesto un curioso fenómeno. Entre las constelaciones de
Águila y de Sagitario hay un prodigioso objeto astronómico
denominado un púlsar binario. En apariencia, consiste en dos

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estrellas derrumbadas o colapsadas que orbitan una alrededor de la


otra a muy corta distancia. Se cree que estas estrellas son tan
compactas que incluso sus átomos se han desplomado en forma de
neutrones por obra de su propio peso debido a la enorme gravedad.
A resultas de la gran densidad ―las estrellas tienen unos pocos
kilómetros de diámetro― giran a la formidable velocidad de varias
veces por segundo. Una de las estrellas está sin duda rodeada por
un campo magnético, pues cada vez que gira emite una pulsación
de ondas de radio (de donde el nombre de púlsar), y durante los
últimos cinco años los astrónomos han estado controlando estas
vibraciones con el gigantesco radiotelescopio de Arecibo, en Puerto
Rico. La regularidad de la rotación de la estrella de neutrones se
refleja en la exacta regularidad de las emisiones, que en
consecuencia pueden utilizarse como un reloj estelar preciso, al
mismo tiempo que permite seguir el movimiento de la estrella.
La regularidad de las pulsaciones proporciona un ejemplo gráfico de
la imperfección del tiempo de sentido común. Al ser tan masivas y
estar tan juntas, las dos estrellas de neutrones bailan la una
alrededor de la otra a una velocidad fenomenal, tardando
únicamente ocho horas en cada revolución orbital: un año de ocho
horas. Por tanto, el púlsar se mueve a una considerable fracción de
la velocidad de la luz, que es la misma que la velocidad de las
pulsaciones de radio. (La luz, las ondas de radio y otras radiaciones,
como el calor infrarrojo, los rayos ultravioleta, los rayos X y los
gamma son ejemplos del mismo fenómeno básico: las ondas

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electromagnéticas). Al girar el púlsar alrededor de su compañero, a


veces se acerca a la Tierra y a veces se aleja, según la dirección
momentánea del movimiento. El sentido común pensaría que
cuando el púlsar se acerca, las pulsaciones de radio se aceleran,
puesto que reciben el empuje adicional, en dirección a nosotros, del
propio movimiento de la estrella, como lanzada por una honda. Por
la misma razón las pulsaciones deberían desacelerarse al retroceder
la estrella. De ser así, la primera serie de pulsaciones debería llegar
mucho antes que la segunda, puesto que recorrerían la enorme
distancia que las separa de la Tierra a mayor velocidad. En realidad,
la recepción de las pulsaciones de toda la órbita debería extenderse
por un intervalo de muchos años, entremezclándose pues las
pulsaciones de miles de órbitas en una complicada maraña. Sin
embargo, la observación muestra algo absolutamente distinto: desde
todas las posiciones orbitales llega una pauta regular de
pulsaciones limpiamente dispuestas en correcto orden.
La conclusión parece enigmática: no hay pulsaciones rápidas que
adelanten a las pulsaciones lentas.
Todas llegan a la misma velocidad, espaciadas entre sí de manera
regular. Esto parece estar en flagrante contradicción con el hecho de
que el púlsar se esté moviendo, y una vivida demostración de la
contradicción la proporciona el hecho de que las pulsaciones que
llegan a velocidad inalterada también transportan información
directa de que el púlsar se mueve a gran velocidad. La información
en cuestión va codificada en las características de las mismas ondas

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de radio, que tienen mayor frecuencia cuando el púlsar está


retrocediendo que cuando se está acercando. Esta variación de la
frecuencia, similar al cambio del ruido de un motor cuando un
automóvil acelera, la utilizan los radares de la policía para medir la
velocidad de los coches. La misma técnica demuestra que el púlsar
va disparado por el espacio, y sin embargo sus pulsaciones
alcanzan la Tierra a una velocidad constante.
Hace un siglo, observaciones como ésta hubieran causado
consternación, pero hoy se cuenta con ellas. Ya en 1905, Einstein
predijo tales efectos basándose en su teoría de la relatividad. Una
combinación de teoría matemática y de experimentación condujo a
Einstein a una notable ―y en realidad difícilmente creíble―
conclusión: la velocidad de la luz es la misma en todas partes y para
todos los cuerpos, y esto es así independientemente de la velocidad
a la que se muevan. En aquellos días, las razones que respaldaban
su críptica afirmación se referían a las propiedades de las partículas
eléctricas en movimiento y a la incapacidad de los físicos para medir
la velocidad de la Tierra utilizando señales luminosas. No nos
detendremos aquí en los detalles técnicos, salvo para decir que la
velocidad de la Tierra resultó carecer por completo de sentido,
puesto que sólo los movimientos relativos (de donde el apelativo de
relatividad) se pueden medir. En lugar de eso, concentrémonos en la
significación y las consecuencias de la fructífera afirmación de
Einstein.
Si un objeto retrocede con respecto a nosotros y comenzamos a

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perseguirlo, es de esperar que esta maniobra tenga como resultado


disminuir la rapidez con que retrocede. De hecho, si se pone el
bastante empeño en la persecución, incluso es posible llegar a coger
el objeto. De manera que la velocidad relativa entre uno y el objeto
depende claramente del propio estado de movimiento. No obstante,
si el objeto es una pulsación luminosa, no ocurre lo mismo. Aunque
pueda parecer increíble, cualquiera que sea el empeño que se ponga
en perseguirla nunca se ganará ni un kilómetro por hora a la
pulsación luminosa. En verdad, la luz se mueve muy de prisa
(300.000 kilómetros por segundo), pero incluso si viajáramos en un
cohete al 99,9 por ciento de la velocidad de la luz, nunca se
conseguiría disminuir la velocidad a la que se aparta de nosotros,
por potentes que fueran los motores del cohete.
Estas afirmaciones probablemente parezcan puro sinsentido. Si
alguien que permaneciera en la Tierra observara la persecución y
viera la onda luminosa alejándose a 300.000 kilómetros por
segundo y al cohete persiguiéndola a una velocidad casi igual,
debería ver la distancia que los separa ensancharse a tan sólo una
fracción de la velocidad de la luz. Sin embargo, de aceptar la
propuesta de Einstein (y los experimentos confirman que es
correcta), el individuo situado en el cohete vería la misma onda
luminosa alejarse de él 300.000 kilómetros por segundo.
La única manera de reconciliar estas observaciones aparentemente
contradictorias es suponer que, desde el cohete, el mundo se ve y se
comporta de muy distinto modo que visto desde la Tierra.

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Una sorprendente demostración de esta diferencia aparece si el


astronauta hace un experimento con ondas luminosas dentro de la
cabina espacial en el momento en que pasa por encima de sus
colegas situados en la Tierra (Figura 4). En este momento se las
arregla para lanzar dos impulsos de luz en direcciones contrarias
desde el centro exacto del cohete, una hacia adelante y otra hacia
atrás. Naturalmente, él ve cómo ambos impulsos alcanzan los
extremos opuestos del cohete simultáneamente. Recuérdese que la
inmensa velocidad hacia adelante del cohete, con respecto a la
Tierra, no tiene ninguna clase de efectos sobre la velocidad de los
impulsos luminosos tal como se observan desde el cohete. No
obstante, estos hechos tal y como se presencian desde la Tierra no
pueden ser los mismos.
Durante el breve intervalo de tiempo que tardan las ondas en
recorrer la longitud del cohete, el propio cohete avanza hacia
adelante ostensiblemente. El observador situado en la Tierra
también ve que los dos impulsos se mueven a la misma velocidad
respecto a él, pero desde su marco de referencias el cohete está en
movimiento: el extremo frontal del cohete parece retroceder con
relación al impulso luminoso y el extremo trasero parece avanzar a
su encuentro. El resultado inevitable es que el impulso dirigido
hacia atrás llega antes. Ambos acontecimientos no son simultáneos
según se observa desde la Tierra, pero sí lo son cuando se ven desde
el cohete.

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Figura 4. No hay presente universal. Esta sorprendente conclusión se


deduce del peculiar comportamiento de los impulsos luminosos. En la
nave espacial, los impulsos chocan simultáneamente contra las
mamparas de los extremos debido a que se mueven a la misma
velocidad (desde el punto de vista del cohete) a partir del centro de la
nave. Sin embargo, vistos desde la Tierra, los impulsos también
parecen desplazarse a la misma velocidad, de modo que el de la
izquierda llega antes, puesto que la mampara trasera avanza a su
encuentro mientras que la delantera retrocede.

¿Cuál de las dos versiones es la correcta? La respuesta es que


ambas son correctas. El concepto de simultaneidad ―el mismo
momento en dos lugares distintos― no tiene significación universal.
Lo que un observador considera el ahora puede estar en el pasado o
en el futuro según la determinación de otro. A primera vista tal
conclusión parece alarmante. Si el presente de una persona es el
pasado de otra persona y aún el futuro de una tercera, ¿no podrían
hacerse señales entre sí y permitir la predicción del futuro? ¿Qué

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ocurriría entonces si el observador una vez informado actuara para


cambiar ese futuro ya observado? Por suerte para la coherencia de
la física, no parece que esta situación pueda presentarse. Por
ejemplo, en el caso del experimento del cohete, los observadores sólo
pueden saber que los impulsos luminosos han llegado cuando
reciben alguna clase de mensaje. Pero el mensaje necesita un
determinado tiempo para desplazarse. Para derrotar a la causalidad
y convertir el futuro en pasado (o viceversa), evidentemente este
mensaje debería desplazarse a mayor velocidad que la luz utilizada
en el experimento. Pero, por lo que parece, no hay nada que pueda
moverse a mayor velocidad que la luz. Si lo hubiese, entonces la
estructura causal del mundo quedaría amenazada. Así pues, vemos
que pasado y futuro no son en realidad conceptos universales, sino
que sólo sirven para acontecimientos que puedan ponerse en
conexión mediante señales luminosas. Podríamos preguntarnos por
qué no puede ocurrir, sencillamente, que un cohete vaya
progresivamente acelerando y, por tanto, pueda observarse desde la
Tierra que atrapa a la luz. Einstein demostró que eso es imposible.
Conforme se aproxima a la barrera de la luz, el cohete y sus
ocupantes comienzan a hacerse cada vez más pesados. Cada vez es
necesaria una mayor cantidad de energía para superar la inercia
adicional y poder ir más rápido.
El aumento de velocidad disminuye regularmente y nunca se
alcanza la velocidad de la luz, por mucho que se insista.
Naturalmente, el astronauta no se ve a sí mismo ganando peso; en

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lugar de eso, el mundo que lo rodea aparece extrañamente


distorsionado. Hablando en términos simplistas, las distancias en el
sentido del avance parecen contraerse. En consecuencia, visto
desde el cohete, el astronauta sí que parece estar yendo cada vez
más de prisa, puesto que parece tener menos distancia que recorrer
en un tiempo dado.
Un astronauta en un cohete que se moviera al 99,9 por ciento de la
velocidad de la luz, vería el Sol a sólo seis millones de kilómetros de
la Tierra y lo alcanzaría en únicamente 22 segundos.
Aunque parezca increíble, los observadores situados en la Tierra,
que no percibirían tal contracción, medirían la distancia al Sol en
150 millones de kilómetros y la duración de este viaje muy largo
sería de más de ocho minutos. La conclusión parece ser que el
tiempo, según se percibe desde el cohete, avanzaría a una lentitud
veintidós veces mayor que en la Tierra. La verdadera sorpresa,
empero, llega cuando el astronauta vuelve la mirada hacia la Tierra.
Si realmente los acontecimientos suceden en el cohete con veintidós
veces más lentitud que en la Tierra, entonces podría parecer que si
el astronauta mirase hacia la Tierra con un telescopio tendría que
ver las cosas ocurriendo veintidós veces más de prisa que lo normal.
En realidad, en lugar de ver acelerarse veintidós veces los
acontecimientos, vería exactamente lo contrario: una Tierra a
cámara lenta. Ambos observadores verían el tiempo del otro como
transcurriendo con lentitud. Esta relación simétrica entre los
observadores en movimiento se halla en el corazón de la teoría de la

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relatividad, que sólo asigna significado al movimiento en relación


con otros observadores. Por tanto, es imposible decir que el cohete
se mueve y la Tierra permanece quieta, o viceversa, de manera que
todo efecto presenciado por uno de ellos debe presenciarlo también
el otro.
No existe ninguna incoherencia real en el hecho de que cada
observador vea lentificarse el tiempo del otro si recordamos que
están muy en desacuerdo sobre qué momento del marco de
referencias del otro debe considerarse el correspondiente al
presente. Sólo pueden comparar los tiempos mediante el dilatado
proceso de enviarse señales entre sí, lo que al menos lleva el tiempo
que tarda la luz en ir del uno al otro.
La realidad del efecto de dilatación del tiempo se pone de manifiesto
si el cohete regresa a la Tierra y se comparan directamente los
relojes de la Tierra con los del cohete. El asombroso descubrimiento
es que los dos tiempos de los observadores han estado en todo
momento desacompasados. Lo que puede haber sido un viaje de
pocas horas para el astronauta, habrá supuesto días en el tiempo
terráqueo. Tampoco se trata de un extraño efecto fisiológico: el
cohete sólo habrá percibido unas pocas horas de duración en los
varios días transcurridos en la Tierra.
La idea del tiempo elástico dio lugar a un verdadero escándalo
cuando Einstein la dio a conocer en 1905, pero desde entonces
muchos experimentos han confirmado su realidad. El más preciso
de estos experimentos utiliza partículas subatómicas porque son

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muy fáciles de acelerar hasta cerca de la velocidad de la luz y suelen


llevar un reloj incorporado. Se pueden crear mesones mu o, dicho
en breve, muones en las colisiones subatómicas controladas, que
tienen una vida de unos dos microsegundos antes de desintegrarse
en partículas materiales más conocidas, como los electrones.
Cuando se mueven a cerca de la velocidad de la luz, la dilatación del
tiempo aumenta su vida, según nuestras mediciones, varias veces.
Por supuesto, dentro de su propio marco de referencias siguen
durando dos microsegundos.
Una buena comprobación del efecto se realizó en el laboratorio
acelerador de partículas del CERN (Ginebra) a comienzos de 1977,
cuando se creó un rayo de muones a alta velocidad y se colocó
dentro de un anillo magnético, de tal forma que se pudiera medir su
duración. El experimento confirmó la cifra de dilatación temporal
prevista por la teoría de la relatividad con una exactitud del 0,2 por
ciento.
Una posibilidad sugestiva que abre el efecto de dilatación del tiempo
es el viaje en el tiempo.
Conforme se acerca a la velocidad de la luz, la escala temporal del
astronauta se distorsiona cada vez más con respecto al universo.
Por ejemplo, lanzado a un centenar de kilómetros por hora menos
que la velocidad de la luz, podría realizar un viaje a la estrella más
próxima (a más de cuatro años luz de distancia) en menos de un
día, aunque el mismo viaje, medido desde la Tierra, supondría más
de cuatro años. El ritmo de su reloj viene a ser unas 1800 veces

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más lento cuando se observa desde la Tierra que cuando se observa


desde el interior del cohete. A una milla por hora por debajo de la
velocidad de la luz, la dilatación temporal es de 18.000 veces y el
viaje, visto desde el cohete, parece un trayecto de autobús, aunque
sigue durando varios años desde el punto de vista de la Tierra. ¡A
esta colosal velocidad, el astronauta podría rodear toda la galaxia en
pocos años (en tiempo del cohete) y regresar a la Tierra para
encontrarse en el siglo cuatro mil! Aunque las hazañas de tales
viajes deben quedar definitivamente en el reino de la ciencia-ficción
(consumirían una cantidad de energía suficiente para alimentar
toda nuestra tecnología actual durante millones de años), la
dilatación del tiempo constituye un hecho científico comprobado.
El objeto de mencionar estos extraordinarios efectos es subrayar
que las nociones de espacio y de tiempo no son como las piensa la
mayor parte de la gente. El elemento esencial que ha inyectado en la
física la teoría de la relatividad es la subjetividad. Las cosas
fundamentales, como la duración, la longitud, el pasado, el presente
y el futuro, ya no pueden considerarse un marco sólido dentro del
cual vivimos nuestra vida. Por el contrario, son cualidades elásticas
y flexibles, y sus valores dependen precisamente de quién los mida.
En este sentido, el observador comienza a desempeñar un papel
bastante central en la naturaleza del mundo. Ha perdido todo
sentido preguntar qué reloj es el que va realmente bien o cuál es la
distancia real entre dos lugares o qué es lo que ocurre en Marte
ahora. No existen duración, extensión ni presente común reales.

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Al principio de este capítulo veíamos que la relatividad adopta una


perspectiva absolutamente nueva con respecto a lo que «en realidad»
es el mundo. En la vieja imagen newtoniana, el universo consiste en
una colección de «cosas», localizadas aquí y en otros lugares en este
momento. La relatividad, por su parte, revela que las cosas no
siempre son lo que parecen, mientras que los lugares y los
momentos están sometidos a reinterpretación. La imagen relativista
de la realidad es un mundo compuesto de acontecimientos y no de
cosas. Los acontecimientos son puntos en el espacio y el tiempo, sin
extensión ni duración: las cinco en punto en el centro exacto de
Piccadilly Circus es un acontecimiento (aunque probablemente muy
poco interesante). Los acontecimientos cuentan con la universal
aquiescencia de todos los observadores, aunque por lo general
habrá desacuerdo sobre cómo o cuándo ocurren los
acontecimientos.
A pesar de la relatividad de lo que se consideraban formalmente
cualidades absolutas y concretas, queda todavía alguna clase de
organización espacio-temporal acorde con el sentido común. Por
ejemplo, las discrepancias entre el «momento presente» interpretado
por diversos observadores y el alargamiento elástico del tiempo no
pueden ser tan violentas que en realidad lancen el pasado en el
futuro de tal forma que pueda verlo un mismo observador. Es decir
que, aunque algunos acontecimientos pueden ser considerados
pasados para un observador, futuros para otro y presentes para un
tercero, la secuencia de dos acontecimientos causalmente

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conectados siempre será presenciada en el mismo orden. Si el


disparo de la pistola destruye el blanco, entonces ningún
observador, cualquiera que sea su estado de movilidad, verá
destrozarse el blanco antes de que dispare la pistola.
Empero, la correcta relación causal sólo se mantiene debido a la
norma de que los observadores no pueden superar la barrera de la
luz y desplazarse a mayor velocidad.
Si esto fuera posible, causa y efecto podrían intercambiarse y el
astronauta retrocedería en el tiempo lo mismo que penetraría en el
futuro. Entonces nos encontraríamos con un sino similar al de la
señorita Brillo, que
viajaba mucho más de prisa que la luz.
Un día se marchó, de manera relativa,
y regresó la noche anterior.

El caos causal que surgiría de visitar el propio pasado parece ser


únicamente una posibilidad novelesca.
En un mundo de cambiantes perspectivas espacio-temporales, se
precisa un nuevo lenguaje y una nueva geometría que tenga en
cuenta al observador de manera fundamental. Los conceptos
newtonianos del tiempo y el espacio eran extensiones naturales de
nuestras experiencias cotidianas. La teoría de la relatividad, por su
parte, exige algo más abstracto, pero también, creen muchos, más
elegante y revelador. En 1908, Hermann Minkowski señaló que
efectos peculiares como la contracción del tamaño y la dilatación del

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tiempo no parecerían tan antinaturales si dejáramos de pensar en el


espacio y en el tiempo y, en su lugar, pensáramos en el espacio-
tiempo. No se trata de una mera monstruosidad cuatridimensional
inventada por los matemáticos para confundir a la gente, sino de un
modelo del mundo mucho más exacto y de hecho más simple que el
de Newton. Su sentido resulta visible en ejemplos sencillos como la
extensión espaciotemporal del cuerpo humano. Es obvio que éste
tiene una extensión en el espacio (de alrededor de 1,80 cm) y una
duración en el tiempo (de unos setenta años), de manera que tiene
extensión en el espacio-tiempo. Lo que hace que esta afirmación sea
algo más que una perogrullada es que las dos extensiones, la
espacial y la temporal, no son independientes. Lo cual no quiere
decir que las personas altas vivan más tiempo ni nada por el estilo,
sino que, visto desde un cohete situado sobre la Tierra, el hombre
podría parecer que mide un metro y que vive ciento cuarenta años.
Una manera elegante de considerar lo anterior es pensar que el
tamaño físico y la duración de la vida son meras proyecciones en el
espacio y en el tiempo, respectivamente, de la más fundamental
extensión espaciotemporal. Como siempre ocurre con las
proyecciones, la extensión de la imagen depende del ángulo con
respecto al objeto, lo cual sigue siendo cierto en el espacio-tiempo lo
mismo que en el espacio. De donde resulta que los cambios de
velocidad actúan de manera muy parecida a las rotaciones en el
espacio-tiempo; concretamente, al alterar la propia velocidad,
estamos girando nuestro cuerpo cuatridimensional alejándolo del

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espacio y acercándolo al tiempo, o viceversa. Así pues, la extensión


espaciotemporal del terrícola se mantiene inalterada cuando se ve
desde un cohete: ¡tiene sencillamente noventa centímetros de la
longitud de su cuerpo convertidos en setenta años de vida!
Haciendo algunos números se descubre que una pequeña longitud
temporal vale por una enorme cantidad de distancia. No será
tampoco sorprendente, teniendo en cuenta su papel fundamental en
la teoría, que la velocidad de la luz actúe como factor de conversión.
Por tanto, un año de tiempo corresponde a un año luz (unos diez
billones de kilómetros) de espacio; un pie (30 centímetros) resulta
aproximadamente en un nanosegundo (una mil millonésima de
segundo).
El espacio-tiempo es algo más que una forma cómoda de visualizar
la dilatación del tiempo y la contracción de la longitud. Para el
relativista, el mundo es espacio-tiempo, y ya no piensa en objetos
que se mueven en el tiempo, sino que se extienden por el espacio-
tiempo. Dado que no pueden dibujarse las cuatro dimensiones
sobre una hoja de papel, sólo se muestran dos dimensiones del
espacio; el tiempo discurre verticalmente hacia arriba y el espacio
horizontalmente. La línea serpenteante muestra la trayectoria de un
cuerpo en movimiento. Para no recargar el diagrama, se ha reducido
la extensión espacial del cuerpo de modo que se representa con una
línea en lugar de con un tubo.
Si el cuerpo permanece en reposo, la línea será recta y vertical.
Cuando se acelera, la línea se curva. La partícula primero se mueve

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brevemente hacia la derecha para volver hacia atrás, luego más


hacia la derecha, para disminuir la velocidad y regresar al estado
anterior. Estos trayectos en el espacio-tiempo se llaman líneas de
universo y representan la historia completa del sistema de objetos.

Figura 5. Diagrama del espacio-tiempo. La historia de un cuerpo se


representa mediante un trayecto o “línea de universo” que surca el
espacio-tiempo.

Si el diagrama se ampliara hasta abarcar todo el espacio-tiempo


(todo el universo durante toda la eternidad), sería una imagen de la
totalidad de los acontecimientos y contendría todo lo que la física
puede decir del mundo. Volviendo a la espinosa cuestión de qué es
realmente el mundo, vemos que para un relativista es espacio-
tiempo y líneas de universo. Según esta imagen del universo, el
pasado y el futuro son tan absolutamente reales como el presente;
de hecho, no es posible hacer ninguna distinción universal entre

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pasado, presente y futuro. De donde se deduce que las cosas no


ocurren en el espacio-tiempo, sino que simplemente «son».
¿Cómo hemos de reconciliar el carácter estático, de una vez por
todas, del universo relativista con el mundo de nuestra experiencia
donde ocurren acontecimientos, las cosas cambian y nuestro medio
ambiente evoluciona? Nosotros no percibimos el mundo como una
plancha de espacio-tiempo surcada de líneas, de manera que ¿qué
es lo que falla?
Nuestra percepción real del tiempo parece diferenciarse en dos
aspectos esenciales del modelo del tiempo tal como lo concibe esta
teoría. El primero es la aparente existencia de un ahora o instante
presente. El segundo es el flujo o movimiento del tiempo desde el
pasado hacia el futuro. Comencemos por examinar qué es lo que se
entiende por «ahora». El presente desempeña dos papeles; separa el
pasado del futuro y proporciona el filo con que nuestra conciencia
se abre paso por el tiempo desde el pasado hacia el futuro. Como la
proa de un barco, el presente arrastra tras de sí una estela de
sucesos y experiencias recordados, mientras delante están las aguas
desconocidas. Estas observaciones parecen tan naturales como para
estar por encima de toda sospecha, pero un atento examen pone de
manifiesto varios fallos. Desde luego, no puede existir el presente
porque cada momento del tiempo es el momento presente «cuando
ocurre». Lo que quiere decir que hay ahoras pasados, ahoras futuros
y ahora. Pero al no haber ninguna cualidad externa con la que
calibrarlo, muy poco puede decirse sobre el presente que no sea

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tautológico.
Una analogía popular es considerar al observador como una línea de
universo en el espacio-tiempo, dotada de una lucecita. La luz se
mueve ascendiendo lenta y regularmente por la línea conforme el
observador toma conciencia de los sucesivos momentos posteriores.
No obstante, este artilugio es un verdadero fraude, puesto que
utiliza la idea de movimiento en el tiempo y, en cuanto tal,
intuitivamente, implica otro tiempo, externo al espacio-tiempo, en
relación con el cual se miden sus progresos. Todo esto parece
conllevar que «ahora» no es más que otra manera de etiquetar los
instantes y que hay tantos ahoras como instantes. Ya hemos visto
que «ahora» no es, de ninguna manera, una caracterización
universal y que distintos observadores discreparían sobre cuáles
acontecimientos son o no son simultáneos, pero parece ser que,
incluso para un único observador, la noción del presente no tiene
demasiado sentido.
Idéntico cenagal de contradicciones y tautologías se presenta al
examinar la idea del flujo del tiempo. Tenemos la profunda
sensación psicológica de que el tiempo avanza del pasado hacia el
futuro, según un progreso que borra el pasado de nuestra existencia
y da lugar al futuro. En la literatura pueden encontrarse muchos
ejemplos que describen esta sensación: el río del tiempo, el tiempo
que corre, el tiempo que vuela, el tiempo por venir, el tiempo ido, el
tiempo que no espera a nadie... San Agustín lo veía de este modo:
El tiempo es como un río compuesto de los acontecimientos que

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ocurren y su corriente es fuerte; tan pronto algo aparece, ya ha sido


arrastrado.
Tan fuerte es esta sensación cinética que si hay un candidato a ser
nuestra vivencia más fundamental éste es el tiempo como actividad.
Pero, ¿dónde está el río en nuestro diagrama espaciotemporal?
Si el tiempo fluye, ¿a qué velocidad avanza? Un segundo por
segundo, un día por día: la pregunta carece de sentido. Cuando
observamos un objeto que se mueve por el espacio utilizamos el
tiempo para medir la velocidad a la que pasa, pero ¿qué se puede
utilizar para medir la velocidad con que pasa el propio tiempo? Sería
asombrosa la pregunta: ¿pasa el tiempo? Sin embargo, nada que
objetivamente pueda medirlo en el mundo que nos rodea demuestra
que pase. No hay ningún instrumento que pueda recoger el flujo del
tiempo ni medir la velocidad a que avanza. Es un error general creer
que ésa es precisamente la función del reloj. Pues el reloj mide los
intervalos del tiempo, no la velocidad del tiempo, una diferencia que
es análoga a la diferencia que hay entre una regla y un velocímetro.
El mundo objetivo es el espacio-tiempo, que incluye todos los
acontecimientos de todos los tiempos. No hay presente, pasado ni
futuro.
Una de las fascinaciones del tiempo es la gran disparidad entre
nuestra percepción como observadores conscientes y sus
propiedades físicas objetivas. No podemos eludir la conclusión de
que las cualidades del tiempo que nosotros consideramos más
vitales ―la división en pasado, presente y futuro, y el movimiento

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hacia adelante de cada una de estas divisiones― son puramente


subjetivas. Es nuestra propia existencia la que otorga al tiempo vida
y movimiento.
En un mundo sin observadores conscientes, el río del tiempo dejaría
de fluir. A veces el flujo del tiempo se atribuye a una ilusión fruto de
una confusión profundamente enraizada en la estructura temporal
de nuestro lenguaje. Posiblemente, una inteligencia extraterrestre
sería absolutamente incapaz de comprender la idea misma.
Por otra parte, la confusión de nuestro lenguaje (que
indudablemente existe) bien puede ser el resultado de la antes
mencionada incompatibilidad entre el tiempo objetivo y el subjetivo.
Es decir, puede ser que nuestra sensación de un tiempo que fluye
no sea el resultado del barullo del lenguaje y del pensamiento, sino
viceversa: un intento de utilizar el vocabulario enraizado en nuestra
fundamental vivencia psicológica del tiempo para describir el mundo
físico objetivo. Quizás existan «realmente» dos tipos de tiempo ―el
psicológico y el objetivo― y debamos desarrollar dos modos de
descripción para hablar de ellos.
He escrito «realmente» entre comillas porque la cuestión de qué se
entiende aquí por «real» es importante. Muchas personas
defenderían que la verdadera realidad debe ser independiente de la
conciencia del observador, de manera que al tiempo subjetivo o
psicológico, por su misma naturaleza individual, no puede
atribuírsele la dignidad de «real». Sin embargo, esta experiencia
individual parece ser que la comparten todos los observadores

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conscientes que pueden comunicarse entre sí, de modo que quizá


sea tan real como el hambre, la lujuria y los celos.

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Figura 6. ¿En qué se diferencia el pasado del futuro? El desorden


determina la dirección del tiempo, como ilustra la fragmentación de
una bomba. En el diagrama del espacio-tiempo de este proceso, (i) la
asimetría entre pasado y futuro se pone de manifiesto en la
ramificación de las líneas del mundo. La imagen invertida (ii) que
representa la conjunción espontánea de los fragmentos
reconstituyendo la bomba puede considerarse milagrosa.

No debemos suponer que en el espacio-tiempo objetivo desaparece


todo vestigio de pasado-futuro. Sin duda se puede determinar qué
hechos concretos se sitúan en el pasado o en el futuro de otros, y
comprobar esta relación con los instrumentos de laboratorio.
Nuestro diagrama del espacio-tiempo tiene un arriba (futuro) y un
abajo (pasado) bien definidos y asimétricamente relacionados entre
sí, como demostrará un sencillo ejemplo. La Figura 6 representa
una bomba que explota en diversos fragmentos. Es un típico
ejemplo de un cambio de tiempo asimétrico, porque es irreversible:
la película cinematográfica de la explosión pasada al revés
inmediatamente delataría la trampa porque mostraría la milagrosa
auto organización de los fragmentos en un sistema bien ordenado.
Del mismo modo, al invertir el diagrama (i) se produce la misma
secuencia imposible. El mundo está repleto de influencias
perturbadoras como ésta que proporcionan una diferenciación
material y objetiva entre el pasado y el futuro. No obstante, no
definen el pasado ni el futuro. La distinción es la misma que la

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asimetría entre la mano izquierda y la derecha: la Tierra rota en


sentido contrario a las agujas del reloj en el Polo Norte, de manera
que siempre va hacia la izquierda, por así decirlo, lo que aporta una
auténtica distinción entre izquierda y derecha. Sin embargo,
sabemos que es absurdo preguntar qué parte de la Tierra está más
a la izquierda y qué país se sitúa a mitad de camino entre la
derecha y la izquierda.
Derecha e izquierda definen direcciones, no lugares. Del mismo
modo, pasado y futuro definen direcciones temporales y no
momentos. Las direcciones en o a través del tiempo tienen
objetivamente significado, pero no el calificar los acontecimientos de
pasados o futuros. En el capítulo 10 se examinará con mayor
atención la naturaleza del tiempo y nuestras percepciones del
mismo. La contraposición entre el tiempo físico y nuestra vivencia
del tiempo subraya el fundamental papel que juega la conciencia del
observador en la organización de nuestras percepciones del mundo.
En la antigua visión newtoniana, el observador no parecía
desempeñar ningún papel importante: el mecanismo de relojería iba
dando vueltas adelante, por completo indiferente a si alguien o a
quién lo observaba. La visión del relativista es diferente. Las
relaciones entre acontecimientos tales como el pasado y el futuro, la
simultaneidad, la longitud y el intervalo resultan estar en función
de la persona que los percibe, y sensaciones tan entrañables como
el presente y el paso del tiempo se desvanecen por completo del
mundo «exterior» para alojarse exclusivamente en nuestra

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conciencia. La división entre lo real y lo subjetivo ya no aparece tan


claramente trazada y uno comienza a albergar sospechas de que la
entera idea de un «mundo real exterior» puede desmoronarse por
completo. Los capítulos posteriores mostrarán cómo la teoría
cuántica exige la incorporación del observador al mundo físico de
una forma aún más esencial.
La teoría de la relatividad que expuso Einstein en 1905 trastocó
muchas concepciones sobre el espacio, el tiempo y el movimiento,
pero sólo fue el principio. En 1915 publicó una teoría ampliada ―la
llamada teoría de la relatividad general― en la que proponía
posibilidades aún más extraordinarias. Hemos visto que el espacio y
el tiempo no son fijos, sino en cierto sentido elásticos; pueden
ensancharse y encogerse según quién los observe. A pesar de esto,
el espacio-tiempo, la síntesis cuatridimensional del espacio y del
tiempo, se suponía rígido. En 1915, Einstein planteó que el propio
espacio-tiempo era elástico, de modo que podía estirarse, doblarse,
retorcerse y cerrarse. Así pues, en lugar de limitarse a proporcionar
el escenario donde los cuerpos materiales representan sus papeles,
el espacio-tiempo es en realidad uno de los actores. Naturalmente,
no nos resulta fácil visualizar cómo es una curvatura en cuatro
dimensiones, pero matemáticamente una curvatura en cuatro
dimensiones no es más especial que una línea curva (una
dimensión) o una superficie curva (dos dimensiones).
Como todas las verdaderas teorías físicas, la relatividad general no
se limita a predecir que el espacio-tiempo puede distorsionarse, sino

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que aporta un conjunto explícito de ecuaciones que nos dicen


cuándo, cómo y cuánto. El origen de la curvatura del espacio-
tiempo es la materia y la energía, y las llamadas ecuaciones de
campo de Einstein permiten calcular cuánta curvatura hay en un
punto del espacio dentro y alrededor de una distribución dada de
materia y energía. Como cabía esperar, la curvatura del espacio-
tiempo tiene profundas consecuencias sobre las líneas universales
de materia que lo atraviesan.
Al curvarse el espacio-tiempo, las líneas de universo se curvan con
él, y surge el problema de qué efectos físicos experimentaría un
cuerpo a resultas de esta reordenación de su línea de universo. Se
ha explicado, que la curvatura de la línea de universo corresponde a
la aceleración del cuerpo representado por la línea, de modo que el
efecto de la curvatura del espacio-tiempo consiste en alterar los
movimientos de los cuerpos en él situados. Por regla general
consideramos que toda alteración del movimiento está causada por
alguna fuerza, de tal modo que la curvatura manifiesta de por sí la
presencia de alguna clase de fuerza. Puesto que todos los cuerpos,
sea cual sea su masa o estructura interna, sufrirán igual distorsión,
esta fuerza debe tener la propiedad distintiva de afectar
indiscriminadamente a toda la materia sin tener en cuenta su
naturaleza. La fuerza física que tiene exactamente estas
características la conocemos todos: la gravedad.
Tal como descubrió Galileo y desde entonces se ha confirmado con
extraordinaria exactitud, todos los objetos son acelerados a la

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misma velocidad por la gravedad, cualquiera que sea su masa o


constitución, lo que implica que la gravedad es más bien una
propiedad del espacio envolvente que de los cuerpos que lo recorren.
En palabras de John Wheeler, el físico norteamericano que ha
hecho progresar enormemente la teoría de la relatividad, la materia
recibe sus «órdenes de movimiento» directamente del mismo
espacio, de tal modo que, más que considerar la gravedad como una
fuerza, debería verse como una geometría. Así pues, «el espacio dice
a la materia cómo debe moverse y la materia dice al espacio cómo
debe curvarse». La relatividad general es, por tanto, una explicación
de la gravedad como distorsión de la geometría del espacio-tiempo.
Cierto número de famosos experimentos han medido la distorsión
del espacio-tiempo en el sistema solar. Se sabía desde hace mucho
que el planeta Mercurio sufría misteriosas perturbaciones en su
movimiento: dicho sencillamente, su órbita se desplaza cuarenta y
tres segundos del arco cada siglo.
Aunque mínimo, un desplazamiento de esta magnitud era fácil de
medir y la aplicación directa de la teoría de la gravedad de Newton
no lo explicaba. Cuando se publicó, el artículo de Einstein predijo
pequeñas correcciones en la teoría de Newton como consecuencia de
la curvatura del espacio-tiempo, y éstas resultaron ser precisamente
de cuarenta y tres segundos de arco por siglo en el caso de
Mercurio.
Fue un gran triunfo, pero aún los habría mayores. En 1919, el
astrónomo Sir Arthur Eddington comprobó la teoría del espacio-

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tiempo curvo apuntando a las estrellas en la dirección del Sol


durante un eclipse total (el eclipse permitió que las estrellas fueran
visibles durante el día aun cuando se situaran en el cielo cerca del
Sol).
Encontró, tal como estaba previsto, una pequeña pero constatable
distorsión en sus posiciones cuando se contemplaban en las
proximidades del Sol en comparación con sus posiciones cuando el
Sol está en otra parte del firmamento. Por tanto, conforme el Sol se
desplaza por el zodíaco curva la imagen que tenemos del telón de
fondo estelar.
Una última y crucial comprobación de la teoría se realizó de la
manera más elegante utilizando la gravedad de la Tierra. De
acuerdo con la relatividad general, el tiempo se alarga o contrae por
efecto de la gravedad del mismo modo que por un movimiento
rápido.
Por tanto, los relojes situados en la superficie de la Tierra deben
retrasarse con respecto a los relojes situados a mayor altitud, donde
la gravedad es ligeramente inferior. El efecto es en realidad mínimo
―una cien mil millonésima por ciento de reducción de la velocidad
del reloj para cada kilómetro vertical―, pero es tal la precisión de la
tecnología moderna que incluso esta diferencia puede detectarse. En
1959, los científicos de la Universidad de Harvard utilizaron las
vibraciones internas naturales de un núcleo de hierro radiactivo. Un
determinado isótopo del hierro se desintegra mediante la emisión de
rayos gamma, que son fotones de luz con una frecuencia interna de

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unos tres mil millones de megaciclos. Los rayos gamma eran


disparados a lo largo de una torre vertical de 22,5 metros de altura,
donde chocaban con nuevos núcleos de hierro. Normalmente, estos
núcleos reabsorbían los rayos gamma, pero, dado que el tiempo
«corría más de prisa» en lo alto de la torre, los rayos gamma se
encontraban con que las vibraciones de los núcleos de hierro ya no
se ajustaban a sus propias frecuencias, tal como ocurría en la base
de la torre. Se inhibía, pues, la absorción. De este modo pudo
medirse el alargamiento del tiempo debido a la gravedad de la
Tierra.
Más recientemente, la distorsión del tiempo por la gravedad de la
Tierra ha sido comprobada haciendo volar un máser de hidrógeno
en un cohete espacial. Máser es la sigla en inglés de «amplificación
de microondas mediante emisiones estimuladas de radiación», y es
una versión del láser que hace oscilar frecuencias de radio de onda
corta de una forma enormemente estable. Utilizando los ciclos del
máser como marcapasos de reloj, los científicos controlaron el
tiempo de la nave espacial en relación a la Tierra, comparando con
máseres situados en el suelo. A diez mil kilómetros de altura, el
tiempo debe aumentar en alrededor de la mitad de una mil
millonésima parte en comparación con su velocidad en la superficie
terrestre. Aunque mínimo, este significativo efecto fue constatado
por los máseres y la teoría se confirmó. El tiempo corre realmente
más de prisa en el espacio.
El efecto de alargamiento del tiempo resulta más llamativo a medida

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que aumenta la gravedad. En la superficie de una estrella de


neutrones, la disparidad entre la velocidad de un reloj situado en la
superficie y otro situado a gran distancia llega a ser del uno por
ciento. Las estrellas con masa algo superior a la de las estrellas de
neutrones se habrán contraído aún más y su gravedad será todavía
mayor. Si una estrella con una masa equivalente a la del Sol se
contrajera hasta unos pocos kilómetros de diámetro, la distorsión
del tiempo a su alrededor sería enorme. Además la estrella sería
incapaz de resistir su propio peso y se desmoronaría violentamente,
contrayéndose hasta convertirse en nada en un microsegundo. Su
gravedad se volvería tan intensa que, en el espacio situado en las
inmediaciones del objeto colapsado, el tiempo se lentificaría hasta
literalmente detenerse en comparación con puntos alejados.
Un observador remoto deduciría que los relojes en esta superficie
están completamente parados. En realidad le sería imposible ver los
relojes, puesto que también estaría parada la salida de luz de la
superficie. El agujero espacial dejado por el retraimiento de la
estrella es pues negro: un agujero negro. Muchos astrónomos creen
que los agujeros negros son el sino rutinario de las estrellas con
una masa algo mayor que la de nuestro Sol.
Por supuesto, el observador que cayera en el agujero negro
atravesando esta «superficie congelada» no vería el tiempo
comportándose de manera anormal. En su marco de referencias, los
acontecimientos ocurrirían con su habitual regularidad, de tal modo
que su escala temporal se haría cada vez más discordante con la del

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universo lejano. En el momento de alcanzar la superficie, lo que a él


sólo le parecería la duración de unos microsegundos podría ser el
paso de toda la eternidad y la desaparición del cosmos en otros
lugares. La dislocación temporal crece sin límites, de tal modo que
cuando por fin entrara en la región del agujero negro, estaría más
allá del tiempo en lo que respecta al mundo exterior, una de cuyas
consecuencias sería que nunca podría regresar del agujero negro a
nuestro universo. Volver significaría retroceder en el tiempo,
reapareciendo del agujero antes de haber caído en su interior.
Aunque está más allá de la eternidad, el interior del agujero negro
es una región del espacio-tiempo muy parecida a cualquier otra por
lo que se refiere a sus propiedades locales. Naturalmente, la
intensidad de la gravedad hace que la caída del observador resulte
un poco molesta, dado que los pies tratarán de caer a distinta
velocidad que la cabeza, pero el paso del tiempo es absolutamente
normal.
El problema del destino del observador es muy curioso. Cabe pensar
que atraviese el agujero y emerja a otro universo completamente
distinto, aunque los escasos datos de que disponemos indican que
no ocurriría así. Si no puede regresar a nuestro universo, ni puede
llegar a otro, ni puede evitar seguir cayendo dentro, ¿a dónde va?
En el capítulo 5 veremos que está obligado a abandonar por
completo el espacio-tiempo y dejar de existir en lo que se refiere al
mundo físico conocido. Los agujeros negros también desempeñan
un importante papel en los capítulos posteriores en relación con la

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cuestión de si el universo es muy especial.


La introducción de la gravedad en la teoría de la relatividad socava,
además, la concreción del mundo. El espacio-tiempo, en lugar de
ser un mero terreno de juego, se vuelve ahora dinámico, con
movilidad, cambio, curvatura y giro.
No podemos seguir adoptando la perspectiva newtoniana de tratar
de comprender la evolución del mundo en el tiempo, sino que
debemos tener en cuenta también los cambios del propio tejido del
espacio-tiempo. El precio a pagar por disponer de un espacio-tiempo
mutable es que éste, en realidad, puede ingeniárselas para
disolverse en la inexistencia. Siguiendo un complicado movimiento
que está íntimamente entretejido con las condiciones de la materia y
la energía, las ecuaciones de Einstein predicen que son posibles
situaciones (como las del centro de un agujero negro) donde el
espacio-tiempo concentre su curvatura ilimitadamente. Con el
aumento de la gravedad, la violenta distorsión del espacio-tiempo se
hace cada vez mayor hasta que inevitablemente se desgarra por las
costuras. Algunos astrónomos creen que esto es lo que le ocurrirá
en último término a todo el universo: una catastrófica y suicida
zambullida en la extinción.
La gravedad es una fuerza acumulativa, de modo que no es
sorprendente que sus efectos sean más pronunciados en cuestiones
cosmológicas: las estructuras a gran escala del universo. En dos
sentidos puede ser importante la elasticidad del espacio-tiempo. El
primero, señalado originalmente por el propio Einstein, es que el

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espacio podría no ser infinito en extensión, sino, como la superficie


de la Tierra, curvado «alrededor de la otra cara» del universo de tal
forma que constituyera una hiperesfera: una versión en más
dimensiones de la superficie esférica.
No nos es posible visualizar mentalmente una hiperesfera, pero
podemos calcular sus propiedades, una de las cuales sería la
posibilidad de dar la vuelta al cosmos avanzando siempre en la
misma dirección hasta regresar al punto de partida desde la
dirección contraria. Otra es que, si bien el volumen del espacio es
limitado, en ninguna parte existe una barrera o límite, como
tampoco hay ningún centro ni borde.
(Todas estas propiedades las comparte la superficie esférica).
Pero de momento no sabemos si hay en el universo suficiente
materia para producir este cierre topológico completo.
La segunda posibilidad del espacio-tiempo elástico es que, a escala
cosmológica (es decir, en distancias mucho mayores que las
galaxias) el espacio no sea estático, sino que se ensanche o encoja.
A finales de la década de 1920 el astrónomo norteamericano Edwin
Hubble descubrió que el universo, en realidad, se está expandiendo;
es decir, que el espacio se ensancha por todas partes, al parecer, de
manera muy uniforme, un hecho de cierta significación sobre el que
volveremos más adelante. Hubble se dio cuenta de que las galaxias
lejanas parecen retroceder con respecto a nosotros y a todas las
demás galaxias, conforme las va estirando la expansión del espacio.
La prueba de este fenómeno se encuentra en la modificación de la

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longitud de onda de la luz, de la que ya nos hemos ocupado al


hablar del púlsar binario. En el caso de la luz visible, el
alargamiento de las ondas luminosas emanadas de una galaxia
lejana hace que parezcan de color más rojo del que tendrían de
estar la galaxia inmóvil con respecto a nosotros. El enrojecimiento
cosmológico aumenta de forma directamente proporcional a la
distancia que nos separa de las galaxias, que es exactamente el tipo
de cambio que resultaría si el movimiento de expansión fuese
uniforme y estuviera ocurriendo en todo el universo. El hecho de
que todas las galaxias parezcan estar alejándose de nosotros no
significa que estemos situados en el centro del cosmos, pues el
mismo tipo de retroceso se vería desde cualquier otra galaxia. Las
galaxias no se expanden alejándose de ningún punto especial; el
universo no tiene centro ni borde discernibles, ni siquiera con ayuda
de nuestros mayores telescopios.
Si las galaxias se mueven alejándose cada vez más, de ahí se deduce
que deben haber estado más juntas en el pasado. Mirando hacia
regiones lejanas del universo, los astrónomos pueden ver el tiempo
pasado, puesto que la luz procedente de los objetos más lejanos,
visibles normalmente por los telescopios, puede haber tardado
varios miles de millones de años en llegar hasta nosotros, dada su
lejanía.
Por tanto, los telescopios nos proporcionan una imagen del aspecto
que tenía el universo hace miles de millones de años. Con ayuda de
los radiotelescopios, el retroceso visual en el tiempo puede alcanzar

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alrededor de quince mil millones de años, momento en que ocurre


un hecho notable. Las galaxias dejan de existir y, en realidad, todas
las estructuras que ahora observamos ― estrellas, planetas e
incluso átomos normales― no podían haber estado presentes. Esta
temprana época desempeñará un papel central en el tema de este
libro y se estudiará detalladamente en el capítulo 9. De momento
sólo es preciso mencionar que la expansión del universo fue
entonces mucho más rápida que hoy, y que el contenido del
universo estaba enormemente comprimido y caliente. Esta fase
caliente, densa y en explosión ha sido denominada el Big Bang y
hay astrónomos que creen que no sólo señala el comienzo del
universo tal como ahora lo conocemos, sino quizás el comienzo del
propio tiempo. El Big Bang no fue, por lo que nosotros podemos
saber, la explosión de una gran masa de materia dentro de un vacío
preexistente, pues esto implicaría un núcleo central y un límite en
la distribución de la materia. Lo que en realidad representa el Big
Bang, al parecer, es el límite de la existencia, un concepto que se
aclarará en las páginas siguientes.

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Capítulo III
El caos subatómico

A todo lo largo de la historia el hombre ha visto sus relaciones con


el mundo de dos maneras: como observador y como participante.
Nosotros somos conscientes de los procesos físicos que tienen lugar
a nuestro alrededor, interpretándolos mediante modelos mentales
internos que reflejan esa actividad exterior. Además, nos vemos
motivados a actuar sobre el mundo exterior, en pequeña escala
mientras vivimos la vida cotidiana y en gran escala, colectivamente,
cuando utilizamos la tecnología para modificar el medio ambiente. A
pesar de tener un alcance bastante modesto en comparación con las
grandes fuerzas cósmicas, nuestra tecnología demuestra, no
obstante, que la existencia de la especie biológica llamada homo
sapiens desempeña un papel en la conformación del universo,
aunque de momento tan sólo sea en una pequeña escala. Con la
revolución newtoniana, la participación del hombre pareció quedar
algo vacía, porque, aunque difícil de negar, en un universo
mecánico, el hombre mecánicamente motivado no se distingue de
sus máquinas: Desde el esfuerzo por transformar el medio ambiente
hasta el mínimo movimiento de un dedo, las acciones humanas
parecen estar tan rígidamente predeterminadas y ser tan
involuntarias como los movimientos de los planetas.
Examinemos ahora la visión newtoniana del hombre como
observador.

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¿A qué nos referimos en realidad con el acto de observar? La


mecánica de Newton evoca el cuadro de un universo cruzado por
una red de influencias, en el que cada átomo actúa sobre todos los
demás con fuerzas pequeñas pero significativas. Todas las fuerzas
que sabemos que existen comparten la propiedad de que
disminuyen con la distancia, que es lo que hace que no tengamos
en cuenta el efecto de Júpiter sobre las mareas ni tampoco el
movimiento de Andrómeda cuando se trata del vuelo de los aviones.
Si las fuerzas no se desvanecieran con la distancia, los asuntos
terrestres estarían dominados por la materia más lejana, pues hay
muchísimas más galaxias esparcidas por la lejanía que próximas.
Sin embargo, en lo que respecta a las fuerzas newtonianas, alguna
influencia residual, por infinitesimal que sea, sigue actuando entre
las partículas de materia separadas por inmensas distancias. Este
entretejido de toda la materia en un todo colectivo hace pensar en
las palabras de Francis Thompson:
Por un inmortal poder, todas las cosas,
cercanas o lejanas,
ocultamente,
están ligadas entre sí,
de modo que no puedes arrancar una flor
sin perturbar las estrellas.

