Gastroanomia Fischler

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 24

Gastro-nomía y gastro-anomía.

Sabiduría del cuerpo y crisis biocultural de la alimentación moderna


-
Claude Fischler
École des Hautes Études en Sciences Sociales, París

-
Consideremos el apetito actual del Occidente industrializado: aunque
sobrealimentados, los países desarrollados no se encuentran saciados.
Pero la sobrealimentación contemporánea de una parte del mundo reviste
aspectos inéditos. No es consecuencia, ciertamente, de "orgías
alimentarias" similares a las que realizaba el hombre cazador cuando
regresaba de una campaña exitosa, ni de festines dionisíacos como los
que celebran, en las grandes ocasiones, la mayoría de las sociedades
agrícolas, en el curso de los cuales se ingieren cantidades propiamente
extraordinarias de carne, grasa y alcohol. Muy al contrario: en nuestras
sociedades, y solamente en las nuestras, parece que ese género de
excesos alimentarios festivos se encuentre en vías de desaparición o de
regresión. ¿Quién, en nuestros días, realiza aún esos banquetes rústicos
del siglo XIX, o incluso esas comidas burguesas de la misma época, en
los que se engullían de golpe varios miles de calorías (Aron 1973)? Casi
no hemos tenido ocasión de experimentar los bornes extremos de nuestra
saciedad. Pero todos, o casi todos, desde la infancia, picoteamos
cotidianamente golosinas o tapas diversas; nos dedicamos al pillaje
nocturno de los frigoríficos; nos abandonamos, más o menos frenética o
distraídamente, a los caprichos de una oralidad que sólo cesa de ser
alimentaria para convertirse en alcohólica o tabaquera. En el universo
urbano se ha desarrollado una "psicopatología de la alimentación
cotidiana" (véase Aimez 1979) a menudo ecaracterizada, precisamente,
por desarreglos (1) del apetito, accesos bulímicos, mordisqueos ansiosos
o compulsivos, etc. El hambre no nos atenaza, nos cosquillea; en ese
sentido, no vivimos en modo alguno en la edad de "la gran comilona",
sino en la del gran picoteo.
Pero, si el apetito rabelesiano y el deseo de banquetes y de comidas
compartidas con comensales nos han abandonado, nuestros apetitos de
pájaros bien alimentados bastan para cernir amenazas sobre nuestra
salud. Han surgido enfermedades (o trastornos patógenos) que están
ligadas, directa o indirectamente, a un saldo excedentario, incluso
mínimo, de nuestro balance energético (ingerimos más calorías de las
que podemos quemar) o a un desequilibrio cualitativo de nuestro régimen
(exceso de grasas saturadas, de azúcares de absorción rápida):
obesidad, enfermedades cardiovasculares y ateroscleróticas, etc. En los
países occidentales, según los médicos, hasta un 30% de la población
puede sufrir exceso de peso o auténtica obesidad.
Como consecuencia de ello, nos vemos forzados a la abstinencia
alimentaria, es decir, a la dieta. Tenemos, en suma, que reaprender
voluntariamente a vivir con el hambre, dominándola, matándola. Hoy,
llegamos incluso a consumir masivamente drogas supresoras del hambre,
sustitutos y sucedáneos alimentarios, sin calorías, destinados a conseguir
acallarla sin nutrirnos (evocación paradójica e irrisoria de esas prácticas
de los pueblos hambrientos, que se llenan el estómago para imponer
silencio al sufrimiento).

¿Sabiduría del cuerpo, locura de la cultura?


