Consagración A Jesús Por María

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CONSAGRACIÓN A

JESÚS POR MARÍA


Por: Lazos de amor Mariano (App)
BLOQUE 1. EL MUNDO
TEXTO 1. ¿QUÉ ES EL MUNDO?
La vida del hombre sobre la tierra es una milicia, es decir, una batalla, un combate
espiritual. Los doctores, teólogos y santos coinciden en afirmar que, el hombre, durante
toda su vida, se ve enfrentado con tres enemigos de su alma que quieren perderla: el
mundo, el demonio y la carne (o concupiscencia). Con estos tres enemigos presenta un
arduo combate de todos los días, de todas las horas, de todos los instantes.
En esta primera lección trataremos sobre el primero de ellos. Al escuchar hablar del mundo
como enemigo del alma podemos extrañarnos y preguntarnos: ¿cómo puede ser el mundo
enemigo de mi alma? ¿Acaso no es creación de Dios? ¿Puede salir algo malo de las mano
de Dios? Efectivamente, el mundo ha sido creado por Dios, ha salido de sus manos y por
tanto es algo maravilloso. Pero, entonces, ¿a qué se refería Jesús cuando dijo “el mundo
no puede odiaros; a mí, sin embargo, me aborrece, porque doy testimonio de que sus
obras son perversas” (Jn 7,7)? ¿Cuál es ese mundo que aborrece a Jesús y cuyas obras
son perversas?
Para responder a esta pregunta,  lo primero que hay que decir es que la palabra “mundo”
evoca diversos significados y es preciso definir en qué sentido se ha de utilizar en esta
preparación para la Consagración Total a Jesús por María. Dice el P. Antonio Royo Marín,
O.P.:
La palabra “mundo” puede emplearse en muy diversos sentidos. Los principales son
cuatro:
I. Para significar la tierra, el planeta en que habitamos.
II. Para designar el universo, o conjunto de todos los seres creados.
III. ParaPara señalar las vanidades y placeres pecaminosos a que se entregan las
personas que viven olvidadas de Dios. Así entendido, el “mundo” es uno de los
principales enemigos de nuestra alma […]. Es el mundo del pecado, antítesis de
Cristo, enemigo de Dios (cf. Sant 4,4). En este sentido escribe San Juan: “No
améis al mundo ni a nada de lo que hay en el mundo” (1 Jn 2,15).
IV. Como sinónimo de las estructuras terrenas que constituyen la trama de las
actividades de los laicos en su propio campo seglar: familia, profesión, política,
arte, diversiones sanas, etc.” [1](En este sentido dice el Concilio Vaticano que se
debe “consagrar a Dios el mundo mismo”[2]).
Así pues, quede claro que cuando, en esta preparación para la Consagración, hacemos
alusión al “mundo” como enemigo del alma nos referimos a las vanidades y placeres
pecaminosos, contrarios al Evangelio, a que se entregan las personas que viven olvidadas
de Dios.  Desde aquí podemos entender las palabras de nuestro Señor: “yo no soy de este
mundo” (Jn 17,14), “yo no ruego por el mundo” (Jn 17,9), ahora sabemos que se refiere a
aquel “ambiente anticristiano que se respira entre las gentes que viven totalmente
olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra”[3], y que, como lo
dice el apóstol San Juan, está gobernado por el Maligno: sabemos que somos de Dios y
que el mundo entero está sometido al poder del Maligno’ (1 Jn 5,19). El mundo ofrece una
gran fuerza de seducción a los hombres y esto lo hace a través de diversos medios; en
nuestra lección señalaremos cuatro de estas tácticas que utiliza para seducir y engañar:
1. Frases engañosas
Son mentiras disfrazadas de verdad que pretenden cambiar la manera de pensar bajo la
premisa: “cambia tu manera de pensar y cambiará tu manera de vivir”. El mundo utiliza un
lenguaje relativista, que invierte los valores, y  que termina por convertirse en la norma de
vida de quien lo escucha y adopta, y es así como hoy llamamos “habilidad” al engaño,
“arte” a la pornografía, “anticuada” a la mujer decente, “rehacer su vida” al adulterio, “para
adultos” a espectáculos inmorales, “sexualidad responsable”  a la anticoncepción, “hacer el
amor” a la fornicación, “libre desarrollo de la personalidad” al homosexualismo, etc.
Este ambiente anticristiano, que es el mundo, se guía por máximas como: “somos jóvenes,
hay que disfrutar la vida”; “Dios es muy bueno y comprensivo, no por gozar y divertirnos
nos va a condenar”; “comamos y bebamos que mañana moriremos” “si nos amamos ¿por
qué va a estar mal hacerlo?” Como dicen por ahí: “repite una mentira cien veces y
terminarás creyéndola”, y esta es, precisamente, la estrategia del mundo: nos repite sus
mentiras y engaños, proclama sus máximas que exaltan las riquezas, los placeres, el
orgullo, el pecado, y  las proclama por doquier hasta lograr que las personas las acepten
como verdaderas y terminen viviendo según esos criterios, y no según los del Evangelio.
Si Cristo nos dice: “Bienaventurados los humildes, los pobres, los limpios de corazón, los
que sufren” (Mt 5,1-12), el mundo, en oposición, proclama: “Bienaventurados los
poderosos, los que poseen fama y riquezas, bienaventurados los lujuriosos y hedonistas”;
cuando Cristo nos enseña “ama a Dios sobre todos las cosas y a tu prójimo como a ti
mismo”, el mundo nos dice “ámate a ti mismo por sobre todas las cosas”, “odia y persigue
a tus enemigos”. Ante dicha situación, es muy importante no dejarnos engañar por estos
conceptos falsos, y más importante aún, cristianizar nuestra manera de pensar y nuestro
lenguaje.
2.  Burlas y persecuciones
Cuando una persona está en un cuarto oscuro por un largo tiempo, y viene alguien y de
repente enciende una bombilla, ésta se siente encandilada, siente que la luz le fastidia, no
la soporta e intenta apagarla. Esto mismo le ocurre al mundo, se encuentra sumergido en  
las tinieblas del pecado, y es por ello que cuando viene un cristiano con la luz de Cristo, le
fastidia, le incomoda y por ello intenta apagarlo. Es así como, cuando el mundo no logra
seducirnos y conformarnos a su mentalidad entonces intenta desanimarnos y apabullarnos
a través de burlas y persecuciones.
Pero no hay que olvidar que el cristianismo siempre ha estado marcado por la persecución,
el mismo Cristo la padeció y nos advirtió que sus discípulos serían aborrecidos y
perseguidos por el mundo: “Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan, y
cuando, por mi causa, os acusen en falso de toda clase de males” (Mt 5,11). En sus inicios,
el cristianismo fue víctima de violentas y sangrientas persecuciones,  que se daban
abiertamente, y en las que cientos de mártires derramaron su sangre. Ahora, asistimos a
una persecución solapada pero feroz, a una persecución moral que se da a través del
lenguaje -chistes y burlas que ridiculizan lo sagrado, lo piadoso y lo moral-, de los medios
de comunicación -que se encarnizan mostrando aquellas noticias escandalosas en que
aparece involucrado un sacerdote o una religiosa-, de las leyes -que atentan contra la vida,
la familia, el matrimonio, la libertad religiosa-. En fin, es una persecución cultural, donde tal
vez no se prohíbe abiertamente el cristianismo, pero donde la estrategia es crearle un
ambiente totalmente adverso. Una persecución que busca acorralar el cristianismo, que
quiere sacar la fe del ámbito público y reducirla a lo privado.
 Pero Jesús nos dijo “felices los perseguidos por causa mía”, por ello debemos estar
alegres, tener la frente en alto y estar dispuestos  a dar la batalla. Debemos ser valientes, ir
contra corriente y no resignarnos a la mediocridad de este mundo, pues los mediocres solo
se burlan de aquellos a quienes no pueden imitar. 
3.  Placeres y diversiones ilícitos
Asistimos a una sociedad hedonista, caracterizada por una obsesiva búsqueda del placer e
incapaz de sufrir; por lo tanto, cada vez más incapaz de amar. Una sociedad que enseña a
los hombres a “vivir para sí”, ignorando que la desesperanza  más absoluta del hombre es
no tener para quién vivir, por quién dar la vida, y vivir para sí,  simplemente para
procurarse placeres. Se trata de placeres momentáneos y desordenados, que esclavizan y
hacen dependiente a la persona éalcohol, drogas, sexo desordenado- que rápidamente
pasan y no brindan alegría profunda al corazón; son momentos de disfrute, mas no de
alegría duradera.
Teatros, cines, discotecas, bares, bailes inmorales, centros de perversión, playas y
piscinas con inmoral promiscuidad de sexos, revistas, periódicos, novelas, vitrinas,
conversaciones torpes, que lo único que hacen es erotizar cada vez más al hombre
robándole su capacidad reflexiva. En el mundo no se piensa ni se vive más que para la
diversión, a la que se le sacrifica muchas veces el descanso, el compartir familiar y hasta lo
materialmente necesario para vivir.
4.  Falsos modelos
Un modelo es un “arquetipo o punto de referencia para imitarlo o reproducirlo”[4]. En las
acciones morales es un ejemplar que se debe seguir e imitar por su perfección.
En este orden de ideas, hay que decir que toda persona adopta un modelo en su vida,
alguien a quien admira y considera digno de imitar. Hoy, los medios de comunicación, con
su gran capacidad de influenciar, son los encargados de fijar dichos modelos  tanto a
adolescentes, como a adultos y niños. Pero, ¿qué clase de modelos nos fijan? ¿Qué
personas nos incitan a imitar? Se miden estos modelos por una capacidad artística o por
su belleza o su fama o por su dinero; y eso sí que es difícil de imitar, en la mayoría de los
casos, imposible. Por lo general son “modelos” escandalosos, que viven de espaldas al
Evangelio y que incitan a lo pecaminoso, que, en muchos casos, sirven de instrumentos al
“príncipe” de este mundo para llevar las almas a la perdición. Los falsos modelos que hoy
se ponen como punto de referencia son cantantes, artistas, modelos, famosos, hombres de
ciencia que se jactan de ser ateos, prototipos, en la mayoría de los casos, superfluos y
vacíos, que incitan a la impureza, a la promiscuidad,  al culto del cuerpo,  a la ambición, a
la rebeldía, e incluso a la incredulidad y al rechazo y oposición a la fe.
El cristiano sabe que los auténticos modelos, dignos de imitar, son los santos: personas
arrolladoras, líderes, valientes, entusiastas, arriesgadas, emprendedoras, virtuosas y muy
heroicas que dejaron su huella en la historia. Todas ellas, personas que han dado su vida
para que otros tengan vida, personas que le han aportado a la sociedad y que han hecho
algo verdaderamente noble por la humanidad sin esperar retribución alguna. Madre
Teresa, Don Bosco, Juan Pablo II, ellos sí que son dignos de imitar, pues ¡han llevado una
vida grande! Ellos han encarnado el Evangelio en sus vidas, han vivido la imitación de
Cristo y de su Santísima Madre, quienes deben ser nuestros principales modelos. Los
santos nos hacen creíble el Evangelio.
Mientras estudiaba en la universidad de París, San Francisco Javier, tuvo la fortuna de
encontrarse con el gran San Ignacio de Loyola, quien le repetía incansablemente aquellas
palabras del Evangelio: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su
alma?” Palabras que lo llevaron a renunciar a su vida mundana y a entregar su vida a
Jesucristo. Y es que un verdadero cristiano sabe que este mundo es un lugar de
peregrinación y que su patria definitiva es el Cielo, mientras que un mundano (palabra que
usamos para designar a la persona que se encuentra invadida, y es guiada,  por el espíritu
del mundo) se aferra a él incansablemente.
En definitiva, no queda duda que el  mundo es un enemigo del alma con el que el hombre
tendrá que luchar hasta el último instante de su vida: “esta situación dramática del mundo
que “todo entero yace en poder del maligno” (1 Jn 5,19; cf. 1 Pe 5,8), hace de la vida del
hombre un combate: A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla
contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta
el último día, según dice el Señor... ”. Ante dicha realidad, el hombre está llamado a
combatir, pues es imposible pertenecer a Jesús y al mundo. No se puede  conciliar el
espíritu del Evangelio con el espíritu del mundo. Es hora de dejar de ser mundanos y de
permitir que sea el  Espíritu Santo quien conduzca nuestras vidas. Desde el inicio (Gén
3,15), el mismo Dios dividió la humanidad en dos bandos, los descendientes de la Mujer,
Cristo y sus discípulos, y los descendientes de la serpiente, los que pertenecen al mundo
dominado por el diablo. ¿De qué bando queremos estar? No hay punto medio, o se está de
un lado, el del Evangelio de Jesucristo, o se pertenece al mundo, dominado por el diablo.
PRÁCTICA
Leer y meditar el Evangelio del san Marcos y escribir diez enseñanzas personales.
Consagración Online: En tu cuaderno saca un listado de 10 cosas del mundo que te están
haciendo daño en este momento y de cada uno, escribe cómo piensas combatirlo.
Reto Digital: Te invitamos a seguir nuestras redes sociales: facebook de Lazos de Amor
Mariano, facebook de la consagración Online, facebook de Wilson Tamayo, nuestro Canal
en Youtube. También revisa tu facebook y deja de seguir páginas y grupos con contenido
mundano.

 [1] ROYO, Antonio. Espiritualidad de los Seglares. Madrid: La Editorial Católica


(BAC), 1967. P. 749.
 [2] Constitución Dogmática Lumen Gentium, n. 34.
 [3] RO[4] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA. Modelo. En: Diccionario de la lengua
española. [En línea]. 22 ed. [consultado 26 jun. 2013]. Disponible en
http://lema.rae.es/drae/?val=modelo.

**En tu cuaderno saca un listado de 10 cosas del mundo que te están haciendo daño en
este momento y de cada uno, escribe cómo piensas combatirlo.**

TEXTO 2. ¿SOBERBIO YO?


Para lograr la purificación del alma, vaciarla del espíritu del mundo y librarla del pecado, es
necesario, además de combatir el mundo, ir contra la raíz misma del pecado que está en
cada hombre y que se conoce como la triple concupiscencia. Como lo vimos en la anterior
lección, los enemigos espirituales del hombre son el mundo,  el demonio y la carne o
concupiscencia. Esta última “es un enemigo interior, que llevamos siempre con nosotros
mismos; el mundo y el demonio son enemigos exteriores que avivan el fuego de la
concupiscencia”. La concupiscencia es la inclinación al mal que quedó en el hombre como
consecuencia del pecado original. El apóstol San Juan hace referencia a ella: “porque todo
cuanto hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y
soberbia de la vida- no viene del Padre, sino del mundo” (1 Jn 2,16). Así pues, la
concupiscencia de la carne es la inclinación desordenada al placer, la concupiscencia de
los ojos es la inclinación desordenada a las riquezas y la soberbia de la vida es la
inclinación desordenada del amor propio, que lleva al hombre a considerarse dios de sí
mismo. En estas tres lecciones consecutivas nos dedicaremos a profundizar en cada una
de ellas. Empezaremos, pues, por la soberbia, debido a que ésta es la raíz de los demás
pecados.
El hombre posee un apetito natural de excelencia
Hay que decir de entrada, que el hombre debe buscar la excelencia en todo cuanto hace
(de hecho, este es un apetito natural puesto por Dios en el hombre): en su estudio, trabajo,
familia, y en fin, en todos los ámbitos en que se desenvuelve. Dios quiere que el hombre
alcance la perfección en todo y para ello lo dotó de múltiples dones, virtudes y
capacidades, que el hombre debe reconocer en sí mismo y dar gracias a  su Creador por
ello.
Con el pecado original se desordenó
Con el pecado original este apetito de excelencia se desordenó en el hombre llevándolo a
creer que se basta a sí mismo, que no necesita de Dios, que todo cuanto tiene es por
mérito propio. Esto lo ha llevado a buscar obsesivamente la excelencia por la excelencia,
como un fin en sí misma y sólo para darse gloria. Es decir, el hombre quiere arrebatarle la
gloria a Dios y quedarse con ella. Así, podemos decir, con el extraordinario teólogo
Adolphe Tanquerey, que la soberbia es: “Un amor desordenado de sí mismo, por el cual el
hombre se estima, explícita o implícitamente, como si él fuera su primer principio y su
último fin”[3]. Continúa Tanquerey advirtiendo cómo la soberbia lleva  a muchos a negar a
Dios como su primer principio, unos negando su  existencia, no admitiendo haber salido de
las manos de un Creador -caso de los ateos-; otros, simplemente, no se quieren someter a
su autoridad - como el caso del demonio-, quieren ser autónomos y definir por sí mismos lo
que está bien y lo que está mal -caso de nuestros primeros padres-. Otros, de manera más
solapada, caen en este mismo pecado, comportándose como si las capacidades, dones y
virtudes que poseen fueran enteramente suyos. La soberbia, también conduce al hombre,
a negar a  Dios como su fin último, porque le lleva  a realizar cada una de sus obras para
dar gloria a sí mismo y no a su Señor, deseando ser alabado como si éstas proviniesen
enteramente de sí.
Jesús con ningún pecado fue tan duro
Jesús acogió a pecadores, a publicanos y prostitutas, comió con ellos, y los hizo amigos y
discípulos suyos; sin embargo, vemos en el Evangelio cómo trataba con dureza a los
escribas y fariseos: “Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas... sepulcros
blanqueados... serpientes, raza de víboras” (Mt 23,13), nos parece sorprendente cómo
Jesús, que nos trae la Buena Nueva del amor y la misericordia de Dios, pueda hablarles de
tal manera; ¿acaso no eran ellos los más observantes de la ley? ¿Acaso no pertenecían al
pueblo elegido? Había una sólo razón para que Jesús reaccionara de tal manera frente a
ellos: la soberbia y obstinación que había en sus corazones, hasta el punto de creerse
santos y ya salvados. Él nunca rechazó a un pecador, pero sí a los soberbios: “Dios resiste
a los soberbios y da su gracia a los humildes” (Sant 4,6), “derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes” (Lc 1,52), “porque todo el que se ensalce será humillado, y el
que se humille será ensalzado” (Lc 14,11). La soberbia es un pecado tan grave ante Dios -
pues es querer ocupar el lugar de Dios mismo- que hizo de ángeles, demonios; tal fue el
caso de Satanás.
Muchas veces tendemos a confundir la humildad con la pobreza, y creemos que los únicos
soberbios son los ricos. También, muchos de nosotros nos creemos humildes,
simplemente, porque no somos vanidosos o arrogantes o porque no alardeamos de lo que
tenemos. Sin embargo, hay que decir que la soberbia se manifiesta de múltiples maneras y
es solapada, es decir, se esconde, y muchos de los que la padecen ni siquiera lo advierten.
Por ello, es necesario hacer un intento de descripción del espíritu soberbio para
examinarnos al respecto:
a) El soberbio es egoísta
 Egocéntrico: “primero yo, segundo yo, tercero yo...”
 Siempre está hablando de sí mismo: “yo quiero, yo pienso, yo tengo...”
 Quiere que le den (ser amado) y no da (no ama).
 Quiere ser servido y no servir.
 Es posesivo: “mi cuarto, mis cosas... lo mío.”
 Vive para sí, para procurarse placeres, es  individualista y por tanto termina sólo.
El humilde, en cambio, vive para los demás, se dona, se entrega, y se hace servidor de
todos; y por ello, al humilde todos lo quieren.
b)  El soberbio se cree muy bueno
 No reconoce sus errores.
 La culpa siempre la tiene el otro.
 Cree que no tiene nada que cambiar “yo no mato, yo no robo”.
 No reconoce sus pecados “¿por qué me voy a confesar con un pecador pecador?
 Es rencoroso, no perdona y no sabe pedir perdón.
 Siempre gana la pelea, la discusión, y termina por perder familia, amigos, trabajo.
 El soberbio se enoja cuando no consigue lo que quiere.
El humilde en cambio cede y gana más
c)  El soberbio siempre quiere tener la razón
 Levanta la voz.
 Se impone: “aquí se hace lo que yo digo.”
 Cree que se las sabe todas: “¿estos ignorantes creen que me van a enseñar a mi?”
 Es un racionalista que todo lo pone en duda (hace preguntas para cuestionar).
 Se atreve a negar a Dios porque no le cabe en su cabeza; pretende someterlo a una
prueba de laboratorio.
d) El soberbio no obedece
 Es rebelde: “a mí nadie me manda.”
 No obedece ni la ley de Dios, ni a sus superiores: “yo sé lo que me conviene.”
 No escucha consejos, y acaba mal.
e) El soberbio se cree mejor que los demás
 Siempre quiere ser el primero.
 No acepta las derrotas.
 Es impaciente y grosero.
 Trata a los demás con desprecio.
 Humilla a sus empleados.
 Mira con desprecio a los pobres e indigentes.
 Se cree más por su riqueza (carros, casas, ropa), belleza, inteligencia (títulos).
 Busca siempre la comodidad, los lujos.
 Se queja de la incomodidad, no soporta el menor sacrificio.
 Reniega ante el sufrimiento.
f) El soberbio vive de las apariencias
 Siempre está aparentando lo que no es.
 Busca ser alabado y reconocido.
 Vive del qué dirán: “me miró, no me miró... me dijo, no me dijo.”
 Quiere llamar siempre la atención: es bulloso y extravagante.
 El soberbio es ambicioso.
g) El soberbio se cree autosuficiente
 Cree no necesitar de los demás, ni de su familia, ni de Dios.
 Llega la enfermedad y le reduce a la dependencia de los demás.
En definitiva, hay que decir que la soberbia es inseguridad, baja autoestima; el soberbio
pide a gritos “quiéranme”, “préstenme atención”, “¿soy importante?”. El soberbio es un
pobre esclavo que se esconde permanentemente bajo una máscara.
Los hijos de María debemos tener especial cuidado de no caer en la soberbia, pues
nuestra amada madre se hizo al esclava del Señor, se humilló, se reconoció como una
criatura pobre y necesitada de su Dios. Y mucho más cuidado aún debemos tener con la
soberbia espiritual, aquella que nos puede hacer creer que ya somos santos, que somos
más buenos y más virtuosos que los demás, que tenemos el derecho de juzgar y condenar
a nuestro prójimo; ésta soberbia sí que es aborrecida por Dios.
Una particular enseñanza de Jesús
“Toda la vida de Cristo en la tierra, dice San Agustín, fue una enseñanza nuestra; y aunque
fue de todas las virtudes Maestro, pero especialmente lo fue de la humildad. Ésta quiso
particularmente que aprendiésemos de Él, y por eso dijo: “Aprended de mí, que soy manso
y humilde de corazón”[4]. Cristo nunca dijo a sus discípulos “aprended de mí a predicar, a
hacer milagros, a sanar enfermos, a expulsar demonios”, sin embargo, sí les exhortó a
aprender de su humildad, y esto nos muestra la excelencia y grandeza de esta virtud; y
quiso enseñárnosla no sólo de palabra sino, ante todo, de obra. En esta misma línea, San
Basilio hace un recorrido por la vida de Cristo mostrando como todas sus obras enseñan
esta gran virtud: “Quiso, dice, nacer de madre pobre en un pobre portal, y en un pobre
pesebre, y ser envuelto en unos pobres pañales; quiso ser circuncidado como pecador,
huir a Egipto como flaco, y ser bautizado entre pecadores y publicanos, como uno de ellos.
Después en el decurso de su vida quiérenle honrar y levantar por Rey, y escóndese... y al
fin de su vida, para dejarnos más encomendada esta virtud como en testamento y última
voluntad, la confirmó con aquel maravilloso ejemplo de lavar los pies a sus discípulos, y
con aquella muerte tan afrentosa en la cruz.”[5]
Al humilde nada le quita la paz, vive tranquilo, en paz con todos, se acomoda a todo, lo
disfruta todo. El humilde perdona, es servicial, reconoce sus errores y los enmienda,
aprende de los demás, cede ante las peleas, vive de cara a Dios; y así puede ser feliz. Él
sabe que no es más porque le alaben, ni menos porque le critiquen, sabe que vale lo que
vale ante Dios. La humildad, pues, es reconocerse pobre y necesitado de Dios, y de los
hermanos; es reconocer que “nada soy”, “nada tengo”, “nada valgo”, “soy un pecador”.
María y la humildad
Mientras que satanás cayó por su soberbia, María fue exaltada y coronada como Reina del
universo por su humildad. Ella se hizo la humilde esclava del Señor (Lc 1,38), supo
hacerse pequeña y reconocer las grandezas que Dios obró en ella (Lc 1,49), se hizo la
servidora de los demás (Lc 1, 39), supo aceptar con amor el sufrimiento y perdonar a
quienes crucificaron a su hijo (Jn 19, 25-27). Nuestra Madre ha de ser, pues, nuestra
modelo y nuestra ayuda para alcanzar esta preciosa virtud.
PRÁCTICA
Rezar las letanías de la humildad, durante una semana, implorando a Dios la virtud de la
humildad, tan necesaria para alcanzar la santidad. (ver: Letanías de la humildad, más
abajo)
Reto Digital: Revisaré todas mis publicaciones en mis redes sociales y eliminaré cualquier
foto, video o publicación mundana o que incite a pecar a otros

[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo I y II. Quito:


Jesús de la Misericordia, 1930. Pp. 135-136.
[2] Ibíd., p. 536.
[3] Ibíd., p. 537.
[4] OSÉS, Saturnino S.J. Sed Perfectos. Quito: Jesús de la Misericordia. P. 307.
[5] Ibíd., pp. 307-308.
 

LETANÍAS DE LA HUMILDAD
Jesús manso y humilde de Corazón,
-Óyeme.
(Después de cada frase decir: Líbrame Jesús).
 Del deseo de ser lisonjeado,
 Del deseo de ser alabado,
 Del deseo de ser honrado,
 Del deseo de ser aplaudido,
 Del deseo de ser preferido a otros,
 Del deseo de ser consultado,
 Del deseo de ser aceptado,
 Del temor de ser humillado,
 Del temor de ser despreciado,
 Del temor de ser reprendido,
 Del temor de ser calumniado,
 Del temor de ser olvidado,
 Del temor de ser puesto en ridículo,
 Del temor de ser injuriado,
 Del temor de ser juzgado con malicia,
(Después de cada frase decir: Jesús dame la gracia de desearlo)
 Que otros sean más estimados que yo,
 Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse,
 Que otros sean alabados y de mí no se haga caso,
 Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil,
 Que otros sean preferidos a mí en todo,
 Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda,
Oración:
Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser
ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de
aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra
miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el
cielo.
Amén.
TEXTO 3. ¿ES BUENO EL PLACER?
En el ser humano existe un deseo natural de aquellos bienes que corresponden a la propia
conservación. De esos bienes naturales, algunos son necesarios para la conservación del
individuo y de su cuerpo como el alimento, la bebida, el vestido, etc. Otros de esos bienes
naturales son necesarios para la conservación de la especie humana, como los bienes
sexuales. 
El hombre desea estos bienes y, por tanto, cuando los posee experimenta placer, o ¿quién
no ha experimentado placer al saborear una deliciosa comida o un helado, o al dormir
después de una agotadora jornada? Es natural que el hombre experimente placer; Dios ha
querido darle esta capacidad de disfrute, y ha puesto placer en ciertas cosas, es más, si no
fuera así, si no apeteciéramos el comer, el dormir y la sexualidad, tal vez moriríamos de
hambre o de cansancio o la especie humana estaría en vía de extinción.
Así pues, lo primero que debemos tener claro es que el placer no es malo en sí mismo;
Dios ha querido que el hombre experimente placer, de hecho,  le ha  regalado esta
capacidad; el problema viene cuando el placer se desordena, cuando se sale de los límites
justos y deja de ser un medio  para convertirse en un fin.
Podríamos comparar el placer con el fuego: el fuego bien utilizado es maravilloso, trae
muchos beneficios al hombre. ¿Qué tal el fuego en la chimenea de la casa, en una noche
fría, mientras compartimos y cantamos alrededor con la familia y los amigos? Sin duda es
maravilloso; pero ¿qué tal el fuego en la sala de la casa, incendiando todo lo que
encuentre a su paso? ¡Aterrador, destructivo! Esto mismo pasa con el placer: es un don
maravilloso de Dios, pero cuando se sale de su justo orden, de los límites establecidos por
el Creador, puede ser muy destructivo para el hombre.
El pecado original lo desordenó
El hombre, al ser creado, fue dotado por Dios de unas facultades superiores: inteligencia y
voluntad, que son propias y exclusivas de su naturaleza racional, al mismo tiempo, que fue
dotado de pasiones, instintos y sentimientos.
A consecuencia del pecado original «la armonía en la que se encontraban, establecida
gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del
alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7)» (Catecismo, 400); es decir, el hombre
quedó herido y todas sus facultades desordenadas. 
A partir de allí, perdió el dominio sobre sus pasiones, instintos y sentimientos, los cuales,
naturalmente, deberían estar sometidos y ser plenamente gobernados por la inteligencia y
la voluntad.
Es por ello que vemos como el cuerpo no se somete al gobierno del alma, por el contrario,
él quiere dominar y prevalecer, rechaza el control, quiebra todo freno y se lanza
desmesuradamente en búsqueda de placeres.
Esto es lo que conocemos como la concupiscencia de la carne, que equivale a una
inclinación desordenada al placer. Este desorden da lugar a los pecados de gula, de
pereza y de lujuria.
Tres pecados capitales
En esta búsqueda desordenada del placer en la comida, en el descanso y en el apetito
sexual, el hombre puede caer en tres de los siete pecados capitales, como lo son la gula,
la pereza y la lujuria, pecados que traen nefastas consecuencias para la persona y que  se
relacionan entre sí, pues uno lleva a los otros.
La gula es la búsqueda de placer desordenado en la comida y en las bebidas; este vicio
deforma la voluntad, haciéndola cada vez más frágil, y se ve alimentado por el
consumismo reinante en nuestra sociedad, en la que la oferta de comidas, bebidas,
postres, dulces, es cada vez más alta; se busca darle lo mejor y más exquisito al paladar,
en abundancia, y esto siempre que lo pide, aún sin necesidad,  además despreciamos
aquello que no nos gusta y simplemente lo echamos a la basura.
Nos lo advirtió San Josemaría Escrivá de Balaguer “los placeres de la mesa preparan los
placeres de la carne”, es decir, quien no refrena su gula y se sacrifica en el comer
difícilmente podrá ser una persona pura y casta. Pasa igual con el descanso, con el dormir,
cada vez queremos trabajar menos, hacer menos esfuerzo, y descansar más, o
simplemente “no hacer nada”. Esta sociedad podríamos catalogarla como una “sociedad
light”, baja en esfuerzos, baja en sacrificios. 
Estos pecados representan un grave peligro para la persona, pues al no ejercer la
templanza, y dejarse llevar por las pasiones y deseos, está deformando su carácter,
debilitando su voluntad. No hay que olvidar que las personas más exitosas en la vida no
son precisamente las más capacitadas, sino aquellas que tuvieron una voluntad férrea,
fuerte, perseverante, por ello lograron lo que se propusieron.
Los santos han sido hombres y mujeres de voluntad firme, que han tomado -como lo diría
Teresa de Ávila- una determinada determinación de alcanzar la santidad. “Las almas
grandes tienen voluntades, las débiles sólo tienen deseos”, y esta grandeza se construye
desde lo pequeño, desde lo cotidiano, está en el saber ofrecer pequeños sacrificios cada
día; esto sin olvidar que nuestro cuerpo es como un niño malcriado y caprichoso al que no
se le puede dar todo lo que pide, y al que hay que educar y disciplinar, y esto,
precisamente, porque lo amamos y valoramos.
El destructivo pecado de la lujuria
Pero este grave desorden en la búsqueda del placer se hace sentir sobre todo en el
desorden del apetito sexual, al cual los anteriores le sirven de preparación, como lo dijo
San Josemaría Escrivá de Balaguer “la gula es la vanguardia de la impureza”.
Nos encontramos en una sociedad totalmente erotizada, que rinde culto a lo sexual, y es
así como la publicidad, las novelas, las películas están cargadas de escenas
pornográficas; la pornografía invade los medios de comunicación, la internet; el sexo
casual se hace cada vez más “normal”, a  las relaciones prematrimoniales se les llama
“hacer el amor”, la masturbación es presentada como algo natural y “necesario” para el
libre desarrollo de la personalidad, etc.
El hombre de hoy tiende a regresar a lo instintivo, a los apetitos corporales, a regirse más
por sus hormonas que por sus neuronas; el polo animal tiende a predominar y a
deshumanizarlo, sus pasiones no logran ser controladas por su razón. La lujuria lo
enceguece, lo precipita, no lo deja pensar, lo obsesiona y esclaviza.
Con la revolución sexual, hacia las décadas de los 60 y 70,  se dio una liberalización de las
costumbres y un profundo cambio en el comportamiento sexual, donde se proclamaba el
sexo libre bajo lemas como “hagamos el amor y no la guerra”… La pregunta que surge es
¿hagamos el amor? ¿Tener sexo es hacer el amor? ¿Sexo es igual a amor?… Esta es tal
vez la más grande y peligrosa mentira que se nos ha dicho; si “sexo = amor”, entonces las
prostitutas serían las personas más amadas del mundo, y por tanto, las más felices, si
“sexo = amor” te quedarías toda tu vida al lado de la persona con la que fuiste por primera
vez a la cama… y tal vez ni te acuerdes de su nombre. El sexo es una dimensión del amor,
hace parte del amor, pero no lo agota, no logra abarcarlo completamente.
Cada vez es más normal la fornicación -«unión carnal entre un hombre y una mujer fuera
del matrimonio» (Catecismo, 2353)- en los noviazgos bajo la excusa “nos amamos”, la
pregunta es: ¿Si en realidad se aman tanto como para entregarse sus cuerpos por qué no
se comprometen para toda la vida?... La respuesta es sencilla, no lo hacen porque ese
amor no está maduro o en realidad no es amor.
El sexo “libre” o  casual, lo único que hace es esclavizar a la persona, volverla una pobre
esclava de sus hormonas, una egoísta e incapaz de amar, pues hace que sólo vea en el
otro un objeto de uso, un medio para saciar sus instintos y deseos, una cosa que le
produce placer. Se crea así una visión utilitarista de la persona y se rebaja su dignidad.
El hombre de hoy es un ansioso buscador de placer, y se lo procura por doquier, pero, qué
paradoja, asistimos a una sociedad enferma de soledad, de depresión, de sin sentido, y es
que el placer se queda en la superficie de los sentidos mientras que el amor verdadero -el
amor entregado y sacrificado- llega hasta lo profundo del alma, la sacia y le da felicidad. 
Esta “liberación sexual” hace que las personas sean cada vez más incapaces de adquirir
compromisos duraderos y estables, las incapacita para la fidelidad y por ello vemos cómo
abunda el adulterio -«cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está
casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un
adulterio» (Catecismo, 2380)-, vemos cómo un hombre o una mujer es capaz de tirar a la
basura su familia, sus hijos, su proyecto de vida, por unos minutos de placer, y es que
quien no vive la castidad siendo soltero, no logrará ser fiel cuando se case.
La masturbación, la pornografía, la promiscuidad, hacen que el hombre pierda el freno y
sea cada vez más insaciable en la búsqueda del placer sexual; y así como el drogadicto
tiene que aumentar la dosis cada vez más porque pareciera que ya no le genera efecto, el
hombre erotizado tendrá que buscar nuevos placeres, nuevas experiencias, porque una
relación sexual natural ya no le sacia, no le es suficiente, y de allí pueden derivar
aberraciones, abusos sexuales -que hoy abundan por doquier y que van en aumento-,
pedofilia, actos homosexuales e incluso la práctica de la zoofilia, etc.
Terribles consecuencias
Como lo vimos anteriormente, el placer es un don maravilloso de Dios, pero cuando se
sale de su justo orden puede ser muy destructivo para el hombre y traerle diversas
consecuencias en el orden físico, psicológico y espiritual:
Físico: enfermedades de transmisión sexual: sífilis, chancro, gonorrea, VIH, etc.
embarazos “no deseados” y por tanto, abortos.
Psicológico: una sexualidad desordenada hace de la persona una esclava de sus
hormonas, incapaz del dominio propio; la incapacita para la fidelidad y para establecer
vínculos afectivos duraderos, es decir, para conformar una familia.
Espiritual: cuando el hombre busca el placer por el placer se vuelve egoísta e incapaz de
amar. Tiende a despersonalizar al otro.
Social: altos índices de divorcios, aumento de madres solteras, resquebrajamiento de la
institución familiar, y por tanto, miles de personas que llegarán solas a su vejez, etc. Todo
esto se traduce en grandes costos económicos para el Estado, y en una gran crisis social,
pues a muchos individuos les faltará la célula familiar, donde la persona es cuidada,
educada, formada en valores  y preparada para ser un ciudadano de bien. Esto sin contar
los grandes costos que se generan en el sector de la salud por cuenta de las
enfermedades de transmisión sexual.
“Con este mal, dice san Agustín, no es compatible virtud alguna, sabiduría alguna; sino que
con él reinan toda clase de perversidades”. San Ambrosio, escribiendo a una virgen cuya
virtud acababa de naufragar, le dijo que “su alma, antes templo del Espíritu Santo, por el
vicio de la impureza había llegado a ser la morada de los demonios…”Por la
concupiscencia de la carne los hombres atrajeron para sí el diluvio, por ella las ciudades
culpables de Sodoma y Gomorra merecieron ser reducidas a ceniza. Ella fue la causa de
las desgracias de Sansón, de la caída de David y de Salomón. ¡Cuántas herejías nacieron
de esta fuente envenenada: Montano, Lutero, Enrique VIII! ¡Cuántas enfermedades,
guerras, discordias en las familias y males de todas suertes ha acarreado a los hombres, a
las sociedades y a las naciones!
Un tema para no olvidar: la moda
La industria de la moda ofrece una variedad interminable de propuestas en las que
gradualmente se ha hecho del cuerpo humano un verdadero culto a la sensualidad. Se ha
corrompido de una manera tan execrable que la mujer se ha convertido en el objeto sexual
de todo producto comercial.
Se ha prostituido su imagen ante el hombre, vendiéndola como objeto de consumo
sensual, como diosa de los placeres carnales, como alimento de los apetitos y pasiones de
la carne; presentándola seductora y agresiva, descubriéndole partes vitales de su cuerpo a
los ojos del hombre de una forma tan perversa que desata en la naturaleza de éste una
fuerza sensual que sólo se desahoga en la promiscuidad, llevando al hombre a perder todo
respeto y valoración de la mujer.
Toda mujer que viste con modas indecentes y provocadoras, ha de saber que cargará con
la culpa de todo hombre que la mire deseándola en su corazón.
Una consagrada a María sabe lo que vale como mujer, sabe que no es un objeto que se
debe estar exhibiendo, sabe que es una hija de Dios, digna de respeto y de cuidado. Cada
vez que una consagrada a María se viste, se mira al espejo y se pregunta: ¿Cómo se
vestiría María? y entenderá que, sin renunciar a verse bella y agradable a la vista, debe ser
un reflejo de la pureza, delicadeza, ternura y feminidad de su buena madre.  Así mismo, un
hombre consagrado a María, debe aprender a mirar a cada mujer de la misma manera
como miraría a María, siempre con una mirada limpia y respetuosa.
La virtud de la pureza
Ante esta realidad es importante considerar que la pureza es una virtud eminentemente
positiva, que no supone un cúmulo de negaciones: “no veas”, “no pienses”, “no hagas”,
sino que es una verdadera afirmación del amor. 
Lejos de ser negativa y destructora, es positiva y creadora, pues no se trata de despreciar
los valores del cuerpo y del sexo, sino de realizar una integración duradera y permanente:
los valores del cuerpo y del sexo como inseparables del valor de la persona.
“La virtud de la pureza es la virtud de la belleza, de la blancura del alma. Todas las virtudes
son ornamento riquísimo del alma, pero ninguna la adorna con tanta gracia y hermosura
como ésta. Le agrada y enamora tanto a Dios que él mismo ha reservado una
bienaventuranza para ella “Bienaventurados los limpios de corazón” (Mt 5,8)... Es la virtud
clara, la virtud de la luz, y es por eso que, los limpios de corazón son los únicos que ven y
verán a Dios.
Los pensamientos puros son diáfanos, más claros que la luz; los amores puros  son
sinceros y verdaderos, los únicos que merecen este nombre, pues nunca se rebaja tanto el
amor como cuando se asienta en la impureza, eso ya no es amor, es una pasión baja llena
de egoísmos.”[1]
Y es que aunque todo pecado, toda falta es una mancha del alma, ninguna la mancha
tanto como la impureza; éste es el pecado feo, sucio, vergonzoso, más que ningún otro
pecado; para él reservó Dios sus mayores castigos, aún aquí en la tierra, no dudó en
enviar al mundo agua y fuego para purificarle de este vicio repugnante y abominable. He
aquí por qué el demonio, en su afán de vengarse de Dios, es el pecado que más procura
que cometan las almas.
La castidad es la virtud más delicada, cualquier hálito carnal la empaña y marchita. Se
peca y se pierde la castidad cuando se consciente libre y voluntariamente en cualquier
cosa impura, por pequeña que sea y aunque sea por poco tiempo. Por ello hay que cuidar
los pensamientos, la mirada, las palabras, las manifestaciones de afecto entre los novios,
etc.
Medios para alcanzar y conservar la virtud de la pureza
Confesión y comunión frecuentes: la confesión otorga las gracias sacramentales que nos
ayudan a vencer la tentación; el contacto de nuestro cuerpo con el Santísimo cuerpo de
nuestro Señor Jesucristo, es una magnífica ayuda para aplacar la concupiscencia.
Oración frecuente: “velad y orad para que no caigáis en la tentación” (Mt 26,41).
Devoción a la Santísima Virgen María, que es madre nuestra y modelo inmaculado de esta
virtud.
Mortificación: refrena las pasiones y alcanza dominio propio.
Guarda de la vista: los pensamientos se nutren de lo que se ha visto. Es necesario retirar
la vista de todo aquello que es excitativo del placer carnal. Cuidado con la televisión y la
música.
Sobriedad en la comida y la bebida: “la gula es la vanguardia de la impureza” (Camino,
126). Quien refrena su gula, refrena sus pasiones.
Cuidado del pudor: el pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda
conducta inmodesta, aún la más leve; evita con todo cuidado la excesiva familiaridad con
personas del otro sexo; llena el alma de un profundo respeto hacia el cuerpo que es templo
del Espíritu Santo. Se debe tener modestia en el vestir, en el aseo diario, etc.
Evitar la ociosidad: siempre ha de haber algo en qué ocupar el espíritu o ejercitar el
cuerpo, pues una mente desocupada es el taller del demonio.
Huir de las ocasiones: el que ama el peligro en él perece.
“La pureza es el resultado de una victoria y la impureza de una vergonzosa derrota, por
eso es la virtud noble, digna, valiente, propia de los valientes; es la virtud viril por
excelencia, enérgica, que no admite la más pequeña transigencia.”[2]
A ejemplo de nuestra amada Madre
La pureza es luz para el entendimiento, luz para el alma y el corazón, y es por ello que
nuestra Madre pudo comprender perfectamente la voluntad de su Señor. Esta Madre
castísima, siempre virgen, será una poderosa ayuda en la lucha por la pureza.
La inmaculada permitirá a sus hijos consagrados ver con sus propios ojos, escuchar con
sus oídos, hablar con sus labios, sentir con su corazón. Ella es la Madre de la pureza
dispuesta a revestir a sus hijos de su misma luz y claridad.

PRÁCTICA
Durante un día ayunar una comida pidiendo a Dios la gracia de la pureza. Además, como
mujer, revisar el clóset y renunciar a toda prenda de vestir que sea indecente; y como
hombre, comprometerse, de ahora en adelante,  a mirar a las mujeres con pureza.
Complementar con artículo: Mujer, tus modas indecentes me crucifican nuevamente. (Ver
Aquí)
Reto digital: Abandonar todo grupo inútil de Whatsapp donde llegue pornografía. Si no
puedo salir del grupo (por ser laboral etc) desactivar la descarga automática de fotos y
videos para no volver a recibir ese material impuro.
MUJER, TUS MODAS INDECENTES ME CRUCIFICAN DE NUEVO
¡Oh, mujer, mírame a Mí, flagelado y coronado de espinas! ¡Contempla mis llagas y mis
heridas..! Después, escucha y reflexiona. Durante mi vida terrenal viví como manso
cordero. Fui al Calvario sin abrir la boca. Traté con dulzura a la Samaritana y se convirtió.
Conmoví el corazón de María Magdalena, la pecadora, e hice de ella una predilecta y una
Santa. Al cruzar las calles de Palestina, pronunciaba palabras de luz, de paz y de amor.
Mis enseñanzas eran dulces como la miel. Pero un día, al echar una mirada Divina sobre
todos los siglos, viendo cómo el mal inundaba impetuoso a todo el mundo y ultrajaba mis
templos, pronuncié palabras de fuego: “¡Ay del mundo por los escándalos!… ¡Ay de quien
escandaliza!… Sería mejor que se le atara una piedra de molino al cuello y se le arrojara al
mar”. Quien pronuncia este “¡Ay!” es un Dios abandonado por muchos sacerdotes,
religiosas y seglares que no viven realmente lo que Yo les prediqué. Soy Yo, Jesús, el que
sufrió tanto para salvar a las almas. Soy Yo, el Juez Supremo de la Humanidad. De esa
humanidad, que entre otros pecados me crucifica nuevamente con sus modas indecentes.
Yo, que pronuncio la sentencia eterna para cada alma: o paraíso, o infierno.
Reflexiona, mujer que sigues la moda licenciosa, y piensa con seriedad un momento sobre
los graves escándalos que provocas a quienes te miran, te desean y te hieren con frases
groseras a causa de tus ropas ajustadas, transparentes, escotadas y cortas. Oh, mujer,
¿por qué ultrajas mis templos haciendo exhibición de tu cuerpo? ¿Por qué sólo te ocupas
por agradar y tentar a los hombres? ¿Por qué transformas mi Casa de Oración en una sala
de anatomía donde abundan cabezas, troncos, extremidades y hasta la marca de tu ropa
interior? Mis templos son profanados a causa de tus ropas sensuales y provocativas. Dime,
mujer, ¿dónde están tus virtudes? Tu pudor, tu modestia, tu humildad, ¿dónde están? Tus
modas que tanto tientan, ¿son distintas a las de una atea? ¡No, en absoluto! Puedes
ilusionarte tú misma diciendo: “¿Qué mal hay en seguir esta moda? Las demás mujeres
también lo hacen… y hay sacerdotes que no lo prohíben y hasta lo aceptan”. Esta ilusión
es para ti, pero la realidad es otra bien distinta. La conducta incorrecta de tantas mujeres,
aún cristianas, no justifica la mala conducta propia.
Si las demás mujeres se quieren condenar siguiendo lo que el mundo les predica, ¿por qué
te has de condenar tú? Todos los pecados que provocas con tus pantalones, shorts,
minifaldas, blusas y vestidos transparentes y escotados, ombligos y espaldas descubiertas,
fuera y dentro del Templo, son imputables a quienes te miran, pero más que todos son
imputables a ti, que eres la causa voluntaria.
Yo, Legislador Divino, dije: “Si alguien mira a una mujer con malicia, ya pecó en su
corazón“. La moral que Yo enseñé es una, inviolable y eterna, mientras que las modas son
muchas. Mi Iglesia no tiene modas. El mundo las tiene todas. Si realmente me amas,
debes seguir mi vida llena de abnegación y sacrificio. Por lo tanto debes abandonar las
modas que atentan contra la moral y la fe. Angosta es la puerta que conduce al cielo y
ancha la que lleva al infierno. La mayoría elige esta última.
Estar contra las modas indecentes y no usarlas es muy difícil y se necesita mucho amor
hacia Mí para no dejarse arrastrar por ellas. Hombres y mujeres se preocupan más en
seguir el último grito de la moda, que en imitar mi vida llena de austeridades. Yo fui
enviado al mundo no para hacer mi Voluntad, sino la de Aquél que me envió. Tú fuiste
enviada al mundo no para vivir, hacer y usar lo que a ti te dé la gana, sino para realizar mi
Santa Voluntad. O estás Conmigo, o estás contra Mí. O estás Conmigo, o estás con las
modas faltas de pudor. Lo que elijas te dará la eternidad de mi gloria o la eternidad de las
penas.
Cuando la muerte te arranque de este mundo lleno de vanidades y de lujos sin razón y
llegues ante mi Presencia para ser juzgada, viendo los pecados que los hombres
cometieron al mirar tu cuerpo escasamente cubierto, tú misma quedarás avergonzada.
¿Qué pretextos podrás presentarme? ¡Ay de ti, mujer, por tus escándalos! ¡Ay de ti, que
perdiste el pudor y la vergüenza! ¿Por qué obras así? ¿Por qué me crucificas nuevamente
con los clavos de tu inmodestia? Cuando en forma irrespetuosa me recibes en la
Comunión, cuánta amargura siento al entrar a tu cuerpo que es motivo de tantos pecados
en los hombres y mal ejemplo a las pocas mujeres que tú con desdén y desprecio llamas
“anticuadas”. Te aseguro que muchas de esas “anticuadas” están Conmigo, mientras que
muchas modernas sin pudor están “gozando” en los infiernos.
Los matrimonios que se celebran también abofetean mi Rostro, cuando las novias y
madrinas se acercan al altar medio desnudas, al igual que muchas de sus amistades.
Tienen una hipocresía tal, que aún semidesnudas llevan colgada al cuello una hermosa
cruz metálica, signo de su “gran catolicidad”. La verdad es que son sepulcros blanqueados.
Llenas de lujo por fuera y… vacías de humildad y caridad por dentro. ¡Ay, ay, ay de todos
aquellos sacerdotes que temen o no quieren prohibir que pisoteen y profanen mis Templos
con las desnudeces de las modas!
Muchos de ellos se dejan seducir por sus presencias y no quieren ser rigurosos en el
cumplimiento de sus deberes. Yo fui traicionado por un falso apóstol. Y hoy, hay falsos
sacerdotes, religiosas y seglares que en forma clandestina están trabajando para destruir
mi Iglesia. Falsean mi doctrina permitiendo de todo y creando un cristianismo fácil. En mis
Templos se ven las cosas más profanas, por ejemplo: maquillajes, pelucas, joyas,
amuletos, anteojos para sol, telas finas y escasas. Otros en cambio, se dedican a comer,
fumar, conversar, dormir, estudiar, “flirtear”, curiosear, pasear admirando las obras de arte,
etc., etc., etc., como si hubieran ido de pic-nic. ¡Pobre de ellos!
A mi Casa de Oración la están convirtiendo en lugar de pecado… y nadie sale en mi
defensa. Todos callan y huyen, nadie ve nada y me niegan como cuando me crucificaron.
Nadie se arriesga por Mí y todos se lavan las manos como Pilatos. ¿Dónde están los que
darán su vida por Mí? Si un político, un deportista o una artista les dice “hagan esto” o
“usen aquello”, todos lo imitan. Yo, en cambio, les prometo el premio eterno si cumplen mis
mandamientos y casi nadie hace caso de mis invitaciones.
¡Ay, ay, ay, de mis religiosas que en sus Instituciones y colegios no aconsejan a sus
alumnas sobre la sana y correcta manera de vestir! ¡Ay, ay, de las monjas que adaptan sus
vestimentas a las de las mujeres mundanas! Sus pecados están terminando con mi
paciencia. ¡Ay, ay, de los padres y madres de familia que, siguiendo el ritmo inmoral de las
modas, pervierten a sus hijos con el uso de las mismas y los hacen motivo de escándalos!
¡Ay, ay, ay, de todos aquellos seglares que no se animan a aconsejar con energía a tantos
hermanos equivocados sobre la necesidad y obligación de abandonar las modas y
acciones que desvirtúan mi Evangelio! ¡Ay, ay, ay, de todas aquellas personas que de una
u otra manera fomentan, comercializan y permiten toda clase de desnudeces! Sé muy bien
que quieren corromper a la mujer, para así con más facilidad destruir mi Iglesia, la familia y
las patrias.
A todas las personas les digo: el responsable del pecado es quien lo hace, y quien tiene el
deber de impedirlo y cobardemente no lo impide. «Se toman severas medidas para luchar
contra el hambre, las pestes, la pobreza y las impurezas de la atmósfera, pero se
contempla, inclusive con complacencia, la contaminación de los espíritus» (Pablo VI).
Mi Justicia destruyó las ciudades inmorales de Sodoma y Gomorra. Peor será el castigo
que tendrá lugar dentro de poco tiempo, según lo viene anunciando mi Santísima Madre en
La Salette, Lourdes, Fátima y otros lugares. Oh, alma, que vives en el fango moral, en la
vida cristiana fácil, cómoda y libertina, sembrando por doquier la muerte espiritual. Mírame
crucificado, medita sobre el infierno, en donde caen tantas almas que en un tiempo vivieron
dándose todos los gustos, placeres, modas, diversiones, etc., etc. ¿Qué será de ti? Oh,
mujeres que cuando vivían eran halagadas, aplaudidas, admiradas, imitadas y perseguidas
por tantos exhibicionismos de sus cuerpos: ahora, ¿quién se acuerda de ustedes? ¿Dónde
están sus conquistas? ¿Dónde sus dineros, joyas y famas? ¿Dónde están las partes de su
cuerpo que tanto mostraban? Fuego eterno las consume, fuego que devora y no mata.
En cambio, las que aquí vivían modestamente, soportando agrias críticas y bromas
hirientes por sus pudores y respeto hacia Mí, gozan para siempre de la eternidad de mi
compañía y de la de María, mi Madre. Si tu mano, tu pié, tu ojo o… tus modas, son motivo
de escándalos, córtalos y arrójalos lejos de ti. Más te vale entrar sin ellos al Reino de los
Cielos, que con los mismos al fuego eterno. Quien teme y respeta a los hombres y a las
modas más que a Mí, no es digno de Mí.
A todos los hombres y mujeres les digo: apártense de las modas ofensivas y pecaminosas
aunque pierdan familia, amigos, dinero, fama y la misma vida. A mis fieles Obispos,
sacerdotes, religiosas y seglares los invito a que con prudente valentía, defiendan mi
Causa y mis Templos del avasallamiento de las modas obscenas y vergonzosas. En caso
contrario, el brazo de mi Divina Justicia caerá riguroso sobre todos ustedes, que tienen la
obligación de dar testimonio de mi vida.
TEXTO 4. ¿SON BUENAS LAS RIQUEZAS?
Dios ha puesto al hombre a la cabeza de la creación visible y le ha dado el derecho de
administrarla y de disponer de los frutos de la tierra, para proveer a sus necesidades, para
su conservación y bienestar, y para la conservación y bienestar de los suyos: «Al comienzo
Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que
tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus
frutos (cf. Gén 1, 26-29).
La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las
personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las
necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad
natural entre los hombres» (Catecismo, 2402).
El pecado original desordenó esta inclinación
A consecuencia del pecado original, el hombre se apegó desordenadamente a los bienes
de la tierra, persiguiéndolos con obsesión y aún por medios ilícitos. Para él los bienes
materiales ya no son un medio de salvación, sino que se constituyen en el fin de su
existencia, hasta el punto que las personas hoy valen en proporción a lo que tienen.
De este afecto desordenado al dinero nacen la ambición y la avaricia,  de donde proceden
mentiras, engaños, robos, injusticias, explotación, violencia, desunión de las familias, etc.
De allí que el apóstol San Pablo advirtiera a los cristianos: “Debes saber que la raíz de
todos los males es el amor al dinero. Algunos, arrastrados por él, se extraviaron lejos de la
fe y se han torturado a sí mismos con un sin número de tormentos”. (1 Tim 6,10).
Peligros del amor desordenado a  las riquezas
Hay que decir, en primer lugar que la avaricia -amor desordenado a los bienes de la tierra-
“es una señal de falta de confianza en Dios, que ha prometido velar por nosotros con
paternal solicitud, y no permitir que nos falte nada de lo necesario, siempre que pongamos
en él nuestra confianza. Convídanos a considerar las aves del cielo, que no siembran ni
siegan, los lirios del campo, que no trabajan ni hilan; no para que nos demos a la pereza,
sino para sosegar nuestros cuidados y para que confiemos en nuestro Padre Celestial.”[1]
La avaricia tiende a ocupar el lugar de Dios en el corazón del hombre, es decir, lo va
conduciendo a cierta idolatría al dinero. El hombre rico tiende a sentirse poderoso y
autosuficiente, pues todos se rinden a sus pies, por lo que cree no necesitar de Dios.
Además, el hombre avaro, por su amor a las riquezas, se apega desordenadamente al
mundo, cree que el paraíso está en disfrutar de lujos y comodidades aquí en la tierra, y
está gravemente expuesto a olvidar los bienes eternos, y por tanto, su salvación eterna.
Posesión correcta de los bienes
En el Evangelio encontramos con frecuencia palabras de Jesús que hacen referencia a las
riquezas: “qué difícil es que los ricos entren en el Reino de los Cielos” (Mt 19,23); “no
atesoréis riquezas en la tierra, donde la polilla y la herrumbre las destruyen, y donde los
ladrones las socavan y roban; si no atesorad en el Cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre
destruyen, ni los ladrones socavan ni roban” (Mt 6,19-20). Estas palabras de Jesús nos
podrían hacer creer que las riquezas son malas en sí mismas, que los ricos,
definitivamente, no entrarán en el Reino de los Cielos. Sin embargo, hay que decir, que lo
que reprochaba Jesús a los ricos no eran sus riquezas en sí mismas, sino el amor
desordenado que tenían a ellas hasta el punto de ponerlas por encima del mismo Dios,
como el caso del joven rico a quien Jesús llamó: “Si quieres venir en mi seguimiento,
vende cuanto tienes y dalo a los pobres” (Mt 19,21), y continúa narrando el evangelista,
que el joven se fue muy triste porque era muy rico, o vemos el caso de Judas, el discípulo
traidor, que vendió al Maestro por 30 monedas de plata.
El problema, entonces, no está en poseer riquezas, sino en la manera como se obtienen,
en el afecto que de ellas se tiene, y en el destino que se les da. Estos tres criterios son
fundamentales para que haya una correcta posesión de los bienes:
Consecución: Se refiere al origen de los bienes. Éstos deben ser adquiridos de manera
lícita, fruto del trabajo honesto y nunca de negocios incorrectos. Se deben adquirir por
medios civilmente lícitos -lo permitido por la ley civil- y moralmente válidos -que no vayan
contra la ley moral-. Es decir, no pueden provenir de actividades ilícitas y pecaminosas
como el robo, la estafa, la explotación de los empleados, engaños, extorsión, etc. Ni de
otras que, aunque permitidas por la ley civil como la prostitución, los moteles, la venta de
licor, discotecas, bares, etc., son siempre actividades pecaminosas.
Afecto: estos bienes deben poseerse sin afecto alguno, teniendo claro que son un medio
de subsistencia y  de salvación. Jamás se pueden poner por encima de Dios o de la
familia, hasta el punto de amarlos más y de dedicar más tiempo a su consecución que a la
oración y al compartir familiar.
Muchos santos, como San Francisco de Asís, Santa Clara, San Antonio de Padua, etc.,
hicieron una renuncia efectiva de todos sus bienes, es decir, renunciaron a poseerlos, se
desprendieron de ellos por completo y abrazaron la pobreza. Algunos estarán llamados a
seguir este ejemplo; pero todos estamos llamados a hacer una renuncia afectiva de cuanto
poseemos, es decir, sin deshacernos completamente de estos bienes, debemos poseerlos
con desprendimiento y desapego, sin turbaciones y sabiendo que nuestro único y principal
tesoro es Cristo.
Destino: los bienes que poseemos son para nuestro propio sustento y el de las personas
que están a nuestro cargo. Los bienes que Dios regala al hombre son un don para que
este le sirva a sus hermanos más necesitados y de esta manera se gane el Cielo. Por
tanto, estos no deben ser despilfarrados, ni gastados en lujos excesivos e innecesarios, ni
mucho menos deben ser gastados en cosas o diversiones pecaminosas.
En esta misma línea, y aparte de estos tres importantes criterios, Tanquerey[2], en su
compendio de Teología Ascética y Mística, habla de otros remedios eficaces para
contrarrestar la avaricia:
Cultivar una profunda convicción, a través de la oración y la meditación, de que las
riquezas no son un fin sino un medio de la divina providencia para remediar nuestras
necesidades y las de nuestros hermanos, y que estas son pasajeras y caducas, es decir,
se acaban.  Dios es el dueño de todas las riquezas y nosotros somos unos simples
administradores.
El medio más eficaz para no apegarnos a ellas, es colocar nuestros bienes en el banco del
Cielo, empleando buena parte de ellas en obras de caridad y de misericordia. Debemos
recordar aquellas palabras de Jesús: “En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno
de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25,40).
Niveles de la caridad
Entendiendo el dinero como don de Dios, para el propio bienestar, y  para servir  a los
demás, es necesario, pues, que profundicemos un poco más en la manera cómo podemos
ejercer la caridad cristiana, como un medio eficaz de santificación y a través del cual se
borran muchos pecados. Estos son los niveles de la caridad:
a. Limosna: es donar alguna cosa a una persona necesitada para aliviar una necesidad
puntual. Ésta sólo alivia la necesidad presente, es decir, alivia el hoy.
b. Beneficencia: alivia el mañana. Consiste en dar a instituciones, preferiblemente
católicas, cuyo objetivo es la caridad física. Dichas instituciones se responsabilizan de
ayudar periódicamente a un cierto número de personas.
c. Capacitación: consiste en  brindarle a una persona la oportunidad de formarse y
aprender una técnica o un arte en la que pueda llegar a desempeñarse laboralmente y de
esta manera ganarse la vida. Como dice el refrán popular “no es dar el pez sino enseñar a
pescar” (alivia el mañana).
d. Evangelización: Es dar a la persona la mayor riqueza y el mayor tesoro que alguien
pueda poseer; evangelizar es dar a Cristo, y por tanto, es dar el Cielo. La evangelización
alivia la eternidad.
Dar lo malo es pecado; dar lo que me sobra es obligación; dar lo que me falta es virtud;
darlo todo es santidad.
María y la caridad
Toda la vida de nuestra Santísima Madre fue un dechado de amor, en medio de la pobreza
más sublime. Ella, estando destinada a ser la Reina de Cielo y tierra, nació y vivió en la
más absoluta pobreza y desprendimiento de todo lo terreno; y en medio de esa absoluta
pobreza poseyó la más grande riqueza: Dios. Podemos contemplar la gran caridad de
nuestra Madre con su prima Isabel, a quien va a servir por tres meses. Seguramente así
mismo hizo durante toda su vida con muchos otros. Pero su mayor acto de caridad con los
demás, y con nosotros, fue el haber dado al mundo el salvador; a través de su sí nos dio el
más grande tesoro: nos dio a Cristo.

PRÁCTICA
Donar a una persona necesitada un bien material al que se esté muy apegado.
Reto digital: Apoya las iniciativas católicas en internet. Puedes hacer tu donación al
sostenimiento de conságrate App, también a obras como Catholic.net o EWTN
TEXTO 5. LA TENTACIÓN Y EL PECADO
La tentación es la incitación, la invitación al pecado; esta puede provenir de nuestros tres
enemigos espirituales: el mundo, el demonio y la carne. “Cada uno es tentado por sus
propias concupiscencias, que le atraen y seducen” (Sant 1,14). Hay que aclarar que no es
pecado sentir la tentación sino únicamente consentirla, o sea, aceptarla y complacerse
voluntariamente en ella. «Para muchas personas que han iniciado un proceso de
conversión y de caminar espiritual, las continuas tentaciones se convierten en una fuente
de tormentos y sufrimiento.  Para ellas fue escrito lo que anunció la Sagrada Escritura: “si
te dedicas a la vida espiritual, prepárate para la tentación” (Eclo 2,1). Si Jesús, el santo de
los santos, padeció las tres tentaciones en el desierto ¿cuánto más las tendremos que
padecer nosotros que somos la debilidad misma? Además, al enemigo de la salvación le
interesa atacar más a quienes van por un camino de conversión y santificación que a
aquellos que yacen bajo la esclavitud del pecado.
«De San Antonio Abad se narra que en una visión contempló que para todo un barrio
solamente había un demonio tratando de hacer pecar a la gente, mientras que para una
persona espiritual estaban siete demonios atacándola. Y preguntado el por qué, le
respondieron: “Es que entre mundanos se invitan a pecar los unos a los otros, en cambio
para las personas espirituales sí se necesitan espíritus infernales para hacerlas pecar”.
«Un santo afirmaba que  el gran peligro para una persona sería el no tener tentaciones,
pues le devoraría el orgullo y despreciaría a los débiles; y una santa añadía “a nadie temo
tanto como a quien no siente tentaciones”, porque se puede enfriar mucho en su vida
espiritual.»[1]
¿Para qué permite Dios que seamos tentados?[2]
Para que confiemos más en Dios y de esta manera imploremos su misericordia.
Para que desconfiemos de nosotros mismos, de nuestra debilidad y tendencia hacia el mal;
para que reconozcamos nuestra falta de fuerza en la lucha contra el pecado. Este
reconocimiento nos lleva,  a su vez, a la humildad. San Agustín al recordar su vida pasada
tan manchada e indigna repetía: “no hay falta que un ser humano haya cometido que yo no
pueda cometer”.
Para que seamos más comprensivos y misericordiosos con los que son débiles. San
Bernardo decía que a muchas personas les conviene ser débiles y de poca resistencia,
para que así sepan comprender a los pobres pecadores que más caen por debilidad que
por maldad. “Lo que no destruye, fortalece”. Así, las tentaciones que no logran acabar con
nosotros, que combatimos y superamos, nos hacen cada vez más fuertes en este combate
espiritual.
Cómo vencer las tentaciones[3]
Antes de la tentación el alma debe vigilar y orar para no dejarse sorprender por el enemigo.
Debe huir de las ocasiones de pecado y evitar la ociosidad, que es la madre de todos los
vicios. Ante todo, debe depositar su confianza en Dios y en la Virgen María.
Durante la tentación ha de resistirla con energía apenas se produzca, o sea, cuando
todavía es débil y fácil de vencer; esto lo puede hacer de dos maneras: directamente,
haciendo lo contrario de lo que la tentación propone (alabar a una persona en vez de
criticarla) e indirectamente, distrayéndose y pensando en otra cosa que absorba la mente.
Este segundo procedimiento es el más eficaz tratándose de tentaciones contra la fe y la
pureza.
Después de la tentación ha de dar humildemente las gracias a Dios si salió victoriosa;
arrepentirse en el acto si  cayó en ella, y aprovechar la lección para otras ocasiones.
EL PECADO: EL GRAN ASESINO
El pecado es el gran asesino, capaz de llevar a las almas a la muerte eterna, a la
condenación  y a la privación total del Bien supremo para el que fueron creadas: Dios. Por
tanto, el único mal real que le puede acontecer al hombre es el pecado, pues todos los
demás males -enfermedad, crisis económica, sufrimientos, etc.- tienen repercusiones
temporales y pasajeras. Lo peor que le puede acontecer al ser humano es estar separado
del amor de Dios y esta separación sólo se da por el pecado.
Definición de Pecado
«El pecado, en general, puede definirse con San Agustín: “una palabra, obra o deseo
contra la ley eterna”. O, como dicen otros, “una transgresión voluntaria de la ley de Dios”».
[4]
«El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que
aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de
Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra
Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y
el mal (Gén 3, 5). 
El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14,
28)» (Catecismo, 1850).
Pecado mortal
“Es la transgresión voluntaria de la ley de Dios en materia grave”[5]. Para que haya pecado
mortal se requieren tres condiciones:
Materia grave: «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la
respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes
testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19)» (Catecismo,
1858).
Pleno conocimiento: “Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su
oposición a la Ley de Dios” (Catecismo, 1859).
Pleno consentimiento: “Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para
ser una elección personal” (Catecismo, 1859).
Efectos del pecado mortal[6]:
El pecado mortal arroja a Dios de nuestra alma, y así como la posesión de Dios es ya un
gusto anticipado de la dicha celestial, también el perderle es a manera de un preludio de la
eterna condenación: ¿No perderemos, al perder a Dios, los bienes todos, puesto que Él es
la fuente de todos ellos?
Con él perdemos la gracia santificante, por la que nuestra alma vivía una vida semejante a
la de Dios; es, pues, una especie de suicidio espiritual. Perdemos también nuestros
méritos pasados, que habíamos acumulado a costa de tantos esfuerzos.
Mientras estamos en pecado mortal no podemos merecer cosa alguna para el Cielo, todas
nuestras obras son en vano. El Catecismo es muy claro en afirmar que “Si no es rescatado
por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la
muerte eterna del infierno” (n. 1861). Con razón, algunos teólogos, se atrevieron a decir
que “el pecado mortal es el infierno en potencia”[7].
Pecado venial
«Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida
prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero
sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.» (Catecismo, 1862).
Efectos del pecado venial[8]:
El pecado venial no priva al alma de la gracia santificante ni del amor divino, mas la priva
de la gracia y mérito que hubiese recibido si hubiese vencido tal tentación.
Es causa también de que disminuya el fervor, es decir, que va llevando al alma poco a
poco a la tibieza espiritual, pues se va acomodando a la mediocridad y cayendo en el
conformismo de creer  que basta con no pecar mortalmente.
El mayor peligro que entraña el pecado venial es el de ir preparando poco a poco  nuestra
alma para caer en el pecado mortal, pues alimenta nuestra inclinación al placer prohibido y,
por otra parte, disminuye las gracias de Dios.
El pecado “es un desprecio que hacemos de la fuente de agua viva, la única que puede
calmar la sed de nuestras almas, y preferimos a ella el agua cenagosa del fondo de las
cisternas rotas”[9].
La caída
Para abordar el tema del pecado es necesario remontarnos a su origen, es decir, a la caída
de nuestros primeros padres -Adán y Eva, y devolvernos un poco más hacia atrás para
conocer también la caída de los ángeles, pues según el Catecismo, detrás de este primer
pecado del hombre «se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gén 3,1-5) que, por
envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sab 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia
ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9).» (Catecismo,
391).
Caída de los ángeles
Con respecto al demonio, de quien nos dice el libro del Génesis que fue el encargado de
tentar a  Eva, «la Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios.
‘Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti
sunt mali’(‘El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza
buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos’) (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS,
800)» (Catecismo, 391), y en cuanto a su origen nos indica que «la Escritura habla de un
pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta ‘caída’ consiste en la elección libre de estos
espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su
Reino.» (Catecismo, 392).
Caída del hombre
El capítulo tercero del libro del Génesis nos relata cómo la mujer, tentada por el diablo,
comió del fruto prohibido por Dios, arrastrando también a su esposo a que desobedeciera
el mandato divino: «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza
hacia su creador (cf. Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento
de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo
pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su
bondad» (Catecismo, 397).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica que «en este pecado, el hombre se prefirió
a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra
Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien.
El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente
“divinizado” por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso “ser como Dios”  (cf.
Gén 3,5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (San Máximo el
Confesor)» (Catecismo, 398). Es así como todo pecado que comete el hombre, en
adelante, es preferirse a sí mismo en lugar de Dios, es tratar de buscar la felicidad por sus
propios medios y prescindiendo de su Creador. Por este pecado todos los descendientes
de Adán y Eva, excepto la Santísima Virgen María, nacen con el pecado original en su
alma y con las consecuencias del mismo. Este sólo se borra con el sacramento del
bautismo aunque sus consecuencias permanecen (la muerte, el dolor, la inclinación al
pecado, etc.).
Nota importante: Adán y Eva realmente existieron. Así, “los fieles cristianos no pueden
abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no
procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa
el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda
compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del
Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en
verdad cometido por un solo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los
hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio.”[10]
Cuatro rupturas
Este primer pecado trajo grandes y graves consecuencias para la humanidad, que no se
quedaron en el pasado, sino que día a día se siguen repitiendo. Estas cuatro rupturas que
se dieron en el pecado de Adán y Eva se siguen repitiendo en cada pecado que comete el
hombre:
Con Dios: Antes del pecado original, Adán y Eva se paseaban con Dios por el Edén,
gozaban de su amor y de su presencia, lo experimentaban como un Padre amoroso y
bondadoso en quien se sentían confiados.
Una vez pecaron, esto cambió: “una vez sintieron los pasos de Yahvé se ocultaron a su
vista porque sintieron  miedo” (Gén 3, 8-10). Así es como el pecado nos desfigura el rostro
de Dios y nos hace verlo como un legislador o como un opresor, y no como el Padre
amoroso que quiere lo mejor para nosotros; y termina así por alejarnos  totalmente de Él.
Con el prójimo: Antes del pecado, Adán al contemplar a Eva exclamó: “esta sí que es
carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gén 2, 23); es decir, la sentía como suya,
como un regalo de Dios y como alguien semejante a él.
Después de la caída ya no se refiere a ella con la misma familiarida: “la mujer que me diste
por compañera me dio del árbol y comí” (Gén 3,12), ahora la acusa. «La unión entre el
hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gén 3,11-13); sus relaciones estarán
marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gén 3,16)» (Catecismo, 400).
Con la naturaleza: Dios le concedió al hombre el jardín del Edén para que habitase en él y
le dio gobierno sobre todos los animales y las plantas para que los cuidara y se beneficiara
de sus frutos. Después del pecado, la creación se vuelve adversa al hombre: “maldito sea
el suelo por tu causa: sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida.
Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo” (Gén 3, 17-18). El hombre
se ve amenazado por la naturaleza que antes dominaba (sequías, infertilidad, desastres
naturales, plagas, fieras, etc). «La armonía con la creación se rompe; la creación visible se
hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gén 3,17.19)» (Catecismo, 400).
Consigo mismo: El hombre, a partir del pecado, pierde el pleno dominio de sí mismo; ahora
experimenta la rebelión de sus instintos y pasiones que quieren esclavizarle y someterle.
Experimenta una profunda inclinación a hacer el mal y una gran aversión al bien.
Muchas veces lo que quiere no corresponde con lo que hace: “puesto que no hago el bien
que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7,19). «El dominio de las facultades
espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7)» (Catecismo, 400).
El concepto de la gracia
«La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el
Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia
santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es, en nosotros, la fuente de la obra de
santificación (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39).» (Catecismo,
Catecismo, la gracia «es una participación en la vida de Dios» (n. 1997), es la inhabitación
de la Santísima Trinidad en nuestra alma, por tanto, estar en gracia es tener el Cielo en el
corazón, es gozar de la presencia, de la amistad y del amor de Dios; y poder saborear los
maravillosos frutos que esto produce; es, en definitiva, un anticipo del Cielo, por ello
exclamaba Sor Isabel de la Trinidad: “he hallado el Cielo aquí en la tierra pues el Cielo es
Dios y Dios está en mi alma”[11].
El pecado es pues, una gran insensatez, no es más que cambiar el oro de la gracia por el
espejismo del pecado.
María Santísima, nuestra madre, es la llena de gracia, donde ella llega, el pecado sale
huyendo. Por ello, al consagrarnos a María, el pecado debe salir de nuestras vidas
definitivamente para que solo habite en nosotros la gracia de Dios.
Esta buena madre será nuestra mejor ayuda en la lucha contra el peor enemigo de nuestra
alma: el pecado.
Los mandamientos
“Maestro, -le preguntaba el joven del Evangelio a Cristo- ¿Qué he de hacer yo de bueno
para conseguir la vida eterna?” Y Jesús le responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos.” (Mateo 19, 16-17).
Los mandamientos no fueron un invento de Dios para coartar la libertad del hombre e
impedirle el disfrute de la vida, como muchos hoy lo piensan. Por el contrario son un
camino de verdadera libertad interior, de realización y felicidad. Son las instrucciones que
llevan al hombre a cumplir el fin para el que fue creado.
Todo padre quiere lo mejor para sus hijos y por ello les aconseja y les advierte de los
peligros que deben evitar. Esto mismo ha hecho Dios con sus hijos, les ha señalado el
camino de la felicidad, y les ha advertido de los peligros que pueden destruirlos, y esto lo
ha hecho a través de su amada Iglesia:
«Los mandamientos son un “sí” a un Dios que da sentido, en los primeros mandamientos;
un “sí” a la familia, cuarto mandamiento; un “sí” a la vida, quinto mandamiento; un “sí” al
amor responsable, sexto mandamiento; un “sí” a la solidaridad y a la responsabilidad social
y a la justicia, séptimo mandamiento; un “sí” a la verdad. Esta es la filosofía de la vida y la
cultura de la vida que se hace concreta, posible y bella en la comunión con Cristo»[12].
¿Qué tal una ciudad donde no existiesen las normas de tránsito? Seguramente abundarían
los choques, los heridos, los muertos, reinaría el caos total; o ¿ qué tal un país sin
constitución política donde todo ciudadano, en nombre de la libertad, hiciese lo que se le
antojase?  Insostenible; sería una cueva de ladrones y homicidas donde reinaría el robo, el
homicidio, la explotación, la esclavitud y la tiranía.
La norma no está hecha para reprimir sino para ordenar y proteger aquello que es valioso;
así mismo, los mandamientos están hechos para proteger al hombre.
El remedio contra el pecado: la confesión sacramental
«Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío.” Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn
20, 21-23). Como lo vemos, es Voluntad del mismo Dios que nos confesemos con un
sacerdote:
Porque al ser humano y frágil comprende nuestra fragilidad. Si fuera San Miguel nos
partiría en dos con su espada.
Porque no absuelve en su propio nombre sino en el del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Porque él nos puede aconsejar y orientar en la lucha.
Si la  confesión fuese un invento de la Iglesia ¿qué ganaría con eso sino problemas y
cargas? ¿Acaso será muy bueno sentarse por horas a escuchar los problemas y miserias
de los demás?
“Yo no me confieso con un cura más pecador que yo”. ¿Cuántas veces has contado todas
tus miserias a tus amigos que son igual o más pecadores que tú?
Cinco pasos para una buena confesión
Examen de conciencia: consiste en recordar todos los pecados cometidos desde la última
confesión bien hecha.
Arrepentimiento: pedir a Dios un sincero dolor por los pecados cometidos.
Propósito de enmienda: tomar la firme decisión de no volver a pecar.
Confesión:  consiste en decir al sacerdote todos los pecados que se han descubierto en el
examen de conciencia. Esta debe ser humilde, sincera y completa.
Satisfacción: consiste en cumplir la penitencia impuesta por el sacerdote, con la intención
de reparar por los pecados cometidos.
El sacramento de la penitencia actúa de dos maneras:

 Dando la gracia a los que no la tienen

 Aumentándola la gracia a quienes ya la poseen.

