Teologia Del Apostolado

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TEOLOGÍA DEL APOSTOLADO

DE LA LEGIÓN DE MARÍA
Con una Carta-prefacio de la Secretaría de Estado de su Santidad

Traducción del francés por FRAY FELICIANO DE VENTOSA, O.F.M. Cap. Doctor y Profesor
de Filosofía

Nihil obstat: CIPRIANO LEZÁUN Censor

Imprimatur:
Pamplona, 5 de Octubre de 1962
SIXTUS IROZ
Pro Vicarius

SECRETARIA DI STATO
DI SUA SANTITA
NÚMERO 288.814

Del Vaticano, a 6 de diciembre de 1952.

Monseñor:

Me siento satisfecho de poder manifestar a Vuestra Excelencia el agradecimiento del


Soberano Pontífice por el homenaje de que ha sido objeto por vuestra parte al ofrecerle
vuestro precioso libro: Teología del Apostolado de la Legión de María.

Este comentario espiritual de la promesa legionaria pone en plena luz el valor de esta
entrega apostólica y mariana, que ya ha fortificado en sus combates al servicio de
Cristo a tantos miembros de la Legión extendidos por todo el mundo y sobre todo
aquellos que, hoy día, son perseguidos por su fe.

Igualmente felicita de todo corazón el Padre Santo a Vuestra Excelencia por su trabajo.
En él encontrarán sin duda alguna numerosos cristianos una visión más clara de lo que
es apostolado que, por encima de las preocupaciones necesarias de orden temporal,
quiere directamente servir a la causa sagrada del Reino de Dios. También
comprenderán mejor, meditando sus páginas llenas de contenido, hasta qué punto la
acción apostólica debe beber su inspiración junto a Aquella que dio al mundo a
Jesucristo y que sigue siendo, después de su Hijo, el modelo de la Santidad cristiana y
el canal de todas las gracias.

El recuerdo de estos principios, que no prejuzgan por otra parte la legítima diversidad
de los métodos de apostolado, ha encontrado ya amplia acogida, aun fuera de los
círculos de la Legión de María, y de ello hay motivo para alegrarse. Su Santidad
vivamente desea que vuestro libro prosiga su acción bienhechora y, en prueba de las
gracias que pide para vuestra persona y para vuestros trabajos, os concede de todo
corazón la Bendición Apostólica.

Feliz en poderos transmitir este augusto mensaje, os ruego recibáis el testimonio de mi


religioso afecto.

(f.) J. B. Montini
Prosecretario

Excelencia reverendísima
Monseñor León José Suenens
Obispo auxiliar de S. E. R.
el Cardenal-Arzobispo de Malinas
ARZOBISPADO DE MALINAS

PRESENTACIÓN DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Asistimos hoy en España a un resurgir teológico de la vida espiritual que se orienta


hacia las grandes verdades, dogmáticas y que busca en ellas perennes fuentes de vida
interior. Especialmente hemos sentido este anhelo en los jóvenes sacerdotes. Apenas
han dejado las aulas escolásticas y ya muchos de ellos se tienen que enfrentar con
todas las dificultades inherentes al ministerio apostólico. Por eso es mayor su
aspiración a vivir las grandes verdades cristianas que en fórmulas, cargadas de
contenido, fueron asimilando día tras día a través de los largos años de su carrera. Ven
en esa vivencia la garantía más firme y segura de la santidad y fecundidad de su
apostolado. Por otra parte, un contacto más directo con las fuentes patrísticas y, más
aún, con la teología de San Pablo, ha hecho que muchos corazones deseen respirar un
ambiente más dinámico, más, entusiasta y más vivo, que el de las fórmulas frías de la
pura teología especulativa.

Bien podemos alegrarnos de este pujante movimiento de vida sobrenatural y ver con
gozo el noble anhelo de remozar el esquemático formulario de las Sumas y los tesarios
con los latidos que han salido del pecho de los Santos Padres, de los Doctores de la
Iglesia y de los grandes místicos. Así se llegará a vivir el propio drama religioso, no a
través de fríos esquematismos, sino con todo el grandioso ímpetu vital de que están
cargadas las palabras de San Agustín, cuando ante su Dios exclamaba: "Inhorresco et
inardesco". (Conf., XI, 9,I). Se horrorizaba Agustín de ser desemejante a Dios; pero se
enardecía al sentirse semejante a Él.

Esta manera de vivir los dogmas está muy en consonancia, con esta alma atormentada
moderna que, si ha provocado desviaciones tan funestas como los errores de la
filosofía existencialista y la "teología nueva", manifiesta al mismo tiempo exigencias
por que la verdad no se traduzca en mera abstracción, sino que venga a ser pábulo y
nutrimento de nuestra mejor vida espiritual.

De aquí el deseo tantas veces manifestado, especialmente en Ciertos medios


sacerdotales, añorando libros, no tanto de mera teología especulativa, cuanto de
teología práctica, vital. Teología mitad meditación, mitad plegaria; ya elevación
dogmática, ya aplicación vivida.

Gracias a Dios, en España, patria de teólogos, nunca nos han faltado libros de alto
valor dogmático especulativo. Tampoco en el campo de la mística psicológica ha dejado
de haber representantes de aquella pléyade gloriosa, cuyas lumbreras fueron Santa
Teresa y San Juan de la Cruz. Pero en lo que toca a la teología aplicada, meditada a
estilo de San Agustín en sus "Confesiones" o de Bossuet en sus "Elevaciones sobre los
misterios", nuestra producción teológico-mística no ha sido muy abundante. Aparece,
es cierto, en el siglo XVII la admirable obra del P. Nieremberg sobre la gracia, que nos
ha devuelto remozada el teólogo alemán Scheeben, y en nuestros días, la mística
nacional reconoce en la M. Ángeles Sorazu un valioso representante de esta dirección
espiritual de carácter marcadamente dogmático. Pero estos ejemplos son más bien un
estímulo que una escuela en plena floración.

Por ello hemos creído hacer un servicio al público español, y especialmente al clero
secular y religioso, traduciendo esta obra de Mons. Suenens sobre Teología del
Apostolado de la Legión de María. Es esta obra de Teología aplicada, vivida, y vivida
precisamente donde es más necesario que lo sea: en el campo de la acción apostólica,
en los santos ministerios. En ella se muestra la unión y síntesis de las más altas
verdades dogmáticas con las exigencias del apostolado más dinámico y efectivo y se
hace ver cómo el apostolado se en tranca con el dogma ,y cómo solamente en él
puede encontrar éste base firme e inconmovible.

La idea central del libro, la que en realidad viene a ser la base de todo el apostolado
católico, es ésta: así como Cristo es el fruto de la acción combinada del Espíritu Santo y
de María Virgen ("de Spiritu Sancto ex Maria Virgine"), así también el cristiano
-miembro místico del Cuerpo de Cristo- es el fruto de la acción del Espíritu, Santo y de
la Virgen María. Toda la maravillosa síntesis del cristianismo gira en torno a un doble
amor, cuyo intercambio y mutua alianza se verifica en Jesucristo: el amor que baja del
cielo a la tierra a realizar esta sacra y perenne alianza y se llama Espíritu Santo; el
amor que de la tierra sube hacia el cielo al encuentro de este divino Amor y se llama
María. Jesucristo es el lazo de esta alianza, el abrazo de este mutuo amor, y al mismo
tiempo su fruto bendito. Así nació un día el Cristo físico, vestido de carne humana; pero
al mismo tiempo que nacía el Cristo físico del Espíritu Santo y de María, nacía también
el Cristo místico, es decir, Jesucristo cabeza y su cuerpo místico, unido
misteriosamente con Él. Todo miembro, pues, de este cuerpo místico nace juntamente
con Cristo por la acción combinada del Espíritu Santo y de María, ya sea en la
redención objetiva, en la que fueron adquiridas todas las gracias necesarias para la
salvación del mundo, ya actualmente en la redención subjetiva en cuanto se van
aplicando esas gracias a todos y cada uno de los miembros del cuerpo místico de
Cristo.

De esta suerte el Espíritu Santo y María vienen a ser las dos bases solidísimas sobre las
que se levanta el magnífico edificio del apostolado cristiano. Y por ello, como
magníficamente lo expone nuestro A. en los primeros capítulos de su obra, el querer
prescindir tanto de la acción del Espíritu Santo como de la intervención de María, su
invisible Esposa, equivale a hacer vano el apostolado y condenarle a esterilidad. Por el
contrario, el gran tesoro para hacer fértil el santo ministerio es la unión perenne con el
Espíritu Santo y con María mediante una vida de íntima comunicación que nos asemeje
más y más a Cristo.

De San Luis María, de Montfort es el libro, muy conocido un día en nuestra Patria,
titulado El secreto de María. Se indicaba en él un secreto para la santidad, que
consistía en la vida de unión e intimidad con María. El A. de esta Teología del
Apostolado, aplicando los mismos principios de San Luis María y bajo su confesado
influjo, nos demuestra cómo también hay un secreto para obtener éxitos admirables en
el apostolado; está el secreto en vivir en íntima unión con el Espíritu Santo y con María.

"Felices, dice nuestro autor, los que no separan Jamás en su vida espiritual lo que Dios
ha unido: María y el Espíritu Santo. María sin el Espíritu Santo no es más que una
sombra. El Espíritu Santo sin María es con demasiada frecuencia un Dios lejano,
inaccesible y por lo mismo desconocido".

Pero no se contenta en su libro Mons. Suenens con delinear el fundamento dogmático


del apostolado, sino que desciende al campo de la acción, para demostrarnos que de la
vivencia de estos principios dogmáticos nacen en el alma las virtudes más
características y necesarias para el verdadero apostolado. La valentía e intrepidez del
apóstol, que se siente en íntima comunicación con el Espíritu Santo y con María, llega
hasta el heroísmo y desafía "lo imposible". Al mismo tiempo que crece el celo
apostólico se va arraigando en el alma una profundísima humildad, que, cual la de
María, se servirá de sus triunfos y hasta de sus descalabros para entonar un perenne
Magníficat de acción de gracias. Crecerán también la pureza y el candor del alma y la
oración del apóstol quedará impregnada de profundidad teológica y sentido
cristocéntrico. Finalmente el alma, guiada por el Espíritu Santo y por María, verá en su
acción apostólica un deber sagrado que debe ir cumpliendo momento por momento
para llenar los planes de Dios.

He aquí en síntesis la obra de Mons. Suenens que juzgamos altamente provechosa para
toda alma sincera y lealmente apostólica. El autor expone esta bella teología
comentando la fórmula de la Promesa Legionaria. Ello, aunque no resta interés al libro
para toda clase de
lectores que deseen adentrarse profundamente en la Teología viva de los dogmas,
indica que la obra va dirigida especialmente a los Legionarios de María. Con este
motivo nos parece conveniente, dar una idea somera de esta organización, que ya
tiene alcance mundial y que, sin embargo, apenas si es conocida en nuestra Patria.

***

Toda la obra grande suele tener comienzos sencillos que recuerdan los de la Redención
en una cuna. Así efectivamente ha tenido lugar con la Legión de María. Hoy son 800 las
diócesis que la han recibido y en las que se encuentra organizada, algo más de la
mitad de las diócesis con que cuenta la Iglesia en todo el mundo. Y sin embargo esta
obra, hoy universal, hace treinta años no era más que pequeña porción de levadura.
Nace en Dublín, capital de la católica Irlanda, el 7 de septiembre de I92I, en las
primeras vísperas de la Natividad de María.

Algunas jóvenes con un sacerdote y un caballero, se reunían en Myra House para tratar
de hacer algo que redundara en provecho del cuerpo místico de Cristo. A la pregunta
bajo qué auspicios y protección emprenderían la acción apostólica, se había ya dado
una respuesta anticipada, por cuanto una de las señoras, que llegó antes que las
demás, había colocado una estatua de la Inmaculada, bajo la advocación de María
Mediadora, sobre una mesita. A los lados de la Virgen dos macetas de flores y dos
candelas. La Reina de este ejército espiritual que estaba para nacer, estaba ya allí
presente antes de la reunión, para recibir el homenaje y la adhesión de los primeros
que se alistaron bajo su bandera. La reunión dio principio con la invocación al Espíritu
Santo y con la recitación del Santo Rosario. Como los apóstoles reunidos en oración con
María la Madre de Jesús en el primer retiro de preparación al apostolado. La fe les decía
a los reunidos de Myra House que donde se halla María muy presto desciende el
Espíritu Santo.

Aquel puñado de almas reunidas renuevan la decisión de hacerse santos y se proponen


hacer santos a los demás sirviendo al Hijo de María en su cuerpo místico. Desde los
primeros días se entregan a una acción intensísima cuyo preludio fue la visita al
hospital de Dublín, refugio de los pobres más abandonados e infelices. De esta suerte
aquellos primeros Legionarios de María iniciaron su marcha triunfal de conquista de
almas, su peregrinación apostólica a través del mundo. Tales fueron los modestísimos
principios de esta obra gigante.

La nomenclatura, organización y el que pudiéramos llamar atuendo guerrero, lo toma


la Legión de María de la vieja legión romana, elevando, como es claro, aquellas
virtudes naturales a una visión sobrenatural. El Legionario de María tiene su "tessera"
como el legionario romano. Flamea al viento su "Vexillum" o estandarte como el lábaro
en la Legión. Y la organización jerárquica de la Legión de María recuerda también a las
viejas instituciones romanas en los nombres de "Concilium Legionis", "Senatus",
"Curia", "Praesidium", etc.

Pero no es precisamente este aparato externo lo que ha hecho admirable en los


tiempos actuales a la Legión de María. Ha sido ante todo su sin par espíritu apostólico,
que tantos frutos está reportando por doquier. Este espíritu se halla condensado en la
Promesa Legionaria, fórmula por que el Legionario se consagra y se entrega a su obra.

No queremos entrar en un análisis de esta fórmula, cuyo comentario es precisamente


el contenido de este libro que presentamos, pero sí queremos llamar la atención de los
lectores españoles desde estas páginas de esta presentación sobre las notas
características de este espíritu que brevemente vamos a resumir.

Es de notar en primer término la profunda impregnación dogmática del apostolado de


la Legión de María. Cultiva la Legión un espíritu de total dependencia hacia la acción
del Espíritu Santo y de María, según el relieve que adquiere actitud sobrenatural en el
espíritu de San Luis Ma. de Montfort. A través de la lectura de su sin par libro Tratado
de la verdadera devoción a la Virgen María, siempre añoramos desde nuestra infancia
encontrarnos con los apóstoles de los últimos tiempos, que llevados de la mano de
María e impregnados del Espíritu de Dios, harían maravillas que el Santo tan
entusiastamente describe en un capítulo memorable. Después de haber conocido el
Manual de la Legión de María y haber tomado contacto con esta, institución a través de
sus revistas y publicaciones, puedo asegurar, lector, que algo y aun mucho de aquel
entusiasmo de San Luis María se encuentra en esta Legión, que conducida por mano
tan maternal y bajo la inspiración del Espíritu de Dios, está haciendo por todo el mundo
verdaderas maravillas de gracia. Tienen el noble afán estos legionarios de María de
continuar en la Iglesia los Hechos de los Apóstoles, animados y dirigidos por el Espíritu
Santo, que fue el alma de aquel gran movimiento inicial de la vida de la Iglesia.

Otra característica de la Legión de María, íntimamente ligada a esta comunicación con


el Espíritu Santo, en su dinamicidad, su operosidad. No ciertamente la dinamicidad
febril de quien todo lo espera de su acción, ni la operosidad agotadora del que no sabe
esperar la hora de la gracia; pero sí la dinamicidad del que piensa que el mal viene
veloz y hay que salirle al paso; sí la operosidad del que juzga pecado malgastar el
minuto que Dios nos ha dado para el trabajo. Hemos entrado en momentos de plena
faena y todos son necesarios en la brecha, para rechazar al enemigo de Cristo. He aquí
las consignas que el Legionario de María recibe; ellas le imponen el santo deber de no
descansar hasta que el Señor le llame apremiarle de sus fatigas.

Característica de la Legión de María es también su profundo y teológico sentido de la


catolicidad, de la universalidad de su apostolado. Nada de localismos, nada tampoco
de distinción de personas. Es altamente significativo que en la primera reunión de un
"Praesidium" en los Estados Unidos se hallasen presentes legionarios de todo color. El
que conozca el problema social que en aquel país lleva consigo la convivencia de
blancos y negros, comprenderá la altísima significación apostólica de este hecho de la
Legión de María. Mas en este apostolado tan universal, la Legión de María utiliza
preferentemente un método que queremos subrayar por ser muy aleccionador. Nos
referimos a la preferencia que concede a la acción individual, de alma a alma, de
espíritu a espíritu. Repugna a la Legión tratar a las almas como si fueran una masa, sin
problemas personales acuciantes, que son precisamente los que más urgentemente
piden solución. No; este apostolado de masa puede tener un efecto momentáneo que
se puede aprovechar como principio de una formación sólida; mas nunca puede ni
menos debe suplir a ésta, que se logra paulatinamente, pero con toda seguridad, a
través del contacto individual, según propugna y practica la Legión.

También es característica del espíritu legionario un sistemático optimismo que le incita


a enfrentarse hasta con lo "imposible". Para el Legionario "lo imposible", tantas veces
repetido por almas pusilánimes, se desmenuza en partecitas de "posibles". "Lo
imposible" es divisible en "posibles". Y cuántas veces el dar principio a la lucha contra
lo imposible ha abierto al apóstol posibilidades en las que primeramente hubiera sido
absurdo pensar, Este optimismo le nace al Legionario del pensamiento de que, en
definitiva, ni el que planta ni el que riega es nada, sino el que da el incremento, que es
Dios. Y como no sabemos los caminos de la Providencia, ni la hora de su llamada, de
ahí que a nosotros nos toque ir sembrando, quizá con dolor y lágrimas, para que más
tarde vengan otros recogiendo con alegría y contento.

Por último, la Legión de María, haciendo honor a su nombre, exige una disciplina férrea,
En esto se ha anticipado a los deseos del Papa Pío XII, cuando en el Congreso de
Religiosos les pedía una mayor adaptación a las circunstancias y una mayor unidad de
acción. Es que la unidad de acción, fundada en una concepción tea lógica de la
obediencia, es uno de los pilares de todo fecundo apostolado. La Legión de María así lo
cree. Por eso exige de su Legionario, soldado raso de este nuevo ejército, una
obediencia sin réplica; que ya están los jefes con la tremenda responsabilidad de
pensar en los planes de ataque. Menos aún permite la Legión que se ataque su táctica
fundamental. Muy bien afirma que a nadie se le fuerza al ingreso; pero al que ha
aceptado la "tessera" del Legionario no le es lícito poner reparos a lo que prometió
observar. Actitud es ésta de gallardía espiritual frente a tanta multitud de proyectistas
que imaginan haber encontrado el secreto del gran apostolado futuro en la revisión de
todos los planes anteriores. Con cierto humor intencionado satiriza nuestro A. el que
padezcamos hoy día una verdadera plaga de iniciativas. Y, claro está, no se halla el
remedio en iniciar, sino en continuar y, sobre todo, en concluir. Además de que un
sentido elemental de disciplina nos sugiere a todos que se halla muy cerca de mascar
la derrota el ejército en el que el último "caporal" se permite hacer observaciones,
quizá muy prudentes y acertadas, sobre los planes de ataque o sobre la estrategia que
se ha de seguir. Para la gran turbamulta de insubordinados que se camuflan tras
dorados proyectos, la Legión de María no tiene más que estos principios: disciplina y
obediencia en los de abajo; responsabilidad de mando en los de arriba. Así viene a ser
auténtica Legión al servicio de la Iglesia.

Es esto precisamente lo que manifiestan los magníficos frutos que ha reportado por
todas partes. Si sus trabajos apostólicos se inician entre los más pobres del hospital de
Dublín, muy luego su acción se extiende especialmente a aquellas almas que no entran
normalmente en el radio de acción del ministerio sacerdotal: muchachas sin colocación
y en peligro, ex presidiarios, gentes sin hogar, familias depauperadas, etc. Hasta la
nefasta lacra social del comercio con el vicio fue atacada con valentía y optimismo por
la Legión de María. Y tan felices resultados dio su campaña que este problema, uno de
los más candentes y difíciles de la ciudad de Dublín, encontró solución. Se vio, con
admiración de todos, cómo en las madrigueras del vicio se levantaban casas de oración
y de trabajo. Y todo ello a través de una acción personal, directa, de alma a alma, la
única acción que en estos casos puede dar resultados satisfactorios.

Cuando unos años más tarde la Legión se extiende por el mundo, son siempre los
campos más difíciles los preferidos. Es, que la Legión de María no ha tenido el menor
reparo en invitar a los suyos al servicio heroico. Y siempre ha encontrado en sus filas
almas abnegadas que en número extraordinario han respondido a su invitación.
Algunos apóstoles seglares, repitiendo el gesto medieval de aquellos monjes irlandeses
que dejaron la tranquilidad de su isla de santos para evangelizar a otros pueblos, han
salido también de su verde patria para implantar la nueva Legión en tierras
extranjeras. Citemos tan sólo el caso de Edel Quinn, que es todo un símbolo. Joven
delicada, apenas deja el sanatorio con muy pocas esperanzas médicas, cuando parte
para el África, recorre ella sola el Kenia, Uganda, Tanganica, la región del Niassa,
atraviesa el océano Índico hasta la isla Mauricio. Crece la semilla que planta bajo su
mismo pie y centenares de grupos indígenas nacen a su paso. Muere por fin agotada
tras esta epopeya sobrehumana. Es el 12 de mayo de 1944. La misma Santa Sede es
quien comunica su fallecimiento a Dublín y le rinde su homenaje. Un ambiente de
santidad y un ejemplo, inolvidable ha dejado tras de sí esta heroína de los tiempos
actuales.

Se comprende que con estos ejemplares la Legión de María se haya impuesto a la


admiración de la Jerarquía eclesiástica, que ve en ella un poderosísimo auxiliar. Así lo
testificó el internuncio de China, Mons. Riberi, con palabras que recuerda nuestro autor
en su introducción. Y el Cardenal Suhard, cuyo recuerdo se halla ligado a las
innovadoras y atrevidas misiones de los suburbios de París, decía: "He encontrado en la
vida muchas obras buenas; pero una de las más bellas es la Legión de María".

Por lo que hace a España, según informe de la delegada para nuestra Patria, una joven
filipina que desde el Lejano Oriente trae a la Madre Patria la gran obra irlandesa que ya
ha dado la vuelta al mundo, la Legión de María se halla establecida en ocho diócesis y
de todas ellas las noticias son muy halagüeñas y prometedoras. Los Legionarios
españoles trabajan con verdadero entusiasmo, y con resultados ya sorprendentes, en
la vida espiritual de las parroquias.

He aquí, en síntesis, la breve historia y significación espiritual de esta admirable


institución, la Legión de María, a quien especialmente va dedicado el libro y cuyo
conocimiento, creemos, interesará al lector español.

Del valor y mérito del mismo dan prueba las doce traducciones que ha obtenido en
diversas lenguas Por lo que toca al autor del libro, Mons. Suenens, basta recordar su
alta elevación dentro de la Jerarquía eclesiástica para que merezca toda confianza en
lo, que toca al profundo contenido dogmático de la obra. Vice-rector de la Universidad
de Lovaina, y en el curso 1943-44 rector "ad interim", ha llegado a merecer la plena
confianza del Emmo. cardenal arzobispo de Malinas, Van Roey, que le tiene de obispo
auxiliar de la Archidiócesis. Espíritu dinámico, últimamente ha publicado un librito
dirigido especialmente al público universitario saliendo en defensa de la condenación
eclesiástica del movimiento conocido con el nombre de "Ram" (Réarmement moral), de
ambiente y filiación protestante. Tanto este libro como las primeras ediciones de la
Teología del Apostolado de la Legión de María han aparecido con una carta laudatoria
del Emmo. Cardenal Van Roey. En esta edición española la carta del Cardenal la hemos
sustituido, como habrá visto el lector, por otra no menos autorizada que la Secretaría
de Estado de Su Santidad ha dirigido a Mons. Suenens.

Terminamos esta presentación de la edición española de la obra teológica de Mons.


Suenens con unas palabras que tomamos del autorizado mariólogo italiano G. Roschini
en su nota crítica publicada en "L'Osservatore Romano" (6-1-52, p. 4): "La riqueza de
ideas, la claridad de exposición, la profundidad de doctrina, la elegancia del estilo, la
unción típicamente mariana que todo lo impregna, colocan a este libro entre los
mejores publicados en este siglo y lo hacen un verdadero e indispensable "vade
mecum" de todos cuantos trabajan en el campo del apostolado católico. No dudamos
en presentarlo como el libro, por antonomasia, de la edad de María, Reina de los
Apóstoles".

Colegio de Filosofía de Montehano (Santander)


FR. FELICIANO DE VENTOSA O.F.M., Cap.
INTRODUCCIÓN

El 7 de septiembre, y a la hora de primeras vísperas de la Natividad de Nuestra Señora,


nace en Dublín, en un ambiente de silencio y humildad, la Legión de María. Unas
quince personas se dirigen a Myra House para buscar, unidas y hermanadas, los
mejores medios para servir eficazmente al Señor. Movidas por común impulso, se
postran a los pies de una estatua de María Mediadora, y mientras desgranan las
cuentas de su rosario, piden a la Virgen Santa les inspire y proteja. Ignoran aún qué
tareas apostólicas les serán confiadas y por qué medios las podrán llevar a efecto. Con
una confianza sin límites, cada cual ofrece a la Señora lo poco que posee: sus temores,
su pobreza y, sobre todo, su buena voluntad. Ella dispondrá lo más conveniente para la
salvación del mundo.

A la Virgen Santa le fue agradable aquella ofrenda y la aceptó como Jesús los cinco
panes y los dos peces del joven del Evangelio, que, bendecidos por sus manos, fueron
suficientes para alimentar a la multitud. En las manos maternales de María se renueva
el milagro de la multiplicación de los panes. En legión se ha llegado a convertir aquella
semilla inicial de Myra House. Sin más apoyo que su íntimo dinamismo y la protección
de María, se ha extendido en un cuarto de siglo a los cinco continentes. Por todas
partes y en todas las latitudes hombres y mujeres han vuelto a repetir el gesto inicial
de aquella hora de vísperas de Dublín: se han arrodillado para rezar en común y
después, llenos de santo alborozo, se han ofrecido a María, para que llegue a ser
pronto entre los hombres una realidad efectiva su tierna maternidad de gracia.

Hoy día es un inmenso ejército mariano quien la aclama por guía y jefe. Su grito de
reclutamiento es el mismo que la Iglesia atribuye a los ángeles en la aurora de la
Asunción. de la Virgen Santa a los cielos:
"¿Quién es ésta que camina como la aurora,
bella como la luna, brillante como el sol,
terrible como ejército en orden de batalla?

Ahora bien, para lograr la victoria, debe mediar entre el jefe y sus soldados una cordial
alianza. Sabida es de todos la alta significación que para el caballero de la Edad Media
tenía el juramento prestado por el que se consagraba al servicio de su señor feudal.
También el Legionario de María conoce la alegría y la emoción de la palabra dada. La
promesa que pronuncia en medio de sus hermanos, tremolando en sus manos el
vexillum, viene a ser como un contrato de fidelidad con el que se liga a su Madre del
cielo y por el que le consagra todo lo que es y todo lo que tiene. Es ésta una alianza
que implica una total e incondicional disposición en manos de María, "for better, for
worse", para todos los trabajos que quiera esta divina Madre confiarle con miras a
salvar a los hombres. Por esta alianza además se acopla ingenuamente el alma a los
planes de María, sellándose entre ambas un pacto de unión, que tenderá a reforzarse
de día en día hasta llegar a una plena vida de intimidad.

El Legionario de María pronuncia una promesa, cuyas palabras están cargadas de


contenido y son muy fecundas en consecuencias. Son sus frases, inscripciones
lapidarias, que no sólo afloran a la superficie del alma legionaria, sino que calan en lo
más hondo de la misma, para grabarse por siempre en su memoria y en su corazón.

He aquí por qué hemos creído útil escribir estas páginas. Ellas llevan el propósito de
introducir al Legionario en la plena inteligencia de su entrega y consagración,
poniéndole en claro el sentido profundo de la fórmula que le liga a su Reina y
Soberana. Conocemos en verdad pocas oraciones en la literatura cristiana
contemporánea que tengan tanta densidad de doctrina y tal resonancia espiritual.

Para percatarse de su extraordinaria vitalidad, es necesario aceptar el plan íntegro que


ella propone. Sólo aquel que no tema vivir hasta su última consecuencia el amor de
Dios que anima esta consagración penetrará todo su sentido. Para muchos estas
palabras serán letra muerta de fórmulas gastadas. Por el contrario, quien acepte
plenamente este contrató de alianza y lo viva por largos años, este tal la comprenderá
en lo que tiene de más íntimo y subido.

Es, pues, necesario que el Legionario de María viva esta promesa, para que de esta
suerte la vaya progresivamente penetrando.

¡Que la lea muchas veces y que la rumie en la intimidad!

A los que se preparan a hacer esta consagración por vez primera, deseamos ofrecerles
estas páginas como una introducción y guía. A los veteranos se las presentamos más
bien como una invitación a beber de nuevo en la fuente primera que sació su espíritu.
Con motivo de un retiro o de una renovación de la promesa, estas páginas están
llamadas a enardecer de nuevo su corazón.

Pero tanto a los unos como a los otros, les exhortamos a no contentarse con una
lectura rápida, sino que han de "orar" estas páginas y sobre estas páginas. Al abrirlas
deberán invocar al Espíritu Santo, porque solamente el divino Espíritu puede ayudarles
a escrutar "las profundidades de Dios" y hacérselas gustar. Al cerrarlas, volverán de
nuevo a invocar al mismo divino Espíritu, para impetrar la docilidad generosa y la plena
aceptación de las santas consignas, que hagan posible vivir la entrega apostólica
prometida. Piense el Legionario de María que no se trata. tan sólo de sí mismo. Si el
Legionario se ofrece al Espíritu Santo por y en María, es para la salvación del mundo,
para que las triunfales Hechos de los Apóstoles continúen perpetuándose en la Iglesia:
"Fuego he venido a traer a la tierra, decía Jesús, y ¿qué pudo desear sino que arda?".

Este fuego es el Espíritu Santo: el Legionario de María abre su alma a este fuego divino,
para, una vez abrasado en santo ardor, convertirse en antorcha capaz de iluminar a
innumerables almas y abrasar al mundo entero con su llama.

***

Pero aún quieren ser algo más estas páginas comentario de la promesa. Ellas se
proponen dar a conocer la espiritualidad legionaria a multitud de almas que la
desconocen. Se dirigen ellas también al lector que no pertenece a la Legión de María,
pero que está deseoso de llegar al alma de este movimiento, que ha tomado tal
amplitud en la Iglesia que es ya imposible desconocerlo. Tanto menos cuanto que su
expansión toma más incremento de día en día.

Nacida la Legión de María en Irlanda en 1921, no traspasó las fronteras de este país
hasta 1928, que se estableció en las diócesis de Inglaterra y más tarde en las Indias
Orientales y en América. Y cosa singular: había ya conquistado a Asia, África y América
y aún no había penetrado en los diversos países del continente europeo. En la
actualidad, sin embargo, ya todas las fronteras del mundo cristiano le han abierto sus
puertas y las oraciones de la Legión de María se recitan en cerca de setenta lenguas
diversas, contándose por millones sus miembros activos y auxiliares. Más de
setecientos obispos la han acogido en sus diócesis, prodigándole elogios y haciéndola
objeto de distinciones llamativas. El internuncio en China, Mr. Riberi, que la ha
calificado de "milagro del mundo moderno", invitó a los obispos de China a establecerla
en todas partes como una especie de "maquis" espiritual de la Iglesia.

Ahora bien, si los hechos hablan, y por cierto con tanta elocuencia, una cuestión se
impone ineludiblemente: "Quae est ista?". ¿Qué movimiento es éste y dónde se halla la
clave de sus éxitos? A esta cuestión deseamos responder describiendo los rasgos
fundamentales de la Legión de María, y analizando su espiritualidad.

Quizá las últimas palabras pudieran hacer pensar que la Legión de María reivindica
para sí algún monopolio de espiritualidad dentro de la vida de la Iglesia. Nada más
falso. En las páginas que siguen esperamos poder demostrar que la Legión de María
intenta sencilla y llanamente vivir el catolicismo normal. Ni más ni menos. Pero
adviértase que al decir normal, no pensamos de ninguna manera en un catolicismo
mediocre.

En nuestros días prevalece el criterio de considerar como católico "normal" al cristiano


cumplidor de sus deberes en la intimidad de la vida privada, aunque no se preocupe ni
poco ni mucho de la salvación de sus hermanos. Es esto, hay que decido muy alto, una
caricatura del verdadero "católico" y aun del mismo catolicismo. El católico mediocre
no es el católico normal. Es preciso someter a crítica severa y a proceso de revisión la
noción de católico "bueno" o de católico "práctico". No hay católico bueno sin un
mínimum de apostolado y este mínimum de apostolado, que motivará el veredicto del
Supremo juez, no lo alcanza -y es lamentable- la masa de nuestros católicos llamados
prácticos. He aquí el gran drama, o si se quiere, la terrible tragedia de tantos cristianos
mediocres, motivada por un error fundamental.

Lo que decimos aquí -y volveremos más de una vez sobre ello- acerca del deber
apostólico que la Legión de María considera como su rasgo y característica
fundamental, se puede repetir con respecto a su devoción marina. Pues bien, la actitud
de la Legión de María con relación a su Reina Soberana se resume en estas palabras: la
Legión de María ama a María como la Iglesia la ama. Nada más; pero tampoco nada
menos.

La Legión de María no quiere orar en una capilla lateral, sino en la nave central: no es
ella, en verdad, quien ha decretado que María esté en el corazón del cristiano y que los
cristianos nazcan de Ella por una operación semejante a aquella por la que un día nos
dio a Jesucristo.
La Legión se propone practicar la devoción normal en la Iglesia hacia la Virgen Santa,
quiere que su devoción a María sea una devoción auténticamente cristiana. Si en este
anhelo parece ir demasiado lejos, si la donación que, hace de sí misma parece estar
impregnada de exagerado ímpetu y emoción, recuérdese que es el mismo Jesucristo
quien desea continuar en nosotros su amor a María y es Él quien nos incita y estimula a
acrecentar nuestro amor filial a medida del suyo.

Porque, no lo olvidemos jamás; el Hijo de Dios quiso ser el Hijo de María. Ama a su
Madre -elegida entre millares- con un amor incomparablemente superior al amor que
tiene a todos los ángeles y a todos los santos juntos. Le ha concedido privilegios que no
ha concedido a los serafines y la ha asociado de modo muy singular a su obra,
salvadora. Es Él quien preside y alienta por medio de su Espíritu, la glorificación
siempre creciente de María en la Iglesia contemporánea.

Si en verdad el cristiano puede exclamar con San Pablo: "no soy yo, sino que es Cristo
quien vive en mÍ" (Gál. II, 20), ¿no podemos en legítima consecuencia decir que, si
amamos a María, no somos nosotros quien la amamos, sino que es Cristo quien la ama
en nosotros? Si hemos venido a ser para Cristo sus "miembros en desarrollo", nuestro
amor para con María no es más que uno con el amor de Cristo y es por consiguiente
Cristo quien lo ejercita y expresa en nosotros por modos siempre nuevos. "Yo completo
en mi cuerpo, ha podido escribir San Pablo, lo que falta a la Pasión de Cristo" (Col. 1,
24). Nada faltaba a la Pasión de Cristo en Cristo mismo. Pero faltaba alguna cosa en
Pablo, miembro del Cristo total. En un sentido análogo podemos igualmente decir que
completamos en nosotros lo que falta a la piedad filial de Cristo hacia su Madre.

La Legión de María quiere amar a María con el corazón de Cristo, como quiere
asimismo amar a Cristo con el corazón de María. Puesto que éste es el plan de Dios y
su divina voluntad, la Legión lo acepta con fe plena, sin vacilaciones ni reticencias.

En el terreno doctrinal la Legión de María no reclama para sí otra originalidad que ésta.
Fidelidad y -si es caso- vuelta a la tradición auténtica. Tal es su ideal y su aspiración. Si,
pues, empleamos la expresión "espiritualidad de la Legión de María", es solamente
para notar los rasgos que ella ha puesto en más destacado relieve dentro del
patrimonio común a todos los hijos de la Iglesia. Si acaso chocase por algunas de sus
exigencias o de sus prácticas, nótese que nunca se ha movido a tomar determinado
rumbo por afán de singularidad, sino que todo ello lo ha considerado como una
legítima consecuencia de su noble anhelo
de vivir el cristianismo nutrido de la plenitud de su savia vigorosa.

¿Por qué sucede que muchos católicos llamados "prácticos" viven tan
lamentablemente después de su bautismo? ¡Oh! ¡Y cuán otros serían nuestros juicios
sobre el valor del cristianismo si en lugar de enjuiciarle por estas deficiencias lo
viésemos a la luz de Cristo!

¡Qué renovación tendría lugar si nos decidiésemos a aceptar las enseñanzas del
Maestro y a vivirlas sin compromiso!
La Legión de María, lo podemos decir, sueña en responder a esta cuestión de un modo
terminante: "¿Qué ocurrirá si en pleno siglo veinte se tiene la gallardía de tomar a la
letra las palabras de Cristo sobre la fe que traslada las montañas? A lo cual la historia
de la Legión de María - bella como leyenda dorada responde: Sucederá que "los ciegos
vean, que los cojos anden, que los leprosos queden limpios, que los muertos resuciten
y que los pobres sean evangelizados" (Math., XI, 46) (1).

Como final de esta introducción nos permitimos añadir que estos principios que forman
la base del ideal apostólico de la Legión de María, valen del mismo modo para toda
acción apostólica digna de este nombre, trátese de Acción Católica general o de Acción
Católica especializada. El apostolado siendo, como es en verdad, la prolongación de la
Encarnación, se realiza siempre y en todas partes "de Spiritu Sancto ex Maria Virgine".
Los ángulos de perspectiva y las modalidades de ejecución difieren legítimamente; mas
la inspiración y el hálito fundamental es patrimonio común a todos.

Como cualquier otra realidad sobrenatural, ésta del apostolado cristiano presenta dos
aspectos y mira a dos mundos. En primer lugar tiene un lado que mira a este mundo
terrestre, donde el apóstol trabaja con afanes y con más de una desilusión en medio de
la infinita, variedad de hombres, de situaciones, de ambientes y de épocas. Se
impondrá, por lo mismo una variación de la palabra eterna y también de la ciencia de
las condiciones en las que la roturación y el cultivo espiritual se va a ejercer. Mas se da
al mismo tiempo el lado divino en el ministerio apostólico, cuyas palabras son tan
universales e inmutables como lo es la misma Iglesia. Es este último aspecto el que
estas páginas tratan de poner más en relieve. So pena de quedar truncado, el
apostolado auténtico es apostolado mariano. Si la Legión de María quiere ser la
encarnación viviente de estos principios, no por ello, volvemos a repetir, reivindica
monopolio alguno. Fraternalmente se asociará con todas las otras formas de
organización, igualmente necesarias y que deben abrevar, ellas. también, en los
mismos hontanares de vida sobrenatural.

Que la doctrina expuesta en estas páginas estimule a todos los obreros que van codo
con codo trabajando en la viña del Señor y librando las difíciles batallas de la conquista
de las almas. Que ellas sostengan a todos estos infatigables obreros en su afán de
conquista.

LA PROMESA LEGIONARIA

Santísimo Espíritu, yo, (nombre del candidato),


queriendo en este día ser alistado como legionario de María,
y reconociendo que por mí mismo no puedo prestar un servicio digno,
te ruego desciendas sobre mí y me llenes de Ti mismo,
para que mis pobres actos los sostenga tu poder,
y venga a ser instrumento de tus poderosos designios.
Reconozco también que Tú,
que viniste a regenerar el mundo en Jesucristo,
no quisiste hacerlo sino por María;
que sin Ella no podemos conocerte ni amarte,
y que por Ella son concedidos tus dones, virtudes y gracias,
a quienes Ella quiere, cuando Ella quiere,
en la medida y de la manera que Ella quiere;
y me doy cuenta de que el secreto de un perfecto servicio legionario
consiste en la completa unión con Aquella que está tan íntimamente unida a Ti.
Por tanto, tomando en mi mano el estandarte de la Legión,
que trata de poner ante nuestros ojos estas verdades,
me presento delante de Ti como soldado suyo e hijo suyo,
y como tal me declaro totalmente dependiente de Ella.
Ella es la Madre de mi alma.
Su corazón y el mío son uno;
y desde ese único corazón vuelve Ella a decir lo que dijo entonces:
"He aquí la esclava del Señor".
Y otra vez vienes Tú por medio de Ella para hacer grandes cosas.
Cúbrame Tu poder, y ven a mi alma con fuego y amor,
y hazla una con el amor de María y la voluntad de María de salvar al mundo;
para que yo sea pura en Aquella que por Ti fue hecha inmaculada;
para que por Ti crezca en mí también mi Señor Jesucristo;
para que yo con Ella, su Madre,
pueda ofrecerle al mundo y a las almas que le necesitan;
para que, ganada la batalla, esas almas y yo
podamos reinar con Ella eternamente en la gloria de la Santísima Trinidad.
Confiado en que en este día quieras Tú recibirme por tal
y servirte de mí y convertir mi debilidad en fortaleza,
tomo mi puesto en las filas de la Legión
y me atrevo a prometer ser fiel en mi servicio.
Me someteré por completo a su disciplina,
que me liga a mis hermanos legionarios
y hace de nosotros un ejército,
y mantiene nuestra alineación en nuestro avance con María,
para ejecutar tu voluntad, para obrar tus milagros de gracia
que renovarán la faz de la tierra,
y establecerán, Santísimo Espíritu, tu reinado sobre los seres todos.

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. (b)

CAPÍTULO I
EL ESPÍRITU SANTO

"SANTÍSIMO ESPÍRITU...
QUERIENDO EN ESTE DÍA SER ALISTADO
COMO LEGIONARIO DE MARÍA,
Y RECONOCIENDO QUE POR MÍ MISMO
NO PUEDO PRESTAR UN SERVICIO DIGNO,
TE RUEGO DESCIENDAS SOBRE MÍ Y ME LLENES DE TI MISMO,
PARA QUE MIS POBRES ACTOS LOS SOSTENGA TU PODER,
Y VENGA A SER INSTRUMENTO
DE TUS PODEROSOS DESIGNIOS".
1.- NATURALEZA DEL AMOR DE DIOS

Santísimo Espíritu... Por una invocación al Espíritu Santo se abre la Promesa. Es que
toda la alianza está pendiente de este divino Espíritu.

Se le encuentra tanto en el origen como en el fin de todos los tiempos y de todas las
cosas. Él es el Amor que, difundiéndose en los seres, los ha llamado a la existencia,
creando el mundo que admiramos. Es asimismo el Amor que un día será todo en todos.
Por esto el alma del Legionario de María se vuelve primeramente hacia el Espíritu
Santo en el acto decisivo con el que compromete su vida.

El Legionario de María sabe que su ofrenda es una respuesta, que su amor es un


reconocimiento y adhesión a quien lo amó primero. El Legionario sabe que se entrega a
quien ya antes se le había entregado. Dios nos amó el primero y esta benevolencia
anticipada del divino Amor nos fuerza a entregamos a Él con todo el generoso ímpetu
de nuestra alma. No somos quienes en esta alianza tomamos la iniciativa. No es la
tierra la primera en subir al cielo; es el cielo el que se ha anticipado a bajar a la tierra
gratuitamente, liberalmente. Ante tanta generosidad por parte del Amor divino y tanta
ingratitud por parte de los hombres, nos atreveríamos casi a decir: locura. Porque es de
notar que Dios no va a ganar nada en este intercambio. Él fue, es y será siempre el
Amor que se basta a Sí mismo y que por lo tanto, si se da y se comunica, es movido
únicamente por un ímpetu insondable de pura generosidad y munificencia.

Lo sorprendente no es que Dios sea, sino el que nosotros seamos, nosotros, que no
podemos ni donar nada a Dios, ni añadir nada a su gloria, ni ofrecer nada que pueda
intensificar su felicidad personal e íntima. Somos, porque Dios es bueno, decía ya San
Agustín. He aquí la razón profunda por qué Dios no condivide ni puede condividir con
nadie la gloria de amamos a título gratuito, con magnanimidad sin igual.

Cuando un hombre sacrifica su vida por otro, no puede menos de enriquecerse y


ennoblecerse por el acto mismo de humillarse y anonadarse ante su prójimo. Esto
prueba que el acto de desinterés absoluto no está en nuestras manos. Pues bien, este
Amor total, absoluto y exclusivo es el Amor con que Dios nos ama.

Verdad altamente confortadora. Porque si el Amor de Dios tiene su fuente única en sí,
si no hay otra razón para este amor que el amor mismo, nada ni nadie será capaz de
aminorar la ternura de Dios para con nosotros. Ni nuestras miserias, ni nuestras
cobardías, ni nuestras caídas en el fango. Su amor no es una respuesta al nuestro; es Él
primero. Su amor no depende de nuestra bondad; es Él quien crea en nosotros lo que
en nosotros es digno de amor. La Bondad, la Generosidad de Dios: he aquí el hontanar
de donde mana la fuerza inaudita de su Amor hacia nosotros; he aquí lo que hace que
Dios nos ame, valga la frase, implacablemente.

Francis Thomson ha glorificado este amor en versos inmortales (2):


"Creatura extraña, lastimera y vana,
¿Quién soñará en concederte una parte de su amor? Porque Yo sólo soy potente para
sacar de la nada un mundo".
( Habla el Creador)

¡Y el amor humano requiere humanos merecimientos...!


¿Cómo los has merecido tú,
tú, el más insignificante terrón de la informe arcilla humana?
¡Ay; no conoces cuán poco digno eres de mi amor!
¿A quién encontrarás que quiera tu innoble "tú", sino Yo, solamente Yo?

(El lebrel de los cielos)

2.- FUNCIÓN PERSONAL DEL ESPÍRITU SANTO EN LA TRINIDAD

En esta inexhausta Bondad y Generosidad divina debemos ante todo pensar al


volvemos hacia este Amor primero que llamamos Espíritu Santo.

Con este amor creador y generoso amó Dios a María -y a nosotros en Ella- cuando
descendió sobre Ella en la mañana de la Anunciación.

Se ha podido definir el cristianismo como un intercambio de dos amores en Jesucristo.


El amor que bajó del cielo para realizar la alianza sagrada se llama Espíritu Santo. El
amor que de la tierra subió hacia el cielo, saliendo a su encuentro, se llama María.

Sin duda, este amor que en María se eleva para ir al encuentro del Espíritu divino es
también una participación de la caridad divina. María ha recibido en sí, como ninguna
otra criatura la plenitud de la gracia celestial. Ella ama a Dios con el mismo amor con
que Dios la ha amado. Y es en el seno de esta comunicación misteriosa entre Dios y
María donde Ella responde al llamamiento del amor divino.

Esto no quita que la función de María sea en verdad la respuesta por parte de la
creatura santificada a la llamada de Dios. María es, en efecto, el más alto punto en la
marcha grandiosa que el Dios del Antiguo Testamento hizo a través de los siglos para
formar en Israel un pueblo verdaderamente suyo, una esposa "santificada en la verdad
y en la santidad". En María "la tierra ha dado su fruto" y "el cielo ha hecho llover al
Salvador". "Terra dabit fructum suum et nubes pluant Justum": este voto, esta promesa
y este anhelo que resume toda la antigua Alianza, se realiza en María.

En el cruce histórico en donde confluyeron Dios y la Humanidad, que fue el pueblo


escogido, Israel, se debe situar la Encarnación del Verbo en María con todas sus
consecuencias.

Atrevámonos ahora a contemplar desde más cerca a Aquel que va a cubrir a María con
su sombra fecundante, y con respeto sondeemos los misterios del Espíritu "donde los
ángeles aspiran a penetrar con su vista" (1 Petr. 1, 12).

