Vida Criolla

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ALCIDES ARGUEDAS

VIDA
CRIOLLA
LA NOVELA DE LA CIUDAD

Ü s:

librería p. ollendorff
50. CHAUSSÉE D'ANTIN
PARÍS
ALCIDES ARGUEDAS
///

Vida criolla
(la novela de la ciudad)

Sociedad de Ediciones Literarias y Artisticds

I.IBRBR1A PAUI, OI.I,BNDORFF


50, CHAUSSÉK d'aNTIN, 50
PARÍS
VIDA CRIOLLA

...Los coches saltando por los baches y envueltos en


nubes de polvo, salieron del Prado y emprendieron por
la ancha y sinuosa avenida bordeada de eucaliptus y
sauces llorones.
Verdeaban los árboles por el primaveral retoño poniendo
alegre nota en la vasta aglomeración de cerros grises y
resquebrajados que cierran el valle por los costados
dejando al fondo ancha vía de espacio, limitada primero
por las cumbres atormentadas y rojizas de Aran juez,
luego, y encima, por las cenicientas del Alto de las Áni-
mas que medio velan la perspectiva de la Real Cordi-
llera, y, por fin, en último, por el lUimani, cuya eviterna
nieve fulgía á esa hora del mediodía. Á ambos lados del
camino y en las faldas de los pelados montes, sembríos
de patatas y maíz, en pleno brote, hacían menos ingrata
la visión del yermo.
— ¿No es verdad, Emilio, que debe agradarle pasear
otra vez por estos caminos? — preguntó Carlota Quiroz,
envolviendo á su amigo en la mirada maliciosa de sus
pecjueños ojos grises,
!

VIDA CRIOI.I.A

Doblaban en ese instante los coches el recodo de San


Jorge, por la orilla misma del camino abierto en el flanco
del monte bruscamente caído sobre el río, y Emilio lyuján,
sentado del lado de la barranca y sordo al parloteo
sustentado por su amiga Quiroz y su prima Elena Peña-
brava respecto de unas telas recién llegadas á un almacén
de novedades, se entretenía en seguir el pesado vuelo de un
buitre que describía inmensas parábolas en el aire luciendo
al sol su pardo plumón deslucido con el polvo de los años,
y mucho más bajo que él, en lo profundo de la angosta
cuenca, casi encima del camino abierto en las faldas del
opuesto cerro que aprisiona al río entre la hosca masa de
su base y se extiende abajo, como una cinta blanca y
retorcida... Al oir la pregunta, volvióse Lujan hacia
Carlota y repuso con nostálgico acento :

—En mis tiempos, Carlota, esto que ahora es camino,


era campo mondo y á él venían las gentes de la ciudad, en la
cuaresma, á hacer sus humintadas.,. Creo que eran mejores
tiempos que los de ahora, pues me dicen que ya se va
perdiendo la costumbre de los aptapis; que los hombres
se portan como viejos y los viejos no piensan sino en
morirse y cuanto antes, mejor... Cómo cambia todo ¡

Da miedo la vida.
— ¡ Y cómo lo dice, por Dios !... Es usté un buen

cómico. ¡Quiere hacerse el viejoy apuesto que sólo tiene


treinta años ! — le dijo Carlota, siempre calina y dándole
en el hombro con el abanico cerrado.
— ¿Treinta no más? Se equivoca usted; ya he pasado
de la edad de Cristo, — repuso Lujan, picado y retorcién-
dose con coquetería el fino y menudo bigote castaño.
No lehacía gracia que se echase de ver los años que
llevaba encima y era de los que sienten vergüenza confe-
sar su edad.
VIDA CRIOIvIyA

— ¿De veras? Pues no parece. ¿V cuántos años ha


estado usté en Chile?
— Tres.
— Me habían dicho que más.
— Tres cabales. Tres años de vida intensa, de...
— ...Locuras y amoríos,
• sabemos. ¿No es verdad,
sí, lo
che — añadió dirigiéndose á
? señorita Peñabrava.
la
— Así parece, — repuso ésta distraída y volviendo
los ojos atrás deseosa de ver á su novio que venía con su
madre en otro coche.
— ¿Amoríos? Ni uno solo. Mi palabra de honor,
— dijo, serio, Lujan.
— ¡
los hombres les creo
Quite usté con su palabra ! A
menos cuando dan palabra. Yo que usté se ha diver- sé
tido mucho en Chile; que tenía usté amigos, amigas
(la señorita Quiroz recalcó la palabra) \ sobre todo amigas;
que vivía usté...
Se detuvo temerosa y vacilante. No se atrevía á decir
lo que corría en la ciudad respecto del joven. Decíase
que había vivido en despreocupado concubinato con una
mujer durante el tiempo de su permanencia en la capital
chilena pero lo que todos ignoraban era que dichas voces
;

corrían por boca del mismo Lujan que así creía dar mayor
realce á su persona.
— Que vivía usté... amado, feliz, contento.
— Ya lo creo, si vivía fuera del país...
— ¡Qué lisura!... Pero no por eso, sino porque vivía
usté...¡Díselo tú, Elena; yo no me atrevo! dijo —
tapándose el rostro con el abanico desplegado y como
para ocultar un rubor difícil á notarse dada la capa de
polvos que cubría sus carnes.
Lujan miró á su prima y guiñando los ojos, burlón,
repuso con desparpajo ;
!

VIDA CRIOLLA

— Con una chiquilla menos guapa que usted, sí.

¿Quién se lo ha dicho?
lya señorita Quiroz separó el abanico de su rostro
sorprendida del cinismo de lyuján; y al verlo reir al
zoquete, contestó con cierto sobresalto por tener que
entrar en detalles escabrosos reñidos con su honestidad :

—Una palomita mensajera.


—Una palomita, no; las palomitas no tienen hiél. Sin
duda un cuervo.
Carlota comprendió al punto la alusión. Lujan se
referia á Rodríguez, con quien había viajado por Chile
y la Argentina y cuyas relaciones no eran muy cordiales.
Inquirió interesada :

— ¿Y cómo se llamaba ella?


— ¿Cuál ella?...
— vamos
Su... ¡su amiga de !... Chile.
— Oldegunda.
— Qué nombre tan raro Pero bonito.
¡
! ¿Y de dónde
era? De seguro. Ay, esas chilenas
Chile, ¡

— No de Australia.
;

Laseñorita Quiroz se quedó en ayunas cinco lustros :

hacía que olvidara las elementales nociones de geografía


adquiridas trabajosamente en la escuela y hoy no sabía
nada de nada.
— Y... ¿era bonita?
— Si no tan bonita como usted, lo suficiente para
enamoxar á un hombre de gusto.
Carlota, íntimamente halagada por el cumplimiento,
dirigió al mozo una de sus más prometedoras sonrisas.
— Yo sé que era preciosa, —
intervino la señorita
Peñabrava; —
me lo ha dicho Andrés.
— Por lo menos ha tenido la amabilidad de la fran-
queza.
VIDA CRIOLITA

— Andrés siempre franco. Nosotros queremos


es le
mucho y le prohibimos decir nada malo de él.
— Si me prohiben con tanta vehemencia, me
lo así,

desato en pestes contra Rodríguez...


— Aaalto Aaaaltóoo
¡ ! ¡ !...

I/OS gritos partían del último coche, imperiosos.


Venían
en él Guilarte, el periodista, y sus camaradas Pedrosa,
médico, y Barrientos, músico. Habían recibido todo el
polvo del camino, y querían refrescar las sedientas
fauces aun no saciadas con las continuas copas bebidas
desde la salida de la población.
Elena, con pretexto de ver lo que pasaba detrás, se
puso en pie y apoyando la enguantada mano en el hom-
bro de su primo, dirigió los ojos al coche ocupado por su
galán, el periodista Ramírez, y su madre. Estaba el joven
sentado frente á la gruesa señora, quietecito, con los
oídos atentos á su incesante parloteo y la imaginación
vagando lejos parecía la imagen misma del fastidio.
:

— ¿Qué hay?
— No — repuso don César Peñabrava poniéndose,
sé,
como su hija, de pie en el coche, un landeau ordinariote
y forrado de rojo. Iba don César acompañando á don
Justo Aranda, político de muchas campanillas, senador
por entonces y futuro candidato á una de las vicepresi-
dencias de la República. Era don Justo uno de esos
hombres de quienes se dice que son buenos, y jamás han
patentizado ninguna bondad; virtuosos, y no se conoce
ningún detalle de su pasada vida; intehgentes, y nadie
sabe el título de sus obras...
Habían llegado al primer puente de la avenida que
liga á los dos cerros, y los coches hicieron círculo en la
plazoleta abierta en la base del segundo, de roja arcilla,
al pie de una pequeña cascada que cae en una especie de
1.
10 VIDA CRIOI.I,A

embudo engalanado con berros, ortigas y locos zarzales.


— Alto, señores, y á beber
i ! — gritó el abogado y
periodista Gnilarte, esgrimiendo por el cuello una botella
de coñac, medio vacía.
Aprovecharon la parada los viajeros para descender
de los coches y cambiar impresiones.
— |Uf, qué calor hace! —
se quejó doña Juana,
abanicándose el rostro y esparciendo vahos de barata
esencia.
— ¡Mire, señorita, cómo está bonito guindal! el
— hizo notar señorita Amelia Encinas, muy dada á
la la
lectura de novelas románticas, dirigiéndose á una de las
Orondo, su desdeñosa compañera de coche que durante el
trayecto, y por no liar conversación con ella, á quien
consideraba de clase inferior, prefirió entenderse con
Arturito Olaguibel, otro tipo cursi pero al que siquiera
se le veía pasear en las fiestas del brazo de algún encope-
tado y cuyo próximo matrimonio venían anunciando los
periódicos de tiempo atrás. Era la Encinas, de agraciado
rostro, muy morenita, baja, regordeta, de ojos negros y
vivísimos. Andaba por los 25 años y todo su afán por el
momento consistía en conseguir im novio inteligente y
letrado aunque fuese pobre tenía ella de sobra para
:

vivir con relativa holgura y sólo quería fundar un nido


donde el amor y la gloria fuesen sus dioses tutela-
res...
— I Sí, bonito ! — repuso secamente la engreída joven
dirigiendo los ojos justamente al otro lado de la huerta,
hacia el cerro que, casi á pico, ceniciento, hostil, escarpado,
cae en ese punto sobre el camino... La Encinas sintió
correr por los nervios tm fuerte temblor de coraje, pero
dominó la emoción y fingiendo no haber notado el
desaire, volvióse á mirar el guindal dando las espaldas á
VIDA CRIOI.I.A II

la Orondo para ocultar la lágrima que el despecho le


había arrancado.
Era pura flor el guindal. Agrupábanse los arbolillos en
la abrupta falda del cerro formando un oloroso ramillete
blanco y luego, dispersos, escalonaban su pendiente hasta
la cima, donde viejos eucaliptus levantaban la enredada
cimera sobre el fondo luminoso de los cielos.
—Están sonados
j ! —
dijo Elena al oído de su primo,
señalando el grupo formado por Guilarte y sus amigos
ya lanzados en discusión con don Ismael Saias, diputado
nacional y furioso anticlerical.
— Como siempre. Ya verás mona que se alzarán en
la
Obrajes.
— La una y cuarto. En marcha, señores — ordenó
¡ !

don César consultando su de cobre que por tan bien


reloj
cuidado le permitía asegurar que era de oro.
Ganaron todos sus asientos. lyos aurigas, rivales entre
sí, hicieron restallar las fustas y los cariacontecidos
jamelgos arrancaron al trote largo.

¿Endeveras se casa su amigo Olaguibel? interrogó —
la señorita Quiroz una vez sentada al lado de Lujan.

Así me lo ha dicho.

Le está dando ejemplo el matrimonio es conta-
:

gioso.
— Yo estoy vacunado contra esa peste.
— En sin duda. Dicen
Chile, Diga, ¿y su amigo
allí...

Ramíiez?
Al oir el nombre de su galanteador prestó oídos la
señorita Peñabrava.
— No creo que tampoco.
sé ;
— ¿También vacunado? No; yo sé que es muy pololo.
Ese no respeta ni á las sirvientas.
— ¿Y qué joven respeta á sirvientas? las
: ;

12 VIDA CRIOLLA

— ¡ Ay, qué asco I

Y en gesto de repugnan-
los labios se le contrajeron
cia que se hizo más expresivo al añadir luego :

—Pero hasta para eso creo que es muy zonzo.


Sonrió lyuján recordando que no había que mentar
delante de la Quiroz el nombre de su amigo Ramírez
por quien sentía aquella invencible aversión. como era Y
una de sus particularidades hacer rabiar á la gente, y,
además, no le hacía mucha gracia que la Quiroz con sus
sonrisas y aun veladas declaraciones hiciese creer á los
demás que estaba metida en amoríos con él, quiso contra-
riarla un poco :

— ¿Zonzo? Se engaña usted. No tiene un pelo de zonzo.


Al contrario, Ramírez me parece un hombre á parte, como
no hay muchos por estos trigos. En el colegio...
— ¿Es que nos va á contar su historia? Mire que hay
cosas más interesantes de qué hablar. ¿Qué le parece el
vestido de su prima ? Yo lo encuentro precioso, solo que no
me gusta esta combinación del rojo con el azul.
— No está mal... ¿Y por qué no lo quiere usted á
Ramírez ? Le advierto que es el probable novio de Elena.
— ¡ No más
lyisura ! ¡ faltaría !

— Pues aunque usted no quiera. Estos lo chicos se


aman y...
— Mentira Eso es mentira Elena no
i
! ¡ ! lo quiere
sería muy zonza teniendo los partidos que tiene... ¿Verdad,
che?
La señorita Peñabrava se ruborizó y bajando los ojos
quedó callada.
—¿Qué dices tú, Elena? —
interrogó Lujan volviéndose
á su prima y bastante sorprendido de su silencio.
Elena repuso tímidamente y esquivando la mirada de
Carlota
VIDA CRIOLITA 13

— Le quiero no más.
— ¿No más? Bs decir, poco, casi nada.
— No no quiere
le quiere, repitió con bastante
le ! —

¡

energía la señorita Quiroz. Eso lo dice porque está


usted aquí y sabe que Ramírez es su amigo íntimo.
Lujan calló un momento, sorprendido. Aún recordaba
la espontánea confidencia de su prima hecha el día mismo
de su llegada de Chile, su resolución de casarse con
Ramírez á quien ya se le veía en casa de sus parientes
como al novio oficial de la joven, y ahora no podía expli-
carse el aire embarazado que manifestaba para responder
á su pregunta. Comprendió que ejercían peligrosas influen-
cias sobre sus afecciones; y hallando no sólo conveniente
sino por demás ventajoso para Elena el que se casase
con Ramírez, á quien conocía intimamente teniéndolo
como un hombre serio, honrado, trabajador, inteligente,
aunque un poco exaltado y excesivamente quisquilloso,
repuso con acento convencido :


Pues si yo fuese padre de una hija casadera, no
ambicionaría mejor marido para mi hija que un hombre
como Ramírez...
— Qué mal gusto, por Dios !

— No se trata de gusto sino de conveniencias.


i

Hizo otro gesto Carlota y después de vacilar breve rato,


añadió :

— Además, me han dicho una (poniendo cosita... los


ojos en blanco),.,un poquito de su amigo...
fea,
— Jesús, Carlota apuesto que un asesinato
; !

— No se burle usted;
¡

No me gusta Ramírez por


es serio.
la guerra que hace á dos jóvenes que estimo mucho y
les
han sido, como compañeros de colegio.
usté, sus
— Ya sé de quiénes habla de la palomita mensajera
:

y de Guilarte.
14 VIDA CRIOtlvA

— Cabal. ¿No es cierto lo que le digo?


— Ciertísimo.
— ¿Y por qué hace eso?
— Porque palomita la y Guilarte siempre han sido,
desde enemigos de Ramírez. BUos han llenado
el colegio,
últimamente la ciudad con la noticia de que Ramírez
mantiene relaciones con una mujer...
— Con una chola!
¡

replicó la Quiroz con acritud
y ya molestada de que I^uján llamase palomita á su
aristocrático amigo. Elena se agitaba en su asiento sin
atreverse á intervenir en la discusión de sus amigos mie-
dosa de disgustar á cualquiera de los dos y sin querer ro-
garles que cambiasen de charla por curiosidad de conocer
todos los antecedentes de su futuro.
— Mentira; eso es una calumnia grosera protestó el —
joven, serio.
— La voz del pueblo...
— Ah, voz del pueblo
¡ la ! Una tontería muy cómoda
para uso de los picaros que sin riesgo de ninguna
el
clase hacen desbordar la bilis de sus entrañas roídas por
el odio y la envidia, —
repuso Lujan, casi enojado.
— No es usted galante, Emilio y, á pesar de todo, no me
;

va usted á hacer creer que su amigo sea tan... santo.


— No; santo no, porque esta tierra es incapaz de
producir santos y mucho menos mártires; pero siquiera
es un hombre mejor de los que conozco y que andan
haciendo pregonar falsas virtudes. Con nosotros vienen
ahora muchos virtuosos Pedrosa, por ejemplo. Hizo una
:

estafa, y como su padre era ministro y la estafa fué


contra el Estado, se dijo que era una viveza de hombre
práctico... Y nuestros virtuosos son de esa laya...
Carlota, herida por el tono de Lujan, resolvió vengarse :

—Ni siquiera es rico su amigo, —


dijo sonriendo forza-
VIDA CRIOI.I,A 15

damente y como si presentase un argumento de fueiza


incontestable.
— Ni rico, ni pobre. Antes, su madre tenía valiosas
posesiones en los Yungas. Se metió en negocios con gentes
de la iglesia y la dejaron casi en la miseria. Murió la
excelente señora y entonces mi amigo, para rehacer su
deshecha fortuna, fuese á los gomales del Beni donde
logró reunir un pequeño capital. Hoy tiene su casa y por
delante un porvenir loco. Y
creo que no se puede pedir
más á un hombre.
Calló lyuján y también Carlota; y como durase el
silencio, prosiguió Lujan dando pábulo á esa su imperiosa
necesidad de hablar, de murmurar, que era una de las
características de su travieso espíritu :

— Eso sí, y esto no hay cómo negailo, es un tipo raro


y aun original. Tiene sus cosas. En colegio era un chiquillo
reservado, tímido, incapaz de un gran grito ó de una bien
sentada patada y extraordinariamente flojo para las
ciencias exactas y aun más para ei latín aunque en
historia nos ganase á todos, sin que esto le diese ninguna
ventaja sobre los demás. En las clases, siempre á la
cola, rezagado; en exámenes, siempre con sus números
bajos. Á los 15 años, colegial todavía, se enamoró
á su manera de una chica que no tenía más que ojos.
Le copiaba, para enviarle, cartas de las novelas que leía
y las cuales se quedaban entre los amigos porque nunca
tenía el coraje de enviarlas á su destinataria; cartas tristes
y desesperadas. Álos 18 años hizo pedir, por mi intermedio,
la mano de otra chica morena y la petición me valió á
mí el ser despedido de la casa con cajas destempladas
y á él la amenaza de una fenomenal paliza si reincidía
en la petición. La más insignificante contrariedad amo-
rosa lo ponía de tm carácter imposible : tomábase hosco
l6 VIDA CRIOLITA

y mudo. Nada nos consentía entonces y teníamos que


soportarle sus malhumores con paciencia...
— j Zonzos que le aguantaban ! — dijo Carlota con
acento colérico.
—¿Qué quiere usted? Eran nuestros padres mismos
quienes nos imponían su amistad lo sabían circunspecto,
:

tímido y respetuoso. Cuando los viejos querían poner un


ejemplo de buen muchacho, nos sacaban á Ramírez.
Sabían que estando con él no nos embarcaríamos en
aventuras de ningún género y menos mujeriles. como Y
siempre anduviese el muchacho dándonos consejos y
advertencias, le queríamos y le respetábamos, aunque
yo creo que más le respetábamos, porque en tanto que
nosotros nos rompíamos la cabeza ó los pantalones
jugando á los toros, él se abismaba en la lectura de Julio
Verne, y nos maravillaba contándonos las aventuras del
capitán Gran, las audaces exploraciones del capitán
Nansen, las angustiosas excursiones del Nautüus, que él
y nosotros tomábamos como reales, y al verle tan sabido,
tan adelantado, lleno de erudición nos sentíamos domi-
nados á nuestro pesar. Así llegamos á bachilleres. Yo
seguí los estudios de Derecho y él, á la muerte de su madre,
se fué, como les dije, al Beni. Al volver, y no sabiendo
cómo ocupar sus ocios, compró una acción de La Lucha,
y hoy le tenemos de periodista y seguramente le veremos
mañana sino de ministro, por lo menos de diputado. Sé
que el gobierno tiene intención de confiarle algún cargo
para apartarlo del periódico, donde, la verdad, hasta
ahora no está haciendo sino tonterías. Y no todas las
muchachas tienen la posibiHdad de casarse con un hombre
cuya carrera se anuncia tan brillantemente. Si yo fuera
padre —
repito, —
no vacilaría en entregar mi hija á un
hombre como Ramírez.
I

VIDA CRIOI.I.A VJ

Carlota, sin responder, se encogió de hombros con


manifiesto signo de desdén y dirigiéndose á Elena como
para eludir toda discusión respecto de Ramírez, dijo
alegremente señalando las primeras casas del pueblecillo
que aparecieron en el fondo del camino, al través del
caído ramaje de un sauce :

— Ya llegamos, hija. ¿Sabes de cuánto tiempo estoy


viniendo á Obrajes? ¡Admírate, hija! De tres años.
La última vez que vinimos, Amelia Montenegro destrozó
su lindo vestido... ¿te acuerdas? ¡el crema!... queriendo
trepar á un manzano... Reímos al morir...

I
n

Entraron los coches al pueblo y tras corta carrera para-


ron frente á ima casa vieja, de sórdido aspecto, con las
paredes sin enjalbegar y cubiertas de telarañas, hundido el
techo de paja, rajadas y sin barnizar las puertas.
Ocupa el pueblo una irregular planicie levantada en las
estribaciones de los cerros carcomidos por el río Choque-
yapu y tiene una sola calle principal bordeada de un lado
;

por casitas pintadas de colores claros y de tmo ó dos pisos,


y del otro por un tosco muro de adobes más allá del cual
corpulentos árboles yerguen al cielo la pompa de sus
ramas. Por el medio de la calle y arrastrando basuras,
corre una acequia cubierta en partes por losas toscamente
labradas y en ella se bañan las aves de corral, numerosas en
el pueblo, y lavan los vecinos sus ropas que luego se hacen
secar al sol tendidas sobre los poyos de barro levantados
contra las paredes de las casas. Calles laterales, estrechas,
sucias y sin empiedre, arrancan de la calle principal con
dirección al río. Desde ellas, y por entre el ramaje de los
árboles que desbordan las paredes de los jardines, se ven
los cerros desnudos, grises y ásperos que se alzan amura-
llando el poblacho.
Apeáronse de los coches los invitados de la familia
Peñabrava é invadieron, guiados por el jefe, el patio empe-
!

20 VIDA CRIOI.I.A

drado con menudos guijos blancos^y azules, y luego de


admirar las flores que había en él, penetraron á ima pe-
queña galería de cristales construida sobre una reducida y
abrupta huerta lindante con el río aprisionado entre
enormes pedrones de granito. Al otro lado del río, se yer-
gue en escalones el cerro plomizo y desnudo, confundiendo
su redonda cima con las lomas y las hirsutas aristas de otros
lejanos y altos cerros, también desnudos, color de greda
y que por sus grietas y rugosidades dan la impresión de
llevar escondido en sus entrañas algún monstruo que las
remueve como el topo sacude con sus lomos los montícu-
los de tierra que acumula y con los cuales, tanto por su
falta de vegetación, como por su aspecto, es justo compa-
rarlos.
Los invitados encontraron admirablemente bello el
paisaje. Guilarte, el periodista, dijo sublime» con auto-
«

ridad, refiriéndose á la huerta engalanada de un viejo sauce


llorón, de algunos enclenques melocotoneros en flor y de
un maizal en brote lindante con el río, albergue á esa hora
de una piadora bandada de jilgueros. Las muchachas se
adhirieron á tan valioso dictamen. Hechas á vivir siempre
la monótona vida urbana, la vista de un árbol, de una flor,
de cualquier cosa las entusiasmaba y seducía. Don Justo
Aranda, el político, dijo del poblacho, que era « el Ver-
salles de La Paz». Había viajado don Justo por Europa,
se le tenía por uno de los más eruditos parlamentarios del
día, de los más inteligentes, y encontraron todos acerta-
dísima la comparación, excepto Lujan, que para no in-
currir en el enojo de tan alto personaje, huyó, gimiendo,
al jardín : —Qué barbaridad
¡

En el jardín, Pablo Villar, alias el Chungara, mozo de


pelo en pecho, ladino y locuaz, se ocupaba de encender una
hoguera para caldear la parrilla sobre la que sehariaasar
VIDA CRIOI.I.A 21

el consabido costillar de vaca que se veía sobre una


mesa, doblado en una fuente de plata y nadando en la
salsa hecha con la buena mostaza francesa, la pimienta
de Indias, el ají del Perú... Densa humareda envolvía al
mozo y cuando medio se disipaba, miraba con ojos húme-
dos, no de sentimiento, el moreno y lindo rostro de Clo-
tilde. Ocupábase la muchacha en disponer el servicio
sobre otra pequeña mesa colocada bajo una enredadera de
heliotropos y pagaba con sonrisas las codiciosas miradas
del enamorado. Su busto aprisionado en una chaqueta
roja, moldeaba claramente la turgencia de sus senos vír-
genes de corsé.
Faroles venecianos y gallardetes lucían entre el florido
ramaje de los árboles; en la opuesta banda del río, sobre el
desnudo lomo de una de las estribaciones del monte, fla-
meaba ima bandera roja en señal de que allí había un
blanco.
No bien hubo descendido del coche doña Juana corrió á
la cocina á dar órdenes á los criados, dejando en poder de
su hija y esposo á los invitados.
Mirábanse éstos con desconfianza entre sí. Creíase cada
uno superior á los demás en rango y merecimientos, y sólo
don Justo se mostraba muy sagaz con todos, amable y
tiente. Guilarte, Pedrosa y Barrientos no se encontraban á
gusto en medio de lyuján y sus amigos. Las señoritas
Orondo hacían muecas á las Encinas; y así, prevenidos y
desconfiados, andaban los más cambiando simpiles frases
de cortesía, frías y ceremoniosas.
. Este descontento general parecía reflejarse en el rostro
de doña Juana. Lo traía la señora agrio y aun descom-
puesto, y de ello tenían la culpa las señoritas Montene-
gro. Habíanle éstas prometido asistir á su fiesta, eran ya
más de las tres y no parecían. Y si por algo pasó afanes
£2 VIDA CRIOLLA

doña Juana y gastó más de lo necesario, fué por quedar


bien con las Montenegro, flor y nata de la sociedad, obli-
gándolas así á tener que corresponderles con otra invita-
ción en su casa, sitio de reunión de lo más granado de la
ciudad. Y no quería consolarse con la idea de un nuevo
desaire...
Pronto advirtió don César el estado de ánimo de sus
huéspedes y dejando la protectora compañía de su respe-
table amigo y compadre don Justo, invitó á las señoras á
pasar á la sala de toilette para despojarse de sus abrigos y
sombreros. Quedaron los hombres solos en la galería y á
poco penetraron los sirvientes conduciendo grandes ban-
dejas con copas servidas de espumante cerveza que los
invitados, sin fingir parquedad ni darse pujos de tempe-
rantes, se dieron prisa en vaciar. Luego, y cediendo á los
afanes de don César, se dirigieron al jardín, y allí, á
ejemplo suyo, diéronse á cosechar las rosas florecidas al
borde de las acequias y contra los rústicos muros de piedra,
linderos de la chacra. Estaban en esta poética operación
cuando aparecieron las muchachas, ya aUgeradas de sus
encumbrantes prendas. Fueron recibidas con lluvia de
olorosos pétalos; y quien se distinguía en la faena, era el
locuaz diputado Salas con pretexto de florecer el escote
:

de las mozas las cogía por el talle, palpaba sus carnes y,


si podía, la turgencia de sus senos.
Apartados del grupo juguetón y en frente á sus copas
á medio vaciar, peroraban, como de costumbre, Lujan y
Ramírez.
La vida de estos dos seres era una perpetua discusión.
Discutían por todo, sobre todo, en cualquier circunstan-
cia, por cualquier motivo. Fuerte era el espíritu de con-
tradicción en ambos. Bastaba que Ramírez dijese de una
cosa que era blanca, para que Lujan sostuviese que era
VIDA CRIOI^LA 23

negra. La simple afirmación del uno provocaba la nega-


ción del otro.
Había viajado Lujan por algunos países vecinos y se
consideraba dueño de una cultura superior á la de sus
compatriotas por quienes sentía, secretamente, injusti-
ficada aversión. Bra un mozo grandilocuente, absoluto en
sus opiniones, calculador, frío é interesado. Elegante, buen
mozo, de maneras distinguidas, ocultaba sus ambiciones
ó sus malquerencias bajo una apariencia de extremada
urbanidad. También Ramírez se la daba de sabido, y,
moralmente, se le parecía. Era él quien siempre cedía en
las discusiones y esto no por ser más tolerante ó porque
llevara la sinrazón, sino porque su espíritu fatigado no le
consentía fijar mucho tiempo la atención sobre un mismo
punto. Era irritable, nervioso y esencialmente emo-
tivo.
En esta tarde hallábase Ramírez de veras disgustado
Toda esa gente nueva en casa de su futura novia, le cau.
saba invencible disgusto; y, poco dueño de ocultar sus-
impresiones, trinaba ahora contra los anfitriones :

— Doña Juana, por economizar algunos reales, ha


cometido la más grande de las tonterías. Ha querido hala-
gar á todas sus amigas y ha reunido á las Orondo con las
Encinas, y... lo estás viendo, nadie se habla y esto parece
un entierro.
— ¿Qué quieres? No culpa de sino del marido. Le
es ella
han metido en cabeza
la la política...
— Cómo ¿Á don César?
¡ !

— ¿No sabías Pues cree que podrá ser diputado...


lo ? sí ;
Cosas de nuestros caciques. Saben éstos que cuenta con
simpatías entre los artesanos y le han ofrecido la diputa-
ción por la ciudad. El tío se ha entusiasmado y lo tienes
ahora lanzado en la política y dispuesto á gastarse algu-
24 VIDA CRIOLLA
/I

nos miles de pesos por entrar en las cámaras. Y verás


cómo entra.
— Qué curioso ¿Y qué dice doña Juana? Porque es
¡
!

ella quien manda en casa.


la
— Te equivocas. Ahora ya no manda doña Juana sino
Carlota. Mi tía y la pobre Elena se mueren por relacionarse
con la gente de tono. Carlota anda metida entre ella y la
adulan y siguen al pie de la letra todo lo que dispone la
beata. Esta fiesta, por ejemplo, no la dan para celebrar mi
llegada del extranjero, sino para quedar bien con las
Orondo que asisten por la primera vez á una fiesta de mi
tía. Sé que han invitado á las Montenegro, pero ya ves,
no han venido y esto la trae á la señora de un malhu-
mor imposible...
Un puñado de romaza acertadamente arrojado á la
boca, le obligó á detenerse y á toser hasta las náuseas.
Carlota, de puntillas, había logrado colocarse detrás de los
amigos y lanzar sus proyectiles. Corrió Lujan tras la pro-
vocadora, ya de fuga por entre los árboles, y, alcanzán-
dola, trató de arrebatarle el menudo fruto para, cual es
costumbre, metérselo en el cuello. Chilló Carlota pidiendo
socorro, acudieron en su auxilio las demás chicas, les
salieron al encuentro los mozos y entablóse animado y
bullicioso combate.
Corrían los guerreadores por el jardín accidentado,
arrancando, voraces, no sólo ya las flores, tiempo há ago-
tadas, ni el grano de la romaza, sino las hojas de las mace-
tas, las hierbas, todo lo que de planta pudieran utilizar
para la lucha, olvidando en el calor de ella gestos ceremo-
niosos 3'' fingidos desdenes. La pusieron fin los sirvientes
indios trayendo nuevos y colmados azafates con copas
servidas de cerveza.
Ahora se produjo imánime movimiento de reconcilia-
VIDA CRIOI.I,A 25

ción entre los invitados. I^a señorita Encinas, olvidando


el anterior desaire, ofreció su copa á la menor de las Orondo
que agradeció con una sonrisa cortés, pero fría ,y Gui-
larte le dirigió la palabra á Ramírez pregtmtándole si
había leído los discursos parlamentarios de Castelar. I^a
misma Carlota, enemiga declarada del gordo y perezoso
Arturo Olaguibel, por cursi, le preguntó si era cierta la
noticia dada por los periódicos respecto de su próximo
matrimonio...
Saciada la sed pero aun no apaciguados los ánimos de su
ardor guerrero, bello pretexto para cálidos contactos y
reveladores achuchones, retaron á nueva lucha los mozos
á las chicas. No lo dijeran los imprudentes
; Sin tregua
! ¡

ni perdón ellas la querían Sólo que faltaban las muni-


!

ciones é irían á buscarlas fuera. Las señoras y los caballe-


ros, declinaron el honor de la compañía :

— Vayan ustedes, que son fuertes y pueden


los jóvenes,
corretear. Nosotras los esperamos con el costillar listo, —
dijo doña Juana, con la aprobación de las otras mamas.
No se lo hicieron repetir dos veces los bellacos y se lan-
zaron en tropel á la calle. En el patio llamó lyuján aparte
á Ramírez, y le previno :

— Á Elena la he notado resentida contra ti y te acon-


sejo no andar tímido con ella. Nada desprecian tanto las
mujeres como la timidez. Préndete de su brazo y llénale
de cosas la cabeza. Yo me entiendo con Carlota.
— ¿Por qué dices eso? — preguntó Ramírez, preocu-
pado. Efectivamente, notó que durante el combate del
jardín, esquivaba Elena su contacto y corría más bien en.
pos de los otros jóvenes y él supuso que eso lo hacía para
ocultar á los demás la intimidad que entre ellos existía,
hasta ahora no muy estrecha.
— Es sólo un consejo. En el camino, Carlota se ha
! !

26 VEDA CRIOLITA

deslenguado contra ti y temo que la escuche Elena-


Al llegar á la puerta, dispersóse la juvenil bandada.
Cada uno, instintivamente casi, buscó su círculo. Se for-
maron tres grupos. Las Orondo tiraron por la izquierda,
calle arriba, acompañadas de Guilarte, Pedrosa y Ba-
rrientos; las Encinas, Arturo Olaguibel y el diputado Salas,
tomaron una callejuela, camino del rio Carlota, Elena y ;

Iraurita, descendieron el camino de Calacoto acompaña-


das de Ramírez y lyuján. Éste, andando, cogió la mano de
la chica y se pegó á Carlota. Ramírez arrancó una mar-
garita silvestre y se la ofreció á Elena. Detúvose la joven
en la vera del camino con pretexto de consultarla. Gra-
vemente fué arrancando una á una las hojas de la flor,
repitiendo « Si me quiere, no me quiere, mucho, poco, nada ;
:

si me quiere, etc..» Salió poco.


— Ya ve lo usté. ¡ Hasta las flores dicen que usté no me
quiere
— ¡Usted!...
¿Por qué ese tratamiento? reprochó —
Ramírez preocupado por las palabras de su amigo y dis-
puesto á ver en las acciones de la joven un sentimiento de
hostilidad hacía él.
— ¡Ay, perdona!
hijo, Yo creí... ¡Ya ves! tú no me
amas. ¿o dicen las flores
— Si has de creer á — repuso
¡

¡ las flores ! el enamorado


reteniendo con un gesto á la moza. Y añadió : —Y tú,
¿me amas?

Te amo, Carlos.
Se la notaba seria y preocupada. La idea de que las Mon-
tenegro le infiriesen aun otro desaire no concurriendo á su
fiesta, la traía así. Elena, como su madre, consideraba un
triunfo social de gran significación la presencia de las
Montenegro en su casa; y veía la joven que aim no le sería
dable vanagloriarse con él y sufría su amor propio de
VIDA CRIOI^IvA 27

indecible manera. Recordaba por otra parte las palabras


de su amiga acerca de su enamorado y no le paiecia co-
rrecto quedarse á solas con él.
— ¿No dirá nada Carlota al vernos solos? —
preguntó
avergonzada y viendo que su amiga se alejaba demasiado
y sin volver los ojos atrás, como absorbida por grave con-
versación.
— ¿Y qué sería capaz de decir? Nada malo hacemos
quedando solos, me parece.
Calló Klena y siguieron andando. Al llegar al seco cauce
de un arroyo abierto al pie de una tapia hecha de piedra
negra y sobre la que rosales silvestres y matas de carri-
zales ponían flecos de verdes tonos, pregtmtó el enamorado
á la joven, señalando un trillado sendero lindante con la
tapia y á poco perdido entre las revueltas del cauce :

— ¿Quieres que remontemos este arroyo?


Asintió la joven con un gesto imperceptible, cogióla el
periodista por el brazo, que ella no esquivó, y siguiendo la
senda, la condujo hasta el sitio en que un viejo sauce,
herido sin duda por el rayo, había caído abriendo gruesa
y honda brecha en la tapia, y la hizo saltar ésta.
Se encontraron en un alfalfar en retoño, jugoso tapiz de
la minúscula planicie y de los flancos de una redonda
colina sobre la que un manzano en flor lucía su verde y
brillante ramaje. Su arrugado y letorcido tronco, servía
de linde á otra tapia baja y también cubierta de rosales y
arrayanes Hmitando por ese lado el horizonte azul y
vibrante de claridad.
— jMira cómo florecen las rosas —
exclamó Ramírez
!

poseído de súbito é infantil gozo, señalando el cerco lin-


dante de la coHna.
Elena dirigió los ojos hacia el punto señalado y repuso
con acento indiferente y preocupado :
28 VIDA CRIOI.I.A

— ¿Te gusta?
— Ya creo
¡ lo Querría tener aquí una casita y venirme
!

á vivir contigo, libre de los afanes de la ciudad, feliz. Á


veces creo...
Elena, siempre inquieta, interrumpió el impulso lírico
del enamorado :

— Oye ¿de veras crees que


: Carlota?...
Ramírez hizo im gesto de reproche :

— Mucho te preocupas de Y que no me quieres. ella. es


— No seas susceptible. Si no te quisiera me habría ido
con los otros.
— Verdad. Es ima gran prueba te agradezco. :

— ¡Jesús! ¡Y cómo dices Tienes un carácter curioso.


lo !

— Pudiera; pero qué quieres cuando estoy á tu lado


¡
!

me olvido de todo y si á 'ti |te sucediera lo mismo...


Amor con amor se paga ya sabes. :

El acento humilde de Ramírez, impresionó á la señorita


Peñabrava. Y recordando la historia referida por su
primo, tuvo pena y se propuso ser amable :

— Me pasa lo mismo, tontín. Cuando no te veo, estoy


fastidiada y quisiera que vengas todos los días á casa.
— No puedo. Tu padre...
— Sí; verdad papá es caprichoso pero no te quiere mal.
:

— Es que si tú fueses más buena, podríamos vernos


todos los días...
— Tengo miedo. Si papá supiese que tenemos citas en
la calle...
— No en la calle, sino...
— No, Carlos; ¡eso que no! Está bien si como nos
vemos. Anda cuando quieras ande doña Brígida...
— Me esa
fastidia Jamás nos deja á
vieja. solas. Siempre
espiándonos, escuchando que hablamos lo
— Debes tener cuidado... Ah y ya no ¡ !... le entregues
! !

VIDA CRIOI.I,A 29

tus cartas á Clotilde. Estámuy malcriada y no me mira


con respeto. Se perfuma con mis perfumes y se pone polvos
con mis bellotas. Desde que está de novia...
— Cómo ! ¿La Clota?

i

El Chungara ha venido ande papá á pedirla, pero


Sí.
parece que ella no lo quiere. Tiene muchas pretensiones.
Si vieras

¡

Razón de más entonces para que aprovechemos estos


momentos. Te amo, te deseo locamente. Yo nunca he
querido asi á nadie.
— Mentiroso
¡

—Como quieras pero te amo. Me basta estar á tu lado


;

para olvidarme de todo y de todos. Cuando te miro así,


como ahora, seductora...
—Me va bien mi sombrero, ¿verdad?
Ramírez alzó los hombros con desdén :

—No no es por tu sombrero es por ti misma, por tus


; ;

ojos, por tu boca. Á mí no me importa que lleves un som-


brero gris ó morado. Yo te amo por lo que eres... Dime :

¿querrías que fuésemos allí arriba, por detrás de la tapia?


Estaríamos más seguros.
— No, hijo, por Dios !¿ Qué diría Carlota si supiese que
¡

estuvimos á solas? No hay que ser imprudentes...


Callóse, y reflexionando un momento, dijo con tono
preocupado :

— ¿De veras no te importa que vaya vestida de cual-


quier modo?
— Nada me importa, — repuso ingenuamente Ramírez
sin sospechar que estaba hiriendo en lo más hondo la sen-
sibilidad de su amada. Y al verla callar insistió :

— ¿Por qué no quieres ir allá arriba?


I/a joven, sin responder, hizo otro gesto y dejándose
coger por el brazo, comenzaron á trepar la pendiente, ho-
2. ,
30 VIDA CRIOI,I,A

liando la alfalfa recién brotada. lylegados al cerco, buscó


Ramírez la parte más baja, y separando el fleco de rosales
y arrayanes, ayudó á Elena á saltai dentro.
Aparecieron en un cerrado espacio. Desde allí se domi-
naba la hondonada cubierta de arbolitos en flor y de tuna-
les cuajados de fruto verde. Reclinadas en las faldas de las
colinas y rodeadas de chumberas, de cactos y de pequeños
eucaliptus, se levantaban las casitas de los indios, bajas,
con puertas angostas y pequeños agujeros en la pared á
guisa de ventanas. En los techos agudos de paja y sobre
el lomo, extendían sus brazos cruces de hojalata adorna-
das con campanillas, paradero de tórtolas y golondrinas.
Junto á la casa, en los corrales pegados á ella, se apeñus-
caban los rebaños de ovejas, ó roían el verde pasto algu-
nas yuntas enflaquecidas por frecuentes labores. En los
patios sin empiedre, cacareaban las gallinas y pululaban
los conejos.
Al frente, el cerro caía desgajado, sobre el río. JUa playa
de este punto comenzaba á ensancharse y las aguas turbias
y escasas se dividían en pequeños brazos como acequias.
En las orillas, se extendían terrenos laborables, defendi-
dos por reparos^ que son hacinamientos de ramas y tron-
cos secos asentados con montones de piedras. Muchos de
éstos se levantaban casi al aire. Arrastrábanse las aguas á
sus pies y carcomiendo los cimientos amenazaban echar-
los abajo. En los sitios faltos de reparos, se habían metido
las aguas en las tierras laborables y dejado en su lugar
anchos boquerones de playa donde aun crecían las habas
y arbejas. Dominando estos terrenos y la playa, seguía el
camino abierto en y se le veía per-
los flancos del cerro
derse á lo lejos, confundido en la playa, blanca por las
piedras.
A la vista del paisaje hosco, Ramírez se sintió lleno de
VIDA CRIOI^LA 31

una loca alegría, de una alegría hecha de flores dé campo


y de cielo azul. Y embriagado de felicidad desbordante, se
encaramó á su amada y mirándola fijamente en los ojos,
la dijo con infantil ingenuidad y animado de ima audacia
de que él mismo se asombraba después y que no era sino
el resultado de los sabios consejos de su amigo :

— Y ahora, señorita, déme usted un beso...


Elena levantó con viveza el rostro. Desapareció la son-
risa de sus labios y un vivo rubor cubrió sus mejillas :

— ¡Eso sí que no!... ¡No faltaba más!... Si me has


traído para eso, me voy —
repuso fingiendo gran serie-
!

dad; pero sus ojos reían.


— Pues si tú no me lo das, entonces...
Y sin concluir, cogió á la joven por los hombros y,
antes de que la otra opusiese la menor resistencia, le rozó
los labios ligeramente tocados de carmín. Elena ahogó tm
grito, jiro sobre los tacos y le dio las espaldas en actitud
pudorosa é inquieta :

— Malo
j ! —
reprochó al cabo de algunos segundos sin
volver el rostro y llevándose el pañuelo á los enjutos
ojos. En su acento no se notaba ni el más leve enojo.
Turbóse Ramírez. Jamás creyera que tuviese tanto
coraje. Su invencible timidez nunca había podido ser
domada por ningún impulso ni entusiasmo y ésta era la
primera vez que se atrevía á mostrarse emprendedor. Pero

tse arrepintió al punto, y arrojándose á las plantas de la


joven, imploró todo confundido :

— Perdóname, mi pequeña !...


¡

Volvióse la señorita Peñabrava sorprendida por el


acento lírico del enamorado y al verle de rodillas á sus
pies, quedóse un tanto cohibida por parecería excesivo
que una tan leve falta produjese en el alma del mozo tan
grande explosión de congoja. Y confusa, no sabiendo si reír
!

32 VIDA CRIOLLA

6 continuar fingiendo enojo, sentóse en el suelo más con


ganas de reir que de otra cosa al ver el aire ridiculamente
consternado del atrevido.
Ramírez, poco diestro en los ardides del amor, confuso
todavía por su audacia, ciego para poder darse cuenta de
la clase de sentimientos despertados en el alma de su
amada y creyendo haberla ofendido gravemente, prosi-
guió implorando :

— No te enojes, nenita... Ntmca me he sentido tan feliz


como en este instante y... ¡te amo tanto !... Perdóname,
¡

mi amor
En su voz había balbuceos de emoción incontenible,
sus ojos miraban con concentrado cariño y era tan ren-
dida su postura, tan llena de ingenuidad, que Elena des-
arrugó al punto el ceño experimentando algo así como ver-
güenza el verse amada con tan rendida devoción y tan
profunda humildad. Y vaga, confusamente, pensó que era
cosa grave en la vida de tma señorita de sus condiciones,
tener que soportar el peso de im sentimiento tan hondo sin
corresponderlo debidamente ni pensar en él con la serie-
dad que el caso requería. Cabecita de paj arillo atolon-
drado, toda su preocupación, su ahinco, su vehemente
anhelo era pasar la vida sin inquietudes de ninguna clase,
libre de pesares. Dogma incontrovertible de su casa era
que el amor no engendra sino deberes y responsabilidades
y que toda joven, antes de casarse, debía gozar de la vida
saboreando los encantos que le son propios. Y estos encan-
tos, tanto para su madre como para ella, no los procura-
ban sino los trapos, las cintas, las sedas, las flores de papel;
los bailes, los paseos, el roce con las gentes de tono, la
vida de sociedad, en fin. Y ella vivía esa vida, llevando,
como única preocupación trascendental la de estar al
corriente de las modas lanzadas en las capitales donde aun
VIDA CRIOI^IvA 33

la vida se convierte en cuestión de moda. Si alguna vez,


por extraordinaria circunstancia, se la veía ojear un libro,
era que en ese libro había figurines ó se hablaba de modas.
Las lecturas serias, le causaban insigne malestar y le pro-
ducían sueño, cansancio, fatiga... ¿Pero para qué leer,
después de todo? ¿Quién leía en su medio? ¿Cuál de sus
amigas podía vanagloriarse de haber sacado la sustancia á
un ¡Ninguna! Para ella el mundo no era sino un
libro?
vasto espejo en el que sólo su persona podía reflejarse,
íntimamente halagada de sus encantos, le faltaban ojos
para mirarse, saborearse, admirarse. Horas de horas pa-
saba ante su cristal ensayando posturas, sonrisas, gestos.
Y podía desquiciarse el mundo, caer desorbitado, sin que
ella prestase atención á nada, atenta sólo á su cara, á
sus sonrisas, á sus gestos. Sus charlas no tenían sino un
tema fijo. Y
el tema de sus charlas era sus vestidos ó los
vestidos de sus amigas ó conocidas; era la color de sus
ojos, de su piel; la formación de sus manos, de su frente,
de su mentón. Y, sobre todo, siempre, de sus vestidos.
Tenían para ella los vestidos una excepcional impor-
tancia en la vida de los seres y aun de las sociedades. Y
llegó á dividir por tanto al mundo en dos solas y exclusi-
vas categorías los que se visten bien á un lado y los que se
:

visten mal al otro, atribuyendo á la primera categoría


toda clase de superioridades sobre la otra... Por eso si
elevaba los ojos al cielo y lo encontraba bello á la hora del
crepúsculo, sentía ansias de poseer un vestido que presen-
tase la variedad discreta de sus tonos; si en alguna oca-
sión la seducía el fresco verdor de las mieses, ó la palidez
de las espigas maduras, ó el florecer de la primavera, pen-
saba con tristeza que con todos esos colores trasuntados en
las telas y puestos á su entera disposición, haría morir de
envidia á sus amigas... Y así su vida, engalanada con
34 VIDA CRIOI,I,A

flores de trapo, pasaba inodora y hueca pero que á ella


se le figuraba laboriosa y aun fecunda, porque siempre
había en su casa algún traje que componer, si no suyo, de
su madre; alguna arruga que planchar, algún hueco que
zurzir, algún botón que pegar. Y esta labor acomodada á
sus gustos y preocupaciones, labor que á veces no dejaba
de producirle cansancio físico, le permitía en sus horas de
fatiga y recogimiento idear toda clase de aventuras amo-
rosas, mas nunca, ni aun en sueños, había llegado á figu-
rarse ni á pensar en un amor como éste tan hondo y que de
repente casi acababa de descubrir
Y turbada aunque enorgullecida de haber inspirado
una pasión tan puia, mas no contenta todavía con tanta
sumisión, fingió incredulidad y despojándose del som-
brero con aire distraído le preguntó á Ramírez que per-
manecía mudo y mirando el cielo por el que navegaba una
opaca nube :

— ¿Entonces, me amas?
— Te amo !

— ¿De veras?
i

— Con toda mi alma.


— ¿Y á cuántas has querido hasta ahora?
— Á nadie. Tú eres primera... te
la lo juro.
— {Enrojeciendo intensamente su voz
Y... : temblaba)...
Y ¿nunca has querido... (Con acento precipitado).., como
á mí?
— Nunca.
— ¿De veras? No creo; seguro que me engañas con
otra... ¿verdad?
de la joven sobresaltaron al perio-
I-as vacilaciones
dista. Recordó las palabras de Lujan referentes á Car-
lota y, preguntó no sin cierta inquietud :

—Dime ¿te ha dicho algo Carlota al venir?


:
VIDA CRIOLITA 35

La señorita Peñabrava vaciló un segundo :

— No.
— ¿De veras?
— Á mí, no; á Emilio.
— ¿Y qué ha dicho? le
— No Me parece que no es de una
sé... señorita... Creo
que...
Y con voz precipitada, como con miedo :

— Dijo que estabas metido con una chola. ..con la criada


de tu madre; no sé...
Y se tapó los ojos fingiendo rubor infantil, miedosa de
haber dicho lo que acababa de decir y contenta, por otra
parte, de haberlo dicho.
— ¿Y crees tú en eso? —
inquirió Ramírez con tono
brusco y alterado. Elena bajó las manos y le miró la cara :

estaba pálido, nervioso. Tuvo miedo y juró que no, que


jamás creería.
— Me alegro, porque hay cosas que no deben creerse
nunca, sobre todo cuando el que las dice es como Carlota.
Tú no sabes cómo es tu buena amiga, y yo...
— Di más francamente que la aborreces !...
¡ le in- —
terrumpió Elena, picada de que así hablase de su mejor
amiga y creyendo que al contradecirle despertaría en el
mozo el deseo de venganza que le obligaría á descubrir
algunos detalles en la vida de su amiga para ella todavía
ignorados á despecho de sus averiguaciones. Ramírez res-
pondió con rencor :

— Sí, cierto, no la quiero y ahora menos que nunca.


Muchas cosas sé de ella para quererla.
— ¿Quieres contarme?
Ramírez hizo un mohín de repugnancia. Entonces
Hena, calina y mimosa, extendió la falda de su vestido,
invitóle al enamorado con un gesto á sentarse junto á sí
;

36 VIDA CRIOI.I.A

y cuando éste, radiante de gozo, lo hubo hecho, aproxi-


móse á él, acercó su rostro al suyo hasta cosquillear con sus
rizos las ahora encendidas mejillas del tímido periodista
y echándole el enloquecedor aliento á la cara le rogó dando

á su voz acento de niña melindrosa y meneando el busto


con movimientos de gata perezosa :

— No seas malo, ampecito, no te enojes. Sólo he que-


rido saber si era cierto... No; tú eres un caballero... Cuén-¡

tame eso que sepas de la Carlota !... No seas malo


¡ !

Y á medida que hablaba le invadía el deseo loco, ar-


diente, frenético de conocer la vida de Carlota. Había oído
hablar mucho de ella, y no sabía cómo juzgar á su amiga.
Unos la consideraban mal. Atribuíanle antiguas y peca-
minosas relaciones con un secretario de legación á conse-
cuencia de las cuales había tenido que esconderse en un
pueblecillo soterrado en las abruptas faldas del Illimani
para ocultar las huellas de un amor generosamente conce-
dido. Para otros era una pobrecita alma de cántaro, inca-
paz de ninguna felonía y preocupada sólo en divertirse sin
hacer mal á nadie aunque algo metida á traer y llevar
cuentos, pero sin maHcia alguna. Yella, Elena, no sabía
ciertamente á quiénes dar crédito.
El acento de la chica tenía ahora dejos melosos. Sus
rizos cosquilleaban las afeitadas mejillas de Ramírez. Creyó
éste en uno de esos instantes sentir en las orejas el roce
sutil y perfumado de una piel de seda. No pudo contenerse
y venciendo todo temor enlazó el talle de su amada y, cau-
telosamente primero, con vehemencia después al notar la
sumisión de la chica, pegó sus labios á los de ella y puso en
su beso ardiente todo el amor y el deseo de que en ese,
para él divino instante, estaba poseído. Gimió Elena á
punto de desfallecer no de pavor, que de gozo, y cual si
agradeciese á quien se lo causara y simulando haber per-
! !

VIDA CRIOi:.I,A 37

dido la cabeza, tendióle, estremecida, los brazos al cuello...


— B-le-náa
¡ ! —
vino hasta ellos el penetrante grito de
Laurita al otro lado de la tapia y en el preciso momento
en que la joven, reparando su pasajera turbación, probaba
ponerse en pie para huir. Se levantó de un salto :

— ¿Oyes? Bs la chica. Que no nos vea juntos, por Dios


¡

Y se puso á sacudir su vestido para estirar los pliegues


formados en el breve descanso. Ramírez cogió á la joven
por la cintura y le llenó la cara, los ojos, la boca de besos
que ella, riendo, esquivaba, y sólo la dejó Ubre cuando
apareció entre el follaje el vestido claro de Laurita.
— Ligero, por Dios hazte el que recoges romaza
i
; !

suplicó Elena toda encendida por los impetuosos besos re-
cibidos y corriendo hacia la parte del pequeño cercado
florecido de rosas silvestres mezcladas á las romazas, y
dióse á arrancar á puñados el menudo fruto.
— B-le-náa
¡ ! —
volvió á gritar la chiquilla, medio
sollozando.
Ramírez saltó la tapia presentándose bruscamente á los
ojos de la azorada pequeña :

— ¿Qué buscas, Laura?


— ¿Dónde está Blena?
— Ño La he visto {señalando
sé. la parte opuesta á la
que se encontraba la joven) ir por aquel lado á recoger
romaza.
— ¿Y dónde está que tú has recogido? la
— No hay por acá, pequeña. >

— ¿Y esto? — señaló Laurita una mata de romaza


cuajada de fruto y casi al alcance de sus manos. Y añadió
entusiasmada y llena de gozo indescriptible la redonda
carita morena :

— Mira como tengo


¡

Abrió su amplio delantal la chiquilla y mostró su con-


38 VIDA CRIOIXA

tenido. En medio abimdante y minúsculo fruto verde,


del
emergían y perfumosos de las rosas sil-
los pétalos claros
vestres : un aroma de campo, sano, alegre se escapó del
traje de la chica. Ramírez, ebrio, la rogó :

— Déjame olerías !...


j

Htmdió el rostro en la blanda masa y


aspiró con deleite
el perfume de marchitos pétalos. Apareció Elena con
los
las mejillas encendidas por los besos recibidos traía :

ostensiblemente en las manos su minúsculo pañuelo de


seda con algunos puñados de romaza.

¿Es que no has recogido más que eso? Uy, qué ver- ¡

güenza !

y
la chica, orgullosa, volvió á mostrar su preciosa carga.
Elena, imitando á Ramírez, metió su carita rosada en el
sitio en que aun se veía las huellas del rostro del enamorado
quien sonrió con indefinible alegría por figurársele esa
ima prueba de cariño delicada y discreta.
— ¿Y Carlota? —
preguntó la joven irguiéndose y
sacudiendo de su opulenta cabellera los granos verdes
adheridos á ella.
— No sé.
— Vamos á buscarla.
Se cogió del brazo de Ramírez y siguiendo el seco cauce
del arroyo, bajaron al camino por donde venían Carlota y
Lujan, formando curioso contraste. Ella iba prendida del
brazo del joven y le hablaba con animación, riendo dichosa,
comunicativa y Lujan le escuchaba con aire de cansancio
difícilmente reprimido. Laurita, al verlos, corrió á su
encuentro para mostrarles su cosecha y pues era largo el
;

trecho á recorrer, aprovecharon el instante los enamora-


dos para hablar. Elena, acortando el paso, dijo al perio-
dista enrojeciendo levemente :

— Oye, hijo; tengo tma curiosidad.


