III Domingo T Cuaresma

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III DOMINGO T.

CUARESMA (C)
Benedicto XVI, papa. Ángelus (11-03-2007): La falsa ilusión de vivir sin Dios. Plaza de
San Pedro.
Queridos hermanos y hermanas: La página del evangelio de san Lucas, que se proclama en
este tercer domingo de Cuaresma, refiere el comentario de Jesús sobre dos hechos de
crónica. El primero: la revuelta de algunos galileos, que Pilato reprimió de modo
sangriento; el segundo, el desplome de una torre en Jerusalén, que causó dieciocho víctimas.
Dos acontecimientos trágicos muy diversos: uno, causado por el hombre; el otro,
accidental. Según la mentalidad del tiempo, la gente tendía a pensar que la desgracia se
había abatido sobre las víctimas a causa de alguna culpa grave que habían cometido. Jesús,
en cambio, dice: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás
galileos?… O aquellos dieciocho, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres
que habitaban en Jerusalén?» (Lc 13, 2. 4). En ambos casos, concluye: «No, os lo aseguro;
y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13, 3. 5).
Por tanto, el mensaje que Jesús quiere transmitir a sus oyentes es la necesidad de la
conversión. No la propone en términos moralistas, sino realistas, como la única respuesta
adecuada a acontecimientos que ponen en crisis las certezas humanas. Ante ciertas
desgracias —advierte— no se ha de atribuir la culpa a las víctimas. La verdadera sabiduría
es, más bien, dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud de
responsabilidad: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Esta es sabiduría, esta es la
respuesta más eficaz al mal, en cualquier nivel, interpersonal, social e internacional. Cristo
invita a responder al mal, ante todo, con un serio examen de conciencia y con el
compromiso de purificar la propia vida. De lo contrario —dice— pereceremos, pereceremos
todos del mismo modo.
En efecto, las personas y las sociedades que viven sin cuestionarse jamás tienen como único
destino final la ruina. En cambio, la conversión, aunque no libra de los problemas y de las
desgracias, permite afrontarlos de «modo» diverso. Ante todo, ayuda a prevenir el mal,
desactivando algunas de sus amenazas. Y, en todo caso, permite vencer el mal con el bien, si
no siempre en el plano de los hechos —que a veces son independientes de nuestra voluntad
—, ciertamente en el espiritual. En síntesis: la conversión vence el mal en su raíz, que es el
pecado, aunque no siempre puede evitar sus consecuencias.
Pidamos a María santísima, que nos acompaña y nos sostiene en el itinerario cuaresmal, que
ayude a todos los cristianos a redescubrir la grandeza, yo diría, la belleza de la conversión.
Que nos ayude a comprender que hacer penitencia y corregir la propia conducta no es
simple moralismo, sino el camino más eficaz para mejorarse a sí mismo y mejorar la
sociedad. Lo expresa muy bien una feliz sentencia: Es mejor encender una cerilla que
maldecir la oscuridad.

Homilía (07-03-2010): Urgencia de volver a Dios. Visita Pastoral a la Parroquia


Romana de San Juan de la Cruz.
Queridos hermanos y hermanas: «Convertíos, dice el Señor, porque está cerca el reino de los
cielos» hemos proclamado antes del Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, que nos
presenta el tema fundamental de este «tiempo fuerte» del año litúrgico: la invitación a la
conversión de nuestra vida y a realizar obras de penitencia dignas. Jesús, como hemos
escuchado, evoca dos episodios de sucesos: una represión brutal de la policía romana dentro
del templo (cf. Lc 13, 1) y la tragedia de dieciocho muertos al derrumbarse la torre de Siloé
(v. 4). La gente interpreta estos hechos como un castigo divino por los pecados de sus
víctimas, y, considerándose justa, cree estar a salvo de esa clase de incidentes, pensando que
no tiene nada que convertir en su vida. Pero Jesús denuncia esta actitud como una ilusión:
«¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han
padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo
modo» (vv. 2-3). E invita a reflexionar sobre esos acontecimientos, para un compromiso
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mayor en el camino de conversión, porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de
no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte, la del alma. En
Cuaresma, Dios nos invita a cada uno de nosotros a dar un cambio de rumbo a nuestra
existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, corrigiendo algunas cosas en nuestro
modo de rezar, de actuar, de trabajar y en las relaciones con los demás. Jesús nos llama a
ello no con una severidad sin motivo, sino precisamente porque está preocupado por nuestro
bien, por nuestra felicidad, por nuestra salvación. Por nuestra parte, debemos responder con
un esfuerzo interior sincero, pidiéndole que nos haga entender en qué puntos en particular
debemos convertirnos.
La conclusión del pasaje evangélico retoma la perspectiva de la misericordia, mostrando la
necesidad y la urgencia de volver a Dios, de renovar la vida según Dios. Refiriéndose a un
uso de su tiempo, Jesús presenta la parábola de una higuera plantada en una viña; esta
higuera resulta estéril, no da frutos (cf. Lc 13, 6-9). El diálogo entre el dueño y el viñador,
manifiesta, por una parte, la misericordia de Dios, que tiene paciencia y deja al hombre, a
todos nosotros, un tiempo para la conversión; y, por otra, la necesidad de comenzar en
seguida el cambio interior y exterior de la vida para no perder las ocasiones que la
misericordia de Dios nos da para superar nuestra pereza espiritual y corresponder al amor de
Dios con nuestro amor filial.
También san Pablo, en el pasaje que hemos escuchado, nos exhorta a no hacernos ilusiones:
no basta con haber sido bautizados y comer en la misma mesa eucarística, si no vivimos
como cristianos y no estamos atentos a los signos del Señor (cf. 1 Co 10, 1-4).
Queridos hermanos y hermanas, el tiempo fuerte de la Cuaresma nos invita a cada uno de
nosotros a reconocer el misterio de Dios, que se hace presente en nuestra vida, como hemos
escuchado en la primera lectura. Moisés ve en el desierto una zarza que arde, pero no se
consume. En un primer momento, impulsado por la curiosidad, se acerca para ver este
acontecimiento misterioso y entonces de la zarza sale una voz que lo llama, diciendo: «Yo
soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob» (Ex 3, 6).
Y es precisamente este Dios quien lo manda de nuevo a Egipto con la misión de llevar al
pueblo de Israel a la tierra prometida, pidiendo al faraón, en su nombre, la liberación de
Israel. En ese momento Moisés pregunta a Dios cuál es su nombre, el nombre con el que
Dios muestra su autoridad especial, para poderse presentar al pueblo y después al faraón. La
respuesta de Dios puede parecer extraña; parece que responde pero no responde.
Simplemente dice de sí mismo: «Yo soy el que soy». «Él es» y esto tiene que ser suficiente.
Por lo tanto, Dios no ha rechazado la petición de Moisés, manifiesta su nombre, creando así
la posibilidad de la invocación, de la llamada, de la relación. Revelando su nombre Dios
entabla una relación entre él y nosotros. Nos permite invocarlo, entra en relación con
nosotros y nos da la posibilidad de estar en relación con él. Esto significa que se entrega, de
alguna manera, a nuestro mundo humano, haciéndose accesible, casi uno de nosotros.
Afronta el riesgo de la relación, del estar con nosotros. Lo que comenzó con la zarza
ardiente en el desierto se cumple en la zarza ardiente de la cruz, donde Dios, ahora accesible
en su Hijo hecho hombre, hecho realmente uno de nosotros, se entrega en nuestras manos y,
de ese modo, realiza la liberación de la humanidad. En el Gólgota Dios, que durante la
noche de la huída de Egipto se reveló como aquel que libera de la esclavitud, se revela como
Aquel que abraza a todo hombre con el poder salvífico de la cruz y de la Resurrección y lo
libera del pecado y de la muerte, lo acepta en el abrazo de su amor.
Permanezcamos en la contemplación de este misterio del nombre de Dios para comprender
mejor el misterio de la Cuaresma, y vivir personalmente y como comunidad en permanente
conversión, para ser en el mundo una constante epifanía, testimonio del Dios vivo, que
libera y salva por amor. Amén.

Ángelus (07-03-2010): Precariedad de la existencia.

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Queridos hermanos y hermanas: La liturgia de este tercer domingo de Cuaresma nos
presenta el tema de la conversión. En la primera lectura, tomada del Libro del Éxodo,
Moisés, mientras pastorea su rebaño, ve una zarza ardiente, que no se consume. Se acerca
para observar este prodigio, y una voz lo llama por su nombre e, invitándolo a tomar
conciencia de su indignidad, le ordena que se quite las sandalias, porque ese lugar es santo.
«Yo soy el Dios de tu padre —le dice la voz— el Dios de Abraham, el Dios de Isaac, el
Dios de Jacob»; y añade: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 6.14). Dios se manifiesta de distintos
modos también en la vida de cada uno de nosotros. Para poder reconocer su presencia, sin
embargo, es necesario que nos acerquemos a él conscientes de nuestra miseria y con
profundo respeto. De lo contrario, somos incapaces de encontrarlo y de entrar en comunión
con él. Como escribe el Apóstol san Pablo, también este hecho fue escrito para escarmiento
nuestro: nos recuerda que Dios no se revela a los que están llenos de suficiencia y ligereza,
sino a quien es pobre y humilde ante él.
En el pasaje del Evangelio de hoy, Jesús es interpelado acerca de algunos hechos luctuosos:
el asesinato, dentro del templo, de algunos galileos por orden de Poncio Pilato y la caída de
una torre sobre algunos transeúntes (cf. Lc 13, 1-5). Frente a la fácil conclusión de
considerar el mal como un efecto del castigo divino, Jesús presenta la imagen verdadera de
Dios, que es bueno y no puede querer el mal, y poniendo en guardia sobre el hecho de
pensar que las desventuras sean el efecto inmediato de las culpas personales de quien las
sufre, afirma: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos,
porque han padecido estas cosas? No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis
del mismo modo» (Lc 13, 2-3). Jesús invita a hacer una lectura distinta de esos hechos,
situándolos en la perspectiva de la conversión: las desventuras, los acontecimientos
luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables,
sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder
vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida.
Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores
para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación
de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte
eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida
en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de
sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la
existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y
solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que
se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande.
Queridos amigos, recemos a María santísima, que nos acompaña en el itinerario cuaresmal,
a fin de que ayude a cada cristiano a volver al Señor de todo corazón. Que sostenga nuestra
decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida.

Julio Alonso Ampuero: Nuestro engaño. Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico,
Fundación Gratis Date.
Casi a la mitad de la Cuaresma, Cristo nos recuerda algo sumamente importante: tenemos el
peligro de no convertirnos. La parábola de la higuera estéril lo pone de relieve con una
fuerza sorprendente. Lo mismo que su amo a la higuera, Dios nos ha cuidado con cariño y
con mimo; más aún, en esta Cuaresma está derramando abundantemente su gracia, pero ésta
puede estar cayendo en vano, puede estar siendo rechazada. ¿Encontrará Cristo frutos de
conversión?
«Déjala todavía este año». La parábola sugiere que este año puede ser el último. De hecho,
será el último para mucha gente. No se trata de ponernos tétricos, sino de una posibilidad
real. Puede no haber ya más oportunidades de gracia. La conversión es urgente, de ahora
mismo. Y retrasarla para otro año, para otra ocasión, es una manera de cerrarse a Cristo, de
darle largas… Hay tantas maneras de decir «no»…
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«Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». Llama la atención que
precisamente san Lucas, el evangelista de la misericordia y la bondad de Jesús, traiga estas
amenazas. Pero si nos fijamos bien, estas advertencias también provienen de la misericordia.
Advertirle a uno de un peligro es una forma principal de misericordia. Al enfrentarnos a la
conversión, Cristo no sólo nos recuerda los bienes que nos va a traer la conversión, sino que
nos abre los ojos ante los males que nos sobrevendrán si no nos convertimos. El amor
apasionado que siente por nosotros le lleva a sacarnos de nuevo engaño.

Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico. Tomo II: Tiempo de Cuaresma,
Fundación Gratis Date.
La imagen de la Iglesia como pueblo de Dios en peregrinación penitencial hacia la Pascua
salvadora (Lumen Gentium 8), cobra en esta celebración litúrgica una gran fuerza
renovadora de nuestra conciencia. La Cuaresma es siempre un tiempo fuerte de conversión,
de revisión de vida, de reconciliación evangélica con Dios y con todos nuestros hermanos.
El Concilio Vaticano II ha subrayado esta condición permanente e irrenunciable de la
Iglesia y de cada uno de sus miembros:
«Mientras Cristo, santo, inocente, inmaculado, no conoció el pecado, sino que vino
únicamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia encierra en su propio seno pecadores;
y, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la
senda de la penitencia y de la renovación» (ibid.).
–Éxodo 3,1-8. 13-15: «Yo soy» me envía a vosotros. La vocación de Moisés significa en la
historia de la salvación el comienzo de la liberación providencial del pueblo de Dios; el
principio del camino de salvación, que es siempre una iniciativa gratuita de Dios. San
Agustín explica el nombre bajo el que Dios se presenta a su pueblo, «Yo soy».
«Romped los ídolos de vuestros corazones, prestad atención a lo que se dijo a Moisés
cuando preguntó cuál era el nombre de Dios: “Yo soy el que soy”. Todo cuanto es, en
comparación con Él, es como si no fuera. Lo que realmente es desconoce cualquier clase de
mutación. Todo lo que cambia y es inestable y durante cierto tiempo no cesa de sufrir
mutaciones, fue y será; pero no lo incluye dentro de aquel es.
«Dios es cambio, carece de fue y será. Lo que fue, ya no es; lo que será, aún no es y lo que
llega para luego desaparecer, será para no ser. Pensad, si podéis, esas palabras: “Yo soy el
que soy”. No os turbéis con pensamientos caprichosos y pasajeros. Paraos en el es,
permaneced en El mismo que es. ¿Adónde vais? Permaneced, para que también vosotros
podáis ser» (Sermón 223,a,5).
–Con el Salmo 102 decimos: «Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas, y cura
todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura».
–1 Corintios 10,1-6.10-12: La vida del pueblo de Israel en el desierto se escribió para
ejemplo nuestro. El designio divino de salvación, iniciado con la mediación de Moisés,
culminaría en la obra redentora de Cristo. En Él nosotros hemos sido elegidos; pero no
podemos ser los engreídos.
Los sacramentos no garantizan en absoluto la salvación si no corresponde a la gracia
recibida la libertad de los beneficiarios; no hay en ellos nada de magia, sino el encuentro
entre dos libertades, la de Dios y la nuestra. Desvincular la recepción de los sacramentos de
la fe o de la conducta moral, equivale a recaer en las faltas del pueblo de Israel en el
desierto, experimentando inmediatamente el mismo fracaso que ellos conocieron.
El obrar de Dios es siempre una inmensa garantía, pues Él no puede engañarse ni
engañarnos, pero la salvación que nos ofrece no es nunca automática. No basta con recibir
los gestos de la gracia de Dios; es preciso además la respuesta de la fe y la conversión, que
ajuste permanentemente nuestra mirada con la suya.
- Lucas 13,1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera. Dios tiene derecho
a reclamar de nosotros una fidelidad cada vez más profunda. Por eso siempre necesitamos
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de conversión sincera y de renovación santificadora y también la Iglesia nos propone la
conversión, no solo en el momento de recibir la fe, si-no a lo largo de toda la vida. Esta
llamada se hace especialmente apremiante cuando hemos pecado y en determinados tiempos
litúrgicos, como Adviento y Cuaresma.
La conversión lleva consigo la renuncia al pecado y al estado de vida incompatible con las
enseñanzas del Evangelio, y la vuelta sincera a Dios. No basta solo el propósito de cambiar
de vida, sino que es necesario el dolor por haber ofendido a Dios. Este cambio de vida y de
mentalidad parte siempre de la fe, de la llamada continua de Dios, Padre misericordioso.
San Máximo de Turín dice:
«Nada hay tan grato y querido por Dios, como el hecho de que los hombres se conviertan a
Él con sincero arrepentimiento» (Carta 4).

