Consagración A Jesús Por María
Consagración A Jesús Por María
Consagración A Jesús Por María
**En tu cuaderno saca un listado de 10 cosas del mundo que te están haciendo daño en
este momento y de cada uno, escribe cómo piensas combatirlo.**
LETANÍAS DE LA HUMILDAD
Jesús manso y humilde de Corazón,
-Óyeme.
(Después de cada frase decir: Líbrame Jesús).
Del deseo de ser lisonjeado,
Del deseo de ser alabado,
Del deseo de ser honrado,
Del deseo de ser aplaudido,
Del deseo de ser preferido a otros,
Del deseo de ser consultado,
Del deseo de ser aceptado,
Del temor de ser humillado,
Del temor de ser despreciado,
Del temor de ser reprendido,
Del temor de ser calumniado,
Del temor de ser olvidado,
Del temor de ser puesto en ridículo,
Del temor de ser injuriado,
Del temor de ser juzgado con malicia,
(Después de cada frase decir: Jesús dame la gracia de desearlo)
Que otros sean más estimados que yo,
Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse,
Que otros sean alabados y de mí no se haga caso,
Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil,
Que otros sean preferidos a mí en todo,
Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda,
Oración:
Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser
ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de
aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra
miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el
cielo.
Amén.
TEXTO 3. ¿ES BUENO EL PLACER?
En el ser humano existe un deseo natural de aquellos bienes que corresponden a la propia
conservación. De esos bienes naturales, algunos son necesarios para la conservación del
individuo y de su cuerpo como el alimento, la bebida, el vestido, etc. Otros de esos bienes
naturales son necesarios para la conservación de la especie humana, como los bienes
sexuales.
El hombre desea estos bienes y, por tanto, cuando los posee experimenta placer, o ¿quién
no ha experimentado placer al saborear una deliciosa comida o un helado, o al dormir
después de una agotadora jornada? Es natural que el hombre experimente placer; Dios ha
querido darle esta capacidad de disfrute, y ha puesto placer en ciertas cosas, es más, si no
fuera así, si no apeteciéramos el comer, el dormir y la sexualidad, tal vez moriríamos de
hambre o de cansancio o la especie humana estaría en vía de extinción.
Así pues, lo primero que debemos tener claro es que el placer no es malo en sí mismo;
Dios ha querido que el hombre experimente placer, de hecho, le ha regalado esta
capacidad; el problema viene cuando el placer se desordena, cuando se sale de los límites
justos y deja de ser un medio para convertirse en un fin.
Podríamos comparar el placer con el fuego: el fuego bien utilizado es maravilloso, trae
muchos beneficios al hombre. ¿Qué tal el fuego en la chimenea de la casa, en una noche
fría, mientras compartimos y cantamos alrededor con la familia y los amigos? Sin duda es
maravilloso; pero ¿qué tal el fuego en la sala de la casa, incendiando todo lo que
encuentre a su paso? ¡Aterrador, destructivo! Esto mismo pasa con el placer: es un don
maravilloso de Dios, pero cuando se sale de su justo orden, de los límites establecidos por
el Creador, puede ser muy destructivo para el hombre.
El pecado original lo desordenó
El hombre, al ser creado, fue dotado por Dios de unas facultades superiores: inteligencia y
voluntad, que son propias y exclusivas de su naturaleza racional, al mismo tiempo, que fue
dotado de pasiones, instintos y sentimientos.
A consecuencia del pecado original «la armonía en la que se encontraban, establecida
gracias a la justicia original, queda destruida; el dominio de las facultades espirituales del
alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7)» (Catecismo, 400); es decir, el hombre
quedó herido y todas sus facultades desordenadas.
A partir de allí, perdió el dominio sobre sus pasiones, instintos y sentimientos, los cuales,
naturalmente, deberían estar sometidos y ser plenamente gobernados por la inteligencia y
la voluntad.
Es por ello que vemos como el cuerpo no se somete al gobierno del alma, por el contrario,
él quiere dominar y prevalecer, rechaza el control, quiebra todo freno y se lanza
desmesuradamente en búsqueda de placeres.
Esto es lo que conocemos como la concupiscencia de la carne, que equivale a una
inclinación desordenada al placer. Este desorden da lugar a los pecados de gula, de
pereza y de lujuria.
Tres pecados capitales
En esta búsqueda desordenada del placer en la comida, en el descanso y en el apetito
sexual, el hombre puede caer en tres de los siete pecados capitales, como lo son la gula,
la pereza y la lujuria, pecados que traen nefastas consecuencias para la persona y que se
relacionan entre sí, pues uno lleva a los otros.
La gula es la búsqueda de placer desordenado en la comida y en las bebidas; este vicio
deforma la voluntad, haciéndola cada vez más frágil, y se ve alimentado por el
consumismo reinante en nuestra sociedad, en la que la oferta de comidas, bebidas,
postres, dulces, es cada vez más alta; se busca darle lo mejor y más exquisito al paladar,
en abundancia, y esto siempre que lo pide, aún sin necesidad, además despreciamos
aquello que no nos gusta y simplemente lo echamos a la basura.
Nos lo advirtió San Josemaría Escrivá de Balaguer “los placeres de la mesa preparan los
placeres de la carne”, es decir, quien no refrena su gula y se sacrifica en el comer
difícilmente podrá ser una persona pura y casta. Pasa igual con el descanso, con el dormir,
cada vez queremos trabajar menos, hacer menos esfuerzo, y descansar más, o
simplemente “no hacer nada”. Esta sociedad podríamos catalogarla como una “sociedad
light”, baja en esfuerzos, baja en sacrificios.
Estos pecados representan un grave peligro para la persona, pues al no ejercer la
templanza, y dejarse llevar por las pasiones y deseos, está deformando su carácter,
debilitando su voluntad. No hay que olvidar que las personas más exitosas en la vida no
son precisamente las más capacitadas, sino aquellas que tuvieron una voluntad férrea,
fuerte, perseverante, por ello lograron lo que se propusieron.
Los santos han sido hombres y mujeres de voluntad firme, que han tomado -como lo diría
Teresa de Ávila- una determinada determinación de alcanzar la santidad. “Las almas
grandes tienen voluntades, las débiles sólo tienen deseos”, y esta grandeza se construye
desde lo pequeño, desde lo cotidiano, está en el saber ofrecer pequeños sacrificios cada
día; esto sin olvidar que nuestro cuerpo es como un niño malcriado y caprichoso al que no
se le puede dar todo lo que pide, y al que hay que educar y disciplinar, y esto,
precisamente, porque lo amamos y valoramos.
El destructivo pecado de la lujuria
Pero este grave desorden en la búsqueda del placer se hace sentir sobre todo en el
desorden del apetito sexual, al cual los anteriores le sirven de preparación, como lo dijo
San Josemaría Escrivá de Balaguer “la gula es la vanguardia de la impureza”.
Nos encontramos en una sociedad totalmente erotizada, que rinde culto a lo sexual, y es
así como la publicidad, las novelas, las películas están cargadas de escenas
pornográficas; la pornografía invade los medios de comunicación, la internet; el sexo
casual se hace cada vez más “normal”, a las relaciones prematrimoniales se les llama
“hacer el amor”, la masturbación es presentada como algo natural y “necesario” para el
libre desarrollo de la personalidad, etc.
El hombre de hoy tiende a regresar a lo instintivo, a los apetitos corporales, a regirse más
por sus hormonas que por sus neuronas; el polo animal tiende a predominar y a
deshumanizarlo, sus pasiones no logran ser controladas por su razón. La lujuria lo
enceguece, lo precipita, no lo deja pensar, lo obsesiona y esclaviza.
Con la revolución sexual, hacia las décadas de los 60 y 70, se dio una liberalización de las
costumbres y un profundo cambio en el comportamiento sexual, donde se proclamaba el
sexo libre bajo lemas como “hagamos el amor y no la guerra”… La pregunta que surge es
¿hagamos el amor? ¿Tener sexo es hacer el amor? ¿Sexo es igual a amor?… Esta es tal
vez la más grande y peligrosa mentira que se nos ha dicho; si “sexo = amor”, entonces las
prostitutas serían las personas más amadas del mundo, y por tanto, las más felices, si
“sexo = amor” te quedarías toda tu vida al lado de la persona con la que fuiste por primera
vez a la cama… y tal vez ni te acuerdes de su nombre. El sexo es una dimensión del amor,
hace parte del amor, pero no lo agota, no logra abarcarlo completamente.
Cada vez es más normal la fornicación -«unión carnal entre un hombre y una mujer fuera
del matrimonio» (Catecismo, 2353)- en los noviazgos bajo la excusa “nos amamos”, la
pregunta es: ¿Si en realidad se aman tanto como para entregarse sus cuerpos por qué no
se comprometen para toda la vida?... La respuesta es sencilla, no lo hacen porque ese
amor no está maduro o en realidad no es amor.
El sexo “libre” o casual, lo único que hace es esclavizar a la persona, volverla una pobre
esclava de sus hormonas, una egoísta e incapaz de amar, pues hace que sólo vea en el
otro un objeto de uso, un medio para saciar sus instintos y deseos, una cosa que le
produce placer. Se crea así una visión utilitarista de la persona y se rebaja su dignidad.
El hombre de hoy es un ansioso buscador de placer, y se lo procura por doquier, pero, qué
paradoja, asistimos a una sociedad enferma de soledad, de depresión, de sin sentido, y es
que el placer se queda en la superficie de los sentidos mientras que el amor verdadero -el
amor entregado y sacrificado- llega hasta lo profundo del alma, la sacia y le da felicidad.
Esta “liberación sexual” hace que las personas sean cada vez más incapaces de adquirir
compromisos duraderos y estables, las incapacita para la fidelidad y por ello vemos cómo
abunda el adulterio -«cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está
casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un
adulterio» (Catecismo, 2380)-, vemos cómo un hombre o una mujer es capaz de tirar a la
basura su familia, sus hijos, su proyecto de vida, por unos minutos de placer, y es que
quien no vive la castidad siendo soltero, no logrará ser fiel cuando se case.
La masturbación, la pornografía, la promiscuidad, hacen que el hombre pierda el freno y
sea cada vez más insaciable en la búsqueda del placer sexual; y así como el drogadicto
tiene que aumentar la dosis cada vez más porque pareciera que ya no le genera efecto, el
hombre erotizado tendrá que buscar nuevos placeres, nuevas experiencias, porque una
relación sexual natural ya no le sacia, no le es suficiente, y de allí pueden derivar
aberraciones, abusos sexuales -que hoy abundan por doquier y que van en aumento-,
pedofilia, actos homosexuales e incluso la práctica de la zoofilia, etc.
Terribles consecuencias
Como lo vimos anteriormente, el placer es un don maravilloso de Dios, pero cuando se
sale de su justo orden puede ser muy destructivo para el hombre y traerle diversas
consecuencias en el orden físico, psicológico y espiritual:
Físico: enfermedades de transmisión sexual: sífilis, chancro, gonorrea, VIH, etc.
embarazos “no deseados” y por tanto, abortos.
Psicológico: una sexualidad desordenada hace de la persona una esclava de sus
hormonas, incapaz del dominio propio; la incapacita para la fidelidad y para establecer
vínculos afectivos duraderos, es decir, para conformar una familia.
Espiritual: cuando el hombre busca el placer por el placer se vuelve egoísta e incapaz de
amar. Tiende a despersonalizar al otro.
Social: altos índices de divorcios, aumento de madres solteras, resquebrajamiento de la
institución familiar, y por tanto, miles de personas que llegarán solas a su vejez, etc. Todo
esto se traduce en grandes costos económicos para el Estado, y en una gran crisis social,
pues a muchos individuos les faltará la célula familiar, donde la persona es cuidada,
educada, formada en valores y preparada para ser un ciudadano de bien. Esto sin contar
los grandes costos que se generan en el sector de la salud por cuenta de las
enfermedades de transmisión sexual.
“Con este mal, dice san Agustín, no es compatible virtud alguna, sabiduría alguna; sino que
con él reinan toda clase de perversidades”. San Ambrosio, escribiendo a una virgen cuya
virtud acababa de naufragar, le dijo que “su alma, antes templo del Espíritu Santo, por el
vicio de la impureza había llegado a ser la morada de los demonios…”Por la
concupiscencia de la carne los hombres atrajeron para sí el diluvio, por ella las ciudades
culpables de Sodoma y Gomorra merecieron ser reducidas a ceniza. Ella fue la causa de
las desgracias de Sansón, de la caída de David y de Salomón. ¡Cuántas herejías nacieron
de esta fuente envenenada: Montano, Lutero, Enrique VIII! ¡Cuántas enfermedades,
guerras, discordias en las familias y males de todas suertes ha acarreado a los hombres, a
las sociedades y a las naciones!
Un tema para no olvidar: la moda
La industria de la moda ofrece una variedad interminable de propuestas en las que
gradualmente se ha hecho del cuerpo humano un verdadero culto a la sensualidad. Se ha
corrompido de una manera tan execrable que la mujer se ha convertido en el objeto sexual
de todo producto comercial.
Se ha prostituido su imagen ante el hombre, vendiéndola como objeto de consumo
sensual, como diosa de los placeres carnales, como alimento de los apetitos y pasiones de
la carne; presentándola seductora y agresiva, descubriéndole partes vitales de su cuerpo a
los ojos del hombre de una forma tan perversa que desata en la naturaleza de éste una
fuerza sensual que sólo se desahoga en la promiscuidad, llevando al hombre a perder todo
respeto y valoración de la mujer.
Toda mujer que viste con modas indecentes y provocadoras, ha de saber que cargará con
la culpa de todo hombre que la mire deseándola en su corazón.
Una consagrada a María sabe lo que vale como mujer, sabe que no es un objeto que se
debe estar exhibiendo, sabe que es una hija de Dios, digna de respeto y de cuidado. Cada
vez que una consagrada a María se viste, se mira al espejo y se pregunta: ¿Cómo se
vestiría María? y entenderá que, sin renunciar a verse bella y agradable a la vista, debe ser
un reflejo de la pureza, delicadeza, ternura y feminidad de su buena madre. Así mismo, un
hombre consagrado a María, debe aprender a mirar a cada mujer de la misma manera
como miraría a María, siempre con una mirada limpia y respetuosa.
La virtud de la pureza
Ante esta realidad es importante considerar que la pureza es una virtud eminentemente
positiva, que no supone un cúmulo de negaciones: “no veas”, “no pienses”, “no hagas”,
sino que es una verdadera afirmación del amor.
Lejos de ser negativa y destructora, es positiva y creadora, pues no se trata de despreciar
los valores del cuerpo y del sexo, sino de realizar una integración duradera y permanente:
los valores del cuerpo y del sexo como inseparables del valor de la persona.
“La virtud de la pureza es la virtud de la belleza, de la blancura del alma. Todas las virtudes
son ornamento riquísimo del alma, pero ninguna la adorna con tanta gracia y hermosura
como ésta. Le agrada y enamora tanto a Dios que él mismo ha reservado una
bienaventuranza para ella “Bienaventurados los limpios de corazón” (Mt 5,8)... Es la virtud
clara, la virtud de la luz, y es por eso que, los limpios de corazón son los únicos que ven y
verán a Dios.
Los pensamientos puros son diáfanos, más claros que la luz; los amores puros son
sinceros y verdaderos, los únicos que merecen este nombre, pues nunca se rebaja tanto el
amor como cuando se asienta en la impureza, eso ya no es amor, es una pasión baja llena
de egoísmos.”[1]
Y es que aunque todo pecado, toda falta es una mancha del alma, ninguna la mancha
tanto como la impureza; éste es el pecado feo, sucio, vergonzoso, más que ningún otro
pecado; para él reservó Dios sus mayores castigos, aún aquí en la tierra, no dudó en
enviar al mundo agua y fuego para purificarle de este vicio repugnante y abominable. He
aquí por qué el demonio, en su afán de vengarse de Dios, es el pecado que más procura
que cometan las almas.
La castidad es la virtud más delicada, cualquier hálito carnal la empaña y marchita. Se
peca y se pierde la castidad cuando se consciente libre y voluntariamente en cualquier
cosa impura, por pequeña que sea y aunque sea por poco tiempo. Por ello hay que cuidar
los pensamientos, la mirada, las palabras, las manifestaciones de afecto entre los novios,
etc.
Medios para alcanzar y conservar la virtud de la pureza
Confesión y comunión frecuentes: la confesión otorga las gracias sacramentales que nos
ayudan a vencer la tentación; el contacto de nuestro cuerpo con el Santísimo cuerpo de
nuestro Señor Jesucristo, es una magnífica ayuda para aplacar la concupiscencia.
Oración frecuente: “velad y orad para que no caigáis en la tentación” (Mt 26,41).
Devoción a la Santísima Virgen María, que es madre nuestra y modelo inmaculado de esta
virtud.
Mortificación: refrena las pasiones y alcanza dominio propio.
Guarda de la vista: los pensamientos se nutren de lo que se ha visto. Es necesario retirar
la vista de todo aquello que es excitativo del placer carnal. Cuidado con la televisión y la
música.
Sobriedad en la comida y la bebida: “la gula es la vanguardia de la impureza” (Camino,
126). Quien refrena su gula, refrena sus pasiones.
Cuidado del pudor: el pudor no gusta de palabras torpes y vulgares, y detesta toda
conducta inmodesta, aún la más leve; evita con todo cuidado la excesiva familiaridad con
personas del otro sexo; llena el alma de un profundo respeto hacia el cuerpo que es templo
del Espíritu Santo. Se debe tener modestia en el vestir, en el aseo diario, etc.
Evitar la ociosidad: siempre ha de haber algo en qué ocupar el espíritu o ejercitar el
cuerpo, pues una mente desocupada es el taller del demonio.
Huir de las ocasiones: el que ama el peligro en él perece.
“La pureza es el resultado de una victoria y la impureza de una vergonzosa derrota, por
eso es la virtud noble, digna, valiente, propia de los valientes; es la virtud viril por
excelencia, enérgica, que no admite la más pequeña transigencia.”[2]
A ejemplo de nuestra amada Madre
La pureza es luz para el entendimiento, luz para el alma y el corazón, y es por ello que
nuestra Madre pudo comprender perfectamente la voluntad de su Señor. Esta Madre
castísima, siempre virgen, será una poderosa ayuda en la lucha por la pureza.
La inmaculada permitirá a sus hijos consagrados ver con sus propios ojos, escuchar con
sus oídos, hablar con sus labios, sentir con su corazón. Ella es la Madre de la pureza
dispuesta a revestir a sus hijos de su misma luz y claridad.
PRÁCTICA
Durante un día ayunar una comida pidiendo a Dios la gracia de la pureza. Además, como
mujer, revisar el clóset y renunciar a toda prenda de vestir que sea indecente; y como
hombre, comprometerse, de ahora en adelante, a mirar a las mujeres con pureza.
Complementar con artículo: Mujer, tus modas indecentes me crucifican nuevamente. (Ver
Aquí)
Reto digital: Abandonar todo grupo inútil de Whatsapp donde llegue pornografía. Si no
puedo salir del grupo (por ser laboral etc) desactivar la descarga automática de fotos y
videos para no volver a recibir ese material impuro.
MUJER, TUS MODAS INDECENTES ME CRUCIFICAN DE NUEVO
¡Oh, mujer, mírame a Mí, flagelado y coronado de espinas! ¡Contempla mis llagas y mis
heridas..! Después, escucha y reflexiona. Durante mi vida terrenal viví como manso
cordero. Fui al Calvario sin abrir la boca. Traté con dulzura a la Samaritana y se convirtió.
Conmoví el corazón de María Magdalena, la pecadora, e hice de ella una predilecta y una
Santa. Al cruzar las calles de Palestina, pronunciaba palabras de luz, de paz y de amor.
Mis enseñanzas eran dulces como la miel. Pero un día, al echar una mirada Divina sobre
todos los siglos, viendo cómo el mal inundaba impetuoso a todo el mundo y ultrajaba mis
templos, pronuncié palabras de fuego: “¡Ay del mundo por los escándalos!… ¡Ay de quien
escandaliza!… Sería mejor que se le atara una piedra de molino al cuello y se le arrojara al
mar”. Quien pronuncia este “¡Ay!” es un Dios abandonado por muchos sacerdotes,
religiosas y seglares que no viven realmente lo que Yo les prediqué. Soy Yo, Jesús, el que
sufrió tanto para salvar a las almas. Soy Yo, el Juez Supremo de la Humanidad. De esa
humanidad, que entre otros pecados me crucifica nuevamente con sus modas indecentes.
Yo, que pronuncio la sentencia eterna para cada alma: o paraíso, o infierno.
Reflexiona, mujer que sigues la moda licenciosa, y piensa con seriedad un momento sobre
los graves escándalos que provocas a quienes te miran, te desean y te hieren con frases
groseras a causa de tus ropas ajustadas, transparentes, escotadas y cortas. Oh, mujer,
¿por qué ultrajas mis templos haciendo exhibición de tu cuerpo? ¿Por qué sólo te ocupas
por agradar y tentar a los hombres? ¿Por qué transformas mi Casa de Oración en una sala
de anatomía donde abundan cabezas, troncos, extremidades y hasta la marca de tu ropa
interior? Mis templos son profanados a causa de tus ropas sensuales y provocativas. Dime,
mujer, ¿dónde están tus virtudes? Tu pudor, tu modestia, tu humildad, ¿dónde están? Tus
modas que tanto tientan, ¿son distintas a las de una atea? ¡No, en absoluto! Puedes
ilusionarte tú misma diciendo: “¿Qué mal hay en seguir esta moda? Las demás mujeres
también lo hacen… y hay sacerdotes que no lo prohíben y hasta lo aceptan”. Esta ilusión
es para ti, pero la realidad es otra bien distinta. La conducta incorrecta de tantas mujeres,
aún cristianas, no justifica la mala conducta propia.
Si las demás mujeres se quieren condenar siguiendo lo que el mundo les predica, ¿por qué
te has de condenar tú? Todos los pecados que provocas con tus pantalones, shorts,
minifaldas, blusas y vestidos transparentes y escotados, ombligos y espaldas descubiertas,
fuera y dentro del Templo, son imputables a quienes te miran, pero más que todos son
imputables a ti, que eres la causa voluntaria.
Yo, Legislador Divino, dije: “Si alguien mira a una mujer con malicia, ya pecó en su
corazón“. La moral que Yo enseñé es una, inviolable y eterna, mientras que las modas son
muchas. Mi Iglesia no tiene modas. El mundo las tiene todas. Si realmente me amas,
debes seguir mi vida llena de abnegación y sacrificio. Por lo tanto debes abandonar las
modas que atentan contra la moral y la fe. Angosta es la puerta que conduce al cielo y
ancha la que lleva al infierno. La mayoría elige esta última.
Estar contra las modas indecentes y no usarlas es muy difícil y se necesita mucho amor
hacia Mí para no dejarse arrastrar por ellas. Hombres y mujeres se preocupan más en
seguir el último grito de la moda, que en imitar mi vida llena de austeridades. Yo fui
enviado al mundo no para hacer mi Voluntad, sino la de Aquél que me envió. Tú fuiste
enviada al mundo no para vivir, hacer y usar lo que a ti te dé la gana, sino para realizar mi
Santa Voluntad. O estás Conmigo, o estás contra Mí. O estás Conmigo, o estás con las
modas faltas de pudor. Lo que elijas te dará la eternidad de mi gloria o la eternidad de las
penas.
Cuando la muerte te arranque de este mundo lleno de vanidades y de lujos sin razón y
llegues ante mi Presencia para ser juzgada, viendo los pecados que los hombres
cometieron al mirar tu cuerpo escasamente cubierto, tú misma quedarás avergonzada.
¿Qué pretextos podrás presentarme? ¡Ay de ti, mujer, por tus escándalos! ¡Ay de ti, que
perdiste el pudor y la vergüenza! ¿Por qué obras así? ¿Por qué me crucificas nuevamente
con los clavos de tu inmodestia? Cuando en forma irrespetuosa me recibes en la
Comunión, cuánta amargura siento al entrar a tu cuerpo que es motivo de tantos pecados
en los hombres y mal ejemplo a las pocas mujeres que tú con desdén y desprecio llamas
“anticuadas”. Te aseguro que muchas de esas “anticuadas” están Conmigo, mientras que
muchas modernas sin pudor están “gozando” en los infiernos.
Los matrimonios que se celebran también abofetean mi Rostro, cuando las novias y
madrinas se acercan al altar medio desnudas, al igual que muchas de sus amistades.
Tienen una hipocresía tal, que aún semidesnudas llevan colgada al cuello una hermosa
cruz metálica, signo de su “gran catolicidad”. La verdad es que son sepulcros blanqueados.
Llenas de lujo por fuera y… vacías de humildad y caridad por dentro. ¡Ay, ay, ay de todos
aquellos sacerdotes que temen o no quieren prohibir que pisoteen y profanen mis Templos
con las desnudeces de las modas!
Muchos de ellos se dejan seducir por sus presencias y no quieren ser rigurosos en el
cumplimiento de sus deberes. Yo fui traicionado por un falso apóstol. Y hoy, hay falsos
sacerdotes, religiosas y seglares que en forma clandestina están trabajando para destruir
mi Iglesia. Falsean mi doctrina permitiendo de todo y creando un cristianismo fácil. En mis
Templos se ven las cosas más profanas, por ejemplo: maquillajes, pelucas, joyas,
amuletos, anteojos para sol, telas finas y escasas. Otros en cambio, se dedican a comer,
fumar, conversar, dormir, estudiar, “flirtear”, curiosear, pasear admirando las obras de arte,
etc., etc., etc., como si hubieran ido de pic-nic. ¡Pobre de ellos!
A mi Casa de Oración la están convirtiendo en lugar de pecado… y nadie sale en mi
defensa. Todos callan y huyen, nadie ve nada y me niegan como cuando me crucificaron.
Nadie se arriesga por Mí y todos se lavan las manos como Pilatos. ¿Dónde están los que
darán su vida por Mí? Si un político, un deportista o una artista les dice “hagan esto” o
“usen aquello”, todos lo imitan. Yo, en cambio, les prometo el premio eterno si cumplen mis
mandamientos y casi nadie hace caso de mis invitaciones.
¡Ay, ay, ay, de mis religiosas que en sus Instituciones y colegios no aconsejan a sus
alumnas sobre la sana y correcta manera de vestir! ¡Ay, ay, de las monjas que adaptan sus
vestimentas a las de las mujeres mundanas! Sus pecados están terminando con mi
paciencia. ¡Ay, ay, de los padres y madres de familia que, siguiendo el ritmo inmoral de las
modas, pervierten a sus hijos con el uso de las mismas y los hacen motivo de escándalos!
¡Ay, ay, ay, de todos aquellos seglares que no se animan a aconsejar con energía a tantos
hermanos equivocados sobre la necesidad y obligación de abandonar las modas y
acciones que desvirtúan mi Evangelio! ¡Ay, ay, ay, de todas aquellas personas que de una
u otra manera fomentan, comercializan y permiten toda clase de desnudeces! Sé muy bien
que quieren corromper a la mujer, para así con más facilidad destruir mi Iglesia, la familia y
las patrias.
A todas las personas les digo: el responsable del pecado es quien lo hace, y quien tiene el
deber de impedirlo y cobardemente no lo impide. «Se toman severas medidas para luchar
contra el hambre, las pestes, la pobreza y las impurezas de la atmósfera, pero se
contempla, inclusive con complacencia, la contaminación de los espíritus» (Pablo VI).
Mi Justicia destruyó las ciudades inmorales de Sodoma y Gomorra. Peor será el castigo
que tendrá lugar dentro de poco tiempo, según lo viene anunciando mi Santísima Madre en
La Salette, Lourdes, Fátima y otros lugares. Oh, alma, que vives en el fango moral, en la
vida cristiana fácil, cómoda y libertina, sembrando por doquier la muerte espiritual. Mírame
crucificado, medita sobre el infierno, en donde caen tantas almas que en un tiempo vivieron
dándose todos los gustos, placeres, modas, diversiones, etc., etc. ¿Qué será de ti? Oh,
mujeres que cuando vivían eran halagadas, aplaudidas, admiradas, imitadas y perseguidas
por tantos exhibicionismos de sus cuerpos: ahora, ¿quién se acuerda de ustedes? ¿Dónde
están sus conquistas? ¿Dónde sus dineros, joyas y famas? ¿Dónde están las partes de su
cuerpo que tanto mostraban? Fuego eterno las consume, fuego que devora y no mata.
En cambio, las que aquí vivían modestamente, soportando agrias críticas y bromas
hirientes por sus pudores y respeto hacia Mí, gozan para siempre de la eternidad de mi
compañía y de la de María, mi Madre. Si tu mano, tu pié, tu ojo o… tus modas, son motivo
de escándalos, córtalos y arrójalos lejos de ti. Más te vale entrar sin ellos al Reino de los
Cielos, que con los mismos al fuego eterno. Quien teme y respeta a los hombres y a las
modas más que a Mí, no es digno de Mí.
A todos los hombres y mujeres les digo: apártense de las modas ofensivas y pecaminosas
aunque pierdan familia, amigos, dinero, fama y la misma vida. A mis fieles Obispos,
sacerdotes, religiosas y seglares los invito a que con prudente valentía, defiendan mi
Causa y mis Templos del avasallamiento de las modas obscenas y vergonzosas. En caso
contrario, el brazo de mi Divina Justicia caerá riguroso sobre todos ustedes, que tienen la
obligación de dar testimonio de mi vida.
TEXTO 4. ¿SON BUENAS LAS RIQUEZAS?
Dios ha puesto al hombre a la cabeza de la creación visible y le ha dado el derecho de
administrarla y de disponer de los frutos de la tierra, para proveer a sus necesidades, para
su conservación y bienestar, y para la conservación y bienestar de los suyos: «Al comienzo
Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que
tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus
frutos (cf. Gén 1, 26-29).
La apropiación de bienes es legítima para garantizar la libertad y la dignidad de las
personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las
necesidades de los que están a su cargo. Debe hacer posible que se viva una solidaridad
natural entre los hombres» (Catecismo, 2402).
El pecado original desordenó esta inclinación
A consecuencia del pecado original, el hombre se apegó desordenadamente a los bienes
de la tierra, persiguiéndolos con obsesión y aún por medios ilícitos. Para él los bienes
materiales ya no son un medio de salvación, sino que se constituyen en el fin de su
existencia, hasta el punto que las personas hoy valen en proporción a lo que tienen.
De este afecto desordenado al dinero nacen la ambición y la avaricia, de donde proceden
mentiras, engaños, robos, injusticias, explotación, violencia, desunión de las familias, etc.
De allí que el apóstol San Pablo advirtiera a los cristianos: “Debes saber que la raíz de
todos los males es el amor al dinero. Algunos, arrastrados por él, se extraviaron lejos de la
fe y se han torturado a sí mismos con un sin número de tormentos”. (1 Tim 6,10).
Peligros del amor desordenado a las riquezas
Hay que decir, en primer lugar que la avaricia -amor desordenado a los bienes de la tierra-
“es una señal de falta de confianza en Dios, que ha prometido velar por nosotros con
paternal solicitud, y no permitir que nos falte nada de lo necesario, siempre que pongamos
en él nuestra confianza. Convídanos a considerar las aves del cielo, que no siembran ni
siegan, los lirios del campo, que no trabajan ni hilan; no para que nos demos a la pereza,
sino para sosegar nuestros cuidados y para que confiemos en nuestro Padre Celestial.”[1]
La avaricia tiende a ocupar el lugar de Dios en el corazón del hombre, es decir, lo va
conduciendo a cierta idolatría al dinero. El hombre rico tiende a sentirse poderoso y
autosuficiente, pues todos se rinden a sus pies, por lo que cree no necesitar de Dios.
Además, el hombre avaro, por su amor a las riquezas, se apega desordenadamente al
mundo, cree que el paraíso está en disfrutar de lujos y comodidades aquí en la tierra, y
está gravemente expuesto a olvidar los bienes eternos, y por tanto, su salvación eterna.
Posesión correcta de los bienes
En el Evangelio encontramos con frecuencia palabras de Jesús que hacen referencia a las
riquezas: “qué difícil es que los ricos entren en el Reino de los Cielos” (Mt 19,23); “no
atesoréis riquezas en la tierra, donde la polilla y la herrumbre las destruyen, y donde los
ladrones las socavan y roban; si no atesorad en el Cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre
destruyen, ni los ladrones socavan ni roban” (Mt 6,19-20). Estas palabras de Jesús nos
podrían hacer creer que las riquezas son malas en sí mismas, que los ricos,
definitivamente, no entrarán en el Reino de los Cielos. Sin embargo, hay que decir, que lo
que reprochaba Jesús a los ricos no eran sus riquezas en sí mismas, sino el amor
desordenado que tenían a ellas hasta el punto de ponerlas por encima del mismo Dios,
como el caso del joven rico a quien Jesús llamó: “Si quieres venir en mi seguimiento,
vende cuanto tienes y dalo a los pobres” (Mt 19,21), y continúa narrando el evangelista,
que el joven se fue muy triste porque era muy rico, o vemos el caso de Judas, el discípulo
traidor, que vendió al Maestro por 30 monedas de plata.
El problema, entonces, no está en poseer riquezas, sino en la manera como se obtienen,
en el afecto que de ellas se tiene, y en el destino que se les da. Estos tres criterios son
fundamentales para que haya una correcta posesión de los bienes:
Consecución: Se refiere al origen de los bienes. Éstos deben ser adquiridos de manera
lícita, fruto del trabajo honesto y nunca de negocios incorrectos. Se deben adquirir por
medios civilmente lícitos -lo permitido por la ley civil- y moralmente válidos -que no vayan
contra la ley moral-. Es decir, no pueden provenir de actividades ilícitas y pecaminosas
como el robo, la estafa, la explotación de los empleados, engaños, extorsión, etc. Ni de
otras que, aunque permitidas por la ley civil como la prostitución, los moteles, la venta de
licor, discotecas, bares, etc., son siempre actividades pecaminosas.
Afecto: estos bienes deben poseerse sin afecto alguno, teniendo claro que son un medio
de subsistencia y de salvación. Jamás se pueden poner por encima de Dios o de la
familia, hasta el punto de amarlos más y de dedicar más tiempo a su consecución que a la
oración y al compartir familiar.
Muchos santos, como San Francisco de Asís, Santa Clara, San Antonio de Padua, etc.,
hicieron una renuncia efectiva de todos sus bienes, es decir, renunciaron a poseerlos, se
desprendieron de ellos por completo y abrazaron la pobreza. Algunos estarán llamados a
seguir este ejemplo; pero todos estamos llamados a hacer una renuncia afectiva de cuanto
poseemos, es decir, sin deshacernos completamente de estos bienes, debemos poseerlos
con desprendimiento y desapego, sin turbaciones y sabiendo que nuestro único y principal
tesoro es Cristo.
Destino: los bienes que poseemos son para nuestro propio sustento y el de las personas
que están a nuestro cargo. Los bienes que Dios regala al hombre son un don para que
este le sirva a sus hermanos más necesitados y de esta manera se gane el Cielo. Por
tanto, estos no deben ser despilfarrados, ni gastados en lujos excesivos e innecesarios, ni
mucho menos deben ser gastados en cosas o diversiones pecaminosas.
En esta misma línea, y aparte de estos tres importantes criterios, Tanquerey[2], en su
compendio de Teología Ascética y Mística, habla de otros remedios eficaces para
contrarrestar la avaricia:
Cultivar una profunda convicción, a través de la oración y la meditación, de que las
riquezas no son un fin sino un medio de la divina providencia para remediar nuestras
necesidades y las de nuestros hermanos, y que estas son pasajeras y caducas, es decir,
se acaban. Dios es el dueño de todas las riquezas y nosotros somos unos simples
administradores.
El medio más eficaz para no apegarnos a ellas, es colocar nuestros bienes en el banco del
Cielo, empleando buena parte de ellas en obras de caridad y de misericordia. Debemos
recordar aquellas palabras de Jesús: “En verdad os digo que en cuanto lo hicisteis a uno
de estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt 25,40).
