Crías de Chacales
Crías de Chacales
Crías de Chacales
Martín Tisera
Tisera, Martín,
Crías de chacales / Martín Tisera. - 1a ed. - Ciudad
Autónoma de Buenos Aires : Botella al Mar, 2020.
136 p. ; 20 x 14 cm. - (Candil)
ISBN 978-950-513-642-1
Diseño y maquetación:
Mariana Ibrahim y Martín Tisera
Fotografía:
Alejandra López
Colección Candil
Directora: Graciela Capacci
Ediciones
BOTELLA AL MAR
Luis Agote 2280 7º Piso Tel/Fax. 4803-8246
(1425) Buenos Aires - República Argentina
[email protected]
Directora:
Alejandrina Devescovi
María Ledesma
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Bruno
I
N o me arrepiento de lo que hice en 1996. Yo tenía en aquel
entonces dieciocho años, y podría excusarme en el hecho de que
era apenas un adolescente. Pero lo cierto es que esa falta de remor-
dimiento en nada se relaciona con ver en las incorrecciones del pa-
sado (aun en las deliberadas) parte de una necesaria construcción
personal. Porque si pudiéramos modificar algo de lo que fuimos ¿no
estaríamos más cerca de lo que queremos ser?
Por mi parte, la fantasía de corregir ciertas actitudes que he te-
nido pasa por el deseo de ser un mejor pecador. Ojalá mis deslices
hubieran sido más escandalosos; mis infracciones, más corrosivas;
mis conspiraciones, más astutas; y los secretos que guardé, de más
urgente revelación.
Pude haber sido más eficaz en mis crímenes. Pero no seamos tan
exigentes con mis primeros tanteos y admitamos que todo comienzo
es defectuoso, quitando, por supuesto, las obras de grandes talentos.
Hace falta ejercicio paciente y continuado, instrucción, experiencia.
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II
E starán de acuerdo conmigo en que muchos puestos de poder
se hallan ocupados por gente como yo: inteligente, estratega, hábil-
mente manipuladora. Sin embargo, no me sentí atraído por escalar
posiciones en la sociedad ni por hacer algo productivo con mis fa-
cultades. Veía los estudios sistemáticos y los proyectos a largo plazo
como celdas asfixiantes. Tenía como certeza que un criterio debía
permanecer lúcido y firme para que el aprendizaje institucionali-
zado no eliminara las asperezas con las que daba gusto dañar. ¿Les
conté que tocaba el bajo? Me negué a tomar clases del instrumen-
to porque quería evitar que la estructura de una educación externa
atentara contra mi autenticidad. Además, es inevitable que los es-
tudiantes sufran el contagio de los vicios que portan sus profesores.
Pero esto iba más lejos que un mero delirio de autodidacta. Se
me antojaba peligroso para mis pensamientos ahondar demasiado
en teorías ajenas. Ni siquiera el anarquismo, doctrina que me sedu-
cía, quise examinar en profundidad. No es que ignorara otras voces,
sino que conservaba de ellas únicamente aquello que expandía o
confirmaba elementos ya residentes en mi espíritu. El tan reputado
ejercicio de cuestionar las propias ideas me resultaba sospechoso.
Por eso, si algo nuevo despertaba en mí, me creía invadido y tendía
a defenderme. Me sentía llamado a alcanzar una máxima concentra-
ción de aquello que ya había descubierto ser, y para esto debía evitar
mi disolución en divergencias neuróticas.
Por otro lado, hay algo que debo agregar: me gustaba destruir
todo, hasta lo que yo mismo había erigido trabajosamente. No po-
día ver algo en pie. Ignoro el origen de aquel sentimiento, pero
quizás no fuera otra cosa que un disfrute en el ejercicio de poder que
significa toda aniquilación.
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sin dudas, poetizado. Esa ninfa punk tenía mucho que esconder, y
por lo menos uno de estos secretos yo había consentido en revelar a su
embobado novio. Pero quién pondría los dichos del loco por encima
del silencio que guarda la inmaculada.
Ahora que me veo en la imagen del recuerdo, caminando por la
calle Núñez y deteniéndome a media cuadra de la Avenida Cabildo
ante una enorme puerta blanca de doble hoja, advierto que Ágata
no vivía en una pensión, sino en un hotel. Nunca entendí por qué
esa familia llevaba una vida nómade de economía al día. No perma-
necía más de un año en el mismo sitio. Tal vez el padre de Ágata –un
hombre alto, silencioso y fornido que padecía de gota– no ganaba lo
suficiente manejando su taxi.
Toqué un timbre pequeño y duro que sonó muy lejos. Pasado
un buen rato, unos zapatos que reptaban trajeron a la encargada
desde algún aquelarre a medio celebrar. Ésta era una mujer gorda
y agria que, sin decir una palabra, abrió la puerta con fastidio, me
escuchó decir: “Busco a Ágata”, y volvió a cerrar la puerta en mi cara
antes de que la última “a” fuese pronunciada.
Esperé largos minutos en los que miraba hacia ambos lados de
la challe temiendo que Gabriel se presentara y arruinara todo. Fi-
nalmente, tras una demora que parecía disfrutar, la harpía regresó,
pero esta vez, para dejar la puerta abierta y dedicarme una cara de
asco espeluznante. Interpreté eso como una invitación a pasar y la
seguí a través de un largo y sórdido pasillo. Volteó sólo una vez para
repetir su gesto de desprecio y, sin dejar de caminar, alzar una garra
con la que señaló la habitación de Ágata.
