Vivir Despues de Tu Muerte - Federico Fahsbender
Vivir Despues de Tu Muerte - Federico Fahsbender
Vivir Despues de Tu Muerte - Federico Fahsbender
“Podrán verlo como una caricatura, pero bueno: peor es ser normal, un
mediocre o un quebrado. Ser heavy es una métrica de existencia: cualquier
otra cosa me aburre, me parece inferior y no me interesa, porque yo tengo
la promesa de la tumba de la portada de Life After Death, yo soy el
heredero de esa promesa de la tumba: yo voy a vivir y voy a existir más allá
de todos ustedes porque soy poder sobre la muerte y por ende soy Heavy
Metal”.
Federico Fahsbender
Un disco doble que le cambia la vida. Llega como una revelación y con su
revolución, logra acomodar todo. Un padre que se fue muy temprano, el de-
samparo y la sensación de soledad. Pero llegó el Heavy Metal. Como no
podía ser de otra manera, casi como una revelación –hijo de periodista grá-
fico–, llegó a través de una revista. Esa fue la entrada a un viaje que no se
detuvo, que lleva más de un cuarto de siglo. Un chico de once años que se
fascina con un disco doble que no parece para alguien de su edad. Pero su
madre se lo compra. Y su vida ya no volvería a ser igual. Federico Fahsben-
der, reconocido periodista de policiales, nos lleva de la mano a un viaje al
Heavy Metal, una cultura, un mundo digno de conocerse.
Quién es Federico Fahsbender
Tengo 37 años. Soy un hombre adulto de 37 años. Cada día de mi vida med-
ito en el relámpago y en todo lo que ese relámpago implica, porque gracias
a ese relámpago obtuve mi libertad.
La portada de Live After Death, de Iron Maiden, es doble y compleja,
abarca las dos caras del sobre que envuelve al disco de vinilo o al libro que
viene con el CD. Es una colina en un cementerio y una tumba en una noche
de tormenta sin agua, nubes densas pero con la luna llena perfectamente
visible, y el aire de la noche no es negro, sino azul. La silueta de la Parca
está junto a la luna, una sombra negra con una guadaña, gigante si uno pien-
sa en la proporción, y más allá en el horizonte, bajo la colina, hay una ciu-
dad con luces encendidas, porque a los muertos se los entierra al costado
del mundo y en ese costado del mundo las cosas pasan.
Y el relámpago golpea en la tierra.
Eddie, la mascota de Iron Maiden, se alza de su tumba con el rayo que
impacta en su frente; la tierra a su alrededor está en llamas y los grilletes
que encadenaban sus manos en el ataúd fueron rotos por no sé qué fuerza.
Los ojos de Eddie están abiertos: la luz del fuego vuelve visible lo que dice
en su lápida, dos versos del Necronomicon tomado de un cuento de H. P.
Lovecraft, “The Nameless City”, 1921: “That is not dead which can eternal
lie. And with strange aeons even death may die”. Con las eras extrañas in-
cluso la muerte puede morir. Me lancé a esa idea, a la era extraña, mi propia
era extraña.
El significado es maravilloso y va mucho más allá de la naturaleza tangi-
ble: poder sobre la muerte, poder más allá de la muerte, poder en la muerte
misma. Denme todo esto en el año 1994 de mi vida y me darán la idea que
cambió mi vida para siempre. El heavy metal en el mundo es un fenómeno
de masas por un motivo muy sencillo de explicar: el ego inferior es derrota-
do, el triunfo que cualquier místico le pide a su Dios. Deja de existir, se an-
ula y se disipa en algo superior muchísimo más fuerte, una especie de es-
píritu, energía o cosa donde uno no está solo a pesar de no tener a nadie,
una identificación bestial, porque yo ya no soy una persona común, un po-
bre tipo, un desventurado, sino que soy heavy metal, algo que ningún sis-
tema podrá comprender o absorber o domesticar o decirle que se calle o se
modere o se quede tranquilo. Otros podrán verlo como una caricatura, pero
bueno: peor es ser normal, un mediocre o un quebrado. Ser heavy es una
métrica de existencia: me aburre, me parece inferior y no me interesa,
porque yo tengo la promesa de la tumba de la portada de Live After Death,
yo soy el heredero de esa promesa de la tumba: YO VOY A VIVIR Y VOY
A EXISTIR MÁS ALLÁ DE TODOS USTEDES PORQUE SOY PODER
SOBRE LA MUERTE Y POR ENDE SOY HEAVY METAL. Es una unión
metafísica, una única mente, el YO HEAVY.
