La Linares

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LA LINARES
La Linares
Primera edición, Centro de Publicaciones de la
Universidad Católica, 1976
Segunda edición, Ediciones Solitie"ª· 1978
Tercera edición, Editorial El Conejo, 1981
Copyright: Iván Egüez
Cubierta: Manuel Romero
Impresión: Artes Gráficas Señal
Quito, Ecuador, julio de 1981

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tdl Hl<i71 f•ill!•·tlll~A
!Jtl!h>. <"UJ.IÜ<lf
LA LINARES
por /ván Egüez

EL~~
PREAMBULO

La Linares ha constituido un trabajo altamente


significativo en la producción literaria nacional. Posee
el inigualable mérito de transitar por los senderos pro-
líficos del pasado inmediato de una socie~ad que, a
partir de los últimos veinte años, empieza a sufrir des-
bocadas transformaciones propias de un país que puja
inútilmente por "despegar". Pero estos últimos veinte
años no están en la pluma de lván Egüez, sino su antesa-
la, como contenido de un personaje-leyenda que es
una realidad en los mayores, y que en las actuales ge-
neraciones se presenta con la magia embriagadora
que sólo se halla en las callejuelas de la vida criolla
de nuestro país.
Es más. La Linares rebasa la epidermis del chisme
social y adhiere, en todas sus líneas, los símbolos de
la política cortesana del Ecuador, para caricaturizar-
los en una crítica que es insoslayable por su morda-
cidad.
De esta suerte, para la Editorial El Conejo re-
sulta inevitable poder exteriorizar su entusiasmo por
la tercera edición de La Linares -primera en este sello
editorial- merecedora del Premio Aurelio Espinosa
Pólit en el añc 1975, porque la vigencia de la litera-
tura de Iván Egüez tiene mucho que ver con el pensa-
miento del hombre de trabajo que asimila los reveses
políticos, convirtiéndolos en mitos imposibles de dige-
rir por las clases sociales que manejan la política y la
plata de la sociedad, así como su memoria.
LAS MALAS LENGUAS *
por MANUEL CORRALES PASCUAL

Mi propósito y mejor intención, al presen-


tarles el relato de Iván Egüez titulado La Lina-
res, es dejarles con la obra en las manos y un par
de ideas que les orienten al mayor disfrute de es-
ta encantadora historia. Consiguientemente, no
me voy a entretener en el análisis de los porme-
nores estilísticos ni en el examen de los artilu-
gios técnicos puestos en juego por el autor. El
que hace profesión de poeta es un visionario. El
que intenta oficio de crítico es un meditador de
esa visionariedad, un escrutador de los rincones
expresivos donde se halla diseminado y agazapa·
do el sentido que el escritor percibió y se vio for-

• Alocucl6n en el lanzamiento de la~ edicl6D el 2


de abd1 de 1976. El Utulo e1 de uta edltoml (N. de la E.)
6 Las malas lenguas

zado a manifestar con la palabra. Yo quisiera


que la figura de crítico de la que ahora voy a re-
vestirme fuese la del que intenta ver un poema,
un relato, a la luz de la historia literaria y a la luz
del marco situacional en el que ese poema se
produce.
Porque La Linares no ha surgido por gene-
ración espontánea. Tiene a sus espaldas toda
una historia del quehacer poético en lengua his-
pana, y más inmediatamente unas circunstancias
socioculturales que no podemos pasar por alto si
ambicionamos la posesión de todo su sentido.
Puesto a esquematizar los instrumentos del análi-
sis introductorio, me atrevo a utilizar, creo que
por vez primera, un concepto nuevo en teoría li-
teraria: el concepto de neocostumbrismo.
· El neocostumbrismo es un modo nuevo de
utilizar los recursos expresivos del lenguaje en la
literatura ecuatoriana, y aparece como supera- ·
ción del realismo social en El Chulla Romero y
Flores (1958), de Jorge Icaza, encadena elemen-
tos del barroco y del realismo rancio de la mejor
prosa hispanohablante en Bruna, soroche y los
tíos (1973), de Alicia Yánez, y finalmente pro-
duce esta entrañable pieza narrativa a la que es-
tamos accediendo: La Linares de lván Egüez. ·
Distraeré la atención de ustedes con un par
de apuntes históricos y una breve incursión siste-
mática en la fisonomía del relato de Iván Egüez,
para intentar el esclarecimiento de la posición
estética subyacente.
Sospecho que no a todos convencerá el que
yo haya sacado de la corriente del realismo so-
cial a El Chulla Romero y Flores; pero no voy a
entretenerme ahora en discutir el problema. Pa-
ra mi hipótesis de trabajo es un dato fundamen-
tal considerar esa obra de Jorge Icaza como la
antesala de un movimiento de las letras ecuato-
LaLlnarea 7
rianas iniciado en la década del sesenta, cuyos
frutos comenzamos a saborear ahora.
Mientras los grandes narradores sobrevivien-
tes de la generación del treinta continuaban, y
continúan, trabajando y buscando nuevos modos
de expresión, la turba de epígonos incoloros se
empeñaba, y se empeña, en seguir escribiendo
"al modo de" y creyendo que ensartar una serie
de manifiestos pretendidamente revolucionarios
y denunciantes era hacer literatura. Lamentable-
mente, aún sigue habiendo entre nosotros quien
gasta sus energías en esa faena, sin tener en cuen-
ta que el lector ya se ha cansado y que la campa·
na ya no suena: simplemente hace desagradable
ruido.
Pero me he desviado un _poco del asunto
principal: en la década del sesenta, el mundi·
llo literario ecuatoriano se ve convulsionado por
la aparición de unos jóvenes inquietos, muchos
de ellos poetas en agraz, que intentan dar un gol-
pe de timón a nuestra balandra literaria. Jóve-
nes entonces -ojalá lo sigan siendo ahora- no
hay obstáculo que los detenga: son iconoclastas,
destructores, quiebran y reducen cabezas. Preci-
samente uno de aquellos grupos tomó como in·
signia de combate el apelativo de "Los Tzántzi-
cos".
Después de los primeros arrebatos no sobre-
vino el cansancio, sino la meditación y el escon-
dido trabajo de taller y de autocrítica sin con-
templaciones. Ahí, en el reposo inquieto de un
taller con las ventanas bien abiertas a la realidad,
se fragua el fenómeno estético al que he llamado
neocostumbrismo. Sé que el vocablo es poco fe-
liz, porque la palabra madre está para muchos
empobrecida con la connotación equivocada de
género menor. Pero lo mantendré de todas ma-
neras y trataré de explicitar las características
8 Las malas lenguas

que a mi juicio lo definen como una nueva ma-


nera de hacer literatura. Sugerí antes dos funda-
mentales constitutivos: el rancio costumbrismo
realista de la literatura hispanohablante y el espí-
ritu y la visión del mundo del hombre barroco.
Veamos cada uno de estos dos ingredientes y la
fisonomía del hecho literario que producen.
Hubo ya en la historia de las letras hispáni-
cas dos costumbrismÓs: el primero tradicional,
lleno de solera, parece estar presente desde el Si-
glo de Oro. Es el de Miguel de Cervantes en El
retablo de las maravillas y La guarda cuidadosa,
o en las novelas ejemplares El casamiento enga-
ñoso, El celoso extremeño y sobre todo en El
coloquio de los perros y en Rinconete y Corta-
dillo. Es también el de los "pasos" de Lope de
Rueda: Las aceitunas, La tierra de Jauja y El
Convidado. Y, para añadir un ejemplo más, es
el costumbrismo de los "cuadros" de Juan de
Zabaleta, mediado ya el siglo XVII.
El segundo costumbrismo habido en la his-
toria literaria hispanohablante aparece en la pri-
mera mitad del siglo XIX, y en su génesis nada
tiene de hispano, procede de Francia, y se debe
en buena parte a la circunstancia histórico-cul-
tural de la misma España en esa turbulenta y na-
da brillante época de su historia. En este segun-
do costumbrismo quiero subrayar sólo dos ras-
gos: En primer lugar, es a juicio de los historia-
dores de la literatura el antecedente inmediato y
causal de la novela realista. En segundo lugar, es
el que más se ha manifestado en la literatura de
los países latinoamericanos en el último cuarto
del siglo XIX y en el primero del XX. La litera-
tura ecuatoriana es ejem_plar demostración de los
dos rasgos apuntados: José Modesto Espinosa
(1833-1916) y José Antonio Campos (1868-
1939), para citar sólo dos nombres indiscutibles,
La Linares 9
son los predecesores de Pablo Palacio, José de
la Cuadra, Joaquín Gallegos Lara, Jorge Icaza,
Alfredo Pareja y todos los otros narradores bien
conocidos de ustedes.
Ahora bien ¿Cómo se define este segundo
costumbrismo? Acudo a la autoridad de dos es-
tudiosos que lo conocen bien: José Femández
Montesinos y Juan Ignacio Ferreras. El primero
afirma: "El costumbrista examina una realidad
que escapa al historiador; la esencia misma de la
vida nacional pasa a sus páginas." 1 Quizás es-
te rasgo explica el auge que ha tenido en las lite-
raturas hispanoamericanas. Incluso explica el
que se haya instalado como base de la misma vi-
sión de los historiadores literarios. También el
Ecuador es en esto una excelente ilustración.
Dice, por ejemplo, Augusto Arias en la Introduc-
ción a su Panorama de la literatura ecuatoriana:
Para poder hablar de una literatura nacio-
nal, es preciso que los asuntos sean propios,
autóctonos. reales; que se refieran a su his-
toria, a sus costumbres, a sus hombres; a su
fisonomía física y espiritual; a sus tradicio-
nes o a sus leyendas; a su carácter, a su geo-
grafía; a sus aspiraciones o a sus desencan-
tos; a sus experiencias o a la contemplación
de su porvenir. 2
La simple lectura de este párrafo de Arias
nos muestra un conjunto de perspectivas cos-
tumbristas que no me detengo a desmenuzar.
Por su parte, Juan Ignacio Ferreras, lo define
así:
Llamo costumbrismo a la materialización
1 JOÑ F. Montellno1, Co•tumbrlamo )1 novelo. Ema)lo
.abre el rede1cubrlm1Bnto de la realidad npañola (Macb:ld: Edt·
wlfal Cu1alla, 1972. a•.ed. ), p. 47.
2 AU&\llte> Artu, Panorama de la Uteraturo ecuatoriana
<Quito: Edidone1 del diulo V1tfmaa Noticias, 1946), p. 6.
10 Las malas lenguas

de relaciones sin historia, a la materializa-


ción de relaciones en su inmovilidad; llamo
obras costumbristas a las obras preferente-
mente descriptiva's, sin problemática, o cu-
ya problemática es puramente literaria (es-
tética, moral, satírica, etc.). Son obras cos-
tumbristas aquellas en las que el protagonis-
ta no sufre ninguna transformación a lo lar-
go de la supuesta "historia" narrada; de a-
quí que el héroe se convierta en tipo, de
aquí que el universo se transforme en cua-
dro. 3

La Linares está más cerca de Cervantes y de


Lope de Rueda que del costumbrismo recién de-
finido, por las razones que enseguida voy a dar.
Esto no quiere decir que no existan cuadros en
el relato de lván Egüez. Por ejemplo, aquel que
nos retrata el atardecer en casa de una típica fa-
milia quiteña:
La madre ya estaba quitada el fajuelo, el
padre en tirantes, brilloso sin sombrero, las
tías deshilachando sobre la falda un arcoiris
de lana y la jorga de primos y primas senta-
da en los lugares más inverosímiles: el galá-
pago recuerdo del abuelo, la lámpara de Bo-
hemia que desde hace quince o veinte años
permanecía ahí en el rincón sin colgarse ni
romperse, el andador que un señor le man-
dó a regalar a la otra tía para un niño que
nadie sabe por qué se decidió a no nacer, la
canasta de ropa recién lavada, el arcón con
el arcabuz y la tercerola del abuelo en el
doble fondo, el altar triescalo donde cada
navidad se armaba entre todos el Nacimien-
to, y el zapallo seco que tía Andela tení~

3 Júan I¡naclo Fureru, Lo• or(6ena de la novela decf.


mon6nlca (180lr1830) (Madrid : Ta\ll'm Edtclone1, 1973),
p.133.
La Linares 11

parado sobre la cómoda cumpliendo para


su espíritu prevenido las funciones de sis-
mografo.4
Todo aquí parece un cuadro típico del cos-
tumbrismo decimonónico; pero no nos dejemos
engañar. El estatismo característico de los cua-
dros de costumbres lo hemos percibido porque
yo, al citarlo, he hecho una pequeña trampa: he
omitido un par de frases al comienzo y varias
otras al final. Las del comienzo dicen:
Espantapájaro el olvido no ha logrado es-
pantar lo que pasó esa noche de febrero a
la hora en que la familia estaba concentra-
da ... &
¿Qué es lo que pasó esa noche? Es la pre-
gunta del lector. Y el narrador, hábilmente, en-
marca el acontecimiento estremecedor de un in-
cendio con el preámbulo de una tranquila esceni-
ta de familia. El estatismo propio del cuadro de
costumbres es por su misma estructura lo más o-
puesto al dinamismo propio del relato. En La
Linares, el autor los ha integrado sagazmente, y
la costumbre, la fisonomía familiar, los usos tra-
dicionales, en una palabra la realidad, se ha he-
cho materia narrable.
El cuadrito que he citado para ilustrar este
fenómeno termina así:
Todos tenían a sus pies 18 taza con azúcar
esperando el frío de las nueve de la noche
para ver chorrear de la cantina desportilla-
da el agua de cedrón. Era la hora ansiada
cada semana para escuchar los pasillos del
alma en la voz de la alondra nacional. Al
4 Ivm Ellilez, La Llnaru (QuHo: Centro de PubJlcadone•
de la Ponti&ia Untvenldad Cat6Uca del Ecuador), p. 20. (En a-
delante cltañ de acuerdo con esta referencia).
lí La Llnanl1, p. 19.
12 Las malas lenguas

tercer pasillo, cuando los ojos ya eran de


borrego y se perdían en el fondo de las ta-
zas estampadas, se interrumpió el encanto
en media estrofa. Un minuto de marcha
militar y la voz del locutor anunciando:
"Un objeto .. extraño ha aterrizado a orillas
de la ciudad". &
El cuadro de costumbres ya no es válido
por sí mismo, está introducido en la dinámica
del acontecer narrativo. Está en función de la
actitud narrativa. Si alguna duda nos ·quedaba,
el trozo que acabo de citar la disipa del todo.
Ya el lector no tiene más remedio que dejar su
tranquila contemplación del cuadro, como aque-
lla familia sus tazas de agua aromática, y acudir
a ver qué es lo que sucede: en otras palabras, se
ve arrastrado a proseguir la secuencia narrativa.
Dije que esto aleja a lván Egüez del costum-
brismo decimonónico. Las raíces de su modo de
ver el mundo y de contarlo hay que buscarlas
más lejos. A mi entender, esas raíces están en
que el narrador no ha traicionado su propia iden-
tidad, no ha impostado extrañas maneras de ver
las cosas: su empeño es verlas con sus propios
ojos, de contarlas con su propia pluma. Y esa
pluma y esos ojos son los de un heredero del
barroco. He aquí la segunda clave de la visión
estética que trato de mostrar. Intentaré hacer-
lo en escorzo para no agotar la paciencia de mi
amable auditorio.
El talante del hombre hispánico, mestizo
o no, es radicalmente barroco. Aunque nos due-
la -y no tiene por qué dolemos- el siglo XVII
ha impreso en todos nosotros este estigm{l. Pe-
ro ¿Qué es el barroco? Ante todo, una violenta
reacción contra el espíritu del Renacimiento:
6 Id., pp. 20-21.
La Linares 13
al optimismo y al frenesí con que el hombre re-
nacent~ ve y vive la vida, sucede el desengaño
y la desilusión, la angustia del espacio vacío y el
considerar esta vida, en frase de Santa Teresa,
como "una mala noche en una mala posada", o
como un "sueño", en imagen de Calderón. Y no
olvidemos que tanto la madre Teresa como el
gran dramaturgo son fundamentalmente barro-
cos. Al humanismo antropocéntrico del Renaci-
miento sucede este otro humanismo crítico don-
de el hombre y el mundo quedan reducidos a sus
dimensiones de contingencia y provisoriedad.
La historia de La Linares se desarrolla en
un escenario barroco: es el Quito que va desde
la Magdalena hasta la Plaza Grande y desde allí
hasta el Ejido. Curiosa coincidencia: también
El Chulla Romero y Flores y Bruna, soroche y
los tíos tienen ése mismo escenario.
He dicho hace un momento que la angustia
del espacio vacío es una característica del barro-
co. Si algo está vacío hay que llenarlo; pero la
llenazón primer~ de la realidad es, como elemen-
to ofrecido al poeta, la miseria y la podredum-
bre: hay que evacuar todo eso que es la cotidia-
na manifestación de la vida y sustituirlo por to-
do lo que pueda simbolizar trascendencia, llenar
el vacío con los símbolos de aquello que añora
el hombre desengañado. Grandes, inmensos es-
pacios; pero espacios llenos. Para demostrar esto
basta con abrir uno de los grandel portalones de
la Iglesia de la Compañía y mirar lo que hay allí
dentro. O abrir la -puerta de la casa de María Li-
nares. Abrámosla:

Por el portón añil se accede a una escalinata


de anchas lajas con macetas y coliflores de
yeso a los costados. La escalinata tiene tres
descansos y atraviesa la gradiente huerta,
14 Las malas lenguas

uniendo el portón con la casa propiamente


dicha, la que consta de dos sobresalientes
alas, con ventanas abajo y balcones arriba,
unidas por un cuerpo central -enjuto de
pecho y opacado de luz- donde remuerde
los goznes la puerta de casa bajo el alero
de escampar. Las ventanas están enrejadas
con pechera de azagayas herrumbrosas, el
alero descansa sobre consolas de piedra hú-
meda y los balcones son de consultado re-
manso a fin de que las mujeres puedan a-
poyar el codo en él al tiempo que la barbi-
lla en la palma de la mano mientras pasa
la mañana y mientras pasa la tarde, mien-
tras pasa la llovizna y pasa el verano y pa-
san los años. 7
Grandes espacios, pero espacios llenos. Co-
mo llena está la huerta que hay dentro de la ca-
sa. El narrador la describe así:
En la huerta se cultivaban las más variadas
hierbas y plantas medicinales, muchas que
fueron obsequiadas desde lejanas tiel'J'88,
prendiendo con fortuna hasta las más difí-
ciles y celosas gracias a la mano prodigiosa
de La Linares. Plantadas al tresbolillo, ahí
se daban la legendaria mandrágora, el sagra-
do muérdago, el hechizador chamico, el
narcotizante y nauseabundo beleño, la do-
radilla para hacer orinar, el depurativo ma-
rrubio. el ruibarbo para pw¡ar, la borraja
para sudar, la nuez vómica, el asa fétida, la
antiespasmódica ipecacuana, el carminativo
eneldo para el flato, el perfumado heliotro-
po, el venenoso rejalgar, el vedegambre para
curar estornudos y la árnica para hacer es-
tornudar, la menta que impotenciaba· y la
guayusa que encendía y fertilizaba, el to-
ronjil y la valeriana para los nervios, el ca-
7 La Llnaru, p. 88 y 1.
LaLinares 15
bailo chupa para las escaldaduras............... .
····································•·······························
... Y como un claustro de olor, el ensimis-
mado floripondio con sus blancas campánu-
las colgando evasivas más allá de las dolen-
cias, emborrachando él a las ovinas moscas
que le zumbaban en sumarísima derrota.8
No he citado sino un par de ejemplos, entre
los muchos excelentemente construidos que po-
dría espigar, para mostrar esta clave barroca de
la cosmovisión y del estilo de lván Egüez. Tam-
poco voy a describir en detalle otros muchos in-
gredientes de esa com_plejísima forma de ser y de
ver la realidad. Sólo un detalle más, también
este en esquema, que- no debe escaparsenos co-
mo posible acceso al sentido de La Linares.
En términos muy generales puede decirse
que la preocupación del hombre de fines del me-
dioevo y de todo el Renacimiento, en lo que al
arte se refiere, radica en que el arte tiene como
objeto lo grandioso, lo que pertenece al ámbito
espiritual. La naturaleza. lo inmediatamente
perceptible por el hombre y, desde luego, por
el artista, no tiene en sí misma y tal cual apare-
ce, condiciones para ser objeto del arte. Para
que reúna las condiciones adecuadas tiene el
poeta que idealizarla. De ahí surge, por ejem-
plo, la novela pastoril.
Pero la naturaleza está ahí, lo cotidiano a-
sedia una y otra vez al poeta: el renacentista
lo elude, el barroco (quiero decir, Cervantes en
el relato y Velázquez en la pintura), aceptan el
reto de hacer arte con la realidad cotidiana. Y
también el autor anónimo de El Lazarillo. Los
renacentistas habían dejado estas cosas para el
género menor nacido precisamente en el cora-

