Libro Micaela Bastidas Concurso Literario

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Concurso Literario

contra la Violencia de Género


Primera Edición
2000 ejemplares

Edición
Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI)
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos – Presidencia de la Nación
Dirección: Moreno 750, 1º piso. C.P. C1091AAP – Buenos Aires – República Argentina
TE: (54-011) 4340-9400
Asistencia gratuita las 24 horas: 0800-999-2345
www.inadi.gob.ar

Director responsable: Pedro Mouratian.


Directora editorial: Julia Contreras.
Coordinadora del proyecto: Cecilia Lipszyc.
Colaboradora: Paula Ledesma Hueyo.
Armado, edición y corrección: Alejandra Noseda, Celeste Lazo y Sofía Rivero.
Diseño Editorial: Jackie Miasnik

Mouratian, Pedro
Micaela Bastidas : concurso literario contra la violencia de género. -
1a ed. - Buenos Aires
Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo - INADI, 2013.
75 p. ; 30x21 cm.

ISBN 978-987-1629-26-8

1. Antología Literaria. 2. Violencia de Género. I. Título CDD A863


Fecha de catalogación: 25/07/2013
MICAELA BASTIDAS
Concurso Literario
contra la Violencia de Género
INDICE

Prólogo………………………….………................................................……….……7
Biografía, Micaela Bastidas.................................................................................11

33 Deseos………………………………………..................................................….12
Demasiado tarde…………………………….................................................……..15
Diez y media…………………………………................................................…..…18
Entre soledades y apariencias……………................................................………21
Equipaje……………………………………….................................................…….24
Fuera del mundo…………………………………...................................................25
Jacarandá en flor………………………….................................................…….…26
La conquista…………………………….................................................…………..29
La decisión……………………………………...................................................…..31
La mujer y su hombre…………………….................................................………..33
La muñequita…………………………………..…....................................................37
La palabra no dicha…………………………....................................................….38
La Renunciadora…………………………….............………………………………..40
La tejedora sin voz…………………………………………………......................….44
¡¡¡Libertad!!!...............................................…………………………......................47
Loas a la mujer valiente……………………………………………..............…....….48
No habrá otra vez……………………………..…………………………..............….49
Noventa y siete almohadones………………………………………….............……51
Problemas del corazón………………………………………………….............……54
Reparaciones a domicilio………………………………………….............……..….58
Revista de la empresa………………………………………………..............….......60
Secuencias de la depredación……………………………………………...............63
Sin piel……………………………………........…………………………..............…..64
Sueños rotos………………………………....…………………………................…..68
Tierra de todos, tierra de nadie…………………………………….............……….69
Un acto común…………………………………………………….............….....……71
Una linda mujer……………………………………………………….............…....…72

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“A la memoria de Cecilia Lipszyc,
incansable luchadora por los derechos de las mujeres.”
PRÓLOGO


El abordaje de la problemática de la violencia contra las mujeres nos convoca a
reflexionar profundamente acerca de las dimensiones que esta temática alcanza y, sobre
todo, nos interpela respecto del análisis que debemos hacer acerca de si es ésta una
cuestión de carácter privado o si, por el contrario, trasciende esas fronteras y constituye
una cuestión pública, que debe preocuparnos y ocuparnos a todos y a todas.

Durante siglos, prevaleció la creencia de que las limitaciones de los derechos ci-
viles y políticos de las mujeres se encontraban justificadas en su “condición natural” que
las ubicaba exclusivamente en el ámbito privado-doméstico para ejercer las tareas del
hogar, reproducción biológica y social de sus integrantes, siendo consideradas no aptas
para las tareas políticas y económicas que se desarrollaban en el ámbito público.

Sin lugar a dudas, en esta estructura de pensamiento socialmente arraigada que


aún se encuentra vigente aunque solapada, subyace la discriminación por motivos de
género sustentada en patrones culturales y sociales históricamente establecidos que de-
terminan roles y funciones a las personas según su pertenencia a uno u otro género y
ubican a las mujeres en un nivel de inferioridad respecto de los varones.

La violencia hacia las mujeres, como forma más extrema de la discriminación,


afecta directa o indirectamente la vida, la libertad y la seguridad de las mujeres a lo largo
de todo su ciclo vital, en todos los ámbitos donde se desempeñan, ya sean públicos o
privados y opera como un freno ineludible a su desarrollo personal.

La igualdad de género, la no violencia y el empoderamiento de las mujeres en


todos los ámbitos constituyen una incansable lucha que, tanto desde el Estado como
desde la sociedad civil, viene dándose hace muchos años y se ha visto cristalizada en
numerosos logros y conquistas de derechos.

La ampliación de ciudadanía que desde el año 2003 viene desarrollando el Go-


bierno Nacional ha tenido un fuerte impacto en el posicionamiento social, económico y
cultural de las mujeres. Muchas han sido las legislaciones y políticas públicas que reivin-
dicaron los derechos de este colectivo invisibilizado y vulnerado y propendieron a lograr
mayores estándares de inclusión.

En este sentido, la Ley 26.845 de “Protección Integral para prevenir, sancionar y


erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollan sus relaciones
interpersonales” sancionada en el año 2009, constituye una herramienta esencial para
el abordaje integral de la violencia hacia las mujeres por motivos de género, dado que
incorpora la noción de que esta problemática no pertenece al ámbito doméstico sino que
constituye una cuestión pública y, asimismo, detalla y concientiza acerca de los diferen-
tes tipos y modalidades de la violencia visibilizando que ésta trasciende, por mucho, la
agresión física.

Nos encontramos ante el enorme desafío de trabajar mancomunadamente, au-

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nando esfuerzos para que este proceso de transformación social y cultural continúe
avanzando y se vea reflejado en una mejora sustantiva en los estándares de ciudadanía
y en el acceso irrestricto e igualitario a todos los derechos por todas las personas en
condiciones equitativas.

Desde el INADI estamos convencidos que uno de los caminos para la consecu-
ción de estos objetivos radica en la creación e incentivo de espacios de concientización
y reflexión sobre la situación de las mujeres. En esta línea, es fundamental el intercambio
con la sociedad civil y con las propias mujeres víctimas de la violencia.

En este sentido, propusimos la realización del concurso literario que llevó el nom-
bre “Micaela Bastidas” con el objeto de rendir un homenaje hacia esa conductora de las
fuerzas rebeldes del movimiento Tupac Amaru, que fue sinónimo de lucha y una de las
tantas que con gran coraje y convicción cuestionó los mandatos sociales que histórica-
mente se impusieron a las mujeres.

A través de este gran ejemplo de mujer, este libro se propone ahondar en la


memoria colectiva, darle sentido y, por sobre todo, convertirse en una manera creativa
de recuperar y retratar, como iniciativa del Estado, las voces y experiencias de todas
las mujeres que actualmente, desde la diversidad de sus espacios y territorios en que
habitan, aportan en la construcción de una sociedad más igualitaria, más inclusiva y sin
discriminación.

Por Pedro Mouratian


Interventor del INADI

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Agradecimientos

Desde el Instituto Nacional contra la discriminación, la xenofobia y el racismo


queremos agradecer a todas las personas que participaron del Concurso Literario contra
la violencia hacia las mujeres “Micaela Bastidas”.

La presente antología es resultado de la compilación de las obras seleccionadas


ganadoras de dicho concurso.

Queremos, asimismo, agradecer la colaboración en la tarea de selección de las


obras a Alicia Moscardi, Licenciada en Letras y Técnica en evaluación de proyectos de
la Dirección Nacional de Juventud; Susana Sanz, Abogada, Antropóloga Social y ex Di-
rectora de asistencia técnica y capacitación del Consejo Nacional de la Mujer; y Marita
Perceval, actualmente Embajadora Argentina ante las Naciones Unidas; además de des-
tacar su importante labor en calidad de jurados del concurso.

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Miacaela Bastidas

Biografía

Micaela Bastidas Puyucahua hija de Manuel Bastidas, descendiente de africa-


nos, y de Josefa Puyucahua, indígena, era conocida como Micaela la zamba (apelativo
que recibían las personas nacidas del mestizaje entre un africano y una indígena, o vi-
ceversa). Nació en el territorio que hoy conforma el distrito de Tamburco – Abancay en
la República del Perú, el 24 de junio de 1745. En 1760, cuando apenas contaba con 15
años de edad, se casó con José Gabriel Condorcanqui, Túpac Amaru II, cacique de
Pampamarca, Tungasuca y Surimana, con quien tuvo tres hijos.

En tiempos en los cuales el rol de las mujeres se limitaba al ámbito doméstico,


Micaela desempeñó un papel fundamental durante la rebelión indígena que encabezó
su esposo en Tinta a partir del 4 de noviembre de 1790. Ésta rebelión, en principio con-
tra los tributos excesivos y las formas de esclavitud como la mita, la encomienda y el
yanaconazgo que impuso la Corona Española, se transformó rápidamente en una lucha
anticolonialista.

Micaela se convirtió en conductora y capitana de las fuerzas rebeldes. Se en-


cargó de la distribución del dinero, las armas y la alimentación de las tropas; desarrolló
acciones para ganar adeptos y fue la principal consejera de su marido.

El 18 de noviembre de 1780 Túpac Amaru obtuvo una contundente victoria sobre


el ejército español en la batalla de Sangarará. A su término, el Inca respetó la vida de los
prisioneros, mandó a curar a los heridos y ordenó la reconstrucción de la iglesia. A pesar
de esta victoria y de tener fuerzas considerables, Túpac Amaru no marchó sobre Cuzco
y regresó a su residencia. Varios historiadores señalan que si el Inca hubiera tomado
Cuzco en los primeros días del levantamiento, como lo proponía Micaela en sus cartas, la
independencia del Perú hubiera dado un gran paso adelante.

Finalmente la insurrección popular fue derrotada y Micaela capturada cuando


llevaba dinero para crear otro ejército tras la derrota de las fuerzas rebeldes. Se la ejecutó
el mismo día que su marido, el 18 de mayo de 1781 en la Plaza de Armas del Cuzco a
sus 38 años de edad. Sus verdugos, a mando del Virrey Toledo, fueron particularmente
crueles con ella, Túpac Amaru y su hijo Hipólito. Ese mismo día también fue ejecutada a
garrotazos Tomasa Condemaita, cacica de Acos, capitana de un batallón de mujeres que
también intervino en batallas.

Contrariamente a lo que afirma la historia oficial, las mujeres participaron activa-


mente en la lucha anticolonialista, superando el rol que tradicionalmente se les adjudicó.
Una vez más, se rebelaron contra la visión que las consideraba seres débiles, sujetas a
tutela o dirección. Micaela Bastidas es para nosotros y nosotras un símbolo que repre-
senta a todas las mujeres capaces de desafiar al mismo tiempo la dominación colonialista
y los mandatos de género; y por eso puede ser la bandera y el ejemplo para aquellas
mujeres que en algún momento de sus vidas sufrieron o sufren violencia de género.

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33 deseos

Por Melisa Sansotta


(Memi)

Dicen que cuando Julián, a los tres años, vio cómo su papá le pedía a su mamá,
con un chorro de soda en la cara, que le trajera más queso rallado a la mesa, se rió. Una
carcajada estirando las comisuras y tapándose la boca, como se ríen los nenes. Dicen
que a partir de ahí su papá dejó de esconder los sifonazos educativos, y los golpes que
le pegaba a su mamá con la mochila que usaba para trabajar, o con una bolsa de basura
con vidrios de un vaso roto por él mismo (por culpa de ella, claro), o lo que fuera que
tuviera a mano. Por lo general, los disgustos del papá de Julián comenzaban a la hora
de la cena, o después. En realidad no tenían un horario en particular, pero la noche que
Julián se rió, estaban en medio de la comida.

Fue la risa más llorada en la vida de Julián. Ya no tenía tres años cuando asoció
que seguro esa carcajada de nene fue la que hizo que su papá se animara a más, sin-
tiéndose avalado por el otro hombrecito de la casa. Todos le dijeron a Julián que no, que
no era su culpa, que su papá tenía una extraña forma de amar, que así era como había
tocado el combo. Decían, sobre todo, que había que quererlo igual.

Dicen que Julián, a los cinco años, cerca de las once de la noche, escuchó un
ruido muy fuerte en la cocina de su casa, en la planta baja. Recorrió de un tirón las es-
caleras como un empedernido valiente… y no vio nada. Solo un agujero en la heladera,
en la parte de abajo, donde se guardaban las verduras. Se tranquilizó, (aunque notó que
estaba solo), porque seguro alguno de sus padres le había pegado una patada durante
alguna discusión, nada más que eso… No entendió siquiera por qué su maestra, cuando
le contó la no-noticia de su noche, la patada de madre o padre, la pelea, la buena nueva
¡no fue un ladrón!, lo mandó a hablar con la psicopedagoga. Los escuchó decirse entre
los grandes que la violencia para él era natural. Se quejó internamente porque lo estaban
afirmando sin siquiera preguntarle.

El cumpleaños número ocho de Julián fue el primero que consideró “raro”. Ama-
neció cerca de las nueve de la mañana. Su mamá le había dejado una nota en la mesa
que decía que su papá se había ido, pero que él no se preocupara, porque ella iba a ir
a buscarlo para traerlo de nuevo. Ni feliz en tu día, ni nada. “Por las dudas”, le dejaba el
celular de una amiga a la que tenía que llamar “SOLO SI” (así, en mayúsculas), “SOLO
SI” ella no volvía para la noche.

El cumpleaños número ocho de Julián se festejaba a la tarde, pero nadie se


acordó. Su abuela, la mamá de su mamá, fue a la fiesta, vio a algunos nenes esperando
para entrar, ninguno de ellos era Julián, entonces decidió pasar por la casa de su hija
para ver qué había pasado. El cumpleañero estaba ahí solo, armando un rompecabezas
de caballos, sin noción de qué hora era ni a qué hora tenía que estar. Esperando. La
abuela lo vistió y en media hora estaba en el pelotero. Se perdió medio cumpleaños, y
ciertamente la mamá no había hecho ninguna torta así que no hubo velita. Pero no estuvo
tan mal, dice cuando lo recuerda, aunque no pudo pedir sus deseos. Se convenció que

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el año próximo tendría los 3 correspondientes, más los tres ahora adeudados.

Cuando terminó el cumpleaños los padres todavía no habían vuelto de donde


fuera que hubieran ido en medio de la noche anterior. La abuela lo ayudó a abrir los rega-
los en la cocina de la casa. Esa fue la primera vez que alguien le preguntó por el agujero
en la heladera. Julián le contó de la patada y, otra vez, lo de menos mal no fue un ladrón.
La abuela se prendió entonces un cigarrillo adelante del nene, cosa que nunca sucedía
ni en períodos de lluvias semanales aisladoras de terrazas.

Dice Julián que, unos minutos después, su abuela vio la nota que su hija le ha-
bía dejado al nene arriba de la mesa. Cuenta Julián, transcribiendo la foto de su mente,
que los cachetes de la abuela mutaron a color blanco, que la vio pararse y ponerse la
campera, que se acercó a la puerta y volvió, le dio un beso en la cabeza, lloró, se sacó
la campera otra vez, se prendió otro cigarro y llamó a la amiga de la mamá que estaba
anotada en el papelito. Cuando cortó el teléfono le dio otro beso en la cabeza y le susurró
al oído que no era justo. Julián no entendió bien a qué se refería su abuela con eso de la
justicia. Solo se quejó porque le había dado calor.

La mamá llegó cuando Julián dormía, pero al escuchar la puerta se vio obligado
a despertarse para husmear. La abuela se había quedado esperándola. En la casa había
una nube de pucho gestándose desde el suelo, intentando conquistar la planta alta. Ju-
lián miraba todo desde la escalera. Justo sus ojos daban con un espejo que mostraba en
primer plano a sus mujeres en acción.

“Lo voy a matar”, dice Julián que decía su abuela. Él creía que hablaban de su
pellejo y cada tanto se asustaba y corría a la cama a taparse y esperar a que vinieran a
explotarle las orejas con retos por estar levantado tan tarde. Pero eso no sucedía, enton-
ces volvía; dice que por la intriga que le daba saber dónde había estado su madre todo
el día, que fuera más importante que estar con él en su cumpleaños. La abuela no paraba
de preguntarle “por qué, hija, por qué te dejás hacer esto”.

La mamá de Julián balbuceaba incoherencias, de a momentos rechazaba la


mano que la ayudaba a emprolijarse la cara, con una mueca entre enojada y agotada
de pelear. Tenía el pelo pegado a la cara, adherido con la fuerza de la sangre seca que
le adornaba los pómulos, la frente, la pera. Julián miraba sin mirar en el espejo cómo su
abuela le despegaba a su mamá los cabellos de la piel, mechón por mechón, y lloraba
también, claro, sin sacarse el pucho de la boca.

“Si vuelve no lo podés dejar entrar, si no elegís por vos, elegí por tu hijo”, le decía
la abuela. Julián por un momento disfrutó no ser el receptor de los reproches, pero no le
gustaba ver a su mamá llorar. “Es el hombre de mi vida”, le respondía mamá a la abuela:
“Yo sé que si llega al punto de pegarme para que entienda lo que quiere decirme, es
porque me dice la verdad y realmente le interesa que yo lo comprenda y lo acepte como
es”. La abuela no paraba de escupir mares de sal por los ojos y con el puño le pegaba a
la mesa, haciendo saltar las llaves que su mamá había apoyado arriba del posa pava.

La noche del cumpleaños de Julián se pasó tan lenta que sintió que tenía 10 años

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en lugar de 8 cuando se despertó otra vez. Dicen que se quedó dormido en la escalera
donde espiaba y que su abuela lo llevó a upa a la cama. Al otro día su mamá le regaló un
alfajor y le preguntó cómo la había pasado en el pelotero. Julián dijo que muy bien, pero
cuando quiso mostrarle los regalos, su mamá se puso a llorar de nuevo y a él le dio una
puntada en la panza.

Dos mañanas después, el papá de Julián volvió a desayunar con ellos. A su


mamá todavía no se le aclaraban los moretones de los ojos. Nadie preguntó ni explicó
nada. Nadie se animaba a preguntar ni a explicar nada. Era lunes feriado, Julián siempre
se acuerda de eso. Estaba contento porque no iba a ir al colegio y su papá había vuelto,
aunque no entendía por qué su mamá tenía tanta cara de susto y temblaba mientras la-
vaba las tazas que habían usado para el café con leche.

Cuando esa misma mañana llegó la abuela de visita, Julián estaba mirando la
tele, de espaldas a la puerta. No la vio entrar, solo escuchó el ruido de algo arrojado con-
tra la pared. Era su madre. Su papá la había hecho volar porque, según aseguraba, ella
le había contado a su propia madre, su suegra, que él le había roto toda la cara y ahora
la vieja caía en la casa solo para alejarlo de su familia.

Para el momento en que Julián abandonaba las últimas dos galletitas del paquete
con el que desayunaba, para irse corriendo a la planta alta donde planeaba esconderse
bajo la cama de su cuarto, ya su abuela tenía agarrado a su papá del cuello y lo amena-
zaba con el cuchillo con el que raspaba lo quemado de sus tostadas. Julián esta vez no
se rió, solo vomitó de los nervios y logró que los tres adultos lo miraran un instante.

Esa tarde lo mandaron a la casa de un amiguito que no era tan amiguito, pero
zafaba. No la pasó mal, dice. Cuando se sentó a cenar solamente pidió si por favor po-
dían sacar la soda de la mesa, porque le hacía mal a la panza. La mamá del nene la sacó
inmediatamente. Hay cosas que mejor no preguntar, dijo.