Ya con la información que necesitaba, me acerqué un poco a
esa bestia y, con la punta de mi pie, toqué ligeramente el talón del
suyo. La ogra enredó sus patas por la mera inercia de su andar y
cayó pesada y estrepitosamente. Me acerqué a ese desparramo de
prehumanidad y le extendí una mano solidaria:
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III
N o importaba lo motivado que estuviese por una idea, ésta
podía caer de repente en un profundo letargo. Así sucedió con mi
obsesión acerca del secreto que guardaba Benjamín, pero también
con mi rencor hacia Gabriel y con mi antojo sádico por Ágata. Sin
embargo, todo seguía allí, hibernando en un sótano oscuro donde
no llegaban los aguijones de mi entusiasmo. Me preguntaba, viciado
de cierta indiferencia, si habría para aquellos impulsos un futuro
en el que salieran de su anestesia para hacer hervir nuevamente mi
sangre. Porque bajo el tedio que ahora las encapotaba, yo escucha-
ba respirar todavía a las fuerzas que un día me movieron. No, no
habían muerto ni morirían jamás por la sencilla razón de que no
fueron satisfechas, sino vencidas, y ahora rechinaban sus dientes en
el sueño intranquilo de la resignación.
Años transcurrieron desde mi charla con Benjamín sin que pa-
sara con mi vida algo significativo. Aceptaba empleos que al poco
tiempo abandonaba por aburrimiento, o de los que me echaban por
incumplir horarios u otras normas. Leía mucho y sobre diversos te-
mas. Buscaba para estudiar, las salas tranquilas de la biblioteca José
Ingenieros, en Boulogne, o viajaba hasta San Isidro para visitar el
antiguo edificio Juan Manuel de Pueyrredón.
Muchos de ustedes deben pensar que la lectura es una prácti-
ca inofensiva que a todos agrada. Sin embargo, me divertía la cara
que ponía la bibliotecaria cuando escuchaba los asuntos de mi in-
terés. Por otro lado, no fueron pocas las veces que me negaron el
acceso a determinados libros. Me decían que estaban tomados o
simplemente que no tenían nada sobre el tema. Ambas cosas eran
mentira, por supuesto. Me resultaba fácil decodificar los gestos de
las empleadas, muy poco esmerados en el disimulo, y ver en ellos
que tales restricciones derivaban del prejuicio. Tal vez, esas mujeres
absurdas de cerebro estrecho, que se creían capaces de administrar
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IV
P edaleaba rápido hacia la casa de Gabriel. Tal vez por la inco-
modidad a la que me obligaba mi bicicleta, desproporcionada para
mi baja estatura, se me ocurrió medir el método desapasionado, el
hambre de colección y la fanfarronería con que había robado ese
horrible artefacto, con el modo en que Benjamín había ganado la
voluntad de Ágata. Pero mi impulso oportunista en nada se ase-
mejaba a su fría tardanza, y no es igual, claro está, adueñarse de
un objeto que embaucar a una persona. Entonces, si aquellas dos
situaciones no eran, al fin de cuentas, comparables, quizás sí podían
serlo nuestros intentos de arrebatar a Gabriel algo que, por obra de
su personalidad, había enaltecido solamente con elegirlo.
A lo mejor ustedes se preguntan qué sentido le encontraba yo
a una posible equiparación de faltas. Sin lugar a dudas, no tenía
que ver con aspirar a la dignidad del pecador confeso que, para
evitar juzgar a su hermano se reconoce, él también, necesitado de
perdón. (Si esta idea hubiese venido a mi mente en aquel momento,
mientras conducía mi bicicleta, más me hubiera valido frenar hasta
agotar mi acceso de risa). Creo ahora que, muy lejos de aquello, se
trataba de disminuir la superioridad de Benjamín con respecto a mí
queriendo entendernos como pares.
Está bien, él tenía el mérito de la efectividad. Yo no había lo-
grado recuperar mi indiscutido liderazgo ante la pandilla, y había
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Por eso él terminó con Ágata: había desaparecido para ambos el dere-
cho a perseverar. Así, yo tampoco debía seguir con todo este asunto.
“Dejar suceder para ver a la verdad en acción”, dijo finalmente
como si hubiese leído mis pensamientos. Debo decir que sus sen-
tencias no me sonaban artificiales, las entendía como la decantación
de largas y tortuosas reflexiones que llevaban la pompa necesaria
para que la realidad resultara tolerable.
Mis ojos de súplica se apartaron de la mirada resignada de Gabriel.
Quedé suspendido en una meditación. Gabriel soportó paciente ese
lapso de ausencia y, al cabo de unos instantes, para hacerme libre de
la esperanza, apoyó una mano firme y amistosa sobre mi hombro, me
dijo: “Todos llevamos sembradas las cepas de la corrupción”. Sonreí
con amargura sin dejar de ver al vacío. Ya no tenía sentido revelar
todo lo que sabía sobre Benjamín. Pasé de sentir que fui yo, de algún
modo, quien condenó a Ágata, a aceptar que ella era, finalmente, una
más de aquellas almas volubles.
Gabriel no interrumpió mis pensamientos con la pretensión de
una despedida y me dejó partir en silencio. Anduve unas cuadras,
subí a la vereda y dejé caer la bicicleta contra una pared. Fui al es-
pacio que había entre dos autos, me senté en el cordón de la vereda,
escondí la cara entre las manos y me puse a llorar.
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Gabriel
I
C aí al piso con ruido sordo. Alcé la vista. La hebilla había cedi-
do, y ahora el cinturón pendulaba sombrío, anudado a una viga del
viejo galpón. Encomendé a una mano seguir en el cuello, el sendero
de un ardor incipiente, pasajero estigma de mi fallo. Escruté las
penumbras en lento semicírculo. Vi la constelación de perforacio-
nes en el techo de chapa; vi la crecida montaña de escombros; vi el
enorme barril carcomido por el óxido, y apiñados juncos de hierro
que brotaban de su boca; vi la canilla que, sobre una honda pileta
de cemento leproso, marcaba los segundos con su goteo. Todo es-
taba lo mismo, salvo por el taburete que yacía a un costado, apenas
visible en la oscuridad.
Sí, continuaba en ese mundo cuyos extremos no difieren de sus
vísceras, y que, inalterado, parecía decirme que los éxitos y los fra-
casos son para él iguales accidentes. Del otro plano sólo pude oír
el fastidiado resuello de un íncubo, centinela ansioso de mi acto, y
el pesado batir de alas que lo regresaba, decepcionado, a la negrura
pestilente del infierno.