En cuanto a la intensidad o grado en que confiere la gracia, depende mucho de las


disposiciones de quien lo recibe.

PRÁCTICA
Hacer un examen de conciencia general y una sincera confesión.
Ver artículo: Examen de conciencia. (Ver Aquí).
Reto digital: Compartir el link del examen de conciencia en tus redes sociales.
TEXTO 6. POSTRIMERIAS: MUERTE Y JUICIO
“Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿A dónde vas?
–Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?
Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa
última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de tu
vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu
nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana, como
ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿a dónde
vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del
sepulcro?
Señores, éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se
puede plantear un hombre sobre la tierra.”[1] El hombre no es sólo materia, es también
espíritu; no es sólo para este mundo, es para el eterno.
Las cosas que creamos exigen nuestra eternidad: No tiene sentido que un objeto material,
creado por el ser humano (silla, mesa, etc.) pueda existir por más tiempo que el hombre
que lo creó. Esto implicaría una perfección de la criatura (silla, mesa, etc.), que superaría a
su “creador” (el hombre). Por esta razón, el hombre debe ser eterno, su alma debe seguir
existiendo después de la muerte.
La justicia exige eternidad; no es justo que una persona que fue buena toda su vida y en
esta vida sufrió bastante, deje de recibir una recompensa por el bien que hizo, debe haber
un más allá donde se le recompense. Tampoco es justo que alguien que fue
verdaderamente malo en vida y no tuvo castigo por sus actos deje de recibir el pago de sus
obras, debe haber un más allá donde pague y repare por el daño que hizo.
A lo largo de toda la historia, en las diversas culturas, religiones y civilizaciones se ha
dejado ver que el hombre tiene un profundo deseo de trascendencia que está inscrito en su
naturaleza, no se ha resignado a creer que todo acaba con la muerte, siempre ha creído en
un más allá, en un después de la muerte; y es que el hombre no es solo para este mundo,
es para el eterno.
Por qué hablar de las postrimerías
Al ser el hombre un ser trascendente, es decir, que no acaba con la muerte, es necesario
hablar de la realidad que le espera después de este doloroso paso; es necesario hablar del
tema de las postrimerías, realidades que hoy no se mencionan precisamente porque el
hombre de hoy no piensa en su fin, y por tanto, no piensa en cómo vive.
Es necesario hablar del tema de las postrimerías porque quien no tiene razones para morir,
no tiene razones para vivir. Aquel que cree que la vida termina con la muerte, puede vivir
de cualquier manera, no le importa la manera como obra durante su vida pues considera
que sus acciones no tienen trascendencia, y es más, cuando sufre un fracaso en su vida
cree que ya todo terminó, que no tiene sentido seguir viviendo; mientras que, quien
comprende la trascendencia del hombre, quien sabe que  la muerte es solo un paso a la
vida eterna, siempre tiene razones para vivir, aun cuando lo ha perdido todo, y aún,
encontrándose moribundo o en la situación más extrema y desesperante. Por ello las
postrimerías ayudan a tener razones para morir y sobre todo para vivir correcta y
santamente, pues como lo dice la Escritura “Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás
jamás” (Eclo 7,40).
Las postrimerías nos ayudan a tomarnos en serio el presente de cara al futuro, pues nos
hacen conscientes de que en esta vida nos lo jugamos todo, la salvación o la condenación
eterna. Las postrimerías son: muerte, juicio, infierno, purgatorio y gloria. Veremos cada una
de ellas en las tres lecciones siguientes.
LA MUERTE
«Existen dos concepciones de la muerte. La concepción pagana, la concepción
materialista, que ve en ella el término de la vida, la destrucción de la existencia humana, la
que, por boca de un gran orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa
más terrible entre las cosas terribles” (omnium terribilium, terribilissima mors); y la
concepción cristiana, que considera a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores, a despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una
contradicción, la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad. Qué bien lo supo
comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía: “Ven, muerte, tan
escondida que no te sienta venir, porque el gozo de morir no me vuelva a dar la vida.”»[2]
Definición
La muerte es definida por el catecismo como la “Separación del alma y el
cuerpo” (Catecismo, 997, 624, 650, 1005), y como el  “final de la vida terrena” (Catecismo,
1007, 1008). Debemos aclarar aquí que hablar de cuerpo y alma no es dualismo:
El dualismo dice que el cuerpo y el alma se oponen, siendo lo primero malo y lo segundo
bueno;  los cristianos consideramos cuerpo y alma como un regalo de Dios, tanto que
creemos en la resurrección de la carne. El dualismo dice que cuerpo y alma son dos
sustancias distintas; los cristianos entendemos al hombre como una unidad sustancial de
cuerpo y alma.
La muerte es consecuencia del pecado
La muerte es la paga por el pecado, ésta no se encontraba en el plan de Dios. La Iglesia
así nos lo ha enseñado: «Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su
cumbre” (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que
realmente es “salario del pecado” (Rom 6, 23;cf. Gén 2, 17)» (Catecismo, 1006). El hombre
por naturaleza era mortal, pero Dios le había dado el don de la inmortalidad; este don lo
perdió con el pecado.
San Alfonso nos exhorta a que consideremos la muerte para que no nos asuste cuando
toque a nuestras puertas: «Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar:
mira en aquel cadáver, tendido en su lecho mortuorio, la cabeza inclinada sobre el pecho,
esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos,
desencajadas las mejillas, el rostro color ceniza, labios y lengua color de plomo; yerto y
pesado el cuerpo...¡tiembla y palidece quien lo ve! Observa como aquel cadáver va
poniéndose amarillo, después negro.
Aparece en todo el cuerpo una especie de vellón blanquecino y repugnante de donde sale
una materia pútrida, viscosa y hedionda que cae por tierra. Nace en tal podredumbre
multitud de gusanos que se nutren de la misma carne... y de todo aquel cuerpo no queda
más que un fétido esqueleto que con el tiempo se deshace, separándose de los huesos y
cayendo del tronco la cabeza»... y continúa el santo preguntando «¿Dónde está pues la
hermosura que hoy te agrada? en esta pintura de la muerte, hermano mío, reconócete a ti
mismo y ve lo que un día vendrás a ser. Hoy te cubre el oro y la seda, mañana te cubrirá la
tierra y la podredumbre. Hoy te cortejan los hombres, mañana te cortejarán los gusanos.
¡Oh, cuán solo y abandonado quedará el cuerpo en la pobre sepultura! ¿Por qué sirves
tanto a la carne que ha de servir de alimento a los gusanos?»[3]
Frente al tema de la muerte siempre debemos recordar que con absoluta seguridad
moriremos, y aunque la miremos a lo lejos, llegará; no sabemos cómo ni cuándo ni dónde
moriremos, pero sí sabemos que morir mal es un error irreparable:
Cualquier otro error tiene solución... morir en pecado mortal significa condenarse para
siempre. ¡Si te acuestas a dormir en pecado mortal, mañana puedes amanecer en el
infierno!
La muerte sólo la temen quienes han perdido la vida, quienes tienen las manos vacías. He
aquí los temores que afronta el hombre en el momento de su muerte:
Frente al pasado: a la hora de la muerte es común que las personas experimenten
remordimiento de conciencia, que vengan a su mente recuerdos de pecados y culpas
pasadas que les causan gran tormento; la persona desearía una segunda oportunidad para
enmendar el mal que hizo.
Frente al presente: la persona también experimenta temor al pensar en dejar su familia,
sus seres queridos y los bienes que posee.
Frente al futuro: ante el moribundo se presenta la incertidumbre por lo que podrá venir
después de la muerte; se experimenta temor al pensar en el juicio que se rendirá de cara a
Dios.
¡Cuán diferente es la muerte del santo! ¡Cuánto regocijo hay en ella! Muy bien lo dice la
Escritura: “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor” (Ap 14,13), pues mueren
con el gozo y la esperanza de encontrarse con Aquel que buscaron durante toda su vida,
mueren en paz porque sus buenas obras los sostienen y acompañan. Santa Teresita del
Niño Jesús respondió a su capellán, que le preguntaba si estaba resignada para morir:
“¿resignada? No, padre mío; resignación se necesita para vivir, no para morir… lo que
tengo es una alegría grandísima”. No se trata aquí de un desprecio de la vida terrena sino
de un inmenso deseo de encontrarse con Dios. ¡Quien ha sabido vivir no le teme a la
muerte!
EL JUICIO
Podemos imaginar que delante de nosotros funciona día y noche, desde el instante en que
empezó nuestra vida consciente y racional, una máquina cinematográfica invisible que está
filmando nuestra vida interior y exterior. Es inútil cerrar la puerta con llave para quedarnos
completamente solos, de nada sirve apagar la luz, pues el “cine de Dios” funciona
perfectamente a oscuras.
A la hora de la muerte, en el momento mismo de exhalar el último suspiro,
contemplaremos como únicos espectadores, pero bajo la mirada de Dios, la película de
toda nuestra existencia terrena: he ahí el juicio particular. Y esa misma película se
proyectará públicamente algún día ante la humanidad entera: ha ahí el juicio final.
Juicio particular
«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un
juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para
entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse
inmediatamente para siempre.» (Catecismo, 1022).
En la Sagrada Escritura aparece clara la idea de un juicio que afrontará la persona
inmediatamente después de su muerte: “el hombre muere una sola vez y luego viene para
él el juicio” (Hb 9,27). Inmediatamente después de la muerte, el alma se presentará ante
Dios, cara a cara, entonces  se abrirán los dos libros: el Evangelio, donde la persona
contemplará lo que debió haber hecho durante su vida, y el libro de su vida, donde
contemplará lo que en realidad hizo; ambos libros serán comparados. Será un juicio
basado en la fe (cf. Jn 3,16) y en el amor: “al atardecer de la vida se nos juzgará en el
amor.”[4]
No será Dios quien juzgue a la criatura, pues no vino a condenar sino  a salvar, será la
propia conciencia la que la salvará o condenará eternamente, pues esta fue una decisión
personal que estuvo respaldada por toda una vida (cf. Catecismo, 679).
Juicio universal
«La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24,
15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los
sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que
hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su
gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él todas las
naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las
cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda [...] E irán éstos a un
castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31.32.46)» (Catecismo 1038).
Este juicio tendrá varias características importantes:
Sucederá en la segunda venida gloriosa de Cristo; al respecto, nadie sabe ni el día ni la
hora.
Se dará allí la resurrección de la carne: los santos recobrarán un cuerpo bendito y los
condenados un cuerpo maldito.
Estará presente allí, toda la humanidad, desde Adán y Eva hasta el último hombre creado.
Ante todos ellos se proyectará la película de nuestra vida. Así los condenados sabrán que
se condenaron por soberbia, por no haber hecho un simple acto de arrepentimiento,
sabrán que muchos de los bienaventurados pudieron haber cometido pecados peores que
los suyos, pero con la diferencia de haber acogido la misericordia de Dios.
Dice San Bernardo[5] que será el día de la vergüenza universal, pues quedarán al
descubierto las conciencias y los corazones de todos los hombres, y serán contemplados
por toda la humanidad. Si sentíamos vergüenza para ir a  confesar nuestros pecados ante
un sacerdote en la confesión, qué diremos de ese día en el que ya no sólo un hombre sino
toda la humanidad conocerá nuestras miserias.
“Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de
Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al
bien moral que hay que practicar y a la vida eterna.
El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno
cumplimiento del propio destino”[6]; es decir, para heredar la vida eterna es necesario
cumplir los mandamientos.
PRÁCTICA
Ver el testimonio completo de la odontóloga bogotana Gloria Polo. Quien tuvo una
experiencia sobrenatural mientras se debatía entre la vida y la muerte.[7]
Reto digital: Comparte el video de Gloria Polo en tus redes sociales.
TEXTO 7. POSTRIMERÍAS – INFIERNO
“Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando
copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante
el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel
mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos
pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria. 
Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con
los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con
uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta
que no hay cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero
¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”[1]
Debemos decir que en cuanto al tema del infierno, en la Iglesia, hemos pasado de un
extremo a otro: de hablar excesivamente de él hasta pensar en un Dios terrible y vengativo
(edad media), hasta negarlo, pensando en un Dios alcahueta e indiferente ante la injusticia
(modernidad).
En ambos casos se deforma la imagen de Dios. Él es infinitamente misericordioso a la vez
que es infinitamente justo. Por ello, en esta lección, trataremos de profundizar un poco en
el tema para entenderlo como es en realidad.
Definición
El infierno es un estado de “auto exclusión”, no un defecto de la misericordia de Dios:
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección.
Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados
es lo que se designa con la palabra “infierno”»  (Catecismo, 1033).
El infierno es la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno, pues significa la
pérdida y privación total de Dios, y por tanto, de todo lo bueno, bello y verdadero.
Existencia del infierno
“Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin
Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien
libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría”[2].
Estas palabras del Papa Juan Pablo II fueron manipuladas por medios de comunicación 
mal intencionados, quienes a partir de éstas afirmaron que el Papa había negado la
existencia del infierno. Ante esto, hay que decir que el Papa afirmó que el infierno, en este
momento, es un estado del alma -pues aún no se ha dado la resurrección de la carne-,
más no lo negó. Que sea un estado del alma no significa que no exista.
Los dolores espirituales, del alma, son más profundos e intensos que los dolores físicos.
Es así como duele más la  muerte de un hijo que un golpe o una fractura. Una depresión
aguda, no se localiza en ningún órgano del cuerpo, pero es una agonía espiritual y es un
dolor y un sufrimiento real. Los dolores del alma son más intensos y fulminantes, y no
porque no los localicemos o palpemos dejan de ser reales.
El infierno, es decir, la privación total de Dios, es la angustia, la tristeza, la depresión, la
soledad, la agonía más absoluta.  Después de la Resurrección de la carne, el infierno ya
no será sólo un estado sino que será un lugar.
La apuesta de Pascal
Cuando llegamos a la existencia de Dios, hay dos posibilidades: o Dios existe o no existe.
En los términos de nuestra respuesta, también hay dos posibilidades: o creemos en Dios, o
no lo hacemos.
Si Dios no existe, y apostamos (por creer) que sí existe, no perdemos nada, puesto que,
presumiblemente, no hay vida después de esta o recompensa eterna o castigo por creer o
no creer.
Si Dios existe, como quiera que sea, y nos ofrece gratuitamente el regalo de vida eterna, y
nosotros apostamos (por incredulidad) a que no existe, entonces estamos arriesgando el
perderlo todo y vivir una eternidad separados de Dios.
Si Dios existe, y apostamos a que así es, potencialmente estamos ganando la vida eterna
y la felicidad.
Por lo que dijo Pascal, una persona razonable aún considerando la posibilidad de que Dios
existe en un 50 por ciento, debería apostar a que así es, puesto que esa persona se
posicionaría a no perder nada (si Dios no existe) y ganarlo todo (si Dios existe); mientras
que la persona que apuesta a que Dios no existe se posiciona a no ganar nada (si Dios no
existe), o a perderlo todo (si Dios sí existe). 
Este mismo argumento lógico aplica para la existencia del infierno: si crees en él y no
existe, no pierdes nada, y viviendo el Evangelio habrás llevado una vida feliz; si crees en
él  y existe, te librarás de ir a él; pero si no crees en él y en realidad existe corres el riesgo
de condenarte eternamente, al llevar una vida libertina y permisiva.
Verdades de fe sobre el infierno (IV Concilio de Letrán)
En el IV Concilio de Letrán, realizado en el año 1215 se definieron como verdades de fe
sobre el infierno:

 Su existencia (Catecismo, 1035).


 Segunda muerte (Ap 20, 13ss).
 “Será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 13, 42; 25, 30. 41).
 Su eternidad (Catecismo, 1035).
 La gehenna de “fuego que no se apaga” (Mc 9, 43).
 En la parábola del Rico Epulón, se precisa que el infierno es el lugar de pena
definitiva, sin posibilidad de retorno o de mitigación del dolor (cf. Lc 16, 19-31).
“Una ruina eterna, alejados de la presencia del Señor y de la gloria de su poder” (2 Tes
1,9).
“¡Alejaos de mí, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25, 41).
Existen allí dos grandes castigos: pena de daño y de sentido (Mt 25,31-46).
Pena de sentido
“Se llama así porque el principal sufrimiento que de ella se deriva proviene de cosas
materiales o sensibles. Afecta, ya desde ahora, a las almas de los condenados, y, a partir
de la resurrección universal, afectará también a sus cuerpos.”[3]
La pena de sentido consiste principalmente en el suplicio del fuego (Mc 8,43; Mt
25,41), que atormenta no solamente los cuerpos, sino también las almas de los
condenados. Además de esto, en virtud de la degradación indecible, del estado perpetuo
de odio, de los suplicios horribles de quienes allí se encuentran - es decir, los demonios y
los demás condenados-, su compañía continua, eterna, será por sí misma una tortura
espantosa. Los sentidos internos estarán sujetos a imaginaciones y recuerdos más o
menos torturantes, y los externos estarán privados de todo cuanto les pudiese agradar y
proporcionar placer, nada de luz, de armonías, de suaves olores, de sensaciones suaves,
de reposo corporal.
La imitación de Cristo, gran clásico de la literatura cristiana, describe esta pena del infierno
de la siguiente manera: “en lo mismo que más peca el hombre será más gravemente
castigado. Allí los perezosos serán punzados con aguijones ardientes, y los golosos serán
atormentados con gravísima hambre y sed. Allí los lujuriosos y amadores de deleites serán
rociados con hediondo azufre, y los envidiosos aullarán de dolor como rabiosos perros. No
hay vicio que no tenga su propio tormento. Allí los soberbios estarán llenos de confusión, y
los avarientos serán oprimidos con miserable necesidad. Allí será más grave pasar una
hora de pena, que aquí cien años de penitencia amarga. Allí no hay sosiego ni consolación
para los condenados; más aquí cesan algunas veces los trabajos, y se goza del consuelo
de los amigos. Ten ahora cuidado y dolor de tus pecados, para que en el día del juicio
estés seguro con los Bienaventurados.”[4]
Todas las facultades tendrán en el infierno su castigo especial. Si el castigo de los sentidos
es el fuego, y el del entendimiento y la voluntad es la pena de daño, el castigo de la
memoria es el remordimiento, y el de la imaginación es la desesperación.
El remordimiento, como pena de la memoria, le recordará al condenado los muchos
medios de salvación que tuvo en la tierra, el desprecio que hizo de ellos y cómo vino a
condenarse sólo por su culpa, sin poder ahora arrepentirse. La desesperación, como pena
de la imaginación, le recordará constantemente que sus tormentos durarán no por mil
años, ni por millones de años, sino por toda la eternidad.
Pena de daño
El Magisterio de la Iglesia, desde sus inicios, y en unanimidad con los Padres de la Iglesia,
ha sido claro en enseñar que «la pena principal del infierno consiste en la separación
eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las
que ha sido creado y a las que aspira» (Catecismo, 1035).
Respecto de esta pena del infierno, ha dicho San Agustín: “perecer para el Reino de Dios,
expatriarse de la ciudad de Dios, enajenarse de la vida de Dios, carecer de la inmensa
dulzura de Dios... es una pena tan grande, que no puede haber tormento alguno entre los
conocidos que se le pueda comparar”[5].
Coinciden con esta dolorosa descripción las palabras de san Juan Crisóstomo quien afirma
que “el haber perdido bienes tan grandes produce en el condenado tal dolor, aflicción y
angustia, que, aunque no hubiera ningún otro suplicio destinado a los pecadores, él solo
podría producir en el alma mayor dolor y perturbación que todos los demás tormentos del
infierno”[6].
Definitivamente, el infierno es lugar de dolor y de tormento eterno pues allí el hombre habrá
perdido el Sumo Bien para que el que fue creado: Dios. Esto significa para el hombre que
allí va a parar la frustración total de su existencia.  “Los condenados sufren, pues, como
una especie de desgarramiento del alma misma, atraída en diversos sentidos a la vez por
fuerzas opuestas e igualmente poderosas. Es como un descuartizamiento espiritual, tortura
mucho más espantosa que la que experimentarían si su cuerpo fuera despellejado vivo o
cortado en pedazos; porque, en la medida en que las facultades del alma son superiores a
las del cuerpo, en esa misma proporción es más doloroso el desgarramiento profundo por
el cual el alma es separada de sí misma al estar separada de Dios, que debería ser el alma
de su alma y la vida de su vida.”[7]
Van a él los que mueren en pecado mortal
«Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos
inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno» (Catecismo,
1035).
Dios quiere la salvación para todos
Nadie está predestinado a la condenación, Dios quiere que todos los hombres se
salven (cf. 1 Tim 2,4), para eso los creó. Dios nunca pensó en dos caminos -la
condenación o la salvación-, sólo pensó en la salvación, no tenía otra opción. El Infierno es
simplemente la negación, la no aceptación de ésta. El Cielo y el Infierno no son
equiparables. «Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf. DS 397; 1567); para que eso
suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él
hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia
implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la
conversión” (2 Pe 3, 9)» (Catecismo, 1037).
PRÁCTICA
Renunciar definitivamente a todo estado de vida que implique Pecado Mortal habitual.
¡Morir antes que pecar!... porque pecando se corre el riesgo de morir eternamente.
[1]ROYO, Antonio. El misterio del más allá. Conferencias Cuaresmales
pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid. P. 4.
[2] Juan Pablo II. Audiencia del 28 de Julio de 1999.
[3] ROYO, Antonio. Teología de la salvación. Madrid: La Editorial Católica (BAC),
1997. P. 315.
[4] KEMPIS, Tomas. Imitación de Cristo. Lib. I. Cap. XXIV.
[5] ROYO, Antonio. Op. cit., p. 308.
[6] Ibíd., 309.
[7] Ibíd., p. 310.

TEXTO 8. POSTRIMERÍAS – PURGATORIO Y GLORIA


«Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados,
aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una
purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del
Cielo» (Catecismo, 1030).
¿Quiénes van allí?
Al purgatorio van a aquellos que todavía no son santos, pero que no están en pecado
mortal. Quien entra allí ya ha recibido la salvación eterna; sin embargo, no debemos
aspirar ir a este lugar, sino que debemos aspirar ir directamente al Cielo.
¿Qué sucede allí?
El alma es sometida allí a un fuego purificador, que implica dolor,   a fin de reparar sus
pecados y obtener la pureza y santidad necesarias para ver a Dios. La purificación del
purgatorio se basa en el amor.
Hay que aclarar que, aunque en el purgatorio el alma es sometida a un fuego purificador y
esto implica dolor, éste no se puede equiparar al castigo del infierno: «La Iglesia llama
purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del
castigo de los condenados»  (Catecismo, 1031).
Argumentos para hablar de la existencia del purgatorio
Aunque en la Biblia no aparece la palabra “Purgatorio” está clara la idea del mismo.
Tampoco aparecen en la Biblia palabras como: “Trinidad”, “Encarnación”, etc. y sin
embargo el protestantismo las acepta sin problema.
Los protestantes son muy firmes (de hecho, insistentes) en la idea de que continuamos
pecando hasta el fin de esta vida a causa de nuestra naturaleza corrompida. Sin embargo,
ellos saben que al Cielo “no entrará nada manchado (impuro)” (Ap 21,27) y que quien no
tenga el vestido digno del banquete celestial, no podrá estar allí (cf. Mt 22,1-13). También
hablan de la infinita misericordia de Dios que perdonará a quien se arrepienta, pero saben
que “de toda palabra ociosa que hablen los hombres, darán cuenta en el día del Juicio”  (Mt
12,36). Así pues, si una persona pecadora se arrepiente, con seguridad Dios le perdona;
pero, aunque la Sangre de Cristo le lave, esa persona seguirá pecando “hasta el fin de sus
días” y como en el Cielo no entra nada manchado y se nos juzgará hasta por nuestras
palabras ociosas (¡y quién no las ha dicho!), no podrá ir al Cielo… ¿Entonces, se
condenará? No, ni pensarlo, pues la persona se arrepintió y al Infierno va quien no se
arrepiente… ¿Qué pasará con ésta persona? Si no puede entrar todavía al Cielo por no
estar perfectamente purificada y no puede ir al Infierno por haberse arrepentido, tendrá que
ir necesariamente a un estado distinto donde termine de purificarse y luego pueda llegar al
Cielo a gozar eternamente de Dios. Ese estado es el Purgatorio. Es pura lógica.
Es tan lógica, tan clara y evidente la necesidad de una expiación después de la muerte,
que la llegaron a vislumbrar los mismos filósofos paganos, que carecían totalmente de las
luces de la fe. Y así, Platón alude varias veces a un lugar ultraterreno donde se purifican
las almas imperfectas antes de entrar en el reposo eterno. Virgilio recoge esa misma
creencia en la Eneida al describir la purificación que es necesario sufrir antes de entrar en
los Campos Elíseos, esto es, en el Paraíso. Y el filósofo Séneca, consolando a la noble
Marcia por la muerte prematura de su hijo, le habla de un lugar donde se “expurga y
sacude de sí los vicios pegadizos y la herrumbre inherente a toda vida mortal”.
Además, es de lógica el pensar en que todo daño se debe reparar, así mismo pasa con el
pecado. Todo pecado causa en el alma dos cosas: culpa y pena (cf. 2 Sam 12,13-14;
24,12). No basta pedir perdón, además hay que resarcir (reparar) el daño hecho, no
porque Dios lo necesite sino porque nuestra alma lo necesita. El ejemplo del clavo en la
pared: se quita el clavo (perdón de la culpa) pero queda el hueco (pena) que hay que
resanar. En la confesión se perdonan nuestras culpas pero nos queda el deber de reparar
el mal hecho; sino lo hacemos en vida, a través de la oración, la penitencia y las buenas
obras,  lo haremos en el purgatorio.
“Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego
purificador, según lo que afirma Aquel que es la Verdad, al decir que si alguno ha
pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este
siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas
pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro” (San Gregorio Magno,
Dialogi 4, 41, 3). En el infierno ya no hay posibilidad de perdón, y al Cielo no entra nada
manchado; por tanto, debe haber un lugar intermedio, de purificación, donde se perdonen
pecados. Este es el purgatorio.
2 Macabeos 12,42-45: Judas Macabeo y sus soldados ofrecen oraciones y sacrificios por
sus compañeros muertos en batalla con objetos consagrados a los ídolos. Este texto
muestra la concepción de los judíos sobre una purificación después de la muerte. Aún hoy
los judíos ortodoxos rezan una oración llamada Quaddish durante los once meses
siguientes al deceso para alcanzar la correspondiente purificación.
Mateo 12,32: Jesús no condena la creencia de los judíos en una purificación después de
esta vida, sino que la apoya y este texto es muestra clara de ello. Jesús habla del pecado
contra el Espíritu Santo y dice que este no se perdona ni en esta vida ni en la otra. Lo que
muestra claramente que hay dos tipos de pecados: Los que no se perdonan  ni en esta
vida, ni en la otra, y los que se perdonan en esta vida o en la otra. Esta purificación de los
pecados en la otra vida, se conoce como Purgatorio.
Mateo 18,23-35: “Aprendan algo sobre el Reino de los Cielos” Jesús explica cómo
funcionan las cosas en el Reino de los Cielos y narra la parábola del hombre injusto que no
quiso perdonar a un deudor, aunque él mismo había sido perdonado por el Rey. “Lo puso
en manos de los verdugos hasta que pagara toda la deuda” Si este hombre injusto quedó
en manos de los verdugos “hasta que pagara toda la deuda”, significa que su castigo es
temporal y no eterno. “Lo mismo hará mi Padre Celestial…” Nuestro Señor explica
claramente que el que no perdone a su hermano tendrá que “pagar esa deuda” con un
castigo temporal. Este castigo temporal es lo que se llama Purgatorio.
 Lucas 12,58-59: Nuevamente habla nuestro Señor de una cárcel de la que no se sale
hasta que sea pagado el último centavo. La “cárcel” de la que habla el Señor no puede ser
el Infierno pues de allí no se sale nunca    (Mt 18, 8; Mt 25, 41; Mc 9, 43; etc.) Esta “Cárcel”
es el Purgatorio donde es purificado el pecador.
1 Corintios 3,11-15: San Pablo habla del fuego que probará la obra de las personas que
edificaron su vida sobre Cristo. Algunos construyeron con oro, plata o piedras preciosas,
otros con madera, caña o paja.
Pablo dice, además, que será premiado aquel cuya obra resista al fuego, pero si la obra se
hace cenizas el obrero tendrá que pagar… ¿se condenará entonces? No, Pablo es claro al
decir que se salvará, pues había edificado sobre Cristo; sin embargo tendrá que pasar por
el “fuego purificador”. Ese “fuego purificador” es el Purgatorio.
Almas del purgatorio
Las almas del purgatorio no son para invocarlas “ni para que me despierten”, sino que
tenemos la obligación de orar y ofrecer sacrificios por ellas; «“Por eso mandó [Judas
Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran
liberados del pecado” (2 Mac 12, 46). 
Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido
sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez
purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios» (Catecismo, 1032). También
debemos rogar por ellas constantemente a nuestra Madre Santísima para que acuda en su
socorro y les de alivio y consuelo.
Indulgencias
«La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya
perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas
condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la
redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de
los santos» (Catecismo, 1471).
La Indulgencia plenaria: Borra toda la pena merecida por el pecado. Para obtenerla se
deben cumplir las siguientes condiciones:

 Confesión.
 Comunión.
 Oración por el Papa.
 Obra que produzca indulgencia plenaria (esto lo determina la Iglesia); veamos
algunas:
Tres días de Retiro.
Rezar el Rosario meditado en comunidad.
Asistir a una primera comunión.
Hacer el Santo Viacrucis.
Bendición urbi et orbi, etc.
 Renuncia a todo afecto al pecado, incluso venial.
Estas indulgencias se aplican a sí mismo o a un alma del purgatorio, no a otro vivo. Los
consagrados las damos a María, nuestra Madre y tesorera, para que sea ella quien las
administre y las de a las almas que más lo necesitan.
La Indulgencia parcial, como su nombre lo indica, borra solo una parte de la pena merecida
por el pecado, depende del acto concreto que se realice para obtenerla. Son muchas las
formas de ganarla.
EL CIELO: FELICIDAD  ETERNA
«Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella,
con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo” . El cielo es
el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado
supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1024).
El doctor Angélico, santo Tomás, lo definió como “el bien perfecto que sacia plenamente el
apetito”, y Boecio afirmó al respecto que es “la reunión de todos los bienes en estado
perfecto y acabado”.
Dios ha hecho al hombre para el Cielo, y por eso aquí en la tierra ningún hombre encuentra
esa felicidad completa que tanto busca; Goethe afirmaba de sí mismo: “se me ha
ensalzado como a uno de los hombres más favorecidos por la fortuna.
Pero en el fondo de todo ello no merecía la pena, y puedo decir que en mis 75 años de
vida no he tenido cuatro semanas de verdadera felicidad; ha sido un eterno rodar de una
piedra que siempre quería cambiar de sitio”.
Y es que, como lo afirma el padre Jorge Loring, en su libro Para Salvarte, la aspiración
fundamental del hombre no puede saciarse con la posesión de un objeto; el hombre no
puede alcanzar su felicidad plena en una relación sujeto-objeto, sino en la relación yo-tú,
es decir, en la relación con una persona. Incluso en este mundo la mayor felicidad está en
el amor; y no precisamente el amor-lujuria, sino el amor espiritual. En el Cielo la posesión
de Dios nos proporcionará por el amor una felicidad insuperable.
Hablar del Cielo no es nada fácil, las palabras se quedan cortas, la imaginación no
alcanza, el mismo San Pablo al hablar del Cielo sólo puede exclamar: “lo que ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para los que lo aman” (1
Cor 2,9).
“Es la posesión plena y perfecta de una felicidad sin límites, totalmente saciativa de las
apetencias del corazón humano y con la seguridad absoluta de poseerla para siempre.”[1]
Dos goces del Cielo
La visión beatífica
Si en este mundo la contemplación mística, sobrenatural o infusa, que procede de la fe y
de los dones del Espíritu Santo, arrebata el alma de los santos y los saca fuera de sí por el
éxtasis místico, calcúlese lo que ocurrirá en el Cielo ante la contemplación de la divina
esencia, no a través de los velos de la fe, sino clara y abiertamente tal como es en sí
misma.
La visión beatífica será como un éxtasis eterno que sumergirá al alma en una felicidad
indescriptible. San Pablo, que fue arrebatado al tercer Cielo y contempló un instante la
esencia divina, al volver en sí de su sublime éxtasis no supo decir nada de lo que había
visto por ser del todo inefable: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre
llegó lo que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor 2,9).
El disfrute de los sentidos
Nuestros ojos estarán perpetuamente llenos del deleite mayor que puede procurarles la
vista de los más bellos objetos. Nuestros oídos estarán eternamente llenos del placer que
aquí les causan las  más bellas melodías y dulces palabras. San Francisco de Asís fue
recreado en esta vida, en un éxtasis inefable, con un instrumento músico pulsado por un
ángel, y creyó morirse de felicidad y de gloria. Nuestro olfato, gusto y tacto estarán
perpetuamente gozando el mayor deleite que aquí pueden producirnos sus más gratas
impresiones. “Nos hiciste para ti Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que
descanse en Ti” (San Agustín).
Los santos y el Cielo
Si estuviéramos bien convencidos -como lo estaban los santos de que la tierra es el
destierro de las almas, un valle de lágrimas y de miserias, un desierto abrasador por el que
hay que pasar antes de ir al oasis del Cielo, que es la patria verdadera de las almas, no
solamente no temeríamos la muerte, sino que ningún otro deseo nos sería tan querido y
familiar. San Pablo deseaba ardientemente ser desatado de los vínculos de la carne para
unirse eternamente con Cristo (cf. Fil 1,23), y de igual manera lo anhelaban los santos,
porque ellos comprendían lo que verdaderamente era el Cielo y suspiraban por él. «San
Ignacio de Loyola se derretía en lágrimas cada vez que pensaba que la muerte le abriría
las puertas del Cielo. Tenía tal deseo de unirse a Dios, que,  en su última enfermedad, los
médicos le prohibieron pensar en la muerte; porque este pensamiento le enardecía tanto,
que le hacía palpitar violentamente su corazón, poniendo en peligro su vida. San Francisco
Javier, con los ojos llenos de lágrimas y abrazando el crucifijo, exclamó: “en ti, Señor, he
puesto toda mi confianza; no seré confundido eternamente”. Y, con el semblante iluminado
por la alegría celestial, expiró dulcemente en el Señor.
Santa Catalina de Siena sentía una tan grande impaciencia de morir, que casi perdía la
razón. Llamaba a la muerte con palabras tiernas y amorosas, invitándola a no retardar más
su venida. En cierta ocasión el Señor le permitió un profundo éxtasis, en el que
experimentó el Cielo por unos instantes, y después de volver en sí lloró amargamente
durante tres días y tres noches por verse privada de ese Sumo Bien. S Teresa de
Jesús vivió muriendo de amor, deseando ardientemente morir para ver a Dios. Fue
impresionante -declaran los testigos que lo vieron- la expresión de su alegría celestial
cuando, al recibir el viático en su pobre celda de Alba de Tormes, le decía a su Dios y
Señor: “ya es hora, Señor, ya es hora de que nos veamos para siempre en el Cielo”»[2]. El
Cielo debe ser la aspiración más profunda del cristiano, pues allí nos esperan Jesús y
nuestra Santísima Madre, para disfrutar de su compañía eternamente. Un consagrado a
María debe vivir con los pies en el suelo y el corazón y los ojos en el Cielo, pues así vivió
siempre ella.
PRÁCTICA
Durante esta semana, asistir a la Santa Misa y ofrecerla por las almas del purgatorio más
necesitadas, y especialmente por las almas de los familiares fallecidos. También, ofrecer
por ellas el Santo Rosario.
[1] ROYO, Antonio. Teología de la salvación. Madrid: La Editorial Católica (BAC),
1997. P. 444.
[2] Ibíd., p. 267.
TEXTO 9. APOLOGÉTICA: DEFENSA DE LA FE
Nos ha tocado vivir en una época donde las personas ya no creen por la simple autoridad
de la Iglesia, es decir, ya no dicen “amén” a todas sus enseñanzas; cada vez más las
personas exigen razones para creer, piden explicaciones y se atreven a poner en duda las
enseñanzas que por siglos han hecho parte del depósito de nuestra fe, provenientes de la
Divina Revelación. 
Es por eso que los Cristianos tenemos el deber de formarnos y conocer a fondo nuestra fe,
pues como nos lo dijo nuestro primer Papa, el apóstol San Pedro: estad “siempre
dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3,15).
Cada vez es más común ver a los hermanos separados tocando de puerta en puerta, con
la biblia en sus manos y dispuestos a evangelizar a quienes le abran. Seguramente que
muchos de nosotros ya hemos tenido la experiencia de escucharlos, y tal vez nos han
dicho unas cuantas citas bíblicas de memoria y hasta nos han cuestionado acerca de las
enseñanzas de nuestra fe, y, lamentablemente, hemos tenido que callarnos pues no
sabemos cómo responder. Y seguramente hemos conocido muchos casos en los que
personas que se llamaban católicas han afirmado encontrar la verdad en una secta y se
han ido de la Iglesia. Y es que como lo resume muy bien la frase: ¡Católico ignorante,
futuro protestante!
Un consagrado a la Santísima Virgen María es un católico firme, convencido, amante de su
fe, que se preocupa por conocerla y ahondar cada día más en ella, y que está siempre
dispuesto a dar razón de su fe cuando le es necesario. Por ello, en esta lección tocaremos
algunos de los principales temas en los que somos más cuestionados por nuestros
hermanos separados, pues para cada una de sus preguntas la Iglesia tiene una respuesta.
La Iglesia Católica, única Iglesia de Cristo
Las obras de Dios siguen el mismo camino de la encarnación; Cristo se encarna para
hacerse cercano, para hablarnos, tocarnos, alimentarnos. Nuestro Dios no es un Dios
cósmico, no es una energía, es un Dios persona, que se adecúa al lenguaje y los medios
humanos para comunicársenos, para entablar una relación con nosotros, y esto se realiza
en la persona de Cristo. Él se hace visible, palpable, tangible, de lo contrario nosotros no lo
captaríamos, nos sería muy difícil entablar una relación con Él. Cristo, al partir al Cielo,
quiso dejarnos un signo sensible y visible de su presencia y cercanía, que fuese una
continuación del misterio de su encarnación: y por ello instituyó la Iglesia.
En adelante, será la Iglesia la encargada de perpetuar la presencia y misión de Cristo en el
mundo. Pues si Cristo no hubiese instituido una Iglesia desde el principio, el Evangelio no
habría llegado hasta nuestro tiempo, el mensaje de Cristo se hubiera diluido con el pasar
de los años. Para evitar que esto sucediese el dijo a Pedro: “tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18), es decir, una sola Iglesia.
El primero en usar la palabra “Católica”, para designar a la Iglesia de Cristo, fue San
Ignacio de Antioquia, en el año 107, en una carta dirigida a la comunidad de Esmirna 
“cuando el arzobispo aparece, deja ser a la gente como es, donde está Jesucristo, allí está
la Iglesia católica”.
Las «iglesias» protestantes surgen apenas en el siglo XVI -a partir del cisma propiciado por
Martín Lutero- pero ¿cómo llegaron al conocimiento de Cristo? ¿Quién custodió y proclamó
el Evangelio hasta ese tiempo? Sólo hay una respuesta: la Iglesia Católica; la única
fundada por Cristo para ser fiel custodia y propagadora de sus enseñanzas.
La permanencia de la Iglesia Católica en el tiempo nos habla de su origen divino, es decir,
de que ella es humana y divina a la vez; humana porque está conformada por hombres, y
divina porque Cristo es su Cabeza. Si fuese una simple institución humana hace rato que
hubiese pasado a la historia, como lo han hecho los grandes imperios; pero si después de
20 siglos sigue en pie, a pesar de sus tantos enemigos y de las miserias de quienes la
conformamos, es porque la gracia de cristo la sostiene, y porque verdaderamente se ha
cumplido su promesa: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,19). Su
permanencia en el tiempo es ya un milagro de la gracia.
Sólo hay una Iglesia fundada por Cristo: la Católica, con una sucesión ininterrumpida de
266 papas desde Pedro hasta el Papa Francisco, con historia, con Tradición, con santos y
mártires. Cristo quiso formar un solo rebaño con un solo Pastor, un solo bautismo y una
sola fe.
El papado de Pedro
Para fundar su Iglesia, Cristo escoge una cabeza visible, el apóstol San Pedro: “tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18).
Cuando Jesús conoce a Pedro, le cambia inmediatamente el nombre: “Entonces lo llevó a
donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás
Cefas”, que traducido significa Pedro” (Jn 1,42), esto no lo hace con ningún otro apóstol.
¿Por qué hizo esto con Pedro? En el Antiguo Testamento, tenemos dos casos en que
Yahvé hace esto mismo con dos importantes personajes con quienes pacta una alianza:
Gén 17,4-5: “Por mi parte esta es mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de
pueblos. No te llamarás Abrán, sino que tu nombre será Abraham”.
Gén 32, 29: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel porque has sido fuerte contra
Dios y contra los hombres, y has vencido”.
Es decir, no es casualidad que Jesús cambie el nombre a Pedro, lo hace con una intención
que más tarde dejará ver al constituirlo en la piedra sobre la que edificaría su Iglesia. Jesús
constantemente encomienda a Pedro la tarea de pastorear a sus hermanos en la fe, cosa
que no hace con ningún otro apóstol:
Jn 21,15: “Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas
más que estos?” Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo:
“Apacienta mis corderos”.  El Señor encomienda a Pedro la misión de ser pastor de su
rebaño, la Iglesia.
Lc 22,31-32: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el
trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas
vuelto, confirma a tus hermanos”.
Pedro toma el liderazgo ante el grupo de los apóstoles en asuntos decisivos para la Iglesia,
en ejercicio de la autoridad que le confirió el Señor Jesús:
Hch 1,15-22: “Uno de esos días, Pedro se puso de pie en medio de los hermanos -los que
estaban reunidos eran alrededor de ciento veinte personas- y dijo: (…) Es necesario que
uno de los que han estado en nuestra compañía durante todo el tiempo que el Señor Jesús
permaneció con nosotros, desde el bautismo de Juan hasta el día de la ascensión, sea
constituido junto con nosotros testigo de su resurrección”.
Como éstos, aparecen a lo largo de la Sagrada Escritura muchos más textos bíblicos que
confirman la institución de Pedro como el primer Papa de la Iglesia, como aquel que se
encargaría de custodiar la unidad en la fe, tan querida por el Señor Jesús. Además, a  
partir de Pedro, la Iglesia Católica presenta una sucesión ininterrumpida de 266 Papas, es
decir, desde Pedro siempre ha habido un heredero de la alianza hecha entre Cristo y el
Vicario de su Iglesia. Estar con el Papa es garantía de estar en la Iglesia de Cristo.
La unidad herida
Cristo quería una sola Iglesia:
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Cristo habla de edificar
una sólo Iglesia, no varias.
“Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en Ti”(Jn 17,21).
“Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que
ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una
sola fe, un solo bautismo». (Ef 4,4-5).
Los Cismas: El “No” a la unidad.
En 1517, Martín Lutero se separa de la Iglesia fraccionando el cuerpo místico de Cristo, y
dando origen así al protestantismo. A partir de allí se da el surgimiento de multitud de
denominaciones protestantes, y es así como hoy existen más de 40.000 sectas.
Sin embargo, hay que aclarar que existe un protestantismo histórico, con el cual la Iglesia
sostiene un diálogo ecuménico: Luteranos, Calvinistas, Presbiterianos, Anglicanos,
Anabaptistas.
Los presupuestos del protestantismo: sólo la biblia, libre interpretación y sólo la fe.
«Sola Scriptura»: Sólo la Biblia
Desde el cisma luterano, uno de los principales temas que causa división es el de la
“Tradición”. Mientras que la Iglesia Católica insiste en proclamar la Palabra Escrita (Biblia)
y la Palabra transmitida oralmente (Tradición), las “iglesias” protestantes proclaman la
«sola Escritura», es decir, que sólo la Biblia es Palabra de Dios. Niegan así la autoridad de
la Sagrada Tradición, y por tanto, niegan aquellas verdades fundamentales de la fe que no
están contenidas de manera explícita en la Biblia. Mutilan la Verdad.
Tradición vs. tradición
Entendemos, pues, por Tradición (Paradosis) la Palabra revelada por Dios que se
transmite de manera oral en la Iglesia, que no está contenida en las Sagradas Escrituras,
pero que con éstas, contiene el depósito de la fe. Es diferente al término “tradición”, con t
minúscula, que son costumbres eclesiales que pueden ser cambiadas o abrogadas por La
Iglesia.
Encontramos un ejemplo de Tradición en 1 Cor 11,2;  2 Tes 2,15;  2 Tim 2,2; 1 Cor
11,23. Muchas veces esta palabra es modificada  en traducciones como la Reina Valera
por palabras como Instrucciones (paiedeia) o doctrina (didescalia).
No todo está en la Biblia:
Jn 20,30: “Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que
no se encuentran relatados en este Libro”.
Jn 21,25: “Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente,
pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían”.
1 Cor 11,2: “Los felicito porque siempre se acuerdan de mí y guardan las tradiciones tal
como yo se las he transmitido”.
2 Tes 2,15: “Por lo tanto, hermanos, manténganse firmes y conserven fielmente las
tradiciones que aprendieron de nosotros, sea oralmente o por carta”.
Jesús mandó a sus apóstoles a predicar no a escribir: Mc 16,15; Rom 10,17; Mt 28,19. Los
Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron escritos 7, 10, 20 y 60 años después,
respectivamente. Es decir, antes de ser Palabra de Dios escrita, fueron Palabra de Dios
oral.
Libre interpretación
La Sagrada Escritura, no puede ser interpretada libremente, pues ésta ha sido confiada a
la Iglesia, por quien fue definida. A continuación, unas palabras de La Constitución
dogmática Dei Verbum, en el numeral 9 y 10: «La Tradición y la Escritura están
estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo
caudal, corren hacia el mismo fin. La sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto
escrita por inspiración del Espíritu Santo.
La Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los
Apóstoles, y la transmite íntegra a sus sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu
de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación… El
oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de
Jesucristo».
El Espíritu Santo no puede revelar a una secta una verdad y a otra decirle algo diferente;
no puede decir a unos que María fue siempre virgen y a otros que no lo fue; no puede decir
a unos que se deben bautizar de pequeños y a otros que el bautismo solo es para los
adultos, y etc. El espíritu Santo no se puede contradecir, el enseña la verdad que es una
sola. Por ello no pueden existir diversas interpretaciones y enseñanzas sobre la Palabra de
Dios; existe una sola y ésta es custodiada por la única Iglesia que Cristo fundó.
“La Iglesia es pilar y fundamento de la Verdad” (1 Tim 3, 15), por tanto, es a ella a quien le
corresponde interpretar adecuadamente la Palabra de Dios. Además, Jesús pide unidad
en Jn 17,21; con la libre interpretación no se cumple con la Voluntad Divina, pues cada
interpretación da pie a una nueva doctrina, y ésta, a una nueva «iglesia». La razón humana
individual, al ser limitada, variable y contradictoria, tomando carácter de juez, termina por
despojar la Palabra de Dios de su carácter sobrenatural. Por estas razones la Sagrada
Escritura no puede ser interpretada por cuenta propia, y esto ya nos lo advertía el apóstol
Pedro:
2 Pe 1, 20: “Pero tengan presente, ante todo, que nadie puede interpretar por cuenta
propia una profecía de la Escritura”.
2 Pe 3,16: “En ellas hay pasajes difíciles de entender, que algunas personas ignorantes e
inestables interpretan torcidamente -como, por otra parte, lo hacen con el resto de la
Escritura- para su propia perdición”.
Fue la Iglesia quien, bajo la luz del Espíritu Santo, definió el Canon bíblico en el Concilio de
Cartago en el año 397, por tanto, con la autoridad con la que definió los libros sagrados,
con esa misma autoridad los interpreta. ¿Cómo pueden los hermanos separados creer
firmemente en la Sagrada Escritura y dudar de la autoridad que la definió? ¡Absurdo!
Dudar de la autoridad de la Iglesia es dudar de la Sagrada Escritura.
«Sola fides»: Sólo la fe
Los hermanos protestantes afirman que Pablo, en muchas ocasiones, dice que la salvación
viene por la  fe y no por las obras. En esto la Iglesia ha sido clara: la salvación viene de
Dios por el sacrificio de su Hijo Jesucristo  en la cruz y es dada al hombre por fe, aún sin
merecerlo; pero esta fe si es sincera se transforma en obras hacia los demás, es decir, se
convierte en caridad, sin la cual nada es perfecto. Por estas obras nos va juzgar el Señor
cuando venga en su gloria (Mt 25,31-46).
Los protestantes proclaman la doctrina de la “sola fe” apoyándose en la cita de   Rom
3,28: «Porque nosotros estimamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de
la Ley». Con base en este texto, los protestantes interpretaron que las obras buenas
carecen de sentido. Hay que aclarar que San Pablo se refiere a las obras de la ley, es
decir, a la circuncisión, la observancia del sábado, los ritos de purificación, etc. Por el
contrario, la Iglesia Católica, apoyada en la Escritura, ha enseñado siempre que  las obras
buenas son necesarias para la salvación del hombre:
Sant 2,17: “Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está
completamente muerta”.
Rom 2,6: “que retribuirá a cada uno según sus obras”.
Ap 20,13: “El mar devolvió a los muertos que guardaba: la Muerte y el Abismo hicieron lo
mismo, y cada uno fue juzgado según sus obras”.
Mt 25,31-46: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue
preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de
comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me
vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver…”
Las Imágenes
El protestantismo se apoya en Ex 20,4 para afirmar que Dios prohibió la elaboración de
imágenes: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni
de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra». Si
interpretamos de manera literal este texto bíblico, nos daríamos cuenta que nadie lo ha
cumplido jamás; pues siendo así, no podríamos tener ni billetes, ni fotos, ni esculturas de
nada ni de nadie. Cosa que ni los mismos protestantes han cumplido.
Ni siquiera el mismo Dios hubiese cumplido con lo mandado, pues, unos pasajes más
adelante manda a Moisés a elaborar imágenes:
Ex 25,18: “Harás, además, dos querubines de oro macizo; los harás en los dos extremos
del propiciatorio”.
Ex 26,31: “Harás un velo de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino torzal;
bordarás en él unos querubines”.
Dios no se puede contradecir, no puede prohibir las imágenes y luego mandar a Moisés
que haga imágenes para su morada. Entonces, si se lee el texto en su verdadero contexto
nos daremos cuenta que el texto prohíbe la idolatría, no las imágenes como tal. También a
Salomón, cuando está construyendo el templo, el que será su morada entre los hombres,
le manda hacer imágenes:
1 Rey 6,23: “En el lugar santísimo hizo dos querubines de madera de olivo; cada uno
medía cinco metros de altura”.
1 Rey 7,29: “sobre esos paneles había figuras de leones, de toros y de querubines, y lo
mismo sobre el armazón. Tanto arriba como abajo de los leones y toros había unos
adornos en bajorrelieve”.
Hoy en día es difícil encontrar a alguien que adore una imagen y sin embargo, nos
encontramos en el siglo de mayor idolatría que ha existido en la historia de la humanidad;
hoy se adora al dinero, al sexo, al placer, al cuerpo, etc. Recordemos, además, que el
mismo Dios hace imágenes ¿Acaso el género humano no fue creado a su imagen y
semejanza? ¿No es el mismo Jesús imagen visible del Dios invisible?
Los católicos tenemos imágenes porque nuestro Dios es “persona” y no un ser cósmico o
una energía -como lo profesa la nueva era-; así pues, las imágenes nos dan una idea de
un Ser concreto y no de un “ente energético”.
“Lo que es un libro para los que saben leer, es una imagen para el que no sabe. Lo que se
enseña con palabras al oído, lo enseña una imagen a los ojos. ¡Las imágenes son el
catecismo de los que no saben leer!”[1]. (San Juan Damasceno).
PRÁCTICA
Repasaré esta lección sobre apologética y haré un resumen en una ficha con las citas
bíblicas, para formarme y aprender a defender mi fe.
[1] TAMAYO, Wilson. Iglesia Católica Dulce hogar. 4 ed. Medellín: Prográficas, 2006. P.
83.
TEXTO 10. LA GRAN MENTIRA DE LA NUEVA ERA
El hombre es un ser religioso por naturaleza: «De múltiples maneras, en su historia, y
hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus
creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones,
etc.). 
A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan
universales que se puede llamar al hombre un ser religioso» (Catecismo, 28); en él hay un
profundo deseo de trascendencia, de inmortalidad, y una profunda atracción hacia el
mundo de lo espiritual. Este deseo ha sido puesto por Dios en el hombre para que le
busque, le ame y le sirva, y de esa manera encuentre su plenitud.
El Demonio, en su afán de tentar y hacer perder al hombre, en su afán por separarlo de
Dios y llevarlo a la perdición, se aprovecha de este mismo deseo que está inscrito en su
naturaleza. Su estrategia no es  simplemente hacerle creer que Dios no existe, ni hacerlo
un ser antirreligioso, pues sabe que la fe es un aspecto esencial en el hombre; su
estrategia más que hacer que el hombre deje de creer es desviar su fe del verdadero Dios
para ponerla en miles de objetos, personas, prácticas, y sobre todo en sí mismo.
Es decir, el demonio pone frente al hombre un mundo de espiritualidad, una explosión de
creencias, ritos, prácticas, supersticiones, filosofías, lo hace un ser profundamente
religioso, pero desviando su fe de Jesucristo, del verdadero Dios. Esta es la gran mentira
del Demonio: La Nueva Era.
Definición
La Nueva Era es un “supermercado espiritual” que se apoya en múltiples filosofías y
religiosidades, en su mayoría orientales. Reúne un sin número de creencias, ritos, cultos,
prácticas, supersticiones, relativismo, etc. Algunas de sus características:

 No hay un fundador reconocido, no tiene cabeza.


 No tiene un libro sagrado que contenga su doctrina, pues no tiene una doctrina
definida; todo entra dentro de la Nueva Era, toda creencia es válida.
 No tiene una estructura jerárquica organizada: pregona una falsa tolerancia.
 No tienen dogmas o mandamientos fijos: relativismo moral.
 No tiene un sistema religioso o filosófico propio: reúne incluso filosofías
contradictorias.
 Es un mercado religioso que permea la sociedad, la cultura, la política, lo espiritual,
lo individual,  y al hombre mismo.
Historia
La Nueva Era tiene sus raíces en el gnosticismo; éste viene del término griego gnosis:
conocimiento. Conocimiento oculto, solo para algunos, para elegidos e iluminados.
En el siglo XIII aparecerán los cátaros, que significan “los puros” -estos fueron combatidos
por Santo Domingo de Guzmán- , quienes continuarán con la herejía del gnosticismo.
A finales del siglo XX explota la corriente que nosotros vamos a llamar Nueva Era; nace en
un contexto deprimente: acaban de pasar dos guerras mundiales, la guerra de Vietnam…el
mundo tiene sed de cambio y renovación y por ello se habla de un nuevo orden mundial: 
“la religión nos divide, son fronteras… una sola religión, un sólo orden mundial, un solo
Dios, sin jerarquías”. La humanidad quiere pasar de una era donde todo es fijo, donde hay
dogmas, verdad, reglas, autoridad, diferencias a una nueva era donde todo fluye, donde se
exalta la libertad, donde hay pluralismo, diversidad, “tolerancia”, etc. He ahí el contexto
perfecto, el caldo de cultivo, para este engaño de Satanás:
“El trasfondo filosófico de todo este movimiento se halla en el fenómeno de la
postmodernidad que niega el principio de la razón, por eso abunda la explosión de
irracionalismos... ahora cuenta la intuición, el deseo, la pasión, la fantasía”[1].
La Nueva Era se sustenta en la constelación zodiacal, los signos, de ahí que sus
promotores hablen de cuatro grandes eras; eras que, según ellos, se rigen por las estrellas
y la posición de los astros:
Era de Tauro (4230 a.C): época en que los Israelitas adoraban becerros, por ello recibe
este nombre.
Era de Aries (2160 a.C): el pueblo de Israel empieza a ofrecer corderos en sacrificio.
Era de Piscis (Año 0): dominada por el cristianismo.
Era de Acuario o Nueva Era (2026 d.C): esta era se encuentra representada por el signo
zodiacal de Acuario, cuyo símbolo es un hombre con un cántaro de agua, la cual se esta
derramando, de manera que forma una corriente. Esto quiere decir, que la Era de Acuario
o Nueva Era,  es un tiempo donde todo fluye, todo cambia, donde no hay más cosas fijas, y
donde desaparecerá el cristianismo. Este es su objetivo.
“El dragón vomitó de su boca como un río de agua, detrás de la mujer, para arrastrarla con
su corriente” (Ap 12,15). La Nueva Era es esa corriente de agua que quiere arrasar con la
Iglesia Católica, y así, con la fe en nuestro Señor Jesucristo.
Mentiras de la Nueva Era
La Nueva Era consiste en la misma tentación que puso Satanás a nuestros primeros
padres, Adán y Eva. A ellos les engañó con cuatro grandes mentiras para hacerles comer
del fruto; mentiras que repite al hombre de hoy: “y le dijo la serpiente a la mujer: no
moriréis, es que sabe Dios que el día que comáis del fruto del árbol se os abrirán los ojos y
seréis como dioses, también conoceréis el bien y el mal” (Gén 3,4-6).
Primera mentira: “no moriréis”: la Nueva Era entre sus muchas creencias, incluye la fe en
la reencarnación, enseñanza totalmente opuesta a la resurrección y a la fe cristiana, pues
enseña que cuando el hombre muere su alma pasa a otro cuerpo, ya sea humano o
animal, y así muere varias veces hasta llegar al Nirvana o estado de fusión con dios. La fe
cristiana enseña que “el hombre muere una sola vez y después viene para él el juicio” (Heb
9,27).
La Nueva Era pregona la salud y vida dorada, es decir, todo en términos de bienestar. Para
ellos la medicina tradicional se queda en lo físico y no trasciende al espíritu, no es integral.
Aparece pues la medicina holística, alternativa (acupuntura, radiestesia, homeopatía), la
creencia de que la mente puede sanar el cuerpo. La enfermedad y el sufrimiento se ve
como algo que va en contra de la naturaleza.
Segunda mentira: “se os abrirán los ojos”: la Nueva Era recurre grandemente al
esoterismo, el espiritismo, la adivinación; hay una fascinación en el hombre por conocer lo
oculto, lo pasado, lo futuro, con el fin de manipularlo y cambiarlo. “Todas las formas de
adivinación deben rechazarse: el recurso a Satán o a los demonios, la evocación de los
muertos, y otras prácticas que equivocadamente se supone “desvelan” el porvenir (cf. Dt
18, 10; Jr 29, 8). La consulta de horóscopos, la astrología, la quiromancia, la interpretación
de presagios y de suertes, los fenómenos de visión, el recurso a “mediums” encierran una
voluntad de poder sobre el tiempo, la historia y, finalmente, los hombres, a la vez que un
deseo de granjearse la protección de poderes ocultos. Están en contradicción con el honor
y el respeto, mezclados de temor amoroso, que debemos solamente a Dios” (Catecismo,
2116).
Tercera mentira: “seréis como dioses”: la Nueva Era relaciona a Dios con una energía,
hablando de “energías positivas” y “energías negativas”, hasta llegar a enseñar que todo
es dios (panteísmo). Difiere de la doctrina católica que nos enseña que Dios no es una
energía impersonal, sino un Ser personal que nos ama; y que Dios no es todo, sino el
creador de todo.
“La Nueva Era suele presentarse a través de muchos rostros, muchas formas, infinidad de
manifestaciones que buscan un objetivo común: lograr que el hombre se autoidolatre, que
el hombre sea Dios por su propia cuenta... La Nueva Era propone una simetría
diametralmente opuesta que es la siguiente: ‘A la religión del Dios que se hace hombre,
curiosamente tenemos hoy la religión del hombre que pretende ser Dios’”[2].
Como consecuencia, pregona la auto salvación, la cual se consigue gracias al propio
esfuerzo de superación; aquí entra todo lo relacionado con  auto superación, auto
realización, etc. Esta enseñanza es contraria a la fe cristiana, pues  la salvación es un don
de Dios, que nos es dado en Jesucristo.
Cuarta mentira: “conoceréis el bien y el mal”: la Nueva Era se caracteriza por un profundo
relativismo moral. Esta “espiritualidad” no tiene una exigencia moral, no exige cambio ni
conversión. No se habla aquí de pecado, es el hombre el que decide lo que es bueno y lo
que es malo; lo importante no es la verdad, es sentirse bien. Así las cosas, la Nueva Era se
convierte en un excelente refugio para aquellas personas que tienen una situación moral
difícil y no quieren salir de ella, pues se pueden convertir en personas “profundamente
espirituales” sin tener que salir de su pecado.
Etapas de penetración
Iglesia no - Cristo sí: con pensamientos como: “la religión      divide”, “paz y amor”,
“tolerancia”, busca quitar a la Iglesia de en     medio. La Nueva Era quita a las personas la
protección y orientación de su Madre la Iglesia, para luego confundirlas y enredarlas.
Cristo no - Dios sí: la Nueva Era pregona que Cristo es un maestro, un iluminado que
descubrió que podía ser Dios; lo toma como un profeta de la talla de Mahoma, Gandi,
Buda. En cambio, te invita a creer en un Dios difuso, impersonal, cósmico, un Dios a tu
manera y según tus necesidades.
Dios no - “Yo si”: como lo vimos es una de las grandes mentiras de Satanás, con la cual la
Nueva Era quiere llevar al hombre a auto idolatrarse, a descubrir que la divinidad reside en
él y que él lo puede todo.
Cuando el hombre pretende ser dios y se estrella contra la realidad, con la infinitud de sus
limitaciones e impotencias, comprende que ha fracasado y que ha sido víctima del engaño,
y de la fantasía.
“La nueva era se debe juzgar en su totalidad. No es posible aislarla o aceptar algunos de
sus elementos o prácticas por insignificante que parezcan ya que esta pretende abarcarlo
todo, permearlo todo, construir un nuevo orden mundial.”[3]
Ante esta tentación de Satanás, los consagrados a María, nos refugiamos en nuestra
buena madre, para que ella nos libre de caer en tal error y seducción, pues como lo afirma
tajantemente San Luis María Grignon de Montfort en el Tratado de la Verdadera Devoción
“Donde está María no puede estar el espíritu del maligno [...] Siendo así que -según dicen
la Iglesia y el Espíritu Santo que la dirige- María sola ha dado muerte a todas las herejías, -
por más que los críticos murmuren-, jamás un fiel devoto de María caerá en herejía o
ilusión, al menos formales. Podrá, tal vez -aunque más difícilmente que los otros-, errar
materialmente, tomar la mentira por  la verdad y el mal espíritu por el bueno... pero, tarde o
temprano, conocerá su falta y error material, y cuando lo conozca, no se obstinará en creer
y defender lo que había tenido por verdadero.”[4]
PRÁCTICA
Renunciaré totalmente al espíritu de la Nueva Era, erradicando de mi vida: libros,
medicinas, amuletos, música, supersticiones, prácticas, mantras, etc. que estén
relacionados con esta malsana corriente.

[1]  RESTREPO, Marino. Los Católicos y el impacto de la Nueva Era. Tomo I. P. 8.


