Carta A Cristina (Resumen)

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Carta del señor Galileo Galilei, Académico Linceo, escrita a la señora Cristina de Lorena, Gran Duquesa de

Toscana
(Resumen)

Elaborado por : Heriberto Baltazar Rincón

Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre
algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos por amor a
nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo contrario a ella en los libros
santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento. Pero ocurrió que la era ha revelado progresivamente a
todos la verdad de lo por mí sentado. Quienes permanecen al tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia
natural quedaron persuadidos de la exactitud de mi primera postura. Y quienes se negaban a reconocer la
verdad de lo cual yo aseveraba únicamente por causa de su inesperada novedad o pues carecían de una
vivencia directa de ella, se plegaron poco a poco a mi criterio. Sin embargo los hay quienes, amén de su apego
a su primer error, expresan encontrarse mal dispuestos, no como para con las preguntas que expongo, cuanto
para con su creador; y como por el momento no tienen la probabilidad de negar una verdad por hoy bien
probada, la ocultan con obstinado silencio, y aún más irritados que anteriormente por mis afirmaciones que
los demás permiten ahora sin preocupación, tratan de combatirlas de distintas modalidades. No realizaría yo
más caso de ellos que de los otros contradictores que se me han contrario, seguro de que la exactitud de lo
cual sostengo habrá de ser por fin reconocida, si no viera que aquellas novedosas calumnias y persecuciones
no se limitan a la cuestión especial de que he tratado, sino que se prolongan hasta el punto de hacerme objeto
de acusaciones que tienen que ser; y que son para mí más insoportables que el deceso. Es por esto que no
debo hacer de modo que su injusticia sea reconocida sólo por quienes me conocen, y los conocen a ellos, sino
por cualquier otra persona. Esos adversarios intentan desprestigiarme por todos los medios probables. Saben
que mis estudios de astronomía y de filosofía me han llevado a afirmar, con interacción a la constitución de
todo el mundo que el Sol, sin cambiar de sitio, permanece ubicado en el interior de la revolución de las órbitas
celestes, y que la Tierra gira sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una postura
similar no solamente elimina los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que trae consigo secuelas que
permiten entender, así sea varios efectos naturales que de otro modo no se sabría cómo describir, ya ciertos
descubrimientos astronómicos actuales, los que contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y sostienen
a maravilla el de Copérnico. Cayendo en la contabilización de que si me afrontan tan únicamente en el terreno
filosófico les resultará, dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su argumento incorrecto tras la
cobertura de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas, con poca sabiduría, a
la refutación de argumentos que no han comprendido. En primera instancia, han intentado por sí mismos
hacer pública la iniciativa de que tales proposiciones van en oposición a las Sagradas Escrituras, y de que por lo
tanto son heréticas. Después, advirtiendo que la naturaleza humana está más dispuesta a admitir los actos por
los cuales el prójimo, aun cuando sea injustamente, es castigado, que no las que se dirigen a darle un justo
mérito, no fue difícil hallar quien, por herético condenable lo haya imputado a partir de los púlpitos, con un
poco devoto y todavía menos cauteloso agravio no únicamente para la esa ideología y para los que la siguen,
sino además para las matemáticas y los matemáticos. Al fin, con más confianza y esperando en vano que la
semilla, que previamente había enraizado en su mente no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo,
van murmurando entre el poblado que por ser tal va a ser juzgada en breve por la suprema autoridad y
conociendo que esa testimonio no únicamente destruiría estas 2 conclusiones, sino que además transformaría
en condenables a cada una de las demás visualizaciones y postulados astronómicos y naturales, con los cuales
se corresponden y mantienen una interacción de necesidad, tratan de en lo viable, en aras a facilitar el tema,
que esa crítica casi mundial sea considerada como nueva y propia de mi persona, disimulando saber que ha
sido Nicolás Copérnico su creador, o más bien su renovador y protector. Hombre éste, no solamente católico,
sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado que, procurando en el Concilio de Letrán, promulgado por León XI,
el asunto de la reforma del calendario eclesiástico, ha sido denominado a moverse a partir de los confines de
Alemania a Roma para realizar la citada reforma, la cual, si entonces quedó imperfecta, ello solamente se
debió a que aún no se poseía entendimiento preciso de la duración del año y del mes lunar. Delegado por el
obispo Semproniense, entonces responsable de esta labor, de continuar estudios con miras a determinar la
naturaleza de los movimientos celestes, Copérnico se abocó al trabajo, y a costa de destacable esfuerzo y
merced a su genio admirable, obtuvo monumentales progresos en sus ciencias, y consiguió mejorar la
precisión del entendimiento de los períodos de los movimientos celestes, mereciendo de esta forma el título
de summo astronomo. Merced a sus trabajo se ha podido solucionar después la cuestión del calendario y erigir
las tablas de todos los movimientos de los planetas. Copérnico había de exponer esta ideología en 6 libros que
divulgó a requerimiento del cardenal de Capua y del obispo Culmense y dedicó su libro sobre las Revoluciones
Celestes, al sustituto de León X, o sea, a Pablo III; dicha obra, publicada por ese entonces, fue bien recibida por
la Santa Congregación, y leída y estudiada por todo el planeta, sin que nunca se haya formulado reparo alguno
a su ideología. No obstante, al mismo tiempo que se va comprobando, con base a precisos experimentos y
necesarias demostraciones, la certeza de las teorías copernicanas, no faltan personas que, aun sin haber
observado nunca del libro, condecoran las múltiples fatigas de su creador con la importancia de herético, y
esto con el exclusivo objeto de saciar su propio desdén, dirigido sin razón alguna contra otro que, junto con
Copérnico, no tiene interés alguno que no sea la comprobación de sus teorías. Por esto, frente a las
acusaciones que injustamente hablamos de hacerme, y que ponen en tela de juicio mi fe y mi fama, he
considerado primordial afrontar aquellos argumentos, que me son opuestos en nombre de un pretendido celo
por la creencia y echando mano de las Sagradas Escrituras, puestas al servicio de posiciones que no son
sinceras, y con la pretensión de prolongar su autoridad, y aun de abusar de ella, sobrepasando su intención y
las interpretaciones de los papás, al hacerla terciar en conclusiones puramente naturales y que no son de Fe,
reemplazando de esta forma los razonamientos y las demostraciones por cualquier pasaje de la Escritura,
pasaje que frecuentemente, más allá de su sentido literal, podría ser interpretado de distintas posibilidades.
Espero mostrar que yo procedo con un celo muchísimo más piadoso y más acorde a la creencia que ellos una
vez que propongo, no que no se condene a aquel libro, sino que no se le condene, como ellos quisieran, sin
verlo, leerlo, ni entenderlo. Precisaría que se supiera reconocer que el creador nunca trata en él preguntas que
perjudiquen a la creencia o a la fe, y que no muestra argumentos que dependan de la autoridad de la Sagrada
Escritura, que ocasionalmente podría haber interpretado mal, sino que se atiene constantemente a
conclusiones naturales, que atañen a los movimientos celestes, fundadas sobre demostraciones astronómicas
y geométricas y que proceden de vivencias razonables y de minuciosísimas visualizaciones. Lo que no supone
que Copérnico no haya prestado atención a los pasajes de la Sagrada Escritura, sin embargo una vez de esta
forma demostrada su ideología, estaba de hecho persuadido de que en modo alguno podía encontrarse en
contradicción con las Escrituras, a partir de que se las comprendiera de forma correcta. Es por esto por lo cual
al concluir su prefacio y dirigiéndose al Soberano Pontífice, se expresa de esta forma: «Si acaso existieran
mataiológoi (charlatanes), quienes, a pesar de desconocer toda la matemática, se permitieran juzgar sobre ella
basados en cualquier pasaje de las Escrituras, deformado en especial para sus fines, y se atrevieran a criticar y
atacar mis enseñanzas, no me preocuparé de ellos en absoluto, debido a lo cual despreciaré su juicio como
temerario. Nadie ignora que Lactancio, renombrado autor, empero matemático deficiente, habla de la manera
de la Tierra de manera tan pueril, que ridiculiza a quienes declararon que ella poseía forma de esfera; de
manera los investigadores no se asombrarán si esos me pusieran en ridículo. La matemática se redacta para los
matemáticos, quienes, si no me equivoco, pensarán que mi trabajo va a ser eficaz además a la sociedad
eclesiástica, cuyo principado desempeña ahora Vuestra Santidad.» De esta índole son quienes se ingenian
para hacer creer que tal creador se condena, sin siquiera haberlo observado, y quienes, para mostrar que ello
no únicamente está autorizado, sino que es realmente productivo, alegan la autoridad de la Escritura, de los
teólogos y de los Concilios. Yo reverencio a aquellas autoridades y les tengo sumo respeto; consideraría
demasiado temerario contradecirlas; empero, al mismo tiempo, no pienso que constituya un error dialogar
una vez que se poseen causas para pensar que ciertos, en su propio interés, intentan aprovecharlas en un
sentido distinto de ese en que los interpreta la Santa Iglesia. Por esto, con una confirmación solemne
(y~pienso que mi sinceridad se manifestará por sí misma), no solamente me propongo rechazar los errores en
los que hubiera podido caer en el lote de las cuestiones tocantes a la creencia, sino que declaro, además, que
no quiero establecer controversia alguna en aquellas materias, ni aun en la situación en que tengan la
posibilidad de ofrecer sitio a interpretaciones divergentes: y esto porque, si en aquellas consideraciones
alejadas de mi profesión personal, llegará a manifestarse algo susceptible de inducir a otros a que hicieran una
consejo eficaz para la Santa Congregación con respecto al carácter incierto del sistema de Copérnico, quiero yo
que aquel punto sea tenido presente, y que saquéis de él el partido que las autoridades consideren adecuado;
de otro modo, sean mis escritos desgarrados o quemados, puesto que no me propongo con ellos cosechar un
fruto que me hiciera traicionar mi fidelidad por la fe católica. Además de aquello, aunque con mis propios
oídos haya escuchado muchísimas de las cosas que ahí asevero, de buen nivel les concedo a quienes las
mencionaron que quizá no las hayan comentado, si asi les place, y confieso haber podido comprenderlas mal;
de esta forma puesto que, no se les atribuya lo cual yo sostengo, sino a quienes compartieran dicha crítica.
El fundamento, puesto que, que ellos aducen para sentenciar la teoría de la movilidad de la Tierra y la igualdad
del Sol es el siguiente: que leyéndose en varios párrafos de las Sagradas Escrituras que el Sol se mueve y la
Tierra está quieto, y no logrando ellas nunca mentir o cometer un error, de allí se infiere que es equivocada y
condenable la afirmación de quien pretenda postular que el Sol sea fijo y la Tierra se mueva.
Contra esa crítica quisiera yo refutar que, es y fue santísimamente hablado, y predeterminado con toda
prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras tienen la posibilidad de estar erróneas, constantemente
que sean bien interpretadas; no pienso que nadie logre negar que muchas veces el puro sentido de los
vocablos se encuentra escondo y es bastante diferente de su ruido. Por lo tanto, era esperable que alguno al
interpretarlas, quedándose en los estrechos parámetros de la pura interpretación literal, pudiera,
equivocándose, hacer aparecer en las Escrituras no únicamente contradicciones y postulados sin interacción
alguna con los mencionados, sino además herejías y blasfemias: con lo cual tendríamos que ofrecer a Dios
pies, manos y ojos, y, asimismo, los sentimientos corporales y humanos, como por ejemplo rabia, pena, odio, y
aun tal vez el olvido de lo pasado y la ignorancia de lo venidero. De esta forma como las citadas proposiciones,
inspiradas por el Espíritu Santo, fueron hechas en esa forma por los sagrados profetas en aras a ajustarse
mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudo e indisciplinado, igualmente es tarea de quienes se hallen fuera
de las filas de la plebe, el llegar a profundizar en el verdadero significado y enseñar las causas por las cuales
ellas permanecen escritas con tales palabras. Esta modalidad de ver fue tan tratado y especificado por todos
los teólogos, que resulta superfluo ofrecer razón de él. Me parece entonces que razonablemente se puede
convenir en que esa misma Santa Escritura, toda vez que se ve llevada a intentar cuestiones de orden natural,
y primordialmente las preguntas más difíciles de entender, no se aparta de este método, y ello con el fin de no
llevar confusión a los espíritus de aquel mismo poblado, y de no correr el peligro de apartarlo de los dogmas
que atañen a los misterios más elevados. Por esto, si como se dijo, y como evidentemente se ve, es con el solo
objeto de ajustarse a la mentalidad conocida que la Escritura no ha esquivado velar verdades primordiales, no
vacilando en atribuir a Dios cualidades contrarias a su esencia, ¿quién podría mantener seriamente que dicha
misma Escritura, una vez que se ve en la situación de dialogar incidentalmente de la Tierra, del agua, del Sol o
de otras criaturas, haya querido atenerse con todo rigor a la significación estrictamente literal de las palabras?