Niveles de la caridad
Entendiendo el dinero como don de Dios, para el propio bienestar, y para servir a los
demás, es necesario, pues, que profundicemos un poco más en la manera cómo podemos
ejercer la caridad cristiana, como un medio eficaz de santificación y a través del cual se
borran muchos pecados. Estos son los niveles de la caridad:
a. Limosna: es donar alguna cosa a una persona necesitada para aliviar una necesidad
puntual. Ésta sólo alivia la necesidad presente, es decir, alivia el hoy.
b. Beneficencia: alivia el mañana. Consiste en dar a instituciones, preferiblemente
católicas, cuyo objetivo es la caridad física. Dichas instituciones se responsabilizan de
ayudar periódicamente a un cierto número de personas.
c. Capacitación: consiste en brindarle a una persona la oportunidad de formarse y
aprender una técnica o un arte en la que pueda llegar a desempeñarse laboralmente y de
esta manera ganarse la vida. Como dice el refrán popular “no es dar el pez sino enseñar a
pescar” (alivia el mañana).
d. Evangelización: Es dar a la persona la mayor riqueza y el mayor tesoro que alguien
pueda poseer; evangelizar es dar a Cristo, y por tanto, es dar el Cielo. La evangelización
alivia la eternidad.
Dar lo malo es pecado; dar lo que me sobra es obligación; dar lo que me falta es virtud;
darlo todo es santidad.
María y la caridad
Toda la vida de nuestra Santísima Madre fue un dechado de amor, en medio de la pobreza
más sublime. Ella, estando destinada a ser la Reina de Cielo y tierra, nació y vivió en la
más absoluta pobreza y desprendimiento de todo lo terreno; y en medio de esa absoluta
pobreza poseyó la más grande riqueza: Dios. Podemos contemplar la gran caridad de
nuestra Madre con su prima Isabel, a quien va a servir por tres meses. Seguramente así
mismo hizo durante toda su vida con muchos otros. Pero su mayor acto de caridad con los
demás, y con nosotros, fue el haber dado al mundo el salvador; a través de su sí nos dio el
más grande tesoro: nos dio a Cristo.
PRÁCTICA
Donar a una persona necesitada un bien material al que se esté muy apegado.
Reto digital: Apoya las iniciativas católicas en internet. Puedes hacer tu donación al
sostenimiento de conságrate App, también a obras como Catholic.net o EWTN
TEXTO 5. LA TENTACIÓN Y EL PECADO
La tentación es la incitación, la invitación al pecado; esta puede provenir de nuestros tres
enemigos espirituales: el mundo, el demonio y la carne. “Cada uno es tentado por sus
propias concupiscencias, que le atraen y seducen” (Sant 1,14). Hay que aclarar que no es
pecado sentir la tentación sino únicamente consentirla, o sea, aceptarla y complacerse
voluntariamente en ella. «Para muchas personas que han iniciado un proceso de
conversión y de caminar espiritual, las continuas tentaciones se convierten en una fuente
de tormentos y sufrimiento. Para ellas fue escrito lo que anunció la Sagrada Escritura: “si
te dedicas a la vida espiritual, prepárate para la tentación” (Eclo 2,1). Si Jesús, el santo de
los santos, padeció las tres tentaciones en el desierto ¿cuánto más las tendremos que
padecer nosotros que somos la debilidad misma? Además, al enemigo de la salvación le
interesa atacar más a quienes van por un camino de conversión y santificación que a
aquellos que yacen bajo la esclavitud del pecado.
«De San Antonio Abad se narra que en una visión contempló que para todo un barrio
solamente había un demonio tratando de hacer pecar a la gente, mientras que para una
persona espiritual estaban siete demonios atacándola. Y preguntado el por qué, le
respondieron: “Es que entre mundanos se invitan a pecar los unos a los otros, en cambio
para las personas espirituales sí se necesitan espíritus infernales para hacerlas pecar”.
«Un santo afirmaba que el gran peligro para una persona sería el no tener tentaciones,
pues le devoraría el orgullo y despreciaría a los débiles; y una santa añadía “a nadie temo
tanto como a quien no siente tentaciones”, porque se puede enfriar mucho en su vida
espiritual.»[1]
¿Para qué permite Dios que seamos tentados?[2]
Para que confiemos más en Dios y de esta manera imploremos su misericordia.
Para que desconfiemos de nosotros mismos, de nuestra debilidad y tendencia hacia el mal;
para que reconozcamos nuestra falta de fuerza en la lucha contra el pecado. Este
reconocimiento nos lleva, a su vez, a la humildad. San Agustín al recordar su vida pasada
tan manchada e indigna repetía: “no hay falta que un ser humano haya cometido que yo no
pueda cometer”.
Para que seamos más comprensivos y misericordiosos con los que son débiles. San
Bernardo decía que a muchas personas les conviene ser débiles y de poca resistencia,
para que así sepan comprender a los pobres pecadores que más caen por debilidad que
por maldad. “Lo que no destruye, fortalece”. Así, las tentaciones que no logran acabar con
nosotros, que combatimos y superamos, nos hacen cada vez más fuertes en este combate
espiritual.
Cómo vencer las tentaciones[3]
Antes de la tentación el alma debe vigilar y orar para no dejarse sorprender por el enemigo.
Debe huir de las ocasiones de pecado y evitar la ociosidad, que es la madre de todos los
vicios. Ante todo, debe depositar su confianza en Dios y en la Virgen María.
Durante la tentación ha de resistirla con energía apenas se produzca, o sea, cuando
todavía es débil y fácil de vencer; esto lo puede hacer de dos maneras: directamente,
haciendo lo contrario de lo que la tentación propone (alabar a una persona en vez de
criticarla) e indirectamente, distrayéndose y pensando en otra cosa que absorba la mente.
Este segundo procedimiento es el más eficaz tratándose de tentaciones contra la fe y la
pureza.
Después de la tentación ha de dar humildemente las gracias a Dios si salió victoriosa;
arrepentirse en el acto si cayó en ella, y aprovechar la lección para otras ocasiones.
EL PECADO: EL GRAN ASESINO
El pecado es el gran asesino, capaz de llevar a las almas a la muerte eterna, a la
condenación y a la privación total del Bien supremo para el que fueron creadas: Dios. Por
tanto, el único mal real que le puede acontecer al hombre es el pecado, pues todos los
demás males -enfermedad, crisis económica, sufrimientos, etc.- tienen repercusiones
temporales y pasajeras. Lo peor que le puede acontecer al ser humano es estar separado
del amor de Dios y esta separación sólo se da por el pecado.
Definición de Pecado
«El pecado, en general, puede definirse con San Agustín: “una palabra, obra o deseo
contra la ley eterna”. O, como dicen otros, “una transgresión voluntaria de la ley de Dios”».
[4]
«El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que
aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de
Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra
Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y
el mal (Gén 3, 5).
El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14,
28)» (Catecismo, 1850).
Pecado mortal
“Es la transgresión voluntaria de la ley de Dios en materia grave”[5]. Para que haya pecado
mortal se requieren tres condiciones:
Materia grave: «La materia grave es precisada por los Diez mandamientos según la
respuesta de Jesús al joven rico: “No mates, no cometas adulterio, no robes, no levantes
testimonio falso, no seas injusto, honra a tu padre y a tu madre” (Mc 10, 19)» (Catecismo,
1858).
Pleno conocimiento: “Presupone el conocimiento del carácter pecaminoso del acto, de su
oposición a la Ley de Dios” (Catecismo, 1859).
Pleno consentimiento: “Implica también un consentimiento suficientemente deliberado para
ser una elección personal” (Catecismo, 1859).
Efectos del pecado mortal[6]:
El pecado mortal arroja a Dios de nuestra alma, y así como la posesión de Dios es ya un
gusto anticipado de la dicha celestial, también el perderle es a manera de un preludio de la
eterna condenación: ¿No perderemos, al perder a Dios, los bienes todos, puesto que Él es
la fuente de todos ellos?
Con él perdemos la gracia santificante, por la que nuestra alma vivía una vida semejante a
la de Dios; es, pues, una especie de suicidio espiritual. Perdemos también nuestros
méritos pasados, que habíamos acumulado a costa de tantos esfuerzos.
Mientras estamos en pecado mortal no podemos merecer cosa alguna para el Cielo, todas
nuestras obras son en vano. El Catecismo es muy claro en afirmar que “Si no es rescatado
por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la exclusión del Reino de Cristo y la
muerte eterna del infierno” (n. 1861). Con razón, algunos teólogos, se atrevieron a decir
que “el pecado mortal es el infierno en potencia”[7].
Pecado venial
«Se comete un pecado venial cuando no se observa en una materia leve la medida
prescrita por la ley moral, o cuando se desobedece a la ley moral en materia grave, pero
sin pleno conocimiento o sin entero consentimiento.» (Catecismo, 1862).
Efectos del pecado venial[8]:
El pecado venial no priva al alma de la gracia santificante ni del amor divino, mas la priva
de la gracia y mérito que hubiese recibido si hubiese vencido tal tentación.
Es causa también de que disminuya el fervor, es decir, que va llevando al alma poco a
poco a la tibieza espiritual, pues se va acomodando a la mediocridad y cayendo en el
conformismo de creer que basta con no pecar mortalmente.
El mayor peligro que entraña el pecado venial es el de ir preparando poco a poco nuestra
alma para caer en el pecado mortal, pues alimenta nuestra inclinación al placer prohibido y,
por otra parte, disminuye las gracias de Dios.
El pecado “es un desprecio que hacemos de la fuente de agua viva, la única que puede
calmar la sed de nuestras almas, y preferimos a ella el agua cenagosa del fondo de las
cisternas rotas”[9].
La caída
Para abordar el tema del pecado es necesario remontarnos a su origen, es decir, a la caída
de nuestros primeros padres -Adán y Eva, y devolvernos un poco más hacia atrás para
conocer también la caída de los ángeles, pues según el Catecismo, detrás de este primer
pecado del hombre «se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gén 3,1-5) que, por
envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sab 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia
ven en este ser un ángel caído, llamado Satán o diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9).» (Catecismo,
391).
Caída de los ángeles
Con respecto al demonio, de quien nos dice el libro del Génesis que fue el encargado de
tentar a Eva, «la Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios.
‘Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti
sunt mali’(‘El diablo y los otros demonios fueron creados por Dios con una naturaleza
buena, pero ellos se hicieron a sí mismos malos’) (Concilio de Letrán IV, año 1215: DS,
800)» (Catecismo, 391), y en cuanto a su origen nos indica que «la Escritura habla de un
pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta ‘caída’ consiste en la elección libre de estos
espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su
Reino.» (Catecismo, 392).
Caída del hombre
El capítulo tercero del libro del Génesis nos relata cómo la mujer, tentada por el diablo,
comió del fruto prohibido por Dios, arrastrando también a su esposo a que desobedeciera
el mandato divino: «El hombre, tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza
hacia su creador (cf. Gén 3,1-11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento
de Dios. En esto consistió el primer pecado del hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo
pecado será una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su
bondad» (Catecismo, 397).
El Catecismo de la Iglesia Católica nos explica que «en este pecado, el hombre se prefirió
a sí mismo en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios: hizo elección de sí mismo contra
Dios, contra las exigencias de su estado de criatura y, por tanto, contra su propio bien.
El hombre, constituido en un estado de santidad, estaba destinado a ser plenamente
“divinizado” por Dios en la gloria. Por la seducción del diablo quiso “ser como Dios” (cf.
Gén 3,5), pero “sin Dios, antes que Dios y no según Dios” (San Máximo el
Confesor)» (Catecismo, 398). Es así como todo pecado que comete el hombre, en
adelante, es preferirse a sí mismo en lugar de Dios, es tratar de buscar la felicidad por sus
propios medios y prescindiendo de su Creador. Por este pecado todos los descendientes
de Adán y Eva, excepto la Santísima Virgen María, nacen con el pecado original en su
alma y con las consecuencias del mismo. Este sólo se borra con el sacramento del
bautismo aunque sus consecuencias permanecen (la muerte, el dolor, la inclinación al
pecado, etc.).
Nota importante: Adán y Eva realmente existieron. Así, “los fieles cristianos no pueden
abrazar la teoría de que después de Adán hubo en la tierra verdaderos hombres no
procedentes del mismo protoparente por natural generación, o bien de que Adán significa
el conjunto de muchos primeros padres, pues no se ve claro cómo tal sentencia pueda
compaginarse con cuanto las fuentes de la verdad revelada y los documentos del
Magisterio de la Iglesia enseñan sobre el pecado original, que procede de un pecado en
verdad cometido por un solo Adán individual y moralmente, y que, transmitido a todos los
hombres por la generación, es inherente a cada uno de ellos como suyo propio.”[10]
Cuatro rupturas
Este primer pecado trajo grandes y graves consecuencias para la humanidad, que no se
quedaron en el pasado, sino que día a día se siguen repitiendo. Estas cuatro rupturas que
se dieron en el pecado de Adán y Eva se siguen repitiendo en cada pecado que comete el
hombre:
Con Dios: Antes del pecado original, Adán y Eva se paseaban con Dios por el Edén,
gozaban de su amor y de su presencia, lo experimentaban como un Padre amoroso y
bondadoso en quien se sentían confiados.
Una vez pecaron, esto cambió: “una vez sintieron los pasos de Yahvé se ocultaron a su
vista porque sintieron miedo” (Gén 3, 8-10). Así es como el pecado nos desfigura el rostro
de Dios y nos hace verlo como un legislador o como un opresor, y no como el Padre
amoroso que quiere lo mejor para nosotros; y termina así por alejarnos totalmente de Él.
Con el prójimo: Antes del pecado, Adán al contemplar a Eva exclamó: “esta sí que es
carne de mi carne y hueso de mis huesos” (Gén 2, 23); es decir, la sentía como suya,
como un regalo de Dios y como alguien semejante a él.
Después de la caída ya no se refiere a ella con la misma familiarida: “la mujer que me diste
por compañera me dio del árbol y comí” (Gén 3,12), ahora la acusa. «La unión entre el
hombre y la mujer es sometida a tensiones (cf. Gén 3,11-13); sus relaciones estarán
marcadas por el deseo y el dominio (cf. Gén 3,16)» (Catecismo, 400).
Con la naturaleza: Dios le concedió al hombre el jardín del Edén para que habitase en él y
le dio gobierno sobre todos los animales y las plantas para que los cuidara y se beneficiara
de sus frutos. Después del pecado, la creación se vuelve adversa al hombre: “maldito sea
el suelo por tu causa: sacarás de él el alimento con fatiga todos los días de tu vida.
Te producirá espinas y abrojos, y comerás la hierba del campo” (Gén 3, 17-18). El hombre
se ve amenazado por la naturaleza que antes dominaba (sequías, infertilidad, desastres
naturales, plagas, fieras, etc). «La armonía con la creación se rompe; la creación visible se
hace para el hombre extraña y hostil (cf. Gén 3,17.19)» (Catecismo, 400).
Consigo mismo: El hombre, a partir del pecado, pierde el pleno dominio de sí mismo; ahora
experimenta la rebelión de sus instintos y pasiones que quieren esclavizarle y someterle.
Experimenta una profunda inclinación a hacer el mal y una gran aversión al bien.
Muchas veces lo que quiere no corresponde con lo que hace: “puesto que no hago el bien
que quiero, sino que obro el mal que no quiero” (Rom 7,19). «El dominio de las facultades
espirituales del alma sobre el cuerpo se quiebra (cf. Gén 3,7)» (Catecismo, 400).
El concepto de la gracia
«La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el
Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla: es la gracia
santificante o divinizadora, recibida en el Bautismo. Es, en nosotros, la fuente de la obra de
santificación (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39).» (Catecismo,
Catecismo, la gracia «es una participación en la vida de Dios» (n. 1997), es la inhabitación
de la Santísima Trinidad en nuestra alma, por tanto, estar en gracia es tener el Cielo en el
corazón, es gozar de la presencia, de la amistad y del amor de Dios; y poder saborear los
maravillosos frutos que esto produce; es, en definitiva, un anticipo del Cielo, por ello
exclamaba Sor Isabel de la Trinidad: “he hallado el Cielo aquí en la tierra pues el Cielo es
Dios y Dios está en mi alma”[11].
El pecado es pues, una gran insensatez, no es más que cambiar el oro de la gracia por el
espejismo del pecado.
María Santísima, nuestra madre, es la llena de gracia, donde ella llega, el pecado sale
huyendo. Por ello, al consagrarnos a María, el pecado debe salir de nuestras vidas
definitivamente para que solo habite en nosotros la gracia de Dios.
Esta buena madre será nuestra mejor ayuda en la lucha contra el peor enemigo de nuestra
alma: el pecado.
Los mandamientos
“Maestro, -le preguntaba el joven del Evangelio a Cristo- ¿Qué he de hacer yo de bueno
para conseguir la vida eterna?” Y Jesús le responde: “Si quieres entrar en la vida, guarda
los mandamientos.” (Mateo 19, 16-17).
Los mandamientos no fueron un invento de Dios para coartar la libertad del hombre e
impedirle el disfrute de la vida, como muchos hoy lo piensan. Por el contrario son un
camino de verdadera libertad interior, de realización y felicidad. Son las instrucciones que
llevan al hombre a cumplir el fin para el que fue creado.
Todo padre quiere lo mejor para sus hijos y por ello les aconseja y les advierte de los
peligros que deben evitar. Esto mismo ha hecho Dios con sus hijos, les ha señalado el
camino de la felicidad, y les ha advertido de los peligros que pueden destruirlos, y esto lo
ha hecho a través de su amada Iglesia:
«Los mandamientos son un “sí” a un Dios que da sentido, en los primeros mandamientos;
un “sí” a la familia, cuarto mandamiento; un “sí” a la vida, quinto mandamiento; un “sí” al
amor responsable, sexto mandamiento; un “sí” a la solidaridad y a la responsabilidad social
y a la justicia, séptimo mandamiento; un “sí” a la verdad. Esta es la filosofía de la vida y la
cultura de la vida que se hace concreta, posible y bella en la comunión con Cristo»[12].
¿Qué tal una ciudad donde no existiesen las normas de tránsito? Seguramente abundarían
los choques, los heridos, los muertos, reinaría el caos total; o ¿ qué tal un país sin
constitución política donde todo ciudadano, en nombre de la libertad, hiciese lo que se le
antojase? Insostenible; sería una cueva de ladrones y homicidas donde reinaría el robo, el
homicidio, la explotación, la esclavitud y la tiranía.
La norma no está hecha para reprimir sino para ordenar y proteger aquello que es valioso;
así mismo, los mandamientos están hechos para proteger al hombre.
El remedio contra el pecado: la confesión sacramental
«Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os
envío.” Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los
pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. (Jn
20, 21-23). Como lo vemos, es Voluntad del mismo Dios que nos confesemos con un
sacerdote:
Porque al ser humano y frágil comprende nuestra fragilidad. Si fuera San Miguel nos
partiría en dos con su espada.
Porque no absuelve en su propio nombre sino en el del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Porque él nos puede aconsejar y orientar en la lucha.
Si la confesión fuese un invento de la Iglesia ¿qué ganaría con eso sino problemas y
cargas? ¿Acaso será muy bueno sentarse por horas a escuchar los problemas y miserias
de los demás?
“Yo no me confieso con un cura más pecador que yo”. ¿Cuántas veces has contado todas
tus miserias a tus amigos que son igual o más pecadores que tú?
Cinco pasos para una buena confesión
Examen de conciencia: consiste en recordar todos los pecados cometidos desde la última
confesión bien hecha.
Arrepentimiento: pedir a Dios un sincero dolor por los pecados cometidos.
Propósito de enmienda: tomar la firme decisión de no volver a pecar.
Confesión: consiste en decir al sacerdote todos los pecados que se han descubierto en el
examen de conciencia. Esta debe ser humilde, sincera y completa.
Satisfacción: consiste en cumplir la penitencia impuesta por el sacerdote, con la intención
de reparar por los pecados cometidos.
El sacramento de la penitencia actúa de dos maneras:
PRÁCTICA
Hacer un examen de conciencia general y una sincera confesión.
Ver artículo: Examen de conciencia. (Ver Aquí).
Reto digital: Compartir el link del examen de conciencia en tus redes sociales.
TEXTO 6. POSTRIMERIAS: MUERTE Y JUICIO
“Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿A dónde vas?
–Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?
Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores, esa
última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de tu
vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu
nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana, como
ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿a dónde
vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del
sepulcro?
Señores, éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se
puede plantear un hombre sobre la tierra.”[1] El hombre no es sólo materia, es también
espíritu; no es sólo para este mundo, es para el eterno.
Las cosas que creamos exigen nuestra eternidad: No tiene sentido que un objeto material,
creado por el ser humano (silla, mesa, etc.) pueda existir por más tiempo que el hombre
que lo creó. Esto implicaría una perfección de la criatura (silla, mesa, etc.), que superaría a
su “creador” (el hombre). Por esta razón, el hombre debe ser eterno, su alma debe seguir
existiendo después de la muerte.
La justicia exige eternidad; no es justo que una persona que fue buena toda su vida y en
esta vida sufrió bastante, deje de recibir una recompensa por el bien que hizo, debe haber
un más allá donde se le recompense. Tampoco es justo que alguien que fue
verdaderamente malo en vida y no tuvo castigo por sus actos deje de recibir el pago de sus
obras, debe haber un más allá donde pague y repare por el daño que hizo.
A lo largo de toda la historia, en las diversas culturas, religiones y civilizaciones se ha
dejado ver que el hombre tiene un profundo deseo de trascendencia que está inscrito en su
naturaleza, no se ha resignado a creer que todo acaba con la muerte, siempre ha creído en
un más allá, en un después de la muerte; y es que el hombre no es solo para este mundo,
es para el eterno.
Por qué hablar de las postrimerías
Al ser el hombre un ser trascendente, es decir, que no acaba con la muerte, es necesario
hablar de la realidad que le espera después de este doloroso paso; es necesario hablar del
tema de las postrimerías, realidades que hoy no se mencionan precisamente porque el
hombre de hoy no piensa en su fin, y por tanto, no piensa en cómo vive.
Es necesario hablar del tema de las postrimerías porque quien no tiene razones para morir,
no tiene razones para vivir. Aquel que cree que la vida termina con la muerte, puede vivir
de cualquier manera, no le importa la manera como obra durante su vida pues considera
que sus acciones no tienen trascendencia, y es más, cuando sufre un fracaso en su vida
cree que ya todo terminó, que no tiene sentido seguir viviendo; mientras que, quien
comprende la trascendencia del hombre, quien sabe que la muerte es solo un paso a la
vida eterna, siempre tiene razones para vivir, aun cuando lo ha perdido todo, y aún,
encontrándose moribundo o en la situación más extrema y desesperante. Por ello las
postrimerías ayudan a tener razones para morir y sobre todo para vivir correcta y
santamente, pues como lo dice la Escritura “Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás
jamás” (Eclo 7,40).
Las postrimerías nos ayudan a tomarnos en serio el presente de cara al futuro, pues nos
hacen conscientes de que en esta vida nos lo jugamos todo, la salvación o la condenación
eterna. Las postrimerías son: muerte, juicio, infierno, purgatorio y gloria. Veremos cada una
de ellas en las tres lecciones siguientes.
LA MUERTE
«Existen dos concepciones de la muerte. La concepción pagana, la concepción
materialista, que ve en ella el término de la vida, la destrucción de la existencia humana, la
que, por boca de un gran orador pagano, Cicerón, ha podido decir: “La muerte es la cosa
más terrible entre las cosas terribles” (omnium terribilium, terribilissima mors); y la
concepción cristiana, que considera a la muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores, a despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una
contradicción, la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad. Qué bien lo supo
comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando decía: “Ven, muerte, tan
escondida que no te sienta venir, porque el gozo de morir no me vuelva a dar la vida.”»[2]
Definición
La muerte es definida por el catecismo como la “Separación del alma y el
cuerpo” (Catecismo, 997, 624, 650, 1005), y como el “final de la vida terrena” (Catecismo,
1007, 1008). Debemos aclarar aquí que hablar de cuerpo y alma no es dualismo:
El dualismo dice que el cuerpo y el alma se oponen, siendo lo primero malo y lo segundo
bueno; los cristianos consideramos cuerpo y alma como un regalo de Dios, tanto que
creemos en la resurrección de la carne. El dualismo dice que cuerpo y alma son dos
sustancias distintas; los cristianos entendemos al hombre como una unidad sustancial de
cuerpo y alma.
La muerte es consecuencia del pecado
La muerte es la paga por el pecado, ésta no se encontraba en el plan de Dios. La Iglesia
así nos lo ha enseñado: «Frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su
cumbre” (GS 18). En un sentido, la muerte corporal es natural, pero por la fe sabemos que
realmente es “salario del pecado” (Rom 6, 23;cf. Gén 2, 17)» (Catecismo, 1006). El hombre
por naturaleza era mortal, pero Dios le había dado el don de la inmortalidad; este don lo
perdió con el pecado.
San Alfonso nos exhorta a que consideremos la muerte para que no nos asuste cuando
toque a nuestras puertas: «Imagínate en presencia de una persona que acaba de expirar:
mira en aquel cadáver, tendido en su lecho mortuorio, la cabeza inclinada sobre el pecho,
esparcido el cabello, todavía bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos,
desencajadas las mejillas, el rostro color ceniza, labios y lengua color de plomo; yerto y
pesado el cuerpo...¡tiembla y palidece quien lo ve! Observa como aquel cadáver va
poniéndose amarillo, después negro.
Aparece en todo el cuerpo una especie de vellón blanquecino y repugnante de donde sale
una materia pútrida, viscosa y hedionda que cae por tierra. Nace en tal podredumbre
multitud de gusanos que se nutren de la misma carne... y de todo aquel cuerpo no queda
más que un fétido esqueleto que con el tiempo se deshace, separándose de los huesos y
cayendo del tronco la cabeza»... y continúa el santo preguntando «¿Dónde está pues la
hermosura que hoy te agrada? en esta pintura de la muerte, hermano mío, reconócete a ti
mismo y ve lo que un día vendrás a ser. Hoy te cubre el oro y la seda, mañana te cubrirá la
tierra y la podredumbre. Hoy te cortejan los hombres, mañana te cortejarán los gusanos.
¡Oh, cuán solo y abandonado quedará el cuerpo en la pobre sepultura! ¿Por qué sirves
tanto a la carne que ha de servir de alimento a los gusanos?»[3]
Frente al tema de la muerte siempre debemos recordar que con absoluta seguridad
moriremos, y aunque la miremos a lo lejos, llegará; no sabemos cómo ni cuándo ni dónde
moriremos, pero sí sabemos que morir mal es un error irreparable:
Cualquier otro error tiene solución... morir en pecado mortal significa condenarse para
siempre. ¡Si te acuestas a dormir en pecado mortal, mañana puedes amanecer en el
infierno!
La muerte sólo la temen quienes han perdido la vida, quienes tienen las manos vacías. He
aquí los temores que afronta el hombre en el momento de su muerte:
Frente al pasado: a la hora de la muerte es común que las personas experimenten
remordimiento de conciencia, que vengan a su mente recuerdos de pecados y culpas
pasadas que les causan gran tormento; la persona desearía una segunda oportunidad para
enmendar el mal que hizo.
Frente al presente: la persona también experimenta temor al pensar en dejar su familia,
sus seres queridos y los bienes que posee.
Frente al futuro: ante el moribundo se presenta la incertidumbre por lo que podrá venir
después de la muerte; se experimenta temor al pensar en el juicio que se rendirá de cara a
Dios.
¡Cuán diferente es la muerte del santo! ¡Cuánto regocijo hay en ella! Muy bien lo dice la
Escritura: “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor” (Ap 14,13), pues mueren
con el gozo y la esperanza de encontrarse con Aquel que buscaron durante toda su vida,
mueren en paz porque sus buenas obras los sostienen y acompañan. Santa Teresita del
Niño Jesús respondió a su capellán, que le preguntaba si estaba resignada para morir:
“¿resignada? No, padre mío; resignación se necesita para vivir, no para morir… lo que
tengo es una alegría grandísima”. No se trata aquí de un desprecio de la vida terrena sino
de un inmenso deseo de encontrarse con Dios. ¡Quien ha sabido vivir no le teme a la
muerte!
EL JUICIO
Podemos imaginar que delante de nosotros funciona día y noche, desde el instante en que
empezó nuestra vida consciente y racional, una máquina cinematográfica invisible que está
filmando nuestra vida interior y exterior. Es inútil cerrar la puerta con llave para quedarnos
completamente solos, de nada sirve apagar la luz, pues el “cine de Dios” funciona
perfectamente a oscuras.
A la hora de la muerte, en el momento mismo de exhalar el último suspiro,
contemplaremos como únicos espectadores, pero bajo la mirada de Dios, la película de
toda nuestra existencia terrena: he ahí el juicio particular. Y esa misma película se
proyectará públicamente algún día ante la humanidad entera: ha ahí el juicio final.
Juicio particular
«Cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un
juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para
entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse
inmediatamente para siempre.» (Catecismo, 1022).
En la Sagrada Escritura aparece clara la idea de un juicio que afrontará la persona
inmediatamente después de su muerte: “el hombre muere una sola vez y luego viene para
él el juicio” (Hb 9,27). Inmediatamente después de la muerte, el alma se presentará ante
Dios, cara a cara, entonces se abrirán los dos libros: el Evangelio, donde la persona
contemplará lo que debió haber hecho durante su vida, y el libro de su vida, donde
contemplará lo que en realidad hizo; ambos libros serán comparados. Será un juicio
basado en la fe (cf. Jn 3,16) y en el amor: “al atardecer de la vida se nos juzgará en el
amor.”[4]
No será Dios quien juzgue a la criatura, pues no vino a condenar sino a salvar, será la
propia conciencia la que la salvará o condenará eternamente, pues esta fue una decisión
personal que estuvo respaldada por toda una vida (cf. Catecismo, 679).
Juicio universal
«La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24,
15), precederá al Juicio final. Esta será “la hora en que todos los que estén en los
sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que
hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá “en su
gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él todas las
naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las
cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda [...] E irán éstos a un
castigo eterno, y los justos a una vida eterna.” (Mt 25, 31.32.46)» (Catecismo 1038).
Este juicio tendrá varias características importantes:
Sucederá en la segunda venida gloriosa de Cristo; al respecto, nadie sabe ni el día ni la
hora.
Se dará allí la resurrección de la carne: los santos recobrarán un cuerpo bendito y los
condenados un cuerpo maldito.
Estará presente allí, toda la humanidad, desde Adán y Eva hasta el último hombre creado.
Ante todos ellos se proyectará la película de nuestra vida. Así los condenados sabrán que
se condenaron por soberbia, por no haber hecho un simple acto de arrepentimiento,
sabrán que muchos de los bienaventurados pudieron haber cometido pecados peores que
los suyos, pero con la diferencia de haber acogido la misericordia de Dios.
Dice San Bernardo[5] que será el día de la vergüenza universal, pues quedarán al
descubierto las conciencias y los corazones de todos los hombres, y serán contemplados
por toda la humanidad. Si sentíamos vergüenza para ir a confesar nuestros pecados ante
un sacerdote en la confesión, qué diremos de ese día en el que ya no sólo un hombre sino
toda la humanidad conocerá nuestras miserias.
“Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de
Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al
bien moral que hay que practicar y a la vida eterna.
El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno
cumplimiento del propio destino”[6]; es decir, para heredar la vida eterna es necesario
cumplir los mandamientos.
PRÁCTICA
Ver el testimonio completo de la odontóloga bogotana Gloria Polo. Quien tuvo una
experiencia sobrenatural mientras se debatía entre la vida y la muerte.[7]
Reto digital: Comparte el video de Gloria Polo en tus redes sociales.
TEXTO 7. POSTRIMERÍAS – INFIERNO
“Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando
copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante
el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel
mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos
pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria.
Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con
los dos frailes descalzos que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con
uno de ellos, le dijo en son de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta
que no hay cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: “Pero
¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”[1]
Debemos decir que en cuanto al tema del infierno, en la Iglesia, hemos pasado de un
extremo a otro: de hablar excesivamente de él hasta pensar en un Dios terrible y vengativo
(edad media), hasta negarlo, pensando en un Dios alcahueta e indiferente ante la injusticia
(modernidad).
En ambos casos se deforma la imagen de Dios. Él es infinitamente misericordioso a la vez
que es infinitamente justo. Por ello, en esta lección, trataremos de profundizar un poco en
el tema para entenderlo como es en realidad.
Definición
El infierno es un estado de “auto exclusión”, no un defecto de la misericordia de Dios:
«Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios,
significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección.
Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados
es lo que se designa con la palabra “infierno”» (Catecismo, 1033).
El infierno es la suma de todos los males sin mezcla de bien alguno, pues significa la
pérdida y privación total de Dios, y por tanto, de todo lo bueno, bello y verdadero.
Existencia del infierno
“Las imágenes con las que la sagrada Escritura nos presenta el infierno deben
interpretarse correctamente. Expresan la completa frustración y vaciedad de una vida sin
Dios. El infierno, más que un lugar, indica la situación en que llega a encontrarse quien
libre y definitivamente se aleja de Dios, manantial de vida y alegría”[2].
Estas palabras del Papa Juan Pablo II fueron manipuladas por medios de comunicación
mal intencionados, quienes a partir de éstas afirmaron que el Papa había negado la
existencia del infierno. Ante esto, hay que decir que el Papa afirmó que el infierno, en este
momento, es un estado del alma -pues aún no se ha dado la resurrección de la carne-,
más no lo negó. Que sea un estado del alma no significa que no exista.
Los dolores espirituales, del alma, son más profundos e intensos que los dolores físicos.
Es así como duele más la muerte de un hijo que un golpe o una fractura. Una depresión
aguda, no se localiza en ningún órgano del cuerpo, pero es una agonía espiritual y es un
dolor y un sufrimiento real. Los dolores del alma son más intensos y fulminantes, y no
porque no los localicemos o palpemos dejan de ser reales.
El infierno, es decir, la privación total de Dios, es la angustia, la tristeza, la depresión, la
soledad, la agonía más absoluta. Después de la Resurrección de la carne, el infierno ya
no será sólo un estado sino que será un lugar.
La apuesta de Pascal
Cuando llegamos a la existencia de Dios, hay dos posibilidades: o Dios existe o no existe.
En los términos de nuestra respuesta, también hay dos posibilidades: o creemos en Dios, o
no lo hacemos.
Si Dios no existe, y apostamos (por creer) que sí existe, no perdemos nada, puesto que,
presumiblemente, no hay vida después de esta o recompensa eterna o castigo por creer o
no creer.
Si Dios existe, como quiera que sea, y nos ofrece gratuitamente el regalo de vida eterna, y
nosotros apostamos (por incredulidad) a que no existe, entonces estamos arriesgando el
perderlo todo y vivir una eternidad separados de Dios.
Si Dios existe, y apostamos a que así es, potencialmente estamos ganando la vida eterna
y la felicidad.
Por lo que dijo Pascal, una persona razonable aún considerando la posibilidad de que Dios
existe en un 50 por ciento, debería apostar a que así es, puesto que esa persona se
posicionaría a no perder nada (si Dios no existe) y ganarlo todo (si Dios existe); mientras
que la persona que apuesta a que Dios no existe se posiciona a no ganar nada (si Dios no
existe), o a perderlo todo (si Dios sí existe).
Este mismo argumento lógico aplica para la existencia del infierno: si crees en él y no
existe, no pierdes nada, y viviendo el Evangelio habrás llevado una vida feliz; si crees en
él y existe, te librarás de ir a él; pero si no crees en él y en realidad existe corres el riesgo
de condenarte eternamente, al llevar una vida libertina y permisiva.
Verdades de fe sobre el infierno (IV Concilio de Letrán)
En el IV Concilio de Letrán, realizado en el año 1215 se definieron como verdades de fe
sobre el infierno:
Confesión.
Comunión.
Oración por el Papa.
Obra que produzca indulgencia plenaria (esto lo determina la Iglesia); veamos
algunas:
Tres días de Retiro.
Rezar el Rosario meditado en comunidad.
Asistir a una primera comunión.
Hacer el Santo Viacrucis.
Bendición urbi et orbi, etc.
Renuncia a todo afecto al pecado, incluso venial.
