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Yashin

y su pandilla son «Las Estrellas de Sidi Moumen», un equipo de fútbol


que les proporciona los únicos instantes de brillo en sus vidas deslucidas. Ha
crecido en Sidi Moumen, una barriada a las afueras de Casablanca, entre
diez hermanos, una madre que lucha como puede contra la miseria y un
padre recluido en el silencio y la oración. Un infierno terrenal que huele al
vertedero que los muchachos han transformado en campo de fútbol, a hachís
y pegamento para esnifar, a baños prohibidos en el río al que van a parar las
aguas de las alcantarillas o a garajes con motocicletas destartaladas.
Cuando les prometen un «acceso directo al Paraíso», ¿cómo van a
rechazarlo? Basada en la historia real de los jóvenes autores de los
atentados que sacudieron Casablanca en 2003, la novela de Mahi Binebine
traspasa la literatura y remueve nuestra conciencia.

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Mahi Binebine

Los caballos de Dios


ePub r1.1
Piolin 12.10.2017

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Mahi Binebine, 2010
Traducción: María Teresa Gallego Urrutia & Amaya García Gallego

Editor digital: Piolin


ePub base r1.2

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A Claude Durand

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Un paseante podría bordear nuestro poblado sin sospechar ni por un momento su
existencia. Adornado de almenas, un muro imponente de adobe lo separa del bulevar
donde un caudal continuo de coches mete un ruido de todos los demonios. En ese
muro habían perforado rendijas parecidas a troneras desde las que era posible
contemplar a gusto ese otro mundo. Nuestro juego favorito, cuando era niño,
consistía en arrojarles tazones de orines a las personas pudientes y quedarnos callados
mientras echaban pestes y soltaban insultos mirando al cielo. Mi hermano Hamid era
nuestro jefe. Pocas veces erraba el tiro. Lo mirábamos operar reprimiendo la risa que,
poco después de la ducha dorada, se disparaba frenéticamente. Rebosábamos de
júbilo y nos revolcábamos en el polvo como cachorritos. Desde el día en que una
piedra que tiró una víctima furibunda me aterrizó en la cocorota, no ando muy bien
de la cabeza. Al menos eso es lo que piensan quienes me rodean y lo que me han
repetido sin parar desde que era muy pequeño. He acabado por hacerme a la idea y, a
la larga, por cogerle gusto. Me perdonaban a medias todas las travesuras por esa
incapacidad. Sin embargo, no soy más tonto que otros. Jugando al fútbol, todo el
mundo os lo confirmará, soy el mejor portero de la barriada. Mi ídolo se llamaba
Yashin. El famoso Yashin. Nunca lo vi en acción, pero se cuentan tantas historias
acerca de él… Hay quienes aseguran que era capaz de parar un balón disparado por
un cañón Krupp. Otros, que su cuerpo no obedecía a las leyes de la gravedad. Decían
incluso que su muerte prematura fue obra de atacantes internacionales a quienes
humillaba su talento. En cualquier caso, yo quería ser Yashin o nada. Así que me
cambié de nombre para usar el suyo. A Yemma no le gustaba, pero como me negaba a
responder al nombre por el que habían sacrificado un cordero delante de nuestra
chabola, se había resignado a llamarme como los demás. Solo mi padre, que siempre
fue viejo y cabezota, insistía en la apelación arcaica: Moh. Pero con un nombre así no
se puede llegar muy lejos. Por lo demás, no me quedé mucho tiempo en la vida,
porque en la vida no había gran cosa que hacer. Y tengo empeño en decirlo sin más
demora: no lamento haber terminado con ella. No echo de menos ni poco ni mucho
los puñeteros dieciocho años que me tocó vivir. Y eso que al principio, los días
inmediatamente posteriores a mi muerte, me habría costado decirle que no a una de
esas tortas de mantequilla rancia que preparaba mi madre, a los pasteles de miel o al
café con especias. Sin embargo, esas necesidades terrenales se han ido disipando
poco a poco, e incluso su recuerdo, que mi nueva condición de espectro ha ido
erosionando, se ha esfumado también. Si todavía, en algunos momentos de debilidad,
resulta que me acuerdo de las caricias de Yemma cuando me rebuscaba en el pelo
para matarme los piojos, me digo: «Venga, Yashin, se te partió la cabeza en mil
pedazos. ¿Dónde iban a anidar los piojos si no tienes siquiera pelo para darles
acogida?». En fin, me alegro de estar lejos de las chapas onduladas, del frío, de las
alcantarillas reventadas y de todos los miasmas que anduvieron por mi infancia. No

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voy a describiros el sitio en que estoy ahora porque ni siquiera yo lo sé. Todo cuanto
puedo decir es que me he quedado reducido a una entidad que, por recurrir a la
lengua de ahí abajo, llamaré una conciencia: es decir, la sosegada resultante de una
miríada de pensamientos lúcidos. No aquellos, oscuros y raquíticos, que jalonaron mi
breve existencia, sino pensamientos de facetas infinitas, irisadas, cegadoras a veces.

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Mucho antes de que se democratizasen las antenas parabólicas, florecían en los
tejados de nuestra barriada ingeniosas chapuzas a base de ollas de cuscús que
permitían sintonizar emisiones del extranjero. Cierto es que las imágenes estaban
borrosas, casi codificadas, pero pese a todo se intuía la estela de las siluetas y el
sonido era más o menos decente. Veíamos sobre todo, para el fútbol, las cadenas
españolas y portuguesas; las alemanas para la pornografía (y la mala calidad de la
imagen tenía el mérito de transmutar el bestialismo en erotismo), y finalmente, las
cadenas árabes para la dosis cotidiana de conflicto palestino-israelí y los desmanes
del Occidente caníbal. Como la televisión en color estaba fuera del alcance de la
mayoría de los súbditos de Su Majestad, disponíamos de una lámina de plástico
coloreado que colocábamos pegada a la pantalla: tres bandas horizontales, azul cielo
en la parte superior, que evocaba poéticamente el firmamento; amarillo pálido en el
centro; y, para terminar, un tono verde césped en la parte inferior. En resumen,
disfrutábamos de un chisporroteo de imágenes debajo de un plástico multicolor y con
frecuencia arañado y sucio. Además, por la sordera de mi padre, poníamos el
volumen tan alto que no nos quedaba más remedio que ver la misma cadena que
nuestros vecinos para que hubiera un poco de orden y concierto. Y, a pesar de todo,
nos reuníamos cada noche, pequeños y mayores, en torno a aquel tragaluz mágico
que daba, sin recato, a las curiosidades del mundo.
Si hubiese existido un libro de los récords en Casablanca, Yemma habría figurado
en él en lugar muy destacado: ¡catorce embarazos en catorce años! ¿Quién da más? Y,
encima, con once aciertos. Todos chicos. Si a los gemelos no se los hubiera llevado la
meningitis a los tres años, habríamos podido formar nosotros solos el equipo de
fútbol orgullo de la barriada: Las Estrellas de Sidi Moumen. Seguro que les
habríamos metido el miedo en el cuerpo a todas las chabolas de los alrededores. Y
Yashin, vuestro humilde servidor, portero titular, sería el baluarte inexpugnable.
Habríamos sido tan famosos que incluso los vecinos de los barrios ricos se habrían
arriesgado a cruzar el muro para acudir a aplaudirnos. ¿Quién sabe? A lo mejor el
vertedero público se habría convertido en un campo de fútbol de verdad. No digo que
con césped, como los estadios de los clubes grandes; pero por lo menos un espacio
vacío, libre de las inmundas colinas de desperdicios. Y que se fastidie la gente que
vive de eso. Que se vayan a rebuscar a otro sitio. No será por falta de basureros.
Éramos pobres, pero Yemma nos prohibía trabajar en el vertedero. No había forma de
librarse de la sesión de olisqueo al volver a casa por la noche. ¡Y ya podía andarse
con cuidado el que oliera a cubo de la basura! Madre había fabricado un látigo
tremendo que tenía colgado en la entrada. Y eso de llevar algo a casa, ni soñarlo.
Yemma disfrutaba cargándoselo en el acto. Sin embargo, la de cosas que se
encontraban en el vertedero… Hamid era el único que podía desafiar a mi madre.
Como era incapaz de prescindir del hachís, se había resignado a pagar a diario lo que

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hiciera falta. Y aunque tuviera buen cuidado de lavarse a fondo en la fuente pública,
seguía oliendo a culpa. Por mucho que lo zurrase Yemma, no conseguía nada.
Precisaba su dosis de hachís, su tabaco amarillo y su papel de liar. De todos los
rebuscadores del vertedero, puedo decirlo sin presumir, mi hermano Hamid era el que
más valía. Tenía algo así como un sexto sentido para encontrar la perla de valor. Su
olfato animal, al que se sumaba una inteligencia precoz, lo hacía, de entrada, superior
al conjunto. Sabía con exactitud de qué barrio procedía este o aquel camión de
basura. No racaneaba en regalos a los conductores a cambio de informaciones. Así,
en vez de andar buscando a ciegas, como la mayoría, afinaba la puntería en su
investigación. A los doce años ya tenía contratado a un chiquillo para que le limpiara
y le compusiera el botín, y a otro para revenderlo en el mercado de viejo al precio que
fijaba él de antemano. A mí me fascinaba mi hermano Hamid. Me protegía. También
me mimaba. Podía ponerse violento si alguien se metía conmigo. Una noche, me
acuerdo como si fuera ayer, mató de una zurra a un vecino que me llevó por la zona
de los pozos negros, lejos del vertedero, más adentro. Y eso que solo estábamos
jugando a imitar a los protagonistas de las películas indias. Morad se entretenía en
mordisquearme las orejas cuchicheándome al oído palabras raras. Su lengua áspera
me daba escalofríos. Me había apresado pegándome los brazos al suelo. Los rizos le
olían a aceite de oliva. También sabían a aceite de oliva, porque me los estaba
metiendo por la boca. Las cosquillas de Morad me daban tanta risa que no oí los
pasos de Hamid, que se presentó como un fantasma. Pero, en vez de participar en la
gresca, se quedó de pie, tieso como un palo. No me había fijado en la piedra que
llevaba en la mano porque la noche era muy oscura. Cuando Morad gritó, creí que
seguía cantando. No sé por qué Hamid le pegó tan fuerte en la cabeza. Empezó a
correrle mucha sangre por la cara y yo me llevé un susto tal que quería soltar un
alarido. Pero no lo conseguía. Se me quedaban mudos los gritos, como si el vientre
me los chupara hacia dentro. Por mucho que abría la boca, no salía nada. Atontado,
miraba a mi hermano que apretaba los puños, tembloroso. Sabía que no me iba a
librar. Con sus temibles botas claveteadas, que había sacado del vertedero, me arreó
una patada en el trasero llamándome marica y otros insultos que ni siquiera me atrevo
a repetir. Yo había dicho que solo estábamos jugando, que no le hacíamos daño a
nadie. Pero él estaba loco de rabia. La oscuridad le incrementaba la ira, que parecía
llevar a cuestas un batallón de demonios que blandían sus horcas dispuestos a
atravesarme. Sí, a veces mi hermano era injusto. Y eso que me quería. Habría hecho
lo que fuera por mí. Le guardé rencor por lo de Morad, pero todo eso es agua pasada.
Desde entonces no me volví a acercar a los pozos negros. Por supuesto ya no podía
tener trato con Morad, porque no sobrevivió a los golpes de mi hermano. Lo
enterramos en el vertedero. Hamid conocía todos los rincones. Ya no rebuscaba nadie
por esa zona. Era basura vieja que había pasado mil veces por el tamiz de la miseria.
Yo me negaba a creer que mi amigo hubiera muerto. Y, al final, acabé por olvidarme
de él. Bueno, en realidad no. Las pocas veces en que me metían un gol cuando

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jugábamos al fútbol e iba a buscar el balón, no podía por menos de echarle una ojeada
al sitio exacto en que se estaba descomponiendo mi colega. Una noche tuve el
atrevimiento de ir a comprobar si seguía en el mismo lugar. Acercándome al
montículo que tenía localizado gracias a la osamenta blanca de un perro que la
canícula había hecho pedazos, revolví con un palo en el estercolero donde lo
habíamos enterrado. No era imposible que Morad hubiera sobrevivido a la paliza de
mi hermano. A lo mejor se había hecho el muerto para que Hamid dejase de golpearlo
y se había levantado nada más irnos nosotros para largarse del poblado. A lo mejor se
había esfumado solo para meternos miedo y castigarnos. Así que excavé, primero con
el palo, y luego con las manos: resultaba más cómodo. El olor natural del vertedero
tapaba el olor de la carroña. Cuando vi asomar del barro un dedo, entre dos latas de
conserva, salí a todo correr sin mirar atrás porque me daba la impresión de que el
espectro de Morad me perseguía. No me paré hasta llegar a la tienda de Omar el
carbonero. Una lámpara de petróleo nimbaba el corro que formaban, sentados en el
suelo con las piernas cruzadas, los antiguos combatientes que se reunían para jugar a
las damas. A mí se me salía el corazón por la boca y tiritaba. Solo de acordarme se
me pondría carne de gallina si todavía estuviera metido en mi pellejo. Desde aquel
momento decidí hacer lo que todo el mundo: pensar que Morad había huido de la
barriada para buscarse la vida en la ciudad, como muchos chiquillos de su edad. Y
que volvería el día menos pensado con los bolsillos tan llenos que sus padres no
tardarían en olvidar su escapada y que, incluso, lo animarían para que se marchara
otra vez y siguiera buscándose la vida. Visto con la distancia del tiempo, ahora que
estoy aquí arriba, ya no le guardo rencor a mi hermano Hamid. Me digo que hasta
cierto punto le hizo un favor al tal Morad, igual que Abu Zubeir me lo hizo a mí; con
la diferencia de que ese no me pegó con una piedra. Sus armas eran mucho más
temibles. Pero de eso hablaremos más adelante. Porque Abu Zubeir está vivito y
coleando. Y sigue siendo el espíritu de algún garaje con otros muertos de hambre de
mi categoría.

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3.
Con aquel pelo castaño y aquellos ojos claros, Nabil habría debido nacer en otra
parte. Se nos parecía poquísimo. Cuando se quitaba los andrajos, los días de fiesta,
hubiérase dicho que llegaba del otro mundo. Un clandestino al revés; uno de esos
rumís que se presentaban, venidos del norte, para codearse, como si fueran hippies,
con nuestra indigencia. Y sin embargo, era de los nuestros. Habíamos crecido en el
mismo estiércol y chapoteado en el mismo lodo. La belleza la había sacado de su
madre, Tamu, una puta que había decidido consagrar sus encantos a los ociosos de
Sidi Moumen: una Pasionaria del sexo barato, investida, por decirlo de alguna forma,
de una misión de servicio público, que ofrecía tarifas casi comunistas. A Tamu se la
respetaba mucho tanto en nuestro poblado como en los de las inmediaciones. Había
quienes afirmaban que habría podido oficiar en cualquier parte, incluso en los barrios
finos si se tomase la molestia de arreglarse más. De la fisonomía luminosa de Tamu,
que alegraba una dentadura dorada, se desprendía un encanto carnívoro. Sus ochenta
kilos de carne lechosa embutida en chilabas de satén volvían locos, al pasar, a todos
los hombres. También desempeñaba el oficio de cantante ocasional en las ceremonias
de boda, circuncisión o bautismo, de forma que, pese a desconfiar de ella, las mujeres
del barrio acababan por recurrir a sus servicios. Ni pizca de rencorosa y consciente de
su valía, Tamu accedía de buen grado a actuar en las chabolas más hostiles. Con un
talento único para encandilar a los invitados de una fiesta, irrumpía, entregada en
cuerpo y alma, entre ellos, con la pandereta debajo del brazo y moviendo las ancas
como si las recorriese una corriente eléctrica; provocaba con los ojos como las
bailarinas indias, rematando a un varón tras otro, mientras los altavoces puestos en lo
alto del tejado difundían su voz aguda, repartiendo felicidad en todas las chabolas de
los alrededores.
Nabil vivía solo con su madre en un chamizo aislado, por la zona de la fuente
pública. Se pasaba el día fuera porque su madre recibía a los clientes en casa. Por eso
era el primero en presentarse en el vertedero y no se iba hasta que ya era de noche.
Trabajaba para mi hermano Hamid, que lo trataba decentemente. También lo
protegía. ¡Mucho ojo con llamarlo hijo de puta! Hamid, que sabía usar los puños,
castigaba en el acto al culpable. Y así fue como, tras la desaparición de Morad, Nabil
y yo nos hicimos inseparables. A veces yo le echaba una mano en el vertedero para
recoger huesos, vidrios rotos y objetos metálicos. Localizaba los cuernos de carnero,
muy apreciados en el zoco porque hacían peines con ellos. Me encargaba también de
pelar la goma de los cables eléctricos para recuperar el cobre. Si me prestaba su
navaja, me sacaba diez ovillos en el día. Nabil tenía que llenar los tres sacos de yute
que mi hermano le proporcionaba por la mañana. Se bastaba y se sobraba: hiciera el
tiempo que hiciera los sacos estaban listos al atardecer, atados como es debido. Una
carreta de madera, de la que tiraba una mula esquelética y que guiaba un viejo tuerto,
hacía la ronda para la recogida. Hamid ni se tomaba ya la molestia de ir a comprobar

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que el trabajo se había hecho según las normas. Se fiaba de él. Se decía que Nabil no
hacía trampas, al contrario que los demás pillastres que no pegaban clavo y se
pasaban la vida esnifando pegamento. Aunque se le pagaba más que a los otros, a
Nabil se le iba el dinero de las manos y no conseguía ahorrar nada. Me invitaba
muchas veces a compartir su lata de sardinas, su pan de cebada y una botella grande
de Coca-Cola. Nos acomodábamos en un refugio que había construido con tablas y
cartón y saboreábamos el festín mientras hablábamos de la ciudad que algún día
iríamos a visitar. Su madre se la había descrito con un lujo inaudito de detalles. No
creo que él fabulase. La única vez en que pude ir fue la última. Así que tengo mucha
confusión en la cabeza.
Nabil soñaba con convertir el refugio en una casa de verdad. Tenía ya el plano en
mente: dos dormitorios, un rincón para la cocina y un salón. En lo tocante al aseo,
pensaba hacer lo que todo el mundo: sus necesidades, en el vertedero. Pero aquel
proyecto de momento era difícil de llevar a cabo. Cada vez que recogía una chapa
ondulada o una viga en buen estado, se las robaban. No por eso perdía las esperanzas.
Así que yo le había prometido ayudarlo el día en que empezase a plantearse en serio
las obras. Mi hermano Hamid le había dicho lo mismo: «Entre hombres de negocios
hay que funcionar codo con codo». Le sugirió una chabola desocupada donde podría
almacenar los materiales: plásticos, ramas, ladrillos, viguetas; o sea, todo cuanto
podría servirnos para construir un tejado por donde no se colasen ni la humedad ni las
ráfagas de viento ni ninguna otra inclemencia perjudicial. Nabil soñaba con algo así.
Decía que el día en que yo sintiera la necesidad de volar con mis propias alas podría
establecerme con él. Tendríamos un brasero y una buena olla donde guisaríamos a
fuego lento unos tayines estupendos. No era sino cuestión de tiempo. A base de
trabajo y de perseverancia lo conseguiríamos. Desde ese momento se me empezó a
quedar la casa pequeña. Dormíamos seis en una habitación del tamaño de un panteón.
No soportaba ni los ronquidos ni ese cóctel de tufos casi imposibles de identificar:
olor a calzado, a sudor, a entrepiernas de pantalones, a polvos DDT que Yemma
esparcía con empeño todas las noches por encima de las esteras de rafia que nos
hacían las veces de camas. Sí, yo también me puse a soñar con una habitación para
mí solo. Con una cama de verdad que tuviera un somier de muelles por el que no
pudiera trepar ningún escorpión ni ningún bicho de ninguna categoría; salvo las
garrapatas, quizá; pero a mí las garrapatas en realidad nunca me resultaron molestas.
En cualquier caso, las prefiero al olor asfixiante de los insecticidas. En mi habitación
tampoco habrá naftalina. No sé por qué desconfiaba tanto Yemma de las polillas;
teníamos tan poca lana, tan poca ropa que nuestra casucha habría sido el último lugar
donde hubieran acudido esos animalejos a zampar. Pero así era Yemma. La mujer
más limpia y la más previsora con quien me haya topado jamás. Todas las mañanas,
temprano, empezaba por despertar a uno de nosotros para que fuera a buscar agua a la
fuente. Sin embargo, perdonaba esa tarea a los pequeños. Hacían falta varios viajes
para llenar la gran tinaja. Entonces rociaba el patinillo en algo así como un combate

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cotidiano que reñía contra el polvo. Después regaba los tiestos de albahaca colocados
a la entrada de las habitaciones para espantar a los mosquitos. Luego, finalmente,
llenaba el hervidor, lo calentaba para las abluciones y se dedicaba a preparar el
desayuno, que teníamos que tomar todos juntos. Le gustaba vernos comer. Pendiente
de todos, nos cuidaba como una gallina a sus polluelos. Éramos sus hombres. Nueve
mocetones y el padre, que había decidido hacerse viejo antes de tiempo, sentado a lo
moro en su rincón, pasando sin parar las cuentas del rosario de ámbar. Rezaba
sentado porque aseguraba que no tenía ya fuerzas para ponerse de pie. El antiguo
obrero de las canteras se había vuelto muy flaco y muy reseco, a imagen y semejanza
de esta tierra en barbecho que había sido tiempo atrás la zona industrial y donde
siempre había vivido. Yemma le servía su plato de sopa blanca y le arreglaba los
almohadones detrás de la espalda sin decir palabra. Luego nos pasaba revista a la
ropa como un cabo a su escuadra: por una camisa a la que le faltase un botón, por un
calcetín o un jersey con un agujero nos caía encima una avalancha de quejas: «¡A ver
qué va a ser esto! ¡Intentáis dejarme en ridículo delante de los vecinos!», o también:
«¡Vamos, quítate eso ahora mismo que todavía no me he muerto!». Y echaba mano de
la caja de costura: «Yashin —me espetaba—, ven a enhebrarme la aguja, tú que tienes
buena vista». Yo estaba contentísimo de tener algo mejor que los demás en aquella
casa. Humedecía el hilo entre los labios y lo metía a la primera por el ojo de la aguja.
Yemma me sonreía. Me gustaba verla sonreír.
Había días en que Nabil se presentaba al alba en el umbral de nuestra casa. En
cuanto Yemma le oía silbar (era su forma de llamarme), mojaba un trozo de pan
caliente en el plato del aceite de oliva y me decía: «Toma, dale esto a tu amigo». Con
cara golosa y una sonrisa de oreja a oreja, Nabil lo aceptaba encantado. Me pedía un
vaso de agua para enjuagarse la boca, porque en Sidi Moumen nos chirrían los
dientes siempre por la omnipresencia del polvo. Luego se zampaba el pan con apetito
antes de irse a trabajar. Nabil no era más pobre que nosotros, de ninguna manera.
Sencillamente su madre, la artista, tenía la manía de que se le pegaran las sábanas.
Trabajaba hasta tan tarde que le resultaba imposible madrugar. Para no despertarla,
Nabil se iba de la chabola como un ladrón, de puntillas. Por cierto, me pregunto cómo
era capaz su madre de dormir con el zafarrancho matutino de los camiones de la
basura. Dicho lo cual, por estos pagos nos acostumbramos a todo, igual que a este
olor a podrido y a muerte que se nos había hecho tan familiar y llevábamos pegado a
la piel. Ya ni lo notábamos. Es más, si, por encanto, desapareciera, Sidi Moumen se
quedaría sin alma. El aire nos parecería seguramente desabrido e insípido; los perros
y los gatos desaparecerían del paisaje, y también las bandadas de gaviotas que se han
adueñado del lugar, prefiriendo su bochorno viciado al aire marino y sus excavadores
de la sombra a los pescadores de altura. Incluso los viejos se aburrirían, si ya no
quedasen moscas que cazar, ni mosquitos, ni nada. ¡Os imagináis, Sidi Moumen
completamente pelado! Sin sus noches locas en el vertedero. Sin sus fuegos de
campamento en los que músicos ocasionales, con sus bidones de gasolina convertidos

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en mandolinas, propagan sus canciones melancólicas por el cielo que aromatiza el
hachís; y sin esos campos de sacos de plástico que cantan con el viento mientras la
penumbra cómplice metamorfosea las dunas de detritus en playas infinitas…
¿Cómo? ¿Que divago? Bueno, ¿y qué? A ver qué otra cosa puedo hacer ahora que
la soledad me consume y que rondo como un fantasma forastero por el reino de mis
recuerdos de la infancia. No me da vergüenza deciros que a veces fui feliz entre esos
escombros repugnantes, en las basuras de esa cloaca maldita, sí, fui feliz en Sidi
Moumen, mi tierra.