El papá de Julián no fue a desayunar a su casa nunca más. Su mamá lloró cada
noche que Julián recuerda desde ese día. Algunas veces lo extraña, aunque nunca en-
tendió bien por qué fue que quiso irse el día de su cumpleaños. De todos modos, decidió
no festejarlos más. La abuela no estuvo de acuerdo, pero a esta altura ya fumaba dema-
siado como para poder opinar. Hace poco Julián cumplió los 18, hizo una cuenta rápida
y recordó que ahora tendría 33 deseos acumulados, pero no supo por dónde empezar a
pedir. Entonces no pidió nada.

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Demasiado tarde

Por María Victoria Mora


(Alma Canay)

- ¿Ahora quiere vernos?, no, olvidate, conmigo no cuentes - Eugenia cuelga el


teléfono dejándole en claro a su hermana lo que siente. Piensa sin remedio que el tiempo
atrás no vuelve. Se sienta y fuma un cigarrillo y después otro. No puede evitar que los re-
cuerdos se aparezcan, ahí mismo, frente a sus ojos como si esa mesa y esas sillas, ahora
vacías, fueran las de su infancia. La frase de su padre se le mete por los poros: “Me tienen
harto” vuelve a sonar dentro suyo con una nitidez que hacía tiempo no sentía.

Ella tenía trece años, y era la mayor de cuatro hermanos: Susana tenía diez, Julio
ocho y Marta seis. Ser la más grande le daba el dudoso privilegio de ser la confidente
de su madre. Cada vez que sus padres discutían, ella se encargaba de hacerle saber
los detalles. Nunca supo si por desesperación o soledad le había jodido la infancia. Ella
por obligarla a escuchar, y él por que siempre que aparecía era para armar una u otra
discordia: que la comida estaba muy cruda o muy pasada, que las camisas estaban mal
planchadas, los muebles sucios, las cosas fuera de lugar, todo era motivo de gritos y
llantos, porque siempre venían los gritos y acto seguido el llanto interminable de su madre
tirada en la cama, al tiempo que el padre daba un portazo y los dejaba solos.

Ni bien empezaban con el griterío Eugenia llevaba a sus hermanos a la habitación


de arriba más alejada de la cocina y el living, que solían ser los lugares elegidos como
campo de batalla; tratando de sonreír decía: “¡un chupetín para el que llega primero a
la biblioteca!” sus tres hermanos corrían en tropel escaleras arriba. Ya de grande, jamás
se animó a preguntarles si le seguían el juego o realmente sus tretas funcionaban como
aislante. Lo peor siempre era el después, las horas interminables entre la discusión y la
vuelta del padre, con suerte a la madrugada o en el peor de los casos, dos o tres días
más tarde. Su madre a esa altura era un fantasma de sí misma. Eugenia le tenía profunda
lástima, y a su padre lo odiaba, ambos sentimientos la dejaron prácticamente huérfana.
Sumado a las discusiones con su mujer, el padre, parecía odiar a su hija mayor. La insul-
taba siempre que tenía oportunidad o directamente la ignoraba. “¡Sos imbécil!” le gritaba
si se tropezaba o se le caía un vaso, “Burra como tu madre” cuando no entendía cualquier
cosa insignificante o trascendente. Nada era suficiente para ser felicitada, por más que
se esforzara, él carecía de buenas palabras para ella. Con sus hermanos era distinto. No
era el mejor del mundo, claro, pero de vez en cuando dejaba caer alguna caricia, que a
Eugenia le pasaban de largo.

Una tarde a los trece años, su madre la llamó a la cocina y en confidencia, como
era su costumbre, le contó algo: “Papá hizo las valijas en secreto, creyó que estaba dor-
mida, pero yo lo vi, cuando venga esta noche va a enojarse con cualquier excusa y se va
a ir para siempre, ayudame a que no se enoje y tampoco dejes que yo me enoje con él”.
La angustia de ese día le quedó marcada a fuego. Planeó sin descanso las mil formas
posibles de evitar el enojo de su papá: que nada se caiga, que la comida fuera deliciosa,
que sus hermanos no se peleen, que todo estuviera en orden, quizás mostrarle el diez
con el que la maestra había premiado su composición sobre la Revolución de Mayo. Con-

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venció a sus hermanos que si lograban mantener una conducta intachable desde que
llegara su padre hasta que terminaran de cenar, al día siguiente los llevaría al cine. Salir
de paseo no estaba entre sus actividades cotidianas, la promesa fue suficiente para que
se portaran como duques.

Ayudó a su mamá a cocinar carne al horno con papas, con cebolla, ají y zana-
horia como le gustaba al padre, puso la mesa con la vajilla que tenían para ocasiones
especiales, esa que habían heredado de su abuela paterna, su madre se puso el mejor
vestido que tenía y se sentaron a la mesa a esperarlo.

A las nueve de la noche se escuchó el inconfundible ruido a llaves en la cerradu-


ra. Su padre entró y fue directamente al baño. Cuando fue a la cocina no se percató de
lo bien puesta que estaba la mesa, ni del vestido de su mujer, o si se dio cuenta no dijo
nada. La madre con su mejor sonrisa, trajo la carne a la mesa, empezó a servirles uno por
uno, todos en absoluto silencio. Cada tanto Eugenia miraba a sus hermanos y les guiñaba
cómplice el ojo, para que no se olvidaran de la promesa realizada. Cuando hacía diez
minutos que estaban comiendo la madre suspiró. Fue suficiente. “¿Por qué suspiras? ¿De
que te quejas? Me tienen harto yo soy el pelotudo que me deslomo trabajando todo el día
en ese banco de mierda para que ustedes puedan vivir como reyes, no puedo tener una
cena en paz que me estas suspirando en la oreja, sos una desagradecida” y así siguió
y siguió como media hora en la que su madre resistió en silencio, hasta que estalló. Otra
vez vuelta a empezar, gritos y llanto. Entonces el padre dijo “me voy, me tienen harto vos
y tus hijos” subió las escaleras con su mujer atrás pidiéndole por favor que no se vaya.
Eugenia pensó que su madre había llegado demasiado lejos, ¿para que lo quería? No
hacía más que maltratarla. Ella sabía que una amiga de la escuela tenía los papás sepa-
rados y el padre le pasaba plata todos los meses. Lo único que este hombre les daba
era dinero, y si podía dárselos viviendo en otro lado, ¿para que soportarlo? El padre bajó
con dos valijas, todavía seguido por su madre que no paraba de llorar. Antes de irse se
acercó a la mesa donde ellos estaban petrificados y les dijo “Me voy porque acá no me
quiere nadie” Eugenia no soportó la hipocresía, se levantó y le dijo que era un hijo de
puta, así con todas las letras, apretando los puños y con lágrimas corriendo como ríos. La
madre dejó de llorar y quedó paralizada, el padre apoyó las valijas en el piso, se acercó
y le dio un cachetazo memorable. Levantó las valijas se dio media vuelta y salió por la
puerta, después de un portazo, para no volver.

La historia que ella suponía nunca fue, no lo vieron más a él, ni a un miserable
peso de su parte. Al tiempo supieron que vivía en Capital con una mujer mucho más jo-
ven, se enteraron por un chusmerío que había trascendido a oídos de una tía de Eugenia.
Después le perdieron el rastro. Gracias a un conocido, al mes siguiente del abandono, la
madre consiguió un empleo en el Correo Central donde trabajó para mantenerlos hasta
que se jubiló. Eugenia dedicó la adolescencia a cuidar a sus hermanos mientras la mamá
trabajaba.

Treinta años después ese hombre quiere verla. Con seguridad no va a darle el
gusto. Termina el último cigarrillo que le queda, quiere prepararse un café, cuando se
levanta para ir a la cocina, suena el timbre. Va hasta la puerta y abre, se encuentra a su
hermana Marta, parada detrás de un hombre sentado en una silla de ruedas, viejo, con

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aspecto de haber envejecido prematuramente, con apariencia de derrotado, una carica-
tura de aquel que le había dado el cachetazo más doloroso de su vida. Eugenia sin decir
palabra cierra la puerta firme, sin portazos y le pone llave.

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Diez y media*

Por Jimena Inés Villalón


(Mafalda)

8:00 horas. Mirta se despierta sobresaltada. Ha pasado toda la noche dando vuel-
tas. Hoy va a ser la primera vez. Tuvo que contener sus movimientos cuando llegó él, pa-
sado de tragos, a las tres, y se acostó a su lado sin decir palabra. Pero su cabeza sigue
cavilando. Se levanta sigilosamente, mientras lo oye roncar. Prepara el mate y esta vez no
prende el televisor. Mira los muebles apiñados, la tetera vieja, su ropa de entrecasa. Piensa
en la posibilidad de que él se levante y no la vea, y una electricidad le recorre el cuerpo.

Que fue a hacer las compras, que pasó por lo de su madre o fue a la escuela a
averiguar cómo andaba Seba con las previas. Serían cosas que le podría decir. Piensa
en la conveniencia de volver con algunas bolsas de mercadería al mediodía, para que él
no sospeche adónde ha estado. Mira el reloj en la pared: todavía faltan un par de horas.
Siente que el mate se le escapa de las manos temblorosas. Lo retiene a tiempo y evita el
estruendo.

Presurosamente se levanta de la silla. Entiende que éste es el momento de irse.


Ya verá qué le va a decir a él. Por ahora tiene que decidir cómo pasar el tiempo hasta las
diez y media.

8:30 horas. La Morocha, como le dicen en el barrio aunque se llama Mercedes,


hace algunas horas que está levantada. Llevó a los chicos a la escuela y ahora está lim-
piando un poco. No hace falta hacer mucho, la casa no es muy grande. Tiene hasta las
diez y veinte para dejar todo terminado, ya que a esa hora pasa el colectivo. Mira el porta-
rretratos con la foto del bebé. Se acuerda, como tantas otras veces que la ve, que antes allí
había otra fotografía, la de una pareja que ahora no es. Se le vienen a la cabeza las muchas
razones por las que no es, las tiene presentes porque se las tuvo que repetir durante mucho
tiempo. Ni siquiera eran los rumores de infidelidad, sino las caras de él cuando a ella se le
pasaba el colectivo y llegaba más tarde, los nervios de enterarse que él tuvo un mal día, la
incertidumbre de no saber si él pensaría que su ropa no era la adecuada o que su familia
estaba equivocada. Y las amenazas, sobre todo. Las amenazas de todo lo que podría pa-
sar si no eran las cosas como él esperaba. Primero fueron hacia ella, luego hacia él mismo,
le decía que algún día lo iba a encontrar muerto ella o, peor aún, los chicos. Pero cuando
fueron hacia los hijos, esos que eran de los dos, terminó de entender.

Mira la quemadura de cigarrillo, ya devenida en cicatriz, en su brazo izquierdo.


“Fue una sola vez” solía decirse, justificándolo. Hasta que comprendió que una sola vez,
es suficiente. Al contemplarla recuerda otra vez, que todo lo que hizo valió la pena.

Hoy es martes y la Morocha está inquieta. Se pregunta cómo aguantará hasta las
diez y media. Escucha que tocan el timbre. Cuando abre la puerta, la ve a Mirta. Menos
mal.

* Los personajes y situaciones relatados no están basados en historias reales y son puramente ficcionales.

18
9:45 horas. Mira la cajita de la plata y ve que sólo hay diez pesos. No es la pri-
mera vez que Mónica se queda parada allí, en el dormitorio, contemplando el destino
de su economía diaria. Es un sórdido déjà vu con el que tendrá que lidiar otra vez. Y
sabe que no es porque no hay, es porque él no le deja. Todos los días, sino se levanta a
hacerle el desayuno, se pierde la instancia del pedido económico, no siempre fructífero.
Hoy se quedó dormida, y muy internamente piensa –y sabe- que él se lo hace a propó-
sito. Alguna vez decidieron, cuando nacieron los mellizos, que ella se quedaría en casa
a cuidarlos. Pero de eso ya hace más de quince años y ni hablar de que ella trabaje. Él
dice que las mujeres tienen su lugar en la casa, y por un tiempo fue cómodo. Eso a veces
es un consuelo, que se consume inmediatamente ni bien se acuerda del precio de las
cosas, y de que las exigencias diarias de él cuestan mucho más que diez pesos. De las
exigencias de ella, o más bien, de sus necesidades, bien, gracias. No tienen cabida en
ese lugar que las mujeres tienen para él.

Ha pensado en irse, pero se le acaban los pensamientos cuando llegan al adón-


de, y al cómo, sobre todo porque alguien tiene que acordarse de que los que también
tienen necesidades son los chicos.

A Mónica se le ha ocurrido muchas veces, que esos diez pesos de hoy, o los
quince de ayer, por ejemplo, son una forma de él de decirle que ella no se va a ir a nin-
gún lado. Pero hoy sí se va. No llegará muy lejos, pero a las diez y media sabe, igual que
semanas anteriores, que la esperan. Total con esos diez pesos conoce de memoria los
caminos para hacer malabares, otra vez.

10:15 horas. Él se fue hace una hora y ya la cosa no viene bien. Ni va a estar bien
cuando vuelva. Marcela se mira al espejo y ya puede ver el incipiente moretón. Esta vez
tampoco va a ir a la salita para que le revisen el ojo; ya sabe la gama de colores que irá te-
niendo a lo largo de las semanas, y cómo maquillarlo para que los vecinos no comenten.

El primer martes del mes pasado, a las diez y media estuvo allí puntual y podría
decirse que hasta entusiasmada. Se enteró en los martes posteriores de que existía una
Ley, y de que si iba al Juzgado, podía pedir medidas de exclusión del hogar y prohibición
de acercamiento. Pero con las semanas, su entusiasmo fue decayendo. Él es amigo de
los policías de la comisaría, les lleva las viandas diarias y comparte una que otra cerveza
con ellos. Por eso, aún si ella logra todo esto que aprendió los martes, ¿a qué policía va a
llamar si él no cumple –y no va a cumplir- con la prohibición de acercamiento? Él, con los
de afuera es una cosa, muy diferente al que ella conoce puertas adentro. Por eso nadie
la entiende. Y los martes, todas le hablan de posibilidades como si fuera tan fácil, como
si estuvieran en su lugar. Se da cuenta que de que está muy enojada. Con ellas, con él,
con ella misma. No quiere ir más.

Mira el reloj de su celular. Quiere que sean las diez y media para saber que ya
está faltando. Y piensa que nadie la va a extrañar. Pero mira otra vez la pantalla del telé-
fono y ve un pequeño sobre, señal de que ha recibido un mensaje. Es la Morocha. Quiere
saber si se van a encontrar en la parada del colectivo. Le cuenta además, que hoy lleva
una amiga nueva.

19
Sin saber bien cómo, y sin ignorar su creciente enojo, Marcela acaba de cerrar la
puerta con fuerza. Se seca las lágrimas con la manga de su camisa y camina enérgica-
mente hacia la parada, porque se está haciendo la hora de que pase el colectivo.

10:40 horas. Mariel salió de su casa hace cinco minutos. Va pedaleando frenéti-
camente en su bicicleta rumbo al centro comunitario. Queda cerca de su casa, pero no
le ha dicho a su familia adónde va porque a ellos no les gusta ese barrio.

Hace algunas semanas, unas mujeres dieron un taller en su colegio sobre violencia
de género. Fue, porque era obligatorio, pero en realidad a ella nadie le pegaba. Sin em-
bargo, durante la charla le preocupó sentirse identificada con algunas cosas. Resulta que
también podía ser violencia que te quieran revisar el celular o que él sea muy celoso. Ella
pensaba que era porque la quería, al igual que necesitar estar siempre con ella y enojarse
cuando quería salir con las amigas. Mariel pensaba que las cosas eran así, que los insultos
y los gritos se daban en todas las parejas. Que él con el tiempo iba a cambiar. Que cuando
lo hacés enojar es normal que te dé miedo. Pero resulta que no. Le contó a él del taller y
él se rió. Pero a ella le quedó resonando y quiso saber. En el taller decían que una podía
preguntar e informarse. Ella preguntó y le contaron de los martes. Al principio le dio mucha
vergüenza. Qué iban a pensar, que estaba ahí porque era una mujer maltratada. Cuando
las conoció se dio cuenta: estaban ahí para hermanarse, y para darse una mano.

Agitada, ya puede ver el cartel del centro, con sus murales coloridos. Las puertas
están abiertas, adentro las ve: ya están ubicadas en ronda y empezó a circular el mate.
En la mochila trae, para compartir, un paquete de galletas. A lo mejor le sirva de tregua
cuando la reten por llegar tarde.

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Entre soledades y apariencias

Por Norma Florencio Martínez


(Flor Martínez)

El tiempo la apuraba, Adriana se disponía a salir, con ritmo de domingo. Su com-


promiso mayor era con su sobrino Felipe, su primer cumpleaños, el resto de la reunión no
le despertaba mayor interés. Su madre la esperaría también pero a Adriana la inquietaba
su presencia, hace un año que no la ve y la relación entre ellas no mejoró con el tiempo,
muy por el contrario.

Una madre sufrida –solía decir -, sin embargo, siempre terminaba la frase pen-
sando que habría podido elegir otro camino. Cada año se reencontraban para las fiestas,
doña María - sin pedir permiso - se instalaba en la casa de alguno de sus hijos. Viuda
desde hacía tres años, se sentía con mayor libertad para disponer de su tiempo y del de
los demás.

Adriana mantenía con ella un vínculo que nadie comprendía, cada vez que la
llamaba por teléfono desde Santiago del Estero, esta le respondía frunciendo el ceño y
el gesto se le plasmaba durante varios días. Su hermano Juan –casado y con un hijo -,
todavía se refugiaba en la falda de doña María, y desde allí componía plácidamente su
papel de desvalido.

Adriana sabía lo que preguntaría y que antes de escucharla la tildaría de intole-


rante, con ese carácter no se retiene a ningún hombre –susurraría en su oído -, mira yo
todo lo que le aguanté a tu padre – y así continuaría con un sinfín de consejos inútiles -. Le
recodaría que cada vez se parece más a “la solterona de Carmén” –una tía muy querida
por Adriana que no le interesaba guardar las apariencias y decidió no casarse como sus
hermanas -, probablemente al final de la fiesta la haría sentir culpable.

Mientras comenzaba hacia su recorrido “Av. Alberdi-Laferrere”, sus pensamien-


tos comenzaron a viajar por el tiempo, hace un mes que está sola, en este caso su estado
se ajustaba bien al refrán, ya que últimamente la convivencia solo le dejaba dolor y triste-
za. Sí, hace más de un mes su vida se plagaba de portazos y gritos - nunca se distinguía
bien si eran gritos y golpes -, así se levantaba y así intentaban sus días. Pocas cosas en
su vida la entusiasmaban, cuando era posible un buen libro o cuando Jaime se ausenta-
ba, transitaba cierta paz inquietante.

Los gritos y los insultos cotidianos de Jaime quedaron en su habitación, y el eco


de un vacío que acompañaba su existir, la hacía dudar de su decisión.

Por estos días retomó las charlas consigo misma –como solía decir – se felicitaba
por terminar una relación que la hacía sentir parte del mobiliario del living, y al mismo
tiempo el fracaso recorría su espalda. Basta de insultos, basta de sospechas infundadas,
basta de dar explicaciones inventadas, pero él me quiere –se machacaba -.

Sí, lo hace desde su infancia hablar con alguien en el aire, en la nada. Nunca le

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importó demasiado si la observaban, ella discutía acaloradamente con alguien bastante
más tirano de lo imaginado. Sin embargo, ese mundo paralelo que construyó de niña,
era su refugio, allí no se quebraba, allí tenía la fuerza de mil mujeres, allí no necesitaba
simular.

Siempre se caracterizó por ser una mujer con un mundo interior muy rico, cuando
asistía a una reunión -sola o acompañada-, permanecía en silencio más de la cuenta y en
varias ocasiones las conversaciones le parecían a miles de kilómetros, pero ella presencia-
ba las charlas de sus amigas, como la más interesada – nada sabían de su realidad -.

