Crías de Chacales

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Crías de Chacales

Martín Tisera
Tisera, Martín,
Crías de chacales / Martín Tisera. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Botella al Mar, 2020.
136 p. ; 20 x 14 cm. - (Candil)

ISBN 978-950-513-642-1

1. Narrativa Argentina. I. Título.


CDD A863

Diseño y maquetación:
Mariana Ibrahim y Martín Tisera

Fotografía:
Alejandra López

Martín Tisera | 2020


[email protected]

Colección Candil
Directora: Graciela Capacci

Ediciones
BOTELLA AL MAR
Luis Agote 2280 7º Piso Tel/Fax. 4803-8246
(1425) Buenos Aires - República Argentina
[email protected]

Directora:
Alejandrina Devescovi

Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723.


Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser
reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio,
ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin
permiso previo del editor.

Impreso en Argentina - Printed in Argentina


Palabras preliminares

C on una prosa exquisitamente anacrónica que explora y explota


la cantera del español, Tisera nos ofrece una nouvelle en la que perso-
najes y situaciones funcionan como una lupa para mirar “el impreciso
vaivén de nuestra caída” como dice uno de ellos.
Bruno, Gabriel, Ágata y Valentina son los narradores de Crías
de Chacales quienes en sucesivas oleadas de recuerdos situados en
distintos momentos del pasado rememoran un conjunto de acon-
tecimientos vividos por una pandilla de jóvenes punk en Buenos
Aires. A medida que cada uno toma la palabra, en un dolorido viaje
hacia su propio interior, completa una parte de la historia en la que
el retorno de lo incomprendido, de lo no logrado, de lo siempre
fallido, suma -en cada una de sus vueltas- un detalle, un elemento,
un dato al conjunto de acontecimientos que conforman el todo.
La lógica de la ficción resuelve la progresión temática recurriendo
a la doble alternancia de lo oscuro a la luz, de la luz a la oscuridad:
con portentosa simetría, al sombrío Bruno lo sucede el melancólico
Gabriel; la luminosa Ágata se ensombrece antes de ceder la palabra a
Valentina que completa el ciclo para que lo ominoso quede al descu-
bierto. Lo sorprendente es que lo ominoso reside en el secreto pueril,
en el engaño menudo, confirmando lo que asegura otro personaje: la
pandilla es, en realidad, “un leprosario de convencionalidad”.
Acierto de narrador, el de desplegar las convencionalidades de
los anti convencionales con un lenguaje anticonvencional.
Acierto de poeta, el de apropiarse de palabras en desuso; remozar-
las, volverlas contemporáneas, presentarlas sonoras, extrañas, pulidas.
Narrador-poeta, Tisera revela el vacío de toda existencia, con la
belleza rítmica de las palabras.
-7-
Más allá de las vestimentas extrañas y las actitudes rebeldes de
sus personajes, las situaciones narradas, cercanas, reconocibles para
la cotidianeidad del lector -un paseo en bicicleta, la reunión cerca del
colegio, el encuentro en una plaza, la cena en casa de un compañero-
se desenvuelven en una atmósfera de profunda inquietud, de des-
asosiego constante que interpela a los acontecimientos y cuestiona
la construcción y la percepción de la realidad. Aunque los actores
deambulan por las calles familiares, registradas por quien narra de
manera metódica, llegan sin solución de continuidad a un universo
paralelo, saltando desde un parque o una casa con pileta y parrilla a
la residencia misteriosa, al hotel que respira sordidez, a la casa labe-
ríntica que antes fue funeraria. El pasaje inadvertido de lo cotidiano
a lo extraño con regreso a lo cotidiano en el que Tisera se encuentra
a gusto, le permite construir un universo gótico sin seguir sus re-
glas: el encantamiento, el hechizo, la magia, el terror no son puntos
de partida sino deslizamientos apenas sugeridos que sobrevuelan el
relato como si el autor quisiera desprenderse del género que lo ha
acompañado en sus producciones anteriores. No faltan, sin embargo,
las vivencias aterradoras, el hastío, la lobreguez aunque con una
modulación distinta: las personalidades dobles se enfrentan, los es-
píritus atormentados se travisten. Ardides de narrador experto que
manejando con fluidez la doble trama confluyente llega, con una
dosificación exacta de la curva de interés, a un final imprevisible que
sin ser extraordinario, vuelve más extraordinario el relato.
Crías de Chacales sin lugar a dudas, confirma los méritos de la
prosa de Tisera y abre, una vez más, las puertas hacia un viaje lírico
que conduce a encontrarnos con lo ominoso que, ¡oh sorpresa!, reside
en la imperceptible monstruosidad que nos constituye.

María Ledesma

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Bruno

I
N o me arrepiento de lo que hice en 1996. Yo tenía en aquel
entonces dieciocho años, y podría excusarme en el hecho de que
era apenas un adolescente. Pero lo cierto es que esa falta de remor-
dimiento en nada se relaciona con ver en las incorrecciones del pa-
sado (aun en las deliberadas) parte de una necesaria construcción
personal. Porque si pudiéramos modificar algo de lo que fuimos ¿no
estaríamos más cerca de lo que queremos ser?
Por mi parte, la fantasía de corregir ciertas actitudes que he te-
nido pasa por el deseo de ser un mejor pecador. Ojalá mis deslices
hubieran sido más escandalosos; mis infracciones, más corrosivas;
mis conspiraciones, más astutas; y los secretos que guardé, de más
urgente revelación.
Pude haber sido más eficaz en mis crímenes. Pero no seamos tan
exigentes con mis primeros tanteos y admitamos que todo comienzo
es defectuoso, quitando, por supuesto, las obras de grandes talentos.
Hace falta ejercicio paciente y continuado, instrucción, experiencia.

-9-
Martín E. Tisera

Querrán disculparme todavía, y confesarán que ustedes también


han saboreado en su juventud un secreto placer al incurrir en una
trasgresión. Dirán que es propio de las edades tempranas desafiar
límites y experimentar lo prohibido. Sin embargo, me permito in-
sistir en que las infracciones representaban para mí mucho más que
eso, o quizás deba decir: otra cosa. Me daban un goce mezclado con
la satisfacción de un deber cumplido, y las tomaba como la posición
que quería asumir frente al mundo.
Eran, además, la consecuencia de mi fascinación por el desor-
den, lo imprevisible y lo oculto. Pero éstas no eran dimensiones en
las que deseaba caer despreocupadamente o por mera diversión. Se
trataban de potencias que yo pretendía dominar. Me veía como una
suerte de predador, y aquella tríada maldita era mis garras.
Esperarán ahora, sin duda, la revelación de un trauma que justifi-
que unas ideas tan reprochables. Voy a decepcionarlos. Sólo diré que
mis inmoralidades empezaron a adquirir cuerpo en mi adolescencia,
momento que fue para mí insólito y de asombrosos descubrimientos.
¿Siguen creyendo en los desvaríos normales de un muchacho proble-
mático? Sean pacientes.
En aquel tiempo, vivía con excitación mi imposibilidad para
distinguir límites claros entre la fantasía y la realidad. Por supuesto
que yo no entendía esta percepción unificada como una caracterís-
tica perjudicial acentuada quizás por aquel período singular de la
vida. Muy por el contrario, me sentía dotado de una facultad que
me permitía ver un sinfín de alternativas allí donde todos se volvían
ciegos, ineptos o miedosos.
Se podrán imaginar que no tardé mucho en darme cuenta de
que mis emociones y pensamientos eran muy diferentes a los de mis
coetáneos. Yo los vivía más hondos, más complejos, más hambrien-
tos de novedad.
A esto deben sumar mi insatisfacción con respecto a la inten-
sidad natural, ya grande, de los registros que hacían mis sentidos.

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Crías de Chacales

Quiero decir que no me privaba de usar drogas para aumentar mi


sensibilidad y acceder así a otros niveles de comprensión.
Aquí debo aclarar que yo jamás ubiqué a las sustancias ilegales
en esa categoría de cosas digna de abordar, justamente, porque se
halla proscrita. Esto me hubiese convertido en un rebelde prome-
dio, tal vez como algunos de los que me acompañaban.
Así es, yo formaba parte, en esa época, de una pandilla que se
reunía todos los viernes a las seis de la tarde frente al Colegio Na-
cional de San Isidro. No hubo pacto explícito que nos citara en ese
lugar. Ocurrió simplemente que los egresados de dicha institución
esperábamos, junto a los desertores, la salida de aquellos que todavía
eran alumnos regulares.
Pero también se acercaban personas que nada tenían que ver
con ese bendito establecimiento. Invitadas por alguno de nosotros,
o no, querían sumarse a nuestras reuniones. Sin embargo, su acep-
tación en el grupo dependía de la complacencia o desagrado que
pudieran causar a la mayoría.
Claro que esta suerte de democracia no era más que una farsa:
tomaba yo, prácticamente, esa clase de decisiones. Si alguien me
caía mal, lo ignoraba o lo ponía en ridículo hasta que todos se con-
tagiaban de mi posición. Lo mismo sucedía con el postulante que
me simpatizaba: si yo hablaba frecuentemente con él, o lo incluía en
nuestros planes, terminaba siendo incorporado.
La vereda en la que nos juntábamos, sobre la calle Acassuso,
estaba claramente segmentada. Cerca de la esquina que hacía con
Martín y Omar, se agrupaban los metaleros; en el extremo opuesto
de la cuadra, los hippies. Nosotros éramos los punks y ocupába-
mos el centro. Nada me interesa decir sobre la veracidad (o incluso:
posibilidad) de estos rótulos. Sí me resultaba curioso advertir los
mecanismos –tan distintos unos de otros– que habíamos adoptado
para enfrentar al mundo. En este sentido, la vestimenta era todo un
lenguaje. Cada uno, a su manera, hablaba a través de su imagen,

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Martín E. Tisera

mostrando indicios de su propia búsqueda y creencia. Así, y por


mencionar sólo algunos elementos de esta amplia gramática, no era
lo mismo si una cadena colgaba a modo de llavero o si se colocaba
alrededor del cuello, si el color de los cordones en los borceguíes era
rojo o blanco, si los pantalones eran ajustados o sueltos. De igual
modo, llevar una gorra, una cresta, el pelo largo, o la cabeza rapada,
significaban adhesiones a ideas específicas, diferentes unas de otras y
hasta peligrosamente contrarias.
No me interrogué en ese momento por la existencia de una igual-
dad subterránea, real causante de nuestra congregación. Hoy creo
que esa pandilla era el leprosario de la convencionalidad, un mar-
gen al que habíamos llegado partiendo de disfunciones coincidentes.
Tal vez por eso, mientras la mayoría de los adolescentes buscaba la
aceptación siguiendo el dictamen de la moda, nosotros elegíamos el
compromiso con alguna minoría. Y aun de éstas nos separamos final-
mente, volviéndonos singulares, demasiado singulares.
Cuando llegaba el fin de semana, el común de los jóvenes se
alistaba para ingresar a boliches multitudinarios. Nosotros, en cam-
bio, deambulábamos por las calles buscando las sendas truncas de
la ciudad, las plazas oscuras, los rincones olvidados de los barrios.
Incendiábamos cestos de basura, irrumpíamos en casas abandona-
das y destrozábamos, porque sí, algún ventanal. También había ve-
ces que, cuando nos cansábamos de pedir dinero a los transeúntes,
asaltábamos a alguien. Asistíamos a conciertos que por lo general se
celebraban en sucuchos asfixiantes y mal iluminados. Ingresábamos
a alguna fiesta de cumpleaños como acompañantes indeseables del
único de nosotros que había sido invitado. Íbamos a la costa del río
(que en ese momento era un matorral), o simplemente nos juntá-
bamos a tomar cerveza en alguna esquina. Nos gustaba caminar de-
safiantes, provocando temor y rechazo, como auténticos maleantes.
La pandilla era numerosa, pero no siempre compacta. Natural-
mente, se formaban subgrupos por afinidades especiales entre algu-

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Crías de Chacales

nos de sus integrantes. No eran escasas las oportunidades en que nos


separábamos a mitad de una velada para resolver intereses diferentes.
También podía suceder que nos reencontráramos más tarde, unidos
por un deseo común o por aquellos lugares que frecuentábamos.
Pero no quiero demorar más en generalidades, me urge –ya
verán por qué– hablar de Benjamín, extraño miembro de nues-
tro grupo. Varias cosas de él han quedado fijadas en mi memoria.
Una de ellas es sin dudas la sonrisa. Ese rictus mostraba dos hileras
imprecisas de dientes opacos unidas en una mordida ligeramente
invertida. Nadie podría decir que tal modulación desencajaba de
la circunstancia, pero inquietaba desconocer su origen exacto. ¿Por
qué sonreía Benjamín?
Su risa, de motivación más clara, era una explosión insonora
acompañada de una mano que negaba como intentando poner lí-
mite a una situación de excesivo patetismo. En estos casos, también
amagaba a retirarse o se llevaba pulgar e índice a los lagrimales fin-
giendo contener sus lágrimas.
Benjamín usaba el pelo corto y con una perfecta raya al costa-
do. Pero no obstante su prolijidad, estaba obligado a dar constantes
enviones con su cabeza para reacomodar un mechón que caía sobre
su frente.
Un sembrado de vello oscuro, salpicado de verrugas y lunares,
contrastaba con el blanco enfermizo de su piel. Sus ojos pequeños
asomaban detrás de unas cejas tupidas para lanzar un penetrante
brillo de astucia.
Les he hablado de la expresión a través del vestir como práctica
común a los integrantes de la pandilla, situación que puso de relieve
la moderación de Benjamín en este aspecto. Si bien no le faltaban
ideas extravagantes que lo hacían recalar en las orillas, sorprendía
con su neutra informalidad adaptable a múltiples entornos. Él lima-
ba las espinas que nosotros aguzábamos.

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Martín E. Tisera

Siempre recordaré la primera vez que fui al lugar donde vivía.


Éste fue –lo supe inútilmente mucho tiempo después– el punto ini-
cial de mi decadencia, y de otros hundimientos quizás más tristes.
La casa de Benjamín me contagió inmediatamente de temor y
fascinación. Yo conocía muy bien aquella emoción doble que me
había impulsado a muchas de mis aventuras. Latía en mi interior
con fuerza creciente hasta que parecía decirme: “si mi curiosidad
no queda satisfecha, voy a destrozarte”. Esa voz era mi guía, un faro
que me indicaba la ruta hacia las playas de lo que valía realmente la
pena hacer o conocer.
Ese tirano cautivador despertaba ante una combinación sinér-
gica de ciertos elementos que tal vez fueran (cómo estar seguro):
misterio, peligro, prohibición. El poder de este mandato aumentaba
cuando, además, prometía el entendimiento cabal de algo que para
la inteligencia regular permanecía en sombras. Todo aquello reunía
mi primer sentimiento hacia la casa de Benjamín.
Imagínense una edificación racional de dos plantas, íntegra pero
de aspecto abandonado. Vean ahora sus puertas y ventanas hermé-
ticamente cerradas. Un bloque áspero, opaco y denso. Agreguen un
jardín delantero de plantas secas y pinchudas, y completen esta es-
cena de pesadilla, con mi llegada al inicio de la noche, horas en que
el barrio se encontraba inmerso en un silencio acechante.
Les diré que, al ver el estado de aquella vivienda, creí necesario
verificar la dirección. Saqué de mi bolsillo una servilleta y volví a
leer lo que un Bruno del pasado había escrito con apuro. Retrocedí
para ver nuevamente, en el poste de la vereda, el cartel con el nom-
bre de la calle. Luego me adelanté para constatar el número en el
pequeño óvalo clavado al costado de la puerta. Me aparté una vez
más y dibujé con la mirada una amplia circunferencia que abarcó la
casa. ¿Habría copiado mal la dirección?

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Crías de Chacales

Me distraje por un momento intentando comparar lo que tenía


ante mis ojos con las mansiones que se describen en los cuentos
de terror que tanto me gustaban. Pero la verdad es que no existían
parecidos físicos entre aquellas fantasías y la casa de Benjamín. Lo
macabro aquí no se veía tanto como se sentía. Era una corriente
helada que iba de núcleo a núcleo, del corazón de esa vivienda al
espíritu de quien la observaba.
Allí parado, con una mano paralizada en la oxidada puerta cancel,
me dispuse a saborear un delicioso espanto. Entonces lo supe: “este
sitio reprime un secreto”. Sonreí: una vez más se había activado en mí
esa percepción que me ponía por encima de mis (en nada) semejan-
tes. Me encendí de entusiasmo. Hasta pensé que aquel farol suspen-
dido en el umbral quería hablarme (a mí y sólo a mí) con la irregular
intermitencia de su luz. Eso que todos verían como una falla eléctrica,
yo lo interpretaba como un código morse de ultratumba.
Seguí un sendero corto e irregular de piedras grises, que se me-
tía entre largas agujas de pasto quebradizo. Así llegué a una puerta
maciza que parecía no haber sido abierta en años. Sin embargo,
Benjamín contestó de inmediato a mis tímidos golpes sobre la ma-
dera sólida y desteñida. Me hizo pasar haciendo uso de modales a
propósito boicoteados por la exageración y por esa risita nerviosa de
la que jamás prescindía.
Avancé. El ambiente se hallaba iluminado de un modo tan débil
que me fue necesario andar con cuidado para no tropezar con algún
mueble. Había una opresiva densidad en la atmósfera, algo indefi-
nible e inquietante.
De repente, a medias emergida de las penumbras, y a una buena
distancia de nosotros, vi a Cala, la madre de Benjamín. Desde ese
lugar, como si permaneciera cerca de un asunto al que deseara regre-
sar pronto, saludó a su hijo y me dio la bienvenida.
Su pelo, su vestimenta y la oscuridad formaban una sola cosa.
En su rostro blanquísimo flotaban dos ojos negros, profundos y aca-

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Martín E. Tisera

riciadores. Usaba una voz muy baja y levemente enronquecida a la


que no le faltaba sensualidad. Se mostraba muy amable y hablaba
como si temiera despertar a alguien que durmiera con un sueño
muy ligero. Estaba demasiado abrigada y era evidente que sentía
frío, pues se encogía de hombros y frotaba las manos continuamen-
te. Lo curioso es que estábamos en una calurosa noche de enero. Al
verla no hubiera podido decirles con certeza si ella era la dueña o la
esclava de aquella casa.
Benjamín aguardó paciente a que su madre concluyera con el
recibimiento, y me condujo por las escaleras directamente hasta su
habitación. Puso en funcionamiento su tocadiscos (una excentri-
cidad para la era del CD y para la música que escuchaba) y em-
pezamos inmediatamente a conversar. Nos burlamos de nuestros
compañeros y elaboramos teorías sobre sus posibles secretos. Inter-
cambiamos información sobre temas misteriosos y luego vimos las
filmaciones de autopsias que mi amigo coleccionaba.
Yo era maligno, no tengo reparos en confesarlo. Como ya les he
dicho, en aquel entonces sentía particular predilección por lo oscu-
ro. Pero además, como divertida añadidura, solía consumar bromas
crueles y humillantes. Y no sólo eso. También me satisfacía enorme-
mente, luego de estudiar la personalidad de un compañero, entrar
en su cabeza, torcer su inteligencia y manipularlo hasta conseguir
su corrupción.
Para todo aquello, yo veía en Benjamín a un buen aliado. No me
quedaban dudas de que él compartía conmigo ciertas inclinaciones
(las más siniestras, claro está). Sin embargo, siempre tuve la impre-
sión (y esto mucho antes de conocer su casa), de que había en Benja-
mín algo más. Él disfrutaba ostensiblemente de mis maquinaciones,
y hasta llegaba a engordarlas con significativos aportes. Pero jamás me
abandonó la incómoda percepción de que todas esas cosas eran para
mi cómplice el mero desprendimiento de algo mucho más profundo,
algo que yacía en un área inaccesible de su espíritu. Esta sospecha se

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convirtió en un enigma de obligada resolución luego de lo que soñé


(o sucedió) aquella noche en la que Benjamín me dio hospedaje.
Él vivía en Beccar; y yo, en Boulogne Sur Mer. La distancia que
nos separaba y las altas horas de la noche que nos vieron terminar
(por extenuación) nuestros asuntos, hicieron conveniente dejar mi
regreso para el día siguiente.
Me acosté en un colchón apoyado en el suelo y, transcurridos
escasos minutos, me vi sumido en ese tipo de estado en el que, al
salir de él, la memoria confunde los fantasmas de la ensoñación con
los vestigios de algo que realmente ha sucedido.
En esa ambigua dimensión, sentí una briza helada y abrí (o creí
abrir) los ojos. En el rectángulo negro de la puerta entreabierta, vi
el pálido rostro de Cala. Ella deslizó una mirada hasta su hijo para
asegurarse, supuse, de que durmiera. Luego, con un movimiento de
su mano que parecía tomar una ingrávida mota de polvo, me invitó
a que la acompañara. Yo me levanté y perseguí su figura que cruzaba
el pasillo. Llegada al extremo del largo corredor, ella se detuvo, vol-
teó y pronunció una infantil sonrisa de travesura, mientras insistía
en atraerme rascando el aire con un dedo índice. Se veía joven y
hermosa. Su pelo brillaba como una cascada de ónix líquido que se
derramaba sobre sus hombros.
Ella no lucía aquel atuendo negro que la cubría hasta dar la
impresión de que su cara y sus manos navegaban en la oscuridad.
Llevaba ahora un ligero vestido de cama que permitía ver, como a
través de una bruma, una piel blanca y tersa.
Me acerqué hasta quedar a unos pocos centímetros de la mara-
villosa aparición. Entonces ella, indulgente con el nerviosismo que
me inmovilizaba, rodeó mi cuello con sus brazos desnudos y me
besó apasionadamente. No pude más que entregarme por completo
al magnetismo de aquellos labios carmesí. Cala me estrechaba con-
tra su cuerpo con la delicada firmeza de sus caricias, y dejaba escapar
hondos suspiros.

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Martín E. Tisera

De súbito se apartó, y frenó mi impulso de retornar a ella to-


cando apenas mi boca con las yemas tibias de sus dedos. La seriedad
de su examen se parecía al extrañamiento con el que se observa algo
creído inexistente. Así, sus ojos se lanzaron a mi rostro con avidez
de reconocimiento, como si quisiera memorizar mi imagen para
evocarla durante los besos que siguieron, impresos con vehemencia
retenida que simulaba ternura. Por último, con ese puñal al que los
caballeros de la Edad Media llamaban misericordia, Cala me dio el
golpe de gracia diciéndome al oído, con el aire tibio de su aliento,
algo que jamás revelaré.
En ese momento me abandoné, con el dolor agridulce del con-
trol vencido, a un vertiginoso enamoramiento. Experimentaba esa
frágil liviandad, esa deliciosa y expuesta hipersensibilidad de quien,
luego de incontables batallas, se ha quitado por fin una armadura
que creía ya parte de sí. Reconocí que no sería más dueño de mí
mismo, y contra el pronóstico de debilidad, me sentía más grande.
Las sensaciones fueron tan reales que, al día siguiente, no pude
evitar ruborizarme cuando me crucé con la madre de Benjamín.
Cala, puedo asegurarlo, me dirigió una sonrisa de empatía, cautelo-
sa e íntima. Estimo que, con el posterior disimulo que adoptó, quiso
tranquilizarme, mostrando estar dispuesta a callar nuestro secreto.
Rechacé el desayuno que me ofreció y dejé esa casa nocturna
que no daba signos de que en el exterior había amanecido y brillaba
el sol. Benjamín, siguiendo los modales debatidos por esa constante
inflexión irónica de su cara, me acompañó hasta la salida. Allí se
quedó hasta que eché a andar mi bicicleta y alcancé la calle. A mis
espaldas, escuché el sonido de la puerta que se cerraba y la activa-
ción inmediata de varios cerrojos. Sólo cuando empecé a pedalear
caí en la cuenta del atroz cansancio que sentía.
Como ustedes sabrán desde luego, lo que alarma más que un
hecho extraño, es su repetición. Digo esto porque aquel sueño, y su
posterior abatimiento, se replicaron siempre que me quedé a dormir

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Crías de Chacales

en esa casa. En honor a la verdad, nada más que la situación inicial


era idéntica en todos los casos; lo que sucedía después, podía variar
considerablemente. Algunas veces, luego de que un soplo frío me
despertara y viera a la madre de Benjamín llamándome provocati-
vamente desde la puerta entreabierta, ella me tomaba de la mano y,
con andar despacioso, me conducía a la sala de estar por las escale-
ras. Nos sentábamos en la exquisita comodidad de un amplio sillón,
y Cala, sujetándome por detrás, me llevaba en su reclinación sobre
los almohadones. Me recibía en su pecho para recompensar mi ab-
soluta rendición con el serpenteo fragante de sus caricias. Yo no veía
sus ojos, pero sentía el influjo de sus miradas cargadas de volup-
tuosidad. Esto continuaba hasta lo que podría llamar “un segundo
sueño”, del que despertaba, a veces en mi colchón, a veces en el sofá.
Otra de las derivaciones por la que avanzaba el llamado de Cala,
hacía que la cosa fuese mucho más lejos. Su mano, que asía la mía
con viciada delicadeza maternal, me guiaba hasta su cuarto. Nos
deteníamos en la entrada e intercambiábamos huidizas miradas de
avergonzada complicidad. Ella me soltaba y, dando pasitos cortos
y ligeros de niña que no quiere mojarse con la lluvia, se recostaba
en la trampa y refugio de su lecho. Yo, deseoso de las consecuencias
amarradas a seguir todo señuelo que me pusiera, me sentaba a su
lado y la miraba largamente. Cala, con los ojos cerrados, minaba
mi continencia profundizando su respiración y moviendo su cuerpo
como si la imaginación le prestara un amante invisible. Entonces,
doblemente sugestionado por los celos que me causaba su alucina-
ción, me arrojaba a su boca y le prodigaba salvajes magreos. Ella
recibía mi ardor con igual desenfreno, mientras educaba mi ímpetu
con hábiles movimientos. Luego entraba con sus dedos en mi cabe-
llera y me conducía en suave descenso hacia el destino que anhelaba
para mis besos. En susurros alterados por jadeos tartamudos, Cala
me enseñaba a complacerla.
Todas las escenas, por más diferentes que fueran unas de otras,
culminaban tragadas por un pozo de ciega inconsciencia. No tengo
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Martín E. Tisera

recuerdos de volver al cuarto de Benjamín para acostarme nueva-


mente. Sin excepción, amanecía con un gran cansancio, como si en
lugar de reposar, hubiese caminado un día entero en el Sahara.
La injustificable sonrisa con la que Benjamín me saludaba al
despertar, aumentaba mi paranoia con respecto a su posible cono-
cimiento de mis sueños. Quizás yo había hablado dormido, o había
incurrido en algún hecho embarazoso bajo un estado de sonam-
bulismo. Pero si yo hubiese hecho alguna tontería, mi amigo no
hubiese desperdiciado la oportunidad de ridiculizarme. Además, él
siempre tenía esa máscara de sorna.
Yo consideraba todo esto por poner a un lado la calidad vívida
de mis registros. Porque, sinceramente, me atormentaba la opción,
prácticamente ineludible, de que todo fuera cierto. Cuántas veces
creí enloquecer al recuperar desde mi ropa, e incluso desde mi piel,
el inconfundible aroma de Cala.
Exprimí mi cerebro intentando hallar la forma de indagar a
Benjamín sobre el tema sin delatarme estúpidamente. Llegué a la
conclusión de que sería mejor ingeniármelas para descubrir por mis
propios medios lo que ocurría. No tenía dudas de que él y su fami-
lia ocultaban algo oscuro, mágico y perturbador. Pero, al mismo
tiempo, me preguntaba por qué, si esto era así, Benjamín no tenía
reparos en invitarme a su casa y dejarme pasar allí la noche. ¿Por
qué exponía su secreto a una revelación? ¿Subestimaba mi inteli-
gencia creyéndome incapaz de clarificar el asunto? ¿Quería acaso
que lo descifrara para hacerme cómplice, parte o víctima de algún
plan? No, por supuesto que no, nada de todo aquello. La respuesta
se hallaba en su naturaleza perversa. Así como una mujer goza con
enloquecer a su enamorado mostrando indicios de sus infidelidades
porque sabe que éstos nunca se convertirán en pruebas, Benjamín
disfrutaba dejándome saber que algo detentaba, seguro de que me
sería imposible un esclarecimiento. Él confiaba en mi perspicacia y
sensibilidad para la captación de las anomalías, pero tenía la certeza

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Crías de Chacales

de que mis sospechas nunca pasarían a descubrir lo que guardaba,


pues esto era tan insólito que no podía siquiera ser concebido.
A esta altura, me conocerán lo suficiente como para inferir que
mi curiosidad (o ese raro sentimiento del que les he hablado antes)
no me permitió dejar de visitar a Benjamín. Y huelga decir que
mis extraordinarios sueños se repetían, y que el agotamiento que
sufría al despertar era cada vez más agudo. Algunas veces, el fuerte
debilitamiento que sentía derivaba en un mareo que me obligaba a
bajar de mi bicicleta y a descansar unos minutos antes de continuar.
Recuerdo que, en más de una ocasión, llegué a perder el equilibrio
y caer sobre el asfalto. Decidí entonces tomar el colectivo, pero la
comodidad del asiento y el ronroneo del motor hacían que me que-
dara dormido. Sólo el grito ronco del chofer conseguía despertarme
en la terminal, muy lejos de mi casa.
Ya les he dicho que yo era un ávido lector de novelas terroríficas.
Añado que, lo que me llevaba a aquellos textos, era ese incalculable
porcentaje de realidad en el que se basan usualmente los escritores
para construir sus ficciones. Como si esto fuera poco, completaban
mis lecturas las crónicas de sucesos paranormales. No podía igno-
rar, o desterrar al campo de la fantasía, los acontecimientos que no
ingresan al orden racional. Por eso orbitaban mi cabeza las historias
en las que hechos similares al que me afectaba eran culpa de un
siniestro vampiro. No les voy a negar que para mí las circunstancias
que me tocaban vivir en la propiedad de Benjamín eran, como se
dice en Derecho, indicios vehementes. Por eso llegué a examinar mi
cuerpo en busca de picaduras. Aun así, si me dejaba guiar por mis
libros, debía primero agotar las explicaciones, si no más sencillas,
menos extravagantes. Había, después de todo, un sinnúmero de op-
ciones que podían dar cuenta de las irregularidades que ocurrían en
esa casa.
Los síntomas de una rara enfermedad que Cala padeciera, po-
dían justificar su actitud friolenta en pleno verano y el estado de

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Martín E. Tisera

permanente oscuridad en el que esa familia mantenía las habita-


ciones. Por otro lado, yo jamás vi al padre de mi amigo que, según
tenía entendido, vivía en la casa. Aquí aparece la posibilidad de un
conflicto matrimonial, o de un trabajo demandante.
Otro dato a considerar era el hermano menor de Benjamín, al
que llamaban El Joven. Éste era alto y gordo, fuerte y de pocas luces.
Una especie de gigante bobalicón al que, como una buena mascota,
le gustaba obedecer con eficacia. Se encargaba de trámites y recados.
Lo vi llevar y traer paquetes de variados tamaños, algunos de ellos,
daba la impresión, bastante pesados. En las escasas oportunidades
en las que permanecía en la casa, se encerraba en su habitación,
donde golpeaba una enorme bolsa de boxeo o utilizaba herramien-
tas con las que parecía reparar o construir algo. Se dormía temprano
y nunca me lo crucé por las mañanas. Nada parecía extraño en él,
salvo esa mirada de animal bien instruido y los ruidos que hacía en
la intimidad de su cuarto. ¿Les dije que Benjamín sonreía con torci-
da simpatía cuando el alboroto que hacía su hermano traspasaba las
paredes y llegaba hasta nosotros?
Llegué a pensar en la posibilidad de que el padre saliera por las
noches con su hijo menor para seleccionar una víctima y tenderle
una trampa; en que fuera El Joven quien se encargara de ella; y en
que realizaran una vivisección que Benjamín filmara y Cala vendiera
en el mercado negro. Pero no, no podía tratarse de eso. A una teoría
como ésta le faltaba arte, complejidad, misticismo. La verdad estaba
relacionada –lo decía mi intuición– con algún tipo de conocimiento
o práctica ancestral. Por eso, la vinculación con una secta era una
idea que parecía tener un poco más de sentido.
Según esta nueva hipótesis, Benjamín y su familia estaban en
contacto, a través de algún tipo de sociedad, con misteriosos arca-
nos. Así, como las catedrales de los alquimistas, la casa de Benjamín
tenía mucho para decir y lo hacía en sus paredes, en sus rincones,
en los cuartos a los que nunca tuve oportunidad de entrar, en los