Y, más que nada, ¿cómo habría podido ocuparse, con en relación a aquellas criaturas, de cuestiones que
permanecen alejadísimas de la función de comprensión del poblado, y que no se relacionan de manera directa
con el fin primero de aquellas mismas Escrituras, que es el culto divino y la salud de las almas? De esta forma
las cosas, me parece que, al discutir los inconvenientes naturales, no se debe partir de la autoridad de los
pasajes de la Escritura, sino de la vivencia de los sentidos y de las demostraciones primordiales. Pues la
Sagrada Escritura y la naturaleza proceden por igual del Verbo divino, aquélla como dictado del Espíritu Santo,
y ésta como la ejecutora perfectamente fiel de las directivas de Dios; ahora bien, si se ha convenido en que las
Escrituras, para ajustarse a las maneras de comprensión de la mayor parte, mencionan cosas que difieren con
mucho de la realidad absoluta, por gracia de su género y de la importancia literal de los términos, la
naturaleza, por otro lado, se adecua, inexorable e inmutablemente, a las leyes que le son impuestas, sin
franquear nunca sus parámetros, y no se preocupa por saber si sus causas escondes y sus formas de obrar
permanecen al alcance de nuestras propias habilidades humanas. De eso resulta que los efectos naturales y la
vivencia de los sentidos que delante de los ojos poseemos, así como las demostraciones primordiales que de
ella deducimos, no tienen que en modo alguno ser puestas en duda ni, a fortiori, condenadas en nombre de los
pasajes de la Escritura, aunque el sentido literal pareciera contra decirlas. Puesto que los vocablos de la
Escritura no permanecen constreñidas a obligaciones tan severas como los efectos de la naturaleza, y Dios no
se expone de modo menos maravilloso en los efectos de la naturaleza que en los vocablos sagradas de las
Escrituras. Es lo cual quiso significar Tertuliano con estas palabras: «Declaramos que Dios debería ser primero
conocido por la naturaleza y luego identificado por la ideología: a la naturaleza se la alcanza por las obras, a la
ideología por las predicaciones.» No deseo mencionar con ello que no se deba tener una altísima
consideración por los pasajes de la Sagrada Escritura. De esta forma, una vez que hayamos obtenido una
certeza, en las conclusiones naturales, debemos servirnos de aquellas conclusiones como de un medio
perfectamente apto para una exposición verídica de aquellas Escrituras, y para la búsqueda del sentido que
precisamente se tiene en ellas, puesto que son perfectamente verdaderas y coinciden con la realidad
demostrada. Considero que la autoridad de los Textos Sagrados tiene por objeto, primordialmente, el de
persuadir a los hombres sobre proposiciones que, por sobrepasar todo discurso humano, su credibilidad no
puede obtenerse por ni una otra ciencia, ni por medio distinto, sino por la boca del Espíritu Santo: además, en
las proposiciones que no son de Fe, debería preferirse la autoridad de aquellos mismos Textos Sagrados a la
autoridad de textos humanos cualesquiera, que no se encuentren escritos con procedimiento demostrativo,
sino o bien como pura narración, o bien sobre la base de causas posibles. La autoridad de las Sagradas
Escrituras debería considerarse aquí correcto y elemental en el tamaño misma en que la inteligencia divina
sobrepasa a todo Juicio y a toda hipótesis humanas. No puedo creer que Dios nos haya dotado de sentidos,
palabra e intelecto, y haya preciado, despreciando la viable implementación de éstos, darnos por otro medio
las informaciones que por aquéllos podamos obtener, de tal modo que aun en esas conclusiones naturales que
nos vienen dadas o por la vivencia o por las oportunas demostraciones, debemos negar su sentido y razón; no
creo que sea primordial aceptarlas como dogma de fe, y máxime en aquellas ciencias sobre las cuales en las
Escrituras tan únicamente se pueden leer ciertos puntos, y aun entre sí opuestos. La astronomía constituye
una de estas ciencias, de la cual únicamente son tratados ciertos aspectos, pues ni siquiera se hallan los
planetas, a excepción del Sol y la Luna, y Venus únicamente una o 2 veces, bajo el nombre de Lucifer. Ahora
bien, si los sagrados profetas hubiesen tenido la pretensión de comunicar al poblado el caso y desplazamiento
de los cuerpos celestes y, por lo tanto, tuviéramos nosotros mismos que sacar de las Sagradas Escrituras tal
información, no habrían, en mi crítica, tratado el asunto tan poco, que es casi nada si lo comparamos con los
infinitos y admirables resultados que esa ciencia tiene y muestra. Por consiguiente, que no sólo los autores de
las Sagradas Escrituras no hayan pretendido enseñarnos la constitución y los movimientos de los cielos y de las
estrellas, sus maneras, sus tamaños y su distancia, sino que, aun cuando cada una de aquellas cosas les fueran
perfectamente conocidas, se hayan abstenido de realizarlo, tal es la crítica de los santos y sabios Papás; de
esta forma leemos en San Agustín: «Suele además preguntarse qué forma y figura atribuyen nuestros propios
libros divinos al cielo. Puesto que varios autores profanos disputan largamente sobre estas cosas, que
omitieron con gran prudencia los nuestros propios, por no ser para los que las aprenden correctas para la vida
afortunada, y, además, ya que los que en esto se ocupan han de malgastar lo cual es peor, tiempo
sobremanera preciso restándolo a cosas más útiles. Puesto que a mí, ¿qué me atrae que el cielo, siendo como
una esfera, envuelva por cada una de sus piezas a la Tierra balanceada a lo largo de la masa de todo el mundo,
o que la cubra por el fragmento de arriba como si fuera un disco? Mas ya que hablamos de la autoridad de la
divina Escritura y como tal vez alguno no entienda los vocablos divinas, una vez que sobre estas cosas
encuentre algo parecido en los libros divinos u oiga dialogar algo de ellos que le parezca oponerse a las causas
percibidas por él, cosas que no he recordado únicamente una vez, para que no crea en modo alguno a los que
le amonestan o le cuentan o le aseguran que son más útiles las cosas profanas que la realidad de la Santa
Escritura, brevemente he de mencionar que nuestros propios autores sagrados conocieron sobre la figura del
cielo lo cual se conforma a la realidad, empero el Espíritu de Dios, que hablaba mediante ellos, no quiso
enseñar a los hombres estas cosas que no reportaban utilidad alguna para la vida futura» Y además el poco
cuidado que han tenido aquellos mismos escritores sagrados para decidir lo cual debía creerse sobre los
accidentes de los cuerpos celestes, se nos muestra en el capítulo X de dicha misma obra de San Agustín, donde
se discute la cuestión de si el cielo se mueve, o bien permanece quieto: «Sobre el desplazamiento del cielo no
pocos hermanos preguntan si está inmóvil o se mueve, y mencionan: si se mueve, ¿cómo es el firmamento? Y
si permanece estable, ¿cómo las estrellas, las cuales se considera que permanecen estáticas en él, giran del
oriente al occidente, recorriendo las septentrionales, que permanecen cerca del polo, círculos más breves, de
tal modo que surge el cielo como una esfera, si es que está escondo a nosotros mismos el otro polo en la parte
opuesta, o como un disco si no existe ningún otro polo? A los cuales respondo, que para conocer
evidentemente si es de esta forma o no, demanda desmesurado trabajo y causas agudas; y yo no tengo tiempo
de emprender su análisis y exponer tales causas ni tienen que ellos tenerlo. únicamente quiero instruirles en lo
cual atañe a su salud y a la elemental utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X). De ahí
resulta, por efecto elemental, que el Espíritu Santo, que no ha preciado enseñarnos si el cielo se mueve o si
permanece inmóvil, si su forma es la de una esfera, de un disco o de un plano, no habrá podido tampoco tener
el fin de intentar otras conclusiones que con estas preguntas se ligan, como por ejemplo la determinación del
desplazamiento y del reposo de la Tierra o del Sol. Y si el Espíritu Santo no ha estimado enseñarnos aquellas
cosas, ya que ellas no concernían al objetivo que Él se recomienda, a saber, nuestra salud, ¿cómo podría
afirmarse entonces que de 2 afirmaciones sobre esta materia una es de Fe y la otra errónea? ¿Podría
sostenerse que el Espíritu Santo no ha preciado enseñarnos algo concerniente a la salud? ¿Podría tratarse de
una crítica herética, una vez que para nada se relaciona con la salud de las almas? Repetiré aquí lo cual he oído
a un eclesiástico que está en un nivel bastante alto de la jerarquía, a saber, que el fin del Espíritu Santo es
enseñarnos cómo se va al cielo, y no cómo va el cielo. Empero pasemos a tener en cuenta qué costo conviene
destinar, en las conclusiones naturales, a las demostraciones correctas y a las vivencias de los sentidos, y qué
autoridad les ha sido atribuida por los sabios y santos teólogos; de éstos, entre otros cien testimonios,
poseemos los próximos: «Debemos cuidarnos, una vez que intentamos la ideología de Moisés, de no exponer
como asegurado lo cual repugne a vivencias manifiestas y a causas filosóficas, o a otras disciplinas; en impacto,
como lo verdadero coincide continuamente con lo verdadero, la realidad de los Textos Santos no podría ser
contraria a las causas verdaderas y a las vivencias alegadas por las doctrinas humanas» (Pereirus, In Genesim,
circa Principium). Y en San Agustín leemos esto: «Si ocurriera que la autoridad de las Sagradas Escrituras se
mostrara en contraposición con una razón declara y segura, ello significaría que quien interpreta la Escritura
no la comprende de forma correcto; no es el sentido de la Escritura el que se opone a la realidad, sino el
sentido que él ha preciado atribuirle; lo cual se opone a la Escritura, no es lo cual en ella figura, sino lo cual él
mismo le atribuye, con la creencia de que aquello constituía su sentido» (Epístola séptima, Ad Marcellinum).
