Juan Gil Albert en La Valencia de La Guerra Civil 952840
Juan Gil Albert en La Valencia de La Guerra Civil 952840
Juan Gil Albert en La Valencia de La Guerra Civil 952840
DE LA GUERRA CIVIL
Guillermo Carnero
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No sé exactamente por qué, un día que pasaba yo por Valencia en 1934 ó 1935,
me presenté en casa de Juan Gil-Albert [...] Cuanto veía en aquella gran habitación,
y Gil-Albert mismo, un joven escritor tan atildado y refinado, tan recluso, tan
distinto a los otros jóvenes escritores que yo conocía, me pareció extraordinario y
un poco cómico [...] Vivía con su familia en un lujoso piso, y en ese privilegiado
lugar él era, evidentemente, el alma, el centro [...] Me extrañaba en primer lugar su
aspecto físico. Su rostro podría decirse que era bello, de rasgos delicados, pero daba
la impresión de haber sido modelado artificialmente [...] No dejaba de admirarme
su indumentaria: el kimono o batín resplandeciente de brocado, de vivos colores, en
que envolvía su menuda figura [...] En casa de Gil-Albert todo era más bien rococó.
En mi recuerdo, o quizás en mi imaginación, al tratar de reconstruir mi impresión de
entonces surgen grandes cortinones teatrales, butaconas solemnes cubiertas de raso,
orientales jarrones, rosas, artísticas menudencias y bomboneras. Todo demasiado
apretado y sofocante [...] Había algo en él que no me acababa de gustar, y eso era
lo que Gaya y yo pronto empezamos a calificar de “valenciano” [...] Valenciano,
decíamos, sí, pero de un valencianismo estilizado, italianizado, refinado. Y así
convertíamos a Gil-Albert en un ser especial en el que el ricachón huertano se había
transmutado en elegante figura renacentista, en una especie de Borgia menor.
Sánchez Barbudo acierta en la época del mito pero equivoca el espacio, ya
que Juan hubiera querido ser un príncipe del Renacimiento francés, más que
italiano: véase la sección “Un verano en la Turena”, de Crónica general. En todo
caso, la estampa concuerda con las orientaciones estéticas que revelan los libros
que acabo de citar, y con la mentalidad de quien concebía su propia persona y
vida como una obra de arte. Pero en cualquier caso, a los pocos años el príncipe
de Turena volvió a sorprender a todos con la metamorfosis que lo convirtió en
escritor comprometido. Colaboró con poemas en Hora de España, El Mono Azul
y las colecciones colectivas Poetas en la España leal, Romancero general de la
guerra de España y Homenaje de despedida a las Brigadas Internacionales, y
publicó tres libros de poesía comprometida: Candente horror (1936), 7 romances
de guerra (1937) y Son nombres ignorados (1938).
Dos circunstancias explican un cambio tan radical, que realzará
inmediatamente la figura de Gil-Albert. La primera fue su politización, de
acuerdo con la tendencia que implicó a la inmensa mayoría de los escritores
españoles durante la década de los años treinta. No voy a entrar en su
enumeración ni en el detalle de sus puntos de vista, pero sí señalaré un par de
indicios de la presencia de esa orientación general en la Valencia de la época.
En 1930 un ensayista muy cercano a Gil-Albert, Francisco Pina, publicó allí el
libro titulado Escritores y pueblo, donde urgía a los primeros a enfrentarse al
problema social. Y en el mismo umbral de la guerra, en abril de 1936, la revista
Nueva cultura publicó un extraordinario titulado Problemas de la nueva cultura,
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dedicado a proponer una lectura política del Romanticismo, de acuerdo con la
tendencia que puso de manifiesto, en 1930, el libro El nuevo romanticismo de
José Díaz Fernández, en el que se oponía al vanguardismo deshumanizado y
neobarroco un Romanticismo entendido como exaltación de la libertad y de
la rehumanización que poco después iba a polarizar Residencia en la tierra de
Pablo Neruda, tanto como el manifiesto fundacional de su revista Caballo verde
para la poesía.
