1 Las Babuchas Irrompibles

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LAS BABUCHAS IRROMPIBLES

Se dice que en El Cairo vivía un perfumista llamado Abú-Casem, célebre


por su avaricia, quien, a pesar de su prosperidad, acostumbraba vestir como un
mendigo. Con el transcurso del tiempo, sus vestidos se habían convertido en
trapos mugrientos y remendados, y su turbante había cobrado un color
indefinible. Pero lo más característico del hombre eran sus babuchas. A fuerza
de remendarlas y clavetear sus suelas habían alcanzado el triple de su tamaño,
y habían llegado a pesar tanto que, en los alrededores, cada vez que alguien
quería referirse a un objeto muy, pero muy pesado, lo comparaba con ellas.

No pocas veces se oía que alguien aludía a un individuo cargado de


pedantería diciendo: "Ese es más pesado que las babuchas de Abú-Casem". Y
más de una cocinera, al referirse a un pastel mal horneado, comentó: "Me salió
más pesado que las babuchas del perfumista".

Sucedió que, un día, Abú-Casem consiguió realizar un estupendo


negocio y, para celebrarlo, no se le ocurrió nada mejor que dirigirse a la casa
de baños más próxima.

Cerró su tienda y cargando las babuchas a su espalda, para no


gastarlas, fue hasta allí. Depositó su carga en el suelo, en el lugar que
acostumbraba dejarse el calzado, y entró. Su cuerpo estaba tan sucio que los
encargados de limpiarlo tardaron mucho más que de costumbre. Cuando
terminó, al parecer ya no quedaba nadie en la casa y, en lugar de las viejas
babuchas, encontró un calzado nuevecito de color amarillo brillante.

Lleno de alegría se lo puso y salió corriendo.

Sin embargo, no todo era tan sencillo como le pareció a nuestro hombre.
Resultó que las zapatillas estaban allí porque el cadí había entrado sin ser visto
a la casa de baños. En cuanto a las babuchas de Abú-Casem, uno de los
servidores las había escondido al verlas en tan mal estado.

Al salir del baño, el cadí buscó sus zapatillas, y en su lugar halló las del
perfumista. Las reconoció enseguida y, al darse cuenta del cambio, ordenó que
lo persiguieran. Cuando lo alcanzaron, el cadí lo obligó a calzar las claveteadas
babuchas y lo mandó a la cárcel. Abú-Casem pudo librarse, sí, pero a costa de
hacer donaciones que, dada su proverbial avaricia, lo hacían sufrir muchísimo.

Al recobrar la libertad, lo primero que hizo fue correr hacia el Nilo y


arrojar al agua las famosas babuchas.

Algunos días después, unos pescadores que habían echado sus redes
las recogieron más pesadas que de costumbre. Cuando miraron lo que habían
pescado se encontraron con las famosas babuchas, que, por añadidura, habían
roto una gran cantidad de hilos de las mallas.

Enfurecidos, corrieron hasta la tienda de Abú-Casem y arrojaron las


babuchas contra los frascos de perfume, rompiendo así unos cuantos.

El avaro lloró largamente las pertenencias perdidas y, para librarse de


las malditas babuchas, se puso a cavar un pozo donde enterrarlas.

Uno de sus vecinos, que desde hacía mucho tiempo planeaba vengarse
de él, lo denunció al cadí diciendo que éste iba a enterrar allí un tesoro.

El cadí lo llamó para investigar y sólo lo dejó libre cuando Abú-Casem le


hubo entregado unos cuantos frascos de los más caros perfumes, además de
algún dinero.

Abú-Casem, desesperado por la pérdida —insignificante para su


cuantiosa fortuna, pero que se veía mil veces agrandada por su avaricia—, se
fue hasta un canal lejano que atravesaba los campos y arrojó las causantes de
su desgracia.

Pero quiso Alá que las aguas arrastraran las babuchas hasta un molino y
allí se enredaran en las ruedas.

El molinero, al revisar los engranajes, reconoció enseguida el calzado de


Abú-Casem y se fue a quejar al cadí.

El avaro perfumista se vio obligado nuevamente a pagar una multa


importante para recobrar la libertad. Pero no terminó aquí su tribulación, pues
al mismo tiempo que le devolvieron la libertad le devolvieron las babuchas.

En el colmo de la perplejidad, sin saber qué hacer ya para librarse de


ellas, subió a la terraza y las depositó sobre la barandilla mientras se sentaba a
pensar. Un perro de los alrededores que lo vio, saltó sobre una de las
babuchas y se puso a jugar con ella. La mordisqueó un rato y, cansado, la tiró
a la calle.

En ese momento pasaba una vieja y el formidable peso del calzado


claveteado la aplastó.

Los deudos, al reconocer la babucha, fueron otra vez hasta el cadí y el


pobre Abú-Casem tuvo que volver a pagar multa, y regalar dinero y perfumes al
cadí y a los guardias.

Con el corazón desgarrado pagó como debía, y en cuanto le


devolvieron, como de costumbre, la libertad y las babuchas, fue a su casa y se
las puso.
Con ellas se dirigió a la residencia del cadí. Al llegar se las quitó, y
mientras las levantaba por encima de su cabeza, gritó con una furia que causó
risa:

—¡Oh, mi amo el cadí! Aquí tienes a las causantes de todas mis


desgracias. ¡Si no me las quito de encima, pronto me veré pidiendo limosna en
la vía pública! Yo te suplico que hagas publicar un edicto en el que se declare
que Abú-Casem ya no es más el dueño de las babuchas y que las cede a quien
quiera calzarlas y que no se hará responsable en el futuro por los daños que
pudieran ocasionar.

Al terminar de pronunciar estas palabras dio media vuelta y salió


corriendo descalzo, mientras los presentes caían de espaldas a fuerza de tanto
reírse.

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