Tema 5. El Decálogo
Tema 5. El Decálogo
Tema 5. El Decálogo
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sucede con “el campo” (Dt 5,21). Todas las otras variantes son de menor
relieve: pequeñas adiciones o ligeros cambios de detalle. Los exégetas
generalmente no les han concedido gran importancia, si bien recientemente no
han faltado quien los haya mirado con lupa, recordando a quienes piensan de
otro modo que “ni una sola jota de la ley” carece de valor (Mt 5,18).
Las variantes señaladas entre las dos versiones del decálogo, tal como
aparecen en el texto actual del AT, aumentan considerablemente si se tienen
en cuenta otras recensiones y versiones extrabíblicas. De todas ellas, sólo
haremos referencia a dos manuscritos hebreos antiguos: el papiro “Nash” y el
rollo “All Souls” de la cueva 4 de Qumran (4QDeutn).
El papiro Nash, que lleva el nombre del inglés que lo adquirió en Egipto
en 1902, es una hoja mutilada en la que se contiene el texto del decálogo más
el shemá (Dt 6,4-9), unidos por la fórmula “estos son los estatutos y los juicios
que Moisés mandó a los israelitas en el desierto cuando salieron del país de
Egipto”. Curiosamente, esta fórmula, que no se encuentra en el texto
masorético, aparece en la versión griega de los LXX. Interesa notar cómo en
el siglo II-I a.C. (el papiro Nash se puede fechar entre el 165 y el 37) tanto el
decálogo como el shemá gozaban de cierta autonomía y de particular aprecio.
El texto del decálogo conservado en este papiro es una armonización de las
versiones del Ex 20 y Dt 5. Se trata, seguramente, de una copia privada,
equiparable en este sentido a las filacterias descubiertas en Qumran,
Murabba’at, etc.
De los manuscritos hallados en Qumran, el único que posee una versión
completa del decálogo es 4QDeutn (denominado “All Souls”, nombre de la
iglesia unitaria de Nueva York que hizo posible su adquisición). Este
manuscrito, que remonta al siglo I a.C. (30-1 a.C.), conserva una versión del
decálogo conforme a la tradición del Dt 5,6-21, pero con la particularidad de
que en un punto crucial, en el cuarto mandamiento, se armoniza la versión de
Dt 5,12-15 con la de Ex 20,8-11.
Aunque en otras filacterias de Qumran, donde se conserva el texto del
decálogo con lagunas, no existe tal armonización, puede afirmarse que en esta
época existía cierta fluidez en el texto, que aún no había cristalizado en una
versión definitiva. En el tiempo del AT no existía, por tanto, un texto
normativo del decálogo. “Lo extraño, como ha notado Perlitt, no es que hayan
surgido variantes, sino que se haya canonizado sin una igualación”. Más aún,
el proceso de formación del decálogo continúa incluso después de su
canonización. Estos son los principales textos que han llegado hasta nosotros.
Tanto el papiro Nash como el manuscrito “All Souls” de Qumran vienen a
confirmar las dos versiones bíblicas del decálogo. Ambas, por consiguiente,
constituyen el texto básico que analizaremos.
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FORMA Y GÉNERO
El decálogo es un texto complejo, con elementos formales y temáticos
muy variados.
Un elemento dominante en el conjunto, sin duda alguna el más
significativo desde el punto de vista formal, lo constituye una serie de
fórmulas construidas con la negación más la segunda persona del singular del
futuro. Se trata nada menos que de doce fórmulas de este tipo, que recorren el
texto del decálogo desde el principio hasta el final.
En este tipo de fórmulas, el futuro equivale en realidad a un imperativo.
En este sentido, las doce fórmulas negativas señaladas son equiparables a las
dos fórmulas afirmativas, en imperativo, que se hallan en el centro del
decálogo (Ex 20,8.12/ Dt 5,12.16). Sumadas todas juntas, por consiguiente,
forman una serie de catorce “imperativos”, que constituyen la espina dorsal
del texto, dándole un rigor formal externo y un principio de estructuración.
Extraídas de entre las otras, suenan así:
No tendrás otros dioses fuera de mí.
No te harás escultura ni imagen alguna.
No te postrarás ante ellas.
No las adorarás.
No proferirás el nombre de Yhwh, tu Dios, en vano.
Recuerda / Observa el día sábado.
No harás trabajo alguno.
Honra a tu padre y a tu madre.
No matarás
No adulterarás.
No robarás.
No levantarás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás la casa / mujer de tu prójimo.
No codiciarás / desearás la mujer / casa de tu prójimo.
En un estudio clásico sobre el derecho israelita, Alt calificó esta serie de
fórmulas de derecho apodíptico, distinguiéndolas de otras a las que dio el
nombre de derecho casuístico. Las leyes casuísticas, como su mismo nombre
indica, atañe a casos particulares. Su formulación consiste fundamentalmente
en una proposición subordinada condicional (prótasis), en la que se expone el
caso, seguida de una proposición principal, en la que se determina la sanción
de dicho caso: “si compras un esclavo hebreo, te servirá durante seis años…”
(Ex 21,2). Las leyes apodípticas, por el contrario, se elevan por encima de los
casos particulares, convirtiéndose en principios generales y absolutos. Su
formulación es imperativa, bien sea afirmativa o negativa, como acurre en el
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decálogo. Las negativas suelen calificarse como prohibitivas y las afirmativas
como mandamientos o preceptos.
En opinión de Alt, el derecho casuístico es propio de los pueblos del
Antiguo Oriente Próximo, mientras que el derecho apodíctico sería
típicamente israelita y yahvista. Las prohibiciones y mandamientos del
decálogo habrían surgido en el contexto de la alianza entre Yhwh e Israel.
Estudios posteriores han mostrado que las leyes apodícticas son anteriores a
Moisés y se encuentran también fuera de Israel. Determinadas directrices de
jefes de clanes nómadas o seminómadas estarían selladas con el cuño
apodíctico. Existe una ética de clan, de la que han quedado huella en el
Antiguo Testamento (cfr. Lv 18,6ss). Pero las leyes prohibitivas no se
circunscriben a un aspecto de la vida, de modo que su origen no puede
limitarse a la ética de los clanes, sino que ha de extenderse también a la ética
de otros grupos. Esto significa que las leyes del decálogo, teóricamente al
menos, podrían remontarse a una época muy antigua. A su vez, hay que notar
que la serie de leyes del decálogo no es formalmente homogénea (los
mandamientos alternan con las prohibiciones).
Esto es una señal clara de que la serie del decálogo no remonta a la
misma época o, dicho con otras palabras, de que la serie en cuanto tal no es
primitiva. Según Gerstenberger, las series primitivas de prohibiciones solían
ser cortas, de dos a cuatro miembros. Por consiguiente, la lista del decálogo
sería fruto de una recopilación de varias series más cortas, y la actual
disposición del decálogo habría visto la luz después de un largo proceso de
recopilación y adaptación de prohibiciones y leyes. Esto, sin embargo, no
quiere decir que el núcleo central del decálogo no contenga elementos muy
antiguos. Quizá podemos hablar de un nervio central, recubierto con otros
muchos elementos de distinto tenor.
