Gastroanomia Fischler
Gastroanomia Fischler
Gastroanomia Fischler
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Consideremos el apetito actual del Occidente industrializado: aunque
sobrealimentados, los países desarrollados no se encuentran saciados.
Pero la sobrealimentación contemporánea de una parte del mundo reviste
aspectos inéditos. No es consecuencia, ciertamente, de "orgías
alimentarias" similares a las que realizaba el hombre cazador cuando
regresaba de una campaña exitosa, ni de festines dionisíacos como los
que celebran, en las grandes ocasiones, la mayoría de las sociedades
agrícolas, en el curso de los cuales se ingieren cantidades propiamente
extraordinarias de carne, grasa y alcohol. Muy al contrario: en nuestras
sociedades, y solamente en las nuestras, parece que ese género de
excesos alimentarios festivos se encuentre en vías de desaparición o de
regresión. ¿Quién, en nuestros días, realiza aún esos banquetes rústicos
del siglo XIX, o incluso esas comidas burguesas de la misma época, en
los que se engullían de golpe varios miles de calorías (Aron 1973)? Casi
no hemos tenido ocasión de experimentar los bornes extremos de nuestra
saciedad. Pero todos, o casi todos, desde la infancia, picoteamos
cotidianamente golosinas o tapas diversas; nos dedicamos al pillaje
nocturno de los frigoríficos; nos abandonamos, más o menos frenética o
distraídamente, a los caprichos de una oralidad que sólo cesa de ser
alimentaria para convertirse en alcohólica o tabaquera. En el universo
urbano se ha desarrollado una "psicopatología de la alimentación
cotidiana" (véase Aimez 1979) a menudo ecaracterizada, precisamente,
por desarreglos (1) del apetito, accesos bulímicos, mordisqueos ansiosos
o compulsivos, etc. El hambre no nos atenaza, nos cosquillea; en ese
sentido, no vivimos en modo alguno en la edad de "la gran comilona",
sino en la del gran picoteo.
Pero, si el apetito rabelesiano y el deseo de banquetes y de comidas
compartidas con comensales nos han abandonado, nuestros apetitos de
pájaros bien alimentados bastan para cernir amenazas sobre nuestra
salud. Han surgido enfermedades (o trastornos patógenos) que están
ligadas, directa o indirectamente, a un saldo excedentario, incluso
mínimo, de nuestro balance energético (ingerimos más calorías de las
que podemos quemar) o a un desequilibrio cualitativo de nuestro régimen
(exceso de grasas saturadas, de azúcares de absorción rápida):
obesidad, enfermedades cardiovasculares y ateroscleróticas, etc. En los
países occidentales, según los médicos, hasta un 30% de la población
puede sufrir exceso de peso o auténtica obesidad.
Como consecuencia de ello, nos vemos forzados a la abstinencia
alimentaria, es decir, a la dieta. Tenemos, en suma, que reaprender
voluntariamente a vivir con el hambre, dominándola, matándola. Hoy,
llegamos incluso a consumir masivamente drogas supresoras del hambre,
sustitutos y sucedáneos alimentarios, sin calorías, destinados a conseguir
acallarla sin nutrirnos (evocación paradójica e irrisoria de esas prácticas
de los pueblos hambrientos, que se llenan el estómago para imponer
silencio al sufrimiento).
El omnívoro cazador
El azúcar juega un papel importante en el "desarreglo" alimentario
contemporáneo. Pero, los fenómenos que hemos intentado analizar,
¿podemos extrapolarlos al conjunto de la alimentación o a otros de sus
aspectos?
Según Sdrobici (1972), "el drama biológico del hombre" es que el
mensaje genético "limita sus capacidades metabólicas, pero deja libre
(su) elección alimentaria". Siguiendo la misma línea de razonamiento,
debemos ver que, antes de convertirse en un "drama biológico", esa
característica bien ha podido durante largo tiempo constituir una
bendición.
Esa libertad (relativa) para elegir es, en efecto, propia del omnívoro en el
que el primate ancestral se ha convertido (5), al hacerse predador y
cazador, abandonar el vegetarismo y abrir al mismo tiempo la vía a
formas de organización social más perfeccionadas y más cooperativas
(Tiger y Fox 1971).