Surge, así, la cuestión crítica: la de las relaciones, en la alimentación
humana, entre lo bueno y lo sano, es decir, entre el placer y "las
necesidades".
Ahora bien, los fisiólogos nos aseguran que, precisamente, el placer
juega "un rol psicológico" (véase, por ejemplo, Cabanac 1971). Por otro
lado, indicadores de distinta índole parecen mostrar que el hombre cuenta
con mecanismos de regulación de la alimentación, de una alta
sofisticación y gran precisión. Sabemos, en efecto, que existe una
"sabiduría del cuerpo", según la fórmula de Cannon (1932), es decir, un
conjunto de "procesos fisiológicos complejos y coordinados que
mantienen los estados estacionarios (stady states) en el organismo".
Sabemos que existen mecanismos de hambre-saciedad, basados en
señales internas o psico-sensoriales retroactivas, los cuales, en función
de la cantidad y frecuencia de nuestra toma alimentaria, mantienen la
composición del organismo y sus reservas energéticas (Le Magnen 1976,
Rozin 1976). Sabemos, además, que existen mecanismos de "hambres
específicas", los cuales, en algunas situaciones y/o en el caso de algunos
individuos, tienden a compensar déficit nutricionales o a mantener el
equilibrio (por ejemplo, el hambre específica de sal en el caso de los
addisionianos; véase Rozin 1976).
Clara Davis, en una serie de experiencias célebres realizadas a partir de
finales de 1920, parece que consiguió mostrar que el niño de poca edad
"sabe" ajustar su alimentación a sus necesidades. Niños apenas
destetados fueron sometidos a un régimen de "auto-servicio" (cafeteria
diet) durante varios meses. Se les presentaba una bandeja que contenía
una veintena de platos diferentes, entre los cuales podían escoger
libremente y en cantidad ilimitada. Los niños pasaban por dos ciclos.
Manifestaban preferencias muy marcadas, hasta el punto de que a veces
sólo consumían durante varios días un determinado alimento. Pero esas
variaciones, a más largo plazo, eran siempre equilibradas, compensadas
por otras, si bien, en conjunto, las elecciones efectuadas eran conformes
al equilibrio nutricional (Davis 1928, 1935 y 1939) (2).
Nos encontramos, pues, ante una situación paradójica: si realmente
existe, en materia alimentaria, una "sabiduría del cuerpo" perfeccionada,
¿cómo explicar, entonces, que, cada vez con mayor frecuencia, el
hombre coma más de lo que necesita o, incluso, mucho más de lo que
exigiría su buena salud?
Parece como si, en la libertad que le confiere la nueva abundancia, homo
sapiens persiguiese el placer sin preocuparse ya de las exigencias (3)
fisiológicas; "olvidara", en suma, el principio de realidad biológica
cortocircuitando las señales de saciedad. Parece como si, en nuestras
sociedades, las "señales externas" (Nisbett y Schaechter) que solicitan
sin cesar nuestro apetito hubiesen proliferado hasta el punto de impedir la
escucha de las señales internas de saciedad y repleción.
Pierre Aimez (1979) recuerda que los datos disponibles parecen indicar
que la sensación de hambre sería de algún modo "primera"; que la
saciedad resultaría, pues, de una inhibición de esa "pulsión". Si esto es
verdad, lo que en consecuencia habría que explicar no es tanto la llamada
lancinante y extemporánea del hambre, sino más bien el silencio o la
debilidad de las señales inhibidoras.
El tipo de explicación que surge espontáneamente, el más frecuente, lo
ilustra bien este texto del fisiólogo L. Beidler (1975): "Los patrones
culturales han hundido la capacidad que tenía el hombre para equilibrar
su alimentación de la manera más beneficiosa posible para su salud y
longevidad." En otros términos: la cultura desarregla o pervierte a la
naturaleza; la "sabiduría del cuerpo" es burlada por la "locura de la
cultura". En este tipo de explicación, que podríamos llamar neo-
rousseauniana, el "desarreglo" alimentario resulta de una especie de
proceso de lenta sedimentación, la "cultura" recubriendo lentamente a la
"naturaleza", enterrando poco a poco los últimos residuos arcaicos.
Ahora bien, lo que el análisis parece mostrar (véase más adelante) es
que, si determinados cambios socioculturales recientes han contribuido,
evidentemente, a la generación del fenómeno que nos ocupa, sin
embargo, no es la evolución cultural en sí la que contribuye a perturbar
los mecanismos reguladores, sino más bien la crisis de la cultura que
atraviesan los países desarrollados y, de manera particular, la
descomposición o desestructuración de los sistemas normativos y de los
controles sociales que regían tradicionalmente las prácticas y las
representaciones alimentarias (las gastro-nomías, en el sentido
etimológico de la expresión). Una crisis multidimensional del sistema
alimentario se perfila, con sus aspectos biológicos, ecológicos,
psicológicos, sociológicos; y esa crisis se inscribe en una crisis de
civilización.
En segundo lugar, lo veremos igualmente, esa crisis de la alimentación
moderna, lejos de basarse en un "olvido", en una fosilización de lo
biológico bajo las sedimentaciones culturales, pasa con frecuencia, por el
contrario, por un retorno súbito, una manifestación "salvaje", de algunos
mecanismos fundamentales, activados o reactivados por los desarrollos
más recientes de la modernidad.
Surgen aquí dos vastas cuestiones, aún sin respuesta precisa. En primer
lugar, la cuestión de las relaciones entre la evolución biológica y la
evolución cultural. La cultura inyecta "ruido" o información, desorden u
orden, en los sistemas alimentarios, pero ¿en qué condiciones? Los datos
de los que disponemos son contradictorios, y las posturas están
enfrentadas.
Diversos estudios de antropología moderna nos proporcionan ejemplos,
cada vez más numerosos, de una hipotética "sabiduría de las culturas"
que podría sustentarse en procesos evolutivos de carácter selectivo.
Algunas prácticas alimentarias o culinarias corresponderían, según todas
las indicaciones, a una "funcionalidad" inconsciente, de orden fisiológico o
ecológico (Katz et al. 1974, Katz 1979).
La antropología ecológica, por su lado, puede sin duda esclarecer
algunos aspectos de las prácticas alimentarias al analizarlas en términos
de ajuste a las constricciones del ecosistema, como estrategias
(conscientes) o procesos (inconscientes) de adaptación. Otras corrientes,
en particular el tan controvertido "materialismo cultural" (véase
especialmente Harris 1977, Ross 1978), ven en la cultura una especie de
superestructura y consideran que la infraestructura está constituida por la
"maximización" de la relación costo/beneficio económico y ecológico que
implican las prácticas y las representaciones culturales. Así, por ejemplo -
por esquematizar el análisis de Harris, aun a riesgo de caricaturizarlo-, el
carácter sagrado de la vaca en la India permitiría de hecho a las masas
de campesinos pobres criar los bueyes que necesitan para labrar los
campos. Si el consumo de carne de vacuno estuviese autorizado, sería
muy grande, en efecto, la tentación de destruir las reservas de ganado.
Sin embargo, en la mayoría de los casos, parece que sólo llegamos a
encontrar en los sistemas de normas o de representaciones una
coherencia interna, sui géneris, de estructuras que no vemos claro cómo
religarlas a lo biológico, a no ser que recurramos a la intermediación de la
organización del sistema nervioso central y de sus implicaciones
cognitivas. Como recuerda Mary Douglas (1979), si consideramos que el
zorro no es comestible, no es porque su carne presente un peligro
fisiológico para nuestro organismo; la razón de ello es, mucho más
probablemente, el lugar que le otorgamos en el orden global que nuestra
cultura asigna al universo, en la taxonomía de las especies que
establecemos para determinar lo puro y lo impuro, lo comestible y lo
incomestible. Ahora bien, a los estructuralistas les resulta fácil mostrar
que esa taxonomía apenas tiene en apariencia relaciones con la
taxonomía que la ciencia establece por su cuenta. Y, de hecho, son
innumerables los casos de prácticas y de representaciones alimentarias
cuyo efecto es nutricionalmente nefasto o incluso catastrófico, como
apunta De Garine (1979) cuando ilustra lo que denomina como "el
arbitrario cultural".
No obstante, sigue sin verse claro cómo ese arbitrario cultural podría
escapar totalmente a las constricciones biológicas. Parece razonable
pensar que un grupo humano no podría sobrevivir a largo plazo ni
reproducirse como grupo cultural si las categorías, las normas y las
representaciones alimentarias que impone a sus miembros sobrepasasen
de manera radical las capacidades de ajuste humanas y las limitaciones
del ecosistema.
Ciertamente, la capacidad de ajuste biológico del hombre parece
revelarse con frecuencia mayor de lo que habitualmente se piensa, y la
maleabilidad cultural mucho menor. Así, el hecho de que el hombre
subsista en condiciones ecológicas extremas no siempre puede
explicarse en exclusiva mediante fenómenos de ajuste cultural (por
ejemplo, mediante innovaciones tecnológicas). Conocemos ahora casos
en relación a los cuales es necesario admitir que deben su supervivencia
a lo que Cavalli-Sforza llama la plasticidad genotípica, es decir, a "la
propensión de un rasgo genotípico a ser afectado por una presión
medioambiental en su expresión fenotípica" (Siccardi y Ananthakrishnan
1972). Quizás sea este tipo de plasticidad lo que explique que
determinados grupos humanos con una alimentación deficiente, al menos
si nos atenemos a los "estándares nutricionales" definidos por los
nutricionistas y las organizaciones internacionales, se encuentren, sin
embargo, bien fuertes (véase De Garine 1979). Simétricamente, algunos
rasgos culturales muestran una permanencia sorprendente. Así, los
yakutes, tras haber sido cazadores en las estepas de la región del lago
Baikal, han continuado invirtiendo recursos y esfuerzos en criar caballos,
que ahora apenas les resultan útiles (Forde, citado por Barrau 1974).
A pesar de todo, en una sociedad humana que presenta prácticas
culturales disfuncionales, biológica o ecológicamente nefastas, sería sin
duda muy legítimo que esperásemos encontrar en acción procesos
correctivos, ajustes conscientes o inconscientes, innovaciones o
reequilibrios.
Una segunda cuestión surge: si se admite que, en el sistema alimentario,
hay "ruido" cultural y que ese ruido es capaz de desorganizar la
maquinaria biológica, los dispositivos homeostáticos internos, entonces,
queda por preguntarse a través de qué procesos y mediaciones ocurre
eso. Si, en el caso que nos ocupa, el balance nutritivo se halla realmente
regulado con tanta precisión, si la repleción de las reservas retroactúa
realmente sobre el comportamiento alimentario frenando o inhibiendo el
apetito, ¿cómo pueden actuar las representaciones sobre ese sistema
biológico, cómo pueden desajustarlo? En el estado actual de los
conocimientos, parece que apenas disponemos de indicaciones sobre la
naturaleza posible de ese missing link (cfr. Piattelli-Palmarini 1979).
Homo sapiens en la edad industrial
De hecho, para comprender por qué y cómo los dispositivos biológicos
desfallecen cada vez con más frecuencia y no consiguen impedir al
hombre de las civilizaciones "ahítas" comer demasiado y mal, quizás sea
necesario admitir simplemente que esos dispositivos son más eficaces y
más precisos para corregir una deficiencia y hacer frente a una carencia
que para refrenar un exceso; que las posibilidades de learning, de
aprendizaje, son mayores en materia de auto-estimulación que de "auto-
inhibición". Quizás el hombre está biológicamente mejor preparado para
afrontar activamente la inseguridad alimentaria que para soportar
pasivamente la abundancia uniforme de alimentos, para hacer frente a
constantes fluctuaciones de los recursos que para convivir sin esfuerzo
con una plétora de bienes. El pasado filogenético parece atestiguarlo.
Homo sapiens ha vivido de la caza y la recolección durante más del 99%
del tiempo transcurrido desde su aparición (Lee y DeVore 1968). No
carece de razón, pues, pensar que un buen número de sus rasgos
filogenéticos fundamentales ha podido ser seleccionado en el transcurso
de ese período de la evolución humana, en función de determinados tipos
de ecosistemas, de determinados modos de interacción con el
ecosistema. Ése ha sido el caso, sin duda, de rasgos de la biología
humana que tienen relación con la función alimentaria. Habría, pues,
correspondencia, ajuste, congruencia, entre esos caracteres filogenéticos
y un determinado tipo de ecosistema: aquél en el cual tuvo lugar la
selección de los rasgos implicados, al que Bowlby (1969) denomina
environment of adaptedness.
Ahora bien, si aún hoy somos ampliamente tributarios de ese pasado
filogenético, vivimos sin embargo desde hace tiempo en ecosistemas que
sólo tienen una relación lejana con ese environment of adaptedness.
Homo sapiens, del neolítico a la revolución industrial, ha cambiado
biológicamente poco; pero, en el plano cultural, y sobre todo en el de las
relaciones del hombre con el ecosistema, hemos asistido a una verdadera
conmoción. Es legítimo, pues, plantearse la cuestión de saber si el mundo
que ha creado el hombre moderno resulta siempre compatible con la
"naturaleza humana" (Tiger 1978). Si realmente, de manera súbita (a
escala del tiempo evolutivo, se entiende), los fundamentos mismos de la
adaptedness (¿"adaptitud"?) entre el hombre biológico y la esfera eco-
cultural son de nuevo cuestionados, reemplazados por otro tipo de
relación, podemos preguntarnos si ese cambio puede amenazar, por
excederlas, las capacidades de ajuste del organismo. En otros términos:
la plasticidad del genoma metabólico, ¿no está cada vez más
sobreexigida? El medioambiente cambia con mucha rapidez; el grado de
adaptedness también cambia de manera considerable. Algunos rasgos,
seleccionados bajo el efecto de determinadas presiones, podrían de algún
modo "cambiar de signo" ante presiones de distinto tipo.
Así, para algunos nutricionistas, la propensión a la obesidad, esa plaga de
las sociedades industriales-urbanas opulentas, podría resultar de la
transformación de una ventaja selectiva en desventaja. Hay obesos que
pueden, en efecto, ser considerados como individuos cuyo metabolismo
presenta la particularidad de ser especialmente ahorrador de energía y
capaz de almacenar calorías en forma de grasa de manera más eficaz
que el de otros individuos. Inversamente, algunos "flacos" longilíneos
serían "despilfarradores de energía", en la medida en que queman sus
calorías en lugar de almacenarlas (Payne, comunicación personal; véase
también Apfelbaum y Lepoutre 1978). Los primeros, en situación
"salvaje", se habrían beneficiado de una ventaja considerable: poder
disponer de sus reservas de grasa para hacer frente con mayor facilidad a
los períodos de "vacas flacas". Pero esa ventaja, en situación de
abundancia permanente, se transformaría por el contrario en desventaja:
las reservas se acumularían, sin ser nunca totalmente utilizadas,
conduciendo así a la obesidad efectiva.
Un segundo ejemplo de ese "cambio de signo" nos lo proporciona el
consumo de azúcar y de sustancias de sabor dulce (en Fischler 1978 me
he ocupado de manera más completa de este tema).
El apetito específico por el sabor dulce parece ser claramente un rasgo
con una acentuada componente innata. En cualquier caso, lo
encontramos en numerosas especies distintas a la nuestra, a homo
sapiens, y podemos suponer que ha podido seleccionarse en un
medioambiente en el que, al ser los azúcares de absorción rápida
relativamente raros, los alimentos de sabor dulce constituían una
ventajosa fuente de calorías de rápida movilización. El sabor dulce es una
"señal de calorías innata" (Le Magnen) y el umbral de saciedad es más
alto para los alimentos dulces que para el resto, probablemente porque
participa de un subsistema especializado de regulación puramente
calórico (cuantitativo) (Rozin 1976). Ilustración de ello es, sin duda, el
hecho de que, en numerosas culturas, los alimentos dulces se consumen
al final de la comida. Incluso ya saciados, experimentamos aún, en efecto,
un apetito por el dulce (Le Magnen, comunicación personal).
El atractivo del azúcar es tal que este producto está ligado estrechamente
a procesos históricos mayores. Desde el siglo XVI, cuando se constituyó
la pareja -casi indisociable- caña de azúcar/esclavitud, a la ampliación de
los territorios colonizados le corresponde una ampliación de las culturas
dulceras y de la esclavitud (Deer 1950, Aykroyd 1967, Tannahill 1974).
En las sociedades agrícolas, en las que la alimentación se estructura en
torno a un staple food, a un alimento de base por lo común rico en
hidratos de carbono (cereales, tubérculos leguminosas), las sustancias
dulces seguían siendo aún relativamente raras, se valoraban en alto
grado, y su consumo estaba sometido a controles culturales precisos y
estrictos.
Ahora bien, desde hace menos de doscientos años, y con una fuerte
aceleración en el periodo más reciente, el azúcar se ha convertido en
sobreabundante. Desde 1900, el consumo mundial se ha decuplicado. La
conjunción de "la llamada" del azúcar y de sobredeterminaciones
económico-socio-culturales (Fischler 1978; véase más adelante)
desemboca en un desajuste, en una ruptura de la congruencia entre, de
una parte, la apetencia de azúcar y, de otra, las capacidades metabólicas,
éstas cada vez más sobreexigidas (4). Ese fenómeno concurre, sin duda,
de manera no desdeñable, en la generación del conjunto o a de una parte
de las patologías "de civilización" ligadas a la alimentación. El exceso de
azúcar, al suponer un aporte calórico importante y de rápida absorción
ante el débil gasto energético del sedentario habitante de las ciudades,
concurre al aumento de peso excesivo y a la obesidad, ella misma factor
de riesgo o de agravamiento en la etiología de las enfermedades cardio-
vasculares, de la diabetes y la hipertensión. Por otro lado, el exceso de
azúcar es directamente responsable de la considerable extensión de la
caries dental.
Nos encontramos, pues, en presencia de una especie de paradoja crítica
de la evolución bio-cultural. Una "demanda" biológica seleccionada en un
antiguo estadio de la filogénesis ha desempeñado claramente un papel
activo en determinados desarrollos económico-socio-históricos que
tendían a satisfacerla. Pero esos desarrollos han adquirido tal amplitud
que, desde entonces, el mismo dispositivo biológico amenaza a aquello
que protegía. El apetito biológico de azúcar y la disponibilidad ilimitada de
este producto conforman, en cualquier caso, una amalgama crítica, de
manera que todos los controles socioculturales que podían concurrir a
reglamentar su consumo, ya muy debilitados por la civilización moderna
(más adelante volveremos en detalle sobre este punto), se desintegran,
acelerando así la reacción en cadena.