Sabemos con toda certeza que las obras de Dios ad extra (fuera de Sí) son comunes a
las tres divinas personas, y que el amor de Dios que nos invade y nos envuelve es un
triple y único amor, una triple y única ternura. Más si la función del Espíritu Santo
incluye la de las otras divinas personas, no por ello el Espíritu Santo se eclipsa en un
anonimato trinitario. Sí; las obras de Dios ad extra son comunes a las tres personas;
pero cada cual tiene una función eminentemente personal y en ningún modo
conmutable (3). Sin duda alguna, el Espíritu Santo no es solo en nuestra santificación y
menos aún con exclusión de las otras divinas personas. Dios Padre nos santifica y
dígase lo mismo de Dios Hijo. Más cada uno a su manera: el Padre nos santifica como
Padre, quien con el Hijo y por el Hijo nos envía al Espíritu Santo. Éste es, por lo tanto,
su don supremo con relación a nosotros, como es el sello de su mutuo amor en la vida
trinitaria. Recibiendo, pues, al Espíritu Santo, entro en la intimidad de la familia de
Dios.

El Padre, dirá San Atanasio, es la fuente, el Hijo es la corriente y nosotros bebemos al


Espíritu Santo (4). Los Padres griegos lo repetirán a porfía, de mil modos y maneras. Es
el Espíritu Santo, pudiéramos decir, el introductor en la vida de Dios. Es el fruto de la
unidad del Padre y del Hijo; mas es también el lazo que une a Dios con los hombres y
particularmente el que une a Dios con María. Él es como la mano del brazo que Dios
tiende a la Humanidad. Él es aquel en quien poseemos al Hijo y al Padre. Todo procede
del Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo. Este axioma se repite como un "leit motiv"
en la literatura católica oriental. La Iglesia, por otra parte, desplegando su ciclo
litúrgico de Adviento, Cuaresma y Pentecostés, pone ante nuestros ojos este
dinamismo trinitario, y nos hace vivir de este ritmo interior de la vida divina.

3.- FUNCIÓN PERSONAL. DEL ESPÍRITU SANTO EN LA IGLESIA

Es hacia el Espíritu Santo hacia quien orienta Jesús las almas de sus discípulos en fa
hora de su despedida: "Os digo la verdad: os cumple que Yo me vaya; porque, si no fue
fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré" (Jo. 16, 7)

Es por tanto el Espíritu Santo lar promesa suprema de Jesús, es la garantía de su


presencia y de su victoria. Cuando en la mañana de Pentecostés descendió este
Espíritu sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, una nueva era comenzó para el
mundo: la era del Espíritu Santo, la plenitud de los tiempos.

Porque, hablando con todo rigor, por Él hemos entrado en esta fase última de la
historia. Es, a Él a quien compete en adelante, si vale la frase, actuar en el proscenio.
Es Él quien se va a apoderar de estos pescadores de Galilea para transformados en
apóstoles, quien va a descender sobre los primeros fieles para llenados de sus
carismas, quien va a investir a los mártires de fuerza irresistible, comenzando por San
Esteban "plenus fide et Spiritu Sancto", lleno de fe y del Espíritu Santo.

Los hechos de los Apóstoles, que abren la historia de la Iglesia, no son en sustancia
más que el evangelio del Espíritu Santo.

En su primer contacto con la multitud, San Pedro aplica al Espíritu Santo estas palabras
del profeta Joel: Esto (que veis) es lo dicho por el profeta Joel: "Y acaecerá en los días
postreros, dice Dios, que derramaré de mi Espíritu sobre toda carne; y profetizarán
vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos
soñarán ensueños; y en aquellos días derramaré de mi Espíritu... antes que llegue el
día del Señor, día grande y deslumbrador" (Act., 2, 18-21; Joel, 2, 28-32).
Esta parusía definitiva nos revelará la Majestad de Dios; pero entretanto el Espíritu
Santo va realizando su obra. Se le siente en cada página de los Hechos de los
Apóstoles, más presente aún y más activo que los mismos hombres de los que nos
habla la historia y cuyos nombres se citan. Se habla de Él como de una presencia
amada y segura. Aun cuando San Lucas no le nombra en su libro, se le adivina como
una filigrana que ilustra divinamente cada una de sus páginas. Él conduce el gran
deporte apostólico de los primeros siglos y enlaza su trama secreta.

Es Él quien inspira tanto las palabras que debían decir delante del sinedrio, de los
procónsules o de los gobernadores de Roma, como la explicación que daban a los fieles
en las catequesis de todos los días. "Mi palabra y mi predicación, dirá San Pablo, no fue
con persuasivas palabras de sabiduría, sino con demostración de Espíritu y de verdad;
para que vuestra fe no estribe en sabiduría de hombres, sino en la fuerza de Dios" (1
Cor., 2, 4-5).

Es Él quien consagra a un hombre para que venga a ser testigo de Cristo: "Mas
recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos
así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de la tierra"
(Act., 1, 8).

Es Él quien sondea y santifica el corazón de los hombres y no se le puede engañar bajo


pena de castigo: "Ananías, ¿cómo es que Satanás se posesionó de tu corazón, para que
quisieses engañar al Espíritu Santo?" (Act., 5, 3).

Es Él el inspirador de audacias apostólicas: "y dijo el Espíritu a Felipe: "Acércate y


arrímate a este coche" (Act., 7, 29), o también: "y así que subieron del agua, el Espíritu
del Señor arrebató a Felipe, y no le vio ya más al eunuco" (Act., 8, 39).

Es Él quien anima a los mártires: "Mas como Esteban estuviese lleno del Espíritu Santo,
clavando los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios"
(Act., 7, 55).

Es Él quien lleva a Pedro a la casa de Cornelio: "y díjome el Espíritu que fuese yo con
ellos, dejada toda vacilación" (Act., 12).

Es Él quien elige a los apóstoles: "Estando ellos celebrando el oficio en honor del Señor
y ayunando, dijo el Espíritu Santo: Separadme a Bernabé y a Saulo para la obra para la
cual los he llamado" (Act., 13, 2).

Es Él la alegría de los perseguidos y quien les da seguridad: "y los discípulos se


llenaban de gozo y del Espíritu Santo" (Act., 13, 52).

Es Él quien preside las decisiones de las que pende el porvenir de la Iglesia naciente,
no siendo los Apóstoles más que transmisores de las normas directivas por Él dadas:
"Porque pareció al Espíritu Santo y a nosotros no imponeros otra carga alguna" (Act.,
15, 28).
Es Él quien traza a los Apóstoles su ruta, quien los guía y los defiende: "y atravesaron
la Frigia y la región de Galacia, impedidos por el veto del Espíritu Santo de anunciar la
palabra en el Asia. Y como llegaron cerca de la Misia, intentaban dirigirse a la Bitinia, y
no se lo consintió el Espíritu de Jesús" (Act., 16, 6-7). "Y ahora dirá San Pablo, he aquí
que, atado yo de pies y manos por el Espíritu, me dirijo a Jerusalén, sin saber lo que en
ella va a sobrevenirme, si no es que el Espíritu Santo en cada ciudad me testifica
diciendo que me aguardan prisiones y tribulaciones" (Act., 20, 22-23).

He aquí con qué realismo la Iglesia primitiva manifestaba y vivía su fe en el Espíritu


Santo. Esta fe domina toda la actividad de San Pablo y motiva su estupor cuando, casi
escandalizado, pregunta a un grupo de discípulos: "¿Recibisteis al Espíritu Santo?". Y
cuando los discípulos le confiesan: "Es que ni siquiera nos enteramos de que haya
Espíritu Santo", San Pablo casi sin poderlo creer les replica: "¿Con qué bautismo, pues,
fuisteis bautizados?" ( Act., 19, 1-3).

Se podría, ¡ay!, repetir la anécdota apostólica entre no pocos cristianos del día. ¿Saben
ellos que han sido bautizados en el agua y en el fuego? ¿Y saben ellos que este fuego
debe tener fuerza devoradora y ganar por medio de ellos a todos los hombres, aunque
sea menester idos conquistando uno por uno?

La promesa legionaria, al dirigirse en primer término al Espíritu Santo, desea


desarrollar en nosotros el culto de la Tercera Persona y revelamos a esta divina Persona
como Dios más interior a nosotros que nosotros mismos, como alma de nuestra alma y
aliento de nuestro aliento. La promesa quiere que cada uno grite delante de este Santo
Amor, como Claudel gritaba delante de Ellos:
"¡Oh Señor, que os mostráis tan inopinadamente ante nosotros!"

He aquí cuál es el espíritu de la promesa que hace al Legionario hijo obediente y


entusiasta del plan divino, que le exige abra su alma al Amor de Dios, para que los
Hechos de los Apóstoles se perpetúen en la Iglesia.

Al terminar esta exposición, no puedo menos de citar la confidencia emocionante que


hizo el Cardenal Mercier al final de sus días: "Os quiero revelar, escribía, un secreto
para la santidad, y para la dicha: si todos los días durante cinco minutos hacéis callar a
vuestra imaginación, cerráis los ojos a las cosas sensibles y vuestros oídos a los ruidos
de la tierra, para entrar dentro de vosotros mismos y allí, en el santuario de vuestra
alma bautizada, que es el templo del Espíritu Santo, habláis a este divino Espíritu,
diciendo:
"¡Oh Espíritu Santo!, alma de mi alma, yo os adoro.
Iluminadme, guiadme, fortificadme, consoladme.
Decidme qué debo hacer, dadme vuestras órdenes;
Os prometo someterme a todo, lo que deseéis de mí.
Y aceptar todo lo que Vos permitáis que me suceda.
Hacedme tan sólo conocer vuestra voluntad.

Si hacéis esto, vuestra vida se deslizará feliz, serena y llena de consuelo, aun en medio
de las penas, porque la gracia del Espíritu Santo será proporcionada a los sufrimientos,
dándoos fuerza para soportarlos, llegando de esta suerte a las puertas del paraíso
cargados de méritos.

Esta sumisión práctica al Espíritu Santo es el secreto de la santidad".

4.-RESPETO PARA CON LA ACCIÓN DE DIOS

Es, pues, al Espíritu Santo a quien la dirige la


Promesa.

¿Y qué le decimos desde el principio del diálogo? Lo que era de esperar: una oración
que evoca y prolonga la respetuosa adoración de María en presencia del ángel al
anunciarle la venida de este Espíritu divino.

Le decimos desde un principio que nos sentimos indignos de la misión que Él nos va a
confiar.
"Queriendo en este día ser alistado como legionario de María,
y reconociendo que por mí mismo no puedo prestar un servicio digno,
te ruego desciendas sobre mí y me llenes de Ti mismo,
para que mis pobres actos los sostenga tu poder,
y venga a ser instrumento de tus poderosos designios".

Ofrecemos al Espíritu Santo nuestra poquedad, sabiendo que toda suficiencia le repele
y que es propio de Dios el crear a partir de la nada.

Le presentamos la conciencia de nuestra miseria, la confesión sin rodeos de nuestras


debilidades, de nuestras cobardías sin número, de nuestras infidelidades.

Estamos prontos a decirle con la Iglesia:


" Veni, Pater pauperum
Lava quod est sordidum
Riga quod est aridum
Sana quod est saucium
Flecte quod est rigidum
Fove quod est frigidum
Rege quod est devium" (5).

No cabe equívoco alguno:

A Él toca llenar nuestras manos vacías; a nosotros, transmitir lo que nos haya puesto
en ellas.

A Él, inundar nuestra alma de sus gracias y de sus carismas; a nosotros, comunicar
cada una de las gracias alcanzadas, y cada luz y cada impulso recibidos.

A Él, hartamos con sus dones; a nosotros, participar con nuestros hermanos.

A Él, invadimos como el torrente que horada la roca para desbordarse luego en la
llanura vecina; a nosotros, ofrecerle un alma abierta, despojada de sus propias vistas
humanas, expropiada de ella misma.

A Él, continuar en nosotros la efusión única y admirable con que inundó el alma de
María, cuando la cubrió con su sombra e inauguró en ella la redención del mundo; a
nosotros, por nuestra parte, prolongar el misterio de María.

¡Henos, pues, muy lejos de toda arrogancia apostólica! Lejos de los reformadores, que
traen consigo recetas de sabiduría humana, a las que debería plegarse la acción de
Dios. ¡Como si nosotros supiéramos los caminos del amor divino!

"Mis pensamientos, dice el Señor, no son vuestros pensamientos y mis caminos no son
vuestros caminos".

Al que ose pedir cuentas a Dios y citarle a su tribunal, Dios le ha dado por anticipado, y
para siempre, una respuesta sin réplica:

"¿Quién es ése que oscurece la Providencia


con palabras vacías de saber?

Cíñete, pues, como varón tus riñones,


voy a preguntarte y tu me instruirás.

¿Dónde estabas al fundar Yo la tierra?


Indícalo si tienes inteligencia.

¿Quién señaló sus dimensiones, si lo sabes,


o quién extendió sobre ella el cordel?

¿Sobre qué fueron asentados sus basamentos


o quién colocó su piedra angular,
entre los cantos a coro de las estrellas de la mañana y mientras aclamaban todos los
hijos de Elohin?...

¿Has mandado en tu vida a la mañana,


enseñando a la aurora su lugar?...

¿Llegaste tú hasta las fuentes del mar


y en el fondo del océano te paseaste...?

¿Has considerado las extensiones de la tierra?


Indícalo, si la conoces toda".
(Job., 38, 1-18) (c).

No, nosotros no sabemos nada de los caminos de Dios. No podemos más que
prosternarnos delante de su acción divina como delante de Él mismo. Si Dios nos
concede el honor inesperado de tener necesidad de nosotros, Él sólo conoce el fin, la
ruta y los senderos. Todo el que quiere ser apóstol, debe saber que él de sí mismo no
es capaz de realizar servicio alguno digno, ni puede aventurarse por su cuenta y riesgo
en un país del cual desconoce hasta su mapa orientador.

Será sobre todo preciso recordar estas cosas cuando estemos en contacto con las
almas y más aún en la hora del fracaso, cuando tengamos que gustar el amargor de la
prueba y estemos a punto de quejarnos a Dios de nuestro descalabro. En nuestra alma
será entonces de noche. Sucederá que ensayaremos todos los procedimientos
imaginables para salvar un alma y, sin embargo, a juzgar por las apariencias, seguirá
herméticamente cerrada a la gracia. Sucederá también que otra, a quien no
buscábamos, se pondrá en nuestra ruta y sin errar el golpe encontrará el camino de su
retorno. Emplearemos para convencer razones de gran peso y no despertaremos eco
alguno en el espíritu. Mas también ocurrirá que una palabra dejada caer como de
pasada y sin intención, de la cual hayamos hasta perdido el recuerdo, quedará para
siempre grabada en el corazón de un desconocido y le conducirá a Dios. La experiencia
apostólica nos enseña que la gracia de Dios escapa a nuestras medidas y a nuestro
cálculo de probabilidades. Nos es preciso adorar a Dios en su tiniebla y amarle en sus
repulsas aparentes, que tanto nos contrarían. Nuestra fe apostólica será un incesante
seguir a Dios a través de aquello que lo desfigura, lo contradice y quisiera aniquilado.
Un día comprenderemos el sentido de estos meandros y el por qué de la larga
paciencia que se nos ha exigido. De las vidas humanas no vemos más que el reverso.
Cuando algún día veamos el anverso, que mira al cielo -como tapiz que se vuelve al
revés-, entonces comprenderemos que todos estos hilos no estaban enhebrados al azar
y admiraremos el buen camino que seguían ciertos rodeos. Entonces nuestra acción
apostólica quedará esclarecida como la misma acción de Dios. También en el primer
momento la Legión de María invita a sus soldados a tomar conciencia de su pobreza y
de su nada. De esta suerte les pone en estado de gracia apostólica. Cuando me llamo a
mí mismo pecador, Dios me llama su amigo. Cuando me reconozco siervo inútil, Dios
puede emplearme sin temor y con alegría como "instrumento de sus poderosos
designios".

CAPÍTULO II
MARÍA NUESTRA SEÑORA

RECONOZCO TAMBIÉN QUE TÚ, QUE VINISTE


A REGENERAR EL MUNDO EN JESUCRISTO,
NO QUISISTE HACERLO SIN POR MARÍA

1.- LA ALIANZA DEL ESPÍRITU SANTO CON NUESTRA SEÑORA

El cristianismo, decíamos, es una alianza de dos amores en Jesucristo. La Promesa lo


repite a su vez, asociando con la nitidez de una profesión de fe el Espíritu Santo y
Nuestra Señora.

El Espíritu Santo: el amor de Dios que desciende hasta nosotros.

Nuestra Señora: el amor humano -el más puro de toda la creación- que sube hacia
Dios.

Jesucristo: el nudo de esta alianza, el encuentro de una doble ternura.


Vamos, pues, a comprender lo que significa para la práctica de la vida cristiana esta
unión entre el Espíritu Santo y su instrumento, la Virgen María. Vamos también a
descubrir con cuánta verdad y profundidad Jesucristo es el fruto de este mutuo amor.

En el centro del Credo católico encontramos estas palabras: Et incarnatus est de Spiritu
Sancto ex Maria Virgine. El sacerdote, al pronunciarlas en el altar, se arrodilla, haciendo
profesión de fe en este gran misterio.

Enunciado muy simple en apariencia, mas tan ubérrimo en consecuencias


incalculables, que la Iglesia no ha sido capaz de comprenderlo plenamente, ni de
agotar su fecundidad. ¿Quién de entre nosotros no ha experimentado que en ciertos
momentos se dan alegrías demasiado intensas para poderlas saborear de una sola vez,
para poderlas gustar en toda su riqueza afectiva? Las gestas del amor divino son
abismos de este género: es preciso escrutarlas sin cesar -y vivirlas para extraer todo el
inefable favor que encierran y medir su admirable esplendor. Más que ninguna otra de
estas gestas del amor divino es el misterio de la Encarnación, una revelación siempre
idéntica y siempre nueva.

En las páginas que siguen quisiéramos detenernos con respeto en lo que juzgamos el
corazón de este misterio: el encuentro del Espíritu Santo con María. Y
no para volver a repetir lo que el Evangelio nos refiere sobre el suceso pasado, sino
más bien para esforzarnos en penetrar las repercusiones vitales y actuales de esta
unión maravillosa, que sella la nueva y eterna alianza.

"El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra... "
(6).

¿Se trata en estas palabras de un puro hecho histórico, lejano, hundido en el tiempo
que fue, o más bien nos dejan entrever una ley inmutable de la acción de Dios en su
gobierno del mundo, valedera para todos los tiempos? La cuestión es de suma
importancia. Restringir la alianza del Espíritu Santo y de María a solo el nacimiento de
Jesús, es rebajarla al nivel de un mero episodio histórico que, por muy grande que sea,
no ha durado más que un momento, para hundirse luego en el pasado. Es situar a
María en la historia, pero no en el presente ni en el porvenir.

¿Fue esto lo que Dios pretendió o más bien el Espíritu Santo descendió a Ella para
cubrirla eternamente con su sombra fecundante? Con toda la Iglesia católica creemos
que la unión del Espíritu Santo y de María tiene un sello de eternidad, que su alianza es
para siempre indisoluble, y que Jesús, aun hoy día, continúa naciendo invisiblemente
en las almas "de Spiritu Sancto ex Maria Virgine".

Y esto lo creemos por una razón que es ella misma un misterio que se entronca con los
abismos insondables de la economía divina: María y la Iglesia no son más que uno, en
un sentido muy real que será precisado ulteriormente. En tal grado es esto verdad que
"nacer del Espíritu y de María" es nacer "del Espíritu Santo y de la Iglesia". El bautismo
que nos engendra a la vida de la gracia es el fruto -aunque de modo diferente- de esta
doble y singular maternidad.
2.- FIDELIDAD EN LA DIVINA ALIANZA DEL ESPÍRITU SANTO CON MARÍA

¿Nos admiramos de la fidelidad que Dios guarda en el orden por Él mismo establecido?
Sería ello olvidar que los dones de Dios son sin arrepentimiento (Rom., 11, 19). Sería
desconocer que toda nuestra vida espiritual se halla en germen en este misterio de la
Encarnación e ignorar que María nos concibió de un modo espiritual, pero verdadero,
mientras el Espíritu Santo la cubría con su sombra. Sería no entender palabra de esa
fidelidad de Dios a Sí mismo, tan contundentemente atestiguada en la Santa Escritura
a lo largo de la Antigua Alianza. A la unión del Espíritu Santo y de María se pueden
aplicar muy bien las promesas solemnes de Dios a su pueblo elegido, a este pueblo
cuya flor y corona debía ser María:

"Y te desposaré conmigo para siempre;


sí, te desposaré conmigo en vínculos de justicia y derecho,
de benignidad y clemencia,
te desposaré conmigo con fidelidad.
(Os., 11, 21-22).

O también esta otra promesa de Yavé:

"No violaré mi pacto, ni de mis labios los dichos


mudaré. Juré una cosa por mi santidad (un día);
y no mentiré a David: eterna será su estirpe,
y su trono para Mí ha de durar lo que el sol.
Durará lo que la luna, testigo fiel en los cielos".
(Sal. 89).

La embajada del ángel no se limitaba en verdad a prometer una venida transitoria del
Espíritu Santo, una efusión momentánea, restringible, al solo nacimiento de este Hijo,
que se llamará Jesús por su oficio de Salvador. El misterio de la Encarnación tiene una
amplitud mucho más vasta y una magnificencia que desborda la anchura de los
tiempos. Fue María quien primeramente lo comprendió en esta grandiosidad y por eso
en su canto del "Magníficat" no teme entonar esta profecía: "He aquí que todas las
generaciones me llamarán bienaventurada". Tenía conciencia la Virgen de Nazaret de
que la historia del mundo se ponía a girar en torno de Ella.

María será la mujer suscitada por Dios "para no dejar mentiroso a David". María será
"el trono asentado para siempre". María será la madre de los hombres al mismo tiempo
que la Madre de Dios. María será aquella por quien el Espíritu Santo llegará a ser
fecundo en sus comunicaciones "ad extra", el instrumento asociado a su acción
santificadora.

El Espíritu Santo viene a María para esto, para todo esto.

Quizá no hemos ponderado suficientemente que María es la nueva creación de Dios,


que es un mundo aparte, más maravilloso que todos los mundos, y que el Espíritu que
incubaba sobre las aguas en la aurora del tiempo no es más que lejana imagen de la
Virtud que descendió sobre Ella.

Desde que se ha comprendido el misterio del Cuerpo Místico, es decir, unión perfecta y
total de Cristo Cabeza con sus miembros, ya no se puede en ninguna manera disociar
lo que Dios ha querido que fuese uno. Generatio Christi, decía San León en una de sus
fórmulas lapidarias cuyo secreto conocía, origo est populi christiani et natalis capitis,
natalis est corporis" (Sermo XXVI, P.L., LIV, 213). "La generación de Cristo es el origen
del pueblo cristiano; el nacimiento de la cabeza es también el nacimiento del cuerpo".
Los hombres de hoy no hemos aún acabado de extraer las consecuencias de este
dogma capital. Gracias a Dios, nuestra generación se va percatando cada vez más de
la grandeza del misterio del Cuerpo Místico. Pero es de lamentar su inconsciencia al no
apreciar las conexiones profundas que se derivan de él con relación a la maternidad de
María. Es conocida la frase del Padre Doncoeur, S.J.: "Esta generación nutrida de dogma
y de Eucaristía hará grandes cosas; pero le queda aún por descubrir a la Virgen María".

También creemos nosotros que es ésta una llamada de la hora presente. Mas no se
descubrirá a María en tanto se desconozca esta doble y única maternidad que
engendra a la cabeza y a los miembros, en tanto no se aproximen la acción de María y
del Espíritu Santo hasta no formar más que una sola acción: la acción del Espíritu Santo
por María. Leamos con detención y meditemos estas palabras de San Pío X en su
memorable encíclica Ad diem illum (2 de febrero de 1904) (d).

"... en el casto seno de la Virgen donde Jesús tomó carne humana se ha formado su
cuerpo espiritual, del que hacen parte todos aquellos que han creído en Él. Y tan
verdad es esto, que muy bien se puede afirmar que, llevando María a Jesús en su seno
materno, llevaba al mismo tiempo a todos aquellos cuya vida era prolongación de la
vida de Jesús".

Todos nosotros, pues, que unidos a Cristo somos, como dice el Apóstol, miembros de su
cuerpo formados de su carne y de sus huesos (Eph., V, 30), hemos procedido
originariamente del seno de María, de donde salimos un día a semejanza del cuerpo
que va unido a su cabeza.

"De aquí el que seamos llamados en un sentido espiritual y místico hijos de María y que
Ella a su vez sea madre de todos, madre según el espíritu, pero madre verdadera de los
miembros de Jesucristo que somos todos nosotros" (7).

Aquella devoción a María que ignore o minimice este misterio, no pasará nunca de ser
una devoción puramente sentimental, mezquina y exangüe. Separada de sus raíces
más profundas, será flor de invernadero, no planta pujante a pleno aire y, plena luz.
Quedará a merced de la borrasca, en lugar de ser como árbol que se planta aja vera
del arroyo, que a su tiempo da sus frutos cuyas hojas no se marchitan" (Sal., 1, 3).

La maternidad de María tiene sus raíces en la misma Encarnación del Verbo. Es a este
misterio al que definitivamente tenemos que volver. Por que la Encarnación contiene
en cierto sentido la misma Redención.

El Verbo que nace no viene a este mundo más que para morir inmolado. No muere
como todo hijo de Adán, porque ha nacido: Él nace para morir. Nace sacerdote y
víctima del sacrificio de la Redención. Nuestras madres engendran hijos que un día
llegarán a ser sacerdotes. Para ellos la dignidad sacerdotal sería un don gratuito que en
ningún modo les viene por naturaleza. María, por el contrario, es Madre de Jesús, que
nace ya sacerdote. Por nacimiento es Jesús el Cordero de Dios.

También la maternidad de María va a desembocar de lleno en el misterio de la


Redención. María no es nuestra madre por un modo de decir, por metáfora, por pura
ficción jurídica. Es nuestra madre en el sentido pleno de la palabra, por haber
cooperado con Jesús a transmitirnos la vida sobrenatural (8).

Más no solamente María es nuestra verdadera Madre, sino que su maternidad aventaja
incomparablemente a la maternidad ordinaria. En efecto: la maternidad de María nos
comunica una vida mejor, que es la vida divina, vida eterna por la que somos
miembros de Cristo e hijos de Dios. Esta maternidad lleva consigo sacrificios más
costosos: la oblación de Jesús que se entrega a la muerte. Exige cuidados más
prolongados: gestación continua desde el día de nuestro bautismo hasta nuestra
entrada en los cielos. Se efectúa con un cariño maternal incomparablemente mayor:
"Al lado del corazón de María, los corazones de todas las madres aparecerían como
bloques de hielo", en frase del Cura de Ars. Expresión feliz es la de Tertuliano, cuando
afirma que nadie es tan Padre como Dios. Tam Pater nemo. Lo mismo cabe afirmar de
la maternidad de María: Tam Mater nema. Se comprenderá esto mejor cuando veamos
en capítulo especial las relaciones de la Iglesia y de María.

Felices los que en su vida no separan lo que Dios ha reunido: María y el Espíritu Santo.
María sin el Espíritu Santo no es más que una sombra. El Espíritu Santo sin María es en
realidad y con demasiada frecuencia un Dios lejano, inaccesible y por lo mismo
desconocido. Nuestros cristianos del día tienen precisión de volver a encontrar a la
Tercera Persona de la Augusta Trinidad. Para gloria del mismo Santo Espíritu y de María,
lo lograrán si llegan a creer verdaderamente en su mutua unión vivificante.

3.- EL ESPÍRITU SANTO FORMANDO EN NOSOTROS A JESUCRISTO

Desde el preciso momento en que se ha comprendido el sentido de la alianza del


Espíritu Santo y de María, se siente que no sólo el Divino Espíritu, sino también María,
cada cual en su plano respectivo, no pueden menos de unimos a Jesús.

... Reconozco también que Tú,


que viniste a regenerar el mundo en Jesucristo,
no quisiste hacerlo sino por María.

Estas palabras nos indican la obra propia del Espíritu Santo, su misión insustituible:
regenerar al mundo en Jesucristo. Viene el Espíritu Santo como enviado del Hijo, a
prolongar su obra. "De meo accipiet", había dicho Jesús. "Él recibirá de Mí". Y añadía a
continuación: "Muchas cosas tengo aún que deciros, mas no podéis llevadas ahora;
pero cuando viniere Aquel, el Consolador, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la
verdad completa, porque no hablará de Sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os
comunicará todas las cosas venideras. Él me glorificará, porque tomará de lo mío, y os
lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mío; por esto os he dicho que tomará
de lo mío, y os lo dará a conocer" (Joan., 16, 12-15).

Jesucristo nos lo mereció todo por su Pasión, que vino a ser el instrumento eficaz de
salvación para el mundo, mas quiso que la aplicación de la misma se efectuara
íntegramente por el Espíritu Santo. Este divino Espíritu - Espíritu de vida, por el que
viven los vivientes - viene a nosotros para iluminamos desde nuestra interioridad en el
sentido de las palabras del Maestro, guiamos en la inteligencia del Verbo, abrir
nuestros ojos cerrados, curar nuestros oídos atacados de sordera espiritual, en una
palabra, viene para introducimos "en toda la verdad".

La misión, sin embargo, del Espíritu Santo no es añadir a la revelación de Jesús algo
que en ella se halle inédito, lo cual corta de raíz ese gusto por las revelaciones
privadas, tan de moda entre nuestros contemporáneos, debido precisamente a la
debilidad de su fe. La función del Espíritu Santo no es aportar una nueva revelación.
Ésta se cerró a la muerte del último de los Apóstoles y la Iglesia no tiene otra misión
que la de guardar intacto el depósito recibido. "Depositum custodi".

La Didaché, este libro que se remonta a los orígenes del cristianismo, se hace eco de
un tema familiar y de todos conocido cuando hace decir a los Apóstoles, que se supone
hablan en ella: "Si alguno viene a vosotros con todas estas enseñanzas que son
nuestras, recibidle; mas si enseña otra cosa no le recibáis". Es preciso, por tanto,
concluir que toda revelación hecha por Dios a un alma o a cierta clase de almas
privilegiadas, por respetable que sea, no puede introducir verdaderas novedades en la
esencia de nuestra vida religiosa ni mucho menos acaparada. Nadie ha expresado más
fuertemente esta regla tradicional en la Iglesia que San Juan de la Cruz, alma mística,
si ha habido alguna. Con elocuencia extraordinaria pone a las almas en guardia contra
esta sed de novedades y vuelve a repetir después de muchos siglos con su modo
peculiar, ardiente e inflamado, la consigna siempre valedera de La Didaché. Se nos
permita citar aquí algunos pasajes de la Subida del monte Carmelo, por expresar
admirablemente por qué después de Cristo toda revelación parcial y supletoria no tiene
hoy día razón de ser en la Iglesia de Dios.

"La principal causa por qué en la Ley de Escritura eran lícitas las preguntas que se
hacían a Dios, y convenía que los profetas y sacerdotes quisiesen visiones y
revelaciones de Dios, era porque aún entonces no estaba bien fundamentada la fe ni
establecida la Ley Evangélica; y así, era menester que preguntasen a Dios y que Él
hablase, ahora por palabras, ahora por visiones y revelaciones, ahora en figuras y
semejanzas, ahora en otras muchas maneras de significaciones. Porque todo lo que
respondía y hablaba y revelaba eran misterios de nuestra fe y cosas tocantes a ella o
enderezadas a ella... Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la Ley
Evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni
para qué Él hable ya ni responda como entonces. Porque en darnos, como nos dio a su
Hijo, que es una palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez
en esta sola palabra, y no tiene más que hablar".

"Y éste es el sentido de aquella autoridad con que comienza San Pablo a querer inducir
a los hebreos a que se aparten de aquellos modos primeros y tratos con Dios de la Ley
de Moisés, y pongan los ojos en Cristo solamente, diciendo: Multifariam multisque
modis olim Deus loquens patribus in Prophetis: novissime autem diebus istis locutus est
nobis in Filio. Y es como si dijera: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a
nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora, a la postre, en estos
días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender, el Apóstol,
que Dios ha quedado como mudo, y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba
antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en Él todo, dándonos al Todo, que es su
Hijo.

"Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o
revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios no poniendo los ojos
totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría
responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en
mi palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, qué te puedo yo ahora responder o revelar
que sea más que eso; pon los ojos sólo en Él, porque en Él te lo tengo dicho y revelado,
y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas. Porque tú pides locuciones y
revelaciones, en parte; y si pones en Él los ojos, lo hallarás en todo; porque Él es toda
mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación; lo cual os he Yo
hablado, respondido, manifestado y revelado, dándooslo por hermano, compañero y
maestro, precio y premio. Porque desde aquel día que bajé con mi Espíritu sobre Él en
el monte Tabor, diciendo... "Éste es mi amado Hijo, en que me he complacido: a Él oíd,
ya alcé Yo la mano de todas estas maneras de enseñanza y respuestas, y se las di a Él:
oídle a Él; porque Yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar..." (Lib.,
2, cap. 22) (e).

Esta llamada de la tradición católica no tiene por objeto negar las revelaciones
particulares ni desestimar el bien que han realizado, sino tan sólo situarlas
debidamente dentro del marco doctrinal de la teología católica. Con este alegato no
pretendemos más que subrayar hasta qué punto el Espíritu Santo es el continuador de
Jesucristo y, si vale la expresión, su realizador.

En efecto, la función del Espíritu Santo en la Iglesia lleva consigo la misión de aplicar
vitalmente el tesoro adquirido con la sangre del Salvador, sangre divina, precio de
nuestro rescate, pagado una vez para siempre. Mas para que este rescate sea efectivo
en el orden personal de la salvación, es preciso que la sangre purificador a de
Jesucristo vaya rociando las almas, cayendo sobre ellas gota a gota. Y esto es obra del
Espíritu Santo. Por eso es Él quien hace los santos. Es Él quien riega la Iglesia con esta
sangre, infinitamente preciosa, distribuyéndola por doquier. Es Él, como el corazón en
el cuerpo humano, quien impulsa esta divina sangre y la pone en circulación. Él la ha
recibido para hacerla fructificar, para obrar en nosotros el retorno a Dios que es el fin
mismo de nuestro último destino. Él descenderá sobre los Apóstoles en el Cenáculo y
sobre todos los bautizados en todos los tiempos para que Cristo pueda nacer en ellos y
llegar hasta su plenitud. Él es el secreto de su crecimiento, el hálito de su boca, la
madurez de su redención.

Después que Cristo ha entrado en la gloria del Padre, hallándose a su derecha, se


comunica a nosotros por la operación del Espíritu Santo. Este Espíritu que un día
presidió el nacimiento de Jesús -Spiritus Sanctus superveniet in te-, que le condujo al
desierto para el ayuno de los cuarenta días -ductus est in desertum a Spiritu-, que le
condujo a la muerte -oblatus est per Spiritum Sanctum-, este mismo Espíritu continúa
en nosotros esta su obra única. Después de haber producido una vez la obra maestra,
Cristo Jesús sigue ahora plasmando réplicas e imitaciones, hasta desarrollar todas las
riquezas que se hallan latentes en el cuerpo de Cristo, que es su plenitud.

He aquí la pura y tradicional doctrina de la Iglesia, patrimonio de todas las


generaciones cristianas: quien quiera vivir en Cristo deberá abrirse al Espíritu Santo;
quien reciba este divino Espíritu, se unirá también con Cristo.

A este propósito, un ponderado teólogo, E. Tobac, se expresa muy justamente con


estas palabras: "El Espíritu Santo... nos une íntimamente con Cristo, porque Él es al
mismo tiempo, el Espíritu de Cristo (Rom., 8, 9); Él nos constituye en miembros de
Cristo, y hace que seamos en Cristo y Cristo en nosotros sea. Esta relación entre Cristo
glorioso y el Espíritu Santo es tan estrecha, que el Apóstol no distingue estos dos
términos. Vivir en Cristo y vivir en el Espíritu es una idéntica realidad y la inhabitación
de Cristo en el alma no se distingue de la inhabitación en el Espíritu (Rom., 18, 9-11).
Sería una sinrazón querer concluir de aquí que se da identidad personal entre Cristo y
el Espíritu Santo; más con todo derecho se deduce que la acción de Cristo glorioso en
el alma es inseparable de la del Espíritu Santo, o por mejor decir, que ella no se ejerce
si no es por medio de este Espíritu. Cristo resucitado comunica a sus fieles el Espíritu
divino que Él posee en toda su plenitud. Cristo es como el depositario y el distribuidor
por excelencia del pneuma divino. Él dispone de su fuerza y de su vida. Él ejerce, en
una palabra, lo que pudiera llamarse, con frase del día, una dictadura sobre el Espíritu"
(9).

4.-LA VIRGEN MARÍA FORMANDO EN NOSOTROS A CRISTO

Ahora añadimos, con idéntica convicción: quien quiera vivir en Cristo, debe abrir las
puertas del corazón a la Madre de Cristo. Salvada la debida proporción, cuanto hemos
dicho, del Espíritu Santo vale con respecto a María. Tampoco Ella se separa de su Hijo.
Por todo su ser está ordenada a su Hijo. Como el río tiende a la mar, así toda devoción
a María está ordenada a Jesús. El pensamiento constante y único de María se encierra
en aquellas palabras que dirigió a los servidores de las bodas de Caná: "Haced cuanto
Él os diga": No tiene otro mensaje. En cada una de sus apariciones, a través de la
historia, resuena siempre bajo una u otra forma el eco de esta única palabra que
transparenta toda su actitud. María no es solamente "cristocéntrica". Ella es la primera
cristiana en el sentido más verdadero del vocablo, pues su vivir no es otro que el de
Cristo.

Los santos, menos atados a convencionalismos que nosotros, han cantado esta fusión
íntima del alma. de la Madre y del Hijo: "Jesús, Corazón de María, ten piedad de
nosotros", era una invocación familiar a San Juan Eudes, que no la juzgó atrevida. Mejor
aún que San Pablo y otros santos, María puede testimoniar: "No soy yo el que vivo, sino
que es Cristo quien vive en mÍ," Entre María y Jesús se ha establecido un admirable
intercambio, una especie de transfusión espiritual. Como escribe el P. Neubert: "Si
María daba a Jesús su humildad, Jesús daba a María una participación cada día mayor
en su divinidad; si la sustancia de María se plasmaba y nutría la sustancia de Jesús, el
amor de Jesús formaba y elevaba a su semejanza el amor de María; si la sangre de
María circulaba por el cuerpo de Jesús, la gracia de Jesús circulaba por el alma de
María; si la Madre hacía vivir de su vida al Hijo, el Hijo hacía vivir de la suya a la Madre"
(10).

La mediación de María no tendrá otra finalidad que hacernos otros Cristos, modelando
en nosotros, rasgo a rasgo, la imagen de Jesús. Por todo su ser María es "Madre de
Jesús" y al mismo tiempo maternidad operante en nosotros (11).

Ni el Espíritu Santo ni María se detienen en Sí mismos. El Espíritu Santo es don de Sí en


todo su ser.

Por todo su ser tiende "hacia el Padre y el Hijo", lo mismo que el Padre y el Hijo tienden
hacia El. Porque el Espíritu Santo no procede del Padre en cuanto el Padre se ama a Sí
mismo únicamente, ni del Hijo en cuanto Éste se repliegue sobre Sí. El Espíritu Santo
procede del ímpetu único con que el Padre y el Hijo se aman mutuamente, siendo por
lo mismo el fruto de su mutuo amor. A su vez, el Espíritu Santo no se encierra en su
perfección propia, sino que se vuelve hacia el Padre y el Hijo en éxtasis de amor y de
reconocimiento, siendo igual a lo que admira y de quien recibe. Se podría mostrar esta
misma comunicación intra-trinitaria inspirándose en los pensamientos de los Padres
griegos sobre la vida divina, que ellos conciben venir del Padre, por el Hijo, en el
Espíritu Santo.

María, la creatura más próxima a Dios, participa más que ninguna otra de esta vida
trinitaria. Ella está relacionada con Cristo en intimidad insondable. Es pura referencia a
Cristo, pura transparencia a Cristo.

"Riguarda omai nella faccia ch'a Cristo


Piú s'assomiglia: ché la sua chiarezza
Sola ti puó disporre a veder Cristo".

"Mira ahora, cantaba Dante, a la faz que a Cristo más se asemeja: su sola claridad te
puede disponer a ver a Cristo" (12).

¿Por qué entonces esa obstinación de nuestros cristianos que con demasiada
frecuencia se empeñan en imaginarse a María cual si fuera una pantalla que
obstaculice su comunicación con Dios? Digamos por el contrario que cuanto más un
alma se eleva hacia Dios, tanto más la Virgen María interviene en esta unión. Nuestras
vacilaciones y reservas con relación a María provienen del desconocimiento básico del
puesto que ocupa María en la vida cristiana. "Lo propio de la Virgen María, escribía San
Luis María de Montfort, es conducirnos con seguridad a Jesús, como lo propio de Jesús
es conducimos al Padre celestial" (13).

Nos hallamos aquí en el corazón del misterio de Dios que trastorna nuestros estrechos
sistemas y nuestros cálculos y que rompe nuestros compartimientos delineados y
nuestras componendas. Entramos en el mundo maravilloso de la generosidad
recíproca, del desinterés absoluto, de la comunicación luminosa (14).
Es en este mundo donde hay que situar a María, la Madre de Dios. Por ello ''ha podido
escribir San Pío X estas palabras: "No hay camino ni más seguro ni más rápido para
unir a los hombres con Cristo que María, ni otro mejor para obtener la perfecta
adopción de hijos por la que llegamos a ser santos y sin mácula delante de Dios...
Nadie jamás ha conocido tan bien a Jesús como Ella; nadie, por lo mismo, mejor
maestra ni mejor guía para hacerle conocer. De donde se sigue... que es Ella el medio
más apto para unir los hombres con Jesús" (15).

A medida que nuestra unión a María vaya progresando, Ella irá traspasando de su
corazón al nuestro sus admirables disposiciones para con Jesús, hasta llegar a damos
su propio corazón para amarle. María no tiende mas que a esto. La única ambición de
esta Madre incomparable es dar a Jesús al mundo entero y a cada alma en particular.
Unámonos, pues, a Ella: su amor sin límites para con Jesús vendrá a ser nuestro propio
amor. Así llegaremos a la transformación de nuestra alma hasta identificarla con Cristo,
para que no piense, obre, sienta y quiera sino como Él. Entonces, finalmente, acabará
la misión de María, cuando Ella pueda decir aún mejor que San Pablo: "Hijitos míos, por
quienes segunda vez padezco dolores de parto hasta formar a Cristo en vosotros" (Gal.,
4, 19). Este nacimiento será en definitiva nuestro nacimiento para el cielo.

CAPÍTULO III
LA MEDIACIÓN MARIANA

QUE SIN ELLA NO PODEMOS CONOCERTE NI AMARTE,


Y QUE POR ELLA SON CONCEDIDOS
TUS DONES, VIRTUDES Y GRACIAS,
A QUIENES ELLA QUIERE,
CUANDO ELLA QUIERE,
EN LA MEDIDA Y DE LA MANERA QUE ELLA QUIERE.

1.- LA MEDIACIÓN MARIANA ASCENDIENDO HACIA DIOS

Henos aquí ahora ante la afirmación de la mediación de María.

Mediación ascendente: María nos conduce al Espíritu Santo para conocerle y amarle.

Mediación descendente: María distribuye a los hombres las gracias del Espíritu Santo.

Entremos con respeto en este doble misterio que no es más que uno.

Contemplemos a María vuelta hacia Dios, mirando a la Divinidad.

Ella es, según dejamos dicho, la que responde en nombre del género humano al
mensaje del ángel. Ella es, después del amor del Verbo encarnado, el amor más puro,
el único amor inmaculado que sube de la tierra al encuentro del Amor divino.

María responde a la llamada de Dios

Con todas, las fibras de su corazón María es el fiat mihi secundum verbum tuum que
sus labios pronuncian. No quiere ser más que esto: disponibilidad plena a la acción del
Espíritu Santo, aquiescencia a su voluntad, colaboración y correspondencia total a su
obra. Sin reserva alguna se entrega al Espíritu Santo con la más alta y más intensa
libertad de adhesión a Dios. ¡Oh! No es posible desfallecimiento alguno, pues la misma
libertad con que María dice "sí" es también una gracia extraordinaria y única. La
colaboración libre y activa de María está alimentada y totalmente impregnada del amor
que obra en Ella, según la frase del Apóstol, "el querer y el obrar". En el ímpetu mismo
de su actuación libre, María permanece plenamente receptiva de la acción de Dios. No
es por tanto Ella quien toma la iniciativa: es Dios quien la levanta hacia Sí, quien le
concede la gracia extraordinaria de poderse entregar plenamente.

En Ella se verifican incomparablemente mejor que en cada uno de nosotros las bellas
palabras de Mauricio Zundel a propósito de la liberalidad de Dios:

"Da de veras lo que da,


Da aun lo que demanda
Y da dos veces lo que recibe".

Cuántos temores y perjuicios fútiles desaparecerían entre nuestros hermanos que viven
en el protestantismo, si aplicasen esta sublime, doctrina a María. Temen vanamente
que nosotros los católicos exageremos de tal manera la intervención de María que sea
ésta en detrimento de Dios. Como si no fuera muy digno de Dios, causa primera,
asociar en sus obras a las creaturas libres, dando a las causas segundas poder
colaborar en su plan divino, para de esta suerte mejorarlas a todas. Dios obra como
Dios, y como Dios infinitamente bueno, cuando nos hace partícipes de su poder y
capaces de distribuir sus bondades. Si crea en nosotros la libertad, la gracia no nos la
quita, sino que por el contrario nos la devuelve fortalecida. Es esto el misterio mismo
del amor, que aúna el máximum de dependencia, de donación, de abandono de sí
mismo y el máximum de libertad al responder espontáneamente a la divina llamada.
Un ejemplo admirable de esta unión de contrarios lo podemos admirar en el
consentimiento dado por María a la Encarnación. Fue en verdad este consentimiento
una síntesis encantadora de total abandono en las manos de Dios y de actuación
plenamente libre.

¿Y qué más glorioso para Dios que llamar a la creatura a su servicio, hacerla partícipe
de su generosidad superabundante y lograr su dependencia total, manteniéndola en
total independencia? ¿Inversión de valores... ? ¿Pero es un absurdo que Dios por el
Arcángel Gabriel pida el consentimiento de María? ¿Es que es indigno de su grandeza el
estar como a la escucha de la
respuesta que María dará al Mensajero celestial? ¿O no será esto más bien una
invención de su sin par delicadeza? ¿No vemos en el Santo Evangelio que Jesús se
somete a María y María a San José en ejemplarísima rivalidad de afectuosa obediencia?
Quizá esta inversión de valores nos podría iluminar no poco sobre los caminos deja
Providencia.

Jamás creatura alguna recibió como María gracia más eficaz, más magnífica, más
triunfal. Y, sin embargo, nunca la libertad humana ha quedado más intacta. El ángel se
inclina reverente ante María en señal del respeto de Dios para con Ella. María se
prosterna delante del mensaje de Gabriel y todo su ser se estremece de veneración
ante su Dios. Es María la obra maestra de la gracia divina y de la libertad humana,
misterio de prevenciones divinas. El fiat de su entrega a la voluntad de Dios es al
mismo tiempo, aunque no por igual título, "el admirable ímpetu rectísimo de un amor
libre" (16).

María vuelta hacia Dios, lanzándose hacia Él con humilde ímpetu... Mirémosla
detenidamente: nada más encantador aquí abajo después de la mirada de Jesús. Este
teocentrismo no es un momento fugitivo en su alma; María vive completamente para el
Espíritu Santo, lo mismo que la esposa vive plenamente para el esposo. Profundicemos
esta maravilla.

Con agrado nos imaginamos a María yendo de Dios a los hombres con un movimiento
de ida y vuelta. Como distribuidora de las gracias parece coger a manos llenas del
divino tesoro, para luego volverse a inclinar hacia nosotros. Sin embargo la realidad es
muy otra. La realidad espiritual que intentamos descubrir es infinitamente más bella en
su unidad perfecta. María está siempre mirando al Espíritu Santo: es la actividad más
profunda de su alma. Y es en el Espíritu Santo donde Ella nos ve y nos ama: María ve a
los hombres en Dios sin dejar un instante de tener los ojos puestos en Él. María es
como un firmamento que se deja iluminar por el sol divino, para regocijo de la tierra.