No había encontrado el amor de su vida, no tenía hijos –solo un aborto en su


haber como parte de una adolescencia intensa pero con riesgos -, una profesión que
la sostenía y un grupo selecto de amigos. Una familia de tres – como solía decir – y un
montón de parientes con tantos secretos que nunca se sabía por dónde empezar.

Mientras viajaba recordó que vino del interior a Buenos Aires cuando no había
finalizado la primaria, junto a su hermano menor y sus padres. A sus veintisiete años -
pululando por varias carreras – eligió Psicología. Sus padres retornaron a Santiago del
Estero ni bien ella comenzó la universidad - dicho sea de paso -, le llevó mucho tiempo
sobreponerse a la distancia, se sintió sola y a cargo de un hermano menor - ya mayor - a
quien debía cuidar como un hijo, nunca le preguntaron si ella quería ese cargo.

Sentada en la fila individual recorrió con su mirada los pocos espacios verdes
que quedan en los barrios porteños, las familias domingueando. Su panza murmuró al
llegar al barrio de Mataderos, los olores la abrazaban y sus pupilas no alcanzaban a
recorrer la feria que desbordaba pueblo. El vaivén del colectivo sacudió un poco su ser
adormecido. Cómo le digo que me separé –pensó -.

Cuando el sol calentaba el centro de la tierra, bajó en la avenida principal en me-


dio de una polvareda y de una parrilla humeante. Toda una travesía al barrio que alojaba
a cientos de extranjeros y a parte de su familia – solo Felipe sería capaz de hacerla cruzar
de punta a punta la ciudad y el conurbano -.

Ya en la casa de Lina, la suegra de Juan - una mujer que emigró de Paraguay


buscando un futuro próspero para cinco hijos que, no renunciaban a la casa materna -,
entre ellos su cuñada Marisol, quien decidió agrandar la familia sin el menor reparo. Juan
se acomodó bien allí – como le reprochaba su mujer, de tanto en tanto -.

Felipe con su corta edad y pasos torpes, se arrojó a los brazos de su tía recla-
mando regalo. Doña María se mantuvo sentada como quien no advierte a la recién llega-
da, con gesto duro levantó la vista. Adriana se le acercó y tímidamente la abrazó casi por
compromiso, rápidamente se integró al festejo, intercambiando saludos aquí y allá –bien,
bien todo bien, decía -.

Su madre tomó la palabra y entre el murmullo preguntó por Jaime, prosiguió el


silencio. Adriana se apartó del grupo y Doña María le siguió el paso, y va o no va – con-
tinuó-. Entre titubeos Adriana pensó en varias explicaciones, su boca alcanzó a insinuar

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que tomaron distancia porque no lograban entenderse, con un gesto de desaprobación
su madre reprodujo lo que tantas veces se vio obligada a escuchar:

- Dónde vas a encontrar otro, vas a cumplir cuarenta, te vas a quedar sola, el
matrimonio se trata de aguantar y aguantar, sentenció. Continuó el soliloquio.
- Mirame a mí aguanté cuarenta años a tu padre, eso es un matrimonio, la mujer
sola no está bien vista. Sos una cabeza fresca, no maduras más.

Nada le impedía dirigirse a su hija con los tapones de punta, se creía con más
derechos que deberes. Cada vez que podía se encargaba de recordarle que le dio la
vida y que alguna especie de favor le debía.

Adriana contenía el llanto -había que cuidar las apariencias-, una vez más la in-
vadía la culpa. Con tal de no escuchar sus reproches hasta era capaz de pedirle a Jaime
que volvieran, después de todo el amor era solo aguantar y aguantar.

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Equipaje

Por Jimena Inés Villalón


(Dear Prudence)

Homenaje a quienes luchan


contra la violencia de género

Tengo la piel rota,


los labios cansados,
los ojos turbios,
y las manos presas.

Traigo marcas afuera.


Pero también adentro.

Sobre todo adentro,


tengo puñados de miedos,
manojos de agravios,
mareas de enojos,
que son un vaivén.

Vengo con estos sellos,


algunas lágrimas en las comisuras,
y los pies escaldados,
llenos de barro.

Me pesa el alma,
hecha una burbuja.
Me arden los días dados,
los perdones fríos,
el dolor en pie.

Sin embargo también traigo


este pecho abierto,
esta fuerza nueva,
esta espalda incólume.
esta esperanza prestada

Soy esta mujer.


La misma,
pero despierta.
La misma,
pero a salvo.

Por fin.

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Fuera del Mundo

Por Cristina Lucía Carolo


(Lucía Perrone)

La luna todavía no alcanza para disipar las sombras.

En aquel barrio suburbano una mujer, con expresión adusta, observa las arrugas
de sus manos. Cuántas arrugas, una por cada caricia falsa. Demasiadas arrugas, dema-
siadas caricias, demasiada hipocresía.

Una soga que se tensa con el caer de una silla: la imagen vuelve a presentarse
una vez y otra vez, y otra más, como la repetición infinita de una película muda. Y en cada
repetición, aprieta más las manos.

Debe comenzar a trabajar. El peso de su propio cuerpo la mantiene fija en el


escalón. Un gato se acerca, negro, opaco, infame. Las miradas se cruzan. Se acomoda
a sus pies. Comprende. Él también es solo un deshecho del mundo real.

Un auto pasa y los salpica a ambos con agua sucia.

Como si el gato se hubiese empecinado en absorber sus emociones, los senti-


mientos de derrota y suciedad van atenuándose, dejando paso a la indiferencia. O quizá
Magdalena se haya empapado de la indiferencia propia de todos los gatos.

La luna ya proyecta las sombras de la noche.



La historia no se repite dos veces, ha dejado de esperar. Nadie acudió, ya no
queda tiempo. La película vuelve a repetirse, cada vez más real. El gato le maúlla a la
luna en un grito casi humano. Cualquiera diría que fue ella. Algunas sombras pasan cer-
ca, sin prestarle atención.

Al fin, Magdalena logra pararse. Esboza una mueca que quiere ser sonrisa. Es
necesaria para trabajar. Su agobio aleja a los posibles clientes. El gato permanece a la
sombra, expectante de sus movimientos. Ambos saben que ningún salvador llegará.

Las piedras que la fueron lastimando han formado una muralla irremediable. Y
la soga se convierte en cruz. En una pieza cualquiera de una pensión barata una silla
golpea en el suelo.

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Jacarandá en flor

Por María Élida Mercado


(Reina Mab)

Esto nunca había pasado en Los Jilgueros, un pequeño pueblo a orillas de la


Laguna Funes, ahí nomás, pasando los campos de Don Sixto Juárez.

Sin explicarse el por qué, Fátima se vio entrampada en ese callejón llamado Ro-
drigo. De situaciones vomitivas no salía, Fátima; la de los cabellos olor jacarandá.

Señora, el Rodrigo me ha quemado con la plancha, mire. Sin querer ver, vi. Y cual
dos almas sufrientes la besé y le dije que la Virgen de Loreto nos ayudaría, que tendría-
mos que ir a la Policía. Nos atendió el Cabo 1° Pablo Amato y nos hurgó a ella y a mí como
si de un pecado estuviésemos hablando.

Me desperté una mañana creyendo que sería un día como cualquier otro, sin
embargo, el color del sol me enseñaba que algo extraño sucedería; sin pensar, acaso,
que ese “algo” me marcaría para siempre.

Nunca fui la más bonita de mi clase, pero algunos chicos me miraban; espe-
cialmente Rodrigo, el cual no era muy alto para nuestros 15 años pero… me prestaba
atención y con eso me bastaba. Me invitó a la peña de los hermanos Molina y bailamos
toda la noche sin parar, mi mamá había sido amiga de su mamá -desde chicas- así que
no había problema con andar juntos.

Nos dimos besos con lengua en el patiecito de Doña Esther, la costurera. Pero
esto no se lo conté a nadie, me daba vergüenza que pensaran que había sido yo la de
la idea. Pasaron como dos meses y él me dijo que teníamos que hacer algo más y yo me
dejé. ¿No es lo más común que gente que se quiera y se ame haga cosas por el estilo?
Después me arrepentí, mucho después.

Era inmensa la felicidad que tenía, se lo conté a mis amigas y me dijeron que
había estado bien, pero que ahora tenía que “agarrarlo” con algo. ¡Qué iba a saber yo
que ese algo era un bebé! ¡Mi mamá me mataría si llegaba a pasar eso! Qué otra cosa
podés hacer, me dijeron las chicas de la escuela. Acá si no sos mamá, no sos nada.
Como mi mamá, pensé. Me dije a mí misma que eso nunca pasaría porque Rodrigo me
iba a aguantar unos años, hasta terminar el colegio. ¿O no me aguantaría?

Pasaron unas semanas, y cuándo me enteré que la hija mayor de Doña Esther,
la Romina, estaba esperando un bebé lo supe: era del Rodrigo. Entonces fui, lo encaré
y le dije que era un mal novio, que yo le había dado mi confianza, que mi mamá se iba
a enterar de esto, que si mi papá estuviera con nosotras lo mataría a palos, que yo lo
estaba cortando en ese mismo momento. Me miró y sin más me dijo: nunca fui tu novio,
además… a tu mamá ya se la cogió mi viejo… van a tener un hijo… sos tan pelotuda que
no te enteraste.

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La mamá del Rodrigo había muerto hacía seis años, así que él se había criado solo,
con el papá. No me extrañó entonces que una mañana el Sr. Enríquez se quedara hablan-
do después de misa con mi mamá, mucho hablaron; era el bautismo del más chico de los
Belvedere, Lionel. Y ahí me di cuenta de todo, como una boba había estado esperando que
mi mamá fuese mi amiga, como la situación no me gustaba y lo del bebé ya lo sabía todo
el pueblo, me molesté, le grité que no tenía derecho a hacerme eso; ella no me dio bolilla,
me dijo que se sentía sola y el Sr. Enríquez tenía una gran camioneta donde ella podría
transportar el pan y la mercadería por todo el pueblo. Que el Sr. Enríquez nos ayudaría y
luego dijo lo que más temí, que nos iríamos a vivir a la casa de ellos.

El Sr. Enríquez en realidad no era malo, lo que pasaba es que no era mi papá.
Odié a ese bebé desde la primera vez que supe de su existencia, lo odié con ganas
porque no era mío. Porque yo quería un bebé mío. Mi mamá ya había tenido un bebé y
yo quería uno con el Rodrigo. Sí, quería un bebé del Rodrigo aunque él no me quisiera.
Se iba todas las noches a lo de la Romina y no volvía sino hasta el desayuno. Camino a
la escuela, le decía que lo odiaba, pero era solo para llamar su atención. Ver a mi mamá
y a su papá besarse me daba ganas de vomitar o hacer pis, mucho pis.

Ese lunes era feriado así que dormimos hasta tarde, cuando me desperté mi
mamá se había ido al mercado con el Sr. Enríquez, así que estaba sola con el Rodrigo.
Me puse a prepararnos la leche y a planchar el guardapolvo, al día siguiente se haría el
acto del día de la tradición y como la Solange estaba enferma a mí me tocaría la bandera.
Siempre me gustaron las tostadas con mermelada de ciruela y esa mañana pensaba dar-
me una panzada. Preparé siete, cuatro para mí y tres para Rodrigo. Lo fui a despertar y
no estaba… se había quedado a dormir en casa de la Romina y no había vuelto. Me puse
a pensar si en realidad no me lo hacía a propósito…

Cuando entró no lo vi venir, yo esta planchando, me agarró de atrás y me empezó


a besar en el cuello. Me pareció un asco y me dieron ganas de hacer pis, mucho pis. Le
dije que me soltara, que él ya tenía novia a la que besar, y que de tanto besarla iban a
tener un niño. Me gritó que no, que yo sería la mamá de sus bebés pero que lo perdonara
porque con la Romina él estaba por compromiso. Le dije que no, que nada de compro-
miso que por algo no se había cuidado el pito. ¿El pito? Sos tan pelotuda… y me empujó.
Con decirme pelotuda ya me había empujado, no hacía falta hacerme eso.

Me fui rápido a lavarme el codo, me lo golpeé con el picaporte y me raspé. Me


siguió hasta el baño y me mojó la cara con el agua de la canilla. Seguía diciéndome pe-
lotuda… ¡verga es! ¡poronga es! En la cocina las tostadas se habían secado y el guarda-
polvo esperaba el planchado. Comé tostadas con mermelada de ciruela, Rodrigo. Yo te
perdono, pero no me digás más que soy una pelotuda. Se lo dije bajito para que no me
molestara más. Pero se ofendió y me empezó a decir que yo era una puta porque lo había
estado busconeando todo el tiempo y ahora no le quería dar bola, pelotuda.

No aguanté más y me quise salir, pero me tomó del brazo y me zamarreó. Fuerte
me zamarreó, lo empujé a ver si él también se daba con el picaporte pero se tropezó y se
le volcó la leche que estaba ya tibia en el jarrito. Pelotuda, me volvió a gritar. ¡Mirá cómo
me quemaste! ¿Querés saber lo que se siente, pelotuda? Y me puso la plancha caliente

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en el pecho… antes de desmayarme del dolor lo único que vi fue el guardapolvo, blanco.
Como una ilusión.

Fátima se detuvo en el relato y empezó a llorar. Tres sellos y un par de firmas


después, la declaración se daba por terminada.

Cosas como esta pasaron hace dos años en Los Jilgueros, un pequeño pueblo a
orillas de la Laguna Funes, ahí nomás, pasando los campos de Don Sixto Juárez.

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La Conquista

Por Carolina Patricia García


(La otra parlante)

¿Trata? Trafica, sí. Intenta, asirse de alguna niña ¿Lo logra? Lo malogra lo obra
en el poste si no peligra el puesto disimula el papelito en que la vio la escoge la cree
gratificante la degrada deificando la edad de la nena la pormenoriza la porno grafica la
va por no. No es para tanto, si es un ratito y es por lo bajo. Amedrentando amenaza ¿A
la menor? Morena o blonda la ablanda la ablaciona no la deja hablar blandiendo sus pi-
ropos tan opíparos y opulentos que vuelve al pícaro tan potente piromaníaco. En el calor
la mata, se aclimata. Se hace cliente.

¿Imputable? Y sí ¿Acaso no la conocen en el barrio por el cuerpo voluptuoso inci-


tador que lo cita dentro de sí? ¿Y a él? Es su culpa es su pulpa puerca que la corrompe.
Puesto que colgará en el poste. Esa, la de las medias corridas porque corrió medianías
al borde del alambrado medianeras del hambre del hombro alicaído Esa, la que seguro
es la falaz a la hora del jurado fálico y falible: ¡Las caderas al cadalso! Ella es la que se
afana la pizca. Las doñas dirán: ¡Qué pizpireta la nena! No te digo que son más bravas
más bravuconas que los varones. Borrones en la memoria. Otrora seguro sabían en el
barro de la lambidita que le propinaron, cuando la ultrajaron cuando la hicieron otra de
otro y fue ajeno ese amor fue ajado no propio. La ostral costeleta sabrosa a un costado
¡A emperifollarse a la periferia! Para que se note lo notable del noble hombre de fe fúlmi-
ne que anota. ¡Ay de esas otredades tan ajenas! En las que nadie se asegura y hacen
agua los argumentos de gasa intacta, de enagua para que no le entre el roce al goce
de las buenas costumbres. ¡Raya al medio! Tirantez entre dos colitas. Aunque duela.
Más cuidado a la hora de cautivar, de cavar los huecos en lo común del sentido, esa fosa
moralina que cuelga el muérdago en la tapa. Aún a costa de la curtiembre del lomo tan
relamido con el membrete de nacimiento: Se es puta o no se es.

¿Patriarcal? Sí, protege la putrefacción. Tan arcaica es la trampa del falo, aunque
ha de falar afabeladas formas del desamor. Triste fábula se presta al rosa y al celeste
aún invisible violenta violácea al borde de las camas de los cuentos de los cuellos dro-
medarios y dominicales. Así lo crían al pequeño, le hincan la lengua la vuelven látigo de
orgullosas protuberancias, se la hinchan al purrete, que repite los pasos exultantes en su
cuerpo presto a la hendidura de lo viscoso, yermo y débil de todas las cosas. Poseyéndo-
las, no presiente la caída en dominó, el dominio endogámico. Sin gama ni degradé pre-
fiere la degradación, la ignominia que sostiene al arca caudalosa y tintineante zarandear
autómata eyacula sobre el cuerpo corroyéndola arqueada ella asqueada en una arcada
que la recorre. Violada.

¿Barbarie? Sí, el instinto maternal se crea acariciando a la barbie, si se la viste


con toca y bata de broderie, asoma la enfermera. Fémina bufada emerge hacia la con-
quista. Más madre es la mina y la Santa crece la Niña, harta por el sonrojo por el cerrojo
de lo que no ha de ser la Pinta, a la muñeca la amputa se emputece porque no se le pa-
rece. Atiborrada de Petetes enciclopédicos que la borran que le enseñan a lamer a limar
las asperezas la inclinan la reclinan la amoratan para que se introduzca en el seno ¿de la

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familia? De la famélica sed de encastrar.

Mirada del ajeno cascabelear del sonajero. Se descubren las carabelas. Los cadáveres
de ellas. O lo que no se quiere ver resuena.

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La decisión

Por Alba Irene Ferrari


(Rocío Santiago)

Oscar arrancó violentamente el taxi. Hacía horas que esperaba aferrado al volan-
te y con el motor encendido, frente a la que ya no compartíamos pero todavía era nuestra
casa. Apenas nos vio, metió presión en el acelerador y nos siguió por más de veinte cua-
dras. Volvíamos con mi amiga de un bailongo, como le gustaba decir a ella, junto a dos
compañeros de trabajo que no podían creer la desmesura de Oscar. No le importaban
semáforos ni esquinas, sólo alcanzarme, obligando al muchacho que manejaba el auto
en el que íbamos con mi amiga, a no respetar ni semáforos ni esquinas, ni nada.

Nos estábamos separando, ya lo habíamos hablado varias veces, no sé por qué


Oscar, bueno, no era nuevo tampoco que se irritara tanto, pero quedarse horas frente a la
casa esperando, ya pasaba de toda comprensión. Menos mal que no volví sola, pensé en
ese momento y me alivió saber que a esa hora nuestro hijo ya estaría durmiendo en casa
de su abuela, mi mamá. Saber que Agustín quedaba fuera de la locura de Oscar, me
tranquilizaba y me permitía acurrucarme y dejarme cuidar por mi amiga. Abrazada a ella
y muy aturdida, no paraba de llorar sintiendo que daba vueltas en un círculo sin salida.

Tomamos la avenida Juan B. Justo a la altura de Boyacá y pasamos la plaza en la


que nos habíamos conocido. Ese, nuestro primer acercamiento, había sido muy singular,
al menos yo lo había vivido así. Apoyada sobre un árbol de la plaza, jugaba con un ciga-
rrillo apagado, buscando a quien pedirle fuego. Él se acercó con un comentario ocurrente
y una sonrisa, no sé cómo decir. Encantadora, sí encantadora. Toda una galantería la de
encenderme el cigarrillo. Me quedé deslumbrada por aquel gesto que sería el primero de
muchos otros que hacían de Oscar un seductor de tiempo completo.

Empezamos a salir, nos enamoramos, hasta que un día me descubrí haciendo


planes de convivencia. Oscar me hacía sentir que yo era todo para él, y salvo algún que
otro momento de tensión, me hacía sentir muy bien. Me hacía sentir amada. Me trataba
como a una reina, me da un poco de vergüenza decir esto, pero así me hacía sentir al
principio.

¡Bajá!, me gritó desquiciado mientras nos tiraba el taxi encima. ¡Bajá ya mismo!,
te digo. La reputa madre que te parió, ¡bajá!. El muchacho que manejaba el auto, aceleró
mientras con mi amiga nos miramos sin saber bien qué hacer. Decidimos seguir por la
avenida hasta encontrar una comisaría o a alguien que nos ayudara.