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4.
De todas las Estrellas de Sidi Moumen, solo Fuad tuvo la oportunidad de asistir a la
escuela, que estaba a unos cuantos kilómetros del poblado de chabolas. Vivía en unas
dependencias de la mezquita donde su padre desempeñaba varios cometidos:
almuédano, guardián e imam; se hacía cargo de otras tareas más desagradables, pero
no menos lucrativas, como el aseo de los muertos, el exorcismo de los poseídos o
considerados como tales, o, también, la lectura del Corán en el cementerio. Fuad, por
su parte, soñaba con una sola cosa: jugar al fútbol con nosotros, algo que le estaba
tajantemente prohibido. Sin embargo, no cabía duda de que era un goleador nato,
capaz, en un torneo de importancia, de forjar él solo la diferencia. En cuanto se
zafaba de las garras de su padre, se unía al grupo para encuentros memorables. Fuad
vigilaba constantemente el cielo porque ya lo habían pescado en pleno vertedero:
desde lo alto de su alminar, el almuédano lo había localizado cuando andábamos
chapoteando en el barro detrás de un balón. Todavía lo estoy viendo, petrificado, al
borde del síncope, en el instante en que el altavoz desajustado de la mezquita zumbó
su nombre. La voz de su padre era inimitable. Imposible confundirla porque la
oíamos cinco veces al día. Una voz chillona, falsamente melosa, que le daba a uno
ganas de hacer cualquier cosa menos levantarse a rezar. Estoy seguro de que Fuad se
mojó los calzones porque sabía que le iban a dar de palos enseguida. Por lo demás,
tras ese incidente lo perdimos de vista durante mucho tiempo. Prohibición total de
acercarse a nosotros. E incluso de salir de casa a no ser a la hora de clase. A veces lo
veíamos por las mañanas, con la cartera a la espalda, con su tío tirando de él como de
un condenado hacia el patíbulo. Nos miraba de reojo, con envidia, nos enviaba señas
discretas para preguntar por el resultado de los partidos que jugábamos sin él. Si el tío
se daba cuenta, le caía como un rayo una bofetada vengativa. Lo reñía, y a nosotros
nos llamaba de todo. En circunstancias normales, habría salido disparada una piedra
en dirección al sarnoso ese. Hamid manejaba el tirachinas con inusual tino. Pero se
abstenía de hacerlo para evitarle más jodiendas a Fuad.
Así que habían transcurrido varios meses y las Estrellas de Sidi Moumen se
habían empañado un poco. Seguíamos con los encuentros potentes los domingos, y el
resto de la semana, cada cual volvía a sus ocupaciones. Nabil había entrado en el
equipo y se las apañaba bastante bien. Al fin se había construido la chabola, más
modesta de lo que había pensado al principio, pero la habíamos dado por buena
porque se había convertido en nuestro cuartel general. Todas las Estrellas quedaban
allí para elaborar las estrategias de juego. Nabil se alegraba de haberse ido de la casa
familiar, aunque su madre seguía yendo a verlo varias veces por semana. Le llevaba
un cesto atiborrado de comida con la que nos chupábamos los dedos. Se quedaba
poco rato porque sabía que su presencia lo apuraba, sobre todo si estábamos nosotros
presentes. Muy rumboso, mi hermano Hamid nos había regalado una lámpara de
petróleo y un radiocasete que había encontrado y que aún funcionaba a veces. Lo

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arreglamos por muy poco dinero, le sacamos brillo y lo colocamos encima de una
caja de madera cubierta con una estera en pleno centro de la habitación. Cuántas
veladas pasamos en aquella chabola, acurrucados unos contra otros oyendo los
cánticos del Atlas Medio y los ritmos endemoniados de Nass el Ghiwan… ¡Cuántos
porros nos fumamos y cuántas historias rocambolescas soñamos allí!
Un hermoso domingo de julio, para mayor satisfacción nuestra, vimos a Fuad con
atuendo deportivo, es decir con el torso al aire y unas sandalias de plástico, agitando,
subido en un montón de basura, los brazos flaquísimos; había vuelto sin dar
explicaciones y regresó a su puesto de delantero centro, que nadie estaba en
condiciones de poner en entredicho. Hasta una semana después no nos enteramos de
las desventuras de su padre, a quien había fulminado una hemiplejia que le había
paralizado el lado derecho y le había dañado la cara hasta el punto de privarlo de la
palabra, circunstancia enfadosa para un almuédano. Su tío tomó el relevo en el acto.
Dada su categoría de varón primogénito, Fuad se convirtió con toda naturalidad en
cabeza de familia. No había cumplido aún los catorce años. Ser cabeza de familia
tenía, no obstante, serias ventajas: dejó en el acto de ir a la escuela y encargó que le
hicieran un puesto con ruedas donde empezó a vender los dulces que cocinaban su
madre y su hermana Ghizlane. Maduró de golpe, aunque su cuerpo encanijado no se
sumase a esa metamorfosis. Con la estatura de un chiquillo de doce años, las piernas
combadas y flacas y una cara angulosa que los rasgos negroides se comían, llevaba
consigo esa expresión sombría propia de quienes nacieron para ser desdichados. Y,
pese a todo aquello, en el campo de fútbol solo se lo veía a él. Estábamos orgullosos
de contar con Fuad entre nuestros jugadores. Él y yo éramos los dos pilares
indiscutibles de aquel equipo, nuestros talentos conjugados daban legitimidad a su
nombre rutilante: Las Estrellas de Sidi Moumen.
Nuestros rivales eran muchos. Todas las barriadas de chabolas tenían su
agrupación. El poblado Shishan, que quiere decir Chechenia, tenía sus Leones; Tkalia
(las entrañas) tenía sus Águilas; Toma, que venía del nombre de una francesa que
tuvo, por lo visto, tiempo atrás un café en ese lugar, tenía sus Tomahawks; los más
temibles eran los jugadores del poblado de piedras: las Serpientes de Douar Lahjar,
los únicos que podían rivalizar con nosotros. Nos reuníamos los domingos en el
vertedero para celebrar encuentros legendarios que solían terminar en combates de
gladiadores. Peleas inmisericordes de las que regresábamos todos más o menos
descalabrados. Sin embargo, no podíamos por menos de repetir la semana siguiente.
Necesitábamos enfrentarnos, pegarle golpes a un balón o a la cara de alguien. Nos
servía de desahogo. A decir verdad, mi hermano Hamid rondaba muchas veces por
las inmediaciones. Me protegía con una cadena de bicicleta que llevaba de cinturón y
que se quitaba en el acto en caso de lío. Si las cosas se ponían feas, me metía detrás
de él y ya no me sucedía nada malo; salía del paso indemne o, como mucho, con unos
cuantos arañazos o un ojo morado. Y, por su parte, mi hermano Hamid coleccionaba
tajos por culpa de mi forma de jugar, que causaba tantas frustraciones y tantas

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envidias. Con mis proezas al parar balones imposibles me ganaba torrentes de
aplausos. Muchas Serpientes y Águilas y los Tomahawks y otros me la tenían jurada.
En cuanto a Fuad, no tenía a nadie para defenderlo y solo podía contar con sus
piernas. Muchas veces lo alcanzaban y le daban buenas palizas. Igual que Hamid,
acumulaba una cantidad impresionante de heridas. Pero lo que Fuad temía por encima
de todo era la inevitable visita al barbero, que ejercía de ensalmador. Un mal bicho
que encajaba los huesos con violencia inaudita. Era su forma de castigarnos. La
mayoría de las veces perdíamos el conocimiento durante la cura. Habríamos podido
vengarnos de ese energúmeno, pero sabíamos que antes o después volveríamos a caer
en sus temibles manazas. Un día, sin embargo, la barbería ardió por completo; nunca
pillaron al culpable. Dicho lo cual, el mundo no se acaba porque una casucha se
queme en Sidi Moumen. La vuelven a construir en el día y la gente se moviliza para
ofrecer a la víctima esteras, mantas, ropa y unos cuantos utensilios de cocina. Y la
vida reanuda así su curso normal. El único incendio deliberado al que tuve la suerte
de asistir fue al del puesto de policía. Una decisión que se adoptó por unanimidad
después de que los policías dejaran a un camello joven por muerto. La gente joven
trajo bidones de gasolina y prendió fuego al edificio. Estaban rabiosos con el
«dóberman», un inspector de mierda, una mala bestia, una basura que había ido a dar
a nuestro estercolero, que maltrataba a las personas y les chupaba la sangre. Esa
carroña reinaba en plan potentado en el hormiguero de pequeños traficantes y demás
ladrones que sobrevivían en Sidi Moumen. No había camioneta de hachís o de
productos de contrabando que cruzase la muralla sin que él se cobrase el diezmo.
También disponía de una red eficaz de soplones, con lo cual no se le escapaba nada.
Conocía las tripas de las chabolas, tenía fichas detalladas de todos nosotros. Si algún
infeliz se quejaba, le echaba en cara los delitos de sus familiares, porque en Sidi
Moumen la mayoría de los habitantes tiene un cadáver escondido en el armario. Con
el paso de los años, el rencor de la gente se iba haciendo más agrio y crecía como las
aguas de un río, que se desbordó esa noche. Y así, en un arrebato de ira, la calle ardió
como un polvorín. El hijo de Omar el carbonero puso la gasolina y el gentío echó a
andar hacia el puesto con mi hermano Hamid a la cabeza. Era como una procesión
coronada de antorchas que salía del vertedero marcando el ritmo con consignas
asesinas y echando pestes contra el «dóberman». Afortunadamente para él, ese
cabrón no estaba en el momento de los fuegos artificiales alrededor de los que
bailamos como posesos en trance. Los había que tiraban piedras y otros escupían
blasfemias; otros más se sacaban el sexo y meaban hacia las llamas; un espectáculo
inolvidable. El centinela se libró porque era un chico de la zona. Pese a todo, lo
desnudaron antes de colgar el uniforme de un palo que izaron como una bandera
macabra mientras soltaban gritos de victoria; luego lo tiraron al fuego. Si hubiera
estado allí el «dóberman», lo habríamos linchado. Le habríamos hecho trizas esa
barrigota podrida. Le habríamos reventado esas mandíbulas que vomitaban tantas
barbaridades, dando salida al coraje acumulado durante una década. Y así las cosas,

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el resultado fue concluyente, porque no volvimos a verle la cara siniestra al individuo
aquel. Ni, por lo demás y en términos generales, ningún otro uniforme. No volvieron
a edificar la comisaría y nadie lo sintió gran cosa que digamos. Los conflictos entre la
gente se solucionaban entonces o por mediación de los viejos o a puñetazos en el
vertedero. Pero, en conjunto, la vida en Sidi Moumen reanudó tan pancha su curso
normal.

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5.
En contra de las apariencias, Ali era blanco. Como digno hijo de carbonero, no podía
quitarse de encima ese cutis tiznado que ya se había convertido en algo propio. Se
había acostumbrado a ello y también al apodo «Azzi» que le endilgaron injustamente
desde muy pequeño, ya que no era negro sino de forma intermitente. Los viernes, al
salir de los baños moros, recuperaba su efímero color natural, del que casi se
avergonzaba porque mucha gente no lo reconocía. De todos mis amigos, el preferido
de Yemma era Ali: ¡y sus razones tenía! Pocas veces llegaba a casa con las manos
vacías: siempre con un saquito de carbón que birlaba en la tienda y que aseguraba era
un regalo de su padre. Una mentira del tamaño de una sandía. Conociendo a Omar el
carbonero, era inverosímil que el rácano ese tuviera el menor detalle con un bípedo.
Se pasaba la vida encerrado en su tabuco, con la bolsa en bandolera apretándola con
brazo feroz, incubando su caudal bajo un sobaco húmedo y cálido. Apenas si se intuía
su presencia de tanto como se confundía con la montaña de carbón en la que reinaba
como auténtico monarca del fuego, de lo que daba fe su mote. Y que no contase nadie
con él para añadir un trozo de carbón al peso como suelen hacer los comerciantes.
Omar vigilaba el equilibrio de la balanza como si vendiera pepitas de oro. La gente
no se lo tenía en cuenta y a muchos les hacía gracia. Por lo demás, no tenían dónde
elegir, porque su majestad era el único carbonero de Sidi Moumen. Su hijo Ali era
una llaga para él; una herida abierta que maldecía por las mañanas y por las noches.
Desde su punto de vista, ese manirroto solo pretendía dilapidar el patrimonio familiar
y nada más le interesaba chapotear en el barro detrás de un balón. No perdía ocasión
de recordárselo. Sin embargo, a Ali le afectaba poco, pues, a la larga, se había
acostumbrado a la retórica de su padre; ya ni siquiera lo oía refunfuñar ni lamentarse
eternamente de su suerte. Ali se deslomaba desde que amanecía hasta que se ponía el
sol, en silencio; levantaba sacos de veinte kilos, llevaba desde casa las comidas,
lavaba los platos, regaba la parte de delante del local y se hacía cargo de un montón
de tareas agotadoras. Apenas se había parado un instante para recobrar el resuello y
ya tenía que volver a levantarse para hacer otro recado. Sus únicos momentos de
respiro eran las horas de oración, cuando su padre iba a la mezquita; media hora larga
durante la que Ali se apresuraba a trapichear, asegurándose así dinero para sus gastos
cotidianos. Había días que se daban bien y días que se daban mal, pero, en conjunto,
se sacaba alrededor de cinco dírhams que le garantizaban una categoría aparte en el
grupo. Dejando de lado a mi hermano Hamid, era el que más dinero tenía entre
nosotros. El más generoso también, pues su contribución a la caja del equipo
superaba con mucho las nuestras. Omar el carbonero no tenía más forma de controlar
a su hijo que vigilar la compra de los transeúntes con quienes se cruzaba por el
camino. Si, por desdicha, vislumbraba carbón en una cesta, iba corriendo a repasar las
cuentas. La situación viraba al drama si concebía la mínima sospecha de robo:
agarrando la cola de buey trenzada que le hacía las veces de látigo, la mojaba en un

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cubo de agua y la hacía restallar para asustar aún más a Ali, que se hacía un ovillo
protegiéndose la cara, y le pegaba con todas sus fuerzas hasta hacerlo sangrar. En
consecuencia, Ali tomaba unas precauciones muy serias antes de cualquier sisa,
asegurándose, por ejemplo, de que el cliente se iba en dirección opuesta a la
mezquita, o bien vendiéndole el carbón a mitad de precio a un cómplice. Si no habían
ido clientes mientras él no estaba, Omar le daba, pese a todo, una buena torta…, ¡por
si acaso! También a esto se había adaptado Ali, y había desarrollado una técnica
sorprendente para esquivar las bofetadas al tiempo que simulaba recibirlas: leía la
trayectoria de la mano y metía la nuca entre los hombros en cierto momento al tiempo
que soltaba un gemido agudo parecido al de un perro al que le pisan el rabo. Además,
como muchos de nosotros, había domesticado esos golpes. Ahora ya formaban parte
integrante de su vida, igual que la amargura de la humillación, igual que la fealdad
que nos rodeaba por todas partes, igual que ese condenado destino que nos había
entregado, atados de pies y manos, a estas ruinas innominables.
Cuando venía a nuestra casa, Ali insistía para que Yemma lo dejase encender el
fuego. Como un verdadero mago, colocaba un trapo empapado en aceite debajo de
una pirámide de carbón, y antes de que diera tiempo a contar hasta dos ya estaba en
marcha el brasero. Yemma lo elogiaba y me decía: «¡Toma ejemplo de tu amigo, mira
lo mañoso que es!». Y entonces nos daba té con menta y esas tortas de mantequilla
rancia que tanto nos gustaban. Aunque daba la impresión de ser ruda y, a veces,
intratable, Yemma tenía un corazón de oro. Parecía cargar ella sola con todo el
desvalimiento de Sidi Moumen. Nunca le negaba algo de comer a un amigo
hambriento. Sacaba de donde fuera algo que darle: un zoquete de pan mojado en puré
de habas, un cuenco de sopa, un huevo duro, en fin, cualquier cosa que tuviera a
mano.
Yemma era tan cariñosa con Ali que yo a veces me ponía celoso, sobre todo
cuando la pillaba acariciándole el pelo o cuchicheándole cosas al oído. También
ponía un agrado malicioso en llamarlo Yusef, un nombre que no era el suyo. En el
acto a Ali se le subían los colores y agachaba la cabeza para ocultar los ojos
empañados de lágrimas. Yo los miraba pasmado, sin entender nada de esa
complicidad. Tardé mucho en enterarme del secreto. Una historia dolorosa que le
partía el corazón a Yemma. Me lo desveló una mañana para consolarme después de
una riña que tuvimos Ali y yo. Había vuelto contrariado a casa y me había tumbado
en una estera sin decir palabra. Sentada en el patinillo, con las piernas separadas y,
entre ellas, una tablita repleta de lentejas que estaba limpiando, Yemma echó una
mirada rápida en mi dirección. Le bastó para intuir mi estado de ánimo.
—Ven, hijito, tráeme tus ojos que ya no veo bien estas malditas piedras.
Me senté a su lado y me puse a limpiar lentejas con ella.
—Te veo muy tristón. ¿Qué te pasa?
—Nada.
—Venga, dile a tu mamaíta qué te tiene preocupado.

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—No pasa nada, es que me he peleado con Ali.
—¡Por una tontería de nada, supongo!
Me quedé callado. Yemma tardó un rato en seguir hablando.
—La verdad es que es un buen chico. No tiene pinta de ser malo.
Luego, sin apartar los ojos de la legumbre, dijo a media voz, como si temiera que
lo dicho llegase a oídos indiscretos:
—Deberías portarte bien con él. Ese niño no ha tenido suerte.
La miré, extrañado.
—¿Tú conoces a muchos en el barrio que la hayan tenido?
Sonrió.
—Pero él desde luego ha tenido menos que otros. Te voy a contar su historia, pero
antes tendrás que prometerme que tú no vas a hacer lo mismo…, ¡y eso que no es un
secreto para nadie!
—Yo no la sé.
—En realidad, tu amigo no se llama Ali.
—No me estás diciendo nada nuevo, Yemma. Lo apodan Azzi.
—Atiende bien y deja de interrumpirme. El nombre que le pusieron a tu amigo al
nacer fue Yusef. Lo sé porque estuve en el bautizo. También conozco a su pobre
madre, con la que me encuentro con regularidad en el hamman. Ali es el nombre de
su hermano.
—Estás equivocada, Yemma, no tiene hermanos.
—Efectivamente, ya no tiene. Ali era un chico encantador. Lo vi crecer como te
estoy viendo a ti.
—No lo entiendo.
—Una historia trágica, hijito, que nadie le desearía ni siquiera a su peor enemigo.
Yemma carraspeó, lanzó un hondo suspiro y siguió diciendo:
—Era en plena canícula; un verano como pocas veces se vio otro igual. La gente
era incapaz de quedarse en casa porque los tejados de zinc, cómplices del sol,
atizaban el horno. Fuera las cosas no eran mejores. El chergui nos impedía respirar
porque acarreaba una nube de polvo y suciedad. Cargado y bajo, el cielo estaba
siempre rojo; un ambiente agobiador que hacía planear sobre Sidi Moumen una
sensación de que se iba a acabar el mundo. Yusef se llevó a su hermano pequeño, Ali,
al río que pasaba al pie de las canteras. Por entonces aún no estaba seco. Aunque lo
contaminaban las alcantarillas de la ciudad, esa corriente atraía a muchos granujillas
que llegaban de los poblados distantes de chabolas para refrescarse. Una auténtica
playa, hijito. A veces llevaba a tus hermanos mayores. Se lo pasaban estupendamente
y estaban todo el día nadando. Preparaba bocadillos de atún con tomate y nos íbamos
muy temprano. Los árboles no estaban achicharrados y los pájaros acudían a
bandadas y rozaban las ramas frondosas. Me gustaba ver a tu padre tumbado en la
hierba con el transistor pegado a la oreja, enardeciéndose con los gritos desaforados
de los comentaristas deportivos. Me hacía gracia porque daba brincos como un

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cabritillo. Si un jugador del Wydad metía un gol, se ponía de pie y bailaba como loco,
luego se me echaba encima y me abrazaba muy fuerte. Yo protestaba, claro: «A ver,
Madgul, ¡que la gente nos está mirando!». Pero le daba igual. Era como un niño…
Yemma calló, pensativa. Se le habían olvidado las lentejas y la historia que se
suponía que me estaba contando. Le apareció algo así como un halo de luz en la cara.
No hice ruido para no interrumpir esa ensoñación. Me costaba imaginarme a mi padre
en el mundo de los vivos y a Yemma como una mujer enamorada. Tras un momento,
volvió en sí:
—Tu hermano Hamid, tan insoportable como incorregible, era el rey de las
barrabasadas. Por eso yo no le quitaba ojo al río. Muchas veces lo pillé tirándose
desde el puente. Había poco fondo y corría el riesgo de darse un golpe con una roca.
Por mucho que me desgañitaba y lo amenazaba con los brazos, no me hacía ni caso.
El yinn ese solo hacía lo que le daba la gana. Tu padre protestaba y me decía que
dejase a los críos en paz, pero yo no podía decidirme a aflojar la vigilancia. Cuando
me acuerdo de aquello, me digo que Yusef no habría debido llevarse a su hermano
pequeño al río. El peligro acechaba por todos lados. Ali aún no había cumplido los
cuatro años y Yusef era poco mayor. Omar el carbonero estaba chiflado con su último
hijo y lo mimaba como a un príncipe a pesar de su avaricia irreprimible. No había
noche en que no le trajera, al volver a casa, unas chucherías, un cucurucho de
garbanzos tostados o unas pipas. Yusef le tenía envidia, claro, pero quería a su
hermano. Seguramente le habría prohibido que saltase desde el puente si hubiese
sabido que iba a desaparecer para siempre. Omar el carbonero fue injusto cuando lo
llamó asesino. Muchos chiquillos se tiraban peligrosamente desde el puente. Los he
visto con mis propios ojos. Y volvían a salir, pocos metros más allá, indemnes. Pero
no el diablo de Ali, quien, queriendo lucir su audacia, se lanzó el primero, rugiendo.
Y luego, no volvió a aparecer. El río se había tragado de pronto sus gritos y sus risas
infantiles. Para siempre. Sin embargo, había poca profundidad. Quizá estaba algo
revuelta el agua ese día, pero Ali sabía nadar. No era la primera vez que iba con su
hermano al río. ¿Cómo pudo Omar el carbonero, que acababa de perder a un hijo,
aniquilar al otro con palabras que matan? «¡Asesino!», gritaba a diestro y siniestro.
Muchos testigos hablaron de un accidente, pero no de un crimen. Seguramente el
niño se partió la cabeza contra una roca y la corriente hizo el resto. Yusef, al
principio, creyó que era una broma. Ali se entretenía muchas veces asustándolo.
Luego se tiró al agua a su vez con el miedo atenazándole el vientre, un miedo loco
que nunca había sentido antes. Buscó a su hermano por todas partes. Metía y volvía a
meter la cabeza en el agua turbia abriendo de par en par los ojos. En vano. Se quedó
en el río horas, aterido y tiritando. Pero el cuerpo, tan poquita cosa, había
desaparecido como si se lo hubiera tragado un cieno movedizo. Un cieno hambriento
y perverso que se nutrió de ese muchachito risueño. También se pusieron manos a la
obra unos pastores, que rastrearon el río de una orilla a otra. Seguía siendo imposible
encontrar al niño, como si se hubiera volatilizado. Por lo demás, los hombres de Sidi

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Moumen necesitaron varios días para localizar el cadáver a una legua del drama. No
era un espectáculo grato, completamente descompuesto; «un puñado de barro», gimió
su madre, que se revolcaba por el polvo arañándose la cara. «Que me devuelvan mi
barro», susurraba con una voz que ponía carne de gallina. Yusef, por su parte, estuvo
huido una semana porque sabía lo violento que era su padre. Anduvo rodando de acá
para allá, por Shishan y por Toma, incapaz de hacerle frente a una furia que, sin
embargo, sabía que era ineludible. De todos modos, casi se habían olvidado de él
porque la casa del duelo estaba manga por hombro. La gente pasaba por allí de día y
de noche. Si no hubiera intervenido el imam, esa fuga podría haber durado toda la
eternidad. Fue ese hombre, respetado de todos, quien fue a buscar a Yusef a la otra
ladera del vertedero, y le prometió la clemencia de su padre. También fue él quien
hizo jurar al carbonero, con la mano puesta en el Corán, que le perdonaría a su hijo
ese castigo que se merecía mil veces…
Mi madre interrumpió la historia porque los sollozos le atenazaban la garganta.
Yo también tenía ganas de llorar, pero no lo hice.
—Di, Yemma, ¿por qué cambió Yusef de nombre?
Madre se sonó con el faldón de la gandura y siguió contando:
—Una noche, después del entierro, Omar el carbonero reunió a su mujer y a sus
hijos en una habitación y les dijo con una voz que habría podido ser dulce si no
rezumase odio: «Le he prometido al imam no degollar a ese criminal. No será por
falta de ganas, pero voy a cumplir la promesa. Considerad a partir de hoy que quien
ha muerto no es Ali sino Yusef, su asesino. Muerto y enterrado. No quiero volver a
oír pronunciar ese nombre. No existe. No ha existido nunca. A quien tenga la
desdicha de hacer la más mínima alusión a él, lo expulsaré de mi casa. ¿Me habéis
entendido?». Bajaron la cabeza. Luego, volviéndose hacia Yusef, acurrucado en un
rincón, de piedra, dijo con tono firme: «A partir de ahora te llamarás Ali. Así tu
crimen te acompañará hasta el infierno». Algo peor aún: en la declaración que hizo en
la comisaría, el carbonero puso por escrito que el niño que había muerto ahogado era
Yusef. Y así fue —suspiró mi madre— como el amigo con quien andas enfurruñado
ahora perdió oficialmente su identidad.

Esta historia tan dolorosa me anduvo persiguiendo mucho tiempo. Más de una vez
estuve a punto de llamar a Azzi por su nombre de verdad. Pero me lo pensaba mejor.
A fin de cuentas, el mote era muy práctico: nos dispensaba de estarlo castigando
continuamente. Sin embargo, al salir del Garaje, muchos años después, coincidimos
en la parada del autobús que iba a la ciudad. Estaban allí la mitad de las Estrellas de
Sidi Moumen, divididas en dos grupos. Azzi estaba en el segundo. El sol pegaba con
fuerza en las murallas de color melocotón. Los pájaros gorjeaban como si no pasara
nada. Los coches iban y venían dejando estelas de gases negros. Unos cuantos burros
con la tripa vacía tiraban trabajosamente de carretas destartaladas cargadas de las

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cosas más variopintas. Unos ciclistas iban cuesta arriba, resollando. En fin, el barullo
ordinario de un día ordinario. A nuestra espalda, Sidi Moumen y sus camiones de
basura, su vertedero y su gente pobre. No podría decir en qué pensábamos nosotros.
Seguramente en nada. Llevábamos nuestros cinturones del paraíso ciñéndonos los
corazones palpitantes, a la espera de la liberación. Un abrazo prolongado y estas
palabras que todavía me retumban de forma extraña en la mente:
—Nos vemos allá arriba, Yashin.
—Sí, Yusef, allá arriba.
Era la primera vez que lo llamaba por su nombre de verdad. Me sonrió,
esbozando con los brazos un ademán que hablaba de resignación.
El autobús de nuestro grupo fue el primero en salir.