De esta forma las cosas, y pues, como se dijo, 2 verdades no tienen la posibilidad de contradecirse, es oficio de
sabios comentaristas el trabajar por penetrar el verdadero sentido de los pasajes de la Escritura, la que
indubitablemente ha de estar en concordancia con las conclusiones naturales cuyo sentido manifiesto o
demostración elemental hayan sido establecidos de antemano como ciertos y seguros. Y como, según se dijo,
las Escrituras muestran, en varios pasajes, un sentido literal bastante alejado de su sentido real, y como,
además, no se puede estar seguro de que todos sus intérpretes se encuentren divinamente inspirados, puesto
que en tal caso no habría ni una divergencia en las interpretaciones que proponen, creo que podría ser
bastante prudente no permitir que ninguno de ellos invocara cualquier pasaje de la Escritura con miras a
postular como verdadera una conclusión natural que pudiera entrar en contradicción con la vivencia o con una
demostración elemental. ¿Quién podría tener la pretensión de situar un límite al talento humano? ¿Quién
podría asegurar que hemos observado y que conocemos todo lo cual de perceptible y de cognoscible hay en el
mundo? ¿Acaso los mismos que aseguran, en otros casos (y con gran verdad), que las cosas que conocemos no
conforman sino una pequeñísima parte de las que ignoramos? Si por boca del Espíritu Santo entendemos que
Dios ha abandonado el planeta a sus discusiones, para que el ser humano no halle la obra, que hizo Dios a
partir de el inicio finalmente (Eclesiast. 3, 11), no se tendrá que, según mi parecer, contradiciendo dicha
sentencia, detener la marcha del independiente filosofar sobre las cosas de todo el mundo y de la naturaleza,
como si las tuviéramos encontradas con certeza y conocidas evidentemente ya cada una de. No debe
considerarse temerario el que no nos atengamos a las opiniones habituales, ni tampoco inquietarse ya que
alguien, en las discusiones referentes a aquellos inconvenientes naturales, no siga la crítica del instante, más
que nada en lo cual toca a inconvenientes que a lo largo de milenios fueron objeto de controversias entre los
más grandes filósofos; inconvenientes como por ejemplo la igualdad del Sol y la movilidad de la Tierra: crítica
sostenida por Pitágoras y toda su secta, y por Heráclito del Ponto, así como Filolao, maestro de Platón, y por el
propio Platón, como lo cuenta Aristóteles, y como nos lo presenta Plutarco, quien, en la vida de Numa, expone
que Platón, ya viejo, mencionaba que mantener la crítica contraria era algo perfectamente ilógico. La
aseveración de la igualdad del Sol y de la movilidad de la Tierra está además en Aristarco de Samos, como lo
comprendemos por Arquímedes, en el matemático Seleuco, en el filósofo Hicetas, como nos cuenta Cicerón, y
en varios otros aún. Esta misma crítica la volvemos a hallar elaborada y confirmada por las varias
visualizaciones y demostraciones de Nicolás Copérnico. Y Séneca, filósofo eminentísimo, en de la obra De
cometis nos plantea que se precisaría desplegar gran diligencia para decidir con certeza si es el Cielo el que
experimenta una revolución diurna, o bien es la Tierra. Por esto no parece razonable que, sin necesidad, se
añadan otras afirmaciones a los artículos referentes a la salud y el motivo de la fe, contra cuya solidez no cabe
temer que nadie logre oponer una ideología válida y eficaz: realmente, entonces va a ir contra toda razón que
se diera crédito a las opiniones de gentes que, aparte de que no sepamos si permanecen inspiradas por una
ventaja celeste, vemos precisamente que carecen de dicha sabiduría que se necesitaría, frente a todo para
entender, y después para discutir, las demostraciones según las cuales proceden las ciencias más afinadas en la
fundamentación de sus conclusiones.Mencionaría más, si se me posibilita revelar todo mi pensamiento: sin
lugar a dudas podría ser más correcto para la dignidad de los Textos Sagrados que no se soportara que los más
superficiales y los más ignaros de los escritores los comprometieran, salpicando sus escritos con citas
interpretadas o más bien extraídas en sentidos alejados de la recta intención de la Escritura, sin otro fin que la
ostentación de un vano decorado. Me limitaré a citar ejemplos de este abuso que se relacionan, claramente,
con las materias astronómicas en cuestión. En los escritos que se publicaron luego de mi hallazgo de los astros
mediceos se adujeron contra su vida varios pasajes de la Sagrada Escritura: ahora que aquellos astros son
observados por todo el planeta, me agradaría saber a qué nueva interpretación de la Escritura recurren mis
contradictores para excusar su simplicidad de espíritu. El otro ejemplo lo dio recientemente el creador de un
escrito impreso en que se sostiene, contra los astrónomos y los filósofos, que la Luna no obtiene su luz del Sol,
sino que brilla por sí misma; concepción que el creador pretende confirmar con ayuda de la Escritura, los
cuales, según él, no podrían salvarse sino merced a su crítica. Ahora bien , que la Luna sea por sí misma oscura,
es algo no menos claro que el esplendor del Sol. Así se pone de manifiesto que tales autores, por no haber
penetrado el verdadero sentido de la Escritura, la han usado, abusando de su autoridad, para imponer a sus
lectores a ofrecer por verdaderas conclusiones que repugnan a el motivo y a los sentidos: empero si tal abuso,
cosa que Dios no posibilite, debiera preponderar, podría ser preciso entonces suprimir, a poco andar, cada una
de las ciencias especulativas; en efecto: pues, por naturaleza, el número de hombres poco aptos par entender
perfectamente, tanto la Sagrada Escritura cuanto las otras ciencias, es como mucho preeminente al número de
los hombres inteligentes , se proveería la situación de que los primeros, hojeando superficialmente las
Escrituras, se arrogarían el derecho de dictaminar en cada una de las preguntas de ciencia natural, arguyendo
ciertos pasajes de los escritos sagrados, interpretados por ellos en un sentido distinto del verdadero, en tanto
el limitado número de quienes comprenden de manera correcta las Escrituras no podría reprimir el torrente
furioso de aquellos malos intérpretes. A éstos les resultaría tanto más fácil lograr adeptos, cuanto que es
mucho menos trabajoso parecer sabio sin estudios y sin fatiga, que consumirse sin reposo en disciplinas
infinitamente laboriosas. Debemos, por esto, ofrecer gracias infinitas a Dios por la bondad con la cual nos libra
de este miedo, cuando borra su autoridad a tales personas, confiando el cuidado de ocuparse de preguntas tan
relevantes a la inmensa inteligencia y bondad de Papás Prudentísimos, y a la suprema autoridad de quienes,
guiados por el Espíritu Santo, no tienen la posibilidad de sino dictaminar sobre aquellas cosas santamente, no
permitiendo, de aquel modo, que la liviandad que hemos condenado sea objeto de estima. Contra aquellos
malos interpretes de la Escritura, paréceme a mí, es contra quienes se elevan, y no sin razón, los graves y
santos escritores, y entre ellos, en especial, San Jerónimo, quien redacta: «En cuanto a aquel arte (el de las
Escrituras), la vieja parlanchina, el viejo charlatán, el sofista verboso, todos se vanaglorian con él, lo
chapucean, lo enseñan previo a haberlo aprendido. Otros, la ceja orgullosa, agitando enormes palabras en un
círculo de mujerzuelas, filosofan sobre los Textos Sagrados; otros aun -¡qué vergüenza!- aprenden de las
damas lo cual han de enseñar a los hombres; y en otras palabras poco: dotados de determinada facilidad de
elocución, o más bien de audacia, argumentan a los demás lo cual ellos mismos no entienden. Y nada
menciono de mis pares, quienes, si por acaso han accedido a las Sagradas Escrituras después de haber
cultivado la literatura profana, y si por su lenguaje rebuscado han halagado agradablemente a los oídos del
poblado, se imaginan que cada una de sus palabras son la ley misma de Dios, y no se dignan documentarse de
la crítica de los profetas o de los apóstoles, sino que ajustan a su sentimiento personal los textos, como si el
alterar el sentido de las frases y el violentar según sus anhelos a la Sagrada Escritura, aunque ésta lo repugne,
constituyera un procedimiento de expresión acreedor de ser aprobado, y no demasiado falaz» (Epistola ad
Paulinum , C III). No deseo integrar en el número de aquellos tales escritores seculares a ciertos teólogos que
considero hombres de intensa ideología y santísimas prácticas, los cuales, por esto, son tenidos en gran estima
y veneración; sin embargo no puedo negar que me encuentro acosado por ciertos escrúpulos, y, por
consiguiente, con el quiero de que ellos me sean aliviados, una vez que veo que éstos se arrogan el derecho,
usando la autoridad de la Escritura, de imponer a los demás a continuar en las discusiones naturales la crítica
que a ellos les parezca la más conforme con los pasajes de la Escritura, con la creencia de que no poseen por
qué preocuparse por las causas o vivencias que lleven a una opinión contraria. Para describir y confirmar su
forma de ver arguyen que, como la teología es la reina de cada una de las ciencias, de ningún modo debería
ella rebajarse para acoplarse con las proposiciones de las otras ciencias inferiores, sino que, todo lo opuesto,
aquellas otras ciencias tienen que remitirse a ella como la reina suprema, y cambiar sus conclusiones según
con los estatutos y decretos de la teología; agregan inclusive que, una vez que en una ciencia inferior se
presente una conclusión que se considere segura, pues se encuentre implantada en demostraciones y
vivencias, en tanto se halle en contradicción con alguna aseveración de las Escrituras, quienes se ocupan de
esta ciencia deben hacer debido a lo cual sus demostraciones queden modificadas y que se pongan al
descubierto las falacias de sus propias vivencias, sin recurrir a los teólogos ni a los exegetas. Aseguran que no
conviene a la dignidad de la teología el rebajarse para buscar los errores de las ciencias que le permanecen
subordinadas, sino que le basta con fijar la verdad a la cual tienen que llevar sus conclusiones, cosa que ella
hace con una autoridad absoluta y con la estabilidad de su carácter infalible. Las conclusiones concernientes a
las ciencias naturales, que según esos teólogos y exegetas tienen que ser aceptadas desde las afirmaciones de
las Escrituras, sin que quepa ofrecer sitio a glosas ni a interpretarlas en sentido distinto al de las propias
palabras del texto, podrían ser esas de que la Escritura habla constantemente de la misma manera, y que los
santos Papás muestran constantemente de igual modo. Quisiera yo, referente a esta modalidad de proceder,
dar varias observaciones particulares, que expongo con la mira de asegurarme de que ellas van a poder ser
aceptadas por personas más versadas que yo en estas materias, personas a cuyo juicio acostumbro
someterme. Ante todo, me pregunto si no hay cierta equivocación en el producido de no especificar las
virtudes que realizan a la teología sagrada digna del título de reina. Ella podría merecer aquel nombre, ya pues
todo lo cual las otras ciencias enseñan estaría contenido y demostrado en ella en modo más asombroso y con
ayuda de una ideología más sublime, asimismo como, ejemplificando, las normas de la agrimensura y del
cálculo permanecen contenidas más especialmente en la aritmética y la geometría de Euclides que en la
práctica de los agrimensores y calculistas, o ya también la teología podría ser reina ya que trata de un tema
que sobrepasa en dignidad a todos los demás que conforman la materias de las otras ciencias, y también
porque sus preceptos usan medios más sublimes. Pienso que los teólogos que no poseen agilidad alguna en las
otras ciencias, no aseverarán que el título y la autoridad de reina corresponde a la teología en el primer
sentido. Ninguno de ellos, según creo, mencionará que la geometría, la astronomía, la canción y la medicina se
encuentran más excelentemente contenidas en los Libros Sagrados que en los libros de Arquímedes,
Ptolomeo, Boecio y Galeno. Creo, puesto que, que su preeminencia real le corresponde a la teología
únicamente en el segundo sentido, es decir, por causa de la sublimidad de su objeto y de la excelencia de sus
enseñanzas sobre las revelaciones divinas, de las cuales no muestran conclusiones que atañen esencialmente a
la compra de la beatitud eterna, conclusiones que los hombres no tienen la posibilidad de obtener ni entender
por otros medios. Si, asentado aquello, la teología, ocupada en las más excelsas contemplaciones divinas,
ocupa el trono real en medio de las ciencias por razón de ésta su dignidad, no le está bien rebajarse hasta las
humildes especulaciones de las ciencias inferiores, y no debería ocuparse de ellas pues no tocan a la beatitud.