!!

VIDA C11I0I,I.A 39

~ ¿Cuál?
— Quediía saber si Emilio... >

Se detuvo sin atreveise á más. Ramírez, curioso,


averiguó :

— ¿Si Emilio qué?...


— No, nada...
— No Di, ¿qué?
seas...
— Pues, bueno. Quedría saber si Emilio la ha besado
á Carlota...
El otro contestó seriamente :

— Te digo que no. Es muy fea para besarla.


— ¡No seas malo, Carlos No me gusta que hables asi
!

de Carlota.
— ¿Entonces dirás que bonita? es
— Claro; bonitaes
— Sólo eso faltaba
¡

— Bueno, no es bonita pero es simpática. No dirás que


no.
— Tampoco. Repito que es fea.
— Pues yo encuentro bonita, — con ese tono
la dijo
usado por mujeres cuando quieren dar á conocer
las lo
contrario de que dicen, y añadió
lo — Pero como seria :

quieras. Pregúntale á Emilio si la ha besado y me cuentas


cuando lleguemos á con contarle tus atre-
casa. Cuidadito
vimientos. Noquiero que sepa...
— Perfectamente; solo que el secreto vale dos besos en
la boca.
— ¡lyisura !En otra ya no me vuelvo á quedar á solas
¡

contigo !... Pero ahora hazte el que me hablas de cosas


interesantes; de mi vestido, por ejemplo.
Y añadió en voz alta, viendo que se acercaba la pareja
y cogiendo la manga de su blusa :

— Es seda y la he comprado en la Sultana, y para que


40 VEDA CRIOLITA

no tengan lo mismo las otras, le he dicho á mi madre


que compre toda la pieza...
Se encontraron las dos parejas. I^aurita, dirigiéndose al
periodista, le dijo tristemente :

— ¡ Tampoco ellos han recogido nada Seguro que


! los
otros nos han de vencer.
lyas parejas cambiaron una mirada rápida y significa-
tiva. Elena enrojeció; Ramírez y la señorita Quiroz, al
verse, bajaron los ojos. Lujan hizo bromas :

— Excelente, mis amigos; se ve que también ustedes


han pasado el lato discutiendo sobre colores. Carlota pre-
fiere el azul y yo el rosa. Es color más simpático...
Elena sacudió el brazo de su primo, en actitud casti-
gadora. Y luego fingiendo consternación, dijo :

— ¿Saben que sino llevamos romaza nos han de miiar


con cara larga los papas? Á recogerla se dijo
¡ !

Y alegre, despreocupada, púsose á arrancar el menudo


fruto,adorno abundante de un cerco y festón de la acequia
que apoyado en él corría alegre. Le imitaron los otros y ;

cuando hubieron recogido alguna porción, volvieron á la


chacra. Al llegar, por sobre los árboles del jardín, vieron
elevarse una columna de humo tenue y azulado vm olor á :

carne asada, incitante, llenaba el ambiente.



Llegamos á tiempo. Este olor es capaz de despertar el
apetito de una momia. ¿Verdad, niñas? dijo Lujan —
olfateando con deHcia el aire. En muchos años no había
gustado el sabor de los platos nacionales y tenía un ape-
tito desordenado.
— Yo tengo hambre — confesó Elena,
¡ ! categórica-
mente.
— Yo también, — Carlota. dijo
Llegaron á casa.
Estaban todos en el jardín, sin faltar ninguno.
VIDA CRIOI.I,A 41

Los hombres, provistos de sus cuchillos y platos, hacían


torno á la parrilla y cada uno cortaba su presa del costi-
llar humeante y rezumando grasa. De las señoras, unas
pelaban papas cocidas y otras servían los platos. Don Jus-
to Aranda y el diputado Salas, ambos dos sentados en la
pequeña mesa tendida al pie del sauce, engullían sus ra-
ciones, hambrientos y graves. lyos sirvientes iban de un
lado á otro, ofreciendo copas de chicha y cerveza. Chun-
gara el novio de Clotilde, se multiplicaba incansable y
^

deseoso de recomendarse por su agiHdad á los ojos de la


exubeíante moza.
Comían todos con ganas, con voracidad más bien. Había
desaparecido esa tirantez de un principio y ahora nadie
pensaba sino en satisfacer las exigencias del estómago.
La parrilla veíase frecuentemente asaltada por los más
hambrientos; y las mismas chicas devoraban su ración
cogiendo la carne asada con los dedos, sin levantar los
ojos de su plato, sin preocuparse de hacer dengues, sin
mirar á nadie. Kl paseo, al aire libre, la lucha y el alcohol
habían estimulado poderosamente su apetito.
— Yo me muero por la ranga-ranga (mondongo) — con-
fesó la encopetada Orondo á la otra Encinas, su ocasional
vecina. La Encinas, admirada de que plato tan democrá-
tico fuese sabroso á un paladar aristocrático :

— Yo por el pollo
¡
! — repuso descarnando la pierna de
uno y con acento de superioridad gastronómica, como para
vengarse por lo menos así del desaire sufrido.
Las frases eran cortas, precisas. No hallaban eco los
raros chistes del diputado ni nadie ponía atención en la
postura llena de dignidad adoptada por Guilarte, el peiio-
dista, ya harto de comer.
Al fin, poco á poco, á medida que se saciaba la voracidad
de los comensales, volvía la animación á la charla salpi-
!

42 VIDA CRIOIXA

cada de dichos picantes y de vulgares bromas. Las mucha-


chas arreglaron la descompostura de sus trajes, hicieron
desaparecer de los labios los últimos vestigios de su gloto-
nería y recuperaron la tiesura momentáneamente olvi-
dada.
— Que hable Andrés
¡

giitó una de las Encinas, la
!

lectora de novelas, consternada ix)r el voraz apetito del


músico.
— Yo no sé hablar Que hable Salas
i
!
¡
gruñó el artista ! —
enojado por la insinuación de la Encinas y pensando que el
hecho de asistir sin invitación á sus fiestas, no le facultaba
á tratailo con tanta familiaridad.
— Sí... sl...¡
¡ que hable Salas
¡
insinuó Lujan dado ! —
á divertirse con la frase incoherente del diputado. Los
demás guardaron un prudente silencio tenían miedo al :

verbo del popular orador.


— ¡ Señores...
apoyado en el rugoso tronco del viejo sauce, pálido
Allí,

y grave, estaba el cronista de El Eco de la Patria, Pedro


Guilarte, pequeño, gordiflón y de tez oscura. Sus ojos
diminutos, giises, redondos y de mirar huraño y hosco,
tenían el extraño brillo de la beodez.
Guilaite, por profesión y temperamento, era famoso
discurseador. Popular entre las clases bajas, era adulado
por los políticos á causa de esta populaiidad. Diestio en
fingir profundos conocimientos en todos los ramos del
humano saber, atribuíanle aquellos sobresahentes cuali-
dades y una fuerza mental incomparable. Así había lo-
grado despertar su exaltable amor propio y se creía Gui-
larte digno de toda suelte de atenciones y de las más altas
recompensas. Colaboraba en casi todos los diaiios de La
Paz y apiovechando el descuido ó la condescendencia de
los directores, él mismo se daba los títulos de « ilustrado».
VIDA CRIOU^A 43

«inteligente» ó «distinguido» cuando menos. Sólo de La


Lucha, el periódico dirigido por Ramírez, no había podido
obtener ninguna alabanza y sentía por eso un odio im-
placable contra Ramírez que lo revelaba escribiendo arti-
culillos agresivos, malévolos, llenos de despecho y en los
que le llamaba « pesimista sistemático », « denigrador de
las cualidades y virtudes de la raza» y otras tonterías por
el estilo, que trascribían los demás periódicos con cual-
quier motivo y aun sin motivo. El carácter hosco de Ramí-
rez, su vida solitaria é independiente, la intransigencia con
que delataba los vicios de su país, le habían creado formi-
dables enemigos en todos los círculos y especialmente en
ese que se decía intelectual y escribía diarios.
— Señores hay momentos en la vida...
:

Modelo de lugares comunes fué su discurso. Dijo del


perfume de las flores, de la belleza de las mujeres, « flores
que perfuman el camino de nuestra existencia» y concluyó
proponiendo beber una copa « de rubio licor» por la fami-
lia de don César Peñabrava, « hombre honrado, ^hecho en
la escuela del deber y cuyo nombre comienza á ser popu-
lar en los medios políticos donde se aquilata la conciencia
de la nación, porque, como dice...» Y aquí el consabido
citar de escritores de todo tiempo y qpndición...
Un estruendoso aplauso estalló %i la concurrencia,
seducida por la erudición del periodista. Don César, tré-
mulo de alegría, dióle al orador un furibundo abrazo, puso
la casa y la familia á su entera disposición y le aseguró sen-
tirse honradísimo de que un joven de su talla y de su
situación, se hubiese tomado la molestia de asistir á una
fiesta tan campestre y tan íntima... Las mujeres encon-
traron encantador el discurso de Guilarte. Doña Juana,
no obstante de ser la primera vez que estaba con Guilarte,
le llamó por su nombre y le invitó una copa. El diputado
44 VIDA CRIOIvI/A

Salas, sobándose las barbas en actitud meditativa, declaró


sentencioso :

— Este Guilarte tiene un gran porvenir seguramente:

ha de ser diputado. Yo lo conozco mucho. Su madre es de


una condición muy humilde; vendía fruta en el mercado
y desde que su hijo comenzó á figurar...
En un rincón discreto, tras de un heliotropo, envueltos
en la penumbra que comenzaba á caer de los cielos,
incensados por el turbador aroma de la planta, hablaban
Elena y Ramírez, sordos al discurso que en ese momento,
en respuesta al de Guilarte, mascujaba don César, ha-
ciendo enrojecer de angustia á todos. Era la primera vez
que á don César le tocaba improvisar un discurso y no
podía, pese á sus esfuerzos, coordinar dos frases segui-
das...
— ¿Entonces ella?...
— fué
Sí, hija; ella quien le invitó á sentarse en el
suelo y besó los ojos, la frente, la boca. Dice que no le
le
huele bien... ¿verdad?
—Cierto; debe tener algún mal.
—En cambio la tuya es fresca como boca de niño y
sería mi ambición vivir pegado á ella...
— Que hable Ramírez
;
! —
surgió una voz no bien hubo
concluido de hablar el pobre don César. Era de Guilarte.
En vista de su éxito oratorio y seguro de haber caído en
gracia del anfitrión, se le había ocurrido hacerle la corte
á la hija y quitársela á Ramírez.
Fué una giitería general. Ramírez, consternado, probó
escabullirse entre la servidumbre, afanada en despa-
char los restos de la merienda; más fué cogido preso
por su amigo Olaguibel.
—No embromes, chico. ¿Qué quieres que diga?
— Que hable ! Que hable
i ¡

vociferaban todos.
!
! ;

VIDA CRIOI^IyA 45

Creían escuchar un brillante discurso. Á pesar de la hosti-


lidad de Guilarte y su banda, pasaba Ramírez por hombre
inteligente é instruido.
— ¡
Que improvise si es intelectual —
chilló Guilarte
!

poniendo tono de desafío en su acento.


Un impulso de cólera agitó el alma de Ramírez. lyas
copas bebidas durante la merienda, la pena que sentía
por ver que los padres de su amada tenían más prefe-
rencias con los otros que con él, la mala voluntad que
le guardaba á Guilarte, el deseo de herir á éste, le desata-
ron la lengua.
— Señores hay momentos en la vida en que vale más
:

comer que decir vulgares tonterías... He dicho ¡ !

Quedaron perplejos los invitados. Creyeron algunos


que el periodista se había propuesto criticar la pesadez de
palabra del anfitrión, otros maHciaion el ataque á su
colega y convinieron casi todos que era pesada la broma y
fuera de lugar. Guilarte se demudó hasta la palidez sus :

ojillosdespidieron un brillo más intenso todavía, y, aco-


bardado, fué el primero en reír fingiendo no haber com-
prendido la alusión don César se agitó en su silla cual si
;

mil insectos le picasen á la vez; Elena miró consternada


á su galán no podía expHcarse que siendo
: como de- —
cían — inteligente, saltase vulgaridad tan crasa y dejase
perder, tontamente, ima ocasión de recomendarse álos
ojos de sus aristocráticas amigas, nada benévolas para él
doña Juana, colérica, dio un. codazo al músico Barrientos :

— ¡Ay, qué habilidad


Don Justo Aranda preguntó á don César, deseando con-
solarle :

— Dicen que Ramírez es intehgenteá mí no me parece.


:

Don César, indignado, hizo un mohín y se encogió de


hombros. Á él nada le importaba Ramírez y si lo consen-
3.
! !

40 VIDA CRIOI.I,A

tíaen su casa era porque habla conocido á su madre, una


excelente persona. Por lo demás...
— ¿Entonces usted no cree que sea inteligente?
— fuera habría hablado como Guilarte. Ese
Si lo | sí
que un muchacho
es y de porvenir
inteligente I

— ¿Pero no dicen que pronto será su yerno? — insinuó


don Justo.
Don César, fingiendo ser la primera vez que oía tal cosa,
investigó con acento severo y abriendo desmesurada-
mente los ojos, en actitud ingenua :
— ¿Quién? ¿Guilarte?
— No, hombre; Ramírez.
Don César dio otro sobre salto la silla :

— ¿Y quién dice eso?


— Todo mundo. Es voz general.
el
— Pues no sabía y agradezco, compadre, que me
lo le lo
haiga dicho usted. Yo le autorizo pa que desmienta la noti-
cia, y como no quiero que sigan hablando mal de mi hija,
es necesario... qué ocurrencia
¡
!

Yal ver á Elena todavía en pie al lado de Ramírez, la


llamó imperiosamente con un grito :

— Elena
¡ Ven á hacer atenciones á la gente
! ¡

Ramírez se estremeció. Púsose primero rojo, lívido des-


pués y dominó su emoción sonriendo vaga y desdeñosa-
mente.
— ¡ Señores...
Felizmente estaba allí Ismael Salas cuyo incoherente
verbo desvanecería la sombia de angustia caída sobre
la endomingada muchedumbre, y todos se volvieron para
escucharle, complacidos de que el incidente no pasase á
mayores :

— Señores
yo también quiero brindar esta copa por el
:

hombre probo que nos ha congregado en este recinto


»

VEDA CRIOI<IyA 47

para asegurarle que es profimda la gratitud y alto el res-


peto con que le tratamos sus conciudadanos. El hombre
que tenéis delante, señores, (señalando con el dedo á
don César, rojo de emoción por oirse llamar tales cosas y
dándose cuenta recién de la utilidad de los banquetes y de su
popularidad insospechada) se ha levantado sólo á esfuerzos
de su voluntad. Poco á poco se ha levantado desde lo bajo
hasta lo alto y hoy es un grande hombre y estamos segu-
ros de que, como dice muy bien im talentoso joven á
quien pronto veremos de diputado porque lo merece {Gui-
larte hace una venia y tusca con los ojos á Ramírez que ha
desaparecido) figurará en el campo de la política. Á la
política, señores, según dicen otros autores muy notables
como Séneca, Castelar, Víctor Hugo y Homero, todo-
hombre debe llevar el concurso de su experiencia. Don
César Peñabrava, señores, es un gran hombre. En su
juventud, señores, fué pioner en el campo, hacendado en
su madurez y ahora, llegado al apogeo... al apogeo... al...
¿Qué le pasa al orador, que así se detiene balbucíante y
compungido? Casi nada; las frases endilgadas al anfitrión
habíalas preparado para don Justo Aranda, senador nac, y
nal hoy día y probable ministro de Estado de mañanaio-
acaba de darse cuenta de ello. É inhálil de ninguna com-
postura, turbado por la ansiedad con que todos le escu-
chan y especialmente don César, arranca de improviso :
— « También brindo, señores, por el egregio ciudadano
don Justo Aranda, imo de los hombres más prominentes
del partido y encargado de dirigir la nave del estado
en un futuro no muy remoto.
En la concurrencia se produjo un movimiento unánime
de afectuosidad. Hombres y mujeres se volvieron hacia
don Justo con la copa tendida y la insinuante sonrisa en
los labios ya creían verle candidato á la presidencia.
:
!

48 VIDA CRIOLITA

> — j Con
usté, doctor
— Salud, doctor
¡ !

Rafael Pedrosa, médico de protesión y periodista de


afición, seentusiasmó y en feliz iniciativa propuso beber
;

otra copa por el doctor Cosme Endara, candidato á la


presidencia y ala sazón de regreso á la ciudad de un
viaje político por el interior de la República. Y enton-
ces, unos más que otros, á porfía, comenzaron á alabar los
méritos, virtudes y cualidades del candidato ausente,
seguros de que todas las alabanzas llegarían á sus oídos
por boca de don Justo, amigo íntimo del candi-
dato.
de borracbeía en los hombres, eran ya visi-
lyos signos
bles. El músico Barrientos se divertía colocando caperu-
zas de papel sobre las descubiertas cabezas de sus vecinos;
don César improvisaba, con más facilidad y más incohe-
rencia, otro discurso en honor del candidato presidencial
y anunciaba sus propósitos de terciar en las futuras elec-
ciones para diputados; Salas discutía política coniyuján,
empeñado en oponer al nombre de don Cosme Endara el
de don OHverio Cienfuegos.

No, señor ucted dice eso porque su padre es cocha-
:

bambino... (Y viendo aproximarse al grupo á don Justo


prosiguió con exaltación.) En el país no hay más que
don Justo, futuro presidente, y don Cosme Endara, á
quien podemos ya llamar presidente. Cienfuegos es cocha-
bambino y no nos conviene que suba al poder, porque,
señores, La Paz tiene que ser capital...
Lujan escapó del grupo. Las amenazadoras miradas de
los invitados le hizo presagiar una próxima paHza y era
muy prudente.
Doña Juana, ocupada en vigilar á los sirvientes para
que no robasen los cubiertos de plata sacados á lucir en
VIDA CRIOI<I.A 49

previsión de que viniesen las señoritas Montenegro á la


fiesta, se aproximó al grupo é intervino :

— jBasta de política, por Dios Las niñas están espe-


!

rando con quien bailar... Vayan, sáquenlas y den dos vuel-


tecitas de vals. Válgame con los jóvenes, por Dios
¡ !

La noche había cerrado oscura y estrellada. En el valle


no se oía otro rumor que el del río golpeando los pedrones
de granito dispersos en la playa.
Bncendieron los faroles venecianos perdidos entre el
ramaje de los árboles y á la claror de su macilenta luz,
dióse el Chungara á templar su guitarra y luego, acom-
pañado de dos quenas que soplaban otros dos mozos, des-
acordando un valsecito Uoj ón y lánguido, debido al numen
de Barrientos, pusiéronse á bailar jóvenes y señoritas,
sobre el desigual piso del jardín ciuelmente hollado.
Y en tanto que las paiejas, poseídas de extrañas ansias,
holgaban, Ramírez, ebrio de alcohol y con el alma lacerada
de pena, de cólera y envidia, huía por la ancha y sinuosa
avenida, á pie, sin acordarse ya de la emoción del día, de
los primeros besos arrancados á los labios de su amada y
pensando sólo en la humillación que le habían inferido
III

Ramírez se levantó malhumorado, triste, nervioso


hasta el exceso. Un dolor sordo en el occipucio, ima
enorme fatiga en el fondo de las cuencas orbitales, le
traían atolondrada la cabeza y con vehementes ganas de
dormir, quedarse en cama, cerrar los ojos, desvanecerse...;
mas no podía. Elena le había mandado decir, en la tarde
del día anterior, que fuese á esperarla á su salida de la
iglesia; y aun deseándola, no dejaba de produ-
esta cita,
cirle cierta inquietud. Desde hacía poco la notaba ala
joven distraída, desatenta y en extremo susceptible.
La noche pasada soñó con ella. Por la tercera ó cuarta
vez en dos meses, repitióse esa noche, con poca variante,
— esto le parecía extraño, —
la lúbrica visión que le
traía malhumorado esta mañana, producto de su neurosis
y de su agotamiento. Volvió á ver á Elena semidesnuda,
con sus senos de virgen al aire y desparramada por las
alabastrinas espaldas la ondulosa y abundante cabellera,
idénticamente igual á la reproducción de Astí que le
obsequiara Lujan y que la tenía pendiente del sitio más
visible de su habitación, despertando los pudores de la
vieja sirvienta encargada de poner en orden la pieza. Y
pensaba Ramírez, no sin disgusto, que quizás en su amor
entraba más la sensualidad que la ternura; y á esta
52 VIDA CRIOI.I<A

advertencia de sus instintos, se rebelaba su temperamento


de empecinado soñador...
Cogió su abrigo raído ya por los codos y las espaldas
y al endosárselo recordó que su vieja sirvienta, enferma
repentinamente con sus repentinas jaquecas, le había
mandado decir que en esa mañana no iría á cumplir con
sus cuotidianas obligaciones.
Ramírez era ordenado, y se puso á arreglar la habi-
tación. Bra vasta, de elevado cielo, con dos grandes y
anchas ventanas sobre la calle y servía á la vez de alcoba,
de sala de trabajo y de estudio. Casi no había adornos
en la tal habitación. Se veía un catre de metal dorado en
un ángulo; un estante repleto de libros, en otro; una
mecedora muelle y elegante junto á una de las ventanas
y contra uno de los muros laterales, en frente mismo de
la puerta de entrada, un armario con luna biselada. En
medio, una gran mesa oval y encima de ella, las
fotografías de Amiel y de su madre, dentro de marcos de
fino cristal. En las paredes, y sostenidas por clavos, armas
indígenas mostraban sus curiosas formas : había palos
puHdos á fuego y á manera de alfanjes, dardos, macanas
y hondas. Y entre las armas, pendientes de hilos dora-
dos, algimas caretas de yeso donde artistas ignorados
imprimieran su emoción, gesticulaban dolorosas ó reían
plácidas.
Concluida la tarea, púsose Ramírez el abrigo, cogió
los guantes y, calándoselos, abrió la ventana y salió al
balcón adornado con tiestos de heliotropos. Caía éste
sobre el choro, casi á la entrada de la calle Evaristo Valle,
pendiente, mal empedrada con gruesos guijos lucientes
por el uso.
Era domingo y numerosas tropas de borricos y llamas
desfilaban calle arriba, conducidas por indios rotosos.
VIDA CRIOLITA 53

de greña áspera y larga. Por no fatigar á sus bestias,


llevaban éstos en los lomos atados repletos con la
pobre merienda del viaje... Por entre las caravanas de
bestias, atropellándolas y dispersándolas, rodaban,
fragorosos, infinidad de coches produciendo inusitada
algarabía en la calle, tranquila de ordinario á pesar de
ser, con las otras dos, Cbocata y Santa Bárbara, el obli-
gado paso de viajeros, coches ó bestias que entran á la
ciudad ó de ella salen.
Ramírez descendió á la calle y al doblar por la del
Comercio, tropezó con Juanito Pérez, poeta mimado y
autor de las celebradas Rimas del corazón.
Era Juanito Pérez de elevada estatura, muy moreno,
lampiño y flaco hasta el raquitismo. Su ascendencia
indígena saltábale en los ojos grises de pestaña recta y
dura, en la cabellera negrísima y áspera y en la frente
estrecha y huida hacia atrás. Sus amigos intelectuales,
sinceramente entusiasmados por las distraídas vaciedades
de una festejada novela francesa, le llamaban « el bohe-
mio» porque creían descubiir ciertas semejanzas físicas
y morales entre él y uno de los más curiosos perso-
najes deMúrger.
El símil fué la ruina del pobre mozo.
Á los más vulgares actos de su vida vtilgar, le gustaba
darles significación y trascendencia raras. Á veces salía
Pérez á la calle sin corbata ó con los zapatos sin abrochar;
había temporadas que no probaba un trago de licor
fingiendo enfermedades de nervios, y otras en que vivía
borracho porque, aseguraba, le era necesario olvidar
profundos desengaños y hondísimas penas jamás confe-
sadas á nadie... Su débil consistía en fingirse protagonista
de románticas é inverosímiles historias en que había
encuentros rabiosos con malandiinas, besos furtivos á la
: !

54 vn>A ouoxxA

luz de las estrellas ó de la luna, cópulas deleitosas y


refinadas con amantes imaginarias...
Y es que la atroz monotonía de su vida perezosa é
indolente y el poder incontenible de su imaginación,
habían destruido la simplicidad de su espíritu. El deseo
de la originalidad y de la rareza, le obligaba á dislocar
su temperamento para presentarse lo contrario de lo que
realmente era; resultando así un tipo oiiginal de verdad
por su manía de las ficciones y bien que en el fondo fuese
Pérez un buen muchacho, humilde, inofensivo y hasta
ordenado á pesar de que él, en sus charlas salpicadas
de giros extravagantes y desusados vocablos, dijese que
el orden era suprema cualidad de la burguesía.
Conocíalo así Ramírez y lo estimaba sin hacer gran
aprecio de sus inocentes ficciones. Para él, Pérez era
im hombre débil, física y moralmente; un pobre chico
sin energías para ningún esfuerzo; un degenerado que
llevase en el alma la tristeza de su raza enferma y en sus
nervios la flojedad de los esclavos vencidos. Y como
dejase traslucir en sus maneras esta opinión, sentíase
el otro molestado y no eran muy cordiales sus relaciones
pese al buen concepto en que mutuamente se tenían,
porque si algo envidiaba el poeta al periodista, era la
independencia con que vivía y las muchas pruebas que de
su talento tenía dadas.
En esta mañana, al ver Pérez á Ramírez, se le acercó
cariñoso y le tendió las dos manos con muestras de buen
hmnor
— ¿Qué lepasa? Vaya la cara que tiene usted
¡

— Nada, querido; anoche trabajé hasta muy tarde...


¿Dónde va?
Pérez señaló con un gesto á su sirviente que le seguía
llevando en brazos un bulto envuelto en un paño de color ;
VIDA CRIOI,I,A 55

— Aqtií cerca, chico, á dejar esta corona que me han


encargado entregar, en nombre de la juventud intelectual
de La Paz, á don Cosme Endara.
— ¿De toda la juventud? No creo; será en la del partido.
El poeta se sonrojó había olvidado que Ramírez se
:

conceptuaba un intelectual de primera fuerza y era


irreconciliable adversario de todos los grupos con ínfulas
de partidos. Repuso con cierta soma :

— Verdad, en la del partido; pero convendrá usted


que don Cosme bien merece ser saludado por toda (Jua-
niío recalcó la palabra) la juventud intelectual del país.
Ha hecho lucir á la patria en el extranjero.
— ¿De qué manera?
El poeta abrió los ojos sinceramente consternado :

— ¡Cómo! No desconocerá usted que don Cosme ha


representado brillantemente al país. Eso lo reconocen


aun sus enemigos.
Ramírez se puso furioso no le gustaba que contradijesen
;

sus opiniones :

— ¿Biillantemente al país? Pudiera que no se equi-


voquen... Se ha gastado loo.ooo pesos en seis meses y ha
invitado champaña á todas las horizontales de París.
lya consternación del poeta subió de punto :

— No, hombre Eso lo dicen sus enemigos para des-


j !

acreditarlo; pero la opinión pública...


Ramírez se encogió de hombros y no quiso altercar.
Sabía que los más de sus amigos no vivían sino con los
ojos fijos en algún empleo para sacar de él el pan de cada
día... Varió de conversación :

— Usted sí que está pálido. Se explica: los bailes,


las mujeres, su activa vida social.
Juanito, sonriendo con gracia, complacido, repuso :
— ¿Bailes? Hace más de un mes que no he bailado
56 VIDA CRIOI.I,A

ni una sola lanceros. Anoche, por ejemplo, no he podido


ir al baile de su novia...
Ramírez le miró perplejo :

— ¿De mi novia? No comprendo; no sé de qué novia


habla usted.
El poeta bromeó, incrédulo :


De su novia, hijo de Elenita Peñabrava.
:

— Perdón esa señorita no mi novia.


: es
Juanito lanzó una mirada oblicua
le :

— No embrome, chico; dice toda Paz. lo T^a


Y el poeta dijo « toda I^a Paz» con el mismo contenta-
miento con que un francés dice « todo París». Ramírez,
vehemente, repuso :

— Toda la Paz Eso no es decir nada, querido Aquí


¡ ¡ !

llaman « toda I^a Paz » á unos cuantos imbéciles y á otras


tantas muñecas que matan las horas pegando ojos y
orejas á la cerradura de la puerta del vecino...
El poeta, sin dejarle concluir, le tendió fríamente la
mano y se despidió :

— Bueno, querido; parece que está usted d^ malhumor.


Adiós.
Ramírez quedó plantado en la acera, fastidiado y
tristepor haber resentido á Pérez. Consultó su reloj y
viendo que ya habían pasado las nueve, se dirigió con
paso ligero á la Merced.
La plazuela, como siempre, estaba poblada por grupos
de jovenzuelos metidos en sus trajes de cristianar. Reu-
níanse en el atrio los domingos paia ver salir á las mucha-
chas después de la misa y era su semanal distracción, y
luego se dirigían á pasear por la calle del Mercado, toda
entera ocupada por las vendedoras de frutas y legumbres,
ó á la plaza principal para oir la retreta de las once, en el
relevo de la guardia palaciega... Las indias vendedoras
VIDA CRIOI.I.A 57

de flores, alineadas contra el tosco y ventrudo muro del


convento de las Carmelitas, expendían vistosos y fra-
gantes ramilletes en medio de la algarabía de los compra-
dores, reacios en pagar el precio pretendido por aque-
llas.
Ramírez penetró al templo.
lyamisa tocaba á su fin y el desafinado órgano chillaba
en una musiquilla de jarana y pataleo... Bl incienso,
quemado en profusión, se alzaba en espirales opacas y
y se confundía con un rayo de sol que descendía
azxiles
sobre el altar teñido al filtrarse por las vidrieras multi-
coloras de la ventanilla.
Con la mirada buscó Ramírez á Elena y la vio á
pocos pasos de él, arrodillada en el suelo duro, orando
con fervor, sin levantar los ojos de su libro de oraciones,
y en actitud sumisa. Su rostro blanco y pálido, con blan-
cura y palidez anémicas, sombreado por los cabellos
profundamente negros y la mantilla negra también, rostro
de líneas regulares y expresión candida, parecía en ese
momento contraído por giaves inquietudes.
I^a cita de la joven lo traía preocupado al periodista
y en vano se afanaba en querer adivinar el motivo de
ella. ¿Sería para decirle algo respecto de sus padres?
Pudiera. De poco á esta parte ya no eran los mismos para
con él. Ahora le trataban con seriedad y aun displicentes
y en ello veía la acción de su implacable enemiga Caí Iota.
Antes, en cualquiera dificultad de la casa, era él el conse-
jero, « el paño de lágrimas», y ahora parecían huirle.
¿Que más? Hasta se divertían sin su concurso. Y esto y
otros muchos detalles vivos ahora en su memoria, le
hicieron presagiar futuras contrariedades...
Ramírez fué el primero en salir á la plazuelauna vez
concluida la ceremonia. lyos mozalbetes agrupáronse en
: :

58 VIDA CRIOIXA

la puerta deltemplo abriendo calles para que pasasen


los fieles, quienes se iban
dejando tras si olor caliente de
humanidad sucia y mal cuidada... Al último apareció
Elena acompañada de la beata doña Brígida, vieja seca
y encorvada en cuya habitación solían encontrarse los
enamorados. Ramírez se les acercó con el sombrero en
las manos
— Buenos días, doña Brígida; buenos días, Elena...
¿Qué tal?
— Bien, Carlos,¿y usté? —
preguntó la muchacha
vivamente y dando á su carita súbita expresión de ale-
gría. Y añadió luego, sin esperar le respuesta del perio-
dista :

— ¿Dónde se ha metido usté anoche? Le hemos hecho


buscar con Clotilde y no estaba.
Ramírez, sorprendido, repuso
— No es posible; anoche no he salido de casa.
El rostro de la joven adquirió aire de profimda conster-
nación :

— ¿De veras? Entonces seguramente se ha ido á otra


parte la criada. Anoche nos han visitado algunos amigos
y hemos improvisado un bailecito. Ha sido cosa del
momento y no pensábamos...
Su turbación era visible y hablaba con acento vaci-
lante é inseguro. Doña Brígida, instruida probablemente
del caso, intervino vallando la conversación y pre-
guntando al joven :

— Sé que lo ha hecho llamar el padre Pablo, ¿qué le


ha dicho?
Ramírez, repuso de mala gana :
— Aun no he ido. En estos días mis labores no me
han dejado libre un solo momento.
Doña Brígida hizo un gesto de consternación ;
:

VEDA CRIOIXA 59

— ¿De veras? Eso no está bien : debía usté ir cuanto


antes. I<e conviene. Es un buen padre y ya verá cómo
lo arregla todo.
— ¿Arreglar qué? — inquirió el periodista tomando
interés en las palabras de la beata.
— Ya lo sabrá cuando vaya. Eso sí, sea bueno con él.

Es una categoría el padre. I^a quiere mucho á la Elena y


dice que sólo desea verla feliz. El otro día...
Se puso á contar una banal historia de amor en la que el
padre Pablo, de la Compañía de Jesús, había jugado un
gran rol reanudando las rotas relaciones de dos novios...
I/legaban en ese momento á la esquina de las calles Colón
y el Mercado y como á Ramírez no le gustase que le
viesen en sitio tan concurrido con Elena, preguntó ala
joven despidiéndose :

— ¿Qué tiene que decirme?


— Que vaya usté esta tarde á casa, repuso Elena —
tendiéndole la mano y sin rétemelo en su compañía. —
Vaya usté á ver la entrada y no sea usté tan... raro.
— —
¿Por qué raro? averiguó el periodista, intrigado y
resentido.
— Usté sabe mejor que yo.
lo
— No sé nada, — repuso ingenuamente otro. el
— Sí usté
¡ ! ¿Por qué se ha escapado
lo sabe... usté
la otra noche de la chacra, sin decir nada á nadie?
Al recuerdo de la escena, un vivo rubor subió á las
mejillas pálidas de Ramírez, y contestó con voz insegura
y sin poder hallar una disculpa
— No sé... me sentía enfermo.
— íNo es cierto!... Ya ve cómo es usté raro...
Vaya no más á casa : le espero sin falta.
— No sé si pueda.
— ¿Tiene que hacer algo?
6o VIDA CRIOI.I.A

— Nada; pero...
— No hay pero que valga. Si no viene me enojo. usté,
— su papá?
¿Y...
— No sea usté rencoroso. Papá es muy distraído y...
¡No guarde usté rencor; seria feo! IvO ha hecho sin
le
fijarse... Vaya usté no más.
Prometió Ramírez de mala gana y luego de estrechar
la mano de la joven, dirigióse á la plaza principal, in-
evitable sitio de reunión dominguera de todos los habi-
tantes de la ilustre villa.
— « Hé ahí para lo que me ha hecho llamar se —
decía caminando —
para disculpar á su padre y advertirme
que anoche bañaron en su casa sin mí. ¿Vale la pena de
amar á una mujer así, egoísta, esclava de todos los prejui-
cios?...
lylegó á la Plaza y dio de mano con sus amigos 01a-
guibel y lyuján. Estaban sentados en un banco y veían
el desfile de las muchachas, también metidas en sus traDOís
de cristianar.
— Te esperábamos. Es la hora del coktail.

— No, hijos; yo no bebo.
I/)S amigos sonrieron socarronamente :

— Estás querido. loco, Hoy es día de parada y de


recepción triunfal.
— No tengo pizca de ganas... Di, Emilio, ¿estuviste
anoche en de Elena
el baile ?
— y me extrañó no
Sí, ¿Y por qué no fuiste tú^
verte.
Ramírez se guardó de confesar la verdad. Temía que
su amigo buscase excusas para su prima :


Me sentía descompuesto... Parece que la cosa fué
seria. ¿Quiénes estuvieron?
— Gente nueva, hijo : las Orondo, el padre de las
Montenegro..»
VIDA CRIOI,I.A 6l

— ¿De Montenegro? Caramba Eso se va poniendo


las ¡ !

feo...
— Como oyes; y no tardarán en las
lo Fué ir hijas.
una fiestade tono.
— Pues yo que era una de esas improvisaciones
creí
que solíamos...
— Así decían lo para disculparse de ciertas
ellos defi-
ciencias. Pero estuvo bien preparada. Debías de
la cosa
haber ido; y si sigues haciéndote el interesante, no te
arriendo las ganancias.
— ¿Porqué?
— Claro Le haces corte á
i
! la la chica...
El periodista encogió de hombros sonriendo.
se
— ¿Y divertiste? De
te fijo.
— No mucho; la tal Carlota...
— Qué fea es esa mujer Se necesita tener
¡
! el estó-
mago blindado para hacerle la corte.
— No me hieres, hijo.
— No hay alusión quien te : hace y como tú
ella es la
eres capaz de galantear á un monstruo con poneras...
— No mala para pasar tiempo...
es el
— Para todo mala, querido, aun
es Si tuviera para...
otras ideas, quién sabe. Pero es hipócrita, pudorosa. I^a
moral jesuíta la tiene metida en los tuétanos. Considera
pecado dar ó recibir un beso, mostrar las pantorrillas;
y no mentir, calumniar, levantar un falso testimonio,
deshonrar... Los odio á los jesuítas !

— Estás jacobino esta mañana; alguna mosca te ha


¡

picado.
— un Sí, ¿Sabes
fraile...que me ha pasado? lo
/ — Ya adivino alguna barbaridad.
:


— Pudiera. Hace dos ó tres días me hizo llamar un esuíta j

no sé con qué pretexto. Como supuse que me pedirían


! !

62 VIDA caioi<i.A

cesase en mi campaña contra sus métodos de instrucción,


le mandé y acabo de saber que era para aneglar
al diablo
mi matrimonio con Elena.

¿lyO ves? ¡Si ya lo decía!... Entonces la cosa es
grave.
—La beata doña Brígida me aconseja ir á verlo.
No conoce mi respuesta, y aquí me tienen con que no puedo
ir so pena de que el fraile me reciba como al mismo
Satanás... ¿Qué les parece?
— Me parece que todos los días no haces otra cosa que
tonterías. Ayer atacaste á los diputados, hoy á los frailes,
mañana será á los ministros y lo que has de sacar es que
nadie pueda verte ni en calcomanía.
— ¿Y tengo yo la culpa de eso? Me hurgan, me pin-
chan y tengo que defenderme...
— Nadie te ataca.
— Pero me revientan con su hipocresía, su estupidez,
su...
— Amigo... En en que
la tierra estuvieres...
— Al diablo con semejante tontería
¡ ! ó los arreglo
ó me revientan.
— Te revientan, te revientan
hijo,
— Bien reventado entonces
i

Olaguibel temía estas explosiones por las largas dis-


cusiones á que daban lugar, é intervino :

— Son cerca las doce, queridos; se pasa la hora del


coktail.
— Mejor, da asco emborracharse, — dijo Ramírez
con malhumor.
— Estás atrasado eso es viejo como vino. — repuso
: el
Olaguibel.
Lujan puso las manos en los hombros de su amigo y
mirándole burlonamente en los ojos, le increpó como tenia
:

VIDA CRIOLITA 63

por costumbre cuando Olaguibel se permitía lanzar


alguna frase por el estilo :

— Dime ¿dónde has leído eso? Porque no es de tu


:

cabeza.
Olaguibel se sonrojó efectivamente, eso lo había
:

sacado de una de sus laras lecturas de periódicos. Pro-


testó, sin embargo
— De mía, querido, ¿ó
la crees que soy bruto como
tú?
— Te pasas de bruto. Kres idiota, incapaz de saber
dónde llevas las narices.
Olaguibel se encogió de hombros. En esa mañana no
se sentía en vena para los insultos. Porque estos amigos v^
se insultaban y se decían sandeces sin enojarse. Su amis-
tad era una mezcla rara de afecto y de excesiva confianza.
Se querían pero no se respetaban. Sólo cuando la tris-
teza les minaba el alma, mostrábanse parcos en palabras y
ademanes. En sus mismos juegos eran torpes. lyuján y
Olaguibel luchaban cuerpo á cuerpo, como gladiadores,
respetando siempre á Ramírez porque lo sabían débil y
poco diestro en ej^cicios atléticos. Para ellos era Ramírez
un ser nacido á destiempo, inhábil de alcanzar im triunfo
cualquiera, demasiado soñador, demasiado « amujerado»...
Ramírez, á su vez, los creía á ellos incapaces de compren-
sión, muy dados á vivir de las cosas inmediatas, egoís-
ta de temperamento. Para él la mentaHdad de sus
amigos estaba enferma porque no sabía elevarse hasta
las alturas de la idealidad. Pensaba que los mejores y
los más aptos, estaban en la obligación de crear obras
consistentes capaces de flotar sobre la? preocupaciones
del momento y él consideraba á su amigos dispuestos á
todo menos á chocar contra los prejuicios de su país...
— ¿Es que siempre vamos al cokfail? preguntó —
»

64 VTDA CRIOLITA

Lujan, como el más alcohólico de los tres y consultando


su reloj de oro.
— Ya es tarde...; salvo que nos quedemos á almorzar.
Yo invito, — propuso Olagtiibel.
Aceptaron los amigos y se dirigieron á su cantina. No
pudieron conseguir ni una mesa, ni un sitio libres. La
gente hervía como en un hormiguero, y su parloteo unido
al incesante ruido de los cristales, de los dados de marfil
echados á rodar sobre el mármol de las mesas, no era
bastante á apagar los gritos de los bebedores, quienes,
unos más que otros, manifestaban su adhesión y
profunda simpatía por el anunciado caudillo, don Cosme
Endara. Le llamaban « gran hombre», « gran político»,
« gran patricio» ó, por lo menos, « insigne jefe»; y leían
los artículos elogiosos que le habían dedicado todos los
periódicos, sin excepción, atm los que se la daban de
independientes, como La Lucha, el diario en que cola-
boraba Ramírez. Sobre las mesas, en los rincones, pen-
dientes del muestrario, veíanse grandes coronas de
flores artificiales enlazadas con la tricolor nacional.
Junto á una mesa discretamente oculta en un ángulo, im
grupo más entusiasta que los demás y más ebrio, escu-
chaba el discurso de im orador callejero. Ponía por las
nubes el orador á don Cosme y manifestaba la necesidad
de hacerlo pasear por las calles, ungido sobre los hom-
bros del soberano pueblo, — « de este pueblo, — decía
accionando desesperadamente y gritando como loco,
— enemigo de los déspotas, valiente, viril y que en todo
tiempo ha sido tumba de tiranos...
— j Bravo ! Bravísimo
j ! ¡Bien dicho ! — auUaban
los espectadores.
Ramírez no quiso quedarse en la cantina y subieron
directamente los amigos á un comedor reservado, con
VIDA CRIOI.I.A 65

balcones sobre la caUe. Concluido el almuerzo, y á eso


de las tres, Olaguibel se fué á lo de su novia, donde
acostumbraba pasar los domingos y Lujan y Ramírez
á casa de Elena, en la que encontraron reunidas ya varias
personas.
Don César y su consorte, al ver al periodista, no pudieron
disimular una mueca de sorpresa y le tendieron fríamente
las manos. Elena, al notar esto, se puso roja y huyó del
salón, con un pretexto cualquiera...
En los balcones, y mirando la calle, estaban Carlota
Quiroz, las Orondo y otras personitas elegantes y melin-
drosas, y hablaban con animación manteniendo en
equilibrio sus copas de cerveza. Doña Juana cogió dos
y se las ofreció á los amigos :

— ¿Es que no has de en ninguna sociedad? — pre-


ir

guntó á su sobrino mirándole sonriente y amable.


— No, yo soy amigo del doctor Endara y no creo
tía;
que se me enoje por no saberme entre muchedumbre.
la
— ¿Y usté? — dijo volviéndose á Ramírez, y dismi-
nuyendo la sonrisa de su rostro grueso, vulgar y mofle-
tudo.
— Tampoco, señora. Yo...
— Usté su enemigo... — dijo poniéndose del todo
es
seria.
— ¿Su enemigo? No, señora; su adversario político
solamente.
— Entonces su enemigo, pues — añadió con profunda
¡ !

convicción doña Juana, incapaz de establecer ninguna


diferencia en los términos.
— No, tía, no es lo mismo, —
intervino Lujan diver-
tido con el aplomo de su tía. —
Sei adversario no quiere
decir...
Se detuvo, levantó la mano é hizo una seña amistosa
4.
:

66 VIDA CRIOLLA

á Elena que volvía al salón. La muchacha, al oir discutir


á su madre con los jóvenes y no previendo los buenos
términos en la discusión ni las maneras escogidas, apenas
les alcanzó los dedos con tímida actitud y deseando sin
duda evitar que los otros se enterasen del tono descom-
puesto de su madre, sentóse al piano á chapalear horren-
damente un vals de Barrientos y levantando en punta los
pelos en la cabeza de éste, llamado á la casa como profesor
de música no tanto con el interés de que enseñase nada
á las jóvenes, como para que Barrientos hablase siempre
de ellas en los círculos del mundo elegante donde disponía
de influencia.
—¿Y qué quiere decir entonces? —
preguntó colérica
de que le contradijese su sobrino poniéndose de parte
del periodista.

Quiere decir, tía, que como á hombre no tiene motivos
para no quererlo, pero que como á político, como á jefe
de partido, no le acepta porque los ideas de éste no están
en armonía con las suyas.
—Será como vos dices, —
repuso con soberbio desdén
doña Juana; —
pero para mí no hay más que amigos y
enemigos. El que no es mi amigo, es mi enemigo, y creo
que así piensan todos, sólo vos... sólo ustedes...
Y sin concluir la frase, hueca, feliz por haber sentado un
axioma para ella admirable, se retiró profiriendo ima
disoilpa
— Dispensen ustedes, voy á atender á mis invitados.
— Ya viene Ya viene — gritó en ese instante
i
! ¡ !

Laurita, sacudiendo gozosa el barandaje del balcón.


Las muchachas corrieron á dejar sobre las mesas sus
copas vacías y, apresuradamente ganaron los balcones
adornados con banderas y gallardetes, como en día de
En la calle y la plazuela de San Sebas-
fiesta parroquial.
VIDA CEIOIXA 67

tián esperaba enorme aglomeración de gente que en


tiopel se dirigía hacia la desembocadura de la Avenida
de América, invisible desde los balcones de la casa de don
César, situada en la vereda izquierda.
— ¿Se puede? — sonó una voz femenil en la entrada del
salón.
Todos se volvieron. Allí, jimto á la entrada, con el
sombrero de copa en una mano y el bastón y los guantes
en la otra, esperaba el diputado Ismael Salas. I^aurita, al
verlo, púsose á palmotear con alborozo. El diputado tenía
por costtunbre hacerla saltar sobre sus rodillas y esto le
encantaba á la chica.
— Adelante, mi querido Ismael Estaba temiendo que
¡ !

ya no viniera usted... ¿Un vasito de cerveza? —


preguntó
don César, antes de que el diputado saludase á na^
die.
— Gracias, mi distinguido patricio acepto.
;

Avanzó hasta elcentro del salón y sin fijarse en la


bastonera oculta en un ángulo, colocó los guantes,
sombrero y bastón sobre ima mesa, al lado de una monu-
mental corona de flores de porcelana rica en matices; y
galante, obsequioso, púsose á dar la mano á todos, hasta
á Laurita que se le colgó al cuello. Don César tomó de
una bandeja una copa llena para el diputado y otra
mermada para él y ofreciósela, con tono cariñoso. Era
mucha la deferencia que guardaba para el diputado por
ser muy popular entre los artesanos. Le tenía en alto
concepto intelectual y sentía verdadera admiración por
la facilidad de su palabra. Le preguntó :

— ¿Se ha decidido usté siempre á hablar frente á casa?


Mire que se lo vamos á agradecer. Quiero que don Cosme
sepa que en nosotros tiene verdaderos amigos y que
somos sus mejores partidarios... Vea usted; le vamos á
68 VIDA CRIOIJ.A

regalar esto — dijo señalando con los ojos la corona de


porcelana.
Bl diputado se acercó al monumento de laureles y
grandes flores exóticas cnizado con una banda tricolor
valiosísima y sujeta á la banda una cartulina dorada
donde se veía una estrofa compuesta en honor del caudillo.
La leyó en voz alta :

¡ Gloria al invicto ciudadano,


De la patria esperanza !

¡ Gloria al futuro mandatario,


Que nos dará paz y bonanza !

— ¿Quién ha hecho esto? — preguntó lleno de interés.


— Está bonito.
Don César, con aire entre orgulloso y consternado,
repuso tímidamente, en voz baja, como cuidadoso de que
le oyesen sus invitados :

— Indalecio.
— ¿Indalecio? ¿Su hermano?... ¡Caramba! Todos le
creíamos muerto. ¿Y dónde está que no se le ve por
ningún lado ? Antes éramos muy amigos y me acuerdo que
una vez... Diga : ¿dónde está?
Enrojeció don César y con acento más embarazado
todavía al notar que las señoritas Orondo y su madre se
habían vuelto para escuchar la respuesta, articuló :

— Está siempre con nosotros, pero... ¿sabe usté?...


¡Una desgracia Mi pobrecito hermano se ha dado á la
!

bebida...
— Pero papá
¡

le atajó Elena, toda encendida y á
!

punto de llorar de vergüenza por la ingenua confesión


de su padre. Doña Juana, resoplando de indignación,
pasó por delante de su torpe esposo dirigiéndose á las
habitaciones interiores y envolviéndolo en ima furibunda
VIDA CRIOIvI^A 69

mirada que transtornó aun más al pobre hombre, que


se apresuró en rectificar :

— Es decir... No... Está enfermo y no sale nunca...


Salas, sin notar la consternación de la familia Peña-
brava, dijo :

— Comprendo, amigo, comprendo... Pobrecito Era j !

un gran poeta, un verdadero poeta. Ahora ya no hay


como él. Á veces solíamos alegrarnos un poquito, porque,
la verdad, le gustaban las copitas y...
lyos signos de confusión eran tan visibles en don César
y su hija que echó de ver al fin su torpeza el diputado y
se calló de golpe; mas notando que unos á otros se mira-
ban muy serios y permanecían mudos, prosiguió dirigiendo
felicitaciones á su amigo por la corona :

— Hace usted bien en obsequiarle esto, mi ilustre amigo.


Hay que coronarle de laureles en medio del pueblo, como
hacían los romanos con sus héroes; enterrarlo con mirtos,
rosas y...
— ...CusiU-pankharasI —
le interrumpió Carlota, sin
poder contenerse. Odiaba sinceramente al diputado y
decía que sus ojos de mirar lúbrico, cuando se posaban
en ella, parecían desnudarla.
— ¿También con bromas, doña Carlota? Yo...
Salas se detuvo indeciso. Había visto estremecerse
súbitamente las secas y pálidas mejillas de la solterona
y cruzar rayos de cólera por los ojos de esta. Se acordó
al punto que darle el tratamiento de doña era infe-
rirle mortal ofensa y él nunca podía darle otro trata-
miento. Y éste, y no otro, era la causa del odio de aquella.
— ¡Señorita, si usté gusta! —
rectificó la ofendida
con tono incisivo, breve y volviéndole las espaldas.
— Perdón, señorita; no he tenido la intención de ofen-
derla... Yo creí...
70 VIDA CRIOLITA

Aprovechó ese momento de expectación I^uján para


llamar á parte á su amigo Ramírez :

— ¿Qué le has hecho á Elena? Veo que no se hablan.


Seguro que se ha enojado por lo que no has venido anoche
á su baile. Y
tiene razón...
Ramírez sonrió enigmático :
— ¿Te parece?
— Hombre
¡

y se quedó mirando á su amigo
!

extrañado de que todavía dudase de lo que le decía.


Ramírez, serio, le atajó :

— Ya hablaremos de eso más tarde,..


— ¿Entonces hay algo?
— Quizás.
Lujan miró en los ojos á Ramírez. al verlo tan serio Y
y como adivinase lo que le ocultaba, le dijo
si :

— Tonterías. Mientras no la pidas, todo ha de andar


mal entre ustedes. Debes de saber que no hay quien dude
que sean novios tú y Elena. Te ven visitar mucho la casa;
se habla, se murmura y tú con hacerte el muerto lo
quieres componer todo. Y
eso la hace perder á la chica
y debe ponerlos furiosos á los padres.
— ¿Entonces crees que debo pedirla? preguntó —
Ramírez volviendo á sonreír con socarronería.
—Y cuanto antes, mejor.
—Toma mi palabra; antes de quince días...
— Ya viene Ya viene
i
! j ! —
volvió á gritar Laurita,
esta vez echándose fuera del barandaje y sacando medio
cuerpo á la calle.
— Pero chica, te has de matar
j corrigió doña ! —
Juana cogiendo á la muchacha por el brazo y haciendo
sitio al diputado á su lado. Estaba contenta la señora de
que con su torpeza hubiese Salas herido la fibra más
delicada de Carlota. Tratábalas Carlota á ella y á su
VIDA CRI0I.3:.A 71

hija con una especie de altiva superioridad y no


podía tolerarle el que siempre estuviese haciendo gala
en su delante de sus relaciones en el mundo social distin-
guido, como para hecerlas comprender que al permitirles
su amistad, les hacía un marcadísimo favor del que
debían quedarles eternamente reconocidas.
Calle abajo, en desorden, venían grupos de chiquillos
astrosos precediendo á las comparsas de bailarines
indígenas que avanzaban lentamente soplando en sus
zamponas tristes. Iban los indios vestidos con sus mejores
ropas de gala y los jefes de las agrupaciones hacían tre-
molar en las manos las banderas sacadas á lucir en los
solemnes días de la fiesta parroquial 6 de cualquier
otro inolvidable acontecimiento. Detrás de las compar-
sas, varios cholos conducían á distancia de algunos
metros, dos bandas de tela blanca desplegadas en todo
lo ancho de la calle y sobre las que, en letras negras, los
partidarios habían pintado dos inscripciones :

¡ ¡ ¡ VIVA El, 'ECREaO CIUDADANO DON COSME ENDA-


RA ! ! !

¡ i ¡ VIVA El, CRAN PARTIDO... I ! !

Á continuación de los grupos, se sucedían las asocia-


ciones gremiales de artesanos. Había por lo menos seis :
la de los Socorros muttws de San José, de los Hermanos
de la Caridad, de los Obreros de la Cruz, de los de San
Vicente de Paúl... Sociedades de tiro la Olañeta, la :

Murillo, la de los Defensores de la Patria. I^os socios iban


por ambas veredas, divididos en dos filas. Sudorosos y
y afónicos lanzaban burras y vivas al caudillo, bien que
muchos ni de vista le conociesen llevaban el rostro :

abotagado, la mirada turbia, baja la cabeza como doble-


gada por el peso del trabajo que todavía no ha impuesto
72 VIDA CRIOIvI<A
»

por allí su santa ley de redención é iban con ese aire


cansado, deprimido, triste de los seres que viven mal
comidos, sin aire, lejos del sol, en perpetua orgía carnal
ó alcohólica... lyos más llevaban en la mugrienta solapa
de la chaqueta ó sobre el poncho deslucido, ó en el ojal
de la americana, la insignia de la sociedad á que
pertenecían, insignia sacada á lucir, indistintamente,
con cualquier motivo, bien en las procesiones del Corpus,
ó, como en el presente caso, en las pomposas entra-
das de un caudillo. Cada sociedad estaba separada de la
otra por su respectivo estandarte en cuyas lanzas se veían
pendientes las coronas obsequiadas á don Cosme en el
trayecto ya recorrido.
Detrás de las sociedades gremiales, venían las literarias
y científicas, también con sus estandartes enguirnaldados.
Ninguna funcionaba regularmente, por falta, sino de
local, de socios mas en casos como éste aparecían nutri-
;

das de ellos y tan gritones, tan entusiastas, cual si las


hubiesen fundado y estuviesen orgullosos de su buena y
útil marcha. Enrolábanse en ellas, naturalmente, lo
mejor de la juventud, los empleados de los ministerios,
los de comercio, los estudiantes, los abogados, los inte-
lectuales, en fin...
Detrás todavía y en coches arrastrados por desolladas
muías, venían los directores del partido. Allí había
políticos de todos colores, edades y opiniones, animados
del común deseo de agradar al candidato, merecer su
confianza y, con ella, im puestecillo en la administración
((para trabajar en pro de los sagrados destinos de la
patria» como decían ellos con perfecta naturalidad.
Y, por último, el caudillo.
Reclinado sobre el terciopelo del coche puesto á su
disposición por uno de sus ricos partidarios, miraba á la
VIDA CRIOi:.I.A 73

y al parecer desdeñoso. Su rostro moreno,


turba, triste
flácido,quemado por el sol, tenía una extraña inmovili-
dad. Venia acompañado por don Justo Aranda y era éste
quien respondía á las aclamaciones de la turba saludando
con la mano, sonriente y feliz, cual si á él fuesen dirigidas
todas las manifestaciones. Bl coche desaparecía bajo las
coronas de flores artificiales, de las cintas, las tarjetas,
la mistura; y los dos hombres parecían emerger de esa
lujuriosa floración de pétalos y sedas. Dos monumentales
coronas regaladas por el directorio del partido, colgaban
de los faroles del coche y arrastraban sus cintas blancas
por el suelo embadurnando con el huano de las bestias
sus inscripciones de oro :

\\\k DON COSME ENDARA, El. GRAN PARTIDO... ! ! !