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II
N o me acomodé en el exilio. A pesar de mi propensión a la
melancolía, siempre busqué medios para evitar las oscuras alienacio-
nes. En mi adolescencia, por ejemplo, quise integrar una pandilla
a la que pertenecía Imanol, uno de mis vecinos. Pero, como toda
situación que carece de naturalidad, mis participaciones en ese grupo
dependieron, por lo menos en un extendido principio, de esmerados
planeamientos. Fue por ello que, muchas veces, debí encarar la frus-
tración de los desencuentros, o las incomodidades de la artificialidad.
Cómo no advertí que caminaba en círculos cuando el dictamen
prístino de foráneo en el plano de la existencia, para confirmar su
carácter de irrevocable, viciaba mis intentos de superarlo con la afi-
ción a integrar disparidades.
Imanol vivía a pocas cuadras de mi casa, en Martinez, un ba-
rrio de bellas y apacibles residencias perfumadas por naranjos. Sin
embargo, ambos éramos pobres, y el hecho de tener domicilio en
aquel lugar, fue algo que sólo una herencia pudo concretar. Ahora
nos tocaba pagar esa incoherencia de locación soportando la alerta
vacuna con la que los vecinos se notificaban de nuestra presencia.
Después, fuera de escasas similitudes, yo no tenía con Imanol otros
puntos de coincidencia.
Él adhería al Punk de un modo explícito. Compraba su ropa en
rezagos militares y llevaba una cresta. Claro que el progresivo aban-
dono de su cuidado personal lo condujo a cambiar aquel peinado
tan laborioso (que a veces yo le ayudaba a hacer) por un conjunto de
mechones apelmazados al que llamaba, no sin discutible derecho,
rastas. Con escasos diecisiete años, Imanol padecía una falta absolu-
ta de esperanzas en el porvenir. Tal vez por eso consumía drogas y se
exponía a delitos o peligros absurdos. Él era delgado, alto y cómica-
mente desgarbado. Su cara redonda llevaba estampada una sonrisa
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III
Quería alternar con los integrantes de esa pandilla y lo con-
seguí (jamás lo hubiese pensado) gracias a mi seca franqueza. Ésta
me convirtió, ante algunos, en un héroe; y frente a otros, en un
auténtico descarado. Como sea, el efecto de mi sucinta honestidad,
y de mi absoluta reserva en relación a mí mismo, me permitió abra-
zar el triunfo. Se hablaba de mí y hasta conseguí ser reclamado en
varias ocasiones. Se me llegó a solicitar como aliado, pero también
como enemigo; y tal era mi imagen de hombre ecuánime, que hasta
me asignaron el rol de mediador en algunas disputas. Mi anticuada
manera de hablar se confundió con erudición y me pedían consejos
o puntos de vista. Este modo de expresarme produjo a su vez el
asombro por el uso de palabras infrecuentes.
Yo admiraba a mis profesores que se paseaban con andar so-
lemne por el aula explicando un tema con profundidad poética y
natural corrección. Pero mucho antes de que mis estudios me dieran
lecturas de seductora complejidad, recuerdo verme fascinado ya de
niño con libros que encontraba en la biblioteca. Uno de ellos era un
vetusto diccionario, no muy grande, de hojas ambarinas y aroma
dulzón. Llamaban mi atención sus ilustraciones precisas y la rareza
de algunos términos cuyas definiciones, descubrí con entusiasmo
tiempo después, sólo sus páginas tenían. Las nuevas ediciones los
habían eliminado por considerarlos en desuso, logrando que todas
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jer como una mujer”. Esto aclaró también sus frecuentes visitas a la
biblioteca en las que indagaba sobre –así recuerdo que lo expresó–
“homosexualidad femenina”. Para subir de rango en la institución
demoníaca, Bruno ambicionaba convertirse en mujer.
Otro de sus signos distintivos era un peregrino sentido del humor.
Sus bromas, siempre aviesas e irreverentes, no eran escasas y dejaban
traslucir la pretensión de un daño. La víctima no reía, sino que mira-
ba, con humillado desconcierto, la innecesaria violación de los límites.
Una más de sus prácticas habituales, consistía en la actuación de
un personaje cuyas características adecuaba a su interlocutor. La re-
presentación se iniciaba luego de un rápido examen de la situación, y
parecía dejar de manifiesto que nadie merecía el conocimiento de su
real personalidad. Por otro lado, si lo insultaban, no conseguían ofen-
derlo, pues no era a él a quien estaban atacando, sino a una ficción, a
una construcción que desaparecería cuando ya no hiciera falta.
No era menos censurable su costumbre de doblegar a la persona
con la que interactuaba, de vencer sus principios y dejarla sumida
en un penoso ofuscamiento. Curiosamente, no eran puestos bajo el
ejercicio de su incisiva retórica aquellos cuyo deseo no era otro sino
la autodegradación. Muy pocas veces, por ejemplo, lo vi conversar
con Imanol. Encausar todos los pensamientos y acciones de sus se-
mejantes hacia la decadencia parecía ser su deporte favorito.
¡Cuánto rencor destilaba la risa de Bruno! Sus ruidosas carcaja-
das no hacían sino esconder rugidos de bestia. La ocultación de sus
auténticas emociones fue siempre el más instintivo de sus ardides.
Todos sus proyectos se elaboraban bajo las luces temblorosas que la
tormenta de su encono producía, y daban la impresión de ser reta-
liativos por el descuido a la arrogante soberanía que creía merecer
sobre los demás. De todas maneras, yo no dejaba de pensar que
mucho de ese resentimiento pagaba tributo de niño incomprendido
y abandonado.
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IV
Nuevamente era viernes y yo iba desde la estación de tren
hacia el colegio. Las cuadras parecían interminables bajo mi paso
ansioso que temía llegar demasiado tarde. Me tranquilizó ver sin
embargo, aunque todavía lejos y entre un hormigueo compacto de
estudiantes, a la pandilla reunida. Bruno conversaba en un círculo
formado por Eliseo, Imanol y Benjamín. Me acerqué a saludar y mis
compañeros hicieron un espacio para dejarme integrar el corro. El
gesto me gratificó. Pronto me puse al corriente de lo que sucedía.
