La Promesa de Kamil Modracek-Holaebook
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ebookelo.com - Página 2
Jiří Kratochvil
ePub r1.3
Titivillus 09.03.17
ebookelo.com - Página 3
Título original: Slib
Jiří Kratochvil, 2009
Traducción: Elena Buixaderas
Diseño de portada: Enrique Redel
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Dedico esta novela a la memoria de mi madre,
un personaje real de esta historia.
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PRIMERA PARTE
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LA VILLA WAGENHEIM
Entonces tenemos que volver un poco hacia atrás. Brno, justo al comienzo de los
años cincuenta. Ninguna maravilla, pueden creerme. Mi estudio en la calle
Kounicova, hoy Leninova, se transformó en una oficina independiente del
Departamento de Urbanismo del Ayuntamiento. Ya no era arquitecto, solo un
oficinista volcado todo el día sobre una mesa de delineación. Y dentro de un
colectivo laboral, sentado en una silla más en medio de filas enteras de otras mesas.
Nuestra tarea común era, entre otras cosas, la ampliación de unos cuarteles en
Židenice y la construcción de un bloque de pisos socialista, o más bien neoclasicista,
en la calle Botanická. No conseguí acercarme a nadie de este colectivo ni entablar
amistad porque para mí eran unos intrusos. Me habían quitado mi estudio y habían
metido en él a otros seis individuos, de los cuales dos eran abuelos con gargajos,
insignificantes arquitectos de la vieja escuela, con los que no me había cruzado nunca
en los viejos tiempos en ninguna fiesta, ni en ninguna inauguración, ni en ninguna
garden party; morralla salida de alguna parte de la periferia social. Y los otros cuatro
eran unos jóvenes arrogantes, que me daban a entender que ellos eran la generación
de constructores de esas «ciudades del sol», que crecían por entonces como hongos.
Éramos en realidad una especie de fábrica de proyectos de construcción, y para
muestra baste comentar el hecho de que habían puesto a nuestro servicio a una
pandilla de muchachas dibujantes (yo las llamaba «animadoras») que, como en una
cadena de montaje, nos pasaban a tinta y papel de cebolla nuestros dibujos hechos a
lápiz sobre cartulina. Abajo teníamos una portería con unas máquinas de fichar, y si
se me hubiera ocurrido retrasarme tan solo cinco minutos, eso habría tenido
consecuencias imprevisibles, que yo, con mi mancha de la época del Protectorado, no
me habría podido permitir.
Esa mancha, sí, con eso debo empezar, se llamaba Villa Wagenheim y constituía
también mi dudosa gloria arquitectónica. Tuve la oportunidad de elegir el lugar más
apropiado para colocar el edificio, entre la Villa Reissig del arquitecto Leopold Bauer
y la Villa Tesarová del arquitecto Bohuslav Fuchs, es decir, en plena calle Hroznová,
un sitio otrora célebre por sus viñedos. Fue allí donde decidí construir mi peculiar
meisterstück: la Villa Wagenheim, la obra maestra del arquitecto Kamil Modráček.
Jawohl, saludos, Kamil Modráček, ese soy yo. El gruppenführer de las SS Günter
Wagenheim no pudo disfrutar mucho de la villa a la que puso el nombre: dos años
después de que se inaugurase la mansión, los propios nazis lo ejecutaron porque
descubrieron que estaba implicado en un complot contra Hitler, e hicieron de la villa
el tercer cuartel de la Gestapo en Brno (los otros dos estaban en la Villa Low-Beerová
de Drobny y en la Facultad de Derecho). Y hoy residen allí tranquilamente unos
insignes mandamases comunistas sin que parezca molestarles que, en el plano de la
casa, sobre todo a vista de pájaro, las cuatro alas dibujen una gigantesca cruz gamada.
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Sin embargo, cuando hace poco, durante los días de las fuerzas aéreas, un avión
repleto de niños obreros despegó de Slatiny para realizar un vuelo sobre Brno, las
azafatas vendaron los ojos a los niños con unos pañuelos negros que tenían
preparados a tal efecto en cuanto se empezaron a acercar a Pisárky y casi
sobrevolaban la Villa Wagenheim y, a un par de ellos a los que no les llegaron los
pañuelos, les taparon los ojos con las manos.
Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado la otra vez?, dijo el teniente Láska, y me quedé
mirando cómo revolvía unos papeles para sacar de nuevo las mismas preguntas a las
que en el transcurso de varios meses yo respondía una y otra vez. Tal vez esperaba
que, a fuerza de repetir machaconamente las mismas preguntas, yo bajara la guardia y
respondiera de otra forma, algo más desventajosa para mí.
¿Le dice algo el nombre del gruppenführer SS Günter Wagenheim?
Me dice.
¿Se encontró alguna vez con él?
Me encontré con él.
¿Una vez, dos, o más veces?
Creo que más.
¿Y se encontró con él en el edificio de la Gestapo en la calle Veveří o en su piso
de los Jardines de Stalin?
Entonces no se llamaban los Jardines de Stalin sino Koliště, Deblingasse. Pero lo
demás concordaba. Me encontré con él en el edificio de la Gestapo en la calle Veveří
y también en su piso en Koliště.
¿Puede decirse que se encontraba con él a menudo?
Durante cierto tiempo (aunque no fue un periodo demasiado largo) me encontré
con él bastante a menudo.
Pues no me diga que no sabía que tenía las manos manchadas de sangre de
patriotas checos, que preparaba una lista de los que iban a terminar en el patíbulo, en
el patio de la residencia de estudiantes de Kounicova. Y que, por tanto, se estaba
citando con una bestia germánica.
No lo sabía.
¿Cómo es posible que no lo supiera, cuando se trataba con él con tanta confianza
como para que se citaran en su piso?
Nunca hablamos de nada que no fuera la construcción de su mansión en Pisárky.
Cuando necesitaba decirme algo sobre la casa enviaba a un contacto. Y si no estaba
en el trabajo, en el edificio de la Gestapo en Veveří, el contacto me llevaba hasta su
piso.
Vaya, ¿y a eso le llama usted trabajo?
Perdón, pero no he entendido su pregunta.
Ha dicho cuando no estaba en su trabajo… ¿Usted le llama trabajo a hacer una
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lista de los que tenían que ser ejecutados?
Bueno, ellos tenían una relación distinta a la mía con la palabra «trabajo», igual
que con otras muchas palabras. Sabe usted perfectamente que en las entradas de los
campos de concentración tenían el letrero que decía: Arbeit macht frei.
Así que, ¿pretende usted darme lecciones?
No lo pretendo.
Pues entonces respóndame a una pregunta fundamental: ¿por qué escogió como
planta de la mansión una enorme cruz gamada?
Fue el deseo del gruppenführer SS Wagenheim.
Podía haberlo rechazado usted. Siempre es posible encontrar una disculpa técnica.
Cuando acepté el encargo tuve que hacerlo con todas sus consecuencias, o sea
con el hecho de que la planta debía ser una cruz gamada. Ya no me pude echar atrás.
No era tonto, no se hubiera tragado ninguna disculpa. Y no podía rechazarlo si no
quería poner en peligro la vida de mi hermana.
Ah, ya, la vida de su hermana, sonrió Láska. ¿Y qué pasaba con la vida de su
hermana?
Mi hermana Eliška, pintora y diseñadora gráfica, cayó en manos de la Gestapo
porque en su estudio y en su imprenta se imprimían panfletos. La encerraron y habría
acabado en un campo de concentración o en el paredón. Así que fui a la Gestapo y
allá que me condujeron delante de Günter Wagenheim. Pero él no quería hablar
conmigo, y si no me hubiera ayudado el azar, la conversación habría acabado pronto.
Casi estaba por irme cuando por la puerta entró una secretaria trayendo una noticia
que al parecer el gruppenführer estaba esperando ansiosamente. Era judío, dijo la
secretaria, y ya lo han gaseado.
Wagenheim gritó enfurecido: ¡Otro judío! ¿Qué pasa, que aquí todos los buenos
arquitectos son putos judíos?
Así que me volví desde la puerta y le dije que yo no era judío y que sin embargo
era un excelente arquitecto.
¿Es que le ha preguntado alguien? Pero me señaló una silla. ¿Y cómo sabe que es
un excelente arquitecto?
Habría sido capaz incluso de decir que soy Albert Speer, si eso me hubiera dado
la posibilidad de hablar más tiempo con él y luchar por la vida de mi hermana. Así
que me arriesgué y me contuve: ¿Quiere construir algo? Hago de todo, desde casetas
de perro hasta edificios de ópera, o estadios de hockey.
No necesito ni una caseta de perro, ni una ópera, ni un estadio, añadió.
Pero ya estaba claro que el estilo de nuestra comunicación había cambiado. Le
había interesado. Y así fue como me enteré de que se quería instalar en Brno (era al
principio del asunto de la Operación Barbarroja y aún había esperanza en la victoria
del Reich) y de que ya había mirado un terreno en la calle Hroznová, en la
Traubengasse. Le ofrecí construirle allí la mansión más hermosa que jamás hubiera
visto, y que por el proyecto no quería ningún honorario, solo que pusiera en libertad a
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mi hermana. Al principio pareció que iba a explotar de ira y a gritarme, pero entonces
se calló un momento y luego dijo: Me informaré sobre usted.
Una semana después soltaron a Eliška, quedé con él y me puse manos a la obra.
Diseñé una mansión para un oficial de la Gestapo, sí, pero salvé a mi hermana y a la
vez evité el peligro de que durante las torturas ella dijera el nombre de los demás
participantes en el asunto de los panfletos.
No me diga eso. La Gestapo no hacía esas cosas, dejar escapar a una víctima.
De verdad que soy un arquitecto excelente, esto estaba en un plato de la balanza,
y en el otro estaban los locos de los panfletos.
Seguro que ya sabían que los panfleteros no pertenecían a ningún grupo de la
resistencia, que eran solamente unos idealistas inofensivos, pero aun así ejecutaban a
decenas de ellos cada día. Liberaron a mi hermana y le pusieron vigilancia por si
acaso. Y yo no me llevé ni una corona por hacer la mansión del gruppenführer, a
pesar de que él insistió.
Pero construyó usted un edificio que es la vergüenza de la ciudad, porque su
planta copia un símbolo nazi.
Esa casa se podría derruir, igual que se derruyó la Casa Alemana en la plaza del
Ejército Rojo.
Bien sabe usted que es también una de las joyas arquitectónicas de Brno…
Pero el mismo edificio no puede ser a la vez una vergüenza y una joya de la
ciudad.
¿Otra vez dándome lecciones?
Cuando justo después de la guerra alguien me quiso acusar por el trabajo que hice
para el gruppenführer, enseguida se presentaron los implicados en el asunto de los
panfletos, a los que evidentemente salvé la vida, y ningún juez levantó un dedo contra
mí, pero eso seguro que ya lo sabe.
A esos locos de los panfletos, como los ha llamado hace un momento, yo los
dejaría estar. Dos están ya detenidos. Estaban preparando un golpe de Estado en
colaboración con la central de espionaje americana. Pero aún quisiera preguntarle
algo. ¿Cómo es que un arquitecto excelente como usted, utilizando su propia
denominación, vive en un piso de mala muerte en un edificio de Běhounská? ¿Cómo
es que no se construyó una casa en algún barrio de lujo? Todos los arquitectos la
tienen (miró sus papeles y empezó a recitar nombres): Kalivoda, Kumpošt, Fuchs,
Polášek, Kroha…
Entonces pensaba que el teniente Láska jugaba conmigo a una especie de juego. Tal
vez no tenía otra cosa que hacer, así que se ejercitaba con material aleatorio: mi causa
era una especie de divertido entrenamiento para él. Yo creía que me retenía solo por
diversión. Había algunos indicios de ello. Por ejemplo, aunque estaba empleado en la
Oficina de Urbanismo cerca del edificio del Ministerio del Interior de la calle
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Leninova, adonde eran llamados todos los que eran investigados por Seguridad
Nacional, a mí me hicieron ir a propósito a la comisaría de policía de Běhounská, que
caía bastante lejos de mi oficina. Pero, por otro lado, solo estaba a dos portales de
Běhounská 3, en cuyo tercer piso vivía yo. Algo que no me sirvió de nada porque
cuando me interrogaban lo hacían en horario de trabajo, así que luego tenía que
volverme a la oficina. El teniente Láska me apuntaba en la hoja de permiso la hora y
el minuto exactos de los interrogatorios. En la entrada de la Oficina de Urbanismo me
esperaban las máquinas de fichar, fichaba al llegar y entregaba la hoja de permiso al
portero, que sin duda colaboraba con Seguridad Nacional, quien luego comparaba mi
llegada con la hora de salida de la comisaría de policía. Y cuando sospechaba que el
camino me había llevado demasiado tiempo me decía que lo tenía que justificar y que
si me dedicaba a perder así mis horas de trabajo podría ocurrirme que un día me
llevara una sorpresa. Yo sabía que no hablaba por hablar. No tenía ninguna
posibilidad de subir a casa y confieso que en lo único que me entretenía era en pasar
por Běhounská 3, y tocar el timbre de casa marcando el ritmo de una canción bastante
famosa por entonces, para que mi mujer supiera que había sobrevivido al
interrogatorio y que, de momento, todo iba bien.
En este punto, tengo que reconocer que aunque no me hacía la vida fácil, este
jueguecito de los seguretas me resultaba casi simpático. Bueno, tampoco voy a
exagerar. Quiero decir que no me molestaba excesivamente. Incluso servía para
humanizar al teniente Láska. Ludo, ergo sum. Si ese cabrón tenía la capacidad de
jugar conmigo como lo hacía, no debía de ser tan ogro, me decía a mí mismo, así que
lo peor que puedo temer es que me tome el pelo un par de veces más y que se siga
divirtiendo a mi costa como hasta ahora. Pues que te lo pases bien, segureta de
mierda, siempre que no hagas algo despreciable. Incluso me lo hicieron entender de
este modo, solo que al final todo fue mucho peor de lo que me esperaba. No tenía ni
idea de dónde me estaba metiendo.
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EL SUEÑO DEL TRANVÍA
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veces, de extranjis, aceptaba algún caso, el éxtasis volvía, el dolor se perdía, y en sus
entrañas reinaba de nuevo la armonía entre el mundo somático y el psíquico.
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Radek Stolař acompañó después a Dan hasta la carnicería, esperó a que se
arreglara con el encargado, y luego ambos fueron a sentarse a una cafetería cercana,
un sitio que incluso después del golpe de Estado comunista seguía manteniendo el
nombre de U Sedláčka.[2] Radek dejó el caballo de madera apoyado en la silla de al
lado y Dan en ese momento (mirando el clavo torcido que asomaba por los orificios
de la nariz de madera del caballo) se percató vivamente del tiempo que había pasado
desde que ambos hicieran la selectividad en el instituto Královopolsky, immortalia ne
speres, monet annus et almum quae rapit hora diem, recordó dos versos sobre el
efímero tiempo de Horacio Flaco, que se le habían quedado grabados en la memoria
por descuido, mientras se pudría en aquellos bancos de la escuela.
Radek Stolař agitó la mano en alto, hasta que un camarero, que estaba de
cháchara en el ropero con la encargada del mismo, finalmente se acercó. Y después
de pedir algo para Dan y para él, continuó con el asunto que ya había ido
desgranando por el camino: Mira, tengo un taller de piedra en el cementerio, cerca
del arco de entrada. Ayer por la noche, de vuelta del taller, me paré en la taberna U
Mrtvoly y me achispé un poco, y luego me dormí en el tranvía. Fue una simple
cabezada, ya sabes, de la que me desperté cuando el tranvía dio un par de saltos sobre
las vías. Pero como suele pasar, mientras echaba esa cabezadita tuve un sueño
bastante largo. Y de lo único que me acuerdo es de que en el sueño intentaba
contactar contigo, que te llamaba por teléfono.
¿Cómo dices?, preguntó Dan. Repítemelo otra vez, por favor.
Que ayer por la noche tuve un sueño, y que en él te llamaba por teléfono.
Bueno, bien. ¿Y podrías decirme a qué hora me llamaste?
Radek a punto estuvo de asustarse. ¿Qué pasa? ¿Es que ha ocurrido algo?
No, una tontería. Perdona. Da lo mismo a qué hora soñaste aquello. Y por cierto,
no tengo teléfono.
Hombre, no me acuerdo exactamente de a qué hora fue, pero podría haber sido
como a las siete y media, diez minutos arriba o abajo. ¿Y ahora me dejas continuar?
¿Y quién te lo impide? ¡Sigue!
Dan Kočí miró lo que había traído el camarero, después alargó la mano y, para
gran sorpresa de Radek Stolař, introdujo un dedo en la nata del café vienés para luego
llevárselo pensativamente a la boca. Después se recuperó, se chupó el dedo y se lo
limpió con la servilleta. Y Radek comprendió que durante un instante Dan había
estado en otra parte. Y cuando regresó, dobló cuidadosamente la servilleta de papel,
la puso en el cenicero, bufó y dijo: Me llamaste. Bueno, y ¿por qué me llamaste en
ese sueño tuyo?
Da igual, porque no lo cogiste.
¡No podía, ya te he dicho que no tengo teléfono!
Claro. Y yo solo te llamé en sueños. Pero era por una razón muy concreta. Quería
preguntarte si aún te encargas de tus antiguos trabajillos.
¿De verdad?
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Bueno, pues ahora que estoy despierto te lo pregunto: ¿aún te encargas de tus
antiguos trabajillos?
Ay, pero ya ves en lo que trabajo ahora. Si necesitaras algo para la comida del
domingo, o un hueso para el perro… Pero, joder, ya sabes quién tiene ahora el
monopolio de las investigaciones sobre homicidios. ¿O es que no lo sabes? Para eso
tendría que ir a los seguretas, y espero no tener que llegar a eso.
Creo que no me has entendido. No se trata de homicidios ni de asesinatos. Tu
especialidad era otra, ¿no?
Dan empezó a tener algo más de interés, evidentemente. Miró en silencio a
Radek. Después negó con la cabeza. Pero si eso también lo tuve que dejar. Todos los
autónomos están ahora, cómo lo diría, legalizados.
Se terminó el café, se quemó la lengua e hizo una mueca. Está bien, acepto. Pero
te va a costar algo, porque eso lleva gastos asociados, y además me tendré que tomar
días libres.
Pero para discutir los pormenores mejor sería que lo hicieran fuera de la cafetería.
De hecho, ambos comprendieron que aquel no era el ambiente más adecuado para
tales menesteres, sobre todo porque no dejaban de sentir todo el tiempo la mirada fija
del caballo de madera con ruedas, que más bien parecía que fuera el hijo de Radek.
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el poder dedicarse a lo que era su vocación verdadera en este mundo. A fin de
cuentas, el hecho de que escuchara en su piso el inexistente teléfono con el que
Radek le había llamado en su sueño del tranvía fue interpretado por Dan como una
señal de que había tomado la decisión correcta. En ningún momento se le ocurrió que
podía pasar justamente lo contrario, y que esa señal bien podría ser una trampa que lo
encaminara directamente hacia el infierno.
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LA CASA DE LA CALLE BĚHOUNSKÁ
La casa de Běhounská 3/5 es un edificio de cuatro pisos, de factura clásica, con una
ecléctica fachada que hace historia, enclavada en esa larga y nostálgica sucesión de
estilos arquitectónicos de final del siglo XIX y principios de XX, ese carnaval de estilos
que hace que Brno sea precisamente Brno. Lo construyeron los hermanos Kletzel,
que eran hijos de un maestro de obras, y desde el principio se planteó como un
edificio ambicioso. Un edificio de apartamentos dotado del estilo de un palacio
modesto, y en cuyo sector central lucía un mirador con una galería y unos capiteles
jónicos, lo que entonces se llamaba belétage, debajo de una cornisa acordonada. Los
hermanos se debieron de quedar a gusto. Sobre el balcón luce un rostro burlón, lo que
se conoce como mascarón, unos soles dorados y una especie de adornos
ingeniosamente estilizados. Sí, por fuera no está mal el sitio, pero cuando uno entra
dentro lo primero con lo que se topa es con una incómoda escalera de piedra
(visiblemente desgastada por la desperdiciada procesión de almas que pasearon por
allí sus insignificantes vidas), unas barandillas de hierro forjado con adornos de
hojas, unas feas paredes como de una fortaleza penitenciaria o de una infame
ciudadela, y luego unas baldosas violetas incrustadas, unas cajas negras para la
electricidad y, por supuesto, ni rastro de un ascensor. Los apartamentos de la parte
izquierda son algo más espaciosos, de cuatro habitaciones, con galerías hacia el patio
interior, los de la derecha con tres habitaciones y como fallidos, maltrechos. En uno
de esos apartamentos del tercer piso vive el arquitecto Kamil Modráček, quien sin
pena ni gloria se instaló en él para toda la vida. Y allí, en la habitación más grande
con vistas a la calle, tiene su estudio, tras haberle sido confiscado el que ocupaba en
la calle Leninova. Vamos a aprovechar el hecho de que estamos solos en esa
habitación para acercarnos a la ventana (les recuerdo que estamos a comienzos de los
años cincuenta) con vistas al restaurante U Cajplů de enfrente, y vamos a contar algo
sobre el señor arquitecto.
Primero algo favorable, para no disuadirles ya desde el principio. El grave pecado
del arquitecto Modráček no era, a los ojos de los nuevos gerifaltes, tan solo haber
hecho los planos de la mansión del gruppenführer SS Wagenheim, sino que con sus
convicciones políticas no encajaba en los cánones de la izquierda arquitectónica
anterior a la guerra; vamos, que era un cuervo blanco entre cuervos rojos.
Vale, entonces, ¿por qué vivía el arquitecto Modráček en un simple bloque de
apartamentos cuando otros arquitectos como Kumpošt, Kroha, Fuchs, Polášek,
Kalivoda, tenían sus propias casas en los mejores barrios de Brno? Es posible que el
motivo les agrade. El arquitecto Modráček no es de los que se conforma con poco,
siempre apunta a lo más alto, convencido de que ni siquiera tiene derecho a pensar de
otro modo. No da pábulo ni a la más ligera sombra de mediocridad. Esto, por
supuesto, le echa para atrás clientes y encargos. Los que tienen dinero son a menudo
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unos cerdos, porque su desmesurada importancia les hace desarrollar tal gusto por lo
hortera y tienen tal seguridad en sus elecciones, que un buen arquitecto lo lleva crudo
con ellos. Y así, suele ocurrir, como bien sabía Modráček, que hasta un buen
arquitecto, para poder ejercer su profesión, tiene que amoldarse al cliente y rebajarse
a su nivel, evitando cuidadosamente cualquier experimento y renegando de su propia
inventiva. Modráček tenía un ejemplo disuasorio en Leopold Bauer, el arquitecto que
se hizo famoso con la primera casa moderna de Europa central, la robusta y a la vez
elegante mansión del abogado Reissig, una buena imitación de los edificios del
arquitecto americano Frank Lloyd Wright. Diez años después, Bauer construiría, por
expreso deseo del fabricante Hecht, en Pisárky y en esta misma calle, una
chabacanada clasicista, un edificio de aires conservadores cuya decadencia estilista
apreció después el consulado ruso, que se mudó allí tras el golpe comunista. Porque
todo el mundo sabe que a los rusos les atrae lo hortera del mismo modo que a las
moscas necrobióticas los cadáveres.
Modráček vivía, pues, en un bloque de apartamentos cuyo exterior no llamaba
especialmente la atención, pero al menos no agraviaba a nadie con su presencia. Cada
día subía a su apartamento del tercer piso (sin contar el entresuelo) con la certeza de
que cuando tuviera familia no querría vivir allí ni que su mujer embarazada subiera
su valiosa carga a semejante altura por esas escaleras tan imposibles. Soñaba con su
propia casa, un singular milagro arquitectónico en Černá Pole, o en el barrio de
Úřednicky o en Pisárky. Pero el tiempo pasaba y su intransigencia profesional apenas
le permitió construir una mansión en la periferia de Olomouc y una casa familiar para
su hermana en Brno-Žabovřesky, una obra admirable que en realidad era una especie
de variación preliminar sobre su propia casa, pero que se terminó tragando todo lo
que había ganado con la mansión en Olomouc. Sin embargo, estas dos obras le
hicieron un nombre, como luego pudo comprobar el propio Günter Wagenheim antes
de que se decidiera a confiarle su mansión berniense, que es verdad que salvó la vida
de la hermana de Modráček, pero que no contribuyó precisamente a la construcción
de Villa Modráček. Justo al acabar la guerra se decidió finalmente a realizar su sueño
y se aplicó a ganar lo suficiente para construir su villa. Al final se retractó sin gloria
de su «aristocracia estética» y esparció por Brno unos «encantadores enanitos
arquitectónicos», como los describió maliciosamente el arquitecto Kroha, colega de
Modráček, que envidiaba los honorarios astronómicos que cobró por semejantes
horteradas arquitectónicas de posguerra. Eso había sido en el año 1957. Así que
cuando por fin parecía que todo iba viento en popa, algo se torció de repente,
Modráček perdió su oportunidad y al final acabó varado en el edificio de la calle
Běhounská 3/5.
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El CASO DE LA MUJER DE RADEK
Tres años después de la guerra aún podía leerse en el periódico el siguiente anuncio:
«Dan Kočí alias Stanley Pinkerton, detective privado. Servicios altamente
profesionales y altamente discretos. Todo tipo de investigaciones, incluidas
operaciones absolutamente especiales».
Mi única arma era, desde hacía mucho tiempo, mi cámara de fotos con flash. Para
cuando usaba el flash (y ahora hablo de esas operaciones especiales) la pareja
adúltera ya sabía que la diversión se había acabado, y que lo que seguiría sería un
juicio por divorcio y que la parte demandante apartaría al adúltero de los bienes
adquiridos durante el matrimonio. Pero frecuentemente ocurría que el cliente no
quería flash, sino solo descubrir el estado de las cosas de un modo lo más discreto
posible.
El escultor Radek Stolař vivía cerca de la estación, en un bloque de pisos de la
calle Hybešová. Con la dirección de su casa me dio tres fotografías de su mujer
porque evidentemente no me la podía presentar en persona. Era una rubia
extremadamente encantadora. Añado rápidamente que Radek era también él un
guaperas. Su trabajo con la piedra, unido a una viril pertinacia, hacía que conservara
una buena figura y unos rasgos firmes. Eran un matrimonio bien hermoso, pero
créanme, la vida consigue destrozar hasta los matrimonios más ejemplares. Decidí
pedirme vacaciones en la carnicería, más que nada para estudiar cuidadosamente el
programa diario de la mujer de Radek. Sabía por Radek que su mujer se dedicaba a
las tareas domésticas y a cuidar el jardín situado entre los bloques de pisos, que
tocaba un poco el piano y que solía salir a pasear al perro.
Creo que es imposible que a una mujer de su edad le baste con eso para
entretenerse, sobre todo cuando tú te pasas el día entero en el cementerio.
Tienes razón. Pero también le he pagado una subscripción al Club Popular de
Libros. El año pasado publicaron La historia de un hombre auténtico, y también una
novela francesa, Madam Bátory o algo así.
¿Madame Bovary?
Sí, eso. Buena elección, ¿no?
Creo que sí. Pero no me preguntes a mí. Pregúntaselo a tu mujer.
Lucía. Se llama Lucía.
La calle Hybešová es una calle tremendamente animada. Por ella discurren, en ambos
sentidos, desde la estación hacia Mendlák y desde Mendlák hasta la estación,
camiones cargados de todo tipo de cosas: carbón, verduras, hasta barriles de cerveza
de la cercana cervecería Starobrno. Conté qué ventana del segundo piso era la del
piso de Stolař y me aposté de modo que no diera la nota, que no se me viera a la
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primera en cuanto la ocupante del piso se acercara a la ventana. De todas formas,
cambiaba de vez en cuando mi posición de vigilancia y, apoyado en una furgoneta de
hortalizas que estaba aparcada, me ocultaba tras unas grandes hojas de periódico, en
las que había hecho dos agujeros para echar rápidos vistazos, para luego quedarme en
un pasadizo nada apetecible leyendo durante un buen rato el listado vertical de
nombres en los timbres. Eran unos nombres en verdad tan cautivadores, que desde
entonces se me han quedado grabados: Vladimír Šuplík, Zdeněk Kančibuch, Anna
Lepuvzdorná y Richard Zápecník.[3] Cuando por fin vi a Lucía aquel primer día, me
percaté de algo que las fotografías no habían logrado captar. Ya a primera vista
aquella mujer era un animal sublime, una auténtica bruja, cuya belleza de alcurnia era
un recipiente maravilloso, pero transparente y repleto de criaturas viscosas.
Salió acompañada de un gran perro peludo, creo que un cuvac eslovaco, y allá
que me lancé tras ellos. Por la calle Václavska hasta Mendlák, arriba por Pekaíska, y
luego por otras calles bernienses, continuamente se volvían miradas tras su paso, que
ella despreciaba visiblemente (estaba, como quien dice, por encima de esas cosas). Se
paseó durante un buen rato a través de ese interminable desfile de miradas masculinas
y femeninas en aceras, en transportes públicos, y parecía que ni las notaba. Luego
volvió a casa, y durante todo el tiempo no cruzó una palabra con nadie, si
exceptuamos a la dependienta de la tienda de ultramarinos donde compró unos
bollitos de pan, mantequilla, quesitos, y algo en una cajita pequeña cuyo contenido se
me escapó. Sin embargo, a pesar de que durante ese paseo indiferente no presencié
reacción alguna a las miradas masculinas, ya sabía con certeza profesional que la
atlética figura de Radek no bastaba para soportar los voluptuosos cuernos que esta
hembra divina, esta lasciva anima mundi, esta sacerdotisa del sexo, le estaba
poniendo delante de sus propias narices. Y ya al tercer día pude verificar con
argumentos mi predicción profesional.
Justo había encendido un cigarrillo, vuelto hacia atrás para que el viento no me
apagase la llama de la cerilla, cuando a mi espalda escuché sus tacones. Esta vez fue,
sin su habitual compañero peludo, a la mercería. Pero no entró en el establecimiento.
Se paró delante y esperó.
Tengo una memoria fotográfica de categoría; podría decirse, y con razón, que es
como un granero lleno hasta el borde, pero en vez de grano hay rostros, parcialmente
ordenados según un cierto sistema de mi invención. Digamos que se trata de una
especie de fichero. Esto es porque hay en mí algo que incesantemente ordena,
sistematiza todo con lo que me cruzo, para que esté a mi disposición en mi trabajo de
detective privado, a pesar de que ya hace algún tiempo que no ejerzo esta habilidad.
Estoy aquí, mis queridos, mis odiados, estoy aquí, para seguiros concienzudamente y
extraer de vuestro comportamiento posibles indicios de algo que algún día podría
entrar en mis competencias de sabueso privado.
Pero volvamos. De esos miles de rostros calculo que tengo claramente ordenados
como unos mil, mientras que el resto, la mayoría, están por ahí perdidos, sí, justo
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como granos en un granero. Así que luego me puede ocurrir lo que justo me ha
pasado ahora.
El objeto perseguido (Lucía) salió al encuentro de alguien con una camisa de
verano y un maletín de oficinista. Yo me di cuenta inmediatamente de que conocía a
esa persona. Pero en mi ordenado fichero no lo podía encontrar. No estaba clasificado
en mi memoria de forma que pudiera saber inmediatamente de qué lo conocía. Y sin
embargo no podía negar que lo conocía de algo.
La mujer de Radek llegó hasta donde estaba el susodicho individuo con el maletín
y ligerísimamente, de modo casi imperceptible, rozó su codo con dos dedos, el índice
y el medio, así. Pero enseguida se separó, como si no hubiera hecho tal cosa, y ambos
echaron a andar apresuradamente, juntos pero a la vez manteniendo una distancia
obvia, como si no tuvieran nada que ver.