Ese ancestro del hombre pudo desde entonces hacer frente a una gama
de situaciones ecológicas casi ilimitada. El hecho de ser omnívoro
implicaba, en efecto, una libertad considerable obtenida a un precio
mínimo. El precio es el requisito de la variedad: el hombre omnívoro sólo
puede obtener los nutrientes que precisa para sobrevivir (vitaminas,
aminoácidos esenciales, etc.) de un abanico de alimentos bastante amplio
(Gaulin 1979). La libertad es, precisamente, la posibilidad de elegir, cuya
ampliación permite una considerable capacidad de adaptación a las
fluctuaciones de los recursos alimentarios.
Ligado a esa pareja constricción/libertad se encuentra la "paradoja del
omnívoro" (véase Rozin 1976). El omnívoro está constantemente
sometido a la tensión de dos tendencias contradictorias. Por una parte,
debe innovar, experimentar sustancias alimenticias nuevas (neofilia),
precisamente para satisfacer sus variadas necesidades metabólicas y
ajustarse a los cambios ecológicos. Ahora bien, eso lo expone, por otra
parte, a riesgos (la toxicidad eventual de alimentos desconocidos). Tiene,
pues, al mismo tiempo, que ser capaz de superar o eludir esos riesgos y,
por tanto, de desconfiar de los alimentos desconocidos (neofobia), de
aprender a evitar o a rechazar los tóxicos. De esa tirantez constante entre
deseo de innovación y miedo a la novedad se deriva una ansiedad que
es, sin duda, consustancial al estado de omnívoro. Luego veremos que,
paradójicamente, esa ansiedad fundamental es reactivada de modo
paroxístico por la modernidad alimentaria.
El hombre, como cazador-recolector, parece que puede satisfacer, por lo
general bastante bien, la exigencia de variedad. Por una parte, la
recolección parece permitirle obtener un abanico de alimentos
probablemente más variados y abundantes de lo que durante mucho
tiempo se ha creído (Gaulin 1979, Lee y De Vore 1968, Sahlins 1972):
frutos y bayas, pero también larvas y pequeños animales; después,
legumbres, tubérculos; eventualmente, gramíneas salvajes; etc. Por otra
parte, la caza le aporta, de manera más o menos irregular, recursos
suplementarios de proteínas. Pero el consumo de caza mayor plantea el
problema vital de la corrupción de los alimentos. A no ser que se
disponga de técnicas de conservación perfeccionadas (secado, ahumado,
salazón, etc.), habrá que elegir entre comer todo lo posible en el lugar
donde se obtiene la presa o dejar que se pudran los restos. De ahí, según
Lorenz (1969), las "orgías" cárnicas durante las cuales los hombres
almacenan en sus cuerpos la mayor cantidad posible de proteínas.
Habría, en suma, una ventaja selectiva en la glotonería. Ante la falta de
depósitos de alimentos, el consumidor de alimentos arcaico podía
constituir reservas internas, al menos simbólicas.
La revolución/regresión neolítica
La aparición de la agricultura, hace una decena de miles de años,
aumentó sin duda la cantidad global de recursos alimentarios; incrementó
igualmente las posibilidades de almacenaje (grano y ganado). Pero
probablemente la agricultura tiende también, como señala Gaulin (1979),
a encoger el abanico cualitativo de los alimentos consumidos y a
introducir en la alimentación humana una monotonía creciente. Por otra
parte, el sistema alimentario basado en la producción agrícola presenta
una fragilidad acrecentada, al menos en los territorios pobres, como
resultado del proceso de especialización creciente ligado a la producción
agrícola. Esa "lenta marcha hacia la especialización del progreso
agrícola, cuyos (...) comienzos se sitúan en el saltus (6) del creciente fértil
durante el Neolítico" (Barrau 1974) hace que la alimentación esté basada
cada vez más en un producto base (staple), en general rico en hidratos de
carbono: cereales en forma de gacha, tortita, galleta, pan; patatas o
tubérculos diversos; algarrobas, etc. Ese staple, que es también el cultivo
básico, está acompañado, en mayor o menor frecuencia y de manera más
o menos abundante, según las circunstancias, con una carne dominante
procedente de la ganadería. La oposición staple/alimentos de
complemento o de placer (carne en particular) se encuentra en la
distinción tradicional china entre fan (el grano, es decir, el arroz,
considerado como "lo que alimenta") y ts’ai (legumbres y carne que
amenizan el fan; en suma, la parte de placer de la comida) (Chang 1977).