Bruno se dedicaba, con fórmulas por demás cómicas y deliran-
tes, a la conquista innecesaria de una señorita que ya le había ex-
presado su favor. Ella se encontraba a cierta distancia, junto a sus
amigas, tolerando las niñerías de un pretendiente que jugaba a la
seducción. A todos nos convenció Bruno para que fuéramos sus he-
raldos. Por turnos llevamos mensajes irrisorios y trajimos respuestas
condescendientes. Íbamos y veníamos, mientras él remedaba poses
de galán televisivo. Lilin –así se llamaba la muchacha– parecía con-
servar aún el interés en este personaje que, con sus afectaciones de
Don Juan, ponía en riesgo un éxito ya declarado. Finalmente, se
nos concedió una nueva oportunidad. Arreglamos –por pedido del
procrastinador– una cita entre ambos grupos para esa misma noche.
Así fue que, luego de acordar nuestro regreso a la hora fijada,
nos marchamos. No recuerdo el rumbo que tomaron los demás,
pero sé que Bruno regresó a su casa, mientras que Eliseo y yo acep-
tamos una cordial invitación a cenar que nos extendió Benjamín.
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V
E ra mediodía. En nada se parecía esta esquina de la existencia a
esas imágenes que muestran el verano como un alegre y despreocu-
pado bacanal. El astro incendiario enviaba sus rayos deletéreos que
enfermaban a la ciudad de lúgubre entumecimiento. Los paseantes
rehusaban las calles así como las nubes no osaban transitar aquel
cielo encandecido. Tampoco había brisa que remeciera los árboles.
Las plazas, vacías de gente, con el follaje requemado y los juegos
detenidos, semejaban la obra de un dios taxidermista decidido a
negar, en la quietud inconmovible, esa vida teatral que sugiere el
mero movimiento.
Resultaba irónico que la densidad atmosférica anticipara, en
una claridad enceguecedora que no dejaba de expandirse, la sofoca-
ción del ataúd; y que una muda conflagración, dilatara los aromas
hasta volver nauseabundo el aliento de las flores.
Yo odiaba esos días en que el aire recalentado asfixiaba mi vo-
luntad. Pero aun así, algo me llevó a enfrentar el desolado agobio
de aquel pandemonio. No dejaba de creer que para formar parte
de la pandilla debía esforzarme por asistir a todas sus reuniones.
Porque el precio de no estar a su alcance –sentía– era desaparecer
de su registro. En mi soledad me deshacía hasta convertirme en
una irrecuperable fantasmagoría. Por eso yo buscaba esa ligadura de
las experiencias compartidas, tratando de seguir, sin transgredir los
principios por los que ya se me conocía, las propuestas de mis com-
pañeros, incluso si estas me desagradaban un poco o me inspiraban
algún desacuerdo menor.
Así pues, luego de vencer mi atonía con una fuerza de ánimo
que, de haberla apuntado hacia el éter, hubiese hecho llover, ya es-
taba con mis compañeros. Caminábamos sobre el vaho calcinante
que exhalaban las anchas veredas de la Avenida Cabildo, en el barrio
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VI
L a tormenta avanzaba como una flota de ángeles en rebelión
que aniquilaba al sol con el humo compacto de sus descargas. La
triunfante insurrección entronizó a la noche y puso como estan-
darte el filoso yatagán de la luna, que celaba de a ratos su hoja con
espesas nubes. Sin embargo, desde la tierra, los árboles contestaban
a un nublado todavía sedicioso, con las centellas de sus ramas.
Mis ojos, que por buscar en el cielo me condenaron al tropiezo,
consintieron en descender a la agitada actividad planetaria. La ven-
tanilla del colectivo filtraba, con casual benevolencia, mi desganada
observación. En su borde superior, se extendía un rosario cristalino
cuyas cuentas caían y se renovaban con hipnótica lentitud. A través
de ese vidrio lloroso puede ver turbias luces de colores y fantasmas
que corrían en busca de refugio.
Yo había conocido a Iset en la facultad, y esa noche viajaba a
Plaza Italia para encontrarme con ella. Bajé del colectivo y me quedé
un momento asido a las rejas del Jardín Botánico. Toda esa vegeta-
ción, caprichosamente ordenada, oscilaba confusa bajo la carrera
del vendaval. Volví de mis ensoñaciones por una gota de lluvia que
había tocado mi frente y que se deslizaba dividiendo mi rostro a la
mitad. “Vamos”, me dijo el destino con esa larga caricia de su índice
mojado, “es hora de enfrentar lo que debe sobrevenir”.
Esa misma tarde había llorado por Ágata, y ahora, con una an-
gustia mal lavada por la esperanza en el futuro, me dirigía al en-
cuentro de la mujer más pérfida que conocería. Cuántas veces se ha
recurrido a la imagen del súcubo para describir a una suripanta; yo
estoy seguro de que se me perdonará la falta de originalidad en favor
de tal justeza.
Hoy espero que, por el bien de los hombres (y muchachas) que
me sucedieron, en ese momento ella haya sido su máxima expresión
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Ágata
I
Cierro los ojos y oriento mi cara hacia el sol. El calor es intenso
pero la luz me fortalece. Aspiro hasta que el aire entra con un
temblor en mi angustia para llevársela en el largo aliento que dejo
salir. Repito la técnica, pero esta vez, contengo la respiración tres
segundos. La opresión que me dejó el llanto se descomprime y se
aliviana. Inspiro y espiro con lentitud. De nuevo. Una vez más.
Lo que hago –se me ocurre– es parecido a limpiar, a ventilar un
ambiente que estuvo cerrado durante mucho tiempo.
Distraigo mis pensamientos. Busco en mi mente la imagen de la
flor que llega hasta mí con su fragancia: es jazmín. Hago lo mismo
con un pájaro que escucho cantar. No sé de aves, así es que lo invento:
es de color marrón y tiene un pico diminuto; parpadea rápido y se
mueve de a saltos; mira de un lado a otro como si estuviese asustado.