Y luego está lo otro: en mi propia mente, en donde yo no estoy solo
aunque no tenga a nadie, en donde realmente no estoy solo en esa fantasía
de escape que es verdaderamente una fantasía de poder y libertad, una
aproximación y una vía de iniciación hacia el poder y la libertad. En esa in-
terzona que primero estuvo dentro de mi cabeza encontré cosas, cierta va-
lentía, algo con qué empezar.
Más tarde me encontré a mí mismo.
Solo tuve que perderme un poco al principio.
Mi viejo murió el 22 de diciembre de 1989 de un ataque al corazón; él
tenía 34 años y yo, seis. Dejó a mi vieja viuda con tres hijos, uno que to-
davía se cagaba encima, mi hermano menor, un bebé. Mi hermana apenas
hablaba. Murió al lado mío, en la cama que estaba perpendicular junto a la
mía en la casa de Beccar a la que nos habíamos mudado un año antes. En
realidad murió en la ambulancia poco después, pero a efectos del daño que
me hizo da igual. Escuché a mi mamá golpearle el pecho y gritar su nom-
bre, me desperté. Salí de mi cama en ese momento, y dejar esa cama fue un
desarraigo. Ahora que lo pienso, se me arrancó de todo lo que conocía, de
cualquier sentido de seguridad, a mí y a mi mamá y a mis dos hermanos. El
mundo era, aquel verano y cualquier otra cosa, difuso e imposible.
Lo enterraron en un cementerio en Pablo Nogués, en el tercer nivel de
una parcela prestada; alguien cercano a mi familia paterna tuvo la gracia
suficiente para dejarle su lugar de descanso a mi viejo, pero no tengo re-
cuerdo de su velatorio: no fui, me dejaron ese día con un amigo del barrio,
de la esquina de mi casa, pasamos la tarde en su pileta de lona. El anuncio
de la muerte me lo dieron mis padrinos, con el discurso posterior. Fue en mi
cuarto ese mismo día. Ya lo sabía, de todas formas.
Las paredes comenzaron a ceder poco después.
Una tarde le pedí caramelos a mi mamá, pero lloró porque no había plata
para comprar caramelos y recuerdo los pañales de tela de mi hermano, que
comía la tierra de los canteros en el jardín y recuerdo a mi abuela Elena, mi
abuela paterna, doblada de rodillas en ese jardín para elegir una flor para la
tumba: se llevó una alegría del hogar, color coral, rojizo. Habíamos cumpli-
do el mito de la movilidad social ascendente de la clase media trabajadora
argentina, habíamos llegado a la frontera desierta de Beccar, pioneros diez
años antes del advenimiento del country, a una casa de dos plantas con pile-
ta y jardín, habíamos llegado a un colegio bilingüe, un San Algo de San
Isidro, el Saint Mark’s School en las Lomas de San Isidro al que habíamos
llegado gracias a un juez federal amigo de mi viejo. Mi viejo era un peri-
odista, subdirector de una revista importante que vendía 200 mil ejemplares
por semana, y mi vieja era odontóloga y tenía su consultorio; habían salido
de Munro y ese era su ethos. Estaba esa casa, estaba ese colegio, pero al-
guien murió.
Mi viejo era hijo de una viuda; mi vieja fue la hija de una viuda: ninguno
de mis abuelos llegó a los 35 años, el paterno muerto de cáncer; el materno,
coronel de Fuerza Aérea, estrellado contra una montaña en Panamá. Lleg-
amos a algo, pero el mundo se frenó. Y con mi viejo muerto, no nos
habíamos ido a ningún lado. El colegio y la casa seguían ahí. No nos mu-
damos y una cláusula firmada por mi viejo en el contrato inicial del colegio,
regenteado por una asociación civil y no un dueño capitalista, nos garantiz-
aba educación gratuita a perpetuidad si él moría tras el pago de 5 mil
dólares en el fin del alfonsinismo, una especie de seguro de vida educativa
para sus hijos. Años después, mi mamá me contaría llorando cómo había
soñado con una casa blanca y con mi papá todavía vivo, los vecinos los
aplaudían desde la vereda. Entonces empecé a entender. En vez de soñar
con la casa blanca, yo soñaría con el relámpago.
