Puente Ojea, Gonzalo - El Mito de Cristo (3 Edición)

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CERRO DELAGUA, 24S. 04310 MÉXICO. D.F.


DERECHOS RESERVADOS CONFORME A LA LEY
EVIDENCIA DE UNA FALSEDAD
CERRO DELAGUA, 24S. 04310
MÉXICO. D.F.
 
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o
parcial de esta obra por cualquier procedimiento (ya sea gráfico,
electrónico, óptico, químico, mecánico, fotocopia, etc.) y el
almacenamiento o transmisión de sus contenidos en soportes
magnéticos, sonoros, visuales o de cualquier otro tipo sin permiso
expreso del editor.
 
Primera edición, marzo de 2000
© SIGLO XXI DE ESPAÑA EDITORES, S. A.
Príncipe de Vergara, 78. 28006 Madrid
© Gonzalo Puente Ojea
 
DERECHOS RESERVADOS
CONFORME A LA LEY
 
Impreso y hecho en España
Printed and made in Spain
Diseño de la cubierta: Juan José Barco y Sonia Alins ISBN: 84-323-
1034-4
Depósito legal: M-l 1.202-2000
Fotocomposición e impresión: EFCA, S.A.
Parque Industrial «Las Monjas»
28850 Torrejón de Ardoz (Madrid)
Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos de
Jarama (Madrid)
 
A Pilar
 
EVIDENCIA DE UNA FALSEDAD
 
Para comprender el perfil definitorio del mito neotestamentario de
Cristo, y las argucias de su falsedad, la explicación que ofrece este breve
escrito solamente exige buen sentido, respeto de las reglas que impone el
sano razonamiento, y la atenta lectura de los propios evangelios
canónicos, en el contexto de la sencilla información que el autor
suministra sobre la época y el medio ambiental en que se sitúan esos
cuatro incoherentes relatos, una vez despojados de aditamentos eruditos
o premisas dogmáticas destinados a deformar y adulterar la esencia de la
predicación y la acción de un visionario conocido históricamente por el
nombre de Jesús de Nazaret, cuya existencia real sigue siendo objeto de
polémica, pero que por varias razones me inclino por una respuesta
positiva si se concibe como un simple ser humano sin la menor
connotación divina. Una lectura exenta de los aberrantes prejuicios de la
fe pone de manifiesto una evidente contradicción irreductible entre el
anuncio profetico atribuido a su propia persona y el sangriento e
inesperado desenlace del que fue la víctima cruenta. Desde este trágico
suceso, la fe fanática de unos-pocos de sus seguidores comenzó la tarea de
transformar radicalmente a un artesano galilea, ofuscado por las
promesas del Reino, en el Hijo de Dios, consustancial y coeterno con el
Padre, cuyo sacrificio redimiría un pecado original a fin de aplacar la
cólera de un Dios vengativo e implacable. Esta absurda leyenda generó
muy pronto una enigmática dogmática trinitaria que implicaba una
doctrina sacrilega y blasfematoria del estricto monoteísmo bíblico,
creando un abismo insondable entre Cristianismo y Judaismo: el mito de
Cristo.
 
Madrid, febrero del año 2000
 
 
 
 
 
 
 
 
 
1. La premisa mayor del Evangelio de Marcos, el primero
cronológicamente de los cuatro canónicos, consiste en otorgar
autenticidad a lo que no es sino una palmaria ficción legendaria según
la cual Jesús habría previsto, asumido y anunciado secretamente a sus
discípulos, antes de iniciar el período decisivo de su aventura personal,
el martirio expiatorio y la resurrección al tercer día. En la historia de la
exégesis neotestamentaria, dicha ficción recibió el nombre de secreto
mesiánico, porque escenifica la revelación hecha por Jesús de que el
Mesías -él mismo- debe sufrir y morir conforme a un plan de salvación
universal establecido por Dios desde el inicio de los tiempos. Este
imaginario episodio constituye la piedra fundacional de la revelación
cristiana, razón por la que Hans Conzelmann, con su reconocida
autoridad, pudo escribir sin hipérbole que «la teoría del secreto es la
presuposición fundamental del género Evangelio».
El período galileico de la andadura de Jesús alcanza su climax, en los
textos sinóptic os, en la llamada confesión de Pedro, inmediato preludio
del secreto mesiánico decretado por el Nazareno. De esta confesión
puede deducirse que el carácter mesiánico de la empresa de Jesús había
sido intuido por sus habituales seguidores más íntimos, pero la
recreación teológica del evangelista -un supuesto vaticinium ex eventu -
le lleva a poner en los labios del Maestro una instrucción terminante: su
mesianidad debía quedar oculta a la mirada pública -es decir, secreta-
hasta el momento inaugural del Reino de Dios en la tierra de Israel,
como cumplimiento de las promesas divinas a su pueblo elegido. Es
cierto que las fuentes escritas no son concluyentes en cuanto a la
condición en que Jesús se tomaba a sí mismo como agente mesiánico:
¿profeta, intermediario, Mesías?… Pero todos los datos conocidos,
interpretados en el contexto estrictamente judío en que pensaba y
actuaba el Nazareno, permiten presumir con estimable seguridad que
su fe mesiánica en el gran suceso inminente de la instauración del
Reino se ceñía fundamentalmente a la concepción tradiciona l de este
concepto, que adquirió vigencia popular incontestable en los días de
Jesús. Un examen objetivo del conjunto de los textos pertinentes,
conducido con la visión propia de un historiador independiente, deja
muy pocas dudas sobre esta conclusión. El Nazareno jamás definía la
naturaleza del próximo reino mesiánico, porque sus auditorios sabían
perfectamente de qué se trataba. Como en otras muchas cuestiones,
hablaba con obvias referencias. Precisamente, la sustitución teológica
que construyeron los evangelistas inicia el mito de Cristo y, a la vez, la
tergiversación ominosa del Jesús histórico.
En la ficción del secreto mesiánico se supone diáfanamente que ni
siquiera los discípulos habrían de comprender adecuadamente, hasta
después de la Resurrección de Jesús, las inesperadas connotaciones de
la radicalmente nueva noción de mesianidad. El elemento axial del
evangelio se sitúa en las perícopas que van de Mc 8.27 a 8.31, en las
cuales, pese a la calculada cautela del evangelista, lo que se anuncia con
dramatismo es meridianamente claro: mucho sufrimiento, persecución,
condena a muerte y resurrección tres días más tarde. El mensaje se
inicia así: «El les preguntó: Y vosotros,
¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el
Mesías. Y (él) les encargó que a nadie dijeran esto de Él.
 
 
Comenzó a enseñarles cómo era necesario que el Hijo del hombre
padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los
príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que fuese muerto y
resucitara después de tres días. Claramente les hablaba de esto. Pedro,
tomandólo aparte, se puso a reprenderlo. Pero El, volviéndose y
mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: Quítate allá,
Satán, pues tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los
hombres»
(vv. 29-33),
Lo que más debería asombrar al lector atento de los Evangelios que
contemple este caudal de narraciones que fluyen de una fe ingenua aún
no remansada en las aguas estancadas de los laberintos de la erudición
académica y la exégesis eclesiástica es la chocante presencia de dos
vertientes opuestas en el relato de los hechos supuestamente acaecidos.
De una parte, la reiteración del anuncio del drama de la pasión,
muerte y resurrección (Mc 8.31-33, Mt 16.21-23, Lc 9.22-27, para el
primer anuncio; Mc 9.31-32, Mt 17.22-23, Lc 9.44-45, para el segundo;
y Mc 10.32-33, Mt 20.17-19, Lc 18.31-34, para el tercero). De otra parte,
la obstinada incredulidad de los discípulos ante la noticia de que Jesús
había resucitado, encabezada por María Magdalena y difundida in
crescendo, pero inicialmente rechazada por los discípulos. En los
pasajes de las narraciones canónicas aparece sin ambages esta
incredulidad: en Me 16.11 («pero oyendo que vivía y que había sido
visto por ella [María Magda lena], no lo creyeron»); en Le 24.10-11
(«dijeron esto a los apóstoles, pero a ellos les parecieron desatinos tales
relatos y no los creyeron»); y en Jn 20.9 («porque aún no se habían
dado cuenta de la Escritura, según la cual era necesario que El
resucitase de entre los muertos», 20.25 («si no veo en sus manos la
señal de los clavos y meto mi dedo en el lugar de los clavos, y mi mano
en su costado, no creeré»), repetido en 27-29. En Mt 26.56 se nos
informa que tras el apresamiento del Nazareno, «todos los discípulos le
abandonaron y huyeron», sin duda por entender que la cruel realidad
había puesto el punto final a una loca aventura.
Hay ineludiblemente que preguntarse: ¿Cómo es posible que los
discípulos hubieran olvidado el anuncio solemne que hacía aún escasos
días les había hecho, y luego reiterado, el Maestro, vaticinándoles la
inaudita y trágica novedad, apenas imaginable para un judío, de un
Mesías que iba a ser humillado, ajusticiado y ejecutado por sedición, y
resucitado seguidamente' ?:'… Si la ficción del secreto mesiánico hubiera
sido un vaticinio real, antecedente a la tragedia, el impacto psicológico
en el ánimo de sus discípulos íntimos -los que estaban en el secreto -
habría sido imborrable y de tal magnitud que tendrían que haber vivido
probablemente el resto de sus días atenazados, y a la vez
insobornablemente esperanzados, por el desenlace a la vez trágico y
glorioso de una resurrección triunfal de un Mesías, extraño,
indudablemente, pero enviado de Dios, que haría realidad el reino
escatoló gico-mesiánico en la nueva Jerusalén. La prueba concluyente
de que los discípulos sólo concebían y esperaban al Mesías de Israel por
antonomasia, el Mesías victorioso, se encuentra en Lc 24.17-21, donde
se relata que los dos discípulos que, tras el desastre, se encaminaban a
Emaús, ante la súbita aparición del Nazareno, a quien no reconocieron -
tal era su sentimiento de sorpresa y frustración-, escuchan del aparecido
estas palabras, que inician el siguiente diálogo:
«¿Qué discursos son estos que vais haciendo entre vosotros mientras
camináis? Ellos se detuvieron entristecidos, y tomando la palabra uno
de ellos por nombre Cleofás, le dijo:
¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no conoce los sucesos en
ella ocurridos estos días?
El les dijo: ¿Cuáles?
Contestáronle: Lo de Jesús Nazareno, varón profeta, poderoso en
obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron
los príncipes de los sacerdotes y nuestros magistrados para que fuese
condenado a muerte y crucificado.
Nosotros esperábamos que sería Él quien rescataría Israel. …»
(Cursivas mías.) El compositor evangélico hace replicar a Jesús: «¡Oh,
hombres sin inteligencia y tardos de corazón para creer todo lo que
vaticinaron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciese esto
y entrase en la gloria? Y comenzando por Moisés y por todos los
profetas, les fue declarando cuanto a Él se refería en todas las
Escrituras» (w. 25-26). El escollo insalvable que hace imposible
conceder ni el menor crédito a la leyenda del secreto mesiánico es su
reiteración narrativa y su inmediata proximidad a la eclosión de la
sangrienta tragedia del Gólgota. En efecto, la tercera y última
reiteración del martirio y subsiguiente resurrección gloriosa del
Nazareno tuvo lugar, según los textos evangélicos, solamente como
preludio del inicio del ministerio de Jesús en Jerusalén (Mc 11.1-11),
que hoy celebran los cristianos como triunfal entrada mesiánica en la
ciudad santa entre vítores, palmas y ramos de olivos. Desde esa entrada
triunfal hasta el apresamiento de Jesús -apenas cuatro días- se
producen varios acontecimientos claves, entre ellos dos que,
correctamente interpretados en su contexto judío, representan dos
pronunciamientos típicos de la mesianidad tradicional vigente en
aquellos días -el violento inc idente de la purificación del Templo
(11.15-19) y la cuestión sobre la licitud del pago del tributo censal al
César (12.13-16)-. Pero en las vísperas mismas de la llegada a Jerusalén
(cuando «iban de camino, subiendo hacia Jerusalén, y Jesús caminaba
delante», 10.32), el maestro galileo volvió a profetizar solemnemente
«lo que había de sucederle» (ibídem). ¿Cabe imaginar sensatamente
que en poco más de una semana de temores y ansiedad olvidaran
absolutamente todos sus discípulos (digamos, «los doce») el suplicio,
muerte y resurrección de Jesús?… La falsedad del secreto anuncio no
sólo queda probada por el texto concluyente de Lc 24.17-21, que acabo
de mencionar, sino por los inequívocos testimonios que constan en Mc
16.11, Mt 26.56, yJn 20.9, 25, 27-29, que prueban hasta la saciedad que
los discípulos desconocían la profecía del secreto mesiánico y que jamás
habían oído al Maestro hablar de su crucifixión y ulterior subida
triunfal a los cielos. Por cierto, Marcos (12.18-27) concibe la
resurrección de los muertos al modo paulino (1 Cor 15.35-58); es decir,
los resucitados de entre los muertos «serán como ángeles en los cielos»
(Mc 12.25). Muy probablemente, Pablo tuvo en cuenta la aporía
teológica que planteaba la resurrección de un muerto que, además de
humano, era divino (Dios mismo, bajo la forma de Segunda Persona).
 
 
 
2. El saltus entre la esperanza mesiánica judía y la fe postpascual es
de tal entidad que los redactores evangélicos del misterio cristiano, y
luego sus epígonos durante veinte siglos, han intentado
infructuosamente colmar la brecha entre el Nuevo Testamento y el
Antiguo mediante la paciente e inverosímil tarea de ponerse a detectar
en este último el typos del Mesías cristiano. Acabamos de ver cómo en
Jn 20.9 se indica que los discípulos «no se habían dado cuenta de la
Escritura, según la cual era necesario que El resucitase de entre los
muertos». Y como en Lc 24.27, el Nazareno, «comenzando por Moisés y
por todos los profetas, les fue declarando cuanto a El se refería en todas
las Escrituras» (Cursivas mías). El sorprendente hecho de que en
ninguno de ambos textos nada se diga -como sería obligado- del secreto
mesiánico confiado a los discípulos, deja definitivamente malparado
esta ingenua invención que Marcos consigna en su modélico Evangelio,
y que debía cumplir la inigualable función de acreditar el mito de Cristo
con las propias y solemnes palabras de Jesús, otorgándole a los
misérrimos e inverosímiles testimonios de su Resurrección el sello
divino de lo incuestionable. La Resurrección fundamenta la divinidad
de Jesús, y éste garantiza la verdad de la Resurrección: clamorosa
petición de principio. Inmersos en el clima apocalíptico que
impregnaba las mentes en algunos cenáculos judíos -y que también
pudo sensibilizar relativamente, aunque sin duda no esencialmente, el
pensamiento de Jesús-, los evangelistas, influidos decisivamente por el
precedente paulino, coquetearon -si se me permite la expresión- con
algunos conceptos elaborados en la literatura apócrifa o
pseudoepigráfíca de la época, incluida la heterogénea producción
midráshica de los sucesivos ínquilinos de Qumrán. Louis Rougier
definió admirablemente el arbitrio hermenéutico que subyace en las
prácticas exegéticas del judaismo, y que alcanzó las máximas cotas de la
fantasía teológica en las sectas judías marginales y en el cristianismo -
que no fue inicialmente más que una secta -. «Esta mentalidad -escribe
Rougier- considera que cada palabra, cada miembro de frase, cada
versículo de la Escritura, siendo la palabra de Dios, tiene un sentido en
sí, independientemente de su contexto; y que es lícito agrupar o fundir
citas tomadas de los Salmos o de los diferentes libros del Antiguo
Testamento de manera que pudiera formarse con ellas una citación
completa cuyo sentido global es distinto del de cada una de sus partes
componentes, estando comúnmente admitido, entre los esenios y los
cristianos, que los antiguos profetas han anunciado de manera velada,
críptica, todo lo que se ha realizado en el Nuevo Testamento, lo que
abre la vía a la interpretación alegórica tal como se encuentra
practicada en el pesher qumraniano, en Filón el Judío y en la exégesis
tipológica de la primitiva Iglesia». Sobre estos presupuestos, ¿qué
fiabilidad pueden pretender las llamadas «ciencias sagradas»?…
Realmente, ninguna.
Por ejemplo, Pablo de Tarso, el arquitecto del mito de Cristo,
anticipando el estribillo sinóptico, nos asegura que Jesús resucitó
«según las Escrituras», pero no se arriesga a citar ni una sola. Pedro, sin
embargo, dice, por la pluma de Lucas, que David ya habló de la
resurrección de Cristo, «quien no sería abandonado en el Hades, ni
vería su carne la corrupción» (Hechos 2.31). Sin duda, tanto Pablo como
Lucas -su biógrafo y epígono-, conocían el Salmo 16, y en él se
inspiraron al referirse a la supuesta profecía davídica de la resurrección
de Cristo. Pero resulta que el famoso Salmo dice:
«Pues no abandonarás mi alma al sheol, ni permitirás que tu fiel vea
la fosa» (16.10). Esto piensa el redactor de sí mismo.
¿Tiene esta esperanza algo que ver con la resurrección?…
Según comenta certeramente mi amigo Salvador R. Pecino, «nada de
corrupción ni de profecía mesiánica. Simplemente, el poeta no quiere
morirse, y expresa su deseo en dos metáforas paralelas: no ir al Sheol y
no ver la fosa. Pablo sabía todo esto y decide que más vale callarse,
aunque no puede evitar que Pedro haga el ridículo».
Desde que Samuel Reimarus, en la segunda mitad del siglo XVIII,
situara al Nazareno en el estricto marco del mesianismo judío, y que
Julius Wellhausen y Rudolf Bultmann definieran, en el curso de nuestro
siglo, el estricto judaismo de Jesús, ningún biblista serio puede ya poner
en cuestión el judaismo esencial de su personalidad religiosa. Una serie
de eminentes historia dores -Joseph Klausner, Solomon Zeitler, Schalom
Ben-Chorin, Samuel Brandon, David Flusser, Geza Vermes, Hyam
Maccoby, etc.- han zanjado toda pretensión de discutir este asunto.
¿Cuáles son las características que permiten identificar la religión de
Jesús?…
En los evangelios canónicos se encuentran asociados y confundidos
dos mensajes sensiblemente divergentes y contrapuestos: la
proclamación (kéryma) de la Iglesia sobre Cristo, y el anuncio (kérygma)
de Jesús sobre la inminencia del reino mesiánico. El primero constituye la
fe de la Iglesia, el segundo expresaba la fe personal de Jesús.
Son cinco, a mi juicio, los aspectos relevantes del mensaje del
Nazareno: la perspectiva mesiá nica, el Reino de Dios como utopía
religioso-política, la inminencia del Reino y la exigencia urgente de la
reconversión personal, el radicalismo de la ética escatológica, y el
cumplimiento de las promesas de Dios al pueblo de Israel.
 