En su apacible éxtasis en el seno de Dios María nos ve en todas nuestras miserias. Con
un amor que Ella misma recibe de Dios, nos ama en la misma raíz de nuestro ser, en la
misma fuente de nuestra existencia. Conocimiento incomparablemente más
penetrante que todos los demás, amor que nos cala hasta lo más íntimo, maternidad
que nos nutre gota a gota hasta la plenitud de nuestro crecimiento.

Cuando invocamos a María, la acercamos al horno que la abrasa, la unimos más y más
a su único amor. Al decirle: "El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las
mujeres", María se vuelve con alegría hacia Aquel que está viviendo en Ella y que la
inunda de bendiciones. A medida, pues, que suben hacia Ella nuestras pobres
Avemarías tan penosamente desgranadas por nosotros, María las trasmuta en himnos,
en doxologías triunfales. Indefectiblemente se opera una especie de divina magia:
nosotros decimos "María" y Ella replica: "Dios" y a Dios place oír como si fuera nuestro
lo que Ella le dice en nuestro lugar. ¡Intercambio admirable! ¡María vuelta hacia Dios
para mejor oírnos y protegernos! Quizá no estamos habituados a ver estos misterios
bajo este ángulo de perspectiva. Y sin embargo es el mismo Jesús quien nos da a
entender que tal es la verdadera perspectiva desde el cielo. ¿No nos habla Él mismo en
su Evangelio de que los ángeles custodios de los niños "ven sin cesar la faz del Padre
que está en los cielos" "-qui vident faciem Patris qui in caelis est-"? Si los ángeles a
quienes Dios confía el encaminar a los hombres, apartando las piedras y alejando las
serpientes de su ruta, descubren en el mismo Dios el objeto de su custodia, ¿cuánto
más no acaecerá esto con María al mirar de hito en hito al Señor? María ve a Dios,
María se alimenta de Dios, María se halla empapada de Dios. No se comprenderá jamás
su mediación descendente, si antes no se siente en su mediación ascendente el
teocentrismo que anima toda su actuación.

María, nuestra respuesta a la llamada de Dios


Más no basta con lo dicho. Cuando miramos a María vuelta hacia Dios en la adhesión
única de su fiat, nos resta aún un misterio que descubrir. María no respondió al
mensaje divino a su título individual. Santo Tomás nos enseña que su consentimiento lo
dio "loco totius humanae naturae", "en nombre de todo el género humano" (17). En su
"Amén" resuenan todos los "amén" que de la tierra han subido hasta los cielos. ¡Qué
inefable dicha saber que dándose uno a Dios, María nos arrastra con Ella y en Ella!
(18).

María no solamente fue una respuesta; fue, más bien, "la" respuesta humana al amor
divino... Desde entonces su tarea maternal consistirá en ayudarnos a corresponder a la
gracia divina y acoger en nosotros el don de Dios, apoyándonos para que nuestras
oraciones y deseos lleguen hasta el mismo Dios. ¿Y qué mejor apoyo para encontrar
gracia ante el Altísimo que ser levantados y como aupados por Aquella quien dijo el
ángel: Invenisti gratiam, Tú has encontrado gracia? También será función de su
maternidad ayudarnos a creer en el misterio del amor de Dios. Su fe será un refugio
para la nuestra. Al abrigo de Ella, como en la torre de David, no cederemos ante el
peso de nuestra pequeñez e insignificancia, y tendremos ánimo para creer en lo
imposible.

Así, con María, por María y en María, penetraremos de una manera insensible y segura
en el misterio de nuestra configuración con Cristo Jesús, que es el fruto último de
nuestra dependencia hacia su divina Madre.

Bajo la influencia de María nuestro nacimiento y nuestro crecimiento cristiano se


efectúan con extraordinaria dulzura. Nosotros somos en María, pero María es en Cristo
Jesús. He aquí en qué consiste plenamente su tarea maternal. "La característica de
María, ha dicho el Cardenal Berulle, está en ser toda Ella pura capacidad de Jesús, de
quien se llega a llenar". Se puede decir otro tanto de su función con relación a
nosotros: Ella es una pura maternidad de Jesús, que se prolonga en las almas, una pura
mediación totalmente llena de Él. María no ha recibido al Espíritu Santo sino para
engendrar a Jesucristo.

Más si María es todo esto, se sigue que es para nosotros la vía de acceso al Espíritu
Santo.

"Que sin Ella no podemos conocerte ni amarte"

Ya sabíamos que María es un mundo de maravillas, que sólo puede descubrir el Espíritu
que penetra en las profundidades de Dios. San Luis María nos lo ha dicho en términos
incomparables: "María es la admirable obra maestra del Altísimo, cuyo conocimiento y
posesión Él mismo se ha reservado... María es la fuente sellada y, la Esposa fiel del
Espíritu Santo, donde solamente Él ha penetrado. María es el santuario de la Santísima
Trinidad, donde Dios está más divina y magníficamente que en ningún otro lugar del
Universo, sin exceptuar a los mismos querubines y serafines. No es permitido a
ninguna creatura, por pura que sea, penetrar en este santuario sin un especial
privilegio" (19).
Y sigue aún: "María es el paraíso de Dios y su mundo inefable donde el Verbo ha
penetrado para obrar maravillas, custodiarle y complacerse en él. Ha hecho un mundo
para el hombre viador y es este que habitamos. Ha hecho otro mundo para el hombre
bienaventurado y es el paraíso. Más ha hecho también un tercer mundo para Sí y a
éste ha dado el nombre de María" (20).

Pero igualmente a la inversa es esto verdad. Si sólo el Espíritu Santo puede damos la
inteligencia de María, "Que sin Ella no podemos conocerte ni amarte". Casualidad
recíproca, flujo y reflujo. Por un intercambio asombroso, "María viene a ser nuestra
introductora cerca de Él, pues es la depositaria que dispone de los secretos del Rey". Ir,
pues, a María es ir con este mismo impulso al Espíritu Santo. No hay que temer, por
tanto, recibir a María, ya que todo lo que ha nacido de Ella ha nacido del Espíritu Santo.
Nolite timere accipere Mariam. Quod enim in ea natum est de Spiritu Sancto est.

Estas palabras fueron dichas a San José para iluminarle en su angustia, cuando el ángel
le invitó a deponer sus vacilaciones. Pero sobre la circunstancia concreta en que estas
palabras se encuadran nos es permitido entrever un secreto de vida y no tan sólo una
indicación pasajera. Lo que nace de María, nace del Espíritu Santo. Esta cooperación, lo
hemos dicho ya, es valedera para todos los tiempos y por lo mismo no debemos temer
en ningún modo "recibir de María". Porque abrirse a Ella es abrirse al Espíritu Santo;
unirse a Ella es unirse al divino Espíritu.

Sondeemos aún más de cerca este misterio. Es muy conocido este texto de San Luis
María de Montfort: "Cuando el Espíritu Santo, su esposo, ha encontrado (a María) en un
alma, vuela hacia ella, la llena con la plenitud de sus carismas y se comunica tan
abundantemente cuanto el alma da lugar a su Esposa. Una de las graves razones por
qué el Espíritu Santo no hace hoy día maravillas sorprendentes en las almas, es porque
no encuentra una unión bastante grande con su fiel e indisoluble Esposa. Y digo:
indisoluble Esposa, porque después que este Amor sustancial del Padre y del Hijo se
desposó con María para producir a Jesucristo, la Cabeza de los elegidos, y después al
mismo Jesucristo en los elegidos, no la ha repudiado jamás, porque Ella ha
permanecido siempre fiel y fecunda" (21).

No se puede afirmar con más nitidez que María es la vía normal de acceso al Espíritu
Santo y que el culto de María es por así decirlo todo "espiritual" y ordenado al mismo
divino Espíritu. ¿Y no se podría descubrir aquí una vez más un aspecto nuevo de la
misericordia infinita de Dios y de su condescendencia para con nosotros, pobres y
débiles creaturas suyas?

María, condescendencia de Dios para la debilidad de nuestro espíritu.

María, condescendencia de Dios para la indigencia de nuestro corazón.

Mostrémoslo más en detalle.

María imagen del Espíritu Santo


Sin ella no podemos conocerte.

Aún quizá no estamos suficientemente habituados a ver en María el espejo del Espíritu
Santo, speculum sine macula, al acercarnos a Ella para que nos introduzca junto al
divino Espíritu. Sin embargo, la expresión es exacta por cuanto María nos sirve de
socorro inestimable para elevarnos hasta el Espíritu. ¿Cómo, en efecto, concebirlo y
estrecharlo con nuestras ideas siempre tan a ras de tierra, tan limitadas y tan pobres?
Ya es muy difícil a nuestro espíritu mezquino y rastrero entender algo de lo que es Dios
Padre o Dios Hijo, no obstante tener para sostén de nuestra debilidad un término de
comparación a partir del cual la analogía puede iluminarnos, pues que sabemos lo que
significan Padre e Hijo aquí en la tierra. Mas ¿quién nos ayudará a entrever este
misterioso Espíritu Santo que no podemos imaginarlo vivo sino a través del símbolo de
la paloma o del fuego?

¿No tendremos una imagen más directa, una expresión más accesible que nos
conduzca a Él y que sea como su intérprete?

Creeos que María, por divina condescendencia, es una introducción pura e inmaculada
para ir al Espíritu de toda pureza y claridad. No es por gusto a la paradoja ni por
tendencia a la exageración por lo que San Luis María osa afirmar que el
desconocimiento práctico del Espíritu Santo tiene su origen concreto en el olvido de
María. Su mutua unión es mucho más de lo que comúnmente se cree. No pretendemos
que todo contacto con el Espíritu Santo presuponga un recurso consciente y deliberado
a María. Mas se dé o no recurso consciente de nuestra parte, la mediación de María es
lo que es, aun sin saberlo nosotros, por que tal es el orden objetivo querido por Dios en
el plan providencial de estos misterios.

Que se piense por un momento en la función que juega la naturaleza humana de Cristo
para introducirnos en el conocimiento del Verbo. También el Verbo de Dios está más
allá de todos nuestros pensamientos, inaccesibles a nuestras miradas, habitando una
luz inescrutable. Encarnándose el Verbo se hizo palpable, tangible, comprensible. Por
ello toda oración a Jesús va al Verbo; todo lo que está en Jesús, está en el Verbo.

¿Sería temerario buscar en este ejemplo una analogía, lejana sin duda y deficiente bajo
muchos aspectos, peto útil, a pesar de las reservas que una analogía de este género
impone? Es ciertamente necesario descartar resueltamente todo lo que parezca
significar una unión hipostática entre el Espíritu Santo y María. Más hecha esta
salvedad, ¿no se da entre el Espíritu Santo y María, por disposición libérrima de la
voluntad de Dios, una unión de operación con relación a nosotros, que hace de María
un instrumento estrechamente unido al Espíritu Santo que opera por Ella? Un teólogo
de la talla de Scheeben (22) saluda en María la imagen original de la Iglesia. María,
dice, realiza en su persona y de un modo pleno la idea de la Iglesia de la que el Espíritu
Santo es el alma. María, continúa el mismo teólogo, es el órgano del Espíritu Santo, que
actúa en Ella análogamente a como el Logos se sirve de la humanidad de Cristo como
instrumento. En verdad, María es el órgano de actividad del Espíritu Santo. Se
comprende ahora por qué San Efrén se haya atrevido a saludar a María con estas
palabras: Post Trinitatem omnium Domina, post Paracletum alia Paraclitus (23). Se
comprende también por qué la tradición ha hecho de la paloma -símbolo del Espíritu
Santo- símbolo también de María.

De esto podemos concluir que para nosotros, pobres mortales, el verdadero camino
corto que lleva práctica y fácilmente al Espíritu Santo es María, y no esos otros
caminos, cortos y fáciles en la vana promesa de ciertos manuales de vida espiritual,
pero duros y descorazonados en la realidad de sus tortuosos senderos. Quien ama a
María, ama al Espíritu Santo. Quien sirve a Ella, a Él sirve. Quien pertenece a Ella, a Él
pertenece. Bien temerario será quien se desentienda de María, para llegar mejor al
Espíritu Santo (24).

Y puesto que sabemos ser los caminos de Dios fáciles y a nuestro alcance, esta vía que
hemos mostrado la debemos considerar como normal. Nada en efecto más lejos de
Dios que una infatuada arrogancia. Su reino está siempre abierto a los niños y a
quienes se lo parecen. Todo lo que es complicación, esoterismo, es totalmente
contrario a los planes de su sabiduría. Revelasti ea parvulis. Habéis revelado estas
cosas a los muy pequeños. Nos es necesario, pues, vivir la devoción al Espíritu Santo
de una manera llevadera familiar, y fácil para todos. Los espíritus superiores no tienen
ninguna primacía en la Iglesia de Dios. Todo lo que Dios ha querido que los hombres
conocieran sobre su plan espiritual lo ha puesto al alcance de todos, como el aire, el
agua y la luz. Ahora bien, la devoción al Espíritu Santo no es un lujo: es el corazón de
toda vida cristiana normal. María es la vía de acceso al Espíritu Santo. ¡Oh, y cómo se
comprende una vez más la simplicidad del amor y de la pedagogía de Dios!
Dejémonos, pues, "introducir" por Ella y conducir por su mano.

María, reflejo del Corazón divino

Ni amarte.

María es -además de la humanidad de Cristo- el conato supremo de Dios para


convencemos de su amor. María no tiene nada que no haya recibido de Él. Es su
creatura por excelencia después de la naturaleza humana de Cristo. Es Dios la fuente
de todo su afecto y solicitud para con nosotros. Con tal amor nos ama Dios en María
que quiere bajarse en Ella al orden de los afectos sensibles a nuestro corazón humano.
María no es solamente la imagen del Espíritu Santo, como terminamos de decir. Es
también una introducción sin igual, una ruta fúlgida que nos lleva a la inteligencia del
amor de Dios. Reconocer a Dios sin aceptar su revelación y su presencia activa en
María, es aminorar al Dios del amor y truncar sus manifestaciones más altas y
significadas. "Aunque la madre se olvide de su niño, Yo no me olvidaré de ti", dice el
Señor. Y también: "Como una madre acaricia a su hijo sobre sus rodillas, así Yo os
llevaré en mi seno". Dios ha elegido a María para que evoquemos su ternura de una
manera apropiada a nuestra debilidad, acomodada a nuestras necesidades.

Desentenderse de Ella para mejor honrar a Dios, es hacer un desplante al mismo Dios.
No se conoce a Dios en sus íntimas relaciones con nosotros, mientras no se conozca a
la que tiene por misión acercarnos a su Amor. ¿Y se puede sentir este amor divino sin
ver en María una revelación del amor de Dios, puesto a nuestro alcance? Por otra parte,
debemos
decir que los santos no se equivocaron cuando han amado a María con todo el ardor de
aquella caridad que les arrastraba hacia Dios. ¡Si hasta los mismos pecadores, como
por instinto, sienten esta grave verdad! En su miseria y abatimiento dirigen una mirada
a María, la última esperanza de salvación en su desgracia. La experiencia nos lo dice:
nada se ha perdido, mientras quede la posibilidad de pronunciar un Avemaría, mientras
el pecador pueda asir aún los flecos del manto de María. La historia de innumerables
conversiones in extremis testifica que los pliegues de este manto maternal simbolizan
los pliegues de un amor que nos envuelve. En ciertos momentos resulta difícil recitar
con lealtad el Pater noster. Contiene esta oración palabras capaces de amedrentar a un
corazón heroico: "Hágase tu voluntad... perdónanos nuestras ofensas, así como
nosotros perdonamos". El Avemaría será entonces para muchos la última tabla de
salvación.

¿No es siempre posible exhalar un grito ante María, nuestra Madre, para decirle:
"Ruega por nosotros, pecadores"? El Avemaría conducirá insensiblemente al Pater
noster, algo así como en la recitación del rosario las diez Avemarías nos preparan a
decir con María y en María un Pater noster menos indigno de la majestad divina. María
es el amor de Dios que se ha hecho escala apta para subir nosotros, niños pequeños,
pobres pecadores. María es el amor de Dios que se ha inclinado hasta ponerse al
alcance de nuestras debilidades, de nuestras vacilaciones, de nuestros temores, de
nuestras lágrimas.

Si con, verdad se dijo de Jesús que nos amó hasta el fin: In finem dilexit eos y lo
demostró en el último acto de su vida, dando su propia Madre a San Juan y en él a
todos nosotros, se sigue de ello que María es el amor de Jesús llevado hasta el fin,
hasta el extremo. No pudo ir más allá el amor de Jesús: Quid ultra debui facere vineae
meae et non feci? ¿Qué pude hacer por mi viña que no haya hecho?

Con plena razón podemos concluir diciendo que todo hombre que desconoce a María,
desconoce el corazón de Dios.

2.- LA MEDIACIÓN MARIANA DESCENDIENDO HACIA LOS HOMBRES

La mediación ascendente se corresponde con la mediación que desciende del cielo


hacia la tierra.

El vexillum de la Legión lleva en sus pliegues con noble orgullo la imagen de María.
Mediadora de todas las gracias, inclinada hacia nosotros con los brazos muy abiertos y
sus manos relucientes de rayos luminosos. Fue así como Santa Catalina Labouré vio a
nuestra Señora, cuando le reveló el modelo de la medalla milagrosa.

La Legión de María cree en la Iglesia y, según su propia fórmula, que por Ella son
concedidos tus dones, virtudes y gracias, a quienes Ella quiere, cuando Ella quiere, en
la medida y de la manera que Ella quiere. Aunque no sea esta verdad dogma definido,
la doctrina enseñada por el magisterio ordinario de la Iglesia y expresada en la
festividad del 31 de mayo, no es discutida por ningún teólogo católico en lo que toca a
su fondo doctrinal. Creemos, por consiguiente, que María es la distribuidora de todas
las gracias, como creemos que el Espíritu Santo es fiel a aquella que una vez escogió
entre todas las mujeres.
Aún más: Dios pudo haberse pasado sin María, como pudo no haber creado el mundo.
Mas quiso, con voluntad deliberada y positiva, venir a nosotros por Ella. Como lo dijo
grandiosamente Bossuet. "Es y será siempre verdad que habiendo recibido nosotros
una vez el principio universal de la gracia por María, continuaremos recibiendo por su
mediación las diversas aplicaciones de la misma en los diversos estados y condiciones
de nuestra vida cristiana. Su caridad maternal, que contribuyó en tan gran manera a
nuestra salud en el misterio de la Encarnación, principio universal de la gracia,
contribuirá eternamente en todas las operaciones cuya eficacia dependa de este gran
misterio" (25).

Dios ha querido que esta dependencia sea continua, incesante. Como en el orden
natural la conservación de los seres es una creación incesante y continuada, así la
dependencia del alma cristiana con relación a María, su Madre, es indispensable,
tengamos conciencia de ello o no la tengamos.

Hablando de esta presencia activa de María en nosotros, no creemos sea menester


indicar que no intentamos atribuirle la inhabitación propia y exclusiva de Dios. Más, si
solamente Dios es capaz de inhabitar en nuestros corazones y penetrarnos con su
gracia, María bajo la dependencia de Cristo es el instrumento creado del que Dios se
sirve para realizar esta obra. A este título Ella está en nosotros trabajando, ejercitando
su perenne maternidad. Su influencia nos envuelve por todos los lados: continuamos
naciendo del Espíritu Santo y de María. Declarar a María mediadora de algunas gracias,
pero no de todas, sería desconocer la fidelidad de Dios.

He aquí por qué cesar voluntariamente de adherirse a María es cesar de vivir.

Tal es el orden querido por Dios en su plan providencial de salvación. Por tanto, todos
los que quieren ir a Cristo sin este medio, los que quieren encontrar al Hijo sin la
Madre, no tienen respeto a los designios de Dios. Invenerunt puerum cum Maria Matre
ejus. Tal es el camino. No se puede encontrar a Jesús si no es en los brazos de María. Es
muy posible que, por haber desconocido a María, más de una secta protestante haya
terminado por negar la divinidad de Jesucristo. Descartando a María, han rechazado al
mismo tiempo la trascendencia de su Hijo, llegándole a considerar tan sólo como el
primero de los hombres, pero siempre en el grado de pura creatura. Han puesto a Jesús
allí donde nosotros colocamos a María: en el primer rango de los seres creados. Tan
verdad es que no se puede impunemente atentar contra la dignidad de la Madre de
Dios y contra su función de introductora en los misterios de la divinidad.

Mediación subordinada a la única mediación de Cristo

Nolite timere accipere Mariam. No temamos aceptar el misterio de esta mediación


mariana, que no es en sustancia más que la maternidad de María en su plenitud
mística. No nos separemos de ella bajo pretexto de respetar mejor la única mediación
de Jesús.

Ciertamente que nosotros con la Iglesia creemos ser Cristo el único mediador pleno y
total entre Dios y los hombres. Más lo propio de la mediación derivada y subordinada
de María es precisamente la de introducimos más profundamente en la mediación de
su Hijo.

Volvámoslo a decir: María no es un mediador establecido por Cristo entre Él y los


hombres para guardar las debidas distancias. "Al contrario, escribe admirablemente el
P. Mersch, Ella es el medio que Cristo ha escogido para que no haya distancia y para
que la raza humana toque directamente a Dios por este medio. Más un elemento de la
totalidad de esta mediación está constituido por su Madre. Así la mediación de María
reside, en primer lugar, en la unión con la mediación de Jesucristo y Ella se ejerce a una
con la de
Jesucristo: la mediación de Jesucristo es perfecta, desde el punto de vista humano,
siendo mariana...

La mediación de María no hace más que expresar y actuar un elemento de la de


Jesucristo: el elemento por donde ésta es adaptación plena a los hombres, donación
plena, accesibilidad plena. Ella es exclusivamente una mediación de Madre de Dios, es
decir, una mediación de! Hombre-Dios en tanto que, teniendo Madre, es plenamente
hombre...

Suscitada para ser lazo de unión, para poner la última perfección a la ligadura
existente entre Dios y los hombres, María actuará siempre reforzando esta religación"
(26).

Imposible decido mejor: toda la gloria de María está en que por su maternidad
atestigua la verdad de la naturaleza humana de Cristo, en virtud de la cual Cristo pudo
ser el mediador entre Dios y los hombres. Más si tal es la verdad con relación a Cristo,
recordemos que es en María donde ha tenido lugar la religación entre las dos
naturalezas, la divina y la humana.

Así, pues, lo que nosotros damos a María va a Dios de una manera segura, inmediata y
total. Más no solamente va transmitido en su integridad, sino que además es
enriquecido y aumentado con los méritos de la intermediaria. Pasando por sus manos,
nuestros dones adquieren un valor nuevo y suben hasta el trono de Dios como ofrenda
inmaculada. Y las gracias descienden hasta la tierra como rocío del cielo en dulce
abundancia.

A la luz de esta doctrina se comprende mejor el del Evangelio, cuando nos habla de
sentido oculto María.

Por Ella es santificado el Precursor e Isabel inundada de gracias.

Por Ella tanto los pastores como los reyes dan con el Mesías.

Por Ella Simeón y Ana reciben en sus brazos al deseado de las naciones.

A sus oraciones se debe en Caná el primer milagro.

Por Ella la Humanidad ratifica a los pies de la Cruz el sacrificio redentor.


En unión con Ella los apóstoles recibieron al Espíritu Santo el día de Pentecostés y junto
a Ella inauguraron su apostolado.

Son rasgos dispersos, apenas insinuados, como puestos en penumbra. Sin embargo
son ya los primeros rayos de una aurora marial, cuyo esplendor irá creciendo más y
más en el horizonte de la Iglesia.

CAPÍTULO IV
LA UNIÓN CON MARÍA

"Y ME DOY CUENTA


DE QUE EL SECRETO DE UN PERFECTO
SERVICIO LEGIONARIO
CONSISTE EN LA COMPLETA UNIÓN CON AQUELLA
QUE ESTÁ TAN ÍNTIMAMENTE UNIDA A TI"

1.- UN CAMINO DE INFANCIA: "IN SINU MATRIS"

El secreto... sí, porque hay un secreto. Hay secretos en el orden de la naturaleza,


escribía San Luis María de Montfort, más también los hay en el de la gracia "para hacer
en poco tiempo, con dulzura y facilidad, operaciones sobrenaturales: vaciarse de sí
mismo, llenarse de Dios..." Este secreto se resume en breves palabras. Consiste:

En la completa unión con Aquella que está tan íntimamente unida a Ti.

He aquí la consecuencia práctica y vital que se deduce de cuanto llevamos dicho. Si


María es en verdad lo que es, nos es de todo punto necesario unimos a Ella en
intimidad perfecta.

Todos los cristianos acuden a la Virgen como a su Madre. Todos se llaman sus hijos. Mas
se puede ser "hijo" en edades muy distintas. El hombre que en la plenitud de su vida
tiene la dicha de vivir con su madre, es y permanece siempre hijo. Sin embargo, lleva
una vida autónoma, con preocupaciones, trabajos y pruebas que no condivide con ella.
Aunque su madre muera, él continuará viviendo. Es su hijo, sin duda, pero no vive en
su madre, vive fuera de ella. Y cuanto más avanza la vida del hijo, la autonomía se va
acentuando siempre más. Es de justicia que así sea. ¿Mas será ésta la vida del hijo de
la Virgen María?

Sentimos al punto que no; es preciso buscar una imagen más aproximada. El niño de
algunos meses en los brazos de su madre, ¿no es el ideal anhelado? La dependencia
aquí es mucho más estrecha. El niño de cuna no puede dar un paso sin su madre.
Recibe de ella el alimento gota a gota. ¿Es ésta la verdadera imagen de nuestra
dependencia con relación a María? Aún no. Este niño puede vivir, aunque su madre
muera a la mañana siguiente. Puede moverse y puede respirar sin ella. No hay que
temer el remontarse más arriba en la historia de la dependencia del niño con relación a
su madre: hasta el mismo seno materno.
Nunca mejor el hijo es todo de su madre que cuando vive aún en su seno. Allí, en total
y absoluta dependencia, vive de la vida de su madre, respira por ella.

El Legionario de María sigue la línea marcada por el Evangelio, uniéndose a María en


unión íntima y perfecta, aceptando permanecer por siempre jamás in sinu Matris, como
queremos permanecer siempre in sinu Ecclesiae. Recordemos, sin embargo, que toda
comparación falla, pues la realidad sobrenatural sobrepasa toda comparación.

Si en la vida natural es ley de vida que el niño se vaya progresivamente


independizando con relación a su madre, en la vida sobrenatural sucede precisamente
lo contrario. Nuestro crecimiento en Cristo se va realizando en una dependencia
siempre mayor con relación a María. Todos los elegidos se van formando en Ella
mientras dura su formación, es decir, toda su vida terrena. Por motivo especial nos es
necesaria una madre para todo el tiempo de la prueba. La gracia es el germen de la
gloria, germen delicado que es preciso proteger contra vientos y tempestades. Hasta el
mismo día de nuestra muerte vivimos, pues, en período de gestación espiritual. Aun los
mayores santos viven en María y son llevados por Ella, y su maternidad hacia ellos se
acrecienta tanto más cuanto mayor es la dependencia que ellos observan hacia María.

El mismo paraíso será el complemento glorioso y consagrará a María como Reina del
Cielo por todos los siglos sin fin.

He aquí el significado de este secreto al que la Promesa del Legionario de María hace
alusión. Yo estoy invitado a una perfecta unión con Aquella que está tan íntimamente
unida a Ti.

2.- LA UNIÓN CON MARÍA, CAMINO HACIA DIOS

Las repercusiones, por otra parte, de dicha unión son tan múltiples como inefables.
Unido a Ella no soy yo quien camina hacia Dios, sino Ella: Ego autem IN INNOCENTIA
MEA ingressus sum. María es la inocencia de que yo me revisto para mejor revestirme
de Cristo y subir hacia el Altísimo. Exaudisti precem meam IN MEDIO TEMPLI TUl. Dios
escucha la oración que elevo desde el interior de este templo: María, In utero Matris
meae exaudisti me. - Porque este templo cobija al santo de los santos, a Nuestro Señor
Jesucristo.

Al sumergir nuestra oración y nuestra ofrenda en María, se efectúa en ellas una


transformación maravillosa. Nuestro don sube cum odore suavitatis, con un perfume
nuevo, que encanta al mismo Dios. La voz de María, por ser el más puro eco de su voz,
tiene las entonaciones más placenteras al corazón divino. Sonet vox tua in auribus
meis, vox enim tua dulcis (Cant., II, 14). "Hazme oír tu voz, pues tu voz es dulce".

Hay un abismo entre la devoción a María corriente y ordinaria y la unión a María de que
tratamos aquí.

Numerosos son los que invocan a María, la rezan de paso una oración, visitan sus
santuarios y le dedican a diario algún ejercicio de piedad. Raros son, sin embargo, los
que se consagran a Ella, entregándole su alma y su cuerpo, todo su ser, viviendo
permanentemente esta consagración. Numerosos los que llenos de admiración hacia
María se esfuerzan en imitar sus virtudes como el artista intenta desde el exterior
reproducir los rasgos del modelo. Raros también, los que, no contentándose con esta
imitación intrínseca y fragmentaria, viven internamente esta asimilación, esta fusión de
almas que sobrepasa en compenetración espiritual todas nuestras imágenes terrenas.
Se ha hablado de la metafísica de los santos para designar una vida espiritual fundada
sobre el dogma de la gracia santificante, don habitual y permanente en el alma, para
oponerla a una vida espiritual que, sobre todo, tendría en cuenta las gracias actuales y
pasajeras, olvidándose de buscar apoyo sobre aquella honda realidad. En un sentido
análogo se podría afirmar que hay una metafísica de la Santísima Virgen, capaz ella
sola de penetrar en las profundidades y constantes últimas de su vida íntima. Poco
importa que el vocabulario varíe con las edades, pues por encima de las palabras será
preciso llegar a la grande tradición mariana, que nos habla con rara penetración de
este aspecto metafísico que se denomina "el interior de María".

Escuchemos estas magníficas palabras de M. Olier y meditémoslas: "La menor parte en


el interior de María, la más pequeña participación en su gracia es un tesoro mayor que
todo lo que los serafines y demás ángeles y santos podrán decir jamás.

"El cielo y la tierra no tienen nada parecido a esta vida, a este interior admirable a
donde convergen todas las adoraciones, todas las alabanzas, todos los amores de la
Iglesia, de los hombres y de los ángeles. Tiene más valor ante Dios este interior de
María que todo lo que las demás creaturas le pueden rendir en homenaje de adoración.
Tan grande es la eminencia de su gracia y santidad. Esto motiva el que se progrese
mucho más en procurar la gloria de Dios, el bien de la Iglesia y la propia perfección, por
la unión con María, que practicando las demás obras piadosas".

No conozco texto más denso y fecundo en la literatura mariana que esta de M. Olier.
Pero es preciso penetrar sus palabras y, lo que vale más, vivirlas. Este interior de María
es verdaderamente el arca de la alianza, donde el alma puede establecer su morada
para vivir la vida sobrenatural, que es comunión en el Espíritu. Sobre esta arca de la
alianza se cierne la virtud del Altísimo, y es allí donde estamos "en nuestro puesto"
para recibir los beneficios divinos.

Basta con que el alma viva en María. Cuanto más ella se abandone en manos de su
madre, tanto su respiración vendrá a ser más y más consciente y viva. Que el alma,
íntimamente unida a María, renueve
frecuentemente la invocación al Espíritu Santo, -Veni Sancte Spiritus- y su crecimiento
espiritual, su vida cristiana se desarrollará, se fortificará, vendrá a ser una comunión
continua.

Simple, infinitamente simple, es eSte secreto de la gracia, como que está al alcance de
los niños.

La unión con María y la voluntad de Dios

Nos es necesario ir a Dios por María para que Cristo pueda crecer en nosotros. ¿Por qué
este aparente "rodeo"?
Tal es la voluntad de Dios. No debemos, pues, amar tan sólo a María porque sintamos
un atractivo, especial hacia Ella. Aunque con íntima satisfacción reconozcamos lo dulce
que es este atractivo, no obstante, buscando la última motivación de este nuevo obrar,
lo encontramos en la adorable voluntad divina. La razón fundamental y
verdaderamente primera de nuestro amor para con María es que Dios lo quiere así.

Aprendamos a amar la voluntad divina en ella misma y por ella misma. Bástenos saber
que Dios quiere comunicarse a través de María, para que nuestra voluntad se aúne a la
de Dios y dicte la actitud por la que se haya de regular nuestro amor. Amar es querer
amar. Y esta voluntad enérgica de amar es quien nos pone al abrigo de nuestras
fluctuaciones psicológicas y sentimentales. La devoción a María es una virtud viril que
tiene su fuente en la adorable voluntad de Dios y de allí extrae su constancia y
fortaleza.

La unión con María y la santidad de Dios

Acercarse a nuestro mediador único por medio de María, es también reconocer su


santidad adorable y es abajarnos aún más profundamente ante esa divina santidad. Exi
a me, Domine, quia homo peccator sum. "Señor apártate de mí, que soy hombre
pecador" (Lucas, 5, 8). Este grito espontáneo de San Pedro a vista del Salvador es, al
mismo tiempo, un gesto de respeto y la profesión de una verdad.

Esta santidad de Dios es tan alta, que nos fuerza cada día a humillarnos más y más en
su presencia, prosternándonos en devota adoración. La práctica de la mediación
mariana nos hace sentir hondamente nuestro fondo de impureza y al mismo tiempo
nos descubre quién es Dios.

A menudo osamos apenas acercarnos a Él. N os sentimos como a disgusto en su


presencia. Es que tenemos conciencia de lo rastrera que es nuestra oración, de lo
inarmónico que es nuestro canto. Querríamos entonces sustituir nuestra voz por una
melodía que hiciera estremecer el corazón de Dios, que lo regocijara, que nuestra
oración fuera pura y límpida como agua de manantial. Vayamos a María: Ella será el
arpa de nuestro canto, la copa pura de nuestras libaciones... Dios la contempla con
inefable complacencia, porque esta arpa está en perfecta consonancia con Cristo,
porque esta copa pura fue elegida por el mismo Cristo para ofrecer su propia sangre al
Eterno Padre pro nostra et totius mundi salute "-por nuestra salvación y la de todo el
mundo".

La unión con María no es solamente un acto de respeto hacia la santidad de Dios; es


también el medio por excelencia para practicar la vida de infancia espiritual y de
abandono.

El niñito que va a nacer no se inquieta ni por el pasado ni por el venir. Vive su momento
presente, respirando cada segundo. Sin sentir la menor inquietud, se va alimentando
de la carne y de la sangre de su madre a cada latido de su corazón. Está envuelto por
una ternura vivificante, que no se desmiente a sí misma jamás. Tal es la imagen de una
vida espiritual auténtica. Que a su luz se lean las bellas páginas del P. Chaussade, S.J.,
en su tratado sobre El abandono en la divina Providencia y se comprenderá cuánta
facilidad, flexibilidad y delicadeza comunica a las almas esta vía mariana que hemos
descrito. Dios no quiere que vivamos al margen de su voluntad divina, que encierra
todo su amor actual hacia nosotros. El ayer no existe: abandonémosle a su
misericordia. El mañana aún no ha llegado: fiémosle ciegamente a su solicitud. Mas el
hoy está ante nosotros y este hoy es un reclamo a entregarnos al amor divino en
acción. Al alma unida a María le basta ponerse, por medio de Ella, en manos de la
voluntad santificadora de Dios. No tiene precisión de saber más! Cada respiración
mariana será una respiración espiritual suya. Su vida será una comunión incesante bajo
las mil especies del deber presente. ¡Qué paz, qué certeza, qué abandono! Queremos
muchas veces trazarnos la ruta, elaborar planes, prever. Nada de esto es compatible
con este espíritu de infancia, que nos incita a una donación, incesantemente repetida a
la voluntad actual de Dios. Entonces son posibles los maravillosos efectos de la gracia,
porque a cada instante que el hijo fiel respira en María, una nueva purificación se
obrará en su alma. Posui maculatam viam meam. La vida mariana es un camino
inmaculado. Todo lo que pasa por Ella sufre una suerte de transformación y de gracias
renovadoras. Nuestros móviles rastreros se purifican y se transforman, y los
sentimientos de Cristo vienen a ser paulatinamente nuestros sentimientos; y la gloria
de Dios, únicamente la gloria de Dios, la aspiración constante de todo nuestro ser.

Practicando esta dependencia mariana, prolongamos la de Cristo durante los nueve


meses de su vida oculta en el seno materno. Ahora bien, si el discípulo no es mayor
que el Maestro, no temamos seguirle quocumque ierit, por todos los caminos que Él
escogió y tener por morada la que fue suya por modo glorioso. Entonces podremos
decir, pensando en nuestra Reina y Señora: Domine, dilexi decorem domus tuae et
locum habitationis gloriae tuae. "¡Oh Yahveh!, yo amo la morada de tu casa, el lugar en
que se asienta tu majestad".

La unión con María y la comunión de los santos

Unidos a María, nos incorporamos a Cristo y nos encaminamos a Dios. Mas a Dios no lo
podemos aislar del mundo de los ángeles, de los santos, de la Iglesia triunfante y de las
almas del purgatorio. El cielo es una inmensa familia con la que nosotros, "los
familiares de Dios y los miembros de su casa", tenemos relaciones que, aunque
invisibles, son múltiples y están palpitantes de vida. La fe nos descubre legiones de
ángeles, como la noche nos revela millones de estrellas. Et nox illuminatio mea. Un
mundo se abre ante nuestros ojos deslumbrados, al mismo tiempo que vemos cómo se
anudan los lazos entre los ángeles y nosotros. Nos sentimos enlazados a otros mundos
y nuestro espíritu queda embargado ante mil ternezas desconocidas: es que los
ángeles están allí, velando por nuestros pasos, subiendo y bajando encima de nuestras
cabezas, según la visión misteriosa de la escala de Jacob. Ahora, pues, si María es la
Reina de los ángeles, es claro que Ella será quien nos acerque a ellos. Unidos a Ella
podremos aproximarnos a los tronos y a las potestades, a los serafines y a los
querubines, a los ángeles y a los arcángeles. Y junto con ellos amaremos a María y
daremos gracias a Dios por la gloria inmensa de que gozan, repitiendo el Deo gratias
de su agradecimiento efusivo y el Gloria de su adoración perenne. María nos coloca al
mismo nivel de ellos. Nos da derecho a intimar con San Miguel, el príncipe de su corte
y el custodio de la gloria de Dios; con San Gabriel, el arcángel de la Anunciación y
paraninfo del amor divino; con San Rafael, el arcángel de la alegría que vela sobre
nuestros pasos de caminantes y prepara nuestros más felices encuentros.

Reina de los santos también, María nos lleva a la intimidad con ellos. A medida que
crezca nuestra unión con María, podremos amar a todos los santos con su corazón, su
delicadeza y su reconocimiento. ¿Quién los puede amar como Ella? ¿Se puede entrever
lo que sería el ímpetu puro del amor con que amaba a San José o su solicitud con cada
uno de los Apóstoles? Nuestra unión con María simplifica de una vez lo que llamamos
en sentido partitivo "las devociones". En lugar de yuxtaponer el culto de San Pablo o el
de Santa Teresa, todos estos cultos y amores se fusionan, en su admirable diversidad,
en el amor mariano que los une a todos. Por desgracia, ya no tenemos hacia los santos
un culto desinteresado, ya no hacemos como nuestros antepasados, de la lectura de su
vida el alimento de nuestra admiración. Y, sin embargo, "Dios no ha creado el mundo ni
lo transforma más que para hacer santos". La tierra perderá su razón de existir el día
que no germine santos. La historia de los mismos, más emocionante que cualquier
novela de aventuras, es en definitiva, la única decisiva y valedera. Cada una de esas
historias es la prolongación del misterio de la Encarnación y un efecto de la acción del
Espíritu Santo y de María. Pues bien, cada uno de los santos, desde el más desconocido
hasta el más glorioso, ha nacido de María, y las gracias que le han santificado han
pasado por sus manos. En María podemos amarles con un corazón nuevo y un alma
nueva. Con esto, nuestra intimidad con ellos se afina y se amplía indefinidamente,
hasta llegar a una simplicidad dulce e insospechada. Nos sentimos coherederos del
cielo y somos ya, y nos portamos, como hijos de la casa celestial.

Como Reina del Purgatorio, la Virgen María nos abre el acceso a la Iglesia que sufre.
Nuestra oración, unida a la de la Inmaculada, irá a acelerar la obra de purificación en
aquellas almas innumerables, participando nosotros en la impaciencia maternal de
María, que anhela ser para todas ellas puerta del cielo. Y todo esto lo llevaremos a
efecto casi sin pensar en ello, sencilla y llanamente, pues cada uno de nosotros puede
decir: "El corazón de María y el mío no forman más que un solo corazón" (27).

La unión con María es, además, una escuela de respeto, donde se aprende a distinguir
la jerarquía de los valores y graduar las grandezas. María nos hace admirar las vivas
riquezas de la divinidad, pero también nos comunica devoción a los santos del día,
sintiéndonos cerca de ellos, participando en la alegría de la Iglesia en sus fiestas,
honrándolos e invocándolos. Entonces ellos aparecerán, ante nosotros tan
bienhechores como serviciales. María nos inculcará el respeto, lo mismo a nuestro
ángel de la guarda que a nuestro santo patrono; lo mismo al ángel protector de la
región, que al santo intercesor de la parroquia. Es que Ella sabe mucho mejor que
nosotros cómo estos patronazgos no son ficticios, pues estos mediadores múltiples nos
aportan, como los mil colores del prisma, la luz y el calor vivificante de único amor de
Dios.

Se ve, pues, cómo esta unión constante con María va informando nuestra vida religiosa
en todas sus dimensiones, tanto en conjunto como en particular.

Reconocemos que el cristianismo unido a María tiene un método peculiar de llenar sus
deberes, hasta los más insignificantes: hay una manera mariana de asistir a la santa
misa, de dar gracias a Dios, de recitar el oficio divino y hasta de hacer la señal de la
cruz. Bernardita, a quien la Virgen santa enseñó a santiguarse lentamente en el
nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, es buena prueba de esta solicitud
maternal, a la que nada pasa desapercibido y que valoriza hasta lo que parece
insignificancia y nonada.

3.- LA UNIÓN CON MARÍA, CAMINO HACIA LOS HOMBRES

Por nuestra pertenencia a María, nuestras relaciones con la tierra no están menos
influenciadas que nuestras relaciones con el cielo.

Si es necesario ir a Dios por María, lo es también para ir a los hombres. Será para
siempre un gran mérito de la Legión haber indisolublemente unido María y la acción
apostólica. Con demasiada frecuencia la devoción a María queda encuadrada dentro de
los límites de lo puramente personal, en lugar de buscar en esta devoción individual el
fundamento de la actividad apostólica, como, en un orden paralelo, debiéramos hacer
de nuestra devoción eucarística personal la fuente de nuestra caridad expansiva. ¡Qué
raquitismo y qué desgracia! Porque, si nuestra devoción a María se limita
herméticamente a algunos ejercicios piadosos, a buen seguro que perderá su savia y
quedará sin suelo nutricio que la sustente (28).

La unión con María y el apostolado

La devoción a María, en su sentido activo y valiente, es sinónima de apostolado, porque


María es y será quien engendre a Cristo. El divorcio entre una pretendida devoción a
María y el apostolado es signo cierto de esa esclerosis espiritual que sufren con
demasiada frecuencia no pocas almas piadosas. Ello explica el desafecto de que en
ocasiones son objeto. Es siempre peligroso no respetar íntegramente la verdad. Con
ello no sufre menoscabo solamente la devoción cristiana, sino también la misma acción
apostólica, que fácilmente degenera en mera agitación estéril al amparo del nombre de
apostolado, que hoy con demasiada frecuencia se falsifica y se torna laico.

Con nombre tan sagrado se ha bautizado, en efecto, toda una gama de actividades
útiles y, si se quiere, indispensables. Un movimiento centrífugo ha dejado más y más a
la mentalidad moderna, en torno al apostolado, de su sentido primero, directo,
originalmente evangélico. ¿Estamos nosotros, y seamos sinceros al responder, en la
misma línea de apostolado que reseñan los Hechos delos Apóstoles? ¿El apostolado de
que estamos continuamente hablando es, en primer término, transmisión de la vida
religiosa a nuestro prójimo que lo ignora? No será, con todo, una devoción mariana de
espaldas a la vida apostólica la que nos salvará del naturalismo de la acción. Será, más
bien, "la verdadera devoción", tal como la ha comprendido admirablemente San Luis
María de Montfort, la que santificará nuestra actividad y la hará verdaderamente
apostólica y fecunda. La vía segura, salvadora y tradicional, une íntimamente y en todo
momento esta "verdadera devoción" con la acción apostólica, que de este modo
mutuamente se vivifican.

Porque el apostolado religioso, evangélico y directo, del que tratamos, es una


maternidad espiritual, aun, a través de sus mil formas distintas, tanto colectivas como
individuales, ya que el acercamiento entre las almas se verifica a través de todas las
vías de influencia mutua. Mas en definitiva, ser apóstol es hacer nacer o hacer crecer a
Cristo en nuestros hermanos, prolongando la obra misma que realizó María. La unión,
pues, con Ella se impone de rigurosa ley. Por ello el Legionario de María irá a los
hombres conscientes de que no es él, sino María quien va a ellos por su medio. Se ha
dicho que "los esfuerzos a los que María no preside son como aceite sin lámpara"
(Manual). Es esta la razón por qué, en su reunión semanal, la estatua de María se
encuentra en medio de los suyos. Es que Ella los espera para confiarles su angustia
maternal por los hijos que se hallan en peligro. Ella nos llama a participar en su obra,
pero también los acompañará de puerta en puerta por los caminos de la vida.

María podrá entonces decir a través de cada alma legionaria en visita apostólica: Ecce
sto ad ostium et pulso. Heme aquí, delante de la puerta de esta casa y de esta mi
alma, heme aquí que llamo. Como cuando en la Vigilia de Navidad vagaba suplicante
por las calles de Belén. Sí, allí está Ella presente, activa, más maternal que nunca. Será
frecuente que el Legionario de María no tenga signo alguno sensible de su presencia y
deberá caminar en pura noche de fe con plena conciencia de la situación. A veces, sin
embargo, podrá palpar sensiblemente una presencia más activa y penetrante, viendo
cómo el éxito está muy por encima de sus pobres y desmedradas palabras, que han
sido elevadas "a alta tensión". María está al acecho de la oportunidad y se sirve de
todo "como prudente ama de casa"; pero tiene necesidad de nuestros pasos, de
nuestras palabras, de nuestras fatigas. Quiere que amemos a nuestros hermanos a
costa de sacrificios, con el sudor de nuestra frente. Los Legionarios de María saben
mucho de lo que esto quiere decir y por ello no vacilan en llamar una y muchas veces a
la puerta hostil y reacia, insistiendo dulcemente o luchando a brazo partido contra
viento y marea. Saben que el Maestro ha prometido abrir a quien llamare; mas
tampoco ignoran que no ha precisado el número de golpes que será preciso dar a la
puerta.

¡Cuán ocultos y misteriosos son los caminos de la gracia! Quizá ponemos la actitud
más propia y pronunciamos las que juzgamos palabras adecuadas, esperando lograr el
fin adecuado, y, con todo, el vacío es la respuesta o, lo que es peor, una reacción
hostil. Y es posible que esto se repita diez, veinte veces. Pero un buen día, en momento
inesperado, la gracia actúa de improviso y la conversión se pone en marcha. Entonces
caemos en la cuenta de que ninguna de nuestras palabras había sido pronunciada en
vano. Golpeaban, como un ariete, la muralla aparentemente infranqueable, sin que
nosotros percibiéramos más que el choque de rechazo, que pudo en ocasiones
lastimamos, hasta el día en que, casi sin empuje, se abre la brecha deseada. María, la
Madre por excelencia, ha recibido más que todas las madres juntas el don divino del
amor indeficiente. Por ello la acción apostólica mariana es obra de una larga paciencia,
de una solicitud que no se cansa de esperar. ¿Se ha visto jamás que una madre se
resigne a que su hijo vaya a la deriva? He aquí por qué el Legionario de María no
acepta nunca la derrota y menos aún el derrotismo. Esto sería condenar a María a que
asista impasible, con los brazos cruzados, al naufragio de las almas (29).