Desde entonces, toda crisis de producción del staple tiene consecuencias
catastróficas: la desnutrición pura y simple de poblaciones enteras, el
hambre. En mayor frecuencia, son los "complementos" del staple los que
vienen a faltar. Es, entonces, la malnutrición cualitativa la que se
extiende, por no haber cumplido con el requisito de la variedad (déficit
vitamínicos, proteínicos o de aminoácidos esenciales, con el cortejo de
enfermedades que acarrean). De manera que las sociedades agrícolas, al
reducir en parte la fluctuación de los recursos o, al menos, la irregularidad
de los ciclos alimentarios, han introducido el riesgo de crisis con
consecuencias catastróficas.
En ese sentido -el de un estrechamiento del abanico alimentario, una
relativa pérdida de complejidad debida a la especialización progresiva y,
en consecuencia, una fragilidad acrecentada del sistema agro-
alimentario- quizás pueda decirse que la revolución neolítica, en algunos
aspectos, supone en efecto una regresión.
No obstante, como hemos visto, el proceso de especialización es lento. Y,
en las sociedades agrícolas que subsisten en Occidente hasta fechas
muy recientes, la alimentación se inscribe en el marco de ecosistemas
domésticos diversificados (Barrau 1974, Harris 1969), al menos en la
mayoría de los casos: policultivos, parcelas de pequeña dimensión,
cultivo de una diversidad y variedad de especies, producción doméstica
de lo esencial o de una gran parte de los géneros consumidos; con la
excepción, sin embargo, de algunos productos que tenían ya valor de
cambio y cuyo sistema de producción y distribución funciona desde
bastante pronto a escala interregional o incluso internacional. Éste último
es el caso de las especias, por supuesto, pero también el del azúcar
(cuyo estatus, hasta la "revolución dulce" del siglo XIX, se distingue poco
del de las especias) y, en alguna medida, el caso de la sal. Se trata de
productos, llegados del exterior, que vienen, literalmente, a salpimentar
un poco la monotonía de la comida.
Puesto que las prácticas alimentarias así ligadas a la producción local
permanecen estrechamente constreñidas, se caracterizan por una gran
rigidez y una gran repetitividad, que sólo son temperadas por otros dos
elementos. En primer lugar, en el ecosistema doméstico diversificado
están disponibles múltiples sub-variedades de especies consumibles, lo
que permite variar bastante sutilmente los sabores (Barrau 1978 y
comunicación personal). Pero, sobre todo, lo que viene a temperar esa
monotonía es el régimen de alternancia, el carácter cíclico muy marcado
de la alimentación. Los ciclos están sometidos a exigencias ecológicas y
culturales: estaciones en las que se produce y en las que no, fases de
penuria y de abundancia, periodos de trabajo intensos y de reposo
relativo; celebración de rituales ligados a los grandes trabajos agrícolas,
fiestas y ayunos religiosos, festividades diversas, etc. La cotidianidad
está, pues, jalonada de rupturas, restrictivas (ayunos, "vigilia") o festivas,
con ocasión de las cuales los seres humanos se embriagan literalmente
con manjares ricos y raros, con carne grasa en particular, como ocurre en
el caso de los cazadores cuando retornan de una campaña exitosa, pero
también con alcohol.
Los constreñimientos socioculturales son poderosos y complejos. Las
gramáticas culinarias, los principios de asociación y de exclusión entre los
distintos alimentos, las prescripciones y las prohibiciones tradicionales y/o
religiosas, los ritos de la mesa y de la cocina estructuran la alimentación
cotidiana. El uso de alimentos, así como el orden, la composición y la
hora de las comidas, están precisamente codificados. Un determinado
número de "marcadores" gustativos afirman la identidad alimentaria,
sellan muy férreamente la pertenencia culinaria a un territorio local, en
particular el uso exclusivo de una grasa de cocción específica. A este
respecto, los historiadores han mostrado la gran estabilidad y la rigidez de
lo que denominan los "fondos de cocina": aceite de oliva en el Mediodía
mediterráneo, manteca de cerdo o mantequilla en el Oeste, etc. (Febvre
1938).
