Libro Micaela Bastidas Concurso Literario
Libro Micaela Bastidas Concurso Literario
Libro Micaela Bastidas Concurso Literario
Edición
Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI)
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos – Presidencia de la Nación
Dirección: Moreno 750, 1º piso. C.P. C1091AAP – Buenos Aires – República Argentina
TE: (54-011) 4340-9400
Asistencia gratuita las 24 horas: 0800-999-2345
www.inadi.gob.ar
Mouratian, Pedro
Micaela Bastidas : concurso literario contra la violencia de género. -
1a ed. - Buenos Aires
Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo - INADI, 2013.
75 p. ; 30x21 cm.
ISBN 978-987-1629-26-8
Prólogo………………………….………................................................……….……7
Biografía, Micaela Bastidas.................................................................................11
33 Deseos………………………………………..................................................….12
Demasiado tarde…………………………….................................................……..15
Diez y media…………………………………................................................…..…18
Entre soledades y apariencias……………................................................………21
Equipaje……………………………………….................................................…….24
Fuera del mundo…………………………………...................................................25
Jacarandá en flor………………………….................................................…….…26
La conquista…………………………….................................................…………..29
La decisión……………………………………...................................................…..31
La mujer y su hombre…………………….................................................………..33
La muñequita…………………………………..…....................................................37
La palabra no dicha…………………………....................................................….38
La Renunciadora…………………………….............………………………………..40
La tejedora sin voz…………………………………………………......................….44
¡¡¡Libertad!!!...............................................…………………………......................47
Loas a la mujer valiente……………………………………………..............…....….48
No habrá otra vez……………………………..…………………………..............….49
Noventa y siete almohadones………………………………………….............……51
Problemas del corazón………………………………………………….............……54
Reparaciones a domicilio………………………………………….............……..….58
Revista de la empresa………………………………………………..............….......60
Secuencias de la depredación……………………………………………...............63
Sin piel……………………………………........…………………………..............…..64
Sueños rotos………………………………....…………………………................…..68
Tierra de todos, tierra de nadie…………………………………….............……….69
Un acto común…………………………………………………….............….....……71
Una linda mujer……………………………………………………….............…....…72
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“A la memoria de Cecilia Lipszyc,
incansable luchadora por los derechos de las mujeres.”
PRÓLOGO
El abordaje de la problemática de la violencia contra las mujeres nos convoca a
reflexionar profundamente acerca de las dimensiones que esta temática alcanza y, sobre
todo, nos interpela respecto del análisis que debemos hacer acerca de si es ésta una
cuestión de carácter privado o si, por el contrario, trasciende esas fronteras y constituye
una cuestión pública, que debe preocuparnos y ocuparnos a todos y a todas.
Durante siglos, prevaleció la creencia de que las limitaciones de los derechos ci-
viles y políticos de las mujeres se encontraban justificadas en su “condición natural” que
las ubicaba exclusivamente en el ámbito privado-doméstico para ejercer las tareas del
hogar, reproducción biológica y social de sus integrantes, siendo consideradas no aptas
para las tareas políticas y económicas que se desarrollaban en el ámbito público.
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nando esfuerzos para que este proceso de transformación social y cultural continúe
avanzando y se vea reflejado en una mejora sustantiva en los estándares de ciudadanía
y en el acceso irrestricto e igualitario a todos los derechos por todas las personas en
condiciones equitativas.
Desde el INADI estamos convencidos que uno de los caminos para la consecu-
ción de estos objetivos radica en la creación e incentivo de espacios de concientización
y reflexión sobre la situación de las mujeres. En esta línea, es fundamental el intercambio
con la sociedad civil y con las propias mujeres víctimas de la violencia.
En este sentido, propusimos la realización del concurso literario que llevó el nom-
bre “Micaela Bastidas” con el objeto de rendir un homenaje hacia esa conductora de las
fuerzas rebeldes del movimiento Tupac Amaru, que fue sinónimo de lucha y una de las
tantas que con gran coraje y convicción cuestionó los mandatos sociales que histórica-
mente se impusieron a las mujeres.
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Agradecimientos
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Miacaela Bastidas
Biografía
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33 deseos
Dicen que cuando Julián, a los tres años, vio cómo su papá le pedía a su mamá,
con un chorro de soda en la cara, que le trajera más queso rallado a la mesa, se rió. Una
carcajada estirando las comisuras y tapándose la boca, como se ríen los nenes. Dicen
que a partir de ahí su papá dejó de esconder los sifonazos educativos, y los golpes que
le pegaba a su mamá con la mochila que usaba para trabajar, o con una bolsa de basura
con vidrios de un vaso roto por él mismo (por culpa de ella, claro), o lo que fuera que
tuviera a mano. Por lo general, los disgustos del papá de Julián comenzaban a la hora
de la cena, o después. En realidad no tenían un horario en particular, pero la noche que
Julián se rió, estaban en medio de la comida.
Fue la risa más llorada en la vida de Julián. Ya no tenía tres años cuando asoció
que seguro esa carcajada de nene fue la que hizo que su papá se animara a más, sin-
tiéndose avalado por el otro hombrecito de la casa. Todos le dijeron a Julián que no, que
no era su culpa, que su papá tenía una extraña forma de amar, que así era como había
tocado el combo. Decían, sobre todo, que había que quererlo igual.
Dicen que Julián, a los cinco años, cerca de las once de la noche, escuchó un
ruido muy fuerte en la cocina de su casa, en la planta baja. Recorrió de un tirón las es-
caleras como un empedernido valiente… y no vio nada. Solo un agujero en la heladera,
en la parte de abajo, donde se guardaban las verduras. Se tranquilizó, (aunque notó que
estaba solo), porque seguro alguno de sus padres le había pegado una patada durante
alguna discusión, nada más que eso… No entendió siquiera por qué su maestra, cuando
le contó la no-noticia de su noche, la patada de madre o padre, la pelea, la buena nueva
¡no fue un ladrón!, lo mandó a hablar con la psicopedagoga. Los escuchó decirse entre
los grandes que la violencia para él era natural. Se quejó internamente porque lo estaban
afirmando sin siquiera preguntarle.
El cumpleaños número ocho de Julián fue el primero que consideró “raro”. Ama-
neció cerca de las nueve de la mañana. Su mamá le había dejado una nota en la mesa
que decía que su papá se había ido, pero que él no se preocupara, porque ella iba a ir
a buscarlo para traerlo de nuevo. Ni feliz en tu día, ni nada. “Por las dudas”, le dejaba el
celular de una amiga a la que tenía que llamar “SOLO SI” (así, en mayúsculas), “SOLO
SI” ella no volvía para la noche.
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el año próximo tendría los 3 correspondientes, más los tres ahora adeudados.
Dice Julián que, unos minutos después, su abuela vio la nota que su hija le ha-
bía dejado al nene arriba de la mesa. Cuenta Julián, transcribiendo la foto de su mente,
que los cachetes de la abuela mutaron a color blanco, que la vio pararse y ponerse la
campera, que se acercó a la puerta y volvió, le dio un beso en la cabeza, lloró, se sacó
la campera otra vez, se prendió otro cigarro y llamó a la amiga de la mamá que estaba
anotada en el papelito. Cuando cortó el teléfono le dio otro beso en la cabeza y le susurró
al oído que no era justo. Julián no entendió bien a qué se refería su abuela con eso de la
justicia. Solo se quejó porque le había dado calor.
La mamá llegó cuando Julián dormía, pero al escuchar la puerta se vio obligado
a despertarse para husmear. La abuela se había quedado esperándola. En la casa había
una nube de pucho gestándose desde el suelo, intentando conquistar la planta alta. Ju-
lián miraba todo desde la escalera. Justo sus ojos daban con un espejo que mostraba en
primer plano a sus mujeres en acción.
“Lo voy a matar”, dice Julián que decía su abuela. Él creía que hablaban de su
pellejo y cada tanto se asustaba y corría a la cama a taparse y esperar a que vinieran a
explotarle las orejas con retos por estar levantado tan tarde. Pero eso no sucedía, enton-
ces volvía; dice que por la intriga que le daba saber dónde había estado su madre todo
el día, que fuera más importante que estar con él en su cumpleaños. La abuela no paraba
de preguntarle “por qué, hija, por qué te dejás hacer esto”.
“Si vuelve no lo podés dejar entrar, si no elegís por vos, elegí por tu hijo”, le decía
la abuela. Julián por un momento disfrutó no ser el receptor de los reproches, pero no le
gustaba ver a su mamá llorar. “Es el hombre de mi vida”, le respondía mamá a la abuela:
“Yo sé que si llega al punto de pegarme para que entienda lo que quiere decirme, es
porque me dice la verdad y realmente le interesa que yo lo comprenda y lo acepte como
es”. La abuela no paraba de escupir mares de sal por los ojos y con el puño le pegaba a
la mesa, haciendo saltar las llaves que su mamá había apoyado arriba del posa pava.
La noche del cumpleaños de Julián se pasó tan lenta que sintió que tenía 10 años
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en lugar de 8 cuando se despertó otra vez. Dicen que se quedó dormido en la escalera
donde espiaba y que su abuela lo llevó a upa a la cama. Al otro día su mamá le regaló un
alfajor y le preguntó cómo la había pasado en el pelotero. Julián dijo que muy bien, pero
cuando quiso mostrarle los regalos, su mamá se puso a llorar de nuevo y a él le dio una
puntada en la panza.
Cuando esa misma mañana llegó la abuela de visita, Julián estaba mirando la
tele, de espaldas a la puerta. No la vio entrar, solo escuchó el ruido de algo arrojado con-
tra la pared. Era su madre. Su papá la había hecho volar porque, según aseguraba, ella
le había contado a su propia madre, su suegra, que él le había roto toda la cara y ahora
la vieja caía en la casa solo para alejarlo de su familia.
Para el momento en que Julián abandonaba las últimas dos galletitas del paquete
con el que desayunaba, para irse corriendo a la planta alta donde planeaba esconderse
bajo la cama de su cuarto, ya su abuela tenía agarrado a su papá del cuello y lo amena-
zaba con el cuchillo con el que raspaba lo quemado de sus tostadas. Julián esta vez no
se rió, solo vomitó de los nervios y logró que los tres adultos lo miraran un instante.
Esa tarde lo mandaron a la casa de un amiguito que no era tan amiguito, pero
zafaba. No la pasó mal, dice. Cuando se sentó a cenar solamente pidió si por favor po-
dían sacar la soda de la mesa, porque le hacía mal a la panza. La mamá del nene la sacó
inmediatamente. Hay cosas que mejor no preguntar, dijo.
El papá de Julián no fue a desayunar a su casa nunca más. Su mamá lloró cada
noche que Julián recuerda desde ese día. Algunas veces lo extraña, aunque nunca en-
tendió bien por qué fue que quiso irse el día de su cumpleaños. De todos modos, decidió
no festejarlos más. La abuela no estuvo de acuerdo, pero a esta altura ya fumaba dema-
siado como para poder opinar. Hace poco Julián cumplió los 18, hizo una cuenta rápida
y recordó que ahora tendría 33 deseos acumulados, pero no supo por dónde empezar a
pedir. Entonces no pidió nada.
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Demasiado tarde
Ella tenía trece años, y era la mayor de cuatro hermanos: Susana tenía diez, Julio
ocho y Marta seis. Ser la más grande le daba el dudoso privilegio de ser la confidente
de su madre. Cada vez que sus padres discutían, ella se encargaba de hacerle saber
los detalles. Nunca supo si por desesperación o soledad le había jodido la infancia. Ella
por obligarla a escuchar, y él por que siempre que aparecía era para armar una u otra
discordia: que la comida estaba muy cruda o muy pasada, que las camisas estaban mal
planchadas, los muebles sucios, las cosas fuera de lugar, todo era motivo de gritos y
llantos, porque siempre venían los gritos y acto seguido el llanto interminable de su madre
tirada en la cama, al tiempo que el padre daba un portazo y los dejaba solos.
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venció a sus hermanos que si lograban mantener una conducta intachable desde que
llegara su padre hasta que terminaran de cenar, al día siguiente los llevaría al cine. Salir
de paseo no estaba entre sus actividades cotidianas, la promesa fue suficiente para que
se portaran como duques.
Ayudó a su mamá a cocinar carne al horno con papas, con cebolla, ají y zana-
horia como le gustaba al padre, puso la mesa con la vajilla que tenían para ocasiones
especiales, esa que habían heredado de su abuela paterna, su madre se puso el mejor
vestido que tenía y se sentaron a la mesa a esperarlo.
La historia que ella suponía nunca fue, no lo vieron más a él, ni a un miserable
peso de su parte. Al tiempo supieron que vivía en Capital con una mujer mucho más jo-
ven, se enteraron por un chusmerío que había trascendido a oídos de una tía de Eugenia.