La segunda, la relevancia adquirida por la ciudad de Valencia a los pocos
meses de iniciarse la guerra civil. En noviembre de 1936 la presión de los
sublevados sobre Madrid hizo temer la caída de la capital, y la Alianza de
Intelectuales Antifascistas organizó la evacuación a Valencia de un selecto grupo
de intelectuales, científicos y artistas, que fueron instalados en el Hotel Palace,
convertido en Casa de la Cultura bajo la presidencia de Antonio Machado.
Coincidiendo con el relato de aquellos años por Juan Gil-Albert, Esteban Salazar
Chapela nos dejó, en su novela aparecida postumamente en 1995, En aquella
Valencia, un divertido y ameno testimonio de lo que supuso la avalancha de
políticos y escritores para la ciudad y de cómo era imposible caminar por la calle
de La Paz o entrar en el café Ideal Room sin tropezar con Alberti, Altolaguirre,
Francisco Ayala, Benavente, Bergamín, Chabás, Domenchina, Gutiérrez Solana,
León Felipe, Antonio Machado, Moreno Villa o Emilio Prados; también Luis
Cemuda, Tristán Tzara, César Vallejo y Josep Renau, a quien Salazar llama
“Puga” y luego “Pulga”.
En ella, como en toda la Europa de la década, se vivieron las tensiones entre
el sectarismo comunista, que exigía a los intelectuales militancia, obediencia y
sumisión doctrinal, y la voluntad de independencia y libertad de pensamiento
distintiva de los llamados “compañeros de viaje”, a quienes, escribió Gil-Albert en
Memorabilia, colocaban los comunistas “el marchamo de trotskismo, que servía
entonces para designar algo vago, heterodoxo y condenable”. La pertenencia de
Gil-Albert a esa facción de quienes, por muy comprometidos en la defensa de la
República que estuvieran, no obedecían la disciplina de partido, explica que el
Premio Nacional de Poesía de 1938 le fuera negado por un gatuperio gubernativo
después de haberle sido concedido por el jurado.
Gil-Albert fue secretario de la subsección de Literatura de la sección
valenciana de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, y participó en el acto de
fundación de la filial de Alicante, que tuvo lugar en el teatro Principal el 25 de
abril de 1937. La Alianza tuvo un papel decisivo en la gestión cultural en la
España republicana: además de realizar numerosas actividades de propaganda,
teatro y arte, publicó la revista El Mono Azul y el Romancero general de la guerra
de España. Gil-Albert colaboró en las correspondientes a la sección valenciana:
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la fundación de El Buque Rojo y de Hora de España, la segunda época de Nueva
Cultura y la celebración del Segundo Congreso Internacional en defensa de
la Cultura. La sección valenciana dispuso de una editorial, “Ediciones Nueva
Cultura”, de donde salieron 7 romances de guerra del propio Gil-Albert, Poesía
revolucionaria de Pascual Pía y Beltrán y Función social del cartel de Josep
Renau. Hora de España fue sin duda la revista de mayor calidad de las publicadas
durante la guerra civil, y en nada inferior a las mejores de la anteguerra; Juan
recuerda en Memorabilia que la hizo posible un alicantino, Carlos Esplá, ministro
de Propaganda. En sus páginas publicaron, entre otros, Vicente Aleixandre,
Miguel Hernández, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y César Vallejo.