S Id .. lbid.
16 Las malas lenguas

zón del siglo·XVI.* Pues bien, ya no es el noble,


cristiano viejo, apellido limpio, hidalgo de pura
cepa, el único con derecho a ser héroe, ni tam-
poco la pastora que después resulta ser princesa.
Héroes van a ser Lázaro de Tormes, Guzmán de
Alfarache y... La Linares. El rancio tema del
origen oscuro está presente en la picaresca, y
también en las tres obras ecuatorianas que he si-
tuado como base de mis consideraciones. En La
Linares desde luego. Veámoslo brevemente con
un par de citas:
Nadie sabe con exactitud el verdadero ori-
gen de La Linares. Por esos imponderables
de la vida, cuando Maruja Linar dio a luz el
fruto de sus amores con Don Ernesto, la
criatura que nació no tuvo el materno color
de té ni el ambarino sonrosado del chape-
tudo padre. Tuvo el color de la alta ·noche,
un ébano plomizo, un azabache polvoso i-
gual a la piel del negro Jorge, guardaespal-
das de Don Ernesto ...
Dicen que la partera fue hasta entonces una
especie de hada madrina para Maruja Linar.
Creyó que el nacimiento de ese niño de co-
lor iba a causar la tragedia de Maruja y a
impedir que Don Ernesto se case con ésta y
la convierta en sucesora de su herencia. La
comadrona se arregló, nadie sabe cómo, pa-
ra suplantar al niño negro con esa portento-
sa criatura. De la verdad sobre esto, nunca
nadie supo nada, ni Don Ernesto, ni Maru-
ja, ni el negro Jorge a quien la lógica de la
partera le atribuía la paternidad del vástago
y peor aún María La Linares. La partera
perdió el habla y el oído cuando se dio
cuenta que la criatura cambiada más que
niño o niña, era como un ángel. e
* la PicarNcL
9 La Llnaro,_pp. 63, 6' y 66.
LaLinarei; 17
El origen del personaje es, pues, el mismo
del pícaro: problemático y nada claro. Lo inte-
resante es que aquí, en La Linares, la contextura
total del relato trasciende a la picaresca. El gran
esfuerzo del narrador ha sido tratar de mostrar-
nos que ni el origen, ni la sangre, ni el apellido a-
fean ni disminuyen la grandeza de La Linares, si-
no las malas lenguas.
Este es mi segundo acercamiento a la obra
de lván Egilez, y estos los resultados. Para que
los lectores disfruten de la lectura, y para que
lván Egilez me siga favoreciendo con su limpia
y sincera amistad, lo mejor que puedo hacer es
pedirles que olviden todo lo aue he dicho.
LA LINARES: EN LA MF.JOR TRADICION
DE LA NOVELA ECUATORIANA *
por IVERNA CODINA

"Las personas con leyenda son esa leyen-


da". Con este acápite de Marcel Haedrich el jo-
ven novelista ecuatoriano lván Egüez anticipa
el carácter de la protagonista propuesta en el
título de la obra. La Linares existió. Fue una i/
mujer hermosa que alcanzó al~os sitiales por
el camino de su hermosura. Por igual camino
provocó las habladurías de las malas lenguas,
se atrajo el odio de mujeres envidiosas y de ca-
balleros despechados, y se tejió la leyenda de
esa extraña maldición que había de darle fortu-
na y negarle la dicha.
Revista "Caaa de las Américas" No. 102, La Habana
uba.
20 En la mejor tradición
A través de un personaje tan rico, emergi-
do de las clases bajas y de dudosa paternidad, el
autor indaga todo un perípdo de la vida de su
país, el que va desde la década del veinte a la
del cuarenta, en sus diferentes estratos sociales.
Es este uno de los méritos notables de la novela,
al que, én justicia, hay que añadir una lograda
síntesis en la recreación de atmósferas en sólo
ciento cuarenticuatro páginas que abarca la na-
rración.
La novela nutre sus raíces profundas en dos
acontecimientos históricos que junto con la re-
volución liberal dirigida por Eloy Alfaro han
marcado tanto la vida política de Ecuador co-
mo el nacimiento y desarrollo de su novelísti-
ca, que nacía con "media hora de retraso", se-
gún Benjamín Carrión. Nos referimos a la gran
huelga obrera de Guayaquil de noviembre de
1922, sofocada con una sangrienta matanza, y
a la Revolución Juliana de 1925, llamada tam-
bién "de los jóvenes ideólogos", que aunque
frustrada por las fuerzas unidas de los terrate-
nientes y de la oligarquía, señaló una nueva con-
ciencia en marcha y trazó profundas y saludables
huellas de la novelística del país. Y Egüez no
ha escapado al influjo de esos acontecimientos
que marcaron a sus mayores, los del grupo de
Guayaquil, padres de la novela ecuatoriana, de
quienes el joven novelista recoge dignamente la
herencia.
La historia de lo real, y "lo real maravillo-
so" funcionan en la narración como elementos
contrastantes, pero no constituyen una dualidad,
sino una unidad -la unidad que logra la imagi-
nación creadora cuando proyecta dialécticamen-
te, su luz sobre lo real-.
En este costado de "lo realmaravilloso"
afinca el autor la parte de leyenda que envuelve
La Linares 21
a la protagonista: "Al nacer María Linares, no
solamente causó la oscuridad de la partera. Los
quindes y güirachuros enfermaron hasta quedar
desplumados, las aguas de las bateas se derra-
maron y el floripondio del patio empezó a oler
a chivo". Cuando el padre y padrino, el viejo
don Ernesto, muere misteriosamente de alfe-
recía, una semana después del nacimiento, la
madre joven viaja a la Costa, tierra de brujos y
bebedizos, para que don Alsino le leyera el om-
bligo de la récién nacida María Linares. Después
de media ·hora de jaculatorias el brujo negro y
viejo, "chorreado como manga de fotógrafo",
habló:
Dos hombres sabrán su secreto. El primero
será como padre para ella y el segundo será
como su hijo. Ambos se enterarán sin la
voluntad de ella. Fuera de ellos, todo aquel
que se acerque tendrá muerte trágica o su-
frirá padecimientos. La vida es un camino
que hay que andarlo, no importa que sea
por los aires.
Personajes y acontecimientos se desenvuel- /
ven en capítulos breves, sin relación de continui-
dad, al punto que parecieran en algún momento
dispersar el centro narrativo. Pero a poco que
se avance en la lectura se comprueba que el sub-
terfugio ha servido para enriquecer indirecta-
mente el entorno de la protagonista. Por ejem-
plo, esa insólita adaptación criolla del libreto de
Wells cuya transmisión desata el pánico ante la
inminente invasión marciana. Es el fin del mun-
do. La ciudad pierde sus dimensiones, no cabe
más gente en la calle. Hay que salvarse por el
único medio posible: la confesión. Y como en
las iglesias no cabe un alfiler, el espanto vomita
a gritos las confesiones en las calles. Por donde
se vienen a saber las intimidades escandalosas de
22 En la mejor tradición

tanta señora de su casa, de militares pundono-


rosos y de políticos patriotas. Y no faltó quien
acusara a La Linares de tal castigo, por su des-
vergüenza y escándalo. Y la multitud acudió a
su calle con la esperanza de oírla confesar sus
pecados a voz en cuello, desde el balcón de su
casa.
Pero con este comentario en boca de la di-
famada, la verdad vuelve por sus rumbos: "Lo
malo es que cuando mañana vean Que el mundo
sigue rodando, volverán con más fuerzas a hablar
de mí".
Es también en este plano de lo verdadero
que el autor delega el relato a La Linares en una
especie de autodefensa o autobiografía, en pri-
mera persona, llena de interés, pero un tanto
ambigua como para que sigan flotando los he-
chos portentosos de una mujer singular, sin du-
da inteligente, que le tocó vivir o sobrevivir en
una época en que "la ciudad era un pueblo chi-
co y por lo tanto un infierno grande" y el barrio
dependió de las campanas que "lo recogieron a
las seis, lo acostaron a las siete, lo durmieron a
las ocho, lo desvelaron a las doce, lo levantaron
para el Rosario de la Aurora, le anunciaron el
Viático, el Angelus, el Catecismo y la Distribu-
ción".
Campea en todo el relato una ironía su-
til que se vuelve caricatura, o sarcasmo cuando
describe a personajes claves de la época, el Cue-
te, cuñado advenedizo del Presidente, el Gran
Difamador símbolo de la prensa corrupta, el
Prestamista de sucios manejos y en particular
cuando centra su mirada en el Presidente, el Pre-
si. Le basta una cuartilla para desenmascarar
a este tipo -por desgracia frecuente- de gober-
nante latinoamericano, entreguista, encubierto
en un féÍlso paternalismo y esquilmador del país
La Linares 23
en beneficio de sus propias arcas: ''Tenía la sol-
tura y la desfachatez del patrón gringo y la sal
y la chabacanería del mayordomo pícaro. Era
una mezcla de chicle y tripa mishqui, de chicha
y de cocacola". Pero el Presi era un hombre
práctico, firmó el.tratado militar -"de Pestilen-
cia Recíproca"-, con las águilas del norte y a-
ceptó el informe de la Shell, según el cual en esas
selvas no había vestigios de petróleo, pero la em-
presa seguiría ocupando la zona "con fines evan-
gélicos y antropológicos". Y aquí el autor lan-
za el sarcasmo como pedradas certerB:S:
y vinieron los Institutos Lingüísticos, las
Fundaciones, los Programas, los Hijos de
Jehová, los Hijos de El Salvador, los Hijos
del Señor, los Hijos de Cristo Rey, los Hi-
jos de Dios General de los Ejércitos, los Hi-
jos de las Siete Plazas, los Hijos de las Sie-
te Leches, los Hijos de la Gran Flauta y
los Hijos de la Gran Puta. ~,

En lo que respecta a los elementos que or-


ganizan y definen la estructura formal de la
novela hay que señalar que a Iván no le atraen
las extravagancias técnicas ni las pirotecnias ver-
bales. El narrador utiliza la tercera persona salvo
en la carta -recurso que sirve para perfilar la vi-
da de la madre de La Linares- y en el capítu-
lo ºautobiográfico antes mencionado.
Si bien no hay una lectura lineal del tiem-
po, sino un manejo discreto de planos tempora-
les, el intefes básico de los recursos narrativos los
cifra el autor en el uso del lenguaje. Más preci-
samente, en la enumeración reiterada y mane-
jada como eficaz procedimiento para crear at-
mósferas. Pero tal eficacia exige una gran rique-
za de vocabulario que el novelista puede exhibir
con desenvoltura. Veamos esta suntuosa enume-
24 En Ja mejor tradición

ración de telas que un enamorado podía adquirir


para solaz de la bella:
encaje de bolillo de Brujas, el gro de Tours,
la muselina más almocárabe, el bocací más
entrefino, el paño y el alepín más abatana-
do y enfurtido, la randa con orifrés, el es-
terlín sin orillo, la greca en azimut, las guir-
naldas palominas, los entredoses volanáe-
ros, los aterciopelados festones y las besan-
tes perlas.

Enumeraciones referidas tanto a telas -la


ya señalada- como a objetos familiares, a yer-
bas medicinales, a espantos y ruidos como el del

estregón sotanero del Cura sin Cabeza, a-


rrastrados ruidos de rezos, rozar de razos,
erizar de risos, riscar de rosarios, raspar de
rastras. Ruidos de pasos seculares, pesa-
dos como el del Cargador de Muertos o li-
vianos como los de la Beata Benavides o
el secular indio Cantuña.

Hay, también, una notable inventiva en la


enumeración y uso del verbo capaz de dramati-
zar e ironizar con gran economía de palabras,
por ejemplo, los efectos del terremoto de las
Flores que
desquició las puertas, partió los dinteles,
desdentó alemnas, alocó campánulas, que-
bró marquesinas, malparó columnas, co-
lumpió las lámparas, penduló el atrapa-
moscas, amoscó al valiente, espantó a las
mujeres, ovaló las ruedas, enterró las reu-
mas, llenó de arrodillados las plazas...
apagó la luz, secó el agua, esparció el calo-
frío y la fiebre por las bancas de los par-
ques, destaló tulipanes, las dalias, el tilo y
los alhelíes, despetaló margaritas para ver
La Linares 25
si el país se acababa por obra de los terre-
motos o de los malos gobiernos.
En resumen, esta novela conjuga sin grandi-
locuencias, pero con humor y eficacia estéti-
ca, nuestra contrastante realidad latinoamerica-
na con sus políticos corruptos, la explotación
de las trasnacionales y el mundo mágico de se-
res hechos leyenda como La Linares.· Y todo,
dentro de la mejor tradición de la novela ecuato-
riana.
Las personas con leyenda
son esa leyenda.
Marcel Haedrich
Usted pasará a inmortal al menos entre
los cuatro gatos que hemos terminado mero-
deando y memorando su vida, María Linares,
fácil platito de leche a vista y paciencia de las
malas lenguas, menos fácil cuando se ha trata-
do ya no de bisbisear acerca de usted sino de
poner la vida para llegar a ser parte de la suya
aunque se sepa que uno va a salir mojado las na-
rices.
En los comentarios a través de los años la
gente le ha puesto un sombrero de mujer fatal
(de esos con velo y mosquitos hasta la mitad
de la cara seguramente), le han puesto media
nylon con línea obscura atrás y han hecho de esa
línea zigzagueante, lúgubre y trepadora la ima-
gen más lograda de su vida. Sin embargo, las
parejas por ejemplo, antes de besarse hablan de
La Linares, buscan el ciprés matorraloso y es-
peso para referir hazañas suyas como quien sa-
30 IvánEgüez

ca un amuleto de la boca. Las tías buscan el


costurero para hablar de usted y la nombran a
mitades, utilizan cierto códice, fórmulas y so-
breentendidos que de tanto esconderla más bien
la familiarizan. Dicen de la maldición al tal, del
suicidio de un coronel en el baño de su casa,
de la muerte de su padre por alferecía, del paga-
dor que aún está preso en el Penal por desfalco,
de la partera que ayudó a alumbrarla y a los cua-
renta días de haber permanecido sentada al pie
de la cama de su madre salió a gritar a la ventana
y quedó ciega y con la lengua empanizada para
siempre, dicen de los que quedaron en desgra-
cia por haberse atravesado usted en la paz de
sus hogares, dicen de los fondos de reconstruc-
ción del Terremoto de las Flores que fueron a
parar a sus manos y a sus lujos, en fin, de los be-
bedizos y abluciones que usted hacía con sus
hombres.
He pensado que murmurar de usted era
también una forma de poseerla, de querer ser
usted, aunque a veces los ríos subterráneos de
las habladurías son imprevisibles y se desaguan
por donde uno menos lo piensa. Una tarde sor-
prendí a tía Andela sentada en la piedra de la-
var, rodeada de cinco o seis inquilinas boquia-
biertas relatando con pelos y señales, en cabe-
za suya, una historia que bajo discreción fami-
liar sabemos que ella la protagonizó y no usted.
La tal historia termina con el duelo entre un mi-
litar y un relojero, con la muerte del relojero
y su entierro con largas dianas en el campus del
cuartel, porque la Andela y el milico se idearon
para consagrarle héroe de los servicios de inteli-
gencia del ejército y evidenciaron a los deudos
que él había sido pieza importante entre los cua-
dros de contraespionaje. Unos cuantos mocos,
la bandera nacional encima y el asunto de celos
La Linares 31
concluido.
Antes de conocerla a usted, conocí la ca-
sa donde nació. Es increíble la disposición de
museo que hasta hoy tiene, la fachada pintarra-
jeada de azules y la comunicación entre los cuar-
tos como si tratárase de un galpón enorme
dividido por biombos, aparentados arcos de me-
dio punto y estucadas archivoltas, encadenados
por inoficiosos arbotantes útiles tan sólo para el
requilorio y la gula. En el zaguán de esa casa
conocí al sastre que desde hace treinta o cuaren-
ta años antes de que usted naciera .toma sol ahí
en esa silla vienesa con asiento de esterilla. Es
el sastre que una mañana, movido por las conver-
saciones entre mujeres de la casa y otras veci-
nas del lugar, decidió levantarla en vilo a usted
niña de tres o cuatro años metida de la cintura
para abajo en un cajón de papeles brillantes, es-
tampas de santos, naipes partidos y postales a-
marillentas.
Tenía las manos cálidas y suaves como pa-
ño recién azotado en batán, decía el sastre re-
cordando cómo era usted de niña. Tenía los o-
jos achinados de tanto llorar, le gustaba comer-
se los geranios: unas mujeres decían esa niña tie-
ne estómago de piedra, pero otras que no, que
esa niña es como ángel, que eso es lo que es, co-
mo un tambor nuevo sin una arruga ni nada, co-
mo oveja recién parida. Cuando decían es co-
mo ángel se santiguaban, no sé por qué. Por
esa curiosidad la levanté con cajón y todo, co-
mo debían haber hecho los escuderos o las da-
mas del cuidado con las hijas del conde bajo el
pretexto de ver si estaba seco el pompadour.
Sentí que un destello blanco, blanquísimo, me
paralizaba y me enceguecía de tanta luz. Era co-
mo un lamparazo enorme y caí sin conocimien-
to. Desde entonces yo no envejezco un solo
32 Iván Egüez

día, se ha mejorado mi vista y ya nunca me que-


do dormido sobre los dobladillos o sobre las
hombreras de algodón que preparo para ella.
Si templó las arrugas de mi cara y volvió a po-
blar esta barba que ya estaba cana y rala, por al-
go habrá sido.
En las calles, en los cines, en los salones y
en las plazas, todos al verla decían que sus ves-
tidos eran confeccionados en París, otros ase-
guraban que el modisto que cosía para usted
era un ruso blanco que después de hacer ahor-
car a todos sus sirvientes logró escapar con la
ayuda de Dios hasta América en un baúl lleno de
joyas e iconos medioevales, que el ruso zarista
se enamoró tanto de usted que le prometió gas-
tar todo el dinero en las más suaves sedas y en
los más finos tafetanes para diseñarle él mismo
sus vestidos, que él traía para usted el encaje de
bolillo de Brujas, el gro de Tours, la muselina
más almocárabe, el bocací más entrefino, el
paño y el alepín más abatanados y enfurtidos,
la randa con orifrés, el esterlín sin orillo, Ja·gre-
ca en azimut, las guirnaldas palominas, los entre-
doses volanderos, los aterciopelados festones y
los besantes con perlas. Publicistas de las Mon-
jas a Perpetuidad sostenían que los vestidos e-
ran trazados, cortados, cosidos y bordados en
el Convento de la Inmaculada Concepción, que
usted prestaba su cuerpo para los ajustes per-
fectos, le otorgaban el derecho a estrenarlos y
enviaban luego a las vitrinas de París, Roma o
Londres. Nadie sabía de la existencia de ese
sastre matusalén extrañamente vinculado a usted
desde niña. Los comerciantes comenzaron a
aludir su nombre en los rótulos de sus negocios,
en la etiqueta de sus productos o en la reata de
sus telas: primero apareció el Bazar 'María Li',
el terciopelo 'Linares', el guipiur 'de la Linares',
La Linares 33
el tricófero 'Linar', el jabón 'M L', el supertó-
nico 'superlinar' y el chiribitil 'Marialina' del que
se decía que usted era la propietaria, la que pre-
paraba los licores, la que bailaba con antifaz, la
que tenía una cama redonda y echaba en las sá-
banas pistilo molido de cartucho para que los
clientes se fueron contentos con rascabonito y
nomeolvides, Ía que lavaba a sus hombres con
aguas de lo llovido, la que amarraba los·retra-
tos y los punzaba con alfileres de cabeza negra.
A veces tuve miedo de conocerla. Curiosi-
dad y miedo, no sé por qué. Yo había oído ha·
blar de su porte altivo, de su manera de caminar,
de echarse el pelo atrás como se echan atrás el
canto las sopranos. Había escuchado de labios
de mis propios padres la historia del ahorcado de
El Ejido, en cuya mano crispada se encontró
una foto suya aparentemente tomada a escondi·
das. Borrosa y todo, el periódico la reprodujo a
cuatro columnas. Era la primera cosa tangible
que la ciudad tenía de usted, es decir lo único
de usted que los ciudadanos habían logrado te-
ner entre sus manos, aunque para media humani-
dad usted era más pública que la pila de la pla·
za pública. Su foto opacó el misterio de la
muerte. Nadie hablaba del ahorcado sino de us-
ted, de su figura esbelta, envuelta hasta los to-
billos en un deshabillé que, aunque largo y alfor·
zado, estaba visto que bajo él usted reposaba
desnuda. Y el escándalo quedó allí. Al siguiente
día alguna insinuación de que se trataba de al-
gún fotógrafo maniático y nada más. No se vol-
vió a mencionar el caso en el periódico. Esto fue
martes, y el domingo siguiente usted fue vista
bajo la bóveda inmensa del Teatro El Mercantil,
con un abrigo de tigresa, acompañada al brazo
por el dueño del periódico que también era due-
ño de la radio y dueño también de El Mercan-
34 Iván Egüez

til.
Nunca imaginé que al cabo de años y años
de oír hablar de usted, de haber conocido la
casa de museo donde vivió, de haberla visto en
la calle abriendo flancos como una reina, yo ha-
ya llegado a conocerla de la forma que la he co-
nocido.
Del gran siniestro se acuerda toda la ciudad.
Espantapájaro el olvido no ha logrado espantar
lo que pasó esa noche de febrero a la hora en
que la familia estaba concentrada alrededor de
ese portentoso tabernáculo de charolado laurel
que bajo la magia de cuatro botones de pecho y
uno de oreja guardaba el misterio de la músi-
ca, del ruido, de la voz, de los enanitos que can-
taban metidos ahí dentro, del señor Mucarcel o
del señor Ramadán que leían el almanaque Bris-
tol y aconsejaban comprar el papel oriental, el
alhucema y el espliego para sahumar la casa en
el bazar del turco Yazmín, del beduino Bara-
cam, del sirio Maluk o del judío Kutz. La ma-
dre ya estaba quitada el fajuelo, el padre en ti-
rantes, brilloso sin sombrero, las tías deshila-
chando sobre la falda un arcoiris de lana y la
jorga de primos y primas sentada en los lugares
más inverosímiles: el galápago recuerdo del a-
36 lván Egüez

huelo, la lámpara de Bohemia que desde hace


quince o veinte años permanecía ahí en el rin-
cón sin colgarse ni romperse, el andador que un
señor le mandó regalar a la otra tía para un
niño que nadie sabe por qué se decidió a no na-
cer, la canasta de ropa recién lavada, el arcón
con el arcabuz y la tercerola del abuelo en el
doble fondo, el altar triescalo donde cada na-
vidad se armaba entre todos el Nacimiento, y
el zapallo seco que tía Andela tenía parado so-
bre la cómoda cumpliendo para su espíritu pre-
venido las funciones de sismógrafo.
Todos tenían a sus pies la taza con azú-
car esperando el frío de las nueve de la noche
para ver chorrear de la cantina desportillada el
agua de cedrón. Era la hora ansiada cada sema-
na para escuchar los pasillos del alma en la voz
de la alondra nacional. Al tercer pasillo, cuando
los ojos ya eran de borrego y se .perdían en el
fondo de las tazas estampadas, se interrumpió
el encanto en media estrofa. Un minuto de mar-
cha militar y la voz del locutor anunciando:
"Un objeto extraño ha aterrizado a orillas de la
ciudad. Se tiene el testimonio del Jefe Aduane-
ro de la cadena norte y la noticia de que unos jó-
venes que trazaban con leche la cancha para los
encuentros que debían jugarse mañana, fueron
secuestrados por los ocupantes de ese extraño
aparato que llegó envúelto en una bufanda de
fuego cardenillo".
Y desde la Radio Mercantil siguieron desa-
tando el siguiente libreto:

aud. tex.