Ya desde el principio me di cuenta de que no podía ser un oficinista más, del
montón. Por alguien así su bestial alteza no levantaría ni un dedo. Así que tenía que
ser un funcionario notorio, alguien importante, y probablemente estaba en alguna
reunión de oficina que le servía de tapadera. Pero mientras especulaba de este modo,
apareció un camión de mudanzas y me tapó la visión de la pareja, que caminaba por
la acera de enfrente. Y porque el camión pasaba a propósito como un caracol, supe al
instante que tenía que correr a la otra acera para no perderlos. Pero no lo logré,
porque de nuevo aposta, se me cruzó por delante un camión del ejército y justo detrás
un tractor con un largo remolque. Después solo escuché el rumor de un coche
arrancando, un ruido que anuló el que hacían el camión de mudanzas, el camión del
ejército y el tractor, como el sonido de una flauta atraviesa un atronador solo de
tambores. Me temí lo peor. Y acerté. Antes siquiera de que me dejaran libre el campo
de visión, el coche se perdía en la curva de la calle Hybešová. Y con él los objetos de
mis pesquisas. Corrí hasta la esquina, pero cuando llegué no había ya ni rastro del
coche. ¡Mierda! Sí, todo el asunto se había cubierto de una mierda oscura y pegajosa.
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CAPRICHOS MASCULINOS
Dan Kočí volvió a su puesto frente a la entrada del edificio. Esperó allí más de una
hora, y finalmente obtuvo su recompensa. Cuando Lucía apareció, no la trajo de
vuelta el coche (con ello casi que contaba), sino que vino en tranvía.
Meditó sobre cómo seguir. Si el asunto se repetía al día siguiente, sabía ya que el
copulista de Lucía (¿o tal vez copulador?) llegaba en coche, y lo aparcaba un poco
más allá, con el morro apuntado en dirección al viejo Brno. Escondido por el
eternamente perezoso camión de la cervecería. Pero ¿de qué le iba a servir examinar
el coche de cerca, averiguar la marca y la matrícula? Incluso antes era muy
complicado obtener alguna información sobre el dueño de un automóvil en la
Dirección de Tráfico. La policía cooperaba con los sherlocks privados solo de muy
mala gana. Y ahora, en el paraíso socialista, estaba totalmente descartado. No conocía
a nadie que le pudiera prestar un automóvil para poder perseguirlos por las calles
adoquinadas. Y tomar un taxi para perseguir un coche con unos amantes dentro era en
el Brno de los años cincuenta tan absurdo como ir al zoológico a pedir prestada una
pitón para asfixiar a la suegra. Así que el único procedimiento oportuno era utilizar lo
que ya sabía. Es un funcionario importante y Dan ya conoce su jeta de alguna parte.
Pero ¿cómo poner ese rostro en el contexto adecuado, cómo encontrar su sitio en el
«fichero»?
Y entonces tuvo una idea. En aquellos tiempos los coches se asignaban entre
civiles solo a los médicos, y aparte de ellos a los que poseían la Orden del Trabajo,[4]
y entre ellos solamente a los que estaban en puestos económicos importantes. Así que
realmente tenía que ser un funcionario destacado, seguramente el director de alguna
gran empresa de Brno.
Después supo adonde ir. En la calle Jezuitská estaba la Filmoteca Nacional. Allí
prestaban películas exclusivamente a organizaciones socialistas y a clubes gremiales.
Pero los carniceros y los charcuteros también tenían su club, y las iniciativas
culturales de sus socios eran, o al menos eso se decía, bienvenidas. Así que la tarde
anterior al cumpleaños de no sé qué dirigente comunista (los actos culturales estaban
amparados todos por aniversarios), los carniceros y charcuteros del primer distrito se
reunieron por iniciativa de Dan en su cine-club. Y allí se acomodaron bajo la máxima
de Lenin pintada a mano: «De todas las artes el cine es la más importante». Tenían
apoyadas en el regazo las manos manchadas de la sangre de nuestros hermanos y
hermanas animales, para así poder esconder en un momento dado alguna inoportuna
erección espontánea al ver aparecer en la pantalla a Adina Mandlová o Lida Baarová,
que era, de hecho, por lo que estaban allí, se lo habían prometido. Pero las promesas
están destinadas a los tontos o a los niños. El menú cinematográfico estaba
compuesto exclusivamente por tres noticiarios del Primero de Mayo que abarcaban
desde 1949 a 1951. Ya durante la proyección de los dos primeros, los carniceros y los
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charcuteros fueron desapareciendo silenciosamente, así que durante el tercero solo
quedaban en la sala el bombero que hacía guardia en la entrada, el operador de cabina
y el propio Dan Kočí. Dan sabía que la comitiva del Primero de Mayo desfilaba por
delante de todos los negocios importantes de la ciudad, a cuya puerta se solía colocar
el dueño. Pero aún no estaba preparado para la verdadera sorpresa. Cuando el desfile
llegó a la plaza del Ejército Rojo, Dan se encontró con el menda en cuestión en lo
más alto de la tribuna ante el Monumento al Soldado Rojo. Hablaba a los camaradas
y a las camaradas como secretario del comité municipal del Partido Comunista. Y
Dan, que se había acostumbrado a apartar siempre con fastidio a los políticos al fondo
de su percepción (no tenía sitio para ellos en su «fichero»), ahora difícilmente
aceptaba que iba a tener que jugar a los detectives con ese individuo de la tribuna.
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alquilada una habitación en la villa de enfrente y esperaba en la ventana con una
cámara. De vez en cuando se guiñaban un ojo, de la ventana a la calle y al revés.
Y así todos en esa calle (y también en las calles colindantes) sabían que sobre el
funcionario Schildberger se cernían los nubarrones del Juicio Final (era la época de
los procesos contra los conspiradores). El único que parecía no enterarse de nada era
el secretario. Pero no debería extrañarnos. Los condenados suelen estar afectados de
ceguera y van al encuentro del abismo que les aguarda como a través de una espesa
niebla.
Dan procuraba que los vigilantes no percibieran su presencia, lo que realmente no
era demasiado problemático tratándose de ese par de zoquetes. Pero luego escuchó el
automóvil del secretario. De nuevo tengo que repetir que en esos tiempos los
utilitarios eran escasos y preciosos como el azafrán, y a las mansiones del barrio
Jirásek llegaban pocos camiones, así que hasta los guardianes zoquetes aguzaron los
sentidos. El coche se detuvo un momento a la vuelta de la esquina, y enseguida
retomó la marcha, y ya entraba desde la calle Rudisova a la calle Havlíčkova cuando
Dan de pronto comprendió lo que quería decir aquella parada tan corta, que se había
producido fuera de su campo de visión y del de los vigilantes. El funcionario llegaba
en el coche solo.
Dan no lo dudó un instante y se apresuró hacia la calle Havlíčkova. Pronto
desembocó en Sedlákova, y allí encontró lo que esperaba. Justo le dio tiempo a ver
cómo Lucía, semioculta por un frondoso tilo, abría la verja de un jardín que
comunicaba con el lado sudoeste de la mansión del secretario. Mientras, en el ala
nordeste, el secretario salía de su automóvil y, tras abrir la puerta del garaje, comenzó
a silbar la conocida canción Aquí la primavera no se acaba. Probablemente inmerso
en sus ilusiones eróticas no vio a los vigilantes, ni aproximarse los nubarrones del
Juicio Final, que diligentemente se cernían ya sobre su cabeza.
¿Por qué, si no sabía nada de los vigilantes, hizo bajar a Lucía en la esquina y la
mandó por la entrada de atrás del jardín? El totalitarismo comunista era en sus
comienzos uno de los regímenes más puritanos del mundo. El insigne funcionario
siempre podía ocupar una villa confiscada a una familia de fabricantes y podía allí
vivir con cierto lujo. Justificaría su actitud por la gran dificultad y la gran
responsabilidad que comportaba su trabajo para el Partido; pero no solo su dirección,
también su vida privada era propiedad pública de los trabajadores. Se cumplía así el
terrible sueño surrealista de Bretón sobre la famosa «casa de cristal». El secretario
podía tener sus caprichos masculinos, vale. Pero si no podía dominarlos y terminaba
agenciándose una hermosa concubina, para más inri esposa de otro, tenía que saber al
menos cómo arreglárselas para plantar delante de esa casa de cristal un biombo
opaco, a fin de no inquietar inútilmente a todos aquellos torneros, fresadores,
conductores de tractores y ordeñadores de vacas a los que teóricamente servía.
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Dan sabía que tenía una media hora escasa y finalmente decidió utilizarla de una
manera bastante extraña, a primera vista. En vez de trepar el murete y buscar en el
jardín un árbol desde el que pudiera vislumbrar a través de alguna ventana los
eróticos retozos del secretario con la mujer de Radek, simplemente fue de la calle
Sedlákova a Foustkova y después se dirigió al bosque de Wilson, que entonces se
llamaba de Jirásek, y allí buscó un lugar propicio para sus quehaceres. Cuando
finalmente lo encontró, limpió el lugar de ramas y extendió un pañuelo. Después se
arrodilló y colocó la cabeza en el vértice del triángulo formado por los antebrazos.
Luego apoyó la frente en el suelo de modo que las manos entrelazadas le sirvieran de
apoyo a la cabeza, levantó las caderas y movió las puntas de los pies a pasitos para
acercar las rodillas al tronco. Entonces puso todo el peso del cuerpo y el centro de
gravedad en los antebrazos y en la nuca, y levantó las piernas del suelo, mientras la
cabeza se quedaba unida al suelo como un tornillo. Y fue estirando las piernas
lentamente hasta ponerlas en línea con el tronco, perpendicularmente al suelo.
Esta posición se la había enseñado un comerciante indio hacía muchos años,
cuando resolvió el supuesto suicidio de su hermano, que en realidad había sido un
asesinato (se trató del famoso caso de la serpiente de zafiro, que no tenemos tiempo
de relatar aquí). Dan comprobó que esta posición, muy parecida a la postura shirsa en
yoga, le abría unos interesantes pasadizos imaginativos hacia los casos que justo
estaba resolviendo, lo que no era muy práctico, la verdad; porque no podría usarse en
un juicio, pero merece la pena que lo mencionemos aquí.
Así que ahora, tras unos minutos en esa postura casi shirsa, Dan vio muy
claramente la habitación en la que el secretario se arrodillaba ante una Lucía
despatarrada y colocaba su cabeza en el extremo de su velludo y equilátero triángulo.
Después, la mujer de Radek levantó despacio las piernas en perpendicular a su tronco
y el secretario levantó la cadera y movió las puntas de los pies a pasitos para, con
ayuda de Lucía, poder introducir el miembro en su coñito. Solo después puso el peso
de su cuerpo y el centro de gravedad en los antebrazos y la cadera, de modo que su
cabeza quedara unida como un tornillo al hombro de Lucía, el cual mordió la muy
bruja (entiéndase, la cabeza). Pero entonces el secretario ya estaba galopando,
primero despacio y luego cada vez más deprisa sobre su grupa.
Y después de que todo ocurriera como se supone que tenía que ocurrir, y el
secretario con farfullidos terminara de galopar y rodara a un lado, Lucía se levantó,
miró el reloj y se fue al cuarto de baño, donde se duchó, se vistió y se arregló delante
del espejo. Luego vio en la balda de cristal un lápiz de ojos. Se lo había dejado
olvidado la mujer del secretario, que llevaba ya dos días por los Balnearios de
Constantino. Lucía cogió el lápiz y de pronto se volvió hacia Dan, lo miró por el
pasadizo imaginativo justo a los ojos, y luego rápidamente se pintó un lunar negro en
la frente, justo encima de la nariz, lo señaló y le hizo un guiño a Dan, dejó el lápiz en
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su sitio, y en ese momento la onírica pantalla se fundió en negro. Kaniec filma.[5]
Así que Dan bajó las piernas despacio y cambió el centro de gravedad a su lugar
primitivo, se levantó, recogió el pañuelo, miró el reloj y se apresuró desde el bosque
de Wilson, entonces llamado de Jirásek, regresó a Foustkova y de allí a Sedlákova. Y
allí en la esquina con Rudisova se la encontró de nuevo.
Bajaba hacia el tranvía. Cuando se cruzaron, Dan vio de cerca, de cerquísima, en
su frente, sobre la nariz, un lunar negro. Pero la mujer de Radek no le prestó ni la más
mínima atención y pasó por su lado completamente indolente, indiferente. Para ella,
en el mundo real, fuera de pasadizos imaginativos, Dan ya no existía.
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ALMA PINCHADA
La pregunta de por qué justo yo, de entre todos los arquitectos notables de Brno,
vivo en un humilde piso en un bloque de apartamentos cualquiera, esa pregunta era
tan obvia que nadie me la quería hacer. Bueno, eso sin contar a mi particular Mefisto,
el teniente Láska, pero ese no vale. Aquéllos que creían conocerme un poco llegaron
a la conclusión de que en realidad me estaba construyendo una mansión en un lugar
secreto y que pronto dejaría a todo el mundo con un palmo de narices. Reconozco
que no había estado lejos de semejantes consideraciones, o sea, que cuando llegara el
momento me iba a poner a trabajar en la mesa por la mañana, y antes de que se
pusiera el sol ya iba a tener la mansión diseñada hasta el último detalle, incluso con
los interiores, y que entonces bastaría con comprar el terreno en Černá Pole o en
Žabovřesky y empezar a construir. Solo que cuando llegó el momento me di cuenta
de que algo se había atascado en mi interior. Esa mansión llevaba seis o siete años
rondándome la cabeza adoptando decenas de formas diferentes, parecía que bastaba
solo con decidirse y elegir una variante que mereciera la pena llevar a cabo. Pero no
me dio tiempo a hacerlo antes de la guerra, la ocupación alemana pisoteó la garganta
de aquella bella canción arquitectónica, y después, en el año cuarenta y siete, cuando
junté los medios para ponerme a ello y me senté en la mesa de delineación, me di
cuenta de que no podía, no sabía llevar al papel esas decenas de prometedoras
variaciones que creía que tenía a mi disposición. Algo había ocurrido. De pronto no
sabía qué hacer con esa mansión.
Por supuesto se me ocurrió que esa incapacidad para encontrar la forma final de
mi acogedora mansión era el precio a pagar por todas esas monstruosidades, por esas
lascivas mansiones que había construido en Brno tras la guerra por expreso deseo de
mis poderosos y chabacanos clientes, para poder juntar el dinero necesario para
construir mi propia casa, ese milagro de la inventiva arquitectónica. Pero ¿dónde
estaba entonces mi inventiva? Alguien la había desinflado. No, alguien no, fui yo
quien la desinflé. Había pinchado y ahora iba solo con las llantas, hasta que tras un
rato tambaleándome acabé en las ortigas.
¿Por qué será que siempre que recibimos un castigo por traicionar nuestro talento,
ocurre que hasta que no hemos cometido la equivocación no nos damos cuenta de qué
era lo que habíamos traicionado? ¿Quizá solo entonces vemos lo que hemos perdido
y lo que hemos enterrado? Y ¿dónde está ahora mi alma[6] pinchada, esa que vendí
por unos tres mil ochocientos noventa y cuatro platos de lentejas? O ¿por cuánto se
puede tasar ese montón de mansiones horteras que desperdigué por ahí, a lo largo y
ancho de la ciudad de Brno?
Pero el comienzo del fin de mi talento también podía haber sido lo de la Villa
Wagenheim. Es una obra sin duda valiosa, arquitectónicamente hablando, a la que
solo se le puede reprochar una cosa: que su planta represente un símbolo nazi. Pero
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entonces se me ocurrió: ¿y si justo era eso lo más valioso? Hasta yo lo había tomado
entonces como un reto. Tuve que batallar con esa cruz gamada como hacía en otros
proyectos cuando el terreno era pérfido, como si hubiera tenido que construir la casa
sobre un terreno pantanoso o bajo una roca con peligro de desplome. Sí, recuerdo
vivamente que me despertaba por la noche y me desvelaba, y me quedaba de pie en la
ventana, mirando a la calle Běhounská, desierta en medio de la noche como una
galería profunda en una mina. Buscaba el modo de conservar mi honor, a pesar de
todo. Y no solo el honor. Quería demostrar algo, engañar a la esvástica como el zorro
a la urraca del queso en el pico. Así que no solo había hecho de aquellas cuatro
perneras de los pantalones de Hitler cuatro alas completamente habitables, sino que
también giré la obra hacia la calle Hroznová de modo que dos de las alas taparan las
otras dos aspas de la cruz. Eso, de frente. Aunque tampoco de costado se veían
demasiado las otras dos aspas, porque las tapaba la crecida vegetación que había
plantado al efecto. Así que solo desde el aire se podía adivinar el encargo original de
la Villa Wagenheim. (Y tuvimos suerte de que cuando las fuerzas aéreas aliadas
bombardearon Brno al final de la guerra no sobrevolaron Pisárky y no se desfogaron
con la villa).
Además, para cada una de las cuatro alas inventé una aplicación funcional que
dejaba claro que, al igual que un ave las necesita para volar, esta villa necesitaba
también sus alas para existir. Precisamente en ellas estaba el espacio habitable,
mientras que el cubo central del que salían tan solo era una articulación que las
dotaba de la posibilidad de comenzar a moverse, agitarse y girar si hubieran tenido
capacidad para ello. Y aproveché el hecho de que al final de cada ala hubiera otra
miniala en ángulo recto, como en la esvástica, para colocar unas habitaciones que
necesitaban su entrada independiente. Y como esas entradas estaban situadas al final
y a la vuelta de cada ala, ocurrió que quedaban discretamente fuera del espacio
habitable y representativo principal; cuatro habitaciones de lujo, separadas del tráfico
habitual del edificio.
Cuando justo después de la guerra llegó a Brno una delegación de arquitectos
finlandeses para ojear el área de las exposiciones y otras obras funcionalistas de la
época (ese fragmento superviviente de aquel propósito vanguardista de hacer de Brno
un centro de la moderna arquitectura europea), se detuvieron también ante la Villa
Wagenheim como buscadores de setas que se hubieran topado con un gigantesco
hongo, y al principio farfullaron con aire de expertos señalando cómo las alas se
doblaban en otras alas menores, pero luego se callaron y un respeto sagrado se fraguó
allí mismo en ese puñado petrificado de mudos admiradores. Por supuesto, yo no
estaba allí, pero todo el asunto terminó llegando a mis oídos. Sobre todo en lo que se
refería a sus aterradoras consecuencias. Cuando los expertos finlandeses regresaron a
su país, a la tierra de los bosques y los lagos, la patria del arquitecto Alvar Aalto, los
muy perturbados empezaron a sembrar cruces gamadas arquitectónicas aquí y allá sin
que se dieran cuenta de qué era lo que estaban plantando.
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A pesar de todo me gustaría creer que con la Villa Wagenheim conseguí engañar
al diablo. Y si en realidad no fue así, entonces que el diablo me demuestre cómo ha
conseguido sugerirme que sí lo hice.
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EL ESTUDIO DE LA CALLE ELIŠKA MACHOVÁ
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es vanidoso, olvídenlo.
A Kamil lo incordia ya hace algún tiempo un segureta. Intenta no tomar a ese
capullo muy en serio, incluso piensa que solo está tomándole el pelo, que
simplemente se está riendo a costa de él, pero hoy ha venido bastante asustado. Se
quedó frente a mi nuevo cuadro, Serie con diagonal, estaba allí, de pie, y entonces me
di cuenta de que no estaba viendo el cuadro y de que solo había venido porque quería
decirme algo, y que estaba buscando por dónde empezar. Y empezó diciendo que
cuando había ido hacia las escaleras de su portal a sus espaldas había dos seguretas.
Los oí a mis espaldas. Protestaban porque no había ascensor y tenían que arrastrarse
por las escaleras. Cuando metí la llave en la cerradura me alcanzaron, me volví y allí
estaban, de espaldas a mí, llamando al timbre del piso de enfrente. Llamaron donde
los Kratochvil. Tienen una ventana que da al pasillo y detrás, igual que en mi piso, un
pequeño cuarto para el servicio. Se abrió la cortina y el padre de la señora
Kratochvilová abrió una hoja de la ventana y preguntó qué deseaban. Una inspección
en casa de los Kratochvil, dijo uno de ellos en voz alta, como si me lo estuviera
diciendo a mí también. Se los reconoce siempre por estas exhibiciones de arrogancia.
Por una especie de rebeldía me quedé allí un rato con la puerta abierta, pero cuando
uno de ellos se volvió y me miró, la rebeldía se me pasó enseguida y entré en casa,
aunque cuando cerraba ya la puerta aún pude escuchar cómo se abría la puerta de
enfrente. Eran las dos de la tarde, la señora Kratochvil estaba seguramente aún en el
trabajo. Me percaté de que no veía a su marido desde hacía mucho, pero mucho
tiempo. Vive allí con sus dos hijos y con sus padres, que son ya ancianos. También
hace poco me di cuenta de que está embarazada. Me senté en la entrada y me estaba
quitando los zapatos cuando de nuevo escuché movimiento en la puerta de enfrente.
Fui descalzo hasta la mirilla y allí estaba uno de los hijos, un chico de unos diez años
con una gran jarra de cristal. Cerró la puerta y corrió escaleras abajo. Me fui hacia la
ventana que da a la calle y al rato vi al chico correr hasta la acera de enfrente y entrar
en el restaurante U Cajplů. Lo primero que se me ocurrió fue que los policías lo
habían mandado a por cerveza. Si estaban haciendo una cuidadosa inspección en casa
de los Kratochvil, seguro que estaban rebuscando en la gran librería —Kratochvil,
por lo que sé, es maestro— y luego levantando los colchones y buscando en viejas
maletas bajo los armarios, y es posible que hasta bajo las camas, y estarían tragando
polvo y necesitarían enjuagarlo. Pero luego me di cuenta de que estando de servicio
no deberían beber, que por eso eran dos, para vigilarse mutuamente y poder así
delatarse. Así que seguramente dejaron que el abuelo mandara al chico a alguna parte
para que no fuera testigo de cómo saqueaban el nido familiar. Tal vez incluso los más
desconsiderados y duros policías son deferentes con los niños, aunque sean hijos de
las clases enemigas. Pero entonces ya me había percatado de alguien que estaba
abajo, delante del portal, porque avanzó hasta el borde de la acera y se hacía señas
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con el segureta que se asomaba a la ventana de los Kratochvil. El segureta de arriba le
explicaba al de abajo que tenía que vigilar al chico de la jarra de cristal que iba al
restaurante U Cajplů, que tenía que cuidar de que no hablara con ninguna persona ni
le diera nada a nadie.
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por la instalación eléctrica, y todos esos detalles de su comportamiento que solo una
amada y amante hermana reconoce, todo eso me hizo sospechar que detrás había algo
más, mucho más importante que lo que me acababa de contar.
Me miró y se volvió desde la puerta hasta la habitación. Durante un momento se
quedó allí de pie, callado, en medio del estudio, y entonces se giró despacio, dio
cinco pasos al frente, cinco pasos atrás y finalmente se sentó en el sillón de mimbre.
Observé sus maniobras y ya casi estaba a punto de echarme a reír a carcajadas.
Venga, escúpelo, le animé. Me coloqué detrás de él y le puse la mano en el hombro.
Bueno, vale. Esta noche he tenido un sueño. Pasaba aquí, en tu estudio. Había
unos cuantos policías de uniforme. Y uno sin uniforme.
¿El teniente Láska?
Seguramente. Aunque quién sabe cómo se llama de verdad. Me han dicho que
usan nombres falsos.
¿Quién, el doctor Pešek?
¿Qué?
Si lo de los nombre falsos te lo dijo el doctor Pešek.
Sí.
Y ¿qué más, camarada? ¿Qué pasó en el sueño?
Te hacían daño.
Sé más concreto, hermanito. ¿Me manoseaban?
Te manoseaban.
¿Me desnudaban?
Te desnudaban.
¿Se quitaron los uniformes?
No, se quedaron con el uniforme puesto.
Me violaban, ¿verdad? Y ¿dónde estaba la censura esa tuya de los sueños? ¿Cómo
es que no intervino? Pero para, para, sé que me estás ocultando algo. Hay algo más
que no me has dicho.
Aún estaba detrás de él, así que le empecé a masajear los hombros. Callaba. Seguí
un rato y él continuó callado. Por la calle pasó un camión de la basura y me di cuenta
de que era jueves, de que eran las nueve de la mañana y de que no había sacado el
contenedor de la basura, y de que ya era tarde para hacerlo.
Hermanito, ¿dónde estabas, pregunté en voz baja, mientras me violaban?
Confiésalo, ¿no estabas por casualidad entre los que me deshonraban?
Se levantó del sillón como si hubieran pulsado un resorte. ¿Pero qué dices, Eli? Y
luego: No sé dónde estaba en ese momento. Creo que solo era un ojo que veía todo.
No podía hacer nada.
Me reí. No te lo tomes tan a pecho, Kamil. Era solo un sueño.
Te mandaré a alguien para mirar los enchufes. Hoy, si puede ser.
En la verja lo abracé y le di un beso. No le gusta que lo haga en público. Tengo un
hermanito increíblemente tímido.
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Y sé que lo dejé trastocado con mi comentario sobre su papel en mi violación. A
veces, bueno, bastante a menudo, soy un mal bicho.
No llegué a tiempo de sacar la basura. El camión ya se iba calle abajo por
Smejkalova, y cuando se paró, grité e intenté gesticular de lejos para que volvieran a
por mi contenedor. Uno me contestó con un gesto obsceno, lo que enfureció a Kamil.
Quiso ir tras ellos. Tuve que sujetarlo por la fuerza. Lo atravesaba una ira tan
poderosa, que me costó trabajo convencerlo de que no saliera corriendo tras el
camión de la basura para divertimento de espectadores callejeros. Eso sin contar que
hubiera sido atroz de mi parte, ya que supondría que los basureros volvieran a la calle
por la que acababan de pasar. Comprendí que Kamil había visto en ese gesto obsceno
mucho más de lo que había sido en realidad. Ponía en el gesto su reciente vivencia
onírica, y el pobre quería demostrarme cómo trataba de defenderme, al fin y al cabo.
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CAMARADA, ¡ERES UN CERDO!
Salgo por la puerta principal y miro alrededor. A la derecha, por la pared del
cementerio se encoge una casa con un tejado bajo, pero casi tan larga como una pista
de bolos. Vaya, el taller de piedra de Radek. La puerta abierta de par en par y Radek
Stolař sentado en un zócalo de piedra leyendo el periódico. Solamente cuando me
acerco veo que no lo está leyendo, simplemente lo sujeta y mira a las musarañas. Pero
como no quiero ser yo esa musaraña, evito cuidadosamente su mirada perdida, y justo
cuando estoy a su lado, sale de su ensimismamiento y se percata de mi presencia.
¿Has leído el periódico de hoy?, pregunta asustado.
No. Pero ya sé de qué hablas. Lo escuché ayer en la radio.
¿Qué está pasando? No entiendo nada.
Creo que ahí lo explican claramente, ¿no? Ayer dijeron en la radio que los de
Seguridad han destapado un complot contra el Estado que llega esta vez hasta Brno.
El enemigo del Estado socialista, que se ha infiltrado hasta las más altas instancias,
ha extendido sus garras hasta nuestra metrópoli. ¿Sabes qué? Olvídalo, hombre. Esto
huele mal. No creo que sea nuestra obligación entenderlo.
Como el techo del taller es bajo y tengo que agachar la cabeza para estar de pie,
Radek me señala el pedestal de una cruz de mármol con una corona de espinas hecha
de alambres oxidados. Me siento con cuidado para no enredarme el pelo en las
espinas de la corona.
Yo, reconoció valerosamente Radek, yo conocía un poco al secretario ese. David
Schildberger provenía de una gran familia judía. Tienen aquí un sepulcro. Pero los
padres del secretario y todos sus parientes murieron en campos de concentración. A
pesar de todo quería que grabara sus nombres en una lápida sobre la tumba, aunque
sus restos nunca descansarán allí, sus cenizas se quedaron en algún lugar en Polonia o
Alemania. Es una persona muy amable. Se pasó por nuestra casa en Hybešová y le
llevó a Lucía un ramo de flores enorme, y le dijo un cumplido, algo hermoso, una cita
de la Divina Comedia de Dante, no la recuerdo, pero Lucía se la sabe. No sé cómo
pero los judíos llevan en el cerebro toda una biblioteca metida. Bueno, el caso es que
lo han detenido y se lo han llevado a Praga. Estaba pensando ahora en ello, y he
comprendido que ya no va a volver.
Asentí. Era uno de ellos, y es bien sabido que a los renegados los tratan sin
clemencia. Tal vez no regresen ni sus cenizas. Si cierro ahora los ojos (cerré los ojos
y al momento vi una imagen), veo una tarde lluviosa, una carretera vecinal, va por
ella un coche, alguien saca la mano por la ventanilla y tira unas cenizas de una lata…
Abrí los ojos y parpadeé un rato mirando al vacío.
Radek me miraba asustado. ¿Pero tú tienes visiones?
Ah, ¿es que no te lo había dicho? Bueno, no es que a uno de pronto le llegue un
don de los cielos, pero a veces me pasa. Es como una intuición en imágenes. Siempre
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tiene que ver con los casos en los que trabajo.
Pero Schildberger no tiene nada que ver con ninguno de tus casos.
¿Cómo que no? Quiero decir… ¡claro que no! Pero incluso así me pasa. A veces
mi intuición, cómo lo diría, traspasa sus propias fronteras.
Ya no lo volví a ver, pero nunca olvidaré lo bien que se portó con mi mujer.
Cuando se fue, a ella le chispeaban los ojos. Sus maravillosas palabras, bueno, esa
cita de la Divina Comedia, la iluminaron por dentro y esa luz aún le brilla en los ojos
desde su visita… Siento que le debo algo. Si le ocurre algo grabaré su nombre en la
lápida, aunque nadie me lo pida. Al lado de todos sus familiares, los que murieron en
Dachau, en Auschwitz, en Buchenwald y Dios sabe en cuántos sitios más…
Durante un rato ambos nos quedamos sentados, en total silencio, en el taller del
cementerio. Yo tenía detrás la cruz de mármol con la corona de espinas oxidada y él
un ángel de piedra que se tapaba la cara con las manos.
Carraspeé. Escucha Radek, antes de que se me olvide, había venido a decirte que
ya he cerrado el caso de tu mujer.
¿Sí?, preguntó. Me di cuenta de que al principio no sabía de qué le estaba
hablando. Así que empecé despacito, hasta que cayera en la cuenta.
Te puedo asegurar que tu mujer no tiene ningún amante. (En realidad debería
haber dicho: tu mujer no tiene ningún amante ahora. A su amante ya se lo han
despachado. Y también podía haber añadido que durante un tiempo no volvería a
tener ningún amante nuevo. Su coñito estará ahora tan apretado a causa de la angustia
que aunque quisieras no podrías hacer que por él entrara ni una brizna de hierba. Y
como encima le hagan un juicio público al secretario, como suele ser habitual,
entonces esa tenaza angustiadora a buen seguro hará que lo tenga cerradito algo más
de tiempo. Tras una temporada, sin embargo, sin duda se le volverá a abrir
ansiosamente, y la bruja querrá recuperar el tiempo perdido. Pero por entonces yo ya
no estaré metido en el asunto, porque ya no volveré a aceptar ningún encargo de
Radek).
¿Sabes, Dan?, reconoció, yo ya lo sabía, claro. Lucía jamás me haría una cosa así.
Pues entonces dime por qué me diste el encargo, si ya lo sabías. ¿Para qué ibas a
pagar por algo que ya sabías de antemano?
Es que los amigos del bareto U Mrtvoly no hacían más que provocarme. Que si
una mujer así siempre tiene algún amante, que si tal, que si cual, ya sabes.
En fin, creo que deberías cambiar de amigos. O, al menos, de taberna.
Radek sacó el billetero y a mí de pronto me resultó embarazoso aceptar su dinero.