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6.
En el fútbol, los defensas tienen menos prestigio que los delanteros. Solo se queda
grabado en la memoria el recuerdo de los que meten goles. Y, sin embargo, el
combate de verdad se riñe en la retaguardia y en el centro del campo. Aunque Jalil,
nuestro defensa central, no fuera el más sonado, no por ello dejaba de ser una pieza
maestra del equipo. Y reconozco que le debo buena parte de mi notoriedad. Sin unos
buenos defensas, un portero no puede por menos de fracasar; se convierte en un
coladero. Tengo empeño en rendir público homenaje a ese muchacho de talento.
¡Dicho queda! En realidad, Jalil y yo teníamos pocas afinidades. Nos pasábamos la
vida peleándonos en el campo. Y, a veces, incluso fuera del campo. Un día,
acusándome de estar compinchado con el adversario porque, desafortunadamente, me
metieron un gol, me tiró un casco de botella por sorpresa y me hizo una herida en el
hombro izquierdo. No fue nada del otro mundo, un simple rasguño, pero, al ver la
sangre, mi hermano se abalanzó sobre él en pleno partido empuñando la cadena de la
bicicleta y, con violencia inaudita, lo molió a golpes dejándolo por muerto. Recuerdo
algo curioso: semiinconsciente, Jalil andaba buscando por el polvo los dos dientes
que acababa de perder como si fuera posible volvérselos a pegar. Como si se tratase
de un puente que hubiera bastado con poner de nuevo en su sitio para recuperar la
sonrisa. Hamid, cuya fuerza se multiplicaba por diez en ocasiones así, berreaba como
un animal mientras golpeaba. Los demás no intervinieron para separarlos porque
nadie quería a ese chico que acababa de llegar de la ciudad y se lo tenía muy creído.
Formando corro alrededor de la agarrada, vociferaban a coro: «¡Mátalo! ¡Mátalo!»,
atizando la rabia que tenía mi hermano en los ojos. Tendido en el suelo, hecho un
ovillo, protegiéndose con las manos la cara tumefacta, Jalil nos pedía socorro e
imploraba a Dios y a sus santos. Pero Dios no estaba. Hacía la tira de tiempo que
Dios había apartado la augusta mirada de Sidi Moumen. Peleé entonces como un
demonio para sacar a mi hermano del corro y me dieron, de paso, un golpe mucho
más doloroso que el rasguño que había iniciado la pelea. Contener a Hamid cuando
ya estaba cabreado era toda una hazaña. Se me escapaba y volvía para arrearle otra
rociada de golpes a su víctima. Los jugadores estaban encantados. Aplaudían como
para celebrar una victoria. Uno de ellos aprovechó para asestarle una patada al
moribundo, que ya había perdido del todo el conocimiento. Los demás se animaron al
verlo y aquello se convirtió en un auténtico linchamiento. Cuando mi hermano se
calmó, evacuaron al herido fuera de la línea de banda y el partido siguió con la mayor
normalidad.
Alto y flaco, feo a más no poder (y los dientes que le faltaban no remediaban la
situación), Jalil nos miraba siempre por encima del hombro. El hecho de que su
familia se hubiera despeñado de la ciudad a las chabolas le concedía un ascendiente
sobre nosotros: no había nacido pobre, o al menos eso aseguraba. En cualquier caso,
no perdía ocasión de jactarse de ello. No obstante, debía de ser más desdichado que la

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mayoría de los granujas de la zona. Nacer entre el barro es más tolerable que verse en
él sin remedio ya con cierta edad. E incluso aunque exagerase su pasado muelle era
indudable que tuvo que padecer esa caída. Las callejas más sórdidas de la medina
valen mucho más que nuestro poblado de chabolas.
Hijo de un cochero y hermano mayor de tres niñas, Jalil podría haberse librado de
Sidi Moumen si un deplorable accidente no le hubiera puesto la vida patas arriba. El
único caballo que poseía su familia se rompió la pata, lo que trajo consigo una serie
de incidentes que los dejó con el agua al cuello. Después de sacrificar al animal, no
queda sino una salida para comprar otro: vender la casa. Una decisión difícil de
tomar. Separarse de la vivienda de los antepasados era algo inconcebible. El padre se
lo estuvo pensando mucho, pidió consejo a las personas cercanas, le dio cien vueltas
en la cabeza a esa decisión antes de dar el paso y le malvendió sus posesiones a un
inmigrante llegado del extrarradio parisino que pagó al contado. La madre lloró
mucho detrás de la carreta de la mudanza que el padre había pedido prestada. Jalil no
era consciente de lo que les estaba pasando. Disfrutaba sentado entre los muebles
mientras la carreta se abría camino por las callejuelas atestadas. Se instalaron primero
en casa de un tío por aquello de reponerse financieramente. Pero una pelea entre la
madre y la tía los obligó a irse de nuevo. Tras un año largo en casa del abuelo, quien
vivía ya muy apretado en una vivienda donde se apiñaban varias familias, acabaron
por ir a dar a Sidi Moumen, que era la confluencia natural de todas las decadencias.
Entretanto, el cochero quiso dárselas de listo y, en vez de comprar un caballo y
reanudar su antiguo oficio, invirtió su peculio en un negocio de gafas chinas que
resultó un desastre. Peor aún, al tratarse de imitaciones, además de requisarle la
mercancía la historia podría haber acabado mal. El dinero que le quedaba aterrizó en
la faltriquera del juez que evitó que fuera a la cárcel. En cuanto al estafador, aquel
hombre encantador que afirmaba que había trasteado largo y tendido en el mundo de
los negocios, se esfumó tras haber asegurado al cochero que se iba a hacer de oro,
dejándolos tirados a él y a su familia. Tardaron mucho en levantar cabeza, pero el
padre seguía siendo duro de pelar. Con ayuda de unos cuantos amigos, construyó
unas paredes de adobe en el terreno de las chabolas y las cubrió con un tejado de
chapa ondulada, plástico, ramas y piedras. Desguazó el carruaje, que ya no le servía
para nada, y aprovechó atinadamente la madera para hacer las puertas y las ventanas.
Luego se reconvirtió y se pasó al menudeo de cigarrillos.
El milagro de Sidi Moumen es la peculiar facilidad con que se adaptan al lugar
los recién llegados. Ya vengan de los campos resecos o de las metrópolis voraces,
expulsados por un poder ciego y unos pudientes como sanguijuelas, se meten en el
molde de una derrota resignada, se acostumbran a la mugre, echan por la borda la
dignidad, aprenden el arte de la chapuza y a remendar la existencia. En cuanto acaban
el nido, se acurrucan dentro, se agazapan y parece que siempre han estado ahí, que
nunca hicieron nada que no fuera alimentar la miseria que ahí reina. Forman parte de
ese escenario igual que la montaña de basura y los refugios provisionales hechos de

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barro y escupitajos, que rematan unas parabólicas como orejas gigantescas que
aguzan el oído hacia el cielo. Ahí están y sueñan. Saben que anda rondando la de la
guadaña y que se mete primero con los que han dejado de soñar. Pero ellos no tienen
intención de morirse. Se apiñan hombro con hombro, se apoyan. La enfermedad
acecha como un cazador a su presa, la ven, la sienten. La desafían. Por más que el
hambre extienda sus tentáculos y oprima los cuellos hasta asfixiarlos, en Sidi
Moumen no mata porque la gente comparte lo poco que tiene. Porque todos calibran
mutuamente el desvalimiento común. Mañana le tocará a este. Pasado mañana a
aquel otro. La rueda gira tan deprisa… Entre poco y nada solo hay migajas que la
menor ráfaga se lleva consigo.
El cochero casó a sus dos hijas mayores con los primeros que se presentaron.
Unas cuantas bocas menos que alimentar es algo que nunca viene mal. Las fiestas
importantes suelen celebrarse en una jaima que se monta por la zona de la fuente
pública. Se cubre el suelo con alfombras que prestan los vecinos, se decoran las
colgaduras con hojas de palmera, se colocan aquí y allá decenas de linternas y, en lo
que dura una velada, los comensales, de tiros largos, creen que están del otro lado de
la muralla. El cochero no incumplió la norma. Dio la sangre de las venas para que sus
hijas tuvieran bodas de verdad. En todas las ocasiones recurrió a Tamu para
encandilar la fiesta.
Jalil dejó de ir a la escuela y se hizo limpiabotas; peinaba las calles, los cafés y
todas las plazas concurridas de la ciudad.
Poco a poco se fue integrando en el grupo. Había puesto en sordina la arrogancia
y, por nuestra parte, nos habíamos vuelto más flexibles, menos agresivos. Muchas
veces iba a reunirse con nosotros por la noche en la chabola de Nabil. Traía una
botella de Coca-Cola, galletas Henry’s o una china de hachís con su tabaco amarillo y
el papel de liar. Nos contaba sus días fabulosos en la medina, sus combates por el
control de un sitio estratégico, sus astucias para burlar la vigilancia de los camareros
que espantan a los importunos (el que alquila periódicos, los vendedores ambulantes
de artículos de contrabando, los chalanes, los rateros de mano muy larga, los
limpiabotas…). Nos describía por lo menudo las comidas exquisitas que se permitía
si la mañana había sido buena: un bocadillo de salchichas picantes, un puré de habas
con aceite de oliva y comino, unas manos de ternera o una cabeza de cordero bien
asada. Se nos hacía la boca agua con todas esas maravillas. Los viernes, decía, la
gente invita a cuscús y suero de leche. A veces se zampaba tres almuerzos seguidos,
dándose empellones con los mendigos para agarrar un trozo de carne.
Sabíamos que exageraba, pero pese a todo nos gustaba oírlo. Lamentaba que a las
babuchas no hubiera que darles betún. ¡En caso contrario se habría hecho rico! Pero
no tenía demasiados motivos de queja. Su padre le había fijado una cantidad
razonable que tenía que llevar a casa al acabar el día. Cumplía. No cedía a los
recursos fáciles como otros de su edad: muy pocas veces iba por los turistas, aunque
con ellos se sacara uno el equivalente de una jornada de trabajo. No, él no caía tan

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bajo, o solo en caso de necesidad.
He aquí en qué forma, por una miserable fractura de un caballo, se entenebreció
el destino de una familia.
Jalil y yo enterramos el hacha de guerra, pero hasta que pasaron unos años no
confraternizamos en el Garaje. Abu Zubeir tuvo mucho que ver en ello.

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7.
Con muchachos como Jalil el limpiabotas, Nabil el hijo de Tamu, Ali (o Yusef) alias
«Azzi», Fuad o mi hermano Hamid acabé por formar una familia contra viento y
marea. Si uno de nosotros se encontraba con un marrón, los demás se presentaban
como un solo hombre para sacarlo del apuro. Cuando Fuad, por ejemplo, empezó a
esnifar pegamento, reñimos una guerra sin cuartel para que lo dejara. Pero él seguía
haciéndolo a escondidas. Muchas veces lo sorprendí completamente colocado en su
tenderete dejando que los chiquillos le birlasen los dulces sin reaccionar, sin
espantarlos a pedradas como lo habría hecho en circunstancias normales. Peor aún,
esos energúmenos llevaban la afrenta hasta el punto de vaciarle los bolsillos como a
un vulgar borracho. Fuad estaba ido. De viaje por dentro de su cabeza. Por mucho
que yo lo sacudiera, no reaccionaba. Con los ojos abiertos, miraba un mundo fuera de
mi alcance. Yo me contentaba entonces con recoger todo cuanto pudiera aún
recogerse de su mercancía y me lo llevaba a rastras a su casa. En cuanto su madre
abría la puerta, empezaba a soltar insultos y amenazas. Nos dejaba entrar de milagro.
Yo llevaba a mi amigo a una habitación del tamaño de un cuchitril y lo soltaba en una
estera como se deposita un fardo. Él se dejaba. A veces me sonreía, señal de que
todavía estaba vivo.
Cuando Fuad perdió a su padre, su tío pasó a ser el almuédano y se casó con su
madre para, según decían, salvar a los hijos de un eventual marido ajeno a la familia.
Una antigua costumbre a la que Fuad no se acostumbró nunca, tanto más que, de
hecho, se quedaba sin su categoría de cabeza de familia. Creo que el principio de su
adicción al pegamento fue consecuencia de ese matrimonio, contra natura por más
que no se considere así. Fuad era incapaz de fumar kif o hachís como todo el mundo.
Con una mínima bocanada le entraba un ataque de tos que lo dejaba doblado. El
pegamento le iba mejor y era la única alternativa para evadirse que le quedaba. Pero
no nos rendimos y llegamos incluso a echarlo del grupo por una temporada larga.
Estaba claro que no podíamos prescindir de su talento en el campo de juego, pero ya
no le dábamos buena acogida en las veladas en casa de Nabil. Un detalle que tiene su
importancia: no esnifaba los domingos, días de partido, como si el fútbol lo dopase
más que las guarrerías que se pasaba la vida inhalando. La intransigencia de mi
hermano Hamid en este tema resultó provechosa. Fuad había padecido mucho con su
aislamiento. Empezó por encresparse y nos amenazó con irse de las Estrellas a un
equipo de la competencia, pero al final cedió. Era la época en que su hermana
Ghizlane y él se habían ido a vivir con su abuela a Douar Scouila. Un día, en
presencia de todo el grupo, le regaló el pañuelo negro y pegajoso y los tubos de
pegamento a un adicto que pasaba por allí. Se había acabado. Desde ese momento no
volvió a las andadas.
Con el tiempo, habíamos arreglado la chabola de Nabil y colocado en ella
asientos corridos, una alfombra, una mesa redonda con patas de caballete y varios

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pufs. Si el radiocasete se estropeaba (cosa que sucedía a menudo), la música la
hacíamos nosotros con todo tipo de percusiones: tam-tam, darbuka, cacerola. Nabil se
soltaba el pelo a veces y se dedicaba a imitar a su madre. Tenía una voz bonita. Nos
divertía mucho cuando se ponía de pie para bailar. Movía las ancas de forma muy
armoniosa, los hombros le ondulaban y giraba hacia los lados la cabeza, como si
todas y cada una de las partes de su cuerpo estuvieran separadas de las otras. Como si
los miembros obedecieran a cerebros diferentes que un ángel, con su varita invisible,
dirigiera con brío. Tenía la piel muy blanca Nabil, y el pelo castaño y algo ensortijado
nos hacía un efecto raro. Hamid no podía por menos de bromear, llamándolo con el
nombre de su madre: Tamu por aquí, Tamu por allá. Nabil se reía con nosotros y no
dejaba de bailar; lo arrastraba una ola poderosa y secreta y esculpía la nube de humo
que se volvía cada vez más espesa y trazaba, al mismo tiempo, mil arabescos. Los
porros pasaban de mano en mano, los cantos iban a más. Recuerdo que vi una noche
la chapa del techo echar a volar, invitando al cielo infinito a unirse a la fiesta. Yo veía
titilar las estrellas, las lunas y los ojos encarnados de los murciélagos. Me acuerdo
también (y lo lamento muchísimo) de aquel triste episodio que iba a inmutar a nuestra
nueva familia. Era en el mes de agosto. En plena canícula. Acabábamos de ganarles
un partido de capital importancia a las Serpientes de Douar Lahjar, nuestros rivales de
toda la vida. Fuad había estado brillante y había marcado tantos goles que aquello
había sido dejarlos con el culo al aire. Jalil, nuestro defensa central, había aplicado su
divisa al pie de la letra: si pasa el balón, no pasa el delantero; si pasa el delantero, no
pasa el balón; nunca los dos a la vez. Pagó su valentía con varias heridas y un ojo
morado. En cuanto a mí, y no es que quiera presumir, saltaba igual que Yashin en sus
días magnos. La fuerza de gravedad no tenía ya poder sobre mi cuerpo elástico. El
único gol que me metieron no había quien lo parase, según la opinión general. En
pocas palabras, animadísimos con nuestra victoria aplastante, decidimos celebrarla
esa misma noche en casa de Nabil. Todos trajeron algo. Jalil consiguió una china de
hachís de primera calidad, verdoso, casi negro, resinoso a pedir de boca. Liamos y
fumamos porro tras porro tomando a sorbitos café con nuez moscada. Hamid nos
había preparado una bebida explosiva (Coca-Cola aderezada con alcohol de quemar)
que nos sumió en un estado de enajenación. Ebrios de victoria y de alcohol de
quemar, cantamos y bailamos, al principio solos, luego abrazados unos a otros. Nabil
estaba eufórico. Se había puesto una gandura blanca y ceñido las nalgas con un
cinturón para que se marcasen más los contoneos, y se había desmadrado dentro del
corro. El radiocasete que era parte de la fiesta funcionó de maravilla. Las percusiones
retumbaban a nuestro alrededor y nos retumbaban por dentro, estimulándonos la
sangre en las venas, la sangre que se entusiasmaba y nos teñía las caras, anémicas de
ordinario, sangre de la alegría y de los grandes festines, de los grisgrís y los
morabitos en las noches de trance. Estábamos en un mundo irreal, lejos de la basura y
de la mugre, lejos de la miseria y de los fantasmas que rondan por ella. Lo único que
contaba era esa sensación de ser invencibles en que estábamos sumergidos todos.

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Éramos los reyes del mundo. Borrachos, bebiéndonos las nubes, dando palmadas y
vociferando de dicha. Nabil giraba tanto sobre sí mismo que la gandura se inflaba.
Echaba miradas provocativas y daba más y más vueltas. Luego, igual que un
paracaidista en el centro de su tela, se desplomó y cayó al suelo desmayado. Habría
podido jurarse que un ángel enamorado y celoso había intrigado para que ocurriera
esa caída. No sé qué mosca le picó a mi hermano, que se le echó encima igual que un
ave rapaz. Hamid solía pillar por sorpresa a sus adversarios. Era su marca de fábrica.
Golpeaba en el preciso momento en que los otros bajaban la guardia. Pero en este
caso se puso a besar a Nabil, que no reaccionaba, inerte, casi muerto. Algo tenían que
ver las muchas copas que se había echado al coleto durante la velada. Lo besaba o,
más bien, se lo comía a besos, como si llevase toda la vida deseándolo y hallara por
fin la ocasión de vengarse, arrancándose las ataduras y pisoteando con ferocidad sus
frustraciones. Luego hizo una pausa, paseó la mirada por la horda fuera de sí y,
despacio, sin importarle nuestra presencia, dejó al aire el sexo de Nabil, sacó su
propio sexo, tieso como un palo, y lo hincó en la cacha regordeta y sonrosada que se
le brindaba. Lo hizo con una naturalidad que me dejó desconcertado. Aparte de a mí,
aquello no pareció escandalizar a nadie. Hamid era rápido en todo lo que emprendía;
sus retozos no duraron mucho. Yo me había vuelto para no ver ese espectáculo
desolador del que no oía sino jadeos mezclados con las canciones de Nass el Ghiwan.
Luego le tocó el turno a Fuad de subirse a horcajadas sobre el durmiente. Procedió
con delicadeza, mimando a su montura como al principio de un largo viaje. Nabil
estaba inconsciente y yacía en el centro de la habitación semejante a un cadáver. Fuad
lo tenía en palmitas, le cuchicheaba al oído palabras ininteligibles. Un chillido de
pájaro, y luego el de alguien a quien están apuñalando. ¡El siguiente! Ali tuvo algo
parecido a un remordimiento, titubeó un poco y acabó por lanzarse al agua. Jalil no se
quedó atrás. Se impacientaba y protestaba porque el moreno tardaba en acabar. Se
resolvió a apartarlo a la fuerza del achuchón, se sacó el pito y no se anduvo con
chiquitas. Con sus gemidos, a la concurrencia le entraba la risa. Ya solo quedaba yo.
No sé por qué no le hice caso a mi corazón, que me ordenaba que me marchase, que
escapara a todo correr de ese lugar maldito del que se había adueñado Satanás. Me
había quedado en un rincón, con la cabeza gacha, engolfado en una pesadilla cuyas
puertas tenían echado el cerrojo. Notaba que me envolvían miradas de desafío que me
ponían entre la espada y la pared. Estaba hipnotizado y sin saber a qué santo
encomendarme. Hamid se había ido de la habitación para no presenciar mi escaqueo.
Estaba al tanto de mis debilidades y de mis cobardías. A Dios pongo por testigo de
que había intentado estar a la altura. Tenía que demostrarles que no era un
blandengue, un marica. Me estaba jugando el honor, o el culo, nunca se sabe.
Tembloroso, me acerqué a Nabil, pensando que podría salir del paso siempre y
cuando mi sexo, inexistente, manifestara cierto interés por el asunto. Me chorreaban
despacio por la frente unas gotitas de sudor, tomaban prestado el sendero del llanto y
caían sobre el cuerpo desnudo que tenía tan cerca. Seguramente había lágrimas

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mezcladas con el sudor, porque reconocí su sabor salado en la boca. En ese preciso
instante Nabil abrió los ojos, quiero decir unos ojos que miran, lamentables,
pasmados, desvalidos. Sin duda se estaba preguntando qué le sucedía. ¿Había
incurrido durante el partido en alguna falta que ahora estaba pagando? ¿Había
perjudicado a alguien? No tenía ni idea. Yo tampoco. Fuere como fuere, su mirada se
llevó por delante definitivamente esa heroicidad que esperaban de mí mis
compañeros. Por lo demás, no me lo tuvieron en cuenta porque los vi marcharse, uno
detrás de otro, con el rabo entre las piernas, como si se les hubiera pasado la
borrachera de golpe, cayendo en la cuenta de pronto de lo abyecta que había sido su
conducta. Me quedé mucho rato ante el cuerpo mortificado de Nabil, silencioso. Le
costó trabajo articular estas palabras: «Oye, ¿qué ha pasado?».
No le contesté; me limité a bajarle los faldones de la gandura blanca para tapar su
desnudez, su desconcierto y su humillación, igual que se baja el telón de un teatro
donde se ha representado un espectáculo macabro.

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8.
Además de violencia, había más cosas en Sidi Moumen. Lo que os estoy contando
aquí es un concentrado de dieciocho años en un hormiguero, así que tiene que ser a la
fuerza un tanto movido. Estos tristes episodios dejan huella en una existencia joven.
Y una muerte joven también. Una muerte casi sin cadáver, porque el mío lo
recogieron con cucharilla. Lo irónico es que enterraron conmigo unos restos de Jalil:
una mandíbula desdentada, dos dedos de la mano derecha, la que había accionado el
dispositivo, y un pie con el correspondiente tobillo porque tuvimos la mala idea de
comprarnos unas alpargatas idénticas la víspera del gran día. Hicieron las cosas de
mala manera, porque estaba claro que calzaba un número mayor que el mío. Henos
aquí reposando juntos en el mismo cuadrilátero, a la sombra de un azufaifo, al fondo
del cementerio, nosotros que nos llevábamos tan mal. No nos ha correspondido
plegaria alguna porque en las tumbas de los suicidas no se reza. Aún estoy viendo a
mi padre, a mis hermanos y a los más arrojados de las Estrellas de Sidi Moumen
alrededor del agujero donde acababan de meterme. Digo arrojados porque sabían que
no iban a librarse de que los citasen por segunda vez en la comisaría central. Y
nuestros polis no son nada tiernos. Cuando le echan el guante a un sospechoso, se
llevan todo el pueblo por delante. Pero quisieron asistir. Mi padre, que había pasado
mucho tiempo asegurando que no podía andar, fue a pie tras la mezquina procesión.
No se movió hasta la última paletada. Hubiérase dicho que había recuperado algunas
migajas de la vida que yo acababa de perder. Pendientes de él, mis hermanos lo
rodeaban por si le fallaban las piernas. Pero padre aguantaba, sacando pecho como un
militar, apoyándose apenas en el puño del bastón. Fue el primero en percatarse de que
Yemma entraba en el recinto. Yemma o más bien lo que quedaba de ella. Se fue de
casa el día en que el ejército de policías invadió nuestra chabola poniéndolo todo
manga por hombro. Le comunicaron entonces la carnicería que mi hermano Hamid,
yo y otros terroristas habíamos hecho en la ciudad; las decenas de muertos inocentes,
los considerables daños materiales, el pánico en todo el país. Yemma se desplomó en
el patinillo encima de un barreño puesto bocabajo y se atrincheró en un mutismo
singular. Se limitaba a observar el zafarrancho de combate como si no fuera con ella,
como si no fueran hijos suyos quienes acababan de morir. Ni lloraba ni gemía. El
nido que había tardado tantos años, y con tanto mimo, en construir y que el tornado
se llevaba de repente era el de otra mujer. No, no era ni a su marido ni al resto de su
progenie a quienes se estaba llevando la policía sin miramientos, esposados. Se
trataba de una horda de forasteros que maltrataban a otros forasteros entre gritos y
súplicas, como sucedía tantas veces por esa zona. Tampoco veía a las vecinas que
habían acudido en buen número para servirle de apoyo. No oía las sirenas de sus
lamentos ni notaba sus recios abrazos, reiterados. Veía cómo se movían las personas y
las cosas con ese entumecimiento que solía entrarle por las noches, delante de la
televisión, cuando conseguía obligarnos a ver un culebrón egipcio. Estábamos

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entonces al acecho de que se durmiera para cambiar de cadena, porque se quedaba
dormida cinco minutos después de que hubiera empezado. Pero esta vez no se había
amodorrado. Aprovechando la confusión, se puso de pie y se fue de casa sin tomarse
el trabajo de ponerse la chilaba y ni siquiera las babuchas. Nadie más volvió a verla
hasta el día de nuestro entierro. Mis hermanos la buscaron por todas partes y alertaron
al resto de la familia. Empezaron por las barriadas de chabolas de los alrededores:
Shishan, Toma, Douar Lahjar, Douar Scouila, y luego fuera de las murallas e incluso
en las callejas más distantes de la medina. Hicieron batidas en las puertas de las
mezquitas y de los morabitos por si se había esfumado entre el magma de los
mendigos. Pero no consiguieron nada. Se había volatilizado. También la buscaba la
policía para completar las informaciones. Y Dios sabe hasta qué punto cuadricularon
la ciudad todas las fuerzas del orden con que contaba el país. Y resulta que vuelve a
aparecer como por milagro. Ese ser andrajoso que andaba descalzo por el paseo
invadido de zarzas, despeinado, con la mirada ida, allí en medio del recinto, era desde
luego mi buena y anciana madre. Venía a despedirse de nosotros. Se alzó un barullo
en señal de protesta porque las mujeres no pueden entrar en el cementerio los días de
entierro. Yemma no hizo ni caso; avanzó despacio, como un funámbulo por la cuerda.
Un paso detrás de otro. No iba a naufragar tan cerca de la meta. Mis hermanos
quisieron ir a su encuentro, pero padre los paró en seco. El silencio se hizo aún más
denso de lo que ya había sido en aquel día tórrido de aquel mes de mayo maldito. El
gentío que rodeaba mi fosa se abrió para dejarla pasar. Una muchedumbre de ojos
estaba clavada en ese ser desmedrado que infringía con toda naturalidad una tradición
inmutable. Se acercó al borde como si fuera a tirarse dentro, tenderse a mi lado, como
si fuera a escupir por fin los sollozos que llevaba lustros reprimiendo en la garganta.
Pero no hizo nada de eso. Se contentó con mascullar un versículo del Corán
desordenado: sola al principio, mientras la miraban pasmados los enterradores; luego
la siguió un mendigo ciego, cuya voz ronca daba escalofríos. Mi padre empezó a
salmodiar también, luego mis hermanos y, por fin, el resto de la asistencia. Los demás
mendigos, que hasta entonces se habían quedado aparte, se unieron al grupo
entonando parlamentos chillones para ganarse los higos pasos y los dátiles que se
suponía que les iban a repartir. Pero ya no había mujer en la casa para preparar las
ofrendas y el ritual fúnebre ni para recibir a la gente que venía a dar el pésame. Dicho
lo cual, no había mucha gente que digamos, porque policías de paisano rondaban
continuamente por allí. Cualquier transeúnte era un terrorista en potencia. Así que los
vecinos se agazaparon en sus casas y ya no salían casi. También el vertedero estaba
desierto, sin vida. Nadie clasificaba la basura reciente que los camiones seguían
descargando en masa. Ni un grito infantil. Solo los pájaros y los gatos, extrañados, se
entregaban, con una satisfacción glotona, a los goces de una rebusca apacible. Un
ambiente sombrío agobiaba Sidi Moumen, semejante al que reinaba ahora en ese
cementerio desolado donde tanto habíamos jugado tiempo atrás. Nos dedicábamos a
hacerles la vida imposible a los borrachos que buscaban refugio en él. Les tirábamos

