Sacramento Del Amor
Sacramento Del Amor
Sacramento Del Amor
En ‘El Sacramento del Amor’ (título que fue brindado por San Juan Crisóstomo, uno de los
pocos Padres de la Iglesia cuya preocupación pastoral y epistolar apuntara a una valoración del
amor humano) Paul Edvokimov basa su tesis sobre dos relatos de la creación del hombre y de la
mujer presentes en el Génesis, relatos que Cristo retoma juntos a fin de mostrar simultáneamente
la unidad y la alteridad en la pareja. Desde una profunda exégesis judía, se afirma que Dios creó
al ser humano (ha adam) macho y hembra. No toma una costilla, toma una mitad de esta realidad
aún no plenamente diferenciada. Ubica a la mujer frente al hombre.
Se trata del descubrimiento de otra persona que me es, sin embargo, consubstancial (carne de mi
carne y hueso de mis huesos). Las correspondencias teológicas son obvias y Edvokimov no
encuentra dificultad en iluminarlas: el misterio de la Trinidad, el Dios inaccesible que se hace a
Sí mismo accesible. En su plenitud original el amor humano refleja la Comunión de la Trinidad.
La alteridad de Dios es la fundamentación de la alteridad del otro y Su gracia es el basamento
para el encuentro.
Edvokimov conoce la vida y conoce la lúcida diagnosis de los ascetas demasiado bien como para
dejarse gobernar por el lirismo. Señala que la separación de Dios ha conducido y conduce a la
separación del otro. La distinción entre hombre y mujer dentro de la unidad se ha tornado una
“batalla de los sexos” altamente imperdonable por la proximidad del Paraíso experimentada
constantemente y constantemente perdida, que conduce al hombre y a la mujer a hallarse cada
vez más desencantados uno del otro.
La esclavitud de la mujer, su revancha, la fascinación que ella ejerce, la demonización de lo
femenino, la gnosis ‘de fusión’ que la Escritura aborrece, son muchos de los aspectos de la
presente situación de Eros. El autor, frecuentemente irónico en este libro, cuestiona el concepto
occidental de ‘ley natural’. La poligamia fue natural en tiempos de los Patriarcas del Antiguo
Testamento como lo es hoy en el Islam. La poliandria fue ‘natural en Tibet. En el siglo XIX se
consideró natural que la prostitución brindara el necesario balance para la monogamia puritana
de la familia burguesa.
Solamente Cristo, afirma Edvokimov, puede realmente reconciliar al hombre y la mujer y lograr
una armonía entre la persona y Eros. El ‘Sacramento del Amor’ reconcilia los dichos del
Apóstol: ‘En Cristo no hay ni macho ni hembra’, y ‘En Cristo la mujer no lo es sin el hombre ni
el hombre sin la mujer’. Ambos son considerados en la plena dignidad de la persona,
independientemente de la función definida de cada uno. Al mismo tiempo es restablecida la
consubstancialidad nupcial y los dos polos ocupan su lugar en la plena imagen de Dios.
Desde esta óptica, no resulta necesario defender el misterio del matrimonio, pues ello lleva su
propia justificación. Nada para regular salvo la comunión entre hombre y mujer en toda su
plenitud sacramental. ‘Desde esta plenitud emergente el niño viene como un fruto, pero no es la
procreación lo que establece y determina el valor del matrimonio’ escribe Edvokimov. El
verdadero amor es fructífero, pero esta cualidad no se expresa solo por los hijos. También lo
hace en hospitalidad y servicio y en ocasiones, mediante una creación común.
En la miseria y el desorden de nuestras vidas el verdadero amor demanda, como en el
monaquismo, pero de modo más humilde y quizás prosaico, ascetismo y santificación. Incluso
implica, en el hombre y en la mujer, un ‘monaquismo íntimo’, la saludable soledad que cada uno
ha de respetarle al otro a fin de preservar despierto el sentido de alteridad propia. En ocasiones
solo la distancia permite que se perciba la unidad. Solo una conciencia de que, cuanto más
conocemos al otro más permanece desconocido, crea una profundización y una renovación del
amor.
Este ascetismo del amor humano encuentra su total sentido en el concepto de castidad, tan
importante para los filósofos religiosos rusos. Castidad no implica necesariamente continencia.
Significa integridad y plenitud del espíritu, del cardio-espíritu asumiendo todo el poder de la vida,
de Eros, en el encuentro con una persona que vuelve al cuerpo no un objeto sino la poesía de la
verdadera ternura. El lenguaje del cuerpo sería un grito incomprensible y desgarrador al corazón,
si no clamase por verdadera eternidad, lo único a desplegar a lo largo del tiempo, con paciencia y
con fidelidad.
El hombre y la mujer comprometidos en este misterio deben saber que solo podrán comprender,
de modo incompleto, el ilimitado amor que va delante de ellos y los sostiene, el de Cristo y de la
Iglesia, el propio de la Comunión de la Trinidad. Para la pareja siempre (o casi siempre) es
posible recapturar esta inagotable profundidad que renovará su unión, mediante el perdón, la
humildad y la verdad, que son más profundos que su frágil e inestable amor.