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Crías de Chacales

cuadros que jamás observé con suficiente detenimiento. Para este


caso, bajar las persianas equivalía a cerrar la boca; y atenuar las lu-
ces, a cegar el ojo indiscreto. De esta forma, los susurros (hábito de
la cautela), las ausencias desparejas y las sonrisas de lado, eran las
pequeñas e inevitables traiciones a la reserva de ese caro entendi-
miento. Pero ¿qué lugar ofrecía este esquema para mis encuentros
nocturnos con Cala?
Había llegado a un punto en el que me debatía entre dos opcio-
nes: quedarme con mis especulaciones o actuar. ¿Hace falta que les
diga la decisión que tomé? Claro que no. Empecé a estudiar la for-
ma de entrar a la casa de Benjamín y revisar las habitaciones. Era un
plan arriesgado, pero me entusiasmaba, no sólo la final develación
de un secreto, sino también la adrenalina que prometía esa aventu-
ra. Descubrir lo que realmente sucedía implicaba la satisfacción de
mi curiosidad, es cierto, pero también significaba obtener el con-
trol sobre Benjamín. La admiración y la rivalidad son componentes
esenciales de las amistades prolongadas.
No sabía lo que encontraría en mi expedición, y esto me llevó a
considerar la posibilidad de reclutar un asistente. Repasé en mi me-
moria las distintas personalidades de quienes integraban el grupo,
descartando inmediatamente a aquellos que, por diversas razones,
no eran adecuados para lo que me proponía.
De pronto vino a mi mente un posible compañero y una exce-
lente excusa para convencerlo. Se trataba de Imanol. Él era induda-
blemente un adicto y yo me aprovecharía de su debilidad. Le diría
que el padre de Benjamín sufría una terrible dolencia para la cual el
médico le había recetado poderosos calmantes. La idea era sencilla:
entrar en la casa, robar las pastillas y salir.
Ya les dije que yo también experimentaba con drogas, pero mi
situación era diferente a la de mi futuro acompañante. Yo era dibu-
jante, músico y además, pensaba. Las sustancias eran para mí la vía
de acceso a modos de percepción aprovechables para determinados

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Martín E. Tisera

tipos de entendimiento. Es sabido que muchos artistas utilizan las


drogas para crear; mientras que otros, se valen del amor. Pero lo
cierto es que las personas regulares (dicho esto sin menosprecio),
cuando se drogan, se convierten en meros inútiles; y cuando se ena-
moran, en estúpidos redondos. Quiero decir que, a fin de cuentas,
no son las drogas o el amor los motores de una invención. Éstos no
son otra cosa que peldaños para alcanzar un estado que, únicamente
a la genialidad le está permitido acceder. De igual modo pasa con los
desengaños. Mucho se ha hablado sobre la creatividad de los corazo-
nes rotos. Se cree que es la melancolía lo que infunde la inspiración.
Yo digo que, ante la desilusión, esto es: ante la imposibilidad de
tomar por verdadera la ficción de la trascendencia en un otro, sólo
queda la elevación en la propia obra. En ésta se halla una posible
eternidad, y la justificación de haber sufrido.
Pero no permitan que me vaya en divagaciones. Sucedió que,
sin perder más tiempo, hablé con Imanol por teléfono y le expliqué
el plan. Él sabía que yo visitaba seguido la casa de Benjamín y confió
plenamente en mi conocimiento de los horarios y actividades de la
familia. Si nos apurábamos –le dije– podríamos llevar a cabo el hur-
to, sin inconvenientes, esa misma tarde. El tonto, cómo no, accedió.
Debo decirles además que, así como pensé en un compañero,
me pareció conveniente no ir desarmado. No miento cuando les
digo que ignoraba lo que me encontraría en ese lugar. Yo tenía un
revólver que había encontrado por casualidad pegado con cinta ad-
hesiva a la parte trasera de un mueble. No sé a quién pertenecía,
pero desde el momento en que lo descubrí, le asigné un nuevo es-
condite en el fondo del baúl que usaba para conservar los juguetes
de mi infancia.
Nadie había en mi casa, por lo que no tuve problemas para
recuperar el arma ni para dedicarle, antes de guardarla en el bolsi-
llo de mi abrigo, un incomprensible momento de veneración. La
observé unos instantes y acaricié con el índice las palabras grabadas

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Crías de Chacales

en su diminuto cañón. “Smith & Wesson”, pronuncié para mí. Jamás


le compré balas, pero, aun sin la posibilidad de dar muerte a alguien,
sería una amenaza muy convincente que me podría librar si me veía
acorralado. A veces salía con esa pequeña máquina letal sólo para ex-
perimentar la superioridad que significaba tener el poder de infundir
un miedo sumiso a quien yo quisiera. Nunca la mostré. No hizo falta.
Ser consciente de que la portaba, alcanzaba para aumentar en mí una
seguridad tan impertinente como persuasiva.
Subí a mi bicicleta y me dirigí hacia el hogar de los enigmas, lu-
gar en el que ya estaría aguardando mi cómplice. La tarde avanzaba
como arrastrada por el viento. Mi marcha cortaba el aire y hacía que
mis manos, firmes en el manubrio, comenzaran a enfriarse. Era un
día de semana –miércoles, creo–, y había muchos autos en la calle.
Yo trataba de pedalear con velocidad, sabía que la casa de Benjamín
estaría sola hasta la noche y quería contar con el tiempo suficiente
para realizar una buena inspección.
Durante el viaje, emociones y pensamientos entremezclados iban
y venían de mi cabeza a mi pecho. Circulaban desordenadamente la
emoción de revelar el misterio, el nerviosismo ante la posibilidad de
ser atrapado, el temor de que aquello a lo que me enfrentara fuera
realmente peligroso, y varias dudas sobre la elección de mi ayudante.
Transitaban además, ese pequeño caos, mis sentimientos por Cala. Yo
odiaba las vulgaridades, y por eso me reprochaba no ver la hora de
profanar su intimidad. No, en ningún momento consideré retroceder.
Ya estaba cerca cuando vi a Imanol caminando hacia el punto de
encuentro. Su apariencia no era discreta, cosa que no tuve en cuenta
antes y que en ese momento comenzó a preocuparme. Su pelo cas-
taño, largo hasta los hombros, iba hecho rastas; llevaba pantalones
camuflados, una remera negra y zapatillas rojas. Su cuerpo alto y
delgado caminaba de un modo gracioso, como un robot defectuoso.
Lo alcancé e igualé la velocidad de su paso. “¡Ima!”. Él me vio con
una mueca sorprendida de su cara redonda y salpicada de acné.

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Martín E. Tisera

Nos saludamos con un flojo apretón de manos y, mientras yo


ataba la bicicleta en un poste de luz ubicado a una cuadra de nuestro
objetivo, Imanol comenzó a atacar mi egoísmo por hacer uso exclu-
sivo de ese mísero cacharro. Me recordó que lo habíamos robado
entre los dos y que, como a él no le interesaba utilizarlo, convenía
venderlo y dividir lo obtenido en partes iguales. Yo no quería discu-
tir y le di la razón. Era una espantosa bicicleta de carrera, color rosa,
demasiado grande e incómoda para mí, aunque me resultaba muy
útil para trasladarme.
Finalmente, le dije que podía quedarse con todas las pastillas y
el dinero que encontráramos en la casa y que así estaríamos a mano.
No lo pensó demasiado. Me extendió nuevamente su mano para
sellar el pacto y sonrió como si hubiese hecho un buen negocio. Mis
intereses estaban muy por encima de aquellas trivialidades.
Repasamos entonces el plan. Él estaba nervioso e impaciente,
por eso yo trataba de calmarlo mostrándole que mi táctica era de
fácil ejecución. Luego de pasar el jardín de la fachada, iríamos hacia
el extremo derecho. Allí había una puerta baja de madera que salta-
ríamos para ingresar a un pasillo abierto. Ese estrecho corredor, lin-
dante con la casa contigua, terminaba en un diminuto patio trasero.
Veríamos en ese lugar la ventana de la cocina, que tenía dos grandes
hojas de vidrio sujetas a una vieja estructura de hierro. Bastaba hacer
un poco de presión para que el mecanismo cediera. De esta manera
entraríamos a la casa, y el mismo sistema usaríamos para salir.
Yo había visto a El Joven hacer esto para entregar un paquete a
Cala, y dado que era obvio descartar este procedimiento como un
ahorro de tiempo, supongo que seguía la creencia de que un servi-
cio, para ser eficiente, debe ser invisible.
Estábamos escondidos detrás de un gran arbusto, ya frente a la
casa, esperando el momento indicado para actuar. En silencio, me
enfocaba en visualizar el cumplimiento de nuestra tarea. Debíamos
ser veloces y asegurarnos de que nadie nos viera.

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Crías de Chacales

Me hallaba nervioso y no me avergüenza confesar que sentía


miedo. Es posible que me afectaran las imágenes sugeridas por mi
rebuscada imaginación pero, en otro nivel mucho más profundo,
tenía clavada la intuición de que en aquella vivienda sucedía algo
desacostumbrado y macabro.
De pronto, amarillentos lamparones iluminaron tenues el ado-
quinado y las copas de los árboles. Se había encendido la luminaria
callejera, y por esta señal advertí que había comenzado a oscurecer.
No podíamos quedarnos allí emboscados, teníamos que entrar
y lo hicimos. Rápidamente cruzamos la calle, atravesamos el jardín
de la entrada y saltamos la puerta. Ya estábamos en el pasillo. Las pa-
redes altas que nos flanqueaban hacían eco de nuestros pasos. Toqué
a Imanol en un brazo y le indiqué que avanzáramos más despacio.
Me daba la impresión de estar invadiendo un organismo vivo que se
defendería de los agentes extraños, y de pronto la sangre se congeló
en mis venas ante la posibilidad contraria de que, en vez de recha-
zarnos, aquella criatura de cemento nos deglutiera para digerirnos
en sus incógnitas entrañas.
Abrimos la ventana y, ya dentro de la cocina, sentí un espantoso
escalofrío. El ambiente se hallaba –como siempre– oscuro y fresco,
pero, por primera vez advertí que mi ánimo se empapaba en lejana
tristeza. Diría que sorprendí a la casa padeciendo su soledad, y, por es-
tar en ella, quedé irremediablemente sumergido en sus sentimientos.
Tuve que hacer uso de todo mi valor para no ceder al arrullo de
esa nostalgia infinita. Experimentaba la necesidad de arrellanarme en
el sufrimiento y de dormir un sueño de siglos. Pero en ese momento
pensé en Imanol, y se me dio por imitar su dureza e insensibilidad.
Me felicité entonces por haber llevado conmigo a ese imbécil que al
menos me recordó mi facultad para dominarme.
Me recobré. Apenas podía ver el rostro de mi acompañante con
su estúpida sonrisa de niño travieso. Él me seguía con una mano
puesta en mi espalda para no perderse. Llegamos a la sala. Pronto

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Martín E. Tisera

nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad y el antiguo mobilia-


rio surgió fantasmagórico ante mi vista. Altas sillas velaban solem-
nes una larga mesa de madera lustrada. En un costado, moribun-
dos reflejos contorneaban la fisonomía estirada del sillón. No había
hundimientos ni arrugas en el cuero tenso y brillante. Su apariencia
intocada desmentía todo cuerpo que en él hubiese descansado. El
perfecto orden y la limpieza irreprochable, no resultaban acogedores
ni daban frescura. “Por supuesto”, pensé, “de aquí toma Benjamín
su templada elegancia de funeraria”.
Nos dirigimos hacia la escalera y, peldaño a peldaño, la subimos.
– Dividámonos para revisar las habitaciones – susurró mi compañero.
– Está bien – dije siguiendo el mismo volumen bajo de voz.
– ¿Por qué estamos hablando tan bajo? – replicó Imanol – No
hay nadie en la casa, hasta podríamos encender las luces, no se verán
desde el exterior con las persianas bajas.
Asentí con un movimiento de cabeza y nos separamos para re-
gistrar los cuartos. En ese momento me pesó el error de no haber
llevado una linterna. Yo no estaba realmente seguro de que no hu-
biese alguien en la casa, pero no podía decírselo a Imanol. De todos
modos, sería imposible ver en las habitaciones sin prender las luces.
Abrí una puerta y tanteé la pared buscando el interruptor, pero
antes de poder hallarlo me paralizó el ruido de un auto que se detuvo
frente a la casa. Inmediatamente escuché la risa de Imanol y su carre-
ra atolondrada. Oí tropiezos con varios muebles, un objeto de vidrio
hacerse añicos, el rechinar metálico de la ventana, y el eco de pasos
que se perdían en el largo pasillo.
¡Qué suerte tienen las mentes animales! Mi inteligencia, deba-
tida en un millar de opciones, me impedía el acto instintivo de la
fuga. Estaba inmóvil; no lograba reaccionar. Un sudor frío mojaba
mi frente, y por todo pensamiento ahora me repetía que no podía
ser descubierto.

- 28 -
Crías de Chacales

Sentí como si alguien hundiera en mi espalda un cuchillo de


hielo cuando la cerradura jugó su mecanismo cuyo sonido metálico
la casa vacía amplificó. La puerta de entrada se abrió y se cerró. Otra
puñalada. Las llaves cayeron en lo que identifiqué como un cuenco
cerámico, y, mientras el asesino redoblaba las puntadas en mis riño-
nes, la alfombra de la planta baja amortiguaba un andar desganado.
Palpé en la negrura del ambiente algo que pronto reconocí como
un guardarropas. Atiné al pomo y me escondí dentro del mueble,
manteniendo la puerta ligeramente entreabierta. Agradecí a un dios
interino mi cuerpo menudo y el espacio libre de mi guarida. Escu-
ché un acompasado taconeo que subía la escalera. Los pasos se in-
terrumpieron, como dubitativos, en la entrada del cuarto; y se rea-
nudaron, con ritmo espacioso de examen, al ingresar. Luego de una
pequeña eternidad, un sordo clic hizo aparecer al dormitorio bajo el
mortecino aliento de un velador. Mi pulso se detuvo cuando pude
reconocer, a través de mi delgada mirilla, la silueta de Cala. Allí
parada, olía las penumbras moviendo lentamente la cabeza de un
lado a otro. Parecía atender a algo más que a sus sentidos agudiza-
dos. De pronto, como si hubiese obtenido respuesta de un asistente
invisible, sus párpados, entornados por la sospecha, se relajaron con
divertida sensualidad. El gesto se completó con una comisura de sus
labios alzada en una sonrisa de pícara ocurrencia.
El corazón me latía dolorosamente, tal vez el desorden hecho
por Imanol o alguna luz prendida que él hubiese dejado, había reve-
lado a la madre de Benjamín la presencia de un intruso.
Con todo, intentaba tranquilizarme diciéndome que, según el
trayecto indicado por mi registro de sonidos, y la brevedad de la
secuencia, Cala había subido directamente a su alcoba. Esto vol-
vía muy poco probable que hubiese visto algún rastro dejado por
mi ayudante. Sin embargo, y pese a que yo no utilizaba perfume,
era probable que algún aroma propio –indetectable para mí aunque
evidente para otros– me hubiera delatado. Pero si ella sabía de mi

- 29 -
Martín E. Tisera

estadía en aquel lugar ¿por qué no me exponía? Como fuera, yo no


cometería la estupidez de entregarme. Lo único que cabía esperar
ahora era que la mujer no decidiera cambiar de ropa.
Cala tomó aire y exhaló en dos tonos de un lento suspiro. Bajó
la cabeza y su pelo ocultó el rostro como dos paños de un telón se
unen para esconder el escenario. Cuando, luego de interminables se-
gundos, alzó la frente, noté que había dejado de sonreír. Tenía ahora
una expresión de relajada naturalidad. Pensé en las actrices que, con
similar procedimiento, trascienden al personaje que deben encarnar.
Ahora uno de sus dedos pasaba reflexivo sobre una arista de la
cómoda. Ya resuelta pero despaciosa como si quisiera prolongar el
disfrute que le regalaba cada movimiento, la madre de Benjamín co-
menzó a desvestirse. Mis nervios aumentaron, no por la visión que
pronto se me ofrecería, sino porque Cala se mantenía, temía que
deliberadamente, en mi ángulo de visión. Daba toda la impresión
de que accedía al teatro de ser espiada. Pero no, esto no era otro de
mis sueños; esto era la realidad y aquí no sucedían esas cosas.
Se quitó el abrigo y lo apoyó ceremoniosamente sobre la cama.
Con técnica pausada y precisa, se descalzó utilizando únicamen-
te sus pies, acto que requirió de su cuerpo un ligero balanceo de
equilibrio. Sus manos estilizadas destrabaron la hebilla del cinturón
produciendo un débil tintineo, e hicieron transitar por las presillas,
con exhausto seseo, la entera longitud de la cinta.
De pronto se oyó un ruido apagado y lejano, indistinguible
para mí. Provenía de algún lugar en la casa. Cala, podría jurarlo, se
ablandó con fastidio y volvió el rostro hacia el sonido intentando
descifrarlo. Con pasos ligeros salió del estrecho rectángulo por el
que podía verla. Oí el cierre de la puerta y la llave que giraba.
La definitiva imposibilidad de mi escape no me resultó más ver-
tiginosa que la idea de que la madre de Benjamín estuviera asegu-
rando nuestra intimidad. Luego ella volvió a su posición y continuó
con lo que estaba haciendo, no sin antes tomarse un momento para

- 30 -
Crías de Chacales

retomar su estado temperamental. Tal vez, de no haber contado con


el antecedente de mis sueños, aquellos actos me hubieran resultado
casuales. Pero estaba allí encerrado, y mi mente se entretenía hil-
vanando las visiones de la inconsciencia con sucesos de la realidad.
Cala llevó sus manos a la nuca para desprender la cadenita de un
dije sobre el que, ya en la cuna de una palma, posó un beso de incom-
parable ternura. Mientras se quitaba la polera, su rostro desapareció
para emerger después bajo el negro chaparrón de su cabellera. No
cometió siquiera el error de volver a peinarse. Así desalineada, se veía
dispuesta a deponer la moderación e incluso, la cordura.
Desabotonó su pantalón y, dándome la espalda, lo hizo descen-
der hasta el suelo con flexible tardanza. Una victoria perezosa sobre
los escrúpulos le permitió quitarse la ropa interior, y sólo tras una
espera en la que el coraje vencía a un resto de pudor, Cala giró hasta
quedar frente a esa delgada apertura por la que yo observaba toda la
escena. Con sus brazos que descansaban a los costados del cuerpo,
y con el rostro vuelto de lado, parecía dejarse a la penitencia de ser
escrutada. ¡Qué hermosa era esa mujer, y qué joven se veía!
Yo estaba mezclado entre su ropa, y el suave roce de las telas
perfumadas me parecía una extensión fantasmal de sus caricias. Mi
puño se aferraba a un pedazo de género del mismo modo que mi
sensatez resistía un impulso de salir y hacer que la situación cam-
biara de estado.
El tiempo que permaneció Cala en esa posición, duró lo sufi-
ciente como para no saber si se trataba de una exposición voluntaria
o era la pausa que comúnmente se usa para meditar el siguiente
movimiento. Finalmente, la madre de Benjamín se acostó sobre la
cama. Desde mi lugar, ahora sólo veía sus piernas a medias flexio-
nadas. Primero, hondas respiraciones; luego, suaves gemidos; y por
último, el tímido y dulcísimo llamado: “Vení…”

- 31 -
Martín E. Tisera

De regreso a mi casa, me decía una y otra vez que todo había


sido una ilusión. Me repetía que aquella no era la primera de mis
fantasías que se hacía pasar por un hecho. Todo se reducía a que los
nervios me habían jugado una mala pasada. Los sueños que tenía
en la habitación de Benjamín me habían sorprendido mientras me
hallaba encerrado en el guardarropas de su madre. ¿Acaso no estuve
a punto de desmayarme por falta de aire? Quizás realmente había
perdido el conocimiento. Lo sucedido desde que entré en mi escon-
dite hasta que monté mi bicicleta, reaparecía en una confusión de
impresiones sensitivas y de imágenes fragmentadas. Pero después,
me preguntaba qué hacía en el corazón de mi puño el dije de Cala.
Por qué mis manos rememoraban fidedignas la textura de su piel, la
consistencia de su cuerpo, el hundimiento de mis dedos en esa crin
abundante. Su ausencia me dejaba más que una evocación, era el
síndrome de la extremidad fantasma.
Pedaleaba agitado y peligrosamente distraído. Me tocaba los
labios sensibilizados por la profusión de besos que creía seguir re-
cibiendo de sus labios. Inhalaba con atención para sentir su aroma
que llevaba conmigo como mi propia aura. Desconcertado por una
extraña emoción que anidaba en mi pecho, las escenas de lo supues-
tamente vivido asaltaban mi mente, se interponían entre mis ojos y
la calle nocturna.
Así abstraído, no vi un auto de policía que cerraba el paso por un
accidente que había ocurrido. Choqué aparatosamente contra el vehí-
culo y caí sobre el asfalto. El revólver escapó de mi bolsillo y fue a parar
a los pies de un oficial. Gracias a un buen abogado y varios atenuantes,
estuve sólo tres meses en prisión por portación ilegal de armas.

- 32 -
Crías de Chacales

II
E starán de acuerdo conmigo en que muchos puestos de poder
se hallan ocupados por gente como yo: inteligente, estratega, hábil-
mente manipuladora. Sin embargo, no me sentí atraído por escalar
posiciones en la sociedad ni por hacer algo productivo con mis fa-
cultades. Veía los estudios sistemáticos y los proyectos a largo plazo
como celdas asfixiantes. Tenía como certeza que un criterio debía
permanecer lúcido y firme para que el aprendizaje institucionali-
zado no eliminara las asperezas con las que daba gusto dañar. ¿Les
conté que tocaba el bajo? Me negué a tomar clases del instrumen-
to porque quería evitar que la estructura de una educación externa
atentara contra mi autenticidad. Además, es inevitable que los es-
tudiantes sufran el contagio de los vicios que portan sus profesores.
Pero esto iba más lejos que un mero delirio de autodidacta. Se
me antojaba peligroso para mis pensamientos ahondar demasiado
en teorías ajenas. Ni siquiera el anarquismo, doctrina que me sedu-
cía, quise examinar en profundidad. No es que ignorara otras voces,
sino que conservaba de ellas únicamente aquello que expandía o
confirmaba elementos ya residentes en mi espíritu. El tan reputado
ejercicio de cuestionar las propias ideas me resultaba sospechoso.
Por eso, si algo nuevo despertaba en mí, me creía invadido y tendía
a defenderme. Me sentía llamado a alcanzar una máxima concentra-
ción de aquello que ya había descubierto ser, y para esto debía evitar
mi disolución en divergencias neuróticas.
Por otro lado, hay algo que debo agregar: me gustaba destruir
todo, hasta lo que yo mismo había erigido trabajosamente. No po-
día ver algo en pie. Ignoro el origen de aquel sentimiento, pero
quizás no fuera otra cosa que un disfrute en el ejercicio de poder que
significa toda aniquilación.

- 33 -
Martín E. Tisera

Pude haber dicho que en mi caso, la destrucción pasaba por


otro acto de libertad personal, pero la falsedad que cuida la propia
imagen es una prisión como otra cualquiera. Igualmente, no debe-
rían engañarse: la honestidad no era para mí una obligación moral;
lo mismo que la mentira, funcionaba para desconcertar y demoler.
Algunas veces, incluso, me divertía defendiendo una posición con-
traria a la que alguien me presentaba, aun sin adherir a ella. Así
metía raros pensamientos en su cabecita y lo dejaba caminar hasta
su ruina, solo y aturdido.
Y si todavía no me odian, les diré que yo tenía a mi víctima
favorita. Se llamaba Eliseo. Él era un pobre tonto, un gordinflón
ridículo y grasiento, con pantalones que se le caían y remeras que no
terminaban de ocultar su barriga peluda. Era gracioso vernos uno
frente al otro: él, corpulento y con su cara boba expuesta al mundo;
yo, menudo y con mis ojos delineados, sonrientes y astutos. Les
daré otra imagen. Piensen en un pájaro ordenando a un rinoceronte
que baile y que se tire luego por el acantilado. ¡Cómo se entretenía
mi orgullo!
Pero, sorprendente contrariedad, se unió a la pandilla un sujeto
llamado Gabriel. Alguien dijo una vez que él era mi opuesto: limpio,
atlético, noble, irreprochable. Su resistencia a mis manejos, deportiva
para mí en un principio, se convirtió con el tiempo en más que un
desafío. Yo acaparaba la atención de todos con mis artilugios, pero
él conseguía lo mismo con su mera presencia. Emanaba como por
descuido, una especie de luz, signo de elevación que se esforzaba por
esconder como si fuera síntoma de una horrible enfermedad. Tan
humilde era ese imbécil.
Se advertía en Gabriel un dolor que mantenía secreto y que
en ocasiones lo abismaba. Y así, sin quitar la mirada del infinito,
hablaba con los demás. Como si considerara falsa toda apariencia,
necesitaba evitarla para poder ver al otro.

- 34 -
Crías de Chacales

Yo odiaba esa justeza poética con la que a veces respondía. Al-


guien le contaba sus dificultades y él, que parecía no haber oído,
contestaba cosas como: “Temer es sufrir la herida hecha en un fu-
turo incierto”. Todos quedaban boquiabiertos, clarificados, agrade-
cidos y asquerosamente admirados por su vocabulario. Recuerdo
especialmente una ocasión en la que usó la palabra “desasimien-
to”. Inmediatamente, un miembro del grupo (no sé quién) sacó de
su mochila un diccionario para buscar la definición. Luego había
quien trataba de imitarlo. Hasta enseñaba, ese monje despreciable.
Pero contrariamente a lo que ustedes deben imaginar, confieso
abiertamente que sólo con él compartí algunas de mis ideas y pude
tener charlas verdaderamente profundas. Esto no impedía, por su-
puesto, la aparición de conflictos.
El primero de ellos, lamentable cliché, fue por una mujer. Se
llamaba Lilin. Era una morocha con aires de bohemia que a simple
vista revelaba su condición de chica fácil. Sin embargo, no fue por
esto que, cuando me dijeron que yo le interesaba, me dispuse a jugar
con ella. Lo cierto es que me reí de Lilin como me reía de todo. Me
burlé del absurdo protocolo de conquista que se exigía, y de la tras-
cendencia que todos le daban a ese tipo de cosas. Por eso, no asistí
a la cita que se había programado para hacerme el favor de crear las
condiciones apropiadas a nuestro intercambio. Es más: ni siquiera
recordaría el nombre de esa muchacha si no fuera porque Gabriel
se atrevió a satisfacer, en él mismo, el deseo que todos proyectaban
en mí.
Iba camino al colegio, como todos los viernes. Era una de esas tar-
des soleadas y cálidas de primavera. Los estudiantes llenaban la cuadra
y saqueaban los kioscos cercanos. Gabriel estaba allí parado, erguido y
de brazos cruzados, posición que realzaba su musculatura. Ostentaba
con naturalidad una elegancia de león, incluso vestido con bermudas,
una remera negra de mangas cortas y una gorra de béisbol.

- 35 -
Martín E. Tisera

La colorida y ruidosa multitud se abría a mi paso, y yo disfrutaba


de ese temor que mi nombre inspiraba aún en quienes no me co-
nocían. Fui hasta Gabriel y, mientras estrechaba su mano poderosa,
me asaltó una vaga incomodidad. Descubrí que, sin darme cuenta,
había abandonado un procedimiento habitual para estos casos. La
cosa era que todos siempre venían a mí, y si resultaba que alguien
del grupo había llegado antes que yo, lo que hacía era situarme a
cierta distancia, ignorarlo y esperar a que fuera él quien se acercara.
Esta actitud, atribuida por lo común a la vanidad femenina, conso-
lidaba de alguna manera mi importancia.
De todas maneras, no tuve demasiado tiempo para pensar sobre
esto. Gabriel me llevó a un aparte inmediatamente y me pidió dis-
culpas. Estuvo largo rato explicándome cómo, el día del encuentro
entre Lilin y sus amigas con los muchachos de nuestra pandilla, él
había estado, hasta último momento, hablando maravillas de mí
(aquí ambos reímos). Pero, a pesar de que su idea era conseguirme
otra oportunidad, Lilin había avanzado sobre él, finalmente.
Gabriel era tan ingenuo; y esa chica, tan ligera, que no tuve du-
das de lo que me decía. Es verdad, Lilin era para mí un juguete que,
incluso antes de haberlo utilizado adecuadamente, ya había descar-
tado. Además, el tonto había sido objeto de una clásica revancha
mujeril. Él, que con sus respuestas de niño prodigio daba la impre-
sión de conocer todas las inflexiones del espíritu humano, parecía
no saber que ella había reaccionado a mi desaire aprovechándose del
primer idiota que se le había cruzado.
Sonreí amistosamente, aunque reía en mis pensamientos de
que él valorizara equivocadamente lo que yo había despreciado con
acierto. Le di dos palmadas en el hombro y el crédito por una vic-
toria falsa: “Entiendo y lo acepto –le dije–: las mujeres son de quien
las toma”.
Aunque mi frase oliera a una digna aceptación de la derrota, lo
cierto es que por fin había encontrado un modo de herir a Gabriel.

- 36 -
Crías de Chacales

Mi idea era no sacarlo de la trampa en la que había caído, y en la


que invariablemente iría a dar en el porvenir gracias a esa imagen
que tenía de las mujeres. Es que él creía en ellas como quien cree en
míticos laberintos que guardan con sus dificultades algo sagrado o
precioso. Sólo un héroe (¡cómo se ha cansado Gabriel!) lograría su-
perar los obstáculos, aniquilar a los monstruos, y no claudicar ante
los incontables extravíos ni ante la frustración de los caminos sin
salida. Nunca le dije a ese pobre infeliz que no hay nada en la mujer
fuera de los pasillos sorpresivamente mutilados, de las emboscadas
gratuitas y de la criatura belicosa. Y es sólo creyendo en un jura-
mento de plenitud, insinuado por hábiles artilugios o inventado por
nuestra imaginación a propósito de una belleza que nos deslumbra,
que nos animamos a transitar ese oscuro laberinto.
Lo curioso es que Gabriel no parecía ignorar del todo estas ideas,
sino olvidarlas necesariamente. Recuerdo que él mismo fue quien me
habló sobre el mito de Pandora. Estábamos sentados en las hamacas
de una plaza. Era de noche. Trato de hallar el comentario que disparó
aquella absurda lección de mitología, pero me resulta imposible. Sé
que Gabriel miraba al cielo como si leyera la información en alguna
estrella, y que su tono era el de la epifanía decepcionante. “Se ha
dicho que –dijo–, para castigar a los hombres por la aceptación de
un fuego vedado, Zeus encargó a Efeso la creación de la mujer. Cabe
añadir que menos cruel fue el dios con Prometeo, ladrón y dador del
elemento. A éste no le reservó más que la inmovilidad y el hambre de
un águila. Lo cierto es que no bastó, para idear el instrumento de ta-
maña revancha contra la humanidad, el poder de sólo dos divinida-
des, razón por la que se solicitó el auxilio de otras varias. El resultado
satisfizo la saña de los dioses, quienes se regodearon ante una criatura
sensual, de hermosura incontestable y, gracias a Hermes, cautivado-
ra, inconstante, e inclinada a la mistificación. La trampa era perfec-
ta, pues aceptando esta siniestra ideación (quién podría negarse) el
hombre aturdido ponía sobre sus espaldas redundantes males.”