Locutor 2: Parece que la posición geográ-


La Linares 37
fica de nuestro país en el globo
terrestre ha determinado, junto a
la débil preparación de nuestro
ejército, el que hayamos sido es-
cogidos por estos seres extraños
como punto de aterrizaje de al-
go que bien puede ser el comien-
zo de la guerra de los mundos.
Locutor 1: Pedimos calma a la ciudada-
nía y anunciamos que dentro
de breves instantes el señor mi-
nistro de la Defensa se dirigirá
directamente desde su escritorio
a todo el país a través de los mi-
crófonos de ésta su radio.
Cabina de son. Himno Nacional.
Locutor 2: Señoras y señores, el Señor Mi-
nistro hablará para ustedes. Se-
ñor Ministro, está en el aire, ade-
lante señor Ministro.
Cab. de sonid. Mantener micrófono abierto
mientras ministro (Pepe) habla
desde micrófono 2.
Pepe en mic. l:Ciudadanos: Me dirijo a uste-
des en nombre del señor Presi-
dente de la República. Me en-
carga muchos saludos. Ciudada-
nos, debo informarles que una
vez más, fuerzas superiores a las
de nuestro ejército nos están in-
vadiendo. Esta vez al parecer
se trata de seres de otro plane-
ta.. No desesperarse ciudada-
..os, se han tomado las providen-
cias del caso para salvar a la pa-
tria.
El desembarco ha sido por el
norte de la ciudad o sea que en
38 Iván Egüez
esta vez vamos a huir hacia el
sur.
Nuestra división del norte ha si-
do alertada y al momento ya
se halla estrechando el cerco al
enemigo. Se ruega hacer caso
de las siguientes instrucciones:
Todas las familias que vivan en
el sector comprendido entre el
centro y el norte deben abando-
nar sus hogares inmediatamente.
El ejército tratará de adecuar
carpas. Las vituallas corren por
cuenta suya, ciudadanos.
Dentro de media hora posible-
mente cortaremos el alumbrado
público en calles, plazas y par-
ques.
Se ruega a los ciudadanos no
prender más de un bombillo en
sus casas mientras dura la evacua-
ción, la misma que deberá ha-
cerse utilizando los servicios de
cualquier medio de locomoción,
empezando por el de a pie. Se-
guiremos dando instrucciones.
Se ordena se mantengan pega-
dos a su receptor. Gracias.
Cab. de sonid. Marcha 30 seg.
Loc.1: Señoras y señores, dentro de bre-
ves instantes hablarán el señor al-
calde y Su Eminencia el Carde-
nal. ·
Cab. de sonid. Marchas durante dos minutos.
Locutor 1: Antes de dejar en el uso de la
palabra al señor alcalde, debo
informar a ustedes que el teles-
copio situado en el palomar de
La Linares 39
la familia del señor alcalde ha
sufrido misteriosas rajaduras sin
que se haya podido determinar
sus verdaderas causas.
Algunos señores militares perte-
necientes al Cuerpo de Dragones
Logísticos han subido con lentes
especiales al churo de la Alame-
da a otear el horizonte y aunque
bajaron pálidos pero con la ca-
beza bien alta (algunos con tor-
tícolis incluso) se supo que no
descubrieron nada ha8ta el mo-
mento.
Con ustedes el doctor Parches.
Cab. de sonid. Himno a la ciudad (ponerlo
desde segunda estrofa). Saltar-
se aquello de "nuestros pechos
en férvido grito te saludan ciu-
dad inmortal".
Locutor 3: Como alcalde de la ciudad ven-
go a deciros que seré el primero
en poner mi férvido pecho fren-
te a los rayos malignos de estos
seres interplanetarios ya sean lu-
náticos, marcianos o marcianos
lunáticos o lo que sean.
Nada más por ahora y recuerden
que en esta ciudad se dio el Pri-
mer Alarido de Independencia
contra los extranjeros. Gracias.
Cab. de sonid. Tambores 30 segundos.
Locutor 2: Ya habéis escuchado las pala-
bras patrióticas del doctor
Parches en las que se pide man-
tengan la calma y la cabeza al-
ta para salir de este difícil tran-
ce en que ha sido puesta la
40 Iván Egüez

patria. Lamentablemente el te-


légrafo llega entrecortado y se ig-
nora cuál es la situación de las
otras ciudades del país.
Estimados radioescuchas, luego
de las palabras del señor Carde-
nal han de retirarse nuestras
ondas, si éste es el fin del mundo
les pedimos el más cristiano per-
dón por cualquier deficiencia de
nuestra parte pero sepan que les
hemos servido desinteresadamen-
te hasta el final.
Cab. de sonid. Poner salve, salve gran señora
durante dos minutos.
Locutor: Amados hermanos míos en nues-
tro Señor Jesucristo.
Dios da, Dios quita. Dios creó
el mundo y un día tenía que a-
cabarse. Quiero que penseis rá-
pido como en cinematógrafo en
todos vuestros pecados. Arrodí-
llaos hermanos que os voy a
absolver: en el nombre del Pa-
dre, del Hijo y del Espíritu San-
to. Amén.
Cab. de sonid. Característica musical de despe-
dida de audición.

La ciudad había perdido sus proporciones.


Ya no cabía .tanta gente en las calles. Hasta los
perezosos y los petacas habían hecho varios via-
jes hacia el sur llevando las cosas más queridas
para morir junto a ellas: los portarretratos, las
cartas, las estampas, el calzador, las medallas,
los corozos, las chinas, los carey, las polveras,
los cofrecitos, los relicarios, los recortes, las
postales, los pasteles, las pistolas, el portalá-
La Linares 41
piz, la lazulita y el lapislázuli, la poma, la bom-
bonera, la compotera, el dije, la alhaja, la hachue-
la, la vihuela, el mandolín, el ludo, el dominó,
los dados, los naipes del tresillo, el gramófono,
el antifaz, la chispa, la petaca, los penecas, el
sonajero y el chinesco, la matraca y la guara-
ca, el samovar y el escalfador, el sacacorchos y
el tapapicos, el reclinatorio y la mecedora, la
poltrona y el armario de lunas con esp~jo de
cristal de roca y orillas biseladas, la bacinica,
los gemelos, el organillo, la perla suelta, la ca-
dena con mayólica, los colgantes en filigrana, las
chinelas, babuchas, folgos y chapines, los huevos
de pascua, los pedazos de cuarzo envueltos en
papel de seda, el olor de clavo de olor sosteni-
do en un algo de algodón, el embudo miniatura,
el apagador de ,velas, el calidoscopio, la ocarina,
los zancos, las garrafas, la damajuana, el pondo,
el tiesto, el zurrón de puntas. Igual que en las
tumbas de los siglos y los siglos. Una señora
mandaba a pedir de urgencia que preste el lla-
vero la señora .Quimí para ver si alguna calza
en mi alacena. Otra avanzaba portando en la
cabeza a manera de gran refugio un enorme ta-
blero de ajedrez en el un lado, camuflado por
el señor de la Santa Faz en el otro. En las gra-
das y pretiles de las iglesias hombres y mujeres a-
rrodillados confesaban a gritos sus pecados y se
pedían perdón de todo, hasta de_haber pegado
los mocos en la pared. A pesar del tumulto y
el temor, el éxodo era más bien ordenado y si
se quiere lento porque las gentes caminaban co-
mo por encima de huevos. En los hospitales las
enfermeras olvidaron el Decálogo de la Buena
Enfermera y una atrás de otra salían despavo-
ridas perseguidas por enfermos de pulmonía
y niños deshidratados que imploraban les des-
peguen los botellones de suero, las cataplasmas
42 IvánEgüez

de linaza y goma arábiga, los guataplasmas de


antiflogistina, los vasos aplicados en ventosa a
las espaldas. Los empachados corrían puestos
el irrigador. Hubo sustos, desmayos, acciden-
tes y muertes. Las embarazadas abortaron y las
que estuvieron a punto de parir se pasmaron y
se quedaron piponas y sin poder moverse. Un
niño que llevaba puesto un casco de minero fue
tomado por marciano y sepultado bajo una car-
ga de leña. A los enfermos del corazón se les
daba la noticia despacito: -Señor, si desea pue-
de empezar a prepararse suave-suave para las Au-
diencias Preliminares del Juicio Final.
La casa de La Linares estaba aglomerada
como iglesia. Muchos fueron a pedir perdón por
los malos pensamientos, los malos deseos, los co-
mentarios antojadizos, las murmuraciones, la en-
vidia, las calumnias. Pero la mayoría acudió
abrigando la esperanza de escuchar a La Lina-
res decir sus pecados a voz en cuello. No falta-
ron las infaltables, aquellas que siempre pien-
san más allá del común de los comunes, quie-
nes portando pancartas y cacerolas decían que
este fin del mundo era por La Linares, por su
desparpajo, desvergüenza y escándalo.
-Esto es malo, dijo La Linares al sastre.
Mañana cuando vean que el mundo sigue andan-
do, volverán con más fuerza a hablar de mí.
-La gente quiere que se asome a la venta-
na.
-Hoy no. Ya llegará él día.
Cuando trataron de explicar que era una
broma, una adaptación criolla a la obra de We-
lls, todo fue muy tarde. Lo primero que hi-
cieron fue desnudarse y empapar sus ropas con
gasolina para avivar con ellas las llamas que ya la-
mían el edificio. Por la ventana del tercer piso
salió un piano, un asiento de tomillo y un pia-
La Linares 43

Dista de espalda erecta que siguió tecleando en


el aire sin saber qué es lo que pasaba. Entre los
incendiarios se hallaban en primera fila los huér-
fanos de último minuto, los que habían confe-
sado y pedido perdón a gritos, los que se habían
abrazado con sus enemigos, los cortados el sue-
ño de gana, los que se quedaron con las esposas
pasmadas, piponas y sin poder moverse, el duen-
de con sus ojos del porte de la plaza y del tama-
ño del espanto, los que habían llevado acuerdos
mortuorios al periódico y habían sido rechaza-
dos porque les faltaban uno o dos sucres, en fin
los que habían sido maltratados alguna vez en
los editoriales de El Mercantil repetidos en la
radio.
En la Plaza Grande se escucharon increíbles
revelaciones. Un ex jefe militar que había sido
estratega importante en la guerra del petróleo,
confesó su traición a la patria contando cómo
a pedido de un míster asesor del otro lado, hi-
zo embarcar cajones con naranjillas en vez de
municiones. Otro militar pidió perdón por ha-
berse zurrado en los calzones. Un tercero, que
tenía renta vitalicia en calidad de héroe de fron-
tera, confesó a boca llena que se trataba de una
estafa porque, textual, yo había quedado escon-
dido bajo la cama de mamita.
El presidente salió én pijamas a la terraza
de Palacio a mirar cómo se acababa el mundo.
Todavía medio dormido, arrimóse al barandal
que antaño había pertenecido al Palacio de las
Tullerías en París y que hogaño, gracias a él, a la
visión desinteresada de un hombre que guiere lo
mejor para su patria, adornaba el Palacio Presi-
dencial de Quito, aunque la gente ignoraba to-
das las gestiones que él en persona tuvo que ha-
cer a fin de conseguir en subasta internacional
esas históricas y retorcidas barandas. A ellas se
44 Iván Egüez

aferró con la sensación de que de un momento


a otro iba a volar con balcón y todo sobre las to-
rres y las cúpulas de las cien iglesias que tenía la
ciudad. Entonces le sobrevino un instante de va-
nidad in extremis y en su rostro rubicundo se
dibujó la típica sonrisa de oreja a oreja. Recor-
dó que de guambra marchó a los yunais a sub-
sistir solito sin acordarse de los millones que te-
nía su familia ni de su condición de hijo de ex
presidente de república sudamericana. Vivió
solo en New York, vendiendo manzanas en las
calles para poder subsistir. Ahora se contempla-
ba increíble a sí mismo, en pijamas y terciado
la banda presidencial que había llevado también
su padre desde ese día que en inmóvil compli-
cidad (ver en calma un crimen es cometerlo, ha-
bían dicho sus detractores) dejó que la turba-
multa fanática atizada por curas, beatas y gua-
richas predicandas arrastra y quemara al General
de las Derrotas, montonero que con la una mano
sostenía el machete y con la otra escribía car-
tas al Apóstol caribeño o animaba a los también
montoneros de la Adelita y la Cucaracha. Se
puso triste el Presi. Bien que Doña Paulina no
estaba presente. Ella le había dicho: "hijo,
quiero verte siempre sonreído, deportista y pre·
sidente". Para no perder la costumbre de buen
frutero, días antes había entregado a la United
Fruit Company las provincias de El Oro, Guayas,
Esmeraldas y Los Ríos. Entonces una duda en-
sombreció su frente radiosa y dijo para su cole-
to: ¿De qué sirvió todo el peculado si al final se
pierde el alma? Era un espectáculo ver al Pre-
si queriendo filosofar. Grandote y a rayas sin-
tió que se le enfriaban las narices. El Presi con
su Gran Nariz comenzó a moquear. Nadie podrá
leer mi libro de exaltación a la United Fruit.
Buh, buh. Ni yo mismo podré leerlo. Lo saca-
La Linares 45

rán como mi obra póstuma y no estoy entera-


do del texto. Me duele porque aunque no lo ha-
ya escrito por lo menos lo he suscrito. Buuuuh.
Dicen que la estatua a La Libertad -situa-
da delante de Palacio y a la que los embajado-
res y milicos suelen ir a ponerle ofrendas flora-
les como a un muerto- regresó a verlo y por en-
cima del hombro entre sarcástica y compasiva
le dijo:
-Perdone las espaldas, señor Presidente.
Así se enteró el vecindario que tía Andela
había sido amante del militar y del relojero.
Una inquilina confesó que cada tarde robaba
miel para untarse en las partes y hacerse lamer
del perro que dormía con ella. El tendero de la
esquina vino a devolver una cantidad de dinero
que consideraba correspondiente a la disminu-
ción del peso en la balanza y el aumento del
precio de todo lo que expendía su negocio, el
señor de la Embajada se arrepintió de sus amores
con el Canciller y el gringo de las aldabas se acu-
só de haber golpeado a su propia madre.
Cuando La Linares estuvo a punto de zar-
par en un armatoste que tenía más de barco que
de camión, un hombrecillo cargado de cajones
les detuvo:
-Ya no hace falta que se vayan. Todo ha
sido mentira.
- ¿Y ese destello colorado atrás de San
Juan?
-Están quemando a los locutores que nos
hicieron espantar.
-¿Y las balas que sonaban como tostado?
-Era la Guardia Presidencial disparando al
tumulto.
- ¿Y lo que está lloviendo lodo y sangre?
-Es el edificio del Mercantil hecho cenizas.
Desde entonces muchos comenzaron a ha-
46 Iván Egüez

cerles muecas a los periódicos y a las radios, se


halaron las narices frente a ellos para decirles
pinochos mentirosos chullabolsos y regresaron
a sus casas a hacerse soplar éter con trago en
las espaldas para curarse del susto. Por eso en
cada trifulca o batahola se dice que este pueblo
ya está curado de espanto.
El Gran Difamador era bajito, andaba con
maleta y parker al bolsillo. Dios le había puesto
la boca un poco a un lado, como al socaire.
Parecía sociable y era feroz para un negocio.
Muy complido, jamás perdió velorio, santo o ve-
cina recién parida. Le gustaba bailar boleros y
era partidario de los músicos que tocaban, no
por nota, sino al oído. Tenía la voz apagada pe-
ro encendido el parloteo, le hervían como en lo-
cro las palabras, por eso quizá las sacaba arras-
tradas entre silbos y soplidos. Se admiraba de
cualquier cosa y por todo se llevaba la mano a
la frente en un gesto como de muñeco de palo.
Cuando se sentaba lo hacía al filo de la silla y
a medio despatarrarse como violinista concerti-
no. Usaba sombrero arriescado, pantalones a-
justados y sacos culingos. Aparecía entre las
piernas de las grandes señoras o abrazado a las
barrigas de los maridos. Se polveaba casi siem-
48 Iván Egüez
pre las mejillas, decía que era viudo y tenía
los ojos manchados por la ictericia. El Gran
Difamador vivía solo. Estuvo casado con la mu-
jer más fea del país. La conoció cuando él tra-
bajaba en un obscuro taller de provincia restau-
rando imaginería colonial y ella acudió con un
San Sebastián más golpeado y lanceado que el de
carne y hueso. El joven y hábil restaurador no
sólo que dejó al santo con las heridas propicias,
sino que se ofreció a ella para maquillarle el
rostro aviruelado. Le haré una restauración con
nácar de conchas, perlas y corales, le dijo al
oído. Y ella, sin ruborizarse, porque pese a la
emoción y a la vergüenza los vasos sanguíneos le
llegaban marchitos al rostro desde ese viaje a
los doce años de edad cuando se desató la virue-
la en el barco que venía desde Europa, le dijo:
-Si haces eso, te daré lo que me pidas bam-
bino.
Le pidió que se case con él. Fue una b'oda
muy concurrida. Asistieron los notables de la
provincia que veían en el padre de la novia un
futuro socio para cualquier empresa y soporta-
ron con el estoicismo que da la codicia el espec-
táculo ridículo que ofrecía el casi enano junto
a esa Venus gigante, averiada la cara con payue-
las al momento de desembarcarla del "Parte-
nón". El vecindario se apostó en el atrio de la
iglesia y desde ahí vio pasar al "enano con la
champeada".
En principio el matrimonio resultaba para
él un buen negocio, pero al mismo tiempo el
corte a las alas de sus sueños. El suegro le puso
a administrar dos fincas madereras pero impidió
la posibilidad de que él se convirtiera en el mejor
restaurador del mundo. Por otro lado, el cham-
peado comenzó a correrse y él se dio cuenta
de que sus sueños infantiles de ser famoso y con
La Linares 49

su fama conseguir a la más hermosa bailari-


na árabe o a la más bella modelo europea, se
habían esfumado como se esfumó más tarde la
fortuna del suegro gracias a las malas no~hes
que éste pasaba jugando a la pinta y al bacará
con los turcos.
El enano robó un cofre de joyas a su mujer,
la abandonó y fue a vivir a Quito. Al cabo de
un año abrió una contaduría, se volvió moralis-
ta, joyero y anticuario. Difamó a su suegro,
cuando supo que éste desde la provincia se dis-
ponía a ser Diputado para recobrar con la polí-
tica lo que los dados le habían quitado. El mis-
mo divulgó que era yerno del candidato, dijo
que éste era alegre, hombre de gran empresa,
que hasta ahora no se ha dejado abatir por los
fracasos a los que parece está condenado, que
es buen administrador pese a que tiene los prin-
cipios doctrinarios un poco endebles. Yo no
quiero decir que todavía esté ligado a la maso-
nería italiana, ni que a nadie, por favor, se le o-
curra dudar acerca de la legalidad con que con-
siguió los papeles para nacionalizarse, repetía
donde convenía.
De ahí en adelante su vida fue sugerir, in-
sinuar, promover matices falaces; los sobreen-
tendidos, las alusiones pérfidas eran las que pro-
vocaban sospechas y heridas. Decía sin decir,
saboreaba del poder que disponía sin compro-
meterse abiertamente, conservaba adecuada dis-
tancia respecto del instrumento de su mal para
servirse de éste con una facilidad de virtuoso.
El proponía: "no le parece a usted que ... "
y era el otro el que iba a responder. Cuando a él
le preguntaban algo, respondía con preguntas las
preguntas. A los interlocutores les convertía
en aliados, en cómplices. Por eso él admiraba
a quien sabía escuchar. No es la palabra misma
50 Iván Egüez