La Iglesia brinda el sentido y ofrece el poder dador de vida del sacramento, pero no para imponer
restricciones y panaceas. La Iglesia Católica Romana ha querido regular la planificación familiar
prohibiendo el control artificial del embarazo. La Iglesia Ortodoxa conoce tentaciones similares,
más de lo que Edvokimov admite. En general, se obra con la mayor discreción. Se trata el tema
personalmente y se consideran los ‘estadíos’ transitados en la vida matrimonial. La Iglesia
explica el sentido y la inmensidad del amor, la ascesis y la responsabilidad que implica, y
denuncia la extrema gravedad del aborto. En el resto, la Iglesia Ortodoxa considera que nadie
puede decidir por la pareja. Ellos son lo único importante. La cualidad de su relación y no los
métodos, que pueden o no ser ‘naturales’. Tales diálogos, con clérigos célibes tienen algo de
mórbido (o solamente cómico). Se puede acudir a un director espiritual para explicarlo y dejar el
resto librado a la conciencia de los esposos, quienes pueden buscar ayuda.. Esta es la actitud de
la Iglesia rusa, de la que habla Edvokimov. También es la posición del Patriarca Atenágoras.
Es verdad que el contexto histórico ha cambiado. Por primera vez en la historia la mujer goza de
un completo control sobre la concepción, control que, en el contexto del nihilismo
contemporáneo, amenaza con el suicidio colectivo a importantes grupos de la raza humana. Se ha
tornado más necesario enfatizar la importancia y el misterio del hijo, el consciente acto de fe que
es ‘traer a la vida’, biológica y espiritualmente, a este extraño invitado de la pareja.
Finalmente Edvokimov nos recuerda que la Iglesia, madre amorosa, no excluye a los divorciados
de la comunión, y, en ciertos casos, determina que un matrimonio no existe, y avanza hasta
bendecir a subsecuentes matrimonios, cuando hay espíritu de arrepentimiento.
No es complacencia, es real ‘economía’ evangélica, en manos de hombres espirituales y de
obispos, donde la persona y su único destino van por delante de todo legalismo. ‘El Sabbath fue
hecho para el hombre y no el hombre para el Sabbath’.
Esta perspectiva comienza a dejar de ser ignorada por la cristiandad Occidental, jaqueada por sus
problemas. Recordemos que se trata de la actitud de una Iglesia (Ortodoxa) que nunca fue laxa ni
secularizada, que siempre puso por delante el carácter del sacramento y la necesidad del
ascetismo.
Olivier Clement.
INTRODUCCION
“No has leído que Él, quien los hizo desde el principio los hizo masculino y femenina, y dijo ...el
hombre ha de unirse a su esposa y ambos serán una carne?”. Dijo a los discípulos, quienes
respondieron, “Si ese es el caso de un hombre con su mujer, entonces no es conveniente casarse”.
El Señor replicó: “Quien sea apto para recibir esto, déjenlo recibirlo” (Mt.19:1-12)
Este diálogo breve pone en relieve la tremenda distancia existente entre el orden divino y las
instituciones humanas. El preciso momento en que “eso que fue en el comienzo”, se volvió “esto
que es ahora” y está cubierto por la niebla del tiempo y el “crepúsculo de los ídolos”. Solo
podemos seguir coyunturas críticas, las cuales son, al mismo tiempo, horrorosos juicios.
La cristiandad elevó la unión nupcial a la dignidad de sacramento. Esta decisión revolucionaria
impactó contra la mentalidad general, acostumbrada a considerar el matrimonio desde su utilidad
social, la reglamentación de derechos y obligaciones. El misterio del amor, su dimensión oculta,
siempre personal y única, permanece en la sombra y no alcanza siquiera el dominio de la moral y
las costumbres humanas. Un ‘humus mental’ formado en miles de años, resiste fuertemente la
‘metanoia’ evangélica, el ‘cambio del corazón’.
La psicología moderna utiliza el término ‘superyó’ o ‘superego’ para designar a la conciencia
colectiva. Ella posee enorme influencia, por atavismos ancestrales, y cae con todo su peso sobre
cada conciencia individual. Los arquetipos y complejos actúan con su encanto misterioso. El
superego controla el balance de las ideas aceptables. Deja de costado toda metanoia (cambio de
mente, conversión) y es capaz de despertar angustia y dolor en presencia de valores adulterados.
Todo espíritu que se anima a ir en contra del conformismo, que se pregunta si pertenece a esos
que “pueden aceptar esta palabra” del Señor, es de inmediato sospechoso en su ortodoxia. Tal es
el poder hipnótico del “credo arcaico”. Lo antiguo nunca es válido solo por serlo. Puede
petrificarse en nosotros, que estamos en la dimensión temporal de aquello que fue “en el
comienzo’, en la mente de Dios, siempre presente y nuevo. En la dimensión que trasciende el
tiempo.
Por otra parte, la ‘compulsión a la repetición’ siempre busca repetir las mismas situaciones. Crea
falsos mitos como el masculino de la virilidad, el hombre generador, el potro. Por miles de años
esto ha subordinado a la mujer bajo el hombre, la pareja a la necesidad de la especie, el amor
puesto al servicio de la procreación.
La onerosa herencia de la Antigüedad halla eco en la formación del ascetismo. En los círculos
esenios, los monjes de Qumran, el celibato era cultivado por los perfectos. Ello caracterizó al
judeo-cristianismo temprano. Los sirios, inflexibles por naturaleza, fueron sus entusiastas
predicadores. Condenaron el matrimonio Satornilo, Taciano, Marcion, el Evangelio Egipcio, y
tardíamente Julio Casiano. La concepción cristiana exalta positivamente la virginidad, pero no se
ha de caer en el aspecto negativo de despreciar del matrimonio, de librar una guerra a la carne,
considerada concupiscente. A la mujer y a todo lo femenino. Por momentos uno piensa que la
salvación es solo para los hombres, y que quien quiera salvarse primero ha de salvarse de las
mujeres. Hay un eco del gnosticismo en todo esto. La ‘redención’ como ‘liberación del sexo’. La
mujer reducida a lo puramente sexual y desde allí, a lo demoníaco. Algunos ascetas hasta se
rehúsan a ver a su propia madre, pues ella es una mujer. Los cátaros encratitas consideraban
abominación satánica al matrimonio.