Fui víctima de bullying en ese colegio. Suena tan institucional decirlo
casi 30 años después, pero fui una víctima porque fui distinto, porque era
gordo y porque mi cabeza estaba en otro lado con respecto al resto y porque
ningún adulto me defendió. Creo que fui una víctima de bullying precisa-
mente porque los chicos reproducen la misma basura del mundo adulto, la
misma basura de sus padres, esa lógica horrible de halcones y palomas que
te prepara para que tu jefe y el Estado y la policía y la Iglesia y el capital te
traten como mierda y te lo tragues. El Saint Mark’s era un producto del ar-
ribismo de la clase media-alta en cierto punto, profesionales exitosos, algu-
na buena gente, otros groseros y maleducados y cutres, pero mayormente
buena gente. Aprendí rápido, perfecto inglés, aprendí a pensar en inglés
como a pensar en español, tenía una excelente biblioteca, pero estaba rodea-
do de gente con la que no tenía mucho que ver, tediosa, de otro poder
adquisitivo, obsesionada con Boca o River, cuya mayor desgracia era la
separación de sus padres.
Pedí ayuda mientras me decían gordo y me señalaban porque me había
refugiado en la comida para soportar la muerte de mi viejo, pero nadie me
creyó. Un profesor de Educación Física me dijo que tenía “una persecuta”;
hoy tiene un hotelito en Mar de las Pampas. Mi tío me dio una solución:
que les pegue en la cara. Había una psicopedagoga en el colegio, un gesto
muy progre, pero todo lo que me decía era simplemente punitivo, lejos de
cualquier contención: el problema en una institución donde la idea de un
individuo era una cosa extraña solo podía ser mío. Dejé de ser una víctima
el día que me trencé a golpes y gané, o el día que le rompí un pupitre en la
cara a uno de mis acosadores, porque francamente no tenía otra opción, o
ninguna otra opción me parecía satisfactoria. Había chicos más grandes en
ese colegio que hablaban de heavy, que tenían los logos de las bandas de-
safiantes escritos con fibrón en sus mochilas, tipos que parecían distantes,
como elevados, los experimentadores de esa libertad. Y tenía a mi amigo,
Agustín.
Tenía a mis abuelas, Rosina y Elena. Rosina es la madre de mi madre.
Elena, la de mi padre.
Hubo un verano después de la muerte de mi viejo, no el inmediato, creo
que el segundo o el tercero. Mi vieja decidió que nos fuéramos, los cuatro, a
una casa que mi familia tenía en Puerto Madryn, en un barrio en el medio
de la nada, era literalmente la Patagonia, con arbustos polvosos y liebres y
la playa llena de algas y lechugas de mar que se compostaban con el sol
caliente y formaban una espuma agria, olorosa. Ni siquiera teníamos un
televisor en esa casa; tampoco recuerdo el sonido de una radio, pero recuer-
do que el aire se sentía inmenso, no cuando lo respiraba, pero se sentía in-
menso en mi cabeza, y había un espacio en esa cabeza mía que comenzaba
a existir, donde no tenía que oír a nadie más que a mí, donde no existía
ningún otro vínculo y que yo podía llenar con cualquier tipo de fantasía de
escape o ícono o fetiche o parlamento o idea de poder o de Dios, el marco
posible para el tableau vivant de la única mente.
Había un único local de videojuegos: tenía el Street Fighter II. También
había un kiosko de revistas. Recuerdo uno en una calle larga donde solo
había casas, verde, de metal, a lo que se debería parecer un kiosko de
revistas.