Después le perdieron el rastro. Gracias a un conocido, al mes siguiente del abandono, la
madre consiguió un empleo en el Correo Central donde trabajó para mantenerlos hasta
que se jubiló. Eugenia dedicó la adolescencia a cuidar a sus hermanos mientras la mamá
trabajaba.
Treinta años después ese hombre quiere verla. Con seguridad no va a darle el
gusto. Termina el último cigarrillo que le queda, quiere prepararse un café, cuando se
levanta para ir a la cocina, suena el timbre. Va hasta la puerta y abre, se encuentra a su
hermana Marta, parada detrás de un hombre sentado en una silla de ruedas, viejo, con
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aspecto de haber envejecido prematuramente, con apariencia de derrotado, una carica-
tura de aquel que le había dado el cachetazo más doloroso de su vida. Eugenia sin decir
palabra cierra la puerta firme, sin portazos y le pone llave.
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Diez y media*
8:00 horas. Mirta se despierta sobresaltada. Ha pasado toda la noche dando vuel-
tas. Hoy va a ser la primera vez. Tuvo que contener sus movimientos cuando llegó él, pa-
sado de tragos, a las tres, y se acostó a su lado sin decir palabra. Pero su cabeza sigue
cavilando. Se levanta sigilosamente, mientras lo oye roncar. Prepara el mate y esta vez no
prende el televisor. Mira los muebles apiñados, la tetera vieja, su ropa de entrecasa. Piensa
en la posibilidad de que él se levante y no la vea, y una electricidad le recorre el cuerpo.
Que fue a hacer las compras, que pasó por lo de su madre o fue a la escuela a
averiguar cómo andaba Seba con las previas. Serían cosas que le podría decir. Piensa
en la conveniencia de volver con algunas bolsas de mercadería al mediodía, para que él
no sospeche adónde ha estado. Mira el reloj en la pared: todavía faltan un par de horas.
Siente que el mate se le escapa de las manos temblorosas. Lo retiene a tiempo y evita el
estruendo.
Hoy es martes y la Morocha está inquieta. Se pregunta cómo aguantará hasta las
diez y media. Escucha que tocan el timbre. Cuando abre la puerta, la ve a Mirta. Menos
mal.
* Los personajes y situaciones relatados no están basados en historias reales y son puramente ficcionales.
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9:45 horas. Mira la cajita de la plata y ve que sólo hay diez pesos. No es la pri-
mera vez que Mónica se queda parada allí, en el dormitorio, contemplando el destino
de su economía diaria. Es un sórdido déjà vu con el que tendrá que lidiar otra vez. Y
sabe que no es porque no hay, es porque él no le deja. Todos los días, sino se levanta a
hacerle el desayuno, se pierde la instancia del pedido económico, no siempre fructífero.
Hoy se quedó dormida, y muy internamente piensa –y sabe- que él se lo hace a propó-
sito. Alguna vez decidieron, cuando nacieron los mellizos, que ella se quedaría en casa
a cuidarlos. Pero de eso ya hace más de quince años y ni hablar de que ella trabaje. Él
dice que las mujeres tienen su lugar en la casa, y por un tiempo fue cómodo. Eso a veces
es un consuelo, que se consume inmediatamente ni bien se acuerda del precio de las
cosas, y de que las exigencias diarias de él cuestan mucho más que diez pesos. De las
exigencias de ella, o más bien, de sus necesidades, bien, gracias. No tienen cabida en
ese lugar que las mujeres tienen para él.
A Mónica se le ha ocurrido muchas veces, que esos diez pesos de hoy, o los
quince de ayer, por ejemplo, son una forma de él de decirle que ella no se va a ir a nin-
gún lado. Pero hoy sí se va. No llegará muy lejos, pero a las diez y media sabe, igual que
semanas anteriores, que la esperan. Total con esos diez pesos conoce de memoria los
caminos para hacer malabares, otra vez.
10:15 horas. Él se fue hace una hora y ya la cosa no viene bien. Ni va a estar bien
cuando vuelva. Marcela se mira al espejo y ya puede ver el incipiente moretón. Esta vez
tampoco va a ir a la salita para que le revisen el ojo; ya sabe la gama de colores que irá te-
niendo a lo largo de las semanas, y cómo maquillarlo para que los vecinos no comenten.
El primer martes del mes pasado, a las diez y media estuvo allí puntual y podría
decirse que hasta entusiasmada. Se enteró en los martes posteriores de que existía una
Ley, y de que si iba al Juzgado, podía pedir medidas de exclusión del hogar y prohibición
de acercamiento. Pero con las semanas, su entusiasmo fue decayendo. Él es amigo de
los policías de la comisaría, les lleva las viandas diarias y comparte una que otra cerveza
con ellos. Por eso, aún si ella logra todo esto que aprendió los martes, ¿a qué policía va a
llamar si él no cumple –y no va a cumplir- con la prohibición de acercamiento? Él, con los
de afuera es una cosa, muy diferente al que ella conoce puertas adentro. Por eso nadie
la entiende. Y los martes, todas le hablan de posibilidades como si fuera tan fácil, como
si estuvieran en su lugar. Se da cuenta que de que está muy enojada. Con ellas, con él,
con ella misma. No quiere ir más.
Mira el reloj de su celular. Quiere que sean las diez y media para saber que ya
está faltando. Y piensa que nadie la va a extrañar. Pero mira otra vez la pantalla del telé-
fono y ve un pequeño sobre, señal de que ha recibido un mensaje. Es la Morocha. Quiere
saber si se van a encontrar en la parada del colectivo. Le cuenta además, que hoy lleva
una amiga nueva.
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Sin saber bien cómo, y sin ignorar su creciente enojo, Marcela acaba de cerrar la
puerta con fuerza. Se seca las lágrimas con la manga de su camisa y camina enérgica-
mente hacia la parada, porque se está haciendo la hora de que pase el colectivo.
10:40 horas. Mariel salió de su casa hace cinco minutos. Va pedaleando frenéti-
camente en su bicicleta rumbo al centro comunitario. Queda cerca de su casa, pero no
le ha dicho a su familia adónde va porque a ellos no les gusta ese barrio.
Hace algunas semanas, unas mujeres dieron un taller en su colegio sobre violencia
de género. Fue, porque era obligatorio, pero en realidad a ella nadie le pegaba. Sin em-
bargo, durante la charla le preocupó sentirse identificada con algunas cosas. Resulta que
también podía ser violencia que te quieran revisar el celular o que él sea muy celoso. Ella
pensaba que era porque la quería, al igual que necesitar estar siempre con ella y enojarse
cuando quería salir con las amigas. Mariel pensaba que las cosas eran así, que los insultos
y los gritos se daban en todas las parejas. Que él con el tiempo iba a cambiar. Que cuando
lo hacés enojar es normal que te dé miedo. Pero resulta que no. Le contó a él del taller y
él se rió. Pero a ella le quedó resonando y quiso saber. En el taller decían que una podía
preguntar e informarse. Ella preguntó y le contaron de los martes. Al principio le dio mucha
vergüenza. Qué iban a pensar, que estaba ahí porque era una mujer maltratada. Cuando
las conoció se dio cuenta: estaban ahí para hermanarse, y para darse una mano.
Agitada, ya puede ver el cartel del centro, con sus murales coloridos. Las puertas
están abiertas, adentro las ve: ya están ubicadas en ronda y empezó a circular el mate.
En la mochila trae, para compartir, un paquete de galletas. A lo mejor le sirva de tregua
cuando la reten por llegar tarde.
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Entre soledades y apariencias
Una madre sufrida –solía decir -, sin embargo, siempre terminaba la frase pen-
sando que habría podido elegir otro camino. Cada año se reencontraban para las fiestas,
doña María - sin pedir permiso - se instalaba en la casa de alguno de sus hijos. Viuda
desde hacía tres años, se sentía con mayor libertad para disponer de su tiempo y del de
los demás.
Adriana mantenía con ella un vínculo que nadie comprendía, cada vez que la
llamaba por teléfono desde Santiago del Estero, esta le respondía frunciendo el ceño y
el gesto se le plasmaba durante varios días. Su hermano Juan –casado y con un hijo -,
todavía se refugiaba en la falda de doña María, y desde allí componía plácidamente su
papel de desvalido.
Por estos días retomó las charlas consigo misma –como solía decir – se felicitaba
por terminar una relación que la hacía sentir parte del mobiliario del living, y al mismo
tiempo el fracaso recorría su espalda. Basta de insultos, basta de sospechas infundadas,
basta de dar explicaciones inventadas, pero él me quiere –se machacaba -.
Sí, lo hace desde su infancia hablar con alguien en el aire, en la nada. Nunca le
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importó demasiado si la observaban, ella discutía acaloradamente con alguien bastante
más tirano de lo imaginado. Sin embargo, ese mundo paralelo que construyó de niña,
era su refugio, allí no se quebraba, allí tenía la fuerza de mil mujeres, allí no necesitaba
simular.
Siempre se caracterizó por ser una mujer con un mundo interior muy rico, cuando
asistía a una reunión -sola o acompañada-, permanecía en silencio más de la cuenta y en
varias ocasiones las conversaciones le parecían a miles de kilómetros, pero ella presencia-
ba las charlas de sus amigas, como la más interesada – nada sabían de su realidad -.
Mientras viajaba recordó que vino del interior a Buenos Aires cuando no había
finalizado la primaria, junto a su hermano menor y sus padres. A sus veintisiete años -
pululando por varias carreras – eligió Psicología. Sus padres retornaron a Santiago del
Estero ni bien ella comenzó la universidad - dicho sea de paso -, le llevó mucho tiempo
sobreponerse a la distancia, se sintió sola y a cargo de un hermano menor - ya mayor - a
quien debía cuidar como un hijo, nunca le preguntaron si ella quería ese cargo.
Sentada en la fila individual recorrió con su mirada los pocos espacios verdes
que quedan en los barrios porteños, las familias domingueando. Su panza murmuró al
llegar al barrio de Mataderos, los olores la abrazaban y sus pupilas no alcanzaban a
recorrer la feria que desbordaba pueblo. El vaivén del colectivo sacudió un poco su ser
adormecido. Cómo le digo que me separé –pensó -.
Felipe con su corta edad y pasos torpes, se arrojó a los brazos de su tía recla-
mando regalo. Doña María se mantuvo sentada como quien no advierte a la recién llega-
da, con gesto duro levantó la vista. Adriana se le acercó y tímidamente la abrazó casi por
compromiso, rápidamente se integró al festejo, intercambiando saludos aquí y allá –bien,
bien todo bien, decía -.
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que tomaron distancia porque no lograban entenderse, con un gesto de desaprobación
su madre reprodujo lo que tantas veces se vio obligada a escuchar:
- Dónde vas a encontrar otro, vas a cumplir cuarenta, te vas a quedar sola, el
matrimonio se trata de aguantar y aguantar, sentenció. Continuó el soliloquio.
- Mirame a mí aguanté cuarenta años a tu padre, eso es un matrimonio, la mujer
sola no está bien vista. Sos una cabeza fresca, no maduras más.
Nada le impedía dirigirse a su hija con los tapones de punta, se creía con más
derechos que deberes. Cada vez que podía se encargaba de recordarle que le dio la
vida y que alguna especie de favor le debía.
Adriana contenía el llanto -había que cuidar las apariencias-, una vez más la in-
vadía la culpa. Con tal de no escuchar sus reproches hasta era capaz de pedirle a Jaime
que volvieran, después de todo el amor era solo aguantar y aguantar.
23
Equipaje
Me pesa el alma,
hecha una burbuja.
Me arden los días dados,
los perdones fríos,
el dolor en pie.
Por fin.
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Fuera del Mundo
En aquel barrio suburbano una mujer, con expresión adusta, observa las arrugas
de sus manos. Cuántas arrugas, una por cada caricia falsa. Demasiadas arrugas, dema-
siadas caricias, demasiada hipocresía.
Una soga que se tensa con el caer de una silla: la imagen vuelve a presentarse
una vez y otra vez, y otra más, como la repetición infinita de una película muda. Y en cada
repetición, aprieta más las manos.
Al fin, Magdalena logra pararse. Esboza una mueca que quiere ser sonrisa. Es
necesaria para trabajar. Su agobio aleja a los posibles clientes. El gato permanece a la
sombra, expectante de sus movimientos. Ambos saben que ningún salvador llegará.
Las piedras que la fueron lastimando han formado una muralla irremediable. Y
la soga se convierte en cruz. En una pieza cualquiera de una pensión barata una silla
golpea en el suelo.
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Jacarandá en flor
Sin explicarse el por qué, Fátima se vio entrampada en ese callejón llamado Ro-
drigo. De situaciones vomitivas no salía, Fátima; la de los cabellos olor jacarandá.
Señora, el Rodrigo me ha quemado con la plancha, mire. Sin querer ver, vi. Y cual
dos almas sufrientes la besé y le dije que la Virgen de Loreto nos ayudaría, que tendría-
mos que ir a la Policía. Nos atendió el Cabo 1° Pablo Amato y nos hurgó a ella y a mí como
si de un pecado estuviésemos hablando.