Entre los ermitaños es donde la ‘cuestión de la mujer’ se hizo más habitual. Reducida a su
aspecto ‘pasional’. Algunos teólogos hasta negaron su utilidad para propagar la raza humana. El
matrimonio solo es útil para evitar la incontinencia. Un matrimonio muy apasionado bordea el
pecado.
¿Con cuál escala ha de medirse la pasión? ¿Cómo serían los efectos de semejantes cálculos sobre
un amor naciente, muchas veces casto, o sea libre de todo erotismo..? Solamente alguien teórico
abstracto puede inventar tales 'restricciones' y entonces envenenar y desconfiar del abrirse de un
pimpollo floral. Las mujeres que malinterpretan los anhelos ascéticos son juzgadas como frígidas.
Los médicos saben las tragedias que todo ello crea en la intimidad marital. Los hombres quedan
impotentes o buscan sustituciones extra maritales. Algunos son tan infelices por la soledad que
buscan, hasta en prostitutas, simplemente una presencia femenina, una ilusión de amor. La
sexualidad y el erotismo propiamente dichos se hallan ausentes aquí.
La exaltación de la virginidad simplista bordea la paradoja. Parece decir que la cristiandad se
define por el celibato y donde el matrimonio es solo una excepción tolerada. El hombre se ve a sí
mismo despojado de su misterio, determinado completamente por la fisiología más elemental y
la sociología más pragmática. Aquí el Evangelio no ha aportado grandes cambios. Podemos
entender la profunda incomodidad implantada en el alma de la mujer, sensible y atenta, por
muchas afirmaciones de los teólogos de la Iglesia. Entre la cúspide que es la Virgen Maria "más
gloriosa que los serafines", hacia quien suben nuestras oraciones constantemente, y un
incompleto y demoníaco ser femenino, parece no existir una tercera opción. Una asombrosa
alienación se ha establecido en la historia como si fuera una situación normal.
El principio legalista y finalista propio del pensamiento judío penetró y permeó fuertemente a
cierto cristianismo, que en ocasiones parece ocupar "el asiento de Moisés" y desarrollar un
rabinismo transpuesto. También el monofisismo, una solución fácil, gana ventaja y tiñe la
conciencia teológica. Los teólogos de la era patrística, monjes y en su mayoría vírgenes,
centraban su interés en temas del dogma; carecían de la experiencia necesaria y del tiempo como
para interesarse en una filosofía del amor. Una era muy rica en tratados ascéticos. El magnífico
heroísmo asceta luchó contra los demonios dentro del propio hombre, pagando el precio de
deshumanizar las relaciones hombre-mujer. Ciertas opiniones de teólogos de la época parecen
sacadas de manuales de zoología. Solo contemplan la reproducción y la crianza de los niños.
Sistemas completos conectan ordenación con subordinación y superordenación, determinando al
hombre como el jefe o la cabeza. El tema del amor aún continúa abierto, revelando un profundo
malestar: el escolasticismo favorece la procreación pero castra al amor.
Simultánea con la saludable reacción a las herejías, al libertinaje y a la tendencia a la laxitud, una
sobrevaloración de lo sexual ha comenzado a ocurrir en el pensamiento teológico, en ciertos
casos obsesiva, acompañada por una desvalorización del matrimonio. En el caso de los teóricos
más pesimistas respecto de la carne, su concepción es mental por falta de experiencia. En los
otros, un ascetismo desordenado reemplazó a una igualmente desordenada vida.
Hoy un gran numero de tratados sobre el matrimonio; son escritos en Occidente por monjes o
solteros. Por eso es que yerran el objetivo. Así como no es apropiado que los casados escriban
tratados sobre la vida monástica, tampoco lo es que los solteros hagan una fenomenología de
Eros. Es de lamentar que no haya sido el Apóstol Pedro quien escribiera sobre el tema en el
capítulo séptimo de la Primera Carta a los Corintios.
En las relaciones armoniosas, donde la cosmovisión no se halla distorsionada por teorías falsas,
la sexualidad evoluciona hacia una progresiva espiritualización hacia la castidad conyugal. La
carne no es un elemento que se pueda separar del espíritu o reducir a silencio. Ella es la biosfera
donde encarna el espíritu, cuando ella es ofrecida a sus poderes transfigurantes. Es la tumba
abierta donde el espíritu se entierra a sí mismo vivo.
San Agustín dijo: "Quien no es espiritual en su carne, es carnal hasta en su espíritu". Se puede
parafrasear diciendo que quien no es espiritual en su sexo, es sexual hasta en su espíritu. Quedar
a medio camino es una falla que no se puede superar y produce desórdenes monstruosos de
erotismo místico o de espiritualidad carnal.
Claridad de espíritu y atención despierta son esenciales para cultivar una vida marital ascética.
Este cultivo es para personas humanas adultas que hallan un fin en sí mismas, siempre sujetos y
nunca objetos, pues constituyen el punto de intersección entre dos mundos. Ello no tiene nada
que ver con las tonterías presentes en los catecismos corrientes. Se lucha contra toda forma de
esclavitud, su ética se halla fuera de la 'ley general', de la tiranía de la conformidad y la
objetivación, de la sumisión al 'bien comun', de toda necesidad natural o social. Su libertad no es
un derecho sino un deber, pues es respuesta al llamado de Dios. La dignidad del hombre así lo
requiere. Como dijeran los Padres de la Iglesia: 'Dios habla solo a los dioses'. Tal es Su voluntad.