Dos importantes iniciativas culturales se propusieron, en 1937, el fomento
de la solidaridad internacional con la España republicana: el pabellón español
en la Exposición internacional de París, y el Segundo Congreso Internacional en
defensa de la Cultura, que tuvo lugar en Valencia, y luego en Madrid, Barcelona y
París, en julio. Como secretarios actuaron Juan Gil-Albert, Emilio Prados y Arturo
Serrano Plaja. Juan narró en Memorabilia sus recuerdos de aquellos emocionantes
días y de sus conversaciones con Louis Aragon, André Malraux, Octavio Paz y
Tristán Tzara, y también el malestar que causaba la hostilidad de los comunistas
a André Gide, que en Regreso de la URSS (1936). había presentado una vision
poco idílica del paraíso estalinista. Bastarán unos párrafos:
Dictadura del proletariado nos prometían. Nada más lejos de la realidad. Sí,
dictadura, por supuesto, pero la de un hombre [...] Es exactamente esto lo que no
queríamos [...] El espíritu tachado hoy de contrarrevolucionario es aquel mismo
espíritu revolucionario, aquel fermento que empezó por hacer saltar los diques
semipodridos del viejo mundo zarista. Quisiera uno poder pensar que un rebosante
amor hacia los hombres, o al menos una imperiosa necesidad de justicia, llena los
corazones. Pero realizada ya la revolución, triunfante y estabilizada, ni hablar de
eso, y los sentimientos de esa índole, que al principio alentaban a los primeros
revolucionarios, acaban estorbando y molestando [...] Esos hombres ahora molestan
y son vilipendiados, eliminados. ¿No sería preferible, entonces, en lugar de jugar
con las palabras, reconocer que ya no se estila, que sobra el espíritu revolucionario,
y hasta el mero espíritu crítico? Lo que se pide hoy en día es la aceptación, el
conformismo. [...] La mínima protesta, la mínima crítica, ya expuesta a las penas
mayores, se ve inmediatamente ahogada. Y dudo que en ningún otro país, hoy por
hoy, ni siquiera en la Alemania de Hitler, exista espíritu menos libre, más doblegado,
más temeroso y aterrrorizado, más avasallado [...] Desde el momento en que triunfa
la revolución, desde el momento en que se instaura y se consolida, el arte corre
un terrible peligro, un peligro casi tan grande como el que le suponen las peores
opresiones fascistas: el de la ortodoxia. El arte que se somete a una ortodoxia, aun
inspirada por la más sana de las doctrinas, está perdido.
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Tengamos en cuenta que Gide había viajado a la Unión Soviética imbuido
por una profunda simpatía hacia lo que, en la época, era la gran esperanza de la
izquierda. Juan habla de ello, y de la desconsiderada hostilidad de que fue objeto
por decir la verdad, al final de Breviarium vitae. La decepción de Gide fue similar a
la de quien fue uno de los patriarcas del Socialismo español, Femando de los Ríos,
durante la República ministro de Justicia, de Instrucción Pública y de Estado, y
embajador en Estados Unidos. De 1921 es la primera edición de Mi viaje a la Rusia
sovietista, un libro que circuló mucho y se reeditó varias veces. De carácter mucho
más técnico que las impresiones de Gide y trufado de consideraciones económicas
y jurídicas, estadísticas y cifras, su balance no es distinto:
El grito “Todo el poder para los soviets” significaba en realidad [...] “todo el
poder para el partido comunista”, mas esto sólo se podía tener la seguridad plena
de conseguirlo si se amordazaba la conciencia social, eterna creadora de variantes,
y por lo tanto, si se instauraba un régimen de terror. [...] El pensamiento carece
actualmente en Rusia de medios normales y públicos de expresión [...] Todos [los
periódicos] son órganos oficiales u oficiosos del Gobierno. Los que con excepción
de ellos pueden aparecer caen dentro del delito de clandestinidad, y bajo el temible
dictado de acto contrarrevolucionario [...] El Gobierno tiene requisadas todas
las imprentas, fábricas de papel y existencias de este producto; por tanto, quien
desee publicar un libro se ha de dirigir al comisario de cultura solicitando que se
le imprima [...] El autor deberá acompañar el manuscrito para que, en vista de su
contenido, el Gobierno, si lo considera conveniente, dé las órdenes a sus imprentas
y almacenes [...] En los clubs de unos y otros está vedado [...] hablar de política
y, en general, de cuanto pueda significar fomentar un disentimiento con el Poder.