Oscar había acomodado sus horarios para acompañarme e irme a buscar a la


oficina. Yo no se lo había pedido, incluso traté de convencerlo de que no era necesario,
pero fue tan insistente, que preferí ceder. A veces las charlas terminaban en gritos y
puñetazos contra la pared, entonces para no ponerlo nervioso, dejaba las cosas ahí. No
sé, mis viejos también solían discutir fuerte cuando yo era chica, y de todos modos volver
sentada y cómoda después del horario de trabajo, me venía bien. Nunca más hice horas
extras, y eso que lo necesitábamos, después del escándalo que Oscar me hizo un día al

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salir de la oficina. Los celos, que al principio me hacían sentir especial, una señal de su
amor, se fueron convirtiendo en algo pesado y agobiante. Me limitaban.

Estaba aterrada. Las cuadras parecían interminables. Oscar había colocado su


taxi al lado del auto y lo maniobraba tocándonos una, tocándonos dos, para obligarnos
a detenernos. No, no por favor le pedí desesperada al muchacho que manejaba, y ya
Oscar de un volantazo nos chocaba de costado.¡Dale puta, bajá de una vez! Mirá que
voy a lo de tu vieja y me llevo al pendejo.

Habíamos decidido tener un hijo al poco tiempo de encontrar el departamento


con el que yo soñaba, sería nuestro hogar. De a poco lo fuimos acondicionando, y con la
llegada de Agustín, me empeñé más en embellecerlo. Embarazada y todo, me dediqué a
pintar paredes y a poner a punto muebles; arreglé cortinas, ubiqué detalles, ensayé nue-
vas comidas, en fin, todo para esperar a Agustín, esa felicidad que llegaría en tres meses.
Es probable que Oscar pensara, más bien deseara, que nuestra familia fuera así, pero yo
quería trabajar. Para eso había estudiado, además lo necesitábamos. Con un bebé los
gastos son distintos, ¡pero qué distintos ni que nada! Vos queres andar fuera de casa. ¿De
qué vas a trabajar vos?, eso que estudiaste no sirve para nada. ¿Eh, de qué vas a traba-
jar? Se enfureció tanto, que el zamarreo y la fuerza con la que me empujó me produjeron
contracciones antes de tiempo. Cuando regresamos del hospital, Oscar me pidió disculpas
llorando y jurándome que nunca más se repetiría una situación así. Que quería lo mejor
para mí. Esa noche me acosté sintiéndome responsable de lo que podía haber sucedido
con el embarazo. Soñé toda la noche, pero le creí. Esa vez y otras, le creí.

La posibilidad de que se llevara a Agustín sobrepasó la angustia de sentirme


perseguida. Ahora la decisión era más difícil. ¡Frená!, le pedí al muchacho. Por favor,
frená. No haciendo caso de lo que me decía mi amiga, bajé del auto temblando. Quizá
porque ella bajó detrás de mí, lo mismo los muchachos, es que Oscar, que se me venía
encima como fiera, se detuvo. Subí al taxi, yo sé lo que te digo, me amenazó. Mi amiga
me sujetaba del brazo, mientras levantaba el tono de la voz para que alguien reparara en
nosotros. Los muchachos también intervinieron, pero otra vez Agustín y el temor a que
le hiciera daño. Esa posibilidad me paralizó. Mi amiga intentó convencerme para que no
hiciera caso a la extorsión de Oscar. Todos podríamos ir a la casa de mi mamá, llamar a
la policía, me decía sin soltarme. Finalmente mi mano se desprendió de la de ella y subí
al taxi.

Vengo de dejar a Agustín en la guardería. Pobre, me miraba extrañado. Hace


días que casi no me saco los anteojos oscuros. Llamé a la oficina y di una excusa para
poder venir. No se que más contarles. Todo es más o menos parecido a lo que les es-
cuché decir a ustedes. Sí, tengo miedo. Tengo hasta la sensación de que me hubiera
seguido. ¿Les dije mi nombre? Me llamo Tamara.

32
La mujer y su hombre

Por María Celeste Dieguez


(Ripley)

La mujer deambula por la casa


tratando de hallar cosas que puedan causarle
una molestia a él
cuando llegue.
Se anticipa a su furia
pero él es hábil
siempre cambia
los motivos
es impredecible
como una tormenta
o
un incendio.

Una mujer entrega en totalidad


su cuerpo al amado
éste se lo come.
Después de la cena
arroja las sobras
a un perro de ojos malignos.

Un hombre pegándole piñas a una mujer


en un rincón:
Eso es el mito
- ¿Hablame ahora, a ver que decís?

Un hombre hiere con un cuchillo de carnicero


a su mujer
en todas partes
hiende borra destroza
los hilos que la suspenden, que la cuelgan del mundo
en los senos, en las piernas
en el corazón que late late
como el de un pequeño animal
azotado por su amo.

El hombre la sujeta para que lo escuche


- ¿Ves lo qué me haces hacer?
- ¿Ves como me sacás?
El hombre no está tranquilo
la cela
sospecha infidelidades probables

33
ella niega
el la castiga avergonzado
de haberle dado tal vez
una buena idea.

La mujer
miente a sus amigas
que se ha caído
contra la mesa.
-¿Te dolió?
- Mucho.

El hombre pide a la mujer que se corte un brazo


ella tiembla
sabe que tarde o temprano
lo hará.

El hombre
se queja de su llanto
-¡Siempre estás llorando!
le pega
para que deje de hacerlo.

La mujer duda de su propio comportamiento


¿es ella la que causa esto?
Él adivina y calla
ese es su plan.

El hombre pide a la mujer


que se meta dentro de una caja de zapatos
ella sufre
lo intenta
sabe que no cabe
sabe que cabrá menos aun
con hematomas.
Al fin se mete
desde ahí solo ve luz cuando él saca la tapa
para admirar su tesoro.

En las reuniones la mujer se muestra callada


asiente
cuida sus gestos, mide sus intervenciones
sabe que él la observa
sabe que él se relame
esperando que de
el paso en falso.
Ojala que nunca

34
se vayan las visitas.

-Vamos a jugar a los animales-


dice el hombre
de buen humor
-¿qué animal sos vos?
-un pájaro
-¿chiquito o grande?
-uno que vuele

-Yo soy el lobo.


-ya lo sabía.

La mujer sale a la calle


le parece irreal el tránsito
no halla tibieza en el sol
escalofríos
está fuera de foco.
En todas las fotos
está desvaneciéndose.

El hombre y la mujer
mantienen relaciones sexuales
cuando él le hace sexo oral
ella gime
no puede evitar pensar
que la va a morder.

El hombre ahorca a la mujer


contra la pared
la levanta del piso
ella lo mira
mientras se asfixia
ve los pelos que se asoman de su nariz.
Los cuenta.

El hombre ha decidido ir de pesca


la perfora con el anzuelo
y la usa de carnada
la mujer abre los ojos bajo el agua
Casi no quisiera volver a subir
a la superficie.

El hombre la quiere en casa.


El hombre la quiere trabajando.
El hombre quiere que se arregle.
El hombre quiere que no se arregle más.

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El hombre quiere quiere quiere
ella
no quiere nada más.
Lo quiere.
Cree.

El hombre la trata con grosería


delante de conocidos
ella se avergüenza
por él
-¿Que irán a pensar
de nosotros?

El hombre la golpea con una plancha


ella quiere cuidarlo
El hombre la empuja por la escalera
ella lo abraza
El hombre no entiende
ella no entiende
¿Cuándo fue el momento
en que se volvió loca?

Él la quiere dejar
ella al fin dice:
-Bueno.
Él se enfurece
Exprime su amor
hasta la última gota.

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La muñequita

Por Silvia Gómez


(Anna Galitzka)

No, no estoy loca


Aunque mis ojos se disuelvan tras las rejas del hospicio. No estoy loca, no. Tengo
la certidumbre de mis acciones y voluntades.

Los ángeles me miraban impávidos, la Santa Rita, San Gerardo, aquel otro santito
con el perro negro. Mudos. Ninguno dijo nada.

¡Yo deseaba tanto esa muñequita rubia!

Era rubia y tenía los ojos celestes. Era rubia, de goma, blandita, flexible.
No como esas muñecas de plástico que mis padres solían comprarme.

Yo miraba los santos y pensaba en ella mientras sus manos se deslizaban por
mis muslos y movía la pelvis…

Los santitos solamente ardían tras las velas

Hoy es 16 de enero. ¡Tanto tiempo ha pasado! Hoy como entonces hace calor.
Había humo en el dormitorio oscuro, él emitía extrañas muecas y murmullos - quédate
quietita, yo te la voy a comprar -
Y sus flacos y arrugados dedos caminaban por mis piernas, se metían bajo mi
pollera, se metían y me buscaban.
Y sus ojos de viejo ardían como las velas. Y su respiración me penetraba por la
espalda. Y su saliva espesa se subía por mi pelo.

Y la muñequita rubia me esperaba….

El marco de la puerta oscura, la cama sin frazadas, las paredes grises en esa
pavorosa soledad de mi niñez angosta, con tanto asco, tanto miedo, tanta huida. Solo con
la esperanza de irme al sol. A calentarme el cuerpo. A bañarme los ojos.

No, no estoy loca, las mareas seductoras de vacío llenaron mi infancia, ese ins-
tinto fatal de escrudiñar tras las puertas, resultó el infierno.

Y como quien vuelve a casa después de rodar un tiempo, empecé a volarme en


fantasías, a hundirme en los abismos de la mente. Preferí el silencio.
Nunca más dije nada. Ni un sonido.

No estoy loca.
Aunque las rejas del hospicio surquen mis mares. Fuguen mis voces. Muerdan mi
tiempo.

(Según UNIFEM, 6 de cada 10 mujeres ha sufrido alguna forma de violencia sexual o física a lo largo de su vida.)

37
La palabra no dicha

Por Claudia Alejandra Auriol


(Cleopatra)

Hay una palabra traumada


desfigurada y cansada
que clama a gritos su redención.
Intento reconocer
donde quedaron tus promesas
el Amor
o tu mano complaciente
la cual me guiaría
por la senda de la inquebrantable
unión de nuestras almas gemelas
o cuando me sumergí en un círculo vicioso y concéntrico
por no confiar en mi instinto de salvación.
Hasta cuando soportaré
tus golpes sobre mi dignidad,
la incertidumbre
de si llegaré a ver la luz del nuevo día,
la incapacidad de recuperarme
hasta el próximo insulto.
Que ilusa fui
al no escapar a tiempo
(Cuando debí hacerlo).
Me ves tambalear
con la mano indecisa sobre el picaporte.
Y tu esencia de manipulador
de Caballero ante el resto
me hace retroceder.
Quien iba a creer
que detrás de tu máscara
convivían la violencia
y su posterior arrepentimiento.
Merecer, merecer
nadie debe merecer
La vejación de su ser.
Y aquí me encuentro
posicionada en demiplie
sobre una cuerda floja
que se extiende y comprime a la vez.
Hago equilibrio,
desde abajo algo me sostiene
mis brazos se extienden
a ambos lados de mi eje.
La desesperación y la esperanza

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delimitan el punto exacto
por donde poder escapar.
Esbozo en mi interior
Basta!
A tu masculina obscenidad
Digo basta!
Pero shh…
Que él no me escuche.
Que no se percate.
Intento alcanzar una vez más el picaporte,
aunque ya
sea demasiado tarde.

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La Renunciadora

Por Alicia Duo


(Tersus)

En la provincia de Misiones, provenientes del Brasil, se asentaron los señores


Manuel y Ana de Ataíde, nobles y hacendados. Con ellos convivía Berenice, niña labo-
riosa y fina, hija segunda de esa familia numerosa. Su madre la mandaba con muchos
recados de aquí para allá.

-Ustedes dos, mayores -decía-, y con ello incluía a Berenice en cualquier tarea.
-Ustedes, los menores -decía-, y también caía Berenice en la redada del trabajo.

Difícilmente la distinguían con obsequios o agasajos; la madre le explicaba o que


la consideraban muy niña para recibirlos o que ya había crecido mucho para merecerlos.
Berenice nunca sabía si era mayor o menor. Se sentía como un barco a la deriva en el mar
de la edad. No importa -se decía-. Renuncio a investigar sobre la extensión de la vida.
Renuncio.

Cuando la sangre le empapó los calzones y ella dejó correr, horrorizada, los coá-
gulos y el orín en una bacinilla, su madre se inclinó en el recipiente y le dijo que no era
nada, que estaba bien. No explicó que el hecho se repetiría, mensualmente, por años,
ni enalteció en consejos a la nueva señorita. Berenice tuvo que acomodarse a la carga
de su sexo preguntando a otras y mirando para aprender, sin poder distinguir realidades
de creencias inventadas. Se convenció, sola, de que ella no era ninguna impura, pero
maldijo a la naturaleza, porque esa molestia no resultaba fácil de soportar. Como tenía
buen carácter se dijo a sí misma: No importa, renuncio a quejarme por el síndrome de la
posibilidad de gestación mensual. Renuncio.

Mientras ella crecía, su abuela Josefa se iba atrasando en días de vida. Ya no ca-
minaba con la seguridad de antaño. Olvidaba nombres; no recordaba los lugares donde
guardaba cosas; maltrataba a hijos, nietos, yernos, nueras y domésticas; descalificaba la
vida y se sentía abusada por todos. Si alguno se le acercaba le clavaba las uñas en los
brazos o le arañaba el rostro. Y, aunque nadie la castigaba, para escándalo de la familia,
gritaba de modo que todos escucharan: no me peguen, no me peguen.

Berenice, por órdenes de su madre, asumió la custodia de la abuela y como


guardiana de su ascendiente vislumbró el infierno. Josefa la maldecía en italiano, espa-
ñol y portugués, le tiraba de los cabellos, la criticaba ante los demás, presentaba quejas
de hechos inexistentes y perdida en los laberintos seniles de la mente, vilipendiaba toda
razón de vida, toda atención de afecto. Berenice, para calmarse a sí misma repetía: No
importa. Renuncio a la queja de la enfermedad ajena, que también pretende contagiarme
del virus de la decepción final. Renuncio y, así, tampoco me enfermo.

En esos años, llegó a la casa de sus padres, en viaje de negocios, Mauricio Da


Calvi, un joven agraciado y bondadoso. Su familia tenía, también, plantaciones de tabaco
en Misiones y él era experto comerciante en el rubro. Pasó unos días en la residencia

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de los Ataide. Cuando Mauricio conoció a la joven, el amor se consustanció en el aire.
Ana de Ataide adivinó esos sentimientos. Llamó a Berenice a su cuarto y mientras cosía,
sin levantar la vista de su bordado, le dijo que se olvidara de Mauricio, porque ella y su
padre ya habían hablado con los progenitores de Da Calvi. Habían convenido la boda
del muchacho con Verónica, la cuarta hermana de Berenice. Verónica tenía un defecto
de nacimiento: bizqueaba y el tic de los ojos le había torcido la boca. De los labios le
colgaba un hilo de saliva, que su madre secaba con ternura a cada instante. Ana le dijo
a su segunda hija que pensara en el bienestar de esa cuarta hermana. Verónica no ten-
dría otras oportunidades como para esperar pretendientes y dado que Mauricio era muy
bueno, resultaba el partido más adecuado para ella: el muchacho cuidaría y respetaría
a la desgraciada Verónica hasta la muerte. Como Berenice no tenía esos defectos, bien
podía dejar sus ansiedades del corazón para otras ocasiones. Así lo presumían y a ello
debían atenerse.

La muchachita, al escuchar a la madre, sintió la muerte. Recordó cómo se había


besado con Mauricio, cómo soñaba con él cuando la abuela no la requería en sus capri-
chos, pero, al igual que siempre, no intentó contrariar a sus padres, a los que respetaba
con devoción y reverencia. Trazó una línea de olvido sobre aquel romance, y se dijo: No
importa. Renuncio al amor de mi vida, al hombre que quise primero y el que sé que ya no
volverá, pero debo ser solidaria con mi hermana. Renuncio.

Y en su corazón quedaron colgadas unas campanas con badajos silenciados


para siempre

Pasó el tiempo. Berenice se acercó a una edad en que era mal visto permanecer
soltera. Su madre, sabiéndola dócil y obediente, acomodó la vida de las demás herma-
nas y hermanos, retuvo por conveniencia a Berenice como controladora de una abuela
que parecía esqueleto de fantasma, y le entregó la responsabilidad de asumir el orden y
la administración de la casa. Berenice se dijo: No importa. Renuncio. Renuncio al descan-
so, a mi juventud y al esparcimiento. Mis padres y mi abuela son ancianos; nadie quiere
ocuparse de ellos. Renuncio.

Sin embargo, un día, Ana de Ataíde le presentó a Berenice su futuro marido. Era
un hombre mayor, de cierto porte, con una descuidada elegancia, que se empeñaba en
el trabajo y que demostraba, abiertamente, cuánto lo complacía la joven. Berenice se
casó, sin saber bien si quería o no estar en matrimonio. Pero su madre le había insistido
que una mujer no demostraba estirpe de dama si no hacía feliz a un hombre, le daba hijos
y le cuidaba la casa. Berenice se dijo: Está bien. Renuncio. Renuncio a seguir esperando
otro amor como el de Mauricio. Seré una fiel y dedicada cónyuge. Renuncio.

Con su esposo, Berenice tuvo cuatro hijos. Dos los perdió en el primer parto.
Los gemelos se enredaron en el cordón umbilical. La comadrona no pudo salvarlos. El
segundo embarazo terminó en un aborto espontáneo: Berenice, sin darse cuenta, trabajó
demasiado para un festejo de su esposo. Él recibiría gente de importancia para futuros
negocios; deseaba que todo estuviera perfecto. Para complacerlo, ella cocinó viandas,
preparó mesas, acondicionó habitaciones e incluso, con los jardineros, recogió las hojas
secas del inmenso parque. El esfuerzo desmedido le llevó el feto de un varón que se le

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deslizó con borbotones de sangre entre las piernas.

El cuarto ¿no sería el tercero? embarazo fue normal y Berenice le sonrió, por fin,
a una niña. Ángela creció feliz hasta los quince años, fecha en la cual su padre la llevó
de cacería con otros jóvenes de nobles familias portuguesas. Pensaba, anticipadamente,
conjugar con ella un matrimonio de conveniencia. Ángela, por la confusión que era nor-
mal en cuestiones de cacerías, se quedó sin rastreador ni perros. Su caballo, desbocado,
se internó en el bosque. Una jauría de jabalíes atacó a su animal que, espantado, la volteó
de la cabalgadura. La jovencita murió destrozada por las dentelladas de las fieras.

Berenice sepultó a su última y única hija sin emitir quejas. Había enterrado a su
abuela, a sus padres, a su candoroso amor con Mauricio y a todos sus retoños. Se dijo:
No importa. Renuncio. Renuncio a trascenderme en mis huesos y en mi carne; a traslucir
el dolor mayor de cualquier madre, que es el padecimiento de sepultar su descendencia.
Renuncio.

Pero su consorte no tenía igual temple. La tristeza de perder la hija y una enfer-
medad no identificable lo dejaron postrado en el lecho. No podía levantarse. Vinieron los
médicos a verle, porque en la vida de Berenice habían huido las personas, pero habían
quedado los caudales. Nada faltó para atender al esposo que languidecía. Un galeno,
que había sido compañero de estudios del marido, frecuentó la casa con mayor asidui-
dad. Jorge Auxerre intentó con sabiduría e insistencia curar al enfermo. Pero éste se
resistía.