Es verdad que había hecho concienzudamente mi investigación, pero el resultado de
la misma lo había, en fin, apañado un poco. Digamos que había servido para
tranquilizar el sueño de mi paciente. Eso. No había jugado limpio del todo, pero en
este caso la verdad podía perturbar seriamente a Radek. Aunque si ahora, tras el
informe, no aceptaba los honorarios, previamente acordados y no precisamente
pequeños, a buen seguro despertaría las sospechas de Radek. Y además, me los había
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ganado más que nunca, me había metido en un asunto del que podía haber salido
escaldado. A pesar de mi perfeccionismo profesional y del evidente diletantismo de
los seguretas vigilantes, podía haber cometido perfectamente algún error. Y ya la
habría liado. La verdad es que dando vueltas alrededor de ese «conspirador contra el
Estado» que los seguretas se habían encargado de espiar en su afán por agarrar alguna
otra presa, me había librado por los pelos de que me pillaran. Así que dejé que Radek
depositara en mi mano los billetes, que fueron cayendo como en una pequeña
pirámide, y me los fui guardando por los bolsillos. Y una cosa más: podía asegurarle
a Radek que su mujer no tenía ningún amante, pero lo que no podía era advertirle de
que esa bruja no iba a dejarle llamar a su puerta en los siguientes días, o semanas. Iba
a tener el coñito atenazado por la angustia por un buen tiempo. Pero en este asunto
iba a tener que arreglárselas él solito.
Aunque no dudaba de que yo ya había calado a esos dos zafios que vigilaban la casa
del secretario, y que por eso no tenía que preocuparme de que hubieran tomado nota
de las cautelosas idas y venidas de Lucía, y a pesar de que había comprobado que la
ventana del dormitorio donde el secretario se cepillaba a Lucía daba al jardín, es
decir, estaba fuera del alcance de los ojos vigilantes y sus teleobjetivos, a pesar de
ello, preferí seguir vigilando la casa de la calle Hybešová.
Bien, el caso estaba cerrado y había recibido mis honorarios. Sin embargo,
durante las dos semanas que siguieron estuve merodeando alrededor de la casa del
matrimonio Stolař, con cuidado de que Radek no me viera. Si hubieran averiguado
que el secretario se acostaba con Lucía, la hubieran detenido también a ella, o
hubieran vigilado su apartamento. Pero después de dos semanas lo dejé estar, con la
sensación de que Radek no tenía nada ya que temer (al menos, respecto a los
seguretas).
Me acordé, sin embargo, de Lucía un mes más tarde, cuando ya estaba en marcha el
juicio contra Schildberger y los otros conspiradores. Mi jefe me trajo hasta la tienda
un documento firmado por todos los carniceros y charcuteros de Brno, en el que
reclamaban incluso la soga para el antiguo secretario de la ciudad. Dejé el cuchillo y
las tijeras de desmenuzar, y cuando iba a firmar el documento, me cayó en la hoja un
poco de sangre de pollo. Pero cuando la intenté limpiar la extendí aún más. A mi jefe
casi se le salieron los ojos de las órbitas. Dios santo, camarada, me dijo, ¡eres un
cerdo!
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ADVERTENCIAS Y RECLUTAMIENTOS
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decoración de las fachadas, de los frescos, de los esgrafiados y de los coloridos
bajorrelieves con motivos infantiles y obreros, es decir, sobre todo eso con lo que él
no tenía nada que ver.
Láska escuchó un rato, o más bien hizo que escuchaba, e inesperadamente le
interrumpió en medio de una frase: Escuche, Modráček. Enfrente de usted viven unos
tales Kratochvil, ¿no es cierto? (Y miró otra vez sus papeles). Anezka Kratochvilová
y sus hijos Jiři y Josef. Y también sus padres František y Emilie Žyla. Seguramente
sabe que el marido emigró. Por eso es necesario prestar una especial atención a esta
familia, para que no le ocurra ninguna desgracia. Y para eso estamos nosotros. Por
eso he estado considerando que usted podría sernos de ayuda…
Láska mira a Modráček y entonces se hace un silencio tal que desde la sala de al
lado se oye como si alguien diera vueltas por la habitación en patines y se fuera
tropezando con el mobiliario.
Mire, camarada, dice Láska y aplasta el cigarro en un cenicero de hierro. Para que
nos entendamos, se acabó la broma, el motivo principal por el que le he llamado es
otro. Estamos vigilando a su hermana, para que tampoco le ocurra ninguna desgracia.
Seguro que sabe que hemos tenido que detener a dos panfleteros que se han metido
en algo. Ha quedado libre solo el tercero, el que visita regularmente a su hermanita.
Voy a contarle algo, para que vea que tiene toda nuestra confianza. Ese tercer
panfletero, el que duerme con su hermana, colabora con nosotros. Sorprendido, ¿eh?,
sonríe Láska. También tengo que prevenirle. He apostado por usted, así que creo que
puedo esperar que no salga usted corriendo a contarle a su hermana esto que acabo de
decirle. Al revés, cuento con que justo ahora nos será de más ayuda. Su hermanita,
como todos sabemos, posee un gran talento. Eso es, posee talento de sobra, pero ya
va siendo hora de que alguien le ponga riendas, porque de otro modo la va a llevar
galopando quién sabe adonde.
Láska se levantó de la mesa y señaló unos paisajes colgados por las paredes, se
fue de uno a otro y explicó que era un gran admirador de la pintura. Estaría encantado
de colgar también aquí un cuadro de su hermana, pero de momento no puedo. Su arte,
en vez de servir a todos y provocar experiencias inolvidables, lleva veneno de la
paleta al lienzo, sí, ese veneno americano que se llama arte abstracto…
Aquí Modráček intentó protestar. Como sabemos, no estaba encantado con el
modo de pintar de su hermana, pero eso no importaba. Tenía que salvarla de esa
peligrosa acusación, romper una lanza en su favor, así que recordó al teniente que el
comienzo de la pintura abstracta no estaba en ningún americano imperialista sino en
los pintores rusos Kandinski y Malevich.
Vaya, veamos, otra vez este queriéndome dar lecciones. Su hermanita ha debido
enseñarle bien, asentía Láska. Pero no se olvide de que aquí también tomamos clases.
Esto se está poniendo muy feo, camarada Modráček. Cada vez que nos acercamos a
alguna clase de entendimiento, se echa usted para atrás. Es usted incorregible. Pero
en fin, puede irse si quiere. Por hoy es suficiente. Espere, no se levante, voy a llamar
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al oficial de turno para que le acompañe a la salida.
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ANTEPECHO
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podía haber salido despedido hasta la carretera por la que justo en ese momento
pasaba un camión. Sale el camarada Klouček, que tenía clase antes que yo. Verás lo
que te espera, ¡la babushka apesta hoy como tsarskí govno!
Nieotkrivaty tovarishch Švarcšnupf, cholodno! Y me aparta de la ventana. Nos
quedamos uno frente a otro, la abuela huele tremendamente mal y yo me lleno los
pulmones del olor, y se me quedan completamente enmierdados.
Sadíties, tovarishch Švarcšnupf.
Me siento en un sillón desvencijado, abro el libro de texto, busco la página y trato
de abrirme paso por el bosque cirílico, pero me falta el machete, así que me limito a
pasearme una y otra vez por el mismo sitio. Finalmente me rindo. Varvara Pujliakova
lee en voz alta y yo repito:
Nos va muy bien. Diría que pronto voy a saber tanto ruso como el encargado. Y
me iré de vacaciones a Crimea, al Mar Negro. Oy, dievushki, ya budu kupatsa v
Chornom more! Y también me percato de que la abuela ya no huele tan mal como al
principio.
En la pared de enfrente hay colgado un tablero y en él unas cuantas imágenes,
parecen santos rusos con un halo dorado y, entre todos, el santo más santo de todos, el
colorido camarada Stalin. Y debajo del tablero hay un altar en el que arde una vela.
En el suelo hay un cuenco en el que gotea la cera de la vela. El camarada Klouček un
día me explicó que el tablero con los santos y Stalin es un iconostasio.
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dejó correr un encargado para que nadie sospechara que en realidad soy policía, el
teniente Láska.
Meto la llave en la cerradura, pero la cerradura se resiste, hace tiempo que la tenía
que haber cambiado, así que tengo que llamar al timbre otra vez.
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NABOKOV SE ANUNCIA
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se interesara más, mi querido amigo, por la entomología, sabría por ejemplo
que existe una mariposa llamada Ladoga Camille Bólsch, que es una
mutación de la especie, muy extendida, descubierta por Carlos Linneo, pero
en realidad no puedo exigirle estos conocimientos porque la mutación Ladoga
Camille Bólsch, llamada así por mi buen amigo Bólsch, es conocida solo por
los expertos en taxonomía entomológica). Pero también debo confesarle, mi
querido amigo, que no pretendo solamente visitar a mi buen amigo Fritz
Bólsch, sino que lo quiero secuestrar. Intentaré convencerlo para que me
acompañe, porque tengo la terrible sospecha de que Hitler muy pronto se va a
merendar Austria. Y por esta circunstancia querría, mi querido amigo,
preguntarle, y este es el motivo primigenio de esta carta (motivo que ha sido
después escondido por otros, ya que le escribo cartas con el mismo placer con
el que degusto una compota de melocotón que me recuerda las comidas
dominicales de mi niñez en nuestra residencia campestre en Vyr), entonces,
querría preguntarle, mi querido amigo, si no tendría inconveniente en que
intentara pasar con el amigo Bólsch de Viena a Brno, ya se sabe que la
proximidad y la cercanía fundamental de estas dos ciudades llama a su
hermandad en un futuro idílico y lejano. Nos pasaríamos a visitarle, le
saludaríamos, y enseguida nos iríamos, porque quiero pasar también por
Praga, visitar a mi madre, y tal vez convencerla para que se una a nosotros.
Aunque, por mi correspondencia con ella, sé que le gusta mucho vivir en
Praga, porque al igual que Brno está cerca de Viena, Praga lo está de San
Petersburgo, y no en el tipo de arquitectura, no, sino en una especie de oscuro
y austero ensoñamiento…».
A este jugoso fragmento de la carta de Nabokov debo añadir una nota: Ladoga
Camilla es, como comprobé tras ojear la correspondiente enciclopedia, una mariposa
del género Nymphalidae, es decir, una ninfálida, y está extendida también aquí, se la
conoce como Almirante Blanco, y se la puede encontrar frecuentemente en las flores
de los morales. Esto, claro, no es válido para la mutación denominada con el nombre
del entomólogo vienés Bólsch. Ésa no se puede encontrar aquí. Habita solo en los
suburbios del sur de Viena.
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EL TENIENTE LÁSKA EN FAMILIA
El teniente Láska, alias Rudolf Švarcšnupf, desliza la llave en la cerradura, pero esta
se resiste e incluso se niega furiosamente a girar, así que Láska tiene que llamar. Le
abre una mujer alta y delgada, desvelaremos que se llama Marta, aunque Marta
Švarcšnupfová suena fatal, pero así es la vida.
Esta cerradura me cabrea, se queja Láska y da vueltas a la llave inútil entre sus
dedos. Un día horrible. A veces tengo la sensación de que sería mejor ser barbero o
zapatero, pero del Servicio de Seguridad Socialista uno se va solamente en un cajón
de madera. ¿Dónde está Anička?
Está jugando en el patio, responde Marta. Pero Láska escucha esto con disgusto.
En el patio hay unos contenedores y unos colchones medio podridos, tazas oxidadas y
rotas, ratas que corretean de un lado para otro, y por la noche algunos borrachos que
mean desde la galería. Láska tiene un temor torturante por su hija. Piensa en ella
muchas veces, incluso mientras está en el trabajo. En medio de un interrogatorio se
detiene, la mirada se le pierde y se fija por ejemplo en el techo; una vez incluso una
de sus víctimas, un interrogado, tuvo que hacerse notar con repetidas toses para que
el interrogatorio continuara. Menos mal que los interrogados no se suelen quejar al
superior por las distracciones de los interrogadores.
Anička, que tiene casi cinco años, es una criatura peculiar. Es verdad que es
retrasada, como suele decirse, pero no es autista, al contrario, es muy sociable, le
toma cariño a las personas y cuando estas aparecen en mayor número, esto produce
en ella una explosión de cariño; por ejemplo cuando en las fiestas bajan los
Švarcšnupf, o los parientes de Marta, o a veces ambos. Pero aparezca quien aparezca,
sale corriendo hacia el recién llegado anhelante, y se comporta como un lindo
animalito de compañía. Se enreda entre las piernas de los visitantes, y también de los
que no lo son, se refugia debajo de la mesa donde hay un montón de piernas y las
abraza, y cada poco se asoma feliz y reparte sonrisas como una modelo desde una
escondida pasarela o un político desde una tribuna subterránea. A sus cuatro años
sabe solo unas pocas palabras, que acompaña de sonidos indescifrables, así que esas
pocas palabras se pierden entre los sonidos como mariposas en una pradera florida.
Palabras que solamente entienden Láska y Marta (y no siempre).
¿Se han dado cuenta de que para referirme a una desgraciada sucesión de palabras
dispersas en unos sonidos indescifrables he utilizado una comparación poética:
«mariposas en una pradera florida»? En este caso la licencia está justificada. En el
lenguaje de Anička prevalecía, sobre el orden normal de la comunicación lingüística,
otro agente, que las ordenaba según otras reglas. En el piso, abandonado por el
inquilino original, el músico Maňoušek que había salido pitando, había un piano
pequeño, una caja negra pegada a la pared, que era lo más valioso que había dejado el
músico huido, sin contar la huella especular de su espíritu que se elevaba sobre el
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piano como una peluda mancha luminosa con la que la señora de la casa no sabía qué
hacer. Cuando la pequeña Anička descubrió por casualidad el teclado del piano, al
principio empezó a golpear las teclas con toda la mano, pero pronto sus dedos se
separaron y después esos dedos comenzaron a organizarse de un modo curioso hasta
que ellos solos descubrieron un sistema que respondía a una organización musical
dada que podríamos llamar música, y que estaba presente también en su lenguaje,
ordenando palabras inteligibles entre sonidos indescifrables. Pero si eso era música,
estaba tan alejada de lo que se considera normalmente como música como lo está la
rotación de las constelaciones del pautado e impersonal deambular de cualquier
engranaje de una máquina de una fábrica.
Láska y Marta intentaron sin éxito enseñar a su hija a tocar con dos dedos una
canción popular. Pronto se rindieron, y como no apreciaban demasiado esa caja
negra, decidieron dejársela a su pequeña para que la desafinara, la hiciera chirriar y
finalmente la destrozara. Y solo el inmenso amor que sentían por su hija hizo que
pudieran soportar esas horas interminables que a veces pasaba al piano. Casi como si
quisiera arrancar de las entrañas chirriantes del mundo su esencia dolorosa: el grito de
los intestinos, los gemidos del hígado, los suspiros de los riñones, el chillido de la
vesícula, la tristeza del bazo, la melancolía del estómago, el desánimo de la vejiga.
(Y por favor, todos estos detalles sobre Anička recuérdenlos bien, los van a
necesitar en esta historia. Pero será mucho más adelante).
Láska sabe muy bien que cuando se repartieron los pisos confiscados le timaron.
Es comprensible y evidente que el encargado y sus empleados se repartieran los pisos
de los fabricantes de Brno, pero qué digo, no eran pisos, eran modernas mansiones
equipadas como las mansiones del oeste. A la familia de Láska, sin embargo, la
metieron en un bloque apestoso. Seguro que se hubiera encontrado un piso mejor,
pero para ello el encargado no debería haber tenido sus favoritas (y quizás también
sus favoritos, porque era sexualmente insaciable).
Todavía hay en Brno muchos enemigos de la clase obrera, que intentan salir por
patas de la ciudad. A veces lo consiguen, y otras veces alguien los denuncia y
entonces acaban en un interrogatorio del que muchas veces no regresan; de cualquier
manera, en Brno aún siguen quedándose libres muchos pisos de familias de
fabricantes que hasta ahora habían sobrevivido como los trilobites en las colinas de
Barrandov.[7] Día a día se liberan más y más pisos abandonados por los reproductores
de panfletos contra el Estado, los conspiradores y los renegados de sus propias filas, o
por los que colaboraban con el régimen del Protectorado, o los que enconadamente se
niegan a colaborar con el régimen actual. Y Láska sabe que solo hace falta tener los
ojos puestos en el cronómetro, y eventualmente dar un empujoncito a las ruedas del
destino, para que todo siga en funcionamiento.
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ligeramente a su mujer y se apresura hacia el patio. Anička esta allí, como se temía,
agachada junto a un contenedor y juega con una lata oxidada, rascando con un clavo,
lo que produce ese sonido idiosincrásico que pone la piel de gallina. Levanta la
cabeza y mira con sus ojillos brillantes a Láska. Éste corre hacia ella, la levanta del
suelo y la toma en brazos junto con la lata oxidada y el clavo que no tiene intención
de soltar.
Láska es consciente de que su hija es retrasada mental, de que algo no va bien,
pero procura no pensar en ello. Para él es un pequeño ser humano maravilloso y
extraordinario, del que sabe intuitivamente que tiene reservado un sitio especial en la
jerarquía de valores y tesoros del mundo, y que ese cuerpecillo suyo que tiembla de
felicidad en sus brazos un día hechizará a todos y será un rubí brillante en una corona
de oro, y que el sitio de su Anička está por delante de muchos dirigentes de los países
más poderosos del mundo, delante de todos cuyos nombres ahora mismo llenan los
titulares de los periódicos y ocupan las doradas tarjetas de visita de celebridades
reales e imaginarias, y delante de todos los que creen que llevan la antorchas que
iluminarán los escenarios del mañana. Y también sabe que su obligación es proteger a
esta milagrosa criaturita de la ira de la gente y de todos los peligros del mundo. Y, de
igual modo, sabe que está dispuesto a hacer cualquier cosa para cumplir con su
obligación.
Así que sube ese cuerpecillo frágil (junto a su maletín de trabajo y la lata y el
clavo oxidados) por las escaleras del bloque hasta su piso, y tras entrar cierra la
puerta.
Y en la habitación donde está el piano de la pequeña Anička, un poco impaciente,
espera ver ese día la sombra brillante en el techo, el alma fluorescente de ese músico
que se pasó las horas, las semanas, los meses y los años con ese piano, hasta que
alguien de la Unión de Compositores lo acusó de reverenciar la música atonal de
Arnold Schónberg, y aquello se convirtió en su perdición. Y como sabía muy bien lo
que podía ocurrir después, en cuanto lo acusaron no se lo pensó dos veces, hizo las
maletas y huyó. Sin embargo, tras cruzar con éxito la frontera, en plena noche, se
cayó en una letrina de una hacienda fronteriza de Baviera, y antes de que despuntara
el alba se había asfixiado debido a los agresivos biogases de la fosa.
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LLEGA NABOKOV
Mi padre estaba, sí, digámoslo así, desenfrenado por el tan esperado encuentro con
Nabokov. Entonces aún vivíamos en el piso grande de la calle Augustinská, tras cuyo
alto muro estaba el jardín del convento de los agustinianos. En la época comunista,
claro, le cambiaron el nombre a la calle por Jaselská.
Era un tibio mes de mayo del treinta y siete y yo, por expreso deseo de mi padre,
había regresado apresuradamente de Olomouc. Justo había terminado allí mi primer
trabajo independiente, una mansión en la periferia para el piloto de automóviles
Nusek. Y estaba contento porque había conseguido llevar a Olomouc la luz del
funcionalismo, que en Brno ya se estaba apagando. Quién puede saber hoy lo que
habría ocurrido si no se hubieran metido por medio la guerra y la ocupación alemana.
Por ejemplo, la «mansión aerodinámica» de Pisárky es para Augustin Tesar la prueba
de que la imaginación de Bohuslav Fuchs aún no se había apagado, y de que el final
de los años treinta y el comienzo de los cuarenta podían haber sido otra admirable
etapa en el desarrollo de la arquitectura moderna de Brno. Pero dejémoslo reposar.
Tres días antes de la llegada del escritor, mi padre contrató a una hacendosa
señora de la limpieza que transformó nuestro piso en un auténtico «campo de
batalla», así que salí huyendo y me refugié en el piso de mi futura esposa en la calle
Cernopolní. Y dos días antes de la llegada de Nabokov contrató a una cocinera del
hotel Slovan. Estuvo sentado con ella durante mucho tiempo pensando variantes para
el menú, como si preparara el plan mensual de un gran restaurante, a pesar de que se
trataba únicamente de una cena, un desayuno y una comida. Después se empezó a
cocinar, freír, asar, y el aspirar se mezcló con el cocinar en una cópula tan
espectacular, que si por casualidad yo aparecía por casa un momento, se me saltaban
los ojos de las órbitas como a un adolescente que por primera vez en su vida fuera
testigo de unas orgías desenfrenadas de las que hasta ahora solo había oído hablar.
Mi padre se propuso documentar cuidadosamente toda la visita de Nabokov. Así
que todo el rato incordiaba con su Leica, que ni siquiera sabía manejar bien. Empezó
en la estación donde Nabokov, con una educada disposición, posó en traje oscuro,
camisa blanca con lazo de lunares y pañuelo blanco en el bolsillo. Siempre vestía
como un verdadero gentleman durante sus viajes. Se sentó en su maleta grande, la
otra se la colocó entre las rodillas y puso cara pícara. De esas casi veinticuatro horas
en Brno ha quedado un puñado de fotografías de Nabokov con su figura todavía
atlética, aunque un poco ajadas por las heladas. Era lógico lo de su figura, porque por
entonces era portero del equipo de fútbol de los rusos emigrados en Berlín. No solo
era escritor de novelas y, lo mismo que mi padre, traductor, sino también un
apasionado cazador de mariposas y un sublime creador de problemas de ajedrez,
cosas que mi padre no hacía. En principio tenía que haber venido con un entomólogo
vienés, así que se contaba con este compañero de viaje para la cena, el desayuno y la
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comida, y no solo por lo que se refería a las viandas (con las que mi padre llenó la
despensa, el refrigerador y el sótano, viandas a las que estuvimos hincándoles el
diente durante meses como ratones royendo un emmental), sino también a los
cubiertos de plata, que eran de prestado. Pero el susodicho, al final, no vino. Parece
ser que no consideraba necesario huir del furioso dragón nazi al otro lado de la verja
austríaca. Nabokov, en un momento dado, dio a entender que traía encerrado al
entomólogo vienés en su maleta grande. Pero más bien me imaginaba la barriga de
esa maleta gigantesca repleta de libros, manuscritos y diccionarios.
Esas casi veinticuatro horas con Nabokov se me quedaron grabadas, al igual que
la enorme euforia de mi padre, una pictórica ballena que nadaba por nuestras
habitaciones y por el comedor, y que luego salía a la calle hasta la plaza Komensky.
Percibía claramente el gozo de mi padre en la conversación: hablaban en ruso, en
francés, en alemán, con visible deleite mezclaban esos tres idiomas, que mi padre
dominaba casi tan excelentemente como su invitado, aunque yo entendía solo el
alemán y quizás algunos pasajes en ruso. Lo que menos hablaban era alemán, y
siempre que lo hacían se referían a cuestiones de organización nada interesantes,
mientras que sobre literatura hablaban en ruso y sobre comida, mujeres y mariposas,
en francés. Rápidamente comprendí que sus discusiones estaban distribuidas así
porque ambos amaban el orden, lo que en su conversación equivalía a que cada
esfera, cada círculo conversacional estaba unido a un idioma concreto; en este sentido
las lenguas son muy específicas. Dios creó cada una de ellas para una única área de
las actividades o intereses humanos, y este enorme barullo que rige el mundo tiene su
origen en que la gente usa cada una de esas lenguas para todo, al buen tuntún.
Ahora debería describir con todo lujo de detalles aquel festín nocturno en nuestro
piso de la calle Augustinská, pero no soy capaz; es embarazoso, pero realmente no
me acuerdo de lo que hubo para cenar, ni de ninguno de los platos, pero seguramente
es porque no sé francés, la lengua de la comida, las mujeres y las mariposas. Ah,
perdón, rectifico, algo referente a aquella cena de gala me acaba de venir a la mente,
aunque no tiene nada que ver con la comida. Mi padre contrató para la cena a una
sirvienta. No estoy seguro de si también venía del hotel Slovan, pero recuerdo
vivamente, no se puede olvidar algo así, que en realidad era una imitación de una
auténtica sirvienta, que en aquellos días eran escasas, solo que ¡vaya imitación! Mi
padre se enfureció porque solo encontró esta «muñeca de pueblo», una muchacha de
unos trece años, creo recordar: nariz chata, pecosa, con una mancha morada en el
cuello, donde seguramente se atiborraba de vez en cuando algún vampiro. Y he aquí
la cuestión. ¿Cómo es posible que me acuerde de todo esto con tanto detalle? ¿Cómo
es posible que su colorida imagen haya atravesado este abismo de años que me separa
hoy de aquellos idílicos tiempos? Es posible que sea debido a que de algún modo ella
era extraordinaria, y yo, en su presencia, sentía una especie de vergüenza, o algo que
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rozaba la vergüenza. Porque a aquella criatura pueril la cubrían ya todos los matices
que hacen de las chicas auténticas féminas, ya había desarrollado todo su repertorio
mujeril y no se avergonzaba de mostrárnoslo a cada momento, aunque fuera
solamente a través de insinuaciones.
Y toda su embriagadora exhibición no tenía nada que ver en absoluto con aquello
para lo que había sido contratada. Sin embargo también hay que decir que eso no
interfería en absoluto con la manera que tenía de servir la mesa, eso era algo extra, y
se me ocurre ahora (cuando en el vaivén de recuerdos veo, como iluminados
repentinamente por una descarga eléctrica, los cuatro encantadores miembros de la
muchacha parecidos a las cuatro patas de un potrillo acurrucado), se me ocurre ahora
que esa «muñeca de pueblo» tal vez estuviera actuando así en honor de nuestro
invitado, como si con ello quisiera transmitir algo importante, algún mensaje
indescifrable para todos los demás.
Justamente discutíamos sobre la música atonal (aquella noche charlamos sobre
todo absolutamente), sobre Schónberg y su camino hacia la dodecafonía, cuando en
un momento dado Nabokov se dejó una frase a medias y se quedó quieto con el
tenedor en la mano mirando fijamente a la sirvienta para, después de unos segundos
de embobamiento, dejar el tenedor y el cuchillo y frotarse la cara como si saliera de
una especie de trance, como si así borrara algo. Después cogió los cubiertos de nuevo
y terminó la frase que había dejado a medias. Y esa frase, bueno, su parte esencial,
aunque suene increíble, también la recuerdo perfectamente. Como si entonces, en ese
momento extraordinario, hubiera extraído de algún sitio una sustancia conservante
que embalsamara la frase. Fue pronunciada en alemán, y me apresuro a añadir que el
alemán también servía para hablar de música, junto a las cuestiones prácticas diarias,
y admitamos que hablar de cuestiones filosóficas también estaba dentro de su ámbito.
Pero, veamos, aquí está la frase en su totalidad por deseo de ustedes, y sin acortar:
Überzeugt, der Musikgeschichte mit seiner Zwölftonästhetik weite Perspektiven
eröffnet zu haben, erklarte Arnold Schónberg, dass durch ihn die Vorherrschaft der
deutschen Musik für die nächsten hundert Jahre gesichert sei? [8]
En la esquina de la calle Augustinská hay una oficina de correos y al día siguiente
por la mañana temprano Nabokov fue a enviar un telegrama a su madre, a Praga, en
el que decía que llegaría esa misma noche.
Por la mañana enseñamos a Nabokov algo de la ciudad. Sobre todo le mostramos
lo similares que eran arquitectónicamente Viena y Brno, algo que ya sabía
teóricamente. Aun así, yo tenía la impresión de que apreciaría la posibilidad de
confrontar sus experiencias recientes en las dos ciudades. A pesar de que mi padre,
con sus gestos y su mímica a espaldas de Nabokov, me hacía entender que no le
parecía adecuado que molestara a su invitado con una conferencia sobre este tema, lo
cierto es que me explayé cuanto pude sobre ello, e intenté explicar a Nabokov que,
paralelamente a Viena, Brno a principios del siglo XIX pasó de ser una ciudad cerrada
y fortificada a ser una urbe abierta y cosmopolita. Desaparecieron las murallas, los
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bastiones barrocos de la fortificación, y como consecuencia hasta los arcos de
entrada. Y luego se construyó una avenida circunvalatoria, también como en Viena.
Mi padre de nuevo se colocó a la espalda de Nabokov para desde allí enviarme
uno de nuestros signos familiares de advertencia: «¡¡Si no lo dejas inmediatamente, te
voy a asesinar!!». Hice como que no veía su señal intimidatoria, y continué, seguro
de que Nabokov tenía interés por lo que le decía. Justo ahora quería saber más
detalles sobre cómo sucedieron las cosas cuando en Brno se abrió la avenida
circunvalatoria.
Justo estábamos en la plaza Komensky, así que pude extender los brazos como un
guardia de tráfico, para enseñar a Nabokov desde dónde iba la conexión entre el
obelisco de los jardines Denisovy y la iglesia evangelista, o sea, para mostrarle uno
de los ejes que componían la avenida circunvalatoria, que pasaba por la plaza
Eliscino, hoy plaza Komensky, y frente a la calle Jostová, que en tiempos del
emperador era la avenida del Archiduque Eugenio.
Y enseguida me apresuré a resaltar que el proyecto de la avenida circunvalatoria
de Brno realmente completó la identificación de Brno con Viena, ya que el autor del
proyecto fue Ludwig Fórster, el cual tomó parte importante en la avenida
circunvalatoria vienesa, es decir, la Ringstrasse.
Pero mi padre estaba ya harto de que molestara y aburriera a su invitado, aunque
me apostaría lo que fuera a que en su actitud también había algo de celos. Éste había
sido uno de los encuentros más importantes de su vida, un encuentro, por demás,
limitado temporalmente, y yo había cometido el pecado de apoderarme de su
huésped. De un modo u otro, de nuevo se puso detrás de Nabokov y me envió otro de
los antiguos signos familiares (¡Dios mío, vaya familia que éramos!). En concreto el
que decía: «¡Como no pares te saltaré al cuello y te juro que te sacaré los intestinos
por la garganta!». Y en la tradición de la familia esto era algo mucho peor que una
simple amenaza de asesinato. En realidad esta advertencia se utilizaba
excepcionalmente; es más, realmente no debía utilizarse en absoluto. Y es que era
una especie de genuina maldición familiar. Pero ya que había sido usada no podía
ignorarla. Así que moví la cabeza con una ligera inclinación, como dando por
supuesto que ahí terminaba mi disertación. Y dejé finalmente a Nabokov en manos de
mi viejo.
Cuando hoy, con más distancia, rememoro la visita que nos hizo Nabokov, recuerdo
también la considerable decepción que sentí al verlo. Aunque mi padre prefería la
filosofía de Berdiáyev, era un gran admirador de Nabokov. Lo consideraba como a
uno de los escritores más importantes de nuestra época. Pero lo admiraba también
como persona. Y por eso yo esperaba algo extraordinario, una pequeña maravilla,
algo así como el príncipe Bolskonski con un abrigo de piel de marta y una
condecoración de San Demetrio de tercer grado. Por eso puede que la decepción que
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tuve me la proporcionara yo solito con mi estupidez.
Cuando Nabokov se fue al día siguiente, le dio a mi padre un regalo que este tuvo
en gran aprecio hasta el día de su muerte (que por desgracia estaba ahí, al acecho,
casi se la oía patear tras la puerta impacientemente, como si la muy cabrona
necesitara ir al baño). Era el manuscrito original de su relato Zdies govoriat po ruski.
Mi padre lo estuvo traduciendo durante los días siguientes, hoy sé que
mediocremente. Le puso el título Aquí se habla ruso, refiriéndose a los carteles de las
puertas y de los escaparates de Berlín, que advertían al emigrante o al turista ruso de
que allí uno podía entenderse en su idioma.