Adrien Nocent. Convertirse o perecer. Celebrar a Jesucristo, Tomo III (Cuaresma),


Sal Terrae, Santander 1980, pp. 164s.
Los tres últimos domingos de Cuaresma tienen por eje la conversión y la renovación de la
vida de quien se convierte. Es interesante constatar cómo en la renovación de la Cuaresma
se concede el primer lugar a la conversión. El evangelio del 3er. domingo es muy
significativo a este respecto. El problema de la conversión en el evangelio parte de un hecho
distinto: Pilatos hizo asesinar en masa a unos Galileos mientras éstos ofrecían un sacrificio;
18 personas fueron muertas por el derrumbamiento de la torre de Siloé. Partiendo de estos
acontecimientos, Jesús declara que estas víctimas no eran más culpables que los demás
habitantes de Jerusalén. En consecuencia, Jesús sirviéndose como apoyo de estos sucesos
quiere insistir en la urgencia de la conversión: «Si no os convertís, todos pereceréis de la
misma manera». Y por otra parte, el Señor es paciente y aguarda la conversión.
Ese es el tema de la segunda parte del pasaje evangélico propuesto hoy: «Déjala todavía este
año; yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la
cortarás». Este evangelio de Lucas (13,19) es de una penetrante actualidad: la paciencia de
Dios que espera la conversión. Es interesante, no obstante, entrar más de cerca en el
significado del texto. En ningún momento afirma Jesús que lo ocurrido a las víctimas de
Pilato o de la caída de la torre sea un castigo por sus faltas. Sabemos que afirma de buena
gana lo contrario. Desgracias de este tipo no siempre son resultado de faltas. Es el caso del
ciego de nacimiento, relatado en San Juan (9, 3) donde Jesús afirma que ese desgraciado
estado no es debido a los pecados de este hombre ni a los de sus padres. Igualmente en
nuestro pasaje evangélico de hoy Jesús subraya que esos Galileos muertos en masa no eran
más pecadores que los demás.
Pero de esos sucesos saca Jesús una lección concreta: Si no os convertís, todos pereceréis.
Pone fin al concepto de una retribución temporal y al de un castigo en esta tierra; pero ve en
los acontecimientos una advertencia para lo que ocurrirá al final de los tiempos. De hecho,
todos nosotros somos culpables y dignos de reprobación; se trata de arrepentirnos para el fin
de los tiempos.
El segundo episodio es muy interesante y tiene raíces escriturísticas profundas. Israel es una
plantación del Señor (Is 5, 1-4; Jer. 2,21; Ez. 17,6; 19, 10-11; Sal. 80,9.17). Cuando esta
plantación se disgrega y se hace estéril, entonces se deja sentir una especie de venganza
divina (Is. 5,5-6; Jer. 5,10- 6,9, 12, 10; Ez. 15, 6; 17,10; 19,12-14, etc.). La plantación, más
concretamente la viña, designa a Israel.
Pero frente al pecado y al pecador existe una paciencia de Dios que nos conmueve y nos
lleva no a esperar, sino a poner manos a la obra para empezar desde hoy mismo nuestra
conversión.
A fin de cuentas, lo que parece más importante en el relato de Lucas es precisamente la
paciente misericordia del Señor.
La 1ª lectura confirma esta impresión. La teofanía en forma de fuego y el diálogo entre el
Señor así presente y Moisés subraya esta inmensa piedad del Dios de Israel: «He visto la
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opresión de mi pueblo en Egipto…, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a
liberarlos…» Ante el sufrimiento de su pueblo, la piedad del Señor es tal que se revela para
siempre como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob y ese será el memorial con que
quiere ser celebrado por siempre. He ahí toda la lección de Éxodo 3,1… 15. El salmo 102,
tomado como canto responsorial, canta la ternura y el amor de este Dios: «El Señor es
compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia…».
La carta de Pablo a los Corintios (1 Co. 10,1… 12) se inscribe en la misma línea. Se trata en
ella de la ruta del desierto y de la diversa suerte de los que caminan. Todos atravesaron el
mar Rojo, fueron unidos a Moisés como por un bautismo en la nube y en el mar, todos
comieron el mismo alimento espiritual. Pero buen número de ellos murieron, cayeron en el
desierto porque desagradaron a Dios.
Se trata de una dura advertencia para cada uno de nosotros y una luz para no atascarse en un
sacramentalismo que dispensara de vivir en el amor y el respeto a la voluntad de Dios. No se
trata tanto de estar bautizado, de «practicar»; aunque eso es fundamental para todo cristiano;
con ello no se evita la muerte espiritual: es necesario vivir en el amor y cumplir la voluntad
de Dios.

San Juan Pablo II, papa. Omelia (03-03-1986) VISITA ALLA PARROCCHIA DI DI
SANT’EUGENIO A VALLE GIULIA.
1. Oggi è la terza domenica di Quaresima. Come Mosè quando pascolava il gregge, anche
noi siamo chiamati da Dio nel deserto. Dio ci chiama per nome, così come allora ha
chiamato lui: “Mosè, Mosè!” (cf. Es 3, 4).
Dio comanda a noi così come ha ordinato a Mosè: “Togliti i sandali dei piedi, perché il
luogo sul quale tu stai è una terra santa!” (Es 3, 5). Togliti l’incredulità dagli occhi del
cuore! Respingi la superbia della mente e della volontà! Il tempo che ti è dato nella liturgia
della Chiesa è tempo santo. È tempo forte. È tempo di una particolare presenza di Dio. Dio e
Mosè. Dio e noi.
2. Chi è Dio? La Quaresima ordina ai nostri pensieri e alla nostra coscienza di ritornare a
questo Dio, che si è fatto conoscere a Mosè nel deserto. Egli è il Dio di Abramo, il Dio di
Isacco, il Dio di Giacobbe. È il Dio dell’infinita maestà, il quale cerca, nello stesso tempo,
l’uomo per stipulare con lui un’alleanza.
Ecco, egli si rivela sotto forma del roveto che ardeva, nel fuoco che si consumava.
L’Assoluto dell’Esistenza (cf. Es 3, 2) e dell’Amore si rivela agli occhi di Mosè in forma di
roveto ardente, un roveto che arde e non si consuma. Dio trascendente. L’uomo non può
guardarlo a occhio nudo vivendo qui sulla terra. Mosè vela il suo viso, perché aveva paura
di guardare verso Dio (cf. Es 3, 6), e sente la voce: “Non avvicinarti!” (Es 3, 4). Nello stesso
tempo egli è attratto lentamente verso colui che parla del roveto ardente, ne è tutto rapito. È
invaso, fino in fondo, dalla sua presenza.
3. Nel cuore della liturgia della Quaresima ci viene annunciato il mistero dell’infinita santità
di Dio, della quale Mosè è diventato un testimone particolare. Questo mistero deve
accompagnarci durante tutti i giorni della Quaresima, fino agli ultimi, allorché la santità e
l’amore verranno proclamati “fino alla fine” (cf. Gv 13, 1) mediante la croce e la
risurrezione di Cristo.
Tuttavia, perché la realtà pasquale possa portare pienamente i suoi frutti nel nostro cuore e
nella nostra coscienza, è necessario, nel corso della Quaresima, un incontro con Dio, come
quello che Mosè sperimentò ai piedi del monte Oreb.
4. Chi è Dio che parla con l’uomo ai piedi di questo monte? Mosè chiede il suo nome e
sente la risposta: “Io sono colui che sono!” (Es 3, 14). Secondo il pensiero di san Tommaso
d’Aquino si è soliti tradurre questa risposta così: “Io sono colui la cui sostanza è l’esistere”.
Nello stesso tempo il nome proprio di Dio, nella risposta data a Mosè viene, per così dire,
sviluppato dal punto di vista dell’alleanza. Si tratta di un nome che parla dell’intimità di Dio

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con l’uomo e in particolare con il popolo che egli ha scelto in Abramo e nella sua
discendenza come propria eredità: “Io sono colui che libera”.
Nella risposta ricevuta da Mosè è contenuta la sollecitudine di Dio per ogni uomo e per tutto
il popolo: “Ho osservato la miseria del mio popolo in Egitto e ho udito il suo grido a causa
dei suoi sorveglianti: conosco infatti le sue sofferenze. Sono sceso per liberarlo dalla mano
dell’Egitto e per farlo uscire . . .” (Es 3, 7-8). Dio si rivela a Mosè come Colui che è. Si
rivela come Colui che libera. Egli è Creatore e Dio dell’alleanza. È Provvidenza salvifica.
5. Mediante la liturgia dell’odierna domenica la Quaresima mette ogni anno le sue radici in
questa teofania a Mosè. Nel profondo della nostra fede deve rivivere la grandezza
imperscrutabile del Nome di Dio. Dio che è inaccessibile per i nostri sensi, impenetrabile
per la nostra mente, deve diventare presente in noi e dinanzi a noi, così come si è fatto
presente in Mosè e dinanzi Mosè.
Questa presenza ha liberato, nello stesso Mosè, una potenza che egli prima non possedeva.
Sì, Mosè aveva già sentito profondamente l’oppressione del suo popolo in Egitto e
desiderato la sua liberazione dalla schiavitù, ma non era stato capace di realizzarla perché il
male si era dimostrato più potente di lui, ed egli dovette salvarsi con la fuga nella terra di
Madian.
Adesso Dio lo chiama per nome e gli rivela il proprio Nome. Mediante questo Nome si fa
presente in Mosè, presente per operare attraverso di lui. La presenza di Dio liberò in Mosè
una nuova potenza. Egli ritornò in Egitto, si presentò davanti al faraone, e vinse la sua
resistenza con la forza del Nome di Dio. Vinse anche la debolezza e la pusillanimità del suo
popolo. Lo sottrasse alla schiavitù dell’Egitto. Mosè è diventato il servo dell’Esodo, cioè
della Pasqua dell’antica alleanza. Dio si è rivelato in questo Esodo come colui che libera:
“Io sono il Signore tuo Dio, che ti ho fatto uscire dal Paese d’Egitto dalla condizione di
schiavitù” (Es 20, 2).
6. La Pasqua dell’antica alleanza divenne immagine e preparazione della Pasqua nuova in
Cristo. Nel corso della Quaresima ci prepariamo a questa Pasqua della nuova alleanza. Dio
che durante la notte della fuga dall’Egitto si è rivelato come Colui che libera dalla schiavitù,
desidera rivelarsi come Colui che abbraccia ogni uomo con la potenza salvifica della croce e
della risurrezione: Dio che libera l’uomo in Cristo.
Io sono il Signore, tuo Dio, che mediante il sacrificio della croce di Cristo ti faccio uscire
dalla condizione di schiavitù. Non sai quale schiavitù è il peccato che genera la morte? Non
sai quale schiavitù è ogni uso cattivo della tua libertà creata? L’uomo contemporaneo non
vive forse in un’altra, molteplice “schiavitù d’Egitto”, preoccupato di difendere spesso solo
le apparenze di una libertà senza limite? È necessario quindi un grande lavoro per restituire
alla libertà umana la verità che le è propria! È necessario un grande lavoro per chiamare con
il proprio nome qualsiasi peccato! È necessaria una grande grazia per liberarsi da esso. È
necessaria questa luce che deriva dalla presenza del Dio vivente, di “Colui che è”, affinché
ciascuno di noi possa entrare nella via della libertà per la quale Cristo ci ha liberati.[…]
10. Facendo riferimento a Mosè che con la potenza del Nome di Dio ha liberato il popolo
dalla schiavitù d’Egitto, e durante quarant’anni lo ha condotto verso la terra promessa, san
Paolo ci parla di Cristo. Nel grande avvenimento salvifico dell’antica alleanza, Cristo era
già presente. Proprio lui era “quella roccia” (la roccia spirituale), dalla quale gli Israeliti
bevvero la “bevanda spirituale” (cf. 1 Cor 10, 3-4). Così come mangiarono il “cibo
spirituale” sotto forma di manna nel deserto. La bevanda e il cibo erano figura e
preannunzio delle cose future.
Per noi queste “cose future” sono già una realtà attuale. Occorre soltanto che nei nostri cuori
e nelle nostre coscienze si faccia viva la stessa presenza di Dio che è stata sperimentata da
Mosè ai piedi del monte Oreb. Occorre che accogliamo la potenza liberatrice di Dio in
Cristo, il quale vive nei sacramenti della nostra fede, nella Penitenza e nell’Eucaristia.
Occorre che beviamo dalla “roccia spirituale”. Questa roccia è Cristo.