ESTRUCTURA
Ex 20,1-17 puede ser estructurado de algunos modos. Hay quienes han
visto una división en dos partes: una primera parte, estaría centrado en los tres
primeros mandamientos que tienen como objeto de los preceptos a Dios; la
segunda parte, en cambio, miraría más al prójimo, pues a partir del cuarto
mandamiento, el objeto de los mandamientos es el ser humano (padres,
prójimo, etc.). Siguiendo esta misma división, algunos estudiosos definen la
primera parte como “cultual”, mientras que la segunda parte sería la parte
“ética”.
Mirando con un poquito más de atención se descubre que un elemento
esencial en el decálogo lo constituyen las múltiples referencias a Yhwh,
nombre este que se repite ocho veces en nuestro texto (Ex 20,1-17) y diez
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veces en su paralelo (Dt 5,6-21). Su presencia en determinados bloques del
decálogo y su ausencia en otros puede incluso tener un valor estructurante.
Las dos versiones del decálogo comienzan con una fórmula idéntica,
que puede traducirse como “Yo soy Yhwh, tu Dios” (Ex 20,2). Esta misma
forma reaparece en Ex 20,5, al principio de una proposición causal que se
extiende a todo el versículo siguiente. En la fórmula señalada, pasa a primer
plano el pronombre personal de primera persona, referido a Yhwh, de modo
que sus palabras se presentan como un discurso directo de Yhwh (Ex 20,2-6).
En Ex 20,7-12 aparece tres veces la expresión “Yhwh, tu Dios”, pero
nunca va con el pronombre personal de primera persona. El texto esta
formulado de otro modo; no habla Yhwh, sino otra persona. No es, pues, un
discurso divino, sino un discurso sobre Yhwh y sobre el prójimo.
En Ex 20,13-17 no vuelve a mencionarse el nombre de Yhwh. En lugar
de Yhwh, aparece el prójimo como punto de referencia. Se trata, en este caso,
de un discurso sobre el prójimo.
El decálogo se abre con el pronombre personal de primera persona,
referido a Yhwh, y se cierra con el pronombre personal de segunda persona,
referido al prójimo. Ambos extremos constituyen dos puntos clave entre los
que se enmarcan “las diez palabras”: Yhwh (“Yo soy Yhwh…”) y el prójimo
(“prójimo tuyo”). El término “prójimo” se emplea cuatro veces en las tres
prohibitivas del final (Ex 20, 16ss), convirtiéndose así en el centro de atención
de la última parte del decálogo, de modo análogo a como Yhwh lo es de la
primera parte. El decálogo gira en torno a estos dos polos, tratando de regular
el comportamiento del israelita con Yhwh, su Dios, y con su prójimo. Así
pues, se inculca una actitud religiosa y un talante ético, al situar a Yhwh al
comienzo y al prójimo al final, y en el centro (Ex 20,7-12) a los dos, en una
unidad indivisible. El “yo” de Yhwh no puede separarse del “tu” del prójimo,
ya que ambos constituyen el punto de referencia fundamental de las
obligaciones del israelita, a quien se dirige el decálogo.
En esquema, tenemos una estructura tripartita, dispuesta así:
I) Las palabras de Yhwh (Ex 20,2-6)
II) Las palabras sobre Yhwh y sobre el prójimo (Ex 20,7-12)
III) Las palabras sobre el prójimo (Ex 20,13-17)
INTERPRETACIÓN
LAS PALABRAS DE YHWH (EX 20,2-6)
Entre los rasgos más salientes de Ex 20,2-6 cabe destacar la serie de
pronombres personales de primera y segunda persona del singular, referidos al
“yo” de Yhwh y al “tu” de Israel. El textos se abre y se cierra con el
pronombre personal de primera persona: “Yo Yhwh…los mandamientos míos”
(Ex 20, 2.6).
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Prólogo
V. 2: Yo soy el SEÑOR tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de
la casa de servidumbre
Un prólogo precede a los diez mandamientos. Algunos (Zimmerli)
hablan de una fórmula de “auto presentación”. En la literatura bíblica y
extrabíblica se encuentran fórmulas de auto presentación, similares a la de este
prólogo (cfr. Gn 17,1; Ex 6,2). Este prólogo, entonces, sirve como prefacio a
toda la ley. Esta segunda parte del prólogo hace referencia a la intervención de
Dios en la historia, liberando a su pueblo de la esclavitud de Egipto. Yhwh se
revela de modo especial en lo que hace a favor de su pueblo. La afirmación de
que Yhwh ha hecho salir a Israel de Egipto contiene el artículo
fundamental de la fe de Israel. La introducción de la fórmula en este momento
de la narración hace mirar atrás, a la historia de la liberación; sin embargo,
apunta también hacia delante, a una nueva etapa de la relación entre Dios y su
pueblo. El mismo Señor que intervino con su poder liberador para que el
pueblo de Israel pudiera escapar de Egipto, ha mandado a éste observar unas
leyes. Leyes que tienen también una dimensión salvífica, como la misma
intervención divina. De la servidumbre forzada al Faraón, Israel pasó al
servicio libre de Yhwh. Sin embargo, la entrega de la ley no está en relación
directa con la liberación de Egipto. No es simplemente uno más entre los actos
liberadores de la historia de la redención. El don de la ley presupone más bien
la liberación de Egipto. El decálogo además revela otro lado de la naturaleza
de Dios, que presenta ahora una exigencia a Israel: la ley es la voluntad de
Dios para Israel.
Primer mandamiento
V. 3: No habrá para ti otros dioses delante de mí
El primer mandamiento se presenta en el estilo imperativo de las
prohibiciones, con la diferencia que aquí el verbo es muy genérico y está en
tercera persona (no en segunda como ocurre en todas las otras prohibiciones).
Literalmente sonaría “no habrá para ti otros dioses ante mi rostro”. La
expresión “otros dioses” no especifica de qué dioses se trata. Hay que
entenderla, por tanto, referida a todos los dioses distintos de Yhwh.
Un problema que surge es la traducción de la muy debatida frase ‘al-
panay (y;n"©)P'-l[;). Tradicionalmente se la traduce por “delante de mi”
o “ante mí”, pero son posibles otras traducciones debido a las muchas
acepciones que puede tener esta expresión. Unos exegetas piensan que la
expresión debería traducirse por “en perjuicio mío”, y hasta hay quien la
traduciría así: “mientras yo exista”. Esta última interpretación tiene un gran
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fundamento en versículos como Nm 3,4. Cualquiera que sea la traducción, el
contexto está indicando la rivalidad de los otros dioses frente a Yhwh.
