El Barril de Amontillado, Edgar Allan Poe (1809-1849)

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Edgar Allan Poe


(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)

EL BARRIL DE AMONTILLADO
(“The Cask of Amontillado”, 1846)
Originalmente publicado in Godey’s Lady’s Book (noviembre 1846)

      HABÍA YO SOPORTADO hasta donde me era posible las mil ofensas de que
Fortunato me hacía objeto, pero cuando se atrevió a insultarme juré que me
vengaría. Vosotros, sin embargo, que conocéis harto bien mi alma, no
pensaréis que proferí amenaza alguna. Me vengaría a la larga; esto quedaba
definitivamente decidido, pero, por lo mismo que era definitivo, excluía toda
idea de riesgo. No sólo debía castigar, sino castigar con impunidad. No se
repara un agravio cuando el castigo alcanza al reparador, y tampoco es
reparado si el vengador no es capaz de mostrarse como tal a quien lo ha
ofendido.
       Téngase en cuenta que ni mediante hechos ni palabras había yo dado
motivo a Fortunato para dudar de mi buena disposición. Tal como me lo había
propuesto, seguí sonriente ante él, sin que se diera cuenta de que mi sonrisa
procedía, ahora, de la idea de su inmolación.
       Un punto débil tenía este Fortunato, aunque en otros sentidos era hombre
de respetar y aun de temer. Enorgullecíase de ser un connaisseur en materia de
vinos. Pocos italianos poseen la capacidad del verdadero virtuoso. En su mayor
parte, el entusiasmo que fingen se adapta al momento y a la oportunidad, a fin
de engañar a los millonarios ingleses y austriacos. En pintura y en alhajas
Fortunato era un impostor, como todos sus compatriotas; pero en lo referente
a vinos añejos procedía con sinceridad. No era yo diferente de él en este
:
sentido; experto en vendimias italianas, compraba con largueza todos los vinos
que podía.
       Anochecía ya, una tarde en que la semana de carnaval llegaba a su locura
más extrema, cuando encontré a mi amigo. Acercóseme con excesiva
cordialidad, pues había estado bebiendo en demasía. Disfrazado de bufón,
llevaba un ajustado traje a rayas y lucía en la cabeza el cónico gorro de
cascabeles. Me sentí tan contento al verle, que me pareció que no terminaría
nunca de estrechar su mano.
       —Mi querido Fortunato —le dije—, ¡qué suerte haberte encontrado! ¡Qué
buen semblante tienes! Figúrate que acabo de recibir un barril de vino que
pasa por amontillado, pero tengo mis dudas.
       —¿Cómo? —exclamó Fortunato—. ¿Amontillado? ¿Un barril? ¡Imposible!
¡Y a mitad de carnaval…!
       —Tengo mis dudas —insistí—, pero he sido lo bastante tonto como para
pagar su precio sin consultarte antes. No pude dar contigo y tenía miedo de
echar a perder un buen negocio.
       —¡Amontillado!
       —Tengo mis dudas.
       —¡Amontillado!
       —Y quiero salir de ellas.
       —¡Amontillado!
       —Como estás ocupado, me voy a buscar a Lucresi. Si hay alguien con
sentido crítico, es él. Me dirá que…
       —Lucresi es incapaz de distinguir entre amontillado y jerez.
       —Y sin embargo no faltan tontos que afirman que su gusto es comparable
al tuyo.
       —¡Ven! ¡Vamos!
       —¿Adónde?
       —A tu bodega.
       —No, amigo mío. No quiero aprovecharme de tu bondad. Noto que estás
ocupado, y Lucresi…
       —No tengo nada que hacer; vamos.
       —No, amigo mío. No se trata de tus ocupaciones, pero veo que tienes un
fuerte catarro. Las criptas son terriblemente húmedas y están cubiertas de
salitre.
       —Vamos lo mismo. Este catarro no es nada. ¡Amontillado! Te has dejado
:
engañar. En cuanto a Lucresi, es incapaz de distinguir entre jerez y
amontillado.
       Mientras decía esto, Fortunato me tomó del brazo. Yo me puse un antifaz
de seda negra y, ciñéndome una roquelaure, dejé que me llevara
apresuradamente a mi palazzo.
       No encontramos sirvientes en mi morada; habíanse escapado para festejar
alegremente el carnaval. Como les había dicho que no volvería hasta la mañana
siguiente, dándoles órdenes expresas de no moverse de casa, estaba bien
seguro de que todos ellos se habían marchado de inmediato apenas les hube
vuelto la espalda.
       Saqué dos antorchas de sus anillas y, entregando una a Fortunato, le
conduje a través de múltiples habitaciones hasta la arcada que daba acceso a
las criptas. Descendimos una larga escalera de caracol, mientras yo
recomendaba a mi amigo que bajara con precaución. Llegamos por fin al fondo
y pisamos juntos el húmedo suelo de las catacumbas de los Montresors.
       Mi amigo caminaba tambaleándose, y al moverse tintinearon los cascabeles