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Omelia (26-02-1989). VISITA ALLA PARROCCHIA DI SANTA BARBARA ALLE
CAPANNELLE.
1. “Benedici il Signore, anima mia, / quanto è in me benedica il suo santo nome” (Sal 103,
1).
La Quaresima è il tempo di una conversione particolare a Dio. Bisogna convertirsi sempre,
ogni giorno. La conversione significa un costante ritmo interiore della vita di un cristiano.
La liturgia della Quaresima serve a rendere più intenso questo ritmo, ad approfondirlo.
Occorre quindi sapere chi sia colui al quale dobbiamo convertirci. Occorre conoscere noi
stessi e conoscere lui, come lo ha espresso concisamente il grande Agostino “noverim Te –
noverim me”. Queste due componenti della vita spirituale vanno di pari passo e si
condizionano a vicenda. Più conosco Dio, più profondamente capisco me stesso – come
uomo. Non sono forse creato a sua immagine e somiglianza?
La Quaresima porta in sé una chiamata alla conoscenza approfondita della verità su Dio. La
Parola di Dio è come uno specchio in cui Dio ci svela questa verità. È da lì che occorre
attingerla!
Può tuttavia l’uomo conoscere veramente Dio? Non supera questo le possibilità conoscitive
dell’uomo?
2. La verità fondamentale della fede ci dice che c’è un solo Dio, e poi che egli è creatore e
giudice di ogni cosa, che egli premia il bene e punisce il male.
Da qui nasce la tendenza a vedere in ogni male, che gli uomini subiscono, una punizione di
Dio. Così è stato nell’antico testamento, nel caso di Giobbe. Tuttavia abbiamo sentito anche
recentemente, che certi terribili cataclismi sarebbero una punizione da parte di Dio.
Di fronte ad un simile modo di pensare si è trovato anche Cristo, quando gli riferirono di
certi eventi luttuosi, verificatisi in Galilea. “Credete – disse allora – che quei Galilei fossero
più peccatori di tutti i Galilei, per aver subìto tale sorte?” (Lc 13, 2).
È vero che Dio è giusto. È vero che il peccato, essendo un male, merita la punizione. Ma
non è lecito attribuire inconsideratamente al peccato il fatto che l’uomo soffre, quando
subisce il male. Infatti soffre spesse volte innocentemente. E lo stesso Cristo è stato il primo
tra essi.
3. Intanto dobbiamo cercare una comprensione approfondita della verità su Dio; una risposta
approfondita alla domanda: chi è Dio? In modo particolare dobbiamo cercare questa risposta
nella parabola del Dio vivente.
Proprio su questo s’incentra la liturgia dell’odierna domenica.
La lettura del libro dell’Esodo ci fornisce gli elementi essenziali a tale risposta.
Dio che chiama Mosé e gli parla in mezzo a un roveto, che arde nel fuoco senza consumarsi,
è un particolare che da sé dice molto.
Dal roveto ardente Mosé prima udì: “Non avvicinarti! Togli i sandali dai piedi, perché il
luogo sul quale tu stai è una terra santa! (Es 3, 5). Sì, esso è santificato dalla presenza di
colui che sta parlando.
E parla a Mosé il Dio di Abramo, di Isacco e di Giacobbe. Il Dio dei padri che si è fatto
conoscere ai patriarchi, e la cui alleanza, stipulata con essi, passa sui figli e sulle figlie di
Israele.
Ecco, Mosé ha assistito ad una teofania: Dio gli rivela se stesso.
4. È significativo che, richiesto di dire il suo nome, Dio risponda a Mosé: “Io sono colui che
sono! . . . Questo è il mio nome per sempre; questo è il titolo con cui sarò ricordato di
generazione in generazione” (Es 3, 14-15).
È quanto significa il nome di Jahvè, che gli Israeliti non osavano pronunciare! Di fronte a
tutte le cose che esistono, nascono e muoiono, si formano e si deteriorano e passano, solo
Dio È. In questo “È” vi è contenuta tutta la sua perfezione ontica, la trascendenza di fronte a
tutto ciò che esiste al di fuori di lui, al di fuori di Dio; di fronte a tutto il creato.
Dio rivela questo nome a Mosé, non soltanto per definire se stesso, ma più ancora per
incoraggiare per suo mezzo Mosé. Dio manda Mosé a liberare Israele, il popolo eletto di
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Dio, dalla schiavitù d’Egitto. Così dunque nel nome “Io sono”, colui che è il Dio
dell’alleanza (così lo conoscevano i discendenti di Abramo) – parla di sé come di una
Provvidenza salvifica.
Con il nome “Io sono colui che sono” Dio non soltanto si separa fondamentalmente da ogni
cosa come una trascendenza assoluta. Ad un tempo, in questo nome egli esprime la sua
immanenza salvifica nei riguardi del creato e in particolare nei riguardi dell’uomo. Colui
che “È” viene all’umanità come l’Emmanuele: si rivela come “Dio con noi”.
5. Quanto viene proclamato dal Salmo responsoriale della odierna liturgia costituisce come
un commentario al nome di Dio, a quell’“Io sono colui che sono”, rivelato a Mosé ai piedi
del monte Oreb.
“Egli perdona tutte le tue colpe / guarisce tutte le malattie; / salva dalla fossa la tua vita, / ti
corona di grazia e di misericordia . . . / (agisce) con diritto verso tutti gli oppressi . . . /
Buono e pietoso è il Signore, / lento all’ira e grande nell’amore” (Sal 103, 3-4. 6. 8).
Egli non è soltanto – nella sua assoluta trascendenza – Dio dell’infinita maestà, ma
soprattutto è la maestà dell’infinito amore: “Come il cielo è alto sulla terra, così è grande la
sua misericordia” (Sal 103, 11).
6. Se la chiamata quaresimale alla conversione deve rivestire le reali forme della vita e del
comportamento umani, occorre avere davanti agli occhi dell’anima questa verità su Dio.
Non rende forse testimonianza a questo Dio l’Eucaristia: il cibo spirituale e la bevanda
spirituale dati ai pellegrini di questa terra in Cristo e per Cristo? Il cibo del sacrificio
redentore di se stesso, del suo Corpo e del suo Sangue, da lui compiuto per i peccati di tutto
il mondo?
Non gli rendono testimonianza il Battesimo? e tutti i sacramenti della nostra fede? Nella
prima lettera ai Corinzi l’Apostolo vede la promessa di questi sacramenti nei segni compiuti
da Mosé davanti all’Israele pellegrinante attraverso il deserto verso la terra promessa.
“Convertitevi” – vuol dire: ritrovate Dio in tutta la verità della sua autorivelazione, come
mistero senza limiti e come vicinanza sacramentale.
“Convertitevi” – vuol dire: avviatevi a Dio sulla strada che egli stesso ci ha fatto vedere in
Gesù Cristo.
7. Con questa esortazione alla conversione, alla metànoia biblica, cioè a quel cambiamento
di mentalità, per cui ogni credente decide di cambiare vita, di passare dalla tiepidezza al
fervore, dal peccato alla grazia, dalla ignoranza alla conoscenza di Dio e del suo mistero di
salvezza…[…]
9. Vi è ancora nell’odierna liturgia la parabola del fico sterile.
Quando il padrone vi cerca frutti e non li trova, si decide a tagliarlo.
Tuttavia il vignaiolo chiede: “Padrone lascialo ancora quest’anno, finché io gli zappi attorno
e vi metta il concime e vedremo se porterà frutto per l’avvenire” (Lc 13, 8-9).
Con quale delicatezza ci ammonisce Cristo in questa sua parabola! In modo delicato, ma
insieme molto categorico: se il fico non porterà frutti per l’avvenire, lo taglierai (cf. Lc 13,
9).
Questa è una parabola adatta per la Quaresima. Cristo vuole fecondare le nostre anime
perché portiamo i frutti che Dio aspetta. Ogni anno e buono. Ogni Quaresima è buona.
Il Signore dice: convertitevi, il Regno di Dio è vicino (cf. Mc 1, 15).

Omelia (22-03-1992) VISITA ALLA PARROCCHIA DI SAN LEONARDO


MURIALDO.
Carissimi fratelli e sorelle della parrocchia di “San Leonardo Murialdo”!
1. In questa terza domenica del tempo quaresimale, Dio ci fa conoscere nel brano
dell’Esodo, il suo nome. Apparso a Mosè, in un roveto che ardeva senza consumarsi, Dio gli
rivelò di voler liberare il popolo eletto dalla schiavitù d’Egitto. E Mosè disse a Dio: “Ecco,
io arrivo dagli israeliti e dico loro: il Dio dei vostri padri mi ha mandato a voi. Ma mi
diranno: Come si chiama? E io che cosa risponderò loro?” Dio disse a Mosè: “Io sono colui
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che sono!”. Poi disse: “Dirai agli israeliti: “Io-Sono” mi ha mandato a voi” (cf. Es 3, 13-14).
Questa parola “Io-Sono”, che si esprime anche con il termine Jahvè, dice che Dio è
l’esistente e il trascendente, cioè che in Lui essere ed esistere sono la stessa cosa, che Egli
possiede l’esistenza senza limiti, che non riceve l’esistenza da nessuno, ma tutti la ricevono
da Lui. Da ciò si comprende che Jahvè non può essere che unico, un Dio solo.
2. Rivelare agli uomini il proprio nome, cioè la propria intima essenza, è da parte di Dio un
segno di grande benevolenza. Ma questo è solo l’inizio. Col passare dei secoli, attraverso le
parole dei profeti e le gesta dei suoi interventi, Dio farà conoscere di sé molte altre cose.
Abbiamo appreso così che Egli è pastore, padre, madre e sposo del suo popolo. Dalla
rivelazione del Signore Gesù abbiamo saputo esplicitamente che Dio, pur essendo uno nella
essenza, esiste in Tre Persone, tra loro uguali e distinte, il Padre, il Figlio e lo Spirito Santo.
Abbiamo saputo che la scelta del popolo d’Israele nell’Antico Testamento era finalizzata a
preparare l’avvento del Messia, ma che, con la venuta di Gesù di Nazaret, vero uomo e vero
Dio, l’intera umanità è stata chiamata alla dignità di popolo di Dio. Soprattutto abbiamo
saputo (ed è la parola più alta detta di sé da Dio), che Dio è Amore, cioè che in Lui essere e
amare sono la stessa cosa, che possiede l’amore senza limiti, che non riceve la capacità di
amare da nessuno, ma tutti la ricevono da Lui.
3. Quanto amore ha riversato Dio sulla terra e nei nostri cuori! Lo ha fatto attraverso lo
Spirito di Gesù, lo Spirito Santo, effuso nel giorno della Pentecoste sulle persone riunite nel
Cenacolo, e, da quel giorno, su tutti i credenti, nelle varie forme, in cui la grazia si comunica
alle anime. Lo ha fatto con la sua grazia che è la vita nuova portata da Gesù, a prezzo del
suo sacrificio; che è dono concreto trasfuso nell’intimo delle nostre persone, per cui
partecipiamo sempre più intensamente all’amore di Dio, se non gli opponiamo ostacoli; che
è la vita stessa di Dio dentro di noi: la vita eterna anticipata già su questa terra. Tutto questo
si realizza in noi mediante la continua conversione. Conversione infatti significa eliminare
gli ostacoli che si interpongono tra noi e lui, tra noi e la sua grazia, e lasciare che si instauri
in noi la sua vita. Convertirsi vuol dire darsi una mentalità nuova, per cui vediamo come
vede Gesù, vogliamo come vuole Gesù e viviamo come ha vissuto Gesù. Vivere di lui e
come lui è il fine del cristiano, al punto da poter dire con San Paolo: “Non sono più io che
vivo, ma è Gesù che vive in me” (Gal 2, 20).
4. Nel brano evangelico di Luca, vediamo come Gesù prenda lo spunto dalla cronaca del
tempo per istruire il popolo e per predicare la conversione: si tratta della feroce uccisione di
un gruppo di Galilei e dell’improvviso crollo di una torre che aveva travolto 18 persone.
Circa il primo episodio dice Gesù: “Credete che questi Galilei fossero più peccatori di tutti i
Galilei, per aver subito una tale sorte?” (Lc 13, 2). Con queste parole intende eliminare il
pregiudizio che una disgrazia sia necessariamente una punizione del peccato. Riguardo al
secondo episodio Gesù ammonisce: “Se non vi convertirete, perirete tutti allo stesso modo”
(Lc 13, 5). Qui il discorso è più articolato: Gesù vuole far riflettere sul fatto che una
catastrofe ha anche un significato simbolico; è un richiamo a verificare il proprio stato di
coscienza. Quando si è peccatori incalliti, si va incontro a una tragica sorte, più tragica degli
eventi citati, perché il destino ultimo di ciascuno riguarda l’eternità. Ma, pur nella severità
dell’ammonimento, Gesù è longanime, pieno di amore e di misericordia. Lo si vede nella
parabola del fico che non dà frutto. Dopo tre anni, il padrone ordina di tagliarlo. Ma il
vignaiolo implora una proroga. Quel vignaiolo è Gesù, il quale, nel suo grande amore, ci
offre ancora tempo per ravvederci, per convertirci e vivere da veri cristiani. Anche San
Paolo, nel brano odierno dalla prima Lettera ai Corinzi, ci esorta a non illuderci: non basta
essere stati battezzati ed essersi nutriti alla stessa mensa eucaristica, se non si vive bene e
non si è vigili! (cf. 1 Cor 10, 3-4).
5. […] Dopo questo saluto, torniamo ancora a contemplare questo mistero che ispira la terza
domenica di Quaresima. Dio ci ha rivelato il suo Nome, Dio ha offerto a noi il suo profondo
mistero: il mistero della divinità e il mistero della comunione, della Trinità. Rimaniamo così
nella contemplazione di questo mistero del Nome di Dio per comprendere meglio il mistero
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della Quaresima, la conversione, che è conversione attraverso il sacrificio di Cristo,
attraverso il suo mistero pasquale. Sia lodato Gesù Cristo.