El omnívoro cazador
El azúcar juega un papel importante en el "desarreglo" alimentario
contemporáneo. Pero, los fenómenos que hemos intentado analizar,
¿podemos extrapolarlos al conjunto de la alimentación o a otros de sus
aspectos?
Según Sdrobici (1972), "el drama biológico del hombre" es que el
mensaje genético "limita sus capacidades metabólicas, pero deja libre
(su) elección alimentaria". Siguiendo la misma línea de razonamiento,
debemos ver que, antes de convertirse en un "drama biológico", esa
característica bien ha podido durante largo tiempo constituir una
bendición.
Esa libertad (relativa) para elegir es, en efecto, propia del omnívoro en el
que el primate ancestral se ha convertido (5), al hacerse predador y
cazador, abandonar el vegetarismo y abrir al mismo tiempo la vía a
formas de organización social más perfeccionadas y más cooperativas
(Tiger y Fox 1971).
Ese ancestro del hombre pudo desde entonces hacer frente a una gama
de situaciones ecológicas casi ilimitada. El hecho de ser omnívoro
implicaba, en efecto, una libertad considerable obtenida a un precio
mínimo. El precio es el requisito de la variedad: el hombre omnívoro sólo
puede obtener los nutrientes que precisa para sobrevivir (vitaminas,
aminoácidos esenciales, etc.) de un abanico de alimentos bastante amplio
(Gaulin 1979). La libertad es, precisamente, la posibilidad de elegir, cuya
ampliación permite una considerable capacidad de adaptación a las
fluctuaciones de los recursos alimentarios.
Ligado a esa pareja constricción/libertad se encuentra la "paradoja del
omnívoro" (véase Rozin 1976). El omnívoro está constantemente
sometido a la tensión de dos tendencias contradictorias. Por una parte,
debe innovar, experimentar sustancias alimenticias nuevas (neofilia),
precisamente para satisfacer sus variadas necesidades metabólicas y
ajustarse a los cambios ecológicos. Ahora bien, eso lo expone, por otra
parte, a riesgos (la toxicidad eventual de alimentos desconocidos). Tiene,
pues, al mismo tiempo, que ser capaz de superar o eludir esos riesgos y,
por tanto, de desconfiar de los alimentos desconocidos (neofobia), de
aprender a evitar o a rechazar los tóxicos. De esa tirantez constante entre
deseo de innovación y miedo a la novedad se deriva una ansiedad que
es, sin duda, consustancial al estado de omnívoro. Luego veremos que,
paradójicamente, esa ansiedad fundamental es reactivada de modo
paroxístico por la modernidad alimentaria.
El hombre, como cazador-recolector, parece que puede satisfacer, por lo
general bastante bien, la exigencia de variedad. Por una parte, la
recolección parece permitirle obtener un abanico de alimentos
probablemente más variados y abundantes de lo que durante mucho
tiempo se ha creído (Gaulin 1979, Lee y De Vore 1968, Sahlins 1972):
frutos y bayas, pero también larvas y pequeños animales; después,
legumbres, tubérculos; eventualmente, gramíneas salvajes; etc. Por otra
parte, la caza le aporta, de manera más o menos irregular, recursos
suplementarios de proteínas. Pero el consumo de caza mayor plantea el
problema vital de la corrupción de los alimentos. A no ser que se
disponga de técnicas de conservación perfeccionadas (secado, ahumado,
salazón, etc.), habrá que elegir entre comer todo lo posible en el lugar
donde se obtiene la presa o dejar que se pudran los restos. De ahí, según
Lorenz (1969), las "orgías" cárnicas durante las cuales los hombres
almacenan en sus cuerpos la mayor cantidad posible de proteínas.
Habría, en suma, una ventaja selectiva en la glotonería. Ante la falta de
depósitos de alimentos, el consumidor de alimentos arcaico podía
constituir reservas internas, al menos simbólicas.

La revolución/regresión neolítica
La aparición de la agricultura, hace una decena de miles de años,
aumentó sin duda la cantidad global de recursos alimentarios; incrementó
igualmente las posibilidades de almacenaje (grano y ganado). Pero
probablemente la agricultura tiende también, como señala Gaulin (1979),
a encoger el abanico cualitativo de los alimentos consumidos y a
introducir en la alimentación humana una monotonía creciente. Por otra
parte, el sistema alimentario basado en la producción agrícola presenta
una fragilidad acrecentada, al menos en los territorios pobres, como
resultado del proceso de especialización creciente ligado a la producción
agrícola. Esa "lenta marcha hacia la especialización del progreso
agrícola, cuyos (...) comienzos se sitúan en el saltus (6) del creciente fértil
durante el Neolítico" (Barrau 1974) hace que la alimentación esté basada
cada vez más en un producto base (staple), en general rico en hidratos de
carbono: cereales en forma de gacha, tortita, galleta, pan; patatas o
tubérculos diversos; algarrobas, etc. Ese staple, que es también el cultivo
básico, está acompañado, en mayor o menor frecuencia y de manera más
o menos abundante, según las circunstancias, con una carne dominante
procedente de la ganadería. La oposición staple/alimentos de
complemento o de placer (carne en particular) se encuentra en la
distinción tradicional china entre fan (el grano, es decir, el arroz,
considerado como "lo que alimenta") y ts’ai (legumbres y carne que
amenizan el fan; en suma, la parte de placer de la comida) (Chang 1977).
Desde entonces, toda crisis de producción del staple tiene consecuencias
catastróficas: la desnutrición pura y simple de poblaciones enteras, el
hambre. En mayor frecuencia, son los "complementos" del staple los que
vienen a faltar. Es, entonces, la malnutrición cualitativa la que se
extiende, por no haber cumplido con el requisito de la variedad (déficit
vitamínicos, proteínicos o de aminoácidos esenciales, con el cortejo de
enfermedades que acarrean). De manera que las sociedades agrícolas, al
reducir en parte la fluctuación de los recursos o, al menos, la irregularidad
de los ciclos alimentarios, han introducido el riesgo de crisis con
consecuencias catastróficas.
En ese sentido -el de un estrechamiento del abanico alimentario, una
relativa pérdida de complejidad debida a la especialización progresiva y,
en consecuencia, una fragilidad acrecentada del sistema agro-
alimentario- quizás pueda decirse que la revolución neolítica, en algunos
aspectos, supone en efecto una regresión.
No obstante, como hemos visto, el proceso de especialización es lento. Y,
en las sociedades agrícolas que subsisten en Occidente hasta fechas
muy recientes, la alimentación se inscribe en el marco de ecosistemas
domésticos diversificados (Barrau 1974, Harris 1969), al menos en la
mayoría de los casos: policultivos, parcelas de pequeña dimensión,
cultivo de una diversidad y variedad de especies, producción doméstica
de lo esencial o de una gran parte de los géneros consumidos; con la
excepción, sin embargo, de algunos productos que tenían ya valor de
cambio y cuyo sistema de producción y distribución funciona desde
bastante pronto a escala interregional o incluso internacional. Éste último
es el caso de las especias, por supuesto, pero también el del azúcar
(cuyo estatus, hasta la "revolución dulce" del siglo XIX, se distingue poco
del de las especias) y, en alguna medida, el caso de la sal. Se trata de
productos, llegados del exterior, que vienen, literalmente, a salpimentar
un poco la monotonía de la comida.
Puesto que las prácticas alimentarias así ligadas a la producción local
permanecen estrechamente constreñidas, se caracterizan por una gran
rigidez y una gran repetitividad, que sólo son temperadas por otros dos
elementos. En primer lugar, en el ecosistema doméstico diversificado
están disponibles múltiples sub-variedades de especies consumibles, lo
que permite variar bastante sutilmente los sabores (Barrau 1978 y
comunicación personal). Pero, sobre todo, lo que viene a temperar esa
monotonía es el régimen de alternancia, el carácter cíclico muy marcado
de la alimentación. Los ciclos están sometidos a exigencias ecológicas y
culturales: estaciones en las que se produce y en las que no, fases de
penuria y de abundancia, periodos de trabajo intensos y de reposo
relativo; celebración de rituales ligados a los grandes trabajos agrícolas,
fiestas y ayunos religiosos, festividades diversas, etc. La cotidianidad
está, pues, jalonada de rupturas, restrictivas (ayunos, "vigilia") o festivas,
con ocasión de las cuales los seres humanos se embriagan literalmente
con manjares ricos y raros, con carne grasa en particular, como ocurre en
el caso de los cazadores cuando retornan de una campaña exitosa, pero
también con alcohol.
Los constreñimientos socioculturales son poderosos y complejos. Las
gramáticas culinarias, los principios de asociación y de exclusión entre los
distintos alimentos, las prescripciones y las prohibiciones tradicionales y/o
religiosas, los ritos de la mesa y de la cocina estructuran la alimentación
cotidiana. El uso de alimentos, así como el orden, la composición y la
hora de las comidas, están precisamente codificados. Un determinado
número de "marcadores" gustativos afirman la identidad alimentaria,
sellan muy férreamente la pertenencia culinaria a un territorio local, en
particular el uso exclusivo de una grasa de cocción específica. A este
respecto, los historiadores han mostrado la gran estabilidad y la rigidez de
lo que denominan los "fondos de cocina": aceite de oliva en el Mediodía
mediterráneo, manteca de cerdo o mantequilla en el Oeste, etc. (Febvre
1938).
El requisito de la variedad y la libertad de elección, junto a la paradoja
neofilia/neofobia, generadora de ansiedad (pero protectora y, sin duda,
creadora), nos remiten a una constante. Ésa constante es el hecho de
que la historia alimentaria del phylum humano está marcada, no por la
penuria permanente, sino por la fluctuación cualitativa y cuantitativa de
recursos; por la alternancia, tanto de periodos "grasos" y "magros" como
de consumos de distintas especies; por el carácter cíclico, más o menos
irregular, de la alimentación (estaciones y precipitaciones, cambios
climáticos, los azares y la suerte en la caza, las incertidumbres de la
producción agrícola, las catástrofes naturales o bélicas, etc.). Son esa
periodicidad fluctuante y esa inseguridad radical las que constituyen el
environment of adaptedness de la alimentación humana.
Ahora bien, en algunos decenios, la revolución industrial, la
especialización y los rendimientos crecientes de la producción agrícola, el
desarrollo hipertrófico de las ciudades, van a crear una modernidad
alimentaria que va a trastornar o incluso a trastocar completamente la
relación del hombre con su alimentación. En el pasado, reinaban la
inseguridad del aprovisionamiento y la estabilidad de los usos. La
modernidad alimentaria aporta la plétora, un aflujo continuo de alimentos
que parece inagotable; pero también el cambio acelerado y la crisis en los
usos de la cocina y de la mesa. Con la modernidad alimentaria surge la
crisis moderna del régimen.

