La Expiación Infinita
La Expiación Infinita
La Expiación Infinita
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AGRADECIMIENTOS
Deseo expresar mi gratitud más profunda a las siguientes personas por sus comentarios sinceros
e inmensamente útiles y por darme su apoyo:
A mi esposa Kathy y a nuestros hijos y a sus cónyuges— Kenneth y Angela Dalebout, Richard y
Heather Callister, Nathan y Bethany Callister, Robert y Rebecca Thompson, Jeremy Callister y
Jared Callister—, por su paciencia y por su buena voluntad a la hora de decirme, no solo lo que
quería oír, sino lo que necesitaba saber. Han sido una red de apoyo valiosísima que, además de
animarme, ha hecho oportunas aportaciones a lo largo del proceso.
A mi secretaria, Julie McLaren, quien durante dieciocho años ha mecanografiado múltiples
manuscritos, ha investigado, debatido numerosas cuestiones conmigo y hecho comentarios
constructivos reiteradamente en materia de estilo y contenido, amén de haberme animado de
principio a fin.
A mi hermano, Douglas L. Callister, cuyos conocimientos doctrinales son amplios y me ayudó a
refinar y a temperar mi manera de pensar y mis juicios sobre multitud de asuntos doctrinales
críticos y difíciles.
A Howard y a Joyce Swainston, quienes me sugirieron con valor que releyera el manuscrito en
voz alta delante de otras personas y participaron con paciencia y cuidado en el proceso mismo.
Hicieron aportaciones importantes con frecuencia, aprovechando para ello sus profundos
conocimientos culturales y espirituales.
A todos los que enumero a continuación por leer el manuscrito y aportar tanto con sus
penetrantes y perspicaces comentarios: Joseph Bentley, Stephen R. Callister, Stephen M. D’Arc,
Cathie Humphries, Ty Jamison, Paul A. Manwaring, Thomas M. Pearson y John S. Welch.
A Randall Pixton, de Deseret Book Company, por los sobrios diseños de la portada y el interior
del libro; a Tonya Rae Facemyer y a Laurie C. Cook y a Rachael Ward por su tipografía profesional;
a Jay Parry por su meticulosa revisión, unas extraordinarias dotes editoriales y su sensibilidad en
la enseñanza de la Expiación en toda su pureza.
TAD R. CALLISTER
Sencillamente, algunas cosas son más importantes que otras. Incluso algunas doctrinas, que por
otra parte pueden dar lugar a conversaciones interesantes y entretenidas, deben quedar en
segundo plano y dejar sitio a doctrinas más fundamentales y fundacionales. Y así sucede con la
Expiación de Jesucristo. La Expiación es el acto principal de la historia de la humanidad, el punto
de inflexión de las eras, la doctrina por excelencia. Todo lo que hacemos y todo lo que enseñamos
debería estar anclado de alguna forma en la Expiación. El presidente Boyd K. Packer testificó: «La
verdad, la gloriosa verdad proclama que existe un Mediador. Mediante Él se puede extender la
misericordia a cada uno de nosotros, sin temor a ofender la eterna ley de la justicia», y continúa
afirmando: «Esta verdad es la raíz misma de la doctrina cristiana. Mucho podéis saber del
evangelio al ramificarse desde allí, pero si solamente conocéis las ramas y esas ramas no tocan la
raíz, si han sido cortadas del árbol de esa verdad, no habrá vida, ni substancia, ni redención en
ellas». (Conference Report, abril de 1977, 80).
A ello se debe sin duda que el profeta José Smith se refiriera a la resurrección y a la Expiación
como principios fundamentales de nuestra religión, con «todas las otras cosas que pertenecen a
nuestra religión son únicamente dependencias de esto» (Enseñanzas del Profeta José Smith, 67).
Una dependencia es un elemento extra, una sección subordinada, dependiente de otra entidad.
Doctrinas tan notables como la existencia premortal y postmortal del hombre, la salvación de los
muertos y el conocimiento de los múltiples grados de Gloria en el más allá… Tales doctrinas
aportan vitalidad y sustancia a nuestro conocimiento del plan del Padre y proporcionan respuestas
a preguntas que se llevan planteando durante siglos en el mundo religioso. Sin embargo, estas
doctrinas tienen sentido para nosotros únicamente por la mediación y la Expiación de Jesucristo.
Por esta razón, dado que la Expiación se encuentra en el centro mismo de lo que hacemos, es
vital que la estudiemos, la entendamos y la apliquemos. El élder Bruce R. McConkie aconsejó con
seriedad: «Ahora, la expiación de Cristo es la doctrina más básica y fundamental del evangelio; y
de todas las verdades reveladas, es la que menos comprendemos. La mayoría de nosotros tenemos
un conocimiento superficial y dependemos de la bondad del Señor para ayudarnos a superar las
tribulaciones y los peligros de la vida. Pero si hemos de tener la fe de Enoc y de Elías, debemos
creer lo que ellos creyeron, saber lo que sabían y vivir como vivieron. Quisiera invitarles a que se
unan conmigo para obtener un conocimiento firme y verídico de la Expiación. Debemos dejar a un
lado las filosofías de los hombres y el conocimiento de los sabios y dar oído a ese Espíritu que se
nos da para guiarnos a toda verdad. Debemos escudriñar las Escrituras y aceptarlas como la
voluntad y voz del Señor y el poder mismo de Él para obtener la salvación» (Conference Report,
abril de 1985, 11).
Afortunadamente, no existe un único capítulo en las Sagradas Escrituras al que debamos acudir
con vistas a aprender todo lo que hay que saber sobre la Expiación. En su sabiduría, el Señor ha
hablado a menudo y regularmente con sus portavoces del convenio acerca de esta verdad central,
de modo que los dichos sobre la redención en Cristo recorren todas las Escrituras. Mientras Lehi y
Jacob tratan la Expiación de manera sublime, también hemos de leer a Juan y a Pablo, a Pedro y a
Benjamín, a Alma y a Amulek, sin omitir a Isaías, a fin de aprender todos los detalles. La Expiación
es el trasfondo de toda escritura.
Dada la necesidad imperiosa de fijar nuestros corazones y nuestras mentes en este mensaje
medular, me complació enormemente descubrir un libro como el presente, tan obviamente
centrado en la Expiación y cuyas páginas hablan con tal elocuencia de ella. En la organización y la
redacción de este volumen, debe felicitarse a Tad Callister por la labor realizada, que, en su caso,
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debe haber sido una labor desinteresada y fruto del amor. En mi opinión, el presente libro es uno
de los tratados más completos de la Expiación que conozco. El libro fluye sistemática y
ordenadamente, la prosa es escueta y penetrante; la doctrina, rigurosa y bien fundamentada. El
autor ha sido fiel al propósito de los videntes de la Antigüedad y especialmente leal al mensaje
subyacente del Libro de Mormón y de los profetas de la Restauración, sin los cuales nuestros
conocimientos de la Expiación se hallarían extremadamente limitados.
No es tarea sencilla encontrar un equilibrio sutil entre una obra exhaustiva en lo intelectual y
fortificante en lo espiritual, presentar un escrito que proporcione una razón más profunda de la
esperanza que hay en nosotros (1 Pedro 3:15). De cuando en cuando aparece un libro que consigue
precisamente eso: ensanchar la mente, al tiempo que se solaza y sosiega el corazón. Eso ha
conseguido en mí el trabajo de Callister. Mi lectura preliminar del libro me llevó a reflexionar
profundamente en cuanto a un asunto doctrinal particular, y en cuestión de minutos me
encontraba conectando entre sí pasajes selectos de cuya trabazón no me había percatado
anteriormente.
Tras instruir a los nefitas (y a nosotros, los lectores del Libro de Mormón) acerca de la necesidad
de reconciliación con Dios por la intermediación del Cristo, Jacob preguntó: «Y ahora bien,
amados míos, no os maravilléis de que os diga estas cosas; pues, ¿por qué no hablar de la expiación
de Cristo, y lograr un perfecto conocimiento de él, así como el conocimiento de la resurrección y
del mundo venidero?» (Jacob 4:12). En efecto, ¿por qué no? De seguro alcanzar un conocimiento
perfecto de Cristo y la Expiación es un objetivo elevado, probablemente imposible de lograr
plenamente en esta vida. Se nos llama en la vida mortal, empero, a seguir el rumbo que nos lleva en
pos de ese ideal, y ello implica escudriñar las Escrituras, leer y meditar las enseñanzas de los
profetas y recibir orientación y nuevas percepciones divinas de parte de ese Dios que se deleita en
honrar a los que le sirven en rectitud y en verdad (DyC 76:5).
Las Escrituras. Los profetas. La revelación individual. Esos son los instrumentos principales en
virtud de los cuales edificamos nuestra casa de fe. Y contamos con la asistencia, en las tareas de
construcción, de la búsqueda de palabras de sabiduría en los mejores libros. En ellos «busca[mos]
conocimiento, tanto por el estudio como por la fe» (DyC 88:118). Confío en que el lector concluya,
como ha sido mi caso, que el presente libro es merecedor de un estudio reiterado; primeramente,
por lo bien escrito que está. En segundo lugar, por una razón mucho más importante: porque trata
un tema, el tema, de relevancia eterna para todos y cada uno de los hijos e hijas de Dios.
ROBERT L. MILLET
Decano de Educación Religiosa y
Profesor de Escritura Antigua,
Brigham Young University
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Table of Contents
AGRADECIMIENTOS................................................................................................................................................... 2
PRÓLOGO ....................................................................................................................................................................... 3
Capítulo 1 ....................................................................................................................................................................... 7
¿CUÁL ES LA IMPORTANCIA DE LA EXPIACIÓN? ........................................................................................ 7
Capítulo 2 .................................................................................................................................................................... 12
¿POR QUÉ ESTUDIAR LA EXPIACIÓN? ........................................................................................................... 12
Capítulo 3 .................................................................................................................................................................... 16
¿PODEMOS COMPRENDER PLENAMENTE LA EXPIACIÓN? ................................................................... 16
Capítulo 4 .................................................................................................................................................................... 19
¿QUÉ FINALIDAD TIENE LA EXPIACIÓN? ..................................................................................................... 19
Capítulo 5 .................................................................................................................................................................... 24
LA CAÍDA DE ADÁN .............................................................................................................................................. 24
Capítulo 6 .................................................................................................................................................................... 31
LA RELACIÓN ENTRE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN.................................................................................... 31
Capítulo 7 .................................................................................................................................................................... 37
LAS CONSECUENCIAS SI NO HUBIERA HABIDO EXPIACIÓN ................................................................. 37
Capítulo 8 .................................................................................................................................................................... 40
LA NATURALEZA DE LA EXPIACIÓN .............................................................................................................. 40
Capítulo 9 .................................................................................................................................................................... 42
INFINITA EN LA DIVINIDAD DEL ELEGIDO .................................................................................................. 42
Capítulo 10 .................................................................................................................................................................. 45
INFINITA EN PODER ............................................................................................................................................. 45
Capítulo 11 ................................................................................................................................................................... 48
INFINITA EN TIEMPO ........................................................................................................................................... 48
Capítulo 12 .................................................................................................................................................................. 54
INFINITA EN COBERTURA .................................................................................................................................. 54
Capítulo 13 .................................................................................................................................................................. 61
INFINITA EN PROFUNDIDAD.............................................................................................................................. 61
Capítulo 14 .................................................................................................................................................................. 73
INFINITA EN SUFRIMIENTO ............................................................................................................................... 73
Capítulo 15 .................................................................................................................................................................. 95
INFINITA EN AMOR............................................................................................................................................... 95
Capítulo 16 ................................................................................................................................................................ 100
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Capítulo 1
¿CUÁL ES LA
IMPORTANCIA DE LA EXPIACIÓN?
contra una maldad diabólica de las más crueles proporciones. Este era el lugar y el momento de la
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Expiación de Jesucristo.
Si se realizara una encuesta sobre los acontecimientos más importantes de la historia, algunas de
las posibles respuestas más comunes quizás serían el descubrimiento del fuego, el descubrimiento
de América, la división del átomo, la llegada a la luna, o la invención de la computadora. Todos
ellos son eventos maravillosos, pero en ausencia del telón de fondo de la Expiación, no dejan de
tener una importancia pasajera, como una estrella fugaz que ilumina el firmamento unos instantes
para luego desvanecerse en la noche. La Expiación aporta sentido y fuerza a todos los
acontecimientos históricos. El presidente Gordon B. Hinckley habló de la relación de la Expiación
con otros episodios de la historia mundial: «Al fin y a la postre, cuando se examina la totalidad de
la historia, cuando se ha explorado lo más profundo de la mente humana, no hay nada más
maravilloso, majestuoso, más formidable que este acto de gracia». 1 Este no era simplemente otro
gran acontecimiento en los anales de la historia. Fue, tal y como observó Hugh Nibley: «¡la
singular realidad suprema de nuestra vida en esta tierra!». 2
El profeta Alma compartía esta creencia. Había renunciado al cargo de juez superior a fin de
dedicar su tiempo plenamente al ministerio. Con visión profética, Alma contempló el curso del
tiempo y vio «muchas cosas que [habían] de venir» (Alma 7:7), y concluyó, «hay una que es más
importante que todas las otras, pues he aquí, no está muy lejos el día en que el Redentor viva y
venga entre su pueblo» (Alma 7:7). El élder Bruce R. McConkie añadió su testimonio al de Alma:
«El acontecimiento más transcendental de toda su existencia eternal, el suceso más glorioso desde
los albores de la creación a la continuación sin final de la eternidad, la obra que corona su bondad
infinita: todo ello tuvo lugar en un jardín llamado Getsemaní». 3
Todos los demás acontecimientos, doctrinas y principios están subordinados a ese acto divino o
son meros apéndices de él. Eso es lo que enseñó el profeta José: «Los principios fundamentales de
nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y profetas concernientes a Jesucristo: que
murió, fue sepultado, se levantó al tercer día y ascendió a los cielos; y todas las otras cosas que
pertenecen a nuestra religión son únicamente dependencias de esto». 4
Lehi estaba al tanto del lugar preeminente de la Expiación entre los principios del Evangelio.
Percibiendo que el fin se acercaba, pronunció su último sermón a sus hijos y delineó con sencillez
magistral la esencia de la Caída y la Expiación. Entonces concluyó: «os he hablado estas pocas
palabras a todos vosotros, hijos míos, en los últimos días de mi probación; y he escogido la buena
parte» (2 Nefi 2:30).
La «buena parte» del Evangelio y, ciertamente, de la historia en su totalidad es el Salvador y su
sacrificio expiatorio. La Expiación de Jesucristo supera, rebasa y trasciende cualquier otro
acontecimiento humano, cualquier descubrimiento nuevo y toda adquisición de conocimiento,
puesto que, sin la Expiación, nada en la vida tiene sentido.
El élder McConkie elogia adecuadamente esta acción de nobleza incomparable: «Nada, en todo el
plan de salvación, se compara de alguna manera en importancia, con el más trascendental de los
sucesos: el sacrificio expiatorio de nuestro Señor. Es la única cosa más importante que haya
sucedido en toda la historia de las cosas creadas; es la piedra fundamental sobre la que descansa el
evangelio y todas las otras cosas».5 Siendo así, cabría pensar que el mundo entero se volvería
ansiosamente al Señor. Por desgracia, eso no ha sucedido. El Salvador dijo: «(...) vine a los míos, y
los míos no me recibieron» (DyC 6:21). Nefi predijo esta situación deplorable: «Y el mundo, a
causa de su iniquidad, lo juzgará como cosa de ningún valor» (1 Nefi 19:9). Qué observación tan
trágica. Ya resulta grave rechazar al Salvador; pero ignorarlo, desairarlo, considerarlo como «cosa
de ningún valor», desagrada al Señor sobremanera. Su actitud al respecto no deja lugar a dudas:
«Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente (...) Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente,
te vomitaré de mi boca» (Apocalipsis 3:15–16).
En un sorprendente contraste con los santos de temperatura ambiente que tanto aborrece el
Señor, Nefi mencionó la pasión de su pueblo respecto al Cristo «Y hablamos de Cristo, nos
regocijamos en Cristo, predicamos de Cristo, profetizamos de Cristo (…) para que nuestros hijos
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sepan a qué fuente han de acudir para la remisión de sus pecados» (2 Nefi 25:26). Tal regocijo
manaba de su confianza absoluta en la Expiación de Cristo por venir. Sabían que era el único
acontecimiento en la historia capaz de salvarlos, y que, en consecuencia, por ese motivo —la
redención del hombre— el Salvador haría su entrada en el mundo mortal.
La experiencia terrenal del Salvador puede dividirse oportunamente en tres categorías, a saber:
su mensaje, su ministerio y su misión. Solamente los sucesos asociados a su misión, empero,
hacían imprescindible su presencia y, por tanto, su misión, el sacrificio expiatorio, se tornó en la
razón de peso para su condescendencia.
SU MENSAJE
El mensaje del Salvador, dicho de otra manera, el evangelio de Jesucristo, se había predicado
antes del meridiano de los tiempos y se volvería a predicar nuevamente todavía. De los labios de
Adán se habían escuchado las verdades prístinas del Evangelio milenios antes del ministerio del
Salvador. El Señor dejó claro que: «así se empezó a predicar el evangelio desde el principio»
(Moisés 5:58). Enoc, Noé y Abraham igualmente predicaron el Evangelio en sus dispensaciones.
En los tiempos posteriores al meridiano de los tiempos, el Profeta José restauraría el Evangelio en
su plenitud, puesto que, según la promesa recibida del Señor, «esta generación recibirá mi palabra
por medio de ti» (DyC 5:10).
Ciertamente, fue una inmensa bendición que el Señor predicara el mensaje del Evangelio en
persona, pero esa no fue la razón primordial de su venida. Otros han actuado como sus portavoces,
tanto antes como después de su advenimiento en la tierra. Con respecto a estos portavoces, el
Señor declaró: «sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo» (DyC 1:38). El
mensaje del Salvador era esencial para nuestra salvación. Sin embargo, que él lo explicara
personalmente no era vital. El presidente J. Reuben Clark Jr. advirtió al respecto:
«Hermanos, está muy bien hablar del Salvador y de la belleza de sus doctrinas, y de la belleza de
la verdad. Pero recuerden, y esto es lo que deseo que lleven (…) siempre con ustedes, debe
considerarse al Salvador como el Mesías, el Redentor del mundo. Sus enseñanzas estaban
subordinadas y supeditadas a ese hecho».6
SU MINISTERIO
El ministerio del Salvador incluyó milagros, pero Enoc, Moisés, Elías, entre otros, habían obrado
maravillas similares antes del nacimiento del Mesías. Pedro, Pablo y otros también llevarían a cabo
milagros después de la ascensión.
Entre los milagros realizados por el Salvador estaba su dominio de los elementos de la
naturaleza. ¿A quién no le causa sorpresa la lectura del enfrentamiento del Salvador con la
tempestad en el mar de Galilea? La furia de los vientos se había desatado salvajemente. Las olas
batían contra la pequeña barca de pesca con una violencia desenfrenada. Toda esperanza parecía
perdida. «Maestro, maestro», dijeron ellos, «¿no tienes cuidado que perecemos?». Entonces Jesús
se levantó y con voz de trueno que penetró los agitados elementos, gritó: «¡Calla, enmudece!». En
respuesta, aquellas fuerzas de la naturaleza inexorable para las que cualquier límite era ignoto, se
calmaron en humilde sumisión. Tan abrumadora fue tal demostración de poder, que incluso sus
discípulos exclamaron: «¿Quién es este, que aun el viento y el mar le obedecen?» (Marcos 4:38–
39, 41).
Sin embargo, el dominio que el Salvador tenía de la naturaleza y los elementos no era una
facultad exclusiva de su persona. Actuando con poder divino, Josué mandó al sol que se parara y se
hizo su voluntad. De acuerdo con el mandato inspirado de Moisés, el mar Rojo se dividió. Las
palabras de Enoc hacían que las montañas se movieran, los ríos cambiaran su curso y la tierra
temblara. ¿Cesó acaso el poder de someter los elementos después del meridiano de los tiempos?
Mormón formuló una pregunta similar: «¿han cesado los milagros porque Cristo ha subido a los
cielos». Y la respuesta rotunda: «He aquí, os digo que no» (Moroni 7:27,29). El Salvador prometió
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al creyente de generaciones futuras que «las obras que yo hago él también las hará; y aún mayores
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último sentido, sin embargo, hemos de recordar que estos principios y ordenanzas gozan de vida y
eficacia únicamente por motivo del sacrifico expiatorio del Salvador. Precisamente esto enseñó
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Enoc cuando declaró: «Este es el plan de salvación para todos los hombres, mediante la sangre de
mi Unigénito» (Moisés 6:62). La Expiación es el sustento que da vida a todo precepto evangélico.
Es, como declaró el presidente Gordon B. Hinckley: «la piedra angular en el arco del gran
plan».11 Sin ella, todo lo demás se desploma.
Ninguna doctrina supera a la Expiación, ni se aproxima siquiera a ella, en importancia. Es el
mayor milagro que jamás se haya producido. C. S. Lewis observa que, si uno eliminara los milagros
que se le atribuyen al budismo, dicha religión no sufriría «pérdida» alguna. Si todos los milagros se
borraran del islam, añadió Lewis, «nada especial se vería alterado». Y entonces hace esta
observación sorprendente: «Pero no hay manera de hacer eso con el cristianismo, porque el relato
cristiano es precisamente la historia de un gran milagro, la afirmación cristiana» de que Cristo
«adoptó la naturaleza humana, descendió en Su propio universo y se levantó nuevamente,
levantando a la Naturaleza consigo. Es eso precisamente: un gran milagro. Si le quitamos esto, no
queda nada singularmente cristiano».12
La Expiación es, como afirmó el élder McConkie, «el centro y el núcleo y el corazón de la religión
revelada».13 Efectivamente, se trata de la piedra angular del cristianismo y el cimiento de una vida
espiritual. Es un faro luminoso en un mundo ignorante. Es la fuente de la que emana toda
esperanza. Cualquier teología, filosofía o doctrina cuyas enseñanzas contradigan la Expiación está
edificada sobre la arena. Brigham Young enseñó: «En el momento que se elimina la expiación, en
este momento, de un plumazo, las esperanzas de salvación que alberga el mundo cristiano se
destruyen, el cimiento de su fe desaparece y entonces no les queda nada en lo que apoyarse». 14 La
Expiación es nuestra esperanza singular para una vida con sentido.
NOTAS
1. Hinckley, Teachings of Gordon B. Hinckley, 28. (Nota: Las referencias completas se encuentran
en la Bibliografía).
2. Nibley, Of All Things, 6.
3. McConkie, Promised Messiah, 2.
4. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 67.
5. McConkie, Doctrina mormona, 289; énfasis añadido.
6. Clark, Selected Papers, 187.
7. Pratt, Autobiography of Parley P. Pratt, 254.
8. El presidente Joseph F. Smith mencionó otra razón para la venida del Cristo a la tierra: «Cristo
vino no sólo para expiar los pecados del mundo, sino para dar un ejemplo a todos los hombres y
establecer la norma de la perfección y de la ley de Dios, y de obediencia al Padre»
(Smith, Doctrina del Evangelio, 68). Esta afirmación está en consonancia con la observación de
Pedro: «Porque para esto fuisteis llamados, pues también Cristo padeció por nosotros,
dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pasos» (1 Pedro 2:21).
9. El diccionario de la Biblia producido por la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos
Días e incluido en la edición inglesa de la Biblia SUD se cita a partir de ahora en el presente
trabajo como «LDS Bible Dictionary».
10. «LDS Bible Dictionary», 682.
11. Hinckley, Teachings of Gordon B. Hinckley, 30.
12. Lewis, Grand Miracle, 55.
13. McConkie, New Witness, 81.
14. Journal of Discourses, 14:41.
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Page
Capítulo 2
una de las doctrinas menos comprendidas en el mundo cristiano. Abundan los malentendidos, la
confusión y las herejías doctrinales asociadas a esta doctrina fundacional y a su precursora, la
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Caída. A continuación, se enumeran ejemplos de tales conceptos erróneos, que muchos enseñan en
la Cristiandad hoy en día:5
1. Adán y Eva habrían tenido hijos en el Jardín de Edén si se les hubiera permitido permanecer
en él.
2. Adán y Eva no se encontraban en un estado de inocencia en el Jardín, sino que estaban
experimentando un gozo sin igual.
3. La Caída no era parte del plan maestro de Dios, sino un paso atrás bastante trágico. Fue un
escollo, no un trampolín en el viaje eterno del hombre.
4. Si Adán no hubiera caído, todos sus descendientes habrían nacido en un estado de felicidad,
para vivir «felices para siempre» en condiciones paradisiacas.
5. Debido a la Caída, todos los niños nacen manchados por el pecado original.
6. La gracia por sí sola puede salvarnos (es decir, otorgar la exaltación), sin tener en cuenta las
obras que hayamos realizado.
7. La resurrección física del Salvador fue meramente simbólica; resucitaremos como espíritus sin
las «limitaciones» de un cuerpo físico.
8. La Expiación no tiene el poder de transformarnos en dioses; de hecho, ese pensamiento mismo
es una blasfemia.
Todas las afirmaciones doctrinales anteriores son falsas. No abordan asuntos menores, sino
cuestiones teológicas de primera magnitud que afectan al núcleo doctrinal de la Expiación. Si no se
entienden correctamente, uno «acaba» con numerosos conceptos erróneos en lo relativo a esta
enseñanza cristiana fundamental. Afortunadamente, la verdad acerca de cada uno de estos puntos
doctrinales se enseña en el Libro de Mormón, 6 con apoyo suplementario en las Escrituras
modernas. (Cada una de estas doctrinas se tratan en detalle en capítulos posteriores).
De la misma manera, existen numerosos puntos clave de la Expiación que otras religiones no
enseñan incorrectamente; sencillamente, no los enseñan en absoluto. Algunos ejemplos. ¿En qué
otra religión se habla, no solo de que Cristo tomaría sobre sí todos los pecados, sino que también
asumiría todos los dolores, todas las flaquezas y las enfermedades inherentes a la experiencia de la
mortalidad? ¿Quién más predica que el poder de la Expiación alcanza a aquellos que vivieron sin
ley o que afecta retroactivamente a los santos de épocas previas al meridiano de los tiempos?
¿Quién habla de su poder para trascender la tumba y redimir a los espíritus en el reino postmortal?
¿Quién trata las consecuencias infinitas de la Expiación como los profetas del Libro de Mormón?
Irónicamente, las respuestas a estos interrogantes no se encuentran en lo que muchos llaman
cristianismo «tradicional», sino en la Iglesia restaurada de Jesucristo. El presidente Ezra Taft
Benson enseñó:
«La mayoría del mundo cristiano actual rechaza la divinidad del Salvador. Pone en tela de juicio
Su nacimiento milagroso, Su vida perfecta y la realidad de Su gloriosa resurrección. El Libro de
Mormón enseña en términos claros e inequívocos la autenticidad de tales hechos. También
proporciona la explicación más completa de la doctrina de la Expiación. Verdaderamente, este
libro divinamente inspirado es una clave que da testimonio al mundo de que Jesús es el Cristo». 7
Hace algunos años, cené con un juez retirado. Durante nuestra conversación acabamos
centrándonos en el Libro de Mormón. En un momento, él hizo la siguiente afirmación
desconcertante: «He leído el Libro de Mormón y no hay nada nuevo en él que ya no esté en la
Biblia». Me quedé sin habla. Resultaba obvio que, o bien no lo había leído, o no lo había entendido.
Si no fuera por el Libro de Mormón, seríamos víctimas de muchos de los ya mencionados
malentendidos que existen sobre la Caída y la Expiación, simplemente porque de los contenidos
originales de la Biblia, aunque inspirada, se han quitado muchas «cosas claras y preciosas». Nefi
profetizó, no obstante, que en los últimos días «otros libros» restaurarían «las cosas claras y
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preciosas que se [le] han quitado [a la Biblia]» (1 Nefi 13:39, 40). Por suerte, el Libro de Mormón
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ha acudido a rescatarnos. Aclara ciertos aspectos doctrinales que son ambiguos en la Biblia,
confirma otros, y lo que es todavía más importante, resuelve muchas lagunas y llena vacíos muy
llamativos. Como ha dicho el élder Jeffrey R. Holland: «mucha de esta doctrina [la Expiación] se
ha perdido o ha sido quitada del registro bíblico, por tanto, el que los profetas del Libro de
Mormón la enseñaran con detalle y con claridad tiene una gran trascendencia». 8
En ocasiones es difícil para nosotros los fieles de la Iglesia distinguir entre nuestras creencias en
la Expiación y las del resto del mundo cristiano. Muchos hemos crecido pensando que lo que
sabemos y creemos con respecto a esta doctrina central coincide con los conocimientos y las
creencias del mundo, pero no es así. Sin las Escrituras modernas, especialmente el Libro de
Mormón, resulta extremadamente difícil, si no imposible, captar muchos de los postulados
fundamentales de la Expiación. Casi dos mil años de interpretación bíblica y la diversidad de
conclusiones a las que muchos han llegado en el mundo cristiano deberían poner de manifiesto la
necesidad de nuevas perspectivas escriturarias.
Muchos despachan y relegan sumariamente la hermosa y profunda doctrina de la Expiación con
la respuesta facilona: «Solamente cree y te salvarás». ¿Y por qué ese planteamiento? Quizá Hugh
Nibley expresa mejor el motivo:
«Tan fría ha sido la recepción del mensaje [de la Expiación] que, a lo largo de los siglos, mientras
se han sucedido los debates y controversias incendiarias sobre la evolución, el ateísmo, los
sacramentos, la Trinidad, la autoridad, la predestinación, la fe y las obras, entre otros, no ha
habido ni discusión, ni debate alguno sobre el sentido de la Expiación. ¿Por qué no hubo debates ni
pronunciamientos en los sínodos? O nadie se ha interesado lo suficiente, o no han sabido lo
suficiente, incluso para discutir al respecto. Y es que la doctrina de la Expiación es harto compleja
para gozar del atractivo de una religión mundial». 9
Satanás ha logrado desviar la atención de gran parte de la cristiandad de la principal doctrina
susceptible de salvarnos, la Expiación de Jesucristo, para centrarla en las doctrinas secundarias
cuyo sentido emana únicamente de dicho acontecimiento redentor. Como el hábil mago, todos los
movimientos de Satanás están encaminados a desviar nuestra atención y disipar nuestra
concentración lejos del objeto primario a nuestro alcance, a saber, el sacrificio expiatorio de Cristo,
con la esperanza de que nos volvamos exclusivamente a las doctrinas subalternas y de una
importancia infinitamente menor.
Sus maniobras de distracción han sido, y serán, de tales proporciones planetarias que Juan pudo
exclamar trágicamente: «Satanás (…) engaña a todo el mundo» (Apocalipsis 12:9; véase también
DyC 10:63). Una vez cesen los juegos de manos y se disipe el humo, seguirá siendo Jesucristo, su
Expiación, y nuestra obediencia hacia él lo que nos salva, nada más puede hacerlo.
UNA FUENTE DE FE Y MOTIVACIÓN
Quizá algunos se preguntarán qué importa si se entiende o no la Expiación, siempre y cuando
crean y acepten sus consecuencias. La necesidad de tal comprensión la ilustra una experiencia de
Florence Chadwick, según el relato de Sterling W. Sill. La fecha era 4 de julio de 1952. Chadwick,
quien previamente había cruzado a nado el canal de la Mancha, intentaba ahora recorrer las 21
millas (33 kilómetros) que separaban el Sur de California continental de la Isla Catalina. La
temperatura del agua rondaba unos gélidos 48 grados Fahrenheit (9 grados centígrados). La niebla
era densa y la visibilidad prácticamente nula. Finalmente, a unos ochocientos metros de su destino,
la nadadora se desanimó y abandonó. Al día siguiente, los periodistas se arremolinaron a su
alrededor clamando por una explicación de su abandono: ¿había sido por la baja temperatura del
agua, o por la distancia? Ninguna de las dos. Su respuesta: «La niebla me ha ganado». Acto
seguido, la nadadora recordó una experiencia similar que había tenido mientras cruzaba a nado el
canal de la Mancha. Evidentemente, la niebla había sido igual de abrumadora. Estaba exhausta.
Cuando se hallaba a punto de alargar la mano para aferrarse a la de su padre en la embarcación
14
cercana, él señaló hacia la costa. Ella alzó la cabeza por encima del agua, lo justo para vislumbrar la
tierra por delante. Con esa nueva visión, perseveró en su empeño para convertirse en la primera
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¿PODEMOS
COMPRENDER PLENAMENTE LA EXPIACIÓN?
verdades gloriosas que recibieron habrían permanecido ocultas en los reinos celestes. Mientras
haya verdad conocible y hombres rectos que pregunten, el Señor puede y, a su debido momento:
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«[derramará] conocimiento desde el cielo sobre la cabeza de los Santos de los Últimos Días» (DyC
121:33). No parece haber límites para las posibilidades de revelaciones futuras, tal y como ha
predicho el Señor:
«Y a ellos les revelaré todos los misterios, sí, todos los misterios ocultos de mi reino desde los
días antiguos, y por siglos futuros. (…) Sí, aun las maravillas de la eternidad sabrán ellos, y las
cosas venideras les enseñaré, sí, cosas de muchas generaciones. (…) Porque por mi Espíritu los
iluminaré, y por mi poder les revelaré los secretos de mi voluntad; sí, cosas que ojo no vio, ni oído
oyó, ni han llegado siquiera al corazón del hombre.» (DyC 76:7–8, 10; ver también Artículos de
fe 1:9).
Hecha esa promesa, el Señor abrió sus tesoros celestiales y de ellos brotaron perlas de valor
inestimable con relación a la resurrección y los grados de gloria eterna en lo que muchos
consideran la revelación más expansiva de esta dispensación. Sin duda las puertas del cielo
seguirán abriéndose y los tesoros divinos continuarán ofreciendo sus perlas sagradas en respuesta
a los hombres y mujeres honrados que busquen mayor luz con humildad. Son almas de esa
naturaleza las que gozarán el privilegio de «[comprender] en sus corazones» (3 Nefi 19:33),
además de en sus mentes, la doctrina profunda y la pasión purificadora de la Expiación.
NINGUNA GENERACIÓN DEBERÍA SABER MÁS
Cuando se finalizó la edición SUD en inglés de la edición de la Biblia del Rey Jacobo en 1979, se
inauguró una nueva era en el estudio del Evangelio. Debido a ello, la generación actual está
descubriendo más verdades, perspectivas y confirmaciones desconocidas para sus predecesores, no
porque la generación actual sea necesariamente más justa, o intelectualmente superior, sino por
tener a su disposición unos instrumentos mejores. El agricultor más experto equipado con un
caballo y un arado no puede igualar a otro agricultor dotado de conocimientos similares, pero que
cuente además con un tractor de tecnología avanzada. El matemático y su regla de cálculo son
incapaces de superar a un colega que tenga a su disposición una computadora potente. Un Galileo
con un telescopio portátil jamás podrá descubrir los misterios del universo como el Galileo que
mira a través del telescopio más avanzado. El Señor debe de esperar mucho más de nosotros en
términos de erudición sobre el Evangelio que de las generaciones anteriores, porque tenemos a
nuestro alcance mucho más.
El élder Boyd K. Packer afirmó: «La generación anterior se ha criado sin ellas [la edición SUD de
las Escrituras], pero está creciendo otra generación. Las revelaciones se abrirán ante ellos como
nunca lo han hecho con ninguna generación anterior en la historia del mundo (…). Ellos
desarrollarán una erudición con respecto al evangelio que ira mucho más lejos de la que sus
antepasados podrían haber logrado».2
Nefi vio nuestros días y profetizó que los creyentes «[llegarían] al conocimiento de su Redentor y
de los principios exactos de su doctrina, para que [supieran] cómo venir a él y ser salvos» (1 Nefi
15:14). Si bien es cierto que no «[podemos] sobrellevar ahora todas las cosas», no deja de ser
verdad también que el Señor nos ha ofrecido esta esperanza consoladora: «sed de buen ánimo,
porque yo os guiaré» (DyC 78:18). Si tenemos paciencia y dejamos que el Señor nos guíe en
nuestros estudios del Evangelio, en última instancia puede que seamos receptores de esa promesa
gloriosa: «El día vendrá en que comprenderéis aun a Dios, siendo vivificados en él y por él» (DyC
88:49).
La finalidad de los capítulos siguientes es hacer uso de este conjunto de herramientas espirituales
con las que el Señor nos ha bendecido en esta generación y contribuir a nuestra búsqueda del
agotamiento de lo «conocible» y, de cuando en cuando, arañar quizá la superficie de lo que ahora
se nos antoja infinito. Al hacerlo, deseamos que aumente nuestra devoción y gratitud por el
Redentor y, en última instancia «venir a Él y ser salvos» (1 Nefi 15:14).
17
NOTAS
1. Talmage, Articles of Faith, 76–77; énfasis añadido.
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TRES FINALIDADES
¿Qué es la Expiación de Jesucristo? En pocas palabras, es ese sufrimiento soportado,
ese poder demostrado y ese amor manifestado por el Salvador en tres lugares principales, a saber,
el Jardín de Getsemaní, la cruz en el Calvario y la tumba de Arimatea. En un sentido más amplio, la
Expiación comenzó cuando el Salvador planteó esa propuesta desinteresada en el concilio pre-
terrenal, «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27), y continúa sin fin «[llevando] a cabo la
inmortalidad y la vida eterna del hombre» (Moisés 1:39).
La Expiación tiene al menos tres finalidades:
Primera: restaurar todo lo perdido por causa de la Caída de Adán. Esto se llevó a efecto: (1)
haciendo posible la resurrección de todos los hombres,1 venciendo a la muerte física (véase
1 Corintios 15:21–22); y (2) restaurando a todos los hombres a la presencia de Dios a fin de ser
juzgados, venciendo así lo que las Escrituras denominan una primera muerte espiritual (véase
Helamán 14:16; DyC 29:41). Ambas muertes se impusieron a todos los hombres por causa de Adán;
ambas muertes fueron superadas para todos los hombres gracias a Cristo.
Segundo: brindar la oportunidad del arrepentimiento de modo que los hombres puedan verse
purificados de sus propios pecados y vencer así lo que las Escrituras denominan una segunda
muerte espiritual (véase Helamán 14:18).
Tercero: proporcionar el poder necesario a fin de exaltarnos hasta lograr el estado de un dios
(véase DyC 76:69).
Las tres finalidades mencionadas están concebidas al objeto de ayudarnos a volver
permanentemente a la presencia de Dios y llegar a ser como Él.
PARA SER «UNO» CON DIOS Y SER COMO DIOS
La palabra inglesa atonement, tal y como se emplea en las Escrituras SUD en inglés, hace
referencia por lo general a los acontecimientos que rodean a Getsemaní, al Calvario y a la tumba.
Asimismo, el término se relaciona con los sacrificios que eran «símbolos» de dichos
acontecimientos. Lo hechos transcurridos en estos tres lugares constituyen el resorte principal de
la misión del Salvador. Hay quien ha sugerido que la estructura de esta palabra inglesa también
nos ayuda a entender la finalidad primordial que subyace a dichos acontecimientos sagrados, es
decir, lograr la unidad con Dios (one-ness, en inglés).
La palabra inglesa atonement no proviene del griego ni del latín; su origen lo encontramos en la
lengua inglesa. Hugh Nibley explica que el vocablo ««en realidad significa, cuando transcribimos
sus componentes, ‘a tone-m ent’ [unificación], lo cual denota tanto un estado, ‘ser uno’ con
respecto a otra persona, como el proceso mediante el cual se logra dicho resultado». 2 El élder
James E. Talmage ofrece más reflexiones sobre el significado de la palabra atonement: «La
estructura de la palabra en su forma actual sugiere su significado verdadero; literalmente
significa at- one- ment, ‘denota reconciliación, o acuerdo entre dos partes que han estado
distanciadas».3 Stephen Robinson hace una observación similar: «Expiación significa limpiar a
una persona de toda culpa por medio del pago de una sanción en su nombre. De ese modo, dos
cosas que se habían separado o que se habían vuelto incompatibles entre sí, como un Dios perfecto
y un ser imperfecto como usted o yo, se pueden volver a juntar, reconciliando las dos partes». 4 El
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Diccionario de la Biblia SUD en inglés («LDS Bible Dictionary») incluye un pensamiento a modo
de corolario: «La palabra [atonement] describe la ‘unión’ de aquellos que han sido separados, y
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denota la reconciliación entre el hombre y Dios».5 Jacob hizo hincapié en esa unidad cuando
aconsejó a sus hermanos «reconciliaos con él por medio de la expiación de Cristo» (Jacob 4:11;
véase también 2 Crónicas 29:24). Asimismo, el significado literal de la palabra atonement recibe la
siguiente explicación por parte de Hugh Nibley: «No hay una palabra entre las que se traducen por
‘atonement’ que no indique con claridad el retorno a un estado o condición anteriores; uno se une a
la familia; vuelve al Padre; se une, se reconcilia, es aceptado y se sienta felizmente con los demás
tras una triste separación».6
Así pues, una finalidad de la Expiación, tal y como denota la morfología de su equivalente inglés,
es ayudarnos llegar a ser uno con Dios, en el sentido de que podemos morar físicamente en su
presencia. La Expiación proporciona un medio en virtud del cual podemos reconciliarnos con Dios
y volver a nuestro hogar original. Hugh Nibley se refirió a esta reunión divina: «La ley guía nuestro
camino a casa; la unificación [‘at- one- ment’, en inglés]tiene lugar cuando lleguemos allí».7
Nuestras vidas mortales son una pugna constante entre la elección de la unidad con Dios o la
unidad con el mundo. Para ayudarnos en esta búsqueda, Cristo «se dio a sí mismo por nuestros
pecados para librarnos de este presente mundo malo» (Gálatas 1:4). Él quiere traernos a la
seguridad de su hogar. Por ello, el Salvador imploró «Padre, aquellos que me has dado, quiero que
donde yo estoy, también ellos estén conmigo» (Juan 17:24). El Salvador prometió a los fieles que
«donde mi Padre y yo estamos, allí también estaréis vosotros» (DyC 98:18). Esta es la
cualidad redentora de la Expiación: purificar de tal manera nuestras vidas que podamos ser
dignos de morar con Dios eternamente, pues «ninguna cosa impura puede morar con Dios» (1 Nefi
10:21; véase también DyC 25:15). Esa es la condición gloriosa que buscaba Eliza R. Snow, tal y
como se revela en la última estrofa del himno «Oh mi padre»:
Sí, después que yo acabe
cuanto tenga que cumplir,
permitidme ir al cielo
con vosotros a vivir.8
Sin embargo, la Expiación tiene otra finalidad, tal y como denota la estructura de la palabra
inglesa atonement. Dicha finalidad es ayudarnos a ser uno con Dios, es decir, a llegar a
ser como Él. Esta es la cualidad exaltadora: alcanzar tal nivel de perfeccionamiento que, no
solamente vivamos con Dios, sino que lleguemos a ser como Él. Esta es la unidad por excelencia.
La unidad no es únicamente cuestión de geografía, sino de identidad. Lo importante no es solo
dónde vivimos, sino en qué nos convertimos. Vivir con Dios no nos asegura ser semejantes a Él.
Todos los que viven en el reino celestial moran con Dios, pero solamente aquellos que son
exaltados llegan a ser como Él es. El objetivo de la Expiación no es únicamente purificarnos; busca
transformar nuestras vidas, nuestro modo de pensar y de actuar a fin de que seamos como Dios.
Hugh Nibley describió esta unión de la siguiente manera:
«Debería resultar claro a qué tipo de unidad se refiere la Expiación: significa ser recibido en un
estrecho abrazo del hijo pródigo, lo cual expresa, no solo perdón, sino también unidad de corazón y
mente, y ello equivale a identidad, como una identidad familiar literal tal y como lo describe Juan
con tanta viveza en los capítulos 14 al 17 de su evangelio». 9
Aproximándose el desenlace de su misión, el Salvador oró por todos aquellos que creían en Él. En
su oración, Él imploró que «todos sean uno, como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos
sean uno en nosotros» (Juan 17:21; véase también DyC 35:2). Y el Salvador afirmó a continuación:
«Y la gloria que me diste les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno» (Juan
17:22). Finalmente, rogó «que sean perfeccionados en uno» (Juan 17:23). Esta es la unidad
absoluta: ser como Dios es.
Si no se hubiera producido la Expiación de Jesucristo, se habría registrado una unidad aterradora
—una Expiación negativa, por así decirlo— una vida en convivencia con el maligno y a semejanza
20
suya. Jacob dijo la siniestra verdad cuando afirmó que «permanecer con el padre de las mentiras»
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y, lo que es peor, «iguales a ese ser» (2 Nefi 9:9). En pocas palabras, seríamos uno con Satanás,
tanto en ubicación como en términos de semejanza. Un pensamiento tan aterrador nos permite
situar la Expiación en el contexto adecuado. Sin ella, todo está perdido. Con ella, todo puede
ganarse. Sin embargo, por oscura o desesperada que pueda parecer nuestra situación, por negros o
amenazadores que puedan aparecer los nubarrones, Mormón nos dio una respuesta alentadora:
«He aquí, os digo que debéis tener esperanza, por medio de la expiación de Cristo» (Moroni 7:41).
Gracias al Salvador podemos reconciliarnos con Dios; podemos ser uno nuevamente.
La posibilidad del hombre de ser uno con Dios, en términos de ubicación y de semejanza, es
posible únicamente porque el Salvador primeramente fue uno con el hombre en lugar, por su
nacimiento terrenal, y uno con el hombre en semejanza, tomando sobre si las debilidades
humanas, sin abandonar un instante su naturaleza divina. Pablo observó que el Salvador «debía
ser en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:17; énfasis añadido). Algo en el descenso del
Salvador hizo posible el ascenso del hombre.
UN SÍMBOLO FÍSICO DE LA EXPIACIÓN
Esta reconciliación entre Dios y el hombre se simboliza figurativa y literalmente en un abrazo.
Lehi se refirió a ello en el sermón dirigido a sus hijos en su lecho de muerte: «el Señor ha redimido
a mi alma del infierno; he visto su gloria, y estoy para siempre envuelto entre los brazos de su
amor» (2 Nefi 1:15). Doctrina y Convenios incluye la misma imagen: «Sé fiel y diligente en guardar
los mandamientos de Dios, y te estrecharé entre los brazos de mi amor» (DyC 6:20). Amulek
predicó de manera similar: «la misericordia satisface las exigencias de la justicia, y ciñe a los
hombres con brazos de seguridad» (Alma 34:16). ¡Qué metáfora tan hermosa! ¿Qué pequeño no se
siente seguro en los brazos de su padre gentil y amoroso? Qué paz, qué calidez, qué consuelo saber
que en sus brazos se encuentra seguro del crimen, el odio, el rechazo, la soledad y todos los males
de este mundo.
Isaías habló de esos momentos de gran ternura cuando el Señor «recogerá los corderos y en su
seno los llevará» (Isaías 40:11). El élder Orson F. Whitney vivió un glorioso momento como ese
cuando fue testigo de una maravillosa manifestación del Salvador. En su sueño, dijo, «corrí [para
salir a Su encuentro] (…), caí a sus pies, me aferré a Sus rodillas, y le rogué que me llevara consigo.
Nunca olvidaré la bondad y la gentileza con la que se inclinó, me alzó y me abrazó. Fue tan vívido,
tan real. Sentí la calidez de su cuerpo mientras me estrechaba entre sus brazos». 10 ¿Quién no
ansiaría esa calidez, ese abrazo?
¿Quién de nosotros acabará estrechado en esos brazos amorosos? ¿Les está reservado este honor
a unos pocos elegidos? Alma da a conocer que no hay una norma de exclusión: «He aquí, él invita a
todos los hombres, pues a todos ellos se extienden los brazos de misericordia» (Alma 5:33; véase
también 2 Nefi 26:25–33). Eso es lo que el Salvador declaró a los nefitas cuando se les apareció:
«He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo
recibiré» (3 Nefi 9:14). Una invitación como esta no se extiende solamente por un breve momento,
sino que permanece vigente durante todo el periodo de probación: «He aquí, mi brazo de
misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré» (2 Nefi 28:32;
véase también 3 Nefi 10:6). Incluso en los momentos de ira de Dios, sus brazos siguen extendidos,
atrayendo ansiosamente a las almas penitentes.
El Salvador le habló a Enoc de ese glorioso día de reconciliación para los justos diciendo «los
recibiremos en nuestro seno, y ellos nos verán; y nos echaremos sobre su cuello, y ellos sobre el
nuestro, y nos besaremos unos a otros» (Moisés 7:63). Se antoja difícil visualizar una reunión más
gloriosa.
Retrospectivamente, Mormón se angustió ante el inevitable destino de la civilización nefita, en
acelerada decadencia: «¡Oh bello pueblo, cómo pudisteis rechazar a ese Jesús que esperaba con los
brazos abiertos para recibiros!» (Mormón 6:17). Casi era superior a sus fuerzas. Si tan solo se
21
hubieran arrepentido podrían «[haber sido recibidos] en los brazos de Jesús» (Mormón 5:11);
podrían haber sido «[circundados por] la incomparable munificencia de su amor» (Alma 26:15).
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El élder Neal A. Maxwell sugiere que el motivo principal de que el Salvador actúe personalmente
como guardián de la puerta del reino celestial no es excluir a nadie, sino dar personalmente la
bienvenida a quienes hayan conseguido regresar al hogar, y abrazarlos. Es un pensamiento
conmovedor, y muy íntimo, que expresó de la siguiente manera:
«Si hay una metáfora en la que me gustaría centrar la atención en mi conclusión, esta se
encuentra en dos pasajes del Libro de Mormón. La primera en la que se nos recuerda que Jesús
mismo es el guardián de la puerta y que ‘y allí no emplea ningún sirviente’ (2 Nefi 9:41.) (…) Les
diré (…) desde el convencimiento de mi alma (…) la que creo ser la razón primordial de que allí [no
emplee ‘ningún sirviente’], tal y como se expone en otro libro del Libro de Mormón, donde se dice
que les espera a ustedes ‘con los brazos abiertos’ (Mormón 6:17.) ¡Por eso está él allí! Él les está
esperando ‘con los brazos abiertos’. Esa imagen es demasiado poderosa como para descartarla (…)
Es una imagen que debería abrirse paso hasta el núcleo mismo de la mente humana; una cita
inminente, un momento en el tiempo y en el espacio, un instante sin igual. Y esa cita es una
realidad. Se lo certifico. Él nos espera con los brazos abiertos, porque su amor hacia nosotros es
perfecto».11
Consideren un momento la atracción magnética que se da cuando un niño pequeño ve a su padre
de rodillas con los brazos extendidos. La invitación es irresistible. La reacción de regresar es
automática. No hay análisis intelectual. Es como tender la mano para agarrar una manta cuando
hace frío, para encender la luz en una habitación a oscuras. Algunas cosas no tienen su origen en la
mente, sino en el corazón. Estos son anhelos naturales del alma: la necesidad de calidez, luz y
amor. Asimismo, nuestro Padre Celestial extiende los brazos con la intención de seducirnos a fin de
regresar al hogar. Qué irresistibles son esos brazos para los que buscan esta calidez, esta luz y este
amor. Él nos invita al día de la reconciliación, el retorno a nuestro verdadero hogar, el día de la
reunificación con nuestra familia primigenia; nos invita a correr a sus brazos y disfrutar de su
abrazo. Esta es la promesa del Señor a los hijos de Israel: «Os redimiré con brazo extendido (…). Y
os tomaré como mi pueblo y seré vuestro Dios» (Éxodo 6:6–7).
LA NECESIDAD DE COMPRENDER LA CAÍDA
La estructura de la palabra inglesa atonement nos permite discernir la finalidad de la Expiación.
De igual manera, las definiciones de los diccionarios son de utilidad. Tales definiciones nos
informan que atonement significa «redimir», «reconciliar», «rescatar», «pagar una deuda»,
«reparar».12 Pero, ¿por qué? La respuesta: por la Caída de Adán y por la «caída» de todo aquel que
peca. La Caída de Adán hizo necesaria la Expiación. En consecuencia, no podemos esperar
entender la Expiación sin entender primeramente la Caída. Ambas doctrinas están
inseparablemente entrelazadas. En esta dirección, el élder Bruce R. McConkie comentó: «La
Expiación infinita y eterna de nuestro Señor (…) descansa sobre dos pilares. Uno es la caída de
Adán; el otro, la divinidad de Cristo como hijo de Dios».13 El presidente Benson enseñó una verdad
relacionada: «Nadie sabe en forma adecuada y precisa la razón por la que necesita a Cristo hasta
que comprenda y acepte la doctrina de la Caída y su efecto sobre la humanidad». 14 Intentar
dominar la Expiación sin comprender primeramente la Caída sería semejante a emprender el
estudio de la geometría sin una base de álgebra. Sería un proyecto fútil y frustrante, de ahí la
necesidad de estudiar la Caída previamente.
NOTAS
1. El capítulo 16 explica con más detalle por qué la resurrección forma parte de la Expiación.
2. Nibley, Approaching Zion, 556.
3. Talmage, Articles of Faith, 75.
4. Robinson, Créamosle a Cristo, 7–8.
22
23
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Capítulo 5
LA CAÍDA DE ADÁN
cabía esperar llegar a ser como Dios en el Jardín de Edén, del mismo modo que no tiene sentido
pensar que es posible llegar a Nueva York desde Los Ángeles en un vehículo con el motor apagado.
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Con la excepción del árbol del conocimiento del bien y del mal, no había reto, tentación ni
obstáculo alguno en aquel lugar casi celestial. Por consiguiente, no podía haber progreso. Estaban
bloqueados temporalmente en un mundo de esterilidad espiritual.
Lehi se refirió a las creaciones que se podrían haber hallado en un estado carente de oposición:
«Por lo tanto, tendría que haber sido creado en vano; de modo que no habría habido ningún objeto
en su creación» (2 Nefi 2:12).
La cuarta condición era también negativa. Mientras permanecieran en aquel estado edénico,
Adán y Eva no podían tener hijos (2 Nefi 2:23), ni gozo en su descendencia. Menudo impedimento
más demoledor. En estas condiciones no podían obedecer el mandamiento divino de multiplicarse
y henchir la tierra, designio y objetivo primordial de su vida matrimonial. Esta condición, si se
hubiera permitido su permanencia, habría invalidado las razones que llevaron a los hijos de Dios a
gritar de gozo en la época premortal. El mantenimiento de esta condición habría supuesto el
fracaso, en pleno sentido del término, del plan de salvación.
LAS CONDICIONES POSTERIORES A LA CAÍDA
Cuando Adán y Eva transgredieron fueron expulsados del Jardín. Así, la expresión «la Caída de
Adán» se emplea al menos por dos motivos: primero, a fin de describir la Caída de Adán y Eva de
la presencia física del Padre y, segundo, para describir su caída del estado de inmortalidad a uno de
mortalidad.6 Dicha terminología la empleó Alma cuando describió las consecuencias que tuvo
comer el fruto prohibido: «Vemos que Adán cayó» (Alma 12:22; véase también 2 Nefi 9:6; Alma
42:6). El élder Talmage confirma que la Caída fue el resultado de comer el fruto prohibido y no la
consecuencia de un acto de otra naturaleza: «Y en esto, quiero decir, consistió la caída: la ingestión
de aquello que no era apto, (…) y aprovecho esta ocasión para alzar mi voz en contra de esa falsa
interpretación de las escrituras, a la cual (…) se hace referencia con susurros y medio en secreto,
que la caída del hombre fue alguna afrenta contra las leyes de la castidad y la virtud. Tal doctrina es
una abominación».7
¿Con qué condiciones se encontrarían ahora Adán y Eva, como seres caídos? Irónicamente,
aquellas cuatro condiciones que existían con anterioridad a la Caída invirtieron su signo. Las
positivas se hicieron negativas y las negativas se tornaron positivas.
Para empezar, ya no eran inmortales. Dios había decretado: «el día que de él comieres, de cierto
morirás» (Génesis 2:17). Es interesante poner de manifiesto que Adán, quien vivió casi mil años,
murió transcurrido un «día» en el tiempo del Señor (2 Pedro 3:8; Abraham 3:4). Cuando se
pronunció esa promesa de muerte, la Tierra todavía se regía por «el tiempo del Señor, que era
según el tiempo de Kólob» (Abraham 5:13). La literalidad de la promesa de Dios salta a la vista
cuando consideramos el relato de Edward Stevenson, quien citó así al profeta José: «El padre Adán
empezó su obra y completó cuanto había que realizar en su época, y vivió hasta alcanzar los mil
años de edad, menos seis meses. Ciertamente la Biblia le otorga a Matusalén el honor de ser el
hombre más anciano, pero el profeta José recibió información contraria por revelación. Se trata
únicamente de un error del hombre al traducir los anales». 8 En el calendario del Señor, Adán
murió el mismo «día» que tomó el fruto, tal y como Dios lo había decretado.
Cuando Adán y Eva comieron el fruto, las semillas de la muerte se plantaron en sus venas y
nosotros, sus hijos, heredamos su naturaleza mortal. El resultado fue que la raza de Adán se
encontró sometida a la muerte física, al dolor, a la enfermedad y a todos los males de la
humanidad. La inmortalidad se volvió mortalidad, y una condición positiva se convirtió en una
situación negativa temporal en el plan eterno.
En segundo lugar, la transgresión de Adán y Eva dio lugar a su expulsión de la presencia de Dios,
separación que constituye la muerte espiritual. Los versos con los que concluye el Paraíso
perdido de John Milton captan ese momento desgarrador de la expulsión:
25
y, en consecuencia, Adán y Eva «desobedecieron» a sabiendas una ley menor a fin de cumplir una
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mayor.13
Las Escrituras sugieren, sin embargo, que Eva fue, al menos, engañada en parte. Este «conflicto»
de mandamientos parecía ser una parte necesaria del grandioso plan, de manera que el hombre no
pudiera reclamar posteriormente que Dios le forzó a aceptar la colosal responsabilidad de la vida
mortal. El hombre ya había tomado la decisión de aceptar la vida en la tierra en la época premortal,
pero aquello tuvo lugar sin la perspectiva ventajosa del prisma terrenal. Ahora, Adán y Eva, en
calidad de representantes designados de la raza humana, confirmarían desde la morada terráquea
de ambos aquella decisión tomada previamente. Después de su caída, no podrían culpar a Dios por
sus aflicciones mortales. Su elección no era resultado de un mandato de Dios. Al contrario, en
aparente oposición al mandamiento divino, ellos y solamente ellos eran los que habían decidido
cómo proseguir. Quizá de esta forma Dios llevó a cabo «sus eternos designios», ya que dijo que
«era menester una oposición; si, el fruto prohibido en oposición al árbol de la vida» (2 Nefi 2:15).
En respuesta a la pregunta de Dios sobre lo que Eva había hecho, esta respondió: «La serpiente
me engañó, y yo comí» (Moisés 4:19; véase también Génesis 3:13; 2 Corintios 11:3). En la edición
SUD de la Biblia, el encabezamiento del capítulo 3 de Génesis reza: «La serpiente (Lucifer) engaña
a Eva». Pablo hizo un comentario similar: «Adán no fue engañado, sino la mujer, siendo engañada,
incurrió en transgresión» (1 Timoteo 2:14). Doctrina y Convenios nos informa que «el diablo tentó
a Adán, y este comió del fruto prohibido y transgredió el mandamiento, por lo que vino a quedar
sujeto a la voluntad del diablo, por haber cedido a la tentación» (DyC 29:40).
Si Adán y Eva hubieran comido fruto con «plena» conciencia de estar obedeciendo una ley
superior, como algunos mantienen, cabe preguntarse por qué las Escrituras emplean palabras y
expresiones como «engañados», «traicionados», «ceder» e incluso «morir espiritualmente» (DyC
29:41), para describir su conducta en el jardín y el consiguiente estado de cosas. También uno se
pregunta cómo podrían tener «pleno» conocimiento de que vivían en un estado de inocencia, sin
conocer el bien ni el mal. En dicho estado de inocencia, no les habría sido posible comprender
totalmente qué opción era buena y cuál mala. Y se plantea otro interrogante: ¿Por qué Adán, al
responder a la pregunta del Señor: «¿has comido del árbol del cual te mandé no comer (…)»
(Moisés 4:17), procuró «culpar» o responsabilizar a Eva, y, de igual manera, ella intentó «culpar» a
su vez a la serpiente (Moisés 4:18–19)? De haber actuado con un conocimiento pleno o parcial de
las consecuencias de sus actos, este habría sido un momento adecuado para responder: «Hemos
transgredido la ley menor a sabiendas a fin de cumplir una ley superior. Entendemos que habrá
consecuencias severas por el momento, pero desde una perspectiva eterna, esto será una
bendición, no una maldición para nosotros y nuestra posteridad». Este punto habría sido el
momento, no de buscar culpables, sino de la explicación de la decisión que se había tomado.
Cabe preguntarse también: «¿Qué habría pasado si Adán y Eva no hubieran transgredido? ¿Qué
habría pasado si ellos nunca hubieran cedido y tomado del fruto prohibido, independientemente
de la duración de su estancia en el Jardín? ¿Se habría frustrado el plan de Dios?». Naturalmente, la
respuesta es negativa. La obra de Dios nunca se frustra (véase DyC 3:3). Ciertamente, Dios en su
omnisciencia sabía que Adán y Eva, en virtud de su propio albedrío, comerían el fruto. No
obstante, el élder Talmage responde a las preguntas hipotéticas planteadas anteriormente: «En
caso de que se suponga que nuestros primeros padres podrían no haber caído, seguramente se
habrían empleado otros medios para poner en marcha la condición mortal en la tierra». 14
No conocemos todas las condiciones en virtud de las cuales Adán y Eva tomaron aquella
profética, a la vez que maravillosa, decisión en pos de la mortalidad. Fueran cuales fueran las
motivaciones subyacentes, podemos aferrarnos a dos verdades fundamentales. Primeramente,
Adán y Eva son dignos de elogio, no de condenación. Algún día conoceremos plenamente la alta
estatura de su nobleza. Si comieron el fruto conscientemente, con una comprensión suficiente de
las consecuencias, los honramos. Si, a causa de su obediencia y fidelidad, comieron en inocencia o
fueron engañados en parte para aprender posteriormente el plan de salvación, plan que en
27
adelante enseñaron a su posteridad con amor y diligencia, nuevamente los honramos. A propósito
Page
de la Caída, Brigham Young explicó lo siguiente: «Todo formaba parte de la economía del cielo, (…)
todo está bien. No debemos culpar nunca a la madre Eva, en absoluto». 15 En ese mismo espíritu,
las Escrituras se refieren a ella como «nuestra gloriosa madre Eva» (DyC 138:39). Y el élder
Talmage agregó su testimonio: «Nuestros primeros padres fueron puros y nobles, y cuando
pasemos allende el velo quizá aprendamos algo con respecto a su elevada condición». 16
La segunda verdad que debemos aprender es que la Caída fue parte del plan maestro de Dios; no
se trató de una ocurrencia de última hora orientada a remediar alguna acción inesperada por parte
de nuestros primeros padres. Hablando de la Caída, Lehi afirmó: «todas las cosas han sido hechas
según la sabiduría de aquel que todo lo sabe» (2 Nefi 2:24). El presidente John Taylor enseño:
«¿Se sabía que el hombre iba a caer? Sí. Se nos dice con claridad que se sabía que el hombre
caería».17 El diccionario de la Biblia SUD en inglés agrega: «La caída no fue una sorpresa para el
Señor. Fue un paso necesario en el progreso del hombre». 18
Llegaría el momento en que Adán y Eva se regocijarían a causa de su decisión, pero en el
momento de la expulsión solamente conocían los espinos, los cardos y el sudor. Día tras día, Adán
ofrecía sacrificios sin saber el porqué, sin comprender plenamente el plan de salvación. Después de
«muchos días» (Moisés 5:6), es decir, después de que Adán y Eva hubieran engendrado «hijos e
hijas» (Moisés 5:3), un ángel acudió y ofreció las siguientes palabras de consuelo absoluto: «así
como has caído [puedes] ser redimido». Adán no cabía en sí de gozo; «bendijo a Dios» y «empezó
a profetizar» y declaró: «tendré gozo en esta vida». No cabe duda de que Adán corrió a toda prisa
para compartir las buenas nuevas con Eva, quien «oyó todas estas cosas y se regocijó». Fue en esta
fecha posterior, no en el momento de la expulsión del jardín, que Eva, con una perspectiva recién
descubierta, declaró: «De no haber sido por nuestra transgresión, nunca habríamos tenido
posteridad, ni hubiéramos conocido jamás el bien y el mal, ni el gozo de nuestra redención».
(Moisés 5:9–11).