3.1. Perspectiva mesianista
En los textos sinópticos se despliega la acción de Jesús como la de
una personalidad mesianista desde el comienzo de su ministerio. Pero
cabe preguntarse si Jesús tuvo desde muy pronto conciencia de su
mesianidad, o si esta conciencia fue sólo el fruto tardío de una dilatada
reflexión sobre su propia persona y vocación.
Todavía más, no hay que excluir a priori que se viese a sí mismo
como sólo un heraldo (keryx) del reino que ya viene pero que se hará
realidad en un Mesías que no es él.
En Mc 1.1-12, la primera perícopa textual y cronológica de los
Evangelios, se formula la epifanía de Jesús como Mesías (Jesucristo ),
Hijo de Dios, y se hace en directa referencia a Juan Bautista y su
actividad escatológica vinculada al movimiento mesianista palestino de
aquellos días. Ya en Marcos se manifiesta el empeño de reducir la
función de Juan a la de mero Precursor, es decir, el anuncio de «uno más
fuerte que yo, ante quien no soy digno de postrarme para desatar la
correa de sus sandalias» (v. 7), La perplejidad y la incomodidad que
reflejan los testimonios evangélicos sobre el bautismo de Jesús son
patentes. Estos testimonios, y la tradición cristiana en general, han
devaluado el bautismo practicado por Juan. Como anotó Maurice
Goguel, el bautismo de Juan -que no era un sacramentum en el sentido
propio de este término- revestía un triple carácter: rito lustral de
purificación corporal; rito de agregación por el que se constituía una
efectiva confraternidad de penitentes que esperan ansiosamente el
reino mesiánico y se preparan para él; rito iniciático como el que,
probablemente ya entonces, el judaismo aplicaba a los prosélitos.
Aunque el rasgo culminante era el iniciático condicionado al
arrepentimiento, el que interesa en este contexto es el referente a la
asociación mesiánica. En Mt 3.1-12, se desea alejar cualquier duda
sobre el rango y la función del Bautista versus Jesús: «yo, cierto, os
bautizo en agua con vistas a la penitencia […]; él os bautizará en el
Espíritu Santo y en el fuego». Este era aproximadamente el bautismo
paulino, del que nada supo el Nazareno.
A esta declaración ya programática sigue una breve y pueril
discusión sobre quién debe bautizar a quién, que se zanja con el
enigmático «conviene que cumplamos toda justicia». Uno se pregunta
cuál. El tono dogmático de este theologema traiciona su ahistoricidad.
Como tengo que abreviar mucho, señalaré escuetamente que en Mc
11.27-33 aparece diáfanamente la coincidencia de vocación y de mensaje
entre Juan y Jesús, hasta el punto de que un notable biblista creyente,
como lo es Günther Bornkamm, no vacila en escribir que «la decisión
concerniente a Juan y su bautismo de penitencia, es también la decisión
concerniente a Jesús y su misión». Pero, además, también sabemos lo
suficiente del paralelismo de su historia.
En efecto, Herodes el Grande le asignaba un status no inferior al que
luego asignarán sus discípulos a Jesús: «Este es Juan el Bautista, que ha
resucitado de entre los muertos, y por esto obra en El el poder de hacer
milagros» (Mc 6.14). Aunque luego el evangelista trivializa el relato del
asesinato de Juan, conocemos por Flavio Josefo la verdadera naturaleza
de la cofradía del Bautista, quien no sólo excitaba a los judíos a
practicar la virtud, la justicia y la piedad, y a «unirse en el bautismo»,
sino que también los enardecía y exaltaba con su fogosa palabra:
«Herodes -nos informa Josefo- temía que una tal facultad de persuadir
suscitase una revuelta , pues la multitud parecía dispuesta a seguir en
todo los consejos de este hombre. Prefirió, pues, apoderarse de él, antes
de que se produjese algún disturbio relacionado con él, que tener que
arrepentirse más tarde, si surgía algún movimiento, de haberse
expuesto a peligros. A causa de estos recelos de Herodes, Juan fue
enviado a Macheronte, la fortaleza de la cual hemos hablado
anteriormente, y allí fue asesinado» (Antigüedades Judías XVIII, 5.2.
Cursivas mías). ¿No les recuerda la aventura y el final trágico del galileo
de Nazaret?… Ambos habían iniciado su carrera con idéntica prédica:
«cumplido es el tiempo, y el Reino de Dios está cerca; arrepentios y
creed en la Buena Nueva (evangelion) (Mc 1.15). Pero este mismo
Marcos no se atreve a informar de la verdadera razón de este asesinato,
y prefiere convertirlo en desenlace de una historieta sentimental.
La noticia que nos brinda Josefo dice mucho, pero también oculta
mucho, en consonancía con los demonios que tentaban a su oprimido
pueblo: es decir, el oráculo mesiánico. Ya había advertido Goguel que
una simple doctrina moral, por mucho que enardezca a sus audiencias,
no llega como tal a inquietar a un tirano. Pero si una doctrina así se
inserta en el marco de un mesianismo radical y escatológico, con su
indisociable postulado de transformación política, social y económica,
entonces se convierte en un gravísimo peligro para la hegemonía de
quienes dominan y gobiernan. Tal sucedió también con el Nazareno
frente a la oligarquía judía y a los romanos. Los exégetas apologistas
resbalan deliberadamente sobre la palmaría dimensión política del
mesianismo, tanto del Bautista como del Nazareno.
La teologización dogmática de Juan es patente en Mt 3.7-10, con lo
cual la disociación teológica de algo indisociable -la naturaleza político-
religiosa del Reino, que puede entrañar violencia física de f acto, pero
que no la incluye conceptualmente - lanzó a los biblistas creyentes por
la extraviada senda de la interpretación apolítica v conformista, que
tiene su más autorizada expresión en el capítulo 13.1 -7 de la Epístola a
los Romanos. Incluso Bornkamm, por citar un buen ejemplo, se pliega a
esta pauta antihistórica y declara dogmáticamente que «Juan también,
como Jesús, es el profeta del Reino que llega. El nada tiene en común
con los políticos revolucionarios y con quienes pretenden ser el
Mesías». Alergia incurable a los hechos de la historia.
Este largo, aunque obligadamente esquemático, análisis del
mesianista Juan nos pone de nuevo en pista para examinar la
presunción de mesianidad detectable en Jesús. Como vimos, en Me 8.29
el galileo pregunta a sus discípulos: «Y vosotros, ¿quién decís que soy
yo? Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Mesías». El Maestro no lo
desmiente . Sólo responde para introducir el artificio teológico del
secreto, en cuanto sigilosa operación sustitutoria evangélica de la
mesianidad triunfante por la mesianidad sufriente -una noción inaudita
y novísima, incomprensible para los discípulos-. En los relatos sin
ópticos parece traslucirse un proceso de cristalización más bien tardía
de la conciencia mesiánica de Jesús, de la mesianidad tradicional y
popular, pese al deliberado propósito de estos relatos de poner en boca
del Nazareno una confesión explícita en este sentido. La obsesión
redaccional por acreditar una mesianidad in humilitate, eje del misterio
cristiano, satura estos textos de incongruencias e inverosimilitudes.
Pero una regla heurística incuestionable exige atribuir una alta
probabilidad de autenticidad a dichos o hechos de Jesús que estén en
contradicción con la decisión dogmática definida en el secreto
mesiánico, o que coincidan con el concepto judío tradicional y popular
del Mesías. Nadie asume artificialmente datos o testimonios que dañen
a sus propios intereses, a no ser que exista una tradición oral o escrita
que sea imposible desconocer, en cuyo caso sólo resta el inseguro
expediente de reinterpretarlo o remodelarlo tergiversando su sentido
genuino. Precisamente por ello, estimo que la mejor prueba de que
existió históricamente un hombre conocido después como Jesús de
Nazaret o el Nazareno radica en las insuperables dificultades que los
textos evangélicos afrontan para armonizar o concordar las tradiciones
sobre este personaje con el mito de Cristo elaborado teológicamente ex
post. Nadie se esforzaría por resolver aporías derivadas de dos
conceptos divergentes e inconciliables del mismo referente existencial, si
dichas aporías no surgieran ante testimonios históricamente
insoslayables. La imposibilidad conceptual de saltar de modo plausible
del Jesús de la historia al Cristo de la fe constituye una evidencia interna -
por su virtualidad paradójica- de la altísima probabilidad de que haya
existido un mesianista llamado Jesús que anunció la inminente
instauración en Israel del Reino de Dios de la esperanza judía en el
cumplimiento de las promesas. Ninguna otra prueba alcanza una fuerza
de convicción comparable al espectáculo de los desesperados
esfuerzos, a la postre totalmente fallidos para una mirada histórico-
crítica, por cohonestar el Cristo mítico de la fe con la memoria
oralmente transmitida, aunque de manera fragmentaria, de un hebreo
que vivió, predicó y fue ejecutado por un delito de laesa majestas en el
siglo I de nuestra era.
 
El deseo de apuntalar históricamente el nuevo mensaje soteriológico
-cuestión que aún no le preocupó a Pablo- obligó a los evangelistas a
usar reiteradamente -casi siempre de modo intermitente y elusivo-
tradiciones muy antiguas sobre actitudes y palabras del Nazareno. De
este precioso material, que podríamos calificar de furtivo, puede
inferirse con estimable seguridad que Jesús fue un agente mesiánico
que asumió sustancialmente los rasgos básicos de la tradición davídica
popular y de la escatología de origen profético, aderezadas en alguna
ocasión con acentos apocalípticos. Su mensaje anunció la inminente
llegada del reino mesiánico sobre la tierra de Israel transformada por
una suerte de palingenesia, un reino en el que lo religioso y lo político
aparecían fundidos -sólo disociables con una mentalidad occidental-,
para entrar, en el cual el arrepentimiento y la reconversión espiritual
(teshuvah, metanoia ) resultaba inaplazable y era requisito
indispensable para la intervención sobrenatural de Dios. El verdadero
tour de forcé que significó remodelar este material y verterlo en las
categorías del misterio cristiano exigió una fe ciega y se desarrolló more
rabbinico, es decir, acudiendo a los argumenta e scríptura y a los
vaticinio ex eventu , aislándolos de sus contextos e integrándolos en una
interpretación tipológica y alegórica exuberante e inverosímil.
Bajo los esquemas teológicos de Marcos y de sus continuadores -
quienes pudieron incorporar, sobre todo, los materiales de la fuente Q
(Quelle)-, que operaron la transmutación del Mesías esperado en un
Mesías insospechado que entregaba su vida en función expiatoria y
redentora, asoma más o menos confusamente, pero inequívocamente ,
el Nazareno tal como lo habían percibido sus discípulos en vida, y lo
habían intuido también -según nos indican algunos textos- los poderes
satánicos y las audiencias palestinas que lo vieron y escucharon. Sobre
el terreno bien roturado y abonado por la precoz interpretación de las
comunidades cristiano-helenísticas paulinas o prepaulinas, fue Marcos
el primero que asumió los supuestos teológicos de la cristología que
empezaba ya a ser la dominante en sus líneas esenciales,
encuadrándola históricamente en una narración de corte dogmático: el
Mesías había venido a «dar su vida como rescate (lutron) por muchos»
(Mc 10.45), es decir, a expiar los pecados de los hombres; a preparar la
instauración del Reino; y a difundir los carismas de la salvación.
Quienes no se integren en la Iglesia y no comprendan el misterio de la
Pascua quedan descartados para entrar en el Reino, que ahora, en el
interim, iba a ser ya la Iglesia. El Evangelio de Marcos es incoativamente
un texto eclesiástico, que sólo esperaba los desarrollos de los otros tres
evangelios canónicos. Es un relato dogmático que, aunque transido de
emoción escatológi-ca, mira ya hacia el pasado.
Mientras el Nazareno tenía su vista clavada en el futuro inminente de
la venida del Reino, las iglesias cristianas a las que pertenecen los
redactores sinópticos dirigen su atención preferente hacia el suceso
salvífico que ya tuvo lugar, la muerte sacrificial de Jesús; es decir, hacia
algo pretérito y que es definitivo e irrepetible. Se habían invertido las
perspectivas, quedando abierto el camino hacia la nova religio
 
 
 
 
La figura tradicional del Mesías de Israel es a la que sin duda se
refería Caifas cuando preguntó a Jesús: «¿Eres tú el Mesías, el hijo del
Bendito? Jesús le dijo: Yo soy» (Mc 14.62).
Respuesta inequívoca, como la de Pedro en Mc 8.29, pero seguida
ahora también de una cláusula teológica formulada ex post por el
evangelista para definir, con una extraña intención titulística, la
cristología eclesiástica. Es decir, algo desconocido para el Nazareno, que
habría quedado estupefacto ante la inversión dogmática de la idea
mesiánica, inversión que establecía una radical antítesis entre los
pensamientos de los hombres (la mesianidad prometida y esperada por
el pueblo de Israel) y los pensamientos de Dios (la mesianidad
misteriosa de la Iglesia, Mc 8.33). Puede afirmarse, sin el menor género
de dudas, que si alguien de sus auditorios hubiera preguntado
espontáneamente a Jesús: ¿Maestro, eres un ser divino, capaz, por
consiguiente, de resucitar después de muerto, para retornar al Cielo?, el
Nazareno habría rechazado con espanto e indignación esta presunción
sacrile ga y blasfema para todo judío fiel al monoteísmo estricto de su
religión, que ni siquiera permitía pronunciar el nombre de Dios por
labios de hombre. El judaismo de Jesús incluía un concepto de Dios
como Padre a la vez íntimo y trascendente, infinitamente amoroso e
inalcanzablemente lejano.
El concepto de Mesías, en aquellos días, no implicaba como nota
definitoria la violencia armada, aunque tampoco la excluía. Sólo podía
concebirse, eso sí, como el de un líder victorioso que inauguraría
personalmente el Reino de Dios en la tierra de Israel. Un pretendiente
fracasado era relegado a la condición de goes -taumaturgo o charlatán
con pretensiones mesiánicas-. Jesús promovió la urgencia del Reino
mediante el arrepentimiento y la conversión espiritual, esperando que
esta actitud de radical entrega personal de los judíos a su causa fuese
determinante de la acción milagrosa de Dios para la inmediata
instauración del reino escatológico-mesiánico. Por ello, intentó poner
en marcha un movimiento ideológico revolucionario que debería
transformar la sociedad judía mediante una ética escatológica de
radicales efectos sociales y políticos. Jesús no fue un guerrillero, ni un
terrorista zelota, aunque parece evidente que compartió aspectos
decisivos del zelotismo teológico-político en su reivindicación de la
soberanía absoluta de Yahvé en todos los planos de la vida individual y
colectiva.
No obstante, aparecen intermitentemente en los relatos evangélicos
hechos o indicios inquietantes que apuntan a una violencia física explíc
ita o soterrada, con gran alarma de los obsesos por depurar el
pensamiento y la conducta de Jesús de la menor mácula de uso de la
fuerza -en primer lugar, de todos los escritores neotestamentarios
encargados de construir el mito del Cristo universal y pacifista, y,
seguidamente, de los creyentes de ayer y de hoy-. Samuel Brandon ha
investigado sagazmente el conjunto de tales hechos e indicios,
provocando gran enfado en los biblistas comme il faut. A vuela pluma,
señalemos algunos. La llamada «purificación» del Templo (Mc 11.15-18
y par.) indica un talante y unos hechos de innegable violencia física. Joel
Carmichael, Hugh Schonfield y Hyam Maccoby, entre otros, nos han
ofrecido sabrosos comentarios que muestran que estas vías de fuerza
dirigidas por el Nazareno nada tienen que ver con la tópica
interpretación pacifista de «poner la otra mejilla». Además, sus
connotaciones políticas son palpables.
 