Me desperté una mañana creyendo que sería un día como cualquier otro, sin
embargo, el color del sol me enseñaba que algo extraño sucedería; sin pensar, acaso,
que ese “algo” me marcaría para siempre.
Nunca fui la más bonita de mi clase, pero algunos chicos me miraban; espe-
cialmente Rodrigo, el cual no era muy alto para nuestros 15 años pero… me prestaba
atención y con eso me bastaba. Me invitó a la peña de los hermanos Molina y bailamos
toda la noche sin parar, mi mamá había sido amiga de su mamá -desde chicas- así que
no había problema con andar juntos.
Nos dimos besos con lengua en el patiecito de Doña Esther, la costurera. Pero
esto no se lo conté a nadie, me daba vergüenza que pensaran que había sido yo la de
la idea. Pasaron como dos meses y él me dijo que teníamos que hacer algo más y yo me
dejé. ¿No es lo más común que gente que se quiera y se ame haga cosas por el estilo?
Después me arrepentí, mucho después.
Era inmensa la felicidad que tenía, se lo conté a mis amigas y me dijeron que
había estado bien, pero que ahora tenía que “agarrarlo” con algo. ¡Qué iba a saber yo
que ese algo era un bebé! ¡Mi mamá me mataría si llegaba a pasar eso! Qué otra cosa
podés hacer, me dijeron las chicas de la escuela. Acá si no sos mamá, no sos nada.
Como mi mamá, pensé. Me dije a mí misma que eso nunca pasaría porque Rodrigo me
iba a aguantar unos años, hasta terminar el colegio. ¿O no me aguantaría?
Pasaron unas semanas, y cuándo me enteré que la hija mayor de Doña Esther,
la Romina, estaba esperando un bebé lo supe: era del Rodrigo. Entonces fui, lo encaré
y le dije que era un mal novio, que yo le había dado mi confianza, que mi mamá se iba
a enterar de esto, que si mi papá estuviera con nosotras lo mataría a palos, que yo lo
estaba cortando en ese mismo momento. Me miró y sin más me dijo: nunca fui tu novio,
además… a tu mamá ya se la cogió mi viejo… van a tener un hijo… sos tan pelotuda que
no te enteraste.
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La mamá del Rodrigo había muerto hacía seis años, así que él se había criado solo,
con el papá. No me extrañó entonces que una mañana el Sr. Enríquez se quedara hablan-
do después de misa con mi mamá, mucho hablaron; era el bautismo del más chico de los
Belvedere, Lionel. Y ahí me di cuenta de todo, como una boba había estado esperando que
mi mamá fuese mi amiga, como la situación no me gustaba y lo del bebé ya lo sabía todo
el pueblo, me molesté, le grité que no tenía derecho a hacerme eso; ella no me dio bolilla,
me dijo que se sentía sola y el Sr. Enríquez tenía una gran camioneta donde ella podría
transportar el pan y la mercadería por todo el pueblo. Que el Sr. Enríquez nos ayudaría y
luego dijo lo que más temí, que nos iríamos a vivir a la casa de ellos.
El Sr. Enríquez en realidad no era malo, lo que pasaba es que no era mi papá.
Odié a ese bebé desde la primera vez que supe de su existencia, lo odié con ganas
porque no era mío. Porque yo quería un bebé mío. Mi mamá ya había tenido un bebé y
yo quería uno con el Rodrigo. Sí, quería un bebé del Rodrigo aunque él no me quisiera.
Se iba todas las noches a lo de la Romina y no volvía sino hasta el desayuno. Camino a
la escuela, le decía que lo odiaba, pero era solo para llamar su atención. Ver a mi mamá
y a su papá besarse me daba ganas de vomitar o hacer pis, mucho pis.
Ese lunes era feriado así que dormimos hasta tarde, cuando me desperté mi
mamá se había ido al mercado con el Sr. Enríquez, así que estaba sola con el Rodrigo.
Me puse a prepararnos la leche y a planchar el guardapolvo, al día siguiente se haría el
acto del día de la tradición y como la Solange estaba enferma a mí me tocaría la bandera.
Siempre me gustaron las tostadas con mermelada de ciruela y esa mañana pensaba dar-
me una panzada. Preparé siete, cuatro para mí y tres para Rodrigo. Lo fui a despertar y
no estaba… se había quedado a dormir en casa de la Romina y no había vuelto. Me puse
a pensar si en realidad no me lo hacía a propósito…
No aguanté más y me quise salir, pero me tomó del brazo y me zamarreó. Fuerte
me zamarreó, lo empujé a ver si él también se daba con el picaporte pero se tropezó y se
le volcó la leche que estaba ya tibia en el jarrito. Pelotuda, me volvió a gritar. ¡Mirá cómo
me quemaste! ¿Querés saber lo que se siente, pelotuda? Y me puso la plancha caliente
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en el pecho… antes de desmayarme del dolor lo único que vi fue el guardapolvo, blanco.
Como una ilusión.
Cosas como esta pasaron hace dos años en Los Jilgueros, un pequeño pueblo a
orillas de la Laguna Funes, ahí nomás, pasando los campos de Don Sixto Juárez.
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La Conquista
¿Trata? Trafica, sí. Intenta, asirse de alguna niña ¿Lo logra? Lo malogra lo obra
en el poste si no peligra el puesto disimula el papelito en que la vio la escoge la cree
gratificante la degrada deificando la edad de la nena la pormenoriza la porno grafica la
va por no. No es para tanto, si es un ratito y es por lo bajo. Amedrentando amenaza ¿A
la menor? Morena o blonda la ablanda la ablaciona no la deja hablar blandiendo sus pi-
ropos tan opíparos y opulentos que vuelve al pícaro tan potente piromaníaco. En el calor
la mata, se aclimata. Se hace cliente.
¿Patriarcal? Sí, protege la putrefacción. Tan arcaica es la trampa del falo, aunque
ha de falar afabeladas formas del desamor. Triste fábula se presta al rosa y al celeste
aún invisible violenta violácea al borde de las camas de los cuentos de los cuellos dro-
medarios y dominicales. Así lo crían al pequeño, le hincan la lengua la vuelven látigo de
orgullosas protuberancias, se la hinchan al purrete, que repite los pasos exultantes en su
cuerpo presto a la hendidura de lo viscoso, yermo y débil de todas las cosas. Poseyéndo-
las, no presiente la caída en dominó, el dominio endogámico. Sin gama ni degradé pre-
fiere la degradación, la ignominia que sostiene al arca caudalosa y tintineante zarandear
autómata eyacula sobre el cuerpo corroyéndola arqueada ella asqueada en una arcada
que la recorre. Violada.
29
familia? De la famélica sed de encastrar.
Mirada del ajeno cascabelear del sonajero. Se descubren las carabelas. Los cadáveres
de ellas. O lo que no se quiere ver resuena.
30
La decisión
Oscar arrancó violentamente el taxi. Hacía horas que esperaba aferrado al volan-
te y con el motor encendido, frente a la que ya no compartíamos pero todavía era nuestra
casa. Apenas nos vio, metió presión en el acelerador y nos siguió por más de veinte cua-
dras. Volvíamos con mi amiga de un bailongo, como le gustaba decir a ella, junto a dos
compañeros de trabajo que no podían creer la desmesura de Oscar. No le importaban
semáforos ni esquinas, sólo alcanzarme, obligando al muchacho que manejaba el auto
en el que íbamos con mi amiga, a no respetar ni semáforos ni esquinas, ni nada.
¡Bajá!, me gritó desquiciado mientras nos tiraba el taxi encima. ¡Bajá ya mismo!,
te digo. La reputa madre que te parió, ¡bajá!. El muchacho que manejaba el auto, aceleró
mientras con mi amiga nos miramos sin saber bien qué hacer. Decidimos seguir por la
avenida hasta encontrar una comisaría o a alguien que nos ayudara.
31
salir de la oficina. Los celos, que al principio me hacían sentir especial, una señal de su
amor, se fueron convirtiendo en algo pesado y agobiante. Me limitaban.
32
La mujer y su hombre
33
ella niega
el la castiga avergonzado
de haberle dado tal vez
una buena idea.
La mujer
miente a sus amigas
que se ha caído
contra la mesa.
-¿Te dolió?
- Mucho.
El hombre
se queja de su llanto
-¡Siempre estás llorando!
le pega
para que deje de hacerlo.
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se vayan las visitas.
El hombre y la mujer
mantienen relaciones sexuales
cuando él le hace sexo oral
ella gime
no puede evitar pensar
que la va a morder.
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El hombre quiere quiere quiere
ella
no quiere nada más.
Lo quiere.
Cree.
Él la quiere dejar
ella al fin dice:
-Bueno.
Él se enfurece
Exprime su amor
hasta la última gota.
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La muñequita
Los ángeles me miraban impávidos, la Santa Rita, San Gerardo, aquel otro santito
con el perro negro. Mudos. Ninguno dijo nada.
Era rubia y tenía los ojos celestes. Era rubia, de goma, blandita, flexible.
No como esas muñecas de plástico que mis padres solían comprarme.
Yo miraba los santos y pensaba en ella mientras sus manos se deslizaban por
mis muslos y movía la pelvis…
Hoy es 16 de enero. ¡Tanto tiempo ha pasado! Hoy como entonces hace calor.
Había humo en el dormitorio oscuro, él emitía extrañas muecas y murmullos - quédate
quietita, yo te la voy a comprar -
Y sus flacos y arrugados dedos caminaban por mis piernas, se metían bajo mi
pollera, se metían y me buscaban.
Y sus ojos de viejo ardían como las velas. Y su respiración me penetraba por la
espalda. Y su saliva espesa se subía por mi pelo.
El marco de la puerta oscura, la cama sin frazadas, las paredes grises en esa
pavorosa soledad de mi niñez angosta, con tanto asco, tanto miedo, tanta huida. Solo con
la esperanza de irme al sol. A calentarme el cuerpo. A bañarme los ojos.
No, no estoy loca, las mareas seductoras de vacío llenaron mi infancia, ese ins-
tinto fatal de escrudiñar tras las puertas, resultó el infierno.
No estoy loca.
Aunque las rejas del hospicio surquen mis mares. Fuguen mis voces. Muerdan mi
tiempo.
(Según UNIFEM, 6 de cada 10 mujeres ha sufrido alguna forma de violencia sexual o física a lo largo de su vida.)
37
La palabra no dicha
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delimitan el punto exacto
por donde poder escapar.
Esbozo en mi interior
Basta!
A tu masculina obscenidad
Digo basta!
Pero shh…
Que él no me escuche.
Que no se percate.
Intento alcanzar una vez más el picaporte,
aunque ya
sea demasiado tarde.
39
La Renunciadora
-Ustedes dos, mayores -decía-, y con ello incluía a Berenice en cualquier tarea.
-Ustedes, los menores -decía-, y también caía Berenice en la redada del trabajo.
Cuando la sangre le empapó los calzones y ella dejó correr, horrorizada, los coá-
gulos y el orín en una bacinilla, su madre se inclinó en el recipiente y le dijo que no era
nada, que estaba bien. No explicó que el hecho se repetiría, mensualmente, por años,
ni enalteció en consejos a la nueva señorita. Berenice tuvo que acomodarse a la carga
de su sexo preguntando a otras y mirando para aprender, sin poder distinguir realidades
de creencias inventadas. Se convenció, sola, de que ella no era ninguna impura, pero
maldijo a la naturaleza, porque esa molestia no resultaba fácil de soportar. Como tenía
buen carácter se dijo a sí misma: No importa, renuncio a quejarme por el síndrome de la
posibilidad de gestación mensual. Renuncio.
Mientras ella crecía, su abuela Josefa se iba atrasando en días de vida. Ya no ca-
minaba con la seguridad de antaño. Olvidaba nombres; no recordaba los lugares donde
guardaba cosas; maltrataba a hijos, nietos, yernos, nueras y domésticas; descalificaba la
vida y se sentía abusada por todos. Si alguno se le acercaba le clavaba las uñas en los
brazos o le arañaba el rostro. Y, aunque nadie la castigaba, para escándalo de la familia,
gritaba de modo que todos escucharan: no me peguen, no me peguen.
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de los Ataide. Cuando Mauricio conoció a la joven, el amor se consustanció en el aire.
Ana de Ataide adivinó esos sentimientos. Llamó a Berenice a su cuarto y mientras cosía,
sin levantar la vista de su bordado, le dijo que se olvidara de Mauricio, porque ella y su
padre ya habían hablado con los progenitores de Da Calvi. Habían convenido la boda
del muchacho con Verónica, la cuarta hermana de Berenice. Verónica tenía un defecto
de nacimiento: bizqueaba y el tic de los ojos le había torcido la boca. De los labios le
colgaba un hilo de saliva, que su madre secaba con ternura a cada instante. Ana le dijo
a su segunda hija que pensara en el bienestar de esa cuarta hermana. Verónica no ten-
dría otras oportunidades como para esperar pretendientes y dado que Mauricio era muy
bueno, resultaba el partido más adecuado para ella: el muchacho cuidaría y respetaría
a la desgraciada Verónica hasta la muerte. Como Berenice no tenía esos defectos, bien
podía dejar sus ansiedades del corazón para otras ocasiones. Así lo presumían y a ello
debían atenerse.