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piedras y salíamos huyendo dando grititos. Estaban tan tocados que no podían
alcanzarnos. Mientras intentaban ir detrás de nosotros, mi hermano Hamid daba la
vuelta y les robaba los hatillos. Nos tronchábamos de risa, sobre todo cuando les
prendía fuego y nos dedicábamos a bailar alrededor…
Los enterradores reanudaron el trabajo en un ambiente casi familiar. Colocaron
piedras planas encima de mis restos como para impedir que me fugase del reino de
las sombras, me cubrieron con tierra que apelmazaron echando litros de agua de
azahar. Así fue como una mujercilla de nada, que algunos tomaban por loca,
consiguió imponer a los hombres un entierro digno para sus hijos.
—¿Dónde está Hamid? —le espetó mi madre con tono firme a mi padre.
Él le indicó con la mirada una fosa vecina recién cerrada. Yemma se acercó a la
tumba y se acuclilló junto a ella. Hamid era el rebelde de la casa, pero, de entre
nosotros, era su preferido. Por mucho que se pasara desde por la mañana hasta por la
noche echándole broncas por sus incontables barrabasadas y le diera una paliza
cuando iba más allá de los límites, no deja de ser menos cierto que lo quería más que
a nosotros porque los dos se parecían. Eran de la misma pasta, eficientes en cuanto
emprendían. Para que algo se hiciera como es debido, Yemma solo se lo encargaba a
Hamid. Estaba a la altura y nunca volvía sin haber conseguido lo que fuera. Tenía una
capacidad de iniciativa que colmaba a Yemma de orgullo. Y aunque no estuviera de
acuerdo con la forma en que se ganaba el dinero, se alegraba de verlo vestirse como
los chicos de los barrios finos, con vaqueros y deportivas de última moda, y con el
pelo engominado, que a ella le parecía grasiento y pegajoso aunque lo aceptaba
porque eran cosas de la moda. También hacía la vista gorda cuando Hamid me
llevaba al sastre para que me hiciera un chaleco o unos bombachos o cuando le
llevaba chocolate con avellanas a mi padre. A veces le regalaba a ella perfume, y lo
aceptaba entre protestas. Lo metía en el acto en el armario que cerraba con llave y lo
sacaba los días de fiesta. A Yemma le gustaban mucho los aromas dulces de esos
frascos tan bonitos que los contrabandistas traían de Ceuta. Si la sorprendía
perfumándose, me ponía una gota detrás de las orejas y me daba un beso. Pero ahora
estaba muy lejos de la fiesta y no olía al perfume almizclado de Hamid. En cuclillas
delante de ese montón de tierra húmeda, con las manos en la cara reseca donde las
arrugas, que se nutrían de dolor, habían tejido su tela visto y no visto. Los ojos de
Yemma casi habían desaparecido, como si los párpados se los hubieran comido.
Habían perdido el brillo y no eran ya sino dos agujeritos insignificantes. Tiempo
atrás, esos ojos nos hacían temblar. Bastaba con que Yemma los alzase hacia uno de
nosotros para hipnotizarnos. Ahora también estaban muertos, como Hamid y como
yo, como Jalil, Nabil, Ali, muertos por culpa de esos a quienes habíamos conocido en
el Garaje y a los que Abu Zubeir llamaba «el emir y sus compañeros». Ah, la historia
de esos ya os la contaré luego. Eran cuatro, venían de los poblados de chabolas
vecinos para llevarnos por el buen camino. Se sabían el Corán de memoria y las
palabras del Profeta como si hubieran vivido en su entorno. Nos acomplejaban. Abu

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Zubeir decía que lo que teníamos que hacer era ponernos a ello también. Aprender
estaba al alcance de todo el mundo.
El gentío pasó de mi tumba a la de mi hermano. Hicieron corro alrededor de mi
madre y de su hijo, muerto a sus pies. Ya habían cerrado la fosa. Yemma pasó las
manos por la tierra húmeda como si Hamid pudiera sentir aún la caricia. Se había
agachado para besar el suelo y se ensució toda la cara. Said, el mayor, se sacó del
bolsillo un pañuelo, se la limpió y se sentó a su lado. Al ver que no protestaba, le
rodeó despacio los hombros con el brazo y la atrajo hacia sí. Ella se fue relajando
poco a poco. Mis otros hermanos acudieron junto a ellos. Maliciándose una propina,
el ciego empalmó con una azora del Corán en la que las puertas del paraíso estaban
abiertas de par en par, enumerando por lo menudo los bienes que estaban esperando
al difunto: ríos de leche, de vino y de miel; huríes vírgenes, efebos eternos y demás
maravillas. Recitaba con tanta convicción que casi te entraban ganas de echarte al
lado del muerto. Los otros mendigos insistieron en lo mismo. Y también a Hamid le
correspondió un sepelio casi normal.
Cuando Said puso de pie a Yemma y la abrazó, ella se dejó. Parecía tan liviana. Él
le acarició el pelo y la estrechó contra su pecho. Le cuchicheó algo al oído que le
inundó con un escalofrío de luz la cara taciturna. No era una sonrisa, hablando con
propiedad, sino el resplandor difuso que suele iluminarla. Él se la echó a la espalda y
la llevó a casa como quien lleva a un niño dormido.

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9.
No, no hubo solo momentos sombríos en Sidi Moumen. También me correspondió mi
parte de felicidad. Una prueba: mi historia de amor con Ghizlane, la hermana
pequeña de Fuad. Si existió algo por lo que habría renunciado al adiós, ese algo era
desde luego mi amor por Ghizlane. Y pensar que se podrían haber ahorrado varias
vidas si ella me hubiera retenido. La mía para empezar, y luego las de los demás; esos
a quienes no conocía y me llevé en el morral, igual que un cazador furtivo. Seguro
que ella podría haberme impedido que hiciera lo irreparable si me hubiese tomado en
serio. Nos vimos una noche cerca de su taller de bordados. Nos veíamos con
frecuencia en ese callejón sin salida por el que pasaba poca gente. Yo había intentado
hablarle, insinuando que a lo mejor era la última vez que nos veíamos. Ella se me rio
en las narices tomándoselo con ironía: «¡Ten cuidado con los pozos negros que son
un hervidero de serpientes y de escorpiones!». Yo conocía en Sidi Moumen todas las
vueltas y revueltas, todos los montones de basura recientes o ya explorados, el
mínimo centímetro cuadrado de aquella melaza nuestra; así que si me caía en una
fosa sería porque alguien me habría ayudado a caer. Por mucho que me velara la cara
con una mirada sombría y seria al explicárselo, ella seguía riéndose. Ghizlane era la
chica más divertida, más radiante y más chispeante que me hubiera sido dado tratar.
Se moría de risa por cualquier tontería. Se daba palmadas en las rodillas y hablaba
con todo el cuerpo, de forma tal que no se notaba lo menuda que era. Su presencia
jubilosa colmaba el ambiente de guirnaldas como esas con las que adornaban la
muralla para la fiesta del Trono. Le brillaban continuamente los ojos de color
avellana, y la boca carnosa, en un rostro ovalado, daba vida a incontables pliegues en
los que el encanto rivalizaba con la inocencia. Era sensible y profunda, pese a su
exuberancia y sus modales algo afectados. En vida, no habría sabido describirla como
ahora. No me enseñaron palabras para nombrar la belleza de los seres y de las cosas,
la sensualidad y la armonía que los ensalzan. Y resulta que este fantasma enamorado
que soy ahora siente la necesidad fútil de explayarse. De contar por fin esta historia
que rumia mi pensamiento desde el día de mi muerte.
En el principio, hubo el vertedero y la colonia de granujas que crecía encima. La
religión del fútbol, las peleas continuas, los robos en los tenderetes y las carreras
desenfrenadas, los altibajos de los apaños, el hachís y el pegamento y los descarríos
que llegan con ellos, el contrabando y los oficios de poca monta, las somantas de
palos reiteradas, las fugas y el precio de violaciones y maltratos que se paga por ellas.
En medio de todo este caos resplandecía una joya caída del paraíso: Ghizlane, mi
tierna y hermosa amiga. No se sabe cómo había aterrizado en Sidi Moumen, pero
desentonaba en aquel escenario. Una nota desafinada al revés. Un accidente dichoso
en el universo mugriento en que vivíamos. Todavía sigo viéndola, dentro del aro que
usaba para cargar, con un cubo de caucho mediano en cada mano, yendo y viniendo
de la fuente pública a su casa. Con la túnica larga y los faldones húmedos, daba la

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impresión de ir deslizándose por las piedras y las zarzas del camino. El ángel de la
gracia había elegido a esa frágil criatura para que floreciera y existiese también entre
nosotros. Si yo no estaba ayudando a Nabil en el vertedero, le proponía echarle una
mano. Aceptaba de buen grado y solo con verle los dientes blancos ya empezaba a
estremecérseme el corazón. Charlábamos por el camino. A veces recorría ese trayecto
varias veces durante la mañana con el mismo agrado. Aguantaba las burlas de mis
compañeros, que me llamaban mujercilla, y los insultos de Hamid si me pillaba. Pero
me gustaba estar con ella. Junto a la fuente jugábamos a salpicarnos y dejábamos que
el otro nos empapase hasta el pelo. Fuere como fuere, enseguida estábamos secos.
Yemma no se maliciaba nada cuando yo volvía a casa. A veces nos deteníamos junto
a una chabola aislada donde una parra, a pesar de la sequía, invadía el zinc del tejado
y volvía a salir por lo que habían debido de ser tiempo atrás las ventanas. Un lugar
umbroso del que, por milagro, nadie se había incautado aún. Soñábamos en secreto
con vivir en ella algún día, pero éramos demasiado jóvenes para pensar en una
aventura así. Ghizlane me hablaba del ambiente desagradable que había en su casa
desde el fallecimiento de su padre, el almuédano, y la boda de Halima, su madre, con
su tío Mbark. No le gustaba ese hombre, ese cangrejo ermitaño que había ocupado el
lugar de su padre, su profesión, su cama y su ropa. No entendía la metamorfosis de su
madre en madrastra, en una de esas brujas malas salidas directamente de los cuentos
de antaño. Cierto es que Halima no había tenido nunca vocación de madre, pero tener
abandonados hasta aquel punto a sus propios hijos era algo demencial. Ahora no tenía
ya ojos sino para su nuevo marido, que se había convertido en su Dios y en su dueño;
ese hombre por el que se había vuelto loca y por quien estaba dispuesta a dejarlo
todo. ¿Se trataba de una historia reciente o anterior a la muerte del almuédano? Nadie
podría decirlo. En cualquier caso, se le iba el tiempo en ponerse guapa para él.
Hubiérase dicho que había borrado veinte años de su existencia para ser otra vez la
jovencita coqueta de tiempo atrás. Se acomodaba en un puf en el patinillo antes de
que se pusiera el sol y sacaba sus bártulos de belleza: un espejo redondo, diminuto, y
un estuche con todo tipo de polvos, cremas y ungüentos. Se esmeraba en realzar la
mirada con una raya gruesa de kohl que le llegaba a las orejas, y en subrayar los
besos por venir con carmín de Fez; luego se ponía un caftán primorosamente bordado
y se acomodaba en un kílim igual que una novia joven esperando a su pretendiente.
Cuando llegaba Mbark, ya estaban listos el té de ajenjo y los frutos secos, había velas
nuevas y el transistor sintonizaba la emisora nacional, que emitía músicas populares,
cantos patrióticos a la gloria del rey y partes informativos oficiales. Ella se
apresuraba a llevarle una palangana de agua caliente aderezada con sal gorda para
darle un masaje en los pies. Poco después venía el culebrón radiofónico, que los
tortolitos no se perdían por nada del mundo. Ghizlane les servía la cena, que tomaban
a solas en su habitación, a puerta cerrada.
Era la temporada en la que Fuad había caído en el pegamento; casi nunca volvía a
casa, o, si volvía, lo hacía en un estado lamentable, con los ojos en blanco, rojos

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como dos gotas de sangre. Ghizlane y yo nos habíamos adjudicado la improbable
misión de salvarlo; ella lo cuidaba en casa y yo, fuera de casa. Lo obligaba a comer, a
lavarse y a mudarse de ropa. Se interponía en persona cuando su madre, armada con
un cinturón, se acercaba para castigarlo. «¡Tú ya no tienes lugar entre nosotros!», le
decía, poniendo por testigo al tío, que asentía con un versículo coránico. «¡Este
drogado me va a volver loca! Pero ¿qué le habré hecho yo a Dios para merecer
semejante castigo?». Fuad estaba en otra parte, ni siquiera se protegía la cara de los
golpes desordenados que recibía. A Ghizlane le tocaban unos cuantos, ya puestos,
pero seguía haciendo de pantalla y desafiando a su madre. A veces le arrancaba
mechones de pelo sin que ella soltase ni un grito. Y también la arañaba, y ella lo
aguantaba de forma estoica. Esperaba a que la madre se hubiera calmado para
ocuparse de su hermano, que seguía echado, como un cadáver, en la estera de
palmera dum. Le quitaba las sandalias de plástico, le ponía un almohadón debajo de
la cabeza y lo tapaba. Se echaba un momento a su lado, le hacía entrar en calor,
consolándolo como lo habría hecho su madre si no hubiera perdido la cabeza.
La vida de Ghizlane no era nada fácil. No tenía ni un minuto para sí, curraba de la
mañana a la noche. No salía de la cocina más que para ir a hacer recados, llevar el
pan al horno o ir a buscar agua a la fuente. Preparaba las comidas, las servía, fregaba
los cacharros, pasaba la bayeta por la parte de suelo que era de cemento y regaba el
resto. Las tardes estaban reservadas a la colada. Luego, había que tender la ropa en un
alambre delante de la casa y, a falta de terraza, se quedaba sentada toda la tarde en un
taburete para custodiarla, no solo por los ladrones sino para recogerla enseguida si se
levantaba viento. En caso contrario, las ráfagas de polvo la obligaban a repetir la
penosa tarea. En cuanto a su madre, que se había jubilado antes de tiempo, se pasaba
el día tomando té a sorbitos con las vecinas, dando vueltas por el zoco en cuanto se
anunciaba la llegada de una partida de productos de contrabando o haciéndole
compañía al patán de su marido mientras comía. Los únicos contactos que tenía con
su hija se limitaban a críticas e insultos que solían concluir en llantos. Las cosas
podrían haber seguido así si Ghizlane no hubiese reaccionado. Y no soy ajeno al
asunto. Habíamos ideado juntos un contraataque inteligente. Una táctica sorprendente
en unos niños de doce años. Ghizlane tenía que eternizarse en las tareas y hacer de
forma chapucera cuanto diera pie a hacerlo así: aumentar de manera palpable la
ración de sal de los tayines, no poner ninguna en la masa del pan, meter de tapadillo
una pizca de guindilla asesina en las ensaladas, barrer antes de regar el suelo para que
se extendiera por toda la chabola una nube de polvo, dejar en la ropa manchas, o
echárselas…, o sea, envenenar lo más posible la dulce y descansada vida de su
padrastro y de su madre, la muy madrastra. La estrategia resultó provechosa pese al
infierno que Ghizlane y Fuad tuvieron que padecer durante semanas. Soportaron los
golpes, las humillaciones y las vejaciones. Los obligaron a comerse esas comidas
infames, las ensaladas con guindilla, que abrasaban, y las sopas repulsivas, mientras
la madre y el tío Mbark se traían bocadillos estupendos del mercado y se encerraban

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en su habitación para saborearlos. Aquel pulso podría haberse prolongado hasta el
infinito si no hubiese intervenido Mi-Lala, la abuela paterna. Era el cielo quien la
enviaba para poner fin a aquella situación insoportable. Les propuso a Halima y al tío
Mbark llevarse a su casa a los niños hasta que las cosas estuvieran más claras,
explicándoles que era normal que a los chiquillos los tuviese alterados la muerte de
su padre, aquella boda precipitada y todo lo demás. Sería cosa de unas semanas como
mucho y las aguas volverían a su cauce. La madre y el tío no se hicieron rogar y
aquello fue una liberación para todos. Ghizlane y Fuad prepararon el hatillo esa
misma noche y fueron a instalarse en casa de Mi-Lala, en Douar Scouila, un poblado
de chabolas a media hora de camino de donde vivíamos nosotros.
A las Estrellas de Sidi Moumen les sentó mal esa noticia, por temor a que Fuad
fuera a dejar que lo descarriara el equipo local de su nuevo barrio. Pero no ocurrió tal
cosa. Por lo demás, poco después ya había dejado de esnifar pegamento y había
recuperado su fulgurante puesto de delantero centro en las Estrellas. También iba a
empezar una nueva vida para Ghizlane, porque Mi-Lala la tomó bajo su custodia. Le
prohibió que volviera a pisar la cocina y la matriculó en una escuela de bordado que
dirigía una de sus conocidas. «Te hace falta un oficio, niña, es la única forma de ser
libre». Libre, era esa una palabra que daba en el blanco en los oídos de Ghizlane.
Sonaba de una forma singular que le aliviaba el corazón. Sí, aprendería un oficio; sí,
sería libre y llegaría a ser digna de la confianza que estaban poniendo en ella.
Valoraba en lo que valía la felicidad de tener una abuela así, que le daba tanto cariño,
que la mimaba y le hablaba con dulzura, que le había regalado la sortija de oro que le
venía de su propia madre. Le hizo prometer que nunca se separaría de ella: «¡Se la
darás a tu hija cuando la tengas!», dijo para terminar. Ghizlane se puso como un
tomate.
Mi-Lala pertenecía, por decirlo de alguna manera, a la «aristocracia» de Douar
Scouila. Viuda de un excombatiente que cayó en Indochina, cobraba una pensión
mensual que, convertida en dírhams, resultaba muy apañada. Y como no había dejado
de trabajar y era poco gastadora, había conseguido juntar un buen peculio. Nadie
sabía dónde tenía metido el dinero, porque la casa, que era de obra, había recibido
varias veces visitas de ladrones. Un día se encontró el jardincillo arado de cabo a rabo
porque había quien pensaba que tenía la hucha bajo tierra. Trabajo inútil. La fortuna
de Mi-Lala seguía a buen recaudo en un sitio que solo conocían Dios y ella. Fuad
decía que prefería no descubrir dónde porque en caso contrario sería demasiado
tentador. A Ghizlane le hacía gracia. Le contestaba que tenía montones de defectos,
pero que robar no era uno de ellos. Y, además, iba a pedirle a la abuela permiso para
que la dejase volver a hacer dulces, como antes, y él podría venderlos en el zoco. Así
no tendría que pedirle dinero a nadie. Ahora que no esnifaba pegamento y volvía a
jugar al fútbol ya no tenía tantas necesidades.
El oficio de Mi-Lala, tan poco popular aquí como en otras partes, le causaba
muchas enemistades. Era algo así como una auxiliar de justicia que hacía de agente

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judicial. A los hombres no se les permitía entrar en las casas para llevar a cabo sin
previo aviso el inventario de los bienes antes del embargo, y se recurría a mujeres de
edad madura para esa tarea. Un cometido penoso que la abuela desempeñaba de mala
gana. Sufría por esas personas a quienes se lo iban a quitar todo porque no podían ya
cumplir con los pagos. Incluso después de treinta años de oficio, seguía afectándola.
A veces mandaba a un mensajero para avisar a las víctimas de que iba a ir al día
siguiente. Así tenían tiempo de sacar por la noche las posesiones más valiosas: radio,
televisión, colchones de lana… Y, pese a todo, desconfiaban de ella como de una
apestada. Nadie la invitaba en el barrio por temor a que se presentase un día para
pedirles cuentas de sus enseres domésticos. La gente es de lo más injusta, porque
Mi-Lala era una mujer de buen corazón. Desde luego que se ganaba la vida con la
desesperación de los demás, pero era un trabajo como otro cualquiera. Otro tanto
hacen los enterradores y no por eso dejan de ser personas útiles y honradas. Quién lo
va a saber mejor que yo. En cuanto a mí, la quería como a un miembro de mi familia.
También me había adoptado, pues iba con frecuencia a jugar con sus nietos. La
llamaba abuela, igual que ellos. Veía que me gustaba Ghizlane y le hacía mucha
gracia. Si nos sorprendía sentados en un rincón, nos dejaba caer: «Algún día os casaré
a los dos». Pero hasta entonces teníamos que ser formales. «Ante todo, nada de hacer
tonterías. Os tengo vigilados», soltaba con risa maliciosa.

Hay situaciones provisionales que se prolongan. Las pocas semanas que se suponía
que Ghizlane y Fuad iban a pasar en casa de Mi-Lala se convirtieron en meses, y
luego en años. Halima iba a verlos cada vez menos y era mejor así. Sus hijos la
evitaban. Se marchaban de casa cuando se enteraban de que estaba a punto de ir.
Luego las visitas se limitaron a los días festivos hasta que se interrumpieron del todo.
Nadie lo pasó mal por ello. A lo mejor Ghizlane un poco. Se lo contaba a Mi-Lala,
que tenía el talento de apaciguar los corazones con su frase mágica: «La luz del día
de mañana abrirá otra puerta». Los días de mañana fueron sucediéndose y, en el
fondo, estaba en lo cierto: el tiempo había acabado por endulzar el sufrimiento de la
niña.
Fuad tenía ahora un tenderete de casi un metro cuadrado, montado sobre unas
ruedas, que le había hecho con mucha maña un amigo herrero. Vendía caramelos,
chocolate español, piruletas y los dulces de Ghizlane. Se instalaba a la puerta de la
única escuela que había por los alrededores y le iban bien las cosas.
Ghizlane había aprendido a bordar y trabajaba para las monjas, que le
proporcionaban la tela e hilo de buena calidad. Hacía manteles, servilletas, sábanas,
fundas de almohada, pañuelos y toda clase de ropa de mesa. A veces se veían coches
de lujo aparcados cerca de la casa. Mujeres vestidas a la europea, con perfumes
embriagadores, acudían a hacerle encargos. Mi-Lala le decía que tenía que pensar
también en su propio ajuar, y Ghizlane hacía como que se enfadaba. Yo la veía los

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martes, que era día de zoco, e íbamos juntos a dar una vuelta por entre las carpas que
habían montado por la noche para que hiciesen de comercios. El desorden habitual en
Douar Scouila se multiplicaba por cien. Pululaban las personas y los animales en
alegre confusión. Y venga de gritos, de peloteras, de risas; y venga de atiborrarse y de
eructar entre los montoncitos de especias de colores, colocados en el suelo, en medio
de un barullo tremendo: charlatanes pregonando sus baratillos a más y mejor, gallinas
con las patas arracimadas cacareando alrededor de los paletos, rebuznos de burros
agobiados con el peso de carretas cargadísimas, ciegos que entonaban a coro
salmodias sobre el juicio final. Yo conocía a uno de los rateros que oficiaban por allí.
Se escurrían entre el gentío con mirada despierta y mano ligera. Nos deleitábamos
viendo sus maniobras: un breve navajazo ágil en el bolsillo trasero de los pantalones
para después seguir pacientemente a su víctima a la espera de que cayese la cartera.
Ghizlane se reía y me daba palmadas en la espalda. Ya eran las doce. Los aromas de
las salchichas a la parrilla, de las sopas de caracoles y de diferentes purés de habas
nos abrían el apetito. Nos permitíamos el lujo de un bocadillo, que nos zampábamos
debajo de un árbol. Esa pausa nos daba nuevas fuerzas. Y volvíamos a zambullirnos
entre el gentío. Pasar por las decidoras de buenaventura era indispensable, porque
Ghizlane quería saberlo todo. Esa ralea proliferaba como la grama en nuestra
indigencia. Según ellas no tardaría en desaparecer la miseria, y el amor reinaría como
dueño y señor absoluto en Douar Scouila. No prometían de milagro la resurrección de
los muertos. Ghizlane se creía a pies juntillas las venturas que predecían los naipes.
Le brillaban los ojos de la misma forma que cuando se detenía delante de los puestos
de telas. Se dedicaba a revolver y a palpar el material de los tejidos de colores, y me
daba muchas explicaciones eruditas acerca de la procedencia de las lanas, los
algodones, los linos y los satenes. Criticaba los precios y en resumidas cuentas no
compraba casi nada. O estaba horas regateando cualquier menudencia. Me
avergonzaba de ella y, a la vez, me hacía reír. Me obligaba a ir al peluquero, porque
opinaba que me hacía falta. Se sentaba en un taburete y me esperaba, sonriéndome en
el espejo. Decía que el pelo corto me sentaba estupendamente y que me encontraba
muy guapo. A mí también me parecía ella guapa, pero no me atrevía a decírselo. A
veces le elogiaba, balbuciendo, la larga melena negra. Sonreía. Cuando andábamos
juntos, nos rozábamos mutuamente la mano y fingíamos que no nos dábamos cuenta.
Hacíamos como si los escalofríos que nos corrían por la piel fueran fruto del azar o
del frescor de la mañana. Nos parábamos en el puesto de pipas y comprábamos un
cucurucho. Ella me metía disimuladamente un billete en el bolsillo porque sabía que
estaba sin blanca y que era más elegante que pagase el hombre. Se negaba a que le
diera el cambio. Y nos íbamos, vagabundeábamos de acá para allá, deteniéndonos en
un corro en el que un cantante con un tam-tam hacía su número. Si Ghizlane hubiera
podido, habría bailado con él. Así se nos pasaba el día, como en un sueño.
Emprendíamos el regreso al ponerse el sol. Ghizlane no quería que Mi-Lala se
quedase sola mucho tiempo. Era vieja y cada vez le costaba más ocuparse de sí

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misma. Le llevábamos turrón, que le encantaba. Solo lo chupaba, porque los raigones
dispersos que le sobrevivían en la boca estaban a punto de caérsele. Si la semana se le
había dado bien, Ghizlane le llevaba un pañuelo, un turbante o una alfombra de
oración en la que resplandecía La Meca. Mi-Lala empezaba en el acto a sorberse las
lágrimas. Con la edad, se emocionaba fácilmente.
Aquella noche, pocos días antes del gran salto, volvimos del zoco sin hablarnos
casi. Ghizlane no se rio en todo el trayecto, que a mí se me hizo corto sin embargo.
Seguramente había notado el desvalimiento que tan mal ocultaban mis ojos. Yo
habría querido seguir andando y andando. Habría querido notar cómo sus dedos finos
rozaban los míos por última vez, pero ya habíamos llegado. Muy cerca de su casa, en
el callejón oscuro, me armé de valor y la besé.