El requisito de la variedad y la libertad de elección, junto a la paradoja
neofilia/neofobia, generadora de ansiedad (pero protectora y, sin duda,
creadora), nos remiten a una constante. Ésa constante es el hecho de
que la historia alimentaria del phylum humano está marcada, no por la
penuria permanente, sino por la fluctuación cualitativa y cuantitativa de
recursos; por la alternancia, tanto de periodos "grasos" y "magros" como
de consumos de distintas especies; por el carácter cíclico, más o menos
irregular, de la alimentación (estaciones y precipitaciones, cambios
climáticos, los azares y la suerte en la caza, las incertidumbres de la
producción agrícola, las catástrofes naturales o bélicas, etc.). Son esa
periodicidad fluctuante y esa inseguridad radical las que constituyen el
environment of adaptedness de la alimentación humana.
Ahora bien, en algunos decenios, la revolución industrial, la
especialización y los rendimientos crecientes de la producción agrícola, el
desarrollo hipertrófico de las ciudades, van a crear una modernidad
alimentaria que va a trastornar o incluso a trastocar completamente la
relación del hombre con su alimentación. En el pasado, reinaban la
inseguridad del aprovisionamiento y la estabilidad de los usos. La
modernidad alimentaria aporta la plétora, un aflujo continuo de alimentos
que parece inagotable; pero también el cambio acelerado y la crisis en los
usos de la cocina y de la mesa. Con la modernidad alimentaria surge la
crisis moderna del régimen.
La modernidad alimentaria
En la edad industrial, la modernización de la agricultura (que pasa por una
especialización creciente) y, luego, la industrialización agro-alimentaria
han eliminado, en los países ricos, el "fantasma del hambre". El hombre
occidental ha podido satisfacer cada vez más, y cada vez más libremente,
sus deseos alimentarios. En el mundo desarrollado, ha aumentado de
manera considerable en todas partes el consumo de alimentos "de
excepción", a la par que descendía el de alimentos "de necesidad"
(Claudian y Serville). Los consumos de carne, de azúcar, de productos
grasos, de lácteos, de frutos frescos se han elevado, en particular tras la
Segunda Guerra Mundial, en la mayoría de los países occidentales, al
contrario de lo que ha ocurrido con los consumos de cereales (pan),
legumbres secas y otros alimentos básicos. Como muchos autores han
señalado con frecuencia, no es el pan lo que nos ganamos con el sudor
de nuestras frentes, sino el bistec.
El tiempo y el trabajo que en el pasado eran indispensables para preparar
la comida se han reducido de modo considerable. Las nuevas técnicas de
conservación y la extensión y el perfeccionamiento de la industria agro-
alimentaria (conservas, congelación, pasteurización, liofilización, nuevos
envases de todo tipo) han logrado conjurar definitivamente el peligro
inmemorial de la corrupción biológica de los alimentos y tienden cada vez
más a transferir a la fábrica las tareas que en otro tiempo se efectuaban
en la cocina. La distribución moderna, al utilizar plenamente los
transportes más rápidos, permite el consumo de los más diversos
alimentos sin ninguna restricción de origen, estación o clima. Durante
todo o casi todo el año podemos comer fresas (de Israel o de California),
judías verdes (de África del Sur o de Senegal); el aguacate o los frutos
exóticos son cada vez más corrientes en las mesas europeas.
Así, en el espacio de algunos decenios, una parte de la humanidad se ha
encontrado colmada con todos los favores alimentarios que su ancestro
paleolítico hubiese podido soñar. Y, de hecho, es un verdadero sueño
alimentario de cazador-recolector el que nosotros hacemos realidad
cotidianamente, incluso sin preocuparnos de ello: carne en todas las
comidas, frutas y legumbres a voluntad y durante todo el año, grasas y
golosinas variadas, etc. Hemos abolido la alternancia graso-magro; lo
graso se ha convertido en nuestro pan de cada día. En la sociedad
urbana, hemos abolido incluso la alternancia misma; según una fórmula
utilizada por Edgar Morin en otro contexto, hemos reemplazado la
alternancia por la alternativa, y, por primera vez, hemos olvidado nuestro
sentimiento de inseguridad alimentaria.