Por esto los ministros y los maestros de teología no deberían arrogarse el derecho de dictar fallos sobre
disciplinas que no han estudiado ni ejercitado. En impacto, podría ser el mismo caso que el de un príncipe
absoluto, quien, logrando mandar y hacerse obedecer a su voluntad, diera en reclamar, sin ser doctor ni
arquitecto, que se respetara su voluntad en temas de remedios y de construcciones, con grave riesgo de la
vida de sus pobres pacientes y del veloz derrumbamiento de sus inmuebles. Por ello, el que se desee obligar a
los docentes de astronomía que desconfíen de sus propias visualizaciones y demostraciones, pues no podría
tratarse sino de falsedades y sofismas, constituye una pretensión definitivamente inaceptable; equivaldría a
impartirles la orden de no ver lo cual ven, de no entender lo cual entienden; una vez que investigan, de que
encuentren lo opuesto de lo cual descubren. Previo a entrar por aquel camino, podría ser preciso que se
indicara a aquellos docentes cómo hacer de manera las potencias inferiores del alma se impongan sobre las
potencias mejores, o sea, que la imaginación y la voluntad logren creer lo opuesto de lo cual la sabiduría
comprende (hablo continuamente de las proposiciones puramente naturales y que no son de Fe y no de las
proposiciones sobrenaturales y de Fe). Quisiera yo rogar a aquellos prudentísimos Papás que tuvieran a bien
tener en cuenta con diligencia la diferencia existente en medio de las doctrinas opinables y las demostrativas;
en tal caso, y haciéndose cargo de la fuerza con que nos imponen las deducciones correctas, se hallarían en
superiores condiciones para reconocer por qué no está en la mano de los profesores de ciencia demostrativa el
modificar las opiniones a su gusto, presentando ora una, ora otra; es menester de hecho que se perciba toda la
diferencia que hay entre mandar a un matemático o a un filósofo, y ofrecer normas a un mercader o a un
jurista. No se pueden modificar las conclusiones demostradas, referentes a las cosas de la naturaleza y del
cielo, con la misma facilidad como las opiniones relativas a eso que está autorizado o no en un contrato, en la
evaluación fiscal del costo de un bien o en una operación de cambio. Esta diferencia fue perfectamente bien
reconocida por los santísimos y doctísimos Papás, como lo prueba el modo como combatieron varios
argumentos, o por mejor mencionar, varias doctrinas filosóficas audaces, y como lo señalan además, en
bastante más de uno de ellos, declaraciones bien manifiestas; es así como hallamos en San Agustín las
próximas declaraciones: «Debemos tener por indudable que todo lo cual los sabios de este planeta tienen la
posibilidad de enseñar con documentos veraces sobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a los libros
divinos. Y además que todo lo cual en cualquier persona de sus escritos presenten ellos opuesto a nuestros
propios divinos libros, o sea, a la fe católica, o les demostramos con argumentos firmes que es falso, o sin lugar
a dudas alguna creeremos que no es verdadero. De esta forma puesto que, nos quedamos con nuestro
Mediador, en el que permanecen encerrados todos los tesoros de la inteligencia Y de la ciencia, para no ser
engañados por la locuacidad de la equivocada filosofía, ni atemorizados por la superstición de la falsa religión»
(Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX). Creo que de este escrito puede originarse la siguiente ideología, a saber,
que en los libros de los sabios de este planeta hay cosas que se refieren a la naturaleza, que permanecen
demostradas de un modo completo, y otras que sencillamente son enseñadas; en lo concerniente a las
primeras, a los teólogos corresponde enseñar que no son contrarias a las Sagradas Escrituras; referente a las
demás, las que son enseñadas pero no demostradas de modo primordial, si en ellas se hallaren varias cosas
contrarias a los Textos Sagrados, se las debería tener en cuenta como indudablemente equivocadas, y hacer
todo lo viable por enseñar su
falsedad. Por consiguiente, si las conclusiones naturales demostradas de modo
verdadero no ha de subordinarse a pasaje alguno de la Escritura, sino
que tan solamente necesitan el testimonio de que no permanecen en contradicción
con pasajes de la Escritura, es menester, antecedente de que se condene a
tales proposiciones naturales, traer las pruebas de que no fueron
demostradas de forma elemental: esta labor corresponde, no a quienes
las poseen por verdades, sino a quienes las piensan equivocadas, puesto que lo
que hay de incorrecto en un discurso va a ser identificado como falso con mucha
mayor facilidad por quienes lo piensan tal, que por quienes lo
aprecian como verdadero y concluyente; en impacto, en cuanto dichos
últimos, a medida que más revisen la cuestión, a medida que más escruten sus
razones, y controlen las visualizaciones y las vivencias sobre las
cuales se funda, más confirmados se verán en sus convicciones. Sin embargo
Vuestra Alteza conoce lo sucedido a aquel matemático de Pisa que en su
vejez había emprendido el análisis de la ideología de Copérnico, con la
esperanza de refutarla en sus fundamentos: empero si, una vez que no la poseía
estudiada, la consideraba falsa, bien rápido quedó persuadido de la
exactitud de las demostraciones sobre las que se fundaba, de esta forma puesto que,
luego de haber sido su opositor, se ha convertido en su más firme
defensor. Podría yo señalar a otros matemáticos, los cuales,
impresionados por mis últimos descubrimientos, han identificado que se
imponía modificar la concepción que hasta el momento se poseía de todo el mundo,
porque de modo alguno podía ésta sostenerse ya. Si para descartar esta
opinión y esta ideología, bastara con cerrar la boca a una sola
persona, como consideran quienes toman su propio juicio como medida del
de los otros, bastante simple tema podría ser; empero las cosas se muestran de
otro modo: para obtener un resultado similar se necesitaría, no ya
sólo prohibir de la obra de Copérnico y los escritos de sus partidarios,
sino toda la ciencia astronómica; más aun, se debe impedir a los
hombres que miraran el cielo, para que no vieran a Marte y a Venus,
ora bastante cercanos, ora alejados de la Tierra, con una diferencia de
distancia tan notable, que puede variar en cuarenta veces para
Venus, y en sesenta para Marte; no deberían tampoco tener la
posibilidad de revisar que Venus tiene, ya forma redonda, ya forma
de creciente con puntas demasiado finas; habría que impedir, asimismo,
tantas otras visualizaciones hoy admitidas por todos, las que de modo
alguno tienen la posibilidad de convenir con el sistema de Ptolomeo, mientras tanto que
concuerdan perfectamente con la concepción de Copérnico. Prohibir la
doctrina de Copérnico una vez que numerosísimas visualizaciones novedosas, y el
estudio sobre ellas practicado por grandísimo número de sabios, llevan
de día en día a que su validez sea mejor reconocida, me parecería, en
lo que a mí respecta, ir contra la realidad: se la escondería y se la
escamotearía en el preciso instante en que se muestra mejor demostrada
y más clara. Por otro lado, que no se la tome en su grupo, sino
que se condene únicamente la crítica especial relacionado al desplazamiento
de la Tierra, aparejaría una situación todavía mas nocivo, puesto que se
daría la probabilidad de que se tuvieran por probadas proposiciones de
las que después se aseveraría que es pecaminoso creer en ellas. Sin embargo si
toda esta ideología hubiera de ser condenada, significaría ello que no
se toman presente las centenas de pasajes de la Escritura donde se
nos presenta que la gloria y magnificencia de Dios se presentan
admirablemente en cada una de sus obras, y que se leen de forma divina en
el libro del Cielo, que frente a nuestros propios ojos se despliega. ¿Quién podría
pretender que la lectura de aquel libro ha de llevar tan únicamente a que se
reconozca el esplendor del Sol y de las estrellas, su ascenso en el
Cielo y su caída, que es a eso que se limita el razonamiento de los
hombres poco instruidos y del poblado, una vez que en aquellas cosas hay
misterios tan profundos, e ideas tan sublimes, que las vigilias y los
trabajos de los más penetrantes espíritus no permitieron aún
dilucidarlos por completo, a pesar de las averiguaciones que se prosiguen
desde milenios? Y por otro lado, ¿no hay acaso espíritus, aun poco
instruidos, que comprendan que el aspecto exterior corporal
percibido por sus sentidos significa poquísima cosa comparativamente con
lo que permiten conseguir los medios admirables que usan
anatomistas o filósofos una vez que estudian el modo como funcionan muchos
músculos, tendones, nervios y huesos, una vez que inspeccionan el
funcionamiento del corazón y de los demás órganos fundamentales, una vez que
tratan de establecer la sede de las facultades vitales, una vez que
observan la admirable composición de los órganos de los sentidos,
cuando, sin dejar de asombrarse jamás, contemplan cada una de las
posibilidades de la imaginación, de la memoria y del discurso, del
propio modo que lo cual nos es dado conseguir por el sencilla uso de la
vista no es casi nada considerando las profundas maravillas que
el espíritu de los sabios, merced a largas y minuciosas visualizaciones,
puede hallar en el cielo?
Se asegura, es cierto, que las proposiciones naturales que a la
Escritura muestra constantemente igualmente, y que son interpretadas
concordantemente por los Papás constantemente en el mismo sentido, han de
entenderse conforme el sentido directo de los vocablos, sin glosa ni
interpretación, y que, por consiguiente, se las debe admitir y tener por
totalmente veraces. La movilidad del Sol y la igualdad de la Tierra
serían, según aquello, de Fe, debiéndose tener a esta confirmación por
verdadera y tener en cuenta equivocada la crítica contraria. Creo primordial
observar a este respecto, frente a todo, que en medio de las proposiciones
naturales las hay tales, que a pesar de los esfuerzos del espíritu humano,
sólo tienen la posibilidad de ser objeto de una crítica factible; de una premisa
verosímil, empero no de una ciencia segura y demostrada; tal la situación,
por ejemplo, de la confirmación de que las estrellas son animadas. Sin embargo
hay otras proposiciones cuya indudable certeza puede probarse por medio de
prolongadas visualizaciones y demostraciones primordiales. Tal es el
problema de si la Tierra y el Sol se mueven o no, o de si la Tierra es
o no esférica. Referente a las primeras, reconozco que, ahí donde el
discurso humano no posibilita entrar a una ciencia segura, sino que
proporciona tan solamente una crítica y una religión, corresponde atenerse
totalmente al sentido literal de las Escrituras. Sin embargo referente a las
otras, como se mencionó anteriormente, pienso correspondiente, frente a todo, aseverarse de los hechos:
solamente entonces se descubrirá el verdadero sentido de las Escrituras, las que tienen que encontrarse en
perfecto consenso con un producido demostrado, aun cuando los vocablos mismas tienen la posibilidad de
sugerir a simple vista un sentido distinto. 2 verdades no tienen la posibilidad de contradecirse jamás. Esta
ideología me parece tanto más recta y segura cuanto que la hallo expuesta exactamente por San Agustín. Este,
hablando claramente de la figura del cielo y de la iniciativa que de ella debería tenerse, muestra que una vez
que se dé la situación de que los astrónomos aseveren que la Tierra es redonda, una vez que la Escritura habla
de ella como de una piel, no se debe preocuparse por ver que la Escritura se opone a las afirmaciones de los
astrónomos, sino que debería creerse en la autoridad de la Escritura en caso de que lo proclamado por los
astrónomos sea falso, o fundado sólo sobre las hipótesis de la extenuación humana; sin embargo, una vez que
los astrónomos sostengan proposiciones fundadas sobre razonamientos indudables, este santo Papá no
plantea que se les deba imponer a que modifiquen sus demostraciones y declaren que sus conclusiones son
erróneas; por otro lado, asegura que entonces ha de demostrarse que lo cual la Escritura dice sobre la dermis
no se niega con aquellas demostraciones verdaderas. He aquí sus palabras: «Pero alguno mencionará en qué
forma no se opone a los que atribuyen al cielo la figura de esfera, lo cual está escrito en nuestros propios libros
divinos: Tú que extiendes el cielo como una piel (Ps. 103, 2). Ciertamente va a ser opuesto si es falso lo cual
ellos mencionan, puesto que lo cual dice la divina autoridad más bien es verdadero que eso que hipótesis la
fragilidad humana. Empero si ellos lo tengan la posibilidad de probar con tales argumentos que no deba
dudarse, debemos demostrarles nosotros mismos que eso que se mencionó en los libros divinos sobre la
dermis, no es contrario a sus verdaderos raciocinios; de lo opuesto, además va a ser contrario a ellos lo cual en
otro sitio de nuestro escrito se lee, donde plantea que el cielo está suspendido como una bóveda (Isaías, cap.