De tanto ir y venir a esa casona de cien habitaciones con jardines reales, Bere-
nice y el médico encontraron afinidades que los unían más que la disminución de salud
del afectado. Él era viudo y creyó que esa esposa, sola y desatendida, podía tener con
él demostraciones de afecto que ambos necesitaban. Berenice pensó en esas circuns-
tancias, pues el doctor Auxerre había despertado en ella la pasión olvidada de Mauricio.
Lo meditó mucho y, una mañana, ella se quedó frente a un espejo. Se miraba a sí misma
desde las distancias que habían marcado oposiciones de personas y destinos. Ahora te-
nía algunas arrugas, ciertos cabellos blancos y caminaba con su antigua distinción, pero
encorvada. Sentía, en la habitación donde se espejaba, el murmullo de la respiración
fatigosa de su esposo y se dijo a sí misma: No importa. Renuncio a conocer el amor como
yo quise, porque no debo mancillar con mi conducta a otro, que está débil e indefenso; y
porque ya no creo que alguien se enamore de una mujer avejentada. Renuncio.

Con Jorge Auxerre se siguió tratando. Él se atuvo a quererla desde lejos y ella
levantó un poco más las cejas y caminó enderezando los huesos de la columna dolorida.
En realidad, todo le dolía, pero se tragó el dolor hasta que tuvo que organizar los funera-
les de su esposo.

Se quedó sola. Jorge Auxerre, cansado de esperar, se había amancebado con


una mujer varios años menor, de espíritu entusiasta, que lo acompañaba en sus viajes de
investigaciones y congresos. Berenice descubrió que su fortuna la habían mermado sus
parientes directos -sus hermanos y los hermanos del marido-, que el contador había apro-
vechado su dedicación al esposo y la falta de control para malversar sus bienes y que ella

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ya no tenía fuerzas para demandar y buscar que se hiciera justicia entre los codiciosos que
la habían empobrecido. Sin tener ilusiones que la mantuvieran y, a su entender, cumplido
todos sus deberes, corrió las cortinas para no ver más el sol. Se acostó en la cama, cerró
los ojos y decidió que ese día, a las doce de la noche, se moría. Le bastaba su voluntad
para obtener la muerte, porque de su energía habían nacido todos los sacrificios y de su
sola voluntad llegaría la partida. Se dijo: No importa. Renuncio a la vida. Ya nada me atrae
en mis desvelos. Ningún argumento de esperanza diaria puede convencerme. Renuncio.

A las doce y un minuto compareció ante San Pedro. El apóstol, atareado y sin mi-
rarla, le pidió que se colocara a un costado y la dejó esperando. Desde otro lugar de las
alturas avanzaba una larga fila de recién muertos. Berenice estuvo de pie un buen rato.
Pasó el tiempo. Nadie la atendía. Aquellos muertos dilataban los trámites: se adelantaban
despacio; referían las causas de su defunción, sus reconciliaciones espirituales y otros
datos. Cansada, pidió que le despachara su alma. Tenía urgencia de llegar a la gloria
del Señor. Pedro le contestó que ello, por el momento, no sería posible. Primero debían
transitar todas esas miles de almas, con prioridad, porque habían muerto en las guerras
que por años mantenían siete reinos divididos y que debía permanecer allí, en antesala
hasta no sabía cuánto. Centenas y centenas de días. Quizás siglos.

Berenice dio un grito que despertó a los enfilados cadavéricos.

- No -dijo-, ahora no renuncio. No renuncio aunque me manden al mismísimo


infierno.
Había en su alma una sublevación que no contenía. Se lanzó a puñetazos sobre
San Pedro y le dio una tunda de nunca acabar. Vapuleado, el apóstol descargó su dolor
con alaridos. Gritaba Pedro y gritaba Berenice, que consideraba el plantón como el agra-
vio mayor a todos sus males. Nunca había pensado que, después de tantos renuncios,
tenía que declinar y ceder su puesto, por siglos, para obtener el descanso del pacífico
paraíso que anhelaba.

El barullo movilizó a las huestes del cielo. Los arcángeles, con espadas, quisie-
ron separar a Berenice del santo. Las lágrimas de Berenice llegaron a la tierra en forma
de lluvia y el agua caía sin parar. Un serafín advirtió que se acercaba un diluvio. El Santo
Santísimo, harto de ruidos en discordias y sin querer repetir la historia de agua más agua,
compareció para atender a Berenice. Las puertas del cielo se desplegaron ante el ábrete
sésamo divino:
-Que se adelante la Renunciadora -dijo el Supremo.
La difunta Berenice sonrió con convencimiento por primera vez en su vida. Vida
de muerta, pero vida, porque no había renunciado sino que le otorgaban lo que pedía, allí
mismo y sin retaceos.

Berenice fue declarada Santa. En la Iglesia de La Renunciadora las feligresas


concurrían a pedir milagros para sus dolencias y desvelos. Los favores de la milagrosa se
obtenían con la condición de implorar con fe por lo que se necesitaba y repetir tres veces:
no renuncio en voz bien alta; una voz tan alta que debían sonar las paredes de la iglesia
como si los ladrillos, mudos por siglos, repicaran en campanas que sustituían a protestas
negadas, a silencios indignos.

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La tejedora sin voz

Por Ana Singh


(Caligiure)

-Me preocupa-dijo la voz ligera de una mujer- José, volvió otra vez con Marita.
-¿Marita?...no me acuerdo-
-Con Marita la prima de Lili-
-Ah, si, ya sé, la que viene acá-
-Primas lejanas dicen que son, pero para mí de lejanas no tienen nada, si son dos
gotas de agua. Eso es lo que más me altera. No por las caras, que son iguales de insí-
pidas, sino por la personalidad que es también idéntica. Y es que yo querría algo mejor
para mi hermano, alguien más parecida a nosotras, las mujeres de nuestra familia. Muje-
res alegres, lindas, espontáneas, y esta que otra vez nos mete en casa los domingos…
mmm...es tan parecida a la otra-
-¿A quien?-
-Ay, comadre estás dormida hoy, a Lili-
-Sí, sí, je, je. ¿Pero tan mala es? yo nunca le vi nada raro-
-Yo al principio tampoco le había prestado mucha atención, la tenía por buenita,
de esas muditas que no cortan ni pinchan. ¿Qué baje la voz decís? ¿Para qué? , si por
la hora que es, parece que a la clase de hoy no viene. Y…-haciendo una pausa y luego
bajando la voz-estas tres de enfrente-refiriéndose a las otras compañeras del curso de
tejido y telar que se dictaba en la sociedad de fomento- están más sordas que una tapia.
Si apenas oyen lo que les dice la profesora –y luego susurró enfáticamente-¡qué pacien-
cia les tiene esa mujer!

Mira vos, ahora se fue para la cocina a buscarles agua caliente, porque las viejas,
si no tienen mate, no empiezan a tejer.

Ahora decime vos, o haces una cosa, o haces la otra, agarras el mate o sostenes
las agujas. Y si querés tomar tantos mates mejor quedate en tu casa. La tienen de ce-
badora a la pobre. `Qué se enfrío el agua` `Qué está un poco lavado` `Qué ponele más
yerba`. Yo por eso cuando me los ofrecen se los rechazo, les digo que estoy un poco
resfriada, que me contagiaron los chicos o mi marido y hago lo mío, quiero aprender, no
perder el tiempo. Por eso le doy a la sin hueso, ésta -señalándose la lengua de su boca
sonriente con el dedo índice y alzando otra vez la voz con una carcajada- ¡ja, ja! Esta no
te entorpece la ejercitación de las manos, ¡ja, ja!

Como te decía, Lili, siempre tan modosita, tan calladita, pero, cuando la fui cono-
ciendo me dí cuenta de cómo realmente era. Yo encima siempre por h o por b la veía todos
los días, en la calle, en el mercadito, a la vuelta de la esquina y la sigo viendo encima acá.
Es como un karma. Y ella siempre con esa carita de yo no fui, de vengo pero ya me estoy
yendo, de discúlpeme y permiso. Viste que nunca se junta con nosotras, que se sienta en
la punta de la otra mesa del salón para tejer sola, lejos nuestro, de las charlatanas, las que
no tenemos problemas de reírnos de cualquier cosa, las que saludamos a gritos (con calle
de por medio) a los vecinos. ¡Hola Carlos! ¡¿Cómo le va?! ¿¡Qué le pasó, se lavo la cara
esta mañana!? Le decimos al tipo recién afeitado para que se haga el plato. ¿O acaso hay

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que tener vergüenza de decir lo que se piensa? Claro que no, porque si se tiene la mente
blanca, se puede hablar en voz alta, sin pudores. Ahora si sos de las calladitas, de las que
no se les escucha palabra ni cuando dejan de pasar los carros y cuando ves al vecino en
vez de hablarle caminas erguida, chancleteando la vereda, haciéndote la importante, la
mujercita ocupada carente de tiempo, ah! Entonces es porque lo que estás pensado es
demasiado oscuro para decirlo a viva voz. A esas hay que tenerles miedo. A las inofensi-
vas, incapaces de pronunciar en público alguna cosa desubicada, alguna guasada fuera
de lugar, bah. Esas que como la Lili tienen la boca pulcra, son las que se sonrojan ante el
piropo soslayado del carnicero - ¿y que más va a llevar belleza?- dicen al pasar, y estas
se acaloran todas, cuando es sabido que desde a la piba linda del barrio, hasta a la más
viejarda y achacada de las doñas le baten lo mismo.

Las mujeres que baldean descalzas sus veredas, que cantan con voz viva y
jubilosa en el coro de la iglesia, ¡esas son las que valen, las auténticas! ¡No las que ti-
biamente apenas gastan las pajas de la escoba, no las que llorisquean compungidas en
un rincón oscuro del templo! Esas, las pesarosas, las de las gargantas saladas de tanto
tragarse las lágrimas para no esgrimir el llanto, tienen en su conciencia los tormentos
morbosos de todas las calladitas, basar su opaca existencia, su andar irrelevante y sin
huella por el mundo en el deseo del otro. Me refiero a los hombres, pero no a cualquier
hombre, sino al hombre ajeno. O sea el nuestro, el de la pelada brillante, el de la panza
saliente en camiseta, que es para ellas poco menos que un príncipe. El hombre ajeno…
aquel que deberían respetar como a un médico o a un cura, pero ni siquiera a estos
últimos perdonan (aunque le vean el cuello) haciéndolos partícipes de sus fantasías po-
dridas y perversas.

Así es Lili, cómplice y hermanada del silencio, teniendo por esposo a un buen
muchacho (eso sí, un hombre con mucho carácter, igual que José mi hermano) mira de
reojo a cuanto tipo le regala una palabra amable o un saludo cordial. Entonces cuando
eso pasa, abre grande los ojos, se asombra y la cara que baja hasta el piso se le ilumina.
Se siente una reina la muy desubicada. ¿Y sabes por qué? Porque de las calladitas se
puede esperar cualquier cosa.

Y yo sospecho que esta Marita ha de ser igual que la prima, si hasta tiene los
mismos gestos, la sonrisa afónica, la mirada vidriosa y cansada. La misma sangre corre
por esas venas, las mismas sensaciones han de estar presentes en ellas provocando los
mismos gestos en idénticos rostros.

-Uy, no hables más que ya llegó- dijo de pronto la otra.


-Buenas tardes, perdón por la tardanza- dijo Lili mirando a la profesora mientras
desenrollaba la bolsa de plástico donde tenia la lana y las agujas largas.
-No, si no es nada, pasa y sentate que ahora te explico el punto que empezamos
a practicar hoy- le contestó la profesora colocando sobre la mesa el termo recién cargado
con agua caliente.

Lili se acercó a la mesa grande donde estaban trabajando todas y sentándose


junto a las ancianas dijo- hoy vengo a sentarme con ustedes porque aquí está prendida
la estufa-

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-Y lo bien que haces nena, porque hoy sí que hace frío-
-Mira vos, la nena no es tan calladita ni la vieja es tan sorda- se escuchó decir en
un murmullo del otro lado de la mesa- ¡Ay!- dijo la dueña del murmullo alzando la voz- yo
con tanta estufa hasta estoy empezando a tener calor- entonces se sacó el abrigo y lo
colocó en el respaldo de la silla. La comadre, en cambio, solo se arremangó la ropa hasta
la altura de los codos, en señal de que ella también estaba acalorada.
-¡Ja, ja! Lo que es la juventud. Nosotras vivimos achuchadas, mientras que las
chicas…
Todas rieron, incluso Lili que aunque era joven, igual tenia frío por haber llegado
recién de la calle.

De pronto, una de las longevas le dijo a una de la jóvenes- ¿Qué te pasó en el


brazo?- señalándole una mancha oscura sobre la piel.
-No me digas que te pego tu marido- agregó la comadre con una sonrisa picara.
-¡Ay, como te diste cuenta!- respondió la otra divertida, provocando la carcajada
estruendosa de la viejas- Era obvio que se trataba de una mancha cualquiera y no de un
hematoma.
-¡Estas chicas, siempre tan graciosas!- dijo una de ellas sin dejar de reír.
Solo Lili se quedó en silencio, observando sobre ese brazo la suciedad insig-
nificante, removible y fugaz que lo cubría. Pero apenas intentó hacer una leve sonrisa
para no desentonar con el resto, una mueca de horror se apoderó de su cara. Tuvo que
levantarse rápidamente de la mesa e ir a sentarse a la otra que estaba más apartada. No
quería que vieran que, desde lo más recóndito de sus entrañas, un sentimiento repugnan-
te trepaba súbitamente para llegar convertido en lágrimas hasta sus ojos. Era envidia. La
insondable y titánica envidia de ver como desde las jóvenes hasta las más viejas que la
triplicaban en años de vida, mostraban a risotadas delante suyo, los brazos, las mejillas
y las bocas vírgenes de golpes.

Lili apartó su dolor del lado de esas mujeres. Mujeres que tenían motivos suficientes
para cantar con fuerza en las iglesias, para baldear descalzas todas las veredas y gritarles
con bromas a los maridos ajenos de todo el mundo. Mujeres que no necesitaban buscar
afuera de sus casas un saludo amable, una palabra cordial. Mujeres que no vivían como ella
en el silencio y que hacían de su voz su vida, porque su vida era vivir a plena voz.

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¡¡¡Libertad!!!

Por Ana María Chaparro


(Rayen Calfu)

Para que no llores, para que no sufras,


para que no desgarren tu piel,
no laceren tu alma, no cierres tu boca,
habla, borda en palabras el daño,
descubre tu corazón, teje tus sueños,
levanta tu frente, muestra tus ojos,
ojos que tal vez reflejen dolor,
tristezas, angustias, pero no golpes,
deja atrás las negras noches,
los lechos de piedras y llamas,
cosecha rosas multicolores,
no compres a los que te venden
cariño detrás de una máscara.

47
Loas a la mujer valiente

Por Elbis Gilardi


(Lapacho)

A las mujeres valientes


que soportan en legado de la muerte
con estoicismo y resignación.

Por la abertura del ojo se escapó la vida


tan rápido que la luna no pudo
cambiar su aspecto, ni la ojiva del sol
logró aumentar su dinastía…
A ella ese día le cosieron la entraña. Le fecundaron
la indiferencia.
La prefirieron a un costado de las lágrimas.
Miles de transeúntes evacuaron sus pertenencias.
Costó enarbolar la palabra. Se suturaron vocales
para inventar estribillos de macabra identidad.

Por esa misma abertura en llamas


dejó la hoguera su ofrenda clandestina.
Millones de peregrinos besaron la cruz,
a medias, porque eran cuatro y cuatro cruces
es mucho mar para pasarlo a nado.
Todos ofrecieron elogios pasajeros:
poemas, canciones, refranes, promesas,
lágrimas, perdones, simpatías,
hasta un símil de lástima para paliar
el remordimiento.

Hay un hueco álgido que pronostica olvido


aún a costa de las llamas que alardean
y flamean alto. A ella le cosieron también el alma
Le apalabraron el dolor. Nadie más que ella
sigue besando cruces. Las cuatro cruces
Es mucho mar para pasarlo a nado
mucha tempestad para una sola vela…

48
No habrá otra faz

Por Fabio Ravelo Silva


(Felipe Contriz)

Es mas que sangre


lo que escurre por mi faz:
es también lo que fue, un día,
mi amor por ti.

Es más que sangre


lo que repetidas veces
limpio en trapos sucios da las manos tuyas:
es la ecuación de lo que éramos
todavía cuando enlazados en el portón de casa,
imantados de pasión
e incitantes fervores juveniles.

Es más que sangre


lo que no se me cesa, al contrario,
minan y minan segundo a segundo
ciertas dolores encerradas.

Es más que sangre


lo que se me respingó en la dignidad:
es la mano tuya,
la misma que dantes acariciabame el Nosotros.

Es mucho, mucho más que sangre


lo que avanza dentro mío
en una hemorragia impensada
de amoladas palabras...

Rebusco a la fuerza que ya no tengo.


La rebusco en el levantarse de otras Yo, andantes vida afuera,
todas ellas intrépidas.

Y una vez estancada la sangre


vociferaré lo que ya no admito;
vociferaré lo que ya seré.
¡En cuanto a eso no hay vacilación!

Quiero limpiarme más allá sangre: limpiarme por entera de ti.


Pues en el ámago del instinto crudamente femenino
quiero mayormente, extirpar a ti, desconocido.

49
Y, por fin esterilizada,
ésta, o aquella, ya no te conocerá,
aunque la nueva te recordará ardua y remotamente.

Esterilizada
volveré a cultivar un cantero solo mío
con margaritas, amores, violetas,
respectos, jazmines, harmonías, orquídeas...
Viviré un tiempo remozado
imantado ahora por mis urgencias.
Un tiempo en donde, sobre todo,
habrá Yo.

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Noventa y siete almohadones

Por Jorge Paolantonio


(P R I O R)

Taira mira ya sin ver el retrato de Toshimitsu. Lo conoce de memoria. Ve más


bien cómo se marchitó el ramito de tréboles frescos junto a la enorme mandarina. Los
puso anoche con la tercera ofrenda del día cuarenta y ocho, pero ya se ven mustios. Han
perdido la frescura como la perdió su marido, de un día para el otro, casi siete semanas
atrás.

La mujercita de rostro lavado deja altar y ofrendas y se dirige hasta su cocina. Es


una mañana superlativa. La espera un enorme bollo de pasta de arroz con el que tiene
que armar cuarenta y nueve pasteles. Cuarenta y ocho por cada hueso y uno más grande
por su cabeza. Aunque el finado no la tenía ni grande ni brillante. Cada mochi será pro-
ducto de su destreza. Años cocinando para un marido que nunca olía del todo bien pero
exigía en cambio los perfumes y colores y sabores exactos de una gastronomía nacida
en alguna isla mayor del viejo reino de Ryukyu.

Toshi, hijo menor del clan Oniduka, tuvo que dejar su pueblo tras los estragos de
la guerra y la prepotencia de los marines. Con veinte años y en un caserío sin futuro a la
vista, lo mejor era subirse a un barco y poner toda la distancia posible entre esas parvas
de muertos enterrados en zanjones y una tierra nueva que ofrecía paz y trabajo a quienes
quisieran habitarla. El país se llamaba Argentina.

Taira, hija única de los Matsu, tenía su misma edad e iba en el mismo barco. Su
viaje la pondría a salvo de violaciones consentidas a cambio de una barra de chocolate
amargo.

El joven Oniduka, a diferencia de sus paisanos okinawenses, tuvo siempre re-


chazo por la costumbre tradicional que los hacía reunirse y consultarse todo el tiempo,
como si aún fuesen habitantes del archipiélago. Jamás hizo ni un solo amigo allí Buenos
Aires, ciudad donde instaló su negocio. Su relación con Taira estaba hecha de silencios
prolongados y siestas interminables donde el sexo era diario en un hecho sudado y con
quejidos. Taira se dejaba hacer. Cada vez que la penetraba y gruñía, ella pensaba en
qué flores silvestres podría esta vez conseguir en los jardines de Palermo para sazonar
su delicada mermelada.