Respecto a la interpretación, es también importante señalar lo que no se
dice. No es parte del primer mandamiento la exigencia de la exclusividad de
Yhwh en el sentido de que sólo Yhwh posee existencia. El hagiógrafo no
pretende exponer una doctrina monoteísta, que defienda la existencia de un
solo Dios, sino que apunta más bien a una práctica religiosa. La expresión
para ti muestra el alcance real de esta prohibición. En este primer
mandamiento se describe la relación de Dios con Israel, eliminando
categóricamente otros dioses que pudieran estar presentes en la vida de Israel.
Una última aclaración es conveniente: esta prohibición de tener otros dioses
no aparece en ninguna otra religión del antiguo Oriente Próximo fuera de
Israel. En esta exigencia, al menos, se encuentra una nota distintiva de la
religión israelita.
Segundo mandamiento
Vv.4-6: No te harás ídolo, ni semejanza alguna de lo que está arriba
en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No los
adorarás ni los servirás; porque yo, el SEÑOR tu Dios, soy Dios celoso, que
castigo la iniquidad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta
generación de los que me aborrecen, y muestro misericordia a millares, a los
que me aman y guardan mis mandamientos.
La fórmula empleada para enunciar el segundo mandamiento del
decálogo carece de paralelos estrictos en el AT, si bien existen otros muchos
textos en los que se encuentra un contenido idéntico o similar, aunque con
variantes en su formulación (cfr. Ex 20,23; 34,17, Lv 19,4; 26,1; Dt 27,15). Se
acepta generalmente que la prohibición de hacer un pesel (ídolo, imagen:
ls,p,ä’) se refiere, en primer lugar, a una imagen tallada en madera o piedra,
pero que, posteriormente, incluyó también figuras de metal. La prohibición de
las imágenes es un rasgo distintivo de la religión de Israel. Las raíces de tal
prohibición probablemente haya que buscarlas en la época nomádica o
seminomádica, cuando los antepasados de Israel practicaban una forma de
religión sin imágenes. Sin embargo, hay que notar, que en el AT existieron
imágenes e incluso tuvieron una gran importancia. Desconocemos el momento
al que remonta en Israel la prohibición de las imágenes. Los primeros
testimonios son los del profeta Oseas, en la segunda mitad del siglo VIII a.C.
(cfr. Os 8,6; 13,2). El profeta Elías, acérrimo defensor del yahvismo un siglo
antes, no parece haber combatido el culto de las imágenes. En el contexto
actual de Ex 20,4 no se ve claramente cuál es el contenido exacto de esta
prohibición. Ciertamente podemos excluir que se trate de una prohibición
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dirigida contra el arte. Lo que se prohíbe más bien es que el hombre fabrique
una imagen de Dios y le dé culto. Se discute en cambio si se trata directamente
de las imágenes de Yhwh o de los dioses extranjeros. En el primer
mandamiento queda claro para el israelita que no debe tener otros dioses
frente e Yhwh, por lo que implícitamente se entiende ya la prohibición de las
imágenes. Ahora bien, tratándose de dos prohibiciones que van seguidas en
una misma serie, parece poco verosímil que la segunda sea una mera
repetición de la primera. Por eso, lo más probable es que el segundo
mandamiento se refiera a las imágenes de Yhwh. La pregunta difícil es saber
cuál es la intención teológica del segundo mandamiento. El primer problema
que hay que reconocer es que nunca se explica totalmente la razón que
subyace al mandamiento. Nos puede ayudar en este sentido el relato
deuteronómico del Sinaí (Dt 4,9ss). En él el autor afirma que, puesto que Dios
no se reveló a sí mismo por medio de una forma, sino sólo por medio de una
voz, Israel debe abstenerse de tallar cualquier imagen. Están prohibidas las
imágenes en cuanto son una respuesta inadecuada al modo como el propio
Dios se da a conocer. Von Rad afirma que la imagen estaba prohibida porque
coartaba la libertad de Dios de relacionarse con este mundo. También
Zimmerli relaciona el mandamiento con el tema de la autorrevelación de Dios.
Dios ha elegido darse a conocer, no en una imagen “estática”, sino en la
ambigüedad de la historia dinámica. El mandamiento protege a Dios de entrar
en la esfera de la vida humana, al defenderlo del abuso que intenta explotar su
revelación para su propio uso. Estas serias opiniones, sin embargo, no
convencen a muchos, pues no es seguro hasta qué punto la idea de que la
imagen sea un vehículo de la divinidad haya sido acogida en Israel. Hay muy
pocos datos que demuestren, en el AT, que Israel consideró importante las
imágenes porque funcionaban como “vehículo del espíritu”.
La fundamentación de esta prohibición repite de nuevo la fórmula de
auto-presentación de Yhwh. Dicha fórmula, en el proemio se complementaba
mediante las referencias a la salida de Egipto; aquí lo hace recurriendo a
algunas notas alusivas al ser y al actuar de Yhwh. El Señor se presenta a sí
mismo, en esta ocasión, como Dios celoso. En Dt 4,24; 6,15; Jos 24,19 son
otros los que hablan y califican a Yhwh de este modo. El celo de Yhwh
aparece como una nota esencial en el AT. En Jos 24,19 se pone incluso en
paralelismo con la santidad divina; el celo del Señor aparece como una
expresión de su santidad.
Del celo divino arranca el exclusivismo. Yhwh no admite ningún dios
rival. Conviene precisar, sin embargo, que el celo de Dios no apunta
directamente a los dioses extranjeros sino a sus adoradores. Este modo de
expresarse es propio del AT. Constituye un rasgo distintivo del Dios de Israel.
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De este Dios celoso, se dice en nuestro texto que pide cuenta de las
transgresiones a los que le odian, pero muestra misericordia con los que le
aman y observan sus mandamientos. El castigo o premio de Yhwh son
presentados como una reacción ante el comportamiento del hombre. Subyace
aquí la idea de la retribución. Una retribución que no es estrictamente
individual, puesto que Dios castiga las culpas de los padres en los hijos y en
los nietos hasta la tercera generación y “hace gracia” a los que le aman por mil
generaciones. Se da a entender, de este modo, la solidaridad existente en el
bien y el mal, al mismo tiempo que se subraya la misericordia divina, ya que
su gracia excede con mucho su castigo. Aunque el lenguaje humano para
expresar el misterio de Dios resulta siempre pobre e insuficiente, el mensaje
del decálogo es obvio: el amor y la gracia de Dios exceden con mucho su
cólera.
LAS PALABRAS SOBRE YHWH Y SOBRE EL PRÓJIMO (EX 20,7-12)
En el aspecto sintáctico-lingüístico, el rasgo más importante de esta
sección respecto a la anterior consiste en el cambio de locutor. La expresión
Yhwh, tu Dios aparece al principio y al final de la sección. De los tres
mandamientos expuestos en esta sección, el relativo al sábado está mucho más
desarrollado que los otros dos y aparece situado en medio de ambos. Desde el
punto de vista formal, el cuarto y el quinto mandamiento son los únicos que se
formulan afirmativamente y también los únicos de los que se dice “como te
mandó Yhwh, tu Dios”.