¿Cómo se verá el sujeto que acaba de decir algo a lo lejos? Su voz es
ronca y fuerte, debe ser corpulento y barbudo. “Paso mañana, señora.
No se preocupe.” Ha ido a reparar algo en la casa de una mujer sola,
y dejó su trabajo sin terminar. Tal vez haga falta esperar a que seque la
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“Te amo tanto”, le dije una vez, “que te seguiría a donde fueras”.
“Acompañame a merendar”, respondió él. “No puedo”, contesté,
“tengo que volver a mi casa”.
Ese día le había dicho a mi hermana que iría a hacer un mandado,
y Gabriel viajó hasta la estación Lisandro de la Torre sólo para estar
conmigo una hora. Después de todo, yo también venía hasta aquí,
hasta la estación Acassuso, para verlo unos instantes, lo buscaba
en la facultad para que almorzáramos juntos, o le confeccionaba
regalos. Igualmente, de nada me sirvió reprocharle ese montón de
minucias, si yo sabía muy bien que no había hecho aquello que
realmente importaba hacer.
Pero ahora, y como bien me sugirió Alba, necesito estar tranquila
y considerar que no ha pasado mucho tiempo desde mi ruptura
con Gabriel. Yo sé que él va a recapacitar: lo que siente por mí es
fuerte. De todas maneras, me pregunto qué le voy a ofrecer cuando
regrese. Quizás sólo haga falta aguardar a que vuelva descansado de
los malos ratos y con esperanzas renovadas. Así podrá aguantar…,
aguantar un poco más…
¿Y si en este tiempo se enamora de otra persona? No puede
ser, Gabriel nunca me haría eso. Además, él es demasiado singular,
¿qué posibilidades hay de que encuentre tan rápidamente a alguien
con quien pueda congeniar? Si hasta me pareció raro que se fijara
en Lilin. No es que ella no fuera bonita, pero ¿no eran muy anchas
sus caderas? Nadie podría negar la belleza de sus ojos negros, eso es
verdad, aunque sus pechos parecían algo pequeños. Por otra parte,
no sé qué clase de conversación podría tener Gabriel con una chica
lenta y dispersa. No digo que la porquería que ella fumaba hubiera
ralentizado sus reacciones y dificultado su concentración, tal vez
fuera naturalmente un poco distraída.
Llego a casa e imagino que si alguien me preguntara por mi viaje,
no sabría qué decir. Tan abstraída estoy que me da la impresión de
haber llegado aquí a través de un portal mágico. Sin embargo, como
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II
T omamos el tren. Bajaremos en la estación San Isidro y
caminaremos. Debemos cruzar la plaza de la catedral y seguir la
calle Tiscornia. Valentina intenta animarme un poco, menos por
conmiseración que por tener que soportar una pésima compañía.
Trato de fingir que me divierten sus tonterías, pero no lo consigo
y termino siendo yo quien, con enorme trabajo, intenta revertir su
fastidio. Es monstruoso el agotamiento que me produce esta doble
simulación. Quiero contarle a alguien lo mal que me siento y llorar.
De pronto, mi hermana se entretiene viendo a través de la
ventanilla. Quiere situar una anécdota que me ha contado y busca
el lugar en el paisaje escurridizo. Yo aprovecho esa distracción para
soltar mi dolor que corre entre los asientos y envuelve a una pareja.
Él va asido al aro del pasamanos que pende del techo, ella lo abraza.
El vagón, arrastrado a toda velocidad por la locomotora, bambolea
con fuerza a los amantes. Ellos se ríen de la furiosa envidia con que
esa máquina quiere perturbarlos. Saben que, si uno de esos tirones
lograra soltarlos, la potencia del sentimiento que los une impediría
que se cayeran.
Valentina, con fría demanda de atención, corta el sonambulismo
de mi goce padeciente. Me pregunta dónde tengo la cabeza. Le
digo que pienso en Eliseo, y ella se cruza de brazos con burla e
incredulidad. Pone esa mirada que me reta a elaborar una mentira
convincente. Improviso entonces que siempre me conmovió
la soledad de nuestro amigo: su padre ido, su madre fallecida.
Cuentan que él mismo la encontró muerta en el baño. Además, sin
otra alternativa, se mantiene solo, ayudando a sus hermanos con
tareas de jardinería. Debe ser por todo aquello que me cuesta tolerar
el modo en que los chicos se ríen de él. Mi jueza, con un ligero
levantamiento de sus cejas, me da a entender que, a pesar de no
creerme, ha decidido aceptar mi coartada. Le ha gustado el tema
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– ¡Ágata!
– Benja, me asustaste.
– Disculpá, es que no se ve nada, ¿cómo andás? ¿Ya te arreglaste
con Gabriel?
– No, la separación es definitiva.
– Ah… y... ¿estás bien?
– No sé cómo estoy.
– Claro, claro, lógico. Bueno, tomá esto, te va a hacer bien.
– ¿Qué es?
– ¿Qué pasa, no confiás en mí? Es cerveza, qué va a ser…
Nunca me gustó la cerveza, pero creo que esta noche tomaría
cualquier cosa si alguien me asegurara que me va a hacer bien. Ya
no quiero sentirme así, tengo muchas ganas de llorar. Imagino mi
angustia como un enorme parásito que se aferra a mi pecho con
miles de patas para succionar mi vitalidad y dejarme vacía. Me
siento desprotegida sin el mundo que teníamos con Gabriel.
Acepto el vaso de plástico que me ofrece Benjamín, y trago
ese líquido amargo que se ha calentado por pasar de mano en
mano, de boca en boca. Tomo, y me digo que tomaré lo que haga
falta para olvidar. Pero no, no es cierto, no es así como se van los
pensamientos. No hay modo en realidad, para que se vayan. Están
siempre ahí, acechando tras símbolos inesperados para saltar sobre
la mente y retorcer el espíritu. Estoy a punto de vomitar un llanto.
