4 Bushnell

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HISTORIA GENERAL

DE
AMÉRICA LATINA

Volumen V

DIRECTOR DEL VOLUMEN: GERMÁN CARRERA DAMAS


CODIRECTOR: JOHN V. LOMBARDI

~
~~[ ~~~ EDICIONES UNESCO 1 EDITORIAL TROTTA e
4

ESTRUCTURA SOCIAL Y ESPACIO GEOGRÁFICO

David Bushnell

A finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, América Latina experimentó proce-
sos de cambio social cuyos efectos variaron segú n las diversas regiones geográfi-
cas y, dentro de cada región, según los distintos elementos de la población. Las
estructuras fundamentales, de carácter corporativo y de espíritu señorial, se man-
tuvieron en su lugar con escasas modificaciones. Sin embargo, evolucionaron las
condiciones materiales y la situación relativa de algu nos grupos e individuos, lo
que generó en ciertos aspectos y lugares una exigencia de transformaciones polí-
ticas que contribuyó a allanar el camino hacia la independencia. En otros casos,
el resultado fue la inhibición de esas mismas exigencias políticas. De cualquier
modo, el cambio social constituyó una parte esencial del contexto de l que, con el
tiempo, surgieron los movimientos independentistas.

FACTORES GENERALES DEL CAMBIO

Las fuerzas generadoras del cambio en América Latina de finales del período co-
lonial eran tamo de origen autóctono como extranjero. Uno de los factores bási-
cos más comunes, cuyas causas eran a un tiempo internas y externas, fue el au-
mento de población, debido al crecimiento natural y a la inmigración voluntaria
o involuntaria desde Europa y África. Para las sociedades americanas nativas, esta
expansión representaba la continuación de una recuperación demográfica poste-
rior a la Conquista, que en la mayoría de los casos se había iniciado entre media-
dos y finales del siglo XVII, mjentras que para los afrolatinoamericanos -entre
los cuales los esclavos tenían a menudo un índice de crecimiento natural negati-
vo-- el incremento demográfico se alimentaba del comercio de esclavos africa-
nos, que en ciertas zonas alcanzaba p roporciones masivas. La población blanca
también recibió refuerzos significativos de Europa en colonias económicamente
muy dinámicas, como Cuba y el Río de La Plata, pero la principal causa de ex-
pansión fue el crecimiento natural, al que también se debió la casi totalidad del
au mento de la población mestiza. En vísperas de la independencia, los mestizos
descendientes de europeos y amerindios constituían el grupo de población de más
rápido crecimiento y eran ya los más numerosos en partes de México, en Chile y
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en varias otras colonias. Pero el sector de mayor peso social y económico empe-
ro estaba constituido por blancos nacidos en América o «Criollos», como se les de-
nominaba en la mayor parte del continente. Éstos exhibían una confianza y una
autosuficiencia cada vez mayores y, especialmente en el imperio español, un re-
sentimiento creciente contra los privilegios comerciales y las preferencias en los
nombramientos de los que gozaban la madre patria y los peninsulares.
El crecimiento de población hizo aumentar por sí solo la producción de bie-
nes y servicios, aunque por regla general no varió mucho la índole de los produc-
tos ni los métodos de p rod ucción; el cambio fue cuantitativo, no cualitativo. En
las regiones que demostraron ser capaces de responder positivamente a las exi-
gencias de la economía en expansión del Atlántico norte -una vez más, Cuba y
el Río de La Plata son dos claros ejemplos- se registró un desarrollo económico
espectacular. Otro tanto ocurrió al menos en algunas zonas mineras pero no en
::odas, ya que debían tenerse en cuenta la calidad y accesibilidad de los yacimien-
tos. En cualquier caso, la expansión económica y sus efectos sociales concomitan-
res fueron evidentes, sobre todo en el sector exportador de las sociedades latino-
americanas, favorecido por cambios positivos en la política económica imperial y
sm embargo limitado por otros aspectos de la reglamentación comercial.

CASOS REGIONALES

'Sueva España y la Capitanía General de Guatemala

El Virreinato de Nueva España era con mucho la posesión más valiosa del impe-
rio a finales del período colonial. Aun con la exclusión de los territorios del Ca-
ribe y Asia oriental (Filipinas), que teóricamente formaban parte de él, y de las
provincias de Centroamérica que se separarían poco después de la independen-
cia. el Virreinato abarcaba un grupo muy variado de subregiones, escasamente in-
:egradas unas con otras debido a la dificultad y al costo elevado del transporte.
Entre ellas había llanuras tropicales, unas muy húmedas y otras secas; cuencas
septentrionales áridas que se adentraban profundamente en la zona templada; las
tierras montañosas del centro de México y las sierras meridionales de Oaxaca que
eran las de mayor densidad de población. El número total de habitantes en 1810
se aproxi maba a los 6 millones, más que cualquier otra colo nia latinoamericana.
Los amerindios, quizás un 60o/o del total, predominaban en el Sur y en el Norte
remoto (donde vivían en general libres del dominio español), y los blancos y mes-
ciz.os, en la zona central (Lerner, 1968: 328, 338-339).
Nueva España era también la colonia española más rica. Las principales acti-
vidades de la población eran la agriculrura y la ganadería para el consumo inter-
no, pero yendo hacia el Norte, en Zacatecas y Guanajuato, así como en la zona
de Taxco, al Sur de la Ciudad de México, había minas de plata cuya producción
se multiplicó por cuatro (aunque con altibajos) durante el siglo XVIII y llegó a re-
presentar dos tercios de la producción total de plata del imperio español. El tra-
bajo en las minas daba empleo directo a un número relativamente bajo de traba-
jadores, pero su repercusión económica era considerable. Las zonas circundantes
ESTRUC T URA SOCIAL Y ESPACIO GEOGRÁF IC O 109

proporcionaban a los centros mineros alimentos y otros suministros, mientras que


la plata constituía las tres cuartas partes del total de las exportaciones y, de hecho,
permitía sufragar el grueso de las importaciones mexicanas. Lo que es más impor-
tante desde el puntO de vista de la Corona española, el aumento de la producción
de plata, junto con el crecimiento de la población y el incremento de los impues-
tos, generó un caudal cada vez mayor de ingresos en el erario mexicano, que as-
cendió a 28 millones de pesos en 1809 (casi el doble que en 1795) (fe Paske,
1985: 134-135).También permitió medrar a una pretenciosa aristocracia minera.
Y, para el conjunto de Nueva España, el producto interno bruto por habitante qui-
zás representaba en 1800 entre la mitad y los dos tercios del de Estados Unidos.
En ningún momento desde la independencia México ha estado tan próximo a su
vecino del Norte en este aspecto (Van Young, 1992).
La idea de que entre mediados del siglo XVIII y la víspera de su independen-
cia México vivió una prosperidad económica de notables proporciones fue du-
rante mucho tiempo un lugar común en las publicaciones históricas. En los últi-
mos años los investigadores han puesto esta tesis en tela de juicio, basándose en
estudios realizados con una metodología más refinada. Un aspecto crucial de
este revisionismo consistió en hacer por primera vez hincapié en la detección y
la medida de la inflación de los precios (un precursor en esta labor fue el histo-
riado r mexicano Enrique Florescano [1986]); teniendo en cuenta este factor
otras series estadísticas resultan menos impresionantes. El PIB mexicano por ha-
bitante de 1806, estimado por John J. TePaske en 41 pesos de valor nominal
(cuando era de 33 pesos en 1742), pasa a ser de 28 (en comparación con 30 pe-
sos) con los aj ustes por inflación (fePaske, 1985). Por supuesto, el incremento
de la producción de plata tenía algo que ver con el proceso inflacionario, pero
distaba de ser el único o incluso el principal factor determinante, ya que gran
parte de la plata salía rápidamente de México para pagar bienes importados o
en forma de remesas fiscales a España (unos 5 millones de pesos anuales en los
años noventa) (fePaske, 1989), así como a otras colonias españolas que recibían
subsidios regulares de Ciudad de México. Los investigadores holandeses Ari Ou-
weneel y Catrien Bijleveld sostienen que otra causa fue la proroindustrialización,
que acarreó un au mento de la actividad artesanal en todas las zonas rurales, lo
que aceleró la circulación de dinero (Ouweneel y Bijleveld, 1989: 497-498). Pero
al parecer la causa más importante fue que la producción de alimentos y otros
productos de primera necesidad no progresó al mismo ritmo que la población,
que de un total de aproximadamente 3.6 millones en 1742 había aumentado en
un 70% al final de la era colonial. En un país montañoso y en gran parte semi-
árido -sólo del 1O al 20% de la superficie rotal se prestaba realmente a la ex-
ploración agrícola- y sin cambios significativos en los métodos de producción
por parte de las comuni dades indigenas o de los terratenientes no indios, una
de las consecuencias fu e el alza perfectamente documentada del precio del
maíz. Este componente fundamental de la alimentación mexicana se vendía en
181 O al doble del precio de 1700 (pese a que los salarios rurales no habían au-
mentado) (Florescano, 1986: 193-225 y Van Young, 1992: 29, 66, 79-82, 108-
110). Todo indica que otros productos básicos también se encarecieron de modo
similar.
110 DA V ID BUSHNELL