Grupos de jinetes circulaban alrededor del coche


recibiendo en sus brazos las coronas y los ramilletes que
de los balcones le ofrecían á don Cosme las familias de
sus parciales posesionadas en las casas de las calles
por donde tenía que atravesar aquél, según el itinerario
de antemano establecido por el directorio. Detrás todavía,
se amontonaban los curiosos, formando masa compacta
y nutrida...
—I<a corona
¡ !La corona
¡
! —
gritó don César cuando
el coche caudillesco estaba por llegar á los lindes de sus
balcones enguirnaldados y sin esperar que su amigo
Salas detuviese á don Cosme para espetarle su discurso.
Bn el salón hubo un instante de aturdimiento. Lujan
dio dos saltos, cogió el artefacto y se lo alcanzó á su tía
sin dejar de sonreír al ver el cuarteto de su borrachín
pariente.
—Tírala vos
¡ ! —
dijo doña Juana á su marido, á la
par que arrojaba puñados de mistura á la comitiva en
74 VIDA CRIOI^LA

tanto que sus dos hijas y los invitados hacían llover


flores sobre la compacta muchedumbre, ceñida alrede-
dor del coche caudillesco.
—No seas zonza, mujer; debes de ser vos! gritó —
don César, agitando su sombrero en el aire y dando vivas
al candidato.
—No, hijo, te toca es tu amigo. :

.. —Me parece que no; es más propio de una mujer.


— Yo no creo...
— ¡ ¿no ves que se pasa?
Tvigero, bruta, aulló deses- —
perado don César viendo que el coche pasaba á la altura
de su casa sin que don Cosme dirigiese una sola mirada á
sus balcones, abstraído por el espectáculo que se descu-
bría en lo hondo de la calle adornada con arcos de flores
y colgandejos de plata, pomposamente, á la antigua
usanza.
Doña Juana, temblando de furor por el reto, cogió
la enorme corona, y, ayudada por
el sobrino, la sacó á
lucir al balcón. Uno
de los jinetes, Guilarte en persona,
se abrió paso por entre la muchedumbre y tomó en sus
brazos el obsequio. Algunos bravos estallaron en la concu-
rrencia. El caudillo, siempre distraído, no se fijó en la
gentileza de la familia Peñebiava.
— ¡ ¡ j No ha visto, choy ! ! ! — gimió, desesperada,
doña Juana.
De pronto hubo un momento de curiosidad en la turba.
Un hombre se había plantado sobre ima silla intercep-
tando el paso del coche, frente á los caballos que piafaban
cubiertos de espuma y unos metros más abajo de los
balcones en que la familia Peñabrava y sus invitados
seguían aplaudiendo. Ismael Salas estaba allí, agitando su
sombrero como una bandera la calva le lucía al sol, y en
:

su actitud desarticulada se descubría la gran satisfacción


VIDA CRIOI.I,A 75

de que estaba poseído su espíritu. lya turba, al reconocer


en él á su predilecto campeón, reclamó imperiosamente
el silencio que cayó, letal, sobre la gemidora masa.
— Ilustre procer,
¡
— saludó el orador, extendiendo los
dos brazos en actitud declamadora y con riesgo de hacerse
derribar por la briosas bestias. — Ilustre procer: el pueblo
que alborotado ves á tus pies, me ha dado el honroso
encargo de saludarte á ti, hijo de la aurora, heraldo de
paz, y coronarte de laureles frescos segados en los jardines
de la gloria, donde luce el sol del porvenir...
lyas palabras brotaban de labios del diputado, sin
hilación, sin coherencia, en franco derroche tumultuoso,
valientemente daba la impresión de un loco atacado de
:

onomatonomanía, tremenda enfermedad de nuestros


oradores callejeros y parlamentarios. La muchedumbre
le escuchaba absorta, alelada, sin comprender lo que
decía pero creyendo firmemente que debía decir cosas
hondas, sutiles al ingenio de los burdos, cosas que á ella
no le era dado comprender y dignas sólo del talento de un
hombre como Salas... En los labios del caudillo apareció
ima ligera sonrisa escuchaba satisfecho, reclinado en el
:

coche, sin apartar los ojos del orador y aprobando con la


cabeza cada vez que éste, en el azar prodigioso de su verbo,
tocaba puntos de política nacional. Uno de esos instantes,
sin embargo, desvió los ojos y los fijo en el balcón en que
don César no dejaba de agitar su sombrero, consternado;
y entonces, una sonrisa de paz y esperanza brilló en
todos los labios de la familia Peñabrava...
Estruendosos aplausos acogieron al diputado cuando
éste hubo acabado de perorar; y en tanto que descen-
día de la silla para confundirse con la turba satisfecha
con la hberalidad de la familia Peñabrava, incansable en
su tarea de inundar de flores y mistura el inar de cabezas
76 VIDA CRIOLLA

agitado bajo sus balcones, algunos individuos lograron


descubrir á los amigos lyuján y Ramírez y no pudiendo
comprender que hubiese gente que se quedasen en casa
tratándose de la recepción de una insigne personalidad
como la de don Cosme, llovieron insultos sobre ellos,
soeces é irritados insultos...
Siguió su marcha la comitiva y desapareció á poco en
el recodo de la calle del Comercio. Los invitados, después
de una última copa de cerveza, retiráronse primero de los
balcones y después de las casas; y en las calles desiertas,
pendientes y mal empedradas, sólo se veía el trajinar
silencioso de algún indio,el violento agitarse de las
banderas y el tumultuoso mariposear de la mistura que
caía y se levantaba en pequeños torbellinos, al im-
pulso de la brisa.
A la partida de los invitados de la casa de don César,
hubo una especie de inquieto malestar en la familia.
— Ya ves, pues
¡ ! —
reprochó con agrio acento don
César á su consorte. —
De no apurarte tanto, le hu-
bieses tirado la corona en el momento en que nos
saludó don Cosme. Aura verás cómo no ha de saber que
fuimos nosotros...
— Ay, por Dios
¡ ! —
repuso doña Juana exasperada
por este nuevo reproche añadido á la confesión torpe y
desvergonzada. —¿Y la tarjeta?
— Puede caerse, mujer, y entonces...
¡

Doña Juana estalló :

— Haceme
j favor de callar la boca y no irritarme.
el
Estoy con jaqueca y... buen tonto que eres, pedazo de
j

burro !... ¿Quién te ha dicho que digas nada del borracho


de tu hermano? Aura verás cómo la beata de la Carlota y
las indias Orondos han de llenar La Paz contando que
tu hija tiene un tío que vive borracho y tramposo...
:

VIDA CRIOIvI^ 77

— ¡I^a burra eres vos ! —


le gritó don César resentido
de que así, con tanto desprecio, hablase de su hermano
y en incontenible arranque de independencia del que
pronto hubo de arrepentirse, pues huyó dejando petrifi-
cada de estupor á su dominadora mitad que por primera
vez en la ya larga vida de matrimonio se veía insultada
por su marido. Y aterrada, convulsa, se arrojó sobre una
butaca, llena de cólera y comenzó á lanzar aullidos
mezclados de insultos
— Bandido
¡ ! ¡Corrompido !Sinvergüenza
¡ ! ¿Á su
patrona? ¿Ha osado insultar á su patrona? ¿Se ha atre-
vido á insultarme por el borracho de su hermano, por
ese corrompido sin vergüenza?
Y se levantó decidida á castigar debidamente tamaño
desacato. Sólo que su esposo, espantado de su audacia
y de los gritos de su mujer, había tomado las de Villadiego
deseoso de evitar la cruel humillación de una paliza.

Lujan y Ramírez, enganchados del brazo, iban calle


adentro en dirección á la plaza principal, malhumorados
y un sí es no es tristes. Particularmente Ramírez, no
cabía en sí de pena. Le habían hecho mal los insultos de la
turba y la actitud desatenta de su amada. Hoy, como j amas,
notóla displicente, huraña y aun hosca. Bn toda la
tarde no le había dirigido ni una sola vez la palabra.
Pasósela esquivando sus miradas, siendo así que antes,
caso de no poder hablarse, vivían devorándose con los
ojos, haciéndose caricias con el gesto, diciéndose, al
pasar, y en voz queda, ternezas y galanterías...
78 VIDA CRIOI.I.A

t)esfogó sumalhumor, como siempre, hablando mal de


alguien. Ahora fué del candidato :

— He aquí los hombres que eleva la turba. Nada ha


hecho este individuo sino meterse en dos ó tres revueltas
contra las tiranías de Daza y Melgarejo, pronunciar
én las cámaras algunos discursos huecos como pompas
de jabón y aquí le tienes hoy día aclamado como un
dios... ¡Bs un asco Este pueblo está perdido,
!
— y escu-
pió, colérico, al suelo.
Lujan le contradijo esta vez, más que por costumbre,
por convicción. Él era hombre de orden y había que acatar
las idolatrías del pueblo en tanto que ellas no turbasen
la paz pública. Además, cada época tenía sus tipos repre-
sentativos y don Cosme daba la medida de la suya. Bn
cuanto al pueblo...
—Dices eso porque no conoces otros pueblos. Y es
como los demás y hasta pudiera que im poco mejor.
Donde quiera que vayas por América y aun por la vieja
y civilizada Buropa, has de encontrar, invariablemente,
el mismo espectáculo las turbas son siempre idólatras...
:

Bl mal entre nosotros, querido, es atávico. Nuestros


padres, los indios, eran rebaño, sólo sabían obedecer...
—Quizás. Pero es cochino. Solo se imponen los simu-
ladores, los vacuos, los...
— ¿Y qué esperabas, iluso? ¿Que se premiase el
mérito? Buen tipo eres. Para valer algo en nuestro país,
convéncete, hay que ser como Salas.
Ramírez se encogió de hombros con desaliento :


Parece que tienes razón, —
dijo repitiendo su gesto
brusco y cambió de conversación.
;

Bra otra de las particularidades de su espíritu enfermo.


La atención fija sobre cualquier punto fatigaba horrible-
mente su ser, todo su ser. Bn su conversación, en sus actos
VIDA CRIOI.I,A 79

y gestos, se notaba una movilidad extrema. Impotente


de imponerse á si mismo un régimen educativo, de tra-
bajar en una labor constante, era variable, inquieto,
nervioso. Emprendía mil labores distintas y ningima le
satisfacía ni contentaba de ahí su depresión constante y
:

su descontento consigo mismo, pues se creía inútil para


todo :

— ¿Te has fijado cómo Elena estuvo huraña conmigo?


No hemos cambiado más palabras que las del saludo...
Eso va mal. Yo siento que todos los días se va enfriando
más á mi alrededor la atmósfera de esa casa. Esta mañana
te dije que no había ido á su baile de anoche porque me
sentía enfermo, y no es la verdad no fui, porque no me
:

invitaron.
— ¿De veras? — preguntó Lujan, desagradablemente
sorprendido.
— Como oyes.
lo
Anduvieron algunos pasos sin hablar ambos pensaban
:

en lo mismo, y Lujan agregó con voz grave :

— Ten cuidado. Eres muy hosco, muy tímido y un


temperamento como el tuyo no es para nuestro medio.
Aquí es de balde que consumas tu vida queriendo tra-
bajar en cosas del espíritu. Eso á nuestras mujeres se
les da un comino. Lo que ellas quieren es que vayas bien
vestido, perfumado, elegante; que sepas bailar sin equi-
vocarte los más intrincados bailes; cantar, decir chistes,
hacer monadas, andar en los paseos públicos acompañando
á esas gentes que se titulan aristocráticas, esto es, que seas
un pepito insulso, un futre, por mucho que en el fondo
seas un picaro que vive de trampas ó lleves en la sangre
el virus de mil males venenosos... Aquí hay que ser
farsante y mentecato. Y los como tú, los tímidos, los
modestos, los zonzos, que dicen nuestras muñecas, no
8o VIDA CRIOI.I,A

tienen más remedio que dejarse de amorios ó esperar que


á su amada, se la quite un pije á la moda y quedarse
tristemente sin novia y todavia con la fama de haber
sufrido calabazas.
— ¿Crees eso? — preguntó el periodista, grave y
pálido.
— Estoy seguro.
— Entonces, para
¡ ni qué luchar !
; me quedo sin
novia.
Y repitió su gesto de desolación, de infinito desamparo...
VI

En la vida ociosa y libre de nobles inquietudes de la


señorita Peñabrava, tomaba visos de suma trascendencia
la ansiedad con que esperaba la venida del domingo. Kl
domingo para ella tenía un particular encanto. El paseo en
el Prado y la retreta en la plaza de este día, las visitas que
recibía, hasta el traje limpio ó nuevo con que se engala-
naba, eran para ella tm motivo de viva satisfacción. Los
otros días de la semana, figurábansele de veras ordina-
rios é incapacesde reservarle una emoción engendradora
de dulces recuerdos. El lunes, sobre todo, le era por demás
odioso, y en cambio le gustaba el sábado por el simple
hecho de ser víspera de domingo. En este día, desayuná-
base con el sol, ponía en orden su alcoba y luego, con gra-
vedad de sacerdotisa que cumple sus sagrados ritos, se
encerraba en su tocador y allí permanecía lo menos una
hora, jabonándose, rizándose la cabellera, llenándose de
polvos de arroz la cara, las manos, el escote, para salir al
cabo de aquel tiempo fresca, coloreada, ágil, perfumada,
de veras seductora. Á las diez se iba á la misa de moda de
la Merced, y en la tarde, pasado el almuerzo, abría su bal-
cón, llamaba á su madre, y en tanto que la señora hacía
alguna labor de mano tendida en su sillón y con los pies
envueltos en una colcha de vicuña, acodábase Elena en el
82 VIDA CRIOI.I.A

barandaje y pasaba las horas muertas viendo trajinar la


gente endomingada, criticando sus vestidos y sus andares.
Madre é hija conocían al dedillo los trajes de sus amigas
ó conocidas. Cualquier acontecimiento de resonancia
podía pasar inadvertido para ellas, menos el día que estre-
naran algún vestido las mujeres distinguidas de la ciudad.
Esto se les gravaba en la memoria con caracteres indes-
tructibles y ellas sólo eran quienes podían decidir si una
;

persona hacía ó no componer sus ropas de baile y visita


Á eso de las tres venía á anunciar Clotilde que don
Justo las esperaba en el comedor. Era la hora de la fruta.
Comían á prisa lo que encontraban y volvían á su puesto
de observación aun más animadas si cabe para seguir los
andares y los gestos de las personas que visitaban su casa
ó las vecinas, atentas á la maniobras de los futrecitos, que,
en grupos, pasaban por la calle, de ordinario triste y silen-
ciosa, diciendo galanterías ó haciendo la corte á las chicas
del barrio, acodadas todas, como la Peñabrava, en sus bal-
cones, también curiosas, intrigadas también. Caso de que
pasasen algunos amigos de distinción, dirigíales Elena la
palabra con pretexto de preguntarles las noticias del día,
y concluía por insinuarles su visita. Y subían los pepitos
haciéndose bromas en las escaleras, ó imitando la manera
de hablar de doña Juana, mitad castellano, mitad aymara ;

le decían dos vulgares galanterías á la chica, reían de sus


ingenuidades, apuraban la inevitable copa de cerveza y se
iban á repetirla á otra casa. Y Elena volvía al balcón.
Y así pasaba los domingos la señorita Peñabrava, con
los ojos fijos en el calendario, buscando anhelosa los días
señalados para el descanso que produce el cansancio de no
hacer nada y con ella, poco más ó menos, todas las seño-
;

ritas de la ciudad. Jamás ni un cambio, ni una variación...


i no ser, de tiempo en tiempo, un bailecito en los salones
'
VIDA CRIOIvIvA 83

de alguna familia acomodada y que se le anuncia en todos


los periódicos de la ciudad cual si fuese un verdadero
acontecimiento; y cuatro veces por semana, jueves y
domingos, tarde y mañana, las retretas en la plaza princi-
pal ó en el Prado con sus trozos de música conocida y su
público casi invariable... Y luego, siempre lo mismo, do-
mingo á domingo, año tras año, hasta los de veras grandes
acontecimientos del matrimonio y de la muerte que vienen
á romper ó á desviar en una curva la linea recta de esas
vidas....
Bn la tardede este tercer y último día de alacitas, clara
y Carlota llegó con algún retardo á la casa de la
tibia,
señorita Peñabrava. Habían convenido las dos amigas en ir
de buena hora á la popular y alegre fiesta, y como no
aparecía la Quiroz, estaba furiosa la joven y se entretenía
en seguir con envidiosos ojos el incesante desfile de la gente
que, descendiendo de los barrios altos de la Recoleta y
Coscochaca, se dirigía á la plaza principal luciendo sus
más elegantes prendas. Llevaban las cholas mantas de
lana blancas, cremas, rosas ó azules, redondos sombreri-
tos de paja, altas polleras de felpa de vivos colores por
debajo de las cuales se veía la curva de sus duras pantorri-
Uas. Iban taconeando menudo metidas en sus lujosos zapa-
tos calados y de altísimo tacón y haciendo balancear enor-
mes zarcillos de perlas ó diamantes que lucían pendientes
de las orejas. Al verlas moverse en grupo desde los balco-
nes, parecía la calle animado jardín de enormes flores
raras
Divirtiéndose estaba con ellas Elena, cuando vio venir
á su amiga Carlota. Más que por sus andares, la reconoció
por su vestido. Vestía Carlota deplorablemente de rojo,
con sombrero rojo y las manos enfundadas en guantes
blancos. Dióse á palmotear la Peñabrava con una alegría
84 VIDA CRIOIvI^A

impropia de su edad y muy satisfecha de que su amiga


presentase traza estrafalaria y llevase un vestido ya bas-
tante conocido poi todos. Probaba eso su mala situación
pecuniaria y ella quisiera que todas sus amigas fuesen
pobres para que no pudiesen igualarla en la riqueza de
sus trajes...
— ¡Ay, buena! Creí que ya no vendí las. ¿Dónde has
estado? —
le gritó no bien hubo Carlota llegado á las lin-
des de su casa.
— Ande las Orondo. No me han dejado salir temprano...
Bajáaa, te espero; ¿cómo está doña Juana?
Doña Juana se puso en pie y apareció en el balcón :
— ¿Por qué no sube usté, hija?
— No, señora ya ;
es tarde, —
é hizo un gesto de dis-
pHcencia. Doña Juana adivinó alguna contrariedad en la
joven :

— ¿Qué pasa? ¿Está usté enojada con nosotras?


le
— Nada, señora, ¿por
tonterías... ¡Tonterías!
qué?...
La curiosidad de señora subió de punto
la :

— Suba usté no más. Le voy á convidar fruta.


Carlota, sonriendo, su malhumorado gesto.
repitió
— Entonces, dispénseme. Voy á decir que apure se la
Elena.
Corrió á la alcoba de la joven. Estaba Elena, como siem-
bre, mirándose en el espejo. Sobre el mármol del tocador
se veían botes de perfume á medio consumir, cajas abier-
tas de pomadas y cremas, lápices negros y rojos, tijeras
para ondular los cabellos, espejitos de mano, pulidores de
uñas y otros adminículos delicados y preciosos .para
cierta categoría de mujeres. Clotilde, de pie á su lado, la
miraba componerse y de vez en cuando sonreía con mali-
cia. Tenía en brazos la muchacha un elegante abrigo de
seda plomo forrado en crema y era un contraste ver la cara
VIDA CRIOI,I.A 85

fresca y limpia de la sirvienta al lado del rostro un poco


marchito de la patrona y lleno de polvos, pinturas y afei-
tes-
Ayudó doña Juana á su hija á ponerse el sombrero y al
tiempo de salir la dijo :

— Algo le ha pasado á la beata. De seguro que ha


peleado con alguien. Si pudieras hacerte contal...
Descendió Elena á la calle, llenó de besos la cara de la
amiga y cogiéndola por el brazo, le preguntó :

— ¿Qué te pasa, hija? Tienes cara de vinagre.


— ¡Ay, nada, ampe Mi madre no quiere figúrate, che
! ¡ !

que me divierta en Carnaval... Á veces, de veras, es tm fas-


tidio tener madre.
— Jesús, no digas eso
¡

exclamó escandaHzada
!

Elena.
— j Ay, hija; es que tú no la conoces !...

É hizo un mohín amargo y de viva contrariedad.


Cierto. La señorita Peñabrava no conocía sino de lejos
á doña Josefa Quiroz, la madre de su mejor amiga.
Era una viejecita de labios blancos, nariz afilada, pálida
y seca. Ocupó en un tiempo, por su nombre y su fortuna,
excelente posición social; pero las culpables calaveradas
del marido y sus propias magnificencias, dieron fin con
la herencia de sus padres. Marido y mujer hacían una pa-
reja muy igual á ambos les gustaban las fiestas, la osten-
:

tación y el lujo; y si ella tiraba el dinero por su lado en


trajes costosos y joyas y era despreocupada y manirrota,
él, borrachín impenitente y jugador de marca, vivía

entre amigos y mujeres de costumbres más que Hgeras,sin


que ninguno se preocupase en poner freno al capricho y
pensase en asegurar el porvenir de Carlota, su única hija.
Así vivieron quince años. Y
en bailes, trajes, fiestas y
mujeres, mermaron buena parte de la fortuna. El resto
S6 VIDA CRIOI,I,A

se lo llevó el juego. Vino, sino la miseria, la estrechez. No


pudo soportaría el marido; y una noche en que, de ebrio,
perdiera una cantidad desmedida, al ver que no podía
hacer frente á los compromisos en fatal hora contraidos,
liquidó su deuda matándose con un tiro en la cabeza.
Doña Josefa y su hija quedaron casi en la calle logró, sin
:

embargo, salvar la señora parte de sus joyas y un pequeño


capital del que vivió algunos años aunque sin abandonar
sus costumbres de lujo y fausto. Á Carlota la tenía
siempre elegante, mimada y perezosa. Cuando se con-
cluyeron los restos délo salvado, se puso á trabajar. Esta-
ba ya marchita y envejecida; y seguramente no viviera
con el producto de sus labores si sus parientes no tomaran
á su cuenta, unos, el pago del alquiler de la casa, y otros,
el aprovisionamiento de la despensa. Y
así vivía entonces.
Iva cólera de Carlota contra su madre en este día era
grande. Organizaban sus amigas una comparsa para diver-
tirse en las fiestas del Carnaval, ya cercanas, y la habían
invitado á formar parte en ella; y como en casa no hol-
gaba el dinero, había querido obligarla á su madre á
vender el resto de sus joyas, á lo que la anciana se opuso
terminantemente. Esas joyas representaban para doña
Josefa el pan asegurado de la decrepitud. Tenía la triste
convicción de que llegada á la completa decadencia, no
habría tma mano que se tendiese en su ayuda... ni aun
la de su hija. Se lo dijo esta tarde, en toda franqueza :

— Ya me siento cansada. Si después de mi muerte queda


algo, será tuyo. Ya los parientes se han aburrido en ayu-
darnos y no quiero morirme en un hospital...
Chilló Carlota, se hizo dar patatuses, se fué de palabras
duras; pero la señora permaneció inflexible. Y entonces,
refrenando los nervios y para no pegarla á su madre, había
huido á lo de las Orondo y de allí venía
VIDA CRIOr^IvA 87

Llegaron á la calle del Cometcio, hoy llena de gente


bulliciosa y endomingada. Bn muchas puertas de casas
había puestos de suertes instalados en los zaguanes.
Enjambres de niños de diferente categoría social, sacaban
de las ánforas los rollitos de papel, metíanselos en la boca
para humedecerlos, y, con infinitas precauciones, los iban
despegando poco á poco, interesados por probar fortuna.
A raros los favorecía ésta; escapaban los chicos con caria-
contecidos rostros y no muy buen talante.
Al final de la calle tuvieron que detenerse un momento
las amigas para dejar el paso á una ola de gente que salía
de la plaza. Andaban por en medio del arroyo. Una parte
de éste y las aceras, estaban ocupados por las vendedoras
indias y cholas. Sentadas en el suelo desnudo, y tristes
bajo las oscuras ropas, vendían las indias cerezas ó fru-
tillas acondicionadas en pequeños hacecillos sobre cestos
de mimbre oscuro ó de carrizo haciendo avecindar las fru-
tas con quesos frescos, requesones, huevitos de aves, ajíes
y ulupicas (ají silvestre). Las cholas, bajo toldos de
tocuyo blanco, lidian el comercio de panes, tortas, bizco-
chos y otros comestibles de panadería.
En la plaza, la aglomeración era más apretada é inco-
herente. Sólo quedaban algo libres las calles transver-
sales del parque. Después, en el arroyo, circundando las
veredas del centro y las de los contornos, en la plataforma
de la Catedral en construcción, en las calles adyacentes,
en las bocacalles, se agitaba un mundo ávido de curiosidad
y bullicioso. Había vendedores de toda especie de merca-
derías en la plaza. Aquí, frente á la Catedral, sentaban sus
reales las ferreteras y ponían á lucir al sol hachas, can-
dados, picos, sierras, martillos, tenazas; pero todo cons-
truido en pequeño. Más allá, subiendo por la vereda de la
calle Yanacocha, los alfareros exponían esos bonitos muñe-
88 VIDA CRIOI.I.A

eos de yeso que representan tipos populares y están hechos


con una gracia verdaderamente original. En la otra vereda,
paralela á la del Palacio presidencial, y bajo vitrinas ele-
gantes, los joyeros exponían bellísimas y frágiles obras
de arte cinceladas en plata y en las cuales aun perdura la
habilidad heredada de los joyeros del viejo Potosí, cuando
aquella metrópoli, floreciente y en auge, encerraba dentro
sus muros diestros y portentosos artífices. Todo era de
plata en esas vitrinas, de plata pura ó de oro las mesitas,
:

las sillas, los cubiertos, los adornos, hasta los pianos... En


la otra vereda, en la del Loreto, bajo las arcadas de ima
casa ya demolida hoy y trocada por el nuevo Palacio
legislativo, se daban cita las panaderas en grandes cestos
:

y canastos de mimbre y ramas, se veían los panecitos


menudos, los bizcochos; sobre mesas cubiertas de telas
blancas, había variada colección de dulces, plantillas,
caramelos, suspiros, alfajores, empanadas, bizcochuelos
suaves como espuma y espolvoreados de azúcar... Frente
al Palacio presidencial, las fruteras expendían los prime-
ros duraznos, y las uvas todavía fuera de sazón, las peras
ordinarias, sandías, melones, pacaes, tunas, lujmas, higos,
paltas y todo bien acondicionado en los canastos, á excep-
;

ción de la fruta ordinaria que se la pone, desdeñosa-


mente, en el suelo, al alcance de las patas...
Mezclados en la muchedumbre y como reyes de la
fiesta loca, los vendedores de equekos, gamines vivara-
chos y carisucios, iban de un lado para otro, lanzando al
aire su chillido anunciador de la codiciada mercancía
Alacitas es aun la fiesta del equeko. Ese deforme
muñeco de yeso, con el rostro envejecido é iluminado por
ima risa maliciosa ó estúpida, según el humor y la filoso-
fía del artista anónimo, con las piernas cortas y regor-
detas, el vientre enorme cual si todo lo redujese en la vida
VIDA CRIOI.I.A 89

á comer, es el gnomo de las leyendas criollas. Comprar un


equeko en alachas y tenerlo en casa, es necesidad y pre-
ocupación dominante en las costumbres del pueblo. Gene-
ralmente se le adquiere desnudo tal como sale de manos del
alfarero y se le viste poco á poco en el curso de la fiesta y á
medida de la fortuna de cada cual. Piénsase que de los
objetos de que se le provee al grotesco personaje, se ha de
llenar la casa en el curso del año. Y asi lo primero que se
le procura es la ropa sombrero, chaqueta, calzones, za-
:

patos y unas enormes alforjas que se las cuelgan de los


hombros. lluego de comestibles se llenan las alforjas con
:

panecillos, frutas, recado, cigarrillos y cestos de coca...


Cada cual, al equipar á su muñeco, pone en él sus aspi-
raciones, lesume sus deseos. Quien desea viajar durante el
año, le compra monturas y arneses; quien tener dinero,
llena con él las alforjas del equeko ó le compra objetos
valiosos... Y asi se les carga de todo lo que gusta ó pide el
deseo, hasta hundirlos en una aglomeración incoherente
de artículos...
Cargados de sus equekos, haciéndoles hablai y fumar,
iban los paseantes esta tarde mezclados en confusión,
poblando el espacio con gritos y alegres catcaiadas...
Bn los balcones de las casas se veían grupos de señoritas
elegantes que se distraían con el ininterrumpido desfile.
Y una alegría desesperada ponía en los rostros sonrisas de
plácido bienestar.
Animando el espectáculo y dándole un carácter nacio-
nal, las bandas del ej ército, congregadas en medio del parque,
á la sombra y abrigo de los árboles recién vestidos con
nuevo follaje, al aire las bien templadas notas de
lanzaban
sus divinos cobres, perdidas y ahogadas en la delirante ale-
gría de la fiesta, hoy ya caduca...
lyas amigas, tras esfuerzos desesperados, ganaron la
go vídA ckioi.i.A

vereda del centro y se mezclaron entre la turba de los


paseantes. Éstos, numerosos como jamás, iban y venían
con paso lento y fatigado y, por esta sola vez, recorrían
todas las veradas, sin tratar de amontonarse en una sola.
De poco á esta parte, la gente de tono había adoptado la
costumbre de no pasear sino en una sola cuadra y no había
chiquilla decente que se atreviese á dar la vuelta completa
de la plaza. Por cierto que tal costumbre debiera chocar á
la señorita Peñabrava porque, refiriéndose á ella, dijo á su
amiga :

— como ahora, yo quisiera dar vueltas á la plaza en


Así,
todas las retretas.
La Quiroz miró escandalizada á la joven :

^-- ¿Toda la vuelta? Estás loca, hija qué dirían !


¡

Elena enrojeció :

—- ¿Por qué? No se puede andar y le arrugan á una el


vestido... ¿De veras fueron las Orondo quienes inventaron
esa moda?
— Mentira;
lo dicen por alabarse. Fuimos yo y las Mon-
tenegro, cuando regresaron de Europa. Primero no éra-
mos sino las tres, después nos imitaron las Orondo y ahora
pasean medio pelo.
casi todas, hasta las
Peñabrava preguntó ingenuamente
I^a señorita :

— Dime, hija, ¿á quiénes llaman medio pelo?


Carlota no repuso de pronto. I^a pregunta de su amiga
la cogía de improviso y pues la respuesta se le figuraba
envolver un grave problema social, se hacía indispensable
meditailaun poco. Púsose seiia, pensó algunos instantes

— Las medio pelo son las... así como así.

La respuesta no satisfizo á Elena. Insistió :

— ¿Y quiénes son las así como así?


— Las desconocidas.
VIDA CRIOIvI^A 91

Iva Peñabrava creyó ver en la respuesta de Carlota una


alusión á su familia. También se puso seria. Y entonces,
entre las dos, hubo la más trascendental conversación que
sustentaran en todo el tiempo de su brevísima amistad.
— Entonces todo extranjero es medio pelo.
— No; gringo. Dips sabe de dónde vendrán
es los grin-
gos.
Laconfusión de Elena subió de punto las explica- :

ciones de su amiga le parecían incompletas y tentó una


pregunta arriesgada :

—Dime, pero esto en secreto las Montenegro, ¿ qué son ?


:

— Ay, hija, por Dios; vaya con tu pregunta Es lo


¡ !

mejorcito que tenemos...


— j Hum
Mi primo Emilio me ha dicho... que su padre
!

6f a un minero de Corocoro, que allí hizo fortuna, que vino


á la ciudad, compró casas, fincas, dio banquetes, se pasó
de un partido á otro y se hizo gente « bien ».
— Qué malos son los hombres Eso serían los padres...
¡
!

Yo las he presentado en muchos salones de mis amigas y


desde entonces...
— Emilio me ha dicho...
— ¡ Cállate, por Dios EmiUo es un farsante y dice todo
!

lo que se le ocurre. Yo no le creo nada... Oí, che, ¿está ena-


morado de alguien tu primo ?
Elena miró de soslayo á su amiga :

— No sé; nunca me ha dicho nada.


— ¿Quisieras hacerme un favor?
— lyos que gustes.
^
— Cuando vaya á tu casa, sácale á quien
va haciendo le
la corte...Quiero saber...
— Pícara Yo creo que te gusta Emilio.
¡ !

— Como amigo, pero nada más. Dicen que es muy


sí;
pololo.
4

92 VIDA CRIOLLA

— Como todos los hombres. Carlos.'.. {Se arrepintió de


llamarle así á su enamorado y corrigió precipitadamente)...
Ramírez es lo mismito.
—Ese es peor, se mete con las cholas. La otra noche
lo he pescado peí siguiendo á una.
Elena cambió de color.
— ¿De veras?
— Palabra, Yo no sé por qué quieres á un hom-
hija.
bre así.
— No seas mala, Carlota — suphcó Elena, avergon-
¡ !

zada de que amiga supiese


la cosas de su novio.
tales
— Mala Como fuera mala decir verdad Te
¡ ! ¡ si ser la !

diré que tus pololeos con ese tipo te están haciendo mucho
daño. Debes barrerlo con tiempo y... ¿Quieres que te
cuente una cosa? Pues ayerme han dicholas Montene-
gro que si no estuvieron el otro día en tu aptapi fué porque
no recibes sino medio pelos en tu casa. Claro ¿Quién ¡ !

ha de querer estar con ese Ramírez, ese Olaguibel, esas


Encinas para que después te saluden en la calle y quieran
colgarse de tu brazo en las retretas? Ah, no Con esas ¡ !

yo fuera tú y vinieran á mi casa, les


gentes, lejos. Si
pondría mala cara ó les haría decir que no estoy... ¿Qué
dices?
Elena, avergonzada, repuso :

— No, yo no quiero; mi padre..


las es
— ¿Y qué te importa tu padre?
Y
luego, sin la sospecha siquiera de haber lastimado el
sentimiento filial de su amiga y'^entusiasmada con el re-
cuerdo de Lujan cuyo saludo acababa de responder, aña-
dió refiriéndose á éste :

—¿Sabes que tu primo es un diablo? Tiene unas cosas...


Pero todo se hace perdonar. ¡Figúrate, hija! La otra
noche, en el baile de la Legación del Perú, tuvo el atreví-
VIDA CRIOIvI^A 93

miento de decirme que sentía ganas de darme mi beso.


Tuve que ponerme sería, porque si no, lo hace.
— Y bien que te habría gustado.
— No seas loca Mi confesor me ha dicho que eso es
¡ !

im pecado.
— ¿Y tú confiesas esas cosas? — preguntó Elena,
te
asombrada de que lo oía.
— Fué una de mis amigas que me
No... rogó...
— No verdad. Seguramente BmiHo... eso La
es ¡ Sí, es !

otra tarde, en Obrajes, le dijeron á Laurita que irían á


buscar romaza y cuando volvió la chica, ya ustedes no
estaban allí... Yo creo que ese día Emilio...
— Nadie juzga lo que por si no pasa. Yo creo que ese
día Ramírez...
Se miraron en los ojos, intensamente. Carlota juró :

— Por Dios, nada. Dios me castigue si miento. tú, Y


¿lo jurarías?
lya señorita Peñabrava vaciló un instante, un peque-
ñísimo instante y también juró resueltamente :

— Tampoco yo : lo juro.
Y añadió en seguida como para consolarse del falso
juramento :

— ¿Y qué? Nada de malo tiene eso, me parece. ¿Qué


dices tú?
Carlota repuso con toda naturalidad :

— Ya lo creo
¡ !

Se habían mezclado á la muchedumbre y andaban lenta-


mente, con paso menudo y respondiendo á los saludos que
á cada instante les diiigían hombres y mujeres. Éstas
se volvían para admirar el abrigo de Elena el cual chocaba
un poco con su sombrero de paja de Italia, florecido de
rosas y espigas doradas.
— ¿Con que de veras te han dicho eso las Montenegro?
94 VIDA CRIOI^IyA

— preguntó la joven inquieta con la noticia de Carlota.


Recién se hacia pesar de haber invitado á las Encinas que
la privaron de la vanidosa satisfacción de tenerlas en casa
á sus rumbosas amigas.
—No miento, hija. Pero cuidado con decirles nunca
¡

nada Son muy llevadas de cuentos y serian capaces de


!

enojarse conmigo.
Elena, que desde hacia algunos momentos creía escu-
char á su espalda la voz de Rodríguez, dijo bajo, á Car-
lota :

— Mira con disimulo quienes nos siguen.


Carlota, con pretexto de recogerse el vestido, volvió la
cabeza y vio que, en efecto, Juanito Pérez y Andrés Rodrí-
guez venían tras sus pasos. I^ucían, al igual de los otros,
sombreros de copa y en las solapas de las levitas, grandes
claveles rojos. Rodríguez, más elegante que el poeta, iba
enguantado de blanco y fmnaba un cigarro exagerada-
mente gordo; y los dos, el poeta y el candidato, andaban
cogidos del brazo, orondos, satisfechos de que los paseantes,
al mirarlos, les hiciesen signos amistosos que ellos respon-
dían haciendo voltear graciosamente los lucientes tarros.
I,a señorita Peñabrava experimentó el vehemente deseo
de ser acompañada por ellos en esta tarde. I^a solemnidad
del día, la serenidad del cielo, rara para la estación, habían
llevado á la plaza un mundo de gente distinguida y ele-
gante. Allí, entre la turba, acompañado del prefecto que
fulgía bajo los auríferos adornos de su uniforme de
general y metido en un grueso levitón de paño gris, estaba
don Justo Aranda y la melosa sonrisa que le levantaba el
labio sombreado por tenue bigotillo era más amable que
nunca; estaban las Montenegro y parecían gozosas de ir
escoltadas por los secretarios de las legaciones de Chile y el
Brasil vestían trajes del mismo color aunque de diferente
:
VIDA CRIOl<I.A 95

hechura; estaban las Orondo y las seguían, como siempre,


Guilarte y el músico Barrientes estaban las Encinas pero
;

no las miró Elena ni aun para ver los vestidos que lleva-
ban, lo que en ella era el colmo del desdén. También vio,
paseando con otros amigos, á I,uján y Ramírez. Se hizo la
distraída. Serían capaces de aproximársele y ella quería
evitar su encuentro. Ahora sólo deseaba que la acompa-
ñasen aquellos. Así suscitaría la envidia de muchos y nada
le parecía tan digno de una persona decente como el des-
pertar envidia en los demás.
Andrés Rodríguez y su amigo el poeta abordaron á las
jóvenes con harto contentamiento de Elena :

— Oiga, Carlota acaban de preguntarme por usted las


:

Orondo y dicen que no se olvide de ir esta noche á su casa.


La Quiroz, gozosa de que hubiese sido á ella á quien
primero se dirigiese el candidato, repuso sonriente y seña-
lando con un gesto á la amiga :

— No he de poder, Andrés; estoy con ésta y tengo com-


promiso de traerla á la noche.
— La señorita puede venir con usted, — intervino el
poeta. Carlota, alarmada de que los jóvenes quisiesen ani-
mar á Elena á entrar en la comparsa de sus linajudas ami-
gas, repuso con viveza :

— Imposible No quedrían sus padres...


¡ !

— Buenas tardes
j j ! ! —
y Rodríguez, fingiendo voz
mujeril, se quitó el flamante sombrero con una gran reve-
rencia cómica.
— Jesús Casi se cae usté. ¿Quiénes son?
i
! y la Qui- —
roz volvió vivamente la cabeza para ver á las personas aue
tal saludo le merecían á su amigo.
— lyas taca-taca.
Carlota hizo un gesto desdeñoso :

— Ah, taca-taca ¿Por qué


¡ las ! las llama así?

k
: !

96 VIDA CRIOI.I.A

Pérez, diestro en estas historias, ilustró :

— Es por su manera de andar. cuando andan, I^os loros,


menean cola de derecha á izquierda. Fíjense en
la las
Pérez, — pueden decir de que gusten, no son nada
ellas lo
de mi, — y verán que andan como los loros...
— Jesús qué malo usté con sus tocayas —
¡
!
j
es ! dijo
Elena con risueño.
aire
— Yo, no, señorita; Digo que ¿Con
los otros. lo sé...

que vemos esta noche


la Carlota? allá,
— Creo que nó no tengo quien me acompañe.
:

— Por pronto, me
lo ofrezco...
— Gracias pero ya he dicho que tengo que traerla
;
les
á ésta...
Elena, fastidiada por la displicencia con que la trataba
su amiga, y adivinando que no quería llevarla á casa de las
Orondo, intervino secamente
— Por mí, no te prives; yo puede venir con...
Iba á decir « con las Pérez » que eran sus vecinas, más des-
pués de lo oído, tuvo vergüenza mentarlas y agregó :


... Con cualquiera, ó no venir.

— Ah, no
¡

protestó Rodríguez,
! usted tiene que —
venir, señorita y ser de los nuestros. Seguramente le ha-
brá dicho Carlota que estamos organizando una com-
parsa para el Carnaval y contamos con usted.
— No, no me ha dicho nada, —
contestó Elena mi-
rando á su amiga con rencor. Entonces ésta, huyendo la
mirada, expHcó :

—Como les he oído decir á tus padres que se irían para


el Carnaval á Obrajes me ha parecido inútil...
—¿Á Obrajes? Eso sí que no permitimos los amigos
¡

Usted no se nos deserta; la vamos á arraigar.


Volvió á quitarse el sombrero como la primera vez y á
saludar con igual énfasis.
VIDA CRIOLLA 97

— ¿Otras cursis? — interrogó Elena, dichosa por lo que


acababa de oir y deseando manifestar ante los jóvenes sus
prejuicios de clase.
— I^as « viernes santo».
— Qué nombre ¿Por qué llaman
¡
! las así?
Ahora fué Rodríguez quien ilustró :

— Porque tienen costumbre de concurrir á todos


la los
entierros de gente distinguida
la estar sin invitadas...
— ¿Quieren sentarse? veo un banco
Allí — pro- libre,
puso Carlota con gesto de malhumor al ver que los ele-
gantes jóvenes descubrieran á Elena sus planes carna-
valescos cuando ella había puesto en juego toda su habili-
dad para ocultárselos. Aceptaron los otros y ganaron al
banco vacío. Y, ya sentados, insistió Rodríguez :

— Ya usted sabe, señorita Elena, que no la dejamos irse


á Obrajes. En nuestra comparsa somos pocos, pero esco-
gidos. Están las Orondo, las Montenegro, las...
Oía Elena las palabras del candidato con purísima emo-
ción de alegría y no alcanzó á ver en que dos veces habían
pasado por su delante las señoritas Montenegro, mirán-
dola con gesto desdeñoso y diciendo frases en voz baja á
sus amigos diplomáticos. Tampoco vio, por cierto, á
Ramírez. Estaba apoyado contra la verja del jardín, solo,
y no le quitaba los ojos de encima. Se lo hizo notar Ro-
dríguez, con ademán burlesco :

— Ahí tienen un tipo que desde hace rato nos sigue co-
mo sombra. Qué cursi !... Tiene trazas de...
¡

Se detuvo fingiendo un gesto como el que de sopetón se


da cuenta de una torpeza. Y añadió mirando en los ojos á
la Peñabrava y poniendo más intención en su sonrisa sar-
dónica :

— Pero creo, señorita, que no debo decir nada de él en


su delante. Me han asegurado que es su muy amigo...
98 VIDA CRIOI.I.A

— Algo más que amigo, querido; dicen que es su novia;


— añadió Pérez.
Elena, roja de vergüenza, habría sido capaz de pegarlo
en ese instante á Ramírez.
—Yo no tengo novio; algunas veces va á casa á ver á
papá... Yo apenas lo conozco, —
dijo como disculpándose
y sin atreverse á mirar á la Quiroz que había abierto des-
mesuradamente los ojos cual si la falsa afirmación de su
amiga le causase enorme estupor.
— Me alegro, señorita. Aquí la gente es mala y dice lo
que se le ocurre. Yo nunca he creído que fuese su novio.
Es un tipo muy antipático, de mala conducta y... Yo no
lo conozco pero creo que usted merece mucljLO m^ qup
eso...
— ¿Saben que comienza á hacerle pesado esto? — y
Ramírez, arrancándose el negro antifaz de seda, respiró
con delicia el purísimo aire de la noche, profmidamente
voluptuosa.
Había llovido casi toda la semana anterior y en el am-
biente, húmedo todavía, vagaban efluvios primaverales :

arriba, fulgían intensamente las estrellas sobre el fondo


aterciopelado del cielo, y como sólo allí, bajo el trópico,
en la altura de los yermos, saben brillar.
— Sí, hombre; y si hasta dentro de media hora no en'-
contramos donde beber una copa, nos vamos á casa tengo
:

allí algunas botellas de cerveza.


— Qué gente tan estúpida, por Dios Lo peor es que á
!


¡

esto llama divertirse! dijo señalando á los máscaras que,


por grupos, iban y venían rompiendo con sus gritos y
cantos incoherentes, tristes ó licenciosos, el pesado sopor
de la urbe, cuyas calles sinuosas, perdían sus líneas en la
sombra. Marchaban los máscaras sudorosos, fatigados,
hambrientos. Cinco horas llevaban de recorrer la ciudad
de un extremo á otro y eran pocas las casas donde se bai-
laba. Además, todo el día se lo pasaron sosteniendo encar-
nizados combates con las chicas instaladas en los balcones
arrojando cartuchos de harina, cascarones llenos de agua
100 VIDA CRIOIXA

teñida, serpentinas, cohetillos y llevaban muertos los bra-


zos y flojos los nervios.
— No hay que ponerse de malhumor. Ya te dije yo que
no Elena en ningún baile. El padre ha
la encontrarías á
consentido que se divierta de día y esto para que la vean
acompañada de las Montenegro y su grupo; pero no cejó
al permitir que se disfrace de noche... Por lo demás, tú
mismo te has empeñado...
— Sí, yo pero ya estoy harto de tanta estupidez y no
¡ ;

quiero más... ¿Entiendes?!

El tono áspero de Ramírez chocó á Lujan; y ya respon-


dería con alguna viveza si en ese instante Arturo Olagui-
bel no interrumpiese su altercado, gritando con acento
jubiloso :

— Allá
j hay un baile !...

Y echó á correr Arturo como si hubiese de librarse de


un inminente peligro, pues para el desventurado novio,
hecho á las gatunas caricias de las apetecidas cholitas,
las eternas discusiones de sus amigos, eternamente encon-
trados, le causaban vértigos y cada día se afirmaba más en
él la convicción de intimar con otros seres de su tempera-
mento, que le comprendan mejor y no le echen en cara,
como lo hacían aquellos, su inglés aprendido á costa de
tan grandes é inauditos esfuerzos. Ese tono dogmático y
convencido de sus discusiones ya le había llegado á exas-
perar, francamente. Bueno que de vez en cuando, por
casuaHdad, se discuta sobre un punto pero qué demonio
; ¡
!

que no se convierta la vida en continua pelea olvidando


que hay chicas á quienes enamoriscar, botellas que vaciar
y rincones discretos donde agitar las piernas en el noble
ejercicio de la danza. Razón tenía su amiga la Chuncha al
no invitarles á sus fiestas campestres, honradas por lo me-
jorcito del popular barrio deChocata. Bailábase en ellas con
VIDA CRIOI.I.A lOI

brío y concluían con lógico remate de amoríos instan-


táneos y pecaminosos abrazos... Mas, felizmente para él,
ya tocaba á su fin ese largo martirio de escuchar sin
poder hablar. ¡Se casaba! Se casaba; y de casado haría
lo que hasta entonces no se lo habían consentido los ami-
gos dominaría intelectualmente á su mujer; le impon-
:

dría la obligación de escuchar sus frases en inglés y qué


¡

caramba le haría admirar su verbo desbordante...


!

Bn lo hondo de la calle, lejos, una luz amarillenta ras-


gaba la espesura de las tinieblas atrayendo á los másca-
ras que vagabundeaban por la dormida urbe. De lejos se
escuchaban las notas de un pianito destemplado.
Corrieron los amigos en pos de Olaguibel y llegaron á la
casa. La puerta estaba atrancada por dentro y delante,
haciendo grupo, había como unos veinte encaretados.
Habían pasado como una hora golpeando puertas y ven-
tanas, y como nadie les hiciese caso, discurrían el medio de
entrar á la casa. Resolvieron recurrir al único empleado en
esos casos: escalar los balcones. lyos más fuertes ó los me-
nos ebrios, formaron un pelotón nutrido y suspendieron
sobre sus hombros á un fúnebre nazareno y á dos diablos,
uno de los cuales, acaso por tal, consiguió asirse del balcón
é instalarse en él. Luego ayudó á subir al otro diablo y al
nazareno y los tres, quebrando un cristal de la ventana,
corrieron los picaportes y desaparecieron en la media som-
bra de la habitación contigua á la en que se bailaba y de la
que venían los gemidores compases del valsecito Sobre las
olas, torpemente ejecutado. Notóse en el salón un labe-
rinto indescriptible. Calló el piano bruscamente y se oyó
la voz irritada de un hombre. Reprochaba á los asaltan-
tes su impavidez y les hacía cargos por el vidrio roto...
En esto abrióse la puerta de la calle y los máscaras, lan-
zando tremendos alaridos de gozo, corrieron á las escaleras
102 VIDA CRIOI.I,A

apenas alumbradas por una lamparita de petróleo que en


lo alto deltumbado se moría, y penetraron al salón en me-
dio de im barullo estupendo les había enervado la larga
:

espera y estaban furiosos, indignados.


Era reducido el salón y de tumbado bajo. Lo alumbra-
ban dos lámparas de petióleo colocadas sobre dos mesas
laterales y una araña central. Los prismas de ésta, dema*
siado caídos, chocaban con las cabezas de los danzantes
que para evitarlos tenían que incHnar el cuerpo al pasar
por debajo. Dos inmensas y deslucidas oleografías reprodu-
ciendo paisajes de Ruisdael y elegantemente enmarca-
das, hacían vis con dos espejos pobres en azogue y de
marco deslucido. Los cortinajes cremas, renegridos y
arrugados, chillaban en el rojo punzó del papel que cu-
bría los desiguales muros. La alfombra, puesta del revés
como era costumbre hacerlo en los tiempos en que se
jugaba con harina en el Carnaval, para preservarla de las
manchas, estaba cubierta de polvo que se levantaba sutil
espesando aun más ese ambiente impregnado con el vaho
de aguas baratas, flores marchitas y sudores de soba-
cos.
Algunas chiquillas con la cabeza y el rostro blanqueados
por los polvos, yacían sentadas muy serias, en fila, con los
brazos cruzados sobre el pecho, en postura santurrona.
Parecían enojadas por la irrupción de los mascaritas
pero en realidad suspiraban de contento hasta esa hora
:

de la noche habían bailado con los invitados del anfi-


trión, casi todos viejos, casados y sin gran influencia
social. Se comunicaban al oído sus impresiones, comen-
taban los disfraces de los intrusos creyendo reconocer
por ellos á muchos jóvenes distinguidos de la ciudad,
mentaban sus nombres con coquetería, riendo por las
bromas que les daban aquellos. Muchos las hablaban de
VIDA CRIOI,I.A 103

tú, les obsequiaban vulgares galanterías y aun se permi-


tían acariciarles el mentón.
Aquí, á la dudosa claridad de las arañas, eran en extre-
mo curiosos los trajes de los máscaras, sucios, rotosos,
arrugados, remendados. Los más eran de percal, había
otros de cotense y algunos, pocos, de seda; casi todos
representaban nazarenos y daba grima los colores de que
estaban compuestos negro con oro, verde con blanco,
:

morado con rosa. Aquello parecía más un grupo de men-


digos atacados de la manía de los colores, y no un baile de
hiáscaras.
Un diablo verde y deslucido, de cuernos rematados en
cascabeles y caídos melancólicamente sobre la estrecha
frente, sentóse al piano obedeciendo á la seña de un turco
y comenzó á preludiar la introducción de Al pie del MisH,
vals muy en moda por entonces, tristón, gimiento, melo-
peíco; los nazarenos se lanzaron en tropel á sacar parejas,
pero las chiquillas, ya instruidas por el anfitrión, se nega-
ron á aceptar el brazo repitiendo con cómica seriedad y
como una bandada de papayagos garantías garantías :
¡
!
¡
!

Se había empeñado el anfitrión en no permitir que se bai-


lase en su casa mientras no comprobasen los intrusos su
bien linajudo abolengo. Lo dijo rotundamente en un
espiche improvisado y con una gravedad de juez cumpli-
dor de sus deberes :

— Señores mascaritas esta es una fiesta privada y...


:

¡
qué caramba !... aquí nadies baila mientras no haiga uno
que los garantice... Claro !


¡

Somos conocidos, che


j

chilló alguien, poniendo
!

femenil acento en su voz.


— ¿Y á ti quién te garantiza? — chilló otro, desde el
medio de un grupo formado á la entrada del salón.
Kl exigente dueño montó en cólera :

k
!

104 VIDA CRIOI,I,A


Estoy en mi casa y no tolero bromas. Ustedes se han
metido por la ventana y si no se descubren ó no hay uno
que los garantice, nadies baila. Qué caramba, no faltaba
¡

más !...

Entre los máscaras hubo un conciliábulo; y un diablo


rojo, cuya capilla acribillada de lentejuelas brillaba como
ascua á la dudosa luz de las lámparas, se le acercó al ira-
cundo propietario y le dijo algunas palabras al oído. El
anfitrión, riendo complacido, estrechó la enguantada mano
del diablo y sentenció :

— Señores : y sus cuatro amigos están


este mascarita
garantizados, pero no responde por los demás; si alguno...
Se hizo un segundo conciliábulo entre los asaltantes po-
sesionados de la puerta; y no debieran sentirse capaces de
abono, porque se salieron profiriendo mil amenazas é insul-
tos contra el exigente dueño. Aun quedaron tres.
— ¿Y ustedes, mascaritas? Si alguno tiene
la bondad...
Un
fúnebre nazareno se separó del reducido grupo é
hizo una seña al propietario. Acercáronse los dos á una
esquina y el nazareno hizo ver su rostro :

— Soy yo.
— Caramba, don Emilio Cuánto me alegro de verlo
¡ ! ¡

en mi casa Si hubiese adivinado...


!

— Entonces...
— Ya ¡ no faltaba más Usted y sus amigos
lo creo, !

están en su casa... ¿Quieren ustedes aceptarme una copa


de cerveza?
Y, gozoso, se dirigió á sus invitados :


Señoras y señoritas estos caballeros son mis amigos
:

y pertenecen á la buena sociedad. (Con énfasis.) Yo res- ¡

pondo por ellos


Sonrieron dentro sus caretas los disfrazados escuchando
al Cándido anfitrión y las miradas de las muchachas á los
VIDA CRIOIvI^ 105

trajes de los intrusos se hicieron más inquisidores, cun-


diendo en ellas el deseo de conocer á sus dueños. El diablo
verde y deslucido, que durante el ceremonial no se había
levantado de la banqueta del piano, á otra seña del turco,
volvió á preludiar Al pie del Misti. Parecía ser su fuerte
y los máscaras se apresuraron en sacar parejas.
Lujan corrió á lo de sus amigos y los presentó al anfi-
trión con frase ambigua. No recordaba su nombre y sólo
sabía que era un político de bajo vuelo :

— Amigos nuestro futuro diputado quiere tener la


:

honra de beber una copa con ustedes.