Está claro que hay un problema filosófico relativo a las


contradicciones entre un universo integrado por fuerzas invisibles y

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el sistema de determinar las leyes de la naturaleza por el


procedimiento de aislar un sistema del medio que lo rodea, tal como
hemos explicado en el capítulo 1. Si no conseguimos librar la
materia de su red de fuerzas, nunca estará verdaderamente aislada
y las leyes matemáticas que deduzcamos sólo podrán ser, en el
mejor de los casos, extrapolaciones idealizadas del mundo real.
Además, la noción crucial de repetibilidad ―es decir que según las
leyes, los sistemas idénticos deben comportarse de la misma
manera― también queda negada. No existen sistemas idénticos.
Puesto que el universo cambia de un día a otro y de un lugar a otro,
el entramado de fuerzas cósmicas nunca puede ser absolutamente
idéntico.
A pesar de todas estas objeciones, la ciencia aplicada avanza
rápidamente suponiendo que la influencia, pongamos, de Júpiter
sobre el movimiento de un automóvil es inferior a cualquier valor
medible por un instrumento. No obstante, cuando se trata de hacer
observaciones, son precisamente esas fuerzas diminutas las que
juegan un papel vital. Si no fuera por el hecho de que «algunas»
influencias de Júpiter tienen un efecto detectable, nunca podríamos
conocer su existencia. La ineludible conclusión es que todas las
observaciones exigen interacción, sea de una u otra clase. Cuando
observamos Júpiter, los fotones de luz solar reflejados en los átomos
de su atmósfera atraviesan los varios cientos de millones de
kilómetros de espacio interpuesto, penetran en la atmósfera de la
Tierra y chocan con las células retinianas, desalojando electrones de

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los átomos allí situados. Esta mínima perturbación da lugar a una


pequeña señal eléctrica que, una vez amplificada y conducida al
cerebro, proporciona la sensación «Júpiter». De ahí se deduce que, a
través de esta cadena, las células cerebrales están ligadas por
fuerzas electromagnéticas a la atmósfera de Júpiter.
Si la cadena de interacciones se amplía mediante el uso de
telescopios, nuestro cerebro entra en conexión con la superficie de
las estrellas situadas a miles de millones de años luz.
Un rasgo importante de cualquier tipo de interacción es que si un
sistema perturba a otro, lo que da lugar a que se registre su
existencia, inevitablemente habrá una reacción recíproca sobre el
primer sistema, que a su vez resulta afectado. El principio de acción
y reacción es conocido por las mediciones rutinarias de la vida
cotidiana. Para medir una corriente eléctrica, se inserta en el
circuito un amperímetro, cuya presencia será un obstáculo para la
propia corriente que se está midiendo.
Para medir el brillo de una luz es necesario absorber parte de las
radiaciones a modo de muestra.
Para medir la presión de un gas, tenemos que dejar que el gas actúe
sobre un artilugio mecánico, como es un barómetro, pero el trabajo
que realiza lo pagará en términos de la energía interna del gas, cuyo
estado queda consecuentemente alterado. Si deseamos medir la
temperatura de un líquido caliente, sirve introducirle un
termómetro, pero la presencia del termómetro hará que el calor
fluya del líquido al termómetro hasta ponerlos a una misma

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temperatura. Por tanto, el líquido se enfriará algo, de modo que la


lectura que haremos de la temperatura no será la temperatura
original del líquido, sino la del sistema una vez perturbado.
En todos estos ejemplos, el acceso a las condiciones de los sistemas
físicos se consigue mediante el uso de sondas. A veces se dispone de
técnicas más pasivas, como cuando medimos la localización de un
cuerpo simplemente mirándolo, cual es el caso de Júpiter. No
obstante, para conseguir cualquier información, «alguna» clase de
influencia tiene que pasar del objeto al observador, aunque la
reacción pueda carecer absolutamente de importancia para fines
prácticos. En el caso de Júpiter, este planeta sería imperceptible de
no ser por la iluminación de la luz solar.
Esta misma luz solar que, al reflejarse, nos estimula la retina,
también reacciona sobre Júpiter ejerciendo una pequeña presión
sobre su superficie. (La presión de la luz solar produce un efecto
perceptible y espectacular cuando crea las colas de los cometas).
Por tanto, no podemos ver estrictamente el «verdadero» Júpiter, sino
el Júpiter perturbado por la presión de la luz. El mismo
razonamiento puede aplicarse a todas nuestras observaciones del
mundo que nos rodea. Nunca es posible, ni siquiera en teoría,
observar las cosas, sino sólo la interacción entre las cosas. Nada
puede verse aislado, pues el mismo acto de la observación conlleva
alguna clase de conexión.
La observación de Júpiter ejemplifica una situación en que el
observador sólo tiene un control parcial de las circunstancias; la luz

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del sol es aportada, por así decirlo, espontáneamente. Por tanto, la


reacción a la presión de la luz se producirá tanto si elegimos mirar
la luz reflejada como si no. En este sentido, no puede afirmarse que
Júpiter sufra una perturbación porque nosotros elijamos observarlo,
si bien nunca podríamos observarlo sin esa perturbación. En el
laboratorio, como ilustran los anteriores ejemplos, la involucración
del observador y de sus instrumentos es más directa.
Llegamos ya al rasgo crucial del acto de observar tal como se
entendía en la visión newtoniana del universo, un rasgo que acabó
desmoronándose con el inicio de la teoría cuántica. En primer lugar,
si se conocen las leyes físicas, aunque la medición u observación
conlleve necesariamente una perturbación del objeto a examinar,
esta perturbación puede calcularse con exactitud y descontarse al
deducir el resultado. Así, la medición de la temperatura de un
líquido es corregible si se conocen las propiedades térmicas del
termómetro y su temperatura inicial. En un mundo donde todos los
movimientos de los átomos están rigurosamente determinados por
leyes matemáticas es posible, al menos en principio, tener en cuenta
incluso las perturbaciones más ínfimas del proceso de medición. En
segundo lugar, con suficiente ingenio y habilidad tecnológica es
posible, según la teoría newtoniana, reducir las perturbaciones
inoportunas a una cuantía arbitrariamente pequeña.
La mecánica newtoniana no impone un límite inferior al grado de
interacción entre dos sistemas. En consecuencia, si se deseara
medir la localización de un cuerpo sin apartarlo de su curso por la

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presión de la luz, podríamos utilizar un destello que lo iluminara


durante un tiempo arbitrariamente breve.
Cierto es que sería menester ampliar la luz reflejada cada vez más
conforme disminuyera la cantidad de luz lanzada por el destello,
pero este problema es tecnológico y económico, y no de física
fundamental. La conclusión parece ser que, al menos en principio,
la perturbación inevitable de toda observación puede aproximarse
tanto como se quiera al límite cero (aunque, desde luego, no pueda
alcanzarlo).
Mientras la ciencia se ocupó de objetos macroscópicos, poca
atención se prestó a los límites últimos de la mensurabilidad, pues
en los experimentos prácticos nunca se alcanzaban las
proximidades de tales límites. La situación cambió alrededor de
comienzos del siglo, cuando quedó bien asentada la teoría atómica
de la materia y se comenzaron a investigar las partículas
subatómicas y la radioactividad. Los átomos son tan delicados que
fuerzas increíblemente diminutas desde el punto de vista ordinario,
pueden ocasionarles, sin embargo, perturbaciones drásticas.
Los problemas de llevar a cabo cualquier clase de medición sobre un
objeto de un tamaño de tan sólo diez mil millonésimas de
centímetro y que pesa una billonésima de una billonésima de un
gramo, sin destruirlo, no digamos sin trastornarlo, son formidables.
Cuando se llega al estudio de las partículas subatómicas, como los
electrones, mil veces más ligeras y sin el menor tamaño discernible,
surgen profundos problemas de principio al tiempo que dificultades

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prácticas.
Como introducción a los conceptos generales podríamos considerar
sencillamente el problema de cómo cerciorarse de dónde está
localizado un determinado electrón.
Es evidente que es necesario enviar alguna clase de sonda para que
lo localice, pero ¿cómo hacerlo sin perturbarlo o, al menos,
perturbándolo de una manera controlada y determinable? Una
forma directa sería tratar de ver el electrón utilizando un potente
microscopio, en cuyo caso la sonda utilizada sería la luz. Al igual
que en el caso de Júpiter, pero en un grado incomparablemente
mayor al tratarse de un electrón, la iluminación ejercería una
perturbación como consecuencia de su presión. Si enviamos una
onda luminosa, la partícula retrocederá. El problema no es grave si
podemos calcular con qué velocidad y en qué dirección se alejará el
electrón al retroceder, pues entonces, conociendo la situación en un
momento determinado, será una pura cuestión de cálculo deducir
dónde estará la partícula en un instante posterior.
Para conseguir una buena imagen en el microscopio es necesario
tener grandes lentes en el objetivo, si no la luz, al ser una onda, no
pasará por la abertura sin distorsionarse. El problema, en este caso,
es que las ondas de luz rebotan en los lados de las lentes e
interfieren el rayo original, con la consecuencia de que la imagen se
emborrona y se pierde resolución.
Es necesario utilizar una abertura mucho mayor que el tamaño de
las ondas (es decir, que la longitud de onda). Esta es la razón de que

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los radiotelescopios deban ser mucho mayores que los telescopios


ópticos, ya que las longitudes de las ondas de radio son muy
grandes. De donde se deduce que para ver adecuadamente un
electrón deberíamos utilizar un gran microscopio o una longitud de
onda muy pequeña, pues en caso contrario la imagen sería
demasiado borrosa para permitir medir con exactitud su
localización. Además de esto, es un hecho habitualmente visible en
la orilla del mar que cuando las grandes olas del mar tropiezan con
un poste o un muelle, se separan momentáneamente al chocar con
el obstáculo, pero vuelven a unirse detrás de él para proseguir
relativamente inalteradas. De manera que la forma de la ola y, por
lo mismo, de una onda de gran tamaño, transporta muy poca
información sobre la localización o forma del poste. Por otra parte,
los pequeños rizos del agua son seriamente perturbados por un
poste y su forma se descompone en una figura compleja.
Observando la desorganización se puede deducir la presencia del
poste. Algo similar ocurre con las ondas de luz: para ver un objeto
hay que utilizar ondas cuya longitud sea similar o menor que el
tamaño del objeto en cuestión. Para localizar un electrón, se deben
utilizar ondas de la longitud más corta posible (por ejemplo, rayos
gamma), puesto que su tamaño es indistinguible de cero. De
cualquier modo, no es posible determinar su posición con mayor
exactitud que la de una longitud de onda de la luz utilizada.
Es ahora cuando la naturaleza cuántica de la luz desempeña un
papel de crucial importancia. En el capítulo 1 se explicó que la luz

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sólo existe en paquetes o cuantos, llamados fotones, y que cuando


un átomo absorbe o emite luz sólo lo hace en un número entero de
fotones. Esto dota a la luz con algunas de las cualidades de las
partículas, puesto que los fotones transportan una determinada
energía e impulso; de hecho, la presión de la luz puede considerarse
que no es más que el retroceso que ocasiona el choque con los
fotones. No obstante, de ahí no se deduce que la luz consista
realmente en pequeños corpúsculos localizados. El fotón no está
concentrado en un lugar, sino que se extiende por toda la onda. La
naturaleza corpuscular del fotón sólo se manifiesta en el modo en
que interacciona con la materia. La energía y el impulso que
transporta un fotón disminuyen en proporción inversa a su longitud
de onda, lo que conlleva que los fotones de las ondas de radio sean
entidades inmensamente débiles, mientras que la luz, y
especialmente los rayos gamma, tengan mucha más pegada. Esto
nos plantea un rompecabezas cuando tratamos de ver el electrón,
puesto que la necesidad de utilizar radiaciones de longitud de onda
muy pequeña, para eludir que la imagen se emborrone, entraña
aceptar el violento retroceso consiguiente al empuje de estos
enérgicos cuantos. Nos vemos, pues, obligados a escoger entre
exactitud de la localización y perturbación del movimiento del
electrón. El dilema resultante es que, para determinar exactamente
la cuantía del retroceso, precisamos conocer el ángulo exacto con
que el fotón rebota, y esto sólo puede conseguirse utilizando un
microscopio de abertura muy estrecha (véase Figura 7). Pero, como

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ya hemos explicado, esta estrategia tendrá como consecuencia una


imagen borrosa y una pérdida de información sobre la posición del
electrón. Tampoco ayudará a reducir el retroceso el uso de ondas
mayores, pues entonces estaríamos obligados a utilizar
microscopios de mayor abertura para evitar la confusión de las
ondas, lo que inevitablemente aporta una mayor inseguridad a la
medición del ángulo.

Figura 7. El principio de incertidumbre. (i) Para localizar exactamente


un electrón se necesitan grandes lentes y longitudes de onda cortas,
pero se paga el precio de desconocer el retroceso, pues el fotón
rebotado podría entrar en el microscopio por cualquier lugar del cono
que determinan las líneas de rayas. Además, los fotones de corta
longitud de onda golpean muy fuerte al electrón. (ii) Para calcular el
retroceso con exactitud, se necesita un cono de ángulo estrecho y
fotones débiles (de gran longitud de onda), pero esta estrategia
produce una imagen borrosa, con lo que destruye los datos sobre la

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posición del electrón. El conocimiento exacto de la posición y el


movimiento es imposible, incluso en teoría.

Debe haber quedado claro que los requisitos de una exacta


determinación, al mismo tiempo, de la posición y del movimiento
son mutuamente incompatibles. Hay una limitación fundamental de
la cantidad de información que puede conseguirse sobre el estado
del electrón. Se puede medir con precisión su localización a costa de
introducir una perturbación aleatoria y totalmente indeterminable
en su movimiento. O, alternativamente, se puede retener el control
sobre el movimiento, a costa de una gran inseguridad sobre la
posición. Este indeterminismo recíproco no es una mera limitación
práctica debida a las propiedades de los microscopios, sino un rasgo
básico de la materia microscópica. No hay manera, ni siquiera en
teoría, de obtener simultáneamente una información exacta sobre la
posición y el momento de una partícula subatómica. Estas ideas
han sido consagradas en el famoso principio de incertidumbre de
Heisenberg, que describe el monto de la incertidumbre en una
fórmula matemática de la que puede deducirse la exactitud última
de cualquier medición.
Las consecuencias del principio de incertidumbre son iconoclastas.
En el capítulo 1 vimos que el conocimiento de la posición y del
movimiento de una partícula bastaba para determinar todo su
comportamiento, caso de conocerse las fuerzas actuantes (o las
posiciones y movimientos de todas las demás partículas). Ahora

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resulta que no es posible reunir tal información en detalle; siempre


hay una incertidumbre residual. Volvamos al problema del
lanzamiento de la bola y al problema de cómo representar las
condiciones iniciales en el diagrama de la Figura 1. Cada punto del
diagrama representa una determinada velocidad y dirección de
lanzamiento de la bola, y las leyes de la mecánica newtoniana
proporcionan predicciones de las subsiguientes trayectorias que
seguirá la bola.
Los puntos vecinos representan trayectorias vecinas. Si no se
conoce exactamente el punto del diagrama, no es posible predecir
con exactitud la trayectoria futura. Puede ocurrir que sepamos que
el punto se sitúa en alguna región del diagrama, pero eso limita
nuestras predicciones a una especie de planteamiento estadístico
sobre las probabilidades relativas de las distintas trayectorias de un
entorno.
De acuerdo con el principio de Heisenberg, siempre habrá una
incertidumbre residual sobre la posición y el movimiento en el
momento inicial, aunque en el caso de una bola de verdad el efecto
sea demasiado pequeño para percibirlo. Podríamos decidir fijar con
precisión el punto de partida en cuyo caso el ángulo de lanzamiento
será muy inseguro. También cabría fijar el ángulo con bastante
precisión, en cuyo caso el punto de lanzamiento se haría impreciso.
O bien se puede elegir una solución intermedia. Cualesquiera que
sean las medidas que se adopten, la zona de incertidumbre del
diagrama no se reducirá a cero. De ahí se deduce que siempre

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habrá cierta indeterminación sobre la trayectoria posterior que siga


la bola. Sólo puede hacerse una predicción estadística. A escala
cotidiana, la incertidumbre cuántica queda borrada por otras
fuentes de error, como las limitaciones de los instrumentos, pero el
movimiento de las bolas «atómicas» se ve profundamente afectado
por los efectos cuánticos.
Una reacción instintiva frente a estas ideas es suponer que la
incertidumbre es en realidad una consecuencia de nuestra falta de
destreza en las investigaciones atómicas, una consecuencia de
nuestro tamaño macroscópico. Pudiera pensarse que el electrón
tiene «en realidad» una posición y un movimiento bien definidos,
pero que nosotros somos demasiado manazas para descubrirlos. En
general, tal suposición se considera absolutamente errónea, por
razones que trataremos extensamente en el capítulo 6. La
incertidumbre parece ser una propiedad inherente del microcosmos
y no una mera consecuencia de nuestra ineptitud para observar las
partículas subatómicas. No se trata tan sólo de que no podamos
conocer las magnitudes del electrón. Se trata sencillamente de que
el electrón no posee simultáneamente una posición y un impulso
concretos. Es una entidad intrínsecamente incierta.
Cabría preguntarse si es posible decir algo sobre el comportamiento
de objetos tan caprichosos y reticentes. No podemos conocer el
exacto comportamiento, sino tan sólo una masa de
comportamientos verosímiles. El movimiento del electrón por el
espacio no es, pues, algo bien definido, sino más bien una especie

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de campo de probabilidades por el que discurren las trayectorias


disponibles y posibles a la manera de un fluido.
En 1924, el príncipe Louis de Broglie propuso que el
comportamiento de los electrones era de hecho análogo al de los
fluidos; concretamente, afirmó que las trayectorias posibles se
despliegan en forma de onda u ola. Por tanto, al igual que el
lanzamiento de una piedra en un estanque da lugar a una serie de
ondulaciones procedentes de una región, del mismo modo, si se
sueltan electrones, éstos se esparcirán en muchas direcciones,
extendiéndose como las ondulaciones por el estanque.
La idea de Broglie es mucho más que un vago símil de
desplazamiento. El movimiento de una onda es algo muy especial,
tanto física como matemáticamente. Una de sus características
vitales es la capacidad que tienen las ondas de interferirse entre sí.
El fenómeno de la interferencia de las ondas es conocido en la vida
cotidiana y también desempeña un papel fundamental en la
descripción cuántica de la materia y en las consecuencias que más
adelante estudiaremos.
Un lugar adecuado para ver la interferencia de las ondas es un
estanque. Si se lanzan simultáneamente dos piedras muy juntas al
estanque, cada una da lugar a una serie de ondulaciones. Cuando
las dos series de ondas se cruzan se crea sobre el agua una
distribución sistemática de crestas y surcos.
Esto ocurre porque donde coincide una cresta de una de las
ondulaciones con la de la otra, el efecto se refuerza, pero donde la

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cresta de una encuentra el surco de la otra ambas se contrarrestan


y la superficie del agua permanece relativamente inalterada.
En la década de 1920, los físicos comprendieron que si de Broglie
tenía razón debían producirse interferencias cuando se superponen
haces de electrones, pues los movimientos ondulatorios de cada haz
se superpondrían con los de los otros. De pronto, los experimentos
de Davisson, de que hemos hablado en el capítulo 1, adquirieron un
nuevo significado.
Davisson descubrió que los electrones, cuando son dispersados por
la superficie de un cristal de níquel, rebotan según una sucesión de
haces que posteriormente se superponen. En 1927 demostró, más
allá de toda duda, que los haces superpuestos se refuerzan o
contrarrestan según el modelo clásico de la interferencia de las
ondas. La conclusión fue sorprendente: los electrones se
comportaban como ondas al mismo tiempo que como partículas.
¿Qué significa esto? Hemos visto antes que las ondas luminosas se
comportan en algunos aspectos, aunque no en todos, como
partículas, a las que llamábamos fotones.
Ahora parece ser que encontramos una dualidad comparable en la
identidad de los electrones. No obstante, es fundamental
comprender que la naturaleza ondulatoria de los electrones no
implica que el electrón «sea» una onda, sino sólo que se mueve como
una onda. Además, la onda en cuestión no es una onda de ninguna
clase de sustancia o materia, sino una onda probabilística. Donde el
efecto de la onda es mayor, allí es más probable que se encuentre el

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electrón. En este sentido recuerda una oleada de delincuencia que,


cuando se extiende por un barrio, aumenta la probabilidad de que
se cometa un delito. No es una ondulación de ninguna sustancia,
sino sólo de probabilidad.
Estas ideas son estimulantes y provocativas, pero también son
sutiles y desconcertantes. Se comprenden mejor estudiando una
situación donde tanto la naturaleza de onda como la de partícula,
de los electrones o de los fotones, se manifiesten al unísono. Un
ejemplo es el experimento llamado de las dos ranuras. El esquema
se muestra en la Figura 8 y consiste en una pantalla opaca con dos
ranuras paralelas muy próximas. Las ranuras se iluminan mediante
un rayo de luz de manera que sus imágenes caigan sobre otra
pantalla situada en la cara contraria. Si momentáneamente
obturamos una de las ranuras, la imagen de la otra aparecerá como
una franja de luz situada enfrente de la ranura abierta. Dado que la
ranura abierta es estrecha, las ondas luminosas sufrirán una
distorsión al atravesarla, de modo que parte de la luz se
desperdigará por los lados de la franja, por lo que los bordes
aparecen borrosos. Si la ranura es muy estrecha, es posible que la
luz se extienda por un área bastante amplia. Cuando esté obturada
la otra ranura y abierta la primera, se verá una imagen similar, pero
ligeramente desplazada enfrente de esta ranura.

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Figura 8. ¿Ondas o partículas? En el experimento de las dos ranuras,


los electrones o fotones de una única fuente pasan por dos aberturas
cercanas de una pantalla A y avanzan hasta chocar con la pantalla
B, donde queda registrada la forma en que llegan. La curva dibujada
junto a B representa esa forma. El diagrama de crestas y vientres
indica un fenómeno de interferencia de ondas.

La sorpresa surge cuando se abren al mismo tiempo las dos


ranuras. Lo que podría preverse es que la imagen de la doble ranura
consistiera en la superposición de dos imágenes de una ranura, lo
que tendría el aspecto de dos franjas de luz más o menos
superpuestas debido a lo borroso de sus bordes.
En realidad, lo que se ve es una serie de líneas regulares,
compuesta de franjas oscuras y luminosas, que el primero en
descubrirlas fue el físico inglés Thomas Young en 1803. Este
curioso diagrama es precisamente el fenómeno de interferencia de
ondas antes mencionado.
Cuando la luz que emanan las dos ranuras llega en oposición de
fase, es decir, las crestas de las ondas procedentes de una ranura
coinciden con los vientres de las otras, la iluminación desaparece.

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El experimento puede repetirse con electrones en lugar de luz,


utilizando una pantalla de televisión como detector. Debemos
recordar aquí que cada electrón individual es taxativamente una
partícula. Los electrones pueden contarse uno por uno y puede
explorarse su estructura utilizando máquinas de elevada energía.
Por lo que a nosotros se nos alcanza, no tienen partes internas ni
extensión discernible. Se rocían las ranuras a través de un pequeño
agujero con electrones procedentes de una especie de pistola. Los
electrones que pasan por una u otra ranura alcanzarán la pantalla
detectora y chocarán contra ella, liberando su energía en forma de
pequeños destellos de luz. (Este es el fundamento de la imagen
televisiva).
Mediante el control de los destellos, se toma exacta nota del lugar
adonde llegan los electrones y se determina la manera en que se
distribuyen por la pantalla detectora.
Observemos lo que ocurre cuando sólo está abierta una de las
ranuras y, de momento, cerrada la otra.
El chorro de electrones atravesará la ranura, se esparcirá hacia el
exterior y se proyectará sobre la pantalla detectora. La mayoría de
ellos llega muy cerca de la zona situada enfrente de la ranura
abierta, aunque algunos se esparcirán por los alrededores. La
distribución de los electrones recuerda el diagrama luminoso que se
obtiene empleando luz. Una distribución similar, ligeramente
desplazada, resultaría en el caso de abrir la segunda ranura y
mantener bloqueada la primera. Lo fundamental del experimento es

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que, de nuevo, cuando se operan ambas ranuras, la distribución de


los electrones muestra una estructura regular de franjas de
interferencia, lo que indica la naturaleza ondulatoria de estas
partículas subatómicas.
En este caso, el resultado tiene un carácter casi paradójico.
Supongamos que la intensidad del haz de electrones disminuye
gradualmente hasta que los electrones pasan de uno en uno por el
aparato.
Se puede recoger el impacto de cada electrón contra la pantalla
utilizando una placa fotográfica.
Al cabo de cierto tiempo dispondremos de un montón de placas
fotográficas, cada una de las cuales contiene un único punto de luz
correspondiente al lugar donde cada electrón concreto ha encendido
un destello con su presencia. ¿Qué podemos decir ahora sobre cómo
se distribuyen los electrones por la pantalla? Podemos determinarlo
mirando a través de la pila de placas superpuestas, con lo que
veremos todos los puntos formando un dibujo. Lo asombroso es que
ese dibujo es exactamente el mismo que se produce cuando se
dispara un gran número de electrones, y también exactamente el
mismo que forman las ondas luminosas (aunque quizás un poco
menos denso si somos parcos con los electrones). Es evidente que el
conjunto de acontecimientos distintos y separados, a base de un
electrón cada vez, sigue presentando un fenómeno de interferencia.
Además, si en lugar de repetir el experimento electrón por electrón,
toda una serie de laboratorios realizan el experimento de manera

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independiente, y tomamos al azar una fotografía de cada prueba,


entonces, el conjunto de todas estas fotografías independientes y
hechas por separado ¡también presenta un diagrama de
interferencias!
Estos resultados son tan asombrosos que cuesta digerir su
significación. Es como si alguna mágica influencia fuera dictando
los acontecimientos en los distintos laboratorios, o en momentos
distintos del mismo equipo, de acuerdo con algún principio de
organización universal. ¿Cómo sabe cada electrón lo que los demás
electrones van a hacer, quizás en otras partes distintas del globo?
¿Qué extraña influencia impide a los electrones personarse en las
zonas oscuras de las franjas de interferencia y les hace dirigirse
hacia las zonas más populosas?
¿Cómo se controla su preferencia en el plano individual? ¿Es
magia? La situación resulta aún más extravagante si recordamos
que la interferencia característica surge, en primer lugar, como
consecuencia de que las ondas de una ranura se superponen a las
de la otra. Es decir, la interferencia es taxativamente una propiedad
de las «dos» ranuras. Si se bloquea una, la interferencia desaparece.
Pero sabemos que cada electrón concreto (por ser una pequeña
partícula) sólo puede pasar por una de las ranuras, de manera que
¿cómo se entera de la existencia de la otra?
Sobre todo, ¿cómo sabe si la otra está abierta o cerrada? Parece que
la ranura por donde no pasa el electrón (y que a escala subatómica
está a una inmensa distancia) tiene tanta influencia sobre el

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posterior comportamiento del electrón como la ranura por la que en


realidad pasa.
Comenzamos a vislumbrar ya algo de la naturaleza profundamente
peculiar del mundo subatómico. En el capítulo 1 se mencionó que el
electrón no está constreñido por leyes deterministas a seguir una
única trayectoria, y más adelante se ha mostrado que el principio de
incertidumbre de Heisenberg impide al electrón poseer una
trayectoria bien definida. Con el experimento de las dos ranuras
vemos el funcionamiento de esta indeterminación inherente, pues
debemos sacar la conclusión de que los trayectos «potenciales» del
electrón pasan por ambas ranuras de la pantalla y que las
trayectorias que no sigue continúan influyendo en el
comportamiento de la trayectoria real.
Dicho en otras palabras, los mundos alternativos, que podrían
haber existido, pero que no han llegado a existir, siguen influyendo
en el mundo que existe, como la desvanecida sonrisa del gato de
Cheshire en el cuento de Alicia. Ahora es posible comprender por
qué las ondas asociadas con los electrones no son ondas de
electrones, sino ondas probabilísticas.
La interferencia que aparece en el sistema de dos ranuras no puede
ser una interferencia entre muchos electrones distintos, sino
desaparecería al utilizarse los electrones de uno en uno. Es una
interferencia probabilística. La localización probabilística de un
único electrón puede explorar ambas ranuras e interferir consigo
misma. Con lo que se interfiere es con la propensión del electrón a

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ocupar una determinada zona del espacio. De tal modo que un


electrón concreto tiene más probabilidades de dirigirse hacia las
franjas claras que hacia las franjas oscuras.
Dada la incertidumbre inherente a la posición y al movimiento que
da lugar al comportamiento ondulatorio, no puede predecirse dónde
terminará un determinado electrón, pero algo puede decirse sobre
todo el conjunto de ellos por medio de una estadística muy simple.
Precisamente esta distribución estadística a que están sometidos el
movimiento ondulatorio y los efectos de interferencias es la que debe
tenerse en cuenta en cualquier cálculo.
Esto muestra con absoluta claridad cómo los electrones evitan
desplomarse sobre los núcleos de los átomos. Sus ondas
probabilísticas se mantienen vibrando alrededor del átomo de
manera uniforme.
Sólo pueden presentarse determinadas órbitas fijas, pues si la
perturbación ondulatoria no encaja adecuadamente, con crestas y
vientres en la debida relación, comenzará a tener superposiciones e
interferencias consigo misma y acabará anulándose en la nada. De
ocurrir esto, habría una probabilidad cero (ninguna posibilidad en
absoluto) de encontrar un electrón.
El fenómeno es similar a la estructura ondulatoria del aire en los
tubos de un órgano: sólo pueden darse determinadas notas bien
definidas, puesto que los tipos de ondas de aire tienen que encajar
con la geometría de los tubos. Asimismo, pues, sólo determinadas
notas, es decir, determinadas frecuencias o energías, pueden darse

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alrededor del átomo. Los colores característicos que se emiten en las


transiciones entre estos niveles energéticos permitidos son el
testimonio visual de esta música subatómica. Y exactamente igual
como el tubo de un órgano tiene su nota más baja, así hay un nivel
mínimo de energía en el átomo.
Indudablemente todo esto significa un gran logro para nuestra
comprensión del mundo subatómico, porque la estabilidad de los
átomos frente a su desmoronamiento fue uno de los grandes
misterios que dio lugar al rechazo de la física newtoniana aplicada a
los átomos. El hecho de que las ondas de un instrumento musical
produzcan una diversidad de notas discretas y que los átomos
emitan frecuencias luminosas características no parece guardar, a
primera vista, ninguna relación, pero la naturaleza ondulatoria de la
materia cuántica pone de manifiesto la hermosa unidad del mundo
físico y demuestra que estos fenómenos son esencialmente
idénticos. Por tanto, podemos considerar que el espectro luminoso
de un átomo es similar a la estructura sonora de un instrumento
musical.
Cada instrumento produce un sonido característico, y lo mismo que
el timbre del violín difiere marcadamente del timbre del tambor o del
clarinete, así la mezcla de colores de la luz de un átomo de
hidrógeno se diferencia de modo característico del espectro del
átomo de carbono o de uranio. En ambos casos existe una profunda
asociación entre las vibraciones internas (membranas oscilantes,
electrones ondulantes) y las ondas externas (sonido y luz).

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Antes de abandonar el experimento de las dos ranuras, debemos


describir un rasgo divertido. ¿Sabe «realmente» el electrón si la otra
ranura está abierta o cerrada? Para descubrirlo podemos recurrir a
la siguiente maniobra. Colóquese un detector delante de las ranuras
y señálese aquella a que se dirige el electrón; luego, actúese
rápidamente y bloquéese la otra. Si el electrón se percata de esta
manipulación, no aparecerá la interferencia cuando combinemos
todos los resultados de muchos experimentos similares. Por una
parte, es casi imposible de creer que el electrón pueda realmente
saber nuestras intenciones y modificar su movimiento de acuerdo
con éstas; por otra parte, sabemos que si una ranura está
permanentemente bloqueada no hay interferencia.
Evidentemente, desbloquear el agujero cuando no hay electrones
cerca no puede afectar el resultado, ¿no es verdad? En ambos casos
la naturaleza parece estar jugando con nosotros.
Una forma sencilla de llevar a cabo este experimento consiste en
proyectar un rayo de luz desde el agujero de entrada hacia las
ranuras y estar al tanto del pequeño destello en el momento en que
pasa el electrón. Naturalmente, debemos tener en cuenta el
retroceso del electrón cuando choca con la luz y acordarnos de los
problemas que planteaban los microscopios, tal como lo hemos
tratado. Para determinar a qué ranura se acerca el electrón
debemos utilizar una luz cuya longitud de onda sea corta en
comparación con la distancia entre las ranuras o bien no
conseguiremos una imagen lo bastante clara para decir cuál es la

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ranura más próxima. Sin embargo, una luz de longitud de onda


corta producirá una perturbación relativamente grande en el
movimiento del electrón que nos interesa, y el resultado será que el
retroceso causado por una luz cuya longitud de onda sea lo
bastante corta es tan grande que destruye por completo la
interferencia. El impredecible retroceso destruye por completo la
forma regular de las franjas. Parece que la naturaleza nos impide
automáticamente responder a la pregunta crucial: ¿sabe el electrón
si la otra ranura está abierta o cerrada? La interferencia de los
electrones es un fenómeno que precisa que ambas ranuras estén
abiertas, pero cada electrón concreto sólo puede pasar por una de
las ranuras. Vemos pues que la interferencia sólo se producirá si no
investigamos demasiado a fondo qué ranura elige el electrón. Ambas
deben estar abiertas; cada una de ellas ofrece una trayectoria
potencial, aunque sólo una puede ser la trayectoria real. Cuál sea
nunca podemos saberlo.
La teoría moderna de la mecánica cuántica supone mucho más que
unos vagos razonamientos sobre la exactitud de las mediciones y
sobre el movimiento ondulatorio. Es una teoría matemática exacta,
capaz de detalladas predicciones sobre el comportamiento de los
sistemas subatómicos. Importantes propiedades físicas, tales como
el principio de incertidumbre de Heisenberg, están incrustadas en el
nivel básico de la teoría y surgen, con toda naturalidad, de las
matemáticas. Concretamente, el físico austríaco Erwin Schrödinger
descubrió en 1924 la ecuación matemática que rige el movimiento

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de las enigmáticas ondas probabilísticas, y en la actualidad los


físicos profesionales llevan a cabo cálculos prácticos que revelan la
estructura interna y el movimiento de los átomos y las moléculas
aplicando esta ecuación. Por ejemplo, se calculan los niveles
energéticos de los átomos y, en consecuencia, las frecuencias de la
luz que emiten y absorben, al mismo tiempo que la intensidad
relativa de los distintos colores. Estos cálculos permiten que
espectros hasta ahora misteriosos, como los de los objetos
astronómicos lejanos, se identifiquen con productos químicos
conocidos. Lo cual tiene una especial importancia en el caso de
objetos muy lejanos, como los quásares, porque la luz que llega
hasta nosotros ha sufrido un enorme corrimiento hacia el rojo
debido a la expansión del universo, y podría consistir en radiaciones
invisibles para nosotros, por pertenecer a la región ultravioleta, de
no haberse producido el corrimiento. Los cálculos permiten predecir
espectros de todas las frecuencias.
Otros cálculos revelan la naturaleza de las fuerzas interatómicas
que ayudan a mantener los átomos unidos formando moléculas.
Cuando dos átomos se acercan, sus ondas materiales comienzan a
superponerse y se producen importantes efectos de interferencia
que dan lugar a que los átomos se adhieran mediante un enlace
químico. Cuando son muchos los átomos que se juntan en un orden
regular, como ocurre en los cristales, las ondas de todos los
electrones son constreñidas a seguir un movimiento periódico
coordinado que les permite atravesar grandes espesores de materia

Colaboración de Sergio Barros 108 Preparado por Patricio Barros


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con poca resistencia. El estudio de estas ondas electrónicas aporta


información sobre cómo conducen la electricidad y el calor los
metales. Detallados cálculos, realizados con ayuda de la teoría
cuántica, nos han dado una idea de la estructura de los cristales y
de otros materiales sólidos, como los semiconductores, a la vez que
han sentado las bases para la comprensión de los líquidos, los
gases, los plasmas y los superfluidos.
También en el terreno nuclear, la aplicación de los cálculos
matemáticos derivados de la mecánica cuántica aporta mucha
información sobre la estructura nuclear interna, las reacciones
nucleares como la fisión y la fusión, y la interacción de los núcleos
con otras partículas subatómicas.
Las matemáticas en cuestión no son del tipo habitual basado en la
aritmética; operan con objetos matemáticos abstractos que
obedecen a reglas de combinación muy peculiares y que tienen
propiedades absolutamente distintas de las de los números
ordinarios. Aunque el conocimiento pormenorizado de estas
matemáticas requiere muchos años de estudio, algo de su sabor
puede transmitirse utilizando ideas elementales. Como siempre
ocurre en la ciencia, las matemáticas son un modelo que debe
imitar el comportamiento del mundo real. En la época pre cuántica,
el estado de un sistema físico se representaba mediante un conjunto
de números. Por ejemplo, el estado de un cuerpo se define por su
posición, su velocidad, su velocidad de rotación, etc., en cada
instante. Midiendo estas cantidades, se obtienen números

Colaboración de Sergio Barros 109 Preparado por Patricio Barros


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concretos. El modo en que los números de un instante se relacionan


con los de otros instantes lo proporcionan las llamadas ecuaciones
diferenciales.
En contraposición, la teoría cuántica nos prohíbe asignar números
determinados a todos los atributos de un cuerpo simultáneamente:
no podemos especificar al mismo tiempo, por ejemplo, la posición y
el impulso. Además, no hay una trayectoria única y bien definida,
sino muchos trayectos posibles. El estado del sistema debe reflejar
estas incertidumbres y ambigüedades, y el acto de medir, que
perturba el sistema cuántico de manera fundamental, no equivale al
mero desvelamiento de los valores numéricos de las diversas
magnitudes.
Una forma de representar el hecho de que una partícula puede
existir en un estado cuántico susceptible de muchos
comportamientos posibles ―muchos mundos distintos― es recurrir
al concepto de vector. Los vectores se conocen normalmente como
magnitudes orientadas: la velocidad, la fuerza y la rotación son
ejemplos de cantidades que tienen al mismo tiempo una magnitud
(grande, pequeña, etc.) y una dirección (hacia el norte, en sentido
vertical, etc.). Por el contrario, cantidades como la masa, la
temperatura, la aceleración y la energía tienen todas ellas magnitud,
pero no dirección.
Una importante propiedad de los vectores es la manera en que
deben sumarse. A diferencia de los números, no se pueden sumar
dos vectores sumando sus magnitudes, pues también deben tenerse

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en cuenta las direcciones. Por ejemplo, si dos fuerzas se oponen,


pueden anularse, aun cuando sus magnitudes valoradas por
separado sean importantes.
Estas consideraciones hacen que las reglas para combinar vectores
sean más complicadas que la aritmética, pero también las dota de
una estructura más rica.
Así como la suma de vectores puede efectuarse de muchas maneras,
según cuáles sean sus direcciones, un vector puede dividirse de
muchos modos en otros vectores. Por ejemplo, se empuja un coche
con mayor eficacia colocándose detrás del vehículo, pero también es
posible moverlo, aunque con menos facilidad, mediante una presión
oblicua. En realidad, sea cual sea el ángulo del empuje, alguna
fuerza actuará en el sentido del movimiento, con tal de que el
ángulo no sea exactamente perpendicular al automóvil. Los
matemáticos dicen que el vector tiene un componente a lo largo del
vehículo y otro perpendicular. Según el ángulo con que se empuje,
la componente paralela dispone de mayor o menor cantidad de la
fuerza total que la componente perpendicular. Así pues, el vector (el
empuje) puede descomponerse en dos vectores: uno paralelo al
coche y otro perpendicular, de distintas proporciones que dependen
del ángulo. Si el ángulo es casi paralelo al vehículo, la componente
paralela retiene la mayor parte de la fuerza y es mucho mayor que
la fuerza lateral, de tal modo que ésta es la posición en que el
empuje resulta más eficaz (véase también la Figura 16).
La idea de que el vector se descompone en dos vectores

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perpendiculares entre sí se utiliza de una forma curiosa en la teoría


cuántica. Cada uno de los mundos posibles, es decir, cada uno de
los comportamientos o trayectorias potenciales de una partícula, se
considera un vector; no un vector en el espacio ordinario, sino una
magnitud abstracta en un espacio abstracto. Cada vector es
perpendicular a todos los demás vectores, de manera que todos los
mundos son distintos y ninguno tiene componente alguna en otro
mundo. El número de vectores necesario, y de ahí el número de
dimensiones del espacio, depende del número de trayectorias
posibles. Recordando la analogía de las trayectorias en el parque
descrita en la Figura 3, sería necesario utilizar una infinidad de
mundos posibles, lo mismo que hay un número ilimitado de
posibles trayectos por el parque. Esto exige un espacio vectorial de
infinitas dimensiones: tal cosa no se puede visualizar, pero
matemáticamente tiene sentido. Equipados con este espacio
vectorial, los físicos describen el estado del sistema cuántico como
un vector en el espacio que en general puede apuntar hacia
cualquier ángulo. Si se sitúa a lo largo de uno de los vectores
correspondiente a un determinado mundo, cualquier observación
mostrará que el sistema tiene exactamente el estado concreto
correspondiente a ese mundo, pero si tiene una posición intermedia
entre los vectores de dos mundos, entonces, al igual que la fuerza
que se ejerce sobre el coche, tendrá componentes en ambos. El que
cuente con la componente mayor será el mundo más probable y el
otro, un mundo alternativo, pero menos probable. Por supuesto, de

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existir varias alternativas, el vector puede tener componentes en


todas ellas, y esto sigue siendo cierto aun cuando su número sea
infinito. El ángulo del vector determina cuáles son los favorecidos,
es decir, las alternativas más probables (véase Figura 9).

Figura 9. Superposición de mundos. Las flechas perpendiculares


representan mundos alternativos (por ejemplo, el electrón pasa por la
ranura 1 o por la ranura 2). La flecha oblicua representa el estado
cuántico que se proyecta en ambas posibilidades. Puesto que P 1 es
mayor que P2 hay mayores probabilidades de que resulte existir el
mundo 1 al hacer una medición. Si el mundo 1 se observa en la
realidad, repentina y misteriosamente el vector oblicuo se reduce a la
flecha horizontal.

Cuando se hace una observación, el sistema objeto de estudio, por


ejemplo, un átomo, se encontrará evidentemente en un estado
concreto, por ejemplo, en el nivel energético mínimo. Esto significa
que el estado original, que puede ser una superposición de distintos
mundos alternativos, de repente se lanza o proyecta hacia una
alternativa concreta, un misterioso salto que examinaremos
detalladamente en el capítulo 7. En lenguaje vectorial, esto significa

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que el acto de la observación hace que el vector gire de repente


desde alguna posición intermedia en el espacio abstracto a una
nueva posición donde se sitúa exactamente en paralelo al vector que
representa el mundo que efectivamente observamos. Este súbito
salto de estado, o rotación del vector, refleja el hecho de que la
observación perturba inevitablemente el estado del sistema, como se
ha explicado antes en este mismo capítulo. Por tanto, desde el
punto de vista matemático, medir una magnitud equivale a rotar
súbitamente el vector en el espacio abstracto.
La rotación proporciona otro ejemplo de magnitud que no obedece
las reglas de la aritmética. También las rotaciones tienen magnitud
(2°, 55°, un ángulo recto, etc.) y dirección (en el sentido de las
agujas del reloj, de norte a sur, etc.), pero sumar rotaciones es algo
aún más complejo que sumar vectores como fuerzas, si las
direcciones son distintas. En tal caso, no sólo debemos tener en
cuenta el ángulo entre las rotaciones, sino también el orden en que
se agregan.
Cuando se suman números, no es necesario tener en cuenta el
orden de adición (por ejemplo, 1 + 2 = 2 + 1), pero las rotaciones no
gozan de esta simetría. Un único ejemplo, que el lector fácilmente
puede comprobar, consiste en rotar este mismo libro. Colóquelo
abierto sobre una mesa en la posición normal de leer y voltéelo en
ángulo recto y alejándolo de usted, de modo que quede invertido y
vertical. Ahora gírelo 90° en el sentido de las agujas del reloj. Si las
dos operaciones anteriores se realizan en orden inverso ―la rotación

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en el sentido de las agujas del reloj primero y luego la elevación― el


libro no quedará en la misma posición. En realidad, quedará
apoyado en el lateral en lugar de hacerlo en la parte superior. El
ejemplo sirve para ilustrar el principio general de que las rotaciones
no se ajustan a las habituales reglas de la aritmética, de modo que
no pueden describirse mediante números cuyo orden de adición no
importe.
Estas ideas encajan de manera natural con el esquema cuántico
porque la rotación del vector de estado corresponde, como antes
hemos dicho, a una medición, y el orden en que se hacen dos
mediciones afectará al resultado. Por ejemplo, si medimos la
posición de una partícula, destruimos todo conocimiento sobre su
movimiento. Si a continuación medimos el movimiento, la posición
resulta absolutamente incierta. Cuando las mediciones se realizan
en orden inverso ―primero el movimiento y después la posición―
desembocamos en una partícula en un estado con movimiento
absolutamente incierto, que no es el mismo estado final que resulta
haciéndolo en el otro orden. Así pues, el orden de las observaciones,
que se refleja en el orden de rotación del espacio vectorial abstracto,
es de vital importancia para el resultado. Este rasgo es fundamental
para la teoría cuántica, que debe utilizar los adecuados objetos
matemáticos, que no obedecen a la regla 1 + 2 = 2 + 1 de la
aritmética elemental.
Estas potentes herramientas matemáticas revelan una nueva física.
Exactamente igual que al rotar horizontalmente un vector se afectan

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sus componentes horizontales, pero permanece inalterada su


proyección vertical, así también resulta que ciertas cantidades son
«perpendiculares» a otras y pueden realizarse mediciones de unas
sin afectar a las demás; por ejemplo, es posible medir
simultáneamente el «spin» (momento angular intrínseco) y la energía
de una partícula. El análisis matemático descubre qué cantidades
están ligadas a otras por la propiedad de incompatibilidad de
rotación. Éstas, por tanto, cumplen las relaciones de incertidumbre
del modelo de Heisenberg. Además de la posición y el impulso, otros
ejemplos importantes son la energía y el tiempo. No es posible medir
con absoluta precisión una cantidad de energía a menos que se
disponga de una cantidad infinita de tiempo, característica ésta que
resultará ser de fundamental importancia.
La mayor parte de este capítulo lo hemos dedicado a la curiosa
dualidad onda-partícula de los electrones, pero tales
consideraciones valen igualmente para toda la materia
microscópica. Desde la Segunda Guerra Mundial se han descubierto
cientos de distintos tipos de partículas subatómicas, todas las
cuales se rigen por las reglas de la mecánica cuántica. En realidad,
incluso los átomos enteros presentan los mismos rasgos de las
interferencias de ondas. No hay ninguna escala de tamaño por
encima de la cual la materia cuántica se convierta en materia
«ordinaria» en el sentido newtoniano.
Las bolas de billar, las personas, los planetas, las estrellas, el
universo entero... son en último término una masa de sistemas

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mecánicos cuánticos, lo que implica que la vieja imagen newtoniana


del universo mecánico que se mueve según un absoluto
determinismo es falsa. En el mundo cotidiano, los fenómenos
cuánticos son demasiado pequeños para que los percibamos; no
vemos las propiedades ondulatorias de los balones de fútbol, por
ejemplo, porque su longitud de onda es más de diez mil billones de
veces menor que un núcleo. Sin embargo, el mundo real es un
mundo cuántico, con todas las inmensas consecuencias que esto
supone.
Para que no tengamos la sensación de que las misteriosas ondas de
la materia están demasiado alejadas de la experiencia diaria para
tener ninguna significación concreta, o bien que son tan sólo una
invención disparatada del pensamiento científico, debemos darnos
cuenta de que en la actualidad se han convertido en parte de la
ingeniería aplicada. El microscopio de electrones, un instrumento
capaz de conseguir enormes ampliaciones, basa su funcionamiento
en ondas de electrones que sustituyen a las luminosas. Controlando
la velocidad del haz de electrones se puede manipular la longitud de
onda, obteniéndose con facilidad longitudes de onda mucho
menores que los de la luz visible, lo que permite observar detalles a
una escala mucho menor. De modo que las curiosas formas de
Davisson, de tan fructíferas consecuencias para la naturaleza del
universo, tienen un impacto más prosaico, pero también más
tangible, en nuestras vidas.

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Capítulo IV
Los extraños mundos de los cuantos

Debemos, pues, reconocer que el microcosmos no está regido por


leyes deterministas que regulen con exactitud el comportamiento de
los átomos y de sus componentes, sino por el azar y la
indeterminación.
Así, una partícula como el electrón tiene un comportamiento
ondulatorio, a la vez que las ondas electromagnéticas también
presentan características corpusculares. No existe contrapartida
cotidiana a la dualidad «onda-partícula», de manera que el
microcosmos no es una mera versión liliputiense del macrocosmos,
sino algo cualitativamente distinto, casi paradójicamente distinto.
En este extraño mundo de los cuantos, la intuición nos abandona y
pueden ocurrir cosas aparentemente absurdas o milagrosas. En
este capítulo examinaremos algunas de las consecuencias de la
teoría cuántica y describiremos la naturaleza verdaderamente
insustancial del, en apariencia, concreto mundo de la materia.
El principio de incertidumbre de Heisenberg pone restricciones a la
exactitud con que se puede determinar la localización y el
movimiento de las partículas, pero estas dos magnitudes no son las
únicas que pueden medirse. Por ejemplo, podríamos estar más
interesados por la velocidad del «spin» de un átomo o por su
orientación.
O bien, podríamos necesitar medir su energía o el tiempo que tarda

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en pasar a un nuevo estado energético.


Es posible analizar las observaciones de estas magnitudes de la
misma manera que se utilizó el microscopio de rayos gamma,
descrito en el capítulo anterior, para estimar la incertidumbre de la
posición y del impulso.
Para ilustrar estas nuevas posibilidades, supongamos que queremos
determinar la energía de un fotón de luz. De acuerdo con la
hipótesis cuántica original de Planck, la energía de un fotón es
directamente proporcional a la frecuencia de la luz: al doble de
frecuencia corresponde el doble de energía. Un procedimiento
práctico de medirla consiste, pues, en medir la frecuencia de la
onda luminosa, lo que puede hacerse contando el número de
oscilaciones (es decir, de crestas y vientres de la onda) que pasan en
un determinado intervalo de tiempo. Para la luz visible es
grandísimo: alrededor de mil billones por segundo. Para que la
operación tenga éxito es menester evidentemente que al menos se
produzca una oscilación de la onda, y a ser posible varias, pero cada
oscilación requiere un intervalo de tiempo determinado. La onda
debe pasar desde la cresta al vientre y de nuevo a la cresta. Medir la
frecuencia de la luz en una fracción de tiempo inferior a ésta es a
todas luces imposible, incluso en teoría. En el caso de la luz visible,
la duración necesaria es muy breve (una milbillonésima de
segundo). Las ondas electromagnéticas con longitudes de onda
mayores y menor frecuencia, tales como las ondas radiofónicas,
pueden precisar algunas milésimas de segundo para cada

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oscilación. Consiguientemente los fotones de las ondas de radio


tienen muy poca energía. Por el contrario, los rayos gamma oscilan
centenares de veces más de prisa que la luz y la energía de sus
fotones es cientos de veces mayor.
Estas sencillas consideraciones ponen de manifiesto que existe una
fundamental limitación de la exactitud con que puede medirse la
frecuencia, y por tanto la energía, en un intervalo dado de tiempo.
Si la duración es menor que un ciclo de la onda, la energía queda
muy indeterminada, por lo que hay una relación de incertidumbre
que vincula la energía y el tiempo que es idéntica a la relación ya
expuesta entre posición e impulso. Para conseguir una exacta
determinación de la energía, es necesario hacer una larga medición,
pero si lo que nos interesa es el momento en que sucede un
acontecimiento, entonces una determinación exacta sólo puede
hacerse a expensas del conocimiento sobre la energía. Hay aquí,
pues, un equilibrio entre información sobre la energía e información
sobre el tiempo similar a la mutua incompatibilidad entre la
posición y el movimiento. Esta nueva incertidumbre tiene
consecuencias de lo más espectaculares.
Antes de volver a cuestiones de mayor amplitud, debemos subrayar
un punto importante. La limitación de las mediciones de la energía
y del tiempo, al igual que las de la posición y el impulso, no son
meras insuficiencias tecnológicas, sino propiedades categóricas e
inherentes de la materia. En ningún sentido cabe imaginar un fotón
que «realmente» posea en todos los momentos una energía bien

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definida, aun cuando nos sea imposible medirla, ni tampoco un


fotón que surja en un determinado momento con una frecuencia
concreta. La energía y el tiempo son características incompatibles
para los fotones, y cuál de las dos se ponga de manifiesto con mayor
exactitud depende por completo de la clase de las mediciones que
elijamos efectuar.
Vislumbramos ahora, por primera vez, el asombroso papel que el
observador desempeña en la estructura del microcosmos, pues los
atributos que poseen los fotones parecen depender precisamente de
las magnitudes que el experimentador decida medir. Además, la
relación de incertidumbre energía-tiempo, como la de la posición-
impulso, no se limita a los fotones, sino que es válida para toda la
actividad subatómica.
Una consecuencia inmediatamente perceptible de la relación de
incertidumbre energía-tiempo se refiere a la calidad de la luz que
emiten los átomos. Como se ha mencionado, los colores que irradian
las distintas sustancias vienen determinados por el espaciado de los
niveles atómicos de energía, y esto permite a los físicos identificar
los distintos productos químicos con la mera observación de su
espectro luminoso. Un típico espectro, por ejemplo, de un tubo
fluorescente lleno de gas, presenta una serie de rayas bien
marcadas que representan las distintas frecuencias (es decir, las
energías) de la luz que emana ese tipo de átomos. Cada raya la
producen fotones con una energía determinada que se emiten
cuando los electrones de los átomos de gas saltan de los niveles

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superiores a los inferiores.


Hay en estas rayas un importante detalle que ilustra
maravillosamente la relación de incertidumbre energía-tiempo. La
emisión de un fotón individual ocurre cuando un electrón es
empujado (por ejemplo, por una corriente eléctrica) a un nivel
energético superior, de modo que el átomo pasa transitoriamente
por un estado de excitación. Pero el estado de excitación sólo en
parte es estable y pronto los electrones vuelven al estado más
cómodo de baja energía.
La duración del estado de excitación depende de varios factores,
como son la distribución de los demás electrones y la diferencia
energética entre los estados, y oscila enormemente entre una
millonésima de billonésima de segundo y una milésima de segundo
e incluso más. Si la duración es muy corta, entonces la relación de
incertidumbre tiempo-energía exige que la energía de los fotones
emitidos no esté muy bien definida. Desde el punto de vista del
observador, esto significa que una masa de átomos idénticamente
excitados no producirá, al retornar a su estado anterior, fotones
idénticos. Por el contrario, la masa de fotones variará en cuanto a
energía y por tanto en frecuencia. Al mirar la luz de millones de
átomos, el observador no ve un color exactamente definido, sino una
mancha de color concentrada alrededor del centro de la raya
espectral. Las mismas rayas, por tanto, no son del todo claras, sino
de bordes borrosos, y su anchura está directamente relacionada con
la duración del estado de excitación atómica. Así pues, un estado de

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corta duración da una raya ancha debido a que los fotones tienen
una energía muy incierta, mientras que una raya estrecha indica
una larga duración y una cantidad de energía bastante definida.
Midiendo el ancho de las rayas los físicos pueden deducir la
duración del correspondiente estado de excitación.
Una de las consecuencias más notables de la relación de
incertidumbre energía-tiempo es la transgresión de una de las más
apreciadas leyes de la física clásica. En la vieja teoría newtoniana de
la materia, la energía se conserva rigurosamente. No hay manera de
crear ni de destruir energía, si bien pueden transformarse de una a
otra forma. Por ejemplo, un hornillo eléctrico transforma la energía
eléctrica en calor y luz; una máquina de vapor transforma la energía
química en energía mecánica, y así sucesivamente. Cualquiera que
sea el número de veces en que se transforme o divida, sigue
habiendo la misma cantidad total de energía. Esta ley fundamental
de la física ha desmantelado todos los intentos de inventar el
perpetuum mobile ―la máquina que funcione sin combustible―,
pues es imposible sacar energía de la nada.
En el terreno cuántico, la ley de la conservación de la energía
resulta discutible. Afirmar que la energía se conserva nos obliga, al
menos en principio, a poder medir con exactitud la energía que hay
en un momento y en el siguiente, para comprobar que la cantidad
total se ha mantenido invariable. Sin embargo, la relación de
incertidumbre energía-tiempo exige que los dos momentos en que se
comprueba la energía no deban ser demasiado próximos, o bien

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habrá cierta indeterminación en cuanto a la cantidad de energía.