La modernidad alimentaria
En la edad industrial, la modernización de la agricultura (que pasa por una
especialización creciente) y, luego, la industrialización agro-alimentaria
han eliminado, en los países ricos, el "fantasma del hambre". El hombre
occidental ha podido satisfacer cada vez más, y cada vez más libremente,
sus deseos alimentarios. En el mundo desarrollado, ha aumentado de
manera considerable en todas partes el consumo de alimentos "de
excepción", a la par que descendía el de alimentos "de necesidad"
(Claudian y Serville). Los consumos de carne, de azúcar, de productos
grasos, de lácteos, de frutos frescos se han elevado, en particular tras la
Segunda Guerra Mundial, en la mayoría de los países occidentales, al
contrario de lo que ha ocurrido con los consumos de cereales (pan),
legumbres secas y otros alimentos básicos. Como muchos autores han
señalado con frecuencia, no es el pan lo que nos ganamos con el sudor
de nuestras frentes, sino el bistec.
El tiempo y el trabajo que en el pasado eran indispensables para preparar
la comida se han reducido de modo considerable. Las nuevas técnicas de
conservación y la extensión y el perfeccionamiento de la industria agro-
alimentaria (conservas, congelación, pasteurización, liofilización, nuevos
envases de todo tipo) han logrado conjurar definitivamente el peligro
inmemorial de la corrupción biológica de los alimentos y tienden cada vez
más a transferir a la fábrica las tareas que en otro tiempo se efectuaban
en la cocina. La distribución moderna, al utilizar plenamente los
transportes más rápidos, permite el consumo de los más diversos
alimentos sin ninguna restricción de origen, estación o clima. Durante
todo o casi todo el año podemos comer fresas (de Israel o de California),
judías verdes (de África del Sur o de Senegal); el aguacate o los frutos
exóticos son cada vez más corrientes en las mesas europeas.
Así, en el espacio de algunos decenios, una parte de la humanidad se ha
encontrado colmada con todos los favores alimentarios que su ancestro
paleolítico hubiese podido soñar. Y, de hecho, es un verdadero sueño
alimentario de cazador-recolector el que nosotros hacemos realidad
cotidianamente, incluso sin preocuparnos de ello: carne en todas las
comidas, frutas y legumbres a voluntad y durante todo el año, grasas y
golosinas variadas, etc. Hemos abolido la alternancia graso-magro; lo
graso se ha convertido en nuestro pan de cada día. En la sociedad
urbana, hemos abolido incluso la alternancia misma; según una fórmula
utilizada por Edgar Morin en otro contexto, hemos reemplazado la
alternancia por la alternativa, y, por primera vez, hemos olvidado nuestro
sentimiento de inseguridad alimentaria.
Pero en esa libertad y esa seguridad nuevas se encuentran también los
gérmenes de una angustia y una inseguridad igualmente nuevas.
Los antiguos ecosistemas domésticos diversificados han dejado su lugar
a otros, hiperespecializados o "hiperhomogeneizados" (Barrau). Podría
sostenerse, incluso, en el límite, que los ecosistemas domésticos han
desaparecido prácticamente en tanto que tales. Los paisajes agrícolas
modernos están constituidos en buena medida por vastos campos de
monocultivos, que son el resultado último de los procesos de
especialización que comenzaron en el Neolítico. Los territorios se
inscriben, pues, en lo sucesivo, en el marco de vastos sistemas de
producción agro-alimentaria, de escala internacional, y no ya en marcos
de subsistemas locales o regionales. En el ámbito de la alimentación ello
supone, en suma, una inversión de la situación anterior: muchos
alimentos esenciales, como ocurría en el pasado con las especias,
provienen ahora del exterior, en el marco de un sistema de producción y
de distribución mucho más amplio.
Esa situación tiene como efecto una ampliación (al menos potencial) del
repertorio alimentario, una disminución considerable de la repetitividad
alimentaria. Pero provoca igualmente una homogeneización de los
alimentos. Los productos que en lo sucesivo encontramos en los
supermercados son cada vez con mayor frecuencia los mismos de una
región a otra, incluso de un continente a otro. Se reduce la variedad
intraespecífica de los alimentos vegetales. El etnobotánico Jacques
Barrau señala que, en Francia, allí donde en el siglo XIX estaban
catalogadas 88 variedades de melones, hoy apenas encontramos más de
5; que, en 1853, los hermanos Audibert, viveristas provenzales, ofrecían a
la venta 28 variedades de higos, mientras que hoy apenas encontramos
por lo común más de 2 ó 3 (Barrau 1978 y comunicación personal).
Con la evolución de la producción y la distribución agro-alimentarias,
perdemos progresivamente cualquier contacto con el ciclo productivo de
nuestros alimentos. Se nos escapa una parte cada vez mayor de la
cadena de operaciones que llevan los productos del suelo a nuestra
mesa. A decir verdad, carecemos incluso de la más mínima idea sobre su
origen real, sobre los procedimientos y las técnicas utilizadas para su
producción, expedición y tratamiento. La sociedad agro-industrial y la
ciudad han hecho de nosotros unos "consumidores puros". Comenzamos
ahora a entrever cómo y por qué, mientras que, en la situación tradicional,
el alimento venido del exterior era buscado y apreciado, en nuestros días,
cada vez con mayor frecuencia, es el alimento procedente del "territorio"
local el que es objeto de una valorización considerable.