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Cuando los vivos se acuerdan de mí, me abren algo así como un tragaluz a su mundo.
Entonces me escurro por él como quien no quiere la cosa, sin hacer el menor ruido.
Me guardo muy mucho de asustarlos, porque en caso contrario los predispongo e
interponen los temibles tabiques del olvido, relegándome a mi purgatorio, donde me
aburro espantosamente. Por eso reprimo cuanto puedo la tentación de inmiscuirme en
los asuntos terrenales. ¿Os sorprende, verdad, que un alma errante pueda interferir en
el mundo de los vivos? Pero no os queda más remedio que fiaros de mi palabra. No
tengo permiso para revelaros nada más. Lo que sí puedo decir es que disponemos de
una cantidad limitada de signos con los que aderezamos los caminos de algunas
personas de la familia con tal de que estas se tomen el trabajo de reflexionar acerca
de ellos. Contamos, pues, con un espacio razonable para influir en situaciones
concretas. Es algo que puede manifestarse de diversas formas. Las vías oníricas son
las más legibles, pero a veces, lo reconozco, no poco desconcertantes. Con frecuencia
se me vuelve acuciante el deseo de vociferar cuando me encuentro con soñadores
quiméricos que van siguiendo los pasos de mi infortunio; entonces me fuerzo para
respetar nuestras normas. Me entran ganas de decirles: todas las razones que os den,
por muy tentadoras que resulten, son razones para morir. Entonces sufro en silencio y
me esfuerzo en refrenar los asaltos de mis demonios. A veces me digo que la
incapacidad de intervenir para cambiar las cosas es quizá el infierno propiamente
dicho, porque no he dejado de achicharrarme desde el día de mi muerte. Abu Zubeir
nos mintió cuando nos prometió un acceso directo al paraíso. Decía que la gehena
que nos correspondía ya la habíamos cumplido en Sidi Moumen y que, en
consecuencia, no podía sucedernos nada peor. Más aún, la fe que él nos iba
insuflando día a día forjaba el escudo que nos iba a permitir cruzar por los siete cielos
para alcanzar la luz. Nos describía todas las etapas, con sus escollos, sus tentaciones,
sus dudas y sus rodeos. Al oírlo, habría podido jurarse que había muerto diez veces y
diez veces había resucitado, de tan enterado como estaba de los detalles del gran
viaje, de tanta verdad como tenía en los ojos cuando nos los refería.
En otro Garaje de otro poblado de chabolas está mi foto, que Abu Zubeir había
colgado en la pared con las de otros mártires: Nabil sonríe beatíficamente; Jalil
muestra un rictus; Azzi, liberado de su piel oscura, desorbita los ojos saltones y hace
una seña de victoria; y mi hermano Hamid, igual a sí mismo, saca pecho en calidad
de líder nato. Abu Zubeir nos glorificaba así en pro de la perennidad del combate
contra los infieles. Al mirar nuestros retratos, otros chiquillos soñarán con la justicia
y el sacrificio igual que tiempo atrás lo hicimos nosotros viendo las cintas de vídeo de
los mártires palestinos o chechenos.
Abu Zubeir, nuestro guía espiritual, no siempre fue religioso. Llevó durante
mucho tiempo una vida disoluta que no intentaba ocultar. Antes bien, incluso, sacaba
de ella argumentos para convencernos de las virtudes de la abstinencia. Podía hablar

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del asunto con tal objetividad porque había pasado por eso. Como muchos de los
elegidos a quienes les había llegado la gracia, había combatido encarnizadamente la
mediocridad de los vicios. La proximidad de la luz lo sumía ahora en una embriaguez
indecible, una paz interior superior en todos sus aspectos a la que aporta el hachís.
Abu Zubeir sabía las palabras adecuadas, las palabras glotonas que se asientan en la
memoria y, expandiéndose en ella, fagocitan los desperdicios acumulados. Había
nacido y había crecido en Douar Lahjar, un poblado de chabolas en peor estado aún
que el nuestro, en el supuesto de que sea posible comparar las decrepitudes. Su
encuentro con Dios ocurrió en la cárcel de Kenitra, donde pasó diez años largos. No
le gustaba hablar de su delito, pero era sabido que tenía que ver con la violación y la
estafa. Una temporada de su existencia que calificaba como extravío supremo. Decía
que la prisión lo había salvado de sí mismo. La suerte de haber coincidido allí con
hombres de fe era un regalo del cielo. Se sentía, pues, en la obligación de devolver
parte de los beneficios recibidos. La nueva razón de su existencia era ayudarnos a
purificar nuestras almas y a ponernos en el camino recto. Ese camino, efectivamente,
nos condujo en derechura a la muerte, la nuestra y la del prójimo, a quien se supone
que amamos. En derechura hacia una pared ciega a la que rodea la nada, donde no
hay sino arrepentimiento, remordimientos, soledad y desconsuelo. En derechura, en
derechura, en derechura.
El Garaje era un sitio donde uno se sentía a gusto. En las alfombras de oración
colgadas en las paredes había versículos del Corán caligrafiados con hilo de oro. No
había más mobiliario que una estera de rafia, una mesa baja, una televisión y una
estantería de libros. Sentado a lo moro, todo vestido de blanco, con la barba
primorosamente recortada, Abu Zubeir desprendía una luz extraña. Cuando ponía los
ojos en uno de nosotros, nos daba la impresión de que nos leía en el corazón como en
un libro. Tenía un sexto sentido para adivinar nuestros pensamientos más secretos,
nuestras dudas o lo que poníamos en entredicho, para lo que tenía respuestas claras y
precisas.
¿Qué edad teníamos en nuestras primeras reuniones? Quince años, dieciséis
quizá. Hamid fue el primero en relacionarse con Abu Zubeir. Los veía juntos,
parloteando durante horas por la zona de los pozos negros, cerca del lugar donde
habíamos enterrado a Morad. A Hamid parecían fascinarlo las elocuentes palabras de
su amigo, al que llamaba ángel guardián. A mí me parecía más bien un demonio. Al
principio, lo aborrecía porque mi hermano ya no me hacía caso. Me tenía
abandonado. Era como si de la noche a la mañana yo hubiera dejado de existir. A
Hamid no le interesaba ya el partido de los domingos ni las peleas de después. Ni, por
lo demás, su propio negocio, que iba de capa caída. Los chiquillos a los que tenía
empleados en el vertedero le robaban con total impunidad; pero le daba igual. Había
perdido la autoridad sobre los esnifadores de pegamento y otros subalternos que se
habían independizado. Algo peor aún, ya no se drogaba y, el colmo, había empezado
a rezar cinco veces al día. La metamorfosis era total. Yemma estaba encantada porque

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le había salido un empleo de dependiente en la ciudad, en una zapatería de un amigo
de Abu Zubeir. Se pasaba el día dándonos la lata con sus santurronerías. Los viernes
iba a la mezquita y se ponía en primera fila, junto a Abu Zubeir, quien pronunciaba
luego un sermón. Se había dejado crecer la barba y no era ya ni la sombra de sí
mismo. Se acabó el dandi pendenciero que volaba con los pájaros, que organizaba su
vida y la de los demás. La mía sobre todo. Yo había crecido y era capaz de
defenderme solo, pero lo echaba de menos. Si hacía una parada espectacular en un
partido, lo buscaba con la vista por si se diera el caso de que estuviese admirando de
lejos mis hazañas. Necesitaba sus aplausos y sus voces y sus irrupciones en el campo
para abrazarme. Pero había dejado de estar allí. Repartía el tiempo entre la tienda, el
Garaje y nuestra casa, que no pisaba hasta la hora de la cena. También estaban
muertos el ambiente alegre que solía prodigar en la mesa y las historias
rocambolescas con las que tanto se reía Yemma. Hamid conseguía incluso sacarle una
sonrisa al rostro momificado de mi padre. Chinchaba a mis hermanos menores y
nadie podía meter baza de tan charlatán y bromista como era. Todo eso se había
acabado. Había conseguido tejer algo así como una telaraña de austeridad donde nos
habíamos ido quedando enredados poco a poco. Nos impedía ver en paz la televisión,
dándonos la murga con sus diatribas acerca del complot americano-sionista cuyo fin
era intoxicarnos, depravarnos y sembrar arteramente el vicio en todos nosotros.
Yemma no entendía nada, pero no había ni que pensar en dejarla sin sus culebrones
egipcios o brasileños. Así que solo para chincharnos Hamid se dedicaba a mascullar
monótona y ruidosamente el Corán en la habitación de al lado.
Pese a todo, yo seguía queriendo a Hamid. Seguía siendo mi ídolo lo mismo que
Yashin, mi maestro en el juego. Según iba pasando el tiempo, cada vez volvía menos
a casa. Al final, acabó por irse a vivir a una chabola que estaba cerca del Garaje y le
había prestado Abu Zubeir. A mí eso me hizo sufrir mucho, había un gran vacío en
casa. A veces me levantaba al amanecer para ir a verlo antes de que se fuera al
trabajo. Me llevaba a la freiduría de Belkabir, un vendedor que hacía unos buñuelos
únicos. Sentado detrás de una sartén gigantesca, aquel hombre de tripa floreciente
echaba redondelitos de masa grasienta en el aceite hirviendo, y, en el acto, se
hinchaban y flotaban, y se desprendía de ellos un aroma exquisito. Nos comprábamos
una ristra crujiente que nos llevábamos al café. Pedíamos té con menta y nos
atracábamos. Hamid decía que debería buscarme un empleo para poder comprarme
cosas y comer como es debido. Ya le diría algo a Abu Zubeir, que tenía amigos en
todas partes. Yo dije que me parecía bien, porque me gustaban mucho los buñuelos. A
veces me cortaba el apetito hablándome del infierno desde por la mañana temprano.
Afirmaba que el día del juicio final meterían a los impíos en sartenes de aceite
hirviendo y la piel se les regeneraría continuamente para seguir friéndose con
sufrimiento atroz. Se me ponía carne de gallina y le aseguraba que creía en Dios y
que nunca sería un buñuelo. Y así fue como entré de aprendiz de mecánico en el taller
de Ba Musa. Un oficio en el que te pones perdido, pero yo lo hacía a conciencia. Y

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como Nabil se aburría y venía a rondar las bicicletas que yo estaba reparando, lo
contrataron a él también. Juntos formábamos un buen equipo. Así que Ba Musa,
consumidor inveterado de kif, buscó apoyo en nosotros y nos convertimos en unos
profesionales. El local se componía de dos habitaciones en hilera. En la del fondo,
diminuta, oscura y sin ventilación, vivía el dueño. Había en ella una cama, una mesa
en la que estaba en lugar preferente un transistor encendido desde por la mañana
hasta por la noche y una maleta donde guardaba la ropa. Una bombilla de poco
voltaje, sin pantalla, colgaba del techo bajo. Tropezaba uno con ella continuamente.
La otra habitación era nuestro taller: un cajón de ruedas con las herramientas,
neumáticos viejos, pernos, tornillos y un montón de chatarra variopinta que podía
venir bien en cualquier momento. Pero, en realidad, salvo los días de lluvia,
trabajábamos siempre al aire libre. Las bicicletas las teníamos ya dominadas. Y
habíamos pasado a la etapa siguiente: el ciclomotor. La mecánica era harina de otro
costal, pero nos empecinamos. Ba Musa, al principio, nos encargaba trabajillos, y
poco a poco, tareas más complicadas. Si se permitía darnos una tunda cuando nos
equivocábamos, era por nuestro bien. Lo sabíamos. El aprendizaje requiere a veces
mano dura, aunque a Ba Musa se le iba cuando se irritaba y nos arreaba auténticas
palizas. Yo había aprendido a quitarme de en medio, pero Nabil tenía un arte especial
para ponerse a su alcance. Y le tocaban más golpes. En fin, las cosas son como son.
Nos costó varios meses pero lo conseguimos. Aprendimos a desmontar en un
periquete un motor, a engrasarlo, a cambiar las piezas defectuosas y a volverlo a
montar. Yo me quedaba extasiado cuando el artilugio arrancaba a la primera y me iba
a probarlo por los caminos del vertedero. Mis amigos, que me veían pasar como una
exhalación, bramaban de envidia. Algunos me tiraban piedras y me gritaban:
«¡Cochino burgués!». Yo les sacaba el dedo y seguía adelante. El dueño estaba
orgulloso de nosotros. Y también mi hermano Hamid, que venía a vernos y nos traía
pan, una lata de sardinas y patatas. Estaba todo muy bueno. Por aquella época yo me
atiborraba y me gastaba la mitad del salario en comida. El resto se lo daba a Yemma,
que me lo devolvía de diversas formas. Compraba ovillos de lana y nos hacía jerséis,
guantes, gorros y calcetines; me compraba un par de alpargatas o todo lo útil y barato
con que daba en el zoco. Yo había engordado y crecido alrededor de diez centímetros.
Todo iba de maravilla. Pero en Sidi Moumen, en cuanto una maquinaria ya está a
punto aparecen unos granos de arena que la atascan. No falla. Está escrito con letras
indelebles en la trama de nuestros destinos. Si Nabil tenía donaire, no era por culpa
suya. Los hombres se volvían cuando pasaba, pero él no había elegido tener un
trasero respingón, ni una piel blanca, ni el pelo liso y tremolante. Cuantos más años
cumplía, más deseable se volvía. No voy a pretender que yo fuera insensible a sus
encantos. Su forma de ser felina y delicada me seducía no menos que a los demás. No
voy a pretender que no pensase nunca en el tema, pero ahuyentaba enseguida de la
mente esas ideas detestables. El recuerdo de cierta velada con las Estrellas en su
chabola todavía me da vértigo. En fin, a Nabil lo perseguía un gafe contagioso. Desde

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luego estábamos tan panchos con no tener que seguir rebuscando en el vertedero.
Teníamos un trabajo de enchufados que nos proporcionaba cien dírhams por semana
y nos elevaba al rango de príncipes. Jamás de los jamases habíamos pensado en
renunciar a él. Pero el maldito trasero de Nabil solo nos traía problemas. Una noche
en que se había quedado más tarde en el taller apañando una bici, volvió Ba Musa
después de la oración de la noche y echó el cierre metálico. Se quitó la chilaba y se
acercó a Nabil, que cayó en la cuenta enseguida de que el jefe tenía pretensiones con
su culo. Se puso en guardia y siguió trabajando como si no pasase nada. La voz de Ba
Musa era dulce y melosa, muy diferente de la diurna, autoritaria y malévola. Se
inclinó hacia él y le pellizcó las mejillas: «¿Sabes que eres un chico muy guapo?».
Sin pararse a pensar un segundo, Nabil agarró la llave de bujías con las manos negras
de grasa y le arreó un violento golpe en la sien. Un ruido sordo, espantoso, y el
hombre cayó a plomo encima de la chatarra. Si Nabil derribó así al jefe, fue
seguramente porque el pánico le multiplicó por diez las fuerzas. Habría podido dejar
que quedara ahí la cosa, levantar el cierre e irse. Los acontecimientos, a lo mejor,
habrían presentado otro cariz. Habría sido posible una reconciliación al día siguiente,
dos buenas bofetadas y las aguas habrían vuelto a su cauce. Pero no sé qué demonio
se adueñó de Nabil y le ordenó que le diera otra somanta a su agresor, que yacía en el
suelo, semiinconsciente. Se inclinó y, mientras un velo negro le oscurecía la mirada,
le dio varios golpes y le abrió la cabeza. Y, por si no bastara con eso, agarró el
martillo, que andaba rodando por allí, y le machacó encarnizadamente los huevos. Un
golpe, otro, otro más. Atizaba al hombre, y también al destino, que lo había
condenado de entrada. La sangre, al salpicar, lo exacerbaba aún más. Y siguió hasta
quedar agotado, hasta no poder ya sujetar la herramienta en la mano; luego, se tendió
encima del jefe y se quedó mucho rato inmóvil, igual que una fiera ahíta encima de su
presa.
Me asusté al verlo pocas horas después, cerca de nuestra casa, con la cara lívida y
la ropa empapada de sangre, incapaz de pronunciar una palabra. Le di un vaso de
agua y nos sentamos en un escalón del umbral. Tardó mucho en recobrarse, y luego,
con una naturalidad que me dejó desconcertado, me dijo:
—He matado al jefe.
Me quedé callado, aturdido.
—¿Estás seguro?
—Le arreé con mucha, muchísima fuerza, en esa cabeza de cerdo.
—A lo mejor está solo inconsciente.
Nabil bajó la vista y no contestó. Me di cuenta de que aquello iba en serio y de
que significaba que nuestra incursión en la mecánica se había acabado. Fuimos juntos
a explicarle la situación a mi hermano Hamid, quien una vez más, junto con sus
amigos del Garaje, nos sacó del marrón aquel. Esa misma noche enterraron a Ba
Musa en el vertedero, muy cerca del lugar en que reposaba Morad. Y para no correr
el riesgo de que aparecieran los dos cadáveres, le prendieron fuego a la zona.

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Habíamos ido con ellos y era hermoso ver la hoguera en la oscuridad de la noche.
Crepitaba, centelleaba. Las altas llamas perforaban el cielo negro y, danzando ante la
mirada de las estrellas mudas, paseaban nuestras sombras deformes por la basura.
Abu Zubeir y Hamid salmodiaron una oración. Me hubiese gustado acompañarlos,
pero no me la sabía. Temía que el incendio se propagase y se lo comenté a Hamid,
quien apartó con un ademán de la mano esa hipótesis, dado que la víspera había
llovido. Yo no las tenía todas conmigo. Pero, a final, tuvo razón. Conocía el vertedero
mejor que nadie. Las llamas, como cansadas, fueron agonizando poco a poco entre
las cenizas de Morad y del jefe. Por el camino de vuelta, hablamos poco. Cerca de la
tienda de Omar el carbonero, Abu Zubeir se volvió hacia mi hermano y le dijo:
«¡Deberías invitarlos a que fueran al Garaje! Acercarse a Dios les sentará bien».
Hamid asintió.
Dejando aparte a un primo lejano que iba a verlo una vez al año, Ba Musa no
tenía familia. Así que nadie se dio por enterado de su desaparición. Por lo demás, que
alguien se afincase en Sidi Moumen o se marchase de repente no causaba extrañeza a
ninguno de nosotros. La gente viene y va sin que se sepa el porqué en realidad. Otras
personas ocupan su lugar, se ovillan en los restos abandonados, improvisan, se
adaptan y dan sustento a la decrepitud como si quisieran garantizar la perennidad de
nuestra especie.
Tras limpiar el taller, Hamid nos trajo un cajón de herramientas y nos dijo que nos
podían venir bien ya que habíamos aprendido el oficio. Nos aconsejó que pusiéramos
tierra por medio y que no anduviéramos por los alrededores hasta que el asunto
perdiera actualidad. Eso fue lo que hicimos. Y la vida reanudó su curso como si el
compadre Ba Musa no hubiese existido nunca.

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11.
Ghizlane no veía con buenos ojos que yo me hubiera instalado en la chabola de
Nabil. Creo que estaba celosa. Le habría gustado ser ella quien estuviera en su lugar.
También a Yemma le dolió que me fuera. Lloró el día en que le di la noticia. Mis
hermanos se habían ido uno tras otro, quién a la ciudad, quién al ejército, tres se
habían casado y habían construido sus propias casas en Shishan. Ya solo le quedaba
Said para servirle de apoyo. Un chico encantador, Said. Un poco simple, cierto es,
pero no se metía con nadie. Apenas si se notaba su presencia. Era como transparente.
Nunca pedía nada. Los guisos de Yemma le sabían estupendamente, incluso cuando
se le iba la mano al condimentar la comida. Se podía calibrar el humor de mi madre
por la cantidad de sal que ponía. Un tayin salado quería decir que había que andarse
con mucho ojo, que el día había ido fatal y que a quien se desmandase mínimamente
le caería una zurra. Said hacía sin refunfuñar las tareas más penosas. Yemma era
injusta con él, siempre le estaba chillando porque lo hacía todo mal. A veces se
arrepentía y, para disculparse, le metía un billete en el bolsillo: «¡Aire! ¡Vete un rato!
No quiero tenerte más por medio». Said daba la vuelta a la manzana de chabolas,
volvía pasado un cuarto de hora y se sentaba junto a mi padre para jugar a las damas.
La calle lo asustaba. Se encontraba mejor en casa con su transistor y sus periódicos
sobados. No se cansaba de las historias que contaba hasta la saciedad mi padre sobre
las canteras y cuyas versiones cambiaban según cómo se encontrase. Said estaba
pendiente de la actualidad como si el porvenir del planeta dependiera de él.
Comentaba los sucesos y emitía su valioso análisis sin caer en la cuenta de que padre
estaba casi sordo y Yemma no entendía nada de política. Sin embargo, tenía el mérito
de hablar de temas que diferían de las preocupaciones de costumbre: «Hay una gotera
en el tejado», «el agua de la fuente sabe mal», «el azúcar, el aceite o el té han
subido», «a partir de ahora van a estar codificadas las cadenas pirateadas…». En fin,
me alegraba de que se hubiera quedado en casa. Yo tenía dieciséis años y las espaldas
más anchas que Hamid. Ya era hora de que me apañase como los chicos de mi edad.
Nabil y yo habíamos dispuesto nuestro nido lo mejor posible, como lo habíamos
soñado tiempo atrás. Mi hermano y su dueño y señor, el emir, nos habían regalado
una buena cantidad de dinero para que saliéramos adelante. Una ayuda generosa que
nos emocionó mucho. Nos permitió comprar un colchón de esparto, una almohada,
una manta de lana y una chapa de zinc estupenda para reforzar el techo. Nos dimos
un capricho: un radiocasete casi nuevo, porque el viejo la verdad es que estaba
difunto. Nos organizamos de la siguiente forma para repartir las tareas: Nabil se hacía
cargo de guisar y yo de la mecánica. Había dado con una llanta de carreta que había
colocado entre dos piedras gordas para indicar que allí se hacían reparaciones. Como
nos conocían en la zona, recuperamos la clientela de Ba Musa. Si Nabil acababa
temprano con su trabajo y el tayin estaba cociendo a fuego lento en el brasero, iba a
echarme una mano. Lo que más hacía era ponerles parches a las ruedas pinchadas. El

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negocio iba bien gracias a los cascos de botellas, los desperdicios metálicos y las
piedras puntiagudas sembradas por los caminos. Me había hecho con un auténtico
stock de materiales. Desguazábamos las motocicletas robadas en la ciudad y
vendíamos las piezas sueltas a precios sin competencia. Y así volvíamos a invertir
buena parte de los ahorros. Me había hecho un especialista en el arte del reciclaje y
las chapuzas. Fuere cual fuere la avería, encontrábamos soluciones. Y teníamos
mucha tela que cortar porque los vehículos de dos ruedas de Sidi Moumen se
hallaban en un estado inenarrable. Incluso aunque estuvieran viejos, descuajeringados
y para el arrastre, siempre encontrábamos compradores encantados de poder seguir
torturándolos unos cuantos años más. Me recordaban esos autobuses que los
franceses nos vendían de segunda mano tras una vida de fieles y leales servicios en su
país y que utilizábamos diez años por lo menos antes de largárselos a los
subsaharianos, con quienes pasaban aún días dichosos en la sabana.
Cada vez jugábamos menos al fútbol, pero nuestra chabola seguía siendo el
cuartel general de las Estrellas de Sidi Moumen. Los colegas venían por las noches a
hacernos compañía. Nos habíamos aficionado al tinto. Era vino peleón, pero nos
apañábamos. Si el día había sido bueno, nos permitíamos unas cervezas. Las
comprábamos por cajas. Jalil, el limpiabotas, había estado en la cárcel por robar a un
extranjero. Aseguraba que era inocente y que se había encontrado la cartera en el
suelo después de limpiarle el calzado a un turista. La policía opinó algo diferente y le
costó pasar tres meses a la sombra. Jalil estaba rabioso. Quería irse a Europa, donde
los hombres gozaban de plenos derechos, y si, a saber por qué desgracia, acusaban a
alguien en falso, recibía una indemnización que era una fortuna. Sí, se estaba
pensando muy en serio eso de reunir la cantidad necesaria para cruzar el Estrecho a la
chita callando e irse de este asco de país. Pero estaba esa historia que nos había
contado su primo acerca de las desventuras de los emigrantes clandestinos, que no
animaba a irse. En una playa del norte, cuando estaba esperando turno para cruzar
rumbo a Algeciras, había descubierto el cadáver de un candidato subsahariano que
había vomitado la marea. Era un coloso a quien se le había quedado la cara casi sin
rasgos. Había perdido un zapato y los peces aprovecharon para mordisquearle los
dedos del pie. Del ojo izquierdo salía un cangrejito. Su primo lo vio y renunció al
viaje. Dijo: «¡Ya veis, ni los cangrejos quieren saber nada de este negro!».
A Jalil no le gustaba esa historia y decía que uno puede morirse donde sea, en una
acera, al caerse de la cama o al atragantarse. En cualquier caso, no se apeaba de su
idea. Decía que los polis eran muy mala ralea porque le habían dado una paliza para
que confesase su delito. Acabó por firmar su confesión de culpabilidad, pero no era
cierta. Habría confesado lo que fuera con tal de que dejasen de maltratarlo. Lo
amenazaron con sentarlo en una botella de Coca-Cola si no cantaba de plano. Lo
bajaron a un sótano oscuro y le enseñaron la pinza con la que iban a arrancarle las
uñas y los cables eléctricos que le iban a enchufar en los cojones. Pero un buen par de
bofetadas y una patada bastaron. Entonces firmó las veces que hizo falta, porque el

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turista de marras era el cónsul de Francia. En el tribunal, el caso duró cinco minutos y
los jueces también eran una mala ralea. Tanto como los boquis que lo brearon durante
su interminable estancia en la cárcel. Jalil le guardaba rencor al mundo entero y se
metamorfoseaba en cuanto había empinado un poco el codo. Nos uníamos a él para
despotricar de los jueces, los policías, los boquis y todos los cónsules del planeta. Lo
dejábamos hablar porque le servía de alivio. Cuando se le relajaba la cara lo
seguíamos en sus sueños, cruzábamos con él el estrecho de Gibraltar en una balsa
improvisada y España estaba a nuestros pies. ¡Ay, qué guapas las andaluzas, esas
primas nuestras abandonadas que esperan, abatidas, nuestras futuras conquistas! Pero
París, solo París tenía importancia. Jalil nos servía copas de «Champs-Élysées», de
«Saint-Germain-des-Prés», de «Sacré-Cœur» y de «Torres Eiffel» varias. Nombres
engalanados que había espigado aquí y allá y que nosotros repetíamos a coro, como
en la escuela coránica cuando éramos pequeños. Aplaudíamos cuando nos sonreía la
fortuna. Jalil nos describía la escena de su regreso a Sidi Moumen en un coche
familiar nuevecito con una rubia al lado y una guitarra eléctrica en el asiento de atrás.
Al pensar en casarse con una rumí oportunamente cebada con hormonas, se le
empinaba. Se sacaba el sexo, grande y tieso, y pegaba con él golpes encima de la
mesa diciendo: «¡Aquí mi pasaporte para el paraíso!». Y nos reíamos como niños.
También quería ser artista. Lo había sacado de un culebrón americano que había visto
seguramente por televisión. Se metió entonces en el pellejo del protagonista y se
negaba a salir de él. Cuando se le subía la bebida a la cabeza, se ponía a cantar en una
lengua nueva con acento inglés. Bailaba, rasgando en el vacío unas cuerdas
imaginarias. Nabil no podía por menos de contonearse para acompañarlo, y decía que
deberíamos fundar un grupo, que nos haríamos famosos y que el ancho mundo se nos
brindaría. El talento suprime las fronteras, todo el mundo lo sabe. Ya no
necesitaríamos visados ni justificación alguna para entrar en los jardines del Edén…
También los sueños son contagiosos.