La unión con María y la caridad

Nos es preciso ir aún más lejos. No solamente la devoción mariana y la entrega al


apostolado son dos cosas inseparables, sino que la unión a María da a nuestra caridad
espiritual un sello propio. Con justo título se ha podido hablar de una caridad
"legionaria". No, por supuesto, en el sentido de que nuestra caridad sea
fundamentalmente distinta, pues consistirá siempre, como para todos, en amar a Dios
por ser quien es y al prójimo en Él y por Él. Mas como se ha podido hablar de una
pobreza franciscana, para señalar un determinado matiz en la práctica del
desasimiento evangélico, se puede también hablar de una caridad "mariana" para
indicar una manera peculiar de practicar la caridad.

Cuando la unión con María se ha establecido en un alma, le infunde un amor a los


hombres más profundo, más intrépido, más individual, de corazón a corazón,
comunicando al alma legionaria tonalidades de ternura o, como dice el Manual, de
"respetuosa delicadeza".

Se ha dicho que la gloria de la caridad está en adivinar, como es propio del amor
materno presentir las angustias mudas o celadas del hijo. La caridad "mariana" se
beneficiará de este privilegio. Esta caridad no tratará a los hombres en masa ni en
serie. Preferirá, por el contrario; dirigirse a ellos uno a uno, comprendiendo que cada
cual tiene su problema íntimo y personal, y que nada se parece menos a un hombre
que otro hombre, cuando nos adentramos en los entresijos de su corazón. Gustan los
hombres de enmascararse y les agrada desorientar y aun despistar al que les sigue los
pasos. Rehuyen el ser conquistados en lucha declarada, y su amor propio se encabrita
ante la fuerza lógica que intenta sojuzgarlos. "Cada vez que gano un argumento, ha
dicho un célebre apologista, pierdo un alma". Y un predicador atribuía sus éxitos a
estas precauciones. "Cuando discuto, decía, me guardo muy bien de provocar a mi
adversario, pues mientras permanece tranquilo y en calma, la gracia de Dios, que se
encuentra en él, se pone de mi lado".

Mas qué olvido del propio yo y qué delicadeza de tacto supone todo esto. Se
comprende cuánto la unión con María puede transformar estos contactos apostólicos y
darles esa fuerza que persuade sin chocar, esa dulzura que se abaja ante el prójimo
caído, ese respeto alto y digno hacia los demás, como una participación y réplica del
respeto que Dios nos tiene. Cum magna reverentia disposuit nos, ha dicho de Dios San
Agustín. Dios nos trata con máximo respeto. Por ello debemos practicar un apostolado
respetuoso, pero de ninguna manera nos dejaremos llevar de ese seudo-respeto, tan a
la moda, que consiste en despreocuparse de nuestro prójimo, que rueda al abismo de
su perdición eterna, bajo pretexto de que toca a cada cual resolver sus problemas
personales. Como si el cristiano se viera libre de responsabilidad en la salvación de su
hermano y, por consiguiente, tuviera derecho a desinteresarse del problema capital del
mismo. "Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?". ¿No propone a cada uno de nosotros
esta misma cuestión el Dios que se la propuso al primer fratricida? Nuestro mundo
liberal ha encontrado muy cómoda la fórmula de dejar hacer y que cada cual se las
arregle por su cuenta; pero estas y parecidas fórmulas son diametralmente contrarias
al auténtico catolicismo. Sin duda, que debemos buscar con prudencia -natural y
sobrenatural- el momento oportuno, el medio adecuado y el tono conveniente. Pero
nunca tendremos derecho a replegamos en un mutismo egoísta. Problema ciertamente
delicado; pero que la unión con María hará que sea de más fácil solución. Ella nos
asocia a su maternidad siempre vigilante, a su amor que nunca hiere, por ser limpia
transparencia del Supremo Amor.

María transformará nuestras almas simples y rudas, comunicándoles finura y


delicadeza para intuir las necesidades ajenas. Una sobrenatural nobleza de alma y una
cortesía exquisita son siempre indicio seguro de que el alma se halla unida a Dios y un
signo cierto de la divina presencia.

La unión con María es un camino corto, directo, que da a las almas dóciles a sus
impulsos el tacto y ductilidad necesarios. ¿Habéis notado cuán cortésmente hablaba la
Virgen Inmaculada a Santa Bernardita, cuando la aparición del 18 de febrero: "¿Querrás
tener la bondad de venir aquí durante quince días?" He aquí el tono y modales usados
por la Reina de los cielos para intimar una orden a una niña sin cultura. Se puede
asegurar que María no trata jamás con nadie de superior a inferior, ni de siquiera igual
a igual. Siempre habla como inferior ante su superior. Es que María ve a Jesucristo en
cada alma que se le acerca y se mantiene siempre en su actitud de sierva del Altísimo.

Por este tono respetuoso se reconocerá infaliblemente al apostolado mariano. Que se


pueda decir siempre al Legionario de María que el acento de su bondad le traiciona.

La unión con María y nuestra santificación personal

Y ved cómo de rechazo el alma del Legionario de María va a experimentar una lenta
transformación. El canónigo Guynot, que habla aquí como testigo de vista, la describe
en estos términos: "Hasta entonces su caridad había sido como la caridad de nuestros
cristianos del día; hablaba con bastante despreocupación de los defectos del prójimo;
comentaba cuanto llegaba a sus oídos, sin sentir el menor escrúpulo, bajo pretexto de
que las faltas eran ya conocidas o a punto de serio o de escasa importancia. Con
parecido descoco manifestaba sus extrañezas, sus censuras y, en ocasiones, hasta sus
reproches más o menos violentos hacia los demás. Se permitía, sin el menor
remordimiento, sacar a relucir el sesgo ambiguo y las irregularidades de las acciones
ajenas. En las contrariedades se creía con derecho a reaccionar violentamente contra
todo lo que se oponía a sus planes. Creía poder juzgar de cuanto pasaba en torno suyo
digno de censura y estaba persuadido de que, con tal de guardar estos juicios en su
interior o limitar su comunicación a un reducido círculo, no había lugar al más mínimo
reproche. Y ahora pregunto: ¿es que este cuadro está pintado con colores recargados?

"Pero es muy cierto que este modo de obrar no puede perdurar mucho tiempo en un
verdadero Legionario de María. Porque el alma legionaria que se deja formar
dócilmente por la Legión no tarda en adquirir un corazón de madre, el corazón de
María, con relación a todos los hombres. Y una madre tiene tales delicadezas en su
amor, tales finezas en su ternura, tales miramientos en su obrar, que jamás serán ni
sospechados siquiera por otro corazón que no sea el de una madre.

"Una madre disimula las faltas de sus hijos: yo ocultaré, pues, los defectos de mi
hermano, o si, por ventura, me viere en la precisión de tener que revelarlos, ocultaré el
nombre del culpable, o si esto tampoco fuere posible, tan sólo manifestaré las faltas
cuyo conocimiento sea indispensable, nunca más, ni más allá de lo debido; siempre lo
menos posible, a ejemplo del piadoso cirujano, que no aplica el bisturí más de lo
preciso, ni se permite jamás hacer mayor herida de lo que es estrictamente necesario...
" (30).

¿Y cuál es el secreto de esta caridad "maternal"? La unión con María.

Esta fusión del alma con María engendra progresivamente la finura espiritual que
terminamos de describir. Unido a la Santísima Virgen, el Legionario siente como por
instinto el desacorde de una palabra desatenta, irónica, mordaz, con la dulzura de
María. Su unión con María le lleva a ver al prójimo con otros ojos, con los de María, a
hablar con otros labios, con los de María, a amar con otro corazón, con el corazón de
María.

Esta transformación se irá logrando insensiblemente y dará a su vida "ese perfume de


Cristo" que alegra a la Iglesia. Comunicando a "su soldado e hijo" sus propios gustos,
sus sentimientos íntimos, sus invenciones ingeniosas, María establecerá su reino en el
corazón del Legionario. Éste no piensa más que en los demás, pero su madre, que ve
con agrado tanta abnegación, sublimará su alma, verificándose así una vez más que el
que pierde su alma, la salvará.

La escuela del apostolado y la escuela de la santificación personal son la misma. Es


que María, "más generosa y liberal que nadie", no se deja nunca vencer en largueza. Si
el Legionario, que torna descorazonado de una tentativa apostólica "fracasada",
pudiera ver en el espejo de su propia alma el fruto espiritual de este fracaso, lo mismo
que el de todas sus faenas apostólicas, cuántas veces caería en tierra de rodillas para
dar gracias a Dios por las grandes cosas que a ocultas va en él realizando.

CAPÍTULO V
LA VALENTÍA APOSTÓLICA

POR TANTO, TOMANDO EN MI MANO EL ESTANDARTE


DE LA LEGIÓN, QUE TRATA DE PONER ANTE NUESTROS OJOS
ESTAS VERDADES,
ME PRESENTO DELANTE DE TI COMO SOLDADO SUYO
E HIJO SUYO,
Y COMO TAL ME DECLARO TOTALMENTE DEPENDIENTE DE ELLA.
ELLA ES LA MADRE DE MI ALMA.
SU CORAZÓN Y EL MÍO SON UNO.

Soldado, niño: no estamos, en verdad, habituados a entreverar estas dos palabras.


Niño rememora pasividad, dependencia, necesidad de acogida. Soldado evoca, por el
contrario, actividad, iniciativa, combate. Es muy cierto que de nosotros somos nada,
servi inutiles sumus. Menos que niños. Mas Dios ha querido seamos sus cooperadores.

Reflexionemos unos momentos en lo que se nos pide en estas palabras de la Promesa.

Niño: Con ello proclamo mi entera y total dependencia.

María es la Madre de mi alma: su corazón y el mío no son más que uno.


Estas palabras están cargadas de contenido, cuya riqueza oculta terminamos de
insinuar. Ellas nos invitan a entregarnos a Dios -en María- en un total abandono y a
reconocer su absoluto dominio y primacía: Dios es el único Dios y la creación entera
está orientada hacia Él desde el principio hasta el fin. Dispone Dios del tiempo y de los
hombres según su divino beneplácito. Lanza un rayo desde el cielo sobre Saulo, camino
de Damasco, y lo transforma en Apóstol de las Gentes en un momento. Su gracia es
libre como lo es Él mismo y su Espíritu sopla donde quiere. Cuando le place, rehúsa
dejarse enmarcar en nuestros planes y proyectos. Cogitationes meae non sunt
cogitationes vestrae. "Mis pensamientos, dice el Señor, no son vuestros pensamientos,
ni mis caminos son los vuestros". Todo esto importa no tan sólo saberlo de un modo
teórico, sino vivido para que nunca suceda convertir el apostolado en asunto personal.
Es Dios quien en la acción apostólica, nos lleva y nos conduce. Él es quien sabe el
modo y la manera. Por eso quiere encontrar en nosotros almas dóciles y flexibles a
través de las cuales pueda libremente actuar. He aquí el único camino verdadero, el
inmutablemente verdadero. Cuán necesario nos es no olvidado jamás en la práctica.

Y sin embargo, este Dios Soberano, Omnipotente, que creó un día el mundo entero con
un simple "fiat", ha querido tener necesidad de nuestra ayuda. Dios nos ofrece, más
aún, demanda nuestra ayuda, invitándonos a nosotros, sus siervos inútiles, a ser los
colaboradores de su obra: Dei adjutores.

Él, por otra parte, no acepta el que se le sirva estando mano sobre mano, no moviendo
más que los labios y, si es caso, mascullando algunas oraciones. Bajo pretexto de que
el mundo es malo, demasiado malo, para poder ser transformado, hay almas que se
limitan a rezar por los infelices que corren a su perdición. Su "recemos", con el que
invitan a los demás, es con frecuencia signo de sobresalto, encogimiento y raquitismo.
Si al menos se tratase de alguna plegaria férvida y sincera; pero no: ese "recemos" es
muy a menudo una forma de piadoso suspiro, con el que se han remediado pocos
males. Para los cristianos que viven en el mundo, la plegaria, si es sincera, es
primeramente el preludio de su acción y después el acompañamiento imprescindible
de la misma. La acción humana viene a ser en las manos de Dios lo que el agua del
Bautismo y el pan de la Eucaristía: materia para la acción divina. Nos es necesario orar;
pero la plegaria debe prolongarse en la acción. Si tengo obligación de implorar la gracia
de Dios para mi prójimo en peligro, también la tengo de tenderle la mano para que no
naufrague. El Maestro divino, que nos ha mandado "rogar sin cesar", nos ha dejado
asimismo la orden de ponernos en marcha y trabajar.

"Señor, decía el santo canciller de Inglaterra Tomás Moro, dadme la gracia, de trabajar
en la realización de aquello por lo que os ruego" (31).

La Legión de María reconoce y practica este deber de cooperación necesaria a la obra


de Dios encarnando esta concepción en una terminología militar, con la que expresa
que quiere servir a Dios con la valentía y decisión que merece tan noble causa.

1.- LA VALENTÍA, VIRTUD NECESARIA

La palabra que domina en este párrafo es la de SOLDADO, y el gesto que se subraya es


el de tomar en las manos el estandarte. Este vexillum fue elegido de intento sobre el
modelo del de la Legión romana, así como las expresiones usadas por la Legión de
María recuerdan el clásico emblema y la organización que dicho emblema praesidia.

El motivo de esta elección es el que la Legión romana significa en la historia militar un


cuerpo de selección, cuya fama de fidelidad y bravura ha quedado proverbial. Eran los
legionarios romanos quienes custodiaban las avanzadillas del imperio y hacían frente a
las invasiones que forcejeaban sin cesar. El Manual cita, no sin marcada intención, el
ejemplo de aquel centurión romano a quien se encontró en su puesto, sepultado entre
los escombros de Pompeya y bajo la lava del volcán, y evoca también el ejemplo de la
Legión tebea, que padeció martirio por su fe durante la persecución de Maximino.

Recuerda asimismo, a aquel legionario que vio morir a Cristo y glorificó -el primero de
todos- al Altísimo, exclamando: "Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios".

Este homenaje a la bravura del legionario romano es una invitación a inspirarse en él,
pues subraya de modo muy relevante que la valentía es una virtud indispensable en el
servicio de Dios y al mismo tiempo uno de los rasgos distintivos de la verdadera
devoción mariana. Recordemos que el Santo Papa Pío X solía decir: "El mayor obstáculo
al apostolado es la timidez y cuitamiento de los buenos".

Estas palabras, demasiado verdaderas, por desgracia, no quisiera merecerlas para sí la


Legión de María y por ello reclama de sus miembros la valentía moral como parte
integrante de su deber cristiano. El heroísmo no es un lujo a voluntad, ni un deber de
supererogación, como parece que en ocasiones se quiere hacer creer. El médico que
atiende al enfermo contagioso, no hace más que cumplir con su deber profesional de
médico, y el soldado que, con peligro inminente de su vida obedece la señal de ataque,
ejecuta un imperioso deber. ¿Por qué no juzgar lo mismo de los deberes apostólicos? Es
de admirar lo precavidos y temerosos que somos cuando se trata del servicio del
Señor. Como por instinto nos volvemos entonces casuistas a ultranza. Aquí tenemos
una de las razones primordiales por qué muchos católicos, en frase de Riviere, no
provocan en los incrédulos "la tentación de creer". La valentía es una virtud con
especial fuerza de atracción y por la que se obtiene más efecto que por los más
elocuentes discursos.

Cuando la Legión pide a sus miembros que vayan de dos en dos en gira y visita
apostólica, sabe muy bien que pide un servicio difícil. Y cuántos, que han afrontado a
sangre fría una descarga cerrada de ametralladora o de mortero, se han sentido
tímidos y cobardes ante la burla o sonrisa socarrona del que fisgonea detrás de una
puerta desconocida. Hay mortificaciones a pan yagua que no cuestan tanto como estos
riesgos del apostolado, y más de un Legionario preferiría sin vacilar una jornada de
silencio absoluto a una salida nocturna en busca de la oveja extraviada. Nada paraliza
tanto el esfuerzo como ese temor sutil, que va calando hasta el último entresijo de
nuestro ser, y que se llama respeto humano. Este temor dio escalofríos al discípulo de
Cristo que se consideraba más valiente, Pedro, ante la voz de una criada, de una moza
de cántaro. Y, con todo, si este mísero respeto humano triunfa en un alma, adiós todo
trabajo emprendido en el campo del apostolado; quedará bien pronto reducido a
proporciones insignificantes. Este temor de acordar de frente el apostolado religioso
conduce muy luego con frecuencia a relegado a segundo plano. Contra tal inversión de
valores nos pone muy en guardia el Papa Pío XII: "¿Quién no siente que se oprime el
corazón al ver en qué medida la miseria económica y los males sociales hacen más
difícil la vida cristiana? Pero de aquí no se puede concluir que la Iglesia deba comenzar
por dejar aparte su misión religiosa y procurar ante todo la curación de la miseria
social. Si la Iglesia ha sido siempre solícita en la defensa y promoción de la justicia,
ella, desde el tiempo de los Apóstoles, aun ante los más graves abusos sociales, ha
cumplido su misión, y con la santificación de las almas y con la conversión de los
sentimientos internos ha tratado de iniciar la curación incluso de los males y daños
sociales, persuadida como está de que las fuerzas religiosas y los principios cristianos
valen más que otro medio cualquiera para conseguir su curación" (f).

Si para predicar el Evangelio los Apóstoles hubieran estado esperando a que la justicia
social y política hubiera reinado por doquier, aun hoy día el mundo no hubiera oído el
mensaje evangélico. Es preciso, pues, marchar hacia delante, sin esperar más y sin el
temor al fracaso o al sufrimiento. Las almas cuestan caro. Y hay proverbio que pone en
labios del mismo Dios estas palabras: "Toma lo que quieras con tal que pagues el
precio debido." Con Santa Teresa recordemos que Dios es amigo de las almas animosas
y valientes.

He aquí por qué la Legión ha tenido sus preferencias por este nombre militar y exige
del que se lista "baja su bandera que se considere a sí mismo como soldado en acto de
servicio. Ve en la valentía apostólica un signo distintivo por el que gusta de ser
reconocida. Mas al mismo tiempo ve en ella una virtud mariana.

2.- LA VALENTÍA, VIRTUD MARIANA

No estamos acostumbrados a ver en la Virgen María el ejemplar más preclaro de


valentía e intrepidez. Su dulzura maternal nos vela el lado heroico y varonil de sus
virtudes. Y, sin embargo, es invocada como Reina de los apóstoles, de los doctores, de
los mártires, es decir, de todo ese ejército de pioneros que han allanado las rutas del
Evangelio, batallando por enseñarle y muriendo por defenderle. En grado mil veces
más intenso que Santa Teresa de Lisieux, ha sentido la Virgen María todas estas
vocaciones en su alma, hallándose siempre muy cerca de estos valientes del Evangelio
en sus luchas apostólicas. María es por excelencia la Virgen guerrera, que guía Ella
misma a los suyos en el combate contra Satanás.

"Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu prole y su prole, la cual te apuntará a la


cabeza, mientras tú apuntarás a su calcañal" (Gen. 3, 15).

En esta mujer que se alza contra la serpiente del Génesis ve la Iglesia a María. María,
en efecto, se yergue ante ella como caudillo y capitana que dirige los combates de Dios
hasta la victoria. Su nombre es terrible como ejército en plan de ataque.

Consideremos con más detención el temple y fortaleza de esta alma, que sobrepasa
toda comparación.

La valentía de la Virgen resplandece desde el primer episodio conocido de su vida, en


el voto de castidad perpetua prometido al Señor. En su época y ambiente no estaba en
uso esta práctica. Por esta razón, el intentado poner en obra requería un esfuerzo poco
común pues era exponerse a la desaprobación de todos sus familiares y chocar de
frente con los usos establecidos. Y, sin embargo María no vaciló un momento en
ofrendar al Señor este sacrificio.

Esta primera indicación sobre la fortaleza de su alma es corroborada por su actitud


ante el arcángel en el momento de la Anunciación. Lo que le propone el enviado de
Dios no está a la medida de las cosas humanas. Le brinda una maternidad virginal que
el Espíritu Santo realizará en Ella, y le pide un consentimiento sin indicarle cómo Ella se
podrá justificar ante los hombres. Respondiendo "sí", tenía conciencia María de hundir
en la mayor congoja a José, a quien amaba como jamás prometida ha amado a su
prometido, pues la santidad no encoge el corazón humano, sino que lo exalta y
ennoblece en todas sus potencias afectivas. María arriesgaba en aquella partida del
juego divino su reputación y, según las costumbres de la época, hasta la propia vida.
Por gloriosa que fuera la invitación, se requería temple de ánimo poco común para
afrontar el riesgo que importaba su fe en lo propuesto por el ángel, con todas las
consecuencias que ello implicaba. Y, con todo, luego que ha comprendido, no vacila un
segundo y exclama: "Hágase en mí según tu palabra". Fue el salto a lo desconocido, la
adhesión sin cálculos ni reservas. Deus providebit, Dios proveerá.

Aún más; aceptando la Virgen Santísima el ser Madre de Dios, sabía que entraba de
lleno en un misterio sangriento de Redención. Conocía los libros santos y había leído
las páginas de Isaías sobre el varón de dolores. Sabía ya antes de la profecía de Simeón
y, sin duda, con una claridad que iba creciendo de día, que quedaba asociada como
ninguna otra creatura a la pasión de su Hijo. Su fiat no es, pues, tan sólo un acto de
abandono confiado en Dios; es también un acto de heroísmo voluntario oculto bajo el
velo de su humanidad.

Cuando Simeón le profetizó que una espada de dolor traspasaría su alma, María recibe
con serenidad esta profecía y aguarda, como un tesoro entre las "cosas que meditaba
en su corazón". Su única preocupación era la de permanecer fiel a la llamada. Del
cómo y el por qué no se preocupa ni pide informaciones. En el dolor se ha mantenido
siempre firme: su alma estaba dispuesta a afrontarlo todo desde el primer momento.
Jamás se plegaba egoístamente sobre sí: su pensamiento iba recto a lo único que le
importaba, la gloria de Dios y el cumplimiento de la divina voluntad. El evangelista
describe, como el hecho más natural, el que María estaba a pie firme junto a la cruz del
Calvario. Allí estaba, en medio de la turba amotinada, mientras los Apóstoles, huidizos,
se escondían, porque debía en aquellos supremos momentos unir su compasión a la
pasión redentora. Con su fe percibía todas las afrentas, ultrajes y crueldades, al tiempo
que con su alma desgarrada, pero inundada de luz, se unía al misterio de salvación que
se consumaba ante sus ojos, no rehuyendo tomar su parte, que era la correspondiente
a la humanidad que aceptaba la redención. La Iglesia ha condenado a quienes se han
atrevido a hablar de espasmos de María, y no aprueba el que los artistas la muestren
en actitud de desmayo o desvanecimiento. Es que María es la mujer fuerte por
excelencia, más sensible, cierto, y más delicada que ninguna otra mujer, pero también
más intrépida y heroica que los mismos mártires. Por eso es su Reina.
Turris eburnea, torre de marfil: la invocamos con este nombre, porque la fortaleza del
alma es un perfil inseparable de la Inmaculada en todas las páginas de la historia.
Nadie ha tenido la entereza de esta mujer fuerte. Nunca en la tierra se vio, si
exceptuamos a Cristo, tanta delicadeza de alma unida a tanto valor y dominio de sí.

No sin fundamento el Manual invita al Legionario a inspirarse en su Reina y a


empaparse de su fortaleza.

"El espíritu de la Legión es el espíritu de María, dice. Las almas legionarias deben
esforzarse particularmente en adquirir... su amor de Dios, valiente y abnegado... La
Legión emprende cualquier empresa, sin excusarse jamás en que es imposible, porque
estima que todo es asequible y permitido el afrontado". Pero recordemos que estamos
aún en el principio del camino de la valentía apostólica.

3.- LA VALENTÍA ANTE LO IMPOSIBLE

La unión con María da a sus soldados una valentía especial ante lo que se juzga:
imposible. Es una tesis muy cara ante la Legión la que afirma la posibilidad de lo
imposible. O de un modo más preciso, a la vez qué pintoresco y atrevido, que "lo
imposible es divisible en un cierto número de pasos que progresivamente van siendo
posibles". ¿Paradoja? Como se quiera, pero paradoja que es realidad vivida. ¿Qué
pretendemos decir con esto? No otra cosa que eliminar con decisión esa inercia
característica ante el trabajo apostólico que se atrinchera detrás de la palabra
"imposible" proclamar resueltamente que el medio más seguro para llevar a buen
término cualquier empresa, considerada imposible, es dar un primer paso - posible- en
dirección de la solución que se pretende. Si no es posible alcanzar de un salto la
cumbre del monte, es siempre "posible" escalar una primera altura, después otra, y así
hasta el risco más inaccesible. Cada posibilidad vencida da acceso a una posibilidad
nueva. Es el triunfo que sigue siempre al divide et impera, dividir para triunfar.
Perogrulladas, dirá alguno.

Tal vez; pero en todo, casi, si esto es una verdad indiscutible, merar para ser voceada.

Veamos algunas pruebas, tomadas de la dura forja de los hechos. Ninguno de los éxitos
espirituales alcanzados por la Legión de Dublín dejó de ser considerado por la voz
común como imposible al intentar llevado a efecto. Limpiar de tanta miseria moral
como infestaba a Bentley Place, madriguera secular del vicio; predicar ejercicios
cerrados a las mujeres de mal vivir; inaugurar retiros para protestantes; transformar a
los "golfos de Morning Star en apóstoles: todo esto fue tachado de locura. Y cuántas
obras apostólicas emprendidas aquí!; y acullá fueron del mismo modo juzgadas. Pasa
con estas imposibilidades como con los picos de los Alpes: de lejos aparecen
inaccesibles. Pero un buen día un alpinista decidido escala la primera roca, después la
segunda, luego la tercera y finalmente... la última. No es preciso entrever desde el
primer paso que se da cómo se podrá intentar dar el segundo, aún menos qué hacer
para llegar al término. Lo único que de veras precisamos es creer que Dios nos confía la
iniciativa del primer paso y que corre a cargo suyo el resto hasta la etapa final.

Tenemos una tendencia natural a calificar tal empresa de insuperable y a decretar que
lo otro es un caso desesperado. ¿Y qué sabemos nosotros? Cuántas veces Dios se
complace en enredar nuestros cálculos y en confundir nuestros temores.

La victoriosa empresa de Cristo llega hasta las almas más recias y rebeldes, y la
historia de la caída fulminante en el camino de Damasco es de todos los tiempos. No
acabaríamos si Intentásemos tan sólo citar algunas de las intervenciones
sorprendentes de la divina Misericordia. Dios está al acecho y su amor, infinitamente
ingenioso y tenaz, cae sobre los corazones más endurecidos como el águila sobre su
presa. ¿Cómo conocer entonces que hemos hecho lo "bastante" por un alma? ¿Y qué
título podremos alegar para medir y juzgar la paciencia de Dios? Observad de cerca y
notaréis que buen número de "imposibilidades"' pasan a ser bellos posibles y también
realidades. Por otra parte, ¿Con qué derecho se tachan del Evangelio las palabras en
las que Cristo afirma que "a Dios todo es posible"? Es de nosotros el hacer el primer
ensayo que, poco a poco y paso a paso, Dios nos ayudará a franquear el umbral de lo
imposible y entrar en la tierra prometida a nuestra fe.

Esta valentía, espiritual es rara, concedámoslo, pero de imperiosa necesidad. En este


terreno Dios no juzga como nosotros. Nos sentimos llenos de admiración hacia San
Pedro, que camina sobre las aguas al encuentro de su Maestro. Y, sin embargo, Jesús le
acoge con estas palabras: "¿Por qué has dudado, hombre de poca fe?" Quizá nos
acusamos muy raramente de flaqueza en nuestra fe. Sin embargo, sería un buen
examen de conciencia, que podría revelarnos muy útiles sorpresas. ¡Qué progresos
veríamos en nuestros cristianos si se acusasen y humillasen con frecuencia de su fe
raquítica y repitiesen "ellos de nuevo la palabra del ciego del Evangelio: "Señor, creo;
pero ayúdame en mi incredulidad".

¿Se quiere una aplicación inmediata de este principio? Examinemos nuestra actitud
ante el problema de la vuelta de las masas a Dios y a su Iglesia. ¿Creemos en firme,
que este retorno es posible o no es para nosotros más que sueño o quizá un slogan del
momento, sobre el que hablamos y discutimos pero sin convencimiento alguno
personal sobre su posible solución? Hay una suerte de pesimismo en materia de
apostolado, que implica incredulidad y desconfianza respecto de Dios. Hay prudencias
muy cómodas, aunque, por desgracia, demasiado extendidas, que son la antítesis de lo
mandado por Jesús. Hay ocasiones en que el amilanarse y descorazonarse es peor que
la misma apostasía, porque aclimatan en las almas el derrotismo, en lugar de echarlo
de encima con un gesto de intrepidez. ¡Infeliz del desaconsejado que arranque del
corazón animoso la valentía de creer aún hoy en el Evangelio y de entrar con pie firme
y seguro por sus puertas!

La Legión pretende inmunizar a sus miembros contra toda cobardía más o menos
inconsciente. Les muestra la masa neo-pagana que se agita en nuestras ciudades y les
dice que, si se emprendiese con decisión la obra de su conversión -si cada católico
tuviera un alma de apóstol-, sería "posible", al primer esfuerzo, lealmente realizado,
llevar aún cinco por ciento de esa masa descristianizada a redescubrir en sí mismo su
cristianismo abandonado.

¿Y cómo esta primera sacudida victoriosa no había de abrir la puerta a otra y así
sucesivamente? Retroceder ante la empresa, bajo pretexto de que es inmensa,
inabordable, ¿no es desconocer esa "divisibilidad del imposible" de la que hemos
hablado?

A veces, con todo, confesémoslo, no se ve el modo de iniciar el ataque. ¿Qué hacer


entonces? Cualquier cosa menos cruzarse de brazos, responde la Legión. Si no veis
nada, probad siquiera un gesto y un esfuerzo hacia la meta propuesta y deseada, pero
nunca os quedéis inactivos. Es lo que la Legión llama con mucho agrado "la acción
simbólica". Tal fue la ofrenda del joven del Evangelio que aportó al Maestro cinco panes
de cebada y dos peces. ¿Cómo alimentar con tan exigua provisión a toda una multitud?
Acción simbólica, gesto y esfuerzo sin proporción con el fin que se intenta; pero es lo
único que Dios espera de nuestra parte, para hacer intervenir su Omnipotencia.
Magnífico acto de fe por el que damos a Dios lo poco que podemos y le invitamos, y
como le forzamos, a socorrer nuestra debilidad e impotencia. Añadamos que del lado
humano este acto de fe acrecienta las fuerzas psicológicas del alma.

La acción simbólica recalca de modo práctico la necesidad de actuar. Si nos paramos,


nada se resolverá por "sí mismo. Ya en el mero orden de las cosas humanas, se vencen
los obstáculos si se comienza por realizar un esfuerzo voluntario. "Where there's a will,
there's a way", "donde hay un querer hay siempre una salida". En efecto; como la
acción inútil no contenta al espíritu humano, éste, se hará más inventivo y concluirá
probablemente por dar con la salida deseada.

Por el contrario, si nos dejamos dominar por la impresión de impotencia, como el


alpinista que juzga inaccesible el macizo que se disponía a escalar, no daremos un
paso, y mascaremos de antemano la derrota, con la agravante de que nuestra moral
decaerá a cada nuevo descalabro, alejándose por lo mismo más y más el día de la
victoria. Pero si actúo y me muevo, entonces mi alma conserva su disponibilidad y está
apta para la lucha, presta siempre a aprovecharse de la menor contingencia favorable
que le puedan brindar las circunstancias.

Cuando en la guerra de Secesión, el almirante Dupont explica al almirante Farragut por


qué no había podido entrar en el puerto de Charleston con su flota de guerra, le
responde Farragut, después de haber escuchado su relato hasta el final:
- Dupont, aún le queda por exponer la razón principal
-¿Cuál es?
- Que no habéis creído poder hacerla. Esta historia es de todos los tiempos.

"Una capitulación, afirmaba Peguy, es, en sustancia, una operación en la que se


comienza a explicar en vez de actuar. Y siempre los cobardes han sido gente de
muchas explicaciones".

El esfuerzo, aun si se juzga ineficaz, nos ayuda a creer con fe actual y concreta. Y si al
hacer este esfuerzo, que tiene su función, característica en "el orden sobrenatural, nos
unimos a María, "la primera en creer lo imposible", ello conduce, más a menudo de lo
que se piensa, a sucesos verdaderamente inesperados.

En esta escuela lo imposible poco a poco va replegando sus fronteras y termina por
desvanecerse, como la noche a la venida de la aurora.
Siempre, con todo, la Legión encontrará misiones difíciles que suscitarán sus
preferencias. Irá por elección y como por instinto hacia la tarea dura e ingrata, hacia
aquella de la que todos huyen. "No hay bajo fondo de corrupción donde la Legión no
deba descender en busca de la oveja perdida", dice el Manual. Y da por respuesta a
todos los temores vanos e injustificados, que es necesario el que alguien asuma esta
tarea, y que nada vale tanto como un ideal de valentía apostólica que recuerda un
poco el heroísmo del Coliseo.

"El Coliseo, añade, quizá no, sea más que vana palabra para nuestros fríos calculadores
modernos. Mas también se calculaba en el Coliseo: numerosos cristianos, llenos de
gracia y de candor -ni más fuertes ni más débiles que los Legionarios de María- se
preguntaban a sí mismos: "¿A qué precio daré yo mi alma?"

Estos textos y otros parecidos adquieren sentido pleno para quien conoce la historia
vivida por la Legión. El ejemplo de Edel Quinn, gravemente atacada por la enfermedad
y que, no obstante, parte para África a llevar la Legión a las misiones, muriendo allí en
Nairobi, en el corazón del África, después de ocho años de esfuerzos sobrehumanos,
bastaría aprobar que las palabras del Manual han encontrado eco en almas
contemporáneas.

4.- LA VALENTÍA Y EL HEROÍSMO LATENTES

Aún hoy día el heroísmo, a Dios gracias, no es un ideal inaccesible. A diario tenemos
ante la vida cristianos que están dispuestos a amar a Dios hasta el sacrificio último. La
Legión busca el modo de aumentar su número y ella misma quiere ser prueba y
demostración.

Por otra parte, debemos confesar que el mundo nos ofrece un espectáculo de heroísmo
más frecuente de lo que parece. Si se hunde una mina en una explosión de grisú, si un
alud sepulta a una patrulla de alpinistas, si cae un avión en el desierto, si se encalla un
navío, al instante se da la voz de alarma en todas las direcciones y por todos! los
medios. Unos momentos después ya se cuenta con voluntarios para la noble empresa
de salvar a los infortunados y desvalidos. No se puede abandonar a los camaradas en
peligro, se dicen. Y el equipo seleccionado parte al lugar del siniestro, trémulo de
espanto: porque se imagina los cuerpos torturados al oír los gritos de los infelices en la
oscuridad de la noche. Los valientes que en estas circunstancias afrontan los peligros
tienen un corazón humano. Por eso les es imposible permanecer inertes. Esto es muy
bello, sin duda, Son heroísmos que honran al hombre de hoy y hacen concebir de él
grandes esperanzas. Mas, ¿se piensa igualmente de las almas en peligro? Para
salvarlas, la Legión quiere formar y multiplicar sus equipos salvavidas; "¿Qué le
importa al hombre ganar todo el mundo, si al fin pierde su alma?" Estas palabras son
meditadas por la Legión, se las valora o, mejor, ellas valoran todo lo demás. Son ellas
la mejor escuela del heroísmo sobrenatural.

Hay momentos en que la heroicidad, latente en el hombre, se manifiesta de súbito. Por


ejemplo, al toque de alarma. Cuando estalla la guerra, el hombre de la calle deja de
juzgar las cosas según sus medidas convencionales. Comprende entonces de un modo
intuitivo el riesgo de la vida y la proporción que guardan las cosas entre sí. Y a menudo
acaece que el burgués tranquilo, el burócrata anquilosado en su bufete, rebosante de
confort, se revela un valiente en las trincheras. Entonces las ficciones se desvanecen,
las palabras suenan vanas, las preocupaciones de la víspera se las juzga fútiles u
odiosas. El peligro hace florecer las almas. Para el bien, como por desgracia, también
para el mal. Pero en todo caso, es innegable que el peligro ha rejuvenecido los espíritus
y ha suscitado hombres nuevos.

Ahora bien; ,se da una guerra fría en el mundo de las almas. Cada día asistimos al
espectáculo de hundimientos y naufragios espirituales. ¿A qué esperamos para
llevarles el necesario socorro? ¿Las ocasiones? Por desgracia abundan. ¿La llamada?
Recordamos que hay angustias mudas más elocuentes que los gritos más
desgarradores. ¿Es preciso, por ventura, que el herido que yace sin conocimiento en
medio de la carretera, se levante a pedir auxilio, para que el viajero se detenga ante él
y procure socorrerle? ¿Conocéis la queja que un socialista austriaco, convertido poco al
cristianismo, publicó en forma de carta: "Offener Brief eines Jungen Socialisten" ("Carta
abierta de un joven socialista")? He aquí, en sustancia, su contenido: "He vuelto a
encontrar a Cristo a la edad de veintiocho años. Pienso que los años que han precedido
a este encuentro han sido para mí años perdidos. ¿Pero se puede imputar a mí sólo
esta pérdida? Escuchad: nadie jamás me ha pedido que me interese por el cristianismo.

"He tenido amigos y relaciones íntimas con cristianos prácticos, que tenían conciencia
plena de todo esto que aporta la religión a la vida humana...

"Mas ninguno me ha hablado nunca de su fe

"Sin embargo, sabían que yo no era ni un aventurero, ni un libertino, ni un burlón que


se hace temer por sus sarcasmos. Yo era, simplemente, uno de esos millares, de esos
millones de jóvenes, que ni son buenos ni malos, pero que tienen del cristianismo una
impresión muy vaga, superficial, errónea...

"¿Sabéis por qué he debido esperar tan largo tiempo para descubrir la verdad?

"Porque la mayor parte de los que creen son demasiado indiferentes, demasiado
atados a sus comodidades, demasiado perezosos. Ninguno de ellos se preocupa del
alma de su prójimo... "

¡Que Dios perdone nuestros pecados de omisión, nuestros silencios cobardes, nuestro
crimen de no amar!

Cuando el mundo tiene hambre y sed de Dios -de este Dios desconocido al que busca a
tientas- no es la hora de replegarse a una práctica religiosa rutinaria, a una vida
cristiana preocupada tan sólo de sí misma. Al contrario; llega el momento en que todo
cristiano debe pregonar desde los tejados el mensaje evangélico. A la mente nos
vienen aquellas quejas tan motivadas de S.E. Mr. Ancel: "A menudo se objeta: es que
no se les puede hablar de Cristo... no se prestan a escuchar. Pudiera ser verdad en
alguna ocasión, pero con más frecuencia somos nosotros quienes no nos prestamos".
En este mundo actual se necesita más que nunca un catolicismo fuerte, valiente y
atento a la inmensa miseria moral que nos rodea por doquier. Por ello la Legión de
María expresa su devoción mariana en términos militares. El vexillum es el heredero del
estandarte romano, para recordarnos esta virtud moral: la valentía. Tomándole en la
mano en el acto de hacer la promesa, se sella un tratado de alianza entre el Legionario
y María, la Reina de las batallas.

"Me presento a Ti como soldado suyo e hijo suyo"

Estas palabras son toque de llamada a un amor que no ceja y que sabe permanecer fiel
hasta la muerte.

CAPÍTULO VI
LA HUMILDAD Y LA FORTALEZA APOSTÓLICA

"Y DESDE ESE ÚNICO CORAZÓN


VUELVE ELLA A DECIR
LO QUE DIJO ENTONCES: "HE AQUÍ LA ESCLAVA
DEL SEÑOR";
Y OTRA VEZ VIENES TÚ POR MEDIO DE ELLA PARA HACER
GRANDES COSAS.
CÚBRAME TU PODER,
Y VEN A MI ALMA CON FUEGO Y AMOR,
Y HAZLA UNA CON EL AMOR DE MARÍA
Y LA VOLUNTAD DE MARÍA
DE SALVAR AL MUNDO".

I.- LA HUMILDAD DE MARÍA

"He aquí la esclava del Señor"

Dicho admirable, espejo fiel del alma de María: en él se transparenta su humildad


límpida, sin vaho alguno de soberbia, mientras sale al encuentro de las prevenciones
divinas, que llega a conocer por la proposición inaudita del ángel.

Ni un momento de exaltación.

Ni una mirada de complacencia sobre sí.

El alma de María vuela hacia Dios como flecha disparada.

María es pura transparencia y claridad.

María tiene un alma de cristal en la que reverberan fielmente en dirección hacia Dios
todos los rayos que emanen de la Faz divina.

Ante Dios, María se siente pura nada.


Ella no es más que una pobre creatura: depende enteramente de Dios, que no permite
caiga de nuevo en la nada. A Ella le place reconocerlo, abismándose más y más en su
humildad profunda. ¿No le viene, acaso, su riqueza de una participación mayor y más
abundante de la inmensa munificencia del Creador? En realidad de verdad, ¿no es Ella
tan creatura como cualquiera otra de este mundo? He aquí cuál es la confesión de esta
alma en el momento de la dicha; he aquí el grito de aquel corazón al entregarse al
Divino Espíritu.

Respexit humilitatem ancillae suae, cantará Ella unos días más tarde en su Magníficat.
En verdad, miró Dios la pequeñez de su sierva y se dignó preferir a la creatura que
sobre la tierra tenía más conciencia de su nada. María ha sido el abismo más profundo
de humildad que jamás se presentó a las miradas divinas. Por eso Dios se desbordó en
Ella con el torrente de sus gracias. María aceptaba su nada. Pero vacía de sí misma, era
en cambio inundada de la plenitud de Dios, como copa de festín que se desborda. Ave
gratia plena.

Pero es que ni siquiera podría enorgullecerse por la experiencia que tenía de su


dependencia total, de su receptividad continua, de la gratitud indiscutible del Amor
que, si de una parte la urgía, de otra la colmaba.

Hay en el orden sobrenatural abismos tales de gracias que hacen sea imposible un
mínimo acto de orgullo.

Se cuenta en la vida de la bienaventurada Ángela de Foligno que el Espíritu Santo le


dijo un día:
- Yo haré por ti tales cosas que serán vistas y admiradas de pueblos y naciones. En ti Yo
seré conocido y glorificado.

La santa, temblando por estas palabras, exclamó:


- Si fuerais verdaderamente el Espíritu Santo, no pronunciaríais esas palabras tan
peligrosas para mi humildad, pues me pueden llevar fácilmente al orgullo.
- Pues bien, replicó el divino Espíritu; ensaya a ver si puedes sentir el más ligero
movimiento de orgullo...

Entonces, prosigue la santa, yo hacía esfuerzos por suscitar en mí sentimientos de


vanidad y complacencia, verificando de esta suerte si la voz me había dicho la
verdad... Pero he aquí que en aquel mismo momento todas mis maldades me venían a
la memoria; no veía en mí más que pecados y vicios, sintiendo en mi alma una
humildad como nunca hasta entonces la había tenido.

Esta mirada al alma de Ángela de Foligno, nos permite entrever lo que pasaría en la
Virgen Santa. Lo que en otros ha sido gracia pasajera, constituye el fondo mismo del
alma de María; era su respiración, su manera habitual de reconocer que Dios lo es todo
y que Ella era nada en su divina presencia. No era cierto la conciencia del pecado, sino
la vivencia sentida de su nada, lo que hundía a la Inmaculada Virgen en su humildad
singular y única.
2.- LA HUMILDAD DE LA LEGIÓN DE MARÍA

La Legión de María, que hace profesión de seguirla, debe ante todo imitarla en esta
virtud mariana por excelencia.

"Sin humildad -la virtud característica de María- no puede hacer rasgo de semejanza
con María y, en consecuencia, tampoco unión. La unión con María es la condición
indispensable -la raíz y fundamento- de toda acción legionaria; luego si falta la tierra de
la humildad, ¿dónde conseguir que fructifique esta unión? La Legión sin humildad es la
Legión sin mando, sin armas, sin vida" (Manual).

Es preciso, pues, que entremos resueltamente por este camino de humildad, si


queremos también nosotros ponemos en manos del Espíritu divino y dejarle actuar a
través nuestro. Ello es de todo punto necesario, para que Dios encuentre en nosotros
almas dispuestas en pleno acorde con sus potentes designios. La humildad es quien
despeja la ruta y va quitando los obstáculos al paso de Dios y a su acción misteriosa en
las almas, porque Dios no quiere que su operación sea turbada o desviada por nuestros
caprichosos quereres, tan tortuosos en ocasiones, como nacidos de nuestro amor
propio. Dios quiere proseguir su camino sin traba alguna y desplegar su virtud y su
poder sin que el instrumento que ha seleccionado comprometa, ni por un instante, su
obra. Dios no gusta del equívoco: aunque a través de nosotros quiere darse Él solo de
un modo exclusivo. Desde el momento en que siente que el instrumento se satisface
en alguna complacencia secreta, volviendo su mirada hacia sí la ductilidad cesa y la
corriente se interrumpe. Dios es celoso de su gloria, no precisamente porque necesite
de la que nosotros le podamos dar, sino más bien porque nos ama y porque sabe
cuánta sea la necesidad que de Él tenemos. Deus quaerit gloriam suam non propter se,
sed propter nos, ha podido escribir Santo Tomás. Nada debe interponerse entre
nosotros y su amor, para no embarazar a su liberalidad infinita.

Y no solamente no debemos oponerle la vanidad altanera de nuestras suficiencias, sino


que debemos aceptar humildemente todo lo que sus designios tienen de imprevisible y
desconcertante. Se le espera quizá en un cruce y he aquí que nos alcanza a lo largo del
camino. Habla y no se reconoce su voz; pero en el preciso momento en que se aleja, su
presencia brilla ante los asombrados discípulos de Emaús. Se mezcla entre nosotros y,
sin embargo, sigue su ruta propia. Si nos abandona, es para mejor encontrarnos. Si
calla, es para hablarnos con más insistencia. Si envía la prueba, es para mimarnos con
más cariño. Si nos sonríe, es que prepara la cruz para muy presto.

¡Dios imprevisible, Dios sorprendente! ¡Cómo nos recuerda continuamente que quiere
tener las manos libres y jugar a placer con sus instrumentos, que son nada fuera de
sus divinas manos!

Convenzámonos que a Dios no se le encuentra fuera del camino real de la humildad y


que no se entrega sino a los que se anonadan en su divina presencia. Aun el hombre se
cierra, cuando choca con el orgullo de otro; y, al contrario, se abre como florecita de
primavera al sentirse en presencia de un alma sencilla y vaciada de sí misma. Porque
el hombre en este vacío discierne una plenitud de gracia que es la misma de Dios. Es
ésta una constatación de capital importancia para el Legionario de María, llamado a
tomar contacto en cada momento con hermanos que no le conocen.

Si se anonada para dejar transparentar a Dios, una virtud especial saldrá de él.
Entonces lo que las discusiones mejor fundamentadas o los reproches más justamente
merecidos no consiguieron jamás, lo conseguirá muy a menudo una palabra fraternal y
amiga. Ahora se comprenderá el motivo de por qué en el sistema de vida espiritual de
la Legión de María se da tanta importancia a esta virtud fundamental.

Dos ocasiones hay en la vida legionaria en las que especialmente se pone a prueba la
virtud de la humildad: cuando se entra en la Legión y cuando se acepta el profesada de
una manera definitiva.

En un principio, y ante el umbral de acceso, se le pide al candidato que acepte con


simplicidad de niño todo el conjunto de sus exigencias. Es muy normal que talo tal
punto choque y suscite alguna discusión. La Legión lo sabe y se alegra, no
precisamente por el choque mismo, sino porque provoca en el alma una actitud de
docilidad, a la que invita y predispone. Peligroso sería venir a ella con espíritu
reformador y con ánimos de abrir brecha en cada sílaba de su código. Nos
asfixiaríamos hoy día entre tantos como tienen ideas personalísimas y renovadoras y
con demasiada razón se ha podido hablar "de una plaga de iniciativas". La Legión no
necesita de tales sujetos; busca, sí, humildad sin reticencias y adhesión sin
condiciones. Aquí late uno de los secretos de su fuerza.