Lo demás es historia humana.
En tiempos del Antiguo Testamento la poligamia facilitaba el repudio de la mujer. El levirato
institucionalizaba la continuidad de la raza. En India las leyes de Manu rompian el lazo en casos
de esterilidad. Grecia consignaba a la niña bajo el poder absoluto de su señor futuro. En Roma, a
falta de un padre, las mujeres quedaban bajo la dominación de otro hombre: 'in manum alterius'.
Ello explica el matrimonio como sumisión: 'matrimonium in manum'. La Lex Poppea sancionaba
duramente a los solteros y a los matrimonos sin hijos.
'Matrimonium' proviene de 'matris munus', y el término griego 'gamos' proviene de 'gen', que
significa nacimiento. La imágen platónica de una antorcha que pasa de generación en generación,
asegurando el futuro del Estado y de la Ciudad, se halla luego en Justino y en Leon el Sabio. El
matrimonio asegura la continuidad de la raza humana y la inmortalidad de la especie. Las
palabras de Demóstenes: 'Tenemos esposas para darnos hijos, concubinas para el cuidado diario
de nuestras personas y prostitutas que buscamos para el logro del placer' no han perdido nada de
su brutal candor a lo largo de los siglos. La burguesía 'cristiana' del siglo XIX suscribiría como
propia esta cosmovisión. El concepto tradicional asociaba a dos personas para el buen
funcionamiento de la casa y la educación de los niños, a fin de aportar ciudadanos para la Nación.
Algunos Padres de la Iglesia asimilaron este principio al justificar el matrimonio para aportar
vírgenes, santos y sacerdotes al mundo. "Si no hubiera matrimonios habría vírgenes?" pregunta
inocentemente Metodio de Olimpo. "O nos casamos para tener hijos o vivimos en continencia el
resto de nuestra vida" escribe Justino Mártir. San Basilio concibe al matrimonio honorable
solamente si se dispone a traer hijos al mundo y no al placer. La espera del Mesías, entre los
santos, lleva a que se justifique la reproducción sexual.
Los escritores cristianos tempranos reaccionaron oponiéndose a la decadencia moral pero
consideraron a la mujer inferior al hombre, obligada a servirlo como su dueño. Y la procreación
se ubicó por delante de cualquier otra cosa para San Ambrosio y para San Agustín. La mujer
brinda su 'ayuda' al hombre en la procreación. El primer fin del matrimonio es la procreación y la
educación de los hijos para la Ley Canónica Católica Romana (canon 1013).
El mandamiento 'creced y multiplicaos' hizo perder completamente de vista, a los teólogos
occidentales, el hecho de que la palabra institucional ‘matrimonio’, aplicada al hombre en tanto
hombre-mujer, por sobre el plano animal, ni siquiera hace mención a la procreación.
Esta doctrina matrimonial ha construído, finalmente, una filosofía. La influencia subyacente del
budismo hindú, el dualismo persa, el maniqueísmo y el gnosticismo, coiciden, con la antigua
filosofía, en negar la existencia de la mujer como persona Para Aristóteles solamente el
masculino es 'la medida de todas las cosas'. El hombre es preeminente. La mujer es un varón
defectuoso, un ser menos perfecto.
Flaceliere, pensador católico escribe prudente y claramente "esta teología no expresa la esencia
del matrimonio cristiano de manera afortunada (...) Si él (Santo Tomás) brinda al amor un lugar
humilde y subordinado es debido a una mentalidad proveniente del pasado y aún persistente en el
siglo XIII".
F. X. Arnold, rector de Tubingen University manifiesta que "el error biológico de Aristóteles
(negar la igualdad biológica) encontró tierra fértil en los teólogos cristianos que se consideraban
obligados a ver al Estagirita como el filósofo 'par excellence' ".
La mujer es un auxiliar. El señor es el hombre. Solamente él asciende a Dios en una relación
directa. La mujer se halla al servicio de la naturaleza. Un perpetuo vientre. La redención de la
mujer supone dos pasos. Uno, comun a toda la humanidad, y uno especial, por el pecado original
de ser mujer.
Schopenauer ubica a la mujer entre el hombre y el animal. Ella conduce al hombre al matrimonio
y a la cópula. Para Nietszche en la mujer todo se soluciona con la preñez.
Para Kant el matrimonio es un contrato donde cada uno rinde su persona al otro, el uso
legalizado recíproco de sus atributos sexuales. El misterio del amor es reducido a un contrato
reproductivo. Para San Agustín la concupiscencia es donde más fuertemente se revela el pecado,
y siempre se halla presente en el acto conyugal. "El hombre es avergonzado por ello" pero el
logro positivo de la procreación lo perdona todo. El fin justifica los medios. El matrimonio
como remedio a la lujuria. Es una concesión a la naturaleza. Asimismo es una institución eclesial.
Los perfectos han de limitar su uso y dirigirse a la continencia completa.
Bíblicamente, con la Caída, el matrimonio aparece desbalanceado por la herida de la culpa.
Desde esta negativa prohibición, surge una inevitable obsesión por lo sexual. El amor, la
comunidad nupcial, el porqué de la creación hombre-mujer, se constituye en un accesorio
remanente.
El matrimonio demanda indulgencia y perdón. Denis de Corinto recomienda no imponer "la
pesada carga de la continencia" y considerar la 'enfermedad de los hombres' que se torna visible
cuando son 'muy apasionados' y el adulterio aún dentro del sacramento del matrimonio. La
concupiscencia dentro del matrimonio sirve para transmitir el pecado original. El instinto sexual
se identifica con el mal deseo. Este menosprecio, para nada presente en el Evangelio, explica la
prohibición usual del amor conyugal para casi todos los días de la semana en el siglo XIII.