[2] Ibíd., p. 8.
[3] Jesucristo Portador de Agua Viva. Una reflexión cristiana sobre la Nueva Era. Consejo
Pontificio de la Cultura. Consejo Pontificio para el diálogo interreligioso, 2003.
[4] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 166-167.
TEXTO 11. LOS ÁNGELES Y EL ENEMIGO DEL HOMBRE: EL
DIABLO
No hay tema como el del Diablo para suscitar el revuelo de una sociedad secularizada;
esto porque muchos lo consideran -en palabras del Cardenal Ratzinger- como una
“supervivencia folklórica”, como un aspecto “inaceptable para una fe que ha llegado a la
madurez”. 
Sin embargo, nuestra Santa Madre Iglesia no cesa de reafirmar las enseñanzas de nuestra
fe; así lo hizo claramente, y en repetidas ocasiones, el Papa Pablo VI, que no se calló ante
las reacciones y presiones de la prensa, y que aquel famoso 15 de noviembre de 1972
afirmó: “el mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en
nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una
deficiencia sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa
y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que
rehúsa reconocerla como existente”.
Así pues, partiendo de la enseñanza de la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio, a
lo que también se suma la experiencia de grandes exorcistas de la Iglesia, debemos
reafirmar hoy que el demonio existe y es un ser concreto, personal y que actúa en la vida
del hombre. Para comprender el origen, su naturaleza  y la forma cómo actúa debemos
empezar por conocer el mundo de los ángeles.
Los ángeles
Hoy en día es muy común escuchar hablar de los ángeles, lo lamentable es que esto se
haga de una manera incorrecta y que se les tribute un culto que se sale de la ortodoxia de
la fe católica; y es que la Nueva Era se ha convertido en la mayor promotora de esta
desviación hablando de “¿Cuál es el nombre de tu ángel?”, “acoge la visita de tu ángel;
deja la puerta abierta...” y un sin número de prácticas raras que nada tienen que ver con
las enseñanzas de nuestra fe.
La doctrina católica nos enseña, respecto de los ángeles, que:
Son de naturaleza espiritual: «En tanto que criaturas puramente espirituales, tienen
inteligencia y voluntad» (Catecismo, 330).
Son criaturas personales (cf. Pío XII, encíclica. Humani Generis: DS 3891).
Inmortales (cf. Lc 20, 36).
Superan en perfección a todas las criaturas visibles.
Son mensajeros y servidores de Dios: «Desde la creación (cf. Jb 38, 7, donde los ángeles
son llamados “hijos de Dios”) y a lo largo de toda la historia de la salvación, los
encontramos, anunciando de lejos o de cerca, esa salvación y sirviendo al designio divino
de su realización: cierran el paraíso terrenal (cf. Gén 3, 24), protegen a Lot (cf. Gén
19), salvan a Agar y a su hijo (cf. Gén 21, 17), detienen la mano de Abraham (cf. Gén 22,
11), la ley es comunicada por su ministerio (cf. Hch 7,53), conducen el pueblo de Dios (cf.
Ex 23, 20-23), anuncian nacimientos (cf. Jc 13) y vocaciones (cf. Jc 6, 11-24; Is 6,
6), asisten a los profetas (cf. 1 R 19, 5), por no citar más que algunos
ejemplos» (Catecismo, 322).
Es importante aclarar que «La existencia de seres espirituales, no corporales, que la
sagrada Escritura llama habitualmente ángeles, es una verdad de fe. El testimonio de la
Escritura es tan claro como la unanimidad de la Tradición» (Catecismo, 328), es decir, su
existencia no puede ser puesta en duda.
¡Bendigan al Señor, todos sus ángeles, los fuertes guerreros que cumplen sus órdenes
apenas oyen la voz de su palabra! (Salmo 103,20).
El santo ángel de la guarda
Ya en el siglo II el gran sabio Orígenes decía: “Los cristianos creemos que a cada uno nos
designa Dios un ángel para que nos guíe y proteja”. Se basa esta creencia en la frase del
Salmo 90: “A sus ángeles ha dado órdenes Dios, para que te guarden en tus caminos”. Y
en aquella otra frase tan famosa de Jesús: “Cuidad de no escandalizar a ninguno de estos
pequeñuelos, porque sus ángeles están siempre contemplando el rostro de mi Padre
Celestial” (Mt 18,10). Y Judit, en la Biblia, al ser recibida como libertadora de Betulia
exclamaba: “El ángel del Señor me acompañó en el viaje de ida, en mi estadía allá, y en el
viaje de venida”.
Y es que la creencia en la compañía y protección del santo ángel de la guarda ha sido una
enseñanza que ha estado profundamente arraigada en el pueblo cristiano como nos lo
recuerda el entonces Cardenal Ratzinger: “junto a los ángeles misteriosamente “caídos”,
que recibieron un misterioso papel de tentadores, resplandece la visión luminosa de un
pueblo espiritual unido a los hombres por la caridad... en él arraiga la confianza en esa
nueva prueba de solicitud de Dios por los hombres cual es “el ángel de la guarda”, que ha
sido asignado a  cada uno, y al que se dirige una de las oraciones más queridas y
difundidas de toda la cristiandad. Se trata de una persona benéfica que la conciencia del
pueblo de Dios ha acogido siempre como una muestra de la Providencia, del interés del
Padre por sus hijos.”[1]
Aparte de los muchos testimonios de la Sagrada Escritura y del Magisterio, tenemos
innumerables testimonios de los santos, quienes experimentaron de manera especial la
presencia del santo ángel de la guarda en sus vidas. San Bernardo, en el año 1010, hizo
un sermón muy célebre acerca del Ángel de la Guarda, comentando estas tres frases:
“Respetemos su presencia, portándonos como es debido. Agradezcámosle sus favores,
que son muchos más de los que nos podemos imaginar. Y confiemos en su ayuda, que es
muy poderosa porque es superior en poder a los demonios que nos atacan y a nuestras
pasiones que nos traicionan”[2].
San Juan Bosco narra que “el día de la fiesta del Ángel de la Guarda, un dos de octubre,
recomendó a sus muchachos que en los momentos de peligro invocaran a su Ángel
Custodio y que en esa semana dos jóvenes obreros estaban en un andamio altísimo
alcanzando materiales y de pronto se partió la tabla y se vinieron abajo. Uno de ellos
recordó el consejo oído y exclamó: “Ángel de mi guarda!”. Cayeron sin sentido. Fueron a
recoger al uno y lo encontraron muerto, y cuando levantaron al segundo, al que había
invocado al Ángel Custodio, este recobró el sentido y subió corriendo la escalera del
andamio como si nada le hubiera pasado. Luego exclamó: “Cuando vi que me venía abajo
invoqué a mi Ángel de la Guarda y sentí como si me pusieran por debajo una sábana y me
bajaran suavecito. Y después ya no recuerdo más”[3].
La caída de los ángeles
La Escritura nos narra que una parte de los ángeles creados por Dios se rebelaron contra
Él y se prefirieron a sí mismos. «La Escritura habla de un pecado de estos ángeles  (2 Pe
2,4). Esta “caída” consiste en la elección libre de estos espíritus creados que rechazaron
radical e irrevocablemente a Dios y su Reino. Encontramos un reflejo de esta rebelión en
las palabras del tentador a nuestros primeros padres: “Seréis como dioses” (Gén 3,5). El
diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn 3,8), “padre de la mentira” (Jn
8,44).» (Catecismo, 392).
El Señor le permitió a la venerable Sor María de Jesús de Agreda conocer en qué consistió
esta rebelión y este primer pecado de los ángeles. No deja de ser sorprendente meditar
estos párrafos escritos por una humilde monja del siglo XVII que jamás cursó estudios de
teología. En resumen lo que el Señor le revela es lo siguiente:
Dios infinitamente justo determinó manifestar a los ángeles  inmediatamente después de
su creación, el fin por el cual los había creado. Para ello les dio tres mandatos: Primer
mandato: que le adorasen y reverenciasen como a su Creador y Sumo Señor... Segundo
mandato: Dios manifestó a sus ángeles que iba a crear al género humano y que la
segunda persona de la Santísima Trinidad se haría hombre; a este Dios-Hombre le habían
de reconocer por cabeza adorándole y reverenciándole... Tercer mandato: habrían de tener
por superiora a una mujer en cuyas entrañas tomaría carne el Unigénito del Padre... Ante
estos decretos de la Divina Voluntad aquel ángel creado bueno por Dios se reveló,
afirmando que no estaba dispuesto a servir ni a obedecer, y  cayó del Cielo arrastrando la
tercera parte de los ángeles con él.[4]
De esta manera, la Iglesia enseña que el diablo primero fue un ángel bueno, creado por
Dios pero él se hizo a sí mismo malo; y junto con él cayeron  muchos más ángeles. 
“Entonces se entabló una batalla en el Cielo: Miguel y sus ángeles combatieron con el
Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no vencieron; y no hubo ya
en el Cielo lugar para ellos” (Ap 12, 7-8).
El demonio
«La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o
diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por
Dios. “El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza buena,
pero ellos se hicieron a sí mismos malos” (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS 800)».
(Catecismo, 391).
Hay que reafirmar con la fe de la Iglesia que el demonio no es el mal en general, ni un
personaje simbólico, sino que se trata de un ser real y personal; “digan lo que digan
algunos teólogos superficiales, el Diablo es, para la fe cristiana, una presencia misteriosa,
pero real, no meramente simbólica sino personal. Y es una realidad poderosa, una
maléfica libertad sobrehumana opuesta a la de Dios...” afirmaba el cardenal Ratzinger en la
entrevista concedida a Vittorio Messori cuando le interrogaba sobre este tema.
En esta misma línea afirmaba tajantemente el Papa Pablo VI que “El mal que existe en el
mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente
oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia sino un ser vivo,
espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del
marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerla como
existente”[5].
Sin embargo, aunque el demonio sea un ser superior al hombre y a los demás ángeles por
su naturaleza, aunque sea un ser poderoso e influyente en la vida del hombre, no podemos
olvidar que es ante todo una criatura de Dios, y por tanto limitada. Así lo afirma el
Catecismo: «el poder de Satán no es infinito. No es más que una criatura, poderosa por el
hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino
de Dios.» (Catecismo, 395).
Su influencia sobre el hombre
“Sed sobrios y vigilantes: porque vuestro enemigo el diablo anda girando como león
rugiente alrededor de vosotros, en busca de presa que devorar” (1 Pe 5, 8). varias
advertencias como esta se encuentran en la sagrada Escritura, y esto, precisamente,
porque el demonio como ser real y personal no es ajeno a la realidad del hombre, sino que
actúa en ella de manera ordinaria, a través de la tentación, y de manera extraordinaria, a
través de la obsesión, opresión y la posesión diabólica:
Influencia ordinaria
La tentación: La tentación es la incitación al pecado, y es precisamente allá donde el
demonio quiere conducir las almas para que se pierdan.  Las tentaciones demoníacas se
caracterizan porque llegan de repente, son muy intensas y se van como llegan, es decir,
son fugaces. “Como general competente que asedia un fortín, estudia el demonio los
puntos flacos del hombre a quien intenta derrotar, y lo tienta por su parte mas débil”[6]
“El demonio es el enemigo número uno, es el  tentador  por excelencia. sabemos que este
ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el  que insidia 
sofísticamente  el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe  insinuarse
en  nosotros  por medio de  los sentidos, de  la  fantasía, de  la  concupiscencia...  para 
introducir en nosotros la  desviación.”[7]
Influencia extraordinaria
La obsesión diabólica: es una serie de tentaciones más violentas y más prolongadas que
las tentaciones ordinarias. Los síntomas incluyen ataques repentinos, a veces en curso, de
pensamientos obsesivos, a veces incluso racionalmente absurdos, pero de tal naturaleza
que la víctima es incapaz de liberarse. Por lo tanto, la persona vive obsesionada en un
perpetuo estado de postración, de desesperación y los intentos de suicidio. Casi siempre la
obsesión influye en los sueños.
La opresión diabólica: se manifiesta por diferentes enfermedades más o menos graves que
los médicos no comprenden. También puede afectar tanto los bienes materiales como los
afectos humanos. No hay posesión, pérdida de conciencia, o una acción involuntaria. La
Biblia nos da muchos ejemplos de la opresión como lo son la mujer encorvada y el
sordomudo que fueron curados por Jesús; estas personas no estaban sujetas a la
posesión total, pero había una presencia demoníaca que les causaba malestar físico.
La posesión demoníaca: por ella el demonio actúa realmente en el cuerpo de la persona,
en lugar de hacer sentir su acción solamente desde fuera, como en la obsesión. En ella
Satanás toma posesión completa del cuerpo, no del alma; impide el libre uso de las
facultades del hombre, y habla y actúa él mismo por los órganos y los miembros del
poseso, sin que este pueda impedirlo y hasta muchas veces sin que el poseso se de
cuenta. Su manifestación exterior es una modificación total de la personalidad, que parece
dominada por un agente extraño. A este respecto se pueden citar ejemplos del Evangelio
como el del poseso geraseno (Mc 5,1-2) y el del joven epiléptico demoníaco (Mc 9,14-29).
Ante estas situaciones hay que recordar, antes que nada, que el poder del demonio es
limitado y que su influencia sólo llega hasta donde el poder de Dios se lo permite,   y  que 
así  como Jesús en el Evangelio curó a muchas personas oprimidas por el demonio, de
igual manera lo sigue haciendo hoy a través de sus ministros.
María y el demonio
Lo que Lucifer perdió por su orgullo, lo ganó María con su humildad. “La humilde María
triunfará siempre sobre aquel orgulloso, y con victoria tan completa, que llegará a
aplastarle la cabeza (Gén 3,15). María descubrirá siempre su malicia de serpiente,
manifestará sus tramas infernales, desvanecerá sus planes diabólicos y defenderá hasta el
fin a sus servidores de aquellas garras mortiferas”[8]. Satanás no soporta ser vencido por
una criatura, María.

PRÁCTICA
Recitaré 70 veces, delante de Jesús Sacramentado, la oración a San Miguel Arcángel del
Papa León XIII. Ver acá

[1] MESSORI, Vittorio. Informe sobre la fe. 7 ed. Madrid: BAC. 1985. P. 166.
[2] Los santos ángeles de la guarda. [en línea]. [consultado 28 jun. 2013]. Disponible en
http://www.ewtn.com/spanish/saints/angeles_de_la_guarda.htm
[3] Ibíd.
[4] Venerable Sor María de Jesús de Agreda. La Mística Ciudad de Dios, nn. 82-104.
[5] Pablo VI, catequesis del 15 de noviembre de 1972.
[6] SANTO TOMÁS, Sobre el Padrenuestro, 1. c., p. 162.
[7] MESSORI, Vittorio. Op. Cit., p. 151.
[8] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 52-54.
 
BLOQUE 2. INTRODUCCIÓN AL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
¿Qué es y para qué conocernos?
El conocimiento de sí mismo consiste en adquirir plena conciencia de sí mismo para
desterrar nuestros vicios y fomentar nuestras buenas cualidades a fin de alcanzar la
santidad.
El conocimiento de nosotros mismos nos lleva a:

 Amar más a Dios al darnos cuenta de la inmensa necesidad que tenemos de Él.

 Ganar en humildad al darnos cuenta de nuestra debilidad.

 Ganar en confianza y en amor a Dios que, a pesar de nuestra pequeñez, no nos


abandona.

 Ser más agradecidos con Dios por todo lo que nos da a pesar de no merecerlo.

 Destruir nuestros vicios, cultivar en nuestra alma la virtud y fomentar nuestras


buenas cualidades.
“Quien no se conozca es imposible que pueda llegar a la santidad”[1]  pues correrá el
peligro de hacerse ilusiones sobre sí mismo y podrá caer en presunción creyéndose ya
perfecto o en desaliento y desesperación exagerando sus faltas y pecados; en ambos
casos el resultado será la tibieza. ¿Cómo podremos corregir las faltas que no conocemos o
no conocemos bien, o practicar las virtudes y fomentar las cualidades de las cuales solo
tenemos un concepto vago y confuso?
El conocimiento de sí mismo  trae los siguientes frutos:
Incremento del amor a Dios: ¡Cuánto me has dado y perdonado, Señor!
Vaciarse de sí mismo: ¡No soy nada, Tú lo eres todo, Señor!
Compasión al prójimo: ¡Conociendo mi fragilidad, entiendo la fragilidad del otro!
Agradecido: ¡Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador, porque ha puesto sus ojos en la
pequeñez de su esclava!
Medios para conocernos a nosotros mismos
Oración: Dejándonos iluminar por la luz de Dios. Los Santos se conocían porque siempre
estaban cerca de Dios. Y cuanto más santos, más desconfiaban de sí mismos y más
confiaban en Dios.
Reflexión: Interiorizando, meditando. Haciendo, además, de manera regular el examen de
conciencia.
Dirección Espiritual: buscando personas santas y sabias que nos ayuden en este camino a
la santidad.
Lectura Espiritual: leyendo los clásicos de la vida espiritual, como la Imitación de Cristo, el
Combate espiritual, la Historia de un Alma, la Introducción a la Vida Devota, el Tratado del
Amor de Dios, etc. Estos colosales libros traen consigo gracias especiales para el
conocimiento propio.
Vida de Santos: conociendo y procurando imitar al santo con el que más nos
identifiquemos o el que más impresión cause a nuestra alma, para caminar, junto con él en
el conocimiento propio.
Obstáculos para alcanzar este conocimiento
La Tibieza Espiritual: Porque esta es un relajamiento en el espíritu de 3 formas: Pérdida de
la fuerza de voluntad, horror al esfuerzo, retardo en el movimiento del vivir cristiano; para
conocernos es necesario esforzarnos, negarnos, es por esto que cuando caemos en
tibieza espiritual se nos hace imposible adentrarnos y reconocer lo que somos.
El Pecado: Pecar es alejarnos de Dios; por lo tanto, es imposible tener un buen
conocimiento de sí mismo sino estamos cerca de Dios. Dios es el primero que nos conoce
y es Él quien nos guía; alejados de él, llegaríamos a los extremos de los que ya hemos
hablado: desesperación al contemplar nuestra miseria o presunción al creernos ya
perfectos.
La Indiferencia: Por parecerles algo de poca importancia, algunos no se aplican en el
propio conocimiento y se hacen ilusión de estar avanzando en la vida espiritual cuando
sólo están dando vueltas en un mismo punto.
Para un adecuado conocimiento propio es indispensable «escoger entre las devociones a
la Santísima Virgen la que nos lleve más perfectamente a dicha muerte al egoísmo, por ser
la mejor y más santificadora. Porque no hay que creer que es oro todo lo brillante, ni miel
todo lo dulce, ni que el camino más fácil y lo que practica la mayoría es lo más eficaz para
la salvación. Así como hay secretos naturales para hacer en poco tiempo, pocos gastos y
gran facilidad ciertas operaciones naturales, también hay secretos en el orden de la gracia
para realizar en poco tiempo, con dulzura y facilidad, operaciones sobrenaturales, liberarte
del egoísmo, llenarte de Dios y hacerte perfecto.
La práctica que quiero descubrirte es uno de esos secretos de la gracia, ignorado por un
gran número de cristianos, conocido de pocos devotos, practicado y saboreado por un
número aún menor.»[2]

[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. 1ra. Ed. Quito:


Jesús de la Misericordia. P. 302.
[2] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 79-82.
TEXTO 12. CULTURA DE LA VIDA Y "CULTURA" DE LA
MUERTE
Son miles de millones las personas que cada año celebran el día de su cumpleaños y,
como se celebran sólo las realidades buenas y positivas, hay que concluir que el
nacimiento es un bien, que la vida es un bien, y el más alto en el orden natural. 
Sólo en circunstancias adversas habrá quienes consideren como una desgracia el haber
nacido, pero en condiciones normales la vida es considerada por todos como un bien, pues
si no hubiéramos vivido habríamos permanecido en la nada, en la más absoluta ausencia
de la realidad. 
En este orden de ideas también hay que decir que la vida es un don, un regalo, pues nadie
se da la vida a sí mismo. Sin embargo, hoy nos encontramos frente a una realidad en la
que la vida es vista muchas veces como un problema, una carga, una amenaza; en la que
se exalta el valor de la libertad, incluso, por encima del derecho a la vida. Asistimos a una
cultura de la muerte, que se ha expandido rápidamente por el mundo y que presenta
grandes atentados contra la vida y la familia, y lo que es peor, bajo el rótulo de “derechos”.
Pero detrás de los muchos atentados contra la vida a los que hoy asistimos, se encuentra
todo un sistema de pensamiento conocido como la “ideología de género”, que ha ido
penetrando poco a poco en todos los ámbitos de la sociedad y que busca una
reestructuración de la misma. Esta ideología representa un grave peligro para la
humanidad, pues trae nefastas consecuencias y sus alcances son grandísimos.
La ideología de género
Las feministas promotoras de la ideología de género, como Simone de Beauvoir, enseñan
que para acabar con la diferencia entre hombre y mujer, hay que acabar completamente
con la distinción entre lo femenino y lo masculino, entre hombre y mujer, es decir, ya no
hablamos de sexo porque está ligado a lo biológico, sino de género. Entonces, según ella,
la mujer no nace sino que se hace; de igual manera, el hombre no nace sino que se hace;
es decir, el género es una construcción cultural, algo que se aprende, no algo que está
inscrito en la naturaleza del ser humano: “tú te comportas como hombre porque en la casa
y a tu alrededor te enseñaron a comportarte así, no porque lo seas por naturaleza”. Así las
cosas, pueden existir hombres con cuerpo de mujer y mujeres con cuerpo de hombre: “No
importa que tu cuerpo diga que eres hombre, no importa que tu psicología diga que eres
hombre, tu puedes escoger ser mujer, puedes aprender a comportarte como tal”.
La ideología de género se inspira en principios marxistas, según los cuales se lee la
historia de la humanidad como una lucha de clases; este mismo principio es aplicado a la
relación del hombre y la mujer. El hombre aparece como la clase burguesa, la opresora, y
la mujer como el proletariado, es decir, la clase oprimida que debe luchar por liberarse.
Desde esta perspectiva, se ve el matrimonio como una institución inventada por el hombre
para oprimir a la mujer, y cooperando a ello la maternidad, que se presenta como un yugo
más; por ello, la ideología de género busca acabar con el matrimonio, la familia y la
maternidad como única manera de liberar completamente a la mujer. Así, esta terrible
ideología es una fuerte promotora de grandes atentados contra la vida, la maternidad y la
familia, como lo son las técnicas artificiales de reproducción,  la anticoncepción, la
esterilización y el aborto.
La ideología de género habla principalmente de cinco géneros: heterosexual masculino y
heterosexual femenino, homosexual masculino y homosexual femenino, y bisexual, entre
otros. Todas estas orientaciones afectivo-sexuales son, según ellos,  igual de válidas, y la
persona puede escoger la que prefiera. Entonces ya no hablamos de dos sexos, hombre y
mujer, sino de múltiples géneros. Por ello la presión que se está ejerciendo en muchos
países para que se apruebe el mal llamado “matrimonio homosexual”.
Refiriéndose al tema de la Ideología de Género afirmaba el Papa Benedicto XVI que “la
ideología de género es la última rebelión de la criatura contra su condición de tal; con el
materialismo el hombre negó su trascendencia, su alma inmortal. Luego,  con el ateísmo,
el hombre niega a Dios, a un ser superior que está fuera de sí; con la ideología de género -
ya el hombre negó su espíritu, su Dios-, niega su cuerpo mismo, su naturaleza. Sin
espíritu, sin Dios, sin cuerpo, el hombre se convierte en una voluntad que se
autodetermina”.
Es desde esta mentalidad que se intenta una reingeniería de la sociedad, que implica
terribles ataques a la familia, a la maternidad, a través de la fuerte promoción del aborto, la
anticoncepción, el homosexualismo, etc. Es decir, su resultado es una terrible cultura de la
muerte. Y esta va permeando la sociedad a través del lenguaje, la educación, la política,
los medios de comunicación, etc. Por ello hay que estar muy atentos ante estas ideas
pervertidas y pervertidoras.
El homosexualismo
Al respecto nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica que «la homosexualidad designa
las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva
o predominante, hacia personas del mismo sexo. Reviste formas muy variadas a través de
los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado.
Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf. Gén
19, 1-29; Rom 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tim 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que
“los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana, 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el
acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y
sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.» (Catecismo 2357).
Esta tendencia pasó de ser una enfermedad a ser algo ampliamente difundido; a lo largo
de la historia, en las diferentes culturas se le ha considerado como una distorsión de la
sexualidad, algo que debe ser tratado en las personas, incluso, como algo que degenera  
la sociedad. Hasta 1970, la Asociación Americana de Psicólogos, en Estados Unidos, tuvo
una clara concepción de la homosexualidad como una patología que se debía tratar. Sin
embargo, los grupos homosexuales empezaron a hacer presión y empezaron a forzar y a
violentar ideológicamente a los Asociación Americana de Psicólogos para que sacara la
homosexualidad de la lista de patologías; en 1973, a través de un fuerte boicot, lo lograron.
Esto a pesar de que la tradición de la psicología, incluyendo al mismo Sigmund Freud,
padre del psicoanálisis, la ha considerado como una patología.
Cromosómicamente somos hombre o mujer, es decir, la sexualidad de la persona está
inscrita en su naturaleza, y esto se manifiesta en su anatomía y en su psicología, en todo
su ser. No existe un gen homosexual, no se ha comprobado que su origen sea genético.
La sociedad se ha construido y cimentado sobre la relación entre hombre y mujer, y ésta le
ha dado estabilidad, ha permitido la propagación de la especie a través de la generación
de nuevas vidas, las cuales a su vez, han tenido, en esta relación matrimonial, un ambiente
apto y propicio para su desarrollo y educación. No pasaría lo mismo si empezamos a
redefinir esta unión, esto, tarde que temprano generaría desequilibros en la sociedad y
pasaría la cuenta de cobro.
¿Qué dice la Sagrada Escritura al respecto?
1 Cor 6,9-10: “¡No os engañéis! Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni
homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores
heredarán el Reino de Dios”.
1 Tim 1,8-10: “Sí, y sabemos que la ley es buena, con tal que se la tome como ley,
teniendo bien presente que la ley no ha sido instituida para el justo, sino para los
prevaricadores y rebeldes, para los impíos y pecadores, para los irreligiosos y
profanadores, para los parricidas y matricidas, para los asesinos, adúlteros, homosexuales,
… y para todo lo que se opone a la sana doctrina.”
Vemos pues como la Sagrada Escritura señala claramente la práctica homosexual como
un acto gravemente desordenado y pecaminoso, que puede llevar a la persona que lo vive
a la condenación eterna.
Sin embargo, hay que aclarar que la Iglesia nos exhorta a tratar a las personas con dicha
tendencia de manera respetuosa y delicada, evitando toda forma de discriminación.
Además, las invita a realizar la voluntad de Dios en sus vidas: «las personas
homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que
eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de
la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la
perfección cristiana.» (Catecismo 2359). No se condena al homosexual sino al acto, la
práctica de la homosexualidad.
La transmisión de la vida y los ataques contra ella
En los primeros capítulos del Génesis se nos narra la creación del universo y del hombre.
Dios modela una porción de arcilla, sopla, y le infunde un espíritu inmortal; la materia ha
recibido una sustancia de orden esencialmente superior: el alma espiritual e inmortal. El
hombre es un ser espiritual, irreducible a lo corpóreo, y es por ello, que toda vida
humana “ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que desde su mismo origen
exige la acción creadora de Dios.”[1]
Naturalmente la vida humana se transmite de un único modo: por la unión sexual del
hombre y la mujer. De esta manera, los padres, se convierten en cooperadores,
contribuyendo a la creación del cuerpo; mientras que el alma, que vivifica al hombre, es
creada por Dios de la nada, en el instante en que se da la concepción. Así pues, la
maternidad y la paternidad son siempre un gran acontecimiento, el más grande que puede
acontecer en el orden natural. Los hijos son el amor que se hace vida. Engendrar hijos es
participar en el poder creador de Dios, para dar lugar a nuevas imágenes suyas. Sin
embargo, con la pérdida del sentido cristiano de la vida, muchos de nuestros
contemporáneos han caído en el nihilismo, es decir, en la negación, teórica o práctica, del
valor trascendente de la vida humana, porque en el fondo, se piensa la vida como reducida
a una existencia puramente material, más allá de la cual no habría nada.
Las actitudes hostiles a la natalidad son inhumanas, y, por supuesto, absolutamente
extrañas al cristianismo. Se necesita haber perdido de vista lo que el hombre es y el
sentido de la vida, para caer en una especie de nihilismo que prefiere la nada al ser. Los
cristianos, en cambio, sabemos que cuando Dios dijo “creced y multiplicaos y llenad la
tierra”, pretendía una finalidad ulterior: llenar el Cielo. La responsabilidad de los padres es,
pues, gravísima y gozosa a un tiempo. Un hombre más o un hombre menos, importa
mucho, pues este vale más que mil universos, ya que es eterno y vale toda la sangre de
Cristo.
Hablaremos aquí de los “derechos sexuales y reproductivos”, fuertemente promovidos por
la ideología de género, y que no son otra cosa que esterilización, anticoncepción y aborto,
todos estos, atentados contra la vida humana:
Esterilización
A través de una intervención quirúrgica se suprime, tanto en el hombre como en la mujer,
la capacidad de procrear; es decir, se privan del don de la paternidad y de la maternidad.
Ésta atenta directamente contra uno de los fines del acto conyugal.
Existe la esterilización terapéutica, que es la irremediablemente exigida por la salud o la
supervivencia del hombre, y es lícita en bien del todo – la vida- si se dan las siguientes
condiciones: que la enfermedad sea grave, que la esterilización sea el único remedio para
recobrar la salud o conservar la vida, que la única  intención sea la de curar y no la de
esterilizar. En otras condiciones, esta práctica no es justificable.
Anticoncepción
Consiste en cualquier modificación introducida en el acto sexual natural, con objeto de
impedir la fecundación.
 La gravedad de las prácticas anticonceptivas radica principalmente en la desconexión que
producen entre el acto sexual y la finalidad natural que le es propia. A través de la
anticoncepción, el hombre pretende usurpar el poder de dar vida o no darla, es decir,
suplanta a Dios como Creador. Es por ello que la Iglesia ha enseñado sin cesar que la
práctica anticonceptiva es pecado grave: “cualquier uso del matrimonio, en el que
maliciosamente quede el acto destituido de su propia natural virtud procreativa, va contra la
ley natural, y los que tal cometen se hacen culpables de un grave delito”[2], también lo
afirma en la Humanae Vitae “Es intrínsecamente deshonesta “toda acción que, o en
previsión del acto conyugal o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias
naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.”[3]
Problemas de la anticoncepción
Respecto a Dios: a través del uso de los anticonceptivos el hombre usurpa el poder de dar
vida o no darla, es decir, suplanta a Dios como Creador. Además, su gravedad estriba en
la separación que se da entre el valor unitivo y el procreativo del acto conyugal. El acto
conyugal se reduce a sólo placer.
Respecto a la sexualidad: la sexualidad, al estar ligada a la procreación, exige un contexto
de compromiso y estabilidad; al desligarla de ésta,  ya no se  requiere un contexto de
estabilidad  porque “no hay peligro de un embarazo”, y es así como se da paso al
libertinaje y la promiscuidad, sexo con quien quiera y cuando quiera. 
Es decir, los anticonceptivos engendran una actitud casual ante las relaciones sexuales.
Tanto así, que la píldora anticonceptiva nace en el contexto de la revolución sexual,
entonces ¿Para qué fue creada? para que la mujer pudiera “gozar de la misma libertad
sexual de que gozaba el hombre”.
Respecto a los hijos: en una cultura donde predomina la mentalidad anticonceptiva, los
hijos son vistos como una carga, como un estorbo, como algo que se debe evitar a toda
costa. Eso pensamos ahora que estamos jóvenes “máximo un hijo, para que más”… ¿Qué
diremos cuando llegue la vejez, la enfermedad, los achaques y la soledad? Si tenemos
hijos garantizamos nuestra vejez. Muchos pensarán “yo tengo un solo hijo y así le doy todo
lo que quiera”… el mejor regalo que puedes darle a un hijo es un hermanito. No podemos
olvidar, además, que la economía la mueve la juventud y su trabajo, que la pensión de los
más viejos la sostiene el trabajo de los más jóvenes. La mentalidad anticonceptiva hace
más fuerte la tendencia al aborto.
Respecto al cónyuge: el cónyuge se convierte en un objeto de placer. No me importa cómo
está la otra persona, ni cómo se siente, lo importante es que “se está cuidando” y por tanto
puedo tener sexo con ella.
Respecto a sí mismo: los anticonceptivos no ayudan a la persona a crecer en voluntad, y
en la capacidad de dominio propio. Además de producir un sin número de graves efectos
en la salud de la mujer, contaminando y dañando su cuerpo.
Los métodos naturales van ordenados según el plan de Dios que estableció en el ciclo de
la mujer periodos de infertilidad, pues Él no pretende que de cada acto conyugal se siga
una vida. Éstos al ser naturales no tienen contraindicaciones, no afectan la salud de la
mujer, son gratuitos y asequibles a todos, y sobre todo promueven el auténtico diálogo y
conocimiento entre los esposos, fortaleciendo así el amor y la relación de pareja. Educan
para la fidelidad y enseñan el verdadero amor que exige sacrificio, al mismo tiempo que 
enseñan a ver los hijos como un regalo maravilloso de Dios que alegra la vida.
Veamos una comparación que nos ilustra mejor porque la anticoncepción es un acto
antinatural:
El comer es un acto natural que genera placer y cuyo fin es la alimentación y la nutrición de
la persona. Hay personas que una vez comen se provocan vómito para evitar las
consecuencias del comer, es decir, quieren experimentar dicho placer pero no quieren
asumir las consecuencias naturales, y esto es conocido como un grave desorden, como un
trastorno alimenticio llamado Bulimia. Esta misma lógica podemos aplicarla a la
anticoncepción: la relación sexual es un acto natural que produce placer, y cuya
consecuencia natural es la procreación. A través de los anticonceptivos queremos
experimentar el placer pero sin asumir las consecuencias que de ello se sigue. Así como la
bulimia es un grave desorden porque atenta contra el orden natural, de igual manera la
anticoncepción es antinatural.
Aborto
Expulsión del seno materno, casual o intencionada, de la vida en gestación, originándole la
muerte.
Para hablar del aborto tenemos que partir de afirmar que la vida humana comienza en el
instante mismo de la concepción. El Dr. Jerónimo Lejeune, afirma al respecto : “esta
primera célula, resultado de la concepción, ya es un ser humano” (tiene los 46
cromosomas propios de la especie humana) y también menciona: “aceptar que después de
la concepción un nuevo ser humano ha empezado a existir, no es ya cuestión de gusto o
de opinión…, sino una evidencia experimental” y continua: “si el embrión no es desde el
primer momento un miembro de nuestra especie humana, no llegaría a serlo nunca. Decir
que no es un hombre, es lo mismo que decían los nazis: “un prisionero no es un
hombre.”[4]
En Colombia, el aborto fue despenalizado en tres casos, a través de la sentencia C-355 de
2006. Analicemos cada uno de ellos:
Violación (aborto Sentimental o psicológico): No es justo que pague un inocente por un
culpable. Hijo de un violador y de una mamá asesina. Nunca la suma de dos males va a
producir un bien. No podemos abrir la brecha de que algunos sentimientos puedan acabar
con la vida, pues esta es inviolable. No puede haber ningún argumento para violar la vida.
La solución puede ser la adopción.
Malformación del bebé o aborto eugenésico: concepción y mentalidad perversa, utilitarista
y hedonista, donde solo tiene valor lo útil y lo bello, la persona ya no tiene valor por sí
misma, sino en virtud de su utilidad y belleza: ¿Si puedo matar al bebé en el vientre, por
qué no lo puedo matar afuera?
Debemos evitar el término “calidad de vida” en lo que se refiere a la concepción de la vida
de las personas, pues la expresión “calidad” solo se aplica a las cosas y no a las personas,
existen vidas con mejores o peores condiciones, pero no con mayor o menor calidad de
vida; la calidad de vida no hay nada que la pueda hacer mayor o menor, la vida siempre
tendrá calidad en sí misma, por sí misma vale. Existe una inconsistencia de pensamiento:
¿si estás de acuerdo con el aborto y la eutanasia por qué no entonces asesinar también a
los que han nacido y han dejado de ser sanos, útiles y hermosos? “La solución para la
enfermedad no es al asesinato del enfermo”. Los diagnósticos prenatales frecuentemente
son equivocados, estos métodos diagnósticos muchas veces persiguen fines utilitaristas y
hedonistas.
Peligro de muerte de la madre (aborto terapéutico): El aborto nunca será terapéutico.
¿Serías capaz de matar a uno para curar al otro? Esto es un eufemismo. La tecnología y la
medicina han avanzado enormemente, y se debe siempre intentar salvar ambas vidas.
Solo para mencionar un ejemplo, en Medellín, cuidad de Colombia, hoy en día se hacen
cirugías intrauterinas en las cuales se operan a los bebés con malformaciones graves
antes de nacer y pueden nacer completamente normales.
La principal consecuencia de la mentalidad proabortista, tan difundida en la sociedad, es el
hecho de que la vida humana ya no pueda concebirse como un valor absoluto, sino como
algo que depende de la voluntad de otro hombre que se encuentra en una situación
ventajosa. Se pone la autonomía personal por encima del derecho a la vida; absurdo, pues
la vida es el fundamento de todos los derechos, si no se vive, no se poseen derechos; si no
se vive, no se tiene autonomía personal. En una sociedad que se vale acabar con la vida
de otro  en nombre de la libertad, todo se vale ¿quién pondrá el límite?
Pero la vida no es atacada sólo en sus inicios, sino que también hoy se promueve la
muerte de aquellos que ya se encuentran en su vejez con enfermedades y dolencias. Así, 
hoy en día, en muchos países se promueve la aprobación de la eutanasia bajo el rótulo de
“muerte digna”. Veamos aquí la verdad sobre la eutanasia:
Eutanasia
Se entiende por eutanasia “la intervención intencionalmente programada para interrumpir
de manera directa y primaria una vida, cuando esta se encuentra en condiciones
particulares de sufrimiento o de incurabilidad o de proximidad a la muerte.”[5]
Hay que decir que los promotores de la eutanasia tienen una concepción de la persona
humana desprovista de carácter  trascendente, al mismo tiempo que ven la vida como un
bien secundario respecto a la libertad. Por ello vemos como tales personas empiezan por
argumentar tal práctica valiéndose de casos extremos, como pacientes terminales, para
poco a poco ir llegando a la permisividad total. Es así como en Holanda, por ejemplo, “la
eutanasia se legalizó inicialmente para pacientes con cáncer terminal, luego las cortes se
volvieron más flexibles y ahora se permite la eutanasia a personas deprimidas sin ninguna
enfermedad terminal o incluso para recién nacidos con alguna malformación.”[6]
Esta práctica, tan difundida hoy, se vende bajo el rótulo de “muerte digna” como si el
sufrimiento, el dolor o la enfermedad hiciesen de la persona que lo padece alguien indigno.
Ésta, es producto de una sociedad materialista, donde la dignidad de la persona se mide
en términos de su productividad y de su capacidad de disfrute, de experimentar placer. La
sociedad quiere liberarse de todas aquellas personas que le representan una carga, que le
demandan cuidados pero que no le aportan en términos económicos. Para el estado es
más fácil y menos costoso brindar la posibilidad de la eutanasia a pacientes con
enfermedades terminales que invertir en cuidados paliativos. Detrás de esta mentalidad
hay, sin duda, muchos intereses económicos. Y es que una sociedad que aprueba el
aborto y ataca la familia, y en la que, por tanto, no se renueva su población, no hay mano
de obra joven que sostenga las pensiones de los más ancianos y enfermos, ni familias que
los cuiden, por tanto, hay que buscar una “solución” al problema; y lo mejor, hay que
venderlo bajo el rótulo de “derecho”, de esta manera la persona terminará pidiendo su
propia muerte. Esta es la trampa de la cultura de la muerte, que es toda una red, en la que
una cosa lleva a la otra.
La eutanasia es moralmente ilícita bajo toda circunstancia, ya que se debe reconocer y
respetar la vida de la persona desde su concepción hasta su muerte natural. El Papa Juan
Pablo II, en un discurso pronunciado ante los obispos de Estados Unidos, el 5 de octubre
1979, afirmó que “la eutanasia o la muerte por piedad… es un grave mal moral…; tal
muerte es incompatible con el respeto a la dignidad humana y la veneración a la vida”.
Para brindar una verdadera muerte digna a una persona se le deben brindar los siguientes
cuidados, que bajo ninguna circunstancia se le pueden negar:
Asistencia espiritual: es decir, preocuparse por la salvación de la persona; brindarle la
oportunidad de recibir los sacramentos, la reconciliación con Dios y con los hermanos.        
Acompañamiento afectivo: aquí juega un papel muy importante la familia del enfermo, la
cual debe mostrarse cercana y brindarle amor, compañía y cariño a su familiar  que
padece.
Asistencia médica: al paciente, siempre, bajo cualquier circunstancia en la que se
encuentre (así sea en estado “vegetativo”) debe brindársele los cuidados básicos:
alimentación, hidratación y oxigenación, éstos sólo se podrían suspender cuando se
demuestre la muerte cerebral del paciente; de lo contrario, si se le suspende, estaríamos
ante una eutanasia pasiva, pues éstos son medios básicos y necesarísimos (no
extraordinarios)  para el mantenimiento de cualquier vida humana. También se le debe
brindar medicamentos para su dolor, si así lo requiere.
A manera de conclusión sobre el tema de la eutanasia citamos las palabras del Papa Juan
Pablo II, en la Encíclica Evangelium Vitae, que expresa claramente la posición de la Iglesia
frente a dicha práctica: “la eutanasia es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto
eliminación deliberada y moralmente inaceptable de la persona humana. Esta doctrina se
fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición
de la Iglesia y enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica
conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del homicidio” (n. 65).
Ante la cultura de la muerte y todas las consecuencias que esta conlleva, la actitud del
cristiano no debe ser pasiva, y menos la de los hijos consagrados a María. En primer lugar,
debemos orar a Nuestra Madre Santísima, la Madre de la Vida, por la conversión de la
humanidad y, sobre todo, de nuestros gobernantes para que no promuevan tales ataques
contra la vida y la familia. Un consagrado a la Virgen María debe, a ejemplo de su amada
madre, darle un sí a la vida, amarla, respetarla y defenderla. Debe tomar parte activa en la
defensa de estos valores fundamentales como lo son la vida y la familia, a través de
asociaciones, a través del uso de la palabra y del testimonio personal de vida.
PRÁCTICA
Renunciaré a toda práctica y mentalidad anticonceptiva. Si soy casado aprenderé y
adoptaré un método natural de reconocimiento de la fertilidad.

[1] Encíclica Mater et Magistra, n. 194.


[2] Encíclica Casti Connubii, n. 21.
[3] Encíclica Humanae Vitae, n. 7.
[4] Uno de los más brillantes investigadores franceses, catedrático de la universidad de la
Sorbona de París, miembro de la academia de ciencia de Suecia, Inglaterra, Estados
Unidos, consultor de la ONU, director del Pontificio Concejo para la Vida, y el más
importante genetista de su época, descubrió la trisomía del cromosoma 21 que causa el
síndrome de Down.
[5] ARAMINI, Michele. Introducción a la Bioética. Italia. P. 223.
[6] http://www.aciprensa.com/eutanasia/terri.htm. “Diferencias entre matar o dejar morir a
un ser humano: el caso de Terri Schiavo”. Dr. Luis E. Ráez. 07/09/2012

TEXTO 13. ¿QUIÉN SOY YO?


¿Por qué los santos han dado tanta importancia al conocimiento de sí mismos? ¿Qué
relación tiene el conocimiento propio con la santidad? ¿Acaso no basta conocer a Dios
para tener los elementos suficientes para llegar al Cielo? 
En realidad, una persona puede tener un vasto conocimiento de las cosas de Dios, puede
ser un extraordinario teólogo y tener plena claridad respecto a la doctrina y la moral de la
Iglesia, pero si no se conoce a sí mismo nunca logrará llegar a la santidad. Aunque la
doctrina es una sola y la moral está bien definida, el hombre que la asimila y vive es un ser
bastante complejo y requiere conocerse muy bien para poder “dar fruto abundante” (Jn
15,2).Antes de entrar en el conocimiento particular de cada uno, debemos conocer en
general quién es el hombre. De casi todas las cosas conocemos:
El origen: ¿De dónde proviene?
La naturaleza: ¿Qué es?
Misión: ¿Para qué fue creado?
Fin: ¿Para dónde va?
Así, cuando tenemos en nuestras manos una computadora portátil podemos saber con
mucha precisión todas las anteriores cuestiones:
El origen: la empresa que la fabricó (por ejemplo: Toshiba, HP, Apple, etc.).
La naturaleza: es una máquina electrónica que recibe y procesa datos para convertirlos en
información útil a través de circuitos integradoset
Misión-función: Tiene una utilidad genérica y diversa pues se puede usar para elaborar
complejos programas o para realizar sencillos cálculos matemáticos.
Fin: terminará en la basura cuando esté demasiado obsoleto.
Todas estas respuestas las conocemos con claridad gracias a que su fabricante nos las
especifica en el manual. Si no conocemos estas cuestiones simples de la computadora
portátil, terminaremos dándole un uso distinto de aquel para la que fue creada y al final se
dañará. ¿Qué pasaría con esta computadora si creo que fue hecha para fijar clavos en la
pared? ¡Con seguridad se dañaría! Lo mismo sucede con el hombre, cuando aplica su vida
a algo distinto para lo que fue creado, termina dañándose y dañando a los demás. Así
pues, el hombre que fue creado para la felicidad en el cumplimiento de la Voluntad de
Dios, no para el pecado, y cuando aplica su vida en el pecado termina dañándose y
dañando a los que dice amar.
GENERALIDADES EN EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
Las preguntas sobre el origen, la naturaleza, la misión, el fin y todo lo que tiene que ver
con el hombre, sólo encuentra una respuesta satisfactoria en Dios, su creador. Nadie más
que Él puede darnos a conocer lo que somos. Estas respuestas se ven todavía más claras
a partir de la encarnación del Verbo eterno del Padre, pues “el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado” pues Cristo “manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).
El origen del hombre
El libro del Génesis en sus dos primeros capítulos nos esclarece el misterio del origen del
hombre: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los
creó” (Gén 1,27).
Lo primero que queda claro es que el hombre es criatura, no creador; es creación de Dios,
por tanto no es Dios. No tiene su razón de ser en sí mismo sino en su creador. Cuando el
hombre se pone como medida de todas las cosas olvidándose de su creador, entonces,
traiciona su propio origen cayendo en la idolatría de la propia persona y acaba afirmando
una autonomía que le termina destruyendo. Al desconocer su origen pierde la noción de lo
que es.
Pero el hombre no sólo es criatura de Dios, sino que es una criatura del todo especial: es
“imagen y semejanza” de Dios (cf. Gén 1,27). Un perrito es una criatura de Dios pero no es
“imagen y semejanza” de Él... El ser “imagen y semejanza” de Dios nos indica que
participamos de su misma naturaleza, que somos sus hijos. «De todas las criaturas visibles
sólo el hombre es “capaz de conocer y amar a su Creador” (GS 12,3); es la “única criatura
en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma” (GS 24,3); sólo él está llamado a
participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios» (Catecismo, 356).
«Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no
es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse
libremente y entrar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una
alianza con su Creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser
puede dar en su lugar.» (Catecismo, 357).
Pero además, desde la creación, Dios los creó: “hombre y mujer” (Gén 1,27) como un
complemento mutuo. Esta realidad hace parte de la naturaleza del hombre y no es un rol
inventado por ninguna cultura. Son creados «en una perfecta igualdad en tanto que
personas humanas» y así «el hombre y la mujer son, con la misma dignidad, “imagen de
Dios”. En su “ser-hombre” y su “ser-mujer” reflejan la sabiduría y la bondad del Creador.»
No obstante «Dios no es, en modo alguno, a imagen del hombre. No es ni hombre ni
mujer. Dios es espíritu puro, en el cual no hay lugar para la diferencia de
sexos.» (Catecismo, 369-370).
La naturaleza del hombre
El hombre es unidad sustancial de cuerpo y alma. «La persona humana, creada a imagen
de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con
un lenguaje simbólico cuando afirma que “Dios formó al hombre con polvo del suelo e
insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente” (Gén 2,7).»
(Catecismo, 362).
El alma «designa también lo que hay de  más  íntimo  en  el hombre
(cf. Mt 26,38; Jn 12,27) y de más valor en él (cf. Mt 10,28), aquello por lo que es
particularmente imagen de Dios: “alma” significa el principio espiritual en el
hombre.» (Catecismo, 363). «La Iglesia enseña que cada alma espiritual es directamente
creada por Dios -no es “producida” por los padres-, y que es inmortal: no perece cuando se
separa del cuerpo en la muerte, y se unirá de nuevo al cuerpo en la resurrección
final» (Catecismo, 366). Posee dos facultades que llaman superiores: Entendimiento y
Voluntad. El entendimiento iluminado por la fe y la voluntad ayudada de la gracia disponen
al hombre para cumplir la Voluntad de Dios.[1]
El entendimiento es la capacidad que tiene el hombre para pensar, para buscar y hallar la
verdad a través de la mente y la razón. Gracias a esta capacidad, el hombre puede
entender y aprender, imaginar y memorizar, puede hacer grandes descubrimientos e
inventar cosas maravillosas, puede mejorar el mundo, pero lo más importante es que,
gracias a su entendimiento, el hombre puede llegar a conocer la verdad. Conocer la verdad
significa que aquello que pensamos coincide con lo que realmente es o sucede. Es
importante “el entendimiento” porque usándolo correctamente y conociendo la revelación
de Dios llegamos a la Verdad: “conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32).
Pero el hombre no sólo piensa, sino que también tiene voluntad, “quiere”. Es decir, el
hombre busca aquello que le atrae. La voluntad es la capacidad que tiene el hombre para
“moverse” hacia un bien que desea. La voluntad busca siempre un bien que ha sido
pensado y prestando a ella anteriormente por el entendimiento. La voluntad se mueve para
alcanzar la felicidad que la inteligencia piensa que le dará tener el bien deseado. Es
importante la Voluntad porque con ella podemos practicar la virtud: La repetición habitual
de un buen acto de la voluntad se denomina virtud, la repetición habitual de un mal acto de
la voluntad se denomina vicio.
«El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la “imagen de Dios”: es cuerpo humano
precisamente porque está animado por el alma espiritual, y es toda la persona humana la
que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el templo del Espíritu  (cf. 1 Cor 6,19-20;
15,44-45).» (Catecismo, 364). En el cuerpo se encuentran las facultades inferiores: las
pasiones, los sentimientos, las emociones. Estas deben estar sometidas a las facultades
superiores.
Antes del pecado original el hombre

 Vivía en «estado de santidad y de justicia originales» (Catecismo, 384). El estado de


Justicia Original traía para el hombre una serie de gracias especiales (Catecismo,
374-379):
 Estaba en amistad con su creador y en armonía consigo mismo y con la creación en
torno a él.
 Tenía “participación de la vida divina”.
 Todas las dimensiones de la vida del hombre estaban fortalecidas.
 El hombre no debía ni morir (cf. Gén 2,17; 3,19) ni sufrir (cf. Gén 3,16).
 Experimentaba la armonía interior de la persona humana, la armonía entre el
hombre y la mujer (cf. Gén 2,25), la armonía entre la primera pareja y toda la
creación.
 Las facultades inferiores estaban sometidas a las facultades superiores.
 Tenía “dominio” del mundo que Dios había concedido.
 Tenía dominio de sí.
 El hombre se hallaba íntegro y ordenado en todo su ser por estar libre de la triple
concupiscencia.
 El trabajo no le era penoso (cf. Gén 3,17-19).

Con el pecado original el hombre pierde el estado de Justicia Original, pero gracias a la
Redención todas estas gracias serán superadas «por la gloria de la nueva creación en
Cristo» (Catecismo, 374). Así pues, la gracia de la redención hace del hombre caído una
nueva criatura y le da dignidad de hijo de Dios. De esta manera, ante la pregunta: “¿quién
eres?” no hay mejor respuesta y nada que defina más al hombre que responder: ¡un hijo
de Dios! (cf. 1 Jn 3,1).
Finalmente es importante decir que Dios hizo al hombre Libre: «Dios ha creado al hombre
racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de
sus actos. “Quiso Dios “dejar al hombre en manos de su propia decisión” (Si 15,14), de
modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la
plena y feliz perfección”(GS 17). “El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue
creado libre y dueño de sus actos” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 4,
3).» (Catecismo, 1730).
Misión del hombre
El hombre fue creado para “conocer, amar y servir a Dios”. Esta es su misión en esta tierra
y el único medio para alcanzar la felicidad plena. En este conocimiento, amor y servicio a
Dios, en el cumplimiento alegre y gozoso de su Voluntad, se encuentra la clave de la
santidad. Fuimos creados para la santidad. Buscamos la santidad para dar la mayor gloria
a Dios y haciendo esto encontramos la felicidad, no al revés.
En la raíz del pecado original se encuentra una inversión en este sentido: Adán y Eva
primero buscaron su propia felicidad, antes que la gloria de Dios... todavía hoy estamos
pagando las consecuencias de este equívoco. Cuando el hombre busca su propia felicidad
a espaldas de la voluntad de Dios termina destruyéndose pues pierde la brújula que le
sabe conducir por el camino de la realización plena; esa brújula es la Voluntad de Dios.
El hombre de hoy tiene más hambre de felicidad que nunca. Sin embargo, cada vez está
más lejos de encontrarla, pues cada vez se aleja más de la voluntad de Dios. Es como si
Dios fuese un gran faro luz y el hombre estuviera de espaldas a él... engañado, ve que una
sombra se dibuja en el suelo y comienza a perseguir esa sombra, la sombra de la felicidad.
Pero mientras más camina para tratar de agarrarla más se aleja la sombra de él, pues más
se aleja de la luz.
Sólo cuando da un giro de 180 grados e inicia un proceso de conversión, sólo cuando
comienza a caminar de nuevo hacia la luz, sólo cuando se decide a ir a Dios, sólo ahí, la
sombra comienza a seguirle a él... y cuando está debajo de la luz encuentra que la sombra
de la felicidad está debajo de sus pies... ¡ahora es feliz!
Todo lo demás que el hombre haga, por bueno y noble que sea, debe estar subordinado a
esta “búsqueda de la santidad”, a este “conocer, amar y servir a Dios”, a este
“cumplimiento de su Voluntad”.
El hombre no vive para ser ingeniero, ni doctor, ni padre o madre de familia, ni abogado, ni
casado, ni soltero, ni presbítero... el hombre vive para ser santo y todo lo demás es un
medio para llegar a esta santidad. Pero la realización plena del hombre se dará cuando
contemple a Dios cara a cara... ese es el fin al que fue llamado.
Fin del hombre
«Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios» (Catecismo, 1878). Venimos de Dios
y a Dios volvemos. El fin del hombre es la gloria eterna con Dios en la visión Beatífica. El
hombre fue creado para el Cielo: «Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y
están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre
semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Cor 13, 12; Ap
22, 4).» « El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del
hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1023-1024).
El infierno no es el destino al que fue llamado el hombre, el ser humano no fue creado para
“el lago de fuego” (Ap 20,14 ), pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Quienes van al infierno lo hacen por propia
voluntad, truncando el plan de Dios en sus vidas... es el fracaso del plan de Dios en la vida
de una persona. Por esta razón, todo en nuestra vida se debe ordenar al fin sobrenatural
que es la posesión de Dios mediante la visión beatífica en el cielo.
PARTICULARIDADES EN EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
Todo lo anterior, sin ser exhaustivo, es la generalidad de lo que el hombre debe conocer de
sí mismo. Sin embargo, existen particularidades sumamente necesarias para llegar a la
santidad. Sabiendo que nuestra meta es la santidad, debemos conocer en nosotros qué
nos ayuda para llegar a ella (virtudes), qué se constituye en un obstáculo para alcanzarla
(vicios y defectos), y de qué manera podemos potenciar nuestro temperamento para llegar
al Cielo.
Virtudes y vicios
La virtud es una disposición habitual del hombre, adquirida por el ejercicio repetido de
actuar consciente y libremente en orden a la perfección o al bien. La virtud para que sea
virtud tiene que ser habitual, y no un acto esporádico, aislado. Es como una segunda
naturaleza a la hora de actuar, pensar, reaccionar, sentir, pues cuando se adquiere hace
más fácil hacer el bien. La humildad, la pureza, la generosidad, la obediencia, la
mortificación, etc. son virtudes que se deben cultivar frecuentemente. Sin embargo, hay
unas virtudes que son del todo especiales pues tienen que ver directamente con nuestra
relación con Dios; son llamadas virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
También existen unas virtudes llamadas cardinales que nos ayudan en nuestra relación
con nuestro prójimo: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Lo contrario a la virtud es el vicio, que es también un hábito adquirido por la repetición de
actos contrarios al bien. Así, la lujuria, la soberbia, la avaricia, etc. son vicios de los que
hay que huir como de la lepra.
Para tener un adecuado conocimiento propio es necesario reconocer en nosotros las
virtudes y los vicios que tenemos, las primeras para cultivarlas aún más y los segundos
para eliminarlos definitivamente de nuestra vida.
Temperamento y carácter[2]
Con frecuencia se confunden el temperamento y el carácter, pero son dos cosas realmente
distintas, aunque íntimamente relacionadas. El temperamento es el conjunto de las
inclinaciones íntimas que brotan de la constitución fisiológica de los individuos, y el
carácter es el conjunto de las disposiciones psicológicas que nacen del temperamento en
cuanto modificado por la educación y el trabajo de la voluntad y consolidado por el hábito.
Según esta educación el carácter será bueno o malo.
Tipos de temperamento[3]
Temperamento Sanguíneo
Buenas cualidades: El sanguíneo es afable y alegre, simpático, sensible y compasivo ante
las desgracias del prójimo, dócil y sumiso ante sus superiores, sincero y espontáneo (a
veces hasta la inconveniencia). Su entusiasmo es contagioso y arrebatador; su buen
corazón cautiva y enamora. Suele tener una concepción serena de la vida, dotado de una
exuberante riqueza afectiva. Sanguíneos ciento por cien fueron el apóstol San Pedro, san
Agustín, Santa Teresa y San Francisco Javier.
Malas cualidades: Sus principales defectos son la superficialidad, la inconstancia y la
sensualidad.
Temperamento Colérico
Buenas cualidades: Actividad, entendimiento agudo, voluntad fuerte, concentración,
constancia, magnanimidad, liberalidad: he ahí las excelentes prendas de este
temperamento riquísimo. Los coléricos, o biliosos, son los grandes apasionados y
voluntariosos. Prácticos, despejados, más bien que teóricos, son más inclinados a obrar
que a pensar. No son de los que dejan para mañana lo que deberían hacer hoy, más bien
hacen hoy lo que deberían dejar para mañana. Tales fueron San Pablo Apóstol, San
Jerónimo, San Ignacio de Loyola y San Francisco de Sales.
Malas cualidades: La tenacidad de su carácter les hace propensos a la dureza,
obstinación, insensibilidad, ira y orgullo. Si se les resiste y contradice, se tornan violentos y
crueles, a menos que la virtud cristiana modere sus inclinaciones. Tratan a los otros con
una altanería que puede llegar hasta la crueldad. Todo debe doblegarse ante ellos.
Temperamento Nervioso
Buenas cualidades: Los nerviosos tienen una sensibilidad menos viva que la de los
sanguíneos, pero más profunda. Son naturalmente inclinados a la reflexión, a la soledad, a
la quietud, a la piedad y vida interior. Su inteligencia suele ser aguda y profunda,
madurando sus ideas con la reflexión y la calma. Es el temperamento opuesto al
sanguíneo, como el colérico es el opuesto al linfático. Fueron temperamentos nerviosos el
apóstol San Juan, San Bernardo, San Luis Gonzaga, Santa Teresa del Niño Jesús, Pascal.
Malas Cualidades: El lado desfavorable de este temperamento es la tendencia exagerada
hacia la tristeza y melancolía. Se sienten inclinados al pesimismo, a ver siempre el lado
difícil de las cosas, a exagerar las dificultades. Ello les hace retraídos y tímidos, propensos
a la desconfianza en sus propias fuerzas, al desaliento, a la indecisión y a los escrúpulos.
Temperamento Flemático
Buenas cualidades: El flemático trabaja despacio, pero asiduamente. No se irrita fácilmente
por insultos, fracasos o enfermedades. Permanece tranquilo, sosegado, discreto y juicioso.
Es sobrio y tiene un buen sentido práctico de la vida. Su lenguaje es claro, ordenado, justo,
positivo. Es prudente, sensato, reflexivo, obra con seguridad, llega a sus fines sin violencia,
porque aparta los obstáculos en lugar de romperlos. Santo Tomás de Aquino poseyó los
mejores elementos de este temperamento.
Malas cualidades: Su calma y lentitud le hacen perder muy buenas ocasiones, porque
tarda demasiado en ponerse en marcha. No se interesa mayormente por lo que pasa fuera
de él. Vive para sí mismo, en una especie de concentración egoísta. No son muy
apropiados para el mando y el gobierno.
Ninguno de estos temperamentos existe en la realidad en estado «puro». La realidad es
más compleja que todas las categorías especulativas. Con frecuencia encontramos en la
práctica, reunidos en un solo individuo, elementos pertenecientes a los temperamentos
más dispares Con todo, es indudable que en cada individuo predominan ciertos rasgos
temperamentales que permiten catalogarlo, con las debidas reservas y precauciones, en
alguno los cuadros tradicionales. Si quisiéramos recoger ahora en sintética visión de
conjunto las características del temperamento ideal, tomaríamos algo de cada uno de los
que acabamos de describir. Al sanguíneo le pediríamos su simpatía, su gran corazón y su
vivacidad; al nervioso, la profundidad y delicadeza de sentimientos; al colérico, su actividad
inagotable y su tenacidad; al flemático, en fin, el dominio de sí mismo, la prudencia y la
perseverancia.
El carácter
Es la resultante habitual de las múltiples tendencias que se disputan la vida del hombre. Es
como la síntesis de nuestros hábitos. Es la manera de ser habitual de un hombre, que le
distingue de todos los demás y le da una personalidad moral propia. Es la fisonomía o
«marca moral» de un individuo. Es el conjunto de las disposiciones psicológicas que nacen
del temperamento en cuanto modificado por la educación y el trabajo de la voluntad y
consolidado por el hábito.
Tres son las causas que originan el carácter:
El Nacimiento: Hay acuerdo general en que los factores de la herencia capital tienen
importancia en la constitución del carácter. El niño que viene al mundo trae la «marca de
fábrica» que le han impreso sus propios padres, y ese sello jamás se borrará del todo. De
ahí la inmensa responsabilidad de los padres sobre el porvenir de sus hijos.
El ambiente exterior: Bosquejado solamente por la naturaleza, el carácter queda sometido
mientras viva a la influencia de los agentes exteriores que le rodean. Estos agentes
exteriores que actúan sobre nuestro carácter son de tipo muy vario. Los hay físicos, como
la alimentación, el aire, el clima y la higiene. Otros agentes exteriores son de tipo moral. La
educación, las amistades y el ambiente familiar ocupan el primer lugar.
La voluntad: El nacimiento y el medio ambiente: he ahí dos fuerzas formidables en la
formación del carácter. Con todo, una voluntad enérgica y tenaz puede llegar a
contrarrestar su peso e inclinar definitivamente la balanza a su favor. Tenemos la
inquebrantable convicción de que nuestra alma está en nuestras manos, y que a nosotros
corresponde substraerla de la violencia de las pasiones o abandonarnos ciegamente a
ellas.
En un carácter ideal la inteligencia es clara, penetrante, ágil, capaz de tanta amplitud como
profundidad. La voluntad es firme, tenaz, perseverante. La sensibilidad es fina, delicada,
serena, perfectamente controlada por la razón y la propia voluntad. La conciencia es recta
pues un hombre sin conciencia es un hombre sin honor; y sin ella, todas las demás
cualidades se vienen abajo. La conciencia es un  vigía experimentado y fiel que aprueba lo
bueno, prohíbe lo malo. El corazón es bondadoso y se manifiesta en la afabilidad, sencillez
y generosidad. Tiene buenos modales que son como el vestido moral del hombre. El
exterior de una persona deja transparentar sin esfuerzo su interior.
El Defecto Dominante[4]
Con la palabra “defecto” se designa entre otras cosas la inclinación a un determinado acto
pecaminoso producida por la repetición frecuente del mismo acto. Todos nacemos con
predisposiciones naturales a ciertos actos buenos y a otros malos. Si la voluntad no se
opone desde el principio a estas predisposiciones connaturales al mal, éstas adquieren
pronto mayor vigor y se convierten en verdaderos defectos.  “Defecto dominante” en el
hombre es aquella proclividad cuyo impulso es más frecuente y más fuerte, aunque no
siempre se observe.
El defecto dominante, a menudo, nos lleva a cometer faltas o pecados. Si el defecto
dominante no es combatido enérgicamente irá cegando poco a poco la mente llevando al
hombre a culpas cada vez más frecuentes y más graves.
Modos de combatirlo

 Para combatir el defecto dominante es necesario ante todo conocerlo, lo cual no se


consigue fácilmente. Para conocer nuestro defecto dominante:
 Hemos de orar y examinarnos acerca de las infidelidades que más fácilmente y a
menudo cometemos.
 Es también conveniente observar el objeto a que se dirigen nuestros pensamientos
y deseos espontáneamente.
 Otro medio de actuar es abrir sinceramente el corazón al confesor que de esta
manera nos conocerá a fondo y podrá indicarnos nuestro defecto dominante.
 También debemos tener en cuenta las reprensiones que más se nos hacen.
 Después de haber conocido nuestro defecto dominante es necesario trabajar sin
tregua en extirparlo, especialmente con el ejercicio de las virtudes más directamente
contrarias a él.
 Para conseguir nuestro intento habremos de orar mucho y examinarnos sobre los
progresos que hacemos.
A veces se requieren varios años de dura lucha para desarraigar un defecto, pero no
debemos creer que estos esfuerzos son inútiles: con la gracia del Señor se pueden
reformar las naturalezas más rebeldes. Tampoco nos hemos de creer vencedores hasta el
punto de descuidar toda vigilancia durante el resto de nuestra vida.
PRÁCTICA
Hacer un examen de conciencia escrito en el que identifique: vicios, virtudes,
temperamento y defecto dominante. Al final, hacer propósitos firmes en búsqueda de la
santidad.
TEXTO 14. LA TIBIEZA
“Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque
eres tibio y no frío o caliente, voy a vomitarte de mi boca.” (Ap 3, 15-16).
Existe un nivel “generalizado” de la tibieza que se describe en la terrible frase: “el que peca
y reza, empata”. Desgraciadamente debemos reconocer que una enorme cantidad de
fieles bautizados padecen esta tibieza que va generalmente acompañada de un profundo
relativismo. 
Detrás de esta expresión y de esta tibieza se esconde una profunda ignorancia y desamor.
En efecto, quien así piensa ignora que el amor a Dios exige fidelidad y coherencia. ¿Puede
un hombre ser infiel a su esposa y tranquilizar su conciencia diciendo que no le falta con el
mercado y con todo lo necesario para vivir? Ahí no hay amor verdadero. El amor verdadero
exige que se ame a la persona no sólo por momentos, sino siempre. Lo mismo sucede en
la vida espiritual: el que dice pecar y rezar para “empatar” es un tibio y será vomitado de la
boca de Dios.
Nótese que aquí nos referimos a las personas que tiene la predisposición de “pecar y
rezar”, bajo la falsa concepción de que esto, a la larga, agradará a Dios. Porque también
es cierto que en nuestra lucha espiritual en ocasiones somos débiles y pecamos, aunque
también recemos, pero una recta conciencia tiene perfectamente claro que no hay
compatibilidad alguna entre pecar y rezar... ¡se reza precisamente para no caer en pecado!
Una verdadera conversión es remedio para este tipo de tibieza.
Sin embargo, existe una tibieza más refinada y por consiguiente más difícil de detectar. Es
la tibieza que padecen las personas que ya han iniciado un camino espiritual, y esta tibieza
se constituye en una de las peores enfermedades de la vida espiritual: Es como un Cáncer
para el alma.
Tibieza en “la gente espiritual”[1]
Esta tibieza es una enfermedad espiritual, que igualmente puede atacar a los principiantes
que a los perfectos. Supone realmente haberse adquirido ya cierto grado de fervor y
dejarse llevar poco a poco hacia relajamiento.
¿Qué es?
Consiste la tibieza cierta especie de relajamiento espiritual, que va parando las energías de
la voluntad, inspira horror al esfuerzo, y recarga pesadamente los movimientos del vivir
cristiano. Es una languidez y entorpecimiento, que no es aún la muerte, pero que a la
muerte lleva insensiblemente robándonos poco a poco las fuerzas morales. Podríamos
compararla con un cáncer que va consumiendo poco alguno de nuestros órganos vitales.
La tibieza en sí misma no es pecado mortal ni venial, sino un estado de desgano
consentido. Sin embargo, después del pecado es lo que más se opone a la santidad.
Causas
Dos causas principales contribuyen a su desarrollo: una alimentación espiritual deficiente, y
la invasión de algún germen dañino.
Alimentación espiritual deficiente: Para vivir y crecer en la vida, nuestra alma necesita de
una buena alimentación espiritual; pero el pasto del alma son los diversos ejercicios
espirituales, como meditaciones, lecturas, oraciones, exámenes, el cumplimiento de las
obligaciones del propio estado, el ejercicio de las virtudes que la ponen en comunicación
con Dios, la fuente del vivir sobrenatural. Si, pues, hacemos con negligencia esos
ejercicios, si nos dejamos llevar voluntariamente de las distracciones, si no luchamos
contra la rutina y la flojera, nos privaremos de muchas gracias, nos alimentaremos poco, se
apoderará de nosotros la debilidad, no tendremos fuerzas para el ejercicio de las virtudes
cristianas por muy poco de practicar que estas fueran. Y entonces, al ver el poco provecho
que sacamos de tales ejercicios, empezamos por acortarlos para acabar suprimiéndolos.
Ya no ponemos esfuerzo de nuestra parte para alcanzar las virtudes, y muy pronto
recrudecen los vicios y las malas inclinaciones. Ante los valores espirituales, sobre todo
ante un valor fundamental como la oración, se pierde el interés. Se convierte en algo
aburrido, pesado, en una pérdida de tiempo. Se la pospone para dar prioridad a otras
actividades presentadas como más atractivas.
Invasión de algún germen: El resultado de semejante apatía espiritual es el progresivo
debilitamiento del alma, una especie de anemia espiritual, que prepara el organismo para
la invasión de un germen morboso, o sea, de alguna de las tres concupiscencias, o, a
veces, de las tres juntas.
Mal guardadas las puertas del alma, los sentidos exteriores e interiores dejan fácil paso a
las sugestiones malsanas de la curiosidad y de la sensualidad, y se alzan con frecuencia
tentaciones, que se rechazan sólo a medias. Luego hacen presa en el corazón algunas
aficiones que ponen un tanto de turbación; se pasa a cometer imprudencias; se juega con
el peligro; se van amontonando los pecados veniales de los cuales apenas nos dolemos;
nos dejamos llevar cuesta abajo, hasta llegar al borde del abismo y por muy dichosos
hemos de tenernos s nos damos cuenta de ello.
Además, la soberbia, jamás del todo dominada, vuelve al ataque: se complace el alma en
sí misma, en sus buenas cualidades, en sus triunfos externos. Para ensalzarse aún más se
compara con otros más relajados aún, y menosprecia, como a gentes de corto
entendimiento a los que se esfuerzan por ser fieles a Dios. La soberbia trae consigo la
envidia, los celos, movimientos de impaciencia y de ira, y aspereza en el trato con el
prójimo.
La codicia se reaviva: se necesita dinero para gozar un poco más y para lucir. Para ganar
dinero en mayor cantidad se acude a procedimientos poco delicados, poco honrados, que
rayan en la injusticia.
De ahí nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que nos dolemos poco, porque
lentamente se van extinguiendo la luz del juicio y la delicadeza de la conciencia; se vive
realmente en habitual disipación y se hace muy a la ligera el examen de conciencia al
momento de la confesión. Con eso va perdiéndose el horror al pecado mortal, van siendo
más raras las gracias divinas y el alma se aprovecha menos de ellas; se debilita, en
definitiva, todo el organismo espiritual, y la consiguiente anemia prepara para vergonzosas
caídas.
En el fondo, la tibieza se produce por la falta de constancia en el amor. Muchos autores
han comparado la vida espiritual a un río con mucha corriente de agua. Si la persona
desea cruzarlo, deberá nadar constantemente, aunque ello le implique esfuerzo y sacrificio.
Si se deja de nadar, aunque sea un momento, habrá un retroceso; la corriente lo llevará
hacia atrás, quién sabe hasta dónde. Así sucede en la vida espiritual; por la falta de
constancia en el amor, en la lucha, en la oración, en el apostolado, se cae fácilmente en la
tibieza espiritual.
Grados
Incipiente: se conserva el horror al pecado mortal pero se cae en el pecado venial
deliberado (voluntario). Se incrementa el defecto dominante y se hacen las prácticas
espirituales por rutina.
Consumada: se pierde el horror al pecado mortal; crece el amor del deleite de tal manera
que nos duele que algunos deleites están prohibidos bajo pena de pecado mortal. Se
rechazan blandamente las tentaciones y llega un punto en que el alma se pregunta, no sin
razón, si no habrá perdido el estado de gracia.
Daños de la tibieza
El principal daño es el debilitamiento progresivo de las fuerzas del alma: esto es
peligrosísimo porque se da casi sin sentir; nadie cae en tibieza espiritual de un momento a
otro; es un proceso en el que el deseo de santidad se va extinguiendo, el amor por la
oración disminuye, el ardor apostólico se apaga.
Ceguera de conciencia: del continuo querer excusar y tapar las propias faltas, se llega a
juzgar falsamente, y a considerar, como leves, faltas de suyo graves. Se forma así una
conciencia laxa, relajada, que no considera la gravedad de las imprudencias o de los
pecados que se cometen, que ya no reacciona para detestarlos, y que cae culpablemente
en errores.
Debilitamiento progresivo de la voluntad: he aquí uno de los principales daños de la tibieza.
Una vez se detecta se hacen esfuerzos vanos e inútiles por salir de ella, pues no se
emprende con verdadera decisión un camino hacia la recuperación del fuego del amor.
Búsqueda de satisfacciones inferiores: Cuanto acostumbraba a hacer como buen cristiano,
le aburre, le cansa. Siente un gran disgusto al hacer las cosas que anteriormente le
llenaban de satisfacción: la oración, el apostolado, las buenas obras, el cumplimiento de
los deberes del propio estado; de repente le empiezan a llamar mucho más la atención las
amistades frívolas, la diversión, la televisión, la práctica exagerada de un determinado
deporte.... Empieza a claudicar y cambia sus valores por otros menos valiosos.
De pequeñas caídas se preparan las grandes: por las muchas concesiones hechas a la
sensualidad y a la soberbia en mil cosas pequeñas, se cae en cosas de mayor importancia.
Porque así pasa en la vida espiritual. La Escritura nos dice que, quien no cuida de las
cosas pequeñas, cae en las grandes, y quien es fiel en lo poco, también lo será en lo
mucho, y quien falta a la justicia en las cosas pequeñas, faltará también en las grandes (cf.
Lc 16,10); todo lo cual quiere decir que el cuidado o el descuido en ciertas obras redunda
en otras semejantes. El alma tibia acepta el pecado venial con toda tranquilidad; conoce su
maldad, pero como no llega a ser pecado mortal, vive con una paz aparente,
considerándose buen cristiana, buena religiosa, sin darse cuenta de la peligrosidad de tal
conducta: el pecado venial deliberado puede ser para él, el detonante de pecados mortales
graves. De ahí (de la tibieza) nacen muchos pecados veniales deliberados, de los que
apenas nos dolemos, porque poco a poco se van extinguiendo la luz del juicio y la
delicadeza de la conciencia; se vive realmente en habitual disipación y se hacen muy a la
ligera los exámenes de conciencia. Con eso va amortiguándose el horror al pecado mortal,
van siendo más raras las gracias divinas, y se aprovecha menos de ellas el alma.
Se siente fastidio al esfuerzo: debilitada la fuerza de la voluntad, el alma se deja llevar por
los apetitos de la naturaleza desordenada, del no hacer caso de nada, del amor a los
placeres deshonestos. Y esta pendiente es tan peligrosa que, si no se hace nada por
volverla a subir, acaba en pecados graves. Se pierde el espíritu de sacrificio. Cuanto
implique sacrificio, renuncia, esfuerzo, lucha, queda descartado.
Se resiste a la voz de Dios y se cede a la de la propia debilidad: Obrando en tibieza, se
abusa de las gracias, se resiste a las inspiraciones del Espíritu Santo; y con esto se
escucha más fácilmente la voz de la sensualidad, se cede a las malas inclinaciones y se
cae en el pecado mortal.
Se cae en una visión práctica, utilitaria y activista de la vida: Se pierde el sentido de la
generosidad y se afronta la vida con una visión utilitaria y práctica: sólo vale lo que reporta
ganancia, comodidad, placer o satisfacción. A veces el activismo puede aparecer como un
síntoma de tibieza espiritual; un activismo motivado mucho más por la vanidad, por el
deseo de sobresalir, que por una verdadera pureza de intención. La persona actúa por
respeto humano, por el qué dirán. El respeto humano es una guillotina de santos... este
respeto humano nos hace obrar por un “qué dirán”, por una complacencia pasajera,
arrebatando la verdadera santidad, que consiste en el amor auténtico a Jesucristo. El
respeto humano es además un asesino de la virtud. Cuántas obras buenas, cuántos
ejemplos de virtud, cuántas acciones apostólicas se han dejado de hacer en el mundo por
el maldito respeto humano. Este vicio roba la virtud, la traiciona, la asesina; si no se le
combate con energía y valor conduce infaliblemente a la cobardía en la virtud.
Remedios contra la tibieza
Si hemos caído en la tibieza no hemos de desesperar. Jesús está siempre listo a volvernos
a su amistad y a su intimidad, si nos convertimos a Él. La tibieza no tiene otra solución que
Dios mismo. Es decir, sólo la gracia de Dios nos hará salir de ella. Sin embargo, hay que
emprender el camino auténtico, ahora doblemente difícil, pues la conciencia no ha sido
lacerada en vano: el camino de la conversión, de la superación, de la perfección. Habrá
que desandar por donde se fue entibiando: es el camino de las cosas pequeñas, sin
esperar los grandes consuelos espirituales.  He aquí algunos remedios para salir del
terrible estado de tibieza espiritual:
Acudir con frecuencia a un sabio confesor: Hay que abrirle el alma y pedirle que sacuda
nuestra pereza; recibir y seguir sus consejos con entusiasmo y constancia. Si el confesor
ve al dirigido camino de la tibieza, deberá esforzarse por lograr del alma una oración
pidiéndole a Dios salir de ella.
Práctica fervorosa de los ejercicios de piedad: es la búsqueda del “primer amor” (Ap 2,4).
Hay que volver a los ejercicios de piedad, hechos por amor, en especial a aquellos que
veníamos haciendo antes de caer en la tibieza. Pero deben practicarse de manera
“fervorosa”; el fervor no necesariamente es sensible, sino que surge de la generosidad de
la voluntad que cuida de no negar a Dios cosa alguna.
Realizar con fidelidad las obligaciones del propio estado: esto implica un gran esfuerzo de
la voluntad y nos lleva a volver a encender el fervor, a reparar nuestras faltas pasadas y a
adquirir de nuevo el espíritu de la penitencia.
Avivar una profunda devoción hacia la Madre de Dios: Nuestra Señora se encargará,
amorosamente, de “sacudir” al alma que se encuentra en el letargo de la tibieza. Por esta
razón es muy provechoso que el tibio suplique a la Madre de Dios que le alcance la gracia
de salir de ese estado.
Algunas consideraciones finales
Diferencia entre Tibieza y Sequedad espiritual: Este estado es muy distinto de la sequedad
o de las pruebas divinas; en estas, en vez de dejarnos llevar de las distracciones, nos
duele el tenerlas, y nos avergonzamos de ellas, y trabajamos seriamente para librarnos; en
el estado de tibieza, por el contrario, damos fácil entrada a mil pensamientos inútiles, nos
complacemos en ellos, y apenas hacemos algo para sacarlos, y no tardan las distracciones
en ocupar casi por entero el tiempo de nuestra oración. La tibieza es una aridez culpable,
como quien estando en un cuarto donde hace mucho frío y teniendo un fuego en la
chimenea, no se acerca a él. Siente el frío, pero no tiene el ánimo ni el coraje para
acercarse al calentador.
Normalmente el tibio se “auto justifica”: “No mato, no robo, no hago nada malo; me
comporto mejor que mucha gente, no dejo de ir a Misa los domingos”.  Bien, pero ¿y lo
bueno que se deja de hacer? ¿Los pecados de omisión? La tibieza se convierte en un
proceso en donde la conciencia se va apagando poco a poco hasta llegar al punto donde
ya no reclama, donde todo lo justifica, donde ya sólo se ve la propia conveniencia. Así, el
tibio sólo se compara con los que considera peores que él; deja de mirar arriba, deja de
tomar a los santos como modelo, se ampara en otra gran cantidad de tibios que considera
buena gente, pero que no son santos.