Ghizlane venía los viernes a guisar. Traía una cesta de verdura y carne de cordero.
Nabil la ayudaba y entre los dos preparaban unas comidas regias. El cuscús de cebada
era su especialidad. Nos sentábamos alrededor de una fuente grande de barro y nos
poníamos morados. Fuad iba, al acabar la escuela, con su tenderete, que aparcaba
dentro. Hacía como que se enfadaba cuando le afanábamos caramelos. Nos perseguía
a la carrera por la calle y Ghizlane se reía como una chiquilla. A veces nos daba la
sorpresa de sacar de la cesta unos dulces que se deshacían en la boca. Los
saboreábamos fuera, al sol. Ghizlane estaba cada vez más guapa. Yo le miraba los
pechos, que las túnicas anchas no podían ya disimular. Dos peras, casi maduras, y
encima unas pasas que se marcaban en la tela bordada y parecían frustradas por no
poder florecer a plena luz. Yo intuía que esas peras eran desdichadas y soñaba con
consolarlas con mil caricias e hincar los dientes en esa carne mollar, hundir en esas

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frutas la nariz y la razón, olvidado de mí mismo. Ghizlane notaba mis miradas
insistentes y hacía como que no se daba cuenta. Yo se lo veía en las pupilas, que se le
movían imperceptiblemente, y en la forma de atusarse el pelo. Era una época bendita
en la que todo parecía irse construyendo como por arte de magia. Azzi se había
rebelado por fin y se había ido de la tienda de su padre. Un día que Omar el
carbonero, por una nadería, levantó la mano para darle una bofetada, Azzi se la sujetó
y la oprimió con fuerza, diciéndole así que no aceptaba ya que le pegase. Y la soltó
sin bajar la vista. Un instante de estupefacción, inédito en la vida de ambos hombres.
Omar el carbonero se percató de pronto de que estaba perdiendo a su otro hijo. Azzi
había crecido, era blanco otra vez porque poco a poco iba dejando de ir por la tienda.
Le sacaba a su padre más de una cabeza. Él también se había dado cuenta de que la
ruptura se había consumado. No se trataba de algo premeditado, pero así era. Sentado
en un taburete entre los sacos de carbón, inerme y cansado, Omar miró en silencio
cómo se iba su hijo. Cuando Azzi se presentó en nuestra casa con su hatillo, le dimos
acogida con toda naturalidad. Era una noche de verano y recuerdo que estábamos
sentados en el umbral fumando kif. La luna era redonda y tan blanca que habían
dejado de verse en ella los rasgos del monarca difunto. Azzi se acomodó frente a mí y
vi cómo le corría la luz por la cara triste. Fumó con nosotros y eso lo alivió.
Charlamos de todo un poco sin mencionar a su padre. Hacía ya mucho que yo me
estaba temiendo este momento. Pero no tenía elección. De ninguna manera podíamos
dejar a un amigo en la calle. Nabil lo invitó a entrar, le señaló una piel de cordero,
una manta y un almohadón y le dijo: «Cógelos que son tuyos». Y ya éramos tres en la
chabola. Estábamos estrechos, pero nadie se quejaba. Azzi se encogía cuanto podía
por no molestar. Ayudaba a Nabil en las tareas domésticas y se encargaba de los
recados en Douar Scouila el día del zoco. El resto del tiempo andaba haciendo
chapuzas aquí y allá para ganar algo de dinero y participar en los gastos de la casa.
Nabil y Azzi dormían en una habitación y yo en la otra. Se me había pegado la forma
de comportarse de mi hermano Hamid, porque me volví, como quien dice, el cabeza
de familia. Este ascendiente sobre mis amigos llegó solo, sin que tuviera yo que
imponerlo. Mis decisiones se seguían al pie de la letra porque eran fruto del sentido
común (o al menos eso pensaba yo por entonces). Por eso, cuando Hamid me
convenció de que asistiera a las clases que daba Abu Zubeir en el Garaje, me
acompañaron sin hacer preguntas. Así empezamos a resbalar por una sombría
pendiente hacia un mundo que no era el nuestro. Un mundo nuevo en el que nos
íbamos a hundir poco a poco y que acabaría por tragársenos para siempre.

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12.
El emir y sus compañeros eran cuatro. Tenían nombres raros. Todos empezaban por
«Abu» y algo más. Nombres con grato aroma de la época del Profeta. Para no
extenderme mucho, los nombraré por el algo más: Zaid, Nuseir y los hermanos
Ubaida. Ahmed y Reda.
El de más edad, y sin duda el más erudito, el emir Zaid, de veinticinco años,
aparentaba tener más por la abundante barba que le tapaba las tres cuartas partes de la
cara. Llevaba siempre unas gafas grandes con montura de concha marrón, un
casquete de croché y una túnica blanca; de forma que daba la impresión de que era
intercambiable con cualquiera de sus compañeros. Oriundo del norte del país, había
ido a dar por una razón desconocida a las chabolas de Shishan. No se sabía nada de
su familia y de la forma en que había conseguido tener estudios. Pero, en cualquier
caso, estaba muy impuesto en muchos terrenos. Le podíamos preguntar lo que fuera;
nos contestaba, o, si no estaba seguro, nos traía la información exacta a la mañana
siguiente. Tenía una voz grave y dulce, una mirada afable, y le ponía siempre la mano
en el hombro a quien fuera con él, en señal de fraternidad. Al verlo por la calle, nadie
sospechaba que ese hombre de estatura media y que parecía relleno era en realidad un
maestro de artes marciales. Se había ganado los grados fuera del reino. Hay quienes
dicen que en China, otros en el Japón, pero, en cualquier caso, a años luz de donde
vivíamos nosotros. Tanto Abu Zubeir como mi hermano Hamid le mostraban cierta
deferencia. Zaid manifestaba interés sobre todo por los jóvenes, es decir, mis amigos
y yo. Con generosidad señorial, se había ofrecido a enseñarnos las técnicas del
kung-fu. Nabil estaba encantado de la vida. Siempre había soñado con defenderse
solo y el emir le ponía en bandeja ese regalo inestimable. Me despertaba temprano y
me llevaba a la fuerza a un local próximo al Garaje donde yo hacía mis primeros
ejercicios y también rezaba mis primeras oraciones, condición ineludible para poder
asistir a las sesiones de entrenamiento. Jalil, el limpiabotas, y Azzi se habían unido a
nosotros y acabamos todos por cogerle afición a aquello. Nos reuníamos en una sala
de obra, sin ventanas. El suelo y parte de las paredes estaban cubiertos de esteras de
rafia, y al fondo, de una alfombra de seda donde se sentaba Zaid con un rosario en la
mano, que se enroscaba en la muñeca durante las clases. Era como una mezquita en
miniatura. Reinaba ese silencio propio de los lugares de culto donde la presencia del
Señor se manifiesta más que en otras partes. El saludo de los samuráis era una
versión revisada y corregida con un versículo del Corán. Y así era como
empezábamos los calentamientos en un ambiente de fervor casi religioso. Luego
venían las katas colectivas en las que combatíamos contra adversarios invisibles en
nombre de Alá. Tuvimos que esperar varias semanas antes de empezar los combates.
Pero ahora tampoco le pegábamos a nadie en la cara, los golpes abortaban antes del
impacto, lo que nos resultaba la mar de diferente de nuestras peleas habituales.
Aprendimos el autocontrol, el arte de esquivar y la disciplina. Sin embargo, cuando al

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acabar las clases Zaid salía de la sala, nos abalanzábamos unos encima de otros en
unas luchas orgiásticas. Nos gustaba una barbaridad imitar a Bruce Lee en Furia
oriental. Habíamos fabricado su arma letal: dos trozos de madera que unía una
cadena. Nuseir nos enseñó las mil y una maneras de manejarla. Al principio no
resultaba fácil. Nos dábamos golpes en la cabeza y en el cuerpo. Y, aunque nos
hacíamos daño, nos entraba la risa. No es por echarme flores, pero al cabo de pocas
semanas me convertí en un mago del invento. Nos pasábamos la vida dando saltos
por el aire y ejecutando figuras de combate espectaculares, pero distábamos mucho
de los saltos de Bruce Lee. Nuseir decía que los vuelos magistrales eran efectos
cinematográficos, pero nos costaba creerlo. Cuando ponían películas suyas por
televisión nos instalábamos en el café y las veíamos religiosamente, como si fuera un
partido de fútbol. Igual que el protagonista, también queríamos enderezar los
entuertos, vengar a los débiles e instaurar la justicia. Zaid nos daba la razón y repetía
que había varias formas de cambiar el mundo. Lo importante es utilizar la
inteligencia. Afirmaba que no había una edad para aprender, para perfeccionarse y
para ahuyentar la oscuridad que nos amenaza. La baza mayor del kung-fu, añadía,
consiste en conseguir que el arma del más fuerte se vuelva contra él. Por esa razón,
Bruce Lee, de menor estatura y menos musculoso que sus enemigos, al final los
abatía. Zaid decía que Alá era justo y que le gustaba la justicia. Yo no lo tenía tan
claro, porque entonces ¿cómo justificar la existencia de sitios como Sidi Moumen?
Zaid decía que la culpa era de los hombres, que se habían apartado del mensaje
divino. En cualquier caso, estábamos tan entusiasmados que no nos perdíamos un
entrenamiento por nada del mundo. Las sesiones empezaban cada vez más temprano.
Aprovechábamos para hacer nuestras abluciones y rezar todos juntos, al amanecer,
cuando cantaba el almuédano. Si Yemma viera aquello, no se lo podría creer: Hamid
y yo, que nos habíamos levantado con las claras del alba, en el centro de una sala
atestada de fieles que rezaban. Se habría sentido orgullosa de nosotros al ver cómo
nos poníamos los kimonos nuevecitos que nos había regalado Abu Zubeir. Hamid me
elegía como contrincante y eso era algo que me gustaba mucho. Fuad había acabado
por unirse a nosotros porque él también quería aprender a luchar. Y como vivía en
Douar Scouila, muchas veces dormía en nuestra chabola. Yo le había cedido un
rincón de mi cuarto y se sentía a gusto allí. Ahora éramos cuatro para un espacio
exiguo. Me recordaba el tabuco donde había crecido. Por lo demás, nunca estábamos
en casa. Entre el deporte, la mecánica, las veladas en el Garaje y la oración cinco
veces al día no nos daba tiempo ni a respirar. Habíamos dejado de beber alcohol
porque ya no nos atrevíamos. Quizá un porro de vez en cuando, pero a escondidas.
Por las noches estábamos tan cansados que solo aspirábamos a dormir. Y puedo
aseguraros que en aquella casa se roncaba como en un caravasar.
Nuseir era primo de Zaid. En realidad, ese parentesco solo tenía que ver con el
hecho de que los dos eran oriundos de la misma aldea, cerca de Larache. De entre los
compañeros del emir, era el único con quien tenía yo afinidad. Era poco mayor que

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yo y había sido portero en el equipo de Shishan. Yashin era nuestro ídolo común.
Podíamos pasarnos horas hablando de él. Tiempo atrás seguramente habíamos sido
adversarios, pero eso era agua pasada. También sentía debilidad por Ghizlane, pero
cuando se enteró de que me estaba destinada se apartó en el acto. Evitaba mirarla a la
cara cuando quedábamos los viernes, después de la oración. Éramos muchos los que
comíamos el cuscús delante de nuestra chabola. Los mendigos acudían a rondar por
allí y los invitábamos dentro de lo posible. Para que nos dejasen en paz decidimos
prepararles una fuente aparte. Porque, si no, era una rebatiña. Hurgaban en la sémola
con las manazas para pescar la carne. Parecían más hambrientos que nosotros y
engullían a toda prisa. Fuad se había venido a vivir con nosotros definitivamente, un
pretexto adecuado para Ghizlane, que venía a vernos dos veces por semana y se
quedaba más tiempo los días de fiesta. Nos había hecho unas cortinas de terciopelo
verde y unas sábanas que no nos atrevíamos a usar por falta de costumbre. Se notaba
la presencia de una mujer porque ahora teníamos flores de plástico en un jarrón
dorado estupendo y unos marcos donde habíamos metido nuestras fotos. Nuseir nos
había llevado una alfombra de lana que era un regalo de Zaid. Era más cómodo para
rezar en grupo. Nuestra chabola se convirtió en un lugar acogedor y delicioso. Si
Hamid nos regalaba un trozo de incienso, olía al paraíso. Oíamos casetes del Corán y
sermones de los sabios orientales. Nos lenificaba el corazón. El emir y sus
compañeros eran personas sencillas. Nos hacían el honor de venir a casa y nos
colmaban de luz y de paz. Hamid estaba orgulloso de mí; me daba fe de ello con la
mirada. A veces el mismísimo Abu Zubeir se sumaba a nosotros. Y aquello era como
una victoria sobre la mediocridad de nuestras vidas menores. Bebíamos sus palabras,
porque las entendíamos. Había conseguido devolvernos nuestro orgullo con palabras
sencillas, palabras aladas que nos trasladaban tan lejos como era capaz de llevarnos la
imaginación. Ya no éramos unos parásitos, unos desechos de la humanidad, unos
mindundis. Éramos limpios y dignos y nuestras aspiraciones hallaban eco en mentes
sanas. Teníamos quien nos escuchase y nos guiase. La lógica había ocupado el lugar
de los golpes. Le habíamos abierto la puerta a Dios y Él había entrado en nosotros. Se
habían acabado las idas y venidas frenéticas de acá para allá, perdiendo el tiempo, los
insultos y las peleas idiotas. Se había acabado lo de vivir como cucarachas encima de
las defecaciones de los apóstatas. Y las ortigas de la resignación que nuestros padres,
incultos, nos habían inyectado en las venas. Aprendimos a vivir codo con codo, a
rechazar rotundamente ese estado de larvas al que estábamos condenados a
perpetuidad. Sabíamos que los derechos no se regalan, sino que se arrebatan. Y
estábamos dispuestos a todos los sacrificios. Los viernes se convirtieron de verdad en
días de fiesta en Sidi Moumen. Ghizlane estaba triste porque ya no la admitíamos en
nuestro círculo. Sin embargo, iba a preparar el cuscús y se volvía a casa de Mi-Lala.
A mí eso me hacía sufrir, pero no lo demostraba. A veces quedábamos en Douar
Scouila. Me decía que había cambiado y me reprochaba que tuviera abandonados a
mis padres. No estaba bien porque mi madre se sentía desgraciada. Yo no conseguía

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hacerle comprender el estado en que me hallaba. Me limitaba a decirle que Dios era
grande y que Él acabaría por arreglarlo todo. Ella decía que Dios no pintaba nada en
esto y que los padres, incluso los malos padres, eran sagrados. Mi-Lala afirmaba que
el paraíso estaba bajo los pies de las madres y que para llegar a él había que
arrodillarse y besar las plantas de esos pies todas las mañanas. Ghizlane decía que la
barba me endurecía la expresión y que me sentaba fatal. Le prometí que me la
afeitaría. Por lo demás, no era obligatoria. Yo la llevaba solo para parecerme a Zaid.
Todos intentábamos imitar al emir. Ghizlane se quejaba de que su hermano la
atosigaba para que se cubriese el pelo. Yo no estaba de acuerdo, aunque no por eso
iba a estar menos guapa. Le dije que le daría un toque a Fuad y que no había que
molestarse por tan poco. Desde luego que su hermosa melena no se merecía que la
apresara un trapo. Y además, no veía por qué iba a ser algo provocador. Se lo
comenté una noche a Zaid, en el Garaje, después de la oración. Y me contestó que
una mujer que intentaba seducir no merecía que la respetasen porque la tentación es
el territorio de Satanás. Que se trataba de un valor ancestral que las mentes malignas
querrían negar. Añadió que, para conservar nuestra identidad, teníamos que ir por la
senda que había trazado el profeta Mohamed, Dios lo bendiga y salve. Aquello me
disuadió de seguir adelante. Sin embargo, me parecía que los ojos, en asuntos de
seducción, eran mucho más eficaces que el pelo; pero, a ese paso, lo recomendado iba
a ser el burka. Más valía contentarse con un velo, con el que se podía recurrir a
ciertas tretas, según la forma de ponérselo. Y, bien pensado, algunos pañuelos de
colores no estaban tan mal. Al final, acabé por pedirle a Fuad que dejase a su
hermana en paz, era lo más sencillo.
Así transcurrieron semanas y meses en los que vivíamos entre nosotros. Todo
estaba regulado, medido, pesado. Había dejado casi del todo la mecánica porque
nuestras veladas en el Garaje cada vez acababan más tarde. Nos habíamos aprendido
el Corán de memoria. No era tan difícil. Abu Zubeir desmenuzaba sus incontables
facetas. Se engolfaba en explicaciones y comentarios apasionantes. La vida del
Profeta no tenía ya secretos para nosotros. Nos vibraba el corazón al ritmo de sus
conquistas, que Dios planificaba de antemano. Sabíamos que el combate que los
cruzados y los judíos reñían contra nosotros seguía adelante solapadamente. Y, a
veces, a plena luz. No había más salvación que la yihad. Dios nos la pedía. Estaba
escrito, y muy claro, en el libro de los libros.

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Los hermanos Ubaida eran unos técnicos de primera, capaces de desmontar y volver
a montar cualquier mecanismo. Arreglaban cuanto les llevaban: radios, televisiones,
motores de parabólicas, secadores, relojes, ordenadores, de todo, vamos. Y gratis. Así
que ni os cuento la cola que había en la puerta del cibercafé que habían abierto a la
entrada de la barriada de chabolas. Los aparatos defectuosos eran legión en Sidi
Moumen. Aparte de lo que aparecía en el vertedero, los aparatos procedentes de Asia,
atractivos en apariencia y baratos, se estropeaban continuamente. Los dos hombres no
se negaban nunca a hacer un favor. A petición de Hamid, contrataron a Fuad, que
estaba cansado de la penosa venta de caramelos delante del colegio. Se convirtió en
guarda de la tienda, un cargo creado expresamente para él porque no había riesgo
alguno de que nadie del barrio pensara en robar a los hermanos Ubaida, pues eran de
lo más popular. Si no fuera porque las elecciones no pasaban de las puertas de la
muralla (porque la gente ya no creía en ellas), las habrían ganado con toda facilidad y
serían presidentes vitalicios de Sidi Moumen, como en todo país árabe que se respete.
Por fin tenía Fuad un salario que le caía todas las semanas y eso le había cambiado la
vida. Se compró una bicicleta, y yo se la dejé como nueva y le puse retrovisor, timbre
con dos sonidos diferentes y unos guardabarros viejos que andaban rodando por la
chabola. Ghizlane estaba en la gloria y le besaba las manos a mi hermano cada vez
que se cruzaba con él. Jalil, el limpiabotas, también había encontrado empleo con un
amigo del emir Zaid en una imprenta de la ciudad. Un trabajo en el que estaba como
un señor, sin tener que bregar con los camareros ni con los granujas de los
chantajistas ni con las porras de la policía. Podía irse del taller a las horas de rezo y,
lo más sensacional, comía con el personal. Algo así no habría podido imaginarlo ni
en sueños. ¡Tres comidas copiosas diarias! Y con lo tragón que era él. No solo se
zampaba su parte, sino que les metía mano a los restos de las fuentes de sus colegas.
Rebañaba los platos a golpe de pan y apuraba los vasos de Coca hasta la última gota.
En cuanto a Nabil y a mí, dejamos definitivamente la mecánica para hacernos
recaderos de Abu Zubeir. Nos satisfacía servir al maestro y muchos nos envidiaban
esa cercanía. Limpiábamos el Garaje y Nabil tenía a su cargo el té.
Yemma, igual que las familias de quienes frecuentaban asiduamente el Garaje,
recibía a diario una cesta de alimentos y aun así encontraba motivo para quejarse de
las pocas veces que íbamos a verla. Un día, al acercarse la fiesta del Cordero, le llevé
uno. Lloró, no de alegría al ver el carnero de grandes cuernos que se resistía, sino de
la emoción que le causaba mi presencia. Al verme tan guapo, tan limpio, con una
túnica blanca y la barba recortada a lo afgano, me confundió con Hamid. Se
arrepintió del error y volvió a llorar. Luego se deshizo más aún en lágrimas cuando
llegó mi hermano a media tarde. Yemma cada vez hablaba menos y sollozaba por
naderías. Los viejos son de lágrima fácil porque son más conscientes del paso del
tiempo. Cualquier cosa los enternece.

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Ahora que estoy aquí arriba, desenroscando mi pasado como un ovillo lleno de
nudos, me digo que seguramente Yemma había intuido el desenlace fatal de nuestra
aventura. Sin embargo, no estaba al tanto del atolladero en el que nos habíamos
metido. Se trataba quizá de ese sexto sentido del que hablaba Mi-Lala. Fuere como
fuere, se encerró en la cocina para preparar el té y se quedó allí más tiempo que de
costumbre. Le desagradaba disgustarnos. Hamid y yo prometimos que iríamos a
matar el bicho el día mismo de la fiesta y sonrió. Era tan reconfortante verla
sonreír… Said se alegraba de vernos para poder darnos la lata con sus jeremiadas
políticas. Irak, Afganistán, Chechenia, Ruanda, todo salía a relucir. Salpicaba sus
relatos con terremotos, epidemias letales o tsunamis. Yo no quería mirar a Hamid
para no soltar la carcajada. Padre estornudaba continuamente mientras tomaba rapé
de mala calidad. Me lo ofreció por primera vez, señal de que ya me iba viendo como
un adulto. Acepté, aunque no me gustara. Estornudamos a un tiempo. Fraternalmente.
Al verme la nariz manchada de picadura y los ojos rojos como la sangre, Hamid soltó
una carcajada sonora, como las de antes. Hacía una eternidad que no lo oía reírse. Así
que yo también me reí. Y luego nos reímos todos. Era una risa que salía del vientre y
del corazón. Una risa de hambrientos de risa en la que poco importaba el motivo,
pero que sentaba estupendamente. Y la cosa siguió y fue a más hasta convertirse en
una risa nerviosa. Yemma volvió a echarse a llorar. De hecho, no sabíamos ya si eran
lágrimas de alegría o de pena. En cualquier caso, reía y lloraba a la vez. Así que todos
hicimos lo mismo. Lloramos y reímos cuanto nos vino en gana. Era una risa buena,
en familia. Mi padre soltaba chillidos de pájaro y creí que iba a asfixiarse. Said era
feliz y le daba golpes al almohadón. Dijo que deberíamos reunirnos más a menudo
para reírnos, aunque la coyuntura internacional no diera pie a ello. Y Hamid volvió a
soltar su legendaria risa de jorobado.
Fue la última vez que vi a mis padres.

Era una temporada en la que estábamos muy ocupados. Vino una noche al Garaje
gente a quien no conocía a hablar con el maestro. Abu Zubeir, que tenía la costumbre
de despedirnos en cuanto recibía a visitantes de importancia, nos pidió que nos
quedásemos. Nabil, Hamid y yo nos sentimos halagados, porque lo tomamos por un
ascenso en nuestra pugna secreta para estar cerca del maestro. Ahora formábamos
parte del círculo de los íntimos. Abu Zubeir nos pidió opinión sobre todo tipo de
asuntos y parecía tener en cuenta nuestros puntos de vista. Yo callaba, por temor a
decir tonterías, pero Nabil no se cortaba a la hora de condenar sin remisión las
agresiones norteamericanas o israelíes. Abu Zubeir le daba la razón, y confieso que
yo me sentía un poco envidioso. Menos mal que allí estaba mi hermano Hamid para
izar la bandera de la familia y echar el resto. Arremetió más aún contra los cruzados y
los judíos. Es más, se metió con los regímenes árabes que no tenían dignidad alguna,
todos con los pantalones bajados ante sus amos de Occidente sin más propósito que el

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de hacer que sus dictaduras fueran perennes. Yo asentía con la cabeza y me parecía
que Hamid tenía toda la razón.
La televisión estaba puesta en una cadena que transmitía en bucle matanzas de
musulmanes. Y puedo aseguraros que nos hervía la ira por dentro. El niño palestino
en brazos de su padre había muerto ya cien veces. Y siempre que moría se nos
saltaban las lágrimas. Y nos rezumaba la rabia por todos los poros del cuerpo
crispado mientras el bucle seguía rumiando y rumiando la matanza. Salían unos
soldados armados hasta los dientes que disparaban al buen tuntún a quienes arrojaban
piedras; y queríamos estrangularlos. El niño estaba de lo más muerto y su padre no
aflojaba el abrazo, como si aún estuviera vivo. Como si los gritos estridentes que
había soltado pocos minutos antes estuvieran aún hendiendo el estruendo de los
disparos y de la gente despavorida. Abu Zubeir decía que había que reaccionar. El
Profeta no habría tolerado tales humillaciones. Sentado a lo moro delante del
maestro, yo notaba que me subía una quemazón desde el vientre que me incendiaba
los ojos. Me retorcía las tripas un deseo de venganza. Estábamos de acuerdo en lo de
lavar con sangre nuestro honor perdido. No éramos ni unos zánganos ni unos
cobardes. Y menos aún unas bayetas en las que se limpiasen los pies los repugnantes
impíos y los vendidos de nuestro país.
Los amigos de Abu Zubeir nos observaban con expresión satisfecha. De uno de
ellos, el jefe seguramente, un hombre maduro de estatura impresionante con turbante
y una chilaba blanca, se desprendía un aroma de sándalo como el que le llevaba
Hamid a Yemma. Bajó los párpados y pronunció un sermón. Hablaba de esperanza,
de yihad y de luz. Mientras quedasen hombres con un coraje como el nuestro,
jóvenes, valientes y convencidos, no todo estaba perdido. Y ya verían lo que es bueno
los esbirros de Satanás. Pagarían por centuplicado lo que nos hacían padecer.
Convertiríamos su vida en un infierno. Sus arsenales sofisticados se volverían
caducos y ridículos. Dios estaba con nosotros, y la victoria, a nuestro alcance.
Teníamos armas con las que no contaban los impíos: nuestra carne y nuestra sangre.
Íbamos a devolvérselas a Dios porque Él nos las pedía. Nuestras ofrendas recibirían
cumplida recompensa. Los caminos celestiales estaban abiertos de par en par y nos
estaban esperando. A los impíos solo les quedaba temblar en sus pocilgas inmundas,
en el libertinaje de sus vidas abyectas, en la impureza que intentaban a cualquier
precio inocularles a nuestros hijos… Luego, se calló. Atusándose la barba, el sheik
paseó la mirada por nuestras caras encendidas y dijo: «¡Nadie puede nada contra un
hombre que quiere morir!».
Tras una oración colectiva, nos alargó la mano y se la besamos por turnos. Y no
volvimos a verlo por el Garaje.
El rostro del sheik nos tuvo obsesionados mucho tiempo. Me acuerdo de esta
escena peculiar en el umbral, antes de que se fuera: Abu Zubeir se arrodilló y le besó
las babuchas como si debajo estuviera el paraíso. El sheik lo ayudó a incorporarse y
le dio un abrazo. Le cuchicheó al oído algo que no oímos. Pero, al regresar, Abu

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Zubeir tenía los ojos encarnados, como si hubiera estado llorando.