Quizás, igual que una parturienta, Adán y Eva albergaban la esperanza de que el resultado último
de la Caída fuera glorioso, pero los momentos que siguieron inmediatamente a su expulsión
estuvieron plagados de dolor y desvelos. El Salvador habló a sus discípulos acerca de un momento
similar. En el transcurso de la semana final de su ministerio terrenal, profetizó su crucifixión y
partida inminentes. Él sabía que sus seguidores «[estarían] tristes» por la separación, pero
también prometió que a su debido tiempo «[su] tristeza se [convertiría] en gozo» (Juan 16:20). Así
sería también con Adán y Eva. Las palabras del salmista son tan adecuadas en este caso: «Por la
noche durará el llanto, y a la mañana vendrá la alegría» (Salmos 30:5).
Nuestras mentes finitas son incapaces de captar, ni tan siquiera remotamente, la enormidad de la
Caída y sus abrumadoras consecuencias. Adán y Eva habían disfrutado de una relación celestial en
la presencia física de Dios. Melvin J. Ballard, quien tuvo el privilegio de sonar por unos breves
instantes que se encontraba en esa misma presencia, lo narra de esta manera:
«Si viviera un millón de años, jamás olvidaría esa sonrisa. ¡El [Salvador] me tomó en sus brazos y
me besó, me estrechó contra su pecho y me bendijo, hasta que la médula de mis huesos pareció
derretirse! (…) ¡El sentimiento que tuve en presencia de aquel en cuyas manos está todo, tener su
amor, su afecto y su bendición fue tal que, si alguna vez pudiera obtener aquello de lo que entonces
recibí, un mero preludio, daría todo lo que soy, todo lo espero poder llegar a ser, para sentir lo que
sentí entonces!».19
David, que conocía los dolores propios de la separación, cantó: «En tu presencia hay plenitud de
gozo, deleites en tu diestra para siempre» (Salmos 16:11). Más tarde, rogó: «No me eches de
delante de ti» (Salmos 51:11). Existe una cierta sociabilidad en la presencia de Dios que se
manifiesta en una plenitud de gozo. El élder Ballard la vivió; David la ansiaba; y Caín la perdió. Al
saber que había sido «[echado] de ante la faz del Señor», Caín gritó: «mi castigo es más de lo que
puedo soportar» (Moisés 5:38–39). Incluso Caín, en su estado depravado, se estremeció ante el
pensamiento de quedar desterrado de la presencia de Dios, el mismo ser que había transmitido
28
7. Talmage, Essential James E. Talmage, 109. El élder Joseph Fielding Smith enseñó: «La
transgresión de Adán no tuvo nada que ver con el pecado sexual como algunos creen y enseñan
Page
erróneamente. Adán y Eva fueron casados por el Señor mientras eran seres inmortales en el
Jardín de Edén» (Smith, Doctrinas de salvación, 1:109).
8. Joseph Grant Stevenson, «The Life of Edward Stevenson», tesis de maestría (Provo, Utah:
Brigham Young University, 1955), 73; citado en Matthews, «A Plainer Translation», 85.
9. Milton, Paradise Lost, 343.
10. Ibid., 308.
11. Por supuesto, ciertos mortales han estado en la presencia de Dios, como José Smith, pero
solamente: (1) por periodos de tiempo limitados, y (2) después de que sus cuerpos mortales
fueran transfigurados para tal fin. Después de ver a Dios, Moisés explicó que si no hubiera sido
transfigurado, «habría desfallecido y me habría muerto en su presencia» (Moisés 1:11).
12. Talmage, Essential James E. Talmage, 111.
13. El élder John A. Widtsoe expresó este sentimiento: «[La enseñanza de que Adán pudo elegir
por sí mismo] convierte el mandato en una advertencia, tanto como decir, si hacéis esto, traeréis
sobre vosotros un cierto castigo; pero hacedlo si así lo queréis». El élder Widtsoe sugiere
asimismo que «el evangelio se había enseñado [Adán and Eva] durante su estancia en el Jardín
de Edén. No podía habérseles dejado en la ignorancia absoluta del objeto de su creación»
(Widtsoe, Evidences and Reconciliations, 193–94). Joseph Fielding Smith tenía opiniones
semejantes: «Ahora bien, así es como yo lo interpreto: el Señor le dijo a Adán: aquí está el árbol
de conocimiento del bien y del mal. Si queréis quedaros aquí, entonces no podéis comer ese
fruto. Y si deseáis permanecer aquí, entonces os prohíbo que comáis. Pero podéis actuar por
vosotros mismos y podéis comer si lo deseáis. Y si coméis, moriréis» («Fall—Atonement—
Resurrection—Sacrament», en Sistema Educativo de la Iglesia, Charge to Religious
Educators, 124.)
14. Talmage, Sunday Night Talks, 69. Véase, sin embargo, 2 Nefi 2:22–23.
15. Journal of Discourses, 13:145.
16. Talmage, Essential James E. Talmage, 110.
17. Taylor, Gospel Kingdom, 97.
18. «LDS Bible Dictionary», 670.
19. Hinckley, Sermons and Missionary Services of Melvin J. Ballard, 156.
20. Los relatos del Jardín en las Escrituras incluidas en el canon sugieren que Eva no recibió su
nombre hasta después de que tanto ella como Adán hubieron comido el fruto prohibido. Cuando
Eva fue creada originalmente, Adán decretó «esta será llamada Varona» (Génesis 2:23; Moisés
3:23; Abraham 5:17). Todos los diálogos en el Jardín entre Eva y Dios, o Satanás,
llamativamente eliminan cualquier referencia al nombre de Eva. En lugar de nombrarla, se
refieren a ella como «La mujer», o la esposa de Adán. Hay una mención aislada del nombre de
Eva por parte de Moisés. Tan solo se estaba refiriendo a la mujer Eva, cuyo nombre ya conocía.
Después de la transgresión en el Jardín, el Señor anunció la manera en la que Eva habría de
concebir: «con dolor darás a luz los hijos» (Génesis 3:16; Moisés 4:22). Entonces, en el
momento justo en el que los futuros padres de todos los seres mortales estaban a punto de ser
expulsados de su hogar paradisiaco, «llamó Adán el nombre de su mujer Eva, por cuanto ella fue
la madre de todos los vivientes» (Génesis 3:20; Moisés 4:26). Moisés revelo que este nombre
había sido elección del Señor «porque así yo, Dios el Señor, he llamado a la primera de todas las
mujeres, que son muchas» (Moisés 4:26).
El momento del nombramiento de Eva es importante porque parece confirmar que ella no
podía convertirse en la madre de toda la raza humana hasta después de que los efectos del fruto
prohibido recorrieran sus venas. Esto se coherente con otros relatos de las Escrituras. Dicho de
otra manera, no se la llamó Eva hasta que fue capaz de ser Eva (es decir, la madre de todos los
vivientes).
30
Page
Capítulo 6
LA RELACIÓN
ENTRE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN
hemos de contribuir personalmente a nuestra propia redención, «pues sabemos que es por la
Page
gracia por la que nos salvamos, después de hacer cuanto podamos» (2 Nefi 25:23).
Los efectos universales de la primera muerte espiritual los impuso externamente Adán y los
corrigió externamente Cristo a favor de toda la humanidad. Pablo enseñó: «Porque así como en
Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22). Robert J.
Matthews señala que muchos no comprenden dichas palabras de Pablo. «La mayoría cree que se
aplican únicamente a la muerte del cuerpo y a la resurrección de este. En realidad, la afirmación de
Pablo comprende tanto la muerte física como la muerte espiritual»; 3 es decir, la primera muerte
espiritual propiciada por Adán. A renglón seguido, el hermano Matthews ofrece esta útil
explicación:
«Existe la idea, muy arraigada, de que, pese a que la resurrección es gratuita, solamente los que
se arrepientan y obedezcan el evangelio volverán alguna vez a la presencia de Dios. A los que
apoyan este punto de vista parece habérseles escapado un punto esencial y un concepto
fundamental de la Expiación: que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad de todas las
consecuencias de la caída de Adán.
»Las escrituras enseñan que toda persona, santos o pecadores, retornarán a la presencia de Dios
después de la resurrección. Puede que esta sea únicamente una reunión pasajera en su presencia,
pero la justicia exige que todo lo que se perdió en Adán se restaure en Jesucristo. Todos volverán a
la presencia de Dios, verán su rostro y serán juzgadas por sus propias obras. Entonces, los que
hayan obedecido el evangelio podrán permanecer en su presencia, mientras que todos los demás
serán expulsados de su presencia por segunda vez y morirán así en lo que se denomina la segunda
muerte espiritual».4
Las Escrituras enseñan que «ninguna cosa impura puede morar con Dios» (1 Nefi 10:21). Sin
embargo, esto no significa que no volveremos a la presencia de Dios provisionalmente a fin de ser
juzgados, y de hecho eso es lo que haremos todos. Sencillamente, esto quiere decir que no podemos
«morar» o permanecer en la presencia de Dios de manera permanente ni «ser [recibidos] en el
reino de Dios» (Alma 7:21), si somos impuros. En el mismo versículo en el que Nefi afirma que los
impuros no pueden «morar con Dios», también enseña que los impuros serán traídos «ante el
tribunal de Dios» (1 Nefi 10:21). Lehi evidentemente enseñó que todos los hombres, incluso los
inicuos, volverán a la presencia de Dios: «Y por motivo de la intercesión hecha por todos, todos los
hombres vienen a Dios; de modo que comparecen ante su presencia para que él los juzgue de
acuerdo con la verdad y santidad que hay en él» (2 Nefi 2:10; véase también Alma 33:22). Jacob,
quien aprendió tanto sobre la Expiación de su padre, también habló de esta reunión temporal,
incluso para los malvados: «¡ay de todos aquellos que mueren en sus pecados!, porque volverán a
Dios, y verán su rostro y quedarán en sus pecados» (2 Nefi 9:38). Entonces Jacob profetizó que los
que rechacen a los profetas «se presentarán con vergüenza y con terrible culpa ante el tribunal de
Dios» (Jacob 6:9; véase también Mormón 9:5).
Alma deja claro que el retorno a la presencia de Dios no es un programa optativo, ni una reunión
gozosa para los inicuos, ya que «[se darían] por felices si pudiéramos mandar a las piedras y
montañas que cayesen sobre nosotros, para que nos escondiesen de su presencia». Por si esto fuera
poco, la siguiente descripción abunda en el terror del momento: «tendremos que ir y presentarnos
ante él en su gloria, y en su poder, y en su fuerza, majestad y dominio, y reconocer, para nuestra
eterna vergüenza, que todos sus juicios son rectos» (Alma 12:14–15). Este será el día de rendir
cuentas, cuando «los juicios de Dios [se cernirán] sobre ellos» (Helamán 4:23).
Amulek advirtió que en ese augurado momento de nuestro juicio «tendremos un vivo recuerdo
de toda nuestra culpa» (Alma 11:43). Jacob sabía que tendremos «un conocimiento perfecto de
toda nuestra culpa, y nuestra impureza» (2 Nefi 9:14), y Alma previó que tendremos un «recuerdo
perfecto» (Alma 5:18) de todos nuestros actos malvados. Cuánto da esto que pensar. Alma enfrentó
esta realidad estremecedora: «Sí, me acordaba de todos mis pecados e iniquidades (…), sí, y por
último, mis iniquidades habían sido tan grandes que el solo pensar en volver a la presencia de mi
32
Dios atormentaba mi alma con indecible horror» (Alma 36:13–14). Tan terrorífica era la
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perspectiva de este encuentro con el Santo que Alma ansiaba el destierro y la aniquilación con tal
de «no ser llevado ante la presencia de mi Dios» (Alma 36:15).
Entonces se produjo un milagro. Sumido en el sufrimiento, Alma se acordó de las palabras de su
padre acerca del Salvador y de su sacrificio expiatorio por «los pecados del mundo» (Alma 36:17).
El pensamiento mismo del Salvador fue un bálsamo para su alma herida y su mente enloquecida,
hasta tal punto que exclamó: «dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados» (Alma 36:19).
Entonces vio «a Dios sentado en su trono» y, en un vuelco espiritual sorprendente, su «alma
anheló estar allí» (Alma 36:22). El que antes había deseado el destierro de la presencia de Dios y la
aniquilación de su alma, ahora anhelaba la vida eterna en la presencia de Dios.
Las Escrituras dejan clara esta cuestión: dulce o amargo, habrá un reencuentro entre todos los
hombres y su Hacedor.
En resumen, la Expiación tenía por objeto la restauración de todo lo perdido por causa de la
Caída, incluidas la resurrección y la vuelta a la presencia de Dios, independientemente de nuestro
estado de rectitud. Alma explica: «la expiación lleva a efecto la resurrección de los muertos; y la
resurrección de los muertos lleva a los hombres de regreso a la presencia de Dios; y así son
restaurados a su presencia, para ser juzgados según sus obras» (Alma 42:23). Este retorno a la
presencia de Dios superó la primera muerte espiritual desencadenada por Adán, y de esta manera,
todo lo que se perdió por causa de la Caída lo restauró igualmente la Expiación. Como enseñara
Amulek con bellas palabras: «esta restauración vendrá sobre todos» (Alma 11:44). En algunos
casos, la mencionada restauración se acelera temporalmente. Debido a la fe del hermano de Jared,
el Señor le prometió: «Porque sabes estas cosas, eres redimido de la caída; por tanto, eres traído de
nuevo a mi presencia; por consiguiente yo me manifiesto a ti» (Éter 3:13; énfasis añadido).
No hay nada que pueda hacer persona alguna para rechazar estos poderes de la Expiación, que
descenderán sobre todo hombre «pese a sí mismo»,5 tal y como observó Joseph F. Smith. No hay
nadie a quien no le afecten, santo o pecador. Estas bendiciones están garantizadas; de hecho, son
obligatorias para todos los hombres. Así todos los hombres se salvan de la muerte física y de la
primera muerte espiritual.
LA SUPERACIÓN DE LA SEGUNDA MUERTE ESPIRITUAL PARA EL ARREPENTIDO
La segunda muerte espiritual la provocan los pecados de cada cual. Es una muerte separada e
independiente de la transgresión original de Adán, aunque está relacionada con ella. Y el resultado
es una separación permanente de la presencia de Dios, a menos que recurramos al arrepentimiento
con anterioridad al día del juicio. Samuel el Lamanita explicó la diferencia existente entre lo que
las Escrituras denominan la primera muerte y la segunda muerte. Al hacerlo, Samuel habló de la
muerte del Salvador como una muerte que «lleva a efecto la resurrección, y redime a todo el género
humano de la primera muerte, esa muerte espiritual; porque, hallándose separados de la presencia
del Señor por la caída de Adán, todos los hombres son considerados como si estuvieran muertos».
Este profeta lamanita enseñó a continuación que la resurrección «trae de vuelta a la presencia del
Señor» a todos los hombres, con lo cual se salvan de la primera muerte. Samuel declaró entonces
de todos los que no se arrepientan: «aquel que se arrepienta no será talado y arrojado al fuego;
pero el que no se arrepienta será talado y echado en el fuego; y viene otra vez sobre ellos una
muerte espiritual; sí, una segunda muerte, porque quedan nuevamente separados de las cosas que
conciernen a la justicia» (Helamán 14:16–18; véase también Alma 12:16; Mormón 9:13–14).
El «pecado original» como tal no fue una herencia de la humanidad, pero sus efectos universales
sí se heredaron. Existe una diferencia sustancial en las consecuencias. José Smith estableció la
distinción siguiente: «Creemos que los hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por
la transgresión de Adán» (Segundo artículo de fe). Esto es correcto plenamente en un sentido
eterno. Las consecuencias del «pecado original» son temporales, puesto que fueron remediadas
33
por el Salvador incondicionalmente. Las consecuencias del pecado individual, no obstante, son
permanentes, a menos que nos arrepintamos. Así, la Expiación proporciona la redención
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incondicional del «pecado original», pero una redención condicional del pecado individual. 6 Las
Escrituras enseñan con claridad que la Expiación rectifica automáticamente todos los efectos de las
transgresiones de Adán, sin ninguna actuación por nuestra parte, y que, además, nos redime a cada
uno de nuestros propios pecados, si tan solo nos arrepentimos.
UN RESUMEN DE LA CAÍDA Y LA EXPIACIÓN
La Expiación, en lo que a su relación con la Caída respecta, fue el precio que el Salvador pagó
para (1) superar la muerte física para todos los hombres, (2) superar la primera muerte espiritual
(o la separación de Dios causada por Adán) para todos los hombres, y (3) superar la segunda
muerte espiritual (causada por nuestros pecados particulares) para todos los que están dispuestos
a arrepentirse. La tabla siguiente resume las consecuencias de la Caída y de la Expiación. No se
pretende que sea exhaustiva, pero puede resultar de utilidad como perspectiva general de estos
acontecimientos interrelacionados.
Antes de la Caída Después de la Caída Después de la Expiación
1. Inmortalidad (+) 1. Mortalidad (-)
Génesis 2:17 Génesis 2:17 1. Resurrección (+) (incondicional para
(a) El hombre todos)
(b) Las plantas y los animales 1 Corintios 15:20–22
(c) La Tierra
2. Superación de la muerte espiritual (+)
2. Muerte espiritual (-) (a) Incondicional, porque todos los
(a) La primera muerte espiritual hombres volverán a la presencia de Dios
(nacer lejos de la presencia de para ser juzgados
Dios) 2 Nefi 2:10
2. Vida en la
DyC 29:41 2 Nefi 9:38
presencia de Dios
2 Nefi 9:6 Alma 12:15; 42:23
(+)
Helamán 14:16 Helamán 14:15–18
Génesis 3:8
(b) La segunda muerte espiritual Mormón 9:12–14
Moisés 4:14
(separación de Dios por los (b) Condicional, porque la segunda muerte
pecados propios) espiritual solamente se supera mediante el
1 Nefi 10:6 arrepentimiento
Alma 12:16; 42:9 Helamán 14:15–18
Moroni 9:12–14
3. Conocimiento del bien y del 3. Conocimiento ilimitado del bien y del
3. Inocencia (-)
mal (+) Génesis 3:5 mal para los exaltados (+)
2 Nefi 2:22–23
Alma 42:3 Juan 14:26
4. Sin descendencia 4. Descendencia (+) 4. Descendencia eterna para los exaltados
(-) 2 Nefi 2:25 (+)
2 Nefi 2:23 Moisés 5:11 DyC 132:19
Primero, todos los hombres, incluso los hijos de perdición, resucitarán y se salvarán así de la
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muerte física. Pablo enseñó esta verdad: «Porque así como en Adán todos mueren, así también en
Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22).8 Y Amulek enseñó algo similar: «todos se
levantarán de esta muerte [temporal]» (Alma 11:42; véase también Alma 11:41). En este sentido,
todos los hombres se salvarán.
Segundo, todos los hombres, excepto los hijos de perdición, se salvarán además de otra manera;
resucitarán con un cuerpo glorificado y se les asignará un reino de gloria que presidirán uno o
varios miembros de la Trinidad (DyC 76:71, 77, 86). En este aspecto, todos estos hombres serán
rescatados del poder y del dominio de Satanás. Mientras que los que hereden el reino telestial «no
serán redimidos del diablo sino hasta la última resurrección» (DyC 76:85), no obstante, a su
debido tiempo, serán salvados de sus garras. A esto se refería el Señor cuando dijo que «salva todas
las obras de sus manos, menos a esos hijos de perdición», quienes «irán al castigo perpetuo (…)
para reinar con el diablo y sus ángeles por la eternidad» (DyC 76:43–44). Así pues, los hijos de
perdición son «los únicos que no serán redimidos en el debido tiempo del Señor» (DyC 76:38).
Todos los demás heredarán un reino de gloria y serán salvados del dominio de Satanás.
Tercero, la mayoría de los cristianos emplean el termino salvarse para expresar que tienen
garantizada una vida de felicidad eterna en presencia de Dios. Este uso podría ser un equivalente
más cercano, aunque ciertamente imperfectamente, de nuestro concepto del reino celestial. Los
que heredan el reino celestial, pero no el nivel superior de la exaltación, se salvan en el sentido de
que no se los destierra de la presencia del Padre. Estos santos «permanecen separada y
solitariamente, sin exaltación, en su estado de salvación, por toda la eternidad» (DyC 132:17). No
se salvan, sin embargo, de todas las formas de condenación (por ejemplo, de la incapacidad de
progresar). No pueden tener simiente eterna, y no pueden llegar a ser como Dios. En consecuencia,
se salvan únicamente en un sentido limitado.
Cuarto, salvarse plenamente significa ser exaltado, es decir, que una persona no solamente es
rescatada de la muerte física, de Satanás, y del destierro de la presencia de Padre; además, se salva
de toda forma de condenación. Dicho de otra manera, no hay nada en absoluto susceptible de
frenar el progreso de esa persona. Él o ella pueden tener progenie eterna, crear mundos sin fín y
ser como Dios (DyC 132:19–20, 37; véase también el capítulo 21). Después de referirse al estado
exaltado de Abraham como un dios, el Señor afirmó: «entra en mi ley, y serás salvo» (DyC 132:32;
véase también 2 Nefi 25:23). En referencia a la exaltación, el élder McConkie enseñó: «Con unas
pocas excepciones, esta es la salvación de la que hablan las escrituras». 9 En este sentido, la
Expiación de Jesucristo no solo nos salva de los efectos de la Caída; también nos dota de los
poderes necesarios para salvarnos de toda debilidad, de toda ignorancia, de todo obstáculo que de
otra manera podría obstaculizar o impedir nuestro progreso de alguna forma. Esta es la salvación
máxima que las Escrituras denominan exaltación. Esta es la finalidad culminante de la Expiación.
NOTAS
1. Talmage, Articles of faith, 75.
2. McConkie, Mortal Messiah, 4:224.
3. Matthews, A Bible!, 260, 262.
4. Ibid., 262.
5. Smith, Doctrina del Evangelio, 66.
6. Orson Pratt nos ayuda a comprender la diferencia entre la redención incondicional y la
redención condicional:
«Pero la redención universal de los efectos del pecado original, nada tiene que ver con la
redención de nuestros pecados personales; porque el pecado original de Adán y los pecados
personales de sus hijos son dos cosas diferentes. (…)
»Los hijos de Adán no tuvieron albedrío en la transgresión de sus primeros padres y, por
tanto, no se les requiere ejercer albedrío alguno para la redención de su castigo. (…)
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36
Page
Capítulo 7
enseñaron esta verdad frecuente y enérgicamente. Abinadí profetizó que sin la redención «toda la
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humanidad (…) se habría perdido eternamente» (Mosíah 16:4; véase también Mosíah 15:19).
Amulek enseñó con claridad infalible que sin una Expiación toda la humanidad «inevitablemente
debe perecer» (Alma 34:9). Alma, quien había probado los dolores del infierno, instruyó en su
sermón dirigido a Coriantón que las almas de todos los hombres serían miserables, al estar
«separados de la presencia del Señor» (Alma 42:11). Quizás ningún otro profeta conocía tan bien
como Alma «cosa tan intensa ni tan amarga como [los] dolores» (Alma 36:21) de estar desterrado
de la presencia del Santo. Lehi enseñó a Jacob que «ninguna carne puede morar en la presencia de
Dios, sino por medio de los méritos, y misericordia, y gracia del Santo Mesías» (2 Nefi 2:8).
Los profetas del Libro de Mormón predijeron las trágicas consecuencias que se producirían
naturalmente de no haberse registrado un sacrificio expiatorio. Y otro tanto sabían los profetas
modernos. Brigham Young enseñó que ningún reino de gloria, ni siquiera el más bajo, puede
obtenerse sin la Expiación: «[Los Santos de los Últimos Días] creen que Jesús es el Salvador del
mundo; creen que todos los que alcanzan cualquier gloria, sea la que sea, en cualquier reino, lo
harán porque Jesús la compró con su Expiación». 4
Si no hubiera habido una Expiación, la posibilidad de heredar un reino de gloria, por no
mencionar la oportunidad de llegar a ser como Dios y alcanzar la exaltación, habrían sido un sueño
ocioso; y la resurrección, una esperanza fútil. Shakespeare puso en boca de Ofelia estos
sentimientos, quien suspiró sumida en la melancolía:
¿Queréis violetas? ¡Ay de mí! Se marchitaron todas cuando murió mi padre. 5
En una ocasión se me pidió que hablara en el entierro de un hombre bueno que había fallecido.
Antes del sepelio, me reuní con la familia en la funeraria. A juzgar por los asistentes, resultaba
obvio que el difunto era muy querido y se le echaba en falta. Por unos instantes, mientras la familia
se hallaba reunida en torno al ataúd, intenté ofrecer unas palabras de consejo y consuelo. Oramos
después y todos salieron para el entierro. Me quedé un poco más para ver cómo la desolada viuda
se acercaba otra vez al féretro por última vez, besaba delicadamente a su amado compañero en la
frente y le decía: «adiós, cariño, te amo». Qué poco sentido tendría la vida si ese adiós fuera para
siempre. Y así sería sin el Salvador.
Si no hubiera habido Expiación, cada amanecer habría sido un recordatorio para nosotros de que
un día el sol dejaría de salir, de que para cada uno de nosotros la muerte reclamaría su victoria y el
sepulcro tendría su aguijón. Cada muerte sería una tragedia, y cada nacimiento una tragedia en
embrión. La culminación del amor entre marido y mujer, padres e hijos, madres e hijas perecería
con el sepulcro, para nunca más levantarse. Sin la Expiación, la inutilidad tomaría el lugar del
propósito, la desesperación usurparía el lugar de la esperanza, y la miseria sustituiría a la felicidad.
El élder Marion G. Romney declaró que, de no haber habido Expiación, «todo el propósito de la
creación de la tierra y nuestra vida en ella fracasarían».6 El presidente David O. McKay citó a
James L. Gordon al respecto: «Una catedral sin ventanas, un rostro sin ojos, un campo si flores, un
alfabeto sin vocales, un continente sin ríos, una noche sin estrellas y un cielo sin sol… Todos ellos
no serían tan tristes como (…) un alma sin Cristo».7 Imaginarse un mundo así sería el pensamiento
más desolador que jamás pudiera ensombrecer la mente o entristecer el corazón del hombre.
Afortunadamente, sin embargo, hay un Cristo, y hubo una Expiación, y esta es infinita para toda la
humanidad.
NOTAS
1. Shakespeare, Enrique VIII, Acto III, escena II, 124.
2. Dante, Divina Comedia, 15.
3. Shakespeare, Macbeth, Acto V, escena V, 329–331.
4. Journal of Discourses, 13:328.
5. Shakespeare, Hamlet, Acto IV, escena V, 523.
38
LA NATURALEZA DE LA EXPIACIÓN
incluye. «El Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello» (DyC 122:8).
Sexta: es infinita en el grado de sufrimiento soportado por el Redentor. Ese sufrimiento que
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causó «Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro» (DyC 19:18).
Séptima: es infinita en amor. Las palabras del himno «¡Murió! El Redentor murió» son un
conmovedor recordatorio de este amor sin límite:
¡Cuán grande sacrificio fue!
Su gloria celestial dejó.
Cantad loor a vuestro Rey.5
Octavo: es infinita en las bendiciones que confiere. Las bendiciones de la Expiación se extienden
mucho más allá de su célebre triunfo sobre las muertes física y espiritual. Algunas de estas
bendiciones se solapan; algunas se complementan y suplementan mutuamente; pero globalmente
el efecto de este episodio nos bendice tanto y de tantas maneras, algunas conocidas y otras aún por
descubrir, que quizá puede decirse que la Expiación es infinita en su naturaleza benefactora.
NOTAS
1. Roberts, Seventy’s Course in Theology, Cuarto año, 95.
2. McConkie, Doctrina mormona, 293.
3. Maxwell, Not My Will, But Thine, 51; énfasis añadido.
4. Ibid., 51.
5. Isaac Watts, «¡Murió! El Redentor murió», Himnos, núm. 117.
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Capítulo 9
INFINITA
EN LA DIVINIDAD DEL ELEGIDO
profundas son las virtudes del Señor, que el profeta José enumeró algunas de ellas en su oración
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dedicatoria en el templo de Kirtland. El profeta José se refirió al Salvador como ese ser sentado en
su «trono, con gloria, honra, poder, majestad, fuerza, dominio, verdad, justicia, juicio,
misericordia», y entonces, quizá percibiendo la inutilidad de escuchar las virtudes de Dios
recitadas ad infinitum, concluyó describiéndolo como en posesión de «un sinfín de plenitud, de
eternidad en eternidad» (DyC 109:77; énfasis añadido). Los profetas del Libro de Mormón también
reconocieron las cualidades divinas del Salvador. El presidente Ezra Taft Benson señaló, con
respecto a Jesucristo, que «en el Libro de Mormón, se le menciona con más de cien nombres
diferente». A lo que agregó que esos nombres «describen en forma particular Su naturaleza
divina».4 Poéticamente, Isaías recurrió a una amplia lista de nombres cuando escribió: «y se
llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz» (Isaías 9:6).
Él era todo eso y mucho más.
Amulek enseñó que «ese gran y postrer sacrificio será (…) infinito y eterno» porque «será el Hijo
de Dios» (Alma 34:14). En consecuencia, es apropiado calificar la Expiación de infinita porque ello
expresa la naturaleza y el carácter del que hizo ese sacrificio admirable.
LA CONDESCENDENCIA DE DIOS
Hace años, mi esposa y yo viajamos a Tierra Santa. Cuando ascendíamos en dirección al Campo
de los pastores, disfrutamos de las vistas de la ciudad de Belén. Era como si el tiempo se hubiera
detenido. Intentamos imaginar la escena como habría sido dos mil años antes: sin caminos
asfaltados, agua corriente, electricidad, centros comerciales... La vida se reducía a lo más
elemental: toscos refugios para guarecerse de los elementos, un pozo central para sacar agua,
transporte a pie, en burro o a caballo. Los días se pasaban trabajando los campos, atendiendo a las
ovejas o vendiendo mercancías sencillas. Era difícil creer que estábamos contemplando el lugar en
el que nació un Dios.
Cuando uno visualiza esta escena, capta por un efímero instante, aunque sea muy remotamente,
la dimensión de lo que las Escrituras llaman «la condescendencia de Dios» (1 Nefi 11:16, 26; véase
también 2 Nefi 9:53).5 La palabra condescendencia proviene de los componentes
latinos con y descendere, y significa descender con. El descenso del Salvador a la condición
humana se lo anunció Él personalmente a Nefi en esa primera «Nochebuena»: «He aquí, ha
llegado el momento (…) mañana vengo al mundo» (3 Nefi 1:13). ¡Oh, la magnitud de ese sacrificio,
de esa condescendencia! Esa noche, Dios el Hijo cambió su hogar en los cielos, con todos sus
ornamentos celestiales, por una morada mortal con todos sus elementos primitivos. Él, «el Rey del
cielo» (Alma 5:50), «el Señor Omnipotente que reina» (Mosíah 3:5), abandonó un trono para
heredar un pesebre. Cambió el dominio de un Dios por la dependencia de un bebé. Renunció a
riquezas, poder, dominio y a la plenitud de su gloria ¿y a cambio de qué?: burlas, escarnio,
humillación y sometimiento. Era un intercambio sin precedentes, una condescendencia de
proporciones inauditas, un descenso de profundidad incalculable. Y así, el gran Jehová, el creador
de mundos sin fin, infinito en virtud y poder, hizo su entrada en este mundo vestido con pañales y
acostado en un pesebre.
UN RASTRO DE DIVINIDAD
De cualquier modo, nadie podía enmascarar su naturaleza divina. Podía revestirse su espíritu con
carne y sangre, cubrir su cuerpo con ropas terrenales, correr el velo del olvido en su mente, pero
nadie, nadie en absoluto, podía robarle sus rasgos divinos heredados. No podían ocultarse en su
cuerpo mortal. No podían silenciarse. En todo momento, todos los días, sus atributos divinos se
marcaban en su revestimiento exterior. Se manifestaban en toda sonrisa, en toda mirada, en toda
palabra pronunciada. La divinidad se irradiaba en todo pensamiento, en toda acción y en todo acto.
En el corto período de treinta y tres años, Él dejó un rastro de divinidad que nadie, salvo un
cadáver espiritual, podría negar. Sermón tras sermón, milagro tras milagro, bondad tras bondad,
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asombradas por su doctrina. Cuando Cristo concluía el Sermón del Monte, según las Escrituras,
«les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mateo 7:29). Fueron los
mencionados rasgos celestiales los que motivaron a los que estaban iluminados espiritualmente a
acercarse a él. «Venid en pos de mí», dijo (Mateo 4:19), y los hombres dejaban sus redes,
abandonaban sus vidas (sus profesiones), y lo seguían. Era este fulgor espiritual el que causaba que
los malvados se encogieran ante su presencia cuando un hombre —no, un Dios— los expulsó del
templo; cuando el vicio, en todo su abominable horror se retiró delante de la grandiosa virtud en
todo su esplendor. ¿Sorprende acaso que este Jesús, coronado de espinas, ataviado con una túnica
púrpura, azotado y despreciado, oyera a Pilato decir de él, «¡He aquí el hombre!» (Juan 19:5)?
Uno se maravilla ante su divinidad emergente, mientras crecía de la infancia a la niñez, y de la
niñez a la edad adulta. ¿Cuáles serían sus sentimientos? ¿Cómo sería la vida de un Dios entre
mortales? ¿Con quién podría hablar de lo que le abrumaba? Cierto es que los cuerpos de otros
hombres andaban a su lado, pero ninguno lo igualaba intelectual ni espiritualmente. Ninguno
podía ver y sentir y entender como el veía y entendía. ¿Cómo sería para el Cristo andar por los
polvorientos caminos de su propia creación, ver sus obras divinas a través de unos ojos mortales?
¿Cuándo llegó a comprender que los pájaros que deleitaban sus oídos con su música, que las flores
que perfumaban el aire, que las colinas y los valles en los que le encantaba correr y jugar, las
puestas de sol y las estrellas bajo las cuales él gustaba de admirar y meditar eran sus creaciones? Él
era su diseñador, su arquitecto, su artífice… Sí, su creador mismo.
No sabemos con exactitud cuándo Cristo fue consciente de su misión divina, pero la conciencia
de su identidad divina estaba germinando a una edad temprana. Con cada aliento y cada día que
pasaba, sus cualidades divinas se manifestaban hasta que su cuerpo mortal quedó inmerso en
divinidad. Entonces llegó el momento de su misión encomendada. Todo lo que podía rememorarse
ya se había recordado; todos los poderes que podían invocarse ya se habían obtenido. La hora
fijada había llegado. El momento del enfrentamiento, anhelado por largo tiempo, estaba aquí. La
divinidad y el mal habían recorrido sus caminos dispares. Cristo estaba listo para salvar a sus hijos;
irónicamente, ellos «buscaban cómo matarle» (Lucas 22:2). Esta era la hora de la verdad, el
clímax. Todo se centraba en el poder del Eterno frente al poder del Maligno.
NOTAS
1. McConkie, Doctrina mormona, 176.
2. Whittier, «La bondad eternal» en Sánchez-Eppler, Poesía de John Greenleaf Whittier, 19, 23.
3. Milton, Paradise Lost, 95–96.
4. Benson, Sermones y escritos, 39.
5. Estos comentarios no tienen por objeto sugerir que esta frase no sea susceptible también de
otras interpretaciones.
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Capítulo 10
INFINITA EN PODER
solos en el suelo y saltando hacia atrás sobre la mesa, es que lo prohíbe la segunda ley de la
termodinámica. Esta ley dice que en cualquier sistema cerrado el desorden, o la entropía, siempre
aumenta con el tiempo. En otras palabras, se trata de una forma de la ley de Murphy: ¡las cosas
siempre tienden a ir mal! Un vaso intacto encima de una mesa es un estado de orden elevado, pero
un vaso roto en el suelo es un estado desordenado. Se puede ir desde el vaso que está sobre la mesa
en el pasado hasta el vaso roto en el suelo en el futuro, pero no así al revés». 2
Este desorden, o condición de aleatoriedad progresiva, continuaría sin interrupción a menos que
hubiera en el universo una fuerza inteligente y poderosa que revirtiera de alguna manera este curso
natural. John Taylor habló de una fuerza inteligente como esa:
«Estas leyes [que gobiernan el universo] se encuentran bajo la vigilancia y el control del gran
Legislador, quien maneja, controla y dirige todos estos mundos. Si no fuera así, se moverían por el
espacio en una confusión desatada y un sistema se abalanzaría sobre el otro, y mundo tras mundo,
sería destruido, con sus habitantes».3
Ciertamente, la creación fue una impresionante demostración de estos poderes de inversión. La
Expiación fue otra manifestación similar. Una y otra vez, las Escrituras se refieren a la Expiación
como poder. Con la posible excepción de la palabra amor, parece ser la palabra más empleada para
describir el proceso expiatorio. Tal poder era una extensión natural de la naturaleza infinita del
Salvador. Del mismo modo que la felicidad no puede adquirirse independientemente de la
obediencia a las leyes de Dios, el poder no puede adquirirse permanentemente sin el desarrollo de
las virtudes divinas. No se puede tener lo uno sin lo otro. Están conectados inseparablemente.
EJERCICIO Y ADQUISICIÓN DE PODER
La Expiación fue tanto un ejercicio como una adquisición de poder. Una de las ironías de la vida
es que adquirimos amor cuando lo damos; aumentamos en conocimiento cuando distribuimos el
que tenemos. Y otro tanto sucede con ciertos poderes. Cuando ejercemos poder en rectitud,
adquirimos más poder. Cuando ejercemos poder en iniquidad, perdemos incluso más de lo que
hayamos «regalado». No es más que un reflejo de la parábola de los talentos.
El Salvador ejerció poder cuando soportó las consecuencias del pecado, cuando aguantó el dolor
y, finalmente, entregó su vida. Moroni advirtió: «no neguéis el poder de Dios; porque él obra por
poder» (Moroni 10:7). El ejercicio de todos los poderes necesarios para soportar los sufrimientos
de toda la humanidad puede haber abierto a su vez la puerta para los nuevos poderes necesarios a
fin de resucitar, redimir y exaltar. El coro celestial cantará un día: «El Cordero que fue inmolado es
digno de recibir el poder» (Apocalipsis 5:12; énfasis añadido). Nótese la referencia a la recepción
de poder en el futuro. El Cordero parece recibir nuevo poder después de ser inmolado. Las
Escrituras dejan claro que el Salvador no podía haber resucitado al hombre de no haber muerto
antes. Pablo se refiere a esta secuencia necesaria cuando observa que «para destruir, mediante la
muerte, al que tenía el imperio de la muerte, a saber, al diablo» (Hebreos 2:14). Alma aludió a esta
misma relación causal: «Y tomará sobre sí la muerte» —¿Para qué?— «para soltar las ligaduras de
la muerte» (Alma 7:12). Más tarde, Alma predicó: «la muerte de Cristo desatará las ligaduras de
esta muerte temporal» (Alma 11:42). Cada uno de estos profetas enseñó que la muerte del Salvador
era un requisito previo necesario para la resurrección del hombre. De la muerte de uno nació el
poder de la vida eterna para todos. El Salvador también enseñó este principio: «si el grano de trigo
no cae en la tierra y muere, se queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto» (Juan 12:24; énfasis
añadido).
Cabría preguntarse: ¿podía el Salvador redimirnos de la muerte espiritual, si no hubiera padecido
primero las consecuencias de nuestros pecados? ¿O podía exaltar al hombre común sin haber
interiorizado primero las calamidades de los mortales? Por una parte, la Expiación fue un ejercicio
de increíble poder que facultó al Cristo para soportar la totalidad de la triste condición humana. Y
por otra, el proceso expiatorio fue la adquisición, y la manifestación después, de un poder
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increíble para superar esa condición, tal y como lo demostró el poder para resucitar, para redimir
y para exaltar. ¿Pudiera ser que el ejercicio del poder de soportar era esencial para la adquisición
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del poder de superar? ¿Nació el segundo poder del primero? En cualquier caso, tanto el formidable
poder de soportar como el poder de superar fueron la consecuencia y el reflejo directos de la
naturaleza infinita del Salvador.
NOTAS
1. Milton, Paradise Lost, 213.
2. Hawking, Breve historia del tiempo, 96, 130.
3. Taylor, Gospel Kingdom, 67–68.
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Capítulo 11
INFINITA EN TIEMPO
justicia podían reconocer los beneficios de la Expiación antes incluso de que se pagara el precio de
compra, porque Su promesa, Su palabra, Su crédito era más que suficiente, y todos los que
cumplieron su primer estado lo sabían.
En el concilio premortal, el Salvador convino con el Padre que llevaría a cabo la Expiación. John
Taylor escribió: «Un convenio se formalizó entre Él y Su Padre, en virtud del cual Él acordó expiar
los pecados del mundo»,2 y de ahí en adelante se le conoció como «el Cordero que fue inmolado
desde el principio del mundo» (Apocalipsis 13:8; véase también Moisés 7:47). El Evangelio de
Felipe, uno de los escritos hallados en la biblioteca de Nag Hammadi, sugiere de manera similar:
«No fue solamente cuando apareció que dio voluntariamente su vida, sino que Él entregó
voluntariamente Su vida desde el mismo día que el mundo empezó a existir. Entonces vino a fin de
tomarla, puesto que se había entregado a modo de promesa».3 Y es sobre la base de dicha
promesa o convenio que tuvimos fe en Él. En virtud de ese convenio el Padre pudo prometer la
remisión de los pecados con anterioridad al sacrificio expiatorio, porque «sabía» que Su Hijo no
fallaría. La cuestión no era si Él era capaz de romper su pacto, sino que no lo iba a hacer.
Retóricamente hablando, el Salvador nos recuerda esa verdad: «¿Quién soy yo?», pregunta, «¿para
prometer y no cumplir?» (DyC 58:31; véase también Números 23:19). Salomón reconoció que, en
lo que al Señor respecta, «ninguna palabra de todas sus promesas que expresó por Moisés, su
siervo, ha faltado» (1 Reyes 8:56; véase también Deuteronomio 7:8). Abraham fue otro testigo de
ello: «no hay nada que el Señor tu Dios disponga en su corazón hacer que él no haga» (Abraham
3:17). No sorprende que Nehemías se refiriera a Él como «Dios (…) que guardas el convenio»
(Nehemías 9:32). Cualquier duda acerca de la integridad subyacente a las promesas del Señor
quedó despejada cuando él mismo declaró en la antigüedad: «No quebrantaré jamás mi convenio
con vosotros» (Jueces 2:1; énfasis añadido).
En Cuento de Navidad, Charles Dickens trata la importancia de cumplir las promesas, tal y como
se desprende de su caracterización de Scrooge. Tras una vida de tacañería, el espíritu de la Navidad
ablanda finalmente el corazón de Scrooge. Le promete a Bob Cratchit un aumento de sueldo y
ayudar a su familia en apuros; de hecho, promete empezar a hacerlo esa misma tarde. Y entonces
leemos ese magnífico homenaje a Scrooge: «[él] hizo más de lo que había dicho. Hizo todo e
infinitamente más».4 En un espíritu semejante lo hizo todo el Salvador; cumplió su palabra; llevó a
término una Expiación infinita.
Consideremos por un momento la naturaleza vinculante de un juramento en tiempos del Antiguo
Testamento y del Libro de Mormón. Ahora elevémoslo al convenio de Dios, quien está «obligado»
(DyC 82:10) cuando así lo pacta, y quien «nunca varía de lo que ha dicho» (Mosíah 2:22). Acerca
del juramento y convenio del sacerdocio, el Señor declaró: «todos los que reciben el sacerdocio
reciben este juramento y convenio de mi Padre, que él no puede quebrantar» (DyC 84:40; énfasis
añadido).
Si un Dios «no puede quebrantar» un convenio, ¿entonces por qué no podrían reconocer las leyes
de la justicia los efectos de un convenio con anterioridad a su realización? B. H. Roberts creía que
esto era así: «Los efectos de la expiación fueron reconocidos por los santos de la antigüedad con
anterioridad a la llegada de Cristo y, por ende, antes de que él llevara a efecto la expiación; pero
ello se debía a que la expiación de los pecados del hombre, la satisfacción de la justicia, ya había
sido predeterminada [mediante un convenio], y este hecho otorgó eficacia a su fe, su
arrepentimiento y su obediencia a las ordenanzas del evangelio». 5
Podría ser que un convenio como este ayudara a sostener al Salvador en el jardín cuando sus
fuerzas espirituales y físicas se habían agotado a todas luces, cuando ya «no quedada nada» para
combatir al Maligno y al pecado mismo, más que el puro convenio consistente en llevar a cabo la
Expiación. ¿Cuántos convenios como este han elevado al hombre a alturas superiores? ¿cuántos le
han conferido fuerzas añadidas y generado reservas de resistencia sin explotar cuando todo lo
demás parecía derrumbarse a su alrededor? Así pues, quizá, de alguna manera, este convenio
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puede haber satisfecho las leyes de la justicia a favor de los que vivieron con anterioridad a la
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23), si todos eran inocentes o perfectos. Tanto las Escrituras como la razón nos llevan a la
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inevitable conclusión de que el pecado estaba presente en la época preterrenal. Joseph Fielding
Smith Jr. llega a idéntica conclusión: «La imagen está completa. El hombre podía pecar con
anterioridad a su nacimiento como ser mortal». 9
Algunos se preguntarán: «¿Cómo conciliar este concepto con el pasaje según el cual ‘ninguna
cosa impura puede morar con Dios’?» (1 Nefi 10:21; véase también 1 Nefi 15:33). Una lectura
minuciosa de estos pasajes y otros afines revelará que el verbo «morar», tal y como se emplea en
este contexto, hace referencia a una condición permanente o eterna que existe después de que los
hombres sean traídos «ante el tribunal de Dios» (1 Nefi 10:21; véase también 3 Nefi 27:19;
Mormón 7:7; DyC 76:62). «Morar» es, en este sentido, un estado futuro. Hasta que tenga lugar el
juicio no parece que exista en las Escrituras prohibición alguna de la comparecencia temporal de
seres imperfectos en la presencia de Dios. De hecho, las Escrituras dejan claro que pecadores
vivieron temporalmente en la presencia de Dios en la época preterrenal, tal y como pone de
manifiesto la rebelión de Satanás y la guerra que se desató en los cielos posteriormente. Sabemos
que todos los hombres, incluso los inicuos, volverán a la presencia de Dios para ser juzgados y
«verán su rostro» (2 Nefi 9:38). Incluso Pablo, de camino en persecución de los santos de
Damasco, estuvo en presencia del Señor resucitado (Hechos 9:3–6, 17). Asimismo, el Salvador
glorificado «moró» entre los nefitas justos, pero aún imperfectos, que estuvieron presentes en su
venida. A estos nefitas el Salvador les predicó conminándolos a arrepentirse de «de [sus] pecados»
(3 Nefi 9:13; véase también 3 Nefi 11:23, 37). Por consiguiente, no parece incompatible desde el
punto de vista escriturario que en el periodo preterrenal Dios permitiera que sus hijos imperfectos
residieran temporalmente en su presencia mientras les enseñaba, educaba y preparaba para el día
de su probación mortal. Allí «recibieron sus primeras lecciones en el mundo de los espíritus» (DyC
138:56). Eliza R. Snow escribió acerca de este periodo en su himno tan querido, «Oh mi padre»:
¿Tu morada antes era
de mi alma el hogar?
En mi juventud primera,
¿fue Tu lado mi altar?10
De acuerdo con su fidelidad, estos hijos espirituales volverían algún día a nuestro padre, y
vivirían (morarían) con Él «por los siglos de los siglos» (DyC 76:112).
Asumiendo que hayamos pecado en la etapa premortal, ¿cómo podrían limpiarse nuestros
pecados preterrenales para nacer en la inocencia? Quizá la Expiación infinita del Salvador también
englobaba esta fase de nuestro viaje eterno, y aportó la purificación necesaria. Orson Pratt creía en
esa doctrina y la enseñó: «No vemos ninguna incorrección en el hecho de que Jesús se ofreció al
Padre como ofrenda y sacrificio aceptable a fin de expiar los pecados de Sus hermanos,
comprometido, no solo en el segundo, sino también en el primer estado».11 Robert J. Matthews
cita a Orson Pratt, y a continuación añade: «No se está expresando la doctrina de la Iglesia, pero lo
que dice resulta claro, coherente y razonable y yo lo creo».12 Doctrina y Convenios parece
confirmar esta creencia: «Todos los espíritus de los hombres fueron inocentes en el principio [en
referencia a nuestro nacimiento espiritual]; y habiéndolo redimido Dios de la caída [en referencia
a la Expiación], el hombre llegó a quedar de nuevo en su estado de infancia [en referencia al
nacimiento terrenal], inocente delante de Dios» (DyC 93:38; énfasis añadido).
Nuestro comienzo en la existencia espiritual fue en un estado de inocencia, es decir, éramos
puros y estábamos libres del pecado.13 Evidentemente, mediante la Expiación de Jesucristo y sus
poderes redentores, nacimos idénticamente inocentes en la vida mortal, sin mácula y sin mancha
por causa de nuestros pecados premortales. Si bien sería prematuro llegar a una conclusión
definitiva antes de obtener más revelación al respecto, parece que la Expiación se extendía hacia
atrás lo suficiente como para incluir todos nuestros pecados, incluida, de ser preciso, nuestra vida
premortal. Así, se aplicaría de manera retroactiva con efectos infinitos.
51
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INFINITA
EN COBERTURA
al hombre en lugar de a la tierra y a todas las formas de vida, como acreditan las escrituras». 5 El
élder Talmage era de una opinión similar: «En las escrituras aprendemos que la transgresión de
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Adán desembocó en un estado caído, no solo de la humanidad, sino de la tierra misma también. En
este y en muchos otros acontecimientos históricos (…) la naturaleza parece estar íntimamente
relacionada con el hombre».6
¿Cómo ha redimiendo la tierra el Señor, entonces? ¿Acaso va a morir? Las Escrituras así lo
afirman con claridad. Isaías habló de un momento en el que «la tierra se envejecerá como ropa de
vestir; y de la misma manera perecerán sus moradores» (Isaías 51:6; véase también 2 Nefi 8:6). La
revelación de los últimos días confirma esta verdad, ya que, al referirse a esta esfera terrestre, el
Señor afirmó: «será santificada; sí, a pesar de que morirá, será vivificada de nuevo; y aguantará el
poder que la vivifica, y los justos la heredarán» (DyC 88:26). Joseph Fielding Smith también habló
de la muerte de la tierra y su renovación o resurrección posibilitada únicamente por la Expiación:
«La tierra, como cuerpo viviente, tendrá que morir y resucitar, pues ella también ha sido
redimida por la sangre de Jesucristo».7
Evidentemente, la resurrección de la tierra tendrá lugar cuando muera y sea renovada y
restaurada a su gloria paradisiaca. ¿Será necesaria otra redención de la tierra, además de su
«resurrección»? La Caída de Adán no solo trajo consigo la muerte física para el hombre y la tierra;
también dio lugar a la muerte física en forma de una Caída de la presencia de Dios, conocida como
primera muerte espiritual. ¿Sufrió igualmente la Tierra una Caída semejante, lejos de la presencia
de Dios? El profeta José enseñó: «Esta tierra volverá a la presencia de Dios y será coronada con
gloria celestial».8 ¿Cómo podía la tierra ser «llevada de nuevo a la presencia de Dios» a menos que
hubiera estado situada geográficamente allí con anterioridad? Lorenzo Snow, sin duda, aprendió
esta verdad del profeta José Smith, ya que habló en términos similares acerca del retorno de la
tierra: «La tierra será retornada en prístina pureza a su órbita primitiva y sus habitantes moraran
en ella en paz y rectitud perfectas».9
John Taylor enseñó que la tierra «fue organizada originariamente cerca del planeta
Kólob».10 Esto permite hacerse una idea de la proximidad de la tierra a Dios en el momento de su
creación, puesto que Kólob es el planeta más cercano a Dios (Abraham 3:3, 16; facsímil núm. 2,
Figura 1).
Brigham Young enseñó que la tierra «fue desplazada de su órbita o estado más glorioso por causa
del hombre».11 En otro lugar enseñó: «Cuando el hombre cayó, la tierra se precipitó al espacio, y
situó su morada en este sistema planetario (…) Esta es la gloria de la cual la tierra provino, y
cuando sea glorificada retornará nuevamente a la presencia del Padre». 12 El élder Bruce R.
McConkie se hace eco de estas enseñanzas: «Cuando Adán cayó, la tierra cayó también y se volvió
una esfera mortal».13
La transgresión de Adán no solo desembocó en la muerte del hombre y su Caída de la presencia
de Dios; la tierra también murió y fue apartada de la presencia de Dios. Las consecuencias que
afectaron a la tierra después de la Caída reflejaron las consecuencias que esta tuvo para el hombre.
De hecho, es sorprendente reconocer las extraordinarias semejanzas existentes entre la tierra y el
hombre. Ambos están sujetos a la muerte; ambos resucitarán; ambos cayeron de la presencia de
Dios; ambos necesitan nacer del agua para ser limpiadas (la tierra recibió el bautismo en la época
de Noé); ambos necesitan ser purificados por el fuego (la tierra recibirá el bautismo de fuego en la
Segunda Venida y con anterioridad a su juicio final) y ambos esperan el día de su celestialización y
retorno a la presencia de Dios. Mediante los poderes de la Expiación, la tierra «resucitará» y será
restaurada a la presencia física del Santo. Cada una de las consecuencias negativas de la Caída,
tanto si afectaban al hombre o esta esfera terrestre, serán corregidas por la Expiación. Podemos
vislumbrar cuán extraordinarios han de ser los poderes de la Expiación, incluso para la tierra,
cuando reflexionamos acerca del grito angustiado que se oyó desde sus entrañas: «¿Cuándo
descansaré y quedaré limpia de la impureza que de mí ha salido? ¿Cuándo me santificará mi
Creador para que yo descanse, y more la justicia sobre mi faz por un tiempo?» (Moisés 7:48).
Animales, peces, aves, árboles e incluso la tierra son herederos del plan de redención. Tan
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amplios y gloriosos son los trascendentales poderes de la Expiación que toda forma de vida
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«[alabará] el nombre de Jehová» (Salmos 148:13; véase también Apocalipsis 5:7–9, 13), y
«¡[declararán] para siempre jamás su nombre!» (DyC 128:23; véase también DyC 77:2–3).
La Expiación es universal, no selectiva en su cobertura. Todas las formas de vida están libres de
la muerte temporal. Asimismo, el rescate del hombre incluye librarse de todas las formas de
muerte espiritual. Baste afirmar que la Expiación amplía completamente sus poderes redentores a
esta tierra y a toda forma de vida que en ella existe, en la medida necesaria para salvarlos de la
muerte física y, cuando corresponda, de la muerte espiritual.
EL REDENTOR DEL UNIVERSO
¿Se extiende la Expiación del Salvador más allá de este mundo? El élder McConkie enseñó:
«Ahora, la jurisdicción y el poder de nuestro Señor se extienden más allá de los límites de esta
pequeña tierra en la cual nosotros moramos; Él es, por debajo del Padre, el Creador de
innumerables mundos (Moisés 1:33). Y, por el poder de su expiación, los habitantes de estos
mundos, dice la revelación, ‘son engendrados hijos e hijas para Dios’, (DyC 76:24) lo que significa
que la expiación de Cristo siendo literal y verdaderamente infinita, se aplica para un infinito
número de mundos».14
¡Este concepto ensancha la mente extraordinariamente! Moisés postuló que, incluso si
pudiéramos contar millones de mundos, «no sería ni el principio del número de tus creaciones; y
tus cortinas aún están desplegadas» (Moisés 7:30). El élder Marion G. Romney, quien escribió un
artículo sobre Cristo el creador de mundos sin fin, afirmó: «Jesucristo, en el sentido de ser su
creador y redentor, es el Señor de todo el universo. Con la excepción del ministerio terrenal que
culminó, su servicio y su relación con otros mundos y sus habitantes son idénticos a la relación que
existe entre su servicio y la relación con esta tierra y sus habitantes». 15 El élder Romney habla del
papel del Salvador en la existencia premortal como Redentor elegido, y agrega: «En definitiva,
Jesucristo, mediante el cual Dios creó el universo, fue elegido [como el Redentor en los concilios
preterrenales] para poner en marcha el gran plan de Elohim de ‘llevar a cabo la inmortalidad y la
vida eterna del hombre’».16 Concluye con su testimonio de la universalidad del Salvador como
Expiador:
«Todos los que tienen un concepto auténtico de Jesucristo y que han recibido un testimonio por
el espíritu de su divinidad se conmueven por siempre jamás ante los anales de su vida. Ven en
todas sus palabras y hechos la confirmación de su señorío, como Creador y Redentor». 17
Evidentemente, el profeta José enseñó esta doctrina en un poema que se le atribuye y en el que
puso en verso un fragmento de Doctrina y Convenios 76:
Y oí fuerte alta voz, dando desde el cielo testimonio,
Él es el Salvador, el unigénito de Dios
Por Él, de Él, y mediante Él, se hicieron todos los mundos,
Incluso todo el firmamento tan extenso,
Cuyos habitantes, del primero al postrero,
Obtienen salvación del mismo Salvador nuestro;
Y de Dios son engendrados hijos e hijas,
Por idénticas verdades e idénticos poderes.18
El encabezamiento de Doctrina y Convenios 76 resume los versículos 18–24 de esta manera:
«Los habitantes de muchos mundos son engendrados hijos e hijas para Dios por medio de la
expiación de Jesucristo» (énfasis añadido). Lorenzo Snow aludió a esta doctrina cuando habló de
la confianza del Padre en su Hijo: «Miles de años antes de que [el Salvador] descendiera a la tierra,
el Padre había observado su trayectoria y sabía que podía depender de Él cuando la salvación de
los mundos estuviera en juego; y no le defraudaron».19
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hecho de que también es un creador multiplanetario, tal y como se enseñó por intermediación de
Moisés, «he creado incontables mundos; (…) y por medio del Hijo, que es mi Unigénito» (Moisés
1:33). Pablo enseñó otro tanto: «Dios (…) ha hablado por el Hijo, (…) por quien, asimismo, hizo
el universo» (Hebreos 1:1–2; énfasis añadido). Dado que el Hijo «hizo el universo», una
interpretación razonable de Doctrina y Convenios 76:42: —«para que por medio de él fuesen salvos
todos aquellos a quienes el Padre había puesto en su poder y había hecho mediante él» (énfasis
añadido)— podría sugerir que el Salvador salvó a todos los habitantes de todos los mundos
«hechos mediante él». El versículo siguiente parece fundamentar esta afirmación: «él glorifica al
Padre y salva todas las obras de sus manos» (DyC 76:43). El élder Russell M. Nelson confirmó
estos pensamientos así: «Y la misericordia de la Expiación se extiende no sólo a una cantidad
infinita de personas, sino también a un número infinito de mundos creados por Él». 20
Hugh Nibley cita el Evangelio de la Verdad, que dice: «Todos los demás mundos miran hacia el
mismo Dios como miran a un sol común», y agrega esta observación propia: «La crucifixión es
eficaz en otros mundos».21 El hermano Nibley cita otros autores de la antigüedad que tenían
perspectivas interesantes sobre el señorío universal del Salvador. Hablando de otros mundos, la
Oda de Salomón 42 reza: «Conocen al que los creó porque están en consonancia. Tienen un
gobernante común, un señor común, de modo que están mutuamente en consonancia, y se
comunican con Él y a través de Él entre ellos, pues la boca del Altísimo les ha hablado». 22 En otros
escritos de la iglesia antigua (1 Clemente) se encuentra registrado: «Dios es el Padre de todos los
mundos (…) Como el Padre de grandeza está en el mundo glorioso, también su Hijo gobierna sobre
esos cosmos como el Señor principal y supremo de todos los poderes». 23 Finalmente, Robert J.
Matthews lo simplifica al máximo posible cuando afirma: «La cuestión surge a menudo, ¿es Jesús
el Salvador de otros mundos? La respuesta es sí».24
Doctrina y Convenios 88 habla de «la tierra y todos los planetas» (DyC 88:43). Entonces se
refiere a estas creaciones colectivamente con la designación de «reinos» (DyC 88:46). Estos reinos
se comparan a un hombre que poseía un campo y que envía a sus siervos a cavar y a preparar el
terreno. El Señor del campo visita cada reino (o planeta) a su debido tiempo, uno en la primera
hora, otro en la segunda hora y finalmente el último en la duodécima, a fin de que cada uno pueda
disfrutar de la contemplación de su rostro. Un fragmento de la parábola sigue a continuación:
«Y así, todos recibieron la luz del semblante de su señor, cada hombre en su hora, en su tiempo y
en su sazón, empezando por el primero, y así hasta el último; y desde el último hasta el primero; y
desde el primero hasta el último; cada hombre en su propio orden, (…) para que su señor se
glorificara en él, y él en su señor, a fin de que todos fuesen glorificados. Por consiguiente,
compararé todos estos reinos [planetas] y sus habitantes a esta parábola» (DyC 88:58–61;
énfasis añadido).
¿Quién es este Señor que visita estos planetas y a sus habitantes, para que estos puedan ser
glorificados? Orson Pratt tiene la respuesta. Se refiere al reino milenario del Salvador y a los puros
de corazón que se alegrarán al contemplar su rostro durante mil años. Entonces, Orson Pratt
añade:
«Se aparta. ¿Y para qué? Para llevar a cabo otros designios; porque tiene otros mundos o
creaciones y otros hijos e hijas, quizá tan buenos como los que moran en este planeta; y ellos, como
nosotros, recibirán su visita y se alegrarán al contemplar el rostro del Señor. Y así irá él, a su
debido momento, de reino en reino o de mundo en mundo, causando que los puros de corazón, la
Sión [sic] tomada de esas creaciones, se regocijen en su presencia». 25
¿Por qué deberían estos habitantes de otros mundos ser glorificados en la presencia de nuestro
Salvador (DyC 88:60)? Porque él es también su Salvador. Dado que Cristo también los ha creado a
ellos, los amó y los redimió. Él es el Salvador de todas las obras de sus manos. No es solamente su
creador; también es el Redentor y Señor del universo entero.
57
qué esta tierra fue la seleccionada entre todas las demás, «sí, millones de tierras como esta»
(Moisés 7:30). ¿Por qué fue esta tierra el campo de pruebas, el planeta redentor? Exponemos a
continuación tres posibles razones.
La primera posibilidad es que Cristo quizá viniera a esta tierra para contrarrestar la gran maldad
que existía en ella. Cuando Enoc construyó su «ciudad de santidad» y algunos hombres conocieron
la paz y la felicidad perfectas, Enoc vio en visión el momento en el que la tierra se encontraría
inundada de una iniquidad extrema. El Señor observaría trágicamente: «puedo extender mis
manos y abarcar todas las creaciones que he hecho; y mi ojo las puede traspasar también, y de
entre toda la obra de mis manos jamás ha habido tan grande iniquidad como entre tus
hermanos». (Moisés 7:36; énfasis añadido).
Evidente, esta tierra conocía cotas más elevadas de maldad que cualquier otra creación de Dios.
¡Qué comentario más trágico! Millones, miles de millones de mundos, incluso más de los que
pueden contarse, y este mundo ocupa un lugar destacado por su maldad. Como testificara el élder
Joseph Fielding Smith: «Su presencia era necesaria debido a la extrema violencia de los habitantes
de esta tierra».26 Esperemos que lo opuesto sea también verdad, y que una iniquidad tan profunda
tenga su respuesta en alturas de rectitud sin parangón. Pudiera ser que la vida terrenal del
Salvador, y con ello su Expiación, estuvieran reservadas para esta tierra con vistas a ejercer una
influencia de estabilización, un contrapeso a fin de compensar su inmensa maldad.
Una posible segunda razón por la que Cristo vino a nuestro mundo podría ser que no existiera
otro mundo lo suficientemente perverso como para crucificar a su Dios. Enoc nos recuerda que el
Salvador vino «en el meridiano de los tiempos, en los días de iniquidad y venganza» (Moisés 7:46).
Tan degenerada estaría la gente en lo relativo a su condición espiritual en esta época que Nefi
comentó que: «ninguna otra nación sobre la tierra (…) crucificaría a su Dios» (2 Nefi 10:3).
¡Resulta casi inconcebible! Cuando tenemos en cuenta la infinidad de naciones que han ocupado
esta tierra, las guerras y los crímenes y la inmoralidad que sus dirigentes han fomentado, la
decadencia tan generalizada por igual entre los países civilizados y sin civilizar, no nos queda sino
preguntarnos cómo es posible que una única nación fuera capaz de crucificar a su Dios. Sin
embargo, las Escrituras declaran que fue así. Dado que solamente una nación en la tierra
crucificaría a su Dios; puesto que este mundo era más inicuo que ningún otro (Moisés 7:36),
entonces, ¿en cuál de las creaciones infinitas de Dios podría él encontrar una nación capaz de
crucificar a su Salvador? El élder Joseph Fielding Smith contempló este planteamiento: «Puede
que esta sea la razón de que Jesucristo fuera enviado aquí y no a otro mundo; en otro mundo
diferente no lo habrían crucificado».27
Hay al menos una tercera posibilidad para explicar el porqué de la venida de Cristo a esta tierra
en particular. Puede ser que aquí él encontrara una muestra transversal de sus hijos —de lo mejor a
lo peor—; una representación de los que habrían de ser testigos de su Expiación.