- 37 -
Martín E. Tisera

¿Por qué se sometía entonces a ingratos esfuerzos? ¿La mal-


entendida esperanza cristiana en una recompensa futura luego de
los padecimientos? ¿Las angustias debidas con las que paga el ro-
mántico por el alma que le fue predestinada? Todo esto era posible.
Sin embargo, mucho tiempo después, cuando pude conocerlo en
profundidad, supe que Gabriel buscaba a una mujer merecedora
de la devoción que lo salvaría del amor, de esa emoción sacrificial,
extrema y sobrehumana con la que se daba a un otro. Pues bien, él
encontró ese reparo; su nombre era Ágata.
Los meses pasaron y su relación con Lilin, obviamente, conclu-
yó. Yo esperaba, por conocer su sensibilidad, que Gabriel saliera de
ese patético idilio hecho un despojo. No obstante, y para mi sorpre-
sa, reapareció con sutiles diferencias semejantes a las que dejan, en
algunas personas, los viajes prolongados: un poco nostálgico, pero
con una nueva y fortalecida estima de sí.
Ahora, cuando al poco tiempo me dijeron que su noviazgo con
Ágata era un hecho, creí que explotaría de rabia. La situación aquí
era muy distinta. Yo había intentado, a mi manera claro está, con-
quistar a esa mujer: rubia, de inmensos ojos celestes, piel nívea y
labios rosados. También había querido tener a su hermana Valen-
tina: pequeña, varonil, de pelo y ojos castaños, dueña de una gran
fortaleza que contrastaba con su aspecto algo enfermizo. Ellas inte-
graban la pandilla desde sus comienzos, y siempre me atrajeron con
su arrogante castidad.
Muchas veces me pregunté por qué me exasperaba tanto la vir-
tud. ¿Sería acaso porque, sin animarme a reconocerlo, la ansiaba
para mí y no podía obtenerla? ¿Por qué sentía irrefrenables deseos
de destruirla? ¿Sería porque, al creerme indigno de la pureza, nece-
sitaba demostrar que, en realidad, no existía? Quería y, al mismo
tiempo, detestaba que todo sucumbiera finalmente a la corrupción,
que todo fuera en esencia, oscuro y maldito como yo. ¿Es que me
urgía encontrar un espíritu inmancillable para adorarlo como un

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Crías de Chacales

loco? Me pregunto si habría quizás en mí un refugio de inocencia,


por más mínimo y recóndito que fuera, que buscaba todavía algún
tipo de correspondencia.
Como fuera, sólo podía ver que, para mí y para el resto del gru-
po, yo había sido aventajado nuevamente por el cretino de Gabriel.
Esto me exigía ahora, dar una estocada certera y a plena luz del día.
Sucede que los daños invisibles, por más hondos que sean, no sir-
ven como declaraciones ni alcanzan a la hombría. Por eso, aunque
los antiguos duelos se hayan abolido, frecuentemente recurrimos
a sus versiones edulcoradas. Porque aquellas revanchas no impli-
caban meramente, como muchos piensan, la obligación florida de
los actos caballerescos. Únicamente la satisfacción abierta, justa y
atestiguada, permitía recuperar la propia dignidad.
Se imaginarán por lo que acabo de explicar, que mi idea era en-
frentarme directamente a golpes con Gabriel. Pero la verdad es que
sólo él no estaba al tanto de mis intenciones con respecto a Ágata, y
esta situación me quitaba el derecho de considerarme técnicamente
ofendido. No es que yo necesitara excusas para iniciar una pelea,
pero de emprenderla sin motivación aparente, mi acción quedaría
reducida a la imposibilidad de contener los ardores de la envidia.
Por eso mi plan consistía en ser yo quien lo agraviara para vencer
después en el desquite que mi oponente eligiera. Así conseguiría
reposicionarme, no a través de un honor curado, sino por obra de
mis invencibles canalladas. Para todo esto bastaría simplemente con
arrebatar a Gabriel su flamante ganancia.
Claro que a mi táctica no le faltaba prudencia. Nunca había vis-
to enojado a ese muchacho y contaba con que, de enfadarse en algún
momento, no acometería a las piñas contra su enemigo. Lo creía y
lo esperaba realmente: Gabriel parecía hecho de titanio. Calculaba
que su reacción no superaría alguna clase de balazo discursivo.
Así fue que di inicio a mi plan, y, así como aúllan los lobos antes
de cazar, yo también di noticia de mi asalto.

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Martín E. Tisera

Era una tarde calurosa. Nos habíamos reunido frente al colegio


e íbamos en peregrinación al río, uno de nuestros lugares favoritos.
Avanzábamos en una fila doble: Ágata y Valentina iban juntas, yo
conversaba con Benjamín; y Gabriel, con Eliseo. Descendimos por la
calle Perú y, una vez en la costa, caminamos en dirección a la capital.
Sin descuidar la charla que sostenía con mi compañero, yo vigi-
laba con disimulo a Gabriel. Veía cómo él, mientras andaba, fijaba
su atención en distintas cosas: un árbol, una ventana, un rincón del
empedrado. Algo le hablaba desde el lugar menos imaginado, y no
podía evitar atender a lo que le decía. “No existen objetos banales”,
dijo una vez, “sólo hay análisis superficiales”. Pero esto me parecía
un pretexto para disfrazar una condición de otro orden. Nadie le re-
prochó nunca las abstracciones que lo sustraían repentinamente de
los diálogos. Creo que tolerábamos la grosería de aquellos ensimis-
mamientos porque considerábamos que estaban fuera de su control.
Traerlo de estados semejantes era difícil, no quedaba sino esperar su
regreso a ese cuerpo que había abandonado. Ocurría además que,
en algunas ocasiones, tales interioridades daban la impresión de re-
sultarle desagradables. Se advertía entonces el empeño que ponía en
salir de la absorbente dimensión, pero jamás lo conseguía completa-
mente. Su media presencia le impedía comprender los planteos más
simples, y poco lo diferenciaba de un idiota.
Llegamos a la estación Anchorena. En aquella época, y aun con
el tren turístico que en su trayecto paralelo al río atravesaba los ba-
rrios más elegantes, la costa tenía todavía grandes zonas silvestres. A
un lado de las vías, enormes casas residenciales con jardines inmen-
sos; hacia el otro, cascotes y basura erizados de juncos. Pero también
había espacios más amables, con árboles bajos, pastizal y troncos
derribados que usábamos de asiento.
Las parejas que se habían armado en la marcha se mezclaron.
Mientras unos se acercaron a la orilla para tirar piedras al agua, y
otros fueron en busca de ramas para hacer una fogata, yo me apro-

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Crías de Chacales

ximé a Gabriel que, apartado, miraba el horizonte. Lo imité, pero


no para unirme a él en la contemplación, sino como esas falsas coin-
cidencias con las que pretendemos abordar al otro haciéndole creer
que estamos en su misma sintonía. Aguardé un momento y le dije:
– Había otros esperando, y vos pasaste sobre ellos.
Gabriel me miró extrañado, como si no entendiera una palabra
de lo que le decía. No lo culpé, repito que él no sabía de mis deseos
con respecto a Ágata, pero estos sí eran conocidos por Benjamín
y por el resto de la pandilla. Por otro lado, mi mensaje era adrede
confuso. Yo contaba con que Gabriel recompusiera la estructura del
desafío una vez concretada mi victoria. Además, apelar al hecho de
que no sólo yo aguardaba por Ágata, y a que él, en su desfachatez
había barrido de un plumazo con todos los pretendientes, apuntaba
a neutralizar su reacción ante la derrota por creerla doblemente me-
recida. Primero, la vería como una equiparación, y después, como
coherente a mi posición frente al asunto. Ya me había encargado de
manifestar a ese sinvergüenza que las mujeres son de quien las toma,
y estaba dispuesto a probarlo.
Hecha, pues, mi primera movida, me aparté de su lado para
unirme al resto del grupo. No quería darle chance a que indagara
sobre el tema. De todos modos, no hizo más que estudiarme de lejos
unos instantes y volver a sus meditaciones.
Dejé que pasaran los días y, llegado el jueves, me dirigí a la
pensión en la que vivía Ágata con su familia. Esa puritana siempre
estaba en su casa a la hora de la cena. Hacía calor y las calles vacías
me dejaban solo con el disfrute adelantado de lo que pronto con-
cretaría. Tomé un colectivo en el que fui el único pasajero y un tren
igualmente desierto. En el tiempo que duró el viaje (una hora apro-
ximadamente), me dediqué a reposar en la seguridad de mi éxito.
Yo no era un fanfarrón. Déjenme decirles que mi confianza tenía
un sólido fundamento. Había cursado con Ágata el colegio secundario
y la conocía muy bien. Ella no era lo que la pluma de Gabriel había,

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Martín E. Tisera

sin dudas, poetizado. Esa ninfa punk tenía mucho que esconder, y
por lo menos uno de estos secretos yo había consentido en revelar a su
embobado novio. Pero quién pondría los dichos del loco por encima
del silencio que guarda la inmaculada.
Ahora que me veo en la imagen del recuerdo, caminando por la
calle Núñez y deteniéndome a media cuadra de la Avenida Cabildo
ante una enorme puerta blanca de doble hoja, advierto que Ágata
no vivía en una pensión, sino en un hotel. Nunca entendí por qué
esa familia llevaba una vida nómade de economía al día. No perma-
necía más de un año en el mismo sitio. Tal vez el padre de Ágata –un
hombre alto, silencioso y fornido que padecía de gota– no ganaba lo
suficiente manejando su taxi.
Toqué un timbre pequeño y duro que sonó muy lejos. Pasado
un buen rato, unos zapatos que reptaban trajeron a la encargada
desde algún aquelarre a medio celebrar. Ésta era una mujer gorda
y agria que, sin decir una palabra, abrió la puerta con fastidio, me
escuchó decir: “Busco a Ágata”, y volvió a cerrar la puerta en mi cara
antes de que la última “a” fuese pronunciada.
Esperé largos minutos en los que miraba hacia ambos lados de
la challe temiendo que Gabriel se presentara y arruinara todo. Fi-
nalmente, tras una demora que parecía disfrutar, la harpía regresó,
pero esta vez, para dejar la puerta abierta y dedicarme una cara de
asco espeluznante. Interpreté eso como una invitación a pasar y la
seguí a través de un largo y sórdido pasillo. Volteó sólo una vez para
repetir su gesto de desprecio y, sin dejar de caminar, alzar una garra
con la que señaló la habitación de Ágata.
Ya con la información que necesitaba, me acerqué un poco a
esa bestia y, con la punta de mi pie, toqué ligeramente el talón del
suyo. La ogra enredó sus patas por la mera inercia de su andar y
cayó pesada y estrepitosamente. Me acerqué a ese desparramo de
prehumanidad y le extendí una mano solidaria:

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Crías de Chacales

–¿Se encuentra bien, señora? Estas baldosas sueltas son un peli-


gro, debería repararlas.
El mamut rechazó mi asistencia y, rumiando su dolor, se perdió
en la oscuridad del corredor. Aguardé de todos modos hasta escu-
char el portazo que dio Behemoth al entrar en su guarida. Inspiré y
exhalé profundamente, varias veces, para calmar mis deseos de reír
a carcajadas. Levanté el brazo y, cuando hube recobrado la seriedad,
di con mis nudillos unos golpecitos secos en la puerta. Por suerte
fue Ágata, y no alguno de sus padres, quien contestó mi llamado. La
sorpresa que mostró al verme era esperable, pues la neandertal no
había preguntado mi nombre para anunciarme. ¿En qué asunto se
había demorado tanto aquel grifo espantoso antes de dejarme pasar?
Espié sobre un hombro de Ágata. El rostro lunar de Valentina
se recortaba en el negro universo del ambiente gracias al astro par-
padeante del televisor. Volteó hacia mí con amenazante desgano,
y me lanzó una mirada inquisitiva a la que no le faltó una cuota
de advertencia. No me importó, así era ella con todo el mundo.
Le guiñé un ojo para demostrar mi inmunidad ante sus maltratos,
pero Valentina se volvió, con arrogante lentitud, hacia ese sol que le
hablaba con voz metálica y la bañaba con su fosforescencia.
– ¿Estás ocupada, Ágata, podés salir? –. pregunté en voz baja.
Ella me solicitó paciencia empujando el aire con una mano. Cerró
la puerta y reapareció en un instante.
– Vayamos a la Plaza Balcarce, ahora viene mi hermana.
¡Qué detestable era esa unión incestuosa! Resultaba imposible
entenderlas separadamente, siempre juntas como siamesas que se
entorpecen mutuamente. Como fuera, la inminente llegada de Va-
lentina me dejaba poco tiempo; no podía ser interrumpido antes
de lograr mis propósitos. Así es que, mientras caminábamos por la
calle Vuelta de Obligado en dirección a la plaza, inicié un prólogo
con asuntos sin importancia bajo la intención de acercarme a mi ob-
jetivo como por casualidad. Ella avanzaba diligente, con los brazos

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Martín E. Tisera

cruzados y mirando la vereda. No paseaba, cumplía con un encargo.


Usaba toda nimiedad como excusa de distracción para no verme.
Atendía a un hombre que sacaba la basura, a una pareja que peleaba
en voz baja, a un perro que orinaba la rueda de un auto; seguía el
ruido de una moto, inspeccionaba el cielo, decía “sí, no, no sé, ajá,
mirá vos... “.
Llegamos al parque y nos sentamos en uno de esos incómodos
bancos de cemento. Las sombras agolpadas sobre Ágata, se disper-
saban cuando una briza movía los árboles que tapaban la luminaria
callejera. La luz encendía su piel blanquísima y hacía brillar su me-
lena rubia que llevaba recogida en cola de caballo. Me intimidaba su
pulcritud que hablaba de pudicia antes que de seducción. Con sus
justos cuidados personales no pretendía otra cosa que dignidad para
sí misma. Le bastaban los suavísimos aromas de la ropa secada al sol
y del cuerpo aseado. Olía a decencia, la muy zorra.
Sin embargo, esa era una fachada que yo desmantelaría ensegui-
da. Por el momento, Ágata me escuchaba por cortesía, sin demasia-
do interés. ¿Había aceptado mi invitación únicamente para escapar
unos minutos de la estricta vigilancia que sobre ella ejercía Valenti-
na? Di algunos rodeos y empecé con sutiles insinuaciones. Sus res-
puestas eran vagas, como si designara sólo una mínima parte de su
inteligencia para estar allí conmigo. Su mente parecía visitar otros
lugares y volver a intervalos. ¿Descansaba? ¿Pensaba en Gabriel? De
pronto, algo que dije activó su participación entera en el presente.
Tenía una media sonrisa; y el ceño, apenas fruncido. Ladeó ligera-
mente la cabeza y un brillo de lucidez navegó por sus ojos claros.
Sospechaba, o acaso intentaba descifrar algo. Por fin, me daba toda
su atención. Fijé la mirada en su boca y ella separó los párpados en
divertida sorpresa de entendimiento. La consideré entonces, avisada
de mis intenciones. Articulé un silencio, como quien toma aire an-
tes de una zambullida, y salté a sus labios.

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Crías de Chacales

En un reflejo inesperado, ella evitó el beso y se puso de pie. Me


paré, la sujeté con fuerza por los hombros y la traje hacia mí, pero
ella giraba el rostro de un lado a otro frustrando mis ataques. Por
último, puso sus manos en mi pecho y empujó, haciéndome caer
sobre la tierra seca, áspera como un papel de lija.
– ¿Qué hacés, Bruno? – gritó con fastidio, pero sin enojo.
Me incorporé enseguida y me quité el polvo a manotazos. Inme-
diatamente recompuesto, eché mano a todas mis artimañas, hasta me
rebajé a la súplica. Pero la perra no hacía más que reírse, convencida
de que todo era una broma.
A lo lejos apareció la figura de Valentina, aunque sus ojos contro-
ladores ya estaban sobre nosotros, leyendo posturas y movimientos.
Cuando llegó, sin apenas saludar, se puso a hablar de una película que
había visto mientras cenaba. Ágata y yo actuamos con naturalidad y
le seguimos la corriente. Estoy seguro de que ese mutuo disimulo se
debía a que ambos sabíamos lo impredecible (salvo por lo explosiva)
que podría ser la reacción de Valentina frente a lo que acababa de
suceder. Más me hubiera valido que esa entrometida hubiese llegado
a tiempo para evitar mi vergüenza. No me importaba el repudio de
Ágata hacia mí, me consumía el malestar de no haber conseguido lo
que quería. Al no quedar probadas mis convicciones, me entendía
vencido en mis ideas y, sin ellas, desamparado. Además, me dolía
admitir que, rechazado por la mujer, respetaba más al hombre.
Por otra parte, empezaba a considerar la posibilidad de que toda
práctica estuviera sujeta a alguna forma de ética. Todo, incluso el
libertinaje, debía comportar un “buen hacer”. Allí mismo podía ra-
dicar la diferencia entre los criminales revulsivos, y los descarriados
adorables. Condena y desprecio a los primeros; sonrisas y amnistías
a los segundos. Porque no importa que sus delitos acarreen idénticos
males, no serán nunca de la misma clase.

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Martín E. Tisera

Yo estaba seguro de que mi fracaso no se conectaba con la fideli-


dad de Ágata, sino con mi falta de arte. Quizás por eso me interesaba
recuperar algo de altura después de aquella desgracia. Se me ofreció
entonces como única alternativa, la convención social de mostrar-
me ante mi oponente invicto, sinceramente arrepentido por querer
triunfar con una jugada sucia.
Es sabido que las victorias, aunque seamos propensos a exhibirlas,
son en verdad de más fácil ocultamiento; y que las derrotas, a pesar de
su frecuente disimulo, incomodan a tal punto que nos fuerzan, tarde
o temprano, a una honesta confesión. Por eso, nada sería mejor para
comenzar mi restauración, que una buena carátula de lamentacio-
nes y de correctas disculpas. Después de todo, yo también podía ser
noble, yo también tenía derecho a ser perdonado y a que mis faltas
fueran borradas. Pensaba asimismo que no existe estafa posible sin
contar antes con la confianza del futuro engañado. Para reincidir se
me imponía, antes que otra cosa, dejar limpio mi historial.
Las hermanas continuaban hablando pavadas en la plaza y, no sé
con qué pretexto, las dejé para volver a mi casa. Telefoneé a Gabriel
aquella noche, pero no pude encontrarlo.
Sabía que la pareja, a causa de sus actividades, no se vería sino
hasta el día siguiente frente al colegio. Por eso yo había elegido el
jueves para actuar. La idea original era presenciar el momento exacto
en el que esa relación se desmoronaba.
Ágata esperaría ansiosa a Gabriel. Este llegaría apurado, con esa
enorme carpeta que usaba para la facultad bajo el brazo. Irían a la
escalinata de una casa que estaba sobre la calle Alem, lugar que uti-
lizábamos para las conversaciones privadas y al que nos referíamos
con la expresión “ir a la vuelta”. Ágata confesaría su desliz y, acto
seguido, comenzaría la segunda etapa de mi plan.
En el caso de que Ágata no se animara a exponer su flaqueza
moral, yo podría extorsionarla para obtener nuevos encuentros. En
última instancia, otra de las opciones posibles era que fuese yo quien

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Crías de Chacales

revelara a Gabriel el episodio en el que tuve la oportunidad de com-


probar que su novia era muy diferente de lo que él imaginaba.
Pero nada de esto sucedería finalmente. Ahora, si quería efec-
tuar mi nueva estratagema, tenía que ser el primero en contar a
Gabriel lo que había pasado. Para esto me aseguré de estar temprano
en el lugar de reunión, y la suerte quiso que él viniese pronto y solo.
– ¿Qué te pasa? – preguntó ese adivino taciturno cortando mis
rodeos que buscaban un ángulo para ingresar al tema.
– No merezco tu amistad – dije con voz aterciopelada y una
mirada de profunda culpabilidad.
– Ya lo sé – contestó bromeando.
– No, en serio: no merezco tu amistad – repetí y me incliné en
una reverencia como poniéndome a su disposición.
– Por qué, qué hiciste – consultó con la serenidad y aplomo de
un sacerdote.
– Intenté besar a Ágata, soy de lo peor.
Lo que dije pareció merecer que trajera hacia mí la mirada desde
ese angustioso horizonte en el que siempre la tenía. Di un paso atrás
y me crucé de brazos, me tapaba como si mi ropa hubiese desapare-
cido de repente. Sus ojos traspasaron la ambigüedad inverosímil de
mis acentos lastimosos, y llegaron hasta el fondo de verdad que se
escondía aún en mi franqueza. Porque si bien yo no estaba mintien-
do, también es cierto que tras los modos más directos de la sinceri-
dad hay engaños inconfesables.
Gabriel no dijo una palabra. Firmó con el bosquejo de una son-
risa su seguridad imperturbable. ¡Cuánto lo odiaba! Se asemejaba a
un sabio al que en vano se le refieren los hechos consumados de sus
callados vaticinios. Él esperaba de mí una traición; y de ella, la lealtad.
¿Podía yo acaso rodar más hondo en mi degradación? Sí, claro
que podía; y de hecho, lo hice. Resulta que los espíritus incorregi-
bles pedimos soluciones al genio de nuestra vileza.

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Martín E. Tisera

Así, empuñé otra ocurrencia y fui nuevamente sobre Gabriel.


En íntimo susurro le ofrecí una prenda de paz. Se trataba de Abigaíl,
una amiga mía, muy bella e interesante. Se la presentaría sin la me-
nor duda de que fueran a congeniar al instante. Le dije que él conta-
ba, desde ya, con nuestra hermandad masculina que me exigía total
discreción. Insistí en que él no hacía bien en ser tan estricto con su
monogamia. Después de todo, era muy joven como para evitar la
experimentación y la variedad. Le pedí que me anticipara algo de su
confianza para depositarla en mi criterio y que no se vería decepcio-
nado. “Ágata no vale tus excesos de consideración”, creo que le dije.
Su cara se volvió inexpresiva. Dejó de verme para volver a contem-
plar las tierras de sus pensamientos. Mi bajeza me había hecho desapa-
recer ante él. Pero su indiferencia no era indignación o contragolpe, era
el beneficio, la ventaja que me daba de no haberme escuchado.
Me sentía como un niño que pretende una travesura demasiado
grande para sus fuerzas e inteligencia, herido más por la compasión
de sus padres que por su fracaso. Él ahora se veía más alto y deslum-
brante, inmune al embrollo de mis artificios.
Gabriel continuó en silencio, pero actuando con naturalidad
me dio a entender que me había perdonado, o que no tendría en
cuenta mi falta. Yo era conocido por mis extravagancias, así que
esperé a que esa fama devorara mi alevosía hasta convertirla en una
más de mis ocurrencias. De este modo, obtendría la transigencia
con que se observa a los locos, por asumir que no comparten, en
su simpática alienación, las leyes comunes al resto de los hombres.
No me uní a la pandilla ese viernes, y el sábado lo pasé solo,
encerrado en mi habitación. No hice más que dibujar y tocar el
bajo. Hablar con Gabriel no había logrado más que aumentar mi
impotencia y hacerme sentir un miserable. Yo no experimentaba
culpa por lo que había intentado hacer, me sentía ruin por no ha-
berlo conseguido.

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Crías de Chacales

Busqué apoyo en Benjamín y lo cité en la calle Acassuso, frente


al colegio, allí donde solíamos reunirnos habitualmente. Me negué
a visitarlo como sugirió, aunque mi supuesto capricho apenas pudo
con el argumento de que la intimidad de su cuarto era más adecua-
da para charlar. La verdad es que, desde mi intrusión en su casa, y
mi posterior encarcelamiento, no me atreví a regresar. Nadie sabía
de mi irrupción en la vivienda, sólo se conocía que el motivo de mi
presidio había sido la portación ilegal de armas.
A pesar de todo, los sueños, experiencias o alucinaciones vividos
en la casa de Benjamín, me siguieron (me siguen) afectando. No los
volví a padecer, pero su recuerdo me sacaba del presente y, duran-
te un tiempo incalculable, me sumergía en extrañas meditaciones.
Cuánto me costó dominarme para no aceptar las invitaciones de
mi amigo a retomar nuestras reuniones nocturnas. Muchas veces
estuve dispuesto a pagar con mi vitalidad un nuevo encuentro con
Cala. Llevaba puesto, aunque oculto, el dije al que aquella noche,
como botín o testimonio, me había aferrado. Pensaba en que ese
pequeño objeto precioso, una piedra Jade engastada en plata, había
acompañado a esa mujer, había pendido de su cuello y se había
movido al compás de su respiración. Tampoco olvidaba que en la
bruñida superficie del adorno descansaba uno de sus besos, y en-
tonces apoyaba, yo también, algunos de los míos. Pero no volvería a
verla jamás, no podía entregarme a una situación incontrolable para
mí, aunque las fuerzas que usaba para reprimirme fueran iguales, e
incluso mayores, a las que me hacían falta para continuar con esa
relación extraterrena. Tan mediocre fui.
Había empezado a atardecer cuando llegué al lugar acordado.
Sin esperanzas de que Benjamín fuera puntual, apoyé mi bicicleta
en un árbol y me senté en el cordón de la vereda con los pies en el
adoquinado. Miraba esas piedras irregulares, húmedas por el agua
de la alcantarilla que arrastraba los autos, y recordé una historia que
contó Gabriel sobre los presos que construyeron estas calles. ¿De
dónde sacaba esas cosas?
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Martín E. Tisera

Pensé también en que la soledad de la cuadra era adecuada para


la conversación que pretendía tener con mi amigo. Si bien estaba a
pocas cuadras del bullicio, nadie vendría por esta zona un domingo.
Los fines de semana, la actividad de San Isidro se concentraba en
la Plaza Mitre. Allí no sólo se levantaba una feria de artesanías y
antigüedades, sino que además se celebraban ritos católicos en una
increíble catedral gótica.
¡Qué diferentes éramos a la gente que vivía en ese barrio! Todavía
hoy, cuando alguien roza mi brazo al pasar, o se pone a descansar a mi
lado en un banco público, siento que nada puedo decir de él. Quizá
me sea dado asegurar únicamente que está allí, o ni siquiera eso si
pensamos en la existencia de un espacio subjetivo donde cada uno
habita ese universo privado en el que verdaderamente se encuentra.
¿Qué es entonces lo que comparto con el otro además de un puñado
de conductas demasiado humanas? Algunas convenciones de las cua-
les el espacio es sólo una de ellas. Menos pretencioso sería contarles
que en esa bella localidad conocida por su casco histórico, había una
dimensión paralela que sus legítimos habitantes de rostros broncea-
dos por el deporte náutico, jamás podrían imaginar. Sólo era cues-
tión de calibrar horarios, caminos y rincones para caer en el subsuelo
de aquel vecindario feliz y pintoresco. Uno de esos huecos ciegos era
un puente peatonal sobre la calle Primera Junta. Allí hubo una au-
téntica batalla territorial entre Skinheads y Metaleros. Los primeros,
con sus cabezas rapadas, sus borceguíes y esas camperas aviadoras
que los hacían ver más robustos, parecían en verdad un ejército. Los
otros, con sus cabelleras largas y camperas de cuero, se sentaban en
el suelo, con la espalda en el parapeto, a tomar cerveza. En esta posi-
ción, la policía no los veía desde la transitada avenida Maipú. Era un
lugar estratégico sin dudas, y fue violentamente disputado.
De pronto, vi a Benjamín aparecer en la esquina y dirigirse hacia
mí. Dada la ubicación de su casa, yo esperaba que viniese desde
Martín y Omar, por eso vigilaba de a ratos esa dirección, pero lo
hizo desde Alem, sorprendiéndome con su llegada. Caminaba apu-
- 50 -
Crías de Chacales

rado, dando grandes zancadas. Venía con su habitual sonrisa, y con


un largo paraguas que manejaba como si fuera un bastón. Al ver ese
instrumento, levanté la vista. Había sol, pero nubes negras empeza-
ban a formarse en el cielo.
No sé qué esperaba de Benjamín, realmente. ¿Comprensión, in-
terpretación, escucha? Se sentó a mi lado torciendo incómodamente
ese cuerpo de espantapájaros, y permaneció en silencio aguardan-
do paciente a que yo estuviera listo para hablar. Empecé con una
introducción rebuscada, pero me detuve cuando entendí que ese
esquema no ayudaría a mis fines. Si quería sacar rédito de aquel
encuentro, debía narrar los hechos con claridad y concisión. Así,
intentando explicarle a él, entendí yo mismo.
Le conté lo sucedido sin omitir los detalles que consideré sig-
nificativos. Él no me observaba directamente, aunque atendía a mi
discurso con evidente concentración. Se veía serio e interesado.
Cuando terminé de hablar, siguieron unos instantes en los que
ninguno dijo una palabra. Después mi confesor levantó una ceja y
asintió con la cabeza, todavía sin verme. Yo leí en ese gesto la cap-
tación de la complejidad inherente al caso. Pasó luego a un sonoro
suspiro y a pellizcarse el mentón. Con esto completó el teatro de
reflexión que cuadra al buen entendedor.
Empezaron a caer gotas. Benjamín se paró y abrió el enorme
paraguas que le dio a su cara el contraste limpio de un fondo negro.
Me miró pensativo, armaba algo en su mente. Me dio la espalda y
empezó a caminar. Se detuvo. Cuando giró hacia mí nuevamente,
su boca había recuperado la infernal sonrisa. La lluvia que ahora
arreciaba lo obligó a levantar la voz cuando me dijo:
– El mal siempre consigue segundas oportunidades.

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Martín E. Tisera

III
N o importaba lo motivado que estuviese por una idea, ésta
podía caer de repente en un profundo letargo. Así sucedió con mi
obsesión acerca del secreto que guardaba Benjamín, pero también
con mi rencor hacia Gabriel y con mi antojo sádico por Ágata. Sin
embargo, todo seguía allí, hibernando en un sótano oscuro donde
no llegaban los aguijones de mi entusiasmo. Me preguntaba, viciado
de cierta indiferencia, si habría para aquellos impulsos un futuro
en el que salieran de su anestesia para hacer hervir nuevamente mi
sangre. Porque bajo el tedio que ahora las encapotaba, yo escucha-
ba respirar todavía a las fuerzas que un día me movieron. No, no
habían muerto ni morirían jamás por la sencilla razón de que no
fueron satisfechas, sino vencidas, y ahora rechinaban sus dientes en
el sueño intranquilo de la resignación.
Años transcurrieron desde mi charla con Benjamín sin que pa-
sara con mi vida algo significativo. Aceptaba empleos que al poco
tiempo abandonaba por aburrimiento, o de los que me echaban por
incumplir horarios u otras normas. Leía mucho y sobre diversos te-
mas. Buscaba para estudiar, las salas tranquilas de la biblioteca José
Ingenieros, en Boulogne, o viajaba hasta San Isidro para visitar el
antiguo edificio Juan Manuel de Pueyrredón.
Muchos de ustedes deben pensar que la lectura es una prácti-
ca inofensiva que a todos agrada. Sin embargo, me divertía la cara
que ponía la bibliotecaria cuando escuchaba los asuntos de mi in-
terés. Por otro lado, no fueron pocas las veces que me negaron el
acceso a determinados libros. Me decían que estaban tomados o
simplemente que no tenían nada sobre el tema. Ambas cosas eran
mentira, por supuesto. Me resultaba fácil decodificar los gestos de
las empleadas, muy poco esmerados en el disimulo, y ver en ellos
que tales restricciones derivaban del prejuicio. Tal vez, esas mujeres
absurdas de cerebro estrecho, que se creían capaces de administrar
- 52 -
Crías de Chacales

el conocimiento, pensaban que mis pedidos eran un chiste o que,


sencillamente, yo no estaba a la altura para manejar la información
que solicitaba. Pero también, cambiando días y turnos, encontré
señoras amables e inteligentes que creían en una evolución hacia la
apertura mental de las nuevas generaciones.
“¿Cuándo llegará el párrafo que revela las lecturas de Bruno?”,
se preguntarán. Disculpen, me detengo para reír, para reírme de us-
tedes. Disfruto de su curiosidad que no será saciada. Además, ya les
he dejado ingresar en mi cabeza mucho más de lo que usualmente
permito. Voy a conservar algo para mí, si no les molesta.
La pandilla había perdido el ritmo de sus encuentros. Algu-
nos, habían terminado ya el colegio y estudiaban en la universidad;
otros, habían empezado a tomar seriamente los trabajos mediocres
que conseguían. Imanol fue internado por su adicción a las drogas.
Sus padres, con la intención de alejarlo de un contexto nocivo, se
mudaron a Italia, país donde mi viejo compañero de asaltos conoció
la heroína, y su declive final. (En algún lugar debo haber puesto la
última carta que me envió.) Eliseo se dedicó a la jardinería y se unió
a una mujer de la que se podría decir fue hecha para él. Para él, no
como él. Nadie hubiese apostado a que ese cretino conseguiría una
novia tan linda. Ella era maestra, tal vez por eso simpatizaba con la
idiotez de un alumno perpetuo.
Vuelvo a detenerme, pero esta vez no para reír, sino porque
empiezo con el final de mi relato y me siento colonizado por una
melancolía aplastante. Quizás esta sea la única razón por la que
quiero hablarles ahora de mi hermana, y porque, en honor a la cro-
nología, fue ella a quien más frecuentaba en este período. Entiendo
que ustedes no acuerden con mi tardanza en revelar, recién en esta
instancia, un elemento que les hubiese permitido darse una imagen
más completa de mí. Pero sepan que, hasta este preciso momento,
mi idea era ocultarles a Anabela.