Tercer mandamiento
V.7: No tomarás el nombre del SEÑOR tu Dios en vano, porque el SEÑOR no
tendrá por inocente al que tome su nombre en vano.
A una primera vista este mandamiento parece no presentar problemas.
Sin embargo, una primera dificultad es la traducción del versículo. El término
hebreo que hemos traducido por “tomarás”, literalmente significa “levantar”.
Es un verbo que designa normalmente un gesto, ocasionando muchas veces un
sentido figurado. Así, piensan unos autores, “levantar el nombre” sería
sinónimo de “hacer un juramento”. Una traducción basada en una tradición
exegética judía lee: “no jurarás en falso por el nombre del Señor, tu Dios”.
Una sutil diferencia entre “tomar en vano” y “jurar en falso” en innegable.
Jurar en falso significaría, por una parte, hacer de Dios un falso y
mentiroso si el creyente no cumple con lo prometido; pero, por otra, también
diría que Dios no es capaz de hacer algo, sería impotente, vacío, sin
consistencia. En hebreo el significado de la raíz aw>v' es “estar vacío”,
“infundado”, “inútilmente” en relación con el “falso juramento”. Pero también
esta expresión se usa en otros campos. Is 1,13 habla de las “ofrendas sin
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valor”. El salmo 31,7 llama a los ídolos aw>v"+-yleb.h; (vanos) porque
no tienen substancia y son pura vaciedad. Por su parte tomar en vano quizá se
refiera más a un uso un poco laxo o descuidado del Nombre del Señor. De
todos modos, parece que el sentido no cambia radicalmente.
Este tercer mandamiento gira en torno al nombre de Yhwh, nombre
admirable y glorioso (cfr. Sal 8,2; 72,19), que juega un papel importantísimo
en la fe de Israel. A lo largo del AT, este nombre se utiliza con gran profusión
(6.828 veces en total). A veces de manera correcta para “invocarlo” (Gn 4,6),
para “profetizar” en su nombre (Dt 18,19; Jer 11,21), para “alabarlo” (Sal
69,31); pero otras veces se hacía un mal uso del nombre por lo que se prohibía
“profanar” (Lv 20,3), “maldecir” (2 Re 2,24), etc.
Una tradición bíblica hace remontar la invocación del nombre de Yhwh
a los orígenes de la humanidad (Gn 4,6). En cambio, según otras tradiciones
veterotestamentarias, Dios revela el nombre de Yhwh por primera vez a
Moisés (Ex 3,6.9-15; 6,2-13).
La prohibición del tercer mandamiento previene contra la utilización
indebida del nombre de Yhwh, con el fin de apoyar un falso juramento, con la
intención de hacer daño a otro. Es también posible, como sugiere Mowinckel,
que implicase un uso mágico.
Frente a la prohibición del tercer mandamiento habría que situar el
mandamiento de “santificar” el nombre de Yhwh. La santificación del nombre
de Yhwh implica el reconocimiento y la alabanza, aspectos fundamentales en
la piedad de Israel. El eco del tercer mandamiento del decálogo se puede sentir
en el Nuevo Testamento, en la oración del Padrenuestro: “santificado sea tu
nombre”. Comentando el sermón de la montaña. San Agustín dice:
“El nombre de Dios es grande allí donde se pronuncie con el respeto
debido a su grandeza y majestad. El nombre de Dios es santo allí donde se le
nombre con veneración y temor de ofenderle” (Pl 34, 276).
Cuarto mandamiento
Vv. 8-11: Acuérdate del día sábado para santificarlo. Seis días
trabajarás y harás toda tu obra, más el séptimo día es día de reposo para el
SEÑOR tu Dios; no harás en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu
siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni el extranjero que está contigo. Porque
en seis días hizo el SEÑOR los cielos y la tierra, el mar y todo lo que en ellos
hay, y reposó en el séptimo día; por tanto, el SEÑOR bendijo el día de
reposo y lo santificó.
Uno de los rasgos más característicos de este cuarto mandamiento es su
extensión, pues no sólo es el más largo de todos los mandamientos sino que
incluso ocupa una tercera parte del conjunto del decálogo. De los
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mandamientos del decálogo, el cuarto es el más representado en todo el
Antiguo Testamento. Se encuentra en los textos narrativos, en los legales y en
los proféticos, desde el libro del Éxodo hasta el de los Macabeos.
Un primer problema, que aún sigue sin resolverse, es la cuestión de la
etimología y del origen del sábado. Algunos autores relacionan el término
hebreo sabbat con el acadio sabbatu/sappatu, que en Asiria y Babilonia
designa el día 15 del mes lunar y, por consiguiente, el día de luna llena. En 2
Re 4,23; Is 1,13; Os 2,13; Am 8,5, textos todos pre-exílicos, se establece una
cierta relación entre el sábado y el novilunio. Hay que pensar, sin embargo,
que los testimonios de que disponemos son insuficientes para urgir el
paralelismo apuntado.
Otros autores prefieren hacer derivar el substantivo sabbat del verbo
hebreo sabat, que significa “descansar”, “dejar de trabajar”. Ahora bien, en la
época pre-exílica, el sabbat y la prescripción relativa al día séptimo
constituían dos realidades distintas (cfr. Ex 23,12; 34,21). Mientras que el
primero se celebraba una vez al mes, en coincidencia con las fases de la luna,
el segundo estaba ligado al ritmo septenario. Ambos se reflejan en el precepto
del decálogo, que si, por un lado lleva el nombre de sabbat, por otro, se halla
asociado al día séptimo y al descanso.
Estos cuatros versículos que componen el cuarto mandamiento, forman
un texto bastante complejo pero bien estructurado. Las correspondencias entre
los distintos elementos de la unidad son manifiestas. Veámoslo en un
esquema:
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principal del mandamiento parece estar en el verbo “santificar”. Los dos
extremos usan este término junto al día sábado, y en el centro, donde vuelve a
aparecer el sábado, se nos dice que es para Yhwh. “Santificar”, entonces, está
en relación con el Señor. Ahora bien, el verbo se encuentra en la forma piel,
que expresa un uso factitivo, con la connotación de “hacer santo”. El
mandamiento de santificar, entonces, no se identifica simplemente con el no
trabajar o el descansar, sino sobre todo con la acción positiva de “hacer
santo”. Presupone el cese de la actividad normal de trabajo con el fin de
reservar el sábado como algo especial. Además, se une el mandamiento del
sábado con la acción de la creación. Ciertamente, el v. 11 presenta una
etiología de la santificación del sábado, anclada con la tradición de la
creación. El mandamiento del sábado, por tanto, no se da a Israel por primera
vez en el Sinaí, sino que en dicho lugar se exhorta a Israel a recordar
solamente lo que desde el principio ha sido una obligación.