La alusión a una insurrección política en Jerusalén por los días en los
que se apresa y procesa a Jesús provoca sospechas que no es posible ni
eliminar ni tampoco sustanciar, sospechas que se asocian a la noticia de
que un tal Barrabás estuvo implicado (Mc 15.7 y par.). El temor a una
revuelta del pueblo si se apresa a Jesús (Mc 14.2). El conato de violencia
en Getsemaní (Mc 14.47 y par.). La pública y reiterada acusación de
mesianismo (Mc 15.26, 32). La crucifixión entre dos bandidos
(¿insurrectos, sicarios, zelotas?). La denuncia de que Jesús incitaba a la
rebelión popular y condenaba el pago del tributo al Emperador (Lc
23.2, 14). La instrucción del Maestro de que cada discípulo se «compre
una espada» (Lc 22.36). La pregunta a él sobre si debían usar ya las
armas: «Señor, ¿herimos con la espada?», pasando inicialmente a vías
de hecho (golpeando) (Lc 22.49-50), según nos informa también Mt
26.51: «Uno de los que estaban con Jesús extendió la mano, y sacando la
espada, hirió a un siervo del Pontífice, cortándole una oreja».
Excelente ocasión para que el Jesús irénico pueda ser presentado
como escandalizado ante la presencia de armas en acción: «Vuelve tu
espada a su lugar, pues quien toma la espada, a espada morirá. ¿O crees
que no puedo rogar a mi Padre, quien pondría a mi disposición al punto
más de doce legiones de ángeles?» (vv. 52-53). Este último versículo
trasluce claramente que la violencia no está excluida, en cuanto
principio, de los designios de Dios, lo cual corrobora el Nazareno con
esta cualifícación tan restrictiva como gratuita:
«¿Cómo van a cumplirse las Escrituras, que dicen que ha de suceder
así?» (v. 55). Las circunstancias del apresamiento de Jesús por una
cohorte romana (cuatrocientos hombres al menos) al mando de un
tribuno (Jn 18.3, 12). Habría que añadir que el Nazareno tuvo entre los
Doce a hombres asociados de algún modo a la idea de violencia: Simón
el Zelota (Lc 6.15 y Hechos 1.13); Judas Iscariote (Mc 3.19 y Mt 10.4),
que biblistas muy serios y creyentes consideran un zelota, al estimar
que ho Iskariótes es una corrupción morfológica de ho sikarios, epíteto
con el que se identificaba a los zelotas, que hacían uso de la sicca
(espada corta) en sus actos terroristas; Santiago y Juan, los hijos del
Zebedeo, apodados Boanerges, epíteto que sugiere una reputación de
hombres de talante propicio a recurrir a acciones violentas; Pedro
recibe en Mt 16.17 el epíteto Bar Jona, que se traduce por forajido,
proscrito, extremista , y que Martín Hengel señala que fue originalmente
una designación de los zelotas (aunque cree que en Mateo sólo indica
«hijo de Juan»).
El historiador independiente se encuentra hoy con numerosos
indicios que remiten a una historia truncada y adulterada en la que
sobrenadan algunos elementos que apuntan a hechos comprometedores
pero que apenas podemos reconstruir. Brandon observó que en los dos
depósitos más antiguos de la tradición sin óptica -el relato de Marcos y
el repertorio de dichos y hechos de Jesús que figura en la Quelle
(fuente)- no aparece ninguna condena de la violencia, que sólo
encontramos en los textos, más tardíos, de Mt 26.52 y Lc 22.51, cuando
la inversión ideológica del mensaje de Jesús no suscitaba ya problemas
y la apología ad Chrístianos romanos (Brandon) estaba bien
consolidada. Sin embargo, incluso en ambos versículos el rechazo de la
violencia física equivale ya, en el contexto de la pax romana, a un
intento explícito de suprimir la desazonante impresión de conflicto
frontal con el orden establecido y de ruido de espadas que aún se
escuchan en algunos pasajes evangélicos, pese a su manifiesto arreglo.
Pero incluso en Mt 26.54 la condena aparentemente rotunda del v.
52 («porque todos los que empuñan la espada, por la espada
perecerán») queda ostensible mente relativiza-da por el móvil ya
indicado: «¿cómo se cumplirán las Escrituras, que dicen que ha de
suceder así?». La violencia frustraría el plan divino. No es la condena
incondicionada o absoluta de la fuerza (que las legiones angélicas
podrían emplear, de acuerdo con su cometido, al modo esenio), sino
más bien la afirmación de la exigencia de que se cumplan previsiones
proféticas (que no conocemos), aducidas para le gitimar ex eventu un
desastre inesperado. En Lc 22.51 ni siquiera hay condena alguna de la
violencia, sino una prudente decisión. Jesús cura prontamente la oreja
del siervo agredido, limitándose a interrumpir el conato de lucha,
diciendo solamente; «Dejadles, basta ya». La relación de fuerzas, y las
circunstancias, hacían el momento totalmente inoportuno para «herir
con la espada» (v. 49). De lo que leemos en Jn 18.11 se desprende la
misma impresión, no de una violencia condenada, sino de una lucha
imposible. El Nazareno quiso al menos salvar a los suyos: «si, pues, me
buscáis a mí, dejad ir a éstos» (v. 8). El protagonista era él: «el cáliz que
me dio mi Padre, ¿no he de beberlo?» (v. 11). Pero el hecho de que para
prender a Jesús se hubiera enviado nada menos que una cohorte
romana al mando de un tribuno (chiliarchos), más algunos alguaciles de
los sumos sacerdotes y fariseos (Jn 18.3,12), prueba que se presumía la
resistencia de una banda armada. De lo contrario, habría que suponer
que los romanos, tan avezados en el gobierno y en el arte de la
represión, eran superlativamente inexpertos. Para detener a un simple
hombre desarmado no se envía la tropa.
Mc 15.26, y paralelos, resultan, en cuanto al hecho indudablemente
histórico, concluyentes para establecer la mesianidad de Jesús en los
términos de su significado tradicional judío: «el título de su causa estaba
escrito: el rey de los judíos». Lo cual configuraba un delito de sedición,
castigado por Roma con muerte en la cruz. La conciencia mesiánica del
Nazareno debió de madurar lentamente, pero los escritores
neotestamentarios, llevados de su creciente celo teológico, fueron
desnaturalizando ese proceso y adelantando el momento de la
exaltación sobrenatural de Jesús. En Hechos 2.36 y 5.31, la cristología
postpascual se explica por la resurrección y la ascensión a la diestra de
Dios. Marcos la retrotrae al bautismo. Mateo y Lucas la hacen remontar
a la concepción milagrosa en el seno de una virgen. Juan la sitúa en el
origen mismo de la creación. Pablo y sus epígonos, aunque fuera de
todo contexto histórico, afirman la encarnación de un Mesías que es por
naturaleza igual a Dios (Fil 2.5-6) y preexistente desde la eternidad
(Rom 8.3; Gal 4.4; 1 Cor 8.6; Col 1.13 ss.), pese a lo que se declara en
Rom 1.3-4.
En este itinerario cristológico, la nova religio saltó desde la idea de
un hombre (mortal) que se creyó Mesías, a la de un ser divino enviado
como Mesías en figura humana para rescatar a la humanidad pagando
con su sacrificio expiatorio la deuda contraída por la culpa hereditaria
de una ofensa hecha a Dios a causa de la desobediencia de la primera
pareja en el Paraíso.
El delirio de la imaginación teológica alcanzaba un cénit.
 
 
 
 
3.2. Reino de Dios, utopía político-religiosa
La indisociable naturaleza espiritual y material, religiosa y política,
del reino mesiánico anunciado por el Nazareno ha sido
sistemáticamente desalojada por la exégesis eclesiástica del Nuevo
Testamento. Cuando esta idea asoma en los textos, estamos
indudablemente en presencia de testimonios de fuerte presunción de
historicidad, pese a todas las técnicas de la escuela de la historia de las
formas y géneros literarios, y las de los exponentes del Jesús Seminar
tan en boga en América.
Esta concepción del Reino todavía refleja -frente a la penetración del
dualismo helenizante en el judaismo intertestamentario- la
antropología eminentemente unitaria del Antiguo Testamento, en el
que no cabían antinomias entre lo de arriba y lo de abajo, entre lo
celeste y lo terreno, entre lo espiritual y lo material. El Reino
escatológico-mesiánico sería un compendio de hartura material y
superación de las desigualdades económicas y sociales, y de hartura
espiritual en la contemplación del imperio de Dios y en la fruición de
una paz cimentada en la armonía entre los sentidos y la mente.
Sería el Reino de la solidaridad entre los hombres y dentro del
hombre. Pero al mismo tiempo, este orden utópico era el Reino de la
liberación de Israel del yugo pagano y la cesación definitiva de la
condición de pariah del pueblo elegido. Así se entendía por este pueblo
la noción de mesianidad. «Para un maestro religioso como Jesús -
escribe Geza Vermes-, que se dirige, no a una minoría esotérica, sino a
Israel en general, apelar a un concepto tal como «el Mesías», habría sido
plenamente significativo y digno de atención solamente si su noción de
él correspondía, en sustancia al menos, a la de sus oyentes: en otro
caso, su uso de una terminología mesiánica habría simplemente
obstaculizado una concurrencia de las mentes». En realidad, como
señala Vermes, del examen de la plegaria judía y de la interpretación de
la Biblia por el propio Jesús parece que «el único género de Mesianismo
que los auditorios de Jesús habrían entendido, y el único género que
podría haber poseído aplicabilidad en el mundo y contexto de los
Evangelios, es el del Rey Mesías Davídico», La investigación de M. Pérez
Fernández sobre las tradiciones mesiánicas en el targum palestinense
(traducciones litúrgicas sinagogales de textos bíblicos hebreos a la
lengua aramea), datables mayormente en los propios días del
Nazareno, muestran que «el Mesías tiene un rasgo primero y decisivo:
que es rey, y rey de la casa de Judá, y es libertador del pueblo,
congregador de todos los cautivos de Israel y de todos los judíos de la
Diáspora […], vengador de Israel, juez mortal de sus enemigos…». Se
trata de los «rasgos del más típico Mesías nacional». Hay que recordar
aquí que los evangelistas se empeñan (ficticiamente) en establecer la
genealogía davídica del Nazareno a fin de proclamar el significado
tradicional y popular de su mensaje, pues él venía a realizar las
expectativas mesiánicas.
¿Cuáles eran estas expectativas?… A las que acabo de indicar
relativas a la realeza davídica, deben añadirse las que los Sinópticos
expresan inequívocamente, y que no quedan desvirtuadas por la
espiritualización con que intentan teológicamente neutralizar mediante
cualifícaciones exigidas por el mito paulino de Cristo. En Mc 10.28-31,
las preocupaciones de los discípulos son evidentes: discuten sobre las
recompensas en el futuro reino. «Pedro entonces comenzó a decirle:
pues nosotros hemos dejado todas las cosas y te hemos seguido.
Respondió Jesús: en verdad os digo que no hay nadie que, habiendo
dejado casa, o hermanos, o hermanas, o madre, o padre, o hijos, o
campos (agrous), por amor a mí y del Evangelio, no reciba el céntuplo
ahora en este tiempo (en tó kairó) en casas, hermanos, hermanas,
madre e hijos y campos, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo
venidero, y muchos serán los últimos, y los últimos, los primeros». En
Lc 18.28-30 se repite la misma idea, y en Mt 19.27-30 se le agrega que
«cuando el Hijo del hombre se siente sobre el trono de su gloria, os
sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar a las doce
tribus de Israel».
Como es patente, las expectativas genuinas se filtran ya aquí a través
de las especulaciones apocalípticas en las que estaban inmersos los
evangelistas al servicio del misterio cristiano. La Iglesia había optado
por leer alegóricamente declaraciones del Nazareno que desvelan con
certeza el mundo ideológico en que se inserta la aventura mesiánica de
Jesús y sus seguidores.
 
3.3. Inminencia del Reino y reconversión espiritual
El carácter de inminencia de la futura instauración del Reino
escatológico-mesiánico, y la urgencia de la reconversión de quienes
aspiraban a entrar en sus recompensas constituyen elementos genuinos
del mensaje de Jesús. La tergiversación eclesiástica del mensaje
desnaturaliza radicalmente las categorías judías de pensamiento que
regían la mente del Nazareno.
Como dijera Alfred Loisy, «se esperaba el Reino, pero vino la Iglesia».
La alquimia doctrinal del Nuevo Testamento, y la paciente labor de sus
exégetas, han logrado imponer la noción antihistórica de lo que C. H.
Dodd ha designado escatología realizada, y W. G. Kümmel, algo más
prudente, escatología inaugurada. Ambos son así protagonistas de una
espectacular treta de esgrima contra el florete del Johannes Weiss y
Albert Schweitzer, quienes pusieron en un brete la imagen
institucionalizada de Jesús. Según Dodd, el Reino de Dios ya comenzó
con el ministerio del Nazareno en las tierras de Israel.
Según Kümmel, el Reino ya se inauguró con el paso de Jesús sobre
este mundo. Así, las tesis de ambos coinciden en la afirmación de que la
era de la Iglesia es ya en sí misma el Reino de la teofanía en los
corazones, lugar recóndito donde ya se ha producido el tránsito del
viejo eón de la Antigua Alianza al nuevo eón de la Nueva Alianza. La
consumación final de este tránsito tendrá lugar en la parousía y en el
juicio definitivo al término de los tiempos -anunciados también como
inminentes pero que nunca llegan-, y mientras tanto las almas anticipan
su destino final en el instante de la muerte del cuerpo, con lo cual hacen
superflua la espera y redundante la escatología eclesiástica.
Pero Jesús fue el heraldo (keryx) del mensaje (kérygma) de la
inminencia del reino mesiánico por la mano de Dios, cuya irrupción en la
tierra de Israel sería visible, súbita y triunfal sólo en cuestión de días. Por
ello, ni fundó Iglesia alguna, ni instituyó sacramento alguno. La fuerza de
los numerosos textos auténticos que han sobrevivido pese a la
manipulación eclesiástica son incontrovertibles en este sentido.
Veamos algunos.
 
 
En Mc 1.15, Jesús proclama que «cumplido es el tiempo, y el Reino de
Dios está cercano [llega, de engiken]; arrepentios y creed en la buena
nueva». En Mc 9.1, declara el Nazareno: «en verdad os digo que hay
algunos de los aquí presentes que no gustarán la muerte hasta que vean
venir en poder el Reino de Dios». No se trata del Reino de ninguna
Iglesia, ni de un reino en los corazones, sino del Reino esperado,
constituido en poder. En Mt 4.17 se repite la inminencia del gran
suceso. En Mc 11.9-10, la inminencia clamorosa queda certificada en el
grito «¡hosanna!, ¡bendito el Reino que viene de David, nuestro padre!».
Refiriéndose al benévolo consejo de algunos fariseos de ser más
circunspectos, Jesús exclama que si sus seguidores «callasen, gritarían
las piedras» (Lc 19.39-40). En Mc 13.30-31 se reitera: «En verdad os
digo que no pasará esta generación antes de que todas estas cosas
sucedan. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Y
los tres Sinópticos hacen coro para citar el anuncio del banquete
mesiánico: «en verdad os digo -sigue enfatizando Jesús- que ya no
beberá del fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba en el Reino de
Dios» (Mc 14.25, Mt 26.29, Le 22.18).
Como indica Lucas, este beber se refiere a la comensalídad
escatológica con los suyos: «y yo dispongo del Reino en favor vuestro,
como mi Padre ha dispuesto de él en favor mío, para que comáis y
bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis sobre tronos como jueces de
las doce tribus de Israel» (Lc 22.29-30).
Sus palabras pasaron sin cumplimiento , pero la inesperada Iglesia
universal, ajena a Israel, se ha convertido desde entonces en una
omnipotente institución al servicio del orden establecido y garantía
moral del mismo.
La ansiedad ante la inminencia mesiánica, dado el hecho
incontestable de su demora, genera desde bastante temprano cautelas
dirigidas a moderar la tensión y, a la vez, a alimentar la vigilancia: «En
cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del cielo, ni
el Hijo, sino sólo el Padre.
Estad alerta, velad, porque no sabéis cuándo será el tiempo…, etc.»
(Mc 13,32-37). Esta admonición, puesta artificialmente en labios del
Nazareno, corresponde a la expectativa de la parousía post-pascual,
cuando ya la trágica tribulación personal de Jesús había dejado todo
como antes de su muerte.
Pero el texto ofrece alto valor para invalidar todos los intentos
apologéticos de situar el comienzo efectivo del Reino en un tiempo
indefinido en los corazones, que no es visible, ni puede fecharse. Nadie
conoce el «día» y la «hora» (v. 32), a no ser que Dodd o Kümmel hayan
tenido el privilegio de conocerlos.
Lo auténtico y cierto es que el Nazareno abrigaba la absoluta
convicción de que el Reino estaba al llegar, a la mano, y que sería un
impresionante acontecimiento visible y datable, tangible y público. Por
ello hay que estar alerta, «no sea que, viniendo de repente, os encuentre
dormidos» (v. 36). No es posible decirlo más claro: estad despiertos, no
vaya a ser que
«de repente venga sobre vosotros aquel día…» (Le 21.34).
Pero no hubo caso, porque jamás llegó.
 