Tan inicua era la tierra en los días del ministerio de Cristo que el presidente Joseph F. Smith
observó: «sin embargo, no obstante sus poderosas obras y milagros y su proclamación de la verdad
con gran poder y autoridad, fueron pocos los que escucharon su voz» (DyC 138:26). Este rechazo
estuvo tan extendido que el Señor dijo: «Vine a los míos, y los míos no me recibieron» (3 Nefi
9:16). Afortunadamente, en medio de tal maldad generalizada fue posible encontrar un grupo de
inmensa bondad. Pedro, Santiago y Juan son tres de los mejores hombres que esta tierra haya
conocido. Son gigantes espirituales en una nación de niños espirituales. La ley de los opuestos
estaba plenamente en funcionamiento: el bien y el mal en sus extremos respectivos. La observación
de Charles Dickens con respecto a los momentos que precedieron a la Revolución Francesa encaja
a la perfección en lo que a la época terrenal de Cristo se refiere: «Eran los mejores tiempos, eran
los peores tiempos»;28 a lo que se puede añadir: estos eran los mejores hombres, eran los peores
hombres. Noah Webster se expresó de esta manera a propósito de esa diversidad cultural: «La
historia de los judíos presenta la verdadera naturaleza del hombre en todas sus manifestaciones.
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Todos los rasgos de la persona: buenos y malos; todas las pasiones del corazón humano; todos los
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principios que descarrían al hombre en la sociedad se representan en este breve relato, con una
sencillez sin artificios sin igual en la escritura moderna». 29
Tal ambiente de contrastes parecía estar preparado para la venida del Salvador. Habría burlas,
provocaciones, incredulidad y finalmente la crucifixión. Por otra parte, también habría devoción,
fe, entendimiento y aprecio incesantes por parte de una discreta minoría. La nación de Israel
estaba viviendo simultáneamente las profundidades de la maldad y las alturas de la rectitud. La
Expiación del Salvador se malinterpretaría y se comprendería a la vez; se despreciaría y se
valoraría, todo por parte de ambos extremos en esta dicotomía espiritual. Las consecuencias
opuestas del albedrío moral estaban en pleno apogeo. Algunos le traicionarían, mientras que otros
pagarían «mucho dinero» (Mateo 28:12) para cerrar las bocas de los que sabían. También estarían
los apáticos; los que casi se verían persuadidos a hacerse cristianos, y otros que estarían a punto de
lograr la perfección, pero que no lo consagrarían todo. Por este trasfondo de las masas que se
quedarían cortas, habría unos pocos que lo darían todo sin reservas, incluidas sus vidas; que
dieron testimonio de su misión divina audazmente, sin miedo y con fervor.
Acaso fueron estas condiciones encontradas de bondad consumada y maldad desenfrenada las
que causaron que esta tierra estuviera «madura» para la vida mortal de Cristo. Los habitantes de
esta tierra ocupaban la totalidad del espectro en lo que a espiritualidad se refiere. Era la muestra
transversal de la humanidad del Señor. Este era un planeta en el que la Expiación se podía
presenciar y, ser rechazada o aceptada por una muestra completa de la raza universal, y, así, y
quizá por esta razón, se convirtió en el campo de pruebas elegido.
Sea cual sea la causa, Dios seleccionó esta tierra entre sus infinitas creaciones con una finalidad
en mente. Lehi dijo la verdad cuando declaró: «todas las cosas han sido hechas según la sabiduría
de aquel que todo lo sabe» (2 Nefi 2:24).
NOTAS
1. Smith, Answers to Gospel Questions, 5:7.
2. Smith, Words of Joseph Smith, 185.
3. McConkie, «Seven Deadly Heresies», 7–8; énfasis añadido.
4. Journal of Discourses, 3:80–81.
5. McConkie, New Witness, 99.
6. Talmage, Essential James E. Talmage, 211.
7. Smith, Doctrinas de salvación, 1:70. En otra ocasión escribió: «mediante su muerte, su
ministerio y el derramamiento de su sangre, ha efectuado la redención de la muerte para todos
los hombres, para todas las criaturas; no solamente para el hombre, sino para toda criatura
viviente, y aun para la tierra misma sobre la cual estamos, pues se no ha enseñado por
revelación, que ella también recibirá la resurrección» (Smith, Doctrinas de salvación, 1:133).
8. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 217.
9. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 333.
10. Taylor, The Mormon, 29 de agosto de 1857.
11. Smith, Words of Joseph Smith, 84, nota 12.
12. Journal of Discourses, 17:143; véase también Journal of Discourses, 9:317.
13. McConkie, Doctrina mormona, 756; véase también Times and Seasons 3: (1 de febrero de
1842), 672.
14. McConkie, Doctrina mormona, 294; énfasis añadido.
15. Romney, «Jesus Christ, Lord of the Universe», 46; énfasis añadido.
16. Ibid., 48.
17. Ibid., 48.
18. Holzapfel, «Eternity Sketch’d in a Vision», 145. Si bien se cree que José Smith escribió o,
59
cuando menos, aprobó este poema, véase ibid., 141–43, para un análisis más completo de la
autoría del poema.
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Capítulo 13
INFINITA EN PROFUNDIDAD
La Expiación de Cristo fue un descenso a lo que parece el «pozo sin fondo» de la agonía humana.
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Tomó sobre sí los pecados de los pecadores más abyectos; descendió por debajo de las formas de
tortura más crueles jamás diseñadas por el hombre. Su viaje en pendiente englobaba las
transgresiones de todos los que han pecado ignorantemente; incorporaba el sufrimiento que no
estaba relacionado con el error espiritual, pero que era todavía eficaz en ocasionar un dolor
punzante: la agonía de la soledad, el dolor de las limitaciones, los suplicios de las flaquezas y la
enfermedad. En el curso de su descenso divino le asaltaron todas las tentaciones que azotan a la
raza humana.
Después de nuestros vanos intentos de explicar las profundidades insondables de este viaje
terrible, volvemos a esas palabras sencillas, aunque expresivas, de las Escrituras: «descendió
debajo de todo» (DyC 88:6). No hay lugar a equívocos, ni a retractaciones, ni a disculpas… la
Expiación es infinita en profundidad.
Si la totalidad del sufrimiento y la ansiedad del ser humano fuera susceptible de categorización,
podría clasificarse como sigue: primero, el sufrimiento causado por el pecado; segundo, el
sufrimiento que emana de la transgresión inocente de la ley; tercero, el sufrimiento relacionado
con las flaquezas, las debilidades, las deficiencias o las pruebas que no tienen nada que ver con el
pecado ni la transgresión; cuarto, el sufrimiento vinculado a nuestra confrontación con las
tentaciones del mundo; y quinto, el sufrimiento o la ansiedad que exige el ejercicio de la fe. Las
Escrituras están repletas de pruebas de que el Salvador no estuvo exento de ninguno de estos
males; más bien se enfrentó a cada uno de ellos «frontalmente».
EL SUFRIMIENTO PROVOCADO POR EL PECADO
Pedro explicó que el Salvador «padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos,
para llevarnos a Dios» (1 Pedro 3:18). Tal sufrimiento no estuvo limitado a unos cuantos pecadores
cobardes. El Salvador mismo declaró que padeció «estas cosas por todos» (DyC 19:16; énfasis
añadido; véase también DyC 18:11). Juan, en su anuncio del Salvador, lo presentó como «el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Cuando el Salvador visitó a los
nefitas, les habló de la amarga copa de la que había bebido «tomando sobre mí los pecados del
mundo» (3 Nefi 11:11). Nada de beber la copa parcialmente, nada de discriminación selectiva en la
absorción de ciertos pecados en lugar de otros; él tomaría sobre sí, como mencionan las Escrituras,
«los pecados (…) de todo el mundo» (1 Juan 2:2). Nada se quedaría en el tintero. Así era la
doctrina revelatoria tal y como la enseñó José Smith, que Jesús fue «crucificado por el mundo y
para llevar los pecados del mundo, y para santificarlo y limpiarlo de toda iniquidad» (DyC 76:41;
énfasis añadido).
El sufrimiento del Salvador incluiría a «los más viles pecadores» (Mosíah 28:4); al conocido por
ser «hombre muy malvado e idólatra» (Mosíah 27:8), al que era un «blasfemo, y perseguidor»
(1 Timoteo 1:13), a aquellos que «se habían extraviado» y «se habían entregado a todo género de
iniquidades» (Alma 13:17); a aquellos que fueron «sacad[os]» de su «estado terrible, pecaminoso y
corrompido» (Alma 26:17); aquellos que se encontraban «en el más tenebroso abismo» (Alma
26:3); y a aquellos que reconocieron ser «los más perdidos de todos los hombres» (Alma 24:11).
Incluiría incluso el sufrimiento de los que eligieron no arrepentirse. Dicho de otro modo, el
Salvador sufrió no solo por los que él sabía que se arrepentirían; también lo hizo incluso por los
que optarían por rechazar su ofrenda sacrificial. Brigham Young lo dejó claro: «[El Salvador] había
pagado la deuda completa, tanto como si recibimos su don como si no». 2 El «fue contado» como
dijo Isaías, «con los transgresores» (Isaías 53:12).
¿Existe algún límite a los poderes en apariencia infinitos de la Expiación? ¿Hay acaso alguna
profundidad en la que incluso el Salvador no se haya hundido? Las Escrituras nos dan la respuesta:
«[El Salvador] descendió debajo de todo» (DyC 88:6). De hecho, «sufrió el dolor de todos los
hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y venir a él» (DyC 18:11; énfasis añadido).
Pero ¿qué sucede con el pecado imperdonable? El profeta José se refirió a la situación de aquellos
62
que lo hayan cometido: «Después que el hombre ha pecado contra el Espíritu Santo, no hay
arrepentimiento para él. Tiene que (…) negar a Jesucristo cuando se le han manifestado los cielos,
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y renegar del plan de salvación mientras sus ojos están viendo su verdad». 3
En resumidas cuentas, esas personas «crucifican de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y le
exponen a vituperio» (Hebreos 6:6; véase también DyC 76:35; 132:27). Para ellos, los conocidos
como hijos de perdición, hay una resurrección y un retorno a la presencia de Dios a efectos del
juicio, pero no hay escapatoria de la segunda muerte espiritual para ellos. Esto no se debe a que la
Expiación tenga la más mínima carencia a lo que a su naturaleza infinita se refiere; la causa es que
estas almas rechazaron el don del arrepentimiento que se había ofrecido. Recuerda al amigo de
Galileo que se negó a mirar por el telescopio «puesto que en realidad no quería ver lo que había
negado con tanta firmeza».4 Del mismo modo también, estos hijos de perdición han rechazado ese
instrumento (a saber, la Expiación) que proporciona el poder purificador que les redime. Las
Escrituras hablan del triste estado en el que se encontrarán todos los que no se arrepientan:
«Porque, ¿en qué se beneficia el hombre a quien se le confiere un don, si no lo recibe? He aquí, ni
se regocija con lo que le es dado, ni se regocija en aquel que le dio la dádiva» (DyC 88:33).
El pecado imperdonable es un rechazo fundamentado, calculado e irreversible del Salvador y de
su sacrificio expiatorio. Afirmar a continuación que la Expiación no es infinita sería como alegar
que el hijo que rechaza la herencia de un padre ha sido víctima de robo. Baste decir que rechazar
un regalo no equivale a refutar su existencia. Los hijos de perdición han elegido desheredarse,
convertirse en huérfanos espirituales. El Señor le habló a Alma de los que «no quisieron ser
redimidos» (Mosíah 26:26; véase también DyC 88:33). ¿Cómo podría alguien sostener que la
Expiación no es infinita cuando la única razón de que no se aplique en la vida de una persona es el
rechazo de ese don por parte del interesado? En tales circunstancias no tenemos derecho a
reclamar misericordia. Esta fue precisamente la advertencia de Mormón: «Porque el que diga esto
vendrá a ser como el hijo de perdición, para quien no hubo misericordia, según la palabra de
Cristo» (3 Nefi 29:7).
Las Escrituras declaran que el Salvador «salva todas las obras de sus manos, menos a esos hijos
de perdición que niegan al Hijo después que el Padre lo ha revelado. Por tanto, a todos salva él
menos a ellos» (DyC 76:43–44; énfasis añadido). Es decir, el Salvador salva a todos de las tinieblas
de afuera excepto a los hijos de perdición, puesto que «aman las tinieblas más bien que la luz»
(DyC 10:21; véase también DyC 29:44). Hay una razón, y solo una, por la que el Señor no puede
salvarlos: porque ellos han elegido rechazarle a él y a sus poderes redentores. Trágicamente, como
Caín «[aman] a Satanás más que a Dios» (Moisés 5:18). Se han quedado sometidos a la
condenación de la que habló el presidente Joseph F. Smith: «Si hay quien se oponga a que Cristo,
el Hijo de Dios, sea el Rey de Israel opóngase y márchese al infierno con la rapidez que le plazca». 5
La Expiación nos salva a todos en que todos resucitamos y retornamos a la presencia de Dios a
fin de ser juzgados sin ningún esfuerzo por nuestra parte. Sin embargo, no puede exaltarnos a
menos que nos arrepintamos. Si una persona no alcanza la exaltación, lo que se pone en tela de
juicio no es la naturaleza infinita de la Expiación; la cuestión es el espíritu penitente de la persona.
Para alcanzar la exaltación no tiene más que arrepentirse. Cada uno de nosotros tiene la llave que
abre los poderes purificadores de la Expiación, pero nos corresponde a nosotros girarla. En pocas
palabras, la Expiación puede abrir la puerta a la divinidad si nos limitamos a girarla.
Del mismo modo que la omnipotencia genuina consiste en la capacidad de hacer cualquier cosa,
en cualquier momento, en cualquier lugar, dentro de los límites de las leyes inexorables de la
justicia, la naturaleza infinita de la Expiación redime a todos de la totalidad de los pecados en todas
las épocas y en todo el universo, en la medida en que esto sea posible con arreglo a las leyes de la
justicia. En algún momento, las leyes de la justicia exigen esfuerzo por nuestra parte; que se
ablanden nuestros corazones y se refinen nuestras almas antes de que sea posible obtener la
exaltacion.6 Alma enseñó este principio: «la misericordia viene a causa de la expiación (…), y
también la misericordia reclama cuanto le pertenece; y así, nadie se salva sino los que
verdaderamente se arrepienten» (Alma 42:23–24).
63
han situado detrás de púlpitos y en otros lugares —grandes hombres— y han testificado que sus
rodillas nunca han temblado, que como unos decían de otros, ‘no tenía nada que ocultar’. Hemos
tenido colosos entre los hombres que no tenían tanta necesidad de redención tanto como
precisaban el poder, y que nunca cayeron demasiado lejos de la luz de comunión a la que me he
referido. No puedo soportar un testimonio de esa naturaleza. Pero si alguno de ustedes ha sido
engañado hasta albergar la convicción de que ha ido demasiado lejos; de que tiene el monopolio de
las dudas que le abruman; de que porta el veneno del pecado que imposibilita llegar a ser
nuevamente lo que podría haber sido… Quiero que me escuchen.
»Testifico que no pueden hundirse a una profundidad que la luz y la arrolladora inteligencia de
Jesucristo no puedan alcanzar. Testifico que, mientras persista una chispa de la voluntad de
arrepentimiento y acudir a él, él estará ahí. Él no sólo se limitó a descender a su condición;
descendió por debajo de ella, ‘a fin de que estuviese en todas las cosas y a través de todas las cosas,
la luz de la verdad’ (DyC 88:6)».7
La Expiación del Salvador engloba todo pecado conocido para el hombre del que uno se pueda
arrepentir.8 Esto es a la vez lógico y reconfortante. Ciertamente, en el consejo preterrenal el Señor
debe haber sabido las profundidades a las que se hundiría la humanidad. No era un principiante en
lo que a la creación se refiere. Él había repasado el proceso una y otra vez; había observado a
nuestros espíritus durante eones. Comprendía los entresijos del corazón de cada hombre. Como le
dijo al profeta Samuel: «Jehová no mira lo que el hombre mira, pues el hombre mira lo que
está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón» (1 Samuel 16:7). Había sido testigo de la
trágica Guerra en el cielo y había visto cómo un tercio de sus espíritus hermanos y hermanas se
rebelaba contra él para elegir al más célebre infiel de todos los tiempos. Seguramente entendía que
habría Sodomas y Gomorras y crímenes de lo más abyecto. Y con certeza tuvo esto en cuenta
mientras colaboraba con el Padre en la planificación de la redención que englobaría todo aquello.
El profeta José confirma tanto la presciencia de Dios como la redención universal: «El gran
Jehová contempló todos los acontecimientos relacionados con la tierra, en lo que al plan de
salvación concierne (…) Él sabía de la caída de Adán, de las iniquidades de los antediluvianos, de la
profunda iniquidad en que se hundiría la familia humana, de sus debilidades y fortalezas, de su
poder y gloria, de sus apostasías, sus delitos, su rectitud y su maldad; comprendía la caída del
hombre y su redención; conocía el plan de salvación y lo manifestó; estaba al tanto de la situación
de todas las naciones y de su destino. Él ordenó todas las cosas de acuerdo con el designio de Su
propia voluntad; Él conoce la situación tanto de los vivos como de los muertos y ha proporcionado
todo lo necesario para su redención».9
Al rey Benjamín no se le escapaban estos planes preterrenales de gran calado, puesto que enseñó
que la Expiación «fue preparada desde la fundación del mundo para todo el género humano que ha
existido desde la caída de Adán, o que existe, o que existirá jamás» (Mosíah 4:7).
En resumen, la Expiación del Salvador salva a todos los hombres de la primera muerte espiritual,
porque las leyes de la justicia no se pueden violar, y, además, exalta a todos los hombres que se
arrepienten, porque las leyes de la misericordia así lo permiten. La Expiación no puede, sin
embargo, exaltar a nadie que la haya rechazado o que irreversiblemente haya cerrado las puertas
del arrepentimiento, puesto que las leyes de la justicia no son tan permisivas. Ese es el mensaje de
Amulek a Zeezrom: «no podéis ser salvos en vuestros pecados» (Alma 11:37; véase también Mateo
1:21). Abinadí lo sabía, ya que al hablar de los que murieron en sus pecados, observó: «el Señor no
ha redimido a ninguno de los tales; ni tampoco puede redimirlos; porque el Señor no puede
contradecirse a sí mismo; pues no puede negar a la justicia cuando esta reclama lo suyo» (Mosíah
15:27; véase también Alma 11:37). Mientras nos quede la más tenue chispa de arrepentimiento en
nuestro interior, Cristo y su Expiación están a la espera, esperando ansiosamente que se los
invoque. La cuestión no es si el Salvador pagó el precio de todos los pecados —que lo hizo—; la
pregunta es si estamos dispuestos a valernos de su sacrificio mediante el arrepentimiento.
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acumulativa de todos los pecados y transgresiones; también cargaría con el dolor propio de toda
depresión, toda soledad, toda pena, todo el sufrimiento mental, emocional y físico y todas las
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elevado y uno inferior. En algunas ocasiones, se trata de una prueba profundamente frustrante.
Otras veces, es una simple molestia, un fastidio menor. Pero en cada caso hay cierto componente
de inquietud, ansiedad y forcejeo espiritual; en última instancia, una elección que nos fuerza a
optar por un bando. La neutralidad no existe en esta vida. Siempre estamos eligiendo, tomando
partido. Esto forma parte de la experiencia humana: hacer frente a tentaciones diariamente, casi a
cada instante, enfrentándonos con ellas no solo en los días buenos; también cuando estamos
alicaídos, cansados, rechazados, desanimados o enfermos. Todos los días de nuestra vida
batallamos contra la tentación, y otro tanto hizo el Señor. Es una parte integrante de la experiencia
humana, que nosotros hemos de afrontar como él lo hizo. Él bebió de la misma copa.
Sabemos poco de los años de juventud del Salvador, pero tan pronto hubo empezado su misión,
«se le dejó para que el diablo le tentara» (TJS, Mateo 4:2). El Salvador salió triunfante, pero
Satanás habría de volver. Las Escrituras indican que «el diablo (…) se alejó de él por un tiempo»
(Lucas 4:13). Los fariseos lo tentarían en numerosas ocasiones, un abogado intentaría tenderle una
trampa, todo ello sin éxito. Incluso estando en la cruz, Satanás escupiría su dardo final: «si eres el
Hijo de Dios, desciende de la cruz» (Mateo 27:40).
Las tentaciones del Salvador no fueron solamente enfrentamientos directos con el Maligno y sus
emisarios. Alma sabía que él sufriría «tentaciones de todas clases» (Alma 7:11). También habría
«dolor en el cuerpo, hambre, sed y fatiga» (Mosíah 3:7). Sin duda él tendría que hacer frente a las
tentaciones de la avaricia, el poder y la fama. Toda tentación de la carne se pondría en su camino.
Como dijo Pablo, él «fue tentado en todo según nuestra semejanza» (Hebreos 4:15; énfasis
añadido). Abinadí dejó claro, no obstante, que si bien él «[sufrió] tentaciones» él «no [cedió] a
ellas» (Mosíah 15:5). Doctrina y Convenios confirma esta misma verdad: «Sufrió tentaciones pero
no hizo caso de ellas» (DyC 20:22). Hubo elecciones, confrontaciones y encuentros, pero nunca
hubo interiorización, justificación, ni gratificación de apetitos. Stephen Robinson expresa este
mismo principio con bellas palabras:
«No me malentienda. De ninguna manera estoy sugiriendo que Jesús haya tenido pensamientos
malsanos, porque eso sería pecar, y Él nunca cometió pecado alguno. No creo que jamás haya
‘batallado’ con las tentaciones. Lo único que quiero decir es que Él era tan vulnerable como
cualquiera de nosotros a los impulsos que llegaban a Su mente de naturaleza mortal, la cual había
heredado de Su madre mortal. La diferencia está en que Él nunca prestó atención a esos impulsos,
y de inmediato los alejó de su mente. La habilidad de la carne para incitar y para seducir era igual
para Él como lo es para nosotros, pero, a diferencia de los demás, Él nunca se sometió a ella.
Nunca meditó, pensó ni contempló las opciones pecaminosas ni siquiera como posibilidades
teóricas—sencillamente no les prestó atención».12
El presidente David O. McKay escribió unas líneas poéticas que se hacen eco de estas
afirmaciones:
Las olas de la tentación batieron en torno a mí,
solo lograron templar mi hombría; ¿Y mi alma? ¡Sin tacha permanecía! 13
Siempre queda la pregunta: ¿por qué se enfrentó el Salvador con la tentación? ¿Por qué tal
condescendencia? Y la respuesta es siempre la misma: «Pues por cuanto él mismo padeció siendo
tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18). Habiendo pasado por
ello, ahora él podía convertirse en nuestro «intercesor, que conoce las flaquezas del hombre y sabe
cómo socorrer a los que son tentados» (DyC 62:1). Brigham Young hizo referencia a esta misma
cuestión: «ha de ser que Dios sabe algo de las cosas temporales y ha tenido un cuerpo y estado en
la tierra; de no ser así no sabría juzgar a los hombres con rectitud, según las tentaciones y el pecado
con los que estos hayan tenido que contender».14
Algunos quizá sostengan que el Salvador no puede empatizar con los que sucumben a la
tentación, dado que él nunca cedió a ella y, en consecuencia, no podría entender, según parece, las
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circunstancias singulares de los que sí han cedido a la tentación. C. S. Lewis puso en evidencia la
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naturaleza falaz de tal argumento: «Ningún hombre sabe lo malo que es hasta que no se ha
esforzado lo suficiente para ser bueno. Hoy se tiene la absurda idea de que la gente buena no sabe
lo que es la tentación. Eso es una mentira burda. Solamente los que procuran resistir la tentación
saben de su fortaleza. A fin de cuentas, uno constata el poderío del ejército alemán combatiéndolo,
no capitulando. Se siente la fuerza de una ráfaga de viento intentando caminar en dirección
contraria, y no tumbándose en el suelo. Un hombre que cede a la tentación después de cinco
minutos no sabe cómo habrían sido las cosas una hora después. Por esa razón la gente mala, en un
sentido, saben muy poco de la maldad. Han vivido bien guarecidos al abrigo continuo de la
rendición. Nunca averiguamos la fortaleza del impulso malvado hasta que procuramos luchar
contra él: y Cristo, dado que fue el único hombre que nunca cedió a la tentación, es también el
único hombre que sabe al máximo lo que significa la tentación: el único plenamente realista».15
EL EJERCICIO DE LA FE
Las Escrituras sugieren que el Salvador soportó todos los pecados, dolores y tentaciones por las
que pasa la raza humana. Sin embargo, ¿pudo haber alguna experiencia humana que él nunca
viviera plenamente debido a su naturaleza única? ¿Se le exigió alguna vez que ejerciera fe o,
estando en posesión de un conocimiento espiritual extraordinario y una herencia divina, quedó
descartada esa posibilidad? ¿No tenemos todos que hacer frente a esos momentos en la vida
cuando la fe y la razón del mundo son en apariencia incompatibles y hemos de escoger entre
ambos? Nos hallamos en una encrucijada espiritual: un camino empedrado con el conocimiento y
la razón del hombre; el otro, con la fe en Dios. Puede darse esta situación cuando nos falta dinero
para pagar el diezmo. O quizá toca a nuestra puerta cuando el Señor nos destina a un puesto muy
por encima de nuestras habilidades naturales. Puede suceder cuando nos llaman a servir en un
momento inoportuno. Puede sobrevenir cuando perdemos nuestro empleo, fallece un ser querido o
contraemos una enfermedad súbita e inesperada, pero de algo podemos estar seguros: vendrá. ¿No
deben todos los hombres enfrentarse en algún momento vital al dilema: la razón del mundo frente
a la fe en Jesucristo?
Moisés pasó por esa experiencia. Acababa de librar a los hijos de Israel. Y ahora los guiaba en un
curso aparentemente suicida directamente hacia el mar Rojo. Los ejércitos egipcios los iban
persiguiendo para darles caza. No hay duda de que los poderes de la razón clamaron: «tuerce a la
izquierda o a la derecha. Continuar hacia adelante es entrar en una trampa mortal, acorralados
entre la barrera del mar Rojo por un lado y el ejército egipcio que se aproxima velozmente por la
retaguardia». Pero Moisés continuó firme en la dirección que había fijado. Iban a marchar, pero
directamente hacia el mar Rojo. Los israelitas, viendo el destino que les aguardaba, alzaron la voz
aterrorizados «mejor nos hubiera sido servir a los egipcios que morir nosotros en el desierto»
(Éxodo 14:12). Moisés estaba solo. El poder de la razón y el poder del pueblo se aliaron contra él
con gran furia. No obstante, en lo más profundo de su alma había un poder que excedía
ampliamente los poderes conocidos para el hombre, un poder que lo impulsaba contra el mundo,
contra viento y marea, contra todo lo racional y lo razonable. Era el poder de la fe. Y ello acabó
siendo su salvación temporal y espiritual —y la de su pueblo—.
Pedro se enfrentó a un momento semejante. El Salvador predicaba en las costas de Galilea. En las
inmediaciones había dos embarcaciones vacías. Los pescadores que faenaban habitualmente en
ellas se encontraban lavando las redes en la orilla. Toda la noche se habían esforzado sin pescar
nada que compensase su vigilia incansable. El Salvador le dijo a Simón Pedro: «Boga mar adentro,
y echad vuestras redes para pescar» (Lucas 5:4). Pedro, sorprendido, replicó: «Maestro, hemos
trabajado toda la noche y nada hemos pescado» (Lucas 5:5). Qué ridícula debe de haber parecido la
sugerencia del Salvador para las mentes racionales de este mundo. ¿Acaso ignoraba que estos eran
pescadores experimentados? Aquel era su trabajo, su medio de vida, su negocio, «su» lago. Habían
estado echando sus redes toda la noche, para retomarlas y volverlas a lanzar después en una vana
68
repetición. Conocían ese lago, las corrientes, los vientos, los patrones de pesca. ¿Por qué malograr
sus esfuerzos intentándolo otra vez? Era un simple carpintero el que les hablaba. ¿Que sabía él de
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la pesca? Pedro se encontraba ahora en una encrucijada. Debía elegir entre la razón y la fe. Y
entonces llegó la emocionante respuesta de Pedro: «pero por tu palabra echaré la red» (Lucas 5:5).
Y se produjo el milagro. Capturaron peces en abundancia; tantos que las redes apenas tenían
capacidad para contenerlos. Hubieron de pedir auxilio a otra embarcación para que les ayudara a
transportar tanta pesca. El Señor no envió a estos pescadores fieles a pescar uno o dos peces, o una
canasta llena de ellos. No; no habría nada de mezquino en su naturaleza benefactora. Los
discípulos habían pasado la prueba de la fe y serían bendecidos abundantemente.
Todos nosotros hemos de enfrentarnos al momento en que los poderes de la razón entran en
conflicto directo con la fe. Toda la lógica, todo el entendimiento de los hombres podrá crecerse al
unísono, y allí, solitaria, en contraposición, se encuentra la fe: inamovible, el ancla de nuestras
vidas. Las mareas de las pruebas podrán subir, las olas oceánicas de la razón mundana golpearán
contra nuestras almas, las tendencias populares del momento ejercerán su tensión con toda su
influencia, pero ahí, impasible, impertérrita, indemne, permanece el alma anclada por la fe. El
filósofo George Santayana escribió acerca de los que no eligen la «mejor parte»:
¡Oh mundo, no escogiste nunca la mejor parte!
Pues no es sabiduría ser tan sólo sabio
y cerrar nuestros ojos en la visión interna;
mas sí es sabiduría creer al corazón.
Colón descubrió un mundo y no tuvo otros mapas
que aquellos que su fe descifraba en los cielos
siendo toda la base de su ciencia y su arte
entregarse a invencibles conjeturas del alma
El saber es cual tea de resinoso pino
que ilumina el sendero sólo un paso adelante
a través de un vacío de misterio y de miedo
Invito así al eterno resplandor de la fe:
el único que eleva el corazón del hombre
hasta ser del divino pensar, el pensamiento.16
Job poseía una fe como esta. Le habían arrebatado la familia, la riqueza, la salud y las amistades.
Incluso su esposa era incapaz de ver razón alguna en sus pruebas. Finalmente, la esposa de Job
clamó diciendo: «Maldice a Dios, y muérete» (Job 2:9). Más tarde, Job, un pilar de fe, respondería:
«aunque él me matare, en él confiaré» (Job 13:15). Nada en este mundo podía extinguir la llama de
su fe.
Ese mismo fuego ardía vivamente en el alma de Nefi cuando regresó a casa de Labán una vez
más: «iba guiado por el Espíritu, sin saber de antemano lo que tendría que hacer» (1 Nefi 4:6).
Esta era una fe pura, absoluta, sin mezcla. Todos los poderes de la razón se habían agotado. Nefi y
sus hermanos le habían solicitado las planchas a Labán y este se había negado a entregarlas; le
habían ofrecido toda la riqueza de su familia y la respuesta había sido negativa. Parecía que habían
agotado todas sus posibilidades. Nefi no tenía ni idea de cuál sería la respuesta. ¿Quién habría
podido imaginarse siquiera cómo sería la respuesta del Señor? Pero la fe, ese poder invisible, le
impulsó a seguir adelante.
Moisés, Pedro, Job, Nefi y los santos fieles de todas las épocas han tenido que tomar esa difícil
decisión en numerosas ocasiones: ¿la fe o la razón? Dicho esto, ¿tuvo el Salvador, dotado de sus
poderes infinitos, tanto espirituales como intelectuales, que hacer frente a ese dilema? ¿Hubo
algún momento en que conociera el final desde el principio? Como todos los mortales, ¿tuvo
alguna vez que optar por la fe en Dios en detrimento de las facultades de su raciocinio? ¿Fue esta
contraposición una parte de su experiencia? En caso contrario, ¿vivió él verdaderamente la penosa
condición humana en su totalidad?
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Hay momentos en la vida del Salvador que sugieren que él también hubo de avanzar por fe. Lucas
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nos cuenta que el joven Jesús «crecía en sabiduría» (Lucas 2:52), dando a entender que la
omnisciencia no se le confirió en un momento determinado. Evidentemente, sus conocimientos y
sus facultades de razonamiento progresaron paso a paso durante su vida mortal. Un progreso de
ese tipo sugiere la existencia de momentos en los que no sabía todas las cosas.
Incluso a la conclusión de su vida en la tierra, cuando el conocimiento de su misión era
primordial y sus facultades racionales estaban en su nivel máximo, parecía que aún existían
asuntos sin resolver, incluso para él. El ruego «Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa»
(Mateo 26:39) fue una petición sincera por una alternativa, de haber alguna, al sacrificio
expiatorio. Su mente inquisitiva repasó todas las opciones y todas las posibilidades, pero, siendo
incapaz de encontrar una alternativa, recurrió con esperanza al ser que sabía y había vivido mucho
más que él. La respuesta fue negativa; no había otra manera. Debía depositar su confianza en Dios
y seguir adelante con fe.
C. S. Lewis escribió acerca de la presciencia de Cristo en los momentos que precedieron
inmediatamente a su muerte. Lewis también creía que el Salvador debía pasar por todas las
situaciones propias de la mortalidad, incluidas las ansiedades que acompañan al ejercicio de la fe.
Lewis concilió de la siguiente manera estas posturas en aparente contradicción: «Resulta claro que
este conocimiento [de su muerte] de alguna forma debe haberse retirado de Él antes de orar en
Getsemaní. No podía, con cualquier reserva en lo tocante a la voluntad de Padre, haber orado que
la copa pasara de Él sabiendo simultáneamente que no sería así. Esto es una imposibilidad tanto
lógica como psicológica. ¿Se dan cuenta de lo que ello implica? A fin de asegurar que ninguna
prueba asociada a la humanidad estuviera ausente, los tormentos de la esperanza —del suspense,
de la ansiedad— fueron liberados sobre Él en el último momento: la supuesta posibilidad de que, al
fin y al cabo, ¿sería en verdad posible? se le acabara ahorrando el horror supremo. Existía un
precedente. A Isaac se le había salvado: también en el último momento, también contra toda
probabilidad aparente (…) Sin embargo, por esta postrera (y errónea) esperanza frente a la
esperanza, y al consiguiente tumulto del alma, el sudor de sangre, quizá Él no habría sido muy
Hombre. Vivir en un mundo totalmente previsible no es ser hombre». 17
Vivir una vida completamente previsible, tal y como sugiere C. S. Lewis, una vida privada de
ansiedad, suspense y fe, es una vida pseudohumana; poco menos que una fachada. Pero ese no fue
el caso del Salvador. Nunca se exigió más fe de cualquier hombre, en ningún momento, que cuando
el Salvador se enfrentó a la terrorífica soledad de las horas que rodearon a la cruz. Este fue el
momento en el que el Padre retiró Su espíritu y lo dejó desconsolado.
La experiencia del Salvador guarda algunas semejanzas con el cautiverio del profeta José en la
cárcel de Liberty. Durante meses el profeta había estado consumiéndose en una celda minúscula y
maloliente sin perspectivas de recibir socorro alguno. Estaba separado de esposa, hijos y amigos.
Se había hecho caso omiso de sus peticiones y apelaciones. En esa situación a todas luces
desesperada, José alzó la voz: «Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿Y dónde está el pabellón que cubre tu
morada oculta? ¿Hasta cuándo se detendrá tu mano (…)?» (DyC 121:1–2). Su frustración es
comprensible. Había recibido un llamamiento elevado y sagrado. Había tanto trabajo que hacer y,
en plena misión, se sentía ahora abandonado temporalmente por el mismo que le había llamado.
Los cielos parecían insensibles.
El Salvador también vivió su propio momento de abandono. El momento álgido de su misión
estaba cerca. Si hubo alguna vez un momento en que fue necesario el apoyo y el Consuelo, era ese.
Solamente unas horas antes él había declarado: «no estoy solo, porque el Padre está conmigo»
(Juan 16:32). Seguramente conocía el día profetizado de «soledad», pero en ausencia de la
experiencia directa, quizá no pudo comprender plenamente su temible, incluso terrorífica,
magnitud. Y así, en su momento de agonía, gritó: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
desamparado?» (Mateo 27:46).
El Salvador estaba afrontando su extraordinaria prueba sin ningún apoyo, salvo su propia
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voluntad y su fe. Nunca antes se había exigido tanta fe de ningún mortal. Los mortales reconocen
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su inferioridad intelectual en comparación con Dios. Dicho de otra manera, son conscientes de que
no lo saben todo. Esperan vivir momentos en los que será necesaria la fe. Sin embargo, en este caso
tenemos a un Dios cuyo conocimiento era supremo, pero todavía marcado por un «porqué», una
laguna entre sus poderes cognitivos y su percepción sensorial. Él se había encontrado con una zona
oscura, una «tierra de nadie» intelectual, incluso para él. Quizá no se esperaba algo así. Quizá no
contemplaba un abandono completo. Quizá no comprendía de antemano la totalidad de la soledad
que debía soportar. Quizás su mente infinita sabía y comprendía todo lo que es posible saber con
antelación, pero incluso esto fue insuficiente ante la dura realidad que conlleva la experiencia real.
Sea como fuere, ese fue un momento desgarrador. ¿Seguiría teniendo fe en ese Dios que ahora se
había retirado? El salmo mesiánico de David nos ayuda a comprender más el pathos de ese
momento, cuando reflexionamos con respecto a la introspectiva pregunta del Salvador: «¿Por
qué estás [Padre] tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?» (Salmos 22:1). Este era
un momento de crisis y de fe máxima. El élder Erastus Snow se refirió a ese instante crítico y a la
necesidad de fe que tenía el Salvador:
«Finalmente, llegó el momento en que el Padre dijo: Debes sucumbir; debes convertirte en la
ofrenda. Y en esta hora oscura el poder del Padre se apartó de él perceptiblemente (…). Y cuando se
vio abocado a exclamar en su postrera agonía en la cruz: Mi Dios, mi Dios ¿por qué me has
abandonado? El Padre no se dignó a responder; no había llegado todavía el momento de explicarlo
y decírselo a él. Pero al poco tiempo, cuando había pasado la prueba, realizado el sacrificio, y fue
levantado de los muertos mediante el poder de Dios, entonces todo quedó claro, todo se explicó y
se comprendió del todo».18 Fue como si no le hubieran entregado la última pieza del rompecabezas
hasta después de la resurrección. Entonces la imagen quedó completa.
Entre tanto, el Salvador mostró su voluntad de continuar, sabiendo que no había más que un
único camino a través de Getsemaní y el Calvario: el sendero invisible de la fe.
En nuestra experiencia terrenal no tenemos apenas nada que pueda compararse a la experiencia
de Cristo: el niño saltando en la oscuridad hacia un padre que puede oír pero no ver; el trapecista
que da el salto mortal hacia los brazos de su compañero sin una red de seguridad; Moisés, sin
saberlo, avanzando directamente hacia el mar Rojo; Job, que no comprendía, pero confiaba;
Abraham maravillado, pero comprometido; Nefi, sin respuesta, pero regresando una vez más; José
Smith, preguntando por qué, y recibiendo por respuesta que, pasara lo que pasara, incluso si «eres
condenado a muerte», incluso «si las puertas mismas del infierno se abren de par en par para
tragarte», «el Hijo del Hombre ha descendido debajo de todo ello. ¿Eres tú mayor que él?» (DyC
122:7–8).
El Salvador tenía fe; ejercía la fe; y por el poder de dicha fe siguió vadeando aguas desconocidas
hasta consumar el sacrificio expiatorio. Como confirmara Lorenzo Snow: «Exigía todo el poder con
el que Él contaba y toda la fe que era capaz de invocar para cumplir lo que el Padre le exigió».19
La Expiación la llevó a cabo un ser infinito de poder infinito, pero, igualmente relevante, los
efectos de la Expiación fueron infinitos en tiempo, cobertura y profundidad. Este acontecimiento
no tiene limitaciones geográficas: no hay estado, país, ni frontera galáctica que no pueda cruzar o
no cruce. No conoce cortapisas temporales. Desciende por debajo de todas las transgresiones, todo
el dolor, todas las tentaciones y toda demanda de fe. Su influencia y efectos transcienden todo el
espacio, todos los mundos y todas las formas de vida. No hay grieta que no llene, no hay abismo
que no haya sondeado. La Expiación era infinita en su calado.
NOTAS
1. Shakespeare, Winter’s Tale, Acto III, escena II, 209–15.
2. Young, Discourses of Brigham Young, 156.
3. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 443–444.
4. Maxwell, A More Excellent Way, 66.
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manera su corazón, quizá de manera irreversible, que en la balanza de la justicia adelantó su día
del juicio en lo relativo a su exaltación y se cerró para siempre la puerta del progreso eterno. Los
penitentes anti-nefi-lehítas se dieron cuenta de esta trágica posibilidad. Habían derramado
sangre antes de sus días de iluminación del Evangelio. Y eran conscientes ahora de las nefastas
consecuencias que tendría empuñar la espada una vez más: «porque si las manchásemos otra
vez, quizá ya no podrían ser limpiadas por medio de la sangre del Hijo de nuestro gran Dios»
(Alma 24:13).
7. Madsen, Christ and the Inner Life, 14; énfasis añadido.
8. Como se ha comentado anteriormente, no es posible el arrepentimiento del «pecado
imperdonable».
9. Smith, Enseñanzas de profeta José Smith, 267; énfasis añadido.
10. Maxwell, «Willing to Submit», 73.
11. Benson, Sermones y escritos, 6.
12. Robinson, Créamosle a Cristo, 129–30.
13. McKay, Home Memories of President David O. McKay, 33.
14. Journal of Discourses, 4:271.
15. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 337–38; énfasis añadido.
16. Santayana, «Oh, mundo», en Alonso Gamo, Un español en el mundo: Santayana, 258.
17. Lewis, Joyful Christian, 171–72.
18. Journal of Discourses, 21:26.
19. Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 98; énfasis añadido.
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Capítulo 14
INFINITA EN SUFRIMIENTO
«padecimiento que hizo que yo, Dios (…) sangrara por cada poro» (DyC 19:18). Su cuerpo, en
reacción violenta al sufrimiento sobrehumano que se le clavaba, literalmente, no figurativamente,
Page
almas de la tierra con excepción de ocho, pero las aguas del bautismo limpian simbólicamente y
salvan a toda alma que busque la vida eterna. El fuego es el símbolo del castigo para los
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angustiados moradores del infierno, pero Isaías se refirió a los justos que vivirán en «llamas
eternas» (Isaías 33:14; véase también Apocalipsis 15:2). En la Segunda Venida será el fuego lo que
destruirá a los malvados, pero entre tanto es el fuego del Espíritu Santo el que depura y conserva al
que se arrepiente espiritualmente. De similar manera dualística, es el derramamiento de la sangre
del hombre lo que simboliza la muerte, pero es el derramamiento de la sangre de Cristo lo que
simboliza la vida eterna.
Parece adecuado que el lugar en que se derramara su sangre fuera un jardín llamado Getsemaní.
Como explica Truman Madsen: «Geth o gat significa en hebreo ‘prensa’. Shemen significa ‘aceite’.
Este era el Jardín de la prensa de la oliva». El hermano Madsen explica a continuación el
funcionamiento de la prensa: «A fin de producir aceite de oliva, los aceites refinados deben
obtenerse mediante el prensado de aceitunas refinadas. Las aceitunas ablandadas y aderezadas se
colocaban en bolsas resistentes y se trituraban sobre una piedra con surcos. Entonces, una enorme
roca de prensado lateral y circular se hacía rodar por la parte superior, tirada por una mula, o un
buey y un látigo punzante. Otro método empleado consistía en el uso de palancas de madera
pesadas o tornillos que permitían girar vigas hacia abajo como un torno sobre la piedra con el
mismo efecto: presión, presión, presión… hasta que fluía el aceite».8
De modo que así existió «presión, presión, presión» de los pecados infinitos hasta que brotó
sangre por cada poro. «Ciertamente», como observó el hermano Madsen: «el simbolismo del lugar
es ineludible».9
UN ÁNGEL LE DA FUERZAS
¿Cómo sería el estado mental, físico y espiritual del Salvador en este momento de crisis en el
jardín que un ángel del cielo tuvo que acudir «para fortalecerle» (Lucas 22:43)? ¿A un Dios?
¿Suponemos que él, un Dios, estaba tan debilitado por este suplicio que ahora necesitaba que le
fortalecieran? ¿Qué mensajero celestial ofreció esa ayuda? ¿Fue Adán? ¿Noé? ¿Abraham?
Ciertamente, en un momento tan crítico para el destino del hombre, este ángel debe haber sido
alguien sobresaliente. El élder Bruce R. McConkie sugiere que se trataba del «poderoso Miguel
[Adán]».10 Si bien no conocemos con certeza la identidad de este enviado del cielo para consolar al
Salvador, hay al menos cuatro razones por las que sí puede haber sido Adán. 11 Primero, Adán,
quien colaboró en la creación de esta tierra y fue el padre del hombre mortal, habría tenido sumo
interés en el destino final del hombre. Sin duda, Adán tenía un interés particular en que la creación
de la tierra y de todos los dominios del planeta no se crearan en vano. En segundo lugar, parece
conveniente que la persona que desencadenó en parte la necesidad de la Expiación fuera ahora el
agente que en representación de la humanidad asistiera al que rogó que se llevara a efecto su
redención. En tercer lugar, y tal y como enseñó José Smith, Adán tiene el papel de presidir la
jerarquía de los seres celestiales, dado que los «ángeles se hallan bajo la dirección de Miguel o
Adán»;12 parece que no habría ningún otro mensajero más idóneo que él para fortalecer y bendecir
que el arcángel presidente. Cuarto, Adán tuvo una relación única con el Salvador. No solo colaboró
con él en el proceso de la creación; también estuvo a su lado en batalla cuando el Señor dirigió a las
fuerzas celestiales (Apocalipsis 12:7). Ahora, nuevamente, Adán estaría unos instantes junto a él
mientras el Salvador tomaba parte en la batalla más crucial de todas. Adán no podía sustituir al
Salvador (él debía sobrellevar todo esto en solitario), pero lo que sí podía hacer, sin duda deseaba
hacerlo. Puede que estuviera ahí para consolarlo, confortarlo, apoyarlo e incluso para bendecirlo.
Las Escrituras guardan silencio en cuanto a la naturaleza del contacto entre Cristo y su visitante
angélico en esta ocasión. No cabe duda de que este fue uno de esos momentos tan sagrados que no
habría de quedar registrado en los anales humanos.13 Evidentemente, ciertos pensamientos del
espíritu son tan elevados, tan conmovedores, que no pueden encerrarse en el lenguaje oral o
escrito empleado por el hombre. Sencillamente, se escapan a toda expresión mortal. A todas luces,
76
debe haberle brindado a Cristo la bendición más plena que los cielos podían aportar. Con certeza,
este fue un momento de pathos transcendental. Quizá ambos derramaran lágrimas y se
transmitieran una intensidad de amor conocida únicamente para los dioses y los ángeles. Puede
que el ángel ofreciera palabras de consuelo y confianza. O quizá bastó con la fuerza de su presencia
silente. Sea cual sea la naturaleza de este contacto divino, el Salvador encontró la fuerza suficiente,
en medio de un dolor inimaginable, para seguir adelante. Truman Madsen nos recuerda que el
ángel acudió para «fortalecer; no para librar» 14
Había llegado el momento. El punto más crucial de la historia estaba aquí. Las palabras del
letrista nunca habían sido más adecuadas que ahora: «en tus calles brilla la luz de redención que
da a todo hombre la eterna salvación».15 Todos los demás acontecimientos, por relevantes que
hayan parecido ser, se volvían insignificantes en comparación con este momento. Sin este instante,
toda la historia sería en vano.
LAS PROFUNDIDADES DE SU SUFRIMIENTO
Cristo había estado ayunando cuarenta días, se había enfrentado cara a cara con Satanás,
aguantado burlas, insultos e injurias; había soportado las dolorosas punzadas del rechazo, incluido
el brutal golpe de la traición. ¿A qué nuevas profundidades tuvo que hundirse ahora para clamar:
«Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa» (Mateo 26:39)? ¡Pero era imposible!
Quizá los que estaban más cercanos al Señor pueden entender mejor su sufrimiento, un
sufrimiento que sobrepasó la capacidad de comprensión finita del hombre. El presidente John
Taylor dijo agudamente al respecto: «Sobre Él cayeron el peso y la agonía de los siglos (…). De ahí
Su dolor profundo, Su angustia indescriptible, Su tortura abrumadora, todo ello vivido en la
sumisión al fíat eterno de Jehová y a las exigencias de una ley inexorable. (…) Gimiendo bajo esta
carga concentrada, esta presión intensa e incomprensible, esta terrible exacción de justicia divina,
ante la cual la frágil humanidad retrocedía, y a través de la agonía vivida de esta forma sudando
grandes gotas de sangre, se vio inducido a exclamar: ‘Padre, si es posible, pase de mí esta copa». 16
El presidente Taylor centra nuestra atención en la visión de Enoc, quien «vio que el Hijo del
Hombre era levantado sobre la cruz, (…) y fueron cubiertos los cielos; y todas las creaciones de
Dios lloraron; y la tierra gimió; y se hicieron pedazos los peñascos» (Moisés 7:55–56). Y entonces
comenta: «Y así, tal fue la presión torturadora de esta agonía intensa e indescriptible, que esta
explotó más allá de los confines de Su cuerpo, sacudió toda la naturaleza y se extendió por el
espacio».17 Igual que el hombre se estremece ante el dolor y el sufrimiento, también la naturaleza
parece responder de manera semejante.
Cabe preguntarse si la respuesta de la naturaleza en el Nuevo Mundo al sacrificio expiatorio del
Salvador fue una indicación de lo que sucedió en otros mundos. Sea como fuere la respuesta
medioambiental en el Viejo Mundo, en el Nuevo se registraron manifestaciones asociadas de una
mayor magnitud. Parece que se aplicó una ley de compensación divina: las naciones y los mundos
que no recibieron el privilegio del ministerio terrenal del Salvador obtuvieron testimonios físicos
mayores en calidad de testimonio compensatorio. El Viejo Mundo y su estrella en los cielos como
señal de la entrada del Salvador en la vida terrenal. En el Nuevo Mundo hubo «muchas señales y
prodigios en el cielo» (Helamán 14:6), pero el testimonio más concluyente de todos fue la sucesión
de un día, una noche y un día de luz. Tan poderoso y convincente fue este testimonio que «todos
los habitantes (…) se asombraron a tal extremo que cayeron al suelo» (3 Nefi 1:17). El Viejo Mundo
tuvo sus temblores y sus tres horas de oscuridad, pero estos acontecimientos se antojan una
nimiedad cuando se comparan con los cataclismos registrados en el Nuevo Mundo.
Esas tierras que no contaron con la presencia física del Salvador sin duda respondieron con
reacciones más intensamente elementales como testimonio compensatorio. El Nuevo Mundo
sufrió relámpagos cegadores, estruendos temibles, tempestades, torbellinos y un terremoto de
consecuencias tan colosales que «sacudían toda la tierra como si estuviera a punto de dividirse»
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(3 Nefi 8:6). Pero hubo más. Una oscuridad —espesa, vaporosa, total—envolvió la tierra durante
tres días. No eran unas tinieblas tenues y débiles, una oscuridad a la que los ojos se adaptan a la
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larga; no: esta era una negrura impenetrable, «de modo que no podía haber ninguna luz» (3 Nefi
8:21). Estas tinieblas eran frías, férreas, sofocantes, un símbolo de la maldad y la tragedia en su
máxima medida. Era una oscuridad similar a la que cubrió Egipto en la época de Moisés, «tinieblas
(…) tan densas que cualquiera las palpe (…) y hubo densas tinieblas tres días por toda la tierra de
Egipto» (Éxodo 10:21–22).
La naturaleza y todos sus elementos se unieron en horrenda armonía. Incluso los reyes de las
islas del mar exclamaron: «El Dios de la naturaleza padece» (1 Nefi 19:12). Los elementos se
retorcieron y contorsionaron en toda su furia como prueba innegable de un sufrimiento que, sin
duda, era de alcance galáctico: todo hombre, animal terrestre, pez, planta y todo elemento en esa
vasta extensión del espacio que llamamos el universo. Los sufrimientos del Salvador semejaron a
un peñasco de dimensiones prodigiosas lanzado en medio de un estanque cristalino: las ondas que
se proyectaron desde Getsemaní y el Calvario, como dijera el presidente John Taylor, se
«[expandirían] por todo el espacio»,18 y por el momento, «toda la eternidad padece» (DyC
38:12).19 John Taylor entendió que el padecimiento del Salvador afectó a la naturaleza
universalmente:
Mundo tras mundo, cosas eternas,
Soporta en tu angustia, Rey de reyes.20
Aunque las palabras son inadecuadas para describir esta prueba infinita, quizá Frederik Farrar
ha expresado mejor que nadie, con extraordinaria elocuencia y precisión de pensamiento, lo que
para otros no ha pasado del mero intento:
«Jesús supo que la horrenda hora de Su humillación más profunda había llegado; que, desde ese
momento hasta la expresión de ese gran lamento con el que entregó el espíritu, nada quedaba para
Él en la tierra sino la tortura del dolor físico y el patetismo de la angustia mental. Todo lo que el
organismo humano puede tolerar en lo que a sufrimiento se refiere se acumularía sobre Su cuerpo
encogido; Toda la miseria que el insulto cruel y aplastante pueden infligir supondrían una pesada
carga para Su alma; y en este tormento del cuerpo y agonía del alma incluso la serenidad excelsa y
radiante de Su espíritu divino habría de sufrir un temible, aunque breve, eclipse. El dolor en su
aguijón más punzante, la vergüenza en su brutalidad más abrumadora, toda la carga del pecado y
la miseria de la existencia humana en su apostasía y caída… aquello era lo que Él debía ahora
enfrentar en toda su acumulación más inexplicable». 21
Y por si lo anterior fuera poco, Farrar continúa afirmando:
«Es tan natural la muerte como lo es el nacimiento. El cristiano apenas necesita que se le diga
que no fue tal vulgar temor lo que forzó a su Salvador a sudar sangre. No; fue algo infinitamente
mayor: infinitamente mayor de lo que nuestra imaginación más desatada es capaz de aprehender.
Fue algo mucho más mortífero que la muerte. Fue la carga y el misterio del pecado del mundo lo
que abrumaba Su corazón; fue saborear, en la humanidad divina de una vida sin pecado, la amarga
copa que el pecado había envenenado (…). Fue el padecimiento, por parte del perfectamente
inocente, de la peor malicia que el odio humano fue capaz de concebir; fue albergar, en el seno de
la inocencia perfecta y el amor perfecto, todo lo que había de detestable en la ingratitud humana;
todo lo que había de pestilente en la hipocresía humana; todo lo que había de cruel en la cólera
humana. Fue desafiar el último triunfo de la furia y el rancor satánicos, uniéndose contra Su
solitaria cabeza todos los dardos flamígeros de la falsedad judía y corrupción pagana: la ira
concentrada de los ricos y los respetables, la cólera vociferante de la turba ciega y brutal. Fue sentir
que los suyos, aquellos a los que había venido, amaron más la oscuridad que la luz; que la raza del
pueblo escogido podía absorberse por completo en un rechazo uniforme y descabellado contra la
bondad y la pureza y el amor infinitos.
»Él pasó por todo esto en aquella hora en que, con un estremecimiento de horror sin pecado, más
allá de nuestra capacidad de comprensión, anunció una amargura mayor que la amargura de la
78
misma muerte».22
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Ni las mejores mentes, ni la más brillante elocuencia pueden describir adecuadamente el suplicio
del Salvador. Farrar nos recuerda que su sufrimiento «trascendió todo el supuesto conocimiento
que, incluso en nuestros momentos de mayor pureza, podemos siquiera profesar al respecto». 23 Va
más allá de cualquier experiencia conocida para el hombre o concebida por él. John Taylor declaró
sencillamente: «De una forma incomprensible e inexplicable para nosotros, él sobrellevó el peso de
los pecados del mundo entero».24 El élder Orson F. Whitney compartía esta opinión: «Nuestras
pequeñas aflicciones finitas no son más que una gota en el océano en comparación con la agonía
infinita e indecible que él soportó por nosotros porque no éramos capaces de aguantarla nosotros
mismos».25 En un esfuerzo inspirado por definir el sufrimiento del Salvador, el élder Neal A.
Maxwell lo denominó « la enormidad multiplicada por la infinidad».26 Por intensos que sean
nuestros esfuerzos, el Señor nos recuerda nuestra incapacidad para empatizar completamente, ya
que, hablando con el profeta José, él describe sus propios sufrimiento de esta forma: «cuán
dolorosos no lo sabes; cuán intensos no lo sabes; sí, cuán difíciles de aguantar no lo sabes» (DyC
19:15; énfasis añadido). El sufrimiento soportado por el Salvador no puede convertirse a una masa
cuantificable o reducirse a alguna ecuación matemática. Lo cierto es que no poseemos los medios
adecuados para medirlo ni el lenguaje necesario para explicarlo. Parte de la naturaleza sagrada de
este acontecimiento emana del hecho de que nosotros sentimos mucho más de lo que somos
capaces de expresar con palabras. La letra del himno así lo pone de manifiesto:
Jamás podremos comprender,
las penas que sufrió,
mas para darnos salvación,
Él en la cruz murió.27
Si el sufrimiento es proporcional a las sensibilidades físicas, intelectuales, espirituales y
emocionales de uno, entonces el Salvador sufrió más que el hombre mortal, porque él sabía más,
sentía más y se preocupaba más que ningún otro mortal. Joseph Fielding Smith testifica lo
siguiente de este sufrimiento único:
«Un hombre mortal no lo habría aguantado; es decir, un hombre como nosotros. No me importa
su fortaleza ni su poder, ningún hombre nacido en este mundo habría podido soportar el peso de
la carga que soportó el Hijo de Dios al tomar sobre sí mis pecados y los vuestros (…) [Aquello] fue
superior al poder de un hombre mortal, tanto para llevarlo a efecto como para sobrellevarlo». 28
El sacrificio del Salvador exigió una energía inagotable a fin de cargar con las consecuencias de
nuestros pecados y aguantar las tentaciones del Maligno. Pero su sufrimiento debe haber sido más
que una sumisión resignada o un «aguantar los azotes» con los dientes apretados. Debe haber sido
más que una actitud defensiva o un intento de escudarse de los dardos ardientes del Adversario.
Parte de la empresa expiatoria del Salvador debe haber incluido un aspecto de conquista, en cierta
manera, una lucha ofensiva. Era necesario que el Salvador entregara su vida voluntariamente a fin
de ser capaz de «[romper] las ligaduras de la muerte» (Mosíah 15:8) y «destruir (…) al que tenía el
imperio de la muerte» (Hebreos 2:14; véase también 1 Corintios 15:26). Había necesidad de
rescatar y liberar a las almas de «las cadenas del infierno» (Alma 12:11). Esta parte de la batalla
puede haber hecho necesaria una invasión del territorio de Satanás, quizá incluso una incursión
audaz en el abismo oscuro de los dominios del diablo. Orson F. Whitney alude a estos momentos
de conflicto clásico:
Espada de lucero, bracamarte flamígero,
destello fulgurante desenvainado,
hiende las ligaduras del sueño mortífero
De los reinos oscuros, el velo rasgado.
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temprana, empero, en el caso del Salvador, porque él «[sufriría] tentaciones, y dolor en el cuerpo,
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hambre, sed y fatiga, aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7; énfasis añadido). El
profeta José testificó al respecto: «[El Salvador] padeció sufrimientos mayores y se vio expuesto a
contradicciones más poderosas que cualquier hombre». 32
El dolor, la agonía, la burla y el insulto culminarían en toda su horripilante furia para extraer del
Redentor hasta el último ápice de angustia que la justicia demandaría y que el maligno podía
arrancar. Como ocurre con los mortales, su válvula de escape era la muerte. Solamente él poseía el
poder para «[poner su] vida» (Juan 10:17), pero no renunció ni se libró del dolor en ningún
momento. Para él no habría pérdida de conocimiento, ni sedantes, ni analgésicos. Más bien, habría
una absoluta y plena consciencia de todo lo que se le imponía. Él bebería la copa llena a rebosar.
Como les dijera a los nefitas: «he bebido de la amarga copa que el Padre me ha dado (…) tomando
sobre mí los pecados del mundo» (3 Nefi 11:11). Edna St. Vincent Millay escribe de un mortal que
se vio dotado de omnisciencia por un instante, por lo cual «pagó [el] precio / Infinito
remordimiento del alma». Los versos siguientes son un símbolo del sacrificio del Salvador y captan
la angustia de su hora expiatoria:
Todo pecado era mi pecar, toda
expiación era mía, y mía la hiel
del pesar. Mío era el lastre
de todo agravio incubado, el odio
que consentía cada estocada envidiosa,
mía toda avaricia, mía toda lujuria.
Y entre tanto, para toda pena,
todo sufrimiento, anhelé alivio
con un deseo tan mío…
¡Mi anhelo es en vano! Y atravesada por el fuego. ...
Todo el suplicio era mío, y mía su vara;
mía, piedad, como la piedad de Dios.
¡Ah, peso temible! ¡La infinidad
apisona mi finito yo! ...
Y hundida bajo la carga me hallo
y sufría la muerte, pero no podía morir. 33
Las palabras finales son muy expresivas: «pero no podía morir». En lo que respecta al Salvador,
sería más adecuado decir «pero no quiso morir». Había que pagar el precio al completo. Todo
pecado de Sodoma, Gomorra, Babilonia, los pecados del lector y los míos… había que incluirlos
todos, sufrir por todos, y pagarlos todos antes de que el Salvador pudiera tomar la decisión de dejar
entrar a la muerte.
¡Le deja a uno meditabundo caer en la cuenta de que nuestros pecados contribuyeron al inmenso
sufrimiento de nuestros Salvador! El élder James E. Faust lo expresó así: «Es inevitable
preguntarse cuántas gotas de esa preciada sangre puedan ser responsabilidad de cada uno de
nosotros».34
EL SUPLICIO CONTINÚA EN LA CRUZ
El élder McConkie expresó su creencia de que «estas agonías infinitas [en el Jardín de
Getsemaní], este sufrimiento sin igual, continuó durante tres o cuatro horas». 35 Intenso y terrible
como fue el sufrimiento del Señor, no terminaría con el Jardín: aún tenía que soportar la cruz. ¿Y
por qué la cruz? ¿Por qué no la lapidación u otro método de ejecución? La cruz era considerada
como la forma más terrible de ejecución concebida por el hombre. El presidente J. Reuben Clark
Jr. declaró de la crucifixión que: «era la [forma de ejecución] más dolorosa jamás ideada por los
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antiguos».36 En ella se mantenía a la víctima al borde de la muerte durante horas, sin aliviarle unos
instantes siquiera, ocasionando a la vez en los nervios y los sentidos todo el dolor que la víctima era
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capaz de soportar sin perder la consciencia. Empujaba a un hombre a su umbral de agonía, pero
sin llevarlo más lejos. La víctima, quien acababa ansiando la muerte sin recibir el alivio temprano
deseado, sentía un dolor intenso y palpitante. El Salvador aguantaría con nobleza la cruz, todo lo
que el hombre es capaz de soportar y mucho, mucho más. Sin embargo, sumido como estaba en
todo aquello, no había venganza, rancor ni veneno en su alma. El élder Maxwell observó: «¡Jesús
tomó la copa más amarga de la historia sin amargarse!».37 Y Eliza R. Snow lo expresó
poéticamente:
En agonía él colgó,
y en silencio padeció.38
Los que han menospreciado el sacrificio del Salvador sosteniendo que no se trata de una proeza
sobrehumana, ya que muchos otros han sido de igual manera crucificados y han sucumbido
«noblemente», parecen haber olvidado los momentos en el jardín. El dolor físico de la cruz por sí
solo, cuando se compara al dolor acumulado del jardín y de la cruz, es como comparar la noche y el
día. Quizá la cruz se eligiera porque el Salvador quería que supiéramos que él había soportado la
forma de tortura más inhumana conocida; pero, así y todo, tal angustia era relativamente
insignificante en comparación con el suplicio espiritual vivido en el jardín, y del cual la cruz fue
una extensión. El élder Joseph Fielding Smith confirma esta verdad con su testimonio: «Mucha
gente tiene la idea de que su mayor sufrimiento tuvo lugar cuando él estuvo sobre la cruz, y le
clavaron las manos y los pies. Este [sufrimiento] ocurrió antes de que fuera puesto sobre la cruz, en
el Jardín de Getsemaní».39
El élder McConkie establece esta comparación entre el jardín y la cruz: «Al salir del jardín y
entregarse voluntariamente en manos de hombres inicuos, la victoria ya era un hecho. Todavía
quedaba el escarnio y el dolor de su arresto, de los juicios y de la cruz. Pero todo ello quedó
eclipsado por las agonías y los suplicios vividos en Getsemaní». 40
Y el élder Marion G. Romney compartía una opinión semejante: «Jesús se adentró entonces en el
Jardín de Getsemaní. Allí es donde más sufrió. Él sufrió enormemente en la crucifixión, por
supuesto, pero otros hombres habían muerto en la cruz; de hecho, dos hombres colgaron a ambos
lados cuando él murió en la cruz. Sin embargo, ningún hombre, o grupo de hombres, ni todos los
hombres del mundo, sufrieron jamás como el Redentor sufrió en el jardín».41
¡Qué doctrina! El sufrimiento acumulado de todos los hombres en todas las épocas, en todos los
mundos, no puede sobrepasar el sufrimiento del Salvador en el jardín. ¿Cómo podemos empezar
siquiera a comprender el sufrimiento acumulado de toda la humanidad, o como enseñó el élder
Orson F. Whitney, «la agonía amontonada de la raza humana»? 42 ¿Qué se arroja en la balanza del
remordimiento, según una observación de Truman Madsen, cuando agregamos «el impacto
cumulativo de nuestros pensamientos, motivaciones y actos maliciosos»? 43 ¿Cuál es, preguntó el
élder Vaughn J. Featherstone, el «peso y la inmensidad de los castigos de todas las leyes violadas
clamando desde el polvo y desde el futuro: un incomprensible maremoto de culpa»? 44 ¿Cuántas
conciencias atormentadas ha producido este mundo y a qué profundidades de depravación se ha
hundido esta esfera terrenal? ¿Acaso puede alguien llegar a entender las horrendas consecuencias
de un pecado así? El Salvador no solo lo entendió: lo sintió y lo sufrió.