PRÁCTICA
Leer una corta biografía de un santo. Compartirla en la siguiente reunión de preparación.

[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo II. 1ra Ed.
Quito: Jesús de la Misericordia. Pp. 809-815.
TEXTO 15. SENTIDO DEL SUFRIMIENTO
Es una realidad que todos sufrimos. Más aún, es un misterio el hecho de que todos
suframos. Existe una multitud de teorías sobre el sufrimiento que tratan de explicar este
misterio desde los más diversos ángulos, en muchas ocasiones prometiendo que de
aceptar tal o cual teoría quedaremos, al instante inmunes al padecimiento y libres de
sufrimientos: “el sufrimiento no es real, sino una obra de tu mente. 
Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un producto de tu
sueño”. Esta tremenda mentira que forma parte de una peligrosa corriente de pseudo-
espiritualidad oriental, intenta dar respuesta al sufrimiento, negándolo, invitando a las
personas a huir de él, a no pensar en él, a evitar que las cosas nos afecten. ¿Alguien
podría decirle la anterior frase a una mamá que acaba de perder a su hijo? ¿Alguien se
atrevería a decirle: “señora, ese sufrimiento no es real, es sólo una obra de su mente”? Esa
teoría es tan contraria a la realidad que experimentamos a diario, que cae por su propio
peso.
Otros se aproximan a la realidad del sufrimiento desde la perspectiva de lo que llaman una
“estricta justicia” que exigiría que sólo los malos deberían sufrir... y, en este orden de ideas,
se preguntan ante un acontecimiento doloroso: «¿por qué a nosotros que somos “tan
buenos”?» Claro, parece lógico: los malos hacen cosas malas y lo deben pagar... los
buenos hacemos cosas buenas y se nos debe premiar. Esto en el fondo es cierto, pero...
¿quiénes son los malos y quiénes los buenos? ¿Por qué estar tan seguro de que se está al
lado de los buenos? Desde esta pregunta se ve que la respuesta no se encontrará por ese
camino. El hecho de señalar a los demás como malos y a nosotros como buenos nos sitúa
en un plano del todo subjetivo donde uno mismo establece la medida de la maldad de los
demás a la vez que hace gala de la propia bondad. Seguramente comparándonos con los
santos quedaríamos del lado de los malos, de los que, según esta lógica, deberían sufrir.
La revelación cristiana tiene la respuesta más realista y esperanzadora a la pregunta sobre
el sufrimiento. Cierto es que en el tema siempre persistirá la sombra del misterio, pero
iluminado a la luz de Cristo recibe la suficiente claridad como para poderle dar un sentido.
¿Por qué existe el sufrimiento?
Lo primero que debemos saber es que el sufrimiento no hacía parte del plan de Dios. Dios
llama a nuestros primeros padres a un estado de felicidad pleno en el cumplimiento de su
voluntad. Como Padre amorosísimo quería y quiere lo mejor para sus hijos. Sin
embargo, como consecuencia de la caída de Adán y Eva entra la muerte, “salario del
pecado” (Rom 6,23), y con la muerte toda clase de sufrimientos físicos y morales. A partir
de ese momento la mujer da a luz a sus “hijos con dolor” (Gén 3,16), el hombre sufre al
trabajar la tierra que ahora produce “espinas y abrojos” (Gén 3,17), se introduce la envidia
fratricida que hace que un hermano levante la mano contra otro (cf. Gén 4,1-16), el hombre
deja de hablar el lenguaje del amor confundiéndose en la lengua del egoísmo (cf. Gén
11,1-9), y, en fin, la historia humana queda marcada por el sello del sufrimiento. Tales son
las terribles consecuencias de la desobediencia al plan de Dios. Pero ¡cuidado!, no se
debe entender el sufrimiento como “la venganza” de Dios contra el hombre por haberle
desobedecido; ¡no!, es simplemente la consecuencia lógica que tiene que pagar el hombre
por alejarse de la casa del Padre (cf. Lc 15, 11-32). Si una persona se muere de frío por
alejarse de la hoguera ¡no se puede acusar al fuego de no haberle calentado! Así, el
hombre se alejó de Dios, que es la suma bondad y verdad, y todo lo bueno y verdadero se
alejó de él.
«Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que
oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su
conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con
que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma”» (Catecismo, 403).
Pero nos surge otra pregunta: si Cristo ya nos redimió muriendo en la cruz y pagó por
nuestros pecados, ¿por qué seguimos sufriendo? Porque aunque Cristo nos redimió,
seguimos padeciendo las consecuencias del pecado original: «El Bautismo, dando la vida
de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las
consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo
llaman al combate espiritual.» (Catecismo, 405). Es claro pues que el sufrimiento es
consecuencia del pecado original.
Sin embargo, muchos de nuestros sufrimientos son también consecuencia de
nuestros pecados actuales, es decir, de aquellos que cometemos abusando de nuestra
libertad. Pensemos un instante en la cantidad enorme de sufrimientos que nos evitaríamos
si no pecáramos: cuántas enfermedades físicas que son producto de los vicios
simplemente no existirían, cuántos sufrimientos se evitarían los esposos si fueran siempre
fieles, cuántas quiebras económicas no sucederían si fuésemos más austeros y menos
avaros, cuántas peleas y riñas nos ahorraríamos si no fuésemos soberbios, cuánta paz
habría en nuestra alma si estuviese siempre en gracia de Dios, etc. Por eso se puede
afirmar con toda certeza que una persona que inicia un verdadero proceso de conversión
se evita muchísimos sufrimientos de esta índole. Pero este es el misterio de la libertad del
hombre: a pesar de que se sabe que se hará daño, prefiere, todavía hoy, tomar el fruto
prohibido creyendo más a la serpiente que al mismo Dios.
Aún con la claridad anterior, debemos seguir reconociendo que el tema del sufrimiento
sigue rodeado de misterio... siempre queda espacio para la perplejidad. En efecto, vemos
personas muy buenas, santas, abnegadas, generosas, que sencillamente no paran de
sufrir. ¿Qué decir ante esto? Para arrojar una luz sobre este misterio hay que comprender
que todo sufrimiento es producto de un mal: real o aparente, actual, pasado o futuro, etc., y
por esto hay que establecer la diferencia entre dos tipos de males que generan dos tipos
de sufrimientos distintos: el mal físico y el mal moral.
Dos tipos de males
El mal físico es el que no depende directamente de la voluntad del hombre, sino que se
deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del hombre y de la creación.
Todos lo hemos padecido y lo padeceremos hasta el final de nuestra vida terrena. Las
calamidades provocadas por terremotos, inundaciones y otras catástrofes naturales, las
epidemias, las enfermedades, así como la muerte, serían ejemplos de este mal que se
denomina físico. Esto evidentemente produce sufrimientos físicos.
El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y por depender
de la libre voluntad del hombre. Cuando el hombre hace algo moralmente malo, se dice
que ha pecado. El mal moral es radicalmente contrario a la voluntad de Dios, su autor es el
hombre que ha hecho mal uso de su libertad.
«Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún
mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor.[1] Sin embargo, en su
sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vía”
hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la
aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos
perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por
tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya
alcanzado su perfección.[2]
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino
último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho
pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave
que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del
mal moral.»[3] (Catecismo, 310-311).
Bajo esta consideración podemos decir lo siguiente:
No siempre Dios nos va a librar del mal físico, aunque siempre nos dará fuerza para resistir
en esos momentos de dolor y angustia que éste pueda generar. Sin embargo, es siempre
legítimo pedir a Dios que nos libre de este mal, siempre y cuando nuestra oración esté
sometida a su Divina Voluntad: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga
mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Librarnos del mal físico no depende de nosotros. Podemos vivir muy santamente y, no
obstante, tener sufrimientos físicos.
Dios siempre nos dará fuerza para resistir al mal moral: “No habéis sufrido tentación
superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por
encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la tentación os proporcionará el modo de
poderla resistir con éxito” (1 Cor 10.13).
Librarnos del mal moral, depende de nosotros. Esta lucha contra el mal moral determinará
nuestra vida eterna.
¿Por qué Dios no lo evita?
En primer lugar, Dios permite el mal «respetando la libertad de su criatura» (Catecismo,
311). Es curioso que generalmente nos dirijamos a Dios pidiéndole que nos libre del mal
físico que es incomparablemente menor al mal moral. Pedimos a Dios que nos libre de la
enfermedad, de la catástrofe, de la muerte de un ser querido, etc. Si Dios evitara todos los
males, no solamente tendría que evitar que una persona se enferme, sino que, además,
tendría que evitar que fornique, adultere, robe, mienta, se divorcie, etc. coartando con esto
la libertad con que dotó al ser humano. Seguro que el que le pide a Dios que evite todas
las enfermedades no estaría dispuesto a que Dios le encadene en el momento en que va a
pecar: es el precio de la libertad.
Pero además, misteriosamente, Dios sabe sacar del mal un bien mayor: «“Porque el Dios
todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras
existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un
bien del mismo mal”[4].
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede
sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas:
“No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...]
aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir
[...] un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral
que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los
pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf. Rom
5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin
embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
“En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8,28). El
testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo que les
sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no
hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada puede pasarme
que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad
lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las Horas, III, Oficio de lectura 22 de junio).
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso
mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que todas las cosas
serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán para bien” (“Thou shalt see
thyself that all manner of thing shall be well” (Revelation 13, 32).» (Catecismo, 312-313).
Valor redentor del sufrimiento ofrecido
Todos los elementos vistos nos ayudan a clarificar algunas cuestiones del sufrimiento, sin
embargo, la respuesta definitiva al sufrimiento se encuentra en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo. A partir de la muerte de Cristo podemos darle un sentido al dolor. La muerte de
Jesús en la cruz no es una respuesta al “¿por qué?” sino al “¿para qué?”. Así pues la
muerte de Cristo en la cruz no responde al desgarrado grito de dolor de la  madre que
pierde a su hijo a temprana edad, cuando dice: “¿Por qué?”... es que desde la cruz el
Señor no pretendía responder a esa pregunta, sino unirse a ese grito diciendo él también:
“¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y de esta manera solidarizarse con el dolor del
ser humano, asumiéndolo y dándole un nuevo sentido.
«La muerte de Jesús en la cruz, nos muestra el amor inefable de Dios y la finalidad
redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y acabado al que debemos
imitar en todas nuestras tribulaciones. El Hijo de Dios, que a precio de la pasión más cruel
y de la muerte más atroz nos redime del pecado, nos llama a una vida nueva y nos abre
las puertas del cielo, nos enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de
elevación moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad. Cristo, que
elevado sobre la tierra en la cruz atrae a sí a toda la humanidad (Jn 12,32) y le conquista
para siempre el corazón, nos hace comprender todo el profundo significado de las palabras
evangélicas que proclaman bienaventurados a los que lloran y son perseguidos (cf. Mt
5,5.10).»[5]
Gracias a la muerte de Jesús en la cruz tenemos el modelo que nos enseña a sufrir con
paciencia. Pero hay todavía un sentido mayor del dolor, pues en Cristo el sufrimiento
ofrecido al Padre tiene valor redentor. Así pues, «Cristo no responde directamente ni en
abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su
respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de
Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es una llamada: Sígueme,
ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a
través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante el enigma del dolor, los
cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu Voluntad’ y repetir con Jesús:
Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo
quiero sino como quieres tú (Mt 26,39).»[6]
En este sentido, cuando se ofrece cualquier sufrimiento a Dios, uniéndolo a la cruz de
Nuestro Señor Jesucristo, este sufrimiento adquiere un valor redentor. Es como si el Padre
Celestial viera a su Hijo Jesús sufriendo en nosotros; de esta manera podemos decir con
san Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a la tribulación de Cristo, en favor de su
cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Quien sufre unido a Cristo se configura con Cristo y de
esta forma puede, misteriosamente, cooperar en la salvación de las almas.
Bienes del sufrimiento
Nos ayuda a reparar: nuestros propios pecados y los de nuestros seres queridos,
purificando aquí lo que de otra manera tendríamos que purificar con mayor dolor en el
purgatorio.
Nos ayuda a acercarnos a Dios: es experiencia común de muchas personas que fue
precisamente un gran dolor en la vida el que les llevó a buscar a Dios e iniciar un proceso
serio de conversión. El dolor nos hace experimentar la necesidad que tenemos del Señor.
Nos desprende de las cosas de la tierra: nos hace experimentar con mucha fuerza que la
tierra es un destierro y anhelar el cielo, nuestra patria definitiva.
Nos enseña la humildad: doblega nuestro orgullo que nos hacía creer que teníamos todo
bajo control. Nos hace levantar nuestros ojos a Dios, suplicando su ayuda.
Nos enseña la misericordia de Dios: que siempre viene en ayuda del que le invoca: “un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 51,19).
Nos enseña a ejercer misericordia: en muchas ocasiones sólo el que padece, compadece.
Así, el que ha experimentado qué es sufrir no dejará de aliviar el dolor de los demás en la
medida de sus posibilidades.
Fortalece nuestra Voluntad: el sufrimiento ha sido el maestro de innumerable cantidad de
grandes hombres que forjaron, precisamente a través de él, una voluntad firme,
inquebrantable, que no se deja vencer por las adversidades, sino que las enfrenta con
valentía.
Purifica y prueba el verdadero amor: muchos siguieron al Señor mientras hacía milagros y
predicaba, pero pocos permanecieron con él al pié de la Cruz. Es la hora de la prueba la
que manifiesta y purifica el amor a Dios y a nuestro prójimo, haciéndolo superar la fase
meramente sentimental.
Nos asemeja a Jesús y a María: nos configura con Cristo y su Madre de una manera
perfectísima, y la santidad no consiste en otra cosa que en esa configuración con Cristo.
Estas, sin ser exhaustivas, son las razones por las que la mortificación cristiana tiene tanto
valor ante los ojos de Dios y logra tanto crecimiento en la vida espiritual.
El dolor será vencido definitivamente
Concluyamos esta lección con unas bellas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica
que nos llenan de esperanza y fortaleza: «Creemos firmemente que Dios es el Señor del
mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia
desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos
a Dios “cara a cara” (1 Cor 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los
cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su
creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el
cielo y la tierra.» (Catecismo, 314).

PRÁCTICA
Realizar una oración ante el Santísimo Sacramento o ante un crucifijo. En esta oración se
escribirá toda la vida agradeciendo al Señor por los momentos bellos y pidiéndole que
sane los momentos difíciles, a la vez que se ofrecerán esos sufrimientos que se vivieron
por la propia conversión.

[1] cf. Santo Tomás de Aquino, S. Th., 1, q. 25, a. 6. 


[2]  cf. Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 3, 71.
[3]  cf. San Agustín, De libero arbitrio, 1, 1, 1: PL 32, 1221-1223; Santo Tomás de Aquino,
S. Th. 1-2, Q. 79, a. 1
[4] San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3
[5] ROYO, Antonio. Dios y su obra. 1ra Ed. Madrid: La Editorial Católica (BAC), 1963. P.
613.
[6] Juan Pablo II, Mensaje a los enfermos, México, 24 de enero de 1999.
TEXTO 16. EL PERDÓN
A todos nos han ofendido... todos hemos llegado a sentir ese dolor que produce la ofensa
del otro y en muchas ocasiones esto ha generado rencores en nuestro corazón. 
Aunque es natural sentir ese dolor ante el sufrimiento que se nos causan, las razones por
las que una persona puede sembrar el terrible mal del odio en su corazón son múltiples:
Las altas expectativas que tenemos de las demás personas.
El orgullo que nos ciega y no tolera que se nos trate así. Existen personas con
temperamentos excesivamente impresionables que hacen que actitudes de otros que para
algunos apenas generarían un pequeño disgusto, para éstos siembra un odio profundo
Simpatías y antipatías humanas, que generan una inexplicable aversión hacia ciertas
personas; aversión que de no ser rechazada puede terminar sembrando un resentimiento
del todo irracional.
Para aproximarnos adecuadamente al tema del perdón, es importante saber que el odio se
inspira en una “justicia” mal entendida: “la justicia de la crueldad”, que expresa: “el que me
la hace, la paga”, pensando que la única manera de responder a una agresión es con otra
agresión; así se hace, de nuevo, actual la “ley del talión”: “ojo por ojo, diente por diente”.
Los cristianos fuimos llamados por Nuestro Señor a superar esta ley, a detener la cadena
del odio, de la venganza, de la crueldad: “Habéis oído que se dijo: ‘Ojo por ojo y diente por
diente’. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla
derecha ofrécele también la otra.” (Mt 5,38). ¿Significa esto que debemos estar de acuerdo
con las injusticias? No, más bien significa que ni la peor injusticia puede dañar nuestro
corazón, y que más grande que “la justicia” hacia nosotros debe ser nuestro amor hacia
quien nos ofende. Es cierto que esto es más fácil decirlo que vivirlo, por eso  para perdonar
se requiere de la gracia de Dios, que no la negará a quien la pida humildemente y con
perseverancia.
El odio es algo terrible. Quien odia pierde la gracia de Dios haciéndose semejante a
satanás, padre del odio. Es como quien se toma un veneno esperando que se muera la
persona a la que odia... ¡es el que odia el que se envenena! El que odia es semejante a
una persona que toma un carbón encendido en la mano, esperando que se queme el otro.
El rencor es propio de almas pequeñas, limitadas, de corazones estrechos y mezquinos;
personas que no han conocido el verdadero amor. Lo curioso es que quien odia sigue
dando poder al otro para hacerle daño. En definitiva, quien no perdona se tortura a sí
mismo.
El  perdón, en cambio, es sanador. Perdonar es tomar la decisión de desprendernos del
pasado para sanar el presente. El per-dón es un “perfecto don”, un “súper don”, pues un
don es tanto más perfecto cuanto menos lo merezca quien lo recibe. Si una persona
trabaja todo un mes y a cambio de este trabajo recibe una remuneración, decimos que esta
persona recibió lo que merecía. Aquí no hay ningún don, ningún regalo, sólo recibe el
producto de su esfuerzo. Pero si tenemos a otro que no trabaja en todo el mes y, no
obstante, también recibe la remuneración, entonces aquí tenemos un don, un regalo que
se da a quien no lo merece, algo que no nace de la “justicia” -que en este caso exigiría no
dar nada a quien nada ha hecho- sino de la grandeza del corazón de quien da. Pero
supongamos que esta persona no sólo no ha trabajado en todo el mes sino que se ha
empecinado en hacerle absolutamente difícil el trabajo al prójimo y, sin embargo, este le
sigue recompensando... bajo el criterio del mundo aquí tenemos a un tonto, bajo el criterio
del evangelio aquí tenemos un corazón semejante al de Jesús que no se cansó de darnos
aunque le rechazamos, un corazón que ama verdaderamente. Así es el perdón, requiere
grandeza de corazón, requiere la lógica del amor, de la generosidad, de la
magnanimidad: es el perfume que exhala la flor después de ser pisoteada.
Visto así, pareciera que el perdón sólo trajera beneficio a la persona que lo recibe, lo cual
no es cierto. Siendo honestos, el perdón beneficia más a quien lo da que a quien lo recibe.
Quienes han tenido o tienen algún odio o resentimiento en su corazón, saben lo terrible
que es llevar esa carga. Puede estar viviendo el día más feliz de su vida, y de repente ve a
esa persona contra la que tiene resentimiento, y todo el día se echa a perder. Cuando una
persona perdona, suelta esa carga y experimenta libertad, paz, tranquilidad. ¿Qué pierde
una persona cuando perdona de corazón? ¡Nada! Al contrario lo gana todo. En realidad el
perdón es un requisito indispensable para ser feliz. En este sentido, el perdón es dos veces
bendito: bendice a quien lo da y a quien lo recibe. Las personas que aprenden a perdonar
viven más tranquilas, asumen con más valentía el dolor, se deprimen menos, sufren menos
ansiedad, menos estrés, son más optimistas, aumentan su seguridad y aprenden a
quererse más.
Lo repetimos: la gracia de perdonar procede de Dios. Y estamos seguros que el Señor no
niega a nadie el don de perdonar pues él mismo pidió innumerable cantidad de veces que
perdonemos.
La vida del Señor Jesús se desarrolló en torno al perdón; su ministerio fue
fundamentalmente de reconciliación. Vino para que recibiéramos el perdón de Dios (Ef
2,14.18); perdonó a la mujer adúltera (Jn 8, 1-11) y a los que le crucificaron (Lc 23,34).
Pero no sólo con su ejemplo nos enseñó a perdonar; además pidió una gran cantidad de
veces que lo hiciéramos:
En la oración del Padre Nuestro, nos enseñó a decirle al Padre: “perdónanos nuestros
pecados, como también nosotros perdonamos a todo el que nos debe.” (Lc 11,4). Es tan
importante esta frase en esta oración, que una vez  la termina de recitar el Señor, vuelve
sobre el tema del perdón diciendo: “Que si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas,
os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; pero si no perdonáis a los
hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas” (Mt 6,14-15).
En otra ocasión san Pedro le pregunta al Señor por el número de veces que debemos
perdonar: “¿hasta siete veces?” a lo que Jesús responde: “no te digo hasta siete veces
sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 22). Si consideramos que el número siete es
símbolo de perfección en las Sagradas Escrituras, lo que san Pedro le estaba preguntando
al Señor era si debíamos perdonar totalmente, con perfección, es decir, “siempre” y todas
las cosas, a los que nos han hecho daño; no obstante, el Señor considera que aún decir
“siempre” es poco y multiplica por setenta ese siete, como respondiendo a Pedro: “el
perdón debe darse más allá de lo que tú consideras perfecto”. Esta respuesta confirma la
importancia capital que Nuestro Señor da al perdón.
Inmediatamente después de lo anterior, el Señor narra la parábola del siervo sin
entrañas (Mt 18,23-35). En resumen, un rey perdona a un criado una deuda de diez mil
talentos[1]; este criado se encuentra con alguien que le debe cien denarios[2] y no lo
perdona. El rey se entera, se enfada y envía a este siervo inicuo a la cárcel.
El Señor concluye diciendo “Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no
perdonáis de corazón cada uno a vuestro hermano” (Mt 18,35). La enseñanza es clara; es
un eco de la petición del Padre Nuestro. El Señor nos ha perdonado la deuda infinita del
pecado, ¿quiénes somos nosotros para no perdonar a los que nos han ofendido si su falta
es infinitamente inferior a la que cometemos nosotros contra Dios?
¿Por qué tanta insistencia en el tema del Perdón? Lo repetimos: porque es indispensable
para ser feliz. Quien no perdona no ama lo suficiente a Dios porque no le obedece, no se
ama suficientemente a sí mismo porque se amarga la vida, además de correr el riesgo de ir
a aquella cárcel de que habla el Señor (cf. Mt 18,34), y no ama suficientemente al prójimo
porque en la inmensa mayoría de ocasiones es hacia él hacia quien va dirigido el rencor...
sin amor ¿quién puede ser feliz?
Niveles del Perdón
Existen tres niveles diversos de perdón:
Sanar el sentimiento de rencor que se pueda tener hacia Dios
Es evidente que Dios no nos ha hecho nada malo pues de Él sólo procede bondad y amor
para sus criaturas: “Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces pues, si
algo odiases, no lo hubieras creado.” (Sab 11,24-26).
Sin embargo, en muchas ocasiones se ha sembrado en algunos un sentimiento de rencor
contra Dios, haciéndole culpable de los acontecimientos dolorosos de la vida. Frases
como: “¿por qué Dios permitió que sucediera esto? ¿Por qué aquel accidente, aquella
enfermedad? ¿Por qué a nosotros si somos tan buenos?”
Dios no se enoja con esos porqués siempre y cuando el corazón que los grite esté
dispuesto a escuchar la respuesta de Dios, que en muchas ocasiones, sólo es clara con el
tiempo. La misma María Santísima dijo a su hijo, cuando éste fue hallado en el Templo:
“Hijo ¿por qué nos has hecho esto?” (Lc 2,48); el mismo Señor Jesús, se solidariza con el
dolor del hombre gritando en la cruz: “¿por qué me has abandonado?” (Mt 27,46).
Es claro que lo primero que hay que sanar es esa falsa imagen de Dios que nos hace
pensar que Él desea esos acontecimientos dolorosos de nuestra vida. Debemos tener
claro que “en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8,28).
Esta intervención de Dios no significa que Él desee nuestros sufrimientos, pero en el
misterio de la libertad humana, los permite.
Los sufrimientos que nos afligen son causados, la inmensa mayoría de veces, por el
pecado; otros, son sufrimientos que no dependen de nuestra libre responsabilidad y
debemos tener una visión de fe para creer que éstos, de una manera misteriosa, se dan
para nuestro bien, aunque ahora no lo comprendamos. Para entender esto se requiere una
fuerte dosis de humildad y de fe.
Perdonar al prójimo
Ya hemos dicho que debemos perdonar, para que Dios nos perdone. Pero esto no siempre
es fácil y requerimos de su gracia. Sin embargo, hay algunas consideraciones que ayudan
mucho al momento de perdonar a alguien que nos ha hecho daño:
Excusar las faltas del otro: no es justificar el daño que nos ha hecho nuestro prójimo
aprobándolo como algo bueno, sino tratar de considerar al ofensor más como un enfermo
que como alguien malvado. Así tendremos más misericordia con él y apreciaremos
justamente que la actitud del otro muchas veces está condicionada por cientos de
circunstancias que desconocemos y que tal vez, en su caso, hubiéramos actuado igual o
peor. Por ejemplo, ¿qué se puede esperar de una persona que tuvo una figura paterna
cruel y dominante? en muchas ocasiones, la misma actitud... si nosotros hubiésemos
tenido esa figura paterna ¿seríamos diferentes?
Somos víctimas de víctimas: siguiendo la lógica anterior, debemos tener conciencia de que
esas personas de las que somos víctimas, son, a su vez, víctimas de otros. ¡Hay que cortar
la cadena!
Orar por los que nos han hecho daño: uno de los mejores caminos para la sanación es orar
por esas personas que nos han hecho daño. En la autobiografía de santa Laura Montoya,
se relata un pasaje estremecedor. Huérfana de padre desde muy pequeña, su madre le
enseñó el valor de la oración y el perdón. Notaba que desde pequeña, en todas las
oraciones pedían con mucho fervor por una persona en especial:
“Cuando ya grandecita le pregunté (a mi madre) dónde vivía Clímaco Uribe, ese señor que
amábamos y que yo creía miembro de la familia, por quien rezábamos cada día, me
contestó: ‘Ese fue el que mató a su padre; debemos amarlo porque es preciso amar a los
enemigos porque ellos nos acercan a Dios, haciéndonos sufrir’. Con tales lecciones era
imposible que, corriendo el tiempo, no amara yo a los que me han hecho mal”[3].
Revivir el momento, pero con Jesús: Los acontecimientos dolorosos son inevitables, pero
llenarse de rencor sí se puede evitar. El problema no fue el acto concreto que otro hizo y
nos causó dolor, sino la manera en que lo asumimos, sin Cristo, con soberbia, y así se
introdujo la semilla del odio en el corazón. Para perdonar al otro, debemos vivir todos estos
momentos con Cristo, desde la cruz, y como auténticos discípulos de Jesús gritar con san
Esteban: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado” (Hch 7,60). Así pues, perdonar no
es estrictamente olvidar, sino recordar sin dolor.
El santo no odia, ofrece: El incremento en la vida espiritual, nos debe llevar, a asumir todos
los dolores uniéndolos a Cristo en la cruz. De esta forma, el dolor en vez de sembrar odio,
fortalece la voluntad, nos une más a Dios, y logra la conversión de aquellos mismos que
nos ultrajan, tal como la muerte de san Esteban cooperó en la conversión del joven Saulo
que después se convirtió en san Pablo.
Perdonar y reconciliarse: Es cierto que perdón y reconciliación no son lo mismo. En
algunas ocasiones se puede perdonar a una persona de corazón, es decir, dejar de sentir
el resentimiento en el corazón hacia esa persona y no poder reconciliarse con ella. Así por
ejemplo, una mujer puede perdonar de todo corazón a su esposo borracho que le golpeaba
y ultrajaba, y esto no significa que deba volver a exponerse a estos golpes y ultrajes. No
obstante, siempre que se pueda dar, hay que tratar de que junto con el perdón se dé
también la reconciliación y se restablezcan así las relaciones rotas.
Perdonarse a sí mismo
Si Dios nos perdona, ¿quiénes somos nosotros para no perdonarnos? Hay una
innumerable cantidad de cosas que han hecho que tengamos rencor hacia nosotros
mismos.
En el aspecto moral, psicológico y espiritual
Los pecados y errores cometidos: de los pecados hay que pedir perdón a Dios y olvidarlos.
Cuando el Señor perdona, los borra, los quita, los elimina, ya no existen más que en el
recuerdo de quien quiere seguirlos recordando. La contrición de corazón no tiene como
intención llenarnos de rabia contra nosotros, sino de amor hacia Dios que nos sigue
perdonando, aunque seamos débiles. Del pasado oscuro hay que aprender para no
repetirlo, para ser más humildes, para confiar más en la misericordia de Dios y para ser
misericordiosos... pero nunca para odiarnos por eso.
El propio carácter: es cierto que siempre hay muchas cosas que mejorar en nuestro
carácter, pero esto generalmente es un proceso. Hay que hacer un esfuerzo férreo,
constante y valiente para cambiar. Mientras lo logramos, debemos crecer en humildad ante
nuestras limitaciones, pero jamás odiarnos por esto.
La respuesta a los llamados de Dios: muchas personas no se han podido perdonar el
hecho de no haber respondido a Dios con la generosidad que Él exigía. Cierto es que “el
amor de Cristo nos apremia” (2 Cor 5,14), sin embargo, siempre estamos a tiempo para
decirle a Dios: “hágase en mí según tu Palabra” (Lc 1, 38), pues el Señor sabrá
conducirnos aún después de nuestros equívocos. Entonces no es resentimiento contra
nosotros mismos sino disposición y apertura a escuchar la voz de Dios en las
circunstancias actuales.
En el aspecto físico y humano
En ocasiones no nos aceptamos tal como somos en nuestro aspecto físico y esto nos trae
rencor contra nosotros mismos, desprecio y vergüenza de lo que somos. Quien se burla de
alguien por sus defectos físicos deja al descubierto sus defectos mentales y
espirituales. Debemos tener claro que somos creación de Dios y que despreciar nuestra
presencia física es, de algún modo, despreciar al que nos creó, decirle que se equivocó,
que su obra no es buena. Detrás de una persona que no acepta su aspecto físico, se
esconde un carácter débil e inseguro. Más vale cultivar el carácter y la confianza que
invertir altas sumas de dinero en conseguir una apariencia física que se acomode a los
estándares de un mundo superficial.[4] «La moral exige el respeto de la vida corporal, pero
no hace de ella un valor absoluto. Se opone a una concepción neopagana que tiende a
promover el culto del cuerpo, a sacrificar todo a él, a idolatrar la perfección física y el éxito
deportivo. Semejante concepción, por la selección que opera entre los fuertes y los débiles,
puede conducir a la perversión de las relaciones humanas.» (Catecismo, 2289).
Otros factores que pueden generar algún resentimiento contra sí mismo o vergüenza ante
los demás son las condiciones sociales, económicas, académicas, etc. Se debe tener claro
que la persona vale por sí misma independientemente de las circunstancias que le rodeen,
del conocimiento que tenga, de la cantidad de dinero que tenga en el banco... Nuestra
dignidad procede del hecho de que somos hijos de Dios y eso no lo puede cambiar nada ni
nadie. En esta profunda convicción de la paternidad de Dios se encuentra la sanación a
esta falsa concepción de sí mismo, promovida por el utilitarismo y superficialidad de que es
presa nuestra sociedad.
¿Cómo perdonar?
Después de todas las consideraciones anteriores, es importante establecer un derrotero
para poder liberarnos definitivamente del odio y experimentar la alegría que produce el
perdón. Para perdonar se requiere básicamente dos cosas: Una firme decisión de hacerlo
y pedir ayuda a Dios.
Decisión de perdonar: el perdón no es un sentimiento sino una decisión. No debemos
esperar para “sentir” el deseo de perdonar, hay que tomar la decisión de hacerlo por
encima de nuestros sentimientos. En el momento en que se toma la decisión de sacar el
resentimiento de nuestro corazón empieza la sanación. Al principio parece que nada
sucediera, pero la voluntad unida a la gracia de Dios va logrando sanar ese sentimiento y
crea la convicción del perdón. Con esta decisión se le dice al Señor: “¡yo quiero!” y el
Señor responde: “¡yo puedo!”
Pedir ayuda a Dios por medio de María: No basta la decisión de perdonar para hacerlo,
sino que, fundamentalmente, hay que suplicar a Dios, por medio de su Madre Santísima, el
don de perdonar. Quien humildemente y con perseverancia suplica a Dios la gracia de
perdonar la recibirá con certeza, se configurará con Cristo y aprenderá a ser realmente
feliz.

PRÁCTICA
Realizar la oración del perdón pidiendo a Dios la gracia de sanar todo resentimiento de
nuestro corazón. Esta práctica se realizará en comunidad y será dirigida por el preparador.
Oración de Perdón (A continuación)

[1] Representa, en moneda de hoy, unos 400,000 dólares.


[2] Representa, en moneda de hoy, unos 50 centavos de dólar.
[3] MONTOYA, Laura. Autobiografía. 2da. Ed. Cali: Carvajal S.A., 1991. P. 22.
[4] Las cirugías plásticas sólo serían justificables cuando con ellas se intenta subsanar una
malformación grave.

 
ORACIÓN DE PERDÓN
En un profundo clima de oración y recogimiento, y después de haber invocado la presencia
del Espíritu Santo, se hará esta oración con todo el corazón y con calma.
Señor Jesucristo, hoy te pido la gracia de poder perdonar a todos los que me han ofendido
en mi vida. Sé que tú me darás la fuerza para perdonar. Te doy gracias porque tú me amas
y deseas mi felicidad más que yo mismo. Señor, yo renuncio a el sentimiento de rencor
que tengo contra ti, por todas las veces que pensé que tu enviabas la muerte a mi familia y
la gente decía que era “la voluntad de Dios”.
Si ha habido un resentimiento subconsciente en mí, renuncio a él. También por las
dificultades, problemas económicos, castigos, ya que pensaba que tú los enviabas a mí y a
mis familiares. Señor, es posible que desde niño haya guardado estos resentimientos,
pero, ahora yo renuncio a eso. ¡Comprendo que me amas y que quieres siempre lo mejor
para mí! Señor me perdono a mí mismo por mis pecados, por mis faltas y mis caídas. Por
todo lo que es verdaderamente malo en mí, por todo lo que pienso que es malo, me
perdono a mí mismo.
Me perdono. Por tomar tu nombre sin necesidad, y por no adorarte como tú te mereces.
Por haber herido a mis padres, por emborracharme, por drogarme, por mis pecados contra
la pureza, por adulterar, por abortar, por robar, por mentir. Por todo esto me perdono
sinceramente. Gracias Señor por tu gracia en este momento.
Señor, perdono a todos los que me han hecho daño. Yo perdono sinceramente a mi
mamá. Yo le perdono todas las veces que ella me hirió, me causó resentimiento, que se
enojó conmigo y todas la veces que me castigó; le perdono las veces que ella prefirió a mis
hermanos y a mis hermanas en vez de mi. Le perdono las veces que me dijo: “tonto”, “feo”,
“estúpido”, “el peor de todos mis hijos” y, también, porque dijo que le costé mucho dinero.
Por las veces que ella me dijo que no era deseado, que vine a este mundo por accidente o
que no era lo que ella había deseado, que fui una equivocación... yo la perdono de todo
corazón.
Yo perdono a mi papá. Le perdono por las veces que no me ayudó, por su falta de amor,
afecto y atención. Le perdono por su falta de tiempo y por no estar conmigo dándome su
compañía. Le perdono sus hábitos de beber, sus discusiones y peleas con mi mamá y con
mis hermanos. Por sus castigos severos, por abandonarnos, por haberse alejado de casa,
por divorciarse de mi mamá y por las veces que prefirió estar fuera de casa. Yo lo perdono.
Señor, quiero que mi perdón llegue a mis hermanos y hermanas. Perdono a los que me
rechazaron, mintieron acerca de mí, a los que me odiaron y me guardaron rencor, a los
que me hirieron física y espiritualmente y a los que rivalizaron por el amor de mis padres.
Aquellos que eran demasiado severos conmigo y me castigaron y que de alguna manera
me hicieron la vida desagradable. Yo los perdono.
Señor, yo perdono a mi esposo(a), por su pérdida de amor, afecto, consideración, apoyo,
atención, comunicación; por sus faltas, sus errores, sus debilidades, lo rutinario de su
amor, sus acciones y palabras que me hirieron y me molestaron. Jesús, perdono a mis
hijos por sus faltas de respeto, obediencia, amor, atención, apoyo, afecto y comprensión;
por sus malos hábitos, por no querer ir a la Iglesia y por todas las malas acciones que me
molestaron. Dios mío, perdono a mi yerno, a mi nuera y a mis otros parientes políticos
que trataron a mis hijos sin amor. Por todas sus palabras, pensamientos, acciones y
omisiones que me hicieron daño y causaron dolor, yo les perdono,
Señor. Señor, ayúdame a perdonar a mis parientes, mis abuelitos y abuelitas que hayan
interferido en mi vida familiar, que hayan sido posesivos en relación a mis padres, quienes
pudieron haber causado confusión o hecho que uno de ellos esté contra el otro. Jesús,
ayúdame a perdonar a mis compañeros de trabajo que me desagradan y que me hacen la
vida molesta. A aquellos que me recargan de tareas, que me critican, que no cooperan
conmigo y a los que se esfuerzan por quitarme mi trabajo; yo les perdono Señor.
También perdono a mi obispo, a mi párroco, a mi Iglesia, a mi comunidad por su falta de
apoyo, su mezquindad, falta de amistad; por no alentarme como debían, por no ser una
inspiración para mí, por no ponerme en puestos en que yo me sentía capacitado, por no
invitarme a servir en tareas en que yo creía que podía ser útil y por todas las heridas que
me causaron; yo les perdono en este momento Señor.
Señor, yo perdono a todos los profesionales que en alguna forma me ofendieron:
doctores, enfermeras, abogados, policías, empleados de hospitales, etc. Por lo que me
hayan hecho, yo les perdono en este día. Señor, yo perdono a mi jefe por no pagarme lo
debido, por no apreciar mi trabajo, por no ser bondadoso y razonable conmigo, por tener
mal carácter, ser poco amistoso, por no darme un puesto mejor y no felicitarme en mi
trabajo cuando lo merecía.
Señor perdono a mis profesores e instructores tanto del pasado como del presente.
Aquellos que me castigaron, me humillaron, insultaron, fueron injustos conmigo, se
burlaron, me dijeron tonto, estúpido e hicieron que me quedara después de clase. Señor,
yo perdono a mis amigos que hablaron mal de mí, que perdieron contacto conmigo, que
no me dieron apoyo, que no estuvieron disponibles cuando yo les necesitaba, a los que les
presté dinero y no me devolvieron, a los que me criticaron.
Señor Jesús, yo oro en forma especial para obtener la gracia de perdonar a la persona
que más me haya ofendido. Yo te pido poder perdonar a quien considero mi peor enemigo,
al que me cuesta más perdonar o al que digo que nunca le perdonaría. Gracias Señor,
porque tú me libras del mal y me ayudas a perdonar. Gracias por tu amor y paz. Haz que tu
Espíritu Santo ilumine todos los rincones de mi mente.
Amén.
TEXTO 17. SIN ORACIÓN NO HAY SALVACIÓN
“El que ora ciertamente se salva, el que no ora ciertamente se condena” (San Alfonso
María de Ligorio). Esta sola frase de San Alfonso María de Ligorio es suficiente para
mostrar la importancia capital de la oración: es requisito indispensable para la salvación. 
En otras palabras, toda persona que quiera llegar al cielo debe orar y orar bien. Hay cosas
opcionales en la vida espiritual; una persona podría tener más afinidad a una espiritualidad
que a otra, siempre y cuando éstas sean católicas, podría tener más devoción a un santo
que a otro, podría gustar más de una práctica de piedad que de otra. Sin embargo, el hacer
oración no es una opción.
Es un llamado universal de Dios: «Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada
persona al encuentro misterioso de la oración.» (Catecismo 2567) «Dios llama siempre a
los hombres a orar.» (Catecismo 2569).
¿Qué es la oración?
Santa Teresita del niño Jesús decía: “Para mí, la oración es un impulso del corazón, una
sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde
dentro de la prueba como en la alegría.”[1]
Santa Teresa de Ávila: “Es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con
quien sabemos nos ama.”[2]
San Juan Damasceno: “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de
bienes convenientes.”[3]
Santo Tomás de Aquino, recoge la definición de san Juan Damasceno y dice:  “La oración
es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes a la eterna
salvación”[4]. Recojamos los principales aspectos de esta definición[5]:
“Es la elevación de la mente a Dios”: el que no advierte que ora por estar completamente
distraído, en realidad no hace oración.
“Para alabarle”: es una de las finalidades más nobles de la oración. Sería un error pensar
que sólo sirve de puro medio para pedir cosas a Dios.
“Pedirle cosas convenientes a la eterna salvación”: no se nos prohíbe pedir cosas
temporales; pero no principalmente, ni poniendo en ellas el fin único de la oración, sino
únicamente como instrumento para mejor servir a Dios y tender a nuestra finalidad eterna.
Para orar, pues, es indispensable mantener la conciencia de que Dios está siempre con
nosotros, pues «la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces
Santo, y en comunión con Él.» (Catecismo 2565).
IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN
Jesús oraba
Lo primero que manifiesta la capital importancia de la oración es contemplar a nuestro
Señor Jesucristo y su continua vida de oración. En todos los acontecimientos de su vida,
Jesús nos mostró la importancia de la oración:
 

«El Hijo de Dios, hecho Hijo de la Virgen, también aprendió a orar conforme a su corazón
de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración; de ella, que conservaba todas
las “maravillas” del Todopoderoso y las meditaba en su corazón (cf. Lc 1, 49; 2, 19; 2,
51). Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga
de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo
deja presentir a la edad de los doce años: “Yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2,
49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la
oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo
único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos.
El Evangelio según San Lucas subraya la acción del Espíritu Santo y el sentido de la
oración en el ministerio de Cristo. Jesús ora antes de los momentos decisivos de su
misión:
Antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo (cf. Lc 3, 21) y de su
Transfiguración (cf. Lc 9, 28).
Antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre (cf. Lc 22, 41-44).
Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus
apóstoles:
Antes de elegir y de llamar a los Doce (cf. Lc 6, 12).
Antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” (Lc 9, 18-20).
Y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación (cf. Lc 22,
32).
La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide es una
entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.
“Estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:
‘Maestro, enséñanos a orar’” (Lc 11, 1). ¿No es acaso, al contemplar a su Maestro en
oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar? Entonces, puede aprender del Maestro
de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre.
Jesús se retira con frecuencia a un lugar apartado, en la soledad, en la montaña, con
preferencia durante la noche, para orar (cf. Mc 1, 35; 6, 46; Lc 5, 16).» (Catecismo, 2599-
2602).
Si nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, oraba tan frecuente e intensamente ¿no
necesitaremos nosotros tener una vida de mucha mayor oración?
Es indispensable para la salvación
Como ya lo hemos dicho, la oración es indispensable para la salvación: sin oración no hay
salvación. Así dice san Alfonso María de Ligorio:
“El que ora se salva ciertamente, el que no ora, ciertamente se condena. Si dejamos a un
lado a los niños, todos los demás bienaventurados se salvaron porque oraron, y los
condenados se condenaron porque no oraron. Y ninguna otra cosa les producirá en el
infierno más espantosa desesperación que pensar que les hubiera sido cosa muy fácil el
salvarse, pues lo hubieran conseguido pidiendo a Dios sus gracias, y que ya serán
eternamente desgraciados, porque pasó el tiempo de la oración.”[6]
Frutos de la oración
Cuando la oración se hace bien trae innumerable cantidad de frutos en todo sentido. Aquí
presentamos algunos de ellos, seguros de que la persona que ora con frecuencia
encontrará que los aquí expuestos son pocos en proporción a los que ellos contemplan en
su propia vida.
Nos saca del pecado: es el primer fruto de la oración. Así decía santa Catalina de Siena: “o
dejamos la oración o dejamos el pecado”. En este orden de ideas, “la oración restablece al
hombre en la semejanza con Dios” (Catecismo, 2572) y transforma el corazón. (cf.
Catecismo, 2739).
Acrecienta el Amor: El amor es el termómetro de la oración. La oración verdadera se refleja
en un incremento en el amor. La oración nos «hace participar en la potencia del amor de
Dios que salva a la multitud» (Catecismo, 2572).
Nos da  a conocer la Voluntad de Dios en nuestras vidas y nos da la fuerza para
vivirla: Esto se refleja con claridad en la oración del Padre nuestro: “hágase tu Voluntad en
la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).
Nos da fuerza en la tentación: «velando en la oración es como no se cae en la
tentación (cf. Lc 22,40.46).» (Catecismo, 2612).
Acrecienta la confianza: quien ora no se desespera.
Da fortaleza para afrontar las contradicciones de la vida: «A solas con Dios, los profetas
extraen luz y fuerza para su misión.» (Catecismo, 2584).
Da alegría espiritual: que es un fruto que el Espíritu Santo da abundantemente a quien ora
con constancia.
Es un gran medio para conocernos a nosotros mismos: la oración, cuando se realiza bien,
trae consigo permanentes gracias que dan muchas luces para lograr el propio
conocimiento.
Expresiones de la oración[7]
La oración es la vida del corazón nuevo. Debe animarnos en todo momento. Es necesario
acordarse de Dios más a menudo que de respirar. Pero no se puede orar «en todo tiempo»
si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la
oración cristiana, en intensidad y en duración.
La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la
oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo
fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y
permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la
vida de oración.
La oración vocal
La oración vocal, fundada en la unión del cuerpo con el espíritu en la naturaleza humana,
asocia el cuerpo a la oración interior del corazón a ejemplo de Cristo que ora a su Padre y
enseña el “Padre Nuestro” a sus discípulos.
La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los discípulos,
atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el
“Padre Nuestro”. Esta necesidad responde también a una exigencia divina. Dios busca
adoradores en espíritu y en verdad, y, por consiguiente, la oración que brota viva desde las
profundidades del alma.
Esto es “rezar”, es decir, recitar oraciones bellísimas que grandes hombres de Dios han
elaborado. Algunas personas quieren crear una oposición entre rezar y orar, como si lo
primero fuera algo mecánico y sin alma y lo segundo fuera auténtico. No obstante, Cristo
rezaba los salmos, ¿era mecánico y vacío ese rezar? Lo importante está en que nuestro
corazón esté atento y que nos apropiamos de esas palabras que repetimos. Cuando Jesús
estaba en el huerto de Getsemaní, después de exhortar a sus discípulos, “oró repitiendo
las mismas palabras” (Mc 14,39). Esto significa que cuando se reza, se ora, siempre que
se haga de corazón. Los “cuatro vivientes” del apocalipsis, que están ante la presencia de
Dios “repiten sin descanso día y noche: Santo, santo, santo...” (Ap 4,8).
La meditación
La meditación es una búsqueda orante, que hace intervenir al pensamiento, la
imaginación, la emoción, el deseo. Tiene por objeto la apropiación creyente de la realidad
considerada, que es confrontada con la realidad de nuestra vida.
La meditación es, sobre todo, una búsqueda. El espíritu trata de comprender el porqué y el
cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide. Habitualmente
se hace con la ayuda de algún libro, que a los cristianos no les faltan: las sagradas
Escrituras, especialmente el Evangelio, etc. Meditar lo que se lee conduce a apropiárselo
confrontándolo consigo mismo. Aquí se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los
pensamientos a la realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los movimientos
que agitan el corazón y se les puede discernir.
El santo Rosario es una meditación acompañada de una oración vocal y cuando se hace
bien, produce inmensos frutos espirituales.
La oración contemplativa
La oración contemplativa es la expresión sencilla del misterio de la oración. Es una mirada
de fe, fijada en Jesús, una escucha de la Palabra de Dios, un silencioso amor. Realiza la
unión con la oración de Cristo en la medida en que nos hace participar de su misterio.
La contemplación busca al “amado de mi alma” (Ct 1, 7; cf. Ct 3, 1-4). Esto es, a Jesús y
en Él, al Padre. Es buscado porque desearlo es siempre el comienzo del amor, y es
buscado en la fe pura, esta fe que nos hace nacer de Él y vivir en Él.
La contemplación es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del Padre, en unión
cada vez más profunda con su Hijo amado.
Así, la oración contemplativa es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un
don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración
contemplativa es una relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro
ser (cf. Jr 31, 33). Es comunión: en ella, la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen
de Dios, “a su semejanza”.
La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía
a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario[8]. Esta atención a Él es
renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los
ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión
por todos los hombres.
Condiciones para una buena oración
Humilde: Sabiendo quien es Dios y quienes somos nosotros, sabiendo que nosotros somos
quienes necesitamos de Él. Como en la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-
14), que se refiere a la humildad del corazón que ora. “Oh Dios, ten compasión de mí que
soy pecador”. La humildad también somete nuestra oración a la Voluntad de Dios “no se
haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Perseverante: Con constancia, sin desfallecer, asiduamente. Como el amigo inoportuno (Lc
11,5-13) que invita a una oración insistente: “Llamad y se os abrirá”. Al que ora así, el
Padre del cielo “le dará todo lo que necesite”, y sobre todo el Espíritu Santo que contiene
todos los dones; y la viuda inoportuna (Lc 18,1-8) que está centrada en una de las
cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la
fe.
Confiada: “Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido” (Mc
11,24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23), con una
fe “que no duda” (Mt 21, 22). La oración de fe no consiste solamente en decir “Señor,
Señor”, sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7, 21). Jesús así
se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf. Mt 8,10) y de la cananea (cf. Mt 15,
28).
Disposiciones para la oración de intimidad[9]
Tiempo
Dos cosas hay que tener muy en cuenta: la necesidad de señalar un tiempo determinado
del día y la elección del momento más oportuno.
En cuanto a lo primero, es evidente la conveniencia de señalar un tiempo determinado
para dedicar a la oración. Si se altera el horario o se va dejando para más tarde, se corre el
peligro de omitirla totalmente al menor pretexto. La eficacia santificadora de la oración
depende en gran escala de la constancia y regularidad en su ejercicio.“Pero no todos los
tiempos son igualmente favorables para el ejercicio de que hablamos. Los que siguen a la
comida, al recreo o al tumulto de las ocupaciones no son aptos para la concentración de
espíritu; el recogimiento y la libertad de espíritu son necesarios para la ascensión del alma
hacia Dios. Según los maestros de la vida espiritual, los momentos más propios son: por la
mañana temprano, por la tarde antes de la cena y a medianoche.
Si no se puede dedicar a la oración más que una sola vez al día, es preferible la mañana.
El espíritu, refrescado por el reposo de la noche, posee toda su vivacidad[10]; las
distracciones no le han asaltado todavía, y este primer movimiento hacia Dios imprime al
alma la dirección que ha de seguir durante el día.” (Ribet).
Los sagrados libros señalan también la mañana y el silencio de la noche como las horas
más propias para la oración: “Ya de mañana, Señor, te hago oír mi voz; temprano me
pongo ante ti, esperándote” (Sal 5,4); “... y mis plegarias van a ti desde la mañana” (Sal
87,14); “Me levanto a medianoche para darte gracias por tus justos juicios” (Sal 118,62); “...
y pasó la noche orando a Dios” (Lc 6,12).
Lugar
Para algunos -religiosos, seminaristas, etcétera- está determinado expresamente por la
costumbre de la comunidad cuando la oración se hace en común. Suele ser la capilla o el
coro. Y aun en privado conviene hacerla allí por la santidad y recogimiento del lugar y la
presencia augusta de Jesús sacramentado. Pero en absoluto se puede hacer en cualquier
lugar[11] que invite al recogimiento y concentración del espíritu. La soledad suele ser la
mejor compañera de la oración bien hecha. Jesucristo la aconseja expresamente en el
Evangelio; y es útil no sólo para evitar la vanidad (Mt 6,6), sino también para asegurar su
intensidad y eficacia. En ella es donde Dios suele hablar al corazón (Os 2,14).
“¿Sería bueno hacer la oración ante los espectáculos de la naturaleza: sobre las
montañas, a la orilla del mar, en la soledad de los campos? Hay que responder que lo que
para unos es conveniente, representa para otros un obstáculo. Las disposiciones
particulares y la experiencia deben señalar aquí la regla de conducta”. (Ribet).
Postura
La postura del cuerpo tiene una gran importancia en la oración. Sin duda es el alma quien
ora, no el cuerpo; pero, dadas sus íntimas relaciones, la actitud corporal repercute en el
alma y establece una especie de armonía y sincronización entre las dos.
En general, conviene una postura humilde y respetuosa. Lo ideal es hacerla de rodillas,
pero esta regla no debe llevarse hasta la rigidez o exageración. En la Sagrada Escritura
hay ejemplos de oración en todas las posturas imaginables; de pie (Jdt 13,6; Lc 18,13):
sentado (1 Rey 7,18); de rodillas (Lc 22,41; Hch 7,60); postrado en tierra (1 Rey 18,42; Jdt
9,1; Mc 14,35), y hasta en el lecho (Sal 6,7).
Evítense, cualquiera que sea la postura adoptada, dos inconvenientes contrarios: la
excesiva comodidad y la mortificación excesiva. La primera, porque, como dice Santa
Teresa, «regalo y oración no se compadecen” (Camino 4,2); y la segunda, porque una
postura excesivamente penosa e incómoda podría ser motivo de distracción y aflojamiento
en el fervor, que es lo principal de la oración.
Duración
La duración de la oración mental no puede ser la misma para todas las almas y géneros de
vida. El principio general es que debe estar en proporción con las fuerzas, el atractivo y las
ocupaciones de cada uno.
Se comprende que, si el tiempo es demasiado corto, apenas se hará otra cosa que
despejar la imaginación y preparar el corazón; y cuando se está ya preparado y debiera
empezar el ejercicio, se deja. Por esto con razón se aconseja que se tome, para hacer
oración, el más largo tiempo posible; y mejor fuera darle una sola vez largo tiempo, que en
dos veces poco tiempo cada una.
Sin embargo, los antiguos monjes solían hacer breves pero frecuentes e intensas
oraciones, que encajaban muy bien con el habitual recogimiento de la vida monástica.
El Doctor Angélico enseña […] que la oración debe durar todo el tiempo que el alma
mantenga el fervor y devoción, debiendo cesar cuando no pueda continuarse sin tedio y
continuas distracciones. Pero téngase cuidado con no dar oídos a la tibieza y negligencia,
que encontrarían fácil pretexto en esta norma para sacudir el penoso esfuerzo que requiere
casi siempre la oración. Es importante, finalmente, advertir que la oración, cualquiera que
sea su duración, no puede considerarse como un ejercicio aislado y desconectado del
resto de la vida. Su influencia ha de dejarse sentir a todo lo largo del día embalsamando
todas las horas y ocupaciones, que han de quedar impregnadas del espíritu de oración. En
este sentido -advierte el Angélico en el mismo lugar-, la oración ha de ser continua e
ininterrumpida. Mucho ayudará a conseguir esto la práctica asidua y ferviente de las
oraciones jaculatorias, que mantendrán a lo largo del día el fuego del corazón. Pero, sea
como fuere, hay que conseguirlo a todo trance si queremos llevar una vida de oración que
nos conduzca gradualmente hasta la cumbre de la perfección cristiana. Sin vida de oración
sería escasísimo el fruto que reportaríamos, de media hora diaria de meditación aislada.
Consejos para realizar una oración de intimidad
Es muy útil, al momento de tener una “oración de intimidad con el Señor” valerse de un
método que facilite el desarrollo de la misma. Sin embargo, es importante entender que el
método está al servicio de la oración y no la oración al servicio del método. Así pues, si en
algún punto de la oración se experimenta una moción que lleve al alma a quedarse allí más
tiempo, o quedarse allí definitivamente se debe  acoger la moción.
Hay un método que es extremadamente sencillo y sirve tanto para los que están iniciando
en su vida de oración como para aquellos que llevan tiempo caminando. Consiste en
dedicar cinco minutos de diálogo espontáneo a diferentes tipos de oración, de la siguiente
manera:
Después de haberse puesto en clima de oración, se invoca al Espíritu Santo para que nos
llene con su presencia; luego se empieza de la siguiente manera:
Acción de gracias: se contempla atentamente todas las bendiciones espirituales y
materiales que hemos recibido de Dios y se da gracias por ellas.
Petición de perdón y reparación: se le suplica al Señor que nos perdone por los pecados
de acción u omisión que hemos cometido. Además se hacen actos de amor y reparación
por ellos.
Alabanza y adoración: se eleva el espíritu a la alabanza y adoración del Señor con salmos,
palabras espontáneas, cánticos, etc.
Petición por los demás: Muchas personas nos piden oración. Este es el momento para orar
por ellas, ojalá con nombre propio.
Petición por las propias necesidades (espirituales y materiales): En primer lugar se piden
con fe las gracias espirituales que más necesitamos para ser santos, pues esto es lo que
más nos conviene para nuestra alma. Después se pide por nuestras necesidades
materiales sometiéndonos amorosamente a la Voluntad de Dios y sabiendo que sólo se
nos concederán si nos convienen para la Salvación Eterna.
Escucha de la Voz de Dios y propósitos: La oración no es un monólogo donde yo hablo y
Dios escucha; no, la oración es un diálogo donde ambos hablamos y escuchamos. Por
esto, al final de nuestra oración debemos escuchar en silencio la voz de Dios, dejar que
esas mociones hablen a nuestra alma, leer en los acontecimientos que hemos vivido
recientemente qué nos quiere decir el Señor, pero sobre todo, qué nos quiere decir el
Señor con la Palabra de Dios proclamada ese día en la Eucaristía.
Se termina con una oración de Consagración a la Santísima Virgen para que sea Ella la
que custodie los frutos espirituales de esta oración de intimidad.
Dificultades en la oración
«La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone
siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como
la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra
quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible
por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. El “combate espiritual” de la
vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.» (Catecismo 2725).
Distracciones
Las distracciones en general son pensamientos o imaginaciones extrañas que nos impiden
la atención a lo que estamos haciendo. Existen varios remedios:
No impacientarse, y estar decidido a luchar, sabiendo que aún si no logramos estar
plenamente libre de ellas, Dios valora enormemente nuestros esfuerzos.
Leer, fijar la vista en el sagrario o en una imagen expresiva, entregarse a una oración
afectiva, con frecuentes coloquios, etc.
Buscar lugares adecuados y silenciosos; dedicar un tiempo en que no se esté muy
disperso y adoptar una postura adecuada.
Tratar de mantener un espíritu de recogimiento durante todo el día.
Sequedad y aridez
Consiste en cierta impotencia o desgano para producir en la oración actos del
entendimiento o del afecto. Como remedios han de considerarse:
Convencerse de que la devoción sensible no esencial al verdadero amor de Dios, basta
querer amar a Dios para amarle ya en realidad.
Perseverar, a pesar de todo, en la oración, haciendo todo lo que aún entonces se puede
hacer.
Unirse al divino agonizante de Getsemaní, que “puesto en agonía oraba con más
insistencia.” (Lc 22,44).
Pedir al Señor y a Nuestra Madre que cese la prueba de la aridez, para que podamos
“gozar siempre de sus divinos consuelos”.
Apego a los consuelos
Es un mal que engendra en el alma una especie de “gula espiritual” que la impulsa a
buscar los consuelos de Dios en vez de al Dios de los consuelos. Remedios:
Renunciar voluntariamente a estos apegos, expresando frecuentemente a Dios que le
amamos a Él mucho más de lo que amamos lo que nos da.
Dar gracias a Dios por los “dulces” que nos da durante la oración, con la conciencia clara
de que llegará, inevitablemente, el momento en que no los tengamos.
Aprovechar el tiempo de consuelo para adquirir el hábito de la oración, de tal suerte que
cuando no se experimenten, el hábito adquirido nos mantenga firmes en nuestras
prácticas.
Desánimo
Es un mal que se apodera de las almas débiles y enfermizas al no comprobar progresos
sensibles en su larga vida de oración. No obstante, también se puede desanimar una
persona que padezca de un excesivo optimismo creyéndose más adelantado de lo que en
realidad está. Remedios:
Tener la certeza de que “todo desánimo proviene del demonio”[12]. Por eso hay que
rechazarlo siempre con vehemencia y constancia.
Exhortarse a sí mismo para emprender la vida de oración con un nuevo entusiasmo.
No hacer depender la oración del estado de ánimo, sino, al contrario, saber que el amor
nos exige ser fieles a nuestras prácticas de oración.