En el paralelo del decálogo del Deuteronomio (Dt 5,12ss) se presenta,
curiosamente, un fundamento distinto del mandamiento del sábado. Además,
la diferencia no está sólo en la sustitución de la tradición del Éxodo por la de
la creación. Más bien se ha cambiado el interés de toda la estructura del
mandamiento. Se ha añadido a la introducción una frase que no encaja con
facilidad (“como el Señor tu Dios te ha mandado”; “guarda el sábado,
santifícalo”). La conclusión repite la misma palabra: “por eso el Señor tu Dios
te manda guardar el sábado”. La razón fundamental para guardar el sábado es
que es un mandato. Sin embargo, el redactor deuteronomista, ha incorporado
dentro de dicho marco una motivación específica. Esta motivación se
encuentra en el v. 15: “Y acuérdate que fuiste esclavo en la tierra de Egipto, y
que el SEÑOR tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y brazo extendido; por
lo tanto, el SEÑOR tu Dios te ha ordenado que guardes el día de reposo”. El
reposo sabático se fundamenta aquí mediante la invitación a recordar la
esclavitud-liberación de Egipto. El sábado, tal como aparece en esta versión
del Deuteronomio, es ante todo y sobre todo un día de descanso, un día en el
que no se ha de hacer nada. Se muestra de este modo el carácter benéfico del
cuarto mandamiento, pues libera de toda exigencia. El sábado es el día en que
el pueblo ha de recordar la libertad recibida de Yhwh como don. En el reposo
sabático tiene que participar toda la casa: “no harás en él ningún trabajo, tú, ni tu
hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu asno, ni ninguno de tus animales,
ni el forastero que está contigo, para que tu siervo y tu sierva también descansen como tú ”.
En la expresión “como tú” se subraya la igualdad de todos frente a Dios. A
todos donó Yhwh gratuitamente la liberación para que disfruten de ella.
Observar el sábado significa, por tanto, ejercitar el estado de libertad
conseguido por el Señor para su pueblo.
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Aunque arraigados y entroncados en el antiguo pueblo de Dios, los
cristianos han hecho del “octavo día” el primero de todos los días, el día del
Señor. De este modo, como muy bien dice Tomás de Aquino, “el sábado que
representa la primera creación ha sido reemplazado por el domingo, que
recuerda la nueva creación inaugurada en la resurrección de Cristo” (STh II-II,
103,3).
De memorial de la creación (Ex 20,8-11) y de la liberación de la
esclavitud de Egipto (Dt 5,15), el sábado / domingo se convierte en el
memorial de la nueva creación, de la definitiva liberación en Cristo Jesús. De
memorial en honor de Yhwh, a memorial en honor del Señor Jesús.
Quinto mandamiento
V. 12: Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días sean
prolongados en la tierra que el SEÑOR tu Dios te da
No es tan fácil, como pudiera parecer a primera vista, determinar el
lugar exacto del quinto mandamiento dentro del conjunto del decálogo. Se
piensa con frecuencia que el quinto mandamiento es un puente que conecta las
obligaciones hacia Dios de los cuatro primeros mandamientos con las que se
refieren al prójimo en los últimos cinco. La razón principal de dicha propuesta
surge de este hecho: aunque el mandamiento se preocupa en primer lugar del
prójimo, posee una referencia a “tu Dios”, y esta frase sólo aparece en los
versículos que hacen referencia a la obligación respecto a Dios (vv. 2, 5, 7,10).
Esta es una de las principales razones, discusiones aparte, por la que lo
tratamos en esta parte.
Al igual que el sábado, el mandamiento tiene una formulación positiva;
le sigue una promesa y no una razón teológica. ¿A quién se dirige este
mandamiento y cuál es su significado? En la investigación actual esta cuestión
ha recibido varias propuestas.
Una primera línea, que podemos llamar tradicional, ve como
destinatarios del quinto mandamiento a los hijos menores y les obliga a
obedecer a sus padres. Otra interpretación, en cambio, orienta el quinto
mandamiento hacia los padres en cuanto representantes de Dios en el ejercicio
de la autoridad y en cuanto responsables de la educación de sus hijos. Honrar
a los padres significaría reconocerlos y venerarlos especialmente como
transmisores de unas enseñanzas y tradiciones religiosas. En opinión de un
tercer grupo de estudiosos, el quinto mandamiento tendría como destinatarios
a los hijos adultos, a quienes se quiere inculcar el deber de atender a sus
padres de edad avanzada.
El ambiente de origen del quinto mandamiento parece estar en el ámbito
general de la instrucción del clan. En el AT, principalmente en las tradiciones
legales y sapienciales, abundan las alusiones al comportamiento de los hijos
13
con sus padres. En líneas generales, los textos se pueden clasificar en dos
categorías. En la primera, tenemos una serie de textos en los que se prohíben,
condenan o censuran algunas conductas juzgadas negativas: la maledicencia
(Ex 21,17; Lv 20,9; Dt 27,16; Pro 20,20; 30,11), los malos tratos y las
vejaciones (Ex 21,15; Pro 19,26), el robo (Pro 28,24), el insulto (Miq 7,6), la
mofa (Pro 30,17), etc. En la segunda, recogemos algunos textos en los que se
manda o exhorta apremiantemente respetar (Lv 19,3), honrar (Ex 20,12; Dt
5,16; Mal 1,6; Eclo 3,1ss), escuchar/obedecer y no despreciar/menospreciar
(Pro 1,8; 23,22) a los padres. De los diversos testimonios bíblicos se
desprende que la actitud básica requerida de los hijos respecto de sus padres
implica un trato digno y respetuoso, en palabras y obras, que se ha de reflejar
en las circunstancias de la vida.
Al parecer en el fondo de esta norma se percibe un problema serio en la
relación padres-hijos. Algunos autores piensan que en el corazón de la
prohibición original está un mandamiento que protegía a los padres de ser
echados de casa o de padecer abusos cuando ya no podían trabajar (cfr. Ex
21,15.17; Lv 20,9; Dt 27,16).
La formulación positiva actual “honra a tu padre y a tu madre” refleja
claramente la intención de ampliar lo más posible el área que cubren los
mandamientos. La elección del término “honrar” (dBeîK;) lleva consigo un
conjunto de connotaciones mucho más amplias que las que lleva un término
como “obedecer”. Honrar es “colmar de honores” (Prov 4,8), “mostrar
respeto”, “glorificar y exaltar”. Además, tiene matices de cuidar por y
mostrar afecto (Sal 91,15). Es un término frecuentemente utilizado para
describir la respuesta adecuada a Dios y está muy próximo a la alabanza (Sal
86,9). Sirve, algunas veces, para expresar el respeto y la adoración debidas a
Dios.
Este quinto mandamiento va acompañado por una promesa: “para que
tus días sean prolongados en la tierra que el SEÑOR tu Dios te da”. Pablo
nota que es el primer mandamiento que lleva una promesa (Ef 6,2-3).