Por entonces, aquel relato no me impresionó demasiado, como tampoco lo hizo la
visita de Nabokov. Tuvo que transcurrir una larga ristra de años para que
comprendiera que aquella visita y aquel relato me los había dedicado realmente a mí.
¡Y que eran un regalo como ningún otro que yo haya recibido nunca!
Pero no adelantemos acontecimientos. No seamos como esa muerte que
impacientemente acechaba y pataleaba delante de mi padre.
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LÁSKA ATRAPA A MODRÁČEK
Cuando entraba en el cuartel de Běhounská siempre tenía que pasar por el mismo
proceso, una especie de rígido ritual. El poli que estaba en la entrada llamaba arriba y
esperaba a que le confirmaran que me habían citado. Y arriba, como siempre,
tardaban lo suyo en reaccionar. Yo me quedaba allí esperando y el poli, en ese tiempo
que a veces se alargaba mucho, no me prestaba atención, como si se hubiera olvidado
de mí; pero, ay si me hubiera movido. Tenía que quedarme allí, clavado en el sitio y
como mucho zapatear o mover los dedos de las manos o los pies. Finalmente sonaba
el teléfono y desde arriba le confirmaban que había sido citado. El poli me
acompañaba hasta el ascensor, lo llamaba, abría la puerta y se montaba conmigo
hasta el piso en que me esperaba Láska. El poli y Láska se saludaban, arriba el
trabajo, y el poli me entregaba a Láska. Esto que ocurría ya sin palabras, pero incluso
así, constituía, sin duda, un supremo acto de servicio. Cuando Láska se hacía cargo
de mí me conducía por un pasillo forrado con mármol negro brillante hasta el nivel de
la cintura. Por el camino nos cruzamos con otro investigador, en realidad con dos,
que justo sacaban de un despacho a mi vecina, la señora Kratochvilová, y la sostenían
ligeramente, cada uno de un lado. Entonces vi claramente que estaba en un avanzado
estado de gestación, y seguramente esa era la razón por la que la habían citado en
Běhounská, para que no tuviera que pasearse con semejante barriga hasta el cuartel
de Leninka, adonde pertenecía por su delito de ser esposa de un emigrante.
Porque si yo lo había entendido bien, y creo que sí lo había hecho, los cuarteles
de Běhounská son generales, sirven para interrogar a criminales, atracadores,
delincuentes de tráfico, mientras que el edificio grande de la Dirección de
Ferrocarriles Estatales de Checoslovaquia de la calle Leninka se lo quedaron los
comunistas después de subir al poder para su Ministerio de la Lucha contra los
Enemigos de la Clase Obrera. La señora Kratochvilová y yo éramos excepciones, la
señora Kratochvilová por un acto humanitario, alta expresión de la consideración
policial, yo, por una especie de broma que suponía que me estaban gastando. Y
también porque Láska estaba de servicio en Běhounská (allí había una oficina
independiente de la Seguridad Nacional) y se había encariñado conmigo por esa
especie de predilección policial que tiene el agente por algunos interrogados, que es
una de las pasiones más ardientes del mundo, tras la pedofilia y la necrofilia.
Cuando Láska y yo nos cruzamos con la señora Kratochvilová y sus dos
interrogadores, incliné la cabeza a modo de saludo, porque me pareció fuera de lugar
desearle los buenos días a la señora Kratochvilová en semejante escenario;
afortunadamente, ella no me respondió, no me vio, caminaba con la cabeza gacha,
pero creo que no veía ni debajo de sus pies.
De hecho, se tropezó con una baldosa y los investigadores tuvieron que sujetarla
de ambos brazos. En cambio Láska saludó a los dos en voz bien alta, arriba el trabajo,
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camaradas, y los dos respondieron, arriba, camarada, arriba.
Láska me llevó dentro de un cuarto, me sentó en una silla, pero esta vez no me
ofreció ni café ni un cigarro, se fue directamente a la ventana y allí se quedó mirando
a la calle. Esta vez yo no esperaba chucherías sino que usara conmigo el látigo. Y
aunque pensaba que estaba preparado para lo peor, ni en mis peores pesadillas había
imaginado lo que ocurrió después, todo lo que me soltó. Crudamente me golpeó en el
sitio más sensible. Escogió la peor alternativa. Y mientras lo hacía, seguía junto a la
ventana, dándome la espalda, y desde allí hablaba. Durante un breve instante se me
ocurrió que me estaba tomando el pelo y que yo había picado otra vez como un tonto.
Pero después sobrevino el horror y me quedé allí sentado, paralizado e incapaz de
respirar. Y no tengo ni idea de cuánto duró todo aquello.
Al principio pensamos en detenerlo a usted también, porque a ver cómo
estábamos seguros de que no estaba usted mezclado también en el asunto. Pero al
final expresé mi desacuerdo. Di mi garantía personal, porque creo que lo conozco lo
suficiente como para afirmar que usted no aprueba las actividades de su hermana.
Pero uno puede equivocarse, claro. También habíamos pensado que el amante de su
hermana era uno de los nuestros, como ya le dije la otra vez, y resulta que nos hemos
enterado de que ha intentado cruzar la frontera llevándose enrollado en un tubo un
lienzo de su hermana, y dice que lo iba a ofrecer por ahí a una galería. Solo que,
mientras tanto, su hermana ha confesado que lo que se ha llevado su noviete no es un
cuadro, sino el plano camuflado de la fábrica de armas de Brno, y que todos su
cuadros, digamos, abstractos son en realidad planos de espionaje de objetivos
militares e industriales.
Me levanté torpemente usando toda mi fuerza de voluntad: Por favor, no se
enfade, pero sé con toda seguridad, me apuesto el cuello, que no son planos de
espionaje, sino verdaderos cuadros abstractos.
Láska se volvió desde la ventana y me indicó con la cabeza que me sentara de
nuevo: Ay, camarada ingeniero, pero ¿es que usted no sabe que nunca hay que
apostarse el cuello con el diablo? Estaba de pie con las manos en los bolsillos y
observaba divertido cómo yo lanzaba señales de un estupor apopléjico. Voy a
perdonarle, siguió, el que otra vez quiera usted darme lecciones. O sea, que ¿usted
sabe distinguir un cuadro abstracto de un plano camuflado de un objetivo militar o
industrial? Si realmente tiene usted esa facultad tan extraordinaria, la verdad es que
puede sernos muy útil. De todas formas, enseguida va a tener la oportunidad de
demostrarnos su utilidad.
Láska empezó a exponer todo su pensamiento sobre mi posible utilidad. No
conseguí escucharle, porque entonces pude vislumbrar claramente a mi hermana en
una mazmorra, como las conocía de los grabados que acompañaban la edición de
Vilímek de El conde de Montecristo. Y supe también que sería capaz de hacer
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cualquier cosa, entiéndanlo bien, cualquier cosa, con tal de ayudar a mi hermana.
Pero entonces ya llegaban a mis oídos las últimas palabras del curso de
adiestramiento de Láska. Me confiaba el seguimiento del piso de los Kratochvil y de
todos los movimientos que se produjeran alrededor. Hizo énfasis en que había puesto
allí a su gente, pero usted como vecino desde hace años tiene en su mano hacer cosas
que mi gente no podría ni siquiera soñar, si es que entiende lo que quiero decir.
Sacó despacio las manos de los bolsillos, se acercó a la mesa y, desde el lado
opuesto adonde yo estaba, abrió un cajón y extrajo unos papeles.
Y ahora vamos a firmar un acuerdo, me dijo.
Quiero ver a mi hermana, quiero hablar con ella.
Claro, puede usted contar con ello. Pero no puede ser enseguida. Todo tiene sus
procedimientos y su orden.
Después levantó mi paralizada mano izquierda y me puso en ella una pluma, pero
luego se lo pensó mejor y dijo, perdón, ha sido un error, y cambió la pluma a mi
mano derecha, eso, ahora está bien, se jaleó, y depositó mi mano bajo el párrafo final
de aquel acuerdo preparado seguramente desde hacía mucho tiempo. Como mi mano
no se movía, me chascó junto al oído, para sacarme de mi estupor, y luego fue
siguiendo con la vista cómo mi mano se deslizaba sobre el papel. Luego absorbió la
tinta del resultado cuidadosamente con un secante, levantó el auricular del teléfono y
llamó al oficial de guardia, que me acompañó desde el cuarto, me transfirió hasta el
piso de abajo en ascensor, y allí abrió la puerta, inclinó la cabeza y me soltó a la calle.
Sin embargo, en el momento en que me soltó sentí que debía expresar mi buena
disposición a colaborar; sí, iba a servirles en cuerpo y alma, debía convencerles de
que a un camarada digno de confianza como yo podían confiarle incluso a su
hermana, y de que no tenían por qué tenerla detenida en una celda oscura y fría. Así
que me volví al oficial que me había dejado salir y quise expresarle esta buena
disposición de la forma más verosímil que se me ocurrió; pero en ese instante no
pude pronunciar ni una palabra, y del tremendo esfuerzo se me escapó una burbuja de
moco de la nariz, se hinchó con los colores del arco íris hasta unas dimensiones
gigantescas, y estalló tan poderosamente que el oficial no tuvo tiempo ni de apartarse
para que no le salpicase.
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OTRO CASO PARA KOČÍ
Llegaban los clientes, les cortaba a rodajas salchichones baratos, les daba tarros de
manteca y prometía que la próxima semana habría algo más que huesos y pellejos
para la sopa, pero el tenaz interesado seguía allí de pie, esperando pacientemente a
que el vendedor tuviera tiempo para él.
Le contó que era el encargado del Electrodepartamento de la calle Janská. Pero
como la puerta estaba presidida por un gran cartel con las letras ED, la gente llamaba
al lugar Edison, algo que no gustaba a los supervisores, así que ordenaron al
encargado que quitara las letras ED. Pero éste, para sorpresa de todos, se puso
cabezota y defendió lo de Edison, usando de argumento al artista patrio Vitězslav
Nezval, galardonado recientemente con la Medalla de Oro de la Orden Mundial para
la Paz, y cuyo poema «Edison» acababa de salir, cosechando un gran éxito. Los
supervisores, que no estaban acostumbrados a capitular, dudaron: Nezval era Nezval,
esto había llegado hasta a sus oídos; así que finalmente las letras ED siguieron
luciendo encima de las oficinas del Electrodepartamento.
Esto lo menciono aquí solamente para despertar alguna simpatía por el encargado
del Electrodepartamento, esperando de este modo que se transfiera de la cabeza y el
corazón de los lectores a los de Daniel y así nuestra historia pueda continuar. Lo que,
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veamos, efectivamente ocurrió. Y si no, cómo se podría explicar entonces que Daniel
Kočí finalmente se rindiera, capitulara ante la urgencia del encargado del
Electrodepartamento y aceptara su caso.
Es una tarde de finales del verano y bajo la ventana se extiende la tranquila calle
Klecandová. Estamos en uno de los barrios más tranquilos de Brno, en Černě Poli.
Sin embargo el encargado del Electrodepartamento cierra las contraventanas,
seguramente para poder encender la enorme lámpara de cristal que cuelga del techo
de la sala que rodea el corredor del primer piso. Daniel Kočí, que vive en un humilde
piso de la calle Orlí, mira alrededor de la sala y se da cuenta de que, después de tanto
tiempo, tiene de nuevo un cliente como Dios manda, como aquellos que solía tener
antes de la guerra y al comienzo del Protectorado, una persona distinguida, que en
estos tiempos adversos ha conseguido mantener un cierto nivel de vida. Y también se
regocija porque, al fin, va a volver a trabajar con su Leica y no tendrá que sacrificar
sus objetivos, al contrario, los puede pescar in fraganti mostrando sus vergüenzas en
ropa interior, y después, en la cámara oscura, durante el revelado, puede regocijarse
en los detalles íntimos, y si los resultados no son buenos jugar con la ampliadora. (El
detective conservaba una colección privada de detalles íntimos trabajados con la
ampliadora, y cualquiera por cuyas manos circularan esas obscenidades de gran
formato no podría adivinar que en realidad estaba admirando unas caballerizas de
promiscuas yeguas de alto standing).
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Y ese de vez en cuando, ¿es justo ahora?
El encargado del Electrodepartamento asintió.
Y claro, usted cree que no se trata de ninguna inocente visita a la familia. Y que
no la lleva a Vysočina.
El encargado del Electrodepartamento asintió.
En medio de la sala había una mesa copiosamente servida. Una lámpara de cristal
colgaba justo encima de ella como un sol de verano sobre un fértil campo. El
detective encaminó una de sus zarpas hacia los emparedados de jamón (el jamón era
en aquella época tan raro como un brote de malaria en Lednicko-Valticko, Dan sabía
de esto bastante, y supuso que el encargado del Electrodepartamento debía de traficar
a lo grande con las bombillas), mientras el encargado del Electrodepartamento vertía
en las tazas un oloroso té inglés aromatizado con algo. Alrededor de la lámpara de
cristal revoloteaban dos mariposas nocturnas extremadamente obesas (stauropus fagi)
que hacían tintinear los cristalitos colgantes cada vez que se chocaban con ellos, así
que la reunión de trabajo del detective con el encargado del Electrodepartamento
estaba aderezada por la frágil música de las esferas y por los dedos de Daniel
pringados con la crema amarilla de los emparedados.
Yo, es que con sus padres no me llevaba bien; no, esto no es cierto del todo.
Digamos que entre los parientes de mi mujer y yo mediaba un abismo, respondió el
encargado del Electrodepartamento a la pregunta no pronunciada. Pero Dan,
sorprendido por un lenguaje tan inesperadamente florido, no sabía qué hacer con eso
del abismo. ¿Quiere decir que usted no acompañaba nunca a su mujer a Vysočina?
Ha acertado de pleno, elogió Electrodepartamento a Dan. Pero una vez tuve que
hablar urgentemente con mi mujer. Era tan urgente que no podía esperar a que
regresara. Así que fui hasta ese pueblucho de Vysočina, a Sněžný, y me encaminé a la
casa de sus padres como si fuera una perdiz asada que se dirige hacia la boca del
granjero. (Ay, tú deberías dedicarte a la poesía, pensó Dan). Por cierto, era una granja
grande, con un pajar, así que incluso podría considerarse una pequeña hacienda. Me
dieron la bienvenida de un modo que no voy a describirle, no es importante. Baste
decir que me enteré de que mi mujer se había ido de viaje con su hermana, los padres
no sabían dónde, y tampoco sabían cuándo iban a volver; solo sabían que no iba a ser
en los dos días siguientes. Pero cuando me dirigía de vuelta a la parada del autobús,
eché un vistazo hacia la casa donde había nacido mi mujer y allí, en la ventana de la
buhardilla, vi a su hermana.
¿Y no se confundiría usted? ¿No podía ser algún otro pariente? O quizás su mujer
tiene dos hermanas. Una hermana con la que su mujer estaba subiendo las montañas y
otra que prefería quedarse en casa leyendo a Karolina Světla.
Que no, que no. Que mi mujer tiene solo una hermana, eso lo sé a ciencia cierta.
La recuerdo muy bien, del día de nuestra boda. Esos ojos que en Sněžný me
apuñalaron desde la buhardilla, son los mismos que el día de la boda me clavaron a la
pared del salón del banquete. Y créame que si hubiera sido por ella me habría
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quedado allí crucificado de por vida. Luego tuve que estar esperando al autobús más
de una hora. Y mientras daba vueltas alrededor de las ortigas que crecían junto a una
caja de electricidad y apedreaba, preso de la rabia, a los estorninos, me iba
convenciendo de que a mi mujer no la traía su hermano aquí a casa de sus padres,
sino que mi mujer estaba quién sabe dónde, seguramente metida en la cama adúltera
de algún gárrulo de por ahí. Pero ahora, quizás, debería ver la habitación de mi mujer.
Tal vez encuentre alguna pista que un ojo no profesional como el mío no ve.
El detective privado se limpió entonces los dedos y los labios con la servilleta que
le había tendido el encargado del Electrodepartamento y ambos subieron a la galería
que había sobre la sala. Una vez allí, el encargado del Electrodepartamento le señaló
a Dan una puerta, y una vez dentro, levantó la persiana y encendió la luz.
Ante el detective se abrió un mundo femenino atestado de tantas cosas diferentes
que por Dios que no le daría tiempo a enumerarlas aquí. Pero Dan no se dejó
impresionar y enseguida comenzó a mirarlo todo con sus ojos de detective. En el
curso de todos los casos que había investigado a lo largo de su vida, durante el
Protectorado, o incluso de modo previo, antes de febrero del cuarenta y ocho, había
ido desarrollando una habilidad que se podría denominar «la carta robada», como el
relato de Edgar Allan Poe. De hecho, cuando buscamos algo, lo más seguro es que la
pista más importante la tengamos justo ante nuestros ojos. Por eso si uno es hábil y
quiere esconder algo ante cualquiera, intuitivamente elegirá el método de «la carta
robada». Bueno, siempre que ese cualquiera no sea Daniel Kočí.
Así que Dan se quedó de pie en medio de la habitación y empezó a girar sobre sus
talones muy despacio. Buscaba algo que no llamara la atención a primera vista, pero
que sin embargo desentonara en aquel cargado universo femenino. Y de pronto lo vio.
Allí estaba, justo delante de él: el cartel del Circo Belinda colgado en la parte interior
de la puerta.
A pesar del nombre, el Belinda era un circo checo. El dibujo de un tigre
atravesando un aro de fuego que el domador sostenía sobre su cabeza le dio la
impresión de que precisamente el mágico exotismo de esta escena era la única razón
por la que la mujer del encargado del Electrodepartamento (llamémosla a partir de
ahora Belinda, por el circo, porque su verdadero nombre, al igual que el nombre de su
marido es tan desagradable que sin duda les amargaría el día; y aquí hay que
preguntarse si el encargado del Electrodepartamento era en realidad tan tacaño que no
había sido capaz de pagar la tasa correspondiente por cambiarse el nombre, o si
quizás se apegaba fanáticamente a las tradiciones familiares, o tal vez había
encontrado en su nombre un placer coprolálico; y, además añadamos a Belinda el
apodo de «la Eléctrica», como corresponde, por lógica, a la esposa del encargado del
Electrodepartamento), bueno pues eso, que el exotismo era la razón por la que
Belinda la Eléctrica había colgado ese cartel en su habitación. Pero ya entonces Dan
desechó lo obvio y creyó saber el verdadero motivo.
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Dan no solía hacer caso de la primera sensación, de la primera idea intuitiva, aunque
después había comprobado que casi siempre ese primer pensamiento era el que había
que seguir. Así que dejó descansar el asunto durante toda la noche, lo dejó reposar y
macerar con el sueño, y cuando se despertó por la mañana pasó cuidadosamente
sobre su pareja durmiente, y desde la ventana doble del complicado risalto miró con
un ojo la fresca mañana de la calle Josefská, con el otro la fresca mañana de la calle
Orlí. Luego fue a la cocina y puso la cafetera y, antes de que el agua comenzara a
hervir, se zampó media tableta de chocolate de hacer, saludó en el descansillo al
pensionista del piso de enfrente (que justo estaba atando alrededor del cuello del gato,
al que usaba como mensajero del amor, una cajita rosa con una notita amorosa para
mandarlo dos pisos más arriba), y luego bajó corriendo las escaleras, abrió la puerta
del portal, pesada como una lápida, y se encontró en la calle, por la que justo pasaba
el camión de la basura, al que le hizo una reverencia, sí, al camión de la basura, con
los brazos bien abiertos, lo que siempre era señal de que estaba de buen humor, dobló
la esquina y de nuevo se encontró en la carnicería de la calle Josefská.
No, si yo le doy vacaciones tranquilamente, pero hombre dese cuenta de que así se le
van a terminar y no le van a quedar días para cuando la Brigada de Carniceros
Socialistas vaya a Rujan.
Dan asintió, lo entendía, y se fue al fondo, a su armario, a por un bloc y un lápiz.
Justo entonces se preparó para deambular por las calles de nuevo, porque ya todo
hervía en su interior, ya no podía estar ni parado ni sentado, y el servicio telefónico
de correos estaba disponible solo a partir de las nueve.
Por fin tenía en la mano la guía de teléfonos de Praga y encontró el número de la
oficina del director de la Asociación Checoslovaca de Artistas de Circo y Variedades.
Marcó el número, y cuando se lo cogieron se presentó como presidente del Comité de
Cultura de la Sucursal Local del Movimiento Sindical Revolucionario y dijo que
estaba interesado en la tournée del Circo Belinda. Le informaron de que el circo justo
ahora estaba en la periferia de Brno, que se habían instalado en la ribera del río
Svratka, en Jundrov. Después pidió que le enumeraran todas las fechas en las que el
Belinda estaría en la periferia de Brno, es decir, que le dijeran qué días de esa
primavera, ese verano y ese otoño, el circo Belinda estaría actuando en Brno. Apuntó
toda la información que le dieron en su bloc y colgó despidiéndose amablemente.
El encargado del Electrodepartamento estaba marcado por un nombre
desagradable, impronunciable en una novela refinada, pero también por un
perfeccionismo sistemático y burocrático, igual de desagradable incluso que su
nombre, un perfeccionismo que esta vez le vamos a perdonar porque sin él nuestra
historia no avanzaría. El encargado del Electrodepartamento tenía apuntadas todas las
fechas, todos los días que su mujer pasaba en casa de sus padres en Vysočina. A
Daniel no le asombró comprobar que esos días coincidían con las representaciones
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del Circo Belinda en Brno. Primavera, verano, otoño. Así que estábamos ante una
trimestriz, una infiel trimestral, meditó Dan. A la pregunta de si ya había averiguado
algo, respondió vagamente que quizás estuviera cerca de algo, pero que todavía no
podía hablar de ello.
Dan sabía que no debía demorarse. Según la información que le habían dado sobre la
tournée del Circo Belinda, al día siguiente recogerían las tiendas y se marcharían a
Gottwaldov.[9]
Y justo después a Bratislava y Zvolen.
Cuando se bajó del tranvía en la parada Jundrovská y echó a andar por un camino
vecinal, divisó desde lejos la punta de la carpa y las banderitas triangulares de colores
colgadas en los cables oblicuos. Entonces sintió ese cosquilleo peculiar que conocía
tan bien de aquellos tiempos en los que el arte detectivesco era para él el pan de cada
día. Por la espalda le recorrió el mismo hormigueo que normalmente sentía antes de
tener sexo con una mujer difícil a la que había tenido que perseguir mucho tiempo. O
ante un cuadro de Chittussi.[10]
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CAPÍTULO TRISTE
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Intentó recordar a quién conocía en Praga, a quién podía recurrir para que le
recogiera en el Ministerio del Interior el maldito formulario. En Praga vivía un
compañero de estudios, y dos compañeras. Del compañero un día había recibido una
invitación de boda. A la boda en Praga no asistió, solo le mandó un telegrama
felicitándolo. Las dos compañeras habían sido muy buenas amigas, con ellas conoció
todo lo que una amistad semejante puede dar de sí, y realmente incluso hoy día no
puede explicarse por qué no se casó con alguna de ellas en vez de con su mujer, que
era tan discreta y poco llamativa que uno casi no se daba cuenta de que respiraba
cuando estaba a su lado. A pesar de que seguía pensando tener un hijo algún día,
había dejado de dormir con ella y se había mudado de la habitación grande con una
ventana que daba al patio, a una habitación pequeña, a su estudio, con una ventana a
la calle Běhounská. Simplemente su mujer se había vuelto invisible para él, había
dejado de verla, y solo tomaba una consistencia más densa (se había percatado de
ello) cuando entre ellos surgía algún conflicto. Pero tendían a evitarlo
cuidadosamente. A pesar de ello todos seremos testigos, cuando llegue el momento,
de esa densificación. Pero ahora volvamos con las compañeras de estudios.
Seguro que le ayudarían, eran las dos unas chicas fantásticas, pero había tirado
sus invitaciones de boda hacía tiempo y había olvidado sus nombres de casadas y sus
direcciones porque pensaba que con aquellas bodas se habrían alejado de él para
siempre; no había pensado que en algún momento podrían servirle de ayuda. Así que
solo le quedaba el compañero. Bueno en realidad no le quedaba, eso era totalmente
inapropiado. Recordaba claramente que en el colegio todos hacían bromas con su
nombre. ¡Pero si se llamaba Carcelero!
¡Con un nombre así todo el mundo tendía a alejarse de él tan pronto como podía!
¿Y qué había de la posibilidad más evidente? ¡Iría él mismo a Praga! Por muchos
motivos sería lo mejor. No solo recogería el formulario en persona, sino que lo podía
rellenar inmediatamente y entregarlo, y si Eliška estaba en alguna prisión de Praga, la
podría visitar enseguida. Claro, por muchos motivos aquella era la posibilidad más
apropiada; pero había un motivo, bastante determinante por lo demás, que hacía todo
el asunto imposible. Tan imposible, que más bien convenía dejar pasar la posibilidad
de largo.
El trabajo de la calle Botanická estaba culminando, y estaba descartado que se
ausentara en esos días. La obra del primer gran bloque colectivo socialista de Brno
iba a ser un regalo de los constructores a la ciudad, en ocasión de algún aniversario
proletario, y estaba cercada por la cuerda de los compromisos socialistas. Acechaba
el peligro de que en aquel ritmo febril se dejaran algo importante en el tintero; por
eso no solo el constructor, sino también el arquitecto, tenían que supervisar todo, para
que a última hora el edificio entero no se cayera como un castillo de naipes. No podía
permitirse el lujo de desaparecer esos días justamente, si es que no quería joder aún
más su expediente personal, algo que, por lo demás, pondría si cabe en más peligro a
su hermana. Pero por otro lado, ahora que tenía que levantarse tan temprano cada día
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y estar en la obra el primero y discutir constantemente con el cretino de turno, que
normalmente era el propio constructor, y gritarle a la cara y vociferarle improperios
sustituyendo el obligatorio título de «camarada» por las más diversas referencias
zoológicas (… cerdo constructor, es que no ves, pedazo de asno, que si ahora no
refuerzas la viga maestra, se nos va a caer todo…); aquello tenía una ventaja
indiscutible, y es que volvía tan tarde a casa que cada noche se caía a medio desvestir
en la cama, y ya no se despertaba hasta que a la mañana siguiente sonaba la alarma
del despertador, y no tenía tiempo de preocuparse por su hermana, aunque por
supuesto no conseguía sacársela de la cabeza, y aparecía en su sueños alocados de
todas las formas posibles e imposibles, y con unos disfraces a cuál más extraño.
Así que estaba claro: el día en que pudieran prescindir de él unas cuantas horas en
la obra, estaba decidido a ir a Praga para solucionar todo el papeleo. Sin embargo, el
destino haría que las cosas ocurrieran de una manera totalmente diferente a como él
tenía planeado.
Antes de encontrar tiempo para ir a Praga lo llamaron para otro interrogatorio. Y por
primera vez lo recibió con agrado: era justo lo que estaba esperando.
Le sorprendió que lo citaran en la oficina del Ministerio del Interior en la calle
Leninova, y no en Běhounská, como hasta entonces. Se sentó en un banco largo en el
pasillo cerca del ascensor, entre otros adeptos, y entonces se le pasó por la cabeza que
allí no lo iba a esperar el teniente Láska, sino algún otro segureta al que le habrían
asignado su caso. Porque tras la detención de Eliška aquello era ya un caso de verdad,
y no un juego, como antes. Hasta ese momento, probablemente se habían limitado a
ponerle los nervios de punta, solo para que el segureta se divirtiese. Seguramente,
incluso (tal vez con el objetivo de elaborar alguna estadística interna), de lo que se
había tratado era de poner a prueba lo que un ciudadano corriente podía aguantar sin
un motivo justificado.
Pero esta vez todo fue más rápido. En cuanto llegó, adelantó a todos los que había
allí sentados en el banco y se sentó en el extremo libre, y justo había empezado a
hilvanar un par de pensamientos cuando se abrió la puerta del ascensor y alguien lo
cogió y se lo llevó para arriba, al segundo piso, y lo entregó a otro tipo que hacía
guardia a la puerta de una oficina.
Y cuando se lo comunicaron, Modráček tuvo la sensación de que no había
entendido bien. Incluso ese segureta anónimo, destinado solo a darle el comunicado,
vamos, que era un mero cartero anónimo, tuvo claro que más valía que le repitiera el
comunicado para que se enterara bien. Así que lo repitió de nuevo:
Su hermana se ha colgado en su celda. Puede recoger sus efectos personales, y
puede enterrarla según sus costumbres. Lo que ha quedado de ella se lo darán aquí
abajo en la entrada firmando un papel, pero la mansión en la que vivía se la queda el
Estado con todo lo que contiene, y sus actuales inquilinos decidirán, si procede, la
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parte del mobiliario que le van a dar y de qué modo. Tengo el deber de comunicarle
que no debe entrar nunca más en la propiedad donde está la mansión, o será objeto de
persecución policial.
En la entrada le estaba esperando una caja de zapatos y en ella un par de cosas:
calcetines, pañuelos y un paquete de algodón, que entonces las mujeres usaban como
compresas.
El ataúd estaba sellado. Modráček ya no pudo ver a su hermana. Tras el funeral y
el entierro católico (ni él ni su hermana eran creyentes, pero Modráček sintió, más
bien supo, que tenía que hacer algo que le ayudara a superar todo lo que había
ocurrido), se tomó unas vacaciones, sin tener en cuenta si lo iban a necesitar en la
obra durante esos días, y cuando su mujer intentó decirle algo (saltaba a la vista que
quería serle de ayuda en todo el trance), la escuchó de un modo más ausente que de
costumbre, si es que esto era posible. Y cuando le tendió la mano y le rozó el brazo,
él la retiró como si quitara una mota de un traje y se apresuró a encontrarse con su
destino.
Se subió al tranvía en la plaza de la República, y una vez en la plaza del Ejército Rojo
se cambió de tranvía y atravesó la plaza Žerotínovo, luego la calle Veveří, y después
la plaza Konečného hasta Žabovřeský. Se bajó al lado de una capilla en la plaza
Burianov, anduvo por Smejkalova, y cuando se acercó a Eliška Machová, deceleró,
luego deceleró aún más, hasta que al final, paso a paso, vislumbró el cruce entre
Smejkalova y Eliška Machová. Allí se detuvo. Es increíble pero más tarde no podría
recordar si había estado allí parado tres minutos o toda una hora.
Cuando dobló a la calle Eliška Machová, lo primero que notó fue que esperaban
su llegada. A pesar de que claramente le habían prohibido que intentara entrar en la
casa que había construido para su hermana, debían saber que no pensaba obedecerles,
y se habían preparado. Un policía con uniforme de gala, con la pistola metida en su
funda brillándole a un lado del culo, se paseaba arriba y abajo, diez pasos para allá,
diez pasos para acá.
Modráček se cambió de acera, para no darse de bruces con el policía y para ver
mejor la casa. Y entonces ocurrió. En el balcón de la mansión de su hermana vio al
teniente Láska, y a su lado a su mujer, tenía que ser ella, sosteniendo en brazos a una
niña. Una satisfecha familia anidando en la casa que su hermana asesinada había
dejado libre.
Modráček no volvió a casa hasta bien entrada la madrugada. Deambuló por Brno,
que, entonces, a comienzos de los años cincuenta, estaba oscuro y vacío como
durante la ley marcial o un bombardeo aéreo. Y en esa oscura y vacía ciudad por fin
se topó con aquel pensamiento aterrador. Pero todavía no tenía ni rostro ni alma. Era
solamente una especie de insecto nocturno que zumbaba en su cabeza enferma.
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APERITIVO Y PLATO PRINCIPAL
Cuando me bajé del tranvía en la parada Jundrovská y eché a andar por un camino
vecinal, divisé la carpa del circo y el aparcamiento con los carromatos y las jaulas de
las fieras. Sentí entonces ese cosquilleo peculiar que conocía tan bien de los tiempos
en los que el arte detectivesco era para mí el pan de cada día. Por la espalda me
recorrió el mismo hormigueo que normalmente sentía antes de tener sexo con una
mujer difícil a la que había tenido que perseguir mucho tiempo. O ante un cuadro de
Chittussi.