 
 
3.4. Radicalismo y ética escatológica
 
La novedad del mensaje de Jesús no consiste en postular nuevas
normas o adicionales preceptos. En una investigación reciente, Hyam
Maccoby ha despejado toda duda sobre su riguroso respeto a la Ley
(Torah). En Mc 12.28-34, el Nazareno, en amigable diálogo con un
escriba, formula los dos mandamientos básicos del judaismo: amar a
Dios sobre todas las cosas, y amar al prójimo como a uno mismo.
Ninguna novedad. En la aplicación práctica de los preceptos, «Jesús fue
un observante de la Ley y un judío leal. Su religión fue el Judaismo, y su
fe se basaba en la Biblia judía. No se le ocurrió pensarse a sí mismo
como una figura divina. Tal creencia habría sido, para él, una
transgresión directa del primero de los Diez Mandamientos. El hecho
de que Jesús no abogase por ninguna desviación de la religión judía
está probado por la práctica de los seguidores que formaban la "Iglesia
de Jerusalén" bajo el liderazgo de Santiago, Pedro y Juan. Éstos fueron
todos adherentes piadosos al Judaismo, que observaban la circuncisión,
el sábado, las leyes alimentarias, los festivales y ayunos, el culto
sacrificial del Templo, y las otras observancias del judaismo farisaico.
Es evidente que nada de lo que Jesús les decía les hizo pensar que estas
observancias fueran a quedar interrumpidas» (Hyam Maccoby, Judaism
in the first century, Londres, 1989, p. 35). Estas vivencias de inminencia
escatológico-mesiánica y de reconversión ética urgente que se
manifiestan en el ánimo del Nazareno no parecen discutibles, a la vista
del conjunto testimonial de los Evangelios. Sin embargo, un historiador
y biblista de tanto prestigio como Geza Vermes ha despotenciado el
valor y el significado de ese conjunto testimonial y ha interpretado en
términos estrictamente eticistas e intimistas la esperanza escatológica
de Jesús. Vermes lo presenta como un judío muy próximo al pietismo
hasídico y totalmente entregado a la idea del arrepentimiento urgente
(teshuvah) y de la fe y confianza ciega en Dios (emunah) como
condiciones de la inmediata instauración del Reino de Dios. Según él, la
inminencia escatológica en el mensaje de Jesús no apunta a una
instauración como suceso súbito en un momento -aún desconocido- del
tiempo, públicamente visible y constatable, sino como una maduración
invisible que se opera en los corazones, despojada de las connotaciones
mesiánicas de la religiosidad popular en aquellos días. «La cuestión, en
la escatología del Nuevo Testamento -afirma-, consiste en el
movimiento real mismo de darse la vuelta, de entrar en el Reino. Es en
la entrega del yo a la voluntad de Dios como su soberanía es realizada
en la tierra» (G. Vermes, Jesús and the world of Judaism, Londres, 1983,
p. 39); pero una realización cuya sede es la intimidad del sujeto en su
vida cotidiana. Así,
«el Reino, aunque aún no enteramente presente, no se concibe como
una realidad futura. Su pronto establecimiento ha de realizarse ya por
el familiar teshuvah». La acción del Reino se delata ya en las curaciones
y exorcismos -«divinamente sostenidos»- de Jesús (The religión of Jesús
the Jew, Londres, 1993, pp. 139-140). El Nazareno queda así desposeído
de todo dramatismo.
Esta tendencia, muy extendida, al reduccio nísmo eticista , con
categorías modernas por lo general, ha alcanzado un punto extremo -
que Vermes, sin duda, no podría admitir- en el trabajo de un grupo de
biblistas anglosajones asociados bajo la rúbrica The Jesús Seminar, a
quienes merece la pena dedicar una fugaz referencia.
El libro de R. W. Funk y R. W. Hoover, Five Gospels, One Jesús! What
did Jesús really say? (Sonoma, 1992), precedido por el de J. D. Crossan,
The historical Jesus. The life of a Mediterranean Jewish peasant (New
York, 1991), y seguido por el de B. L. Mack, The lost Gospel: the book of Q
and Christian origins (San Francisco, 1993), ofrecen el núcleo teórico
sustancial de esta novísima interpretación de Jesús, si bien sus autores
y sus epígonos no se pliegan a un modelo coincidente en todos sus
detalles, sino abierto a importantes matizaciones. Pero todos estos
retratos del Nazareno emergen de un mismo fondo común de enfoque y
metodología, centrados en la reconstrucción estratificada y completa de
la famosa fuente Q (Quelle), a partir de los Evangelios Sinópticos,
asociados al Evangelio de Tomás, texto gnóstico, recuperado en su
integridad en copio gracias al descubrimiento de una gran biblioteca de
textos antiguos en Nag Hamadi, en el año 1945. Las investigaciones del
Jesús Seminar, en su empresa de rigurosa expurgación de todo
testimonio carente de autenticidad, sólo acepta un 18%
aproximadamente de los dichos atribuidos a Jesús en los Evangelios; a
este exigente escrutinio hay que añadir la cruel poda a que ha sometido
los textos de carácter narrativo de esos escritos. El resultado global de
esta extrema crítica de fuentes comporta la eliminación inapelable en la
aventura del maestro de Nazaret de todo lo que se refiere al marco
mesiánico-escatológico y apocalíptico en el que los mencionados
relatos insertan el ministerio y el magisterio de su héroe: las noticias
sobre su origen sobrenatural y humano, sobre sus curaciones,
exorcismos y milagros, sobre su persecución y su pasión, sobre su
resurrección, ascensión y prometido retorno en gloria, pasan al
depósito de fantasías y falsedades de la historia heredada. Esta
liquidación al por mayor de la mercancía neotestamentaria no sólo es
legítima, sino que es también necesaria su difusión pública para
contribuir a superar la ignorancia de la masa de creyentes, inmersa en
la fe en las supercherías de una tradición religiosa ancestral inasumible
en lo que se refiere a su veracidad. Lo grave e inaceptable es la voluntad
de los promotores del Jesús Seminar de exonerar al Nazareno de los
ingredientes míticos con los cuales él mismo forjaba su propia visión de
los tiempos del alumbramiento de la instauración mesiánico-
escatológica que anunció y promovió con toda la fuerza de su
personalidad carismática.
Depurar la mente del visionario galileo de esos ingredientes míticos
es una operación historiográficamente arbitraria y teológic amente
engañosa. La desmitologización operada en su día por R. Bultmann
afectaba a la propia figura de Jesús, no sólo, en numerosos contenidos
de la representación mitológica del mundo en la Palestina del siglo I, a
las primeras comunidades cristianas. Su mentalidad y sus
representaciones religiosas eran intensamente míticas e insertas en el
contexto de la esperanza de Israel, inseparables, en todo el período
intertestamentario, del contexto mesiánico-escatológico, aunque aún
no adulteradas por la reinterpretación paulina del suplicio de Cristo.
Buitmann exoneró a Jesús de la imaginería cristiano-helenística de
Pablo y de la Iglesia subsiguiente, pero no del lastre mitológico del
paradigmático judío Jesús de Nazaret en el tiempo de las tribulaciones
mesiánicas. La alternativa hermenéutica buitmanniana -la
interpretación del keryma de Jesús con categorías existencialistas y
luteranas- nada tiene que ver, como veremos enseguida, con la
propuesta de los miembros del Jesús Seminar.
 
John Dominique Crossan puede tomarse como ejemplo brillante y
representativo de esta escuela exegética. El nivel más antiguo de la
Quelle, estudiado a partir sobre todo de la fecunda investigación de J. S.
Kioppenborg, The formation of Q (Philadelphia, 1987), constituye la
estructura ideológica fundamental para desvelar la idiosincrasia de
Jesús como persona y la esencia de su mensaje, que Crossan define
como «un Cinismo Judío», identificable por «un aspecto exterior y una
vestimenta, un modo de comer, de vivir y de relacionarse que
anunciaban su desprecio de los honores y las vergüenzas, del patronaje
y el clientelismo» (ob. cit., p. 421). Era la protesta cínica contra el
sistema social vigente apoyado en normas convencionales protectoras
de los intereses dominantes. «El Jesús histórico fue un cínico judío
aldeano […]. No fue un corredor de comercio (broker) ni un
intermediario, sino, algo paradójicamente, el anunciador de que
ninguno de ambos debe existir entre humanidad y divinidad o entre la
humanidad y sí misma. Milagro y parábola, curación y comida, eran
calculadas para forzar a los individuos al contacto espiritual y físico con
Dios sin mediaciones, y al contacto espiritual y físico inmediato de unos
con otros, Anunció, en otras palabras, el Reino de Dios, sin mediación y
sin corretaje (brokerless)» (pp. 421-422). Esta elíptica semblanza se
repite con idénticas palabras por Crossan en su libro de 1994, Jesús. A
revolutionary biography, p. 198).
B. L. Mack reitera este sello de escuela al escribir que «los agudos
dichos de Jesús en Q muestran que sus seguidores lo veían como un
sabio de corte cínico» (ob. cit., trad. castellana, Barcelona, 1994, p. 125);
y explica que, como buen cínico, estaba más interesado «en la cuestión
de la virtud (areté), o en cómo debía vivir un individuo, dado el fracaso
de los sistemas sociales y políticos para proporcionar lo que ellos
llamaban una forma de vida natural» (p. 128). La lectura crítica de los
Evangelios, descargados de la teología eclesiástica, muestra que «Jesús,
tal como lo recuerda el pueblo de Jesús, se parecía más a un maestro
cínico que a un Cristo-salvador o a un Mesías con un programa para
reformar la sociedad y la religión judías del Segundo Templo» (p. 253).
El Jesús del Seminar es el producto de un rabioso secularismo
postmodernista que apenas resiste la pátina teológica que exige,
aunque sea mínimamente, el género al que el Nazareno
irrevocablemente perteneció. Un Jesús exento de mitos.
La seriedad y reverencia con las que Vermes se acerca a la
personalidad de Jesús impiden asociarlo, ni remotamente, al desenfado
interpretativo que manifiesta el Jesús Seminar ante el visionario galileo.
Sin embargo, uno y otro comparten un elemento decisivo de sus
respectivos retratos: el Nazareno nada tuvo que ver con la
preocupación escatológica-mesiánica en que lo sumergen los
Evangelios Sinópticos. Para Vermes, aunque no lo diga, admitir
veleidades de orden mesianista, adulteraría el retrato del judío íntegro
y cabal que eligió para Jesús. Subrayó así con energía, «la ausencia total
de interés de Jesús en las realidades políticas y económicas de su
tiempo. No fue un reformador social ni un revolucionario nacionalista,
pese a recientes pretensiones de lo contrario» (Jesús and the world
of]udaism, ob. cit., p. 50). No es un fabulador apocalíptico, pues «del
mismo modo que…, practicando y con ello sancionando los poderes del
exorcismo y la curación, tendió a localizar en este mundo la lucha del
bien contra el mal, en lugar de situarla en la arena mítica
extramundana, así también transforma en realidad los ingredientes
"irreales" de la imaginería heredada del Reino» (p. 36).
Para él hubiera sido incomprensible «un credo centrado en la
muerte y la resurrección del Mesías» (p. 54), a la manera de Pablo de
Tarso. Ahora bien, cuando se hace una valoración global de los
documentos más significativos sobre la figura de Jesús y la
circunstancia histórica que le tocó vivir, una conclusión parece clara y
convincente : el núcleo escatológico-mesiánico del anuncio del Nazareno
es histórico, forma parte del legado mítico que él mismo heredó y asumió;
por el contrario, el mito paulino de Cristo es, referido a Jesús, una ficción
teológica que abrió el camino para una «nova religio», el cristianismo.
Una lectura de los Evangelios en el contexto de una información
solvente del judaismo demuestra la exactitud de esta conclusión de
Maccoby.
Pero lo que resultaba una novedad era el radicalismo de la ética
escatológica que Jesús impuso a los destinatarios del Reino en las vísperas
de su instauración. Lo peculiar de esta ética no consistía en un código de
reglas destinadas a la convivencia en una sociedad duradera, sino en el
acento de urgencia y de integralidad con que tenía que ejercerse el
doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo. Era la radical
exigencia de una ética de entrega total para el tiempo brevísimo que
precede a la eclosión inminente del Reino. En este capítulo del keryma de
Jesús es donde se manifiestan con mayor crudeza y rudeza las
tergiversaciones que la doctrina y la práctica eclesiásticas han inflingido
al mensaje del Nazareno. No se ha comprendido que solamente una
ética no prevista para durar, no exigida con pretensiones de vigencia en
un mundo secular, podía reclamar sin la menor reserva la concentración
de todas las potencias del corazón y de la mente en la idea de servicio y
negación de sí en el último minuto del último lapso de tiempo que resta
para el agotamiento del eón premesiánico. No captar esta forma
absoluta del mensaje ético del Jesús histórico lleva a condenarse a
ignorar la nota diferencial de su empresa. Sólo, y no más que hasta
cierto punto, la iglesia original de Jerusalén acogió por un corto espacio
de tiempo las exigencias de esta ética improrrogable, a juzgar por el
testimonio de Hechos 2.44-46, 4.32-37 y 5.1-ll.
La parenética paulina (Gal 5.16-26, 1 Cor 6.12-18, Rom 13.1-10, etc.)
no tiene ya nada de común con la forma y el sentido de la ética esca-
tológica predicada por Jesús.
El visionario de Galilea tenía una fe ciega y plena en que todo su
anuncio se cumpliría en tiempo brevísimo por la mano de Dios con el
arrepentimiento y la actitud de los hombres.
Poniendo en la literalidad de cada palabra la seriedad y el
dramatismo que quiso infundir en sus sentencias, dijo el Nazareno:
«Tened fe en Dios. En verdad os digo que si alguno dijese a esta
montaña: quítate y arrójate al mar, y no vacilare en su corazón sino que
creyere que lo dicho se ha de hacer, se le haría» (Mc 11.22-24). Esta
premisa de toda la ética de Jesús es la de un visionario que se cree
poseído por Dios, e intermediario de una sublime utopía que para él es
más real que los sucesos cotidianos de un mundo que tiene las horas
contadas. Por ello, su mensaje ético es incompromisorio, pleno, total,
cuya obediencia no admite un más o un menos según las conveniencias
de cada día. La premisa de la fe ciega es, ella misma, la parte
fundamental de esta ética. Sólo admite el todo o nada, y ahora mismo.
La fe es ímbatible y lo mueve todo. Precisamente en su patria, «él se
admiraba de su incredulidad» (Me 6.6), y así «no pudo hacer allí ningún
milagro» (v. 5). Lo que revela los mecanismos de la creencia en
milagros, tanto como el «milagro» de esta creencia.
El decisivo elemento de urgencia y radicalidad está ya
tempranamente expresado en Me 8.34-35: «el que quiera venir en pos
de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Pues quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda la vida
por mí y la buena nueva, ése se salvará». Pero si se desgaja esta
perentoria exhortación a dejarlo todo y seguirle, del marco escatológico
en que debe insertarse como su habitáculo natural, entonces se
trivializa su contenido, como sucedió muy pronto según crecía la
Iglesia. En Mc 10.17-27 está ya inequívocamente presente la ética
revolucionaria que caracteriza la predicación del Nazareno de un Reino
futuro pero inminente que transformará la tierra. Esta ética decreta la
caducidad perentoria de toda sociedad estructurada en dominantes y
dominados, en ricos y pobres. Pero hay que advertir que la lógica del
reino mesiánico lleva, por su propio impulso utópico, a una superación
de todo planteamiento en términos de justicia social. De ahí que los
movimientos ideológicos revolucionarios desnaturalizan el carácter
escatológico y palengenésico del Reino de Dios, tal como aparece en la
mente de Jesús, cuando lo invocan como precedente de la organización
socialista o comunista de la sociedad. Esta pretensión tiene que invocar
otros títulos, pues el ideal escatoló gico-mesiánico se inscribe en un
marco soteriológico que desborda intrínsecamente toda sociedad
secular. Como ya he dicho, el Reino se postulaba como una entidad
religioso-política, pero en este doble adjetivo quiere expresarse una
fusión estricta de ambos planos, que no traduce la idea trivial de su
mera agregación. La historia judía es una historia sagrada, inconciliable
con todo análisis que opere inicialmente con dos categorías
conceptualmente independientes: lo religioso y lo político. Por
consiguiente, los apologetas de la fe eclesiástica deben renunciar a las
simplificaciones espiritualizantes de un Jesús celeste que repita sin
cesar «mi Reino no es de este mundo». No hablemos ya de esa retórica
miscelánea llamada doctrina social de la Iglesia . El Jesús histórico nada
tiene que ver ni con los unos ni con los otros, porque se regía por las
categorías judías del mesianismo escatológico.
El Nazareno pedía el cumplimiento radical y pleno de la ley mosaica.
Pero aun si alguien dice que cumple todos los mandamientos, él le
responde que para salvarse, «una sola cosa te falta: vete, vende cuanto
tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y
sígueme. Ante estas palabras se nubló su semblante y se fue triste,
porque tenía mucha hacienda. Mirando en torno de sí, dijo Jesús a sus
discípulos: ¡Cuan difícilmente entrarán los ricos en el Reino de Dios!
Los discípulos quedaron espantados al oír esta sentencia.
Tomando entonces Jesús de nuevo la palabra, les dijo: Hijos míos,
¡cuan difícil es entrar en el Reino de los cielos! Es más fácil a un camello
pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios»
(Mc 10.21-25). Para un intérprete que valore esta perícopa en su
sentido contextual -es decir, en el marco escatológico-mesiánico de las
ideas visionarias del Nazareno-, esta exigencia era extrema pero
coherente.
Quien quiera entrar en el Reino debe hacer sin la más mínima demora
dos cosas: entregar todos sus bienes a los pobres, y seguir en el acto,
abandonándolo todo (familia, cargos, honores, compromisos, etc.) al
Maestro. Mañana ya es el Reino, hoy es la prueba definitiva e inaplazable
que se exige para entrar en él. Sólo si el Reino realmente llegaba y el
vaticinio de Jesús se cumplía, la decisión adquiría sentido y coherencia.
En caso contrario, la ética escatológica demostraba su inanidad y se
hundía al mismo tiempo que el oráculo mesiánico. La emergencia de la
Iglesia acredita que sucedieron ambas cosas.
Como ejemplar utopía , se trataba de una ética acósmica, no terrenal,
en sus exigencias, pero proclamada para regir en un mundo real
sostenido por Dios en una Jerusalén transformada.
Sin embargo, en las vísperas, se trataba de una ética agónica, de lucha
contra los enemigos públicos de Dios. El amor fraternal al prójimo
incluía a los enemigos privados (inimici), pero también a los enemigos
públicos (hostes) en tanto en cuanto entrasen en una relación personal
o privada en virtud de cualquier circunstancia. Es decir, cuando el
enemigo público en general se convierte en mi próximo, debe
extendérsele también a él la regla del amor fraternal. La parábola del
samaritano ilustra diáfanamente el imperativo del amor al prójimo
cuando éste entra en una relación personal, inmediata, aunque sea un
extranjero, un hereje o un pagano (Lc 10.30-37). Un prójimo.
Los campos aparecían bien delimitados en el suelo de Palestina. El
Nazareno no sólo imponía una ética de fraternidad para los aspirantes
al Reino, sino también, y con el mismo rigor, una ética de hostilidad y
lucha ideológica frente a los enemigos públicos (hostes) del Dios de
Israel. Éstos eran: de una parte, los poderes paganos que pervertían al
pueblo judío o que explotaban sus bienes y sus tierras; de otra parte, las
clases y colectivos palestinos que formaban la oligarquía social y
política: saduceos, alto sacerdocio, herodianos, algunos sectores de
fariseos y escribas, y de modo cua lificado los ocupantes romanos, que
encontraban en esta oligarquía, en mayor o menor medida según la
coyuntura y los casos, un poder colaborador vinculado al orden
establecido por comunes intereses de dominación, y opuesto a quienes
intentasen alterarlos. El programa mesiánico de Jesús representaba un
grave riesgo. Aunque los Sinópticos, tanto por razones teológicas como
políticas, oscurecen o suprimen toda formulación explícita de esta
dimensión ética agónica, sus relatos están saturados de actitudes y de
palabras inmisericordes y atroces contra los enemigos públicos del
reino escatológico-mesiánico, con sus connotaciones subversivas del
orden económico, social y político reinante.
En Mt 17.24-27, por ejemplo, aparece explícitamente esta hostilidad
a propós ito del pago anual de la tasa (la didrachma) del Templo a que
venía obligado todo varón judío. Los recaudadores reprocharon a Pedro
que el Nazareno «no paga las didrachmas» (v. 24). La respuesta de Jesús
al discípulo manifiesta, bajo su ironía, un despectivo desafío a la
aristocracia sacerdotal (vv. 25-26). Como desenlace, se compone una
historieta milagrosa que permite, para no «escandalizar», pagar un
tributo que el Maestro reputaba ilegítimo. Cuando escribe el
evangelista, las comunidades cristianas estaban ya comprometidas en
la concordia fiscal con el sistema de dominación vigente.
Jesús se oponía resueltamente a la dominación romana. Es éste el
punto más tenazmente disimulado o falseado por Pablo y los
evangelistas. Los escritores eclesiásticos habían perdido contacto con la
empresa real y el pensamiento genuino del Nazareno, que se
caracterizó por una hostilidad radical a los paganos y apóstatas, y a
cuantos apareciesen como confabulados contra su ministerio público:
los que él calificaba reiteradamente de «raza de víboras».
Los romanos presidían la simbiosis de los enemigos públicos, como
ha quedado impreso con letras de fuego en el drama principal de la
aventura de Jesús: su apresamiento, proceso y ejecución por el poder
romano. No resulta posible apoyar en el argumentum e silentio la
ausencia de una postura anti-romana de parte de Jesús. Los
evangelistas se ocuparon diligentemente de suprimir toda posible
alusión a esta gravísima cuestión -especialmente después de la
catastrófica guerra judía-. Por el contrario, la ausencia de la menor
condena del zelotismo en los textos evangélicos -donde saduceos,
fariseos, herodianos, etc. son ardorosamente atacados- configura un
estimable argumentum e silentio a favor de una relativa afinidad de
Jesús con ciertas ideas del nacionalismo de los zelotas.
Por razones de espacio, me limitaré a un rápido análisis del episodio
que los apologetas exhiben como prueba concluyente de la actitud
neutral y pasiva de Jesús hacia el poder romano: su postura respecto
del pago del tributo al Emperador (Mc 12.13-17). Las premisas
teológicas que fundamentaban el total rechazo de este tributo habían
sido ampliamente difundidas en los días de Jesús con la ideología
religioso-política del zelotismo : los hombres y los ciudadanos de Israel
pertenecen a Yahvé. Cualquier tributo censal o de capitación pagado al
César era un acto de sumisión personal a otro Señor, y por consiguiente
una traición a Dios, una apostasía de hecho. En el episodio compuesto, o
recompuesto, por Marcos, la respuesta a la pregunta formulada
públicamente al Nazareno se produce tácitamente por referencia -en
consecuencia, no toma la forma de un sí o un no-, tomando pie en la
efigie del Emperador sobre una cara de un denarius. El sentido de esta
respuesta era obvio e inequívoco para todo el que conociese las muy
difundidas implicaciones teológicas del asunto, ciertamente relevante
en aquel período crítico del judaismo en Palestina. Pero este sentido
desaparecería para los gentiles, o los judíos de la diáspora, que
ignorasen tales implicaciones teológico-políticas. Los evangelistas
tenían todo el interés en no explicarlas. La astucia de Marcos -obediente
ya a la ideología paulina de Rom 13.1-7, que siguen igualmente Mateos
y Lucas- consistió en no consignar para sus lectores las implicaciones
religiosas de la pregunta, que resultaban indispensables para captar el
sentido de la respuesta atribuida a Jesús.
Lo primero que hay que señalar es que la pregunta no es tal pregunta
. En el sentido riguroso del término, se pregunta para saber lo que no se
sabe; es decir, para informarse. Pero en esta ocasión, los interrogadores
habían seguido y acosado a Jesús desde los comienzos de su
predicación y conocían ya perfectamente la enseñanza del Nazareno en
este punto tan relevante. Ahora sólo se trataba de obtener de él una
declaración pública y solemne en la capital religiosa y política de Israel
por la que se rechazase abiertamente el pago del tributo al Señor
extranjero. La encerrona estaba bien urdida, pues la confabulación
contra Jesús necesitaba ser ahora algo más que un rumor o un
magisterio velado dicho en parábolas (Mc 12.12, 4.10-12, 4.33-34). Se
necesitaba
un pronunciamiento público que permitiera sustanciar una denuncia
por sedición. Pienso que fue el rechazo del tributo, tanto o más que su
pretensión de mesianidad, lo que condujo a Jesús a la cruz. Visto así, la
perícopa evangélica sobre este asunto cobra un relieve insospechado.
No se trataba realmente de definir sólo un punto de doctrina, sino de
poner en manos del gobernador romano una prueba indubitable de
subversión.
Para los evangelistas, exonerar a Jesús, a toda costa, de este cargo
resultaba determinante para demostrar que su héroe no fue un Mesías
tradicional que promovió la instauración divina del Reino en la Nueva
Jerusalé n, sino el Dios encarnado que vino para expiar con su muerte el
pecado de la humanidad. Al propio tiempo, la recentísima acción
violenta en el Templo -existía ya la tradición de que el Mesías debía
destruir el viejo Templo prostituido y sustituirlo por uno nuevo e
inmaculado- también había colmado la paciencia y el temor de la
oligarquía sacerdotal, porque «llegó todo esto a oídos de los príncipes
de los sacerdotes y de los escribas, y buscaban cómo perderle; pero le
temían, pues toda la multitud estaba maravillada de su doctrina» (Mc
11.8). Los herodianos y los fariseos necesitaban ahora, ellos también,
«sorprenderle en alguna declaración» (Mc 12.13). Acercándosele, le
preguntan: «¿es lícito el tributo al César, o no? ¿Debemos pagar o no
debemos pagar?» (v. 14).
En segundo lugar, obsérvese que no se le pregunta si hay obligación
de pagar el tributo , sino si es lícito (exestin) pagar el tributo. En este
atributo verbal está inequívocamente implícita -para los advertidos- la
cuestión teológica. No se pregunta si es lícito a los romanos cobrar el
tributo, sino si es lícito a los judíos pagarlo. Mt 22.17 y Lc 20.22 repiten
literalmente la cuestión de la licitud; este tenor redaccional prueba que
se trataba de una de las cuestiones más candentes del día entre el
pueblo judío, porque señalaba una frontera entre quienes se
conformaban con el estatuto de Israel como colonia de un Estado
pagano y quienes se alineaban con el nacionalismo político-religioso de
los judíos. Jesús estaba de este lado, como vamos a ver.
La licitud de pagar o no el tributo entrañaba una doble cuestión: una
cuestión de obediencia al Emperador como soberano en terreno
conquistado, y una cuestión de fidelidad a Yahvé como señor del pueblo
elegido, que le debía una lealtad íntegra derivada de las recíprocas
obligaciones de un pacto (berith). Como la pregunta no era tal sino una
treta, una encerrona, una respuesta afirmativa en boca de Jesús
equivaldría a condonar un doble pecado: de idolatría y de apostasía .
Conociendo muy bien la opinión del Nazareno, los interrogadores lo
ponían en una situación realmente difícil y comprometida. Si negaba la
licitud del pago del tributo, este grave pronunciamiento público
desencadenaría una inmediata reacción romana violenta que él no
deseaba provocar, pues todo indica que estaba convencido de que el
Reino sólo podía imponerse por la mano milagrosa de Dios en el
contexto de una movilización ideológica en la dirección del
arrepentimiento y la obediencia a la Ley. Si admitía la licitud del pago,
no sólo arruinaba ante sus seguidores la excelencia y crédito de su
causa, sino que cancelaba ante su inquebrantable conciencia la empresa
a la que se había consagrado enteramente por inspiración de Dios.
Jesús, hombre de gran coraje personal e integridad moral, pero también
astuto como una serpiente, improvisó la estratagema del denarius con
la efigie del César: «¿De quién es esta imagen y esta inscripción?
Ellos dijeron: del César. Jesús replicó: dad al César lo que [en el latín
de la Vulgata, quae, las cosas que] es del César, y a Dios lo que es de
Dios. Y se admiraron de él» (Mc 12.16-17).
 