Pasó el tiempo. Berenice se acercó a una edad en que era mal visto permanecer
soltera. Su madre, sabiéndola dócil y obediente, acomodó la vida de las demás herma-
nas y hermanos, retuvo por conveniencia a Berenice como controladora de una abuela
que parecía esqueleto de fantasma, y le entregó la responsabilidad de asumir el orden y
la administración de la casa. Berenice se dijo: No importa. Renuncio. Renuncio al descan-
so, a mi juventud y al esparcimiento. Mis padres y mi abuela son ancianos; nadie quiere
ocuparse de ellos. Renuncio.
Sin embargo, un día, Ana de Ataíde le presentó a Berenice su futuro marido. Era
un hombre mayor, de cierto porte, con una descuidada elegancia, que se empeñaba en
el trabajo y que demostraba, abiertamente, cuánto lo complacía la joven. Berenice se
casó, sin saber bien si quería o no estar en matrimonio. Pero su madre le había insistido
que una mujer no demostraba estirpe de dama si no hacía feliz a un hombre, le daba hijos
y le cuidaba la casa. Berenice se dijo: Está bien. Renuncio. Renuncio a seguir esperando
otro amor como el de Mauricio. Seré una fiel y dedicada cónyuge. Renuncio.
Con su esposo, Berenice tuvo cuatro hijos. Dos los perdió en el primer parto.
Los gemelos se enredaron en el cordón umbilical. La comadrona no pudo salvarlos. El
segundo embarazo terminó en un aborto espontáneo: Berenice, sin darse cuenta, trabajó
demasiado para un festejo de su esposo. Él recibiría gente de importancia para futuros
negocios; deseaba que todo estuviera perfecto. Para complacerlo, ella cocinó viandas,
preparó mesas, acondicionó habitaciones e incluso, con los jardineros, recogió las hojas
secas del inmenso parque. El esfuerzo desmedido le llevó el feto de un varón que se le
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deslizó con borbotones de sangre entre las piernas.
El cuarto ¿no sería el tercero? embarazo fue normal y Berenice le sonrió, por fin,
a una niña. Ángela creció feliz hasta los quince años, fecha en la cual su padre la llevó
de cacería con otros jóvenes de nobles familias portuguesas. Pensaba, anticipadamente,
conjugar con ella un matrimonio de conveniencia. Ángela, por la confusión que era nor-
mal en cuestiones de cacerías, se quedó sin rastreador ni perros. Su caballo, desbocado,
se internó en el bosque. Una jauría de jabalíes atacó a su animal que, espantado, la volteó
de la cabalgadura. La jovencita murió destrozada por las dentelladas de las fieras.
Berenice sepultó a su última y única hija sin emitir quejas. Había enterrado a su
abuela, a sus padres, a su candoroso amor con Mauricio y a todos sus retoños. Se dijo:
No importa. Renuncio. Renuncio a trascenderme en mis huesos y en mi carne; a traslucir
el dolor mayor de cualquier madre, que es el padecimiento de sepultar su descendencia.
Renuncio.
Pero su consorte no tenía igual temple. La tristeza de perder la hija y una enfer-
medad no identificable lo dejaron postrado en el lecho. No podía levantarse. Vinieron los
médicos a verle, porque en la vida de Berenice habían huido las personas, pero habían
quedado los caudales. Nada faltó para atender al esposo que languidecía. Un galeno,
que había sido compañero de estudios del marido, frecuentó la casa con mayor asidui-
dad. Jorge Auxerre intentó con sabiduría e insistencia curar al enfermo. Pero éste se
resistía.
De tanto ir y venir a esa casona de cien habitaciones con jardines reales, Bere-
nice y el médico encontraron afinidades que los unían más que la disminución de salud
del afectado. Él era viudo y creyó que esa esposa, sola y desatendida, podía tener con
él demostraciones de afecto que ambos necesitaban. Berenice pensó en esas circuns-
tancias, pues el doctor Auxerre había despertado en ella la pasión olvidada de Mauricio.
Lo meditó mucho y, una mañana, ella se quedó frente a un espejo. Se miraba a sí misma
desde las distancias que habían marcado oposiciones de personas y destinos. Ahora te-
nía algunas arrugas, ciertos cabellos blancos y caminaba con su antigua distinción, pero
encorvada. Sentía, en la habitación donde se espejaba, el murmullo de la respiración
fatigosa de su esposo y se dijo a sí misma: No importa. Renuncio a conocer el amor como
yo quise, porque no debo mancillar con mi conducta a otro, que está débil e indefenso; y
porque ya no creo que alguien se enamore de una mujer avejentada. Renuncio.
Con Jorge Auxerre se siguió tratando. Él se atuvo a quererla desde lejos y ella
levantó un poco más las cejas y caminó enderezando los huesos de la columna dolorida.
En realidad, todo le dolía, pero se tragó el dolor hasta que tuvo que organizar los funera-
les de su esposo.
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ya no tenía fuerzas para demandar y buscar que se hiciera justicia entre los codiciosos que
la habían empobrecido. Sin tener ilusiones que la mantuvieran y, a su entender, cumplido
todos sus deberes, corrió las cortinas para no ver más el sol. Se acostó en la cama, cerró
los ojos y decidió que ese día, a las doce de la noche, se moría. Le bastaba su voluntad
para obtener la muerte, porque de su energía habían nacido todos los sacrificios y de su
sola voluntad llegaría la partida. Se dijo: No importa. Renuncio a la vida. Ya nada me atrae
en mis desvelos. Ningún argumento de esperanza diaria puede convencerme. Renuncio.
A las doce y un minuto compareció ante San Pedro. El apóstol, atareado y sin mi-
rarla, le pidió que se colocara a un costado y la dejó esperando. Desde otro lugar de las
alturas avanzaba una larga fila de recién muertos. Berenice estuvo de pie un buen rato.
Pasó el tiempo. Nadie la atendía. Aquellos muertos dilataban los trámites: se adelantaban
despacio; referían las causas de su defunción, sus reconciliaciones espirituales y otros
datos. Cansada, pidió que le despachara su alma. Tenía urgencia de llegar a la gloria
del Señor. Pedro le contestó que ello, por el momento, no sería posible. Primero debían
transitar todas esas miles de almas, con prioridad, porque habían muerto en las guerras
que por años mantenían siete reinos divididos y que debía permanecer allí, en antesala
hasta no sabía cuánto. Centenas y centenas de días. Quizás siglos.
El barullo movilizó a las huestes del cielo. Los arcángeles, con espadas, quisie-
ron separar a Berenice del santo. Las lágrimas de Berenice llegaron a la tierra en forma
de lluvia y el agua caía sin parar. Un serafín advirtió que se acercaba un diluvio. El Santo
Santísimo, harto de ruidos en discordias y sin querer repetir la historia de agua más agua,
compareció para atender a Berenice. Las puertas del cielo se desplegaron ante el ábrete
sésamo divino:
-Que se adelante la Renunciadora -dijo el Supremo.
La difunta Berenice sonrió con convencimiento por primera vez en su vida. Vida
de muerta, pero vida, porque no había renunciado sino que le otorgaban lo que pedía, allí
mismo y sin retaceos.
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La tejedora sin voz
-Me preocupa-dijo la voz ligera de una mujer- José, volvió otra vez con Marita.
-¿Marita?...no me acuerdo-
-Con Marita la prima de Lili-
-Ah, si, ya sé, la que viene acá-
-Primas lejanas dicen que son, pero para mí de lejanas no tienen nada, si son dos
gotas de agua. Eso es lo que más me altera. No por las caras, que son iguales de insí-
pidas, sino por la personalidad que es también idéntica. Y es que yo querría algo mejor
para mi hermano, alguien más parecida a nosotras, las mujeres de nuestra familia. Muje-
res alegres, lindas, espontáneas, y esta que otra vez nos mete en casa los domingos…
mmm...es tan parecida a la otra-
-¿A quien?-
-Ay, comadre estás dormida hoy, a Lili-
-Sí, sí, je, je. ¿Pero tan mala es? yo nunca le vi nada raro-
-Yo al principio tampoco le había prestado mucha atención, la tenía por buenita,
de esas muditas que no cortan ni pinchan. ¿Qué baje la voz decís? ¿Para qué? , si por
la hora que es, parece que a la clase de hoy no viene. Y…-haciendo una pausa y luego
bajando la voz-estas tres de enfrente-refiriéndose a las otras compañeras del curso de
tejido y telar que se dictaba en la sociedad de fomento- están más sordas que una tapia.
Si apenas oyen lo que les dice la profesora –y luego susurró enfáticamente-¡qué pacien-
cia les tiene esa mujer!
Mira vos, ahora se fue para la cocina a buscarles agua caliente, porque las viejas,
si no tienen mate, no empiezan a tejer.
Ahora decime vos, o haces una cosa, o haces la otra, agarras el mate o sostenes
las agujas. Y si querés tomar tantos mates mejor quedate en tu casa. La tienen de ce-
badora a la pobre. `Qué se enfrío el agua` `Qué está un poco lavado` `Qué ponele más
yerba`. Yo por eso cuando me los ofrecen se los rechazo, les digo que estoy un poco
resfriada, que me contagiaron los chicos o mi marido y hago lo mío, quiero aprender, no
perder el tiempo. Por eso le doy a la sin hueso, ésta -señalándose la lengua de su boca
sonriente con el dedo índice y alzando otra vez la voz con una carcajada- ¡ja, ja! Esta no
te entorpece la ejercitación de las manos, ¡ja, ja!
Como te decía, Lili, siempre tan modosita, tan calladita, pero, cuando la fui cono-
ciendo me dí cuenta de cómo realmente era. Yo encima siempre por h o por b la veía todos
los días, en la calle, en el mercadito, a la vuelta de la esquina y la sigo viendo encima acá.
Es como un karma. Y ella siempre con esa carita de yo no fui, de vengo pero ya me estoy
yendo, de discúlpeme y permiso. Viste que nunca se junta con nosotras, que se sienta en
la punta de la otra mesa del salón para tejer sola, lejos nuestro, de las charlatanas, las que
no tenemos problemas de reírnos de cualquier cosa, las que saludamos a gritos (con calle
de por medio) a los vecinos. ¡Hola Carlos! ¡¿Cómo le va?! ¿¡Qué le pasó, se lavo la cara
esta mañana!? Le decimos al tipo recién afeitado para que se haga el plato. ¿O acaso hay
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que tener vergüenza de decir lo que se piensa? Claro que no, porque si se tiene la mente
blanca, se puede hablar en voz alta, sin pudores. Ahora si sos de las calladitas, de las que
no se les escucha palabra ni cuando dejan de pasar los carros y cuando ves al vecino en
vez de hablarle caminas erguida, chancleteando la vereda, haciéndote la importante, la
mujercita ocupada carente de tiempo, ah! Entonces es porque lo que estás pensado es
demasiado oscuro para decirlo a viva voz. A esas hay que tenerles miedo. A las inofensi-
vas, incapaces de pronunciar en público alguna cosa desubicada, alguna guasada fuera
de lugar, bah. Esas que como la Lili tienen la boca pulcra, son las que se sonrojan ante el
piropo soslayado del carnicero - ¿y que más va a llevar belleza?- dicen al pasar, y estas
se acaloran todas, cuando es sabido que desde a la piba linda del barrio, hasta a la más
viejarda y achacada de las doñas le baten lo mismo.
Las mujeres que baldean descalzas sus veredas, que cantan con voz viva y
jubilosa en el coro de la iglesia, ¡esas son las que valen, las auténticas! ¡No las que ti-
biamente apenas gastan las pajas de la escoba, no las que llorisquean compungidas en
un rincón oscuro del templo! Esas, las pesarosas, las de las gargantas saladas de tanto
tragarse las lágrimas para no esgrimir el llanto, tienen en su conciencia los tormentos
morbosos de todas las calladitas, basar su opaca existencia, su andar irrelevante y sin
huella por el mundo en el deseo del otro. Me refiero a los hombres, pero no a cualquier
hombre, sino al hombre ajeno. O sea el nuestro, el de la pelada brillante, el de la panza
saliente en camiseta, que es para ellas poco menos que un príncipe. El hombre ajeno…
aquel que deberían respetar como a un médico o a un cura, pero ni siquiera a estos
últimos perdonan (aunque le vean el cuello) haciéndolos partícipes de sus fantasías po-
dridas y perversas.