Me compré una entrada para la función de la noche, y como aún tenía tiempo, me
paseé entre las jaulas llenas de animales circenses y entre los carromatos y, junto a
otros curiosos, eché un vistazo a las cuadras de los sementales árabes (bueno, si es
que de verdad eran sementales árabes, los caballos no son mi especialidad).
Me sucede a menudo que, cuando observo algo detenidamente, aquello que
busco, si está oculto tras algún detalle poco llamativo, no lo veo inmediatamente, sino
que, cómo lo diría, lo hago con efecto retroactivo. Si después vuelvo a dejar pasar
ante mis ojos lo que ya he visto como si lo estuviera captando eso que podría
denominar «mi cámara interior» (poseo indudablemente una memoria fotográfica
única, que forma parte imprescindible de mi equipamiento profesional), solo entonces
me interno en eso que yo llamo «pasadizo imaginativo», ese truco que me enseñó
hace muchos años un comerciante indio como agradecimiento y recompensa por
haber aclarado el supuesto suicidio de su hermano, que en realidad fue un asesinato, y
hasta le mostré al asesino, e incluso le hice una fotografía. Sí, se trató del llamado
caso de la serpiente de zafiro, el caso que me hizo famoso en esos círculos sociales
que hoy, igual que las ondas en el agua, se han dispersado y perdido ya
irremisiblemente.
Ahora, como entonces, procedí según mi comprobado método, que, si tenía
suerte, me podría abrir un pasadizo imaginativo al caso que estaba resolviendo.
Me aparté del área donde estaba el circo y encontré un lugar cerca de la orilla del
río Svratka. Allí cogí una rama del arbusto denominado Lycium barbarum y barrí un
espacio no muy grande en el suelo. Entonces extendí el pañuelo.
Era un atardecer de verano tardío, de principios de otoño más bien, un atardecer
que podríamos denominar encantador, a juzgar por las nubes esponjosas, mullidas e
indecentemente blancas, cuyas partes superiores tenían la forma de una coliflor y que
los meteorólogos llaman cúmulos, si no me equivoco. Enseguida las veré más
claramente, en cuanto me coloque en esa posición en la que, con perspectiva
invertida, observo a Dios por una ventana.
Me arrodillo y coloco la cabeza en el vértice de un triángulo equilátero formado
por los antebrazos. Después apoyo la frente en el suelo de modo que las manos
entrelazadas me sirvan de apoyo a la cabeza, levanto las caderas y con los pies
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apoyados solo en la punta doy pequeños pasos hasta que mis rodillas tocan el tronco.
Entonces desvío el peso del cuerpo y el centro de gravedad a los antebrazos y la nuca,
y levanto las piernas del suelo mientras mi cabeza se queda unida al suelo como un
tornillo. Entonces lentamente estiro las piernas hasta que forman una vertical con el
tronco, perpendicularmente al suelo.
Pero justo cuando he hecho todo eso y solo espero a que con suerte pueda
concentrarme en mi pasadizo imaginativo, de pronto todo se termina abruptamente
porque se oye un gran aplauso y me desconcentro. Y cuando aparto los ojos de los
cúmulos esponjosos, lamidos ya por la luz rosa del atardecer, veo que estoy rodeado a
tres bandas por visitantes del circo, que seguramente creen que mi postura sirsha
forma parte de la actuación, porque quién tiene aquí la más mínima idea de yoga
budista. Y no me queda otra que saludar a tres bandas, repartir autógrafos y
desaparecer lo más hábilmente que puedo.
Se iban apagando las luces sobre el anfiteatro circense y entonces se encendieron las
de la pista, esa enorme boñiga de caballo con reflectores alrededor, la voladora isla
Laputa de Gulliver, y todo se llenó de serrín mojado por el sudor de los animales
amaestrados.
Después sonó la música de entrada y comenzó el desfile de actuaciones circenses,
se iban alternando los trapecistas, la Pléyade Voladora Olsen, los saltimbanquis, la
escuela pinta de equitación con los malabaristas y otros equilibristas, los ilusionistas,
los payasos y una gran familia de artistas saltando ágilmente de los hombros a la
cabeza, y luego pirámides humanas, y osos en bicicleta, hasta que finalmente los
tigres reemplazaron a los músicos payasos.
Y en el momento en que empezaron a poner alrededor de la pista las verjas, cuyos
tubos de ensamble tenían unos enganches especiales y toda la carpa zumbaba con los
ruidos del montaje, y mientras los vendedores de helados y polos se paseaban entre el
público, justo en ese momento vi cómo en la tribuna de la orquesta, colgada sobre la
entrada a la pista, entraba una señora, en una mano llevaba una banqueta y en la otra
un cojín de flores y corazones. La reconocí de inmediato, aunque solo la había visto
hasta entonces en fotografías (tenía conmigo una todo el tiempo, como un soldado
que llevase la foto del emperador Francisco José en la primera guerra mundial): era
Belinda, Belinda la Eléctrica en persona. Así que no me había equivocado. Desde que
había visto en su habitación el cartel del tigre pasando por un aro de fuego, estaba
seguro de que ese valiente domador con librea de cordones dorados, que sostenía un
aro de llamas sobre su cabeza, ese justamente era el amante trimestral de Belinda la
Eléctrica.
Belinda colocó la banqueta en el borde de la tribuna, puso encima el cojín y se
sentó sobre él. Y apenas se había sentado comenzó a morderse sistemáticamente las
uñas de la mano izquierda. Y mis sensibles receptores, enfocados siempre con
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prioridad a todo lo que se relacionara con el caso que investigaba, incluso a pesar del
ruido que reinaba en la pista, escucharon claramente el mordisqueo y el consiguiente
sonido de la uña al caer sobre alguno de los instrumentos musicales de la banda. Y
comprendí entonces que este ritual roedor de Belinda la Eléctrica era el reflejo de su
miedo y su angustia por el anticipado peligro al que iba a someterse su amante en
compañía de cuatro bestias felinas. También tuve claro que ese ritual funcionaba en
cierto modo como afrodisiaco, y adiviné que el morderse las uñas servía para activar
los jugos amatorios antes de la última noche con su amante. Sí, exacto, aquella era la
segunda actuación del Circo Belinda en Brno.
No tenía ninguna duda de que las uñas de la mano derecha las tenía ya mordidas
de la noche anterior, y si el circo se hubiera quedado otro día y otra noche, Belinda la
Eléctrica no habría tenido más remedio que, sentada en aquella banqueta de la
tribuna, quitarse el zapato derecho, bajarse la media y levantar la pierna lo más
posible para acercar los dedillos de sus pies a sus dientes roedores.
Los músicos regresaron de su piscolabis, aún se limpiaban sus bigotes feriantes y
con una leve inclinación de cabeza saludaron a Belinda la Eléctrica. Y después de que
estuviera preparada la pista con sus rejas, los músicos se sentaron y sacudieron de sus
instrumentos las uñas de Belinda, y ya el reostato bajó la luz de las bombillas de
colores sobre las cabezas de los espectadores y los reflectores se enfocaron sobre la
pista, y un silencio sepulcral se adueñó del espacio: todos los ojos estaban fijos en el
enrejado túnel por el que tenían que salir los tigres. Y entonces el director dio la señal
a la orquesta.
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ignoraron. Estaba a una distancia prudencial de los tigres, pero no tanto como para
que no percibieran mi presencia. Aunque tal vez estaban tan atontados y tan hartos de
todo ese multicéfalo fastidio humano diario, que habían decidido ignorar mi
presencia desdeñosamente.
Di aún unos osados pasos en dirección a las jaulas, pero las sombras negras tras
los barrotes no se movieron. Eso me animó a dar unos cuantos pasos más hasta que
estuve casi pegado a las jaulas. A la luz de la luna vi que dentro había solo tres tigres.
Dos en una jaula, y un tercero tumbado en la jaula de al lado: el felino solitario
entrecerró sus grandes ojos amarillos, me enfocó, bostezó aburrido y se tumbó del
otro lado. Pero yo sabía muy bien que en la pista había cuatro tigres, no tres. En uno
de los números estrella tres de los animales formaban en la barra un círculo peludo
que el cuarto atravesaba de un lado para otro, una y otra vez. Aún podía escuchar el
aplauso ensordecedor del público enfervorecido. Pero entonces, ¿dónde diablos
estaba el cuarto tigre?
En fin, qué otra cosa podía hacer. Dejé mi Leica en el suelo, bañado por la
oscuridad, y después, sin siquiera haber barrido con una rama un círculo a mi
alrededor, extendí el pañuelo en el lugar donde pensaba poner la cabeza, y en plena
oscuridad, delante de las jaulas de los tigres, adopté mi postura sirsha. Con un brazo
enterrado hasta el codo en un excremento de camello (o de lo que fuera), vi durante
unos segundos a Belinda la Eléctrica con el domador: una lamparita sobre una caja de
naranjas iluminaba su lecho amatorio; en medio de la pista, sobre una lona y entre
edredones y cojines, se agitaba el culo del domador y Belinda la Eléctrica golpeaba
con los talones unos tambores invisibles. Y entonces vi claramente al cuarto tigre.
Hacía guardia paseándose por el túnel de reja bajo la carpa, y de paso los defendía de
los curiosos de la troupe del circo, de esos pícaros. Comprendí que su amo le había
encargado que reaccionara tan pronto como sintiera movimiento cerca de la tienda.
Bajé las piernas al suelo, me limpié en la hierba la mano pringada de mierda de
camello (o de lo que fuera; recordé que el circo no tenía camellos, pero eso no era
obstáculo para que tuviera al menos algún excremento suyo), tanteé la hierba
buscando mi Leica y me encaminé con paso decidido hacia la carpa del circo.
Pero en cuanto me acerqué un poco, de dentro surgió un oscuro rugido: sin duda
una advertencia para mí, para que no diera ni un paso más, y también un aviso para
ellos dos de que alguien se acercaba.
La presencia del tigre tenía más finalidades, claro, y la de vigilar no era
probablemente la más importante. Porque, ¿quién de los del circo se atrevería a
importunar al bravo domador en sus momentos más íntimos? Estos del circo son una
manada de estúpidos, seguro, y se hacen cantidad de faenas los unos a los otros, pero
¿quién osaría oponerse a la autoridad de un domador? Los domadores de leones y
tigres provocan en el circo un respeto especial. Así que el tigre era más bien un
esnobismo: como la guardia del palacio de Buckingham… ¡Y además era un
afrodisiaco femenino! Todavía tengo el final de la guerra fresco en la memoria: ¡qué
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salvajemente se follaba en los sótanos y los refugios antiaéreos! La proximidad de un
peligro mortal es para las mujeres el más poderoso de los afrodisiacos. Belinda la
Eléctrica, que se muerde las uñas esperando la actuación del tigre. Y ahora en los
brazos de su amante y a la vez desnuda ante la mirada, el olfato y el oído de uno de
los depredadores más sangrientos de la naturaleza. El domador entendía muy bien no
solo a los tigres sino también a las mujeres, y ¡ahora estaba obteniendo de Belinda el
máximo rendimiento!
Pero con esto no se acaba la lista de posibilidades que brinda el encuentro del
tigre, el amante y Belinda la Eléctrica bajo la carpa nocturna. ¡Sobre todo era una
broma maravillosa! Imagínenselo con perspectiva, ¡un tigre dando vueltas en un
círculo alrededor de una pareja de amantes! ¡Una idiotez tan disparatada solo se les
ocurriría a unos locos como suelen ser los amantes apasionados! Sin embargo aún era
cierto que el tigre era un excepcional vigilante. No podía documentarlos in fraganti.
No podía hacerles ninguna foto.
Así que me decidí a coger el último tranvía nocturno al barrio más próximo de la
ciudad, a Žabovřeský, y allí me dispuse a esperar.
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De verdad que es usted muy bueno, bien que ha captado el detalle en su punto más
indecente, y a la vez consiguió que se volviera y mirara hacia el objetivo justo cuando
se disparó el flash…
A la foto le añadí la bombilla gastada del flash. Jugueteó con ella en la mano con
satisfacción, para él tenía el valor de toda una fortuna: un matrimonio sin hijos,
divorciado tras la infidelidad de la esposa, qué más podía desear quien necesitaba
librarse de su mujer de una forma barata y fácil.
Cobré mi porcentaje de aquella fortuna que ya nadie le iba a dilapidar, y
enseguida supe qué hacer con él. En el barrio Jiráskovy hay un encantador bazar de
antigüedades donde conocen bien mi obsesión, mi pasión por Chittussi, y ya antes me
habían hecho saber que me esperaban dos cuadros suyos para cuando tuviera con qué
pagarlos. Un poco caros para las posibilidades financieras de un tendero de
carnicería, pero estaban dispuestos a esperar porque sabían que mi pasión me haría
encontrar por fin el camino hasta el dinero.
El dueño del bazar me sonrió en cuanto me vio aparecer por la puerta. Aunque no
pudo atenderme al momento. Tenía otro cliente, que justamente se estaba comprando
una extraña cosa dorada que recordaba un vagón de tren metido dentro de algo de
dimensiones más normales. Y yo, servicial por naturaleza, salí con el dueño del bazar
para ayudar al cliente a colocar esa cosa en la baca del coche. Éste sonrió
afablemente y nos indicó que esperáramos. Fue al coche a por algo y volvió con una
caja de puros cubanos, la rasgó y nos dio uno a mí y otro al del bazar. Los puros de
esa isla donde gobierna el dictador Batista eran aquí una rareza y, aunque no soy
fumador habitual, acepté el regalo como un aperitivo del plato principal que me
esperaba.
Pero antes de que llegara el turno de dicho plato principal, en realidad plato
doble, el dueño del bazar me contó algo sobre esa cosa que recordaba a un vagón de
tren. Era una jaula dorada plegable para osos. El rico comerciante judío Schlesinger
la había tenido en el jardín de su mansión de Pisárky y dentro tenía un oso de verdad.
Era dueño de una empresa que se llamaba Bär und Sohn. Después, acabó junto a su
hijo en un campo de concentración y durante el Protectorado estuvo viviendo en la
casa un oficial de la Gestapo, con lo que el oso la palmó. Tras la guerra, los que
heredaron la mansión, unos parientes de Schlesinger que pasaron la guerra en
América, decidieron venderle la jaula vacía.
Bueno, y el nuevo dueño, ¿para qué se ha comprado la jaula? ¿Para meter otro
oso?
El dueño del bazar se encogió de hombros. Me había topado con el muro de su
discreción y lealtad hacia los clientes.
Entonces llegó el turno de mi plato principal doble. Me convertí en el feliz dueño
de dos cuadros de Chittussi: uno que representaba un pequeño lago de Bohemia del
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sur al atardecer y otro con las colinas Devět Skal en invierno. Llevé los cuadros a la
luz y los estuve observando un buen rato: ahí estaban la firma y los conocidos colores
impresionistas de Chittussi. Todo parecía estar en orden. Le pagué al dueño del bazar
una cantidad con la que perfectamente me podía haber comprado una motocicleta
Jawa doscientos cincuenta.
Pasado mañana a más tardar se los llevo a casa. Calle Orlí, 18, ¿verdad?
No, gracias, me los llevo ahora mismo. Uno debajo de cada brazo.
El dueño del bazar me los envolvió cuidadosamente, me abrió la puerta y me dejó
salir al mundo, donde el verdadero arte tiene menos valor que una mierda de perro
pisada.
Éstos son mi cuarto y quinto Chittussis. Me paseo por el piso y busco dónde
colgarlos. Al final todos los pongo en la habitación del risalto donde duermo, como,
follo, resuelvo mis rebuscados casos detectivescos y medito sobre mi estrategia vital.
Dime, tú tienes una nueva mujer. O un nuevo Chittussi, dice Hanička cuando se
para en la carnicería a por paté de hígado.
Lo segundo. Dos Chittussis.
¡Ah, es eso! No te había visto así de contento desde hacía mucho. ¿Y cuándo me
va a tocar a mí? ¿Cuándo me vas a vender un buen corte de cerdo? ¿Cuándo va a
haber carne suficiente?
Echo un vistazo a la tienda y luego me inclino hacia ella y le susurro al oído: Muy
pronto, chica, muy pronto. La cosa va por buen camino. Dicen que en el mercado
negro están descuartizando a esos tipos que ejecutaron la semana pasada por
conspirar contra el Estado.
Hanička se santigua y sale pitando de la tienda.
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¿SINCRONÍA?
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Mi padre era, creo, un buen traductor de los textos de Soloviev y Berdiáyev, pero
la narrativa no se le daba bien. Su checo era bastante escabroso, y pronto me di
cuenta de que esa traducción no era demasiado valiosa. Eso fue lo primero que me
vino a la mente. Fue como cuando uno quiere cruzar de una acera a otra y de repente
tiene que pararse porque hay un vehículo que está pasando. Enseguida, tras unos
segundos, fui completamente consciente del contenido de aquel relato, ese relato de
ficción, pero que ahora sentía tan cercano a mí. Sin embargo, lo tomé solo como lo
que era, literatura; y como todo el mundo sabe, la literatura no puede tener nada que
ver con la realidad. El relato de Nabokov, en esa mala traducción de mi padre, me
agradó, pero eso era todo lo que podía y lo que quería esperar de él.
En la habitación con vistas al patio, en lo que antes fue nuestro dormitorio (y donde
ahora, les recuerdo, duerme solo mi mujer), se había soltado uno de los rieles de las
cortinas. Los techos son altos y por consiguiente también las ventanas, así que no
bastaba con subirse a una silla, necesitaba una escalera. Cogí la llave del sótano del
colgador de la entrada y bajé. Nuestro sótano está al final de un pasillo, parece como
si uno se estuviera encaminando a unos calabozos. Quité el candado y entré en
nuestro camarote. Tuve que pasar de lado, porque había poco espacio entre la pared y
el lugar donde guardábamos el carbón. La escalera por la que se bajaba estaba, por
alguna razón que yo desconocía, al fondo de una estancia en completo desorden.
Aparté objetos cuya existencia había olvidado hacía tiempo. Había una colección de
mesas de delineación, además de cajas, arcones y maletas tan pesadas que parecía que
estuvieran llenas de lingotes de oro; armazones de bicicletas, una bañera de latón, el
armazón de un acuario roto, una sombrilla sucia… El sótano estaba alumbrado con
una solitaria bombilla a la entrada que, además, estaba dentro de una rejilla: así que el
fondo del sótano estaba a oscuras y tuve que encender mi linterna. Alumbré la
escalera y me dispuse a salir del sótano. Pero al volverme en ese espacio tan angosto,
mi linterna se posó sobre un cartel pegado en la pared. Al principio no supe de dónde
había salido, aunque luego recordé que lo había colgado allí haría unos tres años. Lo
había arrancado de una verja de madera llena de carteles, en la calle Kozí, que tapaba
el boquete dejado por una bomba al final de la guerra. Entonces, el cartel me divirtió
bastante. En él, en brillantes colores, aparecía dibujado un policía del departamento
comunista de Seguridad Nacional, y debajo el rótulo «SN camina con la gente», al
que algún gracioso había añadido con tinta roja: «¡Y yo robo diligente!».
Pero justo entonces ocurrió algo inesperado. Acababa de avistar el cartel bajo la
luz de la linterna, bueno apenas un trozo del cartel, más bien las piernas del policía
con sus botas militares, y entonces la linterna se puso sola en movimiento y empezó a
escudriñar más detalles del cuerpo del poli, su uniforme sobre todo. En ese momento
noté cómo en mi interior algo empezaba a crecer más y más. La calma que hasta ese
momento me había mantenido en aquella tensa inmovilidad, aquella inmovilidad
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diríase que psíquica, aquella especie de catalepsia espiritual en la que había caído tras
la muerte de mi hermana, se transformó en ese momento rápida, precipitadamente en
su antítesis: una violenta furia.
Sí, eso fue. Durante los siguientes minutos me poseyó la ira. Todo ese odio contra
los que habían torturado a Eliška, los que la habían llevado al suicidio o incluso la
habían matado directamente, explotó entonces en mi interior. Solté la escalera. Al
lado de una caja con clavos había un pico. Parecía como si alguien me lo hubiera
puesto allí adrede. Lo levanté y me lancé con todas mis fuerzas sobre el policía del
cartel. Lo golpeé repetidamente, le aplasté la cara, el pecho, clavé el pico sobre él,
una y otra vez. Y entonces ocurrió algo que me dejó sin respiración: la pared tembló
y un gran trozo de muro cedió hacia la oscuridad. Dejé el pico en el suelo y cogí la
linterna. Alumbré hacia la oscuridad tras la pared derrumbada. Ante mí se abrió un
gran espacio que la luz de mi linterna no conseguía traspasar, como si fuera una
pequeña piedra lanzada en medio de un gran lago negro.
Por supuesto había oído hablar, como todo el mundo, de los subterráneos de la
ciudad de Brno. Se decía que eran comparables a los de Znojmo. Y no estoy
hablando, que quede claro, del sistema de canalización, o sea, del alcantarillado, sino
de unos pasadizos medievales, como grandes sótanos que se abrían bajo el núcleo
histórico y también bajo el obispado y el monasterio, y que eran parcialmente
accesibles durante ciertas fechas comerciales. Se sabía que bajo la iglesia de San
Jacobo y bajo la plaza, también existían unos extensos espacios en los que la cripta de
la iglesia se transformaba en unos subterráneos enormes con osarios de un cementerio
que hubo antes alrededor de la iglesia. La calle Běhounská une la plaza de San
Jacobo con la plaza de la Libertad, y como en la plaza de la Libertad estuvo en su día
la iglesia de San Nicolás, debajo de la calle Běhounská podía estar un pasadizo que
comunicara las dos iglesias. Probablemente un osario o una cripta.
Pero en ese momento no pensé demasiado en ello. Sin gran dificultad derribé el
resto del muro que separaba mi sótano del subterráneo y me introduje en él. Me
encontré en medio de un largo pasillo cavado parcialmente en la roca, cuya bóveda se
extendía bajo la calle Běhounská como el cuerpo fosilizado de un lagarto gigante.
Pero es necesario decir que todo esto que estoy contando ahora no lo descubrí durante
mi primera incursión, cuando intentaba orientarme con la insuficiente ayuda de la luz
de mi linterna. (Hoy todo se mezcla en mi memoria, no consigo distinguir lo que
discerní en mi primera visita, y lo que vi a la luz de los reflectores que colgaría
después). La bóveda estaba parcialmente hundida, deteriorada en algunos puntos,
aunque no tanto como para derrumbarse. Encontré algunos trozos arreglados con
mampostería, o sea, con ladrillos y piedra de cantera. Pronto tuve claro que no se
trataba de un osario, pues en ningún momento pisé ni el más pequeño huesecillo. En
su lugar, encontré enormes superficies cubiertas con moho que brillaban en la
oscuridad como trompetillas blancas de una vegetación exuberante en un jardín
subterráneo.
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Aquel ancho espacio abovedado era sin duda de origen medieval y supuse que
habría sido utilizado más tarde con los más variados fines. Bajo la bóveda encontré
restos de unos hierros especiales en los que sospechaba que se habían colgado
alimentos en odres y pieles para tenerlos fuera del alcance de los roedores. En
tiempos debió de ser algo así como un enorme refrigerador. También descubrí una
caverna, una cueva perpendicular que irrumpía en medio de la pared principal y, en
ella, algo parecido a una estancia donde debían de haberse realizado actos religiosos.
Distinguí una capilla subterránea de piedra con un altar y unos frescos borrosos,
apenas distinguibles ya, pasado el tiempo.
Al final de aquel espacioso pasillo, de aquel robusto sótano medieval, o lo que
fuera, en fin, allí donde se acababa la pared lisa de piedra, donde era evidente que
terminaba el túnel, también me esperaba un descubrimiento interesante. Calculé que
me hallaría bajo la plaza de la Libertad, aún bastante lejos de la cripta de la antigua y
derruida iglesia de San Nicolás. Allí, imagínense, encontré lo que a primera vista (y
bajo la luz agonizante de mi linterna) parecía una gran habitación de una posada
amueblada de forma rápida y caótica, que alguien hubiera abandonado
precipitadamente por la irrupción de algún tipo de invasor. Sillas, sillones, mesas,
sofás, hasta camas con colchones, con mantas y algunas incluso con edredones, pero
también armarios, arcones y maletas. Cada mueble era de su padre y de su madre,
desde desconchadas piezas de estilo Imperio hasta diseños funcionalistas. Así que
aquí había vivido durante un tiempo un grupo de personas. Puede que el espacio
subterráneo les hubiera servido al final de la guerra como refugio antiaéreo. Por
entonces habían caído varias bombas en el centro de la ciudad, en la calle Kozí.
Los tipos, al parecer, estaban equipados con todo lo imprescindible. A un lado, en
una mesa había un barril con agua, pero había varios barriles más en los armarios.
Sobre las sillas había piezas de vajilla, la mayoría sucias, incluso había varios platos
con restos resecos de comida y las cucharas aún incrustadas de suciedad. Al fondo
había varios cubos tapados, donde seguramente orinaban y defecaban. La linterna se
me estaba agotando, pero aún conseguí ver en una silla un libro abierto puesto boca
abajo. Era un livre de poche, así que me lo metí al bolsillo y maldije por haber bajado
al sótano con aquella linterna medio gastada.
La luz intermitente de la linterna agonizante me bastó justo para volver,
deslizándome por la pared, hasta mi cubículo. Y cuando lo cerré con el candado, me
di cuenta de que ese batiburrillo de cosas que me habían dificultado el paso junto a la
escalera, servía de parapeto y resguardaba de la vista la parte posterior del sótano,
que servía de entrada a los subterráneos. Cuando cerré el sótano y me metí la llave al
bolsillo, me quedé de pie, inmovilizado. Y cuando me detuve frente a la puerta de mi
piso sabía que ese sótano medieval había aparecido justo en el momento adecuado, y
que algo o alguien me había llevado hasta él, el mismo que me había llevado a la
biblioteca y me había incitado a mirar entre los documentos de mi padre.
¿Coincidencia o tal vez sincronía? Dos cosas que ocurren bajo extrañas
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circunstancias, que están relacionadas, que se reconocen y de las que uno se percata
solo cuando ocurren simultáneamente.
Metí la escalera en la habitación, la acerqué a la ventana, me subí, mi mujer me
tendió un martillo y unas escarpias, y cuando las cortinas estaban de nuevo derechas,
me volví a bajar de la escalera. Entonces recordé el Taschenbuch y lo rescaté de mi
bolsillo. Era un libro de un tal Arthur Schnitzler, Flucht in die Finsternis, leí. Huida
hacia las oscuridades. Y entonces recordé lo que un día el doctor Pešek me dijo.
Durante el Protectorado en el edificio habían vivido un montón de alemanes. Pero en
los últimos días de la guerra, cuando en Brno se abría paso el ejército de Malinovski,
todos los alemanes desaparecieron como por ensalmo de la casa. Así que fue allí, en
los sótanos, donde se escondieron no solo de los bombardeos y los tiroteos que
asolaban el centro de la ciudad, sino también de las patrullas rusas que, junto a la
guardia usurpadora revolucionaria, peinaban y «limpiaban» la ciudad de resistentes.
Por qué todos abandonaron el sótano, dónde y cómo acabaron, solo Dios lo sabe.
Pero una cosa está clara, debían de estar convencidos de que regresarían, y por eso
dejaron todas sus pertenencias en el sótano y por eso tapiaron cuidadosamente la
entrada, o la sellaron, o como se diga.
Así que, de nuevo: ¿se llama coincidencia o estamos hablando de sincronía? Dos
cosas que ocurren solo bajo extrañas circunstancias y que están relacionadas, y que
además se hacen evidentes (es decir, su recíproca relación se hace evidente),
solamente cuando ocurren con simultaneidad. Si hubiera descubierto la entrada al
subterráneo pero no hubiera leído el relato de Nabokov, o si al contrario, hubiera
leído ese relato sin descubrir luego la entrada al sótano medieval, no habría tenido
aquella idea, no habría concebido lo que concebí. Pero el relato y el sótano
subterráneo se tocaron, se cruzaron en mi mente, y yo supe inmediatamente lo que
debía hacer para salvar mi alma.
Ante todo necesitaba un coche. Era inimaginable llevar aquello en carro. Estaba en la
calle Sedlákova y necesitaba llegar hasta el barrio de Jirásek. Pero para no
arrastrarme hasta el lugar inútilmente, fui primero a asegurarme de que aquello aún
seguía allí.
Entré en la tienda de antigüedades, a la que se llegaba tras bajar unas escaleras.
Tenían sobre la puerta una campanilla, pero hacía tiempo que no sonaba. Alguien,
malintencionadamente, había roto el pequeño badajo.
Vengo a ver si aún tienen aquí esa jaula de oso.
¡Cómo no íbamos a tenerla, señor arquitecto! Es un artículo imposible de vender.
A punto hemos estado de llevarla a la chatarrería un par de veces…
Pues no va a hacer falta. Mañana mismo me la llevo.
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Pero, por Dios, ¿y por qué iba a hacer usted algo así? Es como si me dijera, señor
arquitecto, pongamos por caso, que hoy o mañana mismo vendría usted a ofrecerme
un puro habano…
Eso mismo, lo ha acertado. Y me eché a reír.
Casi enfrente de donde vivo, en la calle Běhounská, hay un centro de salud. El jefe de
mi mujer, el doctor Steří, es el director del centro. Y es uno de esos a los que, tras la
guerra, construí casas fiándome de su mal gusto, y que, cuando las vieron
construidas, se meaban de felicidad.
Necesitaría tomar prestado su coche por una hora. No se preocupe, tengo carnet
de conducir.
Me confía la llave del garaje y me da un par de consejos de automovilista.
El garaje está en la calle Hybešová. Pero de camino al garaje me acuerdo de que
aún no he mencionado algo muy importante. Quién sabe si por vergüenza o por
cautela. Y sin embargo esta historia no podría haberse desarrollado como lo hizo si no
hubiera descubierto en ese sótano medieval no solo el refugio temporal de unos
alemanes de la casa de Běhounská, no solo sus muebles, sus camas y no sé qué más
de sus trastos mohosos, sino además una maleta en la que (antes de que se dirigieran
quizás a una ronda de reconocimiento del terreno, o a lo que fuera que los sacara de
su lugar relativamente seguro) depositaron, sichter istsichter, todas sus joyas además
de otras pertenencias valiosas. ¡Qué seguros estaban de que iban a regresar a por todo
pasado un tiempo! Desde aquel momento, desde el final de la guerra, habían pasado
siete largos años y aquellos tipos no habían vuelto a por ello, eso estaba claro. Hoy
estarían muertos, o vivirían lejos, en el extranjero. Así que podía considerar mi
hallazgo como un legado de aquellos que tuvieron que abandonar todo lo que tenían
aquí, mientras intentaban encontrar su propio camino, o más bien una manera de
seguir con vida. Por otro lado, no había entrado en el sótano medieval, en su asilo
subterráneo, por la fuerza, sino que lo había descubierto por casualidad durante ese
furibundo arrebato que me dio. Ellos me habrían comprendido seguramente, igual
que lo comprenderían todos los exiliados y proscritos del mundo, todos los que se
defendían del odio institucional con eventuales explosiones de ira impotente.
¡Pero si hasta los Nabokov fueron unos fugitivos como ellos! Y ya estamos en
esto otro de lo que quiero hablar ahora. Me refiero al relato de Nabokov, Zdies
govoriatpo ruski.
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los había obligado a emigrar. Dudan entre la condena a muerte y la prisión perpetua.
Hasta que finalmente se deciden por la prisión de por vida, que es más humanitaria,
ya que por supuesto ellos no son como sus opresores. Ya en su casa, preparan el
cuarto de baño como si fuera una celda y encierran allí de por vida al funcionario.