Benjamín me habla. Hace chistes estúpidos de los que sólo él
se ríe. Lo miro, pero no lo veo a él. Su cara ha pasado a ser la pantalla
sobre la que se reproducen mis fantasías. Gabriel debe estar con
aquella chica en este momento, sin embargo, hay algo que me impide
odiarlo. Fui yo quien lo dejó a él, fui yo quien no respondió sus
llamados ni atendió sus demandas. Siento un desamparo inenarrable.
Benjamín se sienta a mi lado, sobre un tacho de pintura blanca.
Leo entre las chorreaduras: Exterior Mate 20 lts. ¿Qué habrá
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III
L as sábanas responden al peso de mi cuerpo con agria
exhalación. Me causa repugnancia el contacto de mi espalda
desnuda con esa tela fría y sucia. Mi estómago se retuerce de nervios
cuando me doy cuenta de que este desagrado es augurio de peores
aversiones.
Benjamín me ha quitado la ropa con apuro, como si temiera que
la oportunidad de poseerme se le escapara. No sé cómo se desvistió,
ni en qué momento, pero ya está encima de mí.
Sus manos transpiradas reptan ansiosas sobre mi piel. Buscan
mis pechos en un apremio atolondrado de asalto. Se detienen.
Ahora quieren pagar barato una buena impresión intentando ser
delicadas, pero sólo consiguen una torpeza despaciosa. Se traban en
accidentales rasguños, pellizcos y choques. Ese tosco preludio es un
protocolo impaciente que suspende con un chasquido desdeñoso.
Sin más, Benjamín entra; no: irrumpe, y yo muerdo mis labios para
ahogar el gemido de dolor que me causa su brusca anticipación.
Me desconcierta la prisa desapasionada de sus movimientos.
El ejercicio explosivo hace alternar sus roncos gruñidos con jadeos
calientes y hediondos. Giro mi rostro en busca de aire, pero mi
nariz choca con la funda rancia de la almohada. Cierro mis ojos con
fuerza. Es asco lo que siento, y, habiendo admitido esto, llevo mi
mente a otro lugar.
Pienso en Gabriel, en su físico aromado, en su dulzura, en su
interés minucioso y admirado, en la seguridad tranquila de sus
caricias, en el encantamiento de sus palabras. Qué puedo hacer con
la inutilidad de mi arrepentimiento. No consigo evitar lágrimas que
Benjamín aplasta con una sonrisa de oscura complacencia. ¿Creerá
haber alcanzado alguna clase de victoria? Los hombres nunca sabrán
por qué llora realmente una mujer.
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IV
S on las seis de la tarde. Estoy sentada en un banco de la plaza
Mackenna. Gabriel trabaja en un taller de carteles que está a una
cuadra de mi posición, sobre la avenida Cramer. Le he avisado; sabe
que aquí lo espero. A quién recurrir en mi desesperación sino a él.
Barro la plaza con una mirada y me detengo en unos niños que
juegan en el arenero. Pienso que la infancia es feliz porque no tiene
pasado. Además, de todo están dispensados esos chiquitos. Incluso
a sus maldades se les llama travesuras.
Después me digo que acá, en este momento y en este lugar,
estoy sola, y que en esta isla de presente nadie puede alcanzarme.
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V
N uestros padres se pusieron de acuerdo en salvar las apariencias,
y nos obligaron a llevar una relación adulta de responsabilidades.
No tenemos dinero para alquilar un apartamento, así que no tendré
opción más que mudarme a este lugar horroroso. Qué puedo hacer
yo al respecto.
Siempre odié la casa de Benjamín, le encuentro mucho de
mausoleo. Es fría, oscura y sofocante. Flota en el aire estanco una
tristeza inquieta, y aunque yo no sea una persona miedosa, me hiela
el terror cuando llega la noche o me quedo sola. La paradoja de una
vivienda para muertos le va muy bien, y por más que me resulte
inconcebible el deseo de alguien por habitar un sitio hecho para el
reposo de los fallecidos, sé que no falta explicación para esto.
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Valentina
I
D ejá de insultarme con tu caridad. ¿Pensás que te voy a agra-
decer por pagar este asilo espantoso en el que me encerraste? No sé
cómo podés vivir sabiendo que sufro la vejez y la soledad, dos cosas
que siempre me horrorizaron. Es obvio que no puedo culparte de
mi entrada en la tercera edad; pero sí, de mi abandono. Resulta que
ni siquiera venís a visitarme. Soy tu hermana después de todo, ¿no?
¡Cómo me cuesta aceptar que nada de esto te importe! Algún día te
llamarán para comunicarte mi defunción y estarás feliz. Esperarás
ansiosa ese momento para dejar de recibir mis cartas. Es notoria la
alegría fingida que chorrean tus palabras cuando te dignás a contes-
tar las míseras líneas que te escribo. Pero lo que odio profundamen-
te, es cuando querés hacerme ver el lado positivo de mi situación
actual y me sugerís ser más agradecida. Encima perdés el tiempo
haciendo una lista de las cosas lindas que me han pasado en la vida.
Quiero que sepas una cosa: tuve unas pocas satisfacciones, es ver-
dad, pero nunca –leé atentamente–, nunca fui feliz.
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Crías de Chacales
Crees que estoy loca, lo sé, y que invento cosas para hacerte
sentir mal. Por eso te deshiciste de mí usando como excusa la enfer-
medad que me inmoviliza. Querés que me pudra en este lugar en el
que me dejaste. Pero la cosa te salió mal nuevamente, porque ni los
años, ni la medicación, te dieron el gusto de arruinar mi cerebro.
Sigo repasando mis memorias como si viera un álbum de fotos
viejas. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Recuerdo y te escribo. Sí, voy
a seguir usando papel y tinta aunque insistas en que es un método
arcaico. Siempre nos escribimos cartas y no voy a dejar de hacerlo
ahora. Además, la enfermera de mi confianza se encarga de entre-
gártelas en mano para darme garantía de que las recibís. Sos capaz
de hacerte la idiota para ya no tener noticias de mí.