Francisco de Sales. Conversaciones Espirituales: Obediencia amorosa. «Un hombre


vino a buscar fruto de su higuera y no lo encontró... y dijo al viñador: córtala» (Lc
13,1-9) Sobre la obediencia: VI, 178.
La caridad y la obediencia tienen tal unión entre sí que no se pueden separar: el amor nos
hace obedecer pronta y graciosamente, pues por difícil que sea lo mandado, quien tiene
obediencia amorosa, lo emprende amorosamente.
Hay, en la vida de San Pacomio, un ejemplo de esta prontitud en obedecer, que os la voy a
contar: Entre los religiosos de San Pacomio había uno llamado Jonás, hombre de gran virtud
y santidad, encargado del jardín, y tenía en él una higuera llena de hermosos higos. Pero la
higuera servía de tentación a los religiosos; cada vez que pasaban cerca la miraban. Pasando
un día San Pacomio por allí, levantó los ojos y vio al diablo subido al árbol y mirando los
higos de arriba abajo, como los miraban los religiosos de abajo a arriba.
El gran santo llamó enseguida a Jonás ordenándole que no dejara de cortar enseguida la
higuera, pues quería educar a sus religiosos en la mortificación de los sentidos, con el
mismo cuidado que lo hacía con la mortificación interior de las pasiones e inclinaciones.
A esto, el pobre Jonás, respondió: Padre mío, tenemos que soportar un poco a esos jóvenes;
¿qué quiere? son buenas personas y algo tienen que tener para recrearse; no es que yo quiera
conservar el árbol. Y lo decía con toda verdad pues en setenta y cinco años que en religión
llevaba de jardinero, jamás había probado una fruta, pero era comprensivo respecto a los
Hermanos.
San Pacomio le dijo dulcemente: Bien, Hermano, no habéis querido obedecer con sencillez
y prontitud. ¿Os apostáis a que el árbol será más obediente? Y así sucedió: al día siguiente el
árbol estaba seco y nunca más volvió a dar fruto.
Nuestro Señor dio, durante toda su vida, ejemplo de esta continua prontitud en obedecer,
pues nunca se ha visto más docilidad y prontitud al servicio de la voluntad de los demás.

Pablo VI. Constitución apostólica «Paenitemini» : Convertíos y creed en la Buena


Noticia «Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo» (Lc 13,3). AAS t. 58, 1966, pp.
179-180.
Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó
cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno, e inauguró su misión pública con
este mensaje gozoso: Convertíos y creed en la Buena Noticia. Estas palabras constituyen, en
cierto modo, el compendio de toda vida cristiana.
Al reino anunciado por Cristo se puede llegar solamente por la «metánoia», es decir, por esa
íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y
disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y
caridad que, en el Hijo, se nos ha manifestado y comunicado con plenitud.
La invitación del Hijo de Dios a la «metánoia» resulta mucho más indeclinable en cuanto
que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo. Pues Cristo es el
modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por los pecados que no eran suyos,
sino de los demás.
Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la
santidad de Dios y la gravedad del pecado; por medio de la palabra de Cristo se le transmite
el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que
consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la
pasión, muerte y resurrección del Señor, y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida
futura del bautizado.
Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz,
participar en los sufrimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su
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muerte, se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección. También siguiendo al Maestro,
ya no podrá vivir para sí mismo, sino para aquel que lo amó y se entregó por él y tendrá
también que vivir para los hermanos, completando en su carne los dolores de Cristo,
sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia.
Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene
también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno
de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don de la «metánoia», sino que este don se restaura y
adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del
Cuerpo místico que han caído en el pecado. «Porque quienes se acercan al sacramento de la
penitencia reciben por misericordia de Dios el perdón de las ofensas que a él se le han
infligido, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que han producido una herida
con el pecado y la cual coopera a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con la
oración» (LG 11). Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a
cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de
Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente
unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos.
De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor, afecta a
toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.

San Cirilo, in Cat. graec. Patr


1-5. Eran los sectarios de Judas de Galilea, de los que hace mención San Lucas en los
Hechos de los apóstoles (Hch 5,36) diciendo que no se debía llamar señor a nadie. Por lo
que muchos de ellos, que no reconocían al César como a señor, fueron castigados por Pilato.
Decían también que no convenía ofrecer a Dios otras víctimas que las designadas en la ley
de Moisés, por lo que prohibían ofrecer las víctimas establecidas por el pueblo por la salud
del emperador y del pueblo romano. Indignado Pilato por esto contra ellos, mandó
sacrificarlos entre las mismas víctimas que se ofrecían según la ley, de modo que la sangre
de los que ofrecían se mezcló con la de las víctimas ofrecidas. Y creyendo el vulgo que
estos galileos habían padecido con justicia este castigo porque habían escandalizado al
pueblo y excitado el odio de los súbditos contra los magistrados, contaron esto al Salvador
deseando conocer lo que opinaba sobre ello. Y el Señor dijo que obraban mal. Sin embargo,
no dijo que los que padecían estas penas fueran peores que los que no las padecían. Por lo
cual prosigue: «Les respondió Jesús: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que
todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas?»
Queriendo el Señor separar a los pueblos de las insurrecciones internas concitadas con
pretexto de la religión, añade: «Mas si no hiciereis penitencia, todos pereceréis de la misma
manera» (y si no cesáis de conspirar contra los príncipes, no obraréis conforme con la
voluntad divina) y vuestra sangre se mezclará con la de vuestras víctimas.

Crisóstomo, hom. 5 De Lázaro


1-5. Dios castiga a ciertos pecadores, destruyendo su malicia y decretando pena más leve
para ellos, los separa de los otros y corrige a los que viven en el mal con la condenación de
algunos. Además, aquí no castiga a otros, con el fin de que, si hicieren penitencia, evitasen
los castigos presentes y la pena eterna, pero si perseveraren en su malicia, habrán de sufrir
mayor tormento.
El Señor da a conocer con esto que permitió que fuesen castigados algunos para que
aterrados por los peligros ajenos, los que ésto mirasen se hiciesen herederos del reino de los
cielos. ¿Cómo, pues? dirás, ¿acaso otro hombre es castigado para que yo mejore mi
conducta? No, por cierto, es castigado por sus propias culpas, pero su castigo es un motivo
de salvación para los que lo ven.
Además, otros dieciocho habían sido aplastados por una torre acerca de los que continuó de
la misma manera, diciendo: «O aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de
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Siloé matándolos, ¿pensáis que eran más culpables que los demás hombres que habitaban en
Jerusalén? No, os lo aseguro…» Así, no castiga a todos en este mundo, sino que da tiempo
para hacer penitencia, y no reserva a todos al castigo de la otra vida, con el fin de que
muchos no renieguen de su providencia.

Beda
1-5. Pero como no hicieron penitencia, cuarenta años después de la pasión del Señor,
viniendo los romanos (a quienes Pilato representaba como de su misma nación) y
empezando por la Galilea (en donde había empezado la predicación del Señor) destruyeron
de raíz aquella nación impía y no solamente mancharon con la sangre humana los atrios del
templo donde acostumbraban a ofrecer los sacrificios, sino también el interior.
Pilato (que quiere decir boca de herrero) significa al diablo, que siempre está preparado para
herir; la sangre representa al pecado y los sacrificios expresan las buenas acciones. Por
tanto, Pilato mezcla la sangre de los galileos con la de sus sacrificios, cuando el diablo
mancha la limosna y las demás buenas acciones de los fieles con la delectación de la carne,
con la ambición de la humana alabanza o con cualquier otra iniquidad. Aquellos
jerosolimitanos que fueron aplastados por la torre, representan a los judíos que no quisieron
hacer penitencia y que habían de perecer dentro de sus mismas murallas. No carece de
misterio el número dieciocho (el cual entre los griegos se escribe con I y H, que son las
mismas letras con que empieza el nombre de Jesús). Esto quiere decir que los judíos habrían
de perecer principalmente porque no quisieron reconocer el nombre del Salvador. Esa torre
representa al que es la torre de la fortaleza, la cual estaba en Siloé, que quiere decir enviado.
Representa, pues, al que vino al mundo enviado por el Padre y que aplastaría a todos
aquéllos sobre quienes cayese.
6-9. El mismo Señor que estableció la sinagoga por medio de Moisés, habiendo nacido en
carne mortal y enseñado en la sinagoga, buscó con frecuencia fruto de fe, pero no lo
encontró en la mente de los fariseos. Por esto sigue: «Un hombre tenía plantada una higuera
en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo encontró.»
Lo cual se verificó en verdad por los romanos, por quienes los judíos fueron destruidos y
expulsados de la tierra de promisión.

Tito Bostrense
1-5. Aquí da a conocer que lo que salga de los juicios para castigo de los reos, no es sólo por
el poder de los que juzgan, sino también de la voluntad de Dios. Por tanto ya castigue el juez
con rectitud o ya condene teniendo en cuenta alguna otra mira, debe creerse que ha sido
dispuesto por el juicio de Dios.
Compara esta torre a toda la ciudad para que la parte aterre al todo. Así es que dice: «Y si no
os convertís, todos pereceréis del mismo modo.» Como diciendo, toda la ciudad será
ocupada poco después, si perseveran en la infidelidad.
6-9. Se alegraban los judíos porque habían muerto dieciocho y ellos permanecieron todos
ilesos. Por eso el Señor les propuso la parábola de la higuera, de este modo: «Les dijo esta
parábola: «Un hombre tenía plantada una higuera en su viña, y fue a buscar fruto en ella y
no lo encontró.»

San Ambrosio
1-5. En sentido místico, aquellos cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, son en cierto
modo figura de los que por sugestión diabólica no ofrecen el santo sacrificio con pureza y
cuya oración está en el pecado, así como está escrito de Judas, que meditaba su traición en
medio del sacrificio de la Sangre del Señor.
6. Era la viña del Señor Sabbaoth, la cual entregó al pillaje de los gentiles. Es muy propia la
comparación de la sinagoga con este árbol, porque así como este árbol abunda en hojas
hermosas y engaña la esperanza de su dueño que espera sus frutos, así también en la
13
sinagoga, mientras sus doctores, infecundos por sus obras se gloriaban con sus palabras
redundantes como las hojas, la sombra vana de la ley se hacía más oscura. También este
árbol es el único que produce los frutos desde luego en vez de flores y los frutos primeros
caen para dar lugar a los segundos, aunque quedan algunos, muy raros, de los primeros, que
no caen. El primer pueblo de la sinagoga cayó como fruto inútil para que saliera el nuevo
pueblo de la Iglesia, como de la savia de la antigua religión. Los primeros tallos que
brotaron de Israel, como naturaleza vigorosa, bajo la sombra de la ley y de la cruz, en el
seno de una y otra, tomando vida de su savia vivificadora (como los higos que maduran
primero), aventajaron a todos los demás por la gracia de sus bellos frutos, de los que se dice
(Mt 19,28): «Os sentaréis sobre doce tronos». Algunos, sin embargo, creen que esta higuera
no es figura de la sinagoga, sino de la malicia y la iniquidad, pero su interpretación se
diferencia de la anterior únicamente en que se toma el género por la especie.
7-9. Buscaba el Señor, no porque ignorase que la higuera carecía de fruto, sino para dar a
conocer en esa figura que la sinagoga ya debía tener fruto. Y por lo que sigue da a entender
que no había venido antes de tiempo, porque estaba ya tres años predicando. Por esto
continúa: «Dijo entonces al viñador: “Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta
higuera, y no lo encuentro»…» Vino a Abraham, vino a Moisés, vino a María; esto es, vino
en figura, vino en la ley y vino corporalmente. Hemos conocido su venida en sus beneficios,
primero en la purificación, después en la santificación y, por último, en la justificación. La
circuncisión purificó, la ley santificó y la gracia justificó. Pero el pueblo judío ni pudo
purificarse, porque aun cuando tuvo la circuncisión del cuerpo, no tuvo la del alma. Ni pudo
santificarse, porque ignorando la virtud de la ley, se dejaba llevar más bien de las cosas
carnales que de las espirituales. Ni podía justificarse, porque no haciendo penitencia por sus
pecados, desconocía la gracia. Por tanto, con razón puede decirse que no se encontró fruto
ninguno en la sinagoga y por esto se mandó cortarla.
Sigue: «…»Córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?”» El buen colono (acaso aquél en quien
se funda la Iglesia), presagiando que habría de enviarse otro a los gentiles y a él a los
circuncidados, intervino para suplicar que no fuera cortada, comprendiendo, confiado en su
vocación, que el pueblo judío podría salvarse también por la Iglesia. Por esto sigue: «Pero él
le respondió: “Señor, déjala por este año todavía…» Conoció en seguida que la dureza y la
soberbia de los judíos eran las causas de su esterilidad. De este modo el que supo reprender
sus vicios conoció cómo había de labrar. Por lo cual añade: «Y mientras tanto cavaré a su
alrededor» Ofrece cavar la dureza de sus corazones con los azadones apostólicos, para evitar
que se hunda y esconda en la tierra la raíz de la sabiduría. Dice pues, «Y le echaré estiércol
(abono)…» Esto es, el afecto de la humildad, por el cual cree que aún el judío puede
fructificar en el Evangelio de Cristo. Por lo cual añade: «Por si da fruto en adelante» es
decir, será bueno. «Si no da, la cortas.»
Teofilacto
6-9. De modo que cada uno de nosotros es como una higuera plantada en la viña de Dios; es
decir, en la Iglesia o en este mundo.
Por tres veces nuestra naturaleza no dio el fruto esperado. La primera, cuando en el paraíso
quebrantamos el precepto divino; la segunda, cuando en tiempo de la ley se forjó el becerro;
la tercera, cuando rechazaron al Salvador. Pero estos tres años deben entenderse por las tres
edades: la pueril, la viril y la ancianidad.
Dios Padre es el padre de familia. El cultivador es Jesucristo, que no permite cortar la
higuera estéril, como diciendo al Padre: Aun cuando no han dado fruto de penitencia por la
ley y los profetas yo los regaré con mis tormentos y mis enseñanzas y acaso darán fruto de
obediencia.