40, v. 22, sec. LXX)» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).
Del escrito se deriva, como se ve, que no debemos inquietarnos menos pues un pasaje de la Escritura
contradiga una proposición natural demostrada, que ya que un pasaje de la Escritura contradiga otro pasaje,
que ocasionalmente presente una proposición opuesta; paréceme que hemos de admirar o emular la
circunspección de este santo, quien se muestra reservadísimo una vez que hablamos de conclusiones oscuras,
o de conclusiones cuya demostración segura no puede obtenerse por los medios humanos. He aquí lo cual
redacta finalmente del segundo libro del Del Génesis a la letra (cap. XVIII), al ocuparse del problema de si
debería creerse que las estrellas permanecen animadas:
«Aunque esto al presente no logre de forma fácil entenderse, creo, no obstante, que en el decurso de la
exposición de los libros divinos va a poder ofrecerse un espacio más apropiado donde, según las normas de la
santa autoridad, podamos, si no, enseñar algo de forma definitiva cierto sobre este tema, a lo menos
patentizar que logre ser creído lícitamente. Ahora, puesto que, observando constantemente la regla de la
santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre cualquier tema oscuro, no sea que la realidad se
descubra después y, no obstante, la odiemos por amor a nuestro error, aun cuando se nos demuestre que de
ningún modo puede existir algo opuesto a ella en los libros Santos, ya del Antiguo como del Nuevo
Testamento» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. XVIII).
De este escrito y de diversos otros pienso que se sigue, si no me equivoco, que según los santos Papás, en las
preguntas naturales y que no son de Fe, es menester frente a todo que se averigüe si permanecen
demostradas de manera indudable o sobre la base de vivencias, conocidas con precisión, o bien si es viable
que de ellas se tenga un entendimiento y demostración similares: de esta forma, entonces, una vez obtenido
este entendimiento, que constituye además un don de Dios, se debe aplicarse a buscar el sentido preciso de
las Sagradas Escrituras en los pasajes que en aspecto parecieran no encajar con aquel saber natural. Aquellos
pasajes habrán de ser estudiados por sabios teólogos; los que pondrán de manifiesto las causas por las cuales
el Espíritu Santo los ha presentado de aquel modo, así sea para ponernos a prueba o por alguna otra razón
esconde. Lo que acabamos de mencionar se aplica además una vez que la Escritura ha hablado en diversos
pasajes en el mismo sentido. No hay motivo alguno para que se pretenda que, en tal caso, convendría
interpretar el escrito en su sentido literal. En impacto, si la Escritura, para acomodarse a la capacidad de la
mayor parte, ha debido una vez exponer una proposición mediante el trabajo de términos que tengan un
sentido distinto de la esencia misma de esta proposición, ¿por qué habría procedido de otro modo al repetir la
misma proposición? Todavía más, pienso que, de haber procedido de otro modo, habría incrementado la
confusión y abusado de la credulidad del poblado. Que, al ocuparse del reposo o del desplazamiento del Sol y
de la Tierra, resultaba primordial, para ajustarse a la capacidad del poblado, asegurar lo cual los vocablos de la
Escritura expresan, es cosa que la vivencia evidentemente nos muestra: aun en nuestra etapa, siendo el
poblado menos torpe, se ha mantenido una opinión similar sobre la base de motivos que se revelan sin costo
ante un examen un poco serio, puesto que se fundamentan en vivencias que son, en su integridad,
equivocadas, o que por lo menos permanecen del todo fuera de lugar; no obstante, no puede intentarse
desviar al poblado de esta creencia, puesto que es incapaz de entender las causas contrarias, las que están
sujetas a visualizaciones bastante delicadas, y de demostraciones demasiado sutiles, apoyadas sobre
abstracciones que necesitan, para que se las comprenda bien, una capacidad de imaginación de que él carece.
Por esto es que, en el preciso momento en que el equilibrio del Sol y el desplazamiento de la Tierra queden
probados por los sabios como ciertos y demostrados, debería dejarse subsistir la religión contraria en la mayor
parte de los hombres; si se diera en interrogar a mil hombres del poblado sobre estas preguntas, no se hallaría
sin duda uno solo que no considerara como perfectamente demostrado que el Sol se mueve en tanto que la
Tierra permanece fijo. Empero nadie debería tomar aquel aprobación conocida común como argumento de la
realidad de lo que de aquel modo se confirma; si interrogáramos, en impacto, a aquellos mismos hombres
sobre las razones y los motivos de su religión, y si, a la inversa, preguntáramos al diminuto número de
instruidos sobre qué experiencias y demostraciones fundan la religión contraria, comprobaríamos que éstos
poseen una convicción implantada en causas más sólidas, en tanto aquéllos toman su religión de las
apariencias y de comprobaciones vanas y ridículas. Que haya entonces que atribuir al Sol el desplazamiento y a
la Tierra el reposo para no remover la poca capacidad del poblado, y permitirle que reconozca la fe y sus
artículos primordiales, los cuales son absolutamente de Fe, es cosa clarísima, y a partir de que de esta forma
aquel modo de obrar se expone primordial, no cabe asombrarse por qué las divinas Escrituras hayan procedido
según él. Mencionaré más: no es, de hecho, tan sólo el respeto a la inviabilidad del vulgo, sino el quiero de
respetar las formas de pensar de un tiempo, lo cual provoca que los escritores sagrados, en las cosas que no
son correctas para la beatitud, se adecuen más a las prácticas admitidas que a la realidad de los hechos. De esa
manera, claramente, ha podido redactar San Jerónimo: «Hay varios pasajes de las Escrituras que tienen que
interpretarse según las ideas del tiempo y no según la realidad misma de las cosas» (comentario al cap. 28 de
Jeremías). Y el mismo santo muestra en otro sitio: «En las Sagradas Escrituras es habitual que el narrador
presente muchas preguntas conforme el modo como en su etapa se las entendía» (comentario al cap. 13 de
San Mateo). Santo Tomás por su lado, en el capítulo 27 de su comentario sobre Job, a objetivo del pasaje en
que se plantea que prolonga el Aquilón sobre el vacío, y suspende la tierra por arriba de la nada, apunta que la
Escritura llama vacío y nada al espacio que engloba y circunda a la Tierra, respecto del que entendemos, por
nuestra parte, que no está vacío, sino lleno de aire. Si la Escritura habla de aquel modo es para acomodarse a
la religión del poblado vulgar, quien considera que, en un lugar parecido, no hay nada. He aquí los vocablos de
Santo Tomás: «La cantidad preeminente del hemisferio celeste no es, para nosotros mismos, sino un lugar
lleno de aire, en tanto que el poblado vulgar la estima vacía. El creador sagrado sigue esta última crítica, con el
objeto de dialogar, como acostumbra la Sagrada Escritura, conforme el juicio usual de los hombres.» Creo que
de este pasaje puede concluirse evidentemente que la Sagrada Escritura, por el mismo fundamento, tuvo
razón en publicar que el Sol es móvil y la Tierra fijo, pues, si interrogáramos a los hombres del común, los
hallaríamos mucho menos dispuestos a entender que el Sol es quieto y la Tierra móvil. que a entender que el
espacio que nos rodea está lleno de aire: si, por consiguiente, los autores sagrados, sobre este punto con
respecto al cual no hubiera resultado tan difícil esclarecer el espíritu del poblado, se abstuvieron sin embargo
de persuadirlo, se comprende de suyo que era aún muchísimo más razonable que observaran el mismo
método referente a otras proposiciones mucho más oscuras. Por esto, como Copérnico conocía la fuerza con
que están arraigadas en nuestro espíritu las viejas tradiciones y los modos de concebir las cosas que nos son
parientes a partir de la niñez, tuvo buen cuidado, para no incrementar nuestra complejidad de comprensión,
luego de haber demostrado que los movimientos que nos parecen propios del Sol y del cielo son en realidad
propios de la Tierra, de presentarlos en las tablas y aplicarlos, hablando del desplazamiento del Sol y del Cielo
preeminente, de la salida y de la puesta del Sol, de las mutaciones de la oblicuidad del zodíaco y de las
variaciones de los puntos de equinoccio, del desplazamiento medio de la anomalía del Sol y de otras cosas
similares, las cuales se tienen que realmente al desplazamiento de la Tierra. Pero como nosotros mismos
estamos juntos a la Tierra y, por efecto, a cada uno de sus movimientos, no tenemos la posibilidad de
reconocerlos velozmente, conviene que nos refiramos a los cuerpos celestes con interacción a los cuales se
expresan aquellos movimientos; por esa razón nos vemos llevados a decir que ellos se generan ahí donde a
nosotros mismos nos parece que se producen. De forma fácil se entiende cómo tal modo de obrar resulta de
todo punto natural. Si, por otro lado, se debe atenerse al realizado de que deba considerarse como de Fe toda
proposición en cuanto a las realidades naturales que haya sido protagonizada en el mismo sentido por todos
los Papás, pienso que ello no debiera valer sino para las conclusiones que hayan sido discutidas y analizadas
por los Papás con absoluta diligencia. Pero la movilidad de la Tierra y el equilibrio del Sol no conforman
proposiciones de este género; una proposición parecido ha permanecido al margen de las disputas de escuela
y, básicamente no fue estudiada por nadie; por esto se comprende que ni se les ocurriera a los Papás ponerla
en controversia, pues, en aquellas preguntas, ellos y todos los hombres concordaban en la misma
interpretación. No basta entonces con mencionar que, si todos los Papás han admitido la estabilidad de la
Tierra, etcétera., haya que tener en cuenta a esta crítica como de Fe, sino que debería probarse que ellos han
sentenciado la crítica contraria. Pues no han tenido situación de pensar sobre esta ideología, ni de discutirla,
no se preocuparon de manera directa por ella, y la admitieron tan solamente como una crítica corriente, no
adoptando a este respecto posiciones realmente firmes y seguras. Me parece, por consiguiente, que se puede
decir con razón esto: o bien los Padres han reflexionado realmente sobre esta conclusión, o no lo han
realizado; si no lo hicieron, si ni siquiera se han postulado la cuestión, su abstención no puede ponernos en la
obligación de buscar en sus escritos interpretaciones que ni soñaron plantear; y por el contrario, si hubieran
atendido a ello, entonces, en caso de que esta conclusión les pareciera equivocada, la habrían sentenciado; sin
embargo nada permite asegurar que lo hayan elaborado. Se observa, por otro lado, que una vez que los
teólogos se han puesto a estudiarla, no la han considerado equivocada, como se lee en los Comentarios de
Diego de Zúñiga sobre Job en el cap. 9, vers. 6, a propósito de los vocablos que quita la tierra de su sitio,
etcétera., donde se nos muestra una extensa disputa sobre la postura de Copérnico, y se concluye que la
movilidad de la Tierra no va contra la Escritura. Me pregunto, por otro lado, si acaso es preciso asegurar que el
santuario obliga a tener en cuenta proposiciones de Fe a las conclusiones referentes a las cosas naturales que
estuvieran tan únicamente fundadas en una interpretación concordante de todos los Papás. Me pregunto si
quienes sostienen este criterio no lo realizan con miras de usar en beneficio de su propia crítica el decreto del
Concilio. Ahora bien, no hallo que en este decreto se prohíba otra cosa sino que se interprete en un sentido
opuesto a la Santa Congregación o al común acuerdo de los Padres, únicamente los pasajes que son de Fe, o
que atañen a las costumbres, o bien a la construcción de la ideología cristiana: asi se expresa el Concilio de
Trento en su sesión cuarta. Sin embargo la movilidad o estabilidad de la Tierra o del Sol no son de Fe, ni atañen
a las costumbres; además, en esta concepción nada se debe logre inducir a modificar pasajes de la Escritura
por lo cual se entrara en contraposición contra la Santa Congregación o los Papás: en impacto, quienes se
ocuparon de esta ideología no usaron nunca pasaje alguno de la Escritura, de modo que toca, por modo único,
a la autoridad de los graves y sabios teólogos la interpretación de aquellos pasajes acorde a su verdadero
sentido. Además, asaz claro resulta que los decretos del Concilio se atienen a la postura de los Santos Papás en
estas cuestiones particulares: hasta tal punto no estaba en su ánimo voluntad de obligar como de Fide aquellas
conclusiones naturales, o de rechazarlas por equivocadas, cuanto que, remitiéndose a el fin primera de la
Santa Congregación, piensan inútil intentar de probar su certidumbre. Tenga a bien Vuestra Alteza escuchar lo
cual respondía San Agustín a sus hermanos, una vez que éstos planteaban el problema de si es verdad que el
cielo se mueve, o si permanece fijo: «A los cuales respondo que para conocer precisamente si es asi, o no,
demanda desmesurado trabajo v causas agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su análisis y exponer
tales causas, ni tienen que ellos tenerlo. Sólo quiero instruirles en lo cual atañe a su salud y a la elemental
utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X). Pero, aunque debiera afirmarse que, una vez
que en los pasajes de la Escritura nos encontremos con proposiciones naturales que permanecen
interpretadas de modo concordante por todos los Papás, debamos tomar posición, ya para condenarlas, ya
para admitirlas, no pienso que este modo de proceder haya de aplicarse en nuestro caso, puesto que aquellos
pasajes de la Escritura reciben interpretaciones divergentes de parte de los Padres: asi, Dionisio Areopagita
plantea que no ha sido el Sol, sino el primer móvil el que se detuvo; San Agustín considera igualmente cuando
plantea que fueron todos los cuerpos celestes quienes se detuvieron; el Avilense es de la misma crítica.