Apunta a la plena participación de los esposos en la vida litúrgica. Rara vez la mujer recibe la
comunión. Santa Isabel de Turingia comulgó solo en las tres grandes fiestas anuales.
Huizinga escribe en 'El Otoño de la Edad Media' sobre "el ascético odio y escarnio hacia la
mujer que envenenó la literatura cristiana desde Tertuliano y Jerónimo". El placer físico es
virtualmente culpable. La concupiscencia infecta la semilla de la vida. La teología moral actual
afecta a la conciencia con un complejo de culpa y condiciona innumerables conflictos de la vida
conyugal, relegados al campo de lo mórbido y lo psiquiátrico.
Lutero fué influído por San Agustín al aseverar que el matrimonio es mejor que la 'virginidad
papista' pero continúa marcado por la mala concupiscencia que afecta a todo lo terrestre. Para
Calvino el matrimonio es un 'estado honorable', pero no un sacramento. Para el protestantismo, la
ceremonia religiosa no agrega nada al matrimonio, salvo para la necesaria integración de la
pareja en la congregación de los fieles. Las Iglesias Reformadas no recomiendan la continencia.
Se trataría de una vocación estrictamente personal. No hay reglas ni métodos espirituales de tipo
monástico. Se desconfía de todas las teorías 'sublimatorias' y se temen las armonizaciones
ocultas entre lo místico y lo sexual. Toda ascensión mística (Eros) es considerada señal de
violación de la frontera entre Creador y criatura. Solo hay Agape, el descenso de Dios hacia el
hombre, que trae la abolición de Eros y su sublimación, y restringe la pureza, circunscripta a
fronteras morales estrictas.
Dentro de la cristiandad, la tendencia anti cristiana a despreciar el valor de la virginidad refuerza,
por reacción, la distancia entre el celibato heróico del elegido, y la vida común de las almas
débiles y defectuosas. La teología pastoral prevaleciente en catecismos y tratados es
sorprendentemente pobre.
El creyente que es convocado a la consagración total en la forma de un ministerio nupcial, recibe
el trato de un adolescente menor, inepto en todo sentido, instilado desde el principio con un
sentimiento de inferioridad y de culpa. Esta actitud ignora un hecho psicológico fundamental: en
el momento de la iniciación del amor todo pensamiento carnal se halla ausente. San Juan
Crisóstomo asegura que el único remedio efectivo para la depravación y la concupiscencia es el
'amor magnus'. Pero el asceta cargado en años, consumido por una secreta e incesante tentación,
nunca puede ver favorablemente la dispensación y libre felicidad de lo que para él aparece como
la única atracción de la vida matrimonial. No hablamos el mismo lenguaje; estamos
aparentemente en presencia de dos mundos que no se entienden uno al otro.
En un mundo esencialmente masculino, donde todo es ubicado bajo el signo del Patriarcado, el
hombre racionaliza al ser y a la existencia, pierde su anclaje cósmico al cielo, a la naturaleza y a
la mujer, el misterio que completa su ser. Elimina todo lo irracional que lo perturba y se desliza
hacia las abstracciones para encontrar cerrada la dimensión de la profundidad. La mujer tiene un
lugar minoritario, siendo esclavizada por el hombre, autodefensivamente, como si fuera una
fuerza diabólica que amenaza su libertad. Aparentemente se le brindan todos los honores y así se
la sitúa en un lugar donde ella no pueda herirlo. Sujeta al supremo poder del jefe, la indisputable
autoridad masculina, su dueño y señor. El hombre la posee como a su tierra que ella simboliza
como elemento ctónico. El hombre es el principio solar. Transforma en maldición la fisiología
femenina, sus dones y carismas.
En las leyes de Manu o de Solón, en el Levítico, en el Código Romano o en el Corán, la mujer es
considerada un ser inferior sin derechos. La máxima pitagórica dice "el principio del bien crea
orden, luz, hombre; el principio del mal crea caos, oscuridad, mujer". Para Aristóteles la materia
es femenina y el movimiento masculino. La mujer no pertenece completamente a la comunidad
humana. "La mujer es femenina en virtud de cierta carencia de calidad". Ella es 'otro', un otro
negativo y malo para Platón, quien agradece a Dios haber nacido hombre. Para castigar al
hombre los dioses inventaron a la mujer, Pandora, y ella libera todos los males. Con la mujer la
pasividad y la multiplicidad, la materia y el desorden enraizaron en la vida.
La mujer griega era confinada al gineceo; su ideal era Penélope. En Roma la mujer es una 'cosa'
(res) al servicio del hombre. El antifeminismo judío hace surgir a la mujer del costado del
hombre y es causa de su ruina. El ritual purificatorio es dos veces más largo si se ha dado a luz a
una mujer. Dentro de las dieciocho bendiciones una bendice a Dios por no habernos hecho
mujer. San Pablo también abreva en esta cosmovisión al bendecir la total sumisión femenina.
"Puedo hallar un hombre entre mil, pero nunca una mujer mejor que el resto". Y el Evangelio
muestra a los discípulos sorprendidos porque Cristo le habla a una mujer.