- 53 -
Martín E. Tisera

Ella es mi hermana gemela, y todos decían que, físicamente,


nos parecíamos mucho. Compartíamos características como el pelo
negro y lacio, los ojos grandes, la sonrisa amplia, los rasgos faciales
acentuados, y el cuerpo menudo. A ella, por supuesto, no le faltaba
la suavidad que le aportaba su condición de mujer y los arreglos
propios de la feminidad.
Anabela fue parte de la pandilla, pero no tardó en alejarse cuan-
do, siguiendo a mi madre, se convirtió al cristianismo evangélico.
Sin embargo, ella nunca dejó de protegerme. Se reía de mis escándalos
meneando la cabeza como si viera a un niño cometer una travesura,
y cuando alguien se quejaba de mí ante ella, contestaba: “Entiendo,
pero es mi hermano”.
No sólo profesaba hacia mí una lealtad de hierro, sino que ade-
más, ella era alguien con quien yo podía hablar prácticamente de
cualquier cosa. Nunca se espantó con mis ideas, y mi retribución
consistía en respetar también las suyas.
Un día, por ejemplo, me dijo que Gabriel llevaba prendido
un demonio que lo torturaba con pensamientos oscuros. Él mis-
mo alcanzó a decirle, como si supiera que ella podía entender, que
no quería regresar a su casa por no sé qué presencia nefasta que lo
agobiaba. Yo creía en ese tipo de entidades infernales; mi hermana,
claro está, también.
Anabela, les decía al principio, fue mi compañera aquel tiempo
en el que la pandilla se dividió hasta disolverse. Quedaron, eso sí,
algunas afinidades o inercias que, en mi caso, me llevaban a telefonear
esporádicamente a Benjamín. En oportunidades que distaban mucho
unas de otras, le pedía que nos encontráramos en algún lugar y que
nos pusiéramos al día. Otras veces, era él quien llamaba, y mi sorpresa
festiva se diluía en una conversación banal de largos intervalos.
Lo que queríamos, quizás, era volver a la época de las aventuras,
al tiempo de las bromas incansables y extendidas caminatas. Pero
recurrir a testigos no permite la vuelta al suceso, y mucho menos su

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Crías de Chacales

rearmado. No se puede regresar al pasado, y es completamente inútil


el intento por revivir lo que hemos sepultado. De nada sirve arrepen-
tirnos de nuestros sepelios. ¿Qué se encuentra de una exhumación
sino restos podridos? Y aún peor, porque si nuestra arqueología es
honesta y meticulosa, termina por desmentir esa alegre y fantasmáti-
ca remodelación hecha a la distancia, de los eventos acaecidos.
Por eso mis encuentros con Benjamín en ese período, me resul-
taban decepcionantes. Aún peor, me vaciaban de ese afán resucitador
con el que iba a verlo. El problema era que no teníamos lo que hace
falta (ignoro de qué se trata) para edificar la etapa siguiente a la que
había terminado. Una y otra vez, contábamos las mismas anécdotas,
como si fuéramos los únicos sobrevivientes de una antigua religión,
que insisten en ritos sobre un templo abandonado y en ruinas.
Distinto sucede con los caprichos incumplidos que se trans-
forman en pendientes y hacen del tiempo una continuidad ininte-
rrumpida. Y es que la espera padece el delirio de la atemporalidad,
pues necesita, para estar justificada, que su objeto no se modifique.
¿Qué sentido tendría aguardar por algo que ya ha cambiado en otra
cosa? Hago mención de esto porque la última vez que vi a Benjamín
supe que él permanecía en el suspenso de una paciencia retraída.
Era noviembre y hacía calor. El cielo estaba nublado y el viento
soplaba con fuerza. Los toldos se hinchaban, las banderas azotaban
el aire, los carteles caían y se arrastraban. Llovería pronto sin dudas,
y la tormenta que se anunciaba le prestaba a la atmósfera una in-
quietud de víspera. De todos modos, subí a mi bicicleta y fui hasta
la plazoleta 9 de Julio, frente a la estación Villa Adelina. Allí me
había citado con Benjamín. No me importaba empaparme a mi
regreso. Diferente a las personas que se aferran a la regularidad con
el auxilio de sus previsiones, a mí me gustaba no fiarme de recaudos
e improvisar alternativas sobre la marcha incierta.

- 55 -
Martín E. Tisera

Mientras andaba, imaginaba que nuestra charla sería tan insípi-


da como las anteriores, por eso pedaleaba tranquilo, con ánimos de
llegar tarde. No lo logré. Cuando estuve en el lugar acordado, no vi
a Benjamín. Otra vez me fastidiaba la posibilidad de que se hubiera
adelantado a mis ideas. Apoyé mi bicicleta en un árbol, me crucé de
brazos y me dispuse a vigilar su llegada. Pese a mi atención, él apare-
ció a mis espaldas dándome un buen susto. Nos reímos de la broma,
aunque detrás de la risa, yo maldije, y el festejó, su imprevisibilidad.
Nos recorrimos mutuamente con la mirada: esa clase de recono-
cimiento que busca similitudes y diferencias con la última imagen
que se conserva del otro. Él seguía alto y delgado, con su peinado
raya al costado y su prolijidad complaciente. Por su lado, imagino
que vio al mismo Bruno pequeño, de ropa entallada y con un me-
chón que caía sobre su cara.
Allí parados, empezamos con la agenda de rutina. Consultamos
novedades sobre los miembros de la pandilla; ninguna. Noticias de
otro tipo; nada. Mirábamos a las personas que bajaban del tren y
buscábamos motivos para burlarnos de ellas. Nos dio ocasión un
borracho que tambaleaba y una mujer que, luego de despedirse apa-
sionadamente de un hombre, descendió de la estación para encon-
trarse con otro, que la recibió con dulzura e intimidad de esposo.
En un momento, cuando pensaba ya en volver a mi casa, Ben-
jamín soltó con desparpajo que Ágata y Gabriel se habían separado.
La noticia no me alegró, ni siquiera me produjo esa extraña satisfacción
que nace ante el fracaso de alguien que alguna vez fue un enemigo.
Pero todo cambió cuando confesó que ahora él había iniciado una
relación con Ágata.
Intuí inmediatamente, y supe con certeza después, que Benja-
mín no había sido el causante de la ruptura entre Ágata y Gabriel.
Su táctica fue merodear, mostrar disponibilidad y esperar la llegada
de una oportunidad. Nada de esto es innovador, pues acechar la de-
bilidad emocional para postularse como su rápido apuntalamiento
es una de las técnicas más antiguas de conquista.

- 56 -
Crías de Chacales

En definitiva, me había visto superado por la entereza de Ga-


briel, por la templanza (momentánea) de Ágata y por la astucia de
Benjamín. Se me imponía reconocer que la presumida confianza
en mí mismo, por la que había luchado contra oponentes en la
plenitud de sus fuerzas, dificultaba el alcance de mis logros. Evi-
dentemente, no eran mis ideas las que estaban mal, sino el modo
que elegía para comprobarlas. Debía dedicarme a cambiar hacia una
pausada sabiduría.
Pero lo cierto es que las decisiones de conducta dependen de una
fuerza que varía su intensidad a lo largo del tiempo. Por eso, nuestra
habitación en ese nuevo lugar se vuelve intermitente a causa de con-
tradicciones, retrocesos y ablandamientos. Así es que una decisión se
toma muchas veces, hasta que se convierte en un acto reflejo. Enton-
ces, ya no pensamos tanto, y cuando nuestra resolución, por alguna
causa, tambalea, los mecanismos que hemos aprendido para sostenerla
vienen a socorrernos. Por otro lado, quedarnos en una determinación
es aprender a vivir con las heridas que la engendraron siempre abier-
tas. Porque la cicatrización nos da una ilusión de inmunidad bajo la
cual rompemos esos juramentos que hicimos para protegernos. Deci-
sión es más bien decidir, decidir lo mismo permanentemente.
Con todo, yo no deseaba someterme a extendidos procesos de
mutación. Para que mis acciones no encontraran límites, podía sor-
tear los obstáculos de la moral y romper con toda forma de com-
promiso. Era capaz de sacrificar al dios del placer, códigos, imposi-
ciones, costumbres y apegos. Pero me resultaba imposible soportar
la duración. Libertad es emborracharse de instante, sin lamentar la
evanescencia del momento ni aguardar su repetición.
De todas maneras, por más falso e ilegítimo que fuera un des-
cargo, no me quedaría sin hacerlo. Se trataba únicamente de canalizar
mi frustración por la pequeñez a la que me sentía reducido, un acto
estúpido pero liberador, como el hombre que golpea al amante de
su mujer.

- 57 -
Martín E. Tisera

– ¡Sos un traidor, Benjamín!


– De qué hablás, ¿estás drogado?
– No, no estoy drogado, y sabés bien a qué me refiero.
– No, no sé.
– Cuando te confesé mis intenciones con respecto a Ágata no
me dijiste nada de lo que seguro ya estabas planeando.
– ¿Y qué te iba a decir, que tus intenciones eran también las
mías? ¿Acaso vos no sos el autor de la famosa frase “las mujeres son
de quien las toma”? Bueno, la tomé yo, aceptalo con hombría.
¡Por supuesto, a esto se refería Benjamín cuando me dijo que el
mal siempre encuentra segundas oportunidades! Él, camuflado en
su profecía, se había adueñado de la revancha.
En nuestra larga y absurda discusión, me descubrí enojado con
mi manera de ser por considerarla inútil para levantar un reinado
tiránico de éxitos. Mi bronca se multiplicaba en el punto muerto
que significaba no querer ser de otro modo.
Como último golpe de mi despecho, le dije que de todas formas,
sus fantasías no podrían concretarse. Ágata salía de una relación que
había durado años, con todo lo que eso implicaba. Benjamín rió y
me replicó que sus fantasías (y al repetir mi expresión acentuó cada
letra), se hallaban intactas, pues el puritano de Gabriel, sin dudas
habría llevado una vida monástica. Nada pude contestar, yo pensaba
lo mismo.
Me fui sin decir más, inerme ante la risa descompuesta que le
provocó mi cara de furia reconcentrada. A mis espaldas, la bocina de
un tren tapó su risotada, y la multitud que descendía de la estación
se interpuso entre nosotros. Así me resultó más fácil vencer la tenta-
ción de voltear para lanzarle una última mirada de rencor.
Pero de pronto, un pensamiento me iluminó. Benjamín, según
acababa de decirme, confiaba en que Gabriel no hubiese tocado a
Ágata. Ésto significaba que se había delatado al informarme que

- 58 -
Crías de Chacales

aún no había concretado su plan, y ese descuido me daba la primera


oportunidad de ser yo quien se adelantara a sus proyectos. Si me
apuraba, si utilizaba todo el poder de mi elocuencia, podría virar el
curso de los acontecimientos. ¿Le creería alguien al cínico arlequín
de las bromas crueles, al fantasioso y despabilado Bruno?

IV
P edaleaba rápido hacia la casa de Gabriel. Tal vez por la inco-
modidad a la que me obligaba mi bicicleta, desproporcionada para
mi baja estatura, se me ocurrió medir el método desapasionado, el
hambre de colección y la fanfarronería con que había robado ese
horrible artefacto, con el modo en que Benjamín había ganado la
voluntad de Ágata. Pero mi impulso oportunista en nada se ase-
mejaba a su fría tardanza, y no es igual, claro está, adueñarse de
un objeto que embaucar a una persona. Entonces, si aquellas dos
situaciones no eran, al fin de cuentas, comparables, quizás sí podían
serlo nuestros intentos de arrebatar a Gabriel algo que, por obra de
su personalidad, había enaltecido solamente con elegirlo.
A lo mejor ustedes se preguntan qué sentido le encontraba yo
a una posible equiparación de faltas. Sin lugar a dudas, no tenía
que ver con aspirar a la dignidad del pecador confeso que, para
evitar juzgar a su hermano se reconoce, él también, necesitado de
perdón. (Si esta idea hubiese venido a mi mente en aquel momento,
mientras conducía mi bicicleta, más me hubiera valido frenar hasta
agotar mi acceso de risa). Creo ahora que, muy lejos de aquello, se
trataba de disminuir la superioridad de Benjamín con respecto a mí
queriendo entendernos como pares.
Está bien, él tenía el mérito de la efectividad. Yo no había lo-
grado recuperar mi indiscutido liderazgo ante la pandilla, y había

- 59 -
Martín E. Tisera

fallado en demostrar sobre Ágata que no existe criatura inteligente


sin inclinación –activa o reprimida– al goce que sabe le dará su
propio envilecimiento. Pero algo me decía que podía tener una se-
gunda oportunidad con esta cuestión. Porque no podía engañarme
creyendo ser parte de una religión satánica que se conforma con que
una serie de oscuros preceptos se cumplan para un fin común o ma-
yor. Estaba convencido de que aquellos que gozan de una crueldad
cometida por otro no llegan a ser siquiera inmundas sanguijuelas.
En su lejana, cobarde y morbosa expectación evitan hasta el mínimo
contacto con el delito del que disfrutan. La maldad, lo mismo que
la bondad, debe ser materializada por su partidario. No hay posi-
ción genuina que acepte la tibieza. Idéntico círculo infernal, estoy
seguro, le corresponde al mojigato que dona dinero para obras de
caridad, y al jefe que suministra circunstancias adversas para conse-
guir la renuncia del subordinado al que detesta.
Es cierto que, no lo niego, mi orgullo no toleraba la contradic-
ción de entenderme superior y verme sobrepujado. Por otro lado
me preguntaba, con angustiosa incomodidad, si acaso en un pliegue
inconfesable de mi espíritu, no deseaba que algo sobreviviera final-
mente a la degradación. ¿Me había decepcionado Ágata, e incluso
Gabriel, en este punto? Pero ya fuera por vencer a mi nuevo adver-
sario o por mantener viva una batalla que de alguna forma me justi-
ficaba, tenía que hacer el intento de neutralizar el plan de Benjamín.
Manejaba a toda velocidad. El viento levantaba polvo que entra-
ba en mis ojos y que yo barría con frenéticos pestañeos. Dejaba una
estela de insultos al esquivar autos, al romper espejos retrovisores con
el manubrio, y al pasar semáforos en rojo. Subía a la vereda cuando
los conductores no me daban paso, y atropellaba a los peatones que
se interponían en mi camino.
Gabriel vivía en Martínez, no muy lejos del lugar en el que me
había reunido con Benjamín. Aun así, un golpe de suerte hizo que
lo encontrara mucho antes de llegar a su casa. Lo vi caminar con

- 60 -
Crías de Chacales

paso tranquilo, las manos en los bolsillos y los labios en concentrada


discusión con algún fantasma. El cloqueo metálico de mi bicicleta
destartalada le anunció la presencia de un testigo y Gabriel cortó en
seco la muda conversación. Levantó la vista y, al reconocerme, relajó
el ceño y dulcificó la mirada. ¿Se alegraba de verme?
Mi humilde rodado, no conforme con ser desmesurado y so-
meterme a pedalear en puntas de pie, carecía de frenos. Para lograr
la detención de este aparato, que me cobraba el traslado torturando
mis genitales, debía apoyar con maestría el talón de mi zapatilla en
la rueda trasera y luego saltar para afianzarme en el suelo. Eso hice
también aquella vez, con la ventaja de que mi cadena de tropiezos
fue atajada por Gabriel bajo la naturalidad de los favores automá-
ticos. Me acomodé y, todavía agitado por el ejercicio, le dije sin
preámbulo:
– Benjamín logró conquistar a Ágata.
– Cleptoparasitismo.
– ¿¡Qué!?
– Nada, que ya lo sé – repuso sin asombro – Él mismo me lo contó.
– Tenés que hacer algo para evitarlo. Él no es una buena persona
y su familia no es un buen entorno para ella.
– ¿Ahora la defendés?
– Sí, lo sé; reconozco haber querido conquistarla yo mismo, pero…
– Bruno: aunque tuvieras razón sobre lo que le espera a Ágata,
no hay nada que podamos hacer ya.
– Pero por qué, no entiendo.
– No puedo, no tengo derecho. Además, yo inicié una nueva
relación y sería injusto evitar que Ágata rehiciera su vida.
En un hilo de voz le pedí con patetismo que no se rindiera. Su
mirada se volvió profunda y triste: Ágata le dolía. Sin embargo, fue
por aquella sabiduría aprendida a latigazos y me contestó con una
de sus frases: “la obstinación es insistencia sin legitimidad”. Entendí.

- 61 -
Martín E. Tisera

Por eso él terminó con Ágata: había desaparecido para ambos el dere-
cho a perseverar. Así, yo tampoco debía seguir con todo este asunto.
“Dejar suceder para ver a la verdad en acción”, dijo finalmente
como si hubiese leído mis pensamientos. Debo decir que sus sen-
tencias no me sonaban artificiales, las entendía como la decantación
de largas y tortuosas reflexiones que llevaban la pompa necesaria
para que la realidad resultara tolerable.
Mis ojos de súplica se apartaron de la mirada resignada de Gabriel.
Quedé suspendido en una meditación. Gabriel soportó paciente ese
lapso de ausencia y, al cabo de unos instantes, para hacerme libre de
la esperanza, apoyó una mano firme y amistosa sobre mi hombro, me
dijo: “Todos llevamos sembradas las cepas de la corrupción”. Sonreí
con amargura sin dejar de ver al vacío. Ya no tenía sentido revelar
todo lo que sabía sobre Benjamín. Pasé de sentir que fui yo, de algún
modo, quien condenó a Ágata, a aceptar que ella era, finalmente, una
más de aquellas almas volubles.
Gabriel no interrumpió mis pensamientos con la pretensión de
una despedida y me dejó partir en silencio. Anduve unas cuadras,
subí a la vereda y dejé caer la bicicleta contra una pared. Fui al es-
pacio que había entre dos autos, me senté en el cordón de la vereda,
escondí la cara entre las manos y me puse a llorar.

- 62 -
Gabriel

I
C aí al piso con ruido sordo. Alcé la vista. La hebilla había cedi-
do, y ahora el cinturón pendulaba sombrío, anudado a una viga del
viejo galpón. Encomendé a una mano seguir en el cuello, el sendero
de un ardor incipiente, pasajero estigma de mi fallo. Escruté las
penumbras en lento semicírculo. Vi la constelación de perforacio-
nes en el techo de chapa; vi la crecida montaña de escombros; vi el
enorme barril carcomido por el óxido, y apiñados juncos de hierro
que brotaban de su boca; vi la canilla que, sobre una honda pileta
de cemento leproso, marcaba los segundos con su goteo. Todo es-
taba lo mismo, salvo por el taburete que yacía a un costado, apenas
visible en la oscuridad.
Sí, continuaba en ese mundo cuyos extremos no difieren de sus
vísceras, y que, inalterado, parecía decirme que los éxitos y los fra-
casos son para él iguales accidentes. Del otro plano sólo pude oír
el fastidiado resuello de un íncubo, centinela ansioso de mi acto, y
el pesado batir de alas que lo regresaba, decepcionado, a la negrura
pestilente del infierno.
- 63 -
Martín E. Tisera

Traté de incorporarme, pero el dolor que me había dejado el


golpe aun no me lo permitía. Recordé entonces, allí tendido, la
creencia en una diabólica demanda de niños que no debieron haber
nacido. Para esta superstición, la majestad que debería pesar sobre
aquellas criaturas escurridizas, es perseguida con tormentos de sole-
dad. La tenencia será conseguida cuando, incapaces de soportar el
aciago aislamiento, irrealización que es prueba de una existencia ile-
gítima, los fugitivos opten por el suicidio. Se colige que tal renuncia
al don de la vida merece el averno.
Esta idea sonaba lógica en mi mente. Había escuchado a mi
madre, en más de una ocasión, relatar el triste episodio de mi naci-
miento. Yo estaba en mala posición, ahorcándome con dos vueltas
de cordón umbilical, ironía que recién ahora detecto. No hubo llan-
to, y un inquietante silencio inundó la sala de parto. Al parecer, sólo
el esfuerzo denodado del personal médico logró revertir la situación.
El Enemigo no toleró que le arrebataran un alma, y yo sentía, día tras
día, el ingenio que aquel gastaba en recuperarla.
También es cierto que el asesinato no consumado por el vientre
materno, fue encomendado luego a sicarios más crueles. Allí esta-
ban la reiterada sentencia de hijo no deseado y la acusación de lastre,
de ancla arrojado al puerto de la infelicidad.
Ya en los años de mi infancia, la bella abstracción en la que me
sumían los juegos, era interrumpida por las miradas ígneas que mi
madre me lanzaba. Esos ojos cargados de angustia y encono ardien-
te, me inoculaban una culpa incomprensible para mi edad. “Sos tan
parecido a tu padre”, me decía con voz áspera y rota. Mis gestos y
maneras, le recordaban a aquel hombre que la había dejado por otra
mujer, a aquel marido que con meticulosa inclemencia me enseñó
a odiar. ¡Cuánto maldijo el temerario ardid de la concepción! No
supo que es inútil proyectar amarras para una embarcación que ya
ha zarpado.

- 64 -
Crías de Chacales

Los monstruos de sus palabras anidaron en recónditos nichos


de mi espíritu, alcanzaron vigorosa autonomía y se volvieron fuer-
temente persuasivos al tacharme de extranjero en este mundo. Así,
todo se volvió absurdo, incongruente y extemporáneo. La energía
que no impulsó la aventura alegre de vivir, sirvió de combustible
para reflexiones malsanas y atribuladas. Tal vez por eso, desde mi
primer intento, el suicidio se convirtió en un pensamiento que,
con fría sagacidad de boa, aguardaba mi derrumbe en el pozo de
mis emociones. Porque no hay algo peor que la muerte inacabada.
Dejar de existir y continuar viviendo va mucho más allá de una
incoherencia aparente o de una falta al orden natural, es la quietud
insostenible que se da en la tensión provocada por el tironeo de
ambas fuerzas.
Empecé a levantarme con movimientos pausados, obedeciendo
los permisos que me daba el dolor. Nadie más que yo merodeaba
la atmósfera retinta de aquel basurero, un depósito de objetos no
queridos, semejante a un sepulcro. Acumulados en el olvido por el
cinismo de la postergación, aquellos trastos aguardaban ingenuos
un posible servicio. Sin embargo, aunque sólo yo, como decía, vi-
sitaba ese lugar, experimenté un fuerte nerviosismo al pensar que
alguien podía sorprenderme y comenzar un interrogatorio de obvias
respuestas. Decidí pues, desarticular la escena y entrar a la casa.
Abrí la puerta, Jano bifronte de podrido aglomerado que ponía, de
un lado, ese fúnebre cosmos de deshechos; y del otro, la gélida indolen-
cia de mi familia. Quizás se me acuse de malagradecido por descontar
ocasionales asistencias, pero yo sé muy bien que éstas, no fueron sino
urgencias de la culpa, comisiones del deber o solapadas conveniencias.
Como lo suponía, mi temor era infundado: nadie reparó en mi
cuello enrojecido. Tampoco verían, años después, las marcas de mis
nuevos ensayos. Para sostener nuestra realidad, cuidamos un balan-
ce de escogidos elementos. Somos indiferentes con todo lo demás.

- 65 -
Martín E. Tisera

II
N o me acomodé en el exilio. A pesar de mi propensión a la
melancolía, siempre busqué medios para evitar las oscuras alienacio-
nes. En mi adolescencia, por ejemplo, quise integrar una pandilla
a la que pertenecía Imanol, uno de mis vecinos. Pero, como toda
situación que carece de naturalidad, mis participaciones en ese grupo
dependieron, por lo menos en un extendido principio, de esmerados
planeamientos. Fue por ello que, muchas veces, debí encarar la frus-
tración de los desencuentros, o las incomodidades de la artificialidad.
Cómo no advertí que caminaba en círculos cuando el dictamen
prístino de foráneo en el plano de la existencia, para confirmar su
carácter de irrevocable, viciaba mis intentos de superarlo con la afi-
ción a integrar disparidades.
Imanol vivía a pocas cuadras de mi casa, en Martinez, un ba-
rrio de bellas y apacibles residencias perfumadas por naranjos. Sin
embargo, ambos éramos pobres, y el hecho de tener domicilio en
aquel lugar, fue algo que sólo una herencia pudo concretar. Ahora
nos tocaba pagar esa incoherencia de locación soportando la alerta
vacuna con la que los vecinos se notificaban de nuestra presencia.
Después, fuera de escasas similitudes, yo no tenía con Imanol otros
puntos de coincidencia.
Él adhería al Punk de un modo explícito. Compraba su ropa en
rezagos militares y llevaba una cresta. Claro que el progresivo aban-
dono de su cuidado personal lo condujo a cambiar aquel peinado
tan laborioso (que a veces yo le ayudaba a hacer) por un conjunto de
mechones apelmazados al que llamaba, no sin discutible derecho,
rastas. Con escasos diecisiete años, Imanol padecía una falta absolu-
ta de esperanzas en el porvenir. Tal vez por eso consumía drogas y se
exponía a delitos o peligros absurdos. Él era delgado, alto y cómica-
mente desgarbado. Su cara redonda llevaba estampada una sonrisa

- 66 -
Crías de Chacales

casi permanente, cuyas sutiles modulaciones indicaban (para quien


hubiera aprendido a leerlas) escarnio, nerviosismo, diversión u ocul-
tamiento de algún malestar. Había dejado sus estudios y ayudaba a sus
padres, eventualmente y a desgano, en una pequeña panadería familiar.
Yo no creía en el no future del Punk, o quizás deba decir que
creía más que nadie en un horizonte vaciado. Sin embargo, no me
dejé a la pendiente de tal predicción y resolví combatirla. Por eso
adhería al Hardcore de Buenos Aires, movimiento que exhortaba a
una restauración de la integridad moral. Con su música denunciaba
una sociedad conformista y una dirigencia corrupta que controlaba
a las personas con las mismas herramientas disponibles para la libe-
ración o la rebeldía. Rechazaba las drogas y proponía sostener un
ánimo cuestionador incapaz de tolerar las manipulaciones, la falsedad o
las impuestas superioridades. Defendía la unión y la honestidad.
Me tocaba cubrir largas distancias para asistir a los conciertos
que daban las bandas emblemáticas del género. Y no sólo eso, sino
que, para iniciar mi regreso, debía esperar a que el colectivo 60 re-
anudara su actividad en la madrugada. A veces, harto de aguardar
parado bajo la córnea sucia de una luz inválida, me sentaba en la en-
trada de algún edificio, abrazaba mis piernas y ponía mi cara entre
las rodillas. En esta postura resistía el frío de la noche y hasta lograba
quedarme dormido.
Cuánto me deprimía la desolación de cementerio que impreg-
naba la ciudad a aquellas horas. No eran para humanos sus calles
sórdidas, angostas y repletas de basura, ni sus altas persianas de me-
tal oxidado que cegaban los comercios y se fundían con las paredes
grises igualmente carcomidas por el tiempo. Bajo las cresterías pre-
suntuosas de un Buenos Aires imitación París, se extendía el destie-
rro de los desposeídos y el coto de caza para los proxenetas.
Así y todo, yo no dejaba de acudir a las presentaciones de mis referen-
tes. Quería reforzar mis principios y ser parte de algo que me excediera.
Tal vez pudiera, además, fundar lazos con mis compañeros de creencias.