De todas maneras, no hay forma de lograr que me tengas un
poco de consideración; claramente, soy un fastidio para vos. Y acá
es donde te digo eso a lo que vos respondés con un mentiroso y
falsamente compasivo “no es así”: Qué culpa tengo de ser como soy:
yo no elegí ser la desafortunada. Y no me vengas con que exagero.
Te detesto cuando querés minimizar mis padecimientos. Pero peor
es cuando fingís casualidad o desinterés por todas las fortunas que
la vida te ofreció.
En cambio yo nunca tuve suerte. Basta recordarnos en la ju-
ventud. Yo, pequeña y robusta; vos, estilizada y hermosa. Mi pelo
fino y escaso, de color castaño, crecía débil hasta morir sin gracia
sobre los hombros. Tu abundante melena rubia se acomodaba al
capricho de todos los peinados. Mis ojos duros de un ocre lavado
no podían competir con los tuyos, dos estanques de agua cristalina
que reflejaban el azul infinito. Mi cuerpo enfermizo y desgarbado
soñaba con tu lozanía. Nada podía hacer mi resentimiento ante el
escudo de alegría indiferente que me antemponías. Gabriel escribió
una vez en tu cuaderno de la facultad: “Sos un lucero inextinguible
que resplandece aun en el dorado fulgor del mediodía”.
Te odio, Ágata; te odio y te amo por igual.
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II
H oy quiero escribir sobre algo que te incomodará seguramen-
te. Qué dirás cuando veas que, después de tantos años, estoy deci-
dida a desenterrar del pasado ese momento que sepultaste vivo. Sí,
me refiero a aquella tarde en la que un simple descuido tuyo, fue
decisivo para forjar el resto de mi vida. ¿Ves? Todo lo que necesito
de vos son esas migajas que se te caen por accidente en mi dirección.
En esta ocasión, espero que tu lástima no me deje hablando
sola, porque lo cierto es que únicamente con vos puedo conversar
de este asunto. ¿A quién dirigirme sino a la protagonista? Además,
me hará bien dejar que el aire y la luz entren en estos sótanos oscu-
ros que huelen a podrido.
En tus fantasías debo ser una infeliz que se dedica a revolver
épocas muertas buscando lo peor que ha sucedido para atormentar
a los que son dichosos. Aunque no lo creas, no es así. La verdad es
que todo empieza con algo insignificante; puede ser el perfume de
alguien que pasa, la forma en que el sol entra por la ventana, un
color, una palabra suelta que me llega de una conversación ajena,
una canción que suena en la radio. Siempre es algo pequeño que
irrumpe con el descaro de los errores, y hace crecer en mi pecho,
con fuerza descomunal, un sentimiento que viene de lejos. Y esta es
otra razón para hablar de las cosas que pasaron, porque lo vivido no
muere, sino que duerme hasta que un evento aleatorio lo despierta.
Entonces se despereza, se ensancha, se infla hasta que mi cuerpo le
queda chico. Son retazos de emociones que, tal vez por eso mismo,
por ser incompletas y llegar a mí hoy sin su adecuado contexto, me
desordenan y me duelen más. Pero no me quedo en la confusión,
sino que voy siguiendo los rastros, uniendo los pedazos hasta que
armo el recuerdo completo. He descubierto que sólo así puedo sa-
carme de encima gran parte de esa cosa rara, mezcla de angustia,
tristeza y amor. Sí, amor, yo también puedo sentirlo.
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No creo que tengas dudas sobre el tema que voy a abordar, pero
aún así, debe revolotear en tu cerebro (casi digo “corazón”) la espe-
ranza de que se trate de algo diferente. ¡Qué pena no tenerte frente
a mí! Disfrutaría mucho ese gesto de idiota que paraliza tu cara
cuando te tengo en mis manos.
Estoy sonriendo. Pienso que esta es la única carta que leerás
con atención. Sin embargo, no es la certeza de tu interés, que por
primera vez me darás, lo que me deleita de antemano. Sos mía otra
vez en el miedo a que te exponga. Aunque jamás lo utilicé, siempre
tuve el poder de manifestar quién sos realmente.
Imagino las gotas de transpiración regando tu frente. Puedo ver
tus ojos azules que se olvidan de pestañear y apuran las palabras. Tu
boca se relaja de asombro, tus dedos húmedos manchan el papel, tu
respiración se entrecorta en la paranoia de que alguien se entere de
lo que viene a continuación. No podés creerlo ¿verdad? Después de
tanto tiempo… ¿Estás lista? ¿Querés que empiece? Seguro que no,
pero no me importa, aquí voy…
Sé que era noviembre porque recuerdo, al punto de sentir nue-
vamente, el sol cálido de la tarde y un fuerte aroma a jazmín, esa
flor que tanto te gusta. Además, tengo muy presente ese clima de
expectativa que traen las últimas clases del año, es una sensación
de que algo grandioso está a punto de suceder. Para muchos, esto
se trata simplemente de la navidad y de las vacaciones. En nuestro
caso, algo más que todo aquello sucedió. Pero no nos adelantemos.
Volvíamos del colegio. Íbamos a la estación San Isidro riéndo-
nos a carcajadas. El tren tenía esos asientos dobles de cuerina verde
cuyos respaldos se deslizaban para que el pasajero pudiera cambiar
de orientación. Nos reíamos tanto que no tuvimos fuerza para tirar
de la manija y modificar la posición del banco. Tuvimos que sentar-
nos frente a unos tipos que al rato, molestos por nuestras locuras, se
fueron a otro lugar.
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III
L os recuerdos de nuestra adolescencia me persiguen y ocupan
la mayor parte de mi tiempo. Tal vez es que, al no poder salir de
aquí, el único viaje que tengo permitido es hacia dentro. Es como
volver una y otra vez al mismo sitio para encontrar, en cada regreso,
nuevos detalles que me permiten completar el paisaje. Dicen que
estas cosas suceden cuando la muerte se aproxima. Pero esto es sólo
la superstición de una inteligencia mediana, no quiero que pienses
que se trata de algún tipo de manipulación para revertir tu indife-
rencia. La verdad es que esperaba tu decisión de ignorar la última
carta que te envié.