Estas indulgencias se aplican a sí mismo o a un alma del purgatorio, no a otro vivo. Los
consagrados las damos a María, nuestra Madre y tesorera, para que sea ella quien las
administre y las de a las almas que más lo necesitan.
La Indulgencia parcial, como su nombre lo indica, borra solo una parte de la pena merecida
por el pecado, depende del acto concreto que se realice para obtenerla. Son muchas las
formas de ganarla.
EL CIELO: FELICIDAD ETERNA
«Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con ella,
con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama “el cielo” . El cielo es
el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado
supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1024).
El doctor Angélico, santo Tomás, lo definió como “el bien perfecto que sacia plenamente el
apetito”, y Boecio afirmó al respecto que es “la reunión de todos los bienes en estado
perfecto y acabado”.
Dios ha hecho al hombre para el Cielo, y por eso aquí en la tierra ningún hombre encuentra
esa felicidad completa que tanto busca; Goethe afirmaba de sí mismo: “se me ha
ensalzado como a uno de los hombres más favorecidos por la fortuna.
Pero en el fondo de todo ello no merecía la pena, y puedo decir que en mis 75 años de
vida no he tenido cuatro semanas de verdadera felicidad; ha sido un eterno rodar de una
piedra que siempre quería cambiar de sitio”.
Y es que, como lo afirma el padre Jorge Loring, en su libro Para Salvarte, la aspiración
fundamental del hombre no puede saciarse con la posesión de un objeto; el hombre no
puede alcanzar su felicidad plena en una relación sujeto-objeto, sino en la relación yo-tú,
es decir, en la relación con una persona. Incluso en este mundo la mayor felicidad está en
el amor; y no precisamente el amor-lujuria, sino el amor espiritual. En el Cielo la posesión
de Dios nos proporcionará por el amor una felicidad insuperable.
Hablar del Cielo no es nada fácil, las palabras se quedan cortas, la imaginación no
alcanza, el mismo San Pablo al hablar del Cielo sólo puede exclamar: “lo que ni el ojo vio,
ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó lo que Dios preparó para los que lo aman” (1
Cor 2,9).
“Es la posesión plena y perfecta de una felicidad sin límites, totalmente saciativa de las
apetencias del corazón humano y con la seguridad absoluta de poseerla para siempre.”[1]
Dos goces del Cielo
La visión beatífica
Si en este mundo la contemplación mística, sobrenatural o infusa, que procede de la fe y
de los dones del Espíritu Santo, arrebata el alma de los santos y los saca fuera de sí por el
éxtasis místico, calcúlese lo que ocurrirá en el Cielo ante la contemplación de la divina
esencia, no a través de los velos de la fe, sino clara y abiertamente tal como es en sí
misma.
La visión beatífica será como un éxtasis eterno que sumergirá al alma en una felicidad
indescriptible. San Pablo, que fue arrebatado al tercer Cielo y contempló un instante la
esencia divina, al volver en sí de su sublime éxtasis no supo decir nada de lo que había
visto por ser del todo inefable: “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre
llegó lo que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor 2,9).
El disfrute de los sentidos
Nuestros ojos estarán perpetuamente llenos del deleite mayor que puede procurarles la
vista de los más bellos objetos. Nuestros oídos estarán eternamente llenos del placer que
aquí les causan las más bellas melodías y dulces palabras. San Francisco de Asís fue
recreado en esta vida, en un éxtasis inefable, con un instrumento músico pulsado por un
ángel, y creyó morirse de felicidad y de gloria. Nuestro olfato, gusto y tacto estarán
perpetuamente gozando el mayor deleite que aquí pueden producirnos sus más gratas
impresiones. “Nos hiciste para ti Señor, y nuestro corazón estará inquieto hasta que
descanse en Ti” (San Agustín).
Los santos y el Cielo
Si estuviéramos bien convencidos -como lo estaban los santos de que la tierra es el
destierro de las almas, un valle de lágrimas y de miserias, un desierto abrasador por el que
hay que pasar antes de ir al oasis del Cielo, que es la patria verdadera de las almas, no
solamente no temeríamos la muerte, sino que ningún otro deseo nos sería tan querido y
familiar. San Pablo deseaba ardientemente ser desatado de los vínculos de la carne para
unirse eternamente con Cristo (cf. Fil 1,23), y de igual manera lo anhelaban los santos,
porque ellos comprendían lo que verdaderamente era el Cielo y suspiraban por él. «San
Ignacio de Loyola se derretía en lágrimas cada vez que pensaba que la muerte le abriría
las puertas del Cielo. Tenía tal deseo de unirse a Dios, que, en su última enfermedad, los
médicos le prohibieron pensar en la muerte; porque este pensamiento le enardecía tanto,
que le hacía palpitar violentamente su corazón, poniendo en peligro su vida. San Francisco
Javier, con los ojos llenos de lágrimas y abrazando el crucifijo, exclamó: “en ti, Señor, he
puesto toda mi confianza; no seré confundido eternamente”. Y, con el semblante iluminado
por la alegría celestial, expiró dulcemente en el Señor.
Santa Catalina de Siena sentía una tan grande impaciencia de morir, que casi perdía la
razón. Llamaba a la muerte con palabras tiernas y amorosas, invitándola a no retardar más
su venida. En cierta ocasión el Señor le permitió un profundo éxtasis, en el que
experimentó el Cielo por unos instantes, y después de volver en sí lloró amargamente
durante tres días y tres noches por verse privada de ese Sumo Bien. S Teresa de
Jesús vivió muriendo de amor, deseando ardientemente morir para ver a Dios. Fue
impresionante -declaran los testigos que lo vieron- la expresión de su alegría celestial
cuando, al recibir el viático en su pobre celda de Alba de Tormes, le decía a su Dios y
Señor: “ya es hora, Señor, ya es hora de que nos veamos para siempre en el Cielo”»[2]. El
Cielo debe ser la aspiración más profunda del cristiano, pues allí nos esperan Jesús y
nuestra Santísima Madre, para disfrutar de su compañía eternamente. Un consagrado a
María debe vivir con los pies en el suelo y el corazón y los ojos en el Cielo, pues así vivió
siempre ella.
PRÁCTICA
Durante esta semana, asistir a la Santa Misa y ofrecerla por las almas del purgatorio más
necesitadas, y especialmente por las almas de los familiares fallecidos. También, ofrecer
por ellas el Santo Rosario.
[1] ROYO, Antonio. Teología de la salvación. Madrid: La Editorial Católica (BAC),
1997. P. 444.
[2] Ibíd., p. 267.
TEXTO 9. APOLOGÉTICA: DEFENSA DE LA FE
Nos ha tocado vivir en una época donde las personas ya no creen por la simple autoridad
de la Iglesia, es decir, ya no dicen “amén” a todas sus enseñanzas; cada vez más las
personas exigen razones para creer, piden explicaciones y se atreven a poner en duda las
enseñanzas que por siglos han hecho parte del depósito de nuestra fe, provenientes de la
Divina Revelación.
Es por eso que los Cristianos tenemos el deber de formarnos y conocer a fondo nuestra fe,
pues como nos lo dijo nuestro primer Papa, el apóstol San Pedro: estad “siempre
dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3,15).
Cada vez es más común ver a los hermanos separados tocando de puerta en puerta, con
la biblia en sus manos y dispuestos a evangelizar a quienes le abran. Seguramente que
muchos de nosotros ya hemos tenido la experiencia de escucharlos, y tal vez nos han
dicho unas cuantas citas bíblicas de memoria y hasta nos han cuestionado acerca de las
enseñanzas de nuestra fe, y, lamentablemente, hemos tenido que callarnos pues no
sabemos cómo responder. Y seguramente hemos conocido muchos casos en los que
personas que se llamaban católicas han afirmado encontrar la verdad en una secta y se
han ido de la Iglesia. Y es que como lo resume muy bien la frase: ¡Católico ignorante,
futuro protestante!
Un consagrado a la Santísima Virgen María es un católico firme, convencido, amante de su
fe, que se preocupa por conocerla y ahondar cada día más en ella, y que está siempre
dispuesto a dar razón de su fe cuando le es necesario. Por ello, en esta lección tocaremos
algunos de los principales temas en los que somos más cuestionados por nuestros
hermanos separados, pues para cada una de sus preguntas la Iglesia tiene una respuesta.
La Iglesia Católica, única Iglesia de Cristo
Las obras de Dios siguen el mismo camino de la encarnación; Cristo se encarna para
hacerse cercano, para hablarnos, tocarnos, alimentarnos. Nuestro Dios no es un Dios
cósmico, no es una energía, es un Dios persona, que se adecúa al lenguaje y los medios
humanos para comunicársenos, para entablar una relación con nosotros, y esto se realiza
en la persona de Cristo. Él se hace visible, palpable, tangible, de lo contrario nosotros no lo
captaríamos, nos sería muy difícil entablar una relación con Él. Cristo, al partir al Cielo,
quiso dejarnos un signo sensible y visible de su presencia y cercanía, que fuese una
continuación del misterio de su encarnación: y por ello instituyó la Iglesia.
En adelante, será la Iglesia la encargada de perpetuar la presencia y misión de Cristo en el
mundo. Pues si Cristo no hubiese instituido una Iglesia desde el principio, el Evangelio no
habría llegado hasta nuestro tiempo, el mensaje de Cristo se hubiera diluido con el pasar
de los años. Para evitar que esto sucediese el dijo a Pedro: “tú eres Pedro, y sobre esta
piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18), es decir, una sola Iglesia.
El primero en usar la palabra “Católica”, para designar a la Iglesia de Cristo, fue San
Ignacio de Antioquia, en el año 107, en una carta dirigida a la comunidad de Esmirna
“cuando el arzobispo aparece, deja ser a la gente como es, donde está Jesucristo, allí está
la Iglesia católica”.
Las «iglesias» protestantes surgen apenas en el siglo XVI -a partir del cisma propiciado por
Martín Lutero- pero ¿cómo llegaron al conocimiento de Cristo? ¿Quién custodió y proclamó
el Evangelio hasta ese tiempo? Sólo hay una respuesta: la Iglesia Católica; la única
fundada por Cristo para ser fiel custodia y propagadora de sus enseñanzas.
La permanencia de la Iglesia Católica en el tiempo nos habla de su origen divino, es decir,
de que ella es humana y divina a la vez; humana porque está conformada por hombres, y
divina porque Cristo es su Cabeza. Si fuese una simple institución humana hace rato que
hubiese pasado a la historia, como lo han hecho los grandes imperios; pero si después de
20 siglos sigue en pie, a pesar de sus tantos enemigos y de las miserias de quienes la
conformamos, es porque la gracia de cristo la sostiene, y porque verdaderamente se ha
cumplido su promesa: “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16,19). Su
permanencia en el tiempo es ya un milagro de la gracia.
Sólo hay una Iglesia fundada por Cristo: la Católica, con una sucesión ininterrumpida de
266 papas desde Pedro hasta el Papa Francisco, con historia, con Tradición, con santos y
mártires. Cristo quiso formar un solo rebaño con un solo Pastor, un solo bautismo y una
sola fe.
El papado de Pedro
Para fundar su Iglesia, Cristo escoge una cabeza visible, el apóstol San Pedro: “tú eres
Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18).
Cuando Jesús conoce a Pedro, le cambia inmediatamente el nombre: “Entonces lo llevó a
donde estaba Jesús. Jesús lo miró y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan: tú te llamarás
Cefas”, que traducido significa Pedro” (Jn 1,42), esto no lo hace con ningún otro apóstol.
¿Por qué hizo esto con Pedro? En el Antiguo Testamento, tenemos dos casos en que
Yahvé hace esto mismo con dos importantes personajes con quienes pacta una alianza:
Gén 17,4-5: “Por mi parte esta es mi alianza contigo: serás padre de una muchedumbre de
pueblos. No te llamarás Abrán, sino que tu nombre será Abraham”.
Gén 32, 29: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel porque has sido fuerte contra
Dios y contra los hombres, y has vencido”.
Es decir, no es casualidad que Jesús cambie el nombre a Pedro, lo hace con una intención
que más tarde dejará ver al constituirlo en la piedra sobre la que edificaría su Iglesia. Jesús
constantemente encomienda a Pedro la tarea de pastorear a sus hermanos en la fe, cosa
que no hace con ningún otro apóstol:
Jn 21,15: “Después de comer, Jesús dijo a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas
más que estos?” Él le respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo:
“Apacienta mis corderos”. El Señor encomienda a Pedro la misión de ser pastor de su
rebaño, la Iglesia.
Lc 22,31-32: “Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder para zarandearlos como el
trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, después que hayas
vuelto, confirma a tus hermanos”.
Pedro toma el liderazgo ante el grupo de los apóstoles en asuntos decisivos para la Iglesia,
en ejercicio de la autoridad que le confirió el Señor Jesús:
Hch 1,15-22: “Uno de esos días, Pedro se puso de pie en medio de los hermanos -los que
estaban reunidos eran alrededor de ciento veinte personas- y dijo: (…) Es necesario que
uno de los que han estado en nuestra compañía durante todo el tiempo que el Señor Jesús
permaneció con nosotros, desde el bautismo de Juan hasta el día de la ascensión, sea
constituido junto con nosotros testigo de su resurrección”.
Como éstos, aparecen a lo largo de la Sagrada Escritura muchos más textos bíblicos que
confirman la institución de Pedro como el primer Papa de la Iglesia, como aquel que se
encargaría de custodiar la unidad en la fe, tan querida por el Señor Jesús. Además, a
partir de Pedro, la Iglesia Católica presenta una sucesión ininterrumpida de 266 Papas, es
decir, desde Pedro siempre ha habido un heredero de la alianza hecha entre Cristo y el
Vicario de su Iglesia. Estar con el Papa es garantía de estar en la Iglesia de Cristo.
La unidad herida
Cristo quería una sola Iglesia:
“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18). Cristo habla de edificar
una sólo Iglesia, no varias.
“Que todos sean uno: como tú, Padre, estás en mí y yo en Ti”(Jn 17,21).
“Hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, así como hay una misma esperanza, a la que
ustedes han sido llamados, de acuerdo con la vocación recibida. Hay un solo Señor, una
sola fe, un solo bautismo». (Ef 4,4-5).
Los Cismas: El “No” a la unidad.
En 1517, Martín Lutero se separa de la Iglesia fraccionando el cuerpo místico de Cristo, y
dando origen así al protestantismo. A partir de allí se da el surgimiento de multitud de
denominaciones protestantes, y es así como hoy existen más de 40.000 sectas.
Sin embargo, hay que aclarar que existe un protestantismo histórico, con el cual la Iglesia
sostiene un diálogo ecuménico: Luteranos, Calvinistas, Presbiterianos, Anglicanos,
Anabaptistas.
Los presupuestos del protestantismo: sólo la biblia, libre interpretación y sólo la fe.
«Sola Scriptura»: Sólo la Biblia
Desde el cisma luterano, uno de los principales temas que causa división es el de la
“Tradición”. Mientras que la Iglesia Católica insiste en proclamar la Palabra Escrita (Biblia)
y la Palabra transmitida oralmente (Tradición), las “iglesias” protestantes proclaman la
«sola Escritura», es decir, que sólo la Biblia es Palabra de Dios. Niegan así la autoridad de
la Sagrada Tradición, y por tanto, niegan aquellas verdades fundamentales de la fe que no
están contenidas de manera explícita en la Biblia. Mutilan la Verdad.
Tradición vs. tradición
Entendemos, pues, por Tradición (Paradosis) la Palabra revelada por Dios que se
transmite de manera oral en la Iglesia, que no está contenida en las Sagradas Escrituras,
pero que con éstas, contiene el depósito de la fe. Es diferente al término “tradición”, con t
minúscula, que son costumbres eclesiales que pueden ser cambiadas o abrogadas por La
Iglesia.
Encontramos un ejemplo de Tradición en 1 Cor 11,2; 2 Tes 2,15; 2 Tim 2,2; 1 Cor
11,23. Muchas veces esta palabra es modificada en traducciones como la Reina Valera
por palabras como Instrucciones (paiedeia) o doctrina (didescalia).
No todo está en la Biblia:
Jn 20,30: “Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que
no se encuentran relatados en este Libro”.
Jn 21,25: “Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente,
pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían”.
1 Cor 11,2: “Los felicito porque siempre se acuerdan de mí y guardan las tradiciones tal
como yo se las he transmitido”.
2 Tes 2,15: “Por lo tanto, hermanos, manténganse firmes y conserven fielmente las
tradiciones que aprendieron de nosotros, sea oralmente o por carta”.
Jesús mandó a sus apóstoles a predicar no a escribir: Mc 16,15; Rom 10,17; Mt 28,19. Los
Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan fueron escritos 7, 10, 20 y 60 años después,
respectivamente. Es decir, antes de ser Palabra de Dios escrita, fueron Palabra de Dios
oral.
Libre interpretación
La Sagrada Escritura, no puede ser interpretada libremente, pues ésta ha sido confiada a
la Iglesia, por quien fue definida. A continuación, unas palabras de La Constitución
dogmática Dei Verbum, en el numeral 9 y 10: «La Tradición y la Escritura están
estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo
caudal, corren hacia el mismo fin. La sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto
escrita por inspiración del Espíritu Santo.
La Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los
Apóstoles, y la transmite íntegra a sus sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu
de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación… El
oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de
Jesucristo».
El Espíritu Santo no puede revelar a una secta una verdad y a otra decirle algo diferente;
no puede decir a unos que María fue siempre virgen y a otros que no lo fue; no puede decir
a unos que se deben bautizar de pequeños y a otros que el bautismo solo es para los
adultos, y etc. El espíritu Santo no se puede contradecir, el enseña la verdad que es una
sola. Por ello no pueden existir diversas interpretaciones y enseñanzas sobre la Palabra de
Dios; existe una sola y ésta es custodiada por la única Iglesia que Cristo fundó.
“La Iglesia es pilar y fundamento de la Verdad” (1 Tim 3, 15), por tanto, es a ella a quien le
corresponde interpretar adecuadamente la Palabra de Dios. Además, Jesús pide unidad
en Jn 17,21; con la libre interpretación no se cumple con la Voluntad Divina, pues cada
interpretación da pie a una nueva doctrina, y ésta, a una nueva «iglesia». La razón humana
individual, al ser limitada, variable y contradictoria, tomando carácter de juez, termina por
despojar la Palabra de Dios de su carácter sobrenatural. Por estas razones la Sagrada
Escritura no puede ser interpretada por cuenta propia, y esto ya nos lo advertía el apóstol
Pedro:
2 Pe 1, 20: “Pero tengan presente, ante todo, que nadie puede interpretar por cuenta
propia una profecía de la Escritura”.
2 Pe 3,16: “En ellas hay pasajes difíciles de entender, que algunas personas ignorantes e
inestables interpretan torcidamente -como, por otra parte, lo hacen con el resto de la
Escritura- para su propia perdición”.
Fue la Iglesia quien, bajo la luz del Espíritu Santo, definió el Canon bíblico en el Concilio de
Cartago en el año 397, por tanto, con la autoridad con la que definió los libros sagrados,
con esa misma autoridad los interpreta. ¿Cómo pueden los hermanos separados creer
firmemente en la Sagrada Escritura y dudar de la autoridad que la definió? ¡Absurdo!
Dudar de la autoridad de la Iglesia es dudar de la Sagrada Escritura.
«Sola fides»: Sólo la fe
Los hermanos protestantes afirman que Pablo, en muchas ocasiones, dice que la salvación
viene por la fe y no por las obras. En esto la Iglesia ha sido clara: la salvación viene de
Dios por el sacrificio de su Hijo Jesucristo en la cruz y es dada al hombre por fe, aún sin
merecerlo; pero esta fe si es sincera se transforma en obras hacia los demás, es decir, se
convierte en caridad, sin la cual nada es perfecto. Por estas obras nos va juzgar el Señor
cuando venga en su gloria (Mt 25,31-46).
Los protestantes proclaman la doctrina de la “sola fe” apoyándose en la cita de Rom
3,28: «Porque nosotros estimamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras de
la Ley». Con base en este texto, los protestantes interpretaron que las obras buenas
carecen de sentido. Hay que aclarar que San Pablo se refiere a las obras de la ley, es
decir, a la circuncisión, la observancia del sábado, los ritos de purificación, etc. Por el
contrario, la Iglesia Católica, apoyada en la Escritura, ha enseñado siempre que las obras
buenas son necesarias para la salvación del hombre:
Sant 2,17: “Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está
completamente muerta”.
Rom 2,6: “que retribuirá a cada uno según sus obras”.
Ap 20,13: “El mar devolvió a los muertos que guardaba: la Muerte y el Abismo hicieron lo
mismo, y cada uno fue juzgado según sus obras”.
Mt 25,31-46: “Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue
preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de
comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me
vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver…”
Las Imágenes
El protestantismo se apoya en Ex 20,4 para afirmar que Dios prohibió la elaboración de
imágenes: “No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni
de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra». Si
interpretamos de manera literal este texto bíblico, nos daríamos cuenta que nadie lo ha
cumplido jamás; pues siendo así, no podríamos tener ni billetes, ni fotos, ni esculturas de
nada ni de nadie. Cosa que ni los mismos protestantes han cumplido.
Ni siquiera el mismo Dios hubiese cumplido con lo mandado, pues, unos pasajes más
adelante manda a Moisés a elaborar imágenes:
Ex 25,18: “Harás, además, dos querubines de oro macizo; los harás en los dos extremos
del propiciatorio”.
Ex 26,31: “Harás un velo de púrpura violeta y escarlata, de carmesí y lino fino torzal;
bordarás en él unos querubines”.
Dios no se puede contradecir, no puede prohibir las imágenes y luego mandar a Moisés
que haga imágenes para su morada. Entonces, si se lee el texto en su verdadero contexto
nos daremos cuenta que el texto prohíbe la idolatría, no las imágenes como tal. También a
Salomón, cuando está construyendo el templo, el que será su morada entre los hombres,
le manda hacer imágenes:
1 Rey 6,23: “En el lugar santísimo hizo dos querubines de madera de olivo; cada uno
medía cinco metros de altura”.
1 Rey 7,29: “sobre esos paneles había figuras de leones, de toros y de querubines, y lo
mismo sobre el armazón. Tanto arriba como abajo de los leones y toros había unos
adornos en bajorrelieve”.
Hoy en día es difícil encontrar a alguien que adore una imagen y sin embargo, nos
encontramos en el siglo de mayor idolatría que ha existido en la historia de la humanidad;
hoy se adora al dinero, al sexo, al placer, al cuerpo, etc. Recordemos, además, que el
mismo Dios hace imágenes ¿Acaso el género humano no fue creado a su imagen y
semejanza? ¿No es el mismo Jesús imagen visible del Dios invisible?
Los católicos tenemos imágenes porque nuestro Dios es “persona” y no un ser cósmico o
una energía -como lo profesa la nueva era-; así pues, las imágenes nos dan una idea de
un Ser concreto y no de un “ente energético”.
“Lo que es un libro para los que saben leer, es una imagen para el que no sabe. Lo que se
enseña con palabras al oído, lo enseña una imagen a los ojos. ¡Las imágenes son el
catecismo de los que no saben leer!”[1]. (San Juan Damasceno).
PRÁCTICA
Repasaré esta lección sobre apologética y haré un resumen en una ficha con las citas
bíblicas, para formarme y aprender a defender mi fe.
[1] TAMAYO, Wilson. Iglesia Católica Dulce hogar. 4 ed. Medellín: Prográficas, 2006. P.
83.
TEXTO 10. LA GRAN MENTIRA DE LA NUEVA ERA
El hombre es un ser religioso por naturaleza: «De múltiples maneras, en su historia, y
hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus
creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones,
etc.).
A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan
universales que se puede llamar al hombre un ser religioso» (Catecismo, 28); en él hay un
profundo deseo de trascendencia, de inmortalidad, y una profunda atracción hacia el
mundo de lo espiritual. Este deseo ha sido puesto por Dios en el hombre para que le
busque, le ame y le sirva, y de esa manera encuentre su plenitud.
El Demonio, en su afán de tentar y hacer perder al hombre, en su afán por separarlo de
Dios y llevarlo a la perdición, se aprovecha de este mismo deseo que está inscrito en su
naturaleza. Su estrategia no es simplemente hacerle creer que Dios no existe, ni hacerlo
un ser antirreligioso, pues sabe que la fe es un aspecto esencial en el hombre; su
estrategia más que hacer que el hombre deje de creer es desviar su fe del verdadero Dios
para ponerla en miles de objetos, personas, prácticas, y sobre todo en sí mismo.
Es decir, el demonio pone frente al hombre un mundo de espiritualidad, una explosión de
creencias, ritos, prácticas, supersticiones, filosofías, lo hace un ser profundamente
religioso, pero desviando su fe de Jesucristo, del verdadero Dios. Esta es la gran mentira
del Demonio: La Nueva Era.
Definición
La Nueva Era es un “supermercado espiritual” que se apoya en múltiples filosofías y
religiosidades, en su mayoría orientales. Reúne un sin número de creencias, ritos, cultos,
prácticas, supersticiones, relativismo, etc. Algunas de sus características:
PRÁCTICA
Recitaré 70 veces, delante de Jesús Sacramentado, la oración a San Miguel Arcángel del
Papa León XIII. Ver acá
[1] MESSORI, Vittorio. Informe sobre la fe. 7 ed. Madrid: BAC. 1985. P. 166.
[2] Los santos ángeles de la guarda. [en línea]. [consultado 28 jun. 2013]. Disponible en
http://www.ewtn.com/spanish/saints/angeles_de_la_guarda.htm
[3] Ibíd.
[4] Venerable Sor María de Jesús de Agreda. La Mística Ciudad de Dios, nn. 82-104.
[5] Pablo VI, catequesis del 15 de noviembre de 1972.
[6] SANTO TOMÁS, Sobre el Padrenuestro, 1. c., p. 162.
[7] MESSORI, Vittorio. Op. Cit., p. 151.
[8] Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 52-54.
BLOQUE 2. INTRODUCCIÓN AL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
¿Qué es y para qué conocernos?
El conocimiento de sí mismo consiste en adquirir plena conciencia de sí mismo para
desterrar nuestros vicios y fomentar nuestras buenas cualidades a fin de alcanzar la
santidad.
El conocimiento de nosotros mismos nos lleva a:
Amar más a Dios al darnos cuenta de la inmensa necesidad que tenemos de Él.
Ser más agradecidos con Dios por todo lo que nos da a pesar de no merecerlo.
Con el pecado original el hombre pierde el estado de Justicia Original, pero gracias a la
Redención todas estas gracias serán superadas «por la gloria de la nueva creación en
Cristo» (Catecismo, 374). Así pues, la gracia de la redención hace del hombre caído una
nueva criatura y le da dignidad de hijo de Dios. De esta manera, ante la pregunta: “¿quién
eres?” no hay mejor respuesta y nada que defina más al hombre que responder: ¡un hijo
de Dios! (cf. 1 Jn 3,1).
Finalmente es importante decir que Dios hizo al hombre Libre: «Dios ha creado al hombre
racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de
sus actos. “Quiso Dios “dejar al hombre en manos de su propia decisión” (Si 15,14), de
modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la
plena y feliz perfección”(GS 17). “El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue
creado libre y dueño de sus actos” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 4,
3).» (Catecismo, 1730).
Misión del hombre
El hombre fue creado para “conocer, amar y servir a Dios”. Esta es su misión en esta tierra
y el único medio para alcanzar la felicidad plena. En este conocimiento, amor y servicio a
Dios, en el cumplimiento alegre y gozoso de su Voluntad, se encuentra la clave de la
santidad. Fuimos creados para la santidad. Buscamos la santidad para dar la mayor gloria
a Dios y haciendo esto encontramos la felicidad, no al revés.
En la raíz del pecado original se encuentra una inversión en este sentido: Adán y Eva
primero buscaron su propia felicidad, antes que la gloria de Dios... todavía hoy estamos
pagando las consecuencias de este equívoco. Cuando el hombre busca su propia felicidad
a espaldas de la voluntad de Dios termina destruyéndose pues pierde la brújula que le
sabe conducir por el camino de la realización plena; esa brújula es la Voluntad de Dios.
El hombre de hoy tiene más hambre de felicidad que nunca. Sin embargo, cada vez está
más lejos de encontrarla, pues cada vez se aleja más de la voluntad de Dios. Es como si
Dios fuese un gran faro luz y el hombre estuviera de espaldas a él... engañado, ve que una
sombra se dibuja en el suelo y comienza a perseguir esa sombra, la sombra de la felicidad.
Pero mientras más camina para tratar de agarrarla más se aleja la sombra de él, pues más
se aleja de la luz.
Sólo cuando da un giro de 180 grados e inicia un proceso de conversión, sólo cuando
comienza a caminar de nuevo hacia la luz, sólo cuando se decide a ir a Dios, sólo ahí, la
sombra comienza a seguirle a él... y cuando está debajo de la luz encuentra que la sombra
de la felicidad está debajo de sus pies... ¡ahora es feliz!
Todo lo demás que el hombre haga, por bueno y noble que sea, debe estar subordinado a
esta “búsqueda de la santidad”, a este “conocer, amar y servir a Dios”, a este
“cumplimiento de su Voluntad”.
El hombre no vive para ser ingeniero, ni doctor, ni padre o madre de familia, ni abogado, ni
casado, ni soltero, ni presbítero... el hombre vive para ser santo y todo lo demás es un
medio para llegar a esta santidad. Pero la realización plena del hombre se dará cuando
contemple a Dios cara a cara... ese es el fin al que fue llamado.
Fin del hombre
«Todos los hombres son llamados al mismo fin: Dios» (Catecismo, 1878). Venimos de Dios
y a Dios volvemos. El fin del hombre es la gloria eterna con Dios en la visión Beatífica. El
hombre fue creado para el Cielo: «Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y
están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre
semejantes a Dios, porque lo ven “tal cual es” (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Cor 13, 12; Ap
22, 4).» « El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del
hombre, el estado supremo y definitivo de dicha» (Catecismo, 1023-1024).
El infierno no es el destino al que fue llamado el hombre, el ser humano no fue creado para
“el lago de fuego” (Ap 20,14 ), pues “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen
al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4). Quienes van al infierno lo hacen por propia
voluntad, truncando el plan de Dios en sus vidas... es el fracaso del plan de Dios en la vida
de una persona. Por esta razón, todo en nuestra vida se debe ordenar al fin sobrenatural
que es la posesión de Dios mediante la visión beatífica en el cielo.
PARTICULARIDADES EN EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO
Todo lo anterior, sin ser exhaustivo, es la generalidad de lo que el hombre debe conocer de
sí mismo. Sin embargo, existen particularidades sumamente necesarias para llegar a la
santidad. Sabiendo que nuestra meta es la santidad, debemos conocer en nosotros qué
nos ayuda para llegar a ella (virtudes), qué se constituye en un obstáculo para alcanzarla
(vicios y defectos), y de qué manera podemos potenciar nuestro temperamento para llegar
al Cielo.
Virtudes y vicios
La virtud es una disposición habitual del hombre, adquirida por el ejercicio repetido de
actuar consciente y libremente en orden a la perfección o al bien. La virtud para que sea
virtud tiene que ser habitual, y no un acto esporádico, aislado. Es como una segunda
naturaleza a la hora de actuar, pensar, reaccionar, sentir, pues cuando se adquiere hace
más fácil hacer el bien. La humildad, la pureza, la generosidad, la obediencia, la
mortificación, etc. son virtudes que se deben cultivar frecuentemente. Sin embargo, hay
unas virtudes que son del todo especiales pues tienen que ver directamente con nuestra
relación con Dios; son llamadas virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad.
También existen unas virtudes llamadas cardinales que nos ayudan en nuestra relación
con nuestro prójimo: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
Lo contrario a la virtud es el vicio, que es también un hábito adquirido por la repetición de
actos contrarios al bien. Así, la lujuria, la soberbia, la avaricia, etc. son vicios de los que
hay que huir como de la lepra.
Para tener un adecuado conocimiento propio es necesario reconocer en nosotros las
virtudes y los vicios que tenemos, las primeras para cultivarlas aún más y los segundos
para eliminarlos definitivamente de nuestra vida.
Temperamento y carácter[2]
Con frecuencia se confunden el temperamento y el carácter, pero son dos cosas realmente
distintas, aunque íntimamente relacionadas. El temperamento es el conjunto de las
inclinaciones íntimas que brotan de la constitución fisiológica de los individuos, y el
carácter es el conjunto de las disposiciones psicológicas que nacen del temperamento en
cuanto modificado por la educación y el trabajo de la voluntad y consolidado por el hábito.
Según esta educación el carácter será bueno o malo.
Tipos de temperamento[3]
Temperamento Sanguíneo
Buenas cualidades: El sanguíneo es afable y alegre, simpático, sensible y compasivo ante
las desgracias del prójimo, dócil y sumiso ante sus superiores, sincero y espontáneo (a
veces hasta la inconveniencia). Su entusiasmo es contagioso y arrebatador; su buen
corazón cautiva y enamora. Suele tener una concepción serena de la vida, dotado de una
exuberante riqueza afectiva. Sanguíneos ciento por cien fueron el apóstol San Pedro, san
Agustín, Santa Teresa y San Francisco Javier.
Malas cualidades: Sus principales defectos son la superficialidad, la inconstancia y la
sensualidad.
Temperamento Colérico
Buenas cualidades: Actividad, entendimiento agudo, voluntad fuerte, concentración,
constancia, magnanimidad, liberalidad: he ahí las excelentes prendas de este
temperamento riquísimo. Los coléricos, o biliosos, son los grandes apasionados y
voluntariosos. Prácticos, despejados, más bien que teóricos, son más inclinados a obrar
que a pensar. No son de los que dejan para mañana lo que deberían hacer hoy, más bien
hacen hoy lo que deberían dejar para mañana. Tales fueron San Pablo Apóstol, San
Jerónimo, San Ignacio de Loyola y San Francisco de Sales.
Malas cualidades: La tenacidad de su carácter les hace propensos a la dureza,
obstinación, insensibilidad, ira y orgullo. Si se les resiste y contradice, se tornan violentos y
crueles, a menos que la virtud cristiana modere sus inclinaciones. Tratan a los otros con
una altanería que puede llegar hasta la crueldad. Todo debe doblegarse ante ellos.
Temperamento Nervioso
Buenas cualidades: Los nerviosos tienen una sensibilidad menos viva que la de los
sanguíneos, pero más profunda. Son naturalmente inclinados a la reflexión, a la soledad, a
la quietud, a la piedad y vida interior. Su inteligencia suele ser aguda y profunda,
madurando sus ideas con la reflexión y la calma. Es el temperamento opuesto al
sanguíneo, como el colérico es el opuesto al linfático. Fueron temperamentos nerviosos el
apóstol San Juan, San Bernardo, San Luis Gonzaga, Santa Teresa del Niño Jesús, Pascal.
Malas Cualidades: El lado desfavorable de este temperamento es la tendencia exagerada
hacia la tristeza y melancolía. Se sienten inclinados al pesimismo, a ver siempre el lado
difícil de las cosas, a exagerar las dificultades. Ello les hace retraídos y tímidos, propensos
a la desconfianza en sus propias fuerzas, al desaliento, a la indecisión y a los escrúpulos.
Temperamento Flemático
Buenas cualidades: El flemático trabaja despacio, pero asiduamente. No se irrita fácilmente
por insultos, fracasos o enfermedades. Permanece tranquilo, sosegado, discreto y juicioso.
Es sobrio y tiene un buen sentido práctico de la vida. Su lenguaje es claro, ordenado, justo,
positivo. Es prudente, sensato, reflexivo, obra con seguridad, llega a sus fines sin violencia,
porque aparta los obstáculos en lugar de romperlos. Santo Tomás de Aquino poseyó los
mejores elementos de este temperamento.
Malas cualidades: Su calma y lentitud le hacen perder muy buenas ocasiones, porque
tarda demasiado en ponerse en marcha. No se interesa mayormente por lo que pasa fuera
de él. Vive para sí mismo, en una especie de concentración egoísta. No son muy
apropiados para el mando y el gobierno.