Elemento central de esta promesa es la vida en la tierra prometida. En el
preámbulo del decálogo –y en la versión deuteronomista del cuarto
mandamiento- se recuerda la liberación de Egipto. La salida de Egipto estaba
orientada a la entrada en la tierra prometida. Son los dos polos de una misma
historia de salvación.
LAS PALABRAS SOBRE EL PRÓJIMO (EX 20,13-17)
El tercer bloque del decálogo contiene cinco mandamientos sobre el
prójimo. Las múltiples referencias a Yhwh de la primera y segunda parte
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ceden aquí su puesto al prójimo, destinatario directo e inmediato de estos
mandamientos.
En Ex 20,13-17 se pueden distinguir dos series diferentes: la primera
consta de tres fórmulas lapidarias, integradas por la negación más el verbo; en
la segunda, los verbos van acompañados por uno o más complementos. Se
discute entre los exegetas si la forma corta es la más primitiva y original o si,
por el contrario, es el resultado de una elaboración con el fin de lograr
declaraciones de principios, generalizando así las prohibiciones. Es probable
que estos mandamientos hayan existido independientemente del decálogo.
Incluso es verosímil que en Oseas y Jeremías se encuentren los precursores
más próximos de lo que terminaría siendo el decálogo. Los antecedentes
remotos habría que buscarlos, tal vez, en las leyes del antiguo Oriente
(Hammurabi, las leyes asirias y las leyes hititas).
Sexto mandamiento
V. 13: No matarás
El sexto mandamiento comienza la serie de las formulaciones más
breves del Decálogo. Detrás de la formulación negativa de este mandamiento
late con fuerza la gran afirmación de la vida. Esta constituye un derecho
esencial y básico del ser humano, que hay que asegurar contra cualquier
intento arbitrario y delictivo de transgresión. Por ser un principio fundamental,
el derecho a la vida no se puede relativizar. El homicidio es el acto más
negativo que el hombre puede realizar contra un semejante suyo. En la
perspectiva bíblica, cada ser humano es imagen de Dios, y su existencia, un
don sagrado: “otro hombre derramará la sangre de quien derrame sangre
humana” (Gn 9,6). La vida procede de Dios y a Él sólo le pertenece: “el Señor
da la muerte y la vida” (1Sam 2,6). En las leyes del antiguo Oriente no valía
lo mismo la vida de un esclavo que la de un hombre libre, ni la de una persona
importante que la de otra de menor rango social. Así, en el Código de
Hammurabi, se dice:
“Cuando uno golpea a otro en una riña…,
y muere por el golpe que recibió…,
si (la víctima) era un notable, pagará media mina de plata,
y si era un hombre de pueblo, pagará un tercio de mina de plata ” (ANET 175,
206-208).
También en algunos lugares del Antiguo Testamento la realidad no está
lejos de esta visión del antiguo Oriente (cfr. Ex 21,12-25). Evidentemente, los
criterios para valorar la vida no eran biológicos, sino más bien sociales.
Especial dificultad del sexto mandamiento está en la exacta
comprensión del significado del verbo “matar” (xcr). En el AT se utilizan
diversos verbos o expresiones para describir la acción de quitar la vida a
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alguien (“matar”, “derramar sangre”, “golpear a muerte”, etc.), sin que existan
términos específicos para distinguir claramente entre el homicidio voluntario y
el involuntario. De ahí que se discuta entre los exegetas si el verbo que hemos
traducido por “matar”, a propósito del sexto mandamiento, no debería
traducirse más bien por “asesinar” o por otros términos.
En teoría, la prohibición genérica de matar puede comprender cualquier
tipo de muerte, incluso la de los animales, ya que no se especifica ninguna
circunstancia concreta. Sin embargo, el verbo hebreo rasah (xcr), usado en
Ex 20,13, tiene unos límites y unas connotaciones particulares. De las 47
veces que se emplea en el AT, nunca se refiere a la pena de muerte ni a la
acción de matar en guerra; tampoco para expresar una acción divina o el
hecho de dar muerte a un animal. Para describir todos estos casos, en el AT se
utilizan otros verbos. El verbo rasah se emplea 33 veces para referirse a los
que involuntariamente han causado la muerte a su prójimo y buscan refugio en
las ciudades de asilo (Nm 35; Dt 4; 19; Jos 20s). Ahora bien, la prohibición de
matar sólo concierne a los casos voluntarios, como es natural, pues no tendría
sentido prohibir los accidentes. Hechas estas precisiones, se puede decir que el
sexto mandamiento intenta prohibir el homicidio ilegal y arbitrario. La pena
de muerte y el derecho de guerra, admitidos en el antiguo Israel y refrendados
por algunos textos del AT, no entran como objeto específico del sexto
mandamiento.
Además de lo dicho, el verbo “matar” usado a propósito del sexto
mandamiento extiende su radio de acción a otros sucesos que, sin referirse
directamente al homicidio causado personal y físicamente, puede caer bajo
dicha prohibición. En el Salmo 94 se describe a los malvados que, en vez de
proteger a los indefensos, destruyen la justicia. En este contexto, se dice de
ellos que “matan a viudas y huérfanos” (v. 6). De modo similar, en Job 24,13-
15 se denuncian algunos delitos cometidos por los malvados, entre los que se
mencionan expresamente “matar al pobre y al indigente” (v. 14). Finalmente,
en Dt 22,23-29 se expone el caso de una joven prometida que ha sido violada,
equiparándolo con el de la muerte de un hombre (v. 26). Por diferentes que
sean, todos estos casos pueden reducirse a un común denominador: el de la
muerte indirecta, ya que no es probable que los malvados del Sal 94 o de Job
24 estén directamente implicados en el asesinato de las personas indefensas
allí mencionadas ni que ellos, personal y físicamente, hayan causado su
muerte. Esto quiere decir, al menos en estos textos, que se puede matar a otro
sin mover un dedo, esto es, indirectamente. En definitiva, el verbo rasah tiene
en primer lugar un significado objetivo y describe un asesinato que exige la
venganza de sangre. Posteriormente, se observa un cambio de significado. El
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verbo pasó a designar las acciones violentas contra una persona, fruto de
sentimientos personales de odio o de maldad. Por consiguiente, es posible
infringir el sexto mandamiento tanto por una acción directa como por una
indirecta, causantes de la muerte de otra persona. Más aún, el caso de la joven
violada da a entender que no es necesario matar físicamente a una persona
para traspasar la prohibición del sexto mandamiento. Algunos actos como el
señalado pueden tener consecuencias tan graves como la muerte.