- 67 -
Martín E. Tisera

Yo veía grupos de amigos, chicos y chicas que iban juntos a los


recitales y que, acompañándose, retornaban a sus casas al finalizar
el evento. Salían con semblante satisfecho y cansancio feliz. Com-
partían sus hazañas en el pogo, se divertían cantando y se protegían
mutuamente. Llamándose por sus apodos, relataban entre risas una
vivencia recién acontecida que ya integraba su repertorio de recuerdos.
Yo, en cambio, acudía solo a aquellos sitios y, de igual modo,
volvía de ellos. Confieso que me costaba llevar adelante mis convic-
ciones sin haber hallado pares cercanos. Pero las adversidades tarda-
rían en desahuciar mi búsqueda de una fraternidad que me llamara
por mi nombre, que me sostuviera en mis flaquezas y me sumara a
su ventura. ¡Cuánto quise la amistad!
Mientras tanto, e independientemente de nuestras diferencias,
Imanol y yo nos frecuentábamos. Luego las drogas lo acapararon
por completo. Dejamos de conversar sobre nuestras cosas porque él
ya no tenía otro asunto más que su adicción. Cuando le reprochaba
su decadencia él me respondía: “¿qué te da la vida?”, e inhalaba
pegamento en una bolsa. Dios mío, por qué no tuve lucidez para
contestar algo, ¡algo!
Hay excesos a los que nos sometemos sólo para causarnos el
horror que significa haber sacrificado nuestra virtud. Supongo que
la finalidad de tal licencia es obligarnos a reconocer, espantados ante
su pérdida, la dicha de la rectitud. Entonces regresamos para contra-
pesar nuestra osadía con esmeradas correcciones. Cargamos ahora
un secreto que no nos enorgullece, y justamente por eso sonreire-
mos a su evocación cuando estemos a solas.
Pero el caso de Imanol era distinto, él no planificaba regresar de
sus incursiones sino para idear una reincidencia. De todas maneras,
creyendo honrar eso a lo que llamábamos amistad, yo accedí muchas
veces a protegerlo de ser descubierto. Recuerdo haber escondido en
el galpón de mi casa una bicicleta rosa que Imanol había robado con
un amigo suyo. También le permitía usar mi reputación, fundada en

- 68 -
Crías de Chacales

mis estudios universitarios y en mi obsesión por el ejercicio físico,


para manipular a sus padres cuando éstos criticaban su vestimenta,
la música que escuchaba y los lugares a los que iba. “Él hace lo mismo
que yo y no es un perdido”, argumentaba. Demás está decir que
ninguna de estas dos afirmaciones era cierta. Claro que la precisión,
e incluso la verdad, no importaban a Imanol cuando se trataba de
ganar la prerrogativa de una libre circulación. Perdió toda credibili-
dad, sin embargo, cuando, por un abuso en el consumo de cocaína
durante una reunión familiar, tuvo que ser hospitalizado.
Ahora pienso que jamás le agradecí haberme salvado la vida. Así
es, esto sucedió una tarde en la que tomábamos cerveza en la sección
abandonada de una fábrica. Él me mostró unas pastillas que había
hurtado e intentaba convencerme de que probara una. Yo me negué
hasta que vi en esas píldoras un modo limpio y efectivo para dejar
este mundo. Se las pedí; las quise todas. Encendido de una abismal
intención le dije que las tomaría en ese momento. Él, con discerni-
miento inusitado, guardó inmediatamente los comprimidos en el
enorme bolsillo de su pantalón camuflado y se rehusó a dármelos.
Yo insistí, pero su negativa fue terminante.
No creo que lo detuviera la posibilidad de convertirse en un
homicida, estoy seguro de que su posición fue sostenida por la es-
tima y la sensatez. Sin embargo, fue él quien reconoció, antes del
viaje a Italia con el que los padres pretendían alejarlo de las drogas,
mis consejos, mi compañía, mi apoyo incondicional. Qué ironía
dolorosa: yo no pude sacarlo de las arenas movedizas desde las que,
aún hundiéndose, él hizo un movimiento para evitar mi caída. Un
brazo de su sensibilidad maniatada por su dependencia había zafado
y conseguido obrar. Imanol todavía estaba ahí.
De todos modos, mucho antes de que esto ocurriera, tuve opor-
tunidad de unirme a él en un encuentro con la pandilla. Supe enton-
ces que las reuniones sucedían los viernes frente al colegio Nacional
de San Isidro, a las seis de la tarde. Yo cursaba el ciclo básico en la

- 69 -
Martín E. Tisera

Universidad de Núñez, y mis clases terminaban a las cinco. La distan-


cia a la que me encontraba, sumada a la gran cantidad de estudiantes
que saturaba los transportes públicos, me obligaba a apurarme para
lograr la ansiada coincidencia.
Tomaba el colectivo 28 hasta el Puente Saavedra y luego me
colaba en la Estación Rivadavia. Saltaba una cerca de alambre y me
dirigía al andén. Cuando el tren llegaba y el guarda abría las puertas
para vigilar el ingreso de los pasajeros, yo me aseguraba de su posi-
ción y trataba de ubicarme en el vagón más lejano. Una vez en San
Isidro, me escabullía entre la gente y trepaba una última reja para
alcanzar la calle. Generalmente, esta operación se desarrollaba con
éxito, sólo me quedaba acelerar el paso unas cuadras para llegar al
punto de encuentro.
En ese pequeño trayecto, pensaba invariablemente en el hecho
de que la calle sobre la cual estaba el colegio y la estación de tren en
la que debía bajar para ir a mi casa se llamaban “Acassuso”. Cambia-
ba el prosaísmo de la casualidad por la motivación de un posible de-
signio universal. Quería algo más que el sólo deseo (o la necesidad)
para justificar mis trabajosas excursiones en busca de la pandilla.
En auxilio de estas ideas, iba a buscar en los antiguos mitos
aquellos modos en que los dioses interactúan con los hombres. Pos-
teriormente al ritual de imploración, la divinidad usa a un amigo
del suplicante para pronunciar, a través de éste, la respuesta solicita-
da; o encarna un ave para indicar el rumbo certero. Así yo atendía
a la repetición de nombres, a los encuentros fortuitos, y a las pala-
bras de quienes me hablaban, queriendo hallar consejo e indicación.
¡Cómo desesperé mis oídos en esa lengua remota! Sucesivos desen-
gaños desmintieron después las señales de un rumbo prefijado. Es
inexplicable el impreciso vaivén de nuestra caída.
Ya cerca del colegio, podía distinguir pequeñas muchedumbres
de estudiantes, alegres por el receso semanal. Claro que la visión
era absolutamente distinta de sufrir yo algún percance. Llegar tarde

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Crías de Chacales

significaba enfrentar largas veredas sin gente que hacían bostezar la


úlcera de mi vacío. Por lo general, cuando esto sucedía, patrullaba
los alrededores buscando al grupo o a alguien que pudiera decirme
cómo dar con aquel. No lograr mi cometido me sumergía en una
aciaga frustración: no me habían esperado, les daba igual mi pre-
sencia o ausencia. Entonces, inmerso en un tiempo infinito, ya no
tomaba el tren para mi regreso, no tenía motivos para apurarme.
Caminaba por Eduardo Costa, una calle adoquinada que bor-
deaba las vías del tren. Sus veredas estrechas resultaban insuficientes
para el diámetro que habían alcanzado los árboles allí plantados.
Estos plácidos ancianos, levantaban a capricho las baldosas con los
gruesos tentáculos de sus raíces, y en lo alto, unían sus ramas en
arco ojival.
Casas lujosas festoneaban la acera, y yo, al ver las formas inusua-
les de la arquitectura creativa, pensaba en aquellos afortunados a los
que les era lícito concretar deseos ubicados mucho más allá de im-
periosos requerimientos. Podría haberme dicho, por supuesto, que
las singularidades de aquellos palacios a escala eran consecuencia
de otro tipo de necesidades, discutibles, pero no menos acuciantes.
Se me antojaba, sin embargo, que la variedad y proporción de tales
obras armonizaban con el tipo de felicidad que allí habitaba.
Mientras andaba, imaginaba lo que tal vez ocurriera tras esas
ventanas cálidamente iluminadas: una familia reunida para cenar
en torno a una mesa larga, dos amantes en comunión anudando sus
destinos con las puntadas de sus besos, amigos que ríen a carcajadas
mientras comparten anécdotas y consejos. Es verdad que, tal vez
muy lejos de la realidad, proyectaba en esas fachadas de colores mo-
dernos las dichas que quería para mí. Pero al cabo de unos instantes,
la angustia me tomaba por el cuello y me decía: “imposible, imbé-
cil”. Entonces, aquella mirada amplia y sonreída de cándido anhelo,
se achicaba hasta el rencor dolido del ángel expulsado que observa,
proscrito y a distancia, un Edén creado para otros. Así trascendía

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Martín E. Tisera

a la amargura de considerar que tales venturas me estaban vedadas


por ser miembro de una casta maldita, mutilada en sus posibilidades
y enferma de restricciones.
Claro que esta idea volvía sobre la creencia en episodios prefi-
jados, inclinada a hacer más tolerable nuestro vacío errabundo de
criaturas fútiles. O acaso no hemos vivido sucesos de imprevisibi-
lidad tal, que semejan estallidos en nuestra línea de tiempo. Sin
anticipo ni proceso, irrumpen en la escena presente, quiebran la
esperada continuidad de la inercia y desvían brutalmente el camino
rectilíneo por el que íbamos. No hay plan ni protocolo que poda-
mos sujetar. Estamos desarmados en la perplejidad. Tampoco en-
contramos incuria ni impulso que acusar por el ingreso a nuestras
vidas del acontecimiento invasor. En el desierto en el que nos ha
dejado el evento novedoso, decimos con forzada sabiduría: “Estaba
escrito. Así tenía que ser”.
Qué tranquilizador resulta ver las miserias que padecemos como
una secreta y superior tutoría. Es sin duda una bella ingenuidad
considerarnos protagonistas de un plan maestro que tiene por fin
nuestra elevación espiritual. No quedaría en pie nuestro orgullo de
seres predilectos, sostenido aún en el tormento, si aceptáramos la in-
dolencia de un azar que, sin conocernos, ignaro de nuestras pasiones
y sordo a nuestras súplicas, sin quererlo ni saberlo, nos mueve con
mano floja y amodorrada.
Recuerdo estos pensamientos y recuerdo también el frío que
dejaba el sol al marcharse. Mis puños apretados buscaban asilo en
los bolsillos de la campera, mi cuello se hundía entre los hombros,
el hambre se revolvía en el estómago, y el cansancio entumecía las
piernas. Pero yo caminaba; no dejaba de caminar. Cruzaba las barre-
ras en la estación Acassuso y continuaba por el ancho boulevard de
la avenida Unidad Nacional, lugar que algunos miembros de la pan-
dilla llamaban “el bosque”. Elegía ese rumbo porque no quería que
las hojas multiplicadas en las altas copas detuvieran el murmullo de

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Crías de Chacales

sus oraciones. En el silencio de la tarde que declinaba, el cabeceo


somnoliento de los árboles pregonaba aromados rezos de viento.
Tipas, fresnos, sauces, tilos, naranjos y paraísos pronunciaban una
salmodia ininteligible que yo seguía, en búsqueda zigzagueante, por
las veredas más pobladas de vegetación.
Curiosamente, el ánimo profundo de llegar a casa seguía insis-
tiendo aún estando en ella. Yo atribuía aquel sentimiento escurri-
dizo de hogar a las personalidades múltiples que había tenido ese
espacio. Quiero decir que no siempre había sido una vivienda. Fue
una heladería, un laboratorio y, por largo tiempo, una funeraria.
De esta última existencia le había quedado un aura que, no obs-
tante las profundas remodelaciones que dirigió mi madre, nunca
pudo quitarse. Por el contrario, los nuevos cambios aumentaron
los recodos antojadizos y los apéndices inexplicables. Ya no era una
ruina tenebrosa, es cierto, pero seguía siendo compleja, oscura y, en
cierto modo, laberíntica.
Agradecí la demolición del antiguo galpón y su reemplazo por un
bello jardín con dos grandes árboles de Falso Café, pero maldije ese
larguísimo pasillo que conectaba las habitaciones, intransitable cuando
caía la noche por no sé qué misteriosa, invisible y diabólica presencia.
Lamenté además la pérdida de una estufa a leña sobre la que
pendía una reproducción de Jean-Baptiste Greuze. Cuántas veces
me evadí en ese cuadro, intentando descubrir a qué se debía la mi-
rada, algo pavorosa, de esa niña que abrazaba a su perro. Vestida con
ligera ropa de dormir, se veía aún más indefensa ante un peligro del
que su mascota era única e inútil protectora.
Pero la aversión al pasado que condujo a mi madre a la com-
pleta reforma de la casa, la llevó también a destruir esa pintura,
colocándola en una baulera donde los hongos la ennegrecieron y
la humedad la descompuso. De un modo similar sacrificó un viejo
piano de estudio que me fascinaba y quería aprender a tocar. El
industrioso reacomodamiento de muebles, que seguía la progresiva

- 73 -
Martín E. Tisera

construcción de las habitaciones, dejaron el instrumento a la intem-


perie e hicieron imposible su reingreso a cubierto. Luego los soles y
las lluvias lo azotaron hasta la putrefacción. Hubo muchos pasados; y
luego, ninguno. A nada permitió que me aferrara esa mujer que tor-
turaba a los objetos como lo hacía con los seres humanos: sin dejar de
poseerlos, los exponía a la degradación en manos de casuales agentes.

III
Quería alternar con los integrantes de esa pandilla y lo con-
seguí (jamás lo hubiese pensado) gracias a mi seca franqueza. Ésta
me convirtió, ante algunos, en un héroe; y frente a otros, en un
auténtico descarado. Como sea, el efecto de mi sucinta honestidad,
y de mi absoluta reserva en relación a mí mismo, me permitió abra-
zar el triunfo. Se hablaba de mí y hasta conseguí ser reclamado en
varias ocasiones. Se me llegó a solicitar como aliado, pero también
como enemigo; y tal era mi imagen de hombre ecuánime, que hasta
me asignaron el rol de mediador en algunas disputas. Mi anticuada
manera de hablar se confundió con erudición y me pedían consejos
o puntos de vista. Este modo de expresarme produjo a su vez el
asombro por el uso de palabras infrecuentes.
Yo admiraba a mis profesores que se paseaban con andar so-
lemne por el aula explicando un tema con profundidad poética y
natural corrección. Pero mucho antes de que mis estudios me dieran
lecturas de seductora complejidad, recuerdo verme fascinado ya de
niño con libros que encontraba en la biblioteca. Uno de ellos era un
vetusto diccionario, no muy grande, de hojas ambarinas y aroma
dulzón. Llamaban mi atención sus ilustraciones precisas y la rareza
de algunos términos cuyas definiciones, descubrí con entusiasmo
tiempo después, sólo sus páginas tenían. Las nuevas ediciones los
habían eliminado por considerarlos en desuso, logrando que todas

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Crías de Chacales

esas palabras excluidas se fueran con aquello que nombraban. Ésta


falta ahora se intuye, a lo sumo, en un incómodo vacío de expresi-
vidad, a menudo mal compensado con omisiones irrecuperables o
neologismos cacofónicos.
Me encantaba usar los vocablos que aprendía en mi enciclope-
dia, aun a riesgo de perder amenidad o parecer artificioso. No sólo
los incorporaba para que no cayeran en el olvido, también evocaban
en mí la dicha cálida de mis primeros textos.
Aún hoy, al escuchar esas palabras, o al leerlas, me veo de inme-
diato en la casa de mi infancia. Allí estoy, sentado en las lajas blancas
que costean el jardín, con un libro en mis manos y, descansando
a un lado, el viejo diccionario de tapas grises. Mientras repaso un
significado o me dejo embargar por un bello pasaje, miro la copa del
Falso Café y me hundo en su trémulo verdor.
Recuerdo haber deseado convertirme en escritor, pero todo lo
que obtuve de mis esforzadas tentativas fueron engendros contrahe-
chos, pretenciosos e ilegibles.
Pienso además si aquella afición no escondía un intento en pos
de nombrar la emoción maligna que se revolvía en mi pecho. Ima-
ginaba que reunir las palabras exactas, hallar el giro riguroso o la
expresión certera, equivalía a desatar un torrente de lágrimas pur-
gantes. Yo quería escribir como quería irme en una hemorragia de
llanto que no dejara residuo de mi recóndita desesperación. Pero era
mucho lo que guardaba y temía que fuese impar. Estar expuesto y
ser incomprendido me aterraba. También por eso desistí de la escritura,
sabedor incluso de que los lectores no leen al escritor sino que usan
su obra para interpretarse a ellos mismos. Leer a otro es buscar un
espejo más límpido que nuestras propias introspecciones.
Veo ahora las caras de graciosa perplejidad que mis compañeros
ponían cada vez que yo usaba algún término curioso. “Desasimien-
to”, dije una vez, y por varios días repitieron la palabra dándole
nuevos y cómicos significados. Uno rengueaba a causa de un desasi-

- 75 -
Martín E. Tisera

miento lumbar; así como otro, llevaba un desasimiento para defensa


personal. Era sabroso si se lo condimentaba bien, y lucía a la moda,
además de abrigar, enroscado en el cuello. Nos divertimos un buen
tiempo gracias a la ubicuidad que ganó el desasimiento.
De todos modos, y para cuidar cierta cronología, debo decir que
mi identificación en el grupo por aquellas características, llegó mucho
después de conocer al ventrudo Eliseo. Recuerdo que se acercó a mí
para preguntarme, con timidez mal vencida, qué música escuchaba.
Él era un muchacho párvulo y desastrado. Me conmovía su inteli-
gencia perdularia que lo dejaba indefenso. Tenía el pelo ensortijado
y grasiento, las mejillas coloradas y picadas de viruela. Su mirada
padecía esa dulce imbecilidad de perro fiel. Su risa trepidante cul-
minaba dudando, con ojos en desconfiada entrevista, de aquello que
la había causado. Transigente por falta de seguridad en sí mismo,
Eliseo era objeto de las bromas elaboradas e hirientes que le dedica-
ba siempre el impiadoso Bruno. Éste era una suerte de caudillo para
la banda, precedido por su fama de auténtico Punk, pendenciero y
buen peleador, reputación que tuve oportunidad de comprobar. Ja-
más callaba una chanza ingeniosa o una afilada respuesta, y no temía
llevar el asunto a los puñetazos. Era pequeño, delgado y de tez os-
cura. Sus ojos acechaban tras un largo flequillo negro que, ladeado,
permitía ver una nariz recta y una boca de labios bien formados. La
sonrisa amplia mostraba dientes perfectos aunque algo amarillentos.
Su ancho mentón y cabeza rectangular de rasgos angulosos, confe-
rían a su complexión la masculinidad que ponía en dudas un cuerpo
andrógino de posturas adamadas. Ésta ambigüedad era reforzada
con el uso de ropa ceñida, hábito que muchos tomaban por inso-
lente provocación. Sin embargo, tiempo después, Bruno me hizo
depositario de una confesión que arrojó luz sobre este asunto y que
abonó su compleja personalidad. Me dijo que en ocasiones, cuando
se encontraba solo en su casa, se ponía algún vestido de Anabella, su
hermana, y deambulaba por las habitaciones vacías desconociendo
el sexo de Adán. Según me explicó, fantaseaba con “amar a una mu-

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Crías de Chacales

jer como una mujer”. Esto aclaró también sus frecuentes visitas a la
biblioteca en las que indagaba sobre –así recuerdo que lo expresó–
“homosexualidad femenina”. Para subir de rango en la institución
demoníaca, Bruno ambicionaba convertirse en mujer.
Otro de sus signos distintivos era un peregrino sentido del humor.
Sus bromas, siempre aviesas e irreverentes, no eran escasas y dejaban
traslucir la pretensión de un daño. La víctima no reía, sino que mira-
ba, con humillado desconcierto, la innecesaria violación de los límites.
Una más de sus prácticas habituales, consistía en la actuación de
un personaje cuyas características adecuaba a su interlocutor. La re-
presentación se iniciaba luego de un rápido examen de la situación, y
parecía dejar de manifiesto que nadie merecía el conocimiento de su
real personalidad. Por otro lado, si lo insultaban, no conseguían ofen-
derlo, pues no era a él a quien estaban atacando, sino a una ficción, a
una construcción que desaparecería cuando ya no hiciera falta.
No era menos censurable su costumbre de doblegar a la persona
con la que interactuaba, de vencer sus principios y dejarla sumida
en un penoso ofuscamiento. Curiosamente, no eran puestos bajo el
ejercicio de su incisiva retórica aquellos cuyo deseo no era otro sino
la autodegradación. Muy pocas veces, por ejemplo, lo vi conversar
con Imanol. Encausar todos los pensamientos y acciones de sus se-
mejantes hacia la decadencia parecía ser su deporte favorito.
¡Cuánto rencor destilaba la risa de Bruno! Sus ruidosas carcaja-
das no hacían sino esconder rugidos de bestia. La ocultación de sus
auténticas emociones fue siempre el más instintivo de sus ardides.
Todos sus proyectos se elaboraban bajo las luces temblorosas que la
tormenta de su encono producía, y daban la impresión de ser reta-
liativos por el descuido a la arrogante soberanía que creía merecer
sobre los demás. De todas maneras, yo no dejaba de pensar que
mucho de ese resentimiento pagaba tributo de niño incomprendido
y abandonado.

- 77 -
Martín E. Tisera

Tuve con Bruno extensas pláticas, y confieso que, prevenido


siempre de su peligrosidad, llegué a disfrutar de su prodigiosa in-
teligencia y de su imaginación. Me agotaba a veces, es verdad, su
discurso anfractuoso con el que pretendía hipnotizar, más que per-
suadir o darse a entender.
Dije que Bruno adaptaba sus abordajes al individuo hacia el
que iban dirigidos. Así, sus aproximaciones a Eliseo se diferencia-
ban de sus acercamientos a Valentina. Con ella, el procedimiento
era, estructuralmente, siempre el mismo: Bruno avanzaba con algún
original y payasesco método de seducción, mecanismo de conquis-
ta programado, obvia y deliberadamente, para fracasar. Valentina,
tolerante con los preliminares del juego consabido, culminaba por
reaccionar a las tácticas de su pretendiente que no escatimaba en
groserías, hurtos o manoseos. De esta manera, Bruno lograba que
ella respondiera como él deseaba: enfrentándolo como un huracán.
La situación se tornaba graciosa y lamentable a la vez. Había gri-
tos, insultos, forcejeos, persecuciones y las risas generales del grupo.
Era fácil sospechar un amor recíproco que, justamente por su ca-
pacidad transformadora, los dos decidían abortar. Bruno no estaba
dispuesto –imagino– a ofrecer su infantilidad, así como Valentina
no quedaría desarmada al deponer su casto hermetismo. De todos
modos, como no resulta sencillo ahogar un sentimiento como ese,
ambos encontraban otras formas de expresarlo. Pero había algo más
(siempre había algo más) en Bruno. Aquel autoboicot disfrazado de
comedia, mucho tenía que ver con su comportamiento habitual,
con las ideas que amparaba y que intentaba inocular en los otros.
Parecía inmolar a no sé qué ominosa deidad, todo lo que pudo ser
honesto, genuino, sano o liberador. Más que una siniestra oblación,
se trataba de un festivo y petulante desprecio a la benigna providen-
cia, esa que a otros les era ferozmente esquiva.
Yo veía en Valentina una bondad salvaje, y una oscuridad que
tenía por abrevadero un secreto suplicio. Percibía en ella una apeten-
cia irreconciliable con este mundo, y no se me ocultaba la dolorosa
- 78 -
Crías de Chacales

retención de ese potencial. La belleza nocturna de un retiro patente


compensaba para mi sensibilidad la escasez de atributos físicos. Su
tez pálida contrastaba con un cabello castaño que, sin más cuidados
que el aseo, caía lánguido sobre los hombros. Un tanto membruda,
desconocía (o no utilizaba) esas formas de seducción en las que se
esmera el común de las mujeres. Un ascetismo semejante no podía
hablar sino de franqueza y de autenticidad.
Maldigo mi interés, al que jamás pude sustraerme, hacia los es-
píritus desvalidos y tristes. Fue por culpa de ese nocivo desarreglo en
mi naturaleza, que Valentina empezó a ejercer sobre mí un potente
magnetismo. Pero lo cierto fue que ninguna voluntad desviada del
compañerismo o la amistad, pudo germinar en su estéril incredu-
lidad. Y digo incredulidad pues creo que Valentina padecía de un
escepticismo tan inveterado que no le permitía concebir para sí la
dedicación de un sentimiento que no fuera superficial. El honesto des-
pojo de su imagen, transmutaba ahora a un devastado amor propio.
Renuncié al poco tiempo a la fantasía de un vínculo que barrun-
taba impracticable. Hay que tener diecinueve años, ser sorprendido
por la intuición de una pena esencialmente gemela, vislumbrar en
una unión el recíproco entendimiento, y encontrarse con un muro
de imposibilidad, para entender el angustiado desánimo que me
provocó aquella situación. De todos modos, no culpo a la adoles-
cencia por el sentimiento que experimentaba. Sería sencillo justi-
ficarme en las particulares características de un momento, de una
etapa, de otra persona. Sólo yo fui responsable –ésta, y muchas otras
veces– de no reconocer la real condición de una carencia que, así
inadvertida y hambrienta, me llevó a la caza ingrata de sirenas.
Decidí entonces alejarme de aquellos suelos volcánicos, aun-
que no sin antes manifestar mi abdicación. Y esto quizás por una
inclinación a los rituales que toda la vida me acompañó. Claro que,
declarar el abandono de una gesta ignorada era un completo sin-
sentido. En efecto, mis tentativas nunca fueron decididas, sino por

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Martín E. Tisera

demás tímidas e indirectas. Sucedió que, excedido en protectora


cautela, esperaba una evolución natural de los acontecimientos has-
ta la aparición de un signo que decantara los hechos con su fuerza
reveladora. Tal vez por medio de una intuición, que sin el obstáculo
de mis caprichos fue siempre certera, yo me encontraba silenciosa-
mente advertido de un objeto inviable. Así, lo mío no era precau-
ción ni vergüenza, sino los titubeos de una resignación debatida. Lo
cierto es que no dejé de exponer mi dimisión.
Una tarde ociosa de verano congregaba a la pandilla. Sin rumbo
prefijado, caminábamos de dos en dos cruzando el Parque Núñez,
cerca del hotel en el que vivía Valentina con su familia. Era habi-
tual que anduviéramos por las calles como lo hacíamos por nuestras
existencias: erráticos, confundidos, improvisando caminos, encon-
trando solaz en la fisonomía elusiva de una oportunidad o en el
estallido breve de una ocurrencia. Recién hoy sé que el azar jamás
estuvo de nuestro lado: perdíamos y volvíamos a perder las apuestas
que hacíamos a la vida.
Esperé a que Valentina quedara sola y me acerqué a ella. No re-
cuerdo exactamente lo que dije; sé, de eso estoy seguro, que suavicé
la aspereza de mis ideas con algún recurso poético. Puedo decir ade-
más que mis palabras se dispararon como respuesta a su pregunta:
“¿Qué te pasa?”. Supongo que, luego de detectar en mí un compor-
tamiento inusual o quizás un semblante atípico para mi carácter, y
con ese interés que no sobrepasa la mera curiosidad, quiso saber qué
me ocurría.
A mi contestación reaccionó con un gesto de halagada perple-
jidad, como el prematuro agradecimiento por algo que, bellamente
envuelto, se confunde con un regalo. La vi sonreír. De nada sirve
elaborar enigmas si a menudo se confunden con estéticos galima-
tías; porque le basta a algunos ese narcótico aturdimiento que les
produce un verbo equívoco, eso que llaman, erradamente, poesía.
No me entendió, aunque no importaba que lo hiciera. Esa declara-

- 80 -
Crías de Chacales

ción era para mí un acto con el que pretendía devolverme la libertad


que yo mismo me había quitado persiguiendo una quimera. Me dije
que ahora estaba dispensado de esa pequeña idolatría a la que me
sujetaban mis sentimientos hacia ella. Ya no debía atropellarme en ab-
surdas fantasías ni libar el veneno agridulce de los anhelos imposibles.

IV
Nuevamente era viernes y yo iba desde la estación de tren
hacia el colegio. Las cuadras parecían interminables bajo mi paso
ansioso que temía llegar demasiado tarde. Me tranquilizó ver sin
embargo, aunque todavía lejos y entre un hormigueo compacto de
estudiantes, a la pandilla reunida. Bruno conversaba en un círculo
formado por Eliseo, Imanol y Benjamín. Me acerqué a saludar y mis
compañeros hicieron un espacio para dejarme integrar el corro. El
gesto me gratificó. Pronto me puse al corriente de lo que sucedía.
Bruno se dedicaba, con fórmulas por demás cómicas y deliran-
tes, a la conquista innecesaria de una señorita que ya le había ex-
presado su favor. Ella se encontraba a cierta distancia, junto a sus
amigas, tolerando las niñerías de un pretendiente que jugaba a la
seducción. A todos nos convenció Bruno para que fuéramos sus he-
raldos. Por turnos llevamos mensajes irrisorios y trajimos respuestas
condescendientes. Íbamos y veníamos, mientras él remedaba poses
de galán televisivo. Lilin –así se llamaba la muchacha– parecía con-
servar aún el interés en este personaje que, con sus afectaciones de
Don Juan, ponía en riesgo un éxito ya declarado. Finalmente, se
nos concedió una nueva oportunidad. Arreglamos –por pedido del
procrastinador– una cita entre ambos grupos para esa misma noche.
Así fue que, luego de acordar nuestro regreso a la hora fijada,
nos marchamos. No recuerdo el rumbo que tomaron los demás,
pero sé que Bruno regresó a su casa, mientras que Eliseo y yo acep-
tamos una cordial invitación a cenar que nos extendió Benjamín.

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Martín E. Tisera

No dejé de pensar en aquel momento, que nuestro destino era


el hogar de alguien que siempre me inspiró desconfianza. Yo podía
adivinar en él la reserva adulterada con astucia que pretendía hacer
pasar por urbanidad; y no se me escapaba la posibilidad de que la
desabrida sencillez de su indumentaria fuera el carro desapercibido
en el que viajaba la felonía. Pero si algún elemento más necesitaba
para incrementar mi recelo hacia él, bastó conocer el lugar donde vivía.
Ya había oscurecido y la noche abría atento el plafón sucio de
su ojo ciego. La neblina hacía que el carácter macizo del edificio se
alivianara, que sus líneas severas quedaran desdibujadas, y que la
bombilla tartamuda que pendía sobre la puerta, enjaulada en un fa-
rol herrumbroso, se rodeara de un nimbo similar al de una luna que
anuncia tempestad. Todo elemento lucía la imprecisión del miste-
rio. Pero este hechizo dejaba libres a las construcciones vecinas, in-
fluyendo sólo sobre la casa de Benjamín que parecía, de este modo,
producto de una aterrada imaginación que la erigía fantasmagórica
en un terreno baldío. A pesar de sus caprichos de ruina arcaica,
perseveraba en su rigidez, aunque oprimía el pecho los deseos de
renunciar que suspiraba la cansada robustez de los cimientos.
Nada parecía vivir allí, pero tampoco existía algo que estuviera
muerto definitivamente. En el jardín que antecedía a la entrada, las
plantas languidecían hurgando sedientas, con los apretados nudos
de sus raíces, la tierra seca. Cabellos de exangüe maleza simulaban
voluntad al agitarse por el viento, mientras el descolorido piar de un
ave se atrevía lejano a un último plañido.
No, eso que nos esperaba tras un muro bajo y derruido no era
un parque, sino cuerpos insepultos de insólitas criaturas. Qué im-
piedad no los arrancaba y los tiraba al fuego. Después noté que, aun
en su retorcida decrepitud, aquellos seres no carecían de vitalidad.
Después de todo, qué otra cosa hubiera armonizado con aquello
que esas plantas parecían adorar como al monolito sagrado de una
religión imperdonable.

- 82 -
Crías de Chacales

Todas las persianas estaban bajas, y la oscuridad del interior nos


convertía en desesperados invidentes librados a la intuición de com-
pañía noctívaga.
Aquellas particularidades fueron las que, sin dudas, taparon con
olvido las circunstancias en las que se dio la prometida cena. Sí recuer-
do que hacía calor porque me sorprendió que las ventanas estuviesen
cerradas y que Cala, la madre de Benjamín, nos recibiera abrigada y
restregando las manos como si estuviéramos bajo un crudo invierno.
Días después, compartí con Bruno mi experiencia. Pensé que,
dadas sus características, podría verse interesado en ella. Él me es-
cuchó con ávida atención. Sin atreverse a interrumpirme, absorbió
cada palabra que dije. Luego, con inquieta seriedad y en tono de
confidencia, me aseguró que Cala era vampiro. Me contó sus pro-
pias vivencias en la casa de Benjamín, ocurridas en el verano; me
habló sobre los sueños que lo asaltaban cuando pasaba allí la noche
y acerca del terrible agotamiento físico que padecía al despertar. Ar-
maría incluso un compendio de supuestas pruebas para sostener su
hipótesis. Pero la verdad es que Cala, alba flor de la cicuta, guardaba
otro secreto, uno que supe tarde, demasiado tarde...
Llegó la hora indicada y nos dirigimos al punto de encuentro.
Esperamos. Ambos grupos estaban reunidos, pero, fiel a su displi-
cente excentricidad, Bruno jamás apareció. Imaginé entonces, que
mi deber de buen amigo era excusarlo ante la muchacha que había
dejado plantada, y hallar en el ausente alguna virtud que, suma-
da a mis esfuerzos de persuasión, lograra reservarle una redundante
oportunidad. Abracé esta idea sinceramente y, sin más, comencé a
ejecutarla. Lilin sonreía a mis ditirambos que pronto encontraron el
ocaso de la inventiva.
Decididos ya a prescindir de Bruno, empezamos a caminar dis-
cutiendo sobre qué hacer. Regía en ese momento la ley seca, pero
conocíamos un kiosco sobre la avenida Maipú que no tendría in-
convenientes en vendernos una cerveza. Me encargaron la compra

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Martín E. Tisera

y Lilin se ofreció a acompañarme. Ya con un par de botellas, fuimos


al puente peatonal que cruza la calle Primera Junta, esa noche libre
de Skinheads o Metaleros, habituales ocupantes de ese estratégico
lugar. Allí nos esperaban los demás.
Al cabo de unos instantes, llegó la policía que nos había visto
en la siempre sospechosa oscuridad. Apartaron a las mujeres, apa-
rentemente incapaces de cometer delitos, y ordenaron a los hom-
bres colocar las manos contra la pared. A patadas separaron nuestras
piernas para palparnos en busca de armas. Tomaron nuestros do-
cumentos. Querían saber dónde habíamos conseguido el alcohol.
Nadie habló. Luego, y dado que yo era el único que alcanzaba la
mayoría de edad, se ensañaron conmigo. Me amenazaron con una
noche en la cárcel si no les decía lo que deseaban. Callé. Entonces
sentí el cañón de un arma apoyarse en mi espalda y supe que ya no
importaba la dirección del negocio, era una batalla de poder. Me
arrestaron y, mientras me conducían al patrullero, Lilin se adelantó
y les dio la información que pedían. Con innecesaria brusquedad
me quitaron las esposas y me dejaron libre. “Agradecele a tu novie-
cita”, me dijo uno de los oficiales.
No teníamos miedo. Nuestra apariencia desacostumbrada hacía
frecuente esta clase de requisas. Nos interrogaban, revisaban nues-
tras pertenencias y nos quitaban las cadenas con la que nos adorná-
bamos. Esto trae a mi memoria las incursiones que hacíamos con
Imanol a los comercios de mascotas para robar los collares de ahor-
que que usábamos después como llaveros.
Ya sin ánimos de deambular por las calles, fuimos a la casa de
Eliseo. La pasamos muy bien. Recuerdo risas, cantos, alguien que
tocaba la guitarra. Yo conversaba con Lilin de no sé qué. Ella me
escuchaba sonriente, como soportando divertida mi puerilidad. De
pronto, decidió poner fin a mi discurso dando a su mirada una
elocuente sensualidad. Sus ojos abrieron los míos que la vieron por
primera vez. Sin embargo, demoré una contestación. Sabía que exis-