Ninguno de estos temperamentos existe en la realidad en estado «puro». La realidad es
más compleja que todas las categorías especulativas. Con frecuencia encontramos en la
práctica, reunidos en un solo individuo, elementos pertenecientes a los temperamentos
más dispares Con todo, es indudable que en cada individuo predominan ciertos rasgos
temperamentales que permiten catalogarlo, con las debidas reservas y precauciones, en
alguno los cuadros tradicionales. Si quisiéramos recoger ahora en sintética visión de
conjunto las características del temperamento ideal, tomaríamos algo de cada uno de los
que acabamos de describir. Al sanguíneo le pediríamos su simpatía, su gran corazón y su
vivacidad; al nervioso, la profundidad y delicadeza de sentimientos; al colérico, su actividad
inagotable y su tenacidad; al flemático, en fin, el dominio de sí mismo, la prudencia y la
perseverancia.
El carácter
Es la resultante habitual de las múltiples tendencias que se disputan la vida del hombre. Es
como la síntesis de nuestros hábitos. Es la manera de ser habitual de un hombre, que le
distingue de todos los demás y le da una personalidad moral propia. Es la fisonomía o
«marca moral» de un individuo. Es el conjunto de las disposiciones psicológicas que nacen
del temperamento en cuanto modificado por la educación y el trabajo de la voluntad y
consolidado por el hábito.
Tres son las causas que originan el carácter:
El Nacimiento: Hay acuerdo general en que los factores de la herencia capital tienen
importancia en la constitución del carácter. El niño que viene al mundo trae la «marca de
fábrica» que le han impreso sus propios padres, y ese sello jamás se borrará del todo. De
ahí la inmensa responsabilidad de los padres sobre el porvenir de sus hijos.
El ambiente exterior: Bosquejado solamente por la naturaleza, el carácter queda sometido
mientras viva a la influencia de los agentes exteriores que le rodean. Estos agentes
exteriores que actúan sobre nuestro carácter son de tipo muy vario. Los hay físicos, como
la alimentación, el aire, el clima y la higiene. Otros agentes exteriores son de tipo moral. La
educación, las amistades y el ambiente familiar ocupan el primer lugar.
La voluntad: El nacimiento y el medio ambiente: he ahí dos fuerzas formidables en la
formación del carácter. Con todo, una voluntad enérgica y tenaz puede llegar a
contrarrestar su peso e inclinar definitivamente la balanza a su favor. Tenemos la
inquebrantable convicción de que nuestra alma está en nuestras manos, y que a nosotros
corresponde substraerla de la violencia de las pasiones o abandonarnos ciegamente a
ellas.
En un carácter ideal la inteligencia es clara, penetrante, ágil, capaz de tanta amplitud como
profundidad. La voluntad es firme, tenaz, perseverante. La sensibilidad es fina, delicada,
serena, perfectamente controlada por la razón y la propia voluntad. La conciencia es recta
pues un hombre sin conciencia es un hombre sin honor; y sin ella, todas las demás
cualidades se vienen abajo. La conciencia es un vigía experimentado y fiel que aprueba lo
bueno, prohíbe lo malo. El corazón es bondadoso y se manifiesta en la afabilidad, sencillez
y generosidad. Tiene buenos modales que son como el vestido moral del hombre. El
exterior de una persona deja transparentar sin esfuerzo su interior.
El Defecto Dominante[4]
Con la palabra “defecto” se designa entre otras cosas la inclinación a un determinado acto
pecaminoso producida por la repetición frecuente del mismo acto. Todos nacemos con
predisposiciones naturales a ciertos actos buenos y a otros malos. Si la voluntad no se
opone desde el principio a estas predisposiciones connaturales al mal, éstas adquieren
pronto mayor vigor y se convierten en verdaderos defectos. “Defecto dominante” en el
hombre es aquella proclividad cuyo impulso es más frecuente y más fuerte, aunque no
siempre se observe.
El defecto dominante, a menudo, nos lleva a cometer faltas o pecados. Si el defecto
dominante no es combatido enérgicamente irá cegando poco a poco la mente llevando al
hombre a culpas cada vez más frecuentes y más graves.
Modos de combatirlo
PRÁCTICA
Leer una corta biografía de un santo. Compartirla en la siguiente reunión de preparación.
[1] TANQUEREY, Adolphe. Compendio de Teología Ascética y Mística. Tomo II. 1ra Ed.
Quito: Jesús de la Misericordia. Pp. 809-815.
TEXTO 15. SENTIDO DEL SUFRIMIENTO
Es una realidad que todos sufrimos. Más aún, es un misterio el hecho de que todos
suframos. Existe una multitud de teorías sobre el sufrimiento que tratan de explicar este
misterio desde los más diversos ángulos, en muchas ocasiones prometiendo que de
aceptar tal o cual teoría quedaremos, al instante inmunes al padecimiento y libres de
sufrimientos: “el sufrimiento no es real, sino una obra de tu mente.
Si sufres es que estás dormido porque, en sí, el sufrimiento no existe, es un producto de tu
sueño”. Esta tremenda mentira que forma parte de una peligrosa corriente de pseudo-
espiritualidad oriental, intenta dar respuesta al sufrimiento, negándolo, invitando a las
personas a huir de él, a no pensar en él, a evitar que las cosas nos afecten. ¿Alguien
podría decirle la anterior frase a una mamá que acaba de perder a su hijo? ¿Alguien se
atrevería a decirle: “señora, ese sufrimiento no es real, es sólo una obra de su mente”? Esa
teoría es tan contraria a la realidad que experimentamos a diario, que cae por su propio
peso.
Otros se aproximan a la realidad del sufrimiento desde la perspectiva de lo que llaman una
“estricta justicia” que exigiría que sólo los malos deberían sufrir... y, en este orden de ideas,
se preguntan ante un acontecimiento doloroso: «¿por qué a nosotros que somos “tan
buenos”?» Claro, parece lógico: los malos hacen cosas malas y lo deben pagar... los
buenos hacemos cosas buenas y se nos debe premiar. Esto en el fondo es cierto, pero...
¿quiénes son los malos y quiénes los buenos? ¿Por qué estar tan seguro de que se está al
lado de los buenos? Desde esta pregunta se ve que la respuesta no se encontrará por ese
camino. El hecho de señalar a los demás como malos y a nosotros como buenos nos sitúa
en un plano del todo subjetivo donde uno mismo establece la medida de la maldad de los
demás a la vez que hace gala de la propia bondad. Seguramente comparándonos con los
santos quedaríamos del lado de los malos, de los que, según esta lógica, deberían sufrir.
La revelación cristiana tiene la respuesta más realista y esperanzadora a la pregunta sobre
el sufrimiento. Cierto es que en el tema siempre persistirá la sombra del misterio, pero
iluminado a la luz de Cristo recibe la suficiente claridad como para poderle dar un sentido.
¿Por qué existe el sufrimiento?
Lo primero que debemos saber es que el sufrimiento no hacía parte del plan de Dios. Dios
llama a nuestros primeros padres a un estado de felicidad pleno en el cumplimiento de su
voluntad. Como Padre amorosísimo quería y quiere lo mejor para sus hijos. Sin
embargo, como consecuencia de la caída de Adán y Eva entra la muerte, “salario del
pecado” (Rom 6,23), y con la muerte toda clase de sufrimientos físicos y morales. A partir
de ese momento la mujer da a luz a sus “hijos con dolor” (Gén 3,16), el hombre sufre al
trabajar la tierra que ahora produce “espinas y abrojos” (Gén 3,17), se introduce la envidia
fratricida que hace que un hermano levante la mano contra otro (cf. Gén 4,1-16), el hombre
deja de hablar el lenguaje del amor confundiéndose en la lengua del egoísmo (cf. Gén
11,1-9), y, en fin, la historia humana queda marcada por el sello del sufrimiento. Tales son
las terribles consecuencias de la desobediencia al plan de Dios. Pero ¡cuidado!, no se
debe entender el sufrimiento como “la venganza” de Dios contra el hombre por haberle
desobedecido; ¡no!, es simplemente la consecuencia lógica que tiene que pagar el hombre
por alejarse de la casa del Padre (cf. Lc 15, 11-32). Si una persona se muere de frío por
alejarse de la hoguera ¡no se puede acusar al fuego de no haberle calentado! Así, el
hombre se alejó de Dios, que es la suma bondad y verdad, y todo lo bueno y verdadero se
alejó de él.
«Siguiendo a san Pablo, la Iglesia ha enseñado siempre que la inmensa miseria que
oprime a los hombres y su inclinación al mal y a la muerte no son comprensibles sin su
conexión con el pecado de Adán y con el hecho de que nos ha transmitido un pecado con
que todos nacemos afectados y que es “muerte del alma”» (Catecismo, 403).
Pero nos surge otra pregunta: si Cristo ya nos redimió muriendo en la cruz y pagó por
nuestros pecados, ¿por qué seguimos sufriendo? Porque aunque Cristo nos redimió,
seguimos padeciendo las consecuencias del pecado original: «El Bautismo, dando la vida
de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las
consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo
llaman al combate espiritual.» (Catecismo, 405). Es claro pues que el sufrimiento es
consecuencia del pecado original.
Sin embargo, muchos de nuestros sufrimientos son también consecuencia de
nuestros pecados actuales, es decir, de aquellos que cometemos abusando de nuestra
libertad. Pensemos un instante en la cantidad enorme de sufrimientos que nos evitaríamos
si no pecáramos: cuántas enfermedades físicas que son producto de los vicios
simplemente no existirían, cuántos sufrimientos se evitarían los esposos si fueran siempre
fieles, cuántas quiebras económicas no sucederían si fuésemos más austeros y menos
avaros, cuántas peleas y riñas nos ahorraríamos si no fuésemos soberbios, cuánta paz
habría en nuestra alma si estuviese siempre en gracia de Dios, etc. Por eso se puede
afirmar con toda certeza que una persona que inicia un verdadero proceso de conversión
se evita muchísimos sufrimientos de esta índole. Pero este es el misterio de la libertad del
hombre: a pesar de que se sabe que se hará daño, prefiere, todavía hoy, tomar el fruto
prohibido creyendo más a la serpiente que al mismo Dios.
Aún con la claridad anterior, debemos seguir reconociendo que el tema del sufrimiento
sigue rodeado de misterio... siempre queda espacio para la perplejidad. En efecto, vemos
personas muy buenas, santas, abnegadas, generosas, que sencillamente no paran de
sufrir. ¿Qué decir ante esto? Para arrojar una luz sobre este misterio hay que comprender
que todo sufrimiento es producto de un mal: real o aparente, actual, pasado o futuro, etc., y
por esto hay que establecer la diferencia entre dos tipos de males que generan dos tipos
de sufrimientos distintos: el mal físico y el mal moral.
Dos tipos de males
El mal físico es el que no depende directamente de la voluntad del hombre, sino que se
deriva de la propia naturaleza limitada, contingente y finita del hombre y de la creación.
Todos lo hemos padecido y lo padeceremos hasta el final de nuestra vida terrena. Las
calamidades provocadas por terremotos, inundaciones y otras catástrofes naturales, las
epidemias, las enfermedades, así como la muerte, serían ejemplos de este mal que se
denomina físico. Esto evidentemente produce sufrimientos físicos.
El mal moral se distingue del físico, sobre todo, por comportar culpabilidad y por depender
de la libre voluntad del hombre. Cuando el hombre hace algo moralmente malo, se dice
que ha pecado. El mal moral es radicalmente contrario a la voluntad de Dios, su autor es el
hombre que ha hecho mal uso de su libertad.
«Pero ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún
mal? En su poder infinito, Dios podría siempre crear algo mejor.[1] Sin embargo, en su
sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo “en estado de vía”
hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la
aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos
perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por
tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya
alcanzado su perfección.[2]
Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino
último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho
pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave
que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del
mal moral.»[3] (Catecismo, 310-311).
Bajo esta consideración podemos decir lo siguiente:
No siempre Dios nos va a librar del mal físico, aunque siempre nos dará fuerza para resistir
en esos momentos de dolor y angustia que éste pueda generar. Sin embargo, es siempre
legítimo pedir a Dios que nos libre de este mal, siempre y cuando nuestra oración esté
sometida a su Divina Voluntad: “Padre, si quieres, aparta de mí esta copa; pero no se haga
mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Librarnos del mal físico no depende de nosotros. Podemos vivir muy santamente y, no
obstante, tener sufrimientos físicos.
Dios siempre nos dará fuerza para resistir al mal moral: “No habéis sufrido tentación
superior a la medida humana; y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por
encima de vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la tentación os proporcionará el modo de
poderla resistir con éxito” (1 Cor 10.13).
Librarnos del mal moral, depende de nosotros. Esta lucha contra el mal moral determinará
nuestra vida eterna.
¿Por qué Dios no lo evita?
En primer lugar, Dios permite el mal «respetando la libertad de su criatura» (Catecismo,
311). Es curioso que generalmente nos dirijamos a Dios pidiéndole que nos libre del mal
físico que es incomparablemente menor al mal moral. Pedimos a Dios que nos libre de la
enfermedad, de la catástrofe, de la muerte de un ser querido, etc. Si Dios evitara todos los
males, no solamente tendría que evitar que una persona se enferme, sino que, además,
tendría que evitar que fornique, adultere, robe, mienta, se divorcie, etc. coartando con esto
la libertad con que dotó al ser humano. Seguro que el que le pide a Dios que evite todas
las enfermedades no estaría dispuesto a que Dios le encadene en el momento en que va a
pecar: es el precio de la libertad.
Pero además, misteriosamente, Dios sabe sacar del mal un bien mayor: «“Porque el Dios
todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras
existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un
bien del mismo mal”[4].
Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede
sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas:
“No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...]
aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir
[...] un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral
que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los
pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf. Rom
5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin
embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.
“En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rom 8,28). El
testimonio de los santos no cesa de confirmar esta verdad:
Así santa Catalina de Siena dice a “los que se escandalizan y se rebelan por lo que les
sucede”: “Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no
hace nada que no sea con este fin” (Dialoghi, 4, 138).
Y santo Tomás Moro, poco antes de su martirio, consuela a su hija: “Nada puede pasarme
que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad
lo mejor” (Carta de prisión; cf. Liturgia de las Horas, III, Oficio de lectura 22 de junio).
Y Juliana de Norwich: “Yo comprendí, pues, por la gracia de Dios, que era preciso
mantenerme firmemente en la fe [...] y creer con no menos firmeza que todas las cosas
serán para bien [...] Tú misma verás que todas las cosas serán para bien” (“Thou shalt see
thyself that all manner of thing shall be well” (Revelation 13, 32).» (Catecismo, 312-313).
Valor redentor del sufrimiento ofrecido
Todos los elementos vistos nos ayudan a clarificar algunas cuestiones del sufrimiento, sin
embargo, la respuesta definitiva al sufrimiento se encuentra en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo. A partir de la muerte de Cristo podemos darle un sentido al dolor. La muerte de
Jesús en la cruz no es una respuesta al “¿por qué?” sino al “¿para qué?”. Así pues la
muerte de Cristo en la cruz no responde al desgarrado grito de dolor de la madre que
pierde a su hijo a temprana edad, cuando dice: “¿Por qué?”... es que desde la cruz el
Señor no pretendía responder a esa pregunta, sino unirse a ese grito diciendo él también:
“¿Por qué me has abandonado?” (Mt 27,46) y de esta manera solidarizarse con el dolor del
ser humano, asumiéndolo y dándole un nuevo sentido.
«La muerte de Jesús en la cruz, nos muestra el amor inefable de Dios y la finalidad
redentora del dolor, mostrándonos en Cristo el modelo perfecto y acabado al que debemos
imitar en todas nuestras tribulaciones. El Hijo de Dios, que a precio de la pasión más cruel
y de la muerte más atroz nos redime del pecado, nos llama a una vida nueva y nos abre
las puertas del cielo, nos enseña que el sufrimiento es un medio de purificación y de
elevación moral; un medio para alcanzar y poseer la verdadera felicidad. Cristo, que
elevado sobre la tierra en la cruz atrae a sí a toda la humanidad (Jn 12,32) y le conquista
para siempre el corazón, nos hace comprender todo el profundo significado de las palabras
evangélicas que proclaman bienaventurados a los que lloran y son perseguidos (cf. Mt
5,5.10).»[5]
Gracias a la muerte de Jesús en la cruz tenemos el modelo que nos enseña a sufrir con
paciencia. Pero hay todavía un sentido mayor del dolor, pues en Cristo el sufrimiento
ofrecido al Padre tiene valor redentor. Así pues, «Cristo no responde directamente ni en
abstracto a esta pregunta humana sobre el sentido del sufrimiento. El hombre percibe su
respuesta salvífica a medida que él mismo se convierte en participe de los sufrimientos de
Cristo. La respuesta que llega mediante esta participación es una llamada: Sígueme,
ven, toma parte con tu sufrimiento en esta obra de salvación del mundo, que se realiza a
través de mi sufrimiento. Por medio de mi cruz. Por eso, ante el enigma del dolor, los
cristianos podemos decir un decidido ‘hágase, Señor, tu Voluntad’ y repetir con Jesús:
Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz; sin embargo, no se haga como yo
quiero sino como quieres tú (Mt 26,39).»[6]
En este sentido, cuando se ofrece cualquier sufrimiento a Dios, uniéndolo a la cruz de
Nuestro Señor Jesucristo, este sufrimiento adquiere un valor redentor. Es como si el Padre
Celestial viera a su Hijo Jesús sufriendo en nosotros; de esta manera podemos decir con
san Pablo: “completo en mi cuerpo lo que falta a la tribulación de Cristo, en favor de su
cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24). Quien sufre unido a Cristo se configura con Cristo y de
esta forma puede, misteriosamente, cooperar en la salvación de las almas.
Bienes del sufrimiento
Nos ayuda a reparar: nuestros propios pecados y los de nuestros seres queridos,
purificando aquí lo que de otra manera tendríamos que purificar con mayor dolor en el
purgatorio.
Nos ayuda a acercarnos a Dios: es experiencia común de muchas personas que fue
precisamente un gran dolor en la vida el que les llevó a buscar a Dios e iniciar un proceso
serio de conversión. El dolor nos hace experimentar la necesidad que tenemos del Señor.
Nos desprende de las cosas de la tierra: nos hace experimentar con mucha fuerza que la
tierra es un destierro y anhelar el cielo, nuestra patria definitiva.
Nos enseña la humildad: doblega nuestro orgullo que nos hacía creer que teníamos todo
bajo control. Nos hace levantar nuestros ojos a Dios, suplicando su ayuda.
Nos enseña la misericordia de Dios: que siempre viene en ayuda del que le invoca: “un
corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias” (Sal 51,19).
Nos enseña a ejercer misericordia: en muchas ocasiones sólo el que padece, compadece.
Así, el que ha experimentado qué es sufrir no dejará de aliviar el dolor de los demás en la
medida de sus posibilidades.
Fortalece nuestra Voluntad: el sufrimiento ha sido el maestro de innumerable cantidad de
grandes hombres que forjaron, precisamente a través de él, una voluntad firme,
inquebrantable, que no se deja vencer por las adversidades, sino que las enfrenta con
valentía.
Purifica y prueba el verdadero amor: muchos siguieron al Señor mientras hacía milagros y
predicaba, pero pocos permanecieron con él al pié de la Cruz. Es la hora de la prueba la
que manifiesta y purifica el amor a Dios y a nuestro prójimo, haciéndolo superar la fase
meramente sentimental.
Nos asemeja a Jesús y a María: nos configura con Cristo y su Madre de una manera
perfectísima, y la santidad no consiste en otra cosa que en esa configuración con Cristo.
Estas, sin ser exhaustivas, son las razones por las que la mortificación cristiana tiene tanto
valor ante los ojos de Dios y logra tanto crecimiento en la vida espiritual.
El dolor será vencido definitivamente
Concluyamos esta lección con unas bellas palabras del Catecismo de la Iglesia Católica
que nos llenan de esperanza y fortaleza: «Creemos firmemente que Dios es el Señor del
mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia
desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos
a Dios “cara a cara” (1 Cor 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los
cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su
creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf. Gén 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el
cielo y la tierra.» (Catecismo, 314).
PRÁCTICA
Realizar una oración ante el Santísimo Sacramento o ante un crucifijo. En esta oración se
escribirá toda la vida agradeciendo al Señor por los momentos bellos y pidiéndole que
sane los momentos difíciles, a la vez que se ofrecerán esos sufrimientos que se vivieron
por la propia conversión.
PRÁCTICA
Realizar la oración del perdón pidiendo a Dios la gracia de sanar todo resentimiento de
nuestro corazón. Esta práctica se realizará en comunidad y será dirigida por el preparador.
Oración de Perdón (A continuación)
ORACIÓN DE PERDÓN
En un profundo clima de oración y recogimiento, y después de haber invocado la presencia
del Espíritu Santo, se hará esta oración con todo el corazón y con calma.
Señor Jesucristo, hoy te pido la gracia de poder perdonar a todos los que me han ofendido
en mi vida. Sé que tú me darás la fuerza para perdonar. Te doy gracias porque tú me amas
y deseas mi felicidad más que yo mismo. Señor, yo renuncio a el sentimiento de rencor
que tengo contra ti, por todas las veces que pensé que tu enviabas la muerte a mi familia y
la gente decía que era “la voluntad de Dios”.
Si ha habido un resentimiento subconsciente en mí, renuncio a él. También por las
dificultades, problemas económicos, castigos, ya que pensaba que tú los enviabas a mí y a
mis familiares. Señor, es posible que desde niño haya guardado estos resentimientos,
pero, ahora yo renuncio a eso. ¡Comprendo que me amas y que quieres siempre lo mejor
para mí! Señor me perdono a mí mismo por mis pecados, por mis faltas y mis caídas. Por
todo lo que es verdaderamente malo en mí, por todo lo que pienso que es malo, me
perdono a mí mismo.
Me perdono. Por tomar tu nombre sin necesidad, y por no adorarte como tú te mereces.
Por haber herido a mis padres, por emborracharme, por drogarme, por mis pecados contra
la pureza, por adulterar, por abortar, por robar, por mentir. Por todo esto me perdono
sinceramente. Gracias Señor por tu gracia en este momento.
Señor, perdono a todos los que me han hecho daño. Yo perdono sinceramente a mi
mamá. Yo le perdono todas las veces que ella me hirió, me causó resentimiento, que se
enojó conmigo y todas la veces que me castigó; le perdono las veces que ella prefirió a mis
hermanos y a mis hermanas en vez de mi. Le perdono las veces que me dijo: “tonto”, “feo”,
“estúpido”, “el peor de todos mis hijos” y, también, porque dijo que le costé mucho dinero.
Por las veces que ella me dijo que no era deseado, que vine a este mundo por accidente o
que no era lo que ella había deseado, que fui una equivocación... yo la perdono de todo
corazón.
Yo perdono a mi papá. Le perdono por las veces que no me ayudó, por su falta de amor,
afecto y atención. Le perdono por su falta de tiempo y por no estar conmigo dándome su
compañía. Le perdono sus hábitos de beber, sus discusiones y peleas con mi mamá y con
mis hermanos. Por sus castigos severos, por abandonarnos, por haberse alejado de casa,
por divorciarse de mi mamá y por las veces que prefirió estar fuera de casa. Yo lo perdono.
Señor, quiero que mi perdón llegue a mis hermanos y hermanas. Perdono a los que me
rechazaron, mintieron acerca de mí, a los que me odiaron y me guardaron rencor, a los
que me hirieron física y espiritualmente y a los que rivalizaron por el amor de mis padres.
Aquellos que eran demasiado severos conmigo y me castigaron y que de alguna manera
me hicieron la vida desagradable. Yo los perdono.
Señor, yo perdono a mi esposo(a), por su pérdida de amor, afecto, consideración, apoyo,
atención, comunicación; por sus faltas, sus errores, sus debilidades, lo rutinario de su
amor, sus acciones y palabras que me hirieron y me molestaron. Jesús, perdono a mis
hijos por sus faltas de respeto, obediencia, amor, atención, apoyo, afecto y comprensión;
por sus malos hábitos, por no querer ir a la Iglesia y por todas las malas acciones que me
molestaron. Dios mío, perdono a mi yerno, a mi nuera y a mis otros parientes políticos
que trataron a mis hijos sin amor. Por todas sus palabras, pensamientos, acciones y
omisiones que me hicieron daño y causaron dolor, yo les perdono,
Señor. Señor, ayúdame a perdonar a mis parientes, mis abuelitos y abuelitas que hayan
interferido en mi vida familiar, que hayan sido posesivos en relación a mis padres, quienes
pudieron haber causado confusión o hecho que uno de ellos esté contra el otro. Jesús,
ayúdame a perdonar a mis compañeros de trabajo que me desagradan y que me hacen la
vida molesta. A aquellos que me recargan de tareas, que me critican, que no cooperan
conmigo y a los que se esfuerzan por quitarme mi trabajo; yo les perdono Señor.
También perdono a mi obispo, a mi párroco, a mi Iglesia, a mi comunidad por su falta de
apoyo, su mezquindad, falta de amistad; por no alentarme como debían, por no ser una
inspiración para mí, por no ponerme en puestos en que yo me sentía capacitado, por no
invitarme a servir en tareas en que yo creía que podía ser útil y por todas las heridas que
me causaron; yo les perdono en este momento Señor.
Señor, yo perdono a todos los profesionales que en alguna forma me ofendieron:
doctores, enfermeras, abogados, policías, empleados de hospitales, etc. Por lo que me
hayan hecho, yo les perdono en este día. Señor, yo perdono a mi jefe por no pagarme lo
debido, por no apreciar mi trabajo, por no ser bondadoso y razonable conmigo, por tener
mal carácter, ser poco amistoso, por no darme un puesto mejor y no felicitarme en mi
trabajo cuando lo merecía.
Señor perdono a mis profesores e instructores tanto del pasado como del presente.
Aquellos que me castigaron, me humillaron, insultaron, fueron injustos conmigo, se
burlaron, me dijeron tonto, estúpido e hicieron que me quedara después de clase. Señor,
yo perdono a mis amigos que hablaron mal de mí, que perdieron contacto conmigo, que
no me dieron apoyo, que no estuvieron disponibles cuando yo les necesitaba, a los que les
presté dinero y no me devolvieron, a los que me criticaron.
Señor Jesús, yo oro en forma especial para obtener la gracia de perdonar a la persona
que más me haya ofendido. Yo te pido poder perdonar a quien considero mi peor enemigo,
al que me cuesta más perdonar o al que digo que nunca le perdonaría. Gracias Señor,
porque tú me libras del mal y me ayudas a perdonar. Gracias por tu amor y paz. Haz que tu
Espíritu Santo ilumine todos los rincones de mi mente.
Amén.
TEXTO 17. SIN ORACIÓN NO HAY SALVACIÓN
“El que ora ciertamente se salva, el que no ora ciertamente se condena” (San Alfonso
María de Ligorio). Esta sola frase de San Alfonso María de Ligorio es suficiente para
mostrar la importancia capital de la oración: es requisito indispensable para la salvación.
En otras palabras, toda persona que quiera llegar al cielo debe orar y orar bien. Hay cosas
opcionales en la vida espiritual; una persona podría tener más afinidad a una espiritualidad
que a otra, siempre y cuando éstas sean católicas, podría tener más devoción a un santo
que a otro, podría gustar más de una práctica de piedad que de otra. Sin embargo, el hacer
oración no es una opción.
Es un llamado universal de Dios: «Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada
persona al encuentro misterioso de la oración.» (Catecismo 2567) «Dios llama siempre a
los hombres a orar.» (Catecismo 2569).
¿Qué es la oración?
Santa Teresita del niño Jesús decía: “Para mí, la oración es un impulso del corazón, una
sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde
dentro de la prueba como en la alegría.”[1]
Santa Teresa de Ávila: “Es tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con
quien sabemos nos ama.”[2]
San Juan Damasceno: “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de
bienes convenientes.”[3]
Santo Tomás de Aquino, recoge la definición de san Juan Damasceno y dice: “La oración
es la elevación de la mente a Dios para alabarle y pedirle cosas convenientes a la eterna
salvación”[4]. Recojamos los principales aspectos de esta definición[5]:
“Es la elevación de la mente a Dios”: el que no advierte que ora por estar completamente
distraído, en realidad no hace oración.
“Para alabarle”: es una de las finalidades más nobles de la oración. Sería un error pensar
que sólo sirve de puro medio para pedir cosas a Dios.
“Pedirle cosas convenientes a la eterna salvación”: no se nos prohíbe pedir cosas
temporales; pero no principalmente, ni poniendo en ellas el fin único de la oración, sino
únicamente como instrumento para mejor servir a Dios y tender a nuestra finalidad eterna.
Para orar, pues, es indispensable mantener la conciencia de que Dios está siempre con
nosotros, pues «la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces
Santo, y en comunión con Él.» (Catecismo 2565).
IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN
Jesús oraba
Lo primero que manifiesta la capital importancia de la oración es contemplar a nuestro
Señor Jesucristo y su continua vida de oración. En todos los acontecimientos de su vida,
Jesús nos mostró la importancia de la oración:
«El Hijo de Dios, hecho Hijo de la Virgen, también aprendió a orar conforme a su corazón
de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración; de ella, que conservaba todas
las “maravillas” del Todopoderoso y las meditaba en su corazón (cf. Lc 1, 49; 2, 19; 2,
51). Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga
de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo
deja presentir a la edad de los doce años: “Yo debía estar en las cosas de mi Padre” (Lc 2,
49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la
oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos va a ser vivida por fin por el propio Hijo
único en su Humanidad, con los hombres y en favor de ellos.
El Evangelio según San Lucas subraya la acción del Espíritu Santo y el sentido de la
oración en el ministerio de Cristo. Jesús ora antes de los momentos decisivos de su
misión:
Antes de que el Padre dé testimonio de Él en su Bautismo (cf. Lc 3, 21) y de su
Transfiguración (cf. Lc 9, 28).
Antes de dar cumplimiento con su Pasión al designio de amor del Padre (cf. Lc 22, 41-44).
Jesús ora también ante los momentos decisivos que van a comprometer la misión de sus
apóstoles:
Antes de elegir y de llamar a los Doce (cf. Lc 6, 12).
Antes de que Pedro lo confiese como “el Cristo de Dios” (Lc 9, 18-20).
Y para que la fe del príncipe de los apóstoles no desfallezca ante la tentación (cf. Lc 22,
32).
La oración de Jesús ante los acontecimientos de salvación que el Padre le pide es una
entrega, humilde y confiada, de su voluntad humana a la voluntad amorosa del Padre.
“Estando Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos:
‘Maestro, enséñanos a orar’” (Lc 11, 1). ¿No es acaso, al contemplar a su Maestro en
oración, cuando el discípulo de Cristo desea orar? Entonces, puede aprender del Maestro
de oración. Contemplando y escuchando al Hijo, los hijos aprenden a orar al Padre.
Jesús se retira con frecuencia a un lugar apartado, en la soledad, en la montaña, con
preferencia durante la noche, para orar (cf. Mc 1, 35; 6, 46; Lc 5, 16).» (Catecismo, 2599-
2602).
Si nuestro Señor Jesucristo, siendo Dios, oraba tan frecuente e intensamente ¿no
necesitaremos nosotros tener una vida de mucha mayor oración?
Es indispensable para la salvación
Como ya lo hemos dicho, la oración es indispensable para la salvación: sin oración no hay
salvación. Así dice san Alfonso María de Ligorio:
“El que ora se salva ciertamente, el que no ora, ciertamente se condena. Si dejamos a un
lado a los niños, todos los demás bienaventurados se salvaron porque oraron, y los
condenados se condenaron porque no oraron. Y ninguna otra cosa les producirá en el
infierno más espantosa desesperación que pensar que les hubiera sido cosa muy fácil el
salvarse, pues lo hubieran conseguido pidiendo a Dios sus gracias, y que ya serán
eternamente desgraciados, porque pasó el tiempo de la oración.”[6]
Frutos de la oración
Cuando la oración se hace bien trae innumerable cantidad de frutos en todo sentido. Aquí
presentamos algunos de ellos, seguros de que la persona que ora con frecuencia
encontrará que los aquí expuestos son pocos en proporción a los que ellos contemplan en
su propia vida.
Nos saca del pecado: es el primer fruto de la oración. Así decía santa Catalina de Siena: “o
dejamos la oración o dejamos el pecado”. En este orden de ideas, “la oración restablece al
hombre en la semejanza con Dios” (Catecismo, 2572) y transforma el corazón. (cf.
Catecismo, 2739).
Acrecienta el Amor: El amor es el termómetro de la oración. La oración verdadera se refleja
en un incremento en el amor. La oración nos «hace participar en la potencia del amor de
Dios que salva a la multitud» (Catecismo, 2572).
Nos da a conocer la Voluntad de Dios en nuestras vidas y nos da la fuerza para
vivirla: Esto se refleja con claridad en la oración del Padre nuestro: “hágase tu Voluntad en
la tierra como en el cielo” (Mt 6,10).
Nos da fuerza en la tentación: «velando en la oración es como no se cae en la
tentación (cf. Lc 22,40.46).» (Catecismo, 2612).
Acrecienta la confianza: quien ora no se desespera.
Da fortaleza para afrontar las contradicciones de la vida: «A solas con Dios, los profetas
extraen luz y fuerza para su misión.» (Catecismo, 2584).
Da alegría espiritual: que es un fruto que el Espíritu Santo da abundantemente a quien ora
con constancia.
Es un gran medio para conocernos a nosotros mismos: la oración, cuando se realiza bien,
trae consigo permanentes gracias que dan muchas luces para lograr el propio
conocimiento.
Expresiones de la oración[7]
La oración es la vida del corazón nuevo. Debe animarnos en todo momento. Es necesario
acordarse de Dios más a menudo que de respirar. Pero no se puede orar «en todo tiempo»
si no se ora, con particular dedicación, en algunos momentos: son los tiempos fuertes de la
oración cristiana, en intensidad y en duración.
La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la
oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo
fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y
permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la
vida de oración.
La oración vocal
La oración vocal, fundada en la unión del cuerpo con el espíritu en la naturaleza humana,
asocia el cuerpo a la oración interior del corazón a ejemplo de Cristo que ora a su Padre y
enseña el “Padre Nuestro” a sus discípulos.
La oración vocal es un elemento indispensable de la vida cristiana. A los discípulos,
atraídos por la oración silenciosa de su Maestro, éste les enseña una oración vocal: el
“Padre Nuestro”. Esta necesidad responde también a una exigencia divina. Dios busca
adoradores en espíritu y en verdad, y, por consiguiente, la oración que brota viva desde las
profundidades del alma.
Esto es “rezar”, es decir, recitar oraciones bellísimas que grandes hombres de Dios han
elaborado. Algunas personas quieren crear una oposición entre rezar y orar, como si lo
primero fuera algo mecánico y sin alma y lo segundo fuera auténtico. No obstante, Cristo
rezaba los salmos, ¿era mecánico y vacío ese rezar? Lo importante está en que nuestro
corazón esté atento y que nos apropiamos de esas palabras que repetimos. Cuando Jesús
estaba en el huerto de Getsemaní, después de exhortar a sus discípulos, “oró repitiendo
las mismas palabras” (Mc 14,39). Esto significa que cuando se reza, se ora, siempre que
se haga de corazón. Los “cuatro vivientes” del apocalipsis, que están ante la presencia de
Dios “repiten sin descanso día y noche: Santo, santo, santo...” (Ap 4,8).
La meditación
La meditación es una búsqueda orante, que hace intervenir al pensamiento, la
imaginación, la emoción, el deseo. Tiene por objeto la apropiación creyente de la realidad
considerada, que es confrontada con la realidad de nuestra vida.
La meditación es, sobre todo, una búsqueda. El espíritu trata de comprender el porqué y el
cómo de la vida cristiana para adherirse y responder a lo que el Señor pide. Habitualmente
se hace con la ayuda de algún libro, que a los cristianos no les faltan: las sagradas
Escrituras, especialmente el Evangelio, etc. Meditar lo que se lee conduce a apropiárselo
confrontándolo consigo mismo. Aquí se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los
pensamientos a la realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los movimientos
que agitan el corazón y se les puede discernir.