Esto abre la posibilidad de que en períodos muy breves la ley de la
conservación de la energía pudiera quedar en suspenso. Por
ejemplo, podría aparecer energía espontáneamente en el universo,
siempre que volviera a desaparecer durante el tiempo que concede
la relación de incertidumbre. Hablando en términos pintorescos, un
sistema puede «tomar prestada» energía según un arreglo bastante
especial: la debe devolver en un plazo muy breve. Cuanto mayor es
el préstamo, más rápida ha de ser la devolución. A pesar del
limitado plazo del préstamo, veremos que durante su duración es
posible hacer cosas espectaculares con la energía prestada.
Dado que nos ocupamos de sistemas subatómicos, las cantidades
de energía en cuestión son muy pequeñas para los estándares
cotidianos. No hay posibilidad, por ejemplo, de hacer funcionar una
máquina a base de energía prestada, como era la ilusión de los
inventores medievales. La energía que emite una luz eléctrica en un
segundo sólo puede ser tomada prestada, gracias al principio de
incertidumbre, durante una billonésima de billonésima de
billonésima de segundo. Dicho de otro modo, el mecanismo de
préstamo cuántico sólo asciende a una fracción de la emisión de
una lámpara eléctrica correspondiente a un uno seguido de treinta y
seis ceros.
En el terreno subatómico las cosas son distintas porque las energías
son mucho menores que en la vida diaria y hay tanta actividad que
incluso períodos de tiempo que son absolutamente diminutos para

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nosotros permiten que ocurran muchas cosas. Por ejemplo, la


energía necesaria para elevar un electrón a un estado atómico
excitado es tan pequeña que puede tomarse prestada durante varias
milésimas de billonésimas de segundo. Puede que parezca tratarse
de un período no muy largo, pero permite importantes efectos. Si un
fotón encuentra un átomo, puede ser absorbido, provocando que el
átomo se excite al pasar un electrón a un nivel energético superior.
Si el fotón no tiene la bastante energía para elevar el electrón, el
déficit puede tomarse prestado, lo que permite que la excitación
ocurra temporalmente. Si el déficit energético no es demasiado
grande, el préstamo puede ser bastante largo, tal vez de una mil
billonésima de segundo. Este tiempo es lo bastante largo para que el
electrón gire alrededor del átomo y en cualquier caso es comparable
a la duración del estado de excitación. El resultado es que, cuando
se devuelve el préstamo y el fotón es re emitido, el átomo ha estado
excitado el suficiente tiempo para reordenar su forma, de manera
que el fotón emitido no lo será en la misma dirección del primero.
Esto cabe describirlo diciendo que el fotón entrante ha sido desviado
por el átomo hacia otra dirección.
Cuanto más se aproxima el fotón a la energía exacta necesaria para
elevar el electrón al estado de excitación, menor es el préstamo y
mayores la duración y el efecto dispersante. Puesto que la energía es
proporcional a la frecuencia, que a su vez es una medida del color
de la luz, de ahí se deduce que los distintos colores se dispersarán
en distinto grado. Por eso, hay materiales que son transparentes a

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unos colores y no a otros, de manera que se ven coloreados al mirar


a su través. La dispersión preferencial de la luz de frecuencia alta
explica por qué el cielo es azul: la luz blanca del sol contiene
muchas frecuencias entremezcladas. Las frecuencias altas
corresponden a los colores como el azul y el violeta, las frecuencias
bajas al verde y el rojo.
Cuando la luz del sol choca con los átomos del aire en la alta
atmósfera, parte de la luz azul se desperdiga coloreando el cielo y la
restante luz, a la que se le ha robado su azul, es rica en frecuencias
bajas, por lo que parece amarilla.
Esta es la razón de que el Sol sea de color amarillo. Cuando se ve
cerca del horizonte, la mayor profundidad de la capa de aire que
atraviesa la luz multiplica este efecto, aumentando la disipación de
las frecuencias bajas, y el Sol adopta un color rojizo.
A manera de ilustración adicional de la incertidumbre energética,
examinemos el problema de hacer rodar una bola sobre un
montículo. De impulsarla con poca energía, la bola alcanza sólo
parte de la altura del montículo, donde se detiene y rueda de vuelta.
Por otra parte, de lanzarla con mucha energía la bola conseguirá
llegar hasta la cumbre del montículo, donde comenzará a rodar
hacia abajo por el lado opuesto. Se plantea entonces el problema de
si la bola puede tomar prestada la suficiente energía, mediante el
mecanismo de préstamo de Heisenberg, para superar el montículo
aun cuando haya sido lanzada a muy poca velocidad.
Para comprobar estas ideas se puede estudiar el comportamiento de

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los electrones, que hacen el papel de bolas, cuando entran en el


campo de una fuerza eléctrica que actúa lo mismo que un montículo
desacelerando el ascenso de los electrones. Si se disparan electrones
contra esta barrera electrónica se comprueba efectivamente que
algunos atraviesan la barrera, incluso cuando la energía de
lanzamiento es muy inferior a la que necesitan para superar el
obstáculo según las consideraciones extra cuánticas. Si la barrera
es delgada y no demasiado «alta», la energía necesaria pueden
tomarla prestada los electrones durante el breve período de tiempo
necesario para que los electrones se desplacen a través de ella. Por
tanto, el electrón aparece al otro lado de la barrera, aparentemente
habiéndose abierto paso a su través. Este llamado efecto túnel,
como todos los fenómenos controlados por la teoría cuántica, es de
naturaleza estadística: los electrones tienen una cierta probabilidad
de atravesar la barrera. Cuanto mayor sea el déficit energético, más
improbable es que el principio de incertidumbre les sirva de fiador.
En el caso de una bola real que pese unos cien gramos y de un
montículo de diez metros de altura y diez metros de espesor, la
probabilidad de que la bola se abra paso a través del montículo
cuando todavía está a un metro de la cima es sólo una entre un uno
seguido de un billón de billones de billones de ceros. Aunque
irrelevante para los objetos macroscópicos, el efecto túnel es vital
para algunos procesos subatómicos. Uno de estos procesos es la
radioactividad. El núcleo del átomo está rodeado de una barrera
similar a un montículo, provocado por la competencia entre la

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repulsión eléctrica y la atracción nuclear. Las partículas que forman


parte del núcleo, como los protones, son fuertemente repelidas por
las cargas eléctricas de todos los protones vecinos, pero
habitualmente no son expulsadas del núcleo debido a que la fuerza
eléctrica es superada por fuerzas atractivas mayores que mantienen
el núcleo unido. No obstante, estas últimas tienen un alcance muy
reducido y desaparecen por completo fuera de la superficie del
núcleo. De ahí se sigue que, si un protón fuera apartado a una corta
distancia del núcleo y dejado en libertad, sería lanzado hacia fuera a
gran velocidad por el campo eléctrico, siendo impotente para
impedirlo la fuerza nuclear, como consecuencia de su aislamiento
del núcleo.
Las emanaciones de alta velocidad de núcleos atómicos radiactivos
fueron descubiertas por Henri Becquerel en 1898 y denominadas
rayos alfa. Pronto se descubrió que en absoluto eran rayos, sino
partículas; en realidad son cuerpos compuestos que constan de dos
protones unidos con dos neutrones. La explicación del escape de las
partículas alfa de los núcleos radiactivos se basa en el efecto túnel.
La partícula alfa, cuando está dentro del núcleo, no tiene la
suficiente energía para superar los lazos de la fuerza nuclear que
mantiene unidos las partículas. Permanece atrapada en el núcleo
por una barrera de fuerza que no puede sobrepasar. Sin embargo,
tomando energía prestada durante tan sólo una millonésima de
billonésima de segundo ―que es lo que tarda una partícula alfa en
recorrer las diez millonésimas de millonésima de centímetro de la

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superficie nuclear―, la partícula puede escapar. En un préstamo de


tan corta duración, la energía que se toma prestada es comparable a
la energía que existe en la partícula alfa, de modo que su
comportamiento sufre una profunda modificación.
Atraviesa la barrera y aparece del otro lado, donde la fuerza eléctrica
libre de trabas, la lanza a enorme velocidad convirtiéndola en un
rayo alfa. En todo núcleo donde esto sea posible, hay una cierta
probabilidad de que, tras un determinado tiempo, se produzca una
emisión alfa. Así, en una gran masa de átomos radiactivos, al
duplicarse este tiempo se producirán el doble de emisiones. Por
tanto, toda materia radiactiva tiene una determinada vida media
contra la desintegración, cuya duración depende sensiblemente del
tamaño y el espesor de la barrera que constituye la fuerza nuclear.
Un comportamiento igual de notable presentan las partículas cuya
energía excede la necesaria para superar la barrera. Debido a la
naturaleza ondulatoria de la materia, algunas ondas se reflejan en
la barrera, por mucha energía que tenga la partícula. Esto implica
una determinada probabilidad de que la partícula rebote en una
barrera por mínima que ésta sea. De hecho hay una probabilidad,
aunque increíblemente pequeña, de que una bala rebote al chocar
contra una hoja de papel.
A comienzos de la década de 1930, la teoría cuántica se combinó
con la relatividad especial, gracias en gran medida a la obra de Paul
Dirac, e inmediatamente abrió nuevos horizontes. Hasta entonces,
las ecuaciones que utilizaban los físicos para describir las ondas de

Colaboración de Sergio Barros 129 Preparado por Patricio Barros


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la materia, las ecuaciones de Schrödinger, eran matemáticamente


inconsistentes con el principio de la relatividad especial. Dirac
buscaba unas ecuaciones sustitutivas, pero encontró que no se
podía conseguir una fórmula satisfactoria utilizando los tipos de
objetos matemáticos entonces conocidos. Le fue necesario inventar
un nuevo tipo de magnitud, llamada «spinor», que permitiera a sus
ecuaciones las simetrías adicionales inherentes a la teoría de la
relatividad. La ecuación de Dirac predice en general resultados que
se diferencian poco de los de la anterior ecuación no-relativista.
Pero de ella surgieron dos rasgos nuevos y de profunda
significación.
El primero se refiere al comportamiento de las partículas cuando se
las somete a rotación. Las leyes de la mecánica cuántica hacen
predicciones concretas sobre el comportamiento de los cuerpos que
se mueven siguiendo trayectorias curvas, tales como órbitas
circulares. Dirac descubrió que para que estas leyes se sostengan es
preciso suponer que la propia partícula e de alguna manera rotando
(en inglés «spinning», de donde el nombre de «spinor»). El
movimiento del electrón alrededor del átomo, por ejemplo, se parece
al de la Tierra (que también rota sobre su propio eje) yendo
alrededor del Sol. La rotación intrínseca del electrón tiene un rasgo
incómodo, sin embargo, que no presenta la rotación de la Tierra.
Imagínese una bola que rota en el sentido de las agujas del reloj
alrededor de un eje vertical. Si se voltea la bola de arriba abajo,
rotará en sentido contrario a las agujas del reloj alrededor del

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mismo eje vertical. Continuando el giro de la bola hasta completar


los 360°, de vuelta a su posición original, volverá a girar en el
sentido de las agujas del reloj.
Esta descripción parece tan evidente que uno tiende a darla por
sentada y a suponer que se aplica también a los pequeños cuerpos
rotatorios, incluidos los electrones.
Lo extraordinario es que los electrones sencillamente no vuelven a
su situación anterior cuando se les da una vuelta entera. En
realidad, necesitan dos revoluciones completas y sucesivas para
volver a la misma posición. Es como si los electrones tuviesen una
doble perspectiva del universo, un rasgo casi sin paralelo en los
cuerpos macroscópicos y absolutamente misterioso desde el punto
de vista de la experiencia cotidiana.
El origen de la doble naturaleza de los electrones afecta, durante las
rotaciones, al comportamiento de la onda que llevan asociada.
Resulta que después de una sola revolución, la onda vuelve, por así
decirlo, con las crestas y los vientres intercambiados, y sólo una
segunda rotación restaura la configuración original. Todo esto
indica que el movimiento giratorio interno de las partículas
subatómicas tiene en realidad un carácter muy distinto al de la
sencilla idea de una esfera rotatoria. Sin embargo, el «spin»
intrínseco puede medirse en el laboratorio y, en realidad, se infirió
su existencia a partir de unas curiosas líneas dobles muy concretas
en el espectro atómico, antes de que Dirac llegase a su explicación.
No todas las partículas subatómicas poseen esta peculiar rotación

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de tipo Dirac, con su doble carácter. Hay partículas que en absoluto


rotan y no presentan la doble imagen, mientras que otras tienen dos
o cuatro unidades de «spin». No obstante, las partículas conocidas
―electrones, protones y neutrones― que componen la materia
ordinaria, son todas partículas de tipo Dirac, con el característico
«spin».
El trabajo de Dirac dio lugar a otro sensacional resultado que es
todavía más extraordinario que el «spin» intrínseco. Las
consecuencias completas de la ecuación de Dirac no se extrajeron
sino al cabo de años, pero desde el comienzo, en 1931, el propio
Dirac se concentró en un rasgo simple pero peculiar de sus nuevas
matemáticas. Como todos los físicos, Dirac consideraba que las
ecuaciones eran algo a resolver y suponía que cada solución
representaba la descripción de alguna situación física real. Así, por
ejemplo, si se utilizaba la ecuación para estudiar el movimiento de
un electrón que órbita alrededor de un núcleo de hidrógeno,
entonces cada solución debía corresponder a un posible estado
concreto de movimiento. Como era de esperar, la ecuación de Dirac
poseía un número infinito de soluciones, una para cada nivel
energético del átomo, y todavía más para los movimientos de los
electrones energéticos que se mueven desligados de la atracción del
núcleo de hidrógeno. Lo sorprendente fue, no obstante, el
descubrimiento de todo un conjunto de soluciones adicionales que
no tenían ninguna contrapartida física evidente. De hecho, a
primera vista parecían carecer por completo de sentido. Para cada

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solución de la ecuación de Dirac que describe un electrón con una


energía dada, hay una especie de solución refleja que describe otro
electrón con igual cantidad de energía negativa.
La energía, lo mismo que el dinero, se consideraba hasta entonces
una cualidad puramente positiva. Un cuerpo posee energía si se
mueve, si tiene carga eléctrica o si es excitado de cualquier otro
modo. Probablemente sea posible extraer toda la energía de un
cuerpo hasta dejarlo a cero de energía, pero ¿qué significa una
energía inferior a cero? ¿Qué aspecto tendría y cómo se comportaría
un cuerpo con energía negativa? Al principio, Dirac desconfiaba
mucho de estas soluciones reflejas, cuya evidente interpretación era
que se trataba de caprichos extra físicos ―mero exceso de equipaje
matemático― y no de descripciones del mundo real. Sin embargo, la
experiencia ha demostrado que cuando existe una solución
matemática a una ley de la naturaleza, también suelen existir
contrapartidas físicas. Dirac estudió qué ocurriría si estos curiosos
estados de energía negativa fueran estados verdaderamente posibles
de la materia. Se dio cuenta de que presentaban una gran paradoja,
porque en apariencia permitían que cualquier electrón ordinario (es
decir, de energía positiva) saltara a un estado de energía negativa
mediante la emisión de un fotón. Entonces, lo que habitualmente
suele considerarse el estado energético mínimo o estado
fundamental de, pongamos, el átomo de hidrógeno ya no sería, a fin
de cuentas, el estado mínimo, y habría que volver al problema
clásico de cómo se evita que los átomos se colapsen. Además, no

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hay límites al tamaño negativo de los estados de Dirac, de tal modo


que toda la materia del universo amenaza con caer en un pozo sin
fondo entre una infinita lluvia de rayos gamma.
Para evitar esta catástrofe, Dirac hizo una notable propuesta.
¿Qué pasaría si la materia ordinaria eludiera la caída infinita debido
a que todos los estados de energía negativa estuvieran ya ocupados
por otras partículas? El razonamiento que hay tras esta idea brota
de un importante descubrimiento hecho por el físico alemán
Wolfgang Pauli en 1925. Pauli estudió las propiedades de las
partículas con «spin», pero no aisladas, sino colectivamente. La
curiosa naturaleza doble del «spin» intrínseco está íntimamente
relacionada con la manera en que dos o más de tales partículas
responden a la proximidad de las demás. Como consecuencia de sus
propiedades ondulatorias, dos electrones percibirán su mutua
presencia, absolutamente al margen de la fuerza eléctrica que actúe
entre ellos, porque las crestas y los vientres de la onda del uno se
superpondrán e interferirán con las crestas y vientres del otro. Un
estudio matemático de este efecto demuestra que existe un tipo de
repulsión que evita que haya más de un electrón que ocupe en cada
momento el mismo estado. Dicho de manera informal, dos
electrones no pueden agolparse demasiado cerca. Es como si cada
electrón poseyera una pequeña unidad de territorio que no puede
ser invadido por sus semejantes.
El principio de exclusión de Pauli, como llegó a denominarse la
propiedad territorial, conduce a algunos efectos importantes.

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Implica que los electrones densamente apretados tengan una


extraordinaria rigidez, puesto que la tendencia a la exclusividad les
impide apretujarse en el mismo espacio.
Uno de los lugares donde la concentración de la materia es más
feroz es el centro de las estrellas. El inmenso peso de las estrellas
hace que sus núcleos se encojan bajo la gravedad de las enormes
densidades, quizá de hasta mil millones de kilogramos por
centímetro cúbico. Mientras continúan ardiendo, impiden una
mayor contracción mediante la producción de grandes cantidades
de calor que elevan la presión interior. En último término, empero,
el combustible se va consumiendo y se produce una progresiva
contracción hasta que los electrones empiezan a sentirse incómodos
por la proximidad de sus vecinos. Entonces entra en juego el
principio de Pauli que trata de impedir que la estrella continúe
aplastándose. En las estrellas como el Sol, se tardará unos cinco
millones de años más en llegar a tal estado, pero cuando se alcance
las consecuencias serán espantosas. Las propiedades de esta
materia ultra aplastada están predominantemente controladas por
la actividad colectiva de los electrones. Un resultado de este
principio de exclusividad es que el material estelar se comporta de
manera extraña en presencia del calor. Al inyectar calor, en lugar de
provocar que la materia se expanda y enfríe, el calor permanece
atrapado, elevando la temperatura.
Si este proceso prosigue hasta el punto en que comienzan a arder
nuevas reservas de combustible estelar, el calor contenido crece

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súbitamente como en una olla a presión sobrecalentada y el núcleo


de la estrella explota, en un paroxismo no lo bastante violento para
deshacerla en fragmentos, pero sí lo bastante traumático para
alterar drásticamente su estructura, pasando de ser una gran
estrella roja y fría a ser una gigante azul muy caliente. Por último,
todo el combustible se quema y una estrella como nuestro Sol acaba
sus días encogiéndose hasta un tamaño como el de la Tierra,
sostenida contra nuevos desmoronamientos por los electrones.
Otro lugar donde la rigidez entre los electrones desempeña un papel
vital es el interior del átomo. Un gran átomo puede contener
docenas de electrones orbitando alrededor del núcleo y, a primera
vista, parece que todos ellos deberían desmoronarse hasta el
mínimo de energía disponible. De ocurrir así, todos los electrones
quedarían revueltos en estrecha proximidad y de forma caótica, y es
dudoso que pudieran formarse tan siquiera enlaces químicos
estables. Lo que en realidad se ha visto que sucede es que los
electrones se apilan en ordenadas capas unos alrededor de los
otros, evitando las capas inferiores el desmoronamiento de las
superiores, de acuerdo con el principio de exclusión de Pauli. Sin el
juego de este principio, todos los átomos pesados se
descompondrían en una masa informe.
Volviendo al problema de los estados de energía negativa de Dirac,
el principio de Pauli ofrece una solución a la paradoja.
Al igual que a los electrones de un átomo se les impide caer a los
niveles más bajos de energía al estar estos niveles ocupados por

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otros electrones, también los simples electrones verían impedida su


caída en el pozo sin fondo si el pozo ya estuviera lleno de electrones.
La idea es sencilla, pero padece de un evidente defecto.
¿Dónde están todos esos electrones (y demás partículas) de energía
negativa que bloquean el pozo? Al no tener éste fondo, sería
menester un número infinito de partículas para rellenarlo. La
respuesta de Dirac parece a primera vista poco convincente.
Argumenta que este conjunto infinito de partículas es invisible, de
modo que lo que normalmente nosotros consideramos el espacio
vacío no está realmente vacío, sino lleno de un infinito mar de
materia de energía negativa no detectada.
A pesar de lo que tiene de disparatada, la idea de Dirac cuenta con
cierta capacidad de predicción. Examinemos, por ejemplo, cómo
respondería uno de estos habitantes invisibles del espacio a la
presencia de un fotón. Al igual que un electrón cualquiera, el
electrón de energía negativa absorbe el fotón y utiliza su energía
para saltar a un estado energético superior, siempre que haya
espacio disponible. Si la energía del fotón es lo bastante grande,
puede elevar directamente al electrón negativo fuera del pozo,
colocándolo en un estado de energía positiva normal, donde hay
mucho sitio. Tal acontecimiento sería presenciado por nosotros en
forma de abrupta aparición de la nada de un nuevo electrón y la
simultánea desaparición de un fotón. Puesto que el electrón con
energía positiva es observable, la transición de la energía negativa a
la positiva significa que el electrón sencillamente se materializa

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saliendo del espacio vacío. Pero no es eso todo.


Deja tras de sí un agujero en el mar de energía negativa. Si bien la
presencia de un electrón de energía negativa es invisible, su
ausencia (es decir, el agujero) debe ser visible. La ausencia de
energía negativa, de una partícula con carga negativa, debe
aparecer ante nosotros como la presencia de una energía positiva,
de una partícula con carga positiva. Así pues, junto al recién creado
electrón habrá una especie de partícula espejo con carga eléctrica
contraria, positiva.
Por tanto, la teoría de Dirac predice un tipo completamente nuevo
de materia, actualmente denominada antimateria. Un fotón
energético debe ser capaz de crear el par electrón-antielectrón o bien
el par protón-antiprotón. En 1932, Carl Anderson, un físico
norteamericano, descubrió un antielectrón (habitualmente llamado
positrón) entre los residuos subatómicos de una lluvia de rayos
cósmicos. Desde entonces se han producido en los laboratorios
cientos de partículas de antimateria, confirmando
espectacularmente la ecuación de Dirac.
Como se esperaba, la antimateria no sobrevive mucho tiempo. El
hueco que queda en el mar de energía negativa será buscado por
cualquier partícula de energía positiva situada por encima. Si un
electrón ordinario encuentra tal agujero, desaparecerá en su interior
y se desvanecerá del universo, emitiendo un rayo gamma como pago
de su pérdida de energía. Este proceso es el inverso de la creación
del par y se interpreta como que el encuentro de un electrón con un

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positrón conduce a su mutua aniquilación. De manera que siempre


que la materia y la antimateria se encuentran, el resultado es una
desaparición explosiva.
La idea de que la materia se cree y se aniquile es una consecuencia
de la teoría de la relatividad, que Dirac incorporó cuidadosamente a
su ecuación. En el capítulo 2 vimos que si un cuerpo se acelera
hasta cerca de la velocidad de la luz, se irá volviendo cada vez más
pesado como procedimiento para impedir ser empujado más allá de
la barrera de la luz.
El exceso de peso representa la conversión de la energía en masa,
que a menor velocidad se dirigiría, por el contrario, a aumentar la
velocidad del cuerpo. De ahí se deduce que la masa es, en realidad,
una mera forma de energía encerrada. Por ejemplo, un protón
contiene una billonésima de billonésima de gramo de masa, pero
tan concentrada está esta energía enjaulada que incluso una
cantidad de materia tan pequeña puede producir un destello de luz
visible para el ojo humano a diez metros de distancia. La conversión
de la energía en materia explica la súbita aparición de los pares
partícula-antipartícula por el mecanismo de Dirac, estipulándose la
cantidad de energía necesaria según la famosa fórmula de Einstein
E = mc2. El proceso inverso, en el que la materia se convierte en
energía, también ocurre en las bombas atómicas y en las centrales
atómicas, así como en el Sol, cuya fuente de energía es la
desaparición de cuatro millones de toneladas de masa por segundo.
Si la masa no es sino una forma de la energía, como sostiene

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Einstein, entonces la energía, lo mismo que la masa, debe tener


peso. ¿Qué ocurre con los cuatro millones de toneladas de materia
solar que se pierden cada segundo? La respuesta es que se
convierten en luz solar, de tal modo que un segundo de luz solar
debe pesar cuatro millones de toneladas. ¿Cómo se puede
comprobar esto? La cantidad total de luz solar que choca cada
segundo contra la Tierra pesa la miseria de dos kilos, de tal modo
que sería vano recoger la luz solar y pesarla.
Sorprendentemente, es mejor estrategia pesar la luz aún más débil
de las estrellas lejanas. Utilizando la gravedad solar para aumentar
el peso de la luz algo por encima de su peso en la Tierra, puede
pesarse un rayo de luz estelar que roza el borde del Sol observando
su combamiento por la gravedad solar. Esto es lo que hizo
Eddington durante el eclipse solar de 1919.
Aunque resulte impresionante, la teoría de Dirac del mar de
partículas invisibles de energía negativa resulta difícil de tragar
literalmente. Los posteriores progresos matemáticos demostraron
que en realidad su modelo sólo es heurístico y que la ecuación de
Dirac requiere una nueva elaboración matemática para poder
explicar globalmente la aparición y desaparición de la materia. En la
teoría más moderna, la creación y la aniquilación de pares ocurre
como antes, pero las dificultades que presentaban los estados de
energía negativa no surgen en los mismos términos.
Cuando se combina la probabilidad de creación de un par de
partículas con la relación de incertidumbre entre la energía y el

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tiempo de Heisenberg, se hacen posibles algunos efectos nuevos y


espectaculares. Sacar un electrón del mar de energía negativa y, en
consecuencia, crear un par electrón-positrón exige un rayo gamma
de energía igual, como mínimo, a 2mc2, el doble del segundo
término de la ecuación de Einstein.
No obstante, esta cantidad bastante grande de energía puede
tomarse prestada durante alrededor de una mil millonésima de
billonésima de segundo, lo que permite al par electrón-positrón
pasar transitoriamente por la existencia antes de volver a
desvanecerse. Estos pares fantasmas llenan todo el espacio. Lo que
nosotros solemos considerar como espacio vacío es, en realidad, un
mar de incesante actividad, lleno de todas clases de materia no
permanente; electrones, protones, neutrones, fotones, mesones,
neutrinos y otras muchas más especies de materia, cada una de las
cuales sólo existe durante ínfimas fracciones de tiempo. Para
distinguir estos intrusos de las formas más permanentes de materia
que todos conocemos, los físicos utilizan la palabra «virtual» para los
primeros y «real» para las últimas.
Esta melée fantasmal no es una simple metáfora de los teóricos,
pues las fluctuaciones de la ebullición pueden producir efectos
cuantificables, incluso en los objetos cotidianos. Por ejemplo, el
estado gelatinoso de determinadas pinturas procede de fuerzas
moleculares inducidas por estas fluctuaciones del vacío. También es
posible perturbar el vacío introduciendo materia. Una plancha de
metal, que refleja la luz, también refleja los evanescentes fotones

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virtuales del vacío. Atrapándolos entre dos placas paralelas es


posible alterar ligeramente su energía, lo que produce una fuerza
cuantificable en las placas. Estas nuevas posibilidades modifican
drásticamente la imagen que tenían los físicos de las partículas
subatómicas. El electrón, por ejemplo, ya no puede considerarse
como un simple objeto puntual, pues está continuamente emitiendo
y absorbiendo fotones virtuales a través del mecanismo de préstamo
de energía de Heisenberg. Por tanto, cada electrón está envuelto en
una nube de fotones virtuales y, si nos acercamos más, deducimos
también la presencia de protones, mesones, neutrinos y todas las
demás especies de partículas virtuales que zumban alrededor del
electrón como un enjambre en acción. En realidad, todas las
partículas subatómicas están revestidas de esta especie de
elaborada y compleja capa de materia virtual.
A veces la nube virtual produce inesperados efectos físicos. Por
ejemplo, el neutrón es una partícula eléctricamente neutra, como su
mismo nombre indica, de modo que no transporta ninguna carga
eléctrica.
No obstante, todo neutrón está revestido de una nube de partículas
virtuales, parte de las cuales tienen carga eléctrica. Siempre estará
presente el mismo número de cargas positivas y de negativas, pero
éstas no han de estar necesariamente en el mismo lugar. Por tanto,
existe la posibilidad de que un neutrón esté rodeado de capas de
partículas virtuales con carga eléctrica, como son los mesones.
Por ello, cuando se dispara un electrón contra un neutrón,

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desperdigará esta electricidad, lo que permitirá trazar un mapa de la


distribución de la carga alrededor del neutrón. Además, al ser una
partícula de tipo Dirac, el neutrón posee un «spin» intrínseco, lo que
quiere decir que conforme rota arrastra a su alrededor estas capas
cargadas, estableciendo minúsculas corrientes eléctricas. Estas
corrientes crean un campo magnético medible en el laboratorio.
Cuando se realizó esta medición por primera vez, en 1933, produjo
consternación entre los físicos, que no contaban con que un objeto
eléctricamente neutro tuviera campo magnético.
Podemos imaginar que cada partícula transporta consigo todo un
séquito de partículas virtuales.
Ninguna de las partículas virtuales vive lo bastante para adquirir el
título de entidad independiente, pues pronto es reabsorbida por su
progenitor. A su vez, cada partícula virtual transporta su propia sub
nube de otras partículas virtuales cuya existencia es aún más
evanescente, y así sucesivamente hasta el infinito. Si, por la razón
que fuera, el vehículo progenitor desapareciera, las partículas
virtuales no podrían ser absorbidas y serían promocionadas a
reales. Esto es lo que ocurre cuando la materia encuentra a la
antimateria; por ejemplo, cuando un protón tropieza con un
antiprotón, ambos desaparecen de repente y quedan algunos
mesones, o quizá fotones, de la nube virtual que no tienen adónde
ir. Por tanto, aparecen en el universo como nuevas partículas de
materia real, una vez satisfecho su préstamo de Heisenberg, de una
vez por todas, con la masa-energía del par protón-antiprotón

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sacrificado.
Con ayuda de la relación de incertidumbre energía-tiempo se
pueden explicar otros muchos fenómenos subatómicos. Uno de los
problemas fundamentales de la microfísica es explicar cómo dos
partículas se afectan mutuamente por medio de una fuerza
eléctrica.
Antes de la teoría cuántica, los físicos imaginaban que cada
partícula cargada estaba envuelta en un campo electromagnético
que actuaba sobre las demás partículas cercanas dando lugar a una
fuerza.
Cuando la teoría cuántica demostró que las ondas
electromagnéticas están confinadas en los cuantos, se intentó
describir todos los efectos del campo electromagnético en función de
los fotones. No obstante, cuando dos electrones se repelen
mutuamente, no hay necesidad de que participe ningún fotón
visible, y la explicación hubo de esperar hasta que se desarrolló la
noción de partícula o cuanto virtual en la década de 1930. La fuerza
eléctrica de atracción y de repulsión se entiende ahora de la
siguiente manera.
Cada electrón está rodeado de una nube de fotones virtuales, cada
uno de los cuales sólo vive transitoriamente de la energía que toma
prestada antes de ser reabsorbido por el electrón. Cuando se acerca
otra partícula cargada, surge sin embargo una nueva posibilidad.
Una de las partículas podría crear un fotón virtual que podría ser
absorbido por la otra. El análisis matemático revela que este

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intercambio de fotones virtuales produce de hecho una fuerza entre


las partículas que posee exactamente las mismas características
que cabe esperar de un campo magnético.
Tras el éxito de explicar satisfactoriamente las fuerzas eléctricas (y
magnéticas) en función del intercambio de fotones, se planteó el
problema de si las demás fuerzas de la naturaleza ―las fuerzas de la
gravedad y del núcleo― no se podrían describir de manera similar.
La cuantización de la gravedad es un tema importante que
pospondremos para el próximo capítulo. El problema del origen de
las fuerzas nucleares se resolvió a mediados de los años treinta. La
fuerza nuclear fuerte que mantiene unidos a los componentes del
núcleo (protones y neutrones) tiene una naturaleza absolutamente
distinta que la fuerza electromagnética. En primer lugar, es varios
cientos de veces mayor, pero aún más problemática es la forma en
que varía con la distancia. La fuerza eléctrica entre dos partículas
cargadas disminuye lentamente conforme se alejan, de acuerdo con
la llamada ley de la gravitación universal. Por el contrario, la fuerza
nuclear no se altera mucho en distancias pequeñas, hasta que las
partículas distan entre sí alrededor de una diez billonésima de
centímetro, en que de repente desciende a cero. La abrupta
desaparición de la fuerza nuclear en tan corto espacio es vital para
la estructura y la estabilidad de los núcleos, pero significa que no
puede explicarse por el intercambio de cuantos similares a los
fotones virtuales.
La solución la encontró el físico japonés Hideki Yukawa en 1935.

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Propuso que las partículas nucleares intercambiaban cuantos


virtuales de un nuevo tipo de campo ―el campo nuclear―; pero, a
diferencia de los fotones virtuales, los cuantos de Yukawa poseen
masa.
Cómo la presencia de la masa da lugar a una fuerza de extensión
limitada puede comprenderse fácilmente a partir de la relación de
incertidumbre energía-tiempo. De acuerdo con la ecuación de
Einstein E = me2, la masa es una forma de energía y, como ya
hemos visto, al crearse una masa se gasta una gran cantidad de
energía. Para crear un cuanto virtual de Yukawa es necesario tomar
prestada mucha más energía para poder dar lugar a la masa. En
función del mecanismo de Heisenberg, la duración del préstamo
debe ser proporcionalmente más corta, de modo que la distancia a
que puede desplazarse la partícula virtual de Yukawa es muy
limitada. Yukawa elaboró un tratamiento matemático completo y
descubrió que la fuerza entre las dos partículas nucleares debe en
realidad disminuir rápidamente al superar cierto límite. Como era
de esperar, el límite guarda una relación simple con la masa del
cuanto virtual y, utilizando el dato experimental de que la fuerza se
desvanece alrededor de la diez billonésima de centímetro, Yukawa
pudo determinar que la masa de su cuanto era de, más o menos,
trescientas veces la masa de un electrón.
En este punto surgió una nueva e interesante posibilidad. Así como
los fotones virtuales pueden promocionarse a reales por el sistema
de aniquilar los electrones a que están vinculados, quizá también

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fuera posible dar existencia independiente a las partículas virtuales


de Yukawa si se aniquilaran las partículas del átomo a que estaban
vinculadas. Por ejemplo, si un antiprotón choca con un protón,
entonces, la abrupta y mutua desaparición de este par debería dar
lugar a una lluvia de nuevas partículas. Yukawa llamó a éstas
mesones, puesto que su masa se sitúa en algún punto intermedio
entre la de los electrones y la de los protones. Unos diez años
después se descubrieron los mesones de Yukawa, al igual que los
positrones de Dirac, en los residuos subatómicos de los rayos X. En
la actualidad, se producen de forma rutinaria, mediante la
aniquilación de antiprotones y por otros muchos procedimientos, en
los gigantescos aceleradores de partículas.
Aunque muchas de las ideas expuestas en este capítulo se han
presentado de manera muy elemental y en realidad requieren un
tratamiento matemático completo para hacerlas exactas y precisas,
no obstante, sus consecuencias son importantes. El mundo en
apariencia concreto que nos rodea resulta ser una ilusión cuando
sondeamos los microscópicos escondrijos de la materia.
Encontramos ahí un mundo cambiante, de transmutaciones y
fluctuaciones, donde las partículas materiales pierden su identidad
e incluso desaparecen por completo.
Lejos de ser un mecanismo de relojería, el microcosmos se disuelve
en una especie de mundo caótico y evanescente donde la
fundamental indeterminación de los atributos observables
trasciende muchos de los más valiosos principios de la física

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clásica. El afán por buscar una legalidad subyacente a toda esta


anarquía subatómica es fuerte, pero, como veremos, en apariencia
infructuoso. Tenemos que aceptar el hecho de que el mundo es
mucho menos sustancial y fiable de lo que hasta ahora
imaginábamos.

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Capítulo V
Superespacio

En el terreno de los cuantos, el mundo en apariencia concreto de la


experiencia se disuelve en el barullo de las transmutaciones
subatómicas. El caos se sitúa en el corazón de la materia; cambios
aleatorios, únicamente condicionados por leyes probabilísticas,
dotan al tejido del universo de características parecidas a las de la
ruleta. Pero, ¿qué puede decirse del propio terreno de juego donde
se desarrolla esta partida de azar, el telón de fondo del espacio-
tiempo sobre el que las partículas insustanciales e indisciplinadas
de la materia llevan a cabo sus cabriolas? En el capítulo 2 vimos
que el mismo espacio-tiempo no es absoluto o inmodificable tal
como tradicionalmente se pensaba. También el espacio-tiempo tiene
características dinámicas, que le hacen curvarse y distorsionarse,
evolucionar y mutar. Estos cambios del espacio y del tiempo
ocurren tanto localmente, en las vecindades de la Tierra, como
globalmente conforme el universo se dilata al expansionarse. Los
científicos han reconocido hace mucho tiempo que las ideas de la
teoría cuántica deben aplicarse a la dinámica del espacio-tiempo a
la vez que a la materia, hecho éste que da lugar a las más
extraordinarias consecuencias.
Uno de los resultados más estimulantes de la teoría de la gravedad
de Einstein ―la llamada teoría de la relatividad generales la
posibilidad de que haya ondas gravitatorias. La fuerza de la

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gravedad es, en algunos aspectos, parecida a la fuerza eléctrica


entre partículas cargadas o a la atracción entre imanes, pero con las
masas desempeñando el papel de las cargas. Cuando las cargas
eléctricas se alteran violentamente, como ocurre en los transmisores
de radio, se generan ondas electromagnéticas. La razón de que
ocurra esto es fácil de visualizar.
Si concebimos que la carga eléctrica está rodeada por un campo
eléctrico, entonces cuando la carga se mueve también el campo
debe adaptarse a la nueva posición. No obstante, no puede hacerlo
instantáneamente: la teoría de la relatividad prohíbe que ninguna
información se desplace a mayor velocidad que la de la luz, de tal
modo que las regiones exteriores del campo no saben que la carga
se ha movido hasta al menos transcurrido el tiempo que tarda la luz
en desplazarse hasta ellas desde la carga. De ahí se sigue que el
campo se riza o distorsiona, puesto que cuando la carga comienza a
moverse las regiones lejanas del campo no cambian mientras que el
campo situado en las proximidades de la carga responde
rápidamente. El efecto es el envío de una pulsación de fuerza
eléctrica y magnética que se desplaza hacia el exterior atravesando
el campo a la velocidad de la luz. Esta radiación electromagnética
transporta energía desde la carga hacia el espacio que la rodea. Si la
carga oscila adelante y atrás de modo sistemático, la distorsión del
campo oscila de la misma manera, y la pulsación que lo recorre
adopta la forma de una onda. Las ondas electromagnéticas de este
tipo las conocemos experimentalmente en forma de luz visible,

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ondas de radio, radiación de calor, rayos X, etcétera, según cuál sea


la longitud de onda.
De modo análogo a como se producen las ondas electromagnéticas,
cabría esperar que las perturbaciones de los cuerpos masivos dieran
lugar a pulsaciones en los campos gravitatorios que los rodean. En
este caso, sin embargo, los rizos son pulsaciones del espacio mismo,
puesto que según la teoría de Einstein la gravedad es una
manifestación de la distorsión del espacio-tiempo. Las ondas
gravitatorias pueden, pues, visualizarse como ondulaciones del
espacio que se irradian desde la fuente de la perturbación. Cuando
el físico británico del siglo pasado James Clerk Maxwell propuso por
primera vez, basándose en el análisis matemático de la electricidad
y el magnetismo, que las ondas electromagnéticas podían
producirse mediante la aceleración de cargas eléctricas, se puso
gran interés en producir y detectar ondas de radio en el laboratorio.
El resultado de los estudios matemáticos de Maxwell han sido la
radio, la televisión y las telecomunicaciones en general. En
apariencia, las ondas gravitatorias deberían resultar igualmente
importantes. Por desgracia, la gravedad es tan débil que sólo las
ondas que transportan una enorme cantidad de energía tienen
algún efecto detectable por nuestra actual tecnología. Es necesario
que ocurran cataclismos de dimensiones astronómicas para que se
detecten las ondas gravitatorias. Por ejemplo, si el Sol explotara o
cayese en un agujero negro, los instrumentos actuales registrarían
fácilmente las perturbaciones gravitatorias, pero incluso

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acontecimientos tan violentos como la explosión de una supernova


en otra parte de nuestra galaxia se mantienen más o menos en los
límites de lo detectable.
Los detectores de ondas gravitatorias, como los receptores de radio,
operan según un principio muy simple: los rizos espaciales, al
recorrer el laboratorio, dan lugar a vibraciones en todos los objetos.
Los rizos actúan ensanchando y encogiendo alternativamente el
espacio en una determinada dirección, de manera que todos los
objetos que encuentran en su camino se ensanchan y estrujan en
una medida diminuta, con la consecuencia de que pueden inducirse
oscilaciones por simpatía en barras metálicas y en cristales
inverosímilmente puros del adecuado tamaño y forma. Estos objetos
se sostienen con suma delicadeza y se aíslan de otras fuentes más
habituales de perturbación, como son las ondas sísmicas a los
vehículos a motor. Persiguiendo vibraciones diminutas, los físicos
han intentado detectar el paso de la radiación gravitatoria. La
tecnología utilizada es muy avanzada: consiste en barras de puro
cristal de zafiro tan grandes como el brazo y detectores de
oscilaciones tan sensibles que son capaces de registrar un
movimiento de la barra inferior al tamaño de un núcleo atómico.
A pesar de esta impresionante instrumentación, las ondas
gravitatorias todavía no han sido detectadas sobre la Tierra a
satisfacción de todo el mundo. No obstante, en 1974, se descubrió
un tipo peculiar de objeto astronómico que proporcionó la
oportunidad única de observar ondas gravitatorias en acción. Este

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objeto es el llamado púlsar binario, ya mencionado en el capítulo 2


a propósito de la velocidad de la luz. Es tal la exactitud con que los
astrónomos pueden controlar las pulsaciones de radio que la menor
perturbación de la órbita de los púlsares resulta detectable. Entre
tales perturbaciones se cuenta un pequeño efecto debido a la
emisión de ondas gravitatorias. Dado que las dos inmensas estrellas
colapsadas giran la una alrededor de la otra, crean una intensa
perturbación gravitatoria, con la consecuencia de que expulsan gran
cantidad de radiación gravitatoria. Las ondas gravitatorias siguen
siendo demasiado débiles para ser detectadas, pero su efecto sobre
el sistema binario resulta medible. Dado que las ondas transportan
energía fuera del sistema, la pérdida debe pagarla la energía orbital
de las dos estrellas, dando lugar a que su órbita vaya lentamente
frenándose, y esto es lo que han observado los astrónomos. La
situación se parece bastante a la de observar el contador de la
electricidad cuando la radio está enchufada: no se trata de la
detección directa de las ondas de radio, sino de un efecto
secundario atribuible a esas ondas.
El motivo de esta digresión sobre el tema de las ondas gravitatorias
es que sus primas ―las ondas electromagnéticas― fueron el punto
de partida de la teoría cuántica. Como se explicó en el capítulo 1,
Max Planck descubrió que la radiación electromagnética sólo puede
emitirse o absorberse en paquetes discretos o cuantos, llamados
fotones. Por tanto, es de esperar que las ondas gravitatorias se
comporten de manera similar y que existan «gravitones» discretos

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con propiedades similares a las de los fotones. Los físicos defienden


los gravitones con razones de mayor peso que la simple analogía con
los fotones: todos los demás campos conocidos poseen cuantos y, si
la gravedad fuera una excepción, sería posible transgredir las reglas
de la teoría cuántica haciendo que esos otros sistemas
interaccionaran con la gravedad.
Suponiendo que los gravitones existieran, estarían sometidos a las
habituales incertidumbres e indeterminaciones que caracterizan a
todos los sistemas cuánticos. Por ejemplo, únicamente sería posible
afirmar que el gravitón ha sido emitido o absorbido según una
determinada probabilidad. Lo cual significa que la presencia de un
gravitón representaría, hablando sin rigor, un pequeño rizo del
espacio-tiempo, de manera que la incertidumbre sobre la presencia
o ausencia de un gravitón supondría una incertidumbre sobre la
forma del espacio y la duración del tiempo. De ahí se deduce que no
sólo la materia está sometida a impredecibles fluctuaciones, sino
que también lo está el mismo terreno de juego que es el espacio-
tiempo. Así pues, el espacio-tiempo no es meramente el foro del
juego aleatorio de la naturaleza, sino que es de por sí uno de los
jugadores.
Puede parecer sorprendente que el espacio en que habitamos adopte
los rasgos de una gelatina temblequeante, pero tampoco percibimos
nada de los alborotos cuánticos en nuestra vida cotidiana. Aunque
ni siquiera los sofisticados experimentos subatómicos ponen de
manifiesto sacudidas aleatorias e indeterminadas del espacio-

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tiempo dentro del átomo; no se han detectado ninguna clase de


fuerzas gravitatorias súbitas e impredecibles.
El análisis matemático demuestra que tampoco son de esperar: la
gravedad es una fuerza tan débil que sólo cuando se concentran
inmensas energías gravitatorias se distorsiona el espacio-tiempo
hasta el punto de que podamos constatarlo. Recuérdese que toda la
masa del Sol sólo distorsiona las imágenes de las estrellas lejanas
en un grado casi imperceptible. A escala subatómica, las
concentraciones temporales de masa-energía pueden «tomarse
prestadas» gracias al mecanismo de incertidumbre de Heisenberg,
de modo que resulta sencillo calcular la duración de un préstamo de
masa-energía suficiente para abollar el espacio. El principio de
Heisenberg exige que cuanto mayor sea la energía más corto resulte
el préstamo, con lo cual, dada la relativa debilidad de la gravedad y
la correspondiente intensidad del paquete de energía necesario, de
hecho sólo cabe la posibilidad de un préstamo muy breve. La
respuesta resulta ser el intervalo de tiempo más corto que jamás se
haya considerado físicamente significativo: conocido a veces como
jiffy (periquete), un segundo contiene un uno seguido de cuarenta y
tres ceros (escrito 1043) de jiffies, duración tan corta que la misma
luz sólo puede recorrer una milmillonésima de billonésima de
billonésima de centímetro en un «jiffy», que es diez elevado a veinte
veces menor que el núcleo atómico. Poco puede sorprender que no
encontremos fluctuaciones cuánticas del espacio-tiempo en la vida
cotidiana ni en los experimentos de laboratorio.

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Pese al hecho de que el espacio-tiempo cuántico habita en un


mundo dentro de nosotros cuya pequeñez es más lejana aún que los
límites del universo con toda su inmensidad, sus efectos dan pie a
las consecuencias más espectaculares. La imagen de sentido común
del espacio y del tiempo viene a ser la de una especie de marco
dentro del cual está pintada la actividad del mundo. Einstein
demostró que el propio marco puede moverse y sufrir distorsiones:
el espacio-tiempo adquirió vida. La teoría cuántica predice que si
pudiéramos examinar la superficie del marco con un super
microscopio observaríamos que no es liso, sino que tiene una
textura granulosa producto de las distorsiones cuánticas aleatorias
e imperceptibles del tejido del espacio-tiempo a escala
ultramicroscópica.
Descendiendo al tamaño del jiffy aparecería una estructura aún
más espectacular. Las distorsiones y las abolladuras son tan
pronunciadas que se retuercen y ligan entre sí formando una red de
«puentes» y «galerías». John Wheeler, el principal arquitecto de este
extravagante mundo de Jiffylandia describe la situación como
similar a la de un aviador que vuela a gran altura sobre el océano. A
gran altitud sólo le llegan los rasgos más sobresalientes y ve la
superficie del mar plana y homogénea, pero si observa desde más
cerca verá ondulaciones que indican alguna clase de perturbación
local: ésta es la escala de la curvatura gravitatoria del espacio-
tiempo. Descendiendo más, notará las perturbaciones irregulares a
pequeña escala: los rizos y las olas superpuestas a la ondulación

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general: éstos son los campos gravitatorios locales. Por último, con
ayuda de un telescopio percibiría que, en realidad, a muy pequeña
escala, estos rizos están tan distorsionados que se deshacen en
espuma. La superficie pulida y en apariencia sin quiebras es en
realidad una masa hirviente de espuma y burbujas: que son las
galerías y los puentes de Jiffylandia.
Según esta descripción, el espacio no es ni uniforme ni informe
sino, descendiendo a esos increíbles tamaños y duraciones, un
complicado laberinto de agujeros y túneles, de burbujas y telas de
araña, que se crean y destruyen en una incesante actividad. Antes
de que estas ideas se pusieran en circulación, muchos científicos
suponían tácitamente que el espacio y el tiempo eran continuos
hasta una escala arbitrariamente pequeña. La gravedad cuántica
sugiere que el marco de nuestro mundo no sólo tiene una textura,
sino una estructura espumosa o de esponja, lo que indica que los
intervalos o duraciones no pueden dividirse infinitamente.
Una gran mistificación suele envolver el problema de qué constituye
los agujeros del tejido. Después de todo, el espacio se supone vacío;
luego, ¿cómo puede haber agujeros en algo que ya está vacío? Para
responder a esta cuestión lo mejor es imaginar, en lugar de los
agujeros de Wheeler, agujeros del espacio-tiempo lo bastante
grandes para afectar a la experiencia cotidiana. Supóngase que
hubiera un agujero espacial en medio de Piccadilly Circus, en el
centro de Londres. Cualquier turista despistado podría desaparecer
súbitamente al encontrarse con este fenómeno, probablemente para

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nunca más volver. Nosotros no podríamos decir lo que ha sido de él,


porque nuestras leyes de la naturaleza se limitan al universo, es
decir, al espacio y al tiempo, y nada dicen de las regiones más allá
de sus fronteras. De modo similar, no podemos predecir qué puede
salir de un agujero del tiempo, ni siquiera qué clase de luz. Si del
agujero no puede surgir absolutamente nada, aparecerá
simplemente como una mancha negra.
No hay ninguna razón especial para que nuestro universo esté o no
esté infestado de agujeros e incluso de auténticos bordes. Hablando
metafóricamente, Dios podría aplicar unas tijeras al espacio-tiempo
y despedazarlo. Si bien no tenemos pruebas de que esto haya
sucedido a escala de Piccadilly, algo por el estilo puede haber
ocurrido en Jiffylandia.
Un adecuado estudio de la rama de las matemáticas conocida como
topología (los grandes rasgos y estructuras del espacio) revela que
los agujeros espaciales no conducen necesariamente a la brusca
desaparición de los objetos del espacio. Esto resulta fácil de ver
comparando el espacio con una superficie bidimensional, o una hoja
de papel, como hemos hecho en el caso de las metáforas del cuadro
y del océano. En la Figura 10 se muestran dos posibilidades de
agujero espacial. En una, el agujero está cortado en el centro de una
hoja aproximadamente plana: la hoja también tiene bordes. La línea
quebrada dibujada sobre la hoja representa la trayectoria de los
exploradores que, al igual que los desdichados navegantes de los
siglos pasados, se desvanecen en el borde del mundo (o sea en el

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agujero). En el segundo ejemplo, la hoja está curvada y se cierra


sobre sí misma en forma de donut, forma que los matemáticos
denominan toro. El toro también tiene un agujero en el centro, pero
su relación con la hoja es bastante distinta. Concretamente, no hay
un borde abrupto alrededor del agujero ni en los extremos, de modo
que los exploradores pueden arrastrarse por toda la superficie sin
riesgo de caerse de ella: es un espacio cerrado y finito pero sin
bordes y, desde el punto de vista matemático, se aproxima más a la
espuma de Jiffylandia.

Figura 10. Agujeros en el espacio. El espacio se representa aquí


mediante una superficie por la que se arrastra el observador, dejando
un trayecto en forma de línea quebrada, (i) El explorador “cae” por el
borde del mundo en el agujero, (ii) Puede rodear el “universo” sin
dejar el espacio; esta superficie no tiene límites, aunque sea limitada

Colaboración de Sergio Barros 159 Preparado por Patricio Barros


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en cuanto a tamaño y haya un agujero interior.