Pero en esa libertad y esa seguridad nuevas se encuentran también los
gérmenes de una angustia y una inseguridad igualmente nuevas.
Los antiguos ecosistemas domésticos diversificados han dejado su lugar
a otros, hiperespecializados o "hiperhomogeneizados" (Barrau). Podría
sostenerse, incluso, en el límite, que los ecosistemas domésticos han
desaparecido prácticamente en tanto que tales. Los paisajes agrícolas
modernos están constituidos en buena medida por vastos campos de
monocultivos, que son el resultado último de los procesos de
especialización que comenzaron en el Neolítico. Los territorios se
inscriben, pues, en lo sucesivo, en el marco de vastos sistemas de
producción agro-alimentaria, de escala internacional, y no ya en marcos
de subsistemas locales o regionales. En el ámbito de la alimentación ello
supone, en suma, una inversión de la situación anterior: muchos
alimentos esenciales, como ocurría en el pasado con las especias,
provienen ahora del exterior, en el marco de un sistema de producción y
de distribución mucho más amplio.
Esa situación tiene como efecto una ampliación (al menos potencial) del
repertorio alimentario, una disminución considerable de la repetitividad
alimentaria. Pero provoca igualmente una homogeneización de los
alimentos. Los productos que en lo sucesivo encontramos en los
supermercados son cada vez con mayor frecuencia los mismos de una
región a otra, incluso de un continente a otro. Se reduce la variedad
intraespecífica de los alimentos vegetales. El etnobotánico Jacques
Barrau señala que, en Francia, allí donde en el siglo XIX estaban
catalogadas 88 variedades de melones, hoy apenas encontramos más de
5; que, en 1853, los hermanos Audibert, viveristas provenzales, ofrecían a
la venta 28 variedades de higos, mientras que hoy apenas encontramos
por lo común más de 2 ó 3 (Barrau 1978 y comunicación personal).
Con la evolución de la producción y la distribución agro-alimentarias,
perdemos progresivamente cualquier contacto con el ciclo productivo de
nuestros alimentos. Se nos escapa una parte cada vez mayor de la
cadena de operaciones que llevan los productos del suelo a nuestra
mesa. A decir verdad, carecemos incluso de la más mínima idea sobre su
origen real, sobre los procedimientos y las técnicas utilizadas para su
producción, expedición y tratamiento. La sociedad agro-industrial y la
ciudad han hecho de nosotros unos "consumidores puros". Comenzamos
ahora a entrever cómo y por qué, mientras que, en la situación tradicional,
el alimento venido del exterior era buscado y apreciado, en nuestros días,
cada vez con mayor frecuencia, es el alimento procedente del "territorio"
local el que es objeto de una valorización considerable.
El festín envenenado
Toma de conciencia, crisis de confianza: descubrimos, así, que los
progresos tecnológicos e industriales van acompañados de un descenso
(real o imaginario, real e imaginario) de las cualidades gustativas de los
alimentos, de una estandarización-homogeneización de los productos o,
incluso, de la desaparición de los productos artesanales (quesos,
charcuterías, pan, etc.), de su reemplazo por sustitutos industriales y de
su disminución en beneficio de éstos.
La preocupación por la higiene y la pureza ha tomado durante mucho
tiempo formas obsesivas, como lo muestra especialmente el consumo
masivo, en particular a partir de los años sesenta del siglo XX, de signos
de pureza, como el color blanco (pan blanco, azúcar blanca, ternera
blanca, decoración blanca de las tiendas de alimentación modernas, de
las cocinas-laboratorios, blusas blancas del personal de los
supermercados, etc.), el uso extensivo del celofán y el envasado en
materia plástica. La generalización de los procedimientos de conservación
e higiene y la obsesión bacteriológica, al esterilizar los alimentos, parece
que hubiesen esterilizado también sus sabores; los embalajes plásticos y
el celofán han instalado a los alimentos en una no man’s land aséptica,
que los separa aún más tanto de sus orígenes como de su consumidor.