El santo Rosario es una meditación acompañada de una oración vocal y cuando se hace
bien, produce inmensos frutos espirituales.
La oración contemplativa
La oración contemplativa es la expresión sencilla del misterio de la oración. Es una mirada
de fe, fijada en Jesús, una escucha de la Palabra de Dios, un silencioso amor. Realiza la
unión con la oración de Cristo en la medida en que nos hace participar de su misterio.
La contemplación busca al “amado de mi alma” (Ct 1, 7; cf. Ct 3, 1-4). Esto es, a Jesús y
en Él, al Padre. Es buscado porque desearlo es siempre el comienzo del amor, y es
buscado en la fe pura, esta fe que nos hace nacer de Él y vivir en Él.
La contemplación es la entrega humilde y pobre a la voluntad amorosa del Padre, en unión
cada vez más profunda con su Hijo amado.
Así, la oración contemplativa es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un
don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración
contemplativa es una relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro
ser (cf. Jr 31, 33). Es comunión: en ella, la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen
de Dios, “a su semejanza”.
La oración contemplativa es mirada de fe, fijada en Jesús. “Yo le miro y él me mira”, decía
a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario[8]. Esta atención a Él es
renuncia a “mí”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los
ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión
por todos los hombres.
Condiciones para una buena oración
Humilde: Sabiendo quien es Dios y quienes somos nosotros, sabiendo que nosotros somos
quienes necesitamos de Él. Como en la parábola del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-
14), que se refiere a la humildad del corazón que ora. “Oh Dios, ten compasión de mí que
soy pecador”. La humildad también somete nuestra oración a la Voluntad de Dios “no se
haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Perseverante: Con constancia, sin desfallecer, asiduamente. Como el amigo inoportuno (Lc
11,5-13) que invita a una oración insistente: “Llamad y se os abrirá”. Al que ora así, el
Padre del cielo “le dará todo lo que necesite”, y sobre todo el Espíritu Santo que contiene
todos los dones; y la viuda inoportuna (Lc 18,1-8) que está centrada en una de las
cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la
fe.
Confiada: “Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido” (Mc
11,24). Tal es la fuerza de la oración, “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23), con una
fe “que no duda” (Mt 21, 22). La oración de fe no consiste solamente en decir “Señor,
Señor”, sino en disponer el corazón para hacer la voluntad del Padre (Mt 7, 21). Jesús así
se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf. Mt 8,10) y de la cananea (cf. Mt 15,
28).
Disposiciones para la oración de intimidad[9]
Tiempo
Dos cosas hay que tener muy en cuenta: la necesidad de señalar un tiempo determinado
del día y la elección del momento más oportuno.
En cuanto a lo primero, es evidente la conveniencia de señalar un tiempo determinado
para dedicar a la oración. Si se altera el horario o se va dejando para más tarde, se corre el
peligro de omitirla totalmente al menor pretexto. La eficacia santificadora de la oración
depende en gran escala de la constancia y regularidad en su ejercicio.“Pero no todos los
tiempos son igualmente favorables para el ejercicio de que hablamos. Los que siguen a la
comida, al recreo o al tumulto de las ocupaciones no son aptos para la concentración de
espíritu; el recogimiento y la libertad de espíritu son necesarios para la ascensión del alma
hacia Dios. Según los maestros de la vida espiritual, los momentos más propios son: por la
mañana temprano, por la tarde antes de la cena y a medianoche.
Si no se puede dedicar a la oración más que una sola vez al día, es preferible la mañana.
El espíritu, refrescado por el reposo de la noche, posee toda su vivacidad[10]; las
distracciones no le han asaltado todavía, y este primer movimiento hacia Dios imprime al
alma la dirección que ha de seguir durante el día.” (Ribet).
Los sagrados libros señalan también la mañana y el silencio de la noche como las horas
más propias para la oración: “Ya de mañana, Señor, te hago oír mi voz; temprano me
pongo ante ti, esperándote” (Sal 5,4); “... y mis plegarias van a ti desde la mañana” (Sal
87,14); “Me levanto a medianoche para darte gracias por tus justos juicios” (Sal 118,62); “...
y pasó la noche orando a Dios” (Lc 6,12).
Lugar
Para algunos -religiosos, seminaristas, etcétera- está determinado expresamente por la
costumbre de la comunidad cuando la oración se hace en común. Suele ser la capilla o el
coro. Y aun en privado conviene hacerla allí por la santidad y recogimiento del lugar y la
presencia augusta de Jesús sacramentado. Pero en absoluto se puede hacer en cualquier
lugar[11] que invite al recogimiento y concentración del espíritu. La soledad suele ser la
mejor compañera de la oración bien hecha. Jesucristo la aconseja expresamente en el
Evangelio; y es útil no sólo para evitar la vanidad (Mt 6,6), sino también para asegurar su
intensidad y eficacia. En ella es donde Dios suele hablar al corazón (Os 2,14).
“¿Sería bueno hacer la oración ante los espectáculos de la naturaleza: sobre las
montañas, a la orilla del mar, en la soledad de los campos? Hay que responder que lo que
para unos es conveniente, representa para otros un obstáculo. Las disposiciones
particulares y la experiencia deben señalar aquí la regla de conducta”. (Ribet).
Postura
La postura del cuerpo tiene una gran importancia en la oración. Sin duda es el alma quien
ora, no el cuerpo; pero, dadas sus íntimas relaciones, la actitud corporal repercute en el
alma y establece una especie de armonía y sincronización entre las dos.
En general, conviene una postura humilde y respetuosa. Lo ideal es hacerla de rodillas,
pero esta regla no debe llevarse hasta la rigidez o exageración. En la Sagrada Escritura
hay ejemplos de oración en todas las posturas imaginables; de pie (Jdt 13,6; Lc 18,13):
sentado (1 Rey 7,18); de rodillas (Lc 22,41; Hch 7,60); postrado en tierra (1 Rey 18,42; Jdt
9,1; Mc 14,35), y hasta en el lecho (Sal 6,7).
Evítense, cualquiera que sea la postura adoptada, dos inconvenientes contrarios: la
excesiva comodidad y la mortificación excesiva. La primera, porque, como dice Santa
Teresa, «regalo y oración no se compadecen” (Camino 4,2); y la segunda, porque una
postura excesivamente penosa e incómoda podría ser motivo de distracción y aflojamiento
en el fervor, que es lo principal de la oración.
Duración
La duración de la oración mental no puede ser la misma para todas las almas y géneros de
vida. El principio general es que debe estar en proporción con las fuerzas, el atractivo y las
ocupaciones de cada uno.
Se comprende que, si el tiempo es demasiado corto, apenas se hará otra cosa que
despejar la imaginación y preparar el corazón; y cuando se está ya preparado y debiera
empezar el ejercicio, se deja. Por esto con razón se aconseja que se tome, para hacer
oración, el más largo tiempo posible; y mejor fuera darle una sola vez largo tiempo, que en
dos veces poco tiempo cada una.
Sin embargo, los antiguos monjes solían hacer breves pero frecuentes e intensas
oraciones, que encajaban muy bien con el habitual recogimiento de la vida monástica.
El Doctor Angélico enseña […] que la oración debe durar todo el tiempo que el alma
mantenga el fervor y devoción, debiendo cesar cuando no pueda continuarse sin tedio y
continuas distracciones. Pero téngase cuidado con no dar oídos a la tibieza y negligencia,
que encontrarían fácil pretexto en esta norma para sacudir el penoso esfuerzo que requiere
casi siempre la oración. Es importante, finalmente, advertir que la oración, cualquiera que
sea su duración, no puede considerarse como un ejercicio aislado y desconectado del
resto de la vida. Su influencia ha de dejarse sentir a todo lo largo del día embalsamando
todas las horas y ocupaciones, que han de quedar impregnadas del espíritu de oración. En
este sentido -advierte el Angélico en el mismo lugar-, la oración ha de ser continua e
ininterrumpida. Mucho ayudará a conseguir esto la práctica asidua y ferviente de las
oraciones jaculatorias, que mantendrán a lo largo del día el fuego del corazón. Pero, sea
como fuere, hay que conseguirlo a todo trance si queremos llevar una vida de oración que
nos conduzca gradualmente hasta la cumbre de la perfección cristiana. Sin vida de oración
sería escasísimo el fruto que reportaríamos, de media hora diaria de meditación aislada.
Consejos para realizar una oración de intimidad
Es muy útil, al momento de tener una “oración de intimidad con el Señor” valerse de un
método que facilite el desarrollo de la misma. Sin embargo, es importante entender que el
método está al servicio de la oración y no la oración al servicio del método. Así pues, si en
algún punto de la oración se experimenta una moción que lleve al alma a quedarse allí más
tiempo, o quedarse allí definitivamente se debe acoger la moción.
Hay un método que es extremadamente sencillo y sirve tanto para los que están iniciando
en su vida de oración como para aquellos que llevan tiempo caminando. Consiste en
dedicar cinco minutos de diálogo espontáneo a diferentes tipos de oración, de la siguiente
manera:
Después de haberse puesto en clima de oración, se invoca al Espíritu Santo para que nos
llene con su presencia; luego se empieza de la siguiente manera:
Acción de gracias: se contempla atentamente todas las bendiciones espirituales y
materiales que hemos recibido de Dios y se da gracias por ellas.
Petición de perdón y reparación: se le suplica al Señor que nos perdone por los pecados
de acción u omisión que hemos cometido. Además se hacen actos de amor y reparación
por ellos.
Alabanza y adoración: se eleva el espíritu a la alabanza y adoración del Señor con salmos,
palabras espontáneas, cánticos, etc.
Petición por los demás: Muchas personas nos piden oración. Este es el momento para orar
por ellas, ojalá con nombre propio.
Petición por las propias necesidades (espirituales y materiales): En primer lugar se piden
con fe las gracias espirituales que más necesitamos para ser santos, pues esto es lo que
más nos conviene para nuestra alma. Después se pide por nuestras necesidades
materiales sometiéndonos amorosamente a la Voluntad de Dios y sabiendo que sólo se
nos concederán si nos convienen para la Salvación Eterna.
Escucha de la Voz de Dios y propósitos: La oración no es un monólogo donde yo hablo y
Dios escucha; no, la oración es un diálogo donde ambos hablamos y escuchamos. Por
esto, al final de nuestra oración debemos escuchar en silencio la voz de Dios, dejar que
esas mociones hablen a nuestra alma, leer en los acontecimientos que hemos vivido
recientemente qué nos quiere decir el Señor, pero sobre todo, qué nos quiere decir el
Señor con la Palabra de Dios proclamada ese día en la Eucaristía.
Se termina con una oración de Consagración a la Santísima Virgen para que sea Ella la
que custodie los frutos espirituales de esta oración de intimidad.
Dificultades en la oración
«La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone
siempre un esfuerzo. Los grandes orantes de la Antigua Alianza antes de Cristo, así como
la Madre de Dios y los santos con Él nos enseñan que la oración es un combate. ¿Contra
quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible
por separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. El “combate espiritual” de la
vida nueva del cristiano es inseparable del combate de la oración.» (Catecismo 2725).
Distracciones
Las distracciones en general son pensamientos o imaginaciones extrañas que nos impiden
la atención a lo que estamos haciendo. Existen varios remedios:
No impacientarse, y estar decidido a luchar, sabiendo que aún si no logramos estar
plenamente libre de ellas, Dios valora enormemente nuestros esfuerzos.
Leer, fijar la vista en el sagrario o en una imagen expresiva, entregarse a una oración
afectiva, con frecuentes coloquios, etc.
Buscar lugares adecuados y silenciosos; dedicar un tiempo en que no se esté muy
disperso y adoptar una postura adecuada.
Tratar de mantener un espíritu de recogimiento durante todo el día.
Sequedad y aridez
Consiste en cierta impotencia o desgano para producir en la oración actos del
entendimiento o del afecto. Como remedios han de considerarse:
Convencerse de que la devoción sensible no esencial al verdadero amor de Dios, basta
querer amar a Dios para amarle ya en realidad.
Perseverar, a pesar de todo, en la oración, haciendo todo lo que aún entonces se puede
hacer.
Unirse al divino agonizante de Getsemaní, que “puesto en agonía oraba con más
insistencia.” (Lc 22,44).
Pedir al Señor y a Nuestra Madre que cese la prueba de la aridez, para que podamos
“gozar siempre de sus divinos consuelos”.
Apego a los consuelos
Es un mal que engendra en el alma una especie de “gula espiritual” que la impulsa a
buscar los consuelos de Dios en vez de al Dios de los consuelos. Remedios:
Renunciar voluntariamente a estos apegos, expresando frecuentemente a Dios que le
amamos a Él mucho más de lo que amamos lo que nos da.
Dar gracias a Dios por los “dulces” que nos da durante la oración, con la conciencia clara
de que llegará, inevitablemente, el momento en que no los tengamos.
Aprovechar el tiempo de consuelo para adquirir el hábito de la oración, de tal suerte que
cuando no se experimenten, el hábito adquirido nos mantenga firmes en nuestras
prácticas.
Desánimo
Es un mal que se apodera de las almas débiles y enfermizas al no comprobar progresos
sensibles en su larga vida de oración. No obstante, también se puede desanimar una
persona que padezca de un excesivo optimismo creyéndose más adelantado de lo que en
realidad está. Remedios:
Tener la certeza de que “todo desánimo proviene del demonio”[12]. Por eso hay que
rechazarlo siempre con vehemencia y constancia.
Exhortarse a sí mismo para emprender la vida de oración con un nuevo entusiasmo.
No hacer depender la oración del estado de ánimo, sino, al contrario, saber que el amor
nos exige ser fieles a nuestras prácticas de oración.
PRÁCTICA
Hacer 15 minutos de oración personal diaria, durante la semana, siguiendo el método de
los seis pasos.
Ver: El Santo Rosario. (A continuación).
(17) CATEQUESIS DEL SANTO ROSARIO
La palabra Rosario significa ‘Corona de Rosas’. La Virgen María ha revelado a muchas
personas que cada vez que rezan un Ave María le entregan una rosa y por cada Rosario
completo le entregan una corona de rosas.
La rosa es la reina de las flores, así que el Rosario es la reina de todas las devociones a
María.
El Santo Rosario es considerado como la oración perfecta porque junto con él está aunada
la majestuosa historia de nuestra salvación. Con el rosario de hecho, meditamos los
misterios de gozo, de dolor y de gloria de Jesús y María. El Santo rosario es una oración
bíblica por excelencia, pues no es más que meditar el Evangelio con el Ave María como
música de fondo.
Es una oración simple, humilde como María. Es una oración que podemos hacer con ella,
la Madre de Dios. Con el Ave María la invitamos a que rece por nosotros. Ella une su
oración a la nuestra.
Por lo tanto, ésta es más poderosa, porque María recibe lo que ella pide, Jesús nunca dice
no a lo que su madre le pide. En cada una de sus apariciones, nos invita a rezar el Rosario
como una arma poderosa en contra del maligno, para traernos la verdadera paz.
Historia del Santo Rosario
La práctica de rezar el rosario comenzó desde los primeros siglos de la Iglesia cuando los
laicos quisieron imitar a los monjes, quienes oraban los 150 Salmos cada día. Los laicos,
que en su mayoría no sabían leer, sustituían los salmos por 150 Ave Marías; y para contar
iban haciendo nudos en un lazo.
En el siglo XIII, Domingo de Guzmán, un santo sacerdote que luchaba para convertir a los
que se habían apartado de la Iglesia por la herejía de los albigenses -quienes enseñaban
que Jesús no es Dios, negaban los sacramentos y la verdad de que María es la Madre de
Dios-, trabajó por años en medio de estos desventurados. Con su predicación, oraciones y
sacrificios logró convertir a unos pocos, pero las conversiones se desvanecían
rápidamente.
La Virgen acudió en ayuda de Santo Domingo. Se le apareció en el año 1208; en su mano
sostenía un rosario y le enseñó a recitarlo. Le encargó predicar esta devoción por todo el
mundo y le dijo, además, que lo utilizara como arma poderosa en contra de los enemigos
de la Fe, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían y obtendrían abundantes
gracias. Domingo salió de allí lleno de celo, con el rosario en la mano.
Efectivamente, lo predicó, y con gran éxito porque muchos albingenses volvieron a la fe
católica.
El rosario se mantuvo como la oración predilecta durante casi dos siglos. Cuando la
devoción empezó a disminuir, la Virgen se apareció al beato Alano de la Rupe y le dijo que
reviviera dicha devoción.
La Virgen le dijo también que se necesitarían volúmenes inmensos para registrar todos los
milagros logrados por medio del rosario y reiteró las promesas dadas a santo Domingo
referentes al rosario.
Promesas de Nuestra Señora, Reina del Rosario
1. Quien rece constantemente mi Rosario, recibirá cualquier gracia que me pida.
2. Prometo mi especialísima protección y grandes beneficios a los que devotamente
recen mi Rosario.
3. El Rosario es el escudo contra el infierno, destruye el vicio, libra de los pecados y
abate las herejías.
4. El Rosario hace germinar las virtudes para que las almas consigan la misericordia
divina. Sustituye en el corazón de los hombres el amor del mundo con el amor de
Dios y los eleva a desear las cosas celestiales y eternas.
5. El alma que se me encomiende por el Rosario no perecerá.
6. El que con devoción rece mi Rosario, considerando sus sagrados misterios, no se
verá oprimido por la desgracia, ni morirá de muerte desgraciada, se convertirá si es
pecador, perseverará en gracia si es justo y, en todo caso será admitido a la vida
eterna.
7. Los verdaderos devotos de mi Rosario no morirán sin los Sacramentos.
8. Todos los que rezan mi Rosario tendrán en vida y en muerte la luz y la plenitud de la
gracia y serán participes de los méritos bienaventurados.
9. Libraré bien pronto del Purgatorio a las almas devotas a mi Rosario.
10. Los hijos de mi Rosario gozarán en el cielo de una gloria singular.
11. Todo cuanto se pida por medio del Rosario se alcanzará prontamente.
12. Socorreré en sus necesidades a los que propaguen mi Rosario.
13. He solicitado a mi Hijo la gracia de que todos los cofrades y devotos tengan en vida
y en muerte como hermanos a todos los bienaventurados de la corte celestial.
14. Los que rezan Rosario son todos hijos míos muy amados y hermanos de mi
Unigénito Jesús.
15. La devoción al Santo rosario es una señal manifiesta de predestinación de gloria.
Objeciones y respuestas acerca del Santo Rosario
Primera objeción: “El Rosario no está en la Biblia”.
Respuesta: El Rosario es la oración bíblica por excelencia; pues en él se contemplan uno
a uno los misterios de la vida de Cristo, desde su infancia (misterios gozosos), pasando por
su vida pública (misterios luminosos), hasta su pasión y muerte (misterios dolorosos). El
rosario es un compendio del Evangelio. Es una oración bíblica y Cristocéntrica por
excelencia.
El Ave María está en la biblia, es más, es una oración compuesta por el mismo Dios (Lc
1,28; 39). El Padre Nuestro está en la biblia (Mt 6,8). y cada uno de los misterios que se
contemplan en el corresponden a pasajes del Evangelio.
Segunda objeción: “El Rosario es la repetición de la repetidera”
Respuesta: El Rosario, más que oración es meditación y redunda en el bien de los
cristianos cuando lo hacemos en un profundo espíritu de meditación en los misterios de la
fe.
La repetición de oraciones vocales sólo marca el tiempo de la meditación. El mismo Jesús
(nos dice la Biblia) repetía las mismas palabras una y otra vez en el huerto de los
Olivos (Mc 14, 39). En la liturgia celestial que se describe en el apocalipsis, los “cuatro
vivientes” que estaban ante el trono de Dios “repiten sin descanso día y noche: Santo,
santo, santo, Señor, Dios Todopoderoso, Aquel que era, que es y que va a venir” (Ap 4,8).
Los hermanos pentecostales repiten una y otra vez palabras, tales como: «Aleluya»,
«Gloria a DIOS», «Amén», entre otras.
La inmensa mayoría de cosas que hacemos en un día son repeticiones: ¿Qué es caminar?
Es repetir pasos, ¿Qué es respirar? Es repetir inhalaciones y exhalaciones. ¿Qué es el
palpitar del corazón? repetidos e incansables sístoles y diástoles al ritmo del “pum”,
“pum”... desayunamos, almorzamos y comemos todos los días; nos aseamos todos los
días... eso es repetir. Es más, a todos nos gustaría que nos dijeran que nos aman; pero si
nos lo dicen 50 veces, nos gusta más. Cuando se repite con una nueva intención, cada
repetición es como si fuera la primera vez.
Tercera objeción: “Sólo lo hago cuando siento”
Respuesta: como sabemos, el amor más que un sentimiento es una decisión; una mamá
no solo atiende a su bebé recién nacido cuando siente ganas de hacerlo, de seguro que si
el niño llora en la madrugada ella no se sentirá muy bien levantándose a ocuparse de él;
sin embargo, su amor de madre está por encima de lo que siente. Así mismo debe ser el
amor que nosotros profesamos a Dios y a su Santísima Madre, no puede estar marcado
por el sentimiento, debe ser una fuerte convicción. Sabiendo, además, que no es Dios
quien necesita de mi oración, soy yo mismo quien la necesita. Si dejo de orar Dios no
pierde nada por eso, soy yo quien me pierdo de sus gracias.
Testimonios del Santo Rosario
Milagro del Santo Rosario en Hiroshima: 6 de agosto de 1945
Durante la Segunda Guerra Mundial dos ciudades japonesas fueron destruidas por
bombas atómicas: Hiroshima y Nagasaki. En Nagasaki, como resultado de la explosión,
todas las casas en un radio de aprox. 2.5 Km del epicentro fueron destruidas. Quienes
estaban dentro quedaron enterrados en las ruinas. Los que estaban fuera fueron
quemados.
En medio de aquella tragedia, una pequeña comunidad de Padres Jesuitas vivía junto a la
iglesia parroquial, a solamente ocho cuadras (aproximadamente 1 Km) del epicentro del
epicentro de la bomba. Eran misioneros alemanes sirviendo al pueblo japonés. Como los
alemanes eran aliados de los japoneses, les habían permitido quedarse. La iglesia junto a
la casa de los jesuitas quedó destruida, pero su residencia quedó en pié y los miembros de
la pequeña comunidad jesuita sobrevivieron. No tuvieron efectos posteriores por la
radiación, ni pérdida del oído, ni ninguna otra enfermedad o efecto.
El Padre Hubert Schiffer fue uno de los jesuitas en Hiroshima. Tenía 30 años cuando
explotó la bomba atómica en esa ciudad y vivió otros 33 años más de buena salud. El
narró sus experiencias en Hiroshima durante el Congreso Eucarístico que se llevó a cabo
en Filadelfia (EU) en 1976. En ese entonces, los ocho miembros de la comunidad Jesuita
estaban todavía vivos. El Padre Schiffer fue examinado e interrogado por más de 200
científicos que fueron incapaces de explicar como él y sus compañeros habían sobrevivido.
Él lo atribuyó a la protección de la Virgen María y dijo: “Yo estaba en medio de la explosión
atómica... y estoy aquí todavía, vivo y a salvo. No fui derribado por su destrucción.”
Además, el Padre Shiffer mantuvo que durante varios años, cientos de expertos e
investigadores estudiaron las razones científicas del porqué la casa, tan cerca de la
explosión atómica, no fue afectada. El explicó que en esa casa hubo una sola cosa
diferente: “Rezábamos el rosario diariamente en esa casa”.
El Rosario de Madre Teresa
Jim Castle estaba cansado cuando abordó el avión una noche de 1981. Después de una
semana llena de reuniones y seminarios, ahora descansaba tranquilo en su asiento
agradecido de volver a casa: Kansas City .En cuanto más pasajeros abordaban el avión,
más se oía el murmullo de sus conversaciones mezcladas con el sonido de los equipajes
de mano guardándose en los compartimientos. De repente, un silencio... Jim volvió su
cabeza para ver qué pasaba. Se quedó con la boca abierta. CaminandoCaminando por el
pasillo, venían dos monjas vestidas en hábitos blanco con un borde azul. El reconoció esa
cara a la primera mirada: piel arrugada, ojos cálidos. La misma cara que estaba en la
portada de la revista TIME , y que siempre aparecía en el noticiero de televisión. Las dos
monjas se detuvieron y Jim reconoció que su compañera de vuelo sería la propia Madre
Teresa.
En cuanto los pasajeros estaban acomodados, Madre Teresa y su compañera sacaron sus
rosarios. Cada decena de cuentas tenía diferente color, “cada decena representa varias
áreas del mundo”, le dijo, “rezo por los pobres y moribundos de cada continente” - añadió.
ComenzóComenzó el vuelo, las dos monjas comenzaron a rezar, dejando oír sólo
murmullos. Aunque Jim no se consideraba católico practicante y asistir a la Iglesia no era
su hábito, inexplicablemente se encontró envuelto en el rezo. Cuando hubieron terminado,
Madre Teresa se volvió hacia él. Una sensación de paz lo envolvió.
‘Joven’ -le dijo. ‘¿Rezas el rosario frecuentemente?’ -preguntó- ‘No’ - admitió Jim.
Ella tomó la mano de Jim. Mirándolo a los ojos, sonrió: ‘Bueno, lo harás de ahora en
adelante’ - replicó, mientras dejaba caer su Rosario en la palma de la mano de Jim.
Una hora más tarde, en el aeropuerto de Kansas, describió a Ruth su esposa lo ocurrido, y
el por qué traía un Rosario en la mano. ‘Es como encontrarse con una verdadera hermana
de Dios’ - decía.
Nueve meses más tarde, visitaron a una amiga de hacía mucho tiempo: Connie. Connie
tenía cáncer en los ovarios. ‘Voy a luchar, no me daré por vencida’ -decía Connie. En ese
instante Jim recordó el rosario que Madre Teresa le había dado. Después de contar la
historia le dijo Jim a Connie: ‘Quédatelo, puede que te sirva’. ‘Gracias, espero poder
regresártelo’ - contestó Connie. Pasó más de un año... Connie regresó el rosario. “Lo
mantuve conmigo todo el tiempo... el mes pasado los médicos hicieron una segunda
cirugía y el tumor ha desaparecido -añadió por eso te regreso el rosario” - dijo agradecida.
(17) EL SANTO ROSARIO
2. CONSAGRACIÓN DE SÍ MISMO A JESUCRISTO LA SABIDURÍA ENCARNADA POR
MEDIO DE MARÍA
¡Oh Jesús! Sabiduría eterna y encarnada, te adoro en la gloria del Padre, durante la
eternidad, y en el seno virginal de María, en el tiempo de tu Encarnación.
Te agradezco que hayas venido al mundo -hombre entre los hombres y servidor del Padre-
para librarme de la esclavitud del pecado.
Te alabo y glorifico porque has vivido en obediencia amorosa a María, para hacerme fiel
discípulo tuyo.
Desgraciadamente, no he guardado las promesas y compromisos de mi bautismo, no soy
digno de llamarme hijo de Dios.
Por ello, acudo a la misericordiosa intercesión de tu Madre, esperando obtener por su
ayuda, el perdón de mis pecados y una continua unión contigo, Sabiduría encarnada.
Te saludo, pues, Oh María Inmaculada, templo viviente de Dios: en ti ha puesto su morada
la Sabiduría eterna, para recibir la adoración de los ángeles y de los hombres. Te saludo,
oh Reina del cielo y de la tierra; a ti están sometidas todas las criaturas. Te saludo, refugio
seguro de los pecadores, todos experimentan tu gran misericordia.
Acepta los anhelos que tengo de la Divina Sabiduría y mi consagración total:
Consciente de mi vocación cristiana, renuevo hoy, en tus manos, mis compromisos
bautismales.
Renuncio a Satanás, a sus seducciones y a sus obras y me consagro a Jesucristo para
llevar mi cruz con Él, en la fidelidad de cada día a la voluntad del Padre.
En presencia de toda la Iglesia, te reconozco ahora por mi Madre y Soberana. Te ofrezco
y consagro mi persona, mi vida y el valor de mis buenas acciones pasadas, presentes y
futuras. Dispón de mí y de cuanto me pertenece para la mayor gloria de Dios en el tiempo
y la eternidad.
Madre del Señor, acepta mi oblación y preséntala a tu Hijo; si Él me redimió con tu
colaboración, debe también ahora recibir de tu mano el don total de mí mismo. Que yo viva
plenamente esta consagración para prolongar en mí la amorosa obediencia de tu Hijo y dar
respuesta vital a la misión que Dios te ha confiado en la historia de la salvación.
Madre de misericordia, alcánzame la verdadera sabiduría de Dios y hazme plenamente
disponible a tu acción maternal.
Oh Virgen fiel, haz de mí un auténtico discípulo de tu Hijo, la Sabiduría encarnada.
Contigo, Madre y modelo de mi vida, llegaré a la perfecta madurez de Jesucristo, en la
tierra, y a la gloria del cielo. Amén.
CONSAGRACIÓN DE SÍ MISMO A JESUCRISTO, SABIDURÍA ENCARNADA POR
MANOS DE MARÍA.
¡Oh Sabiduría eterna y encarnada por nuestro amor! ¡Oh amabilísimo y adorabilísimo
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, Hijo único del Padre eterno, y de María
siempre virgen! Te adoro profundamente en el seno y esplendores del Padre, durante
la eternidad, y en el seno virginal de María, tu dignísima Madre, en el tiempo de la
encarnación. Te doy gracias por haberte anonadado, tomando forma de esclavo,
para liberarme de la cruel esclavitud del demonio. Te alabo y glorifico por haberte
sometido libremente y en todo a María, tu Madre santísima, para hacerme por Ella
tu esclavo fiel. Mas, ¡ay!, ingrato e infiel como soy, no he cumplido contigo los
votos y promesas que tan solemnemente te hice en el bautismo; no he cumplido
mis obligaciones ni merezco llamarme hijo ni esclavo tuyo. Y no habiendo en mí
nada que no merezca tu cólera y rechazo, no me atrevo a acercarme por mí
mismo a tu santísima y augusta Majestad. Por ello, acudo a la intercesión y
misericordia de tu santísima Madre. Tú me la has dado como Mediadora ante ti.
Yo espero alcanzar de ti, por mediación suya, la contrición y el perdón de mis
pecados y la adquisición y conservación d e la Sabiduría. Te saludo, pues, ¡Oh María
inmaculada!, tabernáculo viviente de la divinidad, en donde la Sabiduría eterna,
escondida, quiere ser adorada por ángeles y hombres. Te saludo, ¡oh Reina del
cielo y de la tierra! A tu imperio está a sometido cuanto hay debajo de Dios. Te
saludo, ¡oh Refugio seguro de los pecadores!: todos experimentan tu gran
misericordia. Atiende mis deseos de alcanzar la divina Sabiduría, y recibe para ello
los votos y ofrendas que en mi bajeza te vengo a presentar. Yo _____ pecador
infiel, renuevo y ratifico hoy en tus manos los votos de mi bautismo; renuncio para
siempre a Satanás, a sus pompas y a sus obras y me consagro totalmente a
Jesucristo, la Sabiduría encarnada, para llevar mi cruz en su seguimiento todos los
días de mi vida y a fin de serle más fiel de lo que he sido hasta ahora. Te escojo
hoy, en presencia de toda la corte celestial por mi Madre y Señora. Te entrego y
consagro, en calidad de esclavo, mi cuerpo y mi alma, mis bienes interiores y
exteriores y hasta el valor de mis buenas acciones pasadas, presentes y futuras.
Dispón de mí y de cuanto me pertenece, sin excepción, según tu voluntad, para
mayor gloria de Dios en el tiempo y la eternidad. Recibe, ¡oh Virgen benignísima!,
esta humilde ofrenda de mi esclavitud , en honor y unión de la sumisión que la
Sabiduría eterna ha querido tener para con tu maternidad; en honor del poder que
ambos tenéis sobre este gusanillo y miserable pecador y en acción de gracias por
los privilegios con los que la Santísima Trinidad ha querido favorecerte. Declaro que
de hoy en adelante quiero, como verdadero esclavo tuyo, buscar tu gloria y
obedecerte en todo. ¡Oh Madre admirable!, preséntame a tu querido Hijo, en calidad
de eterno esclavo, a fin de que, habiéndome rescatado por tu mediación, me reciba
ahora de tu mano. ¡Oh Madre de misericordia!, alcánzame la verdadera Sabiduría de
Dios, colocándome para ello entre aquellos a quienes amas, enseñas, diriges, nutres
y proteges como a tus verdaderos hijos y esclavos. ¡Oh Virgen fiel!, haz que yo sea
en todo tan perfecto discípulo, imitador y esclavo de la Sabiduría encarnada,
Jesucristo, tu Hijo, que logre llegar, por tu intercesión y a ejemplo tuyo, a la
plenitud de su edad sobre la tierra y de su gloria en el cielo. Amén.
3. ORACIÓN DE CONFIANZA
Acepta, querida Madre y Reina mía, toda mi persona y cuanto con la gracia de tu querido
Hijo he podido hacer de bueno.
Yo mismo no soy capaz de conservarlo dada mi debilidad e inconstancia, ¡y la forma en
que me combaten continuamente mis enemigos espirituales!
Veo todos los días caer por tierra los cedros del Líbano, y convertirse en aves nocturnas
las águilas que volaban en torno al sol.
Mil justos caen a mi izquierda; diez mil a mi derecha… (Sal. 91, 7). Más yo confío en ti mi
poderosa y más que poderosa Madre:
Tenme que no caiga; conserva mis bienes, que no me saqueen; protege en mí la vida
divina.
¡Defiende a quien a ti se ha consagrado! Yo te conozco bien y en ti confío: eres la Virgen
fiel a Dios y a los hombres, que no dejas perder nada de cuanto a ti se confía; eres la
Virgen Poderosa: nadie podrá hacerte daño ni perjudicar tampoco a los que tú amas.
Amén.
4. ORACIÓN A JESUCRISTO
Gracias, Señor Jesucristo, por haberme concedido la gracia de consagrarme a María.
Ella será mi socorro, que levantándome de mi propia miseria, me introducirá más y más
profundamente en tu amistad.
Ay, Señor, débil como soy, sin Ella ya hubiera naufragado en mis pecados. ¡Sí, María me
hace falta ante ti y en todas partes!
Con Ella, en cambio me libraré del pecado y de sus consecuencias y podré acercarme a ti,
dialogar contigo y agradarte en todo; aceptar radicalmente tu Evangelio, salvarme e irradiar
tu amor y salvación a mis hermanos.
¡Cómo quisiera, oh Jesús, publicar ante todas las criaturas tu gran misericordia a favor
mío! Y hacer que todo el mundo conozca, que a no ser por María, hace tiempo estaría yo
condenado ¡y agradecerte dignamente este favor!
¡María está conmigo! ¡Qué tesoro tan precioso! ¡Qué alegría tan inmensa!
Pero Señor, amor con amor se paga: qué ingratitud la mía si no me consagrara a Ella
totalmente.
Salvador mío amadísimo: antes morir que vivir sin Ella mil y mil veces como, Juan ante la
Cruz (Jn 19, 27) he aceptado a María como tu don más precioso, y ¡cuántas veces me he
consagrado a Ella, aunque todavía con tanta imperfección!
Por ello quiero ahora, con la madurez y disponibilidad que esperas de mí, consagrarme a
Ella nuevamente. Arranca de mi ser cuanto no pertenezca a tan augusta Reina: pues, si no
es digno de Ella, tampoco es digno de ti.
5. AL ESPÍRITU SANTO
Oh Espíritu Santo, ayúdame a cumplir mi compromiso, concédeme todas las gracias;
planta y cultiva en mí el árbol de la vida verdadera que es la amabilísima María para que
crezca y dé flores y frutos abundantes.
Oh Espíritu Santo, concédeme amar y venerar a María tu esposa fidelísima, apoyarme en
su amparo maternal y recurrir a Ella confiadamente en toda circunstancia. Forma con Ella
en mí a Jesucristo hasta la plena madurez espiritual (cf. Ef. 4,13). Amén.
6. A MARÍA
¡Oh María, Hija predilecta del Padre, Madre admirable del Hijo, Esposa fidelísima del
Espíritu Santo!