Con el aumento de la población, se comenzaron a explotar parcelas margina-


les y se modificó la utilización de la tierra, por ejemplo mediante una mayor con-
centración del cultivo de cereales en las cercanías de las grandes ciudades. Estos
cambios coincidieron con una expansión de la producción agrícola comercial en
las haciendas, pero no se registraron fuertes incrementos de productividad. En
cambio, era considerable la demanda de terrenos y recursos hídricos disponibles,
como lo demuestran los litigios por tierras y las insurrecciones campesinas (Ou-
weneel y Bijleveld, 1989: 504-506), y hubo una tendencia descendente de los sa-
larios reales y las condiciones de vida de la mayoría de la población. Esta última
tendencia, a su vez, sirvió al parecer de freno al crecimiento demográfico, que se
redujo notablemente en las últimas décadas de la era colonial. Las razones de este
fenómeno no están del todo claras. La escasez de alimentos no era general ni per-
manente, pero, como mínimo, se intensificaron las repercusiones de las malas co-
sechas y las epidemias (sobre todo en los años de crisis de 1785 y 1786) y se re-
trasó la plena recuperación (Van Young, 1992: 33-34, 65-107).
Los controles oficiales de precios y los programas de almacenamiento de ce-
reales confirieron cierta protección a la población urbana contra los aumentos de
los precios, pero esas medidas no tenían una eficacia uniforme. Además, los habi-
tantes de las ciudades -cuyos salarios nominales aumentaron, aunque no al mis-
mo ritmo que la inflación- no solían cultivar sus propios alimentos. En cualquier
caso, la población urbana creció regularmente. La Ciudad de México duplicó su
población entre 1742 y la independencia: con unos 150 000 habitantes, era la
ciudad más grande del hemisferio. Algunas ciudades intermedias crecieron inclu-
so con mayor rapidez. Así, Guadalajara casi se cuadruplicó en la segunda mitad
del siglo xvm, hasta alcanzar los 40 000 habitantes (Van Young, 1992: 33). El cre-
cimiento urbano se debía más a un empeoramiento de las condiciones de vida en
el campo que a las oportunidades que ofrecían las ciudades, y la expansión de las
manufacturas no era un factor importante, salvo en algunos centros provinciales
(por ejemplo, Queretaro), famosos por sus obrajes (talleres) que producían teji-
dos para el consumo local (Salvucci, 1987). En la Ciudad de México, la mayoría
de los empleos pertenecían al sector artesanal o a los servicios; la importancia de
estos últimos se debía a que la ciudad era capital del Virreinato, principal centro
comercial y lugar de residencia de familias acaudaladas que poseían intereses mi-
neros y tierras en otras regiones. El estilo de vida opulento y culto de su clase alta
-cuyos miembros más adinerados fueron comparados por el naturalista alemán
Alexander von Humboldt con las familias más ricas de Gran Bretaña o del Indos-
tán- (Humboldt, 1811) ofrecía un contraste absoluto con la masa creciente de
vagabundos desocupados y de pequeños delincuentes que constituían la (temida)
categoría de los léperos.
Evidentemente, en este panorama había más perdedores que ganadores. La si-
tuación menos envidiable era la de los trabajadores rurales desprovistos de tierras
y sus famili as, y la de los léperos urbanos. La mayoría de los indios de las comu-
nidades conservaron sus posesiones, aunque el crecimiento de su población hizo
que éstas fuesen insuficientes. También la mayoría de mexicanos de zonas rurales
perdieron terreno, pero los principales terratenientes pudieron sacar provecho
del alza de los precios y de su mayor capacidad de esperar y vender en condicio-
ESTRU CTU RA SO CIAL Y ESPACIO G EOGRÁFICO 111

nes ventajosas. Los dueños de minas también salieron beneficiados, al igual que
los ricos comerciantes que se apoderaron progresivamente, quitándoselo a los pro-
ductores, del suministro de carne, productos agrícolas y otras mercancías a los
consumidores urbanos. Los comerciantes peninsulares, por su parte, co nservaron
el control del comercio de Ultramar, mientras los burócratas y dignatarios ecle-
siásticos de origen español, con escasas excepciones, ocupaban los escalones más
elevados de sus respectivas instituciones. No obstante, por su opulencia y sober-
bia, las principales familias criollas estaban descontentas bajo la preeminencia de
los peninsulares y deseosas de desempeñar un papel más importante en los asun-
tos políticos y de otra índole. También estaban disgustadas con la creciente presión
fiscal, incluida la insidiosa Consolidación de 1804 que ocasionó el súbito reclamo
del reembolso de los préstamos adeudados a fundaciones piadosas (Chowning,
1989: 451-478). Las relaciones entre criollos y peninsulares no se vieron perjudi-
cadas por una gran exigencia de intercambios comerciales directos fuera del impe-
rio - ya que España era un excelente cliente para la plata mexicana y las importa-
ciones de contrabando a través de Estados Unidos o de los centros de distribución
de las Antillas eran razonablemente accesibles- pero no eran inmunes a las ten-
siones existentes en el conjunto de Hispanoamérica.
La Capitanía General de Guatemala, que abarcaba los territorios desde Chia-
pas (que solamente después de la independencia pasó a formar parte de México)
hasta Costa Rica, presentaba en menor escala una diversidad geográfica y social
similar a la de México, pero con una articulación aún más débil de sus distintos
componentes. Chiapas y las tierras montañosas de Guatemala propiamente dicha
albergaban sociedades amerindias autóctonas que conservaban sus costumbres y
lenguas tradicionales (generalmente, de la familia maya) aun cuando pro porcio-
naran tributos y trabajo forzado a los gobernantes coloniales españoles y a la mi-
noría dominante de criollos y ladinos (mestizos o indios hispanizados) . Las inten-
dencias de San Salvador, H onduras y Nicaragua estaban habitadas principalmente
por ladinos, que constituían la categoría de más rápido crecimiento y representa-
ban poco más del 30% de la población de América Central, compuesta por apro-
ximadamente un millón de personas. Los blancos eran mayoría solamente en la
poco poblada Costa Rica, que dependía políticamente de Nicaragua; en la cúspi-
de social se encontraban las principales familias terratenientes y comerciantes de
Guatemala (Martínez Peláez, 1983). H abía algunas explotaciones mineras, sobre
todo en Honduras, pero nada remotamente comparable con México. América
Central tenía una exportación agrícola importante, e_l ~il, cultivado principal-
mente po r agricu ltores ladinos salvadoreños. Sin embargo, el comercio del añil
estaba en decadencia a finales de la era colonial, co mo consecuencia de catástro-
fes naturales y de la competencia con otras regiones productoras. La gran mayo-
ría de los centroamericanos trabajaban en la producción de alimenros y la artesa-
nía para consumo local, y solamente entre los comerciantes y terratenientes más
importantes de Guatemala podían observarse signos de opulencia, aunque difícil-
mente podían rivalizar con México.
Debido a la pobreza omnipresente y al terreno montañoso, las infraestructu-
ras de transportes eran sumamente deficientes. Al mismo tiempo, cada una de las
subregiones, a excepció n de San Salvador, tenía litoral en el Atlántico y en el Pa-
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cífico, y con la liberalización de la política comercial de la Monarquía borbónica,


los puertos centroamericanos se abrieron legalmente al comercio de Ultramar.
Esos puertos no prosperaron, pero la multiplicidad de salidas posibles al mar ob-
viamente no favoreció la unidad interna. Tampoco lo hizo, en la práctica, la in-
troducción del sistema de intendencias, que dio a zonas alejadas sus propios fun-
cionarios de alto nivel difícilmente controlables por el capitán general desde la
ciudad de Guatemala. Las rivalidades locales se vieron agravadas en algunos casos
por conflictos de intereses económicos, como la lucha de los productores salvado-
reños de añil por librarse del control de los ricos comerciantes guatemaltecos, y
por un antagonismo en general hacia la poderosa aristocracia criolla de Guatema-
la. Para muchos centroamericanos, la distante Monarquía hispana era un mal me-
nor comparada con Guatemala (Floyd, 1961 : 90-110).

El Caribe

En el período examinado, la región del Caribe era un mosaico político de pues-


tos de avanzada de diversas potencias europeas. España, Francia, Gran Bretaña,
los Países Bajos, Dinamarca e incluso Suecia -tras la transfe rencia del control
francés de San Bartolomé en 1784- tenían posesiones insulares. Algunas, como
la isla danesa de Santo Tomás y la isla holandesa de Cura<;:ao, tenían especial im-
portancia como centros comerciales y otras, en particular la zona oriental hispa-
na de La Española (Santo Domingo) y Puerto Rico, se dedicaban principalmente
a la agricultura de subsistencia. Sin embargo, lo que dio mayor relieve al Caribe
en la economía mundial fueron los productos tropicales de plantación obtenidos
mediante el trabajo esclavo. En cierta medida, estos productos se daban práctica-
mente en todas partes, incluso en las colonias antes mencio nadas, p ero los pro-
ductores más importantes era la Saint Domingue francesa, hasta que su industria
azucarera se hundió por la rebelió n de los esclavos, y, al final del período, Cuba,
donde el azúcar eclipsó cada vez más al tabaco que, hasta mediados del siglo xvrn,
había sido el principal artículo de exportación. En tiempos anteriores, el azúcar
había superado con mucho al tabaco en islas más pequeñas como Barbados, aun-
que éste seguía cultivándose, mientras que en algunas posesiones británicas y fran-
cesas, que, por razones topográficas o de otra índole, no se prestaban al cultivo
del azúcar, predominaban otros productos (por ejemplo, el café) . A medida que
se desarrollaba la agricultura de plantación, la población de esclavos africanos iba
creciendo, en una sociedad cada vez más desigual. Con la excepción de comuni-
dades dispersas en algunas de las Antillas Menores, los habitantes amerindios au-
tóctonos prácticamente habían desaparecido.
Las colonias de subsistencia españolas estaban en co njunto escasamente po-
bladas (en 1765, Puerto Rico contaba con menos habitantes que el municipio de
La Habana) (Bergad, 1988: 146) y tenía relativamente pocos esclavos. En ellas vi-
vían un mayo r número de blancos pobres y de mestizos libres. En Puerto Rico,
sin duda, se podían percibir los primeros signos de una transformación social y
económica. Pese a haber sido colonizada muy pronto por España, la isla parecía
tener escaso valor en comparación con las zonas continentales colonizadas poste-
riormente, aparte de cumplir una función estratégica de protección de la entrada
ES-RUCTURA SOCIA L Y ES PA CIO G EOGRÁFICO 113

oriental al mar Caribe. Más tarde, en la segunda mitad del siglo xvm, comenzó a
exportar azúcar, procedente de grandes plantaciones de la llanura litoral, y café,
producido por lo general en pequeñas unidades en las tierras montañosas del in-
terior. El desarrollo de la industria azucarera, en especial, tuvo muchas conse-
cuencias sociales similares a las de otras colonias azucareras, incluida la importa-
ción de un número creciente de esclavos africanos; pero en todo esro Puerto Rico
fue medio siglo a la zaga de Cuba, la principal colonia de plantación de España.
El territorio español de Santo Domingo quedó aún más atrasado. Se dedicaba pre-
dominantemente a la agricultura de subsistencia y la cría de ganado cuando fue
cedido por España a Francia en 1795, en el transcurso de la rebelión que iba a
costar a Francia la parte de La Española que había colonizado anteriormente lo
que pondría definitivamente fin a la economía azucarera de Saint Domingue. La
parte española había experimentado, a lo sumo, una aceleración relativa de la ac-
tividad económica en el siglo XVIII, como consecuencia de la prosperidad de la co-
lonia francesa, al suministrar ganado a sus vecinos (Moya Pons, 1974).
Saint Dorningue fue la colonia de plantación tropical más próspera, económi-
camente hablando. A pesar de sus pequeñas dimensiones -ocupaba menos de la
mitad de una isla de las Indias Occidentales-, en vísperas de la rebelión de los
esclavos de 1791 producía dos quintas partes del azúcar y más de la mitad del café
del comercio mundial. El azúcar se cultivaba principalmente en grandes hacien-
das de la llanura costera y el café en pequeñas unidades de las montañas del inte-
rior. Ambos cultivos dependían básicamente de la mano de obra esclava, aunque
muchos de los dueños de plantaciones medianas especializadas en café, y miem-
bros de la población de color libre de la colonia, eran a su vez descendientes de
esclavos. Los esclavos constituían la mayoría de la población, a causa del conti-
nuo tráfico de esclavos provenientes de África, casi 40 000 personas anuales. As-
cendían a medio millón de personas, es decir aproximadamente el ~5% de la po-
blación rotal; del resto de habitantes, una mitad eran blancos y la otra, negros
libres. Estas categorías raciales se subdividían además según criterios económicos
y de acuerdo con el origen geográfico entre los nacidos en la colonia («criollos»)
y quienes habían llegado de Europa o África, además, desde luego, de las perso-
nas negras libres, que casi sin excepción eran oriundas del país (Geggus, 1982: 1,
6, 10, 23).
Los ricos hacendados blancos eran el elemento dominante de la sociedad de
Saint Domingue, pero el hecho de que muchos de ellos siguieran viviendo en
Francia o aspiraran a regresar allí tras haber hecho fortuna menoscababa la soli-
daridad de la minoría blanca. Los hacendados se quejaban de la falta de autono-
mía política, de las importantes deudas con comerciantes franceses y de algunos
aspectos de la política comercial. La población de color libre, pese a la prosperi-
dad alcanzada excepcionalmente por algunos, padecía diversas formas de discrimi-
nación jurídica y de facto. Pero naturalmente eran los esclavos quienes soportaban
el costo principal de erigir una próspera colonia de plantación. Es difícil deter-
minar el grado de crueldad con que se les trataba, aunque sin duda ocurrían atro-
cidades; pues en la mayoría de las colonias productoras de azúcar la política se-
guida por los administradores de las plantaci.ones consistía en obtener el máximo
rendimiento de los esclavos a corto plazo y luego reemplazarlos, según las nece-
114 D AVI D BUSH NELL