la que actúa, sino el pensamiento que va unido


a ella, la pausa que ocasiona, el tono en que se
dice, la significación que va ligada. Restaurar
el mundo como antes las tallas y esculturas es
lo que se proponía.
La gente comenzó a llamarle con el ape-
llido del suegro porque era a él a quien le corres-
pondía como una alegoría: "Bocaccio boca de
cacho".
Al nacer María Linares no solamente cau-
só la obscuridad de la partera. Los quindes y
güirachuros enfermaron hasta quedar despluma-
dos, las aguas de las bateas se derramaron y el
floripondio del patio empezó a oler a chivo.
María Linares fue hija única del finado Don
Ernesto en su comadre Maruja Linar. Padre y
padrino a la vez no soportó la maldición de las
pilas bautismales y murió con alferecía a la se-
mana siguiente de bautizada la criatura. El cu-
ra no quiso darle honras fúnebres en castigo a
la burla 1que había hecho del agua y sal bendi-
tas, pero Maruja le mandó en una bandeja de pla-
ta varios juegos de zarcillos en filigrana, un co-
llar con uñas de oso en oro y un rosario de vi-
drio, roto a la altura de la tercera avemaría. El
cura no esperó los tres días de plazo que en la
clave del rosario le concedía Maruja y a vuelta
de mensajero mandó a devolver la bandeja con
52 lván Egüez

el rosario compuesto, aunque sin los zarcillos


ni el collar. La misa fue cantada y a ella asis-
tieron los noventa y nueve inquilinos de Don Er-
nesto; alguien les había dicho que al no haber
herederos legales, la casa del viejo podría quedar
con ellos. El Ministerio de la Defensa pasó a
ser dueño del inmueble según la Ley y los noven-
ta y nueve inquilinos se arrepintieron de haber i-
do a rezar por el alma y los lunares azules de
semejante chulquero.
Maruja Linar no fue a la misa que ella pa-
gara. Llenó un baúl con faldas, blusas y corti-
nas negras y se embarcó rumbo a la costa llevan-
do en bandolera a esa hija que le hacía cerrar
los ojos cada vez. que le chupaba el pecho.
Compró seis pasajes de primera y ocupó
dos asientos triples, uno frente al otro. Sacó
del baúl una sábana blanca, semiarrugada, con
imperceptibles iniciales góticas bordadas en hi-
lo blanco y se puso a llorar durante doce horas.
Cerca de Guayaquil, Maruja hizo bajar el
baúl y en medio pueblo se sentó sobre él a hor-
cajadas, quedando así, sin pestañear, viendo có-
mo en la costa el sol baja hasta la altura de las
narices y se esconde atrás de cualquier mata de
café o planta de guineo.
Pidió posada en el hotelito San Jacinto y
al siguiente día con el olor a piñas y mangos del
lugar se fue en mula hasta la choza del adivino.
-Soy de la sierra. He venido a hablar con
don Alsino.
Después de unos minutos la misma adoles-
cente que llevó el recado al brujo apareció en
el umbral cañoso.
-·Dice don Alsino que no puede atenderla
mientras le haga sombra esa criatura guacha.
-Dígale que es a ella a quien quiero que le
lea el ombligo.
La Linares 53
-Dice que la suerte es para una de las dos,
que de la otra no responde.
-Que le lea a ella.
-Que le saque los escarpines y le moje la
tutuma en la batea antes de entrar.
Don Alsino era negro y un poco chorrea-
do como manga de fotógrafo. Al fondo del
cuarto sus ojos brillaban cual testes de toro, el
pelo tenía blanco y bordado. En el piso como
iguanas aplastadas, las hojas de plátano sépara-
ban al curador de la cliente y servían de ara y
tálamo a la criatura que posaba desnuda con un
caballito de mar en su mano derecha.
Después de media hora de iaculatorias y
mímicas a lo director de orquesta, habló el vie-
jo retinto: 1
-Dos hombres sabrán su secreto. El pri- /
mero será como padre para ella y el segundo se-
rá como su hijo. Ambos se enterarán sin la vo-
luntad de ella. Fuera de ellos, todo aquel que
se acerque tendrá muerte trágica o sufrirá pade-
cimientos. La vida es un camino que hay que
andarlo, no importa que sea por los aires.
Maruja salió sin pronunciar palabra. Tomó
los chapines de la niña y comenzó a hacerlos
caminar solos a la altura de las narices. Fue a
Guayaquil a pasar el duelo y a api;ender a comer
cangrejos. Llegó a casa de su media hermana
Marieta Linar. Maruja tenía veintiséis años y
Marieta entre veinte y veinte y dos. La gente
pronto comenzó a llamarles Las Linares. Marie-
ta no sólo que le enseñó a dar golpecitos en las
patas de los cangrejos, sino también en las puer-
tas de los cuartos de hoteles y pensiones que a-
bundaban cerca al muelle. Pero al cabo de año
y medio M:aruja explotó. ''Te rajaste'', le dijo
Marieta. Y Maruja sin decir palabra comenzó
a rellenar un baúl con esterlinas, ropas y corti-
54 Iván Egüez

nas funerales. Al despedirse Maruja le dijo:


"Ñaña, en el correo he botado una carta para
vos".
Maruja Linar regresó a su casa en Quito.
Las vecinas salieron a saludarla y el sastre dor-
milón le ayudó a subir el baúl desde el zaguán.
La carta de Maruja no llegó a ser leída por
:Marieta, porque al siguiente día de la partida de
aquella, sin saber por qué, sin un motivo preciso,
a Marieta le entró la taranta de tomarse tabletas
de sublimado mezcladas con cerveza negra.
"Querida queridísima ñaña:
Aunque te llamas Marieta, mejor te digo a-
diós Purísima, tal cual te gusta presentarte a
los amigos cuando desde un comienzo te caen
bien. Marlén eres para los viejos y Gossanda pa-
ra los chumados, para los jumos como dices vos.
Así ajustas tu nombre a los sueños de pantalla
que tienen los vetulios y facilitas la pronuncia-
ción a los chispines. Greta o Verónica también .
te llamas con esos que vas sólo un momento.
Es como para olvidarte vos misma de vos. Y
para que ellos a la vez tampoco te recuerden.
Así, esta carta, escrita por tu hermana a Purí-
sima, después del momento de leerla también
será como si no la hubieras recibido o como si
yo no la hubiera escrito nunca, lo cual me ale-
gra porque te escribo solamente de floja, a sa-
biendas de que soy inútil para las despedidas y
no atinaría a decirte nada de lo que aquí te digo.
56 Iván Egüez
Mientras la leas, Purísima, haz cuenta de que en
el muelle nos estamos haciendo señas con el
pañuelo, despidiéndonos con palomas.
A pesar del parentesco, antes de mi llega-
da, no nos conocíamos. O mejor dicho, nos co-
nocíamos de oídas. Llegué de la Sierra con mi
María en brazos, y ya ves, ahora está corretean-
do. Venimos a la Costa por pasar el aniversa-
rio de la muerte de Papá el Mono que en paz des-
canse, por pasar el duelo de Ernesto alma ben-
dita el padre de mi hija, por conocerte, por sa-
ber de vos, porque allá en Quito, lo único que
se decía era que solita supiste capear el tempo-
ral, que no pediste ayuda ni misericordia cuando
papá y tu madre quedaron abrazados, pero
muertos, junto a una columna del portal que da
frente al Banco Comercial. Hecha la muerta te
pasaste casi toda la noche cuidando los cadá-
veres, pero a la madrugada llegó un piquete de
tropa a recoger los muertos de la esquina. Vos
también quisiste que te amontonen en la carre-
ta, pero los soldados después de pellizcarte las
nalgas y estrujarte los senos, te ordenaron que
te largues. Caminaste como fantasma sin que te
importen los gritos, ni los disparos que de rato
en rato horadaban el amanecer, ni el ruido enlo·
quecedor que metía la caballería cada vez que
pasaba al trote o al galope por esas calles de
Dios. Así llegaste a la ría y viste cómo a los
muertos que arribaban en las carretas, les abrían
el estómago con el yatagán antes de botarles al
agua. En Quito se decía que supiste sobreponer-
te a la tragedia que nuestro padre el l'v1ono mis-
mo ha de haber buscado, porque se había hecho
medio bolche, que meses antes a la masacre ya
se había quedado sin el empleo que tenía en los
talleres ferroviarios de Durán por pedir con paro
el aumento de salarios y disminución de las ho-
La Linares 57
ras de trabajo; que años antes, por haberse pe-
leado con los gringos Patterson de las minas de
Portobelo, le habían tendido una emboscada y
le habían disparado por la espalda cartuchos re-
llenos con salmuera. El Mono decía que la ven-
deta no era por los reclamos que hacía en la
Gerencia o en la Proveduría a la Empresa, sino
por haber salido en defensa de las mulas ciegas:
todo el pedernal que barrenaban los zapadores
era movilizado dentro de las mismas por mulas
que jamás salieron a mirar el sol: nacían en la
obscuridad, cargaban en la obscuridad y morían
en la obscuridad. Esto le parecía espantoso a
nuestro padre y un día organizó la gran marcha
a fin de que vean la luz.
De vos se decía que te habías dedicado a
la costura, que vestías a las señoras más encope-
tadas del puerto, que te gustaba el calor y que
no irías a la Sierra por nada, ni por conocer las
lindas iglesias que tiene Quito ni por conocer
a la familia. Decían que decías:
"De esa parentela
ni guarapo ni panela"
Bueno, te contaba que venimos a la costa
por conocerte, por conocer la ría , por cambiar
los billetes del Banco Comercial que alma ben-
dita Ernesto el padre de mi hija me había deja·
do y que, de un momento a otro se hicieron di-
fíciles de cambiar en Quito, porque decían que
los Julianos iban a abrir un Banco de la Nación
y a acabar con todos los monos chulqueros. Pe-
ro sobre todo venimos a ver al adivino en ese
pueblito cercano acá. Esto vos nunca lo enten·
diste. A pesar de ser criada en la Costa entre
brujos y bebedizos, eres medio atea. Me decías:
"si ias cosas tienen remedio por qué preocupar-
se y si no tienen remedio para qué preocupar-
se". Esa es tu manera de ver el mundo, siempre
58 lván Egüez

con los hombros alzados. Pronto me contagias-


te el quemimportismo. El dolor que me causó
la muerte del padre de mi hija, la incertidumbre
que tengo con ella y que ni don Alsino me ha
podido aclarar, fueron poco a poco ahogándo-
se en una actitud parecida a la tuya, como de
siesta. Comencé a reírme a solas del amortigua-
miento que sentía, y vos ñaña, te lo digo no co-
mo reproche ni como agradecimiento, a pesar
de ser menor te fuiste convirtiendo en el pa-
lito de ciego de mi v:ja.
"La Costa hincha loE pies y afloja las ga-
nas contenidas" me dijiste. Y también: "A la
cama de una viuda tiene que hacerla crujir aun-
que sea el diablo", y te mandaste a cambiar
puesta un vestido lleno de flores rojas y amari-
llas de esas que se ven en el vómito del vértigo,
dejándome a mí con la cabeza entre las manos,
turulata, atrás de la persiana de palitos horizon-
tales que quedó en vértice a medio levantar pa-
ra que entrara la brisa. Pero lo que entró fue un
verdadero vendaval, un violento viento loco que
levantó, desordenó, revolvió y revolcó todo. Las
cosas del cuarto se pusieron patas arriba, la ha-
maca de mi hija comenzó a moverse sola, silba-
ban las hendijas de esas paredes de madera, so-
naban las hojas de zinc y yo tenía la sensación
de estar bajo el viento infinito metida en la toca
de una monja de la caridad a punto de levitar.
Después vos sabes lo que pasó: te pedí que me
traigas un hombre. Y vos acariciándome el pelo
y las mejillas me trajiste al tuyo como para her-
manarnos más.
Entonces comenzaron a llamarnos Las Li·
nares, y el pergeño que echamos, casi transpa·
rente e indefinido, hacía que los costeños nos
busquen por serranas y los serranos nos requie·
ran por costeñas.
La Linares 59
¡Qué vida tan sabrosa, tan de mamey y
sandía! ¿Recuerdas cuando deshojában10s mar-
garitas para saber si la vida nos sacaba el jugo
o éramos nosotras las que le sacában10s el jugo
a la vida? En el fondo no nos importaba saber
qué pasaba. No nos acostábamos por la plata,
no nos acostábamos con el que nos proponía
sino con el que nos gustaba, con el que le es-
cogíamos. Vos siempre tuviste debilidad por los
milicos; era una especie de masoquismo a lo
que te acogías, pues en tu ánimo aparecía el re-
cuerdo de los matadores de tus padres y esa som-
bra de dolor que te sobrecogía terminaba sien-
do ahogada en el éxtasis y la lujuria. A veces
también pensé que era un arraigado sentimiento
cristiano lo que te arrastraba hacia ellos, una lu-
cha cuerpo a cuerpo entre el rencor y la grande-
za. El escondido odio que te atraía terminaba
envuelto en el paño tibio del perdón, y te duraba
hasta la próxima vez. A mí me gustaron siempre
los marinos, me parecían saludables, salobres y
salidos de los cuentos, con sus brazos velludos
y sus pechos tatuados, con su olor a ballenas,
siempre fumando cigarros enormes, sacando hu-
mo a grandes brazas, como dragones, como pe-
sadas locomotoras, con sus roncas risas rajan-
do el aire. Cuando llegaba alguno flaco o con-
trahecho yo le pedía me permita tener la gorra
marinera entre mis manos para acariciarla mien-
tras hacíamos el amor.
Resultas de esos y otros revuelques que se-
guimos dándonos he contraído una enfermedad
incurable. A los marinos les amortajarán con las
mejores galas, les envolverán en la réplica ele la
bandera del barco, les pasearán desde el codas-
te hasta la roda, les pasearán por el puente de
paseo y el puente de mando, los pondrán un ins-
tante en cataven,to a catar el viento, tomarán
60 Iván Egüez

sus agrumetadas gorras que a mí tanto me gus-


taron y las pasarán como algodones santos por
los estoyes y chafaldetes, los tomarán por sus
cuatro puntas como para descuartizar la rosa de
los vientos y los botarán para arriba hacia el fon-
do del mar, amarrados al estómago un áncora
de fondeo para que nunca más vuelvan a con-
traer o contagiar enfermedades de puerto, o
les dejarán a rasobalsa sin más testigos de sus a-
lucinaciones que la bitácora de última vez. A
mí en cambio si me descubren los de la Ofici-
na de Aseo de Calles, Cañerías y Profilaxis Ve-
nérea me clausurarán en el loquerío o me harán
comer por los gallinazos en el carnal de la ría.
Me voy. No me queda otro remedio. El
doctorcito ha dicho el treponema puede subirle
a la cabeza. Antes de que esto suceda, quiero
subir a la sierra y esperar lo que Dios mande,
ahí en mi ciudad entre los falderones del Pichin-
cha, las retretas municipales y los recuerdos de
Ernesto el padre de mi hija.
Adios Purísima, recibe todo mi cariño.
Maruja."
Don Ernesto antes de hacerse chulquero
tuvo una difícil temporada. Fue esa época in-
mediata a su arrii;>o a la capital. Llegó con un
tobillo hinchado, con hambre, con sed, trayendo
en sus costillas y espaldas lamparones verdes,
morados y negros, florecidos en el éxodo a con-
secuencia de la tunda de palos que le había da-
do su padre como despedida al momento de ex-
pulsarle de la estancia solariega.
Con esa carcoma e incertidumbre que de-
para el peregrinaje obligado y sin destino preci-
so, Ernesto tomó el rumbo de aquella línea fla-
mante, aún sin estrenarse, por donde en pocos
días más iba a pasar el primer tren. Caminó no
se sabe cuántos dfa.s y noches tratando de en-
contrar el punto donde se unían las paralelas.
Caminó casi sin detenerse, como hipnotizado,
sin levantar la mirada de esa línea de plafa que
corría como toda fortuna sobre miles y miles de
62 lván Egüez

durmientes. Se cansó tanto que las línes férreas


comenzaron a abrirse y cerrarse formando cue-
llos y barrigas de botellas, formando los contor-
nos de la guitarra y de la quieta y frondosa pri-
mahermana que quedó en Riobamba. En al-
guna curva creyó ver unos caperuzos lanzando
monedas hechas con los remaches férreos a un
gran saurio potentado y enonne en cuyas nari-
zongas nacían o terminaban los rieles del tren.
Llegó cojeando, jalando el poncho estan-
ciero, arrastrándolo como si se tratara de un vie-
jo jamelgo o un pinto remolón. Llegó con som-
brero verde de ala caída en todo el contorno,
llegó mugroso, con camisa de cuello duro y pan-
talón de montar. En el viaje su barba se hizo
blanca y se llenaron de sangre sus ojos azules.
Llegó cuando en la capital eran las doce y mar·
tes de carnaval. La mujer de un soldado fue la
primera en descubrirlo:
- ¿Ven ese espantapájaros por la línea del
tren?, preguntó al corro de guarichas que
chachareaban en el borde del andén armadas de
baldes de agua, huevos, cascarones de cera con
anilinas adentro, picadillo, fundas de harina y
cajas de talco.
Todas corrieron sobre él y le hicieron car-
naval. Ernesto permaneció como estatua. An-
tes que protestar sus ojos decían de un raro a-
gradecimiento. Empapado, talqueado y de mil
colores se puso a caminar tieso, con los brazos
y piernas como de palo, sintiendo más que nun-
ca el peso .de las botas feudales y de la soledad
recién lavada. Se subió a un gran atado de ce-
bollas que estaba arrumado en ~l andén, se sen-
tó como Buda sobre él y se puso a reír y a llo-
rar sin término ni descanso. t;n el andén se que-
dó diez años. Con los únicos sucres que traía
su talega inició su carrera de prestamista. De
La Linares 63
calé en calé, de medio en medio, de real en real,
de interés sobre interés llegó a ser dueño del an-
dén, dueño del cargador y de sus hernias, del
brequero y de sus guantes, del maquinista y de
su humo, del jefe de estación y su pizarra, del
jefe de patio y· de su sueño, del telegrafista y su
temblor, dueño del bodeguero y sus cuentas a-
legres, del señor de la ventanilla y de su cárcel,
del fogonero y de su infierno, del controlador y
de su gorra, del raso de vía y sus señales, de la
fiambrera y de sus viandas, de la cariuchera y
sus platos desechables de hoja de lechuga, dueño
de la caldebache y sus caldos humeantes en
fondos floreados, de las fritangueras y de. sus pai-
las, de la fresquera y sus dos baldes, de la canele-
ra y su país del oro y la miseria, de la huevera
y sus proclamas pícaras, de la espumillera y sus
ilusiones de célibe, de la frutera y sus mejillas,
dueño del dulcero y sus alfajores y buñuelos
y yemitas, del celador y de su pito, del escape-
ro y sus pies de Mercurio, del pesquisa y su re-
compensa, del soldado y la guaricha, del coroce-
ro y sus figurillas, del mercachifle y sus yardas
de palo, del caramanchelero y sus chucherías,
del timador y sus bolitas, del suertero y su papa-
gayo, del charlatán y sus culebras, del embau-
cador y sus pomadas, del rufián y sus pelanduz-
cas, de la Loca y de su hija, de la gitana y de sus
ojos, de los posilleros y de sus camas, del vocea-
dor y de su escándalo, del fondero y sus calde-
rones, del tendero y sus balanzas, del vecino y
del de al lado, dueño del cachivachero y sus pei-
nillas tijeras cuchillos navajas espejos botones
trompos perinolas baleros yo-yos canicas cal-
cetines almanaques alfeñiques animalillos anillos
zarcillos debajeros zarazas rosarios escapularios
mantas cintas imperdibles invisibles imposi-
bles.
Nadie sabe con exactitud el verdadero ori-
gen de La Linares. Por esos imponderables de
la vida, cuando Maruja Linar dio a luz el fruto
de sus amores con Don Ernesto, la criatura que
nació no tuvo el materno color de té ni el am-
barino sonrosado del chapetudo padre. Tuvo
el color de la alta noche, un ébano plomizo, un
azabache polvoso igual a la piel del negro Jorge,
guardaespaldas de Don Ernesto. Antes de pro-
ducirse el parto, padeció siete días de dolores
tendida al través de la hamaca o abierta y de ro-
dillas sobre el ladrillo pelado del galpón de la
casa ernestina. En cada dolor se le oía crujir las
caderas. Maruja Linar sonaba como la proa
de un barco a punto de descuadernarse. Evita-
ba los gritos mordiendo una estatuilla de la Vir-
gen hecha en madera y tomando a sorbos un
tazón de agua de purgas-para-mujer con zumo de
hojas de higo. Finalmente, entre lágrimas, sudo-
66 Iván Egüez

res, escalofríos y babas espumosas Maruja Li-


nar dijo ¡ya! Una masa sanguinolenta fue reci-
bida por la partera y sumergida inmediatamente
en una palangana mientras Maruja Linar caía
en la tibieza del alivio y del desmayo. A los tres
días despertó y encontró a su lado a la más be-
lla criatura. Se llamará María igual a la balsa
que pasé masticando antes del parto, dijo y se
volvió a dormir treinta y siete días más hasta
completar la dieta.
Dicen que la partera fue hasta entonces una
especie de hada madrina para Maruja Linar.
Creyó que el nacimiento de ese niño de color i-
ba a causar la tragedia de Maruja y a impedir que
Don Ernesto case con ésta y la convirtiera en suce-
sora de su herencia. La comadrona se arregló,
nadie sabe cómo, para suplantar al niño negro
con esa portentosa criatura. De la verdad sobre
esto, nunca nadie supo nada, ni Don Ernesto, ni
Maruja, ni el negro Jorge a quien la lógica de la
partera le atribuía la paternidad del vástago y
peor aún María La Linares. La partera perdió
el habla y el oído cuando se dio cuenta de que la
criatura cambiada más que niño o niña, era co-
mo ángel. Solamente le faltaban las alas y el
pañito que la discreción de los pintores ha acos-
tumbrado poner a la altura de las ingles celestia-
les. Como quien lleva un secreto a la tumba, la
comadrona llevó a su mundo silencioso y tapia la
certeza de que Maruja tuvo un niño jorginegro,
sin imaginar siquiera el milagro de una tatara-
buela zamba en la progenie de la Linar, aunque
era capaz de comprender en pago que la angeli-
cal criatura conseguida para el recambio era hi-
ja de una primeriza de esas que quedan preñadas
del arcoiris cuando salen a pasear por el campo,
por eso cada cumpleaños ha de llover y hacer sol
al mismo tiempo y la gente ha de decir que se
La Linares 67
están casando el diablo con la diabla.
A los doce años siete meses una hoguera de
carne fulguraba con exceso en los pechos de la
niña. Abud Dassor, el comerciante más rico del /
lugar, quiso quemar sus manos y sus labios en esa
llama que amenazaba con incendiar el mundo.
Hubo de pedir en matrimonio a la niña. A la sa-
zón la madre de ella ya estaba recluida en el
Hospicio y el sastre que hacía las veces de padre
y madre, creyó que esa boda era una bendición
del cielo. Abud Dassor llevó un juez matrimo-
nial a la hora del almuerzo, le invitó a comer
mondongo y le hizo firmar las actas del casorio.
De la mano llevó a la novia a la casa nupcial.
Ella con sus zapatos blancos, blanqueados con
la exageración del flores de cinc, fue pateando
trozos de calicanto desperdigados a lo largo del
camino. Llegaron a la calle de herradura y él le
dijo:
-Esta calle tiene dos entradas: quienes
hayan ingresado la primera vez por el lado de las
barandas gozarán de la buena suerte que da la
herradura. Los que entren por la izquierda vi-
virán en conflictos, vivirán pobres y morirán
anónimos aunque sean mayoría.
Y ella, media cuadra después, con los ves-
tidos levantados por el viento dijo:
-Señor Baúl, ¿y si se encuentran en mitad
de la herradura qué pasa?
-No me digas señor. Y no soy baúl. Soy
Abud. Abud Dassor. Abud Dassor Cazim. A-
bud Dassor Cazim López. Tu marido.
A la noche, él en calzoncillos largos trató
de explicarle los deberes de esposa. Ella senta-
da en el rincón de la cama sobre los duros al-
mohadones, sin hablar palabra, cruzados los bra-
zos sobre las rodillas le detenía a él con miradas
inocentes pero duras al mismo tiempo. Abud
68 Iván Egüez