Tú eres mi Madre espiritual, mi admirable maestra y soberana, mi gozo, mi corona, mi
corazón y mi alma.
Tú eres toda mía por bondad del Señor y yo te pertenezco por justicia.
Más, aún no soy tuyo cuanto debo: por ello, hoy me consagro a ti en disponibilidad plena y
eterna, comprometiéndome a arrancar de mí cuanto desagrade a mi Dios y a plantar,
levantar y producir todo lo que tú quieras.
Que la luz de tu fe disipe las tinieblas de mi espíritu, que tu humildad profunda sustituya a
mi orgullo, que tu contemplación contenga a mi alocada fantasía, que tu visión no
interrumpida de Dios llene con su presencia mi memoria, que el fuego de tu ardiente
caridad incendie la tibieza y frialdad de mi pecho, que mis pecados cedan el paso a tus
virtudes y el fulgor de tu gracia me acompañe al encuentro con Dios.
Madre mía amadísima, alcánzame la gracia de no tener más espíritu que el tuyo para
conocer a Jesús y su Evangelio; más alma que la tuya para alabar y glorificar al Señor;
más corazón que el tuyo para amar a Dios como tú lo amas.
No te pido visiones, ni revelaciones, ni gustos, ni consuelos aún espirituales.
Para ti, el ver claro sin tinieblas ni dudas; para ti, el saborear el gozo pleno; para ti, el
triunfar junto a tu Hijo; para ti, el dominar cielos y tierra y humillar los poderes del maligno;
para ti, el difundir como tú quieras los dones del Altísimo.
Esta es tu mejor parte, que no te será nunca arrebatada y me llena de gozo el corazón.
Para mí solamente gozarme en tu alegría, seguirte en tu camino, creer confiado solamente
en Dios, sufrir con alegría cerca a Cristo, morir al egoísmo cada día, colaborar contigo para
salvar al mundo.
Te pido solamente poder decir tres veces Amén, en todos los momentos de mi vida:
Amén a cuanto hiciste en este mundo, Amén a cuanto hoy haces en el cielo, Amén a
cuanto ahora haces en mi alma, para que en ella Cristo sea glorificado en plenitud, en el
tiempo y en la eternidad.
7. VEN, ESPÍRITU CREADOR
Ven, Espíritu Creador,
nuestras almas visita
y tu gracia infinita
infunde al corazón.
Tú eres el abogado,
don de Dios, viva fuente,
fuego y amor ardiente
y espiritual unción.
Infúndenos tu lumbre
y con tu viva llama
el corazón inflama,
dale fuerza y vigor.
Aleja al enemigo
danos paz y victoria,
guíanos a la gloria,
Divino defensor.
Obtennos conocerte,
Espíritu Divino
vivir en ti, Dios Trino,
y disfrutar de tu Amor. Amén.
8. OH SANTA MARÍA
Oh Santa María
de mares estrella,
Virgen de Dios Madre
y del cielo puerta.
Retomando el Ave
que Gabriel te diera,
la paz corrobora
cambia el nombre de Eva.
Al ciego ilumina
y libra al cautivo,
ahuyenta los males
da bienes Divinos.
Haz ver que eres Madre,
por ti nuestras preces
reciba el que es tuyo
y ser nuestro quiere.
Bendita Señora
la más dulce y buena:
borrando el pecado,
endulza las penas.
Danos vida santa
y recto camino
para que en el cielo
veamos a tu Hijo.
Gloria al Padre Eterno,
Gloria a Jesucristo,
Gloria al Santo Espíritu
y Gloria a los tres.
Amén.
9. MAGNÍFICAT
Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras
grandes por mí:
su Nombre es Santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los
poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos
los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia -como lo había prometido a
nuestros padres- en favor de Abraham y su descendencia por siempre.
Amén.
1. Corona de EXCELENCIA
* Padrenuestro.
* Dios te salve María..
Bienaventurada eres, Virgen María, que llevaste en tu seno al Señor y Creador del mundo:
engendraste al que te formó, permaneciendo siempre virgen.
2. Corona de PODER
* Padrenuestro.
* Dios te salve, María.
Gloria a ti, Reina del universo, condúcenos contigo a la felicidad del Cielo.
Gloria a ti, tesorera de las gracias del Señor: danos participar en los dones de Dios.
3. Corona de BONDAD
* Padrenuestro.
* Dios te salve, María.
Gloria a ti, Refugio de los pecadores: intercede por nosotros ante el Señor.
Gloria a ti, Madre de los hombres: enséñanos a vivir como hijos de Dios.
Gloria a ti, Alegría de los justos: condúcenos contigo a las alegrías del cielo.
Gloria a ti, puestísima ayuda nuestra en la vida y la muerte; llévanos contigo al reino de los
cielos.
OREMOS:
Dios te salve, María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa del Espíritu Santo,
Templo augusto de la Santísima Trinidad.
Dios te salve, María, Señora mía, mi tesoro, mi belleza, Reina de mi corazón, Madre, vida,
dulzura y esperanza mía queridísima, –más aún– mi corazón y mi alma.
Soy todo tuyo, Oh Virgen benditísima, y todo lo mío es tuyo.
More en mí tu alma para engrandecer al Señor, more en mí tu espíritu para regocijarme en
Dios.
Oh Virgen fidelísima, ponte como un sello sobre mi corazón, para que en ti y por ti
permanezca fiel al Señor.
Concédeme, por tu bondad, la gracia de contarme en el número de los que amas,
enseñas, diriges, nutres y proteges como a hijos.
Haz que despreciando por tu amor todos los consuelos terrenos, aspire continuamente a
los bienes celestiales, hasta que por medio del Espíritu Santo, tu Esposo fidelísimo, y de ti,
Esposa suya fidelísima, sea formado en mí Jesucristo, tu Hijo, para gloria del Padre
celestial.
Amén.
TEXTO 18. EL VALOR DEL SACRIFICIO
Todos hemos escuchado de las fuertes mortificaciones que realizaron los grandes santos.
Prolongados ayunos, largas vigilias, duras penitencias. Es particularmente conmovedor el
pasaje de la vida de san Francisco de Asís, en que se revolcaba entre espinas para alejar
la tentación de lujuria[1]. Hoy nos preguntamos: ¿Está bien esto? ¿No debemos cuidar
nuestro cuerpo que es Templo del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 6,19)? ¿Por qué estas
mortificaciones tan extremas?
Para responder estas preguntas, es necesario comprender el valor del alma, de la
salvación, del amor a Dios y medir cuánto estamos dispuestos a dar por estos tesoros. Si
usted tuviera una enfermedad terminal y le dicen que para salvarse de la muerte inminente
debe vender todo lo que tiene para comprar una medicina costosísima; debe, además,
someterse a una rigurosa dieta donde le prohíben todo tipo de alimento delicioso; debe
abstenerse totalmente del deporte del que más gusta y, finalmente, debe renunciar a todo
vicio... ¿qué haría? ¡Seguramente estaría dispuesto a eso y hasta más! La razón es
evidente: la vida tiene un valor tan importante que estaría dispuesto a hacer grandes
sacrificios por cuidarla. Pues bien, el Señor Jesús ha dicho que hay algo más importante
que la propia vida física: ¡la vida eterna! Al punto que, si fuera necesario, deberíamos estar
dispuestos a sacrificar la vida terrena para ganar la eterna: “quien quiera salvar su vida, la
perderá: pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16,25). En este mismo
sentido, el Señor nos manda a no temer a quien pueda matar el cuerpo, sino a quien
pueda “llevar a la perdición el alma” (Mt 10,28). La conclusión es del todo lógica: si es
bueno hacer sacrificios por la salud del cuerpo, es mucho más bueno hacer sacrificios por
la salud del alma. Esta es la razón por la que los santos hacían estos heroicos sacrificios,
no por despreciar el cuerpo, sino por sanar el alma. Pero, ¿por qué mortificar el cuerpo da
salud al alma?
¿Por qué es necesaria la mortificación?[2]
Mortificar significa, literalmente, “dar muerte”, “hacer morir”. Esto no se refiere a dar muerte
al cuerpo -a la materialidad de nuestra dimensión física- sino al pecado y a la inclinación a
este. (cf. Col 3,5). Así, pues, la mortificación es necesaria para la salvación por cuatro
motivos principales: 1- Porque el mismo Cristo la pide. 2- Porque nos sana de las
consecuencias del pecado original. 3- Porque nos sana de las consecuencias de nuestros
pecados actuales (Penitencia). 4- Porque nos asemeja a Cristo crucificado.
Porque el mismo Cristo la pide
“El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt
16,24). Nuestro Señor Jesucristo habló en muchas ocasiones sobre la mortificación. Todo
sufrimiento en su vida fue ofrecido al Padre por la redención de las almas. En el Sermón de
la Montaña, nos enseña la necesidad de la mortificación, es decir de la muerte al pecado y
a sus consecuencias, insistiendo sobre la sublimidad de nuestro fin sobrenatural que
consiste en ser “perfectos como es perfecto vuestro Padre Celestial” (Mt 5,48).
Pero esto exige la mortificación de todo lo que hay en nosotros de vicioso, la mortificación
de los movimientos desordenados de la concupiscencia (cf. Mt 5,28), de la cólera (cf. Mt
5,22), del odio (cf. Mt 5,24), del orgullo (cf. Mt 6,1), de la hipocresía (cf. Mt 6,5).
Estos, entre otra enorme cantidad de textos bíblicos, manifiestan la importancia que el
Señor le dio a la mortificación, al sacrificio, como condición indispensable para seguirle.
¿Alguien dudaría del valor de la mortificación después de ver cómo nuestro divino Salvador
la recomendó incansablemente?
Porque nos sana de las consecuencias del pecado original
“La vida del hombre sobre la tierra es una lucha” (Job 8,1). Esta batalla interior ha sido
descrita en la tradición bíblica y espiritual de la Iglesia como la “lucha entre la carne y el
espíritu”, entre el “hombre viejo y el hombre nuevo” (Ef 4,17-32), “porque el deseo de la
carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre
sí” (Gál 5,17). Esta lucha no es contra la corporeidad que en sí misma que es buena, sino
contra los apetitos desordenados de la carne.
El viejo hombre, tal como nace de Adán, encierra un desequilibrio no pequeño en su
naturaleza herida. Lo vemos claramente si consideramos lo que era el estado de justicia
original, antes del pecado original. Era una armonía perfecta entre Dios y el alma creada
para conocerle, amarle y servirle, y entre el alma y el cuerpo; en tanto el alma guardaba
esa sumisión a Dios, las pasiones de la sensibilidad permanecían también sometidas a la
recta razón iluminada por la fe, y a la voluntad vivificada por la caridad; el cuerpo
participaba por privilegio de esta armonía, y no estaba sujeto ni a la enfermedad, ni a la
muerte.
Esta armonía fue destruida por el pecado original. El primer hombre, por su pecado, como
lo dice el Concilio de Trento, “perdió para sí y para nosotros la santidad y la justicia
original”, y nos transmitió una naturaleza caída, privada de la gracia y herida. Preciso es
reconocer, con Santo Tomás, que venimos al mundo con la voluntad alejada de Dios,
inclinada al mal, débil para el bien, con una razón que fácilmente cae en el error, y la
sensibilidad violentamente inclinada al placer desordenado y a la cólera, fuente de
injusticias de toda clase.
Existe, también el desorden de la concupiscencia, de la inclinación al mal. En lugar de la
triple armonía original entre Dios y el alma, entre el alma y el cuerpo, entre el cuerpo y las
cosas exteriores, nació el triple desorden de que nos habla San Juan cuando escribe (1 Jn
2,16): “Porque todo lo que hay en el mundo, es concupiscencia de la carne,
concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida; lo cual no nace del Padre, sino del
mundo.”
El bautismo nos sanó, indudablemente, del pecado original, aplicándonos los méritos del
Salvador y dándonos la gracia santificante y las virtudes infusas; así, por la virtud de la fe,
nuestra razón fue sobrenaturalmente esclarecida, y, por las virtudes de esperanza y
caridad, nuestra voluntad se volvió hacia Dios; también recibimos las virtudes infusas que
ponen orden en la sensibilidad. No obstante, aún continúa, en los bautizados en estado de
gracia, la debilidad original y las heridas en vías de cicatrización, que a veces hacen sufrir,
y que nos han sido conservadas, dice Santo Tomás, como ocasión de lucha y
merecimientos (cf. Rom 6,6-13).
A este “hombre viejo”, no sólo hay que moderarlo y someterlo; es preciso mortificarlo y
hacerle morir. De lo contrario, nunca conseguiremos el dominio sobre nuestras pasiones, y
siempre seremos esclavos suyos. Y habrá oposición y perpetua guerra entre la naturaleza
y la gracia.
La mortificación nos es, pues, necesaria contra las consecuencias del pecado original, que
continúa existiendo aun en los bautizados, como ocasión de lucha, y hasta de lucha
indispensable para no caer en pecados actuales y personales. No tenemos por qué
arrepentirnos del pecado original que no fue voluntario sino en el primer hombre;
pero debemos esforzamos por hacer desaparecer las pecaminosas consecuencias de ese
pecado, en particular la concupiscencia, que inclina a los demás pecados. Si lo hacemos
así, las heridas, de que antes nos hemos ocupado, se van cicatrizando más y más con el
aumento de la gracia que sana y que, a la vez, nos levanta a una nueva vida. Muy lejos de
destruir la naturaleza, por la práctica de la mortificación, la gracia la restaura, la sana y la
vuelve más dócil en las manos de Dios.
Porque nos sana de las consecuencias de nuestros pecados actuales (Penitencia).
La penitencia es la mortificación que se hace para reparar por nuestros pecados
personales. Es pues cosa clara que la mortificación es para nosotros una necesidad en
razón de las consecuencias de nuestros pecados personales. El pecado actual repetido
engendra vicios. Cuando confesamos nuestras faltas con contrición o atrición suficiente, la
absolución borra el pecado, pero deja en el alma cierta disposición a volver a caer en el
mismo vicio, que es consecuencia del pecado. De modo que aun después del bautismo
queda el fondo de todas las malas pasiones. No hay duda, por ejemplo, que aquel que se
ha dado al vicio del alcoholismo y se confiesa con atrición suficiente, si bien recibe, con el
perdón, la gracia santificante y la virtud infusa de la templanza, conserva, sin embargo, la
inclinación a aquel vicio y, si no huye de las ocasiones, volverá a caer en él.
Por ese espíritu de penitencia hemos de mortificarnos para expiar los pecados pasados y
ya perdonados, y evitarlos en lo venidero. La virtud de penitencia, en efecto, no sólo tiene
por fin detestar el pecado, que es ofensa de Dios, sino también la reparación; y, para esto,
no basta dejar de pecar; es también necesaria la satisfacción ofrecida a la justicia divina,
ya que todo pecado merece una pena o castigo, de la misma manera que cualquier acto
inspirado por la caridad es acreedor a la recompensa. Por este motivo, cuando se nos da
la absolución sacramental, que borra el pecado, se nos impone a la vez la penitencia o
satisfacción, para que así obtengamos la remisión de la pena temporal que aún nos
quedaría por pagar. Esta satisfacción es parte del sacramento de la penitencia por el cual
se nos aplican los méritos del Salvador; y contribuye así a devolvernos la gracia o a
aumentárnosla.
Así queda saldada, en parte al menos, la deuda contraída por el pecador con la divina
justicia. Para conseguir tal efecto, debe ese pecador aceptar con resignación las
penalidades de la vida; y si esta paciencia y resignación no son suficientes para purificarlo
del todo, deberá pasar por el purgatorio, pues nadie entra en el cielo sin antes haberse
purgado totalmente. El dogma del purgatorio es, de esta manera, una confirmación de la
necesidad de la mortificación, al enseñarnos que toda deuda ha de quedar cancelada, ya
por los méritos en esta vida, o bien por el fuego purificador en la otra.
Un arrepentimiento lleno de amor borraría la falta y la pena, como las dichosas lágrimas
que Jesús bendijo cuando dijo: “Le han sido perdonados muchos pecados, porque amó
mucho” (Lc 7,47). Si, pues, la penitencia es necesaria a todos los cristianos, ¿cómo será
posible negar la necesidad de la mortificación? Eso equivaldría a desconocer en absoluto
la gravedad del pecado y sus consecuencias. Los que hablan contra la mortificación llegan
poco a poco a beber la iniquidad como se bebe un vaso de agua; luego llaman
imperfección a lo que con frecuencia es un verdadero pecado venial, y humana debilidad al
pecado mortal.
Tampoco hemos de pasar por alto que tenemos que luchar contra el espíritu del mundo y
contra el demonio, según las palabras de San Pablo (cf. Ef 6,10-20). Para resistir a las
tentaciones del enemigo, que primero nos inclina a faltas ligeras para llevarnos después a
otras más graves, Nuestro Señor mismo nos ha exhortado a recurrir a la oración, al ayuno
y a la limosna. Así la tentación se convertirá en ocasión de actos meritorios de fe,
esperanza y amor de Dios.
Porque nos asemeja a Cristo crucificado[3]
Otro de los motivos por el cual nos es necesaria la mortificación, es la necesidad de imitar
a Jesús crucificado. La santificación consiste en un proceso cada vez más intenso de
incorporación a Cristo. Se trata de una verdadera cristificación, a la que debe llegar todo
cristiano bajo pena de no alcanzar la santidad. El santo es, en fin de cuentas, una
reproducción de Cristo, otro Cristo, con todas sus consecuencias. Ahora bien; el camino
para unirnos y transformarnos en Él nos lo dejó trazado el mismo Cristo con caracteres
inequívocos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo y tome su cruz y
sígame” (Mt 16,24). No hay otro camino posible: es preciso abrazarse del dolor, cargar la
propia cruz y seguir a Cristo hasta la cumbre del Calvario; no para contemplar cómo le
crucifican a Él, sino para dejarse crucificar al lado suyo. Un santo muy ingenioso pudo
establecer la siguiente ecuación, que juzgamos exactísima: santificar, igual a cristificar;
cristificar, igual a sacrificar. La comodidad moderna y el amor propio humillado ante la
propia cobardía podrán lanzar nuevas fórmulas e inventar sistemas de santificación
cómodos fáciles, pero todos ellos están inexorablemente condenados al fracaso. No hay
más santificación posible que la crucifixión con Cristo. De hecho, todos los santos están
ensangrentados. Y San Juan de la Cruz estaba tan convencido de ello, que llegó a escribir
estas terminantes palabras: “si en algún tiempo, hermano mío, le persuadiere alguno, sea
o no prelado, doctrina de anchura y más alivio, no le crea ni abrace aunque se la confirme
con milagros, sino penitencia y más penitencia y desasimiento de todas las cosas. Y
jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz.”
San Pablo añade que padecemos con Él para ser glorificados con Él (cf. Rom 8,12-18). En
este sentido la mortificación tiene su raíz profunda en el bautismo en el que somos
introducidos en la muerte de Cristo para resucitar con él (Rom 6,1-14). El Apóstol de los
Gentiles vivió profundamente lo que enseñó, por eso pudo escribir: “Mas este tesoro lo
llevamos en vasos de barro, para que se reconozca que la grandeza del poder (del
Evangelio) es de Dios, y no nuestra. Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones,
pero no por eso perdemos el ánimo; nos hallamos en graves apuros, mas no
desesperamos; somos perseguidos, mas no abandonados (por Dios); abatidos, mas no
enteramente perdidos. Traemos siempre en nuestro cuerpo por todas partes la
mortificación de Jesús, a fin de que la vida de Jesús se manifieste también en nuestros
cuerpos... Así es que la muerte imprime sus efectos en nosotros, más en vosotros la
vida.” (2 Cor 4,7-10) Y narra otra suerte de luchas en (1 Cor 4,9). Los mismos apóstoles
después de ser azotados por amor a Cristo salieron “muy gozosos, porque habían sido
hallados dignos de sufrir aquel ultraje (los azotes) por el nombre de Jesús.” (Hch 5,41). Los
santos verdaderamente llevaron sus cruces y fueron así formados a imagen de Jesús
crucificado, para continuar la obra de la Redención con los mismos medios que empleara
el Redentor.
«El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate
espiritual (cf. 2 Tim 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que
conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas» (Catecismo,
2015).
Práctica de la mortificación[4]
La mortificación debe practicarse con prudencia y discreción. Debe ser proporcionada a las
fuerzas físicas[5] y morales[6] de cada cual, y al cumplimiento de las obligaciones de
nuestro propio estado[7]. Es importante mortificar todos los sentidos:
El tacto, no dándole todos los placeres que pide. Cuidándonos principalmente de los malos
deleites. Pero también se ha de renunciar a los deleites peligrosos, para no exponerse al
pecado; y aún hemos de abstenernos de algunos placeres lícitos para asegurar el imperio
de la voluntad sobre los sentidos.
Los ojos, rechazando definitivamente el ver cosas deshonestas, evitando ver cosas
peligrosas y ofreciendo alegremente el sacrificio de no ver cosas superficiales.
El oído, dejando la vana curiosidad de querer oírlo todo y huyendo de las conversaciones
deshonestas.
El olfato, soportando pacientemente olores desagradables y no teniendo inclinación
desordenada a perfumes y olores agradables.
El gusto, imponiéndose gustosamente sacrificios respecto a la comida: “si has terminado
de comer y no hiciste ningún pequeño sacrificio… ¡Comiste como un pagano!”. El ayuno,
ocupa el lugar privilegiado en cuanto a la mortificación del gusto.
El ayuno[8]
Llamamos ‘ayuno’ a la privación voluntaria de comida durante algún tiempo por motivo
religioso, como acto de culto ante Dios.
Era el ayuno, en la Antigua Ley, una de las grandes obras expiatorias (cf. Lv 16,29.31). En
la Ley Nueva, el ayuno es una práctica de dolor y de penitencia; por eso los apóstoles no
ayunan mientras el Esposo está con ellos, sino que ayunarán cuando no esté (cf. Mt 9,14-
15). Nuestro Señor, para pagar por nuestros pecados, ayunó cuarenta días y cuarenta
noches (cf. Mt 4,1-12), y dijo a sus Apóstoles que hay algunos demonios que no pueden
arrojarse sino con la oración y el ayuno (cf. Mt 17,20).
Fiel a esas enseñanzas, ha instituido la Iglesia el ayuno de la Cuaresma, de las vigilias y
de las temporadas para que los fieles puedan expiar sus pecados. Muchos de esos
proceden directa o indirectamente de la afición a los placeres sensibles, de exceso en el
comer o en el beber, y no hay mejor manera de repáralos que privarse del alimento, lo cual
ataca la raíz del mal, porque mortifica el amor a los placeres de la carne.
Esta es la razón de que los santos hayan practicado tan frecuentes ayunos, aún fuera de
los tiempos señalados por la Iglesia; los cristianos fervorosos los imitan, o, por lo menos,
procuran guardar en parte el ayuno propiamente dicho privándose de algún alimento en
cada una de las comidas para ir matando así la sensualidad.
Pero no sólo nuestro Señor Jesucristo y la Iglesia recomiendan vivamente el ayuno;
también nuestra Señora, en sus apariciones ha pedido insistentemente el ayuno.
El ayuno es importante porque nos ayuda:
A vencer las tentaciones de lujuria, pues los placeres de la mesa preparan los de la carne;
la gula es la antesala de la lujuria. Por esta razón hay que mortificar el sentido del gusto.
A solidarizarnos con el que sufre el hambre por la injusticia social; por esta razón el ayuno
debe movernos a ejercer la caridad con el pobre.
A tener hambre de Cristo, recordando que “no sólo de pan vive el hombre, sino de toda
palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4).
A entender la fragilidad humana, dándonos cuenta de la absoluta dependencia que
tenemos del alimento. Esto nos muestra lo limitados que somos y da una bofetada a
nuestra orgullosa locura que cree no necesitar de nada.
¿Cómo se hace el ayuno?[9]
El ayuno, que ha de guardarse el miércoles de ceniza y el Viernes Santo. Consiste en no
comer sino una sola comida al día; pero no se prohíbe tomar algo de alimento en la
mañana y en la noche, guardando las legítimas costumbres respecto a la cantidad y
calidad de los alimentos. Se recomienda pan y agua. Deben ayunar los católicos entre los
18 y 59 años.
La abstinencia consiste en no comer carne. Son días de abstinencia y ayuno: miércoles de
Ceniza y Viernes Santo. La abstinencia obliga a partir de los 14 años.
PRÁCTICA
Hacer ayuno el viernes próximo, de la siguiente manera: medio desayuno, almuerzo
completo y media cena. Entre comidas sólo agua. Ofrecerlo en reparación por los propios
pecados.
TEXTO 19. OBEDIENTE HASTA LA MUERTE
A la susceptibilidad del hombre actual, la sola palabra ‘obediencia’ le estremece y le
genera repulsa. El hombre, al dar la espalda a Dios y erigirse a sí mismo como tal,
considera que la manera de obrar se debe ajustar, exclusivamente, al propio criterio,
fundamentado por lo general en el capricho, en la sensibilidad, o en su confundido
entendimiento afectado por el error. Aparecen, así, frases como: “a mí no me manda
nadie”, “yo me mando a mí mismo”, “si obedece, se la montan”, etc.
El valor de la obediencia se entiende cuando se contrasta con su opuesto, la
desobediencia, y se observan las terribles consecuencias de esta:
Por desobedecer, algunos ángeles se convirtieron en demonios: «La Escritura habla de un
pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta “caída” consiste en la elección libre de estos
espíritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino.
Encontramos un reflejo de esta rebelión en las palabras del tentador a nuestros primeros
padres: “Seréis como dioses” (Gén 3,5). El diablo es “pecador desde el principio” (1 Jn
3,8), “padre de la mentira” (Jn 8,44).» (Catecismo, 392).
Por desobedecer, nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso: «El hombre,
tentado por el diablo, dejó morir en su corazón la confianza hacia su creador (cf. Gén 3,1-
11) y, abusando de su libertad, desobedeció al mandamiento de Dios. En esto consistió el
primer pecado del hombre (cf. Rom 5,19). En adelante, todo pecado será
una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad.» (Catecismo, 397).
La desobediencia de nuestros primeros padres tuvo que ser reparada de la manera más
atroz: ¡con la muerte del Hijo de Dios en la cruz! “En efecto, así como por la desobediencia
de un hombre todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno
todos serán constituidos justos” (Rom 5,19). Así, Cristo “se rebajó a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz” (Fil 2,8).
¡Cuán terribles son las consecuencias de la desobediencia! Convirtió bellos ángeles en
demonios, expulsó a Adán y Eva del jardín más bello y “obligó” al Hijo de Dios a morir en la
cruz para reparar por ella.
¿Qué es la obediencia?
La obediencia es una virtud moral sobrenatural que nos inclina a someter nuestra voluntad
a la de los superiores legítimos en cuanto son representantes de Dios.[1]
Al ver que el hombre no se bastaba a sí mismo para su desarrollo físico, intelectual y
moral, quiso Dios que viviera en sociedad. Pero la sociedad no puede subsistir sin una
autoridad que coordine todos los esfuerzos de sus miembros hacia el bien común; Dios
quiere, pues, que haya una sociedad jerárquica, con superiores legítimos a quienes
corresponde el mandar, y súbditos a quienes toca obedecer.
El fundamento de la obediencia es la autoridad del superior recibida directa o
indirectamente de Dios. En realidad es a Dios a quien se obedece en la persona del
legítimo superior ya que toda potestad viene de Dios (cf. Rom 13,1). Por eso añade san
Pablo que quien resiste a la autoridad, resiste al mismo Dios (cf. Rom 13,2). La obediencia
es una virtud de enorme importancia, veamos: con la virtud de la pobreza se sacrifican los
bienes exteriores; con la virtud de la castidad se sacrifican los bienes corporales. Pero con
la virtud de la obediencia se ofrece a Dios el holocausto de la propia voluntad.[2]
¿Quiénes son los legítimos superiores?
Aquellos que fueron puestos por Dios al frente de las diversas sociedades.
En el orden natural podemos distinguir tres clases:
La familia, al frente de la cual están los padres, y especialmente el cabeza de familia.
La sociedad civil, que gobiernan los poseedores legítimos de la autoridad según los
sistemas admitidos en las diversas naciones. Son los presidentes, alcaldes, policías,
guardas de tránsito, etc.
La sociedad profesional, en la que hay patrones y empleados, cuyos respectivos derechos
y deberes se hallan determinados por el contrato de trabajo.
En el orden sobrenatural los superiores jerárquicos son:
El Santo Padre, cuya autoridad es suprema e inmediata en la Iglesia universal.
Los Obispos, que tienen jurisdicción en sus diócesis respectivas, y, bajo su autoridad,
los curas y vicarios, cada uno dentro de los límites que señala el Código de Derecho
Canónico.
Además hay dentro de la Iglesia comunidades particulares con reglas, estatutos y
constituciones aprobadas por el Sumo Pontífice o por los Obispos, y que
tienen superiores nombrados según sus Constituciones, estatutos o reglas; también son
legítimas autoridades. Por consiguiente, todo el que entra a una comunidad, se obliga, por
ende, a guardar las reglas y a obedecer a los superiores en lo que manden dentro de los
límites definidos por la regla.
Límites en el ejercicio de la autoridad[3]
Es famosa la frase que dice: “el que obedece no se equivoca… se equivoca el que
ordena”. Esta frase es cierta, siempre y cuando, quien ejerza la autoridad no se extralimite
en sus funciones. Hay, entonces, algunos límites a la hora de obedecer:
Cuando se ordena algo que sea pecado: Es evidente que no se debe ni se puede
obedecer a un superior que mande alguna cosa contraria a las leyes divinas o
eclesiásticas; habría que decirle aquello de san Pedro: “Antes se ha de obedecer a Dios
que a los hombres” (Hch 5,29). Esta frase es liberadora, pues asegura la libertad cristiana
contra toda tiranía. Así enseñaba san Francisco de Sales: “como los superiores no pueden
mandar cosa en contrario (a la ley de Dios), tampoco los inferiores tienen obligación alguna
de obedecer en ese caso, y si obedecieren, pecarían”[4].
Cuando se manda algo, en la práctica, imposible: Quien claramente no puede realizar lo
que se le solicita, no está obligado a hacerlo. Nótese que se dice que sea imposible “en la
práctica”, pues aunque nuestras fuerzas físicas o morales, estrictamente hablando, puedan
lograr lo que se está mandando, puede suceder que es prácticamente imposible. Así, por
ejemplo, si un director espiritual le ordenara a un hombre casado, con trabajo y demás
ocupaciones propias de su estado, que rezara todos los días diez veces el rosario, aunque
física y moralmente pudiese llegarlo a hacer sacrificando cosas de su estado propio, se
consideraría que en la práctica es imposible y no estaría obligado a obedecer. No obstante,
en caso de duda hemos de presumir que tiene razón el superior.
Cuando el superior ordena algo más allá de sus atribuciones: por ejemplo, cuando un
padre se opone a la vocación maduramente considerada de su hijo, traspasa sus deberes,
y no hay obligación de obedecerle. Lo mismo ha de decirse del superior de una comunidad
que ordenare cosa más allá de lo que le permiten las constituciones, estatutos y reglas,
habiendo estas determinado sabiamente los límites de su autoridad.
Grados de la obediencia[5]
Obediencia de principiante: Se aplican antes que a otra cosa a guardar fielmente los
mandamientos de Dios y de la iglesia; y a someterse por lo menos exteriormente a las
órdenes de los superiores legítimos con diligencia puntualidad y espíritu sobrenatural.
Obediencia de adelantado: No se contentan con obedecer exteriormente si no que
interiormente someten su voluntad aun en las cosas trabajosas contrarias a su manera de
ser; y lo hacen de corazón sin quejarse, buscando poder asemejasen más perfectamente a
Jesús y a María que son su modelo.
Obediencia perfecta: Es aquella obediencia que somete su juicio al del superior sin pararse
a examinar las razones por las que las mandaron, siempre y cuando no se extralimite en el
ejercicio de su autoridad.
Cualidades de la obediencia[6]
La obediencia, para ser perfecta, debe vivirse con mirada sobrenatural, en todo tiempo y
todo lugar e integralmente.
Con mirada sobrenatural: Quiere decir que debemos ver a Dios mismo, a Jesucristo, en
nuestros superiores, porque no tiene autoridad sino de Él.
En todo tiempo y en todo lugar: En cuanto que debemos obedecer todas las órdenes de
nuestro superior legítimo, siempre que mande legítimamente. De esta manera, como dice
San Francisco de sales, la obediencia “se somete amorosamente a todo lo que se le
mande con entera sencillez sin mirar jamás si lo que se le manda está bien o mal
mandado, con tal que quien la manda tenga potestad de mandar, y sirva lo mandado para
unirnos con Dios”
Integralmente: Significa que la obediencia debe ser puntual, sin restricción, constante y
alegre.
Puntual: porque el amor, que es el que mueve la obediencia perfecta, nos hace obedecer
prontamente. Lo mismo dice San Bernardo: “el verdadero obediente no sabe de dilaciones,
tiene horror a dejarlo para mañana; no entiende de demoras; se adelanta al mandamiento:
está con los ojos fijos, el oído atento, la lengua pronta a hablar, las manos dispuestas a
obrar, los pies prontos a correr; está enteramente recogido para entender enseguida lo que
se le manda.”
Sin restricción: porque andar eligiendo obedecer en unas cosas sí y en otras no, es perder
el mérito de la obediencia, y dar a entender que nos sometemos en lo que nos agrada es
mostrar que no es sobrenatural nuestra obediencia.
Constante: en esto está uno de los mayores méritos de la obediencia; porque hacer con
gozo una cosa por una sola vez que se nos manda, o cuando nos conviene, cuesta muy
poco: pero cuando te dicen; harás siempre esto mismo mientras vivas, en eso está la
virtud, en eso la dificultad.
Alegre: si no se inspira en el amor, es difícil que la obediencia sea alegre en lo penoso. No
hay trabajo para el que ama, porque no piensa en lo que padece, sino en aquel por quien
padece.
Falsificaciones de la obediencia[7]
Sin llegar a los excesos de la franca y formal desobediencia, que es el pecado
diametralmente opuesto a la obediencia, ¡cuántos modos y maneras ha de falsificar o
deformar esta virtud, tan contraria al instinto de natural rebeldía propio del espíritu humano!
He aquí algunas de sus principales manifestaciones:
Obediencia rutinaria: puro automatismo, sin espíritu interior como el reloj, que da las horas
puntualmente, pero ignorando que las da…
Obediencia sabia: siempre con el Código Canónico o la regla en la mano para saber hasta
dónde está obligado a obedecer o dónde empieza “a excederse” el superior. ¡Qué
mezquindad!
Obediencia crítica: “El superior es superior… ¡no faltaba más!, pero eso no impide que sea
poco simpático, riguroso, frágil, impulsivo, sin pizca de tacto; que le falte a menudo
cordura, prudencia, oportunidad y caridad”. Se le obedece al mismo tiempo que se le
despelleja…
Obediencia momificada: no se tiene ocasión de practicarla, porque el superior no se atreve
a mandar o porque el súbito se substrae habilidosamente de tener que obedecer…
Obediencia seudomística: desobedece al superior bajo el pretexto de obedecer al Espíritu
Santo. ¡Pura ilusión!
Obediencia paradójica: es la que pretende obedecer haciendo su propia voluntad, o sea
imponiéndosela al superior.
Obediencia farisaica: que entrega una voluntad vencida, pero no sumisa… cobardía e
hipocresía al mismo tiempo.
Espíritu de oposición: grupos, bandos, partidos “de oposición” a cuanto ordene o disponga
el superior. Espíritu verdaderamente satánico, que siembra la división y la discordia…
Obediencia egoísta: inspirada en motivos interesados para atraerse la simpatía del
superior y obtener de él cargos o mandatos que cuadren con sus gustos o aficiones.
Obediencia murmuradora: que acepta de mala gana la orden de un superior y murmura
interiormente… y a veces exteriormente, con escándalo de los demás y daño manifiesto al
bien común…
Sabotaje y falta de perfección: al ejecutar la orden. “Barrer consistirá en cambiar el polvo
de sitio, y hacer meditación, en dormitar dulcemente”.