Así es Lili, cómplice y hermanada del silencio, teniendo por esposo a un buen
muchacho (eso sí, un hombre con mucho carácter, igual que José mi hermano) mira de
reojo a cuanto tipo le regala una palabra amable o un saludo cordial. Entonces cuando
eso pasa, abre grande los ojos, se asombra y la cara que baja hasta el piso se le ilumina.
Se siente una reina la muy desubicada. ¿Y sabes por qué? Porque de las calladitas se
puede esperar cualquier cosa.
Y yo sospecho que esta Marita ha de ser igual que la prima, si hasta tiene los
mismos gestos, la sonrisa afónica, la mirada vidriosa y cansada. La misma sangre corre
por esas venas, las mismas sensaciones han de estar presentes en ellas provocando los
mismos gestos en idénticos rostros.
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-Y lo bien que haces nena, porque hoy sí que hace frío-
-Mira vos, la nena no es tan calladita ni la vieja es tan sorda- se escuchó decir en
un murmullo del otro lado de la mesa- ¡Ay!- dijo la dueña del murmullo alzando la voz- yo
con tanta estufa hasta estoy empezando a tener calor- entonces se sacó el abrigo y lo
colocó en el respaldo de la silla. La comadre, en cambio, solo se arremangó la ropa hasta
la altura de los codos, en señal de que ella también estaba acalorada.
-¡Ja, ja! Lo que es la juventud. Nosotras vivimos achuchadas, mientras que las
chicas…
Todas rieron, incluso Lili que aunque era joven, igual tenia frío por haber llegado
recién de la calle.
Lili apartó su dolor del lado de esas mujeres. Mujeres que tenían motivos suficientes
para cantar con fuerza en las iglesias, para baldear descalzas todas las veredas y gritarles
con bromas a los maridos ajenos de todo el mundo. Mujeres que no necesitaban buscar
afuera de sus casas un saludo amable, una palabra cordial. Mujeres que no vivían como ella
en el silencio y que hacían de su voz su vida, porque su vida era vivir a plena voz.
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¡¡¡Libertad!!!
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Loas a la mujer valiente
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No habrá otra faz
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Y, por fin esterilizada,
ésta, o aquella, ya no te conocerá,
aunque la nueva te recordará ardua y remotamente.
Esterilizada
volveré a cultivar un cantero solo mío
con margaritas, amores, violetas,
respectos, jazmines, harmonías, orquídeas...
Viviré un tiempo remozado
imantado ahora por mis urgencias.
Un tiempo en donde, sobre todo,
habrá Yo.
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Noventa y siete almohadones
Toshi, hijo menor del clan Oniduka, tuvo que dejar su pueblo tras los estragos de
la guerra y la prepotencia de los marines. Con veinte años y en un caserío sin futuro a la
vista, lo mejor era subirse a un barco y poner toda la distancia posible entre esas parvas
de muertos enterrados en zanjones y una tierra nueva que ofrecía paz y trabajo a quienes
quisieran habitarla. El país se llamaba Argentina.
Taira, hija única de los Matsu, tenía su misma edad e iba en el mismo barco. Su
viaje la pondría a salvo de violaciones consentidas a cambio de una barra de chocolate
amargo.
El hijo de los Oniduka no quería hijos. Puntualmente, con un gruñido final, dejaba
su semen sobre el vientre de la hija de Matsu.
Taira, que siempre había dormido frente al aire del Mar de la China, gradualmen-
te comenzó a reconocer cada aroma tóxico exhalado por solventes y pastas quitaman-
chas. White Spirit, se limitó a contestar Toshi cuando ella, a la hora de la cena, preguntó
por el nuevo e inconfundible olor apestoso que ya había comenzado a impregnarlo todo.
El hombre, con oficio aprendido de un pariente de su madre, parecía no percibir cómo
sus poros ya eran presa de esas nubes de vapor, palancas y válvulas de todo aquel pro-
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ceso que significaba lavar a seco y tener una buena clientela. Guardaba las ganancias
en un cofre de laca al que Taira accedía libremente aunque dando debida cuenta de
cada centavo gastado.
Cada año, cuando el Día de las Niñas, Taira iba a la fiesta donde comer brotes de
bambú simboliza la fortaleza de las mujeres en desarrollo. No tenía una hija, pero llevaba
a su muñeca. Cada año, cuando el Día de los Varones, Taira iba sin su marido pero lleva-
ba en cambio a su muñeco samurái. Para ambas festividades la mujer del tintorero porta-
ba su propia versión de sushi y un besugo que marinaba tres días: ambas preparaciones
tenían fama de premiar el gusto y alargar la buena vida. Los participantes festejaban la
calidad de los manjares que Taira compartía. Toshi jamás salía de su entorno inmediato.
Y solo conocía la visita de sus proveedores y la sonrisa complacida de sus clientes del
barrio.
La mujer verifica que sus pasteles de arroz, los cuarenta y ocho pequeños y el
mayor, estén armoniosamente distribuidos en derredor del tanque de la tintorería. Está
segura que, siguiendo al pie de la letra la costumbre de su pueblo y religión, a los cua-
renta y nueve días exactos, la carne de su marido ya se habrá separado de sus huesos,
allí en el tanque de White Spirit hasta donde lo llevó a rastras para luego arrojarlo. Antes
hubo sonreído para sí misma mientras él degustaba sin delicadeza y hasta con hipo la
exquisitez del besugo envenenado.
Más tarde quemará la ropa inservible, las sandalias de caucho con las que él
pedaleaba frente a la máquina de planchar, la tablilla en la que llevaba sus cálculos, la
última y única ofrenda del día cuarenta y nueve: los pasteles y los manojitos de trébol
fresco. Quedará sellada así la definitiva partida del alma de Oniduka Toshimitsu hacia el
otro mundo. Eso sí, Taira se llevará consigo el cofre de laca y los almohadones. Antes
debe pasar por la comisaría del barrio para denunciar la desaparición de su marido.
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Apenas entra al recinto sus ojos se van hasta un afiche que reza: “denuncia toda
violencia antes de que sea demasiado tarde”.
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Problemas del corazón
Fue a verlo como un último recurso. Su madre le había advertido que se trataba
de clásicas mentiras. Pero, ¿cómo explicar esos agradecimientos de todos los días? Gra-
cias Ledo. Mi familia le debe la vida; Gracias Ledo, por conseguirme lo que necesitaba;
Ledo, usted es el ángel que unió nuestros lazos de amor. Y mucho antes los clasificados
del periódico. “Ledo, el superior. Destraba lo más difícil, matrimonios inmediatos, des-
uniones y uniones. Consigue trabajo. Soluciones aseguradas: negocios, sentimientos,
bienes, sociedades”. “Ledo: conexiones mundiales. La cadena de fuerzas espirituales.
Resultados concretos; llave del éxito”. “Con Ledo recupera alegría. No sufra más. Llame
al 0-800...”, todo en letras destacadas. Repetitivo. Persistente. Legal. Autorizado. Y si era
legal y permitido, ¿por qué considerarlo una mentira?
Rafael, un día, se despidió de ella más temprano. En otra ocasión casi no ha-
blaba. Por último la dejó en una esquina y con voz de látigo le dijo: bajate del coche ya
nomás. Escueta la orden, sin explicar. Ella retornó a la rutina de dolores, pero con otro
martirio inaguantable. ¿Qué había sucedido?
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cia era como una fantasma en retiro, la invitó a entrar. Mejor sería que pasara y viera. La
llevó por las habitaciones y ella encontró, sobre los muebles, las fotografías: Rafael y una
docena de caras femeninas sonrientes en imágenes sinuosas; Rafael desnudo y en todos
sus costados otras mujeres. Trabaja con modelos, dijo la empleada. La guió de vuelta
hacia la calle. Mariana se puso en el borde de la esquina y el ronquido de los autos eran
voces que la llamaban a un cementerio anticipado. Se volvió caminando para atenuar su
maratón de pensamientos. Recordaba frases, actitudes, gestos. No comprendía tanta
mentira. Por eso buscaba explicaciones y anhelaba el retorno como reinserción al paraí-
so. Esperaba ver a Rafael en los mismos lugares. No lo encontraba nunca.
Lo decidió esa tarde, como un último recurso. Hizo la llamada, le dieron la direc-
ción. Se dirigió hacia allá pasado el mediodía. Ponderaba los peligros que podía correr
y tenía miedo. Con anterioridad consideró cómo resguardarse. Recordaba las sectas:
reuniones esotéricas, convencimientos más allá de los razonable y la absorción de la per-
sonalidad en un enganche que la llevaba al riesgo de desaparecer. No había comentado
la decisión a sus familiares porque la abrumaba la vergüenza.
Creyó que iban a introducirla en un santuario, pero en la habitación sólo había una
mesa con tres sillas, una biblioteca, libros encuadernados, la fotografía del prócer de la
patria y dos sillones hamacas. El hombre pequeño llamó a Ledo, pero no por ese nombre.
Éste se presentó. Era alto y su presencia se imponía. Retuvo la mano de Mariana entre sus
dos manos. La sentó en una hamaca, él se acomodó en la otra. Le dijo que se meciera y
que le contara, porque el movimiento oscilante concentraba fuerzas. Ella puso todo al des-
cubierto: sus relaciones, el fatídico ahogo de su pecho. El pecho, repitió él y no le sacaba
los ojos de la blusa. Sí, dijo ella, y la pérdida del vientre agonizante. Un hijo de Rafael, que
creía que se había ido entre sus piernas, en un cuajo grande de sangre, por el inodoro.
La entrepierna dijo el futurólogo y entonces la miró más abajo. Cuando ella se desahogó
él le pidió que se siguiera hamacando. Le reiteró que tuviera confianza, porque todos los
elementos se le sometían. Era sanador de las enfermedades de circunstancias opuestas.
De los cajones sacó una cuerda roja y con la misma le envolvió primero la cabeza. Barbotó
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palabras extrañas. Después desenrolló la cuerda, puso las manos de Mariana en la espal-
da y se las ató. Con unas cintas midió las piernas y pronunció más palabras raras. Ahora
quería atarle los tobillos. Ella tiró un puntapié. Le pareció escuchar cabrona. El hombre,
rápido, le pasó la mano por los pechos, mientras le tapaba la boca. Le dijo que él era el
brujo Oxú Urá, que tenía supremos poderes, que ella lograría el retorno del bien querido.
Mariana sintió otra vez la mano ansiosa buscando su pubis. Él siguió explicando. Dijo que
no abusaba, de ninguna manera, que entendiera que debía tocarla, porque era el modo
que utilizaba para restablecer el contacto sagrado de unir lo separado. Ella destrabó sus
manos. Oxú Urá le repasaba los glúteos y babeaba sobre su escote. Mariana dio un salto,
tomó su cartera y sacó un revólver pequeño de diez balas. Con el pulso firme le apuntó a la
cabeza. El brujo quedó paralizado. Le caía saliva de la boca. Ella le hizo señas para que se
sentara. Le correspondía que confesara sus pecados. Ledo negó. No hablaría. No importa,
dijo Mariana. Tengo todo el tiempo que haga falta.
El hombre pequeño, desde una segunda puerta, preguntó que sucedía. Mariana,
mientras encañonaba al brujo, se arrimó a atenderlo. Abrió y detrás del hombre enano
divisó la casona de lujo, el parque con la piscina, los automóviles modernos. Nada, no
pasa nada, contestó ella, creo que Oxú Urá está inmerso en un éxtasis profético, muy
necesario para los tiempos venideros. Un problema por el que el yo ya he pagado. Le dio
a la palabra “pagado” un énfasis especial que hizo que el hombrecito desapareciera sin
mayores preocupaciones.
Un reloj lejano dejó sentir sus campanadas. Mariana apuntaba. Esperaba que él
hablara. Había diez balas, dijo, sabía centrar los disparos y no iba a fallar. El brujo se arro-
dilló. Le pidió que lo perdonara, por su familia y por sus hijos. Le daría lo que ella pidiera.
Mariana le recordó que ya había pedido y que él la había engañado. No. Lo entregaría a
las autoridades. De ese modo conocería cómo se sentían los que lo buscaban. Cuando
estuviera encerrado sin esperanzas, lo viviría personalmente.
Oxú Urá se tomó el torso con las dos manos, tenía un fuerte dolor de estómago,
una fiebre le subía por el brazo izquierdo y como tenaza le apretaba los latidos. Respi-
raba con dificultad. Su piel se tornó blanquecina. Ella le ordenó que se sentara ante el
escritorio. Le puso un papel para que firmara. Quería que reconociera todas las estafas.
El delincuente dudaba, pero el caño oscuro que entraba a flotar frente a su vista le con-
venció de la seriedad de la maniobra. Escribió la declaración, la rubricó y preguntó qué
pensaba hacer. Enviaré la confesión a la central de policía más cercana o quizás al fiscal
de turno, dijo ella. Cuando él comenzó a respirar con un ronquido similar a un estertor, la
mujer golpeó las puertas. Apareció el enano.