Mi abuela Elena había ido con nosotros al viaje a Puerto Madryn. Ella
todavía no vivía con mi abuela Rosina en el monoambiente detrás de la casa
de Munro donde vivió durante más de 25 años hasta que empezó a perder la
cabeza y a dejar la llave del gas abierta o la comida en el horno o a comen-
zar a olvidarse los nombres de su familia, uno por uno, hasta que suprimió
la muerte de mi viejo en su cabeza y decidió quizás olvidarse completa-
mente de él. Elena vivía en ese entonces en su departamento modesto de
Villa Crespo, con su silla de cuero marrón donde se reclinaba a leer Read-
er’s Digest y fumar Chesterfield, tenía todavía su localcito de ropa de bebés
en Olivos, antes de que ese local se incendiara —y no tenía seguro—. Mi
tío había perdido su fábrica de camisas un año después de la muerte de mi
viejo. El local se incendió en 1995. Aún faltaba. Elena todavía retenía esa
dignidad, con las manos grasas de toda la crema humectante que usaba. De-
spués perdió todo y se mudó con mi abuela Rosina, al monoambiente. Crecí
con dos abuelas que vivían juntas. Había una tristeza en eso, pero esa tris-
teza no era para mí.
Así, Elena, que hablaba poco, que se la había aguantado su vida entera,
pisaba el vórtice conmigo, y fuimos a comprar una revista en una tarde de
persianas bajas, en una ciudad de tono beige.
Yo quería la Condorito, pero no la tenían. Estaba la revista Metal. No re-
cuerdo el número. Recuerdo a Guns N’ Roses, a Whitesnake con David
Coverdale, pero a Axl Rose, particularmente, que tenía algo demoníaco con
sus pulseras de latón y las bandanas y la cara desencajada todo el tiempo y
el magnetismo del peligro de aventurarse hacia el sexo en la oscuridad, que
era la fuerza que alimentaba todo lo que hacía Axl Rose. También era Slash
o Duff McKagan, que siempre fue mi Guns N’ Roses favorito, pero lo que
haya sido fue inmediato. Guns N’ Roses tuvo un poder sobre mí que me en-
señó rápidamente que yo podría ser, también, PODER SOBRE OTROS, o
que nadie podría ser poder sobre mí. Además, todo estaba dentro de una re-
vista. Mi viejo era periodista, había muerto mientras dirigía una revista.
Creo, en parte, que dirigir una revista lo mató. Por ende, una revista sería
para mí una cosa romántica durante la mayor parte de mi vida consciente.
Que el heavy metal haya entrado a mi vida no a través de una radio, no a
través de la música en la televisión o la radio, sino a través de una revista,
tiene todo el sentido del mundo. En los últimos años oí varias veces la ex-
presión “espacio seguro”. Me parece una mentira horrible, burda, ya que
mientras exista un ser humano, no habrá tal cosa como un espacio seguro,
pero esa revista Metal lo fue para mí, la parte sin miedo de la única mente
en donde yo podría existir junto a algo que se pareciera a mí.
Llevé esa revista de vuelta a casa, hasta Beccar, la estudié, la compartí
con chicos de mi cuadra. La hermana de uno de ellos tenía otras, una Metal
Hammer de España, lo cual subía la apuesta, con un poster de Motörhead,
templarios del despiadado y del alcohol y del culto al individuo. Y había
otro kiosko de revistas en Munro, donde vivía mi abuela Rosina, al que me
llevaba, y yo compraba otras revistas, como la Heavy Rock también de
España.
Iron Maiden llegó a Buenos Aires en 1992, para un show en Ferro, el 25
de julio, en la gira de Fear of the Dark, que fue un disco triunfal, que te
tensaba los nervios del lomo con una tapa de un demonio con la cara de Ed-
die montado a un árbol en la noche, otra cosa más que pasa en las sombras.