sidades, con recién llegados de África. Asimismo, fueron los esclavos quienes ini-
ciaron la decadencia de la sociedad de plantación, aun cuando la ruina de la in-
dustria azucarera no fuera la consecuencia inmediata del éxito de su lucha por la
emancipación (y la consiguiente liberación del dominio colonial). Los primeros
gobernantes independientes, como Jean-Jacques Dessalines, intentaron con cier-
to éxito mantener las plantaciones en funcionamiento. Sin embargo, este esfuer-
zo fracasó pronto ante la voluntad de los antiguos esclavos de vivir como campe-
sinos independientes, lo que dio lugar a la división de las antiguas plantaciones y
su conversión, en numerosos casos, en parcelas de subsistencia, aunque el café,
que se prestaba más fácilmente que el azúcar a la producción en pequeña escala,
continuó siendo durante muchos años un importante renglón de exportación (Ni-
cholls, 1979).
Primero, la interrupción de las exportaciones de azúcar de Saint Domingue a
causa de la lucha revolucionaria y luego, la desaparición de su sistema de planta-
ciones, facilitaron naruralmente la transformación de Cuba en uno de los princi-
pales productores mundiales de azúcar, en la época eñ que fas colonias continen-
tales españolas luchaban con éxito por su independencia. La expansión de la
industria azucarera cubana precedió a la crisis de la colonia francesa vecina, pero
en la mayor de las Antillas el azúcar había sido hasta mediados del siglo XVIII un
cultivo de escasa importancia, destinado esencialmente al consumo interno. De
hecho, la mayor parte de los 111 000 kilómetros cuadrados de Cuba estaban es-
casamente poblados y se habían dedicado a la agricultura de subsistencia y a la
cría extensiva de ganado. Esta última actividad producía cueros, que eran tradi-
cionalmente el segundo producto de exportación de la isla. Durante muchos
años el principal producto de exportación fue el tabaco, cultivado generalmen-
te por pequeños o medianos agricultores, a lo sumo con ayuda de algunos escla-
vos. La Habana, la capital, era importante como base naval y como última es-
cala portuaria para las flotas que regresaban a España desde el Nuevo Mundo,
además de cumplir una función administrativa. Por eso, era una de las mayores
ciudades de Hispanoamérica incluso antes de iniciarse el auge de la producción
azucarera.
En último término, esta prosperidad fue el resultado de una combinación de
condiciones favorables en el mercado mundial, la disponibilidad de inmensas su-
perficies de tierras apropiadas y una liberalización de la política española relativa
al comercio de Ultramar y a la importación de esclavos africanos. Dichos cambios
comenzaron a introducirse inmediatamente después de la ocupación británica de
La Habana (1762-1763), que había dado a los hacendados y comerciantes cuba-
nos una idea de lo que podía ser el comercio directo legalizado fuera del imperio
español y demostrado la vulnerabilidad de las defensas del imperio. Así, Cuba se
convirtió en el banco de pruebas de las reformas imperiales, muchas de lascuales
se-extendieron después al continente americano, entre ellas la edificación de de-
fensas militares, una administración política más rigurosa y un aumento de la re-
caudación fiscal para sufragar los gastos consiguientes. Con el fin de ganarse el
apoyo de los cubanos para esas innovaciones, y de aumentar el comercio, acre-
centando así indirectamente los ingresos fiscales, en 1765 España permitió que
Cuba comerciase con otros puertos españoles además de Cádiz, anticipando la
EST RU C TUR A SOC I AL Y E SPAC I O G EOGRÁ FIC O 115

política de «libre comercio» que adoptaría para todo el imperio en 1778 . La tra-
ta de esclavos se fomentó de diversas maneras y, a partir de 1789, se liberalizó casi
sin restricciones. Mediante numerosas concesiones especiales se autorizaron otros
intercambios comerciales con potencias amigas no españolas, que no tuvieron
prácticamente restricciones a partir de 1793. Si bien se adoptaron medidas eco-
nómicas similares en beneficio de las demás colonias, nunca fueron tan extensas
como en el caso cubano (Kuethe, 1986).
Gracias a este concurso de circunstancias, la producción azucarera aumentó
durante la segunda mitad del siglo XVJII a un ritmo superior al 4o/o anual (More-
no Fraginals, 1978). El cultivo se realizaba sobre todo en grandes haciendas del
Oeste de la isla, en la zona próxima a La Habana, aunque con el tiempo se exten-
dió cada vez más hacia el centro y el Este de la isla. Junto con la expansión de la
producción azucarera, y para hacerla posible, se incrementó constantemente la po-
blación de esclavos que, sumados a los negros y mulatos libres, en 1792 llegaron
a sobrepasar el número de blancos (Kuethe, 1986) . Aun así, Cuba, como otras po-
sesiones españolas de las Antillas y a diferencia de la mayoría de las colonias del
Caribe, conservó una población blanca numéricamente importante, además de so-
cialmente preeminente. Y, aunque perdiera proporcionalmente terreno con res-
pecto a los no blancos, esa población se incrementaba continuamente con recién
llegados de España, atraídos por la expansión económica de la colonia. La mayo-
ría de esos inmigrantes se convirtieron en pequeños comerciantes o empleados de
servicios, o realizaron otros trabajos mediocres, pero en conjunto gozaban de mo-
vilidad social ascendente y algunos se convirtieron en hacendados productores de
azúcar o contrajeron matrimonio con miembros de las familias de los grandes te-
rratenientes criollos. En ningún otro lugar de Hispanoamérica hubo vínculos fa-
miliares tan numerosos entre blancos nativos y españoles como en Cuba donde,
además, debido a la situación insular de la colonia, la población tenía un fácil ac-
ceso a la madre patria.
La clase de los hacendados cubanos, en especial en la zona de La Habana, no
tenía solamente riqueza y prestigio social (como lo demuestra el hecho de que en
1810 (Knight, 1978: 112) había 29 familias cubanas que poseían títulos españo-
les de nobleza) sino también poder político. Este papel político era fruto del pre-
dominio de la elite criolla en los puestos de la administración local, pero también
de la costumbre de los altos funcionarios españoles de consul tar regularmente con
sus representantes cuestiones fiscales y otros asuntos políticos, y quizá sobre todo
de su control de los puestos de mando en la milicia colonial reformada, e incluso
en unidades del ejército regular. En efecto, la defensa de la colonia estaba en ma-
nos de los criollos. Esta situación no era exclusiva de Cuba pues también en otras
partes, por razones de orden práctico, la Corona española tuvo que recurrir a los
nativos americanos para realizar tareas militares; pero en una colonia a la vez tan
expuesta y tan valiosa la circunstancia basta para explicar la atención que los ad-
ministradores coloniales prestaban a los intereses y a la opinión de los criollos
(Kuethe, 1986). España fue recompensada con la notoria incapacidad de Cuba
para segUir el ejemplo revolucionario de otras colonias españolas después de
1810.
116 DA VI D BUSHNELL

Virreinato de Nueva Granada

El Virreinato de Nueva Granada, establecido de modo definitivo en 1739, cons-


taba de tres colonias que, después de la independencia, intentaron unirse en una
república única aunque fracasaron, en gran medida debido a las grandes diferen-
cias sociales y culturales que ya eran perceptibles en la época colonial. Después
de Cuba, la Capitanía General de Venezuela era la colonia de plantación tropical
más próspera de España. En el otro extremo, la Audiencia de º uito, o sea el
Ecuador moderno, acogía a una población predominantemente amerindia que te-
nía mucho en común con sus vecinos peruanos del Sur. Nueva Granada propia-
mente dicha, centro del Virreinato, era un mosaico de subregiones muy diversas
desde el punto de vista geográfico y en otros aspectos; contenía los mismos ele-
mentos socioeconómicos que Venezuela y Quito, además de otros propios. En Ve-
nezuela, la producción de cacao que en 1775 constituía el 75o/o del valor de las
exportaciones desde el puerto de La Guaira, próximo a Caracas (Brito Figueroa,
1979: 105 y Lucena Salmoral, 1986: 107-114), tenía una importancia más o me-
nos comparable a la del azúcar en Cuba. Cultivado en plantaciones a lo largo de
la costa del Caribe y en los valles generalmente poco elevados de la franja litoral
venezolana, el cacao se había convertido en el principal producto comercial de la
colonia durante el siglo XVII. A finales de la era colonial enrraba ya en decaden-
cia, como consecuencia de las perturbaciones de los mercados europeos causadas
por la guerra y de la competencia del cacao de Guayaquil en el de Nueva Espa-
ña. Además, Venezuela tenía otros productos agrícolas de exportación muy diver-
sos, como el tabaco, el añil, el algodón, el azúcar y, de forma creciente a partir de
finales del siglo XVIII, el café; en los llanos del interior de la cuenca del Orinoco
había grandes rebaños de ganado, para la exportación de animales vivos a las is-
las del Caribe y de cueros a Europa, asf como para el consumo local. En las mon-
tañas andinas occidentales prevalecía un sistema mix to de agricultura de exporta-
ción y de subsistencia. Pero para el conjunto de Venezuela el cacao conservaba su
primacía y los productores más importantes, como la familia del futuro liberta-
dor Simón Boüvar, ocupaban la cúspide de la pirámide social.
Como en la industria azucarera cubana, en la producción de cacao se emplea-
ban muchos esclavos negros que, en vísperas de la independencia, representa-
ban poco menos de la décima parte de una población total de aproximadamente
900 000 habitantes (Brito Figueroa, 1979: 160). Era ésta, desde luego, una pro-
porción inferior a la de Cuba, entre otras razones por la presencia de trabajado-
res libres en la industria del cacao y en la producción de orros cul tivos. La rique-
za de los grandes hacendados criollos (denominados Mantuanos) era menor que la
de los potentados del azúcar cubanos, pero indudablemente superaba a la de los
demás habitantes de Venezuela; gozaban asimismo de más poder y prestigio que
los miembros de la clase mercantil, cuyas principales figu ras eran los representantes
españoles de empresas comerciales peninsulares (Lucena Salmoral, 1986: 198-208).
Debido a los impuestos, a pequeñas restricciones y a la concesión a menudo irre-
gular de privilegios especiales, los comerciantes legales se veían desfavorecidos en
la competencia con los contrabandistas extranjeros que intercambiaban produc-
tos manufacturados de Europa septentrional por cacao a lo largo de las costas ve-
ESTRUCT U RA SOCIAL Y ESPACIO G EOGRÁF ICO 117