Muchos autores establecen un contraste entre el dolor infinito sufrido por el Salvador durante su
presencia en el jardín, y el sufrimiento finito de la muerte física en la cruz. Tal comparación es
adecuada, puesto que el jardín es el lugar donde el Salvador dio comienzo a su sufrimiento por los
pecados y donde sangró por cada poro en respuesta a dicho dolor. Por consiguiente, el jardín a
menudo se identifica con el lugar o símbolo de su sufrimiento espiritual, mientras que la cruz es el
marco o el símbolo de su sufrimiento físico. Dicho esto, no creo que los mencionados autores
quieran dar a entender que el sufrimiento del Salvador por los pecados se limitó exclusivamente al
jardín. Eruditos como el élder Talmage y el élder McConkie nos ayudan a comprender que no
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existe tal línea de demarcación nítida entre el jardín y la cruz. Más bien sugieren que los suplicios
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quedarle algo de resistencia, un ápice de voluntad para resistirse, una reserva de fuerza para
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prevalecer o algo de amor que ofrecer. Estaba andando por la delgada línea que separa la vida de la
muerte, la consciencia de la inconsciencia. Desde la perspectiva de Satanás, el momento de la
vulnerabilidad había llegado.
No sorprende que Satanás llegara en este momento tan propicio, vomitando tentaciones
insidiosas por los labios de sus peones mortales: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la cruz»
(Mateo 27:40). El cuerpo del Salvador se retorció de dolor; su espíritu puro e inmaculado
reaccionó violentamente y con repugnancia al pecado y sus consecuencias. Los cielos parecían
estar hechos de bronce. ¡Oh, qué tentadora debe de haber parecido la sugerencia del Maligno,
incluso para un Dios, de descender de la cruz y obtener el alivio, incluso por unos momentos, de un
dolor tan superlativo! Farrar hizo referencia a un momento análogo en el que Satanás se enfrentó
al Salvador debilitado tras cuarenta días de ayuno:
«Este era la ocasión del tentador. Todo el periodo había estado marcado por la tensión moral y
espiritual. En horas intensas de tal excitación, los hombres soportan, sin sucumbir, una increíble
cantidad de trabajo, y los soldados combaten durante una larga jornada de batalla sin ser
conscientes de sus heridas o habiéndolas olvidado. Mas cuando el entusiasmo se disipa, cuando
desaparece la emoción, cuando la llama pierde intensidad, la Naturaleza fatigada y forzada
reafirma sus derechos. En pocas palabras: cuando se ha puesto en marcha una reacción poderosa,
que deja al hombre sufriendo, desanimado, exhausto, entonces se está en la hora de peligro
extremo, y ese ha sido, en muchos casos fatales, el instante en el que un hombre ha caído víctima
de la seducción insidiosa o del asalto osado. Fue en un momento así cuando se libró, y ganó, la
gran batalla de nuestro Señor contra los poderes del mal». 49
Que Satanás acudiera en un momento como ese en la cruz sugiere que el Salvador estaba
alcanzando el umbral de su dolor, el punto álgido de su misión. Esta era la última oportunidad de
Satanás, su último intento desesperado de frustrar el plan de redención. Era ahora o nunca. No
había ángel que fortaleciera al Santo, ni influencia sustentadora del Padre. Seguramente, a Satanás
le agradaban las probabilidades de éxito. Milton escribió acerca de probabilidades similares
cuando visualizó el encargo del Salvador de enfrentarse a las fuerzas rebeldes en la guerra
preterrenal. Jehová, en el preludio a la confrontación con las huestes malignas, observó que él
marcharía contra ellas:
Que ellas [las fuerzas rebeldes] tengan
lo que desean, medirse conmigo
en buena lid y ver quién es el más fuerte, todas sus filas,
o yo solo contra ellos.50
Este fue el enfrentamiento: Satán, acompañado quizá por sus legiones de viles soldados, contra el
Salvador en toda su conmovedora soledad: el Salvador, en su estado de extrema debilidad, casi sin
vida, batiéndose contra una acumulación universal de tormento. La elección del momento por
parte de Satanás no podía haber sido más atinada. La luz sanadora del Padre se estaba retirando;
las fuerzas torturadoras del método de ejecución más horrendo que haya diseñado la mente
humana llegaban a su cenit; y la naturaleza se encontraba al borde de la rebelión expresada en un
lenguaje sísmico. Mientras, Satanás acechaba entre bastidores, esperando para enfrentarse con su
adversario en el momento exacto en que el Salvador era más vulnerable y las consecuencias del
pecado eran más intensas. Este era el momento de crisis en el que las fuerzas de Satanás eran más,
y las del Salvador estaban más agotadas. Este era el instante de crisis en la cruz, el momento en el
que el dolor del Salvador era más intenso y su vulnerabilidad más profunda; pero Milton estaba en
lo cierto: «el amor celeste vencerá al odio infernal». 51
Un segundo factor que pone de manifiesto la intensificación del sufrimiento en la cruz es la
retirada del Espíritu de Dios. Las Escrituras afirman reiteradamente que el Salvador había
«pisado, [él] solo, el lagar» (DyC 76:107; DyC 88:106; DyC 133:50). Sin embargo, parece que no
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estuvo totalmente solo en el jardín, ya que fue allí donde el ángel acudió a ofrecer consuelo divino.
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una respuesta física al tormento sobrehumano que se lanzaba sobre él. Sin embargo, esto plantea
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un interrogante: «Si el Salvador sufrió en una medida idéntica o superior en la cruz, ¿por qué no se
produjo una reacción física semejante sobre ese cruel madero? ¿Por qué no hubo sangrado por los
poros o alguna otra forma de reacción física extrema?». Quizá la respuesta física que se produjo fue
su corazón roto. De rasgarse o romperse su corazón como respuesta al tormento infinito, entonces
el hecho de que sucediera en la cruz —y no en el jardín— quizá sugiera que la cruz puede en efecto
haber constituido el clímax de su sufrimiento universal.
UNA EXPIACIÓN PERSONAL
En un momento determinado, los pecados multitudinarios de épocas innumerables se
acumularon sobre el Salvador, pero su sumisión fue mucho más que una respuesta fría a las
demandas de la justicia. Esta no era una Expiación anónima, fría, llevada a cabo por un ser
desapegado y estoico. En realidad, fue una ofrenda fruto de un amor infinito. Se trataba de una
Expiación personalizada, no de una Expiación en masa. De algún modo, puede ser que los pecados
de todas y cada una de las almas se hayan tenido en cuenta individualmente (y cumulativamente
también); que se haya sufrido por ellos, se haya redimido por ellos, todo con un amor desconocido
para el hombre. Cristo gustó «la muerte por todos» (Hebreos 2:9; énfasis añadido), lo cual puede
significar «por cada persona individualmente». Una lectura de Isaías sugiere que Cristo puede
habernos visualizado a cada uno mientras el sacrificio expiatorio estaba haciendo mayores
estragos: «Cuando haya puesto su alma como ofrenda por la culpa, verá su linaje» (Isaías 53:10;
énfasis añadido; véase también Mosíah 15:10–11). De la misma manera que el Salvador bendijo a
los «niños pequeños, uno por uno» (3 Nefi 17:21); igual que los nefitas sintieron sus heridas «uno
por uno» (3 Nefi 11:15); así como él escucha nuestras oraciones una por una… Quizá él también
sufrió por nosotros, uno por uno.
El presidente Heber J. Grant habló de este enfoque concreto: «No solo vino Jesús en calidad de
don universal. Él vino como ofrenda individual con un mensaje personal para cada uno de
nosotros. Por cada uno de nosotros Él murió en el calvario, y Su sangre nos salvará
condicionalmente. No como naciones, comunidades o grupos, sino como personas». 55 C. S. Lewis
compartía opiniones semejantes: «Él [Cristo] tiene atención infinita y de sobra para cada uno de
nosotros. No tiene que tratar con nosotros en masa. Estás tan a solas con Él como si fueras el único
ser que haya creado. Cuando Cristo murió, lo hizo por ti individualmente, como si fueras el único
hombre que hubiera existido en el mundo».56 El élder Merrill J. Bateman no solamente habló de la
naturaleza infinita de la Expiación; también de su alcance infinito: «La expiación del Salvador en
Getsemaní y sobre la cruz es tan personal como infinita. Infinita porque abarca las eternidades;
personal porque el Salvador sintió los dolores, los sufrimientos y las enfermedades de toda
persona».57 Dado que el Salvador, siendo un Dios, tiene la capacidad de pensar varias cosas a la
vez, quizá no era imposible para el Jesús mortal contemplar cada uno de nuestros nombres y
transgresiones de forma concomitante a medida que avanzaba la Expiación, sin sacrificar la
atención personal para ninguno de nosotros. Su tormento nunca tenía por qué perder su
naturaleza personal. Mientras que un suplicio como ese contaba con dimensiones micro y macro,
en última instancia la Expiación se ofreció por todos y cada uno de nosotros.
La visión que se le mostró a Moisés del mundo puede arrojar luz sobre la manera en las que los
dolores y las flaquezas de innumerables personas podrían ser percibidas en un periodo de tiempo
relativamente breve, y puede que de manera concurrente. Moisés vio a los numerosos habitantes
de la tierra, pero las Escrituras ponen de manifiesto que no se trató únicamente de una visión
panorámica, en masa, un barrido de las multitudes de la humanidad de un nanosegundo de
duración, como si se tratara de una película épica reproducida a la velocidad de la luz. Al contrario,
en los escritos sagrados leemos lo siguiente: «no hubo una sola alma que no viese; y pudo
discernirlos por el Espíritu de Dios» (Moisés 1:28; énfasis añadido; véase también Éter 3:25). Qué
pensamiento tan genial, y a la vez reconfortante. Nadie, «[ni] una sola alma» fue olvidada ni
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desolación. A menudo me he dicho que, si un castigo continuo, tan duro como el que sentimos en
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aquella ocasión, se impusiera sobre los más perversos que jamás se hayan alzado sobre el escabel
del Todopoderoso: de ser su castigo incluso inferior a ese, sentiría conmiseración por su estado». 59
¿Cómo podemos extrapolar esa experiencia y acercarla a la del Salvador, quien no sintió «en
grado más inferior», sino en grado infinito, la retirada del Padre? La verdad es que no podemos
hacerlo.
LO SOPORTÓ SOLO
El élder James E. Talmage sugirió otra razón convincente para la retirada del Espíritu del Padre:
«A fin de que el sacrificio completo del Hijo pudiera consumarse en toda su plenitud, parece que el
Padre retiró el apoyo de su Presencia inmediata, dejando al Salvador de los hombres la gloria de
una victoria completa sobre las fuerzas del pecado y la muerte». 60 Hubo algo en la exhaustividad
de su sacrificio, en su profundidad, que le exigía cercenar todos los vínculos mortales y celestiales y
quedar solo, totalmente solo.
Así, en los momentos finales de tinieblas cuando Dios el Padre retiró su Espíritu e incluso la
naturaleza misma se lamentó, el Salvador de la humanidad sufrió el peso combinado de la cruz y la
carga del jardín, y las sobrellevó ¡solo! De esta verdad, él mismo dio testimonio ferviente: «He
pisado yo solo el lagar, y de los pueblos nadie había conmigo (…). Y miré y no había quien
ayudara» (Isaías 63:3, 5; véase también DyC 76:107; 88:106; 133:50).
¿No había nadie con él, nadie que pudiera socorrerle? ¿Qué pasó con sus tres apóstoles
principales en el jardín? ¿No le dieron consuelo y sostén en su momento de mayor necesidad?
Marcos dejó constancia escrita de esos momentos transcurridos en el jardín, y nos confirma que
los apóstoles estaban muy afligidos. Evidentemente, no eran capaces de reconciliar en sus
corazones que el Mesías prometido pudiera sucumbir a la muerte. Parece que, para ellos, las
atribuciones mesiánicas y el martirio eran teologías irreconciliables. El momento de la verdad
había llegado y, en términos temporales, era más de lo que eran capaces de soportar. Así lo escribió
Marcos:
«Y llegaron al lugar que se llama Getsemaní, el cual era un jardín; y los discípulos empezaron a
afligirse en extremo, y a angustiarse, y a quejarse en sus corazones, preguntándose si sería este el
Mesías. Y Jesús, conociendo sus corazones, les dijo, sentaos aquí mientras oro. Y llevó consigo a
Pedro, y a Jacobo y a Juan, y los reprendió, diciéndoles, Mi alma está muy triste, hasta la muerte;
quedaos aquí y velad» (TJS, Marcos 14:36–38; énfasis añadido).
Buenos como eran estos hombres, por un momento cuestionaron el carácter mesiánico de Jesús.
En estos instantes de máxima necesidad, cuando su espíritu anhelaba apoyo mortal, aquellos en los
que más había confiado, los tres apóstoles principales que más tarde dirigirían la iglesia dudaron
primero y cedieron al sueño después. ¡Cuán punzantes deben haber sido para Pedro esas palabras
de reprensión: «¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?» (Mateo 26:40). El salmo
mesiánico de David se estaba cumpliendo trágicamente: «La afrenta ha quebrantado mi corazón, y
estoy acongojado. Esperé a quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; busqué consoladores y
ninguno hallé» (Salmos 69:20; énfasis del autor).
El ocaso de Getsemaní se apagó hasta tornarse en la más oscura de las noches. Los principales
sacerdotes y ancianos siguieron a Judas hasta el retiro santo del Salvador. Ahora, en ese momento,
cuando la conspiración y la traición adquirieron siniestros tintes color rojo carmesí, las Escrituras
revelan: «Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron» (Mateo 26:56). Esto no fue ninguna
sorpresa para el Salvador: «He aquí, la hora viene, y ha venido ya, en que seréis esparcidos cada
uno a lo suyo y me dejaréis solo» (Juan 16:32; véase también Marcos 14:27). La descripción que
nos dejó Samuel Taylor Coleridge del viejo marino encierra reminiscencias de la grave situación del
Salvador:
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notó: «He aquí, os hablo como si os hallaseis presentes, y sin embargo, no lo estáis» (Mormón
8:35). Quizá el Salvador tuvo una sensación similar de atemporalidad cuando tomó sobre sí
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nuestros pecados. En este contexto, palabras como «breve» o «ampliado» carecerían de sentido.
Por consiguiente, puede ser que el dolor inmenso sobrellevado por el Salvador no pueda medirse
con las restricciones temporales humanas.
En segundo lugar, todo el mundo sabe que el área de un rectángulo se calcula multiplicando la
base por la altura. No importa lo pequeña que sea la altura, el área puede mantenerse constante
incrementando la base proporcionalmente. ¿Podría ocurrir lo mismo con el sufrimiento? Quizá la
totalidad del sufrimiento se exprese mediante una fórmula similar: Sufrimiento = intensidad del
dolor x tiempo. De ser así, ¿podría reducirse el tiempo e incrementarse el dolor de forma
inversamente proporcional de modo que fuera posible comprimir una vida de sufrimiento en un
día, una hora, incluso un segundo, pero manteniendo el sufrimiento constante?
El concepto humano del dolor es de lo más limitado. Cuando alcanzamos nuestro umbral del
dolor, «se activa» una válvula de escape. O perdemos el conocimiento o morimos. Por
consiguiente, no podemos conocer una intensidad de dolor que trascienda la muerte o la
consciencia, ni somos capaces de concebirla.
En el caso del Salvador, no obstante, no hubo tal mecanismo de escape. El dolor continuaría
intensificándose más allá de la experiencia o la imaginación de cualquier hombre mortal. El élder
Erastus Snow sugirió que, en este momento de crisis, cuando «el fin estaba próximo, todas las
debilidades de la carne, por así decirlo, se acumularon en él». 66 El rey Benjamín nos recuerda que
el Salvador sufrió «aún más de lo que el hombre puede sufrir» (Mosíah 3:7). Si no hubiera muerte
ni inconsciencia y el dolor pudiera aumentar sin límites, no parecería falto de razón suponer que el
sufrimiento podría permanecer constante, incluso si el factor temporal disminuyera drásticamente.
En tercer lugar, puede que el sufrimiento del Salvador no se limitó al jardín y a la cruz. Quizá una
porción de su sufrimiento se encontró, no solamente en el acontecimiento desencadenante, sino
que también en la espera del acto mismo. José Smith enseñó: «No hay castigo tan terrible como el
de la incertidumbre».67 Un dolor como ese roe al acusado mientras aguarda, conteniendo el
aliento, a que el jurado emita el veredicto. Un dolor como ese hace que las madres angustiadas
pasen la noche en vela preguntándose si sus hijos están seguros en campos de batalla lejanos. Un
dolor como ese es más que un dolor psicológico. Es demasiado real. También es sufrimiento.
Si la espera es dolor, entonces en un sentido el tormento del Salvador no empezó siendo hombre,
sino eones antes: en la existencia premortal cuando proclamó con estas palabras: «Heme aquí;
envíame» (Abraham 3:27). La espera de su Expiación desde las épocas premortales no sustituyó la
realidad asombrosa de Getsemaní y la cruz (la cual superó incluso sus expectativas telescópicas),
pero bien es verdad que debe de haber contribuido a incrementar la magnitud del dolor que
sobrellevó. En este sentido, su sufrimiento fue más allá de los límites del jardín y en la cruz.
En cuarto lugar, y de otra manera, el sufrimiento del Salvador es interminable y no «breve»;
implica más que el jardín y la cruz, más que su vida terrenal, más que el dolor de la incertidumbre.
Si Dios sufre como los padres mortales cuando sus hijos sufren, entonces, mientras se prolongue la
procreación de Dios, este seguirá sufriendo. Mientras sus creaciones tengan experiencias con el
pecado, la soledad, la enfermedad, el rechazo, o cualquiera de las penas que constituyen la triste
condición humana, Dios seguirá sufriendo y derramando lágrimas. En cierta ocasión, Abigail
Adams le expresó de esta manera a una de sus amistades la profunda devoción que sentía por su
esposo, el presidente: «Cuando él está herido, yo sangro». 68 De manera semejante, el Salvador
continúa «sangrando» con cada herida y cada dolor. Cuando Satanás fue expulsado de la presencia
de Dios, «los cielos lloraron por él» (DyC 76:26). Cuando Enoc tuvo una visión de los habitantes de
la tierra, se maravilló al ver que «el Dios del cielo miró al resto del pueblo, y lloró» (Moisés 7:28).
Después de que el Salvador supo de la muerte de Lázaro y el dolor que ello les causaba a María y
Marta, las Escrituras indican que «lloró Jesús» (Juan 11:35). Fue este mismo Jesús el que sintió
que su «gozo [era] completo» cuando visitó a los nefitas, si bien les declaró proféticamente que
«me aflijo por motivo de los de la cuarta generación» a partir de ese momento (3 Nefi 27:31–
90
32).69 Dios ha sentido y sentirá todavía nuestras debilidades porque nos ama, se regocija con
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nosotros y llora con nosotros. Su sufrimiento es un proceso interminable del cual la Expiación fue
una parte esencial. En este sentido, el sufrimiento del Salvador continúa, por toda la eternidad.
B. H. Roberts estaba plenamente de acuerdo con este concepto: «El sufrimiento de Jesucristo no
fue un episodio aislado, una hora breve, ni tres años cortos: el sufrimiento de Jesucristo fue una
revelación del hecho eterno de que Dios es la fuente de vida desde las eternidades, y que otorgar la
vida tiene un precio para Dios igual que lo tiene para nosotros». 70
Por mucho que sopesemos, analicemos o examinemos detenidamente la cuestión, hemos de
admitir que no sabemos con certeza cómo englobó el Salvador la gama completa de las aflicciones
humanas. Quizá una revelación por venir nos lo haga saber; quizá nuestras mentes deben adquirir
más cualidades infinitas antes de poder comprenderlo. En la actualidad, solamente podemos
conjeturar. Puede que un «dilema» de esta naturaleza nos recuerde los pensamientos de John
Keats acerca de una urna griega de la antigüedad, a la que hace referencia en este poema, «Oda a
una urna griega»:
Tú, forma silenciosa, escapas a nuestro pensamiento
como la eternidad.
Y estas palabras de consuelo:
La beldad es verdad; la verdad, beldad», eso es todo
lo que sabéis en la tierra, y no precisáis saber más. 71
El Salvador «descendió debajo de todo» (DyC 88:6). Esta es la conclusión doctrinal importante.
Conocemos la consecuencia: algún día conoceremos los medios. Mientras tanto, no precisamos
saber nada más.
¿SABÍA EL SALVADOR DE ANTEMANO EL INTENSO SUFRIMIENTO POR EL QUE PASARÍA?
¿Se le previno con antelación al Salvador acerca de Getsemaní y el Calvario? ¿Podría haber
ejercido plenamente su albedrío si se le hubiera llevado al jardín y a la cruz a ciegas o con
información insuficiente? ¿Puede haber mérito o censura en toda su gloria o infamia,
respectivamente, cuando uno actúa con información parcial? La respuesta a estas preguntas
debería ser evidente. Ningún principio en el reino celestial es más sagrado que el principio del
albedrío. Es la piedra angular del gobierno del cielo y de la tierra. Sin decisiones tomadas con
conocimiento de causa, el albedrío sería una burla. El Salvador estaba informado y tenía el
conocimiento necesario de su prueba inminente.
Pero, ¿cómo lo sabía? Quizá su mente muy superior conocía todo lo pasado, presente y futuro,
incluso aquello que jamás había vivido con anterioridad. O puede que el Padre le revelara lo que
necesitaba saber: enseñanza, instrucción y preparación para que el Salvador pasara por la prueba
divina.72 Sea cual sea el método empleado a fin de preparar al Salvador para sus momentos en
Getsemaní y la cruz, una cuestión resulta clara: su sumisión se fundamentaba en el conocimiento,
no en la ignorancia. «Cuando acudió a Getsemaní», declaró el élder McConkie, «lo hizo con
una conciencia total de lo que le esperaba».73 El élder Vaughn J. Featherstone expresó un punto de
vista similar: «Nuestro Señor invocó todos los poderes de Su Divinidad y Su fortaleza mortal y
física con una comprensión absoluta y sin cortapisas de lo que iba a suceder en aquellos momentos
breves. Estaba preparado para aquella noche». 74 No cabe duda de que el Salvador supo
intelectualmente todo lo que se podía saber de antemano sobre el acontecimiento; nada estaba
oculto ni era desconocido. En la última cena él dejó claro que estaba al tanto de su destino
inminente: «En gran manera he deseado comer con vosotros esta Pascua antes que yo padezca»
(Lucas 22:15; énfasis añadido). Otra versión reza: «sabiendo Jesús que su hora había llegado»
(Juan13:1; énfasis añadido). Juan añade que «Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder» (Juan
91
18:4). El Salvador llegó al altar del sacrificio con una comprensión intelectual completa de lo que le
esperaba. Fue este conocimiento lo que le permitió seguir adelante con todo su albedrío. Así y todo,
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uno se pregunta si no hubo, incluso para Cristo, alguna laguna entre lo que sabía y lo que pronto
sabría por experiencia propia. El élder Neal A. Maxwell enseñó: «Jesús supo cognitivamente lo que
debía hacer, pero no por experiencia. Nunca había vivido en carne propia el intenso y riguroso
proceso de la Expiación. ¡Así, cuando la agonía alcanzó su plenitud, fue mucho, muchísimo peor de
lo que Él, incluso dotado de un intelecto único, podría haber imaginado!». 75
El grito que brotó del alma del Señor: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?»
(Marcos 15:34) no era una pregunta retórica; era el ruego apremiante de un ser divino que,
sometido a un dolor insondable, buscaba respuestas y solaz en su momento de necesidad. A todo
hombre le llega ese momento en que, pese a su agudo intelecto, ha de confiar en la fe y solo en la fe.
Abraham lo vivió él mismo cuando desenvainó el cuchillo en el monte Moriah; Moisés lo sintió
cuando marchaba en dirección al Mar Rojo. En ninguno de estos casos existía otra solución obvia
al alcance de la mano que la obediencia; todas las demás opciones barajadas por el raciocinio
humano se habían agotado. Solamente restaba aferrarse a la fe, la fe más pura.
Ahora el Salvador había llegado a un momento como ese, con el Padre apartado de él y solo en la
cruz. ¿Por qué se le había abandonado? ¿No era el Cordero elegido? El Salvador sabía con
antelación de momento esclarecedor, en que estaría solo, ya que los profetas así lo habían dicho
(Salmos 22:1; 69:20; Isaías 63:3); sin embargo, cuando llegó la hora de la verdad, quizá fue
muchísimo más intenso en realidad que en la mera contemplación, de modo que su mente no pudo
concebir el horrendo trauma físico, emocional y espiritual que se abalanzaba sobre él. Era una
experiencia imposible de concebir intelectualmente. Y otro tanto sucede con el amor. Podemos leer
ampliamente sobre el tema, pero la experiencia propia siempre será muy superior. Y quizá sea eso
lo que le sucedió al Salvador en el momento de la Expiación. En este instante de crisis fue la fe, no
la omnisciencia, lo que le sostuvo.
Una vez más, el Señor probó que es el gran ejemplo a seguir. No solo conoció la totalidad de la
tentación mortal, no solo conoció el dolor y las debilidades del hombre, no solo conoció las
consecuencias de todo pecado; también conoció lo que significa que se le arrebate a uno todo
vestigio de la razón y que todo lo que quede sea la fe, y solo la fe, para seguir adelante. Todo lo que
poseía intelectualmente fue un porqué sin respuesta, pero lo que tenía espiritualmente era fe, y con
esa fe siguió adelante y descendió por debajo de todo.
Cuando el Salvador pidió que se apartara la copa, demostró su comprensión de la situación. Él
sabía intelectualmente lo que contenía esa copa, o no habría implorado tal cosa. Tanto la
alternativa como el poder de retirarse, de apartarse, o de abandonar la prueba en cualquiera de sus
fases estuvieron a su alcance. ¡La última pulla de Satanás: «si eres el Hijo de Dios, desciende de la
cruz» (Mateo 27:40), no fue una sugerencia vacía, sino un punzante recordatorio de que tenía la
posibilidad de hacerlo!
En el sentido pleno del término, la suya fue una decisión consciente y deliberada. Sabía todo lo
que era posible conocer (o lo que su Padre deseaba que supiera) con antelación al tormento infinito
que pronto sería exclusivamente suyo. Sus ojos estaban abiertos de par en par cuando lanzó la
oferta más amorosa de la historia: «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27).
No hay duda al respecto: el sufrimiento del Salvador fue infinito. Él lo soportó todo: con
conocimiento de causa, por voluntad propia y por amor.
NOTAS
1. Browning, «Prospice» en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 876; énfasis añadido.
2. McConkie, Mortal Messiah, 3:88, nota 1.
3. Lewis, Inspirational Writings of C. S. Lewis, 501.
4. Journal of Discourses, 10:114.
5. Smith, Religious Truths Defined, 121.
6. Smith, Doctrina del Evangelio, 21.
92
9. Ibid., 60.
10. McConkie, «Purifying Power», 9.
11. Si bien esta conclusión parece lógica, no es una certeza escrituraria. El élder Maxwell escribió
en cuanto a este mensajero celestial: «Un ángel, cuya identidad desconocemos, acudió a
fortalecerle» («Enduring Well», 10; énfasis añadido).
12. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 200.
13. Nefi habló de un momento de ternura semejante. El Salvador, rodilla en tierra, oró a su Padre
por los nefitas supervivientes de la destrucción. Las palabras pronunciadas atravesaron los
corazones y los llenó por completo. Hay que releer la narración para percibir la emoción y el
gozo abrumadores que sintieron los presentes. Nefi observó: «las cosas que oró no se pueden
escribir (…) ni el oído ha escuchado, antes de ahora, tan grandes y maravillosas cosas como las
que vimos y oímos que Jesús habló al Padre; y no hay lengua que pueda hablar, ni hombre
alguno que pueda escribir, ni corazón de hombre que pueda concebir tan grandes y maravillosas
cosas como las que vimos y oímos a Jesús hablar» (3 Nefi 17:15–17).
14. Madsen, «Olive Press», 61.
15. Phillips Brooks, «Oh, pueblecito de Belén», Himnos, núm. 129.
16. Taylor, Mediation and Atonement, 149–50.
17. Ibid., 152.
18. Ibid., 152.
19. Aunque el contexto de este pasaje hay que encontrarlo en los «últimos días», se ha insertado
aquí porque la verdad que enseña parece tener una doble aplicación en lo que la Expiación se
refiere.
20. Taylor, Mediation and Atonement, 151; énfasis añadido.
21. Farrar, Life of Christ, 575.
22. Ibid., 579.
23. Ibid., 577.
24. Taylor, Mediation and Atonement, 148–49.
25. Whitney, Baptism, 4.
26. Maxwell, «Willing to Submit», 73.
27. Cecil Frances Alexander, «En un lejano cerro fue», Himnos, núm. 119.
28. Smith, Doctrinas de salvación, 1:125–26.
29. Whitney, Saturday Night Thoughts, 149.
30. Tennyson, «The Charge of the Light Brigade», en Harvard Classics, 42:1006.
31. Talmage, Jesús el Cristo, 644.
32. Smith, Lectures on Faith, 59.
33. Millay, «Renascence», en Cook, Famous Poems, 175–76.
34. Faust, «Supernal Gift», 13.
35. McConkie, «Purifying Power», 9.
36. Clark, Conference Report, octubre de 1955, 24.
37. Maxwell, «Enduring Well», 10.
38. Snow, «Murió, el redentor murió», Himnos, núm. 114.
39. Smith, Doctrinas de salvación, 1:124.
40. McConkie, Mortal Messiah, 4:127–28.
41. Conference Report, octubre de 1953, 35; énfasis añadido.
42. Whitney, Saturday Night Thoughts, 152.
43. Madsen, Christ and the Inner Life, 4.
44. Featherstone, Disciple of Christ, 4.
45. Talmage, Jesús el Cristo, 695.
46. McConkie, «Seven Christs», 33.
93
INFINITA
EN AMOR
para con nosotros, en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros». (Romanos 5:7–8).
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El amor del Salvador no era un amor para los justos exclusivamente; no era un amor abstracto; ni
se demostraba mediante un acto sacrificial únicamente. Al contrario, ¡era un amor diario,
dispensado casi hora tras hora, incluso a cada instante! Era un amor que se extendía desde la
esfera premortal a la eternidad. Era un amor que llevó a preparar con detalle un fuego para cocinar
pescado y pan para unos discípulos hambrientos y exhaustos cuando regresaron de una larga y
agotadora noche de pesca en el mar de Galilea. Era un amor que bendecía a los niños pequeños,
sanaba a los enfermos y ofrecía esperanza a los desesperados. Era un amor que llegaba a todas las
personas y los elevaba a alturas superiores. Se dieron muestras de amor en todos los momentos
conscientes, de cada instante de vigilia de su vida mortal. El amor fluyó de cada poro, de cada
pensamiento, de cada acto. De forma tan natural y habitual como nosotros procuramos inhalar el
aire que respiramos, él procuró bendecir a los demás. Una y otra vez, en esos momentos de
agotamiento físico e interés encontrados que pesaban sobre él, el Salvador estuvo ahí, al alcance
del individuo: para escuchar, para amar y para bendecir. Toda su vida fue una acumulación de
actos de amor, culminados por el más importante de todos: su sacrificio expiatorio. Pedro resumió
la vida del Señor con esta frase, sencilla, pero tan expresiva: «anduvo haciendo bienes» (Hechos
10:38).
Pensemos unos instantes en el amor de una madre por su hijo recién nacido. Supongamos ahora
que se arrancara a ese niño de los brazos de su madre. Aunque esa madre viviera hasta cumplir los
cien años, no cabe duda de que jamás olvidaría a ese bebé venido del cielo que estrechó con fuerza
contra su pecho amoroso. Algunos recuerdos no pueden borrarse jamás, los vínculos de algunas
relaciones nunca se destruyen, algunos pensamientos nunca caen en el olvido, algunas cosas
permanecen más allá del tiempo y la muerte. Sabiendo todo esto, el Señor preguntó: «¿puede una
mujer olvidar a su niño de pecho al grado de no compadecerse del hijo de sus entrañas?» (1 Nefi
21:15). Entonces el Señor afirma lo siguiente: «¡Pues aun cuando ella se olvidare, yo nunca me
olvidaré de ti, oh casa de Israel!» (1 Nefi 21:15; énfasis añadido). Si hubiera alguna duda con
respecto al compromiso y al amor del Señor por la casa de Israel, él mismo la ha despejado. La
magnitud de sus desvelos se ha apreciado en su correcta perspectiva y sobrepasa a todo lo que el
hombres capaz de brindar, incluso el amor de una madre por su hijo. Y entonces nos ofrece este
recordatorio a todos: «Pues he aquí, te tengo grabada en las palmas de mis manos» (1 Nefi 21:16).
Las heridas en las manos son su testimonio, su prueba tangible e irrefutable de su sacrificio y de su
amor.
Supongamos que fuéramos capaces de pasar hacia atrás las páginas de la historia hasta llegar al
meridiano de los tiempos. Supongamos que hubiéramos podido estar presentes aquella noche en
que el Salvador declaró desde su morada celestial: «he aquí, (…) mañana vengo al mundo para
mostrar al mundo» (3 Nefi 1:13). Supongamos que tuviéramos el poder de contemplar el pequeño
pueblecito de Belén, en marcado contraste con el hogar celestial del Salvador. ¿Quién de entre
nosotros podría imaginar la profundidad del amor que le llevó aquella noche a dejar atrás la
divinidad para hacerse hombre? Así el Salvador, el omnipotente, el creador de mundos sin fin,
entró en el mundo como un bebé desvalido.
¿Y por qué? ¿Por qué todo esto… por nosotros? ¿Por qué entregar su poder y honor a cambio de
vejaciones, burlas, condenas y, finalmente, la crucifixión? Pablo enseñó que Cristo se hizo «en todo
semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote» (Hebreos 2:17). Y
Alma escribió que el Señor tomó sobre sí las debilidades del hombre «para que sus entrañas sean
llenas de misericordia» (Alma 7:12). Sin embargo, el Salvador respondió mejor que nadie a nuestro
interrogante: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Juan
15:13). Y era cierto, «de tal manera amó al mundo que dio su propia vida» (DyC 34:3; véase
también 1 Juan 3:16; Éter 12:33). El presidente Ezra Taft Benson se refirió a este amor inagotable:
«Tal vez nunca lleguemos a entender en nuestra vida mortal cómo logró hacerlo; pero sí tenemos el
96
deber de comprender por qué lo hizo. Todo lo que Él hizo fue motivado por el infinito y generoso
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amor que siente por nosotros».4 Este era el humilde reconocimiento de Nefi, quien replicó, en
respuesta a la pregunta formulada por el ángel acerca de la condescendencia de Dios: «Sé que ama
a sus hijos; sin embargo, no sé el significado de todas las cosas» (1 Nefi 11:17).
EL AMOR DEL PADRE
¿Acaso el sufrimiento y el amor del Hijo —tan inmensos—, no hacen sino magnificar el amor del
Padre todavía más si cabe? ¿Qué Padre amoroso, si se le presentara la ocasión, no intentaría
anhelosamente —desesperadamente, incluso— un intercambio de lugar con su hijo atormentado?
El rey David, por ejemplo, cuando recibió la noticia de la muerte de un hijo rebelde, alzó la voz
diciendo: «¡Hijo mío Absalón, hijo mío, hijo mío Absalón! ¡Quién me diera haber muerto yo en tu
lugar, Absalón, hijo mío, hijo mío!» (2 Samuel 18:33; énfasis añadido; véase también Alma 53:15).
David supo por experiencia propia que podía haber un sacrificio mayor que el sufrimiento por uno
mismo. ¿Y qué sufrimiento podría ser mayor que tener que contemplar del tormento incomparable
de un hijo cuando se posee el poder necesario para aliviarlo?
Supongamos que fuera nuestra la capacidad de liberar a un hijo de un dolor inmenso con una
orden, un dolor que le hubiera empujado a gritar: «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa» (Lucas
22:42). ¿Quién podría resistir una solicitud como esa de un hijo que nunca ha errado, que nunca se
ha quejado, que nunca ha pedido nada para sí mismo; en definitiva, que toda su vida nos ha
honrado y servido, y cuyo único pensamiento ha sido para los demás, y ahora en este momento de
agonía suprema imploró pidiendo socorro, solo esta vez, para sí? ¿Acaso nuestros corazones no
habrían ardido de compasión? ¿Acaso ese alarido de pathos, «Mi Dios, mi Dios, ¿por qué me has
abandonado?», viniendo del más puro de los seres, el más obediente de los hijos, no nos
sobrepasaría hasta romper nuestros corazones y quebrar nuestra determinación? ¿Cuánto más
podría soportar este padre, el más amoroso entre los padres? Pero las palabras del salmo
mesiánico traspasarían en lo más profundo incluso el tierno corazón del mas amoroso de los
padres: «¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?» (Salmos 22:1).
¿Habría la emoción del momento inundado de tal manera nuestros poderes de raciocinio que
habríamos cedido y acabado por liberarlo? ¿Habríamos, en nuestra sapiencia, enviado a legiones
de ángeles para sanar los poros sangrantes y extraer los clavos de su carne desgarrada?
Afortunadamente, incluso teniendo un amor incomparable por su Hijo, nuestro Padre Celestial no
cedió un ápice.
Pablo rindió tributo a nuestro Padre, quien optó por no ejercer su poder salvífico en favor de su
Hijo Unigénito para que nosotros pudiéramos salvarnos: «El que no escatimó ni a su propio Hijo,
sino que le entregó por todos nosotros» (Romanos 8:32). Ciertamente, «de tal manera amó Dios al
mundo que ha dado a su Hijo Unigénito» (Juan 3:16), o como observó Juan más tarde, «En esto se
mostró el amor de Dios para con nosotros: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para
que vivamos por medio de él» (1 Juan 4:9). ¿Por qué no liberó Dios a su Hijo? Porque sabía que no
había otra forma de salvar al resto de sus hijos. Cristo era nuestra única esperanza, nuestro único
medio de obtener la salvación.
El élder Melvin J. Ballard, con una tierna mirada que parecía penetrar el velo, comentó la
elección del Padre de no rescatar a su hijo:
«Dios oyó la llamada de Su Hijo en ese momento de dolor y agonía, en el jardín, cuando se nos
dice que los poros de su cuerpo se abrieron y gotas de sangre corrieron por su piel y clamó en alta
voz: ‘Padre, si quieres, aparta esta copa de mí’.
»Les pregunto, ¿qué padre y madre estaría ahí escuchando el grito de dolor de sus hijos
atormentados, en este mundo, sin socorrerlos y darles ayuda? (…)
»No podemos estar ahí quietos escuchando esos gritos sin que toquen nuestros corazones. El
Señor no nos ha dado el poder de salvar a los nuestros. Nos ha dado fe y nos sometemos a lo
inevitable, pero él tenía el poder de salvar, y amaba a su Hijo, y podría haberlo salvado (…).
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Finalmente, vio al Hijo en el Calvario; vio su cuerpo estirado en la cruz de madera; vio los crueles
clavos atravesando sus manos y sus pies; los golpes que rasgaron la piel, desgarraron la carne e
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era digno de nacer primeramente, si rechazara el designio de Dios y de su propio padre (…)’, de
modo que se dirigió inmediatamente al altar para ser sacrificado». 10
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¡Cómo se parecía Isaac al Salvador! Su sacrificio no se haría a regañadientes, ni se basaría en un
sentido del deber. No habría fuerza, ni coacción, ni siquiera persuasión amable. Todos los detalles
serían voluntarios. Cualquier representación pictórica, cualquier relato, cualquier inferencia que
sugiriera que Abraham tomó a Isaac por la fuerza menoscabaría el paralelismo con el sacrificio del
Salvador con la consiguiente destrucción del fondo y la sustancia de cualquier similitud
significativa. El principio subyacente y primordial de la Expiación estribó en la respuesta
voluntaria del Salvador, «Heme aquí; envíame» (Abraham 3:27). Y otro tanto debe haber sido el
caso de Isaac: un prototipo del Salvador.
El Libro de Jaser capta la ternura de esta última conversación entre padre e hijo: «Abraham
escuchó las palabras de Isaac, y alzó la voz y lloró cuando Isaac pronunció estas palabras; y las
lágrimas de Abraham se derramaron sobre Isaac, su hijo».11 Abraham ató a Isaac sobre el altar,
quizá a petición del mismo Isaac, a fin de evitar que obstaculizara el acto sacrificial.
Entonces Abraham alzó el cuchillo para arrancar la sangre vital de su amado hijo… En ese
instante un ángel de misericordia, alzó la voz: «No extiendas tu mano sobre el muchacho ni le
hagas nada, porque ya sé que temes a Dios, pues no me rehusaste a tu hijo, tu único» (Génesis
22:12). Abraham encontró acto seguido un carnero enganchado en unos matorrales y lo ofreció
como holocausto en lugar de su hijo. Sin embargo, en el caso de nuestro Padre Celestial no hubo un
ángel que frenara el golpe de gracia de la muerte, ni carnero alguno enredado en los matorrales.
Todos los elementos de su sacrificio se habrían de completar. No habría sustitutos, alternativas,
caminos más sencillos que recorrer. Esta era la única manera de salvar a la humanidad.
Abraham comprendía ahora —más profundamente que antes—, el sentido del sacrificio
expiatorio. Con el corazón a punto de estallarle en este breve instante en que se alzó el puñal,
Abraham sintió un dolor semejante al sufrimiento del Padre, y un amor homólogo al suyo.
NOTAS
1. Emerson, «Gifts», 5:220.
2. Journal of Discourses, 13:59.
3. Isaac Watts, «¡Murió! El Redentor murió», Himnos, núm. 192.
4. Benson, Sermones y escritos, 4.
5. Hinckley, Sermons and Missionary Services of Melvin J. Ballard, 153–54.
6. Snow, «Jesús, en la corte celestial», Himnos, núm. 116.
7. Las Escrituras sugieren que Abraham no esperaba la aparición de un ángel de misericordia que
lo librara del mandato que había recibido. Más bien, parece que creyó que la vida de Isaac
acabaría arrebatándose según lo establecido, pensando a la vez «que Dios es poderoso para
levantar aun de entre los muertos» (Hebreos 11:19). Puede que Abraham creyera que Isaac sería
levantado de los muertos para perpetuar su estirpe, en cumplimiento de la promesa divina.
8. Libro de Jaser, 61.
9. Ibid., 62.
10. Josephus, Complete Works, 37.
11. Libro de Jaser, 62.
99
Page
Capítulo 16
LA BENDICIÓN
DE LA RESURRECCIÓN
Jacob dijo al respecto: «el poder de la resurrección que está en Cristo» (Jacob 4:11; véase también
2 Nefi 10:25). Alma habló de «la resurrección de los muertos (…) que iba a realizarse por medio del
Page
poder (. . .) de Cristo» (Mosíah 18:2). Alma hijo se refirió a «la resurrección de los muertos, de
acuerdo con la voluntad y el poder y la liberación de Jesucristo» (Alma 4:14). Y Moroni escribió
acerca de la muerte como el sueño «del cual todos los hombres despertarán, por el poder de Dios»
(Mormón 9:13).
Una y otra vez las Escrituras revelan el remedio para la muerte. Es el poder, no poder humano, ni
atómico: el poder divino de la resurrección. El efecto de este poder divino va mucho más lejos que
un Lázaro levantado de los muertos: hay que multiplicar el poder manifestado en esa ocasión
varias veces. No se trata solamente de restaurar a los muertos a la vida de los mortales; Este poder
no se limita a poner en remisión el proceso de la entropía; es un poder infinito, que reside
únicamente en un ser infinito y en que reúne tanto una cura permanente como una mejora eterna.
Este poder, de alguna forma, transforma nuestros cuerpos y los lleva a un estado libre del proceso
entrópico. Un cuerpo inmortal, terrestre, como el de Adán en el jardín, está libre de deterioro. Sin
embargo, un cuerpo resucitado y exaltado es la antítesis total de la entropía; cuenta con todos los
poderes de la divinidad: el poder de tener simiente infinita, el poder de crear y poblar otros
mundos (véase DyC 132:19–20).4 Cuando un cuerpo exaltado emplea sus poderes creativos, su
descendencia se convierte en agentes divinos para traer el orden y la armonía a un universo que de
otro modo se tornaría más caótico. Y ese es únicamente un atisbo del poder fabuloso de la
resurrección.
¿Y cómo se desencadena este poder? Mediante la Expiación de Jesucristo. Este último rompió las
cadenas de la muerte para todos los hombres y, al hacerlo venció la muerte física en favor de todos.
Abinadí confirmó esta verdad: «no hay victoria para el sepulcro, y el aguijón de la muerte es
consumido en Cristo» (Mosíah 16:8).
¿Qué es, entonces, esta resurrección? La muerte consiste en la separación del cuerpo y el espíritu,
mientras que la resurrección es precisamente lo contrario: la reunión permanente del cuerpo y el
espíritu para constituir un ser inmortal (véase Alma 11:45). No conocemos el proceso exacto por el
que esto se lleva a cabo, pero de algo sí podemos estar seguros, como lo estaba Alma: que sucederá:
«El alma será restaurada al cuerpo, y el cuerpo al alma; sí, y todo miembro y coyuntura serán
restablecidos a su cuerpo; sí, ni un cabello de la cabeza se perderá, sino que todo será restablecido
a su propia y perfecta forma» (Alma 40:23).
LA NATURALEZA FÍSICA
DE UN CUERPO RESUCITADO
Un cuerpo resucitado no está sometido al dolor ni a la enfermedad, ni al agotamiento. No hay
bala que pueda hacerle daño, no existe veneno susceptible de contaminarlo, ni cáncer capaz de
invadirlo. No hay ser resucitado que pueda perder un miembro, tener un defecto del habla, o una
vista debilitada. Un hombre resucitado tiene un cuerpo glorificado, inmortal, libre de los factores
destructivos de este mundo temporal. El Salvador testificó a sus discípulos acerca de la naturaleza
física de su cuerpo resucitado: «Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad y ved,
porque un espíritu no tiene carne ni huesos como veis que yo tengo» (Lucas 24:39). Más tarde,
Jesús comió pescado asado y un panal de miel en su presencia, como una prueba más de su
naturaleza corpórea. Ciertos testigos afirmaron que ellos también «[comieron y bebieron] con Él
después que resucitó de entre los muertos» (Hechos 10:41).
Pese a tal cantidad de pruebas, muchos niegan la resurrección física del Salvador. Algunos creen
que las apariciones físicas de Jesús posteriores a su muerte eran meras manifestaciones materiales
cuyo motivo era apelar al hombre mortal, pero que su verdadera naturaleza no estaba «limitada»
por un cuerpo tangible. Semejante creencia, sin embargo, contradice frontalmente las enseñanzas
de Pablo. Este apóstol de gran erudición enseñó que el Salvador «ya no muere» (Romanos 6:9).
Esta afirmación no se refería al cuerpo espiritual, dado que este no muere en absoluto. La muerte a
101
la que se refería Pablo era la muerte física, puesto que Cristo ya había muerto físicamente una vez,
y ya no moriría nuevamente. Dado que las Escrituras definen la muerte como «el cuerpo
sin el espíritu» (Santiago 2:26), la afirmación de Pablo ha de significar que el cuerpo físico
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resucitado del Salvador nunca podrá separarse de su espíritu; de lo contrario, podría sufrir la
muerte física nuevamente, el acontecimiento que, según declaraciones del mismo Pablo, no podía
volver a reproducirse. Amulek enseñó que la unión eterna del cuerpo y el espíritu de Cristo, tras su
resurrección, era un prototipo que tiene aplicación para todos los seres resucitados. Refiriéndose a
la resurrección de todos los hombres, dijo que «sus espíritus se unirán a sus cuerpos para no ser
separados nunca más» (Alma 11:45).
Al igual que Cristo, los cuerpos de todos los que mueren serán restaurados a su «propia y
perfecta forma» (Alma 40:23). Joseph Fielding Smith aclaró que las marcas de clavos presentes en
las manos y los pies de Cristo son temporales, ya que sirven de «manifestación especial». 5 para
ciertos grupos. Cuando se aparezca a los judíos en el momento de mayor dificultad, le mirarán y
dirán: «Estas son las heridas con que fui herido en casa de mis amigos. Soy el que fue levantado.
Soy Jesús que fue crucificado» (DyC 45:52; véase también Zacarías 12:10). Cuando todos sean
juzgados, esta parece ser la razón, ya que sus heridas desaparecerán.
Un cuerpo resucitado está compuesto de carne y espíritu; no tiene sangre. Los profetas han
testificado que la sangre, el elemento mortal que conlleva la muerte en última instancia, será
sustituido un día por una sustancia espiritual que fluirá por nuestras venas. John Taylor escribió al
respecto: «Cuando se consumen la resurrección y la exaltación del hombre, aunque será más pura,
refinada y gloriosa, mantendrá su misma imagen y conservará su aspecto, sin variación ni cambios
en ninguna de sus partes y facultades, excepto la sustitución de la sangre por espíritu». 6
El profeta José dijo algo parecido: «Cuando nuestra carne sea vivificada por el Espíritu, ya no
habrá sangre en este cuerpo».7 En ese momento, «el cuerpo de nuestra humillación» será
«semejante al cuerpo de su gloria» (Filipenses 3:21). En esa condición de ser resucitado, nuestro
rostro, nuestra belleza y brillo externos serán un reflejo de nuestra espiritualidad interior. De esta
manera, el ser interior y el ser externo serán, esencialmente, un reflejo mutuo. Los cuerpos
celestiales irradiarán gloria celestial; los cuerpos terrestres, gloria terrestre, y los cuerpos
telestiales, gloria telestial.
¿QUIÉN RESUCITARÁ?
Cuál es la respuesta a la antiquísima pregunta de Job: «Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?»
(Job 14:14). La respuesta, por supuesto, es afirmativa. Todos los que hayan tenido un cuerpo físico
resucitarán: los justos, los malvados, incluso los tibios, porque la resurrección es universal. Es un
don gratuito para todos los hombres, sin tener en cuenta su rectitud. ¿Y por qué? ¿Por qué el
desobediente, el sinvergüenza, el ateo? ¿Es acaso justo? Lo es. Adán trajo la muerte física al mundo
a causa de su transgresión y como resultado transmitió su naturaleza mortal, las semillas de la
muerte, a todas las criaturas vivientes sin que estas hicieran nada al respecto. No hubo acto por su
parte que los hiciera merecedores de la muerte en esta odisea terrenal, de modo que, a cambio, el
Salvador restaura la vida inmortal sin necesidad de que el hombre lleve a cabo acción redentora
alguna. El plan es justo, equitativo y misericordioso. Con una brevedad extraordinaria, Pablo
cristalizó esta doctrina de la siguiente manera: «Porque así como en Adán todos mueren, así
también en Cristo todos serán vivificados» (1 Corintios 15:22; énfasis añadido). La solución probó
ser tan amplia como la maldición. Esta parte de la Expiación de Cristo venció la muerte física para
todos los hombres. Fue universal. En este sentido, todos los hombres se salvarán.
Asimismo, el élder McConkie observó que no solo los habitantes de esta tierra resucitarían: «Así
como los poderes de creación y redención de Cristo se extienden a la tierra, a todo lo que en ella
hay y a la infinita expansión de mundos en la inmensidad, de la misma manera el poder de la
resurrección es de alcance universal. El hombre, la tierra y toda la vida que en ella hay, se levantará
en la resurrección. Y la resurrección se aplica y continúa en otros mundos y galaxias».8
102
de tres días, se levantará de entre los muertos, con sanidad en sus alas» (2 Nefi 25:13). Mateo
escribió: «le matarán; mas al tercer día resucitará» (Mateo 17:23; véase también Mateo 16:21). Y en
efecto, el tercer día llegó. Cristo resucitó y se convirtió en «primicias de los que durmieron»
(1 Corintios 15:20), «el primogénito de entre los muertos» (Colosenses 1:18), designación de la que
también se hizo eco Juan, «el primogénito de los muertos» (Apocalipsis 1:5).
El élder Joseph Fielding Smith sugiere que el Salvador no adquirió las llaves de la resurrección
para todos los hombres hasta después de ser crucificado y vencer la muerte. Según el élder Smith
«Al tercer día después de la crucifixión, levantó su cuerpo y obtuvo las llaves de la resurrección y
en esa forma tiene el poder de abrir las tumbas de todos los hombres; mas no podía hacer esto
hasta haber pasado Él mismo a través de la muerte para conquistarla». 9 De esta manera, el
Salvador no pudo haber abierto los sepulcros de ninguno de los difuntos hasta adquirir
previamente las llaves necesarias en su propia resurrección (véase también Mosíah 16:7; Alma
11:42). Provisto de dichas llaves, Cristo abrió de inmediato las compuertas de la resurrección,
puesto que las Escrituras nos informan que tanto en Jerusalén como en las tierras del Libro de
Mormón «se abrieron los sepulcros» (Mateo 27:52), y «muchos cuerpos de santos que habían
dormido se levantaron» (3 Nefi 23:11). Puede que estas mismas llaves abrieran simultáneamente
las tumbas en otras esferas más distantes.
LA MUERTE DESTRUIDA
¡Qué golpe monumental recibió la muerte cuando Cristo abrió por vez primera las puertas para
las masas de espíritus encarcelados que habían estado esperando el día de Su resurrección
triunfante! Se levantó de la tumba «con sanidad en sus alas» (2 Nefi 25:13) para todos los
hombres. Abrió la puerta que había permanecido cerrada durante milenios para miles de millones
de tumbas. Él fue el primero en franquear esa puerta, y entonces, en una muestra de misericordia
sin igual, la dejó abierta para que otros salieran por ella en una secuencia predeterminada por
Dios. John Donne captó ese momento en estos versos certeros:
Muerte, desecha tu orgullo; unos te llaman
grande y temible, pero no lo eres tanto; (...)
Tras un corto sueño, nos despertamos eternamente,
Y la muerte cesará de existir: muerte, tú morirás. 10
Con la resurrección de Cristo, las palabras de Oseas, esperadas por largo tiempo, se llevaron a
efecto: «los rescataré, los redimiré de la muerte. ¿Dónde están, oh muerte, tus plagas? ¿Dónde
está, oh Seol, tu destrucción?» (Oseas 13:14). ¿Acaso sorprende que Ammón y sus hermanos,
quienes abrigaban una convicción inquebrantable con respecto a la futura resurrección de Jesús,
pudieran enfrentarse a la muerte una y otra vez sin ningún temor? Las Escrituras dicen: «y no
veían la muerte con ningún grado de terror, a causa de su esperanza y conceptos de Cristo y la
resurrección; por tanto, para ellos la muerte era consumida por la victoria de Cristo sobre ella»
(Alma 27:28). Así se sentían los justos de épocas pretéritas: «Todos estos habían partido de la vida
terrenal, firmes en la esperanza de una gloriosa resurrección» (DyC 138:14).
TESTIGOS DE SU RESURRECCIÓN
La resurrección de Cristo «no se ha hecho esto en algún rincón» (Hechos 26:26). Los testigos de
este acontecimiento fueron legión y de lo más variopinto. Había mujeres junto a la tumba (Lucas
24:1–10), María Magdalena en el jardín (Juan 20:11–18); los diez apóstoles (Lucas 24:36–43),
Tomás (Juan 20:24–29); los dos discípulos en el camino a Emaús (Lucas 24:13–34); «más de
quinientos hermanos a la vez» (1 Corintios 15:6) y Pablo en el camino a Damasco (Hechos 9:3–9).
A sus apóstoles, Cristo les diría: «Y vosotros sois testigos de estas cosas» (Lucas 24:48). De todos
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estos testimonios de primera mano, ninguno fue más profundo que la primera aparición del
Salvador resucitado a los nefitas, tal y como se narra en el Libro de Mormón. Una multitud de dos
mil quinientas personas que, una a una, «se adelantaron y metieron las manos en su costado, y
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palparon las marcas de los clavos en sus manos y en sus pies; y esto hicieron, yendo uno por uno,
hasta que todos hubieron llegado; y vieron con los ojos y palparon con las manos, y supieron con
certeza, y dieron testimonio de que era él, de quien habían escrito los profetas que había de venir»
(3 Nefi 11:15).
El Señor resucitado se apareció a personas solas, en grupos y en multitudes. Hombres, mujeres y
niños fueron testigos espirituales de su resurrección. Muchos de ellos escucharon el testimonio de
nuestro Padre, algunos el de los ángeles, y otros, de boca del Señor resucitado. Algunos vieron con
sus ojos, mientras que otros palparon con las manos, algunos oyeron con sus oídos y los corazones
de otros ardieron en su pecho. Tan extendido estaba el conocimiento de la resurrección de Cristo
entre los iluminados espiritualmente, que Pedro testificó: «Dios (…) hizo que apareciese; no a todo
el pueblo, sino a los testigos que Dios había escogido de antemano» (Hechos 10:40–41; énfasis
añadido).
El Señor resucitado apareció en la paz del jardín, en el polvoriento camino de Emaús, en la
estancia cerrada donde los apóstoles se hallaban congregados, y en el templo de Bountiful. A
medida que avanzan los tiempos, el número de testigos sigue aumentando: José Smith, Oliver
Cowdery, Sidney Rigdon, Lorenzo Snow, y sin duda, un grupo de los humildes espiritualmente, de
cuyos testimonios ha quedado constancia en los libros celestiales, y los cuales se darán a conocer
algún día a los hombres en la carne, como vivos recordatorios de «¡Que vive!» (DyC 76:22).
Evidentemente, en la hora fijada, el Salvador resucitado visitará todos los reinos que ha creado
(DyC 88:58–61). Testigos sinceros y creíbles de todas las edades añadirán sus testimonios al del
mensajero angélico que proclamó: «ha resucitado» (Mateo 28:6). Y de igual manera, todos
nosotros pronunciaremos esas históricas palabras un día.
NOTAS
1. «LDS Bible Dictionary», 617.
2. Nibley, Approaching Zion, 555.
3. Goethe, Fausto, 90.
4. Para un análisis más profundo de estas doctrinas, véase el capítulo 21.
5. Smith, Doctrinas de salvación, 2:291.
6. Taylor, Mediation and Atonement, 166.
7. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 456.
8. McConkie, Doctrina mormona, 640; énfasis añadido.
9. Smith, Doctrinas de salvación, 1:123.
10. Donne, «Death, Be Not Proud», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 368.
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Capítulo 17
Esta naturaleza condicional de una limpieza espiritual se le reveló al profeta José: «El Señor
vuestro Redentor (…) sufrió el dolor de todos los hombres (…) para traer a todos los hombres a él,
mediante las condiciones del arrepentimiento» (DyC 18:11–12). Samuel el Lamanita también
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enseñó que la Expiación «lleva a efecto la condición del arrepentimiento» (Helamán 14:18). Dicho
de otra manera, de no haberse efectuado una Expiación, no habría oportunidad de
arrepentimiento. Los hombres podrían sentir pesar; podrían modificar su comportamiento de
acuerdo a ciertos parámetros; pero no estaría en funcionamiento ningún proceso divino de
rehabilitación. En pocas palabras, sin la Expiación, no habría purificación del alma del pecador,
independientemente de sus acciones, fueran estas cuales fueran.
Con la Expiación, esa purificación puede llegar; pero solamente si nos arrepentimos. Así lo
predicó el rey Benjamín: «Porque a ninguno de estos viene la salvación, sino por medio del
arrepentimiento» (Mosíah 3:12). El élder Marion G. Romney subrayó la naturaleza condicional de
esta fase de la Expiación: «él pagó la deuda de tus pecados personales y de los pecados personales
de toda alma viviente que haya morado en la tierra o que morará en ella en la vida mortal. Pero
esto lo hizo de manera condicional. Los beneficios de este sufrimiento por nuestras propias no lo
obtendremos incondicionalmente, tal y como sucederá en la resurrección, sin importar lo que
hagamos. Si participamos de las bendiciones de la Expiación en lo que a nuestras transgresiones
individuales respecta, hemos de obedecer la ley».1
El presidente David O. McKay declaró: «Todo principio y ordenanza del evangelio de Jesucristo
es significativo e importante (…), pero no hay ninguno más esencial para la salvación de la familia
humana que el principio operativo eternamente: el arrepentimiento. Sin él, nadie puede salvarse.
Sin él, nadie puede progresar».2 Pero, ¿por qué? Porque es la llave que desbloquea el poder
purificador de la Expiación. Eso es exactamente lo que enseñó Helamán: «Y [Cristo] ha recibido
poder, que le ha sido dado del Padre, para redimir a los hombres de sus pecados por motivo del
arrepentimiento» (Helamán 5:11; énfasis añadido).
El arrepentimiento no es un principio negativo. Muy al contrario, es positivo y glorioso. No fue
obra de un padre enojado y dominante, sino del Padre más amoroso de todos. No es para los malos
únicamente, sino que también se aplica a todas las personas buenas y excelentes que quieren
mejorar. Es para todas las personas que no hayan alcanzado la perfección todavía. Es el único
camino que conduce a la paz mental, al perdón del pecado y, en última instancia, a la divinidad
misma.
¿QUÉ ES EL ARREPENTIMIENTO?
¿En qué consiste, entonces, el arrepentimiento genuino y cómo se relaciona con la Expiación? Es
mucho más que un proceso de cinco o siete etapas en virtud del cual avanzamos mecánicamente.
Es más que la mera interrupción de la mala conducta, el paso del tiempo, o la expresión del pesar.
Ninguno de estos aspectos por sí solo constituye el arrepentimiento verdadero. Alma hijo describió
lo que es el arrepentimiento auténtico cuando se dirigió a los habitantes de Zarahemla. En su
relato, narró la vida de su padre, Alma, quien había sido uno de los sacerdotes inicuos del rey Noé.
Un día, el profeta Abinadí entró en escena. Algo en el mensaje de Abinadí penetró el corazón y el
alma de su padre. Según Alma hijo: «Y según su fe, se realizó un potente cambio en su corazón».
Alma añadió a continuación: «[Mi padre] predicó la palabra a vuestros padres, y en sus corazones
también se efectuó un potente cambio». Y entonces el sermón llegó a su punto culminante: «Y
ahora os pregunto, hermanos míos de la iglesia, (…) ¿Habéis recibido su imagen en vuestros
rostros?» (Alma 5:12–14).
Eso es el arrepentimiento genuino. Es un proceso de deshielo, ablandamiento y refinado que da
lugar a un potente cambio del corazón. Se manifiesta en todos los que dan un paso adelante con
corazones quebrantados y espíritus contritos. Es una determinación férrea de reconciliación con
Dios, cueste lo que cueste. Un cambio de esta naturaleza implica no tener «más disposición a obrar
mal, sino a hacer lo bueno continuamente» (Mosíah 5:2). Un cambio así se produjo en Lamoni y
sus siervos. Al despertar de su sopor espiritual, «todos declararon al pueblo la misma cosa: Que
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había habido un cambio en sus corazones, y que ya no tenían más deseos de hacer lo malo» (Alma
19:33).