El dueño, hinchado de orgullo por la presentación,
cogió los brazos de lyuján y Olaguibel, é invitando á Ra-
mírez, se los llevó á la habitación por donde habían pene-
trado los asaltantes, alcoba de ordinario y convertida
ahora en repostero. Quedaba todavía en un ángulo un le-
cho tendido sobre el que los invitados habían amontonado
sus abrigos, en horrenda mezcolanza y veíase en el otro,
;

una gran mesa cubierta con un tapete de hule rojo con


cuadros negros y sobre ella algunos azafates con copas de
cerveza á medio servir; al pie de la mesa, estaba un balde
de agua. Un indio enjuagaba en ella las copas vacías y
otro rellenaba las que un tercero metía de la sala...
Allí, y á instancias del anfitrión, depojáronse los amigos
de ""as caretas y apenas aquel hubo reconocido á Ramí-
rez, aproximóse al mozo, le dio un apretado abrazo, se
puso á sus órdenes y le ofreció su casa :

— Yo soy admirador de usted, mi amigo. Usted es el


único escritor que se atreve á decir la verdad á este go-
bierno corrompido...
Se deshizo en improperios, lanzó pestes y maldiciones
contra los hombres que en el día mandaban, señaló ini-
quidades. Ferviente y humilde partidario del gobierno

I
toó VTOA CRIOtIyA

actual en sus comienzos, habíase convertido en tremendo


adversario desde el día en que aquel le negara la supre-
fectura de una provincia donde pensaba hacerse elegir
diputado y en la que tenia extensas propiedades inculti-
vadas. Al hablar, iba renovando su copa y las de sus ami-
gos que bebían con voracidad desconcertante :

— Sí, mi amigo, don Carlos el gobierno es un ladrón y


;

puedo darle pruebas. Una


las vez...
— Excelente su cerveza, mi amigo. ¿Quiere usted per-
mitirme que á dar dos
vaj'-a vueltas?...
— Una ¿Dos
vez... ¡Las que guste, mi
vueltas?...
don Carlos Está usted en su casa. Sólo
! — y esto sí

Ínternos — no se pierda más tarde. Tenemos una regular


cenita y vamos á tomarla los amigos de confianza.
Ramírez, dejando á los suyos entre las garras del com-
placiente dueño, fué á tumbarse én una butaca del salón
y se distrajo viendo bailar.
Las parejas se movían lentamente al compás del gi-
miento vals. El pianista, harto de sueño y de alcohol,
había inclinado la cabeza sobre el pecho y cual si*estuviese
movido por un resorte, tocaba y tocaba sin interrupción,
monótonamente. Sus dedos se movían en un solo sitio del
teclado produciendo la misma combinación tristona, el
mismo compás; y aquello resultaba monótono como el
tinteneo de una esquila, inenarrablemente triste. Nadie
hacía caso, empero, de la música. La cuestión era bailar
y como el espacio era muy reducido, las parejas se refre-
gaban unas á dando saltitos en un mismo sitio. Iban
otras,
los disfrazados con la boca pegada á los oídos de sus pare-
jas y brillando los ojos detrás de las caretas mojadas por
el sudor. Las muchachas, sudorosas, agitadas, sentían
correr por los nervios extraños efluvios seis horas de dar
:

saltitos en un espacio reducido, de pasar de unos brazos á


VIDA CRIOLITA IQ7

otros, de oir las mismas cosas, les había puesto fuego en


las venas y se movían presas de irresistible anhelo de
estrecharse á sus parejas, sentir en el talle la nerviosa
presión de brazos acariciadores... La atmósfera se espe-
saba aun más de ese aroma enloquecedor de esencias ba-
ratas y emanaciones de cuerpos descuidados; y pesaba
densa en ese reducido espacio, hasta piovocar vértigos.
Entre los máscaras que no bailaban, unos, aglomerados
en la puerta del salón, fumaban cigariillos, con las
caretas vueltas sobre la cabeza otros, exasperados por
:

el deseo de beber, merodeaban en busca de un refresco y


algunos, cansados, partidos, dormían sobre las butacas,
con los brazos cruzados, las piernas tendidas y las caras
caídas sobre el pecho. Afuera, en la calle, aullaba otra
turba descargando horrendos golpes sobre la puerta que
crujía amenazando venir abajo.
Ramírez, sin saber por qué, se lanzó á sacar pareja.
Acababa de entrar al salón Carlota Quiroz viniendo de
las habitaciones interiores y le invadieron deseos de
hacerla pasar un mal rato con bromas pesadas referentes
á cosas que él sabía; mas cuando la vio colgada de su
brazo, no supo de qué manera comenzar la charla. Tenía
vergüenza de sí mismo, de su traza ridicula, del color
chillón de su disfraz y se sentía tímido como nunca. Se le
figuraba que todos le conocían y estaban pendientes de sus
labios. Carlota, de natural despejada, viendo á su pareja su-
mida en pertinaz silencio, le abordó segura de habérselas
con algún cursi de esos bastaba mirar su disfraz nuevo
:

para convencerse de que no era de su clase ese tipo, no


siendo costumbre en la gente « bien » usar disfraces nuevos
y elegantes :

— ¿Es que ha bailado usté mucho, mascarita? Parece


que está cansado.
!

I08 VIDA CRIOLLA

Se asustó Ramírez supuso que si le hablaba Carlota,


:

era porque lo había reconocido. Repuso dando á su voz


tinte cavernoso :

— Mucho
¡

— ¿Y en dónde hay bailes ?


— Bn todas partes...
Un silencio. Carlota paseó los ojos por el disfraz de su
pareja é hizo un gesto grave. Decididamente ese tipo no
era decente había que obligarle á descubrirse; eso de
:

bailar con cualquiera en estas noches en que todos se dis-


frazan para cometer desvergüenzas... hum Ramírez ¡ !

temblaba y para no despertar sospechas, enlazó el talle


de la joven, y, cual una peonza, púsose á dar vueltas
pero con tan poca destreza que en un segundo dio tres ó
cuatro codazos á sus vecinos y aplastó las piernas de un
salvaje que dormía apaciblemente. Carlota, sorprendida,
se dejaba arrastrar por el vigoroso brazo del mozo, sin
fuerzas para detenerse. Un furibundo pisotón del alocado
mascarita, le hizo pararse casi de golpe. con voz seca, Y
nerviosa, convencida ya del plebeyímo abolengo de la pa-
reja, le dijo :

— ¡
Qué me haiga tocado bailar con una
desgracia que
pareja muda y que no sepa bailar ¿Cuántos calza usté?
!

Sintió la resentida temblar el brazo de su caballero y la


voz cavernosa resonó en sus oídos, baja, entrecortada :

— No se queje quien mucho habla, yerra mucho.


:

Carlota, miró ostensiblemente los zapatos de su inter-


locutor. Ese tipo no era lo que había pensado un cholo no :

tiene ese lenguaje ni calza como estaba calzado el naza-


reno. Seguramente era alguno de sus amigos acaso Gui- :

larte que quería darle una broma y... Pero no; Guilarte, *

Pérez, Rodríguez ó cualquiera de los suyos sabían bailar


en tanto que éste... Tentaría la última prueba, la decisiva :
VIDA CRIOIJ^A 109

— tomar conmigo un
Diga, mascarita, ¿quedría usté
vasito de cerveza?
— Con usted tomaría veneno.
— ¡Jesús! yo no quiero morirme. ¿Me aborrece usté?
— amo. lya
— Esa es una declaración cuidado que tome pa- : le la
labra...
Se detuvo. Al pasar por delante de una de las ventanas
que alguien, exasperado por la pesadez del ambiente, se
había tomado el trabajo de abrir, un purísimo soplo de
aire fresco venido de la calle habíale levantado el volante
del antifaz y descubierto un mentón y el perfil de una
nariz que ella conocía. Además, la voz, esa voz... ¿Sería
posible? Pudiera ella sabía que él no bailaba ella se lo
: :

había dicho varias veces... Se le vino una idea ya :

vería.

... Sería triste porque no quisiera causarle mal á una

personita que yo conozco y que vive por San Sebastián...


Segundo estremecimiento en el brazo del máscara,
ahora harto visible y sonrisa maliciosa y triunfante en los
labios de Carlota. La voz cavernosa se hizo oir más honda
que nunca :

— No que usted quiere


sé lo decir.
— Yo conozco
sí. ¡ 1/3 !

— ¿Quién soy?
— Alguien que anda detrás de esa personita de la pla-
zuela. Lástima que no esté aquí para su contento.
— Yo soy á su feliz lado.
— ¿De veras? No creo; yo que usté me sé odia.
— ¿Entonces usted sabe quién soy?
^
— Me parece y para que vea, voy á dar un con-
; lo le
sejo : no la persiga más á esa personita. Los padres no lo
quieren.
lio VIDA CRIOI,I.A

Repentina cólera encendió el ánimo de Ramírez. Repuso


hosco y sin fingir la voz :

— Pero ella, sí.


— Tampoco.
Se detuvo y miró á su pareja. Encendida, grave, son-
reía triunfante, con sonrisa infinitamente cruel. En la
expresión de su rostro había algo de piedad, de orgullo, de
altivez insúltate y victoriosa.
Al pie del MisH seguía sonando. Dormitaba ahora el
pianista sobre el instrumento y sus dedos ya no caían sino
sobre dos teclas solamente, formando dos compases eter-
nos, invariables. Aquello se hacía desesperante, lúgubre.
Los bailarines, casi enlazados, seguían dando saltitos
menudos. Algunos máscaras ebrios fumaban ya dentro
del salón y arrojaban el humo de sus cigarros al rostro de
los bailarines, con aire provocativo estaban desesperados de
:

no encontrar dónde apagar su sed. Fuera, en la calle, la


segunda tropa de disfrazados, aullaba hasta el delirio y
sus golpes resonaban potentes en la calle desierta y oscura.
Otro grupo de acróbatas intentaba escalar las ventanas.
— Sí, señor, no lo quiere, —
insinuó, falaz, Carlota. —
Si ella le ha dicho otra cosa es porque... ¿cómo diré?... es
porque le tiene miedo. Cree que sería usté capaz de sui-
cidarse...
Ramírez rompió en nerviosa carcajada; y fingiendo per-
fecta tranquilidad, dijo á la joven con risueño acento y
conduciéndola á un diván :

— ¿Suicidarme? Sería el colmo del... amor. No, que no


crea esto Elena y juego á usted, su meíor amiga y conse-
jera {Ramírez acentuó la palabra) me haga el obsequio de
decirla que ella es libre y que yo veré siempre con alegría
su bienestar. (Y señalando el diván, con gesto elegante. )\,dí
noto agitada y querrá usted descansar, seguramente. Gra-
!

VIDA CRIOU<A MI

cias entonces, señorita, por el servicio y perdone el piso-


tón. Ya
usted sabe que no sé bailar...
La hizo sentar junto á una viejecita que dormitaba de
cansancio y fué en busca de sus amigos.Luján le interrogó :

— Has hablado tendido con Carlota y tenía cara de


enterrar muertos. ¿Alguna otra perrada?
—Al contrario hemos quedado amigos... ¿Sabes que
:

se me pega la lengua al paladar? Como Cristo, te pido de


beber, Judío.
— Caes á pelo. Nuestro anfitrión me ha hecho ver el
comedor. Admirable, chico Vino, cerveza, helados, po-
¡ !

llos, picana, jaleas, frutas, confites, champaña... Tiene


intenciones de tratamos como á príncipes. Está enamorado
de ti y querría le eches un discurso llamándole insigne :

se llama Darío, Darío no sé cuántos... Pero ahora hazte el


del angosto; viene nuestro hombre... ¡Ole, don Darío
¡ Aquí lo tiene usted á nuestro periodista....
Don Darío, gozoso, se prendió de Ramírez y llamando á
sus compañeros, se los llevó al comedor.
Estaba profusamente alumbrado por cuatro lámparas y
en los aparadores se veía azafates con galletas, dulces,
pasteles y otros comestibles apetitosos.
Ofreciólesdon Darío una copa de cerveza y soltó la
lengua en ansia incontenible de hablar. Á Ramírez le ase-
guró que estaba suscrito á La Lucha nada más que por
leer suscc vibrantes y luminosos artículos», pues él era ene-
migo declarado de las camarillas, del desbarajuste admi-
nistrativo y de la rutina política...
— Bl país lo que necesita es... ¡caramba !.., que lo re-
muevan, que lo revuelquen. La patria, amigo don Car-
los la patria, ¿sabe usté? es lo más querido del hom-
bre. ¿Dónde hay en Bolivia una ciudad como La Paz? Los
paceños somos... caramba !... ¿Qué prefiere usté después,
¡
! !

112 VIDA CRIOI.I<A

don Carlos? Diga con confianza aquí hay champán,


:

coñac, duraznillo fino... La patria...


Un alarido tremendo y vibrante retuvo al orador con el
dedo levantado á la altura de los ojos y la copa tendida en
actitud brindadora. Venia del patio y oíase el tropel tu-
multuoso de una horda que subía las escaleras.
— ¿Qué hay?
Nadie repuso. La puerta se abrió con estrépito y entra-
ron en el comedor unos veinte ó más encaretados gesticu-
lando como locos, chillando, pateando. Al distinguir á los
amigos, dos ó tres se dirigieron á ellos y con voz de falsete
les dieron bromas :

— ¿Qué estás haciendo aquí, sabio?


— ¿Y dónde la has dejado á tu gringa, Lujancito?
— ¿Y tu novia, gordito? Cuidado con los cuernos.
— ¿Es que nos convidas, Darío ? á tu salud ¡ !

Y comenzaron á beber de las copas servidas de cerveza,


sedientos, hidrópicos, con ansias, hasta con cólera. Algu-
nos cogían dos copas y mientras consumían la una oculta-
ban la otra bajo la capilla del dominó ó detrás la espalda.
Otros, más prácticos, hacían desaparecer las botellas en
el amplio capuchón de las mangas y pegados á la mesa, se
soUviantaban las faldas de los disfraces y, á puñados, se
metían galletas y confites al bolsillo, en descarado asalto.
Al ruido de la invasión y presintiendo un escándalo,
acudieron desoladas al comedor la señora de don Darío y
una de las hijas y viendo el saqueo, protestaron corajudas :

— jPor Dios ! Esta es ima banda de saqueadores


¡

— ¡
Qué se calle esa momia —
gritó uno de ellos, con
!

voz ronca.
La señora, roja de indignación, repuso con viveza :

— No de bandidos
i ;

Fué el diluvio. Abalanzáronse los ebrios al aparador y


! !

VIDA CRIOI^I^ 113

derribaron con gran estruendo los servicios de copas que


habla encima, esparcieron las flores de la mesa, desgarra-
ron las cortinas... ¿Bandidos? ¡Pues toma, bruta, para
que sepas tratar á la gente
Ramírez y sus amigos y dos ó tres invitados, probaron
detener el furor de la turba; y allí mismo, casi sobre las
mesas, entablóse briosos combate á puñetazo limpio. Las
mujeres, espantadas por el ruido de la pelea, gritaban pi-
diendo socorro. Don Darío, despertado de su estupor,
huyó en busca — dijo —de im revólver; y entonces los
asaltantes emprendieron la fuga echando al suelo lo que
podían encontrar de frágil, tumbando las sillas, atrope-
llándose. Al bajar en tropel las gradas, arrancábanlas
flores de las macetas escalonadas á lo largo del barandaje
de la escalera, las arrojaban con furia al suelo. Muchos,
armados de golletes rotos,gravaban inscripciones grose-
ras en la pared contra el dueño de la casa á cuya simple
amenaza corrían. Y una vez en el patio oscuro, unánimes
desatáronse en sandeces contra don Darío y sus hijas,
mas al verlo aparecer á éste en el corredor y oir el tiro que
al aire disparara, corrieron miedosos á la calle donde se
diseminaron por grupos y se perdieron en la sombra, co-
mentando con gozosas carcajadas la fechoría.
Ramírez, Lujan y Olaguibel, maltrechos, tristes, em-
prendieron camino de su casa. Andaban mudos, con el
alma vibrando de dolor. Llevaban rotos los disfraces y
acardenalados los rostros.
— Inicuo, espantoso. Esto no debe pasar en ninguna
parte, ni aun entre los bárbaros... ¡ Qué asco, por Dios
Olaguibel, hacía repicar los cascabeles de su bonete de
estudiante salamanquino aunque sin participar de la in-
dignación de su compañero. Estaba acostumbrado á esas
escenas y muchas veces había participado de ellas. ¿Por
:

114 VIDA CRIOLLA

qué tomar las cosas á lo trágico? Una broniita, algo pe-


sada, cierto, pero que se ve en estas noches del Carnaval,
muy á menudo. De lo que si sentía y muy de veras, era de
no haber podido darse un atracón de las sabrosas carnes,
de las gelatinas rubias, y, sobre todo, del buen vino dorado.
— De veras, da asco, —
repuso lyuján refregándose con
su pañuelo un cardenal de la frente y asintiendo por la
primera vez á una afirmación de su amigo.
— Si supiera quienes son, los pondría de vuelta y me-
— dijo periodista,
i

dia ! el colérico.
— ¿Quieres que diga? Son todos esos pepitos que se
te lo
dicen nobles. Hasta me parece haber reconocido en alguno
de ellos á nuestro amigo Rodríguez. Creo que estaba con
su banda...
— ¿De veras? ¡No es posible !

— Sí, eran ellos. Y


por cierto que nos sacudían de lo

lindo, asintió el gordo Arturo, siempre indiferente.
— ¿Sí? Pues... ¡ya me lo pagarán ! — exclamó Ramí-
rez ardiendo en deseos de encontrarlos en ese momento
para zurrarles la badana.
lyuján rió con excepticismo
— ¿Y qué has de hacer? Nada. Todos son así. Para ellos
esto que han hecho esta noche es una gracia y mañana lo
contarán en todos los salones de sus amigas y cada uno se
vanagloriará de sus fechorías. La otra noche... ¡ja, ja,
ja !... la otra noche nos invitaron las Orondo una taza de
té y con ese pretexto bailamos hasta las primeras horas
de la mañana. Cuando los invitados nos dirigimos á coger
nuestras prendas —ríete, querido
¡ tropezamos los
! —
hombres con que no teníamos con qué cubrirnos la cabeza.
Todos los sombreros estaban deteriorados unos, no te- :

nían faldas; otros, estaban partidos por la mitad, el que


meaos tenía im agujero ó una cuchillada...
!

VIDA CRIOI<I,A 115

— ¿Y qué dijeron dueños de casa?


los
— Los padres no se enteraron de la cosa y las chicas
la encontraron graciosísima.
— ¿Y eran?
— Probablemente media docena de pepitos que mos-
la
cardoneaban por los corredores sin atreverse á bailar por
no saber qué decirles á sus parejas; acaso los mismos que
no hace poco saquearon la cantina y nos molieron á palos.
— Entonces esa clase está podrida
¡

—No hay tal clase. Es el germen indio que resucita, es


sangre aymara ó quechua que corre bajo pieles blancas.
Las viejas familias aristocráticas de verdad, han des-
aparecido ahogadas por la chusma. Todo eso que ahora se
dice aristocracia, son grupos de formación artificial. Cada
una de nuestras numerosas revueltas políticas, elevaba de
la plebe, improvisando generales y caudillos, tipos igno-
rantes y de baja condición, los cuáles, negociando con las
cosas del Estado ó desempeñando altas funciones admi-
nistrativas, llegaban á adquirir fortuna á la par que pres-
tigio social, aquí donde para ser algo, sólo basta que
te nombren cualquier cosa. La constante repetición de
este fenómeno, natural en pueblos sin cultura y sin ideales,
ha creado una categoría especial de tipos que son los que
ahora dominan y se dicen nobles. En el fondo son héroes
de revuelta, caciques ó curacas, cuando no pobres escla-
vos aun no libertos de fatalidades atávicas. Fíjate bien en
todos los actos íntimos de esos seres y verás que el carác-
ter indio salta claro, neto, sin deformaciones. Los indios
son rencorosos, envidiosos, vengativos, y todas estas pa-
siones son características de aquellos que alardean pureza
de sangre. Los indios de calzón partido, sólo se preocu-
pan de hacer males á la hacienda del patrón. Si pudieran
vivir eternamente á su costa, lo harían. Los indios jntro-
Il6 VIDA CRIOLLA

ducen sus ganados á los pastos del patrón; en altas horas


de la noche, cosechan los campos del patrón; negocian y
viven con las cosas del patrón y no pueden permitir que
nadie tenga más que ellos. El indio de levita, tiene otro
patrón el Estado. Necesita estar empleado, porque de
:

otra manera no sabe cómo vivir. Y el Estado le simiinis-


tra techo, pan y abrigo; y como el Estado es un patrón
indolente, lo explotan hasta esquilmarlo, y quienes no
lo consiguen, andan en la oposición pregonando pureza
de programa y de intenciones, lanzando manifiestos
seductores pero falsos. Llegan á formar mayoría, pro-
mueven una revuelta y suben y... lo mismo. La podre-
dumbre viene de la cabeza...
Había amanecido.
Un claror amarillento se extendió por el espacio y co-
menzaron á saltar de las sombras los colores vivos de las
casas.
Grupos de indios arreaban por las calles desiertas y
sucias sus recuas de burros ó de llamas de regreso á sus
pagos. Las campanas de la iglesia repicaron soñolientas
llamado á los fieles á esta primera misa de ceniza. Una
que otra beata, arrebujada en su manto, se deslizaba con
paso menudo y silencioso mirando con ojos de pavor á los
máscaras que, ebrios perdidos, se recogían á sus casas con
paso inseguro, cubiertos de lodo y cantando esos aires
tristes ú obscenos en que saltan las preocupaciones de la
raza. Varios iban caballeros sobre los flacos y macilentos
asnos, y algunos, armados de las escobas que á punta de
patadas les habían arrebatado á los barrenderos indios,
peinaban con ellas las revueltas lanas de las llamas, ó, con
corchos quemados, ponían ceniza sobre la pecadora frente
de los fieles...
VI

Juanito Pérez releyó sus versos por la centésima vez,


plegó el periódico en dos, guardóselo en el bolsillo y se
marchó á la plaza en busca de sus camaradas.
Cinco eran éstos y cada uno tenia alguna particularidad
y ninguno profesión conocida. Pertenecian todos á
esa categoría de seres que en los pueblos pequeños, por
cualquier causa, generalmente por su riqueza, por su
nombre, por su apariencia física, por su elegancia, ó, lo
que es raro, por su talento, se imponen en los círculos so-
ciales, los dominan ó los subyugan, y hacen aceptar sus
gestos, sus gustos, sus preocupaciones... Pronuncian sus
nombres con coquetería las mujeres y con envidia ciertos
hombres. No hay reunión social de alguna importancia que
no los cuente entre el número de sus asistentes. Y viven
agasajados, loados, mimados hasta que se casan ó dan al
vicio, después de un período más ó menos largo, según su
tacto, ó, lo que es más común, son sustituidos por otros
de la misma laya, así huecos, así vanos, así superficiales y
así felices !...

Andrés Rodríguez era el más festejado de los cinco. Ha-


bía viajado por algunos pueblos Umítrofes, derrochando
dinero y juventud en fáciles y escabrosas aventuras mu-
jeriles, y al volver á la tierra, luego de publicar en medio
de su azarosa vida de trasnochador, tm tomo de insulsos
7.
Il8 VIDA CRIOI.I.A

versos elogiados en esos periodiquillos donde se pagan las


alabanzas, fué recibido en ella con inequívocas muestras
de consideración. El Eco de la Patria, dijo que «habla le-
vantado en el extranjero el nombre del país»... Los otros
periódicos, le llamaron « insigne», « talentoso»... y agota-
ron en honor suyo su lisonjero vocabulario al que Rodrí-
guez prestó atento oído. La vanidad, una vanidad muje-
ril, era su flaco. Su manía, la de hacer hablar de sí á los

periódicos. Tenía un Ubro de recortes, para él de inesti-


mable precio. Coleccionaba allí todo lo que, á instancias
suyas, publicaba la prensa de su persona. « El solo cau-
dal honroso que les voy á dejar á mis hijos, si los tengo,
es esto » — decía mostrando los recortes del libro, muchos
de directamente á él, lo menta-
los cuales, sin referirse
ban como á concurrente en algún acto social. Entonces
Rodríguez subrayaba su nombre con lápiz rojo; y aque-
llas alabanzas y estas menciones, creía él que constituían
un serio título á un justo renombre en el porvenir, y le
daban derecho á ocupar los altos puestos que ambicio-
naba...
José Barrientos había compuesto im vals desconcer-
tante Sobre las olas del Titicaca, y por tal le decían artista.
:

Ejecutaba en el piano, y á su manera, los mejores trozos de


los más celebrados músicos. Su predilecto era Chopin; é
interpretado por Barrientos, resultaba un Chopin raro, tur-
bador, neurótico en exceso. No era el poeta de las pasiones
inconfesas, de los ahogados celos, de las infinitas nostal-
gias, sino un Chopin lánguidamente idíHco, gimiento, con
mucha sangre de esclavo aymara en las venas
Rafael Pedrosa, médico de profesión y periodista por
afición, gustaba hacer gala más de esta cualidad que de
aquella, con lo que ponía de reHeve sentimientos alta-
mente humanitarios. Era cronista impago de El Eco de la
VIDA CRIOI,I.A 119

Patria, y, cual Rodríguez, conceptuábase feliz en ver ci-


tado su nombre en los periódicos y entre los asistentes á
las fiestasmundanas. Consistía la particxilaridad de éste
en saberse de memoria las fechas de los cumpleaños de las
chicas notables de la ciudad. Semejante particularidad le
había conquistado por cierto, el aprecio y la admii ación
del mundo femenino. Cuando alguien quería conocer la
fiesta onomástica de algima muchacha de consideración,
iba á preguntárselo á Pedrosa, quien, orgulloso por ser-
vir en asunto de tanta trascendencia, satisfacía la curio-
sidad tras breves momentos de honda meditación y dos ó
tres frotamientos de cabeza, perfectamente fingidos, como
para hacer ver que el número de sus relaciones era tan
vasto que se le hacía difícil, así como así,, resolver asunto de
una tan compUcada contabilidad
Estos amigos, con Pérez y Guilarte, constituían grupo
separado en la villa. Creíaseles ligados por firme amistad
porque en todas partes se les veía juntos; pero cada uno,
por su lado, se consideraba superior á los demás en talento
ó en ctma, y, dando como un hecho esa superioridad, se
ayudaban irnos á otros en lo que podían. Y juntos se di-
vertían, ideaban planes de conquistas mujeriles; jun-
tos soñaban en días de renombre y poderío. Y esta
vida estrecha y estas aspiraciones incolmadas, los ligaba
con lazo indestructible y les obligaba á estimarse y aun á
quererse, aunque en su cariño hubiese sombras de rece-
los y rivalidades...
En esta noche Pérez encontró á sus compañeros en el
preciso instante en que, tras largo silencio, hablaban de
arte. Quien dirigía estas discusiones, era, por supuesto,
Rodríguez. lyas ligeras visitas que hiciera por algunos
museos le dieron vagas nociones artísticas. Los otros, de
cuadros, por ejemplo, no conocían sino las oleografías
120 VIDA CRIOLITA

baratas vendidas por los mercachifles ambulantes ó por


los turcos. Discutían, sin embargo, con pasión. Unos,
naturalmente, se mostraban partidarios de la Corte de
Versalles, por sus fiestas campestres artificiosas, sus
amoríos frágiles y loaban Watteau; otros preferían el
Renacimiento y se pasmaban ante la obra de Rafael ó
Miguel Ángel, loas y pasmos emprestados á cualquiera
de los muchos autores que leían...
— Se parece á una virgen del Botticcelli, —
había dicho
esta noche Barrientos, viendo pasar, colgada del brazo de
su madre, á una de las Orondo, chica pobre de carnes, algo
desgarbada y picada de viruelas.
Rodríguez opinó :

—Á mí me hace el efecto de una pastora de Watteau


por su gracia Ugera, aristocrática, ennoblecedora, trans-
parente, si puede decirse. Tiene un no sé qué inimitable.
No es bonita, pero es graciosa. Sería una buena querida y
una mala mujer.
— ¡

Salud, ilustres ! saludó Pérez apareciendo en ese
instante.
— Hola, bohemio Faltabas. Estamos mordiendo á
¡ ! la
Carmencita Orondo. ¿Qué te parece esa chica?
— Una cualquier cosa.
— No tienes gusto, querido; mujer más graciosa
es la
de La Paz.
— Para mí no vale un comino. Prefiero á menor de
la
las Montenegro.
La asamblea protestó unánime :

— Qué barbaridad !

— ¡

¡
Qué falta de estética !

El poeta explicó con algún cinismo sus preferencias :

— Es que la menor de las Montenegro, aunque fea,


tiene donde caerse muerta, en tanto...
!

VIDA CRlOLhA 121

— No se trata de eso — atajó Rodríguez, algo


¡ ! le fas-
tidiado.
— Ya pero entre
sé; á una ú me quedo con
elegir otra,
la que mayores ventajas ofrezca.
— Nadie te ha dado á entre dos y eres un
elegir las vil
interesado. Parece que no fueras poeta; siempre andas
buscando el dinero...
— ¿Y crees que un poeta, por está condenado á no
serlo,
buscar dinero ?
— Por ¡
— repuso con autoridad Rodríguez.
cierto !

Y argüyó :

— Un puro vive fuera de


artista abismado en lo real,
visiones de belleza é idealidad y este género de ocupacio-
nes lo aparta de esas luchas cuyo objeto es conseguir un
fin inmediato y práctico... Los grandes poetas, por eso,
murieron pobres.
Juanito Pérez, temeroso de habérselas con Rodríguez,
hombre de profundas nociones biográficas, desvió artera-
mente el curso de la conversación :

—Pudiera que no todos. Además tu tesis... Pero eso


sería largo de discutir y esta noche (poniendo los ojos lán'
guidos) no tengo ganas de nada... Qué noche tan triste
—Como todas, querido.
¡

Era una noche clara, de luna llena. La plaza, las calles,


la población toda yacía bañada de amarillenta luz, y
rielaba el astro sobre un cielo profundo de invierno, man-
chado, de largo en largo, por algxma tenue nubécula. Nin-
guna otra luz alumbraba la ciudad; y las gentes, al desli-
zarse por calles y plazas, tenían aspecto de sombras.
Los amigos permanecieron mudos largo rato. Cada cual
pensaba en sus cosas y parecían tristes. es que nada te- Y
nían que decirse los amigos. Cada uno, de los demás, co-
nocía sus menores gestos, sus aventurillas sensuales ó sen-
122 VIDA CRIOLLA

timentales, sus correrías, sus frases preferidas, sus horas


de comer, soñar y desahogarse... Ninguna sorpresa les
reservaba ya su trato. Y su vida se deslizaba, Ubre de
accidentes y sobresaltos, siempre igual. Hasta de las visi-
tas estaban ya hartos. Sólo Rodríguez y el médico Pe-
drosa las frecuentaban ambos, cansados de su solterío,
:

querían coger ima novia rica y bonita. lyos otros jamás


pensaban en ellas. Su monotonía y su igualdad, les cau-
saba horror. Al entrar á una casa, ya sabían de antemano
las frases que iban á decir, las que iban á oir; conocían las
pregtmtas que se les harían, las que ellos dirigirían... Las
charlas eran siempre las mismas en todos los salones, los
gestos también, y las sonrisas, la taza de té, el modo de
Y
ofrecerla... distraían su ocio ó su tedio frecuentando los
prostíbulos y los hoteles y derrochando en ellos el caudal
de sus padres, porque, de entre todos, el único que tenía
una ocupación fija, como empleado en uno de los hospita-
les, era Pedrosa. Los otros, « vivían de sus rentas» como
por allá se dice, esto es, vivían en la holganza... Habían
querido las famíHas que fuesen profesionales y se gradua-
ron todos en la Universidad, de médico uno y los otros de
abogados. Y eran ahora, por fuerza, candidatos á la polí-
tica y á la administración...
— ¡ Brr !... Hace frío
i
! —
exclamó Pérez, estremecién-
dose. Los amigos permanecieron ahogados en mutismo
y les increpó el poeta :

— ¿Pero qué tienen? Parecen mudos.


— De veras; no me había fijado que no hablábamos, —
dijo Barrientos como despertando de tm largo sueño.
— Qué noche tan bella Sería delicioso declamar ver-
!


¡

sos en oídos de la amada, prosiguió el poeta buscando


así la manera de llevar la conversación al punto que desea-
ba. Tampoco respondieron los otros. Entonces levan-
; ;

VIDA CRIOI,l,A 123

tose Pérez, lanzó un suspiro y, con voz queda, se puso á


recitar :

Hondas penas de cosas que han pasado,


Óque han de venir
Secretas ansias de goces ignorados,
Ó gozados ya;
Sordas cóleras de heridas abiertas
En lides acerbas
Sed inextinta de ardientes aplausos,
Ó blandas cariaas;
Proterva angustia del que se da vencido,
Sin haber caído;
Ivlanto irredento del que en sus pupilas lleva.
Visiones de honda pena...

Penas, angustias, cóleras sordas, llantos sin consuelo.


Todo lo que en lo hondo quema las entrañas;
Visiones hoscas, recuerdos tristes, marchitos sueños
¡ Cómo hacéis la vida pesada y larga !...

Y lanzando un suspiro más hondo que el primero, cayó


sentado en el banco.
— ¿De quién es eso? Está bonito,— preguntó Rodrí-
guez dirigiéndose al poeta.
— Mío; lo acabo de publicar en una revista de Co-
chabamba.
— Está bien. Pero has medido con elástico.
— Es un ensayo de metro libre...
— No vuelvas á usar. El metro
lo libre sólo se presta
para las sutilidades psicológicas ó la expresión de emo-
ciones menos vulgares de las que describes. Todo lo que
has dicho, cabría en ima estrofa...
Pérez sintióse mortificado, más que con los reparos de
Rodríguez que él consideraba dictados por la envidia, por
el obstinado silencio de los otros.
.

124 VIDA CRIOLITA

Pasaron algunos minutos. Los paseantes iban desapa-


reciendo poco á poco de la Plaza. El frío se hacía más
intenso y las nubes se habían desvanecido en el cielo.
— Bueno, señores; yo me voy, —
dijo Pérez levantán-
dose del banco y ardiendo en cólera.
— ¿No vamos al cacho ? —
preguntó Pedrosa.
— Si invitas
— La primera copa; las otras, lo dirá el cacho.
Se encaminaron al hotel, repleto de bebedores. En la
sala principal del entresuelo, dos aficionados jugaban ca-
rambolas torpemente haciendo saltar á cada
las bolas
instante fuera de las bandas. En una mesa
rinconera va-
rios ebrios disputaban sobre si La Paz debía ó no ser la
capital de la República; en otra jugaban pinta dos comer-
ciantes, un propietario de gomales cuyos dedos iban cua-
jados con piedras de valor y un ex ministro de Estado, y
se empeñaban en deshancar al ex ministro, favorito de la
fortuna en esta noche. En cada una de sus felices jugadas
pedían champaña obligando á los mozos á que destapasen
las botellas con el mayor ruido posible, sola manera —
aseguraban — de convenceise de la legitimidad del licor.
Los mozos, ya prácticos en esto, dirigían el gollete hacia
el techo reennegrecido con el humo de las lámparas y ha-
cían saltar con estruendo el corcho que hería el tumbado
demasiado bajo, y, rebotando, iba á perderse en algún
rincón de la cantina...
La atmósfera del salón era pesada. Vahos de la próxima
cocina y del urinario vecino á la cocina, se mezclaban á los
de la sala donde los consumidores fumaban cigarrillos,
desesperadamente. .

Los amigos tomaron asiento en una mesa y después de


saborear la copa invitada por Pedrosa, pidieron, como
de costumbre, un cubilete para jugar el inevitable cacho.
VIDA CRIOI.I.A 125

— —
Adivinen las noticias que sé, les dijo el poeta, bus-
cando siempre la manera de hablar de sí.
— Que te casas.
— Que te han ganado anoche en pinta. la
— Que te hacen diputado.
— Que eres nombrado de legación.
attaché
Juanito meneaba la cabeza de un lado á otro, conster-
nado de la estolidez de sus envidiosos camaradas. Cortó
sus suposiciones :

— No, hombre; una tontería en verdad... Se trata de


Ramírez...
Los amigos hicieron un gesto de burla. ¿Tanto misterio
para eso? ¡Bah, qué tipo! Sólo Rodríguez preguntó con
algún interé3 :

— ¿Y qué hay con Ramírez?


— Que lo rajan en una revista de Cochabamba.
— ¿Y cómo lo sabes?
El poeta, manifestando no dar ninguna importancia á
sus palabras, les dio la respuesta meditada :

— Soy colaborador de esa revista. Alguna vez publicó


mi retrato y mi biografía
Inequívocos signos de burla en los amigos, le obligaron
á detenerse. Rodríguez dio un codazo á Guilarte, Guilarte
otro á Pedrosa, éste buscó, por debajo de la mesa, el pie
de Barrientos y comenzó á pisarlo, pero era el del vate.
Pérez, exasperado por el pertinaz silencio de sus compin-
ches prosiguió heioicamente sin turbarse en lo más
mínimo y respondiendo á la pisada del médico :

— Yo creo que sería necesario hacer transcribir ese


artículo. Ramírez nos ha insultado el otro día al contar
en su periódico la broma que le hicimos á ese don Darío...
— ¿Y qué le dicen? —
preguntó Rodríguez, sin hacer
alusión á las propias alabanzas del poeta.
126 VIDA CRIOIJyA

— Horrores. Le tratan de estúpido, ignorante y pe-


dante...Aquí tienen el articulo...
Metió las manos al bolsillo y sacó la revista. Eia pe-
queña, con cubierta de color, y sus veinte páginas impre-
sas en papel ordinario estaban adornadas con viñetas que
representaban palomitas volando ó posadas en ramas.
Contenía diez ó doce composiciones cortas, transcrip-
ciones las más. La de nuestio vate Añoranzas de infinito,
iba en cabeza y estaba simplemente precedida de la
mención de Juan Pérez, solemne y glorificadora... Pérez
:

abrióla por la página señalada y se la alcanzó á Rodríguez.


Éste, después de haberla leído para sí, la pasó á los otros,
y dispuso :

— Es inútil. Los insultos no son tan fuertes y en cam-


bio... No hay mejor arma que el silencio.
Saboreó su copa, encendió un cigarrillo y agregó refi-
riéndose á Ramírez :

— Ya no hay que preocuparse de ese tipo. Esta noche


nos las pagará todas juntas. Don César ha debido recibir
el anónimo...
— ¿Y no cree?
si
— Creerá. Carlota anda por el medio y conoce su papel.
Lo único grave es que Lujan trabaja mucho poi su
amigo.
— ¿De veras esta noche la pide?
— Seguro. Ayer ha solicitado audiencia del viejo.
— Daría no sé qué por verle la cara.
— Se suicida.
Pérez, escuchar
al manifestó sus temores
esto, :

— ¿Y de veras se suicidara?
si
— No — repuso Rodiíguez.
creo,
É improvisó una disertación :

— El suicidio es un excelente medio de eliminación de


VIDA CRIOLITA 127

los inadaptados y de los débiles. Sólo los degenerados se


se suicidan. El instinto vital...
Larga fué la plática y en ella anduvieron mezcladas las
teorías de todos los moralistas antiguos y modernos.
Señaló mil casos, pronunció media docena de nombres
raros de patólogos rusos y alemanes; recordó los suici-
dios de Gerardo de Nerval, de Acuña, de Lara, de Asun-
ción Silva y otros sin dejar, por cierto, de advertir que el
problemático suicidio de Ramírez, no tendría jamás nin-
guna atingencia con la literatura; y conforme hablaba, su
voz iba dominando el ruido de la disputa promovida en la
mesa de los acaudalados jugadores, quienes amenazaban
al ex ministro con darle de bofetadas por haberlo cogido
en flagrante delito de robo...
— ¿Quién ha perdido este turno? —preguntó Guilarte
envidioso por la plática de Rodríguez y disponiéndose á
echar otro discurso sobre el mismo tema; mas en ese ins-
tante se levantó de un salto y, pidiendo disculpa, se fué
al encuentro de dos individuos que, riendo á carcajadas,
acababan de entrar á la cantina. Quedaron los cuatro
amigos y ninguno respondió á la pregunta del periodista.
Pedrosa inclinó la cabeza.
— ¿Creo que has sido tú? — le preguntó Barrientos. Y le
propuso : —
Tú has perdido un turno y yo otro, ¿quieres
jugar la contra?
Rechazó el médico y persistió el músico se le había
:

ocurrido ganar y era regla de jugador seguir las primeras


impulsiones. Pedrosa no quiso aparecer cobarde y aceptó.
Apartaron las copas vacías y rodaron los dados sobre el
mármol. La suerte le fué adversa al médico :

— Bueno, son mías las copas, — repuso malhumorado.


Y luego, dirigiéndose á Rodríguez, le preguntó ¿Ha-
: —
blaste ayer con don Justo Aranda?
128 VIDA CRIOI.LA

— ¿por qué?
Sí, hijo,
— Nada. Curiosidad.
— Hablé, y me ha saltado con tonterías. Apenas ha
subido al ministerio, se ha puesto orondo como im pavo
real. Ahora ya no conoce á nadie, ni... Pero así son los ¡

cholos Cuando desempeñan alguna función se ponen


!

díscolos, orgullosos, insolentes. Antes de ser ministro era


mi mejor amigo y ahora... y ahora me salta con mil dis-
parates.
— ¿De veras?
— Ya Me dijo que mi nominación dependía del
lo creo.
Directorio del Partido, que hablase con el presidente y
mil tonterías por el estilo... Que se vaya á freír monos Si
¡ !

no me hace de grado, será por la fuerza... qué demonio !... j

¿Es que soy menos que Lujan ó que ese idiota de don Cé-
sar Peñabrava?
— Cómo ¿También Lujan y don César?
¡
!

— ¿Acaso no sabías? Pues todo mundo


lo el lo sabe.
¡ Ríete, querido ! Don César Peñabrava y Emilio Lujan son
candidatos á la diputación... ¿Qué te parece?
Los amigos hicieron un gesto de incredulidad y que-
daron mirándose unos á otros con sorpresa y desencanto.
Aquello les parecía imposible. Verdad que Lujan era con-
siderado entre la juventud estudiosa como un hombre
preparado, más que por sus conocimientos, por los
viajes que había hecho en el extranjero, pero todavía no
se le consideraba apto para desempeñar una representación
cualquiera. En cuanto á don César, aquí sí que no cabía
disculpa ninguna. Don César era una perfecta nulidad en
todo sentido, una insignificancia política y aun social, un
cero. ¿Quién conocía á don César? ¡Nadie Pasaba igno- !

rado por todos y si no fuese por los vestidos elegantes de


la hija...
:

VIDA CRIOIyI<A 129

— Me parece extraordinario, chico; tan extraordina-


rio, que ni aun puedocreerte. ¿Don César y lyuján can-
didatos? Seiía el colmo.
— Pues, como lo oyen. Anoche se ha decidido eso en el
Directorio, y como los dos tienen dinero, ya pueden decir
que son diputados.
— Admirable ¿Y qué dicen de ti?
¡ !

— Nada no quieren lanzarme por la capital sino por



:

una provincia y esto me fastidia. yo, Y


me parece, —
bien puedo ser diputado por la capital con mayores títulos
que Lujan y don César.
— Ya creo —
¡ lo ! asintió, convencido, Barrientos.
— Bl que tiene Tú-
padrinos... Pero es lo de menos.
también serás diputado y ima vez en las cámaras, supongo
que no harás tonterías.
Rodríguez, sonriendo maHciosamente, confesó con todo
cinismo :

— ¿Yo tonterías? No me conoces, querido. Yo voy á


que me nombren alguna cosa fuera del país y en las cáma-
ras se consigue todo lo que uno quiere... Y tú, ¿cuándo te
lanzas?
— Nunca, no sirvo para esas cosas. Quizás algún día.
Guilarte, regresando de su entrevista, interrumpió la
charla :

— ¡ Che Dispensen,
! losvoy á dejar. Bl oficial mayor del
ministerio quiere beber una copa conmigo.
Y desbordando alegría los ojillos grises, de mirar sola-
pado y cínico, añadió en tono confidencial
— Les aviso, y esto con mucha reserva, que Bmilio
Lujan y don César Peñabrava han sido señalados can-
didatos por la capital...
— De eso hablábamos cuando llegaste.
— ¿Ah? Bntonces (sonriendo triunfal y agresivo) tengo
! :

130 VIDA CRIOIvI^A

el placer de anunciarles que á mí me han hecho oficial


primero del ministerio de Gobierno. Ya está extendido
mi nombramiento y dicen que mañana me lo enviarán...
¡ Adiós, señores
amigos quedaron mudos, mirándose unos á otros.
I/)S
Ninguno tuvo una frase de cumplimiento para el agracia-
do. Sólo Rodríguez le dirigió un cumplimiento banal
— Hombre, tienes suerte : te felicito.
— j
Qué leche la suya —
exclamó Juanito Pérez
!

viendo que Guilarte, rojo de cólera y triste, se alejaba


ideando los medios de vengarse por la maldad de sus ami-
gos.
— El que tiene padrinos... — Pedrosa, haciendo
repitió
una mueca.
— Parece que vino persiguiendo cosa desde hace la
mucho tiempo.
— Desde cuando don Justo Aranda subió ministe- al
rio. ¿Se acuerdan de ese famoso brindis en la chacra de
Elenita Peñabrava? Entonces ya sabía que iba á ser nom-
brado ministro y venía preparando el terreno....
— Quién lo creyera !... Pero eso. tenía que ser así.
¡

Nuestro amigo es... ¿cómo diré?... un poco cargoso.


— Requetecargoso.
— lyC gusta sacudir de firme el bombo... Me alegro; es
un buen amigo.
— Sí, un buen amigo, aunque algo... bruto.
—Y sabe agarrarse. Á mí me consta que iba todos los
días á visitarlo al que desde mañana ha de ser su patrón.
— Es listo en adular.
— Yo apuesto que dentro de poco lo ascienden á ofi-
cial mayor.
— Ó saca la secretaria de una legación.
— ó es diputado.
:

VIDA CRIOI^IyA 131

— Qué demonio, no tanto protestó Rodríguez


! —
¡

indignado; y añadió en seguida aunque nada de : —


extraño seria. Nuestro amigo reúne todas las condiciones
para vencer es bajo, adulón; sabe coger el lado flaco de
:

los hombres, que es la vanidad... Ya ha vencido ¡ !

— Este país da asco, —


protestó el médico sólo los ; —
picaros se imponen. No se reconoce el mérito. Franca-
mente, y no porque se encuentre presente, pero nuestro
bohemio vale más, en todo sentido, que Guilarte.
Pérez se inclinó. Estaba triste el nombramiento de su:

amigo le había hecho mal. repitió Y :

— Oveja que bala...


— No es eso ; los lobos de la misma camarilla se favo-
recen. Don Justo Aranda y Guilarte son de la misma casta
ambos son cholos.
— Verdad no había pensado en
; ello. Dicen que la ma-
dre de Guilarte era frutera.
— Yo la he conocido. Tenía su tienda de alcohol y fru-
tas frente al Seminario... Buenas chauchas que nos ha
¡

robado á los colegiales vendiéndonos alfajores secos y


frutas podridas Guilarte nunca aparecía por la tienda y se
!

enojaba cuando la preguntábamos por su madre.


— Al fin cholo
¡

dijo con desprecio Barrientos, y se
!

puso en pie.
— ¿Nos vamos ya?
— son doce.
Sí, las
Se levantaron. Pedrosa llamó aparte al candidato y con
sumo desdén le pidió prestados cinco pesos.
El sableado hizo un gesto agrio los otros amigos gui- :

ñaron los ojos y sonrieron maliciosamente :

— No he de poder, querido; mañana voy á Obrajes con


las Montenegro y no dispongo mucho para gastar. Te doy
uno.
:

132 VIDA CRIOLLA

— No seas. Dame tres.


Rodríguez sacó tres billetes de la cartera y se los ten-
dió, displicente :

— Aquí tienes. Con estos...


— chico
Sí, ; no me olvido : — Y vol-
te deberé veinte.
viéndose á los otros, les dijo : — Vayan saliendo, ya los
encuentro.
Se dirigió al dueño de la cantina. I/)s codos apoyados
sobre el zinc del mostrador, miraba éste jugar. Pedrosa,
arrogante, le dijo :

— Oiga, amigo apúnteme lo consumido.


;

El patrón, volviendo los ojos á su libro de cuentas,


repuso hosco :

— No puedo usted tiene dos cuentas pendientes y


:

mientras no las cancele, no puedo fiar.


Pedrosa tomó una actitud digna. Habían oído la res-
puesta los jugadores capitalistas y dijo con fanfarronería :

— ¿Es que usted cree que no le voy á pagar?


El patrón, sin responder de pronto, fojeó algunos segun-
dos su libro y poniendo el dedo en un renglón contestó con
voz más fuerte y mirándole duramente en los ojos :

— Así parece.
— ¿Es que usted me insulta?
— No, señor — gritó patrón con insolencia. Y
¡ ! el
añadió levantando á altura de cabeza del
el libro la la
médico — No : sólo advierto que su cuenta
le insulto, le
ya tiene cerca de un año y hasta ahora no ha podido usted
cancelarla. Eso no se hace, señor el que no tiene dinero
; :

para pagar que consume, no debe beber.


lo
Pedrosa, todo confundido, repuso ya con voz más tímida
— Oiga usted, amigo sepa que soy conocido... :

El hotelero le interrumpió furioso y dando grandes ma-


notadas sobre el zinc del mostrador :
!

VIDA CRIOIyLA 133

—Yo no quiero saber nada. Se me debe y pido que se


me pague y no me importa que sea usted conocido ó no. Y
si usted no me paga, publico su nombre por la prensa.

¡ Vaya con los...


Pedrosa, humillado, rojo de vergüenza, arrojó dos bi-
lletes sobre el mostrador y salió escapado de la cantina. En
la puerta los amigos se daban la mano, despidiéndose.
Pedrosa y Barrientos, vecinos de la calle B. Valle, se co-
gieron del brazo :

— ¿Sabes que es malo Rodríguez? Á Ramírez no lo


puede ver ni pintado seguro que le duelen sus amores con
:

la chinita.
— Rodríguez odia al mundo entero. Es malo, envidioso.
Se cree el centro del universo y, aun intelectualmente, vale
poco. Apuesto que le tiene envidia á Guilarte...
Sus pasos resonaban huecos en el profundo silencio de la
urbe. Había pasado media noche y todo dormía bajo la
claridad pálida y fría de la luna. Algunos perros vaga-
bundos, acurrucados en los huecos de las puertas, casca-
ban, hambrientos, los huesos recogidos en el muladar de
la Paciencia ó una infecta roña traída del fondo del río
cuyas aguas arrastraban gruesos pedrones de granito lle-
nando con perenne ruido la dormida urbe. De vez en
cuando un chorro de luz viniendo desde las alturas de un
balcón ó cerniéndose de entre las entrearbiertas puertas de
una tienda hacía pensar en la vigilia délos enfermos... De
lejos venían las frases entrecortadas de un vals gimiente
ejecutado al piano y arriba, en el cielo, fulgían las blancas
luminarias

...Es envidioso, malo y miserable. Por un peso es
capaz...
Un hombre pasó corriendo por su lado, como una som-
bra y, al oír voces, sedetuvo y volviendo sobre sus pasos,
8
134 VIDA CRIOI.I.A

se dirigió almédico con acento anheloso y que revelaba


profunda alegría :

— Gracias á Dios, doctor, que le encuentro Venia de


i
!

su casa y como no había llegado todavía, iba á buscarle...


— ¿Para qué? ¿Qué hay? — preguntó ansioso el médico,
creyendo en alguna desgracia.
— Una persona se está muriendo, doctor.
— ¿Dónde?
— Acá doctor; ande
cerca, señora la X...
Bl médico, tranquihzándose, repuso :

— Lo siento; pero no puedo ir.

— Doctor, no sea usted — rogó así, el desesperado.


— Ya he dicho que no puedo.
le
El hombre lanzó una grosera amenaza y siguió corriendo.
Barrientos interrogó al médico :

— ¿Y por qué no vas?


— Porque no puedo, Ese enfermo tiene su médico
hijo.
de cabecera y yo no puedo meterme en sus negocios.
— ¿Pero en este caso?
— En ninguno, querido. Se me llamó cuando vieja la
cayó enferma. La examiné y vi que tenía apendicitis.
Lo dije y no me creyeron ó desconfiaron de mi ciencia y
llamaron al otro. Éste, por lucirse y hacer ver que yo no
sabía mi oficio, dijo que no había tal apendicitis sino una
peritonitis. La familia me pagó mi visita y se quedó con el
otro, y, ya ves, la vieja se muere.
— ¿Y por qué no vas ahora, la operas y haces ver que
eras tú quien tenía razón?
— Ya es tarde, querido. Si ahora voy y se muere la
cliente, el otro me echa la pildora y dice que yo la he ma-
tado. Es mi prestigio que defiendo.
— ¿Y si no muere y la salvas?
— Se muere, querido, se muere. Enfermo que no come...
!

VIDA CRIOIvLA t35

— ¿Había perdido apetito? el


— No tenía qué comer.
— ¿Cómo?
— no tenía qué comer. Esa familia es una
Si, hijo, lás-
tima. Tú nosabes cuántas hay como esa. En las retretas,
bonitos sombreros, capitas nuevas, guantecitos blancos
y en casa la miseria negra, el pan duro, el hambre perpe^
tua. El otro día entró una de las chicas viniendo de paseo
y estaba, como siempre, lujosa; pero esa mañana no se
pudo comprar un htro de leche para la enferma. Éste que
has visto, ayuda para la despensa y es el novio de tma de
ellas, ó querido, ó no sé qué. Ya puedes suponer que yo
nunca veÍ3 mis honorarios. Un día les pasé una cuentecita
barata y comenzaron á llorarme pobreza y á prometerme
que me pagarían no sé cuando. Las eché á paseo y lla-
maron al otro me han dicho que está dando á los dia-
:

blos,porque tampoco le pagan... Que se las chupe !

— ¡

Ca !... Ha de dar pena cobrar á gentes así


¡


i

Claro, da pena; pero con eso vivimos los médicos.


Si no nos pagaran nuestros enfermos, más valdría que nos
ocupásemos en hacer zapatos ó arar el campo. La vida es
dura, querido, y mucho más para los profesionales. En
otras partes á un médico se le pagan lo ó 20.000 pesos por
una operación; aquí presentamos una cuenta de 2.000
pesos y los más ricos saltan ochenta varas. Aquí no se
puede vivir, querido; es un pueblo miserable. Además, y
hablándote en confianza... Pero dame palabra de honor
que esto no lo contarás á nadie.
— Palabra.
— Bueno, pues aquí estamos entre los médicos como
perros y gatos y todos nos perjudicamos de lo lindo. So-
mos muchos para una población tan reducida. Conozco á
algunos que se van á ofrecer para curar gratis á condición
136 VIDA CRIOLLA

de que el cliente les publique un bombo por el periódico;


hay otros... ¡Ja, ja, ja !... hay otros que no tienen ni un
solo enfermo y se pasean, sin embargo, toda mañana
la
por ciudad en su tojlo (escuálido) caballito.
la Somos ma-
los, muy malos y muy... cochinos. Una vez, uno
querido,
de nosotros, tuvo que hacer una operación fácil á un rica-
chón desconfiado que exigía la ayuda mía y de otro. Se
la hicimos y convenimos que su médico de cabecera le
pasaría una cuenta de dos mil pesos. Ocho días después el
compañero nos daba á cada uno de nosotros 333 pesos ase-
gurándonos que su cliente había encontrado excesiva la
cuenta y que no había pagado más que mil pesos. Menti-
ras del muy pillo el rico aflojó todo y él se quedó con
:

más de la mitad... ¿Qué te parece? Somos ricos los médi-


cos... ¡ Ja, ja, ja !

Reía fuerte, con la boca grandemente abierta, llenando


de ruido el silencio de la calle ahora oscura, convencido
de que lo que contaba no era nada, feliz, despreocupado,
satisfecho de su papel, contento de su importancia, dicho-
sos de sentirse estimado, halagado y de que sus pocos
enfermos le publicasen los remitidos que también él,
acaso por imitar á los otros, les exigía pubHcar...
vn

— I^e contaré una cosita, — le dijo Carlota deteniendo


en la calle á l/uján con sonrisa irónica y gesticulando frente
al espejo de tma tienda de modas. — Don César lo ha ba-
rrido á su amigo y bien barrido. ¿I^o ha visto usté?
— No hace más de quince días que no le veo.
;

— Vaya á consolarlo, no sea que haga una locura, por-


que dicen que es muy exaltado. — Y, siempre sonriendo,
hizo un gesto de piedad desdeñosa.
lyuján, furioso, corrió á lo de Ramírez. No quería creer
en la noticia le parecía absurda. ¿ Por qué su tío se opon-
:

dría á que Elena se casase con Ramírez si él mismo, con


su actitud cariñosa y sus frecuentes invitaciones había
dado lugar á que el joven hiciese la corte á su hija?
Lo encontró al amigo tumbado en una mecedora, con
los pies apoyados sobre una silla, fumando un cigarrillo,
en postura indolente. Estaba pálido, enflaquecido, arrui-
nado. El color moreno de su tez tenía transparencias de
cera y los negros ojos parecían habérsele hundido más
dentro del cráneo.
— Dicen que te ha barrido —
el viejo, sin
le sopló, sa-
ludarlo.
— Integramente, querido. ¿Quién te ha lo dicho?...
Seguro Elena.
— No, hasta ahora no he la Fué Carlota, no hace
visto.
138 VIDA CRIOI,I,A

rato, en la calle. Por cierto que se está muriendo de gozo la


muy estúpida.
Ramírez se alzó de hombros, desdeñosamente :

— Ha de llenar La Paz con pero si sé que


la noticia;
dice cosas malas de mi...
Se puso en pie, dio algunos pasos, arrojó por la ventana
abierta el cabo del cigarrillo y prosiguió :

— Pues, sí, querido, me ha


barrido el viejo. Lo peor es
que recién anoche he descubierto el odio que me tiene.
Si lo hubiese sabido antes, primero me hago ahorcar que
pedir la mano de su hija.
— ¿Y por qué crees que te odia?
— Sospechas mías. Me dijo que mantenía relaciones
ilícitas con una chola... ¿sabes?... eso que han hecho co-
rrer Rodríguez y su banda; que mi vida no era sino una
bacanal eterna; que... Tonterías. Es un viejo chocho.
— ¿Y qué pretexto puso para negarte la mano de Elena ?
— Ninguno... Aunque sí, dos que soy muy joven y...
:

¡ ríete, querido que no tengo una posición social adquiri-


!

da... Posición social Esta muletilla ya me va cargando.


i
!

Yo no sé, de verás, á qué llaman posición social. Me parece


que á bailar en los salones de las Montenegro y... Pero
hablemos de otras cosas; eso es tonto... ¿Qué me cuentas
de nuevo ?
Y como Lujan no respondiese á la pregunta, prosiguió
Ramírez con una verbosidad desbordante y rara en él.
Parecía que con ella quería ocultar su emoción :


¿Sabes que hace dos días he tenido la alta honra de
hablar con el Excmo. Sr. Ministro de Gobierno, don Jus-
to Aranda? En nombre de su colega el Excmo. Sr. Mi-
nistro de Relaciones Exteriores, cuyo cargo va supliendo
para mayor honra de la famiHa, me ha ofrecido el Consu-
lado del Pafá.
.

VIDA CRIOIXA 139

I^uján abrió los ojos extremamente sorprendido :

— No chico; te
lo sabía, Es tm buen puesto;
felicito.
honroso, sobre todo.
— ¿De veras? Pues he renunciado á honra. la
— Cómo ¿Has renunciado, dices?
¡ !

— he renunciado.
Sí,
— ¿Y por qué?
— No no quiero empleado.
sé; ser
lyuján miró á Ramírez entre burlón y sorprendido.
Creyó que se le estaba burlando :

— No embromes, querido; eso no es verdad.