nezolanas; pero los comerciantes legales también participaban con frecuencia en


el contrabando, y por su parte los hacendados tenían intereses en ambas activida-
des comerciales. El historiador revisionista P. Michael McKinley y anteriormente
la venezolana Mercedes Álvarez estaban probablemente en lo cierto al minimizar
la existencia de disensiones entre comerciantes peninsulares y hacendados criollos
(McKinley, 1985 y Álvarez, 1964).
Una vez más, como en Cuba, la prosperidad económica atrajo una afluencia
de ini1Jigrantes españoles (en especial de las Islas Canarias) en el transcurso del si-
glo XVIII. Los recién llegados a menudo comenzaban a trabajar en las plantaciones
con la esperanza de convertirse en pequeños hacendados o al menos en arrenda-
tarios. Otros eran comerciantes o empleados de servicios, al igual que numerosos
criollos de las clases inferiores. La mayoría de la población trabajadora rural y ur-
bana, empero, estaba compuesta por pardos libres. Estos últimos constituían cer-
ca de la mitad de la población venezolana y, aunque en su mayoría eran peones
agrícolas o tenían otras ocupaciones humildes, fue ron capaces de ascender a la
clase media en número suficiente como para suscitar inquietud y resentimiento en
otros grupos sociales. El ejemplo clásico es la protesta de 1795 de la municipali-
dad de Caracas, dominada por criollos con preocupaciones raciales, contra la po-
lítica de España de vender patentes de pertenencia legal a la raza blanca (gracias
al sacar), con las cuales los súbditos que eran en parte de ascendencia africana po-
dían tener acceso a puestos y privilegios legalmente reservados a los blancos (Lu-
cena Salmoral, 1986: 45-46). Existían tensiones disti ntas con los pardos en los lla-
nos, donde los ricos hacendados procurában imponer un régimen de propiedad
privada a las extensas praderas libres, en las que los rebaños de ganado salvaje ha-
bían permitido durante largo tiempo la subsistencia de una población de vaqueros
independientes generalmente mestizos. Este conflicto de intereses produjo graves
estallidos de violencia a finales de la era colonial (lzard, 1988b: 36-43, 60-76).
También eran frecuentes las rebeliones de esclavos en algunas zonas de Venezuela,
al parecer siguiendo el ejemplo de Saint Domingue, al menos en algunos casos.
Los indígenas de Venezuela representaban menos del 20% de la población,
una proporción similar a la de los blancos, pero ya no e¡:an una fuente de mano
de obra significativa para la economía de plantación. Algunos grupos de amerin-
dios subsistían en reservas comunales (resguardos) en las tierras altas andinas.
Otros se encontraban dispersos en la cuenca del Orinoco hacia el Sur y el Este, y
eran éstos quienes recibieron una mayor atención de la Iglesia y la Corona de Es-
paña, mediante una intensa campaña misionera, durante el último siglo del régi-
men colonial. La motivación no era meramente espiritual, sino que se trataba de
construir un bastión contra la infiltración de los británicos desde Guayana y de los
portugueses desde Brasil (Donis Rios, 1990: 229-251).
En el sector de Nueva Granada de la misma cuenca del Orinoco, la actividad
de las misiones era menos intensa; los franciscanos y otros mantuvieron pero no
ampliaron mucho la estructura dejada por los jesuitas al ser expulsados en 1767
(Rausch, 1984). Los llanos de Nueva Granada eran sencillamente demasiado re-
motos como para correr el peligro de intrusiones extranjeras. De hecho, la carac-
terística más distintiva de Nueva Granada en su conjunto, con la obvia excepción
de la región costera caribeña, era el aislamiento y la inaccesibilidad de los centros
18 D AVID BUS HNEL L

de población, no sólo para intrusos del exterior sino también entre sí. La mayo-
ría de los habitantes vivían en el interior de la colonia, dividida por tr~s cadenas
.melinas y dos grandes ríos, el Magdalena y el Cauca. Ambos eran navegables en
:a mayor parte de su cu rso, al igual que varios afluentes del Orinoco que bajaban
de las estribaciones de la cordillera oriental. Sin embargo, Jos valles fluviales eran
calurosos, generalmente insalubres y escasamente poblados, con la principal ex-
cepción de la parte central del valle del Cauca en la zona de Cali; y el tránsito flu-
q aJ no era fácil, ya que remontar el Magdalena desde la costa hasta Honda, y lue-
go atravesar las montañas hasta Santa Fe de Bogotá, bien podía tomar un mes.
~inguna capital virreina! era de más difícil acceso que Santa Fe, cuya importan-
ClJ era casi exclusivamente administrativa. Incluso en una misma cadena andi na,
.ie hecho, los asentamientos eran en gran medida independientes y autónomos,
;;mculados entre sí por ab ruptos senderos, aptos solamente para el tránsito de mu-
b.s o, en casos extremos, de porteadores humanos.
La llanura costera del Caribe tenía algunas características de una economía
.1~::icola de exportación -similar a la de Venezuela, aunque mucho menos desa-
::: liada- que hacia el final de la era colonial producía cantidades crecientes de
.:ueros y cultivos de plantación. Sin embargo, la principal exportación de Nueva
G~anada seguía siendo el oro, que representaba nueve décimos de las exportacio-
nc:s legales desde Cartagena, por donde pasaba la mayor parte del comercio de la
.:o:onia (Barbier, 1990: 1 07). Las principales regiones mineras se encontraban en
• .1 prO\"i ncia noroccidental de Anrioquia y en la región del Pacífico desde Panamá
dependiente de Nueva Granada desde la creación del Virreinato) casi hasta la
~romera con Quito. En Antioqu ia, numerosos buscadores de oro independientes
explotaban yaci mientos au ríferos. En otras zonas, la minería empleaba general-
mente esclavos y, junto con la agricultura extensiva proporcionaba riqu eza y pres-
:-tgto a la oligarquía local de Popayán, la ciudad más impo rtante del Sudoeste
(Colmena res, 1989: 124-132).
La esclavitud se daba también en plantaciones de las llanuras del Caribe y el
\ .atte del Cau ca, en coexistencia con trabajadores libres. Pero fue solamente en las
.:om:ucas mineras del Pacífico donde los esclavos se convirtieron en el grupo de
:;:: blación más numeroso y donde surgió la cultura afrolatinoamericana más pura
(qJe ha perdurado hasta hoy). En cambio, la sociedad de la costa septentrional
re;:-:-esenraba una combinación de elementos africanos e hispánicos, con algún
cc.mponente amerindio. Los comerciantes y hacendados criollos, algunos de los
~les ostentaban títulos de nobleza, ejercían e l poder político mediante la parti-
.:J¡:-ao ón en funciones administrativas y militares locales, y gozaban de riquezas y
t-'~esrigio, pero en las poco pobladas zonas del interior de Cartagena el control so-
.:ial era difícil de mantener. Eran frecuentes las rebeliones de esclavos y los asen-
:.lmientos de fugitivos (palenques), y existía una numerosa població n de vagabun-
do y ocupantes ilegales de tierras de raza mixta (Fals Borda, 1979 y 1984).
En roda Nueva Granada, pero especialmente en las montañas del interior, so-
~~e,·¡,·ían comunidades amerindias que conservaban sus resguardos y su condición
6ruca distinta. A finales del siglo xvm, estas comunidades ya no estaban sujetas
al rrabajo forzado para las haciendas, pero tenían que hacer frente a presiones
.:.id.l \"CZ mayores de los crio llos y también de los pequeños agricultores mestizos
ESTRUC T U RA SOCIA L Y ESPAC I O G EOGRÁ FICO 119

para lograr la liquidación de los propios resguardos, presiones que los indios pu-
dieron resistir hasta cierto punto, con la ayuda de la Corona española, pero que
ocasionaron de todos modos una disminución gradual de sus posesiones. Además,
a fin de ganar dinero para pagar el tributo o con otros fines, muchos indios toda-
vía trabajaban en jornada completa o parcial como empleados o arrendatarios en
las haciendas; y en todas partes eran víctimas de la sórdida explotación de los fun-
cionarios gubernamentales y del clero (Tovar Pinzón, 1988. 28-36, 64-87).
Además de haciendas (en las que se hallaban generalmente las rierras más pro-
ductivas) y resguardos, Nueva Granada tenía un número creciente de minifundios
independientes, de los que vivía todo un grupo de campesinos indios, mestizos y
blancos pobres. Sea como fuere, en el interior casi todas estas unidades de produc-
ción suministraban bienes para el consumo interno: alimentos o fibras (algodón y
lana) dc;stinadas a la fabricación de telas. La provincia de Socorro, en la cordille-
ra oriental, era particularmente conocida por sus tejidos de algodón, fabricados
por artesanos de pequeñas ciudades y miembros de familias campesinas. A pesar
de las dificultades de transporte, estos tejidos se vendían incluso en otras partes
de la colonia y daban a su región de origen unos ingresos por habitante ligera-
mente superiores a los del resto de Nueva Granada (Brungardt: 1990: 172-173 ).
Sin embargo, ni el comercio interno de textiles ni la exportación de oro eran su-
ficientes para revitalizar una situación general de estancamiento socioeconómico.
Es significativo que de los bienes importados de Hispanoamérica por España en
1782-1796, solamente el 3o/o provenía de Nueva Granada (Fisher, 1990: 152-
153).
A juzgar por las quejas de la oligarquía local, Quito no estaba simplemente
estancada sino en una situación de grave retroceso, generalmente atribuido a pro-
blemas que iban desde las catástrofes naturales hasta el aumento de la recauda-
ción fiscal bajo los Barbones y los cambios de la política comercial imperial. Es
probable que este último factor fuese el más relevante, en particular en lo que
respecta a la desaparición del sistema de flotas y la apertura de los puertos sura-
mericanos del Pacífico al comercio directo con España. Sumadas a la importa-
ción ilícita de textiles del Norte de Europa, donde se había iniciado la revolución
industrial, estas novedades fueron desastrosas para la manufactura de tejidos de
lana que se habían convertido en un elemento esencial de la economía de las sie-
rras ecuatorianas. En el propio Quito y en otras ciudades menores de la monta-
ña, los talleres (obrajes), que a menudo utilizaban mano de obra sernilibre al igual
que los de Nueva España, habían producido tejidos que se vendían en muchas zo-
nas del Perú y en el Oeste de Nueva Granada, así como en al ámbito local. Más
tarde, en la segunda mitad del siglo XVIII, Quito perdió la mayor parte del merca-
do peruano y las telas extranjeras siguieron ganando mercados aún más próximos
(Marchán, 1989: 250-252).
La crisis manufacturera de Quito tuvo una repercusión inevitable en los in-
gresos fiscales así como en los propietarios de obrajes y criadores de ovejas, que
eran a menudo las mismas personas, es decir, miembros de una clase alta criolla
y pretenciosa que comprendía a numerosos condes y marqueses. El impacto fue
menos grave para la sociedad indígena americana que coexistía con la sociedad
hispana de los criollos, algunos españoles europeos y un número creciente de
120 DAVID BU SH N EL L