Pero la preocupación por la higiene y la pureza retorna sobre sí misma y
se amplifica, pues a la obsesión de pureza biológica le sucede una
obsesión de pureza química. Descubrimos con angustia que el progreso
alimentario, en el momento mismo en que incrementa las protecciones
contra los peligros inmemoriales (la penuria y la corrupción de los
alimentos), suscita obscuramente nuevos peligros. Los alimentos
envueltos en celofán, apilados en los cajones frigoríficos de los
supermercados, o alineados en estanterías infinitas, son cada vez más, a
nuestros ojos, objetos desconocidos, cargados con toda probabilidad de
venenos misteriosos, objetos reducidos a su apariencia o, peor aún,
señuelos. Descubrimos, pues, que lo bello y lo bueno no se amoldan, que
ya no concuerdan; los frutos suntuosos que mascamos están
impregnados de pesticidas, untados con siliconas, y son además
insípidos. Resulta que los alimentos más familiares, los más cotidianos,
se revelan engañosos: descubrimos que las hamburguesas no contienen
carne o sólo una poca; que los vinos son "cortados", azucarados,
azufrados; que los frutos son "tratados". Aprendemos que existen
misteriosos "aditivos": conservantes, colorantes, "agentes de textura", de
"sapidez", etc. De hecho, la tecnología alimentaria ha conseguido hoy
manipular y controlar a su antojo todos los caracteres sobre los cuales se
fundaba nuestro reconocimiento de los alimentos: forma y apariencia,
textura, color, olor, gusto. Se sirve y abusa de ese poder para estimular el
consumo.
El uso que se hace del azúcar en la industria alimentaria moderna es
particularmente ilustrativo al respecto.
Las investigaciones de los psicofisiólogos han mostrado, como hemos
visto, que la atracción por el sabor dulce es innata en buena medida. Si
se le presentan a un recién nacido dos soluciones, una azucarada y la
otra no, beberá voluntariamente más de la primera, y, si las dos están
azucaradas, consumirá más de la solución con mayor concentración. Más
aún: aceptará soluciones de sabor amargo o ácido (incluso muy fuertes,
inaceptables para un adulto) siempre que se les añada azúcar. Así, el
sabor dulce aparece como una especie de señal de aceptación y como
una señal que tiende a incrementar la cantidad ingerida (Desor, Maller y
Andrews 1975; Maller y Desor 1974; Desor, Maller y Turner 1973).
En el período reciente, el aumento masivo del consumo de azúcar en los
países occidentales se ha basado casi exclusivamente en el consumo del
azúcar llamado "invisible", que es el que se introduce en los alimentos
preparados por la industria alimentaria. Así, productos que, en función de
nuestras categorías culturales, forman parte de lo salado y no de lo dulce,
contienen, sin embargo, cantidades importantes de azúcar. El kétchup de
la marca Heinz, según su composición, contiene un 27% (Que choisir?,
diciembre 1978). Y encontramos también azúcar, en importantes
cantidades, en las mayonesas y los salchichones industriales. Está claro
que ese azúcar está destinado a hacernos comer más. Al estar
introducido en alimentos que clasificamos como "salados", la señal
azucarada sólo es percibida subliminarmente, de manera que la mecánica
biológica se activa sin que las censuras sociales sean alertadas, sin que
los códigos y las normas culturales estén siendo aparentemente
atacados, mientras que en realidad están siendo profundamente
transgredidos, a través, en este caso, de la oposición-incompatibilidad
radical entre lo dulce y lo salado.
El consumidor de comidas moderno no sabe ya lo que come, literalmente.
Sus señales y criterios más fundamentales se encuentran confundidos,
han sido engañados y deformados. Su conciencia creciente de las
manipulaciones que se ejercen sobre los comestibles ha erosionado su
confianza; así, saborea los alimentos más usuales con la ansiedad y la
reticencia inquieta que manifestaría ante una cocina desconocida. Se
encuentra como sobrecogido por el viejo fantasma de "la incorporación
del objeto malo", como atrapado de nuevo por una "neofobia" que se
ejercería en contra incluso de la alimentación más familiar. Entre el
consumidor de comidas y sus alimentos no existe ya vínculo alguno de
pertenencia común; no existe ya esa conexión que vinculaba al
consumidor y al alimento a un mismo nicho ecológico o a un mismo
territorio. El alimento, para hablar con propiedad, se ha convertido en un
objeto sin historia conocida, en un artefacto que flota en un vacío casi
sideral, entre pasado y porvenir, a la vez amenazante y fascinante.