San Gregorio,in Evang hom. 31


6-9. Vino el Señor a la higuera por tercera vez, porque buscó la naturaleza humana ante la
ley, bajo la ley y bajo la gracia (esperando, amonestando y visitando). Sin embargo, se queja
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de que en estos tres años no encuentra fruto. Porque ni la ley natural e inspirada corrige las
almas de algunos depravados, ni sus preceptos les enseñan, ni los convierten los milagros de
su encarnación.
Pero debe oírse con gran temor lo que dice: «Córtala; ¿para qué va a cansar la tierra?”» En
efecto, teniendo cada uno a su modo un lugar en la vida presente, si no da frutos de buenas
obras, ocupa la tierra como árbol infructuoso. Porque en el sitio en que él se encuentra
impide que trabajen otros.
El orden de los pontífices se expresa por el cultivador de la viña, porque al gobernar la
Iglesia cuidan de la viña del Señor.
O bien se llaman estiércol los pecados de la carne, porque por el estiércol se vivifica el árbol
y el hombre resucita a las buenas obras por la consideración del pecado. Pero hay muchos
que oyen las reprensiones y, sin embargo, descuidan el hacer penitencia, por cuya razón
añade: «Por si da fruto en adelante…»
El que no quiere hacerse fecundo por esta amonestación, cae en lugar de donde ya no puede
levantarse por la penitencia.

San Agustín, De verb. Dom., serm. 31


6-9. El árbol de la higuera representa al género humano, porque cuando pecó el primer
hombre cubrió su desnudez con hojas de higuera, esto es, los miembros de que nacemos.
También el colono que intercede representa a todo santo que dentro de la Iglesia ruega por
el que está fuera de ella, diciendo: «Señor, perdónala por este año (esto es, en este tiempo
con vuestra gracia), hasta que yo cave alrededor de ella». Cavar alrededor es enseñar la
humildad y la paciencia. Porque la fosa es la tierra humilde y el estiércol (tomado en buen
sentido) es las inmundicias, pero da fruto. La inmundicia del cultivador es el dolor del que
peca. Los que hacen penitencia la hacen sobre sus inmundicias, pero obran con verdad.
«Y si no da frutos, la cortas», esto es, cuando vengas en el día del juicio a juzgar a los vivos
y a los muertos. Hasta entonces, por ahora perdona.
San Basilio, conc. 8, quae de Penitentia inscribitur
6-9. Es propio de la divina misericordia no imponer castigos en silencio, sino publicar
primero sus amenazas excitando a penitencia, así como hizo con los ninivitas y ahora con el
labrador, diciendo «Córtala», estimulándolo a que la cuide y excitando al alma estéril a que
produzca los debidos frutos.

San Gregorio Nacianceno, orat. in sanct lavacr. 26


6-9. Por tanto, no nos apresuremos a herir, sino dejemos crecer por misericordia; no sea que
cortemos la higuera que aún puede dar fruto y que aún puede curar el celo de su inteligente
cultivador. Por esto añade aquí: «Pero él le respondió: “Señor, déjala por este año todavía y
mientras tanto cavaré a su alrededor y echaré abono…»

San Agustín, obispo. Sermón: Hacer penitencia. «Un hombre tenía una higuera
plantada…» (Lc 13,6-9). Sermón 110, 1 (Traducido de un antiguo documento en
francés)
ANÁLISIS: Amenazando con cortar la higuera estéril el Salvador nos invita a dar frutos
dignos de penitencia a fin de prepararnos para la vida eterna. Porque Él vendrá ciertamente
a juzgar a los hombres: todas las profecías que se han cumplido en Cristo no nos permiten
dudar de que se cumplirá también lo que Él ha predicho sobre el juicio final.
La higuera se refiere a la raza humana, y los tres años a las tres eras de la humanidad: antes
de la ley, bajo la ley y bajo la gracia. No es extraño ver a la raza humana en la higuera. El
primer hombre después de su pecado, ¿no cubrió su miembros con hojas de higuera? (Gen
3,7) Esos miembros honorables antes del pecado, se convirtieron para él en miembros
vergonzosos. Antes del pecado nuestros primeros padres estaban desnudos y no se
sonrojaban por ello. ¿Cómo iban a sonrojarse, si estaban sin pecado? ¿Acaso podían ellos
15
tener vergüenza de las obras de su Creador? Ciertamente no, porque aún no habían
corrompido la pureza con sus malas acciones, no habían todavía tocado el árbol del
conocimiento del bien y del mal, que Dios les había prohibido tocar. Fue sólo después de
haber pecado, comiendo de aquel “fruto”, que el hombre experimentó la esterilidad…
De este modo, la higuera estéril designa perfectamente a todos los hombres que rechazan
constantemente dar frutos y por este motivo son amenazados, poniendo el hacha en las
raíces de este árbol ingrato. Pero el jardinero intercede, posponiendo la ejecución del hacha
y tratando de aplicar un remedio eficaz al árbol enfermo. Este jardinero nos recuerda a todos
los santos que oran en la Iglesia por todos aquellos que están fuera de la Iglesia. Y, ¿qué
piden ellos? «Señor, déjala por este año todavía», es decir, concede un tiempo de gracia,
salva a los pecadores, salva a los incrédulos, salva a las almas estériles, salva a los
corazones que no producen fruto… «Cavaré a su alrededor y echaré abono, por si da fruto
en adelante; y si no da, la cortas.»
El Señor volverá a recoger frutos. ¿Cuándo? En el momento del Juicio, cuando vendrá a
juzgar a los vivos y a los muertos. La higuera es salvada, como un tiempo de gracia, para
que de fruto. ¿Qué hemos de hacer mientras el Señor vuelve? La respuesta la podemos
encontrar en la fosa cavada alrededor del árbol, que significa una exhortación a la humildad
y a la penitencia. La fosa en efecto es cavada bajo tierra y allí se debe echar una buena parte
de estiércol. El estiércol es sucio, pero hace fructificar. El estiércol hace referencia al dolor
por nuestros pecados. Si somos llamados a hacer penitencia, hagámoslo con inteligencia y
sinceridad, teniendo presente nuestra ignominia. A este árbol misterioso le es dicho:
«Conviértete, porque el Reino de los Cielos ha llegado» (Mt 3,2).

Confesiones: Responder, al fin, a la llamada de Dios a convertirse. Las Confesiones,


libro 8. «» (Lc 13,).
Me retenían mis viejas ideas amigas, ¡esas bagatelas de bagatelas, esas vanidades de
vanidades! Con suaves golpes me tiraban de mi ropa de carne y me murmuraban en voz
suave: “¿Nos dejas? ¡Acabas para siempre! A partir de este momento ya cercano, ya no
estaremos más contigo, no te será permitido hacer esto, hacer lo otro” Oh, Dios mío, qué de
cosas me sugerían!… Dudaba yo de deshacerme de ellas, de saltar hacia donde me sentía
llamado; la costumbre, de manera tiránica, me decía: “¿Crees que podrás vivir sin ellas?”
Pero ya su voz era más dulce, porque del lado hacia donde giraba mi rostro y donde me daba
miedo pasar, la casta dignidad de la continencia me invitaba noble y graciosamente a venir
sin dudar, enseñándome un multitud de buenos ejemplos:… “Es el Señor, su Dios, quien te
los ha dado. ¿Por qué te apoyas sobre ti mismo siendo así que tú mismo no te mantienes en
pie? Lánzate a él, no tengas miedo. Él no va a ocultarse para que caigas. Échate sin temor; él
te recibirá y te curará”…
Esta lucha en mi corazón no era más que una lucha de yo mismo contra yo mismo…
Cuando mi mirada había, por fin, sacado del fondo de mi corazón todas mis miserias, me
sobrevino una gran tempestad de lágrimas. Para dejar que la tempestad rompiera, me levanté
y salí… Sin saber demasiado cómo, me eché bajo una higuera, dejé que mis lágrimas
corrieran completamente, brotaron a oleadas, sacrificio digno de ti, Dios mío. Y te dije sin
mesurar: “Y tú, Señor, ¿hasta cuando? ¿Hasta cuando estarás enojado? No te acuerdes más
de nuestras viejas iniquidades” (Sl 6,4; 78,5)… Yo lanzaba gritos lastimeros: “¿Para cuánto
tiempo? ¿Hasta cuándo? Mañana, siempre mañana. ¿Por qué no ahora mismo?”…
Y he aquí que sentí una voz que venía de una casa vecina, una voz de niño o niña, que
cantaba y repetía: “¡Toma y lee! ¡Toma y lee!”. Al momento me rehice y quería recordar si
era el estribillo habitual de un juego infantil; ninguno me venía a la memoria. Reprimiendo
mis lágrimas, me levanté con la certeza de que el cielo me ordenaba abrir el libro del apóstol
Pablo y leer el primer pasaje que me saliera… Volví a casa apresuradamente y cogí el libro
y leí lo primero que me salió: “Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria y
desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo, y que el cuidado de
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vuestro cuerpo no fomente los malos deseos” (Rm 13,13s). No hacía falta seguir leyendo, no
tenía necesidad de más. Justo al acabar estas líneas, una luz de seguridad se derramó en mi
corazón y todas las tinieblas de mi incertidumbre se disiparon.

San León Magno, papa y doctor de la Iglesia. Sermón: La conversión es el fin de algo.
Sermón 20, sobre la Pasión : SC 74 bis (trad. SC p. 245 rev.). «Si no os convertís
pereceréis» (Lc 13,).
Esforcémonos en estar asociados a la resurrección de Cristo y pasar de la muerte a la vida
mientras todavía estamos en este cuerpo. Porque, para todo hombre, pasar por una
conversión, de cualquiera naturaleza que sea, pasar de un estado a otro, significa el fin de
algo – no ser más lo que era – y el comienzo de otro – ser lo que no era. Pero es importante
saber por qué se muere y para quién vive, porque hay una muerte que hace vivir y una vida
que mata.
Y es justamente en este mundo efímero, donde hay que buscar lo uno y lo otro; de la calidad
de nuestras acciones terrenas, dependerá la diferencia de las retribuciones eternas. Muramos
pues al diablo y vivamos para Dios; muramos al pecado para resucitar a la justicia; qué
desaparezca el hombre viejo para que nazca el ser nuevo.
Ya que, según la palabra de la Verdad, «Nadie puede servir a dos señores» (Mt 6,24),
tomemos como ejemplo no al que hace tropezar a los que están de pie para llevarles a la
ruina, sino al que ayuda a levantar a los que caen, para conducirles a la gloria.

San Cesáreo de Arlés, obispo. Sermón: Conversión del corazón. Sermón 37, 1; SC 243.
«Pecadores, reflexionad, volved a vuestro corazón» (Is 46,8).
Hay muchas cosas que a causa de la debilidad humana no logramos cumplir físicamente;
pero, si verdaderamente lo queremos, con la inspiración de Dios, podemos encontrar el amor
en nuestro corazón. Existen a veces muchas cosas que no logramos sacar de nuestro granero,
de nuestra cueva o de nuestra bodega, pero no tenemos excusa cuando se trata de nuestro
corazón… No nos dicen: » Id hasta Oriente, y buscad el amor; navegad hacia Occidente y
encontrareis el amor». No, nos ordenan regresar al interior de nuestro corazón, de donde la
cólera nos hace salir a menudo. Así como lo dice el profeta: «Pecadores, reflexionad,
regresad a vuestro corazón» (Is 46,8).
No es en países lejanos donde se encuentra lo que el Señor nos pide; nos envía al interior de
nosotros mismos, a nuestro corazón, porque ha colocado en nosotros lo que nos pide. La
caridad perfecta no es otra que la buena voluntad del alma; a propósito de esta, los ángeles
proclamaron a los pastores: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14
tipos de Vulg)… Trabajemos pues con todas nuestras fuerzas, con la ayuda de Dios, para
concederle el primer puesto, en nuestra alma, a la bondad más que a la maldad, a la
paciencia más que a la cólera, a la benevolencia más que a la envidia, a la humildad más que
al orgullo. En fin, que la dulzura de la caridad tome de tal manera posesión de nuestro
corazón, que ya no quede sitio en él para la amargura del odio.

San Cipriano, obispo y mártir. Obras: Imitar la paciencia de Dios. Los beneficios de la
paciencia, 7. «A ver si dará fruto» (cf. Lc 13,7-9).
Queridos hermanos, Jesucristo, nuestro Señor, no se contentó con enseñar la paciencia de
palabra, sino que la enseño sobre todo en sus actos… En la hora de la Pasión y de la cruz
¡cuántos sarcasmos ofensivos escuchados pacientemente, cuántas burlas injuriosas no
soportó hasta el punto de recibir salivazos, él, que con su propia saliva había abierto los ojos
a un ciego (Jn 9,6)…; coronado de espinas, él, que corona a los mártires con flores eternas;
golpeado su rostro con la palma de las manos, él, que otorga las verdaderas palmas a los
vencedores; despojado de sus vestiduras, él, que reviste a los otros de inmortalidad;
alimentado con hiel, él, que da una alimento celestial; dándole a beber vinagre, él, que hace
participar de la copa de la salvación. Él, el inocente, el justo, o mejor dicho, la misma
17
inocencia y la misma justicia, puesto en la hilera de los criminales; falsos testimonios
aplastan a la Verdad; se juzga al que ha de juzgar; la Palabra de Dios, callada, es conducida
al sacrificio. Después, cuando se eclipsan los astros, cuando los elementos se perturban,
cuando tiembla la tierra… él no habla, no se mueve, no revela su majestad. Hasta el final lo
soporta todo con una constancia inagotable para que la paciencia plena y perfecta encuentre
su término en Cristo.
Después de todo eso, todavía acoge a los homicidas, si se convierten y vuelven a él; gracias
a su paciencia…, a nadie cierra su Iglesia. Sus adversarios, los blasfemos, los eternos
enemigos de su nombre, no sólo los admite a su perdón si se arrepienten de su falta, sino que
incluso les concede la recompensa del Reino de los cielos. ¿Podría alguien citar a alguno
más paciente, más benévolo? El mismo que derramó la sangre de Cristo es vivificado por la
sangre de Cristo. Así es la paciencia de Cristo, y si no fuera tan grande, la Iglesia no
poseería al apóstol Pablo.