Pero en ese instante comienza para ellos una vida nueva. De simples emigrantes, se
convierten en vigilantes penitenciarios y consagran su vida a cuidar de la
supervivencia de su prisionero. Y como esta es una prisión humanitaria, y no
soviética, lo alimentan bien, y como privilegio excepcional (inimaginable para los
llamados enemigos de la clase obrera de las prisiones y campos de concentración
soviéticos), conceden al prisionero libros para leer, para que pueda instruirse, a veces
incluso sentir placer estético de leer determinadas obras maestras. El funcionario
duerme en un colchón en la bañera, le proveen regularmente de ropa limpia, incluso
el tipo engorda paulatinamente, envuelto en un elegante albornoz que le han dado, en
lugar del más previsible buzo penitenciario. La familia decide entonces que en caso
de que el preso alcanzara una edad mayor a la de sus carceleros, pasaría en herencia a
sus hijos, y eventualmente a los hijos de sus hijos, y así se lo irían pasando de
generación en generación hasta que finalmente muriese.
¡Así que realmente ha venido a por la jaula del oso! ¿Y no quiere comprar también un
oso? Piénselo usted, como regalo para su mujer.
No necesito un oso precisamente, me río, y el anticuario ya no pregunta más, la
discreción forma parte de su profesión como un bozal de cuero forma parte de un oso.
Se ausenta un momento. Va a sacar la jaula del almacén. La jaula está plegada, pero
aún así tiene un tamaño considerable. El anticuario se abre hueco, empuja sillones de
estilo Imperio, cómodas modernistas, mesillas estilo Biedermeier, hasta que hay sitio
suficiente y puede desplegar la jaula y enseñármela. Todavía es una pieza dorada
extraordinaria. Me agacho, me arrodillo y meto mi delgada mano entre los barrotes.
Toco el fondo metálico. Después saco la mano, la pongo a la luz y, ¡vaya!, en tres
dedos, el índice, el medio y el anular, encuentro pegados unos cuantos pelos rojizos
de oso.
¡Caray!, dice el anticuario dando vueltas alrededor de mi mano levantada.
Saco el monedero del bolsillo interior de la chaqueta, el anticuario se mete para la
parte de atrás y durante un rato hojea un gran libro y luego me dice un precio. Le
pago y le ayudo a plegar la jaula. Aún estamos de pie delante de ella durante un
momento e intercambiamos algunas frases. Acto seguido el anticuario coge la jaula
para ayudarme a meterla en el coche. Pero entonces se acerca un ayudante, que hasta
entonces solo miraba. Subo hacia atrás por las escaleras, para abrirles la puerta y
sujetarla. El anticuario y su ayudante me ayudan a poner la jaula en la baca del Tatra
que he aparcado delante de la tienda. Y cuando lo hacen (imagínense un Tatra 57 con
una jaula para osos en el techo, ¡imagínense una tortuga con un elefante encima!), les
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hago una inclinación de cabeza para que esperen, entro en coche y cojo una caja que
tenía preparada en el asiento. Son habanos, tan escasos aquí, puros cubanos, sí, puros
de la isla donde gobierna el dictador Batista. No soy fumador, pero esos habanos me
los habían regalado antes de la victoria de la clase trabajadora, en febrero del cuarenta
y ocho. Los obtuve de otro feliciano al que le había construido una de esas mansiones
horteras en plena posguerra. Rasgo el envoltorio de la caja y le tiendo un puro al
anticuario y otro a su ayudante.
¡Dios mío! ¡Virgen Santa!, exclama el anticuario mirando el puro con cara de
idolatría. Después se vuelve y entra en la tienda con el ayudante, o con quien sea.
Me entretengo aún un rato sujetando la jaula en la baca del pequeño Tatra, y
cuando por fin arranco, ese monstruo dorado en el tejado del coche vibra y me siento
como un camarero que lleva en una bandeja enorme un montón de copas de helado
mal equilibradas.
Quité la jaula y la llevé hasta el pasillo, abrí la puerta del sótano y empujé la jaula
hasta el descansillo que hay tras la puerta, cerré desde dentro y dejé la llave en la
cerradura. Después ordené mi cubículo y también ensanché la entrada al subterráneo.
Cuando después (una hora interminable) transporté la jaula por ese pasillo estrecho
hasta mi cubículo, y luego por la abertura hacia el sótano subterráneo, tuve la
poderosa sensación de que por fin sabía, por propia experiencia, cómo había sido la
lucha de Jacob con el ángel.
Y en medio del subterráneo, en medio de esa gigantesca cámara acorazada de
piedra, coloqué la jaula y la desplegué. Resplandeció en toda su úrsida hermosura.
Barrí y limpié el pasillo del sótano en todas esas partes donde la jaula había
rozado la pared, metí otra vez el follón de cosas en mi cubículo y lo amontoné todo
para que de nuevo formara un parapeto y no se viera la entrada al subterráneo.
Después me senté en el escalón más alto de la escalera que bajaba al sótano y
tuve la sensación de que ya había hecho todo lo que estaba en mi mano por poner en
marcha mi plan. Solamente con haber descubierto el sótano medieval y haber
desplegado en él una jaula para osos había cumplido ya con una especie de acto
simbólico, con un ritual, con una ceremonia destinada a aliviar mi alma. La celda
estaba preparada. Que se quede vacía para siempre. ¡Vaya!, así es la fuerza de los
actos simbólicos. El capítulo concluye en este punto. Ahora podría continuar con mi
vacía existencia. Con el tiempo, solo sentiré una cicatriz palpable causada por la
muerte de mi hermana, una cicatriz que se irá cerrando poco a poco.
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SOMBRERO DE SEÑORA
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cuando vino a verme el encargado del Electrodepartamento. Estaba justo ordenando
unas latas en el escaparate, haciendo una pirámide…
Danielín, ¿sabes qué? Dejemos la pirámide. Eso tardaría mucho. No nos
atormentes, luego nos lo cuentas. Pero espera, primero con la lengua, no olvides los
buenos modales.
Y la Mechas se queda mirando al infinito: está presente y a la vez ausente, y
cuando le llega el orgasmo, no grita, solo gime calladamente, aunque se agita durante
mucho tiempo, como con sacudidas eléctricas repetidas, hasta que se le funden los
plomos y se queda inmóvil. El detective aguanta aún mucho rato, le gotea el sudor
por la cabeza y la Mechas le seca la frente con un cojín y luego, como si se cambiaran
los papeles, Dan grita muy fuerte y la Mechas lo mira desde abajo divertida con los
ojos bien abiertos.
Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado?
En que te habían dado tu primer caso y que todo empezó cuando vino el
encargado del Electrodepartamento justo cuando tú estabas poniendo las latas en
forma de pirámide…
Bueno, ya sabes cómo me fijo en los detalles, así que veo que tiene en la mano
derecha los dedos amarillos, como los tienen los fumadores empedernidos. Algo le
ocurre y es uno de mis nuevos clientes, así que no puedo dejarlo plantado. Tal vez
había ocurrido lo que yo llamo efecto paradójico, que se había equivocado al querer
librarse de su mujer. Ya lo había vivido en algún que otro caso que resolví hace años.
El tipo se libra de su mujer porque le era infiel, y de pronto se da cuenta de que se ha
equivocado porque sin ella no sabe vivir. Como si volviera con una reclamación por
algo que no es ya asunto mío porque yo cumplí con sus deseos, pero al menos tenía
que escucharlo y tal vez decirle que esas cosas pasan. Así que lo invité a cenar aquí, a
casa.
Lo invito a pasar y pregunto si quiere un café o un té. Pongo a hacer el café, se
sienta y él rompe a hablar. Y me explica que lo que le pasa no tiene nada que ver con
el asunto por el que quiere verme. Solo tiene algunos problemas como encargado del
Electrodepartamento. Porque no es ninguna broma tener bajo su responsabilidad esa
propiedad socialista y cuidar de todos los empleados. Pero de nuevo repite que lo que
lo ha traído a mí no tiene nada que ver con eso. Que quiere que lo ayude en un asunto
concerniente a su mejor amigo Honza Rychlík. Honza tiene una mujer que se la pega
con otros tíos; bueno, él, el encargado del Electrodepartamento, la ha pillado por
casualidad haciéndoselo con otro. Pero no puede decírselo sin más a su amigo Honza,
porque su amigo Honza está tan chalado por su mujer que si no ve ninguna prueba,
ningún corpus delicti, no se lo va a creer, y encima lo acusaría, a él, el encargado del
Electrodepartamento, de chismoso.
Entonces le pregunto si no sería mejor dejarlo estar, que Honza Rychlík no sabe
nada y vive felizmente, y con gran probabilidad ese amante un día desaparecerá,
seguro que se trata de un episodio sin importancia. Estas cosas pasan en todos los
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matrimonios, nadie es de piedra. Pero él se opone enérgicamente: la mujer de Honza
es una fatalidad en su vida, una bruja tremenda, que trata a Honza como si fuera un
criado, y aquí está la oportunidad para liberarlo de semejante piedra que lleva atada
alrededor del cuello y lo arrastra a las profundidades sin remedio.
Yo habría argüido en contra de lo que el tipo del Electrodepartamento me decía,
que tal vez a Honza Rychlík le gustaba ser el criado de su mujer y que a la fatalidad
es inútil oponerse. Pero no digo ni pío y acepto la oferta, el encargo, aunque estoy en
contra de una de mis reglas éticas básicas: aceptar casos solo de clientes que quieran
algo que tenga que ver directamente con ellos, no aceptar casos de segunda mano, sin
conocimiento del involucrado. No había quebrantado esta regla ética hasta ese
momento. Antes, cuando venía alguien a que aceptara un encargo para un pariente o
un conocido, lo echaba rápidamente, porque nadie tiene derecho a mezclarse en los
asuntos amorosos de otros, ni tu mejor amigo, ni tu hermano ni tu hermana. Pero eso
era, Mechas, cuando tenía secretaria y la gente hacía cola para solicitar mis servicios
de detective. Esta vez no quería perder el caso, así que le dejé hablar.
Le ocurrió lo siguiente. El Electrodepartamento tiene en Žabovřesky un almacén,
y se quedó allí hasta las cinco y media. Después, cuando pasó delante del cine
Lucerna vio que daban El centinela de Amur, una película soviética de éxito, así que
se dijo que ya era hora de alimentar el espíritu, se compró una entrada y, para hacer
tiempo hasta que empezara la película, se entretuvo en el pasillo viendo una
exposición de carteles cinematográficos soviéticos. El cine estaba vacío, faltaba
media hora para que empezara la película, pero la sala ya estaba abierta, la estaban
ventilando, así que echó un vistazo y vio que en la pantalla estaban proyectando una
curiosa diapositiva, seguramente sería de la Primera República, en la que se advertía
a las señoras que acudían al cine que se quitaran el sombrero antes de la proyección.
Era un sombrero así, con flores y plumas de pavo real. Y esa diapositiva, de la época
en que a las camaradas se las llamaba damas, de la época en que se llevaban esos
sombreros, le llamó tanto la atención que no pudo evitar entrar en la sala. Y entonces
escuchó algo que se movía al lado suyo, se volvió y vio que se abría la puerta de la
cabina de proyección y que por ella aparecía un tipo, seguramente el operador de
proyección, y junto a él una mujer que se abrochaba rápidamente los botones de la
camisa.
Pensó que la cabina serviría también de picadero. Se sentó en un extremo de la
fila de butacas, de espaldas a ellos, pero entonces escuchó una voz que le resultó
conocida. Se dio la vuelta, los miró de nuevo, y esta vez pudo vislumbrar también a la
luz de la cabina el rostro de ella durante un instante, justo cuando su carita con los
ojos cerrados y los labios fruncidos se acercaba a la carita del operador y se quedaba
allí felizmente durante un rato. Después, el operador la liberó de entre sus brazos y la
acompañó fuera de la sala (el encargado del Electrodepartamento se volvió
rápidamente y encogió el cuello, para que ella no lo reconociera). Entonces regresó a
la cabina y apagó la diapositiva.
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Un día de esa semana el encargado del Electrodepartamento se pasó por la
farmacia para ver a Honza Rychlík y una vez le convenció de que la charla era casual,
llevó la conversación hábilmente hasta el tema de su mujer. Entonces se enteró de que
llevaba varios miércoles llegando tarde del trabajo, en la oficina de correos, porque
decía que últimamente entraba mucho trabajo de última hora.
Pero como quería asegurarse de nuevo, el miércoles siguiente volvió al cine
Lucerna. Esa vez daban la película soviética El almirante Najtmov. Eran de nuevo las
cinco y media y de nuevo estaba la diapositiva que advertía a las damas que se
quitaran el sombrero antes de que empezara la proyección. Ya entonces pensó que era
quizás una señal para el personal del cine, probablemente para el colega de la cabina
de proyección que entraba a trabajar después de él; una advertencia de que no debía
entrar, por razones obvias, a la cabina, que por motivos de seguridad nunca se cerraba
con llave (frecuentes incendios, autocombustión de material cinematográfico
inflamable, cosas de esas). Todo ocurrió exactamente igual que la semana anterior,
solo que con pequeñas variaciones de los movimientos principales. La mujer de
Rychlík esta vez se arregló las ligas delante de la cabina y, tras el ritual de despedida,
el operador la empujó al pasillo, regresó a la cabina y apagó la diapositiva para las
damas sombreriles. El encargado del Electrodepartamento se percató de todo ello
cautelosamente, escondido esta vez tras una columna junto a la pared.
Vaya, o sea, que en eso consiste tu caso. Pues date prisa el próximo miércoles si
quieres pillar a la mujer de ese tal Rychlík in fraganti.
Qué va, Mechas, aquello no era un caso, era una trampa que me prepararon. Era
una trampa para Dan Kočí.
Por la calle Minoritská, bajo la ventana del mirador en chaflán de Dan, pasaba un
carro de caballos lleno de forraje y pienso. Por el otro lado, desde la calle Josefská,
circulaba un camión cargado con piezas de repuesto para grúas. El tubo de escape del
camión pegó dos estallidos como si se disparara un cañón, y los caballos se asustaron
y relincharon. Dan saltó de la cama y se acercó a la ventana, retiró la cortina. El
cochero se bajó del pescante e intentó dominar a los caballos. Aquí es conveniente
recordar que el centro de Brno estaba tan lleno de boñigas de caballo como lo estaba
el pecho del mariscal Masturbov de metralla, y que por el centro histórico de Brno
pasaban tractores y coches de caballos como hoy pasan Škodas y Tatras. En el cruce
de Orlí, Minoritská y Josefská, mientras tanto, la situación se complicó gracias al
cochero cabreado y al conductor grosero. Dan Kočí se puso, sorprendentemente, de
parte del cochero, pero es posible que solo porque el conductor, que estaba frente al
cochero y agitaba las manos frente a su cara, le recordaba a su tía de Buchlovice que
así de rápida y ágilmente movía las agujas de tejer, hasta que (¡y de eso hacía ya
treinta años!) al pequeño Dan le daba vueltas la cabeza. Algunos recuerdos de nuestra
infancia pasan por nuestras vidas igual que una procesión de monjes haciendo el vía
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crucis hacia el paraíso, es algo imposible de evitar. Entre tanto la Mechas se enfadó
porque tenía que mirar desde la cama la espalda de Dan llena de arañazos de sus
encuentros amorosos.
Bueno, ¿vamos a hablar, o quieres seguir toda la tarde mirando las musarañas?
No puede imaginarse nadie lo que significa para mí este oficio, esta pasión vital. Sin
ella, me reconcome por dentro una nostalgia tan fantasmal, y siento una impotencia y
una vaciedad tan grandes que el corazón se me para. A pesar de que había sido
advertido por un fatal presentimiento, ambicionaba aceptar ese caso. El encargado del
Electrodepartamento me colocó en la palma de la mano nueve bombillas nuevas para
el flash de mi Leica, con las que quería demostrarme todo el interés que tenía en que
pillara in fraganti a la mujer de Rychlík. Las bombillas, Mechas, se queman en cada
disparo, es como si tras cada uno de tus orgasmos tuvieras que encontrar otro amante
de repuesto.
Pues ya me gustaría a mí que cada uno de mis orgasmos abrasara y achicharrara a
mis amantes.
Con esas nueve bombillas me estaba diciendo que tenía que hacer muchas fotos
comprometedoras de la mujer de Rychlík en toda su desnuda obscenidad. Desde la
mañana llovió sin parar y no podía decidir si coger un paraguas o un impermeable,
pues, como todo el mundo sabe, ambos tienen sus ventajas y sus inconvenientes.
Estaba muy nervioso, me reconcomía un fatal presentimiento que no quería admitir.
Me coloqué tres veces el impermeable y otras tantas me lo quité, para ponérmelo por
cuarta vez, y aunque me sentía como Escafandra Fox, me fui al cine Lucerna.
Todo ocurrió tal como me lo había descrito el encargado del Electrodepartamento.
El miércoles, un poco antes de las cinco y media, compré una entrada para la película
Resplandor rojo sobre Kladno, pero como el guardarropa estaba fuera de servicio no
sabía donde poner el impermeable mojado, así que lo hice una bola y me lo metí en el
bolsillo. Fue un error, como pronto comprenderás. Tenía que haber sospechado algo,
porque la puerta del pasillo estaba abierta completamente pero no había ningún
acomodador o alguien que me advirtiera de que era aún pronto para ver la película.
Aunque lo mismo había ocurrido cuando me lo contó el encargado de
Electrodepartamento, así que espanté todas mis dudas y entré en el sagrado recinto
del cine y no me paré hasta llegar a la puerta misma de la sala. Por la ventana de ojo
de buey vi la pantalla, y en ella la diapositiva que advertía a las damas de la sala que
se quitaran el sombrero. Estupendo, me regocijé, las ranas están en la charca, las
canicas en el hoyo y los huevos en la sartén. Preparé la Leica, entré con cuidado en la
sala e inmediatamente miré hacia atrás, en dirección a la cabina de proyección. Vi
que la puerta estaba entreabierta, y que desde la cabina, por las escaleras, se
derramaba una luz tenue. Me aproximé a la cabina pegado a la pared. Y entonces me
percaté de que en la fila quince o dieciséis había dos espectadores que miraban
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fijamente la pantalla con la diapositiva del sombrero de señora. Y cuando llegué hasta
el fondo de la sala, justo debajo de los dos ventanucos por los que iba a proyectarse
enseguida Resplandor rojo sobre Kladno, me agaché, inútilmente ya que los
ventanucos estaban mucho más altos. Luego llegué hasta la puerta entreabierta de la
cabina. Pero lo que vi sobrepasó todas mis expectativas. En la cabina de producción,
sobre el suelo, había dos colchones y encima una colcha de la abuela, de esas de
cuadros, y por debajo asomaban dos cabezas. Eran el moreno Hansel y la rubia
Gretel. El rostro femenino respondía a ese que tenía en la foto que me había dado el
encargado del Electrodepartamento. Y si hasta entonces había ignorado ese mal
presentimiento que me había acompañado de camino al cine y a la cabina de
proyección, en ese momento se me dio la última oportunidad, el último aviso: cómo
explicar, si no, esa puerta entreabierta de una cabina donde se fornicaba
públicamente. Pero yo ya había levantado la Leica y el flash destelló. Y fue como si
hubieran estado justo esperándolo: en ese momento retiraron la colcha y vi que eran
dos policías, él y ella, y que estaban vestidos con sus uniformes reglamentarios.
Intenté batirme en retirada rápidamente, quería largarme pero por el otro lado de la
sala me cortaron el paso los dos espectadores que había visto en la fila quince o
dieciséis, se conoce dos secretas. Me quedé allí entre los dos polis con uniforme y los
dos sin uniforme, y entonces me di cuenta con horror de que por la pernera izquierda
del pantalón me empezaba a caer un hilillo de agua del impermeable mojado y hecho
una bola que llevaba en el bolsillo. Cuando me había arrastrado hasta la cabina solo
pude fijarme en la luz que salía de la puerta entreabierta, y ahora en mi impotencia
sentía claramente que iba dejando un charquito por el camino; seguro que iba a ser
objeto del recochineo de esos imbéciles que estarían pensando que me había meado
del susto. Me la habían jugado. No había ninguna mujer infiel ni ningún señor
Rychlík. Por supuesto que me asusté cuando me llevaron al cuartelillo, quién no; me
habían pillado haciendo de detective de extranjis, lo que, según las leyes comunistas,
era un crimen peor que si cosiera trajes de contrabando o empastara dientes
ilegalmente.
Y entonces (y aquí Dan hizo algo muy inusual), bajó al sótano a por una botella
de vodka. Cuando follaba con la Mechas siempre bebían buen vino, Vavrinec,
Ryzlink o Frankovka, en unas copas colocadas sobre un banquito. Hasta entonces,
cuando bebían vino, la consistencia de las cosas pasaba de blanda a dura, y cuando se
bebía algo fuerte las cosas se volvían a ablandar. Pero en este momento la
consistencia se había ido al diablo. Llenó los dos vasitos y reconoció que preferiría
con mucho beber algo mejor que vodka, pero la última vez que había recibido una
botella de whisky de un cliente había sido antes del comunismo, y hacía tiempo que
esa bebida se había ido al lugar donde habían emigrado todas las adquisiciones
capitalistas.
Claro que me asusté cuando me llevaron al cuartel. Pero una vez allí, en
Běhounská, me trataron con gran amabilidad. No me esperaba eso de ellos. Me la
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habían jugado, le habían tendido una trampa a Dan Kočí, pero se puede decir que era
una trampa muy bien pensada. Algo así como cuando los misioneros cazaban un
bosquimano con una red y luego le enseñaban no solo los diez mandamientos sino
también a leer y escribir. No, Mechas, esa no es una buena comparación; lo que
quiero decir es que si no me hubieran cazado estaría aún vendiendo paté y huesos
para la sopa en la carnicería y respondiendo hasta el infinito preguntas del estilo de:
«¿Cuándo recibirán ustedes carne otra vez, camarada?».
¡El caso de la serpiente de zafiro!, dijo con una sonrisa el joven brigada, o yo qué
sé qué grado tendría el mozalbete, cuando me tendió la mano. Mi padre me habló de
usted y de ese caso. Usted, camarada, ¡es una leyenda viva! ¡Justo personas como
usted es lo que necesita nuestra joven criminalística socialista! Aquí, el camarada
Brkos sale a la plaza de la Libertad, a la famosa pastelería U Mamlasů a por unos
dulces. No podemos beber estando de servicio, eso lo hace usted luego en privado.
¿Qué prefiere, camarada? ¿Rosquillas, chuchitos, bocaditos, huesitos, lenguas de
gato, canutillos, merengues, rollitos de crema, o tal vez pastas de Linz?
Pero como no respondía, solo estaba allí de pie, tieso como un palo, el camarada
Kristl dijo al camarada Brkos que comprara dos de cada, y como yo seguía sin
moverme, le hizo un gesto al camarada que creo que se llamaba Nedopust, y este se
me acercó y me puso una silla detrás, mientras el camarada Kristl al mismo tiempo se
fue hacia delante y con una amable sonrisa me empujó con el dedo índice en el pecho
y me obligó a sentarme. Bienvenido a la unidad de criminalística del Cuerpo de
Seguridad Nacional, me dijo el poli criminalista, que tenía tanta autoridad que no
podía ser solo brigada. Pero, en fin, yo no soy un experto en galones.
Después me enteré de que el encargado del Electrodepartamento, igual que todos
los directores y encargados, trabajaba para la Seguridad Nacional. Y que era él quien
se acordaba de mí cuando decían que determinado caso urgente y peliagudo
necesitaba un criminalista, un detective e investigador excepcional, porque si no no
avanzaban. Quisiera disculparme por esa trampa que le hemos preparado, me dijo ese
que podría ser un joven lugarteniente, sobre todo por la autoridad y seguridad que
emanaba. Le pido disculpas pero, por otra parte, me digo que tal vez esa trampa hábil,
ingeniosa y tan bien urdida, igual hasta le ha gustado. Hemos trabajado mucho en su
planificación, con todo detalle, porque sabíamos que a usted no le cogeríamos con
una simple trampa para ratones. De todas formas, me apostaría a que ha tenido el mal
presentimiento de que era una trampa, pero no ha podido resistirse. Un talento como
el suyo es como un vicio, ¿eh?
Asentí dos veces, la primera quería decir que sí que había tenido un mal
presentimiento y la segunda confirmaba que mi talento es una especie de vicio.
Cualquiera se resiste a una oferta semejante. Luego me enteré de algunos detalles
referentes al asunto del encargado del Electrodepartamento. Por un soplo, los de
Interior entraron a su despacho a inspeccionar y encontraron lo que buscaban, claro,
estos siempre encuentran lo que buscan, y cuando las cosas se pusieron muy feas, el
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encargado del Electrodepartmento recurrió a la Seguridad Nacional, para que no lo
dejaran hundirse. Lo hubieran hecho, habrían pasado de él si no hubieran estado en la
situación en la que estaban, con el cuartel de Běhounská patas arriba por un caso
incierto con el que no sabían qué hacer. Y mientras esperaba en el pasillo a que lo
recibiera alguien del organismo superior, escuchó algo que decían unos polis que
pasaban a su lado y entonces vio su oportunidad. Le contó al organismo todo lo que
sabía sobre mí, incluso que había utilizado mis servicios para probar la infidelidad de
su mujer con el tipo del circo. Y mira por dónde, acertó. En criminalística, el
camarada Kristl se acordó del caso de la serpiente de zafiro, de esa fama
deslumbrante que me había acompañado después de la guerra. El encargado del
Electrodepartamento había ganado. Los de Asuntos Internos lo soltaron y durante un
tiempo fue intocable. Le ayudaron a planear la trampa para cazarme, bautizaron la
operación «Sombrero de Señora», y luego se encargó de que recibiera ese caso con el
que pensaban retirarme. No es un asunto de cornudo y adúltera, sino al revés, de
cornuda y adúltero; no es que sea mi disciplina favorita, pero no estoy tan
especializado como para no cambiar a un caso normal de criminalística. Por otra
parte el caso de la serpiente de zafiro con el que me gané los laureles fue un caso de
desaparición y asesinato. Y ahora, imagínatelo, Mechas, me han dado también un
uniforme, que sin embargo no voy a llevar puesto porque los criminalistas no llevan
uniforme, solo en ocasiones especiales y celebraciones. Un uniforme con rango de
lugarteniente.
O sea que ¿ahora ya no eres detective? Reconozco que me gustaba que fueras
detective privado. Conseguiste librarte del servicio militar, pero de los polis no te
librarás tan fácilmente.
Pero por favor, ¿cómo que detective? Si yo era tendero en una carnicería, y si
alguna vez husmeaba algo era trabajo negro. Por eso al final me han pillado. Chica,
en ti vive el mito del gran detective privado. Pero en realidad el buen trabajo de
criminalística se hace solo en un equipo donde las tareas están bien distribuidas, y yo
ya no tengo que perder el tiempo con las tonterías del caso que sea, para eso están los
subalternos, que recogen información. Yo voy directo al centro del meollo.
Vaya, conque ahora es así. Pues me gustaba más cuando me follaba a un detective
privado que ahora que me voy a follar a un subteniente del Cuerpo de Seguridad
Nacional. Pero te quería preguntar otra cosa. Aún no me has dicho el nombre del
encargado del Electrodepartamento. ¿Qué pasa? ¿Es que no tiene nombre?
Claro que tiene nombre, Mechas. Pero te quería ahorrar el disgusto. Su nombre es
tan asqueroso que es mejor que no lo sepas. Cada vez que alguien se encuentra con su
nombre por primera vez, cuando le presentan a alguien al encargado del
Electrodepartamento abiertamente y sin tapujos, créeme que el susodicho se quita un
peso de encima por haber pasado de una vez el trago.
Pues veamos qué es lo que querías ahorrarme. Desembucha el nombre, que quiero
pasar por la prueba yo también.
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Así que Dan, tras una breve demora, inspira y pronuncia el nombre. Y en ese
momento a la Mechas se le revuelve algo por dentro, se le hinchan las mejillas y salta
de la cama, atraviesa volando la habitación hasta la entrada y se mete en el retrete.
Cuando regresa se ve bien a las claras que ha vomitado hasta el color.
Encima de nosotros, un piso más arriba, en una habitación idéntica con un
mirador, hacía ruidos la vieja madera de un armario. Dan se colocó un dedo sobre los
labios y luego señaló el techo. Durante cinco minutos estuvieron allí escuchando al
armario parlante sobre ellos. Y mientras escuchaban, a la Mechas le volvió el color
que había vomitado. Después revivió y preguntó si aún podía preguntar algo. Aunque
no sé si de la respuesta voy a tener que irme a vomitar otra vez.
Pregunta tranquila, Mechas, ya no tendrás que vomitar por nada.
Vale, pues disparo. Cuéntame entonces, Danielito, de qué va ese caso que te han
dado como teniente mayor del Cuerpo de Seguridad Nacional.
Lugarteniente, Mechas, de momento solo lugarteniente. Mira, de pronto se les ha
perdido un oficial de Seguridad, Rudolf Švarcšnupf, alias teniente Láska. Es como si
se lo hubiera tragado la tierra. Un caso de desaparición de lo más insólito. Y me han
encargado a mí que encuentre al tipo.
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SEGUNDA PARTE
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LA HISTORIA DE UN HOMBRE AUTÉNTICO
14 de julio de 1952
15 de noviembre de 1952
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He empezado un diario. Pero en mi caso tendría el mismo efecto que si hubiera
decidido empezar a criar canguros en una granja. Los días en la fábrica son aburridos
a muerte, no hay nada sobre lo que escribir, y además no entiendo qué es lo que está
pasando en este país. Pero hoy al fin tengo algo sobre lo que sí merece la pena
escribir. Me ha visitado el arquitecto Modráček. La última vez que lo vi fue justo
antes de la Navidad de 1947, cuando estaba firmando ejemplares de Historias de un
tejón sabio en la librería Barvic y Novotny. El libro se vendía bien, lo que suele
ocurrir cuando publicas un libro infantil antes de Navidad, así que estaba de buen
humor cuando la larga serpiente de mis lectores rozó con su cola (por cierto, ¿dónde
acaba el cuerpo de una serpiente y empieza su cola?). Le pregunté si había sido padre,
ya que compraba un libro infantil. Me explicó que todavía no, pero que con mi libro
para niños pretendía lanzar una indirecta en casa. Entonces le expliqué que los niños
no se hacían así y que, si me esperaba un minuto mientras recogía mis cosas, le
invitaba a cenar en el restaurante Stopky, y allí le explicaría el mejor método para
hacer niños. Discutimos un rato sobre quién tenía que invitar a quién: en Brno se
habían puesto de moda las mansiones de Modráček y, por otro lado, yo estaba
celebrando mi primer éxito editorial. Por esto último, insistí en que invitaba yo, y
quedamos en que la próxima vez me invitaría él a mí. En Stopky tomamos faisán
(Faisan en barbouille), como para no acordarse. Esa noche tenía la sensación de que
me había subido a las escaleras que me iban a conducir rápidamente al Olimpo de los
escritores. En Stopky me pasé la noche hablando de una gran novela que tenía a
medias. Modráček no me llamó en mucho tiempo. Pero eso lo entendí. Sucedieron
cosas que hicieron que todo cambiara, el tiempo rasgó el telón y yo, en vez de en el
Olimpo, terminé aquí, trabajando en una fábrica.
Así que esta vez fue él quien me invitó cenar. Otra vez, por supuesto, en Stopky.
Sorprendentemente, el sibarita restaurante y cervecería de los viejos tiempos había
sobrevivido saludablemente al fermento de la revolución, y aún cocinaban bien. Esta
vez no pedimos faisán, sino liebre con ciruelas, también una exquisitez con la que
hacía tiempo que solo soñaba. Cuando después de la liebre siguieron otros platos,
quise participar en el pago de la cuenta, sabía lo caro que era todo, pero él me dijo
que me lo debía. Además, él era aún un arquitecto de éxito, mientras que a mí, quién
sabe si por error o por descuido, me habían mandado temporalmente a un trabajo
miserable y mal pagado.