Todavía más, entre los autores judíos alabados por Josefo hubo quienes consideraron que el Sol no se había
realmente detenido, sino que sólo había parecido detenerse por causa de la brevedad del tiempo en que los
israelitas vencieron a sus enemigos. Asimismo, en lo cual concierne al milagro sobrevenido en el santuario de
Ezequías, Pablo Burgalense estima que el evento no se produjo en el Sol, sino en el reloj. Empero que haya
necesidad de glosar y de interpretar los pasajes del escrito de Josué, cualquier persona que sea la concepción
que se tenga sobre la constitución de todo el mundo, es un punto que trataré después. Por fin, y concediendo
a aquellas personas bastante más de lo cual piden, declaro estar dispuesto a suscribir por completo las
opiniones de los sabios teólogos, aun una vez que aquellas discusiones particulares no se encuentren
contenidas en los escritos de los viejos Papás, empero aquello sí, bajo la condición de que esos teólogos
inspeccionen con el más grande cuidado las vivencias y las observaciones, los argumentos y las
demostraciones de los filósofos y de los astrónomos, ya en un sentido, ya en otro. Entonces van a poder
determinar, con estabilidad bastante, lo cual les dicten las divinas inspiraciones. Empero no cabría aceptar que
ellos se permitieran formular conclusiones sin haberse entregado a un análisis atentísimo de todos los
argumentos en un sentido o en otro, y sin haberse asegurado acerca de la precisión de los hechos. Puesto que
en tal caso sus vanas imaginaciones atentarían contra la majestad y la dignidad de los Textos Sagrados, y
evidenciarían no tener aquel celo santísimo por la verdad y los Textos Sagrados, por su dignidad y autoridad,
en que todo cristiano debería seguir estando continuamente. ¿Quién no ve que esta dignidad no será
realmente deseada y asegurada sino por quienes, sometiéndose por completo a la Santa Congregación, no
piden que se condene a tal o cual opinión, sino únicamente que se logren aprender ciertas cosas sobre las que
después el templo habrá de dictaminar de forma segura? Este procedimiento es de todo punto distinto al de
quienes, no viendo más que su propio interés y llevados por intenciones malignas, exigen condenas sin más
controversia, arguyendo que el santuario tiene el poder de pronunciarlas, sin entender que no todo lo cual
puede hacerse ha de ser realizado precisamente. Los Santos Papás no compartieron aquel punto de vista:
sabiendo cuán dañino podría ser para el santuario, y cuán opuesto a su fundamental objetivo, que se quisiera,
invocando pasajes de la Escritura, sacar conclusiones en el orden del saber natural, conclusiones de las que un
día podría probarse, por medio de vivencias o demostraciones primordiales, que son contrarias al sentido de
las palabras, se comportaron, no únicamente de forma circunspectísima, sino que, para nuestra instrucción,
nos dejaron los próximos preceptos: «Si al leer estamos con ciertos escritos, y de ellos divinos, que traten de
cosas oscuras y escondes a nuestros propios sentidos. Y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nos
alimentamos, tenemos la posibilidad de encontrar varias sentencias; a ni una de ellas nos aferremos con
precipitada firmeza, con el propósito de no caer en error; puesto que quizás después, escudriñada con más
diligencia la realidad, caiga por su base aquella sentencia. No luchamos por la sentencia divina de la Escritura,
sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea la divina Escritura, cuando más bien debemos querer que la de
la Escritura sea la nuestra» (Del Génesis a la letra , lib. I, cap. XVIII). Y San Agustín añade que ni una proposición
puede ir contra la fe si no se muestra que es falsa, al mencionar: «Tampoco es contra la fe, a medida que no se
refute con prueba clarísima. Si esto llegara a ocurrir, mencionaremos que no lo aseveraba la divina Escritura,
sino que lo creía la humana ignorancia» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX). Vemos de esta forma cuán
enorme es el peligro de que se revelen erróneas las interpretaciones que hayamos dado de la Escritura, y que
logren manifestarse un día en discordancia con una verdad demostrada: por ello conviene buscar, con ayuda
de la realidad demostrada, el sentido seguro de la Escritura, y no un sentido que sencillamente se atuviera a
la importancia literal de los términos, importancia que, eventualmente, podría presentarse acorde con
nuestra agotamiento, sobrevenido en el templo de Ezequías, Pablo Burgalense estima que el acontecimiento
no se produjo en el Sol, sino en el reloj. Pero que haya necesidad de glosar y de interpretar los pasajes del
escrito de Josué, cualquiera que sea la concepción que se tenga sobre la constitución de todo el planeta, es un
punto que trataré luego. Por fin, y concediendo a esas personas más de lo que piden, declaro estar dispuesto a
suscribir por completo las opiniones de los sabios teólogos, aun cuando esas discusiones particulares no estén
contenidas en los escritos de los antiguos Padres, pero eso sí, bajo la condición de que aquellos teólogos
examinen con el más enorme cuidado las experiencias y las observaciones, los argumentos y las
demostraciones de los filósofos y de los astrónomos, ya en un sentido, ya en otro. Entonces podrán
determinar, con seguridad bastante, lo que les dicten las divinas inspiraciones. Sin embargo no cabría admitir
que ellos se permitieran formular conclusiones sin haberse entregado a un estudio atentísimo de todos los
argumentos en un sentido o en otro, y sin haberse asegurado acerca de la exactitud de los hechos. Pues en tal
caso sus vanas imaginaciones atentarían contra la majestad y la dignidad de los Textos Sagrados, y
evidenciarían no tener ese celo santísimo por la verdad y los Textos Sagrados, por su dignidad y autoridad, en
que todo cristiano debe mantenerse siempre. ¿Quién no ve que esta dignidad no será realmente deseada y
asegurada sino por quienes, sometiéndose por completo a la Santa Comunidad, no piden que se condene a tal
o cual opinión, sino sólo que se puedan aprender ciertas cosas sobre las que luego la iglesia habrá de decidir
de manera segura? Este procedimiento es de todo punto diferente al de quienes, no viendo más que su propio
interés y llevados por intenciones malignas, exigen condenas sin más discusión, arguyendo que la iglesia tiene
el poder de pronunciarlas, sin comprender que no todo lo que puede hacerse ha de ser llevado a cabo
justamente. Los Santos Padres no compartieron ese punto de vista: sabiendo cuán nocivo puede ser para la
iglesia, y cuán opuesto a su importante objetivo, que se quisiera, invocando pasajes de la Escritura, sacar
conclusiones en el orden del saber natural, conclusiones de las que un día podría probarse, mediante
experiencias o demostraciones principales, que son contrarias al sentido de las palabras, se comportaron, no
solamente de manera circunspectísima, sino que, para nuestra instrucción, nos dejaron los siguientes
preceptos: «Si al leer estamos con ciertos escritos, y de ellos divinos, que traten de cosas oscuras y ocultas a
nuestros sentidos. Y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nos alimentamos, podemos hallar varias
sentencias; a ninguna de ellas nos aferremos con precipitada firmeza, destinados a no caer en error; pues tal
vez luego, escudriñada con más diligencia la verdad, caiga por su base aquella sentencia. No luchamos por la
sentencia divina de la Escritura, sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea la divina Escritura, cuando más
bien debemos querer que la de la Escritura sea la nuestra» (Del Génesis a la letra , lib. I, cap. XVIII). Y San
Agustín incorpora que ninguna proposición puede ir contra la fe si no se muestra que es falsa, al nombrar:
«Tampoco es contra la fe, mientras no se refute con prueba clarísima. Si esto llegara a pasar, diremos que no
lo afirmaba la divina Escritura, sino que lo creía la humana ignorancia» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).
Vemos así cuán gran es el riesgo de que se revelen equivocadas las interpretaciones que hayamos dado de la
Escritura, y que puedan manifestarse un día en discordancia con una verdad demostrada: por ello conviene
buscar, con ayuda de la verdad demostrada, el sentido seguro de la Escritura, y no un sentido que
simplemente se atuviera a la trascendencia literal de los términos, trascendencia que, eventualmente, podría
manifestarse conforme con nuestra postración, pero que de alguna forma importaría forzar la naturaleza y
negar la experiencia y las demostraciones primordiales. Quisiera Vuestra Alteza fijarse en la circunspección de
que hace gala este santísimo hombre previo a resolverse a exponer una interpretación de la Escritura como
cierta y tan segura que por el momento no quepa temer que tropiece con complejidad alguna. San Agustín, no
bastándole con que ciertas explicaciones de la Escritura concuerden con ciertas demostraciones, añade: «Pero
si lo demostrara un contundente argumento, todavía podría ser incierto si quiso en estas palabras de los libros
santos mencionar esto el autor sagrado, o si intentó mencionar otra cosa no menos cierta. Si el entorno del
discurso probara que no quiso mencionar esto el creador, no va a ser falso otro sentido el cual quiso él fuera
entendido, aun cuando desease conociera el verdadero y más útil» (Lib. I, cap. XIX). Pero lo cual se incrementa
aún nuestra admiración es la prudencia con que procede nuestro creador: no contentándose con que
converjan en una misma intención, tanto las causas demostrativas cuanto el sentido directo de los vocablos de
la Escritura y su entorno, añade las próximas palabras: «Pero si el entorno de la Escritura no se opone a que
haya estimado decir esto el autor, todavía nos falta indagar si puede: tener cualquier otro» (Lib. I, cap. XIX).