Dassor trató de acercarse. María con sus manos


delgadas estampó una tunda de zarpazos en los
cachetes casi grises de Abud, pues aunque se
había afeitado para el mondongo y el fandango
los puntitos abundantes y tupidos le daban la
apariencia de vivir embozado en sus propias som-
bras. Abud Dassor, en verdad no era ni un in-
fanticida ni un sátiro. Su casorio fue un casorio
normal, normalmente arreglado y convenido
de acuerdo a las costumbres. Pero la costumbre
no contaba con la resistencia de la esposa. A-
bud el comerciante comprendió que algo raro
había pasado en el mundo cuando los arañazos
que tenía sobre sus mejillas y las mordeduras en
una de sus manos comenzaron a infectarse, vio
que la negativa de la esposa no fue una pesadi-
lla sino una realidad, algo estaba pasando no
solamente en su ancestro sarraceno de haremes
y serrallos sino en este rincón recoleto y fran-
ciscano al que su padre vino a sentar reales des-
de la lejana Ismid a orillas del mar de Mármara.
Vio por un instante, quizá como un relámpago;
que había otro mundo más allá de la imposición
y la obediencia, más allá de las yardas de casimir,
de esa caja registradora - -un tanto barroca y con
campanilla-- que todas las noches le sacaba len-
guas de a cien, de a quinientos, ele a mil. J\lgo
había pasado, algo que no estuvo previsto en
los cuadernos de la doble contabilidad que lle-
vaba Cazim en sus negocios. Por primera vez ~l­
guien no estaba hajo su dependencia, alguiPn
no agachaba la cabeza ante el puñal de su voce-
cilla, de su tiple lacerante, de sus palabrns 1~an­
zúas que abrfon todo. Alguien no había rerogi-
rlo del suelo frases que él las hacía rodar metáli-
cas como si fueran esterlinas, cónd<lres, soles,
ayoras, la11ritas, calés, nicles.
María huyó a la casa pintarriijP;Hla de a7.11-
La Linares 69
les y encontró en el zaguán al sastre estaciona-
rio sentado ·en la silla vienesa de esterilla reci-
biendo la resolana mañanera, cruzado la pierna
y con los hilos colgados de las orejas como de
finas poleas.
-Si no me ayudas con ese hombre te juro
que te escondo todas las tijeras, fas tizas, las re-
glas, los dedales, las agujas, los moldes, el hilo y
el metro. ,
El esposo umbrío aceptó la realidad y se
comprometió con el sastre a pagar los estudios
de María en el colegio de las monjas del Sagra-
do Corazón. Ahí le enseñarán a ser una obedien-
te esposa cristiana, dijo el musulmán apóstata.
Una tarde de requesón y dulce de membri-
llo, el zapallo de tía Andela cayó de la cómoda
al suelo. Cayó exactamente como un zapallo,
rebotó con rebotes secos, rodó ciego, sin direc-
ción, cabeceando como toro herido bajo el raro
impulso de su forma de huevo grande, de ovo a-
pocalíptico. Girando sobre sí mismo se puso a
roncar con roncos ronquidos de trompo subte-
rráneo. En el estertor de las vueltas hizo impre-
visibles eses, chocó contra las paredes cuartéan-
dolas, desquició las puertas, partió dinteles, des-
dentó almenas, alocó campánulas, quebró mar-
quesinas, arqueó el alféizar y el alzapaño, mal-
paró las columnas, columpió las lámparas, des-
clavó los óleos y las témperas, astilló el pelda-
ño, rebató el péndulo, penduló el atrapamoscas,
amoscó al valiente, espantó a las mujeres, mori-
geró sus ínfulas, impelió mamparas, verjas y aji-
meces, agrietó las calles, sulfuró el aire con tétri-
72 1-ián Egüez

ca pestilencia de chamuscados y podridos hue-


vos, ovaló las ruedas, enterró las reumas, regó
los floreros, derramó el azogado estanque, pa-
só el floripondio al otro lado del río, pasó el
río al otro lado del cerro, pasó el cerro al otro la-
do de la ciudad, llenó de arrodillados la plaza,
lanzó el campanario sobre el gentío, amotinó y
despavorizó la chirona, apagó la luz, secó el agua,
esparció el calofrío y la fiebre por las bancas de
los parques, desbordó las cañerías, convirtió
en trapos fétidos las olorosas rosas, los flaman- ·
tes gladiolos, los frescos fresales, las vagorosas bu-
gambillas y las benignas begonias, ensució
las azucenas y el narciso, narcoferó los nardos,
sacrificó los crisantemos, desvioletó las viole-
tas, degolló el cartucho jirafero, desvencijó ge-
ranios, jazmines y gencianas, desgarró gardenias
y grosellas, destaló los tulipanes, las dalias, el
tilo, los lirios y los alhelíes, despetaló margari-
tas para ver si el país se acababa por obra de los
terremotos o de los malos gobiernos, hizo contar
a los asustados las estrellas de la imploración,
los luceros del arrepentimiento y la luna de la
impotencia, del reniego y la blasfemia, despertó
al telegrafista con perurgidos puntos y rayas pul-
sados desde los más apartados rincones del mun-
do, puso un sombrero tejano en la cabeza del
Presi para el recorrido y la inspección de la des-
gracia, llenó hasta la bandera el patio de Pala-
cio con notas y cartas de condolencia, rellenó
las bodegas presidenciales, los corredores, el
gran pasillo, el altillo, las buhardas, el palomar,
el torreón de guardia, los calabozos, los cuartos
falsos, el túnel al convento, la salida a la quebra-
da, el pasadizo al cuartel, la fosa, la capilla, las
catacumbas, el salón amarillo, el salón azul, el sa-
lón rojo, las salas de espera, las salas de deses-
pera, las salas de recibo, las salas de audiencia,
La Linares 73
las salas confidenciales, la alcoba pública, la al-
coba de secretarias, la alcoba íntima, el comedor
de los esbirros, el salón de credenciales, el mula-
dar de los pesquisas, el salón de los espejos, la
galería de presidentes, el cagadero de edecanes
y el estercolero de los ahijados. Lo mismo hi-
zo con las casas de hacienda de las Haciendas Pre-
sidenciales, las abarrotó con enormes fardos que
venían zunchados desde las cuatro puntas del
planeta hasta este país sentado en el ombligo
del mundo y en el cual según los termómetros
de la paciencia no pasa nada a más de la línea e-
quinoccial.
El Cuete García, que en secreto era herma-
no de la Primera Dama, fue nombrado Adminis-
trador de la Junta de Reconstrucción del Terre-
moto de las Flores.
-A Dios gracias si no . fuera por el terre-
moto no hubieras trabajado nunca, le dijo la Pri-
mera Dama a su medio hermano.
-Ya vas a ver cómo en dos chinchos pongo
todas las cosas a marchar sobre rieles.
-Ojalá no ias pongas a volar.
- -Sobre eso tengo instrucciones precisas de
tu marido.
El Cuete García a más de ser el cuñado del
Presi, había sido su alcahuete oficial desde cuan-
do jóvenes.
¿Te acuerdas de la Larga Rosario, de la Só-
plame el Ojo, de la Teta con Agua?
-Y vos Cuete ¿te acuerdas de cuando te ro-
baste un reloj en la fiesta de las Calisto y al mo-
76 Iván Egüez

mento de prender las velas de la santa, al


momento en que nadie siquiera respiraba te
sonó el despertador adentro del bolsillo?
-¿Te acuerdas de las Bellas Salvajes, de la
Bello Animal, de las Madan1as de Afrecho?
-Y vos Cuete ¿te acuerdas cuando caye-
ron por las bastas de tus pantalones los cubier-
tos de plata que te habías guardado y con sangre
fría te agachaste a recogerlos y entregaste a la
dueña como si se tratara de un ramo de flores
diciéndole cínicamente "De~cubiertos"?
-¿Te acuerdas de los serenos que le dimos
a La Linares hasta hacemos amigos?
-Bueno Cuete, primero no la ·mezcles a
ella, segundo que no nos hicimos amigos por los
serenos sino por mi idea genial de aparentar un
accidente y pedir socorro en la casa de ella, ter-
cero que si hay algo de que debes vanagloriar-
te en tu vida de a perro es ser hermano de mi
mujer y amigo de La Linares. En verdad es la
mujer más linda y más dije que yo he tratado.
El Cuete era bien recibido en todas partes,
apreciado por todos a causa de sus ocurrencias,
de su sal para contar cachos y chascarrillos, de
su espíritu bohemio y aventurero, de sus borra-
cheras diarias pero inofensivas. Era de buen
porte, ojos claros, bigotitos sedosos del color de
la nicotina que llevaba impregnada en sus dedos
tijereros, tenía uñas bien cuidadas especialmen-
te las del juego y la vihuela; era el genio de la
trampa, tenía una vista de águila, veía las cartas
en los lentes del contrario, en el vaso de cer-
veza, en el charol que circulaba. Una vez le ganó
mano a mano al Chagra Varea viéndole las car-
tas en el ostentoso prendedor de corbata. Es-
to te pasa por venir de etiqueta, le dijo mien-
tras le hacía besar la mano "castigadora". A·
ños más tarde, La Linares apaciguó las aguas
La Linares 77
cuando el Chagra desafió a duelo al Cuete a con-
secuencia de una broma que hizo éste cuando
vió llegar al Chagra con su esposa acompañados
de otras dos parejas presumidas: "ahí vienen el
Conde y la Condesa, el Torpe y la Torpesa y el
Chagra y la Chagra esa", había dicho el Cuete
entre la risa de los presentes.
Los círculos que frecuentaba el Cuete aco-
gieron con entusiasmo su nombramiento como
Administrador de la Junta de Reconstrucción
del Terremoto de las Flores.
-Ya era hora de que le toque el turno al
Cuete.
-Me alegro como si fuera yo mismo, oja-
lá aproveche al máximo, tan alhaja que es.
-Lo grave es que si le va bien se ha de a-
rreglar para que haya terremoto cada año.
-Eso qué importa, Santa Mariana dijo que
el paisito se ha de acabar por los malos gobier-
nos y no por los terremotos.
-El Cuete es gran persona.
-En este país todos son buenas personas.
Ni la sombra de los cinco mil muertos ni
el llanto de las veinte mil familias damnificadas
lograron detener a los forajidos presidenciales
que parapetados en el Cuete hacían desaparecer
bultos del tamaño de una casa. En doce meses
pasaron por sus manos más billetes que por las
ventanillas del Banco Central y la gente comenzó
a decir que era el hombre de confianza en todos
los negocios del Presi. Parece que fue tanta la
gratitud de éste que hizo incluir al Cuete en el
parte mortuorio cuando falleció la suegra.
-Debe constar entre los huérfanos, no im-
porta que vaya con otro apellido, no hay por
qué ocultar cosas naturales, a este país hay que
democratizarlo, hay que bajar al mercado y a-
brazarse con las cholas de las plazas y no hay
78 IvánEgüez

que negar si de esos abrazos sale de repente un


guagua, decía el Presi moviendo los hombros.
-Razón que ahora la aspiración de cual-
quier cholo normalista es casarse con la hija de
un patrón.
-Es preferible que todo lo del patrón sea
el sueño dorado de los cholos y chullas. Peor
sería que combatan y detesten lo del patrón.
El parte mortuorio ocasionó banderas a
media asta en todo el país, regimientos con mar-
chas fúnebres, cañonazos de pesar, pompas fu-
nerales en la Catedral, asistencia obligatoria de
los 'empleados públicos, calles de honor con las
colegialas desmayándose dentro de sus unifor-
mes con golas y sombreros de cocottes, ocasio-
nó ofrendas florales de cada oficina y rincón
del paisito, tintura al negro de las mejores galas
porque cómo te has de ir de colorado al entie-
rro de la suegra del Presi ni que se tratara de la
tuya por demás también ah. Ocasionó que las
poetisas cometan poemas necrológicos. Pero
a la par ocasionó que si el Cuete era cuñado del
Presi estaba visto que éste se llenaba los bolsi-
llos explotando el trabajo del cuñado advenedi-
zo.
Cuando ya fue vox populi el latrocinio que
se cometía a amparo y beneficio del preSidente,
éste casi al desgaire, perniabierto, de sport, con
la sonrisa liberal de siempre, dijo:
-El Cuete ha metido la pata, a todos los
comerciantes del trato les ha firmado recibos, les
ha quedado debiendo bultos, les ha pedido di-
nero adelantado para próximos terremotos, les
ha ofrecido darles a precio de huevo las ha-
ciendas de la Asistencia, ha vendido el Chimbo-
razo y ha hipotecado el monumento de la Plaza
Grande. El escándalo y la estafa del Cuete son
inocultables e irreversibles, de lo que se trata a-

------ - -----
La Linares 79

hora es de deslindar sus chanchullos de mi per-


sona.
En realidad al Presi nada le llegaba a preocu-
par seriamente, tenía una pachorra de caimán,
los editoriales de El Mercantil rebuscaban para
esa pachorra de caimán la palabrita 'ecuanimi-
dad' y sacaban a relucir siempre aquella huelga
de universitarios sofocada no con la caballada
y el garrote sino con la simpatía y los canastos
de sánduches y jabas de colas que envió a los
huelguistas. Tenían presente la magnanimidad
del Presi con aquel político que le. combatía
con una revista de doscientos ejemplares y que al
Presi le parecía ocurrida al punto de estar dis-
puesto a financiarla.
La Linares que lo conocía desde hace mu-
chos años decía que el Presi solamente la facha
tenía de tonto.
El Presi era buena persona, grandote e ino- ;
fensivo como una palanqueta totémica, rubicun-
do, narizón hasta la simpatía, bonachón hasta
el anonimato, merlino, ojos de azul bobo como
decía la gente. Era en materia de discursos un
nuevo estilo, no movía las manos ni gesticulaba
al hablar, no cambiaba el tono ni el volumen, no
usaba palabras raras como tránsfugas, rastacueros,
ratoniles, mostrencos, mequetrefes. "Habla co-
mo evangelista" decían al principio, pero los edi-
toriales de El Mercantil comenzaron a machacar
que ahora el paisito ha superado las arengas fo-
gosas vacías de contenido. Desde entonces al
Presi le décían que es un Presi Práctico.
. -En eso sí se parece a los gringos, no se an-
da con vainas, decía el Cuete.
-Por algo la Columbian le dio el título de
Doctor Menoris Causa, decía chanceando La
Linares.
El Presi era gran gente, un verdadero de-
80 Iván Egüez

mócrata según El Mercantil. No le importaba


codearse con los cholos, era deportista, chulle-
ro, le gustaba bailar aires típicos, sanjuanitos,
cachullapis, incluso en la plaza a veces. Tenía
la soltura y desfachatez del patrón gringo y la
sal y chabacanería del mayordomo pícaro. Era
una mezcla de chicle y tripa mishqui, de chicha
y coca-cola. El en persona iba a franquear las
cartas al Correo o a ordeñar las Holstein, era
diestro para el sapo, se hacía retratar en short
jugando fútbol en la plaza y se sentaba en cual-
quier localidad en la Plaza de Toros. Nunca hu-
bo tanta paz en la Republiqueta. Gracias a ello,
entre choclos humeantes, cariuchos, llapinga-
chos, timbuschcas, mondongos, cuyes y puerco
hornado se firmó el Tratado Militar de Pestilen-
cia Recíproca con las águilas del norte. Después
de la firma -le contaba el Cuete a La Linareo-
un editorialista de El Mercantil le preguntó al
Embajador de las águilas sus impresiones, y és-
te respondió.
-Todo very well, nos hemos servido hasta
el último bocado.
Cuando el Presi dijo "nothing, nothing.
Nada por aquí, nada por acá", lo dijo seguro de
lo que decía, porque la Shell le pasó el informe
diciéndole "take it easy hoy, en esa selva a más
de tzántzicos reductores de cabeza no existe na-
da, nosotros seguiremos ocupando esas provin-
cias pero con fines evangélicos y antropológi-
cos". Y vinieron los Institutos Lingüísticos, las
Fundaciones, los Programas, los Hijos de Jeho-
vá, los Hijos de El Salvador, los Hijos del Señor,
los Hijos de Cristo Rey, los Hijos de Dios Gene-
ral de los Ejércitos, los Hijos de las Siete Plagas,
los Hijos de las Siete Lech~s, los Hijos de la Gran
Flauta y los Hijos de la Gran Puta.
El Presi era práctico. Para que no sigan im-
La Linares 81
pugnando su efervescente fortuna, para que es-
to no sea u~ pretexto y comiencen a meter las
narices en los Estancos, en las Aduanas, en los
Ferrocarriles y sobre todo en el Banano tuvo una
idea genial para que el Cuete se joda y a la vez se
salve solo. Ordenó -mandando una copia de
la orden a El Mercantil- que lo fiscalicen aun-
que él sea mi cuñado, que hasta que se aclare
vaya preso al Panóptico. Y a renglón seguido or-
denó al Edecán de Servicio que ubique donde
sea a Bocaccio. Ya verás cómo él arregla la His-
toria. El es un mago.
El Gran Difamador cobró caro la campaña.
Yo te arreglo pero me das todos los contratos
para construir las carreteras en el paisito sin pla-
zo de entrega ni ingenieros fiscalizadores.
Y la boca de cacho, la lengua de tomillo,
el hocico de mecha, comenzó a perforar, a barre-
nar, a trasponer.
- ¡Qué horror lo del pobre Cuete metido
en camisa de once varas por culpa de una mujer!
¡Al Cuete le ha dado chamico La Linares
y le ha sangrado hasta el último centavo, hasta
dejarlo en soletas!
- ¡Razón los lujos que se da la muy puta!
- ¡Y nosotros haciéndole malos juicios al
Presi, que puede ser lo que sea pero nadie puede
decir que no sea honrado, al fin y al cabo es de
familia decente!
- ¡Tanto terremoto para que a la final to-
do se lleve el diablo!
La casa que fue de La Linares tiene techo
de musgosa teja y gruesas paredes de barro, de
ese apretado con guano seco y sangre de toro.
Mas las gentes dicen que tal argamasa fue apresu-
rada con empenta de otra laya; que son entie-
rros, · huacas y empotrados los que sostienen a
esos paredones y, al paso advierten, que corre
maldición para quien los desapresure o despeñe.
La casa forma esquina en esa plaza redon-
da que iniciaba el camino a La Chorrera y por el
cual, desde hace muchos años antes que naciera
La Linares, subían y bajaban las mulas aguade-
ras cargadas con zunchos, pondos· y barriles;
a veces también bajaban con trozones de hielo
envueltos en saquillos rumbo a las tiendas don-
de se preparaban el salpicón y las pajaritas de
coloreado granizo.
El frente principal no da a la plaza sino a
la calle que sube a desembocar en ella. Mide
84 Ivi.n Egüez

unos treinta metros de largo y no es más que una


gran pared, alta y blanca como un talud de ye-
so, interrumpida tan sólo por el repujado portón
añil que la distingue, y rematada a todo correr
por una balaustrada de gordas canillas pintadas
también al albayalde.
A la plaza da en cambio un frontis cón-
cavo de seis o siete metros con una puerta de se-
gunda que, abierta de día, permitía a Joaquín
Villamil Cabamba tomar sol en su asiento de
esterilla. La puerta está flanqueada a flor de bar-
ba por un ventanuco que forma arco de todo
punto y por un descomunal acanto que sostiene
el balcón de barrigosa urdimbre, dondé se arre-
glaban altares para el paso del Señor en la pro-
cesión de Corpus, y donde La Linares recibía
los incontables serenos dados por solistas,
duetos, tríos, estudiantinas y bandas cada vez
que alguien conocía sus hechizos o reclamaba
sus favores. Cierta ocasión coincidió el sereno
de un poeta con las vísperas del Corpus. El bal-
cón había sido arreglado con el acostumbrado
esmero, cubierto con edredones de seda, colchas
de terciopelo, lazos de papel crepé, cadenas en
papel de estraza, floreros de bronce, faroles, lám-
paras votivas de cristal verde celadón y candela-
bros de plata con el llamón protegido por cas-
carones de vidrio espumado que, contra pared,
alumbraban a los cuadros de San Buenaventura,
La Dolorosa, La Reyna de los Angeles, San Ci-
priano y el Pastor de los Desamparados, consti-
tuyendo el todo un portentoso y entrehecho re-
tablo.
Entonado y a ras del alba, el poeta enan~
có en la música de un antiguo amorfino, los si-
guientes versos:
LaLüftes 85