21 de noviembre de 1952
Escribo de nuevo sobre la cena con el arquitecto Modráček de hace tres días. No
logro sacármela de la cabeza. Fue, como poco, un encuentro interesante. La
conversación, al menos, fue curiosa. Primero me preguntó sobre la novela a medias
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de la que le había hablado de un modo tan entusiasta la otra vez mientras comíamos
aquel faisán prenavideño. A pesar de que estaba claro que no me había invitado a
cenar a cuenta de la novela, no pude resistirme y de nuevo me lancé a hablar sobre
ella. Mi trabajo en la novela se había atascado, pero eso pasa a veces con las novelas.
No me había rendido, solo la tenía que reescribir un poco. El papel protagonista se lo
había asignado al principio a un paracaidista que nos enviaban desde Londres, en
plena lucha partisana en Vysočina. Entonces, justo al acabar la guerra, me entrevisté
con uno de nuestros pilotos de la Royal Air Force, más que nada para consultar datos
con él. Ahora sé que el papel protagonista en la lucha partisana se lo tengo que
asignar a un paracaidista soviético.
Y esa es la razón por la que estoy trabajando ya durante tres años en la fábrica de
armas. Entre los trabajadores de la factoría hay antiguos partisanos.
Estupendo, espero que consigas terminar la novela pronto, dijo Modráček, y con
esto cerró este capítulo de nuestra conversación. No me sorprendió para nada que tras
diez minutos de hacer que escuchaba atentamente me hiciera callar y me explicara
por qué me había invitado a cenar. Luego, cuando escuché el asunto del que quería
hablar conmigo, reconozco que me quedé sorprendido. Sabía que era un excelente
arquitecto, y seguramente tenía mucho éxito, era en bastantes aspectos lo opuesto a
mí, él era un tipo práctico y racional. Por eso nadie esperaría que le interesaran
cuestiones literarias especializadas, como la relación entre ficción y realidad. Al
principio entendí mal lo que me quería decir, y creí que estaba intentando escribir
algo. La mayoría de la gente de éxito está convencida de que escribir es una especie
de hobby, que lo puede hacer cualquiera si se pone a ello.
Así que al principio quise entender que lo que le interesaba era averiguar la
proporción entre «verdad y poesía» en un texto literario. Pero me equivoqué. Por
alguna razón incomprensible para mí, le interesaba saber si lo que está escrito, lo que
existe en principio solo como texto literario, en un relato por ejemplo, puede luego
ocurrir en la vida real. O como lo diría yo: si la realidad puede copiar a la ficción,
igual que la literatura suele copiar la realidad.
Levanté la vista del plato. Incluso dejé los cubiertos a un lado y le miré con
curiosidad. Realmente me sorprendió lo que me pedía. Y cuando pregunté al
camarada arquitecto por qué le interesaba algo así, se encogió de hombros y dijo me
interesa, nada más. Y le conté que había unos cuantos casos famosos en los que la
realidad llegó a copiar a la literatura. Goethe escribió Las desventuras del joven
Werther y provocó una cadena de suicidios en serie que imitaban al que describía su
novela. Crimen y castigo, de Dostoievski, supuso la aparición de un ejército de
Raskolnikovs filósofos y asesinos. Pero él solo meneó la cabeza. No se quedó
satisfecho con mi explicación. Y ¿qué pasa si la historia descrita en un relato es
completamente insana?, objetó. ¿Puede la realidad copiar una historia así? Esto avivó
aún más mi curiosidad. Quise saber de qué historia estaba hablando. Me miró
fijamente durante un rato, pero después levantó el brazo y llamó al camarero.
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Stopky es, en realidad, una cervecería de lujo, y no es corriente pedir con la
comida una botella de vino. Sin embargo, los camareros están constantemente
alrededor tuyo, con sus bandejas llenas de cerveza de Pilsen. Modráček fue
extremadamente generoso, así que yo siempre tenía delante una jarra llena, y esto no
se acabó con la liebre. Comprendí que quería pedirme consejo sobre un asunto muy
importante para él, pero había algo entre él y su necesidad de contármelo que hacía
que no pudiera explayarse. Hablaba sin parar, pero no decía nada concreto. Estaba
nervioso, era cada vez más evidente. Por ejemplo, cortaba una y otra vez la carne en
el plato, pero luego no pinchaba nada y de nuevo dejaba el tenedor mojado en la salsa
sobre el mantel como si no se estuviera dando cuenta de lo que hacía.
Intenté aplacar su hambre de información, por muy imprecisa que fuera,
responder a su pregunta no pronunciada de forma que yo también hablaba sin parar, o
sea, que enviaba contra la corriente de su parloteo sin contenido mi propio parloteo.
La mayoría de todo lo que se ha escrito, le conté, ya ha ocurrido o está por ocurrir.
Uno escribe una historia y no puede estar seguro si dos calles más abajo no está
ocurriendo precisamente eso. Uno trabaja en una novela, pero la vida te suele llevar
ventaja, y luego resulta que en Nueva Zelanda esa historia está ya sucediendo, y con
dos horas de adelanto.
Entonces, ¿cómo es posible después reconocer lo que es una profana invención
del escritor y lo que no?, se interesó el camarada arquitecto. El escritor escribe un
relato, vale, pero ¿cómo hostias me entero de que eso no podrá suceder nunca? O al
contrario, ¿cómo mierda sé que va a pasar? Le recordé la máxima de Marx, o tal vez
de Engels, de que solo la praxis demuestra la teoría. Solo la vida comprueba cada
historia escrita. Pero luego pensé que ya era suficiente por ahora, y empecé a
levantarme para terminar la conversación, aunque en realidad iba solo al váter.
Cuando volví me esperaba otro plato (solomillo con setas).
Fue un festín opulento, de los que hoy no se podrían permitir ni los héroes
socialistas del trabajo. Hasta empecé a temer que en ese momento alguien del
restaurante cogiera el teléfono y llamara a algún gerifalte para contarle lo que estaba
pasando. Mientras que una familia obrera, en estos tiempos en que nuestra economía
está amenazada por las actividades recientes de la célula conspiradora antiestatal, no
puede comer carne más que una vez por semana, aquí unos ricachones, a los que
había que vigilar de cerca, habían comido liebre, dos perdices, lechón y si nadie los
detenía iban a comer pavo, pato, oca, lechecillas de ternera, salmón del Rin, trucha al
champán, kebab de cordero y si alguien no lo remediaba, puede que hasta ancas de
rana.
No recuerdo casi nada de la última media hora de nuestros opíparos platos en
Stopky. La consumición de cerveza y de platos a rebosar era tan monstruosa que
empecé a sentirme como rodeado de un paisaje neblinoso. Tengo la sensación,
aunque no apostaría por ello mi alma negra como el alquitrán, el hollín y la
carbonilla, de que el camarada arquitecto al final me contó la historia que tanto le
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preocupaba, ese relato cuya realización le interesaba tantísimo. Pero yo no recuerdo
nada, excepto que todo era muy extravagante. Había algo sobre un policía apresado.
Pero su extravagancia no explica por qué Modráček se comportaba de una manera tan
extraña, como si quisiera venderme su receta para fabricar un pegamento resistente al
fuego, o revelarme el escondite del Santo Grial. Me tenía que haber llamado la
atención que hubiera reservado una mesa en el lugar llamado «el búnker», un agujero
claustrofóbico, donde estábamos aislados del trajín del comedor y desde donde
observábamos todo como si estuviéramos admirando un baile de criaturas marinas
desde el ventanuco de un submarino. Pero ¿qué había de provocativo o de peligroso
en nuestro parloteo académico sobre literatura, que cada vez que un camarero se
acercaba a nuestra hornacina Modráček se callaba rápidamente, se quedaba con la
frase a la mitad y solo continuaba cuando veíamos la espalda del camarero?
Dejamos la lujosa cervecería cuando ya la estaban cerrando. El camarero jefe, un
tipo muy servicial, abriendo ostensiblemente piernas y brazos, nos acompañó hasta la
acera. Allí, como si fuéramos dos líderes comunistas, nos abrazamos, nos
besuqueamos y nos dispersamos en dirección a nuestras casas respectivas. Con paso
tambaleante me arrastré hasta la parada de Kobližna y tomé el último tranvía
nocturno. Caí en la cama como la cabeza de Robespierre en el cesto sangriento, y en
el primer sueño que tuve, aún en la frontera mal vigilada entre el sueño y la vigilia,
pude vislumbrar los peludos vómitos de la realidad.
11 de diciembre de 1952
Fui a Praga a una exposición de maestros del realismo socialista y en Narodní Třída
me encontré al camarada Sklivec. Hablé con él solo en passant en la acera y casi fue
un milagro que me reconociera, que se acordara de mí. Nos habíamos encontrado
hacía algún tiempo en algún acto literario, pero eso había sido antes de febrero del
cuarenta y ocho, y en el acto habían estado también algunos escritores aventureros
que luego el viento de la emigración había dispersado por otros países. En los últimos
años la carrera literaria de Sklivec iba en ascensión imparable. Fue uno de los
primeros que se llevaron el Premio Gottwald, por una novela no recuerdo sobre qué,
y ahora había publicado un libro de reportajes sobre los koljós soviéticos.
¿Por qué no escribes una historia sobre una persona auténtica?, me preguntó
durante ese tropezón en Narodní Třída. Y ¿dónde iba a encontrar aquí algún
Meresiev? Pero ¿qué dices? No tiene por qué ser justo un piloto sin piernas. Dices
que trabajas en un fábrica, ¿no? Pues coge a uno de los obreros, algún capataz de la
brigada socialista y escribe su biografía. Eso es lo que está de moda. Nada de ficción,
¡la vida real! El tiempo de las novelas ha tocado a su fin. Ha comenzado el tiempo de
las biografías reales. Se publican a decenas: El soldado y la paz, Las colinas
mágicas… Esas chorradas. Y me apretó el hombro: Perdona, pero me tengo que ir,
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tengo prisa.
Cuando le dije a Modráček que estaba en la fábrica de armas para consultar mi
novela con los antiguos partisanos mentí, claro, pero de todas formas no me creyó.
Allí no trabaja ningún partisano. Al contrario, como me he enterado después durante
estos dos años (todos los trabajadores tienen tendencia a delatar al vecino, es una
mala costumbre y quizás su única alegría en la vida), todo es gente que tiene alguna
mancha en sus expedientes de la época del Protectorado. En cuanto Reinhard
Heydrich subió al poder, tomó enérgicas medidas para que los trabajadores checos de
la industria armamentística tuvieran ventajas de lo más variado. Después se lo
agradecieron colaborando libremente con la Gestapo. Y después de la guerra, los de
la fábrica de armas de Brno organizaron una deportación salvaje de alemanes a fin de
borrar sus pecados del Protectorado. Así que la «historia de un hombre auténtico», la
biografía de alguien que trabajara en la fábrica de armas de Brno, sin duda
constituiría un auténtico acontecimiento literario. Seguro que me concedían el premio
nacional más importante de todos: la soga de cáñamo. ¡Ay, eso no ha sido un buen
chiste! Entiendo que sobre ciertas cosas conviene cerrar el pico de momento, porque
la sociedad comunista está aislada por el mundo enemigo y hay que medir cada una
de nuestras palabras. Y si cometemos algún irreflexivo tropezón, los enemigos del
socialismo enseguida aprovecharán, porque están alerta. Pero llegará un día, y no
tengo dudas sobre ello, en que el orden socialista será tan fuerte que podrá soportar la
cruda verdad de las cosas.
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VERANO DE 1952 – VERANO DE 1947
* * *
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bravas, en la puerta de casa. Pero cuando por la tarde se apresuraba en dirección al
calor del hogar a ver a su nueva amiga, dio en cambio un rodeo por la calle Česká y
se pasó por el hotel Avión, al principio pasó simplemente por delante, pero luego,
como en una película puesta hacia atrás, regresó sobre sus pasos. Durante un rato se
quedó inmóvil ante la entrada. «Mi padre tiene algo para usted que le va a hacer
mucha ilusión…» Ay, la curiosidad, esa obsesiva metomentodo.
Cuando entró por un estrecho pasillo hacia el café, echó una ojeada al club de
ajedrez. Recordó que se había encontrado una vez allí con el constructor Konečny.
Pero fue un encuentro del que no salió nada, no tuvo segunda parte. Así que ahora no
esperaba reconocer al tipo, en caso de que en realidad estuviera allí. Sin embargo, en
cuanto se asomó al área repleta de mesas de ajedrez, de una de ellas se levantó
alguien, sonrió a Modráček y fue a su encuentro.
Señor arquitecto, tenga la amabilidad de esperar un momento. Solo voy a anotar
la partida que he dejado a medias. Le tendió una silla, regresó a la mesa de ajedrez,
anotó algo en una cuartilla y se la metió en un bolsillo del chaleco.
Venga, por favor, vivo aquí al lado, en la calle Solniční.
Modráček quiso resistirse a que de buenas a primeras lo llevaran a saber dónde.
Pero el constructor Konečny insistió. Lo aguardaba una agradable sorpresa. Le
aseguró que no se iba a arrepentir.
Probablemente le extrañe que no le diga lo que le está esperando, pero estaremos
de acuerdo en que entonces no sería ya una sorpresa. Verá, va a ser muy agradable, no
quiero que se lo pierda.
Modráček empezó a pensar también en que su amiga, acostumbrada a la
puntualidad, iba a estar dentro de veinte minutos en la puerta a la escucha por si el
ascensor se movía del bajo. Allí en la calle Masová, el ascensor estaría ahora mismo
parado, o subiendo con sus pasajeros a otro piso, a otros apartamentos y a otros
brazos, mientras que él en el mismo instante estaba subiendo en ascensor en otra
casa, un bloque de pisos burgués y elegante de comienzos de los años veinte. Es
difícil imaginar que ese trueque de ascensores, el de la calle Masová por el de la calle
Solniční, podría estar justificado por algo realmente excepcional. Nosotros también
nos morimos de curiosidad.
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también la extraña seguridad de que no iba a poner a prueba la paciencia de su nueva
amiga en vano, porque aquí seguramente lo esperaba una agradable sorpresa.
Atravesaron la entrada y el cuarto de estar, y luego Konečny abrió la puerta de su
gabinete de trabajo e indicó a Modráček que entrara. Lo primero que vio Modráček
fue un escritorio lleno de dibujos enrollados y pilas de documentos, aunque también
había una escultura modernista de bronce que representaba a Diana con un ciervo al
lado. Pero el constructor se dirigió a la pared derecha. Allí colgaba un cuadro. Bueno,
nada de un lienzo grande, era más bien un cuadrito, pero el hecho de que el resto de
la pared estuviera desnuda hacía ver que era un cuadro realmente excepcional para el
constructor. A Modráček el cuadro le resultó vagamente familiar, una concha de
molusco y una hélice separándola de una silueta masculina con las piernas abiertas.
Pero solo cuando se acercó y pudo ver la firma estampada en una esquina se volvió
hacia el constructor y esperó una explicación.
Verá, lo llamamos en broma «la ruleta rusa». El ajedrez no es ningún juego de azar,
ninguno de nosotros lo entiende así. Pero una vez al mes hacemos una excepción.
Entonces se juega, cómo lo diría, a vida o muerte. La tarde en que eso ocurre es
excitante, nos dedicamos a un único tablero, a una única mesa, alrededor de la cual
nos apiñamos todos. La partida se tiene que terminar a la hora a la que cierran el café.
No voy a contarle todo lo que se ha apostado en esa peculiar «ruleta rusa»
ajedrecística. Además, es el secreto de nuestro club. Y tampoco le diré lo que me
aposté aquella vez si perdía la partida. Solo le diré que el propietario del cuadro era
un emigrante austriaco de origen checo que huyó a Francia tras la anexión, donde se
hizo con el cuadro en azarosas circunstancias. Al parecer, se lo llevó luego consigo a
América y tras la guerra lo trajo de nuevo a Europa metido en la maleta. Y, como era
un jugador nato y a la vez un excelente ajedrecista, no se resistió a la oferta de
apostarlo en nuestra «ruleta rusa». Así que, tras un encuentro de esos que a uno le
ponen los nervios de punta, donde todos se apretaban alrededor de nuestra mesa y
donde los camareros y camareras se mezclaban con los espectadores, resultó que
acabó perdiendo la partida. Esto ocurrió hace un año. El propietario del cuadro no se
quedó mucho tiempo entre nosotros. No quería regresar a Austria, donde hay una
zona soviética, y aquí lo asustaron las elecciones que ganaron los comunistas. Nos
dijo que estaba convencido de que caeríamos en eso de lo que él lleva huyendo años.
Bueno, y una vez que le he contado esto, paso a detallarle por qué me he puesto en
contacto con usted. Creo que usted tiene algo que yo deseo poseer. Y estoy dispuesto
a cambiarlo por este cuadro. ¿Qué me dice?
Aunque Modráček aún no sabía lo que tendría que ofrecer a cambio, sabía que lo
haría, porque ¿qué arquitecto no querría tener un cuadro de Le Corbusier? Le
Corbusier, junto con Adolf Loos, fue uno de los dos iconos del comienzo de la
vanguardia arquitectónica europea. Sus obras dieron paso a una nueva época y ambos
Me daba perfecta cuenta de que estaba haciendo algo indebido. Existe una jerarquía,
y en esa jerarquía el arquitecto está muy por encima del constructor. Pero la obsesión
de poseer el cuadro actuaba en mí con tal fuerza que casi estaba dispuesto a ponerme
a hacer cabriolas delante de Konečny. También veía perfectamente que me estaba
manipulando, y que obtenía gran placer de ello, aquello era innegable. Y aun
sabiendo todo esto, acepté. No creo que deba insistir en que el cuadro no me
interesaba como propiedad, o como inversión. Admiro a Le Corbusier infinitamente,
es para mí casi como un santo. Puede que cuando lo tenga en mi estudio, me
avergüence de realizar ante sus ojos esas fechorías, de ser un mero manufacturador de
enanos arquitectónicos. Por ese precio mágico uno es capaz de hacer cualquier cosa.
Me dije que un problema de dos movimientos no podía ser tan complicado. Solo
tenía que intentar todas las variaciones que condujeran a un mate en dos
movimientos. Así que me puse a ello sistemáticamente. Conociendo, además de los
movimientos básicos, también las reglas básicas del ajedrez, no habría un número tan
grande de variaciones de dos movimientos. Y si, de toda la semana, es decir ciento
sesenta y ocho horas, restaba diez horas de descanso cada día, es decir, seis horas de
sueño y cuatro horas para otras necesidades, me quedarían noventa y ocho horas. Y si
la mitad de la semana, es decir, cuarenta y nueve horas, las dedicara a aprender
minuciosamente las reglas del ajedrez, me quedarían otras cuarenta y nueve horas de
tiempo neto para intentar ensayar todas las variaciones de dos movimientos. Y que el
diablo me lleve si con tales premisas no consiguiera descifrar el problema.
Dispuse todo para que nadie me interrumpiera, y me preparé para lo que supuse
serían unas agradables vacaciones de una semana. Además, así lograría descansar de
mi rutina diaria en la coyuntura constructora. Y tal vez incluso llegaría a sentir ese
movimiento interior del que me habló Konečny, que siente todo aquel que resuelve el
problema de Nabokov.
Las primeras cuarenta y nueve horas las dediqué entonces a estudiar
minuciosamente el arte del ajedrez. Desde los tipos de apertura, pasando por el juego
medio hasta estudiar los diferentes mates. Me hice con unos cuantos tableros (cinco)
en los que dispuse diferentes partidas famosas. Hasta entonces no tenía ni idea de
que, por ejemplo, la teoría de las aperturas del juego formaba una estructura tan
compleja. Por supuesto no olvidé estudiar el gambito de Evans. Le dediqué una
atención especial, porque tomé el comentario de Konečny sobre él como una
indicación. Así que averigüé en el diccionario enciclopédico de Otto que W. D. Evans
fue un capitán de una flotilla comercial que, durante los interminables viajes por el
Atlántico y el Pacífico entre 1831 y 1856, siempre encontraba tiempo para echar una
partida de ajedrez con su primer oficial. Para que aquello fuera posible en alta mar,
las figuras tenían unos pinchos de cobre con los que se enganchaban en los orificios
Es sorprendente, pero solo cuando algo más tarde bajé al sótano a mirar otra vez la
jaula para osos que había colocado justo en medio de la cúpula subterránea, se me
ocurrió (y esta vez fui armado con una linterna como las que utilizan los espeleólogos
en las cuevas de un karst) que este nuevo encuentro con Nabokov no había sido
casual. Sí, Nabokov esperándome en el escaparate de una tienda de juegos y naipes
era algo así como el fantasma del padre de Hamlet apareciéndose a su principesco
hijo: Tu misión aún no está terminada, hijo mío…
Lo que me asustaba cada vez más claramente era el encadenamiento de dos
hechos que por sí mismos, es decir, en tanto eslabones individuales de la cadena,
parecían ser meramente casuales. Cuando descubrí el subterráneo y a la vez recuperé
el relato de Nabokov del legado de mi padre, todo se unió como con un pegamento
invisible. Y cuando decidí colocar allí aquella gran jaula dorada para osos, tuve la
sensación de que ya estaba todo hecho, y que con este acto simbólico (el hombre es
una criatura apegada a los símbolos) había cumplido la promesa que le había hecho a
mi hermana muerta: dispuse al menos en aquel subterráneo una cárcel simbólica para
el teniente Láska. Pero ahora, en medio de todo esto, se había mezclado mi antiguo
encuentro con el constructor Konečny. Si él no hubiera escuchado casualmente que
yo conservaba la antigua correspondencia de mi padre con Nabokov, y si no hubiera
poseído el cuadro de Le Corbusier como moneda de cambio, y si no me hubiera
ofrecido el cuadro por resolver un problema en dos movimientos, y si no hubiera
averiguado que yo no tenía ese problema, y si no hubiera estado tan seguro de que ni
después de una semana habría sido capaz de resolverlo, y si mis ansias por obtener el
cuadro no me hubieran condenado a estudiar el problema con tal intensidad que su
mecánica se me grabara en la memoria con letra indeleble, yo no me habría inmutado
cinco años después al ver de reojo en un escaparate enfrente de mi casa precisamente
ese problema, y no habría sentido correr por mi espalda una descarga eléctrica, como
de hecho ocurrió.
* * *
Desde la mañana se está nublando. Ahora que bajo al sótano veo desde las ventanas
un cielo completamente negro. Como si fueran a llover piedras. Y al abrir la puerta
del sótano escucho los primeros truenos y el primer golpe del vendaval. Pero cuando
entro en el subterráneo todo es silencio y calma. Enciendo la linterna y camino por
esa calma sagrada, en la que no oigo ni mis propios pasos, como si caminara por una
alfombra de algodón. Llegará un día en que llame a este lugar catedral de silencio,
pero ahora solo abro la jaula y coloco dentro, sobre una silla que tengo preparada, el
papel con el letrerito que reza: «Teniente Láska». Cierro la jaula con llave y parapeto
provisionalmente la entrada al subterráneo. Ya en las escaleras escucho la endiablada
tormenta que arrecia fuera, como si una tribu de demonios estuviera celebrando una
fiesta que se les hubiera ido de las manos y hubiera degenerado en una orgía
demoníaca.
Pero cuando abro la puerta del sótano, del susto me vuelvo adentro. El vendaval y
la lluvia han traído agua desde el portal y esta ha inundado el pasillo hasta el fondo,
donde ha derribado la puerta del patio que está a mis espaldas. A lo lejos veo unos
contenedores de basura tirados. Sé que tengo que cortar la fuerte corriente de aire, así
que me peleo con la puerta del patio, lidio con ella, hasta que consigo colocarla,
sujetarla y finalmente cerrar. Después atravieso el pasillo hasta el portal y veo que las
dos puertas están abiertas de par en par, y cuando me acerco veo que el gozne que
debería sujetar el ala derecha está arrancado. Como he cortado la corriente de aire, ya
no corre el agua por el pasillo. Las dos alas de la puerta se abren y se cierran a golpes
rítmicos, como si la casa quisiera echar a volar. Vuelvo al sótano a por las
herramientas e intento fijar el gozne en la puerta. Al final siempre acabo haciendo de
chapuzas. Pero justo en ese momento me doy cuenta de mi error. Estoy aquí en este
instante por otra razón. Un compendio de circunstancias y la casualidad me han
retenido en el preciso lugar en el momento preciso.
Igual que el vendaval vino, se calmó, hasta que desapareció del todo. En cambio,
arreció la lluvia. Parecía como si en la calle estuvieran cayendo bombas. A mis oídos
llegaba sonido de la artillería pesada: en una inmóvil y repentina calma el cielo se
Me preguntaba cómo habría sido tan fácil para Nabokov inventar una historia así.
Máxime cuando después, al intentar llevar a cabo algo parecido, uno se encontraba
con tal cantidad de obstáculos. Me repetía una y otra vez si todo aquello no era
simplemente una locura. Si entre la imaginación y la realidad no existía un abismo
infranqueable, si al final yo mismo no habría caído en una trampa, si no estaría yo
también metido con Láska en una jaula que sería a partir de entonces mi prisión.
De momento no tenía tiempo, pero pensé seriamente en que antes o después
debería contactar con un escritor al que conocía, y de quien no sabía nada desde hacía
mucho tiempo. Quizá podría hacerle a él estas preguntas. Una vez, hace mucho,
estuve en una de sus firmas de libros, era antes de Navidad, recuerdo, así que saqué
de una estantería su libro, Historias de un tejón sabio, y dentro encontré su tarjeta de
visita. Él, sin duda, debería ser un experto en esto que ahora me ahoga y me pesa,
pensé. Él debería saber la respuesta: ¿Es posible que una historia inventada y escrita
atraviese el abismo entre la realidad y la ficción? Lo peor es que durante la charla
No pueden hacerse una idea ustedes, mis imaginarios jueces, de la carga que me
había echado encima erigiéndome en mi propio juez. No podía posponer más tiempo
la construcción de las paredes en el subterráneo. Parecía que Láska no había llegado a
enfermar de pulmonía, como me había temido en un primer momento, pero el
problema de las enfermedades seguía sin estar resuelto del todo. A pesar de que en el
trabajo seguro que le pagaban la seguridad social, y que la constitución socialista
asegura cuidados sanitarios gratuitos, aquí y ahora no podíamos apelar a ellos. Podría
palmarla por la enfermedad más banal. Incluso ahora tengo la sensación de que no
está del todo bien. Cuando lo cacé no tenía daños corporales visibles, pero aun así…
Lo que está claro es que tengo que vigilarlo diariamente, así que ya es hora de que dé
los primeros pasos en la obra del subterráneo gótico. Y eso significa que tendré que
pensar cuidadosamente en cómo asegurar las distintas fases del proyecto sin llamar
excesivamente la atención.
A mi invisible esposa aún no la he metido en esto, aunque está claro que con el
tiempo no podré evitar hacerlo. De hora en hora, sé con más y más seguridad que se
trata de un bocado mayor del que puedo tragar. Pero también tengo claro que ya no lo
puedo escupir, ni aunque quiera.
Justamente se acaba un día lluvioso del culminante verano de 1952. Está usted junto
a la ventana, en una mano una taza, en la otra un panecillo. Ah, aún no hemos dicho
una cosa: vive usted en Pisárky, cerca de la mansión clasicista Hechtovy, donde se
encuentra ahora el consulado soviético.
Le han asignado esa simpática casita con un espacioso jardín para que el cónsul y
usted puedan visitarse más a menudo. El jardín tiene frutales, un manzano, un peral,
un cerezo, un ciruelo, y también un castaño, para variar. El jardín es indispensable
para usted, para poder respirar libremente; ya que es un aldeano trasplantado a la
ciudad.
Así que, en una mano una taza, en la otra un panecillo. También la cercana
panadería debe su situación al cónsul soviético, que tiene predilección por los
panecillos crujientes recién hechos y los buñuelos aún calientes a cualquier hora del
día. Usted bebe a sorbos el café caliente y mira el hermoso castaño del jardín, un
árbol dotado de una fuerza vital voluptuosa con la que se siente identificado
espiritualmente. Tan profundamente identificado se siente que le parece que dentro,
en ese masivo y rugoso tronco, late su verdadero corazón, y eso que siente en el
pecho es solo su fiel eco. Y como siempre, en esos preciosos momentos en que nadie
debe molestarle, está usted lejos, muy lejos de aquí, en una pequeña aldea de
Vysočina, en Křemeli, y le asaltan las imágenes. Sus padres, él leñador y ella
ocasional costurera de guantes, pasan apuros en esa región en la que cada año se
retrasa la primavera como si ya nunca fuera a llegar. Y sin embargo, le gusta
acordarse de la niñez. Porque justo de allí se trajo lo que después le ha llevado por
difíciles senderos hasta el empleo en el que hoy comparte el destino de su nación: esa
llama revolucionaria de la eterna juventud del mundo.
Por la mañana no vendré, me iré directo del turno de noche a Praga, le dice a su
mujer desde la puerta entreabierta. Cuídate.
En su departamento, por orden suya, se trabaja en turnos de doce horas, como en
tantas fábricas de entonces. Y, como en todo, intenta ser un ejemplo para sus
empleados, usted mismo hace turnos también.
En el umbral de la puerta abre el paraguas y enseguida se arrodilla, cuando le
salpica un camión del ejército que pasa. Si lo deseara podría venir a por usted un
coche, un Tatra oficial, pero desde luego prefiere ir al trabajo en tranvía. Todavía
siente que es uno más de ellos, un obrero al que la avanzada de la lucha obrera ha
llamado a otras tareas por un tiempo. Aún es capaz de utilizar cualquier herramienta,
y cuando vuelve hacia arriba las palmas de las manos aún puede decir con orgullo,
mire aquí, mire, estos son mis dos carnets del partido. Cuando pasa al lado del
consulado, mira al espacioso balcón entre columnas toscanas, donde a esta hora suele
estar Valentín Petrovich con su primer cigarro de la tarde, quien, ligeramente
* * *
El teniente Treblík estaba sentado, encogido en una caja metálica colgada en el hueco
Tras su puerta está esperando hace un rato el detective privado Daniel Kočí, ahora
lugarteniente del Cuerpo de Seguridad Nacional. Y cuando finalmente entra, trae una
nueva idea.
¿Ya sabe dónde está el teniente Láska?
Aún no, pero quiero intentar una cosa más.
Camarada, creo que no ha entendido que no está aquí para intentar algo una y otra
vez.
Pero este intento va a dar resultados fiables.
Entonces no entiendo por qué no lo ha probado antes.
Mire, este método se usa solo en casos extremos, y solo cuando todos los demás
métodos normales fallan. Me lo enseñó hace mucho un comerciante indio.
Bien, pues no se quede aquí parado como una estatua.
El profesor Kuhnert. Le gusta ver a ese viejo, pero eso creo que ya lo hemos
mencionado aquí. Tiene el rostro desgastado, y así es también su carácter. De algún
modo es su bufón y siempre le pone de buen humor. Aunque hoy no demasiado.
Sobre todo le aseguro que en la Facultad de Filosofía está todo tranquilo. Que todos
han aceptado los Tratados sobre Lingüística de Stalin, muchos de ellos incluso con
satisfacción, como la fase siguiente dentro de las limpiezas estalinistas de la filología
ensuciada por el lingüista caucásico N. J. Marr. ¿Y van a ejecutar a ese tal
Marronero?, pregunta usted con interés.
De momento está huido, escondido entre los pastores caucásicos. Las malas
lenguas dicen que se ha disfrazado de oveja y que va por ahí…
Ah, vaya, respondió usted.