Es absolutamente posible que el universo a gran escala tenga una
forma análoga al toro de la Figura 10 (ii), en cuyo caso el espacio no
se extendería interminablemente, sino que se curvaría sobre sí
mismo. Por supuesto, puede no tener un gran agujero en el centro
―puede ser más parecido a una esfera―, pero en principio sería
posible desplazarse a todo su alrededor y visitar todas las regiones.
En lengua coloquial, podríamos ver todo el universo en una especie de
viaje cósmico cerrado. Y al igual que los trotamundos terrícolas suelen
salir de Londres hacia Moscú y regresar por Nueva York, así nuestros
intrépidos cosmonautas podrían rodear el cosmos siguiendo lo que
ellos considerarían un trayecto fijo y en línea recta, regresando por la
dirección opuesta a aquella en que hubiesen partido.

La topología del universo podría ser mucho más complicada que la


de un simple toro o la de una «esfera», y contener toda una red de
túneles y puentes. Cabe Imaginar que se parezca bastante a un
queso de gruyere donde el queso sería el espacio-tiempo y los
agujeros aportarían la complicada topología. Además, debe
recordarse que toda esta monstruosidad se expande al mismo
tiempo. El espacio y el tiempo se conectarían, pues, de un modo
desconcertante. Sería posible, por ejemplo, ir de un lugar a otro por
una diversidad de rutas ―en apariencia todas ellas trayectos en
línea recta― abriéndose paso por el laberinto de puentes. La idea de
que un puente espacial permitiera el paso casi instantáneo a alguna

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galaxia lejana es muy del gusto de los autores de ciencia-ficción. La


posibilidad de eludir la larga ruta a través del espacio intergaláctico
resulta de lo más atractiva si en realidad hay gigantescos agujeros
que ensartan el universo. Tomando el ejemplo de una tela, tal
agujero se representaría curvando la tela en forma de U y uniendo
los dos extremos en un determinado punto mediante un túnel
(véase Figura 11). Por desgracia, no hay la menor prueba de la
existencia real de ninguno de tales rasgos, pero tampoco se pueden
descartar. En principio, nuestros telescopios deberían revelar cuál
es la forma del universo, pero en la actualidad es demasiado difícil
desenredar estos efectos geométricos de otras distorsiones más
comunes.

Figura 11. Túnel espacial. El viaje de la galaxia A a la galaxia B


atravesando el túnel ahorra la larga ruta por el espacio intergaláctico
(línea de rayas).

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Cabe pensar en posibilidades aún más extravagantes. Al


«conectarse» nuestra superficie (es decir, el espacio) consigo misma,
podría ocurrir una torsión, como la famosa cinta de Moebius (véase
Figura 12). En tal caso, no sería posible distinguir la derecha de la
izquierda. De hecho, el circunnavegarte cósmico regresaría en forma
de imagen reflejada de sí mismo, ¡con la mano izquierda y la
derecha intercambiadas!

Figura 12. La cinta de Möbius tiene la extraña propiedad de que un


guante de la mano derecha se transforma en guante de la mano
izquierda cuando se le hace recorrer la cinta una vez. (No se puede
distinguir entre el anverso y el reverso de la cinta.)

Es importante comprender que todos estos rasgos espectaculares y


poco habituales del espacio podrían deducirlos sus habitantes a
partir exclusivamente de observaciones hechas desde su interior.
Así como no es necesario salir de la Tierra para llegar a la
conclusión de que es redonda y finita, tampoco necesitamos la
perspectiva de una dimensión superior desde donde ver, pongamos,

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el «agujero» del centro del universo en forma de «donut» para deducir


que existe. Su existencia tiene consecuencias para el espacio sin
necesidad de preocuparse interminablemente de lo que hay «en» el
agujero ni de lo que hay «fuera» del universo finito. De manera que
considerar que el espacio está lleno de agujeros no exige especificar
qué son físicamente tales agujeros: están fuera de nuestro universo
físico y su naturaleza es irrelevante para la física que realmente
podemos observar.
Lo mismo que puede haber agujeros en el espacio, puede haberlos
en el tiempo. Un corte brusco del tiempo es de presumir que se
manifestaría en forma de súbito cese del universo, pero una
posibilidad más compleja consistiría en el tiempo cerrado, análogo
al espacio esférico o toroidal. Una buena forma de visualizar el
tiempo cerrado es representar el tiempo por una línea: cada punto
de la línea corresponde a un momento del tiempo. Según la
concepción habitual, la línea se prolonga en ambas direcciones
ilimitadamente, pero más adelante veremos que la línea tiene un
extremo o bien dos: es decir, un comienzo o final del tiempo. No
obstante, la línea puede ser finita en longitud sin por eso tener
extremos, por ejemplo, cerrándose en forma de círculo. Si el tiempo
realmente fuera así, sería posible decir cuántas horas componen
toda la duración del tiempo. Muchas veces el tiempo cerrado se
describe diciendo que el universo es cíclico, repitiéndose todos los
incidentes «ad infinitum», pero esta imagen presupone la discutible
noción de un flujo de tiempo que nos arrastra una vez tras otra

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alrededor del círculo. Como no hay modo de distinguir cada vuelta


de la siguiente, en realidad no es correcto calificar tal estructura de
cíclica.
En el mundo del tiempo cerrado, el pasado sería también el futuro,
lo que abriría la perspectiva de una anarquía causal y de las
paradojas temporales de que tanto se han ocupado los autores de
ciencia-ficción. Lo que es peor, si el tiempo se uniera a sí mismo, de
manera similar a la cinta retorcida que se representa en la Figura
12, no sería posible distinguir de ninguna manera el avance del
retroceso temporal, por lo mismo que no se puede distinguir entre la
derecha y la izquierda en un espacio de tipo Moebius. No está claro
sin embargo que fuéramos capaces de apreciar unas características
del tiempo tan extravagantes. Quizá nuestro cerebro, con objeto de
ordenar nuestras experiencias de modo significativo, fuera incapaz
de percibir esta gimnasia temporal.
Aunque los bordes y los agujeros del espacio y del tiempo puedan
parecer una enloquecida pesadilla matemática, son tomados muy en
serio por los físicos, quienes consideran que muy bien pueden
existir tales estructuras. No hay prueba alguna del
«despedazamiento» del espacio-tiempo, pero hay fuertes indicios de
que el espacio y el tiempo pueden ir desplegando bordes o límites,
de tal modo que más que saltar insospechadamente por el extremo
de la creación, iríamos siendo conscientes, dolorosamente y, en
resumidas cuentas, suicidamente, de nuestra próxima partida
(«agujeros con dientes»). Volviendo a observar la Figura 10 (i), es

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evidente que el agujero, que es un simple corte en el espacio, se


abre abruptamente. No hay rasgos que adviertan la proximidad del
borde y anuncien la inminente discontinuidad. Igual ocurre con los
agujeros similares del tiempo: nada anunciaría el fallecimiento del
universo o de una porción del universo. En consecuencia, nuestra
física no puede predecir (ni rebatir) la existencia de tales agujeros.
No obstante, es posible predecir los agujeros y los bordes que se
despliegan gradualmente en el espacio-tiempo «ordinario» y de
hecho los predicen firmes principios físicos que muchos científicos
aceptan.
La Figura 13 es un intento de dibujar sobre una superficie
bidimensional el aspecto que podría tener un borde del espacio, el
anunciado agujero con dientes. La superficie es una estructura
similar a un cono que se afila lenta pero incesantemente hacia un
punto denominado cúspide: hablando sin rigor, la punta es
infinitamente aguda, de manera que nada puede «doblar» la punta y
descender por el otro lado. El objeto que se acerque a la punta
comenzará a sentirse incómodo presionado por la creciente
curvatura y constreñido a un espacio cada vez menor. Cuando esté
cerca de la punta, el objeto será progresivamente estrujado y no
podrá alcanzar la punta propiamente dicha ―quedándose
comprimido hasta reducirse a nada― puesto que la punta no tiene
tamaño. El precio de visitar la punta es la destrucción de toda
extensión y toda estructura; el objeto nunca volverá.

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Figura 13. Agujero con dientes. El espacio (la superficie) se curva


cada vez más hasta que se concentra por completo en un punto y
cesa. Un observador curioso (línea de rayas) que explora las
vecindades de la punta corre el riesgo de desaparecer para siempre
en el extremo final, para nunca volver. No obstante, es advertido del
amenazador final conforme va siendo estrujado violentamente al
disminuir el espacio en las proximidades de la punta.

Estos extremos en forma de cúspide del espacio-tiempo de los que


ningún viajero puede retornar fueron predichos por la teoría de la
relatividad de Einstein y se conocen con el nombre de
singularidades. La creciente curvatura de sus inmediaciones
corresponde físicamente a fuerzas gravitatorias que descuartizarían
a cualquier cuerpo y lo aplastarían progresivamente hasta un
volumen nulo. Una de las circunstancias en que podría presentarse
tal rasgo es como consecuencia del colapso gravitatorio de una

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estrella apagada. Cuando se agota el combustible de una estrella,


ésta pierde calor y no puede mantener la suficiente presión interior
para soportar su propio peso, y por lo tanto se encoge. En las
estrellas suficientemente grandes, la contracción se produce con tal
rapidez que equivale a una súbita explosión hacia dentro y la
estrella se encoge, quizás ilimitadamente. Se forma una
singularidad espaciotemporal y por ahí puede desaparecer buena
parte de la estrella e incluso toda. Aun cuando no ocurra eso, los
curiosos observadores que sigan su desenvolvimiento es posible que
sean arrastrados hacia la singularidad. Existe la extendida creencia
de que si se produce una singularidad, se localizará dentro de un
agujero negro donde no será posible verla sin caer en su interior y
salir del universo.
Otro tipo de singularidad podría haber existido en el nacimiento del
universo. Muchos astrónomos creen que el Big Bang representa los
residuos en erupción de una singularidad que constituyó
literalmente la creación del universo.
La singularidad del Big Bang podría equivaler al extremo temporal
pasado del cosmos: un comienzo del tiempo, así como del espacio,
además del origen de toda la materia. De manera similar, puede
haber un extremo del tiempo en el futuro, en el que todo el universo
desaparezca para siempre ―y con él el espacio y el tiempo― luego de
las consabidas compresiones y subsiguiente aniquilación. Otras
imágenes del final del universo pueden verse en mi libro The
Runaway Universe (El universo desbocado, Salvat, 1988)).

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Una vez descritos algunos de los rasgos más extraordinarios que la


física moderna atribuye al espacio y al tiempo, merece la pena que
volvamos a Jiffylandia y a las nociones de la teoría cuántica con
objeto de entender qué es lo que en realidad significa la
subestructura espumosa. En los capítulos 1 y 3 hemos explicado
que los electrones y demás partículas subatómicas no se mueven
sencillamente de A a B.
Por el contrario, su movimiento está controlado por una onda que
puede extenderse, en ocasiones, por territorios muy alejados del
camino recto. La onda no es una sustancia, sino una onda
probabilística donde la perturbación de la onda es pequeña (por
ejemplo, lejos de la línea recta) las probabilidades de encontrar la
partícula son escasas.
La mayor parte del movimiento de la onda se concentra siguiendo el
camino clásico de Newton, que por tanto constituye la trayectoria
más probable. Este efecto de agrupamiento resulta pronunciadísimo
en los objetos macroscópicos, como en las bolas de billar, cuya
dispersión en forma de ondas nunca percibimos.
Si disparamos un haz de electrones (o incluso un único electrón),
podemos escribir la formulación matemática de la onda, que avanza
según la famosa ecuación de Schrödinger. La onda muestra la
importante propiedad, característica de las ondas, de interferirse en
el caso de que, por ejemplo, el haz choque con dos ranuras de una
pantalla: pasará por ambas y la perturbación bifurcada se
recombinará en forma de crestas y vientres. La onda no describe un

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mundo sino una infinitud de mundos, cada uno de los cuales


contiene una trayectoria distinta. Estos mundos no son todos
independientes; el fenómeno de la interferencia demuestra que se
superponen y «entrometen en sus caminos». Sólo una medición
directa puede mostrar cuál de estos infinitos mundos potenciales es
el real. Lo cual plantea delicadas y profundas cuestiones sobre el
significado de lo «real» y sobre qué constituye una medición,
cuestiones de las que nos ocuparemos ampliamente en los
siguientes capítulos, pero de momento nos limitaremos a señalar
que cuando un físico desea describir el movimiento de los
electrones, o en general cómo cambia el mundo, se enfrenta a la
onda y estudia su movimiento. La onda contiene codificada toda la
información disponible sobre el comportamiento de los electrones.
Si imaginamos ahora todos los mundos posibles ―cada uno de ellos
con una trayectoria distinta del electrón― como una especie de
gigantesco super mundo pluridimensional en el que las alternativas
se sitúan paralelamente en igualdad de condiciones, entonces
podemos considerar que el mundo que resulta «real» para la
observación es una proyección tridimensional o una sección de este
super mundo. En qué medida puede considerarse que el super
mundo existe en realidad lo expondremos a su debido tiempo.
Básicamente, necesitamos un mundo distinto para cada trayectoria
del electrón, lo que habitualmente significa que necesitamos una
infinidad de mundos, y similares infinidades de mundos para cada
átomo o partícula subatómica, cada fotón y cada gravitón que

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exista. Es evidente que este super mundo es un mundo muy


grande, en realidad con las infinitas dimensiones del infinito.
La idea de que el mundo que observamos pudiera ser una tajada
tridimensional o proyección de un super mundo de infinitas
dimensiones tal vez no sea fácil de entender.
Un humilde ejemplo de proyección puede servir de ayuda. Imagínese
una pantalla iluminada que se utiliza para proyectar la silueta de
un objeto simple, como una patata. La imagen de la pantalla
presenta una proyección bidimensional de lo que en realidad es una
forma tridimensional, es decir, de la patata. Cambiando la
orientación de la patata se puede obtener una infinita variedad de
siluetas, cada una de las cuales representa una proyección distinta
del espacio mayor. Igualmente, el mundo que nosotros observamos
está conformado como una proyección del super mundo; cuál
proyección es un problema de matemáticas y estadística. A primera
vista podría parecer que reducir el mundo a una serie de
proyecciones aleatorias fuera una receta en pro del caos, donde
cada momento sucesivo presentaría a nuestros sentidos un
panorama completamente nuevo, pero los dados están muy
cargados a favor de los cambios bien ordenados y acordes con las
leyes de Newton, de modo que las fluctuaciones espasmódicas, que
existen sin ningún género de dudas, quedan enterradas a buen
recaudo entre los escondrijos microscópicos de la materia,
manifestándose tan sólo a escala subatómica.
Al igual que la partícula newtoniana se mueve de tal modo que

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minimiza su acción y la onda cuántica se arracima alrededor de una


trayectoria de mínima acción, cuando se trata de la gravedad
encontramos que el espacio también minimiza su acción. La
espuma cuántica de Jiffylandia perturba algo el movimiento
mínimo, pero sólo en la escala absurdamente pequeña de que
hemos hablado en la primera parte de este capítulo. Por tanto, el
mismo espacio puede describirse como una onda y esta onda
espacial también poseerá las propiedades de interferencia. Además,
del mismo modo que podemos construir mundos distintos para la
trayectoria de cada electrón, también es posible construir mundos
distintos para cada forma del espacio. Combinados todos juntos nos
encontramos con un «superespacio» de infinitas dimensiones. El
superespacio contiene todos los espacios posibles ―donuts, esferas,
espacios con túneles y puentes―, cada uno de ellos con una
estructura diferente, con una espuma distinta; una infinidad de
formas geométricas y topológicas.
Cada uno de los espacios del superespacio contiene su propio super
mundo de todas las posibles organizaciones de las partículas. El
mundo de nuestros sentidos, al parecer, es un elemento
tridimensional único proyectado desde este superespacio infinito.
Nos hemos alejado tanto de la noción de sentido común del espacio
y del tiempo que merece la pena detenernos a hacer inventario. La
ruta hacia el superespacio es difícil de seguir, pues exige a cada
paso renunciar a alguna idea muy querida o bien a aceptar algún
concepto desconocido. La mayor parte de la gente considera el

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espacio y el tiempo como características tan básicas de la existencia


que no pone en duda sus propiedades. De hecho, el espacio suele
imaginarse como completamente carente de propiedades: un vacío
desocupado y sin forma. La idea más difícil de aceptar es que el
espacio tenga forma. Los cuerpos materiales tienen forma «en» el
espacio, pero el espacio en sí parece ser más bien un contenedor
que un cuerpo.
A todo lo largo de la historia ha habido dos escuelas filosóficas que
se han ocupado de la naturaleza del espacio. Una escuela, de la que
formó parte el propio Newton, enseña que el espacio es una
sustancia que no sólo tiene geometría, sino que también puede
presentar características mecánicas. Newton creía que la fuerza de
la inercia estaba causada por la reacción del espacio frente a un
cuerpo acelerado. Por ejemplo, cuando un niño da vueltas en un
tiovivo siente la fuerza centrífuga; el origen de esta fuerza lo
adscribe Newton al espacio envolvente. Ideas similares se han
propuesto de vez en cuando, en las que la analogía con el fluir del
río implica una más estrecha asociación con la materia.
En contraposición a estas imágenes, otra escuela niega que el
espacio y el tiempo sean cosas, sino meras relaciones entre los
cuerpos materiales y los acontecimientos. Filósofos como Leibniz y
Ernst Mach negaron que el espacio actuara sobre la materia y
sostuvieron que todas las fuerzas se debían a otros cuerpos
materiales.
Mach opinaba que la fuerza centrífuga que opera sobre el niño

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montado en el tiovivo se debe al movimiento relativo entre el niño y


la materia lejana del universo. El niño siente una fuerza porque las
remotísimas galaxias presionan contra él, resistiéndose al
movimiento.
Según estas ideas, el tratamiento del espacio y el tiempo es una
mera conveniencia lingüística que nos permite describir las
relaciones entre los objetos materiales. Por ejemplo, decir que hay
algo más de 300.000 km. de espacio entre la Tierra y la Luna es
simplemente una forma útil de decir que la distancia de la Tierra a
la Luna es de algo más de 300.000 km.
Si la Luna no estuviera allí, ni tuviéramos otros objetos o rayos
luminosos que manipular, resultaría imposible saber hasta dónde
se extiende un determinado trecho de espacio. La medición de
distancias o de ángulos en el espacio requiere varas de medir,
teodolitos, señales de radar o algún otro instrumento material. Por
eso se considera que el espacio no es más material que la
nacionalidad. Ambas cosas son descripciones de relaciones que
existen entre las cosas, entre las cosas materiales y entre los
ciudadanos, respectivamente. Ideas similares se han aplicado a la
noción de tiempo. ¿Es necesario considerar el tiempo como una
cosa o como una conveniencia lingüística para expresar las
relaciones entre los acontecimientos?
Por ejemplo, decir que uno espera desde hace rato el autobús sólo
significa, en realidad, que el intervalo entre la llegada a la parada
del autobús y la comparecencia del autobús se ha prolongado más

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de lo habitual. La duración del tiempo es una forma coloquial de


describir la relación temporal entre estos dos acontecimientos.
Cuando nos acercamos a la idea del espacio-tiempo curvo,
indudablemente resulta más útil adoptar la primera perspectiva, en
la que el espacio y el tiempo se tratan como sustancias. Esto puede
no ser estrictamente necesario desde un punto de vista lógico, pero
sirve para ayudar a la intuición. Visualizar el espacio como un
bloque de caucho aporta una vivida imagen de lo que se entiende
por un espacio que se dobla y estira. El rasgo fundamental de la
teoría de la relatividad general de Einstein es que el espacio-tiempo,
que tiene esta curiosa cualidad, se mueve, es decir, cambia de
forma, siendo la causa de este movimiento la presencia de materia y
energía. Una vez aprehendida la noción de un espacio-tiempo
dinámico, los aspectos cuánticos resultan más significativos.
Cuando los conceptos de la teoría cuántica se aplican al espacio-
tiempo, aumenta la extrañeza porque se complica la estructura, ya
de por sí desconcertante, de un espacio-tiempo dinámico con los
fantásticos rasgos de la teoría cuántica. La mecánica cuántica
implica que no basta con considerar un espacio-tiempo, sino una
infinidad de ellos, con distintas formas y topologías. Todos estos
espacio-tiempos encajan entre sí según el modelo ondulatorio,
interfiriéndose mutuamente. La fuerza de la onda es la medida de la
probabilidad de que un espacio con esa forma concreta aparezca
como la representación del universo real cuando se hace una
observación. Los espacios evolucionan, como ocurre al expandirse el

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universo, y el sobrecogedor número de estos mundos alternativos


aumentará de modo similar.
No obstante, hay algunos que fluctúan muy lejos de la trayectoria
principal, al igual que los niños en el parque de que hemos hablado.
La fuerza de la onda de estos mundos descarriados es muy
pequeña, de modo que sólo hay una infinitésima probabilidad de
que realmente se puedan observar. Pero a la escala de Jiffylandia,
estas fluctuaciones se hacen mucho más pronunciadas y ocurren
con frecuencia desviaciones del espacio pulido y terso.
Al afrontar la existencia de un superespacio donde miríadas de
mundos se mantienen cosidos entre sí mediante una curiosa
superposición de carácter ondulatorio, el mundo concreto de la vida
cotidiana parece situarse a años luz. Con conceptos tan abstractos
y sorprendentes como éstos, uno se ve obligado a preguntarse hasta
qué punto el superespacio es “real”.
¿Existen en realidad estos mundos alternativos o son meros
términos de algunas fórmulas matemáticas que supuestamente
representan la realidad? ¿Cuál es el significado de las misteriosas
ondas que rigen el movimiento de la materia a la vez que del
espacio-tiempo y que determinan las probabilidades de que exista
un determinado mundo concreto? En cualquier caso, ¿qué es la
«existencia» en medio de semejante cenagal de conceptos sin
sustancia? ¿Dónde encajamos nosotros ―los observadores― dentro
de este esquema? Estas son algunas de las preguntas sobre las que
volveremos. Veremos que el juego cósmico del azar es mucho más

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sutil y extravagante que la simple ruleta.

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Capítulo VI
La naturaleza de la realidad

Hasta el momento hemos sido bastante imprecisos con nociones


como «el mundo real» y la «existencia» de ondas de materia o
superespacio. En este capítulo nos enfrentaremos cara a cara con
las preguntas fundamentales que plantea la revolución cuántica y
examinaremos en qué medida estos conceptos poco habituales se
suponen aplicables a algo verdaderamente objetivo o bien si tan sólo
son complicadas maquinaciones de los físicos para calcular
matemáticamente los resultados de medir entidades más concretas
y conocidas.
Debe subrayarse desde un principio que de ninguna manera hay
acuerdo unánime entre los físicos, y menos entre los filósofos, sobre
la naturaleza ni sobre la existencia de la realidad, ni siquiera sobre
su misma significación ni sobre en qué medida las características
cuánticas la socavan. Sin embargo, desde hace alrededor de
cincuenta años, están en el aire determinados problemas y
paradojas y, aunque no se han resuelto a satisfacción de todo el
mundo, resaltan las cualidades profundamente extrañas que la
teoría cuántica ha aportado a nuestro mundo.
La mayor parte de la gente tiene una imagen intuitiva de la realidad
según los siguientes principios. El mundo está lleno de cosas
(estrellas, nubes, árboles, rocas...) entre las cuales hay observadores
conscientes (personas, delfines, marcianos (?)...)

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independientemente de si han sido descubiertos o de si podemos


experimentar con ellos o medirlos en un futuro. En resumen: hay
un mundo «exterior». En la vida cotidiana no ponemos en cuestión
tal creencia. El monte Everest y la nebulosa de Andrómeda existían
con toda seguridad antes de que existiera nadie para comentar tal
hecho; los electrones zumbaban por el universo originario al margen
de si, en último término, aparecería el hombre en el cosmos,
etcétera.
Puesto que los científicos han revelado y creen en las leyes de la
naturaleza, se acepta que el universo «late» por sí solo, sin ayuda y
ajeno a nuestra participación en él. Lo evidente de todo lo dicho
hace aún más sorprendente descubrir que carece de fundamento.
Es evidente que el mundo que una persona realmente experimenta
no puede ser del todo objetivo, puesto que experimentamos el
mundo en una acción recíproca. El acto de la experiencia requiere
dos componentes: el observador y lo observado. La mutua
interacción entre ambos nos proporciona la sensación de la
«realidad» que nos envuelve.
Asimismo es obvio que nuestra versión de esta «realidad» estará
coloreada por nuestro modelo del mundo según lo ha erigido la
experiencia anterior, la predisposición emocional, las expectativas,
etcétera. Evidentemente, pues, en la vida cotidiana no
experimentamos en absoluto una realidad objetiva, sino una especie
de cóctel de perspectivas internas y externas.
El objetivo de las ciencias físicas ha sido desprenderse de esta visión

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personalizada y semi subjetiva del mundo y construir un modelo de


la realidad que sea «independiente» del observador. Los
procedimientos tradicionales para alcanzar esta meta son los
experimentos repetibles, la medición mediante máquinas, la
formulación matemática, etc. ¿Hasta qué punto es logrado el modelo
que ha proporcionado la ciencia? ¿Puede verdaderamente describir
un mundo que existe con independencia de las personas que lo
perciben?
Antes de ocuparnos de la teoría cuántica, es interesante volver a las
ideas de la mecánica de Newton, con sus imágenes de un universo
mecánico habitado por observadores que son meros autómatas,
para ver hasta dónde se puede llegar en la construcción de un
modelo de este mundo. En el capítulo 3 hemos visto que es
imposible hacer ninguna observación sin perturbar el sistema que
se observa. Para adquirir información sobre algo es necesario que
alguna clase de influencia se desplace desde el sistema que interesa
al cerebro del observador, quizás a través de una compleja cadena
de aparatos. Esta influencia siempre tiene una reacción refleja sobre
el sistema de acuerdo con el principio de acción y reacción de
Newton, con lo que perturba ligeramente su estado. Ya hemos
citado un ejemplo sobre el movimiento de los planetas en el sistema
solar, cuyas órbitas son infinitésima pero inevitablemente
perturbadas por la luz con que los vemos. Podría pensarse que las
perturbaciones debidas al observador suponen un golpe mortal para
la idea de que el universo es una máquina, pero no es así. El cuerpo

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del observador ―cerebro, órganos de los sentidos, sistema nervioso,


etc.― puede considerarse formando íntegramente parte de la gran
maquinaria cósmica, entendiendo el sistema total (observador más
observado) como una gran máquina que determina la inevitabilidad
del resultado de todas las mediciones.
En esta imagen newtoniana del universo, los observadores
desempeñan papeles predeterminados en la comedia sin iniciativa
alguna.
Tampoco es necesario, según esta teoría, que todos los sistemas y
todos los procesos sean realmente observados para que existan:
¿quién negaría que los eclipses ocurren aunque no haya nadie que
los vea?
Las leyes de la mecánica de Newton permiten calcular la actividad
de cuerpos invisibles, desde los átomos hasta las galaxias, y
comprobar las predicciones mediante meras observaciones
esporádicas.
El hecho de que los sistemas parezcan funcionar según estas
predicciones matemáticas refuerza la creencia de que eso es
realmente «exterior», que opera por sí mismo, sin necesitar que
nuestra constante inspección lo haga latir.
Un rasgo central de esta visión newtoniana del mundo real es la
existencia de «cosas» identificables a las que, coherentemente, se
pueden adscribir atributos intrínsecos. En la vida cotidiana no
tenemos dificultad en aceptar, por ejemplo, que un balón de fútbol
es un balón de fútbol, una cosa concreta con propiedades fijas

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(redondo, de cuero, hueco...). No es una casa ni una nube ni una


estrella. El mundo se percibe como una colección de objetos
distintos en mutua interacción. No obstante, esta idea no es más
que aproximada.
Los objetos son distintos en la medida en que su mutua interacción
es, en un sentido vago, pequeña.
Cuando una gota de líquido cae en el océano interacciona
fuertemente con la gran masa de agua y queda absorbida por ésta,
perdiendo por completo su identidad. Tomando otro ejemplo, el feto
sólo gradualmente adquiere una identidad distinta de la madre
conforme crece en el vientre. Hablando en términos generales,
cuando los objetos están a gran distancia los concebimos distintos:
los planetas del sistema solar, los átomos de Londres y Nueva York,
etc. Esto se debe a que todas las fuerzas interactivas conocidas
disminuyen rápidamente con la distancia, de tal modo que las
entidades bien separadas se comportan casi con independencia.
Desde luego, nunca son completamente independientes ―siempre
hay un ensamblaje residual entre todas las cosas―, pero la noción
de objetos distintos y separados es muy útil en la práctica.
Hay una dificultad filosófica para atribuir identidad a las cosas,
como la de que el balón de fútbol es el mismo balón en todos los
momentos. Cuando se le da una patada pierde parte del cuero, gana
barro y betún de la bota, expele algo de aire, adquiere fuerza y
rotación, etcétera. ¿Por qué pensamos en el balón chutado como «el»
balón? Del mismo modo, es una práctica habitual atribuir

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identidades fijas a las personas, aunque todos los días parte de sus
células corporales son sustituidas, y su personalidad, emociones y
recuerdos son alterados por las nuevas experiencias de las últimas
veinticuatro horas. No se trata exactamente de la misma persona
que conocimos ayer. En un plano aún más básico, el balón de fútbol
observado no puede ser precisamente el mismo que el no observado
como consecuencia de las perturbaciones provocadas por el mismo
acto de la observación.
La solución a estas dificultades parece ser que el universo, en
cuanto conjunto, es en realidad indivisible, pero podemos dividirlo
de forma muy aproximada en muchas pequeñas cosas cuasi
autónomas cuya diferenciada identidad, si bien susceptible de
polémicas filosóficas, rara vez se pone en duda en la vida ordinaria.
Tanto si se considera el cosmos una máquina única como si se
considera una colección de máquinas laxamente acopladas, su
realidad parece estar sólidamente fundada por lo que respecta a la
física de Newton.
Aunque estamos incrustados en esta realidad, la concebimos
independiente de nosotros y existente antes y después de nuestra
existencia personal.
Debe mencionarse que esta concepción de la realidad ha sido
criticada por la escuela filosófica denominada positivismo lógico,
que cree, por así decirlo, que las proposiciones sobre el mundo que
no pueden ser verificadas por los seres humanos carecen de
sentido.

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Por ejemplo, afirmar que los eclipses ocurrían antes de que hubiera
nadie que pudiese verlos se considera una proposición sin sentido.
¿Cómo podrá verificarse alguna vez su realidad? Para el positivismo
extremo, la realidad se limita a lo que realmente se percibe: no hay
un mundo exterior que exista con independencia del observador.
Aunque se conceda que es imposible establecer la realidad de los
acontecimientos no observados por ningún medio operativo,
tampoco, en ese mismo sentido, puede demostrarse su irrealidad.
Ambas nociones deben considerarse carentes de sentido. La
concepción positivista del mundo, al menos en su forma extrema,
no concuerda con la concepción de sentido común, y pocos
científicos se adhirieron a sus principios fundamentales. Además,
ha de hacer frente a sus propias objeciones filosóficas (por ejemplo,
¿cómo es posible verificar la afirmación de que las proposiciones
inverificables carecen de sentido?). En lo que sigue supondremos
que tiene sentido cierta noción del mundo exterior, independiente de
nosotros, y que las cosas existen aun cuando quizás ocurra que
nosotros nada sepamos de ellas. Retomando ahora la teoría
cuántica, ya podemos vislumbrar algunos de los problemas que
surgen en relación con la naturaleza de la realidad. Si bien un balón
de fútbol observado se diferencia infinitésimamente de un balón de
fútbol no observado, cuando llegamos a las partículas subatómicas
el acto de la observación tiene efectos drásticos. Como hemos
señalado en el capítulo 3, cualquier medición llevada a cabo sobre
un electrón, por ejemplo, es probable que tenga como resultado un

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retroceso grande e incontrolado de éste. No obstante, el que se


produzca una inevitable perturbación como ésta no socava la idea
de realidad; pero no hay modo de saber, ni siquiera en teoría, los
detalles de tal perturbación. No es posible, por ejemplo, atribuir
simultáneamente las propiedades de una exacta localización y un
exacto movimiento a los electrones. Existe también una profunda
dificultad en relación con la viabilidad de atribuir existencia
independiente a los miembros individuales de una masa de
partículas subatómicas.
Puesto que todos los electrones son intrínsecamente idénticos,
cuando se acercan mucho no es posible decir cuál es cuál, pues su
localización puede ser más insegura que las distancias mutuas.
Tampoco, como expusimos en el capítulo 3, es siempre posible decir
por qué ranura de una pantalla pasa «en realidad» un fotón o un
electrón.
A pesar de esto, podría suponerse que es posible imaginar un
microcosmos donde los electrones y las demás partículas
«realmente» ocupen posiciones ciertas y se muevan según trayectos
bien definidos, aun cuando nosotros seamos incapaces de asegurar
cuáles son en la práctica.
A primera vista, parece que la tan importante incertidumbre la
introduce de hecho el acto de la medición, como si de alguna
manera el aparato utilizado para sondear el microsistema
inevitablemente lo hiciera vibrar un poco. En cualquier caso, es
evidente que el efecto vibratorio debe seguir operando incluso sin

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nuestra interferencia directa, pues de lo contrario los átomos que no


estuvieran bajo observación directa no obedecerían las leyes
cuánticas y deberían desmoronarse sobre sí mismos.
Todavía es posible conjurar un cuadro en el que todas las partículas
subatómicas realmente ocupen una posición determinada y tengan
una velocidad concreta, aun cuando estén en plena actividad.
Después de todo, sabemos que las moléculas de un gas, por
ejemplo, se agitan en rápido movimiento, actividad ésta que es la
causa de la presión del gas. Es imposible para nosotros seguir las
complicadas maniobras de miles de millones de pequeñas
moléculas, de modo que, para fines prácticos, existe una profunda
incertidumbre sobre cómo se comportarán las moléculas
individuales de gas. Esta indeterminación de los movimientos de las
moléculas se debe meramente a nuestra ignorancia sobre sus
condiciones exactas y es similar a la incertidumbre del cara-y-cruz
de que nos hemos ocupado en el capítulo 1. En tales circunstancias,
a los científicos no les queda más remedio que utilizar métodos
estadísticos, pues aunque el decurso de cada molécula individual
pueda ser muy inseguro, las propiedades medias de una gran masa
sí son posibles de estudiar, lo mismo que los hábitos
deambulatorios de los visitantes del parque presentan un orden
colectivo a pesar de la incertidumbre individual (véase Figura 3). De
este modo es posible calcular con exactitud las probabilidades de
las caras y de las cruces, o bien la probabilidad de que dos gases
distintos se entremezclen en un minuto, etc. Tal descripción de los

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sistemas compuestos de elementos caóticos y aleatorios, hecha en


términos de probabilidades, parece aproximarse mucho a la
descripción cuántica de las partículas subatómicas individuales que
se desplazan de manera probabilística. Por tanto, es natural
preguntarse si el comportamiento impredecible de, pongamos, un
electrón tiene su origen en fenómenos similares a los que hacen
inseguro el comportamiento global de la moneda lanzada al aire y de
la caja de gases. ¿No sería posible que el electrón y sus colegas
subatómicos no fueran el nivel ínfimo de toda la estructura física,
sino que estuvieran sometidos a influencias ultramicroscópicas que
los hacen tambalearse? Si tal fuera el caso, la incertidumbre
cuántica podría atribuirse exclusivamente a nuestra ignorancia de
los detalles exactos de este substrato de fuerzas caóticas.
Cierto número de físicos han intentado construir una teoría de los
fenómenos cuánticos basada en esta idea, en la que las
fluctuaciones en apariencia caprichosas y aleatorias de los
microsistemas no representan una indeterminación intrínseca de la
naturaleza, sino que son simples manifestaciones de un nivel oculto
de la estructura donde fuerzas complicadas, pero absolutamente
determinadas, hacen bambolearse a los electrones y demás
partículas. La indeterminación de los sistemas cuánticos, pues,
tendría el mismo origen que la indeterminación del tiempo
atmosférico, que sólo puede predecirse sobre bases probabilísticas
(es decir, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que
llueva mañana) y plantearse en términos generales con la ayuda de

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la estadística.
Hay dos razones por las que esta explicación de la indeterminación
cuántica no ha recibido el aplauso general. La primera es que
necesariamente introduce una gran complicación en la teoría
porque, aparte de los electrones y demás materia subatómica,
necesitaríamos entender los detalles de esas misteriosas fuerzas que
hacen tambalearse a las partículas. ¿Cuál es su origen, cómo
actúan, qué leyes, a su vez, obedecen? La segunda razón es mucho
más fundamental y toca el auténtico meollo de la revolución
cuántica y de toda tentativa de otorgar realidad objetiva al mundo
de la materia subatómica. Buena parte de este capítulo se dedicará
a analizar las portentosas conclusiones que parecen ser
insoslayables, cuando se examina la naturaleza de la realidad a la
luz de determinados experimentos subatómicos. El más famoso de
estos experimentos fue ideado en principio por Albert Einstein en
colaboración con Nathan Rosen y Boris Podolsky, ya en 1935, pero
sólo en los últimos años ha avanzado la tecnología de laboratorio
hasta el punto de poder comprobar sus ideas.
Los experimentos han confirmado que, al menos en forma simple, la
posibilidad de que la incertidumbre cuántica nazca exclusivamente
de un substrato de oscilaciones no es viable.
El principio que subyace a la «paradoja» de Einstein-Rosen-
Podolsky, como se ha venido a denominar, puede comprenderse
imaginando que se ha disparado un proyectil, pongamos por una
pistola.

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La experiencia demuestra que la pistola retrocede, de tal modo que


la fuerza hacia adelante de la bala queda exactamente equilibrada
por una fuerza igual y en dirección contraria de la pistola. Si la
pistola y la bala tuviesen la misma masa, ambas saldrían lanzadas
en direcciones contrarias a la misma velocidad. Ahora bien, si el
proyectil se lanza de tal modo que adquiera una rotación, el mismo
principio exige que la pistola rote en sentido contrario. Tanto el
movimiento hacia adelante como el rotatorio de la bala reaccionan
con la pistola en el momento del lanzamiento impartiéndole un
empuje en sentido contrario.
Hay partículas subatómicas que emiten proyectiles rotatorios y
sufren retrocesos, y los experimentos demuestran que las reglas
conocidas de la mecánica también se aplican a estos movimientos.
Las partículas incluso pueden desintegrarse en una doble progenie
idéntica, que sale lanzada en direcciones opuestas y rotando en
sentidos contrarios. Por ejemplo, el mesón pi, que es eléctricamente
neutro y no tiene «spin», explota en una diezmillonésima de
billonésima de segundo en dos fotones que se desplazan en
direcciones opuestas, uno de los cuales rota en el sentido de las
agujas del reloj a lo largo de su trayectoria, mientras el otro lo hace
al revés.
Las reglas de la teoría cuántica exigen que sea igual de probable que
el fotón rote en cualquier sentido, puesto que por simetría, no hay
ninguna razón para que ningún sentido rotatorio tenga preferencia
sobre el otro. Así pues, si se mueven en dirección norte-sur, el que

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se dirige hacia el norte tiene las mismas probabilidades de rotar en


el sentido de las agujas del reloj como en sentido contrario. No
obstante, si el fotón orientado hacia el norte rota en el sentido de las
agujas del reloj, el orientado hacia el sur debe hacerlo, para cumplir
las leyes de la mecánica mencionadas, en sentido contrario a las
agujas del reloj, y viceversa (véase Figura 14). Debido a esta
insoslayable correlación entre las direcciones de los dos fotones, la
medición del sentido en que gira uno de ellos aporta
inmediatamente la información sobre el sentido en que lo hace el
otro.

Figura 14. Correlación del spin. Cuando el mesón pi neutro se


descompone en dos fotones, la rotación de uno de estos debe ser
opuesta a la del otro, de manera que si se mide la rotación (spin) del
de la derecha, pongamos, se puede deducir inmediatamente la del de
la izquierda. Sin embargo, la paradoja surge cuando se comprueba
que la dirección del spin está intrínsecamente indeterminada hasta
que realmente se realiza la medición.

Lo esencial de este ejemplo es que, tras la desintegración del cuerpo


progenitor, las dos partículas resultantes pueden alejarse a gran
distancia. En realidad, si la explosión ocurriera en el espacio
exterior, las partículas podrían seguir alejándose hasta distanciarse

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millones de años luz. Si medimos el «spin», la observación local del


sentido en que gira una de las partículas aporta de inmediato la
información correspondiente sobre la otra partícula, que puede
estar muy lejos. Ahora bien, de acuerdo con la teoría de la
relatividad, la información no puede trasladarse a mayor velocidad
que la luz, de tal modo que la adquisición instantánea de un
conocimiento sobre la partícula situada en un lugar muy lejano
podría quebrantar este principio fundamental. En el caso de la bala
y la pistola, el sentido común nos dice que, mucho antes de que se
observe el sentido de la rotación, la bala ya está «realmente»
rotando, pongamos, en el sentido de las agujas del reloj y la pistola
en sentido contrario, y el único efecto de la medición consiste en
hacer ese conocimiento accesible al observador. Lo cual no equivale
verdaderamente a enviar una señal a mayor velocidad que la luz,
puesto que ninguna influencia física se desplaza entre los dos
cuerpos. De modo que, contando con la existencia de un mundo
real, independiente de nuestro conocimiento y de nuestra intención
de hacer una observación, que contiene objetos reales (pistolas,
balas) con atributos fijos y significativos (rotación, alejamiento), no
hay conflicto entre los principios de la relatividad y la incapacidad
para enviar señales a una velocidad mayor que la de la luz.
Resulta asimismo natural extender esta imagen al terreno
subatómico y suponer que las dos partículas están «realmente»
rotando en tal y cual sentido, con independencia de si nosotros
tratamos de descubrirlo mediante un experimento. Ahora se

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demostrará que la naturaleza ondulatoria de las partículas


subatómicas derriba toda tentativa directa de defender que tales
entidades se están «realmente» comportando de una determinada
manera antes de que las observemos.
Escojamos como las dos partículas que se alejan dos fotones de luz.
En lugar de ocuparnos de su «spin», como antes, es más fácil
estudiar una propiedad emparentada llamada polarización, pues es
conocida en la vida cotidiana y se trata asimismo de una cualidad
que los físicos han medido realmente y que permite verificar
experimentalmente lo que a continuación describiremos. Las gafas
de sol modernas suelen llevar cristales polarizados y comprender su
funcionamiento es, en esencia, todo cuanto se precisa para entender
por qué el mundo no es tan real como podría parecer. La luz es una
vibración electromagnética y cabe preguntarse en qué dirección
vibra el campo electromagnético. Un estudio matemático, o bien
algunos sencillos experimentos, demuestran que si la onda se
desplaza, pongamos, verticalmente, entonces las vibraciones
siempre son horizontales; el movimiento de la onda es transversal a
la dirección de desplazamiento. Por razones de simetría, un rayo de
luz vertical elegido al azar no mostrará ninguna preferencia por
ningún plano horizontal especial en el que vibrar; puede hacerlo de
norte a sur o de este a oeste o en cualquier otra dirección
intermedia. Lo que importa en los cristales polarizados es que sólo
son transparentes a la luz que vibra en un determinado plano. Al
examinar la luz que brota de tal polarizador, encontramos que toda

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vibra en un plano concreto, de manera que éste actúa como un filtro


que sólo permite el paso de la luz que vibra en el plano elegido. Esta
luz se denomina «polarizada». Como es natural, somos libres de
elegir el plano de polarización girando el polarizador.
Supongamos ahora que colocamos un segundo polarizador detrás
del primero. Si sus dos planos se sitúan en paralelo, toda la luz que
pasa por el primero también atraviesa el segundo, puesto que este
último acepta la luz con su misma polarización. Por el contrario,
cuando el segundo polarizador se sitúa perpendicularmente al
primero no pasa ninguna luz (véase Figura 15). Por último, si el
segundo polarizador se coloca en ángulo agudo entre ambas
posiciones extremas, entonces parte de la luz, pero no toda,
atravesará el segundo polarizador. Esta es la razón, dicho sea de
paso, de que se utilicen polarizadores en las gafas de sol, porque
una buena parte del brillo que se refleja en el cristal o en el agua, y
también parte del brillo del cielo, queda parcialmente polarizado por
el proceso de la reflexión, de modo que, a menos que las gafas de sol
se sitúen en el plano de esta luz polarizada, bloquean una buena
parte de la misma.

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Figura 15. Polarizadores. Las ondas luminosas vibran


perpendicularmente a su línea de movimiento. La luz ordinaria es una
superposición de vibraciones en todas direcciones, pero al pasar por
el polarizador A sólo permanece un plano de vibración. Esta luz se
denomina polarizada. Cuando la luz polarizada choca oblicuamente
con un segundo polarizador (B), sólo una fracción de esa luz lo
atraviesa. La transparencia de B depende de su ángulo: si es
paralelo a A, toda la luz polarizada pasa; si es perpendicular, no lo
atraviesa ninguna.

La razón de que el polarizador siga aceptando por lo menos una


fracción de la luz que vibra oblicuamente con respecto a él puede
entenderse mediante una analogía con la acción de empujar un
coche (véase capítulo 3). La vibración de la luz también es un vector
y, si coincide con el ángulo del polarizador, entonces lo atraviesa,
pero si es perpendicular, no pasa: la luz queda bloqueada. Lo que
importa aquí es que es posible empujar un coche con moderada
eficacia mediante una fuerza oblicua, pongamos, al tiempo que se

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apoya uno contra la puerta del conductor con objeto de poder


manejar el volante.
Cuanto más cerrado sea el ángulo de empuje con respecto a la línea
de movimiento, más eficaz será la respuesta del vehículo. Del mismo
modo, la luz oblicuamente polarizada también tiene efectos
parciales: una parte de la luz pasa.

Figura 16. Resolución de vectores. La fuerza oblicua (flecha gruesa)


puede interpretarse como dos fuerzas más débiles superpuestas: una
componente (1) que se orienta en el sentido de la marcha y es la que
empuja el coche, y una componente perpendicular (2) que queda
bloqueada. Las fuerzas relativas de 1 y 2 dependen del ángulo en
que se empuje. De modo similar, una onda de luz polarizada puede
describirse como dos ondas más débiles superpuestas: una (1) vibra

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paralelamente al polarizador (P) y lo atraviesa; la otra (2) es


perpendicular con respecto al polarizador y resulta bloqueada.

Considerar que el vector está compuesto de dos componentes,


ayuda a entender este logro parcial. En el caso de la luz, esto
significa considerar que la onda luminosa consta de dos ondas
superpuestas, una de las cuales vibra paralelamente al plano del
polarizador mientras la otra ondula en posición vertical. Cuanto
más cerrado es el ángulo de polarización con respecto al plano del
polarizador, mayor será la proporción de la primera onda a
expensas de la segunda. El paso de una fracción de luz
oblicuamente polarizada a través del polarizador resulta ahora fácil
de entender: la onda de la componente paralela lo atraviesa
íntegramente, pero toda la onda perpendicular queda bloqueada
(véase Figura 16). Estos experimentos tan razonables adoptan un
aspecto algo peculiar cuando se tiene en cuenta la naturaleza
cuántica de la luz, pues el rayo de luz consiste en realidad en una
corriente de fotones, cada uno de los cuales tiene su propio plano de
polarización. Como sabemos que ningún fotón individual se puede
dividir en dos componentes, debemos concluir que el fotón
oblicuamente polarizado pasa o es bloqueado según una cierta
probabilidad. Por ejemplo, un fotón de 45º tiene el cincuenta por
ciento de probabilidades de pasar. Sin embargo ―y esto es de
crucial importancia―, una vez que ha pasado el fotón debe emerger
con una polarización paralela a la del polarizador puesto que, como

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ya hemos visto, la luz que ha atravesado el polarizador emerge


completamente polarizada en el mismo plano.
La conclusión es que, cuando el fotón interacciona con el
polarizador, su plano de polarización cambia para adaptarse al del
polarizador. Podemos hacerlo pasar (con una cierta probabilidad)
por un segundo, un tercero o más polarizadores, cada uno de ellos
relativamente inclinado con respecto al anterior, y cada vez, al
atravesarlos, el fotón saldrá con un nuevo plano de polarización. De
hecho, se puede inclinar el plano hasta hacerlo perpendicular al
plano original. Es como si cada vez que el fotón chocase con el
polarizador, fuera golpeado o arrojado a una nueva condición de
polarización. Si consideramos el polarizador como un burdo
instrumento de medir o un detector de fotones, podemos decir que
existen dos posibles resultados de la medición: o bien el fotón pasa
o bien queda bloqueado. Todo lo que sabemos con seguridad es el
estado del fotón una vez aceptado, pues entonces sabemos que está
polarizado en el mismo plano que el polarizador. Si nos
preguntamos cuál es la polarización del fotón antes de hacer la
medición, es decir, antes de que emerja del polarizador, entonces se
plantea una dificultad, pues al parecer el polarizador ha perturbado
el estado del fotón e impuesto su propio plano. Sin embargo, se
podría seguir argumentando que el fotón tenía «realmente» un
determinado estado de polarización antes de la medición, pero que
debido a la tosquedad del polarizador esa información se esfumó
cuando el fotón chocó con el polarizador.

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Considérese, por ejemplo, un fotón de 45º que tiene el cincuenta por


ciento de probabilidades de atravesar el polarizador. Da la
impresión de que el polarizador tiene éxito en corregir por término
medio a la mitad de los fotones; los restantes quedan descartados y
no lo atraviesan.
Llegamos ahora al punto central del razonamiento de Einstein-
Podolsky-Rosen. Supongamos que, en lugar de un fotón,
estudiamos dos que se desplazan en sentidos contrarios, emitidos
como consecuencia de la desintegración de otra partícula, o de la
descomposición de un átomo, como se ha explicado en las págs. 141
y siguientes del presente texto. Así como las leyes fundamentales de
la mecánica exigen que los dos fotones roten uno en el sentido de
las agujas del reloj y otro en el sentido contrario, también las
polarizaciones deben estar correlacionadas: por ejemplo, pueden ser
paralelas. Esto significa que la medición de la polarización de un
fotón nos dice inmediatamente la del otro, sin que importe la
distancia a que se encuentre situado en el tiempo. Pero ya hemos
visto que el resultado de una medición sólo puede ser «sí» o «no»,
según que el fotón pase o no pase a través de un polarizador. Sólo
podemos afirmar el estado en que se halla el fotón después de que
haya tenido lugar la medición, es decir, cuando emerge del
polarizador, y eso es cierto cualquiera que sea el ángulo en que
situemos el polarizador. Sólo podemos detectar los fotones en uno
de estos dos estados: paralelos o perpendiculares al polarizador (que
corresponden a «sí» y «no»). No obstante, la elección de cuáles dos

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estados dependen absolutamente de nosotros; el polarizador puede


orientarse arbitrariamente. Las consecuencias verdaderamente
desconcertantes de esta libertad resultan patentes si utilizamos dos
polarizadores paralelamente orientados e interponemos uno de ellos
en la trayectoria de cada uno de los fotones correlacionados. Puesto
que imponemos polarizaciones paralelas, cualquiera que sea la
medida de la polarización del fotón en uno estamos obligados a
encontrar la misma en el otro, pero como en realidad sólo hay dos
estados de polarización medibles (es decir, paralelo y perpendicular),
la decisión «sí»-«no» de un polarizador debe ser idéntica a la del otro.
Es decir, cada vez que uno de los fotones pasa por un polarizador, el
otro debe permitir que también lo atraviese el otro fotón, y siempre
que se bloquee uno de los fotones, lo mismo debe ocurrirle al otro
(véase Figura 17).

Figura 17. Paradoja de Einstein-Rosen-Podolsky. Un átomo envía


simultáneamente dos fotones hacia dos polarizadores paralelos. Si A
deja pasar a su fotón, lo mismo hace B. ¿Cómo sabe B lo que ha
hecho A? A y B pueden estar a años luz de distancia, y lo mismo da
que el fotón pase primero por A o por B. Bohr sacó la conclusión de
que los fotones no son verdaderamente reales hasta que tropiezan
con el polarizador.

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Por singulares que puedan parecer estas ideas, han sido


cuidadosamente comprobadas mediante experimentos de
laboratorio y se han comprobado los detalles aquí descritos.
La profunda peculiaridad de este resultado es evidente cuando se
comprende que los fotones pueden haberse alejado millones de
kilómetros en el momento en que chocan con los respectivos
polarizadores, pero que sin embargo siguen cooperando en cuanto a
su comportamiento. El misterio consiste en ¿cómo «sabe» el segundo
polarizador que el primero ha dejado pasar el fotón, para poder
hacer lo mismo?
Los experimentos pueden realizarse simultáneamente, en cuyo caso
estamos seguros, basándonos en la teoría de la relatividad, de que
ningún mensaje puede transmitirse a mayor velocidad de la que se
mueven los propios fotones entre los polarizadores que diga:
«déjesele pasar». De hecho, situando los polarizadores a distintas
distancias del átomo en desintegración podemos arreglárnoslas para
que un experimento ocurra antes que el otro, descartando en
consecuencia toda posibilidad de que un polarizador transmita la
señal al otro o dé lugar a que éste acepte o rechace el fotón. En
realidad, la teoría de la relatividad permite que observadores en
distintas condiciones de movimiento estén en desacuerdo sobre el
orden temporal de dos acontecimientos muy alejados, de modo que
si se alegara que el polarizador A hace que el B acepte o rechace
como consecuencia de su propia decisión, ¡quien se moviera de
distinta manera podría ver que B acepta o rechaza a A antes de que

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tan siquiera sepa qué hacer con su fotón!