Ramírez, enrojeciendo, se detuvo frente á Lujan :

— ¿Por qué? ¿Te parece que estoy por debajo del


cargo?... Gracias; es palabra de amigo.
Lujan se apresuró en rectificar :

— No, hombre, no lo digo porque dude de que te hayan


ofrecido el cargo, sino... Yo sabía que andaban muchos
detrás de él, diputados los más, y como tú no tienes
vínculos con el gobierno y por el contrario... ¿Por qué lo
has renunciado?
— ¡Dale!... Porque no quiero ser empleado; porque
me parece que si lo aceptara, todos se reirían de mí; por-
que creen que habiendo sido Hberal mi padre, también
debo serlo yo; porque...
— Estás diciendo tonterías, querido ¿ Por qué se te
j !

í habrían de reír? ¿Acaso tú lo has pedido? Te ofrecen y tú


aceptas nada ; más lógico. .

— que quieras; pero me fastidian nuestros hom-


Sí, lo
bres, me fastidia todo. Yo sé que si me ofrecen ese empleo
no es por nú linda cara, sino por apartarme del periódico
y holgar á su gusto. Además, te repito, dirían las gentes
que me han comprado...
140 VIDA CRIOI.I,A

— ¿Y qué te importan gentes? Que digan que


las lo
quieran... Tú no primero.
serías el
— Ni primero ni último,
el mas, ¿qué quieres
el lo sé;
que te diga ? me da asco la política. Que otros se revuelquen
en ese lodo; yo, no.
Lujan se sintió herido. Bn las palabras de Ramírez
creyó ver una alusión. replicó Y :

—Si todos pensasen como tú, pobre país Felizmente


¡ !

eres el único. Es un deber meterse en política para mejo-


rarla si está podrida, como lo crees. Yo, por ejemplo, y
esto yalo sabrás, he resuelto presentarme alas elecciones del
año entrante, porque creo que me debo á mi patria y á mi
raza, entidades superiores, sin fijarme en la mezquindad
de los detalles. Así concibo yo el patriotismo.
Ramírez no quiso discutir. En el fondo pensaba como
Lujan y le dio á entender que no era la lucha lo que le
disgustaba sino las armas empleadas para luchar; que no
ambicionando triunfos políticos y creyéndose diferente
por eso de los demás, sería irremediablemente vencido
porque nunca sabría recurrir á los procedimientos emplea-
dos por la generalidad.
—Por lo mismo entonces debías aceptar el puesto que
te han ofrecido. De ese modo, sirviendo lejos los intereses
del país, te ponías fuera del alcance de sus luchas, que tan-
to temes, —
le repHcó el candidato.
El periodista confesó :


Sí, quizás he cometido una Hgereza. Sólo que me dis-
gustó mucho la manera como ese idiota de Aranda me
ofreció el empleo.
— ¿Y cómo fué Todavía no me has dicho nada.
?
— Pshé Hace dos ó días me hizo decir don Justo
¡ ! tres
que deseaba hablarme de tm asunto muy urgente. Me sor-
prendió el mensaje y acudí á la llamada del buen hombre
»

VIDA CRIOLITA 141

y apenas estuve en su presencia, fingió no conocerme ni de


vista :

— « ¿Es usted don Carlos Ramírez?» — me preguntó


mirándome de pies á cabeza y con un aire grave que
helaba.
Y
Me indignó la pregunta. tuve ganas de contestarle ;
— « ¿Y es usted don Justo Aranda?» Sonreí y me encogí

de hombros. Parece que á don Justo le irritó mi irreve-


rencia porque á quemarropa me sopló con tono solemne :

— « ¿Cuál es el objeto que lo guía al difundir los princi-


pios anarquistas, esos que son el azote de las sociedades
contemporáneas? En el gobierno se piensa que su acción
es peligrosa, porque va contra el derecho y la constitu-
ción, y ya ustedsabe, el gobierno está encargado de man-
tener orden y las garantías otorgadas por nuestra
el
Magna Carta !

Al pronunciar las palabras « Magna Carta», « consti-


tución», « derecho» inflaba el pecho y ahuecaba la voz;
y al accionar con gesto animado, me miraba á mí y se mi-
raba él de soslayo en un espejo que guarnecía una de las
paredes... Ridículo, hijo Yo quería reírle en las narices,
j !

silbarle, y sin duda estos mis deseos se transparentaban


en mi rostro, porque el del buen señor se empurpuraba
cada momento más y más y yo sentía que la cólera le iba
montando y que concluiría por estallar. Pero se contuvo y
prosiguió su peroración aprendida de memoria para des-
cargármela impunemente :

. — «El gobierno tiene mil proyectos entre manos, desea


echar las bases de nuestra nacionalidad y para ello quiere
la paz y no la anarquía. Donde no hay orden, mi amigo, no
hay nada; la paz es tm maná del cielo. Quiere además
regular las rentas nacionales y esto no puede hacerse con
malos empleados. Su intención es, por consiguiente, po-
142 VIDA CRIOIvIvA

ner en la administración hombres honrados, íntegros, so-


bre todo en la que actúa en el extranjero y como se sabe
que usted es uno de esos hombres, el gobierno, por mi
órgano, le ofrece el Consulado del Para, donde tenemos
grandes intereses que salvaguardiar. » —
Yo me incliné
haciendo una profunda reverencia. Lá cólera me aho-
gaba y, dominándome, repuse imitando el tono solemne del
incauto señor : — « Siéntome profundamente honrado,

excelentísimo señor Ministro, del gran honor que ha pen-


sado conferirme el Supremo Gobierno; y tengo el hondo
pesar de manifestarle que no me es posible aceptar esa
honra»... Te aseguro que si ves la cara de nuestro hom-
bre al oirme, te mueres de risa. Expresaba la consterna-
ción, la duda, la extrañeza, quizás el espanto...
Al escuchar á su amigo, meneaba lyuján la cabeza con
aire de disgusto y de sorpresa. Consideraba loco á Ramí-
rez, loco de remate, loco de camisa de fuerza, loco de ma-
nicomio. ¿Renunciar un empko así? No; eso sólo á él po-
día ocurrírsele, á un hombre desequilibrado como Ramí-
rez, porque, ahora sí, sin ninguna duda, su amigo era un
desequilibrado y de la peor especie pertenecía á esa de
:

los que se consideran llamados á arreglar el mundo y la


sociedad en que viven de los visionarios fáciles en llegar
;

al anarquismo de hecho para poner remedio á lo que su


extraviada imaginación les presenta atacado de mal... Si¡

á él, á LíUJán, le ofreciesen un empleo así lyO cogería con


!

las dos manos para no soltarlo sino ala fuerza y se marcha-


;

ría lejos de la patria, lejos de sus luchas, que en verdad,


y como lo decía el desequilibrado de Ramírez, eran tris-
tes y desleales. Desde que se lanzara su nombre para la
diputación, amigos y rivales asediaban el palacio de Go-
bierno con el exclusivo objeto de aconsejar á los diri-
gentes de la cosa pública dejasen de patrocinar su candi-
VIDA CRIOIXA 143

datura. Para todos ellos, él, lyuján, no tenía otros méritos


que haber recorrido por Chile gastándose los cuartos de su
padre en placeres de baja calidad, cuando había en el par-
tido buenos y abnegados servidores, inteligentes, ilustra-
dos. Y Lujan, al conocer todo esto, sentíase triste y decep-
cionado :chillaba su orgullo. Se le ocurría que querían
desconocer sus méritos, sobresalientes, según su propio
criterio. Así que ahora, al escuchar á Ramírez, no pudo
reprimir un movimiento de envidia consideraba injusto
:

el que se ofreciesen empleos honoríficos á quienes no pe-


dían nada y aun tenían la soberbia de rechazarlos
— ¿Qué dices de todo esto? — preguntó Ramírez, rom-
piendo el grave silencio del candidato. Lujan repuso cate-
góricamente :

— Bueno, querido, no te enojes; pero eres un tipo raro


y recién me voy convenciendo de que ha hecho bien mi
tío en negarte la mano de Elena.
Ramírez le miró entre sorprendido y enojado.
— ¿Y por qué?
— Porque no sirves ni aun para marido. Eres muy escru-
puloso, ó, como dicen aquí, muy zonzo. ¿Ocurrirsete recha-
zar uno de los mejores empleos del Gobierno? ¿Qué quie-
res entonces ser en tu vida? ¿Cómo piensas vivir aquí?
Ten por seguro que si don César hubiese sospechado si-
quiera que te iban á proponer el consulado del Para, no te
negaba jamás la mano de su hija.
— ¿Te parece?
— Estoy seguro. Lo que él quiere es ver brillar á Elena
dentro ó fuera del país, y ningún medio mejor que ese.
Aquí la mayor parte de los padres entregan á sus hijas sólo
á quienes tienen las expectativas de un empleo rentado
por el Estado. Y como yo estoy seguro de esto, he resuelto
hacerme elegir diputado, pese á los ataques de los envi*
! !

144 VIDA CRIOIXA

diososy de los ruines. He de ser diputado y te aseguro que


;

aquí donde me ves, dentro de dos ó tres años, tengo mi


capital hecho y ima posición envidiable.
— Llevas excelentes proyectos.
— No te ni te burles. No voy sólo á lucrar como
rías
otros sino á trabajar y á que me paguen mi trabajo. Mi
primera obra entrando á las Cámaras, ha de ser presentar
un proyecto que reglamente la graduación en los empleos
públicos para evitar esos abusos que se cometen improvi-
sando empleados y colocando á los improvisados por enci-
ma de los que ya llevan largos años de servicios; luego...
¿es que me oyes?
— Sí, hombre, te oigo... ¿luego qué?
— No, no me oyes; estás pensando en no sé qué y tie-
nes un aire de aburrimiento...
— Te oigo, hijo, te oigo. ¿Por qué no presentas otro
proyecto exigiendo de los candidatos á diputados que se-
pan leer y escribir á lo menos con corrección?
— ¡No seas ca...
— digo en
ItO querido. Hay tanto imbécil en
serio, ¡ las
Cámaras
— Te prohibo decir nada malo del Congreso.
— Como quieras. Yo que presentaba ese proyecto.
tú,
— Si tienes ganas de divertirte á mi te dejo con
costa,
un palmo. Adiós, chico... Dime, ¿qué piensas hacer ahora,
después de la negativa del viejo?
Ramírez se encogió de hombros :

— No sé; creo que nada. Si ella me quisiese de veras,


podíamos casamos sin su consentimiento, huir...
Lujan meneó la cabeza :

— Locuras, chico. Tú no debes pensar en nada extraor-


dinario ni violento. Ella pasaría por todo, menos por des-
obedecer á sus padres y hacer algo sin su voluntad. Ade-
VIDA CRIOLLA 145

más — y esto ya te lo he dicho — no creo que su amor


vaya hasta concederte un sacrificio. Yo que tú, tomaría
la resolución de no pensar más en ella.
Ramírez se le acercó al amigo y mirándole honda-
mente en los ojos, le preguntó:

— Dime en confianza ¿es ese un consejo tuyo, de ami-


:

go, ó te lo han dicho que me lo des ?


Lujan, sonrojándose, repuso con acento enojado :

— Es mío, Carlos, bien mío; ¿porqué esa pregunta? Ja-


más he sido tu alcahuete, creo...

I
VIII

lylegó al fin para Arturo Olaguibel el tan ansiado día


de participar oficialmente su matrimonio á los amigos y á
la parentela suya y á la de su novia. Era un domingo del
mes de marzo.
Vistióse un elegante traje de levita gris, hecho expresa-
mente para tan solemne acontecimiento de su vida, chan-
tóse el flamante sombrero de copa, empuñó el flexible
bastón de junco, y lanzóse, entusiasta, á la calle.
No fueron largos sus andares. Arturo Olaguibel con-
taba pocos amigos entre la gente distinguida; los más per-
tenecían al mundo de la clase media y no se atrevió á
comunicarles su dicha. Desde que se enamorara, placíase
en recordar que su padre había muerto siendo ministro de
Estado bajo la administración del general Daza, y este
hecho le parecía darle facultad para hacer gala de ambi-
ciones aristocráticas. Se había contagiado de la debiHdad
de su novia, quien, contagiada á su vez por el ejemplo de
la señorita Peñabrava, tenía fervoroso empeño en hacer
la conquista del mundo llamado aristocrático seduciéndole
con la riqueza de los trajes... Con sus íntimos, usó Ola-
guibel de una ejemplar concisión :

— i
Che! — les dijo esa misma noche en el hotel, des-
!

148 VIDA CRIOLITA

pues de la retreta y vaciada la tercera ó cuarta copa de


cerveza, —
en la semana entrante me caso y quiero que sean
mis testigos. ¿Aceptan?
Los amigos chocaron las copas en signo de asentimiento
y pidieron champaña.
— Que seas feliz, Arturo, y des muchos hijos á la patria,
lyuján se enterneció :

— Adiós calaveradas y borracheras Desde mañana,


¡ !

la vida reglada, medida, honorable... Bebe, hijo; despide


¡

tu juventud
Arturo no quiso beber. Esa noche habia reunión de con-
fianza en casa de su novia y le esperaban. Invitó más bien
á los amigos, pero éstos rehusaron la invitación. Les mo-
lestaba las presunciones de la famiHa y no veían con
agrado la importancia que se daba la novia. La encontraban
demasiado pagada de su persona, frivola y fría.
— Ven más bien á comer con nosotros mañana. Será
nuestra última comida de solteros.
Aceptó enorgullecido. Ya le habían dado, según cos-
tumbre, dos ó tres banquetes los demás amigos y le agra-
daba mucho ver en los periódicos la relación que hacían
de las gestas ofrecidas en su honor. Todas esas frases
encomiásticas de los papeles le hacían adquirir un alto
concepto de sí mismo; le gustaba verse rodeado de gente
solícita y como creía encontrar gran número de ella en el
banquete ofrecido por sus compañeros de infancia, fué
grande su decepción cuando, al día siguiente, al entrar al
hotel embutido en su smoking y con retardo de una hora
como signo de buen tono, no descubrió por comensales
sino á sus dos amigos simplemente trajeados con ropas de
todos los días. Los camaradas, al notar su contrariedad, le
dijeron :

— Hemos querido que esta fiesta se haga en la intimi-


VIDA CRIOI.LA 149

dad, entre nosotros solos, tus mejores, tus verdaderos


amigos.
Gustó de la excusa Olaguibel y abrazó enternecido á sus
contunos. Pensaba que era la economía que les había
obligado á mostrarse parcos y no otra cosa. Apuraron algu-
nos aperitivos y subieron luego á uno de los comedores
reservados del hotel, un pequeño comedor con una ventana
sobre la calle del Comercio, de tumbado bajo y sucio y
adornada ahora con flores y ramilletes de los que emer-
gían pequeños focos eléctricos. Bn medio, se veía una
mesa, ocupando casi toda la habitación y guarnecida con
ñores y frutos. Frente á cada cubierto, ringla de copas
mezclaban sus reflejos copas de champaña, de Jerez, de
:

coñac; copas cristalinas, anaraj andas, verdes y color del


Rhin.
La comida, poco abundante en sólidos, estuvo esplén-
didamente rociada de vinos falsificados y costosos. Ala
hora de los postres, ninguno conservaba el equilibrio de
sus facultades. El periodista, los codos sobre la mesa y el
rostro entre las manos, miraba el mantel con rara tena-
cidad desde la negativa de la mano de su novia, se había
:

hecho más aguda su taciturnidad y se le veía meditativo,


triste y silencioso. Arturo, con la cabeza turbada y las
mejillas encendidas, luchaba con un enorme cigarro,
empeñado en no correr y estaba inquieto por el giro que
lyujániba dando ala charla días anteriores había caído
:

en manos de éste un libro de Smiles y ahora sentía la


obsesión de buscar una orientación á la vida :

— Hay que idealizar la vida, rodearla de preocupacio-


nes graves, única manera de hacerla fecunda.
— ¡Se vive para gozar ! —
opinó desdeñosamente Ola-
guibel, metiendo los dedos en la comisura del chaleco y
orgullosos de su frase. Olaguibel, á pesar de sus habituales
150 VIDA CRIOI<I,A

ocupaciones y de sus eternas correrías galantes, se las


componía para hallar algunas horas libres y en ellas leía
las novelas de Paul de Kok, su autor favorito y fojeaba
un método de inglés. Siendo comerciante, hasta él había
llegado la noticia de que el inglés era la lengua dominante
en el mundo de los negocios. Y
á fuerza de ímproba labor
había logrado, merced á la constancia de su compañero de
escritorio, un inglés altóte como eucaliptus y también bo-
rracho, fijar obstinadamente en su cerebro algunas frases
que él repetía en cuanto tuviese algunas copas demás
entre pecho y espalda Ovw do you do^ The times monaie,
:

All fight y otras por el estilo.


— ¿Gozar de qué?
— Del amor; de... de... de la amistad; de... de... ¡ca-
ramba!... de...
Tragaba saliva el novio, sin poder dar con la expresión
justa, con aquella que tradujese su profundo pensar.
lyUján, no tanto por contradecir á su amigo en una fiesta
ofrecida por él en honor suyo como para consolar á Ramí-
rez, profundamente triste, le argüyó :

— No te entiendo. Hasta ahora yo no sé cuáles sean los


signos constitutivos de aquellos sentimientos. Entre nos-
otros, por ejemplo, decimos que existe amistad...
— —
¿Es que no crees?... le interrumpió el novio,
blando de entrañas.
— No me interrumpas, te suphco. La amistad, el arnor
y todas las demás pasiones, son como
fuego necesitan
el :

combustible para vivir. Y


el combustible del amor es la
ilusión y el de la amistad, el desinterés. Ahora nosotros
somos amigos porque tenemos la costumbre de vernos
desde nuestra niñez, odiamos á los mismos seres y las
inismas cosas, somos iguales y estamos sujetos al dulce
éncatito de la fraternidad, la gran mentira; ños hemos
VIDA CRIOLITA 151

respetado la mujer y el dinero, la piedra de toque de la


amistad, mas desde el instante que yo quisiese hacer la
corte á tu novia ó tú comer solo de mi pan, concluiríamos
rompiéndonos el alma á balazos...
— ¡Caramba!, estás terrible. ¿Qué dices tú, Carlos?
Ramírez irguió la cabeza :

— Siento que Emilio tiene razón. Á veces yo he pensado


lo mismo, solo que nunca he tenido el coraje de decirlo.
Olaguibel vació su copa :

— ¡Basta de lata, vamonos —


propuso súbitamente
!

disgustado por quedarse solo con su opinión, en concepto


suyo la única razonable y ansioso de estar con su novia á
la que no había visto en todo el día sino un momento en la
mañana, durante el almuerzo hecho en su casa.
Lujan lo cogió por la falda del smoking y le obligó á sen-
tarse de un golpe sobre la silla :

— Siéntate, joven enamorado; quiero hablarte del


amor.
— Bueno, bueno, — dijo disgustado el novio queriendo
evitar á todo trance las divagaciones del candidato, — de
eso hablaremos otro día.
— ¿Otro día? Ya sería tarde, infeliz. Bs ahora que tengo
que hablarte.
— ¿Y qué tienes que decir? —
repitió haciendo acopio
de paciencia.
Ivuján, con acento declamatorio, comenzó como si hu-
biese de recitar :

— El Amor, divino Amor...


Más de pronto se detuvo y añadió recuperando su natu-
ralidad :

— en lugares comunes. Prefiero darte algu-


...No; cairía
nos consejos sacados de mi experiencia... Ante todo,
¿estás siempre decidido á casarte?
:

152 VIDA CRIOLLA

Olagiiibel miró á Lujan sin saber si se le estaba burlando


ó si hablaba en serio. Contestó sin embargo :

— Sí, lo estoy.
— ¡ No te cases !... Hé ahí mi mejor consejo.
— Cásate
¡ ! —
opuso Ramírez con toda gravedad.
Olaguibel abrió los ojos alarmado. Entonces Lujan,
abandonando definitivamente su postura melodramática
y lo más serio del mundo, repuso con ese tono dogmático
y enfático, natural en él
— Cásate !... Ese consejo puede ser todo lo sabio que
¡

se quiera, pero no es completo. « Cásate con quien debes »


¡ !

es mejor. Y
con quien debes casarte es con una mujer que
tenga tus mismos gustos; que de la vida tenga el mismo
concepto que tú, que la contemple de la misma manera
que tú; porque si tú la ves blanca y ella roja, son dos vi-
siones que no pueden completarse ni aun armonizarse...
¿Entiendes?
Olaguibel meneó la cabeza con toda ingenuidad. Lu- Y
jan explicó :

— Y, sin embargo, es claro lo que quiero expresar. Para


que en el matrimonio haya equilibrio, es necesario, fatal,
absolutamente indispensable que los cónyuges tengan
iguales gustos y, sobre todo, estén igualmente educados.
Si tú eres intelectual, —
y llamo intelectual al hombre que
á los afanes jornaleros de la vida prefiere las cosas espiri-
tuales —
y tu mujer no lo es; si tu preocupación domi-
nante es cultivar tu espíritu, mejorarte, estudiar, hacerte
más digno y tu mujer sólo se preocupa de trapos, de modas,
de frivolidades si tú eres amigo de la soledad, del silencio,
;

de la meditación y del ensueño y tu mujer lo es de la so-


ciedad, del ruido, de la apariencia, no pueden ser felices
aunque lo quieran, no deben de ser felices. Se opone el
instinto de los dos, el gusto de los dos, las preferencias de
VIDA CRIOI.I<A 153

los dos, el alma de los dos, en fin. Para serlo en estas con-
diciones, acaso sería preciso quererse mucho, amarse con
amor trascendente, es decir, superior á los egoísmos, y un
amor así aun no es flor de nuestro medio. Bn nuestros ma-
trimonios, y aun en todos, uno de los cónyuges tiene que
someterse al otro, sacrificar sus gustos, su manera de vivir,
sus costumbres, esto es, tiene que haber una víctima. Y si
no hay víctima, si cada cual quiere permanecer lo que es,
sin sacrificar nada de lo suyo, sin transigir ni tolerarse,
entonces no pueden vivir juntos, no deben, so pena de
amargarse la vida mutuamente, reprochándose sus actos
y ofreciendo un espectáculo entristecedor á los demás...
¿Entiendes ahora lo que quiero decir?
Olaguibel, sin hablar, hosco y preocupado, hizo un signo
afirmativo con la cabeza. Las palabras de su amigo le ha-
bían hecho daño. Lujan prosiguió :

— Ahora permíteme hacerte algunas preguntas...


¿Tiene dinero tu novia?
Olaguibel volvió á hacer otro signo afirmativo
— Malo !... ¿Es celosa?
j

— Sí.
— ¿Le gustan
Peor... trapos? los
— Le gustan.
— Mucho Ahora escucha mi
peor... consejo escribe :

mañana una carta á tu novia diciéndole que no puedes


casarte; ensilla un caballo, lárgale las riendas y vete lejos,
donde te lleve, y no vuelvas sino cuando sepas que tu novia
se haya casado... Me lo agradecerás siempre.
— Estás loco, querido, —
dijo Olaguibel con acento
despechado, riendo nerviosamente y convencido de que
era el alcohol que hacía disparatar al candidato. Y aña-
dió : —
Vamonos. Si seguimos aquí, hemos de concluir por
rajarnos la cabeza contra la pared.
:

154 VI1>A CRIOI,I,A

Se levantaron y descendieron á la sala. Bti una mesa


central vecina al mostrador, algunos jugadores ensaya-
ban su suerte en la inevitable pinta, Los dueños del hotel,
por economía, habían apagado las lámparas rinconeras y la
sala yacía en una penumbra bochornosa, cargada de
humo y pesada. Ik)S jugadores, al ver á Olaguibel le invi-
taron á tomar parte en una jugada. Olaguibel, maestro en
toda claSe de juegos de azar y quizás por consolarse de su
acerba tristeza, Se aproximó al grupo y en dos paradas con-
secutivas se ganó algunos j)uñados de pesos y abandonó
la mesa respondiendo con un gesto expresivo á los insultos
qué le prodigaron los perdidosos.
Ya en la calle, uñ golpe de aire frío, sütit penetrante^
iiiedio les disipó la borrachera é hizo que se dieran cuenta
de su estado. I^a noche estaba oscura y bochornosa; ame-
nazaba llover y lejanas centellas iluminaban los vastos
espacios.
— ¿Dónde vamos? — preguntó Ramírez al notar que
sus amigos le hacían tomar una dirección distinta á la de
su casa.
—Á la legación, chico, — contestó I<uj án.
— Excelente idea, — aprobó novio. el
Ramírez, á pesar su ebriedad, sintió cierta repulsión al
Ver que fuese Olaguibel quien desease ir á üná mancebía.
Se lo dijo
— ¿Y tú has de ir allá, tú, que te casaS mañana? Lo
t^Mé es yo, no voy.
Callóse el novio y Lujan salió en su defensa :

— Hace bien; debe aprovechar último día de el liber-


tad que queda, — y lanzó una carcajada que turbó
le la
callada quietud de la noche.
El novio, algo cohibido, lo cotíipuso :

— No, hombre; lo dije por reit. Vo tampoéo voy.


VlfiA CRÍOtl^A 155

— j Tonterías ! Lo hacen por no gastar, — les reprochó


Lujan.
¿Por no gastar? Bl reproche les tocó en lo vivo. Y, sin
decirya palabra, mortificados en su amor propio, se cogie-
ron del brazo y emprendieron camino de la mancebía.
Una lamparilla de aceite clavada en lo alto de la pared
indicaba la entrada, y otra difundía una luz amarillenta
en el zaguán, pendiente y sinuoso. Del oscuro fondo del
patio venían los briosos compases de una cueca ejecutada
en un piano destemplado y chillón.
Al llegar á la sala, Ramírez se detuvo en la puerta cohi-
bido por la novedad del espectáculo.
Kra la sala una ampha habitación rectangular, vestida
de rojo y adornada con multitud de espejos de todo tama-
ño y forma, y bailaban en ella desaforadamente dos pare-
jas.
Iban medio desnudas las mujeres, cubiertas sólo por la
camisa cuyo ancho escote dejaba en descubierto parte de
sus senos... Una de las mujeres era blanca con cabellera
dorada, morena la otra, las dos feas, con los labios teñi-
dos al rojo vivo y torpemente embadurnadas de carmín
las mejillas... Ellos estaban del todo ebrios, lucían finas
ropas y bailaban á saltos, quebrando el cuerpo, agitando
los pañuelos á lo alto de las cabezas, imitando, al encoü-
trarse con sus parejas y marcando el compás de la musí-
quilla soez con los talones y las rodillas, gestos lascivos
que ellas reproducían alzándose las ropas hasta mostrar
las sombras del sexo...
Tendidos sobre los divanes rojos y deshilachados, junto
á las copas llenas palmoteaban los parroquianos. Los
más eran gente acomodada é influyente. Allí había el he-
redero de un distinguido comerciante caído en desgracia;
un ex diputado acaudalado y con ínfulas de auténtica no-
156 VIDA CRIOIJ.A

bleza, un vago con aficiones deportivas, Andrés Rodrí-


guez y sus amigos Guilarte y Pedrosa.
Aquellos eran los preferidos de las pensionadas y tan
alta distinción, — asi calificaban éstos la preferencia, —
la habían conseguido á fuerza de gastar dinero y de asis-
tir, noche por noche, á las orgías de la casa cuyos umbra-

les hollaban orgullosos, altivos, dándose aires de dispen-


sadores de las caricias de esos pobres seres, espuma de
bajos fondos, cantos rodados por todas las urbes de los
países vecinos donde habían dejado juventud, belleza,
ilusiones, hasta dar, envejecidas, usadas, rotas, en esa
ciudad de los yermos para encontrar allí, como recompen-
sa, el caliente homenaje de toda una juventud...
Ramírez, á la vista de sus rivales, no quiso franquear la
puerta temeroso de provocar algún escándalo. É iba ya á
retirarse cuando vio que Rodríguez, al descubrirlo, se le-
vantaba de un salto y salía á su encuentro con gesto bur-
lón provocativo.
—y Adelante
¡ el ilustre periodista que se digna honrar
esta noble casa con su presencia Sea bienvenido y encuen-
!

tre propicios los brazos de Venus...


Burlona era su voz, desdeñosa su sonrisa. Los parro-
quianos, enterados de la profunda enemistad que separaba
á los j óvenes, comprendieron al punto que gozarían de espec-
táculo gratis. Abandonaron sus copas y se aproximaron á
los rivales. El músico, sin dejar de chapalear el piano, se
volvió hacia el grupo como hombre hecho ya á estas
escenas vulgares en la casa.
El periodista, lívido, avanzó hacia su provocador dis-
puesto á pegar mas apenas había franqueado los umbra-
;

les, recibió un golpe en la cabeza asestado por Guilarte y


lodo Ramírez por el suelo, aturdido. Olaguibel y Lujan
lanzáronse sobre el agresor; salieron en defensa Rodrí-
VIDA CRIOLITA 157

guez y Pedrosa y comenzaron á menudear los golpes, en


tumulto incontenible. Las barraganas pidieron socorro
de los vigilantes estacionados de exprofeso en el zaguán.
Entraron los rotosos representantes del orden público y se
mezclaron en la contienda en cumplimiento de su elevada
misión, pero como los adversarios no diesen paz á los pu-
ños y antes les hiciesen participar alguno que otro golpe
intencionado, enojáronse los vigilantes y á requisitoria de
las pensionadas, furiosas de que un tipo que por primera vez
pisaba los umbrales de su establecimiento levantase tan
grande escándalo, y de los amigos de Rodríguez que consu-
mían sin gastar, fueron conducidos todos á la Policía,
donde Rodríguez y los suyos entablaron querella contra el
periodista.
Los representantes de la autoridad, tiempo há preveni-
dos contra mozo, prestaron atento oído á la querella y
el

lo cerraron á la defensa. Ramírez, indignado por la par-


cialidad, protestó, juró, amenazó y aun se fué de palabras
duras, en vista de lo cual fué arrestado en un calabozo por
« desacato á la autoridad» que falló el ejemplar justiciero,
disponiendo á la vez que los demás, amigos y enemigos, se
fuesen, libres, á sus casas...
»

IX

Ál diá siguiente Él Eco de Id Patfiá dio cuenta del


escándalo :

« Anoche un redactor deLaLwc^¿^,muy conocido por sus

» ideas anarquistas y que hace poco estuvo persiguiendo


» uno de los consulados ""en' el extranjero, atacó en un
» sitio de placer á dos jóvenes distinguidos de nuestro

» mundo social, también periodistas, que habían ido con


j) objeto de documentarse sobre las irregularidades que
» dicen cometerse en ese lugar. Lamentamos el hecho y lo
» señalamos para que la vindicta pública caiga, inexora-
»' ble, Sobre el delincuente.

lyá información fué escrita por Guilatte y produjo


honda sensación en los lectores del popular periódico» !^
nombre de Ramírez, divulgado por Rodríguez y sus
amigos, anduvo en todas las bocas.
La cólera y la decepción del periodista fueron profim-
das. Tuvo, en un momento, intenciones de relatar el
incidente tal como había pasado y poner las cosas en su
sitio mas se vio obligado á callar cediendo á las súplicas
;

de sus amigos Olaguibel y Lujan. Pensaba Olaguibel que


de reahzar Ramírez su propósito, quizás ocasionaría la
ruptura de su matrimoniOj y para él la dicha y el bienes*
tar estaban en la mano y en la dote de su novia; Lujáli
1 6o VIDA CRIOIXA

temió el y quizás el retiro de su


disfavor de sus partidarios
nombre de próximas listas electorales, y ni uno ni otro
las
quería andar en boca de las gentes ni perder un ápice de
la respetabilidad de que gozaban. Ramírez, sin poner
gran empeño en su intención, desdeñoso del concepto de
las gentes, y si bien más molestado que dolido de la con-
ducta de sus amigos, callóse y sólo fueron grandes su
cólera y su desengaño cuando, dos días después, recibió
de Elena un lacónico y mal escrito billete :

(( No henga usted porque estoy enojada con su proceder,


¿Qué á hecho usted? No henga; mi papá no quiere verlo.
Usted no me ama. Adiós,
El<ENA. ))

Y no volvió á ir.

¿ Para qué ? De sobra conocía, para ir, la tremenda limi-


tación que daban Elena y sus padres á los conceptos de
moralidad, decencia, honorabilidad y todas esas frases
aplicadas allí á los actos de pura apariencia. Se puso á
trabajar más bien con ahinco en el periódico. Á poco se
sintió laxo, disgustado, triste de su labor. Todos sus
afanes, sino estériles, eran inútiles por el momento. En el
periódico su prestigio andaba de menos minado por el
propietario y director principal de La Lucha. De im día
para otro se había convertido éste en fervoroso partidario
de don Cosme Endara, en su antiguo concepto « el más
redomado de los bribones » y el secreto de su repentina con-
versión estaba en que don Cosme le había prometido una
cartera en cuanto fuese proclamado presidente.
Fué un golpe para Rarnlrez. Unióse á ese hombre creyén-
dole distinto de los demás y resultaba ahora uno de tantos
ambiciosillos vulgares que andan en la oposición porque
no tienen nada que coger en el círculo dominante....
!

VIDA CRIOU.A l6l

Renunció su cargo de redactor impago. El periódico se


iba á fondo, disminuian los abonados y aumentaban los
de El Eco de la. Patria... y era imposible seguir sostenién-
dolo á pura pérdida, mucho más si aun no habia la cos-
tumbre de vender los números por la calle ni las clases
populares se interesaban en la discusión de las ideas. ¿Para
qué luchar entonces? Era inútil. La lucha en esas condi-
ciones, sujeta á las conveniencias y sin un fin desinteresado
que alcanzar, además de estéril, era peligrosa no en su
aspecto individual sino colectivo : engendra la descon-
fianza en las masas, la cual impulsa su egoísmo... ¿Qué
había conseguido él, trabajando en el periódico? Nada
¡

Hacerse de terribles adversarios, quienes, sino le llenaban


de insultos, le hacían pasar por un demagogo idealista
flotando siempre en el mundo de los sueños, incapaz de
inspirar un cualquier movimiento de orden práctico.
Guilarte desde El Eco de la Patria y con aplauso de la
mayoría de diputados y de los miembros del gabinete,
había desatado sobre él, como un caHficativo humillante
y tomándolo como sinónimo de impotencia, el de « soñador
pesimista » y como Ramírez, soberbio, orgulloso, se ence-
;

rrase dentro de un absoluto mutismo, dijeron sus émulos


que se encontraba incapaz de entrar en polémica con
Guilarte y era su inferior, intelectualmente. El mismo
Guilarte llegó á suponer esto y, altivo, feliz, paseaba por
;

las calles contoneándose, sacando el pecho, escupiendo


por el colmillo, dichoso con su importancia...
La vida de Ramírez tornóse monótona como nunca,
triste. Sus dos mejores amigos, acaso sintiéndose respon-
sables de su fracaso y de la hostilidad del medio hacía él,
ó quizás por vergüenza, ó por puro egoísmo, dejaron de
buscarle con la acostumbrada frecuencia. El imo, casado
ya y brutalmente convencido de la esclavitud del matri-
102 VIDA CRIOIXA

ffionio,estaba sometido á un riguroso régimen de vigilancia


y no era libre de sus actos; el otro, mezclado de golpe y
porrazo en la política, temía que sus correligionarios le
tachasen de mantener estrechas relaciones con un hombre
sindicado de perturbador del orden. Y ambos huían su
presencia. Cuando, por casualidad le encontraban en la
calle, Olaguibel, con encogido y acento nada convin-
aire
cente, le aseguraba que sus expansiones hogareñas le
quitaban tiempo para buscar á los amigos; I^uján sacaba
á lucir imaginarios trabajos en su bufete de abogado por
parte de día y compromisos sociales, por parte de
noche... Y así, tranquilos con la buena apariencia de su
disculpa, jamás aparecían por casa de Ramírez creyendo
que éste encontraría justificados los pretextos, sin acor-
darse que su amor propio era excesivo y nunca se inquie-
taba, aunque le doliese, de averiguar la causa del resenti-
miento de las personas amadas que desviasen su afecto
al antojo de la veleidad ó de las conveniencias. No dejó,
con todo, de sentirse humillado por la conducta de sus
amigos y tomó la resolución de no buscarlos en tanto que
no fuesen á su casa. V, cada día más huraño, dejó de fre-
cuentar las fiestas y paseos públicos pues la gente, al verlo,
se daba de codazos, maliciosa y cruel i —
« ¿Sabe»? I^o

ha barrido la Peñabrava...»
Vendió, por la mitad de su precio, su acción del perió-
dico á su ex asociado y buscó refugio en el valle. Sin des-
pedirse ni ver á SUS amigos, se fué á Caracato, á la finca de
don Tomás Torres, un lejano pariente suyo, hombre rica-
chón, de plácidas costumbres y algo ambicioso.
Estaba la finca de don Tomás una legua más abajo del
pueblo de aquel nombre, ya casi destruido por las anuales
corrientes del río, y se extendía, como casi todas las propie-
dades de esa región, á los pies de cerros pobremente vestí-
VIDA CRIOI^tA 163

dos de cardos, espinos, algarrobos y kupkis, planta de


madera dura é indomable á los embates del viento que
sopla perenne en aquellas playas haciendo crecer á los
árboles con sus troncos inclinados en un mismo sentido.
Un cerro rocoso avanzaba sobre la pedregosa playa y
defendía á la propiedad de los estfagos de las corrientes,
mas no del viento, siempre tenaz á mediodía. La casa de
hacienda, deforme, baja, con sus toscas paredes enjalbe-
gadas, su techo de paja sucia y ennegrecida y á la que
llegaba por un ancho portalón de adobes. Se erguía pegada
contra una de las estribaciones de aquél cerro, en una
altura, y la habitación de Ramírez caía sobre una galería
desde la cual se dominaba, por encima de las copas de las
huertas, la playa desierta y la extensión de la propiedad,
siempre amenazada por los torrentes que en tiempo de
grandes lluvias se despeñan por los flancos hoscos de los
cerros arrastrando lodo y arena y cayendo como cata-
pultas sobre el llano, matando hombres y bestias, ente-
rrando las viñas bajo una capa de lodo amasado en
rocalla....
I^evantábase Ramírez todos los días con él sol, bebía
una taza de leche recién ordeñada y dos ó tres copas de
aguardiente de uva con quinina para no atrapar las fiebres,
y se iba á vagar por las huertas de peras y duraznos de los
colonos y por los viñedos cuajados en ese mes de racimos
maduros, y era una de sus diversiones favoritas ver huir
á su presencia en bandadas á las aves y caer sobre los árbo-
les mezclando sus trinos y silbos al perenne rumor del río
y al incansable gemir del viento....
Con la escopeta al hombro, la bolsa al costado, un
tomo de Don Quijote en el bolsillo, llenos los ojos de luz
y los pulmones del buen aire, pasaba horas de horas en
íéliz contemplación de la hosca belleza del campo y se
164 VIDA CRIOLLA

sentía más aliviado de sus rencores, más á gusto con la


soledad, más tranquilo. Todas las ficciones de la vida
urbana aun no del todo libre de la marca de primitiva
barbarie, todas las preocupaciones de la sociedad, muy de
hecho aristocratizada y aun no plasmada en elementos de
verdadera civilización, ahora le parecían estúpidas. Pensaba
con pena en ese vehemente deseo de aparentar de las gen-
tes; de las pobres y pequeñas ambiciones que acicatean
sus ánimos; de la vida toda, en fin, triste por su frivolidad,
por la falta de preocupaciones elevadas....
Muchas veces, en medio del galopar demoledor de sus
ideas, y cuando menos lo pensaba, se levantaba de entre
sus pies de algún repliegue del terreno, una perdiz y des-
aparecía antes de que él pudiera domar el sobresalto de sus
nervios y dirigir la puntería de su arma. Volvía á caminar
con los ojos atentos y entregado el oído a dulcísimo canto
de las calandrias, ese animalito tímido, en busca siempre
de sitios solitarios y agrestes para piar. Le gustaba verlo
posado sobre cactus espinosos y derechos como columnas
y levantar el vuelo á su presencia y alejarse lentamente
por el aire, con las alas desplegadas, dejándose mecer por
la perfumada brisa é hinchando su garganta blanca con su
armonioso y divino canto.
Se dio á la caza con pasión, alentado por los consejos
de don Tomás.
Tenía éste una habitación forrada con las pieles de
todas las bestias que matara en su vida venados, cóndo-
:

res, gatos monteses, onzas, osos. Diestrísimo tirador en sus


mocedades, primero los años y después las copas habían
marchitado sus bríos y echado á perder la firmeza de su
pulso; y ahora á las correrías por montes y barrancos,
prefería la compañía de los vallunos y vecinos, casi todos
amantes del buen vino y de los excelentes licores que
VIDA CRIOIvI^A 165

las propiedades se produce y es el solo negocio lucrativo


de la región... Con todo, le acompañaba en veces y hacían
ambos largas excursiones á los montes y á las altas serra-
nías visibles desde el fondo del valle, y volvían trayendo
buena provisión de carne que se obsequiaba á los colin-
dantes y á la indiada de la hacienda; mas nunca, pese á
los deseos de Ramírez, había podido dar con las huellas
de un oso.
— Si quieres matar osos, —le dijo un día don Tomás,

— tienes que ir más adentro, cerca las Juntas. Hace
tiempo que ya han desaparecido del valle y creo que yo
he matado el último. Ahí tienes su cuero, — y el viejo
cazador extendió la mano y señaló una piel parda deshecha
por las polillas.
Convinieron en hacer un viaje. Ramírez había oído
hablar mucho de las Juntas como de un sitio digno de
verse por su trágica belleza, y, además, estaba resuelto
á no dejar la hacienda sin llevar consigo la piel de un oso.
Y un día, al rayar el alba, montaron en fuertes muías
y emprendieron río abajo, camino de las Juntas.
El valle, siempre amurallado de altos cerros por los
costados y con sus huertas acurrucadas en los repliegues
de aquellos, sobre plataformas dominando el río, se abría
á trechos para dar paso á alguna abra y se cerraba otras
hasta convertirse en un callejón oscuro y tortuoso.
Antes de mediodía y estando en uno de estos callejones
vieron que en lo hondo se ensanchaba la playa á manera
de plazoleta rodeada por cerros é iluminada por una gran
claridad que de los cielos caía. Era el vértice del río
Luribay y su ancha playa se abría por la derecha como un
I inmenso boquerón. Encontrábanse las aguas de los dos
ríos en bulUcioso abrazo : rojas eran las del lyuribay;
oscuras las del Caracato y corrían las dos por largo espacio
l66 VIDA GRIOI^tA

sin confundirse y formando una especie de cinta bicolora


y ondulada... Siguiendo los ojos por el boquerón se veían
caer sobre la estrecha playa los flancos desgarrados de
los cerros rojos, con un rojo encendido : di j érase esa
tierra amasada en sangre...
Soplaba viento en ese pimto tenaz, desesperado y tan
el
tibio cual si fuese salidode una fragua y se dividía por los
dos boquerones, corriendo vega arriba y meciendo el vasto
follaje de las huertas.
Continuaron los viajeros su áspera ruta sólo adivinada
por el huano seco de las caravanas y á poco volvía á
rajarse la playa por la izquierda para recibir el caudal
del río de I^a Paz. Ya los cerros, plomizos, informes y
desmesuradamente altos, se inclinaban á veces sobre el
angosto cauce cual si quisiesen echarse abajo y ente-
rrarlo otras se erguían derechos y cortados á pico, mos^
;

trando la estructura de sus rocas rayadas horÍ2x>ntalmente


y en lineas regulares cual la perforación practicada en
las hojas de un Hbro.
Claro se veía —
y es voz de la ciencia — que aquestos
valles cubiertos in tilo témpore, por las aguas de un lago
ó mar interior, del Titicaca sin duda, y sobre las que las
cumbres nevadas de los altos montes sobresalían como
islas, no pudiendo romper el granito de la cadena de los
Andes, domaron algún día sus vallas y se precipitaron for-
mando esa honda depresión, vegas hoy perfumadas y
jocundas....
Detúvose don Tomás junto á un gran pedrón de
encendidos tonos que obstruía la playa en medio y acer-
cando su muía á la de su sobrino, habló á gritos á éste,
sola manera de hacerse entender en ese fenomenal con-
cierto del viento y de las aguas enfurecidas :

— Á esto llaman las Juntas, pero hay que ir más


VIDA CRIOI.1^ 167

adentro para ver lo mejor... ¿Te animas? Es ahora el


momento; más tarde, ya no podríamos....
Ramírez hizo un gesto de asentimiento. Entonces don
Tomás, por señas, le indicó que bajase de su cabalgadura.
Descendió al mismo tiempo él de la suya guareciéndose
detrás del pedrón, se despojó trabajosamente del pon-
cho, lo dobló y lo sujetó con una correa contra la male-
tera, apretó aun más la cincha de la bestia y sacando un
enorme pañuelo como una cuerda y
del bolsillo, lo torció
con ella sujetóse el sombrero por debajo de la b^r-
ba.
— Haz como yo, — le gritó á Ramírez, — y sácate el
poncho que no sirve sino de estorbo...
Puso Ramírez en ejecución el consejo de su tío y en
tanto que luchaba con el poncho, juguete en alas del
viento, don Tomás, considerando á su sobrino inútil
para las faenas de caballería, hizo con la cabalgadura del
joven lo que con la suya hiciera.
Volvieron á cabalgar, y dejando á su derecha la tortuosa
cuesta de Challara que sube caracoleando por el borde de
hondos precipicios, continuaron descendiendo por la playa.
Un ruido más sordo que el del río, rico ya en caudal, se
dejaba oir por el fondo, continuo, grave.
Este fondo no era sino un callejón oscuro y de paredes
escarpadas y llenas de oquedades en las que crecían men-
guadas hierbas que el vendaval sacudía arrancando de sus
fibras extrañas concert aciones. Entrábanse por el callejón
las aguas, dando tumbos, casi negras, y era su embate con-
tra las rocas causa de aquel lejano ruido...
Caminaban las pobres bestias paso á paso, como que-
riendo aferrarse con los cascos en las piedras de la playa, é
iban pegadas contra el murallón cuyos salientes ángulos
medio atenuaban la violencia del viento, ahora más bravo
l68 VIDA CRIOLLA

y llevaban gachas las cabezas y las orejas con los pabello-


nes vueltos para atrás.
Don Tomás, venciendo el ronco rumor de las aguas en
lucha con el viento, volvió á hablar á gritos á su sobrino :

— Estamos en la primera angostura, al pie de Milluni.


Fíjate aqu la playa sólo tiene diez y seis metros de ancho
:

y más adentro... ¡sólo cuatro!... Á las dos ó tres de la


tarde el viento levanta las piedras menudas del suelo...
Una vez, doña Mariquita, la de Jau-Jau, por asujetarse
el poncho, ató en las esquinas cuatro piedras de á libra...
¿creerás?... Pues el viento le levantó el poncho y con
las piedras le rompió la cabeza por dos partes.... Casi se
muere....
Apenas entendió Ramírez lo que su tío le dijera. Enton-
ces éste, con otro gesto, le indicó que continuara avan-
zando.
Salieron del callejón no apenas de veinte metros de
largo y luego de caminar por los recovecos de la playa
obstruida en partes por gruesos pedrones llegaron á un
punto en que las paredes de los cerros se levantaban
verticales y se perdían en el cielo sin delatar la menor
huella de una rugosidad ó de una curva, ni presentar más
espectáculo que su conformación rocosa rayada, y luego
se iban angostando poco á poco hasta convertirse en un
sajo de roca viva, hondo, oscuro y altísimo.
Metíanse las aguas, casi mansas, en el sajo, y de él salía
el viento chiflando con voz aguda...
Y, las aguas hasta las rodillas, chapaleando en ellas, y
desafiando al viento, metiéronse también los viajeros por
él...

Ramírez ya no podía más de angustia. IncHnado contra


el cuellode su muía, las piernas fuertemente apretadas
contra sus flancos, calado hasta los huesos por la lluvia
VIDA CRIOI.r.A 169

que allí producían las fuertes rachas, llevaba grandemente


dilatados los ojos por el estupor y de vez en cuando
los alzaba al cielo.
Se veía arriba, lejos, azul, azul como anilina y no era
le
sino una banda dividida en medio por el puente colgante
de Araca, pendiente sobre la negra sima...
I^as paredes del sajo, altas é incomensurables, levan-
tábanse lisas hasta cierta altura. Y
luego, cual truncas
impostas, negras y angulosas rocas sobresalían diseñando
sus contomos sobre la limpieza del cielo azul entrevisto
apenas de las honduras de esas entrañas de montes...
Chocaba el viento contra los sillares aullando á veces
con voz de gemidos, rugiendo otras amenazador, lamen-
tándose algunas, y su voz grave era lo sólo que indicaba
la vida en aquellos soHtarios parajes por los que casi nunca
se atreven los viajeros, y, si lo hacen, es temblando de
angustia, con el corazón apretado de zozobra y en los labios
una oración por todos aquellos que allí por siempre que-
daron...
Volvieron sobre sus pasos satisfecha ya la curiosidad
de Ramírez y tomaron el camino que serpea por la ver-
tiente del cerro. Pasado medio día llegaron á la altura y en
el breve descanso que hicieron para merendar, le preguntó
el cazador á su sobrino :

— ¿Qué te ha parecido?
Todavía estaba páHdo y emocionado el joven é hizo un
gesto de estupor.
— En tiempo de lluvias, quien anda por esas rinconadas
expone á cada paso su vida.
¡ Ya lo creo que se debía exponer la vida Y recién se !

explicó Ramírez esa despreocupación, la dureza y el coraje


que había observado en las gentes de esos valles. Claro ¡ !

Estaban hechos á esta clase de espectáculos y vivían en


10
170 VIDA CRIOI.I<A

perpetua lucha con los elementos, más crueles que loB


hombres...
También, y tendiendo los ojos sobre el mar de cumbres
y quiebras que desde esa altura se descubría, se explicó por
qué el viento soplaba con tanta furia en las Juntas. Eran
éstas el vértice de todos los valles formados por la vio-
lenta evacuación de las aguas al romper sus moldes.
Aparecían los valles desde la enorme altura, casi á vuelo
de pájaro, separados unos de otros por altísimos montes,
para trasponer los cuales hay que emplear todo un día.
Venían á ser las Juntas como la boca de un embudo, por
la que entran más de diez ríos y torrentes que á lo largo de
ellos corren, provenientes todos del deshielo de la Cordillera
cuyas cumbres elevadas sobresalen por encima de las
cimas grises que se arremolinan por todos lados fulgiendo
á la luz cruda del atardecer... Y el frío de aquellas nieves
eternas mezclado al sofocante calor de los valles ricos en
viñedos y olivares formaban ese contraste de tempera-
turas y hacían saltar al viento que no pudiendo escalar las
alturas, se metía por la boca del embudo y refrescaba
el cálido aliento de esas tierras bañadas por el buen sol...
Casi una semana duró el viaje.
Recorrieron todas las rinconadas del valle de Araca y
volvieron á Caracato cansados y molidos, pero satisfechos :

habían causado hecatombes en las tropas de venados, nume-


rosísimas en esas regiones, y traían consigo media docena
de cueros de osos.
Ramírez no volvió á intentar ninguna otra distante
cacería y se dio á limpiar de toda alimaña la finca de su tío.
Sociable y amiguero era don Tomás, como buen vallu-
no, y el día que no tenía dos ó más comensales en su mesa,
iba á buscarlos al pueblo ó en las propiedades vecinas.Y
en su casa ó en la de los colindantes, el supremo halago
VIDA CRIOI.I.A 171

eran las fiestas al aire libre y las abundantes comilonas


hechas en la huerta, bajo los árboles y espléndidamente
rociadas del buen vino y de la espumante chicha. Cada
vecino al conocer á Ramírez y saber su calidad de perio-
dista, quería tenerlo en su casa lo menos por un día. Las
invitaciones le llovían y se vio forzado á acudir á todas
para no resentir á esas gentes que hacen lujo de hospita*
lidad y son cariñosas y en extremo obsequiosas.
Dos meses de esta vida bastaron para acentuar en
Ramírez sus aficiones á las bebidas alcohólicas.
Cuando volvió á la ciudad tampoco le buscaron sus
amigos. Entonces, venciendo la mortificación de su orgullo,
propúsose darles una lección de cortesía y generosidad,
y una mañana fué á lo del candidato.
La recepción de Lujan le produjo profundo desagrado*
La ausencia de Ramírez de la ciudad y sus frecuentes
visitas á las cantinas á su regreso habían dado lugar á que
se dijese que el periodista, harto de desengaños, buscaba
en el alcohol remedio á sus males. Prestó oídos la Peñabra-
va á estas voces, y, vagamente inquieta, pensó que era
preciso tener en su poder las cartas que le escribiera en
sus momentos de «burro», como ella dio ahora en llamar
á aquellos en que, anhelante de la embriaguez del amor,
fijara sobre el papel sus pobres frases amorosas, llenas
de faltas de ortografía, banales y apasionadas. Mandó
llamar á su primo y contándole su caso, le rogó recoger,
de manos de Ramírez, por cualquier medio, sus papeles.
Convino Lujan que, en efecto, era indispensable tener esas
cartas y, llevado de estas intenciones pensaba ir á lo de
Ramírez en imo de esos días. Y estando en tal disposición,
le había cogido la visita de su amigo. Por eso la gravedad
con que lo recibiera esta mañana :

— Hola; chico Por fin se te ve en casa*


¡ !
172 VIDA CRIOLLA

— Te sorprende, duda, — repuso, sonriendo con


sin
sorna, Ramírez.
— Confieso que ¿Dónde has metido todo este
si. te
tiempo? No te he visto en ninguna parte.
— Estuve en campo. el
— Con razón. Pero (guiñando con malicia)
los ojos
estás ojeroso. Cualquiera diría que has vivido en pura
jarana.
— ¿Qué quieres? Estuve en Caracato y allí no se hace
otra cosa que beber. Y
tú, ¿trabajas mucho?
Lujan alzó los hombros con énfasis :

— Uf, hijo, si vieras Pero no es tanto el bufete que


¡ !

me quita el tiempo como mis compromisos políticos.


Quieren hacerme diputado y hay que trabajar. Ya llevo
gastados la mar de pesos que me los desquitaré cuando sea
diputado.
— buenas intenciones y... tienes razón. Todas
lylevas
las cosashay que tomarlas hoy bajo su aspecto utilitario...
lyuján se sintió herido por el tono de voz de Ramírez y
no queriendo contradecirle para no agriar los ánimos y
enfriar todavía más su vieja amistad, se aproximó al
balcón y, mirando la calle, se puso á tamborear sobre los
cristales.
— ¿Qué me cuentas de nuevo? ¿Qué has hecho en todo
este tiempoque no te he visto? — Ramírez, insistió
adivinando por la cara del amigo que éste le reservaba
alguna sorpresa.
— ¿De nuevo? Nada. Aquí nunca pasa nada. Es
desesperante. De ti me han dicho que piensas emprender
campaña contra los diputados y van echando periquitos
contra ti. Si no te moderas, pueden jugarte una mala par-
tida.
— ¿De veras?
!

VIDA CRIOIXA 173

— Ya lo creo ÁGuilarte le han encargado que te pro-


j !

voque, que te ataque y que si no te defiendes, te insulte


en último caso y como Guilarte no tiene nada que perder,
;

bien puede hacerte alguna perrada.


—Le muelo las costillas á palos.
—Peor. Te meten á la cárcel por tentativa de asesinato.
Ramírez se indignó :

—¿Entonces me dejo ramosear con ese cholillo? ¡No


faltaba más
lyuján guardó silencio un momento preguntó al
— ¿De veras has dejado periódico?y
fin :

el
— Si.
— Me alegro por ti.
— ¿Por qué?
,

— Porque no hacías otra cosa que crearte enemigos.


Ramírez sonrió encogiéndose de hombros y cambió de
charla preguntando con aparente displicencia :
— ¿Qué es de tu prima? Casi todos los días la cita
El Eco,., y me dicen que ahora ya es íntima de las Mon-
tenegro y que le va haciendo la corte Rodríguez. ¿Ver-
dad?
Se alegró Lujan de que fuese Ramírez quien le ¡diese
pretexto para abordar el asunto que iba á llevarlo á su
casa. Y repuso con acento indiferente y fingiendo á su vez
interesarse por su compañero :

— Creo que hay algo de eso. Elena ya no es la misma


de antes... No; tú debieras hacer lo posible por romper con
ella. Es demasiado frivola, demasiado dada á la sociedad
para hacer la dicha de un hombre retraído como tú...
Ahora —
verdad —
creo que va escuchando las frases
almibaradas de Rodríguez. La otra noche se la pasaron
juntos bailando en la matinée de la legación del Perú y
todos andaban haciéndoles bromas. Á mí no me ha con-
10.

k
174 VICA GRIOI^A

fesado nada; cteo que me tiene veígüenza..* ¿Es que tú


ya no la visitas?
—No, ya no la visito. Á los dos días de aquella noche
que comimos juntos, me envió una carta modelo de... Á
propósito, hijo, ¿no seria conveniente que te constituyeses
en profesor de tu prima? No sabe pizca de ortografía...
—¿Y quién sabe ortografía, querido? No hay una sola
mujer en todo el país y aún tentado estoy por decir que en
toda América, que sepa ortografía... Bueno, ¿y qué?
—Pues nada; que me mandó un papelito en que me
decía muy cortésmente que dejara de ir á su casa. Una
semana después la encontré en la calle iba con esa momia
:

de la Quiroz y al verme se pasó de largo, sin dejar que la


saludase. {Paseando por la habitación.) Á esa pobre chica
le van volando el seso.
—^ Tonterías de novios, querido. Ustedes los pobres
ingenuos (recateó la palabra) ya no tienen nada que decirse
entre enamorados, y riñen, ho peor es que después quieren
casarse todavía se casan, y á los ocho días resultan arro-
;

jándose los platos á la cabeza... Esto le ha pasado á Arturo.