-Llame inmediatamente al teléfono de urgencias. Su amigo tiene un infarto -dijo
Mariana. Le balanceó el papel ante los ojos, para dejarlo advertido.
-Ya sabe, yo nunca estuve aquí -le dijo al hombrecito y señaló el revólver.
El otro asintió con espanto.
Mariana se retiró veloz. No daba crédito a su propia valentía. Un tambor repercu-
tía en su cabeza pero el sonido era pacífico. Le pareció que había puesto las cosas en
orden y comenzó a respirar con suavidad.
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milada. Le hizo sacar la lengua y le puso unas gotas en la boca. Le pidió que las tragara
despacio con un poco de agua. Mientras la mujer bebía ella se colocó el delantal blanco.
Ayudó a la abuela a dejar el vaso en la mesa de noche y le dio un beso. Recogió el ma-
letín. Se fijó, con tranquilidad, si tenía los recetarios y su sello de médica.
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Reparaciones a domicilio
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preguntan a estas ancianas
que harán con tanto dinero
(el yen es moneda fuerte
cotiza mejor que el dolor y el euro)
Tu Yan comprará flores blancas
para arrojarlas al mar, allí
donde su amiga Tu Quan
se despeñó,
envuelta en su vergüenza.
Tan Sing, presentes de jade
que ofrendará
a sus espíritus paternos,
tal vez así le perdonen
haber sido amancebada.
Xiang Ji piensa en una muñeca
de ojos redondos
para acunar
y cantarle locamente
hasta gastarla.
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Revista de la empresa
Cuando se enteraron de que era poeta, el jefe le pidió que escribiera algo sobre
la violencia de género. ¿Qué cosa?, le contestó aturdido, mientras escondía el sudoku,
maldición japonesa a su intelecto.
—Violencia de género, usted sabe, no haga que le explique todo.
—¡Aaah!, sí, sí, ahora sé de qué habla. ¿Para cuándo?
—Sin apuro. A ver… para el viernes. Sí, el viernes.
—Pero hoy es miércoles. Dos días no es mucho tiempo, hay que investigar.
—Internet, mi viejo, internet.
El jefe lo dejó solo, con otro sudoku sin solución, y un problema más. El tipo mas-
cullaba en silencio: «Está bien, me gusta que me llamen poeta, pero yo escribo frases
de amor para sobrecitos de azúcar, es un trabajo extra —una changa, ¡bah!— que me
ayuda con mi familia numerosa. Y numerosa ¡en serio!, esposa, suegra, y cuatro hijas
entre púberes y adolescentes. Hasta ahí llega mi vena creativa. Y esto del género… me
supera».
Y allí estaban en pleno progreso, con la nueva gerenta general, que le sugirió al
jefe —una orden muy gentil— que incluyera un artículo sobre violencia de género en la
revista mensual de la fábrica. Y su jefe decidió que él era la persona indicada —ideal,
enfatizó— para esa tarea.
Desde su casa y esa misma tarde, comenzó la investigación con la vieja compu-
tadora que ya no usaban las hijas, conectada al cable coaxial que une la pieza del fondo
con el poste de calle.
Empezó con las palabras clave: violencia y género. El diccionario le informó que
violencia deriva del latín —violentia— y que es la acción contra el natural modo de pro-
ceder. Género también es de origen latino —generis— y tiene varias acepciones, que
incluye seres con características comunes, telas, mercancías, teatro, literatura, distincio-
nes biológicas, gramaticales o de sexo.
Repasó diarios y revistas viejas, y cuánto más lejos iba en el tiempo, menos in-
formación aparecía. Tuvo algunas charlas con amigos y vecinos, otras con mujeres de la
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fábrica —muy enriquecedoras— y en su propio hogar. Se conmovió, tomó conciencia
de algo que le era ajeno, aunque extendido y de profundas raíces en la sociedad. De allí,
surgió el siguiente texto para publicar:
1) ANÁLISIS DE SITUACIÓN
Si la violencia es la acción contra el natural modo de proceder, ¿cuál es el modo
natural de proceder? Me pregunté y aún sigo sin respuestas concretas. Deduzco que lo
natural tiene relación con el medio ambiente, la sociedad, sus costumbres y sus leyes
—civiles y religiosas— y la época de consideración. Contexto, en definitiva.
Y en esta época, muy confusa para los de mi generación, han desaparecido los
valores absolutos. Ni blanco ni negro, como tampoco frío o caliente. Tibieza gris; una
desfachatada grisura tibia.
Los padres de familia se depilan. Las mujeres boxean. El intercambio anónimo de
parejas ya está organizado y en evolución. La orientación sexual abandonó la privacidad
y es bandera del progresismo.
Homosexuales, travestis, transexuales, bisexuales y heterosexuales; como así
también los reprimidos que espían los cambios por el ojo de la cerradura social. Y el
acto final suele aparecer en los diarios, sección de policiales, cuando la mujer morada
a golpes prende fuego la cama con su hombre en sopor alcohólico, o el joven prostituto
—«taxi boy»— acaba con la vida del viejo modista.
La violencia está instalada en la sociedad. Es física, visual o psicológica. La cul-
tura refleja los hábitos de la gente, y las personas con hábitos diferentes son quienes
marcan los cambios culturales.
2) DEFINICIONES
La sociedad es machista, pero con un machismo en retirada, que trata de supe-
rar la pérdida con fuerza y presión emocional, insegura de su poder, con los antiguos
«derechos» perimidos. Los espacios cedidos no entran en equilibrio con facilidad, tienen
su momento de revancha y suelen ser ocupados por el feminismo. Machismo y feminis-
mo son caras de la misma moneda; de una moneda falsa, sin valor alguno. Son extremos
ideológicos que se juntan en un círculo perverso.
3) CONCLUSIÓN
El único modo viable de controlar esta pandemia, que afecta a mujeres, niños, y
hombres —en menor medida—, es con educación. Una amplia y efectiva tarea informati-
va y docente está lejos de realizarse. Pero… ¿Y los otros temas fuertemente vinculados?,
como la prostitución infantil, pornografía, exhibición degradante de mujeres jóvenes en
medios de comunicación masiva, trabajo esclavo o explotación y olvido de los margi-
nales. De eso no se habla. De eso también tenemos que hablar, discutir y actuar; tres
sólidos infinitivos.
El jefe leyó el trabajo y se encogió de hombros, como hace siempre cuando pien-
sa o dice «yo no tuve nada que ver». Con la carpeta bajo el brazo izquierdo y las axilas
húmedas, el poeta subió al primer piso, oficina de mando.
Iba a ver a la gerenta general, que no es joven, tampoco vieja, pero como dicen
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en la fábrica, es la única que le puso freno a la combativa delegada.
Él estaba de pie frente al escritorio. Ella leía el particular trabajo con llamativa
rapidez; se detuvo y murmuró con cierta ironía: «¡de la misma moneda!», y al igual que
su suegra, lo miró por encima de los anteojos cuando hizo la pregunta:
—¿Cuánto tardó con esto?
—Dos días, señora. Y trabajando en mi casa. Resulta que tengo una piecita en…
—Ta, ta. No importa la piecita, pero, ¡dos días para…!
—Pero, señora…
—Hay algunas reflexiones que comparto, otras son discutibles.
—¡De eso se trata! Justamente es lo que intenté…
—¿Polemizar? En esta sociedad la que sufre es la mujer.
—Sí, sí, estoy de acuerdo, pero los chicos…
—Pero, ¿cómo van a ser caras de la misma moneda? La mujer es quien recibe
los golpes, y si se resiste… ¿es feminista?
—Bueno, no, no es tan así, lo que quise significar es… que se trata de una mone-
da sin valor.
—Es una visión masculina. Creo que tiene una vaga idea de cómo somos las
mujeres.
—Discúlpeme, señora… Sé bastante bien…
—No parece. Su enfoque no respeta la verdad femenina. La violencia no es so-
lamente física, también lo es la discriminación, los salarios más bajos, la responsabilidad
maternal…
—Seis mujeres en mi casa, señora, son seis más las dos perras.
La mujer se quitó los anteojos, lo miró largamente, en una pausa que molestaba
al silencio, juntó sus manos, tornó la vista a los papeles y habló:
—¡Bueh!, no importa. Lo voy a leer más tranquila. Podríamos ajustar las ideas y
reformular algunos conceptos… Vamos a trabajar juntos, usted y yo.
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Secuencias de depredación
IMA 24/11/2012
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Sin piel
Se ve una mujer que plancha. Mira por el proscenio como si viera un camino a la
casa. Se oyen campanas llamando a misa.
Mujer __ Ya llaman a misa. Yo soy renegada desde hoy a ese credo… ¡Pobre
mujer insuficiente que menea la vida como una estola de estopas!… (Camina hasta el
centro y desde allí observa.) Este verano trae pájaros azulados y variedades de langosta.
(Tocándose el vientre.) Será que el calor hará árido el surco… (Piensa) Infeliz el cura…
ya no tendrá a la más fiel de Santa Cecilia. Esos pájaros azulados me recuerdan a un
poema que se seca tras las prosas lenguaradas. Y el recuerdo se detiene en lástimas…
(Se vuelve a un rincón y busca) Yo tenía mis cartas aquí guardadas con papel de seda
y una cinta con lavanda… ¡Hay estas cartas! (Las toma y vuelve a la tabla de planchar,
las deja y toma la plancha.) Todas las mujeres me miran, miran que te miran, algunas de
reojo y otras con ojos abiertos, como si vieran en mí una sardesca que bufa en los días.
¡Que sabrán ellas del lado que la luna me muestra su peor cuarto!… (Planchando, trata
de sostener una lágrima) Esos pájaros son gaviotas, que vuelan en los surcos del maíz
abierto. Allí hay simiente y de buena cepa… (Deja la plancha y vuelve al proscenio, toma
una silla y se sienta, se mira las manos y se vuelve a acariciar el vientre.) Cerca del más
sabio minuto llegará el hombre, justo por allí por ese camino de álamos, entrará ese her-
moso coche que le luce tan bello como cada camisa que plancho o cada pantalón que
quiebro en prolija raya… (Recorre la platea como si mirara la extensión más hermosa.
Su rostro se ennoblece.) Seguro vendrá cansado como todos los días. Yo estaré justo a
tiempo esperándolo con su vaso de refresco que él tomara en su mano y después del
beso mas tierno y dulce, me entregará las frutillas que le encargo cada mañana de todas
las mañanas… ¡Dichosa mujer que ama y es amada!
Somos felices, tanto que nuestro hogar es un canto suave de cardenales y ca-
narios furtivos del monte… (Mira el horizonte y con un gesto de su mano trae el olor de
alguna fragancia que la envuelve.) ¿Cuánto hace que no cenamos en el restaurante de
la plaza? Desde que dejó de ser Jefe, hombre reconocido de solidaridad y convicción
de persona buena… Claro, ¡con los otros!… (Mirándose las manos.) Bueno… yo no me
puedo quejar, él no hace faltar nada y me siento dichosa más que cualquiera de esta
zona…Ya veré yo cuánto de amor trae. Seguro que querrá comer rápido, para después
sentarnos en las hamacas del jardín y mirar el cielo estrellado. Acariciará mi rostro para
detenerse en mi vientre hablándome del hijo que estamos esperando que se anuncie…Y
dirá con su voz tranquila: “Hermosa estarás con tal preñez, tus pechos serán turgentes
para el alimento y tu cintura se desdibujará en el crecimiento de nuestro fruto”. (Estre-
chando sus manos)__ Mi amor querido! Cuánto deseo que esto sea… Seguro me propon-
drá viajar a esos lugares donde los colores son mágicos y la diafanidad un toque fino de
ternura. ¡Hay, mi querido! La pérgola de la plaza sentirá envidia y se brotará en Santa Ri-
tas y los colibríes amarillentos que coquetean el calorcito, nos invitarán a las sombras de
los tilos. Desde allí escucharemos la música donde bailan y me invitará a bailar pegados,
juntitos… (Abre las manos y las golpea entre sí. Se incorpora y camina hasta cerca del
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proscenio) ¡No!, ¡Mentira! No le gusta el baile, no le gusta viajar, no le gustan las noches
soñadas, odia a las mujeres que esperan del hombre el beneplácito de su masculinidad
más allá de su propio deseo. (Enojada camina en círculo.) Por eso le digo que me amarga
la idea de parir los hijos… Siento el miedo que mis carnes se abran en la parición…Y allí
frunce su frente, mirándome como quien mira a una extraña y su sonrisa se hace una fina
ironía en mi alma… (Trata de calmarse y deteniéndose, mira el vacío como aprobación.)