 
La efectista anfibología se centra en la moneda: como ostenta la
efigie del César, puede tomarse a primera vista como una cosa que
pertenece a él; pero el tributo no es la moneda, que es un simple medio
de pago, sino el acto de sumisión personal, que sólo se le debe a Dios. La
sinécdoque tuvo éxito.
Intérpretes eclesiásticos del Nuevo Testamento traducen
literalmente apodóte por «restituid» o «devolved» -en lugar de «dad»-,
creyendo afianzar así la exégesis heredada y a todas luces falseadora.
Realmente, esta traducción, además de no alterar el significado de lo
que estoy explicando, enfatiza el juego de la sinécdoque astutamente
compuesta para el caso, pues se subraya el giro metonímico que busca
desplazar la cuestión de la licitud del pago del tributo mediante la
inserción de la deliberadamente equívoca referencia a una moneda que,
por llevar la efigie imperial y haber sido acuñada en las cecas del
Estado romano, podría convencionalmente tomarse en sentido lato por
«cosa» perteneciente al César, algo que había que restituir. Se trataba de
una respuesta que salvaba aparentemente las formas, pero que
realmente revelaba sin equívocos el fondo del pensamiento de Jesús: el
sentido de su posición no podía -estimaba él- escapárseles a quienes
debían entender que no era lícito entregar al César lo que era de Dios, a
saber, la lealtad personal del pueblo de Israel. La sumisión fiscal en
materia censal solamente se le debía al Señor legítimo de los judíos,
porque el tributo per capita era el símbolo cualificado de obediencia y
fidelidad al único soberano de Israel.
Lucas perfila la maquinación urdida contra Jesús: «quedándose al
acecho, enviaron espías, que se presentaron como varones justos, para
sorprenderle en su doctrina, de manera que pudieran entregarlo a la
autor idad y poder del gobernador» (Lc 20.20). Es decir, los altos
sacerdotes y escribas conocían exactamente la opinión denegatoria del
Nazareno respecto del pago del tributo (actuaban simplemente «para
sorprenderle en su doctrina», v. 20). Necesitaban sólo una declaración
indubitable a la luz del día. Fueron hacia él a tiro hecho a fin de «que
pudieran entregarlo a la autoridad y poder del gobernador». No había
curiosidad, sino conspiración. Pero la fértil astucia de Jesús frustró
sutilmente la treta: «no pudiendo sorprenderle en sus palabras delante
del pueblo, y maravillados de su respuesta, callaron» (v. 26. Cursivas
mías). La cláusula delante del pueblo que nos brinda Lucas vale mucho
oro para conocer el verdadero móvil de todo el episodio: no se trataba
de conocer su doctrina -que sabían muy bien que era denegatoria -, sino
de que la declarase públicamente, ante todos, como testimonio de un
acto de laesa majestas. ¿Cómo cientos de sesudos exégetas resbalan
sobre una evidencia tan luminosa? La ofuscación de la fe recibida nubla
la vista de los mejores talentos. Una mente bien informada y sin
prejuicios tiene que ver que Jesús se pronunciaba en contra del pago del
tributo, pero que eludía declararlo públicamente en aquellas
circunstancias.
En este contexto, la noticia que nos suministra Lucas, según la cual
los miembros del Sanhedrín acusaron al Nazareno ante Pilato de que lo
sorprendieron «subvirtiendo a nuestro pueblo», y que «prohibe pagar
el tributo al César» (Lc 23.1-2), parece concluyente. Además de que
Jesús no la desmiente ante el gobernador, la denuncia habría resultado
incongruente y absurda si el Nazareno hubiera declarado públicamente
muy pocos días antes, en presencia del pueblo, que es lícito pagar el
tributo al Emperador.
Los denunciantes sabían perfectamente lo que todos conocían: que
Jesús rechazaba la licitud del pago del tributo. Pero no se ciñó a lo que
nos ha enseñado la cate quesis: responder «si o no como Cristo nos
enseña». Sólo un necio puede poner en tela de juicio que si su
magisterio fuera favorable al pago del tributo -como lo requería la
imagen sinóptica de un Mesías celeste totalmente ajeno a las discordias
políticas-, Jesús habría replicado lacónicamente con un simple y
rotundo «sí». De este modo habría logrado de un solo golpe dos
objetivos: chasquear públicamente a sus hostigadores y granjearse la
benevolente protección de las autoridades romanas. Se podría argüir, a
la desesperada, que si era desfavorable al pago del tributo, pudo haber
respondido «no», y que no lo hizo. Pero esta hipótesis no respeta la
complejidad de la situación que el propio evangelista escenifica
cuidadosamente para hacer pasar ante sus desinformados lectores como
afirmativa una respuesta de sentido negativo para los buenos
entendedores -su séquito y todos los judíos conocedores de la tesis
zelota, a la que se ajustaba en este asunto la posición de Jesús-. Este
quiso expresar la recta doctrina, pero, a la vez, burlar el designio
criminal de sus interrogadores. Los proyectos del Nazareno no se
acomodaban a ese designio. Por ello, los discípulos y circunstantes se
maravillaron (exethaumazon) de la habilidad del Maestro (Mc 12.17).
No era para menos. Pero no porque él hubiera afirmado la licitud de
pagar el tributo -lo cual pudo expresarse sin tan sutil circunloquio-,
sino justamente por lo contrario: por el hábil modo implícito y
encubierto de rechazarlo sin arriesgarse.
La perícopa de Mc 12.13-17 responde a las conveniencias de zanjar
toda duda sobre la autenticidad del Cristo eclesiástico, un Mesías
indiferente ante el destino de Israel y las tradiciones mesiánicas. Por su
vivo colorido y su fuerte valor simbólico, el episodio del pago del tributo
jugó una función eminente en la inversión ideológica que representó el
salto desde el Jesús de la historia al Cristo de la fe. La evidente tradición
oral del rechazo por el Nazareno de pagar el tributo al César impedía
acreditar la teología del mito de Cristo y obligaba a manipular todo
testimonio que fuera incompatible con la idea de un Mesías universal,
pacifista y apolítico, y con la tranquilidad ciudadana de los cristianos en
el solar de un Imperio que acababa de aplastar militarmente, con gran
coste de vidas y pertrechos, la más sangrienta y dilatada insurrección
de una colonia . Desde Pablo, la concordia fiscal con el Imperio fue un
punto definitivamente incorporado por la doctrina (Rom 13.6-7). El
episodio pudo haber sido inventado por el autor de Marcos o por su
fuente -lo mismo que pudo suceder con el secreto mesiánico-, o
simplemente recompuesto y tergiversado a partir de un hecho real pero
de sentido contrario al que intenta hacer pasar el evangelista. En
cualquier caso, sirvió eficazmente a los intereses teológicos y políticos de
las iglesias cristianas. Pese a su maliciosa tergiversación de la mente del
Nazareno, Mc 12.13-17, y sus paralelos Mt 22.15-22 y Lc 20.19-26, y su
precioso complemento Le 23.1-2, delatan ingenuamente un rasgo
esencial de la ética escatológica de Jesús en su vertiente agónica, la de la
hostilidad a los enemigos públicos del Reino de Dios. La interpretación
irenista del Mesías que acuñó Marcos encuentra un desmentido
lapidario en la sentencia que recoge Mt 10.34: «No penséis que vine a
poner paz (eirenén) sobre la tierra; no vine a poner paz, sino espada
(machairan)».
 
Incluso una lectura metafórica no permite suprimir la radical
«división» (Lc 12…51) que el Nazareno trazó entre los combatientes
por la instauración del Reino y los enemigos públicos. El Jesús
inexistente de los Sinópticos quedó troquelado para siempre como un
ser evanescente alejado de toda preocupación terrena por el autor del
Cuarto Evangelio:
«mi reino no es de este mundo…» (Jn 18.36). Pertrechada de Pablo y
los evangelistas, la Iglesia pudo emprender la tarea de seducir a las
clases dirigentes del Imperio, y construir más tarde su dogmática de los
dos poderes, cuando declinó su absoluta hegemonía sobre la sociedad
cristiana y hubo de renunciar de facto a su doctrina teocrática de la
suprema potestas. El Nazareno ya no tenía voz para clamar desde el
fondo de los tiempos.
 