Y, no resignándose a admitir aquel sentido o a excluirlo, y no creyendo haber llegado aún a una conclusión
realmente segura y satisfactoria, continúa: «Por lo tanto, si hubiéramos podido hallar cualquier otro sentido,
sería incierto cuál de ambos quiso manifestar el creador; adecuado creer que uno y otro quiso exponer, si los
dos se secundan fundamentos ciertos» (Lib. I, cap. XIX). Por fin,como si quisiera justificar su modo de proceder
mostrándonos los riesgos a que se verían expuestas, tanto la Escritura como la Iglesia, si esos que se
preocupan más por seguir estando en su error que por la dignidad de la Escritura pretendieran alargar su
autoridad más allá de los términos que ella sola nos prescribe, añade las siguientes palabras, las cuales, por sí
solas, deberían bastar para reprimir y moderar la licencia que ciertos creen poder arrogarse: «Acontece,
puesto que, frecuentemente que el infiel conoce por el motivo v la experiencia varias cosas de la Tierra, del
Cielo, de los otros elementos de este planeta, del desplazamiento y del giro, v además de la magnitud y
distancia de los astros, de los eclipses del Sol y de la Luna, de los círculos de los años y de los tiempos, de la
naturaleza de los animales, de las frutas, de las rocas v de cada una de las restantes cosas de mismo género; en
estas situaciones es demasiado vergonzoso y dañino, y por todos los medios acreedor de ser evitado, que un
cristiano hable de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, puesto que al oírle el infiel delirar
de tal modo que, como solemos decir, yerre de medio a medio, apenas va a poder contener la carcajada. No
está el mal en que se ría del ser humano que yerra, sino en creer los infieles que nuestros propios autores
defienden tales errores, y, por consiguiente, una vez que trabajamos por la salud espiritual de sus almas, con
gran ruina de ellas, ellos nos critican y rechazan como indoctos. Una vez que los infieles, en las cosas que
perfectamente ellos conocen, han hallado en error a alguno de los cristianos, aseverando éstos que extrajeron
su vana sentencia de los libros divinos, ¿de qué modo van a creer a nuestros propios libros una vez que
intentan la resurrección de los muertos y de la esperanza de la vida eterna y del reino del cielo? Juzgarán que
fueron escritos falazmente, puesto que pudieron revisar por su propia vivencia o por la prueba de sus causas,
el error de estas sentencias» (Del Génesis a la letra, cap. XIX). Y el mismo santo explica además cuán ofendidos
quedan los Papás verdaderamente sabios y prudentes frente a el proceder de quienes, con la mira de
mantener proposiciones que no han comprendido, invocan pasaJes de la Escritura, dando de esta forma en
empeorar su primer error, al aducir otros pasajes menos entendidos aún que los primeros: «Cuando dichos
cristianos, para proteger lo cual aseveraron con ligereza inaudita y falsedad evidente, tratan de por todos los
medios aducir los libros divinos para probar por ellos un afirmación, o citan además de memoria lo cual juzgan
vale para probar una declaración, y sueltan al aire muchas palabras, no entendiendo ni lo cual mencionan ni a
qué vienen, no puede ponderarse en un punto cuánta sea la molestia y la tristeza que ocasionan dichos
temerarios y presuntuosos a los prudentes hermanos, si en algún momento fueron refutados y convencidos de
su viciosa y falsa opinión por esos que no conceden autoridad a los libros divinos» (Lib. I, cap. XIX). Creo que se
debe integrar en el número de éstos, a quienes no queriendo o no logrando entender las demostraciones y las
vivencias por las cuales el creador y quienes siguen su postura lo afirman, recurren a las Escrituras, sin caer en
la contabilización de que, a medida que más persistan en asegurar que ellas son claras y que no aceptan otro
sentido que el que ellos les atribuyen, más grandes daños ocasionarán a su dignidad (aun una vez que su juicio
sea de gran autoridad), una vez que se dé la situación de que se demuestre que la realidad es manifiestamente
contraria; y en otros términos fuente de confusiones, por lo menos para quienes permanecen separados de la
Santa Congregación y que esta mamá celosísima quiere ver acogerse a su seno. Tenga a bien Vuestra Alteza
tener en cuenta con qué desorden proceden quienes, en las disputas sobre las preguntas naturales, invocan
como argumento pasajes de la Escritura que las bastante más de las veces han comprendido mal.
Pero si aquellos intérpretes de la Escritura piensan que poseen captado por completo el verdadero sentido de
cierto pasaje de la Escritura, es menester, por vía de efecto elemental, que hayan adquirido a la par la
estabilidad de estar en posesión de la realidad absoluta sobre la conclusión natural que es su intención
proteger, y que reconozcan, al mismo tiempo, la monumental virtud que tienen sobre el opositor, quien habrá
de proteger la tesis falsa; a medida que quien sostiene la verdad va a poder tener de su parte muchas vivencias
seguras y muchas demostraciones primordiales, su opositor únicamente puede invocar apariencias,
paralogismos y falacias. Y si éstos, además, manteniéndose en los términos naturales, y no exhibiendo otras
armas que las filosóficas, poseen la estabilidad de ser de todos métodos superiores a su opositor, ¿por qué
puesto que experimentan de rápido la necesidad de blandir las armas para aterrorizar con su sola vista a su
adversario? Para mencionar la realidad, tengo para mí que son ellos quienes se atemorizan primero y,
sintiéndose incapaces de resistir a los asaltos de sus adversarios, buscan el medio de no dejarse abordar,
evitando la utilización del discurso que la Divina Bondad les ha concedido, y abusando de la autoridad tan
justa de la Sagrada Escrilura, la cual, bien entendida y bien usada, nunca puede, de acuerdo con la crítica
común de los teólogos, entrar en contraposición con vivencias manifiestas y demostraciones elementales.
Empero, si no me equivoco, aquellos tales no deberían recabar beneficio alguno al resguardarse de esta forma
en los textos de la Escritura para ocultar la incapacidad en que se encuentran de comprender y objetar los
argumentos que se les oponen, puesto que, hasta hoy, la Santa Congregación nunca ha sentenciado una crítica
parecido. Por ello, si quisieran proceder con sinceridad, deberían, o bien llamarse a silencio y confesar que son
incapaces de intentar materias tales, o bien tener en cuenta a partir de un inicio que no es a ellos, ni a otros, a
quienes corresponde divulgar equivocada una proposición, sino solamente al Soberano Pontífice y al sagrado
Concilio; sólo de aquellas instancias depende la elección que demostrará ocasionalmente su falsedad. Empero
luego, si comprenden que es imposible que una proposición sea a la vez verdadera y herética, a ellos tocará
enseñar su falsedad. Y si la mira de mantener proposiciones que no han comprendido, invocan pasajes de la
Escritura, dando de esta forma en empeorar su primer error, al aducir otros pasajes menos entendidos aún
que los primeros: «Cuando dichos cristianos, para proteger lo cual aseveraron con ligereza inaudita y falsedad
evidente, tratan de por todos los medios aducir los libros divinos para probar por ellos un afirmación, o citan
además de memoria lo cual juzgan vale para probar una declaración, y sueltan al aire muchas palabras, no
entendiendo ni lo cual mencionan ni a qué vienen, no puede ponderarse en un punto cuánta sea la molestia y
la tristeza que ocasionan dichos temerarios y presuntuosos a los prudentes hermanos, si en algún momento
fueron refutados y convencidos de su viciosa y falsa opinión por esos que no conceden autoridad a los libros
divinos» (Lib. I, cap. XIX). Creo que se debe integrar en el número de éstos, a quienes no queriendo o no
logrando entender las demostraciones y las vivencias por las cuales el creador y quienes siguen su postura lo
afirman, recurren a las Escrituras, sin caer en la contabilización de que, a medida que más persistan en
asegurar que ellas son claras y que no aceptan otro sentido que el que ellos les atribuyen, más grandes daños
ocasionarán a su dignidad (aun una vez que su juicio sea de gran autoridad), una vez que se dé la situación de
que se demuestre que la realidad es manifiestamente contraria; y en otros términos fuente de confusiones,
por lo menos para quienes permanecen separados de la Santa Congregación y que esta mamá celosísima
quiere ver acogerse a su seno. Tenga a bien Vuestra Alteza tener en cuenta con qué desorden proceden
quienes, en las disputas sobre las preguntas naturales, invocan como argumento pasajes de la Escritura que las
bastante más de las veces han comprendido mal. Pero si aquellos intérpretes de la Escritura piensan que
poseen captado por completo el verdadero sentido de cierto pasaje de la Escritura, es menester, por vía de
efecto elemental, que hayan adquirido a la par la estabilidad de estar en posesión de la realidad absoluta
sobre la conclusión natural que es su intención proteger, y que reconozcan, al mismo tiempo, la monumental
virtud que tienen sobre el contrincante, quien habrá de proteger la tesis falsa; a medida que quien sostiene la
verdad va a poder tener de su parte muchas vivencias seguras y muchas demostraciones primordiales, su
opositor solamente puede invocar apariencias, paralogismos y falacias. Y si éstos, además, manteniéndose en
los términos naturales, y no exhibiendo otras armas que las filosóficas, poseen la estabilidad de ser de todos
métodos superiores a su contrincante, ¿por qué puesto que experimentan de rápido la necesidad de blandir
las armas para aterrorizar con su sola vista a su adversario? Para mencionar la realidad, tengo para mí que son
ellos quienes se atemorizan primero y, sintiéndose incapaces de resistir a los asaltos de sus adversarios,
buscan el medio de no dejarse abordar, evitando la utilización del discurso que la Divina Bondad les ha
concedido, y abusando de la autoridad tan justa de la Sagrada Escrilura, la cual, bien entendida y bien usada,
nunca puede, conforme con la crítica común de los teólogos, entrar en contraposición con vivencias
manifiestas y demostraciones primordiales. Empero, si no me equivoco, aquellos tales no deberían recabar
beneficio alguno al resguardarse de esta forma en los textos de la Escritura para ocultar la inviabilidad en que
se encuentran de comprender y objetar los argumentos que se les oponen, puesto que, hasta hoy, la Santa
Congregación nunca ha sentenciado una crítica similar. Por ello, si quisieran proceder con sinceridad, deberían,
o bien llamarse a silencio y confesar que son incapaces de intentar materias tales, o bien tener en cuenta a
partir de un inicio que no es a ellos, ni a otros, a quienes corresponde divulgar equivocada una proposición,
sino únicamente al Soberano Pontífice y al sagrado Concilio; sólo de aquellas instancias depende la elección
que demostrará ocasionalmente su falsedad. Empero luego, si comprenden que es imposible que una
proposición sea a la vez verdadera y herética, a ellos tocará mostrar su falsedad. Y si la demostraran entonces,
o bien por el momento no podría ser primordial condenarla, puesto que nadie correría ya el peligro de
seguirla, o bien la interdicción de dicha proposición no constituiría ya fundamento de escándalo para nadie. De
esta forma pues, aplíquense ellos a objetar entonces los argumentos de Copérnico y de los demás, y dejen el
cuidado de condenarlos por falsos y heréticos a quienes corresponde realizarlo; sin embargo no esperen
encontrar en los sapientísimos y prudentísimos Papás, ni en la absoluta inteligencia de Aquel que no puede
cometer un error, aquellas elecciones súbitas a que se dejarían arrastrar por sus pasiones o su interés especial;
y ello ya que, acerca de aquellas proposiciones y de otras similares que no son de Fe, nadie duda que el
Soberano Pontífice tenga continuamente el poder absoluto de admitirlas o de condenarlas; sin embargo no
está en manos de ni una criatura el hacer en consecuencia sean verdaderas o erróneas, aparte de cómo
puedan serlo por su naturaleza y de facto. Parece por esto que podría ser más apropiado aseverarse frente a
todo de la elemental e inmodificable verdad del elaborado, sobre el cual nadie tiene poder; puesto que, si se
carece de esta seguridad, se corre el peligro de trocar en elementales, determinaciones que, en el presente,
son indiferentes y libres, y que están sujetas a la decisión de la autoridad suprema. En suma, no es viable que
una conclusión sea declarada herética a medida que se duda de su verdad. Vanos serían los esfuerzos de
quienes pretenden sentenciar la religión en la movilidad de la Tierra y el equilibrio del Sol, si primeramente no
demuestran que esta proposición es imposible y falsa. Me queda al final por demostrar cuán cierto es que el
pasaje relacionado a Josué puede comprenderse sin alterar la importancia directa de las palabras, y cómo
podría ser que al obedecer el Sol a la orden de Josué, éste haya podido detenerse, sin que de eso se siga que la
duración del día se haya prolongado a lo largo de cualquier tiempo. Si los movimientos celestes se adecuan a la
concepción de Ptolomeo, tal cosa de ningún modo puede producirse: en impacto, pues el desplazamiento del
Sol se efectúa de occidente a oriente, o sea, en sentido inverso al movimiento del primer móvil, que se efectúa
de oriente a occidente, y que es causa del día y de la noche, se comprende que, si el desplazamiento
verdadero y propio del Sol cesara, el día podría ser más corto y no más largo, y que al contrario, si se desea
que el Sol permanezca sobre el horizonte a lo largo de un cierto tiempo en el mismo sitio sin declinar hacia
occidente, correspondería agilizar su desplazamiento hasta el punto en que se equipare con el del primer
móvil, lo cual significaría acelerar en 360 veces su desplazamiento común. Por consiguiente, si Josué hubiera
tenido el fin de que sus palabras se tomaran en su sentido preciso, habría ordenado al Sol que acelerara su
desplazamiento de modo tal que el arrastre del primer móvil no lo llevara hacia poniente. Sin embargo como
sus palabras se dirigían a un poblado que sin lugar a dudas no conocía otros movimientos celestes que aquel
desplazamiento vulgarísimo de oriente a occidente, se adecuó a sus habilidades, y como no poseía la intención
de enseñarles la constitución de las esferas celestes, sino que sencillamente quería hacerles entender la
grandiosidad del milagro que representaba aquel alargamiento del día, les habló acorde a su capacidad.