mestizos. Los indios eran una mayoría sustancial en las tierras altas andinas, don-
de aproximadamente la mitad continuaba viviendo en tierras comunales, excepto
cuando las dejaban temporalmente para vender su producción o ganar dinero; la
mayoría de los demás eran residentes permanentes en haciendas criollas, general-
mente en una situación de trabajo servil.
Sin embargo, otros indios de la montaña, por no mencionar a los mestizos, se
abrieron camino hacia la llanura costera de Guayaquil, donde la producción de
cacao aumentaba con rapidez. Esta expansión se debía en gran medida a la mis-
ma liberalización del comercio dentro del imperio que había afectado a los obra-
jes de Quito: ahora no sólo era posible enviar cacao a España directamente por
vía marítima en vez de pasar por Panamá, sino que era más fácil penetrar en el
mercado de Nueva España. A diferencia de la industria del cacao venezolana, la
de Guayaquil no empleaba un número apreciable de esclavos, pero el dinamismo
de la economía y la sociedad costeras se parecía al de Venezuela y contrastaba cla-
ramente con la decadencia de las zonas montañosas.

Los dos Perús

Quito, en el siglo XVII, formaba parte de un <<sistema>> andino -descrito de ma-


nera convincente por el historiador económico argentino Carlos Sempat Assadou-
rian- (Assadourian, 1983), cuyo eje estaba constituido por las minas de plata de
Potosí en el Alto Perú (la Audiencia de Charcas, esto es, la actual Bolivia) y que
se extendía hacia el Sur, llegando hasta el Río de La Plata. La pérdida de los mer-
cados textiles peruanos aflojó los vínculos de Quito con el sistema. Las reformas
comerciales y administrativas de los Barbones, por las que el Alto Perú se agregó
al recién creado Virreinato del Río de La Plata (1776), y que permitieron el esta-
blecimiento de relaciones comerciales regulares entre el puerto de Buenos Aires y
España, desviaron hacia el Atlántico las exportaciones de plata de Potosí y gran
parte del comercio de la región, en detrimento de la salida peruana al Pacífico. Aun
así, las relaciones económicas anteriores, que vinculaban el Bajo Perú, y en par-
ticular a sus provincias meridionales (que tras la rebelión de Túpac Amaru en
1780-1781 constituyeron la nueva Audiencia de Cuzco), con el complejo de Po-
tosí, se vieron debilitadas pero no desaparecieron.
En el ámbito geográfico que corresponde hoy en día a Perú y Bolivia la carac-
terística social más destacada era, en mayor medida aún que en Quito, la presen-
cia de pobl~iones indígenas americanas, que antaiio habían formado parte del
Imperio inca y ahora estaban bajo la autoridad de la Corona española. No sólo
constituían la gran mayoría de la población total, sino que se trataba además de
conglomerados de sociedades distintas, para qui_enes las fronteras de las jurisdic-
ciones españolas no tenían mucho sentido. Tenían costumbres y lenguas propias,
auñ cuando el quechua sirviera de lingua franca en la mayor parte del Perú, por
no hablar de fa sierra de Quito; el aimará desempeñaba igualmente, en menor me-
dida, esa función en el Alto Perú, aunque allí el quechua fuera también importan-
te. Características comunes de estas sociedades indígenas eran su adhesión a tradi-
ciones comunitarias vigorosas, y en particular a un sistema de tierras comunales,
y la existencia de jerarq~ías sociales internas, en cuya cúspide se encontraba una
ES TR U CT URA SO C IA L Y ESPA C IO G EOGRÁ FICO 121

clase de caciques, por lo general hereditarios, que a su vez servían de intermedia-


rios frenrea la sociedad y el gobierno españoles, a los que los nativos pagaban tri-
buto y suministraban mano de obra. Los sistemas de trabajo forzado que estuvie-
ron vigentes en gran parte del imperio habían desaparecido ya en la última fase
del período colonial, pero el sistema de la mita seguía aplicándose en las minas de
Potosí y a él tenían que someterse las com"Unidades indias, tanto del Perú meridio-
nal como del Alto Perú. La producción de plata de Potosí había registrado una no-
table disminución, con respecto a los niveles máximos alcanzados tiempo atrás, y
-por fortuna para los indios- disminuyó también la demanda de mano de obra,
au nque el centro minero experimentó una recuperación limitada a mediados y fi-
nales del siglo XVIII. Por otra parte, Potosí no era el único lugar al que tenían que
ir los trabajadores sometidos a la mita. La población indígena estaba también con-
denada a otras formas de trabajo forzado semilegal; y sea como fuere, tenía que
conseguir dinero para pagar el tributo.
La disminución de la producción de plata de Potosí fue el resultado (entre
otras cosas) del agotamiento de los filones más fáciles de explotar y de los pro-
blemas de abastecimiento del mercurio importado de España para el refinado. Esa
decadencia quedó reflejada de modo espectacular en el hundimiento demográfi-
co de la propia ciudad, que pasó de ser el principal centro urbano del Nuevo
Mundo a principios del siglo XVII a tener a lo sumo unos 40 000 habitan tes en
1780, esto es, la cuarta parre aproximadamente del nivel máximo alcanzado en el
período de auge de la ciudad, y una población aún menor después de la indepen-
dencia (Buechler, 1989 y Tandeter, 1992). Esto repercutió también, inevitable-
mente, en los ingresos fiscales y la actividad comercial. Sin embargo, en un plano
más general, la decadencia de Potosí se vio en gran medida compensada por el
lento incremento de la producción de plata en las provincias que dependían di-
rectamente de Lima. La producción del Bajo Perú, donde la mayor parte de las
minas eran pequeñas explotaciones que empleaban mano de obra libre, se dupli-
có con creces durante el último cuarto del siglo XVIII. El incremento más conside-
rable fue el registrado por el Cerro de Paseo en la sierra central, cuya producción
llegó a superar en 1804 a la de Potosí (Fisher, 1977). Perú no podía todavía riva-
lizar con México en cuanto a producción minera, pero la exportación de plata,
junto con las importaciones de mercancías indirectamente financiadas por la pla-
ta, permitió al Perú seguir siendo el principal foco del comercio de España con
América del Sur. Y eso pese al crecimiento globalmente más dinámico de Vene-
zuela y del Río de La Plata, y pese a las reformas de los Barbones, que pusieron
prácticamente fin al papel de Lima como centro comercial.
El monopolio del comercio suramericano que, en teoría, ejercía Lima era ya
de hecho letra muerta antes de las reformas imperiales, y las quejas del Consula-
do de Lima o gremio de mercaderes sobre la rui na que iban a acarrear dichas re-
formas no han de tomarse en serio. Digamos más bien que, según las investiga-
ciones recientes, los mercaderes más ricos y de orientación más tradicional, que
controlaban el Consulado, perdieron cuotas de mercado a manos de hombres
nuevos y ambici osos, que a veces acababan de llegar de Espaúa; mientras que la
población en general, o al menos la minoría hispanizada que compraba la mayor
parte de los bienes importados, se benefició de la disminución de los precios. Los
122 DAV I D BU SHNEL L

artesanos y los fabricantes locales, claro está, no se beneficiaron, pero en los An-
des, donde estaban concentrados los obrajes peruanos, los productores locales se-
guían protegidos, además, por el elevado coste del transporte (Fisher, 1990: 150,
157-163).
Aunque desde el punto de vista del comercio de Ultramar Perú fuera aún más
que Nueva Granada una colonia que exportaba un solo producto (si bien en este
caso se tratara de plata, y no de oro), gran parte del cacao de Guayaquil salía del
puerto del Callao y parecía pues técnicamente una exportación peruana, como es
obvio, de importancia mucho menor. H abía también algunos cultivos para la ex-
portación en las grandes plantaciones de los valles costeros, donde se utilizaba a
esclavos africanos para la producción, en particular, de azúcar destinado al co-
mercio intercolonial con Chile. Sin embargo, los agricultores chilenos enviaban
grandes cantidades de trigo a Perú y, a finales del siglo XVIII, habían llegado a eli-
minar prácticamente "la producción de trigo de dicha región costera. En valor, el
intercambio de mercancías era desfavorable al Perú, pero como el transporte y la
distribución estaban en manos de los mercaderes limeños (que solían tener tam-
bién intereses en la agricultura costera), éstos obtenían una parte desproporcio-
nada del total de las ganancias (Burga, 1989: 231-232, 246). Éste fue otro de los
motivos por los cuales Lima, pese a las lamentaciones del Consulado y de otros in-
teresados, no sufrió la misma suerte que Potosí y siguió creciendo, aunque a un rit-
mo menos acelerado que La Habana o Caracas, siendo todavía la tercera o cuarta
ciudad más importante de Hispanoamérica en vísperas de la independencia.
A la agricultura de la sierra parece, en conjunto, haberle ido mejor que a la
de la costa durante la última fase del período colonial. Obra de comunidades in-
dias, haciendas criollas y pequeñas explotaciones independientes relativamente
poco numerosas, estaba dirigida exclusivamente al mercado interno y especializa-
da en cereales indígenas y cultivos de raíces y tubérculos. No tuvo que enfrentar-
se con la competencia chilena y la producción comunal indígena se recuperó rá-
pidamente -más que la de las haciendas- tras la perturbación causada por la
rebelión de Túpac Amaru (Burga, 1989: 239-242, 248 -250). La agricultura de la
sierra se benefició también forzosamente, en cierta medida, del desarrollo mine-
ro de la región. Por otra parte, el cultivo del algodón en la zona de Arequipa y la
cría de ganado lanar en otros lugares suministraron materia prima a los obrajes y
a los pequeños talleres de hilanderos y tejedores, cuya producción siguió llegan-
do en parte al Alto Perú, pese a los problemas de Potosí (Fisher, 1990: 160-1 63).
En el Alto Perú, la agricultura y la ganadería adquirieron una importancia relati-
va cada vez mayor, al progresar gradualmente tras la gran rebelión, pero sufrie-
ron el azote de sequías pertinaces y devastadoras durante el primer decenio del
siglo XIX (Tandeter, 1991, 35-71).
La repercusión económica de la rebelión de Túpac Amaru se dejó sentir por
poco tiempo, pero sus consecuencias sociales fueron más duraderas. En particu-
lar, como la sublevación fue aplastada ante todo por mjlicias indias alistadas por
la fuerza al servicio de los españoles, contribuyó a agudizar las disensiones entre
los grupos étnicos americanos. Dejó asimismo un sentimiento de temor y descon-
fianza hacia los indígenas en la población de origen hispano, que la hizo más re-
celosa ante cualquier cambio y más decidida a mantener el orden social existen-
EST RU CTU RA SOC I AL Y ESPA CIO G EOGRÁFI C O 123