Una vez, sin embargo, que se ha tomado la decisión de ingresar libremente, es preciso
saberse mantener en el puesto debido, pues la Legión actúa siempre con juego muy
cerrado, imponiendo a sus miembros una disciplina muy severa. Esta disciplina,
además de los méritos que lleva consigo por la virtud de obediencia que implica, es al
mismo tiempo fuente perenne de humildad. Aceptar la tarea prefijada y cumplida
fielmente, dar cuenta de su trabajo ante las miradas de todos, volver al puesto de fila
en el momento del relevo después de tres o seis años en función de dirigente... nada
de todo esto halaga al amor propio.
Muy al contrario; constituye todo ello una preciosa escuela para aprender a olvidarse
de sí mismo.

Mas no es esto todo. La humildad personal es indispensable, sin duda alguna; pero
queda aún por practicar un deber de renunciamiento muy desconocido, que
pudiéramos llamar humildad de cuerpo, por oposición al espíritu de cuerpo tan
acentuado en nuestros días. Su Santidad Pío XII, en un discurso a los hombres de la
Acción Católica Italiana el 7 de septiembre de 1947, hizo una llamada apremiante a
esta forma de olvido de sí: "Sed generosos de corazón. Siempre que os encontréis con
la causa de Cristo o de la Iglesia, una buena voluntad o una inteligente sabiduría, no
les pongáis obstáculos, sino manteneros en términos amistosos con ellos y anudados
siempre que os sea posible. Las necesidades que tiene que hacer frente la Iglesia en
los tiempos actuales son tan numerosas y urgentes que todas las manos que ofrezcan
su generosa cooperación serán bien recibidas" (g).

Se puede ser humilde con relación a la propia persona y no sedo con relación al grupo
a que se pertenece. Por desgracia, este defecto no es hoy día raro, siendo el origen y
fundamento de esos totalitarismos que se ignoran mutuamente y de esas típicas
variedades de imperialismos espirituales.

La Legión prefiere, aun como cuerpo, estar al servicio de todos. No pretende ser una
obra más al lado de las otras; querría más bien ser una obra al servicio de todas las
otras obras que buscan la gloria de Dios. Por ello ama servir a todos, como María a su
prima Isabel, sin otro afán que ofrecer su oportuna colaboración para dar el último o el
primer toque de mano. Y esto sin ruido, sin reclamo, sin esperar recompensa: como
quien no hace nada y la cosa va de sí. Esta predilección a la oscuridad y al trabajo
silencioso impulsa a la Legión a dedicarse preferentemente a los pobres y
desgraciados, a los casos perdidos, a la tarea sin gloria y a la misión penosa y difícil.
Esta predilección forma parte integrante de su devoción a María.

Es esto lo que expresan las palabras de la Promesa, cuando dice: "Y de este único
corazón vuelve Ella a decir aquel su antiguo decir: "He aquí la esclava del Señor".

3.- LA FORTALEZA, VIRTUD DE LOS HUMILDES


"Y otra vez vienes a Ella para hacer por Ella grandes cosas".

Sin transición la humildad da paso a la fortaleza serena. Una vez reconocida y


confesada la debilidad del instrumento, la Legión sabe, como San Pablo, que esta
debilidad es su fortaleza y que Dios crea a partir de la nada.

La humildad inicial que acepta el "sin Mí nada podéis hacer", termina en una confianza
final que se apoya sobre esta otra certeza: "Conmigo lo podéis todo".

Ved por qué después de repetir con María: "He aquí la esclava del Señor", la Promesa
añade:
"Y otra vez vienes a Ella para hacer por Ella grandes cosas".

Que la potencia del Espíritu Santo nos cubra con su sombra y que venga a nosotros
para traer el fuego y el amor. Inmediatamente veremos cómo grandes cosas surgen
por doquier, dignas del grande amor que Dios tiene al mundo.

Sólo los humildes tienen verdadera fortaleza. Porque no confiando en sí mismos, se


sienten con derecho a esperarlo todo de Dios. Las grandes cosas, la gran hazaña que la
Legión espera realizar por medio del Espíritu Santo, que sigue operando en María, es ni
más ni menos el retorno a Dios de las ingentes masas paganas o descristianizadas.

La Legión espera este retorno de las multitudes al redil, retorno con tanta ilusión
deseado por León XIII e incansablemente perseguido por sus sucesores como el fin más
apetecible del apostolado.

Misereor super turbam, tengo piedad de las gentes que me siguen, decía Jesús. Y
cuando estas gentes, que eran multitud, le hubieron seguido al desierto, como no
tenían de qué sustentarse, los Apóstoles indicaron al Divino Maestro que las
despachase, para poder proveer en las villas circunvecinas. Jesús, por el contrario, no
miraba la cuestión del mismo modo: "Dadles vosotros mismos de comer", les dice.
Los Apóstoles sobrecogidos objetan, hacen cálculos...

Por obedecer al Maestro, buscan lo que pudiera haber y dan con el muchacho que les
ofrece cinco panes y dos peces. Don sin proporción alguna para saciar una multitud,
ofrenda irrisoria, pero ofrenda que Jesús acepta y bendice para saciar con ella a todo
aquel pueblo que le seguía.

También la Legión de María tiene obsesión por las multitudes. Sabe que no puede
enviadas con las manos vacías, pues irán a saciar su sed en falsos profetas y sabe
asimismo que las almas no encontrarán manjar espiritual para el pensamiento y el
corazón en las "villas" de nuestros pseudomísticos contemporáneos.

La Legión ha oído la palabra imperativa de Jesús: "Dadles vosotros de comer".

Y ella -sin objeciones y sin calcular el éxito- se ofrece como el muchacho del Evangelio
con su canastilla de panes y de peces, es decir, con sus oraciones, con sus giras
semanales y su disciplina y confianza sin límites. A la Legión le basta con saber que
Jesús ha dejado caer sobre estas pobres cosas humanas su bendición omnipotente.

Y las canastillas ya se apilan en montón.

El secreto de su apostolado en las masas es una convicción, al parecer muy simple. La


Legión piensa al actuar que la masa se descompone en individuos. Que un millón de
hombres hacen en total un millón de almas personales e irreductibles, un millón de
mundos. Y que es preciso irse acercando a cada una, como los Apóstoles distribuyeron
el pan milagroso a cada mano que se tendía hacia ellos. Una a una, sin prisa febril,
porque cada alma inmortal vale por un mundo y se precisa de mucho respeto para
penetrar en cada una de ellas como en un santuario. Una a una, porque no se
espiritualiza en masa y a granel; porque cada cual es un "caso" y tiene su problema
personal; porque cada alma ha costado toda la sangre de un Dios Redentor. Y decimos
toda la sangre y no tan sólo una gota, pese a la frase de Pascal, ya de suyo
emocionante, cuando hacía decir a Cristo: "Yo he derramado por ti tal gota de mi
sangre". En su magnánima grandeza la expresión no dice lo bastante. Dios ha amado a
cada uno de nosotros como si fuera solo en el mundo y ha derramado sólo por él toda
la sangre que ha dado por nuestro rescate. Dilexit me et tradidit semetipsum pro me.
Me amó y se entregó a la muerte por mí (San Pablo a los Gálatas, Cap. II, v. 20).

El Legionario deduce de todo esto que debe acercarse a cada alma con un respeto,
diríamos, infinito; hic locus sanctus est, este lugar es santo. Y cuanto más el Legionario
trabaja en María y con María, tanto más tratará a las almas como copones vivientes y
consagrados, que evocan la presencia augusta de Dios. No obstante, el Legionario
tiene obsesión por la masa, piensa siempre en ella, aun en el momento del coloquio
personal, cuando habla a los dos oídos que tiene delante y se fija en los dos ojos que le
miran de hito en hito.

No hay duda que se hacen imprescindibles ciertas medidas institucionales para


ponerse en contacto con la masa, y hay técnicas indispensables para crear un
ambiente sano o purificar un medio perverso, para hacer el aire respirable o sanear las
pútridas marismas Pontinas. Cuando se declara una epidemia, se imponen medidas
preventivas y curativas. Pero nunca el mal se llegará a curar, mientras los médicos,
hasta con peligro de su vida, no acepten la heroica tarea de tratar individualmente, uno
a uno, a los apestados.

No hay duda, añadimos, que es indispensable y urgente utilizar todos los poderes que
crea la opinión: prensa, radio, cine, para influenciar las masas, entregadas casi sin
defensa al influjo de estos agentes, tantas veces nefasto. El Legionario prestará con mil
amores su concurso a esta obra de salvación pública. Mas seguirá con el
convencimiento de que, yendo de puerta en puerta, de alma en alma, cumple una
misión que nunca dejará de ser indispensable y salvadora. Sabe que esta tarea está
sobre sus fuerzas; pero la humildad engendra en él una confianza sin límites. Por eso
se atreve a pedir:
"Y hazlo con el amor de María y el querer de María para salvar al mundo".

Se dirigirá, pues, a las almas como María. Mirando al mundo entero, pero inclinándose
sobre cada hombre como si fuera único en el mundo. Exactamente como la buena
madre de familia, que no alimenta en bloque a sus pequeños, sino que los va nutriendo
uno a uno de su propia sustancia; que ama a cada uno con amor único y sin embargo
universal; que ama preferentemente al enclenque o enfermizo, pero que es toda para
todos. La madre es un milagro de amor individual y colectivo, una donación siempre
diferente y siempre idéntica. ¿Y no es el amor materno, tanto por su profundidad
individual como en su expansión por la que multiplica el don de sí sin empobrecerse, la
más pura imagen del amor de Dios en esta tierra de pecado?

4.- LA FORTALEZA Y LA CONVERSIÓN DE LAS MASAS

Misereor super turbam

Nunca más actual que ante el mundo de hoy este grito de compasión y angustia.
Hemos dejado que los hombres se tornen masas y que la personalidad humana haya
quedado absorbida en la multitud como gota de agua en el mar. La masa nos roba la
persona, y lo que es peor, nos impide el acceso a la misma. Y esta masa no se halla
lejos; la forman las multitudes que como enjambres nos rodean a la salida de las
oficinas y de las fábricas, las multitudes que se hacinan en las salas de espectáculos,
las multitudes anónimas, sin relieve ni característica, con las que nos cruzamos en la
calle.

Y estas masas, aunque hayan alcanzado cierto nivel de cultura profana, saben menos
que analfabetos en lo que toca al problema de su destino eterno. ¿Cómo llegar a ellas?
Porque recordemos que ninguno de esos hombres que son multitud tiene un alma de
recambio, por otra parte es preciso salvarlos a corto plazo. Imposible, sin embargo,
poder llegar por procedimientos "estilo masa". Quizá de esta suerte se logre hipnotizar
y galvanizar a las multitudes con la propaganda; mas no se podrá obtener que el
hombre torne a sí, a su interior y devolverle de esta suerte su alma perdida.

Por eso la Legión de María aspira a transformar en personas responsables estas masas
amorfas, estableciendo con cada una de ellas un contacto personal e íntimo,
indispensable y libertador. Su técnica apostólica mira a desarticular estas masas cuyos
miembros han huido de sí mismos. De aquí las innumerables visitas a domicilio que
practica casa por casa, semana por semana, largos años, si es preciso. De aquí ciertas
iniciativas más especiales como las bibliotecas circulantes en plazuelas concurridas, los
piquetes de guardia que se relevan delante de ciertos centros peligrosos para la fe o
para las buenas costumbres. La Legión se ingenia para mirar a las masas humanas con
la mirada de María que conoce a sus hijos uno a uno y los llama por su nombre y
apellido. ¡Necesidad inmensa, desmesurada para nuestras fuerzas, pero muy digna de
los servidores de la Virgen fuerte y pura!

¡Oh!; sin duda que nosotros no podremos llegar hasta todas las almas ni llevarles en
persona el mensaje de Cristo. Nuestras jornadas de trabajo no tienen más de
veinticuatro horas y nuestro campo de acción es necesariamente muy limitado. A veces
se oye decir: "Dadnos santos y el mundo se salvará". La verdad, con todo, no es tan
simple: Los santos salvarán aquellas almas que en los planes de Dios estén ligadas a la
suya, salvarán a las que tengan la misión de salvar. Cada uno de nosotros no tiene
obligación de salvar a todo el género humano; pero cada cual es responsable de las
almas que la voluntad de Dios ha confiado a sus desvelos. Este número varía. Pudiera
ser que tan sólo un alma me confiará Dios. Pero también es muy posible haya
dispuesto que debo salvar diez mil, o más aún, como Santa Teresa del Niño Jesús, que
encerrada entre las cuatro paredes de su monasterio, estuvo sin embargo ligada a la
salvación de un millón de almas. El número importa muy poco y los modos y maneras
de cooperar a la Redención varían según las vocaciones. No obstante, cada cual tiene
su puesto irreemplazable en esta faena de recolección espiritual y, si se quiere que el
mundo entero sea salvo, debe cada bautizado responder del número de almas que el
Señor le ha confiado.

La Iglesia no sabe de cristianos "irresponsables", Si, pues, Dios por mi medio quiere
salvar tal y tal alma, yo no me puedo desentender. Ahora bien; es innegable que Dios
en muchas ocasiones desea servirse de mí como de' intermediario y está como
impaciente por comunicarse. ¿Cuándo comprenderemos de veras las palabras del
Señor a Santa Ángela de Foligno: "No es un mero entretenimiento mi amo!"? No es
Dios quien desea demora en la salvación de las almas, pues no es la lentitud ley de su
divina Providencia. Por el contrario: es el pecado del hombre quien pone trabas a la
obra de Dios. La lentitud y la desgana son hijas de nuestros desfallecimientos. ¿No
vemos a Dios a lo largo del Viejo Testamento lamentarse muchas veces de los
obstáculos que la malicia de los hombres levanta como barreras en los caminos de ')u
misericordia? Sin el pecado original nuestros primeros padres hubieran transmitido a su
descendencia la vida sobrenatural. En el pensamiento de Dios los hombres debían
nacer santos. El pecado trastocó el plan de Dios; pero no anuló su ternura de Padre.
Hoy día, lo mismo que al principio de los tiempos, Dios sigue queriendo la salvación de
los hombres. Y lo quiere con las santas impaciencias del Amor.

Mas Dios quiere al mismo tiempo que normalmente el hombre se salve por medio de su
hermano. He aquí por qué, en el caso en que yo fuera el único cristiano del mundo,
tendría la gracia de la salvación para toda la raza humana, pues concentraría en mí
todo el amor salvífico de Dios.
La fe en este amor tenaz, impaciente e infatigable, es la razón de la insistencia y de la
perseverancia apostólica de la Legión.

De ahí también el que haga un llamamiento a todos los hombres de buena voluntad
que deseen colaborar en la tarea. Esta movilización del laicado católico la Legión lo ha
planeado en escala muy amplia. ¿Por afán de originalidad? En ninguna manera, sino
porque ve en esta forma de apostolado una respuesta y un respeto a las exigencias
fundamentales del cristianismo normal. La misión de ser apóstoles, repetirá la Legión
siguiendo a los Sumos Pontífices, no es facultativa: es de obligación. Nadie fue
bautizado o confirmado para su exclusivo provecho. La suerte de nuestros hermanos
está ligada en los planes de Dios a la nuestra. Si se pide a cada miembro de la Legión
que consagre "ex profeso" algunas horas por semana al apostolado, con ello se precisa
tan sólo una obligación que ya preexistía. Pero habrá un mínimum, se dirá, para gentes
muy ocupadas, que no tienen tiempo que perder. Recordamos, por respuesta, que son
precisamente las que pueden disponer a sus anchas de las veinticuatro horas de la
jornada las que nunca tienen tiempo para hacer algo por su prójimo. Afortunadamente,
la Legión no cuenta entre sus filas, salvo raras excepciones, sino a gente que tiene
mucho que trabajar para ganarse el pan de cada día.

Este sentimiento de que el apostolado es un deber universal y primario, incita a la


Legión de María a acoger en su seno, como retoño prometedor, a todo cristiano sincero
y de buena voluntad.

Volvámoslo a decir, aun a riesgo de repetimos: es demasiado fácil excusarse en esta


materia, declarando que el apostolado es patrimonio de los santos y no patrimonio
común a todos los cristianos. Esta humildad sospechosa y de ocasión favorece el
rehusar servir, y la razón en que se funda, aunque especiosa, es fútil por demás.
Ciertamente que los santos se ofrecen a Dios como instrumentos de selección, con una
"ductilidad" gracias a la cual Dios se puede comunicar a través de ellos, sin obstáculos.
Por esto no elimina el plan de Dios según el cual el pecador es hermano del pecador, su
vecino y contertulio y que por lo mismo son responsables, en parte, de su mutua
salvación. Gusta decir en la Legión que el primer Legionario conocido en la historia
fue... el buen ladrón que se esforzó in extremis por convertir a su impenitente
compañero y recibió muy presto la recompensa de todos conocida: "Hoy estarás
conmigo en el paraíso".

Por otra parte, esta conciencia sobre el deber del apostolado como deber "católico",
¿no se entronca con la más pura tradición de la Iglesia? ¿No fue el mercader, el
esclavo, el "Legionario" quienes difundieron la buena nueva del Evangelio entre sus
conocidos, hablándoles en la intimidad, hombre a hombre, del Dios oculto y de su dicha
por haberlo encontrado?

La ambición misma de la Legión obliga a abrir ampliamente las filas a los voluntarios
de los ejércitos de Dios que aceptan servirle en unión con María. La Legión alarga sus
brazos hasta donde su Reina extiende los suyos y ensancha su oración y plegaria en
proporción a su confianza:
"Y hazlo uno con el amor de María y el querer de María para salvar al mundo".
CAPÍTULO VII
PUREZA Y CRECIMIENTO ESPIRITUAL

"PARA QUE YO SEA PURA EN AQUELLA QUE


POR TI FUE HECHA INMACULADA;
PARA QUE POR TI CREZCA
EN MÍ TAMBIÉN MI SEÑOR JESUCRISTO;
PARA QUE YO CON ELLA, SU MADRE, PUEDA
OFRECERLE AL MUNDO Y A LAS ALMAS
QUE LE NECESITAN;
PARA QUE, GANADA LA BATALLA, ESAS ALMAS Y YO
PODAMOS REINAR CON ELLA ETERNAMENTE
EN LA GLORIA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD".

Hasta ahora el Legionario había abierto su alma al Espíritu Santo para venir a ser
instrumento de su acción apostólica. Había hecho donación de sí mismo para gloria de
Dios y salvación de los hombres. Pero ha llegado el momento de reconcentrarse sobre
sí para pensar quién es y qué debe pedir al cielo.

I.- LA PUREZA APOSTÓLICA

María fue y sigue siendo ante Dios mera creatura, pura nada. Mas nosotros somos por
añadidura carne de pecado. De aquí que la desproporción entre la obra, que es preciso
emprender, y nosotros, instrumentos de la misma, sea flagrante. Cuanto más elevado
es el trabajo que se nos confía, tanto más pura debe conservarse nuestra alma. El
sacerdote que sube al altar no se acerca al santo de los santos sin antes haber pedido
a Dios que lo limpie de sus "iniquidades" y que purifique sus labios "con el carbón
encendido del profeta Isaías". Todo apóstol que va a entrar en contacto con las almas
siente su indignidad: cada una de ellas es un cáliz consagrado que no se puede
profanar con manos impuras. Cuanto su fe sea más viva, tanto más comprenderá la
necesidad de estar purificado al acercarse a las almas. Es, pues, preciso que también
nosotros pidamos al Señor, como el sacerdote en la misa antes del canto del Evangelio:
Munda cor meum ac labia mea... ut digne valeam nuntiare evangelium tuum, purificad
mi corazón y mis labios para que yo transmita inalterable vuestro santo Evangelio.

2.- LA PUREZA DE LA VIRGEN MARÍA

Una vez más nuestra unión con María será la solución para nuestras inquietudes y
temores.

Para que yo sea puro en Aquella que por Ti fue hecha Inmaculada.

¡Qué magnífico misterio de gracia se encierra en la unión del pecador con Aquella que
se pudo definir a sí misma, diciendo: Yo soy la Inmaculada Concepción!

María no es solamente pura por ausencia de pecado y por la subordinación perfecta del
cuerpo al alma y del alma a Dios, no es sólo la pureza de María como la del cristal
límpido, no empañado, sino que entre Ella y el pecado hay hostilidad declarada e
incompatibilidad activa, de guerra y combate. María tiene por misión y oficio aplastar
bajo su virgíneo pie la cabeza infernal de Satanás y deshacer sin tregua ni descanso su
maligna obra de tinieblas.

María es la luz que vence la oscuridad de la noche cerrada, es claridad que disipa las
sombras más densas y confunde los ardides mejor tramados.

María es pureza viviente que no ceja un instante en su función purificadora, llevando


por doquier la santidad, hasta en el hálito imperceptible de su boca, hasta en el más
ligero contacto de su mano.

María es toda bella y pura: Tota pulchra es Maria et macula non est in te. Por eso,
desde que me siento unido a Ella, he entrado en comunicación con sus disposiciones
más íntimas y santas: con la delicadeza exquisita de su alma, con su repulsa al pecado,
con su alejamiento de la más leve maldad.

Cuando hablamos de impureza, nos viene al instante pensar en las rebeldías de la


carne contra la ley del espíritu, rebeldía que como un cauterio quedó grabada en
nuestro cuerpo de corrupción después de la caída primera. María, lo sabemos muy
bien, es el refugio para las almas tentadas. Su presencia aleja el peligro, su recuerdo
amortigua la imaginación, su dulzura es brisa dulce que orea y refresca el espíritu,
calma las tentaciones y expulsa los miasmas. Jamás se la invoca en vano: "Ruega por
nosotros pecadores". Al oírnos la súplica se inclina siempre con los brazos tendidos.

María es también el refugio de las almas caídas y derrotadas. Cuántas almas han
encontrado en la devoción a María la tabla y puerto de salvación, la cura, a veces
instantánea y radical, la ruptura definitiva con un pasado de fango y de torpeza. Para
todos María es el remedio próximo, al alcance de la mano, la vía segura para una
verdadera curación.

Éste es el primer motivo para suplicar:


"Para que yo sea puro en Aquella que por Ti fue hecha Inmaculada".

Mas hay otra pureza más perfecta y delicada que la Virgen María irá trasvasando
imperceptiblemente de su corazón al nuestro. El Apóstol nos exhorta a "no apagar al
Espíritu" en nosotros y, lleno de santo fervor, nos conjura a "no contristarlo".

En contacto con María, nuestra conciencia moral se irá haciendo de día en día más
delicada. El horror al pecado lo iremos sintiendo como penetración siempre creciente.
lniquitatem odio habui: no nos contentaremos con no amar al mal; en las escuelas de
María aprenderemos a odiarle. En el Calvario la muerte de su Hijo hirió tan agudamente
su corazón maternal, que se ha podido hablar de una participación de María en la
muerte del Hijo: Commori potuit. Así pues; el deicidio horrendo tiene por causa el
pecado y al pecado se halla vinculado estrechamente. He aquí la espada cruel que
atravesó el corazón adolorado de María.

¿Cómo entonces no hacernos participantes de sus sentimientos de horror al pecado?


¿Cómo su amor no afinará en nosotros la delicadeza de conciencia y el deseo de
libramos de toda contaminación con el mal? Nuestro mundo de hoy ha perdido el
sentido de pecado, porque ha perdido el sentido de Dios. Para el mundo, el supremo
mal es la epidemia, el hambre, la guerra: no sabe una palabra de las catástrofes
espirituales, y menos las comprende. Hay crímenes que sólo piden venganza al cielo,
porque no pesan ante la justicia de los hombres. Un solo pecado venial es un mal de
mayor cuantía que todos los males del mundo, dice Santo Tomás de Aquino.

¿Qué decir entonces del pecado mortal y de los estragos incalculables, provocados por
su lava mortífera? Un desorden engendra una serie de desórdenes, con la facilidad con
que la piedra arrojada al estanque riza toda la superficie con círculos concéntricos. Si
mirásemos el pecado a la luz de la fe, cuánto aumentaría la agudeza y amplitud de
nuestro sentido apostólico. Un solo pecado evitado es una victoria más preclara que la
conquista de un continente. Un alma arrancada a las cadenas y al dominio del mal, es
una liberación de tanta valía que es festejada en los cielos por los nueve coros de
ángeles. Un pecador que arrodillado recibe la absolución, es un misterio insondable de
la misericordia de Dios y una alegría tan única y singular que hace estremecer de júbilo
al buen Padre del hijo pródigo y al corazón maternal de María.

"Para que yo sea puro en Aquella que por Ti fue hecha Inmaculada"; para que yo sepa
discernir y eliminar todo lo que signifique regateo o repulsa hacia el Espíritu Santo, y
mancha o salpicadura de maldad para mí o para los otros. Se ha comparado el alma a
un cuarto cerrado, donde no se puede percibir el más ligero polvillo, pero en que
aparecen a la vista manchas, polvos y desaseo insospechados, si se abre la ventana al
paso del sol y de la luz.

Dejad entrar a María en un alma, abridla al Espíritu Santo e inmediatamente se hará


sentir en ella un deseo y exigencia de pureza más fina y delicada.

Nuestro trato y compañía con la Virgen Inmaculada nos revelará "multitud de faltas,
ofensas y negligencias", de las que quizá nos acusamos ante Dios sin preocupamos de
si ello es algo más que mera fórmula acostumbrada o exageración convencional. Se
verá estas faltas a la luz de María como se ve a la luz del sol los polvillos danzando en
el aire; se las descubrirá allí mismo donde nos creíamos irreprochables, en los rincones
más inexplorados de nuestra conciencia. Se las verá saltar en nuestro juicio, en
nuestras conversaciones, en nuestros actos.

La unión con nuestra Madre Inmaculada comunicará al Legionario un sentido de alta


estima y veneración hacia la confesión frecuente, tan recomendada por Su Santidad
Pío XII en sus encíclicas Mystici Corporis Christi y Mediator Dei. Nuestra Señora de la
preciosísima Sangre sumergirá al alma en el baño purificador, que es la sangre de
nuestro Salvador Jesús. Lavit nos a peccatis nostris in sanguine suo (Apoc., I, 15).

Y cuando María nos haya infundido esa luz y claridad necesaria para reconocer
nuestros pecados y odiados, nos nevará dulcemente de la mano a la lucha en el campo
inmenso de nuestros pensamientos, campo en que pululan, si no los malos, al menos
los vanos e inútiles. María nos enseñará que cualquier creatura, por santa que sea,
puede ser un peligro para nuestra alma, o al menos, un obstáculo o pantalla entre Dios
y nosotros. María hará que no nos fascinen las bellezas de las cosas de este mundo.
María nos librará de la tentación sutil de la propia complacencia en lo poco bueno que
haya en nosotros, con peligro de no ser, como Ella lo fue, meros instrumentos en las
manos de Dios. María nos hará dar a todo lo terreno y caduco la respuesta de Jesús en
el jardín de la Resurrección: noli me tangere. Su pureza de blancura sin sombra se
insinuará más y más en nosotros hasta clarear los últimos repliegues de nuestro
corazón. María será para nosotros la bella Pastora, cantada por Alice Meynell, que
guarda sus pensamientos, hasta los más secretos, con celosa preocupación:
"Ella vela con cuidado sus menores pensamientos
que vuelan alegremente haciendo cabriolas.
Así es ella de recta y de mirada;
como que tiene su alma que guardar" (32).

Guardar el alma para Dios es una tarea que reclama una vigilancia que esté siempre
alerta y en acecho. María fue la Virgen prudente, que jamás contristó en su fidelidad al
Espíritu Santo; Ella nos dará progresivamente esa correspondencia siempre vigilante
que tanto agrada al corazón de Dios.

Insensiblemente nuestros sentimientos, nuestras intenciones y operaciones se irán


tornando semejantes a las suyas. Puesto que Maria está totalmente saturada del
Espíritu de Dios, yo debo aspirar este Espíritu en Ella, renunciando para ello a mi propia
voluntad y a mi "yo". Así llegaré a aceptar dócilmente los deseos del divino Espíritu y
vendré a ser "instrumento de sus potentes designio". La unión con María conduce con
paso progresivo, pero infaliblemente, a la unión con el Espíritu Santo. No es preciso que
tengamos conciencia de ello: es un misterio que se realiza en la oscuridad de la fe. "El
Espíritu Santo, dijo el Arcángel Gabriel, te cubrirá con su sombra". Es en la sombra
donde se fraguan las grandes cosas.

Nosotros pedimos recibir este Espíritu por medio de María, porque conocemos que
María no tiene otro ideal que extender e intensificar el dominio del Espíritu de Dios,
allanando los caminos a su venida. No hay que temer ilusiones, pues tenemos un
medio seguro de poder medir y garantizar la acción de María en nuestra alma: cuanto
más unidos estemos a Ella, más efectivo será en nosotros el misterio de nuestra
purificación, más ahondaremos en nuestra nada y más nos irá Dios conquistando para
Sí hasta llegar a ser el Dios único de nuestro corazón.

"Es una verdad de experiencia - dice el Manual-, que para volverse a María, el
Legionario debe antes desviarse de su "yo". Entonces María se adueña de este
movimiento y lo eleva, convirtiéndolo en instrumento sobrenatural para la muerte del
"yo", con lo que se asegura una increíble fecundidad a los actos de la vida cristiana...
Enteramente absorbido el Legionario en el amor a su Reina, no caerá en la tentación de
desviarse de Ella para complacerse en sí mismo... Sometido a la acción de María, el
Legionario desconfía de las sugestiones de sus inclinaciones personales y en toda
circunstancia escucha atentamente los murmullos de la gracia".

María, escuela de purificación. ¡Qué muerte incesante a nosotros mismos nos está
continuamente exigiendo! ¡Qué duelo entre su pureza y nuestras miserias! ¡Qué torre
de David para guardamos y protegemos en nuestros momentos de debilidad!
"¡Ah, escribía San Luis María de Montfort, cuántos cedros de Líbano y cuántas estrellas
del firmamento hemos visto miserablemente caer y perder su altura y claridad en poco
tiempo! ¿De dónde mudanza tan lamentable y extraña? De seguro que no les faltó la
gracia del Señor, que a nadie se niega; pero sí humildad. Se creyeron más fuertes y
suficientes de lo que en realidad eran; se creyeron muy quienes para guardar su tesoro
por sí mismos; se fiaron de sí y en sí se apoyaron; juzgaron su casa muy segura y sus
cofres bien cerrados para guardar el precioso tesoro de la gracia, y fue precisamente a
causa de este apoyo imperceptible en sí mismos (aunque a ellos parecía que tan sólo
se apoyaban en la gracia de Dios), por lo que el Señor ha permitido muy justamente
que sean expoliados, abandonándolos a sí mismos" (Traité, núm. 88).

Por el contrario, ¡qué tranquila certeza y qué segura paz para aquel que se refugia en
María como en ciudadela segura! Revestida de la santidad de María, el alma se allega
hasta el trono de Dios. Su miseria no le infunde reparo, porque se siente cubierta por
los pliegues del manto de su Reina.

María la sumerge en el abismo de sus gracias;


María la adorna con sus méritos;
María la apoya con su poder;
María la esclarece con su luz;
María la inflama con su amor;
María le comunica su fe, su pureza;
María se declara su fianza (Traité, n. 144).

María es nuestro suplemento ante la majestad de Dios. Pura creatura como nosotros,
María es el único motivo de santo orgullo para nuestra raza de pecador: "Our tainted
nature's solitary Boast" (Wordworth).

3.- NUESTRO CRECIMIENTO EN CRISTO


La promesa continúa:
Para que mi Señor, Cristo, pueda crecer en mi por virtud tuya...

Para que yo con Ella, su Madre, pueda presentarlo al mundo y a las almas que le
necesitan.

Contra lo que pudiera creerse, el trabajo constante de purificación y desapropiciación


no tiene nada de negativo: tiende entero a promover progresivo desarrollo espiritual en
Cristo. Nace, en efecto, de la divina caridad, y no tiene otro fin que acrecentarla en
nosotros. Bajo el impulso del Espíritu Santo somos transformados "de claridad en
claridad" a imagen del único modelo: Cristo Jesús. Porque es a Él, como se sabe,
adonde aboca y termina toda la obra del Espíritu Santo por mediación de María.

¡Qué dulce sorpresa será para el Legionario descubrir un día en sí mismo el lento
trabajo de la gracia que silenciosamente ha ido obrando en secreto y oscuridad!
Comprenderá, entonces, que el haber perdido su alma en provecho de su hermano,
habrá sido el mejor modo de hallarla. Verá asimismo que el crecimiento de Cristo en su
alma hasta la plena madurez ha venido a ser el pago incomparable del cielo a su
abnegación apostólica.
La experiencia demuestra que el medio más seguro para preservar y nutrir la propia fe,
es anunciada a los demás. Ni la fe ni el cristianismo se salvaguardan con murallas
chinas, aun suponiendo que aún fueran factibles.

Nos causa estupor y provoca desagrado el observar con qué relativa facilidad nuestros
cristianos del día sucumben a la menor borrasca y cómo un leve cambio de ambiente
echa por tierra sus prácticas de vida cristiana. Y, sin embargo, a estos renegados de
hoy, los llamábamos ayer "buenos cristianos". ¿Es que en verdad lo eran? ¿Es que se
podrían considerar en rigor de justicia como miembros vivos del cuerpo de Cristo? ¿Es
que un católico se puede limitar a "guardar su fe como un tesoro enterrado bajo
tierra"? ¿Hemos recibido la fe para "guardarla" o al contrario, para esparcida? ¿Qué
significa o qué valor puede tener un evangelio que no se anuncia, una nueva que no se
comunica, un mensaje que no es transmitido, un fuego que no calienta, una lengua que
no habla? He aquí el trasunto de la actitud de tantos "buenos católicos" que guardan la
luz bajo el celemín. ¡Caricaturas ridículas de la sublime religión que profesan!

En la Iglesia de los primeros tiempos cuantos veían al Señor, corrían al instante a


comunicar la grata nueva a los hermanos para decirles como Andrés a Pedro:
"Invenimus Messiam, hemos encontrado al Mesías". ¿No es aún hoy día la reacción
normal del incrédulo que llega a la fe? No comprenden los convertidos -y tienen mucha
razón para ello- que se pueda enterrar el tesoro sagrado de la fe. Con sacro entusiasmo
y descaro de neófitos gritan ellos su hallazgo. Esta reacción del convertido es sana:
nosotros somos los "gastados", nosotros que nos hemos "instalado" en usanzas
imperdonables y ruidosas para la suerte de nuestro cristianismo. "Los católicos son
inaguantables en su seguridad mística, gritaba el neoconverso C. Peguy. "Si ellos
opinan que los santos eran unos señores muy tranquilos, se engañan de medio a
medio".

Y es verdad: nos hemos hecho a ver apostatar a las masas y hasta nos hemos forjado
una filosofía cómoda, que pudiéramos llamar "no intervencionista". Hay autores
prontos a atenuar y a deformar los textos evangélicos donde se nos habla de vocear la
verdad desde los tejados y hasta consideran falta de tacto, más aún, intolerable
intromisión en el dominio de la conciencia libre el pregonar por doquier el Evangelio. Se
ha llegado a decir que la única predicación, a la altura de nuestro tiempo, tan celoso de
su independencia y autonomía, es la del ejemplo, y aun éste lleno de discreción.
Cualquier clase de proselitismo es tachado inmediatamente de ingerencia indelicada y
abusiva.

Se nos dice en justificación de este modo de ver que la misión de la Iglesia no es


convertir al mundo, sino hacer la vida cristiana posible y deseable a todo hombre. Y
esto se afirma bajo el pretexto especioso de que la consigna misionera de Cristo fue la
de "enseñar" y no la de "convertir" a los hombres. Digamos, sin embargo, bien alto que
tal modo de ver y la manera de justificado son un desafío manifiesto a la verdad.
Nuestro Señor mismo ha fundado su predicación en la necesidad ineludible de un
cambio radical, de una renovación espiritual, como la reclamaba por el Precursor, quien
resumía sus enseñanzas en estas solas palabras: "Arrepentios, convertios". Así lo
habían practicado los profetas, inspirados por Dios. Así también lo practicaron los
Apóstoles, cumpliendo la consigna recibida del Maestro: "Id y enseñad a todas las
gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". ¿Quién
osará decir que el bautismo no implica renovación interior, tanto por la penitencia y por
la renuncia a Satanás como por la adhesión del alma a Dios? Cuando San Pedro,
después de la curación del cojo, se dirige a la multitud que se agolpa en torno suyo, le
intima al mandamiento del Señor con estas palabras: "Convertios". Cuando San Pablo
predica al pueblo de Listra que le aclama como a un dios, rechaza homenaje tan
indebido, diciendo: "Hombres, ¿qué es eso que hacéis? También nosotros somos
hombres de igual condición que vosotros, que os predicamos que, dejando esas cosas
vanas, os volváis al Dios viviente". ¿Se habrán equivocado, no atendiendo a las
directivas del Maestro, estos fundadores de la Iglesia, y habrá sido preciso llegar hasta
el siglo presente para dar con el verdadero método apostólico, con este método actual
que resuma discreción? Empleamos, quizá, demasiado tiempo en repensar el valor de
las palabras. Pero ya decía Salustio que hemos perdido el verdadero sentido de las
mismas: Vera vocabula rerum amisimus. A fuerza de hablar superficialmente de
pruebas y más pruebas, hemos llegado a olvidar que en el Nuevo Testamento la mejor
prueba es la proclamación verbal del Evangelio. Jesús nos envía a anunciar la buena
nueva a nuestros contemporáneos como envió un día al Apóstol de las Gentes "para
abrirles los ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz... a fin de que
reciban la remisión de los pecados y la herencia entre los santificados" (Act., XXVI, 18).

En vano se alegan los deberes y obligaciones del propio estado, las exigencias que
acaparan la vida y las actividades de los que tienen que vivir en medio del mundo.
¡Como si nuestra primera obligación de cristianos en cualquier estado y condición en
que nos encontremos no fuera la que dimana de nuestro bautismo, en virtud del cual
somos en parte responsables de la salvación de nuestro prójimo. Y nuestro prójimo no
es solamente la familia que nos rodea. Nuestra época se caracteriza por el miedo a la
responsabilidad. Lo que quiere decir que está profundamente descristianizada. El
seglar bautizado debe reconocer que el apostolado es un deber normal, elemental,
algo que va en el simple hecho de ser cristianos, y por lo mismo no cabe discusión más
que sobre los procedimientos aptos que se han de utilizar. Se cree con relativa
frecuencia que la vida de Jesucristo es modelo y ejemplar para el sacerdote, pero no
para el simple cristiano. ¡Error lamentable y sumamente pernicioso! Si Cristo fue el
apóstol por excelencia, cada cristiano miembro de Cristo, debe serlo también. Los
Sumos Pontífices, advirtiendo a los seglares la necesidad y urgencia de la Acción
Católica, no han introducido novedad alguna en la Iglesia o "una nueva estructura"
desconocida en otros tiempos. La Acción Católica no es una adición que se ha impuesto
de improviso a los cristianos del siglo veinte; es, por el contrario, un deber imperioso,
cuya necesidad se está haciendo sentir de un modo agónico en el cristianismo actual.

Un resurgir del sentido cristiano del apostolado se va fraguando, gracias a Dios; ante
nuestros ojos, el laicado cristiano toma de día en día mayor conciencia de este deber
esencial. La Legión de María no es la única forma de apostolado que encarna este
resurgir: mansiones multae sunt in domo Domini. Mas quisiera ayudar con todas su
posibilidades a este despertar apostólico de la conciencia cristiana.
Por ello pide el Espíritu Santo:
Para que mi Señor, Cristo, pueda creer en mí por virtud tuya,
Para que yo con Ella, su Madre, pueda presentarlo al mundo y a las almas que lo
necesitan.

Llevar a Jesucristo a un mundo en descomposición, a las almas en peligro: he aquí el


gran ideal, pues no hay peor desgracia sobre esta tierra de pecado que no recibir a su
Salvador.

4.- ESPERANDO A CRISTO

Para animamos en esta noble empresa, una visión radiante es evocada ante nosotros:
la del triunfo final.

Para que ganada la batalla, ellas y yo podamos reinar con Ella para siempre en la gloria
de la Beatísima Trinidad.

El tiempo transcurre velozmente, la figura de este mundo pasa. Caritas Christi urget
nos. La caridad de Cristo nos empuja, decía el Apóstol, a obrar con rapidez, porque se
acerca el día, el día grande y glorioso, cuando el Señor de la gloria vendrá a juzgar a
los vivos y a los muertos. Esta expectación ante la venida del Hijo del hombre apremia
a la Iglesia a proseguir incansablemente la gran obra de la evangelización del mundo.

Donec veniat. Hasta que Él venga: tal es la consigna recibida.

Los cristianos del tiempo de San Pablo vivían intensamente este "Adviento"; tan
próxima juzgaban la vuelta del Señor. Se equivocaban en la fecha del suceso, pero
cuánto les animaba esta esperanza viva. Nosotros ya no escrutamos el horizonte en
busca de señales, y deberíamos suscitar de nuevo este sentimiento de ardiente
impaciencia que tenían los primeros cristianos. ¿Quién no conoce el admirable sermón
de Newman. WAITING FOR CHRISTI? Esperando a Cristo (33). Leamos estas páginas
para sentir al vivo la elevada tonalidad que puede comunicar a nuestras almas una tal
expectación y las fuentes de amor heroico que en ellas late. Un día veremos a Cristo; Él
vendrá. Entonces seremos semejantes a Él: Similes ei erimus.

En esta gloria descubriremos también a la Virgen gloriosa y bendita, que está ya en el


cielo glorificada en su cuerpo y en su alma. ¡Qué visión para el Legionario que combate
por Ella! Su Reina está allí, entre los esplendores del misterio trinitario, inundada del
Espíritu Santo, cuya acción en María ha llegado a una floración de plenitud. La
Asunción de María es para nosotros prenda de esperanza y de resurrección.
Contemplamos en Ella en madurez y unidad todas las riquezas que paulatinamente van
siendo otorgadas a la Iglesia a través de las edades. María es, según la bella expresión
del Padre L. Bouyer, "como el icono escatológico de la Iglesia" (34). Ella también nos
espera.
"He aquí que contemplo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie ala diestra de
Dios" (Act., VII, 56).

Miremos también nosotros al cielo que se abre, y en la gloria del Hijo contemplemos la
de su Madre: esto estimulará nuestra marcha, activará nuestra indolencia, reafirmará
nuestros pasos y sostendrá nuestro valor. Donec veniat!
El tiempo corre velozmente para la Iglesia, pero más aún para cada uno de nosotros.
Nosotros tan sólo tenemos unos años de vida y bien pronto nos será preciso rendir
cuenta de si hemos cumplido con nuestra misión. No tendremos derecho a alegar
ningún motivo, para justificar que hemos puesto nuestros talentos a buen recaudo y
que los restituimos intactos. A Dios no place tal gestión con los bienes que de Él hemos
recibido. Debemos, sí, mostrar los frutos de nuestra vida cristiana, las almas que por
nuestros afanes apostólicos han emprendido el camino del cielo. No hay, pues, tiempo
que perder. Están contadas nuestras horas y minutos. Así pues, escribía San Pablo a los
Gálatas, según tengamos oportunidad, obremos el bien para con todos, mayormente
con los hermanos en la fe (Gál., VI, 10).

La Legión desearía comunicar a todos esta sed, esta obsesión santa de la salvación de
las almas. Sabe que las ovejas descarriadas son sinnúmero, y que no a otros cristianos,
sino a nosotros, sus contemporáneos, han sido ellas confiadas. La Legión conoce el
valor del tiempo y le desagrada malgastado. Por ello imponen en su reglamento la
puntualidad, la precisión, la vigilancia. Esto le da un aire de preocupación, de inquietud.

¿Pero no es propio del amor el sentir impaciencia? Preocupada está ella con el hombre
de negocios que va recto a su fin, desentendiéndose de lo demás. Sin embargo, no cae
en la fiebre del activismo... Usa, es cierto, de toda la gama de técnicas apostólicas a su
alcance, pero no profesa culto ninguno a la técnica, ni siquiera a la apostólica: al hacer
uso de los diversos procedimientos o métodos, mantiene únicamente su confianza en
Dios.

Un paso más... y llegamos al término.

"Aún un poco de tiempo, decía Jesús, y vosotros me veréis". Entonces tendremos


derecho al descanso. En adelante nuestra plegaria de legionarios será aquella de San
Ignacio:
Jesús, mi Señor, enseñadme a ser generoso,
a darme sin cálculos ni regateos,
a combatir sin miedo a ser herido,
a trabajar sin desear reposo,
a gastarme sin aspirar a otra recompensa
que saber he cumplido vuestra santa voluntad.

En adelante rogaremos a nuestra Reina para que nos sostenga con su belleza y con su
gloria; mientras con nuestros hermanos del Oriente le cantaremos el himno de nuestra
confianza y de nuestra admiración:
Ave, Milagro aclamado por los ángeles.
Ave, Perfume de delicias en tu oración.
Ave, Purificación del universo.
Ave, Imagen viviente de las fuentes sagradas.
Ave, Olor muy grato de Cristo.
Ave, Santa más santa que los santos.
Ave, Ostensorio de Cristo.
Ave, Reina y perdición para el demonio.
(Himno acatista passim).
Otro paso más... y ya nosotros podremos decir a Dios: Ostende faciem tuam et salvi
erimus (Ps. L. XXXIX). "Haz resplandecer tu rostro por que salvos en Ti podamos ser". A
esta intimidad en la que veremos a Dios cara a cara, estamos llamados, y sólo esta
gloria íntima de Dios será capaz de saciar nuestras almas. Satiabor cum apparuerit
gloria tua. Es la Santísima Trinidad el punto final de nuestro destino; en ella acaba el
designio de Dios sobre nosotros. Cristo bajó a nuestra tierra para que nosotros
tuviéramos "abierta la entrada en un mismo espíritu al Padre" (Eph., II, 18). No hay otra
riqueza duradera, no hay otra plenitud de vida. Nuestro mayor anhelo debe ser el del
Apóstol San Pablo, cuando decía: "La gracia del Señor Jesucristo, y la caridad de Dios, y
la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros" (II Cor., XIII, 14).

Piénsese en lo que fue ya en este mundo la comunión de María con la Augusta Trinidad.

¡Cuán divinamente su unión con el Espíritu Santo y con Jesús le llevaría a este término
supremo: la comunión con el Padre!

¿No había Ella engendrado en el tiempo al que el Padre engendra entre luces de
eternidad?

¿No tenía de común con el Padre este Hijo Único del cual podía decir con toda verdad,
juntamente con el Padre: Ego hodie genui Te, Tú has nacido de mí este día? ¿Quién más
que María participó en la fecundidad del Padre y en su voluntad de dar a su Hijo por la
salvación del mundo?

Si la vida de Cristo fue una oblación perenne a su Padre celestial, ¿cómo la vida de
María, tan ligada a la de Cristo, no iba a ser arrastrada en esta corriente divina? San
Ignacio de Antioquia oía en el fondo de su conciencia como un murmullo de agua viva,
que repetía muchas veces: "Ve hacia el Padre". La vida de María no fue más que una
larga y continua fidelidad a la llamada más y más apremiante e irresistible que culminó
en el éxtasis apoteósico de su Asunción a los cielos.

Esta vida trinitaria la podemos comenzar a vivir ya en este mundo, porque el cielo no
está situado más allá de la muerte, sino más acá del bautismo. En las aguas del
bautismo hemos pasado de la muerte a la vida, de la muerte del pecado a la vida
eterna de la gracia y de la gloria.

Desde ahora, pues, compartimos la vida trinitaria y podemos, con esa familiaridad tan
propia de niños, asociamos al ímpetu de amor mutuo que une a las Personas Divinas
en su viviente abrazo. Mas estas alegrías y divinos tesoros los llevamos ahora en
frágiles vasos de arcilla. Atados a ellos, tan sólo podemos gustar de los primeros
vislumbres de la aurora eterna. He aquí, por qué nos es necesario alzar la cabeza hacia
el cielo y estar al acecho de la misma. Ello nos ayudará a marchar en la noche cerrada,
a acelerar el paso, a vencer el cansancio y la fatiga. In domum Domini ibimus. Estamos
de camino hacia la casa del Padre. Ahora atravesamos esta región terrestre y
acampamos en ella durante la noche. Nuestro Padre nos espera para colmamos de su
alegría y de su amor. Y cuando en la etapa final caigamos en sus brazos -in sinu Patris-,
entonces comprenderemos que ningún sacrificio es suficiente a pagar este dulcísimo
encuentro, alborada de un eterno Magníficat.