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Una noche, Hamid fue a la chabola a anunciarnos una buena noticia: Abu Zubeir nos
proponía unas vacaciones; qué palabra tan ajena a nuestra lengua. ¡Nos sonaba tan
dulce en los oídos! Pero irse de permiso presuponía que habíamos trabajado mucho y
que nuestros cuerpos exigían descanso, lo cual hacía ya tiempo que no era cierto. La
vida en el Garaje era de lo más cachazuda; recitábamos el Corán, rezábamos,
escuchábamos, comíamos decentemente y dormíamos. Estábamos fuera del mundo,
como en una crisálida, atendiendo a la sabiduría del maestro y a nuestros corazones
apaciguados. En cualquier caso, habían tomado esa decisión y nos alegrábamos. Todo
estaba arreglado y habían pensado en los menores detalles: una furgoneta vendría a
buscarnos al día siguiente para llevarnos a la montaña porque Abu Zubeir quería
premiar nuestra aplicación en sus clases. Nabil se puso a bailar en medio de la
habitación. Le resultaba inevitable manifestar su alegría bailando y no de otra forma.
Hamid dijo que estábamos todos invitados y que duraría una semana entera. Jalil y
Fuad tenían ya mismo permiso para no ir a la imprenta ni al cibercafé sin que se lo
descontasen de la paga. «¡Un regalo es un regalo!», añadió. A Nabil, a Azzi y a mí
nos costó quedarnos dormidos esa noche de tan nerviosos como nos ponía pensar en
el viaje. Preparamos bien preparados los macutos, las cosas de aseo, los kimonos y
las chilabas por si hacía frío allá arriba. Era la primera vez que salía de Sidi Moumen
y, también, que me subía a una furgoneta. Jalil no podía decir otro tanto porque se lo
veía mucho por las grilleras de la policía.
El minibús se presentó a las siete, como estaba previsto, cerca del local de los
hermanos Ubaida. Llegamos puntuales porque ninguno habría faltado a esa cita. Nos
subimos y nos colocamos detrás del emir Zaid, que nos había ocultado sus talentos de
conductor. Había filas de asientos de cuero negro. Yo me instalé delante para disfrutar
más del paisaje. El viaje iba a durar todo el día. «El Atlas Medio no está a la vuelta de
la esquina», nos había explicado el emir. Salimos enseguida de Sidi Moumen. Ya
hacía calor, pero no en nuestro vehículo con aire acondicionado. Lo cual quería decir
que pasabas del verano al invierno apretando un simple botón. Cruzamos Casablanca
y el emir dio un rodeo por los bulevares para que viéramos Anfa, el barrio más fino
del país. Mal puedo describiros esa parte de la ciudad, porque no se veía gran cosa.
Apenas si se intuían las casas opulentas a través de los muros de vegetación prieta
salpicados de flores raras; campanillas moradas, rojas o amarillas. Más allá, ramos
multicolores de formas caprichosas; sentí debilidad por esas florecitas blancas de
aroma sorprendente. Abrí la ventanilla para olerlas mejor. El emir, que lo sabía todo,
especificó que era jazmín. Me parecía que el nombre le iba bien a la flor y dije: «Me
gusta mucho el jazmín». Me pregunté por qué esas plantas tan bonitas no crecían en
nuestro barrio si teníamos tierra y agua y bastaba con unos pocos esquejes para
alegrarnos la vida cotidiana. Mucha gente tenía plantas delante de sus chabolas, pero
nunca tan bonitas ni tan perfumadas. A lo mejor era que la proximidad del vertedero

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no le iba bien al jazmín. Una flor tan exquisita se habría suicidado de tan asfixiantes
como eran los tufos de la basura. Sería como un insulto a ese aroma tan dulce. Según
iba rodando el vehículo, nos parecía que volábamos. No se notaban sacudidas porque
no había baches en las calles recién asfaltadas. La calzada era ancha y limpia. Coches
que venían del futuro estaban aparcados aquí y allá. El emir iba despacio para
permitirnos apreciar la belleza de aquel sitio. Luego se dirigió a La Corniche y vimos
el mar. Era un espectáculo único. Ese aire nuevo me había trastornado. Olía de una
forma rara. Me dieron escalofríos al mirar el infinito, azul plateado, y el sol blanco
que flotaba por encima. Unas gaviotas, menos bobas que las de Sidi Moumen, iban
persiguiendo un barco que seguramente llevaba gente a España. Jalil miraba el barco
y creo que, con el pensamiento, iba en él. Contaban tantas historias acerca de los
emigrantes clandestinos que se escondían en la cala de los cargueros para escapar del
país… Pero a él le habría gustado viajar en el puente, a plena luz. Todo respiraba la
dicha en ese ambiente. Y eso que no estábamos lejos de Sidi Moumen. Como mucho
un cuarto de hora en coche. Dicho lo cual, nuestros autobuses no cubrían ningún
trayecto por los barrios finos para evitar que las personas como nosotros
contaminasen ese entorno tan hermoso. Cosa que yo entendía perfectamente porque
éramos incapaces de conservar tan limpio un sitio. Y tanto los jazmines como las
campanillas los habríamos cortado para venderlos en ramos. O incluso los habríamos
arrancado por el gusto de arrancarlos. Habríamos robado en todas las casas a pesar de
los guardas con porras gruesas que las vigilaban. Y a saber si no habría envidiosos
que les prendieran fuego. El emir Zaid dijo que estábamos en los atrincheramientos
de los secuaces de Satanás. Que los infieles que se encerraban allí a cal y canto
poseían las tres cuartas partes de las riquezas del país. Y que si nosotros vivíamos en
la indigencia más extrema, era por culpa de esas sanguijuelas que habían pactado con
los diablos occidentales para explotarnos y mantenernos en un estado de dependencia
absoluta. Sin ellos, nos morimos. Pero sin nosotros también ellos están abocados a
una muerte segura. Porque necesitan brazos dóciles y sangre que chupar. Nos matan a
fuego lento. Pero, total, si hay que morirse, más vale que nos los llevemos por delante
y acabar de una vez por todas…
Nunca habíamos visto al emir tan exaltado. Cayó en la cuenta y prosiguió con
tono más sosegado, pero le seguía brillando la luz en los ojos: «Necesitamos unirnos
y pedirle ayuda a Dios. Ya tiemblan con nuestras barbas. ¡Mostrádselas! Y que se
entierren en sus jaulas doradas con sus proles viles, sus esposas depravadas y su
conciencia corrompida. Por mucho que tumben en sofás de seda esos tripones de
cerdo que tienen y duerman su borrachera del sudor de nuestras frentes, la calle
acabará por ser nuestra. ¡Y de una forma o de otra tendrán que rendir cuentas, o aquí
en la tierra o en el cielo! ¡No vamos a perdonarlos!». Luego recitamos todos juntos
un versículo que describía los horrores que esperaban a los impíos en el infierno.
Al dejar atrás el paraíso satánico de Anfa, atravesamos el caos de la ciudad. Solo
se me quedó en la memoria el recuerdo de gente irritada, con prisas y tocando la

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bocina sin parar. Los conductores se peleaban y enseñaban el puño. Los transeúntes
cruzaban por cualquier parte y de cualquier manera y además se cabreaban cuando no
les cedían el paso. Los policías pitaban a lo loco y a los automovilistas les importaba
un bledo. El emir se había tranquilizado y conducía con mucha formalidad.
Comprobé que la gente de la ciudad no se diferenciaba tanto de nosotros. Luego
cogimos la carretera de Fez, pasando por Rabat. Debía de estar muy cansado porque
dormí casi todo el trayecto. Cuando me desperté, me encontré con la cabeza de Nabil
en el hombro. Roncaba un poco. No me moví para no molestarlo, él tampoco había
pegado ojo en toda la noche. Pasado Fez, tiramos por una carreterita que iba a
Imouzzer, un poblachón raro donde las casas tenían tejados puntiagudos. El emir nos
explicó que era una zona de inviernos muy crudos y que esos tejados permitían
evacuar la nieve. Me dije que si ocurría algún contratiempo, estaban tan en cuesta que
no habría rama ni bolsa de plástico que aguantase en ellos para tapar los agujeros.
Fuimos hacia un bosque hondo, corrimos a lo largo de pistas llenas de bollos y nos
paramos en un sitio donde no había nada. Anduvimos unos cientos de metros y de
repente nos encontramos con un lago. Una extensión de agua impresionante, como un
mar en pequeño preso de unas montañas enamoradas. El emir nos dijo: «Es Dayet
Aoua, el sitio más hermoso del país». Me dije que, además de sus virtudes religiosas,
el emir también era poeta. Nos hizo sacar del maletero varias cañoneras y nos enseñó
cómo se montaban con las piquetas. ¡Era tan divertido! Nos reímos muchísimo
porque los primeros intentos dejaban mucho que desear. El emir acabó por echarnos
una mano y organizamos un campamento en toda regla. Como teníamos que
compartir tienda de dos en dos, Nabil y yo, como es natural, elegimos estar juntos.
Azzi protestó porque no quería estar en la suya con Fuad so pretexto de que roncaba,
pero no tuvo más remedio porque Hamid y Jalil ya se habían puesto de acuerdo entre
sí. Extendimos mantas. La sombra era tan suave dentro que no me apeteció volver a
salir. Azzi nos venía que ni pintado para encender una hoguera. Incluso sin carbón, lo
consiguió en un abrir y cerrar de ojos. Nos pusimos entre varios a preparar la comida
porque estábamos muertos de hambre. Así empezaron nuestras vacaciones a orillas
del Dayet Aoua.
La estancia en la montaña había de ser uno de los recuerdos más felices de mi
breve existencia. Nunca había visto tantos árboles concentrados en un solo lugar: eran
altos y majestuosos y acariciaban con las ramas verdes las escasas nubes, dispersas.
El emir sabía, uno por uno, cómo se llamaban todos. Nos mostró los pinos piñoneros
y los eucaliptos con su corteza, por la que corría la resina perfumada y cuyas raíces
podían llegar muy lejos en busca de agua. Y además, un montón de especies distintas
que vivían tranquilamente a la orilla del lago. Por la mañana, nos levantábamos
temprano. Después de las oraciones, que duraban mucho rato, preparábamos el café y
lo tomábamos juntos alrededor de la hoguera. Trepábamos a la cumbre de la montaña
y hacíamos los ejercicios. La actividad duraba varias horas: calentamientos, katas,
combates… Luego, oraciones y más oraciones. Nuestros cuerpos cansados entraban

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en comunión con el cielo, la tierra, el agua y los gorriones, que acudían a hacernos
compañía. Estábamos tan cerca de Dios que los pájaros debían de notarlo y por eso
gorjeaban así. Cuantos más versículos recitábamos, más crecían sus cantos. Y todo
ello formaba algo así como un ramo que poníamos humildemente a los pies del
Señor. Cuando el emir acababa sus sermones y, uno detrás de otro, insultábamos a
Satanás y a sus partidarios, nos pedía que fuéramos tras él en carreras interminables.
Estábamos sin resuello, pero ninguno conseguía seguirle el ritmo. Volvíamos al
campamento derrengados. Jalil salía pitando hacia el agua y se zambullía como un
pez. Los demás lo seguían, chillando, y a mí me daba envidia porque no sabía nadar.
Me contentaba con meter los pies y refrescarme la cara. El emir Zaid no me dejaba
solo. Se sentaba a mi lado en la orilla y yo me deleitaba oyendo sus relatos sobre los
hechos memorables del Profeta y sus compañeros.
El tercer día, unos amigos del emir fueron a reunirse con nosotros. No los
conocíamos, pero ellos sí parecían conocernos. Se quedaban con nosotros todo el día
y parte de la velada y luego se iban y regresaban al día siguiente a primera hora. Se
entrenaban, corrían, comían y rezaban con nosotros. Dábamos paseos por el bosque y
se iniciaron amistades. Jaber, un hombre de elevada estatura con una cara cuadrada
en la que brillaban unos ojos negros y penetrantes, no inspiraba confianza de entrada.
Sin embargo, era afable y casi parecía disculparse por su imponente anchura de
espaldas. Nos hicimos amigos. Saad, su primo, tenía la peculiaridad de llevar una
barba que le llegaba al ombligo. Nabil y él simpatizaron. Los otros dos, cuyos
nombres he olvidado, formaron equipo con Jalil, Azzi, Fuad y mi hermano Hamid.
Jaber nos enseñó en pocas sesiones a manejar la faca igual que los guerreros en
tiempos de la yihad; nos instruyó en las diferentes posturas que hay que adoptar en
caso de ataque. Y también en cómo anticiparnos a una agresión que se presiente. La
forma en que había que hincar la hoja y en qué dirección orientarla; la rotación de la
muñeca en un momento concreto determinaba el grado de castigo que se quería
infligir al infiel. Estábamos encantados. Teníamos la atención alerta porque aquello
iba de vida y de muerte. Primero nos entrenamos con facas de caña, pero al final de la
semana luchamos con unas de verdad. Era de lo más emocionante. Hubo algunos
rasguños, pero nada grave. Éramos tan buenos alumnos que nos regalaron a cada uno
una faca cuya hoja salía del mango apretando un botón. Una auténtica joya; lo que
siempre había soñado.
Anochecía temprano en Imouzzer. Al despertarse los grillos, un velo negro
cuajado de pedrería cubría las montañas, el lago, los árboles y los ojos de los pájaros.
Nos reuníamos en torno a un fuego de campamento y entonábamos alabanzas a Dios.
Rezábamos y escuchábamos al emir explayarse sobre las epopeyas de nuestras glorias
pasadas, los combates venideros para volver a izar la bandera del Islam, que pisotean
continuamente en todo el mundo, y la lucha que nos exigía el Señor para recuperar
nuestra dignidad escarnecida y devolver el esplendor al blasón de nuestro
desmoronado imperio. Y mientras nos íbamos a dormir a nuestras tiendas, veía allá

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arriba, en el cielo que un rayo de luna resquebrajaba, a un ángel que me sonreía.
En lo que duró esta estancia solo hubo una nota en falso que deploro porque bajé
la guardia ante las tretas de Satanás. Le pido perdón a Dios porque Nabil y yo
yacimos juntos. No sé muy bien cómo ocurrió. No hubo premeditación, pero ocurrió.
Para entrar en calor en aquella tienda de techo bajo como una tumba, nos arrimamos
el uno al otro. Ignoro si dormíamos, pero nuestras mentes aletargadas estaban en otra
parte. Algo tenía que ver el aire de la montaña. El cuerpo de Nabil, al rozarme, me
causó una erección tremenda. Me cogió el sexo en la mano con toda naturalidad y nos
besamos. Nos desnudamos sin pararnos a pensar y nos amamos. En silencio.
Ya está, dicho queda.

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Yo conocía tan bien a Hamid que el día en que me llevó al café para hablarme de
cosas serias le dije que me parecía bien antes incluso de que acabara la frase. Me
miró con ojos relucientes mientras balbucía: «No tenemos elección». Asentí, porque
alguien tenía que sacrificarse. Era la primera vez que le leía el espanto en la cara a mi
hermano. Él, el héroe, el ingobernable de Sidi Moumen, tenía la voz quebrada y le
temblaban las manos. Yo estaba tranquilo. Quizá no había comprendido aún la
gravedad de la situación. Y ahí se quedó la cosa. No volvimos a hablar del asunto. Yo
fui el último en enterarme de la fecha del gran salto. Hecho curioso: ninguno de mis
amigos se había negado a morir. Sin embargo, eso de morir no era ninguna tontería.
Nabil, a quien yo tenía por miedoso, había dicho que sí enseguida porque solo nos
tenía apego a nosotros. Hacía siglos que no veía a su madre y no lo afectaba gran
cosa. Le había prohibido que fuera a la chabola. Una decisión irrevocable que había
tomado delante de todo el mundo. Renegó de ella en público para cortar el cordón de
forma definitiva. Pero Tamu no se rendía, porque no conseguía resolverse a perder a
su único hijo. Rondaba por las inmediaciones y a mí se me partía el corazón. Nabil
seguía en sus trece cuando la veía sentada junto a la fuente con algún dulce en las
rodillas. Estaba esperando que pasase algún chiquillo para que nos lo llevase. Nabil
no lo aceptaba y se lo devolvía, o le decía al niño: «Llévatelo a casa, te lo regalo».
Tamu miraba en silencio. Y eso no le impedía volver a la semana siguiente con otro
dulce y sentarse en el brocal. Nabil hacía como si no existiera. Rechazaba las cestas
de comida que regalaba Abu Zubeir a nuestras familias so pretexto de que era
huérfano. El maestro fingía creérselo, pero en realidad lo sabía todo acerca de
nosotros. Nabil decía que el día en que su madre dejase de ser una ramera y se
arrepintiera de sus muchos pecados, entonces ya se vería. Había cambiado mucho. Se
había endurecido. El oficio de su madre seguía siendo como una cicatriz que llevaba
en la cara. Era el hijo de Tamu. Tamu la puta. Era un hijo de puta. Y punto. Aunque
no lo dijera, todo el mundo lo tenía presente. Y estaba también la historia aquella que
andaba rodando por las memorias y que las viejas disfrutaban divulgando. No sé si es
cierta, pero a Nabil lo impresionó mucho.
Cuando estaba a punto de nacer, su madre fue al hospital en taxi. Como el
trayecto era largo, le dio tiempo a conversar con el taxista, que resultó muy charlatán.
Al llegar a la puerta, le pidió que la ayudase a llevar la bolsa, porque tenía que
sujetarse el vientre abultado donde no paraba de rebullir la criatura, impaciente por
ver la luz del día. El hombre aceptó y la ayudó a subir las escaleras. En el mostrador
de ingresos, el taxista le devolvió la bolsa y le pidió el importe de la carrera. Tamu le
soltó:
—¡Cómo! ¿Te vas?
—Sí, señora. Son veinte dírhams.
—¿Y tu hijo? ¿Qué hacemos con tu hijo?

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—¿De qué hijo habla, señora?
—Del que me metiste en la tripa, atontado.
—Yo no la conozco, señora. ¿Es una broma?
Tamu se tapó los oídos con las manos y empezó a gritar:
—Quiere abandonarme, quiere abandonar a su hijo. Que llamen a la policía, ¡este
hombre es un cobarde!
—Está loca, señora. ¡Donde tiene que ir es al manicomio!
Y cuando se disponía a irse, renunciando a que le pagase la carrera, los
enfermeros se lo impidieron hasta que llegó la policía, que en el acto lo detuvo
mientras se aclaraban los hechos. Su familia, asustadísima, lo buscó por todas partes.
Tenía mujer y tres hijos y los quería. Vivía tan a gusto en la medina porque era su
propio jefe. Había acabado de pagar el préstamo del taxi y todo iba estupendamente.
Su hermano y su mujer tardaron tres días en dar con su pista en la comisaría central.
Fue entonces cuando les comunicaron la desagradable noticia: el hombre aquel
llevaba una doble vida; había dejado preñada a una joven que acababa de parir un
niño monísimo cuya paternidad se negaba a reconocer. Su mujer se desmayó y la
hicieron volver en sí. Les sugirieron que buscasen un abogado porque, en su cama del
hospital, la pobre chica había puesto una denuncia. Y así fue como empezaron las
cosas a complicarse. El abogado los tranquilizó: ahora existían técnicas modernas que
determinaban, precisamente, la autenticidad de la filiación. Por lo demás, las pruebas
de ADN fueron concluyentes. E incluso indiscutibles: el taxista era estéril de
nacimiento. Pero ¡si tenía tres hijos, el mayor de los cuales era su vivo retrato!
¿Cómo era posible? Tras andar dando largas, su mujer acabó por confesar. Lo que
más quería en el mundo era su marido. Y al darse cuenta de que él no podía tener
hijos y de que existía el riesgo de que la repudiara, se lio con el hermano. Pero solo
para tener hijos que se parecieran a su marido. Archivaron la acusación contra el
taxista y este, al salir de la comisaría, llevó el taxi al borde de un acantilado y se tiró.
Así fue como el nacimiento de Nabil llevó la mácula de un drama espantoso que no
presagiaba nada bueno para el porvenir. Cuando en el vientre de tu madre tienes la
negra, ya no te vuelve a soltar. Sin embargo, por mucho que yo le explicaba a mi
amigo que quienes tenían la culpa eran las personas que nos habían empujado a este
agujero, que Tamu no pintaba nada en todo aquello porque tenía un hijo que
alimentar y se defendía como podía y, en el fondo, no tenía elección, no me hacía
caso. O decía: «Siempre se tiene elección». Así que no había forma de enternecerlo.
Azzi tampoco pestañeó cuando el emir Zaid le hizo la terrible propuesta. Bromeó
diciendo que se alegraba al pensar en irse porque no volvería a ver la cara sombría de
su padre. Yo sabía que sufría, que estaba cansado de llevar en la conciencia la muerte
de su hermano pequeño. Quería librarse de esa carga y recuperar la identidad de que
lo habían desposeído, ser de nuevo Yusef. Un Yusef libre como el aire. Cambiar de
pellejo, desposarse con la nada, volver a nacer en otro lugar…
Fuad se preocupó por Ghizlane, pero no pudo rechazar la invitación de Abu

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Zubeir. Le estaban haciendo un honor. Recibir el título de mártir junto con las llaves
del paraíso no estaba al alcance de todo el mundo. Solo quería tener la seguridad de
que los compañeros mirarían por su hermana pequeña. Solo lo tenía a él. La abuela
estaba a punto de desaparecer y Ghizlane iba a encontrarse sola en Douar Scouila.
Abu Zubeir juró que sería una protegida suya. Que velaría personalmente por ella
como si fuera su propia hija. Y eso nos tranquilizó a los dos.
En cuanto a Jalil, el limpiabotas, hacía tiempo que quería cambiar de panorama. A
falta de París, Madrid o Milán, y corriendo el riesgo de que los cangrejos se le
comieran los ojos, aceptó un billete de ida al paraíso. A lo mejor allí se hacía cantante
melódico para las huríes y los ángeles…

Los dos días anteriores al gran salto pasaron más deprisa de lo previsto. No debíamos
salir del Garaje de ninguna manera. Rezamos mucho. Pensar en la muerte inminente
no nos quitó el apetito. Nos dieron, como a los condenados, comidas mejores: tayin
con cardo y aceitunas amargas, pastela de paloma (solo conocía ese plato de nombre),
pollo con limón confitado… Estaba todo tan bueno que el emir Zaid, temeroso de que
esas maravillas nos hicieran lamentar el tener que irnos de este mundo, recalcó que
unos platos mejores, de sabor inimitable, nos estaban esperando allá arriba. Apuntaló
sus palabras con uno de los versículos más alegres del Corán.
Los hermanos Ubaida estaban en el local de entrenamiento para poner a punto los
últimos detalles técnicos. Los cinturones del paraíso estaban listos por fin. Nos
reunimos con ellos de noche para una sesión de iniciación. Nos probamos los
chalecos y, como el mío me estaba un poco estrecho, Fuad me lo cambió por el suyo
porque él era más delgado. A Hamid le corría el sudor por la frente y me miraba
pasmado. No entendía por qué estaba yo tan tranquilo, casi sereno. Desde la nube en
que me hallaba, aquello me parecía algo así como un juego; el de la vida y la muerte
trenzadas sin sospecharlo. Pero en Sidi Moumen la pelona formaba parte de la vida
cotidiana. No asustaba tanto. La gente llegaba, se iba, vivía o moría sin que en la
ecuación de nuestra miseria cambiase nada. Las familias contaban con tantos
miembros que la pérdida de uno o dos no era una catástrofe. Así eran las cosas.
Llorábamos a nuestros difuntos, claro, los enterrábamos con gritos y lamentos, pero
la sarta de vivos daba tanto que hacer que tardábamos bastante poco en olvidarlos.
Sin embargo, ahí seguía la muerte, omnipresente. La habíamos adoptado. Vivía en
nosotros y nosotros vivíamos en ella. Llevaba a cabo breves escapadas, surgiéndonos
de los ojos rojos y de los puños cerrados. Se paseaba vestida de blanco por las ruinas
de nuestro barrio y volvía a acurrucarse en nuestro fuero interno. Éramos la casa
donde descansaba, y hallábamos en nosotros paz al apoyarnos en ella. La muerte era
nuestra aliada. Nos servía y la servíamos. Le prestábamos nuestros odios, nuestras
venganzas y nuestras facas. Los usaba de la mejor forma posible y nos los devolvía
para volver a pedirlos. Una y otra vez. Nos libraba de los apuros, nos sacaba de los