[...] La Tcheka, sucesora de la Ojrana [la policía zarista], ha advenido de nuevo un
instrumento formidable del Poder, y por su impunidad absoluta, por su autoridad
sin control alguno, ha degenerado [...] en un órgano de tiranía [...] Los tribunales
[...] pueden prohibir al defensor ya la defensa, si así lo estiman, bien el discutir la
deposición de los testigos, todo lo cual es causa de que, en realidad, lo definitivo
sea la acción de la policía, la cual redacta el primitivo informe que sirve de base
a la actuación judicial. [...] Esos principios [...] no pueden ser aceptados por los
demás partidos socialistas de Europa, ya que significan la negación de los valores
culturales que [...] se dan en toda la civilización moderna.
Sobre el congreso de Valencia flotaba el malestar distintivo de la época en
cuanto a la militancia partidista de los intelectuales, por mucho que se lo quisiera
suponer inexistente en nombre del problema más grave que era la amenaza
internacional del fascismo y la sublevación contra la República. Ese malestar
había adquirido una gran resonancia a causa de la conflictiva politización del
movimiento superrealista, comenzada en Legítima defensa de André Breton
(1926) y seguida por la expulsión, en el Segundo manifiesto (1929), de aquellos
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de sus componentes que no aceptaron la tutela del PCF. Poco después
ocurrió algo de mucha mayor trascendencia: participando Louis Aragon en el
Congreso de Escritores Revolucionarios de Jarkov, se vio obligado a firmar
el 1 de diciembre de 1930 una Carta autocrítica en la que desautorizaba la
fimdamentación freudiana y la trayectoria del Superrealismo en nombre del
comunismo ortodoxo, lo cual significaba la renuncia al más universal y básico
de los dogmas del Superrealismo (la práctica solidaria de la triple revolución
moral, artística y política). La ruptura de los superrealistas bretonianos con
Aragon se produjo en 1932, y siguieron las sucesivas denuncias por Breton
del carácter contrarrevolucionario del estalinismo, y el ostracismo de que fue
víctima en el Primer Congreso en defensa de la Cultura, celebrado en París
y 1935, el año en que resumió las insalvables contradicciones del intelectual
comprometido en su libro Posición política del Superrealismo, y en otros
muchos escritos. En abril de 1935 Breton pronunció en Praga la conferencia
Posición política del arte de nuestros días, y tras denunciar la ambigüedad
con que veía emplear a su alrededor el concepto de “arte revolucionario” -arte
estéticamente innovador con independencia de su contenido, arte de contenido
progresista sin atención a su calificación estética- puso de manifiesto la tragedia
del artista que, siendo auténticamente revolucionario en ambos sentidos, tiene
que aceptar unos valores estéticos retrógrados -el realismo propagandístico- si
quiere colaborar en la transformación del mundo a través de la acción política
partidista. También de 1935 es el folleto De cuando los superrealistas tenían
razón, firmado por Breton y quienes seguían aún a su lado -entre ellos Dalí-,
cuya conclusión a propósito de la Rusia de Stalin es ésta. “A ese régimen, a ese
jefe, no podemos más que mostrarle formalmente nuestra desconfianza”.
Gil-Albert colaboró en la revista valenciana Nueva Cultura con poemas
y ensayos. En el n° 2 (febrero de 1935) publicó una crítica cinematográfica
propugnando un arte que, siendo realista y crítico, surja del intimismo y refleje
una ideología instintivamente asumida, no impuesta ni exhibida. La revista se
creyó obligada, en el siguiente número, a explicar en una nota que Gil-Albert
era un simpatizante no marxista de la causa proletaria. El n° 9 (diciembre de
1935) traía su ensayo “Palabras actuales a los poetas”, donde Juan saludaba
la aparición en octubre de Caballo Verde para la Poesía, la revista de Pablo
Neruda, y asentía -privilegiando su lectura política- al dogma de la “impureza”
propuesto en su manifiesto inaugural. En el n° 1 de la segunda época de Nueva
Cultura (marzo de 1937) publicó el ensayo “El poeta como juglar de guerra”,
sobre la caducidad del esteticismo egocéntrico, la incorporación de los poetas
a la lucha popular y la reaparición del romance como forma especialmente
proclive al combate en verso.