Después el profesor Kuhnert se sienta y se dedica a su informe para la central de
Praga. Trabaja en silencio y concentrado y solo le pregunta si puede cambiar en una
de sus frases el complemento oracional; es decir, expresar comprimidamente lo que
decía su frase solo con algunos de los complementos nominativos. Y le asegura que
el director de la central de Praga apreciará ese gesto. Usted se levanta y va a mirar
por encima de su hombro y, mientras, se percata de que en la parte de atrás, debajo
del cuello, Kuhnert tiene la americana un poco ajada. Enseguida se le ocurre que las
cosas en la facultad no son tan idílicas como intenta hacerle ver. Pero hoy esto no le
Sobre la mesa en un sitio llamativo ha dejado una nota con información de dónde
pueden encontrarle si entre tanto regresara el subteniente Kočí con su presa.
La plaza de la Libertad, sumergida en la oscuridad como un batiscafo en el Mar
Negro. Abajo ni un alma, arriba, en los andamios de la casa de al lado del palacio
Klein descansa una brigada de albañiles nocturnos. Se pasan una botella, fuman, y
arrojan unos pequeños ladrillos a las farolas que ya no alumbran. Ay, menudos
amantes de la suciedad y la guarrería, se dice, y con cariño observa a esos cuatro
albañiles juguetones. Se dirige a la estación, pasa de largo por delante de ella y luego
camina bajo el viaducto y por el cruce hasta la calle Křenova. Se apresura a recibir
unas caricias, que hoy necesita más que nunca.
Reconozco, Iván, que ya no te esperaba hoy. Tenemos que darnos prisa. Por la
mañana temprano voy con mi clase a recoger heno. No sé, a alguna parte de Šumava.
Pero ¿qué te pasa? No irás en serio, si con este moribundo no se puede hacer nada…
Perdona.
Perdóname tú. He tenido un día muy malo. En realidad también muy mala noche.
No te enfades, Iván, pero esto no es algo pasajero. A ti te ha ocurrido algo. Me lo
Directo a la estación. Tiene suerte, en ocho minutos del tercer andén sale un tren
nocturno a Tišnov. El vagón está vacío. Está usted de pie en el pasillo y mira lo
rápido que corren hacia atrás aquí y allá las luces de una ciudad como muerta, como
si todo estuviera bajo una capa negra, como esperando un bombardeo nocturno de la
OTAN. Está de camino a casa en Vysočina. En Tišnov esperará después un tren hacia
Zdar, pero de pronto comprende que se ha debido de volver loco. Se ha marchado
usted a casa, a hablar con su madre y su padre, para contarles todo, cómo hoy ha
matado a un hombre, tenía que hacerlo. Como si hubiera olvidado completamente
que allí hace mucho que no está su hogar. Su madre murió tras la guerra de un cáncer
de útero, y su padre, que no podía vivir sin ella (y eso que era un hombre capaz de
sostener un techo con los hombros y acabar con cualquier pelea de taberna con solo
decir una palabra) se suicidó tras su muerte.
¿Qué es lo que me pasa?, se pregunta usted. Hasta ahora nunca le había ocurrido
algo así. En cada persona existe un límite y usted hoy ha traspasado el suyo. Está
sentado en un banco delante de la estación de Tišnov, esperando a un tren que lo lleve
de vuelta a Brno. Se le cierran los ojos, hasta que lo despierta la lluvia. Va usted a la
jefatura, golpea en la puerta, que tiene un cristal a través del que les enseña su
identificación. Desde allí, llama a Běhounská para que le traigan un coche de
servicio.
Son las tres de la madrugada y Kočí no ha dado señales de vida. El sabe que está
esperando su informe impaciente. Dondequiera que haya ido podría telefonear. ¿O
no? Otro error imperdonable. No tenía que haberlo dejado ir solo. Al menos debería
haber averiguado antes lo que sabía de Láska y adonde iba. Después alguien llama a
la puerta. Se sobresalta: ¿Kočí?
La puerta se abre y aparece un policía del turno de noche. Quería preguntarle,
camarada superior, si no necesita nada. Un café…
¿Cómo te llamas, camarada?
Paseka.
Mal. Tenías que haberte llamado Pesado Entrometido. O Pelma Molesto. O…
El agente Paseka sale rápidamente por la puerta y la cierra sin hacer ruido.
Pero ahora que Paseka le ha sacado de esa torpe inmovilidad, de esa apatía en la
que ha caído al volver de Tišnov, ha decidido hacer algo. Tal vez debería hablar de
ello con su mujer. Sí, eso es, necesita confesarse. Lo ideal sería hacerlo con Valentín
Petrovich. El cónsul soviético es de la edad que tendría su padre y siente esa
Todas las mañanas y todas las tardes, sin faltar ni una, bajaba al sótano para
alimentar al cada vez más hambriento teniente Láska. Parecía como si quisiera
compensar los sufrimientos de su cautiverio con una voracidad rayana en el
fanatismo. Y también castigarme a mí comiéndose todas mis provisiones y reservas
de carne. Aún no había conseguido decidir definitivamente si le había ocurrido algo a
su cerebro, o si lo estaba fingiendo todo para apelar a mi compasión y a mi generoso
comportamiento. Algunos días no abría la boca, otros balbuceaba graciosamente y
luego caía en una especie de charla ininteligible. Pero incluso si tuviera una
enfermedad mental, ya no podía hacer otra cosa con el teniente Láska que retenerlo
allí abajo. Y a pesar de que se portaba relativamente bien, no solo no lo liberé de su
jaula, sino que además cerré la entrada del cubículo al subterráneo con una puerta de
acero.
Y finalmente me hice con cloroformo para poder apaciguarlo rápidamente si
intentaba hacerme alguna jugarreta.
Como creo que ya he dicho, compré un viejo Škoda y en él transportaba el
material de construcción. Ustedes, que ya no se acuerdan de esa época en la que a
todos nos mantenían atados bien corto, no pueden ni imaginarse cómo era de
impensable que alguien intentara hacer lo que yo hacía. Después de las diez de la
noche, cuando toda la ciudad dormía (o curraba en las fábricas en los turnos de
noche), yo construía a escondidas un chamizo en el subterráneo. Aparcaba el coche y
cuando no había moros en la costa sacaba de él los ladrillos, los sacos de cal y el
cemento. Dos manzanas más allá estaba la comisaría, pero yo me acogía al bonito
refrán de que nadie ve debajo de sus narices. Cuando los seguretas y los otros polis
volaban del nido por la noche o por la mañana y revoloteaban por la ciudad, donde
menos atención ponían era en la calle Běhounská, tal es la magia del dicho. Sin
embargo, creo que me excedí peligrosamente en mis maniobras. Como si en realidad
estuviera deseando que me cogieran. Pero qué digo. Bueno, entonces, ¿cómo explico
que transportara allí incluso una hormigonera, que en mitad de la noche me las
arreglara para acarrear semejante armatoste desde el coche al sótano, y bajara allí a
ese monstruo, parecido a una pera fosilizada de un huerto gigantesco, por las
empinadas escaleras con grave peligro de dar un mal paso, resbalarme y, al saltar a
por ella, salir los dos volando en un amoroso y letal abrazo? Hay que pensar en que
para meterla desde el cubículo adentro tuve que ensanchar la entrada al subterráneo, y
eso por no hablar del ruido de la hormigonera, que probablemente hacía vibrar todo el
edificio, con lo que el sueño de esos infelices debía de estar repleto de elefantes
zurrándose la badana.
Como no iba calentar toda esa catedral subterránea solo por un segureta, no me
quedó otra que aislar el espacio en torno a la jaula dorada y construir alrededor algo
Estoy delante del portal. (Perdonen otra vez, me corrijo de nuevo: ¡Květa!) Por la
acera de enfrente deambula un gato perdido, ahora me ha mirado y se ha parado
durante un momento, como si quisiera decirme algo, pero no me ha dicho nada y ha
echado a correr de nuevo.
Me toco el bolsillo, me pongo de cuclillas y encima de la alcantarilla suelto la
llave del sótano de Pešek. (Ya sé que es embarazoso, pero otra vez me tengo que
corregir: ¡en realidad era Klára!) Ésta es posiblemente una de mis últimas noches
aquí, las siguientes las voy a pasar metido en un sótano. Vaya idea tan buena que
tuve, ¿es que pensé que realmente podría burlar al destino?
Cierro el portal y regreso al sótano, y justo en el momento en que abro la puerta
de acero del subterráneo, escucho algo desde el fondo. Enciendo todas las luces y me
ayudo además con el reflector. Enfoco al fondo del subterráneo. Y allí, en medio del
almacén de muebles de los alemanes, veo al doctor Pešek, que golpea con una barra
de acero la pared. ¿Pero por qué narices está golpeando? Ah, claro, es la señal S O S.,
Save Our Souls, ¡Salven Nuestras Almas!
Me debí de olvidar de cerrar la jaula con llave. Pešek se debió de despertar de la
narcosis y ¡vaya la que está liando! Echo a correr hacia él. Pešek se vuelve y me
espera con la barra. Y en eso, oigo al otro lado de la pared lo que parecen cuatro
El doctor Pešek está de nuevo en la jaula, encerrado y tranquilito tras su nueva dosis
de cloroformo. No sé con cuánta frecuencia lo puedo narcotizar sin causarle daños
cerebrales. Y mira por dónde, vaya pensamientos tan considerados tengo ahora que
ya está claro que todo se va a acabar y que pronto terminaré como mi hermana. Los
policías pronto unirán este subterráneo que descubrí yo con su cuartel y resultará que
les habré construido unos nuevos calabozos gratis.
Pero antes de que llegue a comprender en su justo término por lo que he pasado y
que lo ordene todo en mi cabeza, se abre el siguiente capítulo. Ni después del
segundo asunto con el doctor Pešek he encontrado necesario cerrar con llave la puerta
del subterráneo, así que me estoy buscando otro lío con un nuevo visitante nocturno.
Y ya está aquí. Justo me doy media vuelta y me topo con el sonriente rostro del
siguiente invitado a la comedia.
Pero si ya nos conocemos, me dice ese hombre encantador. Lleva la corbata mal
anudada. Pero ¡qué pequeño es Brno! El doce de junio, en la calle Sedlákova, en la
tienda de antigüedades del sótano. Usted compró allí esta jaula para osos. Le ayudé a
cargarla en el coche. ¿Se acuerda? Y usted me regaló después un habano. El puro
estuvo muy bien, me lo fumé después de echar un polvo estupendo con una tipa. No
se preocupe, no le voy a revelar el nombre de mi compañera de cama.
Después se acerca a la jaula, sigue sonriendo encantadoramente y señala a sus
habitantes: Vaya, ese que está ahí tumbado es sin duda el teniente Láska. ¿Sabe que
sus colegas llevan buscándolo desde hace la tira? Por desgracia no reconozco a nadie
en ese otro señor que está sentado junto a él. Lo que me recuerda que debería
presentarme. Encantado, soy el lugarteniente Kočí. Hasta hace poco detective privado
del mismo nombre. He venido a detenerle por el secuestro del teniente Láska. Pero no
intente nada, señor arquitecto. Si opone resistencia le aseguro que las va a pasar
canutas.
Pero el lugarteniente Kočí no tenía ni idea de mi estado de ánimo, y que me daba
igual si me disparaban allí mismo, o si iba a pudrirme a la cárcel. Así que lo menos
que se esperaba es que saliera como una bala (¿o se dice como un rayo?) y lo tirara al
suelo. La caída lo dejó sin sentido durante un rato y, cuando empezaba a despertarse,
le enchufé un poco de cloroformo y asunto arreglado.
¡En fin!, respiro, abro la jaula, cojo al lugarteniente de las axilas, lo meto dentro y
lo siento a los pies de teniente Láska, justo al lado del doctor Pešek. Después me
retiro y miro la escena con distancia. Luego vuelvo y arreglo un poco el cuadro.
DURANTE EL DESAYUNO
Petra se despierta y durante un rato mira con curiosidad cómo en la cara del
durmiente Luděk se proyecta un sueño. Después se da cuenta de que mirar a alguien
que duerme es una indiscreción, salta de la cama y corre a abrir la ventana doble que
da a la calle Kotlářká. Pero en cuanto la abre, el ruido del tráfico despierta a Luděk.
¡Qué haces, cierra! Aquí se puede abrir solo después de la medianoche. Recuerdo que
todavía a comienzos de los años cincuenta esta calle era bastante tranquila. Solo de
vez en cuando pasaba algún coche. Aunque pasaban a veces coches de caballos.
¿Qué? No te oigo. Espera, que cierro la ventana. Pero ¿cómo ventilas aquí?
Siempre después de la medianoche.
Petra abre el frigo: Tenemos huevos, una lata de sardinas, un trozo de jamón, ¿y
esto? Algo muy bien envuelto.
Mi primo Rujbr es cazador. Siempre me trae algo de carne. ¿Tiene un papel rojo y
está atado con una cuerda?
Sí, eso mismo. Pero ¿es que hoy en día hay aún cazadores? Haré unos huevos con
jamón, ¿vale? El café, ¿lo quieres soluble o normal?
Si abres la puertecilla que está encima del fregadero… ¿La ves? Hay una cafetera.
Él mismo dice que es cazador. Yo no me lo creo, es más bien un guardabosques, o un
funcionario forestal. La carne de caza la compra en el supermercado, la envuelve en
un papel feo, lo ata todo con una cuerda y lo trae. Como si lo hubiera cazado él.
Tienes por aquí una bandeja para la cama, ¿verdad?
No te molestes, que ya me levanto.
Luděk se sienta, se mira durante un rato la uña negra del dedo gordo del pie,
después la mete en la zapatilla y se va al cuarto de baño, donde se pone a orinar con
concentración. Y para incitar a su vejiga perezosa deja correr el agua en la bañera.
Bueno, pues voy a poner la mesa. Vaya, si tienes un mantel con ballenas. ¿Eres de
Greenpeace, o qué?
Espera, que no oigo. Ahora salgo. Con su grueso pulgar y su delgado dedo medio
(¿Sancho Panza y Don Quijote?) se aprieta el pajarito y hace salir un par de gotas,
luego se limpia cuidadosamente con papel higiénico. Y después cierra el grifo de la
bañera.
EN LUŽÁNKY
Caminan al lado de unas pistas de tenis y entran al parque Lužánky, bien recibidos
por un arce platanoide y un abeto de Douglas.
Para que nos entendamos, explica Luděk, Irena no era una puta en el sentido de
que follara por dinero. Ella trabajaba en el consejo del Ayuntamiento, en el
Departamento de Urbanismo. Pero tenía el equipamiento perfecto de una víbora.
Increíblemente hermosa y a la vez extremadamente inteligente. Encima le faltaba la
parte emocional y en su lugar tenía una buena carga de alienación moral. Y para
colmo le daba a los dos bandos. O sea, a Sodoma y a Gomorra. A todas horas. Sin
embargo, lo que le interesaba del sexo no era el sexo realmente. Un psicoanalista
diría que era el instinto asesino. Modráček y el escritor Hrách idearon algo parecido
EN UN LENTO ASCENSOR
El ascensor del bloque donde vive Luděk es, con toda probabilidad, el ascensor más
lento del mundo. Será porque el dueño hizo que colocaran un espejo enorme, y muy
pesado. Las señoras, mientras el ascensor levita perezosamente, aprovechan para
hacerse la toilette. Pero Luděk utiliza el viaje para completar con unos trazos
suplementarios el relato sobre el arquitecto Modráček.
El comportamiento del señor arquitecto nos puede parecer muy extraño hoy en
día. Prometer algo tan absurdo y al final ¡cumplirlo!
Era una época absurda, comenta Petra, así que la gente hacía cosas absurdas, ¿no?
Sí, claro, pero además había otra cosa. Es bien sabido que las guerras siempre
POSTCOITO
En la oscuridad nocturna solo brilla la luz de control del monitor y desde la cocina se
deja oír el ronroneo del frigorífico. Petra se sienta y el enorme cojín que le había
puesto Luděk bajo el culo para levantarle las caderas, se lo pone ahora en la espalda.
¿Qué? ¿Qué pasa?
Nada. Bueno, quería preguntarte una cosa. Esa historia que el señor arquitecto se
inventó para cazar a sus inquilinos, no valía para cazar mujeres. A ellas no se las
camelaría con la promesa de una visita a un sótano.
Así que, ¿eso te preocupa? Mira, la modista Milada, por ejemplo, tenía en casa un
taller de costura. Cuando volvía de su trabajo en la fábrica textil de Cejl cosía de
extranjis para las señoras socialistas. Y Modráček la invitó a casa haciendo como que
su mujer necesitaba un vestido de noche pero no tenía tiempo de ir hasta Horní
Heršpice donde Milada tenía su salón de costura. Y así la llevó a Běhounská y allí,
tras la verja, se hizo cargo de ella, igual que hacía con sus presas masculinas.
Además, sabía que no había peligro de que se lo hubiera contado a nadie, porque ella
no presumía de sus trapicheos.
¿Y con Irena?
Era funcionaria del Departamento de Urbanismo. Sabía por dónde andaba y
cuándo. Y cuando iba por la calle Běhounská, porque antes o después tenía que pasar
por esta calle que une la plaza de la Libertad y la plaza Jakubská, se la encontró como
por casualidad y le comentó que ahora trabajaba en otro barrio neoclasicista
socialista. Pero esta vez con el arquitecto y artista nacional Jiří Kroha. Unos pisos de
primera, no se imaginaba. Será la sensación de la arquitectura socialista. Los
ricachones capitalistas se van a poner verdes de envidia de lo que sabemos hacer
aquí. Lo tengo todo en la mesa de delineación aquí en casa, sí, vivo aquí mismo, de
momento es, cómo lo diría, estrictamente confidencial, pero a usted se lo…, bueno, si
El padre Klenovsky está sentado con las manos sobre las rodillas y las palmas hacia
arriba, y mira hacia el vacío por encima del hombro de Modráček como si no le
escuchara. Es que Modráček lleva hablando ya mucho rato y se repite. Dice lo mismo
por tercera, o tal vez por cuarta vez. Pero no hay nada que objetar, un plan tan
minucioso, tan detallado y sobre todo tan perfecto es necesario repetirlo unas cuantas
veces.
He dicho perfecto, aunque sé muy bien, y en el título de este capítulo también lo
he expresado, que todo el plan está a punto de tomar sus propios derroteros, y de
mala manera.
Y sin embargo, insisto, es tan perfecto que resulta casi fascinante. Todas las
piezas encajan y todo le sale bien al señor arquitecto estos días. Tanto que empieza a
resultar sospechoso.
Todas las piezas encajaban como las ruedas dentadas de un reloj perfectamente
ajustado (como en un cronómetro suizo con volante de Breguet y palanca de
regulación). Le habían ordenado ese viaje a Viena ahora, justo en el momento en que
lo necesitaba. De pronto era como si su mediocre expediente no importara un
pimiento. Pero igual era porque había desaparecido el teniente Láska, y con su
inexplicable desaparición la comunidad cayó en desgracia, y esto arrojó una luz
desfavorable sobre sus actividades pasadas. Y así pasaron al fondo ad acta incluso los
protocolos de los interrogatorios del arquitecto Modráček, y en primera línea se
colocó el hecho de que Modráček tenía un papel importante en la construcción de los
bloques socialistas de Brno. Ese viaje privado a Viena (la tapadera era que «el
camarada arquitecto va a estudiar los bloques de pisos de la posguerra») en una época
en la que dejaban salir solo a grupos cuidadosamente seleccionados acompañados
siempre por esbirros e inspectores, era algo tan excepcional que daba fe de que al
menos le habían empezado a perdonar sus pecadillos. Como si repentinamente se
hubieran olvidado del asunto de su hermana y pensaran que merecía clemencia,
aunque también tenía claro que no iba a ser gratis, y que el clero policial y el del
partido esperaban, a su regreso de Brno, algo más que una aplicada idolatría. Solo
El padre Klenovsky, que era físicamente más vigoroso (había trabajado tres años en
las minas), cogió el ataúd por delante; por ese lado, como sabemos, se llevan peor no
solo los ataúdes, sino también los armarios. Y cuando lo sacaron del espacio
refrigerado (de la «bolsa de hielo» que servía también de nevera para los alimentos),
Modráček pudo ver que el corrillo se abría para dejar paso al ataúd y después se
cerraba a su paso. Nunca hasta entonces había estado en una situación tan peligrosa.
Allí estaba, indefenso, dándoles la espalda. Hasta entonces, siempre que estaba entre
ellos, tenía cuidado de cubrirse la retirada para poder afrontar cualquier sorpresa
desagradable. Pero ahora si alguien saltara sobre él desde atrás, esa sería una señal
para los demás; entonces lo tirarían al suelo, el ataúd se caería sobre un costado, tal
vez se abriera, pero eso no le importaría a nadie, ni al padre Klenovsky, que trataría
de convencerles de que es inútil, que dentro de tres días todos iban a estar en libertad,
pero ya Modráček estaría debajo de ese montón de cuerpos y todos buscarían en sus
bolsillos, intentarían apoderarse de la llaves para poder salir. Sí, todo esto podría
pasar y Modráček sintió un estremecimiento, como si ya estuvieran a punto de
echarse sobre él. Sin embargo, a la vez sabía que no iba a pasar nada, que nadie iba a
aprovecharse de la situación. Y así fue. Los prisioneros le dejaron pasar con el ataúd,
se quedaron allí inmóviles y mudos, y la llamita siguió corriendo por la larga mecha
del cartucho.
* * *
Tras la puerta que daba al sótano esperaron un rato por si escuchaban sobre sus
cabezas pasos en el edificio, y ante la puerta entreabierta esperaron otra vez por si se
encendía la luz del pasillo. Era de madrugada, pero algunos vecinos solían levantarse
temprano para ir al trabajo.
Modráček había abierto el portal antes de bajar al sótano, así que el padre
Klenovsky solo tuvo que apoyarse con el hombro y ambos se deslizaron con el ataúd
en dirección a la calle, penosamente iluminada y milagrosamente vacía. Lo dejaron
detrás del coche sobre la acera, pero no se demoraron ni un instante. En el coche ya
estaba todo preparado para transportar el ataúd. Modráček había retirado los asientos,
así que solo tuvieron que pelear un poco más con el féretro para meterlo. Era igual
que cuando uno coloca una prótesis dental en unas encías rebeldes.
Después condujeron desde Běhounská en dirección a la plaza de la Libertad, y
Modráček no pudo por menos que reconocer, bien que le pesaba, que a uno se le
pasaban ideas bien extrañas por la cabeza en los momentos más insospechados.
* * *
¿Eres nueva aquí, camarada? Pues anota todo lo que se va a decir aquí, que después
lo recortamos juntos.
Según la declaración del camarada de tráfico de Brastislavská se trata de un
Cogieron las llaves que tenía el portero y subieron hasta el tercer piso, abrieron la
puerta con el nombre chapado en latón «Ing. arquit. K. Modráček». Los camaradas
Kudláček y Slin se complementaban. Kudláček tenía memoria fotográfica y Slin
intuición policiaca. Cuando los enviaban a alguna parte, Slin se llevaba de paseo su
intuición con una correa como si fuera un perro rastreador, y Kudláček después de
poner todo patas arriba lo repasaba con tranquilidad, se paseaba de memoria de una
habitación a otra mirando fijamente cada detalle sospechoso.
Echaron un vistazo por la entrada. Tras el perchero había una puerta que daba a
un pequeño cuarto que seguramente antes servía como habitación para la criada. Slin
y Kudláček revolvieron la ropa de los colgadores y de las perchas colgadas en una
barra de aluminio. Durante esta tarea, tediosa y larga, peinando bolsillos y bajos, creo
que no tenemos que vigilarlos. Tras el ropero estaba el retrete con una ventana a la
altura de los ojos que daba a un hueco con las tuberías. Kudláček se subió con
cuidado en el inodoro, abrió la ventana y palpó la pared. Los enemigos de la clase
obrera a veces colgaban paquetitos con contenido subversivo en los huecos de los
retretes. El piso tenía puertas de doble ala que daban a las habitaciones. Unas
Tomás me había llamado bien temprano. Tenía en la mano izquierda un cigarrillo sin
encender, después se lo colocó entre los labios y con la mano derecha buscó un
encendedor y se lo acercó despacio al cigarrillo. Pero en ese momento se quitó el
cigarrillo con la mano izquierda, lo alejó del encendedor y dejó el encendedor en la
mesa con la mano derecha, al lado del teclado del ordenador portátil y el cigarrillo lo
metió en la cajetilla, para después de un rato sacarlo de nuevo y tenerlo un rato sin
encender en la mano, y finalmente volver a colocárselo lentamente entre los labios.
Esta complicada maniobra se iba a repetir continuamente durante todo el rato que
estaría hablando conmigo. Y seguro que se repite durante todo el día, desde que se
despierta hasta que se queda dormido, y sospecho que hasta cuando duerme ambas
manos, la del cigarrillo y la de la cajetilla, discurren cada una por sus carriles
correspondientes.
¿Qué pasa, Petr? ¿Quieres un cigarrillo?
Si ya sabes que no fumo.
Siéntate. Tengo dos malas noticias para ti. ¿Cuál quieres primero, la mala, o la
peor?
Qué elección más difícil. Venga, primero la mala.
Como probablemente ya sabes, hoy no hay nadie en la redacción musical. Sin
embargo, hay que hacer una entrevista a la compositora Anna Fraccaroli. No, no
puede esperar a mañana. Mañana ya estará en Praga.
Es una italiana, ¿no? Si ya sabes que yo de idiomas ando fatal. Y de música no sé
nada.
Que no es tan malo como parece. Anna Fraccaroli es de origen checo, de Brno. Y
la entrevista sobre música se la va a hacer la televisión hoy por la tarde. Así que tú
tienes que hablar con ella solo sobre su vida. Pero tienes que ir a verla a cierta casita.
Te espera antes de las diez.
Y esa casita, ¿dónde está?
Es el Departamento de Dermatología del Hospital Militar. Igual no lo sabes, pero
desde que el ejército se ha hecho profesional, el Hospital Militar es para civiles. Y
está justo enfrente del balneario de Zábrdovice. Anna Fraccaroli está allí porque la
han operado. Se encontró en Brno con un amigo del colegio, que es dermatólogo, y
este se percató de que tenía muchos lunares y manchas de nacimiento, la llevó a su
consulta y allí le encontraron un basalioma. Es un cáncer de piel benigno, pero que se
puede volver maligno. ¿Por qué me miras así? Toda esa información la encontré por
teléfono y a través de emails. ¿Ves? Ya te he hecho una buena parte del trabajo.
Ahora vete a rematarlo. A las diez le dan el alta.
¿Y la otra mala noticia?
La dichosa casita era más bien una señora casa. Durante mucho rato no me contestó
nadie a ningún timbre. Después llegó alguien del personal con la compra y me dejó
pasar. Mientras esperaba a la señora Fraccaroli, que estaba, según me dijeron, aún en
una habitación del primer piso (y que ¡ya sabía que yo iba a venir!), eché un vistazo a
la planta de abajo. La consulta, la enfermería, la sala de operaciones, un cuarto de
baño y también algo que parecía una sala de rehabilitación, y, al lado de una puerta
negra sin manilla, una máquina de café. Busco una moneda de diez coronas, aprieto
un botón y espero a que se llene el vasito de plástico.
Yo también querría uno.
Me vuelvo rápidamente. Y lo adivino al instante. Me da un billete de cien coronas
pero niego con la cabeza: No, no, señora Fraccaroli, esta ronda la pago yo. Sostengo
un vaso en cada mano, de mezcla vienesa dicen, y de pronto me siento ridículo.
Por aquí debe de haber alguna cafetería. ¿Puedo invitarla a un café decente?
Lo siento, pero no puede ser. Si quiere hacerme una entrevista empiece ya, porque
ando muy mal de tiempo.
Coge uno de los vasitos y me lleva a la habitación que yo había tomado por una
sala de operaciones, cuando había echado un vistazo un poco antes. Y realmente es
una sala de operaciones. Una camilla con una gran lámpara encima, un armario con el
instrumental, un lavabo y una palangana en un carrito, al lado de la pared una especie
de mostrador y en la pared dos láminas con grabados a punta seca: unos juncos en la
orilla de un lago y un caracol subiendo por una gran hoja. Alguien ha llevado a ese
espacio minimalista dos sillones grandes, cómodos, diríase que clasicistas, con una
mesa del mismo estilo. Dónde los tenían guardados en esta casita tan pequeña y
económica es un misterio. Pero entonces alguien del personal se asoma y pregunta si
todo va bien y si no necesitamos nada. La señora Fraccaroli asiente, como que todo
está OK. La cabeza desaparece de la puerta entreabierta y la cierra.
Al principio estoy callado y miro con curiosidad a esta dama y le adivino unos
cincuenta y tantos años. (Después me entero de que tiene casi sesenta). El rostro
estrecho, muy peculiar, casi se pierde en medio de unos densos mechones de cabellos
cobrizos. Un abrigo corto, abierto, con grandes bolsillos acolchados que sobresalen
del dobladillo y una falda pantalón. Todo de color aceituna combinado con un naranja
Y en estos pensamientos iba, mirando a las musarañas, cuando casi me estampé con
alguien que me resultó inmediatamente familiar. Me costó todavía un rato
identificarlo hasta que me di cuenta de que lo conocía. De la radio. En los años
noventa trabajaba en la redacción de libros, y cuando yo entré, él ya se iba. Era Jiři
Kratochvil, el escritor. ¡Joder, pues sí que había envejecido! La cabellera la tenía ya
toda blanca y me percaté de que cojeaba de una pierna. En ese momento no estuve
seguro de si cojeaba ya entonces, en la radio, si su cojera era por así decirlo su
epiteton constans. Pero, por desgracia, también él me había reconocido a mí.
Gruñó algo, saludó con la cabeza y empezó a caminar hacia atrás. Me dejó tan
confundido que me quedé allí parado. Inmediatamente agitó la mano enfadado, para
que le siguiera. Di un par de pasos y comencé a seguirle. Parecía dirigirme como si
yo fuera un camión que entraba en una calle estrecha. Hasta que se detuvo y torció la
cabeza hacia la derecha. Me mostraba la entrada de una casa.
El capataz de los perforadores estaba sentado al lado de una ventana, con vistas a la
plaza. No dudé de que fuera él, pues era inconfundible, con su chaleco de trabajo
amarillo. Y a su lado había otro con chaleco amarillo. Seguramente un perforador, o
uno de esos que se descuelgan con cuerdas por los pozos, o puede que hasta un
experto en demoliciones.
El capataz hizo una mueca: ¿Pero no era una tía la que tenía que venir? Bueno,
nada, ha venido usted, no vamos a hacer una tragedia. Yo lo veo así. Durante la
comida le contamos lo más importante sobre los colectores de Brno. Después, como
tenemos aquí un chaleco y un casco preparados para usted, nos acompaña abajo. Ya
verá, es otro mundo.
Eligieron lo más caro que había en el menú, un ragú de gamo. Al principio me
asusté, pero luego medité que, en realidad, no era de mi incumbencia. A diferencia de
la multa del tranvía y de la limosna para Kratochvil, estos eran gastos oficiales. La
comida de trabajo en Potrefená Husa la debería pagar la radio, o al menos eso
esperaba. Yo elegí algo bastante normalito, un gulash vienés, para que cuando le
enseñara la cuenta Tomás viera que no me había aprovechado.
El capataz y el perforador esperaron pacientemente a que el camarero les trajera
la comida. Hasta ese momento hablaron solo entre ellos, como si yo no estuviera allí.
Y cuando el camarero les dejó los platos, el capataz probó la comida, sonrió
alentadoramente y le hizo una seña al perforador. Con gran apetito ambos se lanzaron
sobre la comida, y masticando y volteando en sus fauces los bocados para
acompañar salsas en la cocina checa. (Todas las notas son de la traductora). <<
Después de que los comunistas tomaron el poder en el país, fue arrestado en 1951 y
condenado por actividades anticomunistas. Fue liberado en 1960 y exonerado por la
Revolución de Terciopelo checa en 1989. <<
Praga, formada por rocas del período Silúrico y Devónico en las que se encontraron
importantísimos fósiles. Deben su nombre al ingeniero y paleontólogo francés
Joachim Barrande, que las estudió. <<
gitanos. <<