3.5 . Israel y la esperanza mesiánica
 
La naturaleza escatológico-mesiánica del Reino en cuanto
cumplimiento de las promesas del Dios de Israel a su pueblo fiel define el
carácter histórico de la empresa de Jesús, que nada tuvo que ver con la
concepción cristiano-gentil y paulina de la predicación eclesiástica a
todas las naciones y a todas las criaturas antes de que advenga la
paurousía gloriosa de Cristo y el juicio final sobre el mundo.
Jesús predicó a su pueblo la inminencia del Reino mesiánico,
emplazándolo a una reconversión radical desde el corazón para vivificar
el significado de la Ley y su pleno y sincero cumplimiento. Sin alterar ni
una tilde de la Ley (Mt 5.17-18), pedía la inmediata entrega existencia l
a Dios en humildad y obediencia. En Mc 13.1-30 -extraña pieza
apocalíptica escrita ya desde la fe post-pascual, pero que aún conserva
el acento escatológico del Jesús histórico-, cuando el lector debería
pensar que se había alcanzado ya el climax de las tribulaciones que
anuncian la inminente presencia de Cristo en poder y gloria, se
introduce súbita y extemporáneamente una cláusula de aplazamiento,
en consonancia con los intereses de la Iglesia; «antes [primeramente,
protón habrá de ser predicado el Evangelio a todas las naciones» (v. 10).
La cláusula se repite en forma de instrucción en la sección apócrifa del
relato de Marcos: «Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda
criatura» (16.15), que reiteran Mt 28.19 y Le 24.47. Se supone que el
Señor resucitado confirma solemnemente los títulos de legitimación de
la Iglesia -como obra del Jesús en vida (Mt 16.18-19)-, para la cual el
Pequeño Apocalipsis había habilitado, rompiendo el relato, un tiempo
indefinido para completar la redención universal. Esta teología
eclesiológica habría asombrado al Nazareno, porque sus perspectivas,
sus esperanzas y sus convicciones correspondían a otro universo
mental. Veámoslo.
En Mc 6.7 leemos: «llamando así a los doce, comenzó a enviarlos de
dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus impuros, y les encargó
que no tomasen para el camino nada más que un bastón, ni pan, ni
alforja, ni dinero en el cinturón, y se calzasen con sandalias y no
llevasen dos túnicas»… Estas exhortaciones para un caminar presuroso
y ligerísimo de impedimenta forman una unidad coherente con la ética
del interím, con las normas para las vísperas del Reino. La mis ión no
admite prórrogas ni dilaciones. Y agrega Marcos: «dondequiera que
entréis en una casa, quedaos en ella hasta que salgáis de aquel lugar, y
si un lugar no os recibe ni os escucha, al salir de allí sacudid el polvo de
vuestros pies en testimonio contra ellos» (6.10-11).
Que la misión era intencionalmente conclusiva queda corroborado
por la puntual rendición de cuentas al mandante: «volvieron los
apóstoles a reunirse con Jesús y le contaron cuanto habían hecho y
enseñado» (Mc 6.30). Se operaba sobre el terreno y con la premura del
instante final (eschaton).
¿A quiénes debían dirigir su mensaje los discípulos?… No
ciertamente a toda nación y criatura, como se le hace decir al Cristo
resucitado. Los tres Sinópticos son unánimes y no dejan lugar a dudas
en esta cuestión capital: el Nazareno vino a predicar la buena nueva (la
inminencia del Reino) al pueblo de Israel como destinatario eminente.
Ninguna pirueta exegética puede vaciar o neutralizar las palabras de
Jesús. Se aleja de Galilea, en una especie de anticlímax de su período de
predicación, y se va a las proximidades de Tiro en territorio gentil. Me
7.24-30 relata concisamente un episodio de valor incalculable porque
establece, deliberadamente y sin equívocos, el sentido de su proyecto
escatológico-mesiánico: «entró en una casa, no queriendo ser de nadie
conocido; pero no le fue posible ocultarse, porque luego, oyendo hablar
de él, una mujer, cuya hijita tenía un espíritu impuro, entró y se
prosternó. Era gentil, siriofenicia de nación, y le rogaba que echase al
demonio fuera de su hija. Él le dijo: deja primero hartarse a los hijos,
pues no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos.
Pero ella le contestó diciendo: sí, Señor, pero los perrillos, debajo de la
mesa, comen de las migajas de los hijos. El le dijo: por lo que has dicho,
vete; el demonio ha salido de tu hija». El sentido de toda la perícopa es
diáfano: los perros (apodo de los gentiles en el lenguaje coloquial judío)
no poseen títulos propios como destinatarios del Reino anunciado. El
exorcismo en favor de la niña cananea se ejecuta como una concesión
personal ante la insistencia y la espontánea fe de su madre. Los hijos
son los judíos, a quienes hay que dejar hartarse antes de ceder las
migajas de su pan a los gentiles, a los que se alude con un término rele
gatorio y despectivo: son los perros que «debajo de la mesa comen de
las migajas de los hijos» (v. 28. Cursivas mías).
Vale la pena subrayar algunos matices del paralelo de Marcos que se
encuentra en Mt 15.21-28. Aquí, los apóstoles manifiestan
abiertamente su impaciencia y malhumor ante la angustiada mujer
gentil, y se acercan al Maestro pidiéndole que la despida, «pues viene
gritando detrás de nosotros. El respondió, y dijo: No he sido enviado
sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (vv. 23-24. Cursivas mías).
El supuesto universalismo del mensaje del Cristo resucitado habría
exigido decir: «he venido para redimir a todos los hombres sin
distinción de origen o de raza». Pero nada de esto se encuentra en los
Sinópticos puesto en boca de Jesús. Lo dicho entonces fue una
declaración tajante y solemne que invalida, por su altísima probabilidad
de autentic idad, la visión paulina del proselitismo universal. El
Nazareno solamente capitula, en este episodio paradigmático, ante una
madre torturada de dolor y que le implora, hincada de rodillas, que
libere a su hija. Pero en su programa preparatorio del Reino mesiánico
los gentiles no eran objeto de sus cuidados. Como cualquier judío
piadoso, Jesús pensaba que todo individuo podía aspirar a la salvación
si ajustaba sus actos y su mente a los imperativos morales del Dios
único. Pero su misión se dirigía al pueblo elegido, «a las ovejas perdidas
de la casa de Israel». El espíritu vindicativo de un pueblo que había sido
tratado como pariah transpira por todos los poros de su piel.
Su esperanza eran las promesas del Antiguo Testamento, y hasta una
mujer cananea comprende que los gentiles sólo pueden aspirar a comer
las migajas «que caen de la mesa de sus señores» (Mt 15.27. Cursivas
mías). El pueblo hebreo aspiraba, en su reino, a ser pronto señor.
Campeones de la exégesis creyente, como Joachim Jeremías -siempre
numantinamente encastillado en la dogmática, sólo comparable a un
Martín Hengel en su aferrada defensa del inverosímil continuismo de la
teología paulina-, han intentado neutralizar el judaismo radical que
anima el mensaje de Jesús. Pero ni aun los retoques y adiciones que
introducen los Sinópticos para acomodar teológicamente las intratables
proclamaciones del Nazareno permiten presentarlo, con probidad
intelectual, como un salvador preocupado por la conversión de los
gentiles, o como fundador de una Iglesia consagrada, en un
interminable saeculum, al proselitismo universal. Su misión fue la de
liberar del yugo de los enemigos públicos a los fieles de Israel para que
pudieran entrar en el reino escatológico-mesiánico de la esperanza
judía. Los miembros de las ethnai, los paganos, podrían encontrar a
título individual una plaza en el Reino si su conducta pasaba la rigurosa
criba del Juicio final. Pero esto no era el problema específico que
embargó la mente de Jesús.
4. Pablo de Tarso, fue el verdadero arquitecto del misterio cristiano.
La dogmática eclesiástica anatematiza con furor toda explicación de la
génesis de la fe cristiana que concluya registrando la ruptura entre el
Cristo paulino y el Jesús de la historia. El exégeta más brillante de los
que han investigado en la última década esta magna cuestión, Hyam
Maccoby, se pregunta: «¿Puede la doctrina de la salvación de Pablo ser
derivada de fuentes judías, o es algo enteramente nuevo y sin
precedentes en relación con el Judaismo? Si lo segundo, tendremos que
considerar si la doctrina de Pablo fue enteramente creación suya, o si
otras influencias no-judías operaron a este efecto. En uno y otro caso,
consideraremos qué efectos tuvo la doctrina de la salvación de Pablo,
combinada con influencias gnósticas…, sobre el desarrollo del
antisemitismo cristiano» (Paul and hellenism, Londres, 1991, pp. 54-
55). Hoy es ya indispensable la lectura del conjunto de las obras de
Maccoby, como lo fueron en su día las obras de Alfred Loisy, de Rudolf
Bultmann, de Samuel G. F. Brandon, o de Geza Vermes, por citar sólo
algunos hitos decisivos e irreversibles en el conocimiento de la
naturaleza y la historia del credo cristiano. Acudiendo ahora solamente
a esta última investigación, por economía de espacio, la hazaña paulina
«puede expresarse sumariamente como sigue: La humanidad está en
las garras del pecado y de Satán. Esta servidumbre no puede romperse
por esfuerzo alguno por parte del hombre, pues su naturaleza moral es
demasiado débil. En consecuencia, la humanidad está condenada al
castigo sin fin. Sin embargo, Dios, en su misericordia, ha provisto de un
modo de liberación enviando a su Hijo divino al mundo para sufrir una
muerte cruel que expía el pecado de la humanidad. Aceptando con fe y
gratitud esta muerte, la humanidad puede participar místicamente en
ella, y también compartir la resurrección y la inmortalidad del Hijo de
Dios. Aquellos que no tienen fe, y persisten en pensar que escapan a la
condenación por sus propios esfuerzos morales (guiados por la Torah),
están destinados a la condenación eterna» (ob. cit., p. 5.5). Es, en
esencia, el contenido del secreto mesiánico puesto fraudulentamente en
labios del Nazareno para sustituir la medianidad judía por la mesianidad
gentil.
«El mito -prosigue Maccoby- contiene los siguientes elementos: (1)
la desesperada condición moral de la humanidad; (2) el descenso del
divino salvador en un cuerpo humano; (3) la muerte violenta del
Salvador divino; (4) la resurrección, inmortalidad y divinidad del
Salvador crucificado; (5) la expiación vicaria efectuada por la muerte
divina en favor de los que tienen fe en su eficacia; (6) la promesa de
resurrección e inmortalidad a los devotos del Salvador» (ibid.). Pero el
Jesús de la historia pensaba y se movía, como hemos visto con evidencia
inequívoca, en otro sistema de coordenadas teológicas. En el capítulo
final, «The religión of Jesús and Christianity», de su último libro, The
religión of Jesús the jew (Londres, 1993), Geza Vermes, tras transcribir
las veintinueve líneas del Book of Common Prayer de la Iglesia de
Inglaterra, que reproduce el Credo Niceno- Constantino-politano de la
fe cristiana, afirma tajantemente que «el Jesús histórico, Jesús el Judío,
habría encontrado familiares las tres primeras líneas y las dos finales
del credo cristiano […], pero sin duda habría quedado desconcertado
por las veinticuatro líneas restantes. Estas aparecen como teniendo
poco que ver con la religión predicada y practicada por él» (pp. 209-
210). Refiriéndose al libro escrito poco antes de su muerte por C. H.
Dodd -tan celebrado por la ortodoxia-, titulado The Founder of
Christianity (1970), dice Vermes que se trata de «un nombre erróneo.
Aunque se admite que no están totalmente inconexas, la religión de
Jesús y el cristianismo son tan básicamente diferentes en forma,
intención y orientación, que sería históricamente peligroso derivar el
último directamente de la primera, y atribuir los cambios a una honesta
evolución doctrinal» (p. 214). El Cristo resucitado, como he sostenido
desde mi libro de 1974, representa un salto histérico-teológico respecto
del visionario galileo. Después de haber estudiado minuciosamente con
gran competencia los Rollos del Mar Muerto -excepcionales testimonios
del judaismo sectario intertestamentario-, Vermes afirma que «la
noción de un Mesías resucitado parece ser desconocida en la antigua
literatura judía existente. De aquí que esté fuera de discusión el
cumplimiento de una expectación tradicional, y si fuera cierto que Jesús
predijo repetidamente su muerte y subsiguiente resurrección, el
profundo desconcierto de sus más próximos compañeros antes y
después de la crucifixión necesitaría alguna explicación.
Además, ¡qué añade la pretensión de la resurrección corporal de
Jesús a la creencia en su supervivencia espiritual, si el "Señor
resucitado" es visto solamente por los que tienen fe en él y aparece en
tan extraña guisa que ninguno lo reconoce hasta que él mismo se
identifica'» (p. 211, nota). Esta observación admirativa no parece contar
con que sin la resurrección de un ser a la vez humano y divino, el mito
de Cristo se derrumba, y con él la fe cristiana.
La teología bíblica, a comenzar ya por los propios Sinópticos, ha
empleado sus mayores energías en buscar precedentes cristológicos en
las antiguas escrituras conforme a las inveteradas prácticas tipológicas
y alegóricas. El Siervo de Dios isaíaco y el Hijo del Hombre daniélico son
los más conspicuos productos teológicos de la apologética cristiana.
Sigue siendo válido el juicio de Rudolf Bultmann: «la interpretación
mesiánica de Is 53 fue descubierta en la Iglesia cristiana, e incluso en
ella, no inmediatamente.
 
 
El relato de la pasión, cuya expresión está coloreada con prueba de
predicciones, revela la influencia en especial del Salmo 21 (22) y del 68
(69), pero anteriormente a Lc 22.27 no hay influencia alguna de Is 53; y
en Me 8.17, incluso Is 53.4, tan prestamente aplicado al sufrimiento
vicario, sirve como una predicción, no del sufrimiento, sino del Mesías
que cura. Los pasajes más antiguos en los que el doliente Siervo de Dios
de Is 53 aparece claramente y con certeza en la interpretatio christiana
son: Hechos 8.32 ss., y 1 Ped 2.22-25, Heb 9.28; tal interpretación quizá
sea más antigua que Pablo y que tal vez esté detrás de Rom 4.25,
probablemente es un dicho citado por Pablo. Si Is 53 se piensa como
"conforme a las escrituras", en 1 Cor 15.3, no puede saberse. Es
significativo que Pablo mismo en ningún lugar aduzca la figura del
Siervo de Dios. La predicción sinóptica de la pasión obviamente no
tiene en su mente a Is 53; si no, ¿por qué no se refiere a él en ningún
lugar? Solamente más tarde se presentan específicas referencias tales
como 1 Clem 16.3-14 y Bern 5.2» (trad., Theology of the New Testament,
NewYork , 1951, vol. 1, p. 31).
Los manuscritos de Qumrán no suministran, contra lo que pretenden
algunos biblistas cristianos, testimonio alguno que desmienta la tesis
general que acabo de citar. En 4Q540, como advierte Antonio Pinero, se
«habla ciertamente de la expiación, pero de una expiación cultual, en el
Templo, a base de sacrificios expiatorios. De ninguna manera puede
pensarse de ese personaje que padezca un sufrimiento vicario por toda
la humanidad» («Los Manuscritos del Mar Muerto y el Nuevo
Testamento», en Los Manuscritos del Mar Muerto, Madrid, 1994, p. 167).
En cuanto a la enigmática figura daniélica del Hijo del Hombre, Hans
Conzelmann concluía que se trataba de una tradición cristiano-
helenística (Théologie du Nouveau Testament, trad., Ginebra, 1969).
Florentino García Martínez considera que en 4Q246 se habla de un
personaje misterioso, que se califica de «hijo de Dios» e «hijo del
Altísimo», que «será grande sobre la tierra» y a quien «todos servirán».
Esta figura más o menos daniélica no se tiene por un Mesías, como
reconoce García Martínez, y de poco sirve recordar, a este respecto, que
el Mesías sacerdotal de 11Q Melquisedec es una figura sobrehumana de
naturaleza salvadora, pues el Mesías de Israel ostenta en la literatura
qumránica las características del Mesías-Rey de la tradición popular.
Todo esto sin contar que la datación paleográfica de 4Q246 en la
primera mitad del siglo I, además de ser ya tardía, ni siquiera es segura,
a la vista de las críticas a este método de datación formuladas por
Roben Eisenman (Maccabees, Zadokites, Christians ana Qumran, Leiden,
1983) y Norman Golb (Who wrote the Dead Sea Scrolls, New York,
1995).
En opinión de Pinero, «esta figura sobrehumana no tendría por qué
ser necesariamente el mesías […]; podría ser la que, según algunos
ambientes judíos, iba a enviar Dios para que ayudase al rey mesías en
su combate final. Pero ello no supone que el "mesías-rey" traspase los
límites -como ocurre con la figura análoga del mesías cristiano- de lo
humano» (ob. cit., p. 171). Lo que resulta decisivo contra el nuevo
asalto apologético es el hecho obvio de que «el superrígido monoteísmo
de Qumran impide que ese enviado pueda ser considerado como un ser
que está ontológicamente, esencialmente, en el mismo plano de la
divinidad, que es lo que ocurre con Jesús en la teología cristiana» (p.
172), El hiatus entre el visionario de Nazaret y el Cristo divino lo
resuelve a su manera la invención teológica de Pablo - apoyándose en la
inspiración gnóstica y mistérica-, como ha mostrado convincentemente
Maccoby en su magistral síntesis sobre este espinoso asunto.
La invención paulina no consistió solamente en la soteriología
expiatoria de un enviado de naturaleza divina, sino también en un
sacramenta lismo mistérico totalmente desconocido para el judaismo -
incluido el sectario-, novedad decisiva para la fe cristiana, porque puso
los cimientos del monopolio sacerdotal del capital carismático como
instrumento fundamental del poder eclesiástico. Los dos ejes de este
instrumentó son el bautismo y la eucaristía -ésta más que aquél-.En su
libro de 1926, Messe und Herrenmahl, Hans Lietzmann demostraba
que la institución eucarística no'pertenece a las palabras de Jesús en la
Ultima Cena, y que «podemos afirmar que a Pablo le es familiar la
misma tradición de la Ultima Cena que siguió Marcos […], y
probablemente no nos equivocamos si presuponemos que esta
concepción era general en las Iglesias Paulinas de los cristianos
gentiles» (Mass and Lord's Supper, trad., Leiden, 1979, p. 185). Cualquie
ra podía ver, aún antes de Lietzmann, que la comunidad original no
celebraba el memorial sacramental de la muerte de Jesús, sino sólo la
piadosa costumbre judía de la «fracción del pan» que el Nazareno
practicó con sus discípulos (Mc 6.41, 14.22; Lc 24.30); lo que corroboró
Didaché 9.3 y 14.1. El relato de Hechos sobre la praxis piadosa judeo-
cristiana dice escuetamente que «perseveraban en oír la enseñanza de
los apóstoles y en la unión, en la fracción del pan, y en la oración» (2.42.
Cursivas mías). Estas preciosas noticias nos muestran que en el ágape
fraterno de las primeras comunidades no hubo institución de la
eucaristía.
Maccoby ha iluminado recientemente también esta cuestión en
forma apenas discutible, llegando a la conclusión de que «Pablo, no
Jesús, fue quien originó la eucaristía», y que ésta «no es un rito judío
sino esencialmente helenístico, que muestra afinidades principales, no
con el qiddush [bendición, santificación] judío, sino con la comida ritual
de las religiones mistéricas» (Paul and hellenism, ob. cit., p. 90). El
primer texto neotestamentario sobre la eucaristía es 1 Cor 11.23-30:
«Pues yo recibí del Señor (ego gar parélabon apo toü kyriou) aquello
que os he transmitido a vosotros: que el Señor Jesús, la noche que fue
entregado, tomó pan y, habiendo dado gracias, lo partió y dijo: "Este es
mi cuerpo, que he partido para vosotros; haced esto en memoria de
mí". Asimismo, tomó el cáliz, después de haber cenado, diciendo: "Este
cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre; haced esto cuantas veces
bebáis en memoria mía". Porque cuantas veces coméis este pan y
bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. De
suerte que quien comiere este pan o bebiere este cáliz del Señor
indignamente, reo será del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese
el hombre a sí mismo, y así coma del pan y beba del cáliz. Porque quien
come y bebe, su propia condenación come y bebe, si no discierne el
cuerpo del Señor.
Por esto hay entre vosotros muchos enfermos y achacosos, y muchos
mueren».
Apenas parece dudoso que la frase «yo recibí del Señor aquello que
os he transmitido a vosotros» (v. 23) sea una revelación personal -de las
que Pablo hacía gala con cierta frecuencia-, como ya argumentaron
Loisy y Lietzmann entre otros. La polémica ha girado en torno al
significado exacto de «recibí de» (parolaban apo), que, en primera
lectura, expresa que Pablo recibió directamente del Señor lo que luego
transmite a los suyos. Pero los apologetas eclesiásticos se empeñan en
decir que si así fuera, entonces la preposición tendría que ser para, que
expresa la idea de inmediatez, y no apo.
 