CAPÍTULO VIII
ORACIÓN Y ACCIÓN

"CONFIADO EN QUE EN ESTE DÍA QUIERAS TÚ


RECIBIRME POR TAL - Y SERVIRTE DE MÍ - Y
CONVERTIR MI DEBILIDAD EN FORTALEZA,
TOMO MI PUESTO EN LAS FILAS DE LA LEGIÓN
Y ME ATREVO A PROMETER SER FIEL EN MI SERVICIO.
ME SOMETERÉ POR COMPLETO A SU
DISCIPLINA, QUE ME LIGA A MIS HERMANOS LEGIONARIOS
Y HACE DE NOSOTROS UN EJÉRCITO,
Y MANTIENE NUESTRA ALINEACIÓN EN
NUESTRO AVANCE CON MARÍA"

"Y me atrevo a prometer un servicio fiel"

¿ Qué pide la Legión a quien se alista en ella?


"La Legión de María, responde el Manual desde un principio, tiene por fin la
santificación personal de sus propios miembros mediante la oración y la colaboración
activa, bajo la dirección de la Jerarquía, a la obra de la Iglesia y de María, en aplastar la
cabeza de la serpiente infernal, y ensanchar las fronteras del reinado de Cristo".

Su regla se resume en dos palabras: oración y acción. Ora et labora: la que fue divisa
de los monjes es también la consigna que resume los deberes y exigencias de la Legión
de María. A esto responde el Legionario con su promesa de fidelidad.

I.- ORACIÓN
Ora. Orar. Deber primordial indiscutible: para el cristiano el orar es como el respirar.

Porque Dios es Dios y precisamos reconocer esta verdad a cada instante.

Porque Jesús ha dicho que es menester orar sin desfallecer.

Porque sin la oración nos invade la impotencia.


Inútil insistir más sobre este deber común a todos.
Se preguntará: ¿Qué programa de oración impone la Legión de María?

Es preciso distinguir diversas etapas. A quien viene a ella con la buena voluntad de un
novicio, no le trazará ningún programa rígido, porque tiene abierta sus filas a todo
católico que lealmente quiera servir a la causa de Cristo. Lo mismo acepta al mozo de
estación que al ministro, al barrendero que al universitario; la Legión respeta todas las
circunstancias concretas en las que tiene que desarrollarse la vida cristiana. Sin
embargo, como garantía de su buena voluntad, exigirá al nuevo voluntario fidelidad
constante a la reunión semanal. En ésta se vive intensamente una vida de oración y de
acción estrechamente unidas. Poco a poco la práctica de la vida. de unión mariana y
apostólica irá preparando su alma para que, insensiblemente, llegue a respirar la pura
vida mariana, que al mismo tiempo será aspiración al Espíritu Santo. El Legionario
sentirá entonces que su hambre de santidad vendrá a ser más devoradora y su sed de
justicia más inextinguible. Sin conocimientos técnicos y sin alcanzar cómo se articula el
mecanismo de ciertos métodos de oración, la unión mariana vivida introducirá
progresivamente en él el estado de unión con Dios, meta de la verdadera oración. Este
crecimiento variará a medida de la gracia recibida, secundum mensuram donationis
Christi. La experiencia demuestra que el servicio de María es escuela de oración.

Si desde un principio la Legión no impone un código especial de oración - fuera de la


"catena", corta plegaria obligatoria para todos-, sin cesar tiene ante los ojos el ideal
que desea alcancen sus miembros en cualquier estadio que se encuentren. Su
aspiración es que se acepte como norma de vida: la misa y comunión cada mañana, la
recitación diaria de un oficio o al menos de una parte del breviario y además el rosario
a la Virgen Santísima.

Misa, comunión, oficio y rosario: tal es el programa de oración, propuesto al laicado


legionario, el programa que la Legión anhela cumplan todos los suyos.

La Eucaristía, alimento de la vida personal

No vamos a repetir aquí lo que todos saben sobre la significación "de la misa y de la
comunión en la vida cristiana. Si scires donum Dei! Si nuestros cristianos conocieran
este don de Dios, que es la Santa Eucaristía, ¿qué fuerza vivificante no sacarían de
ella? La misa con la comunión, que es su complemento, es el sacrificio perfecto de
adoración, Adoramus Te: Nosotros te adoramos; de acción de gracias: gratias agimus
Tibi propter magnam gloriam tuam: Te damos gracias por tu inmensa gloria; de perdón:
qui tollis peccata mundi, miserere nobis: Tú, que quitas los pecados del mundo, ten
misericordia de nosotros; de súplica: qui tollis peccata mundi, suscipe deprecationem
nostram: Tú, que quitas los pecados del mundo, recibe nuestra súplica.

Uniéndonos a Dios cada mañana, le damos lo que podemos ofrecerte de mejor y más
agradable: el Cuerpo y la Sangre de la Víctima perfecta. No hay en este mundo acción
más digna de Dios: este don es único, esta acción de gracias que de la tierra asciende
al cielo es la única aceptable.

No hay, por otra parte, acción por buena que sea más universal y más fecunda que
ésta por la que se atribuye a todos los tiempos y a todos los pueblos los méritos
infinitos de la muerte redentora de Cristo. El sacrificio de la misa es el mismo sacrificio
de la cruz, que multiplica sus efectos de gracia: "La Eucaristía es el sacramento
perfecto de la pasión del Señor, en tanto que contiene al mismo Cristo inmolado" (35).
Y en este mismo sacrificio nos asociamos a María, la Madre de Dolores: consors
Passionis la han llamado los Padres de la Iglesia. Por el sacrificio del altar subimos al
monte del Calvario; mas allí encontramos siempre a la Virgen Santa, viviendo el
misterio de su participación en los sufrimientos de su Hijo, misterio lleno de eficacia
para nosotros.

Ahora bien; la unión con María en el acto sublime de la misa sellará profundamente al
Legionario ya al principio de su jornada (36). ¿Quién mejor que María podrá introducir a
sus hijos en el misterio eucarístico? ¿Quién más eficaz que Nuestra Señora de la
Preciosísima Sangre para hacemos comprender el precio de la sangre derramada por
Jesús, que brotó un día de su corazón de Madre? A Ella compete indudablemente
hacemos compenetrar con los sentimientos de su Hijo en la hora de la inmolación
suprema.

Nadie fue asociada como María al divino sacrificio. En la cumbre del Calvario y junto a
la cruz está a pie firme para ratificar en nuestro nombre la muerte redentora de su Hijo.
María se hallaba allí aportando su "compasión" de Madre, es decir, la más íntima fusión
de almas que jamás se ha dado. Por su "compasión" en aquella memorable hora se
adhería plenamente a la voluntad de Dios y a la obra -de la salvación del mundo.
Olvidada enteramente de sí misma, entró María con una fe sin igual en este misterio de
muerte y de dolor, que nos dio la vida. A través de las heridas sangrantes de Jesús y de
los horrores de su agonía, María contemplaba y adoraba el misterio de salvación que
por Ella se realizaba. Hasta en sus lágrimas, testimonio mudo, pero elocuente, de su
incomparable amor a Dios y a los hombres, María se entregaba más que nunca en
brazos de la bondad y ternura de su Dios.

¿Quién entonces mejor que María, podrá sumergirnos en este misterio de adoración, de
expiación y de redención?

El Legionario se unirá a Ella en el sacrificio de la misa y en la comunión. ¡Qué seguridad


y tranquilidad para éste, poder ofrecer a Jesús el corazón de su Madre, dejar que en su
lugar María reciba y acoja de nuevo a su Hijo!

"Después de la comunión, escribe San Luis María de Montfort, introduciréis a Jesucristo


en el corazón de María, y se lo daréis, pues Ella, su Madre, lo recibirá amorosamente, lo
tomará honrosamente, lo adorará profundamente, lo amará perfectamente, lo abrazará
estrechamente y lo colmará en espíritu y en verdad de atenciones, que a nosotros en
nuestra oscuridad y tinieblas nos son desconocidas" (Traité, n. 270).

¡Bendito suplemento y sustitución que tanto nos facilita el cumplir nuestros deberes
para con Jesús! Al momento de recibir a Jesús recordemos que los dos se hallan
juntamente en nuestra alma, que María hablará por nosotros, que María nos enseñará
el recogimiento y el silencio debidos a la majestad de Dios. ¡Qué lejos nos hallaremos
entonces de nuestras míseras acciones de gracias, tan limitadas a nuestras
preocupaciones personales! Tendremos que dar al Señor algo infinitamente mejor que
nuestros pobres - sentimientos, intermitentes y fríos y no tendremos miedo de
presentamos a Jesús con las manos vacías, sin poder ofrecerle siquiera un desvencijado
establo como el de Belén. A quien se lamentara de su indigencia, Jesús le respondería:
No te pido más que el corazón de mi Madre.

Ofreciendo a Jesús el corazón de María, lleno de divino ardor por su gloria, nuestra
alma crecerá de día en día en santo fuego misionero y nuestra comunión personal
alcanzará en su eficacia a todo el mundo. Esta comunión fervorosa se continuará por la
acción apostólica, animosa y fiel, la sola acción de gracias que nunca engaña.
¡Qué fuerza la del Legionario alimentado con el cuerpo sagrado de Cristo! No hay que
temer se rinda a las fatigas que ha de encontrar en su ruta apostólica. Irá al
cumplimiento de todos sus deberes como el Profeta de Dios, in fortitudine cibi illius, por
el vigor de este alimento y de esta bebida. María le verá partir sin temor, como la
madre consciente de que sus hijos son robustos y no desfallecerán por el camino. ¡Que
nunca el Legionario omita voluntariamente la comunión vivificadora!

La Eucaristía, fin y medio de apostolado

María no quiere solamente nutrirnos con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, sino que
desea, además salgamos a lo largo de los caminos, a las encrucijadas y senderos de la
vida, para invitar a todos al gran festín del Cordero. En cierto sentido todo el
apostolado católico termina junto al altar, en torno a la mesa de la Eucaristía. El seguir
Incansablemente a las ovejas extraviadas no tiene otra finalidad que llevadas a los
sacramentos de regeneración y de vida. "Sino comiereis la carne del Hijo del hombre y
bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros" (Jo., VI, 53). El Legionario de María
trabaja por que todos sus hermanos vivan desde ahora esta vida eterna. ¿Se puede dar
una visión más bella y maternal? ¡Y qué bien pagado quedará el siervo fiel, cuando en
el supremo día se vuelva el Maestro y le diga: Tuve hambre y me diste de comer; tuve
sed y me diste de beber. ¡Felices quienes hayan alargado a su hermano, un
desconocido quizá, este Pan y esta Copa!

El Manual añade una consideración que merece recordarse. Invita al Legionario a hacer
de la Eucaristía un instrumento de conversión y atracción para los hombres que van en
busca de Dios. Mostradles a todos, dice, que Dios está al alcance de su mano y que
basta acercarse para ser admitidos al convite.

Entonces comprenderán esas almas que retornan, hasta qué punto el amor de Dios ha
sobrepasado en mucho las ilusiones más audaces. Que la santa Eucaristía llegue a ser
para todos ellos, no motivo de escándalo como para algunos discípulos, sino más bien
invitación a creer en la palabra y en el amor de Dios. El consejo pudiera parecer
paradójico y, sin embargo, lo es tan sólo en apariencia, porque si Dios es amor, ¿no es
la religión fundada por Dios mismo la que más nos introduce en su intimidad? ¿Hay, por
ventura, invención de ternura más delicada y de intimidad más maravillosa que la
Eucaristía?

E. Faguet, en su vida de Mr. Dupanloup, nos cuenta que un joven se decidió a


abandonar el protestantismo y optar por la fe católica a causa de la Eucaristía. Esto
que -con el celibato religioso- le había parecido un obstáculo a su adhesión, le pareció
de súbito una razón evidentísima, deslumbradora, para creer. Acaba el relato de su
conversión con estas palabras: "La Iglesia católica brinda la Eucaristía, don total de
Dios al hombre; la Iglesia católica engendra la virginidad, don total del hombre a Dios.
Yo creo que la verdad suprema se encuentra allí, donde está el supremo amo!" (p. 76).

Palabras son éstas de gran alcance, a la vez que el ejemplo nos explica por qué el
Manual osa expresarse en estos términos: "Teniendo constantemente ante los ojos de
nuestros hermanos separados esta gloria culminante de la Iglesia, les forzamos
necesariamente a mirada como asequible y los mejores se dirán: "Si esto es cierto,
¡qué gran perjuicio he sufrido hasta ahora!" Este pensamiento angustioso provocará en
ellos un primer anhelo por tornar a la casa verdadera.

El Legionario se hará, por tanto, el heraldo voluntario de este amor supremo de un Dios
que nos amó "hasta el fin". Su apostolado no será verdaderamente mariano, si al
mismo tiempo no es eucarístico.

El oficio divino

La Legión de María cree en el valor trascendente de la oración de la Iglesia. Por ello


invita a sus miembros a adoptar, como oración diaria, una parte considerable del
breviario (por ejemplo, Maitines y Laudes o las Horas diurnas), o un oficio cualquiera
aprobado por la Iglesia.

No traza programa alguno de oración mental, para que cada alma vibre ante Dios con
su nota peculiar, que tanto difiere de alma a alma. Se atiene en esto al uso tradicional
de la Iglesia. Le basta invitar al Legionario a que beba hasta saciarse en este oficio
sagrado, tan conocido en otro tiempo tanto de los monjes como de los seglares. Está
convencida de que ninguna oración es tan eficaz como la oración litúrgica para infundir
ese espíritu por el que se vive la vida de la Iglesia. Para sentir con la Iglesia -sentire
cum Ecclesia-, la Legión incita a orar con la Iglesia. Por sus labios y con sus palabras.
Sabe muy bien que la voz de la Esposa posee un encanto único sobre el corazón del
Esposo, y que ella sola sabe seleccionar las palabras que se le han de dirigir y el acento
que se ha de poner en ellas. Por otra parte, ¿no es el mismo Espíritu Santo quien ha
inspirado los salmos, que forman la parte esencial del oficio, y no es Él, en definitiva,
quien anima con su aliento vivificador esta plegaria pública?

El Legionario recitará estas oraciones con la Iglesia y con María: es todo uno. Por lo
demás, María conoció los salmos e hizo de ellos, el alimento de su alma aquí en la
tierra. Regocijemos a nuestra Madre con su misma oración. Que Ella se inclinará
amorosamente hacia nuestros infantiles balbuceos, y tomará con benevolencia
nuestras súplicas, santificadas por Ella misma, y las elevará como un sacrificio de
alabanza hasta el mismo Dios, a quienes siempre muy agradable.

Porque a través de María es Jesucristo quien habla, quien suplica, quien canta. La unión
entre la Madre y el Hijo es tal, que orar en María es el medio más seguro de orar en
Cristo, y unirse al corazón de María es penetrar hasta las íntimas profundidades del
corazón de su Hijo y atraernos la bendición pronunciada por el Padre sobre Jesús: "He
aquí mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias".

El rosario

A la oración solemne y litúrgica del oficio divino, la Legión añade otra más sencilla y
popular: el rosario a la Virgen Santa. Se rece su tercera parte o los quince misterios que
lo integran, siempre entendemos que no se trata de una oración meramente vocal,
sino de una oración penetrada y vivificada por la mediación de los misterios que evoca.

Parémonos unos instantes siquiera a considerar el espíritu íntimo del rosario, para
mostrar los tesoros espirituales que encierra este "salterio de la Virgen", como le han
llamado los Romanos Pontífices.

Primeramente recordemos que no se nos pide amar el rosario, porque sea una oración
muy agradable y nos guste recitarlo, desgranando una a una las tres "Avemarías".
Quizá, por el contrario, a otros parezca una recitación monótona y fastidiosa, en la que
las distracciones son casi inevitables.

Si la Iglesia desea vivamente que sus hijos tengan afecto a esta práctica es, sin duda,
por ser muy del agrado de la Reina del cielo. Y a nosotros nos debe bastar con saber
que nuestra Madre gusta de oír el suave murmullo de esta plegaria: esto es todo.

León XIII ha publicado quince encíclicas sobre el rosario, para que nadie alegue
ignorancia sobre el lugar preeminente que la Iglesia reserva a esta oración.

El Santo Papa Pío X decía: "Dadme un ejército que rece el rosario y lograré con él
conquistar el mundo".

La Iglesia se ofrece a ser este ejército aguerrido: el rosario será su espada de combate.

Y el mismo Papa ha dejado estampadas estas líneas que traicionan su alma de santo.
"De todas las oraciones, el rosario es la más bella y la más rica en gracias, aquella que
agrada más a la Santísima Virgen María. Amad, pues, el rosario y recitadlo con espíritu
de piedad todos los días; es el testamento que os dejo a fin de que os acordéis de mí".

Estas palabras son, indudablemente, el eco de una larga experiencia dulcemente


vivida.

Se podría multiplicar indefinidamente los testimonios de la Iglesia y de los santos.


Queremos, sin embargo, en este comentario de la Promesa, limitamos a considerar el
rosario bajo un aspecto peculiar, es decir, en cuanto es medio para fomentar nuestra
devoción al Espíritu Santo, meta final de la Promesa.

El rosario, misterio de comunión con el Espíritu Santo.

He aquí lo que oculta el rosario y que descubre el que penetra en su realidad íntima, y
percibe la unidad que encierran estas alabanzas ensartadas, y advierte el hilo que liga
los anillos de esta cadena.

Para ello, basta comprender que esta oración es más oración de María que oración
nuestra: aquí está la clave de su poder y de su encanto sobre el corazón de Dios.
Mientras nuestros dedos desgranan las cuentas del rosario, pronunciando devotamente
las Avemarías, la Virgen Santa las transforma en un canto inefable que sólo el paraíso
es digno de escuchar. Se opera un cambio parecido al que tiene lugar en nuestros
instrumentos musicales. Sobre el disco del gramófono se posa la sutil aguja de acero e
inmediatamente comienza el girar monótono de la placa. Un espectador sordo no oirá
nada y no se explicará el por qué de juego tan estéril y aburrido. Pero el espectador
normal comenzará a escuchar una voz sonora, emitida de un modo misterioso por la
pequeña aguja que gira incansablemente. Bien presto se elevará una melodía
grandiosa y bella, que deleita y entusiasma.

He aquí una pálida imagen de la situación que ha lugar en el rezo del santo rosario,
cuando elevo esta plegaria en unión con María. Desde que me hallo unido a Ella, como
la punta de la aguja sobre el disco, por un acto de íntima adhesión y al mismo tiempo
voy desgranando las cuentas del rosario, María se apropia el movimiento de mi oración
y es Ella quien en mi lugar canta ante Dios el alleluia de su dicha, el fiat de su dolor, el
amén de su gloria. Y he aquí que todo el cielo está como a la escucha de María que
ofrenda a Dios los sentimientos de su corazón inmaculado. Este canto es una comunión
continua con el divino Espíritu, que obra en Jesús y en Ella al mismo tiempo los
misterios que el rosario conmemora. Porque desde el misterio gozoso de la Anunciación
hasta el glorioso de la Coronación de la Virgen Santa en la gloria, asistimos a la
evocación de los momentos culminantes de su docilidad a la acción del Espíritu Santo.

El rosario comienza por el mensaje del ángel que invita a María a entregarse sin
demora a la operación del Divino Espíritu. Es la magnífica obertura de la más grandiosa
e incomparable historia de los siglos.

Al desarrollarse esta historia, admiramos en cada una de las etapas de la existencia de


la Santísima Virgen el soberano ímpetu que la impele a cumplir los santos y divinos
designios, según el Espíritu se los va manifestando entre transportes de gozo,
desgarros de dolor y fulgores de gloria. Nos parece percibir el delicado y entusiasta
crescendo del ímpetu santo del alma de María. María se va uniendo más y más al
misterio de amor que revelan las operaciones de Dios en Ella, operaciones que se van
realizando ya entre espesas tinieblas, ya entre luces de alborada, tanto en la muerte
dolorosa como en la resurrección triunfante. María sabe que Dios es amor: esta certeza
le basta. Nunca hubo abandono tan perfecto en el divino beneplácito. Los clavos y la
sangre, la corona de espinas y la cruz o el Calvario, todo es para María comunión con el
Espíritu Santo. Ella coopera con su divino Espíritu a la inmolación del Hijo y su fidelidad
persevera más allá del sepulcro. Es precisamente esta fidelidad la que será coronada
en la hora solemne de su entrada triunfal en la gloria la mañana de su Asunción a los
cielos.

Mientras van pasando las "Ave" del rosario, al correr monótono de cada uno de los
misterios, María que nos está escuchando, obtiene para nosotros la gracia de entrar en
esta comunión con el Espíritu Divino. María nos toma como por la mano y nos lleva a
Él.

De esta suerte el rosario viene a ser como el Cantar de los Cantares del Espíritu Santo
y de María, y por este motivo es para nosotros el mejor medio de reavivar
continuamente y de profundizar nuestra devoción hacia el divino Espíritu. Las riquezas
ocultas de esta plegaria han inspirado a Georges Goyau este elogio que parecerá
exagerado tan sólo a quienes cometan la ligereza de no penetrar hasta el corazón de la
misma:
"Esta oración, que parece verbal, es la más espiritual de todas.
Esta oración, que parece esclava, es la más libre de todas.
Esta oración, que parece rudimentaria, es la más contemplativa de todas" (37).
El enigma se le aclara a quien conoce el encanto que tiene el rosario para el corazón
de María. ¿No es, en efecto, cada "Ave" un beso casto y amoroso que se da a María,
una rosa encarnada que se le presenta, una copa de ambrosía y de néctar que se le
ofrenda?"

A esta luz se ve cuánta razón tiene el Manual al decir del rosario que es "en las
reuniones de los legionarios lo que la respiración a nuestro cuerpo" (38).

2.- ACCIÓN

"Y me atrevo a ofrecer un servicio fiel"

Fidelidad a la oración. Fidelidad asimismo al trabajo aceptado. Ora et labora. El


Legionario sabe que Dios cuenta con su servicio para llevar a feliz término la redención
de los hombres.

La acción apostólica, necesaria a la obra de Dios

Este servicio apostólico es tan necesario a la acción de Dios como la materia a los
sacramentos. Sin agua no hay bautismo. Sin pan y sin vino no hay cuerpo ni sangre de
Jesucristo. Dios libérrimamente, y al mismo tiempo con decreto positivo, ha ligado su
gracia bautismal y las maravillas de la consagración a la presencia de estos elementos
indispensables. Lo mismo cabe decir con relación a la salvación del mundo. Dios ha
confiado esta nobilísima tarea a los hombres. Normalmente, pues, sin su concurso
visible y palpable, la salvación no será transmitida. Dios exige un acto de cooperación
por parte nuestra. Tal es la significación y la necesidad del apostolado legionario. Para
el Legionario servir fielmente quiere decir: dejar la propia casa, a la caída de la tarde,
cuando más se agradece el reposo y la paz del hogar, ir a llamar a una puerta cuya
acogida no se puede prever, desafiar la mala coyuntura y, lo que es peor, la ironía y
frialdad de esos hombres que nunca tienen tiempo para ocuparse de su salvación
eterna, aceptar el ex abrupto con la sonrisa a flor de labios, obtener el paso a una
morada con dulce y humilde paciencia, condividir las preocupaciones del prójimo, venir
a ser un amigo de todos... Servir fielmente en el apostolado es ofrecerse a ejercitado
de mil maneras, bajo cualquier forma prevista o imprevista, con el único fin de allanar
los caminos a la entrada de Dios en las almas, a ejemplo de los servidores de las bodas
de Caná, que recibieron de Jesús el extraño encargo de llenar de agua las vasijas
vacías, cuando lo que necesitaban era el vino. Mas bastó que la orden de llenar las
ánforas, usque ad summum, hasta los bordes fuera dada para que los servidores
obedecieran sin comprender. De igual modo se comporta el Legionario en su faena
apostólica: ofrece al Maestro el agua de su buena voluntad, para que Él por este medio
pueda distribuir a los hombres el vino de su gracia redentora. Que no haya proporción
entre nuestro quehacer y el de Jesús, ello no tiene importancia. Lo que importa es
afanarse, porque Dios en su providencia ha ligado unos con otros los destinos de los
hombres, como el guía de montaña amarra la cuerda en torno a cada uno de los
alpinistas, para que todo el equipo, trabado entre sí y aupándose mutuamente, logre
escalar la cumbre del picacho.
No busquemos pretextos para no hacer nada al socaire de la eficacia de un ejemplo
silencioso. Menos aún que se intenten justificar abstenciones y retiradas bajo pretexto
de imitar la vida oculta de la Sagrada Familia de Nazareth. Esto sería olvidar
demasiadas cosas: el misterio de esta vida oculta y de silencio responde a un plan
particular de Dios. Además, no se puede equiparar en justicia la vida de Jesús, María y
José a la vida de unos anacoretas entregados a la pura contemplación. Ellos hacían la
vida ordinaria de los habitantes de Nazareth, y es proverbial la buena vecindad y la
hospitalidad de los pueblos de Oriente en sus mutuas relaciones sociales. Se
compartía, y largamente, con el prójimo sin conocerse, nada parecido al aislacionismo
vecinal de nuestras ciudades. Pues bien; Jesús ha vivido como los judíos "piadosos" -los
anavims- que nos describen los salmos y los libros sapienciales. Esta vida, por modesta
y retirada que se la suponga, llevaba consigo el ejercicio de las obras de misericordia
que enumera el Deuteronomio, además de las oraciones, ayunos, actos públicos y
peregrinaciones que todo buen israelita practicaba. Todo esto hace pensar que la Santa
Familia de Nazareth conviviese con las otras en santa vecindad. ¿Y cabe suponer que la
primera familia "cristiana", modelo vivo de las virtudes más puras, no practicó el celo
por las almas y la caridad espiritual? Sin duda que la hora del apostolado mesiánico no
había sonado; mas, ¿no hablarían sus labios santos de lo que abundaba su corazón,
como lo demuestra el episodio de Jesús en el templo?

Si alguno se empeñase en ver en la vida de Cristo en Nazareth el ideal de la vida


puramente contemplativa, a este talle diríamos, aun con riesgo de simplificar en
demasía los hechos tal como acaecieron, que los treinta años de la vida oculta son el
modelo de la vida cristiana ordinaria; los tres años de la vida pública, el modelo de la
vida apostólica, en los que se funda "el reino mesiánico"; y, finalmente, los cuarenta
días en el desierto - transición de la primera a la segunda -, el ejemplar de la vida
retirada y de pura contemplación.

Digámoslo de nuevo y sin temor: el cristiano en el mundo no tiene derecho alguno a


recluirse en un mutismo egoísta. La palabra apostólica sigue a la fe como una
consecuencia directa. Repleti sunt omnes Spiritus Sancti et coeperunt loqui, canta la
Iglesia en una antífona del oficio litúrgico de Pentecostés. Los Apóstoles, llenos del
Espíritu Santo, comenzaron a hablar. Este nexo se impone. "Yo he creído y por eso he
hablado", escribía San Pablo a los Corintios, subrayando esta ilación lógica.

¿Y cómo queréis, por otra parte, que la fe nazca en las almas, si no es engendrada por
la palabra? Fidex ex auditu. ¿Acaso la Iglesia se extendió a todo el mundo por otros
procedimientos? "Y la palabra de Dios iba en aumento, nos dicen los Hechos de los
Apóstoles, y se multiplicaba". ¿Queremos ahora renegar de tan sanos y apostólicos
orígenes?

Con toda verdad se puede decir que, según el Evangelio, hay obligación de gritar desde
los tejados y de no ocultar la luz debajo del celemín, pues es el mismo Evangelio quien
da esta consigna como toque de llamada: "lte, docete omnes gentes", "Id, pues, y
predicad a todas las gentes". Tal fue el mandato indiscutible que Jesús dio a sus
Apóstoles, a sus discípulos y a cuantos se han alistado bajo sus banderas. Y para que
no hubiese lugar a duda, el mismo Espíritu Santo bajó como lenguas de fuego sobre
estos hombres reunidos en el Cenáculo el día de Pentecostés.
La lengua muda y la boca cerrada de nuestros cristianos del día son el símbolo, no de
un catolicismo vigoroso, sino de una religión decadente. La política de no intervención,
aplicada al apostolado, no puede escudarse en el Divino Maestro. Más fácilmente
encontraría disculpa el que, llevado de un celo exagerado, gritase demasiado fuerte el
mensaje evangélico. Su disculpa serían aquellas palabras del Apóstol: vae mihi si non
evangelizavero!, desgraciado de mí si no anuncio el gran mensaje. O también aquellas
otras: insta oportune, importune, argue, obsecra, insta a tiempo y a destiempo, para
alejar a los hombres de sus ficciones y sombras y abrirles el camino de la verdad
luciente y salvadora.

No se crea, sin embargo, que de todo lo dicho se pueda deducir que subestimamos la
vida contemplativa a la cual Dios convida a ciertas almas de elección. Su silencio en la
Iglesia no es vacío, inerte, sino plenitud de vida; no es deserción, sino acción a
distancia, cuyos efectos se hacen sentir más allá de nuestros confines humanos. Los
altos lugares de oración donde estas almas se retiran, son como las grandes centrales
eléctricas que recogen la corriente de alta tensión y después la distribuyen por
regiones enteras. Sus tebaidas son verdaderos arsenales de gracias. Pero esto nos está
diciendo que son necesarios soldados valerosos que quieran utilizar tanta munición y
salir a campaña para dar la batalla al enemigo. Nos dirigimos a estos soldados, que son
todos los cristianos que viven en el mundo y tienen el deber de blandir la espada de la
palabra de Dios y extender, por este medio, su reinado visible. San Juan Crisóstomo
dirigía a los cristianos de su tiempo, que temían responder a esta llamada bélica, unas
palabras que no han perdido actualidad: "Entre vuestros deberes, se encuentra el de
entregar os por la salvación de vuestros hermanos, atrayéndolos hacia vosotros aun
contra su voluntad, sus gritos de protesta y sus lamentos. Su oposición o apatía son
buena prueba de que os encontráis ante niños caprichosos. A vosotros toca cambiar las
disposiciones de su alma imperfecta lo depravada. Es vuestro deber trabajar para que
lleguen a ser hombres maduros en su vida cristiana".

Mas a pesar de estas insistentes increpaciones que tratan de vencer nuestras


vacilaciones, no queremos confesamos vencidos: buscamos todavía eludir hábilmente
las prescripciones de Dios que como saetas van a clavarse en nuestra carne viva.

La acción apostólica, deber universal

¡Ser apóstol! "Es una tarea, se oye decir, que no se halla a nuestro alcance. Serán los
santos quienes salven al mundo... y nosotros no somos santos. No nos incitéis a
empeños imposibles". ¡Por cierto que es ésta una disculpa de admirar! Como que al
abrigo de una modestia falsa y comodona se amparan la flojera y poquedad de ánimo.
Ciertamente, decimos también nosotros, para convertir al mundo se precisan santos.
Roguemos para que el cielo los conceda en abundancia a este mundo pecador. Son
menester gigantes para afrontar el mal y dar la batalla a los poderes del infierno
desencadenados. Necesitamos santos como San Agustín y San Bonifacio, San Francisco
y Santo Domingo, San Vicente Ferrer y San Francisco Javier, necesitamos taumaturgos
y profetas. También nos son imprescindibles santos que se sepulten vivos en los
desiertos, lejos del mundo para no servir más que a Dios y de esta suerte servirnos
mejor a nosotros. Mas no se concluya de todo ello, lo volvemos a repetir, que tan sólo
los santos deben tomar a su cargo el cuidar de las almas y cargar con la
responsabilidad de salvar a sus hermanos. Por otra parte no debemos ilusionarnos con
relación a la santidad: no es ella una cima lejana, inaccesible, como esos picos de los
Alpes, perennemente vírgenes a la bota del más aventurado alpinista, y que por lo
mismo es inútil todo esfuerzo por escalarla. A decir verdad, debemos confesar más
bien que todo bautizado salió "santificado" de las aguas bautismales. En un sentido
muy verdadero -frecuentemente recordado por San Pablo y la Iglesia primitiva-, no es
que debamos llegar a ser santos, debemos, sí, continuar siéndolo. Nuestro deber
después del bautismo consiste en desarrollar la gracia en él recibida y aumentar la
santidad de este momento inicial. Hablando con tecnicismo teológico, debemos decir
que no tenemos la obligación de llegar a ser santos para imitar a Jesucristo, porque
somos santos desde el día de nuestro bautismo. Con esta particularidad, digna de ser
notada: que nuestra imitación de Cristo no es mera copia exterior, como una réplica
pictórica, sino que es el mismo Cristo quien actúa en nosotros, impregnándonos de su
santidad, cuando con todas nuestras fuerzas tendemos hacia Él. No tenemos, pues,
opción para menospreciar nuestro sublime origen: agnosce, christiane, dignitatem
tuam. Y concluyamos recordando aquello de "nobleza obliga". La raza de los santos no
debe sernos nunca extraña. Ello nos ayudará a comprender que el deber del
apostolado está anclado en nuestra alma; no es como el sello del sacramento que nos
hizo nacer a la vida de la gracia.

Además; si tan sólo sobre los santos pasase este deber del apostolado, los Papas, que
invitan -y con qué insistencia- a todos los seglares a este apostolado necesario,
formularían una exigencia imposible. Así, pues, Dios llama a su servicio a todas, las
almas de buena voluntad. Cada uno de nosotros -cualquiera que sea su grado de virtud
personal- puede y debe ser un instrumento en las manos de Dios. Con Él y en Él
llegaremos mucho más allá de lo que pudiéramos esperar, confiados en nuestros
medios humanos. En sus planes divinos Dios hace a veces donación de sus gracias al
ignorante y hasta al indigno. Los teólogos nos hablan de gracias puramente gratuitas,
gratis datae, para indicarnos que de suyo no santifican necesariamente a aquel que las
recibe. Dios las destina a la comunidad a través de aquel a quien hace depositario. Los
carismas de la Iglesia primitiva son un ejemplo brillante: unos recibían el don de hablar
lenguas, desconocidas hasta para el mismo que las hablaba; otros la gracia de
interpretar para utilidad de la asamblea reunida. Dios no mide siempre su generosidad
por nuestra capacidad receptiva, lo mismo que una fuente no distribuye su caudal a
medida de nuestros vasos o de nuestra sed. Dios, sin embargo, quiere que cada uno de
nosotros se deje henchir por sus dones hasta desbordar. Por otra parte, es preciso tener
presente que toda la teología sacramental implica esta soberana independencia. de la
gracia de Dios que prosigue su obra, aunque el ministro que confiere el sacramento sea
gravemente pecador. Demos gracias a este buen Dios que no se deja maniatar en sus
larguezas por nuestras debilidades y que triunfa hasta de nuestros pecados.

El Legionario encontrará en la unión con María el medio de ser inundado


indefinidamente por la gracia, a pesar de sus indignidades. Le basta en cada momento
unirse a María, para verse lleno de gracias... De esta plenitud podrá entonces dar y dar
siempre, sin empobrecerse jamás. A pesar de su indigencia, tiene a mano de qué
enriquecer a todos aquellos que Dios pusiere en su camino.
No es, pues, el apostolado monopolio de los mejores. Se impone a todos nosotros,
como una dichosa obligación, a la vez imperiosa y posible, impuesta por Dios mismo.
Obligación sublime, pero a nuestro alcance. No obstante, el demonio, desalojado de
este reducto, no se da por vencido, ni se queda corto en razones con las que tiende a
paralizar nuestra actividad. Para uso y consumo de nuestros contemporáneos, más
preocupado de la libertad que de la verdad, no cesa de difundir bajo mil formas y
maneras un slogan insidioso: el apostolado -insinúa el muy ladino- es atentado a la
legítima independencia de los demás, una violación de su conciencia. De aquí el que
muchos admiren al misionero que parte a convertir esquimales y censuren al que
intenta convertir a su vecino de barrio. ¿Es que el apostolado es una intrusión? ¡Pero
entonces hay que decir que las palabras del Maestro: "Id y enseñad a todas las
gentes..." no tienen sentido! ¡Y que si la buena fe ignorante es igual a la fe, virtud
teologal, se viene a tierra el fundamento mismo de todas las misiones! Sin duda, Dios
reserva tesoros de misericordia para el desvalido salvaje que en su ignorancia adora de
buena fe a su fetiche o amuleto. Mas también reserva para él tesoros de vida
superabundante, de inconmensurable riqueza, y quiere que todos los hombres vivan de
tales tesoros, para lo que es menester que haya quienes se los vayan a llevar. No
queremos decir con esto que sea preciso torturar las conciencias ni organizar desde
arriba la lucha. Pero hay "palabras de vida" que no tenemos derecho a guardar para
nosotros solos, aun en el caso en que nuestro prójimo no suponga la existencia de tal
riqueza y felicidad. Hay en materia de caridad espiritual pecados de omisión muy
graves y sobre los que un día nos juzgará el Juez eterno. Por encima de todos, señero
sobre los demás deberes, está el mandato de Cristo de trabajar por la gloria de Dios,
logrando que las peticiones del Pater noster sean por Él acogidas, y a la vez traducidas
en actos por nosotros: "Venga a nos el tu reino; hágase tu voluntad así en la tierra
como en el cielo". Hablando del deber misional, la Iglesia no mira primeramente a los
hombres, sino a Dios. San Ignacio, para estimular en sus jóvenes el afán de conquista,
les escribía estas líneas encendidas e impregnadas del más puro teocentrismo:
"¿Dónde es hoy día la majestad de nuestro Dios adorada? ¿Dónde su potencia es
respetada? ¿Dónde su infinita bondad, su infinita ciencia conocidas?" A pesar de no ser
un lenguaje a la moda del día, es el único compatible con el Evangelio. Este lenguaje
nos enseña que no es preciso solamente que Dios se dé a los hombres, sino que los
hombres se den y se abran a sus misterios de bondad.

Mas quizá haya quien no se dé aún por vencido y torne a argüir: ser apóstol es tarea
para gente culta e instruida. Yo no poseo la ciencia necesaria para esta misión. Nueva
argucia tan especias a como la precedente, y como ella, vana y fútil. Dios no ha ligado
el deber de ser apóstoles a ningún título universitario.
La elección de los doce pescadores de Galilea no prueba en modo alguno que un alto
nivel intelectual sea indispensable para fundar el reino de Dios. Hay, por el contrario,
un pasaje en el Evangelio en el que se admira a Jesús, alzando un grito de júbilo porque
su Padre celestial tuvo a bien revelar a los pequeños y a los humildes los sublimes
secretos, ocultos a los sabios y prudentes del mundo. La historia de la Iglesia es un
refrendo secular a este júbilo de Cristo, pues esta historia nos demuestra desde su
origen que el mayor número de conversiones se ha logrado por gentes sencillas:
esclavos, artesanos, soldados, viandantes. Han venido más tarde los sabios, mas no,
en verdad, los primeros, sino segundones, lo mismo que los Magos son llamados a
Belén después de los pastores. Para convencer a nuestro prójimo, basta poseer una fe
firme y sincera, hablarle su propio lenguaje en dulce intimidad, de corazón a corazón.
He aquí el atajo para acercarse muy presto a las almas. Ciertamente que quizá llegue
un momento ulterior en el que sea preciso comunicar al neófito una instrucción más
amplia y resolverle objeciones y dudas complicadas. Entonces se impone de todo punto
recurrir al docto. Mas no es éste, en general, el primer paso en nuestro camino
apostólico: que no se descubre la fe a golpe de silogismos. Recordemos las palabras de
San Pablo a los Corintios: "Porque mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados. Que
no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, no muchos poderosos, no muchos
nobles, antes lo necio del mundo se escogió Dios para confundir a los sabios; y lo débil
del mundo se escogió Dios para confundir lo fuerte; y lo vil del mundo y lo tenido en
nada se escogió Dios, lo que no es, para anular lo que es; a fin de que no se gloríe
mortal alguno en el acatamiento de Dios" (1 Cor., 1, 26-29).

El propósito de reclutar Legionarios tanto entre las clases humildes como entre las
elevadas, es un ideal muy caro al espíritu de la Legión, porque con ello afirma un
principio vital del catolicismo, a saber, que todos los miembros de la Iglesia, aun los
más modestos y simples, son llamados al apostolado. Esta verdad se ha oscurecido y,
en general, se tiende a buscar adeptos en personas adelantadas en su vida espiritual o
con altura científica. Esto es olvidar que Dios no es "aceptador de personas", y que
llama a todos a esta acción apostólica indispensable.

Y más que nunca en nuestros días. He aquí en qué términos Su Santidad Pío XII dirigía
una llamada a la Acción Católica de Italia el 7 de septiembre de 1947: "No hay tiempo
que perder. El momento de la reflexión y de los proyectos ha pasado. Es el momento de
la acción. ¿Estáis dispuestos? Los frentes que se oponen en los campos morales y
religiosos se hacen cada día más definidos. El momento de la prueba ha llegado.
También ha llegado la hora para realizar un esfuerzo concentrado; aun unos segundos
pueden decidir la victoria" (h).

La acción apostólica intensa

Ha sonado la hora del esfuerzo tesonudo y de la vigilia en guardia.

La Legión cotiza muy alto la intensidad en el servicio fiel. Un capítulo entero del Manual
está dedicado a la "intensidad del esfuerzo al servicio de María". Importa que tomemos
de ellos una conciencia viva, sin desvalorar por ello en lo más mínimo la influencia de
la gracia.

Reconocerse siervo inútil y al mismo tiempo colaborador de Dios es la verdad total,


cuyos aspectos parciales es preciso aceptar en cada momento. Una vida de unión e
intimidad, vivida en total dependencia de María y en aspiración continua a la gracia del
Espíritu Santo, librará al Legionario del escollo del quietismo y del activismo
naturalista. Mas también esta vida de unión le enseñará a valorar debidamente el
propio esfuerzo.

En su encíclica sobre el Cuerpo Místico -como también en la que trata de la Liturgia-, Su


Santidad Pío XII insiste sobre el peligro de la tentación quietista, recordándonos esta
sentencia de San Ambrosio: "Los beneficios divinos no son para los que se duermen,
sino para los que trabajan", e invitándonos a meditar en la doctrina de San Pablo, quien
si por una parte declara: "Vivo... no ya yo, sino que Cristo vive en mÍ", por otra no teme
afirmar: "Por gracia de Dios soy eso que soy, y su gracia, que recayó en mí, no resultó
vana; antes me afané más que todos ellos; bien, que no yo, sino la gracia de Dios que
está conmigo".

No es raro encontrarse con cristianos que quieren ahorrarse en sus trabajos apostólicos
el propio esfuerzo personal, alegando como excusa: "No puedo hacer nada; lo dejo todo
en manos de Dios". Como si esta falta de imaginación, de trabajo y de método fueran
la expresión más acabada de esa virtud excelsa, llamada abandono en la Providencia.
Sin ambages debemos declarar que nunca fue la pereza un homenaje digno de Dios, ni
la apatía e inacción un medio eficaz de atraer la protección del cielo. Para convencerse
de ello basta leer en el Evangelio la parábola de los talentos, en que se condena al
siervo que lo enterró. Tentación sutil, pero indudablemente diabólica, sería argumentar
con las palabras de Cristo: "Sin Mí nada podéis hacer", para concluir abusivamente al
perezoso cruzarse de brazos. Sería ello olvidar que debemos amar y servir a Dios "con
todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas", y esto no sólo de palabra ni
con la punta de los dedos. Sería infravalorar el precio que Dios mismo concede a
nuestros esfuerzos y la ley providencial por Él establecida, en virtud de la cual éstos
vienen a ser normalmente indispensables. Jesús mora en el tabernáculo con su amor
omnipotente. Con todo, si no hay algún sacerdote que abra la puerta del tabernáculo y
ofrezca la hostia blanca al que desee comulgar, la gracia sacramental no será
distribuida. Es Dios quien ha querido tener necesidad del hombre. Y puesto que éstos
son los designios de Dios, el instrumento de estos designios, que somos nosotros,
debe, actuar hasta el fin, iluminado por esta lógica sobrenatural. Devoción a María en
la acción apostólica quiere decir por lo mismo, trabajo bien hecho, energía, habilidad,
delicadeza. Sería muy indelicado pretender que nuestra Reina del cielo supla lo que
nosotros hemos omitido por negligencia o por flojera. Nuestra generosidad debe ser
gemela de nuestra confianza y ésta no puede en ningún modo dispensar de aquélla.

No temamos hacer demasiado. Aunque derrocháramos el propio esfuerzo, trabajando


diez veces más de lo preciso, aun entonces María sabría recoger esta sobreabundancia
y distribuida de tal suerte que venga a ser provechosa para otras almas angustiadas.
"Nada se ha perdido, dice muy justamente el Manual, de todo lo que se pone en manos
de esta cuidadosa administradora de Nazareth".

No se tema hacer demasiado; temamos más bien hacer demasiado poco, dominados
por la indolencia, el poco más o menos, lo mediocre y descolorido. Que Dios merece
bastante más. María tuvo, como nadie, un doble afán por el trabajo bien hecho. Nadie,
en efecto, se imagina a María ofreciendo al Señor trabajos a medio hacer... Ella espera
también de nosotros la colaboración activa, inventiva, propia de quien toma las cosas a
pecho y con entusiasmo. Le debemos el máximum de nuestro esfuerzo y recordemos
que quien no se lo entregó todo, aún no le ha entregado nada, y cuando se da, es de
corazones nobles y generosos dar lo mejor. Cuando María ve que lo hemos dado todo,
llegando hasta el límite en nuestro esfuerzo, es cuando tenemos nosotros derecho a
esperado todo de Ella. Incluso el milagro, si fuera preciso. Para ello que vayan siempre
a la par nuestro entusiasmo vibrante y nuestro esfuerzo generoso.
La acción apostólica disciplinada

Servicio fiel y, por consiguiente, disciplinado.

¡Cuánto esfuerzo malgastado al servicio del bien por falta de unión y porque cada cual
trabaja y se bate por su cuenta y riesgo! Legión quiere decir ejército, y un ejército
quiere lo que quieren sus mandos. Gracias a la disciplina del mando, el esfuerzo de
cada uno es encuadrado, sostenido y potencializado hasta su máxima eficacia. Pero
una condición se requiere: la obediencia. Y esto de un modo neto, preciso y controlado.
No es raro que algunos se echen atrás ante esta actitud intransigente de la Legión.
Pero ella prefiere para los combates de la fe un puñado de valientes, unidos entre sí, a
una cohorte entera sin unidad. Opta en todo caso salir a la lucha con los trescientos
soldados de Gedeón más que con un ejército de mercenarios de fidelidad condicionada
o dudosa.

La obediencia es fuerza.

También es una gracia que asegura la libertad de las intervenciones divinas. Nada nos
obliga a pensar que en toda circunstancia nuestros jefes han de acordar la decisión
más sabia y ponderada, aunque hay más de una presunción para pensar que ellos se
equivocan menos frecuentemente que nosotros. Pero la obediencia no tiene por fin el
que realicemos lo más prudente, sino más bien, como dice bellamente Zundel, "el
conservamos de tal suerte en las manos de Dios, que pueda llevar a cabo por medio de
nosotros mucho más de lo que nosotros somos capaces de comprender y hacer" (39).

La autoridad que manda será entonces el sacramento de nuestra rectitud en el obrar y


de nuestra pureza de intención y por otra parte nos abrirá el camino para que Dios
pueda intervenir a favor nuestro en el juego o, mejor, drama espiritual en el que
tomamos parte. Obedecer es superarse, es ofrecer a Dios una disponibilidad nueva y
un amor más despojado de elementos humanos y, por consiguiente, más entero.
Obedecer es una garantía y una seguridad contra nosotros mismos.

A la inconstancia humana, la Legión impone una reunión semanal.

A la imprecisión, una cuenta detallada del trabajo realizado.

Al vago deseo de apostolado, un elemento sustancial y una prueba anticipada, sin


quitar el que cada cual pueda proponer nuevos planes e iniciativas.

Se busca, a través de estos procedimientos, un remedio a las flaquezas inherentes a la


pobre naturaleza humana que, así sostenida, ofrece resultados inesperados.