Bella señora
de ardientes pechos
tus edredones me has hecho ver
más yo quisiera
bajo esas sedas
besarte toda y luego al revés
besarte entera
bella señora
desde los ojos hasta los pies
y si así fuera
yo te aseguro
que indulgencias no has de perder
pues de los santos
que estás velando
' uno de palo has de padecer.
El poeta amaneció muerto en la calle, con
todos los bolsillos sacados como lenguas, sin
sombrero y quitado los zapatos. La autoridad
dijo que le castigó la Virgen por haber cantado
versos ·profanos ante las imágenes venerandas y
que a la final su muerte no es que no importe pe-
ro que felizmente se trata de un chulla cualquie-
ra, de un pobrete que no tiene a alguien que se
aproxime a~ reclamar su cadáver y que, a más de
esos versos que cantó ante la indignación de to-
dos los recordados vecinos, no se sabe nada de
él, incluso la propia balconeadora po lo conoce
según se deja establecido.
Por el portón añil se accede a una escali-
nata de anchas lajas con macetas y coliflores de
yeso a los costados. La escalinata tiene tres des-
cansos y atraviesa la gradiente huerta, uniendo
el portón con la casa propiamente dicha, la que
consta de dos sobresalientes alas, con ventanas
abajo y balcones arriba, unidas por un cuerpo
central -enjuto de pecho y apocado de luz-
donde remuerde los goznes la puerta de casa ba-
jo el alero de escampar. Las ventanas están en-
86 IvánEgüez

rejadas con pechera de azagayas herrumbrosas,


el alero descansa sobre consolas de piedra hú-
meda y los balcones son de consultado remanso
a fin de que las mujeres puedan apoyar el codo
en él al tiempo que la barbilla en la palma de la
mano mientras pasa la mañana y mientras pasa
la tarde, mientras pasa la llovizna y pasa el ve-
rano y pasan los años. Cuando un lugartenien-
te del General de las Derrotas dijo que lo que
asoma a los balcones de Quito es la ociosidad, no
se imaginó que esa frase entre otras iban a recor-
darle mientras lo quemaban vivo en la pira de El
Ejido.
En la huerta se cultivaban las más varia-
das hierbas y plantas medicinales, muchas que
fueron obsequiadas desde lejanas tierras, pren-
diendo con fortuna hasta las más difíciles y ce-
losas gracias a la mano prodigiosa de La Lina-
res. Plantadas al tresbolillo, ahí se daban la le-
gendaria mandrágora, el sagrado muérdago, el
hechizador chamico, el narcotizante y nau-
seabundo beleño, la doradilla para hacer orinar,
el depurativo marrubio, el ruibarbo para purgar,
la borraja para sudar, la nuez vómica, la asa fé-
tida, la antiespasmódica ipecacuana, el carmi-
nativo eneldo para el flato, el perfumado helio-
tropo, el venenoso rejalgar, el bedegambre para
curar estornudos y la árnica para hacer estornu-
dar, la menta que impotenciaba y la guayuza
que encendía y fertilizaba, el toronjil y la vale-
riana para los nervios, el caballo chupa para las
escaldaduras, el cedrón para antes · de rezar, la
manzanilla para el estómago, la mejorana para a-
medrentar las recalenturas, el matico para curar-
se en salud, el azándar, el servato, la saragatona,
la yerba buena, la yerba luisa, la yerba impía,
la yerba mora, la yerba de las coyunturas, la len-
gua de vaca, la atzera, el helenio, la celedonia,
La Linares 87
el esquenanto, el llantén, la verbena, la altamisa,
el hinojo, el canónigo, el orégano, el corazonci-
llo, el mastranzo, el poleo, el cólquico, la salvia,
el anís del país y el anís estrellado. Y como un
claustro de olor, el ensimismado floripondio con
sus blancas campánulas colgando evasivas más
allá de las dolencias, emborrachando él a las ovi-
nas moscas que le zumbaban en sumarísima de-
rrota.
Por la puerta de casa se entra a un corto y
descombrado zaguán que desemboca en el patio
interior, rectangular y adoquinado con piedra
sillar y alisados morteros, rodeado· por toscas
columnas y anchurosos soportales. En una es-
quina al fifdo del patio se abre un arco que da
lugar a un pasadizo de ocho o diez metros, el
cual, desde la media tarde es sumamente ape-
numbrado y era el sitio donde los vecinos decían
haber visto raudos encendimientos anunciado-
res de plata enterrada. Varias veces levantaron
duelas y baldosines y picaron muros tratando
de encontrar baúles llenos de joyas o alforjas
con barras de oro, pero a lo sumo dieron con
huesos enterrados posiblemente por perros. Al
cruzar el pasillo los vecinos tenían la costumbre
de golpear con los nudillos las paredes a la espe-
ra de una percusión que denote vacío, falsedad
o doble fondo. Los niños solían raspar con cu-
charas hasta dar con los carrizos que las enal-
maban. Cuando exageraban la carcoma, los pa-
dres les reprendían por destructores, pero no
se cuidaban de · seguir repitiendo ante ellos las
consejas coloniales que, la mayoría de veces, re-
emplazando a la merienda edulcoraban la cos-
tumbre de sentarse a la mesa con el repique del
Angelus. Este pasillo arcado daba a un patio de
tierra apisonada, y éste, a través de unas gradas
hechas al azadón daba a· la gruta de lajas rete-
88 Iván Egüez

nidas al desgaire, donde reinaba la Virgen de A-


gua Santa acompañada por un ángel de cemento
que lloraba con lágrimas municipales.
Esa casa fue comprada por Don Ernesto
con parte del dinero acumulado al chuleo en-
tre tanto necesitado que acudió a él y a sus prés-
tamos. La compró a la viuda de un buen señor
que, tralla en mano, la hizo construir por cien fu..,
dios a los que tuvo que pagar con la diaria ca-
zuela de mazamorra, el zuncho de trago cada
fin de semana y hasta con la posada cuando al-
guno se enfermaba. Sin embargo, por subirse
él en persona a colocar la espiga y la veleta en
señal de haber concluido la edificación, resba-
ló y fue a parar al patio adoquinado entre el es-
tallido de las vísce~·as y el descruzamiento de la
columna porque cayó mal sentado.
-Vea lo que me pasa: "Jaula acabada, pá-
jaro muerto". Y todo por hacer él mismo las
cosas, porque estos indios no sirven para nada,
dijo la viuda al comprador.
Y cuando ella decía que el difunto había
sido constante y trabajador, seguramente se a-
cordaba de los callos que le habían salido al po-
brecito en las manos a causa de tanto sujetar
la tralla. Fue un negocio redondo: con la pla-
ta de unos pobres se compró el trabajo de otros
pobres, pero la casa quedó con Don Ernesto y
la plata con la viuda del señor de la tralla.
De esta suerte la casa del portón añil fue
de Don Ernesto hasta su muerte. Como no de-
jó testamento comenzó un largo trámite, pues el
sucesor que aparecía según la Ley era el Minis-
terio de la Defensa. Mientras tanto se permitió
vivir ahí a todos los inquilinos que a la sazón ha-
bían vivido bajo los calambres y estreñimientos
del usurero. La Linares y su madre también
fueron consideradas como inquilinas.
La Linares 89
En esa casa vivió entre fantasmas, duendes,
aparecidos, entu_ndadas y almas de muertos que
venían a recoger los pasos. De niña comía los
camotes y tomaba las sopas únicamente para que
la Mano de Muerto no asome atrás de las vidrie-
ras del gabinete o para que la Calabaza Negra
deje de mirarla desde la albardilla de la tapia. A
la noche, antes de acostarle, mientras le ponían
una camisola bordada en }astidor de palisandro
o mientras le daban pedil~ios de alcanfor para
enmendar sus pasos por el Bien, solían relatarle
vidas de santos e historias ejemplares y hacíanle
rezar para que el Angel Guardián venza con sus
alas doradas al Diablo de quemantes trinches.
Angel de mi guarda
dulce compañía
no me desampares
ni de noche ni de día.
Luego sobrevenían las pesadillas y el des-
velo. Soñaba repetidamente que era lanzada a
una alberca infestada por lagartos que se le a-
cercaban desde varias direcciones a devorarla, a
menos que lograse decir el nombre de cada uno
de ellos, únic~ manera de conjurar el peligro, pues
al escuchar sus nombres los atacantes reventaban
como pompas de jabón. Este sueño lúdico entre
la vida y la muerte siempre estuvo presidido por
un grande y afónico señor que desde el filo de la
alberca, con sus manos en bocina gritaba los
nombres de los lagartos. Pero su débil voz era
apagada por el chascar y romper de aguas, lle-
nando de pánico y desesperación a la niña que
despertaba entre sudores y alaridos. Al comien-
zo los sueños, sueños no más son, decían las ve-
cinas cuando le untaban las sienes con esencia
de apenta o le echaban buchadas de trago en la
espalda para hacerla estremecer hasta que se le
vayan los malos humores y los gusanos de las pe-
90 IvánEgüez
sadillas. Después venían los desvelos y con ellos
los ruidos. Ruidos como el de las arrastradas
pezuñas del Diablo Ocioso, como el de la Ma-
riangula con sus tripas y su puzún, ruidos que
al comienzo solamente ella oía, que para escu-
charlos había que callar y si era posible no respi-
rar, como el del estregón sotanero del Cura sin ·
Cabeza. Arrastrados ruidos de rezos, jaculato-
rias, letanías, glorificaciones, ~xorcismos y mor-
tificaciones. Rumor de rezos, rozar de razos,
erizar de risos, riscar de rosarios, raspar de ras-
tras. Ripio interior que afloraba incontenible .
al menor pretexto en la oración de La Magnífi-
ca, el Señor Mío Jesucristo o el Yo pecador me
confieso. Ruidos del sereno y las cuatro dando,
de los tunantes, chispos y jaranistas, del capari-
che rodando su carretilla, del municipal aflau-
tando su carrizo y del celador y su gorjeo. Rui-
dos de pasos seculares, pesados como el del Car-
gador de Muertos, o livianos como los de la Bea-
ta Benavides o el secular indio Cantuña. Ruidos
de saltonas tartanas que trasladaban de casa a
familias enteras encimadas sobre los más increí-
bles armatostes, tereques y bártulos de toda es-
pecie. Eran los ruidos del alba, como si ante
ellos no quedase otro remedio que sentarse a
oírlos, a oírlos pasar y oírlos ver. Ver a las al-
mas y a los aparecidos con la costumbre que se
ve a los vecinos. Buscar entierros, empotrados y
huacas como buscar las tijeras que aquí puse y
no las veo o como buscar las liendres entre la
larga cabellera de la vecina que se peinaba con
peine de hueso y raya a la mitad. Ruidos que al
barrio le hicieron silencioso, que le recogieron
a las seis, le acostaron a las siete, le durmieron a
las ocho, le desvelaron a las doce, le levantaron
para el Rosario de la Aurora, le anunciaron el
Viático, el Angelus, el Catecismo y la Distribu-
La Linares 91
ción, porque la ciudad entera dependía de las
campanas y los sordos campaneros. Doce cam-
panadas al mediodía y todos se iban a almor-
zar como un disciplinado monjerío rumbo al re-
fectorio. Doce campanadas en la alta noche y
crujían las tablas, chirriaban las puertas, sona-
ban las paredes, caían las aldabas, goteaba el gri-
fo, se agigantaba el armario, le salían cachos al
ropero, silbaba el viento, se abrían las ventanas,
se astillaban las gradas, caía algo del fogón y se
prendía como un fósforo azul el arco del pasillo,
el rincón del traspatio, el pie del árbol y el filo
de la gruta. ·
Conforme acrecentaba la fortuna, el Gran
Difamador acumulaba también una serie de re-
sortes invisibles para utilizarlos a manera de
chantajes y lograr que la gente acepte su presen-
cia en compensación a no caer bajo la hez de su
venen,o. El Gran Difamador tenía en la punta de
la lengua la vida milagrosa de cada familia de es-
ta ciudad. Cuando se ofrecía poner a alguien en
la picota, Bocaccio daba el santo y seña de lo
que se creía más oculto, más tapado. Boccacio
f>ta la boca que desunía, la gran olla de la ciudad
donde quedaban desmenuzados los abortos, los
desfalcos, los falsos testamentos, los chantajes,
las prevaricaciones, los peculados, las estafas, los
cuernos, los pactos, las falsificaciones, los conci-
liábulos, las deudas, las traiciones, los crímenes y
las aberraciones de los personajes más influyen-
tes, de los más ejemplµes ciudadanos, de las fa-
milias más distinguidas, de la crema, la flor y la
94 IvánEgüez

nata de la quiteñidad. Llegar a ser lo más abyec-


to posible para no entrar con desventaja en esa
vida de alta esfera, parece haber sido el propósi-
to del momento para Bocaccio. Poco a poco fue
convirtiéndose en el primer invitado de toda
fiesta, en el plato de toda boda. Comenzaron a
hacerlo padrino de todo lo imaginable.; . del pe-
lo de la novicia, de la inauguración del alcanta-
rillado, de las presillas del Prefecto, de la Primera
Patada del Partido, de la primera menstruación
de la niña en sociedad, de la vaca lechera tolón-
tolón, del perro campeón, del pubis afeitado de
la socia más antigua del club, del canario aus-
traliano, del Decano del Cuerpo Diplomático, de
la donación de carros policiales, de la fiesta del
capulí, del choclo y de la yuca, de la flaman-
te dentadura del ministro, de la promoción de
Estudiantes Altos, de la Reina del Suburbio, del
manto de la Virgen Patrona de las Fuerzas Ar-.
madas, de las orejas y rabo del quinto toro, de las
bodas de plata, de las bodas de oro, de las bodas
de cacao, de las bodas de diamante, de las ·bodas
del café, del banano o del petróleo en la Iglesia
de la Paz o en Santa Tere. Era además el padri-
no más portado. El, que había sido avaro y me-
talizado, ahora parecía derrochar con exceso.
Sólo la sonrisilla socarrona que aparecía en la
esquina de su boca cada vez que firmaba un che-
que o lanzaba al aire los capillos, sabía que no
eran despilfarros sino inversiones las que hacía.
Comenzaron a dar su nombre a las escuelas, a
las ciudades, a los concursos, a las cruzadas, a
las bombas de flit y a los carros cisternas. Ca-
da mes le declaraban "la Figura del mes". Le co-
menzó a faltar peto para las condecoraciones y
también bodegas para las bandejas de plata y
pergaminos.
El Gran Calumniador se decidió a ser el
La Linares

hombre más poderoso del país. En la ambición


de nada sirve el querer. Primero hay que poder lo
que se quiere y "poder hacer es hacer poder".
Comenzó a construir capillas para monjas, tem-
plos para unos evangelistas recién llegados, fun-
dó cal?arets, los hizo bendecir por el Obispo y
estrenar con el presidente. El repartía el florón,
repartía los empleos, las notas del catecismo, los
pases de cortesía, los permisos de importación
y los permisos de portar alfileres, mondadientes
u otros objetos corto-punzantes. Compró una
cadena de pericos, urracas y cacatúas, instaló
co~orras y loras repetidoras eQ. cada esquina, ins-
tituyó un casino, copó las acciones de los ban-
cos, alquiló esbirros, orejas y soplones, importó
murciélagos, vampiros, buhos y lechuzas, se hi-
zo dueño de todas las resmas de papel. "Hay
que restablecer la pena de muerte", "Alemania
es Alemania", "Franco cuenta con la gracia di-
vina" o "Gracias United Fruit" decían los edi-
toriales de su prensa. Si antes no pudo procla-
mar la calumnia a gritos y utilizó como instru-
mento favorito el bisbiseo al que daba la cate-
goría de confidencia, ahora el proceso encubri-
dor era el artículo serio, la noticia imparcial
· y objetiva, el remitido siempre apócrifo, las car-
tas de los lectores escritas por él mismo o por
los. difamadores epigonales, las entrevistas con-
chabadas, el silencio y la pausa cuando conve-
nían, tal cual antes. La impunidad en nombre
de la libertad de expresión.
Ahora el Gran Difamador era el puntal de
la sociedad, era la mano divina que encubría
todo, la voz que silenciaba los escándalos, el bi-
llete que edulcoraba lo podrido, el poder que
sostenía el poder. Demostró a la flor y nata que
él era su angel guardián, que si bien es cierto an-
tes la chantajeó también es cierto que nunca la
96 IvánEgüez

atacó en bloque, sobre todo como pudo haberlo


hecho. Sus chismes e intrigas eran cosas que ya
pertenecían al pasado y que había que tomarlas
como simples averiguaciones. Lo que en la
mujer es curiosidad en el hombre es sentido de
investigación, repetía el enano millonario, por
eso puso orejas y micrófonos en las casas de los
políticos, de los militares y de los revoltoSGs.
Ya no hacía distingos personales, su solida-
ridad no era con fulano o mengano sino con la
flor y nata en pleno, todo lo que venía de ella
estaba bien, todo lo que era contra ella estaba
mal. Simplemente defiendo lo que debo defen-
der y ataco lo que debo atacar, decía en los cues-
tionarios serviles que sus lacayos le enviaban pa-
ra que conteste.
El Gran Difamador se hizo prohombre. Y
el Gran Difamador se hizo mujeriego. Pero las
damas que comenzaron a ofrecérsele eran jamo-
nas menopáusicas esposas de aristócratas venidos
a menos y empobrecidos viejos crotos.
Para entonces ya. nadie lo llamaba'Bocaccio
sino Don Aurelio.
Años atrás, cuando aún no había consoli-
dado todo el poder, había pretendido a La Li-
nares cuando ésta era colegiala. Todos sabían
que era la muchacha más linda del país. Así lo
dijeron las monjas al escogerla durante tres años
seguidos para salir en el carro alegórico puesta
el manto de la Virgen. En la adolescencia La Li-
nares tenía un rostro lánguido, medioval, pa-
recido a una estampa de Rafael o a la mismí-
sima Virgen del Perpetuo Socorro.
-Es demasiado bonita para ser virgen, di-
jo el enano aguzándose los bigotes.
-Es demasiado adefesio para mí, dijo la
niña acariciándose los senos.
Desde entonces La Linares fue la espina y
La Linares 97 .