Así, la tecnología alimentaria, apoyada por las fuerzas conjugadas del
márquetin y de la publicidad, llega a cortocircuitar los marcos culturales
de la alimentación, las gramáticas culinarias, y trastoca lo que hay de más
fundamental en el comer, en la biología de la elección alimentaria. Pero si
los códigos, las reglas, las normas que enmarcan culturalmente el comer
pueden burlarse o subvertirse con tanta facilidad, es, sin duda, porque se
encuentran ya fragilizadas, fisuradas, trastornadas.
A las divisiones sociales les correspondían tradicionalmente divisiones
alimentarias, codificaciones simbólicas de los alimentos. Por ejemplo, a la
infancia (y a la mujer, ese "eterno niño"): leche, miel, dulces; al hombre:
carnes rojas viriles, alcoholes de alta graduación. Así, entre otros ritos de
paso que sancionaban el acceso al mundo adulto, figuraba en especial la
renuncia a las golosinas, es decir, a las dulzuras de la infancia y de los
cuidados maternos. Era necesario pasar de la dependencia a la
independencia, pasar por un segundo destete. Pero resulta,
precisamente, que todas las divisiones sociales sufren fuertes sacudidas.
Los roles sociales son cuestionados; las imágenes tradicionales de la
virilidad, de la feminidad, pero también las de la infancia y la
adolescencia, se difuminan. Desde entonces, se producen desencajes en
la perfecta adecuación establecida entre "grillas sociales" y categorías
alimentarias. Todo el sistema de "codificación" de alimentos se encuentra
sometido a tensiones. Así, si nos atenemos a las referencias
tradicionales, habría que decir que la alimentación masculina se
"desviriliza", que la alimentación adulta se "infantiliza" y/o se "feminiza".
Hay una vacilación generalizada, una crisis de los códigos y las
representaciones alimentarias, que traduce una crisis más general de la
cultura y la civilización, y que deja paso a una crisis biocultural de la
alimentación.
Gastro-nomía y gastro-anomía
Como hemos dicho, la abundancia vinculada a la modernidad comporta a
la par una libertad y una inseguridad nuevas, pues ocurre, en efecto, que
el régimen alimentario se convierte en objeto de decisión individual. Hasta
entonces, como lo que había que hacer venía dictado por los recursos
disponibles, por el grupo, la tradición, los rituales y las representaciones,
la elección se imponía por sí misma. Pero he ahí que ésta retorna como
un bumerán sobre el individuo, a quien, en lo sucesivo, le pesará como
una carga, pues ahora se ve, literalmente, en el apuro de tener que elegir.
Ahora bien, ese individuo, atomizado por la civilización moderna, es decir,
reducido al estado de una partícula de la sociedad de masas, corta cada
vez más los lazos familiares, sociales, culturales tradicionales, y apenas
dispone ya de indicadores para llevar a cabo la elección. El nuevo
comedor-consumidor, lo hemos visto, no sabe ya cómo distinguir lo
comestible de lo no-comestible, de manera que casi termina por no
reconocerse a sí mismo. Los alimentos que incorporamos nos incorporan
a su vez al mundo, nos sitúan en el universo; y, por ello, el moderno
consumidor, al identificar mal los alimentos que toma, tiene cada vez más
dudas sobre su propia identidad.
La crisis (9) de los criterios de elección, de los códigos y de los valores
alimentarios, la crisis de la simbólica alimentaria, la descomposición del
comensalismo, todo ello nos conduce hacia esa noción cardinal de la
sociología durkheimniana: la anomía. Al desfallecer o relajarse el sistema
nomológico alimentario y las "taxonomías" alimentarias, que tendrían que
dirigir las elecciones, el individuo-consumidor de alimentos se encuentra
librado a sí mismo. Es en ese sentido en el que cabe decir que, en el
corazón de la crisis del régimen, se ha pasado de la gastro-nomía a la
gastro-anomía.