te. Bien es verdad que los grupos dominantes de nobles, poderosos mercaderes, y
propietarios de minas y burócratas engreídos tampoco necesitaban el temor a la
agitación india para soñar con nostalgia con la edad de oro de antaño y acumu-
lar moti\'OS de queja, reales e imaginarios. Tampoco se oponían sistemáticamente
a todo cambio político, como bien pudo verse después de 1810. Sin embargo,
dentro de la minoría blanca, la división más profunda se debía probablemente a
factores regionales. Estaba, ante todo, el resentimiento con que las elites locales
de Cuzco y Areguipa miraban a las de Lima, que se aferraban a sus antiguos pri-
vilegios para lograr, por ejemplo, que los préstamos para la explotación minera
se concedieran al Cerro de Paseo y no a las minas de la jurisdicción de Cuzco.
Como pudo verse durante las primeras fases de la rebelión india y después duran-
te la independencia, dichas rivalidades podían en algunos casos dar origen a alian-
zas temporales que a veces trascendían las fronteras étnicas y de casta (Fisher,
1979: 232-257).

Chile y el Río de La Plata

La extremidad meridional del imperio español comprendía la Capitanía General


de Chile, que era todavía una dependencia del Virreinato del Perú, y la parte del
Virreinato del Río de La Plata que dependía directamente de las autoridades de
Buenos Aires, es decir, con exclusión de la Audiencia de Charcas o el Alto Perú.
Estos territorios tenían en común una población racialmente mixta y una econo-
mía en la que los cereales y el ganado de tipo europeo desempeñaban un papel
muy importante. Había también allí fronteras de colonización más allá de las cua-
les se extendían grandes regiones vacías, o escasamente pobladas por sociedades
indígenas autónomas.
Entre las colonias españolas, Chile era excepcional por su homogeneidad ét-
nica y la relativa sencillez de su estructura social. Se trataba también de una colo-
nia con un territorio compacto y de fácil gobierno, cuya zona útil estaba consti-
tuida por una estrecha faja de unos 1 000 kilómetros de largo, cuyas fronteras
eran la principal cadena andi na al Este y el océano Pacífico al Oeste. En el Nor-
te se encontraba un distrito minero, aproximadamente donde empezaba el desier-
to de Atacama, que Chile compartía con los dos Perús; dicho distrito producía
oro, plata y cobre en cantidades que aumentaron constantemente durante la se-
gunda mitad del siglo XVIII, aunque no en una escala que le permitiera rivalizar
con las otras dos colonias, y menos aún con México. Sea como fuere, el verdade-
ro corazón de Chile estaba constituido por el Valle Central, fértil y de clima tem-
plado, donde estaba situada la capital, Santiago, y vivía la mayor parte de la pobla-
ción. Se trataba de una zona predominantemente agrícola, con trigales y viñedos
que producía n sobre todo para el consumo interno -exceptuando las exporta-
ciones a Perú de que hemos hablado anteriormente- y donde el predominio co-
rrespondía a una minoría de terratenientes criollos cuya liquidez era limitada,
pero que poseía siñduda alguna la mejor parte del medio de producción. Los te-
rratenientes explotaban sus tierras con la ayuda de una clase de arrendatarios o
inquilinos, esencialmente mestizos, cuyas condiciones de vida no eran precisa-
mente envidiables, pero que disfrutaban de la seguridad que les daba la relación
124 DAV ID BUSHNE l l

vagamente paternalista que mantenían con sus patronos. Los inquilinos se encon-
traban por lo menos en mejor situación económica que los braceros sin tierra, que
tenían trabajo durante la cosecha y solían errar durante el resto del año por los
campos chilenos.
Santiago, con su burocracia y demás actividades profesionales, experimentó
un desarrollo urbano moderado, y lo mismo puede decirse de V<!lparaíso, su puer-
to, donde vivía un grupo de mercaderes no demasiado numeroso pero importan-
te. No obstante, la sociedad chilena seguía tenjendo una orientación básicamente
rural. Además, la parte más meridional del Valle Central y, más allá, la zona de
montañas y rías que se extendía hasta la Tierra del Fuego seguía estando ocupa-
da por poblaciones indígenas, en particular del grupo araucano. Los araucanos
habían luchado de modo intermitente con las fuerzas militares y los colonos es-
pañoles desde el inicio de la colonización. Por fin la frontera llegó a estabilizarse
a lo largo del río Bío Bío, no lejos de la ciudad de ~oncepción; más allá, y excep-
to en algunos pequeños enclaves españoles dispersos por la costa, los araucanos
conservaban su independencia y su modo de vida. La tradjción de lucha con los
indígenas contribuyó a fortalecer el sentimiento de identidad colectiva y solidari-
dad entre la población española (Villalobos et al., 1982)
Los araucanos y otras sociedades indigenas nómadas y seminómadas ocupa-
ban regiones mucho más vastas al Este de los Andes, en particular, tanto la Pata-
gonia serniárida como la parte meridional de la fértil Pampa argentina. Los indios
de las pampas, provistos de caballos europeos, representaban una amenaza cons-
tante para los confines de la zona ocupada por los españoles, (rontera fluctuante
y no definida con claridad como la del río Bío Bío en Chile. Pese a los fu ertes
fronterizos y a la militarización rural (consistente en un servicio de milicia en teo-
ría obligatorio pero que a menudo era posible eludir), por no hablar de los esfuer-
zos por ganarse la confianza de los indígenas con regalos, los poblados aislados
eran atacados a menudo por bandas móviles de indios que se apoderaban del ga-
nado y capturaban a las mujeres y a los niños, dando muerte por lo general a los
hombres. Sin embargo, había también una extensa tierra de nadie ocupada por
manadas de anjmales bravíos, por donde erraban bandas de vaqueros - muchos
de ellos gauchos indómitos, parecidos a los llaneros venezolanos, dedicados oca-
sionalmente al contrabando y actividades semejantes- que realizaban incursiones
de vez en cuando para hacer grandes matanzas de animales y apoderarse de las
pieles. La carne se dejaba pudrir al aire libre, ya que las necesidades del consumo
local se veían satisfechas por las estancias próximas a Buenos Aires, y todavía no
se había encontrado una manera práctica de exportarla (Mayo, 1987: 251-263).
Fue en la orilla oriental del estuario del Río de La Plata, en la Banda Oriental,
o sea el actual Uruguay, donde empezó de hecho la exportación regular de carne.
A partir del decenio de 1780-1 790, empezaron a cre?fse saladeros, establecimien-
tos donde se preparaba, secaba y salaba la carne de vaca para la exportación, des-
tinada sobre todo a las zonas de plantaciones de Brasil y el Caribe, para el consu-
mo de los esclavos. Esta misma región producía trigo, y los cultivos alternaban
también con el pastoreo en la faja poblada del lado occidental del estuario, es de-
cir, el de Buenos Aires. Ha habido debates entre los historiadores durante los úl-
timos años acerca de la importancia relativa de la producción de cereales y de la
ESTRUCTURA SOC I AL Y ESPACIO GEOGRÁFICO 125

cría de ganado en la economía de la región del Río de La Plata y, aunque no se


haya llegado a un acuerdo, no cabe duda de que la agricultura tenía más impor-
tancia, antes de la independencia, de lo que podía hacer pensar la imagen conven-
cional de la Argentina (y el Uruguay) como tierras esencialmente ganaderas (Ga-
ravaglia y Gelman, 1989). H a surgido también otra controversia historiográfica
en lo referente a la importancia relativa, entre los trabajadores rurales, de los peo-
nes que residían de modo permanente en las estancias, los gauchos independien-
tes (contratados por un salario determinado en los momentos de mayor presión
de trabajo) y los esclavos negros. La verdad es que, también en este caso, todos
los que han intervenido en el debate parecen tener su parte de razón; lo cual quie-
re decir que la estructura de la sociedad rural rioplatense era bastante compleja
(Mayo et al. , 1987: 23-70).
Los propios terratenientes no constituían un grupo homogéneo, y entre ellos
había desde un número considerable de pequeños granjeros cuyo modo de vida
era muy humilde, hasta un puñado de grandes estancieros en los que podemos ver
a los antepasados de los grandes ganaderos de la Pampa posteriores a la indepen-
dencia, pero con riquezas y prestigio muy inferiores (Mayo, 1991: 761-779). En
la sociedad rioplatense de la última fase de la colonia, los principales resortes del
prestigio social y la influencia poütica eran urbanos y no rurales: la burocracia, el
comercio y otras actividades profesionales conexas de Buenos Aires. La burocracia
se- desarrolló, claro está, tras la creación del Virreinato en 1776, mientras que la
actividad comercial del puerto se vio favorecida por la instauración de la libertad
de comercio con el imperio y por la reorientación del comercio de Potosí, que pasó
del Pacífico al Atlántico. Incluso antes de esa época, Buenos Aires había funci ona-
do como parte del sistema económico centrado en el complejo minero del Alto
Perú, como punro de salida de metales preciosos y punto de entrada de mercan-
cías, ya fuera en virtud de exenciones especiales, ya fuera gracias a un contraban-
do abundante y en gran medida tolerado. Al legalizarse y ampliarse esa actividad
comercial, Buenos Aires, junto con el orro puerto subsidiario (y rival) que era
Montevideo, empezó a ocuparse también del creciente come rcio de cueros y ceci-
na. Sin embargo, hasta la independencia, aproximadamente el 90o/o de sus expor-
-taciones consistían en la plata del Alto Perú (Halperín Donghi, 1989: 121).
Entre los mercaderes de Buenos Aires, pocos eran aquellos cuya fam ilia se re-
montaba a los primeros colonizadores; por lo general, habían llegado al Nuevo
Continente en el siglo >-.'VIII. Muchos de los principales perso najes eran de hecho
españoles de la Península, que se casaban con mujeres de la sociedad criolla pero
mantenían relaciones de negocios con las firmas mercantiles de Cádiz. Solían te-
ner traros con buques no españoles, de países neutrales o amigos, que llegaban a
Buenos Aires, po r no hablar ya del contrabando; pero también tenían intereses en
los circuitos comerciales tradicionales y se oponían a menudo a un nuevo grupo
de negociantes en pieles, mercaderes de esclavos, y otros individuos (en muchos
casos, pero no siempre, criollos), que se interesaban sobre todo por comerciar
más allá de las fronteras del imperio (Socolow, 1978) . Sea como fuere, Buenos Ai-
res se había convertido en uno de los centros urbanos más dinámicos de Hispano-
américa, con una población de casi 45 000 habitantes en 1810. De éstos, aproxi-
madamente la cuarta parte eran esclavos y trabajaban en actividades de artesanía
126 D AVI D BUSHNE LL