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Crías de Chacales

te entre la seducción y el interés, una relación posible, aunque no


necesaria. Pero sobre esto estaba la reconvención autoinflingida por
una conducta que aún no había puesto en marcha. No fue suficiente
la máxima de no hacer por alguien lo que éste no está dispuesto a
hacer por sí mismo. Me culpaba anticipadamente. Me decía que no
estaría bien ceder a las insinuaciones de Lilin, y me añadía que no
podía violar los códigos de la amistad en los que Bruno había des-
cansado plenamente al dejarnos con su pretendiente.
¡Ay, Dios, por qué fue tu designio concebirla tan hermosa! Le
decían “India”, pues aseguraba haber estado en el país del Taj Ma-
hal. De todos modos, bien le sentaba su apodo. Aquellas tierras
exóticas parecían haberle dado la piel siena, los ojos grandes y os-
curos delineados por densas pestañas, el pelo negro crecido hasta la
cintura. Se vestía con vivos colores y usaba perfume alimonado. De
su antigua raza llevaba además la serenidad regia, sedimento de una
sabiduría ancestral y del constante ejercicio de la espiritualidad.
La herida que me causó su belleza pronto se infectó de agudos
sentimientos. No medité la asepsia, sino que me abandoné a la fie-
bre devocional y a su delirio de tristeza. Besé a Lilin una noche de
primavera, y el místico filtro que bebí de sus labios aún fermenta en
mis venas cuando los árboles reverdecen.
Nadie tomó aquello como una deslealtad. El desinterés de Bru-
no era evidente para todos y mi actitud fue entendida como un acto
de justicia. De todos modos, necesitaba disculparme con él y aclarar
el asunto. Lo hice, y soporté el juramento de venganza que me arro-
jó, escondido en sus frases de buen perdedor.
No fue mucho el tiempo que estuve junto a Lilin, pero mientras
duró nuestra relación bebí de sus caricias como un náufrago lo haría
de las gotas míseras que suelta una lluvia pasajera. Nos encontrá-
bamos en el Parque Centenario, al que yo llegaba tomando el tren
hasta Barrancas de Belgrano y allí, el colectivo 15. Recuerdo que el
campanario de la Iglesia Nuestra Señora de los Dolores me servía de

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Martín E. Tisera

faro. Dábamos largas caminatas extasiados en un comercio de mira-


das que decían lo que nuestras bocas, por vergüenza o temor a una
falta de reciprocidad, se esforzaban por callar. Yo adoraba el modo
en que los dedos de su mano pequeña se abrían al entrelazarse con
la mía, ancha y tosca. Mi regreso, en avanzadas horas de la noche,
lo hacía con el pecho inflamado por una emoción que me hacía
superior al resto de los mortales.
Los días en que Lilin viajaba a San Isidro para visitar a su prima
(se llamaba Daniela, si no me equivoco), aprovechábamos para en-
contrarnos en la Plaza Castiglia y pasar horas sentados a los pies del
monumento. Recuerdo una noche en que nos sorprendió la lluvia.
Yo la abracé bajo esa metralla compacta de agua que rogué fuera una
bendición celestial. No lo fue.
El tiempo vindicador me dejó ver que aquel sosiego admirado
por mi desorden no era la placidez del misticismo ni la moderación
de la melancolía, sino la lentitud del movimiento calculado, la pau-
sa de una estudiada mezquindad. Pero tal claridad no tuvo la fuerza
para librarme de luchar, ardua y estúpidamente, por salvar a quien
niega su perdición, por encaminar a quien ama su febril vagabun-
deo. Mi ligazón se sostenía, sin embargo, por fe en la promesa de
una entrega última, honesta y total, casi formulada en la cuidada
dosificación de frases truncas y de oscuras alusiones.
Cuándo acabarían de renovarse las posposiciones. Cuándo se
me franquearía el acceso a la íntima confianza. Qué más debía hacer
para ganar ese fervor que –según me decía en una congoja de inge-
nuidad traicionada– tan fácilmente le había dado a un otro anterior.
Yo, en cambio, debía soportar sus frías evaluaciones y sus repentinas
huidas a un distante recelo.
Pero aquellos obstáculos no eran prudencias del resentimiento,
ni se trataban de una herida sensibilidad que se retraía ante la posi-
bilidad de una nueva amenaza. Me dije que en la prefiguración de
sus múltiples posibilidades, Lilin quedaba seducida por su propia

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Crías de Chacales

disponibilidad. Pensé también que la inclinación al vértigo de la


intemperancia la conducía a nuevas experiencias. Incluso la excusé
en una ambiciosa orquestación de eventos que la infantil glotone-
ría quiere en simultáneo cuando son por naturaleza incompatibles.
¿Sería simplemente, me pregunté por último, un ejercicio inmaduro
de la libertad?
Lo cierto es que no dejaba de maliciar estafa en el acto más inocuo
para arrogarse el derecho a malversar la duda. Su frecuente partici-
pación en situaciones ambiguas y placeres egoístas, poco tenían que
ver con atendibles justificaciones. Eran (¡cuánto me costó aceptarlo!),
juegos de manipulación, prácticas de una intriga perversa que goza
con someter al anhelante a los mareos atribulados de la incertidumbre.
Desesperantes me resultaban las persecuciones que, siguiendo
un sugestivo sembrado de indicios, tras ella lanzaba mi imagina-
ción. Qué aciaga la certeza de mis intuiciones. Por último, el for-
cejeo con la irresolución me dejó por saldo el vacío extenuado de
quien ha dado sin reservas.
Sin embargo, y a riesgo de inspirar un irrisorio patetismo, con-
fieso que, luego de esta penosa aventura, ignoré varias veces más las
evidencias del sentimiento fementido, y emprendí nuevas odiseas
tras sedientos espejismos. En fin: espié furtivamente empíreos terre-
nales y, con ebrio afán, los quise para mí.

- 87 -
Martín E. Tisera

V
E ra mediodía. En nada se parecía esta esquina de la existencia a
esas imágenes que muestran el verano como un alegre y despreocu-
pado bacanal. El astro incendiario enviaba sus rayos deletéreos que
enfermaban a la ciudad de lúgubre entumecimiento. Los paseantes
rehusaban las calles así como las nubes no osaban transitar aquel
cielo encandecido. Tampoco había brisa que remeciera los árboles.
Las plazas, vacías de gente, con el follaje requemado y los juegos
detenidos, semejaban la obra de un dios taxidermista decidido a
negar, en la quietud inconmovible, esa vida teatral que sugiere el
mero movimiento.
Resultaba irónico que la densidad atmosférica anticipara, en
una claridad enceguecedora que no dejaba de expandirse, la sofoca-
ción del ataúd; y que una muda conflagración, dilatara los aromas
hasta volver nauseabundo el aliento de las flores.
Yo odiaba esos días en que el aire recalentado asfixiaba mi vo-
luntad. Pero aun así, algo me llevó a enfrentar el desolado agobio
de aquel pandemonio. No dejaba de creer que para formar parte
de la pandilla debía esforzarme por asistir a todas sus reuniones.
Porque el precio de no estar a su alcance –sentía– era desaparecer
de su registro. En mi soledad me deshacía hasta convertirme en
una irrecuperable fantasmagoría. Por eso yo buscaba esa ligadura de
las experiencias compartidas, tratando de seguir, sin transgredir los
principios por los que ya se me conocía, las propuestas de mis com-
pañeros, incluso si estas me desagradaban un poco o me inspiraban
algún desacuerdo menor.
Así pues, luego de vencer mi atonía con una fuerza de ánimo
que, de haberla apuntado hacia el éter, hubiese hecho llover, ya es-
taba con mis compañeros. Caminábamos sobre el vaho calcinante
que exhalaban las anchas veredas de la Avenida Cabildo, en el barrio

- 88 -
Crías de Chacales

Nuñez. Íbamos de dos en dos como solíamos hacerlo. Buscábamos


algún parque umbroso que pudiera darnos refugio del calor excesi-
vo. Yo andaba con pegajosa torpeza, y me separaba a veces de la fila
para buscar, como un lunático, las sombras angostas que dejaba la
inclemente luz cenital.
A través de una bruma de irritante pereza, veía a Bruno y a Ben-
jamín conversar con paranoia mal disimulada. Miraban con adema-
nes compulsivos hacia todos lados y ahogaban sus risas apretando
los labios. Luego adoptaban una actitud seria, como si trataran un
tema verdaderamente importante. Uno musitaba, y el otro asentía
decididamente con la cabeza. Sus manos revoloteaban haciendo gestos
que dibujaban en el aire ideas ininteligibles.
No recuerdo qué pareja abandoné para acercarme a ellos movi-
do por una urticante curiosidad que apartó las nubes de mi ofusca-
miento. Enmudecieron al sentir que alguien se acercaba, y yo pre-
gunté con descaro de qué hablaban. Se consultaron con la mirada.
Dudaban evidentemente de compartir conmigo su secreto. Final-
mente, Bruno accedió a contarme su hipótesis sobre un intercam-
bio sexual entre Ágata y Valentina. Me informó que las hermanas
se dirigían extrañas observaciones e incomprensibles reproches de
amante. También me contó acerca de una ocasión en la que las ex-
puso con una pregunta directa. Al parecer, antes de responder nega-
tivamente o de reír por el absurdo, ellas se anudaron en mutua ins-
pección. Bruno dio fe de haber leído en los ojos de las interrogadas,
una silenciosa conversación que recorrió la culpabilidad perpleja,
la recíproca acusación de deslealtad, la propia defensa y la censura.
De todas maneras, no le di al asunto mayor trascendencia por
venir de una persona cuyas inclinaciones conocía sobradamente.
Además, hacía ya un tiempo que Ágata y yo nos encontrábamos a
solas. Hablábamos mucho, nos reíamos y jugábamos. Ella escapaba
de su hermana con algún pretexto: vería a una amiga, haría un trá-
mite. Yo la esperaba en la estación Acassuso y, si la excusa inventada

- 89 -
Martín E. Tisera

para la fuga nos daba tiempo, caminábamos hasta el río. De otro


modo, nos quedábamos en la estación o nos dirigíamos a un pul-
món de manzana al que llegábamos luego de cruzar una galería de
negocios situada sobre una de las calles laterales a la vía. Allí había
un pequeño jardín con una fuente azul que, en lugar de un sapo
escupidor o de una ninfa que vierte el contenido de su ánfora, tenía
una escultura abstracta cuyo concepto nos divertía adivinar. En su
fondo circular se extendían continentes de musgo, mapa de una
tierra plana y diminuta.
Allí, en ese oasis furtivo de tranquilo verdor y rumorosos sur-
tidores, Ágata era un hada pluvial de alegre vitalidad. Sus ojos se
abrían en un celeste diáfano. En su testa de virgen descansaba una
diadema que el sol tejía con cintas de oro. Tenía una graciosa y dulce
franqueza, y maneras semejantes a la frescura silvestre del rocío que
cae sobre la fiebre última de un día abrasador.
Sentía profundos deseos de sumergirme en ese estanque de luz
y de pureza calma para emerger limpio y reconstituido. Recuerdo
haber pedido a Dios que me concediera la gracia de su amor. Lo
obtuve, y quise ser perfecto para ella, ser digno de todo lo que ese
maravilloso manantial me ofrecía espontáneamente.
Cuando Bruno supo de mi relación con Ágata, presentó dos
actitudes a considerar. En la primera, disimuló una ojeriza entre
aires de superación y jocosidad. Me reprochó haberme adelantado
por segunda vez a sus conquistas, y reiteró su juramento de vengan-
za. Pero no me afectaron sus palabras. Yo empezaba a considerar la
posibilidad de que algunos acontecimientos escapasen de ser justas
retribuciones al mérito o debidas compensaciones de una necesidad.
¿Acaso no fracasaban cometidos simples y planes excelentes? Ya no
me importaba lo que Bruno me dijera al respecto, porque el hecho
de que Ágata y yo estuviéramos juntos dependía de una incontro-
lable multitud de variables, factores que, de un momento a otro,
podían cambiar o desaparecer.

- 90 -
Crías de Chacales

En la segunda de sus reacciones –ocurrida tiempo después frente


al colegio– me confesó haber intentado besar a Ágata. Me pidió dis-
culpas, y me explicó que su intención no había sido perjudicarme,
sino aniquilar la petulante dignidad de mi novia. Intentó hacerme
su cómplice y me ofreció la posibilidad de conocer a una amiga suya
(Ingrid, Astrid, Abigaíl, no recuerdo) con la que yo podría incurrir
en una discreta infidelidad.
Se parecía a un diablo dispuesto a delegar una misión que se
halla fuera de su alcance. Pero después entendí que tras su ruego
descabellado, Bruno escondía el desesperado anhelo por destruir
dos cosas en un solo acto. Al hacerme agente de su plan corrompía
mi lealtad y destruía la confianza de Ágata, dos estrellas límpidas
que ese duende maléfico no soportaba contemplar desde la negra
miseria en la que nadaba por propia voluntad.
A veces me compadecía de aquella singularidad que, mal de su
grado, lo aislaba en las tortuosas catacumbas de la locura. Se satis-
facía en concretar actos concebidos en las cerradas penumbras de
la premeditación, pero después el desorden lo devoraba. Una silen-
ciosa implosión sucedía tras esos ojos negros que tanto se esforzaba
por ocultar.
Pero la actitud de Bruno ante mi noviazgo con Ágata, no fue más
sorprendente que la de Valentina. Ella se dedicó a boicotear nuestros
encuentros y a arrojarnos incomprensibles afrentas. Por otra parte,
resultaban inquietantes los maltratos físicos que Valentina hacía caer
sobre su hermana. Cardenales y rasguños conformaban la escritura de
una enigmática severidad, complacida al parecer, con el palimpsesto
en el que había convertido la piel feérica de su obsesión.
Cuántas veces intenté persuadir a Ágata de que denunciara esa
violencia, pero ella respondía que una reacción empeoraría las cosas.
Argumentaba que la crueldad de su hermana aumentaría si inten-
taba detenerla de algún modo. “Yo la conozco”, decía, “será mejor
no hacerla enfadar”. Sugerí intervenir, pero se negó enérgicamente.

- 91 -
Martín E. Tisera

Dijo que cualquier ensayo de atemperar a la pequeña déspota sólo con-


seguiría aumentar su enardecimiento. Por otra parte, tampoco negoció
con sus padres nuevas libertades que nos permitieran los proyectos.
Y sólo porque la cercanía da a lo impracticable ficticios gradien-
tes, a lo que sigue la ilusión de lo posible, yo no dejé de insistir en su
emancipación. Pero cuatro años transcurrieron y la independencia de
Ágata nunca llegó. Tal postergación fue como un asesino cuya mano
se cerraba sobre mi garganta, un enemigo contra el que luché hasta
que la asfixia me quitó las fuerzas y me llevó al sueño de la rendición.
Ágata fue la única mujer por la que lloré; y supe, no sé cómo, que
arrastrada por ese llanto plutónico se iba la tierna pureza de los ideales.
También pensaba que el pequeño y fecundo núcleo de un amor
es como el anaeróbico paisaje invernal preservado en una esfera. El
milagro, renovable y simple, que acontece en este diminuto planeta
cristalino, requiere la inflexible intimidad de su mecanismo. Por eso
no admite siquiera mínimas filtraciones. Sucede que ese orbe es un
core, un principio que debe conservarse inalterable, una cosmogonía
encapsulada como aquella a la que los chamanes recurren para sanar
toda clase de enfermedades. Nada importa lo que sucede fuera de
él; en su interior, la historia de una nevisca que cae muelle sobre
una casita se repetirá, luego de una sacudida, para obsequiarnos la
maravilla de una tranquilidad recuperada. Pero hendido el herme-
tismo del contenedor, la composición no tarda en hacerse añicos.
Los elementos que formaban la cíclica escena se desparraman en
unidades vanas. Un líquido viscoso arrastra una vulgar figura de
plástico junto a unos grumos blancuzcos, y el vidrio, antes protec-
tor, se fragmenta en astillas peligrosas.

- 92 -
Crías de Chacales

VI
L a tormenta avanzaba como una flota de ángeles en rebelión
que aniquilaba al sol con el humo compacto de sus descargas. La
triunfante insurrección entronizó a la noche y puso como estan-
darte el filoso yatagán de la luna, que celaba de a ratos su hoja con
espesas nubes. Sin embargo, desde la tierra, los árboles contestaban
a un nublado todavía sedicioso, con las centellas de sus ramas.
Mis ojos, que por buscar en el cielo me condenaron al tropiezo,
consintieron en descender a la agitada actividad planetaria. La ven-
tanilla del colectivo filtraba, con casual benevolencia, mi desganada
observación. En su borde superior, se extendía un rosario cristalino
cuyas cuentas caían y se renovaban con hipnótica lentitud. A través
de ese vidrio lloroso puede ver turbias luces de colores y fantasmas
que corrían en busca de refugio.
Yo había conocido a Iset en la facultad, y esa noche viajaba a
Plaza Italia para encontrarme con ella. Bajé del colectivo y me quedé
un momento asido a las rejas del Jardín Botánico. Toda esa vegeta-
ción, caprichosamente ordenada, oscilaba confusa bajo la carrera
del vendaval. Volví de mis ensoñaciones por una gota de lluvia que
había tocado mi frente y que se deslizaba dividiendo mi rostro a la
mitad. “Vamos”, me dijo el destino con esa larga caricia de su índice
mojado, “es hora de enfrentar lo que debe sobrevenir”.
Esa misma tarde había llorado por Ágata, y ahora, con una an-
gustia mal lavada por la esperanza en el futuro, me dirigía al en-
cuentro de la mujer más pérfida que conocería. Cuántas veces se ha
recurrido a la imagen del súcubo para describir a una suripanta; yo
estoy seguro de que se me perdonará la falta de originalidad en favor
de tal justeza.
Hoy espero que, por el bien de los hombres (y muchachas) que
me sucedieron, en ese momento ella haya sido su máxima expresión

- 93 -
Martín E. Tisera

y no un promisorio rudimento. Su meticuloso cuidado personal ex-


cedía la coquetería esperable en las descendientes de Eva. Se teñía
el pelo de rubio, se colocaba lentes de contacto color verde y ma-
quillaba una pequeña cicatriz en su rodilla derecha, blanqueaba sus
dientes, comprimía su busto hiperbólico. La moderación extrema
de sus palabras, que dejaba silencios cargados de intención, trans-
formaban su recato en grosería. Pero ella prefería estas incómodas
faltas antes que un ligero riesgo de traicionarse. Cuando, a causa
de una alegría aparentemente inmotivada, se le daba por bromear,
hacía comentarios ingenuos de premeditada artificialidad para jugar
a traslucir una lujuria viable. Por otro lado, mancillaba con lascivia
un auténtico acceso de ternura sólo para reinar desde una lúdica
ambigüedad que la volvía inasible.
Enigmática a fuerza de minuciosas y arteras ocultaciones, con Iset
aprendí a leer una sutil criptografía de lapsus. Son signos que única-
mente la piedad de un ángel libertario hace trascender la barrera del
artilugio mejor planificado y de la actuación más hábilmente ejercita-
da. Pero la fatídica demora con la que se me concedió esta gracia, lo-
gró que un nudo tan fuertemente atado dejara su marca al deshacerse.
De todas maneras, supe después que los contactos con otros,
por más ocasionales o bienintencionados que sean, jamás resultan
inocuos. El efecto más inofensivo que se puede esperar, es la acu-
mulación. El pasado se atiborra en desordenada variedad como esas
tiendas que apilan baratijas usadas sobre antigüedades costosas. Con
cada persona que tratamos, sellamos un pacto diferente: quedaremos
sujetos al silencio, a la transitoriedad, a la permanencia, a una laten-
te posibilidad. Estos acuerdos, cumplidos o quebrantados, se cobran
algo de nuestra alma, de nuestra paz. Corre el tiempo y la mirada
se gasta en destellos de maldad, se entorna para guardar secretos, y
buscando lo distinto sólo encuentra réplicas de lo que ha visto. Deja
de creer y, cuando no observa con sospecha o complicidad, lo hace
con voracidad de bestia. Y llega el momento en que ya no empa-
tamos con la virtud que ahora espiamos de lejos augurándole, más
- 94 -
Crías de Chacales

por envidia que por experiencia, nuestra misma perdición. Porque


se vuelve necesario que todos estemos condenados en idéntico lodo;
de lo contrario, pasaremos a formar parte de una raza menor, mal-
dita e infausta. Y como sabemos que no habrá contrición suficiente
que pueda redimirnos, nos quedará entonces responsabilizar a un
decreto superior que manejó nuestras vidas a su antojo.
Me interrumpo aquí. No reflexionaré más sobre mi historia con
Iset. No ahondaré en una relación que tuvo como protagonistas, no
sólo al doloroso asombro de la perfidia, sino al desequilibrio mental
y a la magia negra. Hundir mi prosa en la complejidad de una trama
semejante, desviaría imperdonablemente a este relato del fragmento
temporal que me he propuesto reseñar.
Sólo diré que antes de recibir la claridad que me sacó de un pan-
tanoso engaño, yo no pude advertir los cuantiosos ardides de una
farsante. Creí ver en Iset el aplomo de la mujer lograda, la promesa
de la siguiente fase en mi evolución.
Por eso, cuando Benjamín me contó que había iniciado una
relación con Ágata, yo no tomé la noticia como la confesión de una
deslealtad. Pensé, por el contrario, que tal declaración no hacía sino
confirmar mi nuevo rumbo. Porque cuando hay alguien que espera,
a pesar de todo, nuestro regreso, llegamos a dudar de la expedición
que nos ha hecho partir, e incluso, acabamos por odiarla.
Cuántas veces emprendemos un viaje siguiendo la creencia, a
menudo contagiada, de que nuestra verdad está en alguna esqui-
na incalculable de este mundo. Se trata de un periplo del que fi-
nalmente volvemos intentando recuperar esa inocencia que ahora
buscamos desesperadamente para descansar fallas, heridas y culpas.
Cuánto anduvimos, cuánto quisimos aprender para encontrar lo
que estaba allí, en un rincón de la infancia, en ese aroma que fue
hechizo de nostalgia toda nuestra vida; en ese rostro que, aun bo-
rroso, no hemos olvidado; en esas voces que siempre nos hablan;
en fin: en ese punto del que nos hemos alejado para encontrarnos a
nosotros mismos.

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Martín E. Tisera

No dejé de pensar en la posibilidad de un grave error. Ese no era


el destino de Ágata. Bruno parecía saberlo muy bien cuando, ago-
biado, me pidió que interviniera para disolver ese vínculo. Le dije
que tal cosa era imposible. Él no sabía, y yo no me atreví a exponer,
la verdadera razón por la que todo retorno era ya impracticable.
Porque desde el momento en que Ágata me confesó su embarazo, sé
que existen yerros, accidentes, desvíos que nos apartan, quizás para
siempre, de una prístina comisión a la que sin saberlo nos debemos
desde nuestro nacimiento.
Así ella, que adoraba al sol, se dejó a los hábitos funerarios de un
muchacho demente. Su falta de coraje la sentenció a los subsuelos de
una realidad en que la luz sólo estaba presente en un pasado intran-
sitable y en fugaces utopías.
¡Qué difícil me resultaba concebir esa pareja! Ágata con el sádi-
co Benjamín, el siempre irónico y cínico Benjamín que utilizaba su
deliberada afectación de modales caballerescos como befa solapada a
todo lo que es bueno o correcto. La dulce Ágata, a quien yo desves-
tía con profunda adoración, despedazada por las garras de un sátiro
que coleccionaba pornografía y se deleitaba morbosamente viendo
filmaciones de autopsias. Sobre la piel nacarada donde, avergonzado
de mi aspereza, sólo me atrevía a depositar caricias con el reverso de
mis manos, caerían ahora hambrientas dentelladas de fiera.
La fatídica tarde en la que vi a Ágata por última vez, ella tenía
los ojos velados por una niebla de resignación. Aquella risa musical
que disipaba enojos y consolaba toda frustración, se redujo a una
mueca lacia, semejante a la sonrisa indescriptible que el vencido de-
dica a su verdugo para expresarle que acepta la pena recibida y que
entiende ilusoria toda maniobra de liberación.

- 96 -
Ágata

I
Cierro los ojos y oriento mi cara hacia el sol. El calor es intenso
pero la luz me fortalece. Aspiro hasta que el aire entra con un
temblor en mi angustia para llevársela en el largo aliento que dejo
salir. Repito la técnica, pero esta vez, contengo la respiración tres
segundos. La opresión que me dejó el llanto se descomprime y se
aliviana. Inspiro y espiro con lentitud. De nuevo. Una vez más.
Lo que hago –se me ocurre– es parecido a limpiar, a ventilar un
ambiente que estuvo cerrado durante mucho tiempo.
Distraigo mis pensamientos. Busco en mi mente la imagen de la
flor que llega hasta mí con su fragancia: es jazmín. Hago lo mismo
con un pájaro que escucho cantar. No sé de aves, así es que lo invento:
es de color marrón y tiene un pico diminuto; parpadea rápido y se
mueve de a saltos; mira de un lado a otro como si estuviese asustado.
¿Cómo se verá el sujeto que acaba de decir algo a lo lejos? Su voz es
ronca y fuerte, debe ser corpulento y barbudo. “Paso mañana, señora.
No se preocupe.” Ha ido a reparar algo en la casa de una mujer sola,
y dejó su trabajo sin terminar. Tal vez haga falta esperar a que seque la

- 97 -
Martín E. Tisera

pintura o el material, pero también es posible que el hombre necesite


una herramienta olvidada, desgraciadamente, en otra obra.
“Todo va a estar bien”, me digo, y ahora sólo queda sonreír, porque las
personas que se encuentran bien, sonríen. Además, para que los problemas
se resuelvan, hay que actuar como si ya estuvieran solucionados.
Acabo de hablar con Alba, la mamá de Gabriel. Estoy aún en la
puerta de su casa, reuniendo fuerzas para caminar todas esas cuadras
hasta la estación de tren. La buena mujer consiguió tranquilizarme.
Me ha dicho que su hijo todavía me quiere, y hasta me dio algunos
consejos para recuperarlo. Ella confía en que pronto volveremos a
estar juntos.
Resulta difícil creer, después de sus palabras dulces y sus abrazos,
que Alba sea como Gabriel me la describió. Es posible que los enojos
distorsionen los hechos, o tal vez sea cierto que las personas pueden
cambiar. Incluso si yo lograra modificar algunas cosas, todo sería
más fácil. Gabriel siempre insistió, por ejemplo, en que debo darme
mi lugar. Pero es que él no entiende: a mi hermana le tocó lo peor,
por eso hay que comprender sus celos aunque parezcan exagerados;
y mis viejos son buenos, sólo hay que darles tiempo para que me
confíen nuevas libertades.
Reconozco la paciencia que tuvo Gabriel cuando le tocó soportar
las situaciones más incómodas. Sé que no es justo pedirle sobrellevar
lo que le roba la tranquilidad y oscurece sus días. Yo vi al pobre
Gabriel volverse más triste y desesperado. Las alegrías mínimas que
mi amor podía darle, no pagaban su adoración. Con mi entrega
en cuentagotas no hice más que atarlo a penas desgastantes. Juntó
espera sobre espera hasta que le llegó el hartazgo.
Empiezo a andar. Las calles se vuelven más largas bajo la tarde
agobiante y la soledad. Estoy cansada. Me siento como si recién
saliera de la cama luego de estar varios días enferma. Veo la farmacia,
la ferretería y el caserón antiguo que le encantaba a Gabriel: ¡cuántas
veces hice este camino con él!

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Crías de Chacales

“Te amo tanto”, le dije una vez, “que te seguiría a donde fueras”.
“Acompañame a merendar”, respondió él. “No puedo”, contesté,
“tengo que volver a mi casa”.
Ese día le había dicho a mi hermana que iría a hacer un mandado,
y Gabriel viajó hasta la estación Lisandro de la Torre sólo para estar
conmigo una hora. Después de todo, yo también venía hasta aquí,
hasta la estación Acassuso, para verlo unos instantes, lo buscaba
en la facultad para que almorzáramos juntos, o le confeccionaba
regalos. Igualmente, de nada me sirvió reprocharle ese montón de
minucias, si yo sabía muy bien que no había hecho aquello que
realmente importaba hacer.
Pero ahora, y como bien me sugirió Alba, necesito estar tranquila
y considerar que no ha pasado mucho tiempo desde mi ruptura
con Gabriel. Yo sé que él va a recapacitar: lo que siente por mí es
fuerte. De todas maneras, me pregunto qué le voy a ofrecer cuando
regrese. Quizás sólo haga falta aguardar a que vuelva descansado de
los malos ratos y con esperanzas renovadas. Así podrá aguantar…,
aguantar un poco más…
¿Y si en este tiempo se enamora de otra persona? No puede
ser, Gabriel nunca me haría eso. Además, él es demasiado singular,
¿qué posibilidades hay de que encuentre tan rápidamente a alguien
con quien pueda congeniar? Si hasta me pareció raro que se fijara
en Lilin. No es que ella no fuera bonita, pero ¿no eran muy anchas
sus caderas? Nadie podría negar la belleza de sus ojos negros, eso es
verdad, aunque sus pechos parecían algo pequeños. Por otra parte,
no sé qué clase de conversación podría tener Gabriel con una chica
lenta y dispersa. No digo que la porquería que ella fumaba hubiera
ralentizado sus reacciones y dificultado su concentración, tal vez
fuera naturalmente un poco distraída.
Llego a casa e imagino que si alguien me preguntara por mi viaje,
no sabría qué decir. Tan abstraída estoy que me da la impresión de
haber llegado aquí a través de un portal mágico. Sin embargo, como

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Martín E. Tisera

siempre sucede, no puedo evitar recordar a mi Gabriel remarcando


la coincidencia de que el hotel en el que vivo con mi familia esté en
el barrio Núñez, sobre la calle Núñez, a tres cuadras de la estación de
tren Núñez. Estas repeticiones parecen significar algo para él. Qué
divertidas me resultaban sus ocurrencias.
Saludo a la encargada con una sonrisa pero ella me devuelve
un gesto agrio. Parece que toda amabilidad la ofendiera, o que
detestara la interrupción de sus quehaceres. Después de ver ese
rostro mofletudo que parece esculpido en piedra, me pregunto qué
animará su coquetería de llevar el pelo corto, rizado y teñido de
negro. “Esa mujer es una gárgola”, decía Gabriel mientras jugaba
a tenerle miedo, “¿no será su joroba las alas plegadas?”. Subo las
escaleras y entro a la habitación.
– Ágata, vení para acá. Tengo que contarte algo.
Mi hermana me estudia siguiendo un método que ejecuta con
rapidez. Su mirada se pega a mi cara, uno, dos, tres segundos, ahora
se arrastra hasta mis pies y de ahí sube en un recorrido ágil y de
asaltos por puntos que debe considerar clave. Busca en mí algún
indicio que le permita conocer aquello que le oculto. De todo saca
deducciones: de una expresión que quiere privacidad, de una alegría
mal justificada, de una palabra inaudible, de una respuesta insegura,
de un movimiento cuya utilidad no llegó a comprender. Luego
vienen sus ironías ácidas y escándalos bochornosos. Pero hoy, cosa
que me inquieta, ha decidido postergar el interrogatorio sobre el
lugar en el que estuve y la persona a la que vi.
¿Qué le sucederá? Está acostada en la cama, vestida con mi
pantalón azul, mi sweater negro y mis zapatillas de lona. Se da cuenta
de que lo he notado, y me desafía con un gesto a opinar sobre el tema.
No lo haré; sus furiosos ataques a mi supuesto egoísmo, ya se han
encargado bien de negarme el derecho a denunciar usurpaciones.
– ¿Qué pasa, Valentina?

- 100 -
Crías de Chacales

– Hoy estuve en la facultad y vi a Gabriel con una chica.