PRÁCTICA
Hacer 15 minutos de oración personal diaria, durante la semana, siguiendo el método de
los seis pasos.
Ver: El Santo Rosario. (A continuación).
(17) CATEQUESIS DEL SANTO ROSARIO
La palabra Rosario significa ‘Corona de Rosas’. La Virgen María ha revelado a muchas
personas que cada vez que rezan un Ave María le entregan una rosa y por cada Rosario
completo le entregan una corona de rosas.
La rosa es la reina de las flores, así que el Rosario es la reina de todas las devociones a
María.
El Santo Rosario es considerado como la oración perfecta porque junto con él está aunada
la majestuosa historia de nuestra salvación. Con el rosario de hecho, meditamos los
misterios de gozo, de dolor y de gloria de Jesús y María. El Santo rosario es una oración
bíblica por excelencia, pues no es más que meditar el Evangelio con el Ave María como
música de fondo.
Es una oración simple, humilde como María. Es una oración que podemos hacer con ella,
la Madre de Dios. Con el Ave María la invitamos a que rece por nosotros. Ella une su
oración a la nuestra.
Por lo tanto, ésta es más poderosa, porque María recibe lo que ella pide, Jesús nunca dice
no a lo que su madre le pide. En cada una de sus apariciones, nos invita a rezar el Rosario
como una arma poderosa en contra del maligno, para traernos la verdadera paz.
Historia del Santo Rosario
La práctica de rezar el  rosario comenzó desde los primeros siglos de la Iglesia cuando los
laicos quisieron imitar a los monjes, quienes oraban los 150 Salmos cada día. Los laicos,
que en su mayoría no sabían leer, sustituían los salmos por 150 Ave Marías; y para contar
iban haciendo nudos en un lazo.
En el siglo XIII, Domingo de Guzmán, un santo sacerdote que luchaba para convertir a los
que se habían apartado de la Iglesia por la herejía de los albigenses -quienes enseñaban
que Jesús no es Dios, negaban los sacramentos y la verdad de que María es la Madre de
Dios-, trabajó por años en medio de estos desventurados. Con su predicación,  oraciones y
sacrificios logró convertir a unos pocos, pero las conversiones  se desvanecían
rápidamente.
La Virgen acudió en ayuda de Santo Domingo. Se le apareció en el año 1208;  en su mano
sostenía un rosario y le enseñó a recitarlo. Le encargó predicar esta devoción por todo el
mundo y  le dijo, además, que lo utilizara como arma poderosa en contra de los enemigos
de la Fe, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían abundantes
gracias. Domingo salió de allí lleno de celo, con el rosario en la mano.
Efectivamente, lo predicó, y con gran éxito porque muchos albingenses volvieron a la fe
católica.
El rosario se mantuvo como la oración predilecta durante casi dos siglos. Cuando la
devoción empezó a disminuir, la Virgen se apareció al beato Alano de la Rupe y le dijo que
reviviera dicha devoción.
La Virgen le dijo también que se necesitarían volúmenes inmensos para registrar todos los
milagros logrados por medio del rosario y reiteró las promesas dadas a santo Domingo
referentes al rosario.
Promesas de Nuestra Señora, Reina del Rosario
1. Quien rece constantemente mi Rosario, recibirá cualquier gracia que me pida.
2. Prometo mi especialísima protección y grandes beneficios a los que devotamente
recen mi Rosario.
3. El Rosario es el escudo contra el infierno, destruye el vicio, libra de los pecados y
abate las herejías.
4. El Rosario hace germinar las virtudes para que las almas consigan la misericordia
divina. Sustituye en el corazón de los hombres el amor del mundo con el amor de
Dios y los eleva a desear las cosas celestiales y eternas.
5. El alma que se me encomiende por el Rosario no perecerá.
6. El que con devoción rece mi Rosario, considerando sus sagrados misterios, no se
verá oprimido por la desgracia, ni morirá de muerte desgraciada, se convertirá si es
pecador, perseverará en gracia si es justo y, en todo caso será admitido a la vida
eterna.
7. Los verdaderos devotos de mi Rosario no morirán sin los Sacramentos.
8. Todos los que rezan mi Rosario tendrán en vida y en muerte la luz y la plenitud de la
gracia y serán participes de los méritos bienaventurados.
9. Libraré bien pronto del Purgatorio a las almas devotas a mi Rosario.
10. Los hijos de mi Rosario gozarán en el cielo de una gloria singular.
11. Todo cuanto se pida por medio del Rosario se alcanzará prontamente.
12. Socorreré en sus necesidades a los que propaguen mi Rosario.
13. He solicitado a mi Hijo la gracia de que todos los cofrades y devotos tengan en vida
y en muerte como hermanos a todos los bienaventurados de la corte celestial.
14. Los que rezan Rosario son todos hijos míos muy amados y hermanos de mi
Unigénito Jesús.
15. La devoción al Santo rosario es una señal manifiesta de predestinación de gloria.
Objeciones y respuestas acerca del Santo Rosario
Primera objeción: “El Rosario no está en la Biblia”.
Respuesta: El Rosario es la oración bíblica por excelencia; pues en él se contemplan uno
a uno los misterios de la vida de Cristo, desde su infancia (misterios gozosos), pasando por
su vida pública (misterios luminosos), hasta su pasión y muerte (misterios dolorosos). El
rosario es un compendio del Evangelio. Es una oración bíblica y Cristocéntrica por
excelencia.
El Ave María está en la biblia, es más, es una oración compuesta por el mismo Dios  (Lc
1,28; 39). El Padre Nuestro está en la biblia (Mt 6,8). y cada uno de los misterios que se
contemplan en el corresponden a pasajes del Evangelio.
Segunda objeción: “El Rosario es la repetición de la repetidera”
Respuesta: El Rosario, más que oración es meditación y redunda en el bien de los
cristianos cuando lo hacemos en un profundo espíritu de meditación en los misterios de la
fe.
La repetición de oraciones vocales sólo marca el tiempo de la meditación. El mismo Jesús
(nos dice la Biblia) repetía las mismas palabras una y otra vez en el huerto de los
Olivos (Mc 14, 39). En la liturgia celestial que se describe en el apocalipsis, los “cuatro
vivientes” que estaban ante el trono de Dios “repiten sin descanso día y noche: Santo,
santo, santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir” (Ap 4,8).
Los hermanos pentecostales repiten una y otra vez palabras, tales como: «Aleluya»,
«Gloria a DIOS», «Amén», entre otras.
La inmensa mayoría de cosas que hacemos en un día son repeticiones: ¿Qué es caminar?
Es repetir pasos, ¿Qué es respirar? Es repetir inhalaciones y exhalaciones. ¿Qué es el
palpitar del corazón? repetidos e incansables sístoles y diástoles al ritmo del “pum”,
“pum”... desayunamos, almorzamos y comemos todos los días; nos aseamos todos los
días... eso es repetir. Es más, a todos nos gustaría que nos dijeran que nos aman; pero si
nos lo dicen 50 veces, nos gusta más. Cuando se repite con una nueva intención, cada
repetición es como si fuera la primera vez.
Tercera objeción: “Sólo lo hago cuando siento”
Respuesta: como sabemos, el amor más que un sentimiento es una decisión; una mamá
no solo atiende a su bebé recién nacido cuando siente ganas de hacerlo, de seguro que si
el niño llora en la madrugada ella no se sentirá muy bien levantándose a ocuparse de él;
sin embargo, su amor de madre está por encima de lo que siente. Así mismo debe ser el
amor que nosotros profesamos a Dios y a su Santísima Madre, no puede estar marcado
por el sentimiento, debe ser una fuerte convicción. Sabiendo, además, que no es Dios
quien necesita de mi oración, soy yo mismo quien la necesita. Si dejo de orar Dios no
pierde nada por eso, soy yo quien me pierdo de sus gracias.
Testimonios del Santo Rosario
Milagro del Santo Rosario en Hiroshima: 6 de agosto de 1945
Durante la Segunda Guerra Mundial dos ciudades japonesas fueron destruidas por
bombas atómicas: Hiroshima y Nagasaki. En Nagasaki, como resultado de la explosión,
todas las casas en un radio de aprox. 2.5 Km del epicentro fueron destruidas. Quienes
estaban dentro quedaron enterrados en las ruinas. Los que estaban fuera fueron
quemados.
En medio de aquella tragedia, una pequeña comunidad de Padres Jesuitas vivía junto a la
iglesia parroquial, a solamente ocho cuadras (aproximadamente 1 Km) del epicentro del
epicentro de la bomba. Eran misioneros alemanes sirviendo al pueblo japonés. Como los
alemanes eran aliados de los japoneses, les habían permitido quedarse. La iglesia junto a
la casa de los jesuitas quedó destruida, pero su residencia quedó en pié y los miembros de
la pequeña comunidad jesuita sobrevivieron. No tuvieron efectos posteriores por la
radiación, ni pérdida del oído, ni ninguna otra enfermedad o efecto.
El Padre Hubert Schiffer fue uno de los jesuitas en Hiroshima. Tenía 30 años cuando
explotó la bomba atómica en esa ciudad y vivió otros 33 años más de buena salud. El
narró sus experiencias en Hiroshima durante el Congreso Eucarístico que se llevó a cabo
en Filadelfia (EU) en 1976. En ese entonces, los ocho miembros de la comunidad Jesuita
estaban todavía vivos. El Padre Schiffer fue examinado e interrogado por más de 200
científicos que fueron incapaces de explicar como él y sus compañeros habían sobrevivido.
Él lo atribuyó a la protección de la Virgen María y dijo: “Yo estaba en medio de la explosión
atómica... y estoy aquí todavía, vivo y a salvo. No fui derribado por su destrucción.”
Además, el Padre Shiffer mantuvo que durante varios años, cientos de expertos e
investigadores estudiaron las razones científicas del porqué la casa, tan cerca de la
explosión atómica, no fue afectada. El explicó que en esa casa hubo una sola cosa
diferente: “Rezábamos el rosario diariamente en esa casa”.
El Rosario de Madre Teresa
Jim Castle estaba cansado cuando abordó el avión una noche de 1981. Después de una
semana llena de reuniones y seminarios, ahora descansaba tranquilo en su asiento
agradecido de volver a casa: Kansas City .En cuanto más pasajeros abordaban el avión,
más se oía el murmullo de sus conversaciones mezcladas con el sonido de los equipajes
de mano guardándose en los compartimientos. De repente, un silencio... Jim volvió su
cabeza para ver qué pasaba. Se quedó con la boca abierta. CaminandoCaminando por el
pasillo, venían dos monjas vestidas en hábitos blanco con un borde azul. El reconoció esa
cara a la primera mirada: piel arrugada, ojos cálidos. La misma cara que estaba en la
portada de la revista TIME , y que siempre aparecía en el noticiero de televisión. Las dos
monjas se detuvieron y Jim reconoció que su compañera de vuelo sería la propia Madre
Teresa.
En cuanto los pasajeros estaban acomodados, Madre Teresa y su compañera sacaron sus
rosarios. Cada decena de cuentas tenía diferente color, “cada decena representa varias
áreas del mundo”, le dijo, “rezo por los pobres y moribundos de cada continente” - añadió.
ComenzóComenzó el vuelo, las dos monjas comenzaron a rezar, dejando oír sólo
murmullos. Aunque Jim no se consideraba católico practicante y asistir a la Iglesia no era
su hábito, inexplicablemente se encontró envuelto en el rezo. Cuando hubieron terminado,
Madre Teresa se volvió hacia él. Una sensación de paz lo envolvió.
‘Joven’ -le dijo. ‘¿Rezas el rosario frecuentemente?’ -preguntó- ‘No’ - admitió Jim.
Ella tomó la mano de Jim. Mirándolo a los ojos, sonrió: ‘Bueno, lo harás de ahora en
adelante’ - replicó, mientras dejaba caer su Rosario en la palma de la mano de Jim.
Una hora más tarde, en el aeropuerto de Kansas, describió a Ruth su esposa lo ocurrido, y
el por qué traía un Rosario en la mano. ‘Es como encontrarse con una verdadera hermana
de Dios’ - decía.
Nueve meses más tarde, visitaron a una amiga de hacía mucho tiempo: Connie. Connie
tenía cáncer en los ovarios. ‘Voy a luchar, no me daré por vencida’ -decía Connie. En ese
instante Jim recordó el rosario que Madre Teresa le había dado. Después de contar la
historia le dijo Jim a Connie: ‘Quédatelo, puede que te sirva’. ‘Gracias, espero poder
regresártelo’ - contestó Connie. Pasó más de un año... Connie regresó el rosario. “Lo
mantuve conmigo todo el tiempo... el mes pasado los médicos hicieron una segunda
cirugía y el tumor ha desaparecido -añadió por eso te regreso el rosario” - dijo agradecida.
(17) EL SANTO ROSARIO

MISTERIOS GOZOSOS (Lunes y Sábado)


1. La Encarnación del Hijo de Dios (Lc 1,26-38).
2.  La Visita de María a Santa Isabel (Lc 1,39-56).
3.  El Nacimiento del Niño Jesús (Lc 2,1-20).
4.  La Presentación en el templo (Lc 2,22-35).
5.  El Niño perdido y hallado en el templo (Lc 2,41 52).

MISTERIOS LUMINOSOS (Jueves)


1. El Bautismo de Jesús en el Jordán (Mt 3,13-17).
2. La Autorevelación de Jesús en las bodas de Caná (Jn 2,1-11).
3.  El Anuncio del Reino de Dios invitando a la Conversión (Mt 5,1-48).
4. La Transfiguración del Señor (Mt 17,1-13).
5. La Institución de la Eucaristía (Mt 26,26-29).

MISTERIOS DOLOROSOS (Martes y Viernes)


1. La Oración de Jesús en el Huerto (Lc 22,39-48).
2. La Flagelación del Señor (Mc 15,6-15).
3. La Coronación de espinas (Mt 27,27-31).
4. Jesús con la Cruz a cuestas  (Lc 23,26-31).
5. La Crucifixión del Señor (Lc 23,32-46).

MISTERIOS GLORIOSOS (Miércoles y Domingo)


1. La Resurrección del Señor (Mc 16,1-18).
2. La Ascensión del Señor al Cielo (Hch 1,3-11).
3. La Venida del Espíritu Santo (Hch 2,1-13).
4. La Asunción de la Virgen María al Cielo (Jdt 13,18-20).
5. La Coronación de la Virgen María (Ap 12,1; Cant 6,10).
1. Credo de los Apóstoles
Creo en Dios, Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su
único Hijo, Nuestro Señor, que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo; nació de
Santa María Virgen; padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y
sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de entre los muertos, subió a los
cielos y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a
juzgar a los vivos y a los muertos. Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica,  la
comunión de los santos, el perdón de los pecados,  la resurrección de la carne y la vida
eterna. Amén.
2. Acto de contrición: Cierre sus ojos un instante y recuerde todas las cosas (hechos,
palabras, pensamientos, omisión) con que ha ofendido al Señor. Profundamente
arrepentido diga:
¡Señor mío Jesucristo!, Dios y Hombre verdadero, Creador Padre y Redentor mío; por ser
vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberte
ofendido y no haberte amado. Propongo firmemente no volver a pecar, confesarme y
cumplir la penitencia que me fuere impuesta. Te ofrezco mi vida, obras y trabajos, en
satisfacción de todos mis pecados. Así como os lo suplico, así espero y confío, que en
vuestra bondad y misericordia infinita me los perdonaréis y me daréis gracia para
enmendarme y para perseverar en vuestro santo servicio, hasta el fin de mis días. Amén.
3. Ofrecimiento del Rosario
- En honor y gloria a la Santísima Trinidad.
- En agradecimiento por los beneficios recibidos.
- Por las Benditas Almas del Purgatorio.
- Por el Papa y la Santa Madre Iglesia Católica; por los sacerdotes y en especial por el
sacerdote que hemos adoptado.
- En expiación y reparación por todos nuestros pecados y los del mundo entero.
- Por la conversión de los pecadores y por nuestro Celo Apostólico.
- Por los agonizantes, encarcelados y enfermos.
- Para pedir las virtudes de la humildad, pureza, obediencia, fidelidad, oración y la caridad.
- Por todos directores y futuros directores de nuestra comunidad.
- Por la paz del mundo y en especial, la de nuestro país.
-  Por la perseverancia de los que han sido evangelizados por LAM para que el Señor les
infunda Celo Apostólico y suscite vocaciones santas.
- Por todos los servidores públicos y gobernantes.
- Por las intenciones del Inmaculado Corazón de María y súplicas e intenciones
personales.
4. Ven Espíritu Santo, ven por medio de la poderosa intercesión del Inmaculado Corazón
de María tu amadísima esposa (3 veces).
5. Entre el Padrenuestro y las 10 Avemarías, se reza esta oración:
- María es Madre de gracia y Madre de misericordia.
- En la vida y en la muerte, ampáranos Madre Nuestra.
-  Dios te salve María... (10 veces)
Gloria al Padre, al Hijo...
6. Se rezan las siguientes jaculatorias
- Sea amado y adorado en todo momento Jesús en el Santísimo Sacramento.
- ¡Oh Jesús mío perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del Infierno, lleva al Cielo a
todas las almas y especialmente a las más necesitadas de tu misericordia!
- El Rosario de María nos libre de todo mal, alabemos noche y día a la Reina Celestial.
- Ven divina voluntad, ven a reinar en los corazones  de Lazos de Amor Mariano y en los
del mundo entero. Amén.
7. Oración por el Papa y las Benditas Almas del Purgatorio
Un Padrenuestro, un Avemaría y un Gloria por las intenciones del Santo Padre Francisco y
para ganar las indulgencias de este Santo Rosario.
Ánimas del Purgatorio quién las pudiera aliviar, que Dios las saque de penas y las lleve a
descansar.
Padre nuestro y Avemaría
Concédele Señor, el descanso eterno y brille para ellas la luz perpetua. Que las almas de
los fieles difuntos por la misericordia de Dios, descansen en paz. Amén
8. La Salve
Dios te salve, Reina y Madre, Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. 
Dios te salve a ti clamamos los desterrados hijos de Eva; a ti suspiramos gimiendo y
llorando en este valle de lágrimas.  ¡Ea, pues, Señora abogada nuestra! Vuelve a nosotros
esos tus ojos misericordiosos, y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto
bendito de tu vientre.  ¡Oh clemente! ¡Oh piadosa! ¡Oh dulce Virgen María!
Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios, para que seamos dignos de alcanzar las
promesas de Nuestro Señor Jesucristo Amén.
9. Oración a San José
San José, que tu poder se extienda sobre todas nuestras necesidades, tú puedes hacer
posible lo que parece imposible. Protege con paternal amor todas nuestras familias e
intereses. Amén.
San José, Padre adoptivo de Nuestro Señor Jesucristo y verdadero esposo de la Santísima
Virgen María, ruega por nosotros y por los agonizantes de esta noche. Amén.
San José varón prudente y justo, intercede por nosotros ante el Santo de los Santos, La
Trinidad Santísima. Amén.
10. Oración a San Miguel Arcángel
San Miguel Arcángel defiéndenos en la pelea. Sé nuestro amparo contra la maldad y las
asechanzas del demonio. ¡Reprímele Oh Dios como rendidamente te lo suplicamos! Y tú,
Príncipe de las Milicias Celestiales, armado del Poder Divino, Precipita al Infierno a
Satanás y todos los espíritus malignos que para la perdición de las almas, vagan por el
mundo.
San Miguel Arcángel, con tu luz ilumínanos, San Miguel Arcángel con tus alas protégenos,
San Miguel Arcángel con tu espada defiéndenos. Amén
11.  Oración al Ángel de la guarda
Santo Ángel de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día,
hasta que me pongas en el cielo en paz y alegría, junto con todos los santos, con Jesús,
José y María a quienes doy el corazón y el alma mía. Amén.
12. Bendición final
Contigo voy virgen pura y en tu poder voy confiado, pues yendo en ti amparado mi alma
volverá segura. Dulce Madre, no te alejes, tu vista de nosotros no apartes; ven con
nosotros a todas partes y solos nunca nos dejes y ya que nos amas tanto como verdadera
madre haz que nos bendiga el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.  Amén.
(17) ORACIONES DEL CONSAGRADO

1. PARA PEDIR EL AMOR DE JESUCRISTO


“No espere alcanzar misericordia de Dios quien ofenda a su Madre bendita”.
Para alcanzar de tu misericordia, una verdadera devoción hacia tu Santísima Madre y
difundir esta devoción por toda la tierra, concédeme amarte ardientemente y acepta para
ello la súplica inflamada que te dirijo con San Agustín y tus verdaderos amigos:
“Tú eres, Oh Cristo,
mi Padre Santo, mi Dios Misericordioso,
mi Rey Poderoso, mi Buen Pastor,
mi Único Maestro, mi Mejor Ayuda,
mi Amado Hermosísimo, mi Pan Vivo,
mi Sacerdote por la Eternidad,
mi Guía hacia la Patria,
mi Luz Verdadera, mi Dulzura Santa,
mi Camino Recto, mi Sabiduría Preclara,
mi Humilde Simplicidad, mi Concordia Pacífica,
mi Protección Total, mi Rica Heredad,
mi Salvación Eterna…
¡Cristo Jesús, Señor amabilísimo! ¿Por qué habré deseado durante la vida algo fuera de ti,
mi Jesús y mi Dios? ¿Dónde me hallaba cuando no pensaba en ti?
Anhelos todos de mi corazón, inflámense y desbórdense desde ahora hacia el Señor
Jesús; corran, que mucho se han retrasado, apresúrense hacia la meta, busquen a quien
buscan.
¡Oh Jesús! ¡Anatema quien no te ame! ¡Rebose de amargura quien no te quiera! 
¡Dulce Jesús, que todo buen corazón dispuesto a la alabanza, te ame, se deleite en ti, se
admire ante ti! ¡Dios de mi corazón! ¡Herencia mía, Cristo Jesús! ¡Desfallezca el latir de mi
corazón! Vive, Señor, en mí; enciéndase en mi pecho la viva llama de tu amor, acrézcase
en incendio; arda siempre en el altar de mi corazón, queme en mis entrañas, incendie lo
íntimo de mi alma, y que en el día de mi muerte comparezca yo del todo perfecto en tu
presencia. Amén”.

 
2. CONSAGRACIÓN DE SÍ MISMO A JESUCRISTO LA SABIDURÍA ENCARNADA POR
MEDIO DE MARÍA
¡Oh Jesús! Sabiduría eterna y encarnada, te adoro en la gloria del  Padre, durante la
eternidad, y en el seno virginal de María, en el  tiempo de tu Encarnación.
Te agradezco que hayas venido al mundo -hombre entre los hombres y servidor del Padre-
para librarme de la esclavitud del pecado.
Te alabo y glorifico porque has vivido en obediencia amorosa a María, para hacerme fiel
discípulo tuyo.
Desgraciadamente, no he guardado las promesas y compromisos de mi bautismo, no soy
digno de llamarme hijo de Dios.
Por ello, acudo a la misericordiosa intercesión de tu Madre, esperando obtener por su
ayuda, el perdón de mis pecados y una continua unión contigo, Sabiduría encarnada.
Te saludo, pues, Oh María Inmaculada, templo viviente de Dios: en ti ha puesto su morada
la Sabiduría eterna, para recibir la adoración de los ángeles y de los hombres. Te saludo,
oh Reina del cielo y de la tierra; a ti están sometidas todas las criaturas. Te saludo, refugio
seguro de los pecadores,  todos  experimentan tu gran misericordia.
Acepta los anhelos que tengo de la Divina Sabiduría y mi consagración total:
Consciente de mi vocación cristiana, renuevo hoy, en tus manos, mis compromisos
bautismales.
Renuncio a Satanás, a sus seducciones y a sus obras y me consagro a Jesucristo para
llevar mi cruz con Él, en la fidelidad de cada día a la voluntad del Padre.
En presencia de toda la Iglesia, te reconozco ahora por mi Madre y  Soberana. Te ofrezco
y consagro mi persona, mi vida y el valor de mis buenas acciones pasadas, presentes y
futuras. Dispón de mí y de  cuanto me pertenece para la mayor gloria de Dios en el tiempo
y la eternidad.
Madre del Señor, acepta mi oblación y preséntala a tu Hijo; si Él me  redimió con tu
colaboración, debe también ahora recibir de tu mano el don total de mí mismo. Que yo viva
plenamente esta consagración para prolongar en mí la amorosa obediencia de tu Hijo y dar
respuesta vital a la misión que Dios te ha confiado en la historia de la salvación.
Madre de misericordia, alcánzame la verdadera sabiduría de Dios y hazme plenamente
disponible a tu acción maternal.
Oh Virgen fiel, haz de mí un auténtico discípulo de tu Hijo, la Sabiduría encarnada.
Contigo, Madre y modelo de mi vida, llegaré a la perfecta madurez de Jesucristo, en la
tierra, y a la gloria del cielo. Amén.
CONSAGRACIÓN DE SÍ MISMO A JESUCRISTO, SABIDURÍA ENCARNADA POR
MANOS DE MARÍA.
¡Oh Sabiduría eterna y encarnada por nuestro amor! ¡Oh amabilísimo y adorabilísimo
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, Hijo único del Padre eterno, y de María
siempre virgen! Te adoro profundamente en el seno y esplendores del Padre, durante
la eternidad, y en el seno virginal de María, tu dignísima Madre, en el tiempo de la
encarnación. Te doy gracias por haberte anonadado, tomando forma de esclavo,
para liberarme de la cruel esclavitud del demonio. Te alabo y glorifico por haberte
sometido libremente y en todo a María, tu Madre santísima, para hacerme por Ella
tu esclavo fiel. Mas, ¡ay!, ingrato e infiel como soy, no he cumplido contigo los
votos y promesas que tan solemnemente te hice en el bautismo; no he cumplido
mis obligaciones ni merezco llamarme hijo ni esclavo tuyo. Y no habiendo en mí
nada que no merezca tu cólera y rechazo, no me atrevo a acercarme por mí
mismo a tu santísima y augusta Majestad. Por ello, acudo a la intercesión y
misericordia de tu santísima Madre. Tú me la has dado como Mediadora ante ti.
Yo espero alcanzar de ti, por mediación suya, la contrición y el perdón de mis
pecados y la adquisición y conservación d e la Sabiduría. Te saludo, pues, ¡Oh María
inmaculada!, tabernáculo viviente de la divinidad, en donde la Sabiduría eterna,
escondida, quiere ser adorada por ángeles y hombres. Te saludo, ¡oh Reina del
cielo y de la tierra! A tu imperio está a sometido cuanto hay debajo de Dios. Te
saludo, ¡oh Refugio seguro de los pecadores!: todos experimentan tu gran
misericordia. Atiende mis deseos de alcanzar la divina Sabiduría, y recibe para ello
los votos y ofrendas que en mi bajeza te vengo a presentar. Yo _____ pecador
infiel, renuevo y ratifico hoy en tus manos los votos de mi bautismo; renuncio para
siempre a Satanás, a sus pompas y a sus obras y me consagro totalmente a
Jesucristo, la Sabiduría encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento todos los
días de mi vida y a fin de serle más fiel de lo que he sido hasta ahora. Te escojo
hoy, en presencia de toda la corte celestial por mi Madre y Señora. Te entrego y
consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma, mis bienes interiores y
exteriores y hasta el valor de mis buenas acciones pasadas, presentes y futuras.
Dispón de mí y de cuanto me pertenece, sin excepción, según tu voluntad, para
mayor gloria de Dios en el tiempo y la eternidad. Recibe, ¡oh Virgen benignísima!,
esta humilde ofrenda de mi esclavitud , en honor y unión de la sumisión que la
Sabiduría eterna ha querido tener para con tu maternidad; en honor del poder que
ambos tenéis sobre este gusanillo y miserable pecador y en acción de gracias por
los privilegios con los que la Santísima Trinidad ha querido favorecerte. Declaro que
de hoy en adelante quiero, como verdadero esclavo tuyo, buscar tu gloria y
obedecerte en todo. ¡Oh Madre admirable!, preséntame a tu querido Hijo, en calidad
de eterno esclavo, a fin de que, habiéndome rescatado por tu mediación, me reciba
ahora de tu mano. ¡Oh Madre de misericordia!, alcánzame la verdadera Sabiduría de
Dios, colocándome para ello entre aquellos a quienes amas, enseñas, diriges, nutres
y proteges como a tus verdaderos hijos y esclavos. ¡Oh Virgen fiel!, haz que yo sea
en todo tan perfecto discípulo, imitador y esclavo de la Sabiduría encarnada,
Jesucristo, tu Hijo, que logre llegar, por tu intercesión y a ejemplo tuyo, a la
plenitud de su edad sobre la tierra y de su gloria en el cielo. Amén.
3. ORACIÓN DE CONFIANZA
Acepta, querida Madre y Reina mía, toda mi persona y cuanto con la gracia de tu querido
Hijo he podido hacer de bueno.
Yo mismo no soy capaz de conservarlo dada mi debilidad e inconstancia, ¡y la forma en
que me combaten continuamente mis enemigos espirituales!
Veo todos los días caer por tierra los cedros del Líbano, y convertirse en aves nocturnas
las águilas que volaban en torno al sol.
Mil justos caen a mi izquierda; diez mil a mi derecha… (Sal. 91, 7). Más yo confío en ti mi
poderosa y más que poderosa Madre:
Tenme que no caiga; conserva mis bienes, que no me saqueen; protege en mí la vida
divina.
¡Defiende a quien a ti se ha consagrado! Yo te conozco bien y en ti confío: eres la Virgen
fiel a Dios y a los hombres, que no dejas perder nada de cuanto a ti se confía; eres la
Virgen Poderosa: nadie podrá hacerte daño ni perjudicar tampoco a los que tú amas.
Amén.
4. ORACIÓN A JESUCRISTO
Gracias, Señor Jesucristo, por haberme concedido la gracia de consagrarme a María.
Ella será mi socorro, que levantándome de  mi propia miseria, me introducirá más y más
profundamente en tu amistad.
Ay, Señor, débil como soy, sin Ella ya hubiera naufragado en mis pecados. ¡Sí, María me
hace falta ante ti y en todas partes!
Con Ella, en cambio me libraré del pecado y de sus consecuencias y podré acercarme a ti,
dialogar contigo y agradarte en todo; aceptar radicalmente tu Evangelio, salvarme e irradiar
tu amor y salvación a mis hermanos.
¡Cómo quisiera, oh Jesús, publicar ante todas las criaturas tu gran misericordia a favor
mío! Y hacer que todo el mundo conozca, que a no ser por María, hace tiempo estaría yo
condenado ¡y agradecerte dignamente este favor!
¡María está conmigo! ¡Qué tesoro tan precioso! ¡Qué alegría tan inmensa!
Pero Señor, amor con amor se paga: qué ingratitud la mía si no me consagrara a Ella
totalmente.
Salvador mío amadísimo: antes morir que vivir sin Ella mil y mil veces como, Juan ante la
Cruz (Jn 19, 27) he aceptado a María como tu don más precioso, y ¡cuántas veces me he
consagrado a Ella, aunque todavía con tanta imperfección!
Por ello quiero ahora, con la madurez y disponibilidad que esperas de mí, consagrarme a
Ella nuevamente. Arranca de mi ser cuanto no pertenezca a tan augusta Reina: pues, si no
es digno de Ella, tampoco es digno de ti.
5. AL ESPÍRITU SANTO
Oh Espíritu Santo, ayúdame a cumplir mi compromiso, concédeme todas las gracias;
planta y cultiva en mí el árbol de la vida verdadera que es la amabilísima María para que
crezca y dé flores y frutos abundantes.
Oh Espíritu Santo, concédeme amar y venerar a María tu esposa fidelísima, apoyarme en
su amparo maternal y recurrir a Ella confiadamente en toda circunstancia. Forma con Ella
en mí a Jesucristo hasta la plena madurez espiritual (cf. Ef. 4,13). Amén.

6.  A  MARÍA
¡Oh María, Hija predilecta del Padre, Madre admirable del Hijo, Esposa fidelísima del
Espíritu Santo!
Tú eres mi Madre espiritual, mi admirable maestra y soberana, mi gozo, mi corona, mi
corazón y mi alma.
Tú eres toda mía por bondad del Señor y yo te pertenezco por justicia.
Más, aún no soy tuyo cuanto debo: por ello, hoy me consagro a ti en disponibilidad plena y
eterna, comprometiéndome a arrancar de mí cuanto desagrade a mi Dios y a plantar,
levantar y producir todo lo que tú quieras.
Que la luz de tu fe disipe las tinieblas de mi espíritu, que tu humildad profunda sustituya a
mi orgullo, que tu contemplación contenga a mi alocada fantasía, que tu visión no
interrumpida de Dios llene con su presencia mi memoria, que el fuego de tu ardiente
caridad incendie la tibieza y frialdad de mi pecho, que mis pecados cedan el paso a tus
virtudes y el fulgor de tu gracia me acompañe al encuentro con Dios.
Madre mía amadísima, alcánzame la gracia de no tener más espíritu que el tuyo para
conocer a Jesús y su Evangelio; más alma que la tuya para alabar y glorificar al Señor;
más corazón que el tuyo para amar a Dios como tú lo amas.
No te pido visiones, ni revelaciones, ni gustos, ni consuelos aún espirituales.
Para ti, el ver claro sin tinieblas ni dudas; para ti, el saborear el gozo pleno; para ti, el
triunfar junto a tu Hijo; para ti, el dominar cielos y tierra y humillar los poderes del maligno;
para ti, el difundir como tú quieras los dones del Altísimo.
Esta es tu mejor parte, que no te será nunca arrebatada y me llena de gozo el corazón.
Para mí solamente gozarme en tu alegría, seguirte en tu camino, creer confiado solamente
en Dios, sufrir con alegría cerca a Cristo, morir al egoísmo cada día, colaborar contigo para
salvar al mundo.
Te pido solamente poder decir tres veces Amén, en todos los momentos de mi vida:
Amén a cuanto hiciste en este mundo, Amén a cuanto hoy haces en el cielo, Amén a
cuanto ahora haces en mi alma, para que en ella Cristo sea glorificado en plenitud, en el
tiempo y en la eternidad.
7. VEN,  ESPÍRITU  CREADOR
Ven, Espíritu Creador,
nuestras almas visita
y tu gracia infinita
infunde al corazón.

Tú eres el abogado,
don de Dios, viva fuente,
fuego y amor ardiente
y espiritual unción.

 Fuente de siete Dones,


mano de Dios abierta,
del Padre rica oferta,
hálito inspirador.

Infúndenos tu lumbre
y con tu viva llama
el corazón inflama,
dale fuerza y vigor.

Aleja al enemigo
danos paz y victoria,
guíanos a la gloria,
Divino defensor.

Obtennos conocerte,
Espíritu Divino
vivir en ti, Dios Trino,
y disfrutar de tu Amor. Amén.
8. OH SANTA MARÍA
Oh Santa María
de mares estrella,
Virgen de Dios Madre
y del cielo puerta.
Retomando el Ave
que Gabriel te diera,
la paz corrobora
cambia el nombre de Eva.
Al ciego ilumina
y libra al cautivo,
ahuyenta los males
da bienes Divinos.
Haz ver que eres Madre,
por ti nuestras preces
reciba el que es tuyo
y ser nuestro quiere.
Bendita Señora
la más dulce y buena:
borrando el pecado,
endulza las penas.
Danos vida santa
y recto camino
para que en el cielo
veamos a tu Hijo.
Gloria al Padre Eterno,
Gloria a Jesucristo,
Gloria al Santo Espíritu
y Gloria a los tres.
Amén.
9. MAGNÍFICAT
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras
grandes   por mí:
su Nombre es Santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los
poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos
los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia -como lo había prometido a
nuestros padres- en favor de Abraham  y su descendencia por siempre.
Amén.

CORONILLA DE ALABANZAS A MARÍA

V/. Dígnate aceptar mis alabanzas, Virgen Santísima.


RR/. Dame fuerzas contra tus enemigos.

1. Corona de EXCELENCIA

* Padrenuestro.
* Dios te salve María..

Bienaventurada eres, Virgen María, que llevaste en tu seno al Señor y Creador del mundo:
engendraste al que te formó, permaneciendo siempre virgen.

V/. Regocíjate, Virgen María.


R/. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Oh Virgen Santa e Inmaculada, no sé con qué alabanzas honrarte dignamente, porque


llevaste en tu seno al que no pueden contener los cielos.
V/. Regocíjate, Virgen María.
R/. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Muy hermosa eres, oh María, no hay en ti mancha alguna.

V/. Regocíjate, Virgen María.


R/. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Hay más virtudes en ti, Virgen María, que estrellas en el cielo.

V/. Regocíjate, Virgen María.


R/. ¡Regocíjate mil veces!
Gloria al Padre, y al Hijo...

2. Corona de PODER

* Padrenuestro.
* Dios te salve, María.

Gloria a ti, Reina del universo, condúcenos contigo a la felicidad del Cielo.

V/. Regocíjate, Virgen María.


R/. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Gloria a ti, tesorera de las gracias del Señor: danos participar en los dones de Dios.

V/. Regocíjate, Virgen María.


R/. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Gloria a ti, mediadora entre Dios y los hombres:


haz que sea más íntimo nuestro encuentro con Cristo.

V. Regocíjate, Virgen María.


R. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Gloria a ti, Triunfadora sobre las fuerzas del mal:


sé nuestra piadosa guía por los senderos del Evangelio.

V. Regocíjate, Virgen María.


R. ¡Regocíjate mil veces!
Gloria al Padre, y al Hijo...

3. Corona de BONDAD

* Padrenuestro.
* Dios te salve, María.

 Gloria a ti, Refugio de los pecadores: intercede por nosotros ante el Señor.

V. Regocíjate, Virgen María.


R. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Gloria a ti, Madre de los hombres: enséñanos a vivir como hijos de Dios.

V. Regocíjate, Virgen María.


R. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Gloria a ti, Alegría de los justos: condúcenos contigo a las alegrías del cielo.

V. Regocíjate, Virgen María.


R. ¡Regocíjate mil veces!
* Dios te salve, María.

Gloria a ti, puestísima ayuda nuestra en la vida y la muerte; llévanos contigo al reino de los
cielos.

V. Regocíjate, Virgen María.


R. ¡Regocíjate mil veces!
Gloria al Padre, y al Hijo...

OREMOS:
Dios te salve, María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa del Espíritu Santo,
Templo augusto de la Santísima Trinidad.
Dios te salve, María, Señora mía, mi tesoro, mi belleza, Reina de mi corazón, Madre, vida,
dulzura y esperanza mía queridísima, –más aún– mi corazón y mi alma.
Soy todo tuyo, Oh Virgen benditísima, y todo lo mío es tuyo.
More en mí tu alma para engrandecer al Señor, more en mí tu espíritu para regocijarme en
Dios.
Oh Virgen fidelísima, ponte como un sello sobre mi corazón, para que en ti y por ti
permanezca fiel al Señor.
Concédeme, por tu bondad, la gracia de contarme en el número de los que amas,
enseñas, diriges, nutres y proteges como a hijos.
Haz que despreciando por tu amor todos los consuelos terrenos, aspire continuamente a
los bienes celestiales, hasta que por medio del Espíritu Santo, tu Esposo fidelísimo, y de ti,
Esposa suya fidelísima, sea formado en mí Jesucristo, tu Hijo, para gloria del Padre
celestial.
Amén.
TEXTO 18. EL VALOR DEL SACRIFICIO
Todos hemos escuchado de las fuertes mortificaciones que realizaron los grandes santos.
Prolongados ayunos, largas vigilias, duras penitencias. Es particularmente conmovedor el
pasaje de la vida de san Francisco de Asís, en que se revolcaba entre espinas para alejar
la tentación de lujuria[1]. Hoy nos preguntamos: ¿Está bien esto? ¿No debemos cuidar
nuestro cuerpo que es Templo del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 6,19)? ¿Por qué estas
mortificaciones tan extremas?
Para responder estas preguntas, es necesario comprender el valor del alma, de la
salvación, del amor a Dios y medir cuánto estamos dispuestos a dar por estos tesoros. Si
usted tuviera una enfermedad terminal y le dicen que para salvarse de la muerte inminente
debe vender todo lo que tiene para comprar una medicina costosísima; debe, además,
someterse a una rigurosa dieta donde le prohíben todo tipo de alimento delicioso; debe
abstenerse totalmente del deporte del que más gusta y, finalmente, debe renunciar a todo
vicio... ¿qué haría? ¡Seguramente estaría dispuesto a eso y hasta más! La razón es
evidente: la vida tiene un valor tan importante que estaría dispuesto a hacer grandes
sacrificios por cuidarla. Pues bien, el Señor Jesús ha dicho que hay algo más importante
que la propia vida física: ¡la vida eterna! Al punto que, si fuera necesario, deberíamos estar
dispuestos a sacrificar la vida terrena para ganar la eterna: “quien quiera salvar su vida, la
perderá: pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). En este mismo
sentido, el Señor nos manda a no temer a quien pueda matar el cuerpo, sino a quien
pueda “llevar a la perdición el alma” (Mt 10,28). La conclusión es del todo lógica: si es
bueno hacer sacrificios por la salud del cuerpo, es mucho más bueno hacer sacrificios por
la salud del alma. Esta es la razón por la que los santos hacían estos heroicos sacrificios,
no por despreciar el cuerpo, sino por sanar el alma. Pero, ¿por qué mortificar el cuerpo da
salud al alma?
¿Por qué es necesaria la mortificación?[2]
Mortificar significa, literalmente, “dar muerte”, “hacer morir”. Esto no se refiere a dar muerte
al cuerpo -a la materialidad de nuestra dimensión física- sino al pecado y a la inclinación a
este. (cf. Col 3,5). Así, pues, la mortificación es necesaria para la salvación por cuatro
motivos principales: 1- Porque el mismo Cristo la pide. 2- Porque nos sana de las
consecuencias del pecado original. 3- Porque nos sana de las consecuencias de nuestros
pecados actuales (Penitencia). 4- Porque nos asemeja a Cristo crucificado.
Porque el mismo Cristo la pide
“El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt
16,24). Nuestro Señor Jesucristo habló en muchas ocasiones sobre la mortificación. Todo
sufrimiento en su vida fue ofrecido al Padre por la redención de las almas. En el Sermón de
la Montaña, nos enseña la necesidad de la mortificación, es decir de la muerte al pecado y
a sus consecuencias, insistiendo sobre la sublimidad de nuestro fin sobrenatural que
consiste en ser “perfectos como es perfecto vuestro Padre Celestial” (Mt 5,48).

 
Pero esto exige la mortificación de todo lo que hay en nosotros de vicioso, la mortificación
de los movimientos desordenados de la concupiscencia (cf. Mt 5,28), de la cólera (cf. Mt
5,22), del odio (cf. Mt 5,24), del orgullo (cf. Mt 6,1), de la hipocresía (cf. Mt 6,5).
Estos, entre otra enorme cantidad de textos bíblicos, manifiestan la importancia que el
Señor le dio a la mortificación, al sacrificio, como condición indispensable para seguirle.
¿Alguien dudaría del valor de la mortificación después de ver cómo nuestro divino Salvador
la recomendó incansablemente?
Porque nos sana de las consecuencias del pecado original
“La vida del hombre sobre la tierra es una lucha” (Job 8,1). Esta batalla interior ha sido
descrita en la tradición bíblica y espiritual de la Iglesia como la “lucha entre la carne y el
espíritu”, entre el “hombre viejo y el hombre nuevo” (Ef 4,17-32), “porque el deseo de la
carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre
sí”  (Gál 5,17). Esta lucha no es contra la corporeidad que en sí misma que es buena, sino
contra los apetitos desordenados de la carne.
El viejo hombre, tal como nace de Adán, encierra un desequilibrio no pequeño en su
naturaleza herida. Lo vemos claramente si consideramos lo que era el estado de justicia
original, antes del pecado original. Era una armonía perfecta entre Dios y el alma creada
para conocerle, amarle y servirle, y entre el alma y el cuerpo; en tanto el alma guardaba
esa sumisión a Dios, las pasiones de la sensibilidad permanecían también sometidas a la
recta razón iluminada por la fe, y a la voluntad vivificada por la caridad; el cuerpo
participaba por privilegio de esta armonía, y no estaba sujeto ni a la enfermedad, ni a la
muerte.
Esta armonía fue destruida por el pecado original. El primer hombre, por su pecado, como
lo dice el Concilio de Trento, “perdió para sí y para nosotros la santidad y la justicia
original”, y nos transmitió una naturaleza caída, privada de la gracia y herida. Preciso es
reconocer, con Santo Tomás, que venimos al mundo con la voluntad alejada de Dios,
inclinada al mal, débil para el bien, con una razón que fácilmente cae en el error, y la
sensibilidad violentamente inclinada al placer desordenado y a la cólera, fuente de
injusticias de toda clase.
Existe, también el desorden de la concupiscencia, de la inclinación al mal. En lugar de la
triple armonía original entre Dios y el alma, entre el alma y el cuerpo, entre el cuerpo y las
cosas exteriores, nació el triple desorden de que nos habla San Juan cuando escribe (1 Jn
2,16): “Porque todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne,
concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida; lo cual no nace del Padre, sino del
mundo.”
El bautismo nos sanó, indudablemente, del pecado original, aplicándonos los méritos del
Salvador y dándonos la gracia santificante y las virtudes infusas; así, por la virtud de la fe,
nuestra razón fue sobrenaturalmente esclarecida, y, por las virtudes de esperanza y
caridad, nuestra voluntad se volvió hacia Dios; también recibimos las virtudes infusas que
ponen orden en la sensibilidad. No obstante, aún continúa, en los bautizados en estado de
gracia, la debilidad original y las heridas en vías de cicatrización, que a veces hacen sufrir,
y que nos han sido conservadas, dice Santo Tomás, como ocasión de lucha y
merecimientos (cf. Rom 6,6-13).
A este “hombre viejo”, no sólo hay que moderarlo y someterlo; es preciso mortificarlo y
hacerle morir. De lo contrario, nunca conseguiremos el dominio sobre nuestras pasiones, y
siempre seremos esclavos suyos. Y habrá oposición y perpetua guerra entre la naturaleza
y la gracia.
La mortificación nos es, pues, necesaria contra las consecuencias del pecado original, que
continúa existiendo aun en los bautizados, como ocasión de lucha, y hasta de lucha
indispensable para no caer en pecados actuales y personales. No tenemos por qué
arrepentirnos del pecado original que no fue voluntario sino en el primer hombre;
pero debemos esforzamos por hacer desaparecer las pecaminosas consecuencias de ese
pecado, en particular la concupiscencia, que inclina a los demás pecados. Si lo hacemos
así, las heridas, de que antes nos hemos ocupado, se van cicatrizando más y más con el
aumento de la gracia que sana y que, a la vez, nos levanta a una nueva vida. Muy lejos de
destruir la naturaleza, por la práctica de la mortificación, la gracia la restaura, la sana y la
vuelve más dócil en las manos de Dios.
Porque nos sana de las consecuencias de nuestros pecados actuales (Penitencia).
La penitencia es la mortificación que se hace para reparar por nuestros pecados
personales. Es pues cosa clara que la mortificación es para nosotros una necesidad en
razón de las consecuencias de nuestros pecados personales. El pecado actual repetido
engendra vicios. Cuando confesamos nuestras faltas con contrición o atrición suficiente, la
absolución borra el pecado, pero deja en el alma cierta disposición a volver a caer en el
mismo vicio, que es consecuencia del pecado. De modo que aun después del bautismo
queda el fondo de todas las malas pasiones. No hay duda, por ejemplo, que aquel que se
ha dado al vicio del alcoholismo y se confiesa con atrición suficiente, si bien recibe, con el
perdón, la gracia santificante y la virtud infusa de la templanza, conserva, sin embargo, la
inclinación a aquel vicio y, si no huye de las ocasiones, volverá a caer en él.
Por ese espíritu de penitencia hemos de mortificarnos para expiar los pecados pasados y
ya perdonados, y evitarlos en lo venidero. La virtud de penitencia, en efecto, no sólo tiene
por fin detestar el pecado, que es ofensa de Dios, sino también la reparación; y, para esto,
no basta dejar de pecar; es también necesaria la satisfacción ofrecida a la justicia divina,
ya que todo pecado merece una pena o castigo, de la misma manera que cualquier acto
inspirado por la caridad es acreedor a la recompensa. Por este motivo, cuando se nos da
la absolución sacramental, que borra el pecado, se nos impone a la vez la penitencia o
satisfacción, para que así obtengamos la remisión de la pena temporal que aún nos
quedaría por pagar. Esta satisfacción es parte del sacramento de la penitencia por el cual
se nos aplican los méritos del Salvador; y contribuye así a devolvernos la gracia o a
aumentárnosla.
Así queda saldada, en parte al menos, la deuda contraída por el pecador con la divina
justicia. Para conseguir tal efecto, debe ese pecador aceptar con resignación las
penalidades de la vida; y si esta paciencia y resignación no son suficientes para purificarlo
del todo, deberá pasar por el purgatorio, pues nadie entra en el cielo sin antes haberse
purgado totalmente. El dogma del purgatorio es, de esta manera, una confirmación de la
necesidad de la mortificación, al enseñarnos que toda deuda ha de quedar cancelada, ya
por los méritos en esta vida, o bien por el fuego purificador en la otra.
Un arrepentimiento lleno de amor borraría la falta y la pena, como las dichosas lágrimas
que Jesús bendijo cuando dijo: “Le han sido perdonados muchos pecados, porque amó
mucho” (Lc 7,47).  Si, pues, la penitencia es necesaria a todos los cristianos, ¿cómo será
posible negar la necesidad de la mortificación? Eso equivaldría a desconocer en absoluto
la gravedad del pecado y sus consecuencias. Los que hablan contra la mortificación llegan
poco a poco a beber la iniquidad como se bebe un vaso de agua; luego llaman
imperfección a lo que con frecuencia es un verdadero pecado venial, y humana debilidad al
pecado mortal.
Tampoco hemos de pasar por alto que tenemos que luchar contra el espíritu del mundo y
contra el demonio, según las palabras de San Pablo (cf. Ef 6,10-20). Para resistir a las
tentaciones del enemigo, que primero nos inclina a faltas ligeras para llevarnos después a
otras más graves, Nuestro Señor mismo nos ha exhortado a recurrir a la oración, al ayuno
y a la limosna. Así la tentación se convertirá en ocasión de actos meritorios de fe,
esperanza y amor de Dios.
Porque nos asemeja a Cristo crucificado[3]
Otro de los motivos por el cual nos es necesaria la mortificación, es la necesidad de imitar
a Jesús crucificado. La santificación consiste en un proceso cada vez más intenso de
incorporación a Cristo. Se trata de una verdadera cristificación, a la que debe llegar todo
cristiano bajo pena de no alcanzar la santidad. El santo es, en fin de cuentas, una
reproducción de Cristo, otro Cristo, con todas sus consecuencias. Ahora bien; el camino
para unirnos y transformarnos en Él nos lo dejó trazado el mismo Cristo con caracteres
inequívocos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y
sígame” (Mt 16,24). No hay otro camino posible: es preciso abrazarse del dolor, cargar la
propia cruz y seguir a Cristo hasta la cumbre del Calvario; no para contemplar cómo le
crucifican a Él, sino para dejarse crucificar al lado suyo. Un santo muy ingenioso pudo
establecer la siguiente ecuación, que juzgamos exactísima: santificar, igual a cristificar;
cristificar, igual a sacrificar. La comodidad moderna y el amor propio humillado ante la
propia cobardía podrán lanzar nuevas fórmulas e inventar sistemas de santificación
cómodos fáciles, pero todos ellos están inexorablemente condenados al fracaso. No hay
más santificación posible que la crucifixión con Cristo. De hecho, todos los santos están
ensangrentados. Y San Juan de la Cruz estaba tan convencido de ello, que llegó a escribir
estas terminantes palabras: “si en algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea
o no prelado, doctrina de anchura y más alivio, no le crea ni abrace aunque se la confirme
con milagros, sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas. Y
jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz.”
San Pablo añade que padecemos con Él para ser glorificados con Él (cf. Rom 8,12-18). En
este sentido la mortificación tiene su raíz profunda en el bautismo en el que somos
introducidos en la muerte de Cristo para resucitar con él (Rom 6,1-14). El Apóstol de los
Gentiles vivió profundamente lo que enseñó, por eso pudo escribir: “Mas este tesoro lo
llevamos en vasos de barro, para que se reconozca que la grandeza del poder (del
Evangelio) es de Dios, y no nuestra. Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones,
pero no por eso perdemos el ánimo; nos hallamos en graves apuros, mas no
desesperamos; somos perseguidos, mas no abandonados (por Dios); abatidos, mas no
enteramente perdidos. Traemos siempre en nuestro cuerpo por todas partes la
mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros
cuerpos... Así es que la muerte imprime sus efectos en nosotros, más en vosotros la
vida.” (2 Cor 4,7-10) Y narra otra suerte de luchas en (1 Cor 4,9). Los mismos apóstoles
después de ser azotados por amor a Cristo salieron “muy gozosos, porque habían sido
hallados dignos de sufrir aquel ultraje (los azotes) por el nombre de Jesús.” (Hch 5,41). Los
santos verdaderamente llevaron sus cruces y fueron así formados a imagen de Jesús
crucificado, para continuar la obra de la Redención con los mismos medios que empleara
el Redentor.
«El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate
espiritual (cf. 2 Tim 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que
conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas» (Catecismo,
2015).
Práctica de la mortificación[4]
La mortificación debe practicarse con prudencia y discreción. Debe ser proporcionada a las
fuerzas físicas[5] y morales[6] de cada cual, y al cumplimiento de las obligaciones de
nuestro propio estado[7]. Es importante mortificar todos los sentidos:
El tacto, no dándole todos los placeres que pide. Cuidándonos principalmente de los malos
deleites. Pero también se ha de renunciar a los deleites peligrosos, para no exponerse al
pecado; y aún hemos de abstenernos de algunos placeres lícitos para asegurar el imperio
de la voluntad sobre los sentidos.
Los ojos, rechazando definitivamente el ver cosas deshonestas, evitando ver cosas
peligrosas y ofreciendo alegremente el sacrificio de no ver cosas superficiales.
El oído, dejando la vana curiosidad de querer oírlo todo y huyendo de las conversaciones
deshonestas.
El olfato, soportando pacientemente olores desagradables y no teniendo inclinación
desordenada a perfumes y olores agradables.
El gusto, imponiéndose gustosamente sacrificios respecto a la comida: “si has terminado
de comer y no hiciste ningún pequeño sacrificio… ¡Comiste como un pagano!”. El ayuno,
ocupa el lugar privilegiado en cuanto a la mortificación del gusto.
El ayuno[8]
Llamamos ‘ayuno’ a la privación voluntaria de comida durante algún tiempo por motivo
religioso, como acto de culto ante Dios.
Era el ayuno, en la Antigua Ley, una de las grandes obras expiatorias (cf. Lv 16,29.31). En
la Ley Nueva, el ayuno es una práctica de dolor y de penitencia; por eso los apóstoles no
ayunan mientras el Esposo está con ellos, sino que ayunarán cuando no esté  (cf. Mt 9,14-
15). Nuestro Señor, para pagar por nuestros pecados, ayunó cuarenta días y cuarenta
noches (cf. Mt 4,1-12), y dijo a sus Apóstoles que hay algunos demonios que no pueden
arrojarse sino con la oración y el ayuno (cf. Mt 17,20).
Fiel a esas enseñanzas, ha instituido la Iglesia el ayuno de la Cuaresma, de las vigilias y
de las temporadas para que los fieles puedan expiar sus pecados. Muchos de esos
proceden directa o indirectamente de la afición a los placeres sensibles, de exceso en el
comer o en el beber, y no hay mejor manera de repáralos que privarse del alimento, lo cual
ataca la raíz del mal, porque mortifica el amor a los placeres de la carne.
Esta es la razón de que los santos hayan practicado tan frecuentes ayunos, aún fuera de
los tiempos señalados por la Iglesia; los cristianos fervorosos los imitan, o, por lo menos,
procuran guardar en parte el ayuno propiamente dicho privándose de algún alimento en
cada una de las comidas para ir matando así la sensualidad.
Pero no sólo nuestro Señor Jesucristo y la Iglesia recomiendan vivamente el ayuno;
también nuestra Señora, en sus apariciones ha pedido insistentemente el ayuno.
El ayuno es importante porque nos ayuda:
A vencer las tentaciones de lujuria, pues los placeres de la mesa preparan los de la carne;
la gula es la antesala de la lujuria. Por esta razón hay que mortificar el sentido del gusto.
A solidarizarnos con el que sufre el hambre por la injusticia social; por esta razón el ayuno
debe movernos a ejercer la caridad con el pobre.
A tener hambre de Cristo, recordando que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
A entender la fragilidad humana, dándonos cuenta de la absoluta dependencia que
tenemos del alimento. Esto nos muestra lo limitados que somos y da una bofetada a
nuestra orgullosa locura que cree no necesitar de nada.
¿Cómo se hace el ayuno?[9]
El ayuno, que ha de guardarse el miércoles de ceniza y el Viernes Santo. Consiste en no
comer sino una sola comida al día; pero no se prohíbe tomar algo de alimento en la
mañana y en la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y
calidad de los alimentos. Se recomienda  pan y agua. Deben ayunar los católicos entre los
18 y 59 años.
La abstinencia consiste en no comer carne. Son días de abstinencia y ayuno: miércoles de
Ceniza y Viernes Santo. La abstinencia obliga a partir de los 14 años.

PRÁCTICA
Hacer ayuno el viernes próximo, de la siguiente manera: medio desayuno, almuerzo
completo y media cena. Entre comidas sólo agua. Ofrecerlo en reparación por los propios
pecados.

 [1] Disponible en internet el 3 de julio de 2013:


«http://www.ewtn.com/spanish/saints/santos/francisco_as%C3%ADs.htm»
 [2] Explicación basada en LAGRANGE, Garrigou. Las Tres edades de la vida
interior I. 9na. ed. Madrid: Palabra, 1999. Pp. 332-336.
 [3] ROYO, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana. 9na Ed. Madrid: Editorial
Católica (BAC), 2001. P. 332.
 [4] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística II. 1ra Ed.
Quito: Jesús de la Misericordia. Pp. 506-513.
 [5] Por ejemplo, no excediéndose en el ayuno si se es de constitución débil.
 [6] Por ejemplo, no poniéndose al principio privaciones excesivas que no se puedan
cumplir por mucho tiempo.
 [7] No estaría bien, por ejemplo, que una persona sacrificara su sueño si esto le
afecta gravemente en su trabajo.
 [8] TANQUEREY, Adolphe. Op. Cit. Pp. 492-493.
 [9] Código de Derecho Canónico cc.1249-1253.

 
TEXTO 19. OBEDIENTE HASTA LA MUERTE
A la susceptibilidad del hombre actual, la sola palabra ‘obediencia’ le estremece y le
genera repulsa. El hombre, al dar la espalda a Dios y erigirse a sí mismo como tal,
considera que la manera de obrar se debe ajustar, exclusivamente, al propio criterio,
fundamentado por lo general en el capricho, en la sensibilidad, o en su confundido
entendimiento afectado por el error. Aparecen, así, frases como: “a mí no me manda
nadie”, “yo me mando a mí mismo”, “si obedece, se la montan”, etc.
El valor de la obediencia se entiende cuando se contrasta con su opuesto, la
desobediencia, y se observan las terribles consecuencias de esta:
Por desobedecer, algunos ángeles se convirtieron en demonios: «La Escritura habla de un
pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta “caída” consiste en la elección libre de estos
espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino.
Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros
padres: “Seréis como dioses” (Gén 3,5). El diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn
3,8), “padre de la mentira” (Jn 8,44).» (Catecismo, 392).
Por desobedecer, nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso: «El hombre,
tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador  (cf. Gén 3,1-
11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el
primer pecado del hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo pecado será
una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.» (Catecismo, 397).
La desobediencia de nuestros primeros padres tuvo que ser reparada de la manera más
atroz: ¡con la muerte del Hijo de Dios en la cruz! “En efecto, así como por la desobediencia
de un hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno
todos serán constituidos justos” (Rom 5,19). Así, Cristo “se rebajó a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2,8).
¡Cuán terribles son las consecuencias de la desobediencia! Convirtió bellos ángeles en
demonios, expulsó a Adán y Eva del jardín más bello y “obligó” al Hijo de Dios a morir en la
cruz para reparar por ella.
¿Qué es la obediencia?
La obediencia es una virtud moral sobrenatural que nos inclina a someter nuestra voluntad
a la de los superiores legítimos en cuanto son representantes de Dios.[1]
Al ver que el hombre no se bastaba a sí mismo para su desarrollo físico, intelectual y
moral, quiso Dios que viviera en sociedad. Pero la sociedad no puede subsistir sin una
autoridad que coordine todos los esfuerzos de sus miembros hacia el bien común; Dios
quiere, pues, que haya una sociedad jerárquica, con superiores legítimos a quienes
corresponde el mandar, y súbditos a quienes toca obedecer.
El fundamento de la obediencia es la autoridad del superior recibida directa o
indirectamente de Dios. En realidad es a Dios a quien se obedece en la persona del
legítimo superior ya que toda potestad viene de Dios (cf. Rom 13,1). Por eso añade san
Pablo que quien resiste a la autoridad, resiste al mismo Dios (cf. Rom 13,2). La obediencia
es una virtud de enorme importancia, veamos: con la virtud de la pobreza se sacrifican los
bienes exteriores; con la virtud de la castidad se sacrifican los bienes corporales. Pero con
la virtud de la obediencia se ofrece a Dios el holocausto de la propia voluntad.[2]
¿Quiénes son los legítimos superiores?
Aquellos que fueron puestos por Dios al frente de las diversas sociedades.
En el orden natural podemos distinguir tres clases:
La familia, al frente de la cual están los padres, y especialmente el cabeza de familia.
La sociedad civil, que gobiernan los poseedores legítimos de la autoridad según los
sistemas admitidos en las diversas naciones. Son los presidentes, alcaldes, policías,
guardas de tránsito, etc.
La sociedad profesional, en la que hay patrones y empleados, cuyos respectivos derechos
y deberes se hallan determinados por el contrato de trabajo.
En el orden sobrenatural los superiores jerárquicos son:
El Santo Padre, cuya autoridad es suprema e inmediata en la Iglesia universal.
Los Obispos, que tienen jurisdicción en sus diócesis respectivas, y, bajo su autoridad,
los curas y vicarios, cada uno dentro de los límites que señala el Código de Derecho
Canónico.
Además hay dentro de la Iglesia comunidades particulares con reglas, estatutos y
constituciones aprobadas por el Sumo Pontífice o por los Obispos, y que
tienen superiores nombrados según sus Constituciones, estatutos o reglas; también son
legítimas autoridades. Por consiguiente, todo el que entra a una comunidad, se obliga, por
ende, a guardar las reglas y a obedecer a los superiores en lo que manden dentro de los
límites definidos por la regla.
Límites en el ejercicio de la autoridad[3]
Es famosa la frase que dice: “el que obedece no se equivoca… se equivoca el que
ordena”. Esta frase es cierta, siempre y cuando, quien ejerza la autoridad no se extralimite
en sus funciones. Hay, entonces, algunos límites a la hora de obedecer:
Cuando se ordena algo que sea pecado: Es evidente que no se debe ni se puede
obedecer a un superior que mande alguna cosa contraria a las leyes divinas o
eclesiásticas; habría que decirle aquello de san Pedro: “Antes se ha de obedecer a Dios
que a los hombres” (Hch 5,29). Esta frase es liberadora, pues asegura la libertad cristiana
contra toda tiranía. Así enseñaba san Francisco de Sales: “como los superiores no pueden
mandar cosa en contrario (a la ley de Dios), tampoco los inferiores tienen obligación alguna
de obedecer en ese caso, y si obedecieren, pecarían”[4].
Cuando se manda algo, en la práctica, imposible: Quien claramente no puede realizar lo
que se le solicita, no está obligado a hacerlo. Nótese que se dice que sea imposible “en la
práctica”, pues aunque nuestras fuerzas físicas o morales, estrictamente hablando, puedan
lograr lo que se está mandando, puede suceder que es prácticamente imposible. Así, por
ejemplo, si un director espiritual le ordenara a un hombre casado, con trabajo y demás
ocupaciones propias de su estado, que rezara todos los días diez veces el rosario, aunque
física y moralmente pudiese llegarlo a hacer sacrificando cosas de su estado propio, se
consideraría que en la práctica es imposible y no estaría obligado a obedecer. No obstante,
en caso de duda hemos de presumir que tiene razón el superior.
Cuando el superior ordena algo más allá de sus atribuciones: por ejemplo, cuando un
padre se opone a la vocación maduramente considerada de su hijo, traspasa sus deberes,
y no hay obligación de obedecerle. Lo mismo ha de decirse del superior de una comunidad
que ordenare cosa más allá de lo que le permiten las constituciones, estatutos y reglas,
habiendo estas determinado sabiamente los límites de su autoridad. 
Grados de la obediencia[5]
Obediencia de principiante: Se aplican antes que a otra cosa a guardar fielmente los
mandamientos de Dios y de la iglesia; y a someterse por lo menos exteriormente a las
órdenes de los superiores legítimos con diligencia  puntualidad y espíritu sobrenatural.
Obediencia de adelantado: No se contentan con obedecer exteriormente si no que
interiormente someten su voluntad aun en las cosas trabajosas contrarias a su manera de
ser; y lo hacen de corazón sin quejarse, buscando poder asemejasen más perfectamente a
Jesús y a María que son su modelo.
Obediencia perfecta: Es aquella obediencia que somete su juicio al del superior sin pararse
a examinar las razones por las que las mandaron, siempre y cuando no se extralimite en el
ejercicio de su autoridad.
Cualidades de la obediencia[6]
La obediencia, para ser perfecta, debe vivirse con mirada sobrenatural, en todo tiempo y
todo lugar e integralmente.
Con mirada sobrenatural: Quiere decir que debemos ver a Dios mismo, a Jesucristo, en
nuestros superiores, porque no tiene autoridad sino de Él.
En todo tiempo y en todo lugar: En cuanto que debemos obedecer todas las órdenes de
nuestro superior legítimo, siempre que mande legítimamente. De esta manera, como dice
San Francisco de sales, la obediencia “se somete amorosamente a todo lo que se le
mande con entera sencillez sin mirar jamás si lo que se le manda está bien o mal
mandado, con tal que quien la manda tenga potestad de mandar, y sirva lo mandado para
unirnos con Dios”
Integralmente: Significa que la obediencia debe ser puntual, sin restricción, constante y
alegre.
Puntual: porque el amor, que es el que mueve la obediencia perfecta, nos hace obedecer
prontamente. Lo mismo dice San Bernardo: “el verdadero obediente no sabe de dilaciones,
tiene horror a dejarlo para mañana; no entiende de demoras; se adelanta al mandamiento:
está con los ojos fijos, el oído atento, la lengua pronta a hablar, las manos dispuestas a
obrar, los pies prontos a correr; está enteramente recogido para entender enseguida lo que
se le manda.”
Sin restricción: porque andar eligiendo obedecer en unas cosas sí y en otras no, es  perder
el mérito de la obediencia, y dar a entender que nos sometemos en lo que nos agrada es
mostrar que no es sobrenatural nuestra obediencia.
Constante: en esto está uno de los mayores méritos de la obediencia; porque hacer con
gozo una cosa por una sola vez que se nos manda, o cuando nos conviene, cuesta muy
poco: pero cuando te dicen; harás siempre esto mismo mientras vivas, en eso está la
virtud, en eso la dificultad.
Alegre: si no se inspira en el amor, es difícil que la obediencia sea alegre en lo penoso. No
hay trabajo para el que ama, porque no piensa en lo que padece, sino en aquel por quien
padece.
Falsificaciones de la obediencia[7]
Sin llegar a los excesos de la franca y formal desobediencia, que es el pecado
diametralmente opuesto a la obediencia, ¡cuántos modos y maneras ha de falsificar o
deformar esta virtud, tan contraria al instinto de natural rebeldía propio del espíritu humano!
He aquí algunas de sus principales manifestaciones:
Obediencia rutinaria: puro automatismo, sin espíritu interior como el reloj, que da las horas
puntualmente, pero ignorando que las da…
Obediencia sabia: siempre con el Código Canónico o la regla en la mano para saber hasta
dónde está obligado a obedecer o dónde empieza “a excederse” el superior. ¡Qué
mezquindad!
Obediencia crítica: “El superior es superior… ¡no faltaba más!, pero eso no impide que sea
poco simpático, riguroso, frágil, impulsivo, sin pizca de tacto; que le falte a menudo
cordura, prudencia, oportunidad y caridad”. Se le obedece al mismo tiempo que se le
despelleja…
Obediencia momificada: no se tiene ocasión de practicarla, porque el superior no se atreve
a mandar o porque el súbito se substrae habilidosamente de tener que obedecer…
Obediencia seudomística: desobedece al superior bajo el pretexto de obedecer al Espíritu
Santo. ¡Pura ilusión!
Obediencia paradójica: es la que pretende obedecer haciendo su propia voluntad, o sea
imponiéndosela al superior.
Obediencia farisaica: que entrega una voluntad vencida, pero no sumisa… cobardía e
hipocresía al mismo tiempo.
Espíritu de oposición: grupos, bandos, partidos “de oposición” a cuanto ordene o disponga
el superior. Espíritu verdaderamente satánico, que siembra la división y la discordia…
Obediencia egoísta: inspirada en motivos interesados para atraerse la simpatía del
superior y obtener de él cargos o mandatos que cuadren con sus gustos o aficiones.
Obediencia murmuradora: que acepta de mala gana la orden de un superior y  murmura
interiormente… y a veces exteriormente, con escándalo de los demás y daño manifiesto al
bien común…
Sabotaje y falta de perfección: al ejecutar la orden. “Barrer consistirá en cambiar el polvo
de sitio, y hacer meditación, en dormitar dulcemente”.
Obediencia perezosa: “no tuve tiempo... estaba ocupado… no pensaba que fuese tan
urgente… iba a hacerlo ahora”. Hay que mandarle doce veces cada cosa y termina
haciéndola mal.

PRÁCTICA
Obedecer estrictamente a toda autoridad a la que estoy sometido: padres, profesores,
patrones, normas civiles y de tránsito, etc.