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El asunto candente en los años treinta era precisamente el que habían puesto de
manifiesto los conflictos internos del Superrealismo en su marcha hacia la utopía
comunista: la libertad de pensamiento y de creación de intelectuales y artistas
comprometidos en la acción política partidista, y la degeneración de la obra de
arte entendida como instrumento de lucha y propaganda. Ese debate, ineludible
salvo para aquellos que, como Alberti, comulgaban con ruedas de molino, tuvo
gran eco en España: fue el tema de la encuesta que recogió el Almanaque literario
1935 de la editorial Plutarco; lo asumieron Unamuno (“Hablemos de teatro”,
Ahora, septiembre de 1934), Corpus Barga (“Política y literatura”, Revista de
Occidente, junio-agosto de 1935), José Bergamín (“Hablar en cristiano”, Cruz y
Raya, julio), Guillermo de Torre (“Arte individual frente a literatura dirigida”, El
Sol, enero de 1936), Rosa Chacel (“Cultura y pueblo”, Hora de España, enero
de 1937).
Gil-Albert se vio envuelto en él poco antes del congreso de 1937 y durante el
mismo, y su actitud -que era la de todo el grupo de Hora de España- fue, a mi
modo de ver, la mejor y la más digna.
En un primer momento los contendientes fueron Josep Renau y Ramón
Gaya. Renau era miembro desde 1931 del Partido Comunista Español, fundador
en Valencia y 1932 de la Unión de Escritores y Artistas Proletarios, y de la revista
Nueva Cultura en 1935, y Director General de Bellas Artes. Tras escuchar una
conferencia suya en la Universidad, Gaya le dirigió una “Carta de un pintor a un
cartelista” (Hora de España 1, enero de 1937), donde señalaba que la avalancha
de carteles motivados por la guerra estaba siendo un desacierto “porque nadie
supo entrever que ahora no se trataba ya de anunciar nada [...] Un batallón no es
un específico ni un licor. Un batallón no puede anunciarse; la guerra no es una
marca de automóvil”. A los cartelistas sólo se les pedía eficacia, y respondían
con profesionalidad pero sin verdad emocional, porque “se les tenía prohibida la
intimidad, la personalidad más profunda”. Tras la referencia obligada al Goya de
la guerra de la Independencia, Gaya concluye que lo que requiere la coyuntura
de la guerra civil “sólo lo puede conseguir o intentar el arte libre, auténtico y
espontáneo, sin trabas ni exigencias, sin preocupación de resultar práctico y
eficaz”.
Renau replicó en el siguiente número (febrero) señalando que el cartelista
“tiene impuesta en su función social una finalidad distinta a la puramente
emocional del artista libre”, de tal modo que en él “la cuestión del desahogo de
la propia sensibilidad y emoción no es lícita ni prácticamente realizable si no es a
través de esa servidumbre objetiva”, y “es hoy menos lícito que nunca hacer del
propio temperamento una teoría”, para concluir que Heartfield o Herzfelde - el
célebre autor de fotomontajes satíricos contra el Nazismo, y maestro de Renau -
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era el Goya del siglo XX, a cuento de que Gaya había desestimado el fotomontaje
como técnica facilona y mecánica. La contrarréplica de Gaya, en el número de
marzo, explicita lo que ya sabíamos:
Creo que estamos hablando de cosas diferentes [...] Ni se puede ganar la
guerra con un poema, porque el arte no es una herramienta ni una ametralladora, ni
se puede, en vista de esto, inyectarle al arte un contenido politico. Y fíjate que sólo
digo político, ya que el social lo tuvo siempre, lo tiene siempre fatalmente, aunque
sin saberlo, que es como debe tener el arte sus valores: ignorándolos.
A continuación, en Nueva Cultura de abril y mayo apareció el estudio de
Renau titulado Función social del cartel publicitario, convertido en seguida en
el libro que, como antes he dicho, se publicó aquel mismo año, expresando con
mayor rotundidad lo irreconciliables que resultaban sus puntos de vista y los de
Gaya. Selecciono un párrafo de la segunda entrega de Renau en Nueva Cultura·.