El festín envenenado
Toma de conciencia, crisis de confianza: descubrimos, así, que los
progresos tecnológicos e industriales van acompañados de un descenso
(real o imaginario, real e imaginario) de las cualidades gustativas de los
alimentos, de una estandarización-homogeneización de los productos o,
incluso, de la desaparición de los productos artesanales (quesos,
charcuterías, pan, etc.), de su reemplazo por sustitutos industriales y de
su disminución en beneficio de éstos.
La preocupación por la higiene y la pureza ha tomado durante mucho
tiempo formas obsesivas, como lo muestra especialmente el consumo
masivo, en particular a partir de los años sesenta del siglo XX, de signos
de pureza, como el color blanco (pan blanco, azúcar blanca, ternera
blanca, decoración blanca de las tiendas de alimentación modernas, de
las cocinas-laboratorios, blusas blancas del personal de los
supermercados, etc.), el uso extensivo del celofán y el envasado en
materia plástica. La generalización de los procedimientos de conservación
e higiene y la obsesión bacteriológica, al esterilizar los alimentos, parece
que hubiesen esterilizado también sus sabores; los embalajes plásticos y
el celofán han instalado a los alimentos en una no man’s land aséptica,
que los separa aún más tanto de sus orígenes como de su consumidor.
Pero la preocupación por la higiene y la pureza retorna sobre sí misma y
se amplifica, pues a la obsesión de pureza biológica le sucede una
obsesión de pureza química. Descubrimos con angustia que el progreso
alimentario, en el momento mismo en que incrementa las protecciones
contra los peligros inmemoriales (la penuria y la corrupción de los
alimentos), suscita obscuramente nuevos peligros. Los alimentos
envueltos en celofán, apilados en los cajones frigoríficos de los
supermercados, o alineados en estanterías infinitas, son cada vez más, a
nuestros ojos, objetos desconocidos, cargados con toda probabilidad de
venenos misteriosos, objetos reducidos a su apariencia o, peor aún,
señuelos. Descubrimos, pues, que lo bello y lo bueno no se amoldan, que
ya no concuerdan; los frutos suntuosos que mascamos están
impregnados de pesticidas, untados con siliconas, y son además
insípidos. Resulta que los alimentos más familiares, los más cotidianos,
se revelan engañosos: descubrimos que las hamburguesas no contienen
carne o sólo una poca; que los vinos son "cortados", azucarados,
azufrados; que los frutos son "tratados". Aprendemos que existen
misteriosos "aditivos": conservantes, colorantes, "agentes de textura", de
"sapidez", etc. De hecho, la tecnología alimentaria ha conseguido hoy
manipular y controlar a su antojo todos los caracteres sobre los cuales se
fundaba nuestro reconocimiento de los alimentos: forma y apariencia,
textura, color, olor, gusto. Se sirve y abusa de ese poder para estimular el
consumo.
El uso que se hace del azúcar en la industria alimentaria moderna es
particularmente ilustrativo al respecto.
Las investigaciones de los psicofisiólogos han mostrado, como hemos
visto, que la atracción por el sabor dulce es innata en buena medida. Si
se le presentan a un recién nacido dos soluciones, una azucarada y la
otra no, beberá voluntariamente más de la primera, y, si las dos están
azucaradas, consumirá más de la solución con mayor concentración. Más
aún: aceptará soluciones de sabor amargo o ácido (incluso muy fuertes,
inaceptables para un adulto) siempre que se les añada azúcar. Así, el
sabor dulce aparece como una especie de señal de aceptación y como
una señal que tiende a incrementar la cantidad ingerida (Desor, Maller y
Andrews 1975; Maller y Desor 1974; Desor, Maller y Turner 1973).
En el período reciente, el aumento masivo del consumo de azúcar en los
países occidentales se ha basado casi exclusivamente en el consumo del
azúcar llamado "invisible", que es el que se introduce en los alimentos
preparados por la industria alimentaria. Así, productos que, en función de
nuestras categorías culturales, forman parte de lo salado y no de lo dulce,
contienen, sin embargo, cantidades importantes de azúcar. El kétchup de
la marca Heinz, según su composición, contiene un 27% (Que choisir?,
diciembre 1978). Y encontramos también azúcar, en importantes
cantidades, en las mayonesas y los salchichones industriales. Está claro
que ese azúcar está destinado a hacernos comer más. Al estar
introducido en alimentos que clasificamos como "salados", la señal
azucarada sólo es percibida subliminarmente, de manera que la mecánica
biológica se activa sin que las censuras sociales sean alertadas, sin que
los códigos y las normas culturales estén siendo aparentemente
atacados, mientras que en realidad están siendo profundamente
transgredidos, a través, en este caso, de la oposición-incompatibilidad
radical entre lo dulce y lo salado.
El consumidor de comidas moderno no sabe ya lo que come, literalmente.
Sus señales y criterios más fundamentales se encuentran confundidos,
han sido engañados y deformados. Su conciencia creciente de las
manipulaciones que se ejercen sobre los comestibles ha erosionado su
confianza; así, saborea los alimentos más usuales con la ansiedad y la
reticencia inquieta que manifestaría ante una cocina desconocida. Se
encuentra como sobrecogido por el viejo fantasma de "la incorporación
del objeto malo", como atrapado de nuevo por una "neofobia" que se
ejercería en contra incluso de la alimentación más familiar. Entre el
consumidor de comidas y sus alimentos no existe ya vínculo alguno de
pertenencia común; no existe ya esa conexión que vinculaba al
consumidor y al alimento a un mismo nicho ecológico o a un mismo
territorio. El alimento, para hablar con propiedad, se ha convertido en un
objeto sin historia conocida, en un artefacto que flota en un vacío casi
sideral, entre pasado y porvenir, a la vez amenazante y fascinante.
Así, la tecnología alimentaria, apoyada por las fuerzas conjugadas del
márquetin y de la publicidad, llega a cortocircuitar los marcos culturales
de la alimentación, las gramáticas culinarias, y trastoca lo que hay de más
fundamental en el comer, en la biología de la elección alimentaria. Pero si
los códigos, las reglas, las normas que enmarcan culturalmente el comer
pueden burlarse o subvertirse con tanta facilidad, es, sin duda, porque se
encuentran ya fragilizadas, fisuradas, trastornadas.
A las divisiones sociales les correspondían tradicionalmente divisiones
alimentarias, codificaciones simbólicas de los alimentos. Por ejemplo, a la
infancia (y a la mujer, ese "eterno niño"): leche, miel, dulces; al hombre:
carnes rojas viriles, alcoholes de alta graduación. Así, entre otros ritos de
paso que sancionaban el acceso al mundo adulto, figuraba en especial la
renuncia a las golosinas, es decir, a las dulzuras de la infancia y de los
cuidados maternos. Era necesario pasar de la dependencia a la
independencia, pasar por un segundo destete. Pero resulta,
precisamente, que todas las divisiones sociales sufren fuertes sacudidas.
Los roles sociales son cuestionados; las imágenes tradicionales de la
virilidad, de la feminidad, pero también las de la infancia y la
adolescencia, se difuminan. Desde entonces, se producen desencajes en
la perfecta adecuación establecida entre "grillas sociales" y categorías
alimentarias. Todo el sistema de "codificación" de alimentos se encuentra
sometido a tensiones. Así, si nos atenemos a las referencias
tradicionales, habría que decir que la alimentación masculina se
"desviriliza", que la alimentación adulta se "infantiliza" y/o se "feminiza".
Hay una vacilación generalizada, una crisis de los códigos y las
representaciones alimentarias, que traduce una crisis más general de la
cultura y la civilización, y que deja paso a una crisis biocultural de la
alimentación.

La crisis de los ritmos alimentarios: el imperio del snack


En el pasado, la jornada de trabajo marchaba al ritmo de los rituales
alimentarios colectivos: desayuno, almuerzo, cena familiar, etc. Hoy, es
cada vez más la alimentación la que se somete a las exigencias del
trabajo; con la jornada continua y las pausas cronometradas, una especie
de taylorismo alimentario se generaliza, tanto en la fábrica como en la
oficina.
La alimentación familiar sufre directamente las consecuencias de ese
dominio creciente del universo laboral. Los rituales propios de las comidas
con comensales se desmoronan, la alimentación se individualiza. El
consumidor de alimentos moderno es un consumidor solitario. Tanto más
solitario cuanto que esas nuevas exigencias de la modernidad alimentaria
tienen una doble cara, pues permiten al mismo tiempo una nueva libertad,
individualista, transgresora, en un sentido regresivo; una libertad en
relación a la cual esas exigencias aparecen a la vez como causa real y
como coartada principal.
Los contenidos de la alimentación colectivos ligados a las comidas con
comensales se desechan y descomponen en la restauración y el
consumo funcionales, industrializados, masificados (cantinas, fast-food,
self-service, etc.). Pero, al mismo tiempo, ese universo de la alimentación
moderna encarna la libertad de comer fuera de los requisitos y las reglas
de la sociabilidad alimentaria, fuera de las constricciones cronológicas, de
los horarios familiares, fuera de las exigencias rituales establecidas.
Encarna la satisfacción de una glotonería infantil (si no infantilista) (7) en
la que la golosina (hamburguesas, sándwiches, helados monumentales)
triunfa en detrimento de la comida, en la que el elemento convertido en
fetiche triunfa sobre el todo organizado.
Fenómeno capital: la comida, es decir, la forma altamente socializada y
codificada del acto alimentario, tiende cada vez más en los patrones
alimentarios a retroceder ante, o a concurrir con, un tipo de alimentación
basada en lo que en inglés se denomina snack (en francés, quizás por
repugnancia, ese término carece de equivalente, al menos yo no lo
conozco), es decir, un modo de alimentación fraccionario, basado en
múltiples tomas, en un mordisquear constante, que escapa en
consecuencia a las exigencias y a los controles socioculturales
tradicionales.
Según algunos estudios norteamericanos, la comida en grupo y con
comensales está prácticamente en vías de desaparición en los Estados
Unidos. En familias de las clases medias urbanas ocurre que sus
miembros no se sientan a la mesa juntos a cenar más que dos o tres
veces por semana y, entonces, la comida apenas dura veinte minutos.
Los mismos estudios nos muestran que la media del número de tomas
alimentarias (food contacs) en la jornada es de una veintena y que el
supuesto ritmo de tres comidas cotidianas no es más que un vestigio
(Fine, citado por Hess 1977). Fenómenos quizás del mismo orden,
aunque de menor escala, se observan también en Europa. Estudios
realizados en los Países Bajos han mostrado una media cotidiana de food
contacs la mitad inferior a la de Estados Unidos (Jorritsma, comunicación
personal). De manera más general, para constatar la amplitud del
fenómeno, basta con observar la expansión del mercado de las golosinas
(dulces y saladas), es decir, de alimentos destinados al "mordisqueo"
(patatas chips, galletas saladas crujientes, dulces, bombones, barritas de
chocolate, gomas de mascar, biscuit y pastelería industrial, etc.). La
comida con comensales recula ante la alimentación basada en un tomar
de aquí y de allá, en un picoteo más o menos compulsivo, o en platos
únicos que constituyen por sí solos un digest de comida (sándwiches,
mixtos de jamón y queso, pizza, crepes, ensalada compuesta de varios
ingredientes, hamburger y hot-dog) (8).
De ese modo, la alimentación moderna se sitúa ella misma fuera del
marco de reglas alimentarias que había sido establecido; se libra de las
exigencias sintácticas de la comida con comensales; y, al evolucionar (o
al regresar) de lo sintagmático a lo paradigmático, escapa a los controles
sociales. En el curso de ese proceso, recae plenamente de una vez en la
esfera casi exclusiva del individuo y se masifica; la comunicación y la
comunión alimentarias dejan paso al placer solitario de las masas.