BLOQUE 3: CONOCIMIENTO DE MARÍA


TEXTO 20. FIN DE LOS TIEMPOS Y APARICIONES MARIANAS
Signos precursores del fin del mundo
Para hablar sobre el fin de los tiempos, tomamos aquí, un fragmento completo del teólogo
Antonio Royo Marín[1]:
En la Sagrada  Escritura se nos dice que nadie absolutamente sabe cuándo sobrevendrá el
fin del mundo. Cristo resucitado advirtió a sus apóstoles que no les correspondía a ellos
conocer los tiempos ni los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder
soberano (Hch 1,7). Y en el Evangelio les había ya dicho que de aquel día y de aquella
hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo ni el hijo, sino sólo el Padre (Mt 24,36). Ya se
comprende que el hijo no lo sabía como formando parte de su mensaje mesiánico que
había de comunicar a los hombres, aunque sí como verbo eterno de Dios. Sin embargo, la
misma Sagrada Escritura nos proporciona ciertos signos o señales por donde puede
conjeturarse de algún modo la mayor o menor proximidad del desenlace final. No se nos
prohíbe examinar esas señales, pero es preciso tener en cuenta que son muy vagas e
inconcretas y se prestan a grandes confusiones, sobre todo por el carácter evidentemente
metafórico y ponderativo de muchas  de ellas. Buena prueba de esto la ofrece el hecho de
que la humanidad ha creído verlas ya en diferentes épocas de la historia que hacían
presentir la proximidad de la catástrofe final.
Vamos, pues, con sobriedad y moderación a recoger esas señales, pero guardándonos
mucho de llegar a conclusiones demasiado concretas y simplistas. Lo único cierto en esta
materia tan difícil y oscura es que nadie absolutamente sabe nada: es un misterio de Dios.
He aquí las principales señales de que nos habla la Sagrada Escritura:
 La predicación del Evangelio en todo el mundo
Lo anunció el mismo Cristo al decir a sus apóstoles: Será predicado este Evangelio del
reino en todo el mundo, testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin (Mt
24,14).
Lo cual no hay que entenderlo en el sentido de que todas las gentes se convertirán de
hecho al cristianismo, sino únicamente que el Evangelio se propagará suficientemente por
todas las regiones del mundo, de manera que todos los hombres que quieran puedan
convertirse a él. Ni se puede decir tampoco que el fin del mundo vendrá inmediatamente
después de que el Evangelio llegue a los confines de la tierra, sino únicamente que no
sobrevendrá antes.
La apostasía universal
Lo anunció también el mismo Jesucristo y lo repitió luego san pablo. He aquí los
principales textos: ”Y se levantarán muchos falsos profetas que engañarán a muchos, y por
el exceso de la maldad se enfriará la caridad de muchos” (Mt 24,12). “Cuando venga el
Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18,8). “Que nadie en modo alguno nos
engañe, porque antes ha de venir la apostasía y ha de manifestarse el hombre de la
iniquidad, el hijo de la perdición” (2 Tes 2,3).
Algunos teólogos la interpretan  en el sentido de que la mayoría de las naciones y pueblos,
en cuanto sociedades políticas, renunciarán al cristianismo, de forma que los principios,
leyes, escuelas, organización familiar, y en general, toda la vida pública será contraria a las
normas de la fe. Al mismo tiempo, la vida individual de la mayor parte de los hombres
discurrirá también por cauces contrarios al cristianismo, aunque nunca faltarán del todo
almas sinceras que conservarán incontaminado el espíritu cristiano hasta el fin de los
siglos.
La conversión de los judíos
En contraste con esta apostasía casi general, habrá de verificarse la conversión de Israel,
anunciada por el apóstol San Pablo (Rom 11,25-26).  Dios permitió la apostasía de su
pueblo predilecto para llevar la salud a los gentiles (Rom 11,11). Pero se arrepentirán en
su día y volverán a ser injertados como ramas naturales en su propio tronco  (Rom 11,24),
ya que las promesas y dones de Dios son irrevocables (Rom 11,29). En definitiva,
compasión y misericordia de todo el género humano (Rom 11,32). Cuándo habrá de
realizarse esta vuelta de Israel a la verdadera fe, en qué medida y proporción, con qué
manifestaciones externas; he ahí otros tantos misterios que nadie absolutamente podría
aclarar.
El advenimiento del anticristo
Consta también en la Sagrada escritura (2 Tes 2,3-11; 1 Jn 2,18.22). Pero es muy
misteriosa la naturaleza del anticristo. Atendiendo a su significación verbal, podrá
entenderse por tal cualquier manifestación del espíritu anticristiano: el pecado, la herejía, la
persecución, etc. Ello justificaría plenamente y a la letra la expresión de San Juan que
afirma que el anticristo se halla ya en el mundo (1 Jn 4,3). Pero entre los santos padres y
teólogos posteriores prevaleció la creencia de que será una persona individual, que
desplegará – permitiéndolo Dios- un gran poder de seducción con falsos prodigios, que
engañarán a muchos. Finalmente, será vencido y muertos por Cristo con el aliento de su
boca (2 Tes 2,8), o sea, con la simple manifestación de su divina voluntad.
La aparición de Elías y Henoc
Es otra señal misteriosa, que sólo de una manera muy confusa puede apoyarse en la
Sagrada Escritura. El profeta Malaquías nos dice hablando de Elías: “Ved que yo mandaré
a Elías, el profeta, antes que venga el día de Yahvé, grande y terrible. El convertirá el
corazón de los padres a los hijos, y el corazón de los hijos a los padres…” (Mal 4,5-6; cf.
Mt 17,10-13). De Henoc nos dice la Sagrada Escritura que “por la fe fue trasladado sin
pasar por la muerte, y no fue hallado, porque Dios le trasladó” (Heb 11,5).
Muchos Santos Padres- entre los que se cuentan San Agustín y San Jerónimo- interpretan
de Elías y Henoc el misterioso episodio de los dos testigos que lucharán con el anticristo y
serán muertos por él para resucitar después gloriosamente (Apo 11,3-13). Pero otros
Padres y expositores sagrados dan otras interpretaciones muy diversas, por lo que es
forzoso concluir que nada absolutamente se puede afirmar con certeza sobre este
particular.
Grandes calamidades públicas
Jesucristo anunció en el Evangelio varias de estas calamidades: “Oiréis hablar de guerras
y de rumores de guerras; pero no os turbéis, porque es preciso que esto suceda, mas no
es aún el fin. Se levantará nación contra nación y reino contra reino, y habrá hambres y
terremotos en diversos lugares; pero todo esto es el comienzo de los dolores” (Mt. 24,6-8).
Sabido es, sin embargo, que el discurso escatológico de nuestro Señor- del que están
tomadas esas palabras- está lleno de dificultades y misterios. En él se habla unas veces de
la ruina de Jerusalén; otras, del fin del mundo, y otras, de ambas cosas a la vez. Es muy
difícil  señalar exactamente qué es lo que corresponde a cada uno de esos
acontecimientos. Ni los Santos Padres ni los modernos exégetas han podido precisarlo con
exactitud. Nos parecen, por lo mismo, muy sensatas y acertadas las siguientes palabras de
un notable expositor sagrado: “Cristo habla a los suyos como si tuvieran que presenciar
aquellos signos de su nueva venida, a pesar de que sabía muy bien que ese nuevo
advenimiento estaba muy lejos todavía. ¿Por qué habla así? Pues porque quería que los
suyos estuvieran siempre prevenidos por su venida, cuyo tiempo preciso quiso que
permaneciera oculto, aunque en algún sentido muy real y verdadero de la muerte de cada
uno ocurre el advenimiento de Cristo juez; y por eso se explica que los mismo apóstoles
exhorten a los fieles a permanecer siempre preparados para el día del juicio.
Lo cierto es que muchos de estos signos parecen manifestarse en nuestra sociedad; ya el
Evangelio ha sido predicado a gran parte de la humanidad, la apostasía es cada vez
mayor, cada vez más los hombres, incluso los que se llaman cristianos, viven como
paganos, y qué decir de las guerras y grandes calamidades como terremotos y fenómenos
naturales que hemos presenciado. Además, otro gran signo de estos tiempos, han sido las
continuas apariciones de nuestra Santísima Madre, que ha venido a advertir a sus hijos
que el fin se acerca y que debemos estar preparados.
Apariciones Marianas
Si una madre, desde un barco, observase que su hijito se tiró de este y se está ahogando
en el mar ¿qué no haría? Con absoluta seguridad, esta madre tiraría a su hijito cuerdas,
flotadores, tablas, botes salvavidas, e incluso bajaría ella misma a darle su mano. Pero
¿qué pasaría si este hijo no quisiera recibir la ayuda de su madre y en lugar de esto
quisiera ahogarse? Quizá la madre, con lágrimas en sus ojos le suplicaría y hasta le
gritaría a su hijo que echara mano de lo que le ha dado para que se salve. En este punto
del drama la decisión reposa totalmente en el hijo: o corresponde a las súplicas de su
madre o… ¡se deja ahogar!
Esta escena tan trágica corresponde a la realidad de nuestros días. Nuestra Señora
observa como nos tiramos temerariamente de la barca de la Iglesia y así nos empezamos
a hundir en el mar del pecado y en la inmundicia del mundo, cuya consecuencia no solo
será la infelicidad en la vida presente sino el fuego eterno en la futura. Entonces nuestra
buena Madre nos lanza las “cuerdas” del Santo Rosario, los “flotadores” de la mortificación
y el ayuno, las “tablas“, de la ley del amor, dadas por Jesús en el Evangelio, el “bote
salvavidas” que son los Sacramentos, e incluso a través de sus diferentes apariciones baja
a nosotros, y como ve que no hacemos caso llora a través de sus imágenes, como en
Akita, Japón. La Santísima Madre nos viene a advertir como la “Profetisa de los últimos
tiempos” los castigos que llegarán a la humanidad si no enmendamos nuestra vida.
Alguien gritará: “¡Dios no castiga! ¡Él es todo misericordia!, etc.” Si quien dice esto se
refiere a que Dios no se pone rojo de ira y con un látigo corre tras sus hijos, mordiendo su
lengua, a “castigarlos” en una pataleta de rabia, y este es el concepto de castigo que tiene,
estamos de acuerdo, pues lo que falla acá no es el concepto de la justicia divina sino la
concepción que se tiene de “castigo”. Pero si quien así grita se refiere a que Dios no
corrige y es un papá alcahuete que deja que sus hijos hagan lo que les plazca y que
premia igual al que se esforzó por amarle y al que le rechazó durante toda su vida -salvo si
esta persona tiene una conversión de corazón-, entonces ahí sí hay un error y grave. Pues
este concepto no solo muestra un terrible desconocimiento de la Biblia y del Magisterio,
sino que es una mentira peligrosa que puede llevar al infierno a miles de aquellos que lo
negaron durante toda su vida.
El Castigo Divino que aparece en la Biblia -y sí que aparece- se debe entender en términos
de la corrección amorosa que un Dios da ya sea a su pueblo Israel, a un individuo
particular o a un grupo de personas, y mientras está corrigiendo llora por su hijo que sufre,
pero lo hace pues sabe que más tarde este pequeño sufrimiento no solo le traerá
beneficios sino que, además, le evitará sufrimientos mayores y hasta eternos. Así, algunos
exégetas han encontrado en las Sagradas Escrituras hasta 177 amonestaciones que Dios
da a su pueblo Israel y a la humanidad por su infidelidad a él, y no es difícil recordar
alguna, incluso desde el Génesis, como el Diluvio Universal (Gén 6,5), la destrucción de
Sodoma y Gomorra por su abundante pecado (Gén 19); o cuando a Israel, después de
murmurar contra Dios y Moisés, el Señor “mandó... serpientes-ardientes. Y muchos de los
israelitas murieron por sus mordeduras” (Num 21,6). Así podríamos encontrar muchísimos
casos más donde Dios castiga.
Además, el mismo San Pablo nos dice que “Dios es a la vez bondadoso y severo” (Rom
11,22) y que nos corrige para “no ser condenados con este mundo” (1 Cor 11,32), además
recuerda a los corintios unos cuantos castigos de Dios contra aquellos que cayeron en
impureza (Col 3,6), o tentaron a Dios o murmuraron contra él (1 Cor 10,8-10). “Dios...
aguarda pacientemente hasta que se cumpla la medida de los pecados, y a partir de este
día ya no espera, sino que castiga.”[2]
La Virgen María nos viene a advertir
Todo esto, es lo que nos viene a recordar la Santísima Virgen María por Voluntad de Dios.
Pero siempre, después de cada legítimo mensaje del cielo, donde puede anunciar
catástrofes como lo veremos más adelante, la Madre de Dios deja bien sentadas las bases
de la esperanza: el Señor triunfará sobre el mal, su reino se implantará en el mundo y
nosotros seremos su pueblo y Él será nuestro Dios.
Valga también aclarar, que todo lo que concierne a apariciones y locuciones entra dentro
del campo que se conoce como “Revelación privada” y no obliga al creyente, en modo
alguno, a creer bajo pena de pecado, ni siquiera venial:
«A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas “privadas”, algunas de las cuales
han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al
depósito de la fe. Su función no es la de “mejorar” o “completar” la Revelación definitiva de
Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia.
Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir
y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus
santos a la Iglesia.» (Catecismo, 67).
Alguien podría perfectamente no creer en alguna aparición, aún si es aprobada por la
Iglesia, y no pecaría en lo más mínimo. Sin embargo, es también importante advertir que
no hay razón para desprestigiar estas apariciones -a menos que contengan algo en contra
de la sana doctrina y/o la recta moral, y allí corresponde a la Iglesia el juzgar-, pues si
alguien no cree, no significa que por ello esta manifestación del cielo sea falsa.
Reseña histórica
Se podría decir que los actuales tiempos marianos tuvieron su origen en 1830, cuando la
Santísima Virgen se le apareció a Santa Catalina de Labouré, en París, Francia. Allí
nuestra Santísima Madre le dijo que hiciera una Medalla que por un lado tuviera la imagen
de los dos corazones: el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, y
al reverso una imagen de Nuestra Señora con los brazos extendidos y con rayos de gracia
saliendo de sus manos. Esta Medalla más tarde fue llamada “La medalla Milagrosa”.
Aparición aprobada por la Iglesia.
El 16 de Septiembre de 1846, Nuestra Señora se apareció a los pequeños Maximino
Giraud y Melania Calvat, en La Salette, Francia. Les advirtió sobre muchas cosas que
disgustaban a Su Hijo. En 1864 les dijo que muchos demonios serían desencadenados del
infierno. La Salette fue aprobada por la Iglesia en 1851. El Papa Pío IX proclamó después
el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854.
Cuatro años más tarde, en 1858, Nuestra Madre Santísima se apareció en la pequeña
aldea de Lourdes, Francia, a la pequeña Bernardita Soubirous y se presentó como la
Inmaculada Concepción, confirmando el dogma que había proclamado Pío IX. Bernardita
nunca había escuchado este término hasta que la Madre del Cielo se lo dijo. Aparición
aprobada por la Iglesia.
En 1917 la Virgen se aparece a tres pastorcitos en Fátima, Portugal. Allí pidió a los obispos
del mundo que se unieran para consagrar a Rusia a su Inmaculado Corazón. Advirtió que
de no hacerse Rusia difundiría sus errores por todo el mundo y habría serias
consecuencias. Esto ocurrió antes de la revolución soviética. Aparición aprobada por la
Iglesia.
En 1961, María se apareció en Garabandal, España, donde repitió la petición de consagrar
a Rusia. En Garabandal ella dijo a las videntes que el cáliz de la justicia divina se estaba
llenando y que había que hacer muchos sacrificios y mucha penitencia para evitar el
castigo de Dios. Esta aparición está en curso de Investigación.
En 1973, en Akita, Japón, Nuestra Madre bendita repitió ese mensaje, y dijo que si la
humanidad no se convertia recibiría un castigo aún mayor que el diluvio. Aprobada por la
Iglesia.
Quedan en el tintero muchas otras apariciones que están en curso de investigación, pero
cuyos mensajes siguen la línea de las apariciones mencionadas.
Mensaje central de las apariciones
Llamado a la conversión
“Que no se ofenda mas a Dios Nuestro Señor, que ya es muy ofendido” … es preciso que
se enmienden; que pidan perdón de sus pecados” (Fátima).
Denuncia el pecado y anuncia el castigo
“Los Sacerdotes, Ministros de mi Hijo, los Sacerdotes..., por su mala vida, por sus
irreverencias e impiedad al celebrar los santos misterios, por su amor al dinero, a los
honores y a los placeres, se han convertido en cloacas de impureza. ¡Sí!, los Sacerdotes
piden venganza y la venganza pende de sus cabezas. ¡Ay de los sacerdotes y personas
consagradas a Dios que por sus infidelidades y mala vida crucifican de nuevo a Mi Hijo!
Los pecados de las personas consagradas a Dios claman al Cielo y piden venganza, y he
aquí que la venganza está a las puertas, pues ya no se encuentra nadie que implore
misericordia y perdón para el Pueblo. Ya no hay almas generosas ni persona digna de
ofrecer la víctima sin mancha al Eterno, en favor del mundo. Dios va a castigar de una
manera sin precedentes. ¡Ay de los habitantes de la Tierra...! Dios va a derramar su cólera
y nadie podrá sustraerse a tantos males juntos. 
¡Ay de los habitantes de la Tierra...! Habrá guerras sangrientas y hambres, pestes y
enfermedades contagiosas; habrá lluvias de un granizo espantoso... Tempestades que
destruirán ciudades, terremotos que engullirán países; se oirán voces en el aire; los
hombres se golpearán la cabeza contra los muros, llamarán a la muerte. (... La sangre
correrá por todas partes. ¿Quién podrá resistir si Dios no disminuye el tiempo de la
prueba? Por la sangre, las lágrimas y oraciones de los justos, Dios se dejará aplacar”.
(Aparición de la Santísima Vírgen en La Salette, Francia, 1846)
Nos pide oración y penitencia por nuestros pecados y los del mundo
“Rezad el rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la
guerra”...“Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, porque muchas
almas van al infierno por no tener quien se sacrifique y rece por ellas”...“¡Sacrificaos por los
pecadores y decid muchas veces, y especialmente cuando hagáis un sacrificio: Oh, Jesús,
es por tu amor, por la conversión de los pecadores y en reparación de los pecados
cometidos contra el Inmaculado Corazón de María!” (Fátima).
Pide la consagración a su inmaculado corazón
Lucía le dice  a la Señora: “Quisiera pedirle que nos llevase al cielo”, y ella le responde: “Si,
a Jacinta y a Francisco los llevaré en breve, pero tú te quedarás algún tiempo más. Jesús
quiere servirse de ti para darme a conocer y amar. Quiere establecer en el mundo la
devoción a mi Inmaculado Corazón. A quien le abrazare prometo la salvación y serán
queridas sus almas por Dios como flores puestas por mí para adornar su Trono.”
“Cuando viereis una noche alumbrada por una luz desconocida sabed que es la gran señal
que Dios os da de que va a castigar al mundo sus crímenes por medio de la guerra, del
hambre, de la persecución de la Iglesia y del Santo Padre. Para impedir eso, vendré a
pedir la consagración de Rusia a mi Inmaculado Corazón y la comunión reparadora de los
primeros sábados. Si atienden mis deseos, Rusia se convertirá y habrá paz; si no,
esparcirá sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones de la Iglesia: los
buenos serán martirizados; el Santo Padre tendrá que sufrir mucho; varias naciones serán
aniquiladas. Por fin, MI INMACULADO CORAZÓN TRIUNFARÁ. El Santo Padre me
consagrará a Rusia, que se convertirá, y será concedido al mundo algún tiempo de paz. En
Portugal el dogma de la fe se conservará siempre...
“Mira, hija mía, mi Corazón cercado de espinas que los hombres ingratos me clavan sin
cesar con blasfemias e ingratitudes. Tu, al menos, procura consolarme y di que a todos los
que, durante cinco meses, en el primer sábado, se confiesen, reciban la Sagrada
Comunión, recen el Rosario y me hagan compañía durante quince minutos meditando en
los misterios del rosario con el fin de desagraviarme les prometo asistir en la hora de la
muerte con las gracias necesarias para su salvación” (Fátima).
Vemos pues la realidad en que vive el mundo actual y como nuestra Señora, como buena
madre, nos viene a advertir de todo lo que se viene para la humanidad si no se convierte al
Señor. Y Ella misma nos ofrece, en estos tiempos difíciles, su Corazón Inmaculado como
refugio seguro donde estaremos a salvo. Nuestra madre nos pide conversión y la
consagración total a su Corazón, y nosotros hemos decidido acoger y responder a este
llamado a través de esta consagración total.

PRÁCTICA
Visitar un santuario mariano y llevarle flores a la Virgen.
TEXTO 21. MARÍA ES EL MEJOR CAMINO PARA IR A JESÚS
Empezaremos diciendo con San Luis María Grignon de Montfort que esta devoción es
camino fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la unión con Dios, en la cual consiste la
perfección cristiana.[1]
María es camino fácil
Es el camino abierto por Jesucristo al venir a nosotros y en el que no hay obstáculo para
llegar a Él. Ciertamente se puede llegar a Jesucristo por otros caminos; pero en ellos se
encuentran cruces más numerosas, muertes extrañas y dificultades apenas superables;
sería necesario pasar noches oscuras, terribles agonías, escarpadas montañas, punzantes
espinas y espantosos desiertos. Pero, por el camino de María se avanza más suave y
tranquilamente. Claro que también encontramos rudos combates y grandes dificultades por
superar. Pero esta bondadosa Madre y Señora se hace tan cercana y presente a sus fieles
servidores, para iluminarlos en sus tinieblas, esclarecerlos en sus dudas, fortalecerlos en
sus temores, sostenerlos en sus combates y dificultades, que en  verdad este camino
virginal para encontrar a Jesucristo, resulta de rosas y mieles comparados con los demás.
Ha habido santos, pero en corto número -como San Efrén, San Juan Damasceno, San
Bernardo, San Bernardino, San Buenaventura, San Francisco de Sales, etc- que han
transitado por este camino suave para ir a Jesucristo, porque el Espíritu Santo, Esposo fiel
de María, se lo ha enseñado por gracia especialísima. Pero los demás santos, que son la
mayoría, aunque hayan tenido todos devoción a la Santísima Virgen, no han entrado o sólo
muy poco en este camino. Es por ello que tuvieron que pasar por pruebas más rudas y
peligrosas.
¿De dónde procederá -me preguntará algún fiel servidor de María-, que los fieles
servidores de esta bondadosa Madre encuentran tantas ocasiones de padecer y aún más
que aquellos que no le son tan devotos? Los contradicen, persiguen, calumnian y nadie los
puede tolerar... o caminan entre tinieblas interiores o por desiertos donde no se da la
menor gota de rocío del Cielo. Si esta devoción a la Santísima Virgen facilita el camino
para llegar a Jesucristo, ¿por qué sus devotos son los más crucificados?
Le respondo que, ciertamente, siendo los más fieles servidores de la Santísima Virgen, sus
preferidos, reciben de Ella los mayores favores y gracias del cielo que son las cruces. Pero
sostengo que los servidores de María llevan estas cruces con mayor facilidad, mérito y
gloria; que lo que mil veces detendría a otros o los haría caer, a ellos no los detiene nunca,
sino que los hace avanzar. Porque esta bondadosa Madre, plenamente llena de gracia y
unción del Espíritu Santo, endulza todas las cruces que les prepara, con el azúcar  de su
dulzura maternal y con la unción del amor puro, de modo que ellos las consumen
alegremente como nueces confitadas, aunque en sí sean muy amargas. Y creo que una
persona que quiere ser devota y vivir piadosamente en Jesucristo y, por consiguiente,
padecer persecución y cargar todos los días con su cruz, no llevará jamás grandes cruces
o no las llevará con alegría hasta el fin, si no profesa tierna devoción a la Virgen María, que
es la dulzura de las cruces.
María es camino corto
Esta devoción a la Santísima Virgen es camino corto para encontrar a Jesucristo. Sea
porque en él nadie se extravía, sea porque -como acabo de decir- se avanza por él con
mayor gusto y facilidad y, por consiguiente con mayor rapidez.
Se adelanta más en poco tiempo de sumisión y obediencia a María que en años enteros de
hacer nuestra propia voluntad y apoyarnos en nosotros mismos. Porque el hombre
obediente y sumiso a María cantará victorias señaladas sobre todos sus enemigos. Estos,
ciertamente, querrán impedirle que avance, hacerle retroceder o caer, pero -con el apoyo,
auxilio y dirección de María- sin caer, retroceder, ni detenerse avanzará a pasos
agigantados hacia Jesucristo, por el mismo camino por el cual está escrito que Jesús vino
a nosotros a pasos de gigante y en corto tiempo.
¿Cuál crees sea el motivo de que Jesucristo haya vivido tan poco tiempo sobre la tierra y
que haya pasado casi todos esos años en sumisión y obediencia a su Madre? Es este:
Que no obstante la brevedad de su carrera mortal, vivió largos años, inclusive muchos más
que Adán -cuyas pérdidas vino a reparar-, aunque éste haya vivido más de novecientos
años. Largo tiempo vivió Jesucristo porque vivió en sumisión y unión a su Madre
Santísima, por obediencia al Padre, pues:
El que honra a su madre -dice el Espíritu Santo- es como el que atesora. Es decir, el que
honra a María, hasta someterse a Ella y obedecerle en todo, pronto se hará muy rico, pues
cada día acumula riquezas por el secreto de esta piedra filosofal. Según la interpretación
espiritual de las siguientes palabras del Espíritu Santo: “Mi vejez se encuentra en la
misericordia del seno”, en el seno de María -la que rodeó y engendró a un varón perfecto y
pudo contener a Aquel a quien no puede abrazar ni contener todo el universo- los jóvenes
se convierten en ancianos por la experiencia, luz, santidad y sabiduría y llegan en pocos
años a la plenitud de la edad en Jesucristo.
María es camino perfecto
Esta devoción a la Santísima Virgen es camino perfecto para ir a Jesucristo y unirse con
Él; porque María es la más perfecta y santa de las puras criaturas y Jesucristo, que ha
venido a nosotros de la manera más perfecta, no tomó otro camino para viaje tan
importante y admirable que María. El Altísimo, el Incomprensible, el Inaccesible, EL QUE
ES ha querido venir a nosotros, gusanillos de la tierra y que no somos nada ¿Cómo
sucedió esto?
Ábranme un camino para ir a Jesucristo, embaldosado con todos los méritos de los
bienaventurados, adornado con todas sus virtudes heroicas, iluminado y embellecido con
todos los esplendores y bellezas de los ángeles y en el que se presenten todos los ángeles
y santos para guiar, defender y sostener a quienes quieran andar por él... afirmo con
osadía y con toda verdad que antes que tomar camino tan perfecto, prefiero seguir el
camino inmaculado de María..., senda o camino sin mancha ni fealdad, sin pecado original
ni actual, sin sombras ni tinieblas. Y si mi amable Jesús viene otra vez al mundo para
reinar en él -como ciertamente sucederá-, no escogerá para este viaje otro camino que el
de María, por quien vino la primera vez con tanta seguridad y perfección.
La diferencia entre una y otra venida está en que la primera fue secreta y escondida,
mientras que la segunda será gloriosa y fulgurante. Pero ambas son perfectas, porque
ambas se realizan por María. ¡Ay! ¡Este es un misterio que aún no se comprende!
“¡Enmudezca aquí toda lengua!”.
María es camino seguro
Esta devoción a la Santísima Virgen es camino seguro para ir a Jesucristo y alcanzar la
perfección, uniéndonos a Él:
Porque esta práctica que estoy enseñando no es nueva. Es tan antigua que no se puede
señalar con precisión sus comienzos -como dice un libro que escribió sobre esta devoción
el Sr. Boudon, muerto en olor de santidad-. Es cierto, sin embargo, que se hallan vestigios
de ella en la Iglesia hace más de 700 años.
San Odilón, abad de Cluny -vivió hacia el año 1040- fue uno de los primeros en practicarla
en Francia, como se consigna en su biografía.
El cardenal San Pedro Damiano relata que en el año 1076 su hermano, el Beato Martín, se
hizo esclavo de la Santísima Virgen, en presencia de su director espiritual.
Los RR.PP. Jesuitas, siempre celosos en el servicio de la Santísima Virgen, presentaron
en nombre de los Congregantes de Colonia una corta obra sobre la santa esclavitud al
duque Fernando de Baviera -arzobispo entonces de Colonia-. Este lo aprobó y permitió
imprimirlo y exhortó a todos los párrocos y religiosos de su diócesis a difundir, en la medida
de lo posible, esta sólida devoción.
Consta que esta devoción no es nueva. Y si no es practicada por todo el mundo, se debe a
que es demasiado preciosa para ser saboreada y vivida por toda clase de personas.
Porque esta devoción es un medio seguro para ir a Jesucristo. Efectivamente, lo propio de
la Santísima Virgen es conducirnos con toda seguridad a Jesucristo, así como lo propio de
Jesucristo es llevarnos al Padre con seguridad. Que no se engañen las personas
espirituales creyendo falsamente que María les impida llegar a la unión con Dios. Porque,
¿será posible que la que halló gracia delante de Dios para todo el mundo en general y para
cada uno en particular, estorbe a las almas alcanzar la inestimable gracia de la unión con
Jesucristo? ¿Será posible que la que fue total y sobreabundantemente llena de gracia y tan
unida y transformada en Dios que lo obligó a encarnarse en Ella, impida al alma vivir unida
a Dios? Ciertamente que la vista de las otras criaturas, aunque santas, podrá en ocasiones
retardar la unión divina, pero no María. ¡No me cansaré de repetirlo!
Donde está María no puede estar el espíritu maligno. Precisamente una de las señales de
que somos guiados por el buen espíritu, es el de ser muy devotos de la Santísima Virgen,
pensar y hablar frecuentemente de Ella. Así piensa San Germán, quien añade que así
como la respiración es señal cierta de que el cuerpo no está muerto, del mismo modo el
pensar con frecuencia en María e invocarla amorosamente es señal cierta de que el alma
no está muerta por el pecado.
Siendo así, que -según dicen la Iglesia y el Espíritu Santo que la dirige- María sola, ha
dado muerte a todas las herejías, y por más que los críticos murmuren, jamás un fiel
devoto de María caerá en herejía o ilusión, al menos formales. Que los cristianos, entren
pues, por este camino fácil a causa de la plenitud de la gracia y unción del Espíritu Santo
que llena: nadie se cansa ni retrocede, si camina por él. Es camino corto, que en breve nos
lleva a Jesucristo. Es camino perfecto, sin lodo, ni polvo, ni fealdad de pecado. Es,
finalmente, camino seguro, que de manera directa y segura, sin desviarnos a la derecha ni
a la izquierda, nos conduce a Jesucristo a la vida eterna.
PRÁCTICA
Hacer un altar a la Virgen en mi habitación, con una imagen bonita de la advocación que
más me guste, mantel, flores, velas, etc.
[1] Lección tomada del Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 152-168.
TEXTO 22. FALSAS DEVOCIONES A LA VIRGEN
San Luis de Montfort expone las falsas devociones a la Virgen en su Tratado de la
Verdadera Devoción, en los numerales del 90 al 104. Copiamos el texto exacto:
Hoy más que nunca, nos encontramos con falsas devociones que fácilmente podrían
tomarse por verdaderas. El demonio, como falso acuñador de moneda y ladrón astuto y
experimentado, ha engañado y hecho caer ya a muchas almas por medio de falsas
devociones a la Santísima Virgen y cada día utiliza su experiencia diabólica para engañar a
muchas otras, entreteniéndolas y adormeciéndolas en el pecado, bajo el pretexto de
algunas oraciones mal recitadas y de algunas prácticas exteriores inspiradas por él.
Como un falsificador de moneda no falsifica ordinariamente sino el oro y la plata y muy rara
vez los otros metales -porque no valen la pena-, así el espíritu maligno no falsifica las otras
devociones tanto, como las de Jesús y María: la devoción a la Sagrada Comunión y la
devoción a la Virgen, porque son entre las devociones, lo que el oro y la plata entre los
metales.
Es por ello, importantísimo:
Conocer las falsas devociones para evitarlas y las verdaderas para abrazarlas.
Conocer cuál es, entre las diferentes formas de devoción verdadera a la Santísima Virgen,
la más perfecta, la más agradable a María, la más gloriosa para el Señor y la más eficaz
para nuestra santificación, a fin de optar por ella.
Hay, a mi parecer, siete clases de falsos devotos y falsas devociones a la Santísima
Virgen, a saber:  
1. Los devotos críticos.
2. Los devotos escrupulosos.
3. Los devotos exteriores.
4. Los devotos presuntuosos.
5. Los devotos inconstantes.
6. Los devotos hipócritas.
7. Los devotos interesados.

1. Los devotos críticos


Los devotos críticos son, por lo común, sabios orgullosos, engreídos y pegados de sí
mismos, que en el fondo tienen alguna devoción a la Santísima Virgen, pero critican casi
todas las formas de piedad, con las que la gente sencilla honran ingenua y santamente a
esta buena Madre, sólo porque no se acomodan a sus fantasías. Ponen en duda todos los
milagros e historias referidas por autores fidedignos o extraídas de las crónicas de las
Órdenes religiosas, que atestiguan la misericordia y poder de la Santísima Virgen. Se
irritan al ver a las gentes sencillas y humildes arrodilladas para rogar a Dios ante un altar o
imagen de María o en la esquina de una calle... llegan hasta a acusarlas de idolatría, como
si adorarán la madera o la piedra. En cuanto a ellos, así dicen, no gustan de tales
devociones exteriores ¡ni son tan “ilusos” para creer a tantos cuentos e historietas como
corren acerca de la Santísima Vfirgen! Si se les recuerdan las admirables alabanzas que
los Santos Padres tributan a María, responden que hablaban como oradores, en forma
hiperbólica, o dan una falsa explicación de sus palabras.
Esta clase de falsos devotos y gente orgullosa y mundana es mucho de temer: hace un
daño incalculable a la devoción a la Santísima Virgen, alejando de Ella definitivamente a
los pueblos, bajo pretexto de desterrar abusos.
 2. Los devotos escrupulosos
Los devotos escrupulosos son personas que temen deshonrar al Hijo al honrar a la Madre,
rebajar al Uno al honrar a la Otra. No pueden tolerar que se tributen a la Santísima Virgen
las justísimas alabanzas que le prodigaron los Santos Padres. Como si los que oran a la
Santísima Virgen, no orasen a Jesucristo por medio de Ella! No quieren que se hable con
tanta frecuencia de la Madre de Dios, ni que los fieles acudan a Ella tantas veces.
Oigamos algunas de sus expresiones más frecuentes: «¿De qué sirven tantos Rosarios?
¿Tantas congregaciones y devociones exteriores a la Santísima Virgen? ¡Cuánta
ignorancia hay en tales prácticas! ¡Esto es poner en ridículo nuestra religión! ¡Hábleme
más bien de los devotos de Jesucristo! -Y, al pronunciar frecuentemente este nombre, (lo
digo entre paréntesis), no se descubren-. Hay que recurrir solamente a Jesucristo. Él es
nuestro único mediador. Hay que predicar a Jesucristo: ¡esto es lo sólido!»
Y lo que dicen es verdad en cierto sentido. Pero, la aplicación que hacen de ello para
combatir la devoción a la Santísima Virgen es muy peligrosa, es un lazo sutil del espíritu
maligno, bajo pretexto de un bien mayor.
Porque ¡nunca se honra tanto a Jesucristo como cuando se honra a la Santísima Virgen!
Efectivamente, si se la honra, es para honrar más perfectamente a Jesucristo y si vamos a
Ella, es para encontrar el camino que nos lleve a la meta, que es Jesucristo. La iglesia, con
el Espíritu Santo, bendice primero a la Santísima Virgen y después a Jesucristo: «Bendita
tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre, Jesús» (Lc 1,42). Y esto, no porque la
Virgen María sea mayor que Jesucristo o igual a Él -lo cual sería intolerable herejía-, sino
porque para bendecir más perfectamente a Jesucristo hay que bendecir primero a María.
Digamos pues, con todos los verdaderos devotos de la Santísima Virgen y contra sus
falsos devotos escrupulosos: «María, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es
el fruto de tu vientre, Jesús».
3. Los devotos exteriores
Los devotos exteriores son personas que cifran toda su devoción a María en prácticas
externas. Solo gustan de lo exterior de esta devoción, porque carecen de espíritu interior.
Rezan muchos Rosarios, pero atropelladamente. Participan en muchas Misas, pero sin
atención. Se inscriben en todas las Cofradías Marianas, pero sin enmendar su vida, sin
vencer sus pasiones ni imitar las virtudes de la Santísima Virgen. Sólo gustan de lo
sensible de la devoción, no buscan lo sólido. De suerte que si no experimentan algo
sensible en sus prácticas piadosas, creen que no hacen nada, se desalientan y lo
abandonan todo o lo hacen por rutina. El mundo está lleno de esta clase de devotos
exteriores.
Las personas de oración, por el contrario, se empeñan en lo interior como lo esencial,
aunque sin menospreciar la modestia exterior, que acompaña siempre a la devoción
verdadera.
4. Los devotos presuntuosos
Los devotos presuntuosos son pecadores aletargados en sus pasiones o amigos de lo
mundano, que creen que se salvarán sin necesidad de convertirse. Bajo el hermoso
nombre de cristianos y devotos de la Santísima Virgen, esconden el orgullo, la avaricia, la
lujuria, la embriaguez, el perjurio, la maledicencia o la injusticia, etc.; duermen en sus
costumbres perversas, sin hacerse mucha violencia para corregirse, confiados en que son
devotos de la Santísima Virgen; se prometen a sí mismos que Dios les perdonará, que no
morirán sin confesión ni se condenarán, porque rezan el Rosario, ayunan los sábados,
pertenecen a la cofradía del Santo Rosario, a la del Escapulario y otras congregaciones,
llevan el Hábito o la Cadenilla de la Santísima Virgen, etc.
Cuando se les dice que su devoción no es sino ilusión diabólica y perniciosa presunción,
capaz de llevarlos a la ruina, se resisten a creerlo. Responden que Dios es bondad y
misericordia; que no nos ha creado para perdición; que no hay hombre que no peque, que
basta un buen «¡Señor, pequé!» a la hora de la muerte. Y añaden que son devotos de la
Santísima Virgen; que llevan el escapulario, que todos los días rezan puntualmente siete
Padrenuestros y Avemarías en su honor y, algunas veces, el Rosario o el Oficio de Nuestra
Señora, que ayunan, etc.
Para confirmar sus palabras y cegarse aún más, alegan algunos hechos, verdaderos o
falsos -poco importa- que han oído o leído, en los que se asegura que personas muertas
en pecado mortal y sin confesión, gracias a que durante su vida habían rezado algunas
oraciones o ejercitado algunas prácticas de devoción en honor de la Virgen, resucitaron
para confesarse o su alma, permaneció milagrosamente en el cuerpo hasta que lograron
confesarse o, a la hora de la muerte, obtuvieron del Señor, por la misericordia de María, el
perdón y la salvación. ¡Ellos esperan correr la misma suerte!
Nada en el cristianismo es tan perjudicial a las gentes como esta presunción diabólica.
Porque, ¿Cómo puede alguien decir con verdad que ama y honra a la Santísima Virgen,
mientras con sus pecados hiere, traspasa, crucifica y ultraja despiadadamente a
Jesucristo, su Hijo? Si María se obligara a salvar por su misericordia a esta clase de
personas, ¡autorizaría el pecado y ayudaría a crucificar a su Hijo! Y esto, ¿quién osaría
siquiera pensarlo? Protesto que abusar así de la devoción a la Santísima Virgen, devoción
que después de la que se tiene al Señor en el Santísimo Sacramento es la más santa y
sólida de todas, constituye un horrible sacrilegio, el mayor y menos digno de perdón
después de la comunión sacrílega. Confieso que, para ser verdadero devoto de la
Santísima Virgen, no es absolutamente necesario que seas tan santo, que llegues a evitar
todo pecado aunque esto sería lo más deseable. Pero es preciso, al menos (¡nota bien lo
que digo!): Mantenerse sinceramente resuelto a evitar, por lo menos, todo pecado mortal,
que ultraja tanto a la Madre como al Hijo.
Violentarse para evitar el pecado.
Inscribirse en las cofradías, rezar los cinco o quince misterios del Rosario u otras
oraciones, ayunar los sábados, etc. Todas estas buenas obras son maravillosamente útiles
para lograr la conversión de los pecadores, por endurecidos que estén. Y si tú, lector,
fueras uno de ellos, aunque ya tuvieras un pie en el abismo... te las aconsejo, a condición
de que las realices con la única intención de alcanzar de Dios, por intercesión de la
Santísima Virgen, la gracia de la contrición y perdón de tus pecados y vencer tus hábitos
malos y no para permanecer tranquilamente en estado de pecado, no obstante los
remordimientos de la conciencia, el ejemplo de Jesucristo y de los santos y las máximas
del Santo Evangelio.
5. Los devotos inconstantes
Los devotos inconstantes son los que honran a la Santísima Virgen a intervalos y como a
saltos. Ahora fervorosos, ahora tibios... En un momento parecen dispuestos a emprenderlo
todo por su servicio, poco después ya no son los mismos. Abrazan de momento todas las
devociones a la Santísima Virgen y se inscriben en todas sus cofradías, pero luego no
cumplen sus normas con fidelidad. Cambian como la luna. Y María los coloca debajo de
sus pies junto a la medialuna, porque son volubles e indignos de ser contados entre los
servidores de esta Virgen fiel, que se distinguen por la fidelidad y la constancia. Más vale
no recargarse con tantas oraciones y prácticas devotas y hacer menos, pero con amor y
fidelidad a pesar del mundo, del demonio y de la carne.
6. Los devotos hipócritas
Hay todavía otros falsos devotos de la Santísima Virgen: los devotos hipócritas. Encubren
sus pecados y costumbres pecaminosas bajo el manto de esta Virgen fiel, a fin de pasar a
los ojos de los demás por lo que no son. Los devotos hipócritas, a diferencia de los
presuntuosos, quieren aparecer como santos ante los demás, ocultando sus pecados bajo
la devoción a la Virgen. Los presuntuosos, en cambio, llevan una vida abiertamente
pecaminosa que no les interesa ocultar ni cambiar.
7. Los devotos interesados
Existen, finalmente, los devotos interesados. Son aquellos que sólo acuden a María para
ganar algún pleito, evitar un peligro, curar de una enfermedad o por necesidades
semejantes... sin las cuales no se acordarían de Ella. Es decir, no acuden a ella por amor
sino por lo que Ella les puede dar, por las gracias y favores que les puede alcanzar. Son
personas que siempre que oran están pidiendo y pidiendo, y no saben más que pedir, sin
darse cuenta que ella misma es el regalo más precioso que Dios nos puede dar.
Unos y otros son falsos devotos, en nada aceptos a Dios ni a su Santísima Madre.
Pongamos, pues, suma atención a fin de no ser del número:
De los devotos críticos, que no creen en nada pero todo lo critican.
De los devotos escrupulosos, que temen ser demasiado devotos de la Santísima Virgen
por respeto a Jesucristo.
De los devotos exteriores, que hacen consistir toda su devoción en prácticas exteriores.
De los devotos presuntuosos, que bajo el oropel de una falsa devoción a la Santísima
Virgen, viven encenagados en el pecado y no buscan salir de él.
De los devotos inconstantes, que por ligereza cambian sus prácticas de devoción o las
abandonan a la menor tentación.
De los devotos hipócritas, que entran en las cofradías y visten la librea de la Santísima
Virgen, para hacerse pasar por santos.
Y finalmente de los devotos interesados, que sólo recurren a la Virgen, para librarse de
males corporales o alcanzar bienes de este mundo.
PRÁCTICA
Hacer un rosario en la casa de un familiar, amigo o vecino, al que se invite a varias
personas; compartir un poco de mi propio testimonio de conversión.

TEXTO 23. CARACTERÍSTICAS Y EFECTOS DE LA


VERDADERA DEVOCIÓN
Después de haber desenmascarado y reprobado las falsas devociones a la Santísima
Virgen, conviene presentar en pocas palabras la verdadera. Esta es: interior, tierna, santa,
constante y desinteresada.
Devoción interior
La verdadera devoción a la Santísima Virgen es interior. Es decir, procede del espíritu y del
corazón, de la estima que se tiene de Ella, de la alta idea que nos hemos formado de sus
grandezas y del amor que le tenemos. Esta devoción no consiste sólo en prácticas
exteriores, que siempre son buenas y necesarias, sino que se caracteriza por una profunda
vida de intimidad y unión con nuestra Santísima Madre: vivir “por”, “con”, “para” y “en”
María. Esto lo desarrollaremos más adelante.
Devoción tierna
Es tierna, vale decir, llena de confianza en la Santísima Virgen, como la confianza del niño
en su querida madre. Esta devoción hace que recurras a la Santísima Virgen en todas tus
necesidades materiales y espirituales con gran sencillez, confianza y ternura e implores la
ayuda de tu bondadosa Madre en todo tiempo, lugar y circunstancia:
En las dudas, para que te esclarezca. En los extravíos, para que te convierta al buen
camino. En las tentaciones, para que te sostenga. En las debilidades, para que te
fortalezca. En los desalientos; para que te reanime. En los escrúpulos, para que te libre de
ellos. En las cruces, afanes y contratiempos de la vida, para que te consuele; y finalmente,
en todas las dificultades materiales y espirituales, María es tu recurso ordinario, sin temor
de importunar a tu bondadosa Madre ni desagradar a Jesucristo.
Esta consagración implica hacerse pequeño y totalmente dependiente de María como lo
hizo el niño Jesús en Belén. ¿Quién más necesitado y dependiente de su madre que un
bebé? Nada puede hacer por sí mismo; depende totalmente de los cuidados y el cariño de
su madre.
Devoción santa
La verdadera devoción a la Santísima Virgen es santa. Es decir, te lleva a evitar el pecado
e imitar las virtudes de la Santísima Virgen y, en particular, su humildad profunda, su fe
viva, su obediencia ciega, su oración continua, su mortificación universal, su pureza divina,
su caridad ardiente, su paciencia heroica, su dulzura angelical y su sabiduría divina. Estas
son las diez principales virtudes de la Santísima Virgen.
Devoción constante
La verdadera devoción a la Santísima Virgen es constante. Te consolida en el bien y hace
que no abandones fácilmente las prácticas de devoción. Te anima para que puedas
oponerte a lo mundano y sus costumbres y máximas; a lo carnal y sus molestias y
pasiones; al diablo y sus tentaciones. De suerte que si eres verdaderamente devoto de
María, huirán de ti la inconstancia, la melancolía, los escrúpulos y la cobardía. Lo que no
quiere decir que no caigas algunas veces ni experimentes algunos cambios en tu devoción
sensible. Pero, si caes, te levantarás, tendiendo la mano a tu bondadosa Madre, si pierdes
el gusto y la devoción sensible, no te acongojarás por ello. Porque, el justo y fiel devoto de
María vive de la fe de Jesús y de María y no de los sentimientos corporales.
Devoción desinteresada
Por último, la verdadera devoción a la Santísima Virgen es desinteresada. Es decir, te
inspirará a no buscarte a ti mismo, sino sólo a Dios en su Santísima Madre.
El verdadero devoto de María no sirve a esta augusta Reina por espíritu de lucro o interés,
ni por su propio bien temporal o eterno, sino únicamente porque Ella merece ser servida y
sólo Dios en Ella.
Ama a María, pero no por los favores que recibe o espera recibir de Ella, sino porque Ella
es amable. Por esto la ama y sirve con la misma fidelidad en los sinsabores y sequedades,
que en las dulzuras y fervores sensibles. La ama lo mismo en el Calvario que en las bodas
de Caná.
¡Ah! ¡Cuán agradable y precioso es delante de Dios y de su Santísima Madre, el devoto de
María que no se busca a sí mismo en los servicios que le presta! Pero, ¡qué pocos hay así!
¡Oh! ¡Qué bien pagado quedaría mi esfuerzo, si éste humilde escrito cae en manos de una
persona bien dispuesta, nacida de Dios y de María y «no de la sangre ni de la carne ni de
la voluntad de varón», le descubre e inspira, por gracia del Espíritu Santo, la excelencia y
precio de la verdadera sólida devoción a la Santísima Virgen, que ahora voy a exponerte!
Si supiera que mi sangre pecadora serviría para hacer penetrar en tu corazón, lector
amigo, las verdades que escribo en honor de mi amada Madre y soberana Señora -de
quien soy el último de los hijos y esclavos-, con mi sangre en vez de tinta, trazaría estas
líneas. Pues ¡abrigo la esperanza de hallar personas generosas, que por su fidelidad a la
práctica que voy a enseñarte, repararán a mi amada Madre y Señora por los daños que ha
sufrido a causa de mi ingratitud e infidelidad!
Hoy me siento más que nunca animado a creer y esperar aquello que tengo
profundamente grabado en el corazón y que vengo pidiendo a Dios desde hace muchos
años, a saber, que tarde o temprano, la Santísima Virgen tenga más hijos, servidores y
esclavos de amor que nunca y que, por este medio, Jesucristo, reine como nunca en los
corazones.
Preveo claramente que muchas bestias rugientes, llegan furiosas a destrozar, con sus
diabólicos dientes, este humilde escrito y a aquel de quien el Espíritu Santo se ha servido
para redactarlo; o sepultar, al menos, estas líneas en las tinieblas o en el silencio de un
cofre, a fin de que no sea publicado. Atacarán, incluso, a quienes lo lean y pongan en
práctica.
Pero, ¡Qué importa! ¡Tanto mejor! ¡Esta perspectiva me anima y hace esperar un gran
éxito, es decir, la formación de un escuadrón de aguerridos y valientes soldados de Jesús
y de María, de uno y otro sexo, que combatirán al mundo, al demonio y a la naturaleza
corrompida, en los tiempos, como nunca, peligrosos que van a llegar!
«¡Qué el lector comprenda!» «¡Entiéndalo el que pueda!»[1]
EFECTOS MARAVILLOSOS DE LA CONSAGRACIÓN  TOTAL[2]
Convéncete, querido hermano, de que si eres fiel a las prácticas interiores y exteriores de
esta devoción -las cuales voy a indicar más adelante-, participarás de los frutos
maravillosos que produce en el alma fiel:
Conocimiento de sí mismo
Gracias a la luz que te comunicará el Espíritu Santo por medio de María, su querida
Esposa, conocerás tu mal fondo, tu corrupción e incapacidad para todo lo bueno. Y, a
consecuencia de este conocimiento, te despreciarás y no pensarás en ti mismo sino con
horror. Te considerarás como una babosa que todo lo mancha, como un sapo que todo lo
emponzoña con su veneno o como una serpiente maligna, que sólo pretende engañar. En
fin, la humilde María te hará participe de su profunda humildad y, mediante ella, te
despreciarás a ti mismo, no despreciarás a nadie y gustarás de ser menospreciado.
Participación de la fe de María
La Santísima Virgen te hará participe de su fe, la cual fue mayor que la de todos los
patriarcas, profetas, apóstoles y todos los demás santos. Ahora que reina en los cielos, no
tiene ya esa fe, porque ve claramente todas las cosas en Dios, por la luz de la gloria.
Sin embargo, con el consentimiento del Señor, no la ha perdido al entrar en la gloria: la
conserva para comunicarla a sus fieles en la iglesia peregrina.
Por lo mismo, cuanto más te granjees la benevolencia de esta augusta Princesa y Virgen
fiel, tanto más reciamente se cimentará toda tu vida en la fe verdadera:
Una fe pura, que hará que no te preocupes por lo sensible y extraordinario.
Una fe viva y animada por la caridad, que te hará obrar siempre por el amor más puro.
Una fe firme e inconmovible como una roca, que te ayudará a permanecer siempre firme y
constante en medio de las tempestades y tormentas.
Una fe penetrante y eficaz, que como misteriosa llave maestra, te permitirá entrar en todos
los misterios de Jesucristo, las postrimerías del hombre y el corazón mismo de Dios.
Una fe intrépida, que te llevará a emprender y llevar a cabo, sin titubear, grandes empresas
por Dios y por la salvación de las almas.
Finalmente, una fe que será tu antorcha encendida, tu vida divina, tu tesoro escondido de
la divina sabiduría y tu arma omnipotente, de la cual te servirás para iluminar a los que
viven en tinieblas y sombras de muerte; para inflamar a los tibios y necesitados del oro
encendido de la caridad; para resucitar a los muertos por el pecado; para conmover y
convertir con tus palabras suaves y poderosas los corazones de mármol y los cedros del
Líbano, y finalmente, para resistir al demonio y a todos los enemigos de la salvación.
Madurez cristiana
Esta Madre del Amor Hermoso, quitará de tu corazón todo escrúpulo y temor servil
desordenado y lo abrirá y ensanchará para correr por los mandamientos de su Hijo, con la
santa libertad de los hijos de Dios y encender en el alma el amor puro, cuya tesorera es
Ella.
De modo que, en tu comportamiento con Dios, ya no te gobernarás como hasta ahora por
temor, sino por amor puro. Lo mirarás como a tu Padre bondadoso, te afanarás por
agradarle incesantemente y dialogarás con Él, confidencialmente, como un hijo con su
cariñoso padre.
Si, por desgracia, llegaras a ofenderlo, te humillarás pronto delante de Él, le pedirás perdón
humildemente, tenderás hacia Él la mano con sencillez, te levantarás de nuevo
amorosamente, sin turbación ni inquietud y seguirás caminando hacia Él sin
descorazonarte.
Gran confianza en Dios y en María
La Santísima Virgen te colmará de gran confianza en Dios y en Ella misma, porque:
Ya no te acercarás por ti mismo a Jesucristo, sino siempre por medio de María, tu
bondadosa Madre.
Habiéndole entregado todos tus méritos, gracias y satisfacciones para que disponga de
ellos según su voluntad, Ella te comunicará sus virtudes y te revestirá con sus méritos, de
suerte que podrás decir a Dios con plena confianza: «¡Esta es María, tu servidora! ¡Hágase
en mi, según lo que has dicho!»
Habiéndote entregado totalmente a Ella en cuerpo y alma, Ella que es generosa con los
generosos y más generosa que los más generosos, se entregará a ti en recompensa de
forma maravillosa, pero real, de suerte que podrás decirle con santa osadía: «Soy todo
tuyo, oh María: sálvame». O, con el discípulo amado, como he dicho antes «Te he tomado,
Madre Santísima, por todos mis bienes».
O, con San Buenaventura: «Querida Señora y salvadora mía, obraré confiadamente y sin
temor, porque eres mi fortaleza y alabanza en el Señor, ¡Soy todo tuyo y cuanto tengo es
tuyo, Virgen gloriosa y bendita entre todas las criaturas! ¡Qué yo te ponga como sello sobre
mi corazón porque tu amor es fuerte como la muerte!”
Podrás decir a Dios con los sentimientos del Profeta: “Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros; no pretendo grandezas que superan mi capacidad; sino que acallo y
modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre».
El hecho de haberle entregado en depósito todo lo bueno que tienes, para que lo conserve
o comunique, aumentará aún más tu confianza en Ella.  Sí, entonces confiarás menos en ti
mismo y mucho más en Ella, que es tu tesoro de Dios, en el que ha puesto lo más precioso
que tiene, ¡Es también tu tesoro! «Ella es -dice un santo- el tesoro del Señor».
Comunicación de María y de su espíritu
El alma de María estará en ti para glorificar al Señor y su espíritu se alegrará por ti en Dios,
su Salvador, con tal que permanezcas fiel a las prácticas de esta devoción. “Que el alma
de María more en cada uno para engrandecer al Señor; que el espíritu de María
permanezca en cada uno, para regocijarse en Dios”.
¡Ay! “¿Cuándo llegará ese tiempo dichoso -dice un santo varón, ferviente enamorado de
María-, cuando llegará ese tiempo dichoso en que Santa María sea restablecida como
señora y Soberana en los corazones, para someterlos plenamente al imperio de su excelso
y único Jesús?”.
¿Cuándo respirarán las almas a María, como los cuerpos respiran el aire? Cosas
maravillosas sucederán entonces en la tierra, donde el Espíritu Santo al encontrar a su
Esposa como reproducida en las almas vendrá a ellas con abundancia de sus dones y las
llenará de ellos, especialmente el de sabiduría, para realizar maravillas de gracia.
¿Cuándo llegará, hermano mío, ese tiempo dichoso, ese siglo de María, en el que muchas
almas escogidas y obtenidas del Altísimo por María, perdiéndose ellas mismas en el
abismo de su interior, se transformarán en copias vivientes de la Santísima Virgen, para
amar y glorificar a Jesucristo? Ese tiempo sólo llegará, cuando se conozca y viva la
devoción que yo enseño: «¡Señor, para que venga tu reino, venga el reino de María!».
Transformación en María a imagen de Jesucristo
Si María, que es el árbol de la vida, está bien cultivada en ti mismo por la fidelidad a las
prácticas de esta devoción, dará su fruto en tiempo oportuno, fruto que no es otro que
Jesucristo.
Veo a tantos devotos y devotas que buscan a Jesucristo. Unos van por un camino y una
práctica, los otros por otra. Y, con frecuencia, después de haber trabajado pesadamente
durante la noche, pueden decir: «Hemos trabajado toda la noche sin pescar nada» Y se les
puede contestar: «Han trabajado mucho pero recogido poco. Jesucristo es todavía muy
débil en ustedes. Pero por el camino inmaculado de María y esta práctica divina que les
enseño, se trabaja de día, se trabaja en un lugar santo, se trabaja poco. En María no hay
noche, porque en Ella no hay pecado, ni aún la menor sombra de él. María es un lugar
santo. Es el santo de los santos, en donde son formados y moldeados los santos».
Escucha bien lo que digo: los santos son moldeados en María. Existe gran diferencia entre
hacer una figura de bulto a golpes de martillo y cincel y sacar una estatua vaciándola en un
molde. Los escultores y estatuarios trabajan mucho del primer modo para hacer una
estatua y gastan en ello mucho tiempo. Más, para hacerla de la segunda manera, trabajan
poco y emplean poco tiempo.
San Agustín llama a la Santísima Virgen “molde de Dios”: el molde propio para formar y
moldear dioses. Quien sea arrojado en este molde divino quedará muy pronto formado y
moldeado en Jesucristo y Jesucristo en él: con pocos gastos y en corto tiempo se
convertirá en Dios, porque ha sido arrojado en el mismo molde que ha formado a Dios.
Me parece que los directores y devotos que quieren formar a Jesucristo en sí mismos o en
los demás, por prácticas diferentes a ésta, pueden muy bien compararse a los escultores
que, confiados en su habilidad, industria y arte, descargan infinidad de golpes de martillo y
cincel sobre una piedra dura o un trozo de madera tosca para sacar de ellos una imagen
de Jesucristo. Algunas veces, no aciertan a representar a Jesucristo al natural, ya sea por
falta de conocimiento y experiencia de la persona del Señor, o bien a causa de algún golpe
mal dado, que echa a perder toda la obra.
Pero, a quienes abrazan este secreto de la gracia, que les estoy presentando, los puedo
comparar con razón a los fundidores y moldeadores, que habiendo encontrado el hermoso
molde de María, en donde Jesús ha sido natural y divinamente formado sin fiarse de su
propia habilidad sino únicamente de la excelencia del molde, se arrojan y se pierden en
María, para convertirse en el retrato al natural de Jesucristo.
¡Hermosa y verdadera comparación! Más, ¿quién la comprenderá? ¡Ojalá tú, hermano mío!
Pero, acuérdate de que no se echa en el molde, sino lo que está fundido y líquido; es decir,
que ¡es necesario destruir y fundir en ti al viejo Adán para transformarte en el Nuevo, en
María!
La mayor gloria de Jesucristo
Por medio de esta práctica, observada con toda fidelidad, darás mayor gloria a Jesucristo
en un mes, que por cualquier otra, por difícil que sea, en varios años.  Estas son las
razones para afirmarlo:
Si ejecutas tus acciones por medio de la Santísima Virgen, como enseña esta práctica,
abandonas tus propias intenciones y actuaciones, aunque buenas y conocidas, para
perderte, por decirlo así, en las de la Santísima Virgen, aunque te sean desconocidas. De
este modo, entras a participar en la sublimidad de sus intenciones, siempre tan puras, que
por la menor de sus acciones, por ejemplo, hilando en la rueca o dando una puntada con la
aguja, dio mayor gloria a Dios que San Lorenzo sobre las parrillas y aún, que todos los
santos con las acciones más heroicas. Esta es la razón de que durante su permanencia en
la tierra, la Santísima Virgen haya adquirido un cúmulo tan inefable de gracias y méritos,
que antes se contarían las estrellas del firmamento, las gotas de agua de los océanos y los
granitos de arena de sus orillas, que los méritos y gracias de María y que haya dado mayor
gloria a Dios de cuanto le han dado y darán todos los ángeles y santos. ¡Qué prodigio eres,
oh María! ¡Sólo tú sabes realizar prodigios de gracias en quienes desean realmente
perderse en ti!
Quien se consagra a María, por esta práctica -dado que no estima en nada cuanto piensa
o hace por sí mismo, ni se apoya, ni complace sino en los méritos de María para acercarse
a Jesucristo y dialogar con Él-, ejercita la humildad, mucho más que quienes obran por sí
solos. Estos, aun inconscientemente, se apoyan y complacen en sus disposiciones. De
donde se sigue, que el que se consagra totalmente a María, glorifica más perfectamente a
Dios, quien nunca es tan altamente glorificado, como cuando lo es por los sencillos y
humildes de corazón.
La Santísima Virgen, a causa del gran amor que nos tiene, desea recibir en sus manos
virginales el obsequio de nuestras acciones, comunica a éstas una hermosura y esplendor
admirables y las ofrece por sí misma a Jesucristo. Es, por lo demás, evidente, que el Señor
es más glorificado con esto, que si las ofreciéramos directamente, con nuestras manos
pecadoras.
Finalmente, siempre que piensas en María, Ella piensa por ti en Dios. Siempre que alabas
y honras a María, Ella alaba y honra a Dios por ti. María es toda relativa a Dios. Y yo me
atrevo a llamarla «la relación de Dios», pues sólo existe con relación a Él; o «el eco de
Dios», ya que no dice ni repite sino Dios. Si tú dices María, Ella dice Dios.
Cuando santa Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, Ella, el eco
fiel de Dios, exclamó: «Proclama mi alma la grandeza del Señor». Lo que en esta ocasión
hizo María, lo sigue realizando todos los días: cuando la alabamos, amamos, honramos o
nos consagramos a Ella, alabamos, amamos, honramos y nos consagramos a Dios por
María y en María.

PRÁCTICA
Comprar 10 camándulas o medallitas de la Virgen y regalarlas a diferentes personas -en el
bus, la universidad, el trabajo- en el transcurso de la semana.

 
[1] Tratado de la Verdadera Devoción, nn.105-114
[2] Ibíd., nn. 213-225.

TEXTO 24. VERDADERA DEVOCIÓN, ENTREGA Y GRATITUD


Hay diversas actitudes auténticas de parte del cristiano para con la Santísima Virgen:
La primera, consiste en honrar a María como Madre de Dios e implorar de tiempo en
tiempo su protección, mientras nos esforzamos en cumplir nuestros deberes cristianos,
evitando el pecado y obrando por amor, más que por temor.
La segunda, consiste en alimentar un profundo amor, estima, confianza y veneración hacia
la Santísima Virgen. Se expresa haciendo conocer el puesto ocupado por Ella en el plan de
salvación, publicando sus alabanzas, honrando sus imágenes, recitando el Santo Rosario,
alistándose en las Asociaciones Marianas. Esta actitud, siempre que nos comprometamos
a vivir cristianamente, es buena, santa y saludable. Pero no logra liberarnos de todo
egoísmo, para unirnos perfectamente a Jesucristo.
La tercera, es conocida y vivida por muy pocas personas. Es una consagración total.
Consiste en ofrecerse con absoluta disponibilidad a María, para realizar la entrega de sí
mismo a Jesucristo. Por esta entrega o consagración nos comprometemos a hacerlo todo
con María, por María, para María y en María.
Esta última es la que realizaremos nosotros: la consagración total a Jesús por María.
La entrega
En esta Consagración Total es preciso entregar a María[1]:
“Nuestro cuerpo, con todos sus sentidos (internos y externos) y con todos sus
miembros” considerados como principio de toda operación vital.
“Nuestra alma, con todas sus potencias”, igualmente consideradas como principios de toda
operación intelectual y humana, ya que todas éstas provienen bien sea del entendimiento o
bien de la voluntad. Por estas dos primeras donaciones, consagramos nuestra naturaleza
entera a María.
“Nuestros bienes exteriores” ya sea fortuna, hacienda, y cosas materiales, presentes o
futuras. Este es el cumplimiento de uno de los sacrificios impuestos al esclavo: todos los
bienes que le pertenecen o que pueda adquirir posteriormente, son posesión de su dueño.
Este desprendimiento será tanto más meritorio, cuanto más costoso le fuere; y tanto más
admirable, cuanto mayor fuere su valor objetivo o cantidad.
“Nuestros bienes espirituales” que son nuestros méritos, nuestras virtudes y buenas obras
pasadas, presentes y futuras. Vale la pena en este punto, dar una explicación concerniente
a las buenas obras:
“Cualquiera obra buena, hecha libremente por el alma en estado de gracia, con una
intención sobrenatural, tiene tres valores: meritorio, satisfactorio e impetratorio, los cuales
contribuyen a nuestro progreso espiritual”[2]:
Valor meritorio: con el cual acrecentamos nuestro caudal de gracia habitual y nuestro
derecho a la gloria del Cielo.
Valor satisfactorio: paga, en todo o en parte, la pena debida por el pecado. Es decir, las
buenas obras nos pueden ahorrar tiempo de purificación en el purgatorio.
Valor impetratorio: nuestras buenas obras encierran una petición de gracias dirigida a la
infinita misericordia de Dios. Es decir, a través de ellas podemos alcanzar gracias y ayudas
que estemos necesitando del Cielo.
En nuestra consagración a la Santísima Virgen le ofrecemos a Ella nuestros méritos, no
para que los comunique o pase a otros, pues los méritos no son comunicables ni
traspasables a otras personas (Él único que ha hecho pasar sus méritos a los demás es
Jesucristo), sino a fin de que la Virgen María los conserve como depositaria; y le
ofrecemos también el valor satisfactorio e impetratorio de nuestras buenas obras,
dándoselos en propiedad para que ella disponga de ello según le parezca mejor, o los
comunique a otras almas. 
La esclavitud
El santo de Montfort, compara pues esta entrega, esta amorosa dependencia, este santo
sometimiento, con una esclavitud y dice[3]: Hay en este mundo dos modos de pertenecer a
otro y depender de su autoridad: el simple servicio y la esclavitud. De donde proceden los
apelativos de criado y esclavo. Por el servicio común, entre los cristianos, uno se
compromete a servir a otro durante cierto tiempo y por determinado salario o retribución.
Por la esclavitud, en cambio, uno depende de otro enteramente, por toda la vida y debe
servir al amo, sin pretender salario ni recompensa alguna, como si él fuera uno de sus
animales sobre los que tiene derecho de vida y muerte.
Hay tres clases de esclavitud: natural, forzada y voluntaria. Todas las criaturas son
esclavas de Dios del primer modo: «Del Señor es la tierra y cuanto la llena». Del segundo,
lo son los demonios y condenados. Del tercero, los justos y los santos. LaLa esclavitud
voluntaria es la más perfecta y la más gloriosa para Dios, que escruta el corazón, nos lo
pide para sí y se llama Dios del corazón o de la voluntad amorosa. Efectivamente, por esta
esclavitud, optas por Dios y su servicio por encima de todo lo demás, aunque no estuvieras
obligado a ello por naturaleza.
Hay una profunda diferencia entre criado y esclavo:
El criado no entrega a su patrón todo lo que es, todo lo que posee ni todo lo que puede
adquirir por sí mismo o por otros; el esclavo se entrega totalmente a su amo, con todo lo
que posee y puede adquirir, sin excepción alguna.
El criado exige retribución por los servicios que presta a su patrón; el esclavo, por el
contrario, no puede exigir nada, por más asiduidad, habilidad y energía que ponga en el
trabajo.
El criado puede abandonar a su patrón cuando quiera o al menos, cuando expire el plazo
del contrato; mientras que el esclavo no tiene derecho a abandonar a su amo cuando
quiera.
El patrón no tiene sobre el criado derecho ninguno de vida o muerte, de modo que si lo
matase como a uno de sus animales de carga, cometería un homicidio; el amo, en cambio,
conforme a la ley, tiene sobre su esclavo derecho de vida y muerte, de modo que puede
venderlo a quien quiera o matarlo -perdóname la comparación- como haría con su propio
caballo.
Por último, el criado está al servicio del patrón sólo temporalmente; el esclavo, lo está para
siempre.
Nada hay entre los hombres que te haga pertenecer más a otro que la esclavitud. Nada
hay tampoco entre los cristianos que nos haga pertenecer más completamente a
Jesucristo y a su Santísima Madre, que la esclavitud aceptada voluntariamente, a ejemplo
de Jesucristo, que por nuestro amor tomó forma de esclavo y de la Santísima Virgen que
se proclamó servidora y esclava del Señor. El apóstol se honra en llamarse servidor de
Jesucristo. Los cristianos son llamados repetidas veces en la Sagrada Escritura servidores
de Cristo. Palabra que, como hace notar acertadamente un escritor insigne, equivalía antes
a esclavo, porque entonces no se conocían servidores como los criados de ahora, dado
que los señores sólo eran servidos por esclavos o libertos.
Para afirmar abiertamente que somos esclavos de Jesucristo, el Catecismo del Concilio de
Trento se sirve de un término que no deja lugar a dudas, llamándolos mancipia Christi:
esclavos de Cristo. Afirmo que debemos pertenecer a Jesucristo y servirle, no sólo como
soldados, sino como esclavos de amor, que por efecto de un intenso amor se entregan y
consagran a su servicio en calidad de esclavos, por el único honor de pertenecerle. Antes
del Bautismo éramos esclavos del diablo. El Bautismo nos transformó en esclavos de
Jesucristo. Es necesario que los cristianos sean esclavos o del diablo o de Jesucristo.
Lo que digo en términos absolutos de Jesucristo, lo digo proporcionalmente de la
Santísima Virgen. Habiéndola escogido Jesucristo por compañera inseparable de su vida,
muerte, gloria y poder en el Cielo y en la Tierra, le otorgó gratuitamente, respecto a su
Majestad, todos los derechos y privilegios que Él posee por naturaleza. «Todo lo que
conviene a Dios por naturaleza, conviene a María por gracia» dicen los santos. De suerte
que, según ellos, teniendo los dos el mismo querer y poder, tienen también los mismos
súbditos, servidores y esclavos.
Podemos pues, conforme al parecer de los santos y de muchos varones insignes,
llamarnos y hacernos esclavos de amor de la Santísima Virgen, a fin de serlo más
perfectamente de Jesucristo. La Virgen Santísima es el medio del cual debemos servirnos
para ir a Él, ya que María no es como las demás criaturas, que, si nos apegamos a ellas,
pueden separarnos de Dios en lugar de acercarnos a Él. La inclinación más fuerte de
María es la de unirnos a Jesucristo, su Hijo; y la más viva inclinación del Hijo es que
vayamos a Él por medio de su Santísima Madre. Obrar así es honrarlo y agradarle, como
sería honrar y agradar a un rey, el hacerse esclavos de la reina, para ser mejores súbditos
y esclavos del soberano. Por esto, los santos Padres y entre ellos San Buenaventura,
dicen que la Santísima Virgen es el camino para llegar al Señor.
Más aún, si como he dicho, la Santísima Virgen es la Reina y Soberana del Cielo y de la
Tierra, ¿por qué no ha de tener tantos súbditos y esclavos como criaturas hay? Y, ¿no será
razonable que, entre tantos esclavos por fuerza, los haya también por amor, que escojan
libremente a María como a su Soberana? Pues ¡qué! Han de tener los hombres y los
demonios sus esclavos voluntarios y ¿no los ha de tener María? Y ¡qué! Un rey se siente
honrado de que la reina, su compañera, tenga esclavos sobre los cuales pueda ejercer
derechos de vida y muerte en efecto, el honor y poder del uno son el honor y poder de la
otra y el Señor, como el mejor de los hijos, ¿no se sentirá feliz de que María, su Madre
Santísima -con quien ha compartido todo su poder- tenga también sus esclavos? ¿Tendrá
Él menos respeto y amor para con su Madre, que Asuero para con Esther y Salomón para
con Betsabé? ¿Quién osará decirlo o siquiera pensarlo?”
PRÁCTICA
Hacer, durante toda la semana, el examen mariano antes de acostarme a dormir. El
“examen mariano” se encuentra en la parte final del libro.