Dickinson llevaba jeans recortados, una motoquera de cuero —con todo lo
que una motoquera de cuero te hace transpirar— y borceguíes, y la cancha
de Ferro estuvo repleta. Hubo reseñas de ese show en las revistas; “El Día
de la Bestia”, dijo uno, una redundancia. Maiden también hizo playback en
el programa de Mario Pergolini, Hacelo x mí: hicieron una balada y un tema
pesado y rápido. Lo vi en vivo a ese playback como si fuese un show de
verdad, con las paredes de amplificadores Marshall, Dickinson que marcha-
ba desquiciado frente a la cámara, que abría la boca sin cantar. Era una en-
ergía caótica, excitante. Hicieron From Here to Eternity con su mímica;
había un grupo de fans que aplaudía y agitaba mientras la canción se apila-
ba sobre sí misma y crecía. Yo sabía poco y nada de Iron Maiden, pero ellos
eran heavy metal; cada vez que oía la palabra heavy metal o la leía mi
cabeza, enloquecía. Todo lo que sabía era por las revistas. Sabía, básica-
mente, que existía; yo era un chico encerrado en un suburbio casi sin discos,
apenas un televisor con canales de aire y estos hombres adultos de pelo
largo y chupines y camperas motoqueras y pantalones de cuero desarrolla-
ban la tecnología que permitía a los seres humanos alejarse de otros seres
humanos o dejar de ser humanos. La palabra metafísica está asociada a li-
bros baratos y dudosos, pero Iron Maiden en mi mente comprendía algo
más allá de la física, capaz de conquistarla, no en el espacio, no en el tiem-
po, pero justo en el medio, en la nave de control. Ni siquiera conocía sus
letras.
Live After Death no fue mi primer disco heavy. Un chico de mi barrio,
Andrés, mucho más grande que yo, paciente de mi mamá, me había presta-
do CDs de Metallica, los que importaban, Kill ‘Em All, …And Justice for
All, Master of Puppets, Ride the Lightning, brillantes, transformativos,
música de negatividad y de conquista y de introspección, de adorar lo in-
evitable. Metallica era una banda capaz de no hacerte sentir culpable o aver-
gonzado por desear la muerte, por desear morir, y era la banda más impor-
tante del planeta en ese momento. La máquina para reproducir CDs era nue-
va en mi casa, fui creo el último de mi clase del colegio en tenerla, una lec-
tora Technics que un primo mío conectó al amplificador Pioneer que era de
mi papá, que no escuchaba música, que creo que no le interesaba: leía algu-
nas novelas de espionaje que quedaron en casa por años, que yo nunca leí.
La familia de mi papá —todos excepto mi abuela— me decían constante-
mente lo mucho que me parecía a mi papá, tardes enteras de colgarme su
muerte en la espalda, de ser el cuerpo vivo de un muerto antes de tiempo,
así que de ninguna manera iba a leer sus novelas. Después, irónicamente,
fui periodista. Elena murió en otoño de 2017, después de años de erosión;
murió postrada en un geriátrico de Munro al cual la habían llevado. Un
ACV le había quitado lo poco que le quedaba algunos meses antes; fue el
fin de esa guerra larga contra el mundo que libró Elena para que el mundo
no le robe su dignidad.
Llegué 15 minutos tarde y con motoquera de cuero a su velatorio en el
cementerio de Olivos; fui para abrazar a mi otra abuela, a Rosina, a mi her-
mana y mi hermano, a despedirme de la familia de mi papá, porque verlos
era verme atrapado en un tiempo donde yo era débil y estaba a merced de
otros o de otras cosas, un tiempo sin brillo que me invitaba a quedarme en
él para vivir sometido; yo no podía aventurarme porque ellos no se habían
aventurado jamás. No lloré, no porque los heavies no lloremos —los heav-
ies lloramos, y mucho—, sino porque sobreactuar es de mal gusto. Tam-
bién, no lloré porque me sentía feliz, porque la muerte de mi abuela paterna
me hacía libre, como ella era libre de una vida indigna que nunca pidió. Yo
aprendía a amar a la fuerza el mundo de mi papá después de su muerte,
había sido armado por otros con sus melancolías, con pedazos de veranos
mejores y de días de mejor poder adquisitivo, antes de las quiebras fi-
nancieras o emocionales y los entierros y las enfermedades y las sucesiones.
Cuando mi abuela murió, mi deuda con ese mundo quedó cancelada. Ya no
tenía por qué amarlo, a ese mundo que nunca me había amado a mí, no por
quien yo era, sino por la sombra ominosa que alguien o algo me obligó que
vista, por lo mucho que me parecía, por los ojos saltones, o por los comen-
tarios ácidos hechos a tiempo.