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atolladeros y le estábamos muy agradecidos. Aquella noche, en el local mal
iluminado, allí estaba para sostenerme, una vez más. De pie, a mi lado, la sentía
estremecerse. Se impacientaba. Su presencia invisible se había tragado a quienes me
rodeaban. Ya no los veía. Estaba a solas con ella y no tenía miedo. Había desplegado
las alas negras alrededor de mi cuerpo febril y yo me había sometido. Solo pensaba
en la dicha de obedecer. Era esclavo suyo, y feliz por pertenecerle. La muerte pensaba
por mí. Lo único que tenía que hacer era seguir las instrucciones de los hermanos
Ubaida y todo iría a pedir de boca. El autobús 31, el hotel Genna Inn, y el cable del
que tenía que tirar en el momento oportuno. No era ni pizca de complicado. La
muerte me había susurrado al oído esas instrucciones. Varias veces. Yo me repetía la
cantinela en la cabeza para que se me metiese en el pensamiento para siempre.
Luego, como una princesa vieja, me miró y me señaló con el dedo. La muerte me
había elegido, a mí, entre una tribu de desharrapados y me entusiasmaba esa elección.
Estaba dispuesto a darle los caprichos que quisiera con tal de que me permitiese
abrazarla. Aferrarme a ella y salir volando los dos. Cruzar los siete cielos y renacer en
otra parte, lejos. Lo más lejos posible de Sidi Moumen y de sus chapas onduladas, su
mugre y su chusma. Respirar otro aire y desterrar hasta el recuerdo del vertedero.
Embriagarme de la nada y matar el hastío. Terminar con el barro y los insectos. No
volver a ver a los chiquillos harapientos correr detrás de los camiones de basura y
pelearse para ser los primeros en rebuscar, en hundirse hasta la cintura en las dunas
de desperdicios. No, no quería volver a ver esas máquinas monstruosas volcar encima
de la infancia sus desechos y sus vómitos.
Al ponerme el chaleco forrado de explosivos ya era polvo. Y me hacía notar una
sensación rara. Formaba cuerpo con la tierra, el cielo y las estrellas que ametrallaban
la noche oscura. Las palabras del sheik me centelleaban en la mente y me sentía
invencible. No, nadie puede nada contra un hombre que quiere morir. Y yo lo quería
ardientemente. Nabil, Azzi, Jalil, Fuad y Hamid también querían morir. Al vivir en
Sidi Moumen, rodeados de fiambres, de cojitrancos y de reptantes estábamos en
realidad casi muertos. Así que un poco más o un poco menos, ¡qué más daba!
Hamid seguía sudando y eso tenía preocupados a los hermanos Ubaida.
Seguramente habían informado a Abu Zubeir. Salimos del local y fuimos juntos a los
baños. Nos lavamos y nos afeitamos el cuerpo apurando bien, preparándonos para la
muerte como para una boda. Bromeamos algo incluso acerca del trasero de Nabil, que
se negaba a que lo frotasen. A Fuad estuvo a punto de darle un pasmo cuando el emir
Zaid nos trajo la ropa de la última noche. Ropa interior limpísima, blanquísima, que
requerían nuestros cuerpos así purificados de toda mancha.
Al regresar al Garaje, Abu Zubeir se llevó a Hamid a un rincón y estuvieron
mucho rato hablando. Luego mi hermano se sintió mejor. El maestro volvió a su sitio,
en el centro de la sala, y rezó. Lo que dijo después, sustancialmente, fue un sermón:
«Acordaos de que esta noche, hijos míos, os esperan muchos retos. Pero tenéis que
encararos con ellos y entenderlos. Ya no es hora de juegos. Ha llegado el momento

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del juicio. Debemos, pues, usar estas horas para pedirle perdón a Dios. Tenéis que
estar convencidos de que ya casi no os queda tiempo de vida. Luego, comenzaréis
una existencia de beatitud, el paraíso infinito. Sed optimistas. El Profeta siempre era
optimista. Rezad, pedidle ayuda a Dios. Seguid rezando toda la noche. Habéis jurado
morir y habéis renovado el juramento por amor a Dios. Es algo que os honra. Me
hago cargo de que todo el mundo aborrece la muerte; todo el mundo la teme. Pero
recordad esos versículos que dicen que desearíais la muerte, antes de encontraros con
ella, solo con estar al tanto de cuál será la recompensa posterior».
Dijimos otras oraciones y la voz de Hamid destacaba en el conjunto. Lo
arrastraba el ambiente místico de aquella noche poco usual y su fervor frisaba el
trance. ¿Era el miedo lo que le roía las entrañas? Seguramente, porque era el más
avispado de nosotros y entendía que realmente de ese viaje no se volvía. No podía
bajarse en marcha porque sabía demasiado. Y además, se había comprometido, igual
que todos nosotros, con la mano puesta en el santo Corán. Hamid no iba a traicionar
ni a Dios ni a Abu Zubeir, y menos aún a mí y al resto del grupo. ¿A lo mejor estaba
enfadado consigo mismo por haberme metido en este marrón? No sabría decirlo. En
cualquier caso, ya no era él. Tenía los ojos diferentes. Ya no miraban lo que había
fuera. Yo le había cambiado el sitio a Fuad para estar a su lado. Quería tranquilizarlo,
pero estaba ausente. Los versículos se iban encadenando. Y la euforia cubría con su
arena de oro nuestras mentes embriagadas. El paraíso era el principal protagonista. Ya
estábamos acomodándonos en él. No era tan caluroso ni tan húmedo como el Garaje,
porque estábamos empapados. Tampoco había olores desagradables. No es por
dejarlo mal, pero Hamid apestaba a sudor. No era algo que soliera pasarle. Siempre
fue limpio. Además, con las abluciones que hacíamos varias veces al día, había que
ponerle mucho empeño a conseguir ser sucio. Fuere como fuere, estuvimos uno junto
a otro buena parte de la noche. Tras la oración del alba, nos trajeron mantas y nos
desplomamos en las esteras, exhaustos, casi muertos.
Esa noche no soñé nada.

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Nos despertamos a las diez del día siguiente. Abu Zubeir tenía ojeras, como si no
hubiera dormido. El emir Zaid se había afeitado la barba durante la noche y de
repente parecía más joven. Me costó reconocerlo. Hubiérase dicho un adolescente
con su cartera, que le entrega al maestro. Se apartaron, al fondo de la sala, y hablaron
un ratito en voz baja. Parecían preocupados. Nuseir y los hermanos Ubaida llegaron
después. Habían cambiado la gandura blanca por ropa moderna: pantalón de rayas y
chaqueta azul. Parecían trillizos. También se habían afeitado y cortado el pelo. Azzi
les silbó al verlos entrar y nos reímos un poco. Nabil y Fuad estaban ya levantados,
todavía atontados, medio dormidos. Hamid parecía más tranquilo que la víspera. Me
dio una palmada en el hombro y yo me alegré de verlo como siempre. Desayunamos
juntos en el Garaje: pan, aceite de oliva y té de menta bien dulce. No me mencionó a
Yemma, pero ambos pensábamos en ella. No tenía mucha hambre y comí por
glotonería, pensando que era mi última comida. Nunca me había sabido así de bien
alimento alguno. Por el tragaluz de encima de la puerta se filtraban unos cuantos
rayos de sol. Debía de hacer muy buen día. Una voz melosa salmodiaba en un casete
versículos escogidos del Corán. La escuchamos en silencio. Siempre que sonaba el
nombre del Profeta, había un rumor, a coro, en la sala: «Dios lo bendiga y salve». En
realidad, a lo que le poníamos más atención era al itinerario de cada uno. Teníamos
que ir los seis al hotel Genna Inn, pero en dos grupos. Primero, Fuad, Nabil y yo; a
continuación Jalil, Azzi y Hamid. En cuanto al emir Zaid y sus compañeros, debían
salir de la ciudad para realizar otra misión. Hicimos las abluciones y un rezo en
común que dirigió Abu Zubeir. Nos corría prisa encontrarnos con los ángeles que se
suponía que nos iban a estar esperando tras el gran salto y se harían cargo de nosotros
para llevarnos ante Dios. Abu Zubeir nos recordó que no debíamos dejar de rezar
porque Satanás intentaría por todos los medios salvar a los impíos. Su astucia no tenía
límites. Nos insuflaría la duda en la mente y haría lo imposible para quebrantar
nuestra determinación. Luchábamos en nombre de Dios. Éramos sus soldados. La
hora de la yihad había sonado. Nos dio la enhorabuena por ser los elegidos del Señor
para ejecutar su voluntad. Dijo que no había que temer a los enemigos del Islam,
teníamos su destino y el nuestro en la punta de un cable. Bastaba con tirar de él para
enviarlos al infierno. ¡Alá es grande! ¡Alá es grande!
Salimos del Garaje en grupitos para ir al local de entrenamiento. La luz cruda nos
deslumbró y tardamos un rato en acostumbrarnos al tumulto de la calle y a sus
colores. Un hombre que iba en bicicleta con un negrito sentado de lado en la barra
tropezó con Jalil. El niño se cayó y se hizo sangre en una oreja. Jalil no reaccionó y le
pidió perdón al ciclista aunque la culpa fuera de este. En circunstancias normales, el
incidente se habría convertido en bronca y habría alborotado a todo el barrio. Jalil
ayudó al chiquillo, aturdido aún, a levantarse y se lo entregó a su padre que se
marchó en el acto. Mucha gente pululaba por el vertedero, como siempre. Entre el

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ronroneo ensordecedor de los volquetes, la voz cargante de Um Kulzum que se
lamentaba de tiendecilla en tiendecilla, las peleas habituales y los ladridos de los
perros, se seguía oyendo el Corán que unos ciegos extraviados recitaban para
enternecer los corazones. Se habían equivocado de barrio en el que pedir limosna y
andaban en fila india, agarrándose de las chilabas. El de delante iba armado con un
bastón que movía en el vacío porque unos chiquillos se metían con él. Miré a Hamid
y él me sonrió. A esa edad nosotros hacíamos lo mismo. Pero ahora ahuyentó a los
granujas a voces. Me sorprendí recitando la azora sobre los ciegos. Pasamos cerca del
comercio de Omar el carbonero. Azzi se detuvo un momento para darle a su padre un
beso en la cabeza. El viejo aceptó sus disculpas y le dijo que podía volver a casa
porque su madre estaba triste. «¡Insha’Alah!», contestó él, pero sabíamos que Dios
tenía otros planes para nosotros. En cuanto a mí, me moría de ganas de ir a ver a
Yemma y besarle las manos, y esos pies bajo los que se ocultaba su paraíso. Me
habría gustado pasar unos instantes con mi padre, a quien conocía tan poco. Lo habría
abrazado por primera y última vez. Said me habría dado la lata con sus críticas acerca
de la política inicua de los americanos y su vergonzoso veto en las Naciones Unidas,
y yo fingiría que había entendido cómo funcionaba el mundo. Y, ya puestos, ¿por qué
no dar un rodeo por Douar Scouila? Echaba muchísimo de menos a Ghizlane, me
habría gustado estrecharla en mis brazos y pedirle perdón por dejarla abandonada.
Perdón por las promesas mudas que le hacía con la mirada, por los juramentos que no
pronunciaban mis labios, pero que ella adivinaba pese a todo. Perdón por haber
dejado que su hermano se metiese en esta aventura siendo así que podríamos haber
prescindido de su colaboración. Seis mártires para un único lugar eran demasiados.
Con uno solo habría bastado. Pero las explosiones tenían que ocurrir en diferentes
puntos del hotel y con un cuarto de hora de intervalo entre unas y otras para que
hubiese la mayor cantidad de daños posible. En cualquier caso, nosotros no
pintábamos nada. Las decisiones del maestro eran indiscutibles, porque a él se las
había comunicado Dios. Seguro que Ghizlane se habría alegrado de verme. Me habría
hablado de futilidades y a mí me habría gustado. Se habría burlado de mis arrebatos
grandilocuentes y yo habría seguido pidiéndole perdón de rodillas por todo lo que
habría podido darle si Dios no hubiera exigido mi carne y mi sangre. Le habría
robado un último beso y me habría seguido estremeciendo. Le habría contado todo
cuanto me atormentaba el corazón, todo cuanto no había sabido decirle porque las
palabras, rebeldes, no me obedecían: «Te quiero infinitamente, pero me voy, amor
mío, porque no tengo elección. ¿Hasta cuándo se puede soportar la humillación de
haber nacido en Sidi Moumen? No hay vuelta de hoja, voy a morir. Te vengaré de
quienes saquearon tu infancia y enviscaron tus sueños en el barro. Les haré pagar a
tocateja los años de esclavitud que nos impusieron. Padecerán igual que padecimos
nosotros. A todos esos colaboracionistas que se portan como avestruces les alzaré la
cabeza y los degollaré como a corderos. Que sus hijos lloren igual que lloramos
nosotros. Me voy, amor mío, pero prométeme que seguirás bordando. Tienes tanto

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talento… Estoy seguro de que te lo reconocerán algún día y tu arte te dará para vivir
decentemente. Sé que cuidas a Mi-Lala, pero también deberías pensar en ti. Tiene
razón, prepárate el ajuar porque un día llegará un chico y pedirá tu mano. Tendrías
que estar preparada, dar la talla, como has hecho siempre. Prométeme ser feliz porque
te lo mereces. No querría que te pasase nada malo. En cualquier caso, tienes que
saber que estaré contigo continuamente. Incluso cuando abrace a las huríes (¡venga,
no te pongas celosa!), será en ti en quien piense. Beberé a tu salud todos los licores
del paraíso. Y te esperaré, porque antes o después todos acabamos por morirnos. Yo
muero antes de tiempo, por la causa, pero tú no tienes prisa. Puedes tomarte con
calma lo de tener hijos y verlos crecer. Les darás el amor que a ti no te dieron. No me
gustaría que viviesen en Sidi Moumen porque ahí no existe la esperanza. Los aliados
de Satanás la aniquilaron. Si tienes un chico, llámalo Yashin. Es el mejor portero que
haya habido en el mundo. Le traerá suerte. Te esperaré en el paraíso, te lo juro.
Entonces podremos querernos y besarnos como la otra noche en la oscuridad, junto a
tu casa. Era tan dulce besarte».
Ahí me quedé en mi ensoñación pues estábamos ya cerca del local.
Nos habían ordenado que nos fuéramos siguiendo a distancia, que no nos
dispersáramos, que no hablásemos con nadie, pero el emir Zaid y Abu Zubeir hacían
la vista gorda. Avanzaban a poca distancia de nosotros, vigilándonos de reojo.
En el local todo estaba listo. Los hermanos Ubaida habían dispuesto
cuidadosamente el material. En los bolsillitos de los chalecos había cargas auténticas
de explosivos. La iniciación la habíamos hecho con ladrillos. Por eso nos recomendó
el emir Zaid la mayor prudencia. Los hermanos Ubaida nos explicaron que, una vez
colocado el mecanismo, solo ellos podían desactivarlo. Se me puso la carne de
gallina. Abu Zubeir nos abrazó, uno tras otro, y nosotros nos abrazamos también. Se
me llenaron los ojos de lágrimas cuando Hamid me estrechó en sus brazos. Ahora me
tocaba a mí venirme abajo, pero nadie se fijó. La verdad es que a todos nos relucían
los ojos. Volvimos a recitar el Corán mientras nos poníamos los chalecos, que los
hermanos Ubaida fijaron con precaución, les escupimos a Satanás y su ejército de
infieles y salimos rumbo a nuestros destinos. Fuad, Nabil y yo teníamos que irnos
primero. Los demás tomarían el autobús siguiente. El emir Zaid y sus amigos nos
acompañaron hasta la muralla y se fueron igual que habían llegado un día a Sidi
Moumen. Y así fue como nos soltaron igual que a lobos hambrientos dispuestos a
devorar el planeta entero.

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Tocado con un fez de cono truncado, el portero del hotel Genna Inn llevaba un
estupendo uniforme rojo con galones dorados de mariscal. No se fijó en que entraba
porque me había colado entre los mozos que iban empujando un carrito de oro
macizo repleto de maletas. Unos turistas de blancura cadavérica entraron al mismo
tiempo que yo. Fuad y Nabil tenían que reunirse conmigo unos minutos después para
no despertar sospechas en el vigilante. La puerta de cristal giraba como un tiovivo. Y,
de repente, la luz… Una orgía de bombillas relumbraba en un vestíbulo gigantesco
donde uno habría podido pensar que estaba en ese paraíso que elogiaba Abu Zubeir.
Encaramadas en tacones altos, unas vírgenes con la espalda al aire iban y venían por
un suelo liso de limpieza rutilante. No podía apartar la vista de los zapatos que
patinaban a mi alrededor, multicolores, acharolados, fabricados especialmente para
ese tipo de superficies. ¡Y la música! Una retahíla de notas livianas, delicadas, ajenas
al escándalo de nuestros tam-tams y nuestros crótalos, revoloteando en el aire
perfumado como si todas y cada una las llevase un angelito. Risas estudiadas se
alzaban en algunos sitios y volvían a bajar despacio acariciándome los oídos hasta el
punto de conseguir que se me olvidase que no iba a tardar en morir. Así que había
entrado en la antecámara de ese otro mundo que me abría los brazos y me susurraba
tantas promesas. Me pregunté entonces si había accionado ya el dispositivo que me
ceñía el pecho. Casi se me paró el corazón cuando se me acercó un vigilante para
enterarse de qué pintaba yo allí. Contesté que estaba esperando a mi jefe y me dejó en
paz, aunque sin quitarme ojo. Yo miraba a través del ventanal que daba al jardín.
Vírgenes de pechos desnudos y cuyo sexo apenas tapaba un jirón del tamaño de una
hoja de parra estaban tumbadas perezosamente en unas camas muy raras, a la sombra
de unas sombrillas de colores; otras nadaban en una capa de agua de un azul
transparente, como si el cielo se hubiera derramado allí dentro. En el centro del
estanque se alzaba un ramillete de palmeras datileras que tenía contentísimos a los
pájaros. A la derecha, subiendo tres escalones, se prolongaba el restaurante. Mesas
cubiertas de manteles blancos que engalanaban unos platos de flores; copas de formas
redondeadas y cubiertos de plata. Todo relucía al sol e incitaba a darse una comilona.
La carne a la parrilla olía bien. Seguía latiéndome el corazón porque el vigilante
había vuelto y me miraba de reojo con expresión aviesa. Sin embargo, yo iba limpio y
las alpargatas eran nuevecitas. Llevaba una cazadora ancha y unos vaqueros que me
había prestado Hamid. Cuando vi que se me acercaba, llevé la mano al cable pese a
las órdenes formales del emir: rodearse de la mayor cantidad posible de infieles antes
de tirar de él. Pero el vigilante pasó junto a mí y se encaminó hacia un cliente que lo
estaba llamando. Respiré hondo. Fuad y Nabil estaban tardando en llegar. Esos pocos
minutos me parecieron toda la eternidad. Me senté en un sillón y me entró una náusea
porque no estaba acostumbrado. Noté como si el vacío me chupase. Un perro del
tamaño de un gato se acercó a olerme los pies como si hubiera pisado una caca.

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Nunca había visto un bicho así, de pelo largo, rizado y sedoso. Nada que ver con los
perros vagabundos del vertedero. Apenas si se le veía el hocico. Le di una patada
discreta por debajo de la mesa para ahuyentarlo; soltó un quejido y se alejó. Su ama
fue corriendo a buscarlo, lo estrechó contra la abultada espetera y lo acarició
mirándome de arriba abajo. Puse cara de inocencia y miré en otra dirección, pero la
vieja siguió volviéndose mientras se alejaba porque el caso era que yo estaba solo en
el sofá. Y su perro no acostumbraba a chillar sin motivo. Sentí alivio al ver que Nabil
avanzaba por el vestíbulo. Le hice una seña para que anduviera despacio, porque el
suelo era resbaladizo. Con la ropa que llevaba, aquel pelo castaño y aquellos andares
airosos, hubiérase dicho que era un cliente del hotel. Avanzó con naturalidad; dio un
rodeo porque había una señorita, sentada tras una mesa, que parecía estar
aconsejando algo a unas personas. Pasó por mi lado e hizo como si no me conociera.
Estuvo un momento parado cerca del restaurante, donde había extranjeros sentados a
la mesa. Y eso que apenas eran las seis de la tarde. Debían de ser sus costumbres. A
menos que en sitios así la gente fuera tan rica que no parase nunca de comer. Pensé
que, en plan paraíso, este me iría a la perfección. No había necesidad alguna de irse
tan arriba, al cielo, para ser feliz. Pasarme el día picando y tumbarme a la sombra
rodeado de sirenas me habría encantado. Satanás había empezado ya su trabajo de
zapa para complicarme la tarea, para impedirme tirar del cable y salvar a los impíos.
Nabil se estaba impacientando porque Fuad no aparecía. Nos estábamos preocupando
por él. Un rumí pasó cerca de mi amigo y le miró el trasero. Me dije que aquí también
tendría Nabil problemas con su culo.
Detrás de un mostrador forrado de maderas nobles, dos hombres muy arreglados
recibían a los turistas. Sus sonrisas no eran como las nuestras. Parecían falsas, porque
es imposible sonreír desde por la mañana hasta por la noche, aunque estés contento.
Seguramente se habían entrenado mucho, tirándose de las mejillas, pero el resto de la
cara era inexpresivo. Los turistas parecían apañarse con esos rictus y hacían otro
tanto mientras rellenaban aplicadamente los impresos. Al ver a sus niños jugando
alrededor de las maletas, me acordé del niño palestino muerto en brazos de su padre.
En cuanto ese bucle empezó a darme vueltas otra vez por la cabeza, me levanté y me
fui hacia ellos. Iba como un sonámbulo. Yo era yo y, al mismo tiempo, era otro. Me
fijaba en los menores detalles, como si me hubiera despertado de pronto la mente y
entrado en una dimensión superior. Miré hacia la entrada y seguía sin ver a Fuad. El
mariscal estaba en su puesto y los futuros cadáveres seguían empujando la puerta
giratoria de cristal. El tiempo pasaba y había el riesgo de que se complicasen las
cosas. No podía descartarse que Fuad hubiera tenido miedo en el último minuto y
hubiese salido huyendo por las calles de Casablanca. Nabil debía de pensar lo mismo
porque, cuando llegué al mostrador, me volví hacia él y me dijo que sí con la cabeza.
Un «sí» que me heló la sangre porque quería decir que había que pasar a la acción.
Cuando entró en el restaurante se me desbocó el corazón. Me corría el sudor por la
frente mientras recitaba oraciones con la mano trémula aferrada al cable como si

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fuera un salvavidas. Luchaba con Satanás, quien, por no sé qué artificio diabólico, les
dio a los niños rubios que jugaban alrededor de las maletas el rostro del palestino
muerto en brazos de su padre. Recité una azora en voz baja y luego cada vez más
alto, pero los niños de alrededor seguían siendo palestinos. Apretaba el cable entre los
dedos y una fuerza maléfica me impedía tirar de él. Luego vi al vigilante, que, desde
lejos, se iba acercando con cara de determinación, y sabía que venía a por mí. Estaba
a punto de agarrarme cuando retumbó la explosión en el restaurante. Luego ya no vi
nada, porque fue mi respingo, debido a la deflagración, lo que se me llevó por delante
junto con todos los turistas que me rodeaban. Y también el vigilante se hizo mil
pedazos, igual que el perrito y la foca que lo llevaba en brazos y los muchachos del
mostrador con sus sonrisas estereotipadas. Había tirado sin querer, porque la astucia
de Satanás casi había funcionado a pesar de todas mis plegarias. Era duro, muy duro,
oír las risas de los niños y ver que sus manos y sus ojos y los ángeles que velaban por
ellos dependían del cable de mi cinturón. Era como un marionetista. Tenía su destino
en las yemas de los dedos. Sí, fue una escabechina, un infierno. Fue el fin del mundo.
Otra carnicería ocurrió diez minutos después, cuando entró en el hotel el segundo
grupo. Al mariscal, que intentó cortarles el paso, lo apuñaló Hamid, y los fuegos
artificiales siguieron, diezmando a los supervivientes y a los salvadores, sembrando la
desolación y el caos; el humo, las llamas, el polvo y los restos de muebles y de
cuerpos; gritos, y más gritos, los de los mutilados y los de quienes se habían librado.
Y el estertor de los agonizantes que no tuvieron la suerte de morir enseguida; los
gemidos sonaban en varias lenguas, pero los llantos no tenían ni color ni patria.
Llantos de humanos tirados por el suelo, aturdidos, pasmados, perdidos. Y la gente
corría en todas las direcciones con la angustia de una nueva explosión.
Sí, habíamos tenido un éxito superior a todas las expectativas. Abu Zubeir, el
emir Zaid y sus compañeros debían de estar frotándose las manos ante sus
televisores. Fuad debía de andar corriendo como un poseso por las calles de
Casablanca, con su bomba pegada al corazón, buscando a los hermanos Ubaida para
que lo desconectasen. En cuanto a nosotros, estábamos muertos, de lo más muertos.
Y sigo esperando a los ángeles.

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Desde lo más hondo de mi soledad, cuando los recuerdos de mi naufragio me asaltan
y me atormentan, cuando el peso de mis faltas es una carga excesiva y mi mente,
vieja ya y cansada, empieza a girar como un tiovivo infernal, cuando el llanto de
Yemma me cae encima como un chaparrón de fuego y el dolor de Ghizlane me diluye
en el alma su ponzoña funesta, me voy a rondar por el cielo de mi infancia.
Voy muchas veces de noche, para mirar cómo las sombras en movimiento se
adueñan de los lugares mientras se apagan las últimas luces. Entonces lloro, a mi
manera, esperando que amanezca. El poblado sigue siendo el mismo. Ha crecido,
incluso, y las chabolas, antes espaciadas, forman ahora una ciudad. Una ciudad
inmensa de muertos vivientes. Espero y lloro ante la rueda, que sigue girando. Ahí
está el vertedero, inamovible, infinito. Entre el barullo de los camiones de la basura y
sus volquetes, de los rebuscadores, de las bolsas de plástico, de los perros y los gatos
sumergidos en el humo gris y los torbellinos de polvo, veo cómo corren,
despreocupados, unos niños raquíticos detrás de un balón pinchado: las Nuevas
Estrellas de Sidi Moumen.

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MAHI BINEBINE nació en Marrakech (Marruecos) en 1959. Estudió Matemáticas
en París pero más tarde decidió dedicarse a la pintura, la escultura y la literatura.
Algunas de sus obras forman parte de la colección permanente del Museo
Guggenheim de Nueva York, ciudad en la que residió durante varios años. La
detención de su hermano Aziz por su participación junto a un grupo de jóvenes
oficiales en el fallido golpe de Estado contra el rey Hasán II y su brutal
encarcelamiento le marcaron profundamente.
Su primera novela, Le Sommeil de l’esclave (El sueño del esclavo), fue galardonada
con el Prix Méditerranée. La siguieron Les Funérailles du lait (Los funerales de la
leche), L’Ombre du poète (La sombra del poeta), La patera, Polen (Premio de la
Amistad Franco-Árabe), Terre d’ombre brûlée (Tierra de la sombra quemada), Las
historias de Marrakech, Los caballos de Dios y Le Seigneur vous le rendra (El Señor
te recompensará).
Galardonada con el Premio de Novela Árabe en 2010, Los caballos de Dios fue
llevada al cine por el director Nabil Ayouch, y la película fue premiada con la Espiga
de Oro de la 57 edición de la Semana Internacional del Cine de Valladolid y el
Premio François-Chalais del Festival de Cannes.

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