Comensalismo y alimentación vagabunda


La oposición entre la comida estructurada y el snack se corresponde con
categorías del comportamiento alimentario conocidas en etología. Bilz
(1971), por ejemplo, distingue dos grandes tipos de ese comportamiento,
denominados respectivamente commensalism y vagabond feeding. Entre
los primates, los predadores sociales comen en grupo, según un orden
bien establecido, obedeciendo a una jerarquía (los individuos dominantes
toman los mejores trozos o se sirven los primeros); las cantidades
ingeridas son importantes, y un largo intervalo separa esas verdaderas
comidas: es el commensalism. Los babuinos, cuando se encuentran
cautivos en un cercado, adoptan ese tipo de comportamiento. En libertad,
en cambio, se inclinan más bien hacia el vagabond feeding. Se alimentan,
entonces, de manera solitaria, a intervalos irregulares, menos espaciados,
tomando pequeñas cantidades, al azar de su vagabundeo. Ahora bien,
especies filogenéticamente más antiguas (como el tupaya), que
representan hoy ancestros sobrevivientes comunes al conjunto de los
primates superiores, el hombre entre ellos, sólo manifiestan el
comportamiento vagabundo, incluso en cautividad. Según Bilz, los dos
tipos de comportamiento son reconocibles en el caso del hombre.
Podemos ahora, pues, nombrar el fenómeno que hemos intentado
caracterizar en las sociedades humanas más desarrolladas: existe en
ellas una tendencia preponderante al vagabond feeding; es decir, a un
tipo de comportamiento alimentario filogenéticamente más arcaico que el
comensalismo, a un comportamiento de recolector vegetariano más que
de cazador. Si eso es verdad, entonces, es necesario ver en ello la
confirmación de que el desarrollo mismo de la civilización moderna
urbana-industrial suscita un retorno a lo arcaico, una especie de
"regresión filogenética". Y, de hecho, como hemos visto, una tendencia
dominante de la modernidad alimentaria tiende a despertar el
comportamiento de vagabundeo errático. Así, el supermercado es, sin
duda, por su configuración, un lugar reservado a un recolector vagabundo
que, al capricho de su desplazamiento, "recolecta" los productos que va
encontrando entre los miles que hay en las estanterías. Y esa relación del
consumidor con los productos, que es a la par una relación consigo
mismo, se desarrolla en una acogedora atmósfera de silencio y discreción
que ha sido cuidadosamente orquestada por la estrategia comercial
moderna, la cual no se basa ya sólo en el "jaleo publicitario" y en la
seducción o la intimidación ejercida por el vendedor.
Pero hay más. Bilz considera, además, que el comportamiento
vagabundo, "individualista", tiene un "valor de supervivencia" en
condiciones de penuria alimentaria. Compara ese comportamiento con el
de los enfermos aquejados de anorexia mental (las personas afectadas
de anorexia nerviosa son casi en exclusiva muchachas jóvenes). La
anoréxica evita siempre la comida con comensales, sobre todo en
presencia de los padres, come a escondidas, mordisquea mientras se
dedica a otras actividades. Bilz, pues, ve ahí una regresión al vagabundeo
propio de la adaptación al hambre. Si lo seguimos, así como a Demaret
(1977), quien, prolongando las hipótesis de Bilz, intenta explicar desde la
misma óptica la predominancia femenina de la anorexia mental, quizás
sea necesario admitir que la civilización de la opulencia es también, en
este sentido, una civilización anoréxica. Si los efectos del desarrollo y de
la crisis de la civilización moderna sobre la alimentación realmente
comportan una desagregación del comensalismo y favorecen un ascenso
o una escalada paradójica del vagabond feeding; si ese modo de
alimentación realmente corresponde a un pattern etológico "eficaz" en
situaciones de hambre (lo que está por demostrar, desde luego), es decir,
tiende a maximizar el rendimiento calórico; entonces, podemos imaginar
que ese tipo de comportamiento, transpuesto de una situación de penuria
o de inseguridad a una situación de abundancia uniforme, entraña
perturbaciones nutricionales profundas.
Pero, de todos modos, sea cual sea el fundamento de tales
especulaciones, está claro que la crisis del comensalismo en la situación
moderna, que hemos analizado en términos etológicos (patterns de
comportamiento inscritos en el phylum), socio-antropológicos (crisis de los
controles socioculturales) y de interacciones entre esas dimensiones,
juega un papel en el desarreglo de la alimentación y en la etiología de
algunas "enfermedades de civilización" ligadas a la nutrición. Así, por
ejemplo, los efectos de las caries causadas por el azúcar se agravan
seriamente, según los dentistas, cuando los dulces se consumen en
forma de snack, fuera de la comida (FTC 1978). La crisis del
comensalismo tiene, pues, al menos un efecto comprobado: en
determinadas circunstancias, agrava las patologías que ella
(probablemente) ha contribuido a determinar.

Gastro-nomía y gastro-anomía
Como hemos dicho, la abundancia vinculada a la modernidad comporta a
la par una libertad y una inseguridad nuevas, pues ocurre, en efecto, que
el régimen alimentario se convierte en objeto de decisión individual. Hasta
entonces, como lo que había que hacer venía dictado por los recursos
disponibles, por el grupo, la tradición, los rituales y las representaciones,
la elección se imponía por sí misma. Pero he ahí que ésta retorna como
un bumerán sobre el individuo, a quien, en lo sucesivo, le pesará como
una carga, pues ahora se ve, literalmente, en el apuro de tener que elegir.
Ahora bien, ese individuo, atomizado por la civilización moderna, es decir,
reducido al estado de una partícula de la sociedad de masas, corta cada
vez más los lazos familiares, sociales, culturales tradicionales, y apenas
dispone ya de indicadores para llevar a cabo la elección. El nuevo
comedor-consumidor, lo hemos visto, no sabe ya cómo distinguir lo
comestible de lo no-comestible, de manera que casi termina por no
reconocerse a sí mismo. Los alimentos que incorporamos nos incorporan
a su vez al mundo, nos sitúan en el universo; y, por ello, el moderno
consumidor, al identificar mal los alimentos que toma, tiene cada vez más
dudas sobre su propia identidad.
La crisis (9) de los criterios de elección, de los códigos y de los valores
alimentarios, la crisis de la simbólica alimentaria, la descomposición del
comensalismo, todo ello nos conduce hacia esa noción cardinal de la
sociología durkheimniana: la anomía. Al desfallecer o relajarse el sistema
nomológico alimentario y las "taxonomías" alimentarias, que tendrían que
dirigir las elecciones, el individuo-consumidor de alimentos se encuentra
librado a sí mismo. Es en ese sentido en el que cabe decir que, en el
corazón de la crisis del régimen, se ha pasado de la gastro-nomía a la
gastro-anomía.
Es en la brecha de la anomía donde proliferan las presiones múltiples y
contradictorias que se ejercen sobre el consumidor de alimentos
moderno: publicidad, medios de comunicación, sugestiones y
prescripciones diversas, y sobre todo, cada vez más, advertencias
médicas. La "libertad" anómica es también una tensión que crea
ansiedad, y esa ansiedad sobredetermina a su vez las conductas
alimentarias aberrantes.

¿Hacia nuevas gastro-nomías?