Además, pienso que no contestar es un gesto de sinceridad que
supera el evidente desgano con el que habitualmente me escribís. Es
cierto que fui yo quien se negó a que me llamaras por teléfono o me
enviaras mensajes. Quise obligarte a las cartas y las visitas, pero vos
aprovechaste mi exigencia para cortar toda comunicación. Sería una
estupidez no admitir que pretendés tenerme lejos de tu vida. No
importa, yo sigo deseando que algún día enfrentes el desagrado que
te debe causar la pocilga en la que me encerraste y vengas a verme.
Quién sabe, tal vez hasta consientas en venir con mi sobrino. Ac-
tualizame sobre él. ¿Tiene novia? ¿Es feliz? No creo que encuentres
problemas en informarme sobre esto. Es más, admito que, si com-
partiera recuerdos que te resultaran gratos, te sentirías estimulada a
interactuar conmigo.
Tu error es pensar que mi única intención es dañarte con mis
reproches, pero lo que realmente quiero es que hablemos, que dis-
cutamos, que te enojes conmigo si es necesario, que me contradigas,
que peleemos todo lo que haga falta para que finalmente podamos
perdonarnos y estar en paz. Te suplico que no me prives de esto, te
imploro que me des algo diferente a ese odio distante con el que te
empecinás en castigarme.
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IV
Y o detestaba a Bruno, aunque había algo de él que me atraía
inexplicablemente. En la imagen que guardo de nuestro viejo com-
pañero, lo veo pequeño, muy flaco y siempre vestido con ropa al
cuerpo. Su piel oscura daba la impresión de ser poco saludable. Sus
grandes ojos negros, muchas veces delineados, escapaban al enfrenta-
miento de otra mirada y vivían bajo la cortina de un espeso mechón
que dejaba caer sobre su rostro. Me gustaba su combinación descon-
certante de maneras femeninas con arrojo de varón. Pero las extrava-
gancias, al mismo tiempo que hechizan, generan desconfianza.
Era imposible detectar en él una declaración franca. Bromeaba
y mentía con tanta frecuencia que fiarse de Bruno representaba –sin
excepción– un riesgo gigante. De todos modos, algo me apenaba de
él, quizá la percepción de una vivencia muy triste bajo sus cuantio-
sas maldades. Sentía ganas de protegerlo y, al mismo tiempo, tenía
que defenderme de él.
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V
La enfermera me ha dicho que recibís mis cartas, que se las
agradecés con una sonrisa y que me enviás cariños. Cuando escuché
esto solté una carcajada. Luego tuve que explicarle a la mujer, para
no quedar como la demente que todos piensan que soy, que enviar
“cariños” es la careta afectiva de la insensibilidad, lo mismo es decir-
le a alguien “querido”.
Te preguntó: “¿Irá a visitarla? A ella le haría muy bien”; vos res-
pondiste: “Puede ser”. Esta es otra expresión, dejame decirte, terri-
blemente cruel. Lo que queremos tiene la posibilidad de concretar-
se, aunque eso depende de una variable misteriosa: un capricho, una
meditación, una particular alineación planetaria. Ambas sabemos
que esa frase es sólo la posposición histérica de una negativa.
Ésto me recuerda el corazón violeta en un mensaje que habías
escrito para Gabriel. ¿Entendés lo que te quiero decir? Evitar el sig-
no en su expresión neta habla a las claras de una entrega parcial. El
corazón es rojo, Ágata: ¡rojo!. Vos siempre te diste en la promesa,
pero no en el cumplimiento; en la aproximación, pero no en la
llegada; en lo provisorio que se renueva, pero no en lo definitivo; en
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esto alguna vez con vos, era que “Jacqueline” tenía algo de inocencia
novelesca poco creíble, y por eso repelente para posibles candidatos.
Al parecer, “Brigitte” le inspiraba cosas diferentes.
Yo disfrutaba oyendo los relatos de sus amoríos, la mayoría des-
venturados. Alentar sus fantasías y consolar sus fracasos teatrales
era un juego que me entretenía y alimentaba, de alguna manera,
nuestra amistad.
Pero mientras ella torturaba lo posible soñando con lo inalcan-
zable, vos y Gabriel comenzaban a ser un par inamovible en las hile-
ras de nuestras caminatas. Las intenciones que él manifestaba, y que
vos estimulabas con una seducción no muy discreta, eran obvias.
Y si me uní a Brigitte en su causa contra vos, no fue por creer que
habías violado alguna clase de código, sino para tener un motivo
visible que me autorizara a llamarte traidora. Ya te expliqué de qué
modo inconfesable me habías defraudado.
Sin embargo, aquí siento que debo detenerme para pedirte per-
dón. Porque no importa lo que yo sintiera, ni lo que vos fueras en
verdad. Yo no tenía derecho a meterme en tu vida. Y aunque esto
sea suficiente para demostrarte que yo sí conozco el remordimiento,
quiero además repasar todo lo que hice para perjudicarte. Siento que
sólo así podrás ver lo mucho que me interesa limpiar mi conciencia.
De todas maneras, te confieso que estoy tentada de caer en el
cínico ceremonial de tus frasecitas. “Si hice algo que te molestó, te
pido disculpas”, decías. A vos nunca te importó un arrepentimiento
que hubiese sido liberador para ambas, sólo pretendías trascender una
incómoda discordia sin ceder un ápice en tu soberbia. Qué sentido
tiene el intento de componer las cosas sin reconocer el daño hecho.
Yo, en cambio, te pido perdón por haber querido evitar que tu
noviazgo con Gabriel sucediera. Porque debí haberme tragado mis
emociones aunque no pudiera comprenderlas. Es cierto que yo les
impedía la intimidad con mi constante presencia. Hice todos los
escándalos posibles siempre que advertí una mirada cómplice entre
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se terminó de imprimir en noviembre de 2020.
Impresión: cmgráficos
Talcahuano 2218 Martínez - Buenos Aires - Argentina
cmgrá[email protected]