el capricho de Bocaccio. "Me he de comer esa


tuna aunque me espine las manos", había dicho
con su voz áspera, su nariz ganchuda de por-
fiado y su frente fruncida por tanta calumnia y
estafa que hubo de tramar. Calvo y arrugado ca-
si desde niño, siempre tuvo la apariencia de un
feto arropado. baba grima verle junto al enorme
y· fornido Presi cuando recorrieron el país en
campaña electoral. Mi Director de Campaña es
un geniQ, decía el Presi sonreído. Es un hombre
que casi no aparece, que casi no se le ve, pero es-
tá como un dios en todas partes.
La amistad de Bocaccio con el Presi venía
desde cuando el Presi no era Presi todavía, de
cuando aún no se dedicaba al paisito sino al or-
deño de las vacas solamente, aunque en casa y
en confianza ya le decían Presi desde niño. Nun-
ca se distanciaron ni discutieron, ni toparon el
punto de la guerra porque el Presi era partida-
rio de los aliados y el Gran Difamador de los fas-
cistas. De Hitler llevaba siempre en el malete-
ro el libro 'Mi Lucha' y sobre él firmaba los che-
ques con su parker de oro; de Musolini tenía
el retrato en la cabecera de la cama porque decía
que su cabeza era igual a la de él. Pero en los
negocios no hubo diferencias ni preferencias: el
Presi cuando llegó a ser Presi recibió plata de
unos ex combatientes nazis para que se les per-
mita instalarse en aldeas privadas en las selvas
orientales; Bocaccio en cambio que era pro na-
?:i, se dedicó durante la guerra a desbrozar las sel-
vas de · Esmeraldas para hacer tablones de balsa
y enviar a los norteamericanos instalados en las
Islas Galápagos donde habían armado cañones
atrás de las tortugas y se habían escondido don-
de las iguanas acostumbraban a poner los
huevos.
Al cabo de los años él también se construyó
98 Iván Egüez

su cueva, la dotó de guardianes, teléfonos de mil


colores, puertas de seguridad, pestillos automá-
ticos, cajafuertes, micrófonos, parlantes, antenas ·
y pantallas. Ya no necesitaba gastar tanta sali-
..va para lograr sus objetivos. Daba órdenes es-
cuetas y precisas. Un imperceptible movimien-
to de sus cejas para arriba, de sus orejas para a-
trás, de su pulgar para abajo y eran moviliza-
das sus pandillas de monos, orangutanes, man-
driles, titíes, macacos, rangers, gibones, plati-
rrinos, araguatos, abazones, soimiríes, chimpan-
cés, pentágonis, gorilas y paracas.
Yo soy La Linares, piedra de toque de la
ciudad. Nací el año siguiente a la masacre. Uno
de mis hombres dejó escrito que mis ojos almen-
drados son como arenas movedizas. Gracias a
mí la gente tiene de qué hablar, de otro modo se
pasarían rumiando sus tristuras y lloviznas in.
teriores. Por mí las mujeres han aprendido a
lavarse bien las partes y a cambiarse de vestido
y de peinado. Por mí los hombres sueñan en
mujeres bellas o van con ganas a la cama a hacer
el amor con sus esposas. Por mí no están solos
los solos, inclusive Dios, porque sus terremotos
y procesiones han sido por mí, por mis caderas
que todo remecen y merecen castigo, exorcis-
mo y reparo. El aire se perfuma a mi paso y se
hacen rojas las flores de todas las plantas. Mi
100 Iván Egüez

fama ha traspuesto los mares y he recibido pro-


puestas de emires, califas y sultanes. También
de un dictador centroamericano. Hasta de un
Nuncio y un Vicario. Me han maldecido las es-
posas y me han anatematizado las madres. Los
hombres de mi ciudad para llamarse tales, tie-
nen que haber besado por lo menos la punta de
mis guantes. Algunos han renunciado a sus vi-
das por inmortalizar sus nombres junto al mío,
pero si bien es cierto que consiguieron ser pre-
miados con el escándalo luego lo fueron con el
olvido.
Yo soy La Linares bella, soy La Linares fa-
tal.
Estudié hasta los diec~is años con las
monjas del Sagrado Corazón. Mi padre fue de
Riobamba y se llamó Ernesto Martínez Martí-
nez. Estuvo enamorado de mi madre y no casó
con ella porque a los sesenta se comienza a creer
en Dios pero se deja de creer en la liturgia. A
la sazón mi madre tenía veinticinco años y creía
en el amor, en las leyes y en las buenas costum-
bres. Las bodas no son para la pareja sino para
contentar o defraudar a una docena de inquisi-
dores, le decía él. Yo creo que en el fondo de-
be haber pesado la diferencia de edad entre
ellos y el secuente trago amargo del ridículO, o
quizás, esas fantasías sobre amores libres e in-
cestuosos que mi madre me relataba medio ida
y que nunca supe si en verdad era una historia
contada por mi padre a ella o simples aludna-
ciones suyas. A las dos semanas de mi naci-
miento murió mi padre. Era, como se decía en
ese tiempo, rico y de buena familia, aunque de
mala reputación. Con los términos de hoy en
día tendría que decir que fue un aristócrata feu-
dal devaluado por rencillas familiares y que a
fuerza de dar la plata al chuleo y de extorsionar
La Linares · 101
a miles de gentes llegó a ·ser millonario. No lo
digo, simplemente porque fue mi padre aun-
que no lo haya conocido, pero fue el único hom-
bre que supo de los muslos encendidos de mi
madre (a pesar de que alguien dijo que mi madre
se dedicó a la vida en Guayaquil cuando yo te-
nía uno o dos años), el único que supo de sus o-
jos de águila en celo, mitigados no por la presen-
cia del varón, sino por la dura e inflexible heren-
cia familiar y por la desesperación que le cau-
só mi nacimiento y orfandad. (Mi bisabuela ma-
terna terminó de morirse a los cuarenticinco
años, después de haber soportado durante vein-
te el cinturón de castidad que el bisabuelo, una
mañana lluviosa y lejana, abrochó media hora
antes de embarcarse rumbo a Panamá. Mi a-
buela Pata en cambio se salió a los catorce años
de edad con un pálido y descachalandrado mono
que había venido a Quito a sacar oficio en el
Protectorado. Después de haberla visto a ella
con rulos atrás de la ventana, el Mono se bajó
en bicicleta las escalinatas de la Alameda para
impresionar con su macheza a la dulce serrana.
Tres meses después con un amor acuñado en-
tre piruetas, señas, recados y papelitos, la niña
de rulos fue a vivir en el cuarto del estudiante
luego de haberse casado a hurtadillas en misa de
cuatro de la mañana. Con mi madre en el vien-
tre, mi abuela Pata quedó en la-ciudad, mien-
tras el Mono, con sus largas y torcidas corbas,
'~on sus pantalones desverijados y sus cami-
sas salidas, fue a trabajar primero de tornero
y luego de zapador en las minas de Portobelo, de
donde salía una ·vez al año para visitar a su en-
rolado encanto. En los primeros tiempos el Mo-
no le escribía diariamente trocitos de cartas que
a la postre él mismo depositaba en las manos de
ella junto a un saquillo de albaricoques traído
102 Iván Egüez
a lomo de mula, una maceta con el helecho de
Zaruma, un pañuelo de ovos recogidos en el ca-
mino, pedernales pepiteados con oro y un bar-
quito de tres velas pasado con magia por el cue-
llo de una botella. Luego mi abuelo el Mono de-
jó de escribir, dejo de armar barquitos y de ~
caldarse en las mulas. Mocora en mano apareció
años después a pedir el divorcio a mi abuela Pa-
ta para poder casarse con la madre de Marieta.
La abuela se santiguó ante la propuesta, dicién-
dole: "Caballero, mejor hago cuenta de no ha-
berlo oído").
Cuando emp.ecé a adquirir uso de razón, mi
madre comenzó a perder la suya. Así vivió un
poco por los aires hasta cuando tuve ocho o nue-
ve años. Una noche comenzó a desvestirse de-
lante de todos los vecinos y cayó envuelta en
una espuma azul que le surtía de la boca. Los
guardias la llevaron al Hospicio. Ahí ha pasado
el resto de su vida entre el silencio de esas cuatro
paredes y el silencio de su hija que jamás ante
I nadie la nombra.~ A los doce años me hicieron
casar con el señor velludo. Hasta los dieciséis
estudié en los Corazones. A los diecisiete me fui
con un estudiante de medicina a una guarnición
militar cerca del Putumayo. Los brujos del o-
riente le hicieron la brujería y le dañaron para
siempre, convirtiéndome yo en su contemplati-
va enfermera. Un oficial colombiano que me ha-
bía conocido en un bailache en la frontera co-
menzó a enamorarme. Se pasaba las noches des-
de Puerto Asís con la banda de músicos para dar-
me sereno y disparaba salvas al otro lado del río
para que yo lo oiga y le recuerde. Regresé so-
la a Quito para evitar un duelo o una guerra por
mi culpa. El estudiante de medicina murió en-
vuelto en la bayeta de la soledad entre sudores y
orines. Durante el 41 conocí muchos hombres,
La Linares 103
especialmente instructores extranjeros. El tiem-
po posterior al Pacto fue un tiempo duro para
los militares. La gente les cortó el saludo y les
hizo el vacío en todo lado. No podían salir uni-
formados a la calle porque les insultaban y les
achacaban a ello~ las culpas del Presidente y de
los ministros. Antes, en la guerra de los cuatro
días pasé encerrada bebiendo con tres escrito-
res de esa época. Uno de ellos murió con los o-
jos distraídos y otro se hizo Embajador. Tam-
bién pasé la Gloriosa y ví entrar al Ausente por
las calles de Quito rodeado de miles de gentes,
más de las que asistían al arribo de ia Virgen del
Quinche. En aquella época conocí a muchos po-
líticos, algunos de ellos jóvenes y con ideas de
avanzada, pero esas amistades se hicieron cada
vez más infrecuentes porqu'e en vez de venir a vi-
sitarme o de mantener el fervor en las calles,
ellos se encerraron en el congreso y en las ofi-
cinas a hacer leyes y cuentas. Despu~s los tiem-
pos se tranquilizaron. Conocí al Doctor Parches,
quien de puro simpático y regio para el baile
llegó a ser alcalde de la ciudad. El me presentó
al gringo Esmid. Es el gringo más portado y más
lanza que yo haya visto. En su tierra había si-
do panadero y aquí se. hizo pasar por ingeniero
y consiguió la orden para hacer el alcantarilla-
do y la red de .agua potable de toda la ciudad.
Se hizo millonario en pocos años, poniendo a
veces los mismos tubos viejos de antes. Era ín-
timo amigo del Doctor Parches y del Presi. Con
ellos y el Cuete García armábamos unas inolvi-
dables veladas· en mi casa blanca con puertas y
balcones azules, en ese tiempo la única casa con
azul añil, hasta que el Alcalde se le ocurrió una
Ordenanza Municipal por la que se obligaba a
pintar las casas de la ciudad igual a la mía.
Nunca supe lo que es una gripe, ni me han
104 Iván Egüez

dolido las muelas, ni me han dado esos cólicos


que dan a todas las mujeres. Dicen que hasta
los cuatro o cinco años vivía encerrada medio
cuerpo en un cajón. Yo no me acuerdo, pero
hacen esa referencia para decir que desde enton-
ces mi madre estaba loca. Yo creo que fue por
otro motivo. Papá Joaquín ha hecho las veces
de padre y madre conmigo. Joaquín Villamil,
de oficio sastre y de beneficio un corazón enor-
me, más grande que la casa azul donde yo nací
y él vivió desde los tiempos de la abuela Pata
(tan linda la abuela cuando supo que el abuelo
se había enamorado de la madre de l\Iarieta, le
planchó todas las levas y los cuellos duros, los
metió en una canasta con tapa, de esas que ha-
cen en Cuenca, y le dijo: "Caballero, por aquí
es más derecho". El abuelo, con la canasta y la
madre de mi tía Marieta, regresó a la costa don-
de había nacido. La madre de Marieta le había
rodeado de cariño en la época en que mi abuelo
quedó cesante del trabajo que tenía en Portobelo
de donde había retomado con los últimos ardo-
res de la sal en las espaldas, con la dentadura pi-
cada por el agua del río y con una carraspera que
el médico había dicho que se llamaba "neumo-
cosis producida por la sílice de las minas". Los
cuellos duros allá no le sirvieron. Volvió a ser lo
que antes de conocer a la abuela Pata había
sido: un mono alegre, jodido y soñador. Hasta
que lo masacraron por eso: por alegre, jodido
y soñador).
' · En esa casa viví hasta los veintisiete años,
en ella se han decidido nombramientos y cuarte-.
lazos, alianzas y candidatos a ganar, apuestas y
tratados a cobrar, cosechas y ministerios al par-
tir. Después del terremoto de las Flores me so-
brecogió el pánico en pensar que podía repetir-
se en Quito y en la casa blanca con añil; enton-
La Linares 105
ces pasé a vivir en esta otra, como de chocolate,
con los techos empinados, casi verticales, con
madreselvas y bugambillas en la tapia y una chi-
menea que enciende Papá Joaquín cada año el
día de los inocentes en memoria de Herodes.
Me gusta la música suave, especialmente la can-
tada por mujeres. Mi debilidad son las flores.
Seguir en la casa blanca con añil significa-
ba vivir rodeada de inquilinos amables y niños
alegres. Ese vecindario era una muralla que me
guarnecía de los comentarios que empezaron a
llover sobre mi persona, de las pasiones que de-
sataba, del puritanismo, la galantería siempre
resbalosa y arrastrada como cáscara, el chanta-
je, la leyenda. Pero yo, no sé por qué, no que-
ría guarecerme de todo eso. Si alguna vieja a-
vara decía que su marido me hacía sendos rega-
los y aupaba mis caprichos yo me empecinaba
en el marido hasta dejarlo en la quiebra. Me dí
por pasear en las narices de los que condenaban
alguna relación mía. Si las cofrades del Buen
Suceso rezaban por la salvación de mi alma, me
gustaba ir en persona a oír las oraciones que da-
ban por mí y por mi acompañante de turno, al .
que llevaba conmigo adelante como salchicha
faldero. Era una especie de revancha, pero nada
personal. Incluso las cofrades me caían bien,
con sus ojillos tan astutos, sus lenguas de torni-
llo, sus mantas ceñidas con alfileres grandes de
cabeza negra, sus pasitos escaldados, sus cuerpos
ie signos de interrogación preguntando cosas por
sí solos. Parecen cacatúas con patines o garru-
chas en los pies. Me rechazaban y me admiraban
a la vez. Me escudriñaban de principio a fin sin
disimulo, con ese ojo fotográfico femenino que
mientras más viejo, es más instantáneo y seve-
ro. Unas me veían con odio, otras con envidia
y otras con nostalgia como diciendo "yo era así
106 Iván Egüez
de hermosa hace sesenta años". Cuando no es-
taban en grupo, algunas se volvían melosas y me
miraban como su representante en la vida, en
~ el amor, en los hombres. Siempre hubo perso-
nas que me amaban en secreto y me difamaban
en público y otras que me galanteaban y admi-
tían, pero que en el fondo no me perdonaban,
porque sabían que nunca iban a poder poseerme,
ni siquiera como objeto de su imaginación.
;' Muy a mi pesar las malas lenguas me han
convertido en mujer fatal, no me gusta para na-
da que, en varios casos, me hayan vinculado con
la muerte, el hechizo y la desgracia. Aquel pin-
tor extranjero que hizo un retrato mío y después
de finalizarlo desapareció, había retornado a
su ciudad creyendo que era posible olvidarme,
pero después •comprendió que la única alterna-
tiva era lanzarse al cráter del volcán tutelar.
Lo del Coronel Marte fue del siguiente modo: él
había adquirido un flamante juego de comedor.
A los pocos días de comprado, su hijo de cuatro
años le había rayado con un tillo de Pilsener los
aparadores, las sillas y la mesa. Cuando vio Mar-
te la travesura de su hijo, tomó el tillo y le hizo
(el miSmo número de rayas en las manos del ni-
ño hasta hacerle brotar sangre. Las heridas no
cicatrizaron y la criatura fue al Sanatorio Militar
para la curación. Fue un castigo imposible de
restañar. Fue necesario enviarlo a Estados Uni-
dos. Se desató la gangrena y le amputaron las
manitas. Al regreso el hijo le dijo al padre:
"papito ya no volveré a rayarte el comedor pero
devuélveme mis manos". Marte me contó deses-
perado lo ocurrido y yo caí desvanecida. Dicen
que alcancé a balbucear algo como "mejor te
hubieras pegado un tiro", pero él, como para
darme y no darme gusto a la vez, decidió abrir-
se la yugular frente a un espejo en el tualet de
La Linares 107
mi casa.
Bocaccio siempre ha estado en primera lí-
nea en esto de imputarme cosas, siempre inten-
tó cercarme valiéndose de mil estratagemas.
Unas veces eran regalos que yo rechazaba a vuel-
ta de mensajero,. eran cartas y flores, eran cáli-
dos serenos al pie de mi ventana refrescados con
el bacinazo impecable de Papá Joaquín, era ''la
impertinencia de la ocasión propicia" buscando
fiestas a las que yo estaba invitada o armando
tertulias para que me hablen de su persona y
la prosperidad de sus negocios.
Un veintiocho de diciembre hubo un baile
de disfraces. Yo asistí como siempre co~ mi
vestido de colombina (si en la vida real nunca re-
petí la vestimenta, en los disfraces nunca cambié
el vestido). En veces anteriores él había ido de
Pierrot y había obtenido mi desaire por oportu-
nista, lambisquero y petulante, pero esta vez fue
trasvestido de puerco espín quizá con el ánimo
de asustarme. Se acercó acezante, murmurando
con su inconfundible voz de secretero algo así
como "la bestia saluda a la bella". Para su sorpre-
sa yo le dije: "Hola Bocaccio, así sí le soporto,
pero por favor no se saque la careta porque me
desvanezco y no he traído las sales". Se dio me-
dia vuelta y al cabo de tres años desató una cam-
paña en mi contra diciendo que yo había brujea-
do al Cuete García para que desmantele la Jun-
ta de Reconstrucción del Terremoto de las Flo-
res.
Como en todos los casos de corrillo y comi-
dilla, el último en enterarse es el agraviado; sin
sospecharlo siquiera yo seguía aceptando la
amistad de siempre del Cuete, porque el Cuete
es gran persona, es lo más ocurrido y sincero
del mundo. El incluso me había confiado ese y
tros latrocinios del Presi, pero yo más que na-
108 Iván Egüez

die sé que así mismo son los ricos, de otro modo


cómo podría'n acumular tanta plata. El Cuete
en cambio seguía tan pobre como siempre. Ha-
bía veces que no tenía dónde caerse muerto y
yo le daba para los cigarrillos. Recuerdo que a él
le gustaba oírme cantar una canción que en algu-
na parte de las estrofas dice así:
Los zapatos que te pones
te los compro yo
te los pones tú
te los compro yo.
El Cuete -como él mismo lo pregonaba-
vivía de ilusiones y bebía de invitaciones. No ne-
cesito plata, con que la gente me quiera me so-
bra y me basta. Y sonreía consentido. Tomaba
sin parar y cuando en alguna farra se acababa el
trago les obligaba hacer vaca para ir a comprar
más. La familia de él decía que no le reconocen
porque el Cuete es muy Cuete, que les hace caer
la cara de vergüenza, que termina empeñando
las cosas y hasta vendiendo la ropa para seguir
bebiendo. En verdad., dos o tres veces fue en
calzoncillos a Palacio, donde la Primera Dama
le regalaba ternos del Presi, grandes como car-
pas y a los que el Cuete les feriaba "porque si
me pongo han de decir que el muerto ha sido
muy grande".
Sin embargo Bocaccio el Gran Difamador
el Gran Chismofante, logró que la ciudad con sus
lenguas colgantes entre los cerros hable mal de
mí y del Cuete. Pero no me importaba porque
una reina puede permitirse hasta la malevolencia
de sus enemigos sin dejar de ser reina.
Aquel ahorcado de El Ejido fue un chanta-
je, Bocaccio venía esperando la oportunidad des-
de hace años. El montó todo. Ese ahorcado
compró a la policía. La foto mía en la mano del
muerto la puso él mismo con las suyas escamo-
La Linares 109
sas. Si había conseguido de la policía un muerto
quería decir que estaba en condición de conse-
guir, en reciprocidad con ella, un culpable de
ese muerto. No tuve otro remedio que hablar
con Bocaccio. Le cité a mi casa. Adivinando
que me traería rosas, prendí a mi pecho la más
roja y bonita del mundo, de esas que la gente de-
cía que yo las regaba con la sangre de mis muer-
tos.
Le recibí sentada en esa poltrona qu·e uno
de mis admiradores le ganó a él en una apuesta.
Le pregunté sobre la posibilidad de ver la pelícu-
la que El Mercantil había estado dando hasta la
semana pasada.
-Cambiaré la programación para que us-
ted pueda verla el día que desee, me dijo.
-Sería mucho problema ¿hay algún sitio
donde podamos verla los dos solos?
-Haber sitios, hay. Pero déme el gusto de
engalanar con su presencia la función de especial
del próximo domingo. Tendré mucho placer en
acompañarla.
Como me suponía ese Bocaccio era poco
hombre. No estaba enamorado de mí sino de mi
fama, para muchos una mala fama, pero que en
el fondo tenía cierta aureola capaz de dar luz
a cualquier favorecido.
El lo que quería era demostrar mi acepta-
ción ante la gente.
Le hablé de mi herencia: le dije que sólo
él podía conseguir del Ministerio de Defensa se
repare la injusticia al no haberme reconocido co-
mo heredera de la fortuna de mi padre.
-Si me consigue eso, es posible que salga-
mos otra vez juntos al cine. Y le sonreí.
El propio Presidente de la Repú,blica me
entregó el decreto por el que me devolvían las
propiedades que fueron de mi padre. Fue una
110 Iván Egüez

ccromonia íntima en una_ l.termosa quinta de


llocaccio. Esa noche pedí al edecán se moleste
en acompañarme a mi casa.
Pronto se corrió la voz sobre la herencia.
Lo noté en las esquelas de invitación que volvie-
ron a llegar a casa. Sin la menor intención de ir,
yo las leía y las dejaba debajo de la maceta que
encontraba a mano. A la altura de la octava ma-
ceta sucedió algo inesperado. Un jueves yo es-
taba de compras por el Centro visitando los al-
macenes de los turcos. Había departido como
siempre amigablemente con algunos de ellos.
Siempre fueron joviales -eonmigo y jamás tuvie-
ron problema en exteriorizarme su distinción.
Me tomaban como quien soy: una buena pro-
paganda de sus encajes y sus telas. En la tienda
del turco Jazmín el Viejo me quedé tomando
una taza de ese café sedimentado, costumbre
de su tierra. Le dije que estaría ahí hasta que
den las campanadas del mediodía, que tenía
que hacer una gestión por ahí cerca. Me obse-
quió un cigarrillo de boquilla larga. Fumé, des-
cansé, le dí un beso en la frente a Jazmín el Vie-
jo y salí prometiéndole regresar el próximo
jueves. También le dije que sus cigarrillos eran
demasiado fuertes, que por eso las mujeres de
su país tenían bigotes.
Al cabo de la semana fui a ver a Jazmín el
Viejo con intención de repetir el café turco. En-
tré y lo noté un tanto turbado. Nerviosillo, se
apresuró en presentarme a un cura metropolita-
no, de esos con morado en el sombrero: el
Canónigo Moscoso... La señorita Linares.
-Deseo hablar con usted señora, me di-
jo el cura descubriéndose. Su Eminencia desea
verla. Estoy aquí para acompañarla.
Casi como autómata caminé las cien varas
que me separaban del Palacio Arzobispal. Imagi-
La Linares 111