¿Y qué decir de los que no viven este cambio, pero obtienen una recomendación para el templo
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de todas maneras? ¿Qué sucede con aquellos que ha cometido pecados graves y evitan la
amonestación o las medidas disciplinarias, o un tercero en circunstancias similares ha llevado su
cruz? El presidente Harold B. Lee abordó directamente esta cuestión con estas palabras: «No hay
pecadores de éxito».3
Hace años, un padre compartió conmigo algunas inquietudes que albergaba con respecto a su
hija adolescente. Ella les había comunicado sus planes. Quería «vivir la gran vida» por una
temporada, practicar sexo activamente, y poner sus asuntos en orden tres meses antes de contraer
matrimonio y obtener una recomendación para el templo. Este padre estaba enormemente
decepcionado y con razón. Cabría plantear una pregunta muy apropiada: «¿Es este un ejemplo de
un corazón quebrantado y un espíritu contrito, de una firme decisión de reconciliarse con Dios a
cualquier precio?». ¿Acaso creía de verdad esa joven que un obispo o un presidente de estaca
firmaría una recomendación para una persona con una actitud semejante? Incluso si lo hiciesen,
no sería una bendición para ella. Su actitud reflejaba la mentalidad de los fariseos y los saduceos
cuya concepción de la ley judaica era una larga lista de reglas mecánicas: un máximo de pasos, un
tiempo determinado. Se había convertido en una cuestión de forma y no de sustancia. Ezequiel nos
dio la clave de la verdad: «Echad de vosotros todas vuestras transgresiones que habéis cometido
(…) haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo» (Ezequiel 18:31). Los nefitas obtuvieron
finalmente la santificación «que viene de entregar el corazón a Dios» (Helamán 3:35). De forma
reiterada, en las Escrituras se asocia el arrepentimiento con el corazón. Es un corazón nuevo, un
corazón roto, un corazón cambiado, un corazón contrito.
El élder Spencer W. Kimball dijo de Holman Hunt, el artista, que un día le mostró a un amigo el
cuadro de Cristo llamando a la puerta. Súbitamente, el amigo exclamó:
—Le falta un detalle a su cuadro.
—¿Cuál es?— preguntó el artista.
—La puerta a la cual Jesus está llamando no tiene tirador— replicó su amigo.
—Ah —respondió el Sr. Hunt—, pero no es un error. Es que esta puerta es la puerta al
corazón humano. No se puede abrir sino desde dentro.
El élder Kimball continuó: «Y así es. Jesús puede llegar y llamar. Pero cada uno de nosotros
decide si vamos a abrirle».4 Los líderes del sacerdocio pueden advertir, aconsejar, disciplinar y
animar amorosamente, pero todo esto será en vano a menos que en algún momento, en algún
lugar, haya un cambio de corazón.
¿ARREPENTIMIENTO
O AUTOJUSTIFICACIÓN?
¿Cómo se produce este cambio en el corazón? En primer lugar, debe haber un reconocimiento
sincero, incondicional, y no una autojustificación de nuestros pecados. Alma le aconsejó de manera
brillante a su hijo Coriantón: «No trates de excusarte en lo más mínimo a causa de tus pecados»
(Alma 42:30). Qué contraste con la filosofía de Korihor: «no era ningún crimen el que un hombre
hiciese cosa cualquiera» (Alma 30:17), o con la creencia de los lamanitas que «suponían que todo
lo que hacían era justo» (Alma 18:5). Uno debe escoger en última instancia entre estas doctrinas
conflictivas. No pueden coexistir el arrepentimiento y la autojustificación. Esta última es la
respuesta del mundo al pecado; el arrepentimiento, la del Señor. Son dos caminos divergentes con
destinos opuestos. Robert Frost nos cuenta de su llegada a una bifurcación en el camino que
recorría. Se planteó qué camino debía seguir y entonces escribió cuál fue su opción:
Lo diré con un suspiro
En algún lugar, de aquí a una eternidad:
107
aumentado en la iniquidad» (Alma 13:17), pero evitaron la destrucción porque «se arrepintieron»
(Alma 13:18). Alma padre hizo «muchas cosas abominables a la vista del Señor» (Mosíah 23:9), y a
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los hijos de Mosíah se los conoció como a «los más viles pecadores» (Mosíah 28:4); no obstante, en
ambos casos se encontró el ímpetu necesario para corregir el rumbo. En cada una de estas
situaciones brillaron las ascuas del arrepentimiento. Para los que dejaron que se extinguieran los
rescoldos del arrepentimiento, el Señor reafirmó las consecuencias: «y al que no se arrepienta, le
será quitada aun la luz que haya recibido; porque mi Espíritu no luchará siempre con el hombre»
(DyC 1:33). Fue el mismo mensaje que el Señor transmitió a los malvados habitantes de
Ammoníah: «si persistís en vuestra iniquidad» y «si no os arrepentís», entonces «vuestros días no
serán prolongados sobre la tierra» (Alma 9:18). Era una lógica sencilla. La razón de ser de esta vida
mortal es proporcionar un período de prueba en el que arrepentirse; si un hombre se negaba a
hacerlo después de habérsele ofrecido todas las oportunidades razonables, perdía su derecho a
permanecer. En ese punto, estarían, como lo expresan las Escrituras «maduros para la
destrucción» (Helamán 13:14).
En un momento Oliver Cowdery se separó de la Iglesia. José estaba deseoso de que se
arrepintiera y regresara. El profeta le solicitó a su secretario: «Me gustaría que le escribieras a
Oliver Cowdery y le preguntaras si no lleva ya demasiado tiempo comiendo algarrobas». 8 La
autojustificación y la procrastinación producen las algarrobas de la vida, mientras que el
arrepentimiento reporta un fruto apetecible.
LA TRISTEZA SEGÚN DIOS
Aquellos en los que se produce un cambio de corazón manifiestan pesar; no una simple tristeza,
sino el pesar según Dios. El pesar según el mundo y el pesar según Dios están separados por una
enorme sima. Pablo hizo la siguiente distinción entre ambos: «Ahora me regocijo, no porque
hayáis sido contristados, sino porque fuisteis contristados para arrepentimiento, porque habéis
sido contristados según Dios (…) Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento
para salvación» (2 Corintios 7:9–10). No todos los pesares son idénticos. Existe el pesar mundano,
un reconocimiento intelectual del error cometido. Es el pesar del delincuente sorprendido en su
delito. Es el pesar de la joven inmoral cuando descubre que está embarazada. Es el pesar del
pecador al ver que sus malvados designios no se han hecho realidad. El profeta Mormón fue testigo
de esta clase de tristeza. Era el general de los ejércitos nefitas. Debido a su maldad, muchos habían
perecido en el campo de batalla. Su corazón se regocijó súbitamente cuando vio sus lamentos y su
duelo ante el Señor. Pero las Escrituras añaden acto seguido: «Pero he aquí, fue en vano este gozo
mío, porque su aflicción no era para arrepentimiento, (…) sino que era más bien el pesar de los
condenados, porque el Señor no siempre iba a permitirles que hallasen felicidad en el pecado»
(Mormón 2:13). En sentido contrario, Alma le rogó a su hijo: «deja que te preocupen tus pecados,
con esa zozobra que te conducirá al arrepentimiento» (Alma 42:29).
El pesar según Dios tiene una calidad infinitamente trascendental. No hay necesidad de
presiones externas. La transformación se origina en el interior. Puede que se derramen las
lágrimas. Habrá un dolor que desgarrará el alma; a veces será un sufrimiento casi insoportable.
Puede que nos haga «[humillarnos] hasta el polvo» (Alma 42:30). Incluso los justos, de cuando en
cuando, podrán exclamar: «¡Oh, miserable hombre que soy!» (2 Nefi 4:17). Los hijos de Mosíah
conocían el proceso: «padecieron mucha angustia de alma (…), sufriendo mucho, y temiendo ser
rechazados para siempre» (Mosíah 28:4). Alma admitió que su pasado de hombre pecador le
«ocasionó angustioso arrepentimiento» (Mosíah 23:9). Habrá reservas de compasión nuevas para
los que todavía pueden haber sufrido; quizá haya una vergüenza irresistible, y finalmente, y
siempre, un deseo de someterse a lo que sea necesario —una disculpa, la confesión, las medidas
disciplinarias, o cualquier otra exigencia divina—, a fin de reconciliarse con Dios. Habrá una
ausencia de excusas, de coartadas, de asignación de culpas a terceros. Habrá una aceptación
completa de la responsabilidad por nuestras actitudes y acciones, así como una resolución
109
desmentidas por los hechos. Creyendo que las promesas solemnes lo salvarían, alegó ser
merecedor de una corona celestial. Justo antes de producirse la ascensión que él esperaba, no
obstante, un «querubín negro» apareció en escena. La trágica figura de Dante, ahora en el infierno,
recuerda el encuentro y las palabras condenatorias del intruso infernal:
«No te lo lleves, que me harás entuerto.
Bajar debe a mi centro maldecido,
(…) no hay perdón sin final arrepentimiento.
arrepentirse y reincidir no es dado:
contradicción no admite el argumento.
¡Pobre de mí!, cuál me sentí apenado,
cuando al asirme, dijo: «¡Ciertamente,
que tan lógico fuera no has pensado!».14
Incluso los siervos del inframundo sabían que no podía haber perdón sin renuncia.
El élder Matthew Cowley nos brinda la seguridad reconfortante de que es posible abandonar
cualquier pecado: «No hay ninguna persona en la tierra que no sea superior a sus pecados, más
grande que sus debilidades y sus faltas».15 Esa es la verdad. A menudo se repite la pregunta:
«¿Durante cuánto tiempo he de renunciar?». «¿Cuánto tiempo ha de pasar antes de volver a ser
miembro de la iglesia nuevamente o poder rebautizarme?». Y la respuesta es invariablemente la
misma: cuando se produzca un potente cambio en el corazón y una mente nueva haga de la
voluntad del Señor el centro de nuestra vida, a pesar de nuestros deseos fervientes; cuando
poseamos una determinación a toda prueba para dejar atrás nuestros caminos pasados. Hay una
vara de medir, pero es cuestión de actitud y no de tiempo.
Bjorn Borg, considerado uno de los mejores tenistas de su época, fue, según la revista Time,
«imperturbable en la pista, competidor cortés que rara vez discutía las decisiones del juez de línea,
hacía aspavientos, lanzaba las raquetas o golpeaba las pelotas, presa de la rabia. ‘Iceborg’ le
llamaban». El artículo prosigue: «Controla sus emociones de tal manera que, si llega a fruncir el
ceño en la pista, tanto sus fans como los demás jugadores se quedan boquiabiertos». Pero no
siempre fue así. Time revela una faceta oscura del jugador antes de que se produjera un cambio
extraordinario en él:
«Cuando contaba once años de edad, el joven Bjorn juraba como un carretero, arrojaba la
raqueta, intimidaba a los jueces y renegaba en cada jugada dudosa. ‘Estaba loco, era un demente en
la cancha. Era terrible. Entonces el club al que pertenecía me expulsó durante cinco meses y mi
madre tomó mi raqueta y la guardó bajo llave en el armario. Cinco meses, tuvo mi raqueta
guardada con llave. Después de aquello, jamás volví a abrir la boca en la pista de tenis. Desde que
regresé al término de ese periodo de expulsión, pasara lo que pasara, me he portado como es
debido en la cancha’».16
Cuando tenemos la determinación de abstenernos de una conducta determinada, sin importar lo
que suceda, el arrepentimiento está en marcha. Hemos renunciado al pecado cuando hemos
dominado el hábito en cualquier circunstancia que se ponga en nuestro camino. No se trata del
paso del tiempo; lo esencial es un cambio de corazón.
RESTITUCIÓN
El arrepentimiento exigió una restitución completa en el espíritu de Zaqueo, quien dijo: «si en
algo he defraudado a alguno, (…) se lo devolveré cuadruplicado» (Lucas 19:8; véase también
Levítico 6:4). Cuando el élder Spencer W. Kimball recibió el llamamiento al apostolado, irradiaba
este mismo espíritu. ¿Qué ocurre con la gente que puede haber ofendido? ¿Sentirían rancor hacia
él? Visitó a todos y cada uno de los hombres con los que había mantenido relaciones empresariales
111
para explicarle la situación. «‘Me han llamado a servir en puesto muy elevado en mi Iglesia. No
puedo servir con una conciencia limpia a menos que mi vida haya sido honorable. (…) Si se ha
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cometido alguna injusticia, quiero reparar el daño ocasionado y he traído mi chequera’. La mayoría
se limitaron a estrecharle la mano y no quisieron saber nada más. Dos hombres, [sin embargo]
opinaban que, para ser justos, tendrían que haber obtenido unos cientos de dólares más en ciertas
ventas. El [élder Kimball] extendió los correspondientes cheques». 17 La restitución puede adoptar
diversas formas. Puede consistir en la devolución de sumas de dinero, una disculpa, oraciones
ofrecidas a favor de la parte perjudicada, la compensación de años de servicios perdidos
redoblando nuestros esfuerzos, o corrigiendo las actitudes negativas con palabras y actos positivos.
El espíritu de arrepentimiento demanda una restitución de todo lo que sea posible y esté en
nuestra mano.
El pueblo de anti-nefi-lehi comprendía este principio. Antes de escuchar el Evangelio, en su
estado oscurantista habían cometido numerosos asesinatos y transgresiones contra los nefitas. En
un intento sincero de restitución, el penitente rey de los lamanitas le hizo un ofrecimiento a
Ammón: «seremos [esclavos de los nefitas] hasta compensarlos por los muchos asesinatos y
pecados que hemos cometido en contra de ellos» (Alma 27:8; véase también Helamán 5:17). Este
rey humilde sabía que su pueblo no podía devolver a la vida a los nefitas que habían matado, pero
ardía en su corazón un deseo de hacer todo lo posible para reparar los males cometidos. El rey y su
pueblo servirían a los que habían agraviado y, de ser necesario, serían incluso sus esclavos. Este era
el espíritu de la restitución. Este era el espíritu que ardía en los corazones de los hijos arrepentidos
de Mosíah, quienes salieron por el país «esforzándose celosamente por reparar todos los daños que
habían causado a la iglesia» (Mosíah 27:35).
LA CONFESIÓN
El arrepentimiento verdadero, sin embargo, es un capataz severo; exige mucho más de lo
antedicho. Moisés enseñó: «Y será que cuando peque en alguna de estas cosas, confesará aquello
en que pecó» (Levítico 5:5; véase también Números 5:6–7; Nehemías 9:3). David prometió:
«declararé mi iniquidad» (Salmos 38:18). Los que buscaban el bautismo de manos de Juan
acudían a él «confesando sus pecados» (Mateo 3:6). Y el Señor le declaró al profeta José, «otra vez
te mando que te arrepientas (…) y que confieses tus pecados» (DyC 19:20). Más tarde aconsejó:
«Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los
abandonará» (DyC 58:43). Samuel Taylor Coleridge, a través de las palabras del marino de la
antigüedad, transmite un conocimiento perfecto de las punzadas que causan los secretos sin
divulgar:
En el acto, mi mente se estremeció
con penosa agonía,
forzado así a comenzar mi relato;
y entonces me dejó libre.
Desde entonces, a una hora incierta, esa agonía regresa:
y hasta que finalice mi espantoso relato,
En mi pecho arderá este corazón.18
Afortunadamente para el que se arrepiente de corazón, y a diferencia de lo que ocurría en el caso
del marino de la antigüedad, no es necesario que confiese sus pecados una y otra vez cuando se ha
producido una confesión honrada al correspondiente líder del sacerdocio. Sin embargo, hasta que
se lleve a cabo dicha confesión, cómo puede arder un corazón. El Señor ha dicho con claridad
meridiana que «El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y los abandona
alcanzará misericordia.» (Proverbios 28:13). Cuando Alma le preguntó al Señor qué hacer con
ciertos transgresores en la Iglesia, recibió la siguiente respuesta: «si confiesa sus pecados ante ti y
mí, y se arrepiente con sinceridad de corazón, a este has de perdonar, y yo lo perdonaré también»
112
(Mosíah 26:29; véase también DyC 64:7). Pero si no confesaban, sus nombres eran «borrados»
(Mosíah 26:36); es decir, se los excomulgaba.
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¿Cuándo hay que confesarse? Cuando el pecado es de tal magnitud que puede dar lugar a un
proceso disciplinario o permanece en nuestras mentes y nos priva de la paz. David entendía este
segundo supuesto, tal y como se puso de manifiesto cuando admitió «mi pecado está siempre
delante de mí» (Salmos 51:3). Si no confesamos en estos casos, nuestros horizontes espirituales
quedan limitados. Es como estar rodeado de un muro circular e impenetrable. En tales
circunstancias, tenemos cierta libertad de movimientos, pero estamos atrapados. Buscaremos en
vano un resquicio por el que introducirnos a duras penas, una abertura por la que salir, un punto
que podamos sortear. Pero no existen puntos que rodear, ni puertas ocultas, ni pasadizos secretos.
Los años de servicio acumulado no eximen de una confesión; los años de abstinencia no borran su
necesidad; una lucha en solitario ante el Señor no la sustituye. A la larga y de alguna manera,
tendremos que ponernos frente a la pared, cara a cara, y trepar por ella. Eso es confesar. Cuando lo
hacemos, nuestros horizontes espirituales se ensanchan.
Oscar Wilde tenía presente esta verdad cuando narró la historia de Dorian Gray. Un día, Dorian
vendió su alma a cambio de la promesa de la juventud eterna. Wilde describe el descenso a plomo
de Dorian, desde su inocencia de juventud hasta convertirse en un asesino despiadado.
Finalmente, no queda nada de él salvo el semblante sórdido de un pobre desgraciado. Incluso en
este estado de patente desazón moral, en la conciencia de Dorian titiló una postrera lumbre de
esperanza: «Con todo, era su deber confesar, sufrir el escarnio público, y expiar ante la sociedad.
Había un Dios que solicitaba de los hombres que contaran sus pecados tanto a la tierra como al
cielo. Nada podría purificarle hasta que hubiera contado su propio pecado».19
Y de la misma manera, cuando sea necesario, no hay nada que nos aporte la limpieza deseada
como deseamos, a menos que haya una confesión sincera a los que el Señor ha designado para ello
en la tierra.
¿Con qué espíritu hacemos una confesión como esta? El Señor nos da la clave: «porque yo, el
Señor, perdono los pecados y soy misericordioso con aquellos que los confiesan con corazones
humildes» (DyC 61:2). Ese es el espíritu. No hay espacio para el fingimiento ni el engaño, ni para
maquillar los hechos, ni para divulgar el 99 por ciento a la vez que se escamotea el uno por ciento
restante. Es una revelación de toda la verdad y nada más que la verdad. El padre de Lamoni dio
muestras de tener el espíritu adecuado: «abandonaré todos mis pecados para conocerte» (Alma
22:18; énfasis añadido). La confesión y el arrepentimiento comportan el acto de desnudar el alma
por completo, un sometimiento incondicional del yo. Fluye de manera voluntaria; no es el
resultado de la presión ejercida por las circunstancias externas. Una de las almas condenadas de
Dante descubrió por las malas que la confesión en el lecho de muerte nunca invocaría el proceso de
purificación:
Cuando hube entrado en los maduros años que la vela aferrar y atar el cable,
hacen al hombre, tristes desengaños,
lo que antes me agradó, fue detestable;
y contrito y confeso, mi deseo
de remisión llenara ¡miserable!20
La resistencia a la confesión se da incluso entre los santos buenos. Pueden sentir vergüenza o
bochorno. Quizá crean que la imagen que sus líderes del sacerdocio tienen de ellos se desmoronará
cuando se destape el pecado. Hay que recordar que los obispos y demás líderes del sacerdocio son
amigos que están deseando desesperadamente ayudarnos y aligerar nuestras cargas. Son humanos
que han cometido errores, pero quieren mejorar. Cada uno es el padre de su grey. Con total
sinceridad puedo afirmar que, en calidad de líder del sacerdocio, jamás cambió mi concepto de un
hombre o de una mujer que acudieron, voluntaria y humildemente, a confesarse. Al contrario, me
113
regocijé al constatar que procuraban poner sus vidas en orden. En cada caso, creo que los lazos de
hermandad se hicieron más fuertes, no se debilitaron.
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Cuando Mahatma Gandhi era un muchacho de quince años de edad le robó algo a su hermano.
Este llevaba una pepita de oro macizo en el brazo. A Gandhi le resultó fácil separar un fragmento
para quedárselo. Según él mismo, sintió tales remordimientos que tomó la firme decisión de nunca
volver a robar. Tras saldar la deuda con su hermano, Gandhi cuenta que se decidió por
confesárselo también a su padre, pero tenía miedo de hacerlo, no porque su padre fuera a
golpearlo, sino por el dolor que la noticia podía ocasionarle. Finalmente, dijo: «Sentí que era un
riesgo que había que correr; que no habría purificación sin una franca confesión». Gandhi decidió
confesarse por escrito. Y así lo hizo, confesando su culpa, prometiendo que jamás volvería a robar y
pidiendo un castigo apropiado. Concluyó la nota solicitándole a su padre que no se mortificara por
lo que él —Gandhi— había hecho. Por aquel entonces, el padre de Gandhi se encontraba enfermo y
postrado en una cama que consistía únicamente en una tabla de madera. Gandhi, temblando, le
entregó la confesión a su padre, y a continuación se sentó frente a él esperando una respuesta
angustiado. Reproducimos a continuación su propia descripción del encuentro:
«La leyó de principio a fin, y las lágrimas le surcaban las mejillas como perlas, humedeciendo el
papel al caer. Por un momento cerró los ojos, inmerso en sus pensamientos; entonces rompió el
papel. (…) Podía ver la agonía que sentía mi padre. Si fuera pintor, podría dibujar hoy mismo un
cuadro de la escena completa. Tan vivamente grabada la tengo en la mente.
»Aquellas lágrimas de perla purificaron mi corazón y limpiaron mi pecado. Solamente el que ha
sentido un amor como este sabe lo que es; (. . .) transforma todo lo que toca. Este poder no tiene
límites.
»Esta clase de perdón sublime no era natural para mi padre. Yo había pensado que se enojaría,
me dedicaría palabras duras y se golpearía la frente. Sin embargo, se comportó con tal maravillosa
serenidad… Y creo que esto se debe a la franqueza de mi confesión. Una confesión sincera,
combinada con una promesa de nunca volver a cometer el pecado nuevamente, cuando se ofrece al
que tiene el derecho de recibirla, es el arrepentimiento más puro que existe. Sé que mi confesión
hizo que mi padre sintiera una total seguridad con respecto a mí, y aumentó su afecto por mí».21
Qué observación más bella. La confesión sincera incrementa, no disminuye, el afecto de un líder
del sacerdocio por el alma arrepentida.
El élder Marion G. Romney dijo: «Mis hermanos y hermanas, hay entre nosotros muchos cuya
angustia y cuyo sufrimiento se prolongan innecesariamente porque no completan su
arrepentimiento con la confesión de sus pecados».22 Naamán el leproso acudió al profeta Eliseo
queriendo ser sanado. Eliseo le dijo a Naamán que fuera a lavarse siete veces al río Jordán. Cabe
preguntarse qué habría sucedido si Naamán el Sirio se hubiera sumergido tres veces en las aguas
de río Jordán para abandonar después la causa. ¿Se habría limpiado su cuerpo en la misma
proporción, tres de siete? O, ¿qué habría sucedido si lo hubiera hecho seis veces y abandonado al
sexto intento? ¿Le habría faltado una séptima parte de la ansiada sanación? Sabemos la respuesta.
La limpieza se produjo después de la séptima zambullida, una vez se materializó la sumisión total a
la palabra de Dios. Y entonces se produjo una purificación extraordinaria. Según las Escrituras:
«su carne se volvió como la carne de un niño» (2 Reyes 5:14). Y otro tanto sucede con el pecador, el
leproso espiritual. Debe existir una total sumisión a la voluntad del Señor, un corazón quebrantado
y un espíritu contrito, incluida la confesión —si fuera necesaria—, a fin de completar la séptima
inmersión, y entonces el espíritu queda limpio «como el espíritu de un niño». ¿Por qué exige el
Señor la confesión? Es tan sumamente difícil… Quizá se deba a que no hay ningún acto que nos
humille de esta forma, hasta las profundidades mismas de la humildad. Hablando al respecto del
proceso de arrepentimiento, Alma declaró: «permite que esto te humille hasta el polvo» (Alma
42:30). Pero, oh, la promesa a los que lo hacen: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo
para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Por otra parte, el
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Señor ha advertido: «El que encubre sus pecados no prosperará» (Proverbios 28:13). Lo que un
hombre es en realidad siempre saldrá a la superficie. Cualquier disfraz, cualquier farsa, cualquier
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subterfugio, puede durar días, semanas, meses, o quizá años, pero a la larga la naturaleza real de
un hombre se manifestará en sus palabras, la revelarán sus acciones y se reflejará en su semblante.
Es mucho mejor divulgar voluntariamente la verdadera naturaleza de uno antes de que la
descubran involuntariamente. La confesión es un medio de cerrar la brecha.
UN PODER PURIFICADOR
Los frutos del arrepentimiento nos limpian. Isaías declaró: «aunque vuestros pecados sean como
la grana, como la nieve serán emblanquecidos» (Isaías 1:18). En el Israel antiguo, el Día de la
Expiación simbolizaba las consecuencias del verdadero día de la Expiación. En las Escrituras
leemos: «porque en este día se hará expiación por vosotros para limpiaros; y seréis limpios de
todos vuestros pecados delante de Jehová» (Levítico 16:30; véase también Levítico 23:27–28).
Esto era posible únicamente por el día de redención futuro del Salvador. Mediante esa Expiación,
el Señor ha prometido que los «vestidos [de los justos serán] hechos blancos mediante la sangre
del Cordero» (Éter 13:10; véase también Alma 13:11). 23
David le imploró al Señor: «Lávame por completo de mi maldad y límpiame de mi pecado».
Entonces describió el milagro: «Purifícame (…) y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la
nieve» (Salmos 51:2, 7). No existe un penitente de color crema o con lunares. De las aguas del
bautismo no emerge ninguna marca negra; ninguna mancha sobrevive a los rigores del
arrepentimiento. El alma penitente se vuelve blanca como la nieve. Para un santo así, será como si
el acto pecaminoso nunca se hubiera cometido. 24 Ese es el milagro del arrepentimiento. Como
dijera el élder Matthew Cowley: «Creo que cuando nos arrepentimos se produce algún borrado allí
arriba para que cuando lleguemos allí seamos juzgados tal y como somos, por lo que somos y quizá
no por lo que fuimos una vez». Y añadió: «Eso lo que me gusta de todo esto: el borrado». 25 Pero
para los impenitentes no habrá tal borrado. El Señor advirtió: «he aquí, mi sangre no los limpiará
si no me escuchan» (DyC 29:17).
El Señor ama a sus hijos y anhela perdonar a todos y cada uno de ellos. Si tan solo se arrepienten,
«[él] será amplio en perdonar» (Isaías 55:7). Pedro explicó que el Señor «no [quiere] que ninguno
perezca, sino que todos lleguen al arrepentimiento» (2 Pedro 3:9). Incluso Acab, el monarca
réprobo de Israel, tuvo un instante transitorio de arrepentimiento que recibió su galardón por
parte del Señor: «Pues por cuanto se ha humillado delante de mí, no traeré el mal en sus días»
(1 Reyes 21:29). Es como si el Señor quisiera bendecirnos por cada intento —por insignificante y
tímido que parezca—, de poner nuestras vidas en sus manos. A los que se arrepienten de todo
corazón, el Señor ha prometido «He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y
yo, el Señor, no los recuerdo más» (DyC 58:42). Ezequiel nos tranquilizó a propósito de la misma
verdad extraordinaria: «No se le recordará ninguno de sus pecados que había cometido» (Ezequiel
33:16; véase también Ezequiel 18:22). Es un pensamiento glorioso: el Señor nos juzgará por
aquello en lo que nos hayamos convertido, no por lo que fuimos. Si nos arrepentimos, él juzgará al
hombre nuevo; no al antiguo. Este fue el ruego de David: «De los pecados de mi juventud y de mis
rebeliones, no te acuerdes; conforme a tu misericordia acuérdate de mí, por tu bondad, oh Jehová»
(Salmos 25:7).
El perdón del Señor es total e incondicional, una vez nos hemos arrepentido. Samuel el lamanita
les dijo a los nefitas que el Salvador, en virtud de su Expiación, posibilitó «la condición del
arrepentimiento» (Helamán 14:18). El Señor le transmitió al profeta José su parecer acerca de este
principio divino: «Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no
padezcan, si se arrepienten; mas si no se arrepienten, tendrán que padecer así como yo» (DyC
19:16–17). El élder Neal A. Maxwell lo resumió a la perfección: «¡Acabaremos teniendo que elegir
entre la forma de vivir del Señor o su forma de sufrir!». 26 Cuando optamos por su forma de vivir,
vencemos la muerte espiritual, gracias a los milagrosos poderes purificadores de la Expiación.
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NOTAS
1. Conference Report, octubre de 1953, 35.
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116
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Capítulo 18
UN PODER CONSOLADOR
Entre sus numerosas bendiciones, la Expiación trae paz. No solamente nos limpia, sino que
también nos consuela. Mi propia experiencia práctica me ha llevado a concluir que ambas
bendiciones no siempre van de la mano. En ocasiones, me he reunido con buenos santos que —
según creía yo— estaban totalmente arrepentidos y habían sido partícipes del poder purificador del
sacrificio del Salvador, pero todavía confiesan vivir con conciencias inquietas. No ven cómo es
posible que el Señor les pueda perdonar lo que han hecho. Esto me impresionó hondamente
cuando entrevisté para la recomendación del templo a un converso que llevaba unos quince años
en la iglesia. Este hermano había sido fiel y devoto desde el día de su bautismo, pero se preguntaba
si el Señor podría perdonarle de verdad por la vida accidentaba que había llevado antes de aceptar
el mensaje del evangelio. Un perdón así parecía demasiado pedir. No creo que este hermano fuera
el único que albergara sentimientos así.
Aun creyendo en Cristo y en su Expiación, algunos —de manera inocente, pero errónea— les han
puesto límites a sus poderes regenerativos. De alguna manera han convertido una Expiación
infinita en un sacrificio finito. Han tomado la Expiación y la han delimitado con una linde artificial
que sin saber cómo no incluye su pecado particular. Stephen Robinson observó de manera similar:
«He aprendido que son muchos los que creen que Jesús es el Hijo de Dios y el Salvador del
mundo, pero no creen que sea capaz de salvarlos. Creen en su identidad, pero no en su poder de
limpiar, purificar y salvar. Tener fe en su identidad es solamente la mitad del principio. Tener fe en
su capacidad y en su poder de limpiar y salvar, esa es la otra mitad». 1
Estos santos son más duros con ellos mismos de lo que sería el Salvador. En cierto sentido, han
adoptado sus propios parámetros de justicia y misericordia. C. S. Lewis ofreció este consejo: «Creo
que, si Dios nos perdona, nosotros hemos de perdonarnos también. De otra manera, prácticamente
estaremos compareciendo por deseo propio ante un tribunal superior a Él». 2 Dicha actitud puede
provocar la ira del Señor, tal y como observó Zenoc: «Estás enojado, ¡oh Señor!, con los de este
pueblo, porque no quieren comprender tus misericordias que les has concedido a causa de tu Hijo»
(Alma 33:16). En resumidas cuentas, estos santos fijan ellos mismos la altura del listón que deben
superar para obtener la paz mental. Por esa razón, entre otras, es tan esencial entender la
Expiación y su naturaleza infinita, buscar los porqués y los cómos, amén de las consecuencias, ya
que, a medida que aumenta nuestra comprensión de la Expiación, nuestra capacidad para
perdonarnos a nosotros y a nuestros semejantes se incrementa de igual manera.
Cuando entendemos más plenamente las profundidades a las que descendió el Señor, la amplitud
de su alcance y las alturas a las que ascendió, podemos aceptar más prontamente que nuestros
propios pecados se encuentran en el interior de la esfera del dominio conquistado por el Salvador.
Entonces nos convertimos en creyentes, no solo en la envergadura infinita de la Expiación;
también en su alcance personal. La oferta amorosa del Salvador: «mi paz os doy» (Juan 14:27),
pasa a ser, de una esperanza abstracta a una realidad profunda. En ese momento recibimos, tanto
del poder purificador como del poder consolador de la Expiación. Pablo se refirió a esta bendición:
«nuestro Señor Jesucristo (…), quien nos amó, y nos dio consuelo eterno, y buena esperanza
mediante la gracia» (2 Tesalonicenses 2:16). Es mediante este poder consolador que se nos
117
«[concede] que sean ligeras [nuestras] cargas mediante el gozo de su Hijo» (Alma 33:23). Podemos
apreciar y aceptar la invitación de Jacob a su pueblo: «dejemos a un lado nuestros pecados, y no
inclinemos la cabeza, porque no somos desechados» (2 Nefi 10:20; énfasis añadido). Podemos
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obtener «tan inmenso gozo» que viene a los que han recibido una remisión de sus pecados tras
haber «llegado al conocimiento de la gloria de Dios» (Mosíah 4:11).
Durante mi servicio en puestos de responsabilidad del sacerdocio, conocí a un hombre
excepcional que unos años antes había cometido una transgresión que le ocasionó profundos
remordimientos. Su sufrimiento fue prolongado e intenso. Sentí gran conmiseración por él. Con el
tiempo llegué a creer que estaba plenamente preparado a fin de intentar renovar su recomendación
para el templo. Le animé a que siguiera adelante en esa dirección, pero él estaba reticente. Aunque
yo sentía que había recibido el perdón, él no parecía capaz de perdonarse. Puede que se hubiera
limpiado, pero no hallaba ni la convicción, ni el consuelo. Por esta razón estaba posponiendo su
regreso a la Casa del Señor. Me era imposible dejar de pensar en su situación. Un día, mientras
reflexionaba al respecto, en mi mente recibí una vívida impresión: «El hermano ________ ha
pagado hasta el último cuadrante». Al poco tiempo, la misma impresión volvió a mí, con idéntica
intensidad. Compartí esta experiencia con este buen hermano y pronto encontró la paz suficiente
para renovar sus convenios del templo. Desde entonces me he preguntado por qué esas
impresiones vinieron a mí en lugar de al propio interesado. Puede ser que su incapacidad para
perdonarse a sí mismo se convirtiera en una barrera impenetrable para las impresiones
espirituales. Puede que él hubiera hecho caso omiso de cualquier impresión —o la hubiera
interpretado racionalmente como fruto de su propia imaginación—, si esta hubiera venido a él
directamente. O quizá el Señor, en su bondad amorosa, supo que la única forma de llegar a este
hombre era enviando un mensaje a través de una fuente externa, a saber, su líder del sacerdocio, y
que hubiera sido imposible descartarla como producto de sus meras ilusiones. En cualquier caso, la
paz que sana, tranquiliza y consuela el alma herida acabó encontrando finalmente abrigo en otro
corazón humano.
El pueblo del rey Benjamín luchó por obtener ese poder sereno y consolador. Se vieron «a sí
mismos en su propio estado carnal», y se sintieron «aún menos que el polvo de la tierra». A una
misma voz clamaron: «¡Oh, ten misericordia, y aplica la sangre expiatoria de Cristo para que
recibamos el perdón de nuestros pecados!». Y entonces vino la respuesta del cielo: «el Espíritu del
Señor descendió sobre ellos, y fueron llenos de gozo, habiendo recibido la remisión de sus pecados,
y teniendo paz de conciencia a causa de la gran fe que tenían en Jesucristo» (Mosíah 4:2–3).
Además de purificarles, la Expiación les trajo consuelo.
LA EXPIACIÓN ES LA RESPUESTA:
LA ÚNICA RESPUESTA
Nefi y Lehi, los hijos de Helamán, fueron encarcelados por sus trabajos misionales entre los
lamanitas. Pasaron muchos días sin comida. Entonces llegó el día funesto en el que sus captores
volvieron a la prisión para ejecutarles; pero en esta ocasión el Señor dejaría de frenar su mano.
Nefi y Lehi fueron envueltos «como por fuego». A sus asaltantes «los cubrió una nube de
obscuridad, y se apoderó de ellos un espantoso e imponente temor». Una voz apacible y delicada
penetró en ellos hasta llegar al alma misma. Esto se repitió tres veces. El mensaje estaba claro:
«Arrepentíos, arrepentíos». La tierra se sacudió, los muros de la prisión temblaron y la nube de
oscuridad se cernió sobre ellos con tenacidad implacable y «no se disipó» (Helamán 5:23, 28, 29,
31). La mencionada nube de oscuridad era una manifestación física de la sombra espiritual que
nublaba sus almas impenitentes. El simbolismo del momento era claro e inequívoco. Irónicamente,
los impenitentes eran ahora los encarcelados, ya que no podían «moverse». Las paredes tangibles
de la prisión eran una señal de la prisión espiritual que habían levantado ladrillo a ladrillo
entregados a una vida de maldad. No eran libres en absoluto. Era como si su condición espiritual,
en apariencia invisible al ojo mortal por tantos años, ahora se reflejara en marcado contraste con
118
símbolos tangibles.
Finalmente, los lamanitas no pudieron soportarlo más. Clamaron al Señor: «¿Qué haremos para
que sea quitada esta nube de tinieblas que nos cubre?». La nube simbolizaba todo lo que en su vida
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era deprimente y debilitante. Entonces Aminadab, un disidente nefita, les respondió con una
fuerza persuasiva que despejaría, tanto la nube física como la espiritual que los había estado
cubriendo: «Debéis arrepentiros y clamar a la voz, hasta que tengáis fe en Cristo (…); y cuando
hagáis esto, será quitada la nube de tinieblas que os cubre».
El tiempo y el lugar no importan. La solución para el impenitente es siempre la misma:
arrepentirse y tener fe en Cristo. Y así fue en el caso de estos lamanitas incapaces de «moverse».
En respuesta a la crisis inminente, clamaron a Dios en alta voz hasta que se dispersó la nube.
Entonces fueron rodeados, «sí, cada uno de ellos, por una columna de fuego (…) y fueron llenos de
ese gozo que es inefable y lleno de gloria». Y vinieron esas reconfortantes palabras de solaz: «Paz,
paz a vosotros por motivo de vuestra fe en mi Bien Amado» (Helamán 5:34, 40, 41, 43, 44, 47).
Lo acaecido en esa ocasión recuerda la experiencia de Alma hijo. Él también libró una batalla por
la paz. Se hallaba en las profundidades de la desesperación. Con un lenguaje de lo más gráfico,
Alma describe su situación: «yo estaba a punto de ser desechado. (…) Me hallaba en el más
tenebroso abismo. (…) Atormentaba mi alma un suplicio eterno» (Mosíah 27:27, 29). Tan solo
cuando pensó en Jesucristo y su Expiación recibió la paz que anhelaba tan desesperadamente:
«Mientras así me agobiaba este tormento, mientras me atribulaba el recuerdo de mis muchos
pecados, he aquí, también me acordé de haber oído a mi padre profetizar al pueblo concerniente a
la venida de un Jesucristo, un Hijo de Dios, para expiar los pecados del mundo.
»Y al concentrarse mi mente en este pensamiento, clamé dentro de mi corazón: ¡Oh Jesús, Hijo
de Dios, ten misericordia de mí (…) Y he aquí que cuando pensé esto, ya no me pude acordar más
de mis dolores; sí, dejó de atormentarme el recuerdo de mis pecados. Y, ¡oh qué gozo, y qué luz tan
maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi
dolor» (Alma 36:17–20; énfasis añadido; véase también Mosíah 27:29).
En tiempos del Libro de Mormón, como en los nuestros, la respuesta para obtener paz mental
sigue siendo la misma: entender la Expiación de Jesucristo y ser partícipes de ella. Esta fue la
solución eficaz para los lamanitas en más de una ocasión. En los días de los anti-nefi-lehitas, su rey
comentó que ellos habían sido «los más perdidos de todos los hombres» (Alma 24:11). Y después se
arrepintieron. El rey reconoció que habían sido perdonados, pero asimismo dio gracias a Dios
porque «ha depurado nuestros corazones de toda culpa, por los méritos de su Hijo» (Alma 24:10).
Enós oyó la voz de Dios que le decía: «tus pecados te son perdonados», y se regocijó por el
maravilloso milagro que se produjo a continuación: «por tanto, mi culpa fue expurgada» (Enós
1:5–6). Macbeth anhelaba esa misma paz para Lady Macbeth, esa misma conciencia libre de culpa.
Puede que sus deseos resuenen en los corazones de muchos hoy en día:
¿No puedes tratar un alma enferma,
arrancar de la memoria un dolor arraigado,
borrar una angustia grabada en la mente
y, con dulce antídoto que haga olvidar,
extraer lo que ahoga su pecho
y le oprime el corazón?3
Profundamente enraizadas, hay penas que permanecen hoy por hoy en los corazones de muchos,
y el mundo todavía busca en vano un antídoto. Muchos esperan hallar soluciones en terapeutas
mundanos, en el dinero y la fama, pero su búsqueda es en vano.
El Señor señaló la futilidad de las soluciones aportadas por el mundo: «En el mundo tendréis
aflicción» (Juan 16:33), y «no conocieron camino de paz» (Isaías 59:8). En ningún hombre puede
encontrarse la paz; únicamente viene por el Salvador. Con particularidad, las Escrituras describen
las horrendas consecuencias de las soluciones del mundo: el alma de un hombre estará
«atormentada por la conciencia de su propia culpa» (Alma 14:6), incluso teniendo «cauterizada la
119
conciencia» (1 Timoteo 4:2). «Las demandas de la divina justicia despiertan en su alma inmortal
un vivo sentimiento de su propia culpa, (…) y le llena el pecho de culpa, dolor y angustia, que es
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como un fuego inextinguible, cuya llama asciende para siempre jamás» (Mosíah 2:38). Nefi añade
esta advertencia: «los culpables hallan la verdad dura, porque los hiere hasta el centro» (1 Nefi
16:2). Los malos son quienes «[huirán] sin que haya quien [los] persiga» (Levítico 26:17; véase
también Proverbios 28:1) y están «de duelo todo el día» (Salmos 38:6). Job habló con aspereza —
pero verazmente—de los que no tienen nada que ofrecer más que el consuelo del mundo: «¿Cómo,
pues, me consoláis en vano? En vuestras respuestas hay falsedad» (Job 21:34).
Todas las tentaciones seductoras, programas falsificados y promesas especiosas, incorporadas de
una forma u otra a las soluciones del mundo con todo su atractivo, oratoria y brillo multi-
dimensionales, simplemente se hunden a la luz de la declaración consagrada en las eternidades del
Señor: «No hay paz para los malvados, dice mi Dios» (Isaías 57:21). La letra del himno nos hace
pensar:
¿Dónde hallo el solaz
dónde, el alivio
cuando mi llanto nadie puede calmar? 4
El Señor dio la respuesta, la única réplica segura: «mi paz os doy; yo no os la doy como el
mundo la da» (Juan 14:27). Esa paz de la que habló es la paz «que sobrepasa todo entendimiento»
(Filipenses 4:7). Se encuentra solamente cuando llegamos a conocer, apreciar y aceptar la
Expiación de Jesucristo. Entonces la «paz os [será multiplicada] mediante el conocimiento de Dios
y de nuestro Señor Jesús» (2 Pedro 1:2; véase también Helamán 5:47). Ammón fue un testigo vivo
de ello; habló de la desesperanza de los que han probado otro camino: «He aquí, este es un gozo
que nadie recibe sino el que verdaderamente se arrepiente y humildemente busca la felicidad»
(Alma 27:18). David sabía de la futilidad de buscar otra fuente de paz: «Y ahora, Señor, ¿qué
esperaré? Mi esperanza está en ti» (Salmos 39:7).
Tras el conmovedor sermón del Pan de vida —quizá el sermón más memorable del Señor, si
descontamos el Sermón del Monte—, muchos de sus discípulos lo abandonaron. El Salvador se
volvió entonces a Pedro, y preguntó: «¿También vosotros queréis iros?». La respuesta de Pedro
debería hacer arder todos los corazones y colgar de los muros de todos los hogares: «Señor, ¿a
quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Juan 6:67–68). Uno podrá buscar en vano a lo
largo y ancho del mundo, escudriñar los diarios en busca de pensamientos, acariciar las filosofías
de los hombres, pero a la larga aprenderá que no existe esperanza, ni paz duradera, más que en
Jesucristo.
El sacrificio expiatorio de Cristo, y nuestra aceptación total de la Expiación, son el antídoto
espiritual que sana el alma herida. Es un antídoto que aporta esperanza en lugar de desesperación,
luz en lugar de oscuridad y paz en lugar de zozobra. Fue este antídoto lo que funcionó en el caso de
Zeezrom. Postrado en cama y ardiendo de fiebre. Repasaba sus numerosos pecados, creyendo que
no había «liberación» por lo que había hecho. Entonces Alma planteó una de esas preguntas que
cambian las reglas del juego radicalmente: «¿Crees en el poder de Cristo para salvar? (…) Si crees
en la redención de Cristo, tú puedes ser sanado» (Alma 15:3, 6, 8). La respuesta fue afirmativa. La
curación subsiguiente fue tanto física como espiritual. La condición previa fue la creencia en la
Expiación de Jesucristo.
Jacob invitó a su pueblo a «oír la agradable palabra de Dios; sí, la palabra que sana el alma
herida» (Jacob 2:8). Una invitación semejante la cursó nuevamente el Salvador durante su
ministerio terrenal: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, (…) y hallaréis descanso para vuestras almas»
(Mateo 11:28–29). Nefi habló de aquellos días gloriosos en los que «el Hijo de Justicia se les
aparecerá [a los justos]; y él los sanará, y tendrán paz» (2 Nefi 26:9).
Así, no resulta sorprendente que el Salvador, tras ofrecer una valiosa información de naturaleza
120
autobiográfica acerca de su propia Expiación, diera las siguientes instrucciones a los Santos de los
últimos días: «Aprende de mí y escucha mis palabras (…) y en mí tendrás paz» (DyC 19:23). En
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autora.
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122
Capitulo 19
¡Qué misericordia y compasión llenan su alma! Isaías lo sintetizó bien: «Cantad alabanzas, oh
cielos, y regocíjate, oh tierra (…) porque Jehová ha consolado a su pueblo y de sus pobres tendrá
misericordia» (Isaías 49:13).
El Salvador no era un observador aislado en una torre de marfil, ni un capitán de la retaguardia.
No era un espectador, ni «un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas,
sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (Hebreos 4:15).
Pablo continúa su explicación así: «Pues por cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso
para socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18; véase también DyC 62:1). El Salvador era un
participante activo, un actor principal, quien, además de entender nuestra triste situación
intelectualmente, sintió nuestras heridas porque se convirtieron en sus propias heridas. Él tuvo
experiencia directa, «en las trincheras». Él sabía «según la carne (…) cómo socorrer a los de su
pueblo, de acuerdo con las debilidades de ellos» (Alma 7:12). Él podía consolar con empatía, no
solo con simpatía, a todos «los humildes» (2 Corintios 7:6). Por eso Pedro invitó a todos los santos
a poner «toda [su] ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de [nosotros]» (1 Pedro 5:7). El
Salvador era ciertamente lo que el presidente Ezra Taft Benson denominó «el
máximo Consolador».4
Mormón, en sus últimas palabras en la tierra, le habló a su hijo Moroni. Aludió a las atrocidades
de los lamanitas, para agregar una sorprendente condena de su propio pueblo: «Mas no obstante
esta gran abominación de los lamanitas, no excede a la de nuestro pueblo» (Moroni 9:9). La
inmoralidad, el asesinato, la tortura, la perversión… lo habían hecho todo. Mormón reconoció que
eran «como bestias salvajes» (Moroni 9:10). Era incapaz de encomendarlos a Dios, no fuera que
Dios lo castigara. Ese era el panorama desolador. En circunstancias tan calamitosas, ¿podía
Mormón ofrecer alguna esperanza a su fiel hijo Moroni? Leamos estas hermosas palabras de
consuelo de un padre sensible a su hijo:
«Hijo mío, sé fiel en Cristo; y que las cosas que he escrito no te aflijan, para apesadumbrarte
hasta la muerte; sino Cristo te anime, y sus padecimientos y muerte, y la manifestación de su
cuerpo a nuestros padres, y su misericordia y longanimidad, y la esperanza de su gloria y de la vida
eterna, reposen en tu mente para siempre». (Moroni 9:25; énfasis añadido).
Sin importar lo perdido que el mundo en general parezca estar, ni lo depravado o degenerado que
pueda llegar a ser, existe aún una luz brillante de esperanza para los que tienen fe en Cristo. Los
que hacen de Él y de Su sacrificio expiatorio el centro de atención, quienes permiten que sus
mentes alberguen estas verdades gloriosas de forma constante, encontrarán que el poder de Cristo
para elevar el alma humana sobrepasa incluso las cargas más pesadas que el mundo pueda
lanzarles. Hay un cierto optimismo espiritual que acompaña al estudio de la Expiación y la
reflexión sobre ella. Dicha serenidad espiritual acabó por llegarle finalmente a Abraham, pero
solamente después de que a su espíritu turbado se le permitiera atravesar el velo de la historia y
pudiera ver con ojos proféticos «los días del Hijo del Hombre, y se alegró, y su alma descansó»
(TJS, Génesis 15:12). Alma, quien conocía esta fuente de consuelo definitivo, alzó la voz diciendo:
«¡Oh Señor, mi corazón se halla afligido en sumo grado; consuela mi alma en Cristo!» (Alma
31:31).
Ningún hombre puede exclamar: «Él no entiende mi situación; nadie tiene las mismas pruebas
que yo». No hay nada que quede fuera del ámbito de experiencia del Salvador. Como observara el
élder Maxwell: «Ninguno de nosotros puede enseñarle a Cristo nada acerca de la
depresión».5 Como resultado de su experiencia mortal —culminado en la Expiación—, el Salvador
sabe, entiende y siente toda condición, toda desgracia y toda pérdida del hombre. Nadie puede
consolar como Él. Nadie puede levantar las cargas como Él. Nadie puede escuchar como Él. No hay
pena que no sea capaz de aliviar, ni rechazo que no pueda mitigar, ni soledad por la que no pueda
reconfortar. Sea cual sea la aflicción que el mundo interponga en nuestro camino, Él tiene un
124
remedio de poder curativo superior. Truman Madsen habló convincentemente de los poderes
consoladores del Salvador:
Page
«Ningún trance humano, cualquier pérdida trágica, ningún fallo espiritual, quedan fuera del
alcance de su conocimiento y compasión presentes. (…) Y cualquier teología que enseña que hubo
algunas cosas que Él no sufrió es una falsificación de su vida. Él las conocía todas. ¿Por qué? A fin
de socorrer —o lo que es lo mismo, consolar y sanar— a su pueblo. Él estaba al tanto de la
naturaleza plena de la lucha humana».6
Las necesidades del hombre, por onerosas o numerosas que sean, nunca superarán los poderes
de Dios para socorrer. Son parte del milagro de su redención. Él está siempre ahí. Nunca nos dice
que no volvamos a casa. Nunca le falta ansiosa preocupación. Nunca le falta un remedio. El amor y
la compasión del Salvador siempre circunscribirán toda necesidad real e imaginaria del hombre.
Nos regocijamos en su invitación y su promesa gloriosas: «Venid a mí todos los que estáis
trabajados y cargados, y yo os haré descansar» (Mateo 11:28). De igual manera, esto forma parte
del poder y la bendición de la Expiación: socorrer a los que lo necesitan. Esa era la esencia del
mensaje de Alma a los zoramitas. Les enseñó acerca de la Expiación, les exhortó a «plantar esta
palabra» en sus corazones, y concluyó: «Y entonces Dios os conceda que sean ligeras vuestras
cargas mediante el gozo de su Hijo» (Alma 33:23).
Cuanto más fácil es seguir y amar a un líder que ha sentido todo lo que hemos sentido y más; uno
que, además de simpatizar, también siente empatía por nuestra causa. Si bien el Salvador puede
haber sabido todas las cosas en el Espíritu, incluidas las angustias de la carne, el hecho de haber
tomado un cuerpo de carne y hueso, y sufrir después las humillaciones del hombre, aumenta tanto
nuestro afecto por el Salvador como nuestra capacidad de identificarnos con él. El élder Maxwell
cita a G. K. Chesterton en este aspecto: «Ningún monarca misterioso, escondido en su pabellón
estrellado en la base de la campaña cósmica, se parece en lo más mínimo al caballeresco y celestial
capitán que porta sus cinco heridas en el frente de batalla». 7 Es ese líder «herido» al que tenemos
la fortuna de seguir. Ese es el líder herido que nos socorre en nuestras propias heridas.
NOTAS
1. Maxwell, Plain and Precious Things, 99.
2. Ibid., 42.
3. Clark and Thomas, Out of the Best Books, 1:67.
4. Benson, Sermones y escritos, 6.
5. Maxwell, «Enduring Well», 10.
6. Madsen, Christ and the Inner Life, 5, 12.
7. Maxwell, More Excellent Way, 12.
125
Page
Capítulo 20
LA BENDICIÓN
DE LA MOTIVACIÓN
tiene un indudable magnetismo. ¿Acaso un hijo podría resistirse a una invitación como esa? Por
supuesto, esa es la cuestión: si somos como niños, no nos resistiremos, no lo pospondremos, sino
Page
que correremos hacia los brazos abiertos que nos llaman. Incluso cuando somos rebeldes; incluso
cuando representamos el papel del hijo o la hija pródigos, no podemos olvidar al padre amoroso
que «fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello y le besó» (Lucas 15:20). Un
amor compasivo de esa naturaleza es difícil de resistir; es una poderosa invitación a regresar al
hogar. Y ese es el efecto del sacrificio amoroso del Salvador.
¿Y CÓMO FUNCIONA?
¿Y cómo motiva, invita y atrae a todos los hombres al Salvador la Expiación? ¿Qué causa esta
atracción gravitatoria, este tirón espiritual? Un cierto poder irresistible mana del sufrimiento justo;
no un sufrimiento indiscriminado, innecesario, sino del sufrimiento justo, voluntario, por el
prójimo. Este sufrimiento es otra de las formas más puras de motivación que podemos ofrecer a los
que amamos. Pensémoslo unos instantes: ¿cómo cambia uno la actitud o la línea de actuación de
un ser querido cuyos pasos parecen guiarlo directamente a la destrucción? Si un ejemplo no
consigue ejercer influencia; si las palabras amables se ignoran y los poderes de la lógica se
descartan como el tamo delante del viento, ¿a dónde se puede acudir entonces? Jag Parvesh
Chader habló acerca de agotar todas las fuentes no violentas y agregó lo siguiente: «Cuando no
produce ningún efecto saludable, se invita voluntariamente el sufrimiento en el cuerpo propio a fin
de abrir los ojos de la persona que se empecina en no ver la luz». 2
El ayuno se ha empleado a menudo para tal fin. Los efectos de la abstinencia van más allá de
hacernos pasar hambre; hacen más que refinar nuestros espíritus; contiene cierto poder motivador
inherente susceptible de cambiar y ablandar los corazones de los demás, sobre todo cuando saben
que estamos ayunando por ellos. Ahí se encuentra una fuerza capaz de penetrar los muros pétreos
del orgullo, reponer las reservas de humildad y engendrar más afecto y gratitud por el que sufre.
En palabras del misionero evangélico, E. Stanley Jones, el sufrimiento tiene un «intenso atractivo
moral». Jones le preguntó en una ocasión a Mahatma Gandhi mientras se encontraba sentado en
un catre en el patio abierto de la cárcel de Yeravda: «‘¿No es su ayuno una forma de coerción?’ ‘Sí’,
respondió muy pausadamente, ‘el mismo tipo de coerción que Jesús ejerce sobre usted desde la
cruz’». Cuando Jones reflexionó sobre tan profunda réplica, dijo: «Me quedé en silencio. La
veracidad de aquello era tan obvia que me quedo sin palabras cada vez que pienso en ello. Tenía
toda la razón. Los años lo han aclarado. Y ahora lo veo por lo que es: un potente poder moral y
redentor si se emplea correctamente. Sin embargo, debe emplearse de la forma adecuada». 3
No todo sufrimiento motiva para el bien. Está el sufrimiento del preso, pero las cárceles
continúan llenándose a rebosar. Está el dolor y el sufrimiento recurrentes de la guerra, pero el
mundo sigue resonando con conflictos bélicos y confrontaciones. También está el sufrimiento de
los que contraen enfermedades contagiosas por su conducta inmoral, pero miles siguen haciendo
lo mismo. Y tenemos el sufrimiento de las almas puras y nobles que logran sufrir más allá de sí
mismas, cuyo sufrimiento conlleva más que un poder purificador para la persona: es fuente de
poder redentor para otros también.
Este principio se ilustra persuasivamente en el Libro de Mormón. Ammón y sus hermanos
habían traído a miles de los lamanitas al conocimiento de la verdad. Deseando distinguirse de los
incrédulos, estos conversos adoptaron el nombre de «pueblo de Anti-Nefi-Lehi».
Lamentablemente, el cisma producido entre creyentes y no creyentes empeoró hasta que el odio de
los incrédulos alcanzó niveles desmedidos, incluso hasta que «su odio contra ellos llegó a ser
sumamente intenso» (Alma 24:2). La guerra era inminente. Entonces llegó el sacrificio humano
supremo. El pueblo de Anti-Nefi-Lehi, teniendo plena consciencia del ataque inminente, enterró
sus armas de guerra, «prometiendo y haciendo convenio con Dios de que antes que derramar la
sangre de sus hermanos, ellos darían sus propias vidas; y antes que privar a un hermano, ellos le
darían». Si fuera necesario, «[padecerían] hasta la muerte» (Alma 24:18–19).
127
hasta los dientes, a todo correr y lanzando alaridos que helaban la sangre en las venas, como si de
demonios se tratara, abalanzándose sobre su presa indefensa y con un único objetivo en mente:
«destruir al pueblo de Anti-Nefi-Lehi» (Alma 24:20). La masacre fue atroz: 1005 de los creyentes
fueron talados. En todo el proceso no hubo resistencia, ni un ápice de oposición, ni medidas
defensivas y de contrataque, solamente una muda e inquebrantable determinación de confiar en
Dios, fueran cuales fueran las consecuencias. ¡Y menudas fueron las consecuencias!
Finalmente, el sufrimiento cumulativo de esos santos inamovibles fue magnificado en extremo
para obrar un milagro inolvidable. Un ejército desconocido para los rangos militares barrió el
campo de batalla. Sin duda un silencio ominoso se cernió sobre la carnicería. Era como si se
estuviera produciendo una transfusión espiritual en masa. El péndulo había tomado el rumbo
opuesto. El odio, la venganza y el orgullo se estaban dejando de lado, mientras la culpabilidad, la
vergüenza, el remordimiento y, finalmente, el arrepentimiento, llenaron el vacío. Alma narra lo que
sucedió a continuación:
«Sí, cuando los lamanitas vieron esto [el sacrificio propio de sus hermanos], se abstuvieron de
matarlos; y hubo muchos cuyos corazones se habían conmovido dentro de ellos por los de sus
hermanos que habían caído por la espada, pues se arrepintieron de lo que habían hecho. Y
aconteció que arrojaron al suelo sus armas de guerra y no las quisieron volver a tomar, porque los
atormentaba los asesinatos que habían cometido; y se postraron, igual que sus hermanos,
confiando en la clemencia de aquellos que tenían las armas alzadas para matarlos. Y sucedió que el
número de los que se unieron al pueblo de Dios aquel día fue mayor que el de los que habían sido
muertos (…). Y no había un solo hombre inicuo entre los que perecieron; pero hubo más de mil que
llegaron al conocimiento de la verdad; así vemos que el Señor obra de muchas maneras para la
salvación de su pueblo» (Alma 24:24–27).
Un sufrimiento de inmensas proporciones había traído la salvación. Donde la razón había
fallado, los lazos familiares habían sido cercenados y el legado cultural habían resultado
insuficiente como base para establecer vínculos duraderos, el sufrimiento de los justos había
triunfado. El sufrimiento probó ser más que un proceso purificador para el donante; también
aportó poderes redentores para el receptor.
Mohandas Gandhi aprovechó el sufrimiento justo como un poderoso instrumento motivador
para el bien. Cada uno de sus ayunos poseía cierto poder motivador, pero ninguno tuvo
repercusiones más profundas que sus huelgas de hambre de Calcuta y Delhi. Calcuta era un campo
de batalla del odio. Gandhi, que era hindú, se alojó en la casa de un musulmán en el corazón del
distrito de los disturbios. A algunos hindús les enfureció la actitud conciliadora de Gandhi hacia el
enemigo. Un atentado contra él fracasó. Enviaron varios grupos de jóvenes hindús exaltados para
convencer a Gandhi de su error. En cada ocasión, los jóvenes volvían diciendo: «Mahatma tiene
razón». La guerra continuó. Finalmente, Gandhi anunció un ayuno hasta la muerte a menos que
sus enemigos cambiaran su proceder. Sería la paz entre ellos o la muerte para él. Transcurridos
tres días de ayuno, el sufrimiento de una figura venerada por una nación entera fue más de lo que
el pueblo podía soportar. Los poderes para ablandar y persuadir de su dolor fundieron «corazones
de piedra». Se trajeron a sus pies armas, desde cuchillos hasta ametralladoras. Casi de la noche a la
mañana se produjo la curación. Lord Mountbatten, uno de los jefes militares presentes, comentó:
«Lo que 50 000 soldados bien equipados no eran capaces de lograr, Mahatma lo había conseguido.
Ha conseguido la paz».4 Y así fue.
Delhi era su siguiente reto. La tensión era absoluta. Gandhi propuso ocho puntos con respecto a
los cuales hindús y musulmanes debían encontrar un acuerdo. De lo contrario, emprendería un
nuevo ayuno hasta la muerte. De los ocho puntos, la totalidad era favorable a los musulmanes. El
riesgo era inmenso, pero su objetivo era honorable: unificar una nación dividida. A los seis días se
rubricó el acuerdo de paz. E. Stanley Jones, presente justo antes del ayuno, escribió al respecto:
128
«No se trataba de la firma cualquiera de un acuerdo de paz cualquiera. Había en ello una cualidad
moral que lo hacía diferente. Su sangre y sus lágrimas eran la base del pacto». Y añadió: «Su
Page
método y su objetivo eran justos (…). Gandhi sacudió los cimientos de esa nación: la sacudió
moralmente».5 Mediante el poder del sufrimiento justo de un diminuto anciano de setenta y nueve
años, en el crepúsculo de su vida, ciertamente se salvó a una nación haciendo que recuperara su
cordura espiritual.
Cuando era profesor auxiliar en Harvard, Truman Madsen supo de una experiencia que el rector
de la universidad, Charles Eliot, compartió con un alumno que estaba pensando dejar los estudios
y abandonar. Evidentemente, el rector Eliot puso en juego todas las facultades racionales que
poseía a fin de disuadir al joven y hacerle cambiar de idea. Todo era en vano. El estudiante no daba
su brazo a torcer; estaba decidido a seguir aquel rumbo destructivo. Entonces, un pensamiento
vino a la mente del rector Eliot. Le preguntó al alumno: «¿Qué me dice de su esposa y sus padres
que han trabajado y se han esforzado para que usted llegue hasta aquí? ¿Su sacrificio no cuenta
para nada?». Aquel pensamiento tocó una fibra sensible en el joven. Seguiría adelante, no por él,
sino por aquellos que habían amado, habían sufrido y habían sacrificado tanto. Sus sufrimientos
no serían en vano.6
LOS ELEMENTOS
DEL SUFRIMIENTO QUE REDIMEN
Sufrir en beneficio del prójimo parece tener mayores efectos positivos en presencia de cuatro
elementos. Primero, el que sufre es puro y digno. En este sentido, solamente ha habido uno
totalmente libre de manchas; uno que fuera digno de sufrir espiritualmente por todos los demás.
Segundo, la causa por la que sufre es justa. No hay causa más noble que la que motivó el
sufrimiento del Salvador; a saber, llevar a cabo «la inmortalidad y la vida eterna del hombre»
(Moisés 1:39). Tercero, el beneficiario conoce y ama al que sufre. Y cuarto, el beneficiario acepta y
aprecia el motivo por el que se produce el sufrimiento. Cuando se dan simultáneamente estos
cuatro elementos, la química del cambio de la conducta humana se torna explosiva.