Guillermo de San Teodorico, monje. Oración: Me arrepiento de mis pecados, no de mi


amor por ti. Oraciones meditativas, nº 5. «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,).
Pobre de mí, mi conciencia me acusa sin cesar y la verdad no me puede excusar diciendo:
no sabía lo que se hacía. Perdona, pues, Señor, al precio de tu preciosa sangre, todos los
pecados en los que he caído, conscientemente o inconscientemente… Sí, Señor,
verdaderamente he pecado, y voluntariamente, y mucho. Después de haber recibido el
conocimiento de tu verdad, he ofendido al Espíritu de gracia; y sin embargo, cuando recibí
el bautismo, me concedió gratuitamente la remisión de los pecados. Pero yo, después de
haber recibido el conocimiento de tu verdad, he vuelto a caer en ellos «como el perro vuelve
a su vómito» (2P 2, 22; Pr 26,11).
Oh Hijo de Dios, ¿te he pisoteado renegando de ti? Sin embargo no puedo decir que Pedro
cuando te negó, te pisoteara, él que te amaba tan ardorosamente, incluso si te negó una
primera, una segunda y una tercera vez… También a mí, Satán ha reclamado a veces mi fe
para cribarla como el trigo; pero tu oración bajó hasta mí de manera que mi fe jamás ha
decaído (Lc 22,31-32), no te ha abandonado… Tú sabes bien cómo he querido siempre
adherirme a ti; así pues, tú, guárdame en esta voluntad hasta el final.
Siempre he creído en ti… siempre te he amado, incluso cuando he pecado contra ti. Me
arrepiento de mis pecados hasta morir. Pero no me arrepiento de ninguna manera de mi
amor, sino de no haberte amado tanto como debía.

San Ambrosio de Milán, obispo. Tratado: La higuera. Sobre el Evangelio de San Lucas
I, 7, 167-171
160. Un hombre tenía plantada en su viña una higuera. ¿Qué querrá significar el Señor al
usar con tanta frecuencia en su Evangelio la parábola de la higuera? En otro lugar ya has
visto cómo al mandato del Señor se secó todo el verdor de este árbol (Mt 21,19). De aquí
has de concluir que el Creador de todas las cosas puede mandar que las distintas especies de
árboles se sequen o tomen verdor en un instante.
En otro pasaje, Él recuerda que la llegada del estío suele conocerse porque surgen en el
árbol retoños nuevos y brotan las hojas (Mt 24,32). En estos dos textos se halla figurada la
vanagloria que perseguía el pueblo judío y que desapareció, como una flor, cuando vino el
Señor, porque permanecía infructuosa en obras, y lo mismo que, con la venida del estío, se
recolectan los frutos maduros de la tierra toda, así también, en el día del juicio, se podrá
contemplar la plenitud de la Iglesia, en la que creerán aun los mismos judíos.
161. Tratemos de encontrar también aquí el misterio de un sentido más profundo. La higuera
está en la viña; y esta viña era del Señor de los ejércitos, a la que entregó después a las
naciones como un botín (Is 5,7). Y así, el que hizo devastar la viña fue el mismo también
que mandó que la higuera se secara. La comparación de este árbol es muy aplicable a la
Sinagoga, porque igual que este árbol, con la exuberancia de abundantes hojas, hizo perder
18
toda esperanza a ese su dueño, que aguardaba, en vano, la cosecha ansiada, así también en la
Sinagoga, mientras los doctores, infecundos en obras, se enorgullecían por sus palabras,
semejando una floración exuberante, se extendió la sombra de una ley vana, con lo cual, la
esperanza y la expectación de una recolección quimérica destruyó los anhelos del pueblo
creyente.
162. Pero, en la naturaleza de este árbol, existen más detalles por los que puedes
comprender, con más exactitud, que esta comparación es un retrato fiel de la Sinagoga.
Porque, si miras con atención, encontrarás que las leyes de este árbol difieren de las de los
otros. En verdad, los otros árboles dan flores antes que frutos, y esta floración nos sirve de
anuncio de los frutos futuros; sólo la higuera produce frutos desde el principio en lugar de
flores. En los otros, los frutos nacen cuando desaparece la flor; en la higuera, unos frutos
suceden a otros.
Por eso los primeros frutos parecen hacer el oficio de flores; y, por tener un nacimiento
precoz, desconocen el modo de actuar de la naturaleza y, por tanto, se hallan incapacitados
de observar esa organización perfecta. Y porque se acostumbró a sacar de entre su corteza
los brotes, al ser los frutos de este árbol muy pequeños, vienen como a pudrirse. De estos
frutos leemos lo siguiente en el Cantar de los Cantares: La higuera ha echado sus brotes
(2,13). Así, mientras los demás árboles se ponen blancos al llegar la primavera, sólo la
higuera no conoce esa blancura de flores, quizás porque no se espera que maduren sus
frutos. En efecto, cuando los otros vienen, éstos son expulsados como algo degenerado, y,
dada la debilidad de su tallo, son arrojados fuera, dejando su lugar a otros, para quienes será
más útil la savia.
Sin embargo, quedan algunos, muy raros, que no caen, los cuales tuvieron un brote tan
afortunado que crecieron con un tallo muy corto en medio de dos ramas, por lo cual, debido
a esa guarda y protección doble, como si la madre naturaleza les guardara en su seno, se
nutren del alimento de una savia más abundante. Estos, mimados por el ambiente y la
caridad del aire y habiendo tenido más tiempo de perfeccionamiento, una vez despojada su
constitución salvaje del jugo vital primitivo, logran un desarrollo mucho más perfecto que
los otros, debido a su belleza y a su madurez.
163. Examina ahora las costumbres y disposiciones de los judíos, los cuales son como los
primeros frutos de la mala fertilidad de la Sinagoga, que cayeron, como cayeron en esta
figura los brotes de la higuera, para dar lugar a los frutos de nuestra raza que permanecerán
para siempre. Porque el primer pueblo de la Sinagoga, como radicalmente enfermo en su
actuar malvado, no ha podido absorber la savia de la sabiduría natural, y por ello cayó como
un fruto inútil, con objeto de que de las mismas ramas del árbol, fecundado por la savia de la
religión, naciese el nuevo pueblo de la Iglesia.
Por tanto, aquel que era, ha dejado de ser, para que el que no era, comenzase a ser. Y por
eso, las personas mejores de Israel, a los que se había dado surgir de un ramo más vigoroso,
bajo la sombra de la Ley de la cruz y en su seno, se han alimentado de una doble savia, y,
del mismo modo que maduraron los primeros frutos, ellos llevarán en sí mismos esos
magníficos frutos a todos; a ellos es a quienes va dirigida esta expresión : Os sentaréis sobre
doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,28).
164. Y esto no es algo distinto de lo que aconteció a Adán y a Eva, primeros padres nuestros
tanto en cuanto a la raza como en lo referente a la caída, los cuales se vistieron con las hojas
de este árbol y merecieron ser arrojados del paraíso cuando, dándose cuenta de su
transgresión, huyeron de la presencia del Señor, que paseaba con ellos, queriéndonos indicar
con eso que, al fin del mundo, cuando llegue el Señor de la salvación, que también a ellos
vino a llamar, los judíos se darán cuenta que las tentaciones del demonio fueron quienes les
despojaron de las virtudes y, arrepentidos de la desnudez vergonzosa de su conciencia y
viéndose apartados de la religión, sentirán una profunda vergüenza de su prevaricación y se
apartarán del Señor, tratando de cubrir la ignominia de su conducta con una abundancia de
palabras, que semejarán un velo tejido con hojas.
19
165. Por eso, todos aquellos que recogieron de la higuera hojas y no frutos, serán excluidos
del reino de Dios; pues tenían un alma viviente. Y, por el contrario, vino el segundo Adán,
que buscaba, no las hojas, sino los frutos, porque tenía un espíritu vivificante (1 Cor 15,45).
A la verdad, el fruto de la virtud se obtiene mediante el espíritu, así como, por medio de él,
es como dignamente es adorado el Señor. En realidad, el Señor buscaba, no porque no
supiera que la higuera no tenía fruto, sino para enseñarnos, con este ejemplo, que la
Sinagoga, ya a esta altura, debía tener fruto.
También con lo siguiente nos quiere enseñar que Él, que estuvo entre ellos durante tres
años, no había venido antes del tiempo señalado; y si no, lee lo que sigue: Hace ya tres años
que vengo en busca del fruto de esta higuera y no lo hallo; córtala, pues ¿para qué va a
ocupar la tierra en balde?
166.El vino a Abrahán, a Moisés, vino a María, es decir, apareció como una señal (cf. Rom
4,11), apareció en la Ley y apareció con su cuerpo. Su venida la reconocemos por sus
beneficios: unas veces nos purifica, otras satisface por nosotros y otras, finalmente, nos
santifica y nos justifica. La circuncisión ha purificado, la Ley ha santificado, la gracia ha
justificado. Él es todo en todos y hace una unidad de la multiplicidad.
En verdad, nadie sin el temor de Dios se ha podido justificar. Y na-die merece la Ley si no
está purificado de sus culpas, como nadie que desconozca la Ley poseerá la gracia. Y por
esa razón el pueblo judío no pudo purificarse, puesto que su circuncisión no había sido
espiritual, sino algo exclusivamente corporal, ni pudo santificarse porque ignoró la virtud de
la Ley, ya que seguía los deseos carnales más que los espirituales —y, sin embargo, la Ley
es espiritual (Rom 7,14) —, ni pudo justificarse, porque no hacía penitencia de sus pecados
y, por consiguiente, no conocía la gracia.
or no haberse encontrado ningún fruto en la Sinagoga, se llevó a cabo la orden de que
pereciera. Pero el buen jardinero, Aquel, sin duda, en el que descansa la Iglesia, presagiando
que había sido enviado otro a los gentiles, ya que Él lo había sido a los circuncisos,
intervino con afecto para que ese pueblo judío no fuera proscrito, con el fin de que también
él, por medio de la llamada, pudiese ser salvado por la Iglesia, y por eso dijo: Déjala aún por
este año que la cabe y la abone.
168. ¡Qué pronto conoció que la causa de la esterilidad de los judíos era su dureza de
corazón y su soberbia! En verdad, Él sabe tratar los vicios tan bien como descubrirlos. El
promete trabajar para ablandar la dureza del corazón con una lluvia incesante de apóstoles,
para que «la palabra de dos filos» (Hebr 4, 12) devuelva la vida al alma durante tanto tiempo
abandonada y, ablandado su corazón, reanime su sentido haciéndolo atento al soplo del
Espíritu, con el fin de que una abundancia excesiva no se convierta en un obstáculo ni
esconda la raíz de la sabiduría.
Pero, además, dice que le va a echar una carga de abono. Es cierto que la fuerza del abono
es grande, y lo es hasta tal punto, que gracias a él la misma infecundidad se vuelve fecunda,
la aridez reverdece y la esterilidad fructifica. Sobre él se sentó Job cuando estaba tentado, y
no pudo ser vencido; y Pablo considera que todo es estiércol en comparación con ganar a
Cristo (cf. Phil 3,8). Y cuando Job comenzó a perderlo todo y se hubo sentado sobre el
estiércol, ya nada tuvo el diablo que poder quitarle. No hay duda de que la tierra que se cava
resulta fecunda, y el estiércol que se entierra contribuye a la fecundidad. Como es cierto
también que el Señor levanta del polvo al pobre y alza del estiércol al desvalido (Ps 112,7).
169. Y así, por medio de una conducta propia de una inteligencia espiritual, y mientras
dominan en nosotros sentimientos de humildad, el buen jardinero piensa que los mismos
judíos podrán dar frutos si entran dentro del Evangelio de Cristo. Él se acordaba que el
Señor había dicho por medio del profeta Ageo que el veinticuatro del noveno mes, a partir
desde el día en que fue cimentado el templo del Señor omnipotente, ni la vid, ni la granada
ni el olivo han florecido aún, pero a partir de este día yo los bendeciré (Ag 2, 19ss).
Con lo cual se nos quiere enseñar que, al llegar el fin del año que transcurre, es decir, en el
ocaso de este mundo, ya envejecido, será fundado el templo de Dios, que es la Iglesia,
20
gracias a la cual y por medio de la santificación del bautismo, tanto el pueblo judío como el
de los gentiles podrán producir el fruto de sus méritos.
170. Por lo cual, a través de la naturaleza de este árbol, se nos representa el carácter de la
Sinagoga, fructuosa gracias a un segundo impulso —ya que nosotros somos de la raza de los
patriarcas—, y, efectivamente, con toda razón, son comparados los judíos a los frutos
caducos, puesto que, al tener un corazón necio y una cabeza dura, no pueden llegar a un
estado duradero. Los que mueran y, por así decir, se oculten a este mundo, con el fin de que
renazca en ellos el hombre interior por medio del agua del bautismo, éstos sí darán fruto.
Pero la perfidia de los hombres de dura cerviz ha convertido a la Sinagoga en algo inútil, y
por eso, al ser estéril, se da la orden de que se la corte.
171. Lo que se ha dicho de los judíos es algo que, creo, debemos tener todos nosotros muy
presente, no sea que ocupemos un lugar fecundo de la Iglesia desprovistos de méritos,
precisamente nosotros que, por estar benditos, como la granada (Ag 2,12ss), debemos dar
frutos internos, frutos de pudor, de unión, de mutua caridad y de amor, encerrados en el
único seno de la Iglesia, nuestra madre, para que no nos dañe el viento, no nos abata el
granizo, ni nos agoste el ardor de la avaricia, ni seamos atacados por la humedad y la lluvia.
172. Algunos, sin embargo, creen que el ejemplo de la higuera no es una figura de la
Sinagoga, sino de la maldad y perversidad. Con todo, éstos piensan así porque confunden el
género con la especie, y se dicen que hay que temer lo que el Señor dijo a la higuera: ¡Que
nunca jamás nazca de ti fruto!; a pesar de todo, sabemos que muchos judíos creyeron, como
también muchos otros lo van a hacer. Pero todo aquel que crea ya no será un fruto de la
Sinagoga, sino de la Iglesia, pues el que renace de la Iglesia ya no nace de la Sinagoga.
Y del mismo modo que han salido de nosotros, pero que no eran de los nuestros, pues, si
fueran de los nuestros, hubieran permanecido con nosotros (1 Jn 2,19), así también nosotros
sostenemos que algunos judíos no hay duda que creen, puesto que, si fueran de la Sinagoga,
se hubieran quedado en ella; pero si han salido de la Sinagoga, justo es creer que no eran de
ella. Además, haciendo otra interpretación, la malicia es el obstáculo que interviene,
tratando de impedir que se produzca fruto alguno, y por eso, cuando venga el Señor,
destruirá todo germen de maldad.