El hijo de los Oniduka no quería hijos. Puntualmente, con un gruñido final, dejaba
su semen sobre el vientre de la hija de Matsu.

Taira, que siempre había dormido frente al aire del Mar de la China, gradualmen-
te comenzó a reconocer cada aroma tóxico exhalado por solventes y pastas quitaman-
chas. White Spirit, se limitó a contestar Toshi cuando ella, a la hora de la cena, preguntó
por el nuevo e inconfundible olor apestoso que ya había comenzado a impregnarlo todo.
El hombre, con oficio aprendido de un pariente de su madre, parecía no percibir cómo
sus poros ya eran presa de esas nubes de vapor, palancas y válvulas de todo aquel pro-

51
ceso que significaba lavar a seco y tener una buena clientela. Guardaba las ganancias
en un cofre de laca al que Taira accedía libremente aunque dando debida cuenta de
cada centavo gastado.

Cada año, cuando el Día de las Niñas, Taira iba a la fiesta donde comer brotes de
bambú simboliza la fortaleza de las mujeres en desarrollo. No tenía una hija, pero llevaba
a su muñeca. Cada año, cuando el Día de los Varones, Taira iba sin su marido pero lleva-
ba en cambio a su muñeco samurái. Para ambas festividades la mujer del tintorero porta-
ba su propia versión de sushi y un besugo que marinaba tres días: ambas preparaciones
tenían fama de premiar el gusto y alargar la buena vida. Los participantes festejaban la
calidad de los manjares que Taira compartía. Toshi jamás salía de su entorno inmediato.
Y solo conocía la visita de sus proveedores y la sonrisa complacida de sus clientes del
barrio.

Trascurrieron dos décadas. La serena belleza de la mujer de Oniduka se con-


virtió en un dibujo borroso donde los ojos rasgados y el pelo recogido por una traba de
madreperla eran los únicos detalles a divisar. El resto se había ido con los diluyentes y
los tambores de las centrífugas del tintorero. Cuando no cocinaba, Taira hacía largas
caminatas para conseguir los productos más frescos y de las ferias más alejadas de ese
barrio de Monserrat en el que vivían. Y cada tarde, luego de la insoslayable siesta a la que
su marido la obligaba, se dedicaba a su tejido de telar. Todas las mujeres de su pueblo
habían aprendido a hacer bashofu. En cientos de tardes, concentrada en una sola forma
y trama, llegó a tejer noventa y siete almohadones. Eran livianos, pequeños y de forma
cilíndrica; y eran la cantidad impar más acertada para alcanzar la felicidad y la paz. Una
vez que los terminaba, no los regalaba –como sí lo hacía con su dulce de flores o sus pes-
cados escabechados-, simplemente los apilaba en un cuarto desprovisto de muebles.
Un cadáver se descompone en cuarenta y nueve días, según la creencia del reino de
Ryukyu. Hasta entonces, el alma del muerto no finaliza su estadía en esta tierra. Taira hu-
biese necesitado que alguien iniciado condujese el ritual de despedida. Pero dadas las
circunstancias, no tenía caso. El muerto no contaría con un funebrero en trance a quien
transmitir su último deseo. Taira, acompañada por sus muñecos, era la única encargada
de que el espíritu descarnado de Toshi partiese al otro mundo ya para siempre.

La mujer verifica que sus pasteles de arroz, los cuarenta y ocho pequeños y el
mayor, estén armoniosamente distribuidos en derredor del tanque de la tintorería. Está
segura que, siguiendo al pie de la letra la costumbre de su pueblo y religión, a los cua-
renta y nueve días exactos, la carne de su marido ya se habrá separado de sus huesos,
allí en el tanque de White Spirit hasta donde lo llevó a rastras para luego arrojarlo. Antes
hubo sonreído para sí misma mientras él degustaba sin delicadeza y hasta con hipo la
exquisitez del besugo envenenado.

Más tarde quemará la ropa inservible, las sandalias de caucho con las que él
pedaleaba frente a la máquina de planchar, la tablilla en la que llevaba sus cálculos, la
última y única ofrenda del día cuarenta y nueve: los pasteles y los manojitos de trébol
fresco. Quedará sellada así la definitiva partida del alma de Oniduka Toshimitsu hacia el
otro mundo. Eso sí, Taira se llevará consigo el cofre de laca y los almohadones. Antes
debe pasar por la comisaría del barrio para denunciar la desaparición de su marido.

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Apenas entra al recinto sus ojos se van hasta un afiche que reza: “denuncia toda
violencia antes de que sea demasiado tarde”.

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Problemas del corazón

Por Alicia Duo


(Voces)

Fue a verlo como un último recurso. Su madre le había advertido que se trataba
de clásicas mentiras. Pero, ¿cómo explicar esos agradecimientos de todos los días? Gra-
cias Ledo. Mi familia le debe la vida; Gracias Ledo, por conseguirme lo que necesitaba;
Ledo, usted es el ángel que unió nuestros lazos de amor. Y mucho antes los clasificados
del periódico. “Ledo, el superior. Destraba lo más difícil, matrimonios inmediatos, des-
uniones y uniones. Consigue trabajo. Soluciones aseguradas: negocios, sentimientos,
bienes, sociedades”. “Ledo: conexiones mundiales. La cadena de fuerzas espirituales.
Resultados concretos; llave del éxito”. “Con Ledo recupera alegría. No sufra más. Llame
al 0-800...”, todo en letras destacadas. Repetitivo. Persistente. Legal. Autorizado. Y si era
legal y permitido, ¿por qué considerarlo una mentira?

Además, ella estaba cansada. Se arrodillaba a la noche y le rogaba a Dios que la


escuchara. Se iba a las novenas y con los brazos en cruz, rezaba. Al otro día le dolían los
brazos de tanto sostenerlos en el aire. Sin embargo, debía cuidar sus fuerzas y no crear
preocupaciones en su entorno. Su padre era diabético y la madre asmática. En la última
habitación, su abuela, moribunda, tosía por las noches y escupía con sangre la poca
sopa que tomaba. Ella corría entre los emplastos, cacerolas usadas, friegas y vendajes
purulentos. Barría, desempolvaba y, al repasar los vidrios de la galería vieja, miraba la
jaula de los pájaros, tan encerrados como ella. Ese era su sino: estar enclaustrada con
los enfermos, tener la ropa blanca, las cosas limpias. Desinfectar para alentar las ganas
de vivir de los sin remedio.

Entre desgracias y dolores recordaba a Rafael, con quien encontró un paraíso.


Una zona de silencio y prolijidad, voz de caricias y amor joven. Tuvo una esperanza. Al-
guien la amaba. Él le acomodaba la silla, le llenaba la copa, le daba el brazo. Salvo que
Rafael no la llevaba a su casa, ni le hacía conocer sus familiares. La paseaba por ahí, le-
jos del centro, le compraba alguna cosa, pequeños obsequios a los que le otorgaba sim-
bolismos. Le hablaba en diminutivos. Después le mordisqueaba los labios, le levantaba
las polleras, le besaba las nalgas y argüía: Te siento redonda como las pelotas de fútbol
de los noticieros. Sos mi noticia favorita, Mariana. La única que me llama la atención. Sos
un gol. Si, se decía Mariana, he sido un gol, pero en contra y con árbitro engañador.

Rafael, un día, se despidió de ella más temprano. En otra ocasión casi no ha-
blaba. Por último la dejó en una esquina y con voz de látigo le dijo: bajate del coche ya
nomás. Escueta la orden, sin explicar. Ella retornó a la rutina de dolores, pero con otro
martirio inaguantable. ¿Qué había sucedido?

Lo buscó en el domicilio. En la osadía, temblaba. La señora que atendió el timbre


le sonreía. Parecía acostumbrada a esa clase de visitas. Mariana preguntó por Rafael. El
señor se había ido de viaje. Transpiraba cuando indagó el destino. No, no era en viaje de
luna de miel, pero casi seguro que tardaría mucho en volver, dijo la empleada. Entonces,
la señora, con un poco de tristeza contagiada, porque Mariana casi lloraba y su presen-

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cia era como una fantasma en retiro, la invitó a entrar. Mejor sería que pasara y viera. La
llevó por las habitaciones y ella encontró, sobre los muebles, las fotografías: Rafael y una
docena de caras femeninas sonrientes en imágenes sinuosas; Rafael desnudo y en todos
sus costados otras mujeres. Trabaja con modelos, dijo la empleada. La guió de vuelta
hacia la calle. Mariana se puso en el borde de la esquina y el ronquido de los autos eran
voces que la llamaban a un cementerio anticipado. Se volvió caminando para atenuar su
maratón de pensamientos. Recordaba frases, actitudes, gestos. No comprendía tanta
mentira. Por eso buscaba explicaciones y anhelaba el retorno como reinserción al paraí-
so. Esperaba ver a Rafael en los mismos lugares. No lo encontraba nunca.

Empezó a ofrecer sacrificios; solicitaba al Todopoderoso que la auxiliara. Las


renuncias no le costaban. Se culpaba del fracaso; algún error había cometido. Por su
exclusiva responsabilidad debía expiar sus transgresiones para no perder la pasión por
la que respiraba.

Pero ahora estaba cansada de su angustia y no tenía soluciones. A lo mejor Ledo.


En fin... no costaba nada. Hasta la llamada para concertar la cita era gratis. No quería
pensar en otra trampa, porque si esos ofrecimientos milagrosos escondían la estafa a sus
sueños de regreso, no creía que fuera justo soportarla. Mariana estaba segura que ya no
toleraría engaños.

Lo decidió esa tarde, como un último recurso. Hizo la llamada, le dieron la direc-
ción. Se dirigió hacia allá pasado el mediodía. Ponderaba los peligros que podía correr
y tenía miedo. Con anterioridad consideró cómo resguardarse. Recordaba las sectas:
reuniones esotéricas, convencimientos más allá de los razonable y la absorción de la per-
sonalidad en un enganche que la llevaba al riesgo de desaparecer. No había comentado
la decisión a sus familiares porque la abrumaba la vergüenza.

Se encontró ante el frente de una casa humilde. Un hombre de estatura pequeña


la hizo pasar a una habitación simple. Arguyó que como era un lugar modesto, de bene-
ficio para la comunidad, ella colaborara con lo que su generosidad le indicara. Mariana
le dio varios billetes y, como el otro mantuvo la mano en alto, entregó todo lo que llevaba
en la billetera.

Creyó que iban a introducirla en un santuario, pero en la habitación sólo había una
mesa con tres sillas, una biblioteca, libros encuadernados, la fotografía del prócer de la
patria y dos sillones hamacas. El hombre pequeño llamó a Ledo, pero no por ese nombre.
Éste se presentó. Era alto y su presencia se imponía. Retuvo la mano de Mariana entre sus
dos manos. La sentó en una hamaca, él se acomodó en la otra. Le dijo que se meciera y
que le contara, porque el movimiento oscilante concentraba fuerzas. Ella puso todo al des-
cubierto: sus relaciones, el fatídico ahogo de su pecho. El pecho, repitió él y no le sacaba
los ojos de la blusa. Sí, dijo ella, y la pérdida del vientre agonizante. Un hijo de Rafael, que
creía que se había ido entre sus piernas, en un cuajo grande de sangre, por el inodoro.
La entrepierna dijo el futurólogo y entonces la miró más abajo. Cuando ella se desahogó
él le pidió que se siguiera hamacando. Le reiteró que tuviera confianza, porque todos los
elementos se le sometían. Era sanador de las enfermedades de circunstancias opuestas.
De los cajones sacó una cuerda roja y con la misma le envolvió primero la cabeza. Barbotó

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palabras extrañas. Después desenrolló la cuerda, puso las manos de Mariana en la espal-
da y se las ató. Con unas cintas midió las piernas y pronunció más palabras raras. Ahora
quería atarle los tobillos. Ella tiró un puntapié. Le pareció escuchar cabrona. El hombre,
rápido, le pasó la mano por los pechos, mientras le tapaba la boca. Le dijo que él era el
brujo Oxú Urá, que tenía supremos poderes, que ella lograría el retorno del bien querido.
Mariana sintió otra vez la mano ansiosa buscando su pubis. Él siguió explicando. Dijo que
no abusaba, de ninguna manera, que entendiera que debía tocarla, porque era el modo
que utilizaba para restablecer el contacto sagrado de unir lo separado. Ella destrabó sus
manos. Oxú Urá le repasaba los glúteos y babeaba sobre su escote. Mariana dio un salto,
tomó su cartera y sacó un revólver pequeño de diez balas. Con el pulso firme le apuntó a la
cabeza. El brujo quedó paralizado. Le caía saliva de la boca. Ella le hizo señas para que se
sentara. Le correspondía que confesara sus pecados. Ledo negó. No hablaría. No importa,
dijo Mariana. Tengo todo el tiempo que haga falta.

El hombre pequeño, desde una segunda puerta, preguntó que sucedía. Mariana,
mientras encañonaba al brujo, se arrimó a atenderlo. Abrió y detrás del hombre enano
divisó la casona de lujo, el parque con la piscina, los automóviles modernos. Nada, no
pasa nada, contestó ella, creo que Oxú Urá está inmerso en un éxtasis profético, muy
necesario para los tiempos venideros. Un problema por el que el yo ya he pagado. Le dio
a la palabra “pagado” un énfasis especial que hizo que el hombrecito desapareciera sin
mayores preocupaciones.

Un reloj lejano dejó sentir sus campanadas. Mariana apuntaba. Esperaba que él
hablara. Había diez balas, dijo, sabía centrar los disparos y no iba a fallar. El brujo se arro-
dilló. Le pidió que lo perdonara, por su familia y por sus hijos. Le daría lo que ella pidiera.
Mariana le recordó que ya había pedido y que él la había engañado. No. Lo entregaría a
las autoridades. De ese modo conocería cómo se sentían los que lo buscaban. Cuando
estuviera encerrado sin esperanzas, lo viviría personalmente.

Oxú Urá se tomó el torso con las dos manos, tenía un fuerte dolor de estómago,
una fiebre le subía por el brazo izquierdo y como tenaza le apretaba los latidos. Respi-
raba con dificultad. Su piel se tornó blanquecina. Ella le ordenó que se sentara ante el
escritorio. Le puso un papel para que firmara. Quería que reconociera todas las estafas.
El delincuente dudaba, pero el caño oscuro que entraba a flotar frente a su vista le con-
venció de la seriedad de la maniobra. Escribió la declaración, la rubricó y preguntó qué
pensaba hacer. Enviaré la confesión a la central de policía más cercana o quizás al fiscal
de turno, dijo ella. Cuando él comenzó a respirar con un ronquido similar a un estertor, la
mujer golpeó las puertas. Apareció el enano.
-Llame inmediatamente al teléfono de urgencias. Su amigo tiene un infarto -dijo
Mariana. Le balanceó el papel ante los ojos, para dejarlo advertido.
-Ya sabe, yo nunca estuve aquí -le dijo al hombrecito y señaló el revólver.
El otro asintió con espanto.
Mariana se retiró veloz. No daba crédito a su propia valentía. Un tambor repercu-
tía en su cabeza pero el sonido era pacífico. Le pareció que había puesto las cosas en
orden y comenzó a respirar con suavidad.

Mariana auscultó a su abuela. Le tomó el pulso. La anciana estaba media ador-

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milada. Le hizo sacar la lengua y le puso unas gotas en la boca. Le pidió que las tragara
despacio con un poco de agua. Mientras la mujer bebía ella se colocó el delantal blanco.
Ayudó a la abuela a dejar el vaso en la mesa de noche y le dio un beso. Recogió el ma-
letín. Se fijó, con tranquilidad, si tenía los recetarios y su sello de médica.

En el hospital le tocaba el turno de la noche. Pasó por la sala de guardia, accedió


al sector de cirugía y llegó hasta donde estaban los restos biológicos del nosocomio. Le
preguntó a la enfermera qué había allí. Le contestó que lo último que habían tirado era
un corazón para transplantar, porque no lo habían conservado adecuadamente y la ope-
ración se había cancelado. Mariana, en forma desapercibida para la otra, dejó el arma,
envuelta, entre los desechos de carne sanguinolenta. La enfermera la encontró detenida
ante los tambores de residuos. Las dos mujeres se miraron.
-Me imaginaba -dijo Mariana- que hay muchas maneras de perder el corazón.
-Sí -dijo la otra-, a mí me ocurre que, a veces, de tanto que corro y me apuro, no
sé si todavía me late; pero aquí estoy.
Sonó el timbre de emergencias en el tablero. Mariana apresuró el paso junto
con la enfermera que la seguía. Ninguna de las dos quería demorarse. Alguien pedía
socorro con la necesidad de que le atendieran las desgracias y ellas estaban de servicio.
Cualquier retraso podía ser fatal para una supervivencia tan deseada y las dos mujeres
pensaban que con eso no se juega.

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Reparaciones a domicilio

Por Mirta Krevneris


(Emme)

Ellos piden disculpas


hacen reverencias
genuflexan la espalda
hasta hacer creíble el arrepentimiento.
En una mano
traen una gran suma de yens,
con la otra
se rascan la entrepierna.
Es la historia
la que los empuja y obliga.
No descubrí todavía
en qué Biblia
o
en qué Tao
dice
que la mujer es
el reposo del guerrero
o
el trofeo de la guerra.
Por eso
con falsos haikus
tejieron redadas de mariposas
por los países vencidos y humillados
para llevarse jóvenes flores de durazno
frágiles muchachas de papel de seda,
en nombre del Gran Imperio Nacional,
enviadas a la Escuela Profesional del Amor
donde fueron amables vaginas,
pechos manoseables
y boquitas de cereza
que sólo dicen sí.
Ellas han vivido
otros Hiroshimas, otros Nagasakis
de los que no dio parte
ningún informe internacional.
Ahora
cincuenta años después
vuelven estos viejos descarnados
a pedir perdón
de la bragueta para afuera.
Los periodistas – ansiosos –

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preguntan a estas ancianas
que harán con tanto dinero
(el yen es moneda fuerte
cotiza mejor que el dolor y el euro)
Tu Yan comprará flores blancas
para arrojarlas al mar, allí
donde su amiga Tu Quan
se despeñó,
envuelta en su vergüenza.
Tan Sing, presentes de jade
que ofrendará
a sus espíritus paternos,
tal vez así le perdonen
haber sido amancebada.
Xiang Ji piensa en una muñeca
de ojos redondos
para acunar
y cantarle locamente
hasta gastarla.

Tai Lee hará correr la noticia


de que es rica, inmensamente rica
a los setenta años,
tal vez con esa dote
no le exijan tanta pureza.
Y además
están todas las anónimas
usadas hasta agostarles la piel
cansados los ovarios
de tanto bombardeo.

Nadie repara en ellas.


Son historias mínimas
de mujeres desconocidas.

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Revista de la empresa

Por José María Guerrero


(Gabriel Gándara)

Cuando se enteraron de que era poeta, el jefe le pidió que escribiera algo sobre
la violencia de género. ¿Qué cosa?, le contestó aturdido, mientras escondía el sudoku,
maldición japonesa a su intelecto.
—Violencia de género, usted sabe, no haga que le explique todo.
—¡Aaah!, sí, sí, ahora sé de qué habla. ¿Para cuándo?
—Sin apuro. A ver… para el viernes. Sí, el viernes.
—Pero hoy es miércoles. Dos días no es mucho tiempo, hay que investigar.
—Internet, mi viejo, internet.

El jefe lo dejó solo, con otro sudoku sin solución, y un problema más. El tipo mas-
cullaba en silencio: «Está bien, me gusta que me llamen poeta, pero yo escribo frases
de amor para sobrecitos de azúcar, es un trabajo extra —una changa, ¡bah!— que me
ayuda con mi familia numerosa. Y numerosa ¡en serio!, esposa, suegra, y cuatro hijas
entre púberes y adolescentes. Hasta ahí llega mi vena creativa. Y esto del género… me
supera».