Obediencia perezosa: “no tuve tiempo... estaba ocupado… no pensaba que fuese tan
urgente… iba a hacerlo ahora”. Hay que mandarle doce veces cada cosa y termina
haciéndola mal.
PRÁCTICA
Obedecer estrictamente a toda autoridad a la que estoy sometido: padres, profesores,
patrones, normas civiles y de tránsito, etc.
PRÁCTICA
Visitar un santuario mariano y llevarle flores a la Virgen.
TEXTO 21. MARÍA ES EL MEJOR CAMINO PARA IR A JESÚS
Empezaremos diciendo con San Luis María Grignon de Montfort que esta devoción es
camino fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la unión con Dios, en la cual consiste la
perfección cristiana.[1]
María es camino fácil
Es el camino abierto por Jesucristo al venir a nosotros y en el que no hay obstáculo para
llegar a Él. Ciertamente se puede llegar a Jesucristo por otros caminos; pero en ellos se
encuentran cruces más numerosas, muertes extrañas y dificultades apenas superables;
sería necesario pasar noches oscuras, terribles agonías, escarpadas montañas, punzantes
espinas y espantosos desiertos. Pero, por el camino de María se avanza más suave y
tranquilamente. Claro que también encontramos rudos combates y grandes dificultades por
superar. Pero esta bondadosa Madre y Señora se hace tan cercana y presente a sus fieles
servidores, para iluminarlos en sus tinieblas, esclarecerlos en sus dudas, fortalecerlos en
sus temores, sostenerlos en sus combates y dificultades, que en verdad este camino
virginal para encontrar a Jesucristo, resulta de rosas y mieles comparados con los demás.
Ha habido santos, pero en corto número -como San Efrén, San Juan Damasceno, San
Bernardo, San Bernardino, San Buenaventura, San Francisco de Sales, etc- que han
transitado por este camino suave para ir a Jesucristo, porque el Espíritu Santo, Esposo fiel
de María, se lo ha enseñado por gracia especialísima. Pero los demás santos, que son la
mayoría, aunque hayan tenido todos devoción a la Santísima Virgen, no han entrado o sólo
muy poco en este camino. Es por ello que tuvieron que pasar por pruebas más rudas y
peligrosas.
¿De dónde procederá -me preguntará algún fiel servidor de María-, que los fieles
servidores de esta bondadosa Madre encuentran tantas ocasiones de padecer y aún más
que aquellos que no le son tan devotos? Los contradicen, persiguen, calumnian y nadie los
puede tolerar... o caminan entre tinieblas interiores o por desiertos donde no se da la
menor gota de rocío del Cielo. Si esta devoción a la Santísima Virgen facilita el camino
para llegar a Jesucristo, ¿por qué sus devotos son los más crucificados?
Le respondo que, ciertamente, siendo los más fieles servidores de la Santísima Virgen, sus
preferidos, reciben de Ella los mayores favores y gracias del cielo que son las cruces. Pero
sostengo que los servidores de María llevan estas cruces con mayor facilidad, mérito y
gloria; que lo que mil veces detendría a otros o los haría caer, a ellos no los detiene nunca,
sino que los hace avanzar. Porque esta bondadosa Madre, plenamente llena de gracia y
unción del Espíritu Santo, endulza todas las cruces que les prepara, con el azúcar de su
dulzura maternal y con la unción del amor puro, de modo que ellos las consumen
alegremente como nueces confitadas, aunque en sí sean muy amargas. Y creo que una
persona que quiere ser devota y vivir piadosamente en Jesucristo y, por consiguiente,
padecer persecución y cargar todos los días con su cruz, no llevará jamás grandes cruces
o no las llevará con alegría hasta el fin, si no profesa tierna devoción a la Virgen María, que
es la dulzura de las cruces.
María es camino corto
Esta devoción a la Santísima Virgen es camino corto para encontrar a Jesucristo. Sea
porque en él nadie se extravía, sea porque -como acabo de decir- se avanza por él con
mayor gusto y facilidad y, por consiguiente con mayor rapidez.
Se adelanta más en poco tiempo de sumisión y obediencia a María que en años enteros de
hacer nuestra propia voluntad y apoyarnos en nosotros mismos. Porque el hombre
obediente y sumiso a María cantará victorias señaladas sobre todos sus enemigos. Estos,
ciertamente, querrán impedirle que avance, hacerle retroceder o caer, pero -con el apoyo,
auxilio y dirección de María- sin caer, retroceder, ni detenerse avanzará a pasos
agigantados hacia Jesucristo, por el mismo camino por el cual está escrito que Jesús vino
a nosotros a pasos de gigante y en corto tiempo.
¿Cuál crees sea el motivo de que Jesucristo haya vivido tan poco tiempo sobre la tierra y
que haya pasado casi todos esos años en sumisión y obediencia a su Madre? Es este:
Que no obstante la brevedad de su carrera mortal, vivió largos años, inclusive muchos más
que Adán -cuyas pérdidas vino a reparar-, aunque éste haya vivido más de novecientos
años. Largo tiempo vivió Jesucristo porque vivió en sumisión y unión a su Madre
Santísima, por obediencia al Padre, pues:
El que honra a su madre -dice el Espíritu Santo- es como el que atesora. Es decir, el que
honra a María, hasta someterse a Ella y obedecerle en todo, pronto se hará muy rico, pues
cada día acumula riquezas por el secreto de esta piedra filosofal. Según la interpretación
espiritual de las siguientes palabras del Espíritu Santo: “Mi vejez se encuentra en la
misericordia del seno”, en el seno de María -la que rodeó y engendró a un varón perfecto y
pudo contener a Aquel a quien no puede abrazar ni contener todo el universo- los jóvenes
se convierten en ancianos por la experiencia, luz, santidad y sabiduría y llegan en pocos
años a la plenitud de la edad en Jesucristo.
María es camino perfecto
Esta devoción a la Santísima Virgen es camino perfecto para ir a Jesucristo y unirse con
Él; porque María es la más perfecta y santa de las puras criaturas y Jesucristo, que ha
venido a nosotros de la manera más perfecta, no tomó otro camino para viaje tan
importante y admirable que María. El Altísimo, el Incomprensible, el Inaccesible, EL QUE
ES ha querido venir a nosotros, gusanillos de la tierra y que no somos nada ¿Cómo
sucedió esto?
Ábranme un camino para ir a Jesucristo, embaldosado con todos los méritos de los
bienaventurados, adornado con todas sus virtudes heroicas, iluminado y embellecido con
todos los esplendores y bellezas de los ángeles y en el que se presenten todos los ángeles
y santos para guiar, defender y sostener a quienes quieran andar por él... afirmo con
osadía y con toda verdad que antes que tomar camino tan perfecto, prefiero seguir el
camino inmaculado de María..., senda o camino sin mancha ni fealdad, sin pecado original
ni actual, sin sombras ni tinieblas. Y si mi amable Jesús viene otra vez al mundo para
reinar en él -como ciertamente sucederá-, no escogerá para este viaje otro camino que el
de María, por quien vino la primera vez con tanta seguridad y perfección.
La diferencia entre una y otra venida está en que la primera fue secreta y escondida,
mientras que la segunda será gloriosa y fulgurante. Pero ambas son perfectas, porque
ambas se realizan por María. ¡Ay! ¡Este es un misterio que aún no se comprende!
“¡Enmudezca aquí toda lengua!”.
María es camino seguro
Esta devoción a la Santísima Virgen es camino seguro para ir a Jesucristo y alcanzar la
perfección, uniéndonos a Él:
Porque esta práctica que estoy enseñando no es nueva. Es tan antigua que no se puede
señalar con precisión sus comienzos -como dice un libro que escribió sobre esta devoción
el Sr. Boudon, muerto en olor de santidad-. Es cierto, sin embargo, que se hallan vestigios
de ella en la Iglesia hace más de 700 años.
San Odilón, abad de Cluny -vivió hacia el año 1040- fue uno de los primeros en practicarla
en Francia, como se consigna en su biografía.
El cardenal San Pedro Damiano relata que en el año 1076 su hermano, el Beato Martín, se
hizo esclavo de la Santísima Virgen, en presencia de su director espiritual.
Los RR.PP. Jesuitas, siempre celosos en el servicio de la Santísima Virgen, presentaron
en nombre de los Congregantes de Colonia una corta obra sobre la santa esclavitud al
duque Fernando de Baviera -arzobispo entonces de Colonia-. Este lo aprobó y permitió
imprimirlo y exhortó a todos los párrocos y religiosos de su diócesis a difundir, en la medida
de lo posible, esta sólida devoción.
Consta que esta devoción no es nueva. Y si no es practicada por todo el mundo, se debe a
que es demasiado preciosa para ser saboreada y vivida por toda clase de personas.
Porque esta devoción es un medio seguro para ir a Jesucristo. Efectivamente, lo propio de
la Santísima Virgen es conducirnos con toda seguridad a Jesucristo, así como lo propio de
Jesucristo es llevarnos al Padre con seguridad. Que no se engañen las personas
espirituales creyendo falsamente que María les impida llegar a la unión con Dios. Porque,
¿será posible que la que halló gracia delante de Dios para todo el mundo en general y para
cada uno en particular, estorbe a las almas alcanzar la inestimable gracia de la unión con
Jesucristo? ¿Será posible que la que fue total y sobreabundantemente llena de gracia y tan
unida y transformada en Dios que lo obligó a encarnarse en Ella, impida al alma vivir unida
a Dios? Ciertamente que la vista de las otras criaturas, aunque santas, podrá en ocasiones
retardar la unión divina, pero no María. ¡No me cansaré de repetirlo!
Donde está María no puede estar el espíritu maligno. Precisamente una de las señales de
que somos guiados por el buen espíritu, es el de ser muy devotos de la Santísima Virgen,
pensar y hablar frecuentemente de Ella. Así piensa San Germán, quien añade que así
como la respiración es señal cierta de que el cuerpo no está muerto, del mismo modo el
pensar con frecuencia en María e invocarla amorosamente es señal cierta de que el alma
no está muerta por el pecado.
Siendo así, que -según dicen la Iglesia y el Espíritu Santo que la dirige- María sola, ha
dado muerte a todas las herejías, y por más que los críticos murmuren, jamás un fiel
devoto de María caerá en herejía o ilusión, al menos formales. Que los cristianos, entren
pues, por este camino fácil a causa de la plenitud de la gracia y unción del Espíritu Santo
que llena: nadie se cansa ni retrocede, si camina por él. Es camino corto, que en breve nos
lleva a Jesucristo. Es camino perfecto, sin lodo, ni polvo, ni fealdad de pecado. Es,
finalmente, camino seguro, que de manera directa y segura, sin desviarnos a la derecha ni
a la izquierda, nos conduce a Jesucristo a la vida eterna.
PRÁCTICA
Hacer un altar a la Virgen en mi habitación, con una imagen bonita de la advocación que
más me guste, mantel, flores, velas, etc.
[1] Lección tomada del Tratado de la Verdadera Devoción, nn. 152-168.
TEXTO 22. FALSAS DEVOCIONES A LA VIRGEN
San Luis de Montfort expone las falsas devociones a la Virgen en su Tratado de la
Verdadera Devoción, en los numerales del 90 al 104. Copiamos el texto exacto:
Hoy más que nunca, nos encontramos con falsas devociones que fácilmente podrían
tomarse por verdaderas. El demonio, como falso acuñador de moneda y ladrón astuto y
experimentado, ha engañado y hecho caer ya a muchas almas por medio de falsas
devociones a la Santísima Virgen y cada día utiliza su experiencia diabólica para engañar a
muchas otras, entreteniéndolas y adormeciéndolas en el pecado, bajo el pretexto de
algunas oraciones mal recitadas y de algunas prácticas exteriores inspiradas por él.
Como un falsificador de moneda no falsifica ordinariamente sino el oro y la plata y muy rara
vez los otros metales -porque no valen la pena-, así el espíritu maligno no falsifica las otras
devociones tanto, como las de Jesús y María: la devoción a la Sagrada Comunión y la
devoción a la Virgen, porque son entre las devociones, lo que el oro y la plata entre los
metales.
Es por ello, importantísimo:
Conocer las falsas devociones para evitarlas y las verdaderas para abrazarlas.
Conocer cuál es, entre las diferentes formas de devoción verdadera a la Santísima Virgen,
la más perfecta, la más agradable a María, la más gloriosa para el Señor y la más eficaz
para nuestra santificación, a fin de optar por ella.
Hay, a mi parecer, siete clases de falsos devotos y falsas devociones a la Santísima
Virgen, a saber:
1. Los devotos críticos.
2. Los devotos escrupulosos.
3. Los devotos exteriores.
4. Los devotos presuntuosos.
5. Los devotos inconstantes.
6. Los devotos hipócritas.
7. Los devotos interesados.
PRÁCTICA
Comprar 10 camándulas o medallitas de la Virgen y regalarlas a diferentes personas -en el
bus, la universidad, el trabajo- en el transcurso de la semana.
[1] Tratado de la Verdadera Devoción, nn.105-114
[2] Ibíd., nn. 213-225.
PRÁCTICA
Comprar una pequeña imagen de la Virgen y llevarla durante toda la semana conmigo, a
todos lados, sin dejarla un solo instante. Esto me ayudará a recordar la presencia de la
Virgen en todo momento y a mantenerme unido a Ella. Esto se debe hacer con prudencia
para no ir a generar escándalo.
TEXTO 26. MARÍA EN LAS ESCRITURAS
Hoy día, hay personas que se empecinan en argumentar un silencio casi total de las
Sagradas Escrituras respecto a la Santísima Virgen María; y más allá, vemos cómo
descaradamente manipulan los pocos textos bíblicos que admiten como “marianos”, para
gritar con un odio casi demoníaco: “¡Jesús despreció a María! ¡Jesús nunca le dio
importancia a su Madre!, ¡María no es tan importante como se ha creído hasta ahora! etc”.
Por otro lado, vemos a otros que, movidos por un celo excesivo, quieren ver a la Santísima
Virgen en todos los pasajes bíblicos, y algunas veces acomodan a María, textos, sobre
todo del Antiguo Testamento, que evidentemente no se refieren a ella, pues contienen
elementos de infidelidad, como veremos más adelante.
Así pues, la verdadera devoción mariana debe ser bíblica pero equilibrada y de acuerdo a
aquellas palabras que el Papa Pablo VI nos escribe en su carta Marialis Cultus:
“La necesidad de una impronta bíblica en toda forma de culto es sentida hoy día como un
postulado general de la piedad cristiana. El progreso de los estudios bíblicos, la creciente
difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la tradición y la moción íntima
del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia
como del libro fundamental de oración y a buscar en ella inspiración genuina y modelos
insuperables. El culto a la Santísima Virgen no puede quedar fuera de esta dirección
tomada por la piedad cristiana; al contrario debe inspirarse particularmente en ella para
lograr nuevo vigor y ayuda segura.
La Biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la salvación de los
hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador, y contiene además, desde el
Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a Aquella que fue Madre y Asociada
del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bíblica se limitase a un diligente uso de
textos y símbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más;
requiere, en efecto, que de la Biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de
oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el culto a la
Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo
tiempo que los fieles veneran la Sede de la Sabiduría sean también iluminados por la luz
de la palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabiduría
encarnada.”[1] Veamos, pues, a María en las Escrituras:
MARÍA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO
Génesis 3, 15
“Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje; ella te pisará la cabeza,
mientras tú acechas su calcañar”.
Con esta primera profecía, comienza la historia de la salvación. El hombre tentado por el
maligno ha optado por la desobediencia al Dios que lo ha creado. El mal, la muerte y la
enfermedad han entrado al mundo por la desobediencia de la mujer y de su esposo. Se ha
cerrado el Paraíso. Para el hombre alejado de su creador comienza el caminar “por el valle
de lágrimas”. Dentro de este contexto tan sombrío, surge la profecía, la primera palabra de
un Dios que es, en su esencia, amor. En esta profecía -repito, la primera-, está involucrada
por primera vez y en forma misteriosa “la mujer” que estará en perenne lucha contra el
enemigo del hombre y sus huestes, y con ella la gran promesa: Su linaje o descendencia
derrotará a la serpiente antigua, pisándole la cabeza. Cuando a una serpiente se le pisa la
cabeza, se le despoja de todo poder y se le reduce a la impotencia; esto sucederá por esta
“mujer” que sin duda alguna es María, cuyo linaje (Cristo) pisoteó a la serpiente (Satanás)
y quien tuvo una enemistad perfecta con la serpiente, pues nunca pecó.
Si alguien no quiere saber nada de la Virgen, y la quiere sacar de la historia de la
salvación, entonces también saquemos a Eva… ¿Serías capaz de contar la historia del
pecado sin hablar de Eva? ¿Verdad que no?... pues, entonces, también es imposible
hablar de la historia de la salvación sin hablar de María.
Isaías 7, 14
“Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: he aquí que la Virgen está encinta y va a
dar a luz a un hijo y le pondrá por nombre Emanuel”.
El Profeta Isaías, en esta profecía Mesiánica por excelencia, va a ampliar los datos sobre
la Mujer del Génesis 3, 15. Esta mujer va a ser virgen y va a dar a luz un hijo varón en su
virginidad.
Los Evangelios de San Mateo y San Lucas dejan esto bien claro cuando para describir a
María, utiliza la palabra griega «Parthenos» o sea Virgen. El único signo dado a Israel para
reconocer al Mesías, es que nacería de una madre virgen.
Miqueas 5, 2
«Por eso si Yahvé los abandona, es sólo por un tiempo, hasta que aquella que debe dar a
luz tenga a su hijo, entonces volverán a Israel los desterrados”
El profeta Miqueas nos vuelve a hablar de la mujer esperanza de Israel y que al traer al
MESÍAS pondrá fin al cautiverio de Israel.
MARÍA EN EL NUEVO TESTAMENTO
Lucas 1, 26-38
En este relato Evangélico, se resaltarán los siguientes aspectos:
San Lucas en su Prólogo 1, 3 nos dice: “Varias personas han tratado de narrar las cosas
que pasaron entre nosotros, a partir de los datos que nos entregaron aquellos que vieron y
fueron testigos desde el principio y que luego se han hecho servidores de la Palabra.
Después de haber investigado cuidadosamente todo desde el principio, también a mi me
ha parecido bueno escribir un relato ordenado para ti, ilustre Teófilo”.
Vemos que San Lucas se esforzó en ponerlo todo en orden, y al hacer esto encontró el
“hágase” de María. Así mismo, cuando en el Antiguo Testamento las personas querían
contar, ordenadamente, qué fue lo que sucedió y dónde empezaba todo, tenían que llegar
a Abrahán.
Cuando en el Nuevo Testamento se habla de San Pablo, de Apóstoles, de milagros, etc. la
pregunta lógica que surge es ¿dónde comienza esto? Si nosotros queremos saber dónde
empezó todo y cuál fue el comienzo del cristianismo debemos llegar a María. Así como sin
Abrahán no se entiende la Antigua Alianza, sin María no se entiende la Nueva Alianza.
San Lucas nos dice, también, que recurrió al origen de los datos de las personas que
fueron Testigos de los hechos y esta afirmación nos lleva a María, pues sólo ella fue
“testigo” de la anunciación que él relata a continuación:
“A una joven virgen”. San Lucas relaciona e identifica a esta joven con la profecía de Isaías
7, 14.
“Desposada con un hombre llamado José, de la familia de David”. El Mesías debía ser de
la casa de David, pues la promesa de Dios habría de cumplirse.
“Y el nombre de la Virgen era María”. Dos veces utiliza Lucas el titulo de Virgen, para que
no quede duda de la situación de María y de su relación con la profecía de Isaías.
“María”, hermoso nombre que quiere decir, entre muchos otros significados, “Señora”.
“El ángel le dijo: Llena de gracia”. “Llena de Gracia” en Griego “Kecharitomene” que
significa “tener la plenitud de la gracia”, pues viene de un verbo de modo pasivo perfecto
que indica continuación de una acción completa. Palabras que ningún mortal había
escuchado de Dios anteriormente.
“No temas María, porque has encontrado Gracia ante Dios” Puede que hoy en día María
no encuentre gracia ante muchas personas; pero lo importante es que ante Dios sí
encontró gracia.
“¿Cómo podré ser Madre, si no tengo relación con ningún hombre?” Recordemos que en
este momento María, estaba desposada con José, pero todavía faltaba la celebración de
las nupcias (segunda parte del rito del matrimonio Judío), donde el esposo se llevaba a su
esposa a su casa. Lo más lógico es que María hubiese relacionado lo que el Ángel le
estaba diciendo con la futura convivencia con su esposo José… ¡Pero no lo hace!, pues,
María había consagrado su virginidad al Señor, por eso le responde al Ángel sorprendida;
lo último que pensaba era perder su virginidad.
“El Espíritu Santo, descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra”.
Aquí se sitúa a María, definitivamente, como posesión de Dios. En Éxodo 3, 5 el Señor
manda a descalzarse a Moisés, pues él está pisando “Tierra Santa”. ¿Por qué esta tierra
era Santa? Porque la sombra de Dios daba en ella desde la zarza. En 2 Samuel 6, 6-
7 Uzzá muere por tocar el Arca de Dios, esta Arca era santa porque la sombra de Dios o la
“Shekina” venía sobre ella. Sobre María desciende esta Nube y Ella queda hecha posesión
de Dios, santificada por su sombra para siempre.
“He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su Palabra”. Con estas palabras entra
la salvación al mundo. Si por la desobediencia de Eva entró la perdición al mundo, con la
obediencia de María entra la salvación. No se puede hablar de la “Caída” sin hablar de
Eva, ni se puede hablar de la “Salvación” sin hablar de María. En María se arregla lo
deshecho por Eva. En la obediencia de María se comienza a cumplir la profecía
de Génesis 3, 15.
Lucas 1, 39-49
En el relato Evangélico de la Visitación de María a Isabel, hay una infinidad de datos que
nos hablan de María y de su lugar en el plan de la Salvación.
Primero: entra María en casa de Isabel, y dice la Escritura que, “al oír” Isabel la salutación
de María, la criatura saltó en su vientre e Isabel fue llena del Espíritu Santo. Es de notar,
que Isabel fue llena del Espíritu no al entrar en contacto con Jesús, sino al escuchar la voz
de María, esto nos muestra a una María no sólo llena del Espíritu Santo, sino también
dando el Espíritu Santo o transmitiendo el Espíritu Santo a quien se acerca a ella.
Segundo: la exclamación de Isabel: “Bendita tú entre todas las mujeres”. Isabel, mujer de
un sacerdote de los que ministraban en el Templo, estaba inspirada de las Escrituras y
conocía un pasaje que se escapa para nosotros. Este se encuentra en Jueces 5, 24.
Tercero: El versículo 43 es esencial, «¿De dónde a mí, que la Madre de mi Señor venga a
visitarme?». La palabra Griega para designar a este Señor con “S” (mayúscula) es Kyrios,
que a su vez es el equivalente de Adonai en hebreo y es la misma palabra que utiliza
María en el versículo 46, para designar al Dios de Israel. Por lo tanto, Isabel llena del
Espíritu Santo - garantía de no fallar-, llama a María “Madre de Adonai” o sea Madre de
Dios.
Cuarto: en el versículo 48, María hace una profecía “En adelante todas las generaciones
me llamarán Bienaventurada”, esto es lo que hace la Iglesia: llamar Bienaventurada a
María por todas las generaciones.
Quinto: en el versículo 56 «María permaneció con ella unos tres meses y se volvió a su
casa». Dice el Libro 2 Samuel 6, 11 «El arca de Yahvé estuvo en casa de Obededon de
Gat tres meses y Yahvé bendijo a Obededon y a toda su casa». San Lucas al decir que
María se quedó tres meses en casa de Isabel, pone a María en similitud con el Arca de la
Alianza: María es el Arca de la Nueva Alianza que lleva en su seno al Salvador de todas
las edades.
Lucas 2, 25-35
En este capítulo, el evangelista nos muestra a Simeón profetizando en el día de la
Presentación del Niño en el Templo. Simeón de nuevo «lleno del Espíritu Santo» -por
donde pasa María todos se llenan de Espíritu Santo-, dice de Jesús que «estará puesto
para caída y levantamiento de muchos» y a María que «una espada de dolor le atravesaría
el pecho, para que sean manifestados los pensamientos de muchos corazones».
Lucas 2, 51
“Bajó con ellos a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su Madre conservaba cuidadosamente
todas las cosas en su corazón”.
Este pequeño fragmento del Evangelio de San Lucas, nos habla, más que ninguno, de la
personalidad de María y de su relación con su Hijo. “Guardaba cuidadosamente todas las
cosas en su corazón”. ¡Hermoso corazón de María!, María una mujer de fina espiritualidad,
una mujer de contemplación, una mujer de detalles, una mujer enamorada de Dios y de su
Hijo, una mujer de gran profundidad y de gran silencio, que es donde habla Dios. Jesús le
estaba sometido. Jesús estaba bajo la Ley del cuarto mandamiento «Honrar Padre y
Madre» (Gál 4,4) y no podía transgredir la ley, pues no podía pecar. Por lo tanto, Jesús
honraba a su Padre Dios y a su madre María. Si quieres imitar a Jesús, haz lo mismo:
adora a DIOS y honra a María, te aseguro que así le complaces.
Juan 2, 1-5
En este fragmento del Evangelio de San Juan se muestra de nuevo a María en una nueva
fase. María es la Mujer, que a pesar de la magnitud de su misión y de la honra de ser la
«Escogida de Dios», está atenta a las necesidades de los hombres. Jesús le contesta a su
Madre, que no ha llegado la hora de dar vino a los hombres.
El vino era signo de paz y alegría en el pueblo de Israel, también se vertía al suelo como
signo de arrepentimiento de los pecados (Ex 29, 40; Núm 15,5); también el vino era signo
de ser agradable a Dios al volver a Él (Oseas 14, 8). La hora de Jesús se aclara en Marcos
14, 41, era la Pasión, donde iba a dar el Vino Nuevo de su Sangre a los hombres que se
arrepintieran. Pero volvamos a Caná: en esta conversación espiritual entre María y Jesús -
pues solamente en el espíritu se puede leer este pasaje-, Jesús le dice que aún no llega la
hora definitiva, pero por petición de su Madre, va a dar el primer signo de lo que sería
definitivo en el Calvario. Por lo tanto el primer milagro ocurre a petición de la Madre, ¿es
una mujer como las demás?
Las palabras de María en este contexto constituyen el «Evangelio de María» y son las
únicas palabras dirigidas a los hombres: «Haced lo que Él les diga». Quienes quieran
agradar a María, deben hacer la voluntad de Jesús. María es la mujer pendiente de las
necesidades de los hombres para pedir por ellos a su Hijo.
Juan 19, 25
Para entender este capítulo -uno de los más interesantes e importantes referente a María-,
es necesario remontarnos a Génesis 3. En este capítulo el Señor Dios le da la profecía a
Eva de que “La descendencia de la mujer pisará la cabeza de la serpiente y estará en
guerra con sus seguidores”. Pues bien, esta profecía se cumple al pie de la letra.
En Juan 19, 26-27, Jesús entrega a María como Madre a Juan, y esto no es un simple
hecho de índole familiar, las palabras dichas por Jesús en la cruz tienen valor redentor;
pues Jesús está en la cruz, muriendo por asfixia, le falta el aire - lo cual se convierte en lo
más preciado para un moribundo en la cruz- y aún así tiene que decir algo tan importante
que hace el gran esfuerzo de hablar. Un problema de índole familiar lo hubiera tratado
antes, como lo hizo con Pedro el Jueves Santo cuando le dijo “Al volver confirma a tus
hermanos”.
La profecía Bíblica dice claramente que los descendientes de la mujer tendrían el poder de
pisar la cabeza de la serpiente. Esta mujer que habría de venir, es sin lugar a dudas María;
pues al pie de la cruz, los hombres, en Juan, reciben a María como Madre.
Aquí comienza el ciclo donde los «Hijos de la mujer» lucharán con la serpiente antigua y la
vencerán. El signo es el ser hijos de la mujer, por esto Jesús, después de entregarle a
María a Juan como hijo, dice: «Todo se ha cumplido»; allí el desorden del Génesis quedó
arreglado: la señal de batalla dada es la maternidad de la mujer, o sea María. Las palabras
concluyentes de Juan nos dan la clave. Dice el Evangelio de San Juan 19, 27: “Desde ese
momento se la llevó a su casa”.
Hechos 1, 14
En el escenario encontramos la lista de los Apóstoles que estaban en continua oración y
San Lucas nos dice que junto a estos había un grupo de mujeres y María.
Esto es tremendamente importante, ya que en el contexto Judío no se mencionaba a las
mujeres ni a los niños (es de recordar el caso de la multiplicación de los panes donde
había cinco mil hombres «sin contar a las mujeres ni a los niños»).
Siguiendo este patrón, la fuente que le contó a Lucas la mañana de Pentecostés,
mencionó a los Apóstoles y a un grupo de mujeres, sin embargo, separa a la Madre de
Jesús, con su nombre propio, lo cual da un indicio del lugar de honra en que ya se tenía a
la Madre de Cristo en la Iglesia Primitiva.
Apocalipsis 12, 1-18
Al comienzo del versículo 1 nos dice que aparece una señal que es una mujer en estado
de gestación de un hijo varón. Esta figura ya la encontramos en Isaías 7, 14 y se refiere
concretamente a María que es la señal del primer advenimiento de Jesús; luego, con esta
precedencia Bíblica, podemos entender que esta señal en Apocalipsis 12 se refiere
también a María, como señal del segundo advenimiento de Cristo.
En los versículos del 13 al 18, se nos habla de nuevo del monstruo en persecución de la
mujer, lo cual nos recuerda la “enemistad entre ti y la mujer”, del Génesis. Nunca como en
nuestros días se le había hecho la guerra a la Madre del Salvador, lo cual concuerda con
esta profecía.
También se nos dice que al no poder hacer nada a la mujer, se lanzará contra los hijos de
la mujer (cf. Jn 19,25), o sea, el demonio está en lucha contra los hijos de la mujer (de
María), pues sabe que ellos tienen poder para derrotarlo.
Aquí vemos la importancia de esta mujer, orgullo de la raza humana en el plan de la
Salvación, desde el Génesis hasta el Apocalipsis… y yo me pregunto, hermano o hermana
que lees esta corta reflexión: ¿Es María una mujer como cualquier otra?… Deja que el
Espíritu te hable al corazón.
El Padre la escogió (Lucas 1, 30),
el Hijo tomo carne en sus entrañas (Juan 1, 14)
y el Espíritu Santo encarnó al Hijo de Dios
en su vientre y la cubrió con su sombra (Lucas 1, 35).
PRÁCTICA
Hacer una Lectio Divina, escrita, del pasaje de la anunciación. Compartirla en el siguiente
encuentro de la preparación.
PRÁCTICA
Escribir, en un clima de oración y reflexión, dos cartas: la primera de sí mismo para Dios, y
la segunda, de Dios para mí.
PRÁCTICA
PRÁCTICA
Visitar un hogar de niños abandonados y llevarles ayuda tanto espiritual como material.
Esta actividad puede ser programada por el preparador de la consagración para hacerla de
manera grupal, o también puede hacerse de forma individual.
TEXTO 30: “… Y MUERTE DE CRUZ”
Somos seres finitos, creaturas de un Dios infinito.
Para reparar nuestros pecados se requiere de un ser infinito, entonces, sólo Él mismo
podía reparar la falta que se cometió contra Él, Dios.
La muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios.
EFECTOS DE LA PASIÓN DE CRISTO SEGÚN SANTO TOMAS
Liberación del pecado (Apocalipsis 1,5)
Liberación del poder del diablo (Juan 12,31-32)
Liberación de la pena del pecado (Isaías 53,4)
Reconciliación con Dios (Romanos 5,10)
Apertura de las puertas del cielo (Hebreos 10,19)
Exaltación del propio Cristo (Filipenses 2,8-11)
LA PREDICACIÓN DE LA CRUZ
Los cristianos predicamos y medianos la pasión de Cristo, sino porque consideremos que
sigue muerto en la cruz, sino porque admiramos el gran amor que nos expresó. (Ref: 1
Corintios 1,23)
En la cruz Cristo no está siendo vencido… en la cruz Cristo está logrando la victoria más
grande que jamás se haya logrado sobre la humanidad: ¡Gracias a su muerte somos libres!
La predicación de la cruz es una locura para los que se pierden; más para los que se
salvan -nosotros- es fuerza de Dios (1 Corintios 1,18)
CRISTO RESUCITÓ
“Si no resucitó Cristo, nuestra predicación es vana, y vana también nuestra fe (1 Corintios
15,14)
NECESIDAD DE PREDICAR LA PASIÓN
Si Jesucristo es poco amado se debe al descuido y la ingratitud de los hombres que
olvidan todo aquello que padeció el Hijo de Dios por amor a nosotros.
“Hemos de vivir en el amor como Cristo nos amo y se entregó por nosotros” (Efesios 5,2)
“Nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados” (Apocalipsis 1,5)
“El amor de Cristo nos apremia” (2 Corintios 5,14)
San Pablo decía, “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de Nuestro Señor
Jesucristo” (Gálatas 6,14)
Jesús en la cruz no busca compasión sino nuestro amor.
PRÁCTICA
Ver la película “La Pasión de Cristo”, en un clima de oración y reflexión.
TEXTO 31. “MI CARNE ES VERDADERA COMIDA”
“Uno de los sacerdotes más conocidos en la historia decía, en sus últimos años, el mismo
sermón todos los días, una y otra vez, y era: “Si sólo supieras cuánto Jesús te ama en el
Santísimo Sacramento, te morirías de felicidad”. Después señalando hacia el sagrario,
agregaba: “Jesús está realmente ahí”.
La gente venía de todas partes de Francia para oírlo y cada domingo repetía lo mismo. Al
tomar conciencia del amor y presencia de Jesús en el Santísimo Sacramento, se conmovía
tan intensamente, hasta lo más profundo del alma, que al señalar el sagrario para mostrar
a la gente que Jesús estaba realmente ahí, lloraba de alegría. San Juan María Vianney, el
cura de Ars, pasaba largas horas, cada día y cada noche, orando ante el Santísimo
Sacramento”.
Esto que hacía el santo cura de Ars con sus miles de feligreses es precisamente lo que
nuestra madre la Iglesia ha hecho por veinte siglos, señalando el sagrario nos repite “Jesús
está realmente ahí”. Y esto no es, ni mucho menos, una invención humana, ¿a quien se le
podría ocurrir tremenda locura de decir que Dios está en un pan? La Eucaristía no es
invención humana, es invención divina. Es producto del infinito amor de un Dios que ha
prometido que estaría siempre con nosotros.
En muchas culturas y civilizaciones antiguas los hombres acostumbraban ofrecer
sacrificios a sus dioses; sacrificaban, incluso, a sus propios hijos. En el cristianismo pasa lo
contrario, aquí es Dios Padre quien ofrece a su Hijo en sacrificio para que nosotros
tengamos vida en abundancia. Y es que la Eucaristía es el mismo sacrificio de la cruz, en
el que el Padre nos da a su Hijo, no solo como salvador, sino, también, como alimento que
da vida eterna.
PRESENCIA REAL DE JESÚS EN LA EUCARISTÍA
“Mientras estaba comiendo, Jesús tomó pan y lo bendijo, lo partió y, dándoselo a sus
discípulos, dijo: “tomad, comed, éste es mi cuerpo”. Tomó luego una copa y, dadas las
gracias, se la dio diciendo: “bebed de ella todos, porque esta es mi sangre de la Alianza,
que es derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,26).
Respecto a estas palabras del Señor en la institución de la Eucaristía, en las que no habla
de manera simbólica sino real, dice Santo Tomás que cuando vemos el pan consagrado
nos engaña el sentido del tacto, porque tocamos pan; nos engaña el sentido de la vista,
porque vemos pan; nos engaña el sentido del gusto, porque sabe a pan; pero, en cambio,
es el sentido de la escucha es el que nos hace creer porque Él nos lo dijo: “este es mi
cuerpo”. Así es, Jesús no dijo “esto significa mi cuerpo”, dijo claramente “este es mi
cuerpo”, y es por ello que los cristianos creemos firmemente en la presencia real de
Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, y así lo ha profesado siempre la fe de la Iglesia:
«El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la
Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella “como la perfección de la
vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos”. En el Santísimo Sacramento
de la Eucaristía están “contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la
Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente,
Cristo entero”[3]. “Esta presencia se denomina “real”, no a titulo exclusivo, como si las
otras presencias no fuesen “reales”, sino por excelencia, porque es substancial, y por ella
Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente (MF 39).» (Catecismo, 1374).