– ¿¡Es una broma!? – grito mientras empiezan a brotar mis lágrimas.
– Él, vos y yo cursamos en la misma facultad –me contesta
con impaciencia–, y aunque el edificio sea grande; y las carreras,
distintas, nos íbamos a cruzar eventualmente. Agradecé que fui yo,
y no vos, la que lo vio. Además, mirá si voy a bromear con algo así, tarada.
– Hiciste peores.
– Yo no te hice nada, ¿a ver, qué fue lo que te hice?
– Nada, dejá, contame.
– Eso, lo que te dije, que está con una chica, así que mejor dejá
de llorar por los rincones y olvidate de él.
– Pero ¿estás segura?
– Pará de llorar, estúpida. Sí, los vi bien, andaban a los besos en el aula.
Ahora entiendo: el asunto era tan grave como él trataba de
explicarme. Cuántas veces lo vi partir decepcionado, sin poder unir
mis juramentos de amor incondicional con los desplantes que le
hacía. Fiestas, vacaciones, paseos, cenas, noches enteras; a todo me
negué por no importunar a mi hermana o enfrentar a mis padres.
En nuestra última despedida, Gabriel lloró desconsoladamente, y la
vanidad de verlo hacer por mí algo que se tenía prohibido, no me
dejó advertir en esa ofrenda un ritual de cierre definitivo.
Gabriel comparaba la relación que teníamos (la relación que
quería tener conmigo) con esos pequeños souvenirs que, al agitarlos,
hacen nevar en su interior sobre una torre Eiffel de juguete. Para que
esa magia suceda –creo que decía–, es necesario proteger con sumo
rigor la impermeabilidad de la burbuja. Pero yo había lastimado la
superficie de esa ampolla con mis desatenciones. Y las heridas son
como las puertas que, estando abiertas, no se cuidan de qué sale o
de qué entra por ellas. Así se fueron mis excusas e ingresó esa mujer.
¿Serviría de algo confesarle que recién ahora entiendo todo lo que
decía? Pero es que yo no pude… no puedo hacer nada…

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Martín E. Tisera

– Dejá de murmurar por lo bajo que parecés chiflada. Y no me


mires así, yo no tuve nada que ver con que él te dejara.
– No te miro de ninguna manera.
– ¿Qué decís? No te entiendo nada cuando hablás llorando.
Tarde, demasiado tarde…, qué voy a hacer ahora. Me dijo mil
veces que no aguantaba más, pero ahí estaba, ahí estaba siempre.
Qué iba a saber yo que algún día… No puede ser, esto no puede
ser. Mi hermana me miente, siempre hizo lo que estuvo a su alcance
para retenerme. Pero no, esto es diferente, ella no me engañaría con
algo así. Lo dijo recién y yo le creo.
– Pero qué te pasa, idiota; dejá de balbucear y andá a lavarte la
cara que esta noche hay una fiesta en la casa de Eliseo. A ver si salís
un poco, te va a hacer bien.
– No quiero ir a ningún lado.
– ¿Te vas a quedar acá llorando como una boba? Andá a
cambiarte que en un par de horas salimos. Van a estar los chicos y
no quiero ir sola.
– ¿Gabriel?
– Y yo qué puedo saber, ¿te creés que soy adivina? – dice ya
enfurecida.
– Bueno, no me trates así, Valentina.
– Es tu culpa, vos hacés que me ponga así.
– Tenés razón, ahora me cambio y vamos.

- 102 -
Crías de Chacales

II
T omamos el tren. Bajaremos en la estación San Isidro y
caminaremos. Debemos cruzar la plaza de la catedral y seguir la
calle Tiscornia. Valentina intenta animarme un poco, menos por
conmiseración que por tener que soportar una pésima compañía.
Trato de fingir que me divierten sus tonterías, pero no lo consigo
y termino siendo yo quien, con enorme trabajo, intenta revertir su
fastidio. Es monstruoso el agotamiento que me produce esta doble
simulación. Quiero contarle a alguien lo mal que me siento y llorar.
De pronto, mi hermana se entretiene viendo a través de la
ventanilla. Quiere situar una anécdota que me ha contado y busca
el lugar en el paisaje escurridizo. Yo aprovecho esa distracción para
soltar mi dolor que corre entre los asientos y envuelve a una pareja.
Él va asido al aro del pasamanos que pende del techo, ella lo abraza.
El vagón, arrastrado a toda velocidad por la locomotora, bambolea
con fuerza a los amantes. Ellos se ríen de la furiosa envidia con que
esa máquina quiere perturbarlos. Saben que, si uno de esos tirones
lograra soltarlos, la potencia del sentimiento que los une impediría
que se cayeran.
Valentina, con fría demanda de atención, corta el sonambulismo
de mi goce padeciente. Me pregunta dónde tengo la cabeza. Le
digo que pienso en Eliseo, y ella se cruza de brazos con burla e
incredulidad. Pone esa mirada que me reta a elaborar una mentira
convincente. Improviso entonces que siempre me conmovió
la soledad de nuestro amigo: su padre ido, su madre fallecida.
Cuentan que él mismo la encontró muerta en el baño. Además, sin
otra alternativa, se mantiene solo, ayudando a sus hermanos con
tareas de jardinería. Debe ser por todo aquello que me cuesta tolerar
el modo en que los chicos se ríen de él. Mi jueza, con un ligero
levantamiento de sus cejas, me da a entender que, a pesar de no
creerme, ha decidido aceptar mi coartada. Le ha gustado el tema
- 103 -
Martín E. Tisera

de conversación y continúa repasando las bromas que le han hecho


a Eliseo. Remata sus carcajadas con un “pobre... “, como si eso la
eximiera de ser igual a los demás.
Descendemos por la calle Belgrano que, desolada a estas horas
de la noche, se ve (y es) algo peligrosa. Me doy cuenta de que, luego
de atravesar la plaza, tendremos que rodear el centro comercial de
la estación San Isidro R. Ésto me recuerda la vez en que Gabriel
me invitó al cine que hay en ese lugar. Yo me negué por no sé qué
obligación que tenía con mi hermana.
No puedo evitar mirarla con odio, sentimiento que su tono
me devuelve duplicado cuando me dice: “Vos no hiciste lo que no
quisiste”. La bruja parece haber adivinado mis pensamientos, cosa
no muy difícil con los sollozos que de a ratos se me escapan. Pero
yo no le doy el crédito por esa facultad. “No sé de qué hablás”, le
contesto, y para adornarme con algo de dignidad, sigo caminando
con la frente en alto y los ojos irritados bien abiertos hacia el
camino. De todas formas, aunque trato de ignorarla, pesa sobre mí
su observación severa. No la enfrento, y esto hace que mi actitud no
sea superación sino, otra vez, sumisión.
Llegamos. Eliseo abre las rejas de la cochera y grita a los perros
para que se calmen. Me saluda. Tiene olor a madera quemada y a
alcohol. Seguro está preparando un asado. Me da palmaditas en la
espalda y me mira compasivo. Sin duda sabe lo de Gabriel.
Valentina se agacha y juega con los animales. Les habla con voz
aniñada, como si fueran bebés. Se ríe de que quieran lamerle la cara y,
como si fuera un acto de mala educación resistirse, permite los lengüetazos.
Yo saco partido de la circunstancia y, con muda gesticulación,
pregunto a Eliseo:
–¿Está?
Eliseo entiende el origen de mi discreción y mueve la cabeza
negativamente. El largo pestañeo que ha hecho para contestar,

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Crías de Chacales

completa mi interpretación: “Quedate tranquila, él no está en la


fiesta ni vendrá”. Me pregunto por qué, muchas veces, se abren los
ojos para mentir; y se cierran, para decir la verdad.
¿Soy hipócrita si digo que detesto las sensaciones dobles? Me alivia
y, al mismo tiempo, me decepciona, saber que no veré hoy a Gabriel.
Pasamos por la angostura que nos deja un auto destartalado y la
pared, para desembocar en un jardín sofocado de plantas. La casa,
que parece metida en una pequeña selva, es un diminuto rectángulo
lleno de cosas raras. Diría que Eliseo es un coleccionista, si pudiera
deducir el criterio de esta gran acumulación. ¿Qué dijo Gabriel
sobre el Kitsch?
Me apena que Eliseo no cuide lo que rescata. Todos los objetos
están abandonados en su lugar provisorio. Un antiguo enano
de jardín ha logrado sacar medio cuerpo de su entierro; un fino
paragüero es ahora una maceta; alguien duerme sobre almohadones
bordados trabajosamente, puestos en una carretilla.
Veo caras algo borradas por la penumbra y por el humo de
marihuana. Gabriel detesta las drogas. “No se consigue aumentar
la sensibilidad”, decía, “sino distorsionar la realidad. Yo quiero estar
alerta y experimentar las variaciones de mi ánimo, la precisión de
mis pensamientos. ¿Cómo puedo conocerme verdaderamente si lo
que veo y siento no es emoción genuina sino el estado artificial
producto de una sustancia?”. ¿Qué hacía esa criatura en medio de
estos canallas? ¿Qué mundo le cerró sus puertas para que se haya
visto forzado a buscar aquí un mísero lugar?
– Voy a saludar a Brigitte.
– Andá, Valentina, yo ahora voy.
En un rato no tendré más opción que ir yo también a presentar
mis respetos a su majestad. Qué apodo horrible se buscó Jaqueline,
como si “Brigitte” mejorara en algo el nombre espantoso que tiene.
“Soy gorda, y mi nariz respingada me hace ver como un cerdo”. Le
gusta maltratarse para recibir a cambio, cumplidos mentirosos.
- 105 -
Martín E. Tisera

Mi hermana estará en este momento contándole lo sucedido.


No me explico de otro modo que me haya dejado sola. ¡Cómo
disfrutará Brigitte el término de mi relación con Gabriel! Ella
siempre lo deseó. Es más: tuve que soportar su alianza con mi
hermana, y que ambas me llamaran traidora. Como si bastaran las
coincidencias astrológicas y las predicciones del tarot para justificar
su derecho sobre Gabriel. Él me eligió a mí, ¡a mí! Pero no, esto
nunca será suficiente para Brigitte. Ella le creerá a su reikista cuando
éste le diga que mi puñalada trapera finalmente quedó vengada por
obra del balance justiciero universal. La puerca infame se alineará
los chakras y con aire de superación me dirá cuánto lamenta que mi
novio me haya dejado por otra.
¿Alguien se dará cuenta de mis ojos hinchados y enrojecidos
de tanto llorar? Está oscuro, nadie lo notará. Algunos conocidos
me saludan de lejos, levantando apenas el mentón o el vaso que
sostienen en la mano. Eso es: brinden a mi salud.
Miro alrededor. Me obligo a concentrarme en el contexto para
darle descanso a mi encantadora monomanía, pero en mi primer
movimiento de liberación reconozco Theme For A Jackal, una de
las canciones favoritas de Gabriel. Curiosamente, y más allá de los
géneros musicales que en ocasiones nos dividen, el gusto por The
Misfits es algo que todos los miembros de la pandilla compartimos.
Supongo que por eso, esta banda no dejará de sonar toda la noche.
Pienso en el grupo, en lo que habitualmente hacemos. Se
me ocurre que tal vez seamos como chacales: salvajes, gregarios,
crepusculares, acostumbrados a recorrer largas distancias a pie.
Busco un lugar para sentarme. Veo un taburete bajo que, para
ganar altura, tiene dos grandes libros apilados. Algo que debe ser
respeto me hace dudar, pero termino descansando sobre La Edad
de Luis XIV de Will y Ariel Durant, y Arte Contemporáneo de J. E.
Cirlot. Gabriel hubiese preferido estar parado. ¡Cómo es posible
que una persona ausente pueda verse en todos lados!

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Crías de Chacales

– ¡Ágata!
– Benja, me asustaste.
– Disculpá, es que no se ve nada, ¿cómo andás? ¿Ya te arreglaste
con Gabriel?
– No, la separación es definitiva.
– Ah… y... ¿estás bien?
– No sé cómo estoy.
– Claro, claro, lógico. Bueno, tomá esto, te va a hacer bien.
– ¿Qué es?
– ¿Qué pasa, no confiás en mí? Es cerveza, qué va a ser…
Nunca me gustó la cerveza, pero creo que esta noche tomaría
cualquier cosa si alguien me asegurara que me va a hacer bien. Ya
no quiero sentirme así, tengo muchas ganas de llorar. Imagino mi
angustia como un enorme parásito que se aferra a mi pecho con
miles de patas para succionar mi vitalidad y dejarme vacía. Me
siento desprotegida sin el mundo que teníamos con Gabriel.
Acepto el vaso de plástico que me ofrece Benjamín, y trago
ese líquido amargo que se ha calentado por pasar de mano en
mano, de boca en boca. Tomo, y me digo que tomaré lo que haga
falta para olvidar. Pero no, no es cierto, no es así como se van los
pensamientos. No hay modo en realidad, para que se vayan. Están
siempre ahí, acechando tras símbolos inesperados para saltar sobre
la mente y retorcer el espíritu. Estoy a punto de vomitar un llanto.
Benjamín me habla. Hace chistes estúpidos de los que sólo él
se ríe. Lo miro, pero no lo veo a él. Su cara ha pasado a ser la pantalla
sobre la que se reproducen mis fantasías. Gabriel debe estar con
aquella chica en este momento, sin embargo, hay algo que me impide
odiarlo. Fui yo quien lo dejó a él, fui yo quien no respondió sus
llamados ni atendió sus demandas. Siento un desamparo inenarrable.
Benjamín se sienta a mi lado, sobre un tacho de pintura blanca.
Leo entre las chorreaduras: Exterior Mate 20 lts. ¿Qué habrá

- 107 -
Martín E. Tisera

pintado Eliseo con ese color?, ¿o es que en el recipiente de plástico


hay piedras preciosas y monedas de oro?
Todos se han ido cerca del fuego en busca de calor. San Isidro
es así –pienso–, fresco y ventoso cuando oscurece. Debe ser la
proximidad al río y la gran cantidad de árboles. Recuerdo que
Gabriel siempre tenía en su mochila un “kit de invierno”, así le
llamaba. Se trataba de una camisa leñadora, un par de guantes y una
bufanda (siempre tenía frío en el cuello).
Benjamín sigue hablando. Se inclina hacia mí como por descuido.
Sé bien cuáles son sus intenciones. Ya imaginaba lo que pretendía
cuando visitaba a Gabriel los días en que lo encontraría conmigo.
Sabía que me negaría a verlo a solas y buscaba esos momentos para
mostrarse. El pobre Gabriel, ingenuo y hambriento de todo afecto, se
alegraba por su visita y lo recibía como un buen amigo.
¿Creerá Benjamín que he guardado todo este tiempo una
preferencia hacia él, y que tiene ahora la libertad para reclamarla?
Lo veo decidido a ignorar que mis ojos, fijos en él, ven en verdad a
otro. Incluso desatiende estas lágrimas que no puedo evitar.
Retrae los labios para humedecerlos con la punta de su lengua.
Mira mi boca.
No quiero.
Se acerca.
Estoy rendida.
Me besa.
Lloro.

- 108 -
Crías de Chacales

III
L as sábanas responden al peso de mi cuerpo con agria
exhalación. Me causa repugnancia el contacto de mi espalda
desnuda con esa tela fría y sucia. Mi estómago se retuerce de nervios
cuando me doy cuenta de que este desagrado es augurio de peores
aversiones.
Benjamín me ha quitado la ropa con apuro, como si temiera que
la oportunidad de poseerme se le escapara. No sé cómo se desvistió,
ni en qué momento, pero ya está encima de mí.
Sus manos transpiradas reptan ansiosas sobre mi piel. Buscan
mis pechos en un apremio atolondrado de asalto. Se detienen.
Ahora quieren pagar barato una buena impresión intentando ser
delicadas, pero sólo consiguen una torpeza despaciosa. Se traban en
accidentales rasguños, pellizcos y choques. Ese tosco preludio es un
protocolo impaciente que suspende con un chasquido desdeñoso.
Sin más, Benjamín entra; no: irrumpe, y yo muerdo mis labios para
ahogar el gemido de dolor que me causa su brusca anticipación.
Me desconcierta la prisa desapasionada de sus movimientos.
El ejercicio explosivo hace alternar sus roncos gruñidos con jadeos
calientes y hediondos. Giro mi rostro en busca de aire, pero mi
nariz choca con la funda rancia de la almohada. Cierro mis ojos con
fuerza. Es asco lo que siento, y, habiendo admitido esto, llevo mi
mente a otro lugar.
Pienso en Gabriel, en su físico aromado, en su dulzura, en su
interés minucioso y admirado, en la seguridad tranquila de sus
caricias, en el encantamiento de sus palabras. Qué puedo hacer con
la inutilidad de mi arrepentimiento. No consigo evitar lágrimas que
Benjamín aplasta con una sonrisa de oscura complacencia. ¿Creerá
haber alcanzado alguna clase de victoria? Los hombres nunca sabrán
por qué llora realmente una mujer.

- 109 -
Martín E. Tisera

Ya todo ha terminado y me urge cubrir mi desnudez, huir para


volver a ser yo misma lejos de este error. Pero tengo que enfrentar
un obstáculo más. Todo lo que muevo para encontrar mis cosas está
cubierto de una fina viscosidad y suspira un vaho de putrefacción.
Con el dorso de una mano, contengo la arcada que esto me produce.
Hilos silenciosos de llanto resbalan desde mis ojos. Quiero llegar a
casa y quedarme horas bajo la ducha, limpiarme a frote recio con
jabón perfumado y ponerme ropa limpia. Ya pensaré en una excusa
para no volver a este lugar.
Benjamín está sentado en el borde de la cama con los brazos
descansando sobre las rodillas. Tiene la cabeza gacha, y el flequillo
negro cae sobre la mirada zambullida en las sombras de un rincón.
Ese cuerpo de blancura mórbida, encorvado y sin gracia,
se hincha y se deshincha por efecto de la respiración agitada. La
saliente columna vertebral le da aspecto de escorpión. Lo consume
un pensamiento. Ahora examina el centro del colchón y se vuelve
hacia mí. Me mira con decepción; luego, con desprecio.

IV
S on las seis de la tarde. Estoy sentada en un banco de la plaza
Mackenna. Gabriel trabaja en un taller de carteles que está a una
cuadra de mi posición, sobre la avenida Cramer. Le he avisado; sabe
que aquí lo espero. A quién recurrir en mi desesperación sino a él.
Barro la plaza con una mirada y me detengo en unos niños que
juegan en el arenero. Pienso que la infancia es feliz porque no tiene
pasado. Además, de todo están dispensados esos chiquitos. Incluso
a sus maldades se les llama travesuras.
Después me digo que acá, en este momento y en este lugar,
estoy sola, y que en esta isla de presente nadie puede alcanzarme.

- 110 -
Crías de Chacales

Una paz ligera llega hasta mí. Me siento a salvo en el escondite


que me da este instante de lejanía, porque tratar con otro implica
siempre un riesgo desconocido. Pero mi tranquilidad se diluye en la
consciencia del tiempo que transcurre.
Me levanto y camino hasta la mitad de la vereda. Impaciente,
miro en dirección al taller. Entonces veo a Gabriel colocar enormes
placas de PVC en la caja de en un camión. Ahora entra al depósito
y sale cargando sobre un hombro un atado de largos listones.
Desaparece nuevamente y vuelve a aparecer llevando bajo el brazo
unos rectángulos de chapa. Tras él, haciendo las mismas cosas, va un
muchacho alto y panzón.
El camión se va y Gabriel intercambia unas palabras con su
compañero, lo saluda con un apretón de manos y se dirige hacia la plaza.
Rápidamente vuelvo a mi asiento, cruzo las piernas y descanso
en el respaldo. Saco un libro de la mochila y finjo leer.
Gabriel cruza la calle. Su mirada me busca y, al encontrarme, su
rostro dibuja esa media sonrisa que hubiese neutralizado el hechizo
de la Gorgona. Viene hacia mí con andar seguro y pacífico. Se ha
dejado crecer la barba y el pelo. Le queda muy bien esa cabellera larga
y castaña que se vuelve cobriza por efecto del sol. Con ese aspecto, e
iluminado por la tarde que se va, parece un Jesús abandonado. Qué
maldición le impidió siempre creer lo maravilloso que es. Muchas
veces me pregunté qué hacía entre nosotros, qué hacía acá en la tierra.
Quiero correr y lanzarme a sus brazos. Quiero regresar a aquel
tiempo en el que él hubiese permitido, y hasta deseado, que lo
besara. Cierro los ojos y pongo toda mi fuerza en recuperar la calma.
Esa época no volverá jamás.
Llega. Me da un beso en la mejilla y su perfume arremolina
visiones. Verde exuberancia de primavera. Los dos sentados en la
fuente de la estación Acassuso. Almuerzo en un aula vacía de la
facultad. Su mano entrelazada a la mía en las cuadras inmensas
camino al río. La feliz traición de una lluvia al aire libre.
- 111 -
Martín E. Tisera

Las imágenes no desaparecen, sino que continúan en un


segundo plano que deja libre parte de mi voluntad. Observo a
Gabriel unos instantes; quiero saber si él también sufrió la dulzura
de los recuerdos. No encuentro señales. Mi vanidad es un animal
que se esconde para lamer sus heridas. No hay otros caminos salvo
el que se revelará cuando diga lo que vine a decir.
–Gabriel, tengo que contarte algo.
–Benjamín vino a casa hace un tiempo y me dijo lo de ustedes.
–Lo sé. No se trata de eso.
–Qué pasa.
–Estoy embarazada.
Gabriel me examina con ojos dilatados de asombro. Imagino
que busca una explicación a la frialdad con la que hice mi confesión.
Pero supongo que mi preocupación es evidente.
–A juzgar por tu expresión no es una buena noticia.
–Benjamín no lo sabe. Me dejó porque no soy virgen. Me dijo
que esa es una de las condiciones que exige al amor de su vida.
–No sólo es una estupidez rechazarte por eso, sino pensar que
en los cuatro años que estuvimos juntos…
–Tenés razón, pero según me dijo, tu reserva en relación a mí
y tu caballerosidad le hicieron creer que nunca me habías tocado.
–Por qué tuvo que ser Benjamín, Ágata.
–Yo sé que nadie va a quererme como vos lo hiciste. A Benjamín
lo conocía, era del grupo, siempre fue amable y respetuoso conmigo.
Sentí que al menos me cuidaría.
–Pero, Ágata… vos no merecés la resignación.
“Pero es que yo no puedo... “, pienso, “... yo no puedo hacer nada”.
Mi mente saturada de pensamientos busca descanso en algo
trivial. Veo una laguna de tierra que se abre en el pasto. Una hormiga
lucha con una hoja demasiado grande para sus fuerzas. La sigo en

- 112 -
Crías de Chacales

su esfuerzo. Por qué no se da cuenta de que es imposible lo que


pretende. Por qué no renuncia.
Gabriel me devuelve a la realidad, insiste –con amabilidad pero
gravemente– en que debo contarle a Benjamín sobre mi situación.
Me da dinero para los estudios y se ofrece a acompañarme de ser
necesario. Tengo la sensación de haber encontrado algo del amparo
que vine a buscar.
Nos levantamos maquinalmente y empezamos a caminar sin
pronunciar una palabra. Gabriel absorbe el entorno, él es lo que
sucede. Lo espío: manos en los bolsillos, serenidad reconcentrada.
Mi orgullo revive y quiero irrumpir en ese mundo del que no soy
parte.
–Por diferencia de un tiempito no es tuyo– le digo bromeando.
Me mira. Ahora él es la Gorgona.

V
N uestros padres se pusieron de acuerdo en salvar las apariencias,
y nos obligaron a llevar una relación adulta de responsabilidades.
No tenemos dinero para alquilar un apartamento, así que no tendré
opción más que mudarme a este lugar horroroso. Qué puedo hacer
yo al respecto.
Siempre odié la casa de Benjamín, le encuentro mucho de
mausoleo. Es fría, oscura y sofocante. Flota en el aire estanco una
tristeza inquieta, y aunque yo no sea una persona miedosa, me hiela
el terror cuando llega la noche o me quedo sola. La paradoja de una
vivienda para muertos le va muy bien, y por más que me resulte
inconcebible el deseo de alguien por habitar un sitio hecho para el
reposo de los fallecidos, sé que no falta explicación para esto.

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Martín E. Tisera

Algún día le contaré a Gabriel que esta familia a la que ya


pertenezco, es espiritista. Le diré que aquí se realizan sesiones periódicas
de invocación, y que he oído una colección de horrendas psicofonías.
Guardaré para mí, sin embargo, el relato de los sueños que tengo casi
todas las noches. No podría confesar el modo, tan vívido, en que Cala
los protagoniza. Ella me confunde, me confunde de un modo terrible.
Y ¡qué cansada me siento después de sus visitas nocturnas!
Por otro lado, cuando pienso que mi hijo se engendró aquí, no
puedo evitar el espanto. Algunas veces tengo la impresión de que la
casa se regocija en la futura llegada de mi bebé. Rechazo con todo el
poder de mi voluntad la idea enloquecedora de que las fuerzas aquí
presentes tuvieron influencia en su concepción.
Qué amargo es el exilio de ese otro futuro que me hubiese
esperado junto a Gabriel. En ese porvenir, la idea de un niño no
hubiese irrumpido como la obligación sobre una negligencia; no
aparecería tampoco como un acto de generosidad hacia el otro; no
surgiría de una demanda por la realización personal, ni se planearía
obedeciendo un mandato social. Sería un evento natural, inmenso e
inefable, igual a todas las obras que Gabriel atribuía al amor genuino.
Pero vivir aquí hace que mi pasada relación con él parezca
una fantasía a la que recurro para soportar un presente oscuro y
un mañana todavía más desolador. En aquella visión, que evito
llamar recuerdo para no admitir que fue realidad y que estuvo en
mis manos, veo a Gabriel sentado en el pasto de alguna plaza en la
que nos veíamos. El sol que tiene a sus espaldas le presta un aura
de luz. Parece liviano, hecho de energía pura. Tiene esa mirada que
pone muchas veces mientras habla, como si fuera un médium que
relatara para los que estamos en este plano lo que él está observando
en una dimensión inaccesible para el común de la gente. ¿Qué me
está diciendo? Me habla del amor, dice que es la única aventura
sobrehumana accesible a los hombres. A través de él trascendemos
las penosas mediocridades y el empantanado lugar común. Rechaza

- 114 -
Crías de Chacales

la mezquindad que toma las formas del engaño, del miedo, de


los rencores solapados, de la especulación, de las maquinaciones
venenosas. Con un tono pausado y melodioso, como si recitara un
poema, Gabriel reivindica el “para siempre”, el “más allá de la muerte”,
e insiste en que unirnos a quien amamos es menos una decisión que
un estado anterior y original al que regresamos como se vuelve a casa.
Es una posición que se manifiesta en todos nuestros actos.
Ahí sentada frente a él, creo en lo que dice, porque verlo fue
siempre encontrarme conmigo, ser más yo que cuando estaba sola.
Las limitaciones pudieron ser una ficción desarticulada, porque
todo era posible en esa potencia que invocaban sus palabras. Pero
lo único que pedía esa fuerza para ser todopoderosa era no ser
entorpecida, dejarse a ella y confiar. Yo no pude abandonarme a ese
poder que no sobrevivió a mis aplazamientos, a los sacrificios que no
le ofrecí. Hasta ese aliento vivificador y extraordinario puede morir
de inanición.
Todavía lloro cuando nadie está en casa, aunque los ruidos
injustificados que estropean el silencio, me llevan a suplicar en voz
alta que se guarde mi secreto. Benjamín no tendrá al amor de su
vida; yo tampoco lo tendré. Ni siquiera Gabriel lo hallará, porque
no existe par, complemento ni asistencia para eso que habita en
él. Que Dios me olvide a mí si quiere, pero que tenga piedad de
ese pobre muchacho, mitad criatura mítica, que no encuentra el
camino de regreso a su patria.

- 115 -
Valentina

I
D ejá de insultarme con tu caridad. ¿Pensás que te voy a agra-
decer por pagar este asilo espantoso en el que me encerraste? No sé
cómo podés vivir sabiendo que sufro la vejez y la soledad, dos cosas
que siempre me horrorizaron. Es obvio que no puedo culparte de
mi entrada en la tercera edad; pero sí, de mi abandono. Resulta que
ni siquiera venís a visitarme. Soy tu hermana después de todo, ¿no?
¡Cómo me cuesta aceptar que nada de esto te importe! Algún día te
llamarán para comunicarte mi defunción y estarás feliz. Esperarás
ansiosa ese momento para dejar de recibir mis cartas. Es notoria la
alegría fingida que chorrean tus palabras cuando te dignás a contes-
tar las míseras líneas que te escribo. Pero lo que odio profundamen-
te, es cuando querés hacerme ver el lado positivo de mi situación
actual y me sugerís ser más agradecida. Encima perdés el tiempo
haciendo una lista de las cosas lindas que me han pasado en la vida.
Quiero que sepas una cosa: tuve unas pocas satisfacciones, es ver-
dad, pero nunca –leé atentamente–, nunca fui feliz.

- 116 -
Crías de Chacales

Crees que estoy loca, lo sé, y que invento cosas para hacerte
sentir mal. Por eso te deshiciste de mí usando como excusa la enfer-
medad que me inmoviliza. Querés que me pudra en este lugar en el
que me dejaste. Pero la cosa te salió mal nuevamente, porque ni los
años, ni la medicación, te dieron el gusto de arruinar mi cerebro.
Sigo repasando mis memorias como si viera un álbum de fotos
viejas. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Recuerdo y te escribo. Sí, voy
a seguir usando papel y tinta aunque insistas en que es un método
arcaico. Siempre nos escribimos cartas y no voy a dejar de hacerlo
ahora. Además, la enfermera de mi confianza se encarga de entre-
gártelas en mano para darme garantía de que las recibís. Sos capaz
de hacerte la idiota para ya no tener noticias de mí.
De todas maneras, no hay forma de lograr que me tengas un
poco de consideración; claramente, soy un fastidio para vos. Y acá
es donde te digo eso a lo que vos respondés con un mentiroso y
falsamente compasivo “no es así”: Qué culpa tengo de ser como soy:
yo no elegí ser la desafortunada. Y no me vengas con que exagero.
Te detesto cuando querés minimizar mis padecimientos. Pero peor
es cuando fingís casualidad o desinterés por todas las fortunas que
la vida te ofreció.
En cambio yo nunca tuve suerte. Basta recordarnos en la ju-
ventud. Yo, pequeña y robusta; vos, estilizada y hermosa. Mi pelo
fino y escaso, de color castaño, crecía débil hasta morir sin gracia
sobre los hombros. Tu abundante melena rubia se acomodaba al
capricho de todos los peinados. Mis ojos duros de un ocre lavado
no podían competir con los tuyos, dos estanques de agua cristalina
que reflejaban el azul infinito. Mi cuerpo enfermizo y desgarbado
soñaba con tu lozanía. Nada podía hacer mi resentimiento ante el
escudo de alegría indiferente que me antemponías. Gabriel escribió
una vez en tu cuaderno de la facultad: “Sos un lucero inextinguible
que resplandece aun en el dorado fulgor del mediodía”.
Te odio, Ágata; te odio y te amo por igual.

- 117 -
Martín E. Tisera

II
H oy quiero escribir sobre algo que te incomodará seguramen-
te. Qué dirás cuando veas que, después de tantos años, estoy deci-
dida a desenterrar del pasado ese momento que sepultaste vivo. Sí,
me refiero a aquella tarde en la que un simple descuido tuyo, fue
decisivo para forjar el resto de mi vida. ¿Ves? Todo lo que necesito
de vos son esas migajas que se te caen por accidente en mi dirección.
En esta ocasión, espero que tu lástima no me deje hablando
sola, porque lo cierto es que únicamente con vos puedo conversar
de este asunto. ¿A quién dirigirme sino a la protagonista? Además,
me hará bien dejar que el aire y la luz entren en estos sótanos oscu-
ros que huelen a podrido.
En tus fantasías debo ser una infeliz que se dedica a revolver
épocas muertas buscando lo peor que ha sucedido para atormentar
a los que son dichosos. Aunque no lo creas, no es así. La verdad es
que todo empieza con algo insignificante; puede ser el perfume de
alguien que pasa, la forma en que el sol entra por la ventana, un
color, una palabra suelta que me llega de una conversación ajena,
una canción que suena en la radio. Siempre es algo pequeño que
irrumpe con el descaro de los errores, y hace crecer en mi pecho,
con fuerza descomunal, un sentimiento que viene de lejos. Y esta es
otra razón para hablar de las cosas que pasaron, porque lo vivido no
muere, sino que duerme hasta que un evento aleatorio lo despierta.
Entonces se despereza, se ensancha, se infla hasta que mi cuerpo le
queda chico. Son retazos de emociones que, tal vez por eso mismo,
por ser incompletas y llegar a mí hoy sin su adecuado contexto, me
desordenan y me duelen más. Pero no me quedo en la confusión,
sino que voy siguiendo los rastros, uniendo los pedazos hasta que
armo el recuerdo completo. He descubierto que sólo así puedo sa-
carme de encima gran parte de esa cosa rara, mezcla de angustia,
tristeza y amor. Sí, amor, yo también puedo sentirlo.
- 118 -
Crías de Chacales

No creo que tengas dudas sobre el tema que voy a abordar, pero
aún así, debe revolotear en tu cerebro (casi digo “corazón”) la espe-
ranza de que se trate de algo diferente. ¡Qué pena no tenerte frente
a mí! Disfrutaría mucho ese gesto de idiota que paraliza tu cara
cuando te tengo en mis manos.
Estoy sonriendo. Pienso que esta es la única carta que leerás
con atención. Sin embargo, no es la certeza de tu interés, que por
primera vez me darás, lo que me deleita de antemano. Sos mía otra
vez en el miedo a que te exponga. Aunque jamás lo utilicé, siempre
tuve el poder de manifestar quién sos realmente.
Imagino las gotas de transpiración regando tu frente. Puedo ver
tus ojos azules que se olvidan de pestañear y apuran las palabras. Tu
boca se relaja de asombro, tus dedos húmedos manchan el papel, tu
respiración se entrecorta en la paranoia de que alguien se entere de
lo que viene a continuación. No podés creerlo ¿verdad? Después de
tanto tiempo… ¿Estás lista? ¿Querés que empiece? Seguro que no,
pero no me importa, aquí voy…
Sé que era noviembre porque recuerdo, al punto de sentir nue-
vamente, el sol cálido de la tarde y un fuerte aroma a jazmín, esa
flor que tanto te gusta. Además, tengo muy presente ese clima de
expectativa que traen las últimas clases del año, es una sensación
de que algo grandioso está a punto de suceder. Para muchos, esto
se trata simplemente de la navidad y de las vacaciones. En nuestro
caso, algo más que todo aquello sucedió. Pero no nos adelantemos.
Volvíamos del colegio. Íbamos a la estación San Isidro riéndo-
nos a carcajadas. El tren tenía esos asientos dobles de cuerina verde
cuyos respaldos se deslizaban para que el pasajero pudiera cambiar
de orientación. Nos reíamos tanto que no tuvimos fuerza para tirar
de la manija y modificar la posición del banco. Tuvimos que sentar-
nos frente a unos tipos que al rato, molestos por nuestras locuras, se
fueron a otro lugar.