TEXTO 25. VIDA DE UNIÓN INTERIOR CON MARÍA


Las prácticas interiores se resumen brevemente en estas cuatro palabras: hacerlo todo por
María, con María, en María, para María, a fin de hacerlo más perfectamente por Jesús, con
Jesús, en Jesús, para Jesús.
Obrar Por María
Es ofrecer a la Santísima Virgen una obediencia constante. “Obedecerle en todo y
conducirse según su Espíritu, que es el Espíritu de Dios.”[1]
Según un pensamiento carísimo de nuestro Santo, la Virgen Santísima, desde la
Encarnación, quedó indisolublemente unida, como Esposa, del Espíritu Santo, para
conducir nuestras almas por las vías de la perfección.
Consentir u obedecer a las inspiraciones de la gracia, ha sido siempre señal de la
verdadera santidad. Los santos son los verdaderos hijos de Dios, porque se dejan
conducir, en todo, por el Espíritu divino: “en efecto, todos los que se dejan conducir por el
Espíritu de Dios, son hijos de Dios” (Rom 8, 14). San Pablo no nos dice: los que obran bajo
la “influencia” del espíritu divino, sino los que se dejan manejar, los que se dejan llevar por
el Espíritu Divino.
Es necesario entonces, decir que la práctica interior «por María» fielmente vivida, se
resume en la sola docilidad. Docilidad a estos maestros íntimos que coordinan en nuestro
interior su fuerza y su suavidad para nuestra santificación. El esclavo de Amor, es
esencialmente un alma obediente, filialmente obediente en todas sus obligaciones: alma
que no se resiste, que nunca se opone a la gracia, que no obstaculiza la dirección de su
Soberana. El Santo Espíritu de María, viene a ser progresivamente, el propio Espíritu del
Esclavo de Amor.
El alma se adiestra en esta docilidad por una continua renuncia, unida al abandono.
Renuncia propia, abandono en María, son las condiciones indispensables indicadas por
Montfort.
Renuncia
Hemos visto que Nuestro Señor, pone la renuncia, como punto de partida de toda vida
espiritual cuidadosa de avanzar. Siendo tan tenaz el apego que tenemos a nuestra propia
personalidad, hay que volver constantemente a este punto de partida. La práctica «por
María» exige al principio de cada acción, nuestra renuncia a todo movimiento natural,
opuesto a la gracia.
Esta renuncia debe ser inmediata, sin sombra de vacilación. Debe brotar de una voluntad
resuelta a aprovechar la gracia actual, que se presenta en forma de luz interior, de
inspiración o de un movimiento hacia el bien. Convenir con la naturaleza sería confesar
una derrota o un retroceso. ¿Por qué esta renuncia inicial? Responde Montfort: “Porque las
tinieblas de nuestro propio espíritu y la malicia de nuestra voluntad, si los seguimos, se
opondrían al Santo Espíritu de María». Aceptemos humildemente esta comprobación de un
maestro en la santidad; nuestra experiencia personal la confirma diariamente. ¡Cuántas
cosas, que nos  avergüenzan y humillan sentimos subir secretamente de los bajos fondos
de nuestra naturaleza, aún en nuestras mejores acciones! Es necesario ahogarlos desde el
principio, ¡qué perjuicio para nuestra alma! Una mala intención, si es el único motivo que
nos hace obrar, corrompe totalmente una buena acción. Mezclar a nuestras acciones
sobrenaturales intenciones más o menos contrarias a la gloria de Dios, es privarnos
parcialmente de muchos méritos.
Entrega y abandono
A la renuncia debemos unir el abandono. Es   preciso entregarse al Espíritu de María, para
ser  movidos y conducidos como Ella quiera.
Sería deprimente la perspectiva de nuestra espiritualidad si debiéramos quedarnos en
continuas renuncias de nuestro espíritu. No se renuncia por el solo hecho de renunciarse,
sino por la alegría de entregarse, de unirse, de abandonarse. Así Montfort, nos lanza
inmediatamente a los brazos y al corazón de María: es preciso ponerse y abandonarse en
sus manos virginales, como un instrumento en manos de un obrero, como una laúd en
manos de un buen artista; hay que perderse y abandonarse en Ella, como piedra que se
arroja al mar.
Todas estas comparaciones son alentadoras. Nuestra unión, nuestro confiado abandono
en Ella, nos hace sus instrumentos vivos, inteligentes, amorosamente dóciles. Ya no
estamos solos en nuestra acción, la Virgen obra sobre nosotros como Dueña y Señora; le
ofrecemos nuestra perfecta obediencia de esclavos y por ella nos mueve y nos conduce el
Espíritu Santo, el amor interior siempre presente. Su acción y nuestro consentimiento se
fusionan.
Este acto de abandono se hace en un instante y de manera sencilla: por una sola mirada
del espíritu, o un pequeño esfuerzo de voluntad, o aún verbalmente diciendo por
ejemplo: “Renuncio a mí y me entrego a Vos Madre querida”.
Poco importa, agrega Montfort, que intervenga o no, cualquier suavidad sensible en esta
unión. Supongamos que alguien le diga al demonio: “Renuncio a mí y me uno a ti”, sin
sentir nada, sólo con la voluntad clara. No cabe duda: comete un pecado mortal gravísimo,
pierde en el acto la vida de la gracia, se hace objeto de la ira divina y merecedor del
infierno. Si este acto hecho completamente a secas, con la sola inteligencia y voluntad
tiene un efecto tan catastrófico cuando se trata de Satanás, tiene un efecto sumamente
benéfico cuando se dirige a María. Sin sentir nada vamos a aumentar la gracia santificante
en nosotros, agradar mucho a Dios y dejar que el Espíritu Divino acreciente la intensidad
de sus operaciones en nosotros.
Ventajas de obrar por María
Conducción por el Espíritu Santo: Porque ponerse bajo el Espíritu de María no es otra cosa
que ponerse bajo la dirección de Espíritu de Dios. Este Espíritu al reinar inmediatamente
sobre Ella, reina por medio suyo, sobre nosotros.
Don de la santa Sabiduría: Esta buena Madre presta a los esclavos las disposiciones de su
alma para glorificar a Dios y su espíritu, para regocijarse en Él.
Obrar Con María[2]
Esta fórmula significa la imitación de María, la reproducción de este modelo virginal, hecho
por Dios expresamente para nosotros, lo cual reclama la amante mirada de nuestra alma,
que se complace ante todo en la admiración de su belleza.
“Es preciso actuar con María, es decir -explica Montfort-, es necesario en nuestros
actos mirar a María como modelo acabado de toda virtud y perfección, para imitarle según
nuestro corto alcance.
Desprendidos poco a poco de nosotros mismos por el hábito adquirido de la renuncia,
entregados y abandonados al Espíritu de María -nuestro iluminador y conductor-, nos es
más fácil mirar directamente a la Virgen, que vive y obra en condiciones como las nuestras.
María es imagen perfecta de Jesucristo. No es el Sol, cuyos rayos vivaces deslumbran
nuestros débiles ojos, sino, la luna que recibe su luz del sol y la atempera para conformarla
a nuestra pobre capacidad. No hay en Ella nada demasiado sublime ni brillante; viéndola,
vemos nuestra propia naturaleza”[3].
El obrar con María, implica dos elementos:
De nuestra parte: la imitación de María, la reproducción más perfecta posible de las
virtudes que Ella misma practicó.
De parte de María: la unión con nuestros esfuerzos. De donde deducimos, que el resultado
final depende más de María que de nosotros. Veámoslos detenidamente:
Imitación de las virtudes de María: Es natural, que quien no es capaz de crear una obra
grandiosa, se inspire en un modelo y lo copie fielmente. Es natural que un niño encuentre
en su madre un modelo de perfección y trate de imitarla.
Todos los que miran a María como modelo en la práctica de todas las virtudes, están
seguros de: Cumplir la voluntad divina y alcanzar la perfección. Por consiguiente, María
que es nuestra Madre: nuestra Madre muy amada, nuestra Madre admirable, es  capaz de
despertar en nosotros -mucho más perfectamente de lo que pueda hacerlo una madre
natural-, ese sentimiento de admiración que nos lleva a imitarla en todo.
Es necesario en cada acción mirar cómo la hizo María o cómo la haría si estuviese en
nuestro lugar. Por consiguiente, es necesario poner en todo acto sus mismas intenciones
sobrenaturales. Se imitarán todas las virtudes de María, especialmente: “su Humildad
profunda, Fe viva, Obediencia ciega, Oración continua, Mortificación universal, Pureza
divina, Caridad ardiente, Paciencia heroica, Dulzura angelical y Sabiduría divina. Estas son
-dice Montfort- las diez principales virtudes de la Santísima Virgen.”[4]
Asociación de María a nuestros esfuerzos: la maternidad de María con respecto a nosotros
y nuestra filiación respectiva, son plenamente conscientes. La semejanza que nos
imprimirá y que recibiremos, será el fruto de su actividad esclarecida y voluntaria y de
nuestra correspondiente y exquisita docilidad. Algo muy diferente acontece en la
maternidad ordinaria: la semejanza (de la madre en el hijo) se imprime sin el
consentimiento de la madre ni del hijo y por consiguiente no se da una verdadera
colaboración.
María obra en nosotros y nos sometemos amorosamente a su acción. Ella es el molde
divino, propio para deificarnos en poco tiempo y con poco sacrificio. El trabajo de María
consiste en retocarnos para que nos asemejemos a Jesús, su Hijo Divino. Nuestro trabajo
consiste en dejarnos rehacer y transformar según este divino molde. La realización práctica
de esta colaboración, está muy bien descrita por el R. P. Lhoumeau: “Mirad como procede
una madre con su hijo cuando le enseña a dar los primeros pasos o a orar. No sólo ella lo
anima con su gesto y con su voz, sino que obra con él dándole ejemplo y ayudándole en
su debilidad e inexperiencia. Por su parte, el niño obra con su madre, pues él la mira, se
muestra dócil a su dirección y no se separa de ella.
Para obrar con María debo, después de obedecer a su impulso, permanecer bajo su acción
e influencia, fijarme en ella para imitarle y en caso de necesidad, para levantarme; en fin,
debo seguirla sin anticiparme ni retardarme”.
De esta manera, tenemos perfectamente acordes el obrar por María y con María: “Es
preciso entregarnos al espíritu de María para ser movidos al comenzar la acción:
(por María) y para ser conducidos o sostenidos durante la acción (con María) conforme a
su querer”.
María es “un modelo muy apropiado” (León XIII), y “maravillosamente acomodado a
nuestra debilidad -dice san Pío X-, que Dios en su inmensa bondad y condescendencia ha
puesto delante de nuestros ojos”.
Aquí también se han de evitar dos extremos, desesperar por no asemejarnos a Ella
perfectamente o creer que la podemos igualar en algo. En el primero hay que decir, según
advierte San Pablo, que en el Cielo de los santos hay distintas estrellas, de tamaño y
esplendor muy variado, pero cada cual perfecta en su género. En un jardín hay distintas
flores y aún admitiendo que la rosa sea la reina y la más bella, eso no le quita a la humilde
violeta la posibilidad de ser perfecta como tal. En una mesa, habrá vasos de diversas
capacidades, pero lo que le compete a cada uno es llenarse. En el  segundo exceso,
podemos decir que la Virgen es la Santísima que no será igualada nunca por nadie en su
propia perfección; pero esto no nos impide a ninguno de sus hijos alcanzar la perfección, al
contrario, nos obliga a encontrarla en el sitio que Dios la ha fijado: en su Iglesia, en nuestra
vocación peculiar como miembros vivos del Cuerpo Místico de Cristo.
También se debe saber que en las cosas divinas como en las humanas, ocurre que uno
aprende tanto por sus errores como por sus aciertos. ¡Cuánto enseñan las equivocaciones!
Aunque estemos llenos de las mejores intenciones del mundo, la Virgen permitirá que nos
equivoquemos, para que sepamos mejor, cómo no debemos actuar y por tanto, cómo
debemos actuar.
Otra consideración muy consoladora: Cuando nosotros educamos a un niño, le enseñamos
lo bueno que sabemos y por consiguiente, a la larga, queremos que nos imite. Sin
embargo, ninguno espera del niño que le imite a la perfección. No se pide más que una
aproximación, a veces muy remota de lo que podemos nosotros. No exigimos más que
buena voluntad y esfuerzo. De suerte que, si hay esto, no le damos mucha importancia al
resultado actual y aún su misma torpeza nos agrada. Así es nuestra celestial Madre.
Obrar Para María
Para comprender esta práctica, recordaremos lo que se dijo al hablar de la naturaleza de la
esclavitud: el esclavo no se pertenece, él pertenece a su dueño. Todos los bienes de
fortuna que poseía antes de caer en la esclavitud y todos los que pueda obtener, pasan a
ser propiedad de su soberano y asimismo, todo el futuro de sus labores, se da en beneficio
de su propietario.
Como esclavos de María hemos reconocido libre y amorosamente las cadenas que nos
unen a Ella. Le pertenecemos tan plenamente, que aún en el caso  de que Dios no le
hubiese concedido este absoluto dominio sobre nosotros, se lo habríamos otorgado por
nosotros mismos y con todo amor. Es justo entonces que realicemos para Ella todos
nuestros actos naturales y sobrenaturales. ¿No son ellos el fruto de nuestra actividad?, y
esta actividad ¿no debe fructificar para nuestra buena Reina y Señora? Este pensamiento
de que nada nos pertenece de lo que adquirimos por nuestras obras, no debe
desalentarnos; al contrario: como buenos esclavos no estaremos ociosos; sino que
apoyándonos en la protección de María, emprenderemos grandes cosas por esta augusta
Soberana. Particularmente trataremos de atraer a todo el mundo a su servicio y aun
trataremos de ganar todos los corazones hacia esta verdadera y perfecta devoción. Y
después de todo, no pretenderemos de nuestra Dueña, en recompensa de nuestro
servicio, sino el honor de pertenecerle y la dicha de estar unidos mediante Ella a Jesús, su
hijo bendito, por lazos indisolubles en el tiempo y en la eternidad.
Para afianzarnos en esta práctica debemos renunciar a nuestro amor propio, que tan a
menudo vicia nuestras mejores acciones. Al efecto, debemos repetir en el fondo del
corazón frecuentemente: “Por ti María mi dulce y buena Madre, vengo aquí o voy allá; hago
esto o aquello, sufro tal pena o tal injuria”.
No se trata de acciones extraordinarias, sino de las que llenan las horas de nuestro diario
vivir y por eso esta perfecta devoción se ajusta a todos los estados y a todo género de
vida. Ella no consiste en acciones mismas, sino en el espíritu que las anima y que les da, si
lo queremos, un valor nuevo y una mayor riqueza.
Y este Espíritu, no es otro que el de María Reina del Cielo y de la Tierra y especialmente,
Reina de los elegidos o mejor Reina de los corazones de los elegidos; Él invade a los
esclavos de amor y los somete plena y espontáneamente a todas las exigencias del
dominio de María, a todas las delicadas insinuaciones de su dirección sabia y maternal.
María acepta este imperio, sin falsa humildad. Lo ejerce sin desfallecimiento, consciente de
cumplir, en esta forma, la misión que Dios le confió de santificar a las almas que se
abandonan o se entregan a Ella. Nada se apropia para sí; no busca sino el llevar esas
almas a su divino Hijo y eso con un amor y un desinterés admirables.
Esta fórmula indica el fin próximo de la perfecta devoción: el honor de servir a la Santísima
Virgen y de glorificarla. Montfort lo explica inmediatamente “no es que tomemos a María
por fin último de nuestros servicios, el cual es Jesucristo únicamente, pero sí como fin
próximo, como medio fácil para ir a Él.”[5]
El obrar para María, implica dos cosas: gran pureza de intención y espíritu de celo.
Pureza de intención: El menor pensamiento de interés personal se desechará
absolutamente. Es el desprendimiento completo de sí mismo, la renuncia de todo espíritu
de propiedad. Uno se fatiga, trabaja, sufre, soporta todo lo que se presente, en provecho
de María. Se ganan méritos y se depositan entre sus manos muchísimas oraciones y
sacrificios, para que Ella sea más conocida y mejor amada en el mundo entero.
Como, a pesar de todo, el amor propio se desliza imperceptiblemente hasta en las mejores
obras, será bueno -como aconseja Montfort-, repetir frecuentemente en el fondo del
corazón: “¡Oh mi Dueña querida! Por ti emprendo esta labor,acepto este apostolado, ejerzo
este ministerio, acepto esta prueba, soporto esta contrariedad, sufro esta pena o esta
injuria; Por ti este día que comienzo, Por ti esta Misa, esta Comunión, el recogimiento de
esta acción de gracias; Por ti esos casos imprevistos, esos estorbos, esos retardos de un
trabajo urgente; Por ti esta enfermedad...”
Espíritu de celo: Un celo ilustrado y santamente audaz. En el punto en que estamos, un
esclavo de María no puede contentarse con servir y glorificar a su Soberana como si
estuviera solo en el mundo. Él debe irradiarla lo más que pueda en torno suyo.
“No hay que permanecer ociosos, recomienda Montfort, sino que apoyados en la
protección de María, es preciso emprender y realizar grandes cosas para esta augusta
Soberana.”[6]
Obrar En María
Para explicar esta práctica interior, la más importante y fruto del ejercicio de las otras, es
oportuno considerar una frase que tiene el Tratado de la Verdadera Devoción a la
Santísima Virgen, numeral 20, y que puede darnos mucha luz; dice así:
“Cuanto más encuentre el Espíritu Santo a María, su querida e indisoluble esposa,  en un
alma, tanto más actúa y se manifiesta poderoso, para producir a Jesucristo en ella”
Esta práctica, habla de la presencia de Jesús y de María en las almas; de la de María,
como de una condición necesaria para que la acción del Espíritu Santo sea más fecunda.
Por esta nueva infusión de gracia, el Espíritu Santo nos hace más semejantes a Jesús y
nos incorpora más a Él, como un miembro a la cabeza de un mismo cuerpo místico.[7]
Y puesto que la Virgen es el medio del cual el Espíritu Santo quiere valerse, aunque
hablando absolutamente, no tiene necesidad de Ella, es lógico que María deba encontrarse
en el alma, para que el divino Paráclito pueda obrar en Ella.
En resumidas cuentas, para hablar del obrar en María o íntima unión con Ella, es preciso
recordar:
Que la Santísima Virgen es el verdadero paraíso terrenal del nuevo Adán.
El antiguo paraíso era solamente una figura de éste. Hay en este paraíso riquezas,
hermosuras, maravillas y dulzuras inexplicables, dejadas en él por el nuevo Adán,
Jesucristo. Allí encontró Él sus complacencias durante nueve meses, realizó maravillas e
hizo alarde de sus riquezas con la magnificencia de un Dios.
Este lugar santísimo fue construido solamente con una tierra virginal e inmaculada, de la
cual fue formado y alimentado el nuevo Adán, sin ninguna mancha de inmundicia, por obra
del Espíritu Santo que en él habita. En este paraíso terrenal se halla el verdadero árbol de
vida, que produjo a Jesucristo, fruto de vida; el árbol de la ciencia del bien y del mal, que
ha dado la luz al mundo.
Hay en este divino lugar, árboles plantados por la mano de Dios, regados por su unción
celestial y que han dado y siguen dando frutos de exquisito sabor. Hay allí jardines
esmaltados de bellas y diferentes flores de virtud, que exhalan un perfume que embalsama
a los mismos ángeles. Hay en este lugar, verdes praderas de esperanza, torres
inexpugnables de fortaleza, moradas llenas de encanto y seguridad, etc.
Sólo el Espíritu Santo puede dar a conocer la verdad que se oculta bajo estas figuras de
cosas materiales. Se respira en este lugar el aire incontaminado de pureza sin
imperfección; brilla el día hermoso y sin noche, de la santa humanidad; irradia el sol
hermoso y sin sombras, de la divinidad; arde el horno encendido e inextinguible de la
caridad en el que el hierro se inflama y transforma en oro; corre tranquilo el río de la
humildad, que brota de la tierra y, dividiéndose en cuatro brazos, riega todo este delicioso
lugar: son las cuatro virtudes cardinales.
El Espíritu Santo, por boca de los Santos Padres, llama también a María
La Puerta Oriental, por donde entra al mundo y sale de él el Sumo Sacerdote, Jesucristo:
por ella entró la primera vez y por ella volverá la segunda. El Santuario de la Divinidad, la
mansión de la Santísima Trinidad, el trono de Dios, el altar y el templo de Dios, el mundo
de Dios.
Epítetos y alabanzas muy verdaderos, cuando se refieren a las diferentes maravillas y
gracias que el Altísimo ha realizado en María. ¡Qué riqueza! ¡Qué gloria! ¡Qué placer! ¡Qué
dicha! Poder entrar y permanecer en María, en quien el Altísimo colocó el trono de su
gloria suprema.
Pero, qué difícil es, a pecadores como nosotros, obtener el permiso, capacidad y luz
suficientes para entrar en lugar tan excelso y santo, custodiado ya no por un querubín
como el antiguo paraíso terrenal, sino por el mismo Espíritu Santo, que ha tomado
posesión de él y dice: «Un jardín cercado es mi hermana, mi esposa; huerto cerrado,
manantial bien guardado».
¡María es jardín cercado! ¡María es manantial sellado! Los miserables hijos de Adán y Eva,
arrojados del paraíso terrenal, no pueden entrar en este nuevo paraíso, sino por una gracia
excepcional del Espíritu Santo, que ellos deben merecer.
Después de haber obtenido, mediante la fidelidad, esta gracia insigne, es necesario
permanecer en el hermoso interior de María con alegría, descansar allí en paz, apoyarse
en él confiadamente, ocultarse allí con seguridad y perderse en él sin reserva, a fin de que,
en este seno virginal:
Te alimenten con la leche de la gracia y misericordia maternal de María.
Te liberes de toda turbación, temor y escrúpulo.
Te pongas a salvo de todos tus enemigos: demonio, mundo y carne, que jamás pudieron
entrar en María. Por esto dice Ella misma: «Los que trabajan en mí no pecarán», esto es,
los que permanecen espiritualmente en la Santísima Virgen, no cometerán pecado
considerable.
Te formes en Jesucristo y Él sea formado en ti. Porque, el seno de María, dicen los
Padres, es la sala de los sacramentos divinos, donde se ha formado Jesucristo y todos los
elegidos: “Uno por uno, todos han nacido en Ella.”[8]
Ventajas del obrar en María
Evidentemente, hay una gran diferencia entre el hijo que reside real y corporalmente en el
seno de su Madre y el esclavo de amor que reside moral y espiritualmente en María. Las
ventajas que se desprenden para el primero son de certeza física; pero el esclavo de amor,
sólo goza de certeza moral y eso en el supuesto que persevere en esta dependencia, a la
cual es fácil sustraerse por infidelidad a la gracia. Pero dada esta fiel dependencia, el alma
puede morar placenteramente en el seno de María, reposar ahí en perfecta paz, apoyarse
con confianza y ocultarse con seguridad y perderse ahí sin reserva. Este morar del alma en
María produce en ella cuatro efectos:
El alma es alimentada copiosamente por María, con la leche de su gracia y misericordia
maternal.
El alma se verá libre de turbaciones, temores y escrúpulos, que son absolutamente
incompatibles con el estado de infancia espiritual así comprendido.
El alma gozará de completa seguridad contra todos sus enemigos: el mundo, el demonio y
el pecado, que jamás tendrán cabida en María.
El alma, ahí, en María, es formada en Jesucristo y Él en ella.
SÍNTESIS DE LA VIDA DE UNIÓN CON MARÍA
Esta consagración total se diferencia de todas las demás devociones y consagraciones a
María por la vida de unión e intimidad a la que nos invita con Ella; es decir, las prácticas
exteriores como el rosario, las novenas, el portar escapularios y medallas, son un medio
para llegar a esta intimidad.
Pero esta profunda unión, esta relación íntima, estrecha y constante con nuestra Madre se
resume en el amor. Cuando una persona está enamorada todo el tiempo piensa en el ser
que ama, todo el tiempo quiere estar con ella, todo lo de fuera le habla de ella, todo lo
refiere a ella, siempre está pensando en lo que le gusta, en lo que le agrada. Así mismo
debe ser la relación de un consagrado con su Madre, debe amarla tan profundamente que
ni por un segundo se olvide y separe de ella. Y esta intimidad la resume Montfort en cuatro
prácticas interiores que deben ser vividas continua e intensamente por quienes se
consagran a esta buena Madre; podemos resumirlas de la siguiente manera:

PRÁCTICA

Comprar una pequeña imagen de la Virgen y llevarla  durante toda la semana conmigo, a
todos lados, sin dejarla un solo instante. Esto me ayudará a recordar la presencia de la
Virgen en todo momento y a mantenerme unido a Ella. Esto se debe hacer con prudencia
para no ir a generar escándalo.

[1] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 258.


[2] GONZÁLES, Jorge. Op. Cit., pp. 51-59.
[3] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 49.
[4] Ibíd., n. 108.
[5] Tratado de la Verdadera Devoción, n. 265.
[6] GONZALES, Jorge. Op. Cit., pp. 60-66.
[7] GONZALES, Jorge. Op. Cit., pp. 67-80.
[8] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 261-264.

 
TEXTO 26. MARÍA EN LAS ESCRITURAS
Hoy día, hay personas que se empecinan en argumentar un silencio casi total de las
Sagradas Escrituras respecto a la Santísima Virgen María; y más allá, vemos cómo
descaradamente manipulan los pocos textos bíblicos que admiten como “marianos”, para
gritar con un odio casi demoníaco: “¡Jesús despreció a María! ¡Jesús nunca le dio
importancia a su Madre!, ¡María no es tan importante como se ha creído hasta ahora! etc”. 
Por otro lado, vemos a otros que, movidos por un celo excesivo, quieren ver a la Santísima
Virgen en todos los pasajes bíblicos, y algunas veces acomodan a María, textos, sobre
todo del Antiguo Testamento, que evidentemente no se refieren a ella, pues contienen
elementos de infidelidad, como veremos más adelante.
Así pues, la verdadera devoción mariana debe ser bíblica pero equilibrada y de acuerdo a
aquellas palabras que el Papa Pablo VI nos escribe en su carta Marialis Cultus:
“La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un
postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente
difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima
del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia
como del libro fundamental de oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos
insuperables. El culto a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta dirección
tomada por la piedad cristiana; al contrario debe inspirarse particularmente en ella para
lograr nuevo vigor y ayuda segura.
La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la salvación de los
hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el
Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre y Asociada
del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de
textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más;
requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de
oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el culto a la
Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo
tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz
de la palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría
encarnada.”[1] Veamos, pues, a María en las Escrituras:
MARÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
Génesis 3, 15
“Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje; ella te pisará la cabeza,
mientras tú acechas su calcañar”.
Con esta primera profecía, comienza la historia de la salvación. El hombre tentado por el
maligno ha optado por la desobediencia al Dios que lo ha creado. El mal, la muerte y la
enfermedad han entrado al mundo por la desobediencia de la mujer y de su esposo. Se ha
cerrado el Paraíso. Para el hombre alejado de su creador comienza el caminar “por el valle
de lágrimas”. Dentro de este contexto tan sombrío, surge la profecía, la primera palabra de
un Dios que es, en su esencia, amor. En esta profecía -repito, la primera-, está involucrada
por primera vez y en forma misteriosa “la mujer”  que estará en perenne lucha contra el
enemigo del hombre y sus huestes, y con ella la gran promesa: Su linaje o descendencia
derrotará a la serpiente antigua, pisándole la cabeza. Cuando a una serpiente se le pisa la
cabeza, se le despoja de todo poder y se le reduce a la impotencia; esto sucederá por esta
“mujer” que sin duda alguna es María, cuyo linaje (Cristo) pisoteó a la serpiente (Satanás)
y quien tuvo una enemistad perfecta con la serpiente, pues nunca pecó.
Si alguien no quiere saber nada de la Virgen, y la quiere sacar de la historia de la
salvación, entonces también saquemos a Eva… ¿Serías capaz de contar la historia del
pecado sin hablar de Eva? ¿Verdad que no?... pues, entonces, también es imposible
hablar de la historia de la salvación sin hablar de María.
Isaías 7, 14
“Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: he aquí que la Virgen está encinta y va a
dar a luz a un hijo y le pondrá por nombre Emanuel”.
El Profeta Isaías, en esta profecía Mesiánica por excelencia, va a ampliar los datos sobre
la Mujer del Génesis 3, 15. Esta mujer va a ser virgen y va a dar a luz un hijo varón en su
virginidad.
Los Evangelios de San Mateo y San Lucas dejan esto bien claro cuando para describir a
María, utiliza la palabra griega «Parthenos» o sea Virgen. El único signo dado a Israel para
reconocer al Mesías, es que nacería de una madre virgen.
Miqueas 5, 2
«Por eso si Yahvé los abandona, es sólo por un tiempo, hasta que aquella que debe dar a
luz tenga a su hijo, entonces volverán a Israel los desterrados”
El profeta Miqueas nos vuelve a hablar de la mujer esperanza de Israel y que al traer al
MESÍAS pondrá fin al cautiverio de Israel.
MARÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO
Lucas 1, 26-38
En este relato Evangélico, se resaltarán  los siguientes aspectos:
San Lucas en su Prólogo 1, 3 nos dice: “Varias personas han tratado de narrar las cosas
que pasaron entre nosotros, a partir de los datos que nos entregaron aquellos que vieron y
fueron testigos desde el principio y que luego se han hecho servidores de la Palabra.
Después de haber investigado cuidadosamente todo desde el principio, también a mi me
ha parecido bueno escribir un relato ordenado para ti, ilustre Teófilo”.
Vemos que San Lucas se esforzó en ponerlo todo en orden, y al hacer esto encontró el
“hágase” de María. Así mismo, cuando en el Antiguo Testamento las personas querían
contar, ordenadamente, qué fue lo que sucedió y dónde empezaba todo, tenían que llegar
a Abrahán.
Cuando en el Nuevo Testamento se habla de San Pablo, de Apóstoles, de milagros, etc. la
pregunta lógica que surge es ¿dónde comienza esto? Si nosotros queremos saber dónde
empezó todo y cuál fue el comienzo del cristianismo debemos llegar a María. Así como sin
Abrahán no se entiende la Antigua Alianza, sin María no se entiende la Nueva Alianza.
San Lucas nos dice, también, que recurrió al origen de los datos de las personas que
fueron Testigos de los hechos y esta afirmación nos lleva a María, pues sólo ella fue
“testigo” de la anunciación que él relata a continuación:
“A una joven virgen”. San Lucas relaciona e identifica a esta joven con la profecía de Isaías
7, 14.
“Desposada con un hombre llamado José, de la familia de David”. El Mesías debía ser de
la casa de David, pues la promesa de Dios habría de cumplirse.
“Y el nombre de la Virgen era María”. Dos veces utiliza Lucas el titulo de Virgen, para que
no quede duda de la situación de María y de su relación con la profecía de Isaías.
“María”, hermoso nombre que quiere decir, entre muchos otros significados, “Señora”.
“El ángel le dijo: Llena de gracia”. “Llena de Gracia” en Griego “Kecharitomene” que
significa “tener la plenitud de la gracia”, pues viene de un verbo de modo pasivo perfecto
que indica continuación de una acción completa. Palabras que ningún mortal había
escuchado de Dios anteriormente.
“No temas María, porque has encontrado Gracia ante Dios” Puede que hoy en día María
no encuentre gracia ante muchas personas; pero lo importante es que ante Dios sí
encontró gracia.
“¿Cómo podré ser Madre, si no tengo relación con ningún hombre?” Recordemos que en
este momento María, estaba desposada con José, pero todavía faltaba la celebración de
las nupcias (segunda parte del rito del matrimonio Judío), donde el esposo se llevaba a su
esposa a su casa. Lo más lógico es que María hubiese relacionado lo que el Ángel le
estaba diciendo con la futura convivencia con su esposo José… ¡Pero no lo hace!, pues,
María había consagrado su virginidad al Señor, por eso le responde al Ángel sorprendida;
lo último que pensaba era perder su virginidad.
“El Espíritu Santo, descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”.
Aquí se sitúa a María, definitivamente, como posesión de Dios. En Éxodo 3, 5 el Señor
manda a descalzarse a Moisés, pues él está pisando “Tierra Santa”. ¿Por qué esta tierra
era Santa? Porque la sombra de Dios daba en ella desde la zarza. En 2 Samuel 6, 6-
7 Uzzá muere por tocar el Arca de Dios, esta Arca era santa porque la sombra de Dios o la
“Shekina” venía sobre ella. Sobre María desciende esta Nube y Ella queda hecha posesión
de Dios, santificada por su sombra para siempre.
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su Palabra”. Con estas palabras entra
la salvación al mundo. Si por la desobediencia de Eva entró la perdición al mundo, con la
obediencia de María entra la salvación. No se puede hablar de la “Caída” sin hablar de
Eva, ni se puede hablar de la “Salvación” sin hablar de María. En María se arregla lo
deshecho por Eva. En la obediencia de María se comienza a cumplir la profecía
de Génesis 3, 15.
Lucas 1, 39-49
En el relato Evangélico de la Visitación de María a Isabel, hay una infinidad de datos que
nos hablan de María y de su lugar en el plan de la Salvación.
Primero: entra María en casa de Isabel, y dice la Escritura que, “al oír” Isabel la salutación
de María, la criatura saltó en su vientre e Isabel fue llena del Espíritu Santo. Es de notar,
que Isabel fue llena del Espíritu no al entrar en contacto con Jesús, sino al escuchar la voz
de María, esto nos muestra a una María no sólo llena del Espíritu Santo, sino también
dando el Espíritu Santo o transmitiendo el Espíritu Santo a quien se acerca a ella.
Segundo: la exclamación de Isabel: “Bendita tú entre todas las mujeres”. Isabel, mujer de
un sacerdote de los que ministraban en el Templo, estaba inspirada de las Escrituras y
conocía un pasaje que se escapa para nosotros. Este se encuentra en Jueces 5, 24.
Tercero: El versículo 43 es esencial, «¿De dónde a mí, que la Madre de mi Señor venga a
visitarme?». La palabra Griega para designar a este Señor con “S” (mayúscula) es Kyrios,
que a su vez es el equivalente de Adonai en hebreo y es la misma palabra que utiliza
María en el versículo 46, para designar al Dios de Israel. Por lo tanto, Isabel llena del
Espíritu Santo - garantía de no fallar-, llama a María “Madre de Adonai” o sea Madre de
Dios.
Cuarto: en el versículo 48, María hace una profecía “En adelante todas las generaciones
me llamarán Bienaventurada”, esto es lo que hace la Iglesia: llamar Bienaventurada a
María por todas las generaciones.
Quinto: en el versículo 56 «María permaneció con ella unos tres meses y se volvió a su
casa». Dice el Libro 2 Samuel 6, 11 «El arca de Yahvé estuvo en casa de Obededon de
Gat tres meses y Yahvé bendijo a Obededon y a toda su casa». San Lucas al decir que
María se quedó tres meses en casa de Isabel, pone a María en similitud con el Arca de la
Alianza: María es el Arca de la Nueva Alianza que lleva en su seno al Salvador de todas
las edades.
Lucas 2, 25-35
En este capítulo, el evangelista nos muestra a Simeón profetizando en el día de la
Presentación del Niño en el Templo. Simeón de nuevo «lleno del Espíritu Santo» -por
donde pasa María todos se llenan de Espíritu Santo-, dice de Jesús que «estará puesto
para caída y levantamiento de muchos» y a María que «una espada de dolor le atravesaría
el pecho, para que sean manifestados los pensamientos de muchos corazones».
Lucas 2, 51
“Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su Madre conservaba cuidadosamente
todas las cosas en su corazón”.
Este pequeño fragmento del Evangelio de San Lucas, nos habla, más que ninguno, de la
personalidad de María y de su relación con su Hijo. “Guardaba cuidadosamente todas las
cosas en su corazón”. ¡Hermoso corazón de María!, María una mujer de fina espiritualidad,
una mujer de contemplación, una mujer de detalles, una mujer enamorada de Dios y de su
Hijo, una mujer de gran profundidad y de gran silencio, que es donde habla Dios. Jesús le
estaba sometido. Jesús estaba bajo la Ley del cuarto mandamiento «Honrar Padre y
Madre» (Gál 4,4) y no podía transgredir la ley, pues no podía pecar. Por lo tanto, Jesús
honraba a su Padre Dios y a su madre María. Si quieres imitar a Jesús, haz lo mismo:
adora a DIOS y honra a María, te aseguro que así le complaces.
Juan 2, 1-5
En este fragmento del Evangelio de San Juan se muestra de nuevo a María en una nueva
fase. María es la Mujer, que a pesar de la magnitud de su misión y de la honra de ser la
«Escogida de Dios», está atenta a las necesidades de los hombres. Jesús le contesta a su
Madre, que no ha llegado la hora de dar vino a los hombres.
El vino era signo de paz y alegría en el pueblo de Israel, también se vertía al suelo como
signo de arrepentimiento de los pecados (Ex 29, 40; Núm 15,5); también el vino era signo
de ser agradable a Dios al volver a Él (Oseas 14, 8). La hora de Jesús se aclara en Marcos
14, 41, era la Pasión, donde iba a dar el Vino Nuevo de su Sangre a los hombres que se
arrepintieran. Pero volvamos a Caná: en esta conversación espiritual entre María y Jesús -
pues solamente en el espíritu se puede leer este pasaje-, Jesús le dice que aún no llega la
hora definitiva, pero por petición de su Madre, va a dar el primer signo de lo que sería
definitivo en el Calvario. Por lo tanto el primer milagro ocurre a petición de la Madre, ¿es
una mujer como las demás?
Las palabras de María en este contexto constituyen el «Evangelio de María» y son las
únicas palabras dirigidas a los hombres: «Haced lo que Él les diga». Quienes quieran
agradar a María, deben hacer la voluntad de Jesús. María es la mujer pendiente de las
necesidades de los hombres para pedir por ellos a su Hijo.
Juan 19, 25
Para entender este capítulo -uno de los más interesantes e importantes referente a María-,
es necesario remontarnos a Génesis 3. En este capítulo el Señor Dios le da la profecía a
Eva de que “La descendencia de la mujer pisará la cabeza de la serpiente y estará en
guerra con sus seguidores”. Pues bien, esta profecía se cumple al pie de la letra.
En Juan 19, 26-27, Jesús entrega a María como Madre a Juan, y esto no es un simple
hecho de índole familiar, las palabras dichas por Jesús en la cruz tienen valor redentor;
pues Jesús está en la cruz, muriendo por asfixia, le falta el aire - lo cual se convierte en lo
más preciado para un moribundo en la cruz- y aún así tiene que decir algo tan importante
que hace el gran esfuerzo de hablar. Un problema de índole familiar lo hubiera tratado
antes, como lo hizo con Pedro el Jueves Santo cuando le dijo “Al volver confirma a tus
hermanos”.
La profecía Bíblica dice claramente que los descendientes de la mujer tendrían el poder de
pisar la cabeza de la serpiente. Esta mujer que habría de venir, es sin lugar a dudas María;
pues al pie de la cruz, los hombres, en Juan, reciben a María como Madre.
Aquí comienza el ciclo donde los «Hijos de la mujer» lucharán con la serpiente antigua y la
vencerán. El signo es el ser hijos de la mujer, por esto Jesús, después de entregarle a
María a Juan como hijo, dice: «Todo se ha cumplido»; allí el desorden del Génesis quedó
arreglado: la señal de batalla dada es la maternidad de la mujer, o sea María. Las palabras
concluyentes de Juan nos dan la clave. Dice el Evangelio de San Juan 19, 27: “Desde ese
momento se la llevó a su casa”.
Hechos 1, 14
En el escenario encontramos la lista de los Apóstoles que estaban en continua oración y
San Lucas nos dice que junto a estos había un grupo de mujeres y María.
Esto es tremendamente importante, ya que en el contexto Judío no se mencionaba a las
mujeres ni a los niños (es de recordar el caso de la multiplicación de los panes donde
había cinco mil hombres «sin contar a las mujeres ni a los niños»).
Siguiendo este patrón, la fuente que le contó a Lucas la mañana de Pentecostés,
mencionó a los Apóstoles y a un grupo de mujeres, sin embargo, separa a la Madre de
Jesús, con su nombre propio, lo cual da un indicio del lugar de honra en que ya se tenía a
la Madre de Cristo en la Iglesia Primitiva.
Apocalipsis 12, 1-18
Al comienzo del versículo 1 nos dice que aparece una señal que es una mujer en estado
de gestación de un hijo varón. Esta figura ya la encontramos en Isaías 7, 14 y se refiere
concretamente a María que es la señal del primer advenimiento de Jesús; luego, con esta
precedencia Bíblica, podemos entender que esta señal en Apocalipsis 12 se refiere
también a María, como señal del segundo advenimiento de Cristo.
En los versículos del 13 al 18, se nos habla de nuevo del monstruo en persecución de la
mujer, lo cual nos recuerda la “enemistad entre ti y la mujer”, del Génesis. Nunca como en
nuestros días se le había hecho la guerra a la Madre del Salvador, lo cual concuerda con
esta profecía.
También se nos dice que al no poder hacer nada a la mujer, se lanzará contra los hijos de
la mujer (cf. Jn 19,25), o sea, el demonio está en lucha contra los hijos de la mujer (de
María), pues sabe que ellos tienen poder para derrotarlo.
Aquí vemos la importancia de esta mujer, orgullo de la raza humana en el plan de la
Salvación, desde el Génesis hasta el Apocalipsis… y yo me pregunto, hermano o hermana
que lees esta corta reflexión: ¿Es María una mujer como cualquier otra?… Deja que el
Espíritu te hable al corazón.
El Padre la escogió (Lucas 1, 30),
el Hijo tomo carne en sus entrañas (Juan 1, 14)
y el Espíritu Santo encarnó al Hijo de Dios
en su vientre y la cubrió con su sombra (Lucas 1, 35).

PRÁCTICA

Hacer una Lectio Divina, escrita, del pasaje de la anunciación. Compartirla en el siguiente
encuentro de la preparación.

 [1] Exhortación Apostólica Marialis Cultus, 30.


BLOQUE 4: CONOCIMIENTO DE JESÚS
TEXTO 27. ¡DIOS ES AMOR!
“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos
amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados (1 Jn
4,10)”...“nosotros amamos, porque él nos amó primero” (1 Jn 4,19).
Seguramente que desde pequeños, en nuestros hogares, en la catequesis, en la misa de
los domingos, nos han enseñado que debemos amar a Dios con todo nuestro corazón; es
más, es el primero de los mandamientos de la ley de Dios. Lo que tal vez se nos olvida
muchas veces es que antes de amar a Dios, debemos sentirnos amados por Dios.
Fue esta la experiencia del fundador de nuestra comunidad Lazos de Amor Mariano, José
Rodrigo Jaramillo, quien en el año 1984, fue víctima de un secuestro, durante el cual el
Señor le permitió ver su vida y lo poco que había amado; él, sorprendido le dijo al
Señor: “que importante es amar”, y escuchó la voz del Señor que le respondía “y dejarse
amar”. Así es, más importante que amar a Dios es dejarse amar por Dios, pues sólo quien
se siente amado es capaz de corresponder a ese amor. Nuestro amor no es más que una
respuesta a un Dios que nos ha amado primero, que ha tomado la iniciativa.
“Dios es Amor” (1 Jn 4,8), amor infinito, amor explosivo, amor donado, amor entregado; el
amor nunca es estático, no se cierra en sí mismo. Por ello, ese Dios amor, crea al hombre,
y no lo hace porque lo necesite, en absoluto. Lo crea por amor y para amarlo, para tener
una criatura en quien derramar su ternura, en quien derrochar sus cuidados, a quien
donarse por completo.
UNA CREACIÓN ÚNICA
En el relato de la creación, vemos como Dios hace el mundo paso a paso, y basta con
pronunciar una palabra para que las cosas vengan a la existencia; sin embargo, hay algo
particular en esta historia:  “entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e
insufló en sus narices aliento de vida...” (Gén 2,7).
En la creación del hombre Dios “mete sus manos”, pudiéndolo  crear con su sola palabra lo
modela con polvo de la tierra. Es decir, esta criatura, el hombre, es una criatura especial
entre las demás. Cuanto crea, lo crea para el hombre; él prepara detalle a detalle el lugar
donde morarán sus hijos, de la misma manera que un padre prepara y dispone todo para el
nacimiento de sus hijos.
Cada persona, cada hombre, cada mujer, es una creación singularísima del amor de Dios.
Dios no crea en serie, no hace moldes de los cuales sacar millones y millones de personas
a la vez, no. A cada uno lo piensa y lo moldea, cada uno es diferente.
Basta que observes cada una de tus facciones, tu cabello, tus ojos, es más, observa tu
mano, tu dedo índice ¿Cómo es posible que a través de unas huellas dactilares puedas ser
identificado entre miles de millones de personas? ¡Increíble! Hasta en aquel pequeño
detalle pensó en ti y te hizo único e irrepetible.
Cada vez más el ser humano tiende a verse masificado a reducirse a un número de
identificación, o a un código; Dios, en cambio, conoce a cada uno en su particularidad, a
cada uno lo llama por su nombre (Jn 10,3). Si se le pierde una sola de sus ovejas deja las
99 y va en busca de la perdida (Lc 15,4), porque para él una vale tanto como las 99 juntas.
Cada una es irremplazable, insustituible, cada una vale toda su sangre.
Él está todo el tiempo pendiente de sus hijos, atento a sus necesidades; tanto así, que en
el Cielo no hay contestadora, ni buzón de mensajes, ni recepción, sino que quien quiera
llamar tiene línea directa con Dios. Él no se hace esperar, a nadie hace esperar. Para él,
cada uno, es el más importante. Dios es Amor y lo único que quiere de ti es que te dejes
amar.
SER CRISTIANO ES ENCONTRARSE CON EL AMOR
“Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental
de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por
el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida
y, con ello, una orientación decisiva.
En su Evangelio, Juan había expresado este acontecimiento con las siguientes palabras: «
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que todos los que creen en él
tengan vida eterna » (cf. 3, 16)... Y, puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1
Jn 4, 10), ahora el amor ya no es sólo un « mandamiento », sino la respuesta al don del
amor, con el cual viene a nuestro encuentro.”[1]
Se comienza a ser cristiano verdaderamente a partir del encuentro con el Amor, a partir de
la experiencia de la ternura y la misericordia de Dios. Pues quien se encuentra con ese
amor se siente irresistiblemente atraído hacia él y descubre que nada hay en el mundo
más grande y más sublime, ninguna experiencia que le pueda superar, y descubre que ese
amor todo lo vale. Tal ha sido la experiencia de los santos, ellos se han dejado amar por
Dios, se han dejado transformar por ese amor: “Me entretenía, como siempre, en seguir
unas hormigas que cargaban sus provisiones de hojas.
Era una mañana, la que llamo la más bella de mi vida! Estaba a una cuadra más o menos
de la casa, en sitio perfectamente visible. Iba con las hormigas hasta el árbol que
deshojaban y volvía con ellas al hormiguero. Observaba los saludos que se daban, (así
llamo yo lo que hacen ellas entre sí algunas veces, cuando se encuentran) las veía dejar
su carga, darla a otra, entrar por la  boca del hormiguero.
Les quitaba la carga y me complacía en ayudarlas llevándoles hojitas hasta la entrada de
la mansión de tierra, en donde me las recibían las que salían de aquel misterioso hoyo.
Así me entretenía, engañándolas a veces, y a veces acariciándolas con gran cariño,
cuando... ¿Cómo le diré? ¡ay! Dios sabe, padre, que estas cosas son tan íntimas y tan duro
decirlas. ¡Sólo la obediencia las saca fuera! ¡Fui como herida por un rayo! ¡No se decir
más! Aquel rayo fue un conocimiento de Dios y de sus grandezas, tan hondo, tan
magnífico, tan amoroso, que hoy, después de tanto estudiar y aprender, no sé más de Dios
que lo que supe entonces. ¿Cómo fue esto? ¡Imposible decirlo! Supe que había Dios,
como lo sé ahora y más intensamente; no sé decir más. Lo sentí por largo rato, sin saber
cómo sentía, ni lo que sentía, ni poder hablar.
Por fin terminé llorando y gritando recio, recio, como si para respirar necesitara de ello. Por
fortuna estaba  a distancia de ser oída de la casa. Lloré mucho rato de alegría, de opresión
amorosa, y grité. Miraba de nuevo el hormiguero y en él sentía a Dios, ¡con una ternura
desconocida! volvía los ojos al cielo y gritaba, llamándolo como una loca. Lloraba porque
no lo veía y gritaba más. Siempre al amor se convierte en dolor. Este casi me mata.”[2]
CARACTERÍSTICAS DEL AMOR DE DIOS
“Una vez, estando expuesto el Santísimo Sacramento, se presentó Jesucristo
resplandeciente de gloria, con sus cinco llagas que se presentaban como otro tanto soles,
saliendo llamaradas de todas partes de Su Sagrada Humanidad, pero sobre todo de su
adorable pecho que, parecía un horno encendido. Habiéndose abierto, me descubrió su
amabilísimo y amante Corazón, que era el vivo manantial de las llamas. Entonces fue
cuando me descubrió las inexplicables maravillas de su puro amor con que había amado
hasta el exceso a los hombres, recibiendo solamente de ellos ingratitudes y
desconocimiento.”
Ese amor que el Padre nos tiene nos fue revelado en Jesucristo; en él, el Padre nos
descubre su corazón misericordioso que se adentra en las profundidades de las miserias
humanas para buscar a la oveja perdida y cargársela sobre sus hombros. En Él, se nos
descubre el amor que transforma, que levanta, que dignifica, así como lo hizo con
Magdalena, aquella mujer adúltera, que vendía su cuerpo y que estuvo a punto de ser
apedreada, y que hoy, quien lo iba a pensar,  veneramos como santa.
En Cristo, se nos descubre el amor del Padre que siempre espera, que lo soporta todo y
que lo perdona todo, como nos lo narró en la parábola del Hijo pródigo, donde nos dibujó la
figura de aquel Padre que día tras día esperaba el regreso de su hijo, y que al verlo venir a
lo lejos sale a su encuentro, se echa a correr, se tira sobre su cuello y lo recibe   a besos...
ese padre que no le hace un solo reproche, que no pide cuentas... ese padre, que es
nuestro Padre Dios.
Este amor es un amor misericordioso, y por ello exclama Teresita: “Quiero imitar la
asombrosa confianza en la misericordia de Jesús que tuvo la Magdalena. La valerosa
actuación de la pecadora que se arrodilló a sus pies y se los lavó con sus propias lágrimas,
y que tanto agradó a Jesús; esa es la actuación que me agrada repetir en mi vida.
Estoy segura de que aunque tuviera en mi conciencia todos los pecados que se pueden
cometer, me lanzaría a los brazos misericordiosos de Jesucristo, porque sé cuánto ama al
hijo pródigo que vuelve a Él... la causa por la cual me dirijo a Dios con tanta confianza y
con tanto amor no es porque con su misericordia me ha preservado de todo pecado mortal.
No, esa no es la causa. La verdadera causa de mi confianza en Él es su inmensa
misericordia... Estoy totalmente convencida de su inmenso amor y de su infinita
misericordia.”
Su amor es un amor total que no se guarda nada para sí, que no se ahorra sacrificios, un
amor que ama hasta los excesos de la locura: “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a
su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna”. (Jn 3,16). Un amor que nos hace su ofrenda más preciosa, su Hijo amado.
Y esta es precisamente la novedad del cristianismo, un Dios que nos ama, al que podemos
llamar “Padre”, y un Padre, que en lugar de pedirnos, nos da. En muchas religiones y
culturas los hombres han ofrecido sacrificios humanos a sus dioses, e incluso han ofrecido
a sus propios hijos; aquí pasa todo lo contrario, aquí, es Dios quien ofrece a su Hijo en
sacrificio por amor al hombre. Su amor es un amor sin límites. “¿Acaso olvida una mujer a
su niño, sin dolerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas personas se olvidasen, yo
jamás te olvidaría” (Is 49,15).
Es un amor que lo abarca todo, un amor eterno, sin límites de tiempo, un amor que no se
acaba, un amor siempre estable, un amor que siempre permanece, y más aún, un amor del
que nada ni nadie nos puede separar: “...ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los
principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra
criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios” (Rom 8,38-39).
Su amor, es un amor gratuito y tierno, que no exige nada a cambio, que no busca interés
alguno, o acaso ¿Qué puede necesitar Dios del hombre? No hay nada que el hombre
pueda hacer para que Dios le ame menos, ni nada que pueda hacer para que Él le ame
más. No hay seres a los que Dios ame más que a otros, simplemente hay personas que se
dejan amar más que otras.
“Cuando Israel era niño lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. Cuanto más los llamaba, más
se alejaban de mí: ofrecían sacrificios a los Baales, e incienso a los ídolos. Yo enseñé a
caminar a Efraín, tomándole por los brazos, pero ellos no sabían que yo los cuidaba. Con
cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, yo era para ellos como los que alzan a un
niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer.” (Os 11, 1-4).
María es la obra perfecta del Amor de Dios. Ella como ninguna otra criatura se dejó amar
por Él y embellecer con sus gracias. Así mismo, todo consagrado a María, al tenerla a Ella
por Madre, debe tener a Dios por Padre amorosísimo y dejarse llenar por su ternura y
misericordia.

PRÁCTICA

Escribir, en un clima de oración y reflexión, dos cartas: la primera de sí mismo para Dios, y
la segunda, de Dios para mí.

[1] Deus Caritas Est, 1


[2] MONTOYA, Laura. Autobiografía de la Madre Laura de Santa Catalina. 2 ed. Medellín.
1991. P. 42.
[3] Santa Margarita María de Alacoque. [en línea].[consultado 4 jul. 2013]. Disponible
en ]http://www.corazones.org/santos/margarita_maria_alacoque.htm.
[4] SÁLESMAN, P. Eliécer. Historia de un alma. 1 ed. Bogotá. 1999. p 319
TEXTO 28. JESUCRISTO, NUESTRO FIN ÚLTIMO
Hay una fórmula sublime que resume admirablemente todo lo que deberíamos hacer para
escalar a las más altas cumbres de la perfección cristiana. La emplea la Iglesia en el santo
sacrificio de la misa y constituye por sí sola uno de sus ritos más augustos: “Por Cristo, con
Él y en Él; a ti Dios Padre omnipotente, en la Unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda
Gloria, por los siglos de los siglos.” Esta oración resume la vida cristiana y establece con
absoluta claridad que nuestra vida debe ser vivida para la Gloria del Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo. En este orden de ideas, consagrarse a Jesús por María, no sólo no se
opone a tributar la gloria debida a Dios, sino que la favorece, tanto más, cuanto que no ha
habido criatura alguna que haya honrado tan perfectamente a la Santísima Trinidad como
Nuestra Señora.
SÓLO A DIOS ADORAMOS
«Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de
todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a
él darás culto” (Lc 4,8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6,13).» (Catecismo, 2096).
No nos cansaremos de repetir: sólo adoramos a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo… Este
culto de adoración es referido al Padre por el Hijo en el Espíritu. En el lenguaje moderno,
algunos han identificado -más por ignorancia que por maldad- la palabra “adoración” con la
palabra “amor”, con la palabra “gusto”, desfigurando el significado verdadero de la
adoración. Así, dicen, por ejemplo, “adoro mi familia”, “adoro mi trabajo”, “adoro mi
carrera”, etc., queriendo decir que aman, quieren, gustan de esto. Cualquier persona, con
sentido común, entiende que quien lanza estas imprecisas expresiones no está diciendo
que consideran a su familia, su trabajo, su carrera profesional como una divinidad a la que
se le debe rendir culto de adoración. No obstante, este es un error que debemos evitar,
restringiendo la palabra adoración, exclusivamente, al culto dirigido a Dios uno y Trino.
En la Iglesia se tributan diversos tipos de culto. Es importante distinguir uno de otro para no
ser inducidos a error:
«El culto de  latría  (adoración) es propio y exclusivo de Dios. Honrar a los santos con él
sería un gravísimo pecado de idolatría. A los santos se les debe el culto
de  dulía  (veneración), y a la Santísima Virgen, por su excelsa dignidad de Madre de Dios,
el de hiperdulía  (máxima veneración). A san José se le debe el culto
de protodulía  (primera veneración), o sea el primero entre el propio de los santos.»[1]

¿QUÉ ES ADORAR A DIOS?


Es un acto externo de la virtud de la religión, por el que testimoniamos la reverencia que
nos merece la excelencia infinita de Dios y nuestra sumisión ante Él. Aunque de suyo
prescinda del cuerpo -también los ángeles adoran- en nosotros, compuestos de espíritu y
materia, suele manifestarse corporalmente. Esta adoración exterior es expresión y
redundancia de la interior -que es la principal- y sirve para excitar y mantener esta última. Y
porque Dios está en todas partes, en todo lugar podemos adorar a Dios interior y
exteriormente, si bien el lugar más propio es el templo, porque en él reside Dios
especialmente -sobre todo si se guarda en él la Eucaristía- nos aleja y separa del
mundanal ruido, hay en él muchos objetos santos que excitan la devoción y nos estimula y
alienta la compañía de los demás adoradores.[2]
SÓLO A CRISTO ANUNCIAMOS
«La evangelización […] debe contener siempre -como base, centro y a la vez culmen de su
dinamismo- una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre,
muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y
de la misericordia de Dios»[3]. Así pues, «en el centro de la catequesis encontramos
esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y
ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros... El fin de
la catequesis: “conducir a la comunión con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor
del Padre en el Espíritu y hacernos participes de la vida de la Santísima
Trinidad”». (Catecismo, 426). Es claro, entonces, que el centro del anuncio cristiano
es Jesucristo Nuestro Señor;  «se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y
todo lo demás en referencia a Él» (Catecismo, 427).
Pero anunciar a Cristo es predicarlo con todo lo que Él es. ¿Cómo amar a Cristo sin su
esposa, la Iglesia (cf. Ef 5,25-27; Mt 16,18)? ¿Cómo adorarle sin su cuerpo eucarístico (cf.
Jn 6,55; Mt 26,26)? ¿Cómo pedirle perdón desconociendo los ministros de la
reconciliación (cf. 2 Cor 5,18; Jn 20,23)? ¿Cómo decir que le aceptamos si rechazamos a
su Madre, regalo que nos dio al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27)? Recibiendo a Cristo,
aceptamos a María como regalo suyo y recibiendo a María volvemos a Cristo cuando Ella
nos dice: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5). Es un círculo de amor: vamos “a María por
Jesús”, porque Él nos la entrega en la cruz; y vamos “a Jesús por María” porque ella nos
enseña a hacer su Voluntad. En definitiva, anunciar a Cristo implica anunciarlo con todo lo
que Él es y todo lo que Él nos ha dado.
LA CONSAGRACIÓN NOS LLEVA A ADORAR Y A ANUNCIAR A CRISTO
La devoción a la santísima Virgen es un medio privilegiado “para hallar a Jesucristo
perfectamente, para amarle tiernamente y servirle fielmente”[4]. “Porque no pensaréis
jamás en María sin que María, por vosotros, piense en Dios; no alabaréis ni honraréis
jamás a María, sin que María alabe y honre a Dios. María es toda relativa a Dios, y me
atrevo a llamarla la relación de Dios, pues sólo existe con respecto a él, o el eco de Dios,
ya que no dice ni repite otra cosa más que Dios. Si dices María, ella dice Dios. Santa
Isabel alabó a María y la llamó bienaventurada por haber creído, y María, el eco fiel de
Dios, exclamó: Mi alma glorifica al Señor. Lo que en esta ocasión hizo María, lo hace todos
los días; cuando la alabamos, la amamos, la honramos o nos damos a ella, alabamos a
Dios, amamos a Dios, honramos a Dios, nos damos a Dios por María y en María”[5].
María es totalmente Cristocéntrica y por lo tanto, esta consagración también lo es. Como
ya dijimos “el fin último de toda devoción debe ser Jesucristo, Salvador del mundo,
verdadero Dios y verdadero hombre. De lo contrario, tendríamos una devoción falsa y
engañosa.
Jesucristo es el Alfa y la Omega, el principio y fin de todas las cosas. La meta de nuestro
misterio -escribe San Pablo- “es que todos juntos nos encontremos unidos en la misma
fe... y con eso se logrará el hombre perfecto que, en la madurez de su desarrollo, es la
plenitud de Cristo”. (Ef 4, 13).
Efectivamente, sólo en Cristo “permanece toda la plenitud de Dios, en forma corporal” y
todas las demás plenitudes de gracia, virtud y perfección. Sólo en Cristo hemos sido
beneficiados “con toda clase de bendiciones espirituales”.
“No se ha dado a los hombres sobre la tierra otro Nombre por el cual podamos ser
salvados”, sino el de Jesús. (Hch 4, 12).
Dios no nos ha dado otro fundamento de salvación, perfección y gloria, que Jesucristo.
Todo edificio que no esté construido sobre la roca firme, se apoya en arena movediza y
tarde o temprano caerá infaliblemente.
Quien no esté unido a Cristo como el sarmiento a la vid, caerá, se secará y lo arrojará al
fuego. Si en cambio; permanecemos en Jesucristo y Jesucristo en nosotros, se acabó para
nosotros la condenación, ni los ángeles del cielo, ni los hombres de la tierra, ni los
demonios del infierno, ni criatura alguna podrá hacernos daño, porque nadie podrá
separarnos de la caridad de Dios que está en Cristo Jesús.
Por Jesucristo, con Jesucristo, en Jesucristo lo podemos todo:
Tributar al Padre en unidad del Espíritu Santo todo honor y gloria.
Hacernos perfectos y ser olor de vida eterna para nuestro prójimo.
Por tanto, si establecemos la sólida devoción a la Santísima Virgen es sólo para establecer
más perfectamente la de Jesucristo y ofrecer un medio fácil y seguro para encontrar al
Señor. Si la devoción a la Santísima Virgen nos apartase de Jesucristo, habría que
rechazarla como ilusión diabólica. Pero como ya he demostrado y volveré a demostrarlo
más adelante sucede todo lo contrario. Esta devoción nos es necesaria para hallar
perfectamente a Jesucristo, amarlo con ternura y servirlo con fidelidad.”[6]
LA VIRGEN MARÍA, UNA CRIATURA
Aunque profundamente enamorado de Ella, san Luis de Montfort deja claro que Nuestra
Señora es una criatura, y nunca la toma como una divinidad:
“Confieso con toda la Iglesia que siendo María una simple criatura salida de las manos del
Altísimo, comparada con la Majestad infinita, es menos que un átomo o, mejor, es nada,
porque sólo Él es el que Es […] Por consiguiente, este poderoso Señor, siempre
independiente y suficiente a Sí mismo, no tiene ni ha tenido absoluta necesidad de la
Virgen María para realizar su voluntad y manifestar su gloria. Le bastaría querer para
hacerlo todo.
Afirmo, sin embargo, que -dadas las cosas como son- habiendo querido Dios comenzar y
culminar sus mayores obras por medio de la Santísima Virgen desde que la formó, es de
creer que no cambiará jamás de proceder: es Dios y no cambia ni en sus sentimientos ni
en su manera de obrar.”[7]
Es esta, una devoción completamente Cristocéntrica puesto que su intención no es otra
que “hacer de ti un verdadero devoto de María y un auténtico discípulo de Jesucristo”[8]. A
través de esta consagración, nos unimos a la oración de san Luis de Montfort diciendo:
“¡Señor, para que venga tu reino, venga el reino de María!”[9]

PRÁCTICA

Regalar 10 estampitas del Sagrado Corazón de Jesús a diferentes personas.