En síntesis, el sexto mandamiento comprende algunas formas de
comportamiento que, directa o indirectamente, ocasionan la muerte de otros
seres humanos. Pero es algo más que una negación. Detrás de su formulación
negativa se alza la gran afirmación de la vida, invitando apremiantemente a
comprometerse en este sentido: evitar todo lo que conduce a la muerte y
esforzarse por contribuir positivamente a la construcción de la vida del
prójimo. En esta línea, decían los Padres: “Alimenta al que muere de hambre,
porque, si no lo alimentas, lo asesinas” (PL, 54, 591ª; GS, 69). No matar es
apostar por la vida.
Séptimo mandamiento
V. 14: No cometerás adulterio
Este mandamiento no presenta problemas lingüísticos importantes, sin
embargo, para entender todo su alcance y situarlo en sus justos límites, es
necesario conocer algunos datos referentes a la institución familiar del antiguo
Israel.
La familia israelita era de tipo patriarcal. En un matrimonio normal, el
marido era el dueño de la esposa. Del mismo modo que la hija soltera
dependía de sus padres, la mujer casada estaba bajo la dependencia de su
marido. En Ex 20,17, la mujer se enumera entre las posesiones del marido.
Tomar esposa equivalía a adueñarse de ella (cfr. Dt 21,13; 24,1). El marido
podía repudiar a su mujer en determinadas circunstancias (Dt 24,1ss), pero la
mujer no podía pedir el divorcio. Aunque la monogamia era el estado más
frecuente de la familia, en Israel se practicaba también la poligamia.
La prohibición del séptimo mandamiento se enmarca, por tanto, en un
contexto social en el que las mujeres no se hallaban en plano de igualdad con
los hombres. El adulterio no era tanto una cuestión sexual o ética cuanto legal
o jurídica.
La formulación de este mandamiento es tan breve y escueta como la del
sexto y octavo mandamiento: negación más verbo al futuro. Aquí se emplea el
verbo na‘ap (@an), generalmente traducido por “cometer adulterio”, es
decir, “romper el matrimonio”. En el AT, este verbo, se usa siempre y
exclusivamente para indicar el adulterio en sentido específico y jamás para
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otras faltas o delitos sexuales. En la mayor parte de los textos, incluidos el
nuestro, se emplea en forma absoluta, sin complemento, por lo que, tanto el
hombre como la mujer pueden ser sujeto del verbo.
La prohibición del adulterio presupone el matrimonio legítimo o la
promesa formal de matrimonio. Mediante tal prohibición se protegía el
derecho exclusivo de todo marido sobre su mujer, bien fuere contra las
infidelidades de ésta o contra los abusos de otros hombres con ella. La
prometida se equiparaba a la casada, pues pertenecía a su prometido como la
mujer a su marido (cfr. Dt 22,22-24). La ley no obligaba por igual al marido y
a la mujer. La casada debía fidelidad sexual exclusiva a su cónyuge, de tal
modo que cometía adulterio siempre que tuviera relaciones sexuales fuera del
matrimonio. El marido, en cambio, sólo era adúltero si tenía relaciones
sexuales con otra mujer casada distinta de la suya o con una prometida. Pero,
aparte de la poligamia, el marido podía tener relaciones sexuales con otras
personas distintas de su cónyuge, por ejemplo con sus esclavas o con las
prostitutas, sin que incurriera por ello en adulterio. Dicho con otras palabras:
la mujer sólo podía romper el propio matrimonio; el marido, el de los otros.
Así se entiende que el adulterio fuera, ante todo, una violación de la posesión
de otro hombre, de los derechos jurídicos que tenía sobre su mujer. Con tal
prohibición se quería, además, asegurar la legitimidad de la prole.
Como fácilmente se puede deducir por el castigo –los dos cómplices
eran condenados a muerte (Lv 20,10; Dt 22,22-24)-, el adulterio era
considerado una falta gravísima. En principio, al menos, ni siquiera el rey
escapaba a tal castigo previsto por la ley (cfr. 2Sam 11ss). En el antiguo Israel,
el adulterio es presentado como un “pecado enorme” (Gn 20,9), del mismo
rango que el asesinato (Job 24,14ss). No es extraño, por tanto, que en el
decálogo vayan juntos el homicidio y el adulterio y que ambos fueran
juzgados como delitos capitales.
Ahora bien, el séptimo mandamiento no puede reducirse a una simple
reglamentación jurídica o a un plano puramente social. Desde las primeras
páginas de la Sagrada Escritura, el matrimonio aparece en un horizonte
antropológico e histórico-salvífico. En el mismo marco de la creación, la
relación hombre-mujer es la forma primigenia y fundamental de la
convivencia. Dios los creó hombre y mujer (Gn 1,27; 2,18). Las relaciones
entre ambos responden al designio divino, a la voluntad de Dios (Gn 2,21-24).
En sentido amplio, las leyes son un reflejo de la voluntad divina. Por esta
razón, el adulterio es siempre un atentado contra la ley de Dios (cfr. Lv 18,8-
10). En cuanto parte del decálogo, el séptimo mandamiento se ha de enmarcar
en el cuadro de la alianza del Sinaí y en el de la historia de la salvación-
liberación. En este contexto, el “no cometerás adulterio”, apunta hacia la
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protección de la libertad. En este sentido su objetivo último y fundamental es
preservar y estimular la fidelidad en las relaciones matrimoniales o, como dice
Childs, “mantener la santidad del matrimonio”.
Octavo mandamiento
V. 15: No robarás
La prohibición del octavo mandamiento es la tercera, de esta serie, que
sólo consta de dos palabras: negación más verbo al futuro. Es, por tanto,
tajante y absoluta. Desde el punto de vista formal, entonces, coincide con las
dos precedentes; relativas al homicidio y al adulterio. Pero, desde el punto de
vista temático, se acerca más al décimo mandamiento.
El matiz particular de esta palabra, que la distingue de otros tipos de
apropiación indebida (xql o lzg), radica en el secreto.
En la exegesis tradicional judía se pensó desde muy antiguo que la
prohibición de robar tenía un objeto concreto. El Talmud dice: “Nuestros
maestros enseñan: ¡No robarás! La Escritura habla aquí de rapto de
personas” (Sanhedrin, 86a). Del mismo modo procede el estudioso judío
Rashi.
La exégesis tradicional cristiana, en cambio, siempre ha explicado el
octavo mandamiento en sentido general. Sólo a partir de 1949, cuando Alt
propuso una nueva interpretación que se daba la mano con la clásica
interpretación judía. Según él, el octavo mandamiento originalmente se refirió
al rapto o secuestro de personas. Basó su tesis especialmente en Ex 21,16 y Dt
24,7; ambos textos se refieren al robo de una persona. Recordemos que,
antiguamente, cuando se practicaba la esclavitud, el robo y la venta de
personas era un negocio, del que queda constancia en algunas leyes del AT.
Un buen ejemplo lo tenemos en la historia de José, vendido por sus hermanos
a unos mercaderes madianitas que bajaban a Egipto (Gn 37,25.30; 40,15).
El verbo robar (o raptar), en los textos citados por Alt (Ex 21,16; Dt
24,7), llevan un objeto explícito: “un hombre”. Conviene notar que aquí no se
trata de un hombre cualquiera, sino del ciudadano israelita de pleno derecho.