¡Ve, allí es donde soy injusta! Me ama, se pega a mí cuando dormimos y el sol nos des-
pierta. Cuando me hace el amor se le llenan los ojos de brillo y su hombría me pertenece
haciéndome mujer… (Camina pensando, vuelve al proscenio, mira como si viera lejos,
muy lejos) Llegará enojado y a mi refresco le encontrará cualquier pretexto. Hablará de su
cansancio y me rechazará una y tantas veces repitiendo que el amor no le sirve porque
para eso él no tiene tiempo… ¡Dios mío, qué hombre, señor qué hombre…! ¿Cómo se
puede ser así? Si hasta la bravura del mar contiene sus marejadas convirtiéndolas en olas
que suaves peinan la playa… (Queda pensativa, luego con sus manos en la boca da pa-
sos cortos y se detiene) Me ama a su manera…Soy yo la que de verdad lo embroma con
esas tonterías… Claro, a veces me grita…porque yo no sé plancharle las camisas, nunca
aprendí… Como quebrar la raya del pantalón… Lo saca y hasta lo llevó a quemarme con
la plancha…(Mirándose las manos) ¡Como me dolió! Pero yo pude entender… se saca
porque yo soy así, tan estúpida para aprender… Es muy arrebatado, no tiene paciencia.
Trabaja mucho, tiene que lidiar con gente difícil… Me lo dice, pero parece que yo no lo
entiendo… Y claro que no lo entiendo…Yo estoy todo el día sola en esta casa, ventanas
y vidrios, puerta y pisos, las compras y la comida, la ropa que se ensucia y sobre todo su
exigencia, que no es poco señor… (Hablándole al hombre supuesto a su frente.) __Sabés
qué pasa, es que soy sola para esta casa grande. Tendríamos que venderla y comprar
una más cerca del pueblo y más adecuada a nuestras necesidades.__ “Mierda mujer
ingrata!… Esta casa es mi vida. ¡Mierda! Aquí murió mi madre y yo me crié”…__ Pero eso
ya lo sé. Yo solo digo que es muy grande, y yo sola… (Sorprendida retrocede asusta-
da…) __Entonces su mano se da vuelta dibujando en el aire la enorme cachetada que me
hace arder la mejilla y muchas veces por el golpe morderme la lengua… Y allí entiendo
que soy demasiado demandante… Me ama y no quiere levantarme las manos. Sólo se
saca porque su madre es su madre, a pesar que hace tanto que ya es una tumba. No se
permitiría golpearme porque sí…Su honor es fuerte… Claro que me acuerdo cuando me
tiró con una silla porque creyó que yo lo engañaba con el cura de Santa Cecilia…
Mi única amiga que vende ropa, que él no deja que venga más a venderme ni
a conversar, porque dice que ella es una mujerzuela; me vendió una hermosa pollerita
mini que me hacía muy lindas las piernas. Juro que cuando me la puse pensé lo mucho
que él iba a disfrutar. Nunca me había puesto algo tan lindo… Pero cuando me la vio, se
enardeció de ira y agarró una silla golpeándome de lleno sobre mis espaldas, haciéndo-
me caer al suelo e intentando patearme. Menos mal que unos chicos que pasaban, le
gritaron y él se escondió muy asustado…Después muy arrepentido me decía. __ “Es que
vos no tenés límites…Me sacás… ¿Te das cuenta que me sacás?”… __ Tenés razón…
No me di cuenta…Lo perdoné, pero no pude explicarle lo de la pollera. La sangre que
me salía de la cabeza me hizo asustar. Creía que tenía una enorme herida, pero fue una
herida chica… El doctor me dijo que la cabeza sangra mucho y que tuviera cuidado con
los bordes de las cosas… Cuando volví a mi casa, él me esperaba pidiéndome que no
lo denunciara, que era muy bueno conmigo y que no me agarrara por su vehemencia ya
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que en el trabajo lo iban a ascender y la denuncia lo perjudicaría… Me reí. ¿Cómo lo voy
a denunciar con todo lo que lo amo? ¡Qué tonto! Muchas veces me dijo que tiene miedo
que yo lo deje… __Por favor mi amor, qué haría sin vos… (Piensa, se acerca al prosce-
nio…) Un día sí me enojé muchísimo. Fue cuando visitamos a su padre en la casa de su
hermana. Frente a ellos él me acusó de puta, que yo calentaba a los tipos y sobre todo
al cura. Que él sabia que mis idas a misa eran para revolcarme con el sacerdote en la
sacristía…__ No te permito, no seas grosero, menos frente a tu familia, le grité enojada,
sintiéndome sucia. Él me siguió diciendo que sabía que mi condición de mujer estaba
muy mal vista y que se sentía avergonzado por mi vida promiscua…__ Sus injurias fren-
te a su familia no las soporté y lo golpeé en el brazo con todas mis fuerzas, pero él me
pudo. Me agarró del brazo y me lo torció hasta sacármelo desde el hombro. Yo gritaba
del dolor pero él se ensañaba con palabras mientras su familia salía afuera… ¡Cómo
me dolía! Allí me acordé de los comentarios de las mujeres cuando paren los hijos…
(Gritando) __ ¡Jamás pariré un hijo tuyo! __ Y él me siguió diciendo con su bocaza que
eso era verdad porque yo era una mula y las mulas no sirven más que para cinchar y
nada más que cinchar…__ Lo gritaba sacando las palabras del fondo de su estómago y
vomitándomelas como ponzoña sobre la mujer que soy… __ No te lo permito.__ “Sí, me
lo permitirás, porque nada se puede de una bestia seca de preñez”…__ Mentiras, men-
tiras…Yo sé desde que tengo razón, que estoy lista a engendrar el fruto del amor, que
lo siento venir cada vez que mis entrañas se abren…Juro que lo odié con toda mi alma,
traté de enfrentarlo, pero él se fue dejándome herida en la impotencia… Lo vi irse como la
playa deja que las olas se alejen después del impacto, de la fricción, mirando como la sal
sobre la endeble playa desarma en pequeñas burbujas la textura, sin más que esperar
que vuelva… (Solloza, se hamaca sobre sus piernas, camina hacia la tabla) Cuando volví
a casa él estaba esperándome. Me dijo que se iba y que me iba a llamar. Y así fue. Dos
días después, volvió… (Saca un mantel con flores entre la ropa que tiene para planchar.)
Cuando volvió me trajo este regalo. Me abrazó muy fuerte y me dijo que yo era su única
ilusión pero que estaba pensando… Yo pregunté: qué; pero él me miró y me dijo que se
iba por más tiempo, esta vez en un viaje…Sorprendida me acerqué y le pregunté a qué…
Descontrolado comenzó a gritar y a decirme si yo me había vuelto policía que lo indagaba
tanto…Que él era un hombre que no daba explicaciones a nadie…__ Pero yo soy tu mu-
jer…__ Muy resuelto se burló y se fue a dormir.(Camina y toma una silla y se sienta.) Que-
dé sola, ignorada…Sentí que la nada era una gran bolsa que me cubría. Pude respirar y
me senté en este mismo lugar. Me dormí… Soñé bello, donde los verdes son diversos y
los marrones se vuelven amarillos y los rosas con los celestes se hacen paisaje, mientras
la tierra se humedece y las semillas brotan…Que de mí nacían esos hijos bellos como
una los sueña, con sus cuerpecitos blandos necesitando el pecho, ansiosos…Comían,
todos comían…Cuando desperté ya él no estaba. Se había ido…Volvió a la semana. No
me miró. Era tan frío como una lápida. Me evitaba… Comencé a dudar y comenzaron a
llegar las cartas… (Vuelve a la tabla de planchar y toma las cartas) ¡Estas cartas que no
debería haber abierto! (Acercándose al proscenio…) Un día abrí por error una de ellas…
¡Me quise morir, incinerada como el fénix y deseando que las cenizas le cegaran los ojos
al maldito…! Era una carta de amor. Un amor que le hablaba de besos, de caricias de su
hombría y de las dulces palabras que pronunciaban sus labios cuando la nombraba…
Hablaba del viaje adonde el sol doraba las sierras, donde los gorriones eran ruiseñores
pardos acicalando los arrumacos sobre el pasto… ¡Dios…Cuál era mi expectativa siendo
yo la más engañada…! No supe qué hacer y escondí las cartas… (Camina alrededor
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de la tabla) Mi alma se dobló en una suela. Mi vientre sangró la femenina situación y mi
mente se arrugó contra mi cráneo. Nada podía ser más doloroso que aquella posdata:
__”Nahuel te extraña amor. Cada vez se parece más a vos nuestro hijo. Tiene el mismo
lunarcito”…__¡Tenía un hijo con otra y sin duda yo me había convertido en esa mula!. Yo
era la mula seca de ira y desgracia. (Estruja el mantel, luego corre la tabla y coloca una
mesa) Estuve todo el día confundida… (Comienza a poner la mesa como para una cena)
Esa noche, justo cuando las campanas sonaron dando la media noche, me juré tantas
cosas, prometiéndome tantas otras… Las mujeres de este pueblo no me mirarán más
de esa manera… La santa es testigo de la más dura confesión de parte… (Se para en el
centro de la escena) Esperé como esta noche. La alameda se iluminó con el bello coche
del hombre que llevaba las bellas camisas. El jugo esperaba su mano deseosa y la cos-
tumbre de pedirle las frutillas…Él sólo me tiró el saco y pasó presuroso. Lo esperé calma,
como si estuviera contemplando el agua a hervir…Cuando volvió a sacarme el jugo, yo le
grité con toda mi ganas…__ ¡¿Yo soy una mula para vos?! Contestame… ¡¿Soy una mula
para vos?!__ Él sólo me miró indiferente. Después bebió el jugo y dejó el vaso. Yo detrás
de él volví a preguntarle y él me tiró una cachetada que yo esquivé. Con su bronca por
errar el hecho, me comenzó a insultar… Yo ya no le tuve miedo y le hice frente. Entonces
me pegó una trompada en la cara que tiré todo de la mesa al caerme. Me levanté como
pude, tomé el trinchador para el pollo y me volví hacia él, que se dio vuelta para tomarme
del cuello mientras me gritaba.__ “¡Mula!, ¡maldita mula!”…__ Yo enardecida lo clavé dos
veces en el vientre, mientras despacito le decía al oído que había leído las cartas. Sus
ojos se abrieron buscando el dolor en el aire para luego caer allí, frente a mí…Yo soy una
mujer mula, para un hombre que es osamenta… (Camina y se sienta en la silla, mirando
al proscenio…) La humanidad estaba a la espera que alguna mujer pueda, por sobre ella
y por las otras…Pobres mujeres insuficientes que menean la vida como una estola de
estopas… (Sonríe) APAGÓN.
Abril de 1993.
Castelar.
Agosto del 2012. Ituzaingó.
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Sueños rotos
Lorena había abierto de par en par las ventanas de su corazón para asomarse al
amor. Tenía 17 años cuando conoció a Hugo en un baile de carnaval y ahora, con sólo
dos de casada y un hijo creciendo en sus entrañas, pensó con tristeza que su matrimonio
no había resultado como ella soñara.
Aquella mañana del 23 de octubre de 2010, su cuerpo rociado con alcohol -como
leño que sí sabe arder- fue encontrado calcinado en el dormitorio, después que los bom-
beros derribaran la puerta.
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Tierra de todos, tierra de nadie
De niña me enseñaron que la palabra de mi papa tenía mayor valor, que había
que tenerlo miedo, “cuando venga tu padre vas a ver”. La última decisión la tenía siempre
el hombre. El mandaba en la casa. Cuando el hombre grita la mujer se caya, y si el hom-
bre se enoja puede ser peligroso. Mi padre nunca ejerció violencia física con mi madre,
pero si con mi hermana. Ninguna de las cuatro mujeres pudimos hacer algo al respecto.
Cuando niña no tenés herramientas para poder decir si alguna persona comete violencia
sexual contra vos, no sabes cómo, ni cuándo y sentís que tenés la culpa.
Con 7 años un short corto y apretado, la culpa fue mía, por eso ese pariente me
toco mis partes intimas, lo provoque, ¿cómo voy a contarlo?, mi papá se enojará y me
retará. Y cada noche que pasé en su casa no pude dormir, no pude decir que tenía mie-
do de ir, y cada situación de violencia simbólica que el ejerció en mí, la guarde como un
secreto de Estado.
Al mismo tiempo, por las tardes con mi amiga íbamos a la plaza, donde había
una calesita, el señor que trabajaba en la calesita nos invitaba a entrar al motor de la
misma en el centro, y ahí nos mostraba revistas pornográficas, ninguna de las dos decía
nada, nunca lo hablamos, ninguna de las dos nunca dijo nada en su casa, el señor nos
proponía que si mostrábamos nuestra ropa interior nos daba fichas para dar vueltas en
la calesita, yo no me animaba, mi amiga si y nos quedábamos mayor tiempo jugando.
¿Cómo decir en casa esto?, si se lo decimos a mamá y no nos cree y ¿si se lo dice a papá
y él se enoja?