La independencia incondicionada, la libertad absoluta de creación del artista,
no dejan de ser pura mitología de teóricos idealistas.
El desarrollo de las pretendidas formas puras del arte -que es donde se da
con más fuerza esa apariencia de libertad absoluta de creación- se realiza en
detrimento evidente de los valores positivos y humanos de una época, sobre la
base de un divorcio cada vez más profundo entre el artista y la colectividad. Y es
indudable que la ausencia de paralelismo y armonía entre el arte y la sociedad en
que convive, el divorcio entre el artista y el pueblo -elemento vital y primario de
toda creación-limitan su libertad, coartan su capacidad creativa. La función del arte
pierde su condición de universalidad y su ejercicio degenera en puro diletantismo,
en estrecha servidumbre a un engranaje especial de minorías selectas.
La conformidad con esta situación y la ausencia de actividad defensiva, que
se expresan en una actitud contemplativa y desdeñosa de la realidad humana en el
artista puro, también es, en el fondo, una forma indirecta de servidumbre.
Siguieron las “Cartas bajo un mismo techo” de Gaya y Gil-Albert en Hora
de España de junio, y el artículo de Gaya “España, toreadores, Picasso”, en el
número de octubre, donde afirmó que el llamado “arte de masas”, en tanto que
simplificación empobrecida en nombre de la supuesta difusión mayoritaria,
supone en realidad desprecio hacia esas masas a las que pretende servir.
Sobre ese telón de fondo cobra sentido la Ponencia colectiva que, firmada por
Ramón Gaya, Gil-Albert, Miguel Hernández, Emilio Prados y otros se presentó al
congreso. A pesar de la extrema prudencia y eclecticismo de sus enunciados, era
una verdadera carga de profundidad, y así fue tratada en las publicaciones que el
Partido Comunista controlaba: apareció fragmentariamente, con cortes sumamente
significativos, en Nueva Cultura de junio-julio de 1937, y su publicación en El
Mono Azul, prevista en varios números sucesivos, se interrumpió en agosto de
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1937 en la segunda entrega, todo, sin duda, por intervención de la misma mano
que privó a Gil-Albert del Premio Nacional de 1938, pero que no pudo impedir
que la Ponencia apareciera íntegra en el número de agosto de 1937 de Hora de
España. En ella encuentra su mejor expresión la tesitura de Gil-Albert acerca del
problema del arte comprometido.
La inicia una declaración de solidaridad con el pueblo español y su lucha en
defensa de la República, que los firmantes asumen desde su peculiar condición
de escritores y artistas y considerándola un episodio del cambio histórico iniciado
por la Revolución Rusa. En esa situación y en ese contexto, el arte y la literatura
se encuentran ante dos opciones extremas, el vanguardismo experimental, ajeno a
los problemas sociales y políticos, y el realismo de denuncia y propaganda:
Lo puro, por antihumano, no podía satisfacernos en el fondo; lo revolu
cionario en la forma nos ofrecía tan sólo débiles signos de una propaganda
cuya necesidad social no comprendíamos y cuya simpleza de contenido no
podía bastarnos [...] El arte abstracto de los últimos años nos parecía falso. Pero
no podíamos admitir como revolucionaria, como verdadera, una pintura, por
ejemplo, por el solo hecho de [...] pintar un obrero con el puño levantado o con
una bandera roja o con cualquier otro símbolo, dejando la realidad más esencial
sin expresar. Porque de esa manera resultaba que cualquier pintor reaccionario
-como persona y como pintor- podía improvisar en cualquier momento una
pintura que incluso técnicamente fuese mejor y tan revolucionaria como la otra,
con sólo pintar el mismo obrero con el mismo puño levantado. Con sólo pintar
un símbolo y no una realidad.