TEXTO 29. “Y EL VERBO SE HIZO CARNE”
Toda acción de Dios es «obra común de las tres personas divinas» (Catecismo, 258). Lo
mismo acontece con el misterio de la Encarnación, es decir, con el hecho de que el Verbo
eterno, se haga hombre. San Luis de Montfort describe la Encarnación imaginándose una
reunión de la Santísima Trinidad: el Padre, el Verbo (la Sabiduría Eterna) y el Espíritu
Santo, después del pecado de nuestros primeros padres: “Paréceme ver -por decirlo así- a
esta amable Soberana [la Sabiduría eterna] convocando y reuniendo […] a la Santísima
Trinidad para decidir la restauración del hombre […]
Me parece oír a la Sabiduría [que dice dirigiéndose al Padre], que en la causa del hombre
reconoce que realmente éste y su posteridad merecen ser condenados eternamente con
los ángeles rebeldes a causa de su pecado. Pero que es preciso compadecerse de él,
porque su pecado obedece más a debilidad e ignorancia que a malicia. Observa, por una
parte, que es gran lástima que una obra maestra tan bien lograda permanezca para
siempre esclavizada al enemigo y que millones de hombres se vean para siempre
condenados por el pecado de uno solo. Muestra, por otra parte, los tronos vacíos del cielo
por la caída de los ángeles apóstatas, y que sería bien llenar de nuevo. E indica la gloria
inmensa que Dios recibiría en el tiempo y la eternidad si se salva al hombre. […] Viendo la
Sabiduría eterna que nadie en el universo era capaz de expiar el pecado del hombre,
satisfacer a la justicia y aplacar la ira divina, y queriendo al mismo tiempo salvar al
desventurado, a quien amaba por naturaleza, halla un medio admirable.
¡Proceder asombroso! ¡Amor incomprensible llevado hasta el extremo! La amable y
soberana Princesa [la Sabiduría eterna] se ofrece ella misma en holocausto al Padre para
satisfacer su justicia, aplacar su cólera, liberarnos de la esclavitud del demonio y de las
llamas del infierno y merecernos una eternidad feliz. SuSu oferta es aceptada; la decisión,
tomada y decretada: la Sabiduría eterna, es decir, el Hijo de Dios, se hará hombre en el
momento oportuno y en las circunstancias señaladas.” Así pues, “al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que
se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Gál 4,4-5). «He aquí
“la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1): Dios ha visitado a su pueblo (cf. Lc
1,68), ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia (cf. Lc 1, 55); lo
ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su “Hijo amado” (Mc 1,11).
Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel,
en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio
carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el
reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha “salido de
Dios” (Jn 13,3), “bajó del cielo” (Jn 3,13; 6,33), “ha venido en carne” (1 Jn 4,2), porque “la
Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que
recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad... Pues de su plenitud hemos
recibido todos, y gracia por gracia” (Jn 1,14.16).» (Catecismo, 422-423).
¿PARA QUÉ SE ENCARNÓ EL VERBO?
Para salvarnos reconciliándonos con Dios. (1 Jn 3,5; 4, 10.14).
Para que nosotros conociésemos así el amor de Dios (1 Jn 4,9; Jn 3,16).
Para ser nuestro modelo de santidad (Mt 11,29; Jn 14,6; Mc 9, 7; Jn 15, 12).
Para hacernos “participes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4).
La fe en la encarnación del Hijo de Dios es el signo distintivo de la fe cristiana: “Podréis
conocer en esto el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en
carne, es de Dios” (1 Jn 4, 2).
CONSECUENCIAS DE LA ENCARNACIÓN
‘Jesús’ quiere decir en hebreo: “Dios salva”. ‘Cristo’ viene de la traducción griega del
término hebreo “Mesías” que quiere decir “ungido”. Al verbo encarnado se le llama
Jesucristo.
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero Hombre: Es decir, tiene dos naturalezas
(humana y Divina), aunque es una sola persona Divina. (Catecismo, 464-469).
Jesucristo tiene dos voluntades: La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad
divina sin hacerle resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a
esta voluntad omnipotente.” (Catecismo, 475).
Jesucristo es el Mesías: Como ya se dijo, Jesús es el “Cristo” (el Mesías), es decir, el
“ungido”: en el pueblo de Israel se ungía a los reyes (cf. 1 Sam 4,16), a los sacerdotes (cf.
Ex 29,7) y a los profetas (cf. 1 Rey 19,16). De allí recibimos el nombre de cristianos, pues
somos “ungidos” en el bautismo. (Catecismo, 436-440).
Jesucristo es Hijo de Dios: Es el “Hijo Único de Dios” en cuanto es “de la misma
naturaleza del Padre”. Esto es lógico, si yo, que soy humano, tengo un hijo, mi hijo es
humano, pues le comunico mi naturaleza. Dios Padre tiene un Hijo, por consiguiente ese
Hijo también es Dios. Todos nosotros somos hijos adoptivos (1 Jn 3,1). (Catecismo, 441-
445).
Jesucristo es el Señor: El término griego “Kyrios” traduce “Señor”. Así era como se le
decía a Dios en el Antiguo Testamento. Jesús es el Señor; así se le reconoce
continuamente en las Escrituras (cf. Mt 8,2; 14,30; 15,22; Jn 20,28; 21,27). (Catecismo,
446-451).
LA ANUNCIACIÓN
El misterio de la encarnación se realiza en la anunciación del Ángel Gabriel a la Santísima
Virgen María que aparece descrito en Lc 1,26-38: Al sexto mes envió Dios el ángel Gabriel
a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado
José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. Y, entrando, le dijo: “Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se conturbó por estas palabras y se
preguntaba qué significaría aquel saludo. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has
hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien
pondrás por nombre Jesús. Él será grande, se le llamará Hijo del Altísimo y el Señor Dios
le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino
no tendrá fin.”
María respondió al ángel: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” El ángel le
respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios. Mira, también
Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez y este es ya el sexto mes de la que se
decía que era estéril, porque no hay nada imposible para Dios.” Dijo María: «He aquí la
esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra.» Y el ángel, dejándola, se fue.
«La anunciación a María inaugura la plenitud de “los tiempos” (Gál 4,4), es decir el
cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel
en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2,9). La respuesta divina
a su “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder
del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).» (Catecismo, 484).
La elección divina respeta la libertad de Santa María, pues «el Padre de las misericordias
quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la
encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer
contribuyera a la vida» (Catecismo, 488). Por eso, desde muy antiguo, los Padres de la
Iglesia han visto en María la Nueva Eva.
San Bernardo, describe muy vivamente el momento de la respuesta de María al Ángel, y
se sitúa él mismo en ese momento, en nombre de la humanidad perdida, suplicando el sí
de María: «Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra
de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el Ángel aguarda tu respuesta, porque
ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados
infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de
misericordia.
Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si
consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos;
mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la
vida. Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su
miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los santos antecesores tuyos,
que están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo
todo, postrado a tus pies.
Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo
de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación,
finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje. Da pronto tu respuesta. Responde
presto al Ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del Ángel; responde una palabra y
recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra
fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna.
¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe. Que tu humildad se revista de
audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se
olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción;
porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en
las palabras. Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las
castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu
puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al
amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre
por el consentimiento. Aquí está -dice la Virgen- la esclava del Señor; hágase en mí según
tu palabra.»
LA ENCARNACIÓN CLAVE PARA ENTENDER LA CONSAGRACIÓN
“San Luis María contempla todos los misterios a partir de la Encarnación, que se realizó en
el momento de la Anunciación.”
«Se anonada la razón humana, si reflexiona seriamente en la conducta de la Sabiduría
encarnada, que no quiso -aunque hubiera podido hacerlo- entregarse directamente a los
hombres, sino que prefirió comunicárseles por medio de la Santísima Virgen, ni quiso venir
al mundo a la edad del varón perfecto, independiente de los demás, sino como niño
pequeño y débil, necesitado de los cuidados y asistencia de una Madre.
Esta sabiduría infinita, inmensamente deseosa de glorificar a Dios, su Padre y salvar a los
hombres, no encontró medio más perfecto y corto para realizar sus anhelos que someterse
en todo a la Santísima Virgen, no solo durante los ocho o quince primeros años de su vida
como los demás niños sino durante treinta años. ¡Y durante este tiempo de sumisión y
dependencia glorificó más al Padre que si hubiera empleado esos años en hacer milagros,
predicar por toda la tierra y convertir a todos los hombres! ¡Oh! ¡Cuán altamente glorifica a
Dios, quien, a ejemplo de Jesucristo, se somete a María!
Teniendo, pues, ante los ojos ejemplo tan claro y universalmente conocido, ¿seríamos tan
insensatos que esperemos hallar medio más eficaz y rápido para glorificar a Dios que no
sea el someternos a María a imitación de su Hijo divino?»[5]
VEINTICINCO DE MARZO, DÍA DEL CONSAGRADO
Quienes abracen esta devoción (la Consagración), profesarán singular devoción al gran
misterio de la Encarnación del Verbo, el 25 de marzo. Este es, en efecto, el misterio propio
de esta devoción, puesto que ha sido inspirada por el Espíritu Santo:
Para honrar e imitar la dependencia inefable que Dios Hijo quiso tener respecto a María
para gloria del Padre y para nuestra salvación. Dependencia que se manifiesta de modo
especial en este misterio en el que Jesucristo se hace prisionero y esclavo en el seno de la
excelsa María, en donde depende de Ella en todo y para todo.
Para agradecer a Dios las gracias incomparables que otorgó a María y especialmente el
haberla escogido por su dignísima Madre: elección realizada precisamente en este
misterio.
ESTOS DOS SON LOS FINES PRINCIPALES DE LA ESCLAVITUD A JESÚS EN
MARÍA.
Observa que digo ordinariamente: el esclavo de Jesús en María. En verdad se puede decir,
como muchos lo han hecho hasta ahora: el esclavo de María, la esclavitud de la Santísima
Virgen. Pero creo que es preferible decir: el esclavo de Jesús en María, como lo
aconsejaba M. Tronson, Superior General del Seminario de San Suplicio, renombrado por
su rara prudencia y su consumada piedad, aun clérigo que le consultó sobre este
particular.
Las razones son éstas:
Vivimos en un siglo de orgullosos, en el que gran número de sabios engreídos, presumidos
y críticos hallan siempre algo que censurar hasta en las prácticas de piedad mejor
fundadas y más sólidas. Por tanto, a fin de no darles ocasión de crítica, vale más decir: la
esclavitud de Jesucristo en María y llamarse esclavo de Jesucristo que esclavo de María,
tomando el nombre de esta devoción preferiblemente de su fin último, que es Jesucristo, y
no del camino y medio para llegar a la meta, que es María. Sin embargo, se puede, en
verdad, emplear una y otra expresión, como yo lo hago.
El principal misterio que se honra y celebra en esta devoción es el misterio de la
Encarnación. En él Jesucristo se halla presente y encarnado en su seno. Por ello, es mejor
decir la esclavitud de Jesús en María, de Jesús que reside y reina en María, según aquella
hermosa plegaria de tantas y tan grandes almas: “¡Oh Jesús, que vives en María, ven a
vivir en nosotros con tu espíritu de santidad, con la plenitud de tu poder, con la perfección
de tus caminos, con la comunión de tus misterios!” ¡Domina en nosotros sobre todo poder
enemigo, con tu Espíritu Santo, para la gloria del Padre! Amén”.
Esta manera de hablar manifiesta mejor la unión íntima que hay entre Jesús y María. Ellos
se hallan íntimamente unidos, que el uno está totalmente en el otro: Jesús está todo en
María y María toda en Jesús, o mejor, no vive Ella sino Jesús en Ella. Antes separaríamos
la luz del sol que a María de Jesús. De suerte que al Señor se le puede llamar Jesús de
María y a la Santísima Virgen, María de Jesús.
El tiempo no me permite detenerme aquí para explicar las excelencias y grandezas del
misterio de Jesús que vive y reina en María, es decir, de la Encarnación del Verbo. Me
contentaré con decir en dos palabras:
Que este es el primer misterio de Jesucristo, el más oculto, el más elevado y menos
conocido.
Que en este misterio, Jesús en el seno de María -al que por ello denominan los santos la
sala de los secretos de Dios- escogió de acuerdo con Ella a todos los elegidos.
Que en este misterio realizó ya todos los demás misterios de su vida, por la aceptación que
hizo de ellos: “Por eso, al entrar Cristo al mundo dice: “Mira, aquí vengo; aquí estoy para
cumplir tu voluntad” (Heb 10,5-9).
Que este misterio es, por consiguiente, el compendio de todos los misterios de Cristo y
encierra la voluntad y gracia de todos ellos.
Y, por último, que este misterio es el trono de la misericordia, generosidad y gloria de Dios.
Es el trono de la misericordia divina para con nosotros, porque no podemos acercarnos a
Jesús sino por María, no podemos ver ni hablar a Jesús sino por María.
Es el trono de la generosidad, porque mientras Jesús, nuevo Adán, permanece en María -
su verdadero paraíso terrestre- realizó en él  ocultamente tantas  maravillas,  que ni  los 
ángeles ni los  hombres  alcanzan  a  comprenderlas;  por ello,  los  santos llaman a María
la magnificencia de Dios como si Dios sólo fuera magnifico en María.
Es el trono de gloria que Jesús tributa al Padre, porque:
En María aplacó Él perfectamente a su Padre irritado contra los hombres.
En Ella reparó perfectamente la gloria que el pecado le había arrebatado.
En Ella, por el holocausto que ofreció de su voluntad y de sí mismo, dio al Padre más gloria
que la que le habían dado todos los sacrificios de la Ley antigua.
Y, finalmente, en Ella le dio una gloria infinita, que jamás había recibido del hombre.»[6]

PRÁCTICA
Visitar un hogar de niños abandonados y llevarles ayuda tanto espiritual como material.
Esta actividad puede ser programada por el preparador de la consagración para hacerla de
manera grupal, o también puede hacerse de forma individual.
TEXTO 30: “… Y MUERTE DE CRUZ”
Somos seres finitos, creaturas de un Dios infinito.
Para reparar nuestros pecados se requiere de un ser infinito, entonces, sólo Él mismo
podía reparar la falta que se cometió contra Él, Dios.
La muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios.
EFECTOS DE LA PASIÓN DE CRISTO SEGÚN SANTO TOMAS
Liberación del pecado (Apocalipsis 1,5)
Liberación del poder del diablo (Juan 12,31-32)
Liberación de la pena del pecado (Isaías 53,4)
Reconciliación con Dios (Romanos 5,10)
Apertura de las puertas del cielo (Hebreos 10,19)
Exaltación del propio Cristo (Filipenses 2,8-11)
LA PREDICACIÓN DE LA CRUZ
Los cristianos predicamos y medianos la pasión de Cristo, sino porque consideremos que
sigue muerto en la cruz, sino porque admiramos el gran amor que nos expresó. (Ref: 1
Corintios 1,23)
En la cruz Cristo no está siendo vencido… en la cruz Cristo está logrando la victoria más
grande que jamás se haya logrado sobre la humanidad: ¡Gracias a su muerte somos libres!
La predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; más para los que se
salvan -nosotros- es fuerza de Dios (1 Corintios 1,18)
CRISTO RESUCITÓ
“Si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también nuestra fe (1 Corintios
15,14)
NECESIDAD DE PREDICAR LA PASIÓN
Si Jesucristo es poco amado se debe al descuido y la ingratitud de los hombres que
olvidan todo aquello que padeció el Hijo de Dios por amor a nosotros.
“Hemos de vivir en el amor como Cristo nos amo y se entregó por nosotros” (Efesios 5,2)
“Nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados” (Apocalipsis 1,5)
“El amor de Cristo nos apremia” (2 Corintios 5,14)
San Pablo decía, “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo” (Gálatas 6,14)
Jesús en la cruz no busca compasión sino nuestro amor.

PRÁCTICA
Ver la película “La Pasión de Cristo”, en un clima de oración y reflexión.
TEXTO 31. “MI CARNE ES VERDADERA COMIDA”
“Uno de los sacerdotes más conocidos en la historia decía, en sus últimos años, el mismo
sermón todos los días, una y otra vez, y era: “Si sólo supieras cuánto Jesús te ama en el
Santísimo Sacramento, te morirías de felicidad”. Después señalando hacia el sagrario,
agregaba: “Jesús está realmente ahí”.
La gente venía de todas partes de Francia para oírlo y cada domingo repetía lo mismo. Al
tomar conciencia del amor y presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento, se conmovía
tan intensamente, hasta lo más profundo del alma, que al señalar el sagrario para mostrar
a la gente que Jesús estaba realmente ahí, lloraba de alegría. San Juan María Vianney, el
cura de Ars,  pasaba largas horas, cada día y cada noche, orando ante el Santísimo
Sacramento”.
Esto que hacía el santo cura de Ars con sus miles de feligreses es precisamente lo que
nuestra madre la Iglesia ha hecho por veinte siglos, señalando el sagrario nos repite “Jesús
está realmente ahí”. Y esto no es, ni mucho menos, una invención humana, ¿a quien se le
podría ocurrir tremenda locura de decir que Dios está en un pan? La Eucaristía no es
invención humana, es invención divina. Es producto del infinito amor de un Dios que ha
prometido que estaría siempre con nosotros.
En muchas culturas y civilizaciones antiguas los hombres acostumbraban ofrecer
sacrificios a sus dioses; sacrificaban, incluso, a sus propios hijos. En el cristianismo pasa lo
contrario, aquí es Dios Padre quien ofrece a su Hijo en sacrificio para que nosotros
tengamos vida en abundancia. Y es que la Eucaristía es el mismo sacrificio de la cruz, en
el que el Padre nos da a su Hijo, no solo como salvador, sino, también, como alimento que
da vida eterna. 
PRESENCIA REAL DE JESÚS EN LA EUCARISTÍA
“Mientras estaba comiendo, Jesús tomó pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus
discípulos, dijo: “tomad, comed, éste es mi cuerpo”. Tomó luego una copa y, dadas las
gracias, se la dio diciendo: “bebed de ella todos, porque esta es mi sangre de la Alianza,
que es derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,26).
Respecto a estas palabras del Señor en la institución de la Eucaristía, en las que no habla
de manera simbólica sino real, dice Santo Tomás que cuando vemos el pan consagrado
nos engaña el sentido del tacto, porque tocamos pan; nos engaña el sentido de la vista,
porque vemos pan; nos engaña el sentido del gusto, porque sabe a pan; pero, en cambio,
es el sentido de la escucha es el que nos hace creer porque Él nos lo dijo: “este es mi
cuerpo”. Así es, Jesús no dijo “esto significa mi cuerpo”, dijo claramente “este es mi
cuerpo”, y es por ello que los cristianos creemos firmemente en la presencia real de
Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, y así lo ha profesado siempre la fe de la Iglesia:
«El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la
Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la
vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos”. En el Santísimo Sacramento
de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la
Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente,
Cristo entero”[3]. “Esta presencia se denomina “real”, no a titulo exclusivo, como si las
otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella
Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente (MF 39).» (Catecismo, 1374).
El evangelista San Juan, en el capítulo 6, expone el gran discurso eucarístico, en el que
Jesús se proclama, reiterativamente, como el pan vivo bajado del Cielo. En el versículo
uno de este capítulo Jesús multiplica los panes, para mostrar que con el pan puede hacer
lo que quiera. Más adelante, en el versículo 16, Jesús camina sobre el agua, para mostrar
que con su cuerpo puede hacer lo que quiera. A partir del versículo 22 empieza el discurso
del pan de vida, como para mostrarnos que así como con el pan hace lo que quiere, y con
su cuerpo hace lo que quiere, por ello hace del pan su cuerpo: “yo soy el pan vivo, bajado
del Cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi
carne para la vida del mundo” (Jn 6,51).
En este discurso eucarístico, Jesús es reiterativo al afirmar que Él es el pan vivo bajado del
cielo. Pero no lo dice  como utilizando una imagen o una comparación más, sino que habla 
abiertamente al afirmar que es verdadero alimento: “porque mi carne es verdadera comida
y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí,
y yo en él” (Jn 6,55). Estas palabras de Jesús, son tan reales y tan fuertes que sus mismos
discípulos se escandalizan al escucharle hablar así: “Muchos de sus discípulos, al oírle,
dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6,60); sin embargo, a
pesar del escándalo de sus discípulos, y de que muchos dejarán de seguirlo, Jesús no se
retracta de sus palabras, no hace aclaraciones, ni les aclara que es una simbología.
Aunque parezca duro este lenguaje, es real, Cristo, en la Eucaristía, es verdadera comida
y verdadera bebida.
EN LA ANTIGUA ALIANZA
El sacrificio central de la historia de Israel fue la pascua, que precipitó la salida de Egipto
de los israelitas. Para la Pascua, Dios ordenó que cada familia Israelita tomase un cordero
sin mancha y sin ningún hueso roto, lo matase, y rociase su sangre en las jambas de la
puerta. Esa noche los israelitas debían comer el cordero. Si lo hacían, se perdonaría la
vida de su primogénito. Si no lo hacían, su primogénito moriría esa noche, junto con todos
los primogénitos de sus rebaños (cf. Ex 12,1-23). El cordero sacrificado moría a modo de
rescate, en lugar del primogénito de la casa. La Pascua, por tanto, era un acto de
redención, un “volver a comprar”. El Señor mandó a los israelitas a conmemorar la Pascua
cada año, y consumir el cordero era la única forma por la que un fiel judío podía renovar su
alianza con Dios.
EN LA NUEVA ALIANZA
A lo largo de los Evangelios a Jesús se le dan diversos titulos, se le llama Señor, Dios,
Salvador, Mesías, Rey, Sacerdote, Profeta; todos estos son titulos con dignidad que
implican sabiduría, poder, grandeza. Sin embargo, en el cuarto evangelio, San Juan le da
un titulo muy particular a Jesús “¡he aquí el cordero de Dios...!” (Jn1,36); este titulo parece
contradictorio con los demás. El cordero no ocupa un puesto muy alto en la lista de los
animales más admirados. No es particularmente fuerte, listo, rápido ni hermoso. Otros
animales nos parecerían más nobles; entonces, ¿Por qué San Juan da este titulo a Jesús?
Lo hace porque para el antiguo Israel, el cordero se identificaba con el sacrificio, y con esta
expresión lo que está afirmando San Juan es que Jesús es el Cordero, el que se ofrecerá
en sacrificio perfecto y definitivo. El sacrificio de Jesús llevará a cabo lo que la sangre de
millones de corderos, toros y machos cabríos nunca podría hacer. Jesús, en la última cena,
día de la Pascua judía, ofrece el sacrificio perfecto y definitivo, donde Él mismo es el
Cordero, que se reparte entre sus apóstoles para que coman su carne y beban su sangre.
No es suficiente con que Cristo derramase su sangre y muriese por nosotros, ahora nos
toca cumplir nuestra parte. Como en la Alianza Antigua así en la Nueva. Si quieres marcar
tu alianza con Dios, tienes que comer la carne del cordero. “Si no coméis la carne del Hijo
del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6,53). Y la carne del
cordero sólo se come de manera real en la Santa Misa, donde el pan y el vino, se
transforman en el cuerpo y en la sangre del Señor.
«La Eucaristía es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). “Los demás
sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado,
están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene
todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO
5).» (Catecismo, 1324).
En la Eucaristía, Jesús está realmente presente, y como hace dos mil años, nos espera
para darnos alivio y descanso, para alimentarnos, para sanarnos, para liberarnos de todas
nuestras ataduras. Si alguien nos dijese que Jesús se ha aparecido en tal o cual parte,
seguramente saldríamos corriendo a pedirle favores, y no comprendemos que en la
Eucaristía está más real que en cualquier aparición, está tan real como lo estuvo en Belén,
en Nazaret, en Galilea: “Ustedes envidian la oportunidad de la mujer que tocó las
vestimentas de Jesús, de la mujer pecadora que lavó sus pies con sus lágrimas, de las
mujeres de Galilea que tuvieron la felicidad de seguirlo en sus peregrinaciones, de los
Apóstoles y discípulos que conversaron con Él familiarmente, de la gente de esos tiempos,
quienes escucharon las palabras de Gracia y Salvación de sus propios labios. Ustedes
llaman felices a aquellos que lo miraron, más, vengan ustedes al altar, y lo podrán ver, lo
podrán tocar, le podrán dar besos santos, lo podrán lavar con sus lágrimas, le podrán llevar
con ustedes igual que María Santísima”. (San Juan Crisóstomo)
LA SANTA MISA
El sacrificio de la misa es el lugar donde se “confecciona la Eucaristía”, y este se ha
celebrado desde los inicios de la Iglesia: «Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden
del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice: Acudían asiduamente a la enseñanza de los
apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones... Acudían al
Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las
casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch
2,42.46).» (Catecismo, 1342). Desde entonces, nunca ha parado de celebrarse el santo
sacrificio, pues le sería más fácil al mundo subsistir sin el sol, que subsistir sin la santa
Eucaristía.
Es en el Santo sacrificio de la misa, donde el pan y el vino son consagrados, y donde
Cristo se hace presente; allí se unen el Cielo y la tierra, pues la Eucaristía no es otra cosa
que un anticipo del Cielo. Con razón afirmaba San Juan Eudes que “para ofrecer bien una
Eucaristía se necesitarían tres eternidades: una para prepararla, otra para celebrarla y una
tercera para dar gracias”. Y es que el entendimiento humano no alcanza a comprender lo
que sucede cuando se celebra la Santa Misa, allí se renueva el sacrificio de Cristo en la
cruz, se vuelve al calvario. Se hacen presentes todos los ángeles y los bienaventurados del
Cielo, incluyendo a la Santísima Virgen María,  para adorar a su Señor hecho pan. No hay
oración que le tribute un culto más excelso y más sublime a nuestro Señor que la Santa
Misa, tanto, que una sola le rinde más honor y gloria que todas las oraciones de los
ángeles, de los santos y de la misma Santísima Virgen María juntas.
“El amor de Jesús ha llegado en la Eucaristía a un exceso inefable: la inmolación
constante... Inmolarse una sola vez ¡qué poca cosa es esto para un amor infinito e
insuperable!¡Inmolarse millares de veces, sacrificarse por toda la redondez de la tierra... no
en un calvario, sino en millares de calvarios multiplicados por todas partes y perpetuados a
través de todos los siglos: este fue el supremo triunfo del Amor divino!... el amor de Cristo
exigía para calmar su sed una vida de siglos para inmolarse, una agonía que durara
mientras viviera sobre tierra una humanidad culpable. Y por eso se clavó, por decirlo así,
en la cruz de las especies eucarísticas donde vive inmolado, donde se sacrifica
constantemente, donde se ofrece en expiación desde hace veinte siglos...¡La Eucaristía
perpetuó la pasión, inmortalizó la cruz, cristalizó el sacrificio del calvario!”[4].  Cristo se
inmola diariamente, a cada hora, a cada instante -lo ha hecho por veinte siglos-, en los
diversos lugares de la tierra donde hay un altar Él se ofrece, en las más de 500.000 misas
diarias perpetua su sacrificio. Y lo lamentable es que para mucho de nosotros pase
desapercibido; ¿Qué tal si Cristo no se inmolase diariamente, si solo se celebrase la Santa
Misa una vez al año y en un solo lugar? Seguramente que esperaríamos ese momento con
ansias, y acudiremos de todas las partes del mundo, sin importar los sacrificios que
hubiese que hacer, y nos prepararíamos con el más grande fervor y cuidado para participar
del santo sacrificio. Pero ante tal derroche de amor divino nos damos el permiso de ser
indiferentes.
LA COMUNIÓN
Jesús se ha quedado en el pan y en  el vino con un único deseo: ser comulgado. El
sagrario que Jesús anhela es un corazón de carne y hueso, su deseo más   profundo es
habitar en el hombre, ser comulgado por las almas, hacerse uno con ellas.
Toda persona, de cualquier raza, color o condición puede acercarse a este gran banquete,
Jesús se ha quedado en el pan, y no en el oro, o en un metal precioso, precisamente, para 
que cualquier persona le pueda comulgar.  Lo único que nos pide es un corazón limpio de
pecado, y para ella nos ha regalado el sacramento de la confesión. Porque, eso sí, recibirle
en pecado mortal es un error gravísimo y una ofensa a su majestad, además de acarrear
una grave culpa para el alma que lo hace: “El que come y bebe indignamente [el cuerpo y
la sangre del Señor], come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11,29).
Acerquémonos pues constantemente, y con un corazón amante y limpio, a recibir el pan
bajado del Cielo, prenda de vida eterna y medicina contra el pecado: “Si el veneno de la
vanidad se está hinchando en ustedes, vuelvan a la Eucaristía, y ese Pan, que es su Dios,
humillándose y disfrazándose a Sí Mismo, les enseñará humildad. Si la fiebre de la avaricia
egoísta los arrasa, aliméntense con este Pan, y aprenderán generosidad. Si el viento frío
de la codicia los marchita, apúrense al Pan de los ángeles, y la caridad vendrá a florecer
en su corazón. Si sienten la comezón de la intemperancia, nútranse con la Carne y la
Sangre de Cristo, Quien practicó un auto-control heroico durante su vida en la tierra, y
ustedes se volverán temperantes. Si ustedes son perezosos y tardos para las cosas
espirituales, fortalézcanse con este Alimento Celestial, y serán fervorosos. Finalmente, si
se sienten quemados por la fiebre de la impureza, vayan al banquete de los ángeles, y la
Carne sin mancha de Cristo los hará puros y castos”. (San Cirilo de Alejandría).
NOS ESPERA EN EL SAGRARIO
“¿Por qué Jesús no ha limitado su presencia en la Eucaristía a los momentos solemnes de
la Santa Misa? ¿Por qué no lo ha prolongado tan sólo durante las horas en que, en medio
de luces y flores, recibe las adoraciones y los homenajes de sus hijos? ¿Por qué
permanece también a lo largo de las noches y aún en los sagrarios donde vive en el
abandono y en el olvido, y no recibe a las veces sino las profanaciones del
sacrilegio?”[5] Lo hace precisamente porque su amor no conoce de  límites, porque quien
ama siempre está dispuesta para su amado, y por ello, Jesús en el sagrario, no hace otra
cosa que esperar... esperar a que vayas, esperar a que le visites, esperar a que le hables,
esperar para consolarte cuando estés triste, esperar para confortarte cuando te sientes
débil, esperar para acompañarte cuando todos se han ido, esperar para escucharte cuando
nadie más lo hace, esperar para permanecer en silencio cuando no quieres hablar.   Jesús
en el sagrario es el amigo y el compañero de todas las horas.
“Recuerdo que un sacerdote muy amante de la Eucaristía, en esos momentos tan
hermosos después de una función religiosa, cuando el órgano deja oír sus últimos acordes
y el humo del incienso como una vaporosa nube envuelve el tabernáculo; cuando los fieles
empiezan a desfilar, y se apagan las luces, y se extinguen los cánticos, y viene a morir
junto al sagrario el murmullo de las últimas plegarias... aquel santo sacerdote, pensando en
las largas horas de la noche en que Jesús iba a permanecer solo, al guardarlo dentro del
sagrario y, dando vuelta a la llave, encerrándolo en su prisión de amor, conmovido hasta el
fondo del alma le decía: “Tú tienes la culpa, ¡por enamorado! ¡Por enamorado!”
Todos los santos han sido forjados al pie del sagrario, todos ellos han nacido del amor a la
Eucaristía. Días y noches enteras han pasado en la presencia de Jesús Eucaristía y allí
han aprendido la ciencia del amor, allí han encontrado vida eterna, allí han encontrado su
descanso y su consuelo, allí lo han hallado todo. “Tened por cierto - decía San Alfonso
María de Ligorio- que el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo
Sacramento, será el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en
vuestra muerte y en la eternidad. Y sabed que acaso ganaréis más en un cuarto de hora
de adoración en la presencia de Jesús Sacramentado que en todos los demás ejercicios
espirituales del día.”  ¿Qué esperamos pues para ir a visitar a Jesús en el Sagrario? ¿Que
nos detiene? Si allí hallaremos todo cuanto nuestra pobre humanidad pueda necesitar y
anhelar, si allí nos espera ansioso de amarnos y colmarnos de paz y plenitud.
El papa Juan Pablo II, un alma adoradora y enamorada de Jesús Eucaristía, nos reitera
esta invitación: “la Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico.
Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a
encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas
graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración.”[7] Sólo ve donde Jesús
Sacramentado con un corazón sencillo y encendido de amor, no tienes que decirle
demasiadas cosas, es más, puedes guardar silencio y simplemente contemplarlo, como
aquel campesinito humilde de la aldea de Ars, al que San Juan María Vianey le preguntaba
¿qué haces tanto rato frente al sagrario?, y él, con sencillez, le respondía: “Él me mira y yo
lo miro”.
Que bien se está contigo Señor junto al Sagrario!
Que bien se está contigo, ¿por qué no vendré más?
Hace ya muchos años que vengo a diario
y aquí te encuentro siempre -amor solitario-
Solo, pobre, escondido, pensando en mi quizás!
Tú no me dices nada ni yo te digo nada;
si Tú lo sabes todo ¿qué voy a decirte?
Sabes todas mis penas, todas mis alegrías,
sabes que vengo a verte con las manos vacías
y que no tengo nada que te pueda servir.
Siempre que vengo a verte, siempre te encuentro solo
¿Será Señor que nadie sabe que estás aquí?
No sé, pero se, en cambio, que aunque nadie viniera,
aunque nadie te amara ni te lo agradeciera,
aquí estarías siempre esperándome a mí.
¿Por qué no vendré más? ¡Qué ciego estoy, qué ciego!
Si sé por experiencia que cuando a Ti me llego
siempre vuelvo cambiado, siempre salgo mejor.
¿A dónde voy Dios mío, cuando a mi Dios no vengo?
¡Si Tú me esperas siempre! Si a Ti siempre te tengo
si jamás me has cerrado las puertas de tu amor.
Por otros se recorren a pie largos caminos,
acuden de muy lejos cansados peregrinos,
pagan grandes sumas que no han de recobrar.
Por Ti, nadie me pregunta, de Ti nadie hace caso,
si alguna vez te visitan es solo así de paso;
aquí eres Tú quien jamás paga si alguno quiere entrar.
¿Por qué no vendré mas si se que aquí, a Tú lado,
puedo encontrar, Dios mío, lo que tanto he buscado
mi luz, mi fortaleza, mi paz mi único bien?
¡Si jamás he sufrido, si jamás he llorado Señor
sin que conmigo llorases Tú también!
¿Por qué no vendré más Jesucristo bendito?
¡si Tú lo estás deseando! ¡si yo lo necesito!
Si se que no soy nada cuando vengo aquí.
Si aquí me enseñarais la ciencia de los santos
como aquí la buscaron y la aprendieron tantos,
que fueron tus amigos y gozan de Ti.
¿Por qué no vendré más, si sé yo
que Tú eres el modelo único y necesario
que nada se hace duro mirándote a Ti aquí?
El Sagrario es la celda donde estás encerrado.
¡Qué pobre, que obediente, que manso, que callado,
que solo, que escondido... nadie se fija en Ti!
¿Por qué no vendré más ? ¡Oh! Bondad infinita!
riqueza inestimable que nada necesita,
y que te has humillado a mendigar mi amor
Ábreme ya esa puerta, -sea esa ya mi vida-
olvidado de todos, de todos escondida,
¡Qué bien se está contigo, qué bien se está Señor!
Amén.
Nuestra Madre Santísima es el alma eucarística por excelencia, ella se encuentra postrada
al pie de cada altar adorando a su hijo inmolado; ella al pie de cada sagrario,
acompañando y consolando a Jesús en sus horas de soledad; ella al pie de cada alma que
comulga para enseñarle a adorar perfectamente a su amado Jesús.
El alma que se consagra a María es contagiada, por esta dulce madre, de un profundo
amor y respeto hacia Jesús Eucaristía. Un alma que tiene a María  lo demuestra cuando
está frente a Jesús Eucaristía, pues se convierte en un alma reverente, respetuosa,
adoradora, que comulga con frecuencia y visita a Jesús Eucaristía.

 
PRÁCTICA

 Visitar a Jesús sacramentado 15 minutos diarios durante la semana.


 Ver: Visión de Catalina Rivas sobre la Santa Misa. (Ver Aquí).
 Ver: Milagro Eucarística de Lanciano, Italia. (Ver Aquí).
(31) VISIÓN DE CATALINA RIVAS SOBRE LA MISA
Era la fiesta de la Anunciación… Cuando llegué a la Iglesia un poco atrasada, el señor
Arzobispo y los sacerdotes ya estaban saliendo al presbiterio. Dijo la Virgen con aquella
voz tan suave y femenina que a una le endulza el alma: “Hoy es un día de aprendizaje para
ti y quiero que prestes mucha atención, porque de lo que seas testigo hoy, todo lo que
vivas en este día, tendrás que participarlo a la humanidad”. Me quedé sobrecogida sin
entender pero procurando estar muy atenta. Lo primero que percibí es que había un coro
de voces muy hermosas que cantaban como si estuviesen lejos, a momentos se acercaba
y luego se alejaba la música como con el sonido del viento.
El señor Arzobispo empezó la Santa Misa, y al llegar a la Oración Penitencial, dijo la
Santísima Virgen: “Desde el fondo de tu corazón, pide perdón al Señor por todas tus
culpas, por haberlo ofendido, así podrás participar dignamente de este privilegio que es
asistir a la Santa Misa.”
Seguramente que por una fracción de segundo pensé: “Pero si estoy en Gracia de Dios,
me acabo de confesar anoche”.
Ella contestó: “¿Y tú crees que desde anoche no has ofendido al Señor? Déjame que Yo te
recuerde algunas cosas. Cuando salías para venir aquí, la muchacha que te ayuda se
acercó para pedirte algo y como estabas con retraso, a la apurada, le contestaste no de
muy buena forma. Eso ha sido una falta de caridad de tu parte y dices no haber ofendido a
Dios...?” “En el último momento llegas, cuando ya la procesión de los celebrantes está
saliendo para celebrar la Misa...y vas a participar de ella sin una previa preparación...”
Ya, Madre Mía, ya no me digas más, no me recuerdes más cosas porque me voy a morir
de pesar y vergüenza- contesté.
“¿Por qué tienen que llegar en el último momento? Ustedes deberían estar antes para
poder hacer una oración y pedir al Señor que envíe Su Santo Espíritu, que les otorgue un
espíritu de paz que eche fuera el espíritu del mundo, las preocupaciones, los problemas y
las distracciones para ser capaces de vivir este momento tan sagrado. Es el Milagro más
grande, van a vivir el momento de regalo más grande de parte del Altísimo y no lo saben
apreciar”. Era bastante. Me sentía tan mal que tuve más que suficiente para pedir perdón a
Dios.
Era día de Fiesta y debía recitarse el Gloria. Dijo nuestra Señora: “Glorifica y bendice con
todo tu amor a la Santísima Trinidad en tu reconocimiento como criatura Suya”:
Qué distinto fue aquel Gloria. De pronto me veía en un lugar lejano, lleno de luz ante la
Presencia Majestuosa del Trono de Dios, y con cuánto amor fui agradeciendo al repetir:
“Por tu inmensa Gloria Te alabamos, Te bendecimos, Te adoramos, Te glorificamos, Te
damos gracias, Señor, Dios Rey celestial, Dios Padre Todopoderoso y evoqué el rostro
paternal del Padre lleno de bondad... Señor, Hijo único Jesucristo, Señor Dios, Cordero de
Dios, Hijo del Padre, Tú que quitas el pecado del mundo...” Y Jesús estaba delante de mí,
con ese rostro lleno de ternura y Misericordia: “...porque sólo Tú eres Dios, sólo Tú,
Altísimo Jesucristo, con el Espíritu Santo...” el Dios del Amor hermoso, Aquel que en ese
momento estremecía todo mi ser...
Llegó el momento de la Liturgia de la Palabra y la Virgen me dijo “quiero que estés atenta a
las lecturas y a toda la homilía del sacerdote. Recuerda que la Biblia dice que la Palabra de
Dios no vuelve sin haber dado fruto. Si tú estás atenta, va a quedar algo en ti de todo lo
que escuches. Debes tratar de recordar todo el día esas Palabras que dejaron huella en
ti... paladear el resto del día y eso hará carne en ti porque esa es la forma de transformar la
vida”. Nuevamente agradecí a Dios por darme la oportunidad de escuchar Su Palabra y le
pedí perdón por haber tenido el corazón tan duro por tantos años y haber enseñado a mis
hijos que debían ir a Misa los domingos, porque así lo mandaba la Iglesia, no por amor, por
necesidad de llenarse de Dios...
Un momento después llegó el Ofertorio y la Santísima Virgen dijo “Reza así: (y yo la
seguía) Señor, te ofrezco todo lo que soy, lo que tengo, lo que puedo, todo lo pongo en
Tus manos. Te pido por mi familia, por mis bienhechores, por cada miembro de nuestro
Apostolado, por todas las personas que nos combaten, por aquellos que se encomiendan a
mis pobres oraciones... Así oraban los santos, así quiero que lo hagan”.
De pronto empezaron a ponerse de pie unas figuras que no había visto antes. Era como si
del lado de cada persona que estaba en la Catedral, saliera otra persona y aquello se llenó
de unos personajes jóvenes, hermosos. Iban vestidos con túnicas muy blancas y fueron
saliendo hasta el pasillo central dirigiéndose hacia el Altar.
Dijo nuestra Madre: “Observa, son los Ángeles de la Guarda de cada una de las personas
que está aquí. Es el momento en que su Ángel de la Guarda lleva sus ofrendas y
peticiones ante el Altar del Señor.”
En aquel momento, estaba completamente asombrada, porque esos seres tenían rostros
tan hermosos, tan radiantes como no puede uno imaginarse. Lucían unos rostros muy
bellos, casi femeninos, sin embargo la complexión de su cuerpo, sus manos, su estatura
era de hombre. Los pies desnudos no pisaban el suelo, sino que iban como deslizándose,
como resbalando. Aquella procesión era muy hermosa.
Algunos de ellos tenían como una fuente de oro con algo que brillaba mucho con una luz
blanca-dorada, dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de la Guarda de las personas que están
ofreciendo esta Santa Misa por muchas intenciones, aquellas personas que están
conscientes de lo que significa esta celebración, aquellas que tienen algo que ofrecer al
Señor...Ofrezcan en este momento... ofrezcan sus penas, sus dolores, sus ilusiones, sus
tristezas, sus alegrías, sus peticiones. Recuerden que la Misa tiene un valor infinito por lo
tanto, sean generosos en ofrecer y en pedir.”
Detrás de los primeros Ángeles venían otros que no tenían nada en las manos, las
llevaban vacías. Dijo la Virgen: -“Son los Ángeles de las personas que estando aquí, no
ofrecen nunca nada, que no tienen interés en vivir cada momento litúrgico de la Misa y no
tienen ofrecimientos que llevar ante el Altar del Señor.”
En último lugar iban otros Ángeles que estaban medio tristones, con las manos juntas en
oración pero con la mirada baja. -“Son los Ángeles de la Guarda de las personas que
estando aquí, no están, es decir, de las personas que han venido forzadas, que han venido
por compromiso, pero sin ningún deseo de participar de la Santa Misa y los Ángeles van
tristes porque no tienen qué llevar ante el Altar, salvo sus propias oraciones.”
Aquel espectáculo, aquella procesión era tan hermosa que difícilmente podría compararse
a otra. Todas aquellas criaturas celestiales haciendo una reverencia ante el Altar, unas
dejando su ofrenda en el suelo, otras postrándose de rodillas con la frente casi en el suelo
y luego que llegaban allá desaparecían a mi vista.
Llegó el momento final del Prefacio y cuando la asamblea decía: “Santo, Santo, Santo” de
pronto, todo lo que estaba detrás de los celebrantes desapareció. Del lado izquierdo del
señor Arzobispo hacia atrás en forma diagonal aparecieron miles de Ángeles, pequeños,
Ángeles grandes, Ángeles con alas inmensas, Ángeles con alas pequeñas, Ángeles sin
alas, como los anteriores; todos vestidos con unas túnicas como las albas blancas de los
sacerdotes o los monaguillos. Todos se arrodillaban con las manos unidas en oración y en
reverencia inclinaban la cabeza. Se escuchaba una música preciosa, como si fueran
muchísimos coros con distintas voces y todos decían al unísono junto con el pueblo: Santo,
Santo, Santo…
Había llegado el momento de la Consagración, el momento del más maravilloso de los
Milagros... Del lado derecho del Arzobispo hacia atrás en forma también diagonal, una
multitud de personas, iban vestidas con la misma túnica pero en colores pastel: rosa,
verde, celeste, lila, amarillo; en fin, de distintos colores muy suaves. Sus rostros también
eran brillantes, llenos de gozo, parecían tener todos la misma edad. Se podía apreciar (y
no puedo decirlo por qué) que había gente de distintas edades, pero todos parecían igual
en las caras, sin arrugas, felices. Todos se arrodillaban también ante el canto de “Santo,
Santo, Santo, es el Señor...”
Dijo nuestra Señora: -“Son todos los Santos y Bienaventurados del cielo y entre ellos,
también están las almas de los familiares de ustedes que gozan ya de la Presencia de
Dios.” Entonces la vi. Allá justamente a la derecha del señor Arzobispo... un paso detrás
del celebrante, estaba un poco suspendida del suelo, arrodillada sobre unas telas muy
finas, transparentes pero a la vez luminosas, como agua cristalina, la Santísima Virgen,
con las manos unidas, mirando atenta y respetuosamente al celebrante. Me hablaba desde
allá, pero silenciosamente, directamente al corazón, sin mirarme.
-“¿Te llama la atención verme un poco más atrás de Monseñor, verdad?. Así debe ser...
Con todo lo que me ama mi Hijo, no me Ha dado la dignidad que da a un sacerdote de
poder traerlo entre Mis manos diariamente, como lo hacen las manos sacerdotales. Por
ello siento tan profundo respeto por un sacerdote y por todo el milagro que Dios realiza a
través suyo, que me obliga a arrodillarme aquí.” ¡Dios mío, cuánta dignidad, cuánta gracia
derrama el Señor sobre las almas sacerdotales y ni nosotros, ni tal vez muchos de ellos
estamos conscientes!
Delante del altar, empezaron a salir unas sombras de personas en color gris que
levantaban las manos hacia arriba. Dijo la Virgen Santísima: “Son las almas benditas del
Purgatorio que están a la espera de las oraciones de ustedes para refrescarse. No dejen
de rezar por ellas. Piden por ustedes, pero no pueden pedir por ellas mismas, son ustedes
quienes tienen que pedir por ellas para ayudarlas a salir para encontrarse con Dios y gozar
de Él eternamente.”
-“Ya lo ves, aquí Estoy todo el tiempo... La gente hace peregrinaciones y busca los lugares
de Mis apariciones, y está bien por todas las gracias que allá se reciben, pero en ninguna
aparición, en ninguna parte estoy más tiempo presente que en la Santa Misa. Al pie del
Altar donde se celebra la Eucaristía, siempre Me van a encontrar; al pie del Sagrario
permanezco yo con los Ángeles, porque Estoy siempre con Él.”
El celebrante dijo las palabras de la “Consagración”. Era una persona de estatura normal,
pero de pronto empezó a crecer, a volverse lleno de luz, una luz sobrenatural entre blanca
y dorada lo envolvía y se hacía muy fuerte en la parte del rostro, de modo que no podía ver
sus rasgos. Cuando levantaba la forma vi sus manos y tenían unas marcas en el dorso de
las cuales salía mucha luz. ¡Era Jesús!... Era Él que con Su Cuerpo envolvía el del
celebrante como si rodeara amorosamente las manos del señor Arzobispo. En ese
momento la Hostia comenzó a crecer y crecer enorme y en ella, el Rostro maravilloso de
Jesús mirando hacia Su pueblo.
Por instinto quise bajar la cabeza y dijo nuestra Señora: “No agaches la mirada, levanta la
vista, contémplalo, cruza tu mirada con la Suya y repite la oración de Fátima: Señor, yo
creo, adoro, espero y Te amo, Te pido perdón por aquellos que no creen, no adoran, no
esperan y no Te aman. Perdón y Misericordia... Ahora dile cuánto lo amas, rinde tu
homenaje al Rey de Reyes.”
Se lo dije, parecía que sólo a mí me miraba desde la enorme Hostia, pero supe que así
contemplaba a cada persona, lleno de amor... Luego bajé la cabeza hasta tener la frente
en el suelo, como hacían todos los Ángeles y bienaventurados del Cielo. Por fracción de un
segundo tal vez, pensé qué era aquello que Jesús tomaba el cuerpo del celebrante y al
mismo tiempo estaba en la Hostia que al bajarla el celebrante se volvía nuevamente
pequeña. Tenía yo las mejillas llenas de lágrimas, no podía salir de mi asombro.
Inmediatamente Monseñor dijo las palabras consagratorias del vino y junto a sus palabras,
empezaron unos relámpagos en el cielo y en el fondo. No había techo de la Iglesia ni
paredes, estaba todo oscuro solamente aquella luz brillante en el Altar.
De pronto suspendido en el aire, vi a Jesús, crucificado, de la cabeza a la parte baja del
pecho. El tronco transversal de la cruz estaba sostenido por unas manos grandes, fuertes.
De en medio de aquel resplandor se desprendió una lucecita como de una paloma muy
pequeña muy brillante, dio una vuelta velozmente toda la Iglesia y se fue a posar en el
hombro izquierdo del señor Arzobispo que seguía siendo Jesús, porque podía distinguir Su
melena y Sus llagas luminosas, Su cuerpo grande, pero no veía Su Rostro.
Arriba, Jesús crucificado, estaba con el rostro caído sobre el lado derecho del hombro.
Podía contemplar el rostro y los brazos golpeados y descarnados. En el costado derecho
tenía una herida en el pecho y salía a borbotones, hacia la izquierda sangre y hacia la
derecha, pienso que agua pero muy brillante; más bien eran chorros de luz que iban
dirigiéndose hacia los fieles moviéndose a derecha e izquierda. ¡Me asombraba la cantidad
de sangre que fluía hacia el Cáliz. Pensé que iba a rebalsar y manchar todo el Altar, pero
no cayó una sola gota!
Dijo la Virgen en ese momento: “Este es el milagro de los milagros, te lo he repetido, para
el Señor no existe ni tiempo ni distancia y en el momento de la consagración, toda la
asamblea es trasladada al pie del Calvario en el instante de la crucifixión de Jesús.
Cuando íbamos a rezar el Padrenuestro, habló el Señor por primera vez durante la
celebración y dijo: “Aguarda, quiero que ores con la mayor profundidad que seas capaz y
que en este momento, traigas a tu memoria a la persona o a las personas que más daño te
hayan ocasionado durante tu vida, para que las abraces junto a tu pecho y les digas de
todo corazón: “En el Nombre de Jesús yo te perdono y te deseo la paz.
El celebrante decía: “concédenos la paz y la unidad... y luego: la paz del Señor esté con
todos ustedes...”
Llegó el momento de la comunión de los celebrantes, ahí volví a notar la presencia de
todos los sacerdotes junto a Monseñor. Cuando él comulgaba, dijo la Virgen:“Este es el
momento de pedir por el celebrante y los sacerdotes que lo acompañan, repite junto a Mí:
Señor, bendícelos, santifícalos, ayúdalos, purifícalos, ámalos, cuídalos, sostenlos con Tu
Amor... Recuerden a todos los sacerdotes del mundo, oren por todas las almas
consagradas...”
Empezó la gente a salir de sus bancas para ir a comulgar. Había llegado el gran momento
del encuentro, de la “Comunión”, el Señor me dijo: “Espera un momento, quiero que
observes algo...” por un impulso interior levanté la vista hacia la persona que iba a recibir la
comunión en la lengua de manos del sacerdote. Cuando el sacerdote colocaba la Sagrada
Forma sobre su lengua, como un flash de luz, aquella luz muy dorada-blanca atravesó a
esta persona por la espalda primero y luego fue bordeándola en la espalda, los hombros y
la cabeza. Dijo el Señor: “¡Así es como yo me complazco en abrazar a un alma que viene
con el corazón limpio a recibirme!”
Cuando me dirigía a recibir la comunión Jesús repetía: - “La última cena fue el momento de
mayor intimidad con los Míos. En esa hora del amor, instauré lo que ante los ojos de los
hombres podría ser la mayor locura, hacerme prisionero del Amor. Instauré la Eucaristía.
Quise permanecer con ustedes hasta la consumación de los siglos, porque Mi Amor no
podía soportar que quedaran huérfanos aquellos a quienes amaba más que a Mi vida...”
Recibí aquella Hostia, que tenía un sabor distinto, era una mezcla de sangre e incienso
que me inundó entera. Sentía tanto amor que las lágrimas me corrían sin poder
detenerlas...
Cuando llegué a mi asiento, al arrodillarme dijo el Señor: -“Escucha...” Y en un momento
comencé a escuchar dentro de mí las oraciones de una señora que estaba sentada delante
de mí y que acababa de comulgar.
Lo que ella decía sin abrir la boca era más o menos así: “Señor, acuérdate que estamos a
fin de mes y que no tengo el dinero para pagar la renta, la cuota del auto, los colegios de
los chicos, tienes que hacer algo para ayudarme... Por favor, haz que mi marido deje de
beber tanto, no puedo soportar más sus borracheras y mi hijo menor, va a perder el año
otra vez si no lo ayudas, tiene exámenes esta semana. Y no te olvides de la vecina que
debe mudarse de casa, que lo haga de una vez porque ya no la puedo aguantar... etc., etc.
De pronto el señor Arzobispo dijo: “Oremos” y obviamente toda la asamblea se puso de pie
para la oración final. Jesús dijo con un tono triste: -“¿Te has dado cuenta? Ni una sola vez
me ha dicho que me ama, ni una sola vez ha agradecido el don que yo le he hecho de
bajar mi divinidad hasta su pobre humanidad, para elevarla hacia mí. Ni una sola vez ha
dicho: gracias, Señor. Ha sido una letanía de pedidos... y así son casi todos los que vienen
a recibirme.”
Cuando el celebrante iba a impartir la bendición, la Santísima Virgen dijo: “Atenta,
cuidado... Ustedes hacen un garabato en lugar de la señal de la Cruz. Recuerda que esta
bendición puede ser la última que recibas en tu vida, de manos de un sacerdote. Tú no
sabes si saliendo de aquí vas a morir o no y no sabes si vas a tener la oportunidad de que
otro sacerdote te de una bendición. Esas manos consagradas te están dando la bendición
en el Nombre de la Santísima Trinidad, por lo tanto, haz la señal de la Cruz con respeto y
como si fuera la última de tu vida.”
Jesús me pidió que me quedara con Él unos minutos más luego de terminada la Misa. Dijo:
“No salgan a la carrera terminada la Misa, quédense un momento en mi Compañía,
disfruten de ella y déjenme disfrutar de la de ustedes...”
Había oído a alguien de niña decir que el Señor permanecía en nosotros como 5 o 10
minutos luego de la comunión. Se lo pregunté en ese momento:
- Señor, verdaderamente, ¿cuánto tiempo te quedas luego de la comunión con nosotros?
Supongo que el Señor se debió reír de mi tontera porque contestó:
“Todo el tiempo que tú quieras tenerme contigo. Si me hablas todo el día, dedicándome
unas palabras durante tus quehaceres, te escucharé. Yo estoy siempre con ustedes, son
ustedes los que Me dejan a Mí. Salen de la Misa y se acabó el día de guardar, cumplieron
con el día del Señor y se acabó, no piensan que Me gustaría compartir su vida familiar con
ustedes, al menos ese día.”

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(31) MILAGROS EUCARÍSTICOS

Lanciano, Italia (año 700)

Un monje de la Orden de San Basilio, sabio en las cosas del mundo, pero no en las cosas
de la fe, pasaba un tiempo de prueba contra la fe. Dudaba de la presencia real de Nuestro
Señor Jesús en la Eucaristía. Oraba constantemente para librarse de esas dudas por
miedo de perder su vocación.
Sufría día tras día la duda ¿Está Jesús realmente y substancialmente presente en la
Eucaristía? Dudaba sobre el misterio de la transubstanciación. Su sacerdocio se convirtió
en una rutina y se destruía poco a poco. Especialmente la celebración de la Santa Misa se
convirtió en una rutina más, un trabajo más.
Una mañana del año 700, mientras celebraba la Santa Misa, estaba siendo atacado
fuertemente por la duda y después de haber pronunciado las solemnes palabras de la
consagración, vio como la Santa Hostia se convirtió en un círculo de carne y el vino en
sangre visible. Estaba ante un fenómeno sobrenatural visible, que lo hizo temblar y
comenzó a llorar incontrolablemente de gozo y agradecimiento.
En 1574 se hicieron pruebas de la Carne y la Sangre y se descubrió un fenómeno
inexplicable. Las cinco bolitas de Sangre coagulada son de diferentes tamaños y formas.
Pero cualquier combinación pesa en total lo mismo.
En otras palabras, 1 pesa lo mismo que 2, 2 pesan lo mismo que 3, y 3 pesan lo mismo
que 5. Este resultado está marcado en una tabla de mármol en la Iglesia. A través de los
años se han hecho muchas investigaciones.
A las distintas investigaciones eclesiásticas siguieron las científicas, llevadas a cabo desde
1574, en 1970-71 y en 1981. En estas últimas, el eminente científico Profesor Odoardo
Linoli docente en Anatomía e Histología Patológica y en Química y Microscopía Clínica,
con la colaboración del Profesor Ruggero Bertelli de la Universidad de Sena, utilizó los
instrumentos científicos más modernos disponibles. Los análisis, realizados con absoluto
rigor científico y documentados por una serie de fotografías al microscopio, dieron los
siguientes resultados:
La Carne es verdadera Carne. La Sangre es verdadera Sangre.
La Carne y la Sangre pertenecen a la especie humana.
La Carne está constituida por el tejido muscular del corazón.
En la Carne están presentes, en secciones, el miocardio, el endocardio, el nervio vago y,
por el relevante espesor del miocario, el ventrículo cardiaco izquierdo.
La Carne es un CORAZÓN completo en su estructura esencial.
La Carne y la Sangre tienen el mismo grupo sanguíneo (AB).
En la Sangre se encontraron las proteínas normalmente fraccionadas, con la proporción en
porcentaje, correspondiente al cuadro Sero- proteico de la sangre fresca normal.
En la Sangre también se encontraron estos minerales: Cloruro, fósforo, magnesio, potasio,
sodio y calcio.
La conservación de la Carne y de la Sangre, dejadas al estado natural por espacio de 12
siglos y expuestas a la acción de agentes atmosféricos y biológicos, es de por sí un
fenómeno extraordinario.
TEXTO 32. EL ESPÍRITU SANTO, EL GRAN DESCONOCIDO
La expresión de que el Espíritu Santo es “el gran desconocido” de la vida cristiana, se ha
hecho popular. Pero quizá no se han reflexionado seriamente las consecuencias de esto.
Olvidar al Espíritu no es simplemente olvidar un tema más o menos marginal, o más o
menos interesante, sino algo así como olvidar la esencia del ser cristiano.
¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Dios es uno y trino, tres
personas distintas y un solo Dios verdadero. Es un misterio lleno de amor que no podemos
comprender plenamente, pues no tenemos nada con que podamos comparar a la
Santísima Trinidad, nada que sea a una sola cosa y tres a la vez; tenemos ejemplos de
tres cosas que se unen y forman una sola (las tres hojas del trébol forman un solo trébol),
pero cada una de las tres es “una parte” del todo… no ocurre así en la Santísima Trinidad:
cada una de las tres personas Divinas es todo Dios y los tres son todo Dios. Quizá un
ejemplo que se aproxima un poco -aunque manteniéndose todavía a una distancia infinita
del misterio trinitario- es el sol: digamos que el sol es: luz, fuego y calor. Podríamos decir
que el sol es “todo  luz” y decimos verdad; podríamos decir que el sol es “todo fuego” y
decimos verdad; podríamos decir que el sol es “todo calor” y decimos verdad… pero no
son tres soles, es un solo sol. Así pasa en la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
son personas distintas pero son un solo Dios, y de cada uno podemos decir que es
plenamente Dios, sin concluir con esto que son tres dioses.
El Espíritu Santo es el amor personificado con que se aman el Padre y el Hijo. «El corazón
late, late continuamente hasta que muere. Y en cada latido no hace sino repetir: Amo, amo;
ésa es mi misión y única ocupación. Y cuando encuentra, finalmente, otro corazón que le
comprende y le responde: «Yo también te amo», ¡oh, qué gozo tan grande! Pero ¿qué hay
de nuevo entre estos dos corazones para hacerlos tan felices? ¿Acaso el solo movimiento
de los latidos que se buscan y confunden? No. Estoy persuadido que entre mí y aquella
persona que amo existe alguna cosa. Esta cosa no puede ser mi amor, ni tampoco el amor
de ella; es, sencillamente, nuestro amor, o sea, el resultado maravilloso de los dos latidos,
el dulce vínculo que los encadena, el abrazo purísimo de los dos corazones que se besan
y se embriagan: nuestro amor. ¡Ah, si pudiéramos hacerlo subsistir eternamente para
atestiguar, de manera viva y real, que nos hemos entregado total y verdaderamente el uno
al otro! Esta fatal impotencia, que, en los humanos amores, deja siempre un resquicio a
incertidumbres crueles, jamás puede darse en el corazón de Dios.
Porque Dios también ama, ¿quién puede dudarlo? Es Él, precisamente, el amor sustancial
y eterno: “Dios es amor” (1 Jn 4,16). El Padre ama a su Hijo: ¡es tan bello! Es su propia luz,
su propio esplendor, su gloria, su imagen, su Verbo... El Hijo ama al Padre: ¡es tan bueno,
y se le da íntegra y totalmente a sí mismo en el acto generador con una tan amable y
completa plenitud! Y estos dos amores inmensos del Padre y del Hijo no se expresan en el
cielo con palabras, cantos, gritos..., porque el amor, llegando al máximo grado, no habla,
no canta, no grita; sino que se expansiona en un aliento, en un soplo, que entre el Padre y
el Hijo se hace, como ellos, real, sustancial, personal, divino: el Espíritu Santo. He aquí,
pues, con el corazón, mejor acaso que con el razonamiento metafísico, revelado el gran
misterio: la vida de la Santísima Trinidad, la generación del Verbo por el Padre y la
procesión del Espíritu Santo bajo el soplo de su recíproco amor»
«Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las
personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el
Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Por eso se ha hablado del misterio
divino del Espíritu Santo en la “teología trinitaria”, en tanto que aquí no se tratará del
Espíritu Santo sino en la “Economía” divina.» (Catecismo, 685).
«Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Gál 4,
6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto
en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo.» (Catecismo,
689).
¿CÓMO LO RECIBIMOS?
El don del Espíritu es un regalo del Padre que pedimos en nombre de su Divino Hijo: “Pues
si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13).
El Espíritu Santo se nos da a través del Bautismo: “Convertíos y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). «La Iglesia pide a Dios que, por medio de
su Hijo, el poder del Espíritu Santo descienda sobre esta agua, a fin de que los que sean
bautizados con ella “nazcan del agua y del Espíritu” (Jn 3,5).» (Catecismo, 1238).
Su acción se vivifica con la confirmación: «a los bautizados el sacramento de la
confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza
especial del Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos
testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras» (Catecismo,
1285). Después del bautismo, los apóstoles oraban por los cristianos para que recibieran
un fuerte influjo del Espíritu Santo: “Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de
que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos
bajaron y oraron por ellos para que recibieran al Espíritu Santo; pues todavía no había
descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en nombre del
Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían al Espíritu Santo”. (Hch 8, 15-
17).
LO QUE SERÍA IMPOSIBLE SIN EL ESPÍRITU SANTO
Hay cosas absolutamente necesarias en nuestra vida que, por no estar haciéndose
evidentes en cada momento, pasan desapercibidas. Pero bastaría reflexionar en qué
pasaría si no estuvieran para darnos cuenta de su capital importancia. Así sucede, por
ejemplo, con el aire. No se ve, sólo se siente; poco pensamos en él; está en todas partes y
estamos en permanente contacto con él, pero sólo nos damos cuenta de su importancia
cuando falta, cuando estamos ahogándonos por falta de él. Lo mismo sucede con el
Espíritu Santo; está allí, siempre, cada que le necesitamos, nos ayuda en todo, sin él nada
sería posible, pero no nos percatamos de su presencia. Por eso no es casualidad que «el
término “Espíritu” traduce el término hebreo Ruah, que en su primera acepción significa
soplo, aire, viento» (Catecismo, 691). Sería conveniente listar una serie -siempre limitada-
de cosas que sería imposible hacer si no estuviéramos asistidos por el Espíritu de Dios,
para que al final quedemos convencidos de la absoluta necesidad que tenemos de
invocarle en todo y para todo. Sin el Espíritu Santo, sería imposible:
La creación del mundo: Pues Él “revoloteaba sobre las aguas” (Gen 1,2). ¡Ven Espíritu, y
hazme una nueva creación!
La fuerza de los profetas del Antiguo Testamento: Con el término «Profetas» se
entiende a cuantos fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de
Dios. (cf. Catecismo, 702). Estos hombres profetizaban “porque Yahvé les daba su
Espíritu” (Num 11,29). ¡Ven Espíritu, y hazme profeta!
La encarnación del Verbo: La Virgen María concibe a Cristo del Espíritu Santo, quien por
medio del ángel lo anuncia como Cristo en su nacimiento (cf. Lc 2,11). ¡Ven Espíritu, y haz
nacer a Jesús en mi alma!
Reconocer a Jesús como el Señor: “Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por
influjo del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). ¡Ven Espíritu, y auméntame la fe!
Amar a Dios: “El amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por el Espíritu
Santo que se os ha dado”. (Rom 5,5). ¡Ven Espíritu, y lléname de amor!
La existencia de la Iglesia: Estando los apóstoles reunidos “perseveraban en la oración,
con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de
sus hermanos” (Hch 1,14), “de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga
de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas
lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces
quedaron todos llenos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,2-4). ¡Ven Espíritu, y hazme testigo en tu
Iglesia!
Ser cristianos: Porque la palabra griega “Cristo” significa “ungido”; somos cristianos
porque somos “ungidos” “porque hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu” (1 Cor
12,13). ¡Ven Espíritu, y ayúdame a un católico coherente!
Ser hijos de Dios: “En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son
hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre!” (Rom 8,14-15). ¡Ven Espíritu, y enséñame a comportarme como hijo!
Ser santos: “si vivimos por el Espíritu, sigamos también al Espíritu” (Gál 6,25); y quien vive
según el Espíritu produce el fruto del Espíritu: la santidad (cf. Gál 6,22) ¡Ven Espíritu, y
santifícame!
Hacer oración: “De igual manera, el Espíritu viene también en ayuda de nuestra flaqueza.
Como nosotros no sabemos pedir lo que conviene, el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos indescriptibles” (Rom 8, 26). ¡Ven Espíritu, y enséñame a orar!
Entender la Palabra de Dios: pues la Biblia fue escrita por “hombres que hablaban de
parte de Dios movidos por el Espíritu Santo” (2 Pe 1,20) y debe ser interpretada con el
mismo Espíritu que la inspiró. ¡Ven Espíritu, y ayúdame a entender tu Palabra!
Conocer la Verdad: Pues Él es el “Espíritu de la Verdad” (Jn 16, 13). ¡Ven Espíritu, y
revélame la verdad!
Ser libres: “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la
libertad” (2 Cor 3,17). ¡Ven Espíritu, hazme libre!
Ser valientes: “Piensa que el Señor no nos dio un espíritu de temor, sino de fortaleza, de
caridad y de templanza” (2 Tim 1,7). ¡Ven Espíritu, y hazme valiente!
Lograr conversiones: “Y me presenté a vosotros débil, tímido y tembloroso, apoyando mi
palabra y mi predicación no en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la
demostración del Espíritu y de su poder, para que vuestra fe no se fundase en la sabiduría
humana, sino en el poder de Dios” (1 Cor 2,4-5). ¡Ven Espíritu, dame eficacia en la
palabra!
Hacer milagros y expulsar demonios: Los que creen en Jesús y se llenen del Espíritu de
Dios “expulsarán demonio, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus
manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los
enfermos y se pondrán bien.” (Mc 16,17-18) ¡Ven Espíritu, y obra prodigios a través de mí!
La unidad: Pues es su fuerza la que logrará  “la unidad de los hijos de Dios dispersos” (Jn
11, 52). ¡Ven Espíritu, haznos un solo rebaño con un solo pastor!
Superar la tentación: “Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de
vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la tentación os proporcionará la fuerza para poderla
resistir con éxito” (1 Cor 10,13). ¡Ven Espíritu, y dame la fuerza para resistir la tentación!
Recibir sus frutos: “En cambio, los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí mismo.” (Gál 5,22-23).
¿Quieres aprender a amar? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres ser feliz? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Necesitas paz en tu corazón? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Necesitas ser más paciente? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres aprender a tratar mejor a las personas? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Deseas tener sentimientos más bondadosos en tu corazón? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Anhelas ser fiel? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Deseas dejar de ser presumido? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres salir de los vicios? ¡Invoca al Espíritu Santo!

¿QUÉ SERÍA, ENTONCES, DE LA VIDA SIN EL ESPÍRITU SANTO?


¡No habría vida! Sin el Espíritu no habría profetas, no se hubiera encarnado el Verbo del
Padre, no podríamos reconocer a Jesús como Señor, ni amarle; no existiría la Iglesia,
nadie sería cristiano ni hijo de Dios, no habría santos ni podríamos hacer oración, no
podríamos interpretar la Biblia, más aún, no habría Biblia. Sin el Espíritu de Dios
desconoceríamos la verdad y seríamos esclavos, cobardes; sin el Espíritu Santo no habría
evangelización posible, seríamos para siempre esclavos de satanás. Después de esto
¿alguien puede dudar de la necesidad apremiante que tenemos del Espíritu de Dios? Sólo
en el Espíritu encontraremos la unidad, la felicidad, el amor, la paz, la fuerza para vencer.
¡El Espíritu Santo lo es todo!
¡VEN ESPÍRITU SANTO!
La Iglesia siempre ha invocado al Espíritu Santo, porque el mismo Señor nos dijo que lo
hiciéramos, prometiendo que el Padre: “dará el Espíritu Santo a quien se lo pida” (Lc
11,13). Para nosotros, en el siglo XXI, es muy fácil decir esto. Nosotros, acostumbrados a
los medios de comunicación, podemos llamar a una persona cuando queramos, sin
importar la distancia que nos separe de ellos; pero cuando Jesús dijo estas palabras, no
existían los modernos medios de comunicación. Sólo se podía llamar a quien estuviera lo
suficientemente cerca para que nos pudiera escuchar. Lo que el Señor está diciendo,
entonces, es que podemos invocar el Espíritu Santo porque Él siempre está cerca de
nosotros.
DONES DEL ESPÍRITU SANTO
«Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf. Is 11,1-2).
Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles
dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.» (Catecismo, 1831).
Sabiduría: gusto para lo espiritual, capacidad de juzgar según la medida de Dios. 
Inteligencia (Entendimiento): Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la
Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.
Consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone, sugiriéndole lo
que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma.
Fortaleza: Fuerza sobrenatural que sostiene la virtud moral de la fortaleza.  Para obrar
valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida.
Para resistir las instigaciones de las pasiones internas y las presiones del ambiente.
Supera la timidez y la agresividad.
Ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas en su relación con el
Creador.
Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios
como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre.  Clamar  ¡Abbá, Padre!
Temor de Dios: Espíritu contrito ante Dios, conscientes de las culpas y del castigo divino,
pero dentro de la fe en la misericordia divina. Temor a ofender a Dios, humildemente
reconociendo nuestra debilidad. Sobre todo: temor filial, que es el amor de Dios: el alma se
preocupa de no disgustar a Dios, amado como Padre, de no ofenderlo en nada, de
“permanecer” y de crecer en la caridad (cf. Jn 15, 4-7).
En definitiva, podemos decir que todo lo que tiene que ver con el Espíritu Santo es más
para ser vivido que para ser comprendido. Dejémonos inundar por su presencia y él nos
revelará al Hijo eterno del Padre. (cf. Catecismo, 689).

PRÁCTICA

Hacer una oración de efusión fuerte al Espíritu Santo. Esta se debe hacer en comunidad y
dirigida por el preparador.
TEXTO 33. JESUCRISTO, SEÑOR DE LA HISTORIA
Dios es «llamado “el Poderoso de Jacob” (Gén 49,24; Is 1,24, etc.), “el Señor de los
ejércitos”, “el Fuerte, el Valeroso” (Sal 24,8-10). Si Dios es Todopoderoso “en el cielo y en
la tierra” (Sal 135,6), es porque él los ha hecho. Por tanto, nada le es imposible (cf. Jr
32,17; Lc 1,37) y dispone a su voluntad de su obra (cf. Jr 27,5); es el Señor del universo,
cuyo orden ha establecido, que le permanece enteramente sometido y disponible; es el
Señor de la historia: gobierna los corazones y los acontecimientos según su voluntad  (cf.
Est 4,17b; Pr 21,1; Tb 13,2): “El actuar con inmenso poder siempre está en tu mano.
¿Quién podrá resistir la fuerza de tu brazo?” (Sab 11,21).» (Catecismo, 269).

¿QUÉ SIGNIFICA QUE JESUCRISTO SEA EL SEÑOR DE LA HISTORIA?


La certeza que nos da el señorío de Jesús tiene aplicaciones muy prácticas para la vida;
creyendo esto firmemente podemos estar plenamente seguros de que, al final, el Señor
triunfará y “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”, contra la Iglesia, contra la
humanidad redimida por su sangre. Este señorío implica cuatro cosas:

Él siempre tiene el control


El saber que Jesús, es Señor de la historia, nos llena de alegría, puesto que nos da la
certeza de que todo está bajo control. En esta certeza se funda la virtud de la esperanza,
pues aunque con nuestros ojos veamos que cada vez todo está peor, que la injusticia
triunfa, que la maldad se expande por doquier, la esperanza nos asegura que todo estará
bien, que nada se ha salido de sus manos. No es que Dios quiera todo lo que sucede, sino
que misteriosamente conduce la historia de tal modo que nunca nada está fuera de su
control. La esperanza humana se funda en cálculos, en estadísticas, en tendencias…
vemos que “la tendencia” muestra cambios, entonces decimos, que las cosas cambiarán.
La esperanza cristiana dice: “Dios está triunfando” aunque le veamos crucificado, muriendo
como un delincuente. ¡Resucitará!
«Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos
de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin
nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios “cara a cara” (1 Cor 13,12), nos serán
plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y
del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Gén
2,2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.» (Catecismo, 314).

“Todo sucede para el bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28).
Por muy malas que nos parezcan las cosas, estemos seguros que esto sucede “para
nuestro bien” si es que amamos a Dios. Esa es la condición: para tener la certeza de que
todo, por malo que nos parezca, sucede para nuestro bien, debemos amar a Dios y estar
dispuestos a aceptar lo que él disponga para nosotros.  Lo que hoy es una desgracia,
mañana será una bendición. Lo que hoy nos hace llorar, mañana nos hará reír. “Los que
van sembrando con lágrimas cosechan entre gritos de júbilo” (Sal 125,5).
«Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede
sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas:
“No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...]
aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir
[...] un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral
que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los
pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf. Rom
5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin
embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.» (Catecismo, 312).

“Fiel es Dios que no permitirá que seas probado por encima de tus fuerzas”   (1 Cor
10,13)
Otra cosa consoladora es saber que si Dios está permitiendo una prueba para nosotros es
porque podemos soportar dicha prueba. “Antes bien, junto con la prueba os proporcionará
el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10,13). La fuerza de Dios, el Espíritu Santo,
siempre viene en ayuda de los que le invocan con confianza, humildad y perseverancia. No
hemos de desfallecer, solo debemos confiar y esperar en el Señor.
Es por esta razón que san Pío de Pietrelcina decía: “ora, ten fe y no te preocupes”, porque
sabía que la fuerza de Dios nunca nos faltaría. Es bien conocido el dicho que reza: “no hay
mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Todo va pasar, lo que ahora nos hace
llorar será mañana un recuerdo, porque Dios nos ayudó a salir de esto.
“Todo lo puedo con Cristo que me fortalece”  (Fil 4,13)
Para que la realidad del señorío de Jesús produzca frutos en nuestra vida, debemos recibir
la fuerza de su gracia. No es sólo tener la certeza de que Él lo puede todo; debemos,
además, recibir su gracia que nos fortalece. Por esta razón son absolutamente necesarios
los sacramentos, la oración, la mortificación, la práctica de la virtud, la devoción a la
Virgen, la Iglesia Católica, la lectura orante de la Palabra de Dios, en fin, todas aquellas
ayudas que el Señor ha dispuesto para que realicemos la voluntad de Dios que “quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).

PRÁCTICA

Asistir a una vigilia de adoración al Santísimo, en la que se renuncie, de manera personal,


a todo aquello que ocupa el lugar de Dios en mi vida. Coronar a  Dios como Rey y Señor
de mi vida.
PROCESO DE CONSAGRACIÓN

INICIO DEL PROCESO DE CONSAGRACIÓN: 24 de noviembre del 2019

MÉTODOLOGÍA: A Jesús por María de San Luis María Grignion de Montfort

CANAL/MEDIO: App móvil Conságrate, de Lazos de Amor Mariano

TUTOR: Lina Marcela, Misionera de Lazos de Amor Mariano

FINAL DEL PROCESO DE CONSAGRACIÓN: 26 de junio del 2020

FECHA DE CONSAGRACIÓN: 27 de junio del 2020

BAJO LA ADVOCACION DE: Nuestra Señora del Perpetuo Socorro

ORACIÓN: xhkgdcjk

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