Si se considera, por un lado, que el verbo original hebreo utilizado en estos
pasajes coincide con el de Ex 20,15 y, por otro, que el destinatario del
decálogo es el israelita de pleno derecho, la interpretación de Alt parece bien
fundada. Tal interpretación, además, no sólo resuelve el problema de la forma
original del octavo mandamiento, sino también el de sus relaciones con el
décimo. Mientras que en el octavo mandamiento se intentaría proteger al
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israelita del rapto y venta como esclavo, con la consiguiente pérdida de su
libertad, en el décimo se trataría de protegerle de cualquier intento de
apropiación de los demás bienes suyos.
De la interpretación de Alt se derivarían, según otros exegetas, algunas
consecuencias, especialmente por lo que se refiere a los lazos internos que
trabarían los cinco últimos mandamientos del decálogo. Cada uno de ellos
trataría de asegurar un derecho fundamental del israelita: su vida, su
matrimonio, su libertad, su reputación y su propiedad.
A pesar de esta lógica y razonable interpretación hay cosas que aún no
quedan muy claras, por lo que recientemente se ha vuelto a reproponer la
interpretación clásica de la tradición cristiana. En el AT, el verbo hebreo
ganab (bnG), empleado en Ex 20,15, puede indicar diversos tipos de robo.
En la mayor parte de los casos, se refiere al robo de animales y de objetos;
sólo en contadas ocasiones se refiere al secuestro de personas. Ahora bien, de
no especificarse el objeto, dicho verbo por sí solo significa sencillamente
“robar”. Por consiguiente, si, en el octavo mandamiento del decálogo, el
legislador hubiera querido expresar el secuestro de personas, hubiera
especificado el objeto, como lo ha hecho Ex 21,16. Según esto, se ha de
concluir que el octavo mandamiento prohíbe cualquier tipo de robo: el de
personas, animales y cosas; sin excepción alguna.
Noveno mandamiento
V. 16: No darás falso testimonio contra tu prójimo
El noveno mandamiento contiene diversos términos legales que
manifiestan claramente su significado original. Esta terminología pertenece a
los procesos legales del antiguo Israel, comunes en muchos aspectos con los
del antiguo Oriente. Se trata de un tipo de testimonio que se daba única y
exclusivamente en los tribunales o juicios.
En el antiguo Israel, los juicios se hacían en público, a la puerta de la
ciudad o en algún lugar sagrado o santuario (Ex 21,6; Dt 21,19; 1Sam 7,16).
Generalmente, el proceso era solicitado por una o más personas particulares.
Alguien que conocía un delito se presentaba ante el juez, denunciaba al
culpable y pedía su castigo. El demandante hacía al mismo tiempo de
acusador y de testigo (cfr. 1Re 21,10.13; Miq 1,2). Para evitar los riesgos de
abusos que suponía tal procedimiento, la ley exigía dos testigos de cargo en
las causas más graves (Nm 35,10; Dt 17,6; cfr. Dn 13,34), que asumían la
responsabilidad de la sentencia (Dt 17,7; Jn 8,7). Si, al revisar su testimonio,
los jueces descubrían su falsedad, los testigos falsos eran condenados con la
pena que hubiera recaído sobre el acusado (Dt 19,18s). Estas medidas
muestran claramente la importancia de los testigos de cargo y la gravedad de
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sus acusaciones. Su testimonio podía ser dañino y mortífero (Prov 25,28),
como atestigua el caso de Nabot (1Re 21).
En el punto de mira del noveno mandamiento están, pues, los falsos
testigos de cargo, los que en un juicio deponen contra su prójimo. A pesar de
la dureza de las leyes contra los testigos falsos, los abusos en este campo
debían ser bastante frecuentes, al menos así se deduce de muchos textos
bíblicos al respecto.
En la raíz del testimonio falso se halla siempre la falta de veracidad. En
su vertiente positiva, el noveno mandamiento obliga a dar testimonio de la
verdad, a ser testigos verdaderos (cfr. Pro 14,5.25), a poner la verdad a
servicio de la justicia y de los derechos del prójimo, ya que la palabra falsa o
mentirosa pervierte la justicia y mina las raíces mismas de la convivencia
social. El falso testimonio rompe los lazos de la confianza y lealtad entre las
personas, dañando gravemente la convivencia humana. En consecuencia, el
noveno mandamiento intenta proteger un derecho fundamental de la persona,
un derecho ciertamente vital, ya que puede estar en juego no sólo la propia
reputación, sino incluso la misma vida.
Décimo mandamiento
V. 17: No codiciarás la casa de tu prójimo; no codiciarás la mujer de
tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea
de tu prójimo
Lo primero que llama la atención de este versículo es la doble
prohibición con que comienza. Dos prohibiciones con un mismo verbo
repetido en la versión del Éxodo (dm;x'), mientras que en la del
Deuteronomio son dos verbos diferentes (cfr Dt 5,21). Aparte de esta
diferencia, entre ambos textos saltan a la vista otras variantes: el cambio de los
objetos, casa y mujer, en las prohibiciones y la adición del campo en Dt 5,21.
Estas cuestiones han hecho que muchos exegetas se pregunten si no
estamos aquí ante dos mandamientos distintos. La interpretación tradicional
distingue, en Ex 20,17 y Dt 5,21, dos mandamientos: uno referente a la mujer
del prójimo (noveno mandamiento) y otro referente a sus posesiones (décimo
mandamiento). La codicia (deseo) de la mujer y de los bienes del prójimo
pertenecería al plano de los sentimientos y de las pasiones, es decir, al fuero
puramente interior. El noveno y décimo mandamientos, por tanto, no
interferirían con el séptimo y el octavo (sexto y séptimo en la enumeración
tradicional), relativos al adulterio y al robo.
Las interpretaciones modernas, en cambio, van por otros derroteros
gracias al análisis semántico de algunos términos importantes. El verbo hebreo
que hemos traducido por codiciar (dm;x') no expresa simplemente un
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sentimiento o un deseo subjetivo, sino también la serie de acciones
concomitantes para apropiarse de lo deseado. Este verbo encierra en sí la
emoción y la acción, el deseo y su realización (cfr. Dt 7,25; Miq 2,2). Un caso
análogo se presenta en Ex 34,24: Yhwh asegura a los israelitas que nadie
codiciará sus campos cuando se desplacen para celebrar las fiestas de
peregrinación. Si la codicia se entendiera como un mero sentimiento, no se
justificaría el temor de los israelitas a perder sus tierras al tener que
ausentarse. Deseo y acción constituyen aquí las dos caras de una misma
moneda. Lo uno lleva a lo otro. De lo dicho se sigue que en Ex 20,17 no sólo
se prohíbe la codicia como sentimiento subjetivo sino también las
maquinaciones sucesivas para adueñarse de lo codiciado.
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