Maccoby, que desmonta la interesada argumentación filológica de
Joachim Jeremías -siempre ardorosamente consagrado a defender la
dogmática, cueste lo que cueste-, estima con una batería de sólidos
argumentos histórico-críticos que incluyen, además de eruditas
consideraciones filológicas, todos los aspectos relevantes del contexto
histórico y teológico, que la tesis puramente gramatical del «remoto
apo» es inaceptable en muchísimos casos, incluido el del v. 23.
Cuando Pablo deseaba evitar la eventualidad de equívocos en
declaraciones fundamentales, se expresaba sin la menor ambigüedad.
Tal es también el caso de 1 Cor 15.3, donde se proclaman la muerte y la
resurrección de Cristo: «Porque os transmití en primer lugar lo que a
mi vez recibí (ho kai parolaban)». No dice si fue el Señor quien se lo
transmitió a él, por lo que no cabe afirmarlo resueltamente, aunque no
haya que descartarlo por otras razones. Por el contrario, en 11.23
afirma claramente, si se contrasta con 15.3, que él lo recibió del Señor.
Después de un prolijo y brillante estudio comparativo, tanto del
texto largo como del corto que se conservan de Lc 22.19-20, y de los
textos de Mc 14.22-25 y Mt 26.26-29, Maccoby reconstruye las seis
etapas que recorrió la historia del desarrollo del relato de la Ultima
Cena. Advierte que «en la historia original, que sólo contenía el tema
apocalíptico [Mc 14.25: "En verdad os digo que ya no beberé del fruto
de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios", tema
repetido en Mt 26.29 y en Le 22.18, pero sintomáticamente ignorado
por Pablo], la secuencia era vino-pan, no pan-vino.
La secuencia vino-pan es la natural en una comida festiva judía, en la
cual el qiddush se dice primeramente sobre una copa de vino, que es
luego distribuida; después tiene lugar "la fracción del pan", que marca
el comienzo de la comida. El qiddush no forma realmente parte de la
comida, sino que es una ceremonia introductoria y separada
"santificando" el propio día del festival, no la comida […]. Esta
secuencia judía aún puede verse en el relato de Lucas, pues muestra a
Jesús empezando con el vino (22.17) y luego siguiendo con el pan
(22.19). Puesto que, sin embargo, la secuencia vino-pan es inapropiada
para el tema eucarístico, que requiere una secuenc ia pan-vino, tiene
que transformar la secuela natural, y esperada, de una palabra
apocalíptica sobre el pan en una palabra eucarística, que luego ha de
ser completada por la introducción de una segunda copa de vino. Esta
segunda copa posee, sin embargo, alguna justificación en la costumbre
judía, pues era habitual (pero no obligatorio) tomar una copa de vino
para acompañar la acción de gracias tras la comida; sin embargo, esta
copa de gracias era de poca importancia comparada con el qiddush»
(pp. 104-105). Precisamente, la secuencia pan-vino es característica de
ágape de comunión en las religiones de misterios. La conclusión es que
Pablo crea una nueva liturgia, de carácter sacramental, en la que el
tema escatológico-mesiánico (o apocalíptico, como prefiere decir
Maccoby) ha quedado recubierto y prácticamente suprimido por el
tema eucarístico, que es secundario e inauténtico. Los semitismos de la
nueva liturgia proceden en su mayoría del tema apocalíptico -el único
que corresponde a las palabras de Jesús (Me 14,25)-. El ritual paulino,
que recibe el nombre no-judío de Cena del Señor, pudo reiterar una
fórmula sacramental anterior compuesta también por el propio Pablo,
con la que los lectores estarían ya familiarizados (cf. pp. 117 y 122).
«Así, la secuencia pan-vino, siendo natural en el rito místico de
incorporación simbólica de la carne y la sangre de un dios inmolado, da
una indicación estructural del origen helenístico de la eucaristía…»
(p.107).
El momento crucial de la Cena del Señor es la declaración
escatológico-mesiánica de Mc 14.25, y sus paralelos en Mateo y Lucas,
como ya Bultmann y otros eminentes exégetas han subrayado: es un
pronunciamiento que nos muestra inequívocamente a un Jesús con su
mente situada ya en el Reino inminente. Los Sinópticos, decisivamente
penetrados por la teología de Pablo, aunque preservan todavía la frase
del Nazareno sobre el vino del próximo banquete mesiánico -tan sólida
y difundida era en este punto la tradición oral-, se mueven
resueltamente en la lógica del secreto mesiánico, de cuya ficción el
misterio eucarístico paulino constituye una prolongación. «La mejor
explicación de la relación entre 1 Corintios y los Evangelios es, así, que
estos últimos están intentado, con dificultad, incorporar en sus
narraciones de la Ultima Cena el material eucarístico que encuentran, o
en el mismo 1 Corintios, o en alguna fuente relacionada con 1 Corintios,
tal como la liturgia eucarística […]. La conclusión histórica a que lleva
esta argumentación es que Jesús no instituyó la eucaristía, cuyos
conceptos fundamentales eran ajenos a él en cuanto judío. El creador de
la eucaristía es Pablo…» (p. 115. Cursivas mías). Recomiendo la lectura
íntegra de la obra de Maccoby para poder degustar su admirable
desarrollo.
Por lo que se refiere al bautismo como sacramento, Maccoby expone
por qué es igualmente «relevante, pues también aquí tenemos un rito
que ha sido derivado aparentemente del Judaismo, pero que está
remodelado en el pensamiento de Pablo de tal manera que sus
propósitos se han transformado en no-judíos y helenísticos» (p. 127). El
Bautista había ofrecido un bautismo que era algo más que una
lustración purificadera, porque funcionaba como el símbolo de una
nueva vida de arrepentimiento. Pero «el concepto de bautismo en
Pablo, sin embargo, ignora el arrepentimiento y contiene una idea
radicalmente nueva: que a través del bautismo, el converso participa en
la crucifixión y la resurrección de Jesús». Es decir, el bautismo paulino
es «un sacramento místico, es incluso mágico, por el cual la pasión y la
resurrección de Cristo son apropiadas por el creyente para su propia
salvación» (p. 128). Las investigaciones de Lietzmann en sus días, como
las de Maccoby en los nuestros, confirman sustancialmente las palabras
con las que Alfred Loisy concluía, en 1919, su libro Les mystères paiens
et le mystère chrétien: «Los primeros cristianos no instituyeron la Cena
para imitar un misterio cualquiera, pero muy pronto y progresivamente
la fueron entendiendo a la manera de los ritos de comunión mística
habituales en el paganismo. Otro tanto ocurre con el resto, comenzando
por el Cristo mismo, a quien no se concibe precisamente como a
Diónisos, a Osiris, a Mitra, y que sin embargo no hubiera sido entendido
como lo fue, si de Mesías judío no hubiera pasado a ser un Salvador
divino, en un grado que se consideraba superior al de los dioses de
misterio, pero análogo a él. Sea como fuere, siempre quedará
establecido en último análisis que, aunque el cristianismo de los
primeros tiempos no copió ni formó nada literalmente, se adecuó
esencialmente a los misterios, aunque sobrepasándolos» (trad. cast.,
Buenos Aires, 1967, p. 252).
 
Tras la implacable supresión del movimiento donatista (siglos IV-V)
y de la pataria milanesa (siglo Xl), la Iglesia acentuó la reificación de la
gracia institucionalizada, al dictaminar escandalosamente que los
sacerdotes en pecado mortal pueden seguir celebrando legítimamente
sacramentos válidos, los cuales se convertían así en una manifiesta
manipulación mágica de signos y cosas.
Retornamos por esta vía al tema central de la resurrección.
Para la comunidad jerusalemita original, la fe en la resurrección de
Cristo representaba en sí misma un grave escollo teológico para su
mente de judíos, pero no mostraron urgencia en superarlo. Fueron los
gentiles insertos en las primeras sinagogas judeo-cristianas quienes
rompieron finalmente con la ortodoxia de la primera comunidad
apostólica. En Palestina, los helenistas a que se refieren los Hechos -
Esteban, Felipe, etc.- fueron probablemente precursores de las
sinagogas cristiano-gentiles dominadas por Pablo y los suyos. La
theología crucis construida en torno al eje de la Resurrección de Cristo
fue el ombligo de la nova religio.
5. Los escritos neotestamentarios construyen todos sus relatos
kerygmáticamente desde la fe en la Resurrección. Es decir, ni siquiera
desde un hecho relevante, sino desde la fe en un hecho imaginado por la
fe. Este supuesto suceso nada tiene que ver con el traslado milagroso a
los cielos de un patriarca como Enoc (Gen 5.24; Heb 11.5) o de un
profeta como Elias (2 Reyes, 2.1-18), estando todavía vivos. Se trata del
retorno a la vida de un muerto, en virtud de poderes sobrenaturales,
divinos, que muy pronto ascendería a la diestra del Padre. No se trata de
la resurrección, por la obra de Dios, de seres humanos ya muertos (2 M
7.9, 7.14, y Dn 12.1-13), sino de alguien que anuncia que va a ser
resucitado. La resurrección (anastasis) de Jesús es el elemento
determinante de la fe cristiana, según el creador del mito de Cristo,
Pablo de Tarso, que declara solemnemente que el Hijo, «nacido de la
descendencia de David según la carne», fue «constituido Hijo de Dios,
poderoso según el Espíritu de Santidad, a partir de la resurrección de
entre los muertos, Jesucristo nuestro Señor» (1 Cor 1.3-4). Si bien este
teologema no es coherente con la afirmación paulina de la naturaleza
originariamente divina de Jesús (en morphe Theö), igual a Dios (einai isa
Theö) (Fil 2.6), no por ello deja de enfatizar en grado máximo la
inigualable relevancia de la resurrección para la fe cristiana, pues «si
Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación. Vana nuestra fe […]; y si
Cristo no resucitó…, aún estáis en vuestros pecados» (1 Cor 15.14, 17).
El primer texto neotestamentario que proclama la resurrección del
Nazareno -no menos de una quincena de años anterior a la primera
narración sinóptica, y de una veintena posterior al supuesto suceso
milagroso- es el consignado en 1 Cor 15.1-8, donde se dice «que Cristo
murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado,
que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que fue visto por [se
apareció a] Cefas, luego a los Doce. Después fue visto una vez por [se
apareció a] Santiago, luego por todos los apóstoles; y después de todos,
como por un aborto, fue visto por mí [se me apareció a mí]». Como
puede apreciarse, esta noticia no es tal, sino una fórmula de fe sin la
menor garantía factual.
 
 
Se refiere a visiones, o apariciones, escalonadas conforme a un orden
jerárquico deliberadamente asumido, pero que uniformiza la naturaleza
de estas experiencias: lo que Pablo vio en esta «revelación de
Jesucristo» (Gal 1.12), en esta «visión celestial» (Hechos 26.19), se
enuncia con el mismo término (óphthe, visto) para referir la visión de
todos los demás testigos que cita sin ofrecer ningún otro dato o
circunstancia. Pero sabemos, por lo dicho en 1 Cor 15.50, que él concibe
la resurrección de los muertos -también la de Cristo en su humanidad-,
no como la de un cuerpo de carne y hueso, sino como su transformación
en una nueva condición del ser (1 Cor 15.42-49, Fil 3.21), como un
cuerpo celestial.
La presentación de la resurrección en estos términos le servía, al
parecer, a Pablo, pero no era lo que necesitaban los fieles con los pies en
el suelo y ajenos a los arrebatos místicos del tarsiota. Los evangelistas
se impusieron la tarea de anclar este hecho milagroso en detalladas
referencias testimoniales, pues los creyentes se interesaban, al revés que
Pablo, por el Cristo katá sarka, según la carne. Pero fracasaron
estrepitosamente en el intento…, sencillamente porque las leyendas de
la tumba vacía, etc., eran expedientes inoperantes, confusos e
incoherentes. Lo fueron sin la menor duda en todo momento, pero
después de haber transcurrido treinta o cuarenta años del supuesto
suceso, se pudo comprobar que nadie sabía realmente nada, o casi
nada, de aquellas experiencias.
Después de un lúcido análisis de los cuatro textos canónicos,
Salvador R. Pecino, en un libro todavía inédito, concluye así «la
evolución de la tradición evangélica» sobre los testimonios de la
supuesta resurrección de Jesús: Después de examinar los textos de Mc
16.1-2, Mt 28.1, Lc 24.1, 3, 10 y Jn 20.1, aparece algo perfectamente
claro: «El nombre de Magdalena se repite siempre, asociado al sepulcro
vacío y la primera aparición… Pero, además, no parece posible que los
cuatro evangelistas se pusieran de acuerdo en proponer a Magdalena
como primer y principal testigo de la resurrección, por las siguientes
razones: 1)las mujeres no estaban bien vistas (casi nunca lo han estado)
y, concretamente en aquella época, tenemos pruebas especialmente
claras del antifeminismo de la Iglesia.
Recordemos que cuando se escribieron los evangelios, ya circulaban
algunas cartas de Pablo en las que se refleja su opinión, y la de aquella
sociedad, sobre las mujeres». Y cita los textos de 1 Cor 11, 3-6, 14.33-
35; Ef 5.24; y 1 Tm 2.11.
«Parece claro que a personas que pensaban de esa manera no se les
podía ocurrir proponer a una mujer como testigo o mensajera de
nada».
»2) Magdalena, además, era prostituta, lo cual agravaba la situación
considerablemente […]. A una Iglesia tan antifeminista y puritana tenía
que resultarle molesto, por no decir inaguantable, que todo el
maravilloso edificio teológico que habían construido a partir de la
resurrección descansara, en último término, sobre el testimonio de una
prostituta».
Después de examinar el testimonio paulino en 1 Cor 15 -
prácticamente nulo-, Pecino se pregunta: «¿Y qué pasa con Magdalena,
la testigo principal? Pablo no la cita ni una sola vez. Simplemente, la
ignora […]. En este ambiente eclesiástico, en el que Pablo ya mandaba
mucho, sí los cuatro evangelistas recogen el nombre de Magdalena, a
pesar de ir a contrapelo de todo, tuvo que ser porque este nombre
estaba tan fuertemente arraigado en la tradición popular, que no había
manera de quitárselo de encima […].
 