Anteanoche tuvo la primera borrasca con su cara mitad :

ella le arrancó un mechón de cabellos y él casi la estran-


gula. ¿La causa? No me la dijo, pero me la dio á entender :

creo que le ha prohibido terminantemente que nos busque


pues dice que somos nosotros quienes le echamos á perder...
¡Figúrate Esa chica fingió candor angelical durante los
!

seis meses del noviazgo apenas casada^ el ángel resultó


:

un tremendo diablillo. Hasta suda es la pobre la otra :

tarde me invitó á tomar el té y sus uñas tenían un admi-


table borde negro. A su marido lo ha convertido en un
monje. Se acuesta á las nueve, sé levanta á las ochoj come
á las seis el domingo da una vueltecita por el Prado con su
;

cara mitad, y así, día á día, sin descánfeo» Se acábaton por


Vlí)A CÍÜGI^t^Á tfS

siempre las excursiones nocturnas por los barrios popula-


res nada de borracheras ni tonterias. Ahora al lado de la
;

bien amada, soportando sus jaquecas, sus malhumores,


sus... ¡Horror, chico!... Ven, vamos á dar ima vuelta^ á
respirar el buen aire de la Hbertad.
Salieron y se encaminaron al Prado. Al llegar a la calle
Loayza, torciendo la esquina, un espectáculo banal y cono-
cido, detuvo sus pasos.
Un grupo de chiquillos desastrados y carisucios perseguía
á un perro que Íos agentes de la Policía habían envenenado
con estrignina. Bl pobre animalucho, flaco, cubierta de
grandes costras su piel lanuda y sin brilloj corría dando
saltos, con la lengua arrastrada por el suelo los ojos inyec-
j

tados en sangre y de mirar torvo, topando con las paredes^


metiéndose entre las piernas de los caminantes. Dete-
níanse algunos de éstos á contemplar, riendo, las horribles
contorsiones del can y otros escapaban llenos de asco y de
horror. Á veces la pobre bestia se echaba al suelo, con las
patas rígidas temblantes y levantadas á lo alto, presa de
feroces convulsiones y entonces se detenía la chiquillada
á celebrar con grandes alaridos las convulsiones del
enclenque animalucho. De un salto se volvía á levantar,
molestado por las patadas de los gamines, y, quejándose,
corría, corría, sediento de espacio, hasta volver á caer por
la centésima vez. Y todos reían Complacidos de que los
agentes púbUcos llenasen de tan singular manera su deber
de sanear la población...
— ¿Con que te ha escrito así Elena? — preguntó lyuján
al llegar al Prado y fingiendo no saber nada de las cosas
de su prima.
— Así me ha escrito. Yo he resuelto no trélveí á sU casa.
— Haces bien y me alegro por ti. Hoy don César te
considera un perdido de marca mayor y cree que de veras
176 VIDA CRIOIXA

mantienes relaciones con la antigua criada de tu madre.



Algún cuento sin duda.

lyC han escrito un anónimo...
Ramírez se encogió de hombros y sonrió. Cómo era ¡

ridiculo, torpe, mezquino todo eso Cómo... oh, la vida


! ¡ ¡ !

Llegaron á los portales y propuso Lujan seguir el paseo


hasta la plazoleta de los kioskos, avenida abajo, á la som-
bra de los eucaliptus y sauces que bordean el pendiente
y ancho paseo.
Lanzaba oblicuamente sus rayos el sol, un claro sol
de invierno, y el cielo ostentaba ese azul que sólo en esas
latitudes se ve. Amarilleaban los rastrojos en las chacras
y ya el viento había arrancado la mayor parte de las hojas
á los álamos que tendían sus escuetas ramas temblorosas.
Caminoabajo, lejos, se veía jugar una ronda de pequeñue-
los vestidos de colores claros.
— ¿En qué piensas? — interrogó Lujan, rompiendo
elacerbo mutismo de Ramírez.
— En nada, — y añadió sacudiendo cabeza y mos- la
trando á dos muchachas que traían su dirección — Esta :

mañana han venido muchas chicas á pasear. Fíjate en


aquellas que vienen por nuestro costado. ¿ Puedes cono-
cerlas ?
Lujan miró en los ojos á su amigo y, compasivo, repuso :

— ¿Qué tienes, Carlos? Te noto otro. Has cambiado


mucho en estos últimos tiempos.
I Ramírez, sin responder á la cariñosa pregunta, insistió
:<

alegremente :

— Me parece á mí que son las Encinas... ¿No crees tú lo


mismo ?
— Lo que creo es que todos los días te vas haciendo
más incapaz. Antes era yo tu confidente y ahora me
huyes...
VIDA CRIOI^IvA 177

— Perdona, Emilio si hoy yo no hubiese ido á tu


:

casa quizás no nos viéramos en mucho tiempo....


Sonrojóse Lujan por el reproche y se disculpó :

— Ya te he dicho que mis labores... ¿Y te has visto


con Arturo?
Ramírez repuso lentamente :

— Ahora ya nadie me busca. Á Arturo hace tiempo


que no ¿Por qué?
lo veo...
— Hace dos ó días me dijo que
tres iría á verte para
pedirte un favor. Está empeñado en que le nombren
subprefecto de alguna provincia y quiere que le apoyes en el
periódico. En la subprefectura ve el sólo remedio á su
situación. Yo le he aconsejado que separe á su mujer
del ambiente de su hogar y se la lleve donde los padres no
puedan verla...
— ¿Y de dónde cree Arturo que yo puede ayudarle?
— Es que no sabe todavía que has dejado periódico. el
— Si sabe, no vendrá.
lo
— No, hombre Por qué crees eso
! ¿ ?
— repuso volviendo á sonreír como
j

— Porque es así,
hombre que ya no se espanta de nada. Lujan, sobre-
saltado, cambió de charla :

— Verdad creo que son las Encinas esas que vienen...


:

Ramírez se detuvo y cogiendo nerviosamente á su


amigo por el brazo dijo con voz opaca :

— ¡ Es ella/
Efectivamente; era la señorita Peñabrava y venía
amorosamente cogida del brazo de Carlota. Desde que el
médico Pedrosa tomara la costumbre de citar en El Eco de
la Patria los nombres de todas las muchachas que iban
al Prado, de ordinario desierto y triste, enorme concu-
rrencia llenaba las avenidas del arbolado paseo y no había
joven casada ó soltera de regtdar posición que no qui-
ty^ VIDA CRIOI,I,A

éiese vetse citada por tan popular periódico, leído y comen-


tado en todos los círculos sociales. Cuando la señorita
Peñabrava no leía su nombre, mandaba con Clotilde pape-
litos á la imprenta « Señor cronista, nos á extrañado mucho
:

no her en la lista de las personas que fueron ayer al Prado


el nombre de la señorita Elena Peñabrava, una de las más
distinguidas, espirituales, elegantes y vellas de nuestra
sociedad....))
En esta mañana, al reconocer las jóvenes á los dos ami-
gos se detuvieron algo azorosas, cuchichearon un momento
y, con disimulo, pasaron á la vereda de frente y conti-
nuaron su marcha, sin mirar, fingiendo no haber reparado
en su presencia.
— ¿ho ves? Esto hace siempre conmigo^ —
dijo Ramí-
rez sonriendo con despecho, profundamente amargado.
lyüj án sintió vergüenza por la ligereza de su prima y no se
atrevió á disculparla y menos á llenar su cometido.
Entretanto, Elena y su amiga, alejándose, parloteaban
con locuacidad de papagayos :

— ¿Qtié estará diciendo de lo que le hemos hecho? Ha


de estar saltando de cólera.
— ¡Cómo está páUdo, por Dios Estará enfermo.
!

— Quien sabe lo que tendrá. Seguramente alguna enfer-


medad contagiosa.
— No seas mala, Carlota —
¡ ! dijo riendo la señorita
Peñabrava con acento que quería ser compasivo y era
indiferente.
—Y tú no seas hipócrita, —
contestó su amiga, tam-
bién riendo. Y
luego, con súbita animación en el gesto y
eñ la voZj le preguntó;
— Dime ¿has de ir al baile de la legación de Chile?
:

I^a señorita Peñabrava repuso con sobresalto y emba-


razada :
VlDA CRIOI^I^A 179

— No; no me han invitado. '

— ¿De veras? •

-^ De veras.
— ¿Y por qué no te haces invitar?
Elena miró á su amiga con ojos sorprendidos.
— ¿Y cómo?
— Bs sencillo que tu padre vaya á legación y
: la
pida tma tarjeta.
— Ay, no qué vergüenza — protestó ingenua-
¡ !
¡
!

mente Peñabrava.
la señorita
Carlota la miró sorprendida :

— ¿Y por qué? Casi todas hacen lo nnsmo. Es cos-


tumbre.
— ¿De veras?
— Ya creo
¡ lo Las {púsose á citar nombres de personas
!

conocidas y respetables) siempre lo hacen. También las


Orondo.
— ¡No digas! ¿También las Orondo?
— ¿Y por qué no? Asi se han hecho conocer.
La Peñabrava guardó silencio. Había tomado la reso-
lución de enviarlo á su padre á la legación...

No dejó lyuján de contarle á Olaguibel, preocupado, la


fuerte impresión que el estado de ánimo de Ramírez le
había producido y le aconsejó ir á verlo :

~ Parece que está resentido con nosotros y no sería


malo que lo buscaras y le hicieses saber, discretamente, las
dificultades que diariamente tienes con tu mujer. A ver
si eso lo consuela. Dicen que mal de muchos...
Olaguibel no pudo ir de pronto. Se habían sublevado los
l8o VIDA CRIOI.I.A

indios en una de las propiedades de su mujer y tuvo que


ponerse en campaña contra los levantiscos colonos. Estuvo
á verle de regreso de su viaje, aun hinchadas las manos
por el uso del látigo y el palo, y era una mañana de co-
mienzos de primavera, tibia y alegre. Lo encontró acos-
tado y leyendo su inseparable Don Quijote. Estaba ojeroso,
pálido. En su revuelta cabellera negra saltaba el brillo
de algunas canas y su inculta barba oscura, que se la había
dejado crecer desde hacia poco, hundía en sombras su
rostro moreno y flaco. Sobre la mesa de noche tma botella
de coñac ponía reflejos de cobre al mármol de la mesa...
También sintió Olaguibel inmensa conmiseración por su
amigo... I/C obligó á levantarse y, quieras que no, se lo
cargó — otra vez
¡ ! —el Prado. Olaguibel estaba enve-
jecido, descuidado, deplorable. Con voz marchita y acento
melancólico, le contó sus desventuras...
¡ No era feliz Se casó porque le pesaba la soledad y
!

creía tener en su casa esas pequeñas fruiciones inheren-


tes á un hogar bien constituido, y se había engañado.
Entre él y su mujer no existía ni la más remota semejanza.
Él era ordenado, metódico, meticuloso en sus cosas, amigo
de la paz y el orden y su mujer era perezosa, egoísta, indo-
lente. Educada bajo la ficción de la riqueza, creía que
todos le debían acatos y homenajes y ella nada á los demás.
Acostumbrada á mandar á las criadas de su madre, á no
hacer nada por sí, á encontrarlo todo al alcance de las
manos, consideraba una humillación el entenderse perso-
nalmente con el manejo de la casa, arreglar sus detalles.
Pasaba las días pegada al balcón de la alcoba, ó bien
tendida en un diván, oyendo y comentando los chismes
que le llevaban sus hermanos —tenía dos, — y si no
hojeando catálogos de modas ó figurines, haciéndose
rizos, empolvándose la cara, puliéndose las uñas. Jamás
VIDA CRIOIJ.A l8l

se la veía coger un libro. Si algo leía, era la crónica social


de El Eco de la Patria... Le habían hecho consentir en que
era bonita y estaba pagada con la idea. Se sentía feliz,
dichosa con ella. Y
encontraba incompatible y aim absurdo
que una mujer bonita se preocupase de las pequeñas
tareas del hogar, ocupación ordinaria y propia de gentes
vulgares. Casóse ella para crearse un círculo correspon-
diente á su rango y ante el cual pudiese lucir sus trajes,
y le guardaba rencor á su marido que no representaba
en la sociedad el papel que ella le había atribuido, sedu-
cida por las alabanzas de aquél, y lo abrumaba con repro-
ches cada vez que Arturo, fastidiado por el desorden y el
abandono de su casa, tenía la pretensión de llamarla al
cumplimiento de sus deberes. Entonces, con palabras duras
le echaba en cara su oscuridad sin cesar de oponer á su
apocamiento é insignificancia, la notoriedad de su amigo
Lujan, quien, según ella, estaba destinado á jugar un
importante papel en la sociedad y en el mundo de la polí-
tica, quedando para su marido y el hereje de Ramírez, la
oscuridad, el desdén, el olvido...
Y Olaguibel, cansado, triste, se sentía poco á poco más
aburrido con su esposa, pareciéndole el colmo de la tes-
tarudez el que ésta no comprendiese que con solo ser
algo cuidadosa en el arreglo de la casa, con darle un poco
de libertad, haría de él cualquier cosa, su esclavo, pues sus
sentimientos de independencia eran fácilmente domables,
sus gustos simples pedían poco para encontrarse satisfe-
chos, sus ambiciones modestas sólo le exigían esas pequeñas
fruiciones que á los espíritus Hmitados procura la amistad
interesada de los personajes del día y el goce de algún pres-
tigio social ó político que haga codiciable su suerte á los
demás.
Ahora, como un medio de transacción y para librar á la
11
l82 VIDA CRIOIrLA

mujer del influjo deprimente de sus padres, había dejado


su empleo comercial y estaba resuelto, por consejo del
candidato, á perseguir otro administrativo lejos de la
población. Echaría mano de aquél, cuyo ascendiente
político se acentuaba más cada día y él mismo, Ramírez,
podía ayudarlo. No pedía mucho se contentaba con la
:

subprefectura de Pacajes ó de cualquiera otra provincia...


— No, no es lo mismo, che, —
concluyó amargamente
Olaguibel. —
Tú te haces mil ilusiones, sueñas mil encan-
tos y... nada ! Lo mismo que las otras ¿Recuerdas lo
í ¡ !

que me aconsejaba Lujan? Me decía que no me casase;


yo creí interesado su consejo y tenía razón. Y ahora yo te
digo á ti : « No te cases nunca...»
Entraron al Prado y siguieron por la avenida de la
derecha, la angosta y larga avenida sombreada por el
espeso ramaje de los árboles copudos. Una honda acequia
cavada al pie de los troncos y cuyo bulUcioso y turbio
caudal había puesto al descubierto las raíces, salpicaba en
sus caídas los botones de oro que crecían en los bordes de la
acequia, cubiertos de césped. Algunas avecillas piaban dis-
cretamente entre el follaje; y los rosales silvestres, plan-
tados á lo largo de la línea de troncos, en calles que impe-
dían ver la avenida del centro, despedían penetrante per-
fume y daban al paseo grato aspecto de rusticidad, des-
aparecido ya hoy merced á las modernas construcciones y á
la nueva plantación de árboles importados del extran-
jero...
Al llegar al fondo de la avenida, casi cerca de los portales
empapelados con papeles que representaban escenas de
caza y tranquilos paisajes con lagos de onda muerta,
rumor de risas cristalinas se elevó de la avenida del centro.
Y vieron los amigos, por entre los huecos del ramaje, un
alegre grupo de jóvenes, entre los que Ramírez reconoció
VIDA CRIOtl/A 183

á Elena. Cogió al amigo por el brazo y le obligó á dete-


nerse tras el cortinaje de ramas que los ocultaba por com-
pleto.
Las jóvenes estaban sentadas en uno de los bancos, bajo
la sombra espesa de un viejo sauce llorón á cuyo melan-
cólico ramaje habían enredado sus grandes flores rojas
un tumbo y un floripondio. Tantas eran los jóvenes que
formaban dos grupos y hablaban todas con animación, con
fiebre, á la vez, llenando de risas el paseo y haciendo volver
la cabeza á los paseantes. Hablaban de modas y de amo-
ríos; se feHcitaban por sus trajes y se hacían bromas de
sus conquistas, mezclando ambos motivos de conversación
y asociándolos íntimamente.
De pronto una de ellas, señalando á un hombre que
marchaba por el medio de la avenida central leyendo un
libro, dijo con voz alegre :

— Allí viene Marino.


— Ah, Marino
¡ !

Se volvieron todas con viveza y vieron á un hombre


joven, moreno, casi encorvado, elegante, acicalado.
— Marino
¡ Marino
! ¡ !

Repetían el nombre cariñosamente, con deferencia. En


muchos labios aparecieron sonrisas plácidas.
El joven cerró el Ubro, y descubriéndose, avanzó hacia
las jóvenes y sonriente, almibarado, detúvose á saludarlas
tendiéndoles elegantemente la mano :

— ¿Qué Marino?
tal,
— ¿Dónde se nos ha perdido, Marino?
— ¿Qué de su vida, Marino?
es
El joven, sin dejar de sonreír, habló con marcada acen-
tuación chilena :

— Esta es una reunión de hadas... i Qué de grazia


reunida, por diozito mío! ¿Que dónde estuve? Pues

k
184 VIDA CRIOI.LA

trabajando, amables zeñorítas.En la legación no nos damos


ahora punto de reposo.
— ¿Verdad que su ministro piensa ofrecernos un baile
como el del Perú? Eso es distinguido...
— ¿Y cómo está la novia?
— ¿Y por qué no estuvo usted en el baile de la lega-
ción del Perú?
— ¿Y...
Hablaban todas á vez, la prometedoras...
solícitas,
— Quién es este mono — inquirió Ramírez á Olaguibel.
¿
?

Arturo hizo im gesto desdeñoso :

— No sé con certeza. Creo que es uno de secretarios los


de legación de
la Chile.
— ¿Y qué está usté leyendo ahí? — pregimtó una de
las muchachas que no había dirigido la palabra al mono y
sonriéndole graciosamente.
— Una obra admirable, El Discípulo, de Bourget. Uste-
des seguramente la conocen. ¿Verdad? —
dijo con énfasis
el mono levantando el libro á la altura de los ojos.
Una piedra cayendo en un charco de ranas, no habría
producido más silencio que la pregtmta del diplomático. Se
miraban unas á otras las jóvenes, cohibidas.
Ramírez cogió á Olaguibel por el brazo y lo arrastró tras
de sí :

— ¿ho ves? Esto causa horror. Casi todas nuestras


mujeres son así sólo son hábiles para hablar de modas,
:

bailes ó amoríos. Desde el instante que se les saca de ese


terreno, fuera las pobres se encuentran perdidas y no
i
!

saben cómo responder á ima pregunta de un pedante


como ese que todavía cree que se puede aprender psico-
logía en las novelas de Bourget, hechas para mujer-
zuelas de confesonario y de salones donde... Ven, vamo- ¡

nos; esto causa espanto !. ^


Pasaron todavía dos meses y el verano se anunció man-
chando el purísimo azul del cielo con deformes nuba-
rrones blancos, altos por el momento y que no tardarían
en deshacerse convertidos en lluvia.
Don César Peñabrava, más por vanidad que por deseo,
trasladó á su famiha á Obrajes, á la casita sórdida y des-
mantelada del fin del pueblo.
Bn el jardín levantado sobre el río en forma de gradas,
florecían los miosotis al piede los claveles y los rosales y
una acequia, saltando en su tortuoso lecho, unía su can-
ción de burbujas al piar glorioso de los mirlos, gorriones,
jilgueros y kochifaches. Habían construido las aves sus
nidos entre el frondoso ramaje del viejo sauce llorón, y las
gentes, alrededor de su tronco, levantaron una rústica
mesa hecha de barro y de ladrillos, paradero en las tardes,
después del baño, de la familia Peñabrava.
Eran tardes plácidas, llenas de silencio y tibias. Sólo
el ruido del río turbaba la santa quietud del valle, ó un
lejano bufido de algún toro en celo, ó el furioso ladrar de
un can. El poblacho parecía dormido y se le creyera
muerto si el obstinado tropel de borricos, llamas y muías
no sacase de su quicio á la vecindad perezosa...
Al finalizar el mes de octubre, y por pocos días, volvió
la familia á la ciudad. I^aurita dejaba el internado para
l86 VIDA CRIOIvLA

las vacaciones, y no quería perder las fiestas de difuntos,


Elena.
Al regresar, llevó ésta consigo á su amiga Carlota, y
pronto se aburrieron las dos. Ninguna belleza descubrían
sus ojos en el campo y preferían la ciudad. Extrañaban
los paseos, las visitas, y, sobre todo, las retretas. Para ma-
tar de cualquier modo el tiempo y el fastidio, remontaban
la calle principal y única del pueblo y se distraían con
los patitos recién salidos del cascarón que, cual bellotas
movientes, se metían al agua lodosa de la acequia que
por medio de la calle corre, arrastrando restos de coci-
na y otras suciedades, regalo de los hambrientos canes.
Una mañana, á instancias de doña Juana, se levantaron
con el sol y descendieron el camino de Calacoto abierto
sobre el río y en las faldas de los cerros. Baja ese camino
por las laderas, se hunde en las quebradas, y mira el río
que corre de un lado á otro de la playa, haciendo eses,
metiéndose por los pies de las huertas, ó arrastrándose
muelle por la playa cubierta de guijos y enormes pedrones
de granito.
Era una mañana sin sol, tristona. Á eso de las ocho ima
lluvia menuda, tibia, imperceptible casi, principió á caer
lentamente, lentamente, con desesperante persistencia.
Las jóvenes buscaron refugio en los portales de una casita
abandonada de indio y se sentaron en un poyo de barro, á
la vera del camino.
Concluía allí el cerro y sus faldas por ese lado se ten-
dían suavemente en la playa y caían hoscas y á pico por el
otro, vecinas al río Calacoto. El camino lindaba en ese
punto en una tapia defendida por espinos y cardos. Al
otro lado de ella se extendía una huerta de duraznos, ale-
gre en aquella hora por los trinos de una bandada de jil-
gueros. Avecindando con la huerta y en la cultivada
VIDA CRIOIXA 187

delta de los ríos Calacoto y La Paz, algunas indias, diez ó


doce, elegantemente ataviadas con sus phullos y polleras
de colores vivos, cosechaban arbejas cantando sus melan-
cólicas canciones, monótonas, gemebundas, que tomaban
aire de melopeas el mezclarse al perenne ruido de los ríos.
Corrían las aguas chocando en inmensos pedrones de gra-
nito, encima de los cuales estaban posados algunos cuer-
vos, unos con las alas extendidas cual si volasen en seco y
otros espurgándose indolentes y confiados.
Pasaba y pasaban en caravana lastimera y doliente, los
viajeros indios y sus ennegrecidos rostros causaban alas
melindrosas jóvenes invencible aversión. Y, sin embargo,
no todos eran morenos y en algunas indias eran blancos y
no mal parecidos. Los de color claro habitaban los valles
vecinos á la ciudad y sus trajes nuevos acusaban la hol-
gura de su bolsa; los más morenos, raídos, canijos, de greña
áspera y huraño mirar, moran la sierra, las nevadas altu-
ras, paradero de llamas y cóndores y las quiebras abrup-
tas de lUimani...
— Qué triste es todo esto, por Dios
¡
! —
dijo la señorita
Peñabrava señalando los cerros rojos manchados en tre-
chos, y como por descuido, de un color plomizo, casi negro
y que se levantan frente al camino, al otro lado del río.
Bn la falda, rodeada de tunales y en tma plataforma
hecha en un corte brusco del cerro, se erguía una casita
pequeña de indio, alegre con su establo donde ahora balaba
persistente el rebaño deseoso de triscar por cerros y lla-
nos.
Carlota no repuso. Desde hacía rato tenía los ojos
inmóviles sobre la galería de una casa de indio, vecina al
solar donde estaban guarecidas. Á la sombra del establo,
una india joven y fuerte, con el poderoso y erecto seno al
aire, desnudos y membrudos los brazos limpios de vello,
! !

1 88 VIDA CRIOLLA

ordeñaba las ubres de una vaca negra,


alta, de lustroso
pelage y arisca. Sujetábaloternero por las patas
al
traseras, un indio también joven, que miraba inipasible
los duros senos de la india.
Elena se volvió hacia el punto que miraba su amiga y al
ver el un vivo rubor encendió sus mejillas.
cuadro,
— Jesús
I
Cómo son inmorales estas indias
! j

Había cesado la garúa y emprendieron el camino de


regreso á la chacra.
Otro día, y no siquiera por curiosidad sentimental, sino
porque sus vagabundeos las había llevado por ese lado,
fueron las jóvenes al sitio donde Elena dejara que Ramí-
rez, por primera y última vez, gustase el sabor de sus la-
bios. Si algo sintió la señorita Peñabrava al recordar,
frente al paisaje, ese incidente de su vida, fué ima espe-
ciede vergüenza mezclada de satisfacción. Cómo habían ¡

cambiado para ella los tiempos desde aquel entonces!


Su existencia de hoy no era ni la sombra de la de
ayer.
Hoy, las gentes más conocidas de la ciudad ya no sen-
tían escrúpulos en andar, colgadas de su brazo, por las
retretas y los paseos públicos los aspirantes á su mano y
;

á su fortuna eran los más solicitados jóvenes de la aris-


tocracia; los mejores y más leídos periódicos citaban su
nombre sin que ella se viese obligada á mandar papelitos
anunciando el día de su cumpleaños y de las reuniones
mensuales en su casa... Era feliz
¡

A fines de noviembre comenzó el tiempo á descompo-


nerse, lylovía casi á diario y el río aumentaba de caudal.
Corrían las oscuras aguas reventando contra los pedrones
de granito y haciendo temblar desde los cimientos á la
casita gris y desmantelada.
Don César dio orden de partida. Se aproximaba ya el
VIDA CRIOLLA 189

período de las elecciones y era preciso preocuparse de los


trabajos preparatorios.
Aprovechó de esta circunstancia Elena para llevar á
cabo un proyecto que de algún tiempo á esta parte venía
acariciando. Viendo que entre las personas de copete ha-
bía muchas que aun se mantenían rehacías á su amistad,
pensó que era indispensable hacer más frecuentes los días
de recepción en su casa. Bien sabía ella por lo que había
visto, oído decir y aun por propia experiencia, que no
eran muchas las gentes que dejasen pasar dos invitaciones
seguidas sin acudir á la casa del invitante. Había entonces
que reducir á esas personas, vencerlas, ó, sino, humillarlas.
Sólo que — y aquí la dificultad, — su salón no era lo sufi-
cientemente amplio ni los muebles respondían á la fama
de ricos que tenían sus padres, y á sus deseos de lujo y
ostentación.
Dio parte del proyecto á su madre y á Carlota, y
éstas lo aprobaron enteramente. Ahora sólo quedaba lo
más difícil convencer á don César en la necesidad de com-
:

prar nuevos muebles y abrir la bolsa con más frecuencia


y menos refimfuños.
Mañana y tarde, á la hora de la comida y del almuerzo,
ella, su madre ó Carlota, con ó sin motivo, poníanse á
hablar de los salones de sus conocidas, del color de los
muebles, del buen gusto que tales ó cuales tenían para
arreglar su casa, y, sobre todo, de la consideración que
éstas ó aquellas gozaban en la sociedad y debida única y
exclusivamente á las frecuentes reuniones dadas en honor
de sus amistades. — « ¿Quién las conocía hace tres años
á las Montenegro? Nadie, pero desde que daban frecuentes
bailes y reuniones...» Don César escuchaba y comía, sin
despegar los labios, serio.
Al fin, una noche habló claro y sin reticencias doña
11.
J90 VIDA CRIOI,I,A

Juana. Era preciso imitar á las Montenegro. Elenita ya


estaba en la edad de pensar en un novio que le conviniese.
Además, la situación de él como candidato por la ciudad,
sus compromisos políticos, la respetabilidad de su situa-
ción, le ponían en la obligación de comprar otros muebles
más presentables y elegir otra pieza más amplia de la
casa para que sirviese de salón, pues la que de tal hacía,
era de reducidas dimensiones y no podían caber muchas
parejas en ella. Á pesar del tono autoritario de su con-
sorte, opúsose en un principio don César al trueque y si
transigió al fin, no fué tanto á las órdenes recibidas, pues
no era hombre capaz de hacerse intimidar ni aun con el
mismo demonio cuando se trataba de disminuir las ren-
tas, sino á la poderosa consideración de que siendo ya
visible su notoriedad y muchos los méritos que le atri-
buían los amigos poHticos, le era indispensable rodearse
de cierto aparato en armonía con su nueva situación y sus
más nuevas aspiraciones...
Hízose dar entonces baño de pintura al tumbado de la
habitación más grande de la casa, se cubrieron las paredes
de un papel azul con medallones dorados, se sustituyeron
los envejecidos muebles con otros comprados á un rico
que se marchaba á Europa y á los que se hizo poner nueva
vestimenta por ser demasiado conocida la vieja; vendióse
á precio irrisorio el antiguo piano de teclas amarillentas y
gastadas y se le reemplazó con otro mejor, de la misma
procedencia que los muebles y al que se le mandó
construir, para disfrazarlo, una gran funda de paño
rojo que resaltaba vigorosamente sobre el azul desleí-
do de las paredes. En el comedor se instaló un enorme
repostero con vidrios, en los muros se colgaron oleogra-
fías reproducidas de los cuadros de caza de Deschamps, se
compró una vistosa lámpara colgante y una docena de
VIDA CRIOLITA 191

sillasforradas en cuero y estrenóse todo esto el día del


cumpleaños de Elena, admirable flor de carne, con un ban-
quete de confianza al que asistieron las señoritas Orondo,
Andrés Rodríguez, Guilarte y otros. Al final del banquete,
Guilarte repitió su brindis de la chacra, celebrando la
determinación de don César de mezclarse en la política
del país y augurándole seguro triunfo en las futuras elec-
ciones...
Pero hizo más don César. Pensó en su persona. Hasta
entonces, sólo había usado á guisa de cuello un pañuelo
de seda negro anudado al cogote y prendido por un alfi-
ler de cobre. Proscribió el pañuelo, se proveyó de media
docena de camisas baratas y, por la primera vez en su
vida, se hizo dos trajes á un tiempo, de levita el uno y de
jaquel el otro, compróse un sombrero de copa, zapatos
de charol y tm bastón con puño de estaño que bien podía
pasar por plata y, dueño de estas prendas, se sintió otro,
;

más noble, distinguido, más persona. Luego, y pareciéndole


natural que un hombre elegante y candidato á la diputa-
ción poseyese por lo menos ciertas ideas generales sobre
los problemas económicos y políticos del día y supiese la
manera de atraerse partidarios, resolvió acudir á las luces
de su sobrino Lujan para que éste le indicara lo que de
preferencia debiera conocer un hombre público. Lujan,
al oir la petición de don César, tomó una actitud digna
y respondió solemnemente :

— Hay que comenzar por la geografía, tío.


Don César abrió los ojos sin alcanzar á comprender qué
relación podía existir entre la geografía y la política :

— ¿La geografía?
— Perfectamente, tío.Para comprender un país es pre-
ciso antes darse cuenta de sus condiciones geográficas; de
allí va usted al estudio de sus costumbres, que son.
192 VIDA CRIOr.I.A

puede decirse, resultado de aquellas así por ejemplo, la


:

comunidad incásica, es el producto del suelo del altiplano.


Luego, del estudio de las costumbres, pasa usted á la de
las instituciones ó sea la ética (¡ !) y en seguida se remonta
á la previsión de los problemas inmediatos que es propia-
mente la política, y aun aquí está usted obligado á cono-
cer los problemas de los demás pueblos, peculiares á cada
uno y que son el producto de su organización, de sus ins-
tituciones, de la raza. También...
Don César le atajó con gesto de espanto :
'^

— ¡ Basta, basta muchacho, por Dios ! ¿Es que todo


eso conocen los demás?
— No, tío; pero están obligados...
Don César golpeó los hombros del sobrino y le dijo
riendo con sorna :

— Entonces, hijo, dime lo que saben los otros y déjate


de zonzeras. Todos eso de ético y pamplinas son cosas de
ustedes que han viajado por el extranjero y nos vienen á
embaucar. Lo más importante, yo creo, es de leer los dis-
cursos de Castelar.
— No, tío, no
¡

protestó, consternado. Lujan.
!

Leyendo á Castelar aprende usted á hacer frases y nada
más. Hay que estudiar por lo menos un poco de historia,
otro de geografía y otro de economía política, sin descuidar
por cierto, la historia patria...
— Para historias estás vos; y si todos te oyeran, yo creo
que nadie sería nadas.
Y lo dejó plantado al sobrino y más bien resolvió pedir
consejo á Guilarte que iba á su casa todas las noches de-
seoso de rolar con gente distinguida y de jugarle una mala
pasada á su amigo Rodríguez haciéndole la corte á Elena...
Cuando Guilarte recibió la consulta, se puso, como Lu-
jan, grave y solemne y falló :
:

VIDA CRIOI.I.A 193

— Léase por dos ó tres veces la constitución del Estado


ó sea la magna carta y, si posible, apréndasela de memoria.
— ¿Y geografía? —
preguntó don César, íntimamente
convencido de que Guilarte era más instruido que su so-
brino.
Al oir la pregunta abrió los ojos el periodista y sin po-
der reprimir una sonrisa olímpicamente desdeñosa,
repuso :

— ¿Y qué se ha de hacer con la geografía ? Ya usted sabe


que por el momento nuestras cuestiones de límites no
ofrecen novedad alguna y no se han de tratar en este con-
greso. Si usted quiere...
— No, hombre, no; yo no quiero nada, sino que mi
me ha
sobrino Emilio dicho...
— Permítame decirle, don César, que su sobrino Lu-
jan tiene las ideas más raras del mundo. Figúrese usted
¡

que ahora nos ha saltado con que nuestras ideas, nuestro


modo de ser, con el producto... Ja, ja, ja!... ¿de qué
¡

cree usted?... pues del suelo, don César, del suelo... ¿Com-
prende usted eso?
Don César repuso en el acto sin comprender nada
— Á mí me ha dicho lo mismo y aun me ha asegurado
que los Incas eran pobres por el suelo cuando un niño de
escuela sabe que al contrario tenían muchos tesoros y sus
ropas estaban bordadas en oro. Ó sino ¿cómo hubiese
podido reunir ese Inca un cuarto de oro y otro de plata
para dárselos á los españoles? Pero no hay que hacer caso
de Emilio... Oh, mi don Pedro No vaya usted nunca al
¡ !

extranjero. AlH aprenden sólo á ser farsantes.


— Ya lo creo que lo es Emilio. Tiene imas ocurrencias...
Ahora ¿sabe usted cuál es el mejor medio de conseguir
electores? Dé usted fiestas, hágase amigo de los artesa-
nos más influyentes y convide usted alcohol á troche y mo-
194 VIDA CRIOI,I,A

che. No hay nada como el alcohol y un poco de di-


nero...
É hizo don César lo que tampoco había hecho jamás
en su vida :se suscribió á tres periódicos para ponerse al
corriente del movimiento político del país. Tenía la can-
didez de creer que los periódicos reflejaban una opinión
cualquiera; compró un ejemplar de la Constitución, los
discursos de Castelar, un tratado de Economía Política y
cuando, decidido á meterse todo esto en la cabeza, quiso
ponerse á estudiar, vio que le sería imposible aprender
tantas cosas y tan profundas á la vez. Su vida de trabajos
manuales no le había permitido adquirir el hábito déla lec-
tura. Él creía que leer era ocupación que no necesita apren-
dizaje y en cuanto cogió uno de sus libros vio que cada
una de sus páginas le causaba efectos de narcótico. Y
pese
á su buena voluntad y mejores intenciones, guardó los
libros y prefirió más bien seguir la segunda parte del
consejo de su amigo Guilarte.
Todos los domingos, en su casa ó en el campo, según la
calidad de las gentes, ofrecía banquetes á sus amigos polí-
ticos de distinción y alegres fiestas campestres á sus par-
tidarios artesanos, alternando aquellos con éstas. Gui-
larte, Rodríguez y Lujan eran los encargados de los dis-
cursos en los banquetes. Todavía no se atrevía el anfitrión
á dirigir la palabra en reuniones de gente letrada y sólo
desataba la lengua en los aptapis ofrecidos á los artesanos.
Y fué en el curso de tales fiestas donde Andrés Rodríguez se
hizo perdonar con Ivuján la paliza propinada á éste en la
mancebía, le devolvió su estima y conquistó definitiva-
mente el corazón y la voluntad de la señorita Peñabrava
á la que dio palabra de matrimonio y de cuyos labios
arrancó, junto con sabrosos besos, la promesa de un amor
inextinguible.
;

VIDA CRIOI^tA 195

Una vez metida Elena en amoríos con Rodríguez, con-


siderado en la ciudad como uno de los mejores partidos
por los antecedentes de su familia, su envidiable posición
social, su fortuna, su fama de inteligente y hasta su buena
apariencia física, sintió vergüenza por su pasado de oscu-
ridad y privaciones renegó de las remembranzas que ese
;

pasado suscitaba á veces en su memoria y proscribió


definitivamente de su corazón el recuerdo de Ramírez.
Carecía para ella el mozo de toda buena cualidad no era
:

ni elegante, ni estimado en el gran mundo. Decían algu-


nos que era inteligente; pero el talento para ella era una
cualidad secundaria. Quizás lo único que tenía Ramírez
era ser bueno. Así por lo menos lo barruntaba, aunque
sus amigas dijeran que eso no era bondad sino tontería,
en lo que también estaba por creer...
Pensaba de la suerte la moza cuando las contrariedades
afligían su espíritu. Porque, la verdad, no era del todo plá-
cida su vida. Había en ella ciertas sombras que no alcan-
zaban á descubrir quienes de lejos la envidiaban. Todo lo
suyo despertaba en sus amigas celos, y odios y rivalidades
y cada uno de sus triunfos le costaba muchos sinsabores.
Y quien se complacía en atizar esos sentimientos en las
otras, inventando toda suerte de pequeneces, era Carlota,
la amiga íntima, enferma de rencor al pensar que estaba
condenada á quedarse siempre soltera...
Las más de sus amigas de colegio y juventud, casadas
ya, eran madres de famiUa y ocupaban alta situación en
el mundo respetable. Sólo ella se había rezagado en esa
carrera de la busca de la dicha. Y quienes la galanteaban
haciéndola consentir en la probabiHdad de un matrimo-
nio, no era sino por pasar el tiempo y divertirse, pues nadie
querría casarse con una mujer ya madura de edad y acos-
tumbrada á no prescindir de ninguna fiesta y andar
196 VIDA CRIOLLA

siempre de un lado para otro, gastando el dinero en cintas,


plumas y trapos.
Creyó Carlota que este alejamiento dependía de la poca
riqueza de sus trajes y sintió entonces crecer en su alma el
odio hacia Elena, siempre bien puesta, halagada, solicitada. ..
Tal cosa estaba lejos de sospechar la joven. Yvivía
contenta con su amistad, oyendo sus consejos, siguiendo
sus advertencias, haciéndose consolar en sus aflicciones
muy pronto olvidadas en el lento ajetreo de su vida inco-
lora...
XI

Clamoreo de tambores y flautas indígenas anunciaron


las fiestas de Navidad.
De noche, y viniendo de los salones donde aun quedaba
la piadosa práctica de hacer nacer al Niño para alegría de
devotos, refugio de desesperanzados y consuelo de almas
añoradoras, oíanse alegres é inocentes villancicos canta-
dos por grupos de gamines desastrados y traviesos. Iban
los carisucios provistos de sonajas, panderetas y pajarillos
y acudían á los salones con apetito y animación de hormi-
gas para cobrar, en pago del enloquecedor concierto de
sus notas desconcertantes, las primeras peras verdes que
salen á lucir en los canastos de las fruteras, como esperanza
de primavera pródiga en sol y frutos.
Inusitado trajín animaba las calles, de ordinario silen-
ciosas en la noche. Y es que los fieles, no bien concluido el
modesto yantar, echábanse fuera ansiosos de recorrer,
una á una, las casas que á tan piadosa costumbre aun per-
manecían adictas por aquél no distante tiempo, y cuyas
puertas se abrían á quien se diese el trabajo de pasar por
ellas.
Indefectiblemente aparecía el Niño en un establo, en
brazos de su madre. Bueyes apacibles, mansos y humildes
borricos y ovejas de albo vellón, pastaban entre las ma-
igS VTOA CRIOI,I,A

duras mieses. Una vaca, amorosamente inclinada hacia


el Niño, le daba calor con el vaho de su aliento los Reyes
;

Magos caminaban por el desirto llevando en manos sus pre-


sentes y siguiendo el fulgor de la anunciadora estrella,
pendiente del tumbado por un hilo invisible. Estaba el
establo en las lindes de una llanura; en medio había un
lago poblado de aves marinas y lindaba la llanura por ele-
vadas montañas cubiertas de pinos, con sus cimas coro-
nadas de nieve y los flancos ricos en torrentes y cata-
ratas que iban á alimentar el caudal del lago...
Acudían los devotos á estas casas llenos de contrición y
respeto entraban los desastrados chicos y, también emo-
;

cionados, rompían en loca fanfarria chillando con sus


vocecitas ya destempladas por los continuos canturreos :

Esta noche es Nochebuena,


Nadie tiene que dormir

Y no se dormía, en efecto.
Tampoco era posible.
Del atardecer hasta media noche no cesaban de traji-
nar las gentes en pos de los susodichos nacimientos y sólo
se detenían cuando las campanas de todos los conventos
é iglesias lanzaban su tonante voz de bronce llamando á la
misa de gallo, oída con santo fervor y profundo recogi-
miento...
Pasada la misa, recogíanse las familias- á sus hogares á
tomar la consabida picana y á bailar, llenas de tonificadora
alegría, de gozo sentido, de espontáneo entusiasmo, los
bailecitos de la tierra, en tanto que por las calles oscuras
recorrían innumerables pandillas de gentes del pueblo dete-
niéndose en los puestos de ponche, provisoriamente ins-
talados en las plazas. Cada grupo llevaba su respectiva
orquesta y en cada orquesta gemían los violines y se que-
VIDA CRIOIvI^ 199

jaban las quenas tristes. Y


noctámbulos, ebrios de
los
alcohol, penetrados del santo misterio de la
y turbador
navidad, lanzaban al aire frío de la noche y con voz pre-
ñada de sollozos, esos villancicos de fúnebre intención
traídos por los descendientes de los conquistadores y en
los cuales la raza parece reconocer sus propias tristezas y
sus mismas inquietudes :

lya Nochebuena se viene,


I/a Nochebuena se va
Y nosotros nos iremos,
Y no volveremos más...

Entre las muchas casas que por tradición tenían la le-


gendaria y poética costumbre de arreglar nacimientos y
celebrar con bailes el advenimiento del Niño-Dios la
noche del 24 de diciembre, después de la Misa del Gallo,
era justamente renombrada la de las señoritas Montene-
gro y los amigos de ella esperaban impacientes la llegada
;

de la tradicional fiesta, y, más que de la fiesta, de la invi-


tación que para celebrarla recibían todos los años, con
regularidad loable y simpática.
En este año de 189... el Eco de la Patria primero, y
después los demás periódicos, contaron, como de costum-
bre, y con muchos días de anticipación, que los prepara-
tivos en casa de las mencionadas señoritas en esta vez
eran excepcionales y realmente solemnes.
« Toda La Paz ha de estar invitada» —
decían, con
fruición, quienes parecían enterados de los proyectos de
aquellas; y no se hablaba de otra cosa que del baile de
Navidad de las señoritas Montenegro, de los trajes que
llevarían las principales invitadas, ya conocidos en los
cuatro costados de la ciudad merced á la indiscreción de
200 VIDA CRIOI.I.A

las costureras y á las alabanzas de los dueños, y se sabía,


por ejemplo, que el traje de la señorita Peñabrava sería
crema con adornos plateados; azul el de Carlota, rosa el de
las Orondo, para no citar sino los de las personas de nues-
tro conocimiento; y no había quien dejase de inventar
algún detalle sobre la fiesta, ó sacase á rodar un rumor cual-
quiera sólo por pasar el tiempo y matar las horas... Estos
rumores callejeros eran recogidos por los periódicos. Y
así, día á día, las gentes y los papeles, no se preocupaban
de otra cosa que del baile de las Montenegro, de veras
interesados, de veras curiosos.
Doña Juana Peñabrava y su hija pasaban horas enteras
hablando de la fiesta, previendo lo que en ella se vería,
calculando el número de invitados, gozando de antemano
de las lisonjas dedicadas á la elegancia de sus trajes y al
esplendor de sus joyas, la mayor parte falsas. Y era una
de sus fruiciones mostrar sus prendas cuyo precio cua-
druplicaban, y vivían poniéndose polvos de arroz á los
senos, la cara y las manos; ensortijándose el cabello con
papelillos de plomo, suavizándose el cutis, acostándose
temprano para tener fresca la tez, como dice que lo hacían
muchas cuyos nombres andaban en boca de las malicio-
sas gentes...
El 21 de diciembre lanzaron á circular sus tarjetas de
invitación las Montenegro y el 23 aun no las habían reci-
bido en casa de las Peñabrava. Una justa inquietud cun-
dió en la señora y su hija y subió de punto cuando Carlota,
con mahcioso gesto, les dijo que ella sabía de segura
fuente, que las Montenegro sólo reimirían en sus salones
á las personas de verdadero tono... El mismo don César,
indiferente á las alarmas de su hogar y muy preocupado
en reimir electores y partidarios, hizo un gesto de sorpresa
al saber que los suyos no habían recibido ninguna invita-
;

VIDA CRIOLITA 201

ción... Como hombre ducho, y á parte de convenir que era


censurable ingratitud en las Montenegro no corresponder
en la misma moneda las halagadoras invitaciones y las
frecuentes visitas de su hija y de su mujer, pensó que algún
grave motivo debieran tener aquellas para, á despecho de
las siempre graves consideraciones de reciprocidad, excluir-
las de su fiesta llegando á sospechar, en exceso de ma-
;

licia aguzada de poco há merced á su obligada asistencia


al Directorio de su partido, que en esta exclusión tenía
buena parte su joven amigo y buen propagandista Andrés
Rodríguez. Durante mucho tiempo se había dicho en la
ciudad que Rodríguez era aceptado en casa de la Monte-
negro en calidad de novio de una de ellas, y ahora, á
excepción de Ramírez, nadie ignoraba que el aristocrá-
tico y elegante joven cortejaba á su hija y... caramba !...
¡

la verdad... Y así se lo explicó á su consorte; pero la


buena señora no quiso prestar oídos á ninguna razón. Para
ella y su hija la única razón, clara y terminante, era que
las Montenegro querían humillarlas, hacerlas ver el poco
aprecio que les tenían, y esto si que no se lo perdonarían
en jamás de los jamases.
Y llegó el 24, mas no la tarjeta. Hubo gran duelo ese
día en casa de don César. Doña Juana se fué de palabras
duras con Clotilde, porque ésta, al servir el almuerzo, ha-
bía quebrado un plato la amenazó con echarla á la calle
:

Elena se deshizo el moño y pasó el día en su alcoba,


llorando. Sentíanse las dos heridas en su amor propio,
humilladas, y á su dolor se mezclaba la pena de haber gas-
tado inútilmente el dinero comprando vestidos, adornos,
y otros menudos objetos.
Don César no pudo permanecer indiferente á tanta
aflicción, y discurriendo el modo de tomar debida ven-
ganza de las Montenegro, halló una idea que le pareció
202 VIDA CRIOIXA

genial, simplemente. Aconsejaría á su mujer dar un faus-


tuoso baile en Año Nuevo excluyendo de entre los invi-
tados á las orgullosas jóvenes... De perlas les supo la idea
á las inconsolables.Y quizás por la primera vez de su vida
encontraron que don César, bajo apariencia de bonus
vir, era un hombre inteligente. Asi se lo dijeron, sin reser-
vas, y sintióse feliz el caballero con la alabanza recordó
:

que el reconocimiento de los propios méritos comienza


siempre por la familia.
Algunas horas después, la casa estaba en revolución.
Todo era risas y cantos en ella se diría haberse descu-
:

bierto un tapado. lyos mismos domésticos no se daban


punto de reposo con los mandados. Doña Juana y Elena,
halagadas con la idea de la pronta venganza, olvidaron
que ese día y el siguiente eran de guardar y sin preocu-
parse de misas ni cosas santas, se dedicaron con ahinco en
los preparativos de la fiesta : desocuparon una pieza ve-
cina á la sala é hicieron otra de baile, formaron las listas
de invitados y las de las compras urgentes.
Un momento hubo en que don César se arrepintió de
haber dado á los suyos muestras de su talento fué ese
:

en que le presentaron las cuentas á pagarse por comes-


tibles y otras gollerías... Con todo, y reflexionando que
bien vaha la pena de gastar algunos cuartos para tener
contentas á su hija y mujer, mucho más si la fiesta podía
aprovecharla él convidando á algunos personajes de
marca que le ayudasen en sus trabajos electorales, aflojó
los lazos de la bolsa y para que todo anduviese mejor
tomó, por su cuenta, los cuidados de la publicidad. Rudo¡

trabajo, en efecto, para don César Confinóse en su escrito-


!

rio previa orden de no ser molestado por nadie ni para


nada, y en medio día de incansable labor, confeccionó dos
notas para los periódicos. Decía la una : « Se dice que
VIDA CRIOLITA 203

don César Peñahrava, nuestro hombre público y su distin-


guida familia preparan un espléndido baile para la noche de
Año Nuevo. Estará invitado nuestro mundo aristocrático y
lo más saliente de la política y de la diplomacia.)) Y la
otra « El distinguido candidato por la ciudad, don César
:

Peñahrava, ha invitado á un núcleo distinguido de sus amis-


tades para pasar la noche de Año Nuevo en los aristocráti-
cos salones de su casa. Será una fiesta que deje imborrables
recuerdos en sus felices invitados.)) Los periódicos inserta-
ron las notas pero suprimieron los adjetivos. Don César se
puso furioso y entre él, su esposa é hija estuvieion unáni-
;

mes en acordar que era triste cosa vivir en un país injusto


é incompetente para poder medir el mérito de sus pro-
hombres...
Bl 31 de diciembre madre é hija llamaron á Clotilde y se
fueron al mercado para proveerse de frutas. Lo primero
que les ocurrió fué encontrarse con las Montenegro en la
calle del Comercio. Las Montenegro, al verlas, acortaron
el paso, cambiaron algunas palabras y la mayor, intré-
pida, avanzó hacia las dos mujeres que se detuvieron en
la vereda, como previniéndose á un ataque. Llegó la otra,
estampó un par de sonoros besos en las retocadas mejillas
de Elena, estrechó la mano de doña Juana, y luego, sin
darles tiempo á que profiriesen una sola palabra, increpó
á la joven, regocijada de que en sitio tan principal la be-
sase su aristocrática amiga :

— ¡Ay, buena!; eso si que no se lo perdono... ¡Está


bien Eso no se hace... Gracias
! !

— —
¿ Pero qué ?
i

preguntó doña Juana, alarmada por el


-acento de reproche de la Montenegro.
— Nada, señora; que la noche del 24 no he estado á
gusto en casa esperando á esta señorita. ¿Por qué no la ha
dejado usted venir? Esosíquenolehedeperdonarnunca !...
!

204 VIDA CRIOLLA

Doña Juana miró consternada á las jóvenes y Elena


enrojeció de emoción.
— ¿Pero qué está usté diciendo, hijita?
— Que la otra noche la hemos esperado inútilmente á
su hija. Si usted no podía acompañarla, debía haber venido
con su papá, y si no, sola, en último caso... no faltaba ¡

más Se habría quedado á dormir en casa.


!

— ¿Y acaso ustedes nos han invitado? gritó casi —


doña Juana, presintiendo la mentira en el mirar candido de
la señorita Montenegro. Ésta fingió sentida consterna-
ción :

— ¿Qué dice usted, por Dios? ¡Claro que hemos las


invitado, y han sido primeras las
— Pues no hemos recibido nada — confesó con per-
j !

fecta ingenuidad la señora, profundamente afectada por el


contratiempo y ya sospechando de la veracidad de sus
jóvenes amigas cuyos rostros graves tenían expresión inde-
finible.
— ¿De veras? Entonces ahora me explico por qué...
¡ Oh Iyo siempre le decía á Luisa que algo debía haber
¡ si
pasado cuando no vino Elena hasta las diez Usted no !

sabe, señora, cómo se sufre con los mozos. Fehz usted que
no los tiene ganan de balde la plata... Seguro que han
:

perdido su tarjeta y también las de las Orondo porque


tampoco han venido...
— ¿Tampoco las Orondo?... Sí, entonces eso es... —
repuso doña Juana tomando como una prueba conclu-
yente de la buena fe de las Montenegro la ausencia de las
Orondo de su baile. Y, reconciliada con ellas, humanizada
y aun enorgullecida, agregó con una buena gracia encan-
tadora : —
¿Saben? Nosotras también estamos prepa-
rando im baile para mañana y contamos con ustedes. Si no
vienen, nos enojamos de veras.
VIDA CRIOI<LA 205

Hicieron un gesto de estupor las Montenegro y una de


ellas respondió :

— Gracias, señora; vamos á ir... Y


ahora mismo voy á
averiguar lo que han hecho de su tarjeta los mozos...
¡ Adiós, doña Juana no se pierda
; Adiós, preciosa ya
! ¡ ;

sabe que la adoramos en casa !... Jesús, que son terribles


¡

los mozos Recuerdos á don César... Adiós... Adiós...


!

Otro par de besos, un apretón de manos y, estallando


de risa, se metieron á una cercana tienda de modas. Doña
Juana, al sorprender su risa, quedó plantada en la calle,
con el pecho palpitante de incertidumbre.
— ¿Crees? — silbó á Elena. lya joven hizo un mohín :

— Psh ! Pudiera; yo creo que me quieren...


¡

— Yo no. Son muy envidiosas estas sapos para invi-


tarte... Arréglate el pelo; alH viene Andrés y, cuando
ríe, algo sabe... Endeveras son amables las indias nos :

han saludado en la calle y á ti te han besado... Buenos ¡

días, Andrés !... No se ha asomado; yo creí que nos iba á


encontrar tendrá que hacer. ¿Por qué se reirá?
:

Habían llegado al mercado y se metieron entre las ar-


cadas sucias y malolientos. Hechas las compras, despa-
charon á Clotilde á casa y como aun fuese temprano, en-
camináronse á la plaza y se dirigieron á la vereda de
moda donde se sentaron á la sombra de un eucaliptus
copudo, sobre im banco pintado de verde.
— No me gusta tu sombrero; esas flores rojas no le vie-
nen, — dijo doña Juana, mirando complacida á su hija,
cada día más simpática. Y
añadió luego recordando el en-
cuentro con las Montenegro : —
Yo creo que hemos hecho
mal invitando á las indias...
En ese instante aparecieron las Orondo venían de ha-
:

ber oído la misa de las diez en la Catedral y estaban en-


vueltas en sus mantos de espumilla, que dan á las mujeres
n
206 VIDA CRIOIXA

aspecto de tanagras. Al distinguir á Elena y su madre, co-


rrieron á su encuentro, las llenaron de besos y ima de ella,
Carmen, gritó triunfante y llena de mil aspavientos :

— ¿Han leído? Miren que es una lisura eso. Asi la gente


no ha de poder hacer nada... Buenos días, señora; bue-
¡

nos días, azucena! ¿Qué dicen ustedes de eso? Es te-


rrible.
Doña Juana, novelera en extremo y presintiendo alguna
terrible catástrofe, preguntó anhelosa :

— ¿De qué habla usted, hija?


— ¡ Cómo señora ¿ Es que no ha leido usted El Eco... ?
!

Doña Juana se ruborizó. Ella jamás leía nada, ni aun los


periódicos, á no ser su libro de oraciones, ya sabido de
memoria. Para enterarse de las noticias locales tenía á
doña Brígida, la beata, iletrada también pero muy al co-
rriente y con detalles no consignados en los periódicos, de
todas las noticias de la ciudad y sus alrededores y cogidas
en el confesonario. Respondió con evasivas :

— No, hija; hemos salido temprano de casa.


— Lástima... Hacen dos horas que estamos averi-
guando de un lado para otro y nadie puede darnos ra-
zón. Acabamos de tropezar con las Montenegro en « El
Águila» reían como locas porque dicen que deiiantes hi-
:

cieron tragar molinos á unas virlochas. Tampoco ellas


pudieron adivinar... Pero, por Dios, señora !; se ha puesto
¡

usted pálida. ¿Qué le pasa?


— Nada, una jaqueca.
hija;
— Es terrible eso; no debía usted salir á la calle... Las
Montenegro tampoco han podido adivinar. Ni yo. Ni ésta.
Yo creo que se trata de una de las Montenegro; pudiera
que de las
— ¿Pero qué, por fin? —
exclamó exasperada doña
Juana á punto de caer muerta de cólera.
VIDA CRIOLITA 207

—Una... {se detuvo algo cohibida la Orondo sin saber la


manera de determinar la cosa)... Una... noticia de El Eco...
Dice... Pero será mejor que usted la lea, aquí la traigo.
Abrió su libro de oraciones y, de entre las hojas, cogió
un recorte de periódico y se lo alcanzó á doña Juana :

—Tome usted, señora, y lea en voz alta; á ver si asi


caigo mejor en la cuenta.
Doña Juana, sonrojándose, pasó el papelillo á su hija :

—Tomáa, lee vos ya sabes que me hace mal.