de su gorro.
       —El barril —dijo.
       —Está más delante —contesté—, pero observa las blancas telarañas que
brillan en las paredes de estas cavernas.
       Se volvió hacía mí y me miró en los ojos con veladas pupilas, que destilaban
el flujo de su embriaguez.
       —¿Salitre? —preguntó, después de un momento.
       —Salitre —repuse—. ¿Desde cuándo tienes esa tos?
       El violento acceso impidió a mi pobre amigo contestarme durante varios
minutos.
       —No es nada —dijo por fin.
       —Vamos —declaré con decisión—. Volvámonos; tu salud es preciosa. Eres
rico, respetado, admirado, querido; eres feliz como en un tiempo lo fui yo. Tu
desaparición sería lamentada, cosa que no ocurriría en mi caso. Volvamos,
pues, de lo contrario, te enfermarás y no quiero tener esa responsabilidad.
Además está Lucresi, que…
       —¡Basta! —dijo Fortunato—. Esta tos no es nada y no me matará. No voy a
morir de un acceso de tos.
       —Ciertamente que no —repuse—. No quería alarmarte innecesariamente.
Un trago de este Medoc nos protegerá de la humedad.
:
       Rompí el cuello de una botella que había extraído de una larga hilera de la
misma clase colocada en el suelo.
       —Bebe —agregué, presentándole el vino.
       Mirándome de soslayo, alzó la botella hasta sus labios. Detúvose y me hizo
un gesto familiar, mientras tintineaban sus cascabeles.
       —Brindo —dijo— por los enterrados que reposan en torno de nosotros.
       —Y yo brindo por que tengas una larga vida.
       Otra vez me tomó del brazo y seguimos adelante.
       —Estas criptas son enormes —observó Fortunato.
       —Los Montresors —repliqué— fueron una distinguida y numerosa familia.
       —He olvidado vuestras armas.
       —Un gran pie humano de oro en campo de azur; el pie aplasta una
serpiente rampante, cuyas garras se hunden en el talón.
       —¿Y el lema?
       —Nemo me impune lacessit.
       —¡Muy bien! —dijo Fortunato.
       Chispeaba el vino en sus ojos y tintineaban los cascabeles. El Medoc había
estimulado también mi fantasía. Dejamos atrás largos muros formados por
esqueletos apilados, entre los cuales aparecían también barriles y pipas, hasta
llegar a la parte más recóndita de las catacumbas. Me detuve otra vez,
atreviéndome ahora a tomar del brazo a Fortunato por encima del codo.
       —¡Mira cómo el salitre va en aumento! —dije—. Abunda como el moho en
las criptas. Estamos debajo del lecho del río. Las gotas de humedad caen entre
los huesos… Ven, volvámonos antes de que sea demasiado tarde. La tos…
       —No es nada —dijo Fortunato—. Sigamos adelante, pero bebamos antes
otro trago de Medoc.
       Rompí el cuello de un frasco de De Grâve y se lo alcancé. Vaciolo de un
trago y sus ojos se llenaron de una luz salvaje. Riéndose, lanzó la botella hacia
arriba, gesticulando en una forma que no entendí.
       Lo miré, sorprendido. Repitió el movimiento, un movimiento grotesco.
       —¿No comprendes?
       —No —repuse.
       —Entonces no eres de la hermandad.
       —¿Cómo?
       —No eres un masón.
       —¡Oh, sí! —exclamé—. ¡Sí lo soy!
:
       —¿Tú, un masón? ¡Imposible!
       —Un masón —insistí.
       —Haz un signo —dijo él—. Un signo.
       —Mira —repuse, extrayendo de entre los pliegues de mi roquelaure una
pala de albañil.
       —Te estás burlando —exclamó Fortunato, retrocediendo algunos pasos—.
Pero vamos a ver ese amontillado.
       —Puesto que lo quieres —dije, guardando el utensilio y ofreciendo otra vez
mi brazo a Fortunato, que se apoyó pesadamente. Continuamos nuestro
camino en busca del amontillado. Pasamos bajo una hilera de arcos muy bajos,
descendimos, seguimos adelante y, luego de bajar otra vez, llegamos a una
profunda cripta, donde el aire estaba tan viciado que nuestras antorchas
dejaron de llamear y apenas alumbraban.
       En el extremo más alejado de la cripta se veía otra menos espaciosa. Contra
sus paredes se habían apilado restos humanos que subían hasta la bóveda,
como puede verse en las grandes catacumbas de París. Tres lados de esa cripta
interior aparecían ornamentados de esta manera. En el cuarto, los huesos se
habían desplomado y yacían dispersos en el suelo, formando en una parte un
amontonamiento bastante grande. Dentro del muro así expuesto por la caída
de los huesos, vimos otra cripta o nicho interior, cuya profundidad sería de
unos cuatro pies, mientras su ancho era de tres y su alto de seis o siete. Parecía
haber sido construida sin ningún propósito especial, ya que sólo constituía el
intervalo entre dos de los colosales soportes del techo de las catacumbas, y