Todavía disponían los evangelistas de un último recurso, y era
quitarle importancia a Magdalena, disimulando, en lo posible, su
presencia. Para ello la presentan acompañada de otras "santas
mujeres". Pero como en esto no existía tradición común, cada uno lo
resuelve a su manera. Así, - según Marcos, iba acompañada de dos
mujeres, María de Santiago y Salomé; - según Mateo, iba acompañada
de otra María cualquiera; - según Lucas, también eran dos las
acompañantes, pero los nombres no coinciden exactamente: Juana y
María de Santiago».
- »A pesar de la ingenuidad del truco, quizás habrían conseguido
medio esconder a Magdalena entre las otras "santas", de no ser por
Juan, siempre empeñado en puntualizar y poner las cosas en su sitio. Y
es Juan el que rescata a Magdalena del grupo postizo y la restituye a su
papel de protagonista única». En efecto, los exégetas neotestamentarios
conocen de siempre la extraña mescolanza joánica de solemnes e
inauténticos discursos teológicos, con el gusto por las circunstancias y
detalles de los hechos narrados, que él extraía de una fuente
independiente y bastante fiable en puntos de gran significado para el
conocimiento de la aventura personal de Jesús; es decir, cuando «se
convierte en un reportero concienzudo y sobrio, que no recurre a
milagrerías» -como escribe Pecino-.
De los textos evangélicos, tomados uno a uno, se constata que «el
resucitado no se parecía a Jesús, y que cuando los testigos afirman
haberle reconocido lo hacen con dudas y por razones ajenas al parecido
físico […]. Si, a pesar de ir contra los intereses de la Iglesia, este factor
de duda se recoge en los cuatro evangelios, tuvo que ser porque tenía
un origen muy antiguo, y acompañó en todo momento a la tradición del
sepulcro vacío y de Magdalena».
»Efectivamente, los dos factores de la tradición oral aparecen juntos
en el prototipo de las apariciones, que es la primera, narrada por Juan:
Primer factor: El primer día de la semana va María Magdalena de
madrugada al sepulcro… (Jn20.1).
Segundo factor:…vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús…
pensando que era el encargado del huerto… (Jn 20.14- 15)».
»La comprobación por Pedro y Juan de que el sepulcro estaba vacío,
unida a la misteriosa incapacidad para identificar a Jesús sin
confundirlo con otra persona, debió de excitar la imaginación popular.
De manera que, a partir de entonces, ese esquema se repetirá en las
siguientes apariciones, pero con variantes interesantísimas que
transparentan los intentos de cada iglesia para acomodar un testimonio
que no les beneficiaba». En este sentido, pueden leerse Mc 16.12, Lc
24.15, Mc 16.24, Lc 24.25, Le 24.36, yJn 20.27-29. Lo que resulta
manifiesto es la coincidencia de todos los textos canónicos en señalar a
María Magdalena como la persona que dijo haber visto por la primera
vez a Jesús, a quien inicialmente no reconoció. Dado el status de relativa
subordinación social de la mujer en aquella sociedad de los tiempos
neo-testamentarios, y la devaluación de su testimonio, cabría
preguntarse lícitamente por qué los evangelistas presentan a María
Magdalena como el primer y principal testigo del milagro pascual. La
versión más circunstanciada es la de Jn 20.11-18, cuyo colofón puede
considerarse como el eje privilegiado de todos los relatos -heteróclitos,
incoherentes y abigarrados- de la Resurrección; «María Magdalena fue
a anunciar a los discípulos: "He visto al Señor", y las cosas que le había
dicho» (v. 18).
Las leyendas del sepulcro vacío son muy tardías, pero los
compositores evangélicos probablemente conocían la tradición,
vagamente transmitida oralmente, de aquella mujer singular,
íntimamente unida a la persona de Jesús por estrechos lazos
sentimentales de una naturaleza quizás cautamente velada por los
redactores -¿compañera, esposa?-, asociada a Juan, el discípulo amado.
En cualquier caso, esos compositores se habrían encontrado con las
manos vacías -pues sabían que los discípulos habían huido
desconcertados- si hubieran rechazado el único apoyo testimonial para
elaborar sus tabulaciones: un testigo femenino, ciertamente confuso,
pero persistente en la memoria de la comunidad primitiva. Vista desde
hoy, la supuesta visión de una mujer impresionable y fascinada por la
personalidad del Nazareno, que no se resignó ante la tragedia y buscó
ansiosa y desesperadamente el despojo mortal de su héroe, no puede
ser tomada por el historiador íntegro, que analiza objetivamente el
conjunto de las fuentes y las valora adecuadamente, como un hecho
real, a no ser que esté dispuesto, indebidamente, a conceder
verosimilitud a los fantasmas que invocan, hoy y siempre, los
innumerables visionarios que pueblan nuestro mundo. La fragilidad de
los supuestos testimonios indujo al autor de Marcos, o a su fuente, a
inventar el ficticio episodio del secreto mesiánico -con que comencé este
ensayo-. El Resucitado se presenta él mismo como profeta de su
Resurrección. Así, en una monumental petición de principio, la prueba
insuperable de la mesianidad celeste resultaría ser el anuncio profetice
de su Resurrección por Jesús como Cristo de naturaleza divina. Los
textos cristianos fueron compuestos a medida de las necesidades y
conveniencias de la fe. Así lo admiten hoy todos los biblistas serios,
incluso si siguen aún conservando en mayor o menor grado la fe. Dos
botones de nuestra, de hoy. Xavier Léon- Dufour, sacerdote católico y
prestigioso exégeta, concluye su minucioso estudio afirmando que «en
tanto que despertar de la muerte y en tanto que exaltación a Dios, la
Resurrección no es un hecho histórico, aunque sea percibida por el
creyente como un hecho real» (Cursivas mías). Juicio que se completa
con el de otro exégeta, destacado en los círculos confesionales
británicos, J. K. Elliott: «Nuestra conclus ión […] es que la resurrección
de Jesús fue un suceso sólo en las mentes y vidas de los seguidores de
Jesús. No puede ser descrita como un acontecimiento histórico. La
historia de la Pascua es una leyenda de la fe, no una información
objetiva de testigos presenciales; sino que es un mito, que la Iglesia
cristiana ha experimentado como una continua inspiración a través de
los siglos».
La perspectiva de la aventura de Jesús ante-mortem se transmuta en
otra radicalmente diversa; la perspectiva del Cristo post-mortem. Se
produce así una ominosa inversión ideológica. La supuesta Resurrección
genera una nova fides, que se instala en el doble corte que ilustra la
literatura neotestamentaria. Un corte epistemológico: el fundamento del
saber ya no descansa sobre la experiencia de testigos presenciales de la
acción del Nazareno durante su ministerio en la tierra -especialmente,
sobre el testimonio aún disponible de los miembros de su séquito
mesiánico en el curso de su vida real, en el contexto de lo que sabemos
del judaismo de la época-, sino sobre la fe subjetiva en presuntas
experiencias milagrosas de un Cristo resucitado y elevado a los cielos.
 
 
Un corte teológico: el Mesías judío que anunció la inminente
instauración en Israel del Reino de Dios a fin de dar cumplimiento a las
promesas de Yahvé a su pueblo, es sustituido por el Cristo celeste de la
fe, quien se encarnó en hombre, según un plan divino decretado desde
el origen de los tiempos, para expiar y redimir el pecado colectivo de la
humanidad; es decir, un Cristo consustancial y coeterno con el Padre.
En ambos cortes -uno es amplificación del otro- se sitúa la matriz del
cristianismo como nova religio. Al lector que desee profundizar en las
tesis de este trabajo, me permito invitarle a que consulte mis libros
Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno
ideológico (1974), Fe cristiana, Iglesia, poder (1991), El Evangelio de
Marcos. Del Cristo de la fe al Jesús de la historia (1992), y Elogio del
ateísmo (1995).
6. A título de conclusión de orden teórico general, deseo consignar
un breve comentario sobre lo que mi buen amigo Manuel Fraijó opina
en su reciente ensayo titulado El cristianismo. Una aproximación
(Madrid, 1997), sobre el significado histórico-teológico del secreto
mesiánico. Dice Fraijó: «Ahora nos asomamos, muy sumariamente, a
tres formulaciones, a tres títulos de los que la reflexión postpascual
otorgó a Jesús. Ninguno de ellos, y mucho menos el "secreto mesiánico",
me parece ser, como afirma Gonzalo Puente Ojea siguiendo a Wrede, "la
columna vertebral de la cristología de la Iglesia". Quien me haya
seguido hasta aquí no tendrá dudas de que, para mí, dicha columna
vertebral no es lo que otros hicieron de Jesús -la cristología explícita,
los títulos-, sino lo que Jesús mismo hizo, es decir, la cristología
implícita…» (p. 69). Con este subterfugio verbal, Fraijó intenta quitarse
de encima el gravísimo escollo de la patente falsedad de los textos
evangélicos que pretenden transmutar el Jesús de la historia en el
Cristo de la fe (Mc 8.27-33, y sus paralelos en el propio Marcos, y
también en Mateo y en Lucas; Mc 16.11; Mt 26.56; Lc 24.17-21; Jn 20.9,
25, 27-29). Por muchas cabriolas apologéticas que ensayen teólogos
como él -cabriolas sutilmente deslizadas en la retórica de su
omnipresente ambigüedad al servicio de la fe cristiana-, el cristianismo,
en su definición esencial y en su sentido histórico específico, no puede
renunciar a su núcleo fundante: la revelación de Jesús, formulada con sus
propias (supuestas) palabras, como Dios hecho Hombre, para borrar el
pecado hereditario de la humanidad mediante su pasión doliente, su
muerte en la cruz, su resurrección gloriosa, su ascensión a los cielos, su
condición divina, y su predicación de la redención universal cuya noticia
deberá extenderse hasta el último rincón de la tierra. Los cimientos de
esta revelación se encuentran en los textos mencionados, cuyo eje se ha
denominado, con insustituible esquematismo, secreto mesiánico. Si la
fe del Nuevo Testamento desea escapar a los juegos de la
prestidigitación teológica tan caros a hermeneutas como Fraijó -
resueltamente decidido a complacer a tutti quanti mediante un
compromiso de mínimos teológicos para cada asunto y ocasión-,
entonces hay que otorgarle a la ficción del secreto mesiánico todo su
peso crítico para dilucidar la cuestión medular de la verdad o falsedad
histórico-religiosa del cristianismo, absteniéndose de estrategias que
desvíen la atención del lector hacia los acertijos de una cristología
intrínseca modelada à la tê te du client. Hablar de Cristo y de
cristianismo al margen del eje diamantino del secreto mesiánico -y su
inequívoco desmentido tácito en los relatos evangélicos de la
Resurrección- equivale a hacer mediocre literatura de edificación
piadosa y a confundir al auditorio.
Mi exégesis del secreto mesiánico nada tiene que ver, como
erróneamente apunta Fraijó, con la elaborada por Wilheim Wrede. Este
eminente biblista germano sostenía que la ficción del secreto
compuesta por el autor del texto de Marcos se propuso adjudicarle
gratuitamente a Jesús una conciencia de mesianidad que nunca tuvo,
con lo cual invalida su acierto inicial, a saber: haber detectado en
Marcos la patraña urdida por el evangelista y consistente en hacer
pensar al Nazareno en términos de la idea neotestamentaria del Mesías
-idea indudablemente ex eventu, que transmutaría a Jesús en un Cristo
apócrifo y fundador del cristianismo subsiguiente-. En la calificada
«cristología implícita» no sólo no está presente el núcleo matriz del
cristianismo en cuanto confesión específíca de fe religiosa -eso a lo que
parece desear aproximarse el citado ensayo de Fraijó-, sino que se
excluye a radice la interpretación neotestamentaria del mesianismo,
como he venido probando con profusión de textos diáfanos y
concluyentes. Esta exclusión inequívoca, que no cabe honestamente
camuflar, es lo que impulsó a Wrede a negar que Jesús pudiese abrigar
fe alguna en un Mesías -él mismo u otro pretendiente cualquiera-, pues
Wrede había descartado arbitrariamente y a priori que en la mente del
Nazareno cupiera la fe en la esperanza judía del Mesías tradicional.
Por todas estas consideraciones, parece exigible que intérpretes
como Fraijó analicen a fondo el embrollo del secreto mesiánico y su
desautorización evidente -aunque implícita-, tal como aparece en los
textos, y no se limiten a saltar alegremente por encima, como si se
tratase de una minucia sin mayor interés. En realidad, no hay la menor
hipérbole en dictaminar que la verdad o la falsedad del cristianismo
como fe religiosa está indisolublemente ligada a la verdad o la falsedad
del secreto mesiánico, pues es esta ficción el punto en el cual la fe judía
se separa definitivamente de la fe cristiana. Es el punto de emergencia
del cristianismo en el marco textual de los relatos. Toda la inte ligencia
de Fraijó y sus afines, empleada en mitigar las dudas de fe de los
creyentes que leen con juicio crítico las contradicciones e
inverosimilitudes que presentan los relatos paulinos y evangélicos, se
esfuerza en combinar con mayor o menor destreza las opiniones de
ilustres autoridades capaces de tejer brillantes y patéticas
interpretaciones subjetivistas de la fe, siempre y cuando esta fe quede a
cubierto de cualquier tentación de apostasía. Los círculos neocrístianos
- compuestos de gentes que no han abandonado la sotana, o bien que ya
lo han hecho, o que jamás la han vestido- viven en una situación de
marginalidad confesional y dogmática que no se exhibe públicamente y
se encubre con un discurso variopinto en el que encuentran cobijo
todas las estratagemas psicológicas y arguméntales que todavía puedan
confortar a las almas de buena fe aferradas a su confesión cristiana
transmitida por la Iglesia. En esta empresa de mistificación intelectual,
la evidencia cristalina con que se presenta la falsedad del secreto
mesiánico, en cuanto artificio teológico para saltar del Cristo de la fe al
Jesús de la historia, ha sido sistemáticamente relegada o tergiversada
por los exégetas creyentes à tout príx.
 
 
 
 
 
Es ésta la cuestión fundamental de la nova fides neotestamentaria,
pues si el mismísimo Nazareno no hubiese garantizado y autentificado su
muerte sacrificial y redentora con sus propias palabras, y ante la
indescriptible sorpresa y disgusto de sus discípulos, nadie, en el pueblo
judio -incluidos sus discípulos-, podría haber creído en un Mesías
crucificado y resucitado, ni podría testimoniar con autoridad y crédito
que Jesús, Dios hecho Hombre, había de resucitar al tercer día e
inaugurar el Reino «cuando venga en la gloria de su Padre con los santos
ángeles» (Mc 8.38). El anuncio secreto y ex ante de la pasión
soteriológica y la resurrección puso en marcha una nueva fe
desconocida e incomprensible para los judíos; la fe cristiana, cuyo único
fundamento sólo podía radicar en el anuncio proléctico del Dios-
Hombre. Si se vacía el cristianismo del suceso incomparable del secreto
mesiánico, toda la carpintería teológica de los evangelios se derrumba,
y la fe en Jesús queda automáticamente equiparada a un caso más de
las míticas religiones mistéricas que florecieron en la Antigüedad
tardía.
El cristianismo del que nos habla Fraijó ha quedado vaciado de su
especificidad histórica y reducido al producto de una meditación moral
sobre un personaje puramente humano al que se ha despojado, a la vez,
del contexto histórico judío al que perteneció. El loable esfuerzo de
aproximarnos al cristianismo se salda, en el ensayo de nuestro
intérprete, en un irreversible alejamiento del fenómeno Jesús. La
incredulidad inicial de la Magdalena y los discípulos sólo puede
explicarse a partir de su radical ignorancia del secreto mesiánico. Es un
artificio fallido cuya tosquedad narrativa sitúa a los evangelistas en las
más bajas cotas de la imaginación teológica.
La teología que practican hermeneutas como Fraijó es una teología
light, característica de neocristianos lanzados desesperadamente, pero
estérilmente, a la búsqueda de nuevos anclajes exegéticos que
destruyen la dogmática eclesiástica y sus fundamentos
neotestamentarios. La Iglesia, como aparato magisterial, rechaza
radicalmente en el fuero público lo que anida subrepticiamente en la
conciencia de un altísimo número de sus ministros, pero que consagran
y proclaman las fórmulas dogmáticas en sus misas cotidianas, en la
predicación y en la catcquesis. Para convencerse de que no hay el
menor atisbo de maledicencia en lo que acabo de expresar, no hay más
que hablar en privado -y con el indispensable margen de confianza- de
estos asuntos con tales gentes. Resulta penoso y deplorable presenciar
esta duplicidad moral.
La teología light es un género eminentemente literario , de indigente
substrato racional, puesta al servicio de una fe religiosa que satisface
un cierto número de necesidades ideológicas -individuales y colectivas-
derivadas del deseo de eludir la insoportable experiencia de la muerte y
del imperativo de proteger el indispensable consenso social que
gobierna las conductas. Es una teología que elude entrar en el análisis
de las peculiaridades de los textos básic os del legado
neotestamentario, en los detalles reveladores de su montaje narrativo y
de su obsesiva intencionalidad demostrativa de la misión celeste
universal del Mesías cristiano de naturaleza divina, desdoblada en sí
misma y por sí misma para autosatisfacerse en un sacrificio expiatorio
que anuncia la inminente irrupción del Reino. Ese análisis queda
descartado al ser considerado como un prurito racionalista
incompatible con la Revelación como Verdad máxima e incontestable,
derogatoria de la razón humana en tanto en cuanto entre en conflicto
con la Palabra divina.
Mediante mecanismos psicológicos similares a los que generan una
honda gratificación simbólica en el ánimo del espectador que observa
con emoción cómo el delincuente que asesina o extorsiona a un
inocente es castigado y la víctima queda restituida en sus derechos,
también quienes creen en un mito religioso que expresa la hazaña
soteriológica del héroe de estatura divina que sacrifica su vida para
salvar de la muerte a los que depositan su fe personal en él,
experimentan existencialmente la misma exultación gozosa al
sumergirse vivencialmente en la representación mental del arquetipo
de la salvación radical y definitiva por encima del tiempo. En uno y otro
caso, en la mitología tradicional y en la teología neocristiana, los sujetos
que viven simbólicamente el sentido del relato se mueven en la órbita
incesante de la tipología del deseo trascendente que cancela el hecho
intratable de la muerte, deseo inscrito en la estructura biogentica de los
seres vivos, y que la literatura religiosa alimenta sin pausa, recibiendo
de sus destinatarios el precio suculento, en monedas y en
reconocimiento social, que le corresponde. Pero la literatura desaloja
de sus preocupaciones la investigación de la verdad, tal como emerge
del análisis honesto y riguroso de los documentos históricos que los
cristianos exhiben como garantía de su autoridad y de su fe. Dicho todo
esto, quiero dejar constancia pública de mi admiración personal por el
gran talento de Manuel Fraijó como teólogo -que está de vuelta de todo
lo que concierne a la fe, aunque pudiera sugerir inconscientemente otra
cosa- y como escritor. Y sobre todo testimoniar mis sentimientos de
sincera amistad y entrañable afecto. Amicus Plato sed magis amica
veritas.
 
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28/05/2011

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