Las gastro-nomías están en crisis; es necesario, por ello, inventar otras
nuevas. En la brecha abierta por la crisis del régimen alimentario,
comienzan a bullir, en un verdadero movimiento browniano, contra-
corrientes dietéticas y estético-culinarias, camarillas y sectarismos
alimentarios, creencias o erráticas concepciones individuales y colectivas,
huidas contradictorias hacia el porvenir y el pasado, prescripciones y
alertas médicas, etc.
Lo más sorprendente es, sin duda, que en los medios de comunicación y
en las publicaciones proliferen simultáneamente las recetas de cocina y
los regímenes de adelgazamiento. Sectores enteros de la sociedad se
ponen a régimen o retornan a los fogones, o ambas cosas a la vez (como
si el arte culinario y la dietética buscasen reconciliarse).
En los sectores sociales "pilotos" de la sociedad urbana vemos cómo la
cocina, contrariamente a la falta de sensibilidad mostrada hacia ella por la
modernidad alimentaria dominante, vuelve a ser de nuevo un elemento
central, tanto del arte de vivir como del saber-vivir.
La gran cocina, la de los chefs, es elevada de nuevo al rango de las
bellas artes. Los cocineros son estrellas sagradas y sus creaciones, como
las de los grandes modistos, se exhiben en papel glasé, se exportan de
un extremo a otro del planeta, son recuperadas, imitadas y
caricaturizadas por los industriales o los artesanos del nuevo prêt-à-porter
culinario, vulgarizadas bajo la forma de patrones-recetas por las revistas y
los libros de cocina. Una nueva estética culinaria se difunde. Su credo es
restablecer la "verdad de los productos". El cocinero, desde ahora, será
un mayéutico de la alimentación, alguien que, socráticamente, consigue
que los platos den a luz su verdad natural. Rompe, así, con el "chef" a la
antigua usanza, gran sacerdote del acomodamiento, brujo del artefacto,
que aseguraba el triunfo de la Cultura sobre la Naturaleza (Fischler 1979).
La contra-cultura misma (o su posteridad), los herederos envejecidos de
mayo del 68, los pioneros y las pioneras del neo-regionalismo, del
ecologismo y del neo-feminismo, durante mucho tiempo anoréxicos o
indiferentes, redescubren la comida ("la comilona") como fundamento de
identidad corporal, cultural, como refugio de "la fiesta", de la comunión
entre comensales.
Los sectarismos alimentarios se desarrollan o se despiertan, se
sincretizan a veces: vegetarianismo, vegetalismo, macrobiótica, ayuno,
etc. Pero la sociedad moderna ha laicizado la dieta ascética y he aquí
que, a la hora de la crisis del régimen, proliferan los regímenes (10). Las
múltiples dietas propuestas por los medios de comunicación y las
publicaciones tienen, sin duda, en gran medida, vocación de
encantamiento y fantasmal (11), exactamente lo mismo que, por otra
parte, la tienen las sutiles recetas de cocina que coleccionamos sin
prepararlas nunca. Pero llega el momento en que se pasa a la acción: la
alternancia grasa/magro se restablece entonces por sí misma, pues
caracteriza a los regímenes modernos el ser provisionales.
El régimen, al imponer una norma consentida y otorgar un sentido
transgresivo a la desviación, constituye sin duda la tentativa más clara por
restablecer un orden y una gramática en la alimentación.
Pero la proliferación contemporánea de dietas de adelgazamiento, al igual
que, por otra parte, el cambio de signo de los valores de la estética
culinaria (ligereza, privación, natural, etc.), nos remiten sobre todo a la
cuestión de los reequilibrios, de las regulaciones, de los ajustes
culturales.
En primer lugar, vemos que se ponen en acción estrategias deliberadas,
en tanto que voluntaristas. Como pasa en otros ámbitos, el Estado y la
Ciencia (ésta representada aquí por la medicina, como ocurre con
frecuencia) tienden cada vez más a afirmar su competencia y su dominio
sobre las conductas alimentarias. Y no porque sea nuevo para los
médicos indicar las necesidades y los peligros, dictar prohibiciones y
prescripciones. El régimen, precisamente, es una terapéutica fundamental
y, desde tiempo muy antiguo, han existido estrechas relaciones entre
estética culinaria y dietética, entre alimento y medicamento.
Pero las prescripciones alimentarias de la medicina moderna son de
orden profiláctico y no ya solamente terapéutico; son de uso colectivo y
no ya únicamente individual; se trasmiten a través de los medios de
comunicación y no únicamente en la consulta privada; llegan a través de
las políticas estatales de prevención y no sólo a través de la clínica. Es
cada vez más el Estado, en efecto, el que tiende a imponer la aplicación
de las reglas alimentarias ordenadas por los médicos, inaugurando así la
era de la prescripción alimentaria de masas, dictando en suma nuestros
menús mediante órdenes y con ordenanzas ministeriales.
Se forma y difunde una vulgata médica alimentaria, constituida por el
producto difuso de la medicina nutricionista científica filtrado a través de la
medicina popular, la conciencia dietética común y los medios de
comunicación. Pero no se puede sostener que ese fenómeno sea tan
poderoso como para inducir por sí mismo los cambios que hemos
señalado en la sensibilidad alimentaria contemporánea, con todos sus
aspectos imaginarios, mitológicos y fantasmales. Ahora bien, ¿no es
sorprendente constatar que el efecto evidente de lo que podemos llamar
la contra-tendencia estética y dietética resulte más bien reequilibrador?
Es el caso, por ejemplo, de ese fenómeno misterioso que constituye, en la
época contemporánea, la predominancia creciente de la delgadez entre
las imágenes corporales ideales, predominancia tanto más acentuada
conforme se asciende en la jerarquía social (véase Apfelbaum y Lepoutre
1978). Está claro que, objetivamente, el predominio del modelo de la
delgadez en la sociedad de la opulencia resulta más favorable que el
modelo inverso -éste, no obstante, presente en otras culturas. ¿Podemos,
por tanto, hablar de procesos de ajuste?
Un análisis ántropo-socio-histórico de los modelos corporales mostraría,
sin duda, que siempre ha existido una profunda ambivalencia en las
representaciones del cuerpo gordo y que, en ese sentido, la reprobación
de la obesidad no es en realidad tan reciente como en un principio
pudiera parecer (véase Nahoum 1979). Es cierto que, en una época tan
próxima como el siglo XIX, la corpulencia aún se denominaba en francés
embonpoint (12) (hoy, para reflejar el espíritu del tiempo, sería necesario
decir malenpoint (13)), con el significado de salud, prosperidad,
honorabilidad. Pero existe también, incluso en las sociedades arcaicas,
una imagen maligna del gordo. El obeso es también alguien que come
más de lo que le corresponde. Hay un obeso caníbal, comedor de carne
fresca, señor (¿sangrador?) (14) carnívoro, que encarna completamente
el mito del ogro al modo de Gilles de Rais y que reencarna en parte, en
las mitologías modernas, la caricatura del patrón capitalista, ese obeso
con chistera, engordado con la sangre y el sudor de las clases
trabajadoras. El obeso, probablemente en todas las sociedades, está
condenado a redistribuir lo recibido en demasía, a restituir la grasa
capitalizada, bajo forma de fuerza física puesta al servicio de la
comunidad, con ánimo alegre o de cualquier otro modo (Paillard,
comunicación personal). De manera simétrica, la delgadez, o la flacura,
fue en el pasado signo de miseria o de consunción, pero también de
pureza ascética, incluso de santidad.
Si existe en realidad, antropológicamente, una ambivalencia fundamental
y siempre latente de las imágenes corporales, podemos imaginar que,
bajo el efecto de una u otra presión o exigencia eco-cultural, un aspecto u
otro de la representación se encuentra más o menos acentuado,
modelado, remodelado. Pero, una afirmación de este tipo, vuelve a
plantear, una vez más, más cuestiones de las que resuelve.
Es propio de las situaciones de crisis que los procesos de
desestructuración puedan estar acompañados de -y determinar
recíprocamente a- reestructuraciones, contra-corrientes, emergencias. La
crisis del régimen alimentario dará lugar, quizás, a emergencias que
generarán duraderamente una inflexión en las representaciones y las
prácticas, que permitirán rehabilitar, definir o redefinir los marcos y las
normas gastro-nómicas. Tal vez esas dinámicas estén ya en marcha.
Pero ¿cómo saber si la nueva tendencia que se pone en marcha podrá
llegar, entonces, a reconciliar lo "bueno" y lo "sano", el arte culinario y la
nutrición, el placer y la necesidad?

Notas
Claude Fischler es Director de investigaciones del Centre National de la
Recherche Scientifique (CNRS, Francia) y director del Centre Edgar Morin
(Institut Interdisciplinaire d’Anthropologie du Contemporain, École des
Hautes Études en Sciences Sociales, París). La editorial Anagrama
publicó en 1995 una de sus obras más relevantes, El (h)omnívoro. El
gusto, la cocina y el cuerpo (ed. orig. 1990), que constituye, sin duda, una
referencia fundamental en el campo de la sociología y la antropología
sociocultural de la alimentación.
El presente artículo fue publicado originariamente en Communications,
núm. 31, 1979 (monográfico sobre La comida. Para una antropología
biocultural de la alimentación: 189-210). Traducción y adaptación de José
Luis Solana, Departamento de Antropología, Geografía e Historia,
Universidad de Jaén. Agradecemos al profesor Claude Fischler su amable
autorización para traducir y publicar este texto.
1. La palabra francesa que utiliza el autor es dérèglement. Este término
refiere al estado de lo que está déréglé, desarreglado, desajustado, de lo
que no se aviene ya a la regla establecida; así como al hecho de
apartarse, dejar de lado o ignorar las reglas de la moral, del equilibrio y de
la mesura, de desviarse de ellas. Tiene también el significado de
desorden y mal funcionamiento. Admite ser traducido al castellano como
desarreglo, desorden, alteración, desajuste, mal funcionamiento. (Nota
del traductor)
2. Señalemos, sin embargo, este detalle importante: las frutas eran el
único producto de sabor dulce que figuraba en esas bandejas.
3. El término que utiliza Fischler es contraintes. En plural o en singular
(contraite) aparece en varias frases a lo largo del texto. El diccionario Petit
Robert de la lengua francesa le atribuye, entre otros, los significados de
coerción, presión, regla obligatoria, disciplina. En los diccionarios de
francés-español contrainte suele traducirse como coacción y obligación.
Pero, a la hora de traducirlo, es posible también recurrir a otros vocablos
castellanos, en general sinónimos de los anteriores, como constricción,
constreñimiento, imposición, exigencia (e, incluso, restricción, requisito o
limitación), los cuales, en determinados contextos, permiten traducciones
al castellano más precisas. Por ello, con el fin de ajustar la traducción al
significado más adecuado en cada uno de los contextos en que contrainte
y su plural contraintes aparecen, no utilizaré un único vocablo castellano -
ni, por tanto, siempre el mismo- para traducir esos términos franceses,
sino que me valdré de vocablos distintos, si bien homólogos. (Nota del
traductor)

4. El psicólogo Donald Campbell (1977) da una interpretación idéntica del


fenómeno: "El gusto humano innato por las golosinas ha cesado de ser
adaptativo para convertirse, hoy, en inadaptado"; de manera que, en
materia de dulces, estamos sometidos a "una innata tentación de pecar".