formaba su parte posterior la pared, de sólido granito, que las limitaba.
       Fue inútil que Fortunato, alzando su mortecina antorcha, tratara de ver en
lo hondo del nicho. La débil luz no permitía adivinar dónde terminaba.
       —Continúa —dije—. Allí está el amontillado. En cuanto a Lucresi…
       —Es un ignorante —interrumpió mi amigo, mientras avanzaba
tambaleándose y yo le seguía pegado a sus talones. En un instante llegó al
fondo del nicho y, al ver que la roca interrumpía su marcha, se detuvo como
atontado. Un segundo más tarde quedaba encadenado al granito. Había en la
roca dos argollas de hierro, separadas horizontalmente por unos dos pies. De
una de ellas colgaba una cadena corta; de la otra, un candado. Pasándole la
cadena alrededor de la cintura, me bastaron apenas unos segundos para
aherrojarlo. Demasiado estupefacto estaba para resistirse. Extraje la llave y salí
del nicho.
:
       —Pasa tu mano por la pared —dije— y sentirás el salitre. Te aseguro que
hay mucha humedad. Una vez más, te imploro que volvamos. ¿No quieres?
Pues entonces, tendré que dejarte. Pero antes he de ofrecerte todos mis
servicios.
       —¡El amontillado! —exclamó mi amigo, que no había vuelto aún de su
estupefacción.
       —Es cierto —repliqué—. El amontillado.
       Mientras decía esas palabras, fui hasta el montón de huesos de que ya he
hablado. Echándolos a un lado, puse en descubierto una cantidad de bloques
de piedra y de mortero. Con estos materiales y con ayuda de mi pala de albañil
comencé vigorosamente a cerrar la entrada del nicho.
       Apenas había colocado la primera hilera de mampostería, advertí que la
embriaguez de Fortunato se había disipado en buena parte. La primera
indicación nació de un quejido profundo que venía de lo hondo del nicho. No
era el grito de un borracho. Siguió un largo y obstinado silencio. Puse la
segunda hilera, la tercera y la cuarta; entonces oí la furiosa vibración de la
cadena. El ruido duró varios minutos, durante los cuales, y para poder
escucharlo con más comodidad, interrumpí mi labor y me senté sobre los
huesos. Cuando, por fin, cesó el resonar de la cadena, tomé de nuevo mi pala y
terminé sin interrupción la quinta, la sexta y la séptima hilera. La pared me
llegaba ahora hasta el pecho. Detúveme nuevamente y, alzando la antorcha
sobre la mampostería, proyecté sus débiles rayos sobre la figura allí encerrada.
       Una sucesión de agudos y penetrantes alaridos, brotando súbitamente de la
garganta de aquella forma encadenada, me hicieron retroceder con violencia.
Vacilé un instante y temblé. Desenvainando mi espada, me puse a tantear con
ella el interior del nicho, pero me bastó una rápida reflexión para
tranquilizarme. Apoyé la mano sobre la sólida muralla de la catacumba y me
sentí satisfecho. Volví a acercarme al nicho y contesté con mis alaridos a aquel
que clamaba. Fui su eco, lo ayudé, lo sobrepujé en volumen y en fuerza. Sí, así
lo hice, y sus gritos acabaron por cesar.
       Ya era medianoche y mi tarea llegaba a su término. Había completado la
octava, la novena y la décima hilera. Terminé una parte de la undécima y
última; sólo quedaba por colocar y fijar una sola piedra. Luché con su peso y la
coloqué parcialmente en posición. Pero entonces brotó desde el nicho una risa
apagada que hizo erizar mis cabellos. La sucedió una voz lamentable, en la que
me costó reconocer la del noble Fortunato.
:
       —¡Ja, ja… ja, ja! ¡Una excelente broma, por cierto… una excelente broma…!
¡Cómo vamos a reírnos en el palazzo… ja, ja… mientras bebamos… ja, ja!
       —¡El amontillado! —dije.
       —¡Ja, ja…! ¡Sí… el amontillado…! Pero… ¿no se está haciendo tarde? ¿No
nos estarán esperando en el palazzo… mi esposa y los demás? ¡Vámonos!
       —Sí —dije—. Vámonos.
       —¡Por el amor de Dios, Montresor!
       —Sí —dije—. Por el amor de Dios.
       Esperé en vano la respuesta a mis palabras. Me impacienté y llamé en voz
alta:
       —¡Fortunato!
       Silencio. Llamé otra vez.
       —¡Fortunato!
       No hubo respuesta. Pasé una antorcha por la abertura y la dejé caer dentro.
Sólo me fue devuelto un tintinear de cascabeles. Sentí que una náusea me
envolvía; su causa era la humedad de las catacumbas. Me apresuré a terminar
mi trabajo. Puse la última piedra en su sitio y la fijé con el mortero. Contra la
nueva mampostería volví a alzar la antigua pila de huesos. Durante medio
siglo, ningún mortal los ha perturbado. ¡Requiescat in pace!

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