Obedecer, en fin, es una alegría, porque de este modo colaboramos en la misión


misma de nuestro dulce Salvador. Aceptando la tarea que se impone, el Legionario ve
en el quehacer diario y menudo la orden solemnemente recibida: "Id y predicad a todas
las gentes". Prolongando según el propio plan y a su manera la misión de los Apóstoles,
merece aquella presencia y asistencia divina que Jesús les prometió: "y sabed que
estoy con vosotros". No va, pues, el Legionario solo y a merced de sus antojos, guiado
únicamente por sus propias luces. Ha recibido un mandato neto y preciso. Va donde
Dios le envía bajo la égida y amparo de su Reina. Se siente feliz de poder responder a
las órdenes de su Madre como los servidores de las bodas de Caná. He aquí por qué la
Promesa pide al Legionario este plus de entrega y abnegación, que se llama: abandono
de sí mismo en las manos de María.

"Me someteré por completo a su disciplina, que me liga a mis hermanos legionarios y
hace de nosotros un ejército, y mantiene nuestra alineación en nuestro avance con
María".

CAPÍTULO IX
MARÍA ACTUANDO SU MEDIACIÓN

"PARA EJECUTAR TU VOLUNTAD,


PARA OBRAR TUS MILAGROS DE GRACIA"

" Y obrar tus milagros de gracia"

La gran fe, generosa y audaz, de la Legión de María se transparenta en este anhelo. La


Legión quiere ofrecerse al Espíritu Santo, para que Éste pueda hoy producir aquellas
maravillas de gracia que obró un día en Nuestra Señora.

Para comprender lo que en la vida de la Iglesia podrá ser esta alianza del Espíritu Santo
y de María, contemplemos un instante lo que fue ayer en las páginas del Evangelio, el
libro que mejor nos describe estas maravillas.

Una de sus páginas nos cuenta la visita a su prima Santa Isabel: son las primeras
claridades del alba de la mediación mariana.

Otra nos describe la escena de Pentecostés, mostrándonos a María en la aurora


brillante de esta mediación.

Ambas nos dejan entrever un poco la prodigiosa fecundidad de esta alianza entre el
Espíritu Santo y María y nos ayudan a presentir los inconmensurables beneficios que
los siglos cristianos habrán de publicar de mil modos diferentes.

l.- PRIMERAS CLARIDADES DEL ALBA DE LA MEDIACIÓN MARIANA: LA VISITACIÓN

La visitación en primer término.

Después del mensaje del arcángel, María abandona inmediatamente su morada y se


aleja presurosa de la colina de Nazaret en dirección a la casa de Isabel, su prima. Se
acerca a ella y al primer sonido de su voz el Espíritu Santo inunda de luz a Isabel y el
niño que lleva en sus entrañas da saltos de gozo. Contemplemos con respeto, pero más
de cerca, esta primera mediación mariana, y admiremos este primer rayo de luz que
despunta en un cielo que irradiará un día potentes claridades.
He aquí el primer milagro de la gracia que pasa visiblemente por manos de María. Sin
duda alguna podemos afirmar que al acercarse María a Isabel es cuando el Espíritu
Santo comienza su obra de santificación.

Y todo porque trae la presencia santificadora de Jesús el Precursor, oculto aún en el


seno materno. Por María, Juan recibe esta purificación que le comunica su investidura
de Precursor. Por María es consagrado testigo de Cristo antes de nacer.

Es de admirar que, en este primer encuentro de Cristo y su Precursor, todo se realiza


por María. Es a través de su madre como Jesús se da a San Juan. Por eso decimos que
el día de la visitación, la maternidad sobrenatural de María comienza a irradiar luces y
claridades de alba: la cabeza de la serpiente, maldecida por Dios, comienza en esta
ocasión a ser aplastada por esta mujer, bendita entre todas las mujeres. Juan es la
primera victoria que, a su vez, es prenda y garantía de nuestra propia salvación. Con la
entrada de María en casa de Isabel sufre Satanás una irritante derrota, al ser
santificada en aquel instante el alma del Precursor. Por su parte, el regocijo de Juan
hace vibrar a Isabel y le arranca un grito de admiración hacia la Madre de Dios. Fue por
medio de Juan Bautista como la gloria de María fue proclamada por primera vez en la
tierra. Pregón de Cristo, Juan viene a ser al mismo tiempo el vocero de su madre. No
pasemos, pues, de largo, ante el misterio de la Visitación. Lo poco que el evangelista
nos relata es suficiente a abrir ante nuestra reflexión profundidades ilimitadas. ¡Qué
comunión de almas, qué interacción espiritual, qué solemne prefacio de la gran misión
que acaba de iniciarse!

Ahora bien; si el solo contacto de María, si sus primeras palabras han producido tales
maravillas -la regeneración de Juan Bautista y la efusión de luz y de gracia sobre
Isabel-, ¿qué pensar sucederá entonces en los días, meses y años venideros?

La permanencia de tres meses en la casa de Zacarías ha debido ejercer sobre el


Precursor de Jesucristo una influencia sobremanera íntima y efectiva. Cada día de la
prolongada estancia de la Virgen con su prima fue un misterio de crecimiento espiritual
para Juan. Ya en el seno materno, nos dice San Ambrosio que Juan Bautista tenía por
medida la edad perfecta de la plenitud de Cristo. Elisabeth Zacariae magnum virum
genuit, canta la Iglesia. Indudablemente, María prolongó su "visita" para acrecentar la
sobrenatural grandeza del Precursor (40).

No hay por qué ahondar más en torno a estos misterios: la relación de la visitación ha
sido el único que Dios ha confiado a la pluma del escritor sagrado. Las otras
"visitaciones" de María las conoceremos en el cielo. Se adivina, no obstante, a través
de este episodio, lo que debió ser para San José la presencia de María. La alianza de
estas dos almas extraordinarias fue, sin duda, el encanto de la corte celestial. ¡Qué
pureza y profundidad de donación mutua, qué inolvidable fidelidad en su único amor
hacia Dios y hacia Jesucristo! Es muy conforme pensar que, si el alma de San José
estaba unida directamente al Espíritu Santo que había hecho del santo Patriarca un
"justo", este divino Espíritu se complacería en transmitirle sus gracias por mediación de
María. Nadie mejor que José habrá conocido el poder y la dulzura, la extensión y la
delicadeza de la influencia de María (41).
En cuanto al Precursor de Cristo le consideramos con todo derecho como uno de los
patronos de la Legión: su santificación nos atañe más de lo que pudiéramos pensar.
¿No precede necesariamente San Juan a la venida de Jesucristo? Así lo ha decidido una
providencia admirable cuyos "dones son sin arrepentimiento". Este orden, lo mismo
que el de la mediación de María "no cambia jamás". Así, pues, a través de Juan Bautista
somos "visitados" por Nuestra Señora a fin de que Cristo venga a nosotros.

El Padre Daniélou expresa con justeza la continuidad de la función del Precursor en


estos términos: "Si Jesús, dice, es perpetuamente "El que ha de venir", Juan es también
aquel que perpetuamente le, precede, porque la economía de la encarnación histórica
de Cristo se continúa en su Cuerpo Místico. Del mismo modo que toda gracia viene por
María, porque sería absurdo que hubiera engendrado a Jesús sin engendrar su Cuerpo
Místico, del mismo modo toda conversión está preparada por Juan Bautista. Los Santos
Padres han sido quienes primeramente nos lo han enseñado: "Pienso, escribe Orígenes,
que el misterio (sacramentum) de Juan se continúa realizando en el mundo. Mas quien
desee crecer en Cristo Jesús, es preciso que antes el espíritu y la virtud de Juan venga
a su alma y preparan al Señor un pueblo perfecto, allanando los caminos altaneros y
enderezando las sendas tortuosas del corazón. Aún hoy día, el espíritu y la virtud de
Juan preceden el advenimiento del Señor (Hom. Luc., IV, RAUER, p. 29, 1, 20-p. 30, I, 8).
Puesto que esta venida de Cristo es una venida que se va repitiendo perpetuamente -
Cristo es siempre aquel que viene al mundo y a la Iglesia - hay un perpetuo "Adviento"
de Cristo, y en este "Adviento" la gran figura es Juan Bautista. Es peculiar gracia suya
la de preparar lo que ya está inminente. Su carácter propio consiste en ser la última
disposición, la lluvia tibia y dulce, que precede a las pujantes primaveras misionales, a
las grandes eclosiones del espíritu" (42).

Esta perspectiva de continuidad es tradicional en la Iglesia (43). Bourdaloue, en su


sermón para la fiesta de San Juan, sienta esta afirmación: "Entre Jesús y San Juan
existen lazos tan estrechos que no se puede llegar a conocer al uno sin conocer
también al otro; y si la vida eterna consistirá en conocer a San Juan".

Puesto que el Bautista vino para que todos por su medio alcanzasen la fe, ut OMNES
crederent per illum, esto parece suponer que ejerce su acción en toda gracia que tiene
por finalidad infundir o acrecentar esta primera virtud teologal. Mas resulta de ello que
la mediación mariana que obró en Juan tan grandes maravillas, vino a ser entonces
para todos nosotros una gracia de predilección. Amando a Juan, María iniciaba su amor
hacia todos nosotros: en Juan Bautista, María abría para todos sus hijos el primer
camino de la salvación y de la redención.

De esta suerte tenía cumplimiento por mediación de María el anuncio hecho a Zacarías
por el ángel, cuando le profetizó el nacimiento de Juan: "y será lleno del Espíritu Santo
desde el seno de su madre" (Luc., 1, 15).

Mas no es esto todo. Según hemos dicho, a la voz de María, Isabel recibe una gracia de
iluminación. Contempla entonces a María con ojos de vidente y exclama toda fuera de
sí: "¿Y de dónde me es dado que la madre de mi Señor venga a mí?" Y añade este grito
espontáneo de su corazón: "¡Feliz eres porque has creído!" De este modo Isabel abría
la serie de alabanzas que a través de las edades proclamarían bienaventurada a María,
dando cumplimiento al anuncio profético de su Magníficat.

Diálogo en verdad peregrino el de estas mujeres, cuyas palabras resonarán en los


siglos, a pesar de que en este día fueran totalmente desconocidas del mundo. A la
doncella que acaba de confesar no ser más que la esclava del Señor, se la oye
pronunciar casi sin transición esta profecía, al parecer de absurdo cumplimiento: "He
aquí que me llamarán bienaventurada todas las generaciones". Necedad
desconcertante o milagro del Señor. No cabe otro dilema. Y las generaciones se han
sucedido, repitiendo por su cuenta en crescendo impresionante el grito de Isabel. La
profecía ha tenido cumplimiento, fue veraz.

Bendita eres tú, porque has creído, exclamó un día Isabel. También nosotros podemos
decir a ésta: Feliz eres tú, Isabel, alma privilegiada, porque has creído al Espíritu Santo
que obraba en María grandes cosas. Feliz eres tú, porque ni la carne ni la sangre han
tomado parte en este tu primer ímpetu de devoción mariana. Fue, pues, el Espíritu
Santo quien inauguró el culto de María. Fue el Espíritu Santo el iniciador de las letanías
y de los himnos sinnúmero que a lo largo de los siglos se la han dirigido. Y -lo que
jamás debiéramos olvidar- fue el Espíritu Santo quien puso en los labios de María la
profecía del Magníficat por la que es Reina de los Profetas. Cuando en el Credo
confesamos. Credo in Spiritum Sanctum, qui locutus est per prophetas, recordamos la
acción profética del Espíritu Santo en María y la nueva intimidad que por este título los
une.

2.- AURORA TRIUNFAL DE LA MEDIACIÓN MARIANA: PENTECOSTÉS

La alianza del Espíritu Santo y de María, sellada en la Encarnación y que se entrevé


como fuente de gracias en el relato de la Visitación, aparece ahora con todo relieve en
el misterio de Pentecostés, con el que se cierra el Evangelio.

María está allí en el Cenáculo, en medio de los Apóstoles, esperando la realización de la


promesa de su Hijo. "Y perseveraban unánimes en la oración con María, Madre de
Jesús". Esta mención de la presencia de la Virgen sobrepasa en mucho la importancia
del simple relato histórico. No sin motivo el evangelista, siempre tan reservado cuando
se trata de María, ha precisado que se encontraba allí, en medio de los Apóstoles. Es
que era preciso que María estuviera en el Cenáculo en aquellas horas decisivas en que
la Iglesia iba a nacer y manifestarse al mundo. Ella debía estar allí para recibir esta
esperada efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles.

Este puesto especial y único de la Virgen María en el suceso de Pentecostés lo ha


consignado León XIII en una de sus encíclicas: "La Virgen en el Cenáculo, escribe;
rogando "con genio inenarrable" con los Apóstoles y por ellos, prepara y acelera para la
Iglesia los dones abundantes y variados del Espíritu Consolador, don supremo de Cristo
y tesoro que no faltará jamás" (Jucunda semper, 8 de septiembre de 1894).

Es ésta una presencia única no solamente para los Apóstoles que van a ser
transformados, sino también para el mundo entero, que por medio de éstos va a recibir
las primicias de la gracia de su salvación. Ya en la noche de Navidad María trajo al
mundo al que vino a traer fuego a la tierra y no quiere que se apague. Su función
hubiera quedado muy deficiente sin su presencia en el Cenáculo, donde el Espíritu de
su Hijo debía venir a inflamar a los Apóstoles en ese fuego que arderá siempre hasta la
consumación de los tiempos.

"Pentecostés, se ha dicho, fue el Belén espiritual de María, su nueva Epifanía; como


madre junto a la cuna de Cristo místico, María le dio a conocer una vez más a otros
pastores y a otros reyes" (Sheen).

Todo se hallaba trabado en la vida de María. Lo que para nosotros no es más que un
mero episodio sin lazo manifiesto, tiene una relación muy íntima en el plan divino que
no se desmiente jamás a sí mismo y permite adivinar lo que es preciso para
comprender y reconocer la unidad de su obra. Los que saben ahondar en estas
profundidades, ven cómo la mediación de Pentecostés hunde sus raíces en el misterio
mismo de la Encarnación".

En virtud de la unión profunda que nos revela el hecho del primer Pentecostés de la
Iglesia, María se sitúa en el corazón mismo del apostolado; María es la Reina. Si no
recorre el mundo para dar a conocer a su Hijo, su celo, no obstante, es
"inconmensurable como las arenas de las playas del mar" (III Reg., IV, 29). Ella practica
el apostolado de una manera eminente.

"María -ha dicho con toda verdad M. Olier- no ejerció la función del apostolado externo,
aunque recibiera con los Apóstoles el Espíritu de Jesucristo, el Apóstol universal, y lo
recibiera en toda su plenitud. No se dirigió ni a judíos ni a gentiles en particular; pero,
poseyendo con plenitud el celo de su Hijo y el poder de éste sobre la Iglesia, tuvo, por
participación eminente del mismo Jesucristo, celo por la gloria de Dios y poder de
enviar secretamente servidores de Dios por todo el mundo, siguiendo los caminos del
Espíritu Santo y del Amor divino".

Bajo este ángulo de luz comprendemos mejor cuánta verdad sea que María y el
apostolado no hacen más que uno. De donde se sigue que la devoción a María y la
acción apostólica gozan también de íntima unidad. Quien se une verdaderamente a
María sale del Cenáculo para la conquista del mundo. Comprende que no ha recibido al
Espíritu Santo sin recibir al mismo tiempo el impulso apostólico. Accipe Spiritum
Sanctum. Recibe el Espíritu Santo, dice el consagrante al que va a ser consagrado
obispo. Es la fórmula consecratoria que constituye al apóstol en el pleno sentido de la
palabra. Análogamente vale lo mismo para el simple cristiano: el sacramento que le
comunica al Espíritu Santo -la confirmación que prosigue la efusión comenzada en el
bautismo-, le consagra de igual modo apóstol en el mundo, en su medio ambiente.

Sería traicionar al Espíritu Santo y renegar de María, rehusar transmitir a los demás
este fuego divino. ¡Desgraciado del que oculta la luz bajo el celemín y consiente que el
fuego se cubra de ceniza! Cada uno por su parte es responsable de la claridad o de las
tinieblas que reinan en el mundo, del calor que quema a las almas o del frío que las
congela. Aunque no hayamos visto las lenguas de fuego sobre nuestras cabezas,
sabemos que el Espíritu Santo, sermone ditans guttura, ha dado a nuestros hermanos a
que acepten el beneficio de la Redención. Las lenguas de fuego y el viento impetuoso
de Pentecostés no son, en verdad, símbolos de inercia y de laxitud. Honramos, pues, a
María en su fidelidad al Espíritu Santo, cuando abrimos nuestras almas a este divino
Espíritu para llevarle a nuestros hermanos.

3.- PLENO DÍA DE LA MEDIACIÓN MARIANA: PERENNE ACTUALIDAD

He aquí toda la noble ambición de la Legión de María: ofrecer almas generosas a la


acción del Espíritu Santo, para que el luminoso día de Pentecostés no conozca ocaso,
para que, en verdad, el Espíritu Santo renueve la faz deformada de la tierra y
establezca su reinado por doquier.

Noble e inmensa ambición que la Legión cimenta sobre la roca viva de la fe. ¿No dijo,
con verdad, Jesús a sus discípulos: "Sabed que estoy con vosotros todos los días hasta
la consumación de los siglos... vosotros haréis aún mayores cosas de las que Yo he
hecho?" Estas palabras gozan de perenne actualidad. Ahora, como en el principio de la
Iglesia, Dios se halla dispuesto a obrar "sus maravillas de gracia" y a transformar al
mundo. Hablando de la fe, ha pronunciado palabras que en cierto sentido le
comprometen. Hasta nos ha impuesto la obligación de esperar lo imposible. La fe: ¡es
"capaz de trasladar montañas"! "Nada es imposible para Dios". Entonces, ¿a qué
esperamos?

Más de un cristiano estará tentado de afirmar que la época de las conversiones en


masa fue algo privativo de la primitiva Iglesia. Pero ¿es que lo que fue posible
entonces, será imposible ahora? La cuestión es para preocupamos. Porque la fe nos
enseña que Jesús y la Iglesia son uno, que el jefe y su cuerpo viven la misma vida.

Ahora bien; en la vida de Jesús los milagros florecen a su paso: era por medio de ellos
como imponía su mensaje a la atención de sus contemporáneos, entollados en
prejuicios rastreros y empequeñecidos por un mesianismo de corto alcance. Era este
mensaje un desafío a su incredulidad y al mismo tiempo una introducción a la mejor
inteligencia de los caminos de Dios.

Después que Cristo dejó este mundo, los milagros continúan. La palabra de San Pedro
cura al cojo sentado a la puerta del templo y los Apóstoles confirman su testimonio con
prodigios que provocan alborotos en el mismo Sanedrín. Es manifiesto, de un modo
bien visible, que Cristo está con ellos, como se lo había prometido. Brilla aún la
presencia del Maestro. El poder de Dios se halla en las manos de estos hombres que se
escudan en el nombre de Cristo y este poder será el que intente comprar Simón el
Mago a precio de oro.

Es, pues, normal que Dios obra maravillas entre los hombres. No es Dios quien ha
decretado que los milagros sean raros. Y, sin embargo, es innegable que en el día de
hoy los milagros no abundan. ¿Por qué?

¿Es que se ha debilitado el brazo de Dios?


¿Es que su amor se ha dejado dominar por el cansancio?
¿Es que ya no le conmueven nuestras debilidades y miserias?

No; serían blasfemas estas dudas: Dios es Dios y no cambia. Su amor es eterno y
permanece siempre idéntico a sí mismo.

Entonces, nos preguntamos una vez más: ¿cómo explicar que los milagros no sean más
frecuentes?

La fe, fuente de gracias

¿No será más bien porque Dios no encuentra ya entre nosotros quien ose creer en Él
hasta el milagro? ¿O quizá porque ya no le salen al paso centuriones que le arranquen
un nuevo grito de admiración: Non inveni tantam fidem in Israel, Yo no he encontrado
tanta fe en Israel? ¿Ni cananeas que le arranquen el milagro ansiosamente pedido? Y
con todo, es cierto que el Maestro está siempre dispuesto a responder como otras
veces: "Vete y sea como tu fe lo ha suplicado".

¡Ah! Hoy buscamos la salvación del mundo en recetas de mezquina sabiduría humana,
confiando en demasía en los que fabrican teorías apostólicas inéditas e inexploradas.
¿Dónde, por el contrario, hallar quienes tomen a la letra aquella palabra sagrada de
San Juan: "Haec est victoria quae vincit mundum: fides nostra"? (I Jo., V, 4). En último
término, nuestra victoria sobre el mundo está a la altura de nuestra fe.

No negamos en ningún modo la utilidad de la técnica de captación y la fe misma incita


al cristiano a servirse de su inteligencia, porque el Evangelio nos enseña que la caridad
es virtud ingeniosa e inventiva. Mas sin la fe -una fe que sea adhesión total a Dios y
abandono en su Providencia-, la fuerza de Dios no será captada por nosotros, que en
nuestra impotencia mascaremos la derrota contra los poderes del mal. No sin motivo la
Iglesia repite cada tarde a sus sacerdotes en el oficio de Completas la advertencia de
San Pedro: Vigilad sobre vosotros mismos, pues el demonio ronda en torno vuestro.
Para vencerle permaneced firmes en la fe: cui resistite fortes in FIDE.

¿Podemos nosotros atestiguar que nuestra fe es fuerte, bien templada,


verdaderamente aguerrida?

¿O tenemos que confesar que ha perdido en nosotros su virginidad o al menos mucho


de su vigor? Por desgracia, vivimos en un ambiente viciado por todos los miasmas del
relativismo, cuya respiración no puede menos de sernos nociva. La atmósfera que nos
rodea, impregnada de materialismo y naturalismo, y que nos penetra furtivamente por
todos los poros, no puede dejar de ser un peligro. El amor a la verdad y el culto a Dios
han caído entre los hombres. Y ¿podemos decir que sean verdades para nosotros esas
verdades vitales por las que no estamos ya dispuestos a morir?

El pecado es debilidad muy humana, propia de todos los tiempos; mas nuestros
antepasados, al cometerlo, se reconocían culpables y llamaban al mal por su nombre.
Nosotros, por el contrario, para eliminar la tortura consiguiente al mismo, no sólo
buscamos circunstancias atenuantes, sino que intentamos justificarlo. Y es
precisamente esta perversión lo que más teme la Iglesia. Con qué solemnidad pide a
Dios en el momento de la consagración episcopal, "que el consagrado no haga de las
tinieblas luz, ni de la luz tinieblas; que no llame bien al mal ni mal al bien". Esta oración
es de palpitante actualidad para nuestros contemporáneos, que se ven muy tentados
de pecar contra la luz. Nos es preciso recordar que tan sólo la verdad nos hace libres y
que la mentira inconfesada siembra la muerte.

Nuestra fe se ha debilitado y esta flaqueza resquebraja la osatura de nuestro


cristianismo, porque la fe es su columna vertebral.

La fe plena de María

Necesitamos fe potente si no queremos traicionar nuestro mismo nombre de cristianos.


Por esto invita la Legión a los suyos a buscar en la unión con María una participación
efectiva de esta fe plena que fue la admiración de Isabel: beata quae credidisti.

¿Se ha dado por ventura fe comparable a la suya? Escuchad cómo San Alfonso nos la
describe:
"La fe de María, dice, aventajó a la de todos los hombres y ángeles juntos. Aunque vio
a su Hijo en el establo de Belén, lo tuvo por Creador del mundo; viéndolo huir de
Herodes, nunca vaciló en creer que era Rey de reyes. Le vio nacer, pero creyó que
existía desde toda la eternidad; pobre y desprovisto de todo, y creyóle Dueño del
universo. Le vio tendido sobre pajas, su fe le dijo que era el Todopoderoso; reparó cómo
no hablaba palabra, con todo, creía que era la misma Sabiduría infinita. Oyendo sus
gemidos, supo que era la alegría del paraíso; y al fin, le vio morir, blanco de todos los
insultos, clavado en una cruz, y aunque vacilaron en la fe todos los demás, con fe
inquebrantable creyó que verdaderamente era el Hijo de Dios" (Citado en el Manual).

Se ha podido afirmar que toda la fe de la Iglesia naciente estaba concentrada en el


alma de María y que hoy día no hay mayor fe en toda la Iglesia militante que la que
ardía en el corazón de la Virgen.

Jesús no ha podido tener fe: la visión beatífica de que gozaba ya en su vida terrena la
eliminaba necesariamente.

María aparece, pues, ante nosotros como el modelo más acabado de fe que es posible
en creatura humana. María mereció que toda la fe cristiana encontrase su fuente en
Ella, al menos en cuanto que nuestra fe depende del testimonio que dio del misterio de
la Encarnación. Como escribía el Cardenal Wiseman en su estudio: "The Actions of the
New Testament": "Quitad la parte que corresponde a la Virgen como testigo del
Evangelio, desechad su testimonio del cristianismo, y habréis no solamente roto un
anillo, sino imposibilitado el poder rehacer toda la cadena; no es tan sólo que se haya
abierto una grieta o una brecha en el edificio; es que se resquebrajan hasta sus
mismos fundamentos. La creencia de todos los ángeles y del mundo entero en las
maravillas de la Encarnación reposa sobre un único testimonio, sobre una sola voz: la
de la Virgen María".

Toda fe para agradar a Dios, debe fundirse con la de María y proclamarse en Ella.

Y no se crea que la fe de la Virgen Santísima no era menos difícil que la nuestra,


porque en determinadas circunstancias los milagros venían a iluminar la noche de su fe
con sus fulgores. Sin duda que recibió la embajada del Arcángel y oyó cantar a los
ángeles en la noche de Navidad. Isabel, Zacarías y Simeón le revelaron su grandeza
con palabras misteriosas y la estrella de Belén lució para Ella como para los Magos.
Mas la fe de María no se paró en el milagro, ni se limitó a admirar los caminos
extraordinarios de la Providencia. María comprendió mejor que nadie cómo la fe da una
posesión de Dios infinitamente más segura. Bienaventurados quienes han creído sin
haber visto, dirá un día su divino Hijo. Por eso María conoció desde un principio la
alegría de esta fe oscura y velada. -Et nox illuminatio mea in deliciis meis. Su fe no
busca algo ulterior a lo que la Providencia le quiere revelar con claridades divinas; y si
en ocasiones Dios multiplica estas claridades ante sus ojos, María le bendice y alaba,
sin lamentarse cuando la luz se apaga y la estrella, por modo extraño, desaparece.
María en toda circunstancia es un canto de unión a la voluntad amorosa de Dios. Jamás
creatura alguna tuvo una fe más desnuda, más virginal.

En un día memorable María no comprendió la palabra de su Hijo: se lo confesó Ella


misma a San Lucas: et non intellexerunt. Jamás la fe humana tuvo que superar tantos y
tales obstáculos como la fe de María: junto con las radiantes promesas del Arcángel y
con el canto celeste de la noche de Navidad, ¡cuántos contrastes... y qué contrastes!
Para el que será llamado el Hijo de Dios y cuyo reino no tendrá fin, la paja del establo,
la huida a Egipto, la pobreza oscura de Nazaret; detrás de los pasos del Salvador del
mundo, la incomprensión, la sospecha, la mofa y el escarnio; ¡y todo concluye en la
más ignominiosa catástrofe! Pero María ha creído en la palabra de Dios y sigue
creyendo siempre en Él. Ni la insignificancia de su vida exterior, ni la hostilidad
declarada y el odio que se enfrentaba con el más grande amor, han desconcertado
esta fe. María, que había aceptado humildemente el ser asociada a la obra de Dios en
la Encarnación, y que había creído que nada es imposible al Altísimo, no cesa en
ningún momento de creer que el plan divino se va realizando y no se inquieta jamás
por saber cómo se verificará. Todo era para María un signo de Dios. En la penumbra de
su fe, María veía siempre a Dios, igual que nosotros descubrimos miríadas de estrellas
en noche tranquila y serena. Su fe no tuvo necesidad del milagro de la Resurrección.
No hay por qué entrar más adentro en este misterio divino: basta con decir que María
superó victoriosamente todas las pruebas. María, que conocía cual ningún otro quién es
Dios, ha creído como sólo la Madre de Dios podía creer. Es siempre a la palabra de
Isabel a donde es preciso retornar: Beata quae credidisti".

La unión con la fe de María

¡Cuánta razón asiste a la Legión para proponemos la fe de María como ejemplo


singular! Antes de enviar a sus miembros a las tareas apostólicas y a fin de que su fe
sea creadora de milagros, la Legión les invita a ponerse de rodillas a las plantas de la
Virgen fiel. Y, es asimismo la Legión quien les propone esta plegaria, esta llamada
suprema para obtener una fe que sea respuesta digna de la fidelidad de Dios.

Señor, concédenos a cuantos servimos bajo el estandarte de María,


La plenitud de fe en ti y confianza en Ella,
A las que se ha concebido la conquista del mundo.
Concédenos una fe viva, que, animada por la caridad,
Nos habilite para hacer todas nuestras acciones
Por puro amor a Ti,
Y a verte y servirte en nuestro prójimo;
Una fe firme e inconmovible como una roca,
Por la cual estemos tranquilos y seguros
En las cruces, afanes y desengaños de la vida;
Una fe valerosa, que nos inspire
Comenzar y llevar a cabo sin vacilación, grandes empresas por tu gloria y por la
salvación de las almas;
Una fe que sea la Columna de Fuego de nuestra Legión,
Que hasta el fin nos lleve unidos,
Que encienda en todas partes el fuego de tu amor,
Que ilumine a aquellos que están en oscuridad y sombra de muerte,
Que inflame a los tibios,
Que resucite a los muertos por el pecado;
y que guíe nuestros pasos por el Camino de la Paz,
para que, terminada la lucha de la vida,
nuestra Legión se reúna sin pérdida alguna
en el reino de tu amor y gloria. Amén.

CAPÍTULO X
MARÍA, LA IGLESIA Y EL MUNDO
"QUE RENOVARÁN LA FAZ DE LA TIERRA,
Y ESTABLECERÁN, SANTÍSIMO ESPÍRITU, TU REINADO
SOBRE LOS SERES TODOS"

I.- MARÍA Y LA IGLESIA EN GENERAL

Bajo el título: "Espíritu de la Legión", el Manual resume por estas palabras la


orientación espiritual que le anima:
"El espíritu de la Legión de María es el de María misma. Y por modo particular anhela la
Legión imitar su profunda humildad, su perfecta sumisión, su dulzura angelical, su
continua oración, su absoluta mortificación, su inmaculada pureza, su heroica
paciencia, su celestial sabiduría, su amor a Dios, intrépido y sacrificado; pero, sobre
todo, su fe: esa virtud que en Ella y solamente en Ella, llegó a su más alto grado, a una
sublimidad sin par" (p. 6).

Sin haberlo intentado de propósito, nuestro comentario ha puesto de relieve esta


imagen fiel de Nuestra Señora, al desentrañar y hacer patente el espíritu de la
Promesa. A través del comentario hemos podido entrever a María; no se le puede
confundir con ninguna otra. Se la reconoce en las líneas de su rostro, en la entonación
de su voz. Así, pues, todo el modo de comportarse del verdadero Legionario debe
evocar a María, ser un trasunto vivo de su presencia.

Cuanto más fiel sea el Legionario a su promesa, tanto más sensible y viviente hará la
imagen de María.

También tanto más será hijo fiel y leal de la Iglesia. Es de capital importancia tomar
conciencia de esta consecuencia que se oculta a primera vista. María y la Iglesia no son
dos realidades heterogéneas, son más bien un misterio único bajo dos aspectos
diferentes. ¿No decimos con verdad: Nuestra Madre la Santa Iglesia, como decimos:
Nuestra Madre María?

Entre dos misterios no hay discontinuidad. La tradición nos enseña que hemos nacido
del Espíritu Santo y de María, y, paralelamente, que hemos sido engendrados por el
Espíritu Santo y por la Iglesia (44). Por ello San León ha podido escribir: "El agua del
bautismo es como un seno virginal, y el mismo Espíritu que descendió sobre María
hinche con su eficacia la fuente sagrada" (Sermo IV de Nat. N. 3). En estas condiciones
es manifiesto que la devoción a María es ya devoción a la Iglesia.

Hay tal ligazón entre María y la Iglesia que los protestantes se ven lógicamente en la
precisión de negados dogmas católicos referentes a una y otra. ¿No ha declarado un
protestante, según testifica Scheeben, que los católicos defienden y glorifican en María
su concepción de la Iglesia como Madre y Mediadora de la gracia? (45).

Hasta puede ser, pensaba el gran teólogo, que haya un fundamento idéntico en virtud
del cual las diversas confesiones protestantes han rechazado simultáneamente el
dogma de la Inmaculada Concepción y el de la infalibilidad pontificia. En todo caso, Karl
Barth subraya recientemente esta coincidencia significativa.

No tenemos ahora por qué ahondar más en estos problemas: indicados es suficiente
para demostrar su conexión.

Verdaderamente no es el azar el que el Evangelio, siempre tan discreto sobre María,


mencione su presencia en cada una de las tres etapas de la función de la Iglesia:
Encarnación, Pasión y Pentecostés. Es que el misterio de la Iglesia es también un
misterio mariano.

En una obra clásica el Padre Terrien, S.J., se expresa así: "Si bien una y otra han
concebido del Espíritu Santo y este divino Espíritu ha concedido a entrambas la
fecundidad, a María para concebir a Jesús y a la Iglesia para engendrar los hijos de
adopción, no osamos, sin embargo, por temor de ofender a una y otra, atribuir a la
Iglesia la inefable plenitud del Espíritu Santo que hemos reconocido en María: porque la
Iglesia participa de la plenitud de María como María participa de la plenitud de Cristo...
Es esto lo que significa la fórmula tan frecuentemente empleada por los Padres: la
Iglesia imita a la Madre de Cristo; Ecclesia imitatur Matrem Christi. Así, pues, el Hijo de
Dios ha formado la Iglesia a imagen de su propia Madre. Dios no se asemeja al hombre;
es, por el contrario, el hombre quien se asemeja a Dios; parecidamente es la Iglesia
quien se asemeja a María, no María quien se asemeja a la Iglesia" (La Madre de Dios y
la Madre de los hombres, p. II, t. II, cap. I).

La misma Madre que veló sobre la cuna del Niño Dios estará presente al nacimiento de
la Iglesia. Ello significa que el suceso de Pentecostés se halla por siempre ligado al
misterio de Navidad.

¡Y qué gracia fue para la Iglesia naciente la presencia de María! El Padre Mauricio de la
Taille, en su célebre obra Mysterium fidei, habla de la influencia de la Santísima Virgen,
mientras vivía, en el santo sacrificio de la Misa, y a esa influencia atribuye, de un modo
especial, la maravillosa expansión del cristianismo y la abundancia de milagros y
carismas con que el Espíritu Santo inundó la Iglesia primitiva (46).

¡Qué gracia fue también para San Juan el tener tan particular maestra! Si San Juan
pudo hablar más divinamente de los misterios, de Dios que sus compañeros de
apostolado fue debido, según testifica San Ambrosio, "porque tuvo muy cerca de sí el
santuario de los secretos del cielo" (47). ¡Qué gracia igualmente para todos los
evangelistas poder, directa o indirectamente, abrevar en esta fuente y transmitirnos
sus puras aguas!

Y esta unión continúa. Cuando ofrecemos hoy día, en nombre de la Iglesia, el sacrificio
eucarístico, que es idéntico al sacrificio de la Cruz, lo ofrecemos en nombre de María y
en comunión con Ella, puesto que María entra en él mismo concepto de la Iglesia como
su porción más eminente y más noble después de Cristo, que es la Cabeza.

Si hemos insistido en la ligazón que une a María con la Iglesia ha sido para advertir en
qué profundidades hay que buscar el carácter católico, eclesial, de la Legión. Amar a
María es amar a la Iglesia: para el Legionario es todo uno. Que no tema, pues, ir hasta
el final en su fe y ver en la Iglesia a "Jesucristo dándose y comunicándose".

Esto hará que un alma resume piedad filial hacia aquel que Santa Catalina de Siena
llamaba dolce Cristo in terra, Su Santidad el Papa. Cada Legionario debe sentir en su
corazón lo mismo que O'Connell cuando escribía en su testamento: "YO entrego mi
cuerpo a Irlanda, mi corazón a Roma y mi alma al cielo". Nuestro corazón está en
Roma, porque allí el corazón de Cristo y el de María laten con más intensidad.

Amar a María es amar al Papa y es recibir sus direcciones con respeto, reconocimiento
y alegría. "¿A quién iremos, Señor - decían los Apóstoles -, si Vos tenéis palabras de
vida eterna?" Pedro, viviente entre nosotros, continúa siendo el supremo refugio y la
luz que no engaña.

Recibamos sus encíclicas no para buscar en ellas la frase que nos agrade y nos
confirme en nuestras opiniones personales, sino para entrar a fondo en su
pensamiento, que es aliento de vida, y para aceptar plenamente su mensaje y después
vivirlo. Seamos apóstoles en torno nuestro de estas consignas inculcadas por las
encíclicas: consignas de paz, de reconciliación social, de vida espiritual y apostólica.

Amar a María es amar al Obispo, que es, en su propia Iglesia, el representante de Cristo
entre nosotros. "Quien os escucha a vosotros, a Mí me escucha", ha dicho Jesús. Esto
debería bastar para no fijamos en sus debilidades y deficiencias y para ver en él al
pastor de su grey y doctor auténtico y oficial de la verdad religiosa.

Amar a María es amar al sacerdote, que vive en medio de nosotros para comunicamos
los beneficios de la Iglesia en cada circunstancia singular de nuestra vida. La Legión
reclama para él el respeto y la obediencia que le son debidas "y aún más". Esta
entrega, llena de confianza será para el sacerdote un estímulo y un apoyo en su
soledad. Hará de cada praesidium un hogar donde cada uno se encuentre con alegría
en torno al padre común y se temple para los combates que conjuntamente han de
librar.

2.- MARÍA Y LA IGLESIA EN EL MUNDO DE HOY

La Legión de María quiere ser la Legión de la Iglesia, por haberse abrazado con las
dimensiones de ésta, con sus anhelos y esperanzas. Ambiciona ser en nuestro mundo
moderno la "gran empresa de Dios" de que nos habla el Manual, el puesto avanzado
frente al enemigo.

El mundo que nos rodea parece anegado por la ola de materialismo que barre toda
vida cristiana y aun toda vida simplemente humana. En nombre de un pseudo-
evangelio de fraternidad sin Dios se quiere arrancar a nuestra sociedad su alma y su
razón de vivir. Prohibiéndole el acceso al cielo se le intenta clavar a la tierra con la
promesa de un paraíso para el mañana de aquí abajo. Por desgracia, este ideal tiene
sus heraldos y sus esclavos. Que se quiera o no, la lucha toma proporciones
gigantescas. Se trata de saber si el mundo, en definitiva, verá un día triunfar a Cristo o
al anticristo. Todo lo demás es juego de niños ante esta lucha decisiva. No hay
posibilidad de compromiso: es preciso elegir entre ser de Dios o contra Dios, ser de la
Iglesia o contra la Iglesia.

Se enfrentan dos concepciones de vida. No es hora de medias tintas, discursos hueros,


de slogans fáciles. Llegó el momento de la acción heroica y del testimonio supremo.
Sobre el plano del mundo se está jugando actualmente el porvenir de nuestra
civilización. ¿Quién se adueñará de este próximo futuro? ¿Los ejércitos del mal, cuya
última inspiración proviene del diablo, o los ejércitos de Dios, a los que aún hoy día
manda invisiblemente San Miguel y sus ángeles? Detrás de las agitaciones e intrigas de
los hombres que ocupan el proscenio, es preciso comprender que nos hallamos ante
una batalla gigantesca: la de los ángeles y los demonios, empeñados más que nunca
en la salvación o en la pérdida de la Humanidad. Este conflicto sobrepasa en mucho
nuestras previsiones y nuestros cálculos sobre las fuerzas contendientes. Guiando los
espíritus infernales, las fuerzas del mal, está el príncipe de las tinieblas, Satanás.
Guiando al ejército celestial - esta legión del cielo -, está la Reina de los ángeles, de
quien San Miguel es su lugarteniente. Hay quienes, encarándose con el mismo Dios, le
han dicho "no" en su disputa con los que han dicho "sí". Es esta la verdadera
significación de la época actual, la sola filosofía de la historia que se remonta a las
causas últimas. La Legión de María -visible y tangible- no es más que un ala, la exterior,
del ejército invisible que marcha conducido por la Reina del cielo y de la tierra. Es esto
lo que manifiesta toda la plenitud y grandeza real de este combate de Dios que se trata
de ganar.

Porque la Legión en ningún modo desconfía del triunfo final. "Hay un medio - dice ella -
de volver a la fe a esos millones de obstinados y de salvar las multitudes: consiste en
aplicar sencillamente el gran principio que gobierna el mundo, este principio que el
Cura de Ars formulaba en estos términos: "El mundo es de quien ame más y dé
pruebas de su amor". Esos millones de infortunados no escucharán, sin duda, la
explicación de las verdades de la fe; mas no podrán impedir que se transparente
nuestro amor heroico hacia el prójimo inspirado por nuestra fe. Este amor les
impresionará profundamente. Persuadirles que la Iglesia les ama más y al instante
volverán la espalda a quienes los han estado alucinando. Contra todos los obstáculos
volverán a la fe; llegarán hasta dar su vida por ella".

Quien ama al mundo con el corazón de María sabe que ama con el amor más fuerte:
tiene en sus manos un poder sin límites, porque ningún amor humano puede igualar el
amor de una madre.

He aquí por qué la Legión sale al campo de batalla, da la cara, sin ilusiones vanas, pero
tampoco sin miedos angustiosos. Vive con la Iglesia y por lo mismo repercuten en ella
los golpes que aquélla recibe en cualquier parte del mundo. La Legión se apasiona con
cada anuncio de victoria y se regocija con los ángeles "por cada pecador que,
arrepentido, retorna al paraíso". Sufre por las heridas recibidas y exulta de gozo por el
retroceso del mal. Es sensible como una madre al grito del desvalido, a la llamada de
socorro que exhala un alma en camino de perdición.

En este gigantesco duelo todas las fuerzas del bien deben reunirse para salvar a la
Humanidad. Por esto, sin duda, la Iglesia siente en este momento con nueva viveza la
nostalgia del retorno de los hermanos separados de la unidad de la Iglesia. Este
problema domina a todos los demás: es esta la ocasión, o nunca, de acordamos del
grito de Jesús: ut sint unum! Padre, que ellos sean uno como Vos en Mí... a fin de que el
mundo crea que Vos me habéis enviado. Es el mismo Jesús quien ha ligado la unidad
cristiana y la fe en su misión. Ser uno, a fin de que el mundo crea...

Se ha intentado muchas veces en el curso de la historia resolver este gran problema a


base de discusiones sabias y sutiles; pero no se ha logrado otra cosa que resquemor en
las partes contrincantes. Siempre sus resultados fueron efímeros.

¿No habrá sonado ya la hora de María?

Cuando los hijos han abandonado el hogar común y no se entienden entre sí, ¿no es el
recuerdo de la madre tiernamente amada el lazo más fuerte que queda y la mejor
esperanza de ver de nuevo a la familia reconciliada?

María es Madre cual ninguna otra: Ella es el calor del hogar cristiano. Ella ama a sus
hijos a estrecharse junto a su corazón. Cerca de Ella reconocerán todos con cuánta
verdad son hermanos los unos de los otros.

Retorno a la unidad de la Iglesia, retorno al amor de María. ¡Qué bella ilusión! ¡Y por
qué nos estaría prohibido creer que. una noble emulación de la devoción activa a
Nuestra Señora reunirá un día a todos los hermanos separados? ¡Sería ello una faena
típicamente maternal! ¿Utopía? No lo creemos, porque la devoción a María, que ya se
manifiesta espontáneamente en los anglicanos y renace en ciertos grupos
protestantes, ha permanecido viva y profunda en el inmenso mundo oriental, del que
Rusia es el bastión más importante.

No sin razón Pío XII habló de cómo este pueblo ocultaba sus iconos marianos para
venerarlos aún con amoroso respeto.
María, el amor común, ¡qué esperanza!

María se nos, ofrece como lazo de unidad entre el Oriente y el Occidente cristiano. Ella
es un bien común, tesoro sobre todo precio, apasionadamente amada. Que cada cual le
abra la propia alma para que Ella tome entera posesión: María conducirá a sus hijos
con mano dulce y segura hacia el único redil donde se encuentra la verdad total, la
plenitud de la vida, Jesucristo Nuestro Señor.

Por, su parte, la Legión trabaja por acelerar la hora de la unión anhelada ofreciendo a
María almas dóciles y flexibles entre sus manos. María las pondrá a disposición del
Espíritu Santo y el Espíritu Santo hará de estas almas instrumentos aptos de sus
potentes designios. Así se cumplirán los deseos del divino Espíritu y se realizarán
aquellas maravillas de la gracia que renovarán la faz de la tierra a mayor gloria de
Dios.

CAPÍTULO XI
LA SEÑAL DE LA CRUZ

"EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO


Y DEL ESPÍRITU SANTO.
AMÉN".

I.- SUFRIMIENTO Y APOSTOLADO

No es para la Legión de María un gesto desprovisto de alcance ni un rito puramente


convencional.

Es una bendición de Dios que desciende sobre el Legionario y sobre el compromiso que
acaba de adquirir, cubriéndolo de una armadura invisible. Sabe éste que tomar parte
en el apostolado es entrar en un misterio de redención, misterio de muerte y de vida. A
cada paso y bajo mil aspectos el Legionario enlaza su vida con el sufrimiento de los
demás: lo encuentra en las almas a las que se acerca en sus visitas y a las que deberá
enseñar con tacto y con prudencia el secreto del sufrimiento meritorio. Aprenderá en sí
mismo que las almas se pagan a caro precio y, en más de una ocasión, saldrá de este
combate contra el infierno fatigado y malherido. El apostolado no es juego de niños, es
una lucha, aunque espiritual, y Dios quiere que en esta lucha lo expongamos todo,
hasta nuestra propia vida. Por eso el Legionario debe mirar de hito en hito a la cruz que
se yergue sobre el Calvario, demandando gracia de perdón para todos los hombres. Si
Jesucristo ha pagado por las almas un precio de sangre, es muy justo que la obra de
salvación emprendida por el Legionario importe también un rescate por el sufrimiento.
Por ello, si queremos evitar la derrota, ya desde un principio es preciso meditar sobre el
sentido redentor del sufrimiento. Tanto por lo que se refiere a nosotros como a los
demás, es de todo punto necesario creer en un amor victorioso de Dios que se oculta
en el fondo del dolor. ¡Ah, si creyéramos que todo sufrimiento es una gracia! Entonces,
como dice el Manual, "el sentimiento del sufrimiento vendría a ser el sentimiento de la
presencia cercana de Jesús". Pero se precisa una condición: que concedamos tal crédito
a Dios, que nuestra confianza en Él sea invencible. ¡Oh!; no es difícil creer que Dios nos
ama, cuando todo nos sale a gusto y capricho. Pero se requiere buen temple de la fe
para no vacilar cuando la borrasca y las olas embisten la propia navecilla. Y, con todo,
es precisamente en la hora de la angustia cuando el amor de Dios más nos presiona y
nos envuelve. ¡Comprendemos tan mal los asaltos de este amor que nos empapa y
anega! Rehusamos dejarle obrar en nosotros con su divina ternura que, si por una
parte nos dilacera, es siempre para mejor inundarnos y colmamos. Dudamos de Dios,
porque nuestra fe no es lo bastante fuerte para reconocerlo bajo apariencias, a veces
desconcertantes. ¡Qué abismos de incredulidad laten en el seno de nuestra fe!

Podríamos repetir humildemente, como propia, esta confesión y súplica de un alma


selecta: "Dios mío, escribía, haced que reconozca vuestra acción en todo, lo mismo en
la creatura que me hiere y en el suceso que trastorna mis planes que en la alegría que
dilata mi corazón. Haced que comprenda prácticamente que, si las causas segundas
varían hasta el infinito, la causa primera no es más que una, y esta única causa sois
Vos, Señor. Vuestra mano es siempre la misma, aunque al cubrirse cambie de guantes,
que podrán ser de felpa, de crin o de hierro, según que al tocarme me consuele o me
aflija. ¡Oh Dios y Señor!; reconozco que en todo caso vuestra mano es siempre
bondadosa y tierna al coger la mía para decirme: "Te amo". Pero una mano, si aprieta
con guante de hierro, por muy dulce y cariñosa que sea, hará sentir su dureza y
frialdad, y hasta causará dolor... Si con guante de crin, mortificará y desazonará.
Nosotros quisiéramos sentir en toda ocasión vuestra mano con guante afelpado; pero
esto, Señor, Vos lo economizáis más que nadie... No os preocupéis en complacerme,
Maestro mío, colocad en vuestra mano el guante que queráis y apretad cuanto os
plazca. Permitidme tan sólo la libertad filial de levantar el guante, para poder besar
mejor vuestra mano".