- 119 -
Martín E. Tisera

Vos imitabas a una profesora que seducía al director con mal


disimulo. Yo tomé el papel de este último. Recreábamos, con exage-
ración por supuesto, las escenas que habíamos visto e inventábamos
posibles conversaciones entre ellos. Te soltaste el pelo, lo batiste con
un frenético movimiento de las manos y desprendiste los prime-
ros botones de tu camisa, esa camisa blanca, un poco translúcida,
que usaba mamá en su juventud. Levantabas un poco tu pollera de
estampado escocés y me mostrabas tus piernas. Yo reía (qué iba a
hacer) de esas ridículas poses sensuales que practicabas frente a mí.
Llegamos a la estación Núñez. (¿Te acordás del hotel en el que
vivíamos?) Seguíamos enfrascadas en el divertido teatro. Me hacías
cosquillas mientras subíamos las escaleras y, ya en nuestro cuarto,
emprendí un contraataque con iguales armas. Jugabas a querer be-
sarme y yo a evitarlo. Me tiraste en la cama y te pusiste sobre mí,
dominandome. Entonces relajé mis brazos que te mantenían a dis-
tancia y permití que tu beso llegara a mi boca. De un rápido movi-
miento invertí la posición y ahora vos estabas bajo mi control.
No opusiste resistencia a que te besara nuevamente ni a que
terminara de desabotonar tu camisa. Vos cubrías tus ojos con un
antebrazo. No sé si sentías vergüenza o querías evadir tontamente
algún tipo de responsabilidad sobre lo que estaba pasando. Sé que
existe la creencia de que la sola entrega no es participación. Siempre
te hiciste la distraída.
Lo cierto es que me dejabas hacer, y yo me movía con rapidez
por temor a tu arrepentimiento. Tu cuerpo se arqueaba con mis ca-
ricias hasta que se derrumbó en un temblor entrecortado de patente
final. Ahora, ambas manos ocultaban tu rostro. Corriste al baño y
oí el agua de la ducha correr. Cuando saliste, fue como si volvieras
de otra dimensión. Hablabas de pavadas y evitabas mirarme. Nunca
más tocamos el tema y ninguna de mis insinuaciones pudo derribar
el silencio con el que tapiaste ese momento.

- 120 -
Crías de Chacales

En el principio, supuse que tu indiferencia sería temporal, que


se trataba de un período de asimilación al que se le debe paciencia.
Pero ese verano empezaste a salir con Gabriel.
Nadie pudo entender mi reacción, aunque siempre fui una in-
comprendida, ¿no es así? “Celos” decían mamá y papá. Pero qué
podían saber ellos lo que me ocurría. Ni siquiera vos te preocupaste
por averiguarlo. Lo que hiciste fue dejarme sola con mi desconcier-
to, con mi culpa, con la parodia hueca de la normalidad que no
siempre supe interpretar.
No te habrás olvidado de ese día en que, a la salida del colegio,
Bruno nos atacó con una pregunta que nos dejó heladas. Nos mira-
mos como estúpidas, pensando que alguna de las dos había abierto la
boca. Pero si algo nos delató, fue ese momento de mutua acusación.
Hoy hago un intento, a pesar del dolor que me causa, por exa-
minar aquel sentimiento. ¿Qué era en verdad lo que yo experimen-
taba? Me comprometí a revivir este hecho y voy a sumergirme en él
hasta el fondo. Por otro lado, si juzgo crueles tus omisiones, no sería
coherente que yo también las cometiera.
¿Crees que no soy consciente de lo que aquello significaba?
¿Querés que lo diga yo? Resuena en mi cabeza una conversación
que Gabriel tuvo una vez con Bruno acerca del tótem. Pero no es-
toy segura de qué se trataba exactamente, así que seguiré con mis
palabras. Aquello era una locura, era un acto antinatural, era algo
enfermo. Pero ¿sabés una cosa?: era. Y creo que lo que es, por el mero
hecho de ser, merece al menos atención, ocupación, análisis.
Supongo que si tuvieras el valor de responder me dirías que lo
sucedido entre nosotras estuvo mal, y punto. Yo estaría de acuerdo
con eso, salvo por el punto. ¿Acaso no nos pasamos la vida haciendo
cosas incorrectas? Hacer lo que está bien nos vuelve irreprochables y
esto implica una especie de tranquilidad, qué gano con desmentirlo.
Pero hacer eso que honestamente deseamos nos conduce a nosotros
mismos. No sé quién soy, Ágata. ¿Vos sabés quién sos?

- 121 -
Martín E. Tisera

III
L os recuerdos de nuestra adolescencia me persiguen y ocupan
la mayor parte de mi tiempo. Tal vez es que, al no poder salir de
aquí, el único viaje que tengo permitido es hacia dentro. Es como
volver una y otra vez al mismo sitio para encontrar, en cada regreso,
nuevos detalles que me permiten completar el paisaje. Dicen que
estas cosas suceden cuando la muerte se aproxima. Pero esto es sólo
la superstición de una inteligencia mediana, no quiero que pienses
que se trata de algún tipo de manipulación para revertir tu indife-
rencia. La verdad es que esperaba tu decisión de ignorar la última
carta que te envié.
Además, pienso que no contestar es un gesto de sinceridad que
supera el evidente desgano con el que habitualmente me escribís. Es
cierto que fui yo quien se negó a que me llamaras por teléfono o me
enviaras mensajes. Quise obligarte a las cartas y las visitas, pero vos
aprovechaste mi exigencia para cortar toda comunicación. Sería una
estupidez no admitir que pretendés tenerme lejos de tu vida. No
importa, yo sigo deseando que algún día enfrentes el desagrado que
te debe causar la pocilga en la que me encerraste y vengas a verme.
Quién sabe, tal vez hasta consientas en venir con mi sobrino. Ac-
tualizame sobre él. ¿Tiene novia? ¿Es feliz? No creo que encuentres
problemas en informarme sobre esto. Es más, admito que, si com-
partiera recuerdos que te resultaran gratos, te sentirías estimulada a
interactuar conmigo.
Tu error es pensar que mi única intención es dañarte con mis
reproches, pero lo que realmente quiero es que hablemos, que dis-
cutamos, que te enojes conmigo si es necesario, que me contradigas,
que peleemos todo lo que haga falta para que finalmente podamos
perdonarnos y estar en paz. Te suplico que no me prives de esto, te
imploro que me des algo diferente a ese odio distante con el que te
empecinás en castigarme.
- 122 -
Crías de Chacales

En cambio yo estoy acá para vos, con mis ásperas reconvencio-


nes (palabra que usaría Gabriel), pero también con memorias que,
como los fantasmas, aparecen una y otra vez para pedir una enmien-
da sobre algún asunto del pasado. Después de todo, esto es lo único
que tengo, o lo poco que me dejaste.
Ahora estoy pensando en ese día en que las clases se suspendie-
ron por causa de no sé qué falla sanitaria. Era un viernes de julio. Yo
tenía puesto un sweater azul y una campera de jean. Sí, ambas cosas
eran tuyas y yo te las robaba. Es que mi ingenuo propósito era con-
tagiarme de la belleza que le transferías a tu ropa cuando la usabas.
Apenas habíamos estado en el colegio una hora cuando nos in-
formaron que estábamos libres para retirarnos. Todo el curso dio un
grito de entusiasmo y, sin esperar más, se dirigió hacia la puerta de
salida. El preceptor, con miedo a ser arrollado por una estampida
de alumnos, se apuró a abrir las dos grandes hojas del portón que
daba a la calle.
Por un momento, todo fue un caos aplastante de alaridos y em-
pujones amortiguados por mochilas y abrigos. Recién cuando el gen-
tío empezó una aliviada dispersión, pude ver la obra de una extraña
coincidencia que aumentó mi alegría. La pandilla, que siempre llega-
ba al finalizar el horario de clases, ya estaba reunida frente al colegio.
Vos también estabas ahí. Tenías esa polera negra que hacía tu piel
más blanca y tu cabellera más rubia. Inmediatamente la quise y te la
cambié por mi sweater. Ahora tus ojos se veían más claros y azules.
Al verme, Bruno dejó una maldad a medio terminar y se acercó
a mí para jugar a que me pretendía. Esta situación me alteraba sobre-
manera, pues yo sabía muy bien que su mirada estaba puesta en vos.
Nadie se interesaba realmente en mí –no te atrevas a negarlo–, y me
enfurecía que alguien se hiciera notar con la ocurrencia de conquistar
a la fea. Porque de haber concretado Bruno sus intenciones, todos
hubiesen aplaudido el acto de heroísmo. De igual modo se festeja a
quien se anima a hacer algo asqueroso o que pone en riesgo su salud.

- 123 -
Martín E. Tisera

Yo era perfectamente consciente de que todos enfocaban su


atención en mi hermanita, la risueña y bella criatura que a todos
deslumbraba. Pero vos –y me hierve la sangre al recordarlo–, sonro-
jabas de vanidad, mientras te hacías la incrédula, ante los cumplidos
que te dirigían.
Nunca te creí cuando jurabas no darte cuenta de que intenta-
ban seducirte, y me irritaba la dedicación mal enmascarada que po-
nías en alimentar aquellos mecanismos. Fingías divertirte conmigo,
cuando en verdad me usabas para llamar la atención. Las sonoras
carcajadas, las monerías, las posturas teatrales, y luego, las miradas
de reojo para constatar el efecto de tus insinuaciones.
Después venían mis reproches y tu crispación de inocencia es-
candalizada. Entiendo que quisieras negarlo todo, pero acusarme de
estar fuera de mis cabales, por favor. Y yo enfurecía. Esperaba a que
estuviésemos solas y te aleccionaba largamente. Pero vos te parabas de
brazos cruzados descansando en una de tus piernas, ladeabas la cabeza
como queriendo oír lo que decía tu hombro, y mirabas a un costado
con sonrisa planchada de tolerancia aburrida. Ese aguante burlón era
todo lo que estaba dispuesta a dar tu indiferencia. Hacías notar el
esfuerzo superior que significaba tener paciencia con mis disparates.
Vos eras la culpable de mis arrebatos, ¿te das cuenta?, vos los
provocabas con tu falsedad, con esa relajada ostentación de virtudes
que hacías para evidenciar la insalvable desigualdad entre ambas.
Ésto hacía que mi odio creciera y, lo confieso, te pegaba hasta de-
jarte moretones.
Hay quienes ven en la violencia un intento por escalar en la
consideración de quienes nos empequeñecen. Pero, como sucedió
con todo en mi vida, aquí también tuve que resignarme a un se-
gundo puesto, a un reemplazo de baja calidad. Porque al resultar
imposible tener tu respeto, me conformaba con tu miedo. Pero ni
siquiera esto me diste como se debe.

- 124 -
Crías de Chacales

Cómo despreciaba tu pantomima de indefensión cuando exa-


gerabas los daños que te causaban mis ligeras palizas. Enseguida te
tirabas al piso y sujetabas eso que muy lejos estaba de ser una herida
como si taparas el pinchazo en un bote inflable para salvarte del
naufragio. Tu llanto salía a borbotones y tus capacidades actorales le
daban a la mirada compungida un terror desorbitado. Hasta en eso
resultabas inverosímil.
Pero más tarde, arrepentida, buscabas mi calma, y esos eran los
momentos más dichosos. Disipabas mi enojo cantando canciones
que me gustaban, hacías chistes y morisquetas. Pronto nos encon-
trábamos riendo las dos, cantando juntas o recordando anécdotas
graciosas. Me encantaba la modesta alquimia que generaban mis
golpes. Aún así, muy pocas veces logré aprovecharme de lo que fuera
que sintieras para obtener algo más que payasadas.

IV
Y o detestaba a Bruno, aunque había algo de él que me atraía
inexplicablemente. En la imagen que guardo de nuestro viejo com-
pañero, lo veo pequeño, muy flaco y siempre vestido con ropa al
cuerpo. Su piel oscura daba la impresión de ser poco saludable. Sus
grandes ojos negros, muchas veces delineados, escapaban al enfrenta-
miento de otra mirada y vivían bajo la cortina de un espeso mechón
que dejaba caer sobre su rostro. Me gustaba su combinación descon-
certante de maneras femeninas con arrojo de varón. Pero las extrava-
gancias, al mismo tiempo que hechizan, generan desconfianza.
Era imposible detectar en él una declaración franca. Bromeaba
y mentía con tanta frecuencia que fiarse de Bruno representaba –sin
excepción– un riesgo gigante. De todos modos, algo me apenaba de
él, quizá la percepción de una vivencia muy triste bajo sus cuantio-
sas maldades. Sentía ganas de protegerlo y, al mismo tiempo, tenía
que defenderme de él.
- 125 -
Martín E. Tisera

Pero más allá de la influencia que ejercía Bruno sobre todos


nosotros, no fue él quien alteró el equilibrio de nuestras vidas. Ahí
estaba Gabriel, “con sus pensamientos lanzados hacia alturas bo-
rrascosas” como dijiste vos una vez. ¡Qué enigmático era! ¿No es así,
hermanita? Él tuvo sus admiradores y enemigos (que también lo ad-
miraban); todo eso que las grandes personalidades suelen engendrar
involuntariamente en el contexto en el que se encuentran.
Gabriel era fuerte y dulce al mismo tiempo, nadie podía entrar
en él pero él podía entrar en todos. Tenía algo de brujo, de poeta,
de filósofo, no sé. Rígido en sus convicciones, lo respetaban como
a un hermano mayor. Él me hablaba de un modo especial, y por
momentos sentí que me prefería. Pero no, no podía ser, no a mí. Te
reirás, seguramente. Pensarás que soy una imbécil por creer que ese
niño-hombre pudo haber tenido algún interés en mí.
De todos modos, ahora lo veo, mi autoestima destruida por vos
hubiese sido un obstáculo infranqueable para todo el que quisiera
acceder a mí. Cómo imaginar en ese momento que Gabriel se fijaría
en la menos agraciada de las hermanas. No poder concebir algo es
negarle la oportunidad de suceder. Pero ¿y si era a mí a quien pre-
tendía? ¿Lo pensaste alguna vez? Jamás, ¿verdad?
Una tarde, en esa columna doble que formaba la pandilla al ca-
minar (¿te acordás?) yo iba junto a Gabriel. Lo notaba extraño y le
pregunté qué le pasaba. Pero él nunca era directo cuando hablaba, y
resultaba muy difícil comprenderlo. Hoy creo advertir que esa falta
de precisión se debía a que no subestimaba una consulta por más
nimia que pareciera: daba con ingenua largueza. Era como pedirle a
la tormenta un vaso de agua.
Lo cierto es que ese día me dijo algo bello y oscuro, como si
me hubiese dado una flor venenosa. Me enrostro ahora la haragana
superficialidad que me llevó a sonreír como una tonta, festejando
el ingenio poético de Gabriel, pero evadiendo toda responsabilidad
con lo que intentaba decirme. ¡Cómo lamento la pérdida de esa

- 126 -
Crías de Chacales

frase! Nuestros rumbos pueden cambiar radicalmente con sólo en-


tender una palabra que se nos dedica.
Pero qué podía comprender yo si mi obsesión por vos era tan
fuerte que me había vuelto indiferente hacia todo lo que me rodea-
ba. Sin embargo, el problema no era mi fijación, sino la ingratitud
de su objeto. Y la prueba de esto es que nadie ve un padecimiento
en la obstinación sobre algo provechoso. Al contrario, se habla de
sabiduría, de prudencia y hasta de felicidad. Ay, Ágata, si hubiese
sido menos estúpida, qué distintas serían las cosas.

V
La enfermera me ha dicho que recibís mis cartas, que se las
agradecés con una sonrisa y que me enviás cariños. Cuando escuché
esto solté una carcajada. Luego tuve que explicarle a la mujer, para
no quedar como la demente que todos piensan que soy, que enviar
“cariños” es la careta afectiva de la insensibilidad, lo mismo es decir-
le a alguien “querido”.
Te preguntó: “¿Irá a visitarla? A ella le haría muy bien”; vos res-
pondiste: “Puede ser”. Esta es otra expresión, dejame decirte, terri-
blemente cruel. Lo que queremos tiene la posibilidad de concretar-
se, aunque eso depende de una variable misteriosa: un capricho, una
meditación, una particular alineación planetaria. Ambas sabemos
que esa frase es sólo la posposición histérica de una negativa.
Ésto me recuerda el corazón violeta en un mensaje que habías
escrito para Gabriel. ¿Entendés lo que te quiero decir? Evitar el sig-
no en su expresión neta habla a las claras de una entrega parcial. El
corazón es rojo, Ágata: ¡rojo!. Vos siempre te diste en la promesa,
pero no en el cumplimiento; en la aproximación, pero no en la
llegada; en lo provisorio que se renueva, pero no en lo definitivo; en

- 127 -
Martín E. Tisera

el “puede ser”, pero jamás en el “sí”. Lo peor de esto es la regulación


sádica que hacés de tus restricciones.
Creo haber sido suficientemente clara, pero acá va una ilustra-
ción más, sólo para reforzar mi punto. Me acuerdo del evento de
graduación que organizó el colegio. Yo estaba con mi diploma en la
mano y mis compañeros se acercaban a felicitarme. Vos esperaste a
que todos se fueran y me dijiste: “Se te congratula”. Si no aprendí
mal, eso se llama cláusula impersonal: Oración que carece de sujeto
sintáctico recuperable… bla, bla, bla. ¿Quién se dirigía a mí exacta-
mente? Además: ¿“congratula”? No fuiste capaz siquiera de rendirte
a una desapercibida convencionalidad. Buscaste un vocabulario le-
jano a tu personalidad para llevar a efecto la etiqueta sin traicionar
el desprecio que siempre me tuviste.
Vos me dirás que soy rebuscada y que no hay diferencia entre un
término y otro. Pero yo me acuerdo como si fuera hoy, cuando Gabriel
dijo que no creía en los sinónimos. Explicó que, ya sea por rigurosa
definición o contexto, no hay dos palabras que signifiquen lo mismo.
Hay una razón tras la manera que utilizamos para expresarnos.
Lo que te quiero decir es que nuevamente aparece en tus acti-
tudes el protocolo vaciado de la buena hermana, el reconocimiento
sin reconocimiento. Lo importante fue, todas las veces, lo que te
sucedía a vos, nunca lo que le pasaba a los demás. Los logros ajenos
debían pasar rápidos y desapercibidos para que la atención volviera
inmediatamente sobre tus penas y alegrías.
Dicho esto, noto la enorme diferencia que existe entre cómo nos
ven, cómo nos vemos y cómo somos en verdad. Porque las personas
se parecen a los prismas que, para entenderlos completamente, hay
que observar todas sus caras. Por eso he pensado en contactar a los
chicos, tal vez sólo a Bruno y a Gabriel, para pedirles que escriban su
versión de esa época que me he empecinado en reconstruir. Quizás
a vos también te pida lo mismo. ¿Aceptarías? Serían nuestras “lunas
de licantropía”, como le llamaba Gabriel a esas situaciones que reve-
lan el monstruo escondido en nosotros.

- 128 -
Crías de Chacales

Pero no te asustes, es sólo una idea. Por lo pronto, seré sólo yo


quien rememora y escribe. Hoy, por ejemplo, desperté transportada
a un día magnífico de verano en el que fuimos al río con la pandilla.
Nos detuvimos en nuestro lugar predilecto, frente a la estación An-
chorena. Era uno de los espacios más limpios y despejados de la costa.
Festejábamos el cumpleaños de alguien. No sé de quién. Pero
me divertía que no hiciéramos las cosas como el resto de los jóvenes
que tenían nuestra edad. Porque supongo que lo esperable era que
nos reuniéramos en la casa del cumpleañero, comiéramos torta, to-
máramos jugo en vasos de cotillón y abriéramos regalos. Nosotros
deambulábamos por las calles todo el día haciendo lo que algunos
llamarían vandalismo. Claro que vos te mantenías fuera de esto,
sólo te reías y te hacías la vergonzosa. Incluso cuando la situación se
volvía peligrosa, desaparecías mágicamente. Pero ¡cómo te gustaba
presumir que tenías por amigos a chicos malos!
También estaban las fiestas en la casa de Eliseo. Él preparaba un
asado, ponía la carne en una tabla y arrojaba sobre la mesa un mon-
tón de cubiertos. Se libraba inmediatamente una batalla para con-
seguir un instrumento que nos permitiera comer. Todavía me río de
la triste decepción que embargó a un invitado, cuando lo único que
pudo obtener fue una cuchara de té. Te acordarás muy bien que, los
recipientes donde tomábamos cerveza, más para asegurar una ración
que para evitar el pico mismo de la botella, iban desde una lata de
conserva hasta un florero.
Pero vuelvo a ese día del que te estaba hablando. Cuando lle-
gamos al río, Gabriel se puso inmediatamente bajo la sombra de
un árbol (detestaba el sol). Entonces vi que los chicos se acercaban
a él por turnos para consultarle sobre su recién terminada relación
con... ¿Cómo era el nombre de su novia? Esa chica que tantos celos
te causaba, ¿te acordás? ¿Lina, Lila, Lidia…? Qué más da; te hablo
de esa morenita mugrienta que se las daba de hippie, y que hubiese
fumado un arbusto de ficus si le aseguraban que vería gnomos. ¿Se

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Martín E. Tisera

puede saber qué le veían aquellos que la consideraban linda? ¿Acaso


producía algún atractivo su morral en estado de descomposición?
Yo no estoy en contra del “hágalo usted mismo”, pero esas tiras de
cuero ecológico que llevaba enredadas en sus pies, no podían lla-
marse “sandalias”. Incluso escuché a Gabriel, una tarde en que ella
se acercaba para saludarlo, decir para sí en un murmullo: “Espero
que sea lo mismo cortarlas que desatarlas”. No sé exactamente qué
habrá querido decir con eso.
Lo importante fue que el señor de los misterios ya estaba libre
para recibir en sus brazos fornidos, a una miembro del grupo que
lo deseaba (lo sabías) desde que éste ingresó a la pandilla. Hablo de
Brigitte, por supuesto.
Ella anotaba en su cuaderno de clases las frases de prócer que
escuchaba decir a Gabriel. Viene a mi mente su caligrafía aniñada
en tinta rosa que decía: “El amor es la única ingenuidad que vale
la pena cometer”; o también: “Para mí la respuesta nunca será un
lenitivo sino una batalla”.
Tengo presente una oportunidad en la que Brigitte preguntó a
Gabriel sobre los posibles motivos por los que sus parejas la aban-
donaban poniendo estúpidos pretextos. Él contestó, obviando que
Jacqueline era insoportable, que así como Satanás prefirió reinar en
el infierno antes que servir en los cielos, muchas personas eligen el
control sobre una vida mediocre antes que la entrega total y la eleva-
ción del amor verdadero. Brigitte no entendía una palabra de lo que
decía ese muchacho, y eso era justamente lo que le encantaba de él.
Te voy a conceder que ella era inestable en sus romances, nada
parecía interesarle real y profundamente. Así llegó a enloquecer a
algunos hombres y a ser ignorada radicalmente por otros. Gabriel
era de estos últimos, tal vez por no simpatizar con la artificialidad
de Jacqueline. Te acordás seguramente de que “Brigitte” no era su
nombre, pero era así como se presentaba y como le gustaba que la
llamaran. La excusa para su segundo bautismo, no sé si habló de

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Crías de Chacales

esto alguna vez con vos, era que “Jacqueline” tenía algo de inocencia
novelesca poco creíble, y por eso repelente para posibles candidatos.
Al parecer, “Brigitte” le inspiraba cosas diferentes.
Yo disfrutaba oyendo los relatos de sus amoríos, la mayoría des-
venturados. Alentar sus fantasías y consolar sus fracasos teatrales
era un juego que me entretenía y alimentaba, de alguna manera,
nuestra amistad.
Pero mientras ella torturaba lo posible soñando con lo inalcan-
zable, vos y Gabriel comenzaban a ser un par inamovible en las hile-
ras de nuestras caminatas. Las intenciones que él manifestaba, y que
vos estimulabas con una seducción no muy discreta, eran obvias.
Y si me uní a Brigitte en su causa contra vos, no fue por creer que
habías violado alguna clase de código, sino para tener un motivo
visible que me autorizara a llamarte traidora. Ya te expliqué de qué
modo inconfesable me habías defraudado.
Sin embargo, aquí siento que debo detenerme para pedirte per-
dón. Porque no importa lo que yo sintiera, ni lo que vos fueras en
verdad. Yo no tenía derecho a meterme en tu vida. Y aunque esto
sea suficiente para demostrarte que yo sí conozco el remordimiento,
quiero además repasar todo lo que hice para perjudicarte. Siento que
sólo así podrás ver lo mucho que me interesa limpiar mi conciencia.
De todas maneras, te confieso que estoy tentada de caer en el
cínico ceremonial de tus frasecitas. “Si hice algo que te molestó, te
pido disculpas”, decías. A vos nunca te importó un arrepentimiento
que hubiese sido liberador para ambas, sólo pretendías trascender una
incómoda discordia sin ceder un ápice en tu soberbia. Qué sentido
tiene el intento de componer las cosas sin reconocer el daño hecho.
Yo, en cambio, te pido perdón por haber querido evitar que tu
noviazgo con Gabriel sucediera. Porque debí haberme tragado mis
emociones aunque no pudiera comprenderlas. Es cierto que yo les
impedía la intimidad con mi constante presencia. Hice todos los
escándalos posibles siempre que advertí una mirada cómplice entre

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Martín E. Tisera

ustedes. Te culpé de intentar hacerme a un lado, de abandonarme y


de traicionar a Brigitte.
De todas formas, muy poco pude conseguir. Un día entraste a
casa queriendo hablar con mamá y papá. Estabas nerviosa y, con
una mirada de costado, nos diste a entender que yo quedaba exclui-
da de la conversación. De dónde habías sacado esa fuerza. Comencé
a temblar, y cuando los tres empezaron a festejar tu vínculo con
Gabriel, pensé que enloquecería. Grité desesperadamente diciendo
que todo era una mentira. Lloré y estallé en insultos. Pero me neu-
tralizaron tachando mis desmanes de meros celos, de envidia y de
no sé qué otras cosas más.
Cuántas horas de soledad acumulé hasta poder aceptar tu rela-
ción con Gabriel. Cuando volvías de verlo, te observaba queriendo
entrar en tu espíritu, buscando, deseando hallar todavía la impronta
de aquellos momentos tan caros a mi identidad. Te interrogaba sin
voces y vos sonrojabas. “No me mires así”, me decías.
Igualmente, harías bien en admitir que te serviste de mis mañas
para ponerme después como excusa y no hacer lo que no quisiste
hacer mientras duró tu amorío con Gabriel.
Nunca olvidaré aquella tarde que llegaste a casa hecha un des-
pojo. Me costó mucho lograr que te calmaras y que me dijeras qué
había sucedido. Afinada en tono agudísimo de llanto, me contaste
que Gabriel te había dejado. Caminabas de un lado a otro como si
urdieras un plan. Después te desplomabas en una silla y llorabas ta-
pándote la cara con las manos. Te levantabas decidida y reanudabas
las idas y vueltas. Mil veces repetiste el ciclo, hasta que tu último
derrumbe fue sobre la cama, donde quedaste contraída como si hu-
bieses recibido un puñetazo en el estómago. Agotada, te dormiste.
No miento si te digo que más allá de mi pasajera oposición,
yo adhería a aquellos que no se imaginaban el término de aquella
unión. No es que parecieran hechos el uno para el otro, como suele
decirse. Creo que todos queríamos ser testigos de una perseverancia

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Crías de Chacales

terrenal en la que pudiera reflejarse la existencia de lo eterno. Pero


cuando lo que debe ser se quiebra, todo desastre es posible. Cuesta
aceptar que nada escapa a lo transitorio. Incluso vos tenías esperan-
zas de que tu noviazgo se recompusiera. Por eso el verdadero drama
empezó cuando, tiempo después, te dije haber visto a Gabriel con
otra mujer.
El giro que le diste a las cosas me recuerda otra de las frases
anotadas en el cuaderno de Brigitte: “Cualquier puñal es útil para la
venganza irreflexiva”. Gabriel no hablaba de vos, claro; esto lo dijo
mucho antes de que te acostaras con Benjamín.
¡Cómo pudiste! Yo estaré desquiciada, pero vos sos una zorra.
Sabías muy bien, me lo confesaste una vez, cuáles eran las intencio-
nes de Benjamín cuando visitaba a Gabriel para verte a vos. Pero
mantuviste la boca cerrada, y cuando te enteraste de que Gabriel
estaba con otra, quisiste revancha. Calculaste muy bien un golpe
bajo regalándote a su amigo. Porque Benjamín podrá haber sido
un reptil, pero vos lo usaste. Él, por lo menos, tuvo la decencia de
hablar francamente con Gabriel y de contarle que había empezado
una relación con vos. Lo hizo él, que le debía la amistad, y no lo
hiciste vos, que le debías mucho más que eso.
Además, yo estaba ahí, en la fiesta de Eliseo, cuando me dijiste
que si Gabriel ya te había olvidado, bien podías tomarte tus liberta-
des. Deberías agradecerme que nunca desmentí esa excusa patética
que le diste a Gabriel, y hasta a vos misma, cuando la cosa salió mal.
Porque nunca creí en ese naufragio doloroso que te hizo buscar el
respeto y la seguridad en alguien que te conocía.
Siempre fuiste una basura. Incluso a Gabriel lo tratabas como a
un trapo de piso. Yo recuerdo bien cómo disfrutabas postergándolo
una y otra vez, negándole lo que bien pudiste haberle dado. Qué
clase de juego era ese. Nadie entendía mis brotes de indignación
porque siempre creyeron en tu papel de víctima. “Quién más podrá
quererme como Gabriel lo hizo, quién me protegerá así, irreprocha-
blemente... “ Me das asco.

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Martín E. Tisera

Qué de veces tuve que soportar tus discursos autocompasivos


de culebrón. Aguanté las mentiras que hacinabas una a una. Y aho-
ra que lo pienso, creo que no es buena idea que todos contemos
nuestra versión de los hechos. Tal vez convenga dejar el pasado así
desfigurado por tus falsedades.
Corregir con la verdad lo que apuntó una memoria engañada,
haría que Gabriel empezara a sangrar la estocada que entonces le
diste. Ese refugio emocional que eras para él, cuyo amparo buscaba
como razón contraria a las ganas de pegarse un tiro, ese lugar al que,
conociéndolo, todavía debe recurrir, desaparecería. Porque por más
justificada que te hayas creído en tu despecho, lo que a sabiendas e
imperdonablemente quisiste hacer, fue asesinarte como memoria de
paz, eliminarte como recuerdo de lo único que estuvo bien para él
en este mundo de mierda.

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Crías de Chacales de Martín Tisera
se terminó de imprimir en noviembre de 2020.
Impresión: cmgráficos
Talcahuano 2218 Martínez - Buenos Aires - Argentina
cmgrá[email protected]

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