Para San Agustín la mujer casada es legalmente incompetente. Debe ser su herramienta (ancilla)
y obedecer a su dueño. Para Santo Tomas ella debe permanecer en silencio debido a su debilidad
de raciocinio, que la vuelve incapaz de enseñar, de gobernar y de legislar. Para Nietszche la
mujer 'es la diversión del guerrero'. Para Balzac la mujer 'es un esclavo que uno debe aprender a
poner en un trono'. Sueño del hombre y forma poética de lo ausente. Julian Benda concibe un
hombre sin mujer pero no una mujer sin hombre.
El conflicto es irreducible. El hombre se autoafirma saltando por sobre lo que lo confina. Pero
cada mujer es una frontera. Puede ser atraido por el polo opuesto pasionalmente pero siempre
resiente la aventura que se prolonga temporalmente y disminuye su virilidad, una prisión que
restringe su horizonte y confina su espíritu.
Como la ostra segrega su valva, el superego de la conciencia colectiva segrega falsos mitos. Las
prescripciones rituales rabínicas aún se aplican. Frente a Cristo, en quien 'no hay masculino ni
femenino' existen seres humanos estigmatizados por arcaicas maldiciones. Un analisis de los
mitos creados por configuraciones históricas deplorables podría fácilmente exponer la esterilidad
de esta transferencia de culpa hacia la mujer. Este es el 'complejo de Adán': 'la mujer fue quien
me dio el fruto del árbol'.
El hombre ha desacralizado el amor antes aún de descubrir su naturaleza. Muchas mentiras e
hipocresías, precisamente porque el amor es la mayor sed para la verdad, la real voz del ser. La
masa, la multitud se sumerge más y más en la propuesta erótica, lo cual culmina rápidamente en
la 'nausea'. San Juan Crisóstomo protesta violentamente: "El don de Dios, la raíz de nuestra
generación es insultada. Siendo así permítanos limpiarlo con nuestro discurso. Estoy deseando
un matrimonio purificado para retrotraerlo así a su nobleza original, para cerrarles la boca a los
heréticos..."
La mujer tiene su modo de ser, su propia forma de existencia el don de coser su ser completo
mediante una especial relación con Dios, con los otros y consigo misma. En el curso de la
historia, el medio social modeló o distorsionó los estilos de feminidad. Sin embargo la mujer
salvaguarda en lo profundo de si misma el misterio de su ser y sus carismas que San pablo
graficara con el símbolo del 'velo' (1 Co 11). Es este el misterio que ella ha de develar e
interpretar para comprender su destino 'nupcialmente' en íntima relación con el del hombre. El
relato bíblico de la creación de Eva (que realmente es más un nacimiento, pues Eva es separada o
procede de Adán) ha de ser considerado el arquetipo original de la consubstancialidad de los
principios complementarios. Lo femenino y lo masculino forman el arquetipo dela mónada
humana Adán-Eva. La Caída rompió esta unidad y derivó en una mala masculinidad y una mala
feminidad. Parejas constituídas por individuos polarizados, separados, situados fuera uno del
otro y lado a lado. Aqui se origina la distancia polarizada de la existencia humana. Opuestos
amarrados por la discordia estéril. O aquellos diferentes que se aceptan complementarios, que se
aman, como una conjunción de opuestos. Esta segunda opción presupone la gracia que recapitula
en Cristo y es ubicada en el corazón del matrimonio, el 'sacramento del amor', según la
admirable definición de San Juan Crisóstomo. La comunidad nupcial surge como figura profética
del Reino de Dios. La unidad última. La comunidad de lo Masculino y lo Femenino totalmente
en Dios.
La mujer se halla completamente cómoda dentro de los límites de su ser y lo desarrolla en una
clara y límpida sinfonía. Nutre al mundo con su ser, con su presencia radiante.
El hombre, a su vez, sobrepasa a su ser. Siendo más externo, su carisma de expansión lo lleva a
mirar hacia afuera. Nutre al mundo con sus energías creativas, certificándose a sí mismo como
dueño y señor. Acepta a la mujer a su lado, su ayuda. Es su prometida, su esposa y su madre a la
vez. 'La gloria del hombre' para San Pablo (1 Co 11:7). Es como un espejo en su luminosa
pureza; refleja la faz del hombre, lo revela para sí mismo y lo mejora. Le ayuda a entenderse y
concreta el sentido de su existencia. Ella cumplimenta esto descifrando su destino, pues es
mediante la mujer que el hombre deviene más fácilmente quien es.
Esta es la dialéctica de la maternización espiritual. San Pedro lo expresa certeramente. El carisma
femenino brinda nacimiento al hombre oculto en el corazón,'homo cordis absconditum'. La tan
misteriosa relación entre madre e hijo lleva a que la mujer se ocupe de cada ser, que proteja la
vida y el mundo.
La cuestión de saber cuando la mujer será esposa, madre o prometida de Cristo (sponsa Christi)
es secundaria. Su carisma universal e interiorizado de maternización la conduce hacia el
hambriento y el necesitado y define admirablemente la esencia femenina. Virgen o esposa, la
mujer es eternamente madre (in aeternum). La estructura de su alma la predispone para proteger
a quien se cruce en su camino, a descubrir, en el ser más fuerte y viril, un niño indefenso.
Si el hombre se manifiesta siempre poetizando a la mujer como un romántico incurable, la mujer
es la única que ama al hombre por lo que él es y como él es. El amor de la mujer es el más
profundo enigma que jamás cesa de asombrar al hombre. Helvetius define al amor masculino
muy bien: 'amar es necesitar'. La fórmula para la mujer sería: 'amar es proveer a la necesidad'. Ir
más allá, hasta anticiparla. Salvo por desviaciones narcisistas de aquéllas 'virago' o definibles
por el 'complejo de Diana', el espíritu maternal colorea todas las formas de la afectividad
femenina. La renunciación, siempre impuesta por la vida, se manifiesta como purificación de
todo deseo biológico de posesión. Puede hasta elevarse al arquetipo de la madre dolorosa (mater
dolorosa) del juicio de Salomón o la espada que atraviesa el alma de María Vírgen.