Estas observaciones ponen en claro que la indeterminación del
micro mundo no puede ser obra del aparato de medición, ni
tampoco de los bamboleos aleatorios que sufren los fotones en su
camino, pues entonces no habría ninguna razón para que dos
polarizadores distintos cooperaran de esta llamativa manera en
bloquear o dejar pasar al unísono a sus respectivos fotones. Si cada
fotón recibiera su plano de polarización al azar, no habría razón
para que llegasen a sus respectivos polarizadores situados
exactamente en el mismo plano.
Sería de esperar que, como media, la mitad de los fotones fueran
aceptados por un polarizador cuando el otro rechaza su fotón, pero
esto está en clara contradicción con las anteriores predicciones de la
teoría cuántica y con los experimentos que las han verificado. La
conclusión debe ser que la incertidumbre subatómica no es una
mera consecuencia de nuestra ignorancia sobre las micro fuerzas,
sino que es inherente a la naturaleza: una absoluta indeterminación
del universo.
El experimento Einstein-Rosen-Podolsky tiene asombrosas
implicaciones sobre la naturaleza de la realidad si se toma
literalmente. Sólo es posible retener un último vestigio de sentido
común alegando que, cuando ambos polarizadores colaboran
misteriosamente en aceptar simultáneamente a los fotones, será
porque tales fotones están en todo momento «realmente» polarizados
de forma exactamente paralela a los polarizadores, lo que asegura

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su paso final por los respectivos polarizadores, y que los bloqueados


estaban «realmente» vibrando siempre perpendicularmente a los
polarizadores. Pero el absurdo de este último y desesperado intento
de aferrarse al mundo «real» no radica únicamente en el hecho de
que el átomo original debe estar obligado a saber en qué ángulo se
colocan los polarizadores, sino que incluso podemos alterar ese
ángulo después de que los fotones hayan sido emitidos. Es difícil de
concebir que el comportamiento del átomo pueda estar influido por
nuestra decisión de experimentar en algún momento futuro sobre el
fotón que emite. Como todos los demás átomos emiten
afortunadamente fotones con toda clase de polarizaciones, de modo
perfectamente aleatorio cuesta creer que nuestros caprichos
experimentales afecten a uno en concreto, sobre todo teniendo en
cuenta que podemos elegir detectar fotones de átomos situados a
millones de años luz de distancia, al final del universo.
Si no bastaran estas objeciones, es posible demostrar
matemáticamente que si los fotones estuvieran realmente o bien en
un estado (paralelo a los polarizadores) o bien en el otro
(perpendicular), entonces la cooperación «sí-no» fallaría. La
correlación entre los dos polarizadores sólo puede lograrse si la
onda que describe el fotón es una genuina superposición de ambas
alternativas.
La naturaleza ondulatoria de los procesos cuánticos participa en
todo esto de manera vital. Para eliminar absurdos como que los
átomos prevean nuestros experimentos, supongamos que

Colaboración de Sergio Barros 201 Preparado por Patricio Barros


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disponemos de un rayo de fotones polarizado en un plano concreto


por el sistema de haberlo hecho pasar previamente por un
polarizador. Cuando los fotones se aproximan a otro polarizador que
está inclinado con respecto al primero, pueden ser aceptados o bien
rechazados, según una determinada probabilidad que depende de
manera aritméticamente simple del ángulo de inclinación. Si es de
45º pasarán por término medio la mitad de los fotones. Desde esta
perspectiva, cabe imaginar que el rayo polarizado está compuesto de
dos ondas de la misma fuerza, una paralela y otra perpendicular al
segundo polarizador. Estas dos ondas deben ir «juntas» con objeto
de constituir la onda original polarizada sin inclinación. Los efectos
de interferencia entre las dos ondas desempeñan una función
esencial. No es posible decir que la onda paralela ni la
perpendicular existan solas, pues eso contradice el hecho que ya
conocemos que la onda no está polarizada paralela ni
perpendicularmente al segundo polarizador, sino con un ángulo de
45º. Cuando se trata de un único fotón las implicaciones son
fantásticas. No es posible decir que este fotón tenga una
polarización paralela ni perpendicular respecto al polarizador, pero,
puesto que la interferencia de la onda sigue existiendo incluso para
una sola partícula, «ambas» posibilidades deben coexistir y
superponerse. Además, el ángulo del polarizador, y de ahí la
combinación relativa de las dos alternativas, ¡depende por completo
del control del experimentador! Hay que subrayar que la
indeterminación cuántica no significa simplemente que no podamos

Colaboración de Sergio Barros 202 Preparado por Patricio Barros


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saber cuál es el plano de polarización que realmente posee el fotón:


significa que la idea de un fotón con un plano concreto de
polarización es algo que no existe. Hay una incertidumbre inherente
en la identidad del mismo fotón, no sólo en nuestro conocimiento
del fotón. Del mismo modo, cuando se dice que no estamos seguros
de la localización de un electrón, no se trata simplemente de que el
electrón «esté» en un sitio u otro, que nosotros no podemos
asegurar. La incertidumbre se refiere a la misma identidad del
«electrón-en-un-sitio».
Dentro del espíritu de la idea de superespacio, podemos considerar
las ondas de los fotones como representaciones de dos mundos, uno
en el que el segundo polarizador acepta el fotón y otro en el que es
rechazado. Además, estos dos mundos pueden ser muy distintos,
pues el fotón aceptado puede proseguir y disparar, por ejemplo, un
detonador que haga explotar una bomba de hidrógeno. No obstante
―y ésta es la culminación del largo análisis de este capítulo―, estos
dos mundos no son realidades independientes. No son mundos
«alternativos»; se superponen entre sí. Es decir, los cruciales efectos
de interferencia causados por la superposición de las dos ondas
demuestran que, antes de que el segundo polarizador decida sobre
el sino del fotón, ambos mundos están combinados. Sólo cuando
por fin el polarizador decide, los dos mundos se convierten en
alternativas distintas de «realidad». El efecto de la medición Por el
segundo polarizador consiste en separar los mundos superpuestos
en dos realidades alternativas desconectadas.

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Hemos llegado ahora a una cierta idea de la naturaleza de la


realidad concorde con las interpretaciones habituales de la teoría
cuántica, pero se trata de una pálida sombra de la imagen de
sentido común. La indeterminación del micro mundo no es una
mera consecuencia de nuestra ignorancia (como ocurre con el clima)
sino que es absoluta. No nos encontramos con una simple elección
entre alternativas, tal como la imprevisibilidad del cara/cruz en la
vida diaria, sino con un genuino híbrido de ambas posibilidades.
Hasta que hemos hecho una observación concreta del mundo,
carece de sentido adscribirle una realidad concreta (o incluso
diversas alternativas), pues se trata de una superposición de
diversos mundos. En palabras de Niels Bohr, uno de los fundadores
de la teoría cuántica, hay «limitaciones básicas, que percibe la física
atómica, en la existencia objetiva de fenómenos independientes de
los medios con que son observados». Sólo cuando se ha hecho la
observación se reduce este estado esquizofrénico a algo que pueda
llamarse verdaderamente real.
En el capítulo anterior se explicó cómo el mundo que observamos es
un corte o una proyección de un superespacio de infinitas
dimensiones, de una inmensa masa de mundos alternativos. Vemos
ahora que el mundo que observamos no es exactamente una
selección aleatoria del superespacio, sino que depende de modo
crucial de todos los demás mundos que no vemos. Así como la
correlación «sí»/«no» entre los dos polarizadores separados depende
crucialmente de la interferencia entre el mundo del «sí» y el mundo

Colaboración de Sergio Barros 204 Preparado por Patricio Barros


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del «no», del mismo modo en cualquier otra interacción, en cada


átomo perdido, en cada microsegundo, todos los mundos-que-
nunca-existieron dejan un vestigio de su realidad putativa en
nuestro propio mundo por su efecto sobre las probabilidades de
todos estos procesos subatómicos. Sin los otros mundos del
superespacio, el cuanto fallaría y el universo se desintegraría; estas
innumerables alternativas que se disputan la realidad ayudan a
dirigir nuestro propio destino.
Según estas ideas, la realidad sólo tiene sentido dentro del contexto
de una medición u observación prescrita. Por regla general, no
podemos decir que un electrón, ni un fotón ni un átomo, se estaban
comportando realmente de tal o cual modo antes de haberlo medido.
La única realidad es el sistema total de partículas subatómicas más
el aparato y el experimentador, pues cuando el experimentador
decide, por ejemplo, girar su polarizador, cambia los mundos
alternativos.
Cada vez que alguien con gafas polarizadas hace un movimiento de
cabeza, reordena la selección de mundos del superespacio. Puede
optar entre crear un mundo de fotones orientados de norte a sur, de
este a oeste o cualquier otro que se le ocurra.
De ahí se deduce que el observador está inserto en la realidad de
una manera fundamental: al elegir el experimento, elige las
alternativas que se ofrecen. Cuando cambia de idea, cambia la
selección de los mundos posibles. Por supuesto, el experimentador
no puede seleccionar exactamente el mundo que quiere, pues los

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mundos siguen sometidos a las leyes probabilísticas, pero puede


influir en la selección disponible. En suma, no podemos cargar los
dados, pero sí decidir a qué queremos jugar.
Hay que aceptar pues que la participación del observador en su
propia realidad es mucho más profunda que la clásica imagen
newtoniana del mundo en la que el observador está incrustado en la
realidad pero sólo como un autómata cuyos actos vienen totalmente
determinados por las leyes de la mecánica. En la versión cuántica,
hay una indeterminación inherente y la realidad concreta sólo
aparece dentro del contexto de un tipo concreto de medición u
observación. Sólo cuando se ha especificado el montaje
experimental (por ejemplo, qué ángulo se escoge darle al
polarizador) pueden especificarse las posibles realidades. Algunos
científicos han sugerido que al desacreditar la idea newtoniana de
un universo mecánico habitado por observadores que son meros
autómatas, la teoría cuántica restaura la posibilidad del libre
albedrío. Si en cierto sentido el observador escoge su propia
realidad, ¿no equivale eso a la libertad de elección y a la capacidad
de reestructurar el mundo según nuestro capricho? Aunque la
respuesta puede ser afirmativa, debemos recordar que en la teoría
cuántica el observador (o experimentador) no puede determinar, por
regla general, el resultado de ningún experimento concreto. Como
ya hemos subrayado, la única elección de que disponemos es entre
varios resultados alternativos, no sobre cuál de las alternativas se
realizará. Así pues, es posible decidir la creación de un mundo en

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que unos fotones estén polarizados de norte a sur o de este a oeste,


o bien otro mundo en que estén polarizados de nordeste a sudoeste
o de noroeste a sudeste, etc. No obstante, no se puede elegir cuál de
las dos posibilidades ocurrirá en cada caso. No nos es posible
obligar a un fotón polarizado de manera aleatoria a que lo esté de
norte a sur en lugar de estarlo de este a oeste, porque no podemos
obligarlo a pasar por un polarizador orientado de norte a sur. Del
mismo modo, podemos elegir medir la posición o el impulso de una
partícula, pero no ambas cosas. Después de la medición, la
partícula tendrá un valor bien determinado de una u otra cosa,
según el experimento que hayamos elegido.
Al parecer nos encontramos en una situación en que el universo
está en una especie de estado esquizofrénico latente hasta que
alguien lleva a cabo una observación, pues entonces se «colapsa»
repentinamente en realidad. Además, como ha subrayado el
dilatado tratamiento anterior de los dos fotones correlacionados que
se desplazan en direcciones opuestas, el colapso en realidad no
ocurre únicamente en el plano local (es decir, en el laboratorio), sino
también, súbita e instantáneamente, en regiones distantes del
universo. Sabemos por la teoría de la relatividad que observadores
distintos suelen estar en desacuerdo sobre qué es lo instantáneo, de
modo que el acceso a la realidad parece ser exclusivamente una
cuestión individual. En consecuencia, no es posible utilizar este
colapso como instrumento para transmitir señales entre dos
observadores distantes.

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Según la relatividad, toda señal enviada a mayor velocidad que la de


la luz amenazaría el principio de causalidad, pues en ese caso no
sólo sería posible enviar una señal de respuesta instantánea desde
el punto de vista del otro observador, sino incluso enviar señales al
propio pasado. Esta posibilidad plantea horribles paradojas en
relación con las máquinas «autocidas» que están programadas para
autodestruirse a las dos en punto si reciben a la una, una señal que
ellas mismas han transmitido a las tres. Si se destruyen a las dos,
no pueden transmitir a las tres, de tal modo que no se recibe
ninguna señal y no se produce ninguna destrucción. Pero si no se
produce ninguna destrucción, entonces se envía la señal y se
produce la destrucción. Esta evidente contradicción parece regir la
comunicación que retrocede en el tiempo y, por tanto, los mensajes
más rápidos que la luz.
En el caso cuántico, hemos visto que el paso de un fotón por un
polarizador en un lugar, puede asegurar el paso de otro fotón por
otro polarizador situado en otro lugar, quizás a miles de kilómetros
de distancia, en el mismo momento (en relación con un experimento
concreto) o bien, de hecho, incluso «antes» de ese momento. A pesar
de esta sorprendente propiedad, el experimentador no tiene control
sobre ninguno de los fotones individuales, debido a la incertidumbre
cuántica, de manera que no le es posible convenir con un colega
distante que, por ejemplo, el paso de tres fotones consecutivos por
el polarizador significa que el Everton ha ganado la Copa de fútbol.
Por tanto, la teoría de la relatividad se mantiene intacta y la

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posibilidad de comunicarse por el universo a mayor velocidad que la


luz, con su consiguiente amenaza a la causalidad, sigue siendo
ilusoria.
Aunque los sistemas distantes, como el de nuestros dos fotones y
polarizadores, no pueden vincularse mediante ningún tipo
convencional de canal comunicativo, tampoco se pueden considerar
entidades separadas. Aunque los dos polarizadores estén en
distintas galaxias, inevitablemente constituyen un único dispositivo
experimental y una única versión de la realidad.
En la concepción intuitiva del mundo consideramos que dos cosas
tienen identidades distintas cuando están tan alejadas que su
mutua influencia es despreciable. Dos personas o dos planetas, por
ejemplo, se consideran cosas distintas, cada cual con sus propios
atributos. Por el contrario, la teoría cuántica propone que, al menos
hasta haber hecho la observación, el sistema que nos interesa no se
puede considerar un conjunto de cosas distintas sino un todo
unificado e indivisible. Así pues, los dos polarizadores distantes y
sus respectivos fotones no son realmente dos sistemas aislados con
propiedades independientes, sino que están enigmáticamente
vinculados por los procesos cuánticos.
Sólo una vez hecha la observación puede considerarse que el fotón
lejano adquiere identidad diferenciada y existencia independiente.
Además, ya hemos visto cuán falto de sentido es asignar
propiedades a los sistemas subatómicos en ausencia de un
dispositivo experimental preciso. No podemos decir que un fotón

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tenga «realmente» tal o cual polarización antes de haberla medido.


Por tanto, es incorrecto considerar la polarización del fotón como
una propiedad del fotón; es más bien un atributo que debe
asignarse a ambos fotones y al dispositivo macroscópico
experimental. De ahí se deduce que el micro mundo sólo tiene
propiedades en la medida que las comparte con el macro mundo de
nuestra experiencia.
La verdadera amenaza a nuestra concepción intuitiva de la realidad
se produce cuando se tiene en cuenta la naturaleza atómica de toda
la materia. Podríamos tener la sensación de que los resultados de
los oscuros experimentos sobre fotones polarizados tienen escasa
relevancia para nuestra vida cotidiana, pero todas las cosas
conocidas que nos rodean ―todos los cuerpos materiales― están
compuestos de átomos, sujetos a las leyes de la teoría cuántica. En
cualquier puñado de materia ordinaria hay miles de millones de
billones de átomos, que chocan entre sí a razón de millones de veces
por segundo.
De acuerdo con las ideas que hemos esbozado, cuando dos
partículas microscópicas se influyen mutuamente, aunque se
separen, no pueden considerarse cosas reales independientes, sino
que están correlacionadas, aunque habitualmente de manera
mucho más compleja que los dos fotones de que nos hemos
ocupado. De ahí se sigue que, a todo lo ancho del universo, los
sistemas cuánticos están emparejados de este extraño modo en una
gigantesca congregación indivisible. La creencia original de los

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antiguos griegos de que toda la materia está compuesta de átomos


individuales e independientes parece ser una burda simplificación,
pues los átomos no tienen realidad considerados de uno en uno.
Sólo en el contexto de nuestras observaciones macroscópicas tiene
sentido su realidad. Pero nuestras observaciones están
enormemente limitadas, tanto a los rasgos más toscos de la materia
―pues rara vez observamos los átomos individuales, excepto en
experimentos especiales como a nuestra pequeña parcela del
universo. Llegamos, pues, a una imagen en la que la inmensa mayor
parte del universo no puede considerarse real, en el sentido
tradicional de la palabra. De hecho, John Wheeler ha llegado a
afirmar que el observador crea literalmente el universo con sus
observaciones:
¿Ha de resultar el propio mecanismo de la existencia del
universo sin sentido o inviable, o ambas cosas, a no ser que
el universo tenga la garantía de producir vida, conciencia y
observación en alguna parte y durante algún breve período
de su historia futura? La teoría cuántica demuestra que, en
un cierto sentido, lo que el observador haga en el futuro
determina lo que ocurre en el pasado, incluso en un pasado
tan remoto en que no existía la vida, y aún demuestra más:
que la «observación» es un requisito previo de cualquier
versión útil de la «realidad».

No es necesario decir que estas ideas radicales sobre la realidad,

Colaboración de Sergio Barros 211 Preparado por Patricio Barros


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incorporadas en la teoría cuántica han dado lugar a décadas de


controversia y polémica. Si bien quedan pocas dudas sobre el éxito
alcanzado por la teoría en el plano operativo ―los físicos no tienen
dudas sobre cómo calcular realmente las propiedades de los
átomos, las moléculas y la materia subatómica utilizando esta
teoría―, sin embargo, los aspectos epistemológicos y metafísicos de
la física cuántica siguen causando nerviosismo. La interpretación
descrita en este capítulo se debe principalmente a Niels Bohr, que
fue uno de los creadores de la teoría cuántica.
Se le suele denominar la interpretación de la escuela de
Copenhague, por el grupo de Bohr radicado en Dinamarca, y es
probablemente una de las más aceptadas por los físicos. No
obstante, algunos han entendido que contiene ideas paradójicas,
incompletas o insensatas. Albert Einstein, en especial, pensaba que
la teoría era incompleta porque no podía comprender cómo un fotón
y un polarizador lejanos podían ser inducidos a responder de
acuerdo con el comportamiento de un fotón y un polarizador
cercanos. ¿Cómo puede «saber» el lejano si debe aceptar o rechazar
el fotón sin algún complicado mecanismo que se lo indique, que
necesariamente quebrantaría los principios de la teoría de la
relatividad del propio Einstein al ser más rápido que la luz?
En réplica al rechazo de Einstein, Bohr sostuvo que los sistemas
microscópicos no tienen propiedades intrínsecas de ninguna clase,
de modo que es innecesario considerar que el estado de un fotón le
sea indicado a otro, pues después de todo un fotón aislado no tiene

Colaboración de Sergio Barros 212 Preparado por Patricio Barros


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en absoluto estado. Sólo el experimento global tiene sentido.


Bohr propuso que la única realidad verdadera es la que puede
comunicarse en lenguaje llano entre las personas, como es la
descripción del clic de un contador Geiger o el paso de un fotón por
un polarizador. Todo planteamiento sobre lo que está «realmente»
haciendo un fotón, un átomo, etc., sólo puede afrontarse en el
marco de un dispositivo experimental concreto y real. Refiriéndose a
estas condiciones experimentales, que determinan el tipo de
propiedades que se pueden medir, Bohr sostuvo que «constituyen
un elemento inherente de... la realidad física». De este modo eludió
las objeciones de Einstein.
A pesar del atractivo de la interpretación de Copenhague y de los
habilidosos argumentos de Bohr, algunos físicos siguen
encontrando las ideas en cuestión paradójicas, porque basan la
realidad en los conceptos clásicos de los aparatos experimentales
que en sí mismos están desacreditados por la teoría cuántica.
La física newtoniana clásica ―la física del lenguaje llano y diario, de
los objetos de sentido común que Bohr desea utilizar― sabemos que
es falsa. Utilizar un lenguaje llano para definir la realidad
microscópica parece, pues, una incoherencia. En el próximo
capítulo veremos que se han propuesto otras interpretaciones de la
teoría cuántica con consecuencias aún más fantásticas.

Colaboración de Sergio Barros 213 Preparado por Patricio Barros


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Capítulo VII
Mente, materia y mundos múltiples

Hemos visto cómo la teoría cuántica ha socavado la noción intuitiva


o de sentido común de la realidad objetiva y ha colocado al
observador y sus experimentos en el centro de la definición de
cualquier idea válida del mundo real «exterior». No obstante, sigue
habiendo cierta vaguedad sobre qué es exactamente lo que
constituye un «observador» y qué clases de procesos físicos
participan en su «observación». La interpretación de la escuela de
Copenhague utiliza mucho el «aparato experimental». ¿Qué es éste
exactamente?
Un laboratorio bien pertrechado está equipado con numerosos
instrumentos para sondear la estructura de los átomos y de sus
componentes. Algunos nos son conocidos: tubos de rayos X,
contadores Geiger, cámaras de vacío, aceleradores de partículas de
gran energía y placas fotográficas. No obstante, todos estos
aparatos, por no hablar de los técnicos del laboratorio, están
compuestos de átomos, e incluso Bohr concede que asimismo deben
estar sometidos a las minúsculas incertidumbres que caracterizan
la física cuántica.
No hay una línea divisoria clara entre los sistemas microscópicos y
los instrumentos macroscópicos de medición. Los procesos
cuánticos pueden observarse en moléculas que contienen muchos
átomos y pueden ser prominentes incluso en cantidades visibles de

Colaboración de Sergio Barros 214 Preparado por Patricio Barros


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fluidos y metales. El fenómeno de la superconductibilidad, por


ejemplo, en que los electrones de un metal se combinan en parejas y
cooperan a escala macroscópica para crear un flujo de corriente
eléctrica completamente carente de resistencia, es un ejemplo de
efectos cuánticos en el plano de la ingeniería. Sin duda, no es
posible señalar una cosa y decir «que es microscópica y está
sometida a la teoría cuántica» o «que es macroscópica y está
sometida a la física clásica de Newton».
Si todos los sistemas son, en último término, de naturaleza
cuántica, una paradoja parece envolver el acto de medir. Para
centrar las ideas, tomemos un ejemplo sencillo: la observación de
un núcleo atómico radiactivo. Tal núcleo emitirá una o más
partículas subatómicas que pueden detectarse en un contador
Geiger: si el contador emite un clic esto significa que se ha
desintegrado un núcleo; si no, el núcleo está intacto. En lugar del
clic, hay contadores equipados con indicadores que oscilan sobre
una escala graduada: si el indicador se mantiene en la posición A, el
núcleo está intacto; si salta, pongamos, a la posición B, se ha
detectado una partícula y podemos deducir que el núcleo se ha
desintegrado. Por tanto, la posición del Indicador está
correlacionada con la condición del núcleo de una manera simple.
Observando el indicador observamos de manera eficaz el núcleo.
Toda medición conlleva el par de elementos aquí descrito, que
constituye una parte indispensable del proceso de observación, es
decir, la correlación entre las condiciones microscópicas del sistema

Colaboración de Sergio Barros 215 Preparado por Patricio Barros


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que nos interesa y ciertos estados macroscópicos visibles del


aparato, y la ampliación de los diminutos efectos cuánticos para
producir alguna clase de cambio a gran escala, como es la
desviación del indicador. Según la física cuántica, el estado del
sistema microscópico debe describirse como una superposición de
ondas, cada una de las cuales representa un determinado valor de
alguna propiedad, como la posición, el impulso, el «spin» o la
polarización de una partícula. Es vital recordar que la superposición
no representa un conjunto de alternativas ―una elección
excluyente―, sino una genuina combinación superpuesta de
realidades posibles. La verdadera realidad sólo queda determinada
cuando se ha efectuado la medición de aquellas propiedades. No
obstante, aquí yace el problema. Si el aparato de medición también
está compuesto de átomos, también debe describirse como una
onda compuesta de una superposición de todos sus estados
alternativos. Por ejemplo, nuestro contador Geiger es una
superposición de los estados A y B (indicador no desviado e
indicador desviado), lo cual, repetimos, no significa que «o bien» está
desviado «o bien» no está desviado, sino de un modo extraño y
esquizofrénico «ambas» cosas a la vez.
Cada una de ellas representa una realidad alternativa generada por
la desintegración del núcleo, pero estas realidades no sólo coexisten,
también se superponen o interfieren entre sí mediante el fenómeno
de la interferencia de las ondas.
La razón de que no percibamos la superposición de «otras

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realidades» con la nuestra se debe a que, al tamaño del aparato de


laboratorio, el efecto de interferencia es casi infinitésimamente
pequeño. Mientras que en el interior de los átomos los mundos
alternativos se empujan vigorosamente unos a otros, a la escala
cotidiana sus influencias mutuas son casi inexistentes. Pero no
completamente inexistentes. Si realmente creemos que la teoría
cuántica se aplica a los objetos macroscópicos, entonces hemos de
conceder que estas influencias, por pequeñas que sean, de las
realidades superpuestas invaden nuestro mundo. Tratándose de tan
profundas cuestiones teóricas, la pequeñez del efecto poco importa,
pues en teoría podremos detectar tal interferencia utilizando
aparatos suficientemente complejos y delicados.
Hasta este momento tenemos una imagen del universo en forma de
superposición de realidades extendidas por el superespacio, que son
separadas en mundos desconectados y alternativos en cuanto se
hace una observación. Ahora vemos que el mecanismo de
separación no es del todo efectivo y que algunos diminutos hilos
siguen conectando nuestro mundo con los demás mundos del
superespacio. La separación sólo puede ser total, y la realidad
hacerse completamente objetiva, cuando se utiliza un instrumento
verdaderamente no cuántico para la medición, pues en otro caso
siempre quedarán interferencias residuales entre los distintos
mundos. Pero ¿existe algún sistema que verdaderamente no sea
cuántico? Si lo hay puede utilizarse para transgredir las normas de
la teoría cuántica; si no lo hay, no puede haber ninguna realidad.

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¿Cómo escapar a este dilema?


En la década de 1930 el matemático John Von Neumann investigó
con gran detalle el proceso de medición cuántica. Sostuvo en
términos matemáticos que cuando un sistema microscópico se
empareja con un instrumento de medida macroscópico, el efecto del
emparejamiento consiste en hacer que el sistema microscópico se
comporte como si estuvieran ausentes los efectos de interferencia.
Es decir, el estado del microsistema parece reducirse de una
superposición de estados a un conjunto genuino de posibilidades
alternativas excluyentes. Por desgracia, este análisis no equivale a
una demostración de la «reducción» a una realidad, puesto que otro
resultado del emparejamiento consiste en transferir efectos de
interferencia al aparato medidor, y para que el aparato se «reduzca»
a una realidad, otro sistema debe hacer otra medición del aparato.
Pero el mismo razonamiento puede extenderse al siguiente sistema,
requiriéndose entonces otro instrumento para medir ese
instrumento, y así sucesivamente, al parecer, hasta el infinito.
¿Dónde termina esta cadena? Erwin Schrödinger, el inventor de la
teoría ondulatoria de la mecánica cuántica, llamó la atención sobre
una curiosidad que ha llegado a conocerse como la paradoja del
gato. Supongamos un microsistema compuesto de un núcleo
radiactivo que puede desintegrarse o no al cabo de, pongamos, un
minuto, según las leyes de la probabilidad cuántica. La
desintegración la registra un contador Geiger, que a su vez está
conectado a un martillo, de tal modo que si el núcleo se desintegra y

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se produce la respuesta del contador, se libera un disparador que


hace que el martillo caiga y rompa una cápsula de cianuro. Todo el
conjunto está colocado dentro de una caja sellada junto con un
gato. Al cabo de un minuto, hay el cincuenta por ciento de
probabilidades de que el núcleo se haya desintegrado. Pasado el
minuto el instrumento se desconecta automáticamente. ¿Está el
gato vivo o muerto?
La respuesta podría parecer que consistiera en que hay un 50% de
probabilidades de que el gato esté vivo cuando miremos en la caja.
No obstante, si seguimos a Von Neumann y aceptamos que las
ondas superpuestas que representan el núcleo desintegrado y el
núcleo intacto están correlacionadas con las ondas superpuestas
que describen al gato, entonces una onda del gato corresponde al
«gato vivo» y la otra al «gato muerto». El estado del gato, al cabo de
un minuto, no puede ser o bien «vivo» o bien «muerto» debido a esta
superposición. Por otra parte, ¿qué sentido podemos darle a un gato
vivo-y-muerto?
A primera vista, parece que el gato sufre uno de esos curiosos
estados esquizofrénicos de que hemos hablado extensamente en el
capítulo anterior, y su sino sólo queda determinado cuando el
experimentador abre la caja y mira para comprobar el estado de
salud del gato. No obstante, como es posible retrasar este último
paso tanto como se quiera, el gato puede perdurar en esta
animación suspendida hasta que finalmente sea expulsado de su
purgatorio o resucitado a la plena vida por la obligada pero

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caprichosa curiosidad del experimentador.


El aspecto insatisfactorio de esta descripción es que el propio gato,
presumiblemente, sí sabe si está vivo o muerto mucho antes de que
nadie mire dentro de la caja.

Figura 18. La paradoja del amigo de Wigner. El martillo


radiactivamente controlado tiene cierta probabilidad de romper la
cápsula de cianuro. Así que ¿está vivo o muerto el hombre que hay en
la caja? La teoría cuántica dice que ambas cosas: los dos mundos del
superespacio coexisten y se superponen. Sólo cuando Wigner mire en
el interior de la caja los mundos se desemparejarán y uno de ellos se
hará real. Pero ¿cómo se siente su amigo en la esquizofrénica
situación de irrealidad anterior al vistazo de Wigner?

Cabría alegar que el gato no es un observador propiamente dicho,


en la medida en que no tiene la completa conciencia de su propia
existencia de que disfruta el hombre, de manera que sería
demasiado corto de luces para saber si está muerto, vivo o vivo-y-
muerto. Para eludir esta objeción, podemos sustituir al gato por un
voluntario humano, a veces conocido en la hermandad de los físicos

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como «el amigo de Wigner», por el físico Eugene Wigner que ha


tratado este aspecto de la paradoja (véase Figura 18). Con un
cómplice así de capaz instalado en la caja, es posible, si lo
encontramos vivo al final del experimento, preguntarle qué ha
sentido durante el período anterior a que se abriera la caja. No cabe
duda de que responderá «nada», pese a que su cuerpo estuviera en
estado de vida-y-muerte durante el tiempo del experimento, para
emerger dramáticamente una vez más a la condición de vivo. Es
cierto que a veces las personas se quejan de sentirse medio
muertas, pero cuesta creer que los fenómenos de interferencia
cuántica tengan mucho que ver con eso.
Si insistimos en adherirnos a cualquier precio a los principios
cuánticos, desembocamos en el solipsismo: la conclusión de que el
individuo (en este caso el lector) es lo único que realmente existe,
siendo todo lo demás robots inconscientes que simplemente
componen el decorado. Si el amigo de Wigner es un robot, no se
puede confiar en que dé fielmente cuenta de sus percepciones, pues
en realidad no siente nada. Ahora bien, esto es un gran salto, pues
coloca al observador en el centro de la realidad de una manera más
crucial de lo que previamente habíamos aceptado.
Para eludir el solipsismo, el propio Wigner ha propuesto que la
teoría cuántica no puede ser correcta en todas las circunstancias;
que cuando participa la percepción consciente del observador la
teoría se desmorona y la descripción del mundo como conjunto de
ondas superpuestas queda invalidada. El solipsismo ha tenido sus

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partidarios durante siglos, pero la mayor parte de la gente, incluido


Wigner, lo encuentra inaceptable. En la interpretación de Wigner de
la teoría cuántica, el entendimiento de los seres conscientes ocupa
un papel central dentro de las leyes de la naturaleza y de la
organización del universo, pues es precisamente cuando la
información sobre una observación penetra en la conciencia de un
observador cuando realmente la superposición de ondas cristaliza
en realidad. Así pues, en un determinado sentido, ¡todo el panorama
cósmico está generado por sus propios habitantes! Según la teoría
de Wigner, antes de que hubiese vida inteligente el universo
«realmente» no existía. Esto plantea a los seres vivos la grave
responsabilidad, de hecho una responsabilidad cósmica, de
mantener la existencia de todo lo demás, pues si cesara la vida,
todos los demás objetos ―desde la estrella remota hasta la menor
partícula subatómica― ya no disfrutarían de realidad independiente,
sino que caerían en el limbo de la superposición. La ganancia que
reporta este pavoroso papel consiste en que el amigo de Wigner está
ahora en condiciones de reducir los contenidos de la caja ―incluido
él mismo― a realidad, de tal modo que cuando Wigner le pregunte
finalmente cómo se ha sentido en los momentos precedentes, podrá
afirmar «bien», seguro de que el conocimiento que tiene es ya cien
por cien real, sin depender de la ayuda de la posterior observación
de su estado por Wigner para emerger corporal y mentalmente en
realidad.
Como era de esperar, la idea de Wigner ha sido muy criticada. Los

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científicos suelen considerar la conciencia, en el mejor de los casos,


como algo poco definido (¿es consciente una cucaracha? ¿una rata?
¿un perro?...) y, en el peor de los casos, como inexistente desde el
punto de vista físico. Sin embargo, debe concederse que todas
nuestras observaciones y, a través de éstas, toda la ciencia se basa,
en último término, en nuestra conciencia del mundo que nos rodea.
Tal como habitualmente se concibe, el mundo exterior puede actuar
sobre la conciencia, pero ésta no puede de por sí actuar sobre el
mundo, lo que quebranta el principio, por lo demás universal, de
que toda acción da lugar a una reacción. Wigner propone reafirmar
este principio también en el caso de la conciencia, de modo que ésta
pueda afectar al mundo, de hecho, reduciendo la superposición a
realidad.
Una objeción más seria a las ideas de Wigner se plantea si
participan dos observadores en el mismo sistema de observación,
pues entonces cada uno de ellos tiene el poder de cristalizarlo en
realidad.
Para ilustrar el tipo de problemas que de ahí se derivan,
supongamos que estudiamos de nuevo un núcleo radiactivo, cuya
desintegración dispararía un contador Geiger, pero que esta vez no
hay ningún observador consciente implicado de forma inmediata.
Todo está dispuesto de tal modo que al cabo de un minuto, cuando
la probabilidad de desintegración es del cincuenta por ciento, el
experimento ha terminado y el indicador del contador Geiger queda
fijo en cualquiera que sea la posición que en ese momento ocupe, es

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decir, desviada si el núcleo se ha desintegrado y sin variación en el


caso contrario, de tal forma que sea posible hacer su lectura en
cualquier momento posterior. En lugar de haber un experimentador
que mire directamente el indicador, el contador Geiger es
fotografiado. Cuando al fin se revela la fotografía, el experimentador
la mira, sin consultar en ningún momento el contador directamente.
Según Wigner, sólo en esta última etapa del proceso aparece la
realidad, puesto que la realidad debe su creación al acto consciente
de la observación por parte del experimentador o de cualquier otra
persona. De ahí que debamos concluir que antes del examen de la
fotografía, el núcleo, el contador Geiger y la fotografía estaban los
tres en situaciones esquizofrénicas consistentes en la superposición
de los resultados alternativos del experimento, aun cuando el
revelado de la fotografía pueda retrasarse muchos años. Ese
rinconcito del universo tiene que permanecer brujuleando en la
irrealidad hasta que el experimentador (o bien un espectador
curioso) se digne a echar una ojeada a la fotografía.
El verdadero problema surge si se toman dos fotografías sucesivas,
llamémoslas A y B, del contador Geiger al final del experimento.
Puesto que el indicador queda fijado, sabemos que la imagen de A
debe ser idéntica que la de B. El obstáculo aparece si también hay
dos experimentadores, llamémosles Alan y Brian, y Brian ve la
fotografía B antes de que Alan vea la A. Ahora bien, B fue tomada
después de A, pero es examinada antes. La teoría de Wigner exige
que Brian sea aquí el individuo consciente responsable de crear la

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realidad, puesto que es el primero que ve su documento fotográfico.


Supongamos que Brian ve el indicador desviado y afirma que el
núcleo se ha desintegrado. Naturalmente, cuando Alan ve la
fotografía A, ésta presentará igualmente el indicador desviado. La
dificultad es que cuando se tomó la fotografía A, todavía no existía
la fotografía B, ¡de manera que la ojeada de Brian a la fotografía B
causa misteriosamente que A sea idéntica a B aun cuando A fue
tomada con anterioridad a B!
Parece ser que nos vemos obligados a creer en causaciones
retroactivas; al mirar Brian la fotografía, quizá muchos años
después, influye en la operación de la cámara durante la fotografía
anterior.
Pocos físicos están dispuestos a invocar la conciencia como
explicación de la transición del mundo desde la superposición
fantasmal a la realidad concreta, pero la cadena de Von Neumann
no tiene ningún otro final evidente. Podemos considerar sistemas
cada vez mayores, actuando cada cual como una especie de
observador de otro sistema, tomando nota del estado del sistema
menor, hasta que el conjunto del ensamblaje abarque el universo
entero. ¿Qué pasa entonces? Como vimos en el capítulo 5, de hecho
el universo puede describirse como un superespacio de universos: la
superposición de una infinitud de mundos superpuestos. Si nuestro
mundo no es más que una proyección del superespacio, o un corte
tridimensional del mismo, entonces hay que encontrar la forma de
reducir este inmenso haz de mundos del superespacio a esta única

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proyección. Pero como sabemos ahora, esta cristalización en


realidad precisa de un sistema no―cuántico que lo observe. Cuando
nos ocupamos del universo entero ―de toda la creación― no hay,
por definición, nada exterior que pueda observarlo. El universo se
supone que es todo lo que existe y, si todo está cuantificado,
incluido el espacio-tiempo, ¿qué es lo que puede colapsar el cosmos
en realidad sin invocar la conciencia?
Una idea extravagante que ha disfrutado de cierta aceptación entre
los físicos es la propuesta por Hugh Everett en 1957 y desarrollada
por Bryce De Witt, de la Universidad de Texas. La idea básica
consiste en abandonar los aspectos epistemológicos y metafísicos de
la teoría cuántica y aceptar literalmente la descripción matemática.
Se trata de una cuestión sutil que precisa de explicación. Cuando
utilizamos las matemáticas para representar un sistema conocido,
como la trayectoria de un proyectil, la marcha de una economía o
bien para contar ovejas, se supone que los símbolos matemáticos
sustituyen directamente las cosas que representamos (es decir,
proyectiles, dinero u ovejas). Esto también sigue siendo cierto en
buena parte de la física moderna y sin duda en el caso de la
mecánica newtoniana. No obstante, en la interpretación
convencional de la teoría cuántica, no es cierto.
Como hemos explicado en los anteriores capítulos, es necesario
describir el movimiento de las partículas microscópicas mediante
una onda. La onda no es en sí un objeto físico que pueda
imaginarse como una sustancia ni observarse en el laboratorio; es

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una onda probabilística. Además, como hemos señalado en el


capítulo 6, ni siquiera podemos considerar una partícula aislada
como una cosa por derecho propio, con cualidades independientes.
De ahí se sigue que las matemáticas se refieren en este caso a algo
absolutamente abstracto y que realmente sólo proporciona un
algoritmo para calcular los resultados de las observaciones reales.
Según Bohr, las ondas de materia no son en absoluto una cosa,
sino únicamente un procedimiento de cálculo. Bohr sostiene que
«Es un error pensar que la tarea de la física consiste en descubrir
cómo «es» la naturaleza. La física se ocupa de lo que nosotros
podemos decir de la naturaleza». Y según Heisenberg, las
matemáticas «ya no describen el comportamiento de las partículas
elementales, sino sólo nuestro conocimiento de su comportamiento».
La propuesta de Everett y De Witt consiste en restaurar la realidad
de la onda y considerarla una auténtica descripción del mundo. El
precio a pagar por el ascenso de categoría es la supresión de la
paradoja de la medición anteriormente descrita, puesto que no es
necesario que ocurra ninguna especial reducción a una realidad en
el momento de la observación: la realidad ya está ahí. Así pues, la
teoría de Everett considera que las partículas atómicas existen
realmente en unas condiciones concretas y bien determinadas,
aunque sigan estando sometidas a las habituales incertidumbres de
la mecánica cuántica. Esto supone un marcado contraste con la
interpretación de la escuela de Copenhague descrita en el capítulo
6.

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A la vista del tratamiento presentado en el anterior capítulo sobre


las dificultades que conlleva la visión de sentido común de la
realidad, podría parecer extraño que un simple cambio de
perspectiva respecto a las matemáticas restaurase la realidad. El
caso es que la imagen de la realidad de Everett está tan lejos de la
de sentido común como la imagen de la escuela de Copenhague. La
capacidad de las ondas para superponerse y de las condiciones
cuánticas para reconstituirse a partir de una superposición de otros
estados es un elemento ineludible de la física microscópica. En la
teoría de Everett esto se acepta serenamente y se lleva a sus
conclusiones lógicas: si la superposición a modo de onda es real,
también lo es el superespacio. En lugar de suponer que todos los
demás mundos del superespacio son meras realidades potenciales
―mundos fallidos― que se codean con el mundo que nosotros
percibimos pero no adquieren su propia concreción, Everett propone
que esos otros universos existen realmente y son en cada punto tan
reales como el que nosotros habitamos. De hecho, como veremos, es
equivocado pensar que nosotros habitamos un mundo especial del
superespacio: en la teoría de Everett, el propio superespacio es
nuestra morada.
La teoría de Everett se denomina a veces, por razones obvias, la
interpretación en muchos universos de la teoría cuántica y tiene
algunas consecuencias notables, una de las cuales queda bien
ejemplificada en el polarizador y el fotón. Como se ha explicado en el
capítulo anterior, si el polarizador se sitúa en un determinado

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ángulo, el fotón o bien pasará ―en cuyo caso emergerá con


exactamente la polarización del ángulo del polarizador― o bien
quedará bloqueado. En términos de ondas, el estado del fotón antes
de alcanzar el polarizador es una superposición de dos mundos,
uno en que la polarización del fotón es paralela a la del polarizador
y otro en el que es perpendicular. Ahora bien, la interpretación de la
escuela de Copenhague dice que, al alcanzar el polarizador, sólo
uno de estos dos mundos se proyecta fuera del superespacio como
verdadera realidad.
En la teoría de los muchos universos, ambos mundos son reales, de
manera que el hecho de disparar un fotón hacia el polarizador
divide literalmente el universo en dos: uno en el que el fotón pasa y
otro en el que queda bloqueado.
En la exposición anterior, se ha elegido un ejemplo especialmente
simple que sólo admite dos alternativas. No obstante, en general,
habría muchos mundos alternativos posibles como resultado de un
experimento, e incluso podría haber una infinidad de ellos. De ahí
se deduce que, según esta teoría, el mundo está constantemente
escindiéndose en incontables nuevas copias de sí mismo. En
palabras de De Witt: «Debemos imaginar que nuestro universo está
constantemente dividiéndose en un inmenso número de ramas.”
Cada proceso subatómico tiene la facultad de multiplicar el mundo,
a lo mejor un enorme número de veces. De Witt explica: «Cada
transición cuántica que tiene lugar en cada estrella, en cada
galaxia, en cada remoto rincón del universo está dividiendo nuestro

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mundo local en miríadas de copias de sí mismo. ¡Es esquizofrenia


con ganas!”. Además de esta incesante repetición, nuestros propios
cuerpos forman parte del mundo y también se dividen una vez tras
otra. No sólo nuestro cuerpo, sino nuestro cerebro y, cabe presumir,
nuestra conciencia se multiplica repetidamente, convirtiéndose cada
copia en un ser humano pensante y sintiente que habita en otro
universo muy parecido al que vemos a nuestro alrededor.
La idea de que el propio cuerpo y la propia conciencia se dividan en
miles de millones de copias es, como mínimo, sorprendente, pero los
partidarios de esta teoría han argumentado que el proceso de
escisión es absolutamente inobservable, porque las réplicas de
conciencias no pueden comunicarse de ninguna manera entre sí. De
hecho, los distintos mundos del superespacio están todos
absolutamente desconectados en lo que respecta a comunicación. A
ningún individuo le es posible dejar un mundo y visitar su copia en
otro; ni siquiera podemos echar una ojeada a cómo es la vida en
todos esos otros mundos.
Si no podemos ver esos otros mundos ni visitarlos, ¿dónde están?
Los autores de ciencia-ficción han inventado muchas veces mundos
«paralelos» que supuestamente coexisten «al lado» del nuestro o que
de alguna manera se interpenetran con el nuestro. En un
determinado sentido, mucha gente tiene una imagen del cielo en
forma de mundo alternativo que coexiste con el nuestro, pero que
no ocupa el mismo tiempo ni espacio físico. A veces se ha intentado
explicar los fantasmas como supuestas imágenes de algún otro

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mundo momentáneamente vislumbradas por personas dotadas de


especiales capacidades sensoriales. Por lo que se refiere al científico,
nuestro mundo se percibe como cuatridimensional (tres
dimensiones en el espacio y la cuarta en el tiempo), pero con
frecuencia se injertan otras dimensiones, sea por conveniencia
matemática o bien, como ocurre en el caso del superespacio de
Everett, como modelo de la realidad. Desde el punto de vista
matemático, estas extra dimensiones son fáciles de manejar,
aunque pueda costar visualizarlas físicamente. Irónicamente, en
lugar de paralela a nuestro espacio, toda extra dimensión de que no
somos conscientes se describe matemáticamente como
perpendicular a las nuestras.
Para entender esta cuestión, imaginemos las sensaciones de una
criatura absolutamente plana ―llamémosle una hojuela― que vive
en una superficie bidimensional, como es la de una mesa o de un
balón.
Para la hojuela todo su mundo consiste en esta superficie
bidimensional y no puede percibir arriba ni abajo. En el mundo de
la hojuela, las cosas tienen una extensión que se describe con la
longitud y el área, pero no existe la idea de volumen. Con nuestra
percepción superior, nosotros vemos que la hojuela está en realidad
incrustada en un espacio mayor que se extiende
perpendicularmente a ella y a su superficie. Nosotros vemos que
hay un dentro y un fuera del balón, idea que se puede enseñar a
comprender y describir a la hojuela mediante las matemáticas, pero

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que tendrá dificultades en visualizar en términos de sus conceptos


físicos habituales.
De manera similar, si existieran en el espacio otras direcciones
perpendiculares a la altura, la longitud y la anchura, las
limitaciones de nuestra percepción nos impedirían el conocimiento
directo de estas dimensiones, aunque pudiéramos inferir su
existencia utilizando las matemáticas y la experimentación. En el
modelo del mundo de Everett, el espacio es un mero sub espacio
tridimensional del superespacio, que en realidad contiene infinitas
direcciones perpendiculares, lo cual es una idea completamente
imposible de visualizar, pero con un sólido fundamento matemático.
Aunque no podamos percibir todos esos otros mundos, su
existencia conduce de manera harto natural a las propiedades
estadísticas de los sistemas cuánticos que, en la interpretación
habitual de la teoría cuántica, surge como un elemento inherente a
la naturaleza que carece de explicación. Como hemos explicado,
normalmente utilizamos los conceptos estadísticos y de
probabilidades cuando carecemos de información pormenorizada
sobre un sistema.
Por ejemplo, cuando lanzamos una moneda, puesto que no
conocemos al detalle la velocidad de rotación, la altura del
lanzamiento, etc., sólo podemos decir que hay el cincuenta por
ciento de probabilidades de que salga cara o cruz. Por tanto, la
incertidumbre es realmente la exacta medida de nuestra ignorancia.
En la teoría cuántica, la incertidumbre es absoluta, pues ni siquiera

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el más detallado conocimiento del estado de un núcleo atómico


radiactivo, pongamos, consigue predecir con exactitud cuándo se
desintegrará. La teoría de los muchos universos aporta una nueva
perspectiva a esta indeterminación fundamental. La información
que habría conducido a la total predictibilidad queda, por así
decirlo, oculta para nosotros en los otros mundos a que no tenemos
acceso.
Por tanto, el superespacio en su totalidad es completamente
determinista; el elemento aleatorio procede de que nosotros
solamente tenemos acceso a una diminuta porción del todo.
Entendiendo el universo real como todo el superespacio, se ve que
Dios, a fin de cuentas, no juega a los dados. El juego del azar no
procede de la naturaleza, sino de nuestra percepción de la
naturaleza. Nuestra conciencia trenza una ruta aleatoria a lo largo
de las trayectorias constantemente ramificadas del cosmos, como si
fuéramos nosotros, y no Dios, quienes jugásemos a los dados.
Muchos de los otros mundos son muy parecidos al nuestro,
diferenciándose tan sólo en el estado de unos cuantos átomos.
Estos mundos contienen individuos conscientes virtualmente
indiferenciables de nosotros en cuerpo y entendimiento, que poseen
existencias casi paralelas a las nuestras. De hecho, estos
duplicados casi exactos comparten con nosotros precursores
comunes, pues en el pasado las ramas convergen y se fusionan. De
modo que lo que comienza en el nacimiento como una conciencia se
multiplica innumerables millones de veces hasta la muerte.

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No todos los demás mundos están habitados por otros nosotros, sin
embargo. En algunos, las trayectorias ramificadas conducen a la
muerte prematura. En otros, nunca habrá ningún nacimiento,
mientras que también existen aquellos que pueden haber quedado
tan desviados del mundo de nuestra experiencia que allí no es
posible ninguna clase de vida. Este tema lo completaremos en el
siguiente capítulo.
¿Qué podemos decir sobre esas otras regiones del superespacio de
las que no somos más que una diminuta muestra? ¿Qué ocurre en
todos esos otros mundos? En el capítulo 1 decidimos que ciertos
procesos, como el lanzamiento de una bola, son relativamente poco
sensibles a los pequeños cambios de las condiciones iniciales,
mientras que otros, como el movimiento de un conjunto de bolas de
billar, pueden verse drásticamente afectados por la menor variación
de la velocidad o del ángulo de la bola que impele el taco. En el
superespacio, la indeterminación cuántica dará lugar a que las
bolas, y todo lo demás, sigan trayectorias ligeramente inciertas.
Cada uno de los mundos del superespacio es una realidad distinta
con su propia trayectoria de la bola, de manera que cada punto
representa un universo genuino, ligeramente distinto de los
inmediatos. En muchos casos, cuando las pequeñas perturbaciones
no crean diferencias cualitativas, los mundos serán casi
indistinguibles, pero cuando el proceso en cuestión está
delicadamente equilibrado en las escalas del azar, los mundos
alternativos se diferencian de modo notable.

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Un ejemplo importante de cómo influyen drásticamente los


fenómenos cuánticos en el mundo de nuestra experiencia es el
efecto de la radiación sobre el material genético. La composición de
toda la materia viviente de la Tierra está controlada por la larga
cadena molecular denominada ADN, que consiste en una doble
hélice de átomos ordenados de manera compleja. Si el modelo
ordenador se altera, el código genético cambia y el ADN no se
reproduce de la forma adecuada. Si el ADN alterado es de las
células del huevo o del esperma, la descendencia sufrirá una
mutación. El ADN puede dañarse de muchos modos, pero una
amenaza universal es la radiación cósmica: partículas subatómicas
con mucha energía que acribillan la Tierra desde el espacio exterior.
El impacto de cualquier partícula cargada sobre la molécula de ADN
tiene como resultado una mutación del código genético.
Las mutaciones son vitales para la evolución, porque proporcionan
una diversidad de formas alternativas entre las que la naturaleza
selecciona o destruye según la eficiencia de cada una. Pero, en lo
tocante a una persona individual, la mutación puede ser un
desastre. Está claro que la presencia de una mutación es una
cuestión enormemente delicada, pues depende de que una partícula
subatómica colisione con determinada parte de una molécula. La
partícula bien puede haber sido producida como efecto secundario,
en la alta atmósfera, cuando una partícula primaria se estrelló
contra los átomos del aire. De ahí se sigue que incluso un simple
cambio infinitesimal en el ángulo de salida de la partícula bastaría

Colaboración de Sergio Barros 235 Preparado por Patricio Barros


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para que no acertara con la exacta molécula situada millas abajo y


que la mutación no se produjese. De manera que vemos que los
accidentes genéticos son enormemente inestables con respecto a los
pequeños cambios subatómicos y que los mundos vecinos del
superespacio podrían ser muy distintos por lo que se refiere a una
persona mutante. Además, si la mutación engendra alguna cualidad
superior ―tal como mayor capacidad literaria, militar o científica―,
el mundo habitado por el mutante puede ser drásticamente
modificado por su influencia. Recíprocamente, figuras de vital
importancia histórica habrán sufrido en los mundos vecinos
mutaciones deletéreas y no sobresaldrán.
Retrocediendo mucho en el tiempo, cambios muy pequeños pueden
haber dado lugar a grandes diferencias actuales. Por ejemplo, en un
mundo donde le hubiera ocurrido un accidente a uno de nuestros
antepasados hace diez mil años, todos sus descendientes
actualmente vivos, que pueden sumar miles de personas, no
existirían. Tomando otro ejemplo, cambios inmensamente pequeños
en el movimiento de los planetas o de los residuos rocosos que hay
entre ellos pueden alterar la ruta de un asteroide próximo e
inofensivo dando lugar a un horroroso cataclismo.
Adoptando la visión más amplia posible del superespacio, da la
sensación de que toda situación a que se pueda llegar siguiendo
cualquier trayectoria por retorcida que sea, ocurrirá a la postre en
alguno de esos otros mundos. Cada átomo tiene a su disposición,
por obra del azar cuántico, miles de millones de trayectorias, y en la

Colaboración de Sergio Barros 236 Preparado por Patricio Barros


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teoría de los muchos mundos se acepta que todas, y por tanto


cualquier ordenación atómica, ocurrirá en alguna parte. Habrá
mundos que no tengan Tierra, ni Sol, ni siquiera Vía Láctea. Otros
pueden ser tan distintos del nuestro que no existan estrellas ni
galaxias de ninguna clase. Algunos universos serán completamente
oscuros y caóticos, con agujeros negros que se tragarán al azar el
material desperdigado, mientras que otros estarán quemados por
las radiaciones.
Existirán universos que en apariencia tengan el mismo aspecto que
el nuestro, pero con distintas estrellas y planetas. Incluso aquellos
que, en esencia, cuenten con la misma ordenación astronómica
contendrán distintas formas de vida: en muchos, no habrá vida
sobre la Tierra, pero en otros la vida habrá prosperado a mayor
velocidad y existirán sociedades utópicas. Y aún otros habrán
sufrido la total destrucción bélica, mientras que en algunos toda la
Vía Láctea estará colonizada por extraterrestres, incluida la Tierra.
De hecho, virtualmente, las alternativas posibles no tienen ningún
límite.
Esta vasta multiplicidad de realidades plantea una intrigante
pregunta: ¿por qué nos hallamos nosotros viviendo en «este»
universo concreto y no en cualquier otro de las miríadas que hay de
ellos?
¿Tiene éste algo de especial o bien nuestra presencia aquí se debe al
puro azar? Por supuesto, en la teoría de Everett, también vivimos en
otros muchos universos, si bien sólo una pequeña fracción de ellos

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está habitada, pues hay muchos que no permiten la vida. ¿Cuántas


de las características que nos rodean son necesarias para que exista
la vida? Estos problemas se abordarán en el siguiente capítulo.