Si a ejemplo de esta alma selecta el Legionario comprendiera lo muy cerca que se halla
Dios de nosotros en el mal que nos embiste, ¡cuántos socorros aportaría a su hermano,
sumido en la prueba y descaminado en la noche de su dolor! Que comprenda, pues, el
Legionario algo de estos caminos providenciales de dolor y de misterio, y que vaya
luego a comunicar con mansedumbre a las almas tronchadas por el vendaval de la
existencia, que "la aurora comienza a medianoche", que Dios está presente en su
corazón adolorido, y que muy luego lucirá el día en que se hagan patentes las
maravillas que Dios va obrando en la intimidad de nuestros espíritus sin nosotros
conocerlo. Que repita a estas almas en sus desgarros las palabras de San Luis María:
"Dejad obrar a Dios; Él os ama y sabe muy bien lo que hace; tiene experiencia; todos
sus golpes son de rectitud y de amor; no da ninguno en falso, si no los hacéis vosotros
mismos inútiles con vuestras impaciencias..." O también aquellas palabras audaces
que el santo osaba dirigir a los "Amigos de la Cruz": "No recibáis nunca una cruz sin
besarla humildemente y con reconocimiento y, cuando el Dios todo bondad os haga
merced de alguna más pesada, dadle gracias de un modo especial y dádselas por
medio de otros". Sería de gran provecho el que confrontásemos nuestra fe con la de los
santos, para sondear hasta dónde llega nuestra miseria de creyentes-incrédulos y cuán
inconsecuentes somos en nuestro cristianismo, al comportamos como semi-paganos,
no obstante las exigencias de nuestro bautismo, del que apenas tenemos conciencia de
haberlo recibido. En los santos descubriríamos un cristianismo con plena savia, la sola
que posee palabras y realidades de vida eterna. La actitud de los santos ante el
misterio del dolor debe ser la nuestra; pero en nuestra actuación apostólica no
dirijamos de pronto y a destiempo al hermano que sufre palabras demasiado elevadas
y heroicas, cargadas de contenido y riquezas interiores que aún es incapaz de
comprender. Guardemos, sí, estas riquezas en nuestro corazón, a fin de que en su
dulce luz y en su calor oculto se empapen las palabras de aliento que saldrán de
nuestros labios con la esperanza de que un día, el hermano que hoy sufre con
desconsuelo, pueda aceptar - lo mismo que nosotros - el plan providencial de Dios, que
ha querido y quiere salvar a las almas por la cruz.

¡Qué transfiguración se obraría en el mundo, si nos atreviéramos a creer en serio que


el sufrimiento bajo todas sus formas es la gran vía de acceso a las intimidades de Dios,
la ruta que infalible mente guía a los encuentros decisivos con su amor! ¡Oh!, sin duda
es muy natural que la naturaleza se encabrite ante el sufrimiento, y Jesús mismo ha
rogado en el jardín de los olivos que el cáliz del amargor se alejase de Él. ¡Tanto se
sentía hombre de nuestra raza! No obstante la gozosa certeza de que su agonía iba a
salvar al mundo, el primer movimiento del alma del Salvador fue de disgusto y tedio.
Coepit taedere et moestus esse. ¡Benditas palabras que nos autorizan a no
avergonzamos por nuestras debilidades y nuestros espantos! Bendito sea el buen Jesús
que estremeciéndose ante la muerte, va hacia ella con paso tranquilo, al mismo tiempo
que nos dice que es como nosotros, uno más, pero que va delante porque nosotros
precisamos poner nuestros pasos en los suyos.

Para vencer este movimiento instintivo que nos incita a retroceder, entendamos a la luz
del ejemplo de Cristo que la cruz que se nos ofrece, no es un sufrimiento a merced tan
sólo de las contingencias del vivir humano, una prueba anónima, que cae sobre
nosotros como golpe de ciego, sino un obsequio de Dios, elegido entre mil y a nuestra
medida. "Que este hombre, hace decir a Dios San Luis María, lleve con valor su cruz
sobre las espaldas, y no la de su vecino: cruz que Yo he tallado según número, peso y
medida por mi sabiduría eterna: cruz cuyas cuatro dimensiones, longitud, latitud,
grosor y profundidad, Yo mismo he modelado; cruz, que Yo he cortado de una parte de
aquella que llevé camino del Calvario..."

Si sintiésemos más vivamente cómo nada queda al azar en este mundo, cómo el amor
de Dios está siempre vigilante, y cómo este amor sabe infinitamente mejor que
nosotros lo que nos conviene, tendríamos menos temor de dejamos conducir por Él y
de recibir de su mano las cruces, que vienen a ser dones preciosos. Bastaría con creer
que "todo concurre para bien de los que aman a Dios" y que este bien querido por Dios
no es un bien cualquiera sino el mejor posible, como don querido y donado por todo un
Dios, que le pone a cuenta de su gracia victoriosa.

El Legionario debe creer esto para sí mismo; debe creerlo también para los demás, a
quienes llevará como una buena nueva este sentido cristiano del dolor. De esta suerte
el Legionario será el intérprete de Dios cerca de los malheridos de la vida.

Además, su apostolado será ya por sí mismo una cruz con la que tendrá que cargar. La
conquista de las almas se paga a muy alto precio. La mayor prueba del apostolado no
consiste, como pudiera creerse, en la hostilidad de los pecadores, sino en la falta de
apoyo por parte de quienes deberían ayudar en la tarea. El Manual dedica un párrafo,
lleno de experiencia, a este escollo que pudiera hacer naufragar nuestro celo. Bajo el
título: La huella de la cruz es señal de esperanza, se leen estas líneas:
"Recordemos siempre que la obra del Señor llevará el signo distintivo del mismo
Jesucristo: la Cruz. Toda obra que no lleve la huella de la cruz difícilmente podrá
acreditarse de obra sobrenatural y nunca será verdaderamente fructuosa. Janet Erskine
Stuart, expresa esto mismo de otra manera. "Si examináis -dice- la historia sagrada, la
historia de la Iglesia y vuestra propia experiencia, que va consolidándose con los años,
veréis que nunca se realiza la obra de Dios en condiciones ideales, nunca de la manera
que hubiéramos imaginado o preferido nosotros". Lo cual quiere decir -¡cosa extraña!-
que aquellas mismas circunstancias que, según el limitado entender humano parecen
impedir que las condiciones de obrar sean las mejores y que consideramos fatales para
el porvenir de la obra, no solamente dejan de ser obstáculo para que triunfe dicha
obra, sino que son elemento esencial para su triunfo; no son señal de flaqueza, sino
marca de garantía; no un freno, sino un estímulo que alimenta el esfuerzo y le ayuda a
conseguir su objeto. Siempre ha sido del divino agrado hacer alarde de su poder,
sacando resultados felices de las condiciones más adversas, y sirviéndose de los más
débiles instrumentos para ejecutar sus mayores designios".

¿Quién no ha sentido la desilusionante experiencia de las trabas puestas por los


buenos al trabajo apostólico? No queremos suponer que ello se deba a mala fe o a
ruindad de espíritu, sino más bien al inevitable juego de las estrecheces humanas, a la
oposición de puntos de vista que chocan entre sí, cuando una visión más amplia
armonizaría verdades y actitudes que mutuamente se completan. Hay muchos
espíritus que no acaban de entender que "la tarde no contradice a la aurora y que el
otoño no es refutación de la primavera". Sepamos, por ello, hacer frente a esta cruz,
quizá más pesada que muchas otras. De esta suerte Dios purifica sus instrumentos, los
afina, los desase de sí mismos y les da un sentido más agudo y delicado de cómo
promover únicamente su gloria divina. Un día refulgente comprenderemos que todo
este juego de luz y de sombras formaba parte integrante de la redención de las almas.

Entonces daremos gracias a Dios por las piedras que encontramos a lo largo de nuestra
ruta, de los desiertos que hubimos de atravesar, de las fuentes que hubieran debido
apagar nuestra sed y, sin embargo, nos dejaron tan sólo el amargor de sus aguas. Todo
esto Dios lo quiso o lo permitió; todo esto lo pesó y contó con amor. Posuisti lacrymas
in conspectu tuo, Domine. Porque el Señor consideró nuestras lágrimas como perlas de
gran valor, ahora brillan eternamente en su presencia. Esto lo debemos saber y
recordar, no precisamente para replegarnos sobre nosotros mismos, sino para marchar
con alegría y optimismo hacia adelante, para levantar con gallardía nuestras cabezas
cuando la tormenta arrecie, y sobre todo para reconocer de lejos las señales "de la
redención que se avecina". Levate capita vestra quia appropinquat redemptio vestra.
Esta certeza ayudará al Legionario a penetrar mejor y más profundamente en la
máxima que el Manual le propone como consigna. "El triunfar es una dicha. Fracasar no
es más que el aplazamiento del triunfo". Este modo de entender la cruz permitirá al
Legionario responder al ideal de constancia que la Legión quiere inspirarle y que
describe en estos términos:
"De sus miembros reclama la Legión, no la riqueza, ni la influencia, sino una fe
inquebrantable; no acciones aparatosas, sino un esfuerzo sin desmayo; no
genialidades, sino un amor que no desfallezca; no una fuerza de gigantes, sino una
aplicación constante.
"En su servicio el Legionario debe mantenerse siempre firme y rechazar
inflexiblemente de su ánimo el desaliento. Que en la hora de la crisis sea firme como
una roca; que en toda circunstancia sea constante.

"Que espere confiadamente el éxito, y si lo obtiene, que se goce modestamente en él;


pero haga siempre su servicio independientemente del éxito. Que luche contra el
fracaso y no se deje abatir, si le sale al paso, no cejando hasta haberlo superado...

"Olvidándose de sí mismo, se mantiene en pie junto a la cruz de sus hermanos, y no se


retira de su puesto hasta que todo se haya concluido".

2.- LA COMPASIÓN DE MARÍA

Apostolado significa redención. El artífice de esta redención es Jesucristo, sin el cual no


hay salvación. Mas junto a la cruz del Calvario, una mujer está de pie, ofreciendo en su
corazón y a nombre nuestro aquel único sacrificio. María Corredentora unía su
compasión a la pasión de su Hijo. La teología mariana estudia más y más la
importancia de esta presencia y el sentido de esta cooperación inmediata. Pero nos es
preciso, especialmente en esta ocasión, evitar todo equívoco. Digámoslo una vez más:
sólo Nuestro Señor Jesucristo es el Redentor del mundo en sentido propio y verdadero.
Con nadie condivide esta gloria, y María misma tuvo necesidad de esta única
redención, si bien por modo diferente al nuestro. Sin embargo, la total suficiencia de la
sangre de Nuestro Señor no obsta a que la Iglesia reconozca que por participación y en
un sentido secundario y derivado, todos los elegidos cooperan a la redención del
mundo. Ahora bien; entre estos elegidos es manifiesto que María ocupa un lugar
preeminente. Pero mientras la cooperación de los elegidos es una cooperación
subsiguiente a la redención, del Calvario, no así la de María, que estuvo íntimamente
ligada al drama sangriento. María sintió dolores indecibles y, sobre todo, dio su
adhesión voluntaria al sacrificio de su Hijo: de esta forma cooperó de una manera única
a la redención del mundo. Sin duda que el fiat de la Anunciación englobaba ya el fiat
del Calvario, puesto que el Niño que se le anunciaba iba a nacer de Ella, sería el precio
del rescate del mundo. Mas, si Dios no exigió al Patriarca Abraham que llegase a
consumar el sacrificio de su hijo, único, quiso que María lo llevase a término en su
corazón a los pies de la cruz de Cristo. Por ello, María se adentró en el misterio del
sacrificio de Jesús cual ninguna otra creatura, aunque siempre como mera creatura,
ratificando en nombre de todos nosotros la única ofrenda digna de la justicia de Dios
ofendida.

El Legionario debe comprender que el apostolado que desee realizar en unión con
María, debe enraizarse en esta compasión de la Virgen Madre. María le revelará en este
su nuevo título de Corredentora Dolorosa el valor de las almas, rescatadas a tal precio,
y al mismo tiempo le hará sentir cuán profundo es el abismo de la culpa expiada por
holocausto tan doloroso. María le enseñará a besar con infinita gratitud las llagas
sagradas de Cristo y a decir al Crucificado: vulnera tua, merita mea, "vuestras heridas
son mis méritos". María le infundirá un alma de Madre hacia el pobrecito pecador que
miserando, en cuanto está de su parte, consuma de nuevo el deicidio, "sin saber lo que
hace". El Legionario, si contempla con los ojos de María los pecados del mundo, revivirá
en su alma la escena de la crucifixión del Señor. "Porque Dios, como se ha dicho
admirablemente, no vive tan sólo en el cielo; vive también en las almas, aunque con
vida frágil y continuamente en peligro. Nadie, en efecto, está, tan sujeto a la muerte, ni
que, de hecho, tantas veces muera como Dios en los hombres. El menor choque de la
pasión o del interés, la menor presión conformista, bastan a matarle: aquí la suprema
realidad se ha vuelto tímida y se esfuma como un sueño. Por esto el amor de los santos
es tan tierno, tan saturado de piedad, tan trémulo de angustia como de esperanza.
Cada día el santo disputa a la muerte su Dios" (48).

También el Legionario siente necesidad de unir su compasión al sacrificio de Jesús, que


pide indulgencia por todos. Y se considera feliz el Legionario de poder aportar al
Maestro la parte del sufrimiento que el deber le impone y el acrecentamiento de
renuncias que el apostolado inevitablemente exige. Por aquellos que rehúsan la gracia,
dirá a Dios "sí". Por aquellos que pecan contra la luz, será celosamente fiel. Por
aquellos que han huido, traicionado, renegado, permanecerá con María junto a la cruz.
En unión con María concentrará en su corazón el sufrimiento que a tantos otros no ha
santificado por falta de aceptación, no logrando la finalidad divina de ser un
sacramento de gracia. Por los que se han declarado en rebeldía pronunciará el fiat de
la sumisión que eleva y transfigura. Por su compasión hará que no se pierda tanto
sufrimiento como inunda la tierra, dirigiéndole como río potente que absorbe a su paso
las otras aguas y arrastra, aún a las más rebeldes, hasta el mar. El Legionario se
esforzará, incansablemente, por que todo dolor humano desemboque en la plegaria del
Pater noster: "Venga a nos tu reino, hágase tu voluntad así en la tierra como en el
cielo". ¡Qué misión tan espléndida la de descubrir el misterio de la gloria de Dios,
oculto bajo el dolor de los hombres, y de arrojar las miserias de éstos en los brazos de
la misericordia divina! Este gesto lo renovará especialmente cuando con María se una a
esta oración que corona el canon de la misa: Per ipsum, cum ipso et in ipso est tibi Deo
Patri Omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria per omnia saecula
saeculorum. Amen. Pensad lo que es esta oración en labios de María, esta doxología
que resume todo el ímpetu de su corazón al pie de la cruz.

Nadie mejor que María ha comprendido el misterio de dolor que se consuma en su


presencia en la tarde del primer Viernes Santo. En aquellos supremos instantes María
adoraba en silencio a "Dios que, en Cristo, se estaba reconciliando con el mundo". En
medio de su dolor su alma probaba la paz de una certeza invencible, la luz había
triunfado de las tinieblas; el amor, del odio; el bien, del mal. Y esto, indudablemente,
era pregustar en anticipo las dulzuras de una aurora: la de Pascua.

3.- LA SEÑAL DE LA CRUZ

Todo esto evoca la señal de la cruz.


No es de admirar que la Iglesia profese a este signo tanta veneración. Ningún acto
importante de nuestra vida se efectúa sin que la Iglesia trace la señal redentora: lo
hace sobre el niño que bautiza o confirma, sobre la hostia que ofrece, sobre el pecador
que absuelve, sobre el amor que santifica, sobre el sacerdote que consagra, sobre el
moribundo a quien conforta. Hasta sobre el pan que comemos, sobre el agua, la sal, el
aceite, sobre nuestras semillas y sobre nuestros talleres. La Iglesia no cesa de
multiplicar esta señal que opone al demonio con una tranquila confianza: in hoc signo
vinces. Con este signo vencerás.
Conviene, pues, que vayamos a nuestras faenas apostólicas protegidos y fortificados
con la señal de Dios. No perdamos el culto de este signo sagrado, que es al mismo
tiempo la más gloriosa profesión de fe.

4.- LA PROFESIÓN DE FE TRINITARIA

En efecto; acompañamos la señal de la cruz con una fórmula trinitaria del Credo:

En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Por aquí comenzó todo y todo acabará aquí. El amor de Dios, decíamos en un principio,
se encuentra en el origen de las cosas. Él solo nos da la llave del misterio de la
Creación. La visión de la Trinidad Santísima debe dominar y animar toda nuestra vida
cristiana, y es en esta auténtica vida cristiana donde desemboca todo apostolado.

In nomine Patris. En el nombre del Padre.

¿Por qué salir a la conquista de las almas? Para que los hombres vivan como hijos de
Dios. Ninguna otra vida está a la altura de su destino. ¿En qué consiste la "buena
nueva" que llevamos a nuestros hermanos? En decirles que tienen en los cielos un Dios
que es su Padre, que les ha donado la existencia únicamente para comunicarles su vida
y sus bienes. Lo más urgente que es preciso recordar a los hombres es el fin de su
creación y el pensamiento de que Dios vela sobre cada uno de ellos. Los hombres
tienen tanta necesidad de este mensaje como del aire que respiran. Tienen necesidad
de él sobre todo para amarse, porque es en la paternidad de Dios donde está el
hontanar profundo de la verdadera caridad fraterna.

En el nombre del Padre.

No digáis nunca que este hombre me es desconocido. Yo reconozco en él un hijo de mi


Padre y me siento unido a él por lazos más fuertes que los de la sangre: una vocación
común nos destina al mismo hogar. Yo iré a este hombre; lo conozco.

En el nombre del Padre.

En este nombre el Legionario se dirigirá a todos los "pródigos" que han desertado de la
casa paterna y disipado su herencia familiar. Les dirá que su puesto en la mesa familiar
aún está libré y que el Padre sube todas las tardes al próximo montecillo para otear su
retorno. El hermano mayor de la parábola evangélica no conoce la satisfacción
personal del "deber cumplido". El Legionario se comporta mejor; sale por los caminos
en busca del extraviado; le lleva el mensaje del amor inquebrantable de su Padre
celestial y le ofrece su perseverante perdón. No ceja hasta volver a la casa paterna al
tránsfuga y matar con sus propias manos el becerro mejor cebado.

En el nombre del Padre.

Tomemos más y más conciencia de nuestro "consorcio con la naturaleza divina" y


pongámonos a trabajar "en los negocios de nuestro Padre". Después de todo, ¿qué es
lo que importa? Una sola cosa: que el Padre celestial pueda darse a sus hijos: que su
gloria sea manifestada por doquier; que su voluntad sea cumplida.

In nomine Filii. En el nombre del Hijo.

La Iglesia conoce la virtud de este nombre temible que ha vencido a Satanás y le ha


arrebatado su imperio. Por eso se complace en hacer oír este nombre en los
exorcismos. Escuchemos: "Te exorcizamos, espíritu inmundo, potencia satánica,
quienquiera que tú seas, y sal expulsado, erradicado, de la Iglesia de Dios, de las almas
creadas a imagen divina y rescatadas con la sangre preciosa del Cordero celestial...

"Humíllate bajo la potente mano de Dios; tiembla y huye por la invocación que
hacemos del santo y terrible nombre de Jesús; que los infiernos tiemblen ante Aquel a
quien las Virtudes de los cielos, las Potestades y las Dominaciones adoran y los
Querubines y Serafines alaban sin cesar en sus conciertos, diciendo, Santo, Santo,
Santo es el Señor, el Dios de los ejércitos..." Con la Santa Madre Iglesia tengamos
nosotros la santa audacia de creer en la omnipotencia de este nombre triunfal.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido el pecado de los hombres y guarda en depósito el precio superabundante


de su victoria para las almas que han de venir. Creamos nosotros que si, armados de
este nombre, luchamos contra el mal, tendremos a nuestro lado toda la fuerza de Dios.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido al mundo y por este motivo nos exige ir con confianza a su conquista.
Creamos que por medio de nosotros Jesucristo hará grandes cosas, mayores aún que
las que hizo por Sí mismo. Tal es su promesa.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido a la muerte, saliendo vivo del sepulcro en la mañana radiante de Pascua


y con su muerte ha matado a la muerte. Creamos nosotros que ninguna piedra
funeraria es tan pesada que no pueda ser removida por la invocación de este nombre;
que ninguna tumba sellada resiste a su empuje, pues Jesucristo se ríe de los guardias
venales que el odio y el temor tienen apostados para testificar la mentira.

En nombre del Hijo.

Él ha vencido la cólera de Dios, arrancándole el perdón para los culpables, sean hijos
pródigos o avergonzadas magdalenas. Creamos nosotros que no nos hallamos solos,
cuando nos esforzamos por salvar de la cólera de Dios al pecador endurecido, pues es
el mismo Jesucristo quien, en nosotros y a través de nosotros, quiere ser para este
hombre la resurrección y la vida.

En nombre del Hijo.


Él ha dado orden terminante de predicar el Evangelio a toda creatura y ha prometido
asimismo vivir con la Iglesia hasta la consumación de los siglos. Creamos nosotros que
Dios reparte su gracia según lo demandan sus órdenes dadas y recibidas, y que
siempre la dispensa más abundantemente de lo que pensamos en nuestras audaces
esperanzas.

In nomine Spiritus Sancti. En el nombre del Espíritu Santo.

¿Hemos recapacitado en la inaudita misión que Dios nos confía de ir a los hombres in
Spiritu Sancto, es decir, en la virtud y fuerza del Amor que Él mismo los tiene? Y esto,
no en verdad, para amarlos con nuestro débil amor, sino para amarlos con el amor
infinito de su corazón, trasvasado al nuestro. Este amor no conoce barreras ni se
detiene ante ningún obstáculo. Este amor sabe esperar y recomenzar de nuevo, sin
cansarse jamás, sin ofenderse, sin necesitar del agradecimiento que le es debido. Este
amor se abaja hasta donde desciende la miseria humana y no teme mancharse al
ponerse en contacto con las más repugnantes lacras. Este amor es unas veces violento
como viento huracanado y otras escruta en el fondo del mal para extirparlo, aplicando
el bisturí que hace reventar el absceso. Este amor sabe ser dulce como una brisa, y
curar la herida por el procedimiento del cuidado paciente y mimoso, y no apagar del
todo la mecha que aún humea. Este amor es constante e impetuoso como las olas del
mar, que si se rompen una y mil veces, sobre el acantilado de la costa, es para volver
siempre de nuevo, al ritmo de los vientos y de las mareas, a azotar la roca que al fin se
agrieta y se desmorona. Este amor escucha con delicadeza de madre las confidencias
que preparan las confesiones y los retornos, y comprende lo que cada alma tiene de
único y de propio, para ayudada a secundar la voz que le habla en su íntimo,
comunicándole la llamada particularísima de Dios.

En nombre del Espíritu Santo.

¡Qué invitación más audaz! Gracias a este divino Espíritu tenemos el derecho de ir a los
hombres con la santa intrepidez de quien sabe que Otro actúa a través de nosotros y
nos presta su luz y fuerza omnipotentes. Tenemos derecho a creer que el Espíritu de
Dios sea el inspirador de nuestros pensamientos y el aliento de nuestra boca.

En nombre del Espíritu Santo.

Como si también nosotros, a ejemplo de los Apóstoles, saliéramos de un nuevo


Cenáculo en esta mañana del nuevo Pentecostés, para gritar a las multitudes que la
vida tiene un sentido nuevo después que Cristo salió vivo del sepulcro y después que
Dios se ha reconciliado con los hombres.

En nombre del Espíritu Santo.

Para desasir a los hombres de sí mismos, enseñarles insospechadas bienaventuranzas,


trastocar su escala de valores y conducidos a recibir tales gracias de santidad y de
vida, que sobrepasen toda inteligencia.
Para renovar la faz de la tierra a imagen del Hijo y a gloria del Padre. El Espíritu de Dios
nos pide cooperar con toda nuestra alma a esta obra única que Él prosigue
incansablemente a través de los siglos, para gloria nuestra y para gloria suya.

NOTAS DEL AUTOR

(1) Los orígenes de la Legión de María han sido expuestos por Frank Duff, fundador de
la misma, en la revista Maria Legionis (Dublín) de 1937 a 1943. Este relato, por
desgracia sin concluir, contiene páginas de un valor único en los anales del apostolado
católico contemporáneo.
La exposición oficial de la naturaleza y del funcionamiento de la Legión se encuentra
en su Manual, publicado en inglés, y traducido al francés, español, alemán, neerlandés,
italiano, tamil, malasio, cingalés y chino. Existen además traducciones al ruso, polaco y
japonés; pero no han aparecido aún.
Las oraciones propias de la Legión (Tessera), son recitadas en casi 70 lenguas
diferentes.

(2) "Strange, piteous, futile thing


Wherefore should any set thee love apart?
Seeing none but I makes much of naught"
(He said)
"And human lave needs human meritin:
How hast thou merited
Of all man's clotted clay the dingiest clot! Alack, tohu knowest not
How little worthy of any love thou art!
Whom wilt thou find to love ignoble thee,
Save Me, save only Me?
(The Hound of Heaven)

(3) La encíclica Mystici corporis enuncia este principio inconcuso en los términos
siguientes: "En esta materia todo lo que dice relación a Dios como causa eficiente
suprema, debe ser considerado común a las divinas Personas de la Santísima Trinidad".
Esto vale para todo efecto creado y se aplica a la gracia santificante creada que
acompaña a la inhabitación del Espíritu Santo. Mas no se aplica al mismo Espíritu Santo
en cuanto Él mismo es una presencia y un don increado.

(4) Cfr. Mrs. LEBON, prefacio a la traducción de las Lettres a Sérapion. Sources
chrétiennes, n. 15. París, 1947, pp. 52-77.

(5) "Venid, Padre de los pobres,


Lavad lo que está manchado,
Regad lo que está marchito,
Curad lo que está lastimado,
Doblegad lo duro y rígido,
Inflamad lo que está frío,
Enderezad lo que está torcido."

(6) De una vez para siempre decimos que, al citar los diversos textos mariológicos de
la Sagrada Escritura, no pretendemos interpretarlos aisladamente. Los consideramos
siempre en orden al plan general divino, en el que encuentran su puesto y con relación
a la tradición viviente de la Iglesia que los comenta en forma de vida y oración. La
escritura es sobria en sus alusiones a María; pero no hay por qué maravillarse de este
silencio. Cuando se ha dicho de una creatura que es la Madre de Jesús, y que Jesús es
Dios, no se puede añadir Una palabra más en su honor y alabanza. La eternidad no
agotará lo que encierra semejante grandeza. En esta perspectiva es preciso
comprender el método aquí seguido. La "mariología" moderna encuentra su
fundamento en la Escritura tal como es interpretada por la Iglesia en su Liturgia y por
los Padres en sus comentarios. La Iglesia toma la Biblia como un todo. Por ello siente la
unidad de los temas convergentes de la palabra divina, manifestando misteriosa
conexión en el seno de un misterio único. No se trata, por tanto, de tomar de la Biblia
los textos aislados donde se habla de María, sino de encuadrados en el conjunto. En
este sentido la exégesis que utilizamos no es la "literal". Sin embargo, buscamos el
sentido "querido por Dios", porque es evidente por toda la tradición que en esta luz
convergente es donde la Iglesia ve estos misterios sobrenaturales. Este punto de vista
de la Iglesia es el mismo de Dios. La Iglesia, esposa de Jesucristo, es la sola capaz de
oír la voz del Esposo y de escrutar los "arcana Dei". Cfr. C. CHARLIER, La lecture
chrétienne de la Bible, Maredsous, 1950.

(7) "In uno igitur eodemque alvo castissimae Matris et carnem Christus assumpsit et
spirituales simul corpus adjunxit, ex iis nempe coagmentatum qui credituri erant in
eum. Ita ut Salvatorem habens Maria in Utero, illos etiam dici queat gessisse omnes,
quorum vitam continebat vita Salvatoris. Universi ergo, quot-quot cum Christo
jungimur, quique, ut ait apostolus, membra sumus corporis ejus, de carne ejus et de
ossibus ejus (Ephes., V, 30), de Mariae utero egressi sumus, tanquam corporis instar
cohaerentes cum capite. Unde spiritali quidem ratione ac mystica, et Mariae filii nos
dicimur, et ipsa nostrum omnium mater est. Mater quidem spiritu... sed plane mater
membrorum Christi, quod nos sumus".

Se encontrará esta misma doctrina en su Santidad Pío XII en la encíclica Mystici


corporis, donde resumiendo al Santo Papa Pío X, llama a María "Omnium membrorum
Christi Sanctissima Genitrix".

(8) Cfr. M.-V. BERNARDOT, O.P., Ntóre Dame dans ma vie, Edt. du Cerf. O también P. R.
BERNARD, O.P., Le mystere de Marie, Desclée de Brouwer.

(9) Cfr. E. TOBAC, arto Grace, en el Dict. apologet de la foi cathol., n, 335; se puede ver
en el mismo sentido: L. MALEVEZ, Quelques enseignements de l'encyclique Mystici
Corporis Christi, en Nouv. Révue Théol., sep-oct., 1945.

(10) E. NEUBERT, Marie dans le dogme, París, Spes, 2ª ed., p. 236.

(11), La tradición ve también en María a la esposa de Jesucristo, porque el Hijo de Dios


contrajo desposorio con María al encarnarse en sus entrañas. Este tema es clásico.
Algunos artistas lo han reproducido, representando al Niño Jesús en el acto de poner un
anillo en el dedo de su Madre. Sin embargo, esta tradición venerable no excluye el que
María pueda ser llamada también Esposa del Espíritu Santo. La Iglesia desde hace
varios siglos emplea este título que ha sancionado con su autoridad y cuyas primeras
referencias encontramos a partir del siglo XII en Nicolás de Claraval, Amadeo de
Lausana y Conrado de Sajonia. La realidad de los misterios de Dios es tan rica que los
aspectos que nosotros distinguimos son complementarios en lugar de excluirse
mutuamente. En estas páginas subrayamos las relaciones de María y del Espíritu
Santo: no se olvidará nunca que esta unión es creadora de aquella otra que hace de
María la Esposa del Verbo encarnado. Conviene, con todo, advertir que si la expresión
"Esposa del Espíritu Santo" puede aplicarse a María, el Espíritu Santo no puede ser
considerado en ninguna manera como el Padre de Jesús, ni tampoco el Verbo, si se
adopta la expresión Sponsa Verbi. El Espíritu Santo no forma de su propia sustancia la
humanidad de Cristo; la operación del Espíritu Santo mira tan sólo a formar a Cristo en
su humanidad, sin intervenir como elemento constitutivo de la misma. Las dos
expresiones "esposa del Verbo o del Espíritu Santo" deben ser empleadas con tacto y
discreción. En las páginas de este comentario de la Promesa que hacen referencia al
Espíritu Santo, es natural que la expresión Sponsa Spiritus nos sirva más
particularmente para expresar ciertas relaciones de María con el Espíritu Santo. No
pretendemos, con todo, encerrar estas relaciones en esta única fórmula.

(12) DANTE, Paradiso, XXXII, 29.

(13) Traité de la vraie dévotion, n. 164. (Hay trad. española por el Padre Jesús de
Orihuela, O.F.M., cap., 2ª edición, Totana, 1918).

(14) Este carácter de "abertura" -ad alium- de tendencia hacia otra, propia de la
personalidad verdadera, merecía un estudio especial y profundo, que tuviera en cuenta
las aberraciones de la filosofía de la desesperación, al proclamar que "el infierno son
los otros". A título informativo indicamos algunos autores que han estudiado el tema: R.
C. MOBERLY, Atonement and Personality, 1901.-BLONDEL, L. Action.-ZuNDEL, Nótre
Dame de la Sagesse.-DE REGNON, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité.-
HENRY, On some implications of the "Ex Patre Filioque tanquam ab uno principio", art.
especial "referente al Espiritu Santo" en The Eastern Churches Quaterly, 1928, p. 22.-
NEDONCELLE, Essai sur la communication des conciences. Paris, Aubier.

(15) Ad diem illum, 1904.

(16) Juzgamos que no se llegará a elaborar una exposición armónica y segura sobre las
misteriosas interferencias entre la gracia y la libertad, si María y el Espíritu Santo no
son estudiados en su lugar debido. Como lo hacia notar con rara exactitud un autor
anglicano: "Gracias a la cooperación de María por su fiar, el Verbo eterno se hizo carne.
Por este motivo Ella es "causa de nuestra alegría". La función de la respuesta humana
a la llamada divina no puede claramente apreciarse más que a la luz de una mariología
equilibrada". Nouv. Révue Théolog., 1949, p. 270.

(17) "Exspectabatur consensus Virginis loco totius humanae naturae" S. Th., III, q. 30,
a. I, sed c. et concl.
"Consensus Beatae Virginis, qui per annuntiationem requirebatur actus singularis
personae, erat in multitudinis salutem redundans, imo totius humanae generis", III
Sent., dis. 3, q. 3, a. 2, sol. 2-3.
(18) El P. LUIS BOUYER, del Oratorio, escribía recientemente estas líneas: "María en el
origen de la Iglesia tenía como condensada en su sola persona toda la perfección que
se había de comunicar y debía expansionarse en la multitud de creyentes,
reincorporados a Cristo, María es también el símbolo y la garantía de la unidad católica.
Todo cuanto nosotros debemos esperar, todo aquello hacia lo cual debemos tender y
que encontraremos conjuntamente en Cristo, cuando todos seamos en Él para formar
un solo hombre perfecto, según la medida de la plenitud de edad de Cristo, todo esto
nos lo muestra anticipadamente María de quien Cristo procede". Irénikon, t. II, 1949, p.
150.

(19) Traité de la vraie dévotion, n. 5.

(20) Le sécret de Marie, n. 9. (Hay trad. españ. del P. Nazario Pérez, S. J., 12ª ed.,
Valladolid, 1941).

(21) Traité de la vraie dévotion, n. 36.

(22) Cfr. su Mariología, particularmente el capítulo dedicado al carácter personal de


María y el que estudia su mediación.

(23) Oratorio ad Deip. (Ed. Assemani, graec. lat., T. III, p. 528). "Reina y Señora después
de la Trinidad, consoladora después del Paráclito".

(24) No se debe, con todo, olvidar que, según la tradición, el Espíritu Santo es
esencialmente la "persona que revela"; mas no se revela directamente a sí misma. Hay
como un misterio de humildad y de anonadamiento del Espíritu. El Espíritu es
esencialmente un lazo de amor y de unión. Está orientado primordialmente en el
sentido de dar Cristo a los hombres. Del mismo modo que formó a Cristo en María, lo
sigue formando en la Iglesia. Es por medio del Espíritu como nos transformamos, para
irnos revistiendo poco a poco de Cristo. La devoción a la Santísima Virgen orienta
naturalmente al cristiano hacia una devoción más acentuada al Espíritu Santo. Pero
esta devoción es, por sí misma, cristocéntrica.

(25), Sermón tercero para la fiesta de la Inmaculada Concepción.

(26) La théologie du Corps mystique, T. I. p. 215 sq.

(27) Para mejor sentir la intimidad de nuestra unión mariana, creemos útil citar esta
bella página de J. Guitton: "María no está ausente de este mundo. Ningún santo, ningún
alma, ninguno de nuestros muertos está alejado de este mundo. Y es contra toda razón
que nosotros nos imaginemos el otro mundo como distante. Es una debilidad nuestra,
incapacidad para representarnos la trascendencia si no es a través de la distancia,
colocándola en una especie de estratosfera, cuando en realidad se halla tan intima a
nosotros.

Si queremos imaginarnos al "otro mundo", sería mejor verlo como una esfera que
envuelve el nuestro o, si place mejor, como una serie de esferas lúcidas y concéntricas,
a la manera como Tolomeo nos describió la bóveda celeste. La esfera última, que todo
lo envuelve, seria Cristo eterno, en quien nosotros somos y nos movemos y vivimos. La
esfera más inmediata (aquella que estaría más cerca de nosotros y por lo mismo más
visible) sería la de nuestros finados: una madre, Una esposa, un hijo, un amigo, en
quien nosotros vivimos, nos movemos y somos. Entre esta pequeña esfera que nos es
tan personal y la última esfera, podemos concebir esferas intermediarias. Tal es la
esfera mariana... Lo que está más allá de María no es alejamiento, envolvimiento. Y el
problema espiritual que se pone a este propósito me parece exactamente definido por
las palabras de Nicodemus: se trata de hacer retornar al tiempo (como en el mito del
diálogo platónico llamado "Político") y volvemos de nuevo niños, para entrar en este
"sinus" circundante, como se entraría de nuevo "en el seno materno".

"La vida del espíritu, considerada desde este punto de vista, es a la inversa de la vida
del cuerpo. En la vida del espíritu, cuanto más uno se aleje el cuerpo del seno materno,
más crece y se afianza: vivir es desprenderse de este medio para tener una existencia
propia. Mas en la vida espiritual del sentido mariano, una influencia poderosa nos
impele "reconcentrarnos" para incorporarnos a Cristo y al Espíritu en quien entramos:
esto se hace por el intermediario maternal que es la influencia y la esfera marianas. La
Virgen no aspira o, mejor dicho, nos expira en el tiempo para establecernos en esta
eternidad donde está corporalmente".
J. GUITTON, La Vierge Marie, Aubier, coll. "Les Religions", p. 207-208. (Hay trad. españ.
en la col. "Patmos").

(28) Esta diferencia ha sido particularmente puesta en relieve por San Luis Mª de
Montfort en su Traité de la vraie dévotion, cap. VIII. Véase también: La doctrine mariale
de M. Chaminade, por E. Neubert, París, Ed. du Cerf. Coll. Les cahiers de la Vierge.

(29) Sobre la unión de María y del apostolado se leerá con interés el capítulo dedicado
a La misión apostólica de María, en Marie dans le dogme, de E. NEUBERT.

(30) Chan. GUYNOT, Notre Dame de la Légion, n. I, p. 5. La caridad legionaria.

(31) The things I pray for, Dear Lord, give me grace to labour for.

(32) "She holds her little thoughts in sight,


Though gay they run and leap;
She is so circumspect and right;
She has her soul to keep".
Alice Meynell.

(33) NEWMAN, Sermons preached on various occasions (Waiting for Christ).

(34) Art. cit., Irénikon, 1949, p. 516.

(35) S. Th., III, q. 73, a. 5, ad 2.

(36) Todo este desarrollo debe entenderse teniendo en cuenta los lazos que unen a
María con la Iglesia.
Rogar por la Iglesia, unirse a la oración de la Iglesia, participar en el sacrificio de la
misa en cuanto es sacrificio de la Iglesia, todo esto se verifica profundamente en unión
con María.
Sobre las relaciones de María con la Iglesia se leerá con interés HUGO RAHNER, S. J.:
Maria und die Kirche, Insbruck, 1951. Y también OTTO SEMMERLROTH, S. J.: Urbild der
Kirche. Organischer Aufbau des Mariengeheimnisses. Wurzburg, 1959.

(37) Semana religiosa de Angers, 29 de sept. de 1939.

(38) Nuestros hermanos orientales manifiestan bajo otras formas su ferviente devoción
mariana: el himno acatista es un bellísimo modelo. No temen la multiplicación de la
misma plegaria, porque saben, igual que nosotros, que el corazón no se hastía nunca
con ciertas alegrías. Tienen preferencia a pronunciar frecuentemente el nombre de
Jesús. Este nombre sagrado lo encontramos también nosotros engarzado en el
Avemaría como una perla en su estuche. Bajo costumbres distintas encontramos por
doquier las mismas devociones. Es que la verdad es una a despecho de las distintas
modalidades psicológicas y la vía mariana no puede ser otra que aquella que lleve
directamente a Jesús.

(39) M. ZUNDEL, Le poeme de la Sainte Liturgie, Paris, p. 375. (Hay versión españ. por
R. Vignoly Barreto, 2ª edición. Buenos Aires, 1947.)

(40) In utero situs matris a mensura perfectae coepit aetatis plenitudinis Christi. S.
Ambrosio, Comment. in Luc.; 11, 30.
Non enim sola familiaritatis est causa quod diu mansit, sed etiam tanti vatis profectus...
Si primo ingressu tantus processus exsistit... quanmm putamus ut tanti temporis
sanctae Mariae addidisse praesentiam. Ibidem, 11, 29.

(41) La grandeza de San José, puesta de relieve en la encíclica de León XIII Quam
pluries (15 de agosto de 1889), ha sido excelentemente resumida por el P. M.
PHILIPPON O. P., en estas líneas: "La trascendencia de la santidad de San José sobre la
universalidad de los ángeles y de los santos, dimana de su triple misión, la más alta
después de la maternidad divina:
1) Su función de jefe de la Sagrada Familia, y, por extensión, su patrocinio sobre la
Iglesia de Cristo;
2) su titulo de Esposo de la Madre de Dios;
3) por fin y ante todo, su misión de padre para con el Verbo encarnado, principio
supremo de su supereminente grandeza: "ut Unigenimm tuum... paterna vice
custodiret" (Prefacio de la fiesta de San José).
Le vraie visage de Nótre-Dame, p. 68, Paris, DESCLÉE DE BROUWER, 1949.

(42) J. DANIELOU, Le mystere de l'Avent, Paris, p. 92-93.

(43) "Jesucristo, ha escrito Nicole, asocia a María al designio que se había formado de
prepararse un Precursor, colmando de gracias el alma de San Juan. Jesús quiere que
esto se lleve a efecto por medio de María, y para ello le da parte en el nacimiento
espiritual de Juan, como había tenido parte en el misterio mismo de la Encarnación. Y
como San Juan representaba a la Iglesia y a todos los elegidos puesto que se ha escrito
de él haber sido enviado por Dios a fin de que todos crean por él (Joa., I, 17). Jesucristo
nos ha mostrado por este hecho que la Virgen Santa coopera por la caridad al
nacimiento espiritual de todos los elegidos y que, cuando Jesús los visita con su gracia,
la Virgen los visita con su caridad, obteniéndoles la gracia por su intercesión. Así es
María nuestra verdadera madre, y por nuestra parte debemos veda tan unida a Jesús
en sus operaciones que Éste realiza en nosotros, como estuvo unida en la visita que
hizo a Isabel y a San Juan". NICOLE, Continuat. des Essais de morale... Oeuvres, T. XIII,
p. 331-332, París, 1741.

(44) Bossuet, queriendo describir la maternidad espiritual de la Iglesia, se expresa en


estos términos: "Ella es la madre de todos los particulares que componen el cuerpo de
la cristiandad: Ella los engendra en Jesucristo, no como las otras madres, formándolos
en sus entrañas, sino atrayéndolos de fuera para recibidos en sí, incorporándolos a sí
misma y en Ella al Espíritu Santo que la anima, y por el Espíritu Santo al Hijo que nos lo
dio como Consolador, y por el Hijo al Padre que nos lo envió, a fin de que nuestra
sociedad sea en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo".

(45) Según E. DRUWE, S. J., Position et estructure du traité marial, en Bulletin de la


soco franco d'études mariales, París, 1936, p. 12-13.

(46) L. c. Elucidatio XXVI, p. 331, París, BEAUCHESNE, 1924.

(47) Cfr. S. AMBROSIO, Instut. virg., c. 7, n. 5. P. L., XVI, 319, citado por TERRIEN, La
Mere de Dieu et des hommes, 2ª part., t. II, París, 2ª ed.; p. 31.

(48) G. THIBON, Ce que Dieu a uni, París, H. Lardanchet, 1947, p. 194.

NOTAS DEL TRADUCTOR

a) Según comunicación directa del A, se está preparando por la editorial Rialp de


Madrid la traducción de la vida de Edel Quinn compuesta por él mismo.

b) Esta traducción de la Promesa Legionaria es la oficial, publicada por el Manual.


Lamentamos el que no se ajuste al criterio que hemos seguido en nuestra versión. El
lector disculpará los "hiatus" literarios que las frecuentes citas de este texto oficial
imponen a la obra.

c) El texto español de estas y parecidas citas de la Sagrada Escritura está tomado de la


traducción Bover-Cantera Edic. B. A. C.

d) Hacemos la versión sobre el texto original latino.

e) Tomamos el texto de la ed. crítica del P. Silverio de Santa Teresa.

f) El texto según la trad. publicada por Ecclesia 19 mayo 1951, p. (537)-5.

g) El texto según la trad. publicada por Ecclesia 13 septiembre, 1947, p. (258)-6.


h) Véase Ecclesia, 1. c.

ÍNDICE GENERAL

CARTA DE LA SECRETARÍA DE ESTADO DE S.S.


PRESENTACIÓN DE LA EDICIÓN ESPAÑOLA
INTRODUCCIÓN
FÓRMULA OFICIAL DE LA PROMESA LEGIONARIA
CAPÍTULO I: EL ESPÍRITU SANTO
1. Naturaleza del Amor de Dios
2. Función personal del Espíritu Santo en la Trinidad
3. Función personal del Espíritu Santo en la Iglesia.
4. Respeto para con la acción de Dios
CAPÍTULO II: MARÍA, NUESTRA SEÑORA
1. La alianza del Espíritu Santo con Nuestra Señora.
2. Fidelidad en la divina alianza del Espíritu Santo con María
3. El Espíritu Santo formando en nosotros a Jesucristo
4. La Virgen María formando en nosotros a Jesucristo
CAPÍTULO III: LA MEDIACIÓN MARIANA
1. La mediación mariana ascendiendo hacia Dios
- María responde a la llamada de Dios
- María, nuestra respuesta a la llamada de Dios
- María, imagen del Espíritu Santo
- María, reflejo del Corazón divino
2. La mediación mariana descendiendo hacia los hombres
- Mediación constante
- Mediación subordinada a la única mediación de Cristo
CAPÍTULO IV; LA UNIÓN CON MARÍA
1. Un camino de Infancia: in sinu Matris
2. La unión con María, camino hacia Dios
- La unión con María y la voluntad de Dios
- La unión con María y la santidad de Dios
- La unión con María y el abandono en Dios
- La unión con María y la comunión de los
santos
3. La unión con María camino hacia los hombres
- La unión con María y el apostolado
- La unión con María y la caridad
- La unión con María y nuestra santificación personal
CAPÍTULO V: LA VALENTÍA APOSTÓLICA
1. La valentía, virtud necesaria
2. La valentía, virtud mariana
3. La valentía ante lo imposible
4. La valentía y el heroísmo latentes
CAPÍTULO VI: LA HUMILDAD Y LA FORTALEZA APOSTÓLICA.
1. La humildad de María
2. La humildad de la Legión de María
3. La fortaleza, virtud de los humildes
4. La fortaleza y la conversión de las masas
CAPÍTULO VII: PUREZA Y CRECIMIENTO ESPIRITUAL
1. La pureza apostólica
2. La pureza de la Virgen María
3. Nuestro crecimiento en Cristo
4. Esperando a Cristo
CAPÍTULO VIII: ORACIÓN Y ACCIÓN
1. Oración
- La Eucaristía, alimento de la vida personal
- La Eucaristía, fin y medio de apostolado
- El oficio divino
- El rosario
2. Acción
- La acción apostólica, necesaria a la obra de Dios
- La acción apostólica, deber universal
- La acción apostólica intensa
- La acción apostólica disciplinada
CAPÍTULO IX: MARÍA ACTUANDO SU MEDIACIÓN
1. Primeras claridades del alba de la mediación: la Visitación
2. Aurora triunfal de la mediación: Pentecostés
3. Pleno día de la mediación: Perenne actualidad
- La fe, fuente de gracias
- La fe plena de María
- La unión con la fe de María
CAPÍTULO X: MARÍA, LA IGLESIA y EL MUNDO
1. María y la Iglesia en general
2. María y la Iglesia en el mundo de hoy
CAPÍTULO XI: LA SEÑAL DE LA CRUZ
1. Sufrimiento y apostolado
2. La compasión de María
3. La señal de la Cruz
4. La profesión de fe trinitaria
NOTAS DEL AUTOR
NOTAS DEL TRADUCTOR

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