"Jesús vé a Su madre y al discípulo amado cerca de ella, y le dice a ella, 'mujer, ese es tu hijo' ".
Aquí se manifiesta lo fundamental en la mujer, un sentimiento que trasciende lo biológico. El
arquetipo de la Gran Madre (Magna Mater) determina todo lo femenino. Se halla en el fondo de
cada alma de mujer. La vírgen eterna, lo femenino eterno derivan de la 'eterna maternización'.
Universal y plena de Pleroma.
La teología de los Padres de la Iglesia se centra en la 'filantropía' del Padre. Confesamos eso:
'Creo en Dios Padre todopoderoso'. El Espíritu forma en nosotros el nombre del Padre 'Abba
Padre'. y la filiación divina es ubicada en el centro de la teología paulina. La paternidad de Dios
determina la relación fundamental con el hombre, Su hijo.
El hombre es creado a imágen de Dios pero él no posee el instinto paterno tal como la mujer
posee el maternal. No existe nada en su naturaleza inmediata que pudiera espontáneamente
reproducir la categoría religiosa de paternidad. Sin embargo, un antiguo texto litúrgico, el
Theotokion, define la maternidad de la Vírgen a la luz de la paternidad de Dios. "Sin un Padre
has dado a luz al Hijo, Aquél que ya había nacido sin una madre antes de toda era". La
maternidad de la Vírgen es presentada como el símil humano de la paternidad de Dios.
Paternidad sería categoría de la vida divina y maternidad lo sería religiosamente, de la vida
humana.
Conquistador, aventurero, diseñador, el hombre no es esencialmente paternal. Esta verdad
explica porqué el principio religioso de dependencia, de receptividad, de comunión es más
directamente expresado mediante la mujer. La especial sensibilidad hacia lo espiritual es mayor
en el 'ánima' (lo femenino) que en el 'ánimus' (lo masculino). El alma femenina es, en su fuente,
creación. La Biblia la exalta como instrumento de receptividad espiritual. Ella recibió la
Anunciación, a ella se apareció en primer lugar Cristo resucitado. Es la imágen de la Novia y de
la Prometida la elegida por Dios para expresar Su amor al hombre y la naturaleza nupcial de su
comunión. La Encarnación se cumplimenta en el ser femenino de la Vírgen quien brindó su
carne y su sangre para ello.
La vida cristiana tiene por meta hacer de todo ser humano una madre predestinada al misterio del
nacimiento, "para que Cristo sea formado en tí". Eso es la santificación. "La palabra siempre
renace en el corazón de los santos". Para Máximo el Confesor, místico es aquél donde se
evidencia el nacimiento del Señor.
En el nivel carismático la mujer es igual al hombre según Clemente de Alejandría. Teodoro de
Ciro afirma que "las batallas de la mujer son mayores que las del hombre. Siendo su naturaleza
más débil, ha mostrado el mismo coraje que el hombre y ha liberado a su raza del deshonor
ancestral." Su carisma principal es la 'divina caridad' y una gracia especial por abandonarse a sí
misma al amor de Cristo. Ellas son capaces de brindar dirección espiritual a las religiosas como
los hombres. Una mujer carismática iluminada por Dios (Teopotistos) recibe el título de madre
espiritual (ammas). Usualmente son las madres de sus monasterios, como Pacomio fuera el
padre del suyo. Gente de todo el mundo viene a recibir enseñanzas de ellas (Santa Eufrasia y
Santa Irene).
Abba Isaías compone en el año 1200 un libro de dichos de las Madres llamado Materikon. Ellas
tienen iguales deberes y prerrogativas, salvo administrar sacramentos y enseñar en la Iglesia.
La Didascalia otorga a la Diaconesa el lugar del Espíritu Santo y al Diácono el de Cristo.
Simbólicamente se denomina a la mujer 'el altar' en la asamblea litúrgica. Es la imágen del alma
en adoración. La mujer, en tanto ser orante, cubre la vida con su protección maternal, toma la
vida en sus manos y la eleva a Dios. Se halla bajo el signo del Espíritu que cobija, el signo del
Paráclito: abogado y confortador.
Si lo masculino encuentra su rol en la Encarnación, silencioso, en la persona de José, es la mujer
la que pronuncia el ‘fíat’, el hágase para el bien de todos. El creativo ‘fiat’ del Padre es
respondido humildemente con el ‘fíat’ de la sierva de Dios. He aquí la fundamental aquiescencia
humana de la Encarnación, el ‘sí’ libre de María, sí, deseo mi salvación, sedienta de mi Salvador.
Cristo podría no haber adquirido carne humana si María no se hubiera libremente ofrecido, como
un presente. La noche de Navidad la Iglesia canta: “¿Qué podremos ofrecerte Oh Cristo..? (...)
nosotros los seres humanos te brindamos una Vírgen Madre”. En la piedad Ortodoxa es la Vírgen
Madre Theotokos (Madre de Dios) llevando al Infante en sus brazos, es el ícono de la
Encarnación, el más elevado grado de comunión entre Dios y el ser humano, el punto de
encuentro de los dos ‘fíat’.