o servicios. Los demás trabajadores eran, como en el campo, sobre todo pardos y
mestizos. Incluso un pequeño grupo de europeos no españoles se había instalado
allí, atraído por las oportunidades económicas que brindaba el puerto (García
Belsunce, 1976: 62, 71, 83-90, 99-1 01).
La influencia del Airo Perú iba siendo cada vez más evidente a medida que se
viajaba hacia el Noroeste, partiendo de Buenos Aires, a través de regiones del in-
terior que vivían en buena medida del tráfico de los carromatos o, más allá de Ju-
juy, las recuas de mulas. La existencia de un transporte por carro en gran escala
era algo poco común en la América española y únicamente era posible gracias al
paisaje llano de la Pampa; sólo tenía una importancia comparable en la meseta
central mexicana. En las provincias que atravesaba esta ruta se criaban animales
tanto para el transporte como para la exportación al Alto Perú; se fabricaban ca-
rros y guarniciones y se albergaba a carreteros y arrieros. Había también una agri-
cultura de subsistencia y tejidos de fabricación artesanal; la provincia central de
Córdoba participaba de modo marginal en la exportación de pieles del Atlántico.
Cuyo, provincia situada en la ruta hacia Chile y el Alto Perú, producía en cantidad
vino y brand}' para el comercio entre provincias, aunque la aplicación de la liber-
tad de comercio en el imperio hizo que la competencia europea redujera enorme-
mente su cuota del mercado de Buenos Aires. En las provincias del interior, la or-
ganización social era más parecida a la de otras partes de H ispanoamérica que a la
existente a orillas del Río de La Piara. Una pequeña elite de terratenientes, que ha-
bía establecido vínculos matrimoniales con las principales familias de mercaderes
provincianos, disponía de una influencia social y política aproximadamente pro-
porcional al número de peones que para ellos trabajaban en granjas y estancias. Los
artesanos locales constituían una capa intermedia y, sobre todo en el Noroeste, se
encontraban numerosas aldeas de comunidades indias; sin o lvidar que la cu ltura
popular mestiza estaba impregnada de elementos indígenas americanos.
La influencia indígena americana en la cultura mestiza era particularmente
notable en el nordeste, en la provincia de Paraguay, donde un pequeño estrato de
terratenientes y funcionarios espaiioles coexistía con un campesinado étnicamen-
te mestizo que había conservado el guaraní como lengua de uso cotidiano. Ese
campesinado debía prestar un servicio laboral a la clase privilegiada criolla, una
fo rma de encomienda que se mantenía e n Paraguay, aunque hubiera sido oficial-
mente abolida en el resto del imperio. Paraguay estaba acosado por tribus hosti-
les al Norte y al otro lado del río Paraguay -otro caso de situación fronteriza-
pero disponía de una sobreabundancia de tierras cultivables para apenas 100 000
habi tantes y producía un excedente de tabaco y hierba mate para el comercio in-
tercolonial, con productos que llegaban hasta Chile y el Alto Perú. El río Paraná
proporcionaba una salida para este comercio y ponía en relación a Buenos Aires
con otros distritos ribereños, cuya producción de pieles se incorporó progresiva-
mente al comercio atlántico (Whigham, 1991: 1-20).

Brasil

La colonia portuguesa de Brasil se extendía desde la zona templada del Sur -su
provincia más meridional de Río G rande del Sur tenía una sociedad muy seme-
ESTR U CT URA SOCIA L Y ESPA CIO G EO G RÁFI CO 127

jante a la de Uruguay- hasta allende Ecuador en el Norte. Abarcaba la mayor par-


te de la cuenca del Amazonas, y aunque la mayor parte del territorio amazónico
reivindicado por Portugal esruviera tan poco afectado por una ocupación europea
efectiva como las llanuras tropicales transandinas ostensiblemente pertenecientes a
España, el gran río y sus afluentes eran más accesibles desde los centros de coloni-
zación portuguesa en el Atlántico que desde los asentamientos españoles del Pací-
fico o los Andes. Por consiguiente, Portugal conservaba casi sin esfuerzo todo el
centro del continente contra las incursiones y las pretensiones diplomáticas de Es-
paña. En la práctica, empero, el control no se extendía mucho más allá de los
principales cursos del río, mientras que el resto de la región estaba escasamente
poblado por sociedades amerindias casi completamente autónomas, salvo por
contactos intermitentes con comerciantes y cazadores portugueses (incluidos caza-
dores de esclavos indios). Los amerindios que se hallaban bajo control portugués
estuvieron sometidos, a partir de mediados del siglo XVIII, a presiones cada vez más
fuertes para transformarlos en trabajadores y súbditos (Hemrning, 1987: 1-1 27).
A muchos efectos, el Brasil colonial era una franja de una anchura máxima de
200 kilómetros a lo largo de la costa atlántica. Se ensanchaba en algunos lugares
(como los yacimientos de oro y diamantes de Minas Gerais), pero en realidad una
importante mayoría de colonos portugueses y sus descendientes y esclavos vivían
como máximo a 100 km de la costa y, al no haber una red de carreteras adecua-
da, los centros de población estaban relacionados principalmente por el transpor-
te marítimo, lo que daba a Brasil muchas de las características funcionales de un
archipiélago. La falta de caminos se debía no solamente a las dificultades del te-
rreno (mucho menores aquí que en las colonias españolas del Pacífico) sino tam-
bién al hecho de que cada asentamiento portugués estaba mucho más pendiente
de la madre patria en Europa y de las fuentes africanas de esclavos, con las que
comerciaba, que de las capitanías vecinas.
La IJanura costera brasileña, hasta Sáo Paulo en el Sur, albergaba una socie-
dad paradigmática de plantaciones de esclavos, dedicadas sobre todo al azúcar. Ya
desde el siglo XVI se daban en esa zo na algunas de las características de lo que iba
a ser más tarde la sociedad caribeña basada en la esclavitud. A finales del siglo
XVIII, había perdido parte de su importancia en el mercado mundial del azúcar (a
medida que las nuevas plantaciones caribeñas incrementaban su producción) y
como motor del crecimiento de Brasil, cuya economía colonial se estaba diversi-
ficando. Sin embargo, el azúcar seguía siendo el principal cultivo de exportación
y recuperó el puesto de producto de exportación más valioso que había perdido
en beneficio del oro durante el período de auge del oro brasileño, cuando éste co-
menzó a declinar, a partir de 1760. En cambio, la agricultura costera entró e n una
fase de expansión constante pocos años después. Las condiciones del mercado
mundial y algunos cambios de la política gubernamental contribuyeron a este fe-
nómeno, pero un factor más importante en el caso del azúcar fue la revol ución
de Sainr Domingue, que sirvió de estímulo tanto para la industria azucarera de
Brasil como para la más reciente de Cuba (Alden, 1987: 310-314, 330).
Un rasgo más propio de la sociedad de plantaciones brasileña que de la his-
panoamericana fue la relativa escasez de propietarios no residentes. Los lavrado-
res o cultivadores de caña de azúcar y también los senhores de engenho, que eran
128 DAV ID BUS H NEL L

propietarios de ingenios azucareros y ocupaban la cúspide de la jerarquía social,


vivían habitualmente todo el año en sus propiedades, en tanto que los dueños de
plantaciones de cacao de Venezuela, por ejemplo, pasaban probablemente más
tiempo en sus casas de Caracas. Nada indica claramente, sin embargo, que este
sistema condujera a un trato más paternal y benévolo de los trabajadores del azú-
car, que en las plantaciones y los ingenios eran en una abrumadora mayoría escla-
vos, hasta el punto de que en las zonas productoras de azúcar éstos constituían a
menudo el 65% o más de la población. Además, los elevados índices de mortali-
dad sumados a la baja fertilidad (y la desproporción entre los sexos ya que los
hombres eran abrumadoramente mayoritarios) obligaban a reemplazar continua-
mente la mano de obra con nuevas importaciones de África. En consecuencia, el
número de nativos africanos en relación a esclavos criollos, fue siempre elevado,
por lo que quedó una fuerte huella africana -reflejo de determinadas zonas de
África de las que eran oriundos los esclavos brasileños- en la cultura no sólo de
la población esclavizada sino también, en distintos grados, de todos los demás
brasileños (Scbwartz, 1987b : 82-84).
El azúcar era el principal cultivo de las plantaciones, pero no el único. Tam-
bién se producían y exportaban grandes cantidades de tabaco, café (en rápida ex-
pansión), cacao, algodón y arroz, y en todos estos cultivos se utilizaban esclavos.
También trabajaban esclavos en las explotaciones mineras de oro y diamantes de
Minas Gerais y Goiás; pero en la estructura social de las regiones mineras la je-
rarquía era menos nítida. Además de los explotadores de minas establecidos ha-
bía buscadores de oro independientes, vagabundos y especuladores, en un am-
biente generalmente turbulento. Otro tipo de sociedad surgió en las regiones
templadas del Sur de Brasil, desde el interior de Sáo Paulo hasta Río Grande del
Sur, donde se producían trigo y otros alimentos para el consumo local y para ven-
der en las zonas de plantaciones; una importante industria ganadera proporciona-
ba cecina y otros productos pecuarios. En las mesetas de Sáo Paulo, la agricultura
había utilizado inicialmente esclavos indios, y en la práctica algunos seguían traba-
jando penosamente en las explotaciones paulistas, pese a la definitiva abolición le-
gal de la esclavitud de los indios a partir de los años cincuenta del siglo XVUI. Como
en otras partes de Brasil, también había esclavos negros. Sin embargo, en general
la población laboral del Sur era libre y mestiza, en realidad, una mezcla triétnica
de indios, africanos y europeos. Los grandes terratenientes, por su parte, eran en
su mayoría descendientes de inmigrantes portugueses, pero pocos podían igualar
la riqueza o las acritudes aristocráticas de los senhores de engenho norteños.
Desde el extremo norte al extremo sur de Brasil, fuera de la franja de pobla-
ción relativamente más densa cerca de la costa, se encontraba una frontera abier-
ta que atraía a los esclavos fugitivos y a miembros inquietos o ambiciosos de la
población libre. Los antiguos esclavos constituyeron sus comunidades autónomas.
Otros emigrantes fueron en busca de metales preciosos (y en Minas los encontra-
ron), o se adueñaron de parcelas de subsistencia y fincas, o bien se dedicaron a
comerciar con los amerindios supervivientes. Una gran parte del interior del país
en vías de ocupación era semiárido, casi no existían caminos y, aunque Brasil con-
taba con tres sistemas fluviales interio res, su utilidad práctica era limitada: el
Amazonas y sus afluentes atravesaban una espesa selva tropical, la navegación por
ESTR U CTURA SOCIAL Y ESPACIO GEOG RÁF I CO 129