El jefe y él conforman el departamento de relaciones institucionales de la fábrica,


vendida hacía muy poco tiempo a un grupo de inversores. Cuando el principal accionista
hizo la visita evaluativa en diciembre pasado, su intención era desguace y cierre. Pero
no le resultó sencilla la tarea. Tuvo que tratar con la delegada de la comisión interna
elegida por las trescientas obreras. No hubo testigos de la negociación que terminó con
una amplia sonrisa de la representante gremial, quien sacudía el extenso documento de
acuerdo: ampliación fabril, nuevas líneas de producción y cincuenta mujeres más en el
plantel.

Y allí estaban en pleno progreso, con la nueva gerenta general, que le sugirió al
jefe —una orden muy gentil— que incluyera un artículo sobre violencia de género en la
revista mensual de la fábrica. Y su jefe decidió que él era la persona indicada —ideal,
enfatizó— para esa tarea.

Desde su casa y esa misma tarde, comenzó la investigación con la vieja compu-
tadora que ya no usaban las hijas, conectada al cable coaxial que une la pieza del fondo
con el poste de calle.

Empezó con las palabras clave: violencia y género. El diccionario le informó que
violencia deriva del latín —violentia— y que es la acción contra el natural modo de pro-
ceder. Género también es de origen latino —generis— y tiene varias acepciones, que
incluye seres con características comunes, telas, mercancías, teatro, literatura, distincio-
nes biológicas, gramaticales o de sexo.

Repasó diarios y revistas viejas, y cuánto más lejos iba en el tiempo, menos in-
formación aparecía. Tuvo algunas charlas con amigos y vecinos, otras con mujeres de la

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fábrica —muy enriquecedoras— y en su propio hogar. Se conmovió, tomó conciencia
de algo que le era ajeno, aunque extendido y de profundas raíces en la sociedad. De allí,
surgió el siguiente texto para publicar:

MALOS DÍAS, MUNDO CRUEL

1) ANÁLISIS DE SITUACIÓN
Si la violencia es la acción contra el natural modo de proceder, ¿cuál es el modo
natural de proceder? Me pregunté y aún sigo sin respuestas concretas. Deduzco que lo
natural tiene relación con el medio ambiente, la sociedad, sus costumbres y sus leyes
—civiles y religiosas— y la época de consideración. Contexto, en definitiva.
Y en esta época, muy confusa para los de mi generación, han desaparecido los
valores absolutos. Ni blanco ni negro, como tampoco frío o caliente. Tibieza gris; una
desfachatada grisura tibia.
Los padres de familia se depilan. Las mujeres boxean. El intercambio anónimo de
parejas ya está organizado y en evolución. La orientación sexual abandonó la privacidad
y es bandera del progresismo.
Homosexuales, travestis, transexuales, bisexuales y heterosexuales; como así
también los reprimidos que espían los cambios por el ojo de la cerradura social. Y el
acto final suele aparecer en los diarios, sección de policiales, cuando la mujer morada
a golpes prende fuego la cama con su hombre en sopor alcohólico, o el joven prostituto
—«taxi boy»— acaba con la vida del viejo modista.
La violencia está instalada en la sociedad. Es física, visual o psicológica. La cul-
tura refleja los hábitos de la gente, y las personas con hábitos diferentes son quienes
marcan los cambios culturales.

2) DEFINICIONES
La sociedad es machista, pero con un machismo en retirada, que trata de supe-
rar la pérdida con fuerza y presión emocional, insegura de su poder, con los antiguos
«derechos» perimidos. Los espacios cedidos no entran en equilibrio con facilidad, tienen
su momento de revancha y suelen ser ocupados por el feminismo. Machismo y feminis-
mo son caras de la misma moneda; de una moneda falsa, sin valor alguno. Son extremos
ideológicos que se juntan en un círculo perverso.

3) CONCLUSIÓN
El único modo viable de controlar esta pandemia, que afecta a mujeres, niños, y
hombres —en menor medida—, es con educación. Una amplia y efectiva tarea informati-
va y docente está lejos de realizarse. Pero… ¿Y los otros temas fuertemente vinculados?,
como la prostitución infantil, pornografía, exhibición degradante de mujeres jóvenes en
medios de comunicación masiva, trabajo esclavo o explotación y olvido de los margi-
nales. De eso no se habla. De eso también tenemos que hablar, discutir y actuar; tres
sólidos infinitivos.

El jefe leyó el trabajo y se encogió de hombros, como hace siempre cuando pien-
sa o dice «yo no tuve nada que ver». Con la carpeta bajo el brazo izquierdo y las axilas
húmedas, el poeta subió al primer piso, oficina de mando.
Iba a ver a la gerenta general, que no es joven, tampoco vieja, pero como dicen

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en la fábrica, es la única que le puso freno a la combativa delegada.

Él estaba de pie frente al escritorio. Ella leía el particular trabajo con llamativa
rapidez; se detuvo y murmuró con cierta ironía: «¡de la misma moneda!», y al igual que
su suegra, lo miró por encima de los anteojos cuando hizo la pregunta:
—¿Cuánto tardó con esto?
—Dos días, señora. Y trabajando en mi casa. Resulta que tengo una piecita en…
—Ta, ta. No importa la piecita, pero, ¡dos días para…!
—Pero, señora…
—Hay algunas reflexiones que comparto, otras son discutibles.
—¡De eso se trata! Justamente es lo que intenté…
—¿Polemizar? En esta sociedad la que sufre es la mujer.
—Sí, sí, estoy de acuerdo, pero los chicos…
—Pero, ¿cómo van a ser caras de la misma moneda? La mujer es quien recibe
los golpes, y si se resiste… ¿es feminista?
—Bueno, no, no es tan así, lo que quise significar es… que se trata de una mone-
da sin valor.
—Es una visión masculina. Creo que tiene una vaga idea de cómo somos las
mujeres.
—Discúlpeme, señora… Sé bastante bien…
—No parece. Su enfoque no respeta la verdad femenina. La violencia no es so-
lamente física, también lo es la discriminación, los salarios más bajos, la responsabilidad
maternal…
—Seis mujeres en mi casa, señora, son seis más las dos perras.

La mujer se quitó los anteojos, lo miró largamente, en una pausa que molestaba
al silencio, juntó sus manos, tornó la vista a los papeles y habló:

—¡Bueh!, no importa. Lo voy a leer más tranquila. Podríamos ajustar las ideas y
reformular algunos conceptos… Vamos a trabajar juntos, usted y yo.

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Secuencias de depredación

Por Iris Mabel Giaconía


(Bruma)

Voy comprendiendo tanto amor.


Por ello me someto.
Entre nubes de sueños, se deshacen en lluvia
mis tormentos, tu retractación.
Voy comprendiendo:
¿Para qué hablar?, si tu boca lo hace por mí,
la desazón del silencio, aumenta mi llamado.
En tu valentía evidente nos parecemos.
Usando distintas armas.
Desacreditas y
te estás desacreditando.
-la ropa no te gusta, demasiado corta la falda,
el pelo ¿que tiene mi pelo?-
-¿No puedo salir, no me das permiso?-
Me alejas de los afectos, a la aversión me acerco.
La violencia obliga a ceder, anula el razonamiento.
El piso se acerca a cada instante,
el abismo mucho más.
No duele el golpe, sólo despoja el alma.
Una rosa en tu mano, después. Es tarde.
No me ata una soga, sino el miedo.
No puedo defender mi cuerpo.
Moriré por defender mi dignidad.
Llevo estragos en la piel… y en la memoria.

IMA 24/11/2012

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Sin piel

Por Gilberto Jorge Furón


(Jorge Gilberto)

Se ve una mujer que plancha. Mira por el proscenio como si viera un camino a la
casa. Se oyen campanas llamando a misa.

Mujer __ Ya llaman a misa. Yo soy renegada desde hoy a ese credo… ¡Pobre
mujer insuficiente que menea la vida como una estola de estopas!… (Camina hasta el
centro y desde allí observa.) Este verano trae pájaros azulados y variedades de langosta.
(Tocándose el vientre.) Será que el calor hará árido el surco… (Piensa) Infeliz el cura…
ya no tendrá a la más fiel de Santa Cecilia. Esos pájaros azulados me recuerdan a un
poema que se seca tras las prosas lenguaradas. Y el recuerdo se detiene en lástimas…
(Se vuelve a un rincón y busca) Yo tenía mis cartas aquí guardadas con papel de seda
y una cinta con lavanda… ¡Hay estas cartas! (Las toma y vuelve a la tabla de planchar,
las deja y toma la plancha.) Todas las mujeres me miran, miran que te miran, algunas de
reojo y otras con ojos abiertos, como si vieran en mí una sardesca que bufa en los días.
¡Que sabrán ellas del lado que la luna me muestra su peor cuarto!… (Planchando, trata
de sostener una lágrima) Esos pájaros son gaviotas, que vuelan en los surcos del maíz
abierto. Allí hay simiente y de buena cepa… (Deja la plancha y vuelve al proscenio, toma
una silla y se sienta, se mira las manos y se vuelve a acariciar el vientre.) Cerca del más
sabio minuto llegará el hombre, justo por allí por ese camino de álamos, entrará ese her-
moso coche que le luce tan bello como cada camisa que plancho o cada pantalón que
quiebro en prolija raya… (Recorre la platea como si mirara la extensión más hermosa.
Su rostro se ennoblece.) Seguro vendrá cansado como todos los días. Yo estaré justo a
tiempo esperándolo con su vaso de refresco que él tomara en su mano y después del
beso mas tierno y dulce, me entregará las frutillas que le encargo cada mañana de todas
las mañanas… ¡Dichosa mujer que ama y es amada!

Somos felices, tanto que nuestro hogar es un canto suave de cardenales y ca-
narios furtivos del monte… (Mira el horizonte y con un gesto de su mano trae el olor de
alguna fragancia que la envuelve.) ¿Cuánto hace que no cenamos en el restaurante de
la plaza? Desde que dejó de ser Jefe, hombre reconocido de solidaridad y convicción
de persona buena… Claro, ¡con los otros!… (Mirándose las manos.) Bueno… yo no me
puedo quejar, él no hace faltar nada y me siento dichosa más que cualquiera de esta
zona…Ya veré yo cuánto de amor trae. Seguro que querrá comer rápido, para después
sentarnos en las hamacas del jardín y mirar el cielo estrellado. Acariciará mi rostro para
detenerse en mi vientre hablándome del hijo que estamos esperando que se anuncie…Y
dirá con su voz tranquila: “Hermosa estarás con tal preñez, tus pechos serán turgentes
para el alimento y tu cintura se desdibujará en el crecimiento de nuestro fruto”. (Estre-
chando sus manos)__ Mi amor querido! Cuánto deseo que esto sea… Seguro me propon-
drá viajar a esos lugares donde los colores son mágicos y la diafanidad un toque fino de
ternura. ¡Hay, mi querido! La pérgola de la plaza sentirá envidia y se brotará en Santa Ri-
tas y los colibríes amarillentos que coquetean el calorcito, nos invitarán a las sombras de
los tilos. Desde allí escucharemos la música donde bailan y me invitará a bailar pegados,
juntitos… (Abre las manos y las golpea entre sí. Se incorpora y camina hasta cerca del

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proscenio) ¡No!, ¡Mentira! No le gusta el baile, no le gusta viajar, no le gustan las noches
soñadas, odia a las mujeres que esperan del hombre el beneplácito de su masculinidad
más allá de su propio deseo. (Enojada camina en círculo.) Por eso le digo que me amarga
la idea de parir los hijos… Siento el miedo que mis carnes se abran en la parición…Y allí
frunce su frente, mirándome como quien mira a una extraña y su sonrisa se hace una fina
ironía en mi alma… (Trata de calmarse y deteniéndose, mira el vacío como aprobación.)
¡Ve, allí es donde soy injusta! Me ama, se pega a mí cuando dormimos y el sol nos des-
pierta. Cuando me hace el amor se le llenan los ojos de brillo y su hombría me pertenece
haciéndome mujer… (Camina pensando, vuelve al proscenio, mira como si viera lejos,
muy lejos) Llegará enojado y a mi refresco le encontrará cualquier pretexto. Hablará de su
cansancio y me rechazará una y tantas veces repitiendo que el amor no le sirve porque
para eso él no tiene tiempo… ¡Dios mío, qué hombre, señor qué hombre…! ¿Cómo se
puede ser así? Si hasta la bravura del mar contiene sus marejadas convirtiéndolas en olas
que suaves peinan la playa… (Queda pensativa, luego con sus manos en la boca da pa-
sos cortos y se detiene) Me ama a su manera…Soy yo la que de verdad lo embroma con
esas tonterías… Claro, a veces me grita…porque yo no sé plancharle las camisas, nunca
aprendí… Como quebrar la raya del pantalón… Lo saca y hasta lo llevó a quemarme con
la plancha…(Mirándose las manos) ¡Como me dolió! Pero yo pude entender… se saca
porque yo soy así, tan estúpida para aprender… Es muy arrebatado, no tiene paciencia.
Trabaja mucho, tiene que lidiar con gente difícil… Me lo dice, pero parece que yo no lo
entiendo… Y claro que no lo entiendo…Yo estoy todo el día sola en esta casa, ventanas
y vidrios, puerta y pisos, las compras y la comida, la ropa que se ensucia y sobre todo su
exigencia, que no es poco señor… (Hablándole al hombre supuesto a su frente.) __Sabés
qué pasa, es que soy sola para esta casa grande. Tendríamos que venderla y comprar
una más cerca del pueblo y más adecuada a nuestras necesidades.__ “Mierda mujer
ingrata!… Esta casa es mi vida. ¡Mierda! Aquí murió mi madre y yo me crié”…__ Pero eso
ya lo sé. Yo solo digo que es muy grande, y yo sola… (Sorprendida retrocede asusta-
da…) __Entonces su mano se da vuelta dibujando en el aire la enorme cachetada que me
hace arder la mejilla y muchas veces por el golpe morderme la lengua… Y allí entiendo
que soy demasiado demandante… Me ama y no quiere levantarme las manos. Sólo se
saca porque su madre es su madre, a pesar que hace tanto que ya es una tumba. No se
permitiría golpearme porque sí…Su honor es fuerte… Claro que me acuerdo cuando me
tiró con una silla porque creyó que yo lo engañaba con el cura de Santa Cecilia…

Mi única amiga que vende ropa, que él no deja que venga más a venderme ni
a conversar, porque dice que ella es una mujerzuela; me vendió una hermosa pollerita
mini que me hacía muy lindas las piernas. Juro que cuando me la puse pensé lo mucho
que él iba a disfrutar. Nunca me había puesto algo tan lindo… Pero cuando me la vio, se
enardeció de ira y agarró una silla golpeándome de lleno sobre mis espaldas, haciéndo-
me caer al suelo e intentando patearme. Menos mal que unos chicos que pasaban, le
gritaron y él se escondió muy asustado…Después muy arrepentido me decía. __ “Es que
vos no tenés límites…Me sacás… ¿Te das cuenta que me sacás?”… __ Tenés razón…
No me di cuenta…Lo perdoné, pero no pude explicarle lo de la pollera. La sangre que
me salía de la cabeza me hizo asustar. Creía que tenía una enorme herida, pero fue una
herida chica… El doctor me dijo que la cabeza sangra mucho y que tuviera cuidado con
los bordes de las cosas… Cuando volví a mi casa, él me esperaba pidiéndome que no
lo denunciara, que era muy bueno conmigo y que no me agarrara por su vehemencia ya

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que en el trabajo lo iban a ascender y la denuncia lo perjudicaría… Me reí. ¿Cómo lo voy
a denunciar con todo lo que lo amo? ¡Qué tonto! Muchas veces me dijo que tiene miedo
que yo lo deje… __Por favor mi amor, qué haría sin vos… (Piensa, se acerca al prosce-
nio…) Un día sí me enojé muchísimo. Fue cuando visitamos a su padre en la casa de su
hermana. Frente a ellos él me acusó de puta, que yo calentaba a los tipos y sobre todo
al cura. Que él sabia que mis idas a misa eran para revolcarme con el sacerdote en la
sacristía…__ No te permito, no seas grosero, menos frente a tu familia, le grité enojada,
sintiéndome sucia. Él me siguió diciendo que sabía que mi condición de mujer estaba
muy mal vista y que se sentía avergonzado por mi vida promiscua…__ Sus injurias fren-
te a su familia no las soporté y lo golpeé en el brazo con todas mis fuerzas, pero él me
pudo. Me agarró del brazo y me lo torció hasta sacármelo desde el hombro. Yo gritaba
del dolor pero él se ensañaba con palabras mientras su familia salía afuera… ¡Cómo
me dolía! Allí me acordé de los comentarios de las mujeres cuando paren los hijos…
(Gritando) __ ¡Jamás pariré un hijo tuyo! __ Y él me siguió diciendo con su bocaza que
eso era verdad porque yo era una mula y las mulas no sirven más que para cinchar y
nada más que cinchar…__ Lo gritaba sacando las palabras del fondo de su estómago y
vomitándomelas como ponzoña sobre la mujer que soy… __ No te lo permito.__ “Sí, me
lo permitirás, porque nada se puede de una bestia seca de preñez”…__ Mentiras, men-
tiras…Yo sé desde que tengo razón, que estoy lista a engendrar el fruto del amor, que
lo siento venir cada vez que mis entrañas se abren…Juro que lo odié con toda mi alma,
traté de enfrentarlo, pero él se fue dejándome herida en la impotencia… Lo vi irse como la
playa deja que las olas se alejen después del impacto, de la fricción, mirando como la sal
sobre la endeble playa desarma en pequeñas burbujas la textura, sin más que esperar
que vuelva… (Solloza, se hamaca sobre sus piernas, camina hacia la tabla) Cuando volví
a casa él estaba esperándome. Me dijo que se iba y que me iba a llamar. Y así fue. Dos
días después, volvió… (Saca un mantel con flores entre la ropa que tiene para planchar.)
Cuando volvió me trajo este regalo. Me abrazó muy fuerte y me dijo que yo era su única
ilusión pero que estaba pensando… Yo pregunté: qué; pero él me miró y me dijo que se
iba por más tiempo, esta vez en un viaje…Sorprendida me acerqué y le pregunté a qué…
Descontrolado comenzó a gritar y a decirme si yo me había vuelto policía que lo indagaba
tanto…Que él era un hombre que no daba explicaciones a nadie…__ Pero yo soy tu mu-
jer…__ Muy resuelto se burló y se fue a dormir.(Camina y toma una silla y se sienta.) Que-
dé sola, ignorada…Sentí que la nada era una gran bolsa que me cubría. Pude respirar y
me senté en este mismo lugar. Me dormí… Soñé bello, donde los verdes son diversos y
los marrones se vuelven amarillos y los rosas con los celestes se hacen paisaje, mientras
la tierra se humedece y las semillas brotan…Que de mí nacían esos hijos bellos como
una los sueña, con sus cuerpecitos blandos necesitando el pecho, ansiosos…Comían,
todos comían…Cuando desperté ya él no estaba. Se había ido…Volvió a la semana. No
me miró. Era tan frío como una lápida. Me evitaba… Comencé a dudar y comenzaron a
llegar las cartas… (Vuelve a la tabla de planchar y toma las cartas) ¡Estas cartas que no
debería haber abierto! (Acercándose al proscenio…) Un día abrí por error una de ellas…
¡Me quise morir, incinerada como el fénix y deseando que las cenizas le cegaran los ojos
al maldito…! Era una carta de amor. Un amor que le hablaba de besos, de caricias de su
hombría y de las dulces palabras que pronunciaban sus labios cuando la nombraba…
Hablaba del viaje adonde el sol doraba las sierras, donde los gorriones eran ruiseñores
pardos acicalando los arrumacos sobre el pasto… ¡Dios…Cuál era mi expectativa siendo
yo la más engañada…! No supe qué hacer y escondí las cartas… (Camina alrededor

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de la tabla) Mi alma se dobló en una suela. Mi vientre sangró la femenina situación y mi
mente se arrugó contra mi cráneo. Nada podía ser más doloroso que aquella posdata:
__”Nahuel te extraña amor. Cada vez se parece más a vos nuestro hijo. Tiene el mismo
lunarcito”…__¡Tenía un hijo con otra y sin duda yo me había convertido en esa mula!. Yo
era la mula seca de ira y desgracia. (Estruja el mantel, luego corre la tabla y coloca una
mesa) Estuve todo el día confundida… (Comienza a poner la mesa como para una cena)
Esa noche, justo cuando las campanas sonaron dando la media noche, me juré tantas
cosas, prometiéndome tantas otras… Las mujeres de este pueblo no me mirarán más
de esa manera… La santa es testigo de la más dura confesión de parte… (Se para en el
centro de la escena) Esperé como esta noche. La alameda se iluminó con el bello coche
del hombre que llevaba las bellas camisas. El jugo esperaba su mano deseosa y la cos-
tumbre de pedirle las frutillas…Él sólo me tiró el saco y pasó presuroso. Lo esperé calma,
como si estuviera contemplando el agua a hervir…Cuando volvió a sacarme el jugo, yo le
grité con toda mi ganas…__ ¡¿Yo soy una mula para vos?! Contestame… ¡¿Soy una mula
para vos?!__ Él sólo me miró indiferente. Después bebió el jugo y dejó el vaso. Yo detrás
de él volví a preguntarle y él me tiró una cachetada que yo esquivé. Con su bronca por
errar el hecho, me comenzó a insultar… Yo ya no le tuve miedo y le hice frente. Entonces
me pegó una trompada en la cara que tiré todo de la mesa al caerme. Me levanté como
pude, tomé el trinchador para el pollo y me volví hacia él, que se dio vuelta para tomarme
del cuello mientras me gritaba.__ “¡Mula!, ¡maldita mula!”…__ Yo enardecida lo clavé dos
veces en el vientre, mientras despacito le decía al oído que había leído las cartas. Sus
ojos se abrieron buscando el dolor en el aire para luego caer allí, frente a mí…Yo soy una
mujer mula, para un hombre que es osamenta… (Camina y se sienta en la silla, mirando
al proscenio…) La humanidad estaba a la espera que alguna mujer pueda, por sobre ella
y por las otras…Pobres mujeres insuficientes que menean la vida como una estola de
estopas… (Sonríe) APAGÓN.