;

Elena se ruborizó y leyó lentamente y tropezando á


cada línea :

« En perspectiva .'Venus y Adonis hacen de las suyas en


((esta estación en que la flores abren sus corolas y hay
« en el aire arrullos de aves parleras. Dícese por ahí, en el
((mundo, que en estos días habrán varios cambios de aros
« entre los que se cuentan los siguientes que los damos con

K, « reservas :

I
« Él gallardo mancebo cuyo porvenir se anuncia lleno
« de promesas, escritor inspirado de las glorias resplan-
« decientes de la patria, que ha cosechado muchos lauros
(( en torneos intelectuales de fuste donde sólo penetran los
« príncipes de las letras y los elegidos de la fama. Hoy se
« anuncia campeón en las lides electorales, de las que segu-
« ramente saldrá vencedor porque tiene talento y ener-
« gías.
« Ella, fragante violeta blanca... violeta... {la voz de la
lectora se quebró; ardíanle lasmepUas y el papelillo tem-
blaba entre sus enguantados dedos cual si fuese sacudido por
la brisa)... blanca, bella y elegante como las divinidades
« griegas á quienes se parece, más que por sus encantos,
a por su nombre, propicio á la rima...
—... ¿Qué te pasa, hija? Estás pálida vos también;

algo te ha de dar, —
y la Orondo cogió por el brazo á la

I
:

208 VIDA CRIOLLA

lectora y la miró fijamente en los ojos, cambiando una


fugaz sonrisa con su hermana.
Elena, sin responder, confusa y anhelante de gozo,
leíapara si el recorte, absolutamente convencida que era
de ella de quien se trataba, pues muchas veces Rodriguez
en sus trasportes amorosos, la había llamado violeta (f

blanca » y le había dado á comprender que la aludirían en


El Eco..,
Insistió la Orondo ante el silencio de la joven
— Cualquiera creería que te has emocionado. Si no
fuera imposible creyera.,. ¿No es verdad, señora, que él, es
Andrés?
— Así parece
i
— repuso secamente doña Juana, sor-
!

prendiendo la sonrisa de las jóvenes.


— Seguro, señora; es único de el que es los escritores
candidato.
— ¿Y Emilio?
— ¿Lujan? No, señora; imposible. Emilio dicen que ha
cambiado aros en Chile y yo creo...
De un salto se puso en pie y, precipitadamente, co-
menzó á despedirse.
— Dispénseme, señora; allí veo á las X... y voy á ver
adivinan.
si ellas lo Le aviso que todavía no he recibido la
invitación para su baile... Adiós, señora; adiós... violeta
blanca.
Rozó sus labios en las empolvadas mejillas de Elena y
escapó estrechando las manos de la señora. Doña Juana
estalló :

— ¿Has visto cómo nos han mentido las indias y nos


han llamado virlochas? Di pues aura que te quieren esas
¡

sapos !!!... Me las han de pagar las indias les voy á hacer
:

una que les duela... ¡Virlochas!... ¿Y quiénes son ellas?


VEDA CRIOI.I.A 2G9

i
Como si no las conociera Su padre ha sido arriero y su
I

madre una... cualquiera...


Las once sonaron lentamente en el reloj de la plaza.
Madre é hija se pusieron de pie y tomaron camino de la
casa. Al pasar por delante de los escaparates de las tien-
das, se detenían las dos un momento para ver reflejar en
los cristales sus trazas, y
especialmente la madre, orgu-
llosa de que su hija llamase la atención por la elegancia de
sus trajes. Creía con toda convicción que la riqueza de la
ropa, suplía toda deficiencia; y habría preferido sostener
toda clase de luchas con el marido con tal de no privar á su
hija de ima pluma costosa ó de im rico vestido. Su hija era
para ella un medio de lucir sabía que sin Elena, no sería nada
;

en la sociedad. Su luctuosa historia no estaba tan alejada


del tiempo para poder ser olvidada...
Llegaron á casa. Don César los esperaba sentado al sol
en el patio. Leía El Eco de la Patria y el cabo de un ciga-
rrillo colgaba de sus labios sombreados por un bigotillo
corto, grueso y bastante renegrecido con cosmético. Al ver
entrar á las dos mujeres se puso en pie y agitando el papel
entre las manos salió á su encuentro fingiendo profunda
indignación :

— ¿Qué les parece la bribonada? Yo creo que es pre^


ciso contestar eso... ¿Qué dices, Juana?
Laseñora, indignada todavía, se quedó mirándole de
hito en hito :

— ¿Qué estás diciendo ahí?


— Pues ésto; del El periódico
lo Eco... dice...
— Ya sé que lo Disparates que
dice... : el Andrés ha
cambiado aros.
— Que ha de cambiar, mujer.
— Bueno Da á mismo
¡ !... lo !

— No, mujer.
12.
! ! :

tío VIDA CRIOIXA

I^a contradicción encendió aun más su cólera


— Y á vos qu te importa que Andrés haiga 6 no
¿ el
haiga cambiado aros?
— Ya creo que me importa que no digan nada de
¡ lo
mi Ocurrencia
hija... ¡

Elena, toda confusa, se dirigió á un ángulo del patio


donde, sobre ima banqueta, florecía un rosal y comenzó á
sacudir los parásitos que infestaban las nacientes guias,
dando las espaldas á su madre. Doña Juana, al oír la noti-
cia, sintió subírsele la sangre á la cabeza. Increpó, indig-
nada, al marido :

— ¿Y qué tiene que ver tu hija en esto? Parece que


estás loco.
— I^a loca eres vos. ¿Acaso no sabes que ella, la del pe-
riódico, es aquella ? — y señalo con un gesto á la joven que,
de rodillas ante el tiesto, daba pruebas de un decidido
amor á las plantas sin perder una sílaba del amoroso diá-
logo de sus padres :

— ¿Qué estás diciendo, por Dios? ¿f)ónde has leído


eso?... Seguramente los amigos te han hecho tomar...
—Yo no he leído nada, porque nada hay en El Eco,.,.
pero otros han leído y caramba !... Se necesita no tener
j

ojos...
—Y bien que los tengo... ¿Y quién te ha dicho que es
aquella?

Pues don Ismael. Me ha dicho que... No me acuerdo
bien lo que me ha
dicho. Creo que en Grecia, Jerusalem ó
no sé dónde mujeres se llaman elenas...
las
— Déjate, animal, de esas cosas; en El Eco no hay nada
de eso...
— ¿Acaso has Sería
lo leído ? la primera vez.
— ¿as indias Orondo...
.

— No digas te han de
¡ así ; oir
VroA CRIOI^tA 211

— i
Quéee !... Las indias Orondo me lo han hecho leer y
también han dicho algo de aquella... {dirigiéndose á la flo-
rista)... Oí, Elena; anda ver si el almuerzo está puesto...
De aquella, pero no querían creer, me parece, que fuera
verdad. ¿Endeveras crees?
— Sí, mujer; don Ismael me ha dicho que es de nuestra
Elena-
Doña Juana ya no le oía. Con el mantón colgado del
brazo, subía lentamente las gradas, deteniéndose en cada
tramo, y sus ojos acuosos, de arrugados y caídos párpa-
dos, se entrecerraban molestados por la refracción que el
sol arrancaba de las paredes, pintadas de azul. En su inte-
rior sostenía trascendental monólogo «Sí; de veras
: —
quedría que fuese cierto nada más que pa darles ajo que
morder á las sapos de las Montenegro y á esas indias de las
Orondo... El Andrés es rico y de buena familia y dicen que
le estaba haciendo la corte á la menor de las sapos. Si se
casara con él, buen sopapo que le daría; pero...»
Arrugó el ceño doña Juana... Sí; buena cosa era hacer
rabiar á las amigas y quitarles el novio, mas una vez casada
Elena, adiós bailes, y paseos, y retretas, y visitas La
¡ !

vida seria tirada á raya, monótona, hasta que crezca Lau-


rita y Laurita...
Cerró los ojos y exprimió una lágrima. El corazón le
latía de pena.
Don César siguió á su mujer, pensativo « ¿Qué pa- : —
sará? Yo creí que iba á llorar, gritar, maldecir y no ha
dicho nada. Aquí hay gato encerrado...»
Caminaban los dos por el corredor, uno tras otra y graves
llevaban los rostros Al llegar á la puerta del comedor,
.

volvióse doña Juana hacia su marido y, en voz baja, le


dijo :

— ¿ Sabes ? Pues quedría que fuese cierta la noticia nada


! !

212 VIDA CRIOLITA

más que porque revienten de envidia las Montenegro...


¡Sapos
Abrió inmensamente los ojos don César y tuvo ganas de
besar á su mujer, cosa que olvidara hacerlo desde hacia la
mar de años. Repuso poniendo los ojos tristes é indig
nándose con la rencorosa señora :

— Sí, sapos !... Yo también quedría. Andrés es un buen


¡

partido y tiene asegurada su elección, como yo. Nos apoya


el gobierno...
— Así dicen, pero yo no me fío. El que quiera casarse
con mi hija tiene que tantearse los bolsillos pa pagar sus
antojos, porque no permito que se case con un pelao á
quien servir. Pa eso está mejor en casa con sus padres...
Se enterneció. La idea de que alguien viniese á quitarle
la hija la hacía sufrir cruelmente. Porque, después de todo,
lo que doña Juana sentía por Elena, no era amor, sino
orgullo. El orgullo de madre que engendra hijos fuertes
y bellos. Y la señora estaba orgullosa. Pequeña, chata, de-
forme, había engendrado á Elena, chica esbelta, graciosa y
eso probaba la bondad de sus entrañas...
Sobre la mesa humeaba la sopa en los platos. Elena,
de pie junto á la vidriera, miraba la calle por entre las
gasas del cortinaje y entretenía el apetito comiendo un
retazo de pan. Su madre la retó :

— Dale con el pan por eso tienes esa cara de muerta.


¡ !

;
Qué mujer
Cada cual ocupó su asiento y el almuerzo fué frugal y
duró sólo algunos minutos. Comían todos en silencio pre-
ocupado cada uno en sus cosas y no se oía otro ruido que el
de los platos servidos por Clotilde. Pensaba don César en
las próximas elecciones de mayo y no estaba tranquilo.
Pensaba doña Juana en el insulto de las Montenegro y se
sentía furiosa. Pensaba Elena en su probable matrimo-
VIDA CRIOLLA 213

nio con Rodríguez y se creía feliz. Hasta Clotilde tenía


cosas graves en qué pensar. El Chungara, con tono serio y
amenazador, le había obligado á darle una respuesta de»
finitiva sobie si aceptaba ó no casarse con él y temía des-
engañarle por miedo de que cometiese alguna barbaridad
con Juanillo, su presunto rival.
Con el último sorbo de chocolate, levantóse doña Juana,
se envolvió en su mantón y salió escapada al convento de
los Jesuítas, á lo de su confesor. Lo hizo llamar con un mo-
naguillo y en tanto que viniese, arrodillóse ante vm altar
y se puso á orar mecánicamente, aunque removiendo en su
cabeza de venganza que tomaría de las Montene-
la clase
gro. Sorprendióla en esto su confesor. Era un fraile alto,
grueso, rosado, bien cuidado, pulido, con las uñas esme-
radamente recortadas en triángulo, la barba hecha con
esmero, elegante dentro la tosquedad de sus hábitos ne-
gros. Traía un fuerte olor á tabaco y parecía fastidiado.
— ¿Estás ahí, Juana? Algo grave te trae á estas horas
y dímelo pronto porque no tengo todo mi tiempo le debo:

una visita á la Angelita y debo pagársela hoy mismo. Te


prevengo que no te perdono mi siesta.
Le cogió la mano y se la apretó fuertemente, mirándola
en los ojos.
— Sí, padre; cosas graves. La han hecho casar á Elena.
Mire usté este papel.
Cogió el recorte el jesuíta y sin leerlo, le dijo sonriendo y
sarcástico :

— ¿Y qué más quieres? Andrés es un buen chico.


Doña Juana miró con gran sorpresa.
le
— padre,
Sí, pero...
— ¡ hipócrita; te conozco Tú quieres que se
Cállate, !

case con ese mozo tu hija y andas ahí diciendo que no...
Entonces, cómetela en escabeches...
214 VIDA CRIOtl^A

Sonrió doña Juana y repuso humildemente :

— ¿Entonces usté aprueba, padre?


— No seas tonta, mujer. Es aquí que le he aconsejado
á Andrés que haga uso de la prensa, por si se te ocurriese
entregar tu hija á ese sinvergüenza de Ramírez..*
— ¿De dónde no más? Entonces usté...
— sábelo. ¿Estás contenta?
Sí;
— padre; {comenzó á hacer pucheros).
Sí, y...
— Vamos Alguna cosa te está mordiendo
¡ ! ahí, en la
conciencia... ¡ Anda, échalo fuera ya sabes que
! me espera
la Angelita.
Hablaba con voz de reproche y se le sentía cansado, dis-
gustado.
— Pues que usté tiene nuevas amigas y ya no viene por
casa...
— Quítate de ahí con esa tu eterna musiquilla que se
¡

hace cada día más pesada Yo ya te he dicho que no debo


!

ir á tu casa sino una vez al año. No quiero que vuelvan á


decir nada* de nosotros. ¿Te parece poco lo que han ha-
blado? Pues si tú no tienes bastante, yo lo tengo hasta la
coronilla. No, no debo ir á tu casa. No faltaba más
¡ !

Y desligando las manos de las de doña Juana, se le-


vantó y perdióse en las tenebrosas sombras que envolvían
el templo...
! »:

XII

— ¿Y has le dices?
visto,
— Sí, señorita.
— ¿Estaba solo?
— Sólito.
— ¿Y qué te ha dicho?
— Nada.
— Cómo nada No seas zonza. ¿Es que has contado
¡ ! le
lo que te he dicho que cuentes? le
— Le he contao. ya sabía \ Si lo !

— Ya sabía ¿Entonces te ha dicho algo? Ay,


i
lo !...
i

por Dios, que eres burra


Sonrió Clotilde y con su mal castellano, contó *

— Estaba yendo ande la señorita Carlota pa pedirle el


traje que l'a prestao usté, y en la esquina de las monjas
miré qu'el niño Carlos bajaba del lao de los Jesuítas. Y
m'a dicho —
«¿Aonde vas, Clota?
: —
Ande la niña Car-
lota.-— ¿Y cómo está el caballero? Está bien. —
¿Y la —
señorita? —
También...» S'a callao y su cara estaba ama-
rilla y parecía mareado. —
a Usté ya no va á casa, niño
Carlos», —
Te dicho. Entonces él, riéndose, m'a contestao
— « ¿Pa qué? Ya tu señorita no me quiere, m'a olviado...
Al hablar así, señorita (poniéndose seria) parecía triste,
-el resuello se le cortaba, y hablaba despacito, como un

enfermo...
!

2l6 VIDA CRIOLITA

— ¿Y estaba bien vestido? — preguntó Elena, qui- sin


tar los ojos del biselado cristal del armario.
— No, señorita; estaba todavía más peor que antes.
Los botines, sucios; el cuello, sucio; el pelo largo... Pa-
recía un mozo, señorita.
— Pobrecito
— i

Sí, probresito.Yo lo quiero más qu'al niño Rodríguez,


señorita Elena me parece más güeno.
:

Elena hizo un gesto vago y aproximándose aun más al


espejo, cogió el sombrero de manos de la muchacha y se
lo puso, pasándose el largo alfiler adornado de piedras fal-
sas, entre el tejido de paja y los cabellos.
Estaba encantadora.
Vestía traje celeste pálido de ancho vuelo y menudos
pliegues y ceñía su talle, cruelmente adelgazado por el
corsé, un lindo cinturón blanco. Por entre el ralo tejido
de la fina gasa, veíansele los brazos tersos, carnudos, som-
breados por tenue pelusilla morena; y sobre la carita
redonda, y ligeramente retocada de carmín, de mentón
hoyueleado, hacía sombra el claro sombrero guarnecido
de encajes que sobresalían y chorreaban, graciosamente,
de la paja.
— ¿Estoy bien? — y se plantó frente á Clotilde, reco-
giéndose un poco la falda y dejando ver la fina zapatilla
de charol y la calada media de hilo. Con la otra mano se
apoyaba graciosamente en la sombrilla, sosteniendo el
cuerpo un poco echado hacia atrás.
— Ay !, está usté lindísima, señorita; no es capaz que
¡

haiga otra como usté.


— ¿Endeveras crees que no haiga? —
preguntó son-
riendo con sincera satisfacción y preveyendo la afirma-
tiva respuesta en íntimo convencimiento de la superio-
ridad de sus gracias.
VIDA CRIOI,I<A 217

— Endeveras, señorita; es usté la más mejor de sus


amigas y no me gustan ni las niñas Pérez...
— Ya te he dicho que no las mentes á las Pérez; no
quiero que me hables nunca de ellas y mucho más cuando
estoy con mis otras amiguitas...
— ... Ni las niñas Montenegro, ni las Orondo, ni tam-

poco doña Carlota...


— Doña !... Ay, que eres burra, por Dios ¿Cuántas
¡ ¡ !

veces te he de decir que hay que llamarla señorita?... Ya


sabes que no está contenta cuando se le dice doña. ¿Qué
más?
— ¡
Qué y qué granos tan feos tiene la señorita
color
Carlota...! ¡Puf! parece una muerta, señorita Elena.
Toíta la cara llena de mochos y más amarilla qu'el niño
Carlos. Cuando Te visto antes de ayer, daba miedo y m'a
dicho que no saliria á la calle sino cuando se la haigan
pasado. Á mí me da risa porque le gusta mucho mirarse
del espejo. I<a otra tarde se quedó ahí, donde está usté y
me preguntó dónde ocultaba la pintura que se ponía en
los labios y en la cara y cuando le dije que usté no se po-
nía nada, se rió y me dijo que usté me enseñaba á mentir.
— ¿Eso te ha dicho? — preguntó inquieta y sonriendo
nerviosamente.
— Sí, señorita; después se puso polvos y se empapó la
ropa con media botellita de este perfume, —
y señaló un
frasco,medio vacío.
Elena dio una patadita de cólera en el suelo :

— ¿Con que te ha dicho eso, há? Ya lo vamos á ver...


Sacáa del cajón los botes vacíos que haigan, Uénalos de
agua de té y ponlos en lugar de éstos, y, si quiere, que se
perfume...
La sirvienta, riendo maliciosa y suspicaz, puso en inme-
diata ejecución la orden de la patrona con gran contentá-

is
2l8 VIDA CRIOLITA

miento de su parte. I^e guardaba profunda antipatía á


Carlota, desde cuando ésta, en reunión con sus amigas, la
reprendiera duramente por un insignificante descuido y
diera á entender que en casa de Elena usaba de los mismos
derechos que en la suya...
Y en tanto que Clotilde cogía imo á uno los vacíos fras-
cos y los llenaba con agua de té, la señorita Peñabrava,
siempre en frente del espejo, se miraba con gozo, con frui-
ción, con hambre, con refinada coquetería; se miraba los
ojos negros orleados de largas y retorcidas pestañas; los
labios menudos, algo carnosos, sensuales; el mentón re-
dondo y hoyueleado; la frente menuda, limpia, estrecha
como perdida entre los abundantes bucles de la cabellera
y cual si ocultasen las pocas ideas que revoloteaban den-
tro, con inconstancia mariposil, — su personita toda con
avidez hasta entonces desconocida en ella. Parecía que
ignorante de sus encantos, los hubiese descubierto de he-
cho, en impensado momento, como al conjuro de una reve-
lación. Y se sentía mareada de orgullo, de vanidad, de
contento, de dicha.
Todo le sonreía en esos instantes. Había por fin alcan-
zado la dicha de entrar, aun olvidando el desaire inferido,
á los salones de las señoritas Montenegro y bailar en ellos
con su novio en una gran fiesta dada por aquellas; sus
viejas y modestas amigas, no la miraban más en la calle;
su antiguo enamorado jamás pisaba los umbrales de
casa y no había cometido la tontería de recordarle sus pro-
mesas y obligarla á cumplirlas; el poeta Pérez le dedicó en
El Eco de la Patria, un Undo poema su padre, lanzado en
;

la política con bríos insospechados en él, era citado de con-


tinuo en los periódicos como im político de marca y se
creía asegurado su triunfo en las próximas luchas electo-
rales... Todo le sonreía y le halagaba. No había fiesta so-
VIDA CRIOLLA 219

cial á la que no estuviese invitada, ni periódico que no la


mentase... Era feliz, feliz, feliz...
— ¿Conque no te ha dicho nada,hé? — volvió á pre-
guntar acordándose de Ramírez y poniendo en orden un
rebelde rizo.
— Nada, señorita.
— ¿Y á nadie más has visto?
— Á nadie, Ah,
señorita... Al niño Rodríguez.
si !

— ¿Y qué te ha dicho?
i

I^a muchacha metió la mano en el bolsillo, sacó una


carta y entregándosela á su patrona :

— Nada. M'a dao esto pa usté.


Sonrió levemente Elena, cogió el papel y echando una
última mirada al espejo, corrió á lo de su amiga Carlota
llevando consigo la carta y deseosa de saber lo que su no-
vio le decía.
Clotilde, al verse sola, hizo un mohín de burla y, según
su rara costumbre, púsose á monologar dándose polvos
en la cara con la bellota de la patrona :
— ¡Ya está'. Antes el Carlos, ahora el Andrés. (Ce-
rrando él cajón de los perfumes y en actitud meditativa.) Antes,
cuando venía el Andrés, por no salir á recibirlo se hacía la
enferma la señorita, ó si salía, no le contestaba, abría la
boca como si teniera sueño y ahora le sonríe, se van jun-
tos á la ventana, se agarran de las manos... ¿Será el que-
rer así?... (Animándose súbitamente)... \ De donde no más !

(Se aproxima á la ventana y apoyando la frente en los cris-


tales, prosigue mirando con interés la calle por entre las cor-
timllas)... Allí está el Juanillo.Ya tres veces ha pasao
desde esta mañana y creyó que quiera hablarme. ¿Qué
quedrá decirme? Seguro que lo de siempre que me :

quiere. Cada vez que me encuentra, lo único que sabe es


llorármelo y decirme q^ie si no me caso con él, lo de matar
220 VIDA CRIOI^IvA

alChungara. Yo le dicho que nos hemos de casar pa la


Asunta; pero eso... ¡naranjas verdes!

Cuando la señorita Peñabrava entró en casa de su amiga


Carlota, por la segunda vez desde que la conociera, no
pudo evitar una penosa impresión de disgusto. Su amiga
estaba en una traza imposible. Una bata roja, algo gra-
sienta y deshilachada por los bordes de las faldas y de las
mangas, envolvía su cuerpo seco, flaco y anguloso. La
cabeza llevaba erizada de horquillas y papelillos en los
que había enroscado mechones de su rala cabellera cas-
taña, vieja y sin lustre; el rostro le brillaba por la mucha
grasa que se había echado para conservar el cutis y como
no tuviera tiempo de avivar el colorido de los labios, de
ponerse cejas, estaba horrible con su color amarillo cada-
vérico, las mejillas flácidas, arrugadas, los labios exan-
gües, irritados los mochos del mentón y la nariz, sin som-
bra de pelo en las cejas.
Elena tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para
besar á su amiga. Carlota, notando el disgusto que le ha-
bía producido, se apresuró en excusarse :

—No te esperaba y dispensa, hija, este trapillo. Me


siento algo enferma y no pensaba salir... Pero siéntate,
¡

donde puedas
hija, ahí, !

La Peñabrava no se atrevió á complacer á su amiga.


Todo estaba lleno de polvo, sucio, y temió perder su ves-
tido.
— No, hija gracias; he dado un salto para verte :

quiero que leamos un papel que me ha mandado Andrés.


¿Dónde está tu madre?
;

VIDA CRIOLLA 221

— Ha ido á misa... Pero qué futre estás, che A ver,


¡ !

date la vuelta; te veré la espalda.


Elena, con la carta en una mano y la sombrilla blanca en
la otra, arqueó un poco el cuerpo y comenzó á girar lenta-
mente sobre los tacos. Su amiga, sin poder disimular el
despecho, opinó :

— Está bien y solo hace arruga en el brazo y hay que


componer... ¿Qué te dice ese badulaque de Andrés?
Elena, gravemente, depositó, no sin vacilar, la som-
brilla sobre una mesa más Hmpia que los restantes mue-
bles, ricos en hechura y calidad, rasgó la cubierta y echó
una rápida ojeada al papel y, súbito, quedó seria. Se lo
pasó á Carlota sin proferir palabra.
— ¿Y por qué no lees?
— No, es mejor que lo leas vos. Es grave.
La amiga, con trabajo, devoró el texto. Tuvo que ha-
cerlo dos veces para coger el significado :

— ¿Por qué grave? Te pide una cita y eso no es grave.


Es tu novio.
— ¿Vos crees? — preguntó Elena, asombrada.
— Me parece yo no sé.
— tampoco creo yo que sea grave una
;

Sí, pero cita, él


quiere de noche, á solas... Y
eso es grave.
Carlota fingió perfecta ingenuidad :
— ¿Por qué, por Dios? Tú te encuent as con tu pololo
á las cuatro de la tarde en el Prado y no es grave; te en-*
cuentras á las diez ó doce de la noche y ya es grave. ¿Por
qué eso?
Á Elena le pareció incontestable la lógica de su amiga
no supo qué responder. Dijo sin embargo :

— No sé... me parece...; no sé. Yo creo que es... peli-


groso.
Creció la ingenuidad de Carlota y repuso como si se
: : !

222 VIDA CRIOtIrA

asombrara del intenso rubor que había encendido la frente


de la joven
— ¿Peligroso? Al contrario, hija De día es peligroso
¡ !

encontrarse con el pololo porque todos te ven, y te miran,


y te chismean de noche están solos, sin testigos, libres...
:

Pueden decirse lo que quieran ya no hay el temor de los


;

padres, de las sirvientes, ni de nadies.


La Peñabrava quedó un momento pensativa y luego
preguntó de hecho á Carlota :

— ¿ Irías vos á una cita de noche?


— ¿Por qué no? Iría.
— Y... ¿no tendrías miedo?
— ¿A qué?
— a
A...
— No, puesto que amaría
¡ le
— ¿Alguna vez has ido á una cita así?
Tumultuoso rubor invadió las mejillas de la solterona,
3us ojos adquirieron extraña expresión y con acento hondo,
turbado, acaso patético y preñado de remembranzas,
repuso con vehemencia
-¡¡¡Sí!!!
— Yo, no tendría miedo.
;

— No se tiene miedo, zonza, cuando se ama ; al contra-


rio. Se espera la hora de la cita con ansias y los minutos
te parecen largos, eternas las horas... Después, cuando es-
tás á su lado, nada los minutos vuelan, las horas huyen y
:

quedrías que el sol no salga, y que fuese siempre de no-


che... ¿Endeveras no quieres darle la cita que te pide?
Elena se asustó :

— No, Carlota; eso sí que no hago. De día, sí, donde él


me diga, pero no de noche. Además, aunque quisiera, ya
sabes que no podría; duermo al lado de mis padres, casi
en la misma habitación... No, no puedo.
VIDA CRIOIvtA 223

La un mohín y repuso secamente


señorita Quiroz hizo :

— Como quieras, y no digas que eso no es bueno


hija; :

nada de malo tiene. Es tu novio, todo el mundo ya sabe


que te has de casar con él, y para el que quiere, no hay
imposibles.
Se acercó á un espejo y con un pañuelo comenzó á com-
primir un mocho que le había crecido desmesuradamente
en el mentón y supuraba. Luego vino hacia Elena y
cogiendo la tela de su rico vestido, le preguntó :

— ¿De ande has comprado este género?


Elena esperaba hacía tiempo la pregunta y, con aire
candoroso, le dio la respuesta de antemano meditada :

— No hay aquí, hija me lo han traído de París,


: —
y la
joven acentuó la palabra París, sin quererlo, hinchada de
vanidad.
La Quiroz se puso verde. Sintióse herida en lo más sen-
sible de sus entrañas y se imaginó que si su amiga hablaba
de París, era por echarle en cara la pobreza de sus ropas
y hacerle notar el contraste de sus trazas. Le entraron de-
seos de inmediata venganza y asestó su golpe con candor
infantil :

— ¿De París, eh? Curioso, mi azucena El otro día la


¡ !

he visto á una de las Montenegro con otro traje igualito á


éste... Probablemente de París también
¡ !

Y sonrió burlona, incrédula, agresiva. Elena sintió


miedo pero como se tratase de su ropa, lo único de impor-
;

tancia para ella, repuso poniendo en su acento ese veneno


sutil que esconde toda lengua de mujer :

— i
Di mejor que es el mismo; pero te equivocas, hija :

no tengo costumbre de hacerme prestar la ropa de nadies !

Carlota dio un salto. La alusión de la joven era directa.


Y ya sin embozo, exasperada de veras, cansada de fin-
gir más tiempo con ella, de soportar su elegancia, arrojó de
224 VEDA CRIOLLA

hecho la bilis acumulada en todo el corto período de su


amistad :

— ¿Es que eso lo dices por mí? Pues vos también te


equivocas altamente. La ropa que me has prestado...
]Malagradecida No me dijieras nada si te hubiese dejado
!

en tu rincón con tus virlochas...


Elena, sofocada por la sorpresa, el miedo y la indigna-
ción, abrió los ojos hasta dilatar las párpados y su rostro
adquirió una palidez cadavérica. El seno le latía con tu-
multo levantando y deprimiendo la tela de su blusa. Se
acercó á la mesa, cogió la sombrilla y se puso á sacudirla
del polvo que había dejado una ancha raya oscura en la
impecable blancura del artefacto. Luego se recogió el
traje y, de puntas, cual si atravesase un charco, con la
brillante mirada fija en el suelo, llegó á la puerta y, una
vez en el umbral, se volvió hacia Carlota y con voz vi-
brante, la dijo :

—Adiós. Si lo ves á tu amigo, le dices que se ha equi-


vocado : yo no tengo costumbre de dar citas á nadie,
porque si las diera tendría que irme á ocultar á Cohoni...
y... ¡je, je, je!... y allí...

Mas se detuvo azorada, inquieta. El color pálido de la


solterona se había descompuesto hasta tomar tonalidades
verdosas. Sus ojos, también desmesuradamente abiertos,
echaban llamas. De dos saltos llegó jimto á la joven y me-
tiendo su descompuesto rostro al de Elena, que dio xm
paso atrás poseída de súbito miedo, silbó echándole su mal
aliento á la cara :

— ¿Qué, qué dices?... ¿Á Cohoni? Bueno,


á Cohoni;
pero es siempre preferible á Cohoni para parir hijos á
irse
un soltero y no, como la virlocha de tu madre, quedarse en
casa para parir hijos á un fraile. ¿Es que crees que no sé
las cosas de tu casa, mosquita muerta ? Pues las sé más de
VIDA CRIOLITA 225

lo que crees y por eso puedo mirarte de arriba á abajo


porque no soy candelero como tú...
La joven ya no le oía. Aterrada, con la cabeza oculta y
baja, huía escaleras abajo, aturdida, alelada, sin poder
comprender bien lo que había oído, llena de miedo, de un
miedo de chiquilla ante la amenaza de un castigo, llena
de pavor...
Se vio en la calle y sintiendo que los sollozos le llenaban
la garganta, corrió á su casa y echándose sobre un diván
en el cuarto de doña Brígida, rompió en llanto amarguí-
simo é inconsolable y lloró hasta que se hubo serenado im
poco. lyuego subió á su dormitorio, se arregló los rizos, se
echó un poco de polvos é hizo desaparecer de su rostro toda
huella de llanto. No se atrevió á decirle nada á su madre.
La sabía capaz de emprender en plena calle á bofetadas con
la beata; pero sintió nacer en su alma un odio atroz, in-
menso, inaudito, como nunca había sentido por nadie,
uno de esos odios que llenan toda ima vida y se les cultiva
con fervor; y sabiendo que igual pasión dominaba en el
alma de Ramírez, se acordó de sus palabras, de sus pro-
fecías y recién entonces, por la primera vez quizás, sin-
tió simpatía y gratitud por el mozo y atm le perdonó su
oscuridad, su insignificancia social y hasta su desgarbo en
el vestir...

13.
XIII

Ramírez se sentía más desganado, más abatido que


nunca. Todo le disgustaba ó le aburría. La neurastenia,
empujada por el alcohol, hacía de las suyas. Hosco, inso-
ciable, huía del trato de las gentes y sólo en la quietud y en
el aislamiento encontraba cierto alivio á sus penas. Com-
pendiara en los compañeros de infancia sus aspiraciones
de sociabilidad, y pues le habían herido, ahora descon-
fiaba de todos. Lujan y Olaguibel fueron im pretexto para
que desarrollasen en él las inclinaciones pesimistas de su
temperamento atávicamente desequilibrado. El amor
á la soledad, el retraimiento, su seriedad, eran legado de
su abuelo, un testarudo catalán que murió haciendo ascos
del mundo por verse atado á un empleo en la vejez cuando
libre viviera en su juventud y al saber que el pan servido
en el lecho donde pasajera enfermedad lo retuviera, lo
debía á la caridad de su colonia...
La decadencia de Ramírez fué rápida y casi brutal. Los
resortes de su energía se habían aflojado al choque de
pequeñas contrariedades y no tenía ánimos para nada.
Tampoco se sentía dispuesto á mezclarse en las luchas
políticas ó económicas del país. Desconfiaba de sus
fuerzas y creía que poco podía conseguir en su medio. Para
hacerse de influencias políticas, era menester transigir con
;

228 VIDA CRIOLLA

todas las preocupaciones y era de esos hombres que en


él
la lucha política prefieren hacerde pastores y no'de rebaño
para trabajar en la industria ó en el comercio, le faltaban
hábitos de laboriosidad y los instintos del negocio sin los
cuales nada se puede conseguir en aquel campo. La única
arma de que podía servirse, el talento, estaba anulada en
susmanos por su falta de ambiciones y de voluntad. Para
imponerse el talento en ciertas partes, tiene que ir acom-
pañado por lo común de absoluta ausencia de escrúpulos y
cierta ductiUdad de la conciencia fácil á plegarse á las
circunstancias imprevistas y á los acontecimientos nuevos..
y Ramírez no estaba dotado de estas otras condiciones.
Su talento, dedicado solo al libro pudiera crearle qui-
zás cierta notoriedad, pero sin proporcionarle los medios
de vivir. Subordinado al periódico.... Ah, no Sabía él¡ !

bien lo que era eso en su tierra. Jamás había visto ni oído


decir que un periodista ganase tanto ó siquiera igual que
un mediano albañil ó carpintero...
Estaba, pues, provisto de una arma imposible de servirle
en las luchas de su país. Cualquiera, el menos Usto, podía
vencerlo.... ¿Y entonces?
Hízose él mismo la cruel pregunta y no pudo hallar la
respuesta que envolviese una esperanza.... Tuvo pena; y
si no sintió mié do, fué porque, al fin, contaba por lo menos
con los suficientes recursos para poder vivir, sino todos,
los más de los días de su vida.
Pero no había que vivirlos allí. No, no, no.
Tampoco podría.
Para vivir contento pedía de los hombres de su medio
más de lo que podían dar, sin concederles él lo que ellos de
su parte exigían. Demasiado ingenuo ó excesivamente
vanidoso, no sabía atribuir á la vana lisonja ó al galante
mimo el valor que allí, como en casi todas partes,
VIDA CRIOI.LA 229

tienen. Y apartáronsele,si no disgustados, indiferentes.


De tal cosa no supo percatarse Ramírez, ó no pudo.
Desde jovenzuelo y frente á las burlas de sus condiscí-
pulos se había clavado en la conciencia la idea
le
de la hostilidad del medio hacia él, perceptible, creía, en
pequeños detalles fugitivos al análisis, imprecisos quizás y
sólo patentes á la aguda penetración del que sufre, siempre
exacerbada, y esto le parecía injusto. Tenía la flaqueza de
considerarse superior á sus coterráneos y aullaban su amor
propio y su vanidad heridos al ver los aplausos tributados
á los demás. Creía que allí se vivía de pura ficción y enga-
ñándose todos y sufría de la maldad y de la tontería que él
creía descubrir en los demás.
Y triste, amargado, envidioso, dejaba correr los días
firmemente decidido á irse lejos, quizás regresar al Beni,
meterse en las minas, huir y si no llevaba de pronto á cabo
;

esta resolución, era porque nadie quería pagarle el precio


pedido por su casa, otro motivo de enojo con sus paisanos
á quienes, amén de agoístas, le dio en figurárseles tacaños
é interesados...
Se apartó de todos, llegando al placer enfermizo de
examinarse y de tallar su alma con la parsimonia de un
Amiel con sangre aymara. Este aislamiento provocó en él
un desmesurado crecimiento del egoísmo. Se analizaba,
se veía por todos lados, con fruición, y acabó de perder la
noción de las realidades... Buscaba dentro de él mismo
los elementos afectivos, guardando en lo íntimo sus
secretas ansias, su infinita sed de gloria y de amor. El
continuo análisis, la constante comparación de sus actos
con los actos de los otros, obligóle, fatalmente, á conside-
rarse distinto, superior á los demás. Á diferencia de los
otros, sentíase incapaz de dependencia. Pensaba que estar
sometido á alguien, subordinarse, era perder parte de la
330 VIDA CRIOLLA

dignidad y que d hombre verdaderamente libre, debía


aspirar á una independencia absoluta, casi feroz. « No
pedir nada, no aceptar nada» — era su divisa.Y el cum-
plirla, le había conquistado la animosidad general,
haciéndole pasar, ante irnos, como un ser de pasiones
tremendas, de odios incontenibles, y, ante otros, como un
vanidoso, un envidioso; sin que nadie supiese avalorar sus
actos ni tratar de comprender su conducta, penetrarse de
sus ideas y temperamento. Y melancólico y enfermo, buscó
Ramírez la soledad y el silencio; mas todavía impotente de
convivir en la reclusión absoluta, aun no suficientemente
templada su alma, débil para soportar el peso de sus
preocupaciones ó poblar de más consoladoras visiones su
soledad, dejóse arrastrar por sus apetitos y buscó conso-
lador refugio en el alcohol, ahogando en la inconsciencia
de la ebriedad, las muchas penas que gravitaban sobre su
alma triste.

Entretanto se aproximaba el día de las elecciones y había


fiebre en la ciudad.
Era ese el tiempo en que estaba dividida la población
en dos partidos únicos, rivales entre sí. Contaba el uno con
el apoyo decidido y franco del gobierno y el otro con el de
la opinión pública, y luchaban los dos por llevar al con-
greso el mayor número posible de representantes, emplean-
do, para vencer, toda clase de procedimientos.
Don César Peñabrava y Emilio lyuján eran candidatos
oficiales; y si no contaban con el apoyo de los mejores,
tenían de su parte, y merced á la ayuda oficial y al dinero
que gastaban, la incondicional adhesión de los poUciales y
esbirros que entonces formaban legión, y la de los vagos,
de esos pobres seres sin opinión, sin nociones de ninguna
VEDA CRIOIXA «31

clase, que viven como bestias en miserables tugurios,


trabajando en cualquier cosa cuando el hambre los abruma
y viviendo el resto de su vida en jarana constante, sin más
preocupación ni deseo que embriagarse y correr tras las
diversiones, indiferentes á su destino, resignados con la
miseria, y haciéndose matar á veces por quien satisface
sus vicios ó las solicitudes de sus hambrientos estómagos.
Era, pues, de ver la gravedad y el aire de importancia con
que don César y su sobrino Lujan se mostraban por las
principales calles, frente á sus partidarios desastrados que,
de dos en dos y formando interminables columnas, iban
vitoreando sus nombres y provocando furiosos choques
con los partidarios de los candidatos rivales y de los que
aprovechaban los agentes del gobierno para reducir á pri-
sión á los enemigos y dejar el campo libre á los suyos, los
cuales, seguros de impunidad, cometían toda clase de
abusos y aun de crímenes que la prensa oficial se esforzaba
en ocultar ó atenuar por lo menos... Creíase don César
poderoso y dueño de la situación. Al escuchar los aplausos
de la turba, pensaba que sólo sus méritos lo habían impues-
to á la consideración de sus paisanos y creía que de allí
á poco ya podía aspirar á más altos cargos y á mejores
destinos. Y loco de vanidad, de alegría, sacaba el dinero
á manos llenas y estaba decidido á triunfar y á no permitir
que nadie le disputase la victoria...
Una de esas noches en que Ramírez, ebrio como nunca,
vagaba solo y sin rumbo por una calle de extramuros,
estentóreos gritos y nutridas aclamaciones lo retuvieron á
la puerta de un viejo caserón en cuyo zaguán dos velas de
sebo pegadas á los enjalbegados muros chisporroteaban
dejando en ellos ancho surco de hollín. En la puerta, y á
guisa de centinelas, dos hombres de mala catadura y que
por sus trazas desastradas parecían gente de tribunales.
232 VIDA CRIOU.A

invitaban con gesto prometedor y palabra insinuante, á


entrar al interior á todo el que por delante de la puerta
pasase.
Ramírez, sin saber bien por qué, acaso por distraerse,
mezclóse á un grupo de hombres que en ese instante llegaba
á la puerta y penetró con él al patio. Era el patio vasto y
estaba circundado por un corredor del que pendían faro-
lillos de vidrio blanco difundiendo amortiguada luz en
derredor. Junto al portal de las gradas y bajo el corredor,
un alto estrado avecindaba á una habitación que debiera
servir de cantina según el olor á alcohol que de ella esca-
paba y de la avidez con que á su umbral acudía el abiga-
rrado público que en el patio había.
Era un club político y estaba formado por el diputado
Ismael Salas. Se le veía á éste moverse yendo de un grupo
á otro, bebiendo con los cholos, llamándolos por sus
nombres, estrechando sus manos sudosas. En los rincones,
y recatados, varios hombres envueltos hasta los ojos en
sus bufandas, miraban sin acudir á la cantina ni mezclarse
con el grueso del público, para quien, su abstinencia y su
empeño en ocultarse, era prueba evidente no de parquedad
ni de otra cosa, sino de su disconformidad en opiniones,
razón por la que se les miraba de reojo y muchos no ocul-
taban su deseo de emprender á palos con ellos...
A cierta hora cerróse la puerta de la cantina y Salas
apareció sobre el estrado. Se hizo el silencio. Entonces, el
orador, estirándose los puños de la camisa y carraspeando,
como tenor de feria, dos ó tres veces, sonrió, hizo una venia
é iba ya á arrancar en uno de sus desconcertantes discursos,
cuando Ramírez, súbitamente enfurecido á la vista del
diputado, reclamó en alta voz y en medio del silencio
profundo, el uso de la palabra.
I^a turba, al reconocerlo y sabiéndolo adversario del
VIDA CRIOLLA 233

partido, montó en cólera. — « Que se calle Que se



!

calle ! — aullaron energúmenos.


los
¡

Que hable — ¡
¡

respondieron los misteriosos embozados; y como si esta


insinuación hubiese constituido gravísima ofensa, aquellos,
sin escuchar razones ni esperar á que el periodista pronun-
ciara una sola palabra, emprendieron á golpes con él.
Ramírez, que desde la amenaza de Guilarte iba siempre
armado, sacó su revólver y disparó dos tiros al aire.
Corrieron los timoratos á poner en salvo su pellejo; los
valientes, incitados por el alcohol y por las palabras de
Salas, lanzáronse contra el joven decididos á lincharle, y
vieran cumplidos sus deseos si los embozados no saliesen
en su defensa trabando descomunal combate con los ebrios
y admiradores del diputado. Aprovechó el instante
Ramírez para, arrepentido de su actitud, ponerse en salvo
y escapar á la parte opuesta de la ciudad, al Prado, el
solo sitio desierto á esa avanzada hora.
La noche estaba oscura, fría. Las ampollas de luz
eléctrica, pendientes de hilos tendidos de árbol á
árbol en todo lo ancho de la avenida, se balanceaban con
el viento como péndulos de reloj y proyectaban ama-
rilla y macilenta luz en pequeños radios, formando
manchas claras en el oscuro fondo del paseo. Nadie tra-
jinaba por él. De vez en cuando algún indio aparecía
surgiendo de un matorral para llenar su cántaro en la
pila del centro y se perdía en la sombra, sin hacer ruido.
Los elevados eucaliptus mecían sus mal pobladas ramas
produciendo chasquidos prolongados las hojas secas,
:

empujadas por el viento, iban de un lado para otro, en


pequeños torbellinos. Navegaban por el cielo, bajas é infor-
mes nubes negras raras para la estación y se veía centellear,
por entre sus desgarraduras, alguna estrella pálida y
distante.
234 VIDA CRIOIXA

I/Cntamente dieron las nueve en un reloj lejano. I/)s


rondines tocaron sus pitos y las campanitas del convento
de la Concepción, voltearon tristes y soñolientas. Se oía el
rumor del rio, perenne, en el profundo silencio de la noche.
Ramírez se sentó en un banco, levantóse sobre las orejas
la solapa del abrigo metió las manos en los bolsillos del
;

pantalón y púsose á meditar.


Indudablemente había cometido una estupidez. Hasta
ahora los nervios tenían buena culpa en sus desgracias y de
esta vez sí que no se libraría impunemente. ¿Qué le
harían ? Psh lo que quieran
! ¡ estaban en su derecho.
! :


¡

Bien decía Lujan... « Este Lujan es divertido : me

ha renegado por complacer á sus amigos... Necesaria-


mente aquí son curiosas las gentes cada uno para sí y al:

diablo los otros. ¿Compañerismo? Tonterías!, primero ¡

el dinero y después lo demás. Olaguibel.... Qué ¡

estúpido Hace veinte años que nos conocemos... Pero


! ¡

cómo es puerca la vida No recuerdo que nadie me haya


!

querido como mi madre. Ella sólo fué grande, generosa,


buena conmigo... Francamente ca... da asco la vida. ¡ !

Luchar, padecer, morir....»


Hizo un gesto brusco y se limpió con la manga del
abrigo los ojos el alcohol le subía en llanto á las pupilas.
:

« ....Lo curioso es que me voy á largar de éste país sin


haber sido nada... Lujan, que se decía independiente,
altivo, anda ahora de cola de ese imbécil de Aranda,
mendigándole una diputación; Rodríguez y el pobre
don César, serán diputados; Pérez, Barrientos, Guilarte,
cada uno por su lado ha conseguido lo que deseaba. Hasta ¡

Olaguibel, hasta el burro de Olaguibel es empleado


púbHco !...»
Levantó los ojos al cielo y sonrió desconsolado. Se
sentía triste hasta las lágrimas; triste por no haber des-
VIDA CRIOI^IVA 235

perlado simpatía en nadie, por su juventud fracasada, por


haber pasado por su medio sin dejar quizás en él durable
huella, sólo con sus quimeras y sus ensueños...
Dieron las diez. Ahora el silencio de la población era
profundo, solemne casi no lo turbaban sino el ruido del
:

viento, el rumor lento del rio y el pitear de los rondines que


animciaban los cuartos y las horas.
Alzóse Ramírez y, con precauciones, se dirigió á casa
de su amigo lyuján donde pensaba encontrar refugio. Ya
adivinaba su suerte. Sufríase entonces de la terrible presión
gubernativa. Un artículo de prensa algo violento, la menor
protesta, se pagaba con la prisión ó el destierro...
Estaba iluminado el cuarto de su amigo y desde la
calle se veía proyectarse una sombra en la persiana, pasando
y repasando por delante la ventana. Ramírez llamó á
Lujan con un grito. Inmediatamente la sombra redujo sus
dimensiones y se vio alzarse casi de golpe la persiana.
Apareció Lujan en el balcón en mangas de camisa :

— ¿Quién va?
— Abre, Emilio soy yo.
;

Luj án, sin cerrar los volantes, desapareció en la pieza y se


oyeron sus gritos despertando al pongo que dormía, como
es costumbre, en el zaguán. A poco la puerta de la calle se
abría de un golpe seco y se volvía á cerrar con violen-
cia y levantando eco en el silencio de la calle. Ramírez
subió á tientas las gradas y avanzó por el corredor
tropezando con los tiestos de flores que había en todo
lo largo de él. Cuando Lujan vio aparecer á su amigo
con las ropas deshechas, el sombrero partido, ensangren-
tado y amoratado el rostro con expresión entontecida, sintió
miedo.
— Vengo á pedirte un favor, — le dijo el periodista; —
quiero que me ocultes en tu casa.
!

236 VIDA CRIOLITA

— ¿Por qué? —
preguntó Lujan con viveza y todo
alarmado.
Ramírez, sin entrar en detalles, narró la banal escena....
— Seguramente —
dijo al concluir, —
se la han de pasar
la noche buscándome, y quiero evitar que cometan atro-
pellos conmigo. Sería capaz de emprender á tiros con los
policías...
—Y... ¿no has matado á nadie? —
le preguntó Lujan
haciendo un gesto agrio. No prestaba mucha fe á la rela-
ción de Ramírez y creía que éste había despachado á
algunos á la tumba.
— No, hombre qué disparate
— ¿De veras?
; ¡

— Por menos yo no he visto ningún cadáver, — dijo


lo
Ramírez sonriendo de buena gana. Y prosiguió luego al
notar la indecisión de su amigo :

— Parece que no te hace mucha gracia el escucharme.


— ¿Por qué?


Me parece.... Has hecho un gesto....
Desarrugó el ceño Lujan y repuso con fingida natura-
lidad :

— Te equivocas.
— Mejor... ¿Puedes tenerme entonces algunos días
en tu casa?
— Con mucho gusto, ya sabes; pero...
-¿Qué?
— Nada; pero comprendes que también han de venir
á buscarte en casa. Saben que eres mi amigo...
— Tuyo? No; que saben que eres amigo personal
¡ lo es
de don Justo Aranda, Ministro de Gobierno y su candi-
dato favorito... Pero si de veras crees que puedo compro-
meterte... —
dijo Ramírez con profunda extrañeza por
la reservada actitud de su amigo.
VIDA CRIOLITA 237

— No seas tipo; tú tomas siempre las cosas al revés...


¡Sí,ya está te quedas en casa, y...
:

Se aproximó á un mueble, cogió un abrigo y endosán-


doselo, prosiguió :

— Quédate aquí hasta que yo venga. Voy á ver lo que


has hecho. No tardo.
Encendió un cigarrillo y salió á escape. Estuvo de vuelta
á la media hora venia agitado, pálido y se le notaba
:

inquieto, azoroso, disgustado :

— ¡ Buena has hecho !... ¿Sabes lo que ha mandado


la
decir el Ministro de Gobierno al Prefecto ? Pues que te
busquen donde estés, debajo de tierra, si posible; que te
pongan grillos, como á un criminal, y que si te resistes, que
te maten, ¿oyes?, que te maten.
— Demonio; la cosa es grave, — dijo el periodista,
indiferente.
lyuján se enfureció al ver su calma :

— ¿Pero qué se te ha metido, hombre de Dios? ¿Por


qué has usado de tu arma? ¿No sabes, acaso, que te
pueden encarcelar fácilmente por tentativa de asesinato?
¿Crees...
Se detuvo al percibir la irónica sonrisa que vagaba en
labios de Ramírez. Tuvo más cólera creyó que quería
:

burlarse de su agitación y le increpó con voz exaltada :

— ¿Y por qué has disparado?


— ¿Y creías tú que me iba á hacer matar como así? así
— repuso Ramírez siempre riendo del consternado aire
de Lujan. Éste interrumpió con tono vehemente
le :

— ¿Y quién te mete á de redentor?...


ti
— Es que no puedo... — probó responder ya el otro,
poniéndose serio al ver la actitud enojada de su amigo.
Este le atajó con un gesto autoritario :

— Si no se puede, se revienta de asco, de vergüenza,


238 VIDA CRIOLLA

pero... No puedo ! Nadie puede nada, querido, ni Dios. Si


;

todos son unos ladrones, hay que imitarles á robar; si


unos cínicos, hay que ser sinvergüenza; si unos... Pero
¡

de veras eres curioso !

Paseaba de largo á largo, en grandes zancadas, nervioso,


fastidiado de la situación comprometida en que le ponía
su amigo, irritado. Ramírez, confuso, le oía sin saber á
punto fijo de qué manera interpretar la agitación de
lyuján, si era causada por im sentimiento de simpatía
hacia él, ó, al contrario, por el temor de verle refugiarse
en su casa, en vísperas de elecciones, comprometiendo
así su éxito electoral.
— Hay que conformarse con las costumbres, querido,
ser práctico, mirar las cosas como son y no como querría
uno que fuesen. Tú no conoces nada todavía y por eso te
exaltas. Si fueses á otros países, aun á los más civilizados,
como los Estados Unidos, por ejemplo, verías que es lo
mismo...
Hablaba Lujan con tono de absoluta convicción y
manifiesta superioridad, como hombre práctico, hecho á
acomodarse á un medio y sacar ventajas de su deficiencia.
— ¿Entonces, te parece que se debe dejar todo como
está sin pretender arreglarlo? — le interrumpió Ramírez
ya molestado por el cinismo de su amigo y por oírle, otra
vez, reprocharle su ignorancia; — ¿es que crees que el
egoísmo y la cobardía...
— ¡ No grites, che; duermen al ladol — le atajó
Lujan profundamente herido, pues adivinaba, sentía
que eso lo decía por él.
— ...Es que,— prosiguió Ramírez bajando de hecho
la voz, con el acento ronco y los dientes apretados, dis-
puesto casi á pegar, — es que aquí somos una tira de
cobardes y_^de codiciosos y no hay que ser egoísta...
VIDA CRIOLITA 239

'
— ...Pero tampoco loco, querido; y es locura hacer lo
contrario de lo que todos hacen, —
repuso Lujan, fría-
mente... Luego encendió im cigarrillo sin ofrecer otro á
su amigo, se tumbó en una butaca y se puso á lanzar boca-
nadas de humo, tratando de hacer coronitas y mirando
la luciente punta de sus zapatos charolados y con caña
de color.
Se hizo un momento de silencio.
Afuera, por la calle, se oía, de vez en cuando el lento
y rítmico paso de las patrullas de soldados lanzadas por
la policía para mantener el orden en la ciudad y, dentro,
en la estancia, el isócrono palpitar de un péndulo. Ramírez,
apoyado en una mesa, garabateaba con un lápiz sobre
una hoja de papel. Como se hacía pesado el silencio,
interrogó Lujan indolentemente :

— ¿Y qué piensas hacer ahora?


— ¡Nada!....
— Muy Hndo Indudablemente es buena cosa no
j !

hacer nada, pero hay circunstancias en las que forzosa-


mente algo hay que hacer.
— Yo creo que será precisofugar.
— No preciso; necesario, y cuanto más antes, mejor.
¿Tienes dinero? yo sé que
Sí, ¿Cuánto?
tienes...
— Me están ofreciendo veinte mil pesos por mi casa.
— Bueno, ya es algo. Si
quieres vendo y compro
la
letrassobre Buenos ¿Estás?
Aires.
— Gracias; como quieras.
— Además, y para que no te molesten, puedo mañana ir
donde don Justo Aranda, confesarle que estás en casa y
decirle de tu parte que consientes en expatriarte, á condi-
ción de que te dejen la elección del sitio... ¿Qué te parece?
— Me parece bien.
— Entonces mañana mismo...
240 VIDA CRIOLITA

— ¿Mañana mismo? Mucho te apuras, Emilio querría


:

antes arreglar algunos asuntos.


Sonrojóse Lujan por el tono de reproche de Ramírez
y como le parecía que estaba cometiendo una verdadera
imprudencia al acogerlo en su casa, imprudencia que
quizás le costaría la diputación, el solo asidero de su vida
odiosa; furioso por no poder ocultar la inquietud que le
atormentaba y de presentarse en postura nada leal ante
los ojos de un ser ligado á su vida por más de veinte años
de compañerismo y cuyas ideas no estaban de acuerdo con
las suyas, resolvió hablar claro, mostrar los sentimientos
que en ese instante atormentaban su espíritu. Y de golpe
casi, con tono serio, le dijo sin meditar bien el alcance de
sus palabras, en instintiva necesidad de defensa :

— Bueno, querido, las cosas claras. Tú sabes que el


gobierno se ha empeñado en hacerme diputado, ó, si
prefieres, que soy yo quien me he empeñado con el gobierno
para que me haga diputado... No sonrías, querido; no
es para tanto. Legalidad, justicia, independencia, derecho,
ideal, honor, sí, palabras bonitas para hacer bonitos dis-
cursos y nada más. Es verbo que no se convierte en pan...
Hay que vivir ante todo, Carlos, es decir, hay que gozar.
Dirás tú que con una moral así, nunca se hará nada pero ;

i
qué quieres !... es la de la vida... Ocultándote en casa,
no sólo soy desleal con el gobierno, sino que me pongo
contra él.... (Atajando con un gesto otro de Ramírez) Te
repito, hijo, las cosas claras. En la lucha entre la amistad
y el interés, solo en el corazón de los héroes triunfa la
amistad, y yo no soy héroe, ni creo que tampoco lo seas
tú... Áti te hace falta salir de Bolivia, conocer mundo,
sufrir del egoísmo de los demás y verías que variaban tus
ideas y llegabas á la misma conclusión que yo... Aunque
no lo creas, yo te quiero más de lo que tú te imaginas; te
VIDA CRIOLITA 241

qtiierocon ese cariño hecho de experiencia que vale más


que otro hecho de pura sentimentalidad, y me da pena
el
verte tan soñador, tan ajeno á las ambiciones y á las
preocupaciones de tu medio, tan candido... ¡No! Vete;
es mejor para ti...
Hablaba Lujan y mirábalo Ramírez con extrañeza,
con curiosidad más bien. Estaba grave y la sonrisa burlona
había desaparecido de sus labios. Y
pálido, con los ojos
desmesuradamente abiertos, le oía con el alma ahogada en
mil sensaciones tumultuosas, como la sorpresa, la indig-
nación, la pena, todo reunido, en caos espantoso. No
podía saber si su amigo le hablaba en serio ó era una broma,
bastante pesada, la que le jugaba. Lo conocía á Lujan,
sabía de la inconsecuencia de su carácter; mas en el fondo
lo creía bueno, generoso.... ¿Á qué entonces todo eso?
Seguramente algo extraño turbaba en ese instante la luci-
dez de su criterio... Pero no !... Estaba allí, tranquilo,
¡

indiferente, hablando fríamente, midiendo sus frases,


cual si se hallase en frente de un auditorio... Se levantó,
cogió su sombrero de encima la mesa y le tendió la mano :

— Tienes razón, Emilio, no había pensado en eso.