El defecto esencial del arte de combate y propaganda reside, pues, en “deja
la realidad más esencial sin expresar” porque “expresa un símbolo y no una
realidad”. Es decir, se trata de una retórica basada en un repertorio previsto y
previsible de asuntos, cuya exhibición mecánica no requiere convicción ni
sinceridad. Obsérvese que se habla de “un pintor reaccionario como pintor”, o sea
de uno aferrado a formas de representación retrógradas y obsoletas, un epígono
del Realismo decimonónico rebautizado ahora “Realismo socialista”. Entre líneas
se nos ha dicho lo que la prudencia impide que se proclame sin tapujos: que la
ortodoxia artística de la Rusia estalinista es retrógrada en términos estéticos y
ambigua en términos ideológicos, al enmascarar y eludir la autenticidad del artista
privado de libertad. Esa autenticidad, prosigue la Ponencia, radica en que el arte
se produzca “apasionadamente de acuerdo con la revolución”, con igual pasión
que la aportada por Bach al Cristianismo y por Chopin al Romanticismo, de tal
modo que la realidad política esté “en coincidencia absoluta con el sentimiento,
con el mundo interior de cada uno” y no haya “colisión entre la realidad objetiva
y el mundo íntimo”, al venir la motivación ideológica a “coincidir absolutamente
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con la definición becqueriana de la inspiración poética”. La conclusion no podía
ser más que ésta:
Todo cuanto sea defender la propaganda como un valor absoluto de creación
nos parece tan demagógico y tan falto de sentido como (...) defender el arte por
el arte.
La Ponencia no busca el enfrentamiento, pero tampoco renuncia a separar el
grano de la paja, y en el fondo pretende distinguir al auténtico escritor o artista
comprometido del funcionario o el rentista del compromiso, y del turiferario
pancista al servicio del jerarca de tumo. Al primero será fácil identificarlo: aportará
instintiva e inevitablemente el enfoque íntimo, personal y apasionado -o sea
becqueriano- de sus convicciones, mientras los segundos vendrán denunciados
por un discurso donde razón y voluntad no podrán ocultar ni enmascarar la falta
de pasión e instinto.
También en 1937 se publicaron los 7 romances de guerra de Gil-Albert
con un prólogo que al año siguiente se repitió en Son nombres ignorados. Juan
intentó aquí presentar su juvenil esteticismo decadentista como una forma de
rebeldía contra la clase burguesa en la que había nacido, y como anticipo de lo
que luego iba a ser su supuesta toma de conciencia revolucionaria, adquirida,
nos dice, gracias al contacto veraniego con el proletariado de la industria
alcoyana y a la reflexión sobre el significado de la caída de la monarquía y los
sucesos asturianos de 1934. Un cambio tan profundo -sigue- no puede darse
de la noche a la mañana, y su manifestación puede no ser tan inequívoca como
esperan los partidarios del arte de urgencia y combate. Aquí reaparecen las
ideas de la Ponencia colectiva'.
Lo importante y vivaz será registrar las transformaciones que ello haya
podido producir en mi forma de sensibilidad, y la amplitud de rumores nuevos que
mi inspiración conduzca al seno de la poesía. Olvidar que todos somos, en cuanto
a lo social, poetas de transición, es olvidar demasiado. Y exigir de nosotros ese
brusco viraje de los acontecimientos traducido de una manera directa, es provocar
una repentina desvalorización y decadencia de nuestra obra, y, claro es, por tanto,
de la lírica española.
Las últimas reflexiones de Gil-Albert, escritas a fines de 1938, en la etapa
última y ya sin esperanza de la guerra civil, vienen en el artículo “En tomo a
la vocación (lo popular y lo social)”, aparecido en la revista mejicana Taller
en mayo de 1939. Es una reflexión sobre la noción de arte comprometido, “el
concepto puritano o pedagógico de la labor creadora”, el realismo programático,
el supuesto destinatario popular y la finalidad social del arte, todo lo cual ha
dejado de tener sentido para él. Las circunstancias han cambiado al estar la guerra
perdida, y puede así hacerse un balance sincero:
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La voluntad es una potencia cuyas magníficas obras humanas nadie sabría
negar, pero en arte actúa en segundo término, y en aquellos en quienes consigue
sustituir por sus malas artes el puesto en que la inspiración se mueve todopoderosa,
nada nos conmueve pasado cierto tiempo...