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Capítulo VIII
El principio antrópico

¿Por qué está este mundo organizado así? El universo que


habitamos es un lugar muy especial, dotado de una estructura muy
elaborada y de una actividad compleja.
¿Tiene algo de particular la ordenación de la materia y la energía
que realmente observamos en comparación con la que hubiera
podido tener? Dicho en otras palabras, entre la infinitud de mundos
alternativos que nos rodean en el superespacio, ¿por qué nuestras
mentes conscientes perciben este mundo concreto en lugar de
cualquier otro?
Las cuestiones de selección y probabilidad siempre deben abordarse
con cuidado. Si se baraja un mazo de cartas y se reparte, el juego
que recibe cada jugador es a priori sobrecogedoramente improbable;
es decir, si se intenta predecir el juego antes de barajar, las
posibilidades de acertar son enormemente pequeñas. Sin embargo,
claro está, no consideramos que cada reparto de cartas constituya
un milagro. Por regla general, todo conjunto de cartas se parece
mucho a otro y con frecuencia nada tiene de particular cualquier
selección concreta hecha al azar. No obstante, si recibimos un palo
completo deberemos considerarlo una ocurrencia enormemente
rara, pues la serie del palo tiene una significación superior a la de
cualquier otra secuencia menos estructurada de cartas. Del mismo
modo, ganar una rifa suele tenerse por un suceso afortunado,

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porque el número ganador, en nada más notable que cualquier otro,


tiene una significación especial.
En el tratamiento religioso tradicional de la cuestión del orden
cósmico, suele suponerse que el mundo fue hecho por Dios con la
estructura concreta que conocemos, precisamente con objeto de
colonizarlo con seres humanos. La Biblia presenta una descripción
directa de cómo se llevó a cabo la obra: en primer lugar, se puso la
luz, luego el firmamento en medio de las aguas; las aguas se
dividieron entre las que están bajo el firmamento y las que están
sobre el firmamento, y las situadas bajo el firmamento se
congregaron en un lugar; apareció la tierra seca y, por último, la
Tierra fue dotada de plantas y animales. De este modo, Dios creó las
condiciones necesarias para el sostenimiento de la vida humana.
Un examen de la vida sobre la Tierra pone de manifiesto cuán
delicadamente equilibrada está nuestra existencia en la balanza del
azar. Hay una larga lista de prerrequisitos indispensables para la
supervivencia de nuestra especie. En primer lugar, debe haber un
abundante suministro de los productos químicos que componen la
materia bruta de nuestro cuerpo: carbono, hidrógeno, oxígeno, así
como algunas pequeñas pero vitales cantidades de elementos más
pesados como el calcio y el fósforo. En segundo lugar, no debe haber
peligro de contaminación por obra de otros productos químicos
venenosos: no nos convendría una atmósfera de metano ni de
amoníaco como la que hay en otros muchos planetas. En tercer
lugar, precisamos un abanico de temperaturas bastante estrecho,

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de modo que la química de nuestro cuerpo pueda funcionar al ritmo


adecuado. Sin un vestuario especial, es dudoso que los seres
humanos puedan sobrevivir mucho tiempo fuera de las
temperaturas comprendidas entre los 5 y los 40 grados centígrados.
En cuarto lugar, se necesita provisión de energía libre, que en
nuestro caso proporciona el Sol. Es importante que esta provisión
de energía se mantenga estable y no sufra grandes fluctuaciones, lo
que no sólo exige que el Sol continúe ardiendo con extraordinaria
uniformidad, sino también que la órbita de la Tierra sea casi
circular para evitar acercamientos y alejamientos de la superficie
solar. Un quinto requisito es que la gravedad de la Tierra sea lo
bastante fuerte para evitar que la atmósfera se disperse en el
espacio, pero lo bastante débil para que podamos movernos con
facilidad y, en ocasiones, caernos sin lesiones fatales.
Un examen más detallado muestra que la Tierra está dotada de
«servicios» aún más asombrosos. Sin la capa de ozono situada sobre
la atmósfera, los mortales rayos ultravioletas del sol nos destruirían
y, de faltar el campo magnético, las partículas subatómicas
cósmicas diluviarían sobre la superficie terrestre. Teniendo en
cuenta que el universo está lleno de violencia y cataclismos, nuestro
pequeño rincón del cosmos disfruta de una apacible tranquilidad. A
quienes creen que Dios hizo el mundo para la humanidad, todas
estas condiciones de ningún modo deben parecerles casuales, sino
el reflejo de un medio ambiente cuidadosamente preparado para que
los humanos puedan vivir cómodamente, un ecosistema

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preestablecido al que la vida se ajusta de manera natural e


inevitable: una especie de mundo hecho a nuestra medida.
El significado de estas «coincidencias» se alteró espectacularmente
al descubrirse que la vida de la Tierra no es estática, sino que está
en constante evolución. Entonces fue posible, a partir de la teoría
evolucionista de Darwin, dar la vuelta al problema y preguntarse, no
por qué está la Tierra tan bien conformada para la vida, sino por
qué la vida se adapta tan bien a la Tierra. La mutación y la
selección natural aportaron la respuesta: los organismos que por
cambios aleatorios resultan ser más acordes con las condiciones
prevalecientes tienen ventajas selectivas en las contingencias de la
supervivencia, y tenderán a proliferar a expensas de sus vecinos
peor adaptados. Por ejemplo, de haber sido la gravedad mayor, eso
hubiera favorecido el desarrollo de las criaturas parásitas de menor
tamaño dotadas de huesos más fuertes. Una temperatura ambiente
más alta hubiera fomentado el desarrollo de aletas refrescantes y de
otros medios de controlar el calor. Por tanto, en muchos sentidos,
después de todo, la Tierra no tiene nada de especial, en lo tocante a
la vida. De haber sido las condiciones distintas, también nosotros
seríamos distintos.
Sin embargo, no es posible sostener que hubiéramos evolucionado
para adaptarnos a cualesquiera circunstancias, pues existen ciertos
límites y requisitos absolutos sin los cuales la vida es imposible.
Por ejemplo, es dudoso que pueda haber vida en un planeta sin
atmósfera (como es el caso de la Luna) o bien con una temperatura

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superior a la de la ebullición del agua.


También cuesta imaginar la vida alrededor de un sol de costumbres
excéntricas: conocemos muchas estrellas que fulguran de forma
impredecible y que incluso explotan.
Al estimar que el Sol es una estrella típica, apreciamos la vida sobre
la Tierra desde una perspectiva más cósmica. Hay estrellas de todas
clases de tamaños, masas y temperaturas, y aunque nuestro Sol es
un enano entre las estrellas, no se desconocen otras de su mismo
tamaño. Hay tantos miles de millones de estrellas (quizás infinitas)
que aun cuando la vida sea un accidente increíblemente raro es
indudable que ocurrirá en último término en puntos sueltos del
universo. La vida que ha surgido en la Tierra es una simple
consecuencia del hecho de que es más probable que el accidente
ocurra en un planeta cuyas condiciones son óptimas. De ahí
podemos sacar la conclusión de que nuestra localización en el
cosmos no es aleatoria, sino que está seleccionada por las
condiciones necesarias para que estemos aquí. Esta importante
conclusión, que muchas veces se da por supuesta, puede ser vital
para nuestra visión de nosotros mismos y de nuestro lugar dentro
del gran orden.
Si aplicamos a nuestra localización en el superespacio el mismo
razonamiento que a nuestra localización en el espacio, podemos
concluir que muchísimos otros rasgos del mundo deben ser
consecuencia de esta selección biológica. Como sólo un magro
subconjunto de todos los mundos posibles puede sostener la vida,

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la mayor parte del superespacio estará deshabitada. El mundo en


que vivimos es, inevitablemente, el mundo que vivimos.
Este tipo de razonamiento se conoce, con cierta grandiosidad, como
el principio «antrópico». Su significación depende de cuál sea la
interpretación de la teoría cuántica que adoptemos. Según la
interpretación convencional de la escuela de Copenhague, esbozada
en anteriores capítulos, sólo existe «realmente» nuestro mundo,
siendo las demás regiones del superespacio «mundos» fallidos:
alternativas potenciales que la naturaleza, por capricho casual, ha
rechazado. En cuyo caso no podemos afirmar que nuestra propia
existencia explique la estructura y la organización del universo (al
menos en la medida en que afecta a la supervivencia de la vida
inteligente) porque eso supondría un razonamiento circular:
estamos aquí porque las condiciones son las adecuadas y las
condiciones son las adecuadas porque estamos aquí. Todo lo que
puede aportar el principio antrópico es un comentario sobre lo
afortunado que resulta el que estemos aquí. Si una cantidad
inmensamente mayor de mundos alternativos no puede mantener la
vida inteligente, entonces pasarán inadvertidos, sin que ningún
cosmólogo se extrañe de su grado de improbabilidad. Así que
deberíamos considerarnos inmensamente afortunados por el hecho
de estar vivos, y deberíamos ver nuestra existencia como un
accidente enormemente improbable.
Por otra parte, en la interpretación de la teoría cuántica de Everett,
la de los muchos universos, todos los demás mundos del

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superespacio son reales y todos tienen el mismo grado de existencia.


Si la vida es algo muy delicado, entonces la mayor parte de estos
mundos están desprovistos de observadores. Sólo el nuestro y los
muy similares tendrán espectadores. En tal caso, nosotros,
mediante nuestra presencia, hemos seleccionado el tipo de mundo
en que habitamos entre una infinita variedad de posibilidades. El
que esto se considere o no una verdadera explicación del mundo
depende del sentido que demos a la palabra.
Si entendemos por explicación la identificación de la causa de algo,
entonces, dada la forma habitual de entender la causalidad, no
podemos decir que el universo esté verdaderamente causado por la
vida, puesto que la vida es posterior.
Pero si «explicación» significa un marco de referencia para
comprender, entonces la teoría de los muchos universos aporta una
explicación de por qué las muchas cosas que nos rodean son como
son. Exactamente igual que podemos explicar por qué vivimos en un
planeta próximo a una estrella estable, señalando que sólo en
semejante localización puede formarse la vida, así también podemos
explicar muchos de los rasgos más generales del universo mediante
este proceso de selección antrópica. En resumen, las dos
interpretaciones de la teoría cuántica se remiten bien al azar o bien
a la elección para explicar el mundo.
¿Hasta qué punto exactamente es delicado el equilibrio de la vida en
la balanza del azar y con qué amplitud pueden variar las
características de nuestro universo sin que éste deje de existir?

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Sobre todo, ¿hasta qué punto son distintos los demás mundos del
superespacio? ¿Sería posible que casi todos ellos, pese a todas las
variaciones disponibles, acabaran por parecer muy similares al
nuestro?
Para responder a la primera de estas preguntas es necesario
determinar cuál es el tamaño de la fracción habitable de todos los
mundos posibles. Desde un principio, debemos volver a subrayar
que la naturaleza del mundo depende de dos cosas: las leyes de la
física y las condiciones iniciales. En el capítulo 1 se explicó que la
forma de la trayectoria que sigue una bola lanzada al aire está
determinada (despreciando los efectos cuánticos) tanto por las leyes
del movimiento newtoniano como por el ángulo y la velocidad de
lanzamiento. Puesto que las leyes de la física se consideran
absolutas, debemos esperar que también se cumplan en los demás
mundos del superespacio. Por el contrario, las condiciones iniciales
que acompañan a todo proceso concreto no serán las mismas en los
demás sitios, puesto que en eso precisamente consiste la diferencia
entre los distintos mundos.
Dos problemas plantean dividir las influencias en condiciones
iniciales y leyes físicas. El primero es que en cosmología, donde el
objeto de estudio es todo el universo, no tiene mucho sentido hablar
de una ley física. Una ley se caracteriza por ser una propiedad que
se aplica repetida e infaliblemente a un gran número de sistemas
idénticos, pero como sólo hay un universo accesible a nuestra
observación no podemos comprobar si se comporta (como un todo)

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de acuerdo a alguna ley. Por ejemplo, ¿es una ley o tan sólo un
rasgo accidental que la temperatura del espacio (muy alejado de las
estrellas) sea alrededor de tres grados absolutos? ¿Pudiera ser otra
su temperatura? Sólo si pudiéramos ver los otros mundos del
superespacio y comprobar que estos rasgos, supuestamente
similares a las leyes, se manifiestan también allí, se podría
establecer alguna ley cosmológica. El segundo problema consiste en
que, lo que para una generación es una ley fundamental de la física
puede convertirse en la siguiente generación, con un conocimiento
científico superior, en un simple caso especial de alguna ley aún
más fundamental. Un ejemplo conocido se refiere a la noche y el
día. Para los antiguos era una ley de la naturaleza, de la misma
categoría que las demás leyes, que el día tiene infaliblemente
veinticuatro horas de duración.
Gracias a nuestros superiores conocimientos de mecánica, sabemos
ahora que nada hay de fundamental en el período de veinticuatro
horas y que la duración del día puede variar y de hecho varía. Las
variaciones son muy ligeras (aunque fáciles de medir con los
modernos relojes atómicos) en la duración de una vida humana,
pero a lo largo de las escalas de tiempo geológicas la duración del
día ha aumentado en varias horas. Cuando se trata de pensar en
otros mundos del superespacio, tenemos que decidir qué rasgos de
nuestro mundo tienen posibilidades de variar, es decir, cuáles son
los rasgos incidentales, como la duración del día terráqueo, y cuáles
son los verdaderamente básicos. Como no sabemos cuáles de

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nuestras leyes más generales son únicamente casos especiales, la


estrategia más segura consiste en, primero, tener en cuenta las
variaciones de las cosas que sabemos que son incidentales y, luego,
conceder que las leyes actualmente aceptadas pueden variar,
teniendo presente la naturaleza especulativa de nuestro análisis.
El tipo de pregunta a la que nos gustaría contestar es si podríamos
vivir en un universo donde la temperatura del espacio fuera de
trescientos en lugar de ser de tres grados. Para responder a
semejante pregunta es menester tener una idea concreta de qué
entendemos por «nosotros». Si «nosotros» significa vida inteligente
con la forma que se encuentra en la Tierra, la respuesta es
probablemente no: haría demasiado calor para que la vida terrestre
pudiera desarrollarse en ninguna parte del universo.
Por otra parte, puede haber formas de vida absolutamente distintas
de las bioformas terrestres, tal vez basadas en procesos
completamente distintos, que podrían sobrevivir e incluso florecer
en condiciones enormemente distintas de las que reinan en la
Tierra. La vida terráquea se basa en el carbono, que tiene la
importante propiedad química de formar cadenas con sus átomos y
con otros átomos, como el hidrógeno y el oxígeno, según una
enorme variedad de formas. La clave de la vida es la complejidad,
pues sin un enorme número de variaciones posibles entre los
organismos vivos, no habría evolución.
La vida debe ser capaz de adaptarse en un número casi ilimitado de
formas a las condiciones prevalecientes y, como ya hemos explicado,

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esto acontece mediante ocasionales errores aleatorios en la


estructura química de un individuo. Luego de un gran número de
errores inútiles, la especie sufre una pequeña variación que dota a
los organismos individuales con algunos rasgos que se adaptan
mejor al medio ambiente del momento. De este modo, a lo largo de
miles de millones de pasos, se ha desarrollado la inteligencia sobre
la Tierra.
La necesidad de una complejidad suficiente limita en gran medida
los elementos químicos disponibles para servir de base a la vida:
quizás el carbono sea el único, aunque a veces se ha propuesto
como posibles la silicona y el estaño.
El problema es que no existe ninguna definición auténtica de la
vida. Los sistemas vivos son ejemplos de materia y energía
organizadas en niveles de extrema complejidad, pero no existe
ninguna clase de frontera entre lo vivo y lo no-vivo. Los cristales,
por ejemplo, son estructuras muy organizadas capaces de
reproducirse, pero no los consideramos vivos.
Las estrellas son sistemas con una organización compleja y
elaborada, pero normalmente no se las considera vivas. Tal vez
nuestra visión de la vida sea demasiado estrecha: puede haber
sistemas complejos en otras regiones del universo que no tengan el
menor parecido con los organismos vivos presentes en la Tierra y
que, sin embargo, sean en todos los aspectos tan vivos como
nosotros. Una de las especulaciones sobre estas formas de vida
extravagantes la hizo el astrónomo Fred Hoyle en su novela de

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ciencia-ficción The Black Cloud (La nube negra). El sujeto de la


conjetura de Hoyle son las grandes nubes de gases, sobre todo de
hidrógeno, que vagabundean por el espacio interestelar. Las nubes
de gases no se parecen en nada a las nubes de la Tierra y, desde el
punto de vista de las normas terrestres, son demasiado tenues,
pues sólo contienen unos mil átomos por centímetro cúbico, que es
una millonésima de billonésima de la densidad del aire y que, por
tanto, se considera vacío en el laboratorio. Sin embargo, en el vacío
casi perfecto del espacio, las nubes son cuerpos muy sustanciales y
dispersan una gran cantidad de luz.
En la novela, Hoyle sostiene que algunas de estas nubes en realidad
tienen vida, en el sentido de que tienen motivaciones y controlan
sus movimientos lo mismo que una ameba; poseen una compleja
organización interna, incluidas capacidades intelectuales muy
superiores a las humanas.
Todas las formas de vida química son esencialmente de naturaleza
electromagnética; es decir, las fuerzas que controlan los procesos
químicos de nuestros cuerpos son fuerzas eléctricas y magnéticas
que actúan entre los átomos. Pero el electromagnetismo sólo es una
de las cuatro fuerzas conocidas de la naturaleza. Existen, además,
la gravedad y dos fuerzas nucleares, conocidas como la fuerte y la
débil. Es importante no excluir la posibilidad de una vida basada en
estas otras fuerzas en cualquier valoración general de las
condiciones necesarias para que surja vida. No obstante, al menos
desde una perspectiva superficial, las otras tres fuerzas no parecen

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ser un fundamento realista para la vida. La gravedad es tan débil


que sólo las masas astronómicas despliegan fuerzas significativas.
Una galaxia o, en el mejor de los casos, un conglomerado de
estrellas parece ser el único tipo de sistema organizado por la
gravedad que conocemos. ¿Puede, en algún sentido, estar viva una
galaxia? Cuesta reconocer que tal pueda ser el caso. Al margen de
todo lo demás, la luz, que es lo más rápido, necesita decenas de
millares de años para cruzar una galaxia, lo que quiere decir que,
según la teoría de la relatividad, la galaxia solamente puede
desplegar formas de comportamiento integrado a esa escala
temporal. Dicho de otra manera, el tiempo que tarda en «pensar» la
Vía Láctea es de unos 100.000 años, de modo que cualquier
actividad organizada ha de ser aún más lenta, lo que desde
cualquier punto de vista resulta de una gran indolencia.
Las fuerzas nucleares también tienen sus problemas. Los núcleos
atómicos son cuerpos compuestos ligados por la fuerza fuerte, de
modo que a primera vista parecen moléculas en que los átomos
están unidos por fuerzas electromagnéticas. El parecido sólo es leve,
empero. Los núcleos constan de dos tipos de partículas: unas
llamadas protones, que tienen carga eléctrica, y otras llamadas
neutrones, que no tienen carga eléctrica. Ambos tipos experimentan
una fuerte atracción nuclear que las mantiene apretadas. Un núcleo
pesado, como el de los átomos de uranio, tiene unas doscientas
partículas cohesionadas del modo descrito. La razón de que la vida
nuclear parezca imposible radica en el equilibrio de fuerzas del

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interior del núcleo. La fuerza nuclear fuerte trata de unir las


partículas, pero la fuerza eléctrica de los protones constituye una
influencia contrarrestante y desorganizante, puesto que cada protón
repele eléctricamente a todos los demás al mismo tiempo que los
atrae mediante la fuerza nuclear. Aunque la atracción nuclear es
mucho más fuerte que la repulsión eléctrica, tiene un campo de
acción muy corto y se reduce prácticamente a nada en cuanto las
partículas se separan más de una diez billonésima de centímetro.
Esto significa que el protón o neutrón sólo atrae a sus vecinos más
próximos, mientras que la repulsión entre los protones actúa sobre
todos los protones del núcleo, puesto que su acción sólo disminuye
gradualmente con la distancia. La disparidad de ámbitos de acción
favorece, pues, a la repulsión eléctrica sobre la atracción nuclear en
los núcleos que contienen muchos protones.
Si la repulsión eléctrica total crece hasta ser lo bastante fuerte,
puede imponerse a la fuerza aglutinante de la atracción nuclear, y el
núcleo explotará. Para ayudar a que las fuerzas se mantengan en
una situación de equilibrio, un núcleo pesado, que contiene muchos
protones, cuenta con la ayuda de los neutrones, que pueden
colaborar al proceso aglutinante sin hacerlo a la repulsión eléctrica,
dado que son eléctricamente neutros. Por eso los núcleos ligeros
suelen contener el mismo número de protones y de neutrones (por
ejemplo, el oxígeno contiene ocho de cada clase), pero el uranio, el
elemento más pesado que se encuentra en estado natural en la
Tierra, tiene noventa y dos protones y hasta ciento cincuenta

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neutrones. Se conocen núcleos con aún mayor número de protones


pero, al igual que el uranio, son radiactivos y se desintegran
espontáneamente. Sin duda, hay un límite para el número de
neutrones que pueden resolverle al núcleo este tipo de problemas, y
el origen de esta nueva inestabilidad tiene relación con el otro tipo
de fuerza nuclear, la llamada fuerza débil.
La fuerza débil es mucho más débil que el electromagnetismo y su
campo de acción es tan pequeño que nunca se ha medido como
extensión finita. No juega ningún papel en mantener unidas las
partículas; su actividad parece reducirse, por el contrario, a hacer
que las partículas subatómicas se desperdiguen o desintegren. El
ejemplo más espectacular lo constituye, de hecho, el neutrón. Si un
neutrón se libera de un núcleo, al cabo de unos quince minutos
explota convirtiéndose en un protón, un electrón y otro tipo de
partícula denominada neutrino. Esta rápida defunción se evita,
dentro de los confines del núcleo, gracias a un principio cuántico
fundamental denominado principio de exclusión de Pauli, del que ya
hemos hablado en el capítulo 4, que dice que como todos los
protones son idénticos, ningún protón puede (dicho sin rigor)
ocupar el mismo estado cuántico.
Es decir, las ondas de dos protones no pueden superponerse
demasiado, lo que en términos físicos significa que no pueden
acercarse demasiado. Por eso, si un neutrón intenta descomponerse
en protón, no habrá ningún sitio adonde pueda ir el protón al estar
previamente ocupados todos los emplazamientos disponibles del

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núcleo. En consecuencia, se impedirá la desintegración.


La estructura del núcleo es similar en cierto sentido a la del átomo:
los electrones del átomo están confinados a determinados niveles
energéticos y tanto los protones como los neutrones están también
confinados a niveles energéticos dentro del núcleo. Cuando los
niveles inferiores están ocupados, una partícula adicional sólo
puede acomodarse en el núcleo ocupando uno de los niveles
energéticos superiores. En la mayor parte de los núcleos, el neutrón
no tiene la bastante energía para colocar al protón en uno de esos
niveles energéticos altos, pero si un núcleo adquiere demasiados
neutrones entonces este problema queda solventado. La razón es
que los neutrones están también sometidos al principio de Pauli, de
tal modo que los sobrantes deben encontrar localizaciones de alto
nivel energético. En esta elevada posición, tendrán la suficiente
energía, de tal modo que, al descomponerse, el protón quedará en
una posición vacante de alta energía. De ahí se sigue que los
núcleos ricos en neutrones son inestables y se convierten
espontáneamente en núcleos con más protones, mientras que los
núcleos ricos en protones son eléctricamente inestables y tienden a
escindirse. Estos dos tipos de inestabilidad conducen a dos tipos de
radiaciones, conocidas, respectivamente, como beta y alfa. Entre
ambas consiguen que no pueda existir por mucho tiempo ningún
núcleo con más de un par de centenares de partículas. Lo cual de
ningún modo se acerca al nivel de variedad y complejidad necesario
para la materia viva.

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En conclusión, parece que la fuerza electromagnética es la única


capaz de producir cuerpos compuestos con la bastante complejidad
para que satisfagan cualquier definición razonable de vida.
Llegamos, pues, a la definición de la vida como energía
electromagnética organizada, probablemente mediante enlaces
químicos. De ahí se sigue que adoptaremos una perspectiva
conservadora y supondremos que la única clase de vida que puede
existir es similar a la que se encuentra en la Tierra.
Volviendo a las condiciones de los otros mundos del superespacio y
a su aptitud para la vida, en primer lugar es necesario situar el
asunto en una perspectiva cósmica.
No nos interesan los otros universos donde no hay vida sobre la
Tierra, aunque ocurra en otros lugares; nuestra principal
preocupación es si la vida puede formarse en algún lugar de un
universo alternativo particular. Según nuestra comprensión actual
de la astronomía, el Sol es una estrella típica, de manera que
podemos esperar, por razones de orden general, que otras estrellas
similares tengan vinculados cuerpos planetarios como los del
sistema solar.
Los planetas son demasiado pequeños para verlos ni siquiera con
los telescopios más potentes, de modo que sólo tenemos pruebas
indirectas de su existencia en otros sistemas estelares. A pesar de
eso, por lo que se sabe de cómo se forman las estrellas y por la
existencia de versiones en miniatura del sistema solar alrededor de
Júpiter y Saturno (ambos tienen varias lunas), se considera

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probable que la mayoría de las estrellas tengan planetas, algunos de


ellos inevitablemente parecidos a la Tierra. Nuestra galaxia, la Vía
Láctea, contiene alrededor de cien mil millones de estrellas
agrupadas formando una gigantesca espiral, que es una forma
característica de las miles de millones de galaxias repartidas por el
universo. Esto significa que la Tierra no tiene nada de especial, por
lo que probablemente la vida tampoco sea un fenómeno
extraordinario. Si bien no tenemos pruebas que lo demuestren,
sería sorprendente que la vida no estuviera muy extendida por el
universo, aunque fuese en forma bastante dispersa. El número de
estrellas es tan grande que aun cuando la vida sea algo muy
improbable, seguiría siendo probable que se hubiera producido en
algún otro sitio. Si existen otros universos en los que no puede
formarse vida, se deberá a que las condiciones globales no son las
adecuadas y a que la estructura a gran escala de esos universos es
muy distinta de la del nuestro. El requisito de la Tierra y del Sol
constituyen una cuestión demasiado provinciana para que tenga
importancia en el contexto del principio antrópico.
Dado que lo que nos importa es la estructura a gran escala del
universo ―la disciplina denominada cosmología―, no es menester
que nos detengamos demasiado en los otros mundos del
superespacio que se ramifican a partir del nuestro en este preciso
momento, pues éstos se parecerán estrechamente al nuestro en sus
grandes rasgos. La razón de lo dicho es que la leve recolocación o
cambio de movimiento de unos átomos concretos podría ser

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responsable, como ya hemos dicho, de alterar la composición


genética de un futuro dirigente político, con lo que podría dar lugar
o evitar una guerra mundial, pero no podría alterar la forma de toda
la galaxia.
Si queremos examinar las ramas que conducen a mundos
sustancialmente distintos, hemos de rastrearlos en el tronco
común. Cuanto mayor sea la diferencia, más deberemos retroceder.
La situación es similar a los cambios evolutivos aleatorios de los
seres vivos. La vida comenzó en la Tierra hace tres o cuatro mil
millones de años por medio de unos organismos simples y, a partir
de esos precursores comunes, han ido gradualmente evolucionando
tipos nuevos. Al aumentar la complejidad, aumentó también la
variedad de formas, hasta que ahora encontramos seres vivos tan
distintos como elefantes, hormigas, bacterias y árboles.
Cada generación presencia nuevos tipos de ramificaciones que se
alejan de las especies centrales, pero los pasos son pequeños y el
proceso es muy lento, de manera que hay muy poca diferencia en
un número pequeño de generaciones. En consecuencia, para
rastrear, pongamos, a los monos y los hombres, o a las ovejas y las
cabras, hasta un origen común, sólo necesitamos retroceder unos
cuantos millones de años. Para encontrar el tronco común de donde
sale la rama del hombre y la del ratón, debemos retroceder
doscientos millones de años. El doble de tiempo se necesita para
encontrar el antepasado común del hombre y la rana, y hay que
examinar épocas aún más primigenias antes de que converjan

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animales y plantas.
Rastreando las ramificaciones del superespacio hasta un origen
común es probable que encontremos el origen de la vida en la
Tierra. Como explicamos en los capítulos 2 y 5, los cosmólogos
modernos creen que también el universo tuvo un origen, hace
alrededor de quince mil millones de años. Anteriormente se
mencionó que el origen podría ser una llamada singularidad del
espacio-tiempo que era indicadora del extremo final del pasado del
universo físico. Si esto es cierto, la singularidad no tiene ningún
pasado que podamos conocer.
En los momentos posteriores a la singularidad ocurrió el famoso Big
Bang, una fase originaria en la que la expansión del universo se
produjo a velocidad de explosión. Para estudiar el sino de las otras
ramas del superespacio debemos retroceder a este Big Bang y ver
cómo emergen los mundos alternativos a partir del remolino
cósmico.
Exactamente igual como los cambios de los organismos terrestres
hace tres mil millones de años han dado lugar a grandes diferencias
en las ramas actuales de la evolución, los cambios aleatorios del
universo primigenio pudieron crear mundos en una dirección que
conduce a condiciones actuales totalmente irreconocibles para
nosotros. El efecto acumulativo de incontables pequeños cambios
impulsa a los mundos del superespacio a trayectorias aún más
divergentes.
El cambio que en realidad nos interesa es el de la geometría del

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espacio. En el capítulo 5 se introdujo la idea del superespacio como


un espacio de espacios. Podemos imaginar que cada mundo tiene
una geometría distinta, en unos en forma de pequeñísima
distorsión, en otros con diferencias tan grandes que incluso cambia
la topología. Dentro de los incontables mundos del superespacio, en
alguna parte deben existir universos con todas las formas
concebibles. Lo que nos importa es si el universo que observamos
tiene una forma que de alguna manera sea especial o notable y, si
es así, qué importancia tendría ese hecho para la existencia de vida
en nuestro universo.
La noción de forma del espacio es un poco vaga y hay que encontrar
el modo de formular el problema en lenguaje matemático exacto.
Los matemáticos han inventado magnitudes que miden las
variaciones del espacio con respecto al plano, lo que quiere decir
que calibran las distorsiones ―abolladuras, retorcimientos,
combas― de cada lugar. Dos tipos de distorsiones se reconocen con
facilidad. La primera se denomina anisotropía y es una medida de
cómo la forma o geometría del espacio varía en las distintas
direcciones. Por ejemplo, si a lo largo de una determinada línea de
visión el universo estuviera muy estirado y se expandiera de prisa,
mientras que a lo largo de una dirección perpendicular estuviera
encogido y se expandiera despacio (o incluso se contrajera),
deberíamos decir que el universo es muy anisótropo. El otro tipo de
distorsión se denomina heterogeneidad y es una medida de cómo la
geometría varía de un lugar a otro. Si el espacio contiene muchas

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irregularidades y abolladuras, y si se expande a muy distintas


velocidades en regiones diversas, se dice que es muy heterogéneo.
Es evidente, echando una ojeada al cielo, que el universo no es
exactamente isótropo ni exactamente homogéneo. La presencia del
Sol, por ejemplo, da lugar a una abolladura del espacio que
representa una falta de homogeneidad local. La Vía Láctea
determina una dirección especial del firmamento, lo que representa
cierta anisotropía, esta vez de origen no tan local. No obstante,
cuando los telescopios verdaderamente grandes se orientan hacia el
espacio extra galáctico se descubren cosas notables. A una escala
muy grande ―es decir, a distancias superiores al tamaño de grupo
galáctico― el espacio aparece muy uniforme, al mismo tiempo
isótropo y homogéneo. En cualquier dirección que mire el
astrónomo, ve aproximadamente el mismo número de galaxias a
cualquier distancia dada y, lo que es más, estas galaxias, a
cualquier distancia concreta, parecen retroceder con respecto a la
Tierra a aproximadamente la misma velocidad.
Las pruebas de la homogeneidad son inferiores, pero hay una
conexión geométrica entre homogeneidad e isotropía, que es ésta. A
menos que la Tierra estuviera localizada exactamente en el centro
del universo, lo que le otorgaría un papel privilegiado impensable a
estas alturas, si el cosmos parece ser isótropo a nuestro alrededor,
también debe ser isótropo en todas partes. Pero un universo que es
en todas partes isótropo puede demostrarse que también es
homogéneo. De donde se deduce que o bien estamos en el centro del

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universo o bien el universo es homogéneo al tiempo que isótropo, al


menos en las grandes escalas a que nos referimos.
Si el universo es realmente homogéneo en todas partes (y no sólo
hasta donde pueden sondearlo nuestros instrumentos), eso supone
que no puede haber centro ni borde, puesto que tales lugares
tendrían un carácter especial, lo que contradeciría el supuesto de
homogeneidad. Lo cual no significa necesariamente, como se explicó
en el capítulo 5, que el universo tenga una extensión infinita, pues
el espacio podría curvarse y unirse consigo mismo en una especie
de hiperesfera. Esta cuestión es de topología más bien que de
geometría y, probablemente, no tiene especial importancia para el
principio antrópico y las condiciones necesarias para la vida,
aunque sea de gran interés para cosmólogos y filósofos por otras
razones.
A la vista de la ilimitada variedad de formas complejas que puede
asumir el universo, en realidad es sorprendente que el universo que
observamos resulte tener una estructura tan simétrica. Tan
llamativa es esta uniformidad que la mayoría de los cosmólogos se
niega a aceptar el hecho sin entender cómo se ha producido.
Sabemos que la velocidad de la luz juega un papel central en esta
teoría, en la medida en que ninguna influencia física puede
propagarse con mayor rapidez que la luz. Cuando el espacio se
expande, el comportamiento de la luz puede ser bastante extraño. Al
igual que un corredor situado en una pista móvil tiene dificultades
para mantener su avance, cuando la luz se extiende por un universo

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en expansión es atraída por las galaxias que retroceden. Las


galaxias se alejan unas de otras porque el espacio intermedio se
dilata regularmente en todas direcciones, de modo que el espacio
por el que ha de desplazarse la luz se alarga constantemente en la
misma dirección en que se desplaza el rayo de luz. Un efecto de esta
expansión es que también se alarga el rayo de luz, lo que aumenta
su longitud de onda, dando lugar a un enrojecimiento. Este es el
origen del famoso desplazamiento hacia el rojo que detectó Hubble
por primera vez en la década de 1920 y que se utiliza para deducir
que el universo se está expandiendo.
Conforme el rayo de luz avanza, su longitud de onda se alarga cada
vez más, y se plantea el problema de si, en último término, podría
alargarse de manera ilimitada, es decir, a una longitud de onda
infinita. En este caso, sería incapaz de transmitir ninguna clase de
información. Un análisis matemático revela las circunstancias en
que esto puede ocurrir. Resulta depender de la forma exacta en que
se expanda el universo a partir de la singularidad. Si se expande a
una velocidad uniforme, es decir, doblando siempre el tamaño a
cada intervalo idéntico de tiempo, entonces la luz puede alcanzar
siempre cualquier punto remoto sin que el desplazamiento hacia el
rojo acabe aniquilándola. Por otra parte, si la velocidad de
expansión no es constante, pueden aparecer longitudes de onda
infinitas. En concreto, si la velocidad de expansión disminuye con el
tiempo, alrededor de cada punto del universo existe una especie de
burbuja invisible que representaría la región del espacio visible para

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el observador. La región exterior a la burbuja no se podría ver, por


potentes que fuesen los instrumentos disponibles, porque ninguna
luz de esa región llegaría al observador como consecuencia del
infinito desplazamiento de la longitud de onda. La superficie de la
burbuja, pues, desempeñaría el papel de una especie de horizonte,
más allá del cual la visión sería imposible. La burbuja estaría
centrada alrededor de cada observador concreto: los observadores
próximos tendrían burbujas superpuestas, pero un observador
situado, pongamos, en la galaxia Andrómeda (una galaxia vecina de
la Vía Láctea) vería en el borde del universo visible cosas que nos
son inaccesibles a nosotros, y viceversa. Cuando los observadores
estuviesen muy alejados, sus burbujas no se superpondrían y se
encontrarían, en todos los sentidos, en universos físicamente
distintos.
Para comprobar si hay un horizonte en el universo real, podemos
recurrir a las matemáticas. La teoría general de la relatividad de
Einstein proporciona una ecuación que relaciona el movimiento del
espacio con el contenido material del espacio, es decir, con la
materia gravitatoria. Resolviendo esta ecuación para el caso
simplificado de un universo uniforme se llega al resultado de que,
en la medida en que la energía y la presión de la materia
permanezcan positivas (no se conocen ejemplos de lo contrario), la
expansión debe desacelerarse. La expansión en forma de explosión
del Big Bang ha disminuido de velocidad de manera progresiva. En
la actualidad es casi un millón de billones de veces más lenta que

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cuando el universo tenía un segundo. La conclusión es que de


hecho existe un horizonte en nuestro universo.
La burbuja no permanece estática ―su superficie se expande a la
velocidad de la luz―, lo que significa que, conforme pasa el tiempo,
se hacen visibles más regiones del universo. Dicho sin ambages, el
horizonte crece a la velocidad de la luz. De ahí se sigue que la
distancia al horizonte debe ser la distancia que ha recorrido la luz
desde el centro de la burbuja durante el tiempo que tiene nuestro
universo. En este momento, pues, la lejanía de nuestro horizonte es
de alrededor de quince mil millones de años luz. Si pudiéramos ver
bien el borde, presenciaríamos el nacimiento del universo. Por
desgracia, hasta unos 100.000 años después del Big Bang el
universo era opaco a la luz, de modo que sólo es posible retroceder
hasta esa época. La información sobre los tiempos anteriores
procede de fuentes indirectas.
La importancia del horizonte para la naturaleza de la expansión
cosmológica puede entenderse examinando progresivamente
momentos anteriores, retrocediendo hasta la singularidad y el
origen del universo. Un segundo después del Big Bang, el horizonte
sólo tenía un diámetro de un segundo luz, que es unos 300.000
kilómetros. A un nanosegundo, escasamente medía más de un pie y
en el tiempo más breve que podemos medir, es decir, en el primer
jiffy, el horizonte abarcaba un volumen de espacio tan pequeño que
el número de «burbujas» que cabrían en un dedal es de uno seguido
de cien ceros. Ahora las burbujas representan regiones del espacio

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que pueden no tener ninguna clase de comunicación con las demás


regiones del espacio exterior: la superficie de la burbuja es la mayor
distancia de que puede tener noticia el centro de la burbuja.
Lo que está más allá de este límite no puede afectar físicamente a lo
que sucede dentro de la burbuja.
Retrasando el reloj hasta el primer jiffy, nos encontramos en el
momento en que las fluctuaciones cuánticas perturbaron en tal
medida el espacio-tiempo que dejó de existir como un continuo para
empezar a comportarse como una espuma. Dentro del jiffy, ni
siquiera la ramificación de Everett tiene mucho sentido, de modo
que podemos considerar el jiffy como el punto de partida del gran
drama cósmico.
¿Qué formas espaciales emergieron de Jiffylandia, donde existían
todos los tipos de geometría superpuestos a modo de ondas?
Puesto que el horizonte era tan estrecho en aquel momento, cada
agujero, cada puente, cada galería dentro de la espuma de
Jiffylandia es comparable, en tamaño, al horizonte, por lo que la
forma de expansión Inicial refleja el caos local particular de la era
cuántica. No obstante, en una escala mayor, la forma del espacio
pudo ser absolutamente cualquiera.
Puesto que las distintas burbujas no pueden saber nada de las
otras, no parece haber ninguna razón para que todas se expandan a
la misma velocidad. Llegamos ahora a uno de los grandes misterios
de la cosmología. Como hemos dicho, las observaciones demuestran
que el universo es muy simétrico y uniforme, tanto en cuanto a la

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forma en que se distribuyen las galaxias por el espacio como en


cuanto a la forma del movimiento expansivo. Si el universo que hizo
erupción en Jiffylandia constaba de miríadas de reglones de origen
Independiente, ¿por qué debían colaborar todas ellas en conformar
un movimiento ordenado y uniforme? Si el universo comenzó por
azar, debería haber arrancado expandiéndose de forma muy
turbulenta y caótica, y cada burbuja, encerrada en su propio
mundo particular por su horizonte, debería explotar de manera
distinta. Ninguna influencia física relacionaba las burbujas entre sí,
de modo que no tenían ninguna razón para cooperar. Si la energía
se distribuyó al azar entre todos los posibles modos de expansión, la
mayor parte de la energía debió desembocar en movimientos
caóticos y sólo una fracción Infinitésima debió disponer del
movimiento regular, uniforme e Isótropo que en realidad
observamos. De entre los muchos movimientos caóticos irrelevantes
con que el universo pudo haber emergido del Big Bang, ¿por qué ha
elegido esta forma de expansión disciplinada?
Un buen sistema de esclarecer la curiosa naturaleza de la expansión
cosmológica es pensar en términos del planteamiento hecho en la
pág. 24 sobre las condiciones iniciales. Si Imaginamos que trazamos
un diagrama en el que cada punto representa una determinada
forma de expansión Inicial del universo, solamente uno de los
puntos representará una expansión exactamente homogénea e
Isótropa.
Puesto que nosotros sólo podemos detectar, por razones puramente

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tecnológicas, los alejamientos de la uniformidad a partir de un


cierto valor mínimo de variación, todo lo que podemos decir es que
el universo es muy aproximadamente homogéneo e isótropo, con
una cierta exactitud (de alrededor del 0,1 por ciento en el caso de la
isotropía), de manera que nuestro diagrama tendrá una pequeña
gota que representará todas las condiciones Iniciales compatibles
con el alto grado de uniformidad que de hecho observamos. Fuera
de esta gota están los estados caóticos.
SI el universo ha sido realmente elegido al azar entre estas
posibilidades, eso equivale a clavar un alfiler en nuestro diagrama y
es evidente que la posibilidad de pinchar la pequeña gota es muy
pequeña. Desde luego, la idea es bastante vaga, porque no sabemos
cómo medir superficies en el diagrama, de modo que el tamaño de la
gota no está bien determinado, pero cualitativamente la idea es
bastante sólida: la probabilidad de que el orden actual surgiera por
azar parece despreciable.
Hay una útil analogía con la expansión del universo que puede
aclarar la cuestión. Imagínese un gran grupo de personas en
apretado tumulto. Cada persona representa una región del espacio
encerrada en su propio horizonte ―una «burbuja» espacial―, de
manera que para representar el hecho de que no hay comunicación
entre las burbujas ponemos a todo el mundo con los ojos vendados.
Así pues, cada cual desconoce el comportamiento de los otros. El
grupo compacto representa la singularidad inicial y, a un toque de
silbato, todos echan a correr en línea recta alejándose del centro del

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tumulto: el universo se expande. El grupo se extiende formando una


especie de anillo.
Los corredores tienen orden de mantener el paso de tal modo que el
anillo se mantenga tan circular como sea posible mientras se
expande, pero ninguno de los corredores sabe a qué velocidad
corren sus vecinos, de forma que cada cual escoge una velocidad al
azar. El resultado es, con casi total seguridad, una línea rasgada y
distorsionada, muy distinta del círculo.
Existe, por supuesto, una pequeña probabilidad de que, puramente
por accidente, todos los corredores mantengan el paso, pero es a
todas luces muy improbable. Lo que hoy observamos en el universo
corresponde a un anillo de corredores tan aproximadamente
circular que no existe distorsión detectable en su forma. ¿Cómo ha
ocurrido esto: es un milagro? Hace unos diez años, se presentó una
ingeniosa propuesta para verificar y explicar esta curiosa simetría.
En la metáfora de los corredores equivalía a lo siguiente. Cuando el
grupo explota hacia el exterior, inevitablemente habrá corredores
más rápidos que sus vecinos. No obstante, tras un cierto tiempo,
serán presa de la fatiga y desacelerarán. Por otra parte, sus colegas,
que no habrán gastado tan deprisa las fuerzas, tendrán el bastante
vigor para alcanzarlos. El resultado final sería, transcurrido un
largo período de tiempo, un anillo aproximadamente circular
compuesto de corredores bastante agotados, que se afanarían
tenazmente en continuar alejándose a una velocidad
considerablemente menor.

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Traducido a lenguaje cosmológico, la idea es ésta. En el universo


primigenio, ciertas regiones del espacio se expandieron con mayor
energía (es decir, a mayor velocidad) que otras, y algunas
direcciones se alargaron mucho mientras que otras lo hicieron de
manera más perezosa. Los efectos de la disipación comenzaron a
socavar la energía de los movimientos más vigorosos y a hacerlos
más lentos, permitiendo que los movimientos más perezosos los
atraparan. Al final, la situación turbulenta y caótica se va
estancando y se reduce a un movimiento bastante lento y tranquilo,
con un alto grado de uniformidad, que es precisamente lo que
observamos.
Para que esta explicación funcione lo primero que es necesario
encontrar es un mecanismo de disipación comparable a la fatiga de
los corredores que erosione el vigor del universo en expansión. Este
mecanismo debe actuar de tal modo que los movimientos enérgicos
sean afectados en mayor medida que los movimientos perezosos.
Hay varios candidatos a ser este mecanismo. Una posibilidad es la
viscosidad ordinaria: el efecto que da lugar al frenado de un avión o
de un barco. Otro, que se ha investigado mucho en los últimos
años, es la producción espontánea de nuevas partículas
subatómicas a partir del espacio vacío. Esto puede ocurrir debido a
que la energía del movimiento del espacio puede transformarse en
materia de acuerdo con las ideas de la teoría cuántica y de la
relatividad esbozadas en el capítulo 4. Los cálculos demuestran que
mediante este mecanismo se producen partículas de todos tipos:

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electrones, neutrinos, protones, neutrones, fotones, mesones e


incluso gravitones. La reacción que provoca en el espacio la
aparición de toda esta nueva materia consiste en reducir su fuerza
expansiva y ayudar a emparejar su movimiento con el de las
regiones vecinas. Un rasgo crucial de este mecanismo es que su
eficacia es mayor en los primeros momentos, cuando la velocidad de
expansión es mucho mayor. Por tanto, no es de esperar que la
turbulencia primigenia sobreviviera mucho tiempo; por el contrario,
debió transformarse en partículas.
Cualesquiera que sean los mecanismos que consideremos, el
resultado de la disipación de la energía es en último término el
calor. De acuerdo con la segunda ley universal de la termodinámica,
que regula la organización de toda la energía, cualquier tendencia a
la disipación inevitablemente genera calor. En la Tierra, la
desmandada disipación de energía de nuestras fábricas y hogares
produce tanto calor que los científicos prevén que algún día llegará
a amenazar la existencia de los casquetes polares de hielo. En el
universo primigenio, la generación de calor debida a la creación de
partículas y demás procesos de disipación fue colosal, y el Big Bang
adoptó las características de un horno, con temperaturas que
excedieron inmensamente todas las conocidas en el universo actual,
incluidos los núcleos de las estrellas. Uno de los descubrimientos
científicos más estimulantes de todos los tiempos ocurrió en 1965,
cuando dos ingenieros norteamericanos descubrieron
accidentalmente los restos del calor primigenio mientras trabajaban

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en las comunicaciones por satélite para la Bell Telephone Company.


Dado que el universo está ahora enormemente distendido en
comparación con la época primigenia, este calor se ha enfriado
hasta ser casi nulo y el único residuo del ígneo nacimiento del
cosmos se mantiene a una temperatura de tres grados por encima
del cero absoluto. Esta radiación cósmica de fondo, que llega desde
todas las direcciones del espacio, aparentemente baña todo el
universo y es una buena prueba de que la teoría del Big Bang
tórrido es sustancialmente correcta. También aporta el mejor medio
disponible para comprobar la isotropía del universo temprano, pues
la radiación calórica transporta información de la época en que el
universo pasó de ser opaco a ser transparente alrededor de 100.000
años después del origen. En aquella época la temperatura había
descendido a unos cuantos cientos de grados y los gases
primigenios ya no absorbían la radiación. En la medida de nuestros
conocimientos, el universo de 100.000 años de edad era isótropo
con una exactitud del 0,1 por ciento.
El calor primigenio tiene también una importancia crucial para
nuestra comprensión de momentos muy anteriores a los 100.000
años. Muy poco se sabe sobre la física especial que rigió el material
cósmico durante la fase primigenia, entre el primer «jiffy» y el primer
segundo después del principio: sólo unos pocos principios básicos y
algunos análisis matemáticos pueden servir de ayuda. Por ejemplo,
podemos tratar de calcular cuánto calor exactamente se crea por la
disipación de una cierta cantidad de turbulencia y comparar la

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respuesta con los tres grados observados, lo que pone de manifiesto


hasta qué punto fue caótico el universo primigenio. El resultado es
que la cantidad de calor producido por una cantidad dada de
turbulencia depende del preciso momento en que se transforma. La
razón de esto es que la disipación ocurre mientras el universo se
está expandiendo y el movimiento de expansión tiene el efecto de
reducir tanto la energía calorífica (que es por lo que ahora es tan
fría la radiación primigenia) como la energía de la turbulencia. La
investigación matemática demuestra que la energía de la
turbulencia desciende mucho más de prisa que la energía calorífica
como consecuencia de la expansión, lo que significa que cuanto
antes se produce la transformación de la primera en la segunda,
mayor energía calorífica tendremos a fin de cuentas. Esta sencilla
información plantea una gran paradoja, puesto que todos los
mecanismos de disipación, como es la creación de partículas, son
más eficaces cuanto más tempranos.
Pasándolo a números, encontramos que casi cualquier clase de
anisotropía habría generado más calor del que actualmente
constatamos. De hecho, al parecer tenemos en el universo la
mínima cantidad posible de calor primigenio.
No es posible que el universo no produzca nada de calor, pues debe
presentar «alguna» turbulencia en la fase primigenia. Esto se debe a
que, al final del primer jiffy, aparecen las fluctuaciones cuánticas
del espacio y éstas, de por sí, dan lugar a irregularidades. Un
cálculo aproximado revela cuánto calor producirían estas

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fluctuaciones básicas del espacio cuántico y la cifra resulta ser muy


próxima al valor observado. Sin duda, ha habido poca disipación
adicional a la de la turbulencia cuántica.
Incluso si estamos equivocados en cuanto al mecanismo de
disipación, hay otra razón para que una excesiva turbulencia
primigenia parezca poco probable. Se puede calcular la aportación
de la turbulencia energética al contenido total en masa-energía del
universo, así como su efecto sobre la velocidad de la expansión
global. El resultado es que cuando predomina la energía de la
turbulencia, la velocidad global de la expansión disminuye de modo
apreciable. Es como si el universo, al agitarse al azar, se olvidara de
mantener la expansión general. Este retraso tiene un importante
efecto secundario: que las radiaciones caloríficas que
inevitablemente generan las fluctuaciones del espacio cuántico
después del primer jiffy ―el calor cuántico― no se enfrían tan
rápidamente como lo hubieran hecho en un universo que se
expandiera con mayor fuerza, en un universo más uniforme. El
resultado es que acabamos, una vez más, con demasiado calor. En
cualquier caso, tanto si la turbulencia se disipa directamente en
calor, como si frena la expansión cosmológica evitando que el calor
cuántico se enfríe, el resultado final es aportar una cantidad de
calor mayor de la que actualmente detectamos.
Por tanto, parece que la radiación cósmica de fondo es un
testimonio del hecho de que el universo nació en una quietud
disciplinada, al menos a partir de la primera diezmillonésima de

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billonésima de billonésima de billonésima de segundo, ¡lo que no


está mal como resultado!
Si el anterior razonamiento es correcto, respecto a lo cual algunos
cosmólogos se muestran escépticos, nos devuelve a la paradoja de
por qué el universo comenzó siendo tan uniforme. Aquí es donde
puede ayudarnos el principio antrópico. Aunque la radiación del
calor primigenio es tan poco conspicua ―en realidad, se necesita un
instrumental muy especial para llegar tan sólo a percibirla―, una
centuplicación de su temperatura tendría drásticas consecuencias
para la vida. Si la temperatura excediera los 100°C, entonces no
habría agua líquida en ninguna parte del universo. La vida sobre la
Tierra sería completamente imposible y en principio es dudoso que
se pudiera formar ninguna clase de vida. Un aumento del orden del
millar de veces amenazaría la misma existencia de las estrellas, al
emular las temperaturas de su superficie y dar lugar a un aumento
del calor interior. Además, es discutible que las estrellas y las
galaxias se hubieran siquiera formado, en presencia de una
radiación tan perturbadora. Por lo que sabemos de la disipación de
la anisotropía primigenia, parece ser que incluso un mínimo
aumento incrementaría el calor primigenio en miles de millones de
veces. Por tanto, la temperatura es muy sensible a cualquier
turbulencia primigenia.
Tampoco ayuda demasiado el que la temperatura descienda
conforme el universo se expande. En la actualidad se necesitan
miles de millones de años para que la temperatura se reduzca a la

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mitad y todas las estrellas se habrán consumido para cuando


disminuya a una centésima de su actual valor. Si la formación de la
vida hubiera de aguardar todo ese tiempo, perdería la vital luz
estelar de cuya energía depende.
A menos que la conexión entre la turbulencia primigenia y las
radiaciones cósmicas de calor sea totalmente errónea, no puede
suponer ninguna sorpresa que el universo se esté expandiendo con
la uniformidad que lo hace. De no ser así, no estaríamos aquí
preguntándonoslo. Podemos considerar que nuestra existencia es
un accidente de una improbabilidad casi increíble: entre todos los
mundos posibles, nuestro universo eligió precisamente esta
estructuración muy ordenada de la materia y la energía que
mantiene el cosmos lo bastante frío para que pueda haber vida. O
bien, podemos adoptar la interpretación del superespacio con
muchos mundos y decir que, entre los innumerables mundos
turbulentos y demasiado calurosos del superespacio, existe una
pequeña fracción de ellos que son lo bastante fríos para tener vida.
Las condiciones óptimas han de encontrarse entre los más fríos y en
ellos es donde es más probable que se forme vida abundante. No es
ninguna coincidencia, pues, que nos encontremos viviendo en un
mundo con un contenido de calor primigenio próximo al mínimo. La
mayor parte de los demás mundos están deshabitados. De todo el
inmenso haz de universos que existen, sólo en una diminuta
fracción similar al nuestro existen criaturas inteligentes que se
plantean preguntas profundas sobre la cosmología y la existencia.