el Sáo Francisco estaba interrumpida por rápidos, y el Paraná y el Paraguay pasa-


ban por tierras españolas. Aun así, la dispersión de la población progresó gradual
pero inexorablemente en las últimas décadas del período colonial, lo que tuvo
como consecuencia un cierto grado de movilidad social, al menos horizontal.
El núcleo de la organización comercial interna del centro y el Sur de Brasil,
incluidas las zonas mineras, era Río de Janeiro, que en 1763 sustituyó a Salvador
como capital de la colonia. La ciudad de Río creció rápidamente, a finales del si-
glo casi un 10% anual, y con una población de cercana a los 100 000 habitantes
pasó a ocupar el segundo lugar, después de Ciudad de México, entre los centros
urbanos de América Latina. Sin embargo, esto no desmiente el carácter eminen-
temente rural de la sociedad brasileña, en la que los comerciantes urbanos tenían
menos prestigio que los grandes terratenientes y donde, a diferencia de la Améri-
ca hispana, sencillamente no existían instituciones típicamente urbanas como uni-
versidades e imprentas. En cambio, la única institución de primordial importancia
para Brasil tanto en los medios rurales como urbanos era la esclavitud. Engrosa-
da por constantes importaciones de África, la población de esclavos llegó a repre-
sentar un 40% del total de habitantes, a finales del período colonial, y solamen-
te en el extremo sur los esclavos eran una pequeña minoría (5.5% en Río Grande
del Sur). Junto con los negros y mulatos libres, constituían una clara mayoría (Al-
den, 1987: 290; Macaulay, 1986: 28-29 y Marcílio, 1985: 20-22) .
El creciente desequilibrio entre las razas reforzó el conservadurismo natural
de la minoría blanca, que tendió a agruparse por temor a las rebeliones de escla-
vos. Si bien comenzaba a surgir un sentimiento antiportugués entre los nativos de
Brasil (Mota, 1979: 29-30), alimentado por un resentimiento hacia los comer-
ciantes y burócratas provenientes de la madre patria, era menos importante que
el existente en las colonias españolas. De hecho, los blancos nativos y los portu-
gueses recién llegados estaban unidos no sólo por el temo r a la población negra
sino por lazos afectivos forjados durante estudios universitarios comunes y viajes
a Portugal (que desde Maranháo, por ejemplo, era más accesible que Río de J anei-
ro) y mediante matrimonios entre criollos y extranjeros. Tampoco había graves
quejas contra la política comercial portuguesa. En la práctica, Brasil ya formaba
parte del ámbito económico británico y Portugal desempeñaba la función de in-
termediario ineficaz pero, por lo general, soportable.

BREVE ANÁLISIS COMPARATIVO

Pese a las diferencias evidentes entre regiones, desde un enfoque comparativo es


posible discernir varias pautas y características comunes. En un nivel muy básico,
había colonias españolas cuyo rasgo sobresaliente era la persistencia masiva de so-
ciedades amerindias yuxtapuestas a las sociedades hispanas implantadas. Así ocu-
rría en Quito, Perú y Alto Perú en los Andes centrales, en Guatemala y México (en
particular en el Sur de México). En el extremo meridional de Suramérica y en la
cuenca del Amazonas, había comunidades indias autónomas que mantenían con-
tactos intermitentes con las sociedades establecidas por los europeos, pero no
compartían permanentemente el mismo ámbito geográfico. En las colonias fran-
130 D AV ID BUSHNELL

cesas y británicas del Caribe (y naturalmente en el Haití independiente) surgió otra


estructura étnica distinta, es decir, una población principalmente de origen africa-
no que, voluntaria o involuntariamente, había adoptado elementos de la civiliza-
ción europea política y socialmente dominante, pero sin abandonar una identidad
cultural afrolatinoamericana. También se encontraban enclaves marcadamente
afrolatinoamericanos en otros lugares, como los yacimientos mineros del Oeste de
Nueva Granada. Y en Brasil, como en Cuba a finales del siglo XVIII, los esclavos
junto con los negros y pardos libres constituían claramente la mayoría de la po-
blación, aunque en proporción menos abrumadora que en el Caribe no hispano.
Las personas de ascendencia española o portuguesa más o menos pura, si bien
ocupaban los rangos más elevados en la estructura social y política, solamente
eran mayoría demográfica en Costa Rica. Por otra parte, sumadas a la población
hispanizada de raza mixta, superaban ampliamente el número de negros e indios
en la mayor parte del imperio español. En Venezuela, la población mixta estaba
generalmente compuesta por pardos, término empleado con suficiente vaguedad
como para abarcar a muchos que, de hecho, eran de origen triétnico, y otro tan-
to puede decirse de Puerto Rico y Santo Domingo. En otros sitios, es decir, en
Nueva Granada, Chile y el Río de La Plata, en América Central aparte de Chia-
pas y Guatemala y en México central y septentrional y, por lo demás, en ciertas
partes de Brasil, consistía en mestizos descendientes de europeos y amerindios.
Las proporciones relativas de blancos, pardos y mestizos variaban naturalmente,
pero a finales de la era colonial el proceso de mezcla racial (y, por ende, cultural)
había dejado una huella indeleble en América Latina.
Según una tipología económica, se pueden clasificar en una categoría amplia
de colonias mineras a México, Perú, Alto Perú y, con importantes reservas, a Nue-
va Granada y Brasil. Como tales, eran las regiones que mejor se adecuaban a las
imágenes estereotipadas de la América Latina colonial. En ninguna de ellas la in-
dustria minera empleaba más que una pequeña minoría de habitantes, pero como
consumidora de productos agrícolas y de otra índole, y como generadora de ex-
portaciones, ingresos públicos y (en unos casos más que en otros) ingresos priva-
dos, desempeñaba un papel fundamental. También lo hacía en algunas subregiones
de otras colonias, por ejemplo, en Chile. Pero, en el último período de la colonia,
Brasil podría clasificarse más bien como colonia de exportaciones agrícolas, jun-
to con Cuba, las islas británicas y francesas del Caribe, Venezuela y el Río de La
Plata. Entre estas regiones, Cuba y la zona rioplatense se habían convertido sólo
recientemente en importantes ejemplos de la categoría agroexportadora. La zona
litoral de Ecuador y la intendencia de San Salvador, por no mencionar a Chile y
a Paraguay, en lo que respecta al comercio entre colonias, también se dedicaban
a las exportaciones agrícolas, pero sin el grado de concentración existente en
Cuba o Venezuela. Por consiguiente, es mejor considerarlas globalmente como so-
ciedades agrícolas autosuficientes. Lo mismo puede decirse de Nueva Granada, en
cuanto a sus actividades, con la excepción del comercio de exportación. Huelga
decir que estas clasificaciones económicas, al igual que las étnicas, son necesaria-
mente aproximativas y no excluyentes.
Los casos de Cuba y el Río de La Plata ilustran claramente el hecho de que las
características étnicas y económicas de una sociedad nunca son completamente
ESTR U CT U RA SOC I A L Y ESPACI O GEOGRÁFICO 131

estáticas. Así, desde el punto de vista de la dinámica social, puede decirse que am-
bos territorios experimentaron un rápido cambio: un crecimiento cuantitativo es-
pectacular que, empero, no se tradujo en igual medida en una transformación
cualitativa. Otro tanto puede decirse de Venezuela y del Saint Domingue prerre-
volucionario (ya que en el Haití independiente el crecimiento se detuvo, aunque
la transformación se aceleró). Posiblemente los contemporáneos habrían incluido
a México en esta misma categoría, pero hoy día parece más apropiado conside-
rar el caso mexicano como el de un crecimiento económico desigual combinado
con una polarización social cada vez mayor, mientras que el desarrollo regular
aunque generalmente poco espectacular de Chile fue acompañado de una estabi-
lidad social bajo la cómoda hegemonía de la elite criolla. La expansión de las ex-
portaciones agrícolas de Brasil (que compensó la decadencia del sector minero) se
sumó a la persistencia de un orden social esclavista, en el que las capas dominantes
se resistían a cualquier cambio fundamental y lograron detenerlo. La preocupación
de Jos brasileños blancos, y también de los cubanos, por las posibles rebeliones de
esclavos tenía mucho en común con el temor de los criollos y peninsulares de am-
bos Perús a la mayoría indígena, y justificaría una agrupación de todas estas re-
giones con México como muestra de polarización social; simplemente, en Méxi-
co las diferencias raciales no eran tan evidentes. Asimismo, marcadas divisiones
de casta persistieron en todas las regiones en que los indios eran numerosos (Qui-
to y Guatemala así como Perú y Alto Perú).
En el extremo opuesto de las regiones de crecimiento dinámico se encontra-
ba la sierra quiteña, caracterizada por signos de decadencia general. Existían in-
dicios similares en Perú, aunque su decadencia estaba más relacionada con la pér-
dida de importancia en el esquema de la organización imperial y con la retórica
de quienes defendían intereses particulares que con los resultados socioeconómi-
cos reales. Por último, otras tres colonias españolas resultan difíciles de clasificar:
Santo Domingo, afectada por los acontecimientos del país vecino con el que com-
partía la isla; Puerto Rico, que comenzaba apenas a salir de una situación de pro-
longada depresión, y Nueva Granada, que ofrecía un panorama de estancamien-
to generalmente poco destacable.
Todos los rasgos regionales enumerados aquí, incluido el estancamiento, esta-
ban desde luego sujetos al cambio y algunos iban a desaparecer, aunque sus efec-
tos nunca se neutralizarían totalmente, como resultado de la lucha independentis-
ta. Así, lejos de continuar con su crecimiento económico y de otro tipo, Venezuela
fue una de las regiones más perjudicadas por la lucha; sin embargo, con el tiem-
po reanudaría la expansión de las exportaciones agrícolas, sustituyendo simple-
mente el cacao por el café como producto principal. Con todo, los antecedentes
de crecimiento dinámico de Venezuela, que dieron lugar al establecimiento de es-
trechos vínculos con regiones no pertenecientes al imperio español, ayudan al me-
nos a explicar su ulterior función de líder en el movimiento independentista. En
las postrimerías de la era colonial, el Río de La Plata presenta una situación com-
parable, lo que desde luego no es cierto en el caso de Cuba, donde las concesio-
nes comerciales españolas se combinaron con un mayor temor a las rebeliones de
esclavos para preservar la relación con el imperio (Domínguez, 1985: 178-182,
235-242). Es obvio que ningún factor aislado puede explicar el comportamiento
132 DAV ID BU SHNE LL

de una región determinada en el conflicto subsiguiente. Es asimismo evidente que


las diversas características sociales que se habían puesto de manifiesto a finales de
la época colonial iban a condicionar la conducta de las distintas regiones, tanto
en el conflicto venidero como en la etapa posterior.

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