Recuerda la pintura glacialmente propagandística, al servicio de Napoleón,
de Jacques-Louis David, intento malogrado, en su exageración voluntarista, de
interpretar y encauzar la Historia desde el tema y el mensaje preconcebidos, frente
a su asunción involuntaria en Píndaro, y con una referencia a Balzac que sin
querer asociamos a la conocida carta de Federico Engels a Margaret Harkness,
escrita en 1888. Porque pensaba de ese modo pudo Gil-Albert escribir uno de los
mejores libros de la poesía del exilio español, Las ilusiones. Pero ese no es mi
tema de hoy.
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TEXTOS CITADOS
GIL-ALBERT, Juan. La fascinación de lo irreal, Valencia, Tipografía La
Gutenberg, 1927. Facs. Alicante, Instituto Juan Gil-Albert, 1985.
— Vibración de estío, Valencia, Tipografía La Gutenberg, 1928. Facs. Alicante,
Instituto Juan Gil-Albert, 1984.
— “Sobre Éxtasis ”, Nueva Cultura 2 (II 1935), 24.
— “Palabras actuales a los poetas”, Nueva Cultura 9 (XII 1935), 4-5. En Mi voz
comprometida, ed. Manuel Aznar, Barcelona, Laia, 1980, 175-182.
— “Saludo de Nueva Cultura a los intelectuales franceses del Frente Popular”,
Nueva Cultura 12 (V-VI 1936), 3.
— Misteriosa presencia. Sonetos, Madrid, Héroe, 1936
— Candente horror, Valencia, Nueva Cultura, 1936
— 7 romances de guerra, [Valencia], Nueva Cultura, [1937]
— “El poeta como juglar de guerra”, Nueva Cultura, 2a época. 1 (III 1937), [8-9];
Mi voz... 191-197.
— “Son nombres ignorados... ” Elegías, himnos, sonetos, Barcelona, Hora de
España, 1938. Prólogo en Antología poética, ed. Guillermo Camero, Valencia,
Consell Valencià de Cultura, 1993, 95-98.
— “En tomo a la vocación: lo popular y lo social”, Taller (Méjico) 3 (V 1939),
54-56. Antología... 123-127.
—Las Ilusiones, con los poemas de El Convaleciente, Buenos Aires, Imán, 1944;
ed. G.Camero, Barcelona, Grijalbo-Mondadori, 1998.
— Crónica general, Barcelona, Barral, 1974; Alicante & Valencia, Instituto Juan
Gil-Albert & Pretextos, 1995.
— Memorabilia, Barcelona, Tusquets, 1975 y 2004.
— Breviarium vitae, Alcoy, Caja de Ahorros de Alicante y Murcia, 1979, 2 vols.;
Alicante & Valencia, Instituto Juan Gil-Albert & Pretextos, 1999.
— & Ramón GAYA. “Cartas bajo un mismo techo”, Hora de España 6 (VI1937),
23-32; Mi voz... 203-216.
— et al. “Ponencia colectiva”, Hora de España 8 (VIII 1937), 83-95.
— “A. Serrano Plaja (España)”, Nueva Cultura 2a época. 4-5 (VII- VIII 1937),
[27-28]
— “Informe de los escritores jóvenes”, El Mono Azul año 2. 26 (29 VII 1937), 1 ;
27 (5 VIII 1937), 1.
— Poesía completa, ed. Ma Paz Moreno & Ángel L. Prieto de Paula, Valencia,
Pretextos & Instituto Juan Gil-Albert, 2004.
62
Almanaque literario 1935, Madrid, Plutarco, 1935
Anthropos 110-111 (1990).
BARGA, Corpus. “Política y literatura”, Revista de Occidente VI (1935), 313-
330; VII (1935), 92-116; VIII (1935), 182-199.
BELLVESER, Ricardo (ed.). Homenaje a Juan Gil-Albert, Valencia, Ayunta
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