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El resto recorre sus historias entre tormentas rugientes y calores


tórridos que nadie percibe: son estériles, violentos y, en apariencia,
sin sentido.

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Capítulo IX
¿Es el universo un accidente?

En el capítulo anterior hemos hablado de que el observador debe


encontrar determinadas características en su mundo ya que en el
caso contrario no podría existir. Si creemos en un único universo,
entonces la configuración uniforme de la materia cósmica y la
consiguiente frialdad del espacio son casi milagrosas, conclusión
ésta que se parece mucho a la tradicional noción religiosa de un
mundo conscientemente creado por Dios para que más adelante
fuese habitado por la especie humana. Por otra parte, si aceptamos
la idea de un conjunto de muchos universos, tal como propone la
interpretación de Everett de la teoría cuántica, la estructura del
universo no es un accidente increíblemente afortunado, sino el
efecto de la selección biológica: nosotros, en cuanto observadores,
sólo hemos evolucionado en aquellos universos donde la estructura
tiene esta notable uniformidad. En la teoría de los muchos
universos, todo el superespacio es real, pero sólo una porción
infinitesimal está habitada. La disyuntiva puede parecer más
filosófica que física y reducirse a una mera forma de hablar. Cuando
un ganador en la ruleta da gracias a Dios mientras otro proclama su
buena suerte, ¿acaso están diciendo algo realmente diferente?
En los últimos años, el principio antrópico se ha aplicado a otros
rasgos de nuestro universo de los que la vida parece depender de
forma sensible. Además de ser muy isótropo, a gran escala el

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universo parece homogéneo: uniformemente poblado de materia. No


obstante, si fuese demasiado homogéneo, no habría galaxias ni
presumiblemente vida. El universo debe, pues, mantener el
adecuado nivel de conglomeración: si hay demasiada poca, la
materia cósmica permanece en forma de gas desorganizado. Por otra
parte, si el material estuviese más concentrado, existiría la amenaza
de que desapareciera por completo por acción de la gravedad.
Al ser una fuerza universal, la gravedad atrae a toda la materia
hacia toda la materia. El efecto de la gravedad sobre una gran bola
de gas consiste en hacerla contraerse progresivamente; y mientras
se contrae se libera fuerza gravitatoria que se convierte en calor,
sobre todo en las proximidades del centro. En último término,
conforme la temperatura interior aumenta y crece la presión del gas,
el gas llega a ser capaz de sostener el peso de las capas exteriores:
entonces se detiene la contracción.
Esta es la situación del Sol y de otras estrellas, que se mantienen
básicamente en equilibrio estable con un radio constante. Por
supuesto, el calor no puede retenerse indefinidamente dentro de la
bola, pues tiende a fluir hacia la superficie e irradiarse en el espacio
exterior. Si el calor perdido no se puede sustituir, la gravedad
prevalecerá una vez más y continuará la contracción. No obstante,
en las estrellas, la progresiva contracción queda pospuesta en unos
cuantos miles de millones de años por una fuente completamente
distinta de calor: la combustión nuclear.
La mayor parte de la materia del universo está compuesta de

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hidrógeno, el más ligero de los elementos que existen. Los átomos de


hidrógeno constan de dos partículas subatómicas, un electrón y un
protón, de manera que el núcleo de hidrógeno no es una masa
compuesta en la que participen otros elementos. El hidrógeno no es
el material más estable por lo que a la estructura nuclear se refiere.
En el capítulo 8 se explicó que los núcleos compuestos que
contienen muchos protones y neutrones se mantienen unidos por la
fuerza fuerte aglutinante del núcleo, que se impone a la repulsión
eléctrica entre los protones. En los núcleos ligeros, como el del
helio, el del oxígeno, el del carbono o el del hidrógeno, que no
contienen muchos protones, existe un premio por juntar los
diversos componentes en una unidad: el núcleo así constituido es
más estable que las partículas sueltas. Por tanto, liberan energía al
formarse. Consiguientemente, se necesita una gran cantidad de
energía para superar las fuerzas de atracción del núcleo y dividir
estos núcleos en protones y neutrones separados. Por el contrario,
los núcleos pesados, como los del plomo, del radio, del uranio y del
plutonio, contienen muchos protones y en realidad se produce una
pérdida de energía cuando se agregan nuevas partículas al núcleo.
Esto se debe a que la repulsión eléctrica conjunta de todos los
protones es mayor que la atracción de la fuerza nuclear, con la
consecuencia de que la desintegración de los núcleos pesados libera
energía. Estos hechos se explotan en las centrales nucleares. La
fisión de núcleos pesados para liberar energía es el principio de las
centrales nucleares y de las bombas atómicas, mientras que la

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fusión controlada de los núcleos ligeros para liberar una cantidad


aún mayor de energía sigue en estado experimental. Una fusión
descontrolada se produce en la bomba de hidrógeno, y también en
el Sol y las demás estrellas. En el interior del Sol, los núcleos de
hidrógeno se fusionan entre sí formando el siguiente elemento
químico más ligero: el helio. El núcleo de helio contiene dos
protones y también dos neutrones, de manera que durante la
combustión nuclear han de ganarse dos neutrones para cada nuevo
núcleo de helio. Como se ha explicado en el capítulo 8, el neutrón
libre se desintegra en un protón al cabo de unos quince minutos. Lo
que ocurre en el Sol es el proceso inverso: los protones se
transforman en neutrones para colaborar a la síntesis del helio. Las
reacciones nucleares que llevan a cabo esta operación son
complicadas, pero el resultado neto consiste en traspasar la carga
eléctrica perdida por el protón a un positrón (la imagen antimatérica
del electrón), que rápidamente se aniquila con un electrón cercano
dando lugar a rayos gamma. Otro subproducto del proceso es el
llamado neutrino, que deja inmediatamente la escena de la acción y
pasa al espacio. Un neutrón se combina con otro neutrón y dos
protones para formar el núcleo del átomo de helio, liberando en el
proceso nuevos rayos gamma.
Después de estar estallando dentro de la estrella durante eones, los
rayos gamma se convierten en energía calorífica que colabora a
sostener la estrella contra las fuerzas gravitatorias que tienden a
contraería.

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La combustión nuclear cesará finalmente en todas las estrellas


cuando el combustible se agote y vuelvan a contraerse. Para
descubrir lo que ocurrirá después debemos recurrir a la teoría
general de la relatividad de Einstein. El análisis matemático
demuestra que, mientras la estrella tenga menos material que unos
tres soles, las otras fuentes de presión aumentarán y se podrá
contener la contracción. Por ejemplo, en las estrellas conocidas
como púlsares, el material va siendo progresivamente aplastado
hasta que incluso los mismos átomos se colapsan en neutrones.
Estas estrellas de neutrones son bolas compuestas casi
exclusivamente de neutrones y de una increíble densidad, que sólo
miden unos kilómetros de diámetro.
En el caso de las estrellas con una masa superior a tres soles, su
sino es aún más extravagante. De acuerdo con la relatividad
general, la contracción no puede impedirse y explotan de manera
catastrófica en más o menos un microsegundo. El aumento de la
gravedad en sus proximidades distorsiona en tal medida el espacio-
tiempo que el tiempo se detiene literalmente. Ni la luz ni la materia
ni ninguna información puede escapar de su superficie, de modo
que ésta aparece negra: un agujero negro. La estrella, una vez
retraída en el agujero negro, desaparece efectivamente del universo.
Es posible que dentro del agujero encuentre una singularidad, con
lo que abandonaría el espacio-tiempo por completo, pero, en
cualquier caso, por lo que se refiere al mundo exterior, la materia de
que está compuesta la estrella se ha ido para siempre: nada puede

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regresar del interior de un agujero negro.


Se cree que los agujeros negros desempeñarán un importante papel
en las etapas finales de nuestro universo, cuando probablemente la
mayoría de las estrellas acabe sus días dentro de ellos. No obstante,
también pudieron ser importantes en las etapas primigenias. La
densidad crítica de la materia que se necesita para formar un
agujero negro depende de la masa total.
Para una galaxia, basta la densidad del agua, pero en el caso del Sol
sería necesaria una densidad de miles de millones de kilogramos
por centímetro cúbico. Para formar un agujero negro menor que la
masa del Sol se precisarían densidades que excedieran incluso esta
colosal cifra. La única vez en que se han producido en el universo
esas enormes densidades fue durante el Big Bang, cuando todo el
cosmos explotó a partir de una situación ilimitadamente compacta.
Algunos cosmólogos han investigado la formación de los agujeros
negros en el universo primigenio, pero sus resultados son bastante
poco concluyentes, puesto que dependen sensiblemente de las
características del material cósmico sujeto a las enormes
densidades que se dieron entonces, todo lo cual está muy lejos de
nuestros actuales conocimientos. No obstante, es evidente, por
razones generales, que es más probable que se produjeran agujeros
negros si el material estaba muy apelmazado que en el caso de estar
la materia regular y uniformemente distribuida. Parece seguro
suponer que un universo que se iniciara en condiciones muy poco
homogéneas no emergería del Big Bang poblado de estrellas sino de

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agujeros negros.
¿Puede formarse vida en un universo de agujeros negros? El agujero
negro ofrece pocas perspectivas a los sistemas que sostienen la vida.
La vida sobre la Tierra se basa crucialmente en el calor y la luz
solares, y los agujeros negros, por su misma naturaleza, no irradian
ninguna clase de energía (aunque, como explicaremos muy
brevemente, esto puede no ser cierto en el caso de los agujeros
negros microscópicos). Además, en lugar de orbitar serenamente
alrededor de una estrella, la masa planetaria, al encontrarse
demasiado cerca de un agujero negro, trazaría una inexorable
espiral hacia su interior y rápidamente se sumergiría en el olvido
dentro del agujero.
¿Cuántos agujeros negros primigenios existen? De momento nadie
ha identificado taxativamente un agujero negro, aunque hay
algunos candidatos muy firmes. El problema es que, al ser negros,
son difíciles de localizar, y la única técnica práctica consiste en
buscar perturbaciones gravitatorias de cuerpos más conspicuos
motivadas por su proximidad al agujero. Los agujeros negros de una
galaxia pueden ponerse de relieve por el efecto que causan en el
movimiento de las estrellas, mientras que los cuerpos supermasivos
intergalácticos podrían perturbar el comportamiento de galaxias
enteras. Es posible medir la masa total de los agujeros negros del
universo calculando la gravedad total del universo. Lo cual puede
hacerse observando la velocidad a que se desacelera el movimiento
expansivo debido a todos los objetos gravitatorios del cosmos. Las

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mediciones señalan que la materia luminosa (estrellas, gases, etc.)


deben constituir una fracción apreciable de la masa total del
universo, de manera que es evidente que no habitamos un universo
donde predominen abrumadoramente los agujeros negros.
A pesar de la falta de conocimientos detallados sobre los agujeros
negros primigenios, es posible utilizar un razonamiento muy general
para calcular en términos aproximados la probabilidad de que el
universo emergiera del Big Bang sin una sobrecogedora cantidad de
ellos. La posibilidad de realizar este cálculo se basa en ciertos
resultados matemáticos nuevos y notables sobre los agujeros negros
cuánticos, es decir, sobre la teoría del campo cuántico aplicada a los
agujeros negros, obtenidos sobre todo por Stephen Hawking de la
Universidad de Cambridge. En 1974, Hawking demostró que los
agujeros negros no son en absoluto verdaderamente negros, sino
que emiten radiaciones caloríficas a una temperatura característica
que depende de su masa. Esta extraordinaria conclusión permite
tratar a los agujeros negros de forma bastante parecida a las
máquinas térmicas y, en concreto, hace posible estudiar sus
propiedades aplicando las leyes universales de la termodinámica.
Durante la última década del siglo XIX, uno de los grandes triunfos
de la física teórica fue el descubrimiento de la relación entre el
comportamiento termodinámico de un sistema y la probabilidad de
una determinada ordenación atómica de sus componentes. Para
presentar un ejemplo sencillo, imaginemos un recipiente
conteniendo un gas: las moléculas corren por todas partes al azar

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chocando entre sí y con las paredes del recipiente. La presión del


gas está causada por los impactos de las moléculas mientras que la
temperatura es una medida de la velocidad de las moléculas. La
energía térmica es sencillamente la energía de su movimiento. Las
magnitudes termodinámicas tales como la temperatura, la presión y
el calor son medibles en el laboratorio, pero poco podemos saber
sobre los detalles de las moléculas individuales, pues son
demasiado pequeñas y demasiado numerosas para percibirlas. Sólo
cabe observar las propiedades medias en masas de millones de
billones de ellas, de tal modo que es imposible constatar su
constante revolverse y reordenarse conforme chocan entre sí y se
mueven en todas direcciones. Cualquier estado macroscópico
concreto del gas (es decir, la temperatura, la presión, etc.) debe
estar producido por un enorme número de distintas combinaciones
internas de las moléculas. Por ejemplo, el cambio de posición de
unas cuantas moléculas quizá no tenga ningún efecto observable
sobre la temperatura.
Pero no todas las ordenaciones moleculares conducen al mismo
estado macroscópico. Por ejemplo, en el insólito caso de que todas
las moléculas se dirigieran al unísono hacia la izquierda, el gas se
apilaría en el lado izquierdo del recipiente. Si todas las moléculas se
movieran al azar, ¿por qué no podría darse en alguna ocasión este
comportamiento? La respuesta la proporcionan el cálculo de
probabilidades y la estadística elemental. La probabilidad de que
ocurra tal cooperación entre un inmenso número de moléculas

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distintas es increíblemente pequeña, aunque no necesariamente


igual a cero. Una forma mucho más probable de movimiento es el
caótico, en el que las moléculas se dispersan por todas partes con
mayor o menor regularidad, lo mismo que es mucho más probable
que las cartas barajadas presenten un orden confuso y no un orden
por palos. Los choques entre las moléculas actúan como un
mecanismo aleatorio de revolverlas y las probabilidades de que
miles de millones de partículas se muevan de forma ordenada son
despreciables.
Esto ilustra el principio muy general de que es más fácil producir el
caos que el orden y, por tanto, que aquél es mucho más probable;
éste es el razonamiento que se aplicó en el capítulo anterior para
defender que una expansión primigenia ordenada del universo es
mucho menos probable que un estado caótico y turbulento. Pero
¿por qué es así?
La razón de que el desorden sea más probable que el orden se
encuentra en las estadísticas de la ordenación molecular. Como
antes hemos mencionado, las pequeñas reorganizaciones de grupos
de moléculas no afectan a las propiedades totales del gas. No
obstante, determinados estados son más propicios que otros a las
estructuraciones. Por ejemplo, en un estado en que todas las
moléculas se precipitan en la misma dirección, no hay la misma
libertad para mezclarlas otra vez que en un estado menos ordenado,
porque es probable que basten pequeñas alteraciones para romper
un comportamiento tan exactamente coordinado. Un análisis

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matemático demuestra que la diferencia en capacidad de


reordenación de estados ordenados y de estados desordenados
puede ser abrumadora. Determinados estados ―los muy
desordenados― admiten muchísimas más variaciones que los
estados más ordenados. De modo que si la organización molecular
se revuelve constantemente al azar, no se precisará mucho tiempo
para que una forma ordenada se rompa en un estado de desorden,
una vez conseguido lo cual el estado de desorden es muy estable
porque las siguientes modificaciones es más probable que
reproduzcan otro estado de desorden que un estado de orden. El
principio es la sencillez misma: hay muchas más maneras de dar
lugar al desorden que al orden, de modo que es muchísimo más
probable que un estado elegido al azar sea muy desordenado.
Equipados con la relación entre el grado de desorden de un sistema
y la probabilidad de que su estado se produzca por algún proceso
aleatorio, intentaremos determinar cómo encajan los agujeros
negros en este esquema termodinámico y valorar la posibilidad de
que aparezcan como consecuencia de procesos puramente
aleatorios ocurridos en el universo primigenio. A primera vista, el
concepto de grado de desorden parece tener una relación algo
oscura con los agujeros negros. A diferencia de los gases, que como
sabemos están compuestos por miles de millones de diminutas
moléculas, los agujeros negros no están en realidad compuestos de
nada, sino que son un mero vestigio de materia desvanecida: una
zona enormemente distorsionada del espacio vacío. Un examen más

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detallado, sin embargo, revela una profunda similitud entre ambos


sistemas. En ambos casos carecemos de información sobre su
estructura interna. Las moléculas del gas son demasiado pequeñas
para percibirlas y el interior del agujero negro no puede transmitir
ninguna información al exterior. Lo único que puede medirse en
estos sistemas son las características globales, como la masa total,
el volumen, la carga eléctrica, el grado de rotación, etc. Los valores
concretos de estas características globales pueden ser el resultado
de muy distintos procesos: las moléculas gaseosas pueden
reordenarse y el mismo tipo de agujero negro puede proceder de
estrellas colapsadas con muy distintas estructuras internas.
La verdadera y sorprendente similitud entre los gases y los agujeros
negros surge del sometimiento de estos últimos a una nueva ley que
parece ser una analogía directa de la ley central de la
termodinámica: la llamada segunda ley de la termodinámica. Esta
segunda ley establece que el desorden total siempre aumenta con el
tiempo. El agujero negro obedece a una ley que dice que siempre
aumenta de tamaño con el tiempo, de tal modo que cabe sospechar
que el tamaño del agujero es una medida de su grado de desorden.
Esta sospecha se vio confirmada al estudiar la relación entre la
temperatura de los agujeros negros, tal como la calculó Hawking, y
su masa: los agujeros negros resultan cumplir la misma relación
entre desorden y temperatura que los gases, si se utiliza la
extensión del agujero como medida del desorden. A su vez, la
extensión está relacionada con la masa del agujero, de manera que

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disponemos de los medios para comparar el grado de desorden de


una masa dada de material con el desorden equivalente que se
produciría si ese material cayera en un agujero negro. En el caso de
una masa de materia como la del Sol, el desorden del agujero negro
llegaría a ser varios miles de billones de veces superior que el del Sol
real, resultado éste que conlleva una consecuencia fatídica: de ser
todo lo demás igual, es inmensamente más probable que la materia
del Sol esté dentro de un agujero negro que no en una estrella. Lo
esencial del enunciado es «de ser todo lo demás igual».
Evidentemente, todo lo demás no es igual en nuestro universo, o
bien no habría Sol ni las demás estrellas. De revolverse la materia
primigenia al azar, hubiera sido enormemente más probable que
produjera agujeros negros a que produjera estrellas, puesto que los
agujeros, al ser mucho más desordenados, pueden producirse por
mucho mayor número de procedimientos. Por cada estrella que se
ha formado, debieron acompañarla incontables miles de millones de
agujeros negros más fáciles de producir.
La verdadera fuerza de estos argumentos se pone de relieve cuando
se examina la relación matemática exacta entre desorden y
probabilidad. Se trata de hecho de la llamada relación exponencial,
equivalente al modo en que crece una población ideal que duplica
su tamaño a cada intervalo fijo de tiempo, por muy grande que sea
su tamaño. Por tanto, cada vez que el grado de desorden aumenta
en una cantidad determinada, se duplica la probabilidad de que se
presente tal estado. La relación es tal que cuando las cifras se

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hacen grandes, una pequeña cantidad de desorden adicional


representa una probabilidad muchísimo mayor. En el caso del Sol,
cuyo desorden es tan sólo de una centésima de millonésima de
billonésima del agujero negro equivalente, la probabilidad en contra
de que surgiera el Sol en lugar de un agujero negro como
consecuencia de un proceso puramente aleatorio sería,
aproximadamente, de un uno seguido del mismo número de ceros.
Es decir, ¡de un uno seguido de cien millones de billones de ceros!,
lo que es una probabilidad bastante pequeña cualquiera que sea el
rasero.
Si se aplica el mismo razonamiento a todo el universo, la
probabilidad en contra de un cosmos estrellado resulta exorbitante:
un uno seguido de cien mil millones de billones de billones de ceros,
como mínimo. Aun cuando los razonamientos sobre la probabilidad
del desorden sólo tengan una validez aproximada, la conclusión a
sacar debe ser que vivimos en un mundo de una improbabilidad
astronómica.
Una vez más, cabe invocar el principio antrópico para sostener que
entre el abrumador haz de universos dominados por los agujeros
negros hay fracciones casi inconcebiblemente pequeñas en las que,
contra todas las probabilidades, la materia primigenia eludió la
aniquilación y se organizó en forma de estrellas capaces de
sustentar la vida.
Estas consideraciones conjuran el extravagante espectáculo del
superespacio: mundo sobre mundo en movimiento caótico, poblado

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de inmensos agujeros negros que van errantes y chocan en


erupciones titánicas del espacio-tiempo, bañados todos en el tórrido
calor generado por el ruido cuántico y amplificado por la disipación
primigenia. ¿Quién imaginaria que, en medio de este infinito
número de universos de pesadilla, existen unos pocos
insignificantes que milagrosamente han maniobrado alejándose del
infierno dominado por los agujeros negros y han procreado la vida?
Nosotros podemos imaginarlo, porque nosotros somos esa vida.
Como hemos observado al iniciar este capítulo, parece que el
universo deba comenzar con grumos y abolladuras para que puedan
formarse las galaxias y las estrellas. Aunque las nubes de gases
tienen tendencia natural a contraerse bajo la acción de la gravedad,
han de luchar contra la expansión del universo que actúa en
sentido contrario, es decir, que tiende a dispersarlas. Hubo un
cierto momento en que los astrónomos confiaban en explicar la
existencia de las galaxias según el supuesto de que el material que
había explotado en el Big Bang era inicialmente muy uniforme, pero
que posteriormente ocurrieron fluctuaciones aleatorias que dieron
lugar a acumulaciones desperdigadas de materia. Estas
acumulaciones operaron como núcleos alrededor de los cuales se
asentaron otros materiales debido al aumento de la gravedad local,
de tal forma que, gradualmente, el material gaseoso fue
fragmentándose en distintas protogalaxias que, a su vez, se
fragmentaron en estrellas. Por desgracia, parece haber pasado
demasiado poco tiempo desde el principio del universo para que las

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galaxias hayan crecido de manera natural por este procedimiento.


La única posibilidad es que existieran algunas regiones densas
desde el principio, que posteriormente se convirtieron en las
galaxias que ahora vemos.
De momento, en lo dicho sobre el principio antrópico nos hemos
limitado a los problemas de la ordenación de la materia y la energía
en el universo. Es posible ir más lejos y tener en cuenta
circunstancias en que las propiedades físicas fundamentales de la
materia pueden variar de un mundo a otro. Como vimos en el
capítulo 8, es imposible saber cuáles de nuestras leyes de la
naturaleza son meramente casos especiales de leyes más generales,
de manera que muchos de los rasgos de la física que damos por
supuestos podrían ser bastante distintos en otras regiones del
superespacio. Para tomar un primer ejemplo, nuestra actual teoría
de la gravedad (teoría de la relatividad general de Einstein) incluye
la restricción de que la fuerza de la gravedad entre dos masas
normales a una distancia dada es la misma cualquiera que sea el
lugar en que se sitúen y cualquiera que sea el momento en que
ejerzan su fuerza. En el caso de la Tierra, ésta atraerá a una
manzana con la misma fuerza tanto si la Tierra se halla en la Vía
Láctea como si está en la nebulosa de Andrómeda.
Del mismo modo, atraerá la manzana con la misma fuerza hoy que
lo hacía hace mil millones de años. La ley de la constancia de la
gravedad parece estar bastante bien comprobada por la experiencia,
aunque aún queda lugar para la duda, y algunos físicos han

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propuesto teorías contrarias a la de Einstein, en las que la fuerza de


la gravedad puede variar de un lugar a otro y de un momento a otro.
Si la fuerza de la gravedad no está fijada de una vez por todas por
los principios fundamentales de la física, cabe suponer que variará
de un mundo a otro del superespacio. Nos enfrentamos, pues, al
reto de explicar por qué entonces en nuestro universo tiene la fuerza
que tiene; en particular, ¿por qué es mucho más débil que todas las
demás fuerzas de la naturaleza?
Todo el que esté familiarizado con la física elemental sabrá que las
leyes matemáticas que describen los sistemas físicos fundamentales
con frecuencia sacan a relucir números como 4π y 1/2. Muchas
veces estos números tienen un origen geométrico o bien están
relacionados con las dimensiones del espacio. Hace unos cincuenta
años, a raíz de la aparición de la teoría general de la relatividad,
muchos físicos trataron de construir una teoría unificada donde la
gravedad de Einstein se combinara con la anterior teoría del
electromagnetismo de Maxwell. La esperanza era, y sigue siendo,
que de alguna manera los fenómenos gravitatorios y los
electromagnéticos fueran ambos manifestaciones de un campo
básico unificado. Nadie ha logrado crear tal teoría, aunque la
investigación prosigue. Una de las desalentadoras dificultades a que
se enfrentan los teóricos del campo unificado es la inmensa
diferencia que existe en términos de fuerza entre las fuerzas
electromagnéticas y las gravitatorias. La gravedad que actúa entre
los elementos del átomo viene a ser menos fuerte que la atracción

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eléctrica en diez elevado a cuarenta (1040) veces.


¿Qué teoría física podría ser capaz de manejar una cifra tan
enorme?
Una curiosa complicación de este misterio la señalaron por primera
vez el astrónomo Eddington y el físico Paul Dirac. Cuando medimos
intervalos de tiempo, los calibramos con algún período natural de
vibración o rotación: la rotación de la Tierra, las oscilaciones de un
cristal de cuarzo o las vibraciones de la onda luminosa. Si
preguntamos cuál es la unidad temporal más pequeña que tiene
significación fundamental para la estructura de la materia, nos
vemos llevados a examinar las vibraciones de los átomos y de sus
núcleos. Las partículas subatómicas situadas en el interior de los
núcleos de los átomos oscilan a una escala temporal increíblemente
corta para los estándares de la vida cotidiana: alrededor de una
billonésima de billonésima de segundo o bien el tiempo que tarda la
luz en atravesar un núcleo. Este pequeño intervalo de tiempo
constituye una unidad fundamental y natural con la que comparar
otros intervalos, aunque cuesta bastante pensar que incluso esta
duración fugaz es diez elevado a veinte veces mayor que la unidad
natural de gravedad cuántica ―el jiffy―. Preguntándonos ahora cuál
es la mayor unidad natural de tiempo disponible, nos vemos
llevados a la edad del universo, que se ha calculado por distintos
procedimientos en alrededor de quince mil millones de años. En
nuestras unidades subatómicas fundamentales esta duración
resulta ser de alrededor de 1040 o bien un uno seguido de cuarenta

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ceros: la misma enorme cifra en que la gravedad es más débil que el


electromagnetismo.
El misterio consiste en ¿por qué ocurre que vivimos precisamente en
la época en que la edad del universo es igual al mágico número
1040? Dirac sostuvo que este número está tan por encima de los que
habitualmente se encuentra en la teoría física, como 4π y 1/2, que
lo más probable es que las dos proporciones anteriores sean iguales
por coincidencia. Mantuvo que estos números están vinculados por
una teoría física que exige que la igualdad se mantenga cierta en
todas las épocas, rasgo que puede lograrse imponiendo que la
gravedad se debilite con el tiempo. En el pasado remoto, cuando el
universo era menor de edad, la gravedad era más fuerte que ahora.
Por desgracia, hay pocas pruebas experimentales de la debilitación
de la gravedad y una explicación distinta de la «coincidencia» la
proporciona el principio antrópico. El argumento que utilizamos
aquí es una adaptación del originalmente sugerido por el astrofísico
norteamericano Robert Dicke y el físico-matemático británico
Brandon Carter.
Siempre se ha observado que la existencia de elementos pesados,
como el carbono, se considera esencial para la vida tal como la
conocemos. El carbono no estaba presente en los inicios del
universo (véase más adelante) pero fue sintetizado por estrellas que
murieron mucho antes de que se formara el Sol. Encontró la forma
de llegar a la Tierra porque algunas de esas estrellas explotaron y
lanzaron el carbono al espacio interestelar. Parece probable que la

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vida no pudiera florecer en el universo hasta que por lo menos


cumpliera su ciclo una generación de estrellas. Por otra parte, una
vez que una estrella ha muerto, quizá para convertirse en un
agujero negro o en un objeto compacto y frío, es muy improbable
que la vida se forme en sus proximidades. Como lo probable es que
sólo haya un corto número de generaciones de estrellas antes de
que la mayor parte de la materia de las galaxias se haya consumido,
de ahí se deduce que la vida sólo puede surgir en el universo en el
período comprendido entre la vida de una y de unas pocas estrellas
típicas.
Ahora bien, la vida de una estrella puede calcularse a partir de la
teoría de la estructura estelar. Depende tanto de la fuerza de la
gravedad, que mantiene unida la estrella, como de las fuerzas
electromagnéticas, que controlan que la energía circule
eficientemente por el interior de la estrella y sea irradiada al
espacio. Los detalles son complicados, pero cuando se resuelven
dan como resultado que la vida de una estrella típica, en unidades
subatómicas naturales, corresponde exactamente a la razón entre
las intensidades de las dos fuerzas: 1040, factor diez más o menos.
La conclusión es que «cualquiera» que fuera el valor de esta razón,
las criaturas inteligentes sólo estarían ahí para preguntarse por esa
cifra cuando el universo hubiera existido durante aproximadamente
este mismo número de unidades temporales subatómicas. Podemos
ir más allá y estudiar por qué este número es tan grande: es decir,
por qué la gravedad es tan pequeña en comparación con las fuerzas

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electromagnéticas. Nuestra existencia sobre la Tierra dependió de


que el Sol permaneciera estable durante los varios miles de millones
de años que ha tardado la evolución biológica en crear criaturas
inteligentes. De ahí que la vida de una estrella típica, como es el Sol,
deba tener al menos tal duración, lo que prohíbe que la gravedad
sea apreciablemente mayor de lo que es. De lo contrario, el Sol se
habría consumido antes de que hubieran podido desarrollarse los
seres humanos.
La fuerza de la gravedad también está íntimamente relacionada con
otro rasgo fundamental de nuestro universo: su tamaño. La mayor
parte de la gente se da cuenta de que el universo es grande. En
primer lugar, las distancias entre las estrellas son enormes. La
estrella «más próxima» al Sol está a casi cuarenta y cinco billones de
kilómetros de distancia (más de cuatro años luz) y la Vía Láctea
tiene un diámetro de cien mil años luz. Nuestros telescopios son
capaces de detectar galaxias situadas a varios miles de millones de
años luz de distancia.
En segundo lugar, el número total de estrellas es mareante. Nuestra
galaxia, que es una galaxia normal, tiene alrededor de cien mil
millones de estrellas y hoy sabemos que existen muchos miles de
millones de galaxias.
No obstante, hay un cierto sentido en que el universo tiene un
tamaño limitado. Por así decirlo, hay un «borde» situado a unos
quince mil millones de años luz. No se trata de un verdadero borde
físico, sino que es el horizonte mencionado en la pág. 190, más allá

Colaboración de Sergio Barros 297 Preparado por Patricio Barros


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del cual la curvatura del espacio-tiempo no nos permite seguir


viendo. En este sentido, el universo tiene un tamaño natural y cabe
preguntarse por la medida de este tamaño en la mínima unidad de
medida disponible: el tamaño del núcleo atómico. La respuesta
vuelve a ser de alrededor de 1040, pero esta vez no es sorprendente.
En realidad estamos calculando la misma cantidad que la edad del
universo en unidades naturales de tiempo, sólo que utilizando las
distancias (años luz) en lugar de los tiempos (años). Por tanto, el
universo es así de extenso porque es así de viejo y es así de viejo
debido al tiempo que ha necesitado la vida para evolucionar.
Volviendo ahora al contenido del universo, podemos determinar el
total de materia utilizando la mínima unidad de materia disponible:
el átomo. El número de átomos del universo (comprendido en
nuestro horizonte) resulta ser de alrededor de 1080, o sea un uno
seguido de ochenta ceros, que es precisamente el cuadrado del otro
gran número (1040) de que ya nos hemos ocupado. Es posible
confrontar esta nueva «coincidencia» utilizando asimismo el
principio antrópico, puesto que ocurre que la suma total de materia
del universo está relacionada con su edad. La razón es que el
universo se está expandiendo y que la densidad de la materia
controla el movimiento expansivo. Si el total de materia fuese
mucho mayor, la gravedad detendría la expansión y haría que el
universo se colapsara antes de poder desarrollarse la vida
inteligente. Por otra parte, si la materia fuese más escasa, la
expansión sería más rápida. En ese caso, sería improbable que las

Colaboración de Sergio Barros 298 Preparado por Patricio Barros


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galaxias y las estrellas hubieran surgido nunca en abundancia.


Como ya hemos mencionado, las galaxias y las estrellas se forman
por concentraciones de gases y polvo cuya gravedad local atrae a los
materiales que las rodean con mayor fuerza que los dispersa la
expansión del universo. Si la densidad de la materia del universo
fuera muy inferior, la gravedad local sería menor y, por lo tanto,
impotente para impedir que la materia se alejase. Además, la
velocidad de expansión sería mayor, lo que haría que el
enfrentamiento de las dos tendencias fuese aún menos favorable a
la formación de regiones densas. Por lo que parece, no podríamos
existir en un universo con una densidad muy distinta de la que
tiene el que realmente habitamos.
Para que exista la vida, la densidad del universo debe ser lo
bastante grande para que la materia quede localmente atrapada en
las estrellas, pero no tan grande que todo el cosmos se desplome.
Podemos utilizar la teoría general de la relatividad de Einstein para
calcular la densidad óptima que sella el compromiso entre las dos
alternativas y utilizar esta densidad, conjuntamente con el tamaño
del universo, para calcular el correspondiente número total de
átomos. El cálculo en sí es elemental y la respuesta puede
expresarse como la edad del universo dividida por la gravedad de un
átomo. Este resultado es numéricamente muy similar al que resulta
de multiplicar las dos proporciones mencionadas más adelante: la
edad del universo multiplicada por la razón entre la atracción
eléctrica y la gravedad del átomo es de 1040 × 1040, es decir, 1080.

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Tal es precisamente el número de átomos observados. Por tanto,


esta nueva «asombrosa coincidencia» ya no resulta sorprendente
después de todo, dado que estamos vivos para comentarla.
Argumentos similares al de la gravedad se han propuesto en
relación con la fuerza nuclear. Vimos en el capítulo 8 que la
estabilidad de los núcleos dependía del equilibrio entre la atracción
nuclear y la repulsión eléctrica, de tal modo que los cambios de
intensidad de cualquiera de ellas amenaza la estructura de los
núcleos compuestos que son la base de la vida. Por ejemplo, basta
que la carga eléctrica que transportan los protones se multiplique
por diez para desintegrar los núcleos de carbono; una similar
disminución de la fuerza nuclear produce el mismo efecto. Fred
Hoyle ha señalado que la existencia de carbono puede depender de
un modo aún más delicado de las fuerzas nucleares, puesto que,
según la teoría del Big Bang, la estructura actual del universo no
podría resistir las enormes temperaturas de la fase primigenia.
Incluso los átomos y los núcleos serían aplastados por la energía
calorífica y, por lo tanto, tal como antes se ha señalado, faltaría el
átomo de carbono. Antes de que transcurrieran los primeros
minutos, las temperaturas, superiores a los miles de millones de
grados, aseguraban que sólo podían existir protones, neutrones y
otras partículas independientes; ningún núcleo compuesto podía
formarse en medio de tan intenso calor. Conforme el universo se
enfrió, comenzaron a formarse los núcleos compuestos, sobre todo
mediante la fusión de neutrones y protones en helio. Los cálculos

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demuestran que alrededor de una cuarta parte del material acabó


en forma de helio, pero casi no se creó ningún elemento más
pesado.
Las razones de que la síntesis nuclear fuese incompleta se deben a
que, al cabo de pocos minutos, la temperatura había descendido
demasiado para que prosiguiera la combustión nuclear. El universo
sólo tuvo unos cuantos minutos, entre el calor abrasador y las
temperaturas del plasma enfriándose en picado, durante los cuales
pudo fraguar núcleos compuestos. No bastaron para que hubiera
una gran producción, lo que explica que el universo esté compuesto
casi exclusivamente de hidrógeno y helio.
El carbono, el elemento vital, se sintetizó mucho después, cuando se
restablecieron temperaturas del tipo primigenio en el centro de las
estrellas. El carbono únicamente se forma después de que una
buena parte de la estrella se haya convertido en helio. El núcleo de
carbono consta de seis protones y seis neutrones, mientras que el
de helio contiene dos protones y dos neutrones, de manera que el
carbono se forma cuando chocan simultáneamente tres núcleos de
helio. En el tórrido interior de las estrellas se producen abundantes
choques, puesto que las partículas se disparan hacia todas partes
de forma caótica, pero un encuentro triple, como es natural, es
mucho más raro que el choque de dos núcleos. La fusión de tres
núcleos de helio en un núcleo de carbono es, en consecuencia, algo
que ocurre pocas veces y que seguramente habría carecido de
importancia a no ser por un hecho aparentemente fortuito. Los tres

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núcleos de helio se funden en dos etapas: primero se unen


provisionalmente dos de ellos, constituyendo un núcleo de berilio.
Esta unión tiene una breve duración y el que se logre la síntesis del
carbono depende de que se logre capturar de forma eficiente un
nuevo núcleo de helio. La eficiencia de la captura nuclear varía
enormemente en concordancia con la energía, aumentando si el
cuerpo compuesto se queda con una energía que se aproxima a uno
de sus niveles cuánticos de energía interna natural. Hoyle señaló
que el berilio más el helio poseen de hecho un nivel energético muy
próximo a la energía media que se encuentra en el centro de las
estrellas calientes, y esta aparente coincidencia es la causa de la
abundante producción de carbono, que posteriormente se dispersa
por el espacio cuando las estrellas explotan.
Además, es importante que una vez formado el carbono no se
destruya de inmediato por nuevas síntesis y capturas de helio. No
obstante, por suerte, en los sistemas compuestos de helio-carbono
(que en realidad es oxígeno) no existe ningún nivel energético, de
manera que el posterior agotamiento del carbono para generar
elementos aún más pesados es bastante lento. Las energías en que
se producen estos niveles vitales dependen de la intensidad de las
fuerzas nucleares, de forma que un ligero cambio podría ser
desastroso para la vida basada en el carbono. Si las fuerzas
nucleares adoptan toda clase de valores en los demás mundos del
superespacio, es evidente que sólo aquellos universos, como el
nuestro, donde toman valores muy concretos pueden sustentar una

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floreciente vida basada en el carbono.


Otra sutil forma en que la vida depende de las fuerzas nucleares es
la mencionada por Freeman Dyson. Dentro del hidrógeno ordinario
hay una pequeña fracción que se conoce como hidrógeno pesado o
deuterio. Químicamente es idéntico al hidrógeno ordinario, pero el
núcleo no contiene sólo un protón, sino un protón y un neutrón
combinados. La teoría indica que hay una fuerte oposición entre el
punto de energía cuántica cero, que tiende a evitar que los
neutrones estén atrapados, y la fuerza de atracción nuclear. En el
caso del deuterio, la atracción gana por poco y, como confirma la
experimentación, el núcleo del deuterio está poco ligado. Si dos
protones se encuentran, la historia es distinta. Los protones tienen
que enfrentarse a la repulsión eléctrica y también a los efectos del
principio de exclusión de Pauli (véase capítulo 4), que impide que
dos protones se sitúen demasiado cerca. En el caso del diprotón, la
repulsión triunfa y no se consigue constituir una unión estable. No
obstante, de ser la fuerza nuclear algo más fuerte (aunque tan sólo
fuera en un pequeño porcentaje), el diprotón se convertiría en
realidad. No seguiría siendo un diprotón durante mucho tiempo,
porque existe una bonificación energética en el caso de que uno de
los protones se convierta en neutrón mediante el proceso de
desintegración beta, gracias al cual el diprotón se transmuta en un
núcleo de deuterio.
Dyson estudia el efecto de estas posibilidades sobre los procesos
nucleares ocurridos en el universo primigenio y señala que toda la

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materia que actualmente se halla en forma de hidrógeno habría


formado diprotones y luego deuterio inmediatamente después del
Big Bang. Con deuterio en lugar de hidrógeno como materia prima,
el horno primigenio hubiera procesado el combustible nuclear a una
velocidad enormemente mayor, engullendo todo el deuterio en
núcleos de helio, y dando lugar a un universo virtualmente
compuesto en un cien por cien de helio. Las estrellas como el Sol,
que permanecen durante miles de millones de años apaciblemente
quemando hidrógeno en una situación estable, no existirían.
Tampoco habría agua (que es el dióxido de hidrógeno),
imprescindible para la vida tal como nosotros la conocemos. Al
parecer, la vida depende decisivamente del semi fracaso del
diprotón.
La otra fuerza nuclear ―la llamada interacción débil, que es la
causa de las radiaciones beta― también es vital para la vida del
universo, en dos sentidos. El primero se refiere a los constituyentes
de la materia primigenia, a partir de los cuales se sintetizó el helio
en los primeros minutos.
El helio está compuesto de dos protones y dos neutrones, de
manera que la cantidad de helio depende de la proporción de
neutrones que hubiera en las primeras etapas. En realidad, casi
todos los neutrones disponibles de la materia primigenia se
incorporaron a los núcleos de helio, de modo que el hidrógeno de
que está compuesto la mayor parte del universo es, de hecho, el
residuo de los protones que no se emparejaron con neutrones

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debido a la escasez de estos últimos. La energía calorífica del horno


primigenio la compartieron todas las especies de partículas
subatómicas, y en los períodos muy primerizos se estableció un
equilibrio entre la cantidad de energía utilizada para formar
protones y la cantidad utilizada para formar neutrones. Este
equilibrio se mantiene gracias a la fuerza débil: si existe una
superabundancia de neutrones, una parte de ellos se utilizará en la
radiación beta para convertirlos en protones, y viceversa, haciendo
que su proporción se mantenga en equilibrio. Se trata de un
servomecanismo que actúa con eficacia mientras las perturbaciones
exteriores no lo entorpezcan, pero debe tenerse en cuenta el hecho
de que la materia primigenia está incrustada en un universo que se
expande en forma de explosión. Al principio, el movimiento
explosivo no puede romper el equilibrio, porque los neutrones y
protones están muy calientes y compactamente apretados.
Alrededor de transcurrido el primer segundo, sin embargo, la
densidad y la temperatura han descendido lo suficiente ―a tan sólo
diez mil millones de grados― para que el equilibrio sea insostenible
y la proporción entre neutrones y protones permanezca congelada
en el valor que tiene en este momento. Los cálculos demuestran que
la proporción debió ser de un quince por ciento, lo que da lugar a
un treinta por ciento de helio y un setenta por ciento de hidrógeno,
que son exactamente las cifras que observamos en la actualidad.
La importancia de la intensidad de la fuerza débil se debe a que
también controla el momento en que el equilibrio comienza a fallar.

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De ser esta fuerza menor, no hubiera podido mantener tanto tiempo


el equilibrio frente a la rápida expansión. Esto es vital porque en los
momentos anteriores al primer segundo hubo una mayor
desproporción de neutrones, debido a las siguientes razones. Los
neutrones son un 0,1 por ciento, más o menos, más pesados que los
protones, de manera que gastan más energía para constituirse. Si la
energía disponible escasea, esta diferencia de masa favorece a los
protones en comparación con los neutrones, que es la razón de que
en el primer segundo haya un ochenta y cinco por ciento de
protones y un quince por ciento de neutrones. No obstante, en los
momentos anteriores, la temperatura es superior, de modo que
disponen de mayor cantidad de energía para repartirse entre ellos.
La competencia de las masas no es entonces, pues, tan brutal y
reciben cantidades similares, lo que da lugar, aproximadamente, a
una proporción del cincuenta por ciento, mitad neutrones y mitad
protones. Si fuera ésta la proporción cuando falla el equilibrio, daría
lugar a una producción del cien por cien de helio, puesto que cada
protón se emparejaría con un neutrón y no dejarían residuo de
protones libres para formar hidrógeno. Como ya hemos dicho, un
universo falto de hidrógeno no contendría agua ni estrellas estables
de larga duración, lo que presenta muy oscuras perspectivas para la
vida.
En segundo lugar, la fuerza débil es vital para la vida a la hora de la
muerte de las grandes estrellas. Determinadas estrellas, una vez
que han sintetizado en su interior elementos tales como el carbono y

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el oxígeno, comienzan a sufrir una falta de combustible.


Esta crisis es lenta pero progresiva, hasta que el núcleo de la
estrella no puede ya generar el calor necesario para impedir su
colapso o desmoronamiento por obra de la gravedad. El resultado es
una creciente contracción seguida de una explosión súbita y
violenta que libera fuerzas titánicas. En concreto, inmensas
cantidades de neutrinos, que son partículas subatómicas tan tenues
que atraviesan con facilidad la Tierra sin que las percibamos, se
liberan y brotan en cascada desde el centro de las estrellas grandes.
Tal es la densidad del centro de las estrellas ―alrededor de mil
billones de veces mayor que la del agua― que incluso estas efímeras
partículas no encuentran modo de salir al exterior. El exacto valor
de esta resistencia al flujo de neutrinos depende de la intensidad de
la fuerza débil, que controla la interacción de los neutrinos con el
resto de la materia. De ser mayor, estos neutrinos no escaparían en
absoluto del centro.
Cuando llegan a las capas exteriores, los neutrinos las vuelan en
una terrible explosión que ilumina la galaxia entera, arrojando al
espacio una cantidad de energía miles de millones de veces mayor
que la que lanzan las estrellas normales. Este sobrecogedor
acontecimiento se denomina una supernova, y entre los residuos
desmenuzados de las estrellas se encuentran elementos como el
carbono y el oxígeno. Estos elementos son absorbidos por otros
sistemas estelares y, en último término, se convierten en la materia
prima con la que se formarán los planetas y la vida. De no ser así se

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produciría un mundo carente de materias primas y,


presumiblemente, de vida.
Probablemente el mundo tiene muchos más rasgos indispensables
para la existencia de la vida y que contribuyen a la sensación
general de inverosimilitud que da el mundo que observamos. No
tenemos ni idea, por ejemplo, de por qué hay tres dimensiones del
espacio y una del tiempo. Los físico-matemáticos suelen estudiar
cómo diferirían las leyes de la física si las dimensiones fuesen
distintas, y no cabe duda de que el mundo sería un lugar muy
extraño de sólo haber dos dimensiones espaciales, por ejemplo. No
sabemos si en ese caso la vida sería imposible.
No comprendemos por qué las partículas subatómicas tienen la
masa que tienen en lugar de tener cualquier otra. Desde luego,
sabemos que si la masa del electrón, por poner un ejemplo, fuera
cien veces inferior, entonces las órbitas atómicas empezarían a
colisionar con los núcleos y la química se vería drásticamente
alterada, pero la razón de que no pueda ser ligeramente distinta es
un misterio. Tal vez los valores sean aleatorios y no tengan ninguna
significación o tal vez salgan algún día a la luz a resultas de una
teoría fundamental, y de este modo se vean obligados a ser los
valores que son.
La perspectiva que la especie humana tiene sobre su lugar en el
universo está necesariamente influida por la respuesta a la
pregunta: ¿hasta qué punto es especial el universo? En los siglos
anteriores, cuando la religión aportaba los fundamentos de la

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concepción humana de la naturaleza, se daba por sentado que era


en verdad muy especial. Como hemos señalado en el capítulo 1, las
primeras culturas conocieron pocas leyes reales; casi todos los
fenómenos se atribuían a dioses y espíritus con motivaciones
especiales, de modo que incluso el desenvolvimiento rutinario del
mundo giraba alrededor de la especie humana. Con la revolución
newtoniana, ganó ascendencia la posición contraria: el mundo era
una maquinaria que latía regladamente eón tras eón, totalmente
predeterminada por las condiciones iniciales del pasado infinito y
por completo al margen de las aspiraciones y preocupaciones de los
hombres. La cosmología moderna, sin embargo, postula una
creación en un determinado momento del pasado y resurge la
cuestión de si este acontecimiento es en un cierto sentido un
accidente aleatorio o si es un espectáculo bien organizado.
A todo lo largo de la historia las personas han caído en la trampa de
atribuir una organización especial al mundo allí donde no existía.
Los dioses de nuestros antepasados manipulaban el mundo y
mantenían su actividad. La ciencia moderna suprime a los dioses y
los sustituye por las leyes naturales. Darwin incluso suprimió la
influencia divina del reino de la biología. En el siglo XX, la mayoría
de lo que antiguamente se consideraba milagroso se ve como
inevitable consecuencia de las leyes naturales. La existencia de la
Tierra ha dejado de considerarse algo extraordinario, pues
entendemos, al menos en líneas generales, el mecanismo que dio
lugar a la aparición de la Tierra; también sabemos cuándo ocurrió.

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Ni siquiera es milagrosa la existencia del Sol, pues podemos


observar las estrellas que nacen actualmente dirigiendo los
telescopios hacia las nebulosas lejanas. El hombre, que en un
tiempo se tuvo por el mayor de todos los milagros, se considera un
punto en el camino de la evolución iniciada hace tres mil quinientos
millones de años y que, de seguir todo bien, continuará durante
otros cuantos miles de millones de años. Los astrónomos prevén
planetas repartidos por todo el universo donde habrán surgido
formas de vida extraterrestres como consecuencia natural de las
leyes de la física y de la química; probablemente hay muchas formas
vivas mucho más inteligentes que nosotros, con conocimientos
tecnológicos incomparablemente más adelantados que los de la
Tierra.
En resumen, la ciencia ha contestado algunas preguntas
fundamentales sobre cómo el mundo ha llegado a ser como es, de
tal manera que, al menos en líneas generales, podemos escribir la
historia de los primeros quince mil millones de años del universo, a
partir del primer jiffy. La conclusión principal es que nada ha
habido en todo eso de milagroso ni de notable, a no ser el hecho
impenetrablemente singular de que exista algo. Nosotros no
comprendemos por qué las leyes de la física son como son, aunque
podemos admirar su pavorosa belleza y su simplicidad matemática.
Pero, dadas estas leyes, el mundo que percibimos parece deducirse
automática y naturalmente del Big Bang.
Las consideraciones de los dos últimos capítulos introducen un

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elemento de discordia en este esquema bien ordenado, puesto que,


si bien no hay nada de particular en nuestra región local del
universo ―la vida terrestre, el sistema solar e incluso nuestra
galaxia―, cuando se trata de los rasgos globales encontramos en
realidad algunas particularidades muy sorprendentes. La
organización gravitatoria de la materia en el Big Bang se estructuró
al parecer con una precisión tal que sobrepasa lo creíble. Mientras
que las generaciones anteriores se maravillaban de la delicada
organización de nuestro planeta, esta generación da el planeta por
sentado y, en su lugar, se maravilla de la cosmología. Por qué se
produce esta organización durante el Big Bang, de eso no tenemos
ni idea.
Personas distintas interpretarían los resultados de maneras
distintas. Para quienes todavía sigue contando la explicación
religiosa de la naturaleza, el orden cósmico primigenio sería una
manifestación del propósito divino, conformando el universo como
un habitáculo muy especial, de manera parecida a cómo lo
interpretaban los autores bíblicos en su escala más provinciana.
Ciertos científicos verán confirmada su creencia de que éste no es el
único universo, sino uno de los incontables miles de millones en
muchos de los cuales ocurren cosas menos llamativas. Esos otros
mundos no necesitan estar en ninguna otra parte del superespacio.
Pueden existir, por ejemplo, en regiones espaciales tan remotas que
no sea posible verlos o bien en el pasado lejano o en el futuro,
cuando el actual orden de cosas haya terminado.