Es en la brecha de la anomía donde proliferan las presiones múltiples y
contradictorias que se ejercen sobre el consumidor de alimentos
moderno: publicidad, medios de comunicación, sugestiones y
prescripciones diversas, y sobre todo, cada vez más, advertencias
médicas. La "libertad" anómica es también una tensión que crea
ansiedad, y esa ansiedad sobredetermina a su vez las conductas
alimentarias aberrantes.
Notas
Claude Fischler es Director de investigaciones del Centre National de la
Recherche Scientifique (CNRS, Francia) y director del Centre Edgar Morin
(Institut Interdisciplinaire d’Anthropologie du Contemporain, École des
Hautes Études en Sciences Sociales, París). La editorial Anagrama
publicó en 1995 una de sus obras más relevantes, El (h)omnívoro. El
gusto, la cocina y el cuerpo (ed. orig. 1990), que constituye, sin duda, una
referencia fundamental en el campo de la sociología y la antropología
sociocultural de la alimentación.
El presente artículo fue publicado originariamente en Communications,
núm. 31, 1979 (monográfico sobre La comida. Para una antropología
biocultural de la alimentación: 189-210). Traducción y adaptación de José
Luis Solana, Departamento de Antropología, Geografía e Historia,
Universidad de Jaén. Agradecemos al profesor Claude Fischler su amable
autorización para traducir y publicar este texto.
1. La palabra francesa que utiliza el autor es dérèglement. Este término
refiere al estado de lo que está déréglé, desarreglado, desajustado, de lo
que no se aviene ya a la regla establecida; así como al hecho de
apartarse, dejar de lado o ignorar las reglas de la moral, del equilibrio y de
la mesura, de desviarse de ellas. Tiene también el significado de
desorden y mal funcionamiento. Admite ser traducido al castellano como
desarreglo, desorden, alteración, desajuste, mal funcionamiento. (Nota
del traductor)
2. Señalemos, sin embargo, este detalle importante: las frutas eran el
único producto de sabor dulce que figuraba en esas bandejas.
3. El término que utiliza Fischler es contraintes. En plural o en singular
(contraite) aparece en varias frases a lo largo del texto. El diccionario Petit
Robert de la lengua francesa le atribuye, entre otros, los significados de
coerción, presión, regla obligatoria, disciplina. En los diccionarios de
francés-español contrainte suele traducirse como coacción y obligación.
Pero, a la hora de traducirlo, es posible también recurrir a otros vocablos
castellanos, en general sinónimos de los anteriores, como constricción,
constreñimiento, imposición, exigencia (e, incluso, restricción, requisito o
limitación), los cuales, en determinados contextos, permiten traducciones
al castellano más precisas. Por ello, con el fin de ajustar la traducción al
significado más adecuado en cada uno de los contextos en que contrainte
y su plural contraintes aparecen, no utilizaré un único vocablo castellano -
ni, por tanto, siempre el mismo- para traducir esos términos franceses,
sino que me valdré de vocablos distintos, si bien homólogos. (Nota del
traductor)
Bibliografía
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1979 "Psychopathologie de l’alimentation quotidienne", Communications,
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Aykroyd, W. R.
1967 Sweet Malefactor: Sugar, Slavery and Human Society. Londres,
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Resumen
Gastro-nomía y gastro-anomía. Sabiduría del cuerpo y crisis
biocultural de la alimentación moderna
Los individuos de los países occidentales desarrollados padecen
problemas de salud relacionados con una alimentación excesiva e
inadecuada. ¿Cuáles son las causas de ello? Con la modernidad, se
difunde un modo de alimentación basado en el picoteo, en el comisquear
más que en el comer; entra en crisis el sistema de normas (las gastro-
nomías) que regulaba las prácticas alimentarias, y éstas quedan libradas
a la decisión y elección individual (se convierten en gastro-anomías). Los
mecanismos biológicos implicados en la alimentación, seleccionados en
situaciones de escasez e inseguridad alimentaria, dejan de ser
adaptativos cuando, como ocurre en las sociedades opulentas, es posible
acceder de manera continua a una plétora de productos alimenticios.
Abstract
Gastro-nomy and gastro-anomy. The wisdom of body and the
biocultural crisis of modern eating
2010-04