La última charla que tuvimos con Elena fue con silbidos. Ella ya había
perdido su voz, apenas modulaba, lo que sonaba como su voz era una corri-
ente de aire chiquita entre las encías con consonantes y vocales aplastadas.
Le pregunté si se acordaba de mí, si sabía quién era yo. Me dijo que no. Le
dije que yo era su nieto, el hijo de Mario, que había sido su hijo. Le di un
beso en la frente y me fui. Mencionarle a mi viejo había sido un tabú famil-
iar durante los dos últimos años de su decadencia; Elena ya lo había expul-
sado a Mario de su cabeza. La rodeaban sus hijos que la iban a visitar, su
nuera. Antes del geriátrico, tras dejar de vivir en lo de Rosina, vivió en la
casa del hermano de mi papá, con quien no hablaba hacía casi 10 años. El
día que tuvo que ir al geriátrico, Elena fue acompañada por los hijos de su
hijo muerto, no por los de su hijo vivo. En el geriátrico, Elena se amoldó
rápidamente. Tenía uno de mis libros, no sabía de quién era. Se sorprendió
de que yo pudiera escribir un libro. Las tardes en la sala del olor a pis eran
graves, los viejos tienen rencillas entre ellos, se sisean, se miran, vuelven a
ser chicos; un geriátrico termina por ser un kinder de chicos grises y
frágiles. Elena le decía que yo era su favorito a los otros viejos; al comienzo
no especificaba el vínculo, qué teníamos que ver ella y yo. Nunca había sido
su nieto favorito. Al final dijo que yo era su hijo. Así, con esas palabras:
“MI HIJO”.
Finalmente, había reemplazado a mi padre.
Mientras tanto, en el año 1994, yo iba a hacer todo lo posible para ser li-
bre, también, de mi propia vida.
Recuerdo las primeras fiestas que ocurren antes de la pubertad, once
años, donde los chicos y las chicas bailan por primera vez y donde el orden
jerárquico regula quién es digno de que lo miren o que lo besen o le presten
atención y quién no. Una noche unos chicos excitados, los tediosos que
hablaban de River o de rugby, intentaron manosear a una chica: la encer-
raron en un sótano en la casa de un compañero, ella gritó y ellos se callaron.
Y estaba la música, la música que sonaba mientras esa chica de once años
gritaba y que irónicamente hacía posible que los chicos bailaran con las chi-
cas, que conformaba algo de lo que yo no podía ser parte. Esa era la música
de mi exclusión. “Selva”, de La Portuaria, era un tema recurrente en esas
fiestas. Todo lo que representaba esa canción para mí era horrible. Y creo
hasta hoy que ser parte de eso es, también, algo horrible: escribir el recuer-
do que clava, lo que estaba en los oídos al perder, la cabeza gacha de mi
hermano. Sé que no es su culpa, sé que no es culpa de nadie, pero, ¿para
qué lo hacen? ¿Quién querría escribir la música de la exclusión? No era el
único en esa fiesta que oía esa canción y se retorcía, se apartaba. ¿Por qué
no escribieron la música que nos haría libres? ¿Por qué no nos ayudaron a
pelear por nuestra liberación?
Iron Maiden llega para mí en ese momento, principios de la primavera de
1994, sexto grado. Tenía once años.
Le pedí a mi mamá que me compre Live After Death tras ver la copia en
una disquería de La Horqueta; en teoría era parte del partido de Boulogne,
pero era más San Isidro que San Isidro mismo. La disquería estaba sorpren-
dentemente bien provista y su dueño tenía una teoría interesante sobre De-
humanizer, el último disco de Black Sabbath en ese entonces, con Ronnie
James Dio, es decir, nada mal para La Horqueta, que tuvo muchos músicos
entre sus casas de dos o tres plantas y sus mansiones que tocaron punk o
heavy metal; La Horqueta hasta tuvo un skinhead nazi, que debía ser la per-
sona más triste y solitaria del universo.
Llevé el disco a mi casa para escucharlo en la Technics, entre una pila de
revistas Madhouse, la revista que me enseñó la mitad de lo que sé sobre el
periodismo, o sobre cómo escribir de rock. Entonces, procedí a identifi-
carme con el relámpago y con todo lo que el relámpago significaba.
II