Pablo VI, papa. Constitución: La conversión, compendio de la vida cristiana.


Constitución apostólica «Paenitemini», AAS t. 58, 1966, pp. 179-180. «Convertíos y
creed en la Buena Noticia» (cf. Lc 13,3).
Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó
cuarenta días y cuarenta noches en la oración y el ayuno, e inauguró su misión pública con
este mensaje gozoso: Convertíos y creed en la Buena Noticia. Estas palabras constituyen, en
cierto modo, el compendio de toda vida cristiana.
Al reino anunciado por Cristo se puede llegar solamente por la «metánoia», es decir, por esa
íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su sentir, juzgar y
disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y
caridad que, en el Hijo, se nos ha manifestado y comunicado con plenitud.
La invitación del Hijo de Dios a la «metánoia» resulta mucho más indeclinable en cuanto
que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo. Pues Cristo es el
modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por los pecados que no eran suyos,
sino de los demás.
Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la
santidad de Dios y la gravedad del pecado; por medio de la palabra de Cristo se le transmite
el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que
consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la
pasión, muerte y resurrección del Señor, y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida
futura del bautizado.

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Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano tiene que renunciar a sí mismo, tomar su cruz,
participar en los sufrimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su
muerte, se hace capaz de meditar la gloria de la resurrección. También siguiendo al Maestro,
ya no podrá vivir para sí mismo, sino para aquel que lo amó y se entregó por él y tendrá
también que vivir para los hermanos, completando en su carne los dolores de Cristo,
sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia.
Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene
también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno
de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don de la «metánoia», sino que este don se restaura y
adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del
Cuerpo místico que han caído en el pecado. «Porque quienes se acercan al sacramento de la
penitencia reciben por misericordia de Dios el perdón de las ofensas que a él se le han
infligido, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que han producido una herida
con el pecado y la cual coopera a su conversión con la caridad, con el ejemplo y con la
oración» (LG 11). Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a
cada uno en el sacramento, se hace partícipe de forma especial de la infinita expiación de
Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente
unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos.
De esta forma la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la muerte del Señor, afecta a
toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.

San Juan Pablo II, papa. Discurso: Cristo no nos hace estériles. Visita Pastoral a
Turín. Encuentro con la Juventud. Plaza de María Auxiliadora. Domingo 13 de abril
de 1980. «Déjala todavía este año a ver si da fruto en adelante» (cf. Lc 13,8-9).
[…] 3. He hablado de fructificación y me ayuda también en esto el Evangelio, cuando
propone —es una lectura que hemos encontrado recientemente en la sagrada liturgia— la
comparación de la higuera estéril, que está en peligro de ser arrancada (cf. Lc 13, 6-9). El
hombre debe fructificar en el tiempo, es decir, durante la vida terrena, y no solamente para
sí, sino también para los demás, para la sociedad de la que forma parte integrante. Sin
embargo, esta su actuación en el tiempo, precisamente porque él está «contenido» en el
tiempo, no debe hacerle olvidar, ni pasar por alto, la otra dimensión esencial suya, la de un
ser que está orientado hacia la eternidad; el hombre, por tanto debe fructificar
simultáneamente tambiénpara la eternidad.
Y si quitamos al hombre esta perspectiva, quedará una higuera estéril.
Por una parte, debe «llenar de sí mismo» el tiempo de manera creativa, porque la dimensión
ultraterrena no le dispensa ciertamente del deber de obrar con responsabilidad y
originalmente, participando con eficacia y en colaboración con todos los demás hombres, a
la edificación de la sociedad, según las concretas exigencias del momento histórico en que
le toca vivir. Es éste el sentido cristiano de la «historicidad» del hombre. Por otra parte, este
compromiso de fe sumerge al joven en una contemporaneidad que lleva en sí misma, en
cierto sentido, una visión contraria al cristianismo. Esta anti-visión presenta estas
características que recuerdo aunque sea sumariamente. Al hombre de hoy le falta
frecuentemente el sentido de lo trascendente, de las realidades sobrenaturales, de algo que lo
supera. El hombre no puede vivir sin algo que vaya más allá, que lo supere. El hombre se
realiza si es consciente de esto, si se supera siempre a sí mismo, si se trasciende a sí mismo.
Esta transcendencia está inscrita profundamente en la constitución humana de la persona.
He aquí que, en la anti-visión, como he dicho, contemporánea, el significado de la existencia
del hombre queda así «determinado» en el ámbito de una concepción materialista sobre los
diversos problemas, como por ejemplo los de la justicia, del trabajo, etc. De ahí surgen esos
contrastes multiformes entre las categorías sociales y entre las entidades nacionales, donde
se manifiestan los diversos egoísmos colectivos. Es necesario, sin embargo, superar tal
concepción cerrada y, en el fondo, alienante, contraponiendo a ella ese horizonte más
22
amplio, que ya la recta razón y, más todavía, la fe cristiana, nos hacen entrever. Así, en
efecto, los problemas encuentran una solución más completa; así, la justicia asume su
plenitud y se realiza en todos sus aspectos; así las relaciones humanas, excluida toda forma
de egoísmo, llegan a corresponder a la dignidad del hombre, como persona sobre la cual
resplandece el rostro de Dios.
4. De todo ello se deduce la importancia de esa decisión, que vosotros, jóvenes, debéis
tomar. Tomadla con Cristo, siguiéndole generosamente y aceptando sus enseñanzas,
conscientes del eterno amor que en él ha encontrado su expresión suprema y su definitivo
testimonio. Al deciros esto, no puedo ciertamente ignorar los obstáculos y peligros, por
desgracia no pequeños ni infrecuentes, que se os presentan en los diversos ambientes del
actual contexto social. Pero no debéis dejaros desviar; no debéis jamás ceder a la tentación,
sutil y por lo mismo más insidiosa, de pensar que una decisión así pueda perjudicar a la
formación de vuestra personalidad. No dudo en afirmar que tal opinión es totalmente falsa;
creer que la vida humana, en el proceso de su crecimiento y de su maduración, pueda ser
«disminuida» por el influjo de la fe en Cristo, es una idea que debe rechazarse. Es cierto
exactamente lo contrario: así como la civilización resultaría empobrecida e incompleta sin la
presencia del factor religioso, del factor cristiano, de igual modo la vida de cada hombre, y
especialmente del joven, quedaría incompleta y vacía sin una fuerte experiencia de fe,
alcanzada por un contacto directo con Cristo crucificado y resucitado. El cristianismo, la fe,
creedme, jóvenes, confiere plenitud y culminación a vuestra personalidad; centrado como
está en la figura de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre y, como tal, redentor del
hombre, os lleva a la consideración, a la comprensión, al gusto de todo cuanto hay de
grande, de hermoso y de noble en el mundo y en el hombre. La adhesión a Cristo no
obstaculiza, sino que dilata y exalta los «impulsos» que la sabiduría de Dios Creador ha
puesto en vuestras almas. La adhesión a Cristo no debilita, sino que refuerza el sentido del
deber moral, proporcionándoos el deseo y la satisfacción de comprometeros en «algo que
realmente merece la pena», dándoos, repito, el deseo y la satisfacción de comprometeros así,
y previniendo el espíritu contra las tendencias, que hoy surgen con cierta frecuencia en el
ánimo juvenil, a «dejarse llevar» o en dirección de una irresponsable o indolente abdicación,
o por el camino de la violencia ciega y homicida. Sobre todo —recordadlo siempre—, la
adhesión a Cristo será fuente de una alegría auténtica, de una alegría íntima. Os repito, la
adhesión a Cristo es fuente de una alegría que el mundo no puede dar y que —como El
mismo anunció a sus discípulos— ninguno podrá jamás quitaros (cf. Jn 16; 22), incluso
estando en el mundo.

Homilía (06-03-1983): La conversión, camino hacia la paz. Viaje Apostólico a América


Central. Santa Misa en el Metro Centro de El Salvador.
[…] 5. La cadena terrible de reacciones, propia de la dialéctica amigo-enemigo, se ilumina
con la Palabra de Dios que exige amar incluso a los enemigos y perdonarlos. Urge pasar de
la desconfianza y agresividad, al respeto, la concordia, en un clima que permita la
ponderación leal y objetiva de las situaciones y la búsqueda prudente de los remedios. El
remedio es la reconciliación…
El amor de Dios nunca desahucia mientras se peregrina en la historia. Sólo la dureza del
hombre acosado por la lucha sin cuartel se reviste de determinismo y fatalismo: se cree
entonces erróneamente que nadie puede cambiar, convertirse y que las situaciones deberían
más bien conducirse programáticamente hacia un irremediable deterioro.
Es entonces el momento de escuchar la invitación del Evangelio de este domingo: “Si no os
convertís, todos pereceréis del mismo modo” (Lc 13,3; Lc 13,5). Sí, convertirse y cambiar
de conducta, porque como hemos escuchado en el Salmo responsorial Yahvé “hace obras de
justicia y otorga el derecho a los oprimidos” (Sal 103,6). Por eso el cristiano sabe que todos
los pecadores pueden ser rescatados; que el rico despreocupado, injusto, complacido en la
egoísta posesión de sus bienes puede y debe cambiar de actitud; que quien acude al
23
terrorismo, puede y debe cambiar; que quien rumia rencores y odios, puede y debe librarse
de esta esclavitud; que los conflictos tienen modos de superación; que donde impera el
lenguaje de las armas en pugna, puede y debe reinar el amor, factor irreemplazable de paz.
6. Al hablar de conversión como camino hacia la paz, no abogo por una paz artificiosa que
oculta los problemas e ignora los mecanismos desgastados que es preciso componer. Se trata
de una paz en la verdad, en la justicia, en el reconocimiento integral de los derechos de la
persona humana. Es una paz para todos, de todas las edades, condiciones, grupos,
procedencias, opciones políticas. Nadie debe ser excluido del esfuerzo por la paz…
7. Es urgente sepultar la violencia que tantas víctimas ha cobrado en ésta y en otras
naciones. ¿Cómo? Con una verdadera conversión a Jesucristo. Con una reconciliación capaz
de hermanar a cuantos hoy están separados por muros políticos, sociales, económicos e
ideológicos. Con mecanismos e instrumentos de auténtica participación en lo económico y
social, con el acceso a los bienes de la tierra para todos, con la posibilidad de la realización
por el trabajo; en una palabra, con la aplicación de la doctrina social de la Iglesia. En este
conjunto se inserta un valiente y generoso esfuerzo en favor de la justicia de la que jamás se
puede prescindir.

Catequesis (08-06-1988): Dulzura y exigencia. Audiencia general, 8 de junio de 1988,


cf. nn. 5-8.
La mansedumbre y humildad de Jesús llegan a ser atractivas para quien es llamado a
acceder a su escuela: «Aprended de mí». Jesús es «el testigo fiel» del amor que Dios nutre
para con el hombre…
Pero esta «mansedumbre y humildad de corazón» en modo alguno significa debilidad. Al
contrario, Jesús es exigente. Su Evangelio es exigente. Jesús es exigente. No duro o
inexorablemente severo: pero fuerte y sin equívocos cuando llama a alguien a vivir en la
verdad. Él amonesta a todos y cada uno: «…si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13, 3).
Así, el Evangelio de la mansedumbre y de la humildad va al mismo paso que el Evangelio
de las exigencias morales y hasta de las severas amenazas a quienes no quieren convertirse.
No hay contradicción entre el uno y el otro. Jesús vive de la verdad que anuncia y del amor
que revela y es éste un amor exigente como la verdad de la que deriva. Por lo demás, el
amor ha planteado las mayores exigencias a Jesús mismo en la hora de Getsemaní, en la
hora del Calvario, en la hora de la cruz. Jesús ha aceptado y secundado estas exigencias
hasta el fondo, porque, como nos advierte el Evangelista, Él «amó hasta el extremo» (Jn 13,
1). Se trata de un amor fiel, por lo cual, el día antes de su muerte, podía decir al Padre: «Las
palabras que tú me diste se las he dado a ellos» (Jn 17, 8).