En el contexto de la Expiación, los primeros dos elementos anteriores se dan por hecho. Los
últimos dos dependen por completo de nosotros. Y ahí tenemos una razón de que sea tan esencial
entender la Expiación, incluidos sus porqués y sus cómos, amén de sus consecuencias. Imaginemos
el poder para el bien que podría desatarse si entendiéramos totalmente la amplitud del amor de
Cristo y la profundidad de su sufrimiento. Pabló percibía este potencial cuando enseñó que «la
sangre de Cristo» depura o aparta «conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo»
(Hebreos 9:14). Cuando ampliamos nuestro conocimiento de la Expiación e incrementamos
nuestro amor por el Salvador y la causa por la que sufrió, nuestros corazones empiezan a
ablandarse y a someterse más prontamente a los poderes motivadores de su sacrificio.
Encontramos nuevas reservas de compromiso para «servir al Dios vivo». Con el tiempo, nace una
llama de firmeza personal orientada a que su sufrimiento no sea en vano.
Justo antes de la organización de la Iglesia, el Señor aconsejó instructivamente a José y Oliver;
les perdonó sus debilidades y les animó a ser fieles y a guardar los mandamientos. Al hacerlo, les
dio la clave de la espiritualidad: «Mirad hacia mí en todo pensamiento (…). Mirad las heridas que
traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y pies» (DyC 6:36–37).
El Salvador sabía que una contemplación de la Expiación orienta nuestros pensamientos y acciones
hacia el cielo. Por eso se nos hace tanto hincapié en recordar al Salvador y su Expiación. Es un
componente central de las oraciones sacramentales (véase DyC 20:77, 79). «Recordar» el sacrificio
del Salvador es un tema recurrente en las Escrituras (2 Nefi 10:20; Mosíah 4:11, 30). El Señor sabe
que esta reflexión es más que un ejercicio mental: es, en realidad, un precursor de obras como las
de Cristo.
Hace años, Handel compuso su obra maestra de la música coral: el incomparable Mesías. Esta
composición no es solamente el producto de la genialidad de un hombre. De la letra fluyen las
129
componer el coro del Aleluya, llamó a su criado y exclamó: «Creí haber visto el cielo al completo
ante mí y al gran Dios mismo». Tras una de sus actuaciones, un amigo afirmó que se había
entretenido mucho. Handel replicó: «Lamentaría sobremanera entretenerles nada más. Mi deseo
es hacer de ellos mejores personas».7 Del mismo modo, el Salvador anhela que la Expiación nos
haga mejorar. Debe estar extremadamente desilusionado si las personas se limitan a reconocer su
Expiación como un sacrificio magnífico que hay que admirar con reverencia, pero sin pensar
siquiera en el cambio. El sacrificio expiatorio estaba diseñado para motivarnos, atraernos al
Salvador, elevarnos a mayores alturas, y, en última instancia, ayudarnos a llegar a ser como Él.
NOTAS
1. Journal of Discourses, 21:85.
2. Jones, Mahatma Gandhi, 110.
3. Ibid., 110.
4. Ibid., 116–17.
5. Ibid., 117–18.
6. Truman G. Madsen compartió esta experiencia con el autor.
7. Kavanaugh, Spiritual Lives of Great Composers, 3, 6.
130
Page
Capítulo 21
LA BENDICIÓN DE LA EXALTACIÓN
espacio. Al principio, cada telón se levanta con la expectativa de que sea el último, la conclusión de
todo espacio; pero, cuando se sigue en esta dirección sin descanso, finalmente uno se da cuenta de
que estos telones no terminan nunca. Asimismo, no hay límite en las bendiciones que otorga la
Page
Expiación; no hay final para los interrogantes ni para sus respuestas… Al menos no lo hay en
nuestras vidas terrenales. Es una búsqueda de lo más emocionante, pero también una lección de
humildad; una mente finita en pos del infinito. En algún momento, uno siente que ha llegado a una
nube; ve el objeto cercano, pero carece de los instrumentos necesarios para captarlo. Esta
circunstancia, en modo alguno supone una enmienda a la totalidad de la búsqueda; más bien se
trata de un acicate para volver a emprenderla con renovado vigor, sabiendo que, con cada nueva
verdad, cada nueva perspectiva, incluso con cada pregunta nueva, la búsqueda de la verdad, esa
verdad que salva almas, fortalece la fe y aumenta nuestra comprensión de la eternidad, está
avanzando, por insignificante que pueda ser en la escala de las verdades cósmicas.
El rey Benjamín concibió un círculo de influencia de la Expiación en expansión, mucho más allá
del que peca deliberadamente. «su sangre», enseñó, «expía los pecados de aquellos que (…) han
muerto sin saber la voluntad de Dios (…) o que han pecado por ignorancia» (Mosíah 3:11; véase
también 3 Nefi 6:18). Así, los poderes redentores de la Expiación no son solamente para el que
peca a sabiendas; también pueden redimir las almas de los que han pecado sin conocimiento ni
comprensión de la voluntad de Dios. Pero, ¿qué sucede con las debilidades, defectos y carencias
que no dependen tanto del pecado como de una falta de capacidad? ¿Puede la Expiación remediar
esta laguna? ¿Puede, acaso, además de corregir, dotar, añadir y aumentar nuestra capacidad para
llegar a ser como Dios? ¿Puede tomar una cuenta espiritual deficitaria y, amén de borrar el
problema, transformar la carencia en un excedente? El élder Bruce Hafen comparte esta
conversación instructiva que mantuvo con el élder Bruce R. McConkie:
«El élder Bruce R. McConkie visitó Ricks College para pronunciar un discurso. Cuando íbamos
en el auto al aeropuerto desde el campus, le pregunté al élder McConkie si creía que los conceptos
de la gracia y la Expiación del Señor tenían algo que ver con el proceso afirmativo de
perfeccionamiento de nuestra naturaleza, una parte de la conexión entre estos conceptos y el
perdón del pecado.
»Él respondió que eso es lo que las escrituras enseñan. Tras abrir Doctrina y Convenios, leyó en
voz alta la descripción dada por José Smith de los que se encuentran en el reino celestial: ‘Son
hombres justos hechos perfectos mediante Jesús, el mediador del nuevo convenio, que obró esta
perfecta expiación derramando su propia sangre’ (DyC 76:69; énfasis añadido). (…) El élder
McConkie les dijo a los estudiantes de Ricks que la Expiación compensa todos los efectos de la
Caída y posibilita que heredemos la calidad de vida de Dios: la vida eterna». 6
La definición del término «gracia» tal y como figura en el Diccionario de la Biblia SUD en inglés
es coherente con la observación del élder McConkie: «Esta gracia es un poder habilitador que
permite a los hombres y a las mujeres obtener la vida eterna y la exaltación una vez se han
esforzado personalmente al máximo».7
El rey Benjamín le rogó a su pueblo que todos se despojaran del hombre natural y se convirtieran
en un «santo por la expiación de Cristo el Señor» (Mosíah 3:19). El élder Hafen se extiende acerca
de este pensamiento: «Como sugiere aquí el rey Benjamín, la Expiación hace más que pagar
nuestros pecados. También es el agente mediante el cual desarrollamos una naturaleza
santa».8 Eso es exactamente lo que enseñó Moroni: «Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, (…)
para que por su gracia seáis perfectos en Cristo; (…) entonces sois santificados en Cristo por la
gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo» (Moroni 10:32–33). El élder
Hafen continúa desarrollando este concepto: «Aquí veremos que la gracia del Señor, desatada por
la Expiación, puede perfeccionar nuestras imperfecciones. (…) Si bien gran parte del proceso de la
perfección implica una limpieza de la contaminación del pecado y el rencor, hay otra dimensión
afirmativa mediante la cual adquirimos una naturaleza como la de Cristo, llegando a ser perfectos,
sí, como el Padre y el Hijo son perfectos».9
El élder Hafen añade entonces este comentario: «La victoria del Salvador puede compensar, no
132
solo nuestros pecados, también nuestras carencias; no solo nuestros errores deliberados, también
nuestros pecados cometidos en la ignorancia, nuestros errores de criterio y nuestras inevitables
Page
imperfecciones. Nuestra máxima aspiración va más allá de recibir el perdón por el pecado:
buscamos llegar a ser santos, dotados afirmativamente de atributos como los de Cristo, ser uno con
él, ser como él. La gracia divina es la única fuente capaz de llevar a efecto por fin esta aspiración,
después de hacer cuanto podamos».10
Hay quien ha preguntado: «Si nos sometemos a las leyes de la justicia, ¿recibiremos el mismo
fruto que obtendríamos si nos hubiéramos sometido a Cristo y recibido las bendiciones de las leyes
de misericordia?». Dicho de otra manera, ¿podemos «comer, beber y [divertirnos]» para, a última
hora, llevar el peso total de la justicia y recibir una recompensa idéntica a la del hombre que se ha
arrepentido? La respuesta es no. Pagar el precio de la justicia, por sí solo, ni purifica el alma ni
perfecciona nuestra naturaleza. Con todo, por causa de Cristo, el arrepentimiento puede hacer
ambas cosas.
El hombre que ha cumplido sus cinco años de condena en la cárcel ha cumplido con las
exigencias de las leyes del país; ha pagado la deuda contraída con la justicia, pero ese
cumplimiento, esa perseverancia, no transforma por sí sola al delincuente en un santo. Uno se
«[hace] santo» únicamente «por la expiación de Cristo el Señor» (Mosíah 3:19). Toda la justicia del
universo, administrada a través de los eones, no producirá un solo santo. La santidad, que lleva a la
divinidad, exige el arrepentimiento; el arrepentimiento exige misericordia; y la misericordia exige
la Expiación de Jesucristo. Todo desemboca siempre en la Expiación.
La pesada mano de la justicia no cambia, no ablanda, no rehabilita ni reforma. A diferencia del
arrepentimiento, no es un catalizador espiritual. Al contrario, es neutral, siempre neutral. El Señor
se refirió a la naturaleza inflexible y no purificadora de la justicia: «Aquello que traspasa una ley, y
no se rige por la ley, antes procura ser una ley a sí mismo, y dispone permanecer en el pecado, y del
todo permanece en el pecado, no puede ser santificado por la ley, ni por la misericordia, ni por la
justicia ni por el juicio. Por tanto, tendrá que permanecer sucio aún» (DyC 88:35).
El juez, con todo su formidable poder, es incapaz de purificar a golpe de mazo; ni pueden los
barrotes de hierro de la fortaleza más inexpugnable confinar en una catarsis purificadora. La
justicia puede ser satisfecha hasta el último cuadrante, y sin embargo, uno puede seguir estando
sucio. ¿Por qué? Porque el poder de limpiar no se confiere de esta manera. Lo confiere el que tiene
el derecho de hacerlo. La justicia es externa; el arrepentimiento, interno. El alma de un hombre
puede soportar la justicia estoicamente, pero la justicia no puede efectuar más cambios en el alma
de un hombre que un martillo golpeando el acero en frío. En cambio, el alma penitente es maleable
y flexible. Es acero fundido en la forja del herrero, arcilla húmeda en el torno del alfarero, un
Stradivarius en manos del virtuoso. El arrepentimiento es un corazón quebrantado y un espíritu
contrito en manos del Gran Médico. Es el deseo interno del hombre combinado con el poder
externo de Dios, amalgamados de tal manera en milagrosa armonía que confieren al espíritu del
hombre una naturaleza divina con la cual se ensancha y se ilumina. El arrepentimiento es el
proceso elegido por Dios que lleva a la divinidad, satisfaciendo a la vez las demandas de la justicia a
cada paso.
La ley de la justicia da lugar al orden y a la estabilidad en el universo. Esto es bueno. Sin
embargo, la ley del arrepentimiento logra mucho más: propicia la divinidad. El arrepentimiento es
más que un proceso pasivo orientado a «ajustarnos las cuentas»; es el proceso afirmativo para
mejorarnos, refinarnos y, en última instancia, perfeccionarnos. Su finalidad llega más lejos que la
mera satisfacción de las demandas de la justicia; abre la puerta a los poderes de purificación y
perfeccionamiento de la Expiación.
El élder Bruce Hafen ha escrito: «Una vez me pregunté si los que se niegan a arrepentirse, pero
satisfacen las demandas de la ley de la justicia pagando por sus propios pecados son dignos
entonces de entrar en el reino celestial. La respuesta es negativa. Las condiciones de entrada en la
vida celestial son simplemente más elevadas de lo que es darle a la ley de la justicia lo que le
133
corresponde. Por esa razón, pagar por nuestros pecados no produce los mismos frutos que
arrepentirnos de ellos. La justicia es una ley de equilibrio y orden, y han de satisfacerse sus
Page
demandas, bien mediante nuestro propio pago o a través del suyo. Pero si rechazamos la invitación
del Salvador de dejarle llevar nuestros pecados, y entonces satisfacemos las demandas de la justicia
nosotros mismos, no habremos pasado por la rehabilitación completa que puede tener lugar por
una combinación de asistencia divina y arrepentimiento genuino. En colaboración, estas fuerzas
tienen el poder de cambiar nuestros corazones y nuestras vidas de modo permanente,
preparándonos para la vida celestial (…).
»Las doctrinas de la misericordia son de naturaleza rehabilitadora y no punitiva. El Salvador nos
pide nuestro arrepentimiento, no solamente para compensarle a él por haber pagado la deuda que
mantenemos con la justicia; lo hace también para persuadirnos a pasar por el proceso de desarrollo
que hará que nuestra naturaleza se convierta en divina, otorgándonos la capacidad de vivir de
acuerdo a la ley celestial».11
SUPERAR DEBILIDADES, CARENCIAS
Y DEFICIENCIAS
Parece que algunas personas pierden de vista la esperanza de la divinidad, no debido a pecados
de gravedad, sino a causa de errores o debilidades inocentes. «No soy una mala persona», dicen,
«es que parece que soy incapaz de vencer las debilidades que me asedian con tanta facilidad y me
distancian de Dios. No se trata tanto de los pecados; es la falta de talento, la falta de capacidad, la
falta de fuerza lo que me separa de Dios». A los que pertenecemos a esta categoría es necesario
recordarnos el alcance de la Expiación, tan íntimo como infinito. No importa la profundidad ni la
multiplicidad de nuestras debilidades personales, la Expiación siempre está ahí. Y en eso consiste
precisamente la belleza y el genio de la Expiación: nunca está fuera de nuestro alcance. El Salvador
siempre se encuentra cerca, anhelando conferirnos esos poderes que convertirán todas nuestras
debilidades en fortalezas. El diccionario de la Biblia SUD en inglés sitúa la necesidad que el
hombre tiene de este poder en su justa perspectiva: «La gracia divina es necesaria para todas las
almas como consecuencia de la caída de Adán y también a causa de las debilidades y limitaciones
humanas».12
Cuando nuestra hija Angela estaba en cuarto curso de primaria, vino de la escuela un día
sintiéndose muy afligida. Llevaba las calificaciones recibidas en la mano. Su maestra había puesto
una marca bajo la columna «Escritura», lo cual indicaba que tenía que mejorar en esa categoría.
Aquella valoración académica era más de lo que su alma sensible podía aguantar. Con lágrimas en
los ojos y abatida, Angela se sentía como una auténtica fracasada. Intentamos consolarla, pero todo
era en vano. Finalmente, un amoroso Padre Celestial nos iluminó en aquel momento complicado.
Mientras comentábamos posibles soluciones, vino a la mente un pasaje de las Escrituras: Éter
12:26–27. Abrimos el Libro de Mormón y se lo leímos a nuestra hija. Leímos acerca de Moroni que,
mientras compendiaba las planchas de Éter, alzó sus lamentos al Señor preocupado porque los
gentiles se reirían de sus escritos. Moroni se sentía a sus anchas al hablar; de hecho, reconoció que
el Señor le había hecho fuerte «en palabras», pero añadió acto seguido: «no nos has hecho fuertes
para escribir» (Éter 12:23). Moroni tenía sentimientos de auténtica inferioridad e inseguridad,
reconociendo una debilidad real que iba a airearse, quizá incluso a ser aprovechada por parte de
algunos. Moroni confiesa: «cuando escribimos, vemos nuestra debilidad, y tropezamos por la
manera de colocar nuestras palabras; y temo que los gentiles se burlen de nuestras palabras» (Éter
12:25).
En respuesta a los temores de Moroni, el Señor le hizo esta promesa grandiosa: «Doy a los
hombres debilidad para que sean humildes; y basta mi gracia a todos los hombres que se humillan
ante mí; porque si se humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean
fuertes para ellos» (Éter 12:27).
¡Qué poder encierra esa promesa! El Señor prometió mucho más que la superación de nuestras
134
flaquezas; proclamó que se tornarían en fortalezas para nosotros. ¡Menudo cambio de perspectiva!
¡Menudo cambio de transcendencia!
Después de leer esta cita, comentamos con nuestra hija la experiencia de Moroni. Nosotros
Page
sabíamos —y ella sabía— que el Señor no haría promesas vacías. Como exigía la escritura, teníamos
fe en el poder que tiene para fortalecer. Sabíamos, empero, que el Señor espera de nosotros que
hagamos todo lo que esté en nuestra mano para contribuir a ese proceso. En consecuencia, le di a
mi hija una bendición de padre. Éramos conscientes de que aquello no resolvería el problema por
sí solo, pero sería uno de muchos pasos positivos que podíamos dar. Angela hizo un letrero en el
que escribió la promesa que el Señor le hizo a Moroni, y lo puso en un lugar visible de su
habitación para que sirviera de recordatorio constante de su potencial y de esa promesa divina.
Nuestra hija decidió que todos los días oraría al Señor para pedirle su ayuda con sus necesidades
en materia de escritura. Asimismo, accedió a que sus padres revisaran sus tareas todas las tardes;
si su escritura no daba muestra de mejora, ella repetiría la tarea. Mi esposa le compró un juego de
caligrafía, lo cual avivó en Angela el deseo de mejorar su pericia con las letras. El tiempo pasó casi
imperceptiblemente y, años después, Angela estaba en sexto curso y a punto de graduarse. El
director anunció que los cinco estudiantes con la mejor caligrafía iban a recibir sendos diplomas. El
lector puede imaginarse nuestro regocijo cuando se oyó el nombre de Angela Callister para hacerle
entrega de su certificado. Lo que de otro modo habría sido un principio abstracto se convirtió en un
testimonio muy palpable y personal para esta dulce niña.
Algunos años después visité a nuestra hija, quien entonces era estudiante en la Universidad
Brigham Young. Nos invitó a pasar a su habitación. Yo miraba las fotografías y las citas que tenía
en las paredes cuando mis ojos se detuvieron en aquellas palabras del Señor a Moroni: «si se
humillan ante mí, y tienen fe en mí, entonces haré que las cosas débiles sean fuertes para ellos»
(Éter 12:27). Angela sabía por experiencia propia que esta promesa era verdad. Y otro tanto sabía el
Pablo de la antigüedad: «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» (Filipenses 4:13). Jacob dejó
claro que ese poder de fortaleza tiene su origen, no en uno mismo, sino en la gracia de Cristo: «el
Señor Dios nos manifiesta nuestra debilidad para que sepamos que es por su gracia (…) que
tenemos poder para hacer estas cosas» (Jacob 4:7).
El poder de convertir debilidad en fortaleza es posible en virtud de la gracia de Cristo, pero el
Señor ha impuesto dos condiciones previas: la humildad y la fe. Si estos requisitos se cumplen, la
gracia de Cristo se convierte en un motor de reacción que nos impulsa y nos eleva por encima de
nuestras flaquezas. Y esto es lo que enseñó Santiago: «Dios (…) da gracia a los humildes.
Humillaos delante del Señor, y él os ensalzará» (Santiago 4:6, 10; véase también 1 Pedro 5:5). De
igual manera, Isaías escribió acerca de este poder capaz de darnos alas: «Él da fuerzas al cansado y
multiplica las fuerzas del que no tiene vigor. (…) los que esperan en Jehová tendrán nuevas
fuerzas; levantarán las alas como águilas» (Isaías 40:29, 31; énfasis añadido).
Qué descripción tan idónea. Los que esperan en Jehová humilde y fielmente puede elevarse —
como las águilas—, por encima de sus debilidades.
Moisés se sintió abrumado por sus flagrantes debilidades. Se le llamaba profeta, pero a pesar de
ello se angustiaba de esta manera: «¡Ay, Señor! Yo no soy hombre de fácil palabra, (…) porque soy
tardo en el habla y torpe de lengua». Era como si estuviera diciendo: «¿Cómo puedo guiar a este
pueblo si no hablo con facilidad y no tengo el don de la oratoria?». El Señor respondió a sus
preocupaciones con estas célebres palabras: «¿Quién dio la boca al hombre?». Dicho de otra
manera, el Señor le estaba recordando a Moisés que Dios, quien había creado al hombre y a
mundos sin fin, ciertamente podía corregir el sencillo problema que representaba la ausencia de
facilidad de palabra de un hombre. El Señor le hizo a Moisés esta promesa: «Ahora pues, ve, que yo
estaré en tu boca, y te enseñaré lo que has de decir».
Eso habría resuelto el asunto y cerrado la compuerta de la duda. Sin embargo, a Moisés —en toda
su grandeza—, todavía le faltó fe en esta ocasión. Su respuesta es reveladora: «¡Ay, Señor! Envía
por mano del que tú quieras enviar». A Moisés le era imposible creer que sus problemas de
expresión los pudiera solucionar el Señor. De hecho, buscó su propia solución: un portavoz. ¿Y
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cómo reaccionó el Señor? «Entonces Jehová se enojó contra Moisés» (Éxodo 4:10–14). La
consecuencia: Moisés tuvo su portavoz, pero una debilidad no acabó convirtiéndose en el punto
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ESCRITURAS
Las Escrituras están repletas de referencias al potencial del hombre para lograr la perfección y,
por ende, la divinidad. Ya en el libro del Génesis un ángel se aparece a Abraham y le transmite el
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mandato celestial: «anda delante de mí y sé perfecto» (Génesis 17:1). ¿A qué clase de perfección se
refería el ángel? ¿En comparación con otros hombres? ¿Con los ángeles? ¿Con Dios? En el Sermón
del Monte el Señor no dejó lugar a dudas con su respuesta: «Sed, pues, vosotros perfectos, así
como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto»13 (Mateo 5:48; énfasis añadido). Este reto
era coherente con la oración del sumo sacerdote que ofreció el Salvador. Refiriéndose a los
creyentes, pidió que «para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí,
para que sean perfeccionados en uno» (Juan 17:22–23). Pablo enseñó que una razón de ser
esencial de la iglesia era «perfeccionar a los santos, (…) hasta que todos lleguemos (…) a [ser] un
varón perfecto, (…) a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Efesios 4:12–13; énfasis
añadido). Téngase en cuenta la vara de medir que se emplea: ni el hombre, ni ninguna clase de
minicristo o pseudodios, sino «la plenitud de Cristo». La norma de la perfección no eran otros
hombres, ni los ángeles, sino Cristo mismo.
Las Escrituras que corroboran esta doctrina siguen desplegándose con testimonios reiterados y
potentes. En una ocasión, los judíos estuvieron a punto de lapidar al Salvador por blasfemia. Su
respuesta a tal acusación fue la siguiente: «¿No está escrito en vuestra ley: Yo dije: ¿Sois dioses?»
(Juan 10:34). Se estaba refiriendo a su propia declaración en el Antiguo Testamento, que tendría
que ser conocida para los judíos: «Yo dije: Vosotros sois dioses, y todos vosotros hijos del
Altísimo» (Salmos 82:6). El Salvador se estaba limitando a reafirmar una enseñanza profética
según la cual todos los hombres son hijos de Dios y, por lo tanto, son susceptibles de llegar a ser
como él. Pablo entendía este principio, ya que al dirigirse a los atenienses dijo: «como algunos de
vuestros propios poetas también dijeron: Porque linaje suyo somos» (Hechos 17:28).
Pablo sabía cuál es nuestro potencial como linaje de Dios, ya que al escribir a los romanos declaró
lo siguiente: «Porque el Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de
Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios, y coherederos con Cristo» (Romanos 8:16–
17). Ni herederos subordinados, ni secundarios, ni eventuales, sino coherederos, iguales con Cristo,
para compartir todo lo que él reciba. El presidente Joseph F. Smith entendía la importancia de este
pasaje de las Escrituras, puesto que afirmó: «El gran objeto de nuestra venida a esta tierra es para
que podamos llegar a ser como Cristo —pues si no somos como El, no podemos llegar a ser hijos de
Dios— y ser coherederos con Cristo».14 Juan el Revelador contempló en una visión lo completa que
puede ser dicha herencia, incluso para un mortal en apuros: « El que venciere heredará todas las
cosas; y yo seré su Dios, y él será mi hijo» (Apocalipsis 21:7). Esta es una afirmación sin matices. El
Señor no promete «algunas cosas» ni tampoco «muchas cosas»; promete «todas las cosas».
Timoteo estaba al tanto de esta posibilidad. Pablo le prometió: «si perseveramos, también
reinaremos con él» (2 Timoteo 2:12). El verbo reinar sugiere la existencia de un reino, de un
dominio en que nosotros gobernaremos. La expresión reinaremos con él sugiere una posición de
poder y gobierno semejante. El Señor fue más concreto con respecto a esta cuestión: «y él [Dios]
los hace iguales en poder, en fuerza y en dominio» (DyC 76:95). Una y otra vez, el mensaje es claro
y uniforme.
¿Sorprende acaso que Pablo escribiera a los santos de Filipo diciendo «prosigo a la meta, al
premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Filipenses 3:14)? Pablo, que entendía
esta doctrina, estaba esforzándose por alcanzar el premio de la divinidad. Entonces hizo extensiva
a todos los santos esta invitación universal: «Así que, todos los que somos perfectos,
esto mismo sintamos» (Filipenses 3:15). A los hebreos les hizo llegar un mensaje idéntico: «Por
tanto, no dejando los principios de la doctrina de Cristo, vamos adelante a la perfección (…). Y
seguiremos adelante hacia la perfección, si Dios en verdad lo permite» (TJS, Hebreos 6:1, 3).
Pedro, quien también estaba al corriente de estas «preciosas y grandísimas promesas», agregó su
testimonio de que podemos llegar a ser «participantes de la naturaleza divina» (2 Pedro 1:4), es
decir, receptores de la divinidad. Esto es exactamente lo que mandó Jesús: «Por lo tanto, ¿qué
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clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo, aun como yo soy» (3 Nefi 27:27).
El detractor, incapaz de comprenderlo, responde: «Pero un concepto como este rebaja a Dios al
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nivel del hombre y despoja a Dios de su divinidad». Y la respuesta: «Al contrario. ¿Acaso no eleva
al hombre en su potencial divino?». Pablo conocía bien el argumento del escéptico y ofreció la
respuesta que debería silenciarlo para siempre. Dirigiéndose a los santos de Filipo, Pablo afirmó:
«Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el que, siendo en forma de
Dios, no tuvo como usurpación el ser igual a Dios» (Filipenses 2:5–6; énfasis añadido). El
Salvador sabía que el hecho de que él fuera un dios no privaba a Dios de su divinidad. Pablo
abunda en esta cuestión sugiriendo que nosotros deberíamos ver estas cosas del mismo modo que
Jesús las veía, dado que, si lo hacemos así, también sabremos que tenemos la posibilidad de llegar
a ser como Dios sin robarle su divinidad. La lógica es impecable. A fin de cuentas, ¿quién es mayor,
el ser que limita o el que mejora el progreso eterno del hombre? Brigham Young se refirió a esto
mismo: «[La divinidad del hombre] no menoscaba ni un ápice la gloria y el poder de nuestro Padre
celestial, pues él seguirá siendo nuestro Padre, y nosotros seguiremos estando sometidos a él, y
cuanto mayor sea nuestro progreso en gloria y poder, mayores serán la gloria y el poder de nuestro
Padre celestial».15 Esa es la ironía del argumento del escéptico: la divinidad para el hombre no
disminuye la categoría de Dios. Al contrario, la eleva produciendo santos más inteligentes, más
sensibles, más respetuosos, quienes han desplegado sus habilidades para entenderlo, honrarlo y
adorarlo.
El conmovedor y provocador mandato dado por el Salvador de ser «vosotros perfectos» era más
que metal que suena o címbalo que retiñe. El suyo era un mandato celestial orientado a hacernos
alcanzar nuestro pleno potencial y llegar a ser como Dios, nuestro Padre. C. S. Lewis, elocuente
defensor de esta verdad simple pero gloriosa, escribió:
«El mandamiento de ‘Sed vosotros perfectos’ no es una vaciedad idealista. Ni tampoco es un
mandato de realizar lo imposible. Él va a hacer de nosotros criaturas capaces de obedecer ese
mandato. Él dijo (en la Biblia) que éramos ‘dioses’, y va a cumplir Su palabra. (…). El proceso será
largo y, en ciertos puntos, muy doloroso; pero eso es lo que nos espera. Nada menos. Él hablaba en
serio. (…) Los que se ponen en Sus manos llegarán a ser perfectos, tal y como como Él es
perfecto: perfecto en amor, sabiduría, gozo, belleza e inmortalidad» 16
Las Escrituras enseñan reiteradamente y con claridad que el hombre puede llegar a ser como
Dios.
LA VISIÓN POÉTICA
También podemos encontrar un testimonio de esta verdad en la sapiencia de poetas y escritores
selectos; hombres y mujeres de integridad y perspicacia espiritual. Fue C. S. Lewis el que reafirmó
nuevamente esta propuesta divina: «Es cosa seria vivir en una sociedad de dioses y diosas en
potencia; recordar que la persona más insulsa y la menos interesante con la que hablemos puede
convertirse algún día en una criatura que (…) uno estaría extremadamente tentado de adorar, o
bien un horror y una corrupción que solamente encontraríamos, si acaso, en una pesadilla. Todo el
día estamos, en cierto modo, ayudándonos mutuamente a alcanzar uno u otro destino de los
mencionados. Es a la luz de estas posibilidades abrumadoras; es con el asombro y la
circunspección que les corresponden, que deberíamos tratar los unos con los otros, que deberían
llevarse todas nuestras amistades, amores, juegos y política. No hay personas corrientes. Nunca ha
hablado a un mero mortal. Naciones, culturas, artes, civilización: son mortales y su vida es para la
nuestra igual que la vida de un mosquito. Pero es con inmortales con quienes bromeamos,
trabajamos, nos casamos, rechazamos y explotamos: horrores inmortales o esplendores eternos». 17
No hay personas corrientes: ni ceros a la izquierda, ni ceros, solo dioses y diosas potenciales a
nuestro alrededor. Henry Drummond, poeta canadiense, puso de manifiesto la diferencia existente
entre el simple hombre mortal y el hombre espiritual: «La finalidad de la salvación es la
perfección; la mente, el carácter y la vida semejantes a los de Cristo. (…) Por lo tanto, el hombre
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que tiene en su interior este extraordinario agente formativo —la ‘vida’ [espiritual] con
mayúscula—, se encuentra más cerca del final que el hombre que cuenta únicamente con la moral.
El segundo puede alcanzar la perfección, el primero debe hacerlo. Puesto que la vida ha de
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desarrollarse en función de su clase; y siendo como es una semilla de la vida de Cristo, ha de
desarrollarse hasta dar lugar a un Cristo».18
Víctor Hugo, el maestro de la literatura francesa, ofreció el siguiente corolario con profundas
repercusiones: «La sed de lo infinito es prueba de la infinidad». Puede que nuestra sed y nuestro
deseo de alcanzar la divinidad sean prueba de la posibilidad de esa divinidad. ¿Acaso plantaría el
Dios del cielo la visión y el impulso de la divinidad en el alma de un hombre para frustrarlo a
continuación en su capacidad de alcanzarla?
Robert Browning, cuya visión atravesó el velo de la mortalidad en tantas ocasiones, conocía la
respuesta, tal y como se pone de manifiesto en su poema «Rabí Ben Ezra»:
ahora que la lucha por la vida alcanza su fin;
así avanzaré, reconocido como un hombre
por siempre alejado de las bestias; un dios seré,
aunque sólo en gestación.19
¿Y no es el caso que todas las iglesias cristianas abogan por la conducta cristiana? Entonces,
¿somos mejores hombres y mujeres, mejores cristianos, si deseamos ser semejantes a Cristo tan
solo en un 90 por ciento, en lugar de desear un cien por cien? Si es una blasfemia pensar que
podemos llegar a ser como Dios es ahora, entonces en qué porcentaje exacto deja de ser blasfema la
obtención de la naturaleza divina: ¿en el 90, en el 50, en el 20, en el 1 por ciento? ¿Es más
honorable buscar la divinidad parcial que la divinidad total? ¿Hemos de andar por el sendero de la
divinidad sin esperanzas de llegar alguna vez al destino? Sin embargo, esta parece ser la trágica
conclusión que muchos extraen.
Afortunadamente, Lorenzo Snow vio tanto el sendero como el destino prometido. Antes de que el
presidente Snow entrara en la iglesia, el padre del profeta, Joseph Smith Sr., quien por aquel
entonces era el patriarca de la Iglesia, profetizó que Lorenzo se bautizaría, y apostilló: «Llegarás a
ser tan grande como desees serlo: INCLUSO TAN GRANDE COMO DIOS, y no hay deseo mayor
que este».20 Dos semanas más tarde, Lorenzo se bautizó, pero la parte restante de la promesa
siguió siendo una «parábola opaca» para él hasta recibir, cuatro años después, una corriente
revelatoria que iluminó la cuestión en su mente. Él mismo narra esta experiencia extraordinaria de
la siguiente manera:
«El Espíritu del Señor descansó sobre mí con gran poder, los ojos de mi entendimiento fueron
abiertos, y vi con la misma claridad del sol al mediodía, con gran sorpresa y asombro, el sendero de
Dios y del hombre. Compuse estos versos pareados que expresan esta revelación, tal y como se me
mostró, y explican la críptica afirmación del patriarca Smith en una reunión de bendiciones en el
templo de Kirtland, con anterioridad a mi bautismo, tal y como se mencionó en mi primera
conversación con el patriarca.
Como el hombre ahora es, Dios fue una vez:
Como Dios ahora es, el hombre puede llegar a ser21
Lorenzo Snow, a la vez profeta y poeta, captó este principio glorioso y lo expresó en lenguaje
poético, en uno de esos poemas llenos de verdad espiritual:
Querido hermano:
¿No has sido imprudentemente osado
al descubrir en esta forma el destino del hombre?
¿En despertar y fomentar tan elevado deseo
e inspirar en esta forma tan amplia ambición?
139
padre. En verdad, todo hombre es un dios en embrión, en cumplimiento de esa ley eterna según la
cual los seres de una especie engendran a seres de la misma especie. Sugerir otra cosa equivale a
sugerir que Dios creó una descendencia inferior, en conflicto directo con toda ley científica
conocida para el hombre. Sin embargo, de alguna forma el mundo sigue errando. En Paraíso
perdido, John Milton se hace eco de los sentimientos del mundo: «El hombre ha ofendido la
majestad de Dios aspirando a la divinidad».28 Pero, ¿por qué se ofendería la majestad de Dios?
¿Qué prueba basada en las Escrituras, qué prueba basada en la lógica, o qué espíritu dicta una
afirmación como esa?
Milton hace que sea Satanás quien presente el argumento a favor de la divinidad a Eva,
sugiriendo así que la búsqueda de lo divino va en contra del plan de Dios. Satanás presenta sus
mejores argumentos a favor de la divinidad. Curiosamente, Milton nunca lo refuta
satisfactoriamente. Los versos clave son los siguientes:
... Oh, fruto divino,
Dulce fruto en sí mismo, pero mucho más dulce así arrancado,
Vedado está aquí, parece, y reservado
para los dioses; ¡pero capaz es de hacer dioses de los hombres!
¿Y por qué no hacer dioses de los hombres, cuando el bien,
ampliamente difundido, más abundante crece,
y no mengua la gloria de su autor, sino prevalece? 29
En el último verso se encuentra el punto central. ¿Se ve Dios mermado, degradado,
menoscabado, destronado por dar a otros la capacidad de llegar a ser como él? ¿Quién puede
honrar o adorar con mayor efecto, una criatura de una condición menor o una de posición más
exaltada? ¿Puede una planta ofrecer el mismo honor o adorar con el mismo sentimiento que un
animal? ¿Puede un animal tener la misma carga emocional y las impresiones espirituales que un
humano? ¿Puede un mero mortal experimentar los sentimientos sublimes o el fervor espiritual de
un Dios en potencia? La capacidad de honrar y de adorar se incrementa con la iluminación
intelectual, emocional, cultural y espiritual. En consecuencia, cuanto más nos volvemos como Dios,
mayor es nuestra capacidad de rendirle homenaje. En ese proceso de elevar a los hombres hacia el
cielo, Dios multiplica simultáneamente su propio honor y por lo tanto recibe mayor honra y no
menos.
La creación culminante de Dios poseía el poder definitivo para honrarle, y además contaba con el
potencial de llegar a ser como él. La finalidad de esta creación y la razón del sacrificio de Dios le
resultaban obvias a C. S. Lewis: «[Dios] no creo a los humanos —no se hizo uno de ellos y murió
entre ellos mediante torturas— a fin de producir candidatos para el Limbo, humanos ‘fallidos’.
Quería hacer Santos; dioses; cosas iguales a él».30 Lewis expresó una opinión semejante en otra
ocasión: «Sean cuales sean los poderes del hombre libre de la Caída, parece que los del Hombre
redimido son casi ilimitados. Cristo, ascendiendo nuevamente después de precipitarse, lleva
consigo la Naturaleza Humana en su ascenso. A donde Él va, esta le sigue también. Y se hará ‘como
Él’».31
José Smith habló de la gran finalidad de la salvación, la razón última subyacente a todo, con estas
palabras: «Él [Cristo] propuso hacerles [a los hombres] a su imagen, y él era a imagen del
Padre, el gran prototipo de todos los seres salvados; y que cualquier parte de la familia humana se
asimile en su imagen es ser salvos: (…) y con esta bisagra se mueve la puerta de la salvación». 32 Si
la finalidad de la salvación es llegar a ser más semejantes al «gran prototipo de todos los seres
salvados», entonces no debe sorprender que Dios haya prometido un camino para cumplir ese
mismo objetivo. José Smith declaró al respecto: «Todos los que guarden sus mandamientos
crecerán de gracia en gracia, y llegarán a ser herederos del reino celestial, y coherederos con
141
él».33 Tal afirmación está en armonía total con la promesa de la escritura: «los santos serán llenos
de la gloria de él, y recibirán su herencia y serán hechos iguales con él» (DyC 88:107). Parece lógico
y reconfortante a un tiempo que podamos llegar a ser como él, quien es literalmente nuestro Padre
celestial.
LA VOZ DE LA HISTORIA
La voz de la historia verifica de igual manera nuestro potencial divino. Puede que todos nos
sintamos incapaces cuando contemplamos la distancia que nos separa de Dios, pero quizá nos
sirva de consuelo considerar lo que se logra en el breve tiempo que ocupa una vida terrenal. B. H.
Roberts lo expresó con grandilocuencia:
«Consideremos un momento el progreso alcanzado por un hombre entre los estrechos confines
de esta vida. Imaginémoslo en el regazo de su madre (…) ¡un niño recién nacido! (…) Ahí está un
hombre en embrión, pero ahora desamparado. Y, sin embargo, en el espacio de setenta años, en
virtud de la maravillosa actuación de ese extraordinario poder que reside en el interior de ese
pequeño, ¡qué cambio puede llevarse a cabo! De ese bebé desvalido puede surgir un hombre
semejante a Demóstenes, Cicerón, Pitt, Burke, Fox o Webster, quien obligará a senadores a
escucharle, y en virtud de su mente maestra dominará sus inteligencias y sus voluntades, y los
llevará a pensar en las líneas que él les marque. O puede que ese bebé llegue a ser un
Nabucodonosor, un Alejandro, un Napoleón, que fundará imperios o decidirá el curso de la
historia. De tales comienzos puede aparecer un Licurgo, un Solón, un Moisés, o un Justiniano,
quien otorgará constituciones y leyes a reinos, imperios y repúblicas, bendiciendo a millones de
personas felices aún por nacer en su época, y dirigir el rumbo de naciones por caminos de paz
ordenada y libertad virtuosa. Del bebé desprotegido puede alzarse un Miguel Ángel, quien a partir
de una masa pétrea informe arrancada de la montaña labre una visión celestial que cautive la
atención del hombre durante generaciones, y les haga maravillarse ante los poderes cuasidivinos
de un hombre capaz de crear una estatua a la que solamente le faltaría vivir y respirar. O el bebé
crecerá hasta llegar a ser un Mozart, un Beethoven, un Handel, y conjurar del silencio esas
melodías y sus ricas armonías que elevan el alma y la liberan de su pequeña prisión presente y, por
un tiempo, la ponen en compañía de los Dioses. (…)
»¡Y todo esto puede llevarlo a cabo un hombre en su vida! No, se ha hecho entre la cuna y la
tumba, en el transcurso de una corta vida. ¿Qué no podrán lograr estos dioses hombre en la
eternidad?».34
Pensemos un momento en lo que puede lograrse en el breve lapso de una vida mortal. Ahora
supongamos que eliminamos la barrera de la muerte, le concedemos la inmortalidad y a Dios en
calidad de guía. ¿Qué límites querríamos atribuir a sus logros mentales, morales o espirituales? De
nuevo, B. H. Roberts lo expresó bien: «Si en la breve duración de la vida mortal hay hombres que
se alzan desde la infancia para convertirse en maestros de los elementos: el fuego, el agua, la tierra
y el aire, hasta dominarlos prácticamente como si fueran Dioses, ¿qué no sería posible hacer para
ellos si contaran con cientos, miles o millones de años para ello? ¿Qué no harían en la eternidad?
¿A qué alturas de poder y gloria no ascenderían?».35
C. S. Lewis nos recuerda que «La tarea no se completará en esta vida: pero Él tiene intención de
ayudarnos a progresar tanto como sea posible antes de la muerte». 36
Un vistazo allende del velo nos indica que nuestro progreso no finaliza con la muerte. Víctor
Hugo intuyó las posibilidades ilimitadas que aguardan en el más allá: «Cuanto más cerca me
encuentro del fin, más claramente escucho a mi alrededor las sinfonías inmortales del mundo que
me invita (…). Por medio siglo he estado escribiendo mis pensamientos en prosa y en verso:
historia, filosofía, teatro, romance, tradición, sátira, oda y canción… Lo he probado todo. Sin
embargo, creo que no he dicho ni la milésima parte de lo que llevo dentro. Cuando vaya a mi tumba
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podré decir como otros muchos: ‘He acabado mi jornada de trabajo’. Pero no puedo decir: ‘He
acabado el trabajo de mi vida’. Mi jornada de trabajo empezará otra vez a la mañana siguiente. La
tumba no es una calle sin salida; es una vía pública. Se cierra al anochecer y abre al amanecer. Mi
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complacido conmigo. Todo esto puedo hacerlo y lo haré; pero no haré menos que esto.
» (…) Debéis daros cuenta desde el principio de que el objetivo en pos del cual Él está empezando
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a guiaros es la perfección absoluta; y ningún poder en todo el universo, excepto vosotros, puede
impedirle que os lleve a la consecución de ese objetivo. Para eso estáis en esto. Y es muy
importante que lo reconozcáis».41
La última observación de Lewis es muy reveladora, ya que nos recuerda que nadie en este vasto
universo es capaz de robarnos la perfección, salvo nosotros mismos.
Desafortunadamente, algunas personas se menosprecian. Rindiéndole un honor fingido a Dios se
venden al mejor postor en calidad de siervos, no como hijos.
Algunos culpan de sus fracasos a padres abusivos, a maestros desatentos o a amigos
descarriados. Algunos procuran excusarse en las tragedias temporales de la vida: la muerte de un
ser amado, la pérdida de un empleo o un impedimento físico. Sin embargo, en lo más profundo de
nuestros momentos de reflexión silenciosa y comunión con la deidad, sabemos que no hay fuerza
externa capaz de despojarnos de nuestra fuerza espiritual. Todo acontecimiento, encuentro,
desastre, por desesperante que sea desde el exterior, puede afrontarse de tal manera que acabe
tornándose en un éxito espiritual. Una tragedia temporal no tiene por qué derivar en una derrota
espiritual. Al contrario, «tragedias» de esta naturaleza han probado ser a menudo una plataforma
de lanzamiento para una victoria espiritual sublime. Un hombre acepta su sordera fustigando a
Dios; otro, Beethoven, compone la Novena sinfonía. Una mujer pierde la vista y ve solamente
oscuridad; otra, dotada de una visión mayor, Helen Keller, se convierte en un faro para un mundo
ciego. Un hombre responde a su enfermedad con la pérdida de la fe; otro, Job, declara: «He aquí,
aunque él me matare, en él confiaré» (Job 13:15). Un hombre pierde a su esposa y, de paso, las
ganas de vivir; otro, Robert Browning, extrae inspiración de lo más profundo de la fuente para
escribir poseía apasionada de dimensiones celestiales. Un hombre puede responder a los
acontecimientos aparentemente desastrosos de la vida con deseos de venganza y malicia; otro
puede responder con humilde sumisión a la voluntad de Dios, agradecimiento por la vida como es
y una firme decisión de mejorar. Para uno, los retos y las tragedias de la vida se convierten en
piedras de tropiezo; para otro, son un peldaño en su ascenso. Y así fue con los nefitas tras una
guerra prolongada y encarnizada con los lamanitas. Las Escrituras revelan que «muchos se habían
vuelto insensibles por motivo de la extremadamente larga duración de la guerra; y muchos se
ablandaron a causa de sus aflicciones, al grado de que se humillaron delante de Dios con la más
profunda humildad» (Alma 62:41).
Quizá no podamos controlar nuestros contratiempos terrenales, pero siempre, siempre, siempre,
controlamos nuestro destino espiritual. A toda tragedia temporal puede contraponerse una victoria
espiritual: y la victoria máxima es la divinidad. En última instancia, en virtud de su gracia, Dios
nos ha permitido definir nuestro propio destino divino.
Las Escrituras, la visión poética, la lógica y la historia testifican, no solo de la posibilidad divina,
sino de la realidad divina de que el hombre puede llegar a ser como Dios. Hace casi dos mil años, el
Señor le hizo esta sorprendente promesa a Juan el Revelador: «Al que venciere, yo le daré que se
siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono»
(Apocalipsis 3:21; énfasis añadido). ¿Y qué era ese trono? Nada más y nada menos que el trono de
Dios. Una promesa semejante la había recibido Enoc milenios antes: «Tú me has (…) dado derecho
a tu trono» (Moisés 7:59). ¿Hay alguna prueba de que cualquier mortal haya obtenido en verdad
ese trono? Doctrina y Convenios revela que Abraham, Isaac y Jacob «porque no hicieron sino lo
que se les mandó, han entrado en su exaltación, (…) y se sientan sobre tronos, y no son ángeles
sino dioses» (DyC 132:37; énfasis añadido; véase también DyC 124:19; Moisés 7:59). Para estos
hombres, la posibilidad divina se tornó la realidad divina. La promesa es definitiva: «Y al que
venciere, y guardare mis obras hasta el fin, yo le daré potestad sobre muchos reinos» (TJS,
Apocalipsis 2:26).
Algunos preguntarán: ¿Y qué importancia tiene que yo entienda de verdad este principio de la
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concepto de que el hombre puede ser como su Hacedor». 42 Cuando entendemos mejor esta meta
sublime, nuestro nivel de confianza y de motivación aumenta enormemente. ¿Cómo sería posible
no incrementar la fe en Dios y en nosotros mismos sabiendo que él ha plantado en nuestras almas
las semillas de la naturaleza divina?
La Expiación es el sol, el agua y el terreno que nutre dichas semillas. Es el poder eterno, tan
esencial para nuestro crecimiento. Eso es lo que enseñó John Taylor: «Es para la exaltación del
hombre a ese estado de inteligencia superior y divinidad que la mediación y la expiación de
Jesucristo fueron instituidas; y a ese noble ser, al hombre, (…) se le otorga la capacidad de
convertirse en un Dios, en posesión del poder, la majestad, la exaltación y la posición de un
Dios».43 No cabe error al respecto, como opinó Brigham Young: «Somos creados, nacemos, para el
fin expreso de crecer desde el bajo estado de la humanidad, hasta convertirnos en Dioses como
nuestro Padre celestial».44
Si no estamos destinados a la divinidad, el detractor ha de responder a la pregunta «¿por qué
no?». Quizá podamos sugerir tres respuestas para someterlas a la consideración de los detractores.
Puede que el hombre no pueda llegar a ser como Dios porque Dios carece del poder para crear
una descendencia celestial. Esta posibilidad queda fuera de su nivel de comprensión e inteligencia
presente. «Blasfemia», replica el detractor. «Él posee todo conocimiento y todo poder».
Puede ser que Dios no cree una descendencia divina porque no nos ama. «Eso es ridículo»,
responde el detractor. «‘Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo
Unigénito’» (Juan 3:16).
Bien, quizá Dios no ha plantado en nuestro interior la chispa divina porque quiere conservar en
sus manos toda esta divinidad; Él se siente amenazado por nuestro progreso; puede conservar su
superioridad solamente reafirmando la inferioridad del hombre. «No, no» insiste el detractor.
«¿Conoce a algún padre amoroso y amable que no quiera que sus hijos sean todo lo que él es y
más?».
Pues otro tanto sucede con Dios, nuestro Padre. Él tiene el poder, el amor y el deseo de hacer que
seamos como Él, y por esas mismas razones precisamente ha plantado en el interior de todos
nosotros las semillas de la divinidad. Creer otra cosa equivale a sugerir que Dios no tiene el poder
de hacernos semejantes a Él, o lo que es peor, que elige no hacerlo. Con todo, esta es la postura
defendida por la mayor parte del mundo. En contraposición, las Escrituras, la visión poética, la
lógica y la historia se combinan para enseñarnos con poder y convicción que no hay personas
corrientes entre los hijos de Dios: solamente hay entre nosotros dioses y diosas en potencia. La
Expiación es el medio de desencadenar este potencial divino.
NOTAS
1. Lewis, Miracles, 122–23; énfasis añadido.
2. Ibid., 123.
3. Taylor, Gospel Kingdom, 278; énfasis añadido.
4. Taylor, Mediation and Atonement, 141.
5. Hafen, Broken Heart, 1.
6. Ibid., 17.
7. «LDS Bible Dictionary», 697.
8. Hafen, Broken Heart, 8.
9. Ibid., 16.
10. Ibid., 20.
11. Ibid., 7–8.
12. «LDS Bible Dictionary», 697.
13. La palabra perfecto que se emplea en este pasaje proviene del vocablo griego telios. Según
145
algunos, puede traducirse por «finalizado» o «completado», lo cual introduce una connotación
distinta a la perfección moral, cuyo significado puede ser un santo completo o maduro. Si bien
esta es una posible interpretación, el pasaje de las Escrituras no excluye una referencia a la
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perfección moral. De hecho, cuando se lee en contexto, dicho pasaje parece exigir perfección
moral. El pasaje delimita concretamente el tipo de completamiento o perfección a los que se
refiere cuando establece la comparación: «así como vuestro Padre que está en los cielos es
perfecto» (énfasis añadido). Dios no es perfecto como un santo maduro o un sentido relativo. Es
totalmente perfecto. Asimismo, el pasaje corolario a Mateo 5:8 que se encuentra en el Libro de
Mormón no se escribió originalmente en griego, sino en egipcio reformado, pero la palabra clave
todavía se traduce como «perfecto». Si José se sentía inspirado a cambiar la palabra o el sentido,
podría haberlo hecho con facilidad. Esto debe ser verdad Esto se refleja sobre todo en el hecho
de que debe de haberse concentrado en ese versículo tal y como lo pone de manifiesto el cambio
de algunas palabras, con la redacción resultante: «perfectos así como yo, o como vuestro Padre
que está en los cielos es perfecto» (3 Nefi 12:48). Nuevamente, la norma de la perfección era
Dios el Padre y, además, Su hijo glorificado. No era el hombre ni ningún atributo mortal. Este
pasaje del Libro de Mormón no hace sino solidificar el argumento de que Dios nos estaba
invitando a tomar parte en la perfección divina, y no de un sustitutivo mortal o diluido. (Para
otro tratamiento de esta cuestión, véase Welch, Sermon at the Temple and the Sermon on the
Mount, 57–62).
14. Joseph F. Smith, Doctrina del Evangelio, 18.
15. Discourses of Brigham Young, 20; énfasis añadido.
16. Lewis, Mere Christianity, 176–77; énfasis añadido.
17. Lewis, Joyful Christian, 197; énfasis añadido.
18. Drummond, Natural Law in the Spiritual World, citado en Smith, Enseñanzas del profeta José
Smith, 428, nota 3.
19. Trad. de Armando Roa Vial, Rabbi Ben Ezra y otros nueve poemas. C. S. Lewis se refirió a la
gestación, a esa semilla en desarrollo, como el «fuego» divino que estremece a toda alma:
Que nosotros, aunque pequeños, pudiéramos temblar con la misma
forma sustancial del fuego que Tú
Y no meramente reflejarnos
como ángeles lunares de regreso a ti, llama fría.
Dioses somos, según Tu palabra; y caro lo pagamos.
(«Scazons», en Wain, Evaryman’s Book of English Verse, 614)
20. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 10.
21. Ibid., 46. El antiguo Códice Askew era muy explícito con respecto a las posibilidades de los que
cumplen la ley. «Hay muchas mansiones, muchas regiones, grados, mundos, espacios y cielos,
pero en todos rige una única ley. Si se cumple esa ley, uno puede convertirse también en
creador de mundos» (citado en Nibley, Old Testament and Related Studies, 142; énfasis
añadido).
22. El original del poema en inglés en Snow, Teachings of Lorenzo Snow, 8–9. Traducción del
manual La vida y las enseñanzas de Cristo y sus apóstoles, capítulo 40: «Herederos de Dios y
coherederos con Cristo», 338–345.
23. Snow, Biography and Family Record of Lorenzo Snow, 335; énfasis añadido.
24. Packer, Let Not Your Heart Be Troubled, 289.
25. Journal of Discourses, 24:3.
26. «Gospel of Philip» [El Evangelio de Felipe], 145.
27. Taylor, Mediation and Atonement, 165.
28. Milton, Paradise Lost, 91.
29. Ibid., 146–47.
30. Lewis, Quotable Lewis, 308.
146
147
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Capítulo 22
LA BENDICIÓN DE LA LIBERTAD
¿QUÉ ES LA LIBERTAD?
Nefi habló de una consecuencia más, otra bendición, que fluye de la fuente inagotable de la
Expiación: «Y porque son redimidos de la caída, han llegado a quedar libres para siempre» (2 Nefi
2:26). El élder James E. Talmage entendía que sin la Expiación no podía haber libertad:
«Proclamamos que la expiación efectuada por Jesucristo (…) es para todos los seres humanos; es el
mensaje de liberación del pecado y de las penas que lo acompañan, el decreto de la libertad, la
carta de la libertad».1 Como sucede con las demás bendiciones de la Expiación, esta no se
encuentra aislada; complementa, suplementa a las demás y se solapa con ellas.
El poder de llegar a ser como Dios, la bendición culminante de la Expiación, está relacionada
esencialmente con el poder de ser libre, puesto que, verdaderamente, el más libre de todos los
seres es Dios mismo. El presidente David O. McKay observó que «Dios no podía hacer al hombre a
su semejanza sin hacerlos libres». Y a continuación citó al Dr. Iverach, filósofo escocés, quien
compartió esta interesante afirmación suplementaria: «Es una manifestación enorme de poder
divino hacer a seres susceptibles de hacer ellos mismos, a su vez que seres incapaces de hacerlo,
puesto que los primeros son hombres y los segundos marionetas y, a fin de cuentas, las marionetas
no son más que objetos».2
Si la Expiación nos hace libres, entonces cabe preguntarse: «¿Qué significa ser libre?». Ser libre
es ser como Dios. Los Dioses son los seres más libres de todos «porque todas las cosas les estarán
sujetas (…) porque tendrán todo poder» (DyC 132:20). Actúan «por sí mismos» en lugar de «se
actúe sobre ellos» (2 Nefi 2:26). Eso era lo que Alma intentaba decirnos acerca de Adán y Eva, que
en algunos aspectos se volvieron «como dioses». ¿Y por qué? Porque conocían «el bien del mal», y
estaban «en condiciones de actuar según su voluntad y placer» (Alma 12:31).
Las vidas de los dioses se mueven por un motor interno, y no por fuerzas externas. Su libertad
emana del poder que tienen de actuar por voluntad propia sin cortapisas impuestas desde fuentes
exteriores. No existe una fuerza exógena que controle su destino, ninguna limitación espiritual ni
física que restrinja su expresión deseada. Si desean viajar a la velocidad del pensamiento, parece
que pueden hacerlo. Si quieren comprender todo pensamiento de toda criatura viviente, lo hacen
(quizá automáticamente). Los dioses actúan, no se actúa sobre ellos. Controlan todos y cada uno de
los elementos en todas las esferas. No están sometidos a la enfermedad ni a las inclemencias del
tiempo. Al contrario, todas las formas de vida, incluidos los elementos mismos, ceden rindiendo
pleitesía a los dioses.
Las Escrituras revelan que «todas las cosas les [están]sujetas» y, por lo tanto, están «sobre todo»
(DyC 132:20). Los dioses no viven al margen de las leyes, sino que por su obediencia han llegado a
dominarlas a fin de emplearlas para cumplir sus designios.
La libertad se obtiene paso a paso en un proceso de sumisión obediente a la voluntad de Dios. Por
consiguiente, cuanto más semejantes a Dios nos volvemos, más libres somos. La libertad y la
divinidad son caminos paralelos; de hecho, son el mismo camino.
DIOS HACE LIBRES A LOS HOMBRES
El hombre no podría disfrutar jamás los poderes plenos del albedrío sin la intervención de Dios.
148
Samuel le dijo al pueblo de Zarahemla: «sois libres; se os permite obrar por vosotros mismos» y
añadió «Dios os (…) ha hecho libres». (Helamán 14:30). La segunda frase la han empleado profetas
de ambos hemisferios a lo largo de los siglos. El rey Benjamín enseñó, «bajo este título [Cristo] sois
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librados». Entonces aclara que no existe una fuente alternativa de libertad: «no hay otro título por
medio del cual podáis ser librados» (Mosíah 5:8). El Salvador enseñó que la libertad verdadera se
obtiene por el Hijo, ya que «si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36).
Pablo instó a los santos de Galacia a que retuvieran «la libertad con que Cristo nos hizo libres»
(Gálatas 5:1). Y en los últimos días el Señor ha declarado sin lugar a equívoco: «Yo, Dios el Señor,
os hago libres; por consiguiente, sois verdaderamente libres» (DyC 98:8; véase también DyC
88:86). John Donne concibió esta relación entre Cristo y la libertad:
Llévame a ti [Cristo]; encarcélame, pues,
si tú no me cautivas, jamás seré libre.3
La libertad se describe como el poder o el albedrío para actuar por cuenta propia. En repetidas
ocasiones, el Señor ha revelado la fuente de dicho albedrío. Lehi enseñó: «el Señor Dios le concedió
al hombre que obrara por sí mismo» (2 Nefi 2:16). Y en los últimos días se ha empleado lenguaje
escriturario similar: «He aquí, yo le concedí que fuese su propio agente» (DyC 29:35; véase
también Moisés 4:3).
LOS CUATRO COMPONENTES DE LA LIBERTAD
Pero, ¿cómo nos confiere Dios el albedrío, y qué papel desempeña la Expiación para que seamos
libres? La manera de entender mejor esta cuestión es diseccionar la libertad en sus cuatro
componentes principales, a saber: la necesidad de un ser inteligente, un conocimiento del bien y
del mal, la existencia de elecciones y el poder de hacer o llevar a cabo dichas elecciones.
Primero está la necesidad de un ser inteligente. Si la libertad consiste en ser capaz de actuar por
nosotros mismos y no que «se actúe sobre [nosotros]» (2 Nefi 2:26), como sugiriera Lehi, entonces
en algún momento debemos tener la capacidad innata de tomar decisiones sobre las que basan
nuestras acciones. En pocas palabras: no puede haber libertad sin un agente decisor, un ser
inteligente. El hombre es una entidad consciente, pensante, lo cual cumple la primera condición
necesaria para que exista la libertad.
En segundo lugar, está la necesidad de un conocimiento del bien y del mal. Este es un elemento
indispensable de la libertad. El presidente Joseph F. Smith escribió: «Nadie es o puede ser librado
sin poseer un conocimiento de la verdad y sin obedecerla». 4 Moisés escribió: «Y les es concedido
discernir el bien del mal; de modo que, son sus propios agentes» (Moisés 6:56). La relación de
causalidad entre la libertad y el conocimiento del bien y del mal es un tema común abordado por
muchos de los profetas de la antigüedad. Uno de esos profetas, Samuel el lamanita, declaró que el
pueblo era libre porque Dios les «[había] concedido que [discernieran] el bien del mal» (Helamán
14:31; véase también 2 Nefi 2:18, 23; Alma 12:31–32).
El conocimiento inicial del hombre con respecto al bien y el mal se activó en el momento de la
Caída. El Señor afirmó: «He aquí el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros, conociendo el
bien y el mal» (Génesis 3:22). Eva se hizo eco de esa verdad cuando exclamó: «De no haber sido
por nuestra transgresión, nunca habríamos (…) conocido (…) el bien y el mal» (Moisés 5:11). En
ausencia de esa concesión de conocimiento, Adán y Eva habrían quedado atrapados en un estado
de inocencia.
A primera vista, uno podría verse persuadido a creer que la Caída, con independencia de la
Expiación de Cristo, fue lo que entregó ese conocimiento suficiente para darle la libertad al
hombre. En realidad, fue una pieza esencial, pero fue solamente el principio, el portal de acceso al
conocimiento. La Caída abrió puertas que hasta el momento habían permanecido selladas y ojos
que anteriormente habían estado cerrados. En lo tocante a Adán y Eva, las Escrituras revelan que
«fueron abiertos los ojos de ambos» (Génesis 3:7). Ello era esencial, pero solamente era el
comienzo, no el fin del camino. Con un mayor conocimiento se presenta la oportunidad de una
149
mayor libertad. Este fue el testimonio del Salvador a los escribas y fariseos: «conoceréis la verdad,
y la verdad os hará libres» (Juan 8:32). Una vez más, aquellos hipócritas fueron incapaces de
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captar el mensaje del Salvador. Su respuesta fue: «jamás hemos sido esclavos de nadie» (Juan
8:33). Qué fuertes eran. Poseían conocimientos seculares, pero ignoraban la verdad espiritual que
hace libre al hombre. Eran los maestros a la hora de no enterarse de nada. Una vez más estaban
sintonizando el canal equivocado y el Salvador tuvo que dirigirse a ellos con claridad meridiana:
«si el Hijo os hace libres, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36). Y aquí reside la esencia de la
libertad: conocer al Señor y obedecer sus verdades. Cuando lo hacemos, nos volvemos libres de
prejuicios, falsedades, pecados, contención y cualquier otra práctica lesiva o vil conocida para el
hombre.
Si bien la Caída abrió la puerta al camino del conocimiento, fue la Expiación la que proporcionó
el vehículo para proseguir. Mediante la Expiación nos limpiamos en las aguas del bautismo, lo que
nos hace aptos para el don del Espíritu Santo. Este don es el que «os guiará a toda la verdad» (Juan
16:13). A medida que llegamos a conocer al Salvador y sus verdades, se agranda nuestra capacidad
para la libertad. Y esto se debe a que el conocimiento es poder; y el poder, en su máxima expresión,
es la divinidad; y la divinidad, es la quintaesencia de la libertad.
El tercer elemento de la libertad es la existencia de elecciones. El presidente David O. McKay
observó: «Solamente al ser humano le dijo el Creador: ‘(…) podrás escoger según tu voluntad,
porque te es concedido’ (Moisés 3:17). Puesto que Dios pretendía que el hombre llegara a ser como
él, era necesario hacerlos libres primero».5 De no ser por la Expiación, no habría habido elección
entre la vida eterna y la condenación eterna. La Caída habría abierto la puerta a un camino y
solamente a uno. Nuestra «carne tendría que descender para pudrirse y desmenuzarse en su madre
tierra, para no levantarse jamás. (…) Nuestros espíritus tendrían que estar sujetos a (…) [al] diablo,
para no levantarse más» (2 Nefi 9:7–8): un panorama más bien sombrío. Sin la Expiación, todos se
habrían visto obligados a participar en este plan sin opciones. La Caída, sin la Expiación, haría que
nos precipitáramos en una caída de la que no hay escapatoria. Jacob explicó esta turbadora
perspectiva y exclamó después con regocijo: «¡Oh cuán grande es la bondad de nuestro Dios, que
prepara un medio para que escapemos de las garras de este terrible monstruo; sí, ese monstruo,
muerte e infierno, que llamo la muerte del cuerpo, y también la muerte del espíritu!» (2 Nefi 9:10).