El evangelista San Juan, en el capítulo 6, expone el gran discurso eucarístico, en el que
Jesús se proclama, reiterativamente, como el pan vivo bajado del Cielo. En el versículo
uno de este capítulo Jesús multiplica los panes, para mostrar que con el pan puede hacer
lo que quiera. Más adelante, en el versículo 16, Jesús camina sobre el agua, para mostrar
que con su cuerpo puede hacer lo que quiera. A partir del versículo 22 empieza el discurso
del pan de vida, como para mostrarnos que así como con el pan hace lo que quiere, y con
su cuerpo hace lo que quiere, por ello hace del pan su cuerpo: “yo soy el pan vivo, bajado
del Cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi
carne para la vida del mundo” (Jn 6,51).
En este discurso eucarístico, Jesús es reiterativo al afirmar que Él es el pan vivo bajado del
cielo. Pero no lo dice como utilizando una imagen o una comparación más, sino que habla
abiertamente al afirmar que es verdadero alimento: “porque mi carne es verdadera comida
y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí,
y yo en él” (Jn 6,55). Estas palabras de Jesús, son tan reales y tan fuertes que sus mismos
discípulos se escandalizan al escucharle hablar así: “Muchos de sus discípulos, al oírle,
dijeron: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6,60); sin embargo, a
pesar del escándalo de sus discípulos, y de que muchos dejarán de seguirlo, Jesús no se
retracta de sus palabras, no hace aclaraciones, ni les aclara que es una simbología.
Aunque parezca duro este lenguaje, es real, Cristo, en la Eucaristía, es verdadera comida
y verdadera bebida.
EN LA ANTIGUA ALIANZA
El sacrificio central de la historia de Israel fue la pascua, que precipitó la salida de Egipto
de los israelitas. Para la Pascua, Dios ordenó que cada familia Israelita tomase un cordero
sin mancha y sin ningún hueso roto, lo matase, y rociase su sangre en las jambas de la
puerta. Esa noche los israelitas debían comer el cordero. Si lo hacían, se perdonaría la
vida de su primogénito. Si no lo hacían, su primogénito moriría esa noche, junto con todos
los primogénitos de sus rebaños (cf. Ex 12,1-23). El cordero sacrificado moría a modo de
rescate, en lugar del primogénito de la casa. La Pascua, por tanto, era un acto de
redención, un “volver a comprar”. El Señor mandó a los israelitas a conmemorar la Pascua
cada año, y consumir el cordero era la única forma por la que un fiel judío podía renovar su
alianza con Dios.
EN LA NUEVA ALIANZA
A lo largo de los Evangelios a Jesús se le dan diversos titulos, se le llama Señor, Dios,
Salvador, Mesías, Rey, Sacerdote, Profeta; todos estos son titulos con dignidad que
implican sabiduría, poder, grandeza. Sin embargo, en el cuarto evangelio, San Juan le da
un titulo muy particular a Jesús “¡he aquí el cordero de Dios...!” (Jn1,36); este titulo parece
contradictorio con los demás. El cordero no ocupa un puesto muy alto en la lista de los
animales más admirados. No es particularmente fuerte, listo, rápido ni hermoso. Otros
animales nos parecerían más nobles; entonces, ¿Por qué San Juan da este titulo a Jesús?
Lo hace porque para el antiguo Israel, el cordero se identificaba con el sacrificio, y con esta
expresión lo que está afirmando San Juan es que Jesús es el Cordero, el que se ofrecerá
en sacrificio perfecto y definitivo. El sacrificio de Jesús llevará a cabo lo que la sangre de
millones de corderos, toros y machos cabríos nunca podría hacer. Jesús, en la última cena,
día de la Pascua judía, ofrece el sacrificio perfecto y definitivo, donde Él mismo es el
Cordero, que se reparte entre sus apóstoles para que coman su carne y beban su sangre.
No es suficiente con que Cristo derramase su sangre y muriese por nosotros, ahora nos
toca cumplir nuestra parte. Como en la Alianza Antigua así en la Nueva. Si quieres marcar
tu alianza con Dios, tienes que comer la carne del cordero. “Si no coméis la carne del Hijo
del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6,53). Y la carne del
cordero sólo se come de manera real en la Santa Misa, donde el pan y el vino, se
transforman en el cuerpo y en la sangre del Señor.
«La Eucaristía es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (LG 11). “Los demás
sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado,
están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene
todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua” (PO
5).» (Catecismo, 1324).
En la Eucaristía, Jesús está realmente presente, y como hace dos mil años, nos espera
para darnos alivio y descanso, para alimentarnos, para sanarnos, para liberarnos de todas
nuestras ataduras. Si alguien nos dijese que Jesús se ha aparecido en tal o cual parte,
seguramente saldríamos corriendo a pedirle favores, y no comprendemos que en la
Eucaristía está más real que en cualquier aparición, está tan real como lo estuvo en Belén,
en Nazaret, en Galilea: “Ustedes envidian la oportunidad de la mujer que tocó las
vestimentas de Jesús, de la mujer pecadora que lavó sus pies con sus lágrimas, de las
mujeres de Galilea que tuvieron la felicidad de seguirlo en sus peregrinaciones, de los
Apóstoles y discípulos que conversaron con Él familiarmente, de la gente de esos tiempos,
quienes escucharon las palabras de Gracia y Salvación de sus propios labios. Ustedes
llaman felices a aquellos que lo miraron, más, vengan ustedes al altar, y lo podrán ver, lo
podrán tocar, le podrán dar besos santos, lo podrán lavar con sus lágrimas, le podrán llevar
con ustedes igual que María Santísima”. (San Juan Crisóstomo)
LA SANTA MISA
El sacrificio de la misa es el lugar donde se “confecciona la Eucaristía”, y este se ha
celebrado desde los inicios de la Iglesia: «Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden
del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice: Acudían asiduamente a la enseñanza de los
apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones... Acudían al
Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las
casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch
2,42.46).» (Catecismo, 1342). Desde entonces, nunca ha parado de celebrarse el santo
sacrificio, pues le sería más fácil al mundo subsistir sin el sol, que subsistir sin la santa
Eucaristía.
Es en el Santo sacrificio de la misa, donde el pan y el vino son consagrados, y donde
Cristo se hace presente; allí se unen el Cielo y la tierra, pues la Eucaristía no es otra cosa
que un anticipo del Cielo. Con razón afirmaba San Juan Eudes que “para ofrecer bien una
Eucaristía se necesitarían tres eternidades: una para prepararla, otra para celebrarla y una
tercera para dar gracias”. Y es que el entendimiento humano no alcanza a comprender lo
que sucede cuando se celebra la Santa Misa, allí se renueva el sacrificio de Cristo en la
cruz, se vuelve al calvario. Se hacen presentes todos los ángeles y los bienaventurados del
Cielo, incluyendo a la Santísima Virgen María, para adorar a su Señor hecho pan. No hay
oración que le tribute un culto más excelso y más sublime a nuestro Señor que la Santa
Misa, tanto, que una sola le rinde más honor y gloria que todas las oraciones de los
ángeles, de los santos y de la misma Santísima Virgen María juntas.
“El amor de Jesús ha llegado en la Eucaristía a un exceso inefable: la inmolación
constante... Inmolarse una sola vez ¡qué poca cosa es esto para un amor infinito e
insuperable!¡Inmolarse millares de veces, sacrificarse por toda la redondez de la tierra... no
en un calvario, sino en millares de calvarios multiplicados por todas partes y perpetuados a
través de todos los siglos: este fue el supremo triunfo del Amor divino!... el amor de Cristo
exigía para calmar su sed una vida de siglos para inmolarse, una agonía que durara
mientras viviera sobre tierra una humanidad culpable. Y por eso se clavó, por decirlo así,
en la cruz de las especies eucarísticas donde vive inmolado, donde se sacrifica
constantemente, donde se ofrece en expiación desde hace veinte siglos...¡La Eucaristía
perpetuó la pasión, inmortalizó la cruz, cristalizó el sacrificio del calvario!”[4]. Cristo se
inmola diariamente, a cada hora, a cada instante -lo ha hecho por veinte siglos-, en los
diversos lugares de la tierra donde hay un altar Él se ofrece, en las más de 500.000 misas
diarias perpetua su sacrificio. Y lo lamentable es que para mucho de nosotros pase
desapercibido; ¿Qué tal si Cristo no se inmolase diariamente, si solo se celebrase la Santa
Misa una vez al año y en un solo lugar? Seguramente que esperaríamos ese momento con
ansias, y acudiremos de todas las partes del mundo, sin importar los sacrificios que
hubiese que hacer, y nos prepararíamos con el más grande fervor y cuidado para participar
del santo sacrificio. Pero ante tal derroche de amor divino nos damos el permiso de ser
indiferentes.
LA COMUNIÓN
Jesús se ha quedado en el pan y en el vino con un único deseo: ser comulgado. El
sagrario que Jesús anhela es un corazón de carne y hueso, su deseo más profundo es
habitar en el hombre, ser comulgado por las almas, hacerse uno con ellas.
Toda persona, de cualquier raza, color o condición puede acercarse a este gran banquete,
Jesús se ha quedado en el pan, y no en el oro, o en un metal precioso, precisamente, para
que cualquier persona le pueda comulgar. Lo único que nos pide es un corazón limpio de
pecado, y para ella nos ha regalado el sacramento de la confesión. Porque, eso sí, recibirle
en pecado mortal es un error gravísimo y una ofensa a su majestad, además de acarrear
una grave culpa para el alma que lo hace: “El que come y bebe indignamente [el cuerpo y
la sangre del Señor], come y bebe su propia condenación” (1 Cor 11,29).
Acerquémonos pues constantemente, y con un corazón amante y limpio, a recibir el pan
bajado del Cielo, prenda de vida eterna y medicina contra el pecado: “Si el veneno de la
vanidad se está hinchando en ustedes, vuelvan a la Eucaristía, y ese Pan, que es su Dios,
humillándose y disfrazándose a Sí Mismo, les enseñará humildad. Si la fiebre de la avaricia
egoísta los arrasa, aliméntense con este Pan, y aprenderán generosidad. Si el viento frío
de la codicia los marchita, apúrense al Pan de los ángeles, y la caridad vendrá a florecer
en su corazón. Si sienten la comezón de la intemperancia, nútranse con la Carne y la
Sangre de Cristo, Quien practicó un auto-control heroico durante su vida en la tierra, y
ustedes se volverán temperantes. Si ustedes son perezosos y tardos para las cosas
espirituales, fortalézcanse con este Alimento Celestial, y serán fervorosos. Finalmente, si
se sienten quemados por la fiebre de la impureza, vayan al banquete de los ángeles, y la
Carne sin mancha de Cristo los hará puros y castos”. (San Cirilo de Alejandría).
NOS ESPERA EN EL SAGRARIO
“¿Por qué Jesús no ha limitado su presencia en la Eucaristía a los momentos solemnes de
la Santa Misa? ¿Por qué no lo ha prolongado tan sólo durante las horas en que, en medio
de luces y flores, recibe las adoraciones y los homenajes de sus hijos? ¿Por qué
permanece también a lo largo de las noches y aún en los sagrarios donde vive en el
abandono y en el olvido, y no recibe a las veces sino las profanaciones del
sacrilegio?”[5] Lo hace precisamente porque su amor no conoce de límites, porque quien
ama siempre está dispuesta para su amado, y por ello, Jesús en el sagrario, no hace otra
cosa que esperar... esperar a que vayas, esperar a que le visites, esperar a que le hables,
esperar para consolarte cuando estés triste, esperar para confortarte cuando te sientes
débil, esperar para acompañarte cuando todos se han ido, esperar para escucharte cuando
nadie más lo hace, esperar para permanecer en silencio cuando no quieres hablar. Jesús
en el sagrario es el amigo y el compañero de todas las horas.
“Recuerdo que un sacerdote muy amante de la Eucaristía, en esos momentos tan
hermosos después de una función religiosa, cuando el órgano deja oír sus últimos acordes
y el humo del incienso como una vaporosa nube envuelve el tabernáculo; cuando los fieles
empiezan a desfilar, y se apagan las luces, y se extinguen los cánticos, y viene a morir
junto al sagrario el murmullo de las últimas plegarias... aquel santo sacerdote, pensando en
las largas horas de la noche en que Jesús iba a permanecer solo, al guardarlo dentro del
sagrario y, dando vuelta a la llave, encerrándolo en su prisión de amor, conmovido hasta el
fondo del alma le decía: “Tú tienes la culpa, ¡por enamorado! ¡Por enamorado!”
Todos los santos han sido forjados al pie del sagrario, todos ellos han nacido del amor a la
Eucaristía. Días y noches enteras han pasado en la presencia de Jesús Eucaristía y allí
han aprendido la ciencia del amor, allí han encontrado vida eterna, allí han encontrado su
descanso y su consuelo, allí lo han hallado todo. “Tened por cierto - decía San Alfonso
María de Ligorio- que el tiempo que empleéis con devoción delante de este divinísimo
Sacramento, será el tiempo que más bien os reportará en esta vida y más os consolará en
vuestra muerte y en la eternidad. Y sabed que acaso ganaréis más en un cuarto de hora
de adoración en la presencia de Jesús Sacramentado que en todos los demás ejercicios
espirituales del día.” ¿Qué esperamos pues para ir a visitar a Jesús en el Sagrario? ¿Que
nos detiene? Si allí hallaremos todo cuanto nuestra pobre humanidad pueda necesitar y
anhelar, si allí nos espera ansioso de amarnos y colmarnos de paz y plenitud.
El papa Juan Pablo II, un alma adoradora y enamorada de Jesús Eucaristía, nos reitera
esta invitación: “la Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico.
Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a
encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas
graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración.”[7] Sólo ve donde Jesús
Sacramentado con un corazón sencillo y encendido de amor, no tienes que decirle
demasiadas cosas, es más, puedes guardar silencio y simplemente contemplarlo, como
aquel campesinito humilde de la aldea de Ars, al que San Juan María Vianey le preguntaba
¿qué haces tanto rato frente al sagrario?, y él, con sencillez, le respondía: “Él me mira y yo
lo miro”.
Que bien se está contigo Señor junto al Sagrario!
Que bien se está contigo, ¿por qué no vendré más?
Hace ya muchos años que vengo a diario
y aquí te encuentro siempre -amor solitario-
Solo, pobre, escondido, pensando en mi quizás!
Tú no me dices nada ni yo te digo nada;
si Tú lo sabes todo ¿qué voy a decirte?
Sabes todas mis penas, todas mis alegrías,
sabes que vengo a verte con las manos vacías
y que no tengo nada que te pueda servir.
Siempre que vengo a verte, siempre te encuentro solo
¿Será Señor que nadie sabe que estás aquí?
No sé, pero se, en cambio, que aunque nadie viniera,
aunque nadie te amara ni te lo agradeciera,
aquí estarías siempre esperándome a mí.
¿Por qué no vendré más? ¡Qué ciego estoy, qué ciego!
Si sé por experiencia que cuando a Ti me llego
siempre vuelvo cambiado, siempre salgo mejor.
¿A dónde voy Dios mío, cuando a mi Dios no vengo?
¡Si Tú me esperas siempre! Si a Ti siempre te tengo
si jamás me has cerrado las puertas de tu amor.
Por otros se recorren a pie largos caminos,
acuden de muy lejos cansados peregrinos,
pagan grandes sumas que no han de recobrar.
Por Ti, nadie me pregunta, de Ti nadie hace caso,
si alguna vez te visitan es solo así de paso;
aquí eres Tú quien jamás paga si alguno quiere entrar.
¿Por qué no vendré mas si se que aquí, a Tú lado,
puedo encontrar, Dios mío, lo que tanto he buscado
mi luz, mi fortaleza, mi paz mi único bien?
¡Si jamás he sufrido, si jamás he llorado Señor
sin que conmigo llorases Tú también!
¿Por qué no vendré más Jesucristo bendito?
¡si Tú lo estás deseando! ¡si yo lo necesito!
Si se que no soy nada cuando vengo aquí.
Si aquí me enseñarais la ciencia de los santos
como aquí la buscaron y la aprendieron tantos,
que fueron tus amigos y gozan de Ti.
¿Por qué no vendré más, si sé yo
que Tú eres el modelo único y necesario
que nada se hace duro mirándote a Ti aquí?
El Sagrario es la celda donde estás encerrado.
¡Qué pobre, que obediente, que manso, que callado,
que solo, que escondido... nadie se fija en Ti!
¿Por qué no vendré más ? ¡Oh! Bondad infinita!
riqueza inestimable que nada necesita,
y que te has humillado a mendigar mi amor
Ábreme ya esa puerta, -sea esa ya mi vida-
olvidado de todos, de todos escondida,
¡Qué bien se está contigo, qué bien se está Señor!
Amén.
Nuestra Madre Santísima es el alma eucarística por excelencia, ella se encuentra postrada
al pie de cada altar adorando a su hijo inmolado; ella al pie de cada sagrario,
acompañando y consolando a Jesús en sus horas de soledad; ella al pie de cada alma que
comulga para enseñarle a adorar perfectamente a su amado Jesús.
El alma que se consagra a María es contagiada, por esta dulce madre, de un profundo
amor y respeto hacia Jesús Eucaristía. Un alma que tiene a María lo demuestra cuando
está frente a Jesús Eucaristía, pues se convierte en un alma reverente, respetuosa,
adoradora, que comulga con frecuencia y visita a Jesús Eucaristía.
PRÁCTICA
***** ***** ***** ***** ***** ***** ***** ***** ***** ***** ***** *****
Un monje de la Orden de San Basilio, sabio en las cosas del mundo, pero no en las cosas
de la fe, pasaba un tiempo de prueba contra la fe. Dudaba de la presencia real de Nuestro
Señor Jesús en la Eucaristía. Oraba constantemente para librarse de esas dudas por
miedo de perder su vocación.
Sufría día tras día la duda ¿Está Jesús realmente y substancialmente presente en la
Eucaristía? Dudaba sobre el misterio de la transubstanciación. Su sacerdocio se convirtió
en una rutina y se destruía poco a poco. Especialmente la celebración de la Santa Misa se
convirtió en una rutina más, un trabajo más.
Una mañana del año 700, mientras celebraba la Santa Misa, estaba siendo atacado
fuertemente por la duda y después de haber pronunciado las solemnes palabras de la
consagración, vio como la Santa Hostia se convirtió en un círculo de carne y el vino en
sangre visible. Estaba ante un fenómeno sobrenatural visible, que lo hizo temblar y
comenzó a llorar incontrolablemente de gozo y agradecimiento.
En 1574 se hicieron pruebas de la Carne y la Sangre y se descubrió un fenómeno
inexplicable. Las cinco bolitas de Sangre coagulada son de diferentes tamaños y formas.
Pero cualquier combinación pesa en total lo mismo.
En otras palabras, 1 pesa lo mismo que 2, 2 pesan lo mismo que 3, y 3 pesan lo mismo
que 5. Este resultado está marcado en una tabla de mármol en la Iglesia. A través de los
años se han hecho muchas investigaciones.
A las distintas investigaciones eclesiásticas siguieron las científicas, llevadas a cabo desde
1574, en 1970-71 y en 1981. En estas últimas, el eminente científico Profesor Odoardo
Linoli docente en Anatomía e Histología Patológica y en Química y Microscopía Clínica,
con la colaboración del Profesor Ruggero Bertelli de la Universidad de Sena, utilizó los
instrumentos científicos más modernos disponibles. Los análisis, realizados con absoluto
rigor científico y documentados por una serie de fotografías al microscopio, dieron los
siguientes resultados:
La Carne es verdadera Carne. La Sangre es verdadera Sangre.
La Carne y la Sangre pertenecen a la especie humana.
La Carne está constituida por el tejido muscular del corazón.
En la Carne están presentes, en secciones, el miocardio, el endocardio, el nervio vago y,
por el relevante espesor del miocario, el ventrículo cardiaco izquierdo.
La Carne es un CORAZÓN completo en su estructura esencial.
La Carne y la Sangre tienen el mismo grupo sanguíneo (AB).
En la Sangre se encontraron las proteínas normalmente fraccionadas, con la proporción en
porcentaje, correspondiente al cuadro Sero- proteico de la sangre fresca normal.
En la Sangre también se encontraron estos minerales: Cloruro, fósforo, magnesio, potasio,
sodio y calcio.
La conservación de la Carne y de la Sangre, dejadas al estado natural por espacio de 12
siglos y expuestas a la acción de agentes atmosféricos y biológicos, es de por sí un
fenómeno extraordinario.
TEXTO 32. EL ESPÍRITU SANTO, EL GRAN DESCONOCIDO
La expresión de que el Espíritu Santo es “el gran desconocido” de la vida cristiana, se ha
hecho popular. Pero quizá no se han reflexionado seriamente las consecuencias de esto.
Olvidar al Espíritu no es simplemente olvidar un tema más o menos marginal, o más o
menos interesante, sino algo así como olvidar la esencia del ser cristiano.
¿QUIÉN ES EL ESPÍRITU SANTO?
El Espíritu Santo es la tercera persona de la Santísima Trinidad. Dios es uno y trino, tres
personas distintas y un solo Dios verdadero. Es un misterio lleno de amor que no podemos
comprender plenamente, pues no tenemos nada con que podamos comparar a la
Santísima Trinidad, nada que sea a una sola cosa y tres a la vez; tenemos ejemplos de
tres cosas que se unen y forman una sola (las tres hojas del trébol forman un solo trébol),
pero cada una de las tres es “una parte” del todo… no ocurre así en la Santísima Trinidad:
cada una de las tres personas Divinas es todo Dios y los tres son todo Dios. Quizá un
ejemplo que se aproxima un poco -aunque manteniéndose todavía a una distancia infinita
del misterio trinitario- es el sol: digamos que el sol es: luz, fuego y calor. Podríamos decir
que el sol es “todo luz” y decimos verdad; podríamos decir que el sol es “todo fuego” y
decimos verdad; podríamos decir que el sol es “todo calor” y decimos verdad… pero no
son tres soles, es un solo sol. Así pasa en la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo
son personas distintas pero son un solo Dios, y de cada uno podemos decir que es
plenamente Dios, sin concluir con esto que son tres dioses.
El Espíritu Santo es el amor personificado con que se aman el Padre y el Hijo. «El corazón
late, late continuamente hasta que muere. Y en cada latido no hace sino repetir: Amo, amo;
ésa es mi misión y única ocupación. Y cuando encuentra, finalmente, otro corazón que le
comprende y le responde: «Yo también te amo», ¡oh, qué gozo tan grande! Pero ¿qué hay
de nuevo entre estos dos corazones para hacerlos tan felices? ¿Acaso el solo movimiento
de los latidos que se buscan y confunden? No. Estoy persuadido que entre mí y aquella
persona que amo existe alguna cosa. Esta cosa no puede ser mi amor, ni tampoco el amor
de ella; es, sencillamente, nuestro amor, o sea, el resultado maravilloso de los dos latidos,
el dulce vínculo que los encadena, el abrazo purísimo de los dos corazones que se besan
y se embriagan: nuestro amor. ¡Ah, si pudiéramos hacerlo subsistir eternamente para
atestiguar, de manera viva y real, que nos hemos entregado total y verdaderamente el uno
al otro! Esta fatal impotencia, que, en los humanos amores, deja siempre un resquicio a
incertidumbres crueles, jamás puede darse en el corazón de Dios.
Porque Dios también ama, ¿quién puede dudarlo? Es Él, precisamente, el amor sustancial
y eterno: “Dios es amor” (1 Jn 4,16). El Padre ama a su Hijo: ¡es tan bello! Es su propia luz,
su propio esplendor, su gloria, su imagen, su Verbo... El Hijo ama al Padre: ¡es tan bueno,
y se le da íntegra y totalmente a sí mismo en el acto generador con una tan amable y
completa plenitud! Y estos dos amores inmensos del Padre y del Hijo no se expresan en el
cielo con palabras, cantos, gritos..., porque el amor, llegando al máximo grado, no habla,
no canta, no grita; sino que se expansiona en un aliento, en un soplo, que entre el Padre y
el Hijo se hace, como ellos, real, sustancial, personal, divino: el Espíritu Santo. He aquí,
pues, con el corazón, mejor acaso que con el razonamiento metafísico, revelado el gran
misterio: la vida de la Santísima Trinidad, la generación del Verbo por el Padre y la
procesión del Espíritu Santo bajo el soplo de su recíproco amor»
«Creer en el Espíritu Santo es, por tanto, profesar que el Espíritu Santo es una de las
personas de la Santísima Trinidad Santa, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el
Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”. Por eso se ha hablado del misterio
divino del Espíritu Santo en la “teología trinitaria”, en tanto que aquí no se tratará del
Espíritu Santo sino en la “Economía” divina.» (Catecismo, 685).
«Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Gál 4,
6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto
en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo.» (Catecismo,
689).
¿CÓMO LO RECIBIMOS?
El don del Espíritu es un regalo del Padre que pedimos en nombre de su Divino Hijo: “Pues
si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el
Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!” (Lc 11,13).
El Espíritu Santo se nos da a través del Bautismo: “Convertíos y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y
recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hch 2,38). «La Iglesia pide a Dios que, por medio de
su Hijo, el poder del Espíritu Santo descienda sobre esta agua, a fin de que los que sean
bautizados con ella “nazcan del agua y del Espíritu” (Jn 3,5).» (Catecismo, 1238).
Su acción se vivifica con la confirmación: «a los bautizados el sacramento de la
confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los enriquece con una fortaleza
especial del Espíritu Santo. De esta forma se comprometen mucho más, como auténticos
testigos de Cristo, a extender y defender la fe con sus palabras y sus obras» (Catecismo,
1285). Después del bautismo, los apóstoles oraban por los cristianos para que recibieran
un fuerte influjo del Espíritu Santo: “Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de
que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Estos
bajaron y oraron por ellos para que recibieran al Espíritu Santo; pues todavía no había
descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en nombre del
Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían al Espíritu Santo”. (Hch 8, 15-
17).
LO QUE SERÍA IMPOSIBLE SIN EL ESPÍRITU SANTO
Hay cosas absolutamente necesarias en nuestra vida que, por no estar haciéndose
evidentes en cada momento, pasan desapercibidas. Pero bastaría reflexionar en qué
pasaría si no estuvieran para darnos cuenta de su capital importancia. Así sucede, por
ejemplo, con el aire. No se ve, sólo se siente; poco pensamos en él; está en todas partes y
estamos en permanente contacto con él, pero sólo nos damos cuenta de su importancia
cuando falta, cuando estamos ahogándonos por falta de él. Lo mismo sucede con el
Espíritu Santo; está allí, siempre, cada que le necesitamos, nos ayuda en todo, sin él nada
sería posible, pero no nos percatamos de su presencia. Por eso no es casualidad que «el
término “Espíritu” traduce el término hebreo Ruah, que en su primera acepción significa
soplo, aire, viento» (Catecismo, 691). Sería conveniente listar una serie -siempre limitada-
de cosas que sería imposible hacer si no estuviéramos asistidos por el Espíritu de Dios,
para que al final quedemos convencidos de la absoluta necesidad que tenemos de
invocarle en todo y para todo. Sin el Espíritu Santo, sería imposible:
La creación del mundo: Pues Él “revoloteaba sobre las aguas” (Gen 1,2). ¡Ven Espíritu, y
hazme una nueva creación!
La fuerza de los profetas del Antiguo Testamento: Con el término «Profetas» se
entiende a cuantos fueron inspirados por el Espíritu Santo para hablar en nombre de
Dios. (cf. Catecismo, 702). Estos hombres profetizaban “porque Yahvé les daba su
Espíritu” (Num 11,29). ¡Ven Espíritu, y hazme profeta!
La encarnación del Verbo: La Virgen María concibe a Cristo del Espíritu Santo, quien por
medio del ángel lo anuncia como Cristo en su nacimiento (cf. Lc 2,11). ¡Ven Espíritu, y haz
nacer a Jesús en mi alma!
Reconocer a Jesús como el Señor: “Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por
influjo del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). ¡Ven Espíritu, y auméntame la fe!
Amar a Dios: “El amor de Dios se ha derramado en vuestros corazones por el Espíritu
Santo que se os ha dado”. (Rom 5,5). ¡Ven Espíritu, y lléname de amor!
La existencia de la Iglesia: Estando los apóstoles reunidos “perseveraban en la oración,
con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres, de María la madre de Jesús y de
sus hermanos” (Hch 1,14), “de repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga
de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas
lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos. Entonces
quedaron todos llenos de Espíritu Santo y se pusieron a hablar en diversas lenguas, según
el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,2-4). ¡Ven Espíritu, y hazme testigo en tu
Iglesia!
Ser cristianos: Porque la palabra griega “Cristo” significa “ungido”; somos cristianos
porque somos “ungidos” “porque hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu” (1 Cor
12,13). ¡Ven Espíritu, y ayúdame a un católico coherente!
Ser hijos de Dios: “En efecto, todos los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son
hijos de Dios. Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el
temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:
¡Abbá, Padre!” (Rom 8,14-15). ¡Ven Espíritu, y enséñame a comportarme como hijo!
Ser santos: “si vivimos por el Espíritu, sigamos también al Espíritu” (Gál 6,25); y quien vive
según el Espíritu produce el fruto del Espíritu: la santidad (cf. Gál 6,22) ¡Ven Espíritu, y
santifícame!
Hacer oración: “De igual manera, el Espíritu viene también en ayuda de nuestra flaqueza.
Como nosotros no sabemos pedir lo que conviene, el Espíritu mismo intercede por
nosotros con gemidos indescriptibles” (Rom 8, 26). ¡Ven Espíritu, y enséñame a orar!
Entender la Palabra de Dios: pues la Biblia fue escrita por “hombres que hablaban de
parte de Dios movidos por el Espíritu Santo” (2 Pe 1,20) y debe ser interpretada con el
mismo Espíritu que la inspiró. ¡Ven Espíritu, y ayúdame a entender tu Palabra!
Conocer la Verdad: Pues Él es el “Espíritu de la Verdad” (Jn 16, 13). ¡Ven Espíritu, y
revélame la verdad!
Ser libres: “Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la
libertad” (2 Cor 3,17). ¡Ven Espíritu, hazme libre!
Ser valientes: “Piensa que el Señor no nos dio un espíritu de temor, sino de fortaleza, de
caridad y de templanza” (2 Tim 1,7). ¡Ven Espíritu, y hazme valiente!
Lograr conversiones: “Y me presenté a vosotros débil, tímido y tembloroso, apoyando mi
palabra y mi predicación no en persuasivos discursos de sabiduría, sino en la
demostración del Espíritu y de su poder, para que vuestra fe no se fundase en la sabiduría
humana, sino en el poder de Dios” (1 Cor 2,4-5). ¡Ven Espíritu, dame eficacia en la
palabra!
Hacer milagros y expulsar demonios: Los que creen en Jesús y se llenen del Espíritu de
Dios “expulsarán demonio, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus
manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los
enfermos y se pondrán bien.” (Mc 16,17-18) ¡Ven Espíritu, y obra prodigios a través de mí!
La unidad: Pues es su fuerza la que logrará “la unidad de los hijos de Dios dispersos” (Jn
11, 52). ¡Ven Espíritu, haznos un solo rebaño con un solo pastor!
Superar la tentación: “Fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados por encima de
vuestras fuerzas. Antes bien, junto con la tentación os proporcionará la fuerza para poderla
resistir con éxito” (1 Cor 10,13). ¡Ven Espíritu, y dame la fuerza para resistir la tentación!
Recibir sus frutos: “En cambio, los frutos del Espíritu son amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, fidelidad, modestia, dominio de sí mismo.” (Gál 5,22-23).
¿Quieres aprender a amar? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres ser feliz? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Necesitas paz en tu corazón? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Necesitas ser más paciente? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres aprender a tratar mejor a las personas? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Deseas tener sentimientos más bondadosos en tu corazón? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Anhelas ser fiel? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Deseas dejar de ser presumido? ¡Invoca al Espíritu Santo!
¿Quieres salir de los vicios? ¡Invoca al Espíritu Santo!
PRÁCTICA
Hacer una oración de efusión fuerte al Espíritu Santo. Esta se debe hacer en comunidad y
dirigida por el preparador.
TEXTO 33. JESUCRISTO, SEÑOR DE LA HISTORIA
Dios es «llamado “el Poderoso de Jacob” (Gén 49,24; Is 1,24, etc.), “el Señor de los
ejércitos”, “el Fuerte, el Valeroso” (Sal 24,8-10). Si Dios es Todopoderoso “en el cielo y en
la tierra” (Sal 135,6), es porque él los ha hecho. Por tanto, nada le es imposible (cf. Jr
32,17; Lc 1,37) y dispone a su voluntad de su obra (cf. Jr 27,5); es el Señor del universo,
cuyo orden ha establecido, que le permanece enteramente sometido y disponible; es el
Señor de la historia: gobierna los corazones y los acontecimientos según su voluntad (cf.
Est 4,17b; Pr 21,1; Tb 13,2): “El actuar con inmenso poder siempre está en tu mano.
¿Quién podrá resistir la fuerza de tu brazo?” (Sab 11,21).» (Catecismo, 269).
“Todo sucede para el bien de los que aman a Dios” (Rom 8,28).
Por muy malas que nos parezcan las cosas, estemos seguros que esto sucede “para
nuestro bien” si es que amamos a Dios. Esa es la condición: para tener la certeza de que
todo, por malo que nos parezca, sucede para nuestro bien, debemos amar a Dios y estar
dispuestos a aceptar lo que él disponga para nosotros. Lo que hoy es una desgracia,
mañana será una bendición. Lo que hoy nos hace llorar, mañana nos hará reír. “Los que
van sembrando con lágrimas cosechan entre gritos de júbilo” (Sal 125,5).
«Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede
sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas:
“No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios [...]
aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir
[...] un pueblo numeroso” (Gén 45, 8;50, 20; cf. Tb 2, 12-18 vulg.). Del mayor mal moral
que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los
pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia (cf. Rom
5,20), sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin
embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.» (Catecismo, 312).
“Fiel es Dios que no permitirá que seas probado por encima de tus fuerzas” (1 Cor
10,13)
Otra cosa consoladora es saber que si Dios está permitiendo una prueba para nosotros es
porque podemos soportar dicha prueba. “Antes bien, junto con la prueba os proporcionará
el modo de poderla resistir con éxito” (1 Cor 10,13). La fuerza de Dios, el Espíritu Santo,
siempre viene en ayuda de los que le invocan con confianza, humildad y perseverancia. No
hemos de desfallecer, solo debemos confiar y esperar en el Señor.
Es por esta razón que san Pío de Pietrelcina decía: “ora, ten fe y no te preocupes”, porque
sabía que la fuerza de Dios nunca nos faltaría. Es bien conocido el dicho que reza: “no hay
mal que dure cien años, ni cuerpo que lo resista”. Todo va pasar, lo que ahora nos hace
llorar será mañana un recuerdo, porque Dios nos ayudó a salir de esto.
“Todo lo puedo con Cristo que me fortalece” (Fil 4,13)
Para que la realidad del señorío de Jesús produzca frutos en nuestra vida, debemos recibir
la fuerza de su gracia. No es sólo tener la certeza de que Él lo puede todo; debemos,
además, recibir su gracia que nos fortalece. Por esta razón son absolutamente necesarios
los sacramentos, la oración, la mortificación, la práctica de la virtud, la devoción a la
Virgen, la Iglesia Católica, la lectura orante de la Palabra de Dios, en fin, todas aquellas
ayudas que el Señor ha dispuesto para que realicemos la voluntad de Dios que “quiere que
todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2,4).
PRÁCTICA
ORACIÓN: xhkgdcjk