Esto lo puedo decir hoy a los 30 años, a los 19 años lo percibía pero no sabía cómo
impedirlo. Este hombre cada día me pedía tener relaciones sexuales sin preservativo, y
un día para complacerlo, por no saber decir que no, accedí, por los siglos de los siglos la
mujer complaciendo al hombre, mandato familiar, mandato cultural, mandato social. El vivía
con VIH, lo sabía, su rol histórico en la sociedad hizo que el mandara y que de esa relación
desigual de poder saliera perjudicada en primera instancia adquiriendo el virus de VIH.
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Esta relación termino porque el causó en mi cuerpo dolor, daño y agresión que
afectó mi integridad física. Después vino el diagnóstico de VIH positivo.
Cuando recurrí a mi madre para pedirle ayuda luego de haber recibido violencia
física ella no me creyó y mi padre se enojó, porque dijo que seguramente había hecho
algo para que ese hombre cometiera agresión física contra mí.
Las mujeres que vivimos con VIH, vivimos con el miedo a ser víctimas de violen-
cia obstétrica, que el personal de salud la ejerza en nuestro cuerpo, tan sólo por tener el
virus dentro, o luego en nuestros bebes por ser hijos de madres con VIH.
La ley 26.472 contra la violencia de género, clasifica tres tipos de violencia hacia
las mujeres física, psicológica y sexual. Cada una desde mi infancia hasta convertirme en
mujer, en mi historia, en mis días.
70
Un acto común
Oír sus gemidos le produjo la sensación de estar atrapada sin salida, como la
indefensa mosca, presa de la araña, que da vueltas y vueltas intentando cambiar la situa-
ción; pero ya es demasiado tarde, atrapada, incapaz de salir ya de esa trampa mortal…
Así se sintió ella atrapada también por sus tristezas y esas telas de seda.
Sintió sus gemidos de una manera peculiar y supo al instante que debía dejar de
ser la sumisa dama para convertirse en la más despiadada atorrante sólo para él, que
animaba cada noche a la lujuria de la sufrida mujer, para que le diera un poco de esas
dulces mieles que lo hacían poner de extremado buen humor, por el goce infinito.
Aquel día lo observó con precisión y no se encontró en él. El rechazo fue total.
Por primer vez no atendió a los reclamos de esos gemidos que la invitaban al momento
de unión más placentero desde su alma enamorada, sino desde la moral quebrada por el
espanto de saberse acariciada por las mismas manos que poco antes la habían maltra-
tado, hiriéndola de cuerpo y alma. Manos desquiciadas desahogando sus pesares sobre
las pieles temblorosas, pidiendo a gritos el fin de las miserias.
Buscó en su cabeza las fantasías que alguna vez la hicieran soñar, pero mientras
él la llenaba de dulces caricias y palabras eróticas que no retuvo, solo acompañó sus
gemidos con más gemidos sincronizados quizás, no lo supo. La sumisa dama no pudo
convertirse en lo que él esperaba; no encontraba las fantasías y lo que aquel día parecía
ser la lujuria en evidencia, pasó a ser la frustración más humillante para ella que tuvo tiem-
po hasta de hacer los cálculos mentales de lo que quedaría del sueldo luego de pagar
las cuentas, de repasar los horarios de las reuniones de padres, la lista del súper, el turno
con el médico… todo siendo penetrada, mientras él, incrédulo ante la buena actuación
de ella, siguió su goce de rutina. Lo atendió desde su alma herida; inquieta se vio envuel-
ta como esa mosca, sin opción. Violentada fingió estar en el más bello paraíso… de modo
que él ni lo notó, concentrado en esa energía suprema que pedía salir y dejar la cruda
huella del viril ser… Quedó inmóvil ante el repudio de aquel acto que no olvidará jamás.
Por fin sintió su cuerpo despegar del suyo. Oyó la promesa de cambio verdadero, amor
tierno y duradero, como un eco desvanecido.
Con angustiante dolor deseó tener valor.
71
Una linda mujer
-I-
Nunca en mi vida me había costado tanto trabajo tomar una decisión. Fui y volví
por la misma calle tres veces. Fingía mirar la vidriera de punta a punta, pero sólo tenía
ojos para ese vestido. No sabés, Elena: precioso, de gasa, corte evasé… Pero mejor no
te sigo contando porque prefiero que me lo veas puesto, un día que vengas a casa (de
paso me ayudás a elegir el peinado para el casamiento). La vendedora me observaba
divertida desde el mostrador. No había clientas en el local. Sin embargo, me asustaba el
precio. A Héctor no le gusta que gaste la plata en ropa. No parece molestarle que ande
vestida siempre con lo mismo, como una zaparrastrosa. Decí que a mí las cosas me du-
ran una eternidad porque las cuido. En un momento ya me daba vergüenza permanecer
más tiempo parada frente a la vidriera y me obligué a entrar en la tienda. La vendedora
sabía que iba a preguntarle por el vestido y hasta acertó el talle. Me vi tan radiante en el
espejo del probador, que tuve ganas de llorar. La mujer descorrió la cortina y se emocio-
nó tanto como yo. No hacía falta encargarle el más mínimo arreglo a la modista. Como la
vendedora me conocía de antes (siempre compro ahí los regalos para los cumpleaños
de mi suegra y los días de la madre), me ofreció que se lo pagara en dos veces. Volví
apurada a mi casa, mortificada por lo que acababa de hacer. Separé la colcha más vieja
que tenía para donar a la Parroquia y escondí el vestido en la caja. Mi marido nunca mete
la nariz en esa parte del placard. Y si el día del casamiento llegara a preguntarme por el
vestido, le voy a mentir que es prestado. Que me lo prestaste vos, Elena.
- II -
Con mi prima Angélica éramos muy unidas de chicas. Apenas mi tía se acos-
taba a dormir la siesta, ojeábamos las revistas de moda que coleccionaba. Algunas las
conseguía importadas en los kioscos grandes del centro. Habíamos prometido que las
trataríamos con sumo cuidado; nada de escribir o arrugar las páginas, y menos recortar
figuritas. No quedaría una sola revista que no hubiéramos leído mil veces. Cerrábamos la
puerta de la habitación de Angélica, nos sacábamos las zapatillas y subíamos a su cama
marinera. Ella dormía en la de arriba porque así lo había decidido el hermano mayor, que
por las tardes cursaba taller en el industrial. Mi prima estiraba un brazo, agarraba una
revista de la pila y la abría sobre la almohada (yo siempre me ponía del lado de la pared
porque tenía miedo de caerme). Recuerdo que me encantaba sentir el olor del papel.
Jugábamos a ser diseñadoras y copiábamos los modelos en un cuaderno de la escuela,
empezando por la última página y avanzando de atrás hacia adelante. Los dibujos nos
salían espantosos. Pensar que ahora la veo poco y nada. La vida de casada te quita
tiempo. Angélica está a punto de dar ese gran paso, el más importante de su vida. Me
siento inmensamente feliz por ella. Y estoy segura de que ella también se va poner muy
contenta cuando me vea con vestido nuevo. Siempre me está retando porque dice que
no me arreglo, que es una lástima, que soy una linda mujer.
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- III -
Si me hubieras visto ayer, Elena, bailando como una loca con el vestido. Hay
veces que imagino que encierro una cosa viva adentro de esa caja, que debería hacerle
agujeritos en la tapa para que pueda respirar. Ya no sé hasta qué punto no estaré más
ansiosa por estrenar el vestido que por el casamiento de mi prima. Recién había termi-
nado de limpiar cuando sentí la necesidad urgente de probármelo otra vez pero en el
espejo de casa. Encendí el ventilador porque temía ensuciar la gasa con mi transpiración.
Me arrodillé junto a la caja y abrí la tapa. Apenas sostuve el vestido entre mis manos, un
soplo de viento levantó la pollera. Realmente tenía vida propia. Deslicé mis brazos con
suavidad por sus mangas, improvisé una música en mi cabeza y me puse a bailar. Di
vueltas entre las cortinas, como si fueran otras parejas bailando alrededor nuestro. Héctor
nunca acepta bailar en los cumpleaños ni los casamientos. Dice que no sabe y que está
grande. Que estamos grandes los dos. Yo me quedo sentadita al lado de él y miro a los
que están en la pista. De repente creí escuchar la puerta y arrojé el vestido en el placard,
como si escondiera las prendas de un amante que escaparía desnudo por la ventana. Fui
corriendo hasta el comedor mientras me acomodaba el pelo y forzaba una sonrisa. Pero
al final no era nadie; tan sólo un golpe causado por la corriente de aire.
- IV -
Plata que consigo adueñarme, plata que va a parar al costurero. Hago milagros
con los mandados para que me sobre vuelto. Otro poquitito me sobra cuando voy al
banco a pagar las facturas. Los billetes los escondo adentro de la almohadilla donde van
pinchados los alfileres, camuflados entre el relleno. La casa entera empieza a convertirse
en una búsqueda del tesoro. Sin embargo estoy preocupada porque no creo que haga a
tiempo a juntar lo que me falta para pagar la segunda cuota del vestido. Y por más que
pienso, no se me ocurre qué excusa inventarle a Héctor para pedirle plata. Encima ayer
discutimos. Siempre le recuerdo que me avise si sale tarde de trabajar. No es que lo ande
controlando, sólo quiero calcular bien el horario de la cena. Ayer se apareció como a las
nueve y media y empezó a los gritos porque la casa estaba llena de humo y olor a grasa.
¿Juan Carlos te hace lo mismo? Yo, pensando en que no comiera frío, había tratado de
mantener la carne a fuego mínimo. Pero al final se me terminó yendo la mano. Héctor me
corre con eso de que a su madre nunca se le pasan los churrascos y a mí me dan ganas
de contestarle que se mude nuevamente con ella, así le cocina todos los días y me dejan
tranquila. Pero me muerdo la lengua porque entiendo que viene cansado de trabajar,
que día tras día lo explotan más en esa basura de oficina y ni siquiera le pagan las horas
extras. Espero que la mujer de la tienda no se enoje conmigo si me atraso unos días. ¿Vos
no tendrás para prestarme y te lo devuelvo el mes que viene?
-V-
Te hablo ahora que mi mamá fue al médico. Ella espía mis conversaciones, me
insiste para que vuelva, que lo mío es una vergüenza, que una no abandona así nomás
al marido. Te cuento rápido: yo había vuelto de la peluquería después de tres horas y le
pregunté a Héctor si le gustaba el peinado, pero el infeliz no fue capaz de hacer un solo
comentario. Tampoco dijo nada cuando terminé de maquillarme y me puse el vestido; ni
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siquiera se habrá percatado de que era nuevo. El tipo siguió mirando la tele en el sillón
del comedor, con los talones sucios descansando sobre la mesa ratona y el sifón cho-
rreando un hilito de soda sobre la madera. Le sugerí que se metiera en el baño, que yo
estaba casi lista. Trataba de no apurarlo demasiado porque al instante se pone de mal
humor. Pero si después llegábamos tarde a la Iglesia, decime con qué cara la miraba a
mi prima. Fui hasta la habitación, descolgué el traje, lo extendí sobre la cama y le pasé un
cepillito. Separé la corbata y la camisa, le lustré los zapatos por segunda vez en el día y
todavía no escuchaba el sonido de la ducha. Cuando regresé al comedor, lo encontré en
la misma posición de hacía veinte minutos. Recién entonces se dignó a darse vuelta, me
miró con su cara de nada y dijo que le dolía mucho el estómago, que mejor no fuéramos
al casamiento. Yo le respondí que no podíamos faltar, que mi prima había pagado carísi-
mo el cubierto, que toda mi familia nos estaba esperando. Le ofrecí un Sertal pero Héctor
es reacio a tomar medicamentos. Repitió que se sentía mal, que incluso estaba pensando
en ir a la guardia, y por último subió el volumen de la televisión. En ese preciso momento
le anuncié que me iba al casamiento, con o sin acompañante. Metí sus llaves y las mías
en la cartera y caminé decidida hacia la puerta. Él no tardó en saltar del sillón y me atajó
del codo (tan mal no se sentía). Fue apretándome cada vez más fuerte el brazo, me las-
timaba y no parecía dispuesto a dejarme ir. No me quedó más alternativa que encajarle
un rodillazo. Héctor aflojó sus manos en el acto y yo aproveché para escapar y cerrar
con dos vueltas de llave. “¡Abrí o te mato!” gritaba mi marido del otro lado, a la vez que
aporreaba la puerta y sacudía el picaporte. Yo estaba a punto de hacerle caso, cuando
de pronto vociferó una barbaridad de esas que no tenían ningún arreglo. Por favor Elena,
no me pidas ahora que repita sus palabras. Fue igual o peor que si me hubiera puesto la
mano encima. Apenas intenté alejarme, descubrí que el vestido se había enganchado.
Me sequé las palmas, sujeté la tela y ejercí palanca con una pierna y todas mis fuerzas.
No puedo explicarte el placer enorme que me produjo sentir que la gasa comenzaba a
rasgarse.
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