Colaboración de Sergio Barros 311 Preparado por Patricio Barros


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John Wheeler, que fue el inventor del superespacio, vislumbra un


universo que prosigue la expansión hasta un determinado momento
final, tras el que se produce la contracción, arrastrando a todas las
galaxias unas contra otras, hasta que desaparecen en un gigantesco
cataclismo cósmico similar a un Big Bang al revés. En el
extravagante mundo de Jiffylandia, al que retornaría el cosmos,
toda nuestra física tendría que reelaborarse, de manera que si el
universo eludiese de algún modo la singularidad y emergiera otra
vez, lo haría con un nuevo conjunto de números, un grado distinto
de turbulencia primigenia, quizá nuevos valores en la intensidad de
la gravedad y de las demás fuerzas, e incluso con nuevas leyes
físicas.
De este modo continuaría ciclo tras ciclo ―expansión y contracción―
surgiendo una especie de universo de «nueva planta» cada vez.
Muchos de estos universos serían, sin embargo, muy poco propicios
para la vida, dado que el universo contiene características
desapacibles según las leyes probabilísticas. Por último, sin
embargo, contra toda probabilidad, los números volverían a salir
bien por pura casualidad, y ese ciclo concreto volvería a estar
habitado, procrearía criaturas inteligentes y cosmólogos. Si creemos
que existen otros innumerables universos, sea en el espacio o en el
tiempo, o bien en el superespacio, ya no resulta asombroso el
inmenso grado de organización cósmica que constatamos. Lo hemos
seleccionado con nuestra misma existencia. El mundo es un puro
accidente que tenía que ocurrir tarde o temprano.

Colaboración de Sergio Barros 312 Preparado por Patricio Barros


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Finalmente, habrá quienes no conciban la idea de que realmente


existen otros universos. Concederán que el mundo tiene una
estructura formidablemente afortunada por lo que a nosotros se
refiere, pero aceptarán que se trata de un hecho natural de manera
muy parecida a cómo se acepta que el cielo es azul, o bien
cuestionaran toda esta filosofía y tratarán de demostrar que,
después de todo, nada tiene de especial la organización del universo
primigenio. Para establecer esta contrapropuesta será necesario
demostrar que el alto grado de uniformidad con que están
ordenados la materia y el movimiento cosmológicos ha surgido
automáticamente de determinados procesos físicos por un
procedimiento que elude la generación de inmensas cantidades de
calor. Lo que esto supone es la afirmación de que «todas las cosas
no son iguales».
Si entra en juego una nueva física para evitar que se ensayen los
estados más favorables a los agujeros negros y para dirigir la
actividad del universo hacia la creación de estrellas, ya no resultará
sorprendente que el universo no esté dominado por los agujeros
negros. De modo similar, si determinado mecanismo físico todavía
desconocido evita que los movimientos turbulentos desbaraten y
disgreguen toda la energía explosiva y la ordena según el
movimiento uniforme y regular que nosotros observamos, entonces
no comparecerán las inmensas cantidades de calor que en otro caso
hubieran acompañado a la turbulencia.
En la actualidad no es posible dar una respuesta definitiva a estas

Colaboración de Sergio Barros 313 Preparado por Patricio Barros


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cuestiones, porque se sabe muy poco sobre la física del universo


primitivo; las condiciones extremas que allí se daban están fuera del
alcance de los experimentos actuales y de la mayor parte de los
cálculos matemáticos. Pero si bien no es posible afirmar
inequívocamente que el universo está conformado y no impulsado
automáticamente por la nueva física, al menos podemos llamar la
atención sobre los problemas pendientes. Durante siglos la
humanidad ha abordado las preguntas sobre la existencia: sobre su
propia existencia y sobre la relación entre sí misma y la existencia
del universo. Con nuestros conocimientos científicos podemos
plantear este problema bajo una nueva luz. El hombre no es un
mero espectador del universo, un rasgo incidental que arrastra la
marea de acontecimientos del drama cósmico, sino un elemento
intrínseco. No importa si los nuevos conocimientos del cosmos
primigenio modifican nuestras conclusiones sobre cómo comenzó
todo; sabemos, por lo menos, que estamos representando nuestro
papel.

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Capítulo X
El supertiempo
Y al partir deja tras nosotros
huellas en la arena del tiempo.
H. W. LONGFELLOW, 1807-1882

En un capítulo anterior hemos dedicado bastante espacio al papel


del hombre como observador del universo. En concreto, la
naturaleza de la realidad y quizá la misma estructura del universo
están íntimamente relacionadas con nuestra existencia de
individuos conscientes que percibimos el mundo que nos rodea. La
aceptación de este papel central del hombre en la naturaleza va a
contracorriente de todos los anteriores progresos científicos que lo
destituyeron del pináculo de la creación para convertirlo en una
forma biológica normal y corriente. Sin embargo siguen habiendo
grandes misterios sobre el mecanismo de percepción y la naturaleza
de la conciencia en cuanto tal. ¿La percepción del medio ambiente y
de la propia existencia es un rasgo exclusivo de la vida humana?
¿Se reduce a los primates? ¿Lo tienen los animales, la vida toda?
Tratar sobre cuestiones de conciencia y percepción es algo ajeno a
toda tradición de la ciencia física, que en general pretende hacer
abstracción del observador individual y únicamente ocuparse de la
realidad objetiva. Los experimentos repetibles, las mediciones
dirigidas y anotadas por máquinas, el análisis matemático de los
resultados y otras técnicas han sido creados para excluir al

Colaboración de Sergio Barros 315 Preparado por Patricio Barros


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experimentador de la ciencia. No obstante, en los capítulos previos


hemos visto que la «realidad objetiva» es una ilusión y que los tan
importantes laboratorios y máquinas deben su misma existencia al
experimentador humano cuya existencia, a su vez, debe estar
entretejida con los rasgos fundamentales de la naturaleza y de la
organización del cosmos. Tarde o temprano, los observadores
―nosotros― entramos en escena.
Si abordamos en serio la conciencia, nos enfrentamos al
rompecabezas de que nadie ha conseguido registrar su existencia en
un experimento. Lo que quiere decir que el cerebro humano ha sido
muy investigado y se ha comprendido buena parte de su
funcionamiento, pero hasta el momento no se ha podido demostrar
experimentalmente que la conciencia sea necesaria en cuanto
elemento adicional de la actividad del cerebro. Algunos científicos
creen que la conciencia es la actividad del cerebro y que eso es
cuanto hace falta decir. Para otros, esta idea resulta
manifiestamente absurda. Vimos en el capítulo 7 que al menos un
científico invoca realmente la conciencia como un sistema físico
concreto, superior al cerebro, que es el mecanismo para reducir el
estado cuántico a realidad.
Tanto si existe como si no el entendimiento como algo distinto de los
procesos cerebrales, hay misterios sobre la misma naturaleza de
nuestras percepciones elementales. Nunca es esto más cierto que en
nuestra percepción del tiempo. La teoría de la relatividad fue
esbozada en el capítulo 2, donde explicamos que los físicos conciben

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el mundo con cuatro dimensiones: tres en el espacio y una en el


tiempo. Las líneas que atraviesan este continuo del espacio-tiempo
representan las historias de los cuerpos conforme desarrollan sus
procesos. Las líneas no son independientes, sino que interaccionan
por medio de distintas fuerzas. Vemos una gigantesca red de
influencias y respuestas que llena el universo y se extiende desde el
pasado al futuro. Eso es el universo.
Esta no es la imagen del tiempo tal como nosotros lo percibimos.
Volviendo la vista hacia el mundo que nos rodea, vemos que el
drama se representa conforme se despliega un acontecimiento tras
otro. Nuestra visión del mundo es como una película: pasan cosas,
ocurren cambios, los acontecimientos futuros toman cuerpo y de
nuevo pasan. En suma, a nosotros nos parece que el tiempo pasa.
¿Cómo puede reconciliarse esta imagen cinética del mundo que
realmente percibimos con el cuadro estático de un espacio-tiempo
que se limita a estar ahí?
Analicemos más detalladamente la naturaleza del tiempo tal como lo
percibimos. En la conversación ordinaria manejamos dos imágenes
bastante distintas y quizás incompatibles del tiempo que, sin
embargo, coexisten en nuestro entendimiento sin causar a mucha
gente ninguna dificultad. En primer lugar, etiquetamos los
acontecimientos con fechas: la batalla de Hastings (1066), la
elección del presidente Carter (1976), el eclipse total de sol en Gran
Bretaña (1999), la hora de mi reloj (3 de la tarde del 12 de
noviembre de 1980). El tiempo es una especie de línea que se

Colaboración de Sergio Barros 317 Preparado por Patricio Barros


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extiende por la oscuridad del pasado y por el futuro remoto, donde


cada punto de la línea lleva una fecha que consiste en una etiqueta
que señala la duración transcurrida en, pongamos, años desde
algún acontecimiento arbitrario, como el nacimiento de Cristo, al
que se le otorga una especial significación en la comunidad. La
renovación de las fechas, como por ejemplo al adoptar el calendario
judío o el chino, no altera los acontecimientos ni sus mutuas
relaciones, y es tan inofensivo como utilizar metros en vez de pies
para medir las distancias.
Asociar los acontecimientos con fechas equivale exactamente a
asociar los lugares con las referencias de un mapa. En este sentido,
la perspectiva del tiempo como etiquetas de fechas es la adoptada
por los físicos, en la que tiempo se limita a estar ahí, estirado como
una línea, lleno de acontecimientos interesantes desde el instante
del Big Bang hasta el infinito futuro (o hasta el Big Crunch, el Gran
Crujido, si lo hay). Hay, con toda seguridad, una sutileza de que los
físicos son conscientes y que se ignora en la vida diaria, y es el
hecho de que el tiempo está en relación con el estado emocional del
observador.
En el capítulo 2 descubrimos cómo la noción de simultaneidad ―dos
acontecimientos con exactamente la misma fecha― carece de
sentido a menos que se localicen en el mismo lugar. Los
observadores que se desplazan de distinta manera discrepan sobre
si dos acontecimientos son simultáneos o bien sucesivos, de modo
que les asignarán fechas distintas. Esta complicación no es un

Colaboración de Sergio Barros 318 Preparado por Patricio Barros


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problema fundamental mientras conozcamos la regla que conecta el


conjunto de datos de un observador con el del otro, de manera que
podamos intertraducir sus observaciones. La regla se conoce de
hecho y la aportan las fórmulas matemáticas de la teoría de la
relatividad de Einstein. Además, la regla funciona
espectacularmente bien, como han demostrado tantos experimentos
de laboratorio sobre el tiempo.
Absolutamente al margen de nuestros acontecimientos etiquetados,
utilizamos un modo completamente distinto de lenguaje y de
sistema mental sobre el tiempo que se basa en una imagen cinética:
el sistema de los tiempos verbales.
Decimos (y pensamos) que la batalla de Hastings «ocurrió» en 1066,
que el eclipse de sol «sucederá» en 1999 y que mi reloj marca la hora
«actual». El pasado, el presente y el futuro son tan fundamentales
para nuestra percepción del tiempo que normalmente los aceptamos
sin dudarlo. Gracias a esta perspectiva, el tiempo adquiere una
estructura mucho más rica de la que le dan las meras etiquetas
cronológicas. En primer lugar, se divide en tres conjuntos. El
futuro, que es incognoscible y quizás en parte dócil a nuestra
voluntad: contiene acontecimientos que todavía no existen y que
quizá ni siquiera se pueden definir debido a la incertidumbre
cuántica, pero que en último término existirán. El pasado, que se
puede conocer y en parte recordar, contiene acontecimientos que
han ocurrido y que nos es imposible modificar, por mucho que lo
deseemos. Los acontecimientos existieron en su momento, pero han

Colaboración de Sergio Barros 319 Preparado por Patricio Barros


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pasado más allá de la existencia a una especie de inaccesibilidad


fosilizada. Por último, donde el pasado y el futuro se unen tenemos
el presente ―el «ahora»―, que es algo misterioso y fugaz, sin
duración perceptible, que otorga a los acontecimientos que le son
simultáneos una especie de realidad concreta que no poseen las
imágenes fantasmales e inmateriales de los acontecimientos
pasados y futuros. El presente es el momento en que accedemos al
mundo, el momento en que podemos ejercer nuestro libre albedrío y
alterar el futuro. Esta categoría especial que se concede al presente
resuena en las palabras de Longfellow:
“¡Actúa, actúa en el presente vivo!” Nuestra visión de la
realidad, pues, está firmemente enraizada en la estructura
temporal del tiempo.

La división del tiempo en pasado, presente y futuro es una


organización de ideas mucho más elaborada que las simples
relaciones entre fechas, cual es la afirmación de que Carter fue
elegido «después» de la batalla de Hastings o bien que mi reloj marca
la hora «antes» del eclipse de sol. Estos últimos emparejamientos
indican relaciones de antes-después absolutamente independientes
del momento temporal en que las examinamos. Que Carter es
posterior a Hastings siempre fue cierto, es cierto ahora y será
siempre cierto en el futuro.
De momento, puede parecer que nada hay especialmente
incompatible en la coexistencia de las fechas y los tiempos verbales.

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Las paradojas se cuelan, no obstante, cuando se aprecia que el


sistema de los tiempos verbales no es estático, sino que se mueve.
El presente, que por regla general identificamos con el momento de
nuestra percepción consciente, avanza invariablemente hacia el
futuro, encontrando nuevos acontecimientos y consignando los
anteriores a la memoria y la historia. Alternativamente, podemos ver
el «ahora» de nuestra percepción inmóvil y el tiempo fluyendo más
allá de nuestra conciencia como un río, borrando el pasado y
empujando al futuro hacia nosotros. En ambos casos, la sensación
de un tiempo que fluye, que se mueve, que pasa, imbuye el mundo
de nuestra experiencia con cambio y actividad.
¿Qué es el paso del tiempo? En literatura, arte y religión se ha
expresado de muchas maneras. La más frecuente es la analogía del
río; San Agustín (354-430) la presentaba así: «El tiempo es como un
río de fuerte corriente formado por las cosas que ocurren; tan
pronto surge algo, es arrastrado por las aguas.” Para H. D. Thoreau
(1817-62) el «Tiempo no es sino un arroyo donde voy de pesca». A
veces la imagen del vuelo parece la más próxima. Para Virgilio, «El
tiempo vuela, vuela para nunca más volver», mientras que Andrew
Marvell (1621-78) ve el tiempo como un «Carro alado».
Robert Herrick (1591-1674) nos aconseja «Recoged... capullos de
rosas mientras podáis, el tiempo vuela sin cesar».
William Shakespeare vuelve repetidas veces sobre el tema del paso
del tiempo. En «Noche de Reyes» es un «torbellino» que «reclama
venganza» y este elemento destructivo o vengativo es muy apreciado.

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Byron habla de «el tiempo vengador». Ovidio describe «El tiempo


devorador de las cosas» y Tennyson advierte que «El tiempo empuja
de prisa hacia adelante... Todas las cosas nos son arrebatadas y se
convierten en porciones y parcelas del horroroso pasado». Herbert
Spencer (1820-1903) define el tiempo cínicamente como «lo que el
hombre trata en todo momento de matar, pero que acaba matándolo a
él».
Todas estas imágenes elaboran nuestra profunda impresión del
tiempo como movimiento irreversible que da lugar al cambio.
Cuando llegamos a la ciencia, las imágenes no son tan gráficas. Los
científicos, como todo el mundo, utilizan los tiempos verbales tanto
en la vida diaria como para hablar de experimentos y observaciones
sobre el mundo, pero en sus análisis teóricos de la naturaleza los
tiempos verbales no tienen ninguna función: sólo hay fechas. Nada
aparece en las ecuaciones de Newton que corresponda al presente ni
tampoco ninguna magnitud que articule el movimiento del tiempo.
Por supuesto, el tiempo está ahí y las ecuaciones predicen qué
acontecimientos (por ejemplo, cuándo la manzana que cae llegará al
suelo) ocurrirán en qué momento, pero ni las ecuaciones de Newton
ni ningunas otras de la ciencia pueden decirnos «qué es el tiempo».
En los experimentos lo mismo que en la teoría, el laboratorio es
incapaz de revelar el flujo del tiempo, puesto que no existe ningún
instrumento capaz de descubrir su paso. Como se observó en el
capítulo 2, es erróneo suponer que el reloj es ese instrumento. El
reloj no es más que un método de asignar fechas a los

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acontecimientos; aunque nosotros percibimos el funcionamiento del


reloj como un movimiento, es movimiento en el espacio y no en el
tiempo (es decir, alrededor de la esfera del reloj). Es nuestra
sensación psicológica de un tiempo que se mueve la que, dada la
estrecha asociación del reloj con el tiempo, otorga falsamente al reloj
la apariencia de medir el paso del tiempo.
La nebulosidad del concepto de un tiempo que se mueve queda bien
de manifiesto al preguntarse a qué velocidad fluye el tiempo. ¿Qué
mecanismos poseemos para medir la velocidad del tiempo? Si
existiera tal máquina, se la podría consultar cada día para descubrir
si el tiempo ha ido más lento ese día o bien si el ritmo de los
acontecimientos se ha acelerado. La percepción del tiempo de la
mayor parte de la gente tiene un carácter variable. Es una
experiencia habitual que diez minutos en el sillón del dentista
parezcan media hora de un pasatiempo más agradable o que un día
repleto de actividad pase más de prisa que otro dedicado a la
inactividad o al aburrimiento. Todo esto, por supuesto, son
impresiones psicológicas vinculadas al estado mental del sujeto. La
velocidad a que pasa el tiempo siempre será de un día por día, una
hora por hora, un segundo por segundo. Incluso los días aburridos
sólo tardan un día en pasar. Carece de sentido decir «hoy sólo ha
durado doce horas» cuando lo que realmente se quiere decir es «hoy
parece que sólo haya tenido doce horas».
Si se insiste en mantener la noción de un tiempo que se mueve,
entonces surge una flagrante incompatibilidad entre los tiempos

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verbales y las fechas. Las fechas de los acontecimientos se fijan de


una vez por todas, mientras que las etiquetas de los tiempos
verbales cambian en cada momento. Así, la elección de Carter era
un acontecimiento futuro en 1975 y hoy es un acontecimiento
pasado. ¿Cómo es posible que el mismo acontecimiento, cuya fecha
es fija, sea pasado, presente y futuro? Sin duda, «pasado»,
«presente» y «futuro» no son cualidades intrínsecas de ningún
acontecimiento, ni tampoco se pueden precisar en exceso, pues si
preguntamos cuándo un acontecimiento es del pasado y se contesta
«Cuando ocurrió», eso es pura tautología. ¿Cómo sabemos que ha
ocurrido? Porque está en el pasado. El análisis se hace circular.
El presente es igualmente intangible, pues ¿qué es el presente?
Estamos sin duda de acuerdo en que el presente es un momento
único (o al menos de una duración tan breve que no podemos
percibir su estructura interna), pero ¿qué momento?
La respuesta es, por supuesto, cada momento. Todos los momentos
son el momento presente cuando suceden. Pero ¿cuándo suceden?
¡En su momento! La cosa no va a ninguna parte. Incluso después de
una profunda introspección se concluye que no se está diciendo
nada que tenga la menor sustancia, que las cualidades del pasado,
del presente y del futuro son tan manifiestamente obvias, tan
fundamentales para nuestra experiencia, que no podemos
aproximarnos a ellas por medio de la palabra. San Agustín formuló
este dilema cuando dijo que sabía lo que era el tiempo siempre que
nadie le pidiera que se lo explicase. En ese caso no lo sabía.

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Charles Lamb (1775-1834) expuso así la sensación: «Nada me


produce tanta perplejidad como el tiempo y el espacio; y sin embargo
nada me preocupa menos, puesto que nunca pienso en ellos»
La sensación de que el tiempo realmente pasa y de que existe
presente, pasado y futuro no contribuye en absoluto a nuestra
comprensión del mundo objetivo, pero estos conceptos son
indispensables para organizar nuestros asuntos personales y
desenvolvernos en la vida cotidiana. ¿Son absolutas ilusiones o bien
nuestra percepción penetra una estructura del tiempo ―o del
supertiempo― que todavía no se ha revelado en el laboratorio?
¿Depende la verdadera realidad de la existencia del momento
presente?
Estas preguntas plantean uno de los mayores desafíos a la ciencia y
la filosofía contemporáneas, y no existe el menor acuerdo ni siquiera
sobre cómo formular los conceptos relevantes. Sin embargo, como
han mostrado los anteriores capítulos de este libro, los recientes
avances de la teoría cuántica y de la cosmología comienzan a tocar
estos asuntos y nos vamos acercando al momento en que deberán
encararse frontalmente.
Examinemos sucesivamente dos puntos de vista contrarios,
comenzando por la postura objetivista que quizá sea la adoptada
por la mayoría de los científicos y filósofos. Según este punto de
vista, el tiempo no pasa y el pasado, el presente y el futuro son
meros convencionalismos lingüísticos sin ningún contenido físico. A
pesar de sus asombrosas implicaciones, esta posición es fácil de

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defender.
El principal argumento es que hay fechas y acontecimientos
vinculados a esas fechas. Los acontecimientos tienen relaciones de
pasado-futuro, pero no ocurren. En palabras del físico Hermann
Weyl: «El mundo no sucede sino que simplemente «es».” En este
cuadro las cosas no cambian: el futuro no nace y el pasado no se
pierde, pues tanto el pasado como el futuro existen con la misma
categoría. Brevemente examinaremos cómo la teoría cuántica
concuerda con este cuadro en apariencia determinista, pero de
momento cabe señalar que de suscribir la interpretación de la teoría
cuántica de los múltiples mundos, entonces no hay un futuro, sino
trillones de ellos, a saber, todas las ramificaciones posteriores a este
momento. A pesar de esta complicación, el razonamiento
fundamental no resulta afectado.
Lo sorprendente es que la imagen anterior parezca tan extraña y
escandalosa, dado que es tan manifiestamente exacta en sus
distintas aseveraciones. El escéptico replicaría, por supuesto, que
las cosas ocurren, que hay cambio.
«Hoy he roto una tetera: este suceso ocurrió a las cuatro en punto y
es un cambio para peor. Ahora tengo la tetera rota.” Pero
analicemos lo que en realidad dice el escéptico. Antes de las cuatro
en punto la tetera estaba intacta, después de las cuatro está rota; y
las cuatro es un estado de transición. Esta forma de lenguaje ―el
lenguaje de los físicos que etiqueta los momentos― transmite
exactamente la misma información, pero en un tono menos

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personalizado. No hay ninguna necesidad que nos imponga


describir los hechos como que la tetera intacta se «transmutó» en
tetera rota a las cuatro en punto ni tampoco que el acontecimiento
«sucedió» a las cuatro. Se trata de cronologías y de estados de la
tetera. No es necesario decir nada más.
“¡Ah!” rechaza el escéptico, «quizá yo no necesite usar el lenguaje del
tiempo en movimiento, pero ésa es la forma en que percibo el
mundo, ésa es mi sensación psicológica del tiempo: lo siento pasar».
Lo cual es un comentario legítimo y a todas luces correcto, porque
todos compartimos la sensación básica de que las cosas ocurren a
nuestro alrededor y de que el tiempo pasa. Sin embargo, es
peligroso basar demasiado nuestra ciencia en las sensaciones
psicológicas, pues conocemos muchos ejemplos en que nos
extravían. Todos tenemos la sensación de que la Luna es mayor en
las cercanías del horizonte que cuando está alta en el firmamento,
pero no es así; todos tenemos la sensación de que un declive vertical
de cien pies es mayor que la misma distancia horizontal; todos
tenemos la sensación de que la Tierra está quieta, pero en realidad
se mueve; y así sucesivamente. ¿Podemos tener mayor confianza en
nuestras sensaciones sobre el tiempo de la que tenemos en nuestras
sensaciones sobre cuestiones espaciales y de movimiento?
Las sensaciones internas de flujo y movimiento son fáciles de crear.
Girando sobre sí mismo unas pocas vueltas, se mueve el fluido del
órgano localizado en el oído interno, que ayuda al cerebro a
mantener el sentido de la orientación y el equilibrio. Al parar, la

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sensación de rotación prosigue con fuerza: nos da vueltas la cabeza.


Se puede mirar fijamente un punto de la pared y convencerse a uno
mismo, racionalmente, de que el mundo no está rotando. Sin
embargo, por mucha que sea la convicción con que se vea que la
pared se mantiene inmóvil, el movimiento se siente entre las propias
percepciones. Uno se puede preguntar por qué el movimiento va,
pongamos, en sentido contrario de las agujas del reloj y no en el
sentido de las agujas del reloj, trazando una analogía directa con el
problema de por qué siempre el tiempo fluye del pasado hacia el
futuro. No parece haber firmes razones para suponer que el flujo del
tiempo sea algo más que una ilusión producida por procesos
cerebrales similares a la percepción de estar girando cuando nos da
vueltas la cabeza.
Aceptar que el paso del tiempo es una ilusión no lo hace menos
importante. Nuestras ilusiones, como nuestros sueños, constituyen
una gran parte de la vida. Pueden no tener «realidad objetiva», pero
ya hemos llegado a ver que semejante cosa es, como mínimo, una
noción bastante vaga. Según la imagen estática del tiempo que se
hace el físico, no debemos arrepentimos del pasado ni preocuparnos
por el futuro. La muerte, por ejemplo, no merece mayor temor que el
estado «anterior al nacimiento». Si no hay ningún cambio, la gente
no muere en el estricto sentido de la palabra. Sólo hay fechas en
que un individuo está vivo y consciente y otras fechas (antes de
nacer, después de morir) en que no, y nadie puede ser consciente de
la inconsciencia, pues sería una contradicción de términos. Puede

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objetarse que sólo somos conscientes de un momento concreto y


que ese momento avanza de manera inexorable, de modo que
cuando se alcanza la muerte, todo se pierde y cesa la experiencia.
No obstante, no es cierto que sólo seamos conscientes de un
momento, ¡pues evidentemente somos conscientes de todos los
momentos de que somos conscientes!
Replicar que sólo somos conscientes de un momento «cada vez» es
una observación vacía, puesto que sin duda cada momento es
distinto de todos los demás momentos. Nuestra experiencia no
puede avanzar a lo largo de nuestra vida, puesto que cada momento
de nuestra vida es experimentado. Cada momento de nuestra vida
es considerado un «ahora» por el estado mental con que lo
asociamos. No puede haber ningún «ahora» único ni ningún
«presente» diferenciado, pues todos los momentos vividos son
«ahoras» y todas las experiencias tienen carácter de «presente».
A pesar de la manifiesta verdad de todas estas observaciones, uno
sigue quedándose con la profunda sensación insatisfactoria de que
algo se le escapa. En realidad, el deseo de encontrar ingredientes
adicionales, algo sobre lo que construir el flujo del tiempo y la
existencia del ahora, ha constituido una epidemia de los físicos
durante años. Unos han buscado la respuesta en la cosmología,
otros en la teoría cuántica. En principio, la indeterminación de la
teoría cuántica parece ofrecer una posibilidad, pues si el futuro
sigue estando en el equilibrio del azar, quizás en algún sentido sea
menos real que el presente y el pasado. Hay físicos que han

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comparado la sensación del futuro naciente con la reducción de la


superposición cuántica a realidad.
Desde un punto de vista superficial, parece prometedor, puesto que
se sabe que el proceso de reducción es fundamentalmente
asimétrico en el tiempo (es decir, es irreversible), de manera que
comparte algunos rasgos con la memoria. Según esta opinión, el
presente es un fenómeno real y representa el momento en que el
mundo cambia de lo potencial a lo real, es decir, en que se descubre
que el gato de Schrödinger está vivo o muerto, el momento decisivo
en que se define una especie de presente. Estas ideas se han
utilizado para defender la existencia del libre albedrío, una cuestión
estrechamente vinculada con nuestra imagen de la realidad y de la
naturaleza del tiempo. Si el futuro no está determinado, quizá
nuestra mente pueda actuar sobre el mundo en el nivel cuántico e
inclinar la balanza del azar en la dirección que elijamos.
El razonamiento viene a ser el siguiente: El cerebro opera mediante
la ordenación de impulsos eléctricos y las corrientes eléctricas
consisten en electrones que se mueven obedeciendo las leyes de la
teoría cuántica, lo que significa que no se comportarán del todo
«bien», sino que estarán sometidos a fluctuaciones aleatorias y a la
indeterminación. Supongamos que exista, además del cerebro, una
mente capaz de actuar en el nivel cuántico para decidir cuál de las
muchas trayectorias posibles acabarán por seguir determinados
electrones de crucial importancia.
Las leyes de la teoría cuántica no se transgreden, pues son posibles

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muchas trayectorias; la mente sencillamente asegura que se realiza


aquella que elige. De este modo, la mente organizaría los estados
cerebrales de total acuerdo con las leyes de la física. Los estados
cerebrales, por su parte, operan sobre el cuerpo, el cual manipula el
medio ambiente, lo que permite que la mente obtenga el control del
mundo material. Algunos investigadores han llegado a afirmar que
han medido el efecto del pensamiento sobre los procesos cuánticos
haciendo que un sujeto «desee» determinadas desintegraciones
radiactivas en experimentos de percepción extrasensorial (ESP).
Estas ideas no soportan un examen auténtico. El hecho de que el
futuro esté indeterminado no significa que necesariamente no
exista, sino tan sólo que no se deduce servilmente del presente.
Además, el hecho de que consideremos el futuro indeterminado y el
pasado concreto está estrechamente conectado al modo en que
realmente llevamos a cabo los experimentos y ordenamos los
resultados. Los experimentos de laboratorio conllevan preparación y
análisis, además de la propia experimentación, y esta estructura
impone de por sí a la interpretación de los resultados una asimetría
entre el pasado y el futuro. En realidad, es posible llevar a cabo un
conjunto de experimentos ―hablando sin rigor― invertidos, en los
que, en lugar de preparar un estado cuántico de partida y medir el
resultado, se haga lo contrario: se reúne un cierto número de
resultados y se deduce el estado inicial. Reflejando en el tiempo toda
la estructura del experimento, haciendo preguntas distintas y
analizando resultados diferentes, puede hacerse que lo

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indeterminado sea el pasado en lugar del futuro. (En este esquema,


las ramas de Everett se despliegan en el pasado en lugar de hacerlo
en el futuro, de tal modo que los mundos se funden en vez de
dividirse). De ahí se deduce que los diferentes papeles del pasado y
del futuro en la indeterminación cuántica no son intrínsecos, sino
que reflejan nuestras actitudes sobre lo que es relevante y la
superestructura intelectual en que se encajan los resultados
experimentales, la cual, a su vez, es función de la naturaleza
fuertemente asimétrica del mundo, consecuencia de los procesos
termodinámicos que ocurren a nuestro alrededor. De manera que,
una vez más, la impresión de que el futuro «nace» parece ser una
ilusión únicamente basada en el desequilibrio temporal del mundo y
no en ningún efecto real debido al movimiento del tiempo ni al
movimiento en el tiempo.
Aunque la indeterminación cuántica no parece ofrecer fundamento
a ninguna explicación del flujo objetivo del tiempo, ni de la división
del tiempo en pasado, presente y futuro, es concebible que aporte
una explicación de la experiencia subjetiva del tiempo, caso de
sostenerse la interpretación de Wigner de la teoría cuántica. Se
recordará del capítulo 7 que Wigner proponía recurrir a la mente
como el agente que reduce la superposición cuántica en forma de
onda a realidad concreta. Se puede entonces razonar que la
impresión mental del paso del tiempo se debe a la constante
reducción cuántica que ocurre en la mente.
En cuanto a si la mente actúa a su vez sobre el cerebro cuántico

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para decantar la balanza del azar, no hay ninguna prueba (al


margen de los experimentos de ESP) que lo demuestre y sería
necesario demostrar que los diminutos efectos cuánticos implicados
se amplifican lo suficiente para producir señales en el nivel eléctrico
utilizable por el cerebro. Aun cuando sea así, no está claro que eso
suponga un libre albedrío ni siquiera que el libre albedrío tenga
sentido, pues si se estima que la mente no es cuántica sino
determinista y que decide manipular el cerebro para poner en
marcha una determinada actividad, entonces hay que encontrar
una justificación de por qué la mente se embarca en ese curso de
acción. Puesto que el estado mental que inicia la acción está
absolutamente determinado por los estados pasados de la mente y
por las influencias procedentes del cerebro, la mente se reduciría a
un mero autómata newtoniano, sin el menor control sobre sus
propias acciones, siendo su actividad por completo consecuencia de
los acontecimientos pasados y presentes.
Por otra parte, si la mente es indeterminada, a la manera de los
sistemas cuánticos, entonces estará sometida a fluctuaciones
aleatorias (caprichos descontrolados) y la arbitrariedad se
inmiscuirá en sus decisiones. Ninguna alternativa parece estar
próxima a la noción tradicional de libre albedrío. El único albedrío
de verdad libre consistiría en que la mente pudiera alterar sus
propios estados pasados, con lo que cambiaría el presente al mismo
tiempo que el futuro. Sería en ese caso libre para construir el
universo que quisiera, incluida ella misma, para luego demolerlo y

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reconstruirlo otra vez, ad infinitum. Por supuesto, en la teoría de los


múltiples universos de Everett, esto ocurre en un cierto sentido,
pero la libertad de la voluntad es absolutamente ilusoria, puesto
que todos los mundos posibles ocurren realmente y el
entendimiento se divide repetidas veces para poblar un enorme
número de ellos, imaginándose cada una de las mentes que
gobierna su propio destino, cuando en realidad todos los destinos se
realizan paralelamente. Aunque no existe ninguna prueba sólida de
que la mente ni la voluntad del observador influyan en el universo
material «cargando los dados» en el juego cuántico del azar, hay un
cierto sentido en que el experimentador puede decidir el futuro. En
el capítulo 6 se explicó que el experimentador, al elegir entre cierto
número de magnitudes observables e incompatibles cuál de ellas
medir, cambia las alternativas cuánticas que se ofrecen, si bien no
puede imponer una opción. El ejemplo que examinamos con cierto
detalle era el caso del polarizador y del fotón, que permite al
experimentador crear un mundo en el que el fotón tenga una
determinada polarización concreta, haciéndolo pasar por un
polarizador. Otro ejemplo se refiere a la posición y el impulso de una
partícula subatómica. Al elegir qué magnitud mide, el
experimentador crea un mundo donde la posición o el impulso de la
partícula tiene un valor bien determinado, aun cuando ese valor
quede fuera de su control y sea una cuestión de azar. Se parece
bastante a la suerte de poder escoger entre dos premios sorpresa, el
primero en una bolsa con chocolates y el segundo en otra con

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caramelos. Hay algo de azar y algo de elección. Es importante darse


cuenta de que la facultad del experimentador cuántico de decidir el
futuro, aunque limitada, supone una gran mejora con respecto a su
contrapartida pre cuántica, que era la de un puro autómata
arrastrado por la rueda del tiempo lo mismo que los engranajes de
una máquina. No obstante, a pesar de esta capacidad, no hay
ninguna razón para suponer que el futuro no exista ya, aun cuando
todavía no esté determinado y aun cuando el observador tenga
cierta mano en estructurarlo.
La última puntilla que remata la idea de que el futuro espera nacer
la proporciona la teoría de la relatividad. Como ya hemos explicado,
la simultaneidad de los acontecimientos alejados en el espacio es un
concepto relativo, de manera que a todas luces carece de sentido
pretender que sólo el presente es real, pues ¿al «presente» de quién
nos referimos? La creencia de que el mundo exterior sólo existe
«ahora» y que en el siguiente momento ha «cambiado» a una nueva
condición y una nueva realidad, está absolutamente equivocada,
pues no sólo no hay ningún mundo real «exterior», como
demuestran los análisis de los procesos de medición cuántica, sino
que dos observadores que se muevan el uno respecto al otro
asignarán fechas completamente distintas a los mismos
acontecimientos. Por ejemplo, dos personas que se cruzan paseando
por la Tierra estarán en drástico desacuerdo sobre qué
acontecimiento del lejano quásar 3C273 ocurre simultáneamente
con su encuentro. La discrepancia asciende a miles de años. Cada

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uno de ellos puede afirmar la realidad, en ese momento, de su


acontecimiento en el quásar, pero es evidente que esta afirmación es
absurda, pudiéndose ajustar el presente a voluntad: basta
simplemente con levantarse del asiento y darse un paseo para pasar
miles de años de «realidad» del quásar 3C273. Un acontecimiento
«presente» puede proyectarse de repente al futuro o al pasado, y
luego recuperarse por el sencillo procedimiento de andar un poco.
De forma similar, los extraterrestres sedentarios estarán en
desacuerdo con sus colegas ambulantes sobre si en la Tierra es
«realmente» el año 1980 o si es el año 5780. Cada cual pensará que
el acontecimiento de su elección ocurre «ahora» y, por tanto, es real,
mientras que el otro está equivocado. Ninguno tiene razón, pues no
hay presente universal ni realidad universal.
Sería estimulante identificar los procesos cerebrales concretos
responsables de la sensación del flujo temporal: parece probable
que estén íntimamente relacionados con los procesos de la
memoria, que también es muy asimétrica en el tiempo. Recordamos
el pasado y no el futuro, de manera que el tiempo está dotado de
una especie de desequilibrio mental, y si no tuviéramos memoria la
conciencia desaparecería junto con el flujo del tiempo. No me refiero
ahora al estado de amnesia, que sólo afecta a la memoria a largo
plazo, sino a un estado en el que no se recuerde nada en absoluto,
por reciente que sea. En tal condición debe haber una absoluta
imposibilidad de dar ningún sentido al entorno, pues la información
sensorial se reduciría a una masa de impresiones momentáneas, sin

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significación ni coherencia, y toda actividad planeada se haría


imposible, pues uno sería incapaz de recordar de un minuto al
siguiente lo que estaba haciendo ni cómo era el mundo circundante.
La memoria, al menos a corto plazo, es una parte indispensable del
proceso perceptivo, puesto que la percepción consiste en organizar
las impresiones sensoriales según conocimientos y expectativas
anteriores, de tal modo que los acontecimientos se pongan en
mutua relación y nuestra propia existencia se vincule al mundo que
nos rodea.
Podría objetarse que explicar el flujo del tiempo en función de la
memoria sólo sustituye un misterio por otro, pues debemos tener en
cuenta el hecho de que sólo se recuerda el pasado y no el futuro.
¿Cuál es el origen de la asimetría entre pasado y futuro? Por suerte,
aquí nos encontramos en terreno más firme, porque las relaciones
entre pasado y futuro no son verbales y, por tanto, es posible
examinarlas dentro del entramado de las leyes conocidas de la
física. A todo nuestro alrededor hay procesos que presentan una
fuerte asimetría entre pasado y futuro. Uno de ellos ya lo hemos
mencionado, a saber, la inexorable desintegración del orden. La
segunda ley de la termodinámica afirma que el caos global del
universo va en aumento, de manera que la acumulación de orden
en un lugar debe pagarse con una mayor cantidad de desorden
compensatorio en algún otro. Así, la acumulación de información de
nuestra memoria se logra al coste de una gran cantidad de
metabolismo corporal: el funcionamiento de los órganos sensoriales,

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la transferencia y procesamiento de los datos recibidos, la


localización de los adecuados servicios de almacenaje cerebrales y,
por último, la reorganización electroquímica de las células
cerebrales para registrar los datos recién adquiridos. Todas estas
operaciones deben ser impulsadas por el cuerpo mediante la
utilización de la energía extraída de los alimentos, lo que constituye
una irreversible disipación de la energía organizada en calor
corporal según el principio general mencionado en la pág. 197. En
conclusión, la memoria no es un fenómeno especialmente
misterioso y la poseen sistemas distintos del humano, por ejemplo,
las arañas y las computadoras. Las bibliotecas y otros archivos
inanimados del pasado, como los fósiles, son ejemplos de memoria
en sentido amplio. Todo obedece a la segunda ley de la
termodinámica, fundamentalmente asimétrica en el tiempo, de
manera que todo otorga al mundo un desequilibrio entre pasado y
futuro que en nuestra mente parece estar movido por una
estructura más elaborada del tiempo que fluye desde el pasado
hacia el futuro.
Por supuesto, nos rodean otros muchos fenómenos al parecer
irreversibles que contribuyen al desequilibrio del mundo o asimetría
del tiempo. Por poner unos cuantos ejemplos tomados al azar: las
personas envejecen, los edificios se derrumban, las montañas se
erosionan, las estrellas se consumen, el universo se expande, los
huevos se rompen, las ondas de agua se extienden a partir del
centro de la perturbación, las ondas de radio llegan después de ser

Colaboración de Sergio Barros 338 Preparado por Patricio Barros


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enviadas, el perfume se evapora de los frascos abiertos, los relojes


se paran. En todos estos casos nunca encontramos los
acontecimientos en orden inverso, nunca los relojes se dan cuerda
solos ni los mensajes de radio llegan antes de ser enviados.
Es importante subrayar que estos fenómenos no determinan el
pasado ni el futuro, que yo he sostenido que carecen de
significación, sino que señalan cuáles acontecimientos son
anteriores o posteriores a otros acontecimientos. Así, por ejemplo, si
tomamos una película cinematográfica de un huevo que cae al suelo
y se rompe, no tenemos ninguna duda de qué extremo de la película
representa el acontecimiento primero, pues en el mundo real los
huevos no se reconstituyen espontáneamente: la rotura del huevo
es irreversible.
Un estudio meticuloso revela que la mayor parte de los procesos
irreversibles que nos rodean pueden describirse mediante la ley
general del aumento del desorden, es decir, mediante la llamada
segunda ley de la termodinámica, a que nos hemos referido en
repetidas ocasiones.
En ciertos casos, como en el del huevo que se rompe, el perfume
que se evapora, la montaña que se erosiona o las casas que se
derrumban, el crecimiento del desorden es evidente. En otros casos
es más sutil. El reloj que se para colabora al desorden general del
mundo puesto que su actividad organizada ―las vueltas
coordinadas de ruedas y manecillas― se desintegra en una actividad
desorganizada, como la energía almacenada en el mecanismo

Colaboración de Sergio Barros 339 Preparado por Patricio Barros


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impulsor se disipa gradualmente en calor por la materia del reloj. La


energía originalmente almacenada en la cuerda acaba en
movimientos atómicos aleatorios y no en el movimiento coordinado
de las ruedas.
Durante mucho tiempo ha sido un misterio por qué nuestro mundo
es asimétrico en el tiempo. ¿Por qué el orden siempre cede el paso al
desorden? Quizá nos ayude a comprender esta tendencia tan
general volver al ejemplo de la baraja de cartas. Si inicialmente se
colocan las cartas en orden y se baraja al azar, lo abrumadoramente
probable es que, tras ser barajadas, acaben en un estado de gran
desorden. Las probabilidades de que quien baraja reconstituya
exactamente el orden correcto al final no son cero, pero sí
increíblemente pequeñas.
En muchos procesos naturales tiene lugar una especie de barajado
como consecuencia de las colisiones moleculares internas, tal como
hemos explicado en el capítulo anterior. Una buena analogía con la
baraja de cartas es el ejemplo de la botella de perfume destapada.
Al principio el perfume, como las cartas, está en una condición muy
ordenada, es decir, encerrado en la botella. Debido al choque de los
impactos de las moléculas de aire que lo rodean, el perfume se
evapora gradualmente, como si sus propias moléculas fueran
lanzadas de la superficie del líquido y se desperdigaran por todas
partes, impulsadas por el incesante bombardeo de las moléculas de
aire. Al final, el revoltijo es total y el perfume se extiende de forma
irrecuperable por la atmósfera, con sus moléculas caóticamente

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mezcladas con las del aire. El efecto barajador, pues, ha consistido


en convertir lo que en principio era el estado ordenado del perfume
en una situación muy desordenada, al parecer irreversible.
La tendencia del orden a transformarse irreversiblemente en
desorden presenta una paradoja: puesto que sabemos que las
colisiones entre las moléculas son todas reversibles, no se
transgrediría ninguna ley fundamental de la física si el perfume
regresara espontáneamente al interior del frasco; sin embargo tal
suceso lo consideraríamos un milagro. Si cuando dos moléculas
chocan y rebotan mutuamente pudiéramos, mediante algún
artilugio, interceptarlas y hacerlas regresar exactamente por las
mismas trayectorias, volverían a rebotar a su posición original. Si se
hiciera esto mismo simultáneamente con todas las moléculas del
perfume y del aire, todo el sistema regresaría de nuevo a su posición
original, como en una película pasada al revés, hasta que el
perfume se depositara en la botella. La posibilidad de este milagroso
giro de los acontecimientos también es evidente en el caso de las
cartas barajadas, pues si continuáramos barajando sin cesar tarde
o temprano lograríamos poner la baraja en el orden original. El
tiempo necesario sería inmenso, pero, basándonos exclusivamente
en las leyes probabilísticas, barajar al azar debe en último término
producir todos los órdenes posibles, incluido el orden original.
Del mismo modo, los choques entre las moléculas producirán
finalmente un estado ordenado otra vez, contando, claro está, con
que la habitación sea estanca para evitar que el perfume escape.

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La paradoja es ¿por qué, si la transición del orden al desorden y la


inversa son igualmente posibles, siempre encontramos que el
perfume se evapora en la habitación, los montes se erosionan, el
hielo se deshace al calentarlo, las estrellas se consumen, los
castillos de arenas son arrastrados por la marea, etc., etc.? Para
resolver la paradoja debemos preguntarnos en cada uno de los
casos cómo se ha logrado en un principio el estado de orden, es
decir, ¿cómo se colocó originalmente el perfume dentro del frasco?
No, cabe suponer, por el procedimiento de que alguien abrió la
botella en una habitación llena de perfume y esperó la inmensidad
de tiempo necesario para que se reuniera en el receptáculo por azar;
ésa sería una estrategia tan insuficiente como la del pescador que
abre un cesto junto al río y espera a que un pez salte dentro.
En el mundo real, los estados ordenados se seleccionan, de entrada,
de nuestro medio ambiente, no se constituyen por azar. El mundo
que nos rodea abunda en estructuras ordenadas, muchas de las
cuales se deben, en el caso de la Tierra, a la proximidad al Sol, que
impulsa buena parte de la actividad organizada que hay en la
superficie terrestre. El Sol, y las estrellas en general, son los
ejemplos supremos de materia y energía organizadas del universo.
Conforme pasa el tiempo, la energía ordenada que se encuentra
encerrada en su interior se va disipando en el exterior mientras las
estrellas consumen su combustible y desperdigan la energía por
todo el cosmos en forma de luz y calor. Las estrellas se consumen y
el universo, como un gigantesco reloj, va lentamente parándose.

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Incluso a escala cósmica, el orden se descompone inexorablemente


en el desorden por miles de millones de procedimientos distintos.
La simetría entre el pasado y el futuro, enraizada como está en la
tendencia unilateral del orden a desintegrarse en el caos, tiene pues
un origen cosmológico. Para explicar de dónde procede el orden
último del cosmos, y a partir de ahí explicar la distinción entre
pasado y futuro, es necesario examinar la creación del universo: el
Big Bang. La estructura cósmica que surgió del horno primigenio
estaba muy ordenada y toda la actividad posterior del universo ha
consistido en consumir este orden y disiparlo. Todavía queda
mucho, pero no puede durar siempre. El orden que impulsa al Sol y
a las estrellas, tan vitales para la vida del universo, puede
rastrearse en los procesos nucleares que aseguraron que el cosmos
naciente estuviese compuesto fundamentalmente de elementos
ligeros, como el hidrógeno y el helio, característica ésta causada por
la rapidez de la expansión primigenia que no dio materialmente
tiempo al cosmos para cocer elementos más pesados en las
primeras etapas. También depende de la relativa uniformidad de la
materia cósmica, que permitió evitar la proliferación de agujeros
negros inmediatamente después del Big Bang. De manera que, una
vez más, descubrimos cuán delicadamente depende la vida del
universo, y nuestra existencia en tanto que espectadores, de la
adecuada estructura cósmica, a saber, una estructura que permite
una tajante distinción entre el pasado y el futuro basada en el orden
primigenio: un orden que alcanza su pináculo de complejidad en la

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materia viva.
La íntima conexión existente entre nuestra propia existencia, la
asimetría temporal del mundo que nos rodea y el orden cósmico
inicial debe contemplarse en el contexto del superespacio. Ya hemos
visto que el cosmos ordenado sólo es una pequeñísima fracción de
todos los muchos mundos posibles. Entre los demás universos, los
hay en que reina el desorden en todas partes y también los hay que
partieron de un estado de desorden y luego progresan hacia el
orden. En tales mundos, el tiempo «corre hacia atrás» en relación
con nuestro propio mundo, pero si están habitados por
observadores, cabe suponer que los cerebros de éstos también
estarán sometidos a un funcionamiento inverso, de tal modo que su
percepción de sus universos se diferenciará poco de nuestra
percepción del nuestro (aunque lo verán contrayéndose en lugar de
expandiéndose).
Cuando se examinan las ecuaciones del desarrollo cuántico del
superespacio, se encuentra que son reversibles: no distinguen el
pasado del futuro. En el superespacio no hay diferencia entre
pasado y futuro. Sin duda algunos mundos tienen muy marcada la
dualidad pasado-futuro y esos son precisamente los que pueden
albergar vida. Otros tienen la asimetría pasado-futuro invertida y, es
de suponer, también están habitados. No obstante, en la inmensa
mayoría no hay ninguna diferencia especial entre el pasado y el
futuro, de modo que son absolutamente inadecuados para la vida y
pasan sin que nadie los perciba. En la teoría de Everett, todos esos

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otros mundos, incluyendo los de tiempo invertido, existen realmente


junto al nuestro. En la teoría más convencional son mundos
posibles que, por una increíble buena fortuna, no alcanzan la
existencia, aunque pueden existir en el futuro remoto y en otra
parte del universo. Pudiera ser que nuestro propio mundo,
agradable y muy ordenado, sea simplemente una burbuja local de
uniformidad en medio de un cosmos predominantemente caótico, y
que sólo nosotros vemos, porque nuestra misma existencia depende
de las benignas condiciones que aquí se dan.
En este capítulo, el modelo físico del tiempo se ha contrapuesto al
de nuestra experiencia personal, que está repleta de imágenes
psicológicas fantásticas y paradójicas. La zona oscura entre la
mente y la materia, entre la filosofía y la ciencia, entre la psicología
y el mundo objetivo, sólo es el umbral de la exploración, pero
ninguna descripción definitiva de la realidad puede omitirla. Pudiera
ser que las imágenes del tiempo que nos son tan caras ―la
existencia del momento presente, el paso del tiempo, el libre
albedrío y la inexistencia del futuro, el uso de los tiempos verbales
en el lenguaje― hubiera que llegar a verlas como tan sólo primitivas
supersticiones nacidas de una incorrecta comprensión del mundo
físico. Quizá nuestros descendientes no hagan ningún uso de
semejantes conceptos, en cuyo caso cabe imaginarse que
organizarán su vida de forma muy distinta a la nuestra.
Es posible que las comunidades avanzadas de otras partes del
universo hayan abandonado hace mucho tiempo las nociones de

Colaboración de Sergio Barros 345 Preparado por Patricio Barros


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que el tiempo pasa o bien de que las cosas cambian, o de que hay
un único presente que avanza hacia un futuro incierto. Sólo
podemos conjeturar sobre el impacto que tal abandono tendría en
su comportamiento y en su pensamiento, pues sin expectativas, sin
remordimientos, sin miedo, sin previsiones, sin alivio, sin
impaciencia y sin todas las demás emociones vinculadas al tiempo
que sentimos, su concepción del mundo bien podría resultarnos
incomprensible. Es probable que, caso de encontrar tales seres, no
supiéramos comunicar casi nada con sentido para ambas partes. O
bien pudiera ser que, por una vez, nuestra mente fuese más digna
de confianza que nuestros instrumentos de laboratorio y que el
tiempo tuviera en realidad esa estructura más rica que percibimos.
En cuyo caso, la naturaleza de la realidad, del tiempo, del espacio,
de la mente y de la materia sufriría una revolución de una
profundidad sin precedentes. Ambas perspectivas son pavorosas.

Colaboración de Sergio Barros 346 Preparado por Patricio Barros


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El autor

Paul Davies es profesor de matemáticas


aplicadas en el King's College de Londres. Es
autor de numerosos trabajos de investigación y
libros de divulgación científica, entre los que
destacan El Universo desbocado, Super Fuerza,
La frontera del infinito, Dios y la nueva física, El
Universo accidental y En busca de las ondas de
gravitación.

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FIN

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