Jacob siguió explicando que, «a causa del medio de la liberación de nuestro Dios (…) el infierno ha
de entregar sus espíritus cautivos, y la tumba sus cuerpos cautivos» (2 Nefi 9:11–12).
La Expiación es el medio de liberación, el medio empleado para liberar nuestros cuerpos de la
tumba y nuestros espíritus del infierno, de ofrecer otro camino, otra elección, otra opción. El élder
McConkie escribió en verso acerca de esta misma verdad:
Creo en Cristo; me salvará,
de Satanás me librará.6
Lehi enseñó que, debido a que los hombres «son redimidos de la caída, han llegado a quedar
libres para siempre, (…) libres para escoger la libertad y la vida eterna, por medio del gran
Mediador de todos los hombres, o escoger la cautividad y la muerte» (2 Nefi 2:26–27). Entonces
Lehi les rogó a sus hijos que escogieran «el gran Mediador (…) y escoged la vida eterna»; de otro
modo, advirtió Jacob, el diablo tendría «el poder de cautivar[los]» y «reinar sobre [ellos]» en su
reino (2 Nefi 2:28, 29).
El mensaje está claro. Podemos aceptar la Expiación, una elección que nos lleva a la vida eterna
(la forma suprema de la libertad); o podemos optar por el camino del Maligno, una elección que
nos lleva a la destrucción, las cadenas y la cautividad (la forma suprema de cautiverio). Cuando
elegimos al Señor, él nos da una barra de hierro a la que aferrarnos; cuando elegimos a Satanás, él
nos ata con una cadena, cada vez más corta, hasta que estamos en su poder. Charles Dickens
ilustró esta verdad vivamente. En su famoso relato Cuento de Navidad, Scrooge, al ver al fantasma
de su antiguo socio cargado de cadenas, le pregunta: «Estás encadenado. (…) Dime por qué». La
150
respuesta de Jacob Marley nos da qué pensar: «Llevo la cadena que forjé en vida (…). La hice
eslabón a eslabón, metro a metro; la ciño a mi cuerpo por mi libre voluntad y por mi libre voluntad
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la usaré».7
El profeta Jacob concluyó su hermoso discurso sobre la Expiación instando a su pueblo a
«animarse». A fin de cuentas, explicó, «sois libres para obrar por vosotros mismos, para escoger la
vía de la muerte interminable, o la vía de la vida eterna» (2 Nefi 10:23). Esa libertad de elección
proviene de la Expiación de Jesucristo. Eso es lo que enseñó Lehi: «el Señor Dios le concedió al
hombre que obrara por sí mismo. De modo que el hombre no podía actuar por sí a menos que lo
atrajera lo uno o lo otro» (2 Nefi 2:16).
Falta todavía un elemento para que sea posible una plenitud de libertad; es el poder de llevar a
cabo o hacer las elecciones que se nos planteen. Puede que tengamos conocimiento del bien y del
mal; que incluso tengamos elecciones ante nosotros; pero a menos que tengamos el poder de
ejecutar, el poder de hacer, nuestra libertad no será más que una fachada. Somos en cierta manera
como un astrónomo que mira los cielos estrellados a simple vista con la esperanza de avistar
Neptuno. Por mucho que escrute el firmamento, por muy intensa que sea su mirada, observará en
vano. Ahora bien, dadle un telescopio y ¡qué visión se abrirá ante sus ojos! La cuestión aquí no es el
conocimiento, pues el astrónomo tiene memorizada la bóveda celeste al milímetro. La cuestión no
es la elección, pues tiene la opción de mirar o no sin obstrucción. La cuestión, simple y llanamente,
es el poder: el poder de ver. Dios tiene un nutrido inventario de telescopios espirituales, aparatos
auditivos, cápsulas del tiempo e instrumentos intensificadores del poder con el fin de enriquecer
nuestras vidas y liberarnos para ver, oír y hacer sin cortapisas.
Todos los hombres reciben algún poder de Dios. El Señor declaró: «los hombres deben estar
anhelosamente consagrados a una causa buena, y hacer muchas cosas de su propia voluntad y
efectuar mucha justicia; porque el poder está en ellos, y en esto vienen a ser sus propios agentes»
(DyC 58:27–28). ¿Y cómo podemos aumentar este poder? De antiguo, la historia ha confirmado
que el conocimiento es precursor del poder. Es el conocimiento el que ha ampliado el espacio,
conquistado la enfermedad, incrementado la velocidad de desplazamiento y revolucionado
nuestros medios de comunicación. Dios no menosprecia estos poderes adquiridos mediante el
aprendizaje secular; de hecho, fomenta esas iniciativas. Él nos invita a convertirnos en maestros
«de cosas tanto en el cielo como en la tierra» (DyC 88:79) y a estudiar en «los mejores libros»
(DyC 88:118). Nos da también inspiración para ayudarnos en estos empeños.
Aunque Dios es ciertamente promotor del conocimiento terrenal, también quiere que sepamos
que los poderes de una fuente más elevada emanan de la adquisición de verdades espirituales. Es
este poder espiritual el que dividió el mar Rojo; que hizo que el sol «se [detuviera]»; que los ríos
cambiaran su curso y las montañas huyeran (Éxodo 14:21–29; Josué 10:12–14; Moisés 7:13). Esta
fuerza invisible ha calmado el mar embravecido, aquietado la tormenta desatada, obligado a los
cielos heridos por la sequía a descargar sus perlas de rocío ocultas, y, en definitiva, controlado,
dirigido y gobernado todo elemento nativo del universo (Mateo 8:23–27; 1 Reyes 18:41–46; Moisés
7:13–14).
Donde la ciencia ha flaqueado —o incluso se ha quedado atrás—este poder divino ha tomado el
relevo y, según la voluntad de Dios, sanado a los que no podían obtener alivio en lo temporal. Este
poder alcanza tal magnitud que ha penetrado y ablandado incluso los corazones de aquellos a los
que se conocía como «un pueblo salvaje, empedernido y feroz» (Alma 17:14).
Tanto el poder terrenal como el espiritual (que son un único poder en última instancia)
constituyen el poder de la deidad, pues los dioses tienen «todo poder» (DyC 132:20; énfasis
añadido). Con cada poder adquirido, desarrollamos un mayor control, tanto de los elementos,
como de nuestros propios destinos. De esta manera, nos convertimos en el conductor —no en el
pasajero—en la causa —no en el efecto—. Actuamos por nosotros mismos y no se actúa «sobre
[nosotros]» (2 Nefi 2:26); y así seremos libres.
Si bien este conocimiento es esencial para la adquisición del poder, hay un ingrediente más, a
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menudo ignorado y en ocasiones ridiculizado, que es además una condición previa para la recibir
los poderes «superiores», esos poderes necesarios para disfrutar una plenitud de libertad. El
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entonces le dio mandamientos para mantenerlo en la libertad. No podemos quebrantar los Diez
Mandamientos. Solamente podemos quebrantarnos nosotros contra ellos; o bien, mediante su
cumplimiento, levantarnos hasta alcanzar la plenitud de la libertad bajo Dios».10
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Hay una serie de verdades espirituales que al mundo secular deben parecerle ironías
irreconciliables: la humildad engendra fuerza; la fe alimenta la visión y la obediencia conlleva la
libertad. Sin embargo, hay una pequeña prueba mediante la cual podemos darnos cuenta por
nosotros mismos de la veracidad de estos preceptos espirituales. El Señor reveló cuál es. «El que
quiera hacer la voluntad de él conocerá si la doctrina es de Dios o si yo hablo por mí mismo» (Juan
7:17). Sencillamente, si somos obedientes a la voluntad de Dios, encontraremos nuevas libertades;
si somos desobedientes, la libertad será nuestra estrella inalcanzable.
Como ya se ha comentado, la libertad exige un conocimiento del bien y del mal, la existencia de
elecciones y el poder de hacerlas o llevarlas a cabo. Cada uno de estos aspectos adquiere más
relieve mediante la obediencia a la voluntad de Dios.
Cuando obedecemos las leyes de Dios, obtenemos un conocimiento aumentado de Su plan, y con
un mayor conocimiento viene una mayor capacidad para la libertad. Isaías enseñó que cuando
escuchamos al Señor recibimos «mandato tras mandato, línea sobre línea» (Isaías 28:10). La
promesa hecha a los que obedecen la Palabra de Sabiduría es que «hallarán sabiduría y grandes
tesoros de conocimiento, sí, tesoros escondidos» (DyC 89:19). El Señor dejó claro que la
adquisición de conocimiento no era únicamente una empresa intelectual, cuando dijo «El que
guarda sus mandamientos recibe verdad y luz, hasta que es glorificado en la verdad y sabe todas las
cosas» (DyC 93:28; véase también DyC 93:39). La obediencia trae ese tipo de conocimiento que es
indispensable para la libertad divina. Por ello el Señor prometió, «y si en esta vida una persona
adquiere más conocimiento e inteligencia que otra, por medio de su diligencia y obediencia, hasta
ese grado le llevará la ventaja en el mundo venidero» (DyC 130:19). La obediencia desbloquea las
puertas del conocimiento; el conocimiento es un requisito previo de la divinidad, y la divinidad es
el apogeo de la libertad.
La obediencia también amplía nuestra lista de elecciones. Si no somos obedientes, no tenemos la
opción de bautizarnos, ni la opción de recibir el sacerdocio, ni de recibir la investidura, ni el
sellamiento en el templo, condiciones necesarias para nuestra transformación en los seres más
libres que existen, es decir, los dioses.
Pero la obediencia tiene más efectos aún si cabe. También genera poder, otra conexión vital con
la libertad. Hace unos cuantos años, en una conferencia para jóvenes llamé a un muchacho que se
hallaba sentado en la congregación y lo invité a sentarse a mi lado, en la butaca del piano. Saqué de
mi billetera un billete de veinte dólares estadounidenses nuevecito y se lo ofrecí a cambio de tocar
cualquier canción del himnario que quisiera. Mientras su mirada iba del billete al piano, se le
notaba frustrado. «No sé tocar», dijo. «¿Y por qué no?» fue mi respuesta. «Tienes la música, el
piano, los dedos de las manos, parece que no te falta nada de lo que necesitas para tocar». «¡Pero
no sé hacerlo!», insistió el joven. En efecto, él tenía todo lo que necesitaba, con una excepción: el
poder de ejecutar, que es un elemento indispensable de la libertad. El poder se genera mediante la
obediencia. Obtenemos el poder para tocar el piano cuando obedecemos la ley de la práctica.
Obtenemos el poder de dominar una lengua cuando aprendemos y seguimos las reglas de la
lingüística. Obtenemos el poder sobre los elementos cuando obedecemos las leyes de Dios. Por ello
el Señor les dijo a los obedientes: «serán dioses, porque tendrán todo poder». Entonces divulgó el
secreto de ese logro: «a menos que cumpláis mi ley, no podréis alcanzar esta gloria» (DyC 132:20,
21). La obediencia es una de las principales llaves que abren el poder de la divinidad, trayendo
consigo la libertad en grado sumo. La obediencia no es un enemigo de la libertad; al contrario, es
su mejor amiga.
El Señor así lo dijo: «escuchad mi voz y seguidme, y seréis un pueblo libre» (DyC 38:22). El
profeta José nombró el vínculo entre la Expiación, la divinidad y la obediencia en el tercer artículo
de fe: «Creemos que por la expiación de Cristo, todo el género humano puede salvarse, mediante la
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obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio» (véase también DyC 138:4).
El producto final de una vida obediente es el poder, no el poder del dictador que blande su cetro,
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ni el poder cargado de emociones del demagogo, ni el poder irreverente y decadente del charlatán,
sino el poder puro y benevolente de un dios. Irónicamente, si deseamos obtener ese poder, hemos
de obedecer los mandamientos con exactitud. En lo que respecta al desobediente, el Señor
profetizó sobre el atolladero en el que se hallarían: «no pueden venir a donde yo estoy, porque no
tienen poder». (DyC 29:29; énfasis añadido).
La obediencia a las leyes y ordenanzas del Evangelio otorga un mayor conocimiento, una
multiplicidad de elecciones y un poder aumentado para actuar, todo lo cual deriva en un
incremento de libertad. Es la Expiación, no obstante, lo que aporta sustancia y sentido a esas leyes
y ordenanzas. ¿Qué vitalidad tendrían los principios de la fe y el arrepentimiento sin la misión del
Salvador? ¿Qué poder purificador conferirían las aguas bautismales de no haber habido Expiación?
¿Qué poderes curativos tendría la Santa Cena si no hubiera redención? ¿Qué longevidad tendrían
los poderes selladores si no se hubiera dado la condescendencia del Salvador? La obediencia a
estas ordenanzas y leyes sin la Expiación sería un gesto vacuo.
La Expiación de Jesucristo abrió las compuertas del conocimiento espiritual mediante el
bautismo y el don del Espíritu Santo. Proporciona un abanico de elecciones, desde la cautividad y
el diablo, en un extremo, hasta la vida eterna y la divinidad en el otro. Desata poder sobre poder
para esos santos humildes que cumplen las leyes y las ordenanzas del Evangelio, cada una de las
cuales deriva su fuerza de sustento en el sacrificio expiatorio. La Expiación de Jesucristo es la
fuerza nutriente de cada uno de esos elementos que fomentan la libertad.
Brigham Young enseñó: «La diferencia entre el justo y el pecador, la vida eterna o la muerte, la
felicidad o la miseria, es la siguiente: los privilegios de los que reciben la exaltación no tienen
restricciones ni límites».11 ¡Eso es libertad! Lehi entendía esta verdad gloriosa y declaró que,
debido a la redención de Cristo, los hombres son «libres para siempre» (2 Nefi 2:26).
NOTAS
1. Talmage, Essential James E. Talmage, 89.
2. McKay, «Whither Shall We Go?», 3.
3. Donne, «Batter My Heart», en Untermeyer, Treasury of Great Poems, 367.
4. Smith, Doctrina del Evangelio, 205.
5. Conference Report, octubre de 1963, 5.
6. McConkie, «Creo en Cristo», Himnos, 72.
7. Dickens, Christmas Stories, 28.
8. Journal of Discourses, 18:246; énfasis añadido.
9. En Wallis, Treasure Chest, 47.
10. Citado por Richard L. Evans, Conference Report, octubre de 1959, 127; énfasis añadido.
11. Young, Discourses of Brigham Young, 63.
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Capítulo 23
LA BENDICIÓN DE LA GRACIA
El levantamiento de Lázaro de entre los muertos ilustra de manera dramática esta misma ley
celestial. El Salvador se acercó a la tumba o cueva en la que el cuerpo de Lázaro llevaba depositado
cuatro días. Les mandó a los más cercanos que quitaran la piedra que cubría la entrada. Entonces
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en alta voz gritó: «¡Lázaro, ven fuera!» (Juan 11:43), y las Escrituras indican que «el que había
estado muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro envuelto en un sudario»
(Juan 11:44). En ese momento, Jesús mandó a los que miraban que desataran a Lázaro. Cabe
preguntarse, «¿Por qué no quitó Jesús la piedra con una demostración de su poder? ¿Por qué no
desató él mismo el cuerpo revivido?». Su respuesta fue una demostración de la ley divina de
economía, es decir, que hemos de hacer cuanto podamos y cuando hayamos llegado a nuestros
límites, cuando hayamos gastado todas nuestras energías mentales, morales y espirituales,
entonces intervienen los poderes del cielo. Como el hombre podía retirar la piedra y desatar el
cuerpo, debía hacerlo, pero solamente el poder de Dios era capaz de levantar a los muertos. En
consecuencia, solamente el último acontecimiento contó con la intervención divina directa. El
mismo principio rige nuestra exaltación.
En ciertas ocasiones, nuestros mejores esfuerzos, por extraordinarios que sean, sencillamente no
bastan. No se trata únicamente de una cuestión de tiempo y esfuerzo (en otras palabras, si hemos
dedicado la cantidad de tiempo suficiente y hemos estado dispuestos a poner de nuestro esfuerzo, a
la larga acabaremos convirtiéndonos en dioses); hace falta más. También es una cuestión de
capacidad. ¿Podemos por nosotros mismos, sin ayuda de medios artificiales, volar por los aires?
Puede que tengamos la necesidad imperiosa de hacerlo. Podemos saltar desde lo alto de un
acantilado y acometer la empresa de volar con una voluntad de hierro; puede que nuestros bíceps
sean extraordinariamente grandes; podemos hacer girar los brazos a una velocidad impresionante;
puede que incluso tengamos un doctorado en aerodinámica… pero acabaremos cayendo de todas
formas. Si deseamos desplazarnos igual que Dios, algún poder externo debe transformar nuestros
cuerpos físicos en cuerpos hechos de material celestial.
¿Podemos adquirir por cuenta propia la sabiduría de Dios? ¿Y si a lo largo de las eternidades nos
leyéramos todos y cada uno de los libros existentes, domináramos toda ecuación matemática y
conquistáramos todos los idiomas? ¿Estaríamos entonces a la par con Dios intelectualmente? ¡La
respuesta es un sonoro «no»! Todavía nos encontraríamos limitados por una mente finita, todavía
tendríamos la restricción de un número limitado de pensamientos en un momento dado. El Señor
hizo referencia a esta desigualdad: «Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni
vuestros caminos mis caminos (…). Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos
más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos» (Isaías
55:8–9). El rey Benjamín se hizo eco de esta realidad: «creed que el hombre no comprende todas
las cosas que el Señor puede comprender» (Mosíah 4:9). En algún momento, de alguna manera, en
algún lugar, «nos será añadido». Hemos de recibir una dotación divina a fin de poder mantener
múltiples, incluso infinitos, pensamientos de forma simultánea. Solamente entonces podrá nuestra
mente empezar a ser como la de Dios.
No podemos ser como Dios sin esa dotación: esencialmente, una manifestación de gracia. Y esa
gracia es posible por la Expiación de Jesucristo. Esa fue la promesa que Enoc comprendió y le
expresó a Dios de la siguiente manera: «tú me has creado y me has dado derecho a tu trono, y no
de mí mismo, sino mediante tu propia gracia» (Moisés 7:59).
Nuestra aceptación de la Expiación abre un tesoro de poderes espirituales que «añaden» y
confieren al hombre rasgos divinos que no pueden generarse exclusivamente a partir de fuentes
internas. Es en ese momento que se cumple el objetivo máximo de la Expiación: somos «uno» con
Dios (la cualidad redentora) y «uno» como Dios (la cualidad exaltadora). Esa fue la promesa de
Juan a los «hijos de Dios»: «cuando él aparezca, seremos semejantes a él» (1 John 3:2; énfasis
añadido), no solo estaremos con él.
Ciertos poderes de la Expiación nos limpian y nos hacen dignos de estar en la presencia de Dios y
ser uno con él. Dichos poderes purificadores purgan nuestras almas y nos dejan inocentes (es decir,
sin pecado), pero inocencia no es sinónimo de perfección. La inocencia es la entrada al sendero
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recto y angosto; la perfección es el destino. Un bebé recién nacido es puro e inocente, pero
ciertamente carece de perfección, entendida esta como la posesión de todos los poderes de la
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divinidad. El Salvador era puro e inocente al nacer, pero incluso él creció gracia sobre gracia hasta
alcanzar la plenitud de la deidad. Las Escrituras narran que el Salvador «no recibió de la plenitud
al principio, sino que continuó de gracia en gracia hasta que recibió la plenitud» (DyC 93:13).
Joseph F. Smith se refirió a este viaje progresivo de Cristo: «Aun el propio Cristo no fue perfecto al
principio; (…) no recibió la plenitud al principio, sino creció en fe, en conocimiento, entendimiento
y gracia, hasta que recibió la plenitud».2
Es por la gracia que esos poderes facilitadores, dotadores, exaltadores de la Expiación —
aportados gradualmente, línea por línea—, transforman al hombre en un dios. El Salvador dio
testimonio de ello. Él nos exhortó a que escucháramos el mensaje de Juan relativo a la gracia, a fin
de que viniéramos al Padre en Su nombre «en el debido tiempo [recibir] de su plenitud» (DyC
93:19). Entonces describió la manera en que alcanzamos la plenitud: «Porque si guardáis mis
mandamientos, recibiréis de su plenitud y seréis glorificados en mí como yo lo soy en el Padre; por
lo tanto, os digo, recibiréis gracia sobre gracia» (DyC 93:20). Línea por línea, gracia sobre gracia,
gradualmente, seremos uno, como el Hijo y el Padre son uno. Eso es exactamente lo que enseñó el
profeta José: «vosotros mismos tenéis que aprender a ser Dioses, (…) como lo han hecho todos los
Dioses antes de vosotros, es decir, por avanzar de un grado pequeño a otro, y de una capacidad
pequeña a una mayor; yendo de gracia en gracia, de exaltación en exaltación, hasta que logréis (…)
morar en fulgor eterno y sentaros en gloria, como aquellos que se sientan sobre tronos de poder
infinito».3
¿CÓMO RECIBE LA GRACIA UN MORTAL?
¿Y cómo se nos transfiere esta gracia? ¿Cómo transmite Dios cualidades y poderes divinos a un
simple mortal? El medio para la transferencia de los poderes y los rasgos divinos de un ser divino a
un hombre corriente es el Espíritu Santo. En una cita clásica, el élder Parley P. Pratt describe su
poder refinador y perfeccionador: «El don del Espíritu Santo … estimula todas las facultades
intelectuales, incrementa, amplia, despliega y purifica todas las pasiones y afectos naturales y los
adapta, por el don de la sabiduría, a su uso legítimo. Inspira, desarrolla, cultiva y madura las finas
compasiones, gozos, gustos, afinidades y afectos de nuestra naturaleza. Inspira virtud, amabilidad,
bondad, ternura, mansedumbre y caridad. Desarrolla la belleza de la persona, de la forma y de los
rasgos. Se inclina hacia la salud, el vigor, el ánimo y el sentimiento social. Estimula todas las
facultades físicas e intelectuales del hombre. Fortalece y tonifica los nervios. En pocas palabras, es,
por decirlo así, refrigerio para los huesos, gozo para el corazón, luz para los ojos, música para los
oídos y vida para todo el ser».4 Todas estas cualidades divinas, tan elocuentemente expresadas por
el élder Pratt, se etiquetan en las Escrituras como «dones espirituales» o «dones del Espíritu».
¿QUÉ SON LOS DONES DEL ESPÍRITU?
Los dones del Espíritu son, efectivamente, investiduras de rasgos divinos; y así, a medida que
adquirimos estos dones, nos volvemos partícipes de la naturaleza divina. Cada uno de estos dones
es una manifestación de alguna cualidad celestial. A través del Espíritu Santo, cada uno de estos
dones puede serle conferido a un ser imperfecto y ayudarle de esta forma en su búsqueda de la
divinidad. El élder Orson Pratt enseñó que estos dones no se han dado solamente para contribuir a
la conversión de los gentiles, sino que también están para el perfeccionamiento de los Santos:
«Es una idea absolutamente errada que estos dones se dieron tan solo para el convencimiento de
los incrédulos. Pablo afirma expresamente que los dones otorgados por nuestro Señor tras su
ascensión eran para otros fines (…). Estos, junto con muchos otros dones, se dieron, no solamente
para establecer la verdad del cristianismo, como afirma Pablo: ‘a fin de perfeccionar a los santos
para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo’ (…).
»En estas declaraciones descubrimos los propósitos que el Señor tiene en mente, al conceder
157
estos dones a los hombres. Se afirma que un propósito es ‘perfeccionar a los santos (…)’. El único
plan que Jesús ha trazado para el cumplimiento de este gran propósito, se lleva a cabo a través
de los dones espirituales. Cuando los sobrenaturales dones del Espíritu cesan, los Santos cesan de
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perfeccionarse, por lo cual no pueden tener esperanzas de obtener una salvación perfecta. (…)
»¿Ha dicho Jesús en algún lugar de Su mundo que Su plan para perfeccionar a los Santos cesaría,
y que la humanidad idearía un plan mejor? Si no es así, ¿por qué entonces no habríamos de
preferir el plan del Salvador por encima de todos los demás? ¿Por qué prescindir de los poderes y
los dones del Espíritu Santo, que estaban concebidos, no solamente para el convencimiento de los
incrédulos, sino para el perfeccionamiento de los creyentes? En toda nación y en toda época en que
haya habido creyentes, deben existir los dones para perfeccionarlos; de lo contrario, no estarían en
absoluto preparados para la recepción de poderes y glorias del mundo eterno aún mayores. De no
haber incrédulos en la tierra, todavía habría idéntica necesidad de los dones milagrosos presentes
entre los primeros cristianos; ya que si el mundo entero estuviera compuesto de creyentes en
Cristo no podrían perfeccionarse de ninguna manera sin estos dones».5
Los dones del Espíritu se tratan con largueza en 1 Corintios 12–14, Doctrina y Convenios 46 y
Moroni 10. Evidentemente, su importancia es tal que Dios está ansioso por que este mensaje se
enseñe repetidamente en cada uno de los libros de Escritura sagrada. Los profetas han dejado claro
que tales dones, en su plenitud, están reservados a los fieles de la Iglesia. Pablo dio comienzo a su
discurso sobre los dones diciendo: «Y acerca de los dones espirituales, no quiero, hermanos, que
seáis ignorantes» (1 Corintios 12:1). Pablo dirigía su carta a los santos de Corinto y de ahí que se
refiriera a ellos como «hermanos». El encabezamiento del capítulo apoya esta conclusión: «Los
dones espirituales están presentes entre los santos» (1 Corintios 12). La sección 46 de Doctrina y
Convenios enseña el mismo principio. Las palabras con las que abre dicha sección son: «Escuchad,
oh pueblo de mi iglesia» (DyC 46:1). Esta sección revela que los dones son para los que «guardan
todos mis mandamientos» (DyC 46:9) y añade a continuación esta reconfortante posdata: «y de los
que procuran hacerlo» (DyC 46:9). El Salvador también nos informa que estos dones «se dan a la
iglesia» (DyC 46:10; énfasis añadido). En consonancia con esa interpretación, se describe al obispo
como el que recibe el poder de discernir todos los dones a fin de evitar confusión entre los que se
atribuyen falsamente la posesión de estos tesoros espirituales. Coherente también con estos relatos
escriturarios, Moroni confirma que estos dones sagrados solamente «se dan a los fieles» (Moroni
10, encabezamiento del capítulo), de nuevo en referencia a los fieles activos y devotos de la Iglesia.
Todo esto parece razonable, dado que estos dones «se dan a los hombres por las manifestaciones
del Espíritu» (Moroni 10:8), es decir, el Espíritu Santo. Por esa razón se denominan dones del
Espíritu, porque su origen, su influencia sustentadora y sus cualidades facilitadoras emanan en su
totalidad del Espíritu Santo.
Puesto que el don del Espíritu Santo se otorga solamente a los fieles bautizados en la Iglesia, la
conclusión lógica es que los frutos y los dones de ese Espíritu se dan en su plenitud solamente a los
fieles bautizados. El élder Bruce R. McConkie enseñó este mismo principio: «Los hombres deben
recibir el don del Espíritu Santo antes de que un integrante de la Trinidad pueda morar con ellos y
dar comienzo al proceso sobrenatural de distribución de los dones entre ellos. (…) Así, los dones
del Espíritu son para los creyentes, los fieles y los justos; están reservados para los santos de
Dios».6
Con esto no se pretende dar a entender que otras personas no tienen fe para ser sanados, ni
sabiduría, ni amor, ya que esas cualidades pueden desarrollarse hasta cierto punto en virtud de la
luz de Cristo, la cual ilumina a toda alma, y del mismo modo por esas manifestaciones del Espíritu
Santo que pueden descender temporalmente sobre una persona sin bautizar. Hay muchas personas
buenas y honorables fuera de la iglesia de Cristo que dan muestra de virtudes divinas. Pero la fe en
su máxima plenitud y en su medida más duradera, esa fe que mueve montañas, cierra las fauces de
los leones y sofoca la virulencia del fuego; esa sabiduría que duplica la mente y la voluntad del
Señor; y esa caridad que se asemeja al amor puro de Cristo… Estos y todos los demás atributos
divinos en su máxima y más grandiosa expresión, en sus proporciones divinas plenas e ilimitadas,
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solamente se dan mediante el don del Espíritu Santo. Y vienen a los que han abrazado al Salvador y
su sacrificio expiatorio y que han dado testimonio de ello mediante el bautismo y la recepción del
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Espíritu Santo. Razonar otra cosa sugiere que podríamos desarrollar una virtud hasta su absoluta
perfección sin el don del Espíritu Santo y que, de ser posible el desarrollo de esa virtud, entonces se
podría mantener que es posible otro tanto con todas las virtudes. De existir un estado de cosas
semejante, podríamos alcanzar la condición de Dios sin el don del Espíritu Santo, lo cual es un
imposible espiritual.
El hecho de si la Expiación misma es o no la fuente de estos dones espirituales no parece haber
sido revelado aún en las Escrituras, pero ciertamente su disponibilidad parece estar condicionada a
nuestra fe en ese acto divino y nuestra aceptación demostrada del mismo. La recepción por nuestra
parte de la Expiación es la clave para liberar estos dones y todos sus poderes facultadores, pues es
la Expiación la que nos purifica y nos prepara para ser receptores aptos.
Los discursos doctrinales que se hallan en 1 Corintios 12–14, Doctrina y Convenios 46 y Moroni
10 detallan los diversos dones del Espíritu. Estos pasajes hacen referencia al don de la sabiduría, el
don de una fe sumamente grande, el don de sanar, el don de la caridad, el poder de obrar
poderosos milagros, el don de administración, entre otros. La enumeración de ciertos dones por
parte de los profetas nunca tuvo la finalidad de proporcionar una lista exhaustiva; más bien se
trata de una muestra representativa. El élder McConkie enseñó: «Estos dones son infinitos e
interminables en sus manifestaciones, porque Dios mismo es infinito e
interminable».7 Ciertamente, cualidades divinas como la paciencia, la humildad, la integridad, la
bondad y el altruismo, los cuales no mencionan los profetas en los capítulos antedichos, son
también dones espirituales dignos de obtenerse. El élder Marvin J. Ashton describió algunos de
estos «dones no tan evidentes, pero que sin embargo son reales y valiosos», como el «don de
escuchar», el «don de preocuparse por el prójimo» y el «don de la capacidad para la meditación». 8
El presidente de estaca tiene la responsabilidad de revisar periódicamente las bendiciones
patriarcales que emite el patriarca de su estaca. En el desempeño de este deber, descubrí que esas
bendiciones estaban llenas de dones que ni Pablo ni Moroni nombran concretamente. Entre ellos
estaban el don de la compasión, el don de la música y el don de la mansedumbre. Pablo solamente
cita algunos de los dones espirituales para concluir que el más grande de todos es el don de la
caridad: «Y ahora permanecen la fe, la esperanza y la caridad, estas tres; pero la mayor de ellas es
la caridad» (1 Corintios 13:13). Mormón define la caridad como «el amor puro de Cristo» (Moroni
7:47; véase también Moroni 8:17). Semejante cualidad es la quintaesencia de la divinidad. No es de
extrañar que Mormón nos implorara «al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis
llenos de este amor». ¿Por qué? «Para que lleguéis a ser hijos de Dios; para que cuando él
aparezca, seamos semejantes a él» (Moroni 7:48). Ese es todo el propósito de la vida, el objetivo
primordial de la Expiación: ayudarnos a volver a él y ser como él. A medida que adquirimos los
dones del Espíritu, la brecha entre el hombre y Dios se estrecha, ya que con cada don que
adquirimos avanzamos en el sendero que lleva a la divinidad. ¿Sorprende acaso que el Señor quiera
que procuremos estos dones con una férrea determinación?
LOS DONES DEL ESPÍRITU
SUPERAN DEBILIDADES
Benjamin Franklin creó un plan sistemático para lograr la perfección. Aunque procuró seguirlo
diligentemente, Franklin recordó sus frecuentes recaídas en viejos hábitos, su falta de progreso y,
finalmente, estar a punto de adoptar la firme determinación de «abandonar mi intento, y
contentarme con una naturaleza defectuosa». Tales pensamientos le recordaron al hombre que le
llevó un hacha al herrero y «expresó el deseo de que toda su superficie estuviera tan bruñida como
el filo. El herrero aceptó pulirla hasta sacarle el brillo deseado por el hombre si este accedía a hacer
girar la piedra; y así la hizo dar vueltas, mientras el herrero presionaba la superficie ancha del
hacha con suma presión y gran fuerza contra la piedra, lo cual hizo que la tarea de hacer girar dicha
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piedra fuera sumamente gravosa. El hombre acudía de vez en cuando para ver cómo iba el trabajo,
y pasado un tiempo tomó su hacha como estaba, sin seguir puliéndola. ‘No’, exclamó el herrero,
‘siga dándole vueltas, siga dándole vueltas; enseguida la tendremos brillante; ahora mismo, sigue
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estando manchada’. ‘Sí’ replicó el hombre, ‘es que creo que me gustan más las hachas con
manchas’».9
Quizá haya algunos que se hayan conformado con una vida llena de manchas, que hayan
encontrado que es más fácil aceptar el statu quo espiritual en lugar de ejercer el esfuerzo exigido
para hacer brillar la totalidad de sus vidas. Sin duda hay algunos que creen poseer debilidades y
flaquezas irremediables, defectos espiritual incurables, temperamentos indomables, rencores
irreprimibles, o una falta de fe inconquistable. Muchas de estas almas buenas pueden haberse
topado con una «meseta espiritual». «Es mi naturaleza», dicen. Pero las palabras del Señor a
Moisés resuenan en nuestras mentes una y otra vez: «¿Quién dio la boca al hombre?». (Éxodo
4:11). ¿No puede Dios, el creador de todos, formar, modelar, añadir, modificar y ayudar a vencer
cualquier debilidad que aqueje a cualquier persona fiel y humilde? ¿No fue esa la promesa del
Santo mismo?
El presidente George Q. Cannon se refirió a las carencias del hombre y a la solución divina.
Reconoció el vínculo entre los dones espirituales y la divinidad. Elocuente y fervientemente
exhortó a los santos a que vencieran cada debilidad manifestada mediante la adquisición de un don
revocador de fortaleza, conocido como un don del Espíritu. Dijo lo siguiente:
«Ningún hombre debería decir: ‘Oh, no puedo evitarlo; es mi naturaleza’. No está justificado en
ello, y la razón es que Dios ha prometido otorgar la fuerza para corregir estas cosas, y dar los dones
que las erradicarán (…).
ȃl desea que Sus santos se perfeccionen en la verdad. Para este fin, les da estos dones, y confiere
a aquellos que los procuran, a fin de que puedan ser un pueblo perfecto sobre la faz de la tierra,
pese a sus numerosas debilidades, porque Dios ha prometido otorgar los dones necesarios para su
perfección. (…)
»Si alguno de nosotros es imperfecto, es nuestro deber orar solicitando el don que nos hará
perfectos. ¿Tengo yo imperfecciones? Estoy lleno de ellas. ¿Cuál es mi deber? Orar a Dios que me
de los dones que corregirán dichas imperfecciones. Si soy un hombre iracundo, es mi deber orar
pidiendo caridad, que es sufrida y benigna. ¿Soy un hombre envidioso? Es mi deber pedir caridad,
que no tiene envidia. Y así con todos los dones del Evangelio. Esa es su finalidad». 10
¿CÓMO ADQUIRIMOS
LOS DONES DEL ESPÍRITU?
Si los dones del Espíritu son el medio por el que nos perfeccionamos, ¿cómo podemos acelerar
nuestra adquisición de estos dones? Pablo pronuncia su discurso sobre los dones espirituales y a
continuación resalta la manera en que pueden obtenerse: «Procurad, pues, los mejores dones»
(1 Corintios 12:31). O sea, no os contentéis con un único don (pues todo santo recibe por lo menos
un don), sino que procurad los «mejores» dones del Espíritu; y a medida que lo hagamos en una
búsqueda ordenada y persistente —procurando diligentemente al mismo tiempo las demás
bendiciones de la Expiación—, el Señor nos guiará por el sendero que lleva a la divinidad. El élder
McConkie reconoció la absoluta necesidad de este empeño: «Se espera que las personas fieles
busquen los dones del Espíritu con toda la fuerza de su corazón». 11 Pablo mismo estaba
esforzándose por alcanza el «premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús»
(Filipenses 3:14), y vuelve a subrayar la importancia de este tema: «Seguid la caridad y procurad
los dones espirituales» (1 Corintios 14:1). Moroni, hablando directa y francamente a nuestra
generación, reitera el mandato: «Y otra vez quisiera exhortaros a que vinieseis a Cristo, y
procuraseis toda buena dádiva» (Moroni 10:30; énfasis añadido). Y el mismo consejo recibió el
profeta José para nuestra dispensación: «buscad diligentemente los mejores dones, recordando
siempre para qué son dados» (DyC 46:8).
160
El Señor, en su bondad sin límites, busca ansiosamente derramar estos dones espirituales sobre
nosotros. Es su forma de impartirnos algunos de los atributos de la divinidad. En algunos aspectos,
estos dones son como una mina de oro espiritual a nuestro alcance, la cual permanece sin explotar
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si no llevamos a cabo el proceso de extracción. Pero ¿cómo sacamos provecho de la mina de oro y
adquirimos estos dones del Espíritu que pueden estar escapando a nuestra mano, estos dones que
nos refinan, nos ennoblecen y, en última instancia, incluso nos perfeccionan? Ciertamente, la
obediencia a la palabra de Dios es necesaria, pero es insuficiente por sí sola. Existe otro requisito
previo —quizá más sutil—: tenemos que pedir. Hemos de desear los dones tan fervientemente que
esta búsqueda sea una lucha constante e incesante.
Mormón sabía que una solicitud informal nunca sería suficiente. En referencia al don de la
caridad, dijo que hemos de «pedid al Padre con toda la energía de vuestros corazones, que seáis
llenos de este amor» (Moroni 7:48). Esto recuerda a uno de los estudiantes que se habían graduado
con el número uno de su promoción en una universidad de élite. Había otros con coeficientes
intelectuales más altos, otros con genios creativos más desarrollados. Cuando se le preguntó cómo
los había superado a todos, él respondió: «Acerca de los demás, no sabría decirle, solamente sé que
a mí esto me importaba muchísimo». En algún lugar, en algún momento, ese nivel de interés tiene
que salir a la luz. La obediencia pura y la resistencia silenciosa no bastan. Debe haber un deseo
ardiente, un tender la mano, una búsqueda, en breve: un ejercicio exhaustivo de nuestras energías
espirituales, intelectuales y emocionales combinadas, todo centrado en la obtención de estos dones
divinos.
El Salvador prometió una y otra vez «Pedid, y se os dará» (Mateo 7:7). Después de enseñar a los
nefitas acerca de la fe, el arrepentimiento, el bautismo y el poder santificador del Espíritu Santo,
Jesús les dio este mandamiento divino: «¿qué clase de hombres habéis de ser? En verdad os digo,
aun como yo soy». Esta era su invitación para que los nefitas llegaran a ser perfectos. A
continuación, señaló los medios para alcanzar semejantes alturas: «cualesquiera cosas que pidáis
al Padre en mi nombre, os serán concedidas» (3 Nefi 27:27–29). ¿Y qué es lo que hay que pedir?
Ayuda con todas nuestras necesidades, incluido aquello que refina y perfecciona, principalmente
los dones del Espíritu. Hugh Nibley hizo esta afirmación destacable: «Los dones [espirituales] no
son evidentes hoy en día, excepto uno de ellos, que vemos a la gente solicitar: el don de sanar. Lo
solicitan con buenas intenciones y corazones sinceros, y de verdad tenemos ese don, porque
estamos desesperados y nadie más puede ayudarnos. (…)
»En lo que respecta a estos otros dones: ¿con cuánta frecuencia los pedimos? ¿Con cuánta
diligencia los buscamos? Podríamos tenerlos, si los pidiéramos, pero no lo hacemos. ‘Pues
bien, ¿quién los niega?’ Cualquiera que no los pida «.12
Las consecuencias de las peticiones justas y persistentes son asombrosas. ¿Quién podría haber
tenido más fe que los Doce originales? Sin embargo, acudieron al Salvador y le imploraron,
«Auméntanos la fe» (Lucas 17:5). Qué petición más admirable. Era una solicitud sencilla y sincera
para la concesión del don del que habló Moroni: «una fe sumamente grande» (Moroni 10:11). ¡Y
qué fe produjo el acto de pedirla!
Cuando David, el poderoso rey de Israel, murió, su hijo y heredero Salomón ascendió al trono.
Salomón, quien probablemente contaba veintipocos años de edad, se sintió abrumado por la
responsabilidad que había recaído sobre sus hombros. Se sentía incapaz. En esa situación, alzó su
voz al Señor diciendo: «No sé cómo gobernarlos, y no sé cómo entrar ni salir, y yo, tu siervo, soy
muy joven, y tu siervo está en medio del pueblo al que tú escogiste; un pueblo grande que no se
puede contar ni numerar por su multitud. (…) ¿quién podrá gobernar a este pueblo tuyo tan
grande?» (TJS, 1 Reyes 3:8–9).
La carga abrumadora de la corona pesaba como una losa sobre él. Sin duda en su nación escogida
había muchos con más edad y más sabiduría que él. ¿Cómo podía gobernar a un pueblo tan grande
como ese? De modo que imploró al Señor que le concediera un corazón con entendimiento. ¿Y
cómo reaccionó el Señor a esta petición? «Y le agradó al Señor que Salomón pidiese esto» (1 Reyes
3:10). Puesto que había deseado y pedido este don en rectitud, le fue concedido su deseo. El Señor
161
le dio un corazón con entendimiento. Y según el relato de las Escrituras, «Dios dio a Salomón
sabiduría y entendimiento muy grandes, y grandeza de corazón como la arena que está a la orilla
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del mar. (…) Y fue más sabio que todos los hombres» (1 Reyes 4:29, 31). Con el don de la sabiduría,
la mente de Salomón empezó, aunque no totalmente, a ser partícipe de la mente de Dios, y así los
efectos de la Expiación —el proceso de «unificación» del hombre y Dios— fueron operativos. Los
dones del Espíritu, accesibles solamente gracias a la Expiación, se convirtieron en el medio de
facilitar esa potenciación espiritual.
LA RELACIÓN ENTRE LA GRACIA, LOS DONES Y LA DIVINIDAD
El capítulo 10 de Moroni contiene su mensaje final, es su última «conferencia magistral» dirigida
las generaciones de esta dispensación. Moroni vio nuestra época con la visión perfecta del futuro
que da la experiencia propia: «He aquí, os hablo como si os hallaseis presentes, y sin embargo, no
lo estáis. Pero he aquí, Jesucristo me os ha mostrado, y conozco vuestras obras» (Mormón 8:35).
Con esa visión, ¿cuál sería su despedida final a esta generación que conocía tan íntimamente? ¿Qué
consejo podía darles que los ayudara, que los salvara, que los exaltara? Moroni 10 es la respuesta.
Moroni describe ciertos dones del Espíritu y concluye con la fórmula espiritual que nos hará como
Dios:
«Y otra vez quisiera exhortaros a que vinieseis a Cristo, y procuraseis toda buena dádiva [es
decir, los dones del Espíritu y las otras bendiciones de la Expiación]. (…)
»Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda
impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, mente y fuerza, entonces su gracia os es
suficiente, para que por su gracia seáis perfectos en Cristo; (…)
»Y además, si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo y no negáis su poder, entonces sois
santificados en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo,
que está en el convenio del Padre para la remisión de vuestros pecados, a fin de que lleguéis a ser
santos, sin mancha» (Moroni 10:30, 32, 33; énfasis añadido).
El capítulo 10 de Moroni es la última disertación doctrinal del Libro de Mormón. Define la
relación entre la gracia, los dones y la divinidad. La gracia que fluye del sacrificio expiatorio del
Salvador abre la puerta al camino divino; los dones son el vehículo; la divinidad, el destino. Por la
gracia de Dios vienen los dones, y con su adquisición, emerge la deidad.
NOTAS
1. «LDS Bible Dictionary», 697.
2. Smith, Doctrina del Evangelio, 65.
3. Smith, Enseñanzas del profeta José Smith, 428–29.
4. Pratt, Key to the Science of Theology and a Voice of Warning, 61, en L. Tom Perry, «Ese espíritu
que induce a hacer lo bueno», Liahona, abril de 1997.
5. Pratt, Orson Pratt’s Works, 1:96–97; énfasis añadido.
6. McConkie, New Witness, 370, 371. Orson Pratt enseñó otro tanto: «Aquí damos [a los que
buscan la verdad sinceramente] un signo infalible con el cual pueden diferenciar siempre el
reino de Dios de todos los demás reinos. Dondequiera que se disfruten los milagrosos dones del
Espíritu Santo, existe el reino de Dios[;] dondequiera que no se disfruten estos dones, el reino de
Dios no existe» (Pratt, Orson Pratt’s Works, 1:76).
7. McConkie, New Witness, 270.
8. Ashton, Measure of Our Hearts, 17.
9. Franklin, Benjamin Franklin, 83.
10. In Ashton, Measure of Our Hearts, 24–25; énfasis añadido.
11. McConkie, Doctrina Mormona, 225.
12. Nibley, Of All Things, 5; énfasis añadido.
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Capítulo 24
prácticas y ordenanzas. (…) Y bien, ¿entendieron la ley? Os digo que no; no todos entendieron la
ley; y esto a causa de la dureza de sus corazones; pues no entendían que ningún hombre podía ser
salvo sino por medio de la redención de Dios» (Mosíah 13:30, 32; véase también Alma 33:19–20).
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Algunas almas erradas sabían de la necesidad de un Redentor, pero creían incorrectamente que
la sangre de Abel, y no la sangre de Cristo, era el agente purificador. El Señor le mencionó esta
herejía a Abraham: «Y Dios habló con [Abraham], diciendo, mi pueblo se ha apartado de mis
preceptos, y no han mantenido mis ordenanzas, las que les di a sus padres; (…) y han dicho que la
sangre del justo Abel fue derramada por los pecados; y no han sabido en lo que son responsables
ante mí» (TJS, Génesis 17:4, 7; énfasis añadido).
Retrospectivamente, parece increíble que un pueblo fuera capaz de entender la necesidad del
sacrificio expiatorio, pero no pudiera conocer al cordero sacrificial.
El rey Benjamín llegó a la misma conclusión trágica: «Y les mostró muchas señales, y maravillas,
y símbolos, y figuras, concernientes a su venida; y también les hablaron santos profetas referente a
su venida; y sin embargo, endurecieron sus corazones, y no comprendieron que la ley de Moisés
nada logra salvo que sea por la expiación de su sangre» (Mosíah 3:15).
El Señor le hizo una pregunta al Israel apóstata: «¿Para qué me sirve, dice Jehová, la multitud de
vuestros sacrificios? (…) no quiero sangre de bueyes, ni de ovejas ni de machos cabríos» (Isaías
1:11). Dicho de otra manera, los sacrificios en sí mismos carecen de sentido. No son un fin.
Solamente adquieren sentido si sirven para centrar la mente y el corazón del oferente en el
sacrificio expiatorio del Salvador. De no ser así, son una matanza y no un sacrificio; son repulsivos
y no agradan al Señor.
Uno se pregunta cómo es posible que para tantos resultara incomprensible la Expiación cuando
día tras día, año tras año, incontables animales fueron sacrificados como prototipos del Expiador.
¿No vieron las masas en esta ordenanza preparada por Dios un prototipo sencillo y claro de la
redención? De manera similar, ¿por qué solamente Daniel vio la manifestación divina «y no la
vieron los hombres que estaban [con él]» (Daniel 10:7)? Cuando la multitud de las huestes del cielo
prorrumpió en cánticos desde los dominios celestiales: «¡Gloria a Dios en las alturas!» (Lucas
2:14), ¿por qué tan solo un grupo selecto de pastores de los montes escuchó esas verdades gloriosas
(Lucas 2:8–11)? Probablemente la estrella era visible para todos, pero ¿por qué fueron únicamente
los magos quienes la siguieron desde Oriente? ¿Por qué no fueron multitudes desde aquellos
horizontes lejanos? Allí estaba Saulo en el camino a Damasco, pero ¿por qué entre sus compañeros
de viaje fue él en solitario el único que testificó plenamente del Señor resucitado? Porque los
acontecimientos espirituales pueden discernirse solamente con los sentidos espirituales. 2 Una y
otra vez se reafirma esta verdad multisecular y de primera ley: los episodios proféticos y las
ordenanzas espirituales pueden entenderse únicamente por medios espirituales. Cualquier intento
de entender desprovisto del espíritu, sean cuales sean la capacidad cerebral, los estudios
universitarios o la experiencia según el mundo, es sencillamente inútil.
Afortunadamente, hay algunos que sí entendieron la importancia espiritual de los sacrificios.
Durante cuatrocientos años, todo creyente que alzó el cuchillo para matar al primogénito de su
rebaño puede haberse identificado por un instante con el Padre de todos nosotros. ¿Cuál de estos
pastores podía hundir la hoja del cuchillo con gélida emoción en la carne cálida del cordero que
había criado con amor —y en ocasiones, quizá incluso protegido contra los elementos y los
enemigos— sin estremecerse siquiera cuando la sangre palpitante teñía su hoja de acero? En
semejante ocasión, los corazones de la oveja y del pastor se veían desgarrados. Tan significativo
como era el simbolismo de la ocasión, sin embargo, la lección perdurable no pertenecía a la mente,
sino al corazón. Nunca podremos entender el ferviente simbolismo de este acontecimiento
aplicando exclusivamente la fría lógica; hay que sentirlo. Todo ganadero que haya mirado al futuro
con un Redentor en el horizonte pasaría por su propia catarsis espiritual, sentiría su propio
corazón roto. Mediante esta experiencia, el oferente empezaría a sentir —por sutiles que fueran sus
estremecimientos—, la profundidad del sacrificio que habría de producirse en el meridiano de los
164
tiempos.
La ordenanza antigua del sacrificio incluía todos los elementos y los símbolos necesarios para
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enseñar las verdades fundamentales de la Expiación. Las primicias del rebaño representaban al
primogénito de la Deidad. El Salvador, como la ofrenda obligatoria en el Israel de la antigüedad,
tenía que ser sin defecto (Éxodo 12:5; 1 Pedro 1:19). Ningún hueso podía quebrarse (Éxodo 12:46).
El sacrificio debía «ser sin defecto para ser aceptado» (Levítico 22:21). La ofrenda había de ser
voluntaria. Moisés declaró: «de su voluntad lo ofrecerá» (Levítico 1:3; véase también Éxodo 35:5).
La sangre de ambos sacrificios (el animal y Cristo) debería derramarse (1 Pedro 1:19). Aarón
recibió el mandamiento de «sobre los cuernos del altar [del sacrificio] hará Aarón expiación (…)
con la sangre de la ofrenda por el pecado». El Señor pronunció entonces su bendición sobre la
ofrenda: «será muy santo a Jehová» (Éxodo 30:10). La finalidad subyacente de estas ordenanzas se
enseñó con claridad: «seréis limpios de todos vuestros pecados delante de Jehová» (Levítico
16:30). Para que nadie olvide el significado espiritual en el que se basan estas ordenanzas antiguas,
Pablo ayudó aportando la perspectiva correcta:
«Porque la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados. En esa
voluntad [a de Dios] somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una
vez y para siempre. Así que todo sacerdote se presenta cada día ministrando y ofreciendo muchas
veces los mismos sacrificios, que nunca pueden quitar los pecados. Pero Cristo, habiendo ofrecido
por los pecados un solo sacrificio para siempre, se ha sentado a la diestra de Dios» (Hebreos 10:4,
10–12).3
La naturaleza de los poderes redentores de la Expiación tiene dos partes: primero, vencer la
muerte física; y segundo, vencer la muerte espiritual. La ordenanza sacrificial simbolizaba el
derramamiento de su sangre por parte de Cristo a fin de posibilitar la conquista de la muerte
espiritual. Sin embargo, ¿existía una ordenanza u ofrenda antiguas que simbolizaran la conquista
porvenir de la muerte física por parte de Salvador? La ofrenda de las primicias que de su tierra
hacían los antiguos puede haber sido un símbolo de esta naturaleza.4
Moisés mandó: «Las primicias de los primeros frutos de tu tierra traerás a la casa de Jehová tu
Dios» (Éxodo 23:19; véase también Éxodo 22:29). Salomón y Nehemías, en calidad de portavoces
del Señor, darían más tarde instrucciones similares a su pueblo (Proverbios 3:9; Nehemías 10:35).
Este simbolismo encajaba a la perfección con una sociedad dedicada al pastoreo. Cada estación era
un recordatorio de la muerte y la vida. Cada hierba, cada ser vivo acabaría sucumbiendo a su
naturaleza mortal. Con la absoluta certeza la tierra reclamaría a los suyos y cada estación
engendraría, en un ciclo sin interrupción, nueva vida. Las primicias simbolizaban esa nueva vida.
De manera similar, el arriendo de nuestro barro mortal por parte de la tierra sería temporal, no
una propiedad perpetua. A su debido momento, nuestros tabernáculos mortales se levantarían de
la tierra como nacen las primicias en su debida estación. Pablo, plenamente consciente de este
simbolismo, habló de la resurrección del salvador en los siguientes términos, relacionados con lo
anterior: «Pero ahora Cristo ha resucitado de entre los muertos; y llegó a ser primicias de los que
durmieron» (1 Corintios 15:20). La Escritura moderna confirma que la práctica antigua de ofrecer
las primicias tenía implicaciones más amplias todavía. Los que honran a Dios y le obedecen serán
honrados de igual manera como primicias cuando se alcen en la mañana de la primera
resurrección. Así se encuentra reflejado en las Escrituras: «Ellos son de Cristo, las primicias, los
que descenderán con él primero, y los que se encuentran en la tierra y en sus sepulcros, que son los
primeros en ser arrebatados para recibirlo» (DyC 88:98).
La ordenanza del sacrificio, combinada con la ofrenda de las primicias del campo, era un tipo de
drama teológico concebido para enseñar a toda alma sensible que Cristo vendría para poner su
vida sobre el altar y que se levantaría de la tumba posteriormente. Estas ofrendas de la antigüedad
eran frecuentes y su simbolismo profundo. Eran recordatorios conmovedores y fervorosos de que
el precio de la salvación solamente podía pagarse en el sacrificio de un Dios.
165
EL BAUTISMO
Las consecuencias dobles de la Expiación, a saber, la conquista de las muertes física y temporal,
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instituyó entre los nefitas y más tarde entre los santos de la Iglesia restaurada con el mandato de
que tomaran los emblemas simbólicos con frecuencia.
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Brigham Young declaró: «Las generaciones vienen y van; no importa: los creyentes en Él tienen
la obligación de comer el pan y beber el vino en memoria de Su muerte y Sus sufrimientos». 7 En
cierto sentido, la Santa Cena es una celebración conmemorativa en honor del Salvador que murió
por nosotros. Es como si Kipling hubiera hablado Escritura cuando estos versos salieron de su
pluma:
El tumulto y el griterío fenecen;
capitanes y reyes parten;
Pero aún permanece tu sacrificio antiguo,
un humilde y contrito corazón.
Señor Dios de las huestes, permanece con nosotros un poco más,
¡Para que no olvidemos, para que no olvidemos! 8
Así pues, para no olvidar, comemos y bebemos Sus emblemas a menudo. Esto es lo que enseñó
Brigham Young: «¿Es esta costumbre [la Santa Cena] necesaria? Sí; porque tenemos tendencia a
olvidar».9 Y la historia le da la razón. En tan solo una generación, tras la muerte de Josué, las
Escrituras afirman que el pueblo ya había olvidado «la obra que él [Jehová] había hecho por
Israel» (Jueces 2:10). Asimismo, las Escrituras continúan narrando que, apenas transcurrido un
breve periodo de tiempo desde entonces, «no se acordaron los hijos de Israel de Jehová su Dios,
que los había librado de todos sus enemigos de alrededor» (Jueces 8:34). Con qué celeridad se
desdibujan nuestros recuerdos. Esa fue la observación hecha por Mormón mientras trabajaba en el
compendio de las planchas de Nefi: «Así vemos cuán rápidamente se olvidan del Señor su Dios los
hijos de los hombres» (Alma 46:8).
En las aguas sagradas del bautismo hacemos convenio de tomar sobre nosotros el nombre de
Jesucristo. Pero el Señor sabe que los mortales tienen tendencia a olvidar sus convenios a menos
que se los recuerden constantemente. En tiempo del Antiguo Testamento, las personas no hacían
un único sacrificio que durara toda su vida. Al contrario, se hacían sacrificios de manera constante
a lo largo de la existencia de cada cual. ¿Y por qué? Pablo tenía la respuesta: «Pero en estos
sacrificios cada año se hace memoria de los pecados» (Hebreos 10:3; énfasis añadido). Este fue el
mensaje del Salvador al Israel de la antigüedad: «Acuérdate, no olvides» (Deuteronomio 9:7; véase
también Salmos 105:5; 106:7). La mesa sacramental es el lugar donde se produce ese acto de
«recordar nuevamente» los convenios bautismales. El Señor sabe que una de nuestras debilidades
mortales son los fallos de la memoria.
El Señor estaba deseoso de que los hijos de Israel no olvidaran que había dividido el río Jordán. A
modo de recordatorio, se mandaba a todas las tribus que tomaran una piedra del río y la colocaran
en un lugar del campamento previamente designado al efecto. El Señor entonces decretó: «estas
piedras serán un monumento conmemorativo para los hijos de Israel para siempre» (Josué 4:7).
Cada vez que ellos o sus descendientes miraban aquel monumento pétreo, este se convertía en un
recordatorio tangible de que Dios los había librado en su momento de necesidad.
Tales monumentos mantienen vivo el heroísmo de actos pretéritos. El alto obelisco del
Monumento a Washington, la rotonda de mármol del Monumento a Jefferson, o la sencilla cruz
blanca del Cementerio de Arlington… cada uno de estos monumentos inspira una profunda
reflexión y una reverencia solemne por el pasado. De igual manera, la Santa Cena constituye un
monumento a la Expiación de Cristo.
La fiesta de la Pascua se instituyó en parte para recordarles a los israelitas que el ángel destructor
pasó de ellos por la sangre de cordero que impregnaba los postes de sus puertas. Esta era la señal
de la sangre del Mesías, que podía salvarles espiritualmente. A fin de que no olvidaran este
episodio que salvó vidas en Egipto y el acontecimiento del que era la prefiguración, el Señor les
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mandó: «Y habréis de conmemorar este día, y lo celebraréis como fiesta solemne a Jehová durante
vuestras generaciones» (Éxodo 12:14).
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Del mismo modo, la Santa Cena está pensada para constituir un recordatorio físico del amor y el
poder salvífico de Dios por todas las generaciones. Cuando comemos y bebemos con verdadera
intención, la Santa Cena atrae, canaliza y centra nuestros pensamientos espirituales en la esencia
del Evangelio, la Expiación, simbolizada por el pan (símbolo de su cuerpo) y el agua (símbolo de su
sangre). El Salvador enseñó esta verdad: «haced esto en memoria de mí. (…) Porque todas las
veces que comáis este pan, y bebáis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga»
(1 Corintios 11:24, 26). Es por esta razón que en las oraciones sacramentales se dice: «para que lo
coman en memoria del cuerpo de tu Hijo», y a continuación, «para que lo hagan en memoria de la
sangre de tu Hijo» (DyC 20:77, 79; véase también DyC 27:2).
El élder Spencer W. Kimball afirmó: «Cuando busquen en el diccionario la palabra más
importante, ¿saben cuál es? Debería ser ‘recordar’. Porque todos ustedes han hecho convenios —
saben lo que tienen que hacer y cómo hacerlo—, nuestra necesidad más acuciante es recordar. Por
eso todos acuden a la reunión sacramental todos los días de reposo». 10
Semejante focalización en la vida del Salvador, y en particular en su Expiación, está orientada a
producir un festín espiritual formidable. Brigham Young declaró: «El Señor ha plantado una
divinidad en nuestro interior; y ese espíritu divino e inmortal precisa alimento. (…) Esa divinidad
que llevamos dentro necesita alimento de la fuente de la que procedió». 11 Dicho alimento puede
encontrarse en la mesa sacramental. Pero el élder Melvin J. Ballard nos advierte que «hemos de
acudir (…) a la mesa sacramental hambrientos».12 Algunos llegan al banquete todas las semanas
con jarras, listos para llenarlas y beber hasta la última gota de vida eterna que se ofrezca. Otros, sin
embargo, vienen con tazas, y otros incluso con recipientes de menor tamaño. Jedediah M. Grant
opinó al respecto: «Muchos toman la Santa Cena mientras piensan ‘¿cuántas yuntas puedo
conseguir para transportar piedra? ¿Me pregunto si esa hermana tiene un sombrero como el mío?
o ¿puedo conseguir uno como el suyo? ¿Me pregunto si hará buen tiempo mañana o si va a llover, o
a nevar?’ (…). Uno puede sentarse en este estrado y leer en sus mentes pensamientos como estos
mirando sus rostros».13 Imagino que, si pudiéramos observar el barómetro celestial que lee y
registra los pensamientos de cada persona durante esta ordenanza sagrada, tendríamos una
medida muy precisa de la espiritualidad de cada cual.
Cuando era joven, S. Dilworth Young asistió a una conferencia en que unos cuantos líderes del
sacerdocio estaban presentes. Durante la reunión, el hermano Young se fijó en un hermano
anciano que se encontraba sentado en uno de los bancos del fondo de la sala. Estaba dormido
profundamente, con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta de par en par. El hermano
Young advirtió que había un tragaluz situado justo sobre la cabeza del caballero de edad avanzada.
Le pasó por la cabeza una idea: si pudiera trepar hasta la claraboya, podría bolitas de papel desde
arriba a la boca del señor y darle un susto de muerte. La idea era tan fascinante le mantuvo su
mente ocupada el resto de la reunión. Finalmente, esta terminó y al ofrecerse la última oración,
todos se levantaron para marcharse. El élder Young se encontró detrás de un hombre visiblemente
conmovido. El hermano en cuestión se dirigió al hombre que tenía al lado y le dijo: ‘Menudo
banquete espiritual hemos tenido hoy’. El élder Young se dijo a sí mismo: ‘Dilworth, ¿dónde has
estado cuando se sirvió el banquete?».14
Todas las semanas se sirve un festín en la reunión sacramental. Los discursantes, los músicos y
las oraciones son partes integrantes de esta reunión, pero no son el plato principal. La música
puede resultar desafinada; los oradores, monótonos, pero los que acudan hambrientos a la mesa
sacramental todavía pueden saciarse. Cualquier hombre o mujer que viene a la reunión
sacramental con hambre y sed de alimento espiritual hallará refrigerio y nutrición para su alma. El
Salvador prometió a los nefitas: «Y si os acordáis siempre de mí, tendréis mi Espíritu para que esté
con vosotros» (3 Nefi 18:7). Más tarde, mediante la repetición, les prometió que todos los que
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coman y beban de sus emblemas adecuadamente: «su alma nunca tendrá hambre ni sed, sino que
será llena» (3 Nefi 20:8).
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Cuando recordamos la Expiación y reflexionamos sinceramente sobre su sacrificio y su amor,
nuestras almas se llenan de agradecimiento, paz y un sentimiento de autoestima que proviene de
ser uno con el Salvador. El presidente Brigham Young enseñó: «Es una de las mayores bendiciones
que podríamos disfrutar, venir ante el Señor, ante los ángeles y ante los demás, para dar testimonio
de que recordamos que el Señor Jesucristo ha muerto por nosotros». 15 El Señor les recordó a José
y a Oliver de la necesidad constante de reflexionar así: «Mirad hacia mí en todo pensamiento; (…)
Mirad las heridas que traspasaron mi costado, y también las marcas de los clavos en mis manos y
pies» (DyC 6:36–37).
De algún modo, el acto mismo de recordar al Salvador y meditar acerca de su vida es, en sí
mismo, un catalizador de bondad. Debe ser difícil, si no imposible, reflexionar con sinceridad
acerca de la vida del Salvador y hacer el mal simultáneamente. Hacerlo así equivaldría a pedirle a
alguien que avanzara y retrocediera al mismo tiempo. Cada vez que nos paramos a meditar sobre el
Salvador, damos un paso espiritual hacia delante.