Catequesis (09-11-1988): El pecado es el verdadero mal. Audiencia general, 9 de


noviembre de 1988.
El Cristo que sufre es, como ha cantado un poeta moderno, «el Santo que sufre», el Inocente
que sufre, y, precisamente por ello, su sufrimiento tiene una profundidad mucho mayor en
relación con la de todos los otros hombres, incluso de todos los Job, es decir de todos los
que sufren en el mundo sin culpa propia. Ya que Cristo es el único que verdaderamente no
tiene pecado, y que, más aún, ni siquiera puede pecar. Es, por tanto, Aquél ―el único― que
no merece absolutamente el sufrimiento. Y sin embargo es también el que lo ha aceptado en
la forma más plena y decidida, lo ha aceptado voluntariamente y con amor. Esto significa
ese deseo suyo, esa especie de tensión interior de beber totalmente el cáliz del dolor (cf. Jn
18, 11), y esto «por nuestros pecados, no sólo por los nuestros sino también por los de todo
el mundo», como explica el Apóstol San Juan (1 Jn 2, 2). En tal deseo, que se comunica
también a un alma sin culpa, se encuentra la raíz de la redención del mundo mediante la
cruz.La potencia redentora del sufrimiento está en el amor.
3. Y así, por obra de Cristo, cambia radicalmente el sentido del sufrimiento. Ya no basta ver
en él un castigo por los pecados. Es necesario descubrir en él la potencia redentora, salvífica
24
del amor. El mal del sufrimiento, en el misterio de la redención de Cristo, queda superado y
de todos modos transformado: se convierte en la fuerza para la liberación del mal, para la
victoria del bien. Todo sufrimiento humano, unido al de Cristo, completa «lo que falta a las
tribulaciones de Cristo en la persona que sufre, en favor de su Cuerpo» (cf. Col 1, 24): el
Cuerpo es la Iglesia como comunidad salvífica universal.
4. En su enseñanza, llamada normalmente prepascual, Jesús dio a conocer más de una vez
que el concepto de sufrimiento, entendido exclusivamente como pena por el pecado, es
insuficiente y hasta impropio. Así, cuando le hablaron de algunos galileos «cuya sangre
Pilato había mezclado con la de sus sacrificios», Jesús preguntó: «¿Pensáis que esos galileos
eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas…?
aquellos dieciocho sobre los que se desplomó la torre de Siloé matándolos ¿pensáis que eran
más culpables que los demás hombres que habitaban en Jerusalén?» (Lc 13, 1 – 2.4). Jesús
cuestiona claramente tal modo de pensar, difundido y aceptado comúnmente en aquel
tiempo, y hace comprender que la «desgracia» que comporta sufrimiento no se puede
entender exclusivamente como un castigo por los pecados personales. «No, os lo aseguro»
―declara Jesús―, y añade: «Si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,
3-4). En el contexto, confrontando estas palabras con las precedentes, es fácil descubrir que
Jesús trata de subrayar la necesidad de evitar el pecado, porque este es el verdadero mal, el
mal en sí mismo y permaneciendo la solidaridad que une entre sí a los seres humanos, la raíz
última de todo sufrimiento. No basta evitar el pecado sólo por miedo al castigo que se puede
derivar de él para el que lo comete. Es menester «convertirse» verdaderamente al bien, de
forma que la ley de la solidaridad pueda invertir su eficacia y desarrollar, gracias a la
comunión con los sufrimientos de Cristo, un influjo positivo sobre los demás miembros de
la familia humana.
Comentario sinóptico y paralelos
1. «Los galileos cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios…»
Episodio desconocido fuera de este texto, como ocurre también con el incidente mencionado
en el v. 4. El historiador Flavio Josefo informa de varias intervenciones sangrientas de Pilato
en Jerusalén, para apagar toda tentativa de revuelta.
2.4 (|| Jb 6,2)
Más pecadores: (literalmente «más deudores») refiriéndose a la deuda que no podemos
pagar (cf. Mt 18,24-25).
Pero el más o el menos no es aquí la cuestión, sino la relación interna entre la maldad y la
desgracia, como en el caso ejemplar de Job.
Aquí el Evangelio niega la individualización de esta relación misteriosa: es imposible
establecer una relación directa e unilateral de causa-efecto entre lo que hemos de sufrir y
nuestros propios actos (o los actos de nuestros padres, en el caso del Ciego de nacimiento).
Ciertamente que influyen, pero en un conjunto indisociable donde cada uno causa y sufre a
la vez los efectos producidos por todos, y por toda la sociedad de la que somos miembros.
Aunque también es cierto que algunos deben pagar más o menos, con respecto a sus propias
faltas, y llevar sobre sí las consecuencias de las carencias de sus semejantes –tal como nos
beneficiamos también más o menos de lo que otros han aportado al mejoramiento de la
sociedad–. Esto sólo es injusto si lo vemos desde una óptica individualista y abstracta; pero
visto en su conjunto, es la confirmación de que «nadie es una isla», pues todo destino es al
mismo tiempo personal y solidario del destino de los otros.
Esta solidaridad natural o social se redobla en el orden sobrenatural del Reino, donde
«somos miembros unos de otros» (Rm 12,4-5; 1Co 12,12-27). Es el misterio de la
«comunión de los santos» y de la llamada «reversibilidad de los méritos», por la cual se
realiza nuestra Redención por un Otro. Como dijo Elisabeth Leseur: «Un alma que se eleva,
eleva al mundo entero».
El libro de Job en su conjunto enfoca sobre todo una espiritualidad de confianza, que se
remite a la Sabiduría providencial de Dios para «justificar» (hacer justo) esas disparidades
25
de suerte en las que Job es particularmente afligido. De ello se concluirá, como en el caso
del Ciego de nacimiento de Jn 9, el bien que hace la manifestación de la Gloria de Dios y de
la fidelidad de Job, que repara y sobrepasa todas esas injusticias temporales.
Pero esto no es motivo para ser indiferente y negar que es evidente la desproporción entre
los sufrimientos de Job y su conducta anterior. Por esto, brotan las rectificaciones
indignadas de Job al simplismo de sus tres amigos, especialmente en los capítulos 6-7 y 9-
10, cuyo contenido esencial es retomado por la Iglesia en su Oficio de difuntos, como para
reconocer aquí uno de los testimonios más conmovedores de la condición humana,
invitando a todos los que se hallen en esta situación a refugiarse en Dios que hace justicia.
En definitiva, ésta es la lección religiosa del libro de Job: el hombre debe persistir en la fe
incluso cuando su espíritu no encuentra sosiego. Para esclarecer el misterio del sufrimiento
de los inocentes, era necesario que Cristo resucitara y se conociese el valor del sufrimiento
de los hombres unido al sufrimiento del Crucificado. Dos textos de San Pablo responderán
al angustioso problema de Job: «Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables
con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8,18) y «completo en mi carne lo
que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
Partiendo de ahí, el Evangelio no enseña que si las desgracias sufridas no provienen
exclusivamente de quienes las sufren, sino de todos, entonces cada uno está llamado a hacer
penitencia, para evitar que todos finalmente perezcan del mismo modo –como lo hemos
visto en las catástrofes que marcaron el fin de los Reinos de Israel y de Judá (2Re 17,7.23;
cf. 24,20); y como lo vimos en el año 70–. ¿Cómo esta misma advertencia no será válida, y
con mayor razón, para los cristianos, miembros del Reino de la comunión de los santos? Es
pues necesario que cada cristiano haga penitencia por solidaridad con todo el género
humano. Esta llamada se repite por ejemplo en las apariciones de Lourdes, de Fátima o de
La Salette.
3.5 Si no os convertís
El verbo original es metanoein, que significa conversión o, lo que es lo mismo, retorno a
Dios (Mt 3,2). Aquí, como en la predicación de Juan Bautista, la invitación es sobre todo a
la urgencia de producir «un fruto digno de penitencia» (Mt 3,8). El aspecto de «retorno» o
cambio de dirección será puesto en relieve por el Hijo Pródigo (Lc 15,17-20).
|| Jer 4,1-4; 14,7-9
La llamada a la penitencia o a la conversión es la función esencial de todos los profetas:
basta recordar a Jonás, o el resumen general de la predicación profética que nos hace
Jeremías (Jer 23,1-13), invitación urgente como único medio para prevenir la catástrofe que
de otro modo, sería inevitable. Esta llamada se encuentra también en el corazón mismo del
Evangelio, pues es el segundo artículo del anuncio del Kerygma.

LA PARÁBOLA DE LA HIGUERA ESTÉRIL (Lc 13,6-9)


Puesta inmediatamente a continuación de la llamada a la conversión, quiere hacernos
comprender que si bien nos queda todavía el tiempo presente para convertirnos, el mismo es
limitado.
Más adelante, entre los Ramos y la Pasión, Mt y Mc hablarán de una higuera maldita y que
se seca de un día para otro, porque «el tiempo de la visita» en el que aún era posible
reconocer a Cristo y volverse a Dios por la fe en su Enviado, habrá pasado.
Así como «permanecer bajo su viña y su higuera», a ejemplo de Natanael antes de su
vocación, era signo de paz y de bienestar, no solamente físico o social, sino también
espiritual gracias a la meditación provechosa de la Escritura (Jn 1,48); también la figura de
este árbol seco era el terrible símbolo de las desgracias de Israel anunciadas por los profetas
(|| Os 9,10-16; Ha 3,17; Is 34,4; Jr 5,17; 8,13, Os 2,14; Jl 1,7.12; Am 4,9).
La Higuera como figura de Israel y de todos los creyentes, y por tanto de nosotros que
somos hoy el «Israel de Dios»

26
La Higuera no es un árbol cualquiera, posee características que otros árboles no poseen. San
Ambrosio nos ofrece algunos detalles interesantes:
Era la viña del Señor Sabbaoth, la cual entregó al pillaje de los gentiles. Es muy propia la
comparación de la sinagoga con este árbol, porque así como este árbol abunda en hojas
hermosas y engaña la esperanza de su dueño que espera sus frutos, así también en la
sinagoga, mientras sus doctores, infecundos por sus obras se gloriaban con sus palabras
redundantes como las hojas, la sombra vana de la ley se hacía más oscura. También este
árbol es el único que produce los frutos desde luego en vez de flores y los frutos primeros
caen para dar lugar a los segundos, aunque quedan algunos, muy raros, de los primeros, que
no caen. El primer pueblo de la sinagoga cayó como fruto inútil para que saliera el nuevo
pueblo de la Iglesia, como de la savia de la antigua religión. Los primeros tallos que
brotaron de Israel, como naturaleza vigorosa, bajo la sombra de la ley y de la cruz, en el
seno de una y otra, tomando vida de su savia vivificadora (como los higos que maduran
primero), aventajaron a todos los demás por la gracia de sus bellos frutos, de los que se dice
(Mt 19,28): «Os sentaréis sobre doce tronos». Algunos, sin embargo, creen que esta higuera
no es figura de la sinagoga, sino de la malicia y la iniquidad, pero su interpretación se
diferencia de la anterior únicamente en que se toma el género por la especie. (San
Ambrosio)
… Buscaba fruto
El mismo Señor que estableció la sinagoga por medio de Moisés, habiendo nacido en carne
mortal y enseñado en la sinagoga, buscó con frecuencia fruto de fe, pero no lo encontró en
la mente de los fariseos. Por esto sigue: «Y fue a buscar el fruto en ella y no lo encontró».
(Beda)
Buscaba el Señor, no porque ignorase que la higuera carecía de fruto, sino para dar a
conocer en esa figura que la sinagoga ya debía tener fruto. Y por lo que sigue da a entender
que no había venido antes de tiempo, porque estaba ya tres años predicando. Por esto
continúa: «Y dijo al que labraba la viña: Mira, tres años ha que vengo a buscar fruto en esta
higuera y no le hallo». Vino a Abraham, vino a Moisés, vino a María; esto es, vino en
figura, vino en la ley y vino corporalmente. Hemos conocido su venida en sus beneficios,
primero en la purificación, después en la santificación y, por último, en la justificación. La
circuncisión purificó, la ley santificó y la gracia justificó. Pero el pueblo judío ni pudo
purificarse, porque aun cuando tuvo la circuncisión del cuerpo, no tuvo la del alma. Ni pudo
santificarse, porque ignorando la virtud de la ley, se dejaba llevar más bien de las cosas
carnales que de las espirituales. Ni podía justificarse, porque no haciendo penitencia por sus
pecados, desconocía la gracia. Por tanto, con razón puede decirse que no se encontró fruto
ninguno en la sinagoga y por esto se mandó cortarla. Sigue: «Córtala, pues, ¿para qué ha de
ocupar la tierra?». El buen colono (acaso aquél en quien se funda la Iglesia), presagiando
que habría de enviarse otro a los gentiles y a él a los circuncidados, intervino para suplicar
que no fuera cortada, comprendiendo, confiado en su vocación, que el pueblo judío podría
salvarse también por la Iglesia. Por esto sigue: «Mas él respondió y le dijo: Señor, déjala
aún este año». Conoció en seguida que la dureza y la soberbia de los judíos eran las causas
de su esterilidad. De este modo el que supo reprender sus vicios conoció cómo había de
labrar. Por lo cual añade: «Y la cavaré alrededor». Ofrece cavar la dureza de sus corazones
con los azadones apostólicos, para evitar que se hunda y esconda en la tierra la raíz de la
sabiduría. Dice pues, «Y le echaré estiércol». Esto es, el afecto de la humildad, por el cual
cree que aún el judío puede fructificar en el Evangelio de Cristo. Por lo cual añade: «Y si
con esto diere fruto»; es decir, será bueno. «Si no, la cortarás después». (San Ambrosio)
Pero la advertencia está dirigida a todas las generaciones, y por tanto a nosotros hoy: seamos
diligentes en reconocer a Cristo, convertirnos a Él, antes que llegue el Fin. «…cada uno de
nosotros es como una higuera plantada en la viña de Dios; es decir, en la Iglesia o en este
mundo.» (Teofilacto)

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Pero debe oírse con gran temor lo que dice: «Córtala, pues, ¿para qué ha de ocupar aún la
tierra?» En efecto, teniendo cada uno a su modo un lugar en la vida presente, si no da frutos
de buenas obras, ocupa la tierra como árbol infructuoso. Porque en el sitio en que él se
encuentra impide que trabajen otros. (San Gregorio, ut sup)
Lc 13,8-9a
Misericordia e intercesión: Señor, déjala por este año todavía
Hemos de ver también en las palabras del viñador una llamada a practicar la misericordia, a
interceder por todos los hombres y especialmente de aquellos que nos son queridos y que
parecen vivir de espaldas a Dios.
Es propio de la divina misericordia no imponer castigos en silencio, sino publicar primero
sus amenazas excitando a penitencia, así como hizo con los ninivitas y ahora con el
labrador, diciendo «Córtala», estimulándolo a que la cuide y excitando al alma estéril a que
produzca los debidos frutos. (San Basilio, conc. 8, quae de Penitentia inscribitur)
Por tanto, no nos apresuremos a herir, sino dejemos crecer por misericordia; no sea que
cortemos la higuera que aún puede dar fruto y que aún puede curar el celo de su inteligente
cultivador. Por esto añade aquí: «Mas él respondió y le dijo: Señor, déjala…» (San Gregorio
Nacianceno, orat. in sanct lavacr. 26)
También el colono que intercede representa a todo santo que dentro de la Iglesia ruega por
el que está fuera de ella, diciendo: «Señor, perdónala por este año (esto es, en este tiempo
con vuestra gracia), hasta que yo cave alrededor de ella». Cavar alrededor es enseñar la
humildad y la paciencia. Porque la fosa es la tierra humilde y el estiércol (tomado en buen
sentido) es las inmundicias, pero da fruto. La inmundicia del cultivador es el dolor del que
peca. Los que hacen penitencia la hacen sobre sus inmundicias, pero obran con verdad. (San
Agustín, De verb. Dom., serm. 31)
Lc 13,9b Juicio
… si no da [fruto] la cortarás después
«Y si no, la cortarás después», esto es, cuando vengas en el día del juicio a juzgar a los
vivos y a los muertos. Hasta entonces, por ahora perdona. (San Agustín)

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