Sin duda ha sido esta importancia la que indujo frente a todo a Dionisio Areopagita a mencionar que, en aquel
milagro, el primer móvil se detuvo, y que entonces, por efecto, se detuvieron cada una de las esferas celestes:
San Agustín es de la misma crítica y el Avilense la afirma en largos desarrollos. Y como en el fin de Josué estaba
que todo el sistema de las esferas celestes había de detenerse, se entiende que haya ordenado además a la
Luna que se detuviera, aun cuando ésta nada tuviera que hacer en el alargamiento del día. Debería
entenderse, puesto que, que esta orden a la Luna atañe además a los desplazamientos de los otros planetas,
los que no son mencionados, ni en este pasaje ni en el resto de las Escrituras, puesto que no ha sido jamás su
intención enseñarnos las ciencias astronómicas. Me parece, puesto que, si no me equivoco, que de eso se
sigue con claridad bastante que, si nos ubicamos dentro del sistema de Ptolomeo, resulta necesario interpretar
los vocablos de la Escritura en un sentido algo diferente del sentido directo que ella muestra. Instruido por los
textos tan útiles de San Agustín, no mencionaré yo que esta interpretación sea elemental hasta el punto en
que no se la logre sustituir por alguna otra. Sin embargo como este sentido, más acorde con lo cual leemos en
Josué, parece que puede comprenderse dentro del sistema de Copérnico, merced al añadido de otra
observación que recientemente he demostrado en el cuerpo humano solar, querría examinarlo para concluir.
Me apresuro a decir que hablo constantemente con las mismas reservas, o sea, preocupado por no mostrarme
tan apegado a mis ideas que desee preferirlas a las de los demás, y creer que no se las puede encontrar
superiores ni más conformes con el fin de los Textos Sagrados. Una vez sentado que, en el milagro de Josué,
hubo de inmovilizarse todo el sistema de los movimientos celestes, según la perspectiva de los autores antes
citados, y ello ya que, de haber cesado sólo un desplazamiento, se hubiera introducido sin necesidad un gran
desorden a lo largo del curso de la naturaleza, paso a tener en cuenta en seguida cómo el cuerpo humano
solar, aunque permanezca quieto en el mismo sitio, gira sobre sí mismo, efectuando una revolución completa
en el transcurso de cerca de un mes, como creo haberlo demostrado de modo concluyente en mis Cartas
sobre las manchas solares. Este movimiento parece efectuarse en la cantidad preeminente del globo del Sol,
está inclinado hacia el mediodía y, por consiguiente, hacia la cantidad inferior, y se inclina hacia el Aquilón,
exactamente igualmente como lo elaboran las revoluciones de todos los planetas. En tercer sitio, si atendemos
a la nobleza del Sol, fuente de la luz que ilumina, como lo he demostrado en forma categórica, no únicamente
a la Luna y a la Tierra, sino a todos los demás planetas, los cuales, por sí mismos, son oscuros, no pienso que se
filosofara mal si se mencionara que él es el principal ministro de la naturaleza y, en cierto modo, el alma y
corazón de todo el mundo; que aporta a los demás cuerpos que lo rodean, no solamente la luz, sino además el
desplazamiento, y esto último, por su revolución sobre sí mismo; por esto, así como, si se detienen los
movimientos del corazón de un animal, todos los demás movimientos de sus miembros además cesarán, si la
rotación del Sol sobre sí mismo se detuviera, rápidamente cesarían todos los movimientos de los demás
planetas. Con en relación a esta fuerza y esta energía admirables del Sol podría yo traer el aprobación de un
elevadísimo número de graves escritores, empero me contentaré con citar uno solo de ellos, el
bienaventurado Dionisio Aeropagita, quien, en su libro De divinis nominibus, redacta del Sol lo próximo: «La
luz concentra y hace convergir hacia sí a cada una de las cosas que se ven, que se desplazan, que brillan, que
calientan y, en un vocablo, a todas las cosas que permanecen contenidas en su esplendor. Por esto el Sol es
denominado Ilios, ya que concentra a cada una de las cosas dispersas». Y un poco después dice además el
mismo creador refiriéndose al Sol: «Si, en impacto, aquel Sol que vemos nosotros mismos que hace convergir
hacia él a cada una de las cosas que caen bajo los sentidos, esencia y cualidad, aunque ellas sean diversas y
disímiles, no obstante, él, que es uno y que difunde la luz de una forma uniforme, renueva, alimenta,
salvaguarda, lleva a cabo, divide, centra, calienta, fecunda, se incrementa, cambia, afirma, desplaza, da a cada
una de las cosas la vida, y cada una de las cosas de este mundo, por estar bajo su poder, por participar de un
exclusivo y mismo Sol, y las razones de cada una de las cosas que participan en él, las que permanecen en él
por igual anticipadas, etc.» Asi puesto que, pues el Sol es a la par fuente de luz y comienzo de los movimientos,
una vez que Dios quiso que frente a la orden de Josué todo el sistema de todo el mundo permaneciera fijo a lo
largo de varias horas en el mismo estado, le bastó con detener al Sol. En impacto, a partir de que éste se
detuvo, todos los demás movimientos se detuvieron. La Tierra, la Luna y el Sol permanecieron en la misma
postura, así como todos los otros planetas; a lo largo de todo aquel tiempo, el día no declinó hacia la noche,
sino que se prolongó milagrosamente: y ha sido de esta forma que, deteniendo al Sol, sin alterar para nada las
posiciones recíprocas de las estrellas, terminó viable que se alargara el día sobre la Tierra, lo que concuerda
exactamente con el sentido literal del escrito sagrado. Pero, si no me equivoco, si hay algo que no es para
tenerlo en poco, es que debido a la concepción copernicana, obtenemos un sentido literal perfectamente claro
de otro rasgo especial de aquel mismo milagro, a saber, que el Sol se detuvo en medio del cielo. Graves
teólogos han postulado problemas sobre este punto: como parece bastante probable que una vez que Josué
solicitó el alargamiento del día el Sol se hallara cercano a su ocaso y no sobre el meridiano, pues si hubiera
estado sobre el meridiano, como se estaba entonces en el solsticio de verano, y por efecto, los días eran
bastante largos, no parece verosímil que haya sido entonces primordial solicitar el alargamiento del día para
obtener el triunfo en una contienda, para la cual podía bastar ampliamente la duración de 7 horas, y aun un
poco más del día que aún restaba. Impresionados por aquellas consideraciones, gravísimos teólogos han
sostenido, con verdad, que el Sol estaba entonces cercano a su ocaso, y esto mismo es lo cual involucran los
vocablos: ¡Sol, detente!; en impacto, si el Sol se hubiera hallado sobre el meridiano, o bien no hubiera sido
preciso solicitar un milagro, o bien habría bastado con solicitar sencillamente que el desplazamiento del Sol se
retardara un poco. Cayetano, así como Magaglianes, son de esta crítica, y la sostienen señalando que Josué
había tenido que hacer aquel día tantas cosas anterior a ofrecer dicha orden al Sol, que resultaba imposible
que las hubiera cumplido en el espacio de media jornada: se ven llevados entonces a interpretar los vocablos
in medio coeli en modo algo difícil de aceptar, mencionando que significan que el Sol se detuvo una vez que
estaba en nuestro hemisferio, o sea, por arriba del horizonte. Sin embargo si, conforme el sistema de
Copérnico, colocamos al Sol en medio, o sea, en el interior de las órbitas celestes y de los movimientos de los
demás planetas, como se necesita realizarlo, entonces esta complejidad y muchas otras desaparecen, ya que,
en cualquier hora del día en que el evento D se haya producido, sea a mediodía o a cualquier otra hora de la
tarde, el día se alargó y todos los movimientos celestes cesaron una vez que el Sol se detuvo en medio del
Cielo, o sea, en el interior de aquel Cielo donde consiste: este sentido concuerda tanto más con la letra, que
aunque hubiera preciado afirmarse que la detención del Sol se produjo al mediodía, el modo correcto de
expresarse habría sido: stetit in meridie, vel in meridiano circulay no in medio caeli, debido a que, en un
cuerpo humano esférico como es el Cielo, el exclusivo verdadero medio lo constituye el centro. En cuanto a los
demás pasajes de la Escritura que parecen contrarios a este criterio, no dudo que, una vez que se lo haya
identificado por verdadero y demostrado, aquellos mismos teólogos, que hoy lo piensan falso por pensar que
aquellos pasajes de la Escritura no aceptan una interpretación que concuerde con él, hallarán interpretaciones
mucho más convenientes, más que nada si aparejaren a la sabiduría de los Textos Sagrados ciertos
conocimientos de las ciencias astronómicas. Y cuando hoy, por considerarlo falso, creen que la Escritura
únicamente contiene pasajes que lo contradigan, una vez que lo hayan identificado por verdadero, hallarán
numerosísimos pasajes que con él concuerden; quizá reconozcan entonces con cuánta justicia afirma la Santa
Congregación que Dios ha puesto al Sol en el centro del Cielo, y que él, en consecuencia, girando sobre sí
mismo como una rueda, garantiza el movimiento de la Luna y de los demás astros errantes, una vez que canta:
«Dios Santísimo, que pintas con ígneo blancor el área del cielo proveyéndole el añadido de una luz espléndida,
quien, el cuarto día, has construido la rueda inflamada del Sol, fijando el curso de la Luna y de los astros
errantes» Podrán mencionar que el nombre de cielo conviene perfectamente bien ad literam a la esfera
celeste y a todo lo cual está por arriba del sitio de movimiento de los planetas y que, según esta disposición,
está plenamente fijo e quieto. Entonces, como la Tierra se desplaza circularmente, comprenderán que es a
aquellos polos a los que se refiere el pasaje donde se cuenta: Nec dum Terram fecerat, et flumina et cardines
orbis Terrae; si el globo terrestre no debiera girar en torno de aquellos polos, queda claro que le habrían sido
atribuidos inútilmente.

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