5. De hecho, el primate prehomínido probablemente comía carne antes


de convertirse en cazador; como el chimpancé actual que, sin ser
cazador, está lejos de ser exclusivamente vegetariano. Es corriente, por
ejemplo, ver a dos machos disputarse una pequeña presa (roedores,
pájaros, pequeños animales, etc.) (Wrangham, comunicación personal;
véase también Van Lawick-Goodall 1971).
6. En latín, región de bosques y pastos. (Nota del traductor)
7. Utilizo este neologismo, como tal no incluido en el Diccionario de la
Real Academia de la Lengua Española (que sí incluye el sustantivo
infantilismo), para intentar mantener, en la medida de posible, el juego de
palabras que hace el autor entre enfantine (lo perteneciente o relativo a la
infancia; enfance en francés, de enfant, niño) e infantile (persistencia en la
edad adulta de comportamientos propios de la infancia). Mientras que la
primera tiene un sentido neutro, la segunda conlleva una connotación
crítica o peyorativa, por lo impropio que nos resulta que un adulto se
comporte como un niño. El problema de traducción se plantea porque el
adjetivo español infantil incluye ambas significaciones. (Nota del
traductor)
8. Esa mezcolanza alimentaria recibe en los Estados Unidos el nombre de
junk food.

9. Puede consultarse con provecho el número de Communications sobre


La Crise (nº 25, 1976), en particular el artículo de André Béjin "Crise des
valeurs, crise des mesures": 39-72.
10. El autor juega aquí con dos de los significados que el término régime
tiene en francés, al igual que en español: conjunto de normas y dieta. La
crisis del régimen es, pues, la crisis del conjunto de normas que
regulaban la alimentación; y la proliferación de regímenes es la
proliferación de dietas. (Nota del traductor)
11. Fantasmatique, en el sentido que tiene este término en la teoría
psicoanalítica. (Nota del traductor)
12. Este término se utiliza hoy en la lengua francesa con el significado de
gordura, y así cabría traducirlo. Pero literalmente significa "en buen punto"
(en bon point), en buen estado; es decir, con buena salud, de aspecto
saludable. (Nota del traductor)
13. Es decir, mal-en-point o mal en point: en mal estado, enfermo. (Nota
del traductor)
14. Juego de palabras entre seigneur (señor) y saigneur (sangrador).
(Nota del traductor)

Bibliografía
Aimez, P.
1979 "Psychopathologie de l’alimentation quotidienne", Communications,
nº 31: 93-106.
Apfelbaum, M. (y R. Lepoutre)
1978 Les mangeurs inégaux. París, Stock.
Aron, J.- P.
1973 Le mangeur du XIXe siècle. París, Robert Laffont.
Aykroyd, W. R.
1967 Sweet Malefactor: Sugar, Slavery and Human Society. Londres,
Heinemann.
Barrau, J.
1974 "Écosystèmes, civilisations et sociétés humaines: le point de vue
d’un naturaliste", Inform. Sci. Soc., nº 14 (1): 21-34.
1978 Des bases matérielles du goût, de ses métamorphoses et de ses
fantasmes, Institut français du goût, Tours, coloquio del 25 de noviembre
de 1978.
Beidler, L. M. (y otros)
1975 Sweeteners: Issues and Uncertainties. Washington DC, Academy
Forum, National Academy of Sciences.
Bilz, R.
1971 "Anorexia nervosa. Ein psychosomatisches Krankheitsbild in
paläoanthropologischer Sicht", en R. Bilz y N. Petrilowitsch (eds.),
Beiträge zur Verhaltensforschung. Bâle, Karger.
Bowlby, J.
1969 Attachment and Loss. Nueva York, Basic Books.
Cabanac, M. (y otros)
1968 "The Physiological Role of Pleasure", Comm. In Behav. Bio., part.
A, 1: 77-82.
Cannon, W. B.
1932 The Wisdom of the Body. Nueva York, W. W. Norton Company, Inc.
Campbell, D. T.
1977 "Social morality norms as evidence of conflict between biological,
human nature, and social system requierements", Dahlem Workshop on
biology and morals (Berlin), nov.-dic.
Chang, K. C. (ed.)
1977 Food in Chinese Culture, Newhaven y Londres, Yale University
Press.
Davis, C. M.
1928 "Self-selection of diets by newly weaned infants: an experimental
study", Amer. J. Dis. Child, nº 36: 651-689.
1935 "Self-selection of food by children", Amer. J. Nurs., nº 35: 402-410.
1939 "Results of the self-selection of diets by young children", Can. Med.
Ass. J., nº 41: 257-261.
Deer, N.
1950 The History of Sugar. Londres, Chapman and Hall.
De Garine, I.
1979 "Culture et nutrition", Communications, nº 31: 70-92.
Demaret, A.
1977 "La valeur de survie de l’anorexie mentale. Approche d’inspiration
éthologique", Psychologie médicale, 9, 11 : 2165-2169.
Desor, J. A. (O. Maller y K. Andrews)
1975 "Ingestive responses of human newborns to salty, sour and bitter
stimuli", J. Compar. and Phys. Psychol., vol. 89, nº 8: 966-970.
Desor, J. A. (O. Maller y R. E. Turner)
1973 "Taste in acceptance of sugars by human infants", J. Compar. and
Phys. Psychol., vol. 84, nº 3: 496-501.
Douglas, M.
1979 "Les estructures du culinaire", Communications, nº 31: 145-170.
Febvre, L.
1938 "Répartition géographique des fonds de cuisine en France", en
Travaux du 1er Congrès international de folklore, Tours, 1938; citado en
J.-J. Hémardinquer (ed.).
Fischler, Cl.
1978 Interactions bioculturelles dans le domaine alimentarire: l’exemple
du sucre. París, CETSAS (Informe de investigación para la DGRST,
mimeografía, 31 págs.).
1979 "La cuisine et l’esprit du temps", en H. L. Nostrand (ed.), La France
en mutation, Rowley, Mass., Newbury House.
FTC (Federal Trade Commission)
1978 FTC Staff Report on television advertising to children. Washington
DC, FTC.
Gaullin, Steve J. C.
1979 "Choix des aliments et évolution", Communications, nº 31: 33-52.
Harris, D. R.
1969 "Agricultural systems, ecosystems and the origins of agriculture", en
P. J. Ucko y G. W. Dimbledy (eds.), The Domestication and Exploitation of
plants and animals, Chicago, Aldine.
Harris, M.
1977 Cannibals and Kings. The origins of cultures. Nueva York, Random
House.
Hémardinquer, J.-J. (ed.)
1973 "Pour une histoire de l’alimentation", Cahier spécial des Annales,
Paris, Armand Colin.
Hess, J. L. (y K. Hess)
1977 The Taste of America. Nueva York, Penguin Books.
Katz, S. H. (M. L. Hediger y L. A. Valleroy)
1974 "Traditional maize processing techniques in the New World",
Science, vol. 184, 17 mayo: 765-773.
1979 "Un exemple d’évolution bioculturelle: la fève", Communications, nº
31: 53-69.
Lee, R. (e I. DeVore) (eds.)
1968 Man the Hunter. Chicago, Aldine.
Le Magnen, J.
1976 "Mécanismes physiologiques de la prise alimentaire et régulation du
bilan d’énergie chez l’homme", Annales de la nutrition et de l’alimentation,
vol. 30 nº 2-3: 315-330.
Lorenz, K.
1969 L’agression. París, Flammarion.
Maller, O. (y J. A. Desor)
1974 "Effect of taste on ingestion by human newborns", en J. Bosma
(ed.), Fourth Symposium on oral sensation and perception, Development
in the Fetus and Infant, Washington DC, US Printing Office.
Nahoum, V.
1979 "La belle femme", Communications, nº 31: 22-32.
Piattelli-Palmarini, M.
1979 "Structure distale et sensation proximale", Communications, nº 31:
171-188.
Ross, E. B.
1978 "Food taboos, diet, and hunting strategy: the adaptation to animals
in Amazon cultural ecology", Current Anthropology, vol. 19, nº 1, marzo.
Rozin, P.
1976 "The selection of foods by rats, humans, and other animals", en J.
S. Rosenblatt, R. A. Hinde, E. Shaw y C. Beer (ed.), Advances in the
study of behaviour, vol. 6, Nueva York, Academic Press.
Sahlins, M.
1972 Stone Age Economics. Chicago, Aldine.
Sdrobici, D.
1972 "Le comportement alimentaire contemporain en tant que facteur de
sélection naturelle", Cahiers de nutrition et de diététique, VII, 1.
Siccardi, A. G. (y R. Ananthakrishnan)
1972 "Human variability and its possible adaptive significance",
mimeografía, Centre Royaumont pour una Science de l’Homme, París.
Tannahill, R.
1974 Food in History. Nueva York, Stein and Day.
Tiger, L.
1978 "Live people in the machine age", The New York Times, 14 mayo.
Tiger, L. (y R. Fox)
1971 The Imperial Animal. Nueva York, Dell.
Van Lawick-Goodall, J.
1971 Les chimpanzés et moi. París, Presses de la Cité.

Claude Fischler. École des Hautes Études en Sciences Sociales, París.

Resumen
Gastro-nomía y gastro-anomía. Sabiduría del cuerpo y crisis
biocultural de la alimentación moderna
Los individuos de los países occidentales desarrollados padecen
problemas de salud relacionados con una alimentación excesiva e
inadecuada. ¿Cuáles son las causas de ello? Con la modernidad, se
difunde un modo de alimentación basado en el picoteo, en el comisquear
más que en el comer; entra en crisis el sistema de normas (las gastro-
nomías) que regulaba las prácticas alimentarias, y éstas quedan libradas
a la decisión y elección individual (se convierten en gastro-anomías). Los
mecanismos biológicos implicados en la alimentación, seleccionados en
situaciones de escasez e inseguridad alimentaria, dejan de ser
adaptativos cuando, como ocurre en las sociedades opulentas, es posible
acceder de manera continua a una plétora de productos alimenticios.

Abstract
Gastro-nomy and gastro-anomy. The wisdom of body and the
biocultural crisis of modern eating

socioantropología de la alimentación | prácticas alimentarias |


psicopatologías alimentarias
socio-anthropology of feeding | eating practices | eating psychopatology

2010-04

Recibido: 8 enero 2010


Aceptado: 12 marzo 2010

También podría gustarte