Alguien dijo en una ocasión: «Recordar es la semilla de la gratitud». Pedro escribió su segunda
epístola a los amados santos con la esperanza de poder «despertar» su «limpio entendimiento para
que tengáis memoria» (2 Pedro 3:1–2; véase también 2 Pedro 1:13). Alma, reconociendo la fuerza
conversora de la reflexión espiritual, les preguntó a los santos pasivos de Zarahemla: «¿habéis
retenido suficientemente en la memoria la misericordia (…)» (Alma 5:6). El rey Benjamín, después
de su sermón sobre la Expiación, le rogó a su pueblo: «¡oh hombre!, recuerda, y no perezcas»
(Mosíah 4:30). El élder Marion G. Romney recordó que el presidente Wilford Woodruff dijo una
vez «que, mientras se repartía la santa cena, podía verse cómo movía los labios silenciosamente
mientras se repetía a sí mismo, una y otra vez: ‘me acuerdo de ti, me acuerdo de ti’». 16
Helamán, un padre sabio, entendía el sencillo, pero profundo poder de recordar. Les dio a sus
hijos los nombres de Nefi y Lehi; entonces, cuando alcanzaron la madurez les explicó por qué: «He
aquí, hijos míos, quiero que os acordéis de guardar los mandamientos de Dios; y quisiera que
declaraseis al pueblo estas palabras. He aquí, os he dado los nombres de nuestros primeros padres
que salieron de la tierra de Jerusalén; y he hecho esto para que cuando recordéis vuestros
nombres, los recordéis a ellos; y cuando os acordéis de ellos, recordéis sus obras; y cuando
recordéis sus obras, sepáis (…) que eran buenos. Por lo tanto, hijos míos, quisiera que hicieseis lo
que es bueno, a fin de que se diga, y también se escriba, de vosotros, así como se ha dicho y escrito
de ellos» (Helamán 5:6–7).
Helamán sabía que cuando sus hijos pensaran en las vidas y las buenas obras de sus homónimos,
crecería en sus corazones un deseo de hacer lo mismo. Helamán invitó entonces a sus hijos a
recordar algo todavía más importante: «recordad que no hay otra manera ni medio por los cuales
el hombre pueda ser salvo, sino por la sangre expiatoria de Jesucristo; (…) sí, recordad que él viene
para redimir al mundo» (Helamán 5:9). Helamán concluyó su sermón a sus hijos con un doble
recordatorio: «recordad, hijos míos, recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es
Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, (…) un fundamento sobre el
cual, si los hombres edifican, no caerán» (Helamán 5:12). Mormón, que compendió estos anales,
leyó el relato biográfico de estos hijos extraordinarios y concluyó con este homenaje tan adecuado:
«Y se acordaron de sus palabras» (Helamán 5:14; énfasis añadido).
Gerald Lund compartió el relato de lo que había leído acerca de un monitor de escalada, Alan
Czenkusch, que regentaba una escuela de alpinismo en Colorado. A modo de contexto, el hermano
Lund explicó que el «aseguramiento» es el sistema de seguridad que emplean los montañeros, el
cual consiste en que un escalador ancla la cuerda y a sí mismo a fin de estar mejor preparado para
sostener a su compañero en caso de producirse una caída. El hermano Lund cito a continuación el
relato original de la ocasión en la que Czenkusch estuvo cerca de la muerte:
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arrastrando a su asegurador desde una cornisa. Frenó, cabeza abajo, a diez pies del suelo cuando
su asegurador, miembros extendidos de par en par, detuvo la caída con la fuerza de sus brazos
extendidos.
»‘Don me salvó la vida’, dice Czenkusch. ‘¿Cómo se responde a un joven como ese? ¿Se le da una
cuerda de escalada de segunda mano por Navidad? No; te acuerdas de él. Siempre te acuerdas de
él».17
Qué pensamiento más sencillo, a la vez que conmovedor: recordarle siempre. Como comenta el
hermano Lund: «Esas son las palabras exactas del convenio sacramental». 18
los hombres a él» (2 Nefi 26:24; énfasis añadido). En efecto, la Expiación tiene un poder de
atracción. El élder Joseph F. Smith opinó al respecto: «La ordenanza [la Santa Cena] tiene una
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tendencia a atraer nuestras mentes y a apartarlas de las cosas del mundo para centrarla en las
cosas que son espirituales, divinas y celestiales». 20
En estos momentos sagrados y meditativos de la Santa Cena, cuando nuestros espíritus se hallan
sometidos a tensión debido al incremento de conocimiento y aceptación espirituales,
vislumbramos más claramente el significado de su sacrificio y su amor. Mientras nuestros
pensamientos de tornan hacia él, se produce una cierta atracción «gravitatoria» de espíritu a
Espíritu que nos atrae hacia el cielo. Estos son momentos de valor incalculable, de decisión y
compromiso de ser uno con él.
LA SANTA CENA:
MOMENTO PARA LA SANACIÓN
La Santa Cena es también un momento de sanación espiritual. El élder Melvin J. Ballard sopesó
esta cuestión: «¿Quién de entre nosotros no hiere su espíritu en palabra, pensamiento o acto, entre
domingo y domingo? Hacemos cosas por las que nos causan pesadumbre y deseamos que nos
perdonen».21 Puede que en ocasiones hayamos ofendido a alguien, o pronunciado palabras de las
que quisiéramos retractarnos, o descuidado el pago de diezmos y ofrendas, o sido maestros
orientadores negligentes, o no hayamos dado lo mejor de nosotros en nuestro servicio eclesiástico.
Algunos puede que, pese a saber que son correctas, hayan dejado de obedecer la Palabra de
Sabiduría o hayan quebrantado las normas de castidad. A cada uno de nosotros que no hemos
estado a la altura de un modo u otro, el élder Ballard ha ofrecido esta esperanza gloriosa:
«Si en nuestros corazones sentimos lo que hemos hecho (…) que quisiéramos que nos
perdonaran, entonces (…) acudamos a la mesa sacramental donde, si nos hemos arrepentido con
sinceridad y hecho lo necesario para mejorar nuestra situación, seremos perdonados, y la curación
espiritual entrara en nuestras almas. (…) Soy testigo de que en torno a la administración de la
santa cena hay un espíritu que llenará de calidez el alma, de los pies a la cabeza; sentirán cómo
sanan las heridas del espíritu, y se levantará la carga de sus hombros». 22
En estos momentos, cobran vida las palabras de Isaías: «por sus heridas fuimos nosotros
sanados» (Isaías 53:5). La Santa Cena administra el bálsamo curativo al alma herida.
Iglesia (SEI) en una presentación de diapositivas dedicada a los templos, «su ubicación, el
mobiliario, la vestimenta, todos los detalles fueron concretados por el Señor para dar testimonio,
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ser como él. A medida que entendemos y abrazamos el impacto total de la Expiación, ese poder
aumenta. Cuando se dedican los templos, el grito de Hosanna nos recuerda —en este contexto
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sagrado— la misión de Cristo. La palabra hosanna significa «Oh, sálvanos», en alusión al poder de
Cristo para salvarnos en virtud de su acto expiatorio. Es nuestro privilegio, en la santidad de estos
santos lugares, estar en comunión y reflexionar más profundamente acerca del Salvador y su acto
vicario de amor por todos nosotros, y recibir entonces ese poder dotador que nos eleva hacia el
cielo. Cuando se entra en el salón celestial, se nos recuerda que podemos ser uno con Dios. Sin
embargo, cuando se ven las salas de sellamiento, se nos recuerda que en el interior de esos muros
sagrados se llevan a cabo las ordenanzas de exaltación que pueden darnos el poder de llegar a ser
como Dios, y así, en el templo residen el poder y los medios de alcanzar el fin último de la
Expiación.
La Expiación es el eje central de cada ordenanza de salvación. El élder Dallin Oaks describió una
ordenanza sagrada como «un acto sagrado estipulado por nuestro Salvador Jesucristo como una de
las condiciones en virtud de las cuales recibimos las bendiciones purificadoras y exaltadoras de su
Expiación».32 Así, parece adecuado que las ordenanzas, que sirven de compuertas para las
bendiciones de la Expiación, también simbolicen ese acto sublime.
NOTAS
1. En Madsen, «Temple and Atonement», 72.
2. Por supuesto, las manifestaciones celestiales exigen, tanto sensibilidad espiritual, como que se
desarrollen de acuerdo con la voluntad de Dios.
3. Empleando el sermón de Pablo como apoyo, Milton se refirió a la relación existente entre la ley
del sacrificio y la fe en Cristo:
La ley puede descubrir el pecado, no quitarlo,
solo aparentar débil expiación,
con la sangre de todos y machos cabríos; concluirán
que sangre más preciosa ha de pagar por el Hombre,
El justo por los injustos, que en tal rectitud
ha de imputárseles por fe, puedan ellos hallar
justificación ante Dios, y paz
de conciencia, la cual la ley con ceremonias
aplacar no puede, ni hombre alguno la parte moral
ejecutar y, sin ejecutarla, vivir.
(Milton, Paradise Lost, 333)
4. El autor reconoce que sus puntos de vista sobre este asunto deben sopesarse a la luz de los
siguientes pensamientos del élder James E. Talmage: «Es un hecho que en vano buscamos en la
naturaleza cualquier analogía de la resurrección. (…) Las yemas se abren en la primavera, los
árboles se cubren nuevamente de follaje y algunos han forzado y llevado las cosas al extremo
para ver en ello un nuevo ejemplo de la resurrección de los muertos; a mi modo de ver, empero,
sigue siendo una analogía igualmente defectuosa, pues el árbol muerto no se cubre de hojas en la
primavera y la planta marchita no produce nuevos brotes» (Talmage, Essential James E.
Talmage, 95. Véase, sin embargo, Juan 12:23–24).
5. «Gospel of Philip» 135.
6. Whitney, Baptism, 11.
7. Young, Discourses of Brigham Young, 172.
8. Kipling, «Recessional», en Cook, Famous Poems, 40.
9. Journal of Discourses, 6:195.
10. Kimball, «Circles of Exaltation», 3.
11. Young, Discourses of Brigham Young, 165.
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Capítulo 25
¿QUÉ RELACIÓN
HAY ENTRE LA JUSTICIA, LA MISERICORDIA Y
LA EXPIACIÓN?
«Esta pelota siempre cae de esta forma, porque las leyes de la gravedad son justas». La justicia y la
misericordia carecen de sentido en estas circunstancias; la equidad y la rectitud no son
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importantes cuando se trata de las leyes físicas y naturales; estas no consideran la obediencia por
elección propia; más bien exigen un cumplimiento sin fisuras e involuntario.
Parece haber otras leyes inmutables en el universo, sin embargo, que ofrecen tanto una elección
como una consecuencia y, por lo tanto, en este sentido, son leyes espirituales. Estas leyes
espirituales gobiernan a todos los seres inteligentes del universo: y también rigen su progreso. A
estos efectos, progreso significa un incremento de poder eterno. Dicho de otro modo, parece que
existen ciertas leyes inmutables que traen poder si se siguen o se «obedecen», pero si se descuidan
o se «desobedecen», pueden desencadenar el resultado opuesto. Por ejemplo, puede ser que una
persona no pueda progresar sin la adquisición de conocimiento. El presidente John Taylor afirmó
que incluso los dioses se someten a estas leyes inmutables: «Hay ciertas leyes eternas en virtud de
las cuales se gobiernan los Dioses en los mundos eternos y que no pueden vulnerar, y no quieren
vulnerar. Estos principios eternos deben cumplirse, y un principio es que nada impuro puede
entrar en el Reino de Dios».6
Así, ciertas leyes gobiernan incluso a los dioses. El presidente Taylor no parece estar sugiriendo
que estas leyes no pueden conculcarse o quebrantarse bajo ninguna circunstancia, sino que los
dioses no pueden desobedecerlas si quieren seguir siendo dioses.
El Salvador acató toda ley espiritual con total exactitud. Según parece, debido a su observancia de
cada una de ellas, recibió poder sobre poder hasta adquirir los atributos de Dios, incluso en la
época preterrenal. Semejante progreso fue una consecuencia natural de su obediencia perfecta. Su
divinidad parecía ser resultado, no de una creación de estas leyes, sino de su respeto a ellas. Sin
embargo, ¿qué sucede con el resto, que no cumplimos todas y cada una de las leyes inmutables?
¿No podríamos intentarlo una y otra vez hasta acertar finalmente, y convertirnos entonces en
dioses, incluso si lo hacemos con retraso? La respuesta es no. Evidentemente, estas leyes
espirituales inmutables no ofrecen clemencia, misericordia ni segundas oportunidades. Si no
obedecemos, hemos perdido para siempre esa oportunidad de poder aumentado que fluye
naturalmente de tal cumplimiento. Aarón enseñó que una vez «el hombre había caído, este no
podía merecer nada de sí mismo» (Alma 22:14). O sea, que no podía levantarse por su cuenta,
independientemente de la cantidad de tiempo que tuviera para hacerlo. El Señor enseñó el mismo
principio a los nefitas: «mientras te halles en la prisión, ¿podrás pagar aun siquiera un senine? De
cierto, de cierto te digo que no» (3 Nefi 12:26). El mensaje estaba claro: una vez pecamos e
infringimos las leyes de la eternidad, no hay vía de escape sin ayuda externa.
Si alguien se cae de un avión, se precipita al suelo. La ley de la gravedad no cambia para
adaptarse a las circunstancias complicadas de esa persona. No habrá una ralentización del
descenso ni un ablandamiento de la tierra para absorber el impacto de la caída, por buena persona
que sea el que cae. No puede decir antes del golpe: «déjenme repetir ese último paso una vez más».
No; solamente habrá una aplicación automática de la ley: dura, rápida e inflexible. ¿Por qué
funciona así? No hay respuesta para esa pregunta. Es como preguntar: «¿por qué existe la
materia?», o «¿por qué nunca termina el firmamento?». «¿Por qué?» no es una pregunta que se
pueda plantear acerca de algo que nunca fue creado. Existe porque existe.
LA JUSTICIA DE DIOS
Quizá podamos referirnos a estas leyes espirituales inmutables que rigen nuestro progreso con el
término «justicia». Sin embargo, semejante «justicia» es sencillamente la consecuencia que emana
de una ley increada. Existe de forma coeterna e independiente de las inteligencias increadas del
universo. Respecto a esto, cabría preguntarse: «¿Estas leyes constituyen o determinan la justicia?
¿La justicia, como concepto de equidad y rectitud, existe solamente como la determina y la crea un
ser moral?». Si la respuesta es afirmativa, entonces puede que la justicia no sea una ley que exista
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por sí misma, sino más bien un principio de moralidad, producto del pensamiento inteligente. ¿Si
este es el caso, entonces, ¿qué ser o seres determinan la justicia y la demandan? ¿Es Dios
solamente? ¿La humanidad? ¿Las inteligencias del universo? ¿Todo lo anterior o parte de ello?
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Las Escrituras dejan claro que Dios cuenta con un sistema de justicia. Habitualmente se refieren
a él como «la justicia de Dios» (Alma 41:3; 42:14, 30; DyC 10:28) o «su justicia» (2 Nefi 9:26) o
«divina justicia» (Mosíah 2:38); pero claramente los profetas confirman que Dios proporciona un
sistema moral en virtud del cual se gobierna al hombre. Pero, ¿en qué se relaciona este sistema
moral con las leyes inmutables e increadas que acabamos de mencionar? Dios entendía que
nuestro incumplimiento de estas leyes inmutables nos desterraría para siempre de la divinidad a
menos que hubiera otra fuente de poder disponible para el hombre, no solo porque lo haya ganado,
no porque tenga el derecho a ello por su rectitud, sino porque otro ser con más poder era tan
amoroso y bondadoso que estaba dispuesto, incluso ansioso de hacerlo, a poner en marcha un plan
que proporcionara el poder necesario para exaltar al hombre. Dios instituyó ese plan, conocido
como el «plan de salvación» (Alma 42:5; Moisés 6:62), el «plan de redención» (Alma 12:25, 33;
22:13; 34:16), «el plan de misericordia» (Alma 42:15) y «el gran plan de felicidad» (Alma 42:8).
Cuando Jacob pensó en el «misericordioso designio del gran Creador» (2 Nefi 9:6), se regocijó y
exclamó: «¡Oh cuán grande es el plan de nuestro Dios!» (2 Nefi 9:13). José Smith habló acerca de
la finalidad de este plan:
«Dios, hallándose en medio de espíritus y gloria, porque era más inteligente, consideró propio
instituir leyes por medio de las cuales los demás podrían tener el privilegio de avanzar como Él
(…). Él tiene el poder de instituir leyes para instruir a las inteligencias más débiles, a fin de que
puedan ser exaltadas como Él, y recibir una gloria tras otra». 7
Estas leyes encaminadas a «instruir a las inteligencias más débiles» reciben los apelativos de «su
ley» (2 Nefi 9:17) o «la justicia y las leyes de Dios» (DyC 107:84).
El élder Erastus Snow escribió lo siguiente acerca de las leyes inmutables del universo:
«Entiendo que aquello que ha exaltado a vida y salvación a nuestro Padre Celestial y a todos los
Dioses de la eternidad también nos exaltará a nosotros, sus hijos[.] Y aquello que hace que Lucifer
y sus seguidores desciendan a regiones de muerte y perdición también nos llevará a nosotros en la
misma dirección; y ninguna expiación de nuestro Señor y Salvador Jesucristo puede alterar esa
ley eterna, igual que es imposible hacer que dos y dos sumen dieciséis». 8
Esa «ley eterna» a la que se refirió es la ley inmutable que gobierna el plan hacia la divinidad. La
ley de Dios nunca puede quebrantarla, rodearla, ni «embaucarla», pero puede complementar y
suplementarla. Quizá no sea una situación muy distinta a las condiciones en virtud de las cuales
Nefíah ejercía el cargo de juez superior. Se le concedió «el poder de decretar leyes, de conformidad
con las que se habían dado» (Alma 4:16). Dicho de otra manera, Nefíah podía decretar leyes
«menores», siempre y cuando no fueran en contra de los principios codificados en ninguna de las
leyes «mayores». Es un principio jurídico de sobra conocido en Estados Unidos que los estados que
conforman la unión están facultados para promulgar leyes que no incumplan lo prohibido
expresamente en la constitución federal. Ello otorga cierto margen a cada estado en el
establecimiento de un sistema de justicia que gobierne a sus ciudadanos, a condición de que dichas
leyes no sean inconstitucionales. Puede que, de manera similar, Dios puede decretar cualquier ley
según su voluntad, siempre y cuando no vaya en contra de una de las leyes inmutables del
universo. La obediencia a estas leyes promulgadas por Dios dotará a sus hijos de poderes añadidos,
sí, incluso el poder de llegar a ser dioses.
A título de ejemplo, Dios no podría robarle a un hombre su albedrío para que este saltara de un
avión (dicho de otro modo, impedirle pecar), pero quizá pueda poner un paracaídas en la espalda
del hombre antes de que este salte (en otras palabras, proporcionar los medios para arrepentirse).
A medida que las consecuencias nefastas de la insensata decisión de este hombre se precipitan con
celeridad, todavía tiene una oportunidad de aterrizar sano y salvo: puede tirar de la cuerda. En
circunstancias semejantes no se incumple ni se rodea ninguna ley. La ley de la gravedad todavía
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está en vigor plenamente. Nadie le roba a la justicia; pero se le otorga al pecador el poder de tocar
tierra con seguridad con solo tirar de la cuerda del paracaídas (es decir, arrepentirse y confiar en el
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poder protector de la vida que tiene la Expiación). Nefi se refirió a los que dependen de las «tiernas
misericordias del Señor» como «poderosos, sí, hasta tener el poder de librarse» (1 Nefi 1:20).
¿Qué constituye la base, la motivación subyacente, de las leyes de Dios? Dios posee ciertas
cualidades inherentes y eternas que nunca cambian. Nunca puede actuar de forma incoherente con
respecto a esas cualidades ni de forma contraria a ellas, no porque carezca del poder necesario para
ello, sino porque no tiene ningún deseo de hacerlo. Puede que el hermano de Jared se estuviera
refiriendo a este hecho cuando afirmó: «oh Señor, (…) tienes todo poder, y (…) puedes hacer
cuanto quieras» (Éter 3:4; énfasis añadido). El cumplimiento uniforme, por parte de Dios, de esas
cualidades inherentes es una forma de justicia (es decir, la aplicación de lo que él considera justo y
correcto) porque su propio sentido de la moralidad demanda ese cumplimiento. Y esto nos lleva a
nuestra siguiente pregunta: ¿Es posible que Dios demande justicia, no solamente para satisfacer su
propio sentido inherente de la moral, sino para satisfacer a todos los demás seres morales del
universo que comparten normas morales similares? Dicho de otra manera, ¿podría ser que Dios
tuviera en común con todo hombre que haya elegido ser ciudadano de su reino un conjunto de
valores morales en virtud de los cuales ellos desean que se les gobierne?
EL PUEBLO TAMBIÉN DESEA JUSTICIA
La justicia —en el sentido secular del término—, es la aplicación de las leyes promulgadas y
aprobadas por los ciudadanos de una nación o un reino. Esta justicia la demanda el pueblo. Sin una
justicia de esta naturaleza, reinaría el caos en lugar del orden. De igual forma, la justicia en la
dimensión divina es la aplicación de las leyes promulgadas y aprobadas por el pueblo que forma el
reino de Dios. Sin duda en el gran concilio primigenio, se debatieron leyes divinas semejantes y se
acabó llegando a un acuerdo al respecto. El profeta José explicó lo siguiente: «Ha sido una doctrina
enseñada por esta iglesia que estábamos presentes en el Gran Concilio entre los Dioses cuando se
contemplaba la organización de este mundo y que las leyes de gobierno fueron, en su totalidad,
decididas y sancionadas por todos los presentes».9 Nosotros, el pueblo que estaría sometido a
tales leyes, tuvo voz y voto en su adopción.
No cabe duda que el Gran Concilio de los cielos entrañó mucho más que una propuesta divina
seguida inmediatamente por un voto de ratificación. Lo más seguro es que en dicho concilio (o
puede que concilios, en plural) se contara con tiempo más que suficiente para el debate, las
preguntas, el intercambio de opiniones y los testimonios. No se pretende sugerir que el plan de
salvación fuere alterado o refinado en modo alguno, pues el plan presentado por el Padre tiene que
haber sido perfecto en todo sentido. Pero los participantes, con la excepción del Padre y del Hijo,
no eran perfectos. Sin duda muchos de nosotros ardíamos en deseos de explorar todas y cada una
de las facetas del plan, de comprender las consecuencias del albedrío moral y los riesgos inherentes
al nacimiento mortal. Todos sabían que habría peligros, encrucijadas, caminos elevados y caminos
más bajos, e incluso en ocasiones una ausencia total de caminos. No cabe duda que el plan no lo
recibimos con un espíritu de ligereza. Sin duda, esto debe de haber sido un período de atención
absorta e intensa investigación. Estábamos profundamente interesados y preocupados, no en vano
nuestros destinos eternos estaban en juego. El élder Joseph F. Smith enseñó: «[Nosotros]
estábamos presentes en los concilios celestiales antes de que se pusieran los cimientos de la tierra.
(…) Estuvimos allí, sin duda, y participamos en todas aquellas escenas; estábamos implicados en lo
esencial, en el desarrollo de aquellos grandes planes y propósitos; nosotros los entendíamos y fue
por nosotros que fueron decretados y deben llevarse a cabo». 10
En algún momento Satanás y sus seguidores deben haber planteado objeciones y asuntos
contrarios. Ciertamente, Dios tuvo el poder de silenciar los argumentos en contra y censurar
cualquier pensamiento en oposición a su lógica persuasiva e imponente presencia espiritual; sin
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embargo, parece que debe de haber dado un paso atrás temporalmente; quizá por preservar el
albedrío permitió que los acontecimientos siguieran su curso. Si el Gran Concilio fue similar en
algo a los concilios del presente, cada hombre que deseaba participar habrá tenido la oportunidad
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de hacerlo, «con igual privilegio» (DyC 88:122), de comunicar los sentimientos sinceros de su
corazón. Probablemente, los nobles y grandes dieron un paso adelante y defendieron valiente y
osadamente el plan. Igual que los Dioses «acordaron entre sí» (Abraham 5:3), también los
miembros de este concilio pueden haber debatido entre ellos, no para mejorar el plan, sino para
entenderlo y abrazarlo. Entonces, una vez que se hubieron planteado y respondido todas las
preguntas y compartido testimonios, seguramente la cuestión decisiva se sometió a votación.
Entre los principios del Evangelio más básicos destaca la ley del común acuerdo. Mosíah enseñó
esta ley a su pueblo: «Ahora bien, no es cosa común que la voz del pueblo desee algo que sea
contrario a lo que es justo; pero sí es común que la parte menor del pueblo desee lo que no es justo;
por tanto, esto observaréis y tendréis por ley: Trataréis vuestros asuntos según la voz del
pueblo» (Mosíah 29:26; énfasis añadido; véase también Alma 1:14; Mosíah 22:1).
Este principio de gobierno fundamental se anunció en el momento de la organización de la
Iglesia en los últimos días, y un consejo similar se repitió posteriormente dos veces, en el breve
espacio de seis meses. En cada ocasión, el mensaje fue parecido: «Y todas las cosas se harán de
común acuerdo en la iglesia» (DyC 26:2; véase también DyC 28:13).
Esta ley es fundamental, no solo en la vida terrenal; también en todas las esferas de nuestra
existencia. Brigham Young enseñó: «Las leyes eternas en virtud de las cuales él [Dios] y todos los
demás existen en las eternidades de los dioses, decretan que el consentimiento de la criatura debe
obtenerse antes de que el Creador pueda gobernar perfectamente».11 Incluso cuando la voz del
pueblo es contraria a la voluntad de Dios, él ha respetado su albedrío. Israel deseó un rey terrenal
en lugar de un rey celestial. Dios le pidió a Samuel que le explicara al pueblo las consecuencias de
tener rey, para que no hubiera lugar a equívoco con respecto a su futuro político. Entonces, el
mandato a Samuel fue «oye su voz» (1 Samuel 8:9), y dales un rey.
¿Hubiera parecido razonable que Dios quebrantara este principio básico del común acuerdo, tan
subrayado por él mismo, para imponer sobre sus súbditos leyes que la voz del pueblo no hubiera
aprobado? Al contrario, parece que nadie está más ansioso de promover y fomentar un entorno de
albedrío y común acuerdo que Dios mismo. Desafortunadamente, «la parte menor del pueblo» (en
nuestro caso, Satanás y la tercera parte de las huestes del cielo) deseó «lo que no es justo» (Mosíah
29:26) y, en consecuencia, fue expulsada de la presencia de Dios. Esta parecía una consecuencia
adecuada, dado que eligieron no estar vinculados por las leyes que habían de gobernar el reino de
Dios. Aunque cuesta creerlo, eligieron el caos en lugar del orden, la contención en lugar de la
armonía, la guerra el lugar de la paz. Al rechazar el plan del Padre, no podían convertirse en
beneficiarios de esas mismas leyes que tenían el poder de exaltarles. El porqué de su elección de
Satanás, en lugar del Salvador, es el gran enigma de la historia. ¿Fue por falta de fe en la capacidad
del Salvador de pasar por el sacrificio expiatorio? ¿Fue por falta de fe en su propia capacidad para
cumplir las condiciones de las leyes de Dios? ¿Fue orgullo, ambición, egoísmo, o la combinación de
todas esas debilidades? Sea cual fuere la causa, los cielos lloraron por su iniquidad, pero honraron
el derecho de cada cual a ser desobediente.
Los dos tercios que permanecieron aceptaron las leyes otorgadas por el Padre. «La voz del
pueblo» (Mosíah 29:26) sancionó las leyes divinas que él propuso por medio del Hijo. Eso es lo que
enseñó el profeta José: «Al efectuarse la primera organización en los cielos, todos estuvimos
presentes, y presenciamos la elección y nombramiento del Salvador, y la formación del plan de
salvación, y nosotros lo aprobamos».12 Si nosotros sancionamos las leyes que nos gobernarían,
parece que lo hicimos con plena consciencia de sus bendiciones y castigos asociados. Estas leyes,
con sus consecuencias, se consideraron justas. Nadie nos forzó a dar nuestro consentimiento.
Elegimos voluntariamente aceptar estas leyes que gobernarían nuestras vidas espirituales a fin de
que reinara el orden en lugar del caos.
179
responsable de aplicar estas leyes es el juez. Mosíah instó a su pueblo a que designara «hombres
sabios como jueces, quienes juzgarán a este pueblo según los mandamientos de Dios» (Mosíah
29:11). Los presentes en el gran concilio primigenio dieron su consentimiento para que el más
sabio de los hijos del Padre —el Salvador— fuera el juez. Y lo hicimos con el convencimiento
reconfortante de que sería por completo justo y misericordioso en la aplicación de la ley. Enoc lo
llamó «un justo Juez que vendrá en el meridiano de los tiempos» (Moisés 6:57). No solamente
podía el Salvador simpatizar con nuestro caso; también podía sentir empatía. Él sufriría el abanico
completo de las experiencias de la mortalidad. Nadie conocería las leyes mejor que el que había
sido nuestro legislador. Nadia era más sabio, ya que él era «más inteligente que todos ellos»
(Abraham 3:19). Y nadie era más misericordioso, más amable, más amoroso o preocupado que el
Salvador mismo.
El Salvador poseía todas las cualificaciones necesarias o deseadas en un juez perfecto. La «voz del
pueblo» (Mosíah 29:26) lo quería a él y lo aprobó y se regocijó en que él fuera su juez. Nadie en
fecha posterior podría reclamarse exento de sus decretos. Nadie podría alegar que él no entendía.
Nadie podría argüir que era inaceptable, pues contaba con nuestra aprobación, nuestro
consentimiento, nuestro voto con antelación al juicio final. David lo reconoció así: «Dios es el juez»
(Salmos 75:7). Isaías lo sabía: «Jehová es nuestro juez» (Isaías 33:22). Y Moroni habló del
Salvador como «el Juez Eterno de vivos y muertos» (Moroni 10:34). Jesús también testificó de esta
verdad: «Porque el Padre a nadie juzga, sino que ha dado todo el juicio al Hijo» (Juan 5:22).
LA MISERICORDIA Y LA GRACIA: DONES DE DIOS
Tan cruciales como son las leyes de la justicia, estas no pueden salvarnos. Lehi se refirió al
destino del hombre si la justicia por sí sola tuviera el cetro de mando: «por la ley los hombres son
desarraigados» (2 Nefi 2:5). Jacob, un hijo de Lehi, sabía que solamente había un remedio
espiritual susceptible de impedir la separación permanente de Dios: «tan solo en la gracia de Dios,
y por ella, sois salvos» (2 Nefi 10:24; véase también 2 Nefi 2:8). Pablo enseñó otro tanto: «nos
salvó (…) por su misericordia» (Tito 3:5). No hay excepciones: sin la misericordia y la gracia no hay
ni salvación ni exaltación. Con su habitual perspicacia, Shakespeare escribió acerca de esa verdad
espiritual:
Aunque sea la justicia lo que pretendes, considera
que en la aplicación de la justicia ninguno de nosotros
obtendría salvación: rezamos pidiendo clemencia. 13
La misericordia y la gracia son dones de Dios. En lo esencial, son doctrinas que van de la mano.
El diccionario de la Biblia SUD en inglés define la gracia como «medio divino de ayuda o fortaleza,
otorgado en virtud de la generosa misericordia y el amor de Jesucristo». 14 Dicho de otro modo, la
naturaleza misericordiosa de Dios lo lleva a proporcionarnos con amor dones y poderes (es decir,
su gracia) que mejorarán nuestra naturaleza divina.
En ocasiones, tenemos tendencia a huir de la palabra gracia y hacer hincapié en las obras
(mientras algunos adoptan precisamente el punto de vista contrario), pero, en honor a la verdad,
estos conceptos van de la mano. Cuando un socorrista extiende una pértiga al bañista que se ahoga,
este debe extender la mano y aferrarse a ella si desea ser rescatado. Tanto el socorrista como el
bañista han de participar plenamente, si la vida del segundo ha de salvarse. De la misma manera,
las obras y la gracia no son doctrinas encontradas, como se dice tan a menudo. Al contrario, son
compañeras indispensables en el proceso de la exaltación.
El equivalente inglés de la palabra «gracia» (grace) se encuentra 252 veces en la versión inglesa
de los libros canónicos, mientras que el término inglés que traduce «misericordia» (mercy)
aparece en 396 ocasiones. Resulta obvio que estas palabras no son principios del Evangelio
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que toda la Expiación de Cristo, la misericordia del Padre, la compasión de los ángeles y la gracia
del Señor Jesucristo estén con nosotros siempre, y entonces hacer lo mejor que podamos para
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saber quién es un hombre en realidad, dale poder. Esta es la prueba suprema. Es la gloria de
Lincoln que, habiendo poseído un poder prácticamente absoluto, él nunca abusó de él, excepto en
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lujos de la vida. Tenía que obtenerlos ahora mismo. El hombre firmó un contrato para pagar la
obligación en lo que entonces parecía un futuro muy distante. La fecha del pago parecía estar
todavía lejos en el tiempo, pero a medida que pasaban los días, los pensamientos del acreedor
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empezaron a surgir en la mente del deudor. Finalmente, como siempre sucede, llegó el día de
rendir cuentas. El deudor no tenía los medios necesarios para pagar. El acreedor amenazó con
ejecutar el préstamo y quedarse con los bienes del deudor si no se abonaba lo adeudado. El deudor
suplicó que tuvieran misericordia, pero todo fue en vano. El acreedor demandó la justicia —severa
e inquebrantable— que le correspondía. El acreedor le recordó al deudor que había firmado un
contrato y aceptado las consecuencias. El deudor respondió que carecía de los medios para pagar y
suplicó el perdón. El acreedor no dio su brazo a torcer. No habría justicia si se perdonaba la deuda.
Justo en el momento en que todas las posibles vías de escape se habían desvanecido, un liberador
apareció en escena. El élder Packer continúa narrando la parábola como sigue:
«El deudor tenía un amigo. Él vino en su ayuda. Conocía bien al deudor. Sabía de su cortedad de
miras. Pensaba que era un insensato por haberse metido en una situación tan complicada. Sin
embargo, quería ayudar porque lo amaba. Se interpuso entre ambos, y, mirando al acreedor, le
hizo la siguiente oferta.
»‘Pagaré la deuda si libera al deudor de su contrato para que pueda conservar sus posesiones y no
vaya a la cárcel’. Mientras el acreedor pensaba en la oferta, el mediador añadió: ‘Usted demanda
justicia. Aunque él no puede pagarle, yo lo haré. A usted se le habrá tratado justamente y no puede
pedir más. No sería justo’.
»Y el acreedor accedió.
»El mediador se giró ahora al deudor. ‘Si pago tu deuda, ¿me aceptarás a mí como tu acreedor?’
»‘Oh, claro que sí’, dijo el deudor entre sollozos. ‘Me salvas de la cárcel y tienes misericordia de
mí’.
»‘Entonces’, dijo el benefactor, ‘me pagarás la deuda a mí y yo fijaré las condiciones. No será
fácil, pero será posible. Yo pondré el camino. No tendrás que ir a la cárcel’.
»Y así fue que el acreedor recibió su pago completo. Se le había tratado con justicia. No se había
incumplido ningún contrato.
»El deudor, por su parte, había obtenido misericordia. Ambas leyes se habían cumplido. Al haber
un mediador, la justicia había reclamado su parte al completo, y la misericordia había recibido
satisfacción plena».28
Al deudor de este relato no se le perdonó por completo su deuda, pero con la intercesión de su
amigo, las condiciones de pago se tornaron más aceptables y cuando aquellas condiciones fueron
cumplidas, la deuda quedó cancelada. De igual manera, el Salvador hizo posible que pagáramos
nuestra deuda con arreglo a unas condiciones más misericordiosas gracias al principio divino del
arrepentimiento. Él siempre nos ofrece la máxima misericordia sin menoscabar en lo más mínimo
las demandas de justicia.
El presidente John Taylor se refirió a la interesante relación existente entre la justicia y la
misericordia en el Evangelio: «La justicia, el juicio, la misericordia y la verdad armonizan como
atributos de la deidad. ‘La justicia y la verdad se han encontrado, la rectitud y la paz se han
besado’».29 Eliza R. Snow enseñó en verso esa misma verdad celestial:
Oh cuán glorioso y cabal,
el plan de redención:
merced, justicia y amor
en celestial unión!30
CRISTO SE CONVIERTE
EN NUESTRO ABOGADO
El Salvador aboga por nosotros para obtener misericordia. Él es nuestro abogado. 31 Él es el
campeón de nuestra causa como nadie más puede serlo. Hemos visto a abogados ante tribuales
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terrenales: meros mortales que han defendido a sus clientes con fascinante suspense, cuya lógica
era aplastante, cuyo dominio de Derecho era abrumador y cuyas potentes peticiones era
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convincentes. Ante mortales como ellos, los jurados han guardado un silencio casi reverencial, se
han movido y mecido con cada mirada, cada palabra formulada con exquisito cuidado, cada
alegato apasionado. Sin embargo, abogados como esos, prácticamente héroes hercúleos para sus
clientes, no se comparan en absoluto con el que nos defiende en las alturas. Él es el defensor ideal
«para presentarse ahora por nosotros ante Dios» (Hebreos 9:24). ¡Qué afortunados somos de que
él sea nuestro «abogado (…) ante el Padre» (1 Juan 2:1).
En más de una ocasión, una madre devota le rogaba a Abraham Lincoln por la vida de un hijo que
había cometido un delito grave mientras servía en el ejercito de la Unión. A menudo, conmovido
por el sacrificio de la madre por su país, Lincoln concedía el indulto. Quizás pensara: «No lo haré
por su hijo, pero le concederé el indulto por usted». Del mismo modo, a Dios el Padre debe de
haberle conmovido profundamente el incomparable sacrificio del Salvador. Como la madre que
rogaba por la vida de su hijo, el Salvador implora por las vidas espirituales de sus hijos espirituales.
Y se les perdonará; no por ninguna dignidad suya, sino por el sacrificio del Salvador. Este es el
ruego del Hijo al Padre:
«Escuchad al que es vuestro intercesor con el Padre, que aboga por vuestra causa ante él,
diciendo: Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no pecó, en quien te complaciste; ve
la sangre de tu Hijo que fue derramada, la sangre de aquel que diste para que tú mismo fueses
glorificado; por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que
vengan a mí y tengan vida sempiterna» (DyC 45:3–5; véase también Hebreos 7:25; DyC 38:4;
110:4).
Por causa del Salvador, nuestro Padre concedió el indulto necesario. El profeta Zenós reconoció
esta verdad prontamente: «a causa de tu Hijo has apartado tus juicios de mí» (Alma 33:11).
El profeta José puso de manifiesto estos poderes de influencia del Salvador. Mientras ofrecía la
inspirada oración dedicatoria en el Templo de Kirtland, hizo referencia al poder del Salvador para
influir en el Padre: «Tú (…) apartarás tu ira al mirar la faz de tu Ungido» (DyC 109:53). Parece que
hubo algo tan noble en el rostro del Salvador, tan conmovedor y poderoso en una reflexión acerca
de su sacrificio, que afecta profundamente al Padre.
La defensa de Cristo no tiene por objeto cambiar la naturaleza de un Dios que ya es perfecto, del
mismo modo que el ruego de Moisés de salvar a Israel (Deuteronomio 9:13–29; Éxodo 32:10–14) o
la «negociación» de Abraham con el Señor para que salvara a Sodoma (Génesis 18:23–33) no
transformaron a Dios en un ser más misericordioso y compasivo. Las Escrituras afirman muy
claramente: «no obstante sus pecados, mis entrañas están llenas de compasión por ellos» (DyC
101:9; véase también Isaías 54:8). Independientemente de la maldad del hombre, las entrañas de
Dios ya están llenas de compasión, antes de que tenga lugar cualquier ruego o defensa.
Si la naturaleza de Dios no se altera con semejantes acciones, entonces, ¿por qué aboga Cristo por
nosotros y defiende nuestra causa? Semejantes ruegos pueden abrir puertas para Dios que de otro
modo permanecerían cerradas en virtud de las leyes de la justicia. Por ejemplo, la fe abre la puerta
de los milagros. Moroni declaró: «Porque si no hay fe entre los hijos de los hombres, Dios no puede
hacer ningún milagro» (Éter 12:12; énfasis añadido; véase también Marcos 6:5–6; 3 Nefi 19:35).
Pedir abre las puertas de la revelación: «Si pides, recibirás revelación tras revelación» (DyC 42:61).
De manera similar, quizá la defensa, al combinarse con el sacrificio del Salvador, abra la puerta a
los indultos divinos. Pudiera ser que, de acuerdo con las leyes de la justicia, la defensa sean un
requisito previo para invocar la misericordia de Dios: una manifestación de este principio eterno
de que todos los recursos existentes deben agotarse antes de que se produzca la intervención de los
poderes del cielo.32 En otras palabras, pudiera ser que el hombre, o su abogado divino, deban
defender su caso de la mejor manera posible antes de que se concedan los indultos divinos.
Por tanto, puede ser que la ardiente petición de misericordia del Salvador —unida a su sacrificio
infinito— permite que el Dios del cielo, de acuerdo con las leyes de la justicia, responda de manera
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también un juez. Doctrina y Convenios confirma esta afirmación: «Dios y Cristo son los jueces
de todo» (DyC 76:68; véase también 2 Timoteo 4:1). Ello es coherente con la apreciación hecha
por Juan de que el Padre «también le dio [a Cristo] poder para hacer juicio» (Juan 5:27; énfasis
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añadido). Evidentemente, el Padre es en cierta manera un «juez presidente de sala», es decir, los
demás jueces, los jueces de primera instancia (es decir el Salvador y sus apóstoles), ven las
causas y dictan sentencia, pero cada uno de ellos es responsable de sus actos en última instancia,
ante el juez presidente. El Padre delegó las facultades judiciales en su Hijo (quien a su vez delegó
ciertos poderes en sus apóstoles) pero el Hijo sigue rindiendo cuentas al Padre. Juan nos ayuda
a entender el papel de cada uno en el proceso del juicio: «como oigo, juzgo; y mi juicio es justo,
porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del Padre, que me envió» (Juan 5:30). En el
proceso de abogar por nosotros, la voluntad del Padre se manifiesta en las circunstancias más
favorables para el hombre, voluntad que el Hijo ejecuta mediante sus juicios.
32. Este principio lo enseña el Señor en la Sección 101 de Doctrina y Convenios. Las turbas habían
expulsado a muchos Santos de sus hogares en Misuri; habían amenazado y perseguido a muchos
otros. El Señor le da instrucciones al profeta José con respecto al orden de resarcimiento que los
Santos debían adoptar. Primero, debían importunar al juez; después, al gobernador, y entonces,
al presidente. Si ninguna de esas instancias daba resultado, «entonces el Señor se levantará y
saldrá de su morada oculta, y en su furor afligirá a la nación» (DyC 101:89).
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Capítulo 26
hay otra salvación aparte de esta de que se ha hablado; ni hay tampoco otras condiciones según
las cuales el hombre pueda ser salvo, sino por las que os he dicho» (Mosíah 4:8; énfasis añadido).
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El rey Benjamín estaba seguro en esta cuestión —no hay otro medio de salvación que el
Salvador— ninguna otra condición, ni caminos alternativos. Algunos podrán sugerir que no hay
vías alternativas únicamente porque Dios eligió este camino en la vida premortal (es decir, la
Expiación). Si fallara la Expiación, dicen, Dios todavía podía recurrir a una de las demás opciones
existentes en la vida premortal. El lenguaje del rey Benjamín, no obstante, parece no incluir la
opción de un «plan B». Claramente afirma que, con la excepción del Salvador y su Expiación, no
hay «otras condiciones según las cuales el hombre pueda ser salvo» (Mosíah 4:8). No parece que
Dios eligiera la mejor alternativa; más bien, parece que esta era la única opción para la redención
del hombre. En pocas palabras, no había ni un camino más sencillo, ni alternativa alguna a la
Expiación de Jesucristo.
Pero, ¿por qué era necesaria una Expiación? Quizá fuera necesaria para cumplir alguna ley
inmutable (por ejemplo, una de esas leyes que siempre han existido y que permanece inmutable a
lo largo de la eternidad). O quizá su necesidad estuviera dictada por los atributos perfectos de Dios.
Él sabía que había algo en ese acto, y solamente en ese acto, que maximizaría el progreso de sus
hijos. Es un reflejo de su naturaleza esencial y, por lo tanto, obligatoria en ese sentido. B. H.
Roberts aborda las primeras dos posibilidades: «La absoluta necesidad de la Expiación que se
aprecia actualmente tendría todavía más relieve en la confianza que uno tiene de que si se hubieran
presentado medios más leves para responder como si de una Expiación se tratara, o si la
satisfacción de la justicia se hubiera dejado de lado, o si la reconciliación del hombre con el orden
divino de las cosas pudiera haberse llevado a efecto con un acto de pura benevolencia sin ninguna
otra consideración, sin duda se habría hecho así; pues es inconcebible que tanto la justicia de Dios
como su misericordia exigieran o permitieran un sufrimiento mayor del Redentor del
absolutamente necesario para alcanzar el fin propuesto. Cualquier sufrimiento superior al
absolutamente necesario constituiría una crueldad, pura y dura, e impensable en un Dios de
justicia y misericordia perfectas».3
El élder Roberts sugiere lo improbable de que Dios hiciera a su Hijo pasar por un sufrimiento tan
extremo como ese, de haber existido un camino más fácil. Semejante conclusión sugiere
verdaderamente la inexistencia de una alternativa que fuera igual de viable, o Dios habría optado
por ella, salvando así al Pastor sin sacrificar a las ovejas.
Algunos han propuesto una tercera posibilidad para explicar la necesidad de la Expiación.
Sugieren que los espíritus que eligieron ser parte del reino de Dios pueden haber tenido un sentido
de la moralidad similar al de Dios, y así, como Él, «sintieron» la necesidad inherente de un acto
expiatorio antes de que pudieran materializarse los poderes de purificación y exaltación. Quizá de
alguna manera estos espíritus gemelos se unieron a Dios a la hora de sancionar la necesidad de la
Expiación. Puede que haya sido parte de la ley de común acuerdo. Este concepto sugiere que el
sentido de la equidad o justicia compartido por los integrantes del reino de Dios puede haber
contribuido a respaldar las leyes de justicia en el universo.
La cuarta alternativa se centra en el componente motivador de la Expiación. Puede que este
acontecimiento fuera necesario debido a que era el único evento del universo dotado del poder
motivador necesario a fin de atraer a los hombres a la divinidad. Cualquier cosa inferior
sencillamente habría sido insuficiente para lograr tal fin. La tasa de «abandono» habría sido
incluso más monstruosa en ausencia de alguna fuerza cósmica que nos levantara en dirección al
cielo. En consecuencia, Dios puede haber elegido la Expiación porque era el poder más persuasivo
en el universo capaz de traernos de regreso al hogar. B. H. Roberts citó a Sabine Baring-Gould al
respecto: «No había ninguna necesidad —según ciertos teólogos— de que Cristo muriera, pero
como dice S. Bernard: ‘quizá ese método fuera el mejor, para que en una tierra de olvido e
indolencia se nos recordara nuestra caída más poderosa y vivamente, mediante los exquisitos y
189
único acontecimiento con el suficiente atractivo de calado universal para atraer al sentido de
equidad instintivo en los hijos de Dios, quienes podrían alegar de otro modo en virtud de las leyes
de la justicia que algunos habían llegado a la exaltación sin haberse «ganado» sus tronos. Dicho de
otra manera, era el único acontecimiento de tal magnitud persuasiva capaz de promover la
exaltación para los arrepentidos sin destruir el orden y la armonía entre los demás hijos de Dios.
Con la Expiación, parece que el Padre podía responder al ruego del Hijo pidiendo misericordia
sin que ninguno de los integrantes del reino presentara objeción alguna. ¿Y por qué? Porque ellos
compartían un sentido moral similar y análogos sentimientos de compasión, los cuales pueden
haberles hecho decir: ‘Es cierto que este hombre no ha merecido la salvación por sus propias obras,
sino por el incomparable sacrificio del Salvador a su favor, y por motivo de nuestro inmenso amor
y reverencia hacia Él, accederemos a su petición de clemencia’».
Si la Expiación es o no una «necesidad» por una o más de las razones descritas anteriormente, no
lo sabemos. Por el momento parece existir un velo sagrado e impenetrable que impide nuestra
irrupción en el infinito. Lo que sí sabemos, sin embargo, es que la Expiación es una «necesidad».
Esa es la conclusión doctrinal subyacente y de mayor relevancia.
¿ERA OBLIGATORIO UN SACRIFICIO?
Reconocido que una Expiación era necesaria de alguna forma, se nos plantea la siguiente
pregunta: «¿Por qué era obligatorio un sacrificio en lugar de algún otro método alternativo?».
Alma deja claro que el sacrificio anunciado no era meramente la mejor opción; era la única posible.
Alma dejó constancia de ello: «Porque es preciso que haya un gran y postrer sacrificio; sí, no un
sacrificio de hombre, ni de bestia, ni de ningún género de ave; pues no será un sacrificio humano,
sino debe ser un sacrificio infinito y eterno. Y no hay hombre alguno que sacrifique su propia
sangre, la cual expíe los pecados de otro. Y si un hombre mata, he aquí, ¿tomará nuestra ley, que es
justa, la vida de su hermano? Os digo que no. Sino que la ley exige la vida de aquel que ha cometido
homicidio; por tanto, no hay nada, a no ser una Expiación infinita, que responda por los pecados
del mundo.
»De modo que es menester que haya un gran y postrer sacrificio; y entonces se pondrá, o será
preciso que se ponga, fin al derramamiento de sangre; entonces quedará cumplida la ley de
Moisés; sí, será totalmente cumplida, sin faltar ni una jota ni una tilde, y nada se habrá perdido»
(Alma 34:10–13; énfasis añadido).
No cabe duda de que el sacrificio del Salvador entrañaba enseñanzas extraordinarias, amén de
inmensas cualidades motivadoras, pero lo que era más vital incluso era el hecho sencillo de que,
sin un sacrificio infinito, no podía haber salvación alguna. Este sacrificio parece haber sido el único
medio de pagar esas deudas contraídas como resultado de una ley quebrantada. Puede que el
sufrimiento de Cristo fuera la única moneda legal en el universo capaz de pagar la deuda de la
justicia y abrir la puerta de la misericordia al mismo tiempo. Su sacrificio se tornó en la
recompensa (véase Mateo 9:28), la «cancelación» de la deuda, el precio de adquisición. El élder
Marion G. Romney escribió: «Fue (…) por medio de actos de amor y misericordia infinitos que él
pagó vicariamente la deuda de la ley transgredida y satisfizo las demandas de la justicia». 5 Esta
deuda tiene una doble dimensión. Primeramente, se trata de la deuda adquirida a causa de la
transgresión de la ley por parte de Adán. A esto se refería Brigham Young cuando dijo que el
Salvador «ha pagado la deuda adquirida por nuestros primeros padres». 6 En segundo lugar, está la
deuda que vence cada vez que un hombre o una mujer desobedece una ley de Dios.
Brigham Young también habló de su deuda personal y el medio de pago: «Los hijos han
contraído una deuda y el Padre demanda compensación. Él les dice a sus hijos en esta tierra,
quienes están sumidos en el pecado y la transgresión, ‘es imposible para vosotros devolver esta
deuda. (…) A menos que Dios proporcione un Salvador para pagar esta deuda, nunca podrá
190
pagarse. ¿Puede acaso toda la sabiduría del mundo diseñar medios para redimirnos y volver a la
presencia de nuestro Padre y nuestro hermano mayor, y morar con ángeles santos y seres
celestiales? No; va más allá del poder y el conocimiento de los habitantes de la tierra, que viven
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ahora o que vivirán en el futuro, preparar o crear un sacrificio que pague esta deuda divina. Pero
Dios lo proporcionó y su Hijo la ha pagado». 7
Mormón enseñó que el Salvador «ha subido a los cielos (…) para reclamar del Padre sus derechos
de Misericordia» porque «él ha cumplido los fines de la ley (…); por tanto, él aboga por la causa de
los hijos de los hombres;» (Moroni 7:27–28). El Salvador pagó la deuda y por lo tanto poseía el
derecho de reclamar misericordia en nombre de cada deudor. En este sentido, Cristo fue el
campeón de la causa de todos los hombres, siempre y cuando el hombre en cuestión tuviera fe en él
y se arrepintiera.
Las Escrituras enseñan que fuimos «comprados por precio» (1 Corintios 6:20; 7:23) y que el
Salvador dio «su vida en rescate por muchos» (Mateo 20:28; véase también 1 Timoteo 2:6). Su
repago generoso abrió una nueva puerta, o, como enseñara Amulek, «[provee] (…) la manera de
tener (…) arrepentimiento» (Alma 34:15). Ciertamente hemos de pagar el precio de nuestra propia
insensatez —de la cual no hay escapatoria—, pero la Expiación nos proporciona un programa de
pago alternativo basado en la misericordia, no en la justicia exclusivamente. Con la Expiación se
nos presenta una elección. O pagamos el precio de la justicia, que es intransigente e inflexible en
sus exigencias; o pagamos el precio del arrepentimiento, según lo ha definido el Salvador. Esto no
implica que la persona que se arrepiente escapa a todo sufrimiento; más bien, que ahora tiene un
nuevo acreedor, el Expiador, «[al] cual él ganó por su propia sangre» (Hechos 20:28). 8
Sin duda, el sacrificio de Cristo era necesario para satisfacer las demandas de la justicia. Quizá
otra razón de este sacrificio se encuentra en sus poderes inherentes para la motivación. Puede
haber sido el medio máximo de «atraer [a Cristo] a todos los hombres» (3 Nefi 27:14).
Amulek también nos dejó una observación reveladora acerca de la finalidad del sacrificio
expiatorio: «es el propósito [el objetivo] de este último sacrificio poner en efecto las entrañas de
misericordia» (Alma 34:15). Es decir, la magnitud del sufrimiento fue tan intensa, tan profunda,
tan abrumadora e inclemente que quizá todos los espíritus del universo, incluso los más
empedernidos, deben de haber gritado en un coro cósmico, «ya basta». El conjunto de los espíritus
de las creaciones de Dios debe de haberse conmovido de tal manera, impresionado por la
intensidad formidable de los suplicios de Cristo, que cedería a su petición de aceptar al
arrepentido, no porque mortal alguno hubiera ganado semejante derecho, sino porque Cristo, y
solamente él, lo había conquistado para ellos. El sacrificio expiatorio puede haber sido el único
catalizador susceptible de llevar al hombre a un consenso de esa naturaleza. Cabe reiterar que este
concepto se apoya en la posibilidad de que las leyes de la justicia y la misericordia en el universo
sean dependientes —al menos parcialmente—, en un sentido de la equidad o la justicia común a los
integrantes del reino de Dios.
¿ERA EL SALVADOR EL ÚNICO
CORDERO POSIBLE PARA EL SACRIFICIO?
Una última pregunta se centra en la cuestión de si el Salvador era o no el único, o si era
sencillamente el mejor para desempeñar el papel de cordero expiatorio. Hace algunos años, Robert
J. Matthews estaba debatiendo el asunto de si había habido o no un «plan alternativo, otro
Salvador, un hombre de reserva». Dice que la siguiente conversación se desarrolló en un grupo de
docentes, mientras se exploraba este asunto:
«Noté que ellos mantenían firmemente la opinión de que, si Jesús hubiera fallado, habría
existido otro medio para lograr la salvación. Reconocían que cualquier otro método sería
probablemente más arduo sin Jesús, pero, según decían, el hombre podría haberse salvado a sí
mismo a la larga sin Jesús, de haber fallado el Salvador. (…) Estos maestros estaban diciendo, en
efecto, que Jesucristo era una comodidad, pero no una necesidad absoluta. Yo les contesté en
191
sentido contrario citando Hechos 4:12, donde leemos estas palabras de Pedro: ‘Y en ningún otro
hay salvación, porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser
salvos’. Su réplica fue que Pedro había dicho esto después de que la Expiación y la resurrección de
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Cristo fueran hechos consumados y que, por lo tanto, ahora no hay otro camino; pero que, si Jesús
hubiera fracasado en llevar a cabo la Expiación, continuaron razonando, tendría que haber habido
otra alternativa, y la habría habido».9
El hermano Matthews dijo que protestó contra sus conclusiones, pero no fue capaz de pensar en
ese momento en una referencia de las Escrituras para refutarlas. Más tarde, siguió diciendo que
habría sometido los siguientes pasajes a su consideración: «Encontramos en Moisés 6:52 la
referencia más temprana que conocemos al hecho de que no hay otro nombre más que el de
Jesucristo por el que se obtenga la salvación. (…) El Señor le dice a Adán que debe ‘[bautizarse] en
el agua, en el nombre de mi Hijo Unigénito (…), el cual es Jesucristo, el único nombre que
se dará debajo del cielo mediante el cual vendrá la salvación a los hijos de los hombres’ (cursiva
añadida). (…)
»Y [tenemos] 2 Nefi 31:21: ‘no hay otro camino, ni nombre dado debajo del cielo por el cual el
hombre pueda salvarse en el reino de Dios’ (cursiva añadida).
»Pero la expresión más clara de este concepto es la del rey Benjamín, que cita las palabras de un
ángel del cielo: ‘no se dará otro nombre, ni otra senda ni medio, por el cual la salvación llegue a los
hijos de los hombres, sino en el nombre de Cristo’ (Mosíah 3:17; cursiva añadida). (…)
»El valor de estos pasajes reside en que se pronunciaron antes de que se produjera la Expiación.
Esta circunstancia les otorga más fuerza y concentración de los que tendrían si se hubieran
registrado con posterioridad».10
El hermano Matthews se estaba limitando a ofrecer una muestra representativa de pasajes de las
Escrituras que apoyaban esta tesis. Más de ochocientos años antes del nacimiento de Cristo, el
Salvador anunció su condición singular como el Redentor: «Yo, yo soy Jehová, y fuera de mí no hay
quien salve» (Isaías 43:11). Lehi vio en el horizonte temporal, a seiscientos años de distancia, la
época de la venida del Mesías: «todo el género humano se hallaba en un estado perdido y caído, y
lo estaría para siempre, a menos que confiase en este Redentor» (1 Nefi 10:6; énfasis añadido).
Poco después, un ángel confirmó que «todos los hombres vengan [al Salvador del mundo], o no
serán salvos» (1 Nefi 13:40). En su sermón de despedida, Lehi le recordó a su familia nuevamente
que «ninguna carne puede morar en la presencia de Dios, sino por medio de los méritos, y
misericordia, y gracia del Santo Mesías» (2 Nefi 2:8). Jacob no lo podía haber dicho más
claramente: «mi alma se deleita en comprobar a mi pueblo que salvo que Cristo venga, todos los
hombres deben perecer» (2 Nefi 11:6).
Nefi profetizó que el día de la restauración de los judíos llegaría solamente cuando estos «no
esperen más a otro Mesías, (…) porque no hay sino un Mesías de quien los profetas han hablado, y
ese Mesías es el que los judíos rechazarán» (2 Nefi 25:16, 18). El rey Benjamín les imploró a sus
conciudadanos que tomaran sobre sí el nombre de Jesucristo. Y entonces les dio la razón: «No hay
otro nombre dado por el cual venga la salvación» (Mosíah 5:8). Unos años antes, Abinadí expuso,
con poder ferviente, ante Noé y sus depravados sacerdotes todo lo relacionado con el poder
salvífico del Santo: «si Cristo no hubiese venido al mundo, hablando de cosas futuras como si ya
hubiesen acontecido, no habría habido redención» (Mosíah 16:6). Aarón predicó la misma verdad
a los amalekitas: «que no habría redención para la humanidad, salvo que fuese por la muerte y
padecimientos de Cristo, y la expiación de su sangre» (Alma 21:9). Amulek dio su testimonio de la
venida de Cristo, y explicó acto seguido la necesidad de «un sacrificio infinito y eterno», porque
«no hay hombre alguno que sacrifique su propia sangre, la cual expíe los pecados de otro» (Alma
34:10, 11). En tiempos modernos, el Señor ha confirmado su misión única como Redentor, «porque
el Señor es Dios, y aparte de él no hay Salvador» (DyC 76:1; véase también DyC 109:4).
Uno puede buscar otro redentor; podrá especular en cuanto a otras posibilidades, pero todo será
en vano. El Salvador no solo es el mejor candidato; él era mucho más: era el único candidato. La
razón es muy sencilla: era el único de los hijos del Padre en venir a la tierra dotado de cualidades
192
divinas infinitas, y, por lo tanto, poseía el poder infinito necesario para llevar a cabo el acto
expiatorio. Cualquier otro carecía del poder y de los medios para vencer las dos muertes: la física y
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la espiritual.
NOTAS
1. Talmage, Essential James E. Talmage, 148.
2. Taylor, Mediation and Atonement, 168.
3. Roberts, The Truth, The Way, The Life, 428.
4. Roberts, The Seventy’s Course in Theology, 125.
5. Romney, «Resurrection of Jesus», 8.
6. Journal of Discourses, 12:69.
7. Journal of Discourses, 14:71, 72.
8. Al contrario de lo expuesto en la conclusión anterior, algunos han afirmado que la Expiación no
es el repago de una deuda. Su argumento se basa en el siguiente versículo: «id y no pequéis más;
pero los pecados anteriores volverán al alma que peque» (DyC 82:7). Una vez se paga una deuda
legal, argumentan, esta desaparece para siempre y, por lo tanto, no podrían regresar si la teoría
del «repago de deuda» fuera correcta. Dicho de otra manera, si se ha aportado suficiente
sufrimiento para pagar la deuda, entonces la deuda queda perdonada para siempre, para nunca
volver a reaparecer.
En Derecho, sin embargo, existe un principio muy conocido que recibe el nombre de
«condición resolutoria». Significa que puede formalizarse un contrato, pero si se produce un
acontecimiento determinado con posterioridad, dicho contrato puede declararse nulo retro-
activamente. (El diccionario de Derecho Ballentine define el término «condición resolutoria»
[condition subsequent en inglés] de la siguiente manera: «una condición posterior a la ejecución
y que se aplica para revocarla o anularla al incumplir después dicha condición cualquiera de las
partes» [Ballentine, Law Dictionary with Pronunciations, 258].) Por ejemplo, un acreedor
puede haber obtenido un fallo favorable contra un deudor por 1 000 000 $. Por cualquier razón,
el acreedor puede acceder a resolver el conflicto objeto del fallo por un importe menor, como
200 000 $, siempre y cuando: (1) se abone la cantidad inmediatamente, y (2) el deudor se
comprometa a no divulgar jamás las condiciones de la oferta de acuerdo. (Algunos abogados
puede referirse a la obligación de confidencialidad con el término «covenant» [pacto, promesa o
garantía] en lugar de «condición resolutoria» [condition subsequent en inglés]; en cualquier
caso, el contrato puede redactarse a fin de que el resultado definitivo sea el mismo, a saber, que
la cantidad menor del acuerdo se declare nula y la original de 1 000 000 $ sea reinstituida en
caso de divulgarse los detalles del acuerdo).
Efectivamente, si el deudor da a conocer las condiciones de la oferta de acuerdo, al acreedor le
corresponde solicitar la cantidad completa de 1 000 000 $ fijada en el fallo y las estipulaciones
del acuerdo menor cesarán de ser vinculantes. En coherencia con esta teoría jurídica, el Señor
diría: «He pagado tu deuda y ahora estás limpio, pero este contrato contiene una condición
resolutoria; es decir, si vuelves a cometer el mismo pecado, la purificación quedará anulada
retroactivamente». Dicho de otra manera, Cristo pagó el precio de nuestros pecados, pero la
purificación sólo es permanente si nosotros no regresamos al estado anterior. Esta
interpretación jurídica es coherente con el planteamiento escriturario según el cual el
sufrimiento de Cristo pagó la deuda generada por nuestros pecados.
9. Matthews, A Bible!, 265–66.
10. Ibid., 266.
193
Page
Capítulo 27
las palabras habladas y escritas de las que él es autor. Acepto todos los milagros «tal cual». Creo
todos y cada uno de los aspectos de su divinidad, y me regocijo en cada ápice de su misericordia. Le
doy gracias sin cesar por su sacrificio expiatorio, pero nunca es suficiente, ni lo será jamás. Su acto
redentor se recordará y saboreará «para siempre jamás» (DyC 133:52). Estoy abrumado, incluso
humillado, y asombrado por «el amor que me da Jesús». 3 Me siento como Nefi, quien confesó,
embargado de júbilo: «mi corazón magnifica su santo nombre» (2 Nefi 25:13).
Se espera que esta obra, con sus deficiencias, pueda servir de veraz y justo homenaje a quien
merece todo lo que somos. En el proceso de escribir el presente libro, he sentido su espíritu gentil
constantemente. Puedo testificar en verdad que Él vive. Y añado ahora mi testimonio a los
numerosos testimonios que me preceden: ciertamente su sacrificio fue una Expiación infinita y
eterna.
NOTAS
1. Charles H. Gabriel «Asombro me da», Himnos, núm. 118.
2. Romney, «Resurrection of Jesus», 9.
3. Gabriel, «Asombro me da», Himnos, núm. 118.
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