naba la tunda de consejos que me iba a tartamu-


dear el Cardenal. Me diría que soy el escánda-
lo de la grey o algo parecido.
Su Eminencia se hallaba sentado en un si-
llón negro forrado con terciopelo rojo el espal-
dar que atrás del Cardenal sobresalía. Ese espal-
dar tenía la forma de una cúpula de mezquita
oriental o de un corazón al revés. Eso. Un co-
razón al revés.
-Querida hija, me dijo, con una voz que
temblaba por la ancianidad. Sabemos que eres
tú la que dejó el pasado jueves ese dihero y esas
joyas en el altar del Santísimo. Quer~a agrade-
certe por tu caridad para con tu Iglesia. El con-
fesor de tu Colegio me ha informado que de ni-
ña eras igual de desprendida. Dios verá con bue-
nos ojos lo que haces.
-Su Eminencia, yo no ...
-Calla hija, vete y sigue por el camino que
Dios te está señalando. El Reverendo Moscoso
hablará contigo por si deseas participar en obras
de caridad de nuestro Episcopado. ·
Y con un movimiento casi imperceptible
de su mano me bendijo tres veces. Salí anonada-
da, confundida entre el deseo de soltarme en
carcajadas o de recogerme ante tanta gentileza
y sanidad divinas.
Al cabo de unos días recibí otra esquela en
mi casa. Ya no se trataba de fiestas, ni de asis-
tir a una tarde de quesos y chocolates como ha-
bían sido las anteriores. Me invitaban a una reu-
nión de damas caritativas. Esta vez la esquela es-
taba firmada por el Canónigo y traía el sello car-
denalicio. Se iba a realizar en casa de doña Pau-
lina.
Las encontré maternales, perdonavidas. Es-
taban noveleras, sin la conciencia exacta de lo
que sentían, de lo que eran en ese momento:
112 lván Egüez

las madres de la gran puta. Casi las madres de


la puta madre. Y el Canónigo Moscoso, parado
ahí, arrimado a la puerta con las manos entre
las mangas de su sotana, como contando bille-
tes por dentro, santificando la putería.
Una tranquila madrugada las cuatro campa-
nadas de la Catedral fueron reemplazadas por
discretas piedrecillas que se alzaron como gorrio-
nes a picotear el balcón de La Linares: era el
Canónigo Moscoso metido en un largo poncho y
con sombrero de civil. Desde la acera puso las
manos al cielo y rogó ser admitido. La Linares
devolvió las señas diciéndole que aguarde. Al
rato abrió la puerta del balcón y deslizó por és-
te una cuerda de cáñamo. Que no, le dijo el Ca-
nónigo siempre ~n señas. Que le -abra la puerta,
que le bote las llaves. Pero ella inflexible atrás
del Yidrio negaba con su índice el pedido. El
--siguiendo en miino- decía que la cuerda es dé-
bil, que no resistiría. Pero ella, con fa solemni-
dad de una oficiante, movía afirmativamente la
cabeza dándole a entender que la cuerda era de
probada resistencia. El Canónigo, aunque ama-
gó sin fe, se apercibió de lo alcanzable de la em-
114 Iván Egüez
presa. La Linares le hizo entender que le estor-
baría el poncho en la escalada, entonces el Canó-
nigo se quitó y lo envió en la cuerda como un
anticipo. Y quedó deplorable: no llevaba sota-
na ni pantalones. Llevaba calzoncillos largos,
botines y un raro indumento que el alba morte-
cina impedía saber si se trataba de una camisa
de noche o de una apurada sobrepelliz. Todo
esto, más la rubicundez hierática bajo el sombre-
ro alón de recoger mangos, aseguraba el más gra-
cioso espectáculo. Apoyando los pies en la
pared comenzó a trepar, mas cuando estuvo a
media altura, a La Linares se le vino rascarse
una comezón con la mano que sujetaba la re-
envuelta soga en la baranda del balcón, y ésta,
con el Canónigo Moscoso al otro extremo
comenzó a irse como de un carrete ante el asom-
bro del lucero maitinero. Un golpe tosco, de
estrellado costal de huesos, sonó en la lisa ve-
reda. Gracias a Dios el eclesiástico no se rompió
el espinazo -tan grato a las genuflexiones y re-
verencias que habían auspiciado su canongía-
pero se puede decir que rasgó sus vestiduras.
Al tiempo que Monseñor se enderezaba entre
masajes y disimulos, comenzaron a prenderse
algunas ventanas de vecinos. El Regular comen-
zó a desesperar.
-Abrid la puerta, os lo suplico.
-Es imposible, yo no tengo las llaves.
-Favorecedme, decid qué puedo hacer.
-Intente levitar, a veces surte.
-Señora, no os burléis.
-No veo otra solución Reverencia.
-No me identifiquéis, no me tratéis así.
- ¿Como desea que lo nombre?
-Señora, por Dios, botad mi poncho al
menos.
-No se lo daré hasta que me diga el obje-
La Linares 115
to de su visita a estas horas.
-Sed razonable, deberíais comprender ...
-No tengo la menor idea Monseñor.
--(Virgo Prudentísima, ¿qué hago?) Venía
a participaros un milagro.
-¿Y pensaba que mi balcón era púlpito?
-No, es que se trataba de un milagro ... per-
sonal.
-Ah ya, ¿recordó co~ buena salud Su Re-
• ? ...•.•
verenc1a. JI, JI, JI.
-Sí señora, con la salud del borrico si de-
seáis, pero favoreced al punto mi circunstancia.
-Entonces si no desea subir por la cuerda
súbase por la salud del borrico.
- ¡Ah tirana!
-Ahí va el poncho, Su Fortaleza.
Se apresuró a tomarlo y echándose sobre
su cabeza buscó afanosa y desesperadamente la
abertura que no había. Ahí enredado y con-
fundido forcejeó inútilmente unos minutos.
-Señora, me habéis lanzado una cobija
y no mi poncho, dijo sobresaltado.
-Perdone Monseñor, no fue mi intención
enredarlo.
- ¡Mi poncho señora!
- ¡Mi cobija, Monseñor!
Una mañana la Primera Dama despertó so-
bresaltada y vio al Presi puesto un listado albor-
noz y un gorro de recién nacido, lo vio rechazar
las bandejas del desayuno llenas de carnes, mar-
mitas de leche y plátanos arracimados, le oyó
pedir medio vaso de agua tibia y nada más gra-
cias, lo vio lanzar por los aires el curso com-
pleto Charles Atlas de f ísico-culturismo y en
vez de las flexiones de pecho y las poleas imagi-
narias lo vio apartarse al rincón más obscuro de
la recámara y sentarse en pose yoga para medi-
tar, lo notó cambiado y esquelético, su gran ca-
1a d€ caballo se había reducido, se habían pro-
nunciado los pómulos y la Gran Nariz aparecía
ñata y calavérica, de cerca el Presi con su cara y
sus tibias cruzadas parecía la radiografía del Bu-
da y de lejos --desde la playa de la cama-- pa-
recía la bandera de un corsario, le había salido
un ralo y canoso mostacho y se habían vuelto
118 IvánEgüe2

como de palo sus extremidades, lo vio vestirse


ya no de sport, ya no con los jeans americanos
sino con un terno sobrio, ya no le vio bajar a
franquear él mismo las cartas al Correo pero le
vio pegar estampillas en las paredes, mandar al
Director de Museos las fotografías de tanto fut-
bolista criollo y tanta desnuda de Hollywood
que exornaban los pasillos presidenciales y en
vez de ellos lo vio colgar el óleo del Santo del
Patíbulo. Ella misma se vio rara, larga y arruga-
da y vio -a cambio de su veladora con bizcochos
y guayabas- un piano de cola que, como un e-
norme tiburón sobre cuatro sartas, le enseñaba
los marfilados dientes, vio también un tintero,
un tratado de quiromancia, y una foto, su pro-
pia foto en atuendos de corista de circo, encon-
tró en vez de sus impenetrables huasicamas, fie-
les poetas que arrodillados le pedían "un cuartel
general para sus siestas", vio salir al Presi con un
atado grande de mudas ceremoniales y monedas
de vidrio, lo vio apelmazarse los bolsillos con
mazos de billetes, tocarse la cabeza con un som-
brero de paja toquilla y salir diciendo que ya
volvía, que iba a recorrer el país de cabo a rabo,
en canoa, en mula, en avión, en lo que sea, lo
vio aclamado en todos los rincones de la patria,
después abucheado en esos mismos rincones, le
oyó hablar en todos los balcones del paisito sin
saltarse ninguno, poner la primera piedra en to-
dos los sueños de todos los habitantes de todos
los caseríos, aldeas, pueblos, cabeceras cantona-
les, cabeceras provinciales, bendecir todas las
maquetas de escuelas y hospitales, todos los pro-
yectos ele puentes, y aeropuertos, cambiar el
curso de las aguas para peor, ordenar con dedo
inflexible y providencial que terminen las
sequías y arrepentirse al punto. por haber exage-
rado la orden y ·el gesto porque en todas partes
La Linares 119
las casas navegaban pese a las largas canillas que
tenían parecidas a las de él, lo vio llenar de pe-
tróleo el bolsillo de todos sus amigos, decir que
iba a cruzar de carreteras al paisito usando la
mímica de quie~ está cruzando de chirlazos al
viento o a la multitud que delirante y masoquis-
ta lo vitoreaba aunque a la vuelta de la esquina
comenzaba a pifiarle y maldecirle hasta derro-
carlo y uncirlo nuevamente, lo vio bajar del cie-
lo las estrellas y ponerlas a puñados en las hom-
breras de los milicos, lo vio aupar una comitiva
de mariquitas y redesvelizar el bronce de "La
lucha eterna" situado en El Ejido, bautizán-
dole a cambio como el monumento a "Fulano
y Zutano buscándose el ano", en fin lo vio ha-
cer ministro a cualquier desocupado que halla-
ba tomando sol en las bancas de la Plaza Grande.
Esta pesadilla tuvo la Primera Dama cinco
veces, pero jamás le contó al Presi, porque en
realidad al Presi no le importaba nada del pai-
sito, peor los sueños de su agorera esposa.
Ya nunca nadie volverá a ver a La Linares, ./
me voy segura de lo que hago, cansada de este
mundo de trapos, de esta ñoña infinita. Esta
ciudad fue pueblo chico y por lo tanto infierno
grande, tenía un gran estadio para la chismogra-
fía y las murmuraciones pero, también, aguas
termales para curarse las venganzas y las envi-
dias, tenía en las cuatro esquinas corrillos de
beatas para bisbisear y jorgas de chullas para
los piropos, para mirarme con sus ojos maldor-
midos porque se habían pasado ·contando ca-
chos v cuentos de aparecidos hasta las seis de
la maifana, pero ahora en cada esquina hay le-
treros luminosos que anuncian la lotería depor-
tiva con mi nombre a ver si hay alguien, algún
anónimo que acierte el acumulado poniendo en
números de molde cuántos amantes ha tenido
La Linares, cuántas manchitas negras tiene su
abrigo de tigre que se exhibe en el Palacio Co-
122 lván Egüez

mercial, cuántos calzonarios usé en la década del


cuarenta, cuántas noches de amor,-cuántas de
orgía, como si hoguera y orgía no fueran la mis-
ma cosa. Antes no pasaban de mirarme atrás
de los visillos, pero ahora quieren verme en la
televisión haciendo un programa para damas me-
nopáusicas y caballeros capones diciéndome có-
mo al final de la vida, de la buena o puta vida,
se puede encontrar a Dios, o que me arrepienta
en público con lágrimas de mentol que me pon-
drán los ayudantes de escena un minuto antes de
que me enfoquen las cámaras y que al final a-
gradezca al señor gerente del Canal y a la Mutua-
lista por haber hecho posible este programa de a-
rrepentimiento. Antes hasta mis enemigos eran
piadosos y no pasaban de decirme ahí va esa pu-
ta, esa vaga, esa meretriz, esa ramera, esa suri-
panta de la gran flauta, pero ahora me condenan
a la firma de contratos, a soportar a los abogados
y sus cláusulas, a los abogados y sus chalecos de
donde sacan entre el sudor de las axilas escriba-
nas el papelito doblado veinte veces para no ol-
vidarse lo que deben hacerme firmar. Firme por
un año los derechos exclusivos para nuestra em-
presa, firme para siempre la concesión de su per-
fil para nuestra sociedad anónima, firme la au-
torización para que el barrio caliente lleve su
nombre, autorice por favor la canonización si
creemos necesaria, comprométase a asistir al
banquete que darán el próximo año las damiselas
de la Caridad. Los periódicos reproducen frases
que no he dicho, relatan acontecimientos que no
he protagonizado, insisten en la fantasía de que·
yo mantengo los conventos, que he donado mi
herencia al Cardenal y que doy la subsistencia a
cien familias pobres, me asedian con llamadas
por teléfono, las callejeras y las novicias que es-
tudian para monjas andan a la caza pidiéndome
La Linares 123
autógrafos, han grabado discos con mi arrepen-
timiento imaginado por ellos, se han hecho can-
ciones protesta con mi nombre, unos veneran
mi putería y otros mi conversión, me llueven
matrimonios epistolares desde el extranjero,
me han pedido autorización para poner mi nom-
bre en un artículo de Selecciones que llevaría
por título "mi personaje inolvidable; de cómo
una prostituta de la Amazonía encontró a Dios
y a la civilización cristiana página treinta y tres",
me han pedido que sea militante del nuevo par-
tido, que sea socia del Tenis, que me haga rota-
ria, que me haga leona. Me hacen entrevistas en
las que ellos se preguntan y ellos se contestan,
no me dejan una ventana para asomarme, ni
un valle para gritar, ni un pañuelo para llorar, ni
una almohada para dormir. Me obligan hacer
gimnasia, me llevan a los baños turcos, me levan-
tan los senos, me esconden los ijares, me diseñan
la ropa, me peinan, me pintan, me llevan a
paseo, me traen de paseo, conozco a las gentes
a través de ceremonias, de presentaciones y re-
presentaciones envueltas siempre en el sudario
de la petulancia o tras la máscara de la solemni-
dad, pero a nadie ·se le ocurrió prohibirme que
me suicide y que les arruine sus negocios y sus
religiones. No me arrepiento de nada, la vida es
vida y la muerte es muerte, a nadie se le ocu-
rrió prohibirme que me haga loca, como loca se
les hizo mi madre porque la vida es un camino
que hay que andarlo no importa que sea por los
aires.
Esa alcoba que habrá de hacerse tierra un
día cuando tú te hayas ido me envolverán las
sombras la historia de su dueña y sus amores
cuando tú te hayas ido tiene para seguir entris-
tecida con mi dolor a solas sola abandonada y
con clausura y evocaré este idilio esperando
que vuelva la que un día en sus azules horas la
cerró con candado de museo cuando tu te hayas
ido y se marcho llorándola y queriéndola me en-
volverán las sombras porque al salir de ahí de-
.iaba el camino por los aires de su vida de la pe-
queha alcoba se fue sin tocar nada dejando los
recuerdos que ahí tenía me acariciaste toda de-
jando como tumba la cama de caoba cuando
tú te hayas ido que tanto le abrigó y que desde
niña me envolverán las sombras supo brindarle
su anchura y sus tablones te buscará mi boca se
dio a la vida como se dan las flores y aspiraré
en el aire cuando se dan al sol al agua al aire co-
126 'Iván Egüez

mo un olor a rosas y al tiempo se marchitan


cuando tu te hayas ido me envolverán las som-
bras.
Junto a la cama hoy ya bajo las ruinas de
mis pasiones hay una repisa con fotos de ella y
en el fondo de esta alma que ya no alegras había
una sepia con su rostro de niña entre polvo de
ensueño y de ilusiones con interminables bucles
y un lazo en la cabeza brotan entumecidas en
otro retrato mis flores negras ella estaba asoma-
da a una nube ellas son el recuerdo de aquellas
horas y en el retrato decía Recuerdo en que pre-
sa en mis brazos la otra es foto del colegio te a-
dormecías con gola marinera y bata a los talones
míralas nada temas todos han querido llevarse
esa postal son un despojo con el manto de la
Virgen en el carro alegórico del jardín de mis
hondas otra a caballo con botas de montar me-
lancolías y en traje de baño con vuelos en los
hombros y faldilla a la cintura mis flores negras.
Tenía las paredes ya no debo pensar que
te amé cubiertas con páginas de diario y hojas
de revistas es preferible olvidar que sufrí tenía
el cielo tacho y una gran chimenea no concibo
que todo acabó de amplio jambaje siempre con
fuego que este sueño de amor terminó de afue-
ra parecía una simple buhardilla que la vida nos
separó porque estaba trepada casi como una es-
trella sin querer colgada más arriba del resto de
la casa caminemos talvez nos veremos después
había que allegarla por una escala rota hecha
posiblemente con huesos dé paloma ésta es la ru-
ta que estaba marcada sólo a los pies de ella si-
go insistiendo en tu amor la consentían que se
perdió en la nada ésta es su aleo ba bella su nido
y boharda ésta es la ruta que estaba marcada.
Dije usted pasará a inmortal y dije nunca
imaginé que al cabo de tantos años de haber oído
hablar de usted yo llegue a conocerla en la forma
que la he conocido. A primera vista no reconocí
su rostro, tenía el rictus amargo de quien ha co-
menzado a saborear una muerte forzada, la cata-
dura de quien quiere pasar inadvertido sin la
vergüenza de ser identificado en esas condicio-
nes y en esas trazas, sin la acostumbrada altivez
de toda la vida, sin la posibilidad de retocarse
de rato en rato en el espejo, de cerciorar el aliño,
de alisar lo ajado, de remediar lo deslucido, de
ser en definitiva una muerta para ataúd con tapa
de vidrio, para el lamparazo del fotográf o, ex-
puesta más que nunca a la soledad de ser vista
por el público de toda la ciudad, para los ojos
con memoria, para la boca que repite, exagera,
magnifica y eterniza.
Se notaba que había hecho lo posible por
128 Iván Egüez
a
llegar las puertas de la multitud lo más acica-
lada y digna, con el perfume que desde hace
treinta años le obsequiaban desde París, con sus
galas más características: el chemisse y el ro-
mantó de guipiur y el boíno de paño con red y
lentejuelas como un esparavel hasta la mitad de
la cara. Limpié su rostro, borré la espuma ca-
si seca que enrarecía su boca, erguí su cuello
lateralizado y supe que usted pertenecía a o-
tra ciudad, a la perdida y lejana ciudad que es-
tá borrosa y escondida, I~ ciudad vistá de atrás
del cristal llovido, del ojo lacrimoso, casi cieºgo.
Echada sobre la alta camilla parecía un a-
bandonado castillo donde todo hablaba de una
perdida época, donde todo estaba cubierto por
la pátina umbrosa, por ese tono asentado que en-
sepia y amarilla los retratos y las cosas. Lenta y
débilmente usted aún respiraba. Un suspiro hu-
biere bastado para que todo se venga abajo co-
mo un castillo ya no secular y portentoso sino,
como uno de naipes que encuentra el vacío, que
pierde el eje, se desequilibra, se derrumba irre-
mediable e irresistible a sí mismo. En ese esta-
do de supinación me pareció el gran barco que
sobrevivió a la gran batalla pero que a la final
cuarteado de muerte también estaba a punto de
naufragar. Pedí a la monja que me ayude a des-
vestirla y a ponerle la ropa hospitalaria, y mien-
tras la monja le . quitaba el sombrero yo veía
que la reina abdicaba su corona, le quitaba la
esmeralda del meñique y yo veía al Canónigo
Moscoso queriendo arrebatarle la supuesta he-
rencia. La deshojamos de a poco con la delica-
deza y ternura que hubiera querido hacerlo Abud
Dassor Cazim. Quitamos sus zapatos de tacones
altos como hubieran querido hacerlo todos a-
quellos que al verle le decían "algún día veré esos
zapatos debajo de mi cama", como hubiera que-
La Linares 129
rido hacerlo ese maniático que llegó a ser presi-
dente veinticinco veces y que eunuco y deplora-
ble se contentaba con oler los zapatos de las da-
mas y las coristas. De pronto un destello blanco,
blanquísimo nos encegueció de tanta luz. Fue
como un flash enorme y caímos sin conocimien-
to. Cuando desperté supe que usted había sa-
lido con bien de su tercer intento de envenenar-
se y que, misteriosamente, la monja quedó cie-
ga y con la lengua empanizada para siempre.
Libros de esta editorial:
Reforma Agraria y Movimiento Campesino Indígena de
la Sierra, por Fernando Velasco.
La guerra de los cuatro reales, volumen testimonial de
la lucha del pueblo de Quito en abril de 1978.
La descomposición del campesinado en la Sierra ecuato-
riana, por Luciano Martínez.
La dependencia, el imperialismo y las empresas transna·
cionales,por Femando Velasco.
Los oligarcas del cacao, por Andrés Guerrero.
Ecuador: subdesarrollo y dependencia, por Fernando
Ve lasco.
"¡Viva la Patria!'', discurt;os del presidente Jaime Roldós
y comentarios analíticos de periodistas y políticos.

En preparación:
Imágenes de un pretérito presente, por Jorge Enrique
Adoum y César Alvarez.
Los guandos, por Joaquín Gallegos Lara y Nela Mart{-
nez.
La lucha por el poder en el Ecuador, por Gonzalo Abad.
LA LINAR ES se terminó de imprim ir el día miércol es
15 de julio de 1981 en los talleres de Artes Gráfica s
• "Señal" , Vargas 1208, Quito, Ecuado r. La cubiert a se
imprim ió sobre cartulin a kromek ote de 230 gr., con una
selecció n de color del señor Patricio Sánchez ; las páginas
interior es se imprim ieron sobre papel periódi co pluma de
65 gr. La impresi ón la supervi só el señor Antoni o Qui-
yú, con la colabor ación de los señores Miguel Quiyú y
Germán Alvarez . Tres mil ejempla res. Hecho e impreso
en el Ecuado r.

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