Jesús hombre no conoció un padre humano pero sí a Su madre. Su ligazón con la humanidad es
materno-filial. La Iglesia atesora las palabras de Cristo a Juan “He aquí a tu madre” y considera
que allí se completa a Eva. María es la madre de lo viviente, imágen de la Iglesia en su maternal
protección. En los íconos correspondientes, ella protege e intercede por el mundo. La Iglesia la
declara eternamente virgen en su esencia. Y madre. Desde ella toda mujer es convocada a lo
maternal.
Castidad en griego significa integridad (soprosyne) e integración. Solamente esta superlativa
integración es capaz de detener la tarea de demolición a que se halla dedicado el genio masculino
moderno. La mujer es convocada a esta integración por su estructura casta. La salvación de la
civilización depende de lo ‘eterno maternal’. Eva no fué tentada por encarnar al ’sexo débil’. Por
el contrario, fué seducida por ella representar el principio de la integridad religiosa dentro de la
naturaleza humana. Al sucumbir Eva, Adán la sigue: “La mujer me dió este fruto”.
El hombre por sí mismo pierde el rumbo en el laberinto de sus abstracciones, en las perfectas
técnicas de las desvalorizaciones. Degradado, se torna degradante. Crea un mundo que responde
a sus concepciones deshumanizantes. El hombre se encuentra en la agonía de la muerte. Lo
insano refiere al desorden en uno. La razón masculina es la insanía colectiva de todos. Paul
Claudel hace decir a la Gracia: “No soy accesible a la razón, no lo lograrás, no harás de mí lo que
te plazca, yo canto y yo bailo”.
El hombre se extiende por el mundo mediante herramientas. La mujer lo hace por medio del don
de sí misma. En su esencia ella se halla conectada con los ritmos de la naturaleza. Lo fisiológico
y lo psicológico dependen del espíritu, lo sirven y revelan. El don fisiológico del dar a luz viene
a la mujer por su espíritu maternal. Asimismo el hombre es más viril físicamente pues hay algo
en su espíritu que se corresponde con la violencia mencionada en el Evangelio: ”aquéllos son los
violentos que arrebatan el Reino de Dios”.
La naturaleza del hombre es actuar y la de la mujer es ser. Este último es un estado
preeminentemente religioso. El hombre crea ciencia, arte, filosofía pero todo lo distorsiona al
objetivar la verdad organizada. La mujer es contraria a toda objetivización porque ella se apoya
en la perspectiva de dar vida y no de crear. Ella, esencialmente, es el criterio que rectifica toda
abstracción y reubica los valores con el objeto de corregir lo manifiesto por el logos masculino.
Instintivamente otorgará primacía al ser por sobre la teoría, lo activo por sobre lo especulativo, lo
intuitivo por sobre lo discursivo. Posee el don de ‘ver' dentro de otra vida, la habilidad innata de
tocar lo imponderable, de descifrar el destino. De proteger el mundo masculino como madre y
purificarlo como vírgen. De brindarle un alma al mundo, su alma, tal es la vocación de cada
mujer, religiosa, soltera o casada.
Unido a Cristo el Sacerdote, el hombre penetra sacramentalmente en los elementos de este
mundo. Consagra y transforma el mundo en Reino. Lo toma violentamente. Pero ese tesoro es
construído por cada manifestación de lo sagrado, de la santidad del ser, y la mujer es quien lo
representa. La mujer hiere al dragón en la cabeza con su ser y su pureza. Esta santidad del ser es
invencible para los demonios.
Exteriorizado, el hombre existe en la extensión de sí mismo, en la proyección de su espíritu
dominador del mundo. Interiorizada la mujer vá hacia el ser. Lo femenino opera a nivel de la
estructura ontológica. No es un verbo, es un ser (esse), la criatura en el vientre. La Theotokos
brinda su ser entero cuando el Logos viene a ocupar Su lugar. Ella lo lleva y lo revela.
La liturgia identifica a la Vírgen con la Sabiduría de Dios y glorifica en ella el cumplimiento de
la creación de Dios.
Para Heráclito “la guerra es el padre de todo” y la “reconciliación y concordia la madre de todo”.
Es la imágen del arco y de la lira. La palabra ‘bios’ en griego designa el arco y la lira. El padre es
el arco y la madre la lira. Podría decirse que la lira es un noble arco provisto de muchas cuerdas.
Le canta a la vida en vez de a la muerte. Lo masculino puede ser afinado, puede ser ennoblecido
por lo femenino. El sacramento del matrimonio une carismas complementarios y es el
prerrequisito para una forma especial de sacerdocio de todos los creyentes.
La sociedad requiere matrimonios tanto como requiere campesinos y soldados. Su utilidad llega
hasta a justificar la poligamia del Antiguo Testamento y del Código de Hammurabi, postulando
la legalidad de las concubinas fértiles, consideradas iguales a las esposas. El bien de la especie
por sobre el de los individuos. La sociedad solo se interesa por los aspectos biológico y
sociológico de la unión nupcial. No considera el amor, salvo por la familia.
El amor sobrevuela esas formas y hasta escapa de lo religioso cuando no se adapta al misterio del
amor. Todo ello produce divisiones, secularizaciones y finalmente separa de la Iglesia. La
enseñanza usual no incentiva la espiritualización nupcial. Refiere banalidades acerca del amor
procreativo. Pero la doctrina escolástica no es la única y no puede pretender ser la Tradición. San
Benito dice en su Regla:”Hay modalidades que los hombres consideran correctas pero que al
final llevan a las profundidades del infierno” (Pr 16:25)
Las semillas sembradas en la Biblia solo florecen despues de muchos siglos. Hoy se está
haciendo presente una espiritualidad completamente nueva, una que busca la vocación sacerdotal
en el amor conyugal.
Solo por encima de la filosofