La Promesa de Kamil Modracek-Holaebook

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Brno,

años cincuenta. En pleno terror estalinista, una joven pintora es


asesinada tras un interrogatorio de la policía secreta. Su hermano, un
arquitecto especializado en diseñar edificios de mal gusto para los gerifaltes
comunistas, jura venganza. Un día, por casualidad, descubre un sótano
abovedado situado justo debajo de su edificio, en el centro de Brno, y es
entonces, tras recordar un relato de Nabokov, a quien conoció en su infancia,
cuando se propone encerrar allí al responsable de la muerte de su hermana.
No obstante, su particular campaña de venganza privada se le va de las
manos y las consecuencias se vuelven imprevisibles. Con esta historia de
crímenes con trasfondo político, Kratochvil, considerado el escritor checo
más importante de la era post-Kundera, crea una parábola laberíntica
cargada de un humor negro de altísima graduación.

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Jiří Kratochvil

La promesa de Kamil Modráček


Réquiem por los cincuenta

ePub r1.3
Titivillus 09.03.17

ebookelo.com - Página 3
Título original: Slib
Jiří Kratochvil, 2009
Traducción: Elena Buixaderas
Diseño de portada: Enrique Redel

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Dedico esta novela a la memoria de mi madre,
un personaje real de esta historia.

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PRIMERA PARTE

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LA VILLA WAGENHEIM

Entonces tenemos que volver un poco hacia atrás. Brno, justo al comienzo de los
años cincuenta. Ninguna maravilla, pueden creerme. Mi estudio en la calle
Kounicova, hoy Leninova, se transformó en una oficina independiente del
Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento. Ya no era arquitecto, solo un
oficinista volcado todo el día sobre una mesa de delineación. Y dentro de un
colectivo laboral, sentado en una silla más en medio de filas enteras de otras mesas.
Nuestra tarea común era, entre otras cosas, la ampliación de unos cuarteles en
Židenice y la construcción de un bloque de pisos socialista, o más bien neoclasicista,
en la calle Botanická. No conseguí acercarme a nadie de este colectivo ni entablar
amistad porque para mí eran unos intrusos. Me habían quitado mi estudio y habían
metido en él a otros seis individuos, de los cuales dos eran abuelos con gargajos,
insignificantes arquitectos de la vieja escuela, con los que no me había cruzado nunca
en los viejos tiempos en ninguna fiesta, ni en ninguna inauguración, ni en ninguna
garden party; morralla salida de alguna parte de la periferia social. Y los otros cuatro
eran unos jóvenes arrogantes, que me daban a entender que ellos eran la generación
de constructores de esas «ciudades del sol», que crecían por entonces como hongos.
Éramos en realidad una especie de fábrica de proyectos de construcción, y para
muestra baste comentar el hecho de que habían puesto a nuestro servicio a una
pandilla de muchachas dibujantes (yo las llamaba «animadoras») que, como en una
cadena de montaje, nos pasaban a tinta y papel de cebolla nuestros dibujos hechos a
lápiz sobre cartulina. Abajo teníamos una portería con unas máquinas de fichar, y si
se me hubiera ocurrido retrasarme tan solo cinco minutos, eso habría tenido
consecuencias imprevisibles, que yo, con mi mancha de la época del Protectorado, no
me habría podido permitir.
Esa mancha, sí, con eso debo empezar, se llamaba Villa Wagenheim y constituía
también mi dudosa gloria arquitectónica. Tuve la oportunidad de elegir el lugar más
apropiado para colocar el edificio, entre la Villa Reissig del arquitecto Leopold Bauer
y la Villa Tesarová del arquitecto Bohuslav Fuchs, es decir, en plena calle Hroznová,
un sitio otrora célebre por sus viñedos. Fue allí donde decidí construir mi peculiar
meisterstück: la Villa Wagenheim, la obra maestra del arquitecto Kamil Modráček.
Jawohl, saludos, Kamil Modráček, ese soy yo. El gruppenführer de las SS Günter
Wagenheim no pudo disfrutar mucho de la villa a la que puso el nombre: dos años
después de que se inaugurase la mansión, los propios nazis lo ejecutaron porque
descubrieron que estaba implicado en un complot contra Hitler, e hicieron de la villa
el tercer cuartel de la Gestapo en Brno (los otros dos estaban en la Villa Low-Beerová
de Drobny y en la Facultad de Derecho). Y hoy residen allí tranquilamente unos
insignes mandamases comunistas sin que parezca molestarles que, en el plano de la
casa, sobre todo a vista de pájaro, las cuatro alas dibujen una gigantesca cruz gamada.

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Sin embargo, cuando hace poco, durante los días de las fuerzas aéreas, un avión
repleto de niños obreros despegó de Slatiny para realizar un vuelo sobre Brno, las
azafatas vendaron los ojos a los niños con unos pañuelos negros que tenían
preparados a tal efecto en cuanto se empezaron a acercar a Pisárky y casi
sobrevolaban la Villa Wagenheim y, a un par de ellos a los que no les llegaron los
pañuelos, les taparon los ojos con las manos.

Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado la otra vez?, dijo el teniente Láska, y me quedé
mirando cómo revolvía unos papeles para sacar de nuevo las mismas preguntas a las
que en el transcurso de varios meses yo respondía una y otra vez. Tal vez esperaba
que, a fuerza de repetir machaconamente las mismas preguntas, yo bajara la guardia y
respondiera de otra forma, algo más desventajosa para mí.
¿Le dice algo el nombre del gruppenführer SS Günter Wagenheim?
Me dice.
¿Se encontró alguna vez con él?
Me encontré con él.
¿Una vez, dos, o más veces?
Creo que más.
¿Y se encontró con él en el edificio de la Gestapo en la calle Veveří o en su piso
de los Jardines de Stalin?
Entonces no se llamaban los Jardines de Stalin sino Koliště, Deblingasse. Pero lo
demás concordaba. Me encontré con él en el edificio de la Gestapo en la calle Veveří
y también en su piso en Koliště.
¿Puede decirse que se encontraba con él a menudo?
Durante cierto tiempo (aunque no fue un periodo demasiado largo) me encontré
con él bastante a menudo.
Pues no me diga que no sabía que tenía las manos manchadas de sangre de
patriotas checos, que preparaba una lista de los que iban a terminar en el patíbulo, en
el patio de la residencia de estudiantes de Kounicova. Y que, por tanto, se estaba
citando con una bestia germánica.
No lo sabía.
¿Cómo es posible que no lo supiera, cuando se trataba con él con tanta confianza
como para que se citaran en su piso?
Nunca hablamos de nada que no fuera la construcción de su mansión en Pisárky.
Cuando necesitaba decirme algo sobre la casa enviaba a un contacto. Y si no estaba
en el trabajo, en el edificio de la Gestapo en Veveří, el contacto me llevaba hasta su
piso.
Vaya, ¿y a eso le llama usted trabajo?
Perdón, pero no he entendido su pregunta.
Ha dicho cuando no estaba en su trabajo… ¿Usted le llama trabajo a hacer una

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lista de los que tenían que ser ejecutados?
Bueno, ellos tenían una relación distinta a la mía con la palabra «trabajo», igual
que con otras muchas palabras. Sabe usted perfectamente que en las entradas de los
campos de concentración tenían el letrero que decía: Arbeit macht frei.
Así que, ¿pretende usted darme lecciones?
No lo pretendo.
Pues entonces respóndame a una pregunta fundamental: ¿por qué escogió como
planta de la mansión una enorme cruz gamada?
Fue el deseo del gruppenführer SS Wagenheim.
Podía haberlo rechazado usted. Siempre es posible encontrar una disculpa técnica.
Cuando acepté el encargo tuve que hacerlo con todas sus consecuencias, o sea
con el hecho de que la planta debía ser una cruz gamada. Ya no me pude echar atrás.
No era tonto, no se hubiera tragado ninguna disculpa. Y no podía rechazarlo si no
quería poner en peligro la vida de mi hermana.
Ah, ya, la vida de su hermana, sonrió Láska. ¿Y qué pasaba con la vida de su
hermana?
Mi hermana Eliška, pintora y diseñadora gráfica, cayó en manos de la Gestapo
porque en su estudio y en su imprenta se imprimían panfletos. La encerraron y habría
acabado en un campo de concentración o en el paredón. Así que fui a la Gestapo y
allá que me condujeron delante de Günter Wagenheim. Pero él no quería hablar
conmigo, y si no me hubiera ayudado el azar, la conversación habría acabado pronto.
Casi estaba por irme cuando por la puerta entró una secretaria trayendo una noticia
que al parecer el gruppenführer estaba esperando ansiosamente. Era judío, dijo la
secretaria, y ya lo han gaseado.
Wagenheim gritó enfurecido: ¡Otro judío! ¿Qué pasa, que aquí todos los buenos
arquitectos son putos judíos?
Así que me volví desde la puerta y le dije que yo no era judío y que sin embargo
era un excelente arquitecto.
¿Es que le ha preguntado alguien? Pero me señaló una silla. ¿Y cómo sabe que es
un excelente arquitecto?
Habría sido capaz incluso de decir que soy Albert Speer, si eso me hubiera dado
la posibilidad de hablar más tiempo con él y luchar por la vida de mi hermana. Así
que me arriesgué y me contuve: ¿Quiere construir algo? Hago de todo, desde casetas
de perro hasta edificios de ópera, o estadios de hockey.
No necesito ni una caseta de perro, ni una ópera, ni un estadio, añadió.
Pero ya estaba claro que el estilo de nuestra comunicación había cambiado. Le
había interesado. Y así fue como me enteré de que se quería instalar en Brno (era al
principio del asunto de la Operación Barbarroja y aún había esperanza en la victoria
del Reich) y de que ya había mirado un terreno en la calle Hroznová, en la
Traubengasse. Le ofrecí construirle allí la mansión más hermosa que jamás hubiera
visto, y que por el proyecto no quería ningún honorario, solo que pusiera en libertad a

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mi hermana. Al principio pareció que iba a explotar de ira y a gritarme, pero entonces
se calló un momento y luego dijo: Me informaré sobre usted.
Una semana después soltaron a Eliška, quedé con él y me puse manos a la obra.
Diseñé una mansión para un oficial de la Gestapo, sí, pero salvé a mi hermana y a la
vez evité el peligro de que durante las torturas ella dijera el nombre de los demás
participantes en el asunto de los panfletos.
No me diga eso. La Gestapo no hacía esas cosas, dejar escapar a una víctima.
De verdad que soy un arquitecto excelente, esto estaba en un plato de la balanza,
y en el otro estaban los locos de los panfletos.
Seguro que ya sabían que los panfleteros no pertenecían a ningún grupo de la
resistencia, que eran solamente unos idealistas inofensivos, pero aun así ejecutaban a
decenas de ellos cada día. Liberaron a mi hermana y le pusieron vigilancia por si
acaso. Y yo no me llevé ni una corona por hacer la mansión del gruppenführer, a
pesar de que él insistió.
Pero construyó usted un edificio que es la vergüenza de la ciudad, porque su
planta copia un símbolo nazi.
Esa casa se podría derruir, igual que se derruyó la Casa Alemana en la plaza del
Ejército Rojo.
Bien sabe usted que es también una de las joyas arquitectónicas de Brno…
Pero el mismo edificio no puede ser a la vez una vergüenza y una joya de la
ciudad.
¿Otra vez dándome lecciones?
Cuando justo después de la guerra alguien me quiso acusar por el trabajo que hice
para el gruppenführer, enseguida se presentaron los implicados en el asunto de los
panfletos, a los que evidentemente salvé la vida, y ningún juez levantó un dedo contra
mí, pero eso seguro que ya lo sabe.
A esos locos de los panfletos, como los ha llamado hace un momento, yo los
dejaría estar. Dos están ya detenidos. Estaban preparando un golpe de Estado en
colaboración con la central de espionaje americana. Pero aún quisiera preguntarle
algo. ¿Cómo es que un arquitecto excelente como usted, utilizando su propia
denominación, vive en un piso de mala muerte en un edificio de Běhounská? ¿Cómo
es que no se construyó una casa en algún barrio de lujo? Todos los arquitectos la
tienen (miró sus papeles y empezó a recitar nombres): Kalivoda, Kumpošt, Fuchs,
Polášek, Kroha…

Entonces pensaba que el teniente Láska jugaba conmigo a una especie de juego. Tal
vez no tenía otra cosa que hacer, así que se ejercitaba con material aleatorio: mi causa
era una especie de divertido entrenamiento para él. Yo creía que me retenía solo por
diversión. Había algunos indicios de ello. Por ejemplo, aunque estaba empleado en la
Oficina de Urbanismo cerca del edificio del Ministerio del Interior de la calle

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Leninova, adonde eran llamados todos los que eran investigados por Seguridad
Nacional, a mí me hicieron ir a propósito a la comisaría de policía de Běhounská, que
caía bastante lejos de mi oficina. Pero, por otro lado, solo estaba a dos portales de
Běhounská 3, en cuyo tercer piso vivía yo. Algo que no me sirvió de nada porque
cuando me interrogaban lo hacían en horario de trabajo, así que luego tenía que
volverme a la oficina. El teniente Láska me apuntaba en la hoja de permiso la hora y
el minuto exactos de los interrogatorios. En la entrada de la Oficina de Urbanismo me
esperaban las máquinas de fichar, fichaba al llegar y entregaba la hoja de permiso al
portero, que sin duda colaboraba con Seguridad Nacional, quien luego comparaba mi
llegada con la hora de salida de la comisaría de policía. Y cuando sospechaba que el
camino me había llevado demasiado tiempo me decía que lo tenía que justificar y que
si me dedicaba a perder así mis horas de trabajo podría ocurrirme que un día me
llevara una sorpresa. Yo sabía que no hablaba por hablar. No tenía ninguna
posibilidad de subir a casa y confieso que en lo único que me entretenía era en pasar
por Běhounská 3, y tocar el timbre de casa marcando el ritmo de una canción bastante
famosa por entonces, para que mi mujer supiera que había sobrevivido al
interrogatorio y que, de momento, todo iba bien.
En este punto, tengo que reconocer que aunque no me hacía la vida fácil, este
jueguecito de los seguretas me resultaba casi simpático. Bueno, tampoco voy a
exagerar. Quiero decir que no me molestaba excesivamente. Incluso servía para
humanizar al teniente Láska. Ludo, ergo sum. Si ese cabrón tenía la capacidad de
jugar conmigo como lo hacía, no debía de ser tan ogro, me decía a mí mismo, así que
lo peor que puedo temer es que me tome el pelo un par de veces más y que se siga
divirtiendo a mi costa como hasta ahora. Pues que te lo pases bien, segureta de
mierda, siempre que no hagas algo despreciable. Incluso me lo hicieron entender de
este modo, solo que al final todo fue mucho peor de lo que me esperaba. No tenía ni
idea de dónde me estaba metiendo.

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EL SUEÑO DEL TRANVÍA

Daniel Kočí era tendero en la carnicería de la calle Josefská. Un tendero no


cualificado, porque su trabajo no le gustaba y no tenía la intención de ponerle más
empeño que el estrictamente necesario. En realidad le hubiera gustado ser vendedor
de botones, alfileres e hilos, o de azulejos, baldosas y tejas, si es que tenía que ser
vendedor de algo. Pero no le tocó nada mejor, y aparte de la carnicería no había nada
más libre. En realidad estaba a disgusto en el trabajo, no soportaba todas aquellas
vísceras arrancadas y troceadas, los cuerpos de los animales obscenamente vueltos
del revés, y luego los restos de aquellas criaturas, tan alegres y amistosas por lo
demás, colgados de los ganchos. Sin embargo, no debería haberle causado ningún
problema, ya que en su anterior profesión a menudo se tenía que enfrentar con
cadáveres humanos, algunos de ellos destrozados por los imitadores bernienses de
Jack el Destripador. Dan nunca había sentido demasiado entusiasmo por investigar
aquellos crímenes sangrientos, pero cuando la ocasión lo requería, lo aguantaba
bastante bien y, a diferencia de los cadáveres de animales destinados al consumo,
miraba los troncos humanos marcados por las pasiones homicidas con cierto interés
profesional, lo que para un observador casual podría haber pasado por complacencia
incluso. Pero desde luego que no era así. La especialidad de Dan, lo que constituía,
como quien dice, su pasión profesional, eran las infidelidades matrimoniales, la
persecución de mujeres infieles, y de maridos traidores. Y, más que ninguna otra
cosa, le encantaba el plato fuerte de su actividad: el momento en que, armado con su
Leica, conseguía pillar a la adúltera in fraganti y obtenía la foto comprometedora.
Pero ahora sus investigaciones privadas se habían acabado definitivamente. El
régimen comunista había nacionalizado no solo los bancos, las minas y las fábricas,
sino también, y muy rápidamente, todas las actividades privadas, incluida la que él
desempeñaba. Dan no acababa de aceptarlo, como cualquiera que haya sido
desposeído de una habilidad excepcional, un talento único que de pronto tiene que
dejar que se eche a perder. Cada vez que veía en la calle a una mujer que se
apresuraba a alguna parte, lograba distinguir con gran probabilidad a la que corría a
encontrarse con un amante secreto de la que simplemente se daba prisa para recoger
unos zapatos del zapatero o de la que se dirigía a una confitería a reunirse con sus
amigas a tomarse un café vienés y un pastel de arándanos. Cuando eso ocurría, sentía
siempre un agradable y familiar cosquilleo en el estómago. Sin embargo, cuando tuvo
que dejar a las mujeres que corrían hacia sus instantes adúlteros, y hay que decir que
tuvo que dejarlo muy a su pesar, el éxtasis se transformó rápidamente en una
punzada, en un dolor en las entrañas que tardaría mucho tiempo en abandonarle.
Hasta llegó a pensar que debía hacérselo mirar por si se trataba de alguna
enfermedad. Claro, era una enfermedad ese talento obstinado, obsesivo; solo que la
negación hace que todo lo malo se vuelva contra su dueño. Así que cuando algunas

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veces, de extranjis, aceptaba algún caso, el éxtasis volvía, el dolor se perdía, y en sus
entrañas reinaba de nuevo la armonía entre el mundo somático y el psíquico.

Dan vivía en Orlí, en un edificio dotado de un complicado risalto, en un apartamento


en la segunda planta. Solía compartirlo con una mujer bastante callada, cuya principal
característica era que lucía mechas naturales. Precisamente fueron esas mechas, algo
muy exótico por entonces, lo que más le atrajo de ella. Un día divisó su pelo entre la
multitud en una calle ajetreada, y adiós; algo así como lo que le habría ocurrido a
Ulises si no se hubiera tapado los oídos con cera ni se hubiera atado al mástil a
tiempo. No se habían casado, pero tampoco vivían juntos, o como se decía entonces,
no estaban amancebados. La Mechas estaba ya casada, tenía otro hogar. Y cuando
compartía el de Dan, lo hacía en un tiempo robado, en horas secuestradas a su
matrimonio, y lo hacía con tal ingenio que hasta los responsables de aquel robo
ferroviario tan famoso del que hablaban los periódicos habrían sentido envidia de
ella. Además Dan frecuentaba otras mujeres con el consentimiento de La Mechas.
Tenían una relación muy peculiar esos dos, pero dejo esta historia para otra ocasión.
La carnicería la tenía a la vuelta de la esquina, así que cada mañana se marchaba
allí a buen paso y durante el día se dedicaba a soñar con su feliz negrura; pero el
tiempo fue pasando y una noche sonó el teléfono. Dan se levantó de la mesa (estaba
cenando un revuelto de huevos y knedlík[1] con una ensalada comprada en la plaza
del mercado) y se apresuró desde la cocina hacia el recibidor, presidido por una
mesita con flores. Y entonces se detuvo sorprendido. Ellos no tenían teléfono en casa
(en aquella época, de entre la gente civil, solo lo tenían los médicos, los funcionarios
y los directores, o, en su defecto, sus suplentes). Se quedó absorto un momento y
luego se volvió a la cocina.
¿Te pasa algo?, inquirió la mujer de las mechas naturales.
No, nada. Bueno es que no sé…
¿Otra vez los dolores de estómago?, preguntó ella, sorprendentemente. Bueno, no
tan sorprendentemente, porque Dan ya se había dado cuenta de que, además de tener
esas mechas naturales tan inusuales, tenía también la capacidad de saber cosas sobre
él que nunca le había contado.
No, no me duele nada.
Y luego intentó cambiar de tema.
Al día siguiente, el encargado de la carnicería lo mandó a correos con un encargo.
Allí le firmaron un certificado, y justo estaba saliendo del edificio de correos, cuando
por el pasaje Alfa, situado frente a él, divisó a un tipo que salía del callejón con un
caballo de madera con ruedas debajo del brazo. Al ver a Dan, el tipo puso cara de
sorpresa, se paró en seco y se le quedó mirando. A Dan también pareció sorprenderle
mucho el encuentro, pero no tanto como al otro. Ambos se quedaron de pie durante
un momento, cada uno en su acera, y se tiraron un buen rato mirándose el uno al otro.

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Radek Stolař acompañó después a Dan hasta la carnicería, esperó a que se
arreglara con el encargado, y luego ambos fueron a sentarse a una cafetería cercana,
un sitio que incluso después del golpe de Estado comunista seguía manteniendo el
nombre de U Sedláčka.[2] Radek dejó el caballo de madera apoyado en la silla de al
lado y Dan en ese momento (mirando el clavo torcido que asomaba por los orificios
de la nariz de madera del caballo) se percató vivamente del tiempo que había pasado
desde que ambos hicieran la selectividad en el instituto Královopolsky, immortalia ne
speres, monet annus et almum quae rapit hora diem, recordó dos versos sobre el
efímero tiempo de Horacio Flaco, que se le habían quedado grabados en la memoria
por descuido, mientras se pudría en aquellos bancos de la escuela.
Radek Stolař agitó la mano en alto, hasta que un camarero, que estaba de
cháchara en el ropero con la encargada del mismo, finalmente se acercó. Y después
de pedir algo para Dan y para él, continuó con el asunto que ya había ido
desgranando por el camino: Mira, tengo un taller de piedra en el cementerio, cerca
del arco de entrada. Ayer por la noche, de vuelta del taller, me paré en la taberna U
Mrtvoly y me achispé un poco, y luego me dormí en el tranvía. Fue una simple
cabezada, ya sabes, de la que me desperté cuando el tranvía dio un par de saltos sobre
las vías. Pero como suele pasar, mientras echaba esa cabezadita tuve un sueño
bastante largo. Y de lo único que me acuerdo es de que en el sueño intentaba
contactar contigo, que te llamaba por teléfono.
¿Cómo dices?, preguntó Dan. Repítemelo otra vez, por favor.
Que ayer por la noche tuve un sueño, y que en él te llamaba por teléfono.
Bueno, bien. ¿Y podrías decirme a qué hora me llamaste?
Radek a punto estuvo de asustarse. ¿Qué pasa? ¿Es que ha ocurrido algo?
No, una tontería. Perdona. Da lo mismo a qué hora soñaste aquello. Y por cierto,
no tengo teléfono.
Hombre, no me acuerdo exactamente de a qué hora fue, pero podría haber sido
como a las siete y media, diez minutos arriba o abajo. ¿Y ahora me dejas continuar?
¿Y quién te lo impide? ¡Sigue!
Dan Kočí miró lo que había traído el camarero, después alargó la mano y, para
gran sorpresa de Radek Stolař, introdujo un dedo en la nata del café vienés para luego
llevárselo pensativamente a la boca. Después se recuperó, se chupó el dedo y se lo
limpió con la servilleta. Y Radek comprendió que durante un instante Dan había
estado en otra parte. Y cuando regresó, dobló cuidadosamente la servilleta de papel,
la puso en el cenicero, bufó y dijo: Me llamaste. Bueno, y ¿por qué me llamaste en
ese sueño tuyo?
Da igual, porque no lo cogiste.
¡No podía, ya te he dicho que no tengo teléfono!
Claro. Y yo solo te llamé en sueños. Pero era por una razón muy concreta. Quería
preguntarte si aún te encargas de tus antiguos trabajillos.
¿De verdad?

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Bueno, pues ahora que estoy despierto te lo pregunto: ¿aún te encargas de tus
antiguos trabajillos?
Ay, pero ya ves en lo que trabajo ahora. Si necesitaras algo para la comida del
domingo, o un hueso para el perro… Pero, joder, ya sabes quién tiene ahora el
monopolio de las investigaciones sobre homicidios. ¿O es que no lo sabes? Para eso
tendría que ir a los seguretas, y espero no tener que llegar a eso.
Creo que no me has entendido. No se trata de homicidios ni de asesinatos. Tu
especialidad era otra, ¿no?
Dan empezó a tener algo más de interés, evidentemente. Miró en silencio a
Radek. Después negó con la cabeza. Pero si eso también lo tuve que dejar. Todos los
autónomos están ahora, cómo lo diría, legalizados.
Se terminó el café, se quemó la lengua e hizo una mueca. Está bien, acepto. Pero
te va a costar algo, porque eso lleva gastos asociados, y además me tendré que tomar
días libres.
Pero para discutir los pormenores mejor sería que lo hicieran fuera de la cafetería.
De hecho, ambos comprendieron que aquel no era el ambiente más adecuado para
tales menesteres, sobre todo porque no dejaban de sentir todo el tiempo la mirada fija
del caballo de madera con ruedas, que más bien parecía que fuera el hijo de Radek.

Al día siguiente, por la mañana, se encontraron en Špilberk. Subieron ocho veces


hasta el castillo, y bajaron otras tantas, y, mientras subían y bajaban, lo montaron y lo
desmontaron todo, todo el asunto de la mujer de Radek, toda esa maligna corazonada
que Radek tenía; y además Dan se enteró de todo lo que necesitaba saber, sobre todo
de que Radek no se quería divorciar, solo saber si su mujer se la estaba pegando, y si
era así, con quién. Por lo tanto, todo tenía que desarrollarse con absoluta discreción, y
sin cámaras de fotos. Radek no necesita ningún corpus delicti que usar después, sino
solo información verídica sobre el estado de la cuestión.
Dentro del código no escrito de la profesión, y puede decirse incluso que dentro
de la ética misma de esta especialidad, estaba el que Dan avisara a su cliente de que
dejara de interesarse por conocer la verdad, que dejara las cosas tal como estaban,
porque lo que a la luz de los hechos descubiertos podía parecer algo catastrófico,
desde otra perspectiva sería tal vez una despreciable nimiedad, una arenilla por la que
no merecía la pena sacarse un ojo. Y, aunque Radek aseguraba que en ningún caso
pensaba poner fin a su matrimonio, Dan sabía muy bien que cuando el cliente se
topaba con la cruda realidad, su vida solía cambiar irremisiblemente. Y si bien esos
hechos podían diluirse e incluso olvidarse, transcurridas apenas un par de semanas
(las infidelidades matrimoniales no son más que inocentes chispas que rara vez
causan un incendio), también podía ocurrir que acabasen dinamitando una relación
que quizás tan solo necesitaba ajustarse un poco. Pero esta vez Dan no avisó a su
amigo porque no quería de ninguna manera espantarle. Al contrario, esperaba ansioso

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el poder dedicarse a lo que era su vocación verdadera en este mundo. A fin de
cuentas, el hecho de que escuchara en su piso el inexistente teléfono con el que
Radek le había llamado en su sueño del tranvía fue interpretado por Dan como una
señal de que había tomado la decisión correcta. En ningún momento se le ocurrió que
podía pasar justamente lo contrario, y que esa señal bien podría ser una trampa que lo
encaminara directamente hacia el infierno.

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LA CASA DE LA CALLE BĚHOUNSKÁ

La casa de Běhounská 3/5 es un edificio de cuatro pisos, de factura clásica, con una
ecléctica fachada que hace historia, enclavada en esa larga y nostálgica sucesión de
estilos arquitectónicos de final del siglo XIX y principios de XX, ese carnaval de estilos
que hace que Brno sea precisamente Brno. Lo construyeron los hermanos Kletzel,
que eran hijos de un maestro de obras, y desde el principio se planteó como un
edificio ambicioso. Un edificio de apartamentos dotado del estilo de un palacio
modesto, y en cuyo sector central lucía un mirador con una galería y unos capiteles
jónicos, lo que entonces se llamaba belétage, debajo de una cornisa acordonada. Los
hermanos se debieron de quedar a gusto. Sobre el balcón luce un rostro burlón, lo que
se conoce como mascarón, unos soles dorados y una especie de adornos
ingeniosamente estilizados. Sí, por fuera no está mal el sitio, pero cuando uno entra
dentro lo primero con lo que se topa es con una incómoda escalera de piedra
(visiblemente desgastada por la desperdiciada procesión de almas que pasearon por
allí sus insignificantes vidas), unas barandillas de hierro forjado con adornos de
hojas, unas feas paredes como de una fortaleza penitenciaria o de una infame
ciudadela, y luego unas baldosas violetas incrustadas, unas cajas negras para la
electricidad y, por supuesto, ni rastro de un ascensor. Los apartamentos de la parte
izquierda son algo más espaciosos, de cuatro habitaciones, con galerías hacia el patio
interior, los de la derecha con tres habitaciones y como fallidos, maltrechos. En uno
de esos apartamentos del tercer piso vive el arquitecto Kamil Modráček, quien sin
pena ni gloria se instaló en él para toda la vida. Y allí, en la habitación más grande
con vistas a la calle, tiene su estudio, tras haberle sido confiscado el que ocupaba en
la calle Leninova. Vamos a aprovechar el hecho de que estamos solos en esa
habitación para acercarnos a la ventana (les recuerdo que estamos a comienzos de los
años cincuenta) con vistas al restaurante U Cajplů de enfrente, y vamos a contar algo
sobre el señor arquitecto.
Primero algo favorable, para no disuadirles ya desde el principio. El grave pecado
del arquitecto Modráček no era, a los ojos de los nuevos gerifaltes, tan solo haber
hecho los planos de la mansión del gruppenführer SS Wagenheim, sino que con sus
convicciones políticas no encajaba en los cánones de la izquierda arquitectónica
anterior a la guerra; vamos, que era un cuervo blanco entre cuervos rojos.
Vale, entonces, ¿por qué vivía el arquitecto Modráček en un simple bloque de
apartamentos cuando otros arquitectos como Kumpošt, Kroha, Fuchs, Polášek,
Kalivoda, tenían sus propias casas en los mejores barrios de Brno? Es posible que el
motivo les agrade. El arquitecto Modráček no es de los que se conforma con poco,
siempre apunta a lo más alto, convencido de que ni siquiera tiene derecho a pensar de
otro modo. No da pábulo ni a la más ligera sombra de mediocridad. Esto, por
supuesto, le echa para atrás clientes y encargos. Los que tienen dinero son a menudo

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unos cerdos, porque su desmesurada importancia les hace desarrollar tal gusto por lo
hortera y tienen tal seguridad en sus elecciones, que un buen arquitecto lo lleva crudo
con ellos. Y así, suele ocurrir, como bien sabía Modráček, que hasta un buen
arquitecto, para poder ejercer su profesión, tiene que amoldarse al cliente y rebajarse
a su nivel, evitando cuidadosamente cualquier experimento y renegando de su propia
inventiva. Modráček tenía un ejemplo disuasorio en Leopold Bauer, el arquitecto que
se hizo famoso con la primera casa moderna de Europa central, la robusta y a la vez
elegante mansión del abogado Reissig, una buena imitación de los edificios del
arquitecto americano Frank Lloyd Wright. Diez años después, Bauer construiría, por
expreso deseo del fabricante Hecht, en Pisárky y en esta misma calle, una
chabacanada clasicista, un edificio de aires conservadores cuya decadencia estilista
apreció después el consulado ruso, que se mudó allí tras el golpe comunista. Porque
todo el mundo sabe que a los rusos les atrae lo hortera del mismo modo que a las
moscas necrobióticas los cadáveres.
Modráček vivía, pues, en un bloque de apartamentos cuyo exterior no llamaba
especialmente la atención, pero al menos no agraviaba a nadie con su presencia. Cada
día subía a su apartamento del tercer piso (sin contar el entresuelo) con la certeza de
que cuando tuviera familia no querría vivir allí ni que su mujer embarazada subiera
su valiosa carga a semejante altura por esas escaleras tan imposibles. Soñaba con su
propia casa, un singular milagro arquitectónico en Černá Pole, o en el barrio de
Úřednicky o en Pisárky. Pero el tiempo pasaba y su intransigencia profesional apenas
le permitió construir una mansión en la periferia de Olomouc y una casa familiar para
su hermana en Brno-Žabovřesky, una obra admirable que en realidad era una especie
de variación preliminar sobre su propia casa, pero que se terminó tragando todo lo
que había ganado con la mansión en Olomouc. Sin embargo, estas dos obras le
hicieron un nombre, como luego pudo comprobar el propio Günter Wagenheim antes
de que se decidiera a confiarle su mansión berniense, que es verdad que salvó la vida
de la hermana de Modráček, pero que no contribuyó precisamente a la construcción
de Villa Modráček. Justo al acabar la guerra se decidió finalmente a realizar su sueño
y se aplicó a ganar lo suficiente para construir su villa. Al final se retractó sin gloria
de su «aristocracia estética» y esparció por Brno unos «encantadores enanitos
arquitectónicos», como los describió maliciosamente el arquitecto Kroha, colega de
Modráček, que envidiaba los honorarios astronómicos que cobró por semejantes
horteradas arquitectónicas de posguerra. Eso había sido en el año 1957. Así que
cuando por fin parecía que todo iba viento en popa, algo se torció de repente,
Modráček perdió su oportunidad y al final acabó varado en el edificio de la calle
Běhounská 3/5.

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El CASO DE LA MUJER DE RADEK

Tres años después de la guerra aún podía leerse en el periódico el siguiente anuncio:
«Dan Kočí alias Stanley Pinkerton, detective privado. Servicios altamente
profesionales y altamente discretos. Todo tipo de investigaciones, incluidas
operaciones absolutamente especiales».
Mi única arma era, desde hacía mucho tiempo, mi cámara de fotos con flash. Para
cuando usaba el flash (y ahora hablo de esas operaciones especiales) la pareja
adúltera ya sabía que la diversión se había acabado, y que lo que seguiría sería un
juicio por divorcio y que la parte demandante apartaría al adúltero de los bienes
adquiridos durante el matrimonio. Pero frecuentemente ocurría que el cliente no
quería flash, sino solo descubrir el estado de las cosas de un modo lo más discreto
posible.
El escultor Radek Stolař vivía cerca de la estación, en un bloque de pisos de la
calle Hybešová. Con la dirección de su casa me dio tres fotografías de su mujer
porque evidentemente no me la podía presentar en persona. Era una rubia
extremadamente encantadora. Añado rápidamente que Radek era también él un
guaperas. Su trabajo con la piedra, unido a una viril pertinacia, hacía que conservara
una buena figura y unos rasgos firmes. Eran un matrimonio bien hermoso, pero
créanme, la vida consigue destrozar hasta los matrimonios más ejemplares. Decidí
pedirme vacaciones en la carnicería, más que nada para estudiar cuidadosamente el
programa diario de la mujer de Radek. Sabía por Radek que su mujer se dedicaba a
las tareas domésticas y a cuidar el jardín situado entre los bloques de pisos, que
tocaba un poco el piano y que solía salir a pasear al perro.
Creo que es imposible que a una mujer de su edad le baste con eso para
entretenerse, sobre todo cuando tú te pasas el día entero en el cementerio.
Tienes razón. Pero también le he pagado una subscripción al Club Popular de
Libros. El año pasado publicaron La historia de un hombre auténtico, y también una
novela francesa, Madam Bátory o algo así.
¿Madame Bovary?
Sí, eso. Buena elección, ¿no?
Creo que sí. Pero no me preguntes a mí. Pregúntaselo a tu mujer.
Lucía. Se llama Lucía.

La calle Hybešová es una calle tremendamente animada. Por ella discurren, en ambos
sentidos, desde la estación hacia Mendlák y desde Mendlák hasta la estación,
camiones cargados de todo tipo de cosas: carbón, verduras, hasta barriles de cerveza
de la cercana cervecería Starobrno. Conté qué ventana del segundo piso era la del
piso de Stolař y me aposté de modo que no diera la nota, que no se me viera a la

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primera en cuanto la ocupante del piso se acercara a la ventana. De todas formas,
cambiaba de vez en cuando mi posición de vigilancia y, apoyado en una furgoneta de
hortalizas que estaba aparcada, me ocultaba tras unas grandes hojas de periódico, en
las que había hecho dos agujeros para echar rápidos vistazos, para luego quedarme en
un pasadizo nada apetecible leyendo durante un buen rato el listado vertical de
nombres en los timbres. Eran unos nombres en verdad tan cautivadores, que desde
entonces se me han quedado grabados: Vladimír Šuplík, Zdeněk Kančibuch, Anna
Lepuvzdorná y Richard Zápecník.[3] Cuando por fin vi a Lucía aquel primer día, me
percaté de algo que las fotografías no habían logrado captar. Ya a primera vista
aquella mujer era un animal sublime, una auténtica bruja, cuya belleza de alcurnia era
un recipiente maravilloso, pero transparente y repleto de criaturas viscosas.
Salió acompañada de un gran perro peludo, creo que un cuvac eslovaco, y allá
que me lancé tras ellos. Por la calle Václavska hasta Mendlák, arriba por Pekaíska, y
luego por otras calles bernienses, continuamente se volvían miradas tras su paso, que
ella despreciaba visiblemente (estaba, como quien dice, por encima de esas cosas). Se
paseó durante un buen rato a través de ese interminable desfile de miradas masculinas
y femeninas en aceras, en transportes públicos, y parecía que ni las notaba. Luego
volvió a casa, y durante todo el tiempo no cruzó una palabra con nadie, si
exceptuamos a la dependienta de la tienda de ultramarinos donde compró unos
bollitos de pan, mantequilla, quesitos, y algo en una cajita pequeña cuyo contenido se
me escapó. Sin embargo, a pesar de que durante ese paseo indiferente no presencié
reacción alguna a las miradas masculinas, ya sabía con certeza profesional que la
atlética figura de Radek no bastaba para soportar los voluptuosos cuernos que esta
hembra divina, esta lasciva anima mundi, esta sacerdotisa del sexo, le estaba
poniendo delante de sus propias narices. Y ya al tercer día pude verificar con
argumentos mi predicción profesional.
Justo había encendido un cigarrillo, vuelto hacia atrás para que el viento no me
apagase la llama de la cerilla, cuando a mi espalda escuché sus tacones. Esta vez fue,
sin su habitual compañero peludo, a la mercería. Pero no entró en el establecimiento.
Se paró delante y esperó.
Tengo una memoria fotográfica de categoría; podría decirse, y con razón, que es
como un granero lleno hasta el borde, pero en vez de grano hay rostros, parcialmente
ordenados según un cierto sistema de mi invención. Digamos que se trata de una
especie de fichero. Esto es porque hay en mí algo que incesantemente ordena,
sistematiza todo con lo que me cruzo, para que esté a mi disposición en mi trabajo de
detective privado, a pesar de que ya hace algún tiempo que no ejerzo esta habilidad.
Estoy aquí, mis queridos, mis odiados, estoy aquí, para seguiros concienzudamente y
extraer de vuestro comportamiento posibles indicios de algo que algún día podría
entrar en mis competencias de sabueso privado.
Pero volvamos. De esos miles de rostros calculo que tengo claramente ordenados
como unos mil, mientras que el resto, la mayoría, están por ahí perdidos, sí, justo

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como granos en un granero. Así que luego me puede ocurrir lo que justo me ha
pasado ahora.
El objeto perseguido (Lucía) salió al encuentro de alguien con una camisa de
verano y un maletín de oficinista. Yo me di cuenta inmediatamente de que conocía a
esa persona. Pero en mi ordenado fichero no lo podía encontrar. No estaba clasificado
en mi memoria de forma que pudiera saber inmediatamente de qué lo conocía. Y sin
embargo no podía negar que lo conocía de algo.
La mujer de Radek llegó hasta donde estaba el susodicho individuo con el maletín
y ligerísimamente, de modo casi imperceptible, rozó su codo con dos dedos, el índice
y el medio, así. Pero enseguida se separó, como si no hubiera hecho tal cosa, y ambos
echaron a andar apresuradamente, juntos pero a la vez manteniendo una distancia
obvia, como si no tuvieran nada que ver.
Ya desde el principio me di cuenta de que no podía ser un oficinista más, del
montón. Por alguien así su bestial alteza no levantaría ni un dedo. Así que tenía que
ser un funcionario notorio, alguien importante, y probablemente estaba en alguna
reunión de oficina que le servía de tapadera. Pero mientras especulaba de este modo,
apareció un camión de mudanzas y me tapó la visión de la pareja, que caminaba por
la acera de enfrente. Y porque el camión pasaba a propósito como un caracol, supe al
instante que tenía que correr a la otra acera para no perderlos. Pero no lo logré,
porque de nuevo aposta, se me cruzó por delante un camión del ejército y justo detrás
un tractor con un largo remolque. Después solo escuché el rumor de un coche
arrancando, un ruido que anuló el que hacían el camión de mudanzas, el camión del
ejército y el tractor, como el sonido de una flauta atraviesa un atronador solo de
tambores. Me temí lo peor. Y acerté. Antes siquiera de que me dejaran libre el campo
de visión, el coche se perdía en la curva de la calle Hybešová. Y con él los objetos de
mis pesquisas. Corrí hasta la esquina, pero cuando llegué no había ya ni rastro del
coche. ¡Mierda! Sí, todo el asunto se había cubierto de una mierda oscura y pegajosa.

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CAPRICHOS MASCULINOS

Dan Kočí volvió a su puesto frente a la entrada del edificio. Esperó allí más de una
hora, y finalmente obtuvo su recompensa. Cuando Lucía apareció, no la trajo de
vuelta el coche (con ello casi que contaba), sino que vino en tranvía.
Meditó sobre cómo seguir. Si el asunto se repetía al día siguiente, sabía ya que el
copulista de Lucía (¿o tal vez copulador?) llegaba en coche, y lo aparcaba un poco
más allá, con el morro apuntado en dirección al viejo Brno. Escondido por el
eternamente perezoso camión de la cervecería. Pero ¿de qué le iba a servir examinar
el coche de cerca, averiguar la marca y la matrícula? Incluso antes era muy
complicado obtener alguna información sobre el dueño de un automóvil en la
Dirección de Tráfico. La policía cooperaba con los sherlocks privados solo de muy
mala gana. Y ahora, en el paraíso socialista, estaba totalmente descartado. No conocía
a nadie que le pudiera prestar un automóvil para poder perseguirlos por las calles
adoquinadas. Y tomar un taxi para perseguir un coche con unos amantes dentro era en
el Brno de los años cincuenta tan absurdo como ir al zoológico a pedir prestada una
pitón para asfixiar a la suegra. Así que el único procedimiento oportuno era utilizar lo
que ya sabía. Es un funcionario importante y Dan ya conoce su jeta de alguna parte.
Pero ¿cómo poner ese rostro en el contexto adecuado, cómo encontrar su sitio en el
«fichero»?
Y entonces tuvo una idea. En aquellos tiempos los coches se asignaban entre
civiles solo a los médicos, y aparte de ellos a los que poseían la Orden del Trabajo,[4]
y entre ellos solamente a los que estaban en puestos económicos importantes. Así que
realmente tenía que ser un funcionario destacado, seguramente el director de alguna
gran empresa de Brno.
Después supo adonde ir. En la calle Jezuitská estaba la Filmoteca Nacional. Allí
prestaban películas exclusivamente a organizaciones socialistas y a clubes gremiales.
Pero los carniceros y los charcuteros también tenían su club, y las iniciativas
culturales de sus socios eran, o al menos eso se decía, bienvenidas. Así que la tarde
anterior al cumpleaños de no sé qué dirigente comunista (los actos culturales estaban
amparados todos por aniversarios), los carniceros y charcuteros del primer distrito se
reunieron por iniciativa de Dan en su cine-club. Y allí se acomodaron bajo la máxima
de Lenin pintada a mano: «De todas las artes el cine es la más importante». Tenían
apoyadas en el regazo las manos manchadas de la sangre de nuestros hermanos y
hermanas animales, para así poder esconder en un momento dado alguna inoportuna
erección espontánea al ver aparecer en la pantalla a Adina Mandlová o Lida Baarová,
que era, de hecho, por lo que estaban allí, se lo habían prometido. Pero las promesas
están destinadas a los tontos o a los niños. El menú cinematográfico estaba
compuesto exclusivamente por tres noticiarios del Primero de Mayo que abarcaban
desde 1949 a 1951. Ya durante la proyección de los dos primeros, los carniceros y los

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charcuteros fueron desapareciendo silenciosamente, así que durante el tercero solo
quedaban en la sala el bombero que hacía guardia en la entrada, el operador de cabina
y el propio Dan Kočí. Dan sabía que la comitiva del Primero de Mayo desfilaba por
delante de todos los negocios importantes de la ciudad, a cuya puerta se solía colocar
el dueño. Pero aún no estaba preparado para la verdadera sorpresa. Cuando el desfile
llegó a la plaza del Ejército Rojo, Dan se encontró con el menda en cuestión en lo
más alto de la tribuna ante el Monumento al Soldado Rojo. Hablaba a los camaradas
y a las camaradas como secretario del comité municipal del Partido Comunista. Y
Dan, que se había acostumbrado a apartar siempre con fastidio a los políticos al fondo
de su percepción (no tenía sitio para ellos en su «fichero»), ahora difícilmente
aceptaba que iba a tener que jugar a los detectives con ese individuo de la tribuna.

En la guía telefónica encontró la dirección del secretario (a principio de los años


cincuenta sus direcciones eran propiedad pública de los trabajadores), y así supo que
la semana siguiente no tendría que esperar al secretario en la calle Hybešová, delante
del piso de la mujer de Radek, sino en el barrio Jirásek, delante de su villa. Calculó
cuándo aparecería el coche con su carga amorosa, y el día en cuestión fue en tranvía a
la plaza de la Paz, y de allí a pie a la calle Havlíčkova, con su villa funcionalista, obra
seguramente del arquitecto Arnošt Wiesner.
Pero, para su sorpresa, descubrió que alguien se le había adelantado. Y que no se
trataba precisamente de ninguna escolta del mandamás velando por su seguridad, sino
más bien al contrario, eran vigilantes acechando la guarida de alguien que había caído
o que pronto iba a caer en desgracia. Dan distinguía esas cosas perfectamente, como
para no hacerlo… Pero sobre todo se percató de que aquellos dos vigilantes eran unos
chapuceros, vamos, unos aficionados, al menos en lo que respecta a esta profesión.
Dan supuso que los habrían reclutado entre los trabajadores y que a diferencia de él, o
sea de Dan, sabrían trabajar con una taladradora en las cámaras de escoria y fundir
lingotes en las coquillas (el pobre Dan no sabía ni lo que era una coquilla, y el
narrador de esta historia tan solo lo presiente de un modo indefinido por haber
trabajado a los dieciocho años en una brigada de la fundición Klement Gottwald),
pero que en lo que se refería a seguimientos y vigilancia de personas sospechosas, no
tenían lo que se dice ni idea. Su comportamiento indicaba bien a las claras que les
habían encargado vigilar al camarada Schildberger y su casa sin que se diera cuenta;
pero saltaba a la vista que no lo conseguían. Eran unos torpes y unos incompetentes
que, en vez de sobresalir en discreción, al contrario, llamaban la atención más que un
juez con su toga en un tiovivo de una feria; no, no es eso; más que un chupón en el
cuello de la reina de Inglaterra; no, tampoco, pero se tendrán que conformar con esto
si tenemos que avanzar. Bueno, a Dan estas chapuzas lo ponían malo, no soportaba
errores de aficionado en su profesión.
Uno de los vigilantes se paseaba indolentemente cerca de la villa, el otro tenía

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alquilada una habitación en la villa de enfrente y esperaba en la ventana con una
cámara. De vez en cuando se guiñaban un ojo, de la ventana a la calle y al revés.
Y así todos en esa calle (y también en las calles colindantes) sabían que sobre el
funcionario Schildberger se cernían los nubarrones del Juicio Final (era la época de
los procesos contra los conspiradores). El único que parecía no enterarse de nada era
el secretario. Pero no debería extrañarnos. Los condenados suelen estar afectados de
ceguera y van al encuentro del abismo que les aguarda como a través de una espesa
niebla.
Dan procuraba que los vigilantes no percibieran su presencia, lo que realmente no
era demasiado problemático tratándose de ese par de zoquetes. Pero luego escuchó el
automóvil del secretario. De nuevo tengo que repetir que en esos tiempos los
utilitarios eran escasos y preciosos como el azafrán, y a las mansiones del barrio
Jirásek llegaban pocos camiones, así que hasta los guardianes zoquetes aguzaron los
sentidos. El coche se detuvo un momento a la vuelta de la esquina, y enseguida
retomó la marcha, y ya entraba desde la calle Rudisova a la calle Havlíčkova cuando
Dan de pronto comprendió lo que quería decir aquella parada tan corta, que se había
producido fuera de su campo de visión y del de los vigilantes. El funcionario llegaba
en el coche solo.
Dan no lo dudó un instante y se apresuró hacia la calle Havlíčkova. Pronto
desembocó en Sedlákova, y allí encontró lo que esperaba. Justo le dio tiempo a ver
cómo Lucía, semioculta por un frondoso tilo, abría la verja de un jardín que
comunicaba con el lado sudoeste de la mansión del secretario. Mientras, en el ala
nordeste, el secretario salía de su automóvil y, tras abrir la puerta del garaje, comenzó
a silbar la conocida canción Aquí la primavera no se acaba. Probablemente inmerso
en sus ilusiones eróticas no vio a los vigilantes, ni aproximarse los nubarrones del
Juicio Final, que diligentemente se cernían ya sobre su cabeza.
¿Por qué, si no sabía nada de los vigilantes, hizo bajar a Lucía en la esquina y la
mandó por la entrada de atrás del jardín? El totalitarismo comunista era en sus
comienzos uno de los regímenes más puritanos del mundo. El insigne funcionario
siempre podía ocupar una villa confiscada a una familia de fabricantes y podía allí
vivir con cierto lujo. Justificaría su actitud por la gran dificultad y la gran
responsabilidad que comportaba su trabajo para el Partido; pero no solo su dirección,
también su vida privada era propiedad pública de los trabajadores. Se cumplía así el
terrible sueño surrealista de Bretón sobre la famosa «casa de cristal». El secretario
podía tener sus caprichos masculinos, vale. Pero si no podía dominarlos y terminaba
agenciándose una hermosa concubina, para más inri esposa de otro, tenía que saber al
menos cómo arreglárselas para plantar delante de esa casa de cristal un biombo
opaco, a fin de no inquietar inútilmente a todos aquellos torneros, fresadores,
conductores de tractores y ordeñadores de vacas a los que teóricamente servía.

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Dan sabía que tenía una media hora escasa y finalmente decidió utilizarla de una
manera bastante extraña, a primera vista. En vez de trepar el murete y buscar en el
jardín un árbol desde el que pudiera vislumbrar a través de alguna ventana los
eróticos retozos del secretario con la mujer de Radek, simplemente fue de la calle
Sedlákova a Foustkova y después se dirigió al bosque de Wilson, que entonces se
llamaba de Jirásek, y allí buscó un lugar propicio para sus quehaceres. Cuando
finalmente lo encontró, limpió el lugar de ramas y extendió un pañuelo. Después se
arrodilló y colocó la cabeza en el vértice del triángulo formado por los antebrazos.
Luego apoyó la frente en el suelo de modo que las manos entrelazadas le sirvieran de
apoyo a la cabeza, levantó las caderas y movió las puntas de los pies a pasitos para
acercar las rodillas al tronco. Entonces puso todo el peso del cuerpo y el centro de
gravedad en los antebrazos y en la nuca, y levantó las piernas del suelo, mientras la
cabeza se quedaba unida al suelo como un tornillo. Y fue estirando las piernas
lentamente hasta ponerlas en línea con el tronco, perpendicularmente al suelo.
Esta posición se la había enseñado un comerciante indio hacía muchos años,
cuando resolvió el supuesto suicidio de su hermano, que en realidad había sido un
asesinato (se trató del famoso caso de la serpiente de zafiro, que no tenemos tiempo
de relatar aquí). Dan comprobó que esta posición, muy parecida a la postura shirsa en
yoga, le abría unos interesantes pasadizos imaginativos hacia los casos que justo
estaba resolviendo, lo que no era muy práctico, la verdad; porque no podría usarse en
un juicio, pero merece la pena que lo mencionemos aquí.
Así que ahora, tras unos minutos en esa postura casi shirsa, Dan vio muy
claramente la habitación en la que el secretario se arrodillaba ante una Lucía
despatarrada y colocaba su cabeza en el extremo de su velludo y equilátero triángulo.
Después, la mujer de Radek levantó despacio las piernas en perpendicular a su tronco
y el secretario levantó la cadera y movió las puntas de los pies a pasitos para, con
ayuda de Lucía, poder introducir el miembro en su coñito. Solo después puso el peso
de su cuerpo y el centro de gravedad en los antebrazos y la cadera, de modo que su
cabeza quedara unida como un tornillo al hombro de Lucía, el cual mordió la muy
bruja (entiéndase, la cabeza). Pero entonces el secretario ya estaba galopando,
primero despacio y luego cada vez más deprisa sobre su grupa.
Y después de que todo ocurriera como se supone que tenía que ocurrir, y el
secretario con farfullidos terminara de galopar y rodara a un lado, Lucía se levantó,
miró el reloj y se fue al cuarto de baño, donde se duchó, se vistió y se arregló delante
del espejo. Luego vio en la balda de cristal un lápiz de ojos. Se lo había dejado
olvidado la mujer del secretario, que llevaba ya dos días por los Balnearios de
Constantino. Lucía cogió el lápiz y de pronto se volvió hacia Dan, lo miró por el
pasadizo imaginativo justo a los ojos, y luego rápidamente se pintó un lunar negro en
la frente, justo encima de la nariz, lo señaló y le hizo un guiño a Dan, dejó el lápiz en

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su sitio, y en ese momento la onírica pantalla se fundió en negro. Kaniec filma.[5]
Así que Dan bajó las piernas despacio y cambió el centro de gravedad a su lugar
primitivo, se levantó, recogió el pañuelo, miró el reloj y se apresuró desde el bosque
de Wilson, entonces llamado de Jirásek, regresó a Foustkova y de allí a Sedlákova. Y
allí en la esquina con Rudisova se la encontró de nuevo.
Bajaba hacia el tranvía. Cuando se cruzaron, Dan vio de cerca, de cerquísima, en
su frente, sobre la nariz, un lunar negro. Pero la mujer de Radek no le prestó ni la más
mínima atención y pasó por su lado completamente indolente, indiferente. Para ella,
en el mundo real, fuera de pasadizos imaginativos, Dan ya no existía.

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ALMA PINCHADA

La pregunta de por qué justo yo, de entre todos los arquitectos notables de Brno,
vivo en un humilde piso en un bloque de apartamentos cualquiera, esa pregunta era
tan obvia que nadie me la quería hacer. Bueno, eso sin contar a mi particular Mefisto,
el teniente Láska, pero ese no vale. Aquéllos que creían conocerme un poco llegaron
a la conclusión de que en realidad me estaba construyendo una mansión en un lugar
secreto y que pronto dejaría a todo el mundo con un palmo de narices. Reconozco
que no había estado lejos de semejantes consideraciones, o sea, que cuando llegara el
momento me iba a poner a trabajar en la mesa por la mañana, y antes de que se
pusiera el sol ya iba a tener la mansión diseñada hasta el último detalle, incluso con
los interiores, y que entonces bastaría con comprar el terreno en Černá Pole o en
Žabovřesky y empezar a construir. Solo que cuando llegó el momento me di cuenta
de que algo se había atascado en mi interior. Esa mansión llevaba seis o siete años
rondándome la cabeza adoptando decenas de formas diferentes, parecía que bastaba
solo con decidirse y elegir una variante que mereciera la pena llevar a cabo. Pero no
me dio tiempo a hacerlo antes de la guerra, la ocupación alemana pisoteó la garganta
de aquella bella canción arquitectónica, y después, en el año cuarenta y siete, cuando
junté los medios para ponerme a ello y me senté en la mesa de delineación, me di
cuenta de que no podía, no sabía llevar al papel esas decenas de prometedoras
variaciones que creía que tenía a mi disposición. Algo había ocurrido. De pronto no
sabía qué hacer con esa mansión.
Por supuesto se me ocurrió que esa incapacidad para encontrar la forma final de
mi acogedora mansión era el precio a pagar por todas esas monstruosidades, por esas
lascivas mansiones que había construido en Brno tras la guerra por expreso deseo de
mis poderosos y chabacanos clientes, para poder juntar el dinero necesario para
construir mi propia casa, ese milagro de la inventiva arquitectónica. Pero ¿dónde
estaba entonces mi inventiva? Alguien la había desinflado. No, alguien no, fui yo
quien la desinflé. Había pinchado y ahora iba solo con las llantas, hasta que tras un
rato tambaleándome acabé en las ortigas.
¿Por qué será que siempre que recibimos un castigo por traicionar nuestro talento,
ocurre que hasta que no hemos cometido la equivocación no nos damos cuenta de qué
era lo que habíamos traicionado? ¿Quizá solo entonces vemos lo que hemos perdido
y lo que hemos enterrado? Y ¿dónde está ahora mi alma[6] pinchada, esa que vendí
por unos tres mil ochocientos noventa y cuatro platos de lentejas? O ¿por cuánto se
puede tasar ese montón de mansiones horteras que desperdigué por ahí, a lo largo y
ancho de la ciudad de Brno?
Pero el comienzo del fin de mi talento también podía haber sido lo de la Villa
Wagenheim. Es una obra sin duda valiosa, arquitectónicamente hablando, a la que
solo se le puede reprochar una cosa: que su planta represente un símbolo nazi. Pero

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entonces se me ocurrió: ¿y si justo era eso lo más valioso? Hasta yo lo había tomado
entonces como un reto. Tuve que batallar con esa cruz gamada como hacía en otros
proyectos cuando el terreno era pérfido, como si hubiera tenido que construir la casa
sobre un terreno pantanoso o bajo una roca con peligro de desplome. Sí, recuerdo
vivamente que me despertaba por la noche y me desvelaba, y me quedaba de pie en la
ventana, mirando a la calle Běhounská, desierta en medio de la noche como una
galería profunda en una mina. Buscaba el modo de conservar mi honor, a pesar de
todo. Y no solo el honor. Quería demostrar algo, engañar a la esvástica como el zorro
a la urraca del queso en el pico. Así que no solo había hecho de aquellas cuatro
perneras de los pantalones de Hitler cuatro alas completamente habitables, sino que
también giré la obra hacia la calle Hroznová de modo que dos de las alas taparan las
otras dos aspas de la cruz. Eso, de frente. Aunque tampoco de costado se veían
demasiado las otras dos aspas, porque las tapaba la crecida vegetación que había
plantado al efecto. Así que solo desde el aire se podía adivinar el encargo original de
la Villa Wagenheim. (Y tuvimos suerte de que cuando las fuerzas aéreas aliadas
bombardearon Brno al final de la guerra no sobrevolaron Pisárky y no se desfogaron
con la villa).
Además, para cada una de las cuatro alas inventé una aplicación funcional que
dejaba claro que, al igual que un ave las necesita para volar, esta villa necesitaba
también sus alas para existir. Precisamente en ellas estaba el espacio habitable,
mientras que el cubo central del que salían tan solo era una articulación que las
dotaba de la posibilidad de comenzar a moverse, agitarse y girar si hubieran tenido
capacidad para ello. Y aproveché el hecho de que al final de cada ala hubiera otra
miniala en ángulo recto, como en la esvástica, para colocar unas habitaciones que
necesitaban su entrada independiente. Y como esas entradas estaban situadas al final
y a la vuelta de cada ala, ocurrió que quedaban discretamente fuera del espacio
habitable y representativo principal; cuatro habitaciones de lujo, separadas del tráfico
habitual del edificio.
Cuando justo después de la guerra llegó a Brno una delegación de arquitectos
finlandeses para ojear el área de las exposiciones y otras obras funcionalistas de la
época (ese fragmento superviviente de aquel propósito vanguardista de hacer de Brno
un centro de la moderna arquitectura europea), se detuvieron también ante la Villa
Wagenheim como buscadores de setas que se hubieran topado con un gigantesco
hongo, y al principio farfullaron con aire de expertos señalando cómo las alas se
doblaban en otras alas menores, pero luego se callaron y un respeto sagrado se fraguó
allí mismo en ese puñado petrificado de mudos admiradores. Por supuesto, yo no
estaba allí, pero todo el asunto terminó llegando a mis oídos. Sobre todo en lo que se
refería a sus aterradoras consecuencias. Cuando los expertos finlandeses regresaron a
su país, a la tierra de los bosques y los lagos, la patria del arquitecto Alvar Aalto, los
muy perturbados empezaron a sembrar cruces gamadas arquitectónicas aquí y allá sin
que se dieran cuenta de qué era lo que estaban plantando.

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A pesar de todo me gustaría creer que con la Villa Wagenheim conseguí engañar
al diablo. Y si en realidad no fue así, entonces que el diablo me demuestre cómo ha
conseguido sugerirme que sí lo hice.

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EL ESTUDIO DE LA CALLE ELIŠKA MACHOVÁ

Sospecho que cuando Kamil decidió construir mi casa precisamente en la calle


Eliška Machová, en Žabovřeský, una de las cosas que más le influyeron fue, no ya
que hubiera quedado allí un terreno vacío tras la demolición de una antigua obra, sino
también que alguien como yo, Eliška Modráčková, viviría ahora en la calle Eliška
Machová. Una tontería, lo sé. Kamil está siempre abierto a cualquier idea que se le
presente, desde proyectos maravillosos y en su mayor parte irrealizables, hasta
idioteces que cualquiera calificaría de banales. Precisamente por eso no entiendo que
siendo uno de los mejores arquitectos de Brno, y a la vez un detallista fantástico, casi
enfermo de creatividad, no parezca entender muy bien lo que yo hago ahora. Y no se
trata solo de mis dibujos. Hace poco vino a mi casa y empezó a hojear una
publicación holandesa sobre Kandinski y Malevich. Jamás podré olvidar la cara de
asco que puso cuando la cerró y la dejó sobre la mesa. No me echa nada en cara, de
hecho pone un meticuloso cuidado en no molestarme lo más mínimo. Observo sus
esfuerzos con un poco de diversión malévola, me entra una risa silenciosa de la que él
no sabe nada, o al menos cree que no sabe nada. Se pasea por mi estudio y da la
vuelta a los cuadros puestos contra la pared, después se queda ante ellos pensativo y,
porque le causa muchos problemas mentirme, la mayoría de las veces no me dice
nada, y cuando yo, divertida, le pregunto, me elogia la interesante composición y mi
valor por intentar siempre algo nuevo. Solo de vez en cuando no lo resiste y me
pregunta por qué ya no pinto aquellos encantadores paisajes surrealistas en los que de
una pequeña ermita situada en el recodo de un camino salía una pinza de cangrejo, o
esos campos de trigo en los que caen cometas en llamas, o por qué ya no pinto esas
series de retratos realistas en las que siempre había algo sorprendente, como el retrato
de un elegante caballero en chaqué negro que sin embargo tiene en su hombro un
gran moscardón, o aquella hermosa dama muy chic mordiéndose una gigantesca uña
del dedo medio. Solo que aún recuerdo perfectamente lo que él ya ha olvidado, y es
que cuando yo pintaba así, a él no le parecía maravilloso en absoluto. Entonces
también intentaba no dar a entender tal circunstancia, pero yo adivinaba en su
expresión que aquellos retratos le molestaban precisamente por esas pequeñas
peculiaridades que los despojaban del gusto gregario que de otra manera hubieran
tenido, aunque de un modo tan blasfemo, como si alguien en una iglesia decidiera
cambiar la pila del agua bendita por una escupidera.
Pero lo que acabo de decir de los retratos supone un intento de mirarlos con los
ojos de Kamil, o con otros ojos que no sean los míos. Porque yo no las llamaría
pequeñas peculiaridades, ni nunca sentí que fueran realmente una blasfemia. A veces
se me ha ocurrido que igual pertenezco a esos que en la tierra son mediadores de algo
inexplicable, o que tal vez soy como una moneda que va rodando silenciosamente de
una galaxia a otra. Pero no, esto que acabo de decir es una tontería, es tonto y además

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es vanidoso, olvídenlo.
A Kamil lo incordia ya hace algún tiempo un segureta. Intenta no tomar a ese
capullo muy en serio, incluso piensa que solo está tomándole el pelo, que
simplemente se está riendo a costa de él, pero hoy ha venido bastante asustado. Se
quedó frente a mi nuevo cuadro, Serie con diagonal, estaba allí, de pie, y entonces me
di cuenta de que no estaba viendo el cuadro y de que solo había venido porque quería
decirme algo, y que estaba buscando por dónde empezar. Y empezó diciendo que
cuando había ido hacia las escaleras de su portal a sus espaldas había dos seguretas.

Los oí a mis espaldas. Protestaban porque no había ascensor y tenían que arrastrarse
por las escaleras. Cuando metí la llave en la cerradura me alcanzaron, me volví y allí
estaban, de espaldas a mí, llamando al timbre del piso de enfrente. Llamaron donde
los Kratochvil. Tienen una ventana que da al pasillo y detrás, igual que en mi piso, un
pequeño cuarto para el servicio. Se abrió la cortina y el padre de la señora
Kratochvilová abrió una hoja de la ventana y preguntó qué deseaban. Una inspección
en casa de los Kratochvil, dijo uno de ellos en voz alta, como si me lo estuviera
diciendo a mí también. Se los reconoce siempre por estas exhibiciones de arrogancia.
Por una especie de rebeldía me quedé allí un rato con la puerta abierta, pero cuando
uno de ellos se volvió y me miró, la rebeldía se me pasó enseguida y entré en casa,
aunque cuando cerraba ya la puerta aún pude escuchar cómo se abría la puerta de
enfrente. Eran las dos de la tarde, la señora Kratochvil estaba seguramente aún en el
trabajo. Me percaté de que no veía a su marido desde hacía mucho, pero mucho
tiempo. Vive allí con sus dos hijos y con sus padres, que son ya ancianos. También
hace poco me di cuenta de que está embarazada. Me senté en la entrada y me estaba
quitando los zapatos cuando de nuevo escuché movimiento en la puerta de enfrente.
Fui descalzo hasta la mirilla y allí estaba uno de los hijos, un chico de unos diez años
con una gran jarra de cristal. Cerró la puerta y corrió escaleras abajo. Me fui hacia la
ventana que da a la calle y al rato vi al chico correr hasta la acera de enfrente y entrar
en el restaurante U Cajplů. Lo primero que se me ocurrió fue que los policías lo
habían mandado a por cerveza. Si estaban haciendo una cuidadosa inspección en casa
de los Kratochvil, seguro que estaban rebuscando en la gran librería —Kratochvil,
por lo que sé, es maestro— y luego levantando los colchones y buscando en viejas
maletas bajo los armarios, y es posible que hasta bajo las camas, y estarían tragando
polvo y necesitarían enjuagarlo. Pero luego me di cuenta de que estando de servicio
no deberían beber, que por eso eran dos, para vigilarse mutuamente y poder así
delatarse. Así que seguramente dejaron que el abuelo mandara al chico a alguna parte
para que no fuera testigo de cómo saqueaban el nido familiar. Tal vez incluso los más
desconsiderados y duros policías son deferentes con los niños, aunque sean hijos de
las clases enemigas. Pero entonces ya me había percatado de alguien que estaba
abajo, delante del portal, porque avanzó hasta el borde de la acera y se hacía señas

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con el segureta que se asomaba a la ventana de los Kratochvil. El segureta de arriba le
explicaba al de abajo que tenía que vigilar al chico de la jarra de cristal que iba al
restaurante U Cajplů, que tenía que cuidar de que no hablara con ninguna persona ni
le diera nada a nadie.

Aquí Kamil se calló, se levantó de pronto de la silla y dejó en el suelo al gato,


Bienvenido (se llama así porque da la bienvenida calurosamente a todos los que
entran al estudio), y se dirigió a un rincón y sacó del enchufe un ladrón lleno de
cables, que tenía al otro lado medio ladrillo envuelto con alambre de cobre.
Eli, no te enfades, pero ¿te has vuelto loca? ¿Qué es esto?
¿No lo sabes? ¿No lo has visto antes? Lo uso de calefacción. El cable alrededor
del ladrillo se pone incandescente y calienta que da gusto. Pero se estropearon los
enchufes. Y no son los plomos.
Kamil quitó el cable del ladrillo, lo sacó del conector y miró detenidamente la
punta despeluchada.
Esto, querida, podía haberte matado. O podías haber incendiado el estudio. Pero
si tienes una buena estufa, y si te quedas sin madera o sin carbón, ya sabes a quién
recurrir. Además, echa un vistazo: tú querías un estudio grande, y, claro, es difícil de
calentar. Bueno, ahora ya no hace frío por las mañanas, ya se nos ocurrirá algo para
cuando llegue el otoño.
Y se fue a mirar el cajetín de los fusibles. Sacó uno tras otro, los miró, asintió
como que estaban bien, y los colocó de nuevo. ¿Hace cuánto que no funcionan los
enchufes?
Tres días.
Te mandaré a alguien que los mire. Hoy, o mañana.
Pero no te vayas. No has terminado de contarme.
¿Qué? Ah, ya falta poco. Estaba cerca de la ventana entreabierta, y escuché cómo
el segureta de la acera hablaba con el de la ventana de los Kratochvil. El de la
ventana tenía miedo de que el pequeño Kratochvil contactara con alguien que lo
estuviera esperando en la taberna. Los seguretas siempre piensan de ese modo. Se lo
graban a fuego durante su adiestramiento profesional y les pagan por tener esta clase
de razonamientos. Así que el de la acera echó a correr tras el pequeño Kratochvil
hasta el bar. Ah, y otra cosa. Ayer me encontré en el pasillo con el doctor Pešek. Ése
que vive en el piso de abajo. Mi mujer le está arreglando los dientes. Me contó que en
el bloque dicen que Kratochvil ha emigrado. Y que tenemos que contar con que nos
van a interrogar a todos en algún momento.
Bueno, a ti no te va a tocar. De ti ya se encarga el teniente Láska. Pero te estás
dejando algo. Aún no me has dicho lo más importante, por qué has venido realmente.
Pero eso casi lo dije por decir. Su inquietud, eso que lo había traído aquí y le
había hecho quedarse mirando al vacío delante de mi cuadro y después preocuparse

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por la instalación eléctrica, y todos esos detalles de su comportamiento que solo una
amada y amante hermana reconoce, todo eso me hizo sospechar que detrás había algo
más, mucho más importante que lo que me acababa de contar.
Me miró y se volvió desde la puerta hasta la habitación. Durante un momento se
quedó allí de pie, callado, en medio del estudio, y entonces se giró despacio, dio
cinco pasos al frente, cinco pasos atrás y finalmente se sentó en el sillón de mimbre.
Observé sus maniobras y ya casi estaba a punto de echarme a reír a carcajadas.
Venga, escúpelo, le animé. Me coloqué detrás de él y le puse la mano en el hombro.
Bueno, vale. Esta noche he tenido un sueño. Pasaba aquí, en tu estudio. Había
unos cuantos policías de uniforme. Y uno sin uniforme.
¿El teniente Láska?
Seguramente. Aunque quién sabe cómo se llama de verdad. Me han dicho que
usan nombres falsos.
¿Quién, el doctor Pešek?
¿Qué?
Si lo de los nombre falsos te lo dijo el doctor Pešek.
Sí.
Y ¿qué más, camarada? ¿Qué pasó en el sueño?
Te hacían daño.
Sé más concreto, hermanito. ¿Me manoseaban?
Te manoseaban.
¿Me desnudaban?
Te desnudaban.
¿Se quitaron los uniformes?
No, se quedaron con el uniforme puesto.
Me violaban, ¿verdad? Y ¿dónde estaba la censura esa tuya de los sueños? ¿Cómo
es que no intervino? Pero para, para, sé que me estás ocultando algo. Hay algo más
que no me has dicho.
Aún estaba detrás de él, así que le empecé a masajear los hombros. Callaba. Seguí
un rato y él continuó callado. Por la calle pasó un camión de la basura y me di cuenta
de que era jueves, de que eran las nueve de la mañana y de que no había sacado el
contenedor de la basura, y de que ya era tarde para hacerlo.
Hermanito, ¿dónde estabas, pregunté en voz baja, mientras me violaban?
Confiésalo, ¿no estabas por casualidad entre los que me deshonraban?
Se levantó del sillón como si hubieran pulsado un resorte. ¿Pero qué dices, Eli? Y
luego: No sé dónde estaba en ese momento. Creo que solo era un ojo que veía todo.
No podía hacer nada.
Me reí. No te lo tomes tan a pecho, Kamil. Era solo un sueño.
Te mandaré a alguien para mirar los enchufes. Hoy, si puede ser.
En la verja lo abracé y le di un beso. No le gusta que lo haga en público. Tengo un
hermanito increíblemente tímido.

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Y sé que lo dejé trastocado con mi comentario sobre su papel en mi violación. A
veces, bueno, bastante a menudo, soy un mal bicho.
No llegué a tiempo de sacar la basura. El camión ya se iba calle abajo por
Smejkalova, y cuando se paró, grité e intenté gesticular de lejos para que volvieran a
por mi contenedor. Uno me contestó con un gesto obsceno, lo que enfureció a Kamil.
Quiso ir tras ellos. Tuve que sujetarlo por la fuerza. Lo atravesaba una ira tan
poderosa, que me costó trabajo convencerlo de que no saliera corriendo tras el
camión de la basura para divertimento de espectadores callejeros. Eso sin contar que
hubiera sido atroz de mi parte, ya que supondría que los basureros volvieran a la calle
por la que acababan de pasar. Comprendí que Kamil había visto en ese gesto obsceno
mucho más de lo que había sido en realidad. Ponía en el gesto su reciente vivencia
onírica, y el pobre quería demostrarme cómo trataba de defenderme, al fin y al cabo.

Me vuelvo al estudio. Me acerco al cuadro a medio pintar y en los lugares con


grumos toco la pintura como si fueran varices y verrugas, y siento el pulso de la vida,
pero no consigo trabajar ya más. Se me ocurre que no es a mí, sino a Kamil al que
hay que proteger. Él sí que necesita protección. No consigue aceptar su papel en el
mundo, no tiene familia, su mujer me parece la criatura más inútil, vacía y neutra del
mundo. Y ahora que le han quitado lo que más le importaba, la posibilidad de
construir sus soñados edificios, no tiene dónde refugiarse. Yo hago dos turnos en la
carpintería y luego tengo la tarde, o la mañana como hoy, libre para trabajar en mi
estudio. Mientras que Kamil se pasa el día en la Oficina de Urbanismo
desempeñando un trabajo que desprecia. Y ya no hace nada más, hace tiempo que se
ha resignado. Temo por él. Como si intuyera que le va a pasar algo terrible y que no
va a estar en mis manos evitarlo.

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CAMARADA, ¡ERES UN CERDO!

Salgo por la puerta principal y miro alrededor. A la derecha, por la pared del
cementerio se encoge una casa con un tejado bajo, pero casi tan larga como una pista
de bolos. Vaya, el taller de piedra de Radek. La puerta abierta de par en par y Radek
Stolař sentado en un zócalo de piedra leyendo el periódico. Solamente cuando me
acerco veo que no lo está leyendo, simplemente lo sujeta y mira a las musarañas. Pero
como no quiero ser yo esa musaraña, evito cuidadosamente su mirada perdida, y justo
cuando estoy a su lado, sale de su ensimismamiento y se percata de mi presencia.
¿Has leído el periódico de hoy?, pregunta asustado.
No. Pero ya sé de qué hablas. Lo escuché ayer en la radio.
¿Qué está pasando? No entiendo nada.
Creo que ahí lo explican claramente, ¿no? Ayer dijeron en la radio que los de
Seguridad han destapado un complot contra el Estado que llega esta vez hasta Brno.
El enemigo del Estado socialista, que se ha infiltrado hasta las más altas instancias,
ha extendido sus garras hasta nuestra metrópoli. ¿Sabes qué? Olvídalo, hombre. Esto
huele mal. No creo que sea nuestra obligación entenderlo.
Como el techo del taller es bajo y tengo que agachar la cabeza para estar de pie,
Radek me señala el pedestal de una cruz de mármol con una corona de espinas hecha
de alambres oxidados. Me siento con cuidado para no enredarme el pelo en las
espinas de la corona.
Yo, reconoció valerosamente Radek, yo conocía un poco al secretario ese. David
Schildberger provenía de una gran familia judía. Tienen aquí un sepulcro. Pero los
padres del secretario y todos sus parientes murieron en campos de concentración. A
pesar de todo quería que grabara sus nombres en una lápida sobre la tumba, aunque
sus restos nunca descansarán allí, sus cenizas se quedaron en algún lugar en Polonia o
Alemania. Es una persona muy amable. Se pasó por nuestra casa en Hybešová y le
llevó a Lucía un ramo de flores enorme, y le dijo un cumplido, algo hermoso, una cita
de la Divina Comedia de Dante, no la recuerdo, pero Lucía se la sabe. No sé cómo
pero los judíos llevan en el cerebro toda una biblioteca metida. Bueno, el caso es que
lo han detenido y se lo han llevado a Praga. Estaba pensando ahora en ello, y he
comprendido que ya no va a volver.
Asentí. Era uno de ellos, y es bien sabido que a los renegados los tratan sin
clemencia. Tal vez no regresen ni sus cenizas. Si cierro ahora los ojos (cerré los ojos
y al momento vi una imagen), veo una tarde lluviosa, una carretera vecinal, va por
ella un coche, alguien saca la mano por la ventanilla y tira unas cenizas de una lata…
Abrí los ojos y parpadeé un rato mirando al vacío.
Radek me miraba asustado. ¿Pero tú tienes visiones?
Ah, ¿es que no te lo había dicho? Bueno, no es que a uno de pronto le llegue un
don de los cielos, pero a veces me pasa. Es como una intuición en imágenes. Siempre

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tiene que ver con los casos en los que trabajo.
Pero Schildberger no tiene nada que ver con ninguno de tus casos.
¿Cómo que no? Quiero decir… ¡claro que no! Pero incluso así me pasa. A veces
mi intuición, cómo lo diría, traspasa sus propias fronteras.
Ya no lo volví a ver, pero nunca olvidaré lo bien que se portó con mi mujer.
Cuando se fue, a ella le chispeaban los ojos. Sus maravillosas palabras, bueno, esa
cita de la Divina Comedia, la iluminaron por dentro y esa luz aún le brilla en los ojos
desde su visita… Siento que le debo algo. Si le ocurre algo grabaré su nombre en la
lápida, aunque nadie me lo pida. Al lado de todos sus familiares, los que murieron en
Dachau, en Auschwitz, en Buchenwald y Dios sabe en cuántos sitios más…
Durante un rato ambos nos quedamos sentados, en total silencio, en el taller del
cementerio. Yo tenía detrás la cruz de mármol con la corona de espinas oxidada y él
un ángel de piedra que se tapaba la cara con las manos.
Carraspeé. Escucha Radek, antes de que se me olvide, había venido a decirte que
ya he cerrado el caso de tu mujer.
¿Sí?, preguntó. Me di cuenta de que al principio no sabía de qué le estaba
hablando. Así que empecé despacito, hasta que cayera en la cuenta.
Te puedo asegurar que tu mujer no tiene ningún amante. (En realidad debería
haber dicho: tu mujer no tiene ningún amante ahora. A su amante ya se lo han
despachado. Y también podía haber añadido que durante un tiempo no volvería a
tener ningún amante nuevo. Su coñito estará ahora tan apretado a causa de la angustia
que aunque quisieras no podrías hacer que por él entrara ni una brizna de hierba. Y
como encima le hagan un juicio público al secretario, como suele ser habitual,
entonces esa tenaza angustiadora a buen seguro hará que lo tenga cerradito algo más
de tiempo. Tras una temporada, sin embargo, sin duda se le volverá a abrir
ansiosamente, y la bruja querrá recuperar el tiempo perdido. Pero por entonces yo ya
no estaré metido en el asunto, porque ya no volveré a aceptar ningún encargo de
Radek).
¿Sabes, Dan?, reconoció, yo ya lo sabía, claro. Lucía jamás me haría una cosa así.
Pues entonces dime por qué me diste el encargo, si ya lo sabías. ¿Para qué ibas a
pagar por algo que ya sabías de antemano?
Es que los amigos del bareto U Mrtvoly no hacían más que provocarme. Que si
una mujer así siempre tiene algún amante, que si tal, que si cual, ya sabes.
En fin, creo que deberías cambiar de amigos. O, al menos, de taberna.
Radek sacó el billetero y a mí de pronto me resultó embarazoso aceptar su dinero.
Es verdad que había hecho concienzudamente mi investigación, pero el resultado de
la misma lo había, en fin, apañado un poco. Digamos que había servido para
tranquilizar el sueño de mi paciente. Eso. No había jugado limpio del todo, pero en
este caso la verdad podía perturbar seriamente a Radek. Aunque si ahora, tras el
informe, no aceptaba los honorarios, previamente acordados y no precisamente
pequeños, a buen seguro despertaría las sospechas de Radek. Y además, me los había

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ganado más que nunca, me había metido en un asunto del que podía haber salido
escaldado. A pesar de mi perfeccionismo profesional y del evidente diletantismo de
los seguretas vigilantes, podía haber cometido perfectamente algún error. Y ya la
habría liado. La verdad es que dando vueltas alrededor de ese «conspirador contra el
Estado» que los seguretas se habían encargado de espiar en su afán por agarrar alguna
otra presa, me había librado por los pelos de que me pillaran. Así que dejé que Radek
depositara en mi mano los billetes, que fueron cayendo como en una pequeña
pirámide, y me los fui guardando por los bolsillos. Y una cosa más: podía asegurarle
a Radek que su mujer no tenía ningún amante, pero lo que no podía era advertirle de
que esa bruja no iba a dejarle llamar a su puerta en los siguientes días, o semanas. Iba
a tener el coñito atenazado por la angustia por un buen tiempo. Pero en este asunto
iba a tener que arreglárselas él solito.

Aunque no dudaba de que yo ya había calado a esos dos zafios que vigilaban la casa
del secretario, y que por eso no tenía que preocuparme de que hubieran tomado nota
de las cautelosas idas y venidas de Lucía, y a pesar de que había comprobado que la
ventana del dormitorio donde el secretario se cepillaba a Lucía daba al jardín, es
decir, estaba fuera del alcance de los ojos vigilantes y sus teleobjetivos, a pesar de
ello, preferí seguir vigilando la casa de la calle Hybešová.
Bien, el caso estaba cerrado y había recibido mis honorarios. Sin embargo,
durante las dos semanas que siguieron estuve merodeando alrededor de la casa del
matrimonio Stolař, con cuidado de que Radek no me viera. Si hubieran averiguado
que el secretario se acostaba con Lucía, la hubieran detenido también a ella, o
hubieran vigilado su apartamento. Pero después de dos semanas lo dejé estar, con la
sensación de que Radek no tenía nada ya que temer (al menos, respecto a los
seguretas).

Me acordé, sin embargo, de Lucía un mes más tarde, cuando ya estaba en marcha el
juicio contra Schildberger y los otros conspiradores. Mi jefe me trajo hasta la tienda
un documento firmado por todos los carniceros y charcuteros de Brno, en el que
reclamaban incluso la soga para el antiguo secretario de la ciudad. Dejé el cuchillo y
las tijeras de desmenuzar, y cuando iba a firmar el documento, me cayó en la hoja un
poco de sangre de pollo. Pero cuando la intenté limpiar la extendí aún más. A mi jefe
casi se le salieron los ojos de las órbitas. Dios santo, camarada, me dijo, ¡eres un
cerdo!

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ADVERTENCIAS Y RECLUTAMIENTOS

El teniente Láska sonreía casi amablemente. Y no solo eso. En cuanto Modráček


entró en la sala de interrogatorios, Láska encendió el calentador de agua y le ofreció
un café al arquitecto, además de un cigarro fino pero de denso aroma con el que
Modráček se empezó a ahogar.
En fin, no tiene que fumárselo si no le gusta.
Modráček aliviado dejó el cigarro y se quedó esperando con cierto temor qué
vendría después.
Bueno, camarada, hoy le he hecho llamar sobre todo para decirle lo mucho que
valoramos el trabajo que hace. Y hablo en nombre de todo el colectivo de
investigadores, perseguidores e… inquisidores. Lo último era una broma, claro. Y
Láska abrió los brazos como mostrando a Modráček que allí no había ningún
inquisidor, y también para que viera qué gran sentido del humor tenía el brazo de la
justicia en el cuartel de Běhounská.
Ahora está construyendo un bloque de pisos en la calle Botanická (y miró un
papel), del número 37 al 45, ¿verdad?
No. No los construyo, solo los he proyectado.
¿Otra vez dándome lecciones?, se rio el teniente.
Pero aunque el teniente seguía sonriendo como mejor sabía, Modráček no estaba
seguro de sus intenciones y respondió con mucho cuidado: Además del proyecto
estoy encargado de otros detalles técnicos de la obra. Pero lo principal corre a cargo
de unos arquitectos jóvenes.
En realidad, Modráček se encargaba principalmente de que el edificio no se
derrumbara, de que tuviera unos cimientos estables, un esqueleto de calidad, pero su
trabajo no acababa con la estabilidad. Fundamentalmente todo era obra de Modráček,
y solo el aspecto externo, la cáscara, se la dejaba a esos arquitectos jóvenes para que
se ganaran las medallas.
Es usted demasiado modesto, camarada, reconózcalo. Usted le dejaría la fama
siempre a los demás. Pero nosotros sabemos lo nuestro. Sin usted no hubiera visto la
luz. Todo depende de usted, los arquitectos jóvenes son solo una tapadera. Por eso
quería pedirle que nos contara algo más sobre el particular. Por ejemplo (y aquí de
nuevo miró sus papeles), cómo encaja en las formas arquitectónicas tradicionales,
nacionales, nuestra nueva forma de pensar revolucionaria, nuestro nuevo mensaje.
Luego le puedo contar yo algo más de nuestro trabajo. Me gustaría convencerle de
que tanto usted como nosotros trabajamos en el lugar que nos ha sido designado, y
hacemos lo mejor para (de nuevo miró los papeles) asegurar la herencia de nuestra
nación.
Modráček no tenía ningunas ganas de discutir sobre lo que entonces se llamaba
neorrenacimiento socialista o neoclasicismo, así que se puso a hablar sobre la

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decoración de las fachadas, de los frescos, de los esgrafiados y de los coloridos
bajorrelieves con motivos infantiles y obreros, es decir, sobre todo eso con lo que él
no tenía nada que ver.
Láska escuchó un rato, o más bien hizo que escuchaba, e inesperadamente le
interrumpió en medio de una frase: Escuche, Modráček. Enfrente de usted viven unos
tales Kratochvil, ¿no es cierto? (Y miró otra vez sus papeles). Anezka Kratochvilová
y sus hijos Jiři y Josef. Y también sus padres František y Emilie Žyla. Seguramente
sabe que el marido emigró. Por eso es necesario prestar una especial atención a esta
familia, para que no le ocurra ninguna desgracia. Y para eso estamos nosotros. Por
eso he estado considerando que usted podría sernos de ayuda…
Láska mira a Modráček y entonces se hace un silencio tal que desde la sala de al
lado se oye como si alguien diera vueltas por la habitación en patines y se fuera
tropezando con el mobiliario.
Mire, camarada, dice Láska y aplasta el cigarro en un cenicero de hierro. Para que
nos entendamos, se acabó la broma, el motivo principal por el que le he llamado es
otro. Estamos vigilando a su hermana, para que tampoco le ocurra ninguna desgracia.
Seguro que sabe que hemos tenido que detener a dos panfleteros que se han metido
en algo. Ha quedado libre solo el tercero, el que visita regularmente a su hermanita.
Voy a contarle algo, para que vea que tiene toda nuestra confianza. Ese tercer
panfletero, el que duerme con su hermana, colabora con nosotros. Sorprendido, ¿eh?,
sonríe Láska. También tengo que prevenirle. He apostado por usted, así que creo que
puedo esperar que no salga usted corriendo a contarle a su hermana esto que acabo de
decirle. Al revés, cuento con que justo ahora nos será de más ayuda. Su hermanita,
como todos sabemos, posee un gran talento. Eso es, posee talento de sobra, pero ya
va siendo hora de que alguien le ponga riendas, porque de otro modo la va a llevar
galopando quién sabe adonde.
Láska se levantó de la mesa y señaló unos paisajes colgados por las paredes, se
fue de uno a otro y explicó que era un gran admirador de la pintura. Estaría encantado
de colgar también aquí un cuadro de su hermana, pero de momento no puedo. Su arte,
en vez de servir a todos y provocar experiencias inolvidables, lleva veneno de la
paleta al lienzo, sí, ese veneno americano que se llama arte abstracto…
Aquí Modráček intentó protestar. Como sabemos, no estaba encantado con el
modo de pintar de su hermana, pero eso no importaba. Tenía que salvarla de esa
peligrosa acusación, romper una lanza en su favor, así que recordó al teniente que el
comienzo de la pintura abstracta no estaba en ningún americano imperialista sino en
los pintores rusos Kandinski y Malevich.
Vaya, veamos, otra vez este queriéndome dar lecciones. Su hermanita ha debido
enseñarle bien, asentía Láska. Pero no se olvide de que aquí también tomamos clases.
Esto se está poniendo muy feo, camarada Modráček. Cada vez que nos acercamos a
alguna clase de entendimiento, se echa usted para atrás. Es usted incorregible. Pero
en fin, puede irse si quiere. Por hoy es suficiente. Espere, no se levante, voy a llamar

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al oficial de turno para que le acompañe a la salida.

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ANTEPECHO

La puerta se abrió y entró la señora de la limpieza arrastrando un aspirador con un


largo cable: Camarada Švarcšnupf, ¿puedo empezar a limpiar?
Me remojé los labios y le ordené: Sí, y hágalo concienzudamente. Ayer encontré
polvo en el antepecho.
Saltó: ¡No seas grosero, camarada! ¡Me voy a quejar al encargado!
Enseguida me di cuenta de que era como la tía del camarada Slepec, así que
intenté explicarle que el antepecho no era lo que ella estaba pensando. En realidad no
sabía lo que ella estaba pensando. Pero daba igual. De todos modos no me creyó.
Era la hora de ir a mi clase de ruso. Pero aún tenía que subir donde el encargado a
por instrucciones para la semana siguiente, porque el encargado se iba ese día a
Dresden. El camarada Chovanec, que estaba en el antedespacho del encargado me
puso mala cara: El que llega tarde, va que arde.
Švarcšnupf, Švarcšnupf, el encargado ha preguntado por ti cuando se iba.
¿Y qué le has dicho?
Que no sabía dónde diablos estabas.
Pero si ya sabes que tenía un interrogatorio. La parte interrogada era muy
cabezota y todo se ha alargado extraordinariamente.
Extraordinariamente, se ríe Chovanec. ¿De dónde lo has sacado, eso de
extraordinariamente? Una palabra preciosa. Pero ten cuidado, no vaya a ser una
palabra imperialista.
Siempre he sabido que Chovanec es peligroso. Parece que va en broma, pero en
realidad nos vigila a todos. Solo hay que ver lo que le pasó al camarada Zhořelec.
Vivía aquí como todos, interrogaba a sus detenidos, levantaba acta de los
interrogatorios, seguía a los sospechosos, yo diría que era muy trabajador, y de pronto
¡toma! Desapareció y más tarde nos enteramos de que el encargado lo llamó por la
tarde, lo interrogó, y por la mañana temprano se lo llevaron a algún lado del que
nunca volvió. Resultó que era un subversor. Se hacía pasar por el hijo de un artesano,
pero Chovanec en una fiesta lo emborrachó y le sacó que su padre tenía una empresa
de fontanería con once trabajadores. ¡Con once trabajadores explotados! El encargado
nos dijo una vez: Pueden engañarse a sí mismos cuanto quieran, pero al Partido,
camaradas, ¡al Partido no se le engaña!
Pero tengo que darme prisa. La clase de ruso empieza a las cuatro en punto. La
profesora vive en la calle Postovská, que por suerte está a la vuelta de la esquina.
Varvara Pujliakova tiene en el portal cuatro timbres, uno para cada habitación. Es una
abuelita medio sorda, y necesita un timbre no solo en el salón sino también en la
cocina, en la entrada y en el váter. Con toda la mano presiono a la vez los cuatro
botones. Y al rato, de nuevo. Desde la acera miro a la ventana del segundo piso, pero
está cerrada. En cambio se abre de golpe el portal, y si no llego a saltar a tiempo

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podía haber salido despedido hasta la carretera por la que justo en ese momento
pasaba un camión. Sale el camarada Klouček, que tenía clase antes que yo. Verás lo
que te espera, ¡la babushka apesta hoy como tsarskí govno!
Nieotkrivaty tovarishch Švarcšnupf, cholodno! Y me aparta de la ventana. Nos
quedamos uno frente a otro, la abuela huele tremendamente mal y yo me lleno los
pulmones del olor, y se me quedan completamente enmierdados.
Sadíties, tovarishch Švarcšnupf.
Me siento en un sillón desvencijado, abro el libro de texto, busco la página y trato
de abrirme paso por el bosque cirílico, pero me falta el machete, así que me limito a
pasearme una y otra vez por el mismo sitio. Finalmente me rindo. Varvara Pujliakova
lee en voz alta y yo repito:

Varvara: Dievushki, kakáya zhdra!


Yo: Dievushki, kakáya zhdra!
Varvara: Davdjtie, pojdom posle saniatiyi kupatsa!
Yo: Davdjtie, pojdom posle saniatiyi kupatsa!
Varvara: Oy, dievushki, já ne smogu poiti s vami!
Yo: Oy, dievushki, já ne smogu poiti's vami!
Varvara: Mama mnie sapretila kupatsa v reke!
Yo: Mama mnie sapretila kupatsa v reke!
Varvara: V takom sluchaie tebia zhdat niebudiem!
Yo: V takom sluchaie tebia zhdat niebudiem!

Nos va muy bien. Diría que pronto voy a saber tanto ruso como el encargado. Y
me iré de vacaciones a Crimea, al Mar Negro. Oy, dievushki, ya budu kupatsa v
Chornom more! Y también me percato de que la abuela ya no huele tan mal como al
principio.
En la pared de enfrente hay colgado un tablero y en él unas cuantas imágenes,
parecen santos rusos con un halo dorado y, entre todos, el santo más santo de todos, el
colorido camarada Stalin. Y debajo del tablero hay un altar en el que arde una vela.
En el suelo hay un cuenco en el que gotea la cera de la vela. El camarada Klouček un
día me explicó que el tablero con los santos y Stalin es un iconostasio.

Vivo en Pekařský, en un mediocre piso confiscado. Es un apartamento de dos


habitaciones en un bloque de galerías. Antes era de un compositor que emigró. A
veces tengo la sensación de que el compositor me lo hizo aposta. Como si supiera que
su piso se lo iban a quedar los de la Seguridad y que me lo iban a dar a mí. Las
paredes rezuman humedad, y está lleno de cucarachas.
En el timbre tengo el nombre Rudolf Švarcšnupf. Aquí todos me conocen como
Švarcšnupf, el pariente tranquilo y un poco gritón del compositor. Es un bulo que

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dejó correr un encargado para que nadie sospechara que en realidad soy policía, el
teniente Láska.
Meto la llave en la cerradura, pero la cerradura se resiste, hace tiempo que la tenía
que haber cambiado, así que tengo que llamar al timbre otra vez.

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NABOKOV SE ANUNCIA

El padre del arquitecto Modráček, el profesor Zdeněk Modráček daba clases de


propedéutica y lógica en la Facultad de Filosofía de Brno. Sin embargo, poco después
de la ocupación nazi en Checoslovaquia murió de una embolia pulmonar tras una
banal operación.
El interés del profesor Modráček estaba centrado sobre todo en la filosofía
cristiana, en la rama que influyó de manera decisiva al máximo exponente de la
filosofía religiosa en Rusia, Vladimir Soloviov, y en su idea de la divinohumanidad.
Tradujo al checo las obras fundamentales de Soloviov, La crisis de la filosofía
occidental y Lecturas sobre la divinohumanidad. De los seguidores de Soloviov le
llamó la atención, sobre todo, Nikolái Berdiáyev, el metafísico existencialista. De su
obra tradujo La filosofía del espíritu libre. Durante el trabajo de traducción estableció
contacto epistolar con Berdiáyev, que había emigrado a París, y por ende con la
diáspora rusa de allí. Como la diáspora rusa de París estaba conectada con la de
Berlín, fue inevitable que los contactos del profesor Modráček se extendieran hasta
personas rusas influyentes de Berlín. Y, así, llegó a cartearse con el escritor Sirin, es
decir, con Vladimir Nabokov.
Y de este modo Zdeněk Modráček se convirtió en el primer traductor checo de
Nabokov. Al principio sintió que era tremendamente difícil pasar de la traducción de
ensayos filosóficos a la traducción literaria de textos novelísticos, pero más tarde le
fue cogiendo el gusto. Tradujo algunos poemas y relatos de Nabokov y, con ahínco,
se dispuso a traducir la novela La defensa Luzhin. De ese atrevido intento quedaron
en el legado de Modráček solo treinta y cuatro páginas, hoy en día ya amarillentas.
Del contacto epistolar entre Modráček y Nabokov surgió una intensa amistad,
refrendada por el hecho de que el profesor, por expreso deseo de Nabokov, visitó a la
madre de éste, Yelena Ivanovna, de soltera Rukavishnikova, la cual después de que su
marido, el padre de Nabokov, fuera asesinado en Berlín en un atentado, se trasladó a
vivir a Praga, al barrio de Smíchov, en el año 1923.
Cuando Hitler llegó a la Cancillería Imperial, la vida en Berlín empezó a ser cada
vez más peligrosa para él, ya que la mujer de Nabokov, Viera Jevseyevna, de soltera
Slonim, era una judía rusa. A pesar de ello, Nabokov tardó cuatro años en decidirse y
finalmente en mayo de 1937 envió a su mujer y a su hijo de tres años, Dmitri, a París
con una escolta segura. Él siguió el mismo camino pasando por Viena, antes de que
Hitler ocupara Austria. Pero antes envió a Zdeněk Modráček una carta en ruso, de la
que me permito citar aquí un pequeño pasaje en mi burda traducción:

«… salgo huyendo de Berlín, que se ha convertido en una trampa que


puede cerrarse definitivamente sobre nosotros cualquier día. Por el camino
paso por Viena, para visitar a mi buen amigo el entomólogo Fritz Bólsch. (Si

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se interesara más, mi querido amigo, por la entomología, sabría por ejemplo
que existe una mariposa llamada Ladoga Camille Bólsch, que es una
mutación de la especie, muy extendida, descubierta por Carlos Linneo, pero
en realidad no puedo exigirle estos conocimientos porque la mutación Ladoga
Camille Bólsch, llamada así por mi buen amigo Bólsch, es conocida solo por
los expertos en taxonomía entomológica). Pero también debo confesarle, mi
querido amigo, que no pretendo solamente visitar a mi buen amigo Fritz
Bólsch, sino que lo quiero secuestrar. Intentaré convencerlo para que me
acompañe, porque tengo la terrible sospecha de que Hitler muy pronto se va a
merendar Austria. Y por esta circunstancia querría, mi querido amigo,
preguntarle, y este es el motivo primigenio de esta carta (motivo que ha sido
después escondido por otros, ya que le escribo cartas con el mismo placer con
el que degusto una compota de melocotón que me recuerda las comidas
dominicales de mi niñez en nuestra residencia campestre en Vyr), entonces,
querría preguntarle, mi querido amigo, si no tendría inconveniente en que
intentara pasar con el amigo Bólsch de Viena a Brno, ya se sabe que la
proximidad y la cercanía fundamental de estas dos ciudades llama a su
hermandad en un futuro idílico y lejano. Nos pasaríamos a visitarle, le
saludaríamos, y enseguida nos iríamos, porque quiero pasar también por
Praga, visitar a mi madre, y tal vez convencerla para que se una a nosotros.
Aunque, por mi correspondencia con ella, sé que le gusta mucho vivir en
Praga, porque al igual que Brno está cerca de Viena, Praga lo está de San
Petersburgo, y no en el tipo de arquitectura, no, sino en una especie de oscuro
y austero ensoñamiento…».

A este jugoso fragmento de la carta de Nabokov debo añadir una nota: Ladoga
Camilla es, como comprobé tras ojear la correspondiente enciclopedia, una mariposa
del género Nymphalidae, es decir, una ninfálida, y está extendida también aquí, se la
conoce como Almirante Blanco, y se la puede encontrar frecuentemente en las flores
de los morales. Esto, claro, no es válido para la mutación denominada con el nombre
del entomólogo vienés Bólsch. Ésa no se puede encontrar aquí. Habita solo en los
suburbios del sur de Viena.

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EL TENIENTE LÁSKA EN FAMILIA

El teniente Láska, alias Rudolf Švarcšnupf, desliza la llave en la cerradura, pero esta
se resiste e incluso se niega furiosamente a girar, así que Láska tiene que llamar. Le
abre una mujer alta y delgada, desvelaremos que se llama Marta, aunque Marta
Švarcšnupfová suena fatal, pero así es la vida.
Esta cerradura me cabrea, se queja Láska y da vueltas a la llave inútil entre sus
dedos. Un día horrible. A veces tengo la sensación de que sería mejor ser barbero o
zapatero, pero del Servicio de Seguridad Socialista uno se va solamente en un cajón
de madera. ¿Dónde está Anička?
Está jugando en el patio, responde Marta. Pero Láska escucha esto con disgusto.
En el patio hay unos contenedores y unos colchones medio podridos, tazas oxidadas y
rotas, ratas que corretean de un lado para otro, y por la noche algunos borrachos que
mean desde la galería. Láska tiene un temor torturante por su hija. Piensa en ella
muchas veces, incluso mientras está en el trabajo. En medio de un interrogatorio se
detiene, la mirada se le pierde y se fija por ejemplo en el techo; una vez incluso una
de sus víctimas, un interrogado, tuvo que hacerse notar con repetidas toses para que
el interrogatorio continuara. Menos mal que los interrogados no se suelen quejar al
superior por las distracciones de los interrogadores.
Anička, que tiene casi cinco años, es una criatura peculiar. Es verdad que es
retrasada, como suele decirse, pero no es autista, al contrario, es muy sociable, le
toma cariño a las personas y cuando estas aparecen en mayor número, esto produce
en ella una explosión de cariño; por ejemplo cuando en las fiestas bajan los
Švarcšnupf, o los parientes de Marta, o a veces ambos. Pero aparezca quien aparezca,
sale corriendo hacia el recién llegado anhelante, y se comporta como un lindo
animalito de compañía. Se enreda entre las piernas de los visitantes, y también de los
que no lo son, se refugia debajo de la mesa donde hay un montón de piernas y las
abraza, y cada poco se asoma feliz y reparte sonrisas como una modelo desde una
escondida pasarela o un político desde una tribuna subterránea. A sus cuatro años
sabe solo unas pocas palabras, que acompaña de sonidos indescifrables, así que esas
pocas palabras se pierden entre los sonidos como mariposas en una pradera florida.
Palabras que solamente entienden Láska y Marta (y no siempre).
¿Se han dado cuenta de que para referirme a una desgraciada sucesión de palabras
dispersas en unos sonidos indescifrables he utilizado una comparación poética:
«mariposas en una pradera florida»? En este caso la licencia está justificada. En el
lenguaje de Anička prevalecía, sobre el orden normal de la comunicación lingüística,
otro agente, que las ordenaba según otras reglas. En el piso, abandonado por el
inquilino original, el músico Maňoušek que había salido pitando, había un piano
pequeño, una caja negra pegada a la pared, que era lo más valioso que había dejado el
músico huido, sin contar la huella especular de su espíritu que se elevaba sobre el

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piano como una peluda mancha luminosa con la que la señora de la casa no sabía qué
hacer. Cuando la pequeña Anička descubrió por casualidad el teclado del piano, al
principio empezó a golpear las teclas con toda la mano, pero pronto sus dedos se
separaron y después esos dedos comenzaron a organizarse de un modo curioso hasta
que ellos solos descubrieron un sistema que respondía a una organización musical
dada que podríamos llamar música, y que estaba presente también en su lenguaje,
ordenando palabras inteligibles entre sonidos indescifrables. Pero si eso era música,
estaba tan alejada de lo que se considera normalmente como música como lo está la
rotación de las constelaciones del pautado e impersonal deambular de cualquier
engranaje de una máquina de una fábrica.
Láska y Marta intentaron sin éxito enseñar a su hija a tocar con dos dedos una
canción popular. Pronto se rindieron, y como no apreciaban demasiado esa caja
negra, decidieron dejársela a su pequeña para que la desafinara, la hiciera chirriar y
finalmente la destrozara. Y solo el inmenso amor que sentían por su hija hizo que
pudieran soportar esas horas interminables que a veces pasaba al piano. Casi como si
quisiera arrancar de las entrañas chirriantes del mundo su esencia dolorosa: el grito de
los intestinos, los gemidos del hígado, los suspiros de los riñones, el chillido de la
vesícula, la tristeza del bazo, la melancolía del estómago, el desánimo de la vejiga.
(Y por favor, todos estos detalles sobre Anička recuérdenlos bien, los van a
necesitar en esta historia. Pero será mucho más adelante).
Láska sabe muy bien que cuando se repartieron los pisos confiscados le timaron.
Es comprensible y evidente que el encargado y sus empleados se repartieran los pisos
de los fabricantes de Brno, pero qué digo, no eran pisos, eran modernas mansiones
equipadas como las mansiones del oeste. A la familia de Láska, sin embargo, la
metieron en un bloque apestoso. Seguro que se hubiera encontrado un piso mejor,
pero para ello el encargado no debería haber tenido sus favoritas (y quizás también
sus favoritos, porque era sexualmente insaciable).
Todavía hay en Brno muchos enemigos de la clase obrera, que intentan salir por
patas de la ciudad. A veces lo consiguen, y otras veces alguien los denuncia y
entonces acaban en un interrogatorio del que muchas veces no regresan; de cualquier
manera, en Brno aún siguen quedándose libres muchos pisos de familias de
fabricantes que hasta ahora habían sobrevivido como los trilobites en las colinas de
Barrandov.[7] Día a día se liberan más y más pisos abandonados por los reproductores
de panfletos contra el Estado, los conspiradores y los renegados de sus propias filas, o
por los que colaboraban con el régimen del Protectorado, o los que enconadamente se
niegan a colaborar con el régimen actual. Y Láska sabe que solo hace falta tener los
ojos puestos en el cronómetro, y eventualmente dar un empujoncito a las ruedas del
destino, para que todo siga en funcionamiento.

Láska está todavía en la puerta, donde lo habíamos dejado de pie. Empuja

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ligeramente a su mujer y se apresura hacia el patio. Anička esta allí, como se temía,
agachada junto a un contenedor y juega con una lata oxidada, rascando con un clavo,
lo que produce ese sonido idiosincrásico que pone la piel de gallina. Levanta la
cabeza y mira con sus ojillos brillantes a Láska. Éste corre hacia ella, la levanta del
suelo y la toma en brazos junto con la lata oxidada y el clavo que no tiene intención
de soltar.
Láska es consciente de que su hija es retrasada mental, de que algo no va bien,
pero procura no pensar en ello. Para él es un pequeño ser humano maravilloso y
extraordinario, del que sabe intuitivamente que tiene reservado un sitio especial en la
jerarquía de valores y tesoros del mundo, y que ese cuerpecillo suyo que tiembla de
felicidad en sus brazos un día hechizará a todos y será un rubí brillante en una corona
de oro, y que el sitio de su Anička está por delante de muchos dirigentes de los países
más poderosos del mundo, delante de todos cuyos nombres ahora mismo llenan los
titulares de los periódicos y ocupan las doradas tarjetas de visita de celebridades
reales e imaginarias, y delante de todos los que creen que llevan la antorchas que
iluminarán los escenarios del mañana. Y también sabe que su obligación es proteger a
esta milagrosa criaturita de la ira de la gente y de todos los peligros del mundo. Y, de
igual modo, sabe que está dispuesto a hacer cualquier cosa para cumplir con su
obligación.
Así que sube ese cuerpecillo frágil (junto a su maletín de trabajo y la lata y el
clavo oxidados) por las escaleras del bloque hasta su piso, y tras entrar cierra la
puerta.
Y en la habitación donde está el piano de la pequeña Anička, un poco impaciente,
espera ver ese día la sombra brillante en el techo, el alma fluorescente de ese músico
que se pasó las horas, las semanas, los meses y los años con ese piano, hasta que
alguien de la Unión de Compositores lo acusó de reverenciar la música atonal de
Arnold Schónberg, y aquello se convirtió en su perdición. Y como sabía muy bien lo
que podía ocurrir después, en cuanto lo acusaron no se lo pensó dos veces, hizo las
maletas y huyó. Sin embargo, tras cruzar con éxito la frontera, en plena noche, se
cayó en una letrina de una hacienda fronteriza de Baviera, y antes de que despuntara
el alba se había asfixiado debido a los agresivos biogases de la fosa.

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LLEGA NABOKOV

Mi padre estaba, sí, digámoslo así, desenfrenado por el tan esperado encuentro con
Nabokov. Entonces aún vivíamos en el piso grande de la calle Augustinská, tras cuyo
alto muro estaba el jardín del convento de los agustinianos. En la época comunista,
claro, le cambiaron el nombre a la calle por Jaselská.
Era un tibio mes de mayo del treinta y siete y yo, por expreso deseo de mi padre,
había regresado apresuradamente de Olomouc. Justo había terminado allí mi primer
trabajo independiente, una mansión en la periferia para el piloto de automóviles
Nusek. Y estaba contento porque había conseguido llevar a Olomouc la luz del
funcionalismo, que en Brno ya se estaba apagando. Quién puede saber hoy lo que
habría ocurrido si no se hubieran metido por medio la guerra y la ocupación alemana.
Por ejemplo, la «mansión aerodinámica» de Pisárky es para Augustin Tesar la prueba
de que la imaginación de Bohuslav Fuchs aún no se había apagado, y de que el final
de los años treinta y el comienzo de los cuarenta podían haber sido otra admirable
etapa en el desarrollo de la arquitectura moderna de Brno. Pero dejémoslo reposar.
Tres días antes de la llegada del escritor, mi padre contrató a una hacendosa
señora de la limpieza que transformó nuestro piso en un auténtico «campo de
batalla», así que salí huyendo y me refugié en el piso de mi futura esposa en la calle
Cernopolní. Y dos días antes de la llegada de Nabokov contrató a una cocinera del
hotel Slovan. Estuvo sentado con ella durante mucho tiempo pensando variantes para
el menú, como si preparara el plan mensual de un gran restaurante, a pesar de que se
trataba únicamente de una cena, un desayuno y una comida. Después se empezó a
cocinar, freír, asar, y el aspirar se mezcló con el cocinar en una cópula tan
espectacular, que si por casualidad yo aparecía por casa un momento, se me saltaban
los ojos de las órbitas como a un adolescente que por primera vez en su vida fuera
testigo de unas orgías desenfrenadas de las que hasta ahora solo había oído hablar.
Mi padre se propuso documentar cuidadosamente toda la visita de Nabokov. Así
que todo el rato incordiaba con su Leica, que ni siquiera sabía manejar bien. Empezó
en la estación donde Nabokov, con una educada disposición, posó en traje oscuro,
camisa blanca con lazo de lunares y pañuelo blanco en el bolsillo. Siempre vestía
como un verdadero gentleman durante sus viajes. Se sentó en su maleta grande, la
otra se la colocó entre las rodillas y puso cara pícara. De esas casi veinticuatro horas
en Brno ha quedado un puñado de fotografías de Nabokov con su figura todavía
atlética, aunque un poco ajadas por las heladas. Era lógico lo de su figura, porque por
entonces era portero del equipo de fútbol de los rusos emigrados en Berlín. No solo
era escritor de novelas y, lo mismo que mi padre, traductor, sino también un
apasionado cazador de mariposas y un sublime creador de problemas de ajedrez,
cosas que mi padre no hacía. En principio tenía que haber venido con un entomólogo
vienés, así que se contaba con este compañero de viaje para la cena, el desayuno y la

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comida, y no solo por lo que se refería a las viandas (con las que mi padre llenó la
despensa, el refrigerador y el sótano, viandas a las que estuvimos hincándoles el
diente durante meses como ratones royendo un emmental), sino también a los
cubiertos de plata, que eran de prestado. Pero el susodicho, al final, no vino. Parece
ser que no consideraba necesario huir del furioso dragón nazi al otro lado de la verja
austríaca. Nabokov, en un momento dado, dio a entender que traía encerrado al
entomólogo vienés en su maleta grande. Pero más bien me imaginaba la barriga de
esa maleta gigantesca repleta de libros, manuscritos y diccionarios.
Esas casi veinticuatro horas con Nabokov se me quedaron grabadas, al igual que
la enorme euforia de mi padre, una pictórica ballena que nadaba por nuestras
habitaciones y por el comedor, y que luego salía a la calle hasta la plaza Komensky.
Percibía claramente el gozo de mi padre en la conversación: hablaban en ruso, en
francés, en alemán, con visible deleite mezclaban esos tres idiomas, que mi padre
dominaba casi tan excelentemente como su invitado, aunque yo entendía solo el
alemán y quizás algunos pasajes en ruso. Lo que menos hablaban era alemán, y
siempre que lo hacían se referían a cuestiones de organización nada interesantes,
mientras que sobre literatura hablaban en ruso y sobre comida, mujeres y mariposas,
en francés. Rápidamente comprendí que sus discusiones estaban distribuidas así
porque ambos amaban el orden, lo que en su conversación equivalía a que cada
esfera, cada círculo conversacional estaba unido a un idioma concreto; en este sentido
las lenguas son muy específicas. Dios creó cada una de ellas para una única área de
las actividades o intereses humanos, y este enorme barullo que rige el mundo tiene su
origen en que la gente usa cada una de esas lenguas para todo, al buen tuntún.

Ahora debería describir con todo lujo de detalles aquel festín nocturno en nuestro
piso de la calle Augustinská, pero no soy capaz; es embarazoso, pero realmente no
me acuerdo de lo que hubo para cenar, ni de ninguno de los platos, pero seguramente
es porque no sé francés, la lengua de la comida, las mujeres y las mariposas. Ah,
perdón, rectifico, algo referente a aquella cena de gala me acaba de venir a la mente,
aunque no tiene nada que ver con la comida. Mi padre contrató para la cena a una
sirvienta. No estoy seguro de si también venía del hotel Slovan, pero recuerdo
vivamente, no se puede olvidar algo así, que en realidad era una imitación de una
auténtica sirvienta, que en aquellos días eran escasas, solo que ¡vaya imitación! Mi
padre se enfureció porque solo encontró esta «muñeca de pueblo», una muchacha de
unos trece años, creo recordar: nariz chata, pecosa, con una mancha morada en el
cuello, donde seguramente se atiborraba de vez en cuando algún vampiro. Y he aquí
la cuestión. ¿Cómo es posible que me acuerde de todo esto con tanto detalle? ¿Cómo
es posible que su colorida imagen haya atravesado este abismo de años que me separa
hoy de aquellos idílicos tiempos? Es posible que sea debido a que de algún modo ella
era extraordinaria, y yo, en su presencia, sentía una especie de vergüenza, o algo que

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rozaba la vergüenza. Porque a aquella criatura pueril la cubrían ya todos los matices
que hacen de las chicas auténticas féminas, ya había desarrollado todo su repertorio
mujeril y no se avergonzaba de mostrárnoslo a cada momento, aunque fuera
solamente a través de insinuaciones.
Y toda su embriagadora exhibición no tenía nada que ver en absoluto con aquello
para lo que había sido contratada. Sin embargo también hay que decir que eso no
interfería en absoluto con la manera que tenía de servir la mesa, eso era algo extra, y
se me ocurre ahora (cuando en el vaivén de recuerdos veo, como iluminados
repentinamente por una descarga eléctrica, los cuatro encantadores miembros de la
muchacha parecidos a las cuatro patas de un potrillo acurrucado), se me ocurre ahora
que esa «muñeca de pueblo» tal vez estuviera actuando así en honor de nuestro
invitado, como si con ello quisiera transmitir algo importante, algún mensaje
indescifrable para todos los demás.
Justamente discutíamos sobre la música atonal (aquella noche charlamos sobre
todo absolutamente), sobre Schónberg y su camino hacia la dodecafonía, cuando en
un momento dado Nabokov se dejó una frase a medias y se quedó quieto con el
tenedor en la mano mirando fijamente a la sirvienta para, después de unos segundos
de embobamiento, dejar el tenedor y el cuchillo y frotarse la cara como si saliera de
una especie de trance, como si así borrara algo. Después cogió los cubiertos de nuevo
y terminó la frase que había dejado a medias. Y esa frase, bueno, su parte esencial,
aunque suene increíble, también la recuerdo perfectamente. Como si entonces, en ese
momento extraordinario, hubiera extraído de algún sitio una sustancia conservante
que embalsamara la frase. Fue pronunciada en alemán, y me apresuro a añadir que el
alemán también servía para hablar de música, junto a las cuestiones prácticas diarias,
y admitamos que hablar de cuestiones filosóficas también estaba dentro de su ámbito.
Pero, veamos, aquí está la frase en su totalidad por deseo de ustedes, y sin acortar:
Überzeugt, der Musikgeschichte mit seiner Zwölftonästhetik weite Perspektiven
eröffnet zu haben, erklarte Arnold Schónberg, dass durch ihn die Vorherrschaft der
deutschen Musik für die nächsten hundert Jahre gesichert sei? [8]
En la esquina de la calle Augustinská hay una oficina de correos y al día siguiente
por la mañana temprano Nabokov fue a enviar un telegrama a su madre, a Praga, en
el que decía que llegaría esa misma noche.
Por la mañana enseñamos a Nabokov algo de la ciudad. Sobre todo le mostramos
lo similares que eran arquitectónicamente Viena y Brno, algo que ya sabía
teóricamente. Aun así, yo tenía la impresión de que apreciaría la posibilidad de
confrontar sus experiencias recientes en las dos ciudades. A pesar de que mi padre,
con sus gestos y su mímica a espaldas de Nabokov, me hacía entender que no le
parecía adecuado que molestara a su invitado con una conferencia sobre este tema, lo
cierto es que me explayé cuanto pude sobre ello, e intenté explicar a Nabokov que,
paralelamente a Viena, Brno a principios del siglo XIX pasó de ser una ciudad cerrada
y fortificada a ser una urbe abierta y cosmopolita. Desaparecieron las murallas, los

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bastiones barrocos de la fortificación, y como consecuencia hasta los arcos de
entrada. Y luego se construyó una avenida circunvalatoria, también como en Viena.
Mi padre de nuevo se colocó a la espalda de Nabokov para desde allí enviarme
uno de nuestros signos familiares de advertencia: «¡¡Si no lo dejas inmediatamente, te
voy a asesinar!!». Hice como que no veía su señal intimidatoria, y continué, seguro
de que Nabokov tenía interés por lo que le decía. Justo ahora quería saber más
detalles sobre cómo sucedieron las cosas cuando en Brno se abrió la avenida
circunvalatoria.
Justo estábamos en la plaza Komensky, así que pude extender los brazos como un
guardia de tráfico, para enseñar a Nabokov desde dónde iba la conexión entre el
obelisco de los jardines Denisovy y la iglesia evangelista, o sea, para mostrarle uno
de los ejes que componían la avenida circunvalatoria, que pasaba por la plaza
Eliscino, hoy plaza Komensky, y frente a la calle Jostová, que en tiempos del
emperador era la avenida del Archiduque Eugenio.
Y enseguida me apresuré a resaltar que el proyecto de la avenida circunvalatoria
de Brno realmente completó la identificación de Brno con Viena, ya que el autor del
proyecto fue Ludwig Fórster, el cual tomó parte importante en la avenida
circunvalatoria vienesa, es decir, la Ringstrasse.
Pero mi padre estaba ya harto de que molestara y aburriera a su invitado, aunque
me apostaría lo que fuera a que en su actitud también había algo de celos. Éste había
sido uno de los encuentros más importantes de su vida, un encuentro, por demás,
limitado temporalmente, y yo había cometido el pecado de apoderarme de su
huésped. De un modo u otro, de nuevo se puso detrás de Nabokov y me envió otro de
los antiguos signos familiares (¡Dios mío, vaya familia que éramos!). En concreto el
que decía: «¡Como no pares te saltaré al cuello y te juro que te sacaré los intestinos
por la garganta!». Y en la tradición de la familia esto era algo mucho peor que una
simple amenaza de asesinato. En realidad esta advertencia se utilizaba
excepcionalmente; es más, realmente no debía utilizarse en absoluto. Y es que era
una especie de genuina maldición familiar. Pero ya que había sido usada no podía
ignorarla. Así que moví la cabeza con una ligera inclinación, como dando por
supuesto que ahí terminaba mi disertación. Y dejé finalmente a Nabokov en manos de
mi viejo.

Cuando hoy, con más distancia, rememoro la visita que nos hizo Nabokov, recuerdo
también la considerable decepción que sentí al verlo. Aunque mi padre prefería la
filosofía de Berdiáyev, era un gran admirador de Nabokov. Lo consideraba como a
uno de los escritores más importantes de nuestra época. Pero lo admiraba también
como persona. Y por eso yo esperaba algo extraordinario, una pequeña maravilla,
algo así como el príncipe Bolskonski con un abrigo de piel de marta y una
condecoración de San Demetrio de tercer grado. Por eso puede que la decepción que

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tuve me la proporcionara yo solito con mi estupidez.
Cuando Nabokov se fue al día siguiente, le dio a mi padre un regalo que este tuvo
en gran aprecio hasta el día de su muerte (que por desgracia estaba ahí, al acecho,
casi se la oía patear tras la puerta impacientemente, como si la muy cabrona
necesitara ir al baño). Era el manuscrito original de su relato Zdies govoriat po ruski.
Mi padre lo estuvo traduciendo durante los días siguientes, hoy sé que
mediocremente. Le puso el título Aquí se habla ruso, refiriéndose a los carteles de las
puertas y de los escaparates de Berlín, que advertían al emigrante o al turista ruso de
que allí uno podía entenderse en su idioma.
Por entonces, aquel relato no me impresionó demasiado, como tampoco lo hizo la
visita de Nabokov. Tuvo que transcurrir una larga ristra de años para que
comprendiera que aquella visita y aquel relato me los había dedicado realmente a mí.
¡Y que eran un regalo como ningún otro que yo haya recibido nunca!
Pero no adelantemos acontecimientos. No seamos como esa muerte que
impacientemente acechaba y pataleaba delante de mi padre.

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LÁSKA ATRAPA A MODRÁČEK

Cuando entraba en el cuartel de Běhounská siempre tenía que pasar por el mismo
proceso, una especie de rígido ritual. El poli que estaba en la entrada llamaba arriba y
esperaba a que le confirmaran que me habían citado. Y arriba, como siempre,
tardaban lo suyo en reaccionar. Yo me quedaba allí esperando y el poli, en ese tiempo
que a veces se alargaba mucho, no me prestaba atención, como si se hubiera olvidado
de mí; pero, ay si me hubiera movido. Tenía que quedarme allí, clavado en el sitio y
como mucho zapatear o mover los dedos de las manos o los pies. Finalmente sonaba
el teléfono y desde arriba le confirmaban que había sido citado. El poli me
acompañaba hasta el ascensor, lo llamaba, abría la puerta y se montaba conmigo
hasta el piso en que me esperaba Láska. El poli y Láska se saludaban, arriba el
trabajo, y el poli me entregaba a Láska. Esto que ocurría ya sin palabras, pero incluso
así, constituía, sin duda, un supremo acto de servicio. Cuando Láska se hacía cargo
de mí me conducía por un pasillo forrado con mármol negro brillante hasta el nivel de
la cintura. Por el camino nos cruzamos con otro investigador, en realidad con dos,
que justo sacaban de un despacho a mi vecina, la señora Kratochvilová, y la sostenían
ligeramente, cada uno de un lado. Entonces vi claramente que estaba en un avanzado
estado de gestación, y seguramente esa era la razón por la que la habían citado en
Běhounská, para que no tuviera que pasearse con semejante barriga hasta el cuartel
de Leninka, adonde pertenecía por su delito de ser esposa de un emigrante.
Porque si yo lo había entendido bien, y creo que sí lo había hecho, los cuarteles
de Běhounská son generales, sirven para interrogar a criminales, atracadores,
delincuentes de tráfico, mientras que el edificio grande de la Dirección de
Ferrocarriles Estatales de Checoslovaquia de la calle Leninka se lo quedaron los
comunistas después de subir al poder para su Ministerio de la Lucha contra los
Enemigos de la Clase Obrera. La señora Kratochvilová y yo éramos excepciones, la
señora Kratochvilová por un acto humanitario, alta expresión de la consideración
policial, yo, por una especie de broma que suponía que me estaban gastando. Y
también porque Láska estaba de servicio en Běhounská (allí había una oficina
independiente de la Seguridad Nacional) y se había encariñado conmigo por esa
especie de predilección policial que tiene el agente por algunos interrogados, que es
una de las pasiones más ardientes del mundo, tras la pedofilia y la necrofilia.
Cuando Láska y yo nos cruzamos con la señora Kratochvilová y sus dos
interrogadores, incliné la cabeza a modo de saludo, porque me pareció fuera de lugar
desearle los buenos días a la señora Kratochvilová en semejante escenario;
afortunadamente, ella no me respondió, no me vio, caminaba con la cabeza gacha,
pero creo que no veía ni debajo de sus pies.
De hecho, se tropezó con una baldosa y los investigadores tuvieron que sujetarla
de ambos brazos. En cambio Láska saludó a los dos en voz bien alta, arriba el trabajo,

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camaradas, y los dos respondieron, arriba, camarada, arriba.

Láska me llevó dentro de un cuarto, me sentó en una silla, pero esta vez no me
ofreció ni café ni un cigarro, se fue directamente a la ventana y allí se quedó mirando
a la calle. Esta vez yo no esperaba chucherías sino que usara conmigo el látigo. Y
aunque pensaba que estaba preparado para lo peor, ni en mis peores pesadillas había
imaginado lo que ocurrió después, todo lo que me soltó. Crudamente me golpeó en el
sitio más sensible. Escogió la peor alternativa. Y mientras lo hacía, seguía junto a la
ventana, dándome la espalda, y desde allí hablaba. Durante un breve instante se me
ocurrió que me estaba tomando el pelo y que yo había picado otra vez como un tonto.
Pero después sobrevino el horror y me quedé allí sentado, paralizado e incapaz de
respirar. Y no tengo ni idea de cuánto duró todo aquello.
Al principio pensamos en detenerlo a usted también, porque a ver cómo
estábamos seguros de que no estaba usted mezclado también en el asunto. Pero al
final expresé mi desacuerdo. Di mi garantía personal, porque creo que lo conozco lo
suficiente como para afirmar que usted no aprueba las actividades de su hermana.
Pero uno puede equivocarse, claro. También habíamos pensado que el amante de su
hermana era uno de los nuestros, como ya le dije la otra vez, y resulta que nos hemos
enterado de que ha intentado cruzar la frontera llevándose enrollado en un tubo un
lienzo de su hermana, y dice que lo iba a ofrecer por ahí a una galería. Solo que,
mientras tanto, su hermana ha confesado que lo que se ha llevado su noviete no es un
cuadro, sino el plano camuflado de la fábrica de armas de Brno, y que todos su
cuadros, digamos, abstractos son en realidad planos de espionaje de objetivos
militares e industriales.
Me levanté torpemente usando toda mi fuerza de voluntad: Por favor, no se
enfade, pero sé con toda seguridad, me apuesto el cuello, que no son planos de
espionaje, sino verdaderos cuadros abstractos.
Láska se volvió desde la ventana y me indicó con la cabeza que me sentara de
nuevo: Ay, camarada ingeniero, pero ¿es que usted no sabe que nunca hay que
apostarse el cuello con el diablo? Estaba de pie con las manos en los bolsillos y
observaba divertido cómo yo lanzaba señales de un estupor apopléjico. Voy a
perdonarle, siguió, el que otra vez quiera usted darme lecciones. O sea, que ¿usted
sabe distinguir un cuadro abstracto de un plano camuflado de un objetivo militar o
industrial? Si realmente tiene usted esa facultad tan extraordinaria, la verdad es que
puede sernos muy útil. De todas formas, enseguida va a tener la oportunidad de
demostrarnos su utilidad.
Láska empezó a exponer todo su pensamiento sobre mi posible utilidad. No
conseguí escucharle, porque entonces pude vislumbrar claramente a mi hermana en
una mazmorra, como las conocía de los grabados que acompañaban la edición de
Vilímek de El conde de Montecristo. Y supe también que sería capaz de hacer

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cualquier cosa, entiéndanlo bien, cualquier cosa, con tal de ayudar a mi hermana.
Pero entonces ya llegaban a mis oídos las últimas palabras del curso de
adiestramiento de Láska. Me confiaba el seguimiento del piso de los Kratochvil y de
todos los movimientos que se produjeran alrededor. Hizo énfasis en que había puesto
allí a su gente, pero usted como vecino desde hace años tiene en su mano hacer cosas
que mi gente no podría ni siquiera soñar, si es que entiende lo que quiero decir.
Sacó despacio las manos de los bolsillos, se acercó a la mesa y, desde el lado
opuesto adonde yo estaba, abrió un cajón y extrajo unos papeles.
Y ahora vamos a firmar un acuerdo, me dijo.
Quiero ver a mi hermana, quiero hablar con ella.
Claro, puede usted contar con ello. Pero no puede ser enseguida. Todo tiene sus
procedimientos y su orden.
Después levantó mi paralizada mano izquierda y me puso en ella una pluma, pero
luego se lo pensó mejor y dijo, perdón, ha sido un error, y cambió la pluma a mi
mano derecha, eso, ahora está bien, se jaleó, y depositó mi mano bajo el párrafo final
de aquel acuerdo preparado seguramente desde hacía mucho tiempo. Como mi mano
no se movía, me chascó junto al oído, para sacarme de mi estupor, y luego fue
siguiendo con la vista cómo mi mano se deslizaba sobre el papel. Luego absorbió la
tinta del resultado cuidadosamente con un secante, levantó el auricular del teléfono y
llamó al oficial de guardia, que me acompañó desde el cuarto, me transfirió hasta el
piso de abajo en ascensor, y allí abrió la puerta, inclinó la cabeza y me soltó a la calle.
Sin embargo, en el momento en que me soltó sentí que debía expresar mi buena
disposición a colaborar; sí, iba a servirles en cuerpo y alma, debía convencerles de
que a un camarada digno de confianza como yo podían confiarle incluso a su
hermana, y de que no tenían por qué tenerla detenida en una celda oscura y fría. Así
que me volví al oficial que me había dejado salir y quise expresarle esta buena
disposición de la forma más verosímil que se me ocurrió; pero en ese instante no
pude pronunciar ni una palabra, y del tremendo esfuerzo se me escapó una burbuja de
moco de la nariz, se hinchó con los colores del arco íris hasta unas dimensiones
gigantescas, y estalló tan poderosamente que el oficial no tuvo tiempo ni de apartarse
para que no le salpicase.

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OTRO CASO PARA KOČÍ

Daniel Kočí estaba en el escaparate de la chacinería (como se llamaban entonces los


establecimientos donde se venden embutidos y carnes) cambiando los adornos
ideológicos. Hasta este trabajo formaba parte de sus obligaciones, porque, por
entonces, los charcuteros no tenían escaparatistas. Estaba arrodillado entre un montón
de latas de paté instalando la consigna apropiada a cada caso («¡Fuera de Corea! ¡La
lucha por la paz, un dique contra el imperialismo americano!»), pero todo el rato
sentía en la espalda que alguien lo estaba mirando. Así empieza uno a volverse
paranoico, pensó, pero cuando finalmente se volvió para recoger papelitos de colores,
alfileres y letras de cartón de entre las morcillas y las longanizas de escayola, vio que
había alguien de pie delante del escaparate y que estaba levantando la mano para
saludarle.

Siento defraudarle, pero ya no me dedico a eso.


Pero el señor Stolař me dijo…
Pues olvídese de lo que dijo el señor Stolař. No tenía que habérselo contado.
Pagaré bien. Sé que es un trabajo difícil.
Pero es que no tengo nada que ofrecerle. Ha venido usted al sitio equivocado,
caballero.

Llegaban los clientes, les cortaba a rodajas salchichones baratos, les daba tarros de
manteca y prometía que la próxima semana habría algo más que huesos y pellejos
para la sopa, pero el tenaz interesado seguía allí de pie, esperando pacientemente a
que el vendedor tuviera tiempo para él.
Le contó que era el encargado del Electrodepartamento de la calle Janská. Pero
como la puerta estaba presidida por un gran cartel con las letras ED, la gente llamaba
al lugar Edison, algo que no gustaba a los supervisores, así que ordenaron al
encargado que quitara las letras ED. Pero éste, para sorpresa de todos, se puso
cabezota y defendió lo de Edison, usando de argumento al artista patrio Vitězslav
Nezval, galardonado recientemente con la Medalla de Oro de la Orden Mundial para
la Paz, y cuyo poema «Edison» acababa de salir, cosechando un gran éxito. Los
supervisores, que no estaban acostumbrados a capitular, dudaron: Nezval era Nezval,
esto había llegado hasta a sus oídos; así que finalmente las letras ED siguieron
luciendo encima de las oficinas del Electrodepartamento.
Esto lo menciono aquí solamente para despertar alguna simpatía por el encargado
del Electrodepartamento, esperando de este modo que se transfiera de la cabeza y el
corazón de los lectores a los de Daniel y así nuestra historia pueda continuar. Lo que,

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veamos, efectivamente ocurrió. Y si no, cómo se podría explicar entonces que Daniel
Kočí finalmente se rindiera, capitulara ante la urgencia del encargado del
Electrodepartamento y aceptara su caso.

Era un trabajo completamente distinto del de Radek Stolař. El encargado del


Electrodepartamento no necesitaba librarse de feas sospechas y no necesitaba
asegurarse de que su mujer no tenía ningún amante. Al revés, quería tener pruebas
tangibles que le dieran la posibilidad de divorciarse, para poder quedarse con los
bienes del matrimonio, incluida una estupenda mansión que, justo después de la
guerra, le había construido el arquitecto Modráček.
Apresurémonos a añadir que no era para nada tan estupenda, era una de esas
horteradas que había construido Modráček en la posguerra, de las que le llenaron los
bolsillos hasta que la victoria de la clase trabajadora lo arrancó del torrente
monetario.
La mansión, ya que estamos, compaginaba un seudonoble aire neoclasicista con
el de una anglicanizada casa de moda, para dar lugar a un batiburrillo burgués
monstruoso.

Es una tarde de finales del verano y bajo la ventana se extiende la tranquila calle
Klecandová. Estamos en uno de los barrios más tranquilos de Brno, en Černě Poli.
Sin embargo el encargado del Electrodepartamento cierra las contraventanas,
seguramente para poder encender la enorme lámpara de cristal que cuelga del techo
de la sala que rodea el corredor del primer piso. Daniel Kočí, que vive en un humilde
piso de la calle Orlí, mira alrededor de la sala y se da cuenta de que, después de tanto
tiempo, tiene de nuevo un cliente como Dios manda, como aquellos que solía tener
antes de la guerra y al comienzo del Protectorado, una persona distinguida, que en
estos tiempos adversos ha conseguido mantener un cierto nivel de vida. Y también se
regocija porque, al fin, va a volver a trabajar con su Leica y no tendrá que sacrificar
sus objetivos, al contrario, los puede pescar in fraganti mostrando sus vergüenzas en
ropa interior, y después, en la cámara oscura, durante el revelado, puede regocijarse
en los detalles íntimos, y si los resultados no son buenos jugar con la ampliadora. (El
detective conservaba una colección privada de detalles íntimos trabajados con la
ampliadora, y cualquiera por cuyas manos circularan esas obscenidades de gran
formato no podría adivinar que en realidad estaba admirando unas caballerizas de
promiscuas yeguas de alto standing).

Tiene un hermano que trabaja en la fábrica de armas de Brno, y de vez en cuando la


lleva a casa de sus padres en Vysočina.

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Y ese de vez en cuando, ¿es justo ahora?
El encargado del Electrodepartamento asintió.
Y claro, usted cree que no se trata de ninguna inocente visita a la familia. Y que
no la lleva a Vysočina.
El encargado del Electrodepartamento asintió.
En medio de la sala había una mesa copiosamente servida. Una lámpara de cristal
colgaba justo encima de ella como un sol de verano sobre un fértil campo. El
detective encaminó una de sus zarpas hacia los emparedados de jamón (el jamón era
en aquella época tan raro como un brote de malaria en Lednicko-Valticko, Dan sabía
de esto bastante, y supuso que el encargado del Electrodepartamento debía de traficar
a lo grande con las bombillas), mientras el encargado del Electrodepartamento vertía
en las tazas un oloroso té inglés aromatizado con algo. Alrededor de la lámpara de
cristal revoloteaban dos mariposas nocturnas extremadamente obesas (stauropus fagi)
que hacían tintinear los cristalitos colgantes cada vez que se chocaban con ellos, así
que la reunión de trabajo del detective con el encargado del Electrodepartamento
estaba aderezada por la frágil música de las esferas y por los dedos de Daniel
pringados con la crema amarilla de los emparedados.
Yo, es que con sus padres no me llevaba bien; no, esto no es cierto del todo.
Digamos que entre los parientes de mi mujer y yo mediaba un abismo, respondió el
encargado del Electrodepartamento a la pregunta no pronunciada. Pero Dan,
sorprendido por un lenguaje tan inesperadamente florido, no sabía qué hacer con eso
del abismo. ¿Quiere decir que usted no acompañaba nunca a su mujer a Vysočina?
Ha acertado de pleno, elogió Electrodepartamento a Dan. Pero una vez tuve que
hablar urgentemente con mi mujer. Era tan urgente que no podía esperar a que
regresara. Así que fui hasta ese pueblucho de Vysočina, a Sněžný, y me encaminé a la
casa de sus padres como si fuera una perdiz asada que se dirige hacia la boca del
granjero. (Ay, tú deberías dedicarte a la poesía, pensó Dan). Por cierto, era una granja
grande, con un pajar, así que incluso podría considerarse una pequeña hacienda. Me
dieron la bienvenida de un modo que no voy a describirle, no es importante. Baste
decir que me enteré de que mi mujer se había ido de viaje con su hermana, los padres
no sabían dónde, y tampoco sabían cuándo iban a volver; solo sabían que no iba a ser
en los dos días siguientes. Pero cuando me dirigía de vuelta a la parada del autobús,
eché un vistazo hacia la casa donde había nacido mi mujer y allí, en la ventana de la
buhardilla, vi a su hermana.
¿Y no se confundiría usted? ¿No podía ser algún otro pariente? O quizás su mujer
tiene dos hermanas. Una hermana con la que su mujer estaba subiendo las montañas y
otra que prefería quedarse en casa leyendo a Karolina Světla.
Que no, que no. Que mi mujer tiene solo una hermana, eso lo sé a ciencia cierta.
La recuerdo muy bien, del día de nuestra boda. Esos ojos que en Sněžný me
apuñalaron desde la buhardilla, son los mismos que el día de la boda me clavaron a la
pared del salón del banquete. Y créame que si hubiera sido por ella me habría

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quedado allí crucificado de por vida. Luego tuve que estar esperando al autobús más
de una hora. Y mientras daba vueltas alrededor de las ortigas que crecían junto a una
caja de electricidad y apedreaba, preso de la rabia, a los estorninos, me iba
convenciendo de que a mi mujer no la traía su hermano aquí a casa de sus padres,
sino que mi mujer estaba quién sabe dónde, seguramente metida en la cama adúltera
de algún gárrulo de por ahí. Pero ahora, quizás, debería ver la habitación de mi mujer.
Tal vez encuentre alguna pista que un ojo no profesional como el mío no ve.
El detective privado se limpió entonces los dedos y los labios con la servilleta que
le había tendido el encargado del Electrodepartamento y ambos subieron a la galería
que había sobre la sala. Una vez allí, el encargado del Electrodepartamento le señaló
a Dan una puerta, y una vez dentro, levantó la persiana y encendió la luz.
Ante el detective se abrió un mundo femenino atestado de tantas cosas diferentes
que por Dios que no le daría tiempo a enumerarlas aquí. Pero Dan no se dejó
impresionar y enseguida comenzó a mirarlo todo con sus ojos de detective. En el
curso de todos los casos que había investigado a lo largo de su vida, durante el
Protectorado, o incluso de modo previo, antes de febrero del cuarenta y ocho, había
ido desarrollando una habilidad que se podría denominar «la carta robada», como el
relato de Edgar Allan Poe. De hecho, cuando buscamos algo, lo más seguro es que la
pista más importante la tengamos justo ante nuestros ojos. Por eso si uno es hábil y
quiere esconder algo ante cualquiera, intuitivamente elegirá el método de «la carta
robada». Bueno, siempre que ese cualquiera no sea Daniel Kočí.
Así que Dan se quedó de pie en medio de la habitación y empezó a girar sobre sus
talones muy despacio. Buscaba algo que no llamara la atención a primera vista, pero
que sin embargo desentonara en aquel cargado universo femenino. Y de pronto lo vio.
Allí estaba, justo delante de él: el cartel del Circo Belinda colgado en la parte interior
de la puerta.
A pesar del nombre, el Belinda era un circo checo. El dibujo de un tigre
atravesando un aro de fuego que el domador sostenía sobre su cabeza le dio la
impresión de que precisamente el mágico exotismo de esta escena era la única razón
por la que la mujer del encargado del Electrodepartamento (llamémosla a partir de
ahora Belinda, por el circo, porque su verdadero nombre, al igual que el nombre de su
marido es tan desagradable que sin duda les amargaría el día; y aquí hay que
preguntarse si el encargado del Electrodepartamento era en realidad tan tacaño que no
había sido capaz de pagar la tasa correspondiente por cambiarse el nombre, o si
quizás se apegaba fanáticamente a las tradiciones familiares, o tal vez había
encontrado en su nombre un placer coprolálico; y, además añadamos a Belinda el
apodo de «la Eléctrica», como corresponde, por lógica, a la esposa del encargado del
Electrodepartamento), bueno pues eso, que el exotismo era la razón por la que
Belinda la Eléctrica había colgado ese cartel en su habitación. Pero ya entonces Dan
desechó lo obvio y creyó saber el verdadero motivo.

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Dan no solía hacer caso de la primera sensación, de la primera idea intuitiva, aunque
después había comprobado que casi siempre ese primer pensamiento era el que había
que seguir. Así que dejó descansar el asunto durante toda la noche, lo dejó reposar y
macerar con el sueño, y cuando se despertó por la mañana pasó cuidadosamente
sobre su pareja durmiente, y desde la ventana doble del complicado risalto miró con
un ojo la fresca mañana de la calle Josefská, con el otro la fresca mañana de la calle
Orlí. Luego fue a la cocina y puso la cafetera y, antes de que el agua comenzara a
hervir, se zampó media tableta de chocolate de hacer, saludó en el descansillo al
pensionista del piso de enfrente (que justo estaba atando alrededor del cuello del gato,
al que usaba como mensajero del amor, una cajita rosa con una notita amorosa para
mandarlo dos pisos más arriba), y luego bajó corriendo las escaleras, abrió la puerta
del portal, pesada como una lápida, y se encontró en la calle, por la que justo pasaba
el camión de la basura, al que le hizo una reverencia, sí, al camión de la basura, con
los brazos bien abiertos, lo que siempre era señal de que estaba de buen humor, dobló
la esquina y de nuevo se encontró en la carnicería de la calle Josefská.

No, si yo le doy vacaciones tranquilamente, pero hombre dese cuenta de que así se le
van a terminar y no le van a quedar días para cuando la Brigada de Carniceros
Socialistas vaya a Rujan.
Dan asintió, lo entendía, y se fue al fondo, a su armario, a por un bloc y un lápiz.
Justo entonces se preparó para deambular por las calles de nuevo, porque ya todo
hervía en su interior, ya no podía estar ni parado ni sentado, y el servicio telefónico
de correos estaba disponible solo a partir de las nueve.
Por fin tenía en la mano la guía de teléfonos de Praga y encontró el número de la
oficina del director de la Asociación Checoslovaca de Artistas de Circo y Variedades.
Marcó el número, y cuando se lo cogieron se presentó como presidente del Comité de
Cultura de la Sucursal Local del Movimiento Sindical Revolucionario y dijo que
estaba interesado en la tournée del Circo Belinda. Le informaron de que el circo justo
ahora estaba en la periferia de Brno, que se habían instalado en la ribera del río
Svratka, en Jundrov. Después pidió que le enumeraran todas las fechas en las que el
Belinda estaría en la periferia de Brno, es decir, que le dijeran qué días de esa
primavera, ese verano y ese otoño, el circo Belinda estaría actuando en Brno. Apuntó
toda la información que le dieron en su bloc y colgó despidiéndose amablemente.
El encargado del Electrodepartamento estaba marcado por un nombre
desagradable, impronunciable en una novela refinada, pero también por un
perfeccionismo sistemático y burocrático, igual de desagradable incluso que su
nombre, un perfeccionismo que esta vez le vamos a perdonar porque sin él nuestra
historia no avanzaría. El encargado del Electrodepartamento tenía apuntadas todas las
fechas, todos los días que su mujer pasaba en casa de sus padres en Vysočina. A
Daniel no le asombró comprobar que esos días coincidían con las representaciones

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del Circo Belinda en Brno. Primavera, verano, otoño. Así que estábamos ante una
trimestriz, una infiel trimestral, meditó Dan. A la pregunta de si ya había averiguado
algo, respondió vagamente que quizás estuviera cerca de algo, pero que todavía no
podía hablar de ello.

Dan sabía que no debía demorarse. Según la información que le habían dado sobre la
tournée del Circo Belinda, al día siguiente recogerían las tiendas y se marcharían a
Gottwaldov.[9]
Y justo después a Bratislava y Zvolen.
Cuando se bajó del tranvía en la parada Jundrovská y echó a andar por un camino
vecinal, divisó desde lejos la punta de la carpa y las banderitas triangulares de colores
colgadas en los cables oblicuos. Entonces sintió ese cosquilleo peculiar que conocía
tan bien de aquellos tiempos en los que el arte detectivesco era para él el pan de cada
día. Por la espalda le recorrió el mismo hormigueo que normalmente sentía antes de
tener sexo con una mujer difícil a la que había tenido que perseguir mucho tiempo. O
ante un cuadro de Chittussi.[10]

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CAPÍTULO TRISTE

El arquitecto Modráček solicitó varias veces visitar a su hermana. Repetidamente


cursó una solicitud por escrito, la llevó en mano al buzón de la verja del cuartel de
Běhounská, y a la vez la enviaba certificada. Pero nadie respondió a sus solicitudes.
Pensó que quizás no cumplía los requisitos formales al escribir las solicitudes, tal vez
incluso existía un formulario que había que rellenar y adjuntar a la solicitud, de tal
modo que sin él el sésamo no se abría. Entonces preguntó al portero del cuartel, pero
este respondió lacónicamente que para solicitar semejante visita tenía que escribir
directamente al Ministerio del Interior. Modráček entonces preguntó si existía un
formulario para solicitudes de visita a un pariente próximo, y le fue dicho que claro
que existía, pero que ese formulario había que obtenerlo asimismo en el Ministerio
del Interior. Finalmente Modráček preguntó también si podía saber en qué prisión
estaba su hermana Eliška Modráčková, en Brno o en Praga, o en alguna otra parte.
Pero el portero ya no le respondió, como si la pregunta no hubiera sido pronunciada
nunca, y cuando Modráček la repitió en voz más alta, el policía del otro lado del
pasillo se despegó de la pared, se acercó a Modráček y lo sacó a empujones fuera del
cuartel.

Modráček lo intentó de nuevo recorriendo las prisiones de Brno. Y ya la sola visión


de aquellos enormes edificios lúgubres lo asustó. Nunca antes se había dado cuenta
de cuán deprimente podía ser la arquitectura penitenciaria: esa clara intención de no
poner en el edificio nada alentador, nada estético, ¡el muerto gigantismo del vacío
espiritual! La cárcel de Bohunice era, además, el primer edificio realsocialista
construido en Brno; dense cuenta, el realismo socialista inició su existencia en Brno
con la edificación de una cárcel. Pero al igual que en Cejl, en Bohunice tampoco se
dignaron a hablar con él, no respondieron a sus preguntas, también hicieron como si
no las hubiera pronunciado. Se fue a mirar incluso en Špilberk, aunque sabía que
desde la guerra había allí solo un cuartel, un museo, y tal vez una prisión para
soldados. Pero también sabía que los comunistas necesitaban e iban a necesitar para
sus enemigos un montón de prisiones cada vez mayores: solamente algo así como
seis Špilberks repletas de enemigos de la clase obrera podrían calmar sus ansias.
Modráček también intentó ponerse en contacto con el teniente Láska. Escribió un
informe sobre su seguimiento de la familia Kratochvil, pero Láska repentinamente se
volvió inaccesible, inalcanzable, infranqueable, casi como si nunca hubiera existido.
Ay, sí, ay, no, ¿había existido alguna vez el teniente Láska?
Modráček cayó en una actividad frenética. En toda su vida no había estado así
antes. Y aunque sabía que quería enormemente a su hermana, y que le importaba
muchísimo, no sospechaba qué fuerza tan fatídica desencadenaría ese amor fraternal.

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Intentó recordar a quién conocía en Praga, a quién podía recurrir para que le
recogiera en el Ministerio del Interior el maldito formulario. En Praga vivía un
compañero de estudios, y dos compañeras. Del compañero un día había recibido una
invitación de boda. A la boda en Praga no asistió, solo le mandó un telegrama
felicitándolo. Las dos compañeras habían sido muy buenas amigas, con ellas conoció
todo lo que una amistad semejante puede dar de sí, y realmente incluso hoy día no
puede explicarse por qué no se casó con alguna de ellas en vez de con su mujer, que
era tan discreta y poco llamativa que uno casi no se daba cuenta de que respiraba
cuando estaba a su lado. A pesar de que seguía pensando tener un hijo algún día,
había dejado de dormir con ella y se había mudado de la habitación grande con una
ventana que daba al patio, a una habitación pequeña, a su estudio, con una ventana a
la calle Běhounská. Simplemente su mujer se había vuelto invisible para él, había
dejado de verla, y solo tomaba una consistencia más densa (se había percatado de
ello) cuando entre ellos surgía algún conflicto. Pero tendían a evitarlo
cuidadosamente. A pesar de ello todos seremos testigos, cuando llegue el momento,
de esa densificación. Pero ahora volvamos con las compañeras de estudios.
Seguro que le ayudarían, eran las dos unas chicas fantásticas, pero había tirado
sus invitaciones de boda hacía tiempo y había olvidado sus nombres de casadas y sus
direcciones porque pensaba que con aquellas bodas se habrían alejado de él para
siempre; no había pensado que en algún momento podrían servirle de ayuda. Así que
solo le quedaba el compañero. Bueno en realidad no le quedaba, eso era totalmente
inapropiado. Recordaba claramente que en el colegio todos hacían bromas con su
nombre. ¡Pero si se llamaba Carcelero!
¡Con un nombre así todo el mundo tendía a alejarse de él tan pronto como podía!
¿Y qué había de la posibilidad más evidente? ¡Iría él mismo a Praga! Por muchos
motivos sería lo mejor. No solo recogería el formulario en persona, sino que lo podía
rellenar inmediatamente y entregarlo, y si Eliška estaba en alguna prisión de Praga, la
podría visitar enseguida. Claro, por muchos motivos aquella era la posibilidad más
apropiada; pero había un motivo, bastante determinante por lo demás, que hacía todo
el asunto imposible. Tan imposible, que más bien convenía dejar pasar la posibilidad
de largo.
El trabajo de la calle Botanická estaba culminando, y estaba descartado que se
ausentara en esos días. La obra del primer gran bloque colectivo socialista de Brno
iba a ser un regalo de los constructores a la ciudad, en ocasión de algún aniversario
proletario, y estaba cercada por la cuerda de los compromisos socialistas. Acechaba
el peligro de que en aquel ritmo febril se dejaran algo importante en el tintero; por
eso no solo el constructor, sino también el arquitecto, tenían que supervisar todo, para
que a última hora el edificio entero no se cayera como un castillo de naipes. No podía
permitirse el lujo de desaparecer esos días justamente, si es que no quería joder aún
más su expediente personal, algo que, por lo demás, pondría si cabe en más peligro a
su hermana. Pero por otro lado, ahora que tenía que levantarse tan temprano cada día

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y estar en la obra el primero y discutir constantemente con el cretino de turno, que
normalmente era el propio constructor, y gritarle a la cara y vociferarle improperios
sustituyendo el obligatorio título de «camarada» por las más diversas referencias
zoológicas (… cerdo constructor, es que no ves, pedazo de asno, que si ahora no
refuerzas la viga maestra, se nos va a caer todo…); aquello tenía una ventaja
indiscutible, y es que volvía tan tarde a casa que cada noche se caía a medio desvestir
en la cama, y ya no se despertaba hasta que a la mañana siguiente sonaba la alarma
del despertador, y no tenía tiempo de preocuparse por su hermana, aunque por
supuesto no conseguía sacársela de la cabeza, y aparecía en su sueños alocados de
todas las formas posibles e imposibles, y con unos disfraces a cuál más extraño.
Así que estaba claro: el día en que pudieran prescindir de él unas cuantas horas en
la obra, estaba decidido a ir a Praga para solucionar todo el papeleo. Sin embargo, el
destino haría que las cosas ocurrieran de una manera totalmente diferente a como él
tenía planeado.

Antes de encontrar tiempo para ir a Praga lo llamaron para otro interrogatorio. Y por
primera vez lo recibió con agrado: era justo lo que estaba esperando.
Le sorprendió que lo citaran en la oficina del Ministerio del Interior en la calle
Leninova, y no en Běhounská, como hasta entonces. Se sentó en un banco largo en el
pasillo cerca del ascensor, entre otros adeptos, y entonces se le pasó por la cabeza que
allí no lo iba a esperar el teniente Láska, sino algún otro segureta al que le habrían
asignado su caso. Porque tras la detención de Eliška aquello era ya un caso de verdad,
y no un juego, como antes. Hasta ese momento, probablemente se habían limitado a
ponerle los nervios de punta, solo para que el segureta se divirtiese. Seguramente,
incluso (tal vez con el objetivo de elaborar alguna estadística interna), de lo que se
había tratado era de poner a prueba lo que un ciudadano corriente podía aguantar sin
un motivo justificado.
Pero esta vez todo fue más rápido. En cuanto llegó, adelantó a todos los que había
allí sentados en el banco y se sentó en el extremo libre, y justo había empezado a
hilvanar un par de pensamientos cuando se abrió la puerta del ascensor y alguien lo
cogió y se lo llevó para arriba, al segundo piso, y lo entregó a otro tipo que hacía
guardia a la puerta de una oficina.
Y cuando se lo comunicaron, Modráček tuvo la sensación de que no había
entendido bien. Incluso ese segureta anónimo, destinado solo a darle el comunicado,
vamos, que era un mero cartero anónimo, tuvo claro que más valía que le repitiera el
comunicado para que se enterara bien. Así que lo repitió de nuevo:
Su hermana se ha colgado en su celda. Puede recoger sus efectos personales, y
puede enterrarla según sus costumbres. Lo que ha quedado de ella se lo darán aquí
abajo en la entrada firmando un papel, pero la mansión en la que vivía se la queda el
Estado con todo lo que contiene, y sus actuales inquilinos decidirán, si procede, la

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parte del mobiliario que le van a dar y de qué modo. Tengo el deber de comunicarle
que no debe entrar nunca más en la propiedad donde está la mansión, o será objeto de
persecución policial.
En la entrada le estaba esperando una caja de zapatos y en ella un par de cosas:
calcetines, pañuelos y un paquete de algodón, que entonces las mujeres usaban como
compresas.
El ataúd estaba sellado. Modráček ya no pudo ver a su hermana. Tras el funeral y
el entierro católico (ni él ni su hermana eran creyentes, pero Modráček sintió, más
bien supo, que tenía que hacer algo que le ayudara a superar todo lo que había
ocurrido), se tomó unas vacaciones, sin tener en cuenta si lo iban a necesitar en la
obra durante esos días, y cuando su mujer intentó decirle algo (saltaba a la vista que
quería serle de ayuda en todo el trance), la escuchó de un modo más ausente que de
costumbre, si es que esto era posible. Y cuando le tendió la mano y le rozó el brazo,
él la retiró como si quitara una mota de un traje y se apresuró a encontrarse con su
destino.

Se subió al tranvía en la plaza de la República, y una vez en la plaza del Ejército Rojo
se cambió de tranvía y atravesó la plaza Žerotínovo, luego la calle Veveří, y después
la plaza Konečného hasta Žabovřeský. Se bajó al lado de una capilla en la plaza
Burianov, anduvo por Smejkalova, y cuando se acercó a Eliška Machová, deceleró,
luego deceleró aún más, hasta que al final, paso a paso, vislumbró el cruce entre
Smejkalova y Eliška Machová. Allí se detuvo. Es increíble pero más tarde no podría
recordar si había estado allí parado tres minutos o toda una hora.
Cuando dobló a la calle Eliška Machová, lo primero que notó fue que esperaban
su llegada. A pesar de que claramente le habían prohibido que intentara entrar en la
casa que había construido para su hermana, debían saber que no pensaba obedecerles,
y se habían preparado. Un policía con uniforme de gala, con la pistola metida en su
funda brillándole a un lado del culo, se paseaba arriba y abajo, diez pasos para allá,
diez pasos para acá.
Modráček se cambió de acera, para no darse de bruces con el policía y para ver
mejor la casa. Y entonces ocurrió. En el balcón de la mansión de su hermana vio al
teniente Láska, y a su lado a su mujer, tenía que ser ella, sosteniendo en brazos a una
niña. Una satisfecha familia anidando en la casa que su hermana asesinada había
dejado libre.
Modráček no volvió a casa hasta bien entrada la madrugada. Deambuló por Brno,
que, entonces, a comienzos de los años cincuenta, estaba oscuro y vacío como
durante la ley marcial o un bombardeo aéreo. Y en esa oscura y vacía ciudad por fin
se topó con aquel pensamiento aterrador. Pero todavía no tenía ni rostro ni alma. Era
solamente una especie de insecto nocturno que zumbaba en su cabeza enferma.

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APERITIVO Y PLATO PRINCIPAL

Cuando me bajé del tranvía en la parada Jundrovská y eché a andar por un camino
vecinal, divisé la carpa del circo y el aparcamiento con los carromatos y las jaulas de
las fieras. Sentí entonces ese cosquilleo peculiar que conocía tan bien de los tiempos
en los que el arte detectivesco era para mí el pan de cada día. Por la espalda me
recorrió el mismo hormigueo que normalmente sentía antes de tener sexo con una
mujer difícil a la que había tenido que perseguir mucho tiempo. O ante un cuadro de
Chittussi.
Me compré una entrada para la función de la noche, y como aún tenía tiempo, me
paseé entre las jaulas llenas de animales circenses y entre los carromatos y, junto a
otros curiosos, eché un vistazo a las cuadras de los sementales árabes (bueno, si es
que de verdad eran sementales árabes, los caballos no son mi especialidad).
Me sucede a menudo que, cuando observo algo detenidamente, aquello que
busco, si está oculto tras algún detalle poco llamativo, no lo veo inmediatamente, sino
que, cómo lo diría, lo hago con efecto retroactivo. Si después vuelvo a dejar pasar
ante mis ojos lo que ya he visto como si lo estuviera captando eso que podría
denominar «mi cámara interior» (poseo indudablemente una memoria fotográfica
única, que forma parte imprescindible de mi equipamiento profesional), solo entonces
me interno en eso que yo llamo «pasadizo imaginativo», ese truco que me enseñó
hace muchos años un comerciante indio como agradecimiento y recompensa por
haber aclarado el supuesto suicidio de su hermano, que en realidad fue un asesinato, y
hasta le mostré al asesino, e incluso le hice una fotografía. Sí, se trató del llamado
caso de la serpiente de zafiro, el caso que me hizo famoso en esos círculos sociales
que hoy, igual que las ondas en el agua, se han dispersado y perdido ya
irremisiblemente.
Ahora, como entonces, procedí según mi comprobado método, que, si tenía
suerte, me podría abrir un pasadizo imaginativo al caso que estaba resolviendo.
Me aparté del área donde estaba el circo y encontré un lugar cerca de la orilla del
río Svratka. Allí cogí una rama del arbusto denominado Lycium barbarum y barrí un
espacio no muy grande en el suelo. Entonces extendí el pañuelo.
Era un atardecer de verano tardío, de principios de otoño más bien, un atardecer
que podríamos denominar encantador, a juzgar por las nubes esponjosas, mullidas e
indecentemente blancas, cuyas partes superiores tenían la forma de una coliflor y que
los meteorólogos llaman cúmulos, si no me equivoco. Enseguida las veré más
claramente, en cuanto me coloque en esa posición en la que, con perspectiva
invertida, observo a Dios por una ventana.
Me arrodillo y coloco la cabeza en el vértice de un triángulo equilátero formado
por los antebrazos. Después apoyo la frente en el suelo de modo que las manos
entrelazadas me sirvan de apoyo a la cabeza, levanto las caderas y con los pies

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apoyados solo en la punta doy pequeños pasos hasta que mis rodillas tocan el tronco.
Entonces desvío el peso del cuerpo y el centro de gravedad a los antebrazos y la nuca,
y levanto las piernas del suelo mientras mi cabeza se queda unida al suelo como un
tornillo. Entonces lentamente estiro las piernas hasta que forman una vertical con el
tronco, perpendicularmente al suelo.
Pero justo cuando he hecho todo eso y solo espero a que con suerte pueda
concentrarme en mi pasadizo imaginativo, de pronto todo se termina abruptamente
porque se oye un gran aplauso y me desconcentro. Y cuando aparto los ojos de los
cúmulos esponjosos, lamidos ya por la luz rosa del atardecer, veo que estoy rodeado a
tres bandas por visitantes del circo, que seguramente creen que mi postura sirsha
forma parte de la actuación, porque quién tiene aquí la más mínima idea de yoga
budista. Y no me queda otra que saludar a tres bandas, repartir autógrafos y
desaparecer lo más hábilmente que puedo.

Se iban apagando las luces sobre el anfiteatro circense y entonces se encendieron las
de la pista, esa enorme boñiga de caballo con reflectores alrededor, la voladora isla
Laputa de Gulliver, y todo se llenó de serrín mojado por el sudor de los animales
amaestrados.
Después sonó la música de entrada y comenzó el desfile de actuaciones circenses,
se iban alternando los trapecistas, la Pléyade Voladora Olsen, los saltimbanquis, la
escuela pinta de equitación con los malabaristas y otros equilibristas, los ilusionistas,
los payasos y una gran familia de artistas saltando ágilmente de los hombros a la
cabeza, y luego pirámides humanas, y osos en bicicleta, hasta que finalmente los
tigres reemplazaron a los músicos payasos.
Y en el momento en que empezaron a poner alrededor de la pista las verjas, cuyos
tubos de ensamble tenían unos enganches especiales y toda la carpa zumbaba con los
ruidos del montaje, y mientras los vendedores de helados y polos se paseaban entre el
público, justo en ese momento vi cómo en la tribuna de la orquesta, colgada sobre la
entrada a la pista, entraba una señora, en una mano llevaba una banqueta y en la otra
un cojín de flores y corazones. La reconocí de inmediato, aunque solo la había visto
hasta entonces en fotografías (tenía conmigo una todo el tiempo, como un soldado
que llevase la foto del emperador Francisco José en la primera guerra mundial): era
Belinda, Belinda la Eléctrica en persona. Así que no me había equivocado. Desde que
había visto en su habitación el cartel del tigre pasando por un aro de fuego, estaba
seguro de que ese valiente domador con librea de cordones dorados, que sostenía un
aro de llamas sobre su cabeza, ese justamente era el amante trimestral de Belinda la
Eléctrica.
Belinda colocó la banqueta en el borde de la tribuna, puso encima el cojín y se
sentó sobre él. Y apenas se había sentado comenzó a morderse sistemáticamente las
uñas de la mano izquierda. Y mis sensibles receptores, enfocados siempre con

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prioridad a todo lo que se relacionara con el caso que investigaba, incluso a pesar del
ruido que reinaba en la pista, escucharon claramente el mordisqueo y el consiguiente
sonido de la uña al caer sobre alguno de los instrumentos musicales de la banda. Y
comprendí entonces que este ritual roedor de Belinda la Eléctrica era el reflejo de su
miedo y su angustia por el anticipado peligro al que iba a someterse su amante en
compañía de cuatro bestias felinas. También tuve claro que ese ritual funcionaba en
cierto modo como afrodisiaco, y adiviné que el morderse las uñas servía para activar
los jugos amatorios antes de la última noche con su amante. Sí, exacto, aquella era la
segunda actuación del Circo Belinda en Brno.
No tenía ninguna duda de que las uñas de la mano derecha las tenía ya mordidas
de la noche anterior, y si el circo se hubiera quedado otro día y otra noche, Belinda la
Eléctrica no habría tenido más remedio que, sentada en aquella banqueta de la
tribuna, quitarse el zapato derecho, bajarse la media y levantar la pierna lo más
posible para acercar los dedillos de sus pies a sus dientes roedores.
Los músicos regresaron de su piscolabis, aún se limpiaban sus bigotes feriantes y
con una leve inclinación de cabeza saludaron a Belinda la Eléctrica. Y después de que
estuviera preparada la pista con sus rejas, los músicos se sentaron y sacudieron de sus
instrumentos las uñas de Belinda, y ya el reostato bajó la luz de las bombillas de
colores sobre las cabezas de los espectadores y los reflectores se enfocaron sobre la
pista, y un silencio sepulcral se adueñó del espacio: todos los ojos estaban fijos en el
enrejado túnel por el que tenían que salir los tigres. Y entonces el director dio la señal
a la orquesta.

Me encontré ante un misterio que no sabía cómo resolver. Antes de la representación


había fisgoneado todo cuidadosamente, como solía, y me había dado cuenta de los
pocos carromatos que había para la cantidad de gente que formaba parte de la troupe
del circo: esa gente tenía que dormir como sardinas o arenques en lata. El domador
dormía en su carromato con otros tres artistas, y si hubiera querido montárselo allí
con Belinda la Eléctrica, no habría tenido dónde ponerlos. Hasta el carromato
principal estaba ocupado por una familia numerosa. En Jundrov, lo había
comprobado, había una bonita taberna junto al río, pero no tenía habitaciones libres.
Así que, una vez concluida la representación, cuando los espectadores se fueron
marchando gradualmente en tranvías abarrotados que iluminaban la noche como
acuarios móviles, y después de que los agotados artistas circenses se recogieran en
sus camarotes, me fui de nuevo entre los carromatos y las jaulas, bastante sorprendido
de que no hubiera nadie vigilando por allí. Pero enseguida me di cuenta de que no era
necesario que nadie vigilara. Los tigres estaban encerrados en sus jaulas, pero nadie
se atrevería a acercarse, porque su sola presencia servía para extender por todo el
campamento un manto protector. Y hay que decir que yo tampoco estaba como para
andar por ahí, canturreando. Pero sorprendentemente los animales en las jaulas me

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ignoraron. Estaba a una distancia prudencial de los tigres, pero no tanto como para
que no percibieran mi presencia. Aunque tal vez estaban tan atontados y tan hartos de
todo ese multicéfalo fastidio humano diario, que habían decidido ignorar mi
presencia desdeñosamente.
Di aún unos osados pasos en dirección a las jaulas, pero las sombras negras tras
los barrotes no se movieron. Eso me animó a dar unos cuantos pasos más hasta que
estuve casi pegado a las jaulas. A la luz de la luna vi que dentro había solo tres tigres.
Dos en una jaula, y un tercero tumbado en la jaula de al lado: el felino solitario
entrecerró sus grandes ojos amarillos, me enfocó, bostezó aburrido y se tumbó del
otro lado. Pero yo sabía muy bien que en la pista había cuatro tigres, no tres. En uno
de los números estrella tres de los animales formaban en la barra un círculo peludo
que el cuarto atravesaba de un lado para otro, una y otra vez. Aún podía escuchar el
aplauso ensordecedor del público enfervorecido. Pero entonces, ¿dónde diablos
estaba el cuarto tigre?
En fin, qué otra cosa podía hacer. Dejé mi Leica en el suelo, bañado por la
oscuridad, y después, sin siquiera haber barrido con una rama un círculo a mi
alrededor, extendí el pañuelo en el lugar donde pensaba poner la cabeza, y en plena
oscuridad, delante de las jaulas de los tigres, adopté mi postura sirsha. Con un brazo
enterrado hasta el codo en un excremento de camello (o de lo que fuera), vi durante
unos segundos a Belinda la Eléctrica con el domador: una lamparita sobre una caja de
naranjas iluminaba su lecho amatorio; en medio de la pista, sobre una lona y entre
edredones y cojines, se agitaba el culo del domador y Belinda la Eléctrica golpeaba
con los talones unos tambores invisibles. Y entonces vi claramente al cuarto tigre.
Hacía guardia paseándose por el túnel de reja bajo la carpa, y de paso los defendía de
los curiosos de la troupe del circo, de esos pícaros. Comprendí que su amo le había
encargado que reaccionara tan pronto como sintiera movimiento cerca de la tienda.
Bajé las piernas al suelo, me limpié en la hierba la mano pringada de mierda de
camello (o de lo que fuera; recordé que el circo no tenía camellos, pero eso no era
obstáculo para que tuviera al menos algún excremento suyo), tanteé la hierba
buscando mi Leica y me encaminé con paso decidido hacia la carpa del circo.
Pero en cuanto me acerqué un poco, de dentro surgió un oscuro rugido: sin duda
una advertencia para mí, para que no diera ni un paso más, y también un aviso para
ellos dos de que alguien se acercaba.
La presencia del tigre tenía más finalidades, claro, y la de vigilar no era
probablemente la más importante. Porque, ¿quién de los del circo se atrevería a
importunar al bravo domador en sus momentos más íntimos? Estos del circo son una
manada de estúpidos, seguro, y se hacen cantidad de faenas los unos a los otros, pero
¿quién osaría oponerse a la autoridad de un domador? Los domadores de leones y
tigres provocan en el circo un respeto especial. Así que el tigre era más bien un
esnobismo: como la guardia del palacio de Buckingham… ¡Y además era un
afrodisiaco femenino! Todavía tengo el final de la guerra fresco en la memoria: ¡qué

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salvajemente se follaba en los sótanos y los refugios antiaéreos! La proximidad de un
peligro mortal es para las mujeres el más poderoso de los afrodisiacos. Belinda la
Eléctrica, que se muerde las uñas esperando la actuación del tigre. Y ahora en los
brazos de su amante y a la vez desnuda ante la mirada, el olfato y el oído de uno de
los depredadores más sangrientos de la naturaleza. El domador entendía muy bien no
solo a los tigres sino también a las mujeres, y ¡ahora estaba obteniendo de Belinda el
máximo rendimiento!
Pero con esto no se acaba la lista de posibilidades que brinda el encuentro del
tigre, el amante y Belinda la Eléctrica bajo la carpa nocturna. ¡Sobre todo era una
broma maravillosa! Imagínenselo con perspectiva, ¡un tigre dando vueltas en un
círculo alrededor de una pareja de amantes! ¡Una idiotez tan disparatada solo se les
ocurriría a unos locos como suelen ser los amantes apasionados! Sin embargo aún era
cierto que el tigre era un excepcional vigilante. No podía documentarlos in fraganti.
No podía hacerles ninguna foto.
Así que me decidí a coger el último tranvía nocturno al barrio más próximo de la
ciudad, a Žabovřeský, y allí me dispuse a esperar.

Cuatro horas en el hotel U Kozáka y de vuelta en el primer tranvía de la mañana.


Amanecía. Una escuadra de murciélagos se retiraba hacia un espolón rocoso lejano y
sobre el río Svratka se iba deshaciendo el neblinoso vaho, pero el circo ya estaba
despierto. Desde lejos ya podía oír a los obreros circenses desmontando la carpa y
poniendo en marcha el tractor que tiraba de los carromatos. Al principio pensé que
justo llegaba para despedirme de esa posibilidad que se me escapaba
desesperadamente, que había perdido mi oportunidad. Pero pronto comprendí que
finalmente obtendría mi recompensa.
El domador acompañaba a Belinda la Eléctrica del campamento a la parada del
tranvía. Cuando me crucé con ellos bajé los ojos para que no leyeran nada en ellos,
pero les saludé como se saluda a quien se encuentra por casualidad en un solitario
camino vecinal de madrugada. Sin embargo, en cuanto pasaron, me di la vuelta y les
seguí a prudente distancia.
No sabían que les estaba vigilando. Seguro que se imaginaban que yo seguía mi
camino en la misma dirección que antes, hacia el ruido del campamento que se
recogía. Belinda la Eléctrica vestía con jersey y pantalones, como para ir de viaje a
Vysočina, y entonces vi cómo el domador le metía la mano por la parte de atrás de
sus pantalones. La metía muy adentro y enseguida la dejó acomodada allí, como por
derecho: vi plásticamente cómo se introducía entre las nalgas de Belinda y se
quedaba allí, perseverante. Abrí la funda de la Leica, comprobé si la bombilla estaba
bien enroscada, y rápidamente empecé a pensar cómo sorprenderlos.

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De verdad que es usted muy bueno, bien que ha captado el detalle en su punto más
indecente, y a la vez consiguió que se volviera y mirara hacia el objetivo justo cuando
se disparó el flash…
A la foto le añadí la bombilla gastada del flash. Jugueteó con ella en la mano con
satisfacción, para él tenía el valor de toda una fortuna: un matrimonio sin hijos,
divorciado tras la infidelidad de la esposa, qué más podía desear quien necesitaba
librarse de su mujer de una forma barata y fácil.
Cobré mi porcentaje de aquella fortuna que ya nadie le iba a dilapidar, y
enseguida supe qué hacer con él. En el barrio Jiráskovy hay un encantador bazar de
antigüedades donde conocen bien mi obsesión, mi pasión por Chittussi, y ya antes me
habían hecho saber que me esperaban dos cuadros suyos para cuando tuviera con qué
pagarlos. Un poco caros para las posibilidades financieras de un tendero de
carnicería, pero estaban dispuestos a esperar porque sabían que mi pasión me haría
encontrar por fin el camino hasta el dinero.
El dueño del bazar me sonrió en cuanto me vio aparecer por la puerta. Aunque no
pudo atenderme al momento. Tenía otro cliente, que justamente se estaba comprando
una extraña cosa dorada que recordaba un vagón de tren metido dentro de algo de
dimensiones más normales. Y yo, servicial por naturaleza, salí con el dueño del bazar
para ayudar al cliente a colocar esa cosa en la baca del coche. Éste sonrió
afablemente y nos indicó que esperáramos. Fue al coche a por algo y volvió con una
caja de puros cubanos, la rasgó y nos dio uno a mí y otro al del bazar. Los puros de
esa isla donde gobierna el dictador Batista eran aquí una rareza y, aunque no soy
fumador habitual, acepté el regalo como un aperitivo del plato principal que me
esperaba.
Pero antes de que llegara el turno de dicho plato principal, en realidad plato
doble, el dueño del bazar me contó algo sobre esa cosa que recordaba a un vagón de
tren. Era una jaula dorada plegable para osos. El rico comerciante judío Schlesinger
la había tenido en el jardín de su mansión de Pisárky y dentro tenía un oso de verdad.
Era dueño de una empresa que se llamaba Bär und Sohn. Después, acabó junto a su
hijo en un campo de concentración y durante el Protectorado estuvo viviendo en la
casa un oficial de la Gestapo, con lo que el oso la palmó. Tras la guerra, los que
heredaron la mansión, unos parientes de Schlesinger que pasaron la guerra en
América, decidieron venderle la jaula vacía.
Bueno, y el nuevo dueño, ¿para qué se ha comprado la jaula? ¿Para meter otro
oso?
El dueño del bazar se encogió de hombros. Me había topado con el muro de su
discreción y lealtad hacia los clientes.
Entonces llegó el turno de mi plato principal doble. Me convertí en el feliz dueño
de dos cuadros de Chittussi: uno que representaba un pequeño lago de Bohemia del

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sur al atardecer y otro con las colinas Devět Skal en invierno. Llevé los cuadros a la
luz y los estuve observando un buen rato: ahí estaban la firma y los conocidos colores
impresionistas de Chittussi. Todo parecía estar en orden. Le pagué al dueño del bazar
una cantidad con la que perfectamente me podía haber comprado una motocicleta
Jawa doscientos cincuenta.
Pasado mañana a más tardar se los llevo a casa. Calle Orlí, 18, ¿verdad?
No, gracias, me los llevo ahora mismo. Uno debajo de cada brazo.
El dueño del bazar me los envolvió cuidadosamente, me abrió la puerta y me dejó
salir al mundo, donde el verdadero arte tiene menos valor que una mierda de perro
pisada.

Éstos son mi cuarto y quinto Chittussis. Me paseo por el piso y busco dónde
colgarlos. Al final todos los pongo en la habitación del risalto donde duermo, como,
follo, resuelvo mis rebuscados casos detectivescos y medito sobre mi estrategia vital.
Dime, tú tienes una nueva mujer. O un nuevo Chittussi, dice Hanička cuando se
para en la carnicería a por paté de hígado.
Lo segundo. Dos Chittussis.
¡Ah, es eso! No te había visto así de contento desde hacía mucho. ¿Y cuándo me
va a tocar a mí? ¿Cuándo me vas a vender un buen corte de cerdo? ¿Cuándo va a
haber carne suficiente?
Echo un vistazo a la tienda y luego me inclino hacia ella y le susurro al oído: Muy
pronto, chica, muy pronto. La cosa va por buen camino. Dicen que en el mercado
negro están descuartizando a esos tipos que ejecutaron la semana pasada por
conspirar contra el Estado.
Hanička se santigua y sale pitando de la tienda.

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¿SINCRONÍA?

Mi hermana era probablemente la persona más importante de mi vida. Desde que


éramos pequeños había sentido por ella algo más que la responsabilidad del hermano
mayor. Y por cómo recibí la noticia de su muerte, torpe, inmovilizado, congelado, y
por cómo no fui capaz de rebelarme cuando me ordenaron no abrir el ataúd, el sello
con el que la cerraron, por ello, estaré encarcelado en esta rigidez el resto de mi vida.
Cuando intento acordarme de los días inmediatos al entierro de mi hermana, todos
se me mezclan en la memoria y no consigo separar uno de otro. Estaba terminando la
obra del gran bloque de pisos de la calle Botanická y a la vez la ampliación de los
cuarteles de Židenice. Pero no recuerdo nada, ni un detalle de esos días. Desde luego,
hice el trabajo que requerían de mí, pero estaba ausente, como si en vez de mi
persona estuviera allí mi doble mecánico, un androide indistinguible de mí. Algo
sucedió en mi interior, y fue irreversible. Caí en una turbia desesperación en la que
vivir me resultaba casi imposible, pero que a la vez me obligaba a seguir adelante. La
vida solo era un prolongado castigo. Estaba pagando por algo que ya no se podía
redimir.
Sin embargo, después ocurrió algo que aún hoy me sigue pareciendo imposible
describir. De pronto todo se rompió en mil pedazos. Inexplicablemente. Seguro que
fue solo una casualidad, porque las casualidades, como es sabido, son monstruos
especialistas en tomarnos el pelo o dejarnos confundidos. O como en mi caso, en
decidir sobre el destino de uno.

Una tarde al volver a casa saqué de la parte de atrás de la librería un paquete de


documentos que pertenecían a mi padre. Hasta el último instante no sabía qué estaba
haciendo exactamente, qué era lo que me movía a rebuscar entre aquellos viejos
papeles. Pero cuando por fin la carpeta en cuestión apareció ante mis ojos, entonces
me di cuenta de que ese justamente había sido el motivo y que desde el principio lo
sabía, solo que no conseguía describirlo, ponerle nombre.
Ante mí tenía el manuscrito del relato de Nabokov Zdies govoriat po ruski, con la
dedicatoria para mi padre. Y junto a él, sujeta con una gran grapa, la traducción de mi
padre a máquina, esa que se titulaba Aquí se habla ruso.
Leí las tres primeras frases de la traducción: «El estanco de Martinycek está en la
esquina de la calle. Suele ser así, que los estancos están en las esquinas. La tienda de
Martin Martinycek va bien allí».
Después acerqué más el banco a la librería para poder apoyar en ella la espalda, y
allí me quedé un buen rato, hasta que terminé de leer la traducción. Cuando mi mujer
pasó a mi lado, me miró sorprendida al verme allí sentado leyendo con tanto interés.
En aquellos días era algo inaudito en mí.

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Mi padre era, creo, un buen traductor de los textos de Soloviev y Berdiáyev, pero
la narrativa no se le daba bien. Su checo era bastante escabroso, y pronto me di
cuenta de que esa traducción no era demasiado valiosa. Eso fue lo primero que me
vino a la mente. Fue como cuando uno quiere cruzar de una acera a otra y de repente
tiene que pararse porque hay un vehículo que está pasando. Enseguida, tras unos
segundos, fui completamente consciente del contenido de aquel relato, ese relato de
ficción, pero que ahora sentía tan cercano a mí. Sin embargo, lo tomé solo como lo
que era, literatura; y como todo el mundo sabe, la literatura no puede tener nada que
ver con la realidad. El relato de Nabokov, en esa mala traducción de mi padre, me
agradó, pero eso era todo lo que podía y lo que quería esperar de él.

En la habitación con vistas al patio, en lo que antes fue nuestro dormitorio (y donde
ahora, les recuerdo, duerme solo mi mujer), se había soltado uno de los rieles de las
cortinas. Los techos son altos y por consiguiente también las ventanas, así que no
bastaba con subirse a una silla, necesitaba una escalera. Cogí la llave del sótano del
colgador de la entrada y bajé. Nuestro sótano está al final de un pasillo, parece como
si uno se estuviera encaminando a unos calabozos. Quité el candado y entré en
nuestro camarote. Tuve que pasar de lado, porque había poco espacio entre la pared y
el lugar donde guardábamos el carbón. La escalera por la que se bajaba estaba, por
alguna razón que yo desconocía, al fondo de una estancia en completo desorden.
Aparté objetos cuya existencia había olvidado hacía tiempo. Había una colección de
mesas de delineación, además de cajas, arcones y maletas tan pesadas que parecía que
estuvieran llenas de lingotes de oro; armazones de bicicletas, una bañera de latón, el
armazón de un acuario roto, una sombrilla sucia… El sótano estaba alumbrado con
una solitaria bombilla a la entrada que, además, estaba dentro de una rejilla: así que el
fondo del sótano estaba a oscuras y tuve que encender mi linterna. Alumbré la
escalera y me dispuse a salir del sótano. Pero al volverme en ese espacio tan angosto,
mi linterna se posó sobre un cartel pegado en la pared. Al principio no supe de dónde
había salido, aunque luego recordé que lo había colgado allí haría unos tres años. Lo
había arrancado de una verja de madera llena de carteles, en la calle Kozí, que tapaba
el boquete dejado por una bomba al final de la guerra. Entonces, el cartel me divirtió
bastante. En él, en brillantes colores, aparecía dibujado un policía del departamento
comunista de Seguridad Nacional, y debajo el rótulo «SN camina con la gente», al
que algún gracioso había añadido con tinta roja: «¡Y yo robo diligente!».
Pero justo entonces ocurrió algo inesperado. Acababa de avistar el cartel bajo la
luz de la linterna, bueno apenas un trozo del cartel, más bien las piernas del policía
con sus botas militares, y entonces la linterna se puso sola en movimiento y empezó a
escudriñar más detalles del cuerpo del poli, su uniforme sobre todo. En ese momento
noté cómo en mi interior algo empezaba a crecer más y más. La calma que hasta ese
momento me había mantenido en aquella tensa inmovilidad, aquella inmovilidad

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diríase que psíquica, aquella especie de catalepsia espiritual en la que había caído tras
la muerte de mi hermana, se transformó en ese momento rápida, precipitadamente en
su antítesis: una violenta furia.
Sí, eso fue. Durante los siguientes minutos me poseyó la ira. Todo ese odio contra
los que habían torturado a Eliška, los que la habían llevado al suicidio o incluso la
habían matado directamente, explotó entonces en mi interior. Solté la escalera. Al
lado de una caja con clavos había un pico. Parecía como si alguien me lo hubiera
puesto allí adrede. Lo levanté y me lancé con todas mis fuerzas sobre el policía del
cartel. Lo golpeé repetidamente, le aplasté la cara, el pecho, clavé el pico sobre él,
una y otra vez. Y entonces ocurrió algo que me dejó sin respiración: la pared tembló
y un gran trozo de muro cedió hacia la oscuridad. Dejé el pico en el suelo y cogí la
linterna. Alumbré hacia la oscuridad tras la pared derrumbada. Ante mí se abrió un
gran espacio que la luz de mi linterna no conseguía traspasar, como si fuera una
pequeña piedra lanzada en medio de un gran lago negro.
Por supuesto había oído hablar, como todo el mundo, de los subterráneos de la
ciudad de Brno. Se decía que eran comparables a los de Znojmo. Y no estoy
hablando, que quede claro, del sistema de canalización, o sea, del alcantarillado, sino
de unos pasadizos medievales, como grandes sótanos que se abrían bajo el núcleo
histórico y también bajo el obispado y el monasterio, y que eran parcialmente
accesibles durante ciertas fechas comerciales. Se sabía que bajo la iglesia de San
Jacobo y bajo la plaza, también existían unos extensos espacios en los que la cripta de
la iglesia se transformaba en unos subterráneos enormes con osarios de un cementerio
que hubo antes alrededor de la iglesia. La calle Běhounská une la plaza de San
Jacobo con la plaza de la Libertad, y como en la plaza de la Libertad estuvo en su día
la iglesia de San Nicolás, debajo de la calle Běhounská podía estar un pasadizo que
comunicara las dos iglesias. Probablemente un osario o una cripta.
Pero en ese momento no pensé demasiado en ello. Sin gran dificultad derribé el
resto del muro que separaba mi sótano del subterráneo y me introduje en él. Me
encontré en medio de un largo pasillo cavado parcialmente en la roca, cuya bóveda se
extendía bajo la calle Běhounská como el cuerpo fosilizado de un lagarto gigante.
Pero es necesario decir que todo esto que estoy contando ahora no lo descubrí durante
mi primera incursión, cuando intentaba orientarme con la insuficiente ayuda de la luz
de mi linterna. (Hoy todo se mezcla en mi memoria, no consigo distinguir lo que
discerní en mi primera visita, y lo que vi a la luz de los reflectores que colgaría
después). La bóveda estaba parcialmente hundida, deteriorada en algunos puntos,
aunque no tanto como para derrumbarse. Encontré algunos trozos arreglados con
mampostería, o sea, con ladrillos y piedra de cantera. Pronto tuve claro que no se
trataba de un osario, pues en ningún momento pisé ni el más pequeño huesecillo. En
su lugar, encontré enormes superficies cubiertas con moho que brillaban en la
oscuridad como trompetillas blancas de una vegetación exuberante en un jardín
subterráneo.

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Aquel ancho espacio abovedado era sin duda de origen medieval y supuse que
habría sido utilizado más tarde con los más variados fines. Bajo la bóveda encontré
restos de unos hierros especiales en los que sospechaba que se habían colgado
alimentos en odres y pieles para tenerlos fuera del alcance de los roedores. En
tiempos debió de ser algo así como un enorme refrigerador. También descubrí una
caverna, una cueva perpendicular que irrumpía en medio de la pared principal y, en
ella, algo parecido a una estancia donde debían de haberse realizado actos religiosos.
Distinguí una capilla subterránea de piedra con un altar y unos frescos borrosos,
apenas distinguibles ya, pasado el tiempo.
Al final de aquel espacioso pasillo, de aquel robusto sótano medieval, o lo que
fuera, en fin, allí donde se acababa la pared lisa de piedra, donde era evidente que
terminaba el túnel, también me esperaba un descubrimiento interesante. Calculé que
me hallaría bajo la plaza de la Libertad, aún bastante lejos de la cripta de la antigua y
derruida iglesia de San Nicolás. Allí, imagínense, encontré lo que a primera vista (y
bajo la luz agonizante de mi linterna) parecía una gran habitación de una posada
amueblada de forma rápida y caótica, que alguien hubiera abandonado
precipitadamente por la irrupción de algún tipo de invasor. Sillas, sillones, mesas,
sofás, hasta camas con colchones, con mantas y algunas incluso con edredones, pero
también armarios, arcones y maletas. Cada mueble era de su padre y de su madre,
desde desconchadas piezas de estilo Imperio hasta diseños funcionalistas. Así que
aquí había vivido durante un tiempo un grupo de personas. Puede que el espacio
subterráneo les hubiera servido al final de la guerra como refugio antiaéreo. Por
entonces habían caído varias bombas en el centro de la ciudad, en la calle Kozí.
Los tipos, al parecer, estaban equipados con todo lo imprescindible. A un lado, en
una mesa había un barril con agua, pero había varios barriles más en los armarios.
Sobre las sillas había piezas de vajilla, la mayoría sucias, incluso había varios platos
con restos resecos de comida y las cucharas aún incrustadas de suciedad. Al fondo
había varios cubos tapados, donde seguramente orinaban y defecaban. La linterna se
me estaba agotando, pero aún conseguí ver en una silla un libro abierto puesto boca
abajo. Era un livre de poche, así que me lo metí al bolsillo y maldije por haber bajado
al sótano con aquella linterna medio gastada.
La luz intermitente de la linterna agonizante me bastó justo para volver,
deslizándome por la pared, hasta mi cubículo. Y cuando lo cerré con el candado, me
di cuenta de que ese batiburrillo de cosas que me habían dificultado el paso junto a la
escalera, servía de parapeto y resguardaba de la vista la parte posterior del sótano,
que servía de entrada a los subterráneos. Cuando cerré el sótano y me metí la llave al
bolsillo, me quedé de pie, inmovilizado. Y cuando me detuve frente a la puerta de mi
piso sabía que ese sótano medieval había aparecido justo en el momento adecuado, y
que algo o alguien me había llevado hasta él, el mismo que me había llevado a la
biblioteca y me había incitado a mirar entre los documentos de mi padre.
¿Coincidencia o tal vez sincronía? Dos cosas que ocurren bajo extrañas

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circunstancias, que están relacionadas, que se reconocen y de las que uno se percata
solo cuando ocurren simultáneamente.
Metí la escalera en la habitación, la acerqué a la ventana, me subí, mi mujer me
tendió un martillo y unas escarpias, y cuando las cortinas estaban de nuevo derechas,
me volví a bajar de la escalera. Entonces recordé el Taschenbuch y lo rescaté de mi
bolsillo. Era un libro de un tal Arthur Schnitzler, Flucht in die Finsternis, leí. Huida
hacia las oscuridades. Y entonces recordé lo que un día el doctor Pešek me dijo.
Durante el Protectorado en el edificio habían vivido un montón de alemanes. Pero en
los últimos días de la guerra, cuando en Brno se abría paso el ejército de Malinovski,
todos los alemanes desaparecieron como por ensalmo de la casa. Así que fue allí, en
los sótanos, donde se escondieron no solo de los bombardeos y los tiroteos que
asolaban el centro de la ciudad, sino también de las patrullas rusas que, junto a la
guardia usurpadora revolucionaria, peinaban y «limpiaban» la ciudad de resistentes.
Por qué todos abandonaron el sótano, dónde y cómo acabaron, solo Dios lo sabe.
Pero una cosa está clara, debían de estar convencidos de que regresarían, y por eso
dejaron todas sus pertenencias en el sótano y por eso tapiaron cuidadosamente la
entrada, o la sellaron, o como se diga.

Así que, de nuevo: ¿se llama coincidencia o estamos hablando de sincronía? Dos
cosas que ocurren solo bajo extrañas circunstancias y que están relacionadas, y que
además se hacen evidentes (es decir, su recíproca relación se hace evidente),
solamente cuando ocurren con simultaneidad. Si hubiera descubierto la entrada al
subterráneo pero no hubiera leído el relato de Nabokov, o si al contrario, hubiera
leído ese relato sin descubrir luego la entrada al sótano medieval, no habría tenido
aquella idea, no habría concebido lo que concebí. Pero el relato y el sótano
subterráneo se tocaron, se cruzaron en mi mente, y yo supe inmediatamente lo que
debía hacer para salvar mi alma.

Ante todo necesitaba un coche. Era inimaginable llevar aquello en carro. Estaba en la
calle Sedlákova y necesitaba llegar hasta el barrio de Jirásek. Pero para no
arrastrarme hasta el lugar inútilmente, fui primero a asegurarme de que aquello aún
seguía allí.
Entré en la tienda de antigüedades, a la que se llegaba tras bajar unas escaleras.
Tenían sobre la puerta una campanilla, pero hacía tiempo que no sonaba. Alguien,
malintencionadamente, había roto el pequeño badajo.
Vengo a ver si aún tienen aquí esa jaula de oso.
¡Cómo no íbamos a tenerla, señor arquitecto! Es un artículo imposible de vender.
A punto hemos estado de llevarla a la chatarrería un par de veces…
Pues no va a hacer falta. Mañana mismo me la llevo.

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Pero, por Dios, ¿y por qué iba a hacer usted algo así? Es como si me dijera, señor
arquitecto, pongamos por caso, que hoy o mañana mismo vendría usted a ofrecerme
un puro habano…
Eso mismo, lo ha acertado. Y me eché a reír.

Casi enfrente de donde vivo, en la calle Běhounská, hay un centro de salud. El jefe de
mi mujer, el doctor Steří, es el director del centro. Y es uno de esos a los que, tras la
guerra, construí casas fiándome de su mal gusto, y que, cuando las vieron
construidas, se meaban de felicidad.
Necesitaría tomar prestado su coche por una hora. No se preocupe, tengo carnet
de conducir.
Me confía la llave del garaje y me da un par de consejos de automovilista.
El garaje está en la calle Hybešová. Pero de camino al garaje me acuerdo de que
aún no he mencionado algo muy importante. Quién sabe si por vergüenza o por
cautela. Y sin embargo esta historia no podría haberse desarrollado como lo hizo si no
hubiera descubierto en ese sótano medieval no solo el refugio temporal de unos
alemanes de la casa de Běhounská, no solo sus muebles, sus camas y no sé qué más
de sus trastos mohosos, sino además una maleta en la que (antes de que se dirigieran
quizás a una ronda de reconocimiento del terreno, o a lo que fuera que los sacara de
su lugar relativamente seguro) depositaron, sichter istsichter, todas sus joyas además
de otras pertenencias valiosas. ¡Qué seguros estaban de que iban a regresar a por todo
pasado un tiempo! Desde aquel momento, desde el final de la guerra, habían pasado
siete largos años y aquellos tipos no habían vuelto a por ello, eso estaba claro. Hoy
estarían muertos, o vivirían lejos, en el extranjero. Así que podía considerar mi
hallazgo como un legado de aquellos que tuvieron que abandonar todo lo que tenían
aquí, mientras intentaban encontrar su propio camino, o más bien una manera de
seguir con vida. Por otro lado, no había entrado en el sótano medieval, en su asilo
subterráneo, por la fuerza, sino que lo había descubierto por casualidad durante ese
furibundo arrebato que me dio. Ellos me habrían comprendido seguramente, igual
que lo comprenderían todos los exiliados y proscritos del mundo, todos los que se
defendían del odio institucional con eventuales explosiones de ira impotente.
¡Pero si hasta los Nabokov fueron unos fugitivos como ellos! Y ya estamos en
esto otro de lo que quiero hablar ahora. Me refiero al relato de Nabokov, Zdies
govoriatpo ruski.

Trata de la familia de un emigrante ruso en Berlín, que por casualidad apresa a un


agente del KGB que era un funcionario del consulado de la URSS en Berlín. Deciden
llevarlo a un juicio, amañado, claro está, por ellos, y dictar veredicto sobre uno de
esos que había hecho prisioneros, torturado y asesinado a sus familiares y amigos y

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los había obligado a emigrar. Dudan entre la condena a muerte y la prisión perpetua.
Hasta que finalmente se deciden por la prisión de por vida, que es más humanitaria,
ya que por supuesto ellos no son como sus opresores. Ya en su casa, preparan el
cuarto de baño como si fuera una celda y encierran allí de por vida al funcionario.
Pero en ese instante comienza para ellos una vida nueva. De simples emigrantes, se
convierten en vigilantes penitenciarios y consagran su vida a cuidar de la
supervivencia de su prisionero. Y como esta es una prisión humanitaria, y no
soviética, lo alimentan bien, y como privilegio excepcional (inimaginable para los
llamados enemigos de la clase obrera de las prisiones y campos de concentración
soviéticos), conceden al prisionero libros para leer, para que pueda instruirse, a veces
incluso sentir placer estético de leer determinadas obras maestras. El funcionario
duerme en un colchón en la bañera, le proveen regularmente de ropa limpia, incluso
el tipo engorda paulatinamente, envuelto en un elegante albornoz que le han dado, en
lugar del más previsible buzo penitenciario. La familia decide entonces que en caso
de que el preso alcanzara una edad mayor a la de sus carceleros, pasaría en herencia a
sus hijos, y eventualmente a los hijos de sus hijos, y así se lo irían pasando de
generación en generación hasta que finalmente muriese.

¡Así que realmente ha venido a por la jaula del oso! ¿Y no quiere comprar también un
oso? Piénselo usted, como regalo para su mujer.
No necesito un oso precisamente, me río, y el anticuario ya no pregunta más, la
discreción forma parte de su profesión como un bozal de cuero forma parte de un oso.
Se ausenta un momento. Va a sacar la jaula del almacén. La jaula está plegada, pero
aún así tiene un tamaño considerable. El anticuario se abre hueco, empuja sillones de
estilo Imperio, cómodas modernistas, mesillas estilo Biedermeier, hasta que hay sitio
suficiente y puede desplegar la jaula y enseñármela. Todavía es una pieza dorada
extraordinaria. Me agacho, me arrodillo y meto mi delgada mano entre los barrotes.
Toco el fondo metálico. Después saco la mano, la pongo a la luz y, ¡vaya!, en tres
dedos, el índice, el medio y el anular, encuentro pegados unos cuantos pelos rojizos
de oso.
¡Caray!, dice el anticuario dando vueltas alrededor de mi mano levantada.
Saco el monedero del bolsillo interior de la chaqueta, el anticuario se mete para la
parte de atrás y durante un rato hojea un gran libro y luego me dice un precio. Le
pago y le ayudo a plegar la jaula. Aún estamos de pie delante de ella durante un
momento e intercambiamos algunas frases. Acto seguido el anticuario coge la jaula
para ayudarme a meterla en el coche. Pero entonces se acerca un ayudante, que hasta
entonces solo miraba. Subo hacia atrás por las escaleras, para abrirles la puerta y
sujetarla. El anticuario y su ayudante me ayudan a poner la jaula en la baca del Tatra
que he aparcado delante de la tienda. Y cuando lo hacen (imagínense un Tatra 57 con
una jaula para osos en el techo, ¡imagínense una tortuga con un elefante encima!), les

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hago una inclinación de cabeza para que esperen, entro en coche y cojo una caja que
tenía preparada en el asiento. Son habanos, tan escasos aquí, puros cubanos, sí, puros
de la isla donde gobierna el dictador Batista. No soy fumador, pero esos habanos me
los habían regalado antes de la victoria de la clase trabajadora, en febrero del cuarenta
y ocho. Los obtuve de otro feliciano al que le había construido una de esas mansiones
horteras en plena posguerra. Rasgo el envoltorio de la caja y le tiendo un puro al
anticuario y otro a su ayudante.
¡Dios mío! ¡Virgen Santa!, exclama el anticuario mirando el puro con cara de
idolatría. Después se vuelve y entra en la tienda con el ayudante, o con quien sea.
Me entretengo aún un rato sujetando la jaula en la baca del pequeño Tatra, y
cuando por fin arranco, ese monstruo dorado en el tejado del coche vibra y me siento
como un camarero que lleva en una bandeja enorme un montón de copas de helado
mal equilibradas.

Quité la jaula y la llevé hasta el pasillo, abrí la puerta del sótano y empujé la jaula
hasta el descansillo que hay tras la puerta, cerré desde dentro y dejé la llave en la
cerradura. Después ordené mi cubículo y también ensanché la entrada al subterráneo.
Cuando después (una hora interminable) transporté la jaula por ese pasillo estrecho
hasta mi cubículo, y luego por la abertura hacia el sótano subterráneo, tuve la
poderosa sensación de que por fin sabía, por propia experiencia, cómo había sido la
lucha de Jacob con el ángel.
Y en medio del subterráneo, en medio de esa gigantesca cámara acorazada de
piedra, coloqué la jaula y la desplegué. Resplandeció en toda su úrsida hermosura.
Barrí y limpié el pasillo del sótano en todas esas partes donde la jaula había
rozado la pared, metí otra vez el follón de cosas en mi cubículo y lo amontoné todo
para que de nuevo formara un parapeto y no se viera la entrada al subterráneo.
Después me senté en el escalón más alto de la escalera que bajaba al sótano y
tuve la sensación de que ya había hecho todo lo que estaba en mi mano por poner en
marcha mi plan. Solamente con haber descubierto el sótano medieval y haber
desplegado en él una jaula para osos había cumplido ya con una especie de acto
simbólico, con un ritual, con una ceremonia destinada a aliviar mi alma. La celda
estaba preparada. Que se quede vacía para siempre. ¡Vaya!, así es la fuerza de los
actos simbólicos. El capítulo concluye en este punto. Ahora podría continuar con mi
vacía existencia. Con el tiempo, solo sentiré una cicatriz palpable causada por la
muerte de mi hermana, una cicatriz que se irá cerrando poco a poco.

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SOMBRERO DE SEÑORA

Esa criatura llamada la Mechas, y también frecuentemente Mechas Mechada (porque


como hemos dicho tenía unas mechas naturales en el cabello que fueron las que
atrajeron a Daniel como el olor de la miel atrae a un oso), bueno, pues la Mechas
estaba sentada, apoyada en un cojín, y pasaba un dedo mojado en saliva por el borde
de una copa. Dan, además del vino blanco tenía un puro. Dejó la copa en la mesilla
de noche, mordió la punta del puro y lo encendió.
¿Dónde has conseguido a ese cabrón?
Preguntas demasiado, Mechas. Hace unos dos meses, en un anticuario del barrio
de Jirásek. Ayudé a alguien a colocar un trasto en la baca de un pequeño Tatra y me
recompensó con un puro. Lo he guardado durante dos meses. Y hoy le ha llegado su
hora.
Yo diría que no apesta, más bien tiene buen olor, el cabrón.
No es ningún cabrón. Es de Cuba, la isla del dictador Batista. Allí hay
plantaciones enteras de puros en las que esclavizan a negros, mestizos, criollos,
mulatos y otra gentecilla de color. Pero aquí es como el brillante de un príncipe, por
el que un fumador de puros vendería sin dudarlo hasta a su madre. Y hoy le ha
llegado su hora. Ya no tengo que ir a la carnicería, Mechas. Tengo un trabajo decente.
Ahora soy inspector en el Departamento de Criminalística.
Así que ¿ahora eres un puto poli?
Confundes los términos, Mechas. Los polis son los que andan por la calle, ya
sabes, los gendarmes. Yo también estoy en el Cuerpo de Seguridad Nacional, como
ellos, pero soy criminalista, que es otra categoría muy diferente. Y ya tengo mi
primer caso. Pero no puedo hablar de ello con nadie.
Bueno, desembucha, dice la Mechas, a ver si te da tiempo, que enseguida vas a
tener otras obligaciones.
No sé, estoy atado por el secreto profesional.
Pues ven, que te desato. ¿Dónde tienes ese nudito?
Suelta, Mechas, no hagas el estúpido. Elige, o hablamos o follamos.
No te engaño, Dan, una vez oí sobre un tío que la tenía tan larga que se podía
hacer un nudo con ella.
¿Lo has oído, o lo has visto?
No comment.
¿Se hacía un nudo con el pito en vez de con la bufanda?
Exactamente, Daniel.

Vale, te lo cuento si me prometes que quedará entre nosotros. Si se enteran de que me


voy de la lengua, se me acaba el chollo. Si no me pasa algo peor. Todo empezó

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cuando vino a verme el encargado del Electrodepartamento. Estaba justo ordenando
unas latas en el escaparate, haciendo una pirámide…
Danielín, ¿sabes qué? Dejemos la pirámide. Eso tardaría mucho. No nos
atormentes, luego nos lo cuentas. Pero espera, primero con la lengua, no olvides los
buenos modales.
Y la Mechas se queda mirando al infinito: está presente y a la vez ausente, y
cuando le llega el orgasmo, no grita, solo gime calladamente, aunque se agita durante
mucho tiempo, como con sacudidas eléctricas repetidas, hasta que se le funden los
plomos y se queda inmóvil. El detective aguanta aún mucho rato, le gotea el sudor
por la cabeza y la Mechas le seca la frente con un cojín y luego, como si se cambiaran
los papeles, Dan grita muy fuerte y la Mechas lo mira desde abajo divertida con los
ojos bien abiertos.
Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado?
En que te habían dado tu primer caso y que todo empezó cuando vino el
encargado del Electrodepartamento justo cuando tú estabas poniendo las latas en
forma de pirámide…
Bueno, ya sabes cómo me fijo en los detalles, así que veo que tiene en la mano
derecha los dedos amarillos, como los tienen los fumadores empedernidos. Algo le
ocurre y es uno de mis nuevos clientes, así que no puedo dejarlo plantado. Tal vez
había ocurrido lo que yo llamo efecto paradójico, que se había equivocado al querer
librarse de su mujer. Ya lo había vivido en algún que otro caso que resolví hace años.
El tipo se libra de su mujer porque le era infiel, y de pronto se da cuenta de que se ha
equivocado porque sin ella no sabe vivir. Como si volviera con una reclamación por
algo que no es ya asunto mío porque yo cumplí con sus deseos, pero al menos tenía
que escucharlo y tal vez decirle que esas cosas pasan. Así que lo invité a cenar aquí, a
casa.
Lo invito a pasar y pregunto si quiere un café o un té. Pongo a hacer el café, se
sienta y él rompe a hablar. Y me explica que lo que le pasa no tiene nada que ver con
el asunto por el que quiere verme. Solo tiene algunos problemas como encargado del
Electrodepartamento. Porque no es ninguna broma tener bajo su responsabilidad esa
propiedad socialista y cuidar de todos los empleados. Pero de nuevo repite que lo que
lo ha traído a mí no tiene nada que ver con eso. Que quiere que lo ayude en un asunto
concerniente a su mejor amigo Honza Rychlík. Honza tiene una mujer que se la pega
con otros tíos; bueno, él, el encargado del Electrodepartamento, la ha pillado por
casualidad haciéndoselo con otro. Pero no puede decírselo sin más a su amigo Honza,
porque su amigo Honza está tan chalado por su mujer que si no ve ninguna prueba,
ningún corpus delicti, no se lo va a creer, y encima lo acusaría, a él, el encargado del
Electrodepartamento, de chismoso.
Entonces le pregunto si no sería mejor dejarlo estar, que Honza Rychlík no sabe
nada y vive felizmente, y con gran probabilidad ese amante un día desaparecerá,
seguro que se trata de un episodio sin importancia. Estas cosas pasan en todos los

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matrimonios, nadie es de piedra. Pero él se opone enérgicamente: la mujer de Honza
es una fatalidad en su vida, una bruja tremenda, que trata a Honza como si fuera un
criado, y aquí está la oportunidad para liberarlo de semejante piedra que lleva atada
alrededor del cuello y lo arrastra a las profundidades sin remedio.
Yo habría argüido en contra de lo que el tipo del Electrodepartamento me decía,
que tal vez a Honza Rychlík le gustaba ser el criado de su mujer y que a la fatalidad
es inútil oponerse. Pero no digo ni pío y acepto la oferta, el encargo, aunque estoy en
contra de una de mis reglas éticas básicas: aceptar casos solo de clientes que quieran
algo que tenga que ver directamente con ellos, no aceptar casos de segunda mano, sin
conocimiento del involucrado. No había quebrantado esta regla ética hasta ese
momento. Antes, cuando venía alguien a que aceptara un encargo para un pariente o
un conocido, lo echaba rápidamente, porque nadie tiene derecho a mezclarse en los
asuntos amorosos de otros, ni tu mejor amigo, ni tu hermano ni tu hermana. Pero eso
era, Mechas, cuando tenía secretaria y la gente hacía cola para solicitar mis servicios
de detective. Esta vez no quería perder el caso, así que le dejé hablar.
Le ocurrió lo siguiente. El Electrodepartamento tiene en Žabovřesky un almacén,
y se quedó allí hasta las cinco y media. Después, cuando pasó delante del cine
Lucerna vio que daban El centinela de Amur, una película soviética de éxito, así que
se dijo que ya era hora de alimentar el espíritu, se compró una entrada y, para hacer
tiempo hasta que empezara la película, se entretuvo en el pasillo viendo una
exposición de carteles cinematográficos soviéticos. El cine estaba vacío, faltaba
media hora para que empezara la película, pero la sala ya estaba abierta, la estaban
ventilando, así que echó un vistazo y vio que en la pantalla estaban proyectando una
curiosa diapositiva, seguramente sería de la Primera República, en la que se advertía
a las señoras que acudían al cine que se quitaran el sombrero antes de la proyección.
Era un sombrero así, con flores y plumas de pavo real. Y esa diapositiva, de la época
en que a las camaradas se las llamaba damas, de la época en que se llevaban esos
sombreros, le llamó tanto la atención que no pudo evitar entrar en la sala. Y entonces
escuchó algo que se movía al lado suyo, se volvió y vio que se abría la puerta de la
cabina de proyección y que por ella aparecía un tipo, seguramente el operador de
proyección, y junto a él una mujer que se abrochaba rápidamente los botones de la
camisa.
Pensó que la cabina serviría también de picadero. Se sentó en un extremo de la
fila de butacas, de espaldas a ellos, pero entonces escuchó una voz que le resultó
conocida. Se dio la vuelta, los miró de nuevo, y esta vez pudo vislumbrar también a la
luz de la cabina el rostro de ella durante un instante, justo cuando su carita con los
ojos cerrados y los labios fruncidos se acercaba a la carita del operador y se quedaba
allí felizmente durante un rato. Después, el operador la liberó de entre sus brazos y la
acompañó fuera de la sala (el encargado del Electrodepartamento se volvió
rápidamente y encogió el cuello, para que ella no lo reconociera). Entonces regresó a
la cabina y apagó la diapositiva.

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Un día de esa semana el encargado del Electrodepartamento se pasó por la
farmacia para ver a Honza Rychlík y una vez le convenció de que la charla era casual,
llevó la conversación hábilmente hasta el tema de su mujer. Entonces se enteró de que
llevaba varios miércoles llegando tarde del trabajo, en la oficina de correos, porque
decía que últimamente entraba mucho trabajo de última hora.
Pero como quería asegurarse de nuevo, el miércoles siguiente volvió al cine
Lucerna. Esa vez daban la película soviética El almirante Najtmov. Eran de nuevo las
cinco y media y de nuevo estaba la diapositiva que advertía a las damas que se
quitaran el sombrero antes de que empezara la proyección. Ya entonces pensó que era
quizás una señal para el personal del cine, probablemente para el colega de la cabina
de proyección que entraba a trabajar después de él; una advertencia de que no debía
entrar, por razones obvias, a la cabina, que por motivos de seguridad nunca se cerraba
con llave (frecuentes incendios, autocombustión de material cinematográfico
inflamable, cosas de esas). Todo ocurrió exactamente igual que la semana anterior,
solo que con pequeñas variaciones de los movimientos principales. La mujer de
Rychlík esta vez se arregló las ligas delante de la cabina y, tras el ritual de despedida,
el operador la empujó al pasillo, regresó a la cabina y apagó la diapositiva para las
damas sombreriles. El encargado del Electrodepartamento se percató de todo ello
cautelosamente, escondido esta vez tras una columna junto a la pared.
Vaya, o sea, que en eso consiste tu caso. Pues date prisa el próximo miércoles si
quieres pillar a la mujer de ese tal Rychlík in fraganti.
Qué va, Mechas, aquello no era un caso, era una trampa que me prepararon. Era
una trampa para Dan Kočí.

Por la calle Minoritská, bajo la ventana del mirador en chaflán de Dan, pasaba un
carro de caballos lleno de forraje y pienso. Por el otro lado, desde la calle Josefská,
circulaba un camión cargado con piezas de repuesto para grúas. El tubo de escape del
camión pegó dos estallidos como si se disparara un cañón, y los caballos se asustaron
y relincharon. Dan saltó de la cama y se acercó a la ventana, retiró la cortina. El
cochero se bajó del pescante e intentó dominar a los caballos. Aquí es conveniente
recordar que el centro de Brno estaba tan lleno de boñigas de caballo como lo estaba
el pecho del mariscal Masturbov de metralla, y que por el centro histórico de Brno
pasaban tractores y coches de caballos como hoy pasan Škodas y Tatras. En el cruce
de Orlí, Minoritská y Josefská, mientras tanto, la situación se complicó gracias al
cochero cabreado y al conductor grosero. Dan Kočí se puso, sorprendentemente, de
parte del cochero, pero es posible que solo porque el conductor, que estaba frente al
cochero y agitaba las manos frente a su cara, le recordaba a su tía de Buchlovice que
así de rápida y ágilmente movía las agujas de tejer, hasta que (¡y de eso hacía ya
treinta años!) al pequeño Dan le daba vueltas la cabeza. Algunos recuerdos de nuestra
infancia pasan por nuestras vidas igual que una procesión de monjes haciendo el vía

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crucis hacia el paraíso, es algo imposible de evitar. Entre tanto la Mechas se enfadó
porque tenía que mirar desde la cama la espalda de Dan llena de arañazos de sus
encuentros amorosos.
Bueno, ¿vamos a hablar, o quieres seguir toda la tarde mirando las musarañas?

No puede imaginarse nadie lo que significa para mí este oficio, esta pasión vital. Sin
ella, me reconcome por dentro una nostalgia tan fantasmal, y siento una impotencia y
una vaciedad tan grandes que el corazón se me para. A pesar de que había sido
advertido por un fatal presentimiento, ambicionaba aceptar ese caso. El encargado del
Electrodepartamento me colocó en la palma de la mano nueve bombillas nuevas para
el flash de mi Leica, con las que quería demostrarme todo el interés que tenía en que
pillara in fraganti a la mujer de Rychlík. Las bombillas, Mechas, se queman en cada
disparo, es como si tras cada uno de tus orgasmos tuvieras que encontrar otro amante
de repuesto.
Pues ya me gustaría a mí que cada uno de mis orgasmos abrasara y achicharrara a
mis amantes.
Con esas nueve bombillas me estaba diciendo que tenía que hacer muchas fotos
comprometedoras de la mujer de Rychlík en toda su desnuda obscenidad. Desde la
mañana llovió sin parar y no podía decidir si coger un paraguas o un impermeable,
pues, como todo el mundo sabe, ambos tienen sus ventajas y sus inconvenientes.
Estaba muy nervioso, me reconcomía un fatal presentimiento que no quería admitir.
Me coloqué tres veces el impermeable y otras tantas me lo quité, para ponérmelo por
cuarta vez, y aunque me sentía como Escafandra Fox, me fui al cine Lucerna.
Todo ocurrió tal como me lo había descrito el encargado del Electrodepartamento.
El miércoles, un poco antes de las cinco y media, compré una entrada para la película
Resplandor rojo sobre Kladno, pero como el guardarropa estaba fuera de servicio no
sabía donde poner el impermeable mojado, así que lo hice una bola y me lo metí en el
bolsillo. Fue un error, como pronto comprenderás. Tenía que haber sospechado algo,
porque la puerta del pasillo estaba abierta completamente pero no había ningún
acomodador o alguien que me advirtiera de que era aún pronto para ver la película.
Aunque lo mismo había ocurrido cuando me lo contó el encargado de
Electrodepartamento, así que espanté todas mis dudas y entré en el sagrado recinto
del cine y no me paré hasta llegar a la puerta misma de la sala. Por la ventana de ojo
de buey vi la pantalla, y en ella la diapositiva que advertía a las damas de la sala que
se quitaran el sombrero. Estupendo, me regocijé, las ranas están en la charca, las
canicas en el hoyo y los huevos en la sartén. Preparé la Leica, entré con cuidado en la
sala e inmediatamente miré hacia atrás, en dirección a la cabina de proyección. Vi
que la puerta estaba entreabierta, y que desde la cabina, por las escaleras, se
derramaba una luz tenue. Me aproximé a la cabina pegado a la pared. Y entonces me
percaté de que en la fila quince o dieciséis había dos espectadores que miraban

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fijamente la pantalla con la diapositiva del sombrero de señora. Y cuando llegué hasta
el fondo de la sala, justo debajo de los dos ventanucos por los que iba a proyectarse
enseguida Resplandor rojo sobre Kladno, me agaché, inútilmente ya que los
ventanucos estaban mucho más altos. Luego llegué hasta la puerta entreabierta de la
cabina. Pero lo que vi sobrepasó todas mis expectativas. En la cabina de producción,
sobre el suelo, había dos colchones y encima una colcha de la abuela, de esas de
cuadros, y por debajo asomaban dos cabezas. Eran el moreno Hansel y la rubia
Gretel. El rostro femenino respondía a ese que tenía en la foto que me había dado el
encargado del Electrodepartamento. Y si hasta entonces había ignorado ese mal
presentimiento que me había acompañado de camino al cine y a la cabina de
proyección, en ese momento se me dio la última oportunidad, el último aviso: cómo
explicar, si no, esa puerta entreabierta de una cabina donde se fornicaba
públicamente. Pero yo ya había levantado la Leica y el flash destelló. Y fue como si
hubieran estado justo esperándolo: en ese momento retiraron la colcha y vi que eran
dos policías, él y ella, y que estaban vestidos con sus uniformes reglamentarios.
Intenté batirme en retirada rápidamente, quería largarme pero por el otro lado de la
sala me cortaron el paso los dos espectadores que había visto en la fila quince o
dieciséis, se conoce dos secretas. Me quedé allí entre los dos polis con uniforme y los
dos sin uniforme, y entonces me di cuenta con horror de que por la pernera izquierda
del pantalón me empezaba a caer un hilillo de agua del impermeable mojado y hecho
una bola que llevaba en el bolsillo. Cuando me había arrastrado hasta la cabina solo
pude fijarme en la luz que salía de la puerta entreabierta, y ahora en mi impotencia
sentía claramente que iba dejando un charquito por el camino; seguro que iba a ser
objeto del recochineo de esos imbéciles que estarían pensando que me había meado
del susto. Me la habían jugado. No había ninguna mujer infiel ni ningún señor
Rychlík. Por supuesto que me asusté cuando me llevaron al cuartelillo, quién no; me
habían pillado haciendo de detective de extranjis, lo que, según las leyes comunistas,
era un crimen peor que si cosiera trajes de contrabando o empastara dientes
ilegalmente.
Y entonces (y aquí Dan hizo algo muy inusual), bajó al sótano a por una botella
de vodka. Cuando follaba con la Mechas siempre bebían buen vino, Vavrinec,
Ryzlink o Frankovka, en unas copas colocadas sobre un banquito. Hasta entonces,
cuando bebían vino, la consistencia de las cosas pasaba de blanda a dura, y cuando se
bebía algo fuerte las cosas se volvían a ablandar. Pero en este momento la
consistencia se había ido al diablo. Llenó los dos vasitos y reconoció que preferiría
con mucho beber algo mejor que vodka, pero la última vez que había recibido una
botella de whisky de un cliente había sido antes del comunismo, y hacía tiempo que
esa bebida se había ido al lugar donde habían emigrado todas las adquisiciones
capitalistas.
Claro que me asusté cuando me llevaron al cuartel. Pero una vez allí, en
Běhounská, me trataron con gran amabilidad. No me esperaba eso de ellos. Me la

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habían jugado, le habían tendido una trampa a Dan Kočí, pero se puede decir que era
una trampa muy bien pensada. Algo así como cuando los misioneros cazaban un
bosquimano con una red y luego le enseñaban no solo los diez mandamientos sino
también a leer y escribir. No, Mechas, esa no es una buena comparación; lo que
quiero decir es que si no me hubieran cazado estaría aún vendiendo paté y huesos
para la sopa en la carnicería y respondiendo hasta el infinito preguntas del estilo de:
«¿Cuándo recibirán ustedes carne otra vez, camarada?».
¡El caso de la serpiente de zafiro!, dijo con una sonrisa el joven brigada, o yo qué
sé qué grado tendría el mozalbete, cuando me tendió la mano. Mi padre me habló de
usted y de ese caso. Usted, camarada, ¡es una leyenda viva! ¡Justo personas como
usted es lo que necesita nuestra joven criminalística socialista! Aquí, el camarada
Brkos sale a la plaza de la Libertad, a la famosa pastelería U Mamlasů a por unos
dulces. No podemos beber estando de servicio, eso lo hace usted luego en privado.
¿Qué prefiere, camarada? ¿Rosquillas, chuchitos, bocaditos, huesitos, lenguas de
gato, canutillos, merengues, rollitos de crema, o tal vez pastas de Linz?
Pero como no respondía, solo estaba allí de pie, tieso como un palo, el camarada
Kristl dijo al camarada Brkos que comprara dos de cada, y como yo seguía sin
moverme, le hizo un gesto al camarada que creo que se llamaba Nedopust, y este se
me acercó y me puso una silla detrás, mientras el camarada Kristl al mismo tiempo se
fue hacia delante y con una amable sonrisa me empujó con el dedo índice en el pecho
y me obligó a sentarme. Bienvenido a la unidad de criminalística del Cuerpo de
Seguridad Nacional, me dijo el poli criminalista, que tenía tanta autoridad que no
podía ser solo brigada. Pero, en fin, yo no soy un experto en galones.
Después me enteré de que el encargado del Electrodepartamento, igual que todos
los directores y encargados, trabajaba para la Seguridad Nacional. Y que era él quien
se acordaba de mí cuando decían que determinado caso urgente y peliagudo
necesitaba un criminalista, un detective e investigador excepcional, porque si no no
avanzaban. Quisiera disculparme por esa trampa que le hemos preparado, me dijo ese
que podría ser un joven lugarteniente, sobre todo por la autoridad y seguridad que
emanaba. Le pido disculpas pero, por otra parte, me digo que tal vez esa trampa hábil,
ingeniosa y tan bien urdida, igual hasta le ha gustado. Hemos trabajado mucho en su
planificación, con todo detalle, porque sabíamos que a usted no le cogeríamos con
una simple trampa para ratones. De todas formas, me apostaría a que ha tenido el mal
presentimiento de que era una trampa, pero no ha podido resistirse. Un talento como
el suyo es como un vicio, ¿eh?
Asentí dos veces, la primera quería decir que sí que había tenido un mal
presentimiento y la segunda confirmaba que mi talento es una especie de vicio.
Cualquiera se resiste a una oferta semejante. Luego me enteré de algunos detalles
referentes al asunto del encargado del Electrodepartamento. Por un soplo, los de
Interior entraron a su despacho a inspeccionar y encontraron lo que buscaban, claro,
estos siempre encuentran lo que buscan, y cuando las cosas se pusieron muy feas, el

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encargado del Electrodepartmento recurrió a la Seguridad Nacional, para que no lo
dejaran hundirse. Lo hubieran hecho, habrían pasado de él si no hubieran estado en la
situación en la que estaban, con el cuartel de Běhounská patas arriba por un caso
incierto con el que no sabían qué hacer. Y mientras esperaba en el pasillo a que lo
recibiera alguien del organismo superior, escuchó algo que decían unos polis que
pasaban a su lado y entonces vio su oportunidad. Le contó al organismo todo lo que
sabía sobre mí, incluso que había utilizado mis servicios para probar la infidelidad de
su mujer con el tipo del circo. Y mira por dónde, acertó. En criminalística, el
camarada Kristl se acordó del caso de la serpiente de zafiro, de esa fama
deslumbrante que me había acompañado después de la guerra. El encargado del
Electrodepartamento había ganado. Los de Asuntos Internos lo soltaron y durante un
tiempo fue intocable. Le ayudaron a planear la trampa para cazarme, bautizaron la
operación «Sombrero de Señora», y luego se encargó de que recibiera ese caso con el
que pensaban retirarme. No es un asunto de cornudo y adúltera, sino al revés, de
cornuda y adúltero; no es que sea mi disciplina favorita, pero no estoy tan
especializado como para no cambiar a un caso normal de criminalística. Por otra
parte el caso de la serpiente de zafiro con el que me gané los laureles fue un caso de
desaparición y asesinato. Y ahora, imagínatelo, Mechas, me han dado también un
uniforme, que sin embargo no voy a llevar puesto porque los criminalistas no llevan
uniforme, solo en ocasiones especiales y celebraciones. Un uniforme con rango de
lugarteniente.
O sea que ¿ahora ya no eres detective? Reconozco que me gustaba que fueras
detective privado. Conseguiste librarte del servicio militar, pero de los polis no te
librarás tan fácilmente.
Pero por favor, ¿cómo que detective? Si yo era tendero en una carnicería, y si
alguna vez husmeaba algo era trabajo negro. Por eso al final me han pillado. Chica,
en ti vive el mito del gran detective privado. Pero en realidad el buen trabajo de
criminalística se hace solo en un equipo donde las tareas están bien distribuidas, y yo
ya no tengo que perder el tiempo con las tonterías del caso que sea, para eso están los
subalternos, que recogen información. Yo voy directo al centro del meollo.
Vaya, conque ahora es así. Pues me gustaba más cuando me follaba a un detective
privado que ahora que me voy a follar a un subteniente del Cuerpo de Seguridad
Nacional. Pero te quería preguntar otra cosa. Aún no me has dicho el nombre del
encargado del Electrodepartamento. ¿Qué pasa? ¿Es que no tiene nombre?
Claro que tiene nombre, Mechas. Pero te quería ahorrar el disgusto. Su nombre es
tan asqueroso que es mejor que no lo sepas. Cada vez que alguien se encuentra con su
nombre por primera vez, cuando le presentan a alguien al encargado del
Electrodepartamento abiertamente y sin tapujos, créeme que el susodicho se quita un
peso de encima por haber pasado de una vez el trago.
Pues veamos qué es lo que querías ahorrarme. Desembucha el nombre, que quiero
pasar por la prueba yo también.

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Así que Dan, tras una breve demora, inspira y pronuncia el nombre. Y en ese
momento a la Mechas se le revuelve algo por dentro, se le hinchan las mejillas y salta
de la cama, atraviesa volando la habitación hasta la entrada y se mete en el retrete.
Cuando regresa se ve bien a las claras que ha vomitado hasta el color.
Encima de nosotros, un piso más arriba, en una habitación idéntica con un
mirador, hacía ruidos la vieja madera de un armario. Dan se colocó un dedo sobre los
labios y luego señaló el techo. Durante cinco minutos estuvieron allí escuchando al
armario parlante sobre ellos. Y mientras escuchaban, a la Mechas le volvió el color
que había vomitado. Después revivió y preguntó si aún podía preguntar algo. Aunque
no sé si de la respuesta voy a tener que irme a vomitar otra vez.
Pregunta tranquila, Mechas, ya no tendrás que vomitar por nada.
Vale, pues disparo. Cuéntame entonces, Danielito, de qué va ese caso que te han
dado como teniente mayor del Cuerpo de Seguridad Nacional.
Lugarteniente, Mechas, de momento solo lugarteniente. Mira, de pronto se les ha
perdido un oficial de Seguridad, Rudolf Švarcšnupf, alias teniente Láska. Es como si
se lo hubiera tragado la tierra. Un caso de desaparición de lo más insólito. Y me han
encargado a mí que encuentre al tipo.

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SEGUNDA PARTE

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LA HISTORIA DE UN HOMBRE AUTÉNTICO
14 de julio de 1952

Hoy es el aniversario de la Revolución Francesa, de la Toma de la Bastilla. En los


periódicos no aparece ni una reseña, a pesar de que sabemos por los libros de texto
que la revolución de la burguesía francesa fue antes que la Gran Revolución
Socialista de Octubre, o sea que fue uno de sus obligados preliminares. Esta
causalidad férrea, esa sucesión de órdenes sociales donde el siguiente nace de las
ruinas del precedente, en que el precedente forma el humus de un orden más
progresivo, no parece asunto de los periodistas, desde luego. Es la «necesidad
histórica» de Hegel y Marx, que utilizan las naciones y todas las épocas solamente
como un estadio necesario por el que tiene que pasar el gran proceso mundial en la
espiral ascendente de la Historia. Los destinos humanos se tienen que acomodar a
ello. «La Historia mundial no es el caldo de cultivo de la felicidad. Los momentos
felices son en ella solo páginas en blanco», dice Hegel. Y algunas cosas, es verdad,
no es demasiado bueno airearlas en los medios de comunicación de masas. Porque
esa causalidad tiene que ver hasta con nuestro presente. Si no hubieran ocurrido la
primera guerra mundial, Verdún y el gas mostaza, no habría existido la URSS, que
nació de los escombros de la guerra; y si no hubieran ocurrido la segunda guerra
mundial, Hitler y Auschwitz, la chispa de la revolución socialista no habría saltado
hasta Centroeuropa. Y por mi trabajo en la fábrica de armas sé de buena tinta que
toda nuestra industria está basada en prepararnos para la tercera guerra mundial. Esa
guerra es tan lógica como el hecho de que, tras ella, nuestro mundo estará totalmente
basado en la justicia, pero seguramente no será un orden mundial feliz. Y por eso
nuestro movimiento pacifista es solo un pia fraus; si hasta está escrito no sé dónde
que debemos ser tan inocentes como palomas y a la vez taimados como serpientes…
¿Y qué sentido tiene mi jodida existencia en este remolino de la Historia?
Ya, si tengo claro que quieres mejorar tu expediente en la fábrica, me dijo el
capataz, pero ¿quién va a querer estar aquí mirándote si no sabes hacer nada? Como
me vuelvan a meter aquí a otro escritorzuelo como éste, el plan de producción se va a
tomar por saco, rezongó.
Kozík publica un libro tras otro y sin embargo aún me acuerdo de que en la
primavera de 1943 la propaganda alemana lo usó en su campaña antisoviética,
cuando en el bosque de Katyň aparecieron fosas comunes repletas de oficiales
polacos. ¿Cómo es que a Kozík se lo pasan todo y a mí no me pasan el hecho de que
mi padre fuera panadero? ¿Qué estoy haciendo mal?

15 de noviembre de 1952

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He empezado un diario. Pero en mi caso tendría el mismo efecto que si hubiera
decidido empezar a criar canguros en una granja. Los días en la fábrica son aburridos
a muerte, no hay nada sobre lo que escribir, y además no entiendo qué es lo que está
pasando en este país. Pero hoy al fin tengo algo sobre lo que sí merece la pena
escribir. Me ha visitado el arquitecto Modráček. La última vez que lo vi fue justo
antes de la Navidad de 1947, cuando estaba firmando ejemplares de Historias de un
tejón sabio en la librería Barvic y Novotny. El libro se vendía bien, lo que suele
ocurrir cuando publicas un libro infantil antes de Navidad, así que estaba de buen
humor cuando la larga serpiente de mis lectores rozó con su cola (por cierto, ¿dónde
acaba el cuerpo de una serpiente y empieza su cola?). Le pregunté si había sido padre,
ya que compraba un libro infantil. Me explicó que todavía no, pero que con mi libro
para niños pretendía lanzar una indirecta en casa. Entonces le expliqué que los niños
no se hacían así y que, si me esperaba un minuto mientras recogía mis cosas, le
invitaba a cenar en el restaurante Stopky, y allí le explicaría el mejor método para
hacer niños. Discutimos un rato sobre quién tenía que invitar a quién: en Brno se
habían puesto de moda las mansiones de Modráček y, por otro lado, yo estaba
celebrando mi primer éxito editorial. Por esto último, insistí en que invitaba yo, y
quedamos en que la próxima vez me invitaría él a mí. En Stopky tomamos faisán
(Faisan en barbouille), como para no acordarse. Esa noche tenía la sensación de que
me había subido a las escaleras que me iban a conducir rápidamente al Olimpo de los
escritores. En Stopky me pasé la noche hablando de una gran novela que tenía a
medias. Modráček no me llamó en mucho tiempo. Pero eso lo entendí. Sucedieron
cosas que hicieron que todo cambiara, el tiempo rasgó el telón y yo, en vez de en el
Olimpo, terminé aquí, trabajando en una fábrica.
Así que esta vez fue él quien me invitó cenar. Otra vez, por supuesto, en Stopky.
Sorprendentemente, el sibarita restaurante y cervecería de los viejos tiempos había
sobrevivido saludablemente al fermento de la revolución, y aún cocinaban bien. Esta
vez no pedimos faisán, sino liebre con ciruelas, también una exquisitez con la que
hacía tiempo que solo soñaba. Cuando después de la liebre siguieron otros platos,
quise participar en el pago de la cuenta, sabía lo caro que era todo, pero él me dijo
que me lo debía. Además, él era aún un arquitecto de éxito, mientras que a mí, quién
sabe si por error o por descuido, me habían mandado temporalmente a un trabajo
miserable y mal pagado.

21 de noviembre de 1952

Escribo de nuevo sobre la cena con el arquitecto Modráček de hace tres días. No
logro sacármela de la cabeza. Fue, como poco, un encuentro interesante. La
conversación, al menos, fue curiosa. Primero me preguntó sobre la novela a medias

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de la que le había hablado de un modo tan entusiasta la otra vez mientras comíamos
aquel faisán prenavideño. A pesar de que estaba claro que no me había invitado a
cenar a cuenta de la novela, no pude resistirme y de nuevo me lancé a hablar sobre
ella. Mi trabajo en la novela se había atascado, pero eso pasa a veces con las novelas.
No me había rendido, solo la tenía que reescribir un poco. El papel protagonista se lo
había asignado al principio a un paracaidista que nos enviaban desde Londres, en
plena lucha partisana en Vysočina. Entonces, justo al acabar la guerra, me entrevisté
con uno de nuestros pilotos de la Royal Air Force, más que nada para consultar datos
con él. Ahora sé que el papel protagonista en la lucha partisana se lo tengo que
asignar a un paracaidista soviético.
Y esa es la razón por la que estoy trabajando ya durante tres años en la fábrica de
armas. Entre los trabajadores de la factoría hay antiguos partisanos.
Estupendo, espero que consigas terminar la novela pronto, dijo Modráček, y con
esto cerró este capítulo de nuestra conversación. No me sorprendió para nada que tras
diez minutos de hacer que escuchaba atentamente me hiciera callar y me explicara
por qué me había invitado a cenar. Luego, cuando escuché el asunto del que quería
hablar conmigo, reconozco que me quedé sorprendido. Sabía que era un excelente
arquitecto, y seguramente tenía mucho éxito, era en bastantes aspectos lo opuesto a
mí, él era un tipo práctico y racional. Por eso nadie esperaría que le interesaran
cuestiones literarias especializadas, como la relación entre ficción y realidad. Al
principio entendí mal lo que me quería decir, y creí que estaba intentando escribir
algo. La mayoría de la gente de éxito está convencida de que escribir es una especie
de hobby, que lo puede hacer cualquiera si se pone a ello.
Así que al principio quise entender que lo que le interesaba era averiguar la
proporción entre «verdad y poesía» en un texto literario. Pero me equivoqué. Por
alguna razón incomprensible para mí, le interesaba saber si lo que está escrito, lo que
existe en principio solo como texto literario, en un relato por ejemplo, puede luego
ocurrir en la vida real. O como lo diría yo: si la realidad puede copiar a la ficción,
igual que la literatura suele copiar la realidad.
Levanté la vista del plato. Incluso dejé los cubiertos a un lado y le miré con
curiosidad. Realmente me sorprendió lo que me pedía. Y cuando pregunté al
camarada arquitecto por qué le interesaba algo así, se encogió de hombros y dijo me
interesa, nada más. Y le conté que había unos cuantos casos famosos en los que la
realidad llegó a copiar a la literatura. Goethe escribió Las desventuras del joven
Werther y provocó una cadena de suicidios en serie que imitaban al que describía su
novela. Crimen y castigo, de Dostoievski, supuso la aparición de un ejército de
Raskolnikovs filósofos y asesinos. Pero él solo meneó la cabeza. No se quedó
satisfecho con mi explicación. Y ¿qué pasa si la historia descrita en un relato es
completamente insana?, objetó. ¿Puede la realidad copiar una historia así? Esto avivó
aún más mi curiosidad. Quise saber de qué historia estaba hablando. Me miró
fijamente durante un rato, pero después levantó el brazo y llamó al camarero.

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Stopky es, en realidad, una cervecería de lujo, y no es corriente pedir con la
comida una botella de vino. Sin embargo, los camareros están constantemente
alrededor tuyo, con sus bandejas llenas de cerveza de Pilsen. Modráček fue
extremadamente generoso, así que yo siempre tenía delante una jarra llena, y esto no
se acabó con la liebre. Comprendí que quería pedirme consejo sobre un asunto muy
importante para él, pero había algo entre él y su necesidad de contármelo que hacía
que no pudiera explayarse. Hablaba sin parar, pero no decía nada concreto. Estaba
nervioso, era cada vez más evidente. Por ejemplo, cortaba una y otra vez la carne en
el plato, pero luego no pinchaba nada y de nuevo dejaba el tenedor mojado en la salsa
sobre el mantel como si no se estuviera dando cuenta de lo que hacía.
Intenté aplacar su hambre de información, por muy imprecisa que fuera,
responder a su pregunta no pronunciada de forma que yo también hablaba sin parar, o
sea, que enviaba contra la corriente de su parloteo sin contenido mi propio parloteo.
La mayoría de todo lo que se ha escrito, le conté, ya ha ocurrido o está por ocurrir.
Uno escribe una historia y no puede estar seguro si dos calles más abajo no está
ocurriendo precisamente eso. Uno trabaja en una novela, pero la vida te suele llevar
ventaja, y luego resulta que en Nueva Zelanda esa historia está ya sucediendo, y con
dos horas de adelanto.
Entonces, ¿cómo es posible después reconocer lo que es una profana invención
del escritor y lo que no?, se interesó el camarada arquitecto. El escritor escribe un
relato, vale, pero ¿cómo hostias me entero de que eso no podrá suceder nunca? O al
contrario, ¿cómo mierda sé que va a pasar? Le recordé la máxima de Marx, o tal vez
de Engels, de que solo la praxis demuestra la teoría. Solo la vida comprueba cada
historia escrita. Pero luego pensé que ya era suficiente por ahora, y empecé a
levantarme para terminar la conversación, aunque en realidad iba solo al váter.
Cuando volví me esperaba otro plato (solomillo con setas).
Fue un festín opulento, de los que hoy no se podrían permitir ni los héroes
socialistas del trabajo. Hasta empecé a temer que en ese momento alguien del
restaurante cogiera el teléfono y llamara a algún gerifalte para contarle lo que estaba
pasando. Mientras que una familia obrera, en estos tiempos en que nuestra economía
está amenazada por las actividades recientes de la célula conspiradora antiestatal, no
puede comer carne más que una vez por semana, aquí unos ricachones, a los que
había que vigilar de cerca, habían comido liebre, dos perdices, lechón y si nadie los
detenía iban a comer pavo, pato, oca, lechecillas de ternera, salmón del Rin, trucha al
champán, kebab de cordero y si alguien no lo remediaba, puede que hasta ancas de
rana.
No recuerdo casi nada de la última media hora de nuestros opíparos platos en
Stopky. La consumición de cerveza y de platos a rebosar era tan monstruosa que
empecé a sentirme como rodeado de un paisaje neblinoso. Tengo la sensación,
aunque no apostaría por ello mi alma negra como el alquitrán, el hollín y la
carbonilla, de que el camarada arquitecto al final me contó la historia que tanto le

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preocupaba, ese relato cuya realización le interesaba tantísimo. Pero yo no recuerdo
nada, excepto que todo era muy extravagante. Había algo sobre un policía apresado.
Pero su extravagancia no explica por qué Modráček se comportaba de una manera tan
extraña, como si quisiera venderme su receta para fabricar un pegamento resistente al
fuego, o revelarme el escondite del Santo Grial. Me tenía que haber llamado la
atención que hubiera reservado una mesa en el lugar llamado «el búnker», un agujero
claustrofóbico, donde estábamos aislados del trajín del comedor y desde donde
observábamos todo como si estuviéramos admirando un baile de criaturas marinas
desde el ventanuco de un submarino. Pero ¿qué había de provocativo o de peligroso
en nuestro parloteo académico sobre literatura, que cada vez que un camarero se
acercaba a nuestra hornacina Modráček se callaba rápidamente, se quedaba con la
frase a la mitad y solo continuaba cuando veíamos la espalda del camarero?
Dejamos la lujosa cervecería cuando ya la estaban cerrando. El camarero jefe, un
tipo muy servicial, abriendo ostensiblemente piernas y brazos, nos acompañó hasta la
acera. Allí, como si fuéramos dos líderes comunistas, nos abrazamos, nos
besuqueamos y nos dispersamos en dirección a nuestras casas respectivas. Con paso
tambaleante me arrastré hasta la parada de Kobližna y tomé el último tranvía
nocturno. Caí en la cama como la cabeza de Robespierre en el cesto sangriento, y en
el primer sueño que tuve, aún en la frontera mal vigilada entre el sueño y la vigilia,
pude vislumbrar los peludos vómitos de la realidad.

11 de diciembre de 1952

Fui a Praga a una exposición de maestros del realismo socialista y en Narodní Třída
me encontré al camarada Sklivec. Hablé con él solo en passant en la acera y casi fue
un milagro que me reconociera, que se acordara de mí. Nos habíamos encontrado
hacía algún tiempo en algún acto literario, pero eso había sido antes de febrero del
cuarenta y ocho, y en el acto habían estado también algunos escritores aventureros
que luego el viento de la emigración había dispersado por otros países. En los últimos
años la carrera literaria de Sklivec iba en ascensión imparable. Fue uno de los
primeros que se llevaron el Premio Gottwald, por una novela no recuerdo sobre qué,
y ahora había publicado un libro de reportajes sobre los koljós soviéticos.
¿Por qué no escribes una historia sobre una persona auténtica?, me preguntó
durante ese tropezón en Narodní Třída. Y ¿dónde iba a encontrar aquí algún
Meresiev? Pero ¿qué dices? No tiene por qué ser justo un piloto sin piernas. Dices
que trabajas en un fábrica, ¿no? Pues coge a uno de los obreros, algún capataz de la
brigada socialista y escribe su biografía. Eso es lo que está de moda. Nada de ficción,
¡la vida real! El tiempo de las novelas ha tocado a su fin. Ha comenzado el tiempo de
las biografías reales. Se publican a decenas: El soldado y la paz, Las colinas
mágicas… Esas chorradas. Y me apretó el hombro: Perdona, pero me tengo que ir,

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tengo prisa.
Cuando le dije a Modráček que estaba en la fábrica de armas para consultar mi
novela con los antiguos partisanos mentí, claro, pero de todas formas no me creyó.
Allí no trabaja ningún partisano. Al contrario, como me he enterado después durante
estos dos años (todos los trabajadores tienen tendencia a delatar al vecino, es una
mala costumbre y quizás su única alegría en la vida), todo es gente que tiene alguna
mancha en sus expedientes de la época del Protectorado. En cuanto Reinhard
Heydrich subió al poder, tomó enérgicas medidas para que los trabajadores checos de
la industria armamentística tuvieran ventajas de lo más variado. Después se lo
agradecieron colaborando libremente con la Gestapo. Y después de la guerra, los de
la fábrica de armas de Brno organizaron una deportación salvaje de alemanes a fin de
borrar sus pecados del Protectorado. Así que la «historia de un hombre auténtico», la
biografía de alguien que trabajara en la fábrica de armas de Brno, sin duda
constituiría un auténtico acontecimiento literario. Seguro que me concedían el premio
nacional más importante de todos: la soga de cáñamo. ¡Ay, eso no ha sido un buen
chiste! Entiendo que sobre ciertas cosas conviene cerrar el pico de momento, porque
la sociedad comunista está aislada por el mundo enemigo y hay que medir cada una
de nuestras palabras. Y si cometemos algún irreflexivo tropezón, los enemigos del
socialismo enseguida aprovecharán, porque están alerta. Pero llegará un día, y no
tengo dudas sobre ello, en que el orden socialista será tan fuerte que podrá soportar la
cruda verdad de las cosas.

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VERANO DE 1952 – VERANO DE 1947

Un soleado día de finales de junio de 1952. Cuando el arquitecto Modráček


regresaba a mediodía de la inspección de la obra en la calle Botanická, se paró con
sorpresa en un escaparate situado enfrente de Běhounská 3/5. Al lado del restaurante
U Cajplů había una tienda de juegos y naipes. Pero lo que vio allí al principio casi lo
asustó. Se acercó para cerciorarse de que no se había confundido. Sí, había un tablero
de ajedrez y dispuesto en él un problema de ajedrez de dos movimientos. En la tienda
de juegos y naipes tuvieron la idea de poner cada semana un problema de ajedrez en
el escaparate, y el peatón casual que lo resolviera obtendría de regalo una publicación
sobre ajedrez de las que allí vendían. Pero ese problema que tocaba esa semana era el
único de todos los que hay en el mundo que Modráček se sabía… Modráček se quedó
allí anonadado durante un rato en que su mente le transportó muchos años atrás.
Hasta un soleado día de verano de 1947.

* * *

Un soleado día de verano del año 1947. Modráček, en su estudio de la calle


Kounicova, estaba justo colocando papel de cebolla sobre una cartulina para delinear
con tinta el proyecto final de la mansión familiar del abogado Pyse, cuando alguien
llamó al timbre de abajo. Era un chaval con rizos.
Me manda mi padre.
¿Y quién es tu padre?
El constructor Konečny.
No era nada sorprendente. Ahora que Modráček construía como loco una
mansión de dudoso gusto tras otra, ahora que tenía su oportunidad comercial,
despertaba el interés de los constructores bernienses, de todos esos que encantados se
querrían unir a su coyuntura. Así que esperaba algo similar del constructor Konečny.
Extendió la mano con la palma abierta. Pero el chico no se metió la mano en el
bolsillo y se sacó una tarjeta de visita de su padre con una oferta de colaboración y un
insinuante eslogan como que la empresa Konečny y Svátek es heredera de la mejor
tradición desde antes de la guerra, lo cual es garantía de satisfacción de arquitectos y
contratistas. No, no hizo nada semejante. El chico se limitó a decirle que su padre le
saludaba y que tenía algo para él que le iba a hacer mucha ilusión. Y que tenía que ir
a recogerlo por la tarde al club de ajedrez del hotel Avión. Y antes de que Modráček
pudiera decir algo, el chico se volvió y desapareció corriendo.
Modráček enseguida se olvidó del asunto. Le pareció poco digno perder tiempo
con un recado que le había dado un chaval con un parche en el culo, así, por las

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bravas, en la puerta de casa. Pero cuando por la tarde se apresuraba en dirección al
calor del hogar a ver a su nueva amiga, dio en cambio un rodeo por la calle Česká y
se pasó por el hotel Avión, al principio pasó simplemente por delante, pero luego,
como en una película puesta hacia atrás, regresó sobre sus pasos. Durante un rato se
quedó inmóvil ante la entrada. «Mi padre tiene algo para usted que le va a hacer
mucha ilusión…» Ay, la curiosidad, esa obsesiva metomentodo.
Cuando entró por un estrecho pasillo hacia el café, echó una ojeada al club de
ajedrez. Recordó que se había encontrado una vez allí con el constructor Konečny.
Pero fue un encuentro del que no salió nada, no tuvo segunda parte. Así que ahora no
esperaba reconocer al tipo, en caso de que en realidad estuviera allí. Sin embargo, en
cuanto se asomó al área repleta de mesas de ajedrez, de una de ellas se levantó
alguien, sonrió a Modráček y fue a su encuentro.
Señor arquitecto, tenga la amabilidad de esperar un momento. Solo voy a anotar
la partida que he dejado a medias. Le tendió una silla, regresó a la mesa de ajedrez,
anotó algo en una cuartilla y se la metió en un bolsillo del chaleco.
Venga, por favor, vivo aquí al lado, en la calle Solniční.
Modráček quiso resistirse a que de buenas a primeras lo llevaran a saber dónde.
Pero el constructor Konečny insistió. Lo aguardaba una agradable sorpresa. Le
aseguró que no se iba a arrepentir.
Probablemente le extrañe que no le diga lo que le está esperando, pero estaremos
de acuerdo en que entonces no sería ya una sorpresa. Verá, va a ser muy agradable, no
quiero que se lo pierda.
Modráček empezó a pensar también en que su amiga, acostumbrada a la
puntualidad, iba a estar dentro de veinte minutos en la puerta a la escucha por si el
ascensor se movía del bajo. Allí en la calle Masová, el ascensor estaría ahora mismo
parado, o subiendo con sus pasajeros a otro piso, a otros apartamentos y a otros
brazos, mientras que él en el mismo instante estaba subiendo en ascensor en otra
casa, un bloque de pisos burgués y elegante de comienzos de los años veinte. Es
difícil imaginar que ese trueque de ascensores, el de la calle Masová por el de la calle
Solniční, podría estar justificado por algo realmente excepcional. Nosotros también
nos morimos de curiosidad.

El apartamento del constructor Konečny era igual de perfecto que el edificio en el


que estaba incrustado (tal que un panel de vidrio en una vidriera). Modráček echó un
vistazo atento. Para él la arquitectura no terminaba en el tejado, sino que abarcaba
todo lo que estaba debajo: la decoración de cada apartamento, por ejemplo. Para
decirlo en sentido figurado, si tras una catástrofe sobreviviera de todo el edificio solo
una banqueta en un estudio del ático, Modráček no tendría ningún problema en
reconstruir toda la casa a partir simplemente de ese banco. El agradable interior del
apartamento de Konečny despertó la confianza de Modráček en el constructor, y

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también la extraña seguridad de que no iba a poner a prueba la paciencia de su nueva
amiga en vano, porque aquí seguramente lo esperaba una agradable sorpresa.
Atravesaron la entrada y el cuarto de estar, y luego Konečny abrió la puerta de su
gabinete de trabajo e indicó a Modráček que entrara. Lo primero que vio Modráček
fue un escritorio lleno de dibujos enrollados y pilas de documentos, aunque también
había una escultura modernista de bronce que representaba a Diana con un ciervo al
lado. Pero el constructor se dirigió a la pared derecha. Allí colgaba un cuadro. Bueno,
nada de un lienzo grande, era más bien un cuadrito, pero el hecho de que el resto de
la pared estuviera desnuda hacía ver que era un cuadro realmente excepcional para el
constructor. A Modráček el cuadro le resultó vagamente familiar, una concha de
molusco y una hélice separándola de una silueta masculina con las piernas abiertas.
Pero solo cuando se acercó y pudo ver la firma estampada en una esquina se volvió
hacia el constructor y esperó una explicación.

Verá, lo llamamos en broma «la ruleta rusa». El ajedrez no es ningún juego de azar,
ninguno de nosotros lo entiende así. Pero una vez al mes hacemos una excepción.
Entonces se juega, cómo lo diría, a vida o muerte. La tarde en que eso ocurre es
excitante, nos dedicamos a un único tablero, a una única mesa, alrededor de la cual
nos apiñamos todos. La partida se tiene que terminar a la hora a la que cierran el café.
No voy a contarle todo lo que se ha apostado en esa peculiar «ruleta rusa»
ajedrecística. Además, es el secreto de nuestro club. Y tampoco le diré lo que me
aposté aquella vez si perdía la partida. Solo le diré que el propietario del cuadro era
un emigrante austriaco de origen checo que huyó a Francia tras la anexión, donde se
hizo con el cuadro en azarosas circunstancias. Al parecer, se lo llevó luego consigo a
América y tras la guerra lo trajo de nuevo a Europa metido en la maleta. Y, como era
un jugador nato y a la vez un excelente ajedrecista, no se resistió a la oferta de
apostarlo en nuestra «ruleta rusa». Así que, tras un encuentro de esos que a uno le
ponen los nervios de punta, donde todos se apretaban alrededor de nuestra mesa y
donde los camareros y camareras se mezclaban con los espectadores, resultó que
acabó perdiendo la partida. Esto ocurrió hace un año. El propietario del cuadro no se
quedó mucho tiempo entre nosotros. No quería regresar a Austria, donde hay una
zona soviética, y aquí lo asustaron las elecciones que ganaron los comunistas. Nos
dijo que estaba convencido de que caeríamos en eso de lo que él lleva huyendo años.
Bueno, y una vez que le he contado esto, paso a detallarle por qué me he puesto en
contacto con usted. Creo que usted tiene algo que yo deseo poseer. Y estoy dispuesto
a cambiarlo por este cuadro. ¿Qué me dice?
Aunque Modráček aún no sabía lo que tendría que ofrecer a cambio, sabía que lo
haría, porque ¿qué arquitecto no querría tener un cuadro de Le Corbusier? Le
Corbusier, junto con Adolf Loos, fue uno de los dos iconos del comienzo de la
vanguardia arquitectónica europea. Sus obras dieron paso a una nueva época y ambos

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fueron también los teóricos cuyas ideas abrieron paso al funcionalismo. Además, Le
Corbusier fue escultor y pintor; según él, la arquitectura y las artes plásticas creaban
un todo. Pero antes de que Modráček pudiera hacer su pregunta, Konečny ya le
respondió.
Ya que conseguí este cuadro muy barato, hagamos que igual que vino se vaya. Lo
gané en una partida de ajedrez y yo se lo ofrezco a usted a cambio de jugar dos
partidas de ajedrez. Dos partidas de ajedrez a dos movimientos.
No le entiendo.
Se lo voy a explicar rápidamente. Como le he dicho, creo que usted tiene algo que
yo deseo muchísimo. Sé que su padre se estuvo escribiendo durante muchos años con
el escritor Vladimir Nabokov. Tradujo sus poemas y relatos, y dicen que hasta se
conocieron personalmente. Pero Nabokov no solo era un gran escritor, cosa que yo no
soy capaz de juzgar. Fue, además, uno de los más geniales autores de jugadas de
ajedrez a dos movimientos que han existido nunca. Son problemas de ajedrez en los
que las blancas dan mate en solo dos jugadas. Y resolver estos problemas constituye
casi siempre una experiencia trascendente, o yo aún diría, mística. En el momento en
que uno resuelve esos dos movimientos asombrosos que llevan a culminar la partida,
algo se remueve en lo más profundo de su corazón, y hasta le corren hormigueos por
la espalda. Ahí reside su gran belleza. Lo arrebata a uno completamente. Eso que le
cuento me sucedió con una de las jugadas de Nabokov que vi por casualidad en la
revista rusa de emigrantes Sovremenniye zdpiski. Y no me puedo imaginar que
Nabokov, puede que gran escritor, vale, pero sobre todo autor de geniales problemas
de dos movimientos, no me puedo imaginar, digo, que no hablara de ello con su
padre. Siquiera una vez. Así que, si le parece, quedaremos mañana a esta hora en este
mismo lugar. Tráigame dos de esos problemas de Nabokov y el Le Corbusier será
suyo.
Lo dejó marchar con benevolencia y entonces Modráček pudo apresurarse ya a la
casa de su ya muy impaciente amiga.

Modráček no estaba seguro de si el cuadro que le habían enseñado era original,


incluso ni de si todo aquello no sería una broma de Konečny. Tal vez el constructor se
estaba tomando la revancha porque no lo admitió por entonces en su coyuntura
constructora. Como no se quedó tranquilo, al día siguiente se pasó por la facultad a
hacerle una visita al profesor Krejcar. Si había alguna autoridad en Brno por la que
Modráček habría puesto la mano en el fuego, esa era el arquitecto Jaromír Krejcar.
Pues debes de ser el único en todo Brno que no lo sabía. Yo mismo quise comprar
ese cuadro, pero no hubo manera. El tipo no quiso vendérmelo. Si tienes algo que
Konečny realmente quiere, yo en tu lugar no lo dudaría.
Solo entonces Modráček supo que la autenticidad del cuadro estaba fuera de toda
duda. Repasó cuidadosamente la correspondencia de su padre con Nabokov, y todo lo

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que se relacionaba con ella, cualquier cosa escrita, pero no encontró nada que pudiera
pasar ni por asomo por una anotación en ruso de una jugada de ajedrez. A pesar de
ello, esa misma tarde se llevó toda la correspondencia entre Nabokov y su padre al
hotel Avión, Konečny y él se sentaron aparte, y se pasaron lo que quedaba de día
hojeando cuartillas y más cuartillas repletas de garabatos cirílicos. Después volvieron
a repasar de nuevo las cartas, hoja tras hoja y las colocaron otra vez en la carpeta.
Konečny la dejó delante de Modráček.
Lo siento de veras, señor arquitecto. ¿Pero sabe una cosa?, preguntó. Entonces se
quedó en silencio durante un rato. Usted desea mucho ese cuadro, ¿verdad?
¿Y quién no?
Asintió. No se vaya todavía. Tómese un chupito conmigo. Tal vez no me entienda
del todo, pero yo no daría ese cuadro a nadie a cambio de dinero. Nunca lo vendería,
a ningún precio. Sin embargo, sí que estoy dispuesto a desprenderme de él. Con
condiciones. Lo intentaremos de otro modo. Usted, señor arquitecto, ¿no jugará al
ajedrez?
Por desgracia, no. Hace tiempo, cuando era estudiante, intenté aprender. Pero
nunca tuve demasiado tiempo ni paciencia.
Le parecía una pérdida de tiempo, supongo.
Yo no he dicho eso.
Pero si lo hubiera dicho estaría usted en lo cierto. Este juego es un devorador de
tiempo. Así que si le pusiera delante de un tablero, no solo no sabría lo que es el
gambito de Evans, sino que tal vez ni sabría cómo mover bien el caballo. ¿Me
equivoco?
No, realmente no sabría ni cómo mover bien el caballo.
No se disculpe usted.
No pretendía disculparme.
Eso me gusta. Es usted virgen en el ajedrez, no ha besado aún ni la reina ni la
torre. Así que mi oferta sigue en pie. Solo que cambiaremos las reglas. Le preguntaré
de nuevo: ¿quiere usted el cuadro? En ese caso haremos un contrato por escrito.
Y tendrá que acompañarme de nuevo a mi apartamento. Claro, usted se
preguntará sobre qué va a ser el contrato. Bien, el Le Corbusier es suyo si en una
semana, es decir, en ciento sesenta y ocho horas, es capaz de resolver usted el único
problema en dos movimientos de Nabokov que tengo en casa. Y con su firma se
comprometerá a que nadie le podrá ayudar.
Y yo con mi firma me comprometeré a darle inmediatamente y sin condiciones ni
dilaciones el cuadro de Le Corbusier si me trae la solución en el plazo de tiempo
acordado. Y no solo conseguirá el cuadro. Lo más importante es que, además, la
resolución del problema de ajedrez le proporcionará una experiencia trascendente, o
si lo prefiere, mística, y la belleza de la solución lo arrebatará de modo que algo en su
interior se removerá. No, no me mire así, señor arquitecto, estoy hablando en serio.
Termínese su chupito y, mientras tanto, iré al guardarropa a coger su sombrero.

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EL PROBLEMA DE AJEDREZ

Me daba perfecta cuenta de que estaba haciendo algo indebido. Existe una jerarquía,
y en esa jerarquía el arquitecto está muy por encima del constructor. Pero la obsesión
de poseer el cuadro actuaba en mí con tal fuerza que casi estaba dispuesto a ponerme
a hacer cabriolas delante de Konečny. También veía perfectamente que me estaba
manipulando, y que obtenía gran placer de ello, aquello era innegable. Y aun
sabiendo todo esto, acepté. No creo que deba insistir en que el cuadro no me
interesaba como propiedad, o como inversión. Admiro a Le Corbusier infinitamente,
es para mí casi como un santo. Puede que cuando lo tenga en mi estudio, me
avergüence de realizar ante sus ojos esas fechorías, de ser un mero manufacturador de
enanos arquitectónicos. Por ese precio mágico uno es capaz de hacer cualquier cosa.
Me dije que un problema de dos movimientos no podía ser tan complicado. Solo
tenía que intentar todas las variaciones que condujeran a un mate en dos
movimientos. Así que me puse a ello sistemáticamente. Conociendo, además de los
movimientos básicos, también las reglas básicas del ajedrez, no habría un número tan
grande de variaciones de dos movimientos. Y si, de toda la semana, es decir ciento
sesenta y ocho horas, restaba diez horas de descanso cada día, es decir, seis horas de
sueño y cuatro horas para otras necesidades, me quedarían noventa y ocho horas. Y si
la mitad de la semana, es decir, cuarenta y nueve horas, las dedicara a aprender
minuciosamente las reglas del ajedrez, me quedarían otras cuarenta y nueve horas de
tiempo neto para intentar ensayar todas las variaciones de dos movimientos. Y que el
diablo me lleve si con tales premisas no consiguiera descifrar el problema.
Dispuse todo para que nadie me interrumpiera, y me preparé para lo que supuse
serían unas agradables vacaciones de una semana. Además, así lograría descansar de
mi rutina diaria en la coyuntura constructora. Y tal vez incluso llegaría a sentir ese
movimiento interior del que me habló Konečny, que siente todo aquel que resuelve el
problema de Nabokov.
Las primeras cuarenta y nueve horas las dediqué entonces a estudiar
minuciosamente el arte del ajedrez. Desde los tipos de apertura, pasando por el juego
medio hasta estudiar los diferentes mates. Me hice con unos cuantos tableros (cinco)
en los que dispuse diferentes partidas famosas. Hasta entonces no tenía ni idea de
que, por ejemplo, la teoría de las aperturas del juego formaba una estructura tan
compleja. Por supuesto no olvidé estudiar el gambito de Evans. Le dediqué una
atención especial, porque tomé el comentario de Konečny sobre él como una
indicación. Así que averigüé en el diccionario enciclopédico de Otto que W. D. Evans
fue un capitán de una flotilla comercial que, durante los interminables viajes por el
Atlántico y el Pacífico entre 1831 y 1856, siempre encontraba tiempo para echar una
partida de ajedrez con su primer oficial. Para que aquello fuera posible en alta mar,
las figuras tenían unos pinchos de cobre con los que se enganchaban en los orificios

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correspondientes de las sesenta y cuatro casillas de un tablero de palisandro, así que
Evans y el primer oficial podían jugar incluso durante las tormentas más furiosas,
cuando el barco se bamboleaba desaforado como si tuviera el baile de San Vito.
Quisiera decir que durante esas cuarenta y nueve horas, durante la primera mitad
de la semana, aprendí más o menos a jugar, pero solo mucho más tarde comprendí
que con la mención del gambito de Evans, Konečny me había apartado a propósito
del camino a seguir. Seguro que Konečny se estaba divirtiendo de lo lindo
imaginándome abismado sobre los libros y estudiando teoría ajedrecística. Entre una
partida de ajedrez y un problema de dos movimientos (y Konečny lo sabía
perfectamente) hay una diferencia fundamental. Si entonces hubiera superado mi
horror al alfabeto cirílico y hubiera leído las cartas de Nabokov a mi padre, me habría
enterado de que «los problemas de dos movimientos, ese arte encantador y a la vez
inútil, constituyen una disciplina aparte del juego del ajedrez. Su relación con la
batalla sobre el tablero se podría definir diciendo algo así: incluso un malabarista
utiliza ciertas propiedades de las bolas para crear en el aire su frágil universo. A los
verdaderos jugadores de ajedrez estos raros pasatiempos no les interesan lo más
mínimo. Sienten y admiran su belleza, pero no son capaces de crearlos, porque no son
cosa de la experiencia o de la técnica ajedrecística, sino de la inspiración, de una
combinación entre la música, las matemáticas y la poesía». Así que probablemente
malgasté la primera mitad de la semana. Hubiera bastado con que aprendiera a mover
las figuras y ya en la primera hora del primer día dispusiera las figuras según marcaba
en el problema a resolver. Pero como tampoco tenía ninguna inspiración para esos
problemas, malgasté también la segunda mitad de la semana, las otras cuarenta y
nueve horas.
Estoy habituado a trabajar intensamente y con gran entusiasmo, y soy bastante
bueno soportando situaciones adversas, pero nunca antes ni después había
experimentado que mi mente no funcionara y que no obtuviera ningún resultado. Al
comienzo de la segunda mitad de la semana coloqué en los cinco tableros que tenía
desperdigados por mi apartamento las figuras marcadas por el problema. Meditaba
sobre ello ya desde que me sentaba a desayunar. Incluso me despertaba durante el
sueño y sentado en la cama, ya despierto, miraba el pequeño tablero que tenía sobre
la mesilla, alumbrado con la lamparita de leer del cabecero de la cama, hasta que de
nuevo me dormía sentado y me despertaba una hora más tarde, tras un paseo onírico
por una larga alameda de castaños en la que tras cada árbol me esperaba un alfil, un
caballo o una torre. Normalmente, me bastaba una semana para imaginar y diseñar un
proyecto arquitectónico entero, incluidos los interiores y los más pequeños detalles.
Pero en toda la semana que dediqué a intentar solventar el problema de Konečny, no
logré acercarme ni un milímetro a la solución. Si al principio de la semana no sabía
nada sobre estos problemas de ajedrez, al final de la semana solo sabía que no tenía ni
la más mínima oportunidad de aprender nada sobre el tema. Solo logré grabármelos
en la memoria para siempre.

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Konečny me llevó a una de las mesas vacías, dispuso las figuras justo como en el
problema de Nabokov, y tras una pequeña pausa que degustó convenientemente,
extendió la mano y la colocó sobre un alfil blanco que movió hasta C2. ¡Cuidado!,
quise gritar, pero el constructor, que escuchó incluso mi palabra no pronunciada,
enseguida me demostró qué movimiento tan extraordinario era y lo que seguía a
continuación.
(Había ocurrido el 19 de mayo de 1940 a las dos y media de la mañana tras unas
gruesas cortinas que separaban la habitación de Nabokov de un oscuro y ahogado
París. Tras tres frenéticos meses y unos pocos minutos de inspiración, el maestro
finalmente construyó su mejor y más genial problema de dos movimientos. Fue así
como dispuso su mejor composición ajedrecística, bajo la luz tenue de una lamparilla
de noche. Al lado de la mesilla dormían su esposa y su hijo. De debajo del sofá
asomaba un camión de juguete y encima había tirado un periódico con un enorme
titular que anunciaba la invasión alemana de Holanda).
Eso había sido un día de verano de 1947. Unos dieciséis meses después, el
constructor Konečny intentó cruzar la frontera, fuertemente vigilada, y fue (según me
enteré en los círculos de la construcción) abatido a tiros. En la maleta tenía, me
imagino, entre otros objetos de valor que le habrían permitido sobrevivir durante los
primeros meses de traición capitalista, el famoso cuadro de Le Corbusier. ¿Dónde
estará ese cuadro hoy?

Cinco años me separan de aquellos lejanos días de verano, el verano en el que me


pasé cuarenta y nueve horas de mi tiempo neto resolviendo un problema de ajedrez
ideado por Vladimir Nabokov muchos años antes. Es un mediodía soleado de verano
de finales de junio de 1952. Regreso de una inspección en la obra de la calle
Botanická, y aunque en casa me espera sin duda una comida recién hecha (mi mujer,
invisible para mí y a quien no atiendo, a pesar de su invisibilidad no desatiende
ninguna de sus obligaciones, así que antes del mediodía sale de la consulta de
estomatología donde trabaja y termina de preparar la comida que dejó a medio
cocinar la noche anterior), me decido a caer en la tentación de ir a la taberna U
Cajplů, donde comeré algo y me beberé una cerveza de Pilsen bien fría.
(Tú, mi querido oyente, hinchado de paciencia como una paletilla de cordero
rellena de carne picada de ternera y cerdo y pan blanco remojado en leche, con
champiñones troceados, condimentada con ajo, tomillo, laurel, y sin embargo tan
invisible para mí como mi mujer; aunque no me prepares la comida ni me limpies
servicialmente, con perdón, el culo, a pesar de ello, escucha, te tengo en cuenta y te
tomo en consideración, y por eso ahora voy a resumir para tu beneficio un poco de
esta información orientativa).
La entrada del restaurante U Cajplů queda justo enfrente de la casa donde vivo. A

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la izquierda del restaurante, una casa más allá, está el ambulatorio, donde pueden
encontrar a mi mujer, que saca algo de la boca de un paciente, enjuáguese por favor y
ahora abra la boca otra vez, y a la derecha, y sigo hablando desde la entrada de la
casa número 3/5, o si lo prefieren desde la ventana de mi estudio, bueno, pues a la
derecha de U Cajplů hubo hasta el año 1948 una joyería. El dueño de la joyería, Filip
Roth, que fue el único de la numerosa familia Roth que sobrevivió a la limpieza
étnica del Protectorado porque tuvo la inspiración de marcharse a tiempo de Brno y
mudarse a Newark, en Nueva Jersey, pues ahora, de nuevo a tiempo, tras la histórica
victoria de la clase obrera en Checoslovaquia, se ha vuelto a marchar a Newark.
Durante un tiempo el local ha sido lo más parecido a un diente cariado, como ese que
justo ahora mi mujer rellena con amalgama de plata poniendo un empaste, y ahora
muerda, no tema. Bien, pues en ese mismo local pusieron hace un año una tienda de
juegos y naipes.
Bueno, pues estoy volviendo, como les digo, de la inspección del bloque de pisos
socialistas de la calle Botanická, y como me dirijo a U Cajplů camino por la acera
derecha de la calle, si se mira desde la plaza de la Libertad, y entonces de pronto veo
periféricamente algo en el escaparate de la tienda de juegos y naipes, me detengo y
camino hacia atrás, como ya sabemos, doy marcha atrás hasta el escaparate y allí me
vuelvo lentamente de cara al cristal. En la tienda de juegos y naipes, como también
sabemos, tuvieron la idea de poner cada semana un problema de ajedrez de dos
movimientos en el escaparate, y el viandante que pasara por allí y lo resolviera
obtendría una publicación de ajedrez.
Así que entro y cuando el vendedor levanta la cabeza de un paquete en el que
estaba envolviendo un parchís a un cliente, digo enseguida desde la puerta: alfil a C2.
El vendedor me mira sin comprender y luego dice: ¿Qué? Repito que las blancas
tienen que mover el alfil a C2. Finalmente entiende. En la torre de San Jacobo, a la
vuelta de la esquina, suenan las campanadas que anuncian el mediodía. Por la calle
pasan unos coches alegremente y luego alguien dice: «… tiene un ancla
electromagnética que cuando se interpone activa un interruptor de mercurio…». Si en
ese momento alguien me hubiera desnudado habría visto claramente en mi cuerpo
unos estigmas colocados precisamente en la posición de las piezas del problema de
Nabokov.
El vendedor me indica que espere un momento, pone un lazo en el paquete y pega
en él la obligatoria pegatina que anuncia el plan quinquenal o qué sé yo, coge el
dinero y la caja registradora truena. Entonces se arrodilla ante el escaparate, saca el
tablero y lo pone en el mostrador. Muevo el alfil blanco, dejo que me lo coma el peón
negro y luego doy un «mate de la coz» al rey negro.
El tipo no esperaba que alguien lo resolviera. Esto es una verdadera charada de
ajedrez.
Asiento y le enseño unas cuantas combinaciones ilusorias escondidas en ese
problema, como si fueran monedas falsas en una bolsa. Me mira fascinado y luego

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me pregunta que cómo conocía ese problema en dos movimientos.
Buf, de eso hace muchos años. Bueno no son tantos años, pero era una época
completamente diferente.
Ah, dice como si me entendiera.
Pero ¿dónde dio con él?, si me permite la curiosidad.
En una revista soviética que alguien me trajo.
Yo levanto las cejas sorprendido. En el mostrador el dependiente pone un número
antiguo de la revista de emigrantes Sovremenniye zápisky. Y me explica que como no
sabía ruso tuvo que descifrar el problema y la solución letra por letra con un
diccionario editado por la Comisión Central de Cursos Populares de Ruso de la Unión
de la Amistad Ruso-Checoslovaca. Hay que reconocer que a ese tal Nabokov, o como
se llame el andoba, le salió un problema de ajedrez que te mueres.
Pero Nabokov no solo es un genio en el ajedrez, le hice notar. Es sobre todo un
genio literario.
Enseguida se empieza a disculpar: Es que ahora han salido tantos escritores rusos
geniales que a uno no le da tiempo a conocerlos a todos. Pero trataré de arreglarlo.
Se lo aconsejo. ¿Aún tiene algún otro ejemplar de esta revista?
De momento no tengo ninguna otra revista soviética. Pero eso también lo
arreglaré.
No dudo en ningún momento que el número de Sovremenniye zápisky que está
delante de mí en el mostrador es el mismo número de la revista de emigrantes rusos
que trajo de Francia aquel checo de Austria junto al cuadro de Le Corbusier, el
mismo ejemplar del que el constructor Konečny había sacado el problema.
Su premio por haber resuelto el problema. Y el vendedor me tiende dos libros
para que elija uno. O bien Partidas de ajedrez del torneo de Mariánské Ldzné, o bien
El legado ajedrecístico de Alienjin, de Kótov. Pero niego con la cabeza y digo que el
ajedrez no me interesa nada en absoluto. Cuando me voy me mira un poco
confundido. Reconozcamos que también yo en su lugar le miraría de la misma
manera.

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MODRÁČEK ATRAPA A LÁSKA

Es sorprendente, pero solo cuando algo más tarde bajé al sótano a mirar otra vez la
jaula para osos que había colocado justo en medio de la cúpula subterránea, se me
ocurrió (y esta vez fui armado con una linterna como las que utilizan los espeleólogos
en las cuevas de un karst) que este nuevo encuentro con Nabokov no había sido
casual. Sí, Nabokov esperándome en el escaparate de una tienda de juegos y naipes
era algo así como el fantasma del padre de Hamlet apareciéndose a su principesco
hijo: Tu misión aún no está terminada, hijo mío…
Lo que me asustaba cada vez más claramente era el encadenamiento de dos
hechos que por sí mismos, es decir, en tanto eslabones individuales de la cadena,
parecían ser meramente casuales. Cuando descubrí el subterráneo y a la vez recuperé
el relato de Nabokov del legado de mi padre, todo se unió como con un pegamento
invisible. Y cuando decidí colocar allí aquella gran jaula dorada para osos, tuve la
sensación de que ya estaba todo hecho, y que con este acto simbólico (el hombre es
una criatura apegada a los símbolos) había cumplido la promesa que le había hecho a
mi hermana muerta: dispuse al menos en aquel subterráneo una cárcel simbólica para
el teniente Láska. Pero ahora, en medio de todo esto, se había mezclado mi antiguo
encuentro con el constructor Konečny. Si él no hubiera escuchado casualmente que
yo conservaba la antigua correspondencia de mi padre con Nabokov, y si no hubiera
poseído el cuadro de Le Corbusier como moneda de cambio, y si no me hubiera
ofrecido el cuadro por resolver un problema en dos movimientos, y si no hubiera
averiguado que yo no tenía ese problema, y si no hubiera estado tan seguro de que ni
después de una semana habría sido capaz de resolverlo, y si mis ansias por obtener el
cuadro no me hubieran condenado a estudiar el problema con tal intensidad que su
mecánica se me grabara en la memoria con letra indeleble, yo no me habría inmutado
cinco años después al ver de reojo en un escaparate enfrente de mi casa precisamente
ese problema, y no habría sentido correr por mi espalda una descarga eléctrica, como
de hecho ocurrió.

Colocar en el subterráneo la jaula dorada fue indudablemente el primer paso de mi


plan, o si lo prefieren, el primer movimiento de mi partida. Justamente, esto también
era como una partida de ajedrez. Comprendí que en el segundo movimiento tenía que
arreglármelas para meter en la jaula algo que fuera del teniente Láska. Solamente
después estaría consumado mi acto simbólico. Pero ¿cómo conseguir algo que
perteneciera a Láska?
Estuve considerando la posibilidad de forzar de alguna manera un interrogatorio
con él y aprovechar la ocasión para quitarle algo. Y podría haber sido cualquier cosa,
por ejemplo, una miga de pan que se le hubiera caído de la boca durante la comida,

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algo con su saliva, que fuera parte de su persona y tal vez ¡de su yo más íntimo!
En mi imaginación fui tan lejos que accedí incluso a un larguísimo interrogatorio
con él, como si entre tanto se hubieran parado las horas, y el interrogatorio hubiera
durado de un amanecer hasta el siguiente. Láska (para no dejarme descansar y para
seguir con su ininterrumpida machaconería en los interrogatorios, en los que las
preguntas se encadenaban férreamente) se veía obligado a desayunar en mi presencia,
a comer, a merendar, a cenar. Y mientras yo respondo a su pregunta número mil
setecientos ochenta y cuatro, él abre una bolsa marrón en la que su mujer le ha
envuelto el pan, saca una rebanada y la muerde con fruición. Y mientras come, a la
vez sigue preguntando, y las migas se desparraman por la mesa. Cuando termina,
arruga la bolsa y la tira a la papelera. Y retira las migas de la mesa con el brazo. El
reflector vuelto hacia mi cara no me deja ver cómo las migas van cayendo una por
una al suelo, pero como es bien sabido, cuando un sentido no funciona el resto se
agudiza. Y escucho cómo las migas caen al suelo, incluso sé perfectamente dónde, en
qué parte. Justo entonces tengo un fingido ataque y me tiro al suelo en la misma
dirección que las migas, y siento cómo las migas se me pegan a las mejillas, y me
restriego con ellas entre convulsiones y desvanecimientos, pero luego me levanto
rápidamente para evitar que Láska me rocíe con agua y se lleve mis preciadas piezas.
Levanto los brazos como si me despertara de un desmayo y me paso las manos por la
cara.
Poco después de mi «desmayo» y mis «convulsiones» Láska me suelta, acaba el
interrogatorio temiendo que me pueda «quedar tieso en el sitio» (como seguramente
le ocurrió con mi hermana). Tiene un mal día, así que váyase, me dice, y me dan un
puntapié en dirección a la calle Běhounská, que a esas horas ya está despertándose.
Son las cuatro de la madrugada, estoy más agotado que el perro de un panadero, pero
a la vez soy feliz como un hámster en su carrusel. He conseguido un puñado de migas
procedentes de mis dos mejillas. Me voy con los puños apretados, lo que Láska
interpreta erróneamente como mi persistente oposición hacia el régimen socialista.
En casa le pido a mi invisible esposa que me alcance un dedal del costurero. Y
allí echo mi tesoro de migas, con ayuda de un billete de tranvía arrugado. Lo guardo
bajo la almohada y me voy a dormir. Por la tarde, en cuanto me despierto, escojo
cuidadosamente la mejor miga del dedal (la más cebada, la más gorda), la cojo con
unas pinzas y la huelo (sí, despide el olor pútrido de las fauces de Láska), cojo la
linterna de espeleólogo y, sin dar explicaciones a mi invisible esposa que nunca
pregunta nada, bajo al sótano.
Entro en el subterráneo y me voy derecho hacia la jaula, la abro y deposito en
ella, en una silla que tengo preparada, la miga de pan.
Este tipo de sueños son los que tengo durante el día.
Pero me doy cuenta de que no voy a pasar del ámbito de los sueños. No solo el
teniente Láska, ningún otro segureta se ha puesto en contacto conmigo desde la
muerte de mi hermana. Ya no me prestan la más mínima atención. Ahora ya no soy

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interesante para ellos.
Al final hago lo único que está en mis manos. Como está visto que no puedo
atrapar nada que haya tocado el cuerpo de Láska o forme parte de él para meterlo en
la jaula, por ejemplo una uña, un cabello, un vello, decido apañármelas de otro modo.
Escribo en un papel: «Teniente Láska» y cojo la llave del sótano y la linterna de
espeleólogo.

* * *

Desde la mañana se está nublando. Ahora que bajo al sótano veo desde las ventanas
un cielo completamente negro. Como si fueran a llover piedras. Y al abrir la puerta
del sótano escucho los primeros truenos y el primer golpe del vendaval. Pero cuando
entro en el subterráneo todo es silencio y calma. Enciendo la linterna y camino por
esa calma sagrada, en la que no oigo ni mis propios pasos, como si caminara por una
alfombra de algodón. Llegará un día en que llame a este lugar catedral de silencio,
pero ahora solo abro la jaula y coloco dentro, sobre una silla que tengo preparada, el
papel con el letrerito que reza: «Teniente Láska». Cierro la jaula con llave y parapeto
provisionalmente la entrada al subterráneo. Ya en las escaleras escucho la endiablada
tormenta que arrecia fuera, como si una tribu de demonios estuviera celebrando una
fiesta que se les hubiera ido de las manos y hubiera degenerado en una orgía
demoníaca.
Pero cuando abro la puerta del sótano, del susto me vuelvo adentro. El vendaval y
la lluvia han traído agua desde el portal y esta ha inundado el pasillo hasta el fondo,
donde ha derribado la puerta del patio que está a mis espaldas. A lo lejos veo unos
contenedores de basura tirados. Sé que tengo que cortar la fuerte corriente de aire, así
que me peleo con la puerta del patio, lidio con ella, hasta que consigo colocarla,
sujetarla y finalmente cerrar. Después atravieso el pasillo hasta el portal y veo que las
dos puertas están abiertas de par en par, y cuando me acerco veo que el gozne que
debería sujetar el ala derecha está arrancado. Como he cortado la corriente de aire, ya
no corre el agua por el pasillo. Las dos alas de la puerta se abren y se cierran a golpes
rítmicos, como si la casa quisiera echar a volar. Vuelvo al sótano a por las
herramientas e intento fijar el gozne en la puerta. Al final siempre acabo haciendo de
chapuzas. Pero justo en ese momento me doy cuenta de mi error. Estoy aquí en este
instante por otra razón. Un compendio de circunstancias y la casualidad me han
retenido en el preciso lugar en el momento preciso.
Igual que el vendaval vino, se calmó, hasta que desapareció del todo. En cambio,
arreció la lluvia. Parecía como si en la calle estuvieran cayendo bombas. A mis oídos
llegaba sonido de la artillería pesada: en una inmóvil y repentina calma el cielo se

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dedicaba a bombardear la tierra. En el instante en que conseguí sujetar y fijar el
gozne y cerrar de nuevo esa ala de la puerta, en ese instante, por el ala izquierda
abierta, entró alguien medio atontado por el granizo y por las bombas de lluvia.
Al principio no lo reconocí, ni él a mí. Durante el primer minuto fue solamente
una persona que se movía con cierta urgencia. Alguien que entró en el portal porque
buscaba refugiarse de los elementos. Así que ya me veía yo pasando buenamente del
papel de chapuzas al de buen samaritano. Pero no, no fue así. Para nada. Ya en el
segundo minuto supe que el que había entrado era el teniente Láska en persona. Y
que me había caído justo en medio de la sartén.
Había llegado corriendo, seguramente, desde la cafetería Savoya. Iría a la
comisaría, a la estación de policía de la Seguridad Nacional. Pero esa lluvia asesina lo
había obligado a meterse en el primer portal abierto que vio.
¡Ah, vaya, pero si es usted!, dijo cuando por fin se fijó en mí.
Pero yo ya le había tomado la delantera. Mientras hablaba, tracé el plan que era
preciso ejecutar. La confusión de los minutos anteriores se me borró como por
ensalmo, y a partir de ese momento me comporté como una máquina perfectamente
ajustada y programada. Ese misterioso pero perfecto encadenamiento de los hechos
se apoderó de mí y ni por un segundo pensé en que debería librarme de él.

Camarada teniente, precisamente quería ir a verle. Bueno, no en sentido literal, justo


ahora estaba arreglando la puerta, como puede ver, pero quería ir a verle uno de estos
días. Aún está jarreando, así que, si quiere, puede subir usted a casa, secarse y tomar
una taza de té caliente. Pero, antes, tengo algo para usted, algo que no puede esperar.
En ese momento el que estaba confundido era Láska. Esperaba de mí cualquier
cosa menos esa amabilidad. Tal vez se dijera, vaya, basta con matarles a las hermanas
o a los hermanos, a las madres o a los padres, y enseguida vienen arrastrándose hacia
uno.
Pero yo continué sin dudarlo. Sin pensármelo de antemano (y cómo hubiera
podido, si no contaba en absoluto con semejante situación) supe exactamente lo que
tenía que decir, lo que tenía que hacer.
He descubierto aquí en el sótano algo que le puede interesar. Seguro que usted
también ha oído hablar de los subterráneos de Brno. Bueno, pues no son solo una
leyenda. Y como debajo de las propias narices uno no ve nada, le diré que justo aquí,
cerca de la comisaría de policía, perdón, quiero decir de la Jefatura del Cuerpo de la
Seguridad Nacional, en esos sótanos, estuvieron escondidos con toda probabilidad
agentes occidentales. Han dejado huellas claras. Pero si son auténticas o no, eso solo
lo puede juzgar usted.
¡Agentes occidentales! Sabía que esa era la señal ante la que Láska reaccionaría
como los perros de Pavlov ante una campanilla. Seguro que aún desconfiaba algo de
mí, pero no olvidemos por lo que había pasado hace un momento. Su inmunidad

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psíquica estaba debilitada por la impotencia a la que lo había llevado el vendaval y la
fuerte lluvia. Y yo me aproveché de ello. Y ahora muéstrenme un idiota que no sienta
al menos una pizca de agradecimiento por aquel que fue amable cuando dicho idiota
necesitaba ayuda. Así que abrí la puerta del sótano y lo acompañé, como Virgilio a
Dante, hasta la puerta del infierno y más allá. (Aunque yo me diferenciaba de Virgilio
básicamente en que, de camino al sótano, me había asegurado de coger de la caja de
herramientas el martillo con el que antes había fijado el gozne de la puerta).
Cuando vio la entrada al subterráneo y cuando yo la alumbré con mi linterna de
largo alcance y en su resplandor brilló la jaula dorada, y cuando se dio cuenta de que
se había topado cara a cara con algo altamente sospechoso que seguramente era obra
de elementos antisocialistas, se olvidó de que estaba empapado y de que temblaba de
frío, su curiosidad policial tomó el control, y cuando estaba justo al lado de la jaula, y
justo en el instante en que su vista se posó en la silla y en el papel con su nombre allí
depositado («Teniente Láska»), justo en ese instante lo golpeé fuerte en lo más alto de
la cabeza con el martillo como quien casca un huevo. Y con este segundo
movimiento ¡jaque mate!, culminé mi jugada.

Si hasta entonces había actuado como en estado de hipnosis, en los minutos


siguientes noté que empezaban a atenazarme las dudas y la inseguridad. ¿Cómo iba a
solucionar todo aquello?
Coloqué al inconsciente Láska en un sillón que había llevado a la jaula, uno de
esos muebles que habían dejado los alemanes en su huida, lo envolví con unas mantas
y le puse encima un edredón prusiano, o tal vez suabo. Temía que por el vendaval y la
lluvia helada y el granizo, pudiera enfermar de pulmonía, y entonces no sabría qué
hacer. No había traído aquí esa jaula de osos para que fuera la tumba dorada de un
segureta, sino su cárcel.
Cuando por fin me aseguré de que todo estaba bien y me dispuse a subir a hacer
un té, Láska todavía respiraba regularmente, pero no sabía si seguiría igual cuando
volviera. También tenía miedo de haberme pasado con el golpe en el cráneo. Bajé en
cuanto pude con un puchero de té con ron, que tuve que envolver con una toalla de lo
caliente que estaba, y me colgué al hombro una bolsa de red en la que había puesto
también un termo grande con té solo. Me daba miedo pensar en lo que me iba a
encontrar, pero me sorprendí gratamente cuando vi que Láska se había despertado.
Estaba sentado con el edredón hasta el cuello, así que lo peor había pasado. Pero
antes de que hablara, ya supe, algo en sus ojos me lo hizo saber, que iba a empezar a
desvariar. Se puso a decir no sé qué de un naufragio en una isla rodeada por un mar
furioso. Debía haber soñado algo y en la confusión en la que estaba se le quedó
grabado incluso después de despertar. Por un lado su actitud me asustó. ¿Qué iba a
hacer si aquello devenía en un estado permanente? En tal caso, no iba a poder
ejecutar el justo castigo al que lo había sentenciado, entre otras cosas porque no sería

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consciente de que estaba en una prisión en vez de en la isla de Robinson Crusoe. Pero
por otro lado sentí alivio al no tener que comunicarme con él de momento.
El té estaba aún demasiado caliente. Dejé el puchero y el termo en una piedra
grande, las había por doquier, como si alguien hubiera estado jugando a un
backgammon gigante. Aunque, qué sabía yo de a lo que se habría jugado aquí dentro.
Me senté en la silla junto a la cabeza de Láska, y durante unos interminables
segundos estuve peleando con mi asco a tocarle. Luego le puse la mano en la frente
para saber si estaba caliente. Pero no obtuve ningún resultado fiable. Sentí que ardía y
que a la vez estaba fría. Comparé la sensación de su frente con la mía, pero tampoco
obtuve ningún resultado, ni positivo ni negativo. Láska, entre tanto, lo observaba todo
atentamente y sonreía. Me levanté para ver cómo estaba el té, si ya se podía beber,
pero en ese momento sucedió algo inesperado. Láska, a mis espaldas, comenzó a
reírse a carcajadas, sacó la mano de debajo del edredón y me tocó el culo. Cuando me
volví, vi que tenía en la mano el papel («Teniente Láska»). Se me debía de haber
pegado a los pantalones cuando me había sentado en la silla. Miró de nuevo su
nombre en el papel (la primera vez había sido cuando estaba delante de la jaula, había
mirado la silla y yo le había arreado con el martillo), y esta vez estalló en carcajadas.
Salí de la jaula y cogí el puchero de la piedra, me mojé los labios y comprobé que ya
se podía beber, y también que me había pasado una pizca con el ron. Bueno, así al
menos Láska dormiría un rato más. Pero cuando entré de nuevo en la jaula para darle
de beber, vi que se había dormido. Tenía el papelito («Teniente Láska») en el puño y
en la cara una sonrisa beatífica. Lo sentí por el té, pero como empezaba a tener un
poco de frío eché un trago del ron con té, y después, bueno, todo lo que había vivido
en tan poco tiempo, el conjunto de todos esos sucesos y mi afanado empeño en
entenderlos, hizo su efecto y rápidamente caí en una especie de sopor con el puchero
vacío en el regazo.
No sé cuanto tiempo dormí en la jaula con Láska, hasta apoyé el codo en su
rodilla, levantada bajo el edredón. Quizá hubiera dormido más, pero fue el frío el que
me despertó. El calor del té ya me había abandonado del todo.
Creo que ya he contado que las salas subterráneas que horadaban Brno, entre
otras cosas, habían servido hacía mucho como refrigeradores para guardar los
alimentos y que aquí, en unos ganchos en la bóveda alargada, seguramente habían
colgado trozos de carne de cerdo, de ternera, de cordero. Entre tanto había debido de
producirse un cambio de temperatura porque, desde luego, no hacía tanto frío como
en una nevera. El subterráneo mantenía la temperatura durante todas las estaciones
del año, pero cambiaba su clima dependiendo de otros factores. El constructor que no
sabe que un sótano donde sus bisabuelos guardaban la carne de la matanza se puede
convertir perfectamente en una sauna subterránea es un tonto de capirote.
Bueno, pues eso, que frío lo que se dice frío no hacía, pero un poco de fresquillo
sí que corría. Tuve claro que tenía que hacer algo al respecto. Los alemanes habían
sobrevivido aquí solo con unas mantas, unos edredones y unas cuantas pieles. Y lo

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hicieron desde el mismísimo día en que, al final de la guerra, comprendieron que
vivir en la superficie se había vuelto demasiado peligroso para ellos. Hasta que
alguien les ayudó; así que decidieron dejar todo y salieron del agujero, convencidos
de que volverían a por las joyas y objetos de valor que tenían aquí a buen recaudo.
Nunca sabré quién fue el que les ayudó para que abandonaran su refugio subterráneo
en esos tiempos tan adversos, pero desde mi punto de vista esas joyas me las colocó
aquí el mismo que eligió este camino para mí, el mismo que ahora me empuja por él
y, mientras, de paso, cuida de que tenga todo lo que voy a necesitar en este viaje. Ah,
así que esas tenemos. ¿Ahora creo en un Dios que guía mi vida y en algún tipo de
causalidad fatalista de la que no tengo probabilidad de escapar? Bien, pues si es así,
pasemos rápido a los asuntos prácticos.
Instalar aquí un calefactor para calentar todo el subterráneo sería una tontería, un
lujo inútil, sin hablar de que no estaría en mis manos, ni en mis posibilidades
financieras, aunque ahora me vaya un poco mejor. Y por eso no me queda otra que
escoger un espacio dentro de esa gran sala subterránea, aislarlo con unas paredes y
dejar una habitación, diríase que cavernícola, que sea fácil de calentar con una
calefacción eléctrica. Mientras los alemanes vivieron aquí, durante un corto periodo
de tiempo, esto fue como una sala de espera; pero el teniente Láska vivirá aquí hasta
el fin de sus días, lo cual puede llevarnos mucho tiempo. Y si lo contamos en esa
unidad temporal tan de moda ahora, tal vez la estancia de Láska se extienda una larga
serie de lustros constructores. Suponiendo que consiga habilitar para él algo que
reúna unas condiciones de vida aceptables. Y es que, gracias al relato de Nabokov y a
mi código moral personal, sabía que Láska debía tener un castigo justo que apelara a
una justicia superior, tan lejana del inhumano régimen comunista por el que él se
regía.

Me preguntaba cómo habría sido tan fácil para Nabokov inventar una historia así.
Máxime cuando después, al intentar llevar a cabo algo parecido, uno se encontraba
con tal cantidad de obstáculos. Me repetía una y otra vez si todo aquello no era
simplemente una locura. Si entre la imaginación y la realidad no existía un abismo
infranqueable, si al final yo mismo no habría caído en una trampa, si no estaría yo
también metido con Láska en una jaula que sería a partir de entonces mi prisión.
De momento no tenía tiempo, pero pensé seriamente en que antes o después
debería contactar con un escritor al que conocía, y de quien no sabía nada desde hacía
mucho tiempo. Quizá podría hacerle a él estas preguntas. Una vez, hace mucho,
estuve en una de sus firmas de libros, era antes de Navidad, recuerdo, así que saqué
de una estantería su libro, Historias de un tejón sabio, y dentro encontré su tarjeta de
visita. Él, sin duda, debería ser un experto en esto que ahora me ahoga y me pesa,
pensé. Él debería saber la respuesta: ¿Es posible que una historia inventada y escrita
atraviese el abismo entre la realidad y la ficción? Lo peor es que durante la charla

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tengo que tener mucho cuidado para no desvelar nada de esa realidad. Tiene que ser
una charla puramente académica. Invitarlo a cenar en algún lugar (por ejemplo en
Stopky, se me ocurre) y llevar la conversación hábilmente a ese terreno. Pero
sabiendo dónde está la línea que no debo traspasar, y justamente pararme sobre ella.
Y no seguir. No quería aplazar este encuentro, pero antes tuve que ocuparme de
ciertos asuntillos prácticos.

No pueden hacerse una idea ustedes, mis imaginarios jueces, de la carga que me
había echado encima erigiéndome en mi propio juez. No podía posponer más tiempo
la construcción de las paredes en el subterráneo. Parecía que Láska no había llegado a
enfermar de pulmonía, como me había temido en un primer momento, pero el
problema de las enfermedades seguía sin estar resuelto del todo. A pesar de que en el
trabajo seguro que le pagaban la seguridad social, y que la constitución socialista
asegura cuidados sanitarios gratuitos, aquí y ahora no podíamos apelar a ellos. Podría
palmarla por la enfermedad más banal. Incluso ahora tengo la sensación de que no
está del todo bien. Cuando lo cacé no tenía daños corporales visibles, pero aun así…
Lo que está claro es que tengo que vigilarlo diariamente, así que ya es hora de que dé
los primeros pasos en la obra del subterráneo gótico. Y eso significa que tendré que
pensar cuidadosamente en cómo asegurar las distintas fases del proyecto sin llamar
excesivamente la atención.
A mi invisible esposa aún no la he metido en esto, aunque está claro que con el
tiempo no podré evitar hacerlo. De hora en hora, sé con más y más seguridad que se
trata de un bocado mayor del que puedo tragar. Pero también tengo claro que ya no lo
puedo escupir, ni aunque quiera.

Cuando me acuesto por la noche y trato de dormirme, veo con frecuencia en mi


mente la imagen del teniente Láska, allí tendido en las profundidades, sobre el diván
en su jaula dorada y cómo a través de los barrotes mira a la bóveda alargada de piedra
con el papelito («Teniente Láska») bien agarrado en la mano. Y en ese tiempo tan
estúpido, antes de que me decida tomarme un barbitúrico, me pongo boca abajo y
miro a través del colchón y el somier de mi cama, a través de los techos de tres pisos
seguidos y el del sótano y el de la cueva, todo hacia abajo, hasta posarme en los ojos
del teniente Láska. Y sus ojos de loco —¿les he contado ya que, tras cazarlo con dos
golpes de martillo en la cabeza, le ocurrió algo en la cabeza?— me recuerdan ahora a
dos huevos escalfados en una sartén.
Por las mañanas, antes de ir a trabajar le llevo a Láska un buen desayuno. ¿Se
están preguntando ustedes qué desayuna el asesino de mi hermana? No sé lo que
desayunaría en su antigua vida, pero ahora goza de una alimentación abundante y a la
vez sana. Va en mi propio interés, es decir, en el interés de la fiable aplicación del

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castigo que le he impuesto. Así que le llevo pan con mermelada, un buen trozo de
salchichón de caballo —todos vivimos de la carne de caballo durante los primeros
años de construcción del socialismo y casualmente es una carne muy sana—,
sucedáneo de café de la mejor calidad, como el que bebemos todos en el trabajo, y
además un plato de algo caliente que le guardo de la cena, por ejemplo, de la de ayer,
paletilla de cerdo a la crema. Y una jarra de agua fresca, por supuesto. Esto le tiene
que durar hasta que regreso por la tarde del trabajo. En un rincón de la jaula le he
puesto un cubo viejo, tapado con un cartón y además periódicos recortados para
limpiarse el culo. Sea lo que sea lo que le ha ocurrido, observo que cuida su higiene
básica. De momento saco los excrementos a un tonel enorme de hierro que se quedó
aquí tras lo de los alemanes. Pero con el tiempo tendré que buscar una solución
mejor. Una de tantas.
No deseo conversar con él. Me resulta embarazoso, no sé ni cómo empezar. Aún
no he escrito ninguna acusación, ni una defensa, ni he hecho nada de eso. La primera
mañana (el día después de cazarlo), en cuanto me vio entrar con la cuerda (en uno de
los ganchos en los que colgaban en aquellos viejos y benditos tiempos jamones,
tocinos y ristras de longanizas, he colgado una lámpara minera conectada a mi
contador del sótano, no podía denegarle su derecho a la luz, aunque no sé si ellos se
lo denegaron a mi hermana), se apoyó en el diván con el codo y me aleccionó
dándome la bienvenida con una sonrisa.
¡Hombre, luz finalmente! Ya me temía yo que fuéramos a estar aquí a oscuras,
como en un bombardeo. Siéntese, o nos va a espantar el sueño.
¿De verdad el golpe de martillo con el que lo cacé lo había dejado de ese modo?
¿O es que estaba fingiendo? ¿Sería capaz el muy maldito? ¿O había algo en él que le
hacía engañarse incluso a sí mismo? Pero eso no me mueve a cambiar mi actitud
hacia él.
Mientras el teniente Láska está cómodamente sentado en un ancho diván
arrebujado en mantas y pieles dentro de una gran jaula dorada, mi hermana yace
cuatro metros bajo tierra en un estrecho ataúd que yo no estuve autorizado a abrir. En
mis pesadillas veo lo que vería si lo abriera. Te prometo, hermanita, que mientras yo
esté vivo, ese Láska no saldrá de aquí con vida. Y ahora duerme tranquila, Goodnight
My Love.
Cuando tomo barbitúricos no suelo tener sueños, como si entre ese doloroso
mundo y mi cabeza cayera un telón opaco que no me deja ver.

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UNA NOCHE EN LA VIDA DE IVAN SLUKA

Justamente se acaba un día lluvioso del culminante verano de 1952. Está usted junto
a la ventana, en una mano una taza, en la otra un panecillo. Ah, aún no hemos dicho
una cosa: vive usted en Pisárky, cerca de la mansión clasicista Hechtovy, donde se
encuentra ahora el consulado soviético.
Le han asignado esa simpática casita con un espacioso jardín para que el cónsul y
usted puedan visitarse más a menudo. El jardín tiene frutales, un manzano, un peral,
un cerezo, un ciruelo, y también un castaño, para variar. El jardín es indispensable
para usted, para poder respirar libremente; ya que es un aldeano trasplantado a la
ciudad.
Así que, en una mano una taza, en la otra un panecillo. También la cercana
panadería debe su situación al cónsul soviético, que tiene predilección por los
panecillos crujientes recién hechos y los buñuelos aún calientes a cualquier hora del
día. Usted bebe a sorbos el café caliente y mira el hermoso castaño del jardín, un
árbol dotado de una fuerza vital voluptuosa con la que se siente identificado
espiritualmente. Tan profundamente identificado se siente que le parece que dentro,
en ese masivo y rugoso tronco, late su verdadero corazón, y eso que siente en el
pecho es solo su fiel eco. Y como siempre, en esos preciosos momentos en que nadie
debe molestarle, está usted lejos, muy lejos de aquí, en una pequeña aldea de
Vysočina, en Křemeli, y le asaltan las imágenes. Sus padres, él leñador y ella
ocasional costurera de guantes, pasan apuros en esa región en la que cada año se
retrasa la primavera como si ya nunca fuera a llegar. Y sin embargo, le gusta
acordarse de la niñez. Porque justo de allí se trajo lo que después le ha llevado por
difíciles senderos hasta el empleo en el que hoy comparte el destino de su nación: esa
llama revolucionaria de la eterna juventud del mundo.
Por la mañana no vendré, me iré directo del turno de noche a Praga, le dice a su
mujer desde la puerta entreabierta. Cuídate.
En su departamento, por orden suya, se trabaja en turnos de doce horas, como en
tantas fábricas de entonces. Y, como en todo, intenta ser un ejemplo para sus
empleados, usted mismo hace turnos también.
En el umbral de la puerta abre el paraguas y enseguida se arrodilla, cuando le
salpica un camión del ejército que pasa. Si lo deseara podría venir a por usted un
coche, un Tatra oficial, pero desde luego prefiere ir al trabajo en tranvía. Todavía
siente que es uno más de ellos, un obrero al que la avanzada de la lucha obrera ha
llamado a otras tareas por un tiempo. Aún es capaz de utilizar cualquier herramienta,
y cuando vuelve hacia arriba las palmas de las manos aún puede decir con orgullo,
mire aquí, mire, estos son mis dos carnets del partido. Cuando pasa al lado del
consulado, mira al espacioso balcón entre columnas toscanas, donde a esta hora suele
estar Valentín Petrovich con su primer cigarro de la tarde, quien, ligeramente

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melancólico o tal vez nostálgico, observa las nubes rojizas que se ciñen sobre Brno,
pero ahora levanta la mano con el cigarrillo para saludarle. Como ya hemos dicho se
visitan a menudo, pero aun así, sabe con seguridad que aunque no se vieran en varios
meses nada cambiaría el hecho de que el cónsul y usted están profundamente unidos,
igual que le ocurre con el castaño del jardín.

Cuando en la plaza de la Libertad se baja del tranvía ya no llueve, pero cuando ve en


la esquina de la calle Běhounská un camión de la basura —también tienen turnos,
pero estos tipos andan como borrachos y un contenedor se les ha resbalado, ha
rodado, se ha vaciado y su contenido le sale al encuentro—, cuando se encuentra con
estos beodos, entonces, reconoce que desde el momento en que abrió los ojos esa
mañana ha tenido una mala corazonada. Pero eso se puede explicar, ya que hoy tiene
que presentar el informe mensual y con ello saldrá el asunto pendiente del teniente
Láska, probablemente la peor pesadilla de su vida. Enfadado, da una patada a una lata
de paté de modo que esta sale volando en un poderoso arco hasta la altura de un
segundo piso y los dos basureros silban de admiración. Se vuelve y quiere gritarles
algo, pero luego se traga su ira, anudada en la garganta, y solo les señala el barullo
que han montado justo delante del cuartel de la Seguridad Nacional. Luego
desaparece tras la verja.
Cuando entra en su despacho, el capitán Nešt está sacando punta a los lápices.
Gira la llave de la máquina instalada en su mesa y ahora levanta la cabeza hacia su
superior: ¡Bienvenido, Iván! Aquí es el único que se permite ese trato familiar. Nešt
forma parte, con usted, de lo que en la central de Praga llaman un «dúo». Pero esto no
hay que explicarlo, el principio de los dúos ya lo entiende todo el mundo. Tanto los
polis como los seguretas están en número par en cada comisaría, y cuando uno de
ellos se va, la cantidad total de efectivos es aumentada o disminuida en uno de ellos,
del modo que sea, para que se conserve la paridad, entendiéndose por ello el
emparejamiento de los oficiales. Los dúos de policías o seguretas crean vínculos
incluso más cercanos que los de los gemelos. No solo se vigilan entre ellos y son
responsables el uno del otro, sino que también se compaginan perfectamente; se
puede decir figuradamente que se ahogan y a la vez se salvan amorosamente los unos
a los otros.

El capitán Nešt recogió las virutas de los lapiceros y, poniéndolas en el cuenco de la


mano como si fueran plumas de pichón, mira ahora con curiosidad a su compañero a
ver qué día les espera. El también ha tenido una mala corazonada al despertarse y le
gustaría espantarla.
¿Podemos empezar?, pregunta usted, y ya de camino a la esquina de la habitación
donde deja abierto el paraguas mojado, comienza a dictar. En este punto diremos que

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un informe para la central de Praga tiene siempre unas cuantas frases rituales al
principio, que salen ya solas, pero después todo va normalmente con un ritmo más
lento y a trompicones, durante el que usted da vueltas por la habitación, levanta un
poco el hombro izquierdo, se para durante un momento y pregunta a Nešt si por
casualidad no está dictándole demasiado deprisa, a pesar de que ya tiene que saber
que es al revés, que el capitán no hace más que esperarle, incluso deja el lápiz y con
sus dedos curiosos mientras tanto investiga y hace prospecciones en sus fosas nasales.
Pero ahora usted interrumpe el dictado y pregunta: ¿Qué pasa con Treblík?
Hablé ayer con él antes del mediodía, comenta Nešt. Creo que tenías razón. Nos
oculta algo. Sabe más de lo que dice.
(Treblík había sido el compañero de Láska, el otro del dúo, así que sabía muy
bien que él era el responsable último de su desaparición. Durante las primeras
semanas estuvo telefoneando a todos los hospitales de la región y, cada vez más
desesperado, llamaba a las morgues y preguntaba por cadáveres sin identificar. Al
final fue al depósito de cadáveres en persona y estuvo revolviendo entre torsos
azulados buscando a Láska como un amante cada vez más desesperado embargado
por el dolor. Pero el tiempo pasaba y aquel primer pensamiento de que Láska había
emigrado subió a la superficie como un vaso de plástico, Treblík acabó siendo
detenido. El reciente escándalo de un oficial del contraespionaje soviético que se
había pasado de bando hacía temer que se produjera una reacción en cadena también
en otros países del Pacto de Varsovia. No había que pasar por alto nada en este
asunto. En la comisaría de Běhounská, en el estrecho hueco de los desagües, se
colocó una celda preventiva, y allá que metieron a Treblík).
¿Y Kočí?, sigue usted preguntando, porque enseguida había tenido claro que esa
idea de contratar a un detective privado no iba a ir a ninguna parte.
Tiene que presentarse hoy. Iván, va siendo hora de pensar qué vamos a hacer con
él. Ya sabes que en Praga no hablaron favorablemente del tipo. Es un típico señorito
burgués, y tiene su pasado con la Primera República y el Protectorado. Creo que una
vez que nos lo deje solucionado, tendríamos que meterlo en algún campo de trabajo.
¿Y se puede saber de quién fue la idea?
De Treblík. Él lo trajo.
Ah, ya me acuerdo, se rio Nešt. Y fíjate, que por un momento hasta pensé que
había sido una broma tuya.
(Y ahora, mayor, reconozca que se ha quedado helado).

* * *

El teniente Treblík estaba sentado, encogido en una caja metálica colgada en el hueco

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de los desagües. Y aunque allí tenía más o menos todo lo que necesitaba, una botella
de agua y algo para comer, y aunque periódicamente lo llevaban al retrete, algo se
quebró en él y ya estaba listo para cantar, en realidad le estaban esperando ya. Al
final encontraron la grieta insidiosa en la vida de Láska, esa de la que Treblík sabía
pero se la había ocultado. Tiró de la polea junto con Nešt y sacó a Treblík del agujero.
Créame, camarada, no creía que fuera importante. El camarada Láska no estaba
en contacto con él, de hecho nunca se conocieron en persona, no tenían nada en
común. Era solo un primo muy lejano.
¿Así que el primo de Láska había sido piloto de guerra en las filas reales inglesas?
¡No me puedo imaginar nada peor que el que un primo de un oficial de nuestro
cuerpo de élite sea nada menos que un piloto inglés! ¿O tú si puedes, camarada? ¿Y
cómo puedes saber tan a ciencia cierta, camarada, que esos dos nunca se conocieron?
¿Cómo puedes saber que no te estuvo tomando el pelo todo el rato?
Treblík le miró rápidamente a usted y luego a Nešt, pasaba rápidamente de una
cara a la otra y usted sabía que aún había en él esperanza, esa bestia malévola.
Mientras me digan camarada, la cosa no puede estar tan mal, debe de pensar.
Nešt empujó a Treblík hacia usted y se cruzó de brazos. Ahora era solo asunto
suyo. Sin embargo, usted empujó a Treblík y se lo devolvió a Nešt, porque usted tenía
que ir a por algo. Y eso Nešt lo tenía que respetar. Así que interrumpió su cruce de
brazos y le puso a Treblík las manos en los hombros (tranquilo, camarada, tranquilo),
para sujetarlo hasta que usted regresara. En la oficina abrió un cajón con llave, cogió
lo que tenía que coger y volvió a por Treblík.
Aquí normalmente no se ejecutaba a nadie, bueno nunca se había hecho aquí algo
así; en tal caso habría un ejecutor instruido para ese propósito, pero como no lo había,
todo el peso recayó en usted, para eso era el jefe, igual que ocurría con todos los
asuntos excepcionales.
Cuando bajó usted al sótano con Treblík, esperaba que en cualquier momento se
resistiera, por eso lo llevaba un poco por delante de usted, para poder reducirlo en
caso necesario y tirarlo escaleras abajo de una patada a poco que se pusiera chulo.
Pero Treblík se portaba de forma modélica. Solo se tambaleaba un poco mientras
andaba. Durante el tiempo que había pasado en el hueco de los desagües se había
debilitado y, como no podía hacer ejercicio en esa caja metálica que le hacía de celda
y solo lo sacaban al retrete por poco tiempo, algunos músculos se le habían empezado
a atrofiar.
Como en todas las casas de la calle Běhounská, el sótano estaba muy profundo,
así que tuvieron que bajar durante un buen rato, y solo en un momento dado Treblík
se detuvo, se volvió hacia usted y entonces vio que le corrían lágrimas por las
mejillas: Solo era un primo lejano, muy lejano, se lo juro. Juro que el teniente Láska
nunca se encontró con él. Se lo juro, gimió.
No pasa nada, camarada, baje usted tranquilo.
Como nunca lo había hecho usted antes, no estaba seguro de si lo lograría. ¿Qué

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pasaría si Treblík empezaba a defenderse, qué pasaría si la angustia ante la muerte le
infundiera en las venas tanta energía que él al final lo pateara tan fuerte que le cortara
la respiración, usted rodara abajo, se quedara allí tendido y Treblík se apoderara del
revólver y le disparara tres veces en el estómago?
Cuando llegaron abajo se sintió algo contrariado al ver que no había ningún
interruptor con el que encender la luz, o al menos no consiguió encontrarlo. Y la luz
de la escalera no llegaba hasta allí abajo. Así que encendió casi una caja entera de
cerillas hasta encontrar el lugar adecuado. Miró el reloj a la luz de una cerilla, como
si saber la hora fuera importante. Hasta la medianoche faltaban veintiocho minutos.
Justo iba a poner a Treblík convenientemente junto a la pared, cuando escuchó unos
golpes al otro lado del muro. Tres golpes rápidos seguidos y tras una pequeña pausa
tres golpes más lentos. Aquello se repitió otra vez. Mierda, ¿qué es eso?, se preguntó.
Y Treblík, a pesar de que esa pregunta no había sido formulada para él, lo tomó
como una oportunidad de hacer valer su buena disposición a contestar cualquier
pregunta, y contestó que era un SOS golpeteado, Save Our Souls, Salve Nuestras
Almas, una llamada telegráfica de ayuda, eso era. Después los dos se callaron
esperando que el ruido continuara. Pero la pared se calló también.
Ponte aquí. Cara a la pared. Sí, te puedes apoyar en la pared. ¿Así que fuiste
telegrafista en un barco?
No, camarada mayor. Fui un boy scout. Allí nos enseñaron morse. Nos enseñaron
a pedir ayuda.
¿Lo pusiste en tu curriculum? Ya sabes lo que eran los boy scouts, ¿no? Esa
organización la fundó un barón militar.
¿Puedo corregirle, camarada mayor?
Bueno, corrígeme.
No fue un barón, sino un lord. Lord Baden-Powell.
Pues peor aún. Bueno, ahora ya da lo mismo.
Entonces le quitó usted el seguro al arma y encendió la penúltima cerilla. Y
cuando la llama le llegó a la uña, soltó la cerilla ardiente y, antes de que se apagara en
el suelo, vislumbró que al teniente Treblík se le escapaba algo por la pernera del
pantalón. Y en ese momento sintió, para su sorpresa, que algo se le levantaba a usted
y se removía dentro de su pantalón. Joder, o sea que así funciona esto, se extrañó
usted en silencio. Y luego encendió la última cerilla.

Reconozca que cuando le ordenaron en el cuartel de la Seguridad Nacional de la calle


Leninova que se trasladara a la comisaría de Běhounská, al principio le disgustó.
Aquí hay policías normales, gendarmes que hacen la calle, y para el departamento de
Seguridad Nacional hay muy poco espacio. Pero pronto comprendió que estaba todo
muy bien organizado, como en una colmena o un hormiguero. Rige un orden severo
en el que los policías están aquí sobre todo para servirles de ayuda. Y a uno de ellos

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le ordenó que fuera al sótano con una silla y se sentara allí con la oreja pegada a la
pared y escuchara atentamente. Lo que le gusta de ellos es que nunca se extrañan de
nada, no preguntan nada, tienen la obediencia profundamente grabada en su
personalidad.
Después llegó el momento de terminar el informe. En él dio a conocer a la central
praguense que el caso del teniente Láska y su compañero, el teniente Treblík, había
proseguido con las más duras implicaciones. Y cuando Nešt levantó la cabeza del
dictado y esperó, añadió aún una frase más: Para más información, en persona.
Luego Nešt cogió el teléfono y sacó de la cama al profesor Kuhnert, quien venía a
hacerle las correcciones. El nuevo director de la central en Praga da mucha
importancia a la gramática y al estilo (el estilo hace al hombre, afirma el director de
Praga, que tiene educación humanista, y cuya soga, lo revelamos ya, está también
preparada), y hasta que no se puso a trabajar con Kuhnert le devolvía todos los
informes. Cada director de la central en Praga tiene sus caprichos, y hay que
respetarlos. Su informe está escrito a lápiz, el profesor ahora lo ojea y corrige la
gramática y el estilo y lo copia a pluma. Después usted lo lee de nuevo, lo aprueba y
lo entrega para que sea pasado a máquina.
Y justo después Nešt envía a Praga un correo nocturno motorizado con el
informe. Y usted, por la mañana temprano se va a la central con su informe verbal en
persona.
Pero Kuhnert no solo le hace a usted correcciones de los informes, también emite
sus propios informes sobre la situación en la Facultad de Filosofía. Para ese propósito
en la facultad usted tiene puestos unos cuantos maderos y maderas, y todos trabajan
ejemplarmente. Y además Kuhnert se sabe estupendos chistes de judíos.
¿Veis ese humo? Acabo de heredar diez millones del tío Moisés.
¿Y de qué te sirve, si en unos minutos te van a gasear a ti también?
Es mejor ser millonario durante dos minutos que no serlo nunca.

Tras su puerta está esperando hace un rato el detective privado Daniel Kočí, ahora
lugarteniente del Cuerpo de Seguridad Nacional. Y cuando finalmente entra, trae una
nueva idea.
¿Ya sabe dónde está el teniente Láska?
Aún no, pero quiero intentar una cosa más.
Camarada, creo que no ha entendido que no está aquí para intentar algo una y otra
vez.
Pero este intento va a dar resultados fiables.
Entonces no entiendo por qué no lo ha probado antes.
Mire, este método se usa solo en casos extremos, y solo cuando todos los demás
métodos normales fallan. Me lo enseñó hace mucho un comerciante indio.
Bien, pues no se quede aquí parado como una estatua.

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Pero hay un problema.
Nada de problemas. Es usted lugarteniente de Seguridad Nacional.
Entiendo. Bueno pues necesitaría tener a mi disposición el antiguo despacho del
teniente Láska.
Pero si el despacho de Láska ya lo registramos de arriba abajo. Puse un equipo
especializado en registros. Pero en fin, si cree usted que puede encontrar algo aún,
adelante.
Perdone, no me ha entendido bien. No quiero buscar nada allí. Eso ya lo hice el
primer día. Y antes que su equipo de registros. Analicé minuciosamente cada mota de
polvo. Aunque en realidad sí que voy a buscar algo. Quiero encontrar el lugar donde
se encuentra ahora el teniente Láska.
Vaya, qué inteligente, se rio usted, no se me habría ocurrido nunca.
Uso una técnica india. Pero para que este método arroje el resultado requerido se
tiene que realizar en un ambiente cercano al teniente Láska. Y para ello necesito estar
completamente a solas. Nadie me debe interrumpir. Si no, no funcionaría.
Espero, camarada teniente, bromeó usted, que no sea precisamente un método
materialista-dialéctico.
Ahora lo ha pillado, camarada mayor, no va a ser precisamente un método
marxista, sonrió el detective Kočí.
¡Ya es suficiente, teniente!, le gritó. Cerraremos los ojos al hecho de que vaya a
utilizar un método alejado de nuestro criterio científico mundialmente reconocido,
pero solo con la condición de que cumpla con las expectativas.
El detective privado se inclinó ligeramente y luego usted dio una orden a Nešt
para que lo llevara al que había sido el despacho del teniente Láska e hiciera
desaparecer a todos los que seguían pululando por allí.

Durante un momento se quedó solo y de nuevo le vino a la mente el sótano y cómo la


cerilla ardiendo caía junto a la pernera de Treblík y el liquidillo que había salido de
ella. Y cómo después el miembro se le había endurecido bajo el pantalón y tuvo una
erección justo cuando iba a apretar el gatillo, como si el miembro también quisiera
disparar a Treblík, y cómo después encendió la última cerilla para ver adonde
disparaba, y cómo había apretado cuatro veces el gatillo y entre el primer y el
segundo disparo escuchó las palabras de Treblík: ¡Mamá, mamá!, y luego se
derrumbó a sus pies con un crujido, y cómo después sacó de un tirón la bota izquierda
de debajo de su cuerpo. Inmediatamente se mareó terriblemente y echó fuera todo el
contenido de su estómago en medio de la oscuridad, probablemente encima del
propio Treblík, allí tirado. Dios mío, susurró usted con los labios amargos, he matado
a un hombre. Pero después se recobró, abandonó el lugar del crimen y subió por las
escaleras, que se le hicieron interminables. Arriba se miró lo primero las botas y los
pantalones. Limpios, ni sangre, ni vómito ni nada. Y mandó abajo a varios policías

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con potentes linternas para que lo dejaran todo limpio. Y a uno con una silla, para que
se sentara con la oreja en la pared. Y como siempre, no se extrañaron de nada y no
preguntaron nada. Pero eso ya lo sabemos, ya lo hemos dicho antes.
Mañana en Praga se enterará de lo que debe hacer con el cuerpo de Treblík.
¿Enterrarlo con todos los honores como si hubiera caído en la lucha contra los
subversores, o enterrarlo como un perro y después amañar un escenario de
participación en un complot contra el Estado? La segunda opción no le gustaba
porque correría el peligro de que, mientras lo urdía, todo se liara fatalmente y la
mierda le salpicara incluso a usted.
Y ya está aquí el teniente Stoula con su informe de la casa de Běhounská 3/5. Lo
deja hablar, para que escupa todo rápido y no le entretenga. Usted tiene la mente en
otra parte.
Seguimos vigilando a Kratochvil regularmente. La señora Kratochvilová, después
de uno de los interrogatorios, acabó en el manicomio, pero ya está de nuevo en casa.
Todas las semanas hacemos una visita con diferentes pretextos, mantenemos a la
señora Kratochvilová bajo presión, y también los niños están vigilados
permanentemente, para estar seguros de que no han pasado a nadie ningún mensaje,
ni lo han recibido. De momento no hemos registrado ningún contacto sospechoso.
¡Pues esfuércese más, diablos! Y por si él está aún allí escondido y esperando,
grite: ¡Que ya me largo, hombre!

El profesor Kuhnert. Le gusta ver a ese viejo, pero eso creo que ya lo hemos
mencionado aquí. Tiene el rostro desgastado, y así es también su carácter. De algún
modo es su bufón y siempre le pone de buen humor. Aunque hoy no demasiado.
Sobre todo le aseguro que en la Facultad de Filosofía está todo tranquilo. Que todos
han aceptado los Tratados sobre Lingüística de Stalin, muchos de ellos incluso con
satisfacción, como la fase siguiente dentro de las limpiezas estalinistas de la filología
ensuciada por el lingüista caucásico N. J. Marr. ¿Y van a ejecutar a ese tal
Marronero?, pregunta usted con interés.
De momento está huido, escondido entre los pastores caucásicos. Las malas
lenguas dicen que se ha disfrazado de oveja y que va por ahí…
Ah, vaya, respondió usted.
Después el profesor Kuhnert se sienta y se dedica a su informe para la central de
Praga. Trabaja en silencio y concentrado y solo le pregunta si puede cambiar en una
de sus frases el complemento oracional; es decir, expresar comprimidamente lo que
decía su frase solo con algunos de los complementos nominativos. Y le asegura que
el director de la central de Praga apreciará ese gesto. Usted se levanta y va a mirar
por encima de su hombro y, mientras, se percata de que en la parte de atrás, debajo
del cuello, Kuhnert tiene la americana un poco ajada. Enseguida se le ocurre que las
cosas en la facultad no son tan idílicas como intenta hacerle ver. Pero hoy esto no le

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impresiona.
El oficial de día ha traído café para usted y para el profesor. Se va hacia el
armario a por una botella de licor benedictino, para echar una cucharadita a cada taza.
Pero cuando se vuelve del armario, el oficial está de nuevo en la puerta y dice que el
teniente Kočí está esperando. La corrección del informe ya está terminada, así que
echa unas gotas de licor al café y empuja afuera al profesor que, confundido y con la
taza en la mano, se cruza con el detective. Arde usted de impaciencia.
Lo tengo. Ya sé con toda seguridad dónde está el teniente Láska.
¿Dónde?
No se enfade, camarada mayor, pero hay que actuar en vez de hablar. No le diré
dónde está, voy a ir a por él.
Ha comprendido que quiere traerle a Láska en persona. Y en los ojos del detective
ha visto que realmente sabe dónde encontrarlo, había en ellos una seguridad
inquebrantable. Se ha quitado un peso de encima, así que le perdona su
comportamiento improcedente.
¿Necesita a alguien? Puedo proporcionarle cuatro agentes armados.
Puedo hacerlo solo. Déjeme irme ya.
Pero luego miró la botella de licor que aún conservaba en la mano, de cuando le
había echado un chorrito al profesor. Se fue al armario a por unos vasitos, brindaron,
y justo entonces el detective eructó fuertemente. Eso es algo que no soporta en
ninguno de sus subalternos. Pero en ese momento al detective se lo perdonaría todo,
incluso que procediera a otros alivios corporales.
El subteniente Kočí se cuadró y se fue. Es medianoche y treinta y dos minutos.

Sobre la mesa en un sitio llamativo ha dejado una nota con información de dónde
pueden encontrarle si entre tanto regresara el subteniente Kočí con su presa.
La plaza de la Libertad, sumergida en la oscuridad como un batiscafo en el Mar
Negro. Abajo ni un alma, arriba, en los andamios de la casa de al lado del palacio
Klein descansa una brigada de albañiles nocturnos. Se pasan una botella, fuman, y
arrojan unos pequeños ladrillos a las farolas que ya no alumbran. Ay, menudos
amantes de la suciedad y la guarrería, se dice, y con cariño observa a esos cuatro
albañiles juguetones. Se dirige a la estación, pasa de largo por delante de ella y luego
camina bajo el viaducto y por el cruce hasta la calle Křenova. Se apresura a recibir
unas caricias, que hoy necesita más que nunca.
Reconozco, Iván, que ya no te esperaba hoy. Tenemos que darnos prisa. Por la
mañana temprano voy con mi clase a recoger heno. No sé, a alguna parte de Šumava.
Pero ¿qué te pasa? No irás en serio, si con este moribundo no se puede hacer nada…
Perdona.
Perdóname tú. He tenido un día muy malo. En realidad también muy mala noche.
No te enfades, Iván, pero esto no es algo pasajero. A ti te ha ocurrido algo. Me lo

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puedes decir, ¿no?
No. Ya sabes que hay cosas de las que no puedo hablar. No tenía que haber
venido.
Vale, ya sé que soy una simple maestra, que está aquí solo para que te la folles, si
es que se te pone dura… (Pausa). Perdona. Soy boba. ¿Me perdonas?
Se viste usted, y de pronto Daría sonríe y dice: espera, y corre a la cocina y luego
vuelve llevando unos dulces de la pastelería U Čtyř Mamlasů, uno de color claro en
una mano y otro oscuro en la otra, le abraza por detrás y le introduce amorosamente
en su abierta boquita primero, un rollito de crema, y luego, una magdalena de
chocolate. Lo tenía preparado como recompensa a una buena cópula, pero una buena
pedagoga sabe que alentar a los alumnos flojos es tan importante como premiar a los
primeros de la clase.
Regresa usted a Běhounská pero no ha llegado ni a la mitad de la plaza de la
Libertad cuando se marea de nuevo. Se inclina sobre un contenedor de basura, algo se
agita dentro de usted y ya se apresuran a salir, a medio digerir, la magdalena de
chocolate y el rollito de crema. Alguien pasa por su lado y le da un puñetazo en el
costado que le hace doblarse de dolor. ¡Váyase a vomitar a su casa, marrano! Levanta
usted la cabeza y le mira. Es la patrulla nocturna, un policía de uniforme. No le ha
reconocido a usted desde atrás. Si usted quisiera, la vida de ese hombrecillo daría un
giro radical y tal vez no viera más a su mujer ni a sus hijos, si es que los tiene. Pero
usted nunca ha abusado de su poder en su propio interés y tampoco lo hará esta vez.
A pesar de que ahora sí que tiene ganas de verdad de lanzarle una bala fatídica a este
palurdo de mierda. Pero no olvide que tiene buen corazón (sí, ese corazón que está
grabado en el tronco del hermoso castaño).

El lugarteniente Kočí aún no ha regresado, camarada superior.


En cuanto aparezca escribes con él un protocolo detallado. Tengo que ir aún a
otro sitio. Tal vez no regrese hasta la mañana. Y si Kočí trae a Láska, vigílalo hasta
que yo vuelva. Eres responsable de él, camarada. Quiero tenerlo aquí, clavado a esta
silla. ¿Has entendido? ¿Cómo te llamas, camarada? Vaya, pues conocí a un Sosna una
vez, tenía una droguería en el barrio de Cejl. Bueno nada, era una broma.[11] Pero
espera, una cosa más. ¿No estabas por casualidad de patrulla en la plaza de la
Libertad hace veinte minutos? Estabas, ah. Bueno, tienes suerte de que sea un
buenazo. No, nada, no lo entenderías. Por la mañana de madrugada me voy a Praga.
Quiero al mejor conductor. Te encargas de que a las cinco esté aquí. ¿Qué pasa? ¿Por
qué me miras así?
No se enfade, camarada superior, pero tal vez debería descansar.
Bueno, ¡ya basta! ¿Qué insinúas?
Lo siento, no insinuaba nada.
Atraviesa la sala a propósito. Y allí se mira usted en ese espejo que ocupa toda la

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pared y que, visto desde la sala contigua, es transparente. Se acerca y ve que está
pálido como un muerto. Con disgusto saca la lengua. Pero no debería haberlo hecho,
está más blanca que la pared.

Directo a la estación. Tiene suerte, en ocho minutos del tercer andén sale un tren
nocturno a Tišnov. El vagón está vacío. Está usted de pie en el pasillo y mira lo
rápido que corren hacia atrás aquí y allá las luces de una ciudad como muerta, como
si todo estuviera bajo una capa negra, como esperando un bombardeo nocturno de la
OTAN. Está de camino a casa en Vysočina. En Tišnov esperará después un tren hacia
Zdar, pero de pronto comprende que se ha debido de volver loco. Se ha marchado
usted a casa, a hablar con su madre y su padre, para contarles todo, cómo hoy ha
matado a un hombre, tenía que hacerlo. Como si hubiera olvidado completamente
que allí hace mucho que no está su hogar. Su madre murió tras la guerra de un cáncer
de útero, y su padre, que no podía vivir sin ella (y eso que era un hombre capaz de
sostener un techo con los hombros y acabar con cualquier pelea de taberna con solo
decir una palabra) se suicidó tras su muerte.
¿Qué es lo que me pasa?, se pregunta usted. Hasta ahora nunca le había ocurrido
algo así. En cada persona existe un límite y usted hoy ha traspasado el suyo. Está
sentado en un banco delante de la estación de Tišnov, esperando a un tren que lo lleve
de vuelta a Brno. Se le cierran los ojos, hasta que lo despierta la lluvia. Va usted a la
jefatura, golpea en la puerta, que tiene un cristal a través del que les enseña su
identificación. Desde allí, llama a Běhounská para que le traigan un coche de
servicio.

Son las tres de la madrugada y Kočí no ha dado señales de vida. El sabe que está
esperando su informe impaciente. Dondequiera que haya ido podría telefonear. ¿O
no? Otro error imperdonable. No tenía que haberlo dejado ir solo. Al menos debería
haber averiguado antes lo que sabía de Láska y adonde iba. Después alguien llama a
la puerta. Se sobresalta: ¿Kočí?
La puerta se abre y aparece un policía del turno de noche. Quería preguntarle,
camarada superior, si no necesita nada. Un café…
¿Cómo te llamas, camarada?
Paseka.
Mal. Tenías que haberte llamado Pesado Entrometido. O Pelma Molesto. O…
El agente Paseka sale rápidamente por la puerta y la cierra sin hacer ruido.
Pero ahora que Paseka le ha sacado de esa torpe inmovilidad, de esa apatía en la
que ha caído al volver de Tišnov, ha decidido hacer algo. Tal vez debería hablar de
ello con su mujer. Sí, eso es, necesita confesarse. Lo ideal sería hacerlo con Valentín
Petrovich. El cónsul soviético es de la edad que tendría su padre y siente esa

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autoridad paternal, le da seguridad. Pero por la noche es inasequible. Tiene que
conformarse con lo que hay.
El agente Paseka está contento porque por fin puede ser útil. Corre al garaje a por
el Tatra que acaban de aparcar y de nuevo lo saca, pero cuando quiere ponerse al
volante usted lo empuja y le cierra la puerta en las narices. El Tatra se agita un par de
veces, como si tuviera calambres agónicos, y luego sale usted en busca de aventuras
inesperadas.

El barrio Pisárky ha conservado, incluso durante el nuevo régimen, su aire de zona


residencial. El toque de queda no es tan estricto, ya que a sus habitantes no les
esperan por la mañana temprano tornos, fresas, carros elevadores, grúas ni telares. La
luz de las mansiones clasicistas, neobarrocas, neorenacentistas, rústicas y modernistas
se pierde en el verdor de los jardines, o la tapan los altos muros con almohadillado de
punta de diamante. Y a pesar de que han cambiado los dueños y los habitantes —los
propietarios de las fábricas y empresas textiles, la aristocracia del «Manchester
austríaco» que construyó este barrio de finales del siglo XIX y principios del XX, ya
desaparecieron en el llamado abismo de la historia—, a pesar de ello aún se
desarrollan aquí dramas íntimos y momentos rococó, ya que los sátiros y las ninfas
viven todavía en las copas de los árboles y anidan en los arbustos de frambuesas y
arándanos, y hacen sus travesuras a la nueva casta social, ya que todos —caballeros,
moralistas y sinvergüenzas— estamos equipados con las mismas armas del deseo, y
la lujuria nos lleva de la mano, o de donde sea.
Son las tres y media de la madrugada y el cónsul soviético Valentín Petrovich,
perplejo, porque no sabe cómo esos fortachones de Vysočina reaccionan en estas
situaciones, se ha puesto a hablar (cubriéndose las vergüenzas con una almohada) en
su lengua materna: Gospoda, shto eto takoye? Eto stranno, eto… eto dazhe
sverjiestiestvchnno… Y después, desnudo, sale tambaleándose de su habitación.
Usted da un portazo y sale volando de la casa, de nuevo al volante y de regreso a
la ciudad. Justo se acaba de derrumbar su mundo. Ni siquiera este hogar es ya su
hogar. Las aves tienen sus nidos, los zorros sus guaridas, y usted solamente siente que
es, eso que cincuenta años más tarde se llamará, un homeless. Un vagabundo en un
lujoso Tatra. Creo que nos entendemos. Aún no sabe adonde se dirige. Pero después
lentamente se da cuenta de que el Tatra atraviesa el centro de la ciudad y el Mercado
(la plaza del 25 de Febrero) y sube hacia la catedral.
Abre la puerta con dificultad. Deja aparcado el Tatra en una calle muy estrecha.
Ni siquiera sabe usted si está tocando el timbre correcto.
Venerable señor, está aquí ese camarada policía.
Y la anciana, que es la quinta ama de llaves del señor Mrch, lo deja en la entrada
y va a ayudar al anciano señor a salir de la cama.
Nunca ha sabido usted si el padre Mrch paga al césar lo que es del césar, o solo lo

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finge hábilmente. Pero de su círculo era el único sacerdote al que usted respetaba.
Todos los demás eran chivatos santurrones, enfermos de amargura.
¿Viene a buscarme ya, mayor? ¿Tengo que vestirme?
El padre Mrch está en camisón, pero a la luz mísera de la entrada parece como si
llevara una túnica brillante. Y ahora que, con debilidad senil, se tambalea y levanta
las manos para conservar el equilibrio, parece que quisiera bendecir al camarada
Sluka.
Bueno, pase, sea lo que sea lo que le trae.
El ama de llaves, que está esperando a ver qué es necesario hacer y a quién servir,
corre a la habitación a encender la lámpara de techo y echa un vistazo rápido para ver
qué hay que recoger para no avergonzar al venerable señor.
En la mesita de una esquina de la habitación, en una extraña mancomunidad, hay
una cruz de vidrio rosa y un perro de peluche. Mira usted a su alrededor muy
confundido, viene de una familia atea, hasta ahora solo ha tenido trato con sacerdotes
durante el ejercicio de su profesión y los veía como comerciantes del opio del pueblo,
así que no sabe qué hacer, lo mira todo confundido mientras fuera se acaba la noche
de verano, y no lejos de allí el teniente Sosna despierta al conductor que le tiene que
llevar por la mañana temprano a Praga, pero abajo en el sótano, sentado en una silla
al lado de la pared, está todavía el teniente Kal, al que ha olvidado liberar usted de su
subterránea misión.

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LA MANO Y EL GOLPE

Estaba ya en la cama leyendo Sarrasine, de Balzac, tal como me recomendó el


doctor Štefl, en su momento un ginecólogo de moda, autor de novelas de detectives y
ligero conocedor de la literatura francesa. Era una traducción antigua, de papel
amarillento, publicada en su día en la Biblioteca Mundial de Jan Otto, una traducción
brillante, en la que Štefl puso un encanto excepcional. Y justo estaba disfrutando de
la frase: «Antes de entregar al anciano a su misterioso guardián, la joven muchacha
besó respetuosamente al cadáver andante, y su casta caricia no estaba exenta de una
encantadora zalamería, cuyo secreto poseen tan solo unas pocas mujeres
privilegiadas»; y también de la frase: «Se paró sin ceremonias junto a una de las
mujeres más fascinantes de París, una bailarina joven y elegante, de delicadas formas,
una de esas criaturas frescas, de rasgos casi infantiles, blancas y rosas, tan frágiles y
tan transparentes que la mirada de un hombre parece penetrarlas como un rayo de sol
atraviesa el hielo puro»; cuando sonó el teléfono. Descalzo, atravesé dos
habitaciones, consciente de que podía repetir aquella cruda experiencia, cuando una
chincheta perdida en la alfombra se me clavó en el talón tan dolorosamente que
gimoteé sin ninguna dignidad.
Qué suerte que te he pillado en casa.
Bien, me apresuro a revelarte que no te ha ocurrido nada imposible, porque justo
ahora que no estoy con cierta dama cuyo nombre no debe pronunciarse, una feliz
coincidencia la ha traído justo ahora al otro extremo de la línea telefónica…
¿Pero qué dices? ¿Te ha pasado algo? ¡Otra vez has bebido!
Qué va. Solo estaba leyendo una vieja traducción de Balzac.
Cariño, quería recordarte que mañana iré con el doctor Venhoda, el del juzgado
regional. El camarada tiene mucha curiosidad por conocerte.
Espera, si tenía que venir la semana que viene. Vaya sorpresa.
Ya sabes el trabajo que nos ha dado convencer al viejo. Tu carrera en el palacio de
justicia…
¡Por favor, por teléfono no!
Bueno, hasta mañana, cariño. Adiós y un beso.
Y colgó. Medité sobre la que me esperaba al día siguiente. Tendré que preparar
una cena. ¿Qué tal un buffet frío? No, cuidado, un buffet frío no puedo, es un lujo
capitalista. Sin hablar de que no encontraría exquisiteces apropiadas, aunque buscara
como un loco. Tal vez podría comprar pirozhky y además cocinar un borshch. El
borshch me lo podrían traer del restaurante Stopky, que ya lo tienen preparado. ¿Y los
pirozhky? Ah, sí, de la tienda U Padovec, en la esquina de la avenida de la Victoria. Y
un buen vino. Con el borshch tiene que ir un tinto. Pero no cualquiera, tendré que
consultar con mi cariñito. Pero a esta hora no la voy a llamar.
Y tal como estoy, todavía descalzo, recorro el apartamento, y paso por delante de

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la librería acristalada y mi ángel de la guarda me hace volver la cabeza en ese justo
momento, y qué veo, horror de los horrores: La revolución mundial, de Masaryk, La
negra horda, de Hovstovsky, las Memorias, de Benes ¡y todos esos libros
angloamericanos! Como si no supiera que Venhoda es de los que están entrenados
para rastrear con los ojos y uno solo de esos libros podría poner patas arriba mi vida
entera. Después de la visita de Venhoda podría aparecer aquí la policía un día como
en casa de los Kratochvil. No, no puedo jugar con algo así. Así que inmediatamente
me pongo manos a la obra.
Expurgo de mi librería algunas joyas literarias subversivas, como Retirada de la
gloria, de Lockhart, El camino a la libertad, de Sartre, El extranjero, de Camus,
Contrapunto, de Huxley, Por quién doblan las campanas, de Hemingway, Cass
Timberlane, de Sinclair Lewis, y los relatos de James Thurber y otros crímenes
literarios burgueses. Por si acaso guardo también Asesinato por cortesía, El caso del
profesor Roch y Alma de asesino, tres novelas negras del doctor Štefl, porque hace un
tiempo Venhoda me comentó que su modo de escribir le dejaba indiferente, y que
consideraba que sus novelas eran literatura decrépita y decadente.
Mañana tengo que comprar algunos libros de Pavel Kohout y compañía para
rellenar los huecos que han dejado los subversivos. Pero ¿dónde voy a meter esos
libros tan peligrosos? No puedo arriesgarme a venderlos a un anticuario, allí también
hay delatores. Intentaré meterlos debajo de la cama y del armario, aunque si uno se
aleja de la cama y del armario se verán seguro. También podría no llevar al camarada
Venhoda a mi dormitorio, pero como ya he dicho, es un curioso. Si no lo llevara allí,
entraría él solo. Perdone, diría, pensaba que aquí estaba el baño. Y se agacharía, vaya,
si este tiene libros debajo de la cama. No, no, tengo que sacar los libros de casa. Al
sótano, dónde si no. Allí no tengo por qué llevar al camarada. Después ato los libros
en dos paquetes y con una cuerda hago unos lazos para poder llevarlos cómodamente.
Y cuando ya lo tengo todo preparado, salgo al pasillo y durante un rato me quedo
allí y aguzo el oído. Después de las diez todo Brno, excepto los de los turnos de
noche en las fábricas, duerme pacíficamente, así que esta casa también duerme. Y
ahora son más de las once. Llevamos ya demasiado tiempo viviendo bajo la ley
marcial, o como en un correccional. La gente se ha acostumbrado muy rápido a que
estar por la calle después de las diez sea, como poco, sospechoso, y a que otra vez por
la mañana temprano les espere en las fábricas el trabajo, «esa madre del progreso» y
el supremo gobernante de nuestras vidas. O sea, que ya puedo agarrar mis dos
paquetes y salir.
Bajo por las escaleras y, delante de la puerta de los sótanos, dejo los paquetes en
el suelo y meto la llave en la cerradura. Y enseguida veo que alguien se ha olvidado
de cerrar. Abro la puerta y veo que ese alguien también se ha olvidado de apagar la
luz. Pero justo entonces oigo que no estoy solo en el sótano. Son las once y media de
la noche y allí abajo alguien está haciendo un ruido atronador. Al principio me asusto
bastante. No puedo imaginar quién puede ser. Pero luego me doy cuenta de que, sea

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quien sea, su presencia en el sótano seguramente puede tener una explicación
bastante común. Por ejemplo, alguien ha guardado los libros en el sótano, como yo, y
ahora ha bajado a coger El fin y los medios, de Huxley. Pero de algún modo no me
cuadran esos ruidos extraños. Por otro lado, también tengo que tener en cuenta lo que
podrá pensar ese con el que me voy a encontrar, sea quien sea; pensará que a ver qué
hago yo en el sótano a medianoche.
Las cuerdas de los paquetes se me clavan en los dedos de estar allí de pie. Me
quedo arriba de la escalera, sin decidirme bien a qué hacer. Es como si todo el sótano
palpitara con un sonido rítmico, y no sé si es simple curiosidad, o vergüenza por mi
indecisión, o tal vez otra cosa completamente distinta, lo que me hace decidirme
finalmente. Comienzo a bajar por la larga y empinada escalera, que va dando varias
vueltas en espiral, como si en vez de una escalera fuera una barrena adentrándose en
las profundidades. El ruido se intensifica y me empieza a resultar familiar, pero aún
no lo puedo identificar del todo.
Y ya estoy delante de mi cubículo. Abro, enciendo la luz, y dejo los paquetes. Y
sin dudarlo continúo adelante. ¡Pero si es el cubículo del arquitecto Modráček! Hay
luz y la puerta está abierta de par en par. Le llamo, pero con ese ruido no me puede
oír. Entro. Pero en cuanto doy unos pasos, en cuanto paso por ese estrecho pasillo
entre un batiburrillo de cosas, me encuentro ante la entrada de otro sótano mucho más
grande. En la bóveda del sótano cuelgan varias bombillas, así que al fondo veo
claramente una jaula dorada enorme. Y en la jaula alguien en un sofá, o al menos eso
parece. Una jaula dorada, un sótano enorme perdiéndose hacia la oscuridad, parece
una aparición de cuento.
Aunque no sé en qué poner antes mi atención. Si en el durmiente de la jaula
dorada, o en el arquitecto Modráček vestido con un peto azul de trabajo. Está junto a
una hormigonera, eso es lo que hace ese ruido infernal que escuché en cuanto abrí la
puerta que da a los sótanos. Veo que está construyendo una pared alrededor de la
jaula. En ese gran espacio del gigantesco sótano en el que se entra por su cubículo, un
sótano cuyo final no se ve, está construyendo una habitación alrededor de la jaula
dorada con un extraño durmiente dentro. Y justo entonces se vuelve y me ve.
Se vuelve, me ve y se asusta. Y se asusta tanto que grita algo indescifrable.
Intento decirle algo y explicarle mi presencia nocturna, pero no me escucha. Actúa
muy deprisa. Se aparta a un lado, tantea buscando algo y entonces viene directo a por
mí. Y yo estoy tan sorprendido por sus saltos que no me puedo defender. Me quedo
allí como un tonto a quien se podía haber puesto perfectamente un capirote con forma
de gallo, de perro, de alce, de urogallo, de canguro, o hasta de soberano idiota. Pero
el arquitecto Modráček me agarra por detrás y me pone en la cara algo empapado de
cloroformo, o yo qué sé. Enseguida pierdo el conocimiento, todo alrededor se va
difuminando y se me doblan las rodillas…

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Cuando me desperté estaba yo también en la jaula dorada. Estaba sentado con la
espalda apoyada en un sofá en el que alguien dormía a pierna suelta. Me costó un
buen rato darme cuenta de lo que pasaba. Al principio me molestaba que alguien me
roncara junto al oído, y empecé a chasquear la lengua, a ver si paraba. Solo después
me di cuenta de lo que me había pasado. Me incorporé y vi que en la puerta de la
jaula había una cadena con un gran candado, pero que el candado estaba abierto.
Comprendí que, a la luz de todo lo que había pasado antes, lo mejor sería tomar las de
Villadiego. Salí de la jaula, pero no vi al arquitecto Modráček por ninguna parte.
Corrí hacia el agujero por el que había entrado al sótano, pero allí me topé con una
puerta cerrada. Intenté abrirla, pero nada. Entonces regresé a la jaula dorada y me
metí dentro. El durmiente, entre tanto, se había despertado y estaba sentado en el
sofá. Le pregunté quién era y cómo había llegado allí dentro. Pronto comprendí que
mi pregunta era una estupidez. Pero esperaba al menos alguna respuesta, aunque
fuese banal. No recibí ninguna. El durmiente hizo como si yo no estuviese. Se tumbó
otra vez y pronto se volvió a quedar dormido.
Se me ocurrió que al otro lado del sótano, donde no se veía tres en un burro (solo
había una bombilla, y estaba sobre la jaula), quizás podía haber otra salida. Así que
salí de la jaula y corrí hacia allí. Comprendí que no tenía mucho tiempo. Del mismo
modo que había comprendido que el arquitecto Modráček, a quien hasta entonces
había tenido por un tipo simpático y uno de los arquitectos más sobresalientes de
Brno, era en realidad un loco de atar.
Seguramente que el otro extremo del sótano estaría tapiado, pero a ciegas tanteé
la pared húmeda, con el cuerpo pegado a ella y los brazos abiertos. Deduje que estaba
en algo parecido a un almacén de muebles. Palpé lo que parecía un armario, después
un ejército de sillas, un sillón y una fila de camas. Dios mío, Modráček estaba
planeando acomodar allí a un regimiento. Aquello era una locura, y parecía no tener
fin. Pero entonces escuché que alguien abría la puerta metálica. Me agaché y tanteé a
mi alrededor. Mis manos se toparon con una barra metálica, una pata rota de una
cama quizás, aunque tendría que ser una cama muy alta. ¿Tendría que enfrentarme a
Modráček con ella como el valiente capitán Corcoran? Como si no supiera que esos
chalados tienen una fuerza sobrenatural. Sin duda rompería la barra como si fuera un
palillo, y tendría suerte si como castigo por haberme enfrentado a él, no me rompía
además un brazo. ¡Elija usted el brazo que le voy a partir! ¿O sabe qué? ¡Mejor le
parto los dos para que no se tengan envidia! Pero luego me vino a la cabeza una idea
salvadora. Tengo buena imaginación espacial, lo que a un abogado le sirve igual que
a un torero saber hablar papúa. Pero aquí tuvo sus ventajas. Me sirvió para acordarme
de que, tras la pared de mi lado derecho, tenía que estar el sótano de la comisaría del
barrio. Y justo allí, sí, en pleno verano, lo más seguro es que hubiera cinco policías
recogiendo coque y carbón para la estufa. Y fue entonces cuando me vino a la cabeza

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esa vez, poco después de la guerra, en un tren hacia Zvolen, en que me encontré a una
gitana que me predijo que un día mis conocimientos de morse lograrían sacarme de
un buen apuro. Así que no me lo pensé dos veces, levanté la barra y me puse a
arrearle a la pared con todas mis fuerzas. Me dio tiempo a marcar dos veces la
llamada de auxilio: Save Our Souls! Save Our Souls!
Modráček estaba detrás de mí, apuntándome con el reflector. Me volví con la
barra en la mano. Pero ya estaba demasiado cerca, y venía armado con un palo, así
que dejé la barra en el suelo, grité algo en dirección hacia él, levante los brazos y
esperé. Estaba preparado para que, de nuevo, me pusiera el capirote de gallo o de
canguro. Pero Modráček se me acercó amablemente y me plantó en plena jeta un
algodón empapado en cloroformo. Y en ese momento escuché cómo al otro lado de la
pared restallaban cuatro balas, cuatro. El cuarto disparo, si es que en realidad mis
sentidos no me estaban engañando, sonó tras una pequeña pausa. Y eso fue lo último
que oí antes de desplomarme.

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ARRIBA Y ABAJO

Todas las mañanas y todas las tardes, sin faltar ni una, bajaba al sótano para
alimentar al cada vez más hambriento teniente Láska. Parecía como si quisiera
compensar los sufrimientos de su cautiverio con una voracidad rayana en el
fanatismo. Y también castigarme a mí comiéndose todas mis provisiones y reservas
de carne. Aún no había conseguido decidir definitivamente si le había ocurrido algo a
su cerebro, o si lo estaba fingiendo todo para apelar a mi compasión y a mi generoso
comportamiento. Algunos días no abría la boca, otros balbuceaba graciosamente y
luego caía en una especie de charla ininteligible. Pero incluso si tuviera una
enfermedad mental, ya no podía hacer otra cosa con el teniente Láska que retenerlo
allí abajo. Y a pesar de que se portaba relativamente bien, no solo no lo liberé de su
jaula, sino que además cerré la entrada del cubículo al subterráneo con una puerta de
acero.
Y finalmente me hice con cloroformo para poder apaciguarlo rápidamente si
intentaba hacerme alguna jugarreta.
Como creo que ya he dicho, compré un viejo Škoda y en él transportaba el
material de construcción. Ustedes, que ya no se acuerdan de esa época en la que a
todos nos mantenían atados bien corto, no pueden ni imaginarse cómo era de
impensable que alguien intentara hacer lo que yo hacía. Después de las diez de la
noche, cuando toda la ciudad dormía (o curraba en las fábricas en los turnos de
noche), yo construía a escondidas un chamizo en el subterráneo. Aparcaba el coche y
cuando no había moros en la costa sacaba de él los ladrillos, los sacos de cal y el
cemento. Dos manzanas más allá estaba la comisaría, pero yo me acogía al bonito
refrán de que nadie ve debajo de sus narices. Cuando los seguretas y los otros polis
volaban del nido por la noche o por la mañana y revoloteaban por la ciudad, donde
menos atención ponían era en la calle Běhounská, tal es la magia del dicho. Sin
embargo, creo que me excedí peligrosamente en mis maniobras. Como si en realidad
estuviera deseando que me cogieran. Pero qué digo. Bueno, entonces, ¿cómo explico
que transportara allí incluso una hormigonera, que en mitad de la noche me las
arreglara para acarrear semejante armatoste desde el coche al sótano, y bajara allí a
ese monstruo, parecido a una pera fosilizada de un huerto gigantesco, por las
empinadas escaleras con grave peligro de dar un mal paso, resbalarme y, al saltar a
por ella, salir los dos volando en un amoroso y letal abrazo? Hay que pensar en que
para meterla desde el cubículo adentro tuve que ensanchar la entrada al subterráneo, y
eso por no hablar del ruido de la hormigonera, que probablemente hacía vibrar todo el
edificio, con lo que el sueño de esos infelices debía de estar repleto de elefantes
zurrándose la badana.
Como no iba calentar toda esa catedral subterránea solo por un segureta, no me
quedó otra que aislar el espacio en torno a la jaula dorada y construir alrededor algo

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así como una mazmorra. No puede decirse que estuviera acostumbrado a acarrear
ladrillos y preparar malta. Entre los trabajadores de la obra y yo se alzaba una especie
de muro: si alguna vez me salía del papel de autor del proyecto, inspeccionaba a los
que inspeccionaban la obra, así que más bien era inspector de inspectores. Es verdad
que en los últimos meses estaba en la obra como en mi casa. Los pisos del bloque de
Botanická se habían hecho conmigo encima diariamente. Conocía bien a todos los
albañiles y aparejadores. Era parte de su cuadrilla. Por el día en Botanická, por la
noche en el sótano. Pero allí no tenía a nadie que me pasara los ladrillos. Sí, creo que
me excedí. Realmente me caía de agotamiento. Pero era el modo de no pensar todo el
rato en mi hermana, en sus últimos días, en lo que le había ocurrido mientras estaba
en poder de sus captores.
Al principio pensé en rodearlo con una pared doble, pero me molestaba
transportar tanto material para hacer una mazmorra. Ni que fuera a construir una
ciudad subterránea. Al final elegí ladrillos huecos: con menos ladrillos podía obtener
el mismo resultado térmico. Y, alternativamente, dejaba los huecos vacíos o los
llenaba de cascotes.

Mientras la hormigonera hacía su trabajo, me senté junto a un montón de ladrillos y


me entretuve en elegir los que utilizaría. Apartaba los que tenían grietas, hasta los que
las tenían pequeñas, porque aquí absorberían humedad, y también los que tenían
concreciones que provocan esquirlas, que son propensos a la creación de
eflorescencias, especialmente en el clima de un sótano. Y de pronto escuché a alguien
a mi espalda, alguien me llamaba. Me asusté y me volví. Era el doctor Pešek, que
vivía en el piso de abajo. No entendía qué podía estar buscando a esas horas en el
sótano, pero inmediatamente comprendí que no podía permitir que estuviera allí. En
realidad no se puede hablar en términos de comprensión; actué automáticamente, o
sea, no en base a la reflexión sino más bien al reflejo. Salté y palpé un hueco en la
pared de piedra. Allí era donde tenía la botellita de cloroformo y el algodón. De un
salto agarré al doctor Pešek por detrás y le planté el algodón en la jeta. Se defendía,
se agitaba entre mis brazos, pero de repente su cuerpo se quedó blando y se
desplomó. Lo cogí de las axilas, lo llevé hasta la jaula y allí lo levanté como pude y
lo apoyé en el sofá donde estaba el teniente Láska. Por si acaso, le arreé otra dosis.
No había duda de que no habría podido actuar de otra forma. Desde el momento
en que entró en mi santuario, Pešek sabía demasiado, y a pesar de que teníamos una
relación de vecinos altamente satisfactoria y de que mi mujer cuidaba ejemplarmente
de sus dientes y por eso nos tenía afecto, no me podía fiar de que lo que había visto
no empezara a darle vueltas en la cabeza. Sabía que mis explicaciones de que todo
estaba en orden y que ese hombre en la jaula dorada había sido solo un espejismo
juguetón no lo convencerían.
Entonces entré en su cubículo. La luz estaba encendida y la reja abierta. Detrás,

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dos paquetes de libros. Los empujé, apagué la luz, cerré la verja, colgué el candado,
lo cerré y me metí la llave al bolsillo. Y entonces sobre mí cayó de golpe el horror.
Estaba clarísimo que el asunto se me estaba yendo de las manos. Desde el momento
en que había entrado en escena el doctor Pešek, todo había cambiado. Pero a la vez
sabía que no me podía bajar del tren en marcha. Ya en los días siguientes, o en las
siguientes horas incluso, ocurrirían cosas que se escaparían de mi control. Porque
imagínense que estuviera en casa con su novia (una morena delgada de ojos turquesa
y un mechón de cabellos siempre cruzándole la cara como una bandera a media asta,
una noche hasta tarde jugamos al póquer con ella en casa de Pešek), imagínense que
le hubiera dicho que tenía que bajar al sótano a por algo, y luego imagínense a esa
novia (ahora me he acordado: ¡Klára!) despertándose en mitad de la noche y saliendo
de la cama, y caminando descalza por el apartamento y comprobando que no hay ni
rastro de su amante y clavándose una chincheta en el pie…, porque por algún motivo
que no puedo especificar me imagino y de hecho veo claramente en la alfombra
esmeralda del salón del doctor Pešek brillar una chincheta acechante. (Perdonen, me
corrijo: ¡Jolana!) Pero, en fin, no nos imaginemos más. Ya desde hace tiempo tengo
comprobado que bajo determinados estados de angustia mi imaginación reacciona
precisamente ante detalles de lo más extraños. Así que parece que lo único que sé es
concretizar.
Me vuelvo a mi cubículo, cierro la puerta de acero que da al subterráneo y echo la
llave. Entonces siento que tengo que salir a que me dé el aire.

Estoy delante del portal. (Perdonen otra vez, me corrijo de nuevo: ¡Květa!) Por la
acera de enfrente deambula un gato perdido, ahora me ha mirado y se ha parado
durante un momento, como si quisiera decirme algo, pero no me ha dicho nada y ha
echado a correr de nuevo.
Me toco el bolsillo, me pongo de cuclillas y encima de la alcantarilla suelto la
llave del sótano de Pešek. (Ya sé que es embarazoso, pero otra vez me tengo que
corregir: ¡en realidad era Klára!) Ésta es posiblemente una de mis últimas noches
aquí, las siguientes las voy a pasar metido en un sótano. Vaya idea tan buena que
tuve, ¿es que pensé que realmente podría burlar al destino?
Cierro el portal y regreso al sótano, y justo en el momento en que abro la puerta
de acero del subterráneo, escucho algo desde el fondo. Enciendo todas las luces y me
ayudo además con el reflector. Enfoco al fondo del subterráneo. Y allí, en medio del
almacén de muebles de los alemanes, veo al doctor Pešek, que golpea con una barra
de acero la pared. ¿Pero por qué narices está golpeando? Ah, claro, es la señal S O S.,
Save Our Souls, ¡Salven Nuestras Almas!
Me debí de olvidar de cerrar la jaula con llave. Pešek se debió de despertar de la
narcosis y ¡vaya la que está liando! Echo a correr hacia él. Pešek se vuelve y me
espera con la barra. Y en eso, oigo al otro lado de la pared lo que parecen cuatro

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disparos, tres seguidos y el cuarto algo más tarde. Como si alguien tocara cuatro
veces en la puerta de la desgracia. ¿Es posible? Me inclino y cojo del suelo un palo,
me decido a luchar a vida o muerte si es necesario. El doctor Pešek ha debido ver en
mis ojos esa determinación porque tira la barra, levanta las manos, se rinde y grita:
¡No me mate, por favor, señor arquitecto, no me mate!…

El doctor Pešek está de nuevo en la jaula, encerrado y tranquilito tras su nueva dosis
de cloroformo. No sé con cuánta frecuencia lo puedo narcotizar sin causarle daños
cerebrales. Y mira por dónde, vaya pensamientos tan considerados tengo ahora que
ya está claro que todo se va a acabar y que pronto terminaré como mi hermana. Los
policías pronto unirán este subterráneo que descubrí yo con su cuartel y resultará que
les habré construido unos nuevos calabozos gratis.
Pero antes de que llegue a comprender en su justo término por lo que he pasado y
que lo ordene todo en mi cabeza, se abre el siguiente capítulo. Ni después del
segundo asunto con el doctor Pešek he encontrado necesario cerrar con llave la puerta
del subterráneo, así que me estoy buscando otro lío con un nuevo visitante nocturno.
Y ya está aquí. Justo me doy media vuelta y me topo con el sonriente rostro del
siguiente invitado a la comedia.
Pero si ya nos conocemos, me dice ese hombre encantador. Lleva la corbata mal
anudada. Pero ¡qué pequeño es Brno! El doce de junio, en la calle Sedlákova, en la
tienda de antigüedades del sótano. Usted compró allí esta jaula para osos. Le ayudé a
cargarla en el coche. ¿Se acuerda? Y usted me regaló después un habano. El puro
estuvo muy bien, me lo fumé después de echar un polvo estupendo con una tipa. No
se preocupe, no le voy a revelar el nombre de mi compañera de cama.
Después se acerca a la jaula, sigue sonriendo encantadoramente y señala a sus
habitantes: Vaya, ese que está ahí tumbado es sin duda el teniente Láska. ¿Sabe que
sus colegas llevan buscándolo desde hace la tira? Por desgracia no reconozco a nadie
en ese otro señor que está sentado junto a él. Lo que me recuerda que debería
presentarme. Encantado, soy el lugarteniente Kočí. Hasta hace poco detective privado
del mismo nombre. He venido a detenerle por el secuestro del teniente Láska. Pero no
intente nada, señor arquitecto. Si opone resistencia le aseguro que las va a pasar
canutas.
Pero el lugarteniente Kočí no tenía ni idea de mi estado de ánimo, y que me daba
igual si me disparaban allí mismo, o si iba a pudrirme a la cárcel. Así que lo menos
que se esperaba es que saliera como una bala (¿o se dice como un rayo?) y lo tirara al
suelo. La caída lo dejó sin sentido durante un rato y, cuando empezaba a despertarse,
le enchufé un poco de cloroformo y asunto arreglado.
¡En fin!, respiro, abro la jaula, cojo al lugarteniente de las axilas, lo meto dentro y
lo siento a los pies de teniente Láska, justo al lado del doctor Pešek. Después me
retiro y miro la escena con distancia. Luego vuelvo y arreglo un poco el cuadro.

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Ahora sí que está bien.
Comoquiera que esto acabe en los próximos días, hoy puedo estar satisfecho con
mi obra, la firmaría tranquilamente.
(Me disculpo por última vez: la novia de Pešek se llama ¡Veronika!)
(Ay, no, qué vergüenza. ¡Pero si es Klára!)

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TERCERA PARTE

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PUES YA ESTÁ AQUÍ, DIJO EL DOCTOR ŠTEFL,
HAN SONADO LAS CAMPANADAS,
y yo sabía que las campanadas eran las contracciones que anunciaban el parto, y
cuando decía que ya habían sonado, quería decir que el proceso del parto había
empezado, ya esa mañana había roto aguas, ¿así que ha asistido ya algún parto,
señora mía?, ya le he dicho que estuve en el parto de mi hermana, pero eso fue al
final de la guerra, entonces vivíamos en la calle de los Jesuítas, y en la de al lado, en
la Geissgasse, o sea, Kozí, cayeron unas cuantas bombas, fue un estruendo, doctor, no
se lo imagina, sí que me lo imagino, Alžběta, viví en la calle Křenová y allí nuestros
queridos aliados también tiraron lo suyo; así que estaba en el parto, no tuve que hacer
nada, el parto fue solo, mi hermana dio a luz a un niño fuerte como un roble, y fuera
caía metralla del cielo, había fuego y humo, vaya salvas para una vida que nacía,
bueno vale, me interrumpió Štefl, estuvo en el parto, pero ahora ayúdeme, vaya a
preparar a la señora Modráčková, le vacía la vejiga, le pone un enema, la afeita y la
lava bien, conozco bien al doctor, solía venir a nuestra relojería-joyería de la calle
Česká, hubo un tiempo en que me tiraba los tejos, o igual solo jugaba a intentar
llevarme a la cama, pero aunque teníamos mucha confianza nunca nos tuteamos, él
elegía joyas para su esposa y sus amantes, yo le aconsejaba bien en las elecciones, me
bastaba con que me describiera un poco a sus amantes y enseguida sabía lo que
necesitaba, un broche con una perla, una montura de gafas de oro, o un reloj de
señora con números que se veían solo con lupa, se sorprendió mucho cuando
Modráček me cazó también a mí, con usted, señora mía, la vida aquí va a ser como
una garden party, pero ahora me está utilizando de verdad, a la señora del arquitecto
la han llevado a la clínica y a mí me han puesto en su lugar, hasta entonces no había
visto una habitación de hospital tan bien equipada, está preparada para todas las
eventualidades, puede ser desde un confortable dormitorio de un hospital hasta una
sala de operaciones, precisamente el señor arquitecto estaba orgulloso de esta
multifuncionalidad, sin duda, toda la casa del subterráneo, esa prisión del
inframundo, es un milagro de la arquitectura, al menos un milagro de la arquitectura
subterránea, cada viernes Modráček nos da conferencias sobre arquitectura, es un
ciclo titulado Historias de la arquitectura berniense, e intenta mostrarnos en ellas
que, cuando se suele caracterizar a Brno como una ciudad de horizontalidad y
eternidad racional arquitectónica, al contrario que Praga, ciudad de magia, misticismo
y verticalidad, adornada con cien torres, esto es solo una visión típicamente
simplificada, sin embargo, una de esas conferencias se salió de ese ciclo y estuvo
dedicada a nuestra edificación subterránea, decía que estaba construida superando
dificultades desconocidas hasta ahora, como por ejemplo el complicado sistema de
ventilación en perfecto funcionamiento y combinado con un aislamiento acústico tan
excelente que si aquí dentro disparáramos un cañón, en la calle lo escucharía solo uno

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que se agachara y plantara la oreja en el pavimento y lo oiría simplemente como un
temeroso zumbido de mosca, he conseguido, afirmaba el arquitecto, apretujar en un
espacio no muy grande todo lo que se necesita para una vida confortable y he hecho
todo lo que estaba en mis manos, oiga, me encanta eso que nos está contando,
protestó Dan Kočí, pero hemos currado en esta obra arquitectónica vanguardista
como los esclavos de las pirámides mientras él se paseaba alrededor con una pistola
en el cinturón, y eso que hemos tenido suerte de que no nos azotara a todos con un
látigo, no le va a venir nada mal, Alžběta, se apresuró a decir Štefl, extender aquí sus
cualificaciones de relojera-joyera a matrona, hay aquí doce hombres y nueve mujeres,
así que no hay que temer, niños van a nacer, seguro, y lo apreciará luego cuando
regresemos de este pequeño manicomio de aquí abajo a ese grande de allí arriba,
¿pero por qué yo precisamente, doctor?, digo llevándome el contenido de los
intestinos de la señora Modráčková, porque evidentemente es usted aquí la más
normal, todos los demás ya tienen grillos en la cabeza, no se equivoque, doctor, yo
también empiezo a grillarme, pero entonces la señora Modráčková empezó a gritar,
eso no es nada, solo está ensanchando el útero, está dilatando, Alžběta, es la primera
oleada de dolor, y aquí no tengo nada de anestesia, el señor arquitecto no pudo
conseguirla, bueno, que grite, que la oiga toda la calle Běhounská, pero naturalmente
sabía muy bien que aunque aullara como una manada de lobos y bramara como un
oficial dirigiendo la instrucción, no saldría ningún sonido de nuestra «catedral de
silencio», como el señor arquitecto la había denominado; sé que me repito, pero es
importante saber esto: antes de que Modráček se pusiera a construir su milagro
vanguardista encerró a sus cinco primeros inquilinos en una jaula dorada, para que no
le estorbaran, y después se dedicó larga y cuidadosamente a rodear el interior del
subterráneo con un aislante acústico de varias capas, que solo dejó que fuera
atravesado con ese complicado sistema de ventilación, y cuando después sacó a sus
primeros inquilinos de la jaula, sus gritos ya no tenían la posibilidad de llegar a los
oídos de nadie; a la señora del arquitecto se le acabó el aire, dejó de gritar, y el doctor
aprovechó enseguida la oportunidad, se agachó y escuchó el eco de las contracciones
y con las dos manos le palpó el vientre y luego se volvió hacia mí, todo está bien, el
parto va por vías naturales, el feto está a la entrada del útero con la cabeza hacia
abajo dirigida hacia el perineo, no va a haber complicaciones, todos sabemos que
aquí el actor Dlask es como un capo, el señor arquitecto baja aquí dos veces al día,
por la mañana y por la tarde, y no he sido yo sola la que ha notado que siempre se
lleva a Dlask con él y pasan un rato juntos, está claro que Dlask le cuenta cómo
hemos pasado la noche y, durante su visita de la tarde, cómo hemos pasado el día,
Dlask era uno de los mejores actores de los escenarios de Brno, lo vi en Don Juan, de
Moliere y en Macbeth, de Shakespeare, dos papeles tan distintos que sin embargo le
caían que ni pintados, no lo niego, era una de las mayores admiradoras de Dlask,
cuando salía de verle en esas representaciones en las que bordaba su papel, sentía
siempre hormigueos por todo el cuerpo, se me ponía la carne de gallina de esa

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irresistible belleza, pero aquí tengo náuseas de su espíritu, del papel miserable que
interpreta: el lameculos de Modráček, siempre complaciente, aunque a pesar de todo
el señor arquitecto tampoco confía en él, no se fía de nadie ni se fiará, y sin embargo
las dos terceras partes de los que están aquí ya se han acostumbrado a esta vida, han
aceptado el statu quo dos tercios, eso son catorce inquilinos, como por ejemplo todas
las mujeres, excepto Irena y yo, sin embargo, hay aquí algunos rebeldes incansables,
sobre todo Dan Kočí, a pesar de que pertenece al grupo de los antiguos (estuvo entre
los primeros, esos que Modráček encerró en la jaula dorada), una y otra vez intenta
engañar a Modráček, burlarle, traicionarlo de alguna manera, siempre está
organizando alguna rebelión, se inventa trampas para nuestro carcelero, algunas
veces solo por inercia, para que no se diga, así que el señor arquitecto tuvo que
convencerlo de que hablaba mortalmente en serio cuando nos advirtió de que iba a
disparar sin miramientos a cualquiera que intentara atacarlo y huir, y durante uno de
esos intentos fallidos de Kočí el señor arquitecto le disparó en la pierna izquierda,
Štefl anteriormente había instruido a Modráček sobre lo que tenía que comprar en la
fábrica Chirana en el barrio Cejl, desde un estetoscopio hasta un escalpelo, así que
ahora podía operar a Kočí, pero entre todos esos montones de medicamentos que
Modráček consiguió al principio, con las recetas del doctor, cuando en un solo día
recorrió todas las farmacias de Brno y de los pueblos de alrededor, entre todos esos
medicamentos no había anestesia, ni ningún analgésico, nada que sirviese para
aplacar el dolor, y entonces, ese olvido le vino al arquitecto muy bien cuando quiso
que, no solo Dan Kočí, sino también todos los demás disfrutáramos de un castigo
ejemplar: Dan Kočí, tan duro que se creía, se puso a chillar como diez cerdos y a
agitarse como doce anguilas, era casi imposible sujetarlo para que el doctor le
hurgara en la herida, hasta que con unas pinzas sacó la bala de la Walther y se la puso
en la mano; el uno de junio, durante el día internacional de los niños, el Estado
comunista decidió empobrecer un poquito más a todas las familias, realizó una
drástica reforma monetaria, a pesar de que el día anterior el presidente aseguró que no
había que temer nada semejante y que solo era propaganda agitadora de las emisoras
americanas, el señor arquitecto nos informó de ello con gran placer, nos trajo
periódicos con la versión oficial, y también algún panfleto que corría por Brno, y nos
describió cómo en la plaza de la Libertad había una manifestación de obreros con
pancartas de ¡No roben a las familias obreras! Y cómo una camarada se puso en
medio y les gritó: ¡Camaradas, por Dios, no lo hagáis, no apuñaléis por la espalda al
socialismo!, pero el ejército de manifestantes la barrió como si fuera paja, la gente lo
perdió todo en un día, todo lo que tenían en las cajas de ahorros, en los colchones y
en las monederos, y todas las protestas fueron duramente reprimidas, a la gente le
dieron en los morros de lo lindo, y Modráček nos lo contaba encantado, porque a
nosotros no nos afectaba, nosotros vivíamos aquí debajo, en nuestro lujo subterráneo,
al señor arquitecto la caída de la moneda no le afectaba, había agotado sus medios
financieros en la construcción de la «ciudad subterránea horizontal» ya a comienzos

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de 1953 y también después vivíamos de las estupendas baratijas que habían dejado
los alemanes, de las cestas de joyas que los alemanes habían mangado a las familias
judías de Brno antes de transportarlos hasta las cámaras de gas, y que habían
escondido aquí, cuando fueron al encuentro de su destino, estoy sentada junto a la
parturienta que tiene las piernas abiertas y estoy esperando a que el doctor me pida
ayuda, para que le dé algo, o que le sujete algo, la cabeza del feto se abre paso como
un ariete destinado a romper las murallas que le separan del mundo exterior (ay, si el
ariete sospechara que se abre paso, no a un mundo bajo el sol o el cielo estrellado,
sino de nuevo a otro útero, pero esta vez ¡de piedra!), la señora del arquitecto ha
dejado de gritar otra vez como si la hubieran interrumpido, y ahora empieza a
reaccionar a las instrucciones y direcciones de Štefl, se incorpora (tiene la pelvis
levantada con una manta enrollada debajo) e inclina la cabeza hacia el pecho, con las
manos se agarra las piernas por debajo de las rodillas, y entre cada contracción
respira profundamente, con los abdominales trabaja bien, es como un tambor
pariendo, observo cómo el doctor tira suavemente de la cabeza con la mano izquierda
mientras que con la derecha protege el perineo, luego saca la cabecita, la inclina
ligeramente hacia el perineo, caza el hombro izquierdo y luego levanta la cabecita un
poco y saca el otro hombro, y cuando coge al feto por debajo los hombros, ya sale
solo como un corcho de champán, blub, y ya está, es un niño, señora Modráčková,
qué alegría en la enfermería, bueno ¿le pasaría algo si sonriera un poquito?, ¿qué, le
sale? y ahora usted, Bétka, ate el cordón umbilical, aquí y también aquí arriba, y para
que no se ponga triste, succiónele las secreciones de la naricilla y de la boquita al
nene, pero, por Dios, con la boca no, querida, si se da la vuelta, detrás del hervidero
está la ampolla succionadora, y luego el alcohol para desinfectar, y, querida, no se
olvide de curarle las conjuntivas, ¿estamos?, y Štefl se lava las manos y se disculpa
para ir a fumar un cigarrillo, el señor arquitecto se acercó a mí, sabe que soy una
especialista, él también compró en mi tienda algo para una amante suya, si recuerdo
bien, era un brazalete encantador para una pelirroja encantadora, me enseña su
joyero, un cesto repleto aún de joyas, sumerjo ambas manos en el joyero de
Modráček y las saco envueltas de alhajas brillantes, puedo imaginarme cuán difícil
debe de ser venderlas cuando uno no entiende, cualquiera intenta engañarle, y si uno
no sabe, cómo estar seguro de que no tiene en la mano un montón de baratijas, y al
revés, tal vez uno venda muy por debajo de su precio algo excepcional, algo por lo
que los joyeros de Viena se cortarían las manos y, mientras, hace hincapié en cómo
nos interesa a todos el vender las joyas lo mejor posible si es que queremos tener
cierto nivel de vida, dejo caer las joyas de nuevo en el cestillo y finalmente le suelto:
es una pena que venda todo esto, cuando hay otra forma de conseguir medios, vaya,
vaya, se extraña, a ver, desembuche, señora Alžběta, no tenga vergüenza, dónde ha
oído usted que yo tenga vergüenza, solo querría prepararle para el pequeño susto que
le espera ahora, vale, asústeme, está bien, me metí la mano al bolsillo y luego enseñé
la palma abierta, ¿ve esto?, ¿qué es?, un remache de oro puro, he desmontado entera

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la jaula para osos, trozo a trozo, es desmontable y plegable, y he hecho un test para
comprobar si es de oro, no es una jaula dorada, sino que es de oro macizo, mire, no se
enfade pero se debe haber vuelto loca, si sirvió para alojar a un oso, y me dijeron que
la habían tenido en el jardín bajo un tejadillo, si ya le he contado cómo la conseguí,
una jaula así de grande de oro, qué tontería, al revés, señor arquitecto, una idea muy
inteligente, toda la fortuna de la familia convertida en una jaula custodiada por un
oso, es como de las mil y una noches, a quién se le ocurriría lo que no se le ha
ocurrido ni a usted, así que los que robaron la propiedad judía no la quisieron y la
llevaron a un bazar, y sin embargo ya solo el peso les podía haber dado una pista,
todos, incluido el anticuario del bazar estuvieron ciegos como topos, les falló la
imaginación, no fueron capaces de concebir que alguien pudiera tener en el jardín una
jaula de oro puro, voy a desmontar bien la jaula y tendrá tanto oro que podrá
vestirnos a todos con seda, satén y popelina, alimentarnos con caviar, langostas y
gambas, y ponernos unas caballerizas con purasangres lipizzanos o un acuario con
tiburones vivos, y de nuevo toqué el cestillo, y con estas chucherías puede adornar a
sus amantes, pero si yo ya no tengo amantes, se quejó el señor arquitecto, ya no tengo
vida privada, todo mi tiempo lo paso aquí abajo con ustedes o en la obra socialista de
allí arriba, y luego llegó la tercera fase del parto, o sea el parto de eso que el doctor
Štefl llama medusa, salió la placenta con sus membranas, sus tejidos, sus venas y el
resto del cordón umbilical, esto también sucedió sin complicaciones en unos pocos
minutos, la señora Modráčková no dijo ni mu, miraba a su hijo y a nosotros con ojos
de loca, adivino que el teniente Láska la bombeó no solo con su esperma sino
también con unas gotas de su locura, bañé al recién nacido, lo sequé con cuidado y se
lo di a la tarada de su madre, el maestro Koláček, ese al que todos llamamos aquí
señor Tiquismiquis me divirtió bastante, vino a verme (bueno, él va a ver a todo el
mundo, no es que fuera ningún privilegio), vino porque en esos cursos educativos
nocturnos debería haber conferencias sobre el marxismo, porque ahí arriba, y señaló
al techo de la cueva, dicen que el marxismo está devaluado y deformado, mientras
que el marxismo con dimensión humanista, como él dice, sigue siendo el futuro de la
humanidad, y cuando un día regresemos allá arriba, podríamos ser sus embajadores,
apóstoles y misioneros, para empezar, camarada maestro, no se líe, nosotros no
volveremos arriba nunca, y para continuar, camarada maestro, por qué debería ser el
futuro de la humanidad el marxismo con dimensión humanista, por qué no por
ejemplo el voyeurismo con un catalejo telescópico, no le da vergüenza, señora
Alžběta, dijo muy ofendido y se fue, el teniente Láska no nos sorprendió demasiado
mirando sin aparente interés al fruto de sus entrañas, igual que un crustáceo miraría
una falta de ortografía, el antiguo conductor de autobús Kučera propuso que le
pusiéramos el niño en los brazos, que el contacto directo con el recién nacido tal vez
despertara en el teniente Láska su instinto paternal, todos estuvimos en contra, porque
no podíamos saber cómo iba a reaccionar Láska, y sobre todo qué le podría hacer al
niño, el padre Klenovsky ya está emocionado con el bautizo y trata de sonsacarle a la

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señora del arquitecto el nombre de su hijito, porque sin él no lo puede bautizar, pero
luego cuando ya se ha rendido y empieza a insistimos a todos para que
contribuyamos y nos pongamos de acuerdo en un nombre, justo en ese momento la
señora del arquitecto se despierta y dice, o más bien hipa, una palabra, que al
principio pensamos que era un suspiro, pero Susana la florista se inclinó sobre ella,
hasta se arrodilló y le acercó la oreja, y le pidió que lo repitiera, y miren por dónde,
era un nombre, Edu, o sea Eduardo, todos tenemos aquí unos apartamentos bastante
cómodos, sin embargo también tenemos callos en las manos de todo lo que hemos
contribuido conjuntamente a la construcción de esta casa que se extiende a través de
una larga cueva como la disentería, como el tifus, como la fiebre puerperal, y todos
tenemos callos en el cerebro de tanto pensar durante aquellos primeros días en cómo
largarnos, cómo escapar, cómo engañar a Modráček, aún no había nada construido,
solo la pared alrededor de la jaula de oro y acampábamos aquí como unos colonos en
un país recién descubierto, como los padres peregrinos, dormíamos en jergones de
paja que se pudrían, y en sofás plegables, y en camas de madera y de hierro, y en
colchones extendidos en el suelo, en todo lo que quedó tras los alemanes que se
habían escondido aquí de los soldados rojos, y todos tenemos callos en el alma, de
haber tenido que aceptar que íbamos a vivir aquí, literalmente, bajo los pies de
peatones, con prisa o perezosos, bajo ese mundo donde todos tenemos nuestros
verdaderos hogares, amigos, amores, para celebrar el nacimiento de Eduardo
Modráček, nos llevó a lo que él llama el aula, el arquitecto nunca bebe, porque el
pobre siempre tiene que estar alerta para que ninguno de nosotros aproveche la
oportunidad, para que no lo derriben nuestros rebeldes, para que nadie le ataque por
la espalda o se le suba a la chepa, así que levantó un vaso con agua, mientras que
nosotros abríamos champán, un champán muy caro del mercado negro que aún tiene
ahí arriba sus abonados, el señor arquitecto soltó un pequeño discurso, teníamos que
entender el nacimiento de ese primer niño como una gozosa señal de que había que
aceptar nuestro nuevo destino de pasajeros del Arca de Noé, a esto Dan Kočí
reaccionó a media voz: ¡Viva el hijo de un segureta chalado y la mujer tarada de
Modráček! Modráček hizo como que no lo había oído, terminó su brindis sin tener en
cuenta que varios rebeldes habían vertido ostentosamente el contenido de sus vasos al
suelo, pero justo tras el brindis el padre Klenovsky protestó, espero que no se
moleste, señor arquitecto, pero creo que se ha excedido al apelar al Arca de Noé,
aunque apele a la Biblia, por mucho que quiera adornar la realidad, la verdad es que
estamos en una prisión, que es, pongamos, solo una celda en una prisión más grande
en la que ha sido encerrada toda la nación checa, pero una cárcel dentro de una cárcel
no puede ser entendida como un enclave de libertad, siempre que, por supuesto, no
aceptemos la negación de la negación de Hegel, el nacimiento del niño yo lo tomaría
como una señal de otra clase, aunque hayamos aceptado, queriendo o no, que vamos
a pasar cierto tiempo aquí, eso no significa que tenga usted derecho a encerrar
también al niño, un acto así no tiene justificación, el nacimiento del niño debería ser

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la llave que nos abra esta puerta blindada, si hasta en la simbología cristiana tiene su
importancia, pero entonces Modráček bajó del banquillo y atravesó el aula hasta el
reverendo padre Klenovsky y le puso la mano en el hombro, me encantaría hablar de
todo esto con usted, pero no nos mezcle ahora y aquí sus telarañas filosófico-
teológicas, lo cierto es, pero esto no lo dice ni Modráček ni Klenovsky, sino yo, lo
cierto es que aquí la gente se empieza a emparejar, lo que demuestra más que otra
cosa que incluso en estas condiciones tan atípicas empezamos a disfrutar, aunque
suene increíble, de una especie de vida normal, se puede decir que día y noche tienen
lugar todo tipo de dramas amorosos, de melodramas y de terribles escenas de celos,
las parejas se cambian mucho más deprisa que ahí en ese mundo que está sobre
nuestras cabezas, porque aquí el tiempo está condensado, a veces tengo la sensación
de que cuando miro la esfera de mi reloj hasta las agujas dan vueltas más deprisa, y
hay días en los que parece que logramos olvidar que existe otro mundo además de
esta «ciudad subterránea horizontal», igual que los habitantes de nuestro planeta no se
dan cuenta de que existe algo aparte de este país del que somos solo un pequeño
pedazo, aquí pasan los días, los normales y los excepcionales, vivimos una larga fila
de tonterías y bobadas encadenadas, pero también acontecimientos reales, o al menos
lo que queremos que sean acontecimientos reales, Modráček intenta tenernos
ocupados todo el tiempo, el ajetreo trabajador de aquí abajo responde al ajetreo
constructor de por encima de nuestras cabezas, vivimos en una obra permanente,
siempre tenemos algo que hacer para terminar la obra arquitectónica vanguardista de
Modráček, nuestro hogar involuntario, y entre nosotros hay algunos que van de la
mano del arquitecto, y según pasa el tiempo —medido por el encendido y el apagado
de las luces que separan aquí el día de la noche y la noche del día—, el número de los
que se han resignado a vivir en estas mazmorras crece, por las tardes Modráček, el
doctor Pešek y el traficante Tuček organizan esos cursos formativos, cada uno tiene
que contribuir con aquello que tenía cuando vino, hay incluso juegos, además del pan
que nos trae todas las tardes el señor arquitecto en una mochila junto a unas latas,
mermelada, confituras, está mi vecino que era cocinero de un hotel, por desgracia me
separa de él solo un tabique, el cocinero es un cascarrabias, es capaz de andar por la
habitación y maldecir a gritos a alguien que no está presente, estoy convencida de que
también era así antes de venir, antes de que lo cazara Modráček, esto no tiene nada
que ver conmigo, aunque, maldita sea, sí que tiene que ver conmigo, porque también
estoy segura de que ese cascarrabias nos escupe en las salsas, y quién sabe qué más
hace con todo eso que luego nos sirve en los platos, pero aún no les he dicho que
tenemos un comedor renacentista, en las paredes hay copias de cuadros renacentistas
famosos con estrechos marcos marrones puestos alrededor de una larga mesa, pero
esta no forma parte de esos muebles que dejaron los alemanes, Modráček la mandó
hacer de encargo, a cambio de un anillo de plata con un bonito zafiro, la mesa es
desmontable, nos la trajo a trozos durante tres días y luego la montó con Dlask, una
mesa así no se ve a menudo, mi padre fue ebanista así que algo entiendo, pero dónde

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estaba, quería contar algo, ah, sí, yo quería algo imposible, hablar con el cocinero
para que intercambiara su apartamento con Dan Kočí, pero el muy bastardo
comprendió inmediatamente lo que me proponía, y se rio en mi cara, durante un
momento casi pensé en ir a ver a Modráček o a alguien de nuestro comité para que
ordenara el intercambio, pero eso es tan vergonzoso que no es posible, y además ni
siquiera sé si Dan estaría de acuerdo, igual pensaría que quiero manejarle, que ya me
estoy tomando derechos sobre él, aquí soy la más torpe de todas las depredadoras de
carne masculina, y seguro que es porque soy un poco intelectual, cuando después de
la guerra pusieron la obra de Sartre A puerta cerrada no tuve en cuenta las
advertencias y fui a verla enseguida, y lo que es peor, después me leí treinta páginas
de las Meditaciones cartesianas, de Husserl, en fin, que ya estoy infectada, ya soy
una maldita, al señor arquitecto a veces le entran unos ataques de preocupación
conmovedores, es que una se deshace, ayer por la tarde nos trajo hasta el comedor
sobre sus propias espaldas un reloj de pared, es un «regulador vienés» de péndulo y
da campanadas cada cuarto de hora, me llamó para que lo pusiera en marcha, no lo
compró en un bazar sino que lo bajó del desván, temí que fuera un cacharro con la
maquinaria imposible de arreglar, pero después abrí el armarito del reloj y me llevé
una agradable sorpresa, la maquinaria, con un escape de ancla tipo Graham, estaba en
perfecto estado, solo necesitaba una buena limpieza, engrasé todas las ruedas y
colgué la pesa en la cuerda, abrillanté el armario Biedermeier, Samuel Hutka clavó
dos alcayatas y el jorobado Trojan y yo colgamos el reloj en la pared principal del
comedor y durante la comida, cuando el reloj dio las doce campanadas del mediodía,
todos levantaron la cabeza de los platos, sorprendidos, y todos esperaron impacientes
a que resonara la última campanada, y después se inclinaron de nuevo sobre sus
platos, pero eso fue solo el primer día, cuando se sorprendieron; un día tenía que
pasar, que a alguien se le ocurriera que la muerte del teniente Láska sería la verdadera
llave para abrir la puerta blindada, todos conocíamos la promesa del señor arquitecto,
y todos sabíamos que la obligación de tener prisionero al teniente Láska solo se
terminaría con la muerte del segureta, así que a todos nos tiene prisioneros esa
promesa de Modráček en torno a la que estaba construido todo lo demás, es como un
palacio de cristal edificado sobre un terrón de azúcar, así que cuando acabemos con el
terrón, cuando nos lo zampemos, toda esta construcción se caerá y seremos otra vez
libres, bueno, libres dentro de las posibilidades que nos da ese orden humano tan
justo, la dictadura del proletariado, o dicho de otro modo, ¿no será que el señor
arquitecto no tiene valor para castigar a ese segureta como se merece?, si tiene en su
haber el asesinato de su hermana y quién sabe de quién más, porque el homicidio era
parte de las obligaciones de la profesión de segureta, así que si aquí abajo lo hacemos
nosotros en lugar de que lo haga el señor arquitecto, no haremos nada malo, solo
haremos justicia, pero este pensamiento no lo pronunció nadie en voz alta, solo estaba
ahí, flotando en el aire, como quien dice, así que lo pudo leer hasta el cura, el padre
Klenovsky, y ese pensamiento continuó flotando: ¿qué valor tiene un segureta

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chiflado con las manos manchadas de sangre?, tenemos entonces derecho a matar a
un monstruo sin valor si con ello recobran la libertad veintiuna personas, la vida de
un segureta criminal y loco a cambio de la libertad de veintiuna personas bastante
honradas, casi honestas y hasta un poco justas, el padre Klenovsky, por si acaso, leyó
dos veces más el pensamiento, flotante en el aire como una pompa de jabón, y le
resultó incluso demasiado familiar, y además enseguida supo que de momento era
solo un germen, un puñado de semillas elevándose en ese aire inmóvil que había aquí
abajo y que solo a veces ponía en movimiento alguno de los ineficaces ventiladores, y
supo que no debía dejar germinar las semillas, por eso el sermón del domingo trató
sobre el tema «No matarás», intentaba darnos a entender que si empezábamos a
pensar así sería nuestro fin, no nos liberaríamos sino que abriríamos las puertas del
infierno, el padre Klenovsky goza de la simpatía de todos, aunque la mayoría no sean
creyentes, o sean como yo, que para decirlo figuradamente, con una mano me
santiguo y con la otra le quito las pulgas al diablo, sin embargo casi todos vamos a la
misa de los domingos, de acuerdo al proyecto de Modráček, construimos una iglesia
de verdad, no una capilla cualquiera, la iglesia forma el ala delantera independiente
de lo que Modráček llama la «ciudad subterránea horizontal», por dentro es colorida,
sin ventanas pero con vitrinas iluminadas que separan parcialmente el ábside de
herradura del resto del espacio, pero sobre todo hay mucha luz artificial, Modráček
mandó construir todo lo necesario a los mejores expertos y lo fue trayendo
paulatinamente, cuando se paga con joyas y oro, cualquiera se puede chivar, sobre
todo en esta época en la que el dinero no tiene ningún valor y la moneda puede
devaluarse en cualquier momento, el padre Klenovsky goza de nuestra simpatía,
bueno de la de casi todos, y por eso durante los días siguientes intentamos darle a
entender que estaba equivocado y que nadie había estado pensando en nada
semejante, y que era innecesario que se fuera a vivir con el teniente Láska y lo
protegiera personalmente de nuestras peligrosas intenciones, es increíble, pero Dan
tuvo la misma idea que yo, aunque no le dije nada de mi iniciativa, pero con el
cocinero acabó como yo, así que fue a ver a Modráček y eso lo valoré mucho, ya que
aún le duele la pierna en la que le disparó Modráček y puede que cojee toda la vida,
no me imagino el diálogo entre ambos, pero tengo claro que Dan no le pidió nada,
que no se rebajó ni le prometió nada, y aquí se vio que Modráček sabía ser justo, nos
hizo el favor y fue a hablar con el cocinero y le debió de ofrecer algo como
compensación porque para nuestra sorpresa el cocinero recogió sus cosas y se fue al
otro extremo de la casa, donde hasta entonces vivía Dan, intercambió la habitación
sin rechistar, aquí debería añadir que la solución aparentemente más sencilla, que
viviéramos juntos en un apartamento, no era válida en absoluto, sobre todo cuando
alguien conoce el carácter de Dan, cómo necesita a ratos estar solo, y ocurre bastante
a menudo, me costó mucho aceptarlo, tenía una permanente añoranza por algo (o más
bien por alguien) que había dejado allí arriba y no quería hablar de ello con nadie y
además no era asunto mío, es de noche (hace un momento Modráček nos ha cortado

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el suministro eléctrico diario), estoy sentada en los escalones con Dan, en el umbral,
pero sobre nosotros no hay estrellas, solo el techo negro de la cueva, así que nos
volvemos hacia la pared que hay en el ala de atrás iluminada a lo Mondrian, con una
composición ingeniosa de rectángulos de cristal de colores de diferentes tamaños que
se alternan, no puedo negar que a veces Modráček tiene buenas ideas, su arquitectura
subterránea allí arriba provocaría repulsión y desprecio, pero un poco más allá, tras
nuestro mundo cuadriculado, seguro que despertaría el interés y la admiración y no
solo de los expertos, es posible que vivamos y habitemos en algo que es solamente la
música del futuro, y tal vez una sinfonía arquitectónica extraordinaria, a estas horas
de la noche, como ahora con Dan en el umbral de la «ciudad subterránea horizontal»,
consigo olvidarme realmente de que allá arriba hay otra ciudad, el mundo real, el de
verdad, Dan ¿me oyes?, me he dado cuenta de que no es la primera vez que veo aquí
un curioso insecto volador, no soy ninguna entomóloga para poder emitir un juicio,
pero tengo la sensación de que nunca había visto algo así ahí fuera, ¿un insecto
nocturno?, se ríe Dan, y ¿qué sabemos aquí de insectos nocturnos?, y ¿cuándo es aquí
de noche, cuando Modráček dice hágase la oscuridad?, y ¿si no es un insecto?, el
escritor Hrách, el doctor Štefl y el actor Dlask escribieron una obra de teatro,
incitados por el señor arquitecto, y al principio querían elegir solo a los que hubieran
actuado alguna vez, pero como aquí no había nadie así, decidieron hacerlo de una
manera más inteligente, y rompieron todo lo que habían escrito y lo tiraron y
empezaron de nuevo, y esta vez decidieron que no iban a elegir a nadie, y escribieron
tres obras cortas para dieciséis no-actores, ya que descontaron al teniente Láska, a la
posparturienta Modráčková y a ellos mismos (aunque al final ellos también actuaron),
y Hrách y Štefl nos explicaron después que iba a ser algo completamente diferente de
La linterna, de Jirásek, o de Adriano de Rims, de Klicpera, aquí cada uno iba a hacer
de sí mismo, los personajes eran una especie de amables caricaturas nuestras
obtenidas de la observación de situaciones cotidianas, pero dependía de cada uno de
nosotros el cómo nos lo tomábamos, si lo aceptábamos, la única que se negó a actuar
fue Vlasta, una cantante del coro del ejército Ondrás, a la que justamente le
molestaba la falta de profesionalidad de todo el asunto, y el señor Neužil, un
corrector de la imprenta Igualdad, que no entendía por qué tenía que hacer de sí
mismo, si yo ya soy yo mismo cómo voy a actuar haciendo de mí mismo, no se
enfaden pero es una majadería, todos los demás nos lo tomamos en serio, y mientras
practicábamos y ensayábamos, esos quizás fueron los mejores días que vivimos aquí,
bueno estoy exagerando, pero como me dijo Zdena, la contable de la cervecería
Starobrno, es extraño pero por primera vez he sentido que soy yo misma al hacer de
mí misma en la obra, al principio todos teníamos vergüenza, pero luego nos metimos
en nuestros papeles, el que más me gustó fue el cocinero, actuaba con pasión, pateaba
en el escenario y gritaba que nos iba a hacer picadillo, especialmente a la golfa esa de
al lado, se refería a mí, aunque ya no fuéramos vecinos, cada vez hay más inquilinos
que van a ver a Modráček para que continúe con su caza, tienen razones de dos

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clases, y son tan distintas como los habitantes de Groenlandia y los indígenas de las
islas Salomón, unos quieren que cace y traiga aquí a algunos de sus familiares
cercanos, amantes, hijos, hijas, padres, tíos, tías o compañeros de cartas, y otros
quieren que traiga aquí a los que no se merecen vivir en libertad, para castigarlos
encerrándolos en nuestro encantador Alcatraz, es difícil decir cuál de los dos motivos
se merece mayor desprecio o mayor admiración, sin embargo, el señor arquitecto no
va a cazar ni a unos ni a otros, su temporada de caza ya se ha terminado, ya llenó su
cuota, Modráček no cazaba por el placer de la caza ni por el placer de las piezas,
Modráček era un cazador triste, si no hubiera prometido lo que prometió, no habría
pasado lo que pasó, nunca habría empezado a cazar, eso ya lo comprendí hace
tiempo, hoy por la mañana vino corriendo, se frotaba las manos, escuchen, ha
empezado la época de los albaricoques, en el mercado hay cestos enormes con
albaricoques, qué les parece si voy, lleno el coche de albaricoques y los traigo aquí
abajo, podrían embotarlos y hacer mermelada como posesos, pero esa idea no nos
emocionó demasiado, debe de ser, comentó Vasa, el socorrista del balneario de
Zábrdovice, que el señor arquitecto vivió de niño con la abuela una gran cosecha de
albaricoques, y ahora quisiera recobrar esa felicidad con nosotros, querido, le dije a
Modráček, cómo vamos a embotar si no tenemos ni botes ni esas enormes ollas
metálicas ni otros instrumentos necesarios, solo hay que pedir, se defendió el señor
arquitecto, díganme lo que necesitan y se lo traigo todo, será un placer, quién me iba
a decir que un día iba a estar sentada seis metros bajo la acera en una banqueta
deshuesando albaricoques, Dan Kočí, mientras tanto, se arrodilla por la espalda y con
las manos por debajo de mis codos intenta deshuesarme a mí, lo que echo
terriblemente de menos son los árboles, el señor arquitecto nos ha puesto un poco de
césped, arbustos, hasta macizos de tulipanes, todo lo que resiste este régimen de
invernadero sin cielo y sin horizonte pero bajo un techo de piedra, algunos días tengo
la sensación de que cambiaría a Dan Kočí por una arboleda de castaños o por un
robusto nogal o mejor aún por un majestuoso roble, como ese que solía ver en
Lužánek, de casi cincuenta metros de alto, con la copa siempre atestada de pájaros
sinvergüenzas, o por los plátanos de la iglesia roja, o por «mi carpe» de Špilberk,
Brno ahí arriba, encima de nuestras cabezas, está lleno de árboles y rodeado de
bosques, y además, cómo podría olvidar el olor a savia, a resina del taller de mi
padre, con largos y grandes listones de madera de roble, con los que mi padre
fabricaba muebles para la empresa Thonet, o cuando estuve con él en Pisárky, en la
mansión del fabricante Herzog, a quien mi padre tapizó una sauna finlandesa con
madera de chopo, los apicultores venían desde lejos a por marcos de madera de tilo
para sus colmenas, casi todos mis juguetes eran de madera del taller de mi padre,
durante casi diez años compartí mi cama con una bruja de madera de tilo, cuánto
amaba Brno, qué digo, amo Brno, porque de todas nuestras ciudades es la que más
árboles tiene, miren a su alrededor antes de ir a algún sitio y si no ven ningún árbol
dense la vuelta y salgan corriendo, el padre Klenovsky ha puesto la fecha del bautizo

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de Eduardo Láska, Modráček lo ha aprobado y la silenciosa, hasta ahora muda,
señora del arquitecto se ha puesto de pronto a hablar y casi estaría mejor que se
callara de nuevo.

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CON PERSPECTIVA

DURANTE EL DESAYUNO
Petra se despierta y durante un rato mira con curiosidad cómo en la cara del
durmiente Luděk se proyecta un sueño. Después se da cuenta de que mirar a alguien
que duerme es una indiscreción, salta de la cama y corre a abrir la ventana doble que
da a la calle Kotlářká. Pero en cuanto la abre, el ruido del tráfico despierta a Luděk.
¡Qué haces, cierra! Aquí se puede abrir solo después de la medianoche. Recuerdo que
todavía a comienzos de los años cincuenta esta calle era bastante tranquila. Solo de
vez en cuando pasaba algún coche. Aunque pasaban a veces coches de caballos.
¿Qué? No te oigo. Espera, que cierro la ventana. Pero ¿cómo ventilas aquí?
Siempre después de la medianoche.
Petra abre el frigo: Tenemos huevos, una lata de sardinas, un trozo de jamón, ¿y
esto? Algo muy bien envuelto.
Mi primo Rujbr es cazador. Siempre me trae algo de carne. ¿Tiene un papel rojo y
está atado con una cuerda?
Sí, eso mismo. Pero ¿es que hoy en día hay aún cazadores? Haré unos huevos con
jamón, ¿vale? El café, ¿lo quieres soluble o normal?
Si abres la puertecilla que está encima del fregadero… ¿La ves? Hay una cafetera.
Él mismo dice que es cazador. Yo no me lo creo, es más bien un guardabosques, o un
funcionario forestal. La carne de caza la compra en el supermercado, la envuelve en
un papel feo, lo ata todo con una cuerda y lo trae. Como si lo hubiera cazado él.
Tienes por aquí una bandeja para la cama, ¿verdad?
No te molestes, que ya me levanto.
Luděk se sienta, se mira durante un rato la uña negra del dedo gordo del pie,
después la mete en la zapatilla y se va al cuarto de baño, donde se pone a orinar con
concentración. Y para incitar a su vejiga perezosa deja correr el agua en la bañera.
Bueno, pues voy a poner la mesa. Vaya, si tienes un mantel con ballenas. ¿Eres de
Greenpeace, o qué?
Espera, que no oigo. Ahora salgo. Con su grueso pulgar y su delgado dedo medio
(¿Sancho Panza y Don Quijote?) se aprieta el pajarito y hace salir un par de gotas,
luego se limpia cuidadosamente con papel higiénico. Y después cierra el grifo de la
bañera.

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Desayunan masticando ruidosamente. De repente Luděk se queda quieto, se mete
el pulgar y el dedo medio (¡sí!, han acertado, los mismos Don Quijote y Sancho
Panza) a la boca y se saca algo.
¿Qué pasa?
Nada. Y se lo enseña a Petra.
Perdona, de momento no sé poner huevos sin cáscara. (Pausa). Hoy iría a alguna
parte… entre árboles. Pero aquí no hay ningún parque decente.
¿Pero qué dices, loca? ¿Y Špilberk? Tenemos también el primer parque público
de las tierras de la corona checa. Mucho antes de que se hiciera Stromovka en Praga.
Fue el jardín del convento de los jesuítas. Después, los mejores jardineros del
emperador plantaron un bosque de árboles exóticos. Está aquí al lado. Por la tarde
vamos a verlo. Vas a alucinar.
¿Pongo el café en estas tazas de alabastro? ¿Leiste ayer lo de Klára Mauer?
¿Cómo torturaba a sus propios hijos en el sótano? Y ese tal Fritzl, en Austria. Durante
ciento cinco años estuvo tirándose a su propia hija en el sótano. Y en la casa no
sabían nada. Ciegos y sordos estaban todos. Si no se hubiera descubierto por
casualidad aún seguirían allí. Búscalo en Internet.
Hay hasta algunos vídeos. ¿Pero cómo es posible que la gente no vea ni oiga
nada?
Tú misma lo has dicho. Estando ciegos y sordos.
Parece que se hubiera abierto el baúl de los degenerados de los sótanos. En
comparación, el arquitecto Modráček era un buenazo.
Desde luego. No era un degenerado. Fue empujado por la época y las
circunstancias.
Lo que digo, un buenazo.
¿Acaso digo lo contrario? ¿Dónde habíamos acabado? A mediados del año 1953
tenía ya veintiún inquilinos.
Vamos a intentar contarlos, venga. El teniente Láska, alias Rudolf Švarcšnupf.
Ay, yo querría ser la condesa Medusa, alias Diana Manuela Peralta Medinaceli.
Sigamos. El doctor Vlastimil Pešek, abogado. El doctor Jiři Štefl, médico y
escritor de novelas de detectives. El detective privado Daniel Kočí. El escritor Libor
Hrách, autor de Historias de un tejón sabio. Josef Cepelák, vendedor de una tienda de
juegos, con y sin tablero. La mujer de Modráček.
¿Así que encerró hasta a su invisible mujer?
¿Cuántos llevamos?
Siete.
Irena. No me sé el apellido. Y Julius Dlask, actor.
De ese me acuerdo.
¿Qué dices?
Bueno, yo no, mi abuela. Una vez me contó que había desaparecido
repentinamente del teatro Mahenovo su actor favorito, del que estaba enamorada.

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Tenía que haber actuado en una obra… la tengo en la punta de la lengua… ¡El reloj
del Kremlin!
Ah, sí, El reloj del Kremlin. Era una obra sobre Lenin. La segunda parte de la
trilogía sobre Lenin de Pogodin, Nicolai Fiodorovich. Un hombre con una escopeta.
El reloj del Kremlin. La tercera, patética.
Pero qué de chorradas te sabes…
Soy filólogo ruso, recuerda. Cuando estudiaba, Pogodin todavía se leía, como hoy
Harold Pinter, por ejemplo. Pero volvamos a tu abuela. Así que se enamoró
perdidamente de Dlask.
Hasta el tuétano. Cuando iba a ver El reloj del Kremlin ya por el camino ardía de
emoción.
Pero luego él ya no actuaba.
No. Alguien lo suplió. Desapareció y ya nadie supo nada más de él. Se
desvaneció completamente. Mi abuela estaba convencida de que había emigrado y se
había ido a Los Ángeles, a Hollywood, y que iba a volver cuando tuviera un papel en
alguna película americana. Como Jiři Voskovec en Doce hombres sin piedad. Un
talento semejante no se puede desvanecer así como así, decía.
Y tenía razón, afirmó Luděk. No actuó en Hollywood, sino en la obra de Libor
Hrách, la que escribió el escritor del tejón allí para el teatro subterráneo de Modráček.
Bueno lo hizo a medias con el doctor Štefl.
¡Qué cosas!
Y no solo el teatro. El señor arquitecto cazó a veintiuna personas y luego se tuvo
que encargar de ellas. Estaba obsesionado no solo por mantenerlas ocupadas sino por
construir para ellas un mundo autosuficiente, con todo lo necesario. Bueno, con todo
era imposible. Pero al menos con muchas cosas. Hasta organizaba charlas sobre
arquitectura berniense.
¡Pero qué elevado!
Todos tenían que aportar algo. Así que el doctor Štefl daba charlas educativas
sobre medicina. El doctor Pešek tenía una especie de asesoría jurídica. Ayudaba a
todos a arreglar sus antiguos pleitos. Todos los que estaban encerrados en el
subterráneo fueron arrancados no solo de sus vidas, sino también de sus disputas
ciudadanas. Todos estamos metidos en algún litigio en la vida y allí tuvieron la
oportunidad de salir de ellos, despacio y con calma.
Pues sí que les fue útil…
Eso creo yo también. Modráček además les buscaba buenos libros por los
anticuarios. Y les llevaba los periódicos diariamente, para que supieran que allí arriba
estaba ese mundo feo y podrido del que por suerte habían podido escapar.
Me gustaría recordarte, dijo Petra recogiendo los platos y las tazas de la mesa,
que aún no vamos ni por el décimo inquilino.
Bien, décima, Alžběta Hajná, joyera y relojera. Once, Karel Klenovsky. Un
personaje muy importante, y que al final tienen un papel decisivo, o sea un monigote

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con disfraz. Pero no uno de esos que predicen el tiempo, no de los que salen de la
casita con un paraguas.
Así que, un cura. Pero qué fauna. Un policía, un cura, un médico, un detective
privado, o sea, que otro poli más, un abogado, un escritor y a la vez currante en una
fábrica de armas, un actor, una joyera y relojera, la mujer invisible de Modráček y a
la vez dentista, porque era dentista ¿no? Un vendedor de juegos con y sin tablero…
Pero aún no sé qué hacía la tal Irena.
Era una puta, una golfa, una mujer de la vida.
Espera, espera, frena. Es que, ¿entonces, en la primera mitad de los años
cincuenta, en la puritana dictadura comunista, se podía ejercer la prostitución?
Pues claro. Como nunca antes. Todo el país —excepto unos pocos outsiders y
excéntricos, y excepto los presos de los campos de trabajo—, todo el país se
prostituía. Pero tú te refieres a la prostitución de la calle y a las putas de hotel. Pues
eso era como hoy. Es la estadística de la curva gaussiana: en cada época y en cada
sociedad, suficientemente grande para ser analizada por la estadística, hay el mismo
tanto por ciento de genios, de idiotas y de putas. Solo que entonces funcionaba de
otra manera. Las putas trabajaban generalmente para la policía. Se follaban
alegremente a los extranjeros y, mientras tanto, servían de paso a la patria socialista.
Luděk enciende su primer cigarro de la mañana y se sienta ante el ordenador,
mira el correo y borra los spam. Parece que va a ser un buen día.

EN LUŽÁNKY

Caminan al lado de unas pistas de tenis y entran al parque Lužánky, bien recibidos
por un arce platanoide y un abeto de Douglas.
Para que nos entendamos, explica Luděk, Irena no era una puta en el sentido de
que follara por dinero. Ella trabajaba en el consejo del Ayuntamiento, en el
Departamento de Urbanismo. Pero tenía el equipamiento perfecto de una víbora.
Increíblemente hermosa y a la vez extremadamente inteligente. Encima le faltaba la
parte emocional y en su lugar tenía una buena carga de alienación moral. Y para
colmo le daba a los dos bandos. O sea, a Sodoma y a Gomorra. A todas horas. Sin
embargo, lo que le interesaba del sexo no era el sexo realmente. Un psicoanalista
diría que era el instinto asesino. Modráček y el escritor Hrách idearon algo parecido

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al Decamerón. Cada martes se reunían y al que le tocaba tenía que contar algo de su
vida. Y cuando le tocaba el turno a Irena a todos les corrían escalofríos por la espalda,
como caballos desbocados por un prado.
El ruido de las pelotas de las pistas de tenis está amortiguado por las densas copas
de todas estas hayas, carpes, arces, plátanos, abetos, robles, fresnos, olmos, castaños,
pinos, tejos, nogales, tilos, álamos y muchos otros árboles singulares, que forman un
alameda compacta, y además hay grupos desperdigados como en un mapa en relieve
de una batalla, como en un cuadro, una de esas escenas míticas inmortales que
tuvieron lugar al comienzo de la historia de la humanidad, pero que una y otra vez
regresan a los escenarios naturales, a veces en agrupaciones de nubes en el cielo,
otras en el espectáculo del vuelo de una pelota en un parque urbano.
Hoy, se lamenta Luděk, el sexo es para la mayoría de la gente solo un juego
pícaro, ah, la insoportable levedad del sexo, mientras que entonces, al comienzo de
los años cincuenta, cuando funcionaban aún los antiguos tabús religiosos y también
los nuevos tabús comunistas puritanos, el sexo era algo casi fatídico. Fue así por
última vez en nuestra historia. Los tabús convertían el sexo en la lava ardiente de un
volcán bajo la superficie y la tierra temblaba sobre esa corriente de lava…
¡Cuidado, Luděk!, gritó Petra. Demasiado tarde. Límpiate el zapato.
¡Qué cerdos!, se quejó Luděk. Ni se inclinan para limpiar los excrementos de sus
animaloides amigos. Y luego dejan el parque Lužánky lleno de forúnculos. Bueno,
¿dónde me había quedado?
Petra: La lava ardiente del sexo corría bajo la superficie y la tierra temblaba.
Exacto. Dejemos ahora lo que Freud y Jung tomaron como síntomas de la
presencia de la lava ardiente en el sexo, o sea, la histeria de los procesos políticos.
Pero ya sabes que no es ninguna casualidad que Václav Mrázek, el peor homicida
sexual checo, esté indisolublemente unido a esa época. Actuó en la primera mitad de
los años cincuenta y de no ser por una casualidad no lo habrían pillado. Ahora
podemos tener la sensación de que nunca hasta hoy habíamos convivido con
semejante número de degenerados sexuales peligrosos; pero entonces existía un
embargo de información muy estricto sobre los delitos sexuales sin resolver. No
convenía intranquilizar a la población durante sus esfuerzos constructores. Así que la
mayoría de los delitos sexuales cometidos en la primera parte de los años cincuenta
se quedó sin resolver. Por otro lado, el sexo era entonces el único camino disponible
hacia la libertad, y el único que los camaradas puritanos (y sus comités de barrio) no
podían vigilar. Te recuerdo a Daniel Kočí y su amante la Mechas. Y te recuerdo
también que ella estaba casada y pertenecía a una beata familia católica. Y Daniel
tenía varias amantes más. Se les presentó la oportunidad de cruzar la frontera de su
libertad sexual hasta llegar a la frontera de lo desconocido. No sabían nada de
tantrismo, y sin embargo consiguieron atravesar la puerta de la obscenidad y llegar
hasta el umbral del misticismo. Entre los intelectuales se hizo muy popular entonces
la biografía del poeta Mayakovski escrita antes de la guerra por Jindřich Štyrský. Y el

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título, Nube con pantalones y sin ellos, parafraseaba el famoso poema de
Mayakovski. Mayakovski fue un libertino revolucionario soviético que experimentó
toda su vida con el sexo y las combinaciones amatorias igual que con los comienzos
futuristas de su poesía. Era un fascinante juego real, por el que pagó con su propia
vida en esa monstruosa necrocracia que se ponía en contra de todo, y también de la
libertad sexual. Y al comienzo de los años cincuenta tuvo aquí sus epígonos, y no
solo en poesía. Pero eso es irrepetible. Hoy uno puede follar hasta morirse, y no pasa
nada. La primera mitad de los años cincuenta fueron la edad de oro en la historia de
nuestra sexualidad.
Muy bonito, alabó Petra, pero volvamos al tema, ¿cómo es que Modráček no se
quedó tranquilo al saldar cuentas con el asesino de su hermana, que no le bastara con
cazar al teniente Láska y empezara a cazar a otros «inquilinos»?
Es que al principio no los cazaba. Ésa no era la intención de Modráček. El doctor
Pešek se metió allí él solito. No lo pudo evitar. Y al detective privado lo barrió un
vendaval. ¿Y qué hay de la invisible mujer de Modráček? Pues como es lógico no se
podía evitar que al final sospechara algo. Y Modráček concluyó que dejarla ir de acá
para allá libremente era demasiado arriesgado.
Así que, ¿le dio una dosis de cloroformo y la bajó al sótano? ¿Y después empezó
a cazar?
Si quieres ponerlo de ese modo, sí. A por Hrách se fue a la cafetería Bellavue.
Allí tenían su campamento los escritores y poetas de Brno que no podían publicar, y
cuando no acababan en un campo de trabajo, estaban como Hrách en alguna fábrica o
dándole que te pego a la pala.
Modráček apareció allí como por pura casualidad. Pero qué alegría encontrarte
aquí, me acabo de acordar de que tengo algo para ti que como escritor te va a
interesar, espero que no te moleste pero ¿podemos sentarnos aparte un momento? Y
sin tener ni idea de quién estaba sentado con él, Modráček hizo la maniobra
adecuada, así que el soplón, un poco torpe y que además ese día tenía las rodillas
magulladas de haber estado lijando parquet, no tuvo tiempo de reaccionar y sentarse
más cerca de ellos, si no, Modráček hubiera tenido que llevárselo también al
subterráneo. Después cameló a Hrách con el mismo cuento que al teniente Láska.
Con una modificación: He descubierto la entrada a un subterráneo, al final de la
guerra se escondieron allí unos alemanes, y dejaron un montón de trastos curiosos,
seguro que como escritor te interesa.
Bien, así es como lo cazó, pero ¿por qué también a Hrách?
Es bien sencillo. Modráček se volvió paranoico. Casi de un día para otro. Cuando
empiezas a encerrar a gente en un sótano enseguida te agarra la paranoia. El escritor
era peligroso porque Modráček no estaba seguro de lo que le había dicho y lo que no,
cuando estuvieron cenando en Stopky. ¿Qué pasaría si sospechaba algo y se lo
contaba a alguien? Así que se empezó a obsesionar con Hrách. Y seguramente con el
vendedor de la tienda de juegos de mesa.

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¿Así que el vendedor también?
Claro, claro, y pasó por el aro. Durante su conversación con él salió a relucir el
nombre de Vladimir Nabokov. Y eso era peligroso. Así que, ¡vendedor al saco! Pero
también para él tuvo que inventarse una excusa que lo llevara hasta allí.
Bueno, hasta aquí lo entiendo. Pero ¿y los demás que no sabían nada del asunto?
Cuando empezó a tener allí más gente empezó a necesitar un médico. Sobre todo
cuando supo que la mujer invisible estaba preñada.
Pero si has dicho que Modráček no dormía con ella desde hacía años. Así que
tenía un amante, ¿eh? ¿O no? O sea que ¿fue allí abajo? Pues es fácil de acertar. ¡Era
el playboy Dan Kočí!
Frío, frío. El teniente Láska, cariño.
Pero ¿qué dices? Si ya sabemos que estaba loco. O al menos bastante chalado.
No sabemos nada, solo nos lo imaginamos. La mujer de Modráček también pudo
hacérselo al señor arquitecto adrede. O quizás le fascinaban los locos. O también se
chaló ella.
Vale, me lo creo. Se grilló y se tiró al teniente Láska. ¿En la jaula dorada y con
todos los demás delante?
Bueno, no fue exactamente así. Pero dejémoslo de momento.
Vale, ahora vamos a por el doctor Štefl. Se conocían bien y tenían confianza, ¿no
es así?
La confianza era un requisito. Conditio sine qua non, como decían entonces los
instruidos doctores.
Voy a continuar yo, sugirió Petra: Ave, doctor, qué contento estoy de verte. ¿O se
trataban de usted?
Se tuteaban. No lo había dicho aún, pero Modráček después de la guerra le había
construido a Štefl una de esas mansiones horteras que tan de moda estaban por
entonces.
Petra: Bueno, voy. Ave, doctor, qué contento estoy de verte. Tengo algo para ti.
Como escritor de novelas de detectives seguro que te interesa. Ya sé que no te
publican esas novelas, pero no por eso vas a tirar la toalla, con el tiempo la cosa
cambiará, ¿no? Hala, pues ven a verlo. Vas a alucinar. ¿Fue algo así?
Pero Luděk niega con la cabeza. Ya te he dicho que lo necesitaba en el
inframundo como médico. Así que lo invitó a ver a su mujer que estaba muy enferma.
Con el librillo de recetas y con el sello, para poder prescribirle los medicamentos
justo después del reconocimiento. Y cuando salían de la consulta el señor arquitecto
cogió de extranjis un paquete de formularios de recetas, así podría tener allí abajo a
su disposición un médico, recetas y un sello.
¿Y?
¿Cómo que «y»? Es muy fácil. Cuando entraron en la casa de Běhounská 3/5, el
señor arquitecto aguzó el oído para escuchar si bajaba alguien por las escaleras, y
después dijo: Ve tú delante, Jiří, yo voy a mirar el buzón.

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Pero no lo miró.
En cuanto el doctor le dio la espalda, Modráček sacó de su bolsillo delantero el
frasquito y el trapito de tapar naricitas a sus encantadoras victimitas y, ¡tachán!,
sorprendió por la retaguardia al novelista detectivesco. Luego lo agarró de los
sobacos y se lo llevó derecho al sótano…
Pero entonces la nariz de Luděk (que parecía un porrón) olió algo. Allí donde el
parque Lužánky desemboca en la calle Lužánecká, hay una coqueta caseta-
restaurante con una terracita. Y desde allí salía el olor de unas tortitas de patata.
Luděk tenía unos gustos muy plebeyos y Petra no consiguió convencerlo para pedir
nada mejor, por ejemplo cuscús o sushi. Así que se sentaron allí donde las tortitas y
pidieron un vaso de vino tinto, al principio, pero después pidieron al camarero que
dejara la botella. Estuvieron en silencio mucho rato. Pero después Petra dijo: Vale, tu
versión me convence. Pero Luděk, querido, si he contado bien, todavía quedan diez
inquilinos. Personas ajenas que no tenían nada que ver con el asunto. Así que no eran
ni peligrosas ni útiles de ninguna manera, ¿no? Gente que cogió por la calle. Y ¿por
qué, para qué?
Luděk se limpió el labio aceitoso con una servilleta de papel, que después arrugó
hasta hacer una bolita, se la puso en la palma y la lanzó como una canica hasta la
copa de un ginkgo cercano. Petra aplaudió y de las otras mesas se volvieron.
Te olvidas de que Modráček era un arquitecto que aún no había construido su
obra maestra. Estaba la mansión de Olomouc y luego la casa de la calle Eliška
Machová, la mansión de su hermana, pero eso no era todavía ningún chef-d’oeuvre,
con el que se colocara a la altura de Gočár, Krejcar o Fuchs. Y además ardía de
remordimientos por sus chanchullos arquitectónicos de la posguerra. Y entonces, por
fin, vio su oportunidad.
No te entiendo.
Que sí, mujer. En esa época no era posible construir nada decente, mandaba el
realismo socialista. Así que tuvo que bajar el listón de sus sueños. Mira. Los
arquitectos bernienses eran admiradores del arquitecto suizo-francés Le Corbusier.
Sin su fuerte impulso no se habrían empezado a construir en Europa obras ni barrios
enteros funcionalistas.
Y todo el mundillo arquitectónico de posguerra miraba hacia Marsella, donde Le
Corbusier, en el año 1946, empezó a construir su Unité d'Habitation. En el año 1952
la terminó y entre los arquitectos de Brno corría de mano en mano el número de una
revista suiza en el que se presentaba la Unité d'Habitation, una edificación que estaba
concebida como una «ciudad jardín vertical», una colmena humana confortable y
elegante. Una obra de culto para los arquitectos. Y ahora, ¡miremos a Modráček! Está
arrobado. Está sentado en su subterráneo sobre un cubo al lado de la hormigonera,
fabricando malta para la pared de alrededor de la jaula dorada para osos, en la que
duermen como angelitos el teniente Láska, el doctor Pešek el escritor Hrách y el
detective privado Dan Kočí. En principio todo tenía que terminar con esa pared. Una

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casita alrededor de la jaula, que le serviría para no tener que calentar toda la
grandiosa cueva. Pero ahora, sentado sobre ese cubo, le asalta una idea. Siente que la
casa de Le Corbusier le inspira. No iba a ser ninguna casa concebida como una
«ciudad jardín vertical», sino su contrario, una casa concebida como una «ciudad
subterránea horizontal». Diferente, pero algo igual de titánico. Se dedicaría a rellenar
toda esa «catedral de silencio», como llamaba también al subterráneo, ya que la
acústica era deplorable, parecía como si alguien hubiera rellenado todo ese extenso
espacio con algodón transparente, un algodón invisible e intangible, y solo las
paredes fueran conductoras del sonido, mientras que las palabras pronunciadas en
cualquiera de las habitaciones se deshacían como copos de nieve en una corriente de
aire caliente… Un momento, ¿qué he dicho? Ah, sí, Modráček decidió rellenar ese
espacio de la cueva con un conjunto residencial vanguardista con unidades de
vivienda autónomas, prototipo de una gran casa subterránea llamada «ciudad
subterránea horizontal».
¿Así que cazaba inquilinos para su «ciudad subterránea horizontal»? ¿No le
bastaba con los que le habían llegado solos ni con los que había llevado allí su
paranoia?
Así es como empezó. Estaba la idea primaria, y después lo ayudó la casualidad. Y
una cosa llevó a la otra, y mira por dónde el ajuste de cuentas con el asesino de la
hermana de Modráček se transformó en un gran proyecto arquitectónico y hasta
humanitario. Porque ya no era solo una casa subterránea experimental con unidades
de vivienda autónomas.
Pero, por Dios, y ¿qué más?
Me da vergüenza decirlo: planeaba una isla utópica. ¡Una isla utópica
subterránea! Finalmente Modráček se lo tomó como una auténtica misión. Cumplió la
promesa que había dado a su hermana muerta, el juramento de que capturaría y
castigaría a su asesino encerrándolo de por vida, pero a la vez, por un cúmulo de
coincidencias y motivos colaterales, su misión se extendió: tenía que salvar a una
representación de la humanidad de aquello que ocurría arriba. Por eso, entre sus
veintiún inquilinos había individuos de diferentes capas sociales y profesiones
variadas. Que cumplían en el subterráneo diferentes tareas, pero que a la vez
encarnaban un modelo de una sociedad futura mejor.
Un arca de Noé.
Exacto. Y cuando todo se calmase arriba, cuando amainara la tormenta, entonces
sería el momento de volver al mundo con lo que había conseguido rescatar.
Entiendes, arriba reinaba la gran utopía marxista y allá abajo, debajo de la acera y
muy cerca de una comisaría de policía, reinaba la pequeña utopía privada de
Modráček.
Pero eso quiere decir que a Modráček también se le fue la olla. Y de todas formas
no entiendo cómo consiguió mantener a raya a los veintiún inquilinos y que no se le
amotinaran.

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Por la fuerza, evidentemente. Todas las utopías constituyen a la vez campos de
concentración. Si cualquiera de los inquilinos hubiera conseguido salir, habría puesto
en peligro el encierro del teniente Láska. Para cumplir su promesa, su solemne
juramento, Modráček se reveló capaz de cualquier cosa. Y se encargó de dejárselo
bien claro a sus inquilinos. Recordemos que entre todas las cosas que encontró en el
escondrijo alemán subterráneo había también dos pistolas, una Walther, calibre 7,65
mm, y una Smith and Wesson de 9 mm. Se esforzó mucho para que supieran que no
vacilaría en usarlas. Pero el tiempo puso las cosas en su sitio, como suele ocurrir en
esas sociedades cerradas. Hasta empezaron a colaborar fervorosamente. Aunque
Modráček nunca llegó a confiar demasiado en sus prisioneros. Es curioso cómo hasta
una sociedad tan pequeña (qué son veintiuna personas a fin de cuentas) después de un
tiempo acaba tomando la estructura de una mucho más grande. En la gente debe
haber algo como un «gen social» que les lleva a aceptar ciertos roles y, en
coordinación con los demás, a modelar una sociedad de estructura estadística similar.
Eso se hace más evidente precisamente en esos grupos cerrados que no me atrevería
ni a llamar sociedades. En esos casos, esta estructura enseguida sale a la superficie.
No se puede pasar por alto. Y este fue el caso de la isla subterránea de Modráček.
La primera gota se estrelló contra la mesa y se dispersó. El camarero llegó
corriendo y abrió la sombrilla que había sobre la mesa. Sin embargo, el chaparrón
pasó rápidamente. Pero Petra y Luděk ya habían pagado, se habían levantado y se
habían marchado corriendo a casa.

EN UN LENTO ASCENSOR

El ascensor del bloque donde vive Luděk es, con toda probabilidad, el ascensor más
lento del mundo. Será porque el dueño hizo que colocaran un espejo enorme, y muy
pesado. Las señoras, mientras el ascensor levita perezosamente, aprovechan para
hacerse la toilette. Pero Luděk utiliza el viaje para completar con unos trazos
suplementarios el relato sobre el arquitecto Modráček.
El comportamiento del señor arquitecto nos puede parecer muy extraño hoy en
día. Prometer algo tan absurdo y al final ¡cumplirlo!
Era una época absurda, comenta Petra, así que la gente hacía cosas absurdas, ¿no?
Sí, claro, pero además había otra cosa. Es bien sabido que las guerras siempre

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suponen la aceleración del progreso técnico. ¿A qué crees que debemos el desarrollo
desenfrenado de las tecnologías de información, eh? La guerra contra el terrorismo en
la que ahora estamos inmersos es completamente diferente a todas las que ha habido
hasta ahora. Ahora el arma más importante es la información. Pero los regímenes
totalitarios son tan malignos como las guerras. Por eso no nos tiene que sorprender
que hasta esos regímenes traigan algo positivo. La presión destructiva de los
regímenes totalitarios moviliza en la gente, bueno, en parte de la gente, claro, en los
outsiders, en los estrafalarios, en los presos de los campos de trabajo, un potencial
ético enorme, del que empezamos a vivir en los años sesenta. Los años cincuenta
fueron desde el punto de vista actual mucho más espirituales que hoy en día, porque
para poder mantener la integridad moral había que agarrarse a algo interior. En ese
sentido los años cincuenta fueron en cierto modo regeneradores de la ética,
intensificando y concretizando la conciencia moral, por supuesto solo en ese montón
de gente al que se dice la sal de la tierra. Pero luego, cuando la garra destructora
libera su presión, esas ideas liberadoras empiezan a realizarse paulatinamente y
llegan incluso hasta los mejores individuos de entre esos que hasta entonces sirvieron
al régimen.
¿No estarás diciendo que los años cincuenta fueron los artífices de nuestro
bienestar?
Es lo mismo que decir que las guerras son rentables debido al progreso técnico
que traen. La ganancia de las dictaduras es enorme: en cuanto soltaron la garra, aquí
empezaron a surgir espontáneamente las primeras señales de una sociedad ciudadana,
el arte dio obras fantásticas y la literatura se elevó a unas alturas que nunca ha vuelto
a rozar desde entonces. Pero se trata de una ganancia que se paga de una forma tan
terrible que apenas se puede decir de ella que sea una ganancia. Por otro lado, al
menos en lo que se refiere a nuestro país, necesitamos de vez en cuando esa garra
dictadora igual que un perro necesita que lo rasquen; necesitamos nuestros mártires y
nuestros héroes. Si no, pronto nos deshacemos y nos embarramos, como ocurre hoy, y
nos transformamos en un montón de mierda.
A ver, ¿me estás intentando decir que Modráček era uno de esos mártires?
Luděk levantó las manos asustado: ¡No, por Dios! Es verdad que consiguió poner
su vida al servicio de algo que no le trajo ningún beneficio personal; al revés, lo
obligó a moverse a lo largo de una frontera donde cada día que pasaba arriesgaba su
propia vida. Se puso al servicio de algo que lo sobrepasaba. Lo que hacía tenía todos
los rasgos de un sacrificio, y también fue en cierto modo una especie de rebelión
contra la destrucción totalitaria. No se le puede negar a Modráček cierta conciencia
moral, cierto potencial ético. Solo que la venganza ha sido siempre una de las peores
cosas a las que un hombre puede sucumbir. Así que no es de extrañar que su promesa
acabara derivando en esa serie maléfica. Esa loca idea de la «ciudad subterránea», de
cazar gente para salvarla del mundo exterior, bueno de crear abajo una especie de
espejo de eso que había arriba, para…

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Pero Luděk no terminó de pronunciar la frase porque el ascensor llevaba ya un
rato parado en su piso y abajo alguien empezó a aporrear la puerta y a pegar gritos.
Luděk, que tenía desde pequeño pánico al ruido agresivo (abría las ventanas solo
después de medianoche), empujó a Petra y corrió tras ella, mientras el ascensor,
después de que se cerrara la puerta, empezaba a bajar lentamente.

POSTCOITO

En la oscuridad nocturna solo brilla la luz de control del monitor y desde la cocina se
deja oír el ronroneo del frigorífico. Petra se sienta y el enorme cojín que le había
puesto Luděk bajo el culo para levantarle las caderas, se lo pone ahora en la espalda.
¿Qué? ¿Qué pasa?
Nada. Bueno, quería preguntarte una cosa. Esa historia que el señor arquitecto se
inventó para cazar a sus inquilinos, no valía para cazar mujeres. A ellas no se las
camelaría con la promesa de una visita a un sótano.
Así que, ¿eso te preocupa? Mira, la modista Milada, por ejemplo, tenía en casa un
taller de costura. Cuando volvía de su trabajo en la fábrica textil de Cejl cosía de
extranjis para las señoras socialistas. Y Modráček la invitó a casa haciendo como que
su mujer necesitaba un vestido de noche pero no tenía tiempo de ir hasta Horní
Heršpice donde Milada tenía su salón de costura. Y así la llevó a Běhounská y allí,
tras la verja, se hizo cargo de ella, igual que hacía con sus presas masculinas.
Además, sabía que no había peligro de que se lo hubiera contado a nadie, porque ella
no presumía de sus trapicheos.
¿Y con Irena?
Era funcionaria del Departamento de Urbanismo. Sabía por dónde andaba y
cuándo. Y cuando iba por la calle Běhounská, porque antes o después tenía que pasar
por esta calle que une la plaza de la Libertad y la plaza Jakubská, se la encontró como
por casualidad y le comentó que ahora trabajaba en otro barrio neoclasicista
socialista. Pero esta vez con el arquitecto y artista nacional Jiří Kroha. Unos pisos de
primera, no se imaginaba. Será la sensación de la arquitectura socialista. Los
ricachones capitalistas se van a poner verdes de envidia de lo que sabemos hacer
aquí. Lo tengo todo en la mesa de delineación aquí en casa, sí, vivo aquí mismo, de
momento es, cómo lo diría, estrictamente confidencial, pero a usted se lo…, bueno, si

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quisiera, camarada, ahora mismo podría ser la primera en verlo…
A mí me tiene perpleja la facilidad con que ocurrió todo.
Pero eso siempre es así, y siempre lo será. Ya hemos hablado de ese austríaco,
Josef Fritzl, ese que en el sótano construyó una fortaleza entera para satisfacer sus
placeres incestuosos. Y además, los policías socialistas no sabían hacer otra cosa que
detener a los enemigos de la clase obrera. Para el resto estaban ciegos y sordos.
Luděk, ya son las doce y ocho minutos. ¿Puedo abrir la ventana?
Claro.
Y Petra se baja de la cama y, desnuda, corre hacia la ventana. Pero el narrador,
que ya encuentra gran placer en ello, le coloca, al abrigo de la oscuridad, una
chincheta por el camino. Con la punta hacia arriba.

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FATUM FATUUM

El padre Klenovsky está sentado con las manos sobre las rodillas y las palmas hacia
arriba, y mira hacia el vacío por encima del hombro de Modráček como si no le
escuchara. Es que Modráček lleva hablando ya mucho rato y se repite. Dice lo mismo
por tercera, o tal vez por cuarta vez. Pero no hay nada que objetar, un plan tan
minucioso, tan detallado y sobre todo tan perfecto es necesario repetirlo unas cuantas
veces.
He dicho perfecto, aunque sé muy bien, y en el título de este capítulo también lo
he expresado, que todo el plan está a punto de tomar sus propios derroteros, y de
mala manera.
Y sin embargo, insisto, es tan perfecto que resulta casi fascinante. Todas las
piezas encajan y todo le sale bien al señor arquitecto estos días. Tanto que empieza a
resultar sospechoso.

Duerma bien, reverendo padre, le recuerda Modráček, y durante un instante duda de


si es pertinente, pero al final aprieta amigablemente el hombro del padre Klenovsky y
sale precipitadamente de la habitación.
Tiene que atravesar el corrillo formado delante de la obra experimental a la que
ha bautizado como la «ciudad subterránea». Además tiene que abandonar su obra
maestra. La «ciudad subterránea» tomará sus propios derroteros. Aunque esa obra,
hecha aquí en esas condiciones excepcionales, lo ha llevado a muchas cosas, a ganar
conocimiento, y no solo de carácter técnico. Pero todo eso se lo lleva también
consigo: sería capaz de construir otra vez el complejo en cualquier otro sitio. Ha
llegado a una especie de conocimiento decisivo y eso es la base sobre la que todavía
puede lograr milagros.
Todos están callados y por el camino lo evitan, todos saben que sus días aquí se
acaban y que pronto regresarán al mundo del que fueron arrancados. Y aunque ese
mundo es enemigo de la libertad de los seres humanos, es el mundo en el que viven
sus seres queridos, y allí crecen pinos, y castaños, y manzanos, y amapolas, y por el
día luce el sol y por la noche se pueden ver las estrellas.
A Modráček se le ocurre que debería despedirse dignamente de todos, acercarse a
cada uno de ellos y darles la mano. Estaría bien por muchas razones. Pero algo se lo
impide. ¿Cuál fue la razón que llevó a cada uno a estar allí preso? Ahora, al final,
estaría bien saberlo. Con cuidado cierra la puerta blindada, baja lo que él llama
persiana, y que es como una cortina que tapa totalmente la entrada al subterráneo
camuflándola. Medita un rato por si se ha olvidado de algo importante. Y después
sale fuera, y aspira el aire fresco.

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Una tarde cálida de septiembre. Mañana a esta ahora estará ya en Viena. Dicen que
desde allí no hay problema para llegar a la zona occidental de Austria. Está de pie
junto a la verja, no muy lejos está aparcado su coche, un Škoda Popular. Se apoya en
el escaparate de una tienda de frutas y verduras. De la taberna U Cajplů sale una niña
con una jarra de cerveza, seguramente se la lleva a papá para la cena. Y cuando ve a
Modráček en la acera de enfrente le sonríe. Y como normalmente una niña bien
educada no sonríe a hombres desconocidos al otro lado de las aceras, Modráček lo
entiende como que alguien ha utilizado a esa niña para mandarle por medio de su
sonrisa una buena señal. Tal vez sea el destino quien, desde el otro lado de la calle, le
ha mandado una tarjeta de visita. Vaya, vaya, cómo es el mundo de las señales
agoreras, de esos laberintos semióticos, ¡qué pérfido!

Cuando después cerró la puerta de su apartamento y atravesó todas las habitaciones,


consciente de que en unos tres o cuatro días estarían atestadas de policías, se cercioró
de que todo estaba en orden, o sea, que no iban a encontrar nada que les permitiera
entender lo que había motivado todo aquello que hizo, ninguna llave hacia su alma.
Otra cosa es que no les interesara precisamente conocer o entender, por supuesto.
Además, las almas no se suelen abrir con llaves, sino con palancas y nitroglicerina.
Tenía claro que si no quería despertar sospechas en la frontera tenía que hacer
como si fuera de excursión. O sea, que tenía que salir de casa con las manos vacías.
De todas formas, en ese piso no había ya nada que necesitara especialmente.

Todas las piezas encajaban como las ruedas dentadas de un reloj perfectamente
ajustado (como en un cronómetro suizo con volante de Breguet y palanca de
regulación). Le habían ordenado ese viaje a Viena ahora, justo en el momento en que
lo necesitaba. De pronto era como si su mediocre expediente no importara un
pimiento. Pero igual era porque había desaparecido el teniente Láska, y con su
inexplicable desaparición la comunidad cayó en desgracia, y esto arrojó una luz
desfavorable sobre sus actividades pasadas. Y así pasaron al fondo ad acta incluso los
protocolos de los interrogatorios del arquitecto Modráček, y en primera línea se
colocó el hecho de que Modráček tenía un papel importante en la construcción de los
bloques socialistas de Brno. Ese viaje privado a Viena (la tapadera era que «el
camarada arquitecto va a estudiar los bloques de pisos de la posguerra») en una época
en la que dejaban salir solo a grupos cuidadosamente seleccionados acompañados
siempre por esbirros e inspectores, era algo tan excepcional que daba fe de que al
menos le habían empezado a perdonar sus pecadillos. Como si repentinamente se
hubieran olvidado del asunto de su hermana y pensaran que merecía clemencia,
aunque también tenía claro que no iba a ser gratis, y que el clero policial y el del
partido esperaban, a su regreso de Brno, algo más que una aplicada idolatría. Solo

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que, queridos arzobispos del partido y cardenales de la policía, mi billete de vuelta de
Viena se va a quedar abierto. Lo lleváis claro si queréis que os abra mi alma… Al
menos así especulaba Modráček.

Por la mañana temprano, el padre Klenovsky esperó según lo acordado a la señal


convenida y entonces dio orden de actuar. Lo hicieron rápido. La atmósfera en la
«ciudad subterránea» se había enrarecido y por la mecha del cartucho ya iba
corriendo la llama. Es igual (se atreve a decir este narrador) que cuando, tras mucho
tiempo quietos, los glaciares se ponen en movimiento. Todos sabían que pronto
saldrían de allí, pero la cementada resignación que habían tenido hasta entonces podía
convertirse de la noche a la mañana en explosiva impaciencia.

El padre Klenovsky, que era físicamente más vigoroso (había trabajado tres años en
las minas), cogió el ataúd por delante; por ese lado, como sabemos, se llevan peor no
solo los ataúdes, sino también los armarios. Y cuando lo sacaron del espacio
refrigerado (de la «bolsa de hielo» que servía también de nevera para los alimentos),
Modráček pudo ver que el corrillo se abría para dejar paso al ataúd y después se
cerraba a su paso. Nunca hasta entonces había estado en una situación tan peligrosa.
Allí estaba, indefenso, dándoles la espalda. Hasta entonces, siempre que estaba entre
ellos, tenía cuidado de cubrirse la retirada para poder afrontar cualquier sorpresa
desagradable. Pero ahora si alguien saltara sobre él desde atrás, esa sería una señal
para los demás; entonces lo tirarían al suelo, el ataúd se caería sobre un costado, tal
vez se abriera, pero eso no le importaría a nadie, ni al padre Klenovsky, que trataría
de convencerles de que es inútil, que dentro de tres días todos iban a estar en libertad,
pero ya Modráček estaría debajo de ese montón de cuerpos y todos buscarían en sus
bolsillos, intentarían apoderarse de la llaves para poder salir. Sí, todo esto podría
pasar y Modráček sintió un estremecimiento, como si ya estuvieran a punto de
echarse sobre él. Sin embargo, a la vez sabía que no iba a pasar nada, que nadie iba a
aprovecharse de la situación. Y así fue. Los prisioneros le dejaron pasar con el ataúd,
se quedaron allí inmóviles y mudos, y la llamita siguió corriendo por la larga mecha
del cartucho.

Depositaron el ataúd en el suelo y Modráček procedió a abrir la complicada cerradura


de la puerta blindada con el aislante acústico. El candado y la cadena hicieron ruido
al abrirse, y luego se volvió de cara al semicírculo que formaban e intentó sonreír
amigablemente. Pero la sonrisa no le salió muy sincera. Sospechaba que la despedida
no iba a valer mucho, pero no que iba a resultar imposible. Quería decir algo, pero
tenía la lengua estropajosa pegada al paladar, y por qué no reconocerlo, casi le

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temblaba la barbilla. Por el contrario, en los rostros de ellos no se movió ni un
músculo.
El mayor peligro lo corrió cuando pasaron con el ataúd del subterráneo al sótano
y la puerta blindada quedó durante unos segundos abierta de par en par y la salida de
emergencia libre. Pero los prisioneros se habían quedado realmente como de piedra.
Estaban allí de pie, mirando desde el subterráneo al sótano, y ninguno osó rechistar.
Modráček cerró de nuevo la puerta blindada con el aislante acústico (a prueba de
decibelios, en ambas direcciones) bajó la «persiana», esa inteligente cortina que lo
tapaba todo y no dejaba sospechar lo que había detrás, y procedió con el plan.

Cuando se encontraron en el pasillo donde estaban los cubículos, y ante la escalera


empinada, el padre Klenovsky propuso que se cambiaran de posición para que
Modráček pudiera coger el ataúd por delante. Todo el mundo sabe que el que lleva el
ataúd por unas escaleras desde abajo lo tiene más difícil. Pero Modráček no estuvo de
acuerdo. Sin embargo, en cuanto comenzaron a ascender, tuvo la sensación de que el
contenido del ataúd inclinado se estaba poniendo en movimiento y sintió claramente
cómo el teniente Láska se deslizaba dentro y casi se le caía a los brazos. Era una
tontería, claro, porque hacía unos pocos minutos habían sacado el ataúd de la «bolsa
de hielo» y el fiambre tenía que estar completamente rígido, tieso como una tabla de
planchar.

* * *

Tras la puerta que daba al sótano esperaron un rato por si escuchaban sobre sus
cabezas pasos en el edificio, y ante la puerta entreabierta esperaron otra vez por si se
encendía la luz del pasillo. Era de madrugada, pero algunos vecinos solían levantarse
temprano para ir al trabajo.
Modráček había abierto el portal antes de bajar al sótano, así que el padre
Klenovsky solo tuvo que apoyarse con el hombro y ambos se deslizaron con el ataúd
en dirección a la calle, penosamente iluminada y milagrosamente vacía. Lo dejaron
detrás del coche sobre la acera, pero no se demoraron ni un instante. En el coche ya
estaba todo preparado para transportar el ataúd. Modráček había retirado los asientos,
así que solo tuvieron que pelear un poco más con el féretro para meterlo. Era igual
que cuando uno coloca una prótesis dental en unas encías rebeldes.
Después condujeron desde Běhounská en dirección a la plaza de la Libertad, y
Modráček no pudo por menos que reconocer, bien que le pesaba, que a uno se le
pasaban ideas bien extrañas por la cabeza en los momentos más insospechados.

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Repentinamente se imaginó cómo abría el ataúd y sacaba de allí la mano del teniente
Láska y con ella lanzaba un saludo a la comisaría de policía, por cuya puerta pasaban,
el cuartel grande de Běhounská (de todas formas no habría podido, debido a esa
rigidez cadavérica y refrigerada).

El Škoda de Modráček, un sedán de cuatro puertas, abandona la ciudad al amanecer.


Atraviesa Žabovřesky, deja atrás las dos iglesias, y se dirige a Jundrov. Dentro del
coche huele al alquitrán con el que han recubierto el ataúd, que han construido en su
carpintería subterránea. Hay ya tanta luz diurna que vemos claramente cómo el padre
Klenovsky, aunque se disponga a realizar un oficio religioso, viste de civil y no lleva
alzacuellos. Pero no olvidemos que estamos todavía a comienzos de los años
cincuenta, cuando los sacerdotes, esos penantes de hábito negro, eran seres muy
sospechosos. Y ¿qué policía se resistiría si viera acercarse en un coche a un tipo con
alzacuellos?

El que Modráček se decidiera a convencer al reverendo padre para que lo acompañara


obedecía a una serie de razones. La primera era que, evidentemente, necesitaba su
ayuda con el entierro del teniente Láska. Alguien le tendría que ayudar a cavar el
hoyo donde meter el ataúd. Y para aplastar la tierra y que no despertara el interés de
los «buscadores de tesoros». Y también quería que fuera un entierro cristiano, para
demostrar que su promesa se había cumplido, y que el destino postumo del asesino de
su hermana estaba ya en manos de Dios. Quería también que el padre Klenovsky
viviera después dos días en su apartamento y que al tercer día, cuando Modráček
estuviera ya, con toda probabilidad, al otro lado del telón de acero, bajara al sótano a
abrir la entrada del subterráneo y sacara a todos a la luz, la luz de Dios. Después pidió
al reverendo padre que repartiera entre los habitantes de la «ciudad subterránea» —
como si se tratara de una especie de indemnización— el resto de las joyas y del oro
de la jaula para osos (en su apartamento había una mochila llena del metal precioso,
bien colgada detrás de la puerta de la cocina). Al mismo tiempo, el padre tenía que
dar una indemnización especial a la mujer de Modráček y al niño que había tenido del
teniente Láska. Una pequeña parte del tesoro lo tenía con él metida en una lata de
cacao holandés. Ese mismo día quería cambiarlo por dinero en una joyería en
Králové Poli y después ir a la central y pagar por adelantado el alquiler de la tumba
de su hermana por cien años. Y aprovechando que iba a estar con el sacerdote en el
cementerio, pedirle que fuera a la tumba y le ayudara a traducir al lenguaje sagrado
todo lo que necesitaba decir a su hermana. Finalmente había una última razón:
Modráček deseaba intensamente (aunque él no lo supiera, o no lo quisiera llamar así)
confesarse con el reverendo padre y recibir su absolución.
Pero, como después no iba a haber tiempo para tener esa conversación entre ellos,

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la tuvieron ya de camino. Pero la absolución encontró un obstáculo decisivo y
fundamental: Modráček insistía inflexiblemente en que cumplir la promesa había
constituido su obligación sagrada. Y por eso tuvo que encerrar a todos hasta la muerte
de Láska. Incluso dejar libre solo a uno de ellos habría significado muy
probablemente tener allí al momento a un montón de policías y seguretas. Hasta que
su testarudez indujo finalmente a alguno de los habitantes de la «ciudad subterránea»
a asesinar al teniente Láska, a fin de que las puertas de Alcatraz por fin se abrieran.

Atravesaron Bystrc, y Modráček, en un brusco acelerón, se desvió hacia la presa.


Pasaron tan cerca del embalse que, si hubiera abierto la ventanilla, podría haber
escupido haciendo un elegante arco toda la amargura acumulada durante esos
malditos años en este país (esa saliva habría volado como cincuenta años más tarde
en el campo de golf al lado de una pelota de golf felizmente lanzada). Después giró el
volante hacia la derecha y se dirigió hacia Rozdrojovice, a buscar por algún lado, tal
vez cerca de Vysoká Seč, un lugar tranquilo oculto a las miradas de la gente, donde
Modráček pudiera realizar el acto final, ese que finalmente le quitaría la carga que se
había autoimpuesto.

* * *

Y así llegaron a reflexiones generales sobre la culpa y el castigo, y también sobre la


presunción de inocencia, un concepto jurídico que no significa nada en un país donde
no hay por qué demostrar que el acusado es culpable, al contrario, es él quien está
obligado a demostrar su inocencia. Y donde para emitir un veredicto son suficientes
confesiones obtenidas a la fuerza sin ninguna prueba. Después el padre Klenovsky le
explicó a Modráček que solo con el Nuevo Testamento había comenzado la
presunción de inocencia entre Dios y el hombre. Y que va aún más allá, hasta donde
la justicia humana no alcanza ni con el pensamiento. Ese último instante en la vida de
una persona decide sobre la culpa o la inocencia. ¿Conoce, supongo, la historia del
ladrón en la cruz al que Jesús dijo «hoy estarás conmigo en el paraíso»?
Así que, ¿hoy?, pregunta Modráček. Qué va, en mi caso será mañana. Mañana
estaré allá, mañana estaré en el mundo libre.

¿Eres nueva aquí, camarada? Pues anota todo lo que se va a decir aquí, que después
lo recortamos juntos.
Según la declaración del camarada de tráfico de Brastislavská se trata de un

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accidente. Y por la matrícula han averiguado que el automóvil Škoda Popular, sedán,
pertenecía al arquitecto Modráček. En este punto el caso se nos traspasó a
Běhounská.
¿Pero cómo podemos estar seguros de que se trata del arquitecto Kamil
Modráček?
Eso nos lo aclarará la dentadura de uno de los cuerpos. El registro de la dentadura
del arquitecto debería estar en la consulta estomatológica del ambulatorio de la calle
Běhounská.
Es nuestro ambulatorio, ¿no? Así que todos sabemos que la dentista que trabaja
allí es la mujer del arquitecto Modráček (mira los papeles), Alena Modráčková.
Querrás decir trabajaba, porque Alena Modráčková hace algún tiempo que ha
desaparecido. Y por cierto, esa desaparición no está resuelta.
Y tampoco sabemos adonde se fue. ¿No tendríamos que tenerlo en cuenta?
Camaradas, sean tan amables de no mezclar las peras con las manzanas.
Pues es una observación muy apropiada, el camarada Láska desapareció también
por la misma fecha, igual que esa… Modráčková.
La verdad es que me encantaría saber qué quieres decir con eso. Os he pedido que
no mezcléis peras con manzanas. Porque entonces también podríamos meter la
desaparición de ese… cómo se llamaba… el camarada detective privado. Porque él
también desapareció por la misma fecha, ¿no? Voy a leer ahora el parte que nos
mandaron de tráfico sobre el accidente.
Camarada, ¿te da tiempo a anotarlo todo?
Tiene que darle tiempo, es taquígrafa, ciento treinta palabras por minuto.
¿Qué? ¿Ciento treinta? ¡Eso es humanamente imposible!
Que sí, que es posible. Leo el parte. Según las huellas de los neumáticos, el
vehículo Škoda Popular iba por un camino vecinal de la colina de Vyhon. Después
continuó por un bosque de robles hasta la colina de Trnüvka. Después siguió por un
camino difícil de transitar con un vehículo de tales características. No fue hasta llegar
a la cima del Chlupac cuando el vehículo se despeñó. Con gran probabilidad con él se
despeñó una parte de la pared de la antigua cantera, tras el brusco impacto rodó abajo,
y entre tanto el depósito de la gasolina se incendió y explotó. Mientras el vehículo
rodaba por la pendiente las puertas se atascaron y los que iban dentro ya no tuvieron
ni una oportunidad de sobrevivir. En el fondo de la antigua cantera hay hierba alta y
seca, así que el vehículo comenzó a arder y el incendio se extendió hasta las plantas
leñosas de alrededor. El lugar está abandonado, el incendio pudo durar una hora o
más. Se encontraron tres cuerpos carbonizados, dos de ellos estaban en la parte
delantera del vehículo, el tercero en la parte trasera, en el suelo, donde se habían
quitado los asientos.
Ahora pongamos las cosas en orden. El arquitecto Kamil Modráček tenía que ir el
martes a Viena. En la estación lo esperaba nuestro inspector, que tenía que ir en el
tren con él de incógnito y no quitarle ojo durante toda la estancia en Viena. Pero el

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arquitecto no apareció por la estación. Después se hizo un intento de contactarlo, pero
sin ningún resultado. Así que yo no tengo dudas de que uno de esos cuerpos
carbonizados es el de Modráček. En cuanto a los otros dos cuerpos, hay que
reconocer que es totalmente imposible identificarlos, porque en ellos no se ha
encontrado nada esclarecedor.
Sí que se ha encontrado algo.
Supongo que te refieres, camarada, a la lata con las joyas y el oro, lanzada por la
explosión a algunos metros del coche. Pero eso lo relacionaría con el arquitecto
Modráček.
Y ¿la cruz de cobre o de lo que sea, que según tengo entendido suele adornar los
ataúdes?
¿No querrás insinuar que había un ataúd en el coche y que ardió? Perdona pero
eso son ya especulaciones de loco. Un ataúd no habría cabido en ese coche…
Déjame ver, camarada, ah, o sea que esto es taquigrafía. Pues enséñame,
camarada, ¿cómo se escribiría la palabra… por ejemplo… transformador? Y
¿hormiguero? Y ¿jirafa? Y ¿lanzatorpedos? Y ¿prostíbulo? Y a ver una frase…
Cuando tenía tres años tuve la escarlatina. O esta otra… Cariño, ráscame la espalda.
Y ahora, camarada, escríbeme la frase (una larga pausa, después la dice rápidamente):
Ayer vomité sobre el aparador de mi madre y cuando apareció por la puerta se le
resbalaron los pies…
Bueno, ya basta de bromitas, camaradas, sigamos con el trabajo. Como encuentro
aquí algunas irregularidades, mandaremos algunos agentes al apartamento de
Modráček.

Cogieron las llaves que tenía el portero y subieron hasta el tercer piso, abrieron la
puerta con el nombre chapado en latón «Ing. arquit. K. Modráček». Los camaradas
Kudláček y Slin se complementaban. Kudláček tenía memoria fotográfica y Slin
intuición policiaca. Cuando los enviaban a alguna parte, Slin se llevaba de paseo su
intuición con una correa como si fuera un perro rastreador, y Kudláček después de
poner todo patas arriba lo repasaba con tranquilidad, se paseaba de memoria de una
habitación a otra mirando fijamente cada detalle sospechoso.
Echaron un vistazo por la entrada. Tras el perchero había una puerta que daba a
un pequeño cuarto que seguramente antes servía como habitación para la criada. Slin
y Kudláček revolvieron la ropa de los colgadores y de las perchas colgadas en una
barra de aluminio. Durante esta tarea, tediosa y larga, peinando bolsillos y bajos, creo
que no tenemos que vigilarlos. Tras el ropero estaba el retrete con una ventana a la
altura de los ojos que daba a un hueco con las tuberías. Kudláček se subió con
cuidado en el inodoro, abrió la ventana y palpó la pared. Los enemigos de la clase
obrera a veces colgaban paquetitos con contenido subversivo en los huecos de los
retretes. El piso tenía puertas de doble ala que daban a las habitaciones. Unas

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habitaciones unidas en forma de L. La más espaciosa, en la que había una mesa de
delincación junto a la ventana que daba a la calle Běhounská, formaba la base de la
letra, y otras dos habitaciones seguidas formaban el palo. Kudláček y Slin empezaron
a registrar sistemáticamente las habitaciones. De los armarios, las cómodas y los
cajones sacaban cientos de objetos y sujetos, y los iban esparciendo cuidadosamente
por el suelo, como si fuera un gran solitario en el que hay que poner algunas cartas
boca arriba y otras boca abajo. Acercaron las sillas a los armarios y se subieron a
ellas y pasaron la mano por la parte de arriba de los armarios y luego se miraron las
manos polvorientas (el arquitecto Modráček era un cochino y desde que se llevó a su
mujer al sótano nadie quitaba el polvo de los armarios). Después se extendieron por
el suelo como cangrejos y con las palmas estiradas para tal efecto revisaron bajo las
cómodas y los armarios y con una especie de agujas de punto sondearon los
colchones, los sofás y los sillones tapizados. Enrollaron las alfombras y golpetearon
las tablillas del parquet y con el mismo celo profesional golpetearon en círculos las
paredes de las habitaciones.
¿Ves ese saliente en el techo?, señala Kudláček volviendo la cabeza.
No te emociones, los hay en todas las habitaciones, le tranquiliza Slin. Son las
salidas del alumbrado de gas. En estos edificios antiguos había lámparas de gas antes
de la guerra.
Pero por si acaso hacen una pirámide de sillones y sillas y comprueban el saliente
con un destornillador. La ventana de la habitación que está frente a la puerta de
entrada da a un balcón. Kudláček abre la puerta y ve un montón de excrementos de
paloma, de hecho el tejadillo del balcón está combado por el peso de los
excrementos. Cierra rápidamente porque no está dispuesto a rebuscar entre ellos.
Enfrente del balcón está el cuarto de baño, sin ventana, con una gran bañera y el
techo ondulado. Slin y Kudláček se sientan allí y sondean como locos con sus
herramientas pero sin ningún resultado. Pero cuando Kudláček de un golpe airado
abre la puerta de la cocina (está cabreado porque su intuición, en el momento en que
habían metido la llave en la cerradura bajo la chapa de latón con el nombre de
Modráček, le había dicho que les esperaba un gran trofeo, y hasta ahora, en fin…,
solo hay excrementos de paloma), ve tras ella una mochila encajonada. A primera
vista rígida, y, cuando la intentan levantar, más pesada que una vaca en brazos.
Pero en cuanto abren la mochila enseguida ven que hay gato encerrado.
Ayúdame con esto, dice alegre Kudláček y llevan la mochila al centro de la
cocina para poder bailar alrededor la danza de la victoria, seguramente una mazurca o
una polca, pero desde luego no una zarabanda. Casi les da vueltas la cabeza de la
emoción y se echan uno en brazos del otro, y así, entre tanta confianza, quién se
resistiría, se abrazan y se besan.

Creo que habíamos infravalorado bastante a Modráček, camaradas. Ya es hora de

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decirlo. Todo indica que tenía un plan para irse cagando a toda leche.
Me gustaría recordar que no todos los camaradas aquí presentes son de Brno, así
que habría que moderar el uso de la jerga berniense.
Lo siento, quería decir que Modráček seguramente tenía un plan para darse el
piro.
Pues yo no me puedo imaginar cómo iba a cargar con ese saco de oro y joyas. Y
cómo pensaba escaparse luego de los vigilantes.
El que sabe amontonar lo que hay en esa mochila, semejante tesoro, a espaldas de
la gente trabajadora, seguro que sabe cómo irse cagando leches luego, perdón, quiero
decir, pirárselas.
No infravaloremos a los enemigos de la clase obrera, camaradas. La mochila la
tenía preparada, y si no hubiera tenido el accidente, estaría ahora con ella
seguramente en alguna parte del Canadá. No os olvidéis que Stalin siempre decía que
en las épocas culminantes de la construcción del socialismo, la lucha de clases no se
apacigua, sino que crece, se refuerza. ¿Lo has anotado, camarada taquígrafa?
A mí me interesaría saber, por ejemplo, cómo era la relación entre Modráček y
Kratochvil. Fijaos que vivían en el mismo piso. Si los dos hubieran abierto la puerta a
la vez podrían haberse escupido en las sopas recíprocamente. ¿Alguien tiene algo que
decir al respecto?
Yo, por ejemplo. No tenían ninguna relación. A los Kratochvil los teníamos en el
punto de mira todo el rato. Y aunque Modráček tenía que vigilarlos, los esquivaba,
como hacían todos en el edificio. Tenemos informes detallados.
Ahora está claro que vigilábamos al hombre equivocado. Vigilar a los Kratochvil
era un aburrimiento: ningún contacto, nada especial. Conclusión: teníamos que haber
vigilado el apartamento de enfrente, ¡a Modráček!
Lo que sigue siendo un misterio es la identidad de los otros dos cuerpos
carbonizados. Carecemos de herramientas para averiguarlo.
La ciencia socialista trabaja ya para que un día sea posible averiguar de quién
provenía hasta un simple trocito de un cuerpo humano.
¿Incluso de un trocito carbonizado?
Incluso de un trocito carbonizado, camaradas. ¿Lo tienes, camarada taquígrafa? Y
ahora enséñame, a ver, ¿cómo se escribiría el nombre del camarada Saltalamata? ¿Y
sabrías escribir josrashchot, camarada? O por ejemplo… ¿lipocarapus?
¿Pero qué, qué dices? No existe ningún lupo… carabus o como sea. ¡No le tomes
el pelo a la chica, idiota! No sé cómo no pasas de él, camarada taquígrafa… Pero
espera, que te voy a dictar una cosa muy bonita. A ver si me acuerdo. ¡Ya lo tengo!
¿Puedo?

De tormentosos tiempos nacimos


y en tormentosas nubes caminamos
orgullosos hacia un elevado destino

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solo ante nuestra nación nos agachamos…
Con esa nación, tan limpia y pura
como recién salida de la mano de Dios,
que en el pecho lleva un sueño maravillado
aunque hace siglos que ante él sucumbió.

¿Lo tienes, camarada taquígrafa? A ver. Qué maravilla, ¿eh? Siempre me


emociona cuando lo leo. Estos asnos de aquí se ríen, pero tú me entiendes, camarada.
Estenografía, dices que se llama, camarada. Voy a insistirle a mi mujer para que
aprenda…
(Pero nadie se ríe. Todos están, de pie o sentados, completamente tiesos de la
emoción).

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LAS SUSTITUCIONES DE PETR LUNÁK,
REDACTOR DE LA RADIO

Tomás me había llamado bien temprano. Tenía en la mano izquierda un cigarrillo sin
encender, después se lo colocó entre los labios y con la mano derecha buscó un
encendedor y se lo acercó despacio al cigarrillo. Pero en ese momento se quitó el
cigarrillo con la mano izquierda, lo alejó del encendedor y dejó el encendedor en la
mesa con la mano derecha, al lado del teclado del ordenador portátil y el cigarrillo lo
metió en la cajetilla, para después de un rato sacarlo de nuevo y tenerlo un rato sin
encender en la mano, y finalmente volver a colocárselo lentamente entre los labios.
Esta complicada maniobra se iba a repetir continuamente durante todo el rato que
estaría hablando conmigo. Y seguro que se repite durante todo el día, desde que se
despierta hasta que se queda dormido, y sospecho que hasta cuando duerme ambas
manos, la del cigarrillo y la de la cajetilla, discurren cada una por sus carriles
correspondientes.
¿Qué pasa, Petr? ¿Quieres un cigarrillo?
Si ya sabes que no fumo.
Siéntate. Tengo dos malas noticias para ti. ¿Cuál quieres primero, la mala, o la
peor?
Qué elección más difícil. Venga, primero la mala.
Como probablemente ya sabes, hoy no hay nadie en la redacción musical. Sin
embargo, hay que hacer una entrevista a la compositora Anna Fraccaroli. No, no
puede esperar a mañana. Mañana ya estará en Praga.
Es una italiana, ¿no? Si ya sabes que yo de idiomas ando fatal. Y de música no sé
nada.
Que no es tan malo como parece. Anna Fraccaroli es de origen checo, de Brno. Y
la entrevista sobre música se la va a hacer la televisión hoy por la tarde. Así que tú
tienes que hablar con ella solo sobre su vida. Pero tienes que ir a verla a cierta casita.
Te espera antes de las diez.
Y esa casita, ¿dónde está?
Es el Departamento de Dermatología del Hospital Militar. Igual no lo sabes, pero
desde que el ejército se ha hecho profesional, el Hospital Militar es para civiles. Y
está justo enfrente del balneario de Zábrdovice. Anna Fraccaroli está allí porque la
han operado. Se encontró en Brno con un amigo del colegio, que es dermatólogo, y
este se percató de que tenía muchos lunares y manchas de nacimiento, la llevó a su
consulta y allí le encontraron un basalioma. Es un cáncer de piel benigno, pero que se
puede volver maligno. ¿Por qué me miras así? Toda esa información la encontré por
teléfono y a través de emails. ¿Ves? Ya te he hecho una buena parte del trabajo.
Ahora vete a rematarlo. A las diez le dan el alta.
¿Y la otra mala noticia?

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Correcto, no hay que olvidarlo. Martinková, la de noticias, está en Mallorca, y
Slavíčková, también de noticias, está en el hospital por una apendicitis. Así que
después tendrás que hacer otra sustitución. Es una entrevista previamente acordada,
sobre los colectores que hay bajo el núcleo histórico de Brno.
Pero los colectores esos son como las canalizaciones, ¿no?
No exactamente, pero también están bajo tierra.
Oye, jefe, nosotros, por casualidad, ¿no éramos de la redacción de libros?
Ya he pillado la indirecta. Pero no te servirá de nada.

La dichosa casita era más bien una señora casa. Durante mucho rato no me contestó
nadie a ningún timbre. Después llegó alguien del personal con la compra y me dejó
pasar. Mientras esperaba a la señora Fraccaroli, que estaba, según me dijeron, aún en
una habitación del primer piso (y que ¡ya sabía que yo iba a venir!), eché un vistazo a
la planta de abajo. La consulta, la enfermería, la sala de operaciones, un cuarto de
baño y también algo que parecía una sala de rehabilitación, y, al lado de una puerta
negra sin manilla, una máquina de café. Busco una moneda de diez coronas, aprieto
un botón y espero a que se llene el vasito de plástico.
Yo también querría uno.
Me vuelvo rápidamente. Y lo adivino al instante. Me da un billete de cien coronas
pero niego con la cabeza: No, no, señora Fraccaroli, esta ronda la pago yo. Sostengo
un vaso en cada mano, de mezcla vienesa dicen, y de pronto me siento ridículo.
Por aquí debe de haber alguna cafetería. ¿Puedo invitarla a un café decente?
Lo siento, pero no puede ser. Si quiere hacerme una entrevista empiece ya, porque
ando muy mal de tiempo.
Coge uno de los vasitos y me lleva a la habitación que yo había tomado por una
sala de operaciones, cuando había echado un vistazo un poco antes. Y realmente es
una sala de operaciones. Una camilla con una gran lámpara encima, un armario con el
instrumental, un lavabo y una palangana en un carrito, al lado de la pared una especie
de mostrador y en la pared dos láminas con grabados a punta seca: unos juncos en la
orilla de un lago y un caracol subiendo por una gran hoja. Alguien ha llevado a ese
espacio minimalista dos sillones grandes, cómodos, diríase que clasicistas, con una
mesa del mismo estilo. Dónde los tenían guardados en esta casita tan pequeña y
económica es un misterio. Pero entonces alguien del personal se asoma y pregunta si
todo va bien y si no necesitamos nada. La señora Fraccaroli asiente, como que todo
está OK. La cabeza desaparece de la puerta entreabierta y la cierra.
Al principio estoy callado y miro con curiosidad a esta dama y le adivino unos
cincuenta y tantos años. (Después me entero de que tiene casi sesenta). El rostro
estrecho, muy peculiar, casi se pierde en medio de unos densos mechones de cabellos
cobrizos. Un abrigo corto, abierto, con grandes bolsillos acolchados que sobresalen
del dobladillo y una falda pantalón. Todo de color aceituna combinado con un naranja

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chillón. Un solo anillo en el dedo medio de la mano izquierda, modernista, con una
esmeralda, probablemente. Antes de grabar la entrevista lo guardo todo en mi
memoria para describirlo después con gusto a los, bueno y las, oyentes. Pero después
me doy cuenta de cómo me estoy comportando, por Dios, mirándola impúdicamente,
cautivado por su peculiar rostro y su insólito atuendo. La señora Fraccaroli percibe en
mi cara indicios de turbación y enseguida los borra con su sonrisa.
Ya me han explicado que no tengo que hablar con usted de música, que de ello
hablará en la entrevista de la tarde para la televisión. Así que no vamos a hablar ni de
Janáček ni de Alois Piňos.
Quería objetar algo, pero Fraccaroli espantó mi objeción con un gesto encantador.
No se disculpe, eso que se llama música clásica es hoy un asunto puramente
sectario. Pero no podemos evitar una pequeña obertura musical. Se trata de cómo
llegué a Italia. Era el año 1966, abril, puntualizo, y aquí en la Casa del Arte de Brno
se presentaba por primera vez mi Sinfonía n° 3. Por casualidad estuvo presente un
compositor italiano de Salerna. No, no se precipite, no se llamaba Fraccaroli. Mi
composición le interesó profundamente. Fue tan tenaz que quiso conocerme en
persona. Y ya en la cafetería del hotel Slavia me anunció que tenía para mi sinfonía el
título en latín, Prima digestiofit in ore, que significa El comienzo de la digestión
ocurre en la boca. Aquí debo explicar que en los comienzos de mis composiciones
los procesos digestivos hablan, más bien dialogan. Se puede oír el estómago, la
vesícula, los riñones, los intestinos. Pero hemos quedado en que no íbamos a hablar
de música. Seguramente sabe que el talento musical casi siempre va acompañado por
el talento para los idiomas. El italiano es además el lenguaje de los músicos. El
compositor de Salerna, Basilio Bernardo se quedó en Brno durante un mes y al final
me llevó con él a Italia. Pero antes de que consiguiera organizar la boda me escapé
con el productor musical Federico Fraccaroli. Pero volvamos de Italia a Brno. Que
supongo que es lo que finalmente les interesará a usted y a sus oyentes.
La señora Fraccaroli se levanta y se dirige despacio hacia la ventana, mira al otro
lado de la calle, al balneario de Zábrdovice. Está de pie dándome la espalda, así que
tengo que levantarme y ponerme detrás para poder grabar su monólogo. Es
complicado, porque por debajo de la ventana pasan los tranvías, y también furgonetas
y camiones. Me va a costar un rato sacar de ahí una grabación limpia. Pero la señora
Fraccaroli no me da la oportunidad de pensar mucho sobre ello. Habla, y yo la
escucho con la boca abierta.
Mi apellido de soltera era horrible, Švarcšnupfová. Mi padre Rudolf Švarcšnupf
era teniente del Cuerpo de Seguridad Nacional. Como todos en el cuerpo, tenía un
sobrenombre, y para el público era el teniente Láska. Ejercía en la gran comisaría de
la calle Běhounská. Vivíamos en la calle Pekařská, en un viejo bloque de galerías.
Había sido el piso del compositor Maňoušek, que emigró en el año cuarenta y nueve,
y nunca más se supo de él, y eso que lo he buscado por el mundillo musical, sin
resultado. Estaba convencida de que había sido un compositor extraordinario, aunque

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mi convicción nunca tuvo ningún fundamento. Simplemente sabía que había sido un
gran compositor, eso bastaba. A menudo pensaba en él y cuando, tras mi boda en
Italia, me encontraba con músicos y agentes, en Roma, en Madrid, en París, en
Amsterdam, en Nueva York, en Rio de Janeiro, siempre intentaba encontrar alguna
huella suya. Pero tal vez no consiguió cruzar la frontera, o tal vez en la frontera lo
destrozaron los perros o qué sé yo. A pesar de todo, aún pienso que tal vez un día lo
encuentre y pueda decirle a la cara todo lo que le debo. En ese piso del bloque de
galerías dejó un piano. Bueno, un piano pequeño, de tensas cuerdas verticales. Y ahí
empezó todo. Cuando tenía cuatro años, y esa es la época a la que me refiero, era una
niña bastante retrasada, y si no hubiera sido por la música seguramente no habría
podido salir adelante. Ese piano fue mi salvación, el que me sacó de mi autismo. Mi
padre no sabía nada de música, y en realidad lo que a mí me atraía de la música era
algo muy alejado de lo que mis padres entendían por música. Así que les costó
mucho tiempo darse cuenta de que era un genio musical. Bueno, mi padre no lo llegó
a saber nunca, porque un día desapareció. Como por ensalmo. En realidad le ocurrió
algo parecido al compositor, con la diferencia de que se sabía que Maňoušek había
emigrado, o que al menos lo había intentado. Mi padre, un día, simplemente se
esfumó; se disolvió, cambió de estado o quizás se lo tragó la tierra. Mi madre no se lo
podía explicar de otra manera.
Fraccaroli se volvió de la ventana y cogió una cajetilla de cigarrillos: ¿No se
molestará usted si ahora lo llevo adonde pueda encender un cigarrillo?
Fui tras ella como un perrito faldero. Atravesamos el vestíbulo y la señora
Fraccaroli se dirigió al final y luego torció a la derecha y me condujo a una
habitación abandonada que en su día podía haber sido una sauna o un cuarto de baño
grande, pero ahora las tuberías sobresalían de las paredes y los baldosines se caían.
Había una puerta que daba al patio. Había tres bancos para los pacientes y un gran
tiesto de aluminio con un árbol enano. Por lo demás el patio estaba vacío.
Nos sentamos. Ante nosotros se desplegaba el panorama de unos bloques de
galerías, bueno un semicírculo formado por los bloques y el ahogante patio que
cerraba tal espacio. La señora Fraccaroli levantó del suelo una lata abierta que
claramente servía de cenicero, y la puso a su lado en el banco, pero antes de encender
el cigarrillo ejecutó un pequeño ritual, un ritual que por supuesto no se podía
comparar con el que había llevado a cabo Tomás con el cigarrillo y el encendedor.
Pero en cuanto encendió la cerilla, continuó.
He hablado demasiado y seguramente no de lo que usted esperaba. A quién le
puede interesar hoy que mi padre, un teniente de Seguridad Nacional, desapareciera
de repente como en un agujero negro. Mi madre me habló mucho de él después. En
aquellos días estaba muy preocupado por una cosa. Tenía a su cargo a un arquitecto
de Brno. Y también a su hermana, que había sido acusada de actividades
conspirativas. La encerraron y después nosotros nos mudamos a su mansión, en
Žabovřesky. Pero estuvimos allí solo una semana. Mi padre decidió que teníamos que

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volver al pequeño piso del bloque de la calle Pekařská. Ocurrió algo espantoso. Mi
padre se turnaba con otro investigador en los interrogatorios de la hermana del
arquitecto, los interrogatorios eran por la noche, y una madrugada, después de que la
interrogara el investigador que se turnaba con mi padre, la hermana del arquitecto se
ahorcó en la celda. Dicen que esas cosas pasaban. Y a veces era por descuido de los
que tenían a su cargo las celdas, a veces era intencionado, es decir un intencionado
descuido, y a veces era directamente un asesinato. Pero nadie se interesaba
demasiado después. Mi padre quería abrir una investigación sobre lo que había
pasado. A todos les sorprendió, nadie se esperaba algo así de él. Y por supuesto una
investigación así no entraba ni en consideración para la Seguridad Nacional. Pero mi
padre insistió. Y cuando renunció a vivir en la mansión de la hermana del arquitecto y
volvimos al piso del bloque de Pekařská, todos lo entendieron no como una
extravagancia sino más bien como una equivocación. Pero el asunto siguió su curso.
Mi padre calificó toda la causa de la hermana del arquitecto como prefabricada, e
insistió en que se había tratado de un asesinato. No cesaba de exigir que aquello se
investigase. Así que lo retiraron del caso y unos pocos días después, no sabemos si
sería coincidencia, desapareció para siempre. En realidad está clara la cosa, ¿no? A
buen entendedor…
La señora Fraccaroli se quedó en silencio. Yo aún no sabía qué más iba a decir,
porque todavía dudaba de que era precisamente eso lo que quería contar a los oyentes
de Radio Brno. Pero ya no me contó nada más. Alguien se asomó por el patio.
Perdone que la moleste, pero el coche la está esperando.
La señora Fraccaroli miró al reloj, pegó un respingo y se disculpó. Había olvidado
completamente la hora que era y tenía que marcharse rápidamente.
Estaba de los nervios. Lo que había escuchado y grabado hasta entonces, era
interesante, sí, pero no estaba seguro de si eso era lo que esperaban de mí. No en
vano se trataba de grabar un encuentro con una famosa compositora, nacida en Brno.
La acompañé hasta el coche. Me molestó un poco que a pesar de que el coche
estuviera casi vacío (solo iban ella y el chófer), no se le pasara siquiera por la cabeza
acercarme al centro. Pero luego vi que el coche daba la vuelta y, en vez de hacia el
centro, salía zumbando hacia Židenice.
Guardé los bártulos de la radio (más bien los bartulillos, porque el magnetofón
era uno de esos que te caben en el bolsillo del chaleco) y levé anclas. Comprobé con
disgusto que me había olvidado en la redacción el bono del tranvía. Pero claro, cómo
iba a llevarlo encima. Enseguida me vino a la mente la imagen: está en la mesa de la
habitación, encima del segundo tomo del Diccionario Enciclopédico Kočí. Pero no
podía entender por qué lo había puesto allí. Así que me fui al quiosco de al lado a
comprar un billete. Pero el quiosco estaba cerrado y delante solo había un cartel que
decía: «Quiosco de periódicos en venta». Entonces me di cuenta de que yo tampoco
andaba muy sobrado de tiempo y de que enseguida empezaría mi segunda sustitución.
A las once y media me esperaba el capataz de los obreros para que lo acompañara a la

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apertura, o más bien a la perforación, de los colectores de Brno, bueno, de las galerías
para los colectores. Salté al primer tranvía que pasaba y, por supuesto, en la siguiente
parada aparecieron dos revisores que, haciendo gala de una seguridad sobrenatural,
enfilaron justo hacia mí, como si los manejara con unos hilos algún diosecillo de los
contratiempos. Les enseñé mi identificación de la radio y les dije que me gustaría
hacer un reportaje sobre el trabajo de los revisores en Brno. Por qué no, sonrieron,
pero primero la multa. Pues entonces ya no les haré la entrevista para Radio Brno. No
se preocupe por la entrevista. Puede metérsela debajo del sombrero, replicó uno de
ellos. Comprendí que eran unos tipos duros, a los que no lograría convencer ni San
Juan Crisóstomo, y me acordé entonces de una terrible historia que me habían
contado sobre un ciudadano tranquilo y cumplidor de las leyes, que no pagó la multa
en el momento y después esa multa creció y creció desorbitadamente, hasta que al
final aparecieron los confiscadores y el piadoso ciudadano, que era conocido en todas
partes por su amabilidad y su gran corazón hasta para con los vagabundos, se colgó
en el desván porque le habían quitado todo lo que tenía.
Tenía una cita con el capataz de los obreros en el restaurante Potrefená Husa. El
que había sido antiguamente el famoso café y restaurante Bellevue, en mismo el que
tiene lugar la aún más célebre escena del relato de Milán Kundera «Yo, dios
lúgubre». Por desgracia no existe ninguna ley de protección de monumentos que
proteja los nombres de lugares urbanos ilustres.
Cuando pasé de la plaza de la Libertad a la calle Běhounská, me acordé de lo que
me dijo Fraccaroli de su padre, ese que tenía el sobrenombre tan feo como
inolvidable de Láska. Y allí seguía, en la misma esquina, esa comisaría de policía
donde, en la época comunista, tenían los maderos su colmena, tal que abejas salvajes
africanas. Ahora a veces asoma la nariz aburrida algún policía pero enseguida la
esconde de nuevo cuidadosamente.

Y en estos pensamientos iba, mirando a las musarañas, cuando casi me estampé con
alguien que me resultó inmediatamente familiar. Me costó todavía un rato
identificarlo hasta que me di cuenta de que lo conocía. De la radio. En los años
noventa trabajaba en la redacción de libros, y cuando yo entré, él ya se iba. Era Jiři
Kratochvil, el escritor. ¡Joder, pues sí que había envejecido! La cabellera la tenía ya
toda blanca y me percaté de que cojeaba de una pierna. En ese momento no estuve
seguro de si cojeaba ya entonces, en la radio, si su cojera era por así decirlo su
epiteton constans. Pero, por desgracia, también él me había reconocido a mí.
Gruñó algo, saludó con la cabeza y empezó a caminar hacia atrás. Me dejó tan
confundido que me quedé allí parado. Inmediatamente agitó la mano enfadado, para
que le siguiera. Di un par de pasos y comencé a seguirle. Parecía dirigirme como si
yo fuera un camión que entraba en una calle estrecha. Hasta que se detuvo y torció la
cabeza hacia la derecha. Me mostraba la entrada de una casa.

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Siempre que paso por al lado, siempre me estremezco, me contó. En esta casa
pasé unos años muy malos después de que mi padre emigrara. Aunque no vivo aquí
desde hace cuarenta y cinco años, no consigo librarme de esta casa. Es como una
trampa maldita. Me miraba, esperando a ver lo que le iba a contestar. Pero no dije
nada.
Acabo de volver del hospital, prosiguió. Mientras estaba allí por una operación, se
ha muerto mi madre y hasta la han enterrado ya. He ido al cementerio, a verla. Sobre
su tumba hay un montón de tierra. Cuando vuelva dentro de un año su ataúd se habrá
degradado y deshecho, y el montón de tierra se habrá movido. Y esta vez agitó la
cabeza. De nuevo me miró y esperó a ver qué decía. Pero no dije nada. Se pasó la
lengua por los labios. Escucha. ¿Aún somos amigos? He estado en el anticuario de
libros de la calle de los Capuchinos. Tienen Hijos de la medianoche, de Rushdie. ¡Y
solo por ciento cincuenta coronas! La semana que viene te dejo el dinero en la
portería de la radio. Como seas un escritor y no te leas esa novela, mejor que te
dediques a otra cosa.
Tenía que contar con que el capataz de los obreros perforadores seguramente
querría ir a tomar una cerveza, así que pensé que no me quedaba más remedio que
pasarme antes por la calle Česká, donde hay un cajero automático.

El capataz de los perforadores estaba sentado al lado de una ventana, con vistas a la
plaza. No dudé de que fuera él, pues era inconfundible, con su chaleco de trabajo
amarillo. Y a su lado había otro con chaleco amarillo. Seguramente un perforador, o
uno de esos que se descuelgan con cuerdas por los pozos, o puede que hasta un
experto en demoliciones.
El capataz hizo una mueca: ¿Pero no era una tía la que tenía que venir? Bueno,
nada, ha venido usted, no vamos a hacer una tragedia. Yo lo veo así. Durante la
comida le contamos lo más importante sobre los colectores de Brno. Después, como
tenemos aquí un chaleco y un casco preparados para usted, nos acompaña abajo. Ya
verá, es otro mundo.
Eligieron lo más caro que había en el menú, un ragú de gamo. Al principio me
asusté, pero luego medité que, en realidad, no era de mi incumbencia. A diferencia de
la multa del tranvía y de la limosna para Kratochvil, estos eran gastos oficiales. La
comida de trabajo en Potrefená Husa la debería pagar la radio, o al menos eso
esperaba. Yo elegí algo bastante normalito, un gulash vienés, para que cuando le
enseñara la cuenta Tomás viera que no me había aprovechado.
El capataz y el perforador esperaron pacientemente a que el camarero les trajera
la comida. Hasta ese momento hablaron solo entre ellos, como si yo no estuviera allí.
Y cuando el camarero les dejó los platos, el capataz probó la comida, sonrió
alentadoramente y le hizo una seña al perforador. Con gran apetito ambos se lanzaron
sobre la comida, y masticando y volteando en sus fauces los bocados para

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ensalivarlos minuciosamente, empezaron a pasarse la palabra y hablaban como se
habla cuando uno tiene la boca llena, así que un tercio de las palabras se me perdían,
desaparecían en sus laringes junto con el ragú. Y mientras hablaban, me salpicaban al
unísono con diminutos trocitos de carne de gamo, me disparaban esa metralla
liliputiense y yo no encontraba el valor necesario para limpiarme las salpicaduras de
la cara, porque temía que se molestaran porque había despreciado la intimidad de sus
bocas, y no me darían después lo que necesitaba de ellos, o peor aún, se divertirían a
mi costa y me salpicarían aún más, concentrarían en mí el fuego intenso de su
artillería, hasta que toda mi cara estuviera cubierta por una fina máscara de ragú de
gamo parcialmente masticado, y solo mis párpados acribillados mantendrían abiertas
unas mirillas por las que mis ojos mirarían como pichones asustados. Y de nuevo,
como me había ocurrido últimamente varias veces, me di cuenta de que tenía un
indudable talento literario, y de que debería escribir relatos y novelas, y no solo andar
todo el día incordiando con textos ajenos en la redacción de libros de la radio.
¿Nos está escuchando, atontao?, preguntó el capataz.
Pero mi trabajadora herramienta de la radio ya había captado que la construcción
de los colectores de Brno se había inaugurado en el año 1973, en Dornych. Y más
adelante se enteró de que hay colectores de dos tipos: primarios, estos son los que
transportan el agua de la compañía del agua, la calefacción de la compañía de la
calefacción, la electricidad de la compañía eléctrica, el gas de la compañía del gas, y
el teléfono de la compañía telefónica. Y estos colectores tienen un diámetro de 5
metros y están situados a entre veinte y treinta metros bajo tierra. Y luego están los
colectores secundarios, que son los que transportan todo directamente a las casas.
Tienen un diámetro de tres metros y están solamente de seis a siete metros bajo la
superficie.
La red de ingeniería urbana, me explicó el capataz, se averiaba constantemente en
la época en que no había colectores. Mientras que ahora incluso existe ahí abajo un
sistema de sensores por el que los colectores avisan de cualquier incidencia, de modo
que se pueden evitar las averías antes de que estas se produzcan.
Todo el sistema de colectores, prosiguió el capataz limpiándose cuidadosamente
la salsa de gamo que le chorreaba por la barbilla, junto con parte del trazado
preexistente correspondiente a la instalación de la red urbana, siguen la red de calles
de las zonas urbanizadas.
Y ¿qué pasa con los subterráneos antiguos?, pregunté. Dicen que Brno está lleno
de sótanos.
Afirmativo, dijo el capataz. Hay muchos más de los que se pensaba. Y apartó el
plato vacío mirando la carta de bebidas. Finalmente pidió que le trajeran un
sauvignon tardío.
Brno está lleno de sótanos, quién lo va a saber mejor que nosotros. La
profundidad de las galerías para los colectores es la misma que la profundidad media
de los subterráneos históricos. Y muchas veces damos con ellos en un extremo de

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nuestras galerías y los usamos como obras de ayuda técnica. A veces ocurre que
tenemos que sellar los espacios históricos por motivos estáticos, o sea, tenemos que
rellenarlos con una mezcla de cemento y gravilla. Y a veces nos topamos con unas
cositas de lo más raras.
¿Puedo hablar, jefe?, reclamó el perforador.
Puedes hacer lo que quieras, asintió el capataz, pero antes límpiate la boca de
grasa. Y le tendió una servilleta de papel.
La cosa más rara que hemos encontrado hasta ahora está en la calle Běhounská.
La llamamos «el gran bolsillo».
O también «el manguito», aclara el capataz, si es que sabe usted lo que es un
manguito.
Pues sí que lo sé, añadí. Cuando era así de pequeño (y coloqué la mano a tres
palmos del suelo) teníamos colgados del perchero dos manguitos, uno de cuero y otro
de astracán. Y recuerdo que me asustaban un poco, bueno, mucho, porque decían que
en ellos vivían los fantasmas de mis dos abuelas muertas. Cada uno en un manguito.
Solo que este enorme manguito, hizo notar el perforador, está sellado por los dos
extremos. ¿Y qué quiero decir con ello? Y el capataz instó al perforador: Venga,
termina de contarlo.
Quiere decir, y señaló al perforador, que se trata de una larga galería subterránea,
pero está cerrada por los dos extremos: es totalmente inaccesible. Tiene el tamaño de
un colector primario, bueno un poco más grande, y empieza en Běhounská debajo de
la casa número 3/5, y acaba al principio de la plaza de la Libertad. Y que esté cerrada
concienzudamente por los dos lados es algo muy inusual. Intentamos llegar adentro,
con diferentes sondas, pero fue inútil. También se nos ocurrió que la entrada a la
galería puede estar en el sótano de la casa número 3/5. Pero no encontramos nada.
Entrar ahí adentro va a ser un hueso duro de roer, porque ese manguito está bien
reforzado por dentro.
Pero de momento no es asunto nuestro. Cuando llegue la ocasión, por supuesto
que seremos capaces de entrar, apuntó el perforador.
¿Y qué puede haber allí?, pregunté pero sin mucho interés.
¿Qué va a ser? Seguramente una fresquera, una despensa, algo así como una
enorme nevera de tiempos medievales. Probablemente guardaban allí la carne. Lo que
es un misterio es por qué está cerrado tan herméticamente. Y por los dos lados. Tal
vez alguien quería esconder allí sus provisiones de los saqueadores.
Pero ¿por qué luego lo dejaron sellado, por qué no permitieron que se pudiera
abrir después?
Cuando los saqueadores vieron que no podían apoderarse de sus provisiones, tal
vez se comieron al dueño. Tal vez esté allí dentro, sellado al vacío, desde hace
trescientos años, perfectamente conservado. Y cuando lo abramos las carnicerías de
Brno se van a desbordar de carne de cerdo, de ternera, de buey, de cordero y de caza.
Entonces los bosques de alrededor de Brno rebosaban de liebres, faisanes, perdices,

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jabalíes, corzos, ciervos y seguramente gamos.
Nos reímos pensando en los gamos.
Entonces aterrizó la botella de sauvignon. El capataz la probó y por el gran
ventanal que daba a la plaza Morava observamos el panorama en movimiento.
Delante del cine Scala había dos sordomudos que gesticulaban con mucho afán. Por
el cruce pasó un grupo de monjas y las dos últimas acarreaban un gran cesto de ropa.
En un tranvía que pasaba había un gran anuncio de una cerveza embotellada. Las
botellas de cerveza llevaban unos bastones e iban vestidas de frac. Durante un
momento el tiempo se detuvo y yo me di cuenta de que esos perforadores eran una
pandilla encantadora.
Me dieron un casco y un chaleco y salimos fuera. Nos esperaba una furgoneta que
nos trasladó a la entrada más cercana de un colector primario, en la calle Josefská.
Bajamos a una gran galería, en la que lucían unas bombillas y que estaba inundada
por una tenue luz azul. En las paredes había sujetas unas construcciones de soporte
que se extendían a lo lejos por el subterráneo, preparadas para albergar toda la red de
ingeniería urbana. Por todos lados se producían zumbidos y ruidos, que se fueron
haciendo más y más débiles conforme nos adentrábamos en el pozo. Después de
andar durante un buen rato, el capataz me preguntó si tenía idea de dónde estábamos.
Justo debajo del cruce de la calle Bratislavská con Koliště, dijo, y luego señaló una
columna en la que había un cartel «U12AR6». Cada cincuenta metros colocamos
carteles orientativos, y así sabemos siempre con exactitud lo que hay encima de
nosotros. Ha tenido suerte de pillar un colector aún sin equipar. La semana que viene
se tropezaría aquí con un montón de cables, tuberías y cajas. Pero creo que
deberíamos regresar. Así que dimos media vuelta y regresamos.

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GLOSAS O LOS MANGUITOS DE PIEL

Me apresuro a asegurarles que la historia no acabó como quizás teman ustedes. De


vez en cuando he sacado a mis personajes del manguito, les he cambiado de nombre
un poco y los he esparcido por capítulos más felices de otras novelas. El manguito
vacío lo he sacado más tarde del subterráneo y lo he colgado en el armario de Petr
Luňák, el redactor de la radio. Éste quizás se asuste un poco al principio, pero
después se acordará de la pandilla tan gamberra que estuvo con él en su fiesta de
cumpleaños, y estará seguro de que le habría contado a alguno de ellos cómo de
pequeño pensaba que en los manguitos vivían los fantasmas de sus abuelas. Ese
manguito está muy bien conservado, y seguramente se lo regale a su novia, y
después, cuando llegue otro crudo invierno, el manguito le vendrá muy bien. Porque,
miren por dónde, al siguiente invierno se instaurará en Brno una nueva moda y las
calles se llenarán de chicas con manguitos.
Y después igual alguien se acuerde de cierta novela, y ya no recordará que era una
fea novela sobre los feos años cincuenta, sino que recordará que era una encantadora
historia sobre unos manguitos de piel. Y yo les digo: ¿qué más puede desear un
novelista?

FINALIZADA EL 30 DE NOVIEMBRE DE 2008

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AGRADECIMIENTO
El autor agradece de corazón la ayuda del doctor Jan Slesinger durante el parto de
Eduardo Láska.

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JIŘÍ KRATOCHVIL (Brno, 4 de enero de 1940). Prosista, dramaturgo y ensayista
checo hijo de emigrantes rusos. Estudió filología checa y rusa en la Facultad de
Filosofía y Letras de la Universidad Jan Evangelista Purkyně de Brno, donde se
licenció en 1965. Más tarde fue maestro en una escuela de formación profesional en
la ciudad de Dobruška y en un centro de educación especial de la ciudad de Budkov
(en la región de Třebíč), y bibliotecario de Radio Brno (1967). Desde 1970 se vio
obligado a trabajar en puestos de operario y auxiliar: mozo atador de una grúa,
vigilante nocturno de una granja avícola, telefonista, archivero de una empresa de
grava y arena… A partir del año 1983 ejerció como historiador del arte y
documentalista en el Centro Regional de Conservación del Patrimonio. Entre los años
1991 y 1995 fue redactor del departamento de creación radiofónica de la
Radiodifusión Checa en Brno, donde elaboró obras radiofónicas y programas
literarios. A partir de 1996 se dedica plenamente a la literatura.
Ha recibido numerosos premios por su obra: Premio Tom Stoppard (Fundación Carta
77, 1991), Premio Křepelek (Asociación de Periodistas, 1993), Premio de los
Libreros Checos y de la revista literaria Literární noviny (1993), Premio Egon
Hostovský (Asociación de Escritores, 1995), Premio Karel Čapek (pen Club, 1998),
Premio Jaroslav Seifert (1999), Premio de la Ciudad de Brno (2000), etc. Sus
primeros relatos, reseñas y ensayos aparecieron impresos a partir del año 1964 en las
revistas literarias Plamen, Host do domu y Sešity pro mladou literaturu; asimismo,
colaboró con el estudio de la Radio Checa en Brno (folletines y programas literarios).
En la década de los 70 y los 80 colaboró con publicaciones periódicas del exilio y en

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samizdat: Obsah, Vokno, Host, etc. Después del año 1989 publica en Literární
noviny, Tvar, Host, Dokořán, Česká literatura, Světová literatura, la revista sobre
Europa Central Kafka, Lidové noviny, Mladá fronta Dnes, etc. La publicación del
primer libro de relatos de Kratochvil, El caso Chatnoir, en la editorial Blok, fue
prohibida en 1971; la colección de cuentos El caso de la oportunidad
inoportunamente situada apareció en 1978 en la editorial samizdat de Ludvík
Vaculík, Edice Petlice. También se han encontrado copias mecanografiadas de sus
novelas La novela del oso (1985) y En mitad de la noche un canto (1989).
Su verdadero debut literario hubo de esperar al año 1989, convirtiéndose con él, de
forma inmediata, en uno de los más destacados autores de la prosa checa posterior a
la Revolución de Terciopelo y, más concretamente, de su corriente más literaria y
fabuladora, que en la primera mitad de la década de los 90 conformó el polo opuesto
de la muy potente oleada de obras documentales o «autenticistas» (memorias, diarios,
prosa testimonial, etc.).

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Notas

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[1] Los knedlíky son unas rodajas de masa de harina cocida en agua. Se usan para

acompañar salsas en la cocina checa. (Todas las notas son de la traductora). <<

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[2] Literalmente «Casa Sedláček». Tomáš Sedláček (1918-2012) fue un militar checo.

Después de que los comunistas tomaron el poder en el país, fue arrestado en 1951 y
condenado por actividades anticomunistas. Fue liberado en 1960 y exonerado por la
Revolución de Terciopelo checa en 1989. <<

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[3] Los apellidos se podrían traducir como Cajón (Šuplík), Resistente al pegamento

(Lepuvzdorná) y Trashoguero (Zápecník). <<

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[4] La Orden del Trabajo era una distinción que otorgaba el Estado checoslovaco para

premiar méritos en la construcción del estado socialista y su desarrollo económico,


político, cultural y social, o por reforzar su defensa. <<

ebookelo.com - Página 195


[5] Transcripción latina del ruso: «Fin de la película». <<

ebookelo.com - Página 196


[6] Juego de palabras. En checo «alma» y «cámara de neumático» se dice duše. <<

ebookelo.com - Página 197


[7] Las colinas de Barrandov son una región única de las orillas del río Moldava en

Praga, formada por rocas del período Silúrico y Devónico en las que se encontraron
importantísimos fósiles. Deben su nombre al ingeniero y paleontólogo francés
Joachim Barrande, que las estudió. <<

ebookelo.com - Página 198


[8] «Convencido de que con su estética dodecafónica ampliaba las perspectivas de la

historia de la música, Arnold Schönberg explicaba que a través de él la hegemonía de


la música alemana estaba asegurada para los próximos siglos.» <<

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[9] Hoy en día Zlín. <<

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[10]
Antonín Chittussi (1847-1891), pintor checo impresionista, especializado en
paisajismo. <<

ebookelo.com - Página 201


[11] El barrio Cejl de Brno siempre ha sido un barrio pobre, habitado por muchos

gitanos. <<

ebookelo.com - Página 202

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