¿Qué quieres? El hombre es sieiñpre egoísta... Tienes
razón; lo comprendo... Hasta vernos.
Sonaba su voz lentamente pero rota. Sin ser solemne
ni dramática, expresaba todo el horror de un cruel desen-
gaño. Mil vibraciones tenía era una voz hueca, profunda,
:

como salida de un pozo.


Lujan dióse al punto cuenta de su torpeza. Su situación
no era tan grave para romper así, tan hondo, con un amigo
de la infancia. Por otra parte tenía asegurado su triunfo
electoral y, aun cuando chocase su conducta, ya era tarde
para improvisar otro candidato é imponerlo. ¿Con qué
objeto entonces herir tan profundamente á un ser que
14
242 VIDA CRIOLLA

siempre le había manifestado adhesión? Sintió cólera y


pena de su torpeza. Y, arrepentido, le habló :

— No, hombre, qué disparate Tú te quedas en casa,


¡
!

aquí, en mi cuarto y yo me comprometo á arreglar tus


cosas, con calma.
— Gracias, Emilio pero prefiero irme. Yo creo que no
;

me sucederá nada grave.


Lujan se indignó de veras :
— No seas porfiado y espera que pasen estas cosas.
Mañana es jueves y puedo arreglar tus negocios el domingo
;

son las elecciones y el lunes...


Y viendo que Ramírez le escuchaba de pie y con el som-
brero en las manos, se le aproximó, le quitó el sombrero
que arrojó sobre un mueble y cogiendo á su amigo por el
brazo, como en los tiempos de juventud y compañerismo,
le obligó á sentarse en la butaca que él antes ocupara :

— No seas porfiado ni testarudo, especie de animal.


Todo se ha de arreglar sin violencia, con calma... Si te
aconsejo que te expatríes, es por tu bien. Cuando estés
lejos, recién se te apreciará haciendo justicia á tu carácter.
Vete á la Argentina, donde los periodistas ganan por lo
menos con qué vivir y... No, vete á Europa. En Europa
vives bien y con poco dinero. Sé de individuos rusos y
españoles que se la pasan con 150 francos al mes en
París, ó sean 70 pesos, más ó menos. Me lo ha dicho don
Justo Aranda... Te voy á hacer im presupuesto en el
acto y verás cómo la cosa es fácil. Como pensaba marchar-
me á Europa he hecho cuentas y estoy al corriente de los
pasajes, del coste de la vida y de todo.
Cogió tm lápiz y, sobre un papel, comenzó á sacar
cuentas, deseoso de hacer olvidar á Ramírez sus ante-
riores palabras, con una alegría ficticia, pues se encontraba
disgustado consigo mismo •
VIDA CRIOtl^A 245

— Mira tienes 20.000 pesos ó sean 40.000 francos, en


:

números redondos Quitas para el viaje de ida y vuelta,


3.000 francos, pues has de ir y volver en segunda porque no
tienes para los lujos de la primera. Ahora si te haces un
doble presupuesto que el de esos tipos y logras vivir con
300 fr. al mes, que es im presupuesto de que dicen no
gozan todos los estudiantes del Quartier latin, gastas
3.600 al año. Ponle 4.000 fr. con gastos extraordinarios
de ropa y viajes puedes quedarte... Espérate...
:

Y, á media voz, se puso á calcular « ocho por cuatro, :

treinta y dos.. nueve por cuatro, treinta y seis... treinta


; ;

y seis y tres, treinta y nueve... Sí, eso es... !» Y, alto,


agregó :

— Puedes quedarte nueve años lo menos, tiempo sufi-


ciente para que cambie este estado de cosas y se te haga
la justicia que mereces... ¿Verdad?
— No sé, — repuso, distraído, Ramírez.
lyuján, al nombre de París, se entusiasmó. Creía, como
muchos sudamericanos, que fuera de París no hay nada
más en el vasto mundo :

— vete á París, á esa ciudad luz, al cerebro del


¡Sí,
mundo! Dicen que en París, á poco de chapurrear el
idioma, se vive bien y con poco dinero. No vayas á España
sino de paso y sólo por ver algunas corridas de toros. Don
Justo me ha dicho que España está peor que nosotros...
De tener dinero me iría yo contigo, pero no lo tengo y,
además, quiero llegar á ministro de Estado, ahora que
todos lo son ya ves á don Justo y, si tuvieras tiempo,
:

lo verías también á tu antiguo amigo el director de


La Lucha, pues, sabrás que, con el nuevo gobierno, ha de
tener la cartera de Hacienda, él, que alguna vez fué con-
tador de una casa de comercio... En París se vive, que-
rido; aquí se vegeta... Conocerás el Moulin Rouge, Mont-
244 VEDA CRIOI^LA

martre, la Torre Kiffel, el Louvre, la Sorbona; tendrás


amistad con Mimíes y Musetas; beberás el licor glauco con
los bohemios del Barrio I^atino conocerás á {aquí los nom-
;

bres de algunos escritores y poetas vivos de la America latina)


y ellos te presentarán á los literatos y pensadores de
renombre... ¡Oh! ¡qué feliz!... ¿Te parece bien que te
vayas á París?
Hablaba abundantemente, con animación, de veras
entusiasmado. Recordaba sus copiosas lecturas de algunos
cronistas y ya creía ver ese París falso que en sus crónicas,
sola savia de tantos de por allá, pintaron para burla de la
verdad sacrosanta...
— Me parece bien.
— Perfectamente. Mañana, ó pasado, ó cuando
quieras...
— Mañana.
— Bueno mañana
: le digo á don Justo que estás en casa,
ó, mejor, que yo te he ocultado en casa y luego arregla-
remos el viaje... ¿Estás?
— Sí; mejor. Antes, no lo hubiese querido; ahora, lo
anhelo... Esta atmósfera... no sé; me parece extraña....
—Sí, hijo, está podrida, envenenada... Más de eso he-
mos hablado ya muchas veces y son cerca de las doce....
Hasta mañana, querido.
Quedó Ramírez solo, y, sin desnudarse, tendióse sobre un
diván con intenciones de dormir, mas no pudo. Un peso
enorme sobre el pecho le ahogaba y no le dejaba respirar
libremente. Y pasó la noche en vigilia, sin poder coordinar
sus ideas y no viendo su salvación sino en la huida á países
lejanos, donde nunca más oyese el sordo rumor de las
pasiones exasperadas. Durmióse al fin al amanecer y fué
despertado por los rayos del sol que alumbraban de lleno
la estancia. Alguien, probablemente Lujan, había dejado
VIDA CRIOI^IyA 245

sobre la mesa los periódicos del día. Se puso á leerlos.


La Lupha, en un editorial lleno de lirismo y de falsa piedad,
entre otras cosas, decía « Á pesar de los lazos que hasta
:

hace poco nos ligaban á don Carlos Ramírez, no podemos dejar


de protestar de sus manejos anarquistas que de ser obser-
vados por todos los ciudadanos, producirían la ruina
inminente del país; y es deber de patriotismo oponerse á
ese espíritu de destrucción, aunque sea imponiéndonos
amputaciones dolorosas y excluyendo del seno de nuestra
sociedad á miembros activos y llenos de vigor mental, des-
graciadamente contaminados del gangrenoso virus de las
ideas más disolventes, como son todas aquellas que se fundan
en los principios sustentados por espíritus antirreligiosos
como los de Renán, Schopenhauer, Niezsche y otros.)) —
Y concluía en incontenible impulso de reconocimiento :

« Aconsejamos á nuestro amigo y hoy adversario en polí-

tica, que deje de alucinarse con teorías inaplicables al país

y de ninguna trascendencia social. Lo que ésta querida


patria quiere son hombres prácticos y de acción, no soña-
dores que viven en el mundo de las quimeras y, sobre todo,
espíritus pesimistas que tienen desarrollado con exceso el
sentido de la crítica y no pueden producir ningún movimiento
de orden práctico y sólo sirven para juzgar las cosas y los
acontecimientos, al través de sutemper amento desequilibrado. »
El Eco de la Patria registraba un artículo violentísimo
de Pedro Guilarte. Lucían en él los eternos lugares comunes
que constituían la cultura de Guilarte, y su fondo era el
mismo que el de La Lucha, como si ambos hubiesen sido
inspirados por alguien que de cerca conociera al periodista.
¿Quién? Para Ramírez eso era ya lo de menos. Nada
de lo que ahora viera, lograría consternarle ó sorpren-
derle. Desde anoche estaba curada para siempre su alma
de sorpresas y de desengaños :

14.
246 VIDA CRIOIXA

« Es necesario, —
decía Guilarte en su artículo,— poner
cotoá los desmanes de los demagogos ignorantes y pretenciosos
que quieren destruir el orden social guiados solamente por
su ambición desmedida-, es preciso que no sean los más
inmorales quienes pretendan dirigir la opinión pública
sin tener ninguna cualidad. La sociedad está en el deber
de defenderse suprimiendo de su seno á los seres insociables
é inútiles. Debe el Supremo Gobierno tomar medidas enér-
gicas para que no vuelvan á repetirse las salvajes escenas
de anoche que vienen á turbar la libre deliberación de los
ciudadanos conscientes, imponiendo un severo castigo á los
que pretenden turbar el orden público, la sola garantía de
los pueblos libres. »
Y concluía :

« Anoche se ha cometido un delito común, de aquellos que


están previstos por nuestro Código Penal, y debe aplicarse
la pena correspondiente. Se ha hecho uso de armas prohi-
bidas, se ha impedido la libertad de reunión y todo esto
merece una sanción y un castigo severo, que, creemos, será
aplicado por los Poderes del Estado. »
lyos demás periódicos, hicieron coro á estas dos opinio-
nes variando sólo en la elección del castigo á imponerse
al culpable, abogando unos por la cárcel y otros por el
destierro, y sin que ninguno relatase el hecho tal como
había pasado y buscase las atenuantes del caso. Sólo un
periodiquillo bisemanal, con visos de independiente, se
atrevió á querer probar la inculpabilidad de Ramírez,
tomando la defensa de éste; pero ese periodiquillo nadie
leía y su opinión sirvió, al contrario, para que los demás
atacasen duramente al periodista y sacasen á lucir su vida
privada...
En el gobierno hubo consejo de gabinete y á proposición
;

de don Justo Aranda, aconsejado por l/uján, y pasando


VIDA CRIOU/A 247

por los ordinarios trámites de procedimiento, dispúsose


que Ramírez fuese desterrado del país con prohibición de
volver á él en tanto que asi no lo ordenase el mismo
gobierno.
Y tal determinación fué aprobada.

I
XIV

I^a puerta se abrió con violencia y apareció Emilio lyU-


ján con el rostro radiante de contento :

— Triunfo, querido, completo triunfo


¡ Hemos ganado
! ¡

en toda la línea!...
Ramírez no pudo reprimir una sonrisa al oir á su amigo.
Estaba sentado junto á un balcón interior que se abría
del lado del río, frente al plano de Cusipata cuyos hoscos
flancos pedregosos caen hostiles sobre el camino de Cha-
Uapampa. Por otro balcón se descubría una confusa aglo-
meración de techos rojos y pendientes.
— ¿Y acaso has creído un solo instante que serías
derrotado?
— ¿Y por qué no?
— Eres curioso. ¿Y por quiénes?
— Por los enemigos.
Ramírez se encogió de hombres sin ganas para discutir.
Y preguntó :

— ¿Y has arreglado ya mis asuntos?


Lujan metió las manos á los bolsillos y extrayendo de
su cartera algunos papeles, se los alcanzó al amigo :

— Aquí tienes tus letras y todas son sobre París. Don


Justo sabe que estás en casa y me ha dicho que te presen-
tes esta noche, sin falta, en la Policía. Estaba con el pre-
250 VIDA CRIOI.I.A

fectocuando le hablé de ti y en mi delante le dio la orden


de tratarte con todo miramiento... Si quieres, puedo ir
contigo.
— Gracias; prefiero ir solo.
— Como gustes. Solamente no olvides que debe ser esta
noche.
— No olvidaré. Y gracias por todo.
lo
Reclinó la cabeza en la silla y dejó errabundear los ojos
por el cerro. Sentíase más tranquilo con la idea de irse,
recorrer otros países, romper con la monotonía de su vida
de ahora, librarse de la pesada atmósfera que le envolvía.
Apenas cerrada la noche, saHó de la casa de I^uján, y,
seguro de no encontrar obstáculos, fuese á la suya. Ya en
su habitación comenzó á recoger en una maleta los objetos
que le eran más preciados el retrato de su madre, los pa-
:

peles en que había vertido sus preocupaciones en horas de


cruel abandono; su Don Quijote, un volumen de Shakes-
peare, otro de Schopenhauer, los versos de Vigny y el
Fausto de Goethe. Cerró la maleta, y al revisar los cajones
de su mesa de trabajo, tropezó con un legajo de cartas
sujeto por una cinta rosa. Eran las cartas que en tres años
de amoríos frivolos le dirigiera Elena, cartas apasionadas,
llenas de pobres frases comunes y de faltas de ortografía
Y, sin saber exactamente por qué, acaso por pura curio-
sidad ó por un resto de sentimentalidad, se le ocurrió ir á
devolvérselas personalmente. Cogió el paquete y encar-
gando á tma inquilina guardase la maleta hasta que vi-
niesen á recogerla de la Policía, tomó el camino de la casa
de su ex-amada, á la que llegó á eso de las diez de la noche.
Ya cerca á la puerta, un cuadro extraño lo detuvo junto
á los umbrales. Un hombre alto y grueso la tenía sujeta á
la muchacha Clotilde por las muñecas, crucificada casi
contra la pared; y debieran ser formidables sus fuerzas
:

VIDA CRIOI,I,A 251

porque la muchacha se debatía en vano sin imprimir ni im


solo movimiento al cuerpo del coloso que parecía de pie-
dra. Vacía estaba la calle y su silencio era turbado por los
briosos compases de una cuadrilla ejecutada en los salo-
des de la casa Peñabrava, espléndidamente iluminados.
Iva sirvienta, al descubrir á Ramírez, apoyó la cabeza
contra la pared y con voz resuelta aunque no irritada, repi-
tió por dos veces como afirmando una declaración anterior
— ¡ No no Vé dicho que no. Déjeme
! ! ¡ 1

— i

¿Qué hay, Clotilde?— inquirió el periodista, dis-


puesto á socorrer á la muchacha.
Entonces el hombre se volvió irritado y reconociendo
al joven, soltó á la muchacha y se quitó el sombrero. Era
Juanillo, el herrero.
— Buenas noches, niño Ramírez.
ItSi hombros la
sirvienta, al verse libre, recogió sobre sus
manta que se había deslizado hasta las caderas y re-
roja
puso avergonzada y tímida :

— Nada, niño Carlos; estábamos jugando.


Y sonrió con desconfianza, mirando de soslayo á Jua-
nillo. El deforme rostro de éste, picado por las viruelas,
estaba intensamente pálido y le temblaban los labios,
próximos al sollozo. Al oir la respuesta, también sonrió el
cholo y repuso con voz temblorosa y profundamente
triste :

— Endeveras, niño; ella está jugando conmigo!


El tono de Juanillo era de reproche y Ramírez sospe-
chó alguna veleidad de la moza. Y sin dar importancia al
acento del enamorado y curioso por saber si era cierta su
sospecha, preguntó :

— ¿ Y cuándo se casan ? Porque yo sé que están de novios»


Entonces Juanillo, al oir esto, hizo un movimiento brus-
co y anhelosamente, con pasión, repuso :
! !

252 VIDA CRIOLITA

— ¡ Pues nuiíca, niño : ésta no quiere, y de eso astába-


mos hablando aurita mismo... ¡ Parece que quiere á
otro!
Ramírez miró á la chica estaba pálida y sus ojos negros,
:

profundos, rodeados de un círculo oscuro bastante pro-


nunciado, tenían huellas de llanto. Repuso con voz lenta
y firme :

—Quiere que le quiera á la fuerza, y yo no puedo. Si


me caso con él, seremos desgraciados los dos... Además,
m'é acostumbrao con la señorita...
— No crea usté, niño; no es cierto eso qu'está di-
le
ciendo. Su madre m'a dicho qu'está aburrida y quiere
salirse d'esta casa. Lo que más bien creo es que algo se
Ta metió á la cabeza. Está desconocida, niño antes no
¡ !

era así. Endenantes m'a dicho que lo quiere al Chungara...


¡Miente, niño ! Á
mí me parece, y usté perdone, que — —
algún kara (joven de alta clase social) l'a volao la cabeza.
Aura no sabe sino hablar d'usté, de sus amigos y á noso-
tros ya no nos hace juicio...
Hablaba con acento abatido, triste en sus ojos bri- :

llaban las lágrimas y daba pena ver á ese hombrote expre-


sarse con balbuceos de niño miedoso... Ramírez probó con-
solarle :

— No creo eso que dices, Juan. Seguramente le has


jugado alguna perrada á esta coqueta y te quiere hacer
sufrir im poco para castigarte...
— No, niño Carlos, eso no
¡ interrumpió Clotilde ! —
muy seria y casi enojada. Y añadió con cierto retintín :

— Yo no soy coqueta como usté dice eso está bien para :

los señoritas... No lo quiero ¡ Velaí


Quiso Ramírez hacer otra broma á la muchacha y le
detuvo el acento trágico de Juanillo :

—¿I40 oye usté, niño? No me quiere ¡


VIDA CRIOi:.I<A 253

Y acercando bruscamente el rostro al de la muchacha,


mirándola fijamente en los ojos
le gritó :

— ¿Y entonces por qué, cochina... perdone usté,—


niño —
por qué m'as hecho creer que me querías y t'as
jugado con mi corazón?
I^a muchacha hizo im gesto vago y, sin responder, cerró
los ojos y apoyó cabeza en la pared mostrando la ter-
la
sura de su garganta morena y redonda. Y Juanillo, exas-
perado, hizo una cruz con los dedos y besándola, gritó con
voz ronca :

— Por éstas, que vamos á ser desgraciados todos.


T'as jugao de mi y m'é de vengar. Te lo digo delante del
niño-
Inclinó la cabeza, de un golpe se encajó el sombrero
hasta la nuca y, á grandes zancadas, se apartó del grupo,
sin saludar, hosco, sombrío.
Así siempre, con la cabeza caída como un toro bajo el
joigo, llegó á la cuesta de Coscochaca, donde tenía su casa,
y entrando á su habitación adornada con estampas de
color que representaban los episodios de la guerra fran-
co-alemana, tumbóse en el lecho y hundiendo el rostro en
la mugrienta almohada, lloró largo rato, silenciosa, calla-
damente, en hipidos menudos.
Eso ya no tenía remedio posible. I^as palabras de Clo-
tilde habían sido contundentes : —
« Seré no más tu
amiga, pero no tu mujer... » Cristo
¡ eso sí que no Él la
! ¡ !

había conocido antes, de mocosa, cuando con los pies des-


nudos, iba á buscar agua á la pila de Challapampa, dete-
niéndose en el cenizal para arrojar piedras á los cerdos que
hociqueaban la basura en el fondo del río. Y
en tanto que
él. Juanillo, obligado por la necesidad se fuera á la herre-

ría de su padre á tirar del fuelle y achicharrarse las carnes


con las salpicaduras del hierro candente batido en el
15
^54 VIDA CRIOLITA

yunque, ella se había metido á servir en la casa de un rica-


chón donde conociera al Chungara, mozo de hotel unas
veces, cochero otras, vago las más. Que era elegante el
Chungara y tenía mejor cara que él, sí, cierto, pero ca- ¡

ramba era im mozo no más, en tanto que él, había here-


!

dado el taller de su padre, allí en media ciudad, en los ba-


jos de la Catedral y era ya patrón... Todas las curiosida-
des saHan de su mano herrajes, chapas, rejas de septdcros,
:

candados, llaves. Entre sus clientes estaba nada menos


que el presidente de la República, á cuyos caballos ponía
herrajes... ¿Es que acaso con sus economías y ahorros no
había comprado ésta su casita, con jardín, corredor y co-
rral para gallinas y conejos? Claro y si él quisiera, aun
¡ !

podía comprarse una finca, porque allí, donde él solo sa-


bía, muy oculto, guardaba, íntegro, el legado de su madre :

anillos con diamantes, orejeras guarnecidas de perlas, pen-


dientes, cadenas, topos... ¿Fuerzas? Ya sus enemigos los
negros podían atestiguar que las tenía de sobra, acaso de-
masiadas y tma vez estuvo á punto de ir á la cárcel por
;

haber intentado, en una jarana, y por apuesta, alzar de


golpe á cinco hombres juntos uno de ellos había rodado
:

con las costillas hundidas... Claro No en balde se llega


i
!

á los treinta años habiendo batido el hierro por espa-


cio de quince. Todo tenía él. Juanillo, menos suerte para
enamorarse. Pucha con su cara fea Ya una vez lo ba-
¡ !

rrió la supaya, mas


eso no le hizo mella la conocía fácil y
:

tornadiza y la habría muerto á puntapiés. Otra vez, Can-


delaria, su novia, se casó con el rival en tanto que él pere-
grinaba en romería por Copacabana. Tampoco le hizo
mella Candelaria tenía un hijo para un ricachón de la
:

ciudad y no debía ser bueno dar cariño á hijos que no son


de propia hechura... Es en Clota que pensaba siempre, en
Clota, la muy sucia que él vio crecer, desarrollarse y llegar
VEDA CRIOUvA 255

á hembra garrida, fuerte. Tenía no sólo inclinaciones por


ella,sino derecho legítimo, porque la muy cochina le ha-
bía prometido casarse con él, desde mocosa y antes de que
conociera al Chungara y sólo después... Dios ; eso sí que! ¡

no se lo permitiría jamás; primero los degollaría á los dos


y después él se mataría !... Robar, mentir, clavar ima pu-
ñalada cuando se tiene cólera, romperle por detrás los pul-
mones á un enemigo, jurar en falso... bueno, pase; pero
no hay que jugar con el corazón con el corazón lo sólo
¡ !

que nos hace alegres y vuelve bonito lo feo, dulce lo amar-


go, bueno lo malo... Bl corazón es cosa de no jugar; es
como las andas de la mamita de la Asunta lo sólo santo...
:

Además...
Aquí se cortaron las meditaciones de Juanillo. Algo
tumultuoso y extraño sintió dentro su ser im deseo impre-
;

ciso de llorar ó hacer llorar... Se levantó de im salto del


lecho, restregóse los ojos y fijándolos en la pared donde
un cuchillo mostraba el moho de su hoja y cuya cacha
había sido forjada por él, se puso á pasear la reducida es-
manos le ardían, le hormigueaban y sentía
tancia... I^as
vehementes ansias de calmarlas con el frío de un acero.
Quería estrujar, hundir las uñas en la carne palpitante,
matar. Su injerta sangre de indio esclavo, rebullíale tu-
multuosa dentro las venas. Y la idea de la venganza, una
sorda idea de hacer daño, cometer una fea acción, se le
había clavado fijamente en la conciencia
Ella era su todo nada conocía sino el amor... y se la
:
¡

quitaban!... ¿Por qué? ¡Nada! Porque el otro era más


buen mozo y tenía mejor cara... ¿Pero eso sólo le daba de-
recho á quitársela? E¿o sí que no Se tiene derecho sobre
¡ !

lo que uno se encuentra de balde; pero eso, la Clota, era


de él soHto, de él que la había conocido de pequeña,
criado, mimado... No, por Dios Iría donde el Chungara,
¡ !
! !

256 VroA CRIOI<I.A

al que acababa de ver, como de costumbre, en la tienda


de su querida, una vieja chichera que le daba plata para
que se vistiese y pagara sus deudas, le hablaría de á buenas
no más para que no se enoje, le haría ceder y si no...
¡Cristo Correría la sangre !!!... lya vida^pa qué sin ella?
! ¡

Arrancó el cuchillo de la pared, embozóse el cuello con


un chai de vicuña y... á la calle á casa del rival... I/5 en-
¡ !

contró á los pocos pasos de la suya, al pie de un foco de


luz eléctrica. I^e llamó :

—Oí, Chungara; tengo que hablarte dos palabritas.


Su voz ruda y áspera, temblada. Chimgara se le acercó
sonriendo, mas no sin cierta inquietud. Vaya con la color ¡

de la cara del tipo Si parecía que tuviera tercianas


! ¡ !

— ¿Qué quieres? Habla pronto, che. M'espera la Clota.


— ¿¿a Clota? i
Güeno ; d'eso venía a'blarte? ¡ La quieres
endeveras?
— Yáaa,i
el tipo, che ! ¿acaso no sabes que me caso pa
la Asimta?
A Juanillo le dio un vuelco el corazón. Santo Y ¡ ! ¡

cómo apretó la empuñadura de su cuchillo fuertemente co-


gido dentro del bolsillo
-— ¿Con que la quieres endeveras, che? Güeno Pues yo ¡ !

también la quiero. ¿Sabes?


Chungara retrocedió im paso, temeroso había visto :

pasar por los ojos de su rival un fulgor extraño y pucha ¡

había que andar con cuidado con Juanillo á quien fácil-


mente se le subía la sangre á la cabeza. Además, él no te-
nía confianza en el cariño de la Clota. La notaba esquiva,
desdeñosa y no eran sus intenciones casarse con ella, soli-
citado como se veía por gente de mucho más mérito que la
Clota. Ni aim condescendiente era ahora ella con él. Antes,
por lo menos, consentía en bajar á la puerta de la calle
cuando todo el mundo dormía en casa de sus patrones y
!

vroA CRioivLA 257

conversaban largo rato, hasta coger frío en los huesos;


mas desde hace algún tiempo, no sólo no acudía á ninguna
cita sino que evitaba encontrarse á solas con él y jamás le
decía nada de su próximo matrimonio, del que parecía
todos los días más alejada.
— ¿Y te quiere ella?— preguntó el Chungara, con fatui-
dad.
— No sé, pero yo la quiero... ¿Te recuerdas de tu ma-
gre? Pues yo la quiero más á la Clota. Por ella yo he olvi-
dado reunirme con los compinches y mis ayudantes me
dicen que me parezco á un animal enfermo, qu'e perdió la
color, que no me río y que debo tener malos pensares...
Blla es mi vida, mi corazón, mi todo... ¿Sabes? Bl otro día
la'e visto rezando ante la mamita de la Asunta, en la iglesia
de Churubamba y... endeveras te juro, che Chungara
¡

m'a pareció más linda qu'ella...


— No hables así, che
¡

le interrumpió el Chungara,
!

asustado por la blasfemia.


— ¡Sí, che ! —
insistió Juanillo con convicción exal-
tada. — Sí, che; más linda y más güeña... I^a quiero pa
toda la vida... y oí, Chungara no me la quites porque
¡ !

sino... te mataría
¡ ! —
sollozó Juanillo con el pecho palpi-
tante y apretando fuertemente el arma hasta incrustarse
las uñas en la palma de la nerviosa mano.
Se atemorizó el Chungara, mas no quiso que creyera
que le tenía miedo. Repuso con voz insegura :

— Mátame, che; yo también la quiero...


Un estremecimiento sacudió el cuerpo de Juanillo. Y
con voz humilde volvió á rogarle cogiendo á Chungara con
la mano libre, amigablemente por el brazo :

— Mira, Chungara qu'estoy resuelto á todo. No me


tientes, che me dolería el corazón si te haciera algo por-
;

que eres mi amigo. Te juro (besando la cruz de la mano),


258 VIDA CRIOI,I,A

te juro por lamamita de Copacabana, qu'á de suceder una


desgracia. Anoche he soñao con toros ya sabes qu'eso :

quiere decir sangre, y esta mañana ha salido, volando, un


taparacu (mariposa negra) de la tienda ya sabes que dice
:

muerte... Déjame la Clota, Chungara, y seremos amigos


más bien. Vos puedes tropezar con otra más mejor
y más bonita ya sabes que hay más mejores y más
:

bonitas que la Clota; vos tienes güeña cara, vistes bien,


eres futuro y yo sólo me ocupo de trabajar pa dar de co-
mer á mis güerfanitos y no quiero más que á ella... Déja-
mela, Chungara y te juro que haiga ó no haiga suerte en
mi vida, siempre te quedré y te respetaré, mientras que
si me la qtdtas, puede que todos seamos... Mírame bien,
Chungara, aquí, á la luz estoy llorando y ya sabes que
:

los lloros de un hombre son kenchas y traen desgracia...


Déjame ser feliz con la Clota y oí mi consejo no te cases :

con ella. Vos seguramente has de ser munícipe y diputao


después, y entonces puede que te dé vergüenza la Clota
qu'a servido en las casas... Además, francamente, che
Chungara, yo creo que tampoco te quiere la Clota. Así
me Ta dicho endenantes.
Bl Chungara al oir esto se sintió lastimado en lo más
hondo de su orgullo, y habría cedido si el otro continuase
rogándole con ese tono amigal y sin hacer mención de
su fracaso, pero aulló su vanidad de buen mozo acostum-
brado á los triunfos mujeriles y á las galantes conquistas
de gentes superiores en rango á la sirvienta. la idea de Y
ver proclamada por el rival la vergüenza de im rechazo,
mortificó su amor propio y repuso con arrogancia y des-
plante :

— ¿No me quiere? Mientes, che. !Es á vos que no te


quiere esa cochina y si aura está hablando que no me quie-
re, es porque yo la'í despreciaó. Es ropa vieja....
VIDA CRIOI.I<A 259

— ¿Endeveras dices, che, Chungara? — preguntó, tem-


blando, Juanillo.
— Endeveras.
Levantó el herrero la mano y una centella se vio surgir
de ella,rápida y fugaz.
— Pues, toma !...
j

Fué un golpe brutal, salvaje. La hoja penetró hasta el


cabo en el pecho del Chungara que, al caer, se asió de las
ropas de Juanillo y dio con él en el suelo. Una pasante,
único testigo del golpe, dio un grito horrible. Corrieron
algunos curiosos y separaron á viva fuerza á los hombres
que se revolcaban por tierra. Juanillo se puso en pie sin
bufanda y sin sombrero. Chungara quiso hacer lo mismo
y sólo alcanzó á poner una rodilla en tierra y á erguirse
sobre sus piernas dobladas. Y
mirando con ojos desorbi-
tados á su agresor, pudo articular entre dos vómitos de
sangre negra, señalando á su asesino :

— ¡ m'a matao... ese


Ese... ese !

Le vino otra bocanada de sangre y cayó boca abajo al


suelo.
Juanillo quiso huir, pero media docena de brazos lo de-
tuvieron. Algunos transeúntes, viendo retorcerse al caído
con los hipos de la agonía, levantaron los brazos, indigna-
dos, contra Juanillo. Entonces éste, inclinando humilde-
mente la cabeza, los ojos ahogados en terror y la voz tem-
blona, dijo :

— ¡ Sí, yo l'e matao ! \ La Clota m'a dicho que lo mate !...

¡ La iDcrra !...

*
* *

—¿Verdad que no le quieres? preguntó Ramírez —


cuando Juanillo los hubo dejado tan bruscamente. Cío-
?

26o VIDA CRIOLITA

tilde se encogió de hombros y, arrimándose contra el qui-


cio de la puerta, repuso :

— No, niño; para marido no quiero. lo


— ¿Y Chungara? Apuesto que á ese es un buen
al sí;
mozo.
— Tampoco; yo no quiero á nadies...
— ¿De veras?
— niño; yo no quiero á nadies de esos que usté
Sí, cree...
— Ks curioso. ¿Y quieres á alguien?
Sonrió con muchacha y respondió
tristeza la :

— ¿Y pa qué quiere usté saberlo, niño? Yo... ;Sí,


quiero!... Velaí! ¿Está usté contento?
¡

Reía nerviosamente y sus palabras se rompían en so-


llozos. Ramírez quedó perplejo. I^a actitud de la sirvienta
le parecía extraña. Se sentía mirado por ella con insisten-
cia, con tenacidad y su mirada estaba impregnada de bon-
dad y de ternura.
— Me alegro, Clota, y me gustaría verte feliz... Dime,
¿podría hablar con la señorita Elena?
Un gesto imperceptible, doloroso y resignado, pasó por
los labios exangües de la muchacha y respondió indi-
cando la algazara del salón :

— lyO ve usté está bailando


: !

— i

Mejor; así podrá venir sin que nadie la vea.


— N'a de querer bajar. ¿ Por qué más bien no sube usté
Rió de buena gana Ramírez imaginando la cara que al
verlo pondrían don César y su hija. Repuso burlesco :

— No, Clota; no estoy en traje de baile... ¿Y quiénes


están ahí?
— Muchos el niño Rodríguez, el niño Guilarte,
:

don Ismael Soria, don Justo Aranda, las niñas Montene-


gro, las Orondo y otras que no conozco... Hay mucha
gentf
!

VIDA CRIOLLA 201

— ¿Y por qué bailan?


— Bs santo de señora. ¿Acaso no se acuerda que
la
usté también bailó año pasao?
el
— Me acuerdo. No fué año pasado, sino
el el otro.
^
Y, sin quererlo, pensó Ramírez que en tan corto espa-
cio de tiempo habían sufrido profimdas modificaciones
sus ideas y sentimientos; que sólo dos años bastaron para
dar nuevos rumbos á las vidas que florecían á su alrede-
dor, viendo, su antigua amada, colmados en ese tiempo
sus mejores anhelos y satisfechas las ambiciones de sus
amigos y adversarios; que en dos años había cambiado de
esencia la trama de su vida y que de sus viejos dolores
sólo guardaba el recuerdo, lejano é impreciso... Antes, de
la casa de don César Peñabrava, era el mejor, el más con-
siderado amigo, y ahora...
—¿Bn qué piensa usté, niño? —
interrogó la criada no-
tando la profunda abstracción del periodista. Ramírez
hizo un gesto y encogiéndose de hombros, volvió á inqui-
rir :

— ¿Bl santo de doña Juana, eh? De seguro que ha


habido banquete.
— pero banquete ha sido para caballero porque
Sí, el el
ha salido de diputao.
— Mejor, hija doble motivo de
: Ja, ja
fiesta... \ ja,
Su forzada causó dolor en la muchacha. Creyóla
risa
arrancada por el contento y ella habría preferido verlo
triste al mozo, vencido, anonadado para darse asi cuenta
del estado de su pobre alma martirizada.
— ¿Con que está ahí Rodríguez?
— Sí, y también el niño Bmilio.
La risa se ahogó en los labios de Ramírez :
— ¿También Lujan?... Seguramente....; es de la fa-
milia...

15.
Y

a62 VIDA CRIOtl^A

De pronto se detuvo y prorrumpiendo en una exclama-


ción, dijo alegremente :

— ¡Pero también ha si elegido diputado


salido !...¿

viene seguido Rodríguez?


— Todos días y noches.
los las
Ramírez frunció ceño. el
— ¡Demonio! Entonces ya es Sólo un noviooficial.
visita de día.
Quedó mozo ignoraba
perpleja Clotilde viendo que el
los últimos acontecimientos; de la casa, y encontró allí
im buen pretexto para abrir huella en el alma del atolon-
drado, lacerarla, romperla. Y contó :

— Sí, es ya su novio y viene todos los días. I^*a pedido


el otro día el padre del niño Rodríguez á la señorita y di-
cen que s'an de casar pa el i6 de julio, en el santo de la
señorita. Aura se van soHtos á pasearse, y la señora los
deja en la sala y. allí se están agarrando de las manos, muy
juntitos los dos, y él la besa en la boca y ella...
Hablaba la moza sin separar la mirada dd rostro de
Ramírez, envejecido y marchito. Sus cansados ojos, hun-
didos dentro las cuencas, miraban con extraña inmovili-
dad; le blanqueaba el cabello por los témpanos y era más
amargo el rictus doloroso de sus labios. Y
confusa, vaga-
mente, advirtióle á la criada su temperamento de enamo-
rada devota y sincera, que esa vida llevaba seUo de pro-
fundos desengaños. Tuvo pena; y, arrepentida y piadosa,
quiso curar el mal que creyó haber causado :

— Qué pálido está usté, niño Carlos Seguramente


¡
!

estará usté enfermo.


— No es nada. Gota. Yo soy siempre así... ¿Te animas
á llamar á la señorita?
— ¿Y si no quiero bajar?
VIDA CRIOIXA 263

— Ha de querer. Dila que vengo á despedirme y le traigo


sus cartas.
— ¡Á despedirse ¿Y dónde se va usté? preguntó,
! —
temblando, la doméstica.
— Clota.
I^ejos,
— ¿Y por qué se va usté?
— No aquí ya nadie me
sé; quiere.
— No diga usté niño Todos
eso, !... le quieren más bien.
— Y ¿me quieres?
i

tú,
Agachó la cabeza la doméstica y, suspirando, dijo con
voz honda :

— quiero.
Si; le
— Gracias, Clota; yo también te quiero. Eres buena y
me has hecho muchos favores.
— Muchos favores —
j Clotilde amargada de
! repitió
que el torpe mozo no supiese descubrir el fuego que con-
sumía sus entrañas y al saber que sólo le había inspirado
un simple sentimiento de gratitud, egoísta y aun mezquino.
Y haciendo un gesto de resignación, repuso :

— Espéreme, entonces; voy á llamar á la señorita.


Ramírez, temblando de frío, quedóse en el zaguán escu-
chando un vals de Barrientos al compás del cual bailara
muchas veces con su ex-novia y tocado quizás por las
mismas manos; y su cólera y su tristeza se hicieron más
acerbas. La muchacha lo sorprendió abismado en crueles
meditaciones.
— Venga usté; aquí está la señorita y dice que un solo
momento Ta de oir.
Penetró el periodista al patio y, bajo las arcadas de la
escalera, vio que Elena le esperaba, vestida de blanco.
— ¿Es usté?... Clotilde me ha dicho que quiere usté ha-
blarme. ¿Qué hay?
La voz de Elena era breve, inquieta y algo imperiosa.
264 VIDA CRIOLLA

— Nada, y disculpe la molestia. Quería verla un


señorita,
momento para entregarle algunos papeles, repuso el —
joven con timidez y repentinamente turbado con la pre-
sencia de Elena á la que no había visto desde hacia mu-
chos meses.

¿ Y de veras se va usted ?
— señorita.
Sí,
— Y á dónde se va usté?
¿
— Á Europa.
— ¿A Europa? Qué ¡
feliz ! Lo felicito...
Quedaron en silencio, uno frente de otra, bajo la sombra,
mirándose casi con avidez, cual si se hubiesen vuelto á en-
contrar después de una larga ausencia. Ella manifestaba
vivos signos de inquietud. Apartaba á cada instante los
ojos del rostro de su antiguo enamorado para fijarlos en el
corredor con sobresalto, y se encontraba pesarosa de ha-
ber consentido en bajar. Ramírez callaba; y como durase
el silencio, ella comenzó á taconear afiebradamente sobre
el empiedre, disgustada de su postura.
— ¿Entonces se va usté endeveras?
— señorita; me voy.
Sí,
— ¿Y por qué se va usté?
— Porque debo irme. Acá soy un estorbo.
— A nadies estorba —
usté, dijo, displicente, la joven.
— Quién sabe, Elena hombre estorba
: el al hombre.
Volvieron á callar. Ella estaba inquieta, deseosa de
acabar de una vez, furiosa consigo misma él, triste, des- ;

encantado, lleno de vergüenza por la emoción de que se


sentía poseído, sin explicar la causa ni saber por qué.

Entonces... —y prosiguió taconeando Elena, ya sin
saber qué hacer, ni qué actitud tomar. Al saber que Ramí-
rez estaba en su casa, había experimentado invencible
deseo de curiosidad, de ver al que en otras veces la hiciera
VIDA CRIOI^IvA 265

soñar y pensando que si solicitaba de ella una entrevista,


era quien sabe para ofrendarle, quizás ima vez más, sus
frases apasionadas. Ybajó llena de interés por saber lo que
le diría, por oirle hablar, por verle, en fin; y ahora volvía
á encontrar al mismo hombre de antes, tímido, parco de
palabras y de gestos al hombre inculto que no sabe alabar
;

la belleza, ni buscar frases adecuadas para felicitar á una


joven por la elegancia de su traje... Y
colérica y arrepenti-
da volvió á inquirir ya con deseos de que concluyese la
entrevista :

— ¿Entonces se va usté?
— señorita; me voy, pero antes de irme he querido
Sí,
verla para...
Iba á decir «para verla una vez más», pero se detuvo.
Y añadió con acento indiferente :
— ... Para devolverle, personalmente, estos papeles, sus
cartas-
Metió la mano al bolsillo del gabán y le alcanzó el
paquetito que ella se apresuró en coger con un movimiento
tan vivo, que se sintió avergonzada de su presteza. noY
sabiendo agradecer, humillada, repitió por la tercera ó
cuarta vez la pregunta :

— ¿De veras se va usté siempre á Europa? ¿Es que


vendrá usté á despedirse de casa antes de irse? Mi
papá...
— No, señorita, no vendré y le ruego presentar en mi
nombre mis respetos á su familia. Adiós, señorita Elena.
Y le tendió Ramírez la mano, serio, y no sin cierta
emoción.
— ¿Y cuándo volverá usté?
Ramírez se encogió de hombros, sin responder. Enton-
ces ella le estrechó la mano tendida, deseosa de acabar y le
dijo llamándole por su nombre :
!

266 VIDA CRIOIXA

— Adiós, Carlos. Mándeme postales y... no sea usté tan


raro : es un consejo de amiga.
Ramírez, bruscamente, dio un paso atrás, cogió con
flojedad la mano de la joven é imprimiéndola sin querer-
lo, tm sacudón, se alejó con indiferencia. I^a señorita
Peñabrava, al verle partir así, quedóse un instante per-
pleja; hizo im mohín desdeñoso y, recogiéndose la falda
del vestido, comenzó á subir apresuradamente las gradas,
satisfecha de llevar consigo sus cartas.
Atravesando Ramírez el zaguán, vio que Clotilde le es-
peraba en la puerta, y al llegar á su lado, oyó el mozo el
precipitado palpitar del seno de la muchacha :

— ¿Endeveras siempre se va usté, niño Carlos?


El tristísimo acento de la criada impresionó profunda-
mente á Ramírez.
~ Sí, Clota; adiós.
— Y...
Cortóse la frase de la muchacha é inclinando la cabeza,
sollozó de veras, con toda su alma lacerada de tristeza.
— Son malos con usté, pobre niño Carlos
¡

— Es la vida, Clota, la mala.


— No, niño... Á usté todos le querían antes y aura na-
dies le quiere ; antes tenía usté amigos y aura no los tiene...
Son las gentes, las malas...
Ivos sollozos cortaban su voz y quería echarse en bra-
;

zos de Ramírez, estrecharle el cuello y no se atrevía y llo- :

raba lentamente, con pena honda é inconsolable.


El periodista se sintió triste hasta las lágrimas y, en su
dolor, experimentó una especie de alivio y una secreta ale-
gría al encontrar al fin á alguien que compadeciera su si-
tuación y comprendiese el inclemente abandono de su vida
tnmca y rota. Y
por el ser que le daba ese consuelo, sin-
tió despertarse en su alma una gratitud y una simpatía
VIDA CRIOIXA 267

profundas. Le abrió los brazos y cayó en ellos, gimiendo, la


muchacha.
— Si, pobre Clota, tienes razón la vida no es la mala,
:

somos nosotros que la hacemos...


— jClotildéeee ! —
vino hasta ellos, imperiosa, la voz
de la señorita Peñabrava había oído los confusos gemi-
:

dos de la doméstica y quería impedir que entrase en nin-


guna explicación con Ramírez. La muchacha se estremeció
en todas sus fibras. Atrajo al joven hacia su seno robusto
y estrechándolo fuertemente contra él, con tm vigor
extraordinario, le dijo entre sollozos :

— ¡ Adiós, pobre niño Carlos !

Y escapó á la escalera, sonándose las narices...


XV

lientamente trepaba la cuesta del Alto de I^ima el


famélico animal, como si el anonadamiento de su caballero
se hubiese comunicado á sus músculos envejecidos por
ocho años de ruda labor primero en el ejército y después
en la policía, y andaba á tientas, desconfiado de la blan-
dura del suelo, hecho im lodazal en esa primera zeta del
camino con el agua que resumía del cerro y rebasaba de
una rústica pileta de piedra en forma de cono invertido.
Caravanas de borricos y llamas, iban y venían en trajín
incesante disputándose á empujones los bordes del real
camino y de los cuatro senderos abiertos en el flanco de
la suave y desnuda pendiente. Pastaban en ella, haciendo
rodar pedruzcos, flacos y raquíticos rebaños de ovejas
lanudas, barrosas y con el vellón cubierto de estiércol
seco. lyos pastores indios, niños de ambos sexos, jugaban
ó se espulgaban sentados sobre alguna prominencia
que dominaba la parduzca senda. Á lo largo, y de trecho
en trecho, se extendían sembríos de patatas, en plena
madurez haciendo resaltar sus tonos amarillentos en la
nota gris del yermo.
Ramírez, con las flojas riendas en una mano y metida
la otra en la comisura del chaleco, sordo á las burlas y
provocaciones de los policiales ebrios que le conducían, por
27* TEDA CRIOI<I,A

orden gubernamental, á la frontera, miraba, distraído


y caviloso, el panorama extendido á sus pies.
Ahora iba de cara á la ciudad.
Reclinada en un rincón de la inmensa quiebra, al pie
de cerros desnudos y barrosos, agrietados los irnos, de
curvas atormentadas los más, rodeada por ellos en sus tres
costados, los techos rojos de las casas, ponían una gran
mancha sobre ese uniforme color gris del vasto paisaje.
Algunos techos de calamina, y el verde de los jardines y
parques, rompían de trecho en trecho con notas de vivo
color la inmensa mancha roja de la ciudad, sobre la que se
erguían los campanarios blancos de las iglesias. Entre
ellos, hacia el Norte, y como un símbolo, venciendo á todos
en altura, las dos torres chatas é inconclusas del convento
de los Jesuítas, se destacaban, claras, contra el fondo de
un monte cortado á pico sobre su base, y surcado por
grietas, en forma de abanico desplegado... Hacia el Oeste,
casi á sus pies, sobre una plataforma mirada hacia la
ciudad, alzábase el cementerio con su ancho portalón de
piedra y sus callecitas blancas y arboleadas, cuajadas de
huecos simétricos, igual á la enorme estantería de una
biblioteca. Casitas de indios, terrosas y bajas, aparecían
fuera de los muros de la necrópolis, rodeadas por campo
de cultivo y quizás con arbolillos enclenques de oscuro
follaje...; hacia el Este, en ima serranía limitada por otra
más elevada y abrupta, crestas y columnas arcillosas
y blancas fingían escuadrones de gigantes corriendo al
asalto de la ciudad roja....
Breve fué la visión.
Dobló la bestia el recodo del camino, y el desterrado, de
espaldas á la urbe, miró la senda que en una sola curva va
hasta la cumbre señalada por un pilar de piedra blanca.
Pobres matas de hierbas oscuras medraban á los bordes del
VIDA CRIOI^I^A 371

camino y tan llenas de polvo cual si esas oquedades que


han forjado á la raza en molde de tristezas haciéndola
hostil al ensueño, no pudieran producir sino flores de
tierra... Saltando sobre la arista hecha por el cielo y la
llanura bruscamente desgajada en ese punto y arranque de
la depresión en la que se alza la ciudad y sigue hasta
chocar con la muralla de los Andes, veíanse aparecer los
más elevados picos de la Real Cordillera, cuyo cuerpo aun
queda oculto y uno de los cuales ostenta la purísima forma
de un seno de virgen, así combado, así redondo...
... Subía lentamente el menguado animalucho. Su
oscuro y flaco corpachón, temblaba bañado en sudor y
llevaba caída la cabeza, pendientes y yertas las largas
orejas, hundidos los ojos y anchamente abiertas las fosas
de la nariz. Con calma y tiento ponía las patas en los
huecos dejados por los guijos desbarrancados, y al
levantarlas, tropezaba en los que acribillaban la senda
haciéndolos rodar por la pendiente. Y
el caballero, al
verlos correr, por asociación de ideas, pensaba en extrañas
cosas y comparaba sus sentimientos é ilusiones, á esos
guijos derrumbados...
j Así, así mismo rodaron por su pecho, yertos, después
de haber vivido en su corazón Su vida era eso. Camino
!

acribillado de pedrusco, inundado de polvo y basuras !...


La emoción púsole lágrimas en los ojos. Y
la tristeza,
una de esas tristezas que, como el sarro, se prenden del
alma y la ensucian, arrancóle una mueca dolorosa de los
labios.
Alzó la cabeza. Por el cielo diáfano, vibrante en clari-
dad, volaba, en lo alto, un cuervo era un punto en el
:

espacio. Bl sol, de mayo, claro, rutilante, buen sol


un sol
inmenso, al ponerse, proyectaba ancha sombra sobre la
honda quiebrailuminando la ciudad con sus postreros rayos.
272 VTOA CRIOLLA

Llegaron á la cumbre; y, de súbito, se presentó la


llanura inundada de sol, infinita, desnuda y rota en la
lejanía por las suaves siluetas de cerros azulados por la
distancia, y hacia la derecha por la cadena de los Andes
que se alarga, blanca y nevada, hasta perderse de vista
en el horizonte.
Detuviéronse los policiales al pie del pilar para acinchar
más á las cabalgaduras y beber un trago de alcohol.
Ramírez bajó de la suya y abandonando las riendas en
manos del soldado que los acompañaba, dio las espaldas
á la pampa y se acercó al borde de la quiebra.
Era la primera vez y quizás la última que veía el pai-
saje desde esa altura. Las ocasiones que por ella anduvo en
excursión campestre, pasó de largo, con la indiferencia de
las cosas vistas desde la infancia.
La quiebra era un desgarre brusco de la llanura y se
extendía á sus pies amurallada de los costados por cerros
pardos, grises ó rojos y surcada en medio por otros cerros
de igual color, agudos, inaccesibles é inclinados en un
mismo sentido cual si fuesen encrespadas olas batiendo
una gigante roca. Anchas playas, que á esa distancia toma-
ban aire de menguados senderos, corrían por la base de
estos desnudos montes y se perdían detrás de otros,
todavía más elevados. Cerrando la quiebra y destacándose
sobre la confusa aglomeración de cumbres, señoreando el
paisaje, levantábase el Illimani mostrando sus tres picos
casi simétricos y su ancha base armoniosa. Desde esa altu-
ra, y al verlo erguido allá en el fondo y límite de la cuenca,
di j érase ésta una zanja hecha á propósito para poner á las
claras los contornos gallardos de esa montaña de sin igual
esplendor : con los escombros extraídos de la zanja se
habían hecho los cerros agrupados á entrambos lados de
ella. Poniendo albo festón á la magna obra y á la izquierda
VIDA CRIOI.I.A 273

dd Ulimani, el Mururata lucía su cima bruscamente


mutilada, recordando la leyenda del Inca Huaina-Capac,
según la cual, envidioso el Inca de la belleza de este cerro,
superior á la del Illimani, su preferido, de un hondazo le
desgajó la cumbre que fué á dar al otro lado de los montes,
en las proximidades del desierto de Atacama, donde brilla
mutilado y en forma de cono (el Sajana)...; avecindando
con el Murutara y ya en los comienzos de la zanja, el
Huaína-Potosí mostrábase hosco y sañudo con sus cimas
vertiginosas talladas en prismas locas y aristas duras;
luego el Sorata lanzaba al cielo, en alarde de desafío, sus
incomensurables cumbres, más altas que las nubes, libre
de su oscuro abrazo, potente, fantástico; y, por fin, á
derecha é izquierda, extendiéndose hasta perderse de vista
en el lejano horizonte, saltaban los demás picos de la Real
Cordillera, bajos unos, lisos otros, rugosos los más, y todos
albos, todos bellos, ostentando la inmaculada blancura
de su eterna nieve tinta en rosa á esa hora con los reflejos
del sol poniente y brillando cual diamantes engastados en
metal negro...
lyuces dispersas comen2aban á brillar en algimos
repliegues de los montes indicando humanas habitaciones
6 caseríos indígenas, invisibles desde esa altura. Las
azuladas columnas de humo se levantaban poniendo alegre
raya en el fondo oscuro de los montes. Y el silencio, un
silencio proftmdo, solemne, tornaba sagrada la visión del
yermo...
La de Ramírez se hizo más honda delante de
tristeza
ese espectáculo magnífico y desolado, sobre todo á la vista
de la ciudad acurrucada discretamente en el rincón de la
quebrada, cual ave en el hueco de un surco, á las ame-
nazas del vendaval.
Mucho había si:ifrido en ella y se iba ahora con d alma
»

274 VIDA CRIOIXA

sorda á la clemencia y usado de cuerpo, porque, más que


vejez, fueron penas y sinsabores que tiñeron de gris sus
cabellos y arrugáronle la frente poniendo encima sello de
preocupaciones...
Y pensó :

— « i
Si fuera una tumba !

Esta idea le traía preocupado desde hacía mucho rato.


Humillado, herido, agraviado, de buenas ganas hubiese
querido él que fuese eso, para, desde la altura en que se
encontraba, poder arrojar muchas paletadas de tierra, pero
muchas, y luego aplanarlas con el tacón de su bota, pisando
duro, fuerte, sin reposo, hasta dejar encima tierra sóHda-
mente petrificada donde nunca más pudiese germinar la
hierba...
De pronto el tintineo de una campanita se extendió
y melancóUco por el valle, oscurecido ya por
cristalino
las sombras de la noche. Eran las campanitas del cemen-
terio que doblaban. Entonces en la memoria de Ramírez
surgió el recuerdo de su madre, el solo gran amor que no
había derramado hieles en su alma. Y el lamentable
cuadro de su entierro, saltó á sus ojos, vivo, palpitante,
cual si datase de ayer.
También entonces caía la tarde y se himdía el sol entre
celajes rojos. lyos enterradores, ansiosos de descanso,
hacían lo posible por terminar, cuanto antes, la faena.
Ramírez, de rodillas, recitaba, loco de dolor, oraciones
aprendidas en la infancia por boca de su madre, — y
cuando se puso en pie, vio que estaba solo, solo, solo. Ni
un pariente, ni un amigo que en sus oídos vertiera palabras
de consuelo ó de piedad... Y así había vivido desde
entonces, huraño, solo, defendiéndose de los unos,
atacando á los otros, sin quien supiese comprenderle y
llegado á esa edad en que la falta de afecciones nos hace
VIDA CRIOI.I,A 275

egoístas y desconfiados el egoísmo de los demás...


Cruzó los brazos sobre el pecho y se encogió de hombros
con resignación... Era la vida
¡ !

¡Tan, tan tan tin;


tin, tin tin tan !...
Plañían dolorosamente las dos campanitas del cemen-
terio.
Y Ramírez pensaba :

— « Amar, luchar, pasar....


si, siempre. Al través de las

edades, por sobre los acontecimientos, entre el perenne


ritmo de la vida, amar, luchar, pasar, constituyendo
nuestra vida no más que una sombra sobre el espacio
infinito del tiempo...»
¡Tan, tan tan tin;
tan !...
tin, tin tin

I/)S toques funerarios seguían difundiéndose en toda la


extensión de la quebrada y Uegaban, claros, sollozantes
hasta la altura. Ramírez, los ojos persistentemente clava-
dos en el cementerio blanco y verde, buscaba con avidez
el punto en que su madre dormía el último sueño. Cuando
le pareció haberlo descubierto, quiso arrodillarse, mas
el temor de dar que reir á los brutales conductores le
detuvo. Inclinó la cabeza y sollozó presa de emoción
incontenible :

— ¡ Suelo ingrato !

Dos lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron, lentas,


por sus mejillas.
— Che
¡ Parece que se duerme
! ¡

dijo uno de los
!

conductores señalando con el gesto á Ramírez y guar-


dando en la alforja la botella de aguardiente casi vacía.
Bl soldado se acercó con disimulo al prisionero, púsose á
mirarlo con impertinencia, y al verlo llorar, se retiró sobre
276 VIDA CRIOI.I.A

la punta de los pies y dijo á sus superiores en voz baja y


todo alarmado :

— Está llorando
i
!

Entonces imo de ellos soltó brusca carcajada y el otro,


frunciendo el ceño y medio compasivo, añadió :

— Que se friegue Pa'eso no se hacen regoluciones...


¡
!

i
Arriba monos !...
Ramírez subió sobre la flaca cabalgadura, dirigió una
última y rápida mirada al cementerio y espoleando los
sudorosos hijares de la muía, emprendió á galope por la
rutilante llanura, ocultando á los policiales ebrios las
lágrimas que le escaldaban las mejillas...

FIN

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