Abril de 1993.
Castelar.
Agosto del 2012. Ituzaingó.

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Sueños rotos

Por Rosa Beatriz Valdez


(Clepsidra)

La voz de Sandra Mihanovich en la radio, inunda las pequeñas habitaciones de


la casa de barrio:

“La mujer que al amor no se asoma


no merece llamarse mujer,
es cual flor que no esparce su aroma
como un leño que no sabe arder…”

Lorena había abierto de par en par las ventanas de su corazón para asomarse al
amor. Tenía 17 años cuando conoció a Hugo en un baile de carnaval y ahora, con sólo
dos de casada y un hijo creciendo en sus entrañas, pensó con tristeza que su matrimonio
no había resultado como ella soñara.

Se acurrucó en la cama abrazando la almohada, mientras sentía las lágrimas


deslizarse por sus mejillas. ¡Qué tonta, qué ingenua había sido al pensar que con su cari-
ño podía cambiar a Hugo y apartarlo de la bebida! Todos los fines de semana se repetía
la historia: él salía con sus amigotes a recorrer los bares y cuando el lunes regresaba a la
madrugada, debía soportar sus gritos, insultos, empujones, golpes.

Aquella mañana del 23 de octubre de 2010, su cuerpo rociado con alcohol -como
leño que sí sabe arder- fue encontrado calcinado en el dormitorio, después que los bom-
beros derribaran la puerta.

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Tierra de todos, tierra de nadie

Por Mariana Iacono


(Toda mía)

De niña me enseñaron que la palabra de mi papa tenía mayor valor, que había
que tenerlo miedo, “cuando venga tu padre vas a ver”. La última decisión la tenía siempre
el hombre. El mandaba en la casa. Cuando el hombre grita la mujer se caya, y si el hom-
bre se enoja puede ser peligroso. Mi padre nunca ejerció violencia física con mi madre,
pero si con mi hermana. Ninguna de las cuatro mujeres pudimos hacer algo al respecto.
Cuando niña no tenés herramientas para poder decir si alguna persona comete violencia
sexual contra vos, no sabes cómo, ni cuándo y sentís que tenés la culpa.

Con 7 años un short corto y apretado, la culpa fue mía, por eso ese pariente me
toco mis partes intimas, lo provoque, ¿cómo voy a contarlo?, mi papá se enojará y me
retará. Y cada noche que pasé en su casa no pude dormir, no pude decir que tenía mie-
do de ir, y cada situación de violencia simbólica que el ejerció en mí, la guarde como un
secreto de Estado.

Al mismo tiempo, por las tardes con mi amiga íbamos a la plaza, donde había
una calesita, el señor que trabajaba en la calesita nos invitaba a entrar al motor de la
misma en el centro, y ahí nos mostraba revistas pornográficas, ninguna de las dos decía
nada, nunca lo hablamos, ninguna de las dos nunca dijo nada en su casa, el señor nos
proponía que si mostrábamos nuestra ropa interior nos daba fichas para dar vueltas en
la calesita, yo no me animaba, mi amiga si y nos quedábamos mayor tiempo jugando.
¿Cómo decir en casa esto?, si se lo decimos a mamá y no nos cree y ¿si se lo dice a papá
y él se enoja?

En la escuela no se hablaba de sexualidad, no se hablaba y no se habla de


empoderamiento de las niñas y mujeres, entonces seguía un camino de aprendizaje fa-
llado, no saber cómo decir que quería cuando tenía relaciones sexuales, como negociar
mis cuidados en la salud sexual y en la salud reproductiva, el hombre es más fuerte, el
hombre manda, la mujer debe complacer y así el hombre estará más feliz, por los siglos
de los siglos nosotras complaciéndolos a ellos como sea y donde sea, naturalizando la
subordinación de la mujer en la sociedad.

A los 19 años conocí un hombre que causaba daño emocional y disminución de


la autoestima en mi persona, buscaba controlar mis acciones, comportamientos, creen-
cias y decisiones, mediante hostigamiento, restricción, manipulación, aislamiento y celos
excesivos.

Esto lo puedo decir hoy a los 30 años, a los 19 años lo percibía pero no sabía cómo
impedirlo. Este hombre cada día me pedía tener relaciones sexuales sin preservativo, y
un día para complacerlo, por no saber decir que no, accedí, por los siglos de los siglos la
mujer complaciendo al hombre, mandato familiar, mandato cultural, mandato social. El vivía
con VIH, lo sabía, su rol histórico en la sociedad hizo que el mandara y que de esa relación
desigual de poder saliera perjudicada en primera instancia adquiriendo el virus de VIH.

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Esta relación termino porque el causó en mi cuerpo dolor, daño y agresión que
afectó mi integridad física. Después vino el diagnóstico de VIH positivo.

Cuando recurrí a mi madre para pedirle ayuda luego de haber recibido violencia
física ella no me creyó y mi padre se enojó, porque dijo que seguramente había hecho
algo para que ese hombre cometiera agresión física contra mí.

Las mujeres que vivimos con VIH, vivimos con el miedo a ser víctimas de violen-
cia obstétrica, que el personal de salud la ejerza en nuestro cuerpo, tan sólo por tener el
virus dentro, o luego en nuestros bebes por ser hijos de madres con VIH.

Hombres violentos simbólicamente conmigo causando discriminación debido a


mi serología VIH+, imaginando que por vivir con VIH tuve o tengo una vida indigna.

La ley 26.472 contra la violencia de género, clasifica tres tipos de violencia hacia
las mujeres física, psicológica y sexual. Cada una desde mi infancia hasta convertirme en
mujer, en mi historia, en mis días.

MI CUERPO MI TERRITORIO… no lo aprendí en casa, no lo aprendí en los ámbi-


tos educativos básicos, no lo aprendí con pares en la juventud, lo aprendí con mi cuerpo
con los sufrimientos, con las marcas y con el VIH.

70
Un acto común

Por Cintia Lorena Burgos


(Maura)

Oír sus gemidos le produjo la sensación de estar atrapada sin salida, como la
indefensa mosca, presa de la araña, que da vueltas y vueltas intentando cambiar la situa-
ción; pero ya es demasiado tarde, atrapada, incapaz de salir ya de esa trampa mortal…
Así se sintió ella atrapada también por sus tristezas y esas telas de seda.

Sintió sus gemidos de una manera peculiar y supo al instante que debía dejar de
ser la sumisa dama para convertirse en la más despiadada atorrante sólo para él, que
animaba cada noche a la lujuria de la sufrida mujer, para que le diera un poco de esas
dulces mieles que lo hacían poner de extremado buen humor, por el goce infinito.

Aquel día lo observó con precisión y no se encontró en él. El rechazo fue total.
Por primer vez no atendió a los reclamos de esos gemidos que la invitaban al momento
de unión más placentero desde su alma enamorada, sino desde la moral quebrada por el
espanto de saberse acariciada por las mismas manos que poco antes la habían maltra-
tado, hiriéndola de cuerpo y alma. Manos desquiciadas desahogando sus pesares sobre
las pieles temblorosas, pidiendo a gritos el fin de las miserias.

Buscó en su cabeza las fantasías que alguna vez la hicieran soñar, pero mientras
él la llenaba de dulces caricias y palabras eróticas que no retuvo, solo acompañó sus
gemidos con más gemidos sincronizados quizás, no lo supo. La sumisa dama no pudo
convertirse en lo que él esperaba; no encontraba las fantasías y lo que aquel día parecía
ser la lujuria en evidencia, pasó a ser la frustración más humillante para ella que tuvo tiem-
po hasta de hacer los cálculos mentales de lo que quedaría del sueldo luego de pagar
las cuentas, de repasar los horarios de las reuniones de padres, la lista del súper, el turno
con el médico… todo siendo penetrada, mientras él, incrédulo ante la buena actuación
de ella, siguió su goce de rutina. Lo atendió desde su alma herida; inquieta se vio envuel-
ta como esa mosca, sin opción. Violentada fingió estar en el más bello paraíso… de modo
que él ni lo notó, concentrado en esa energía suprema que pedía salir y dejar la cruda
huella del viril ser… Quedó inmóvil ante el repudio de aquel acto que no olvidará jamás.
Por fin sintió su cuerpo despegar del suyo. Oyó la promesa de cambio verdadero, amor
tierno y duradero, como un eco desvanecido.
Con angustiante dolor deseó tener valor.

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Una linda mujer

Por Cristian Daniel Godoy


(Doug Narinas)

-I-

Nunca en mi vida me había costado tanto trabajo tomar una decisión. Fui y volví
por la misma calle tres veces. Fingía mirar la vidriera de punta a punta, pero sólo tenía
ojos para ese vestido. No sabés, Elena: precioso, de gasa, corte evasé… Pero mejor no
te sigo contando porque prefiero que me lo veas puesto, un día que vengas a casa (de
paso me ayudás a elegir el peinado para el casamiento). La vendedora me observaba
divertida desde el mostrador. No había clientas en el local. Sin embargo, me asustaba el
precio. A Héctor no le gusta que gaste la plata en ropa. No parece molestarle que ande
vestida siempre con lo mismo, como una zaparrastrosa. Decí que a mí las cosas me du-
ran una eternidad porque las cuido. En un momento ya me daba vergüenza permanecer
más tiempo parada frente a la vidriera y me obligué a entrar en la tienda. La vendedora
sabía que iba a preguntarle por el vestido y hasta acertó el talle. Me vi tan radiante en el
espejo del probador, que tuve ganas de llorar. La mujer descorrió la cortina y se emocio-
nó tanto como yo. No hacía falta encargarle el más mínimo arreglo a la modista. Como la
vendedora me conocía de antes (siempre compro ahí los regalos para los cumpleaños
de mi suegra y los días de la madre), me ofreció que se lo pagara en dos veces. Volví
apurada a mi casa, mortificada por lo que acababa de hacer. Separé la colcha más vieja
que tenía para donar a la Parroquia y escondí el vestido en la caja. Mi marido nunca mete
la nariz en esa parte del placard. Y si el día del casamiento llegara a preguntarme por el
vestido, le voy a mentir que es prestado. Que me lo prestaste vos, Elena.

- II -

Con mi prima Angélica éramos muy unidas de chicas. Apenas mi tía se acos-
taba a dormir la siesta, ojeábamos las revistas de moda que coleccionaba. Algunas las
conseguía importadas en los kioscos grandes del centro. Habíamos prometido que las
trataríamos con sumo cuidado; nada de escribir o arrugar las páginas, y menos recortar
figuritas. No quedaría una sola revista que no hubiéramos leído mil veces. Cerrábamos la
puerta de la habitación de Angélica, nos sacábamos las zapatillas y subíamos a su cama
marinera. Ella dormía en la de arriba porque así lo había decidido el hermano mayor, que
por las tardes cursaba taller en el industrial. Mi prima estiraba un brazo, agarraba una
revista de la pila y la abría sobre la almohada (yo siempre me ponía del lado de la pared
porque tenía miedo de caerme). Recuerdo que me encantaba sentir el olor del papel.
Jugábamos a ser diseñadoras y copiábamos los modelos en un cuaderno de la escuela,
empezando por la última página y avanzando de atrás hacia adelante. Los dibujos nos
salían espantosos. Pensar que ahora la veo poco y nada. La vida de casada te quita
tiempo. Angélica está a punto de dar ese gran paso, el más importante de su vida. Me
siento inmensamente feliz por ella. Y estoy segura de que ella también se va poner muy
contenta cuando me vea con vestido nuevo. Siempre me está retando porque dice que
no me arreglo, que es una lástima, que soy una linda mujer.

72
- III -

Si me hubieras visto ayer, Elena, bailando como una loca con el vestido. Hay
veces que imagino que encierro una cosa viva adentro de esa caja, que debería hacerle
agujeritos en la tapa para que pueda respirar. Ya no sé hasta qué punto no estaré más
ansiosa por estrenar el vestido que por el casamiento de mi prima. Recién había termi-
nado de limpiar cuando sentí la necesidad urgente de probármelo otra vez pero en el
espejo de casa. Encendí el ventilador porque temía ensuciar la gasa con mi transpiración.
Me arrodillé junto a la caja y abrí la tapa. Apenas sostuve el vestido entre mis manos, un
soplo de viento levantó la pollera. Realmente tenía vida propia. Deslicé mis brazos con
suavidad por sus mangas, improvisé una música en mi cabeza y me puse a bailar. Di
vueltas entre las cortinas, como si fueran otras parejas bailando alrededor nuestro. Héctor
nunca acepta bailar en los cumpleaños ni los casamientos. Dice que no sabe y que está
grande. Que estamos grandes los dos. Yo me quedo sentadita al lado de él y miro a los
que están en la pista. De repente creí escuchar la puerta y arrojé el vestido en el placard,
como si escondiera las prendas de un amante que escaparía desnudo por la ventana. Fui
corriendo hasta el comedor mientras me acomodaba el pelo y forzaba una sonrisa. Pero
al final no era nadie; tan sólo un golpe causado por la corriente de aire.

- IV -

Plata que consigo adueñarme, plata que va a parar al costurero. Hago milagros
con los mandados para que me sobre vuelto. Otro poquitito me sobra cuando voy al
banco a pagar las facturas. Los billetes los escondo adentro de la almohadilla donde van
pinchados los alfileres, camuflados entre el relleno. La casa entera empieza a convertirse
en una búsqueda del tesoro. Sin embargo estoy preocupada porque no creo que haga a
tiempo a juntar lo que me falta para pagar la segunda cuota del vestido. Y por más que
pienso, no se me ocurre qué excusa inventarle a Héctor para pedirle plata. Encima ayer
discutimos. Siempre le recuerdo que me avise si sale tarde de trabajar. No es que lo ande
controlando, sólo quiero calcular bien el horario de la cena. Ayer se apareció como a las
nueve y media y empezó a los gritos porque la casa estaba llena de humo y olor a grasa.
¿Juan Carlos te hace lo mismo? Yo, pensando en que no comiera frío, había tratado de
mantener la carne a fuego mínimo. Pero al final se me terminó yendo la mano. Héctor me
corre con eso de que a su madre nunca se le pasan los churrascos y a mí me dan ganas
de contestarle que se mude nuevamente con ella, así le cocina todos los días y me dejan
tranquila. Pero me muerdo la lengua porque entiendo que viene cansado de trabajar,
que día tras día lo explotan más en esa basura de oficina y ni siquiera le pagan las horas
extras. Espero que la mujer de la tienda no se enoje conmigo si me atraso unos días. ¿Vos
no tendrás para prestarme y te lo devuelvo el mes que viene?

-V-

Te hablo ahora que mi mamá fue al médico. Ella espía mis conversaciones, me
insiste para que vuelva, que lo mío es una vergüenza, que una no abandona así nomás
al marido. Te cuento rápido: yo había vuelto de la peluquería después de tres horas y le
pregunté a Héctor si le gustaba el peinado, pero el infeliz no fue capaz de hacer un solo
comentario. Tampoco dijo nada cuando terminé de maquillarme y me puse el vestido; ni

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siquiera se habrá percatado de que era nuevo. El tipo siguió mirando la tele en el sillón
del comedor, con los talones sucios descansando sobre la mesa ratona y el sifón cho-
rreando un hilito de soda sobre la madera. Le sugerí que se metiera en el baño, que yo
estaba casi lista. Trataba de no apurarlo demasiado porque al instante se pone de mal
humor. Pero si después llegábamos tarde a la Iglesia, decime con qué cara la miraba a
mi prima. Fui hasta la habitación, descolgué el traje, lo extendí sobre la cama y le pasé un
cepillito. Separé la corbata y la camisa, le lustré los zapatos por segunda vez en el día y
todavía no escuchaba el sonido de la ducha. Cuando regresé al comedor, lo encontré en
la misma posición de hacía veinte minutos. Recién entonces se dignó a darse vuelta, me
miró con su cara de nada y dijo que le dolía mucho el estómago, que mejor no fuéramos
al casamiento. Yo le respondí que no podíamos faltar, que mi prima había pagado carísi-
mo el cubierto, que toda mi familia nos estaba esperando. Le ofrecí un Sertal pero Héctor
es reacio a tomar medicamentos. Repitió que se sentía mal, que incluso estaba pensando
en ir a la guardia, y por último subió el volumen de la televisión. En ese preciso momento
le anuncié que me iba al casamiento, con o sin acompañante. Metí sus llaves y las mías
en la cartera y caminé decidida hacia la puerta. Él no tardó en saltar del sillón y me atajó
del codo (tan mal no se sentía). Fue apretándome cada vez más fuerte el brazo, me las-
timaba y no parecía dispuesto a dejarme ir. No me quedó más alternativa que encajarle
un rodillazo. Héctor aflojó sus manos en el acto y yo aproveché para escapar y cerrar
con dos vueltas de llave. “¡Abrí o te mato!” gritaba mi marido del otro lado, a la vez que
aporreaba la puerta y sacudía el picaporte. Yo estaba a punto de hacerle caso, cuando
de pronto vociferó una barbaridad de esas que no tenían ningún arreglo. Por favor Elena,
no me pidas ahora que repita sus palabras. Fue igual o peor que si me hubiera puesto la
mano encima. Apenas intenté alejarme, descubrí que el vestido se había enganchado.
Me sequé las palmas, sujeté la tela y ejercí palanca con una pierna y todas mis fuerzas.
No puedo explicarte el placer enorme que me produjo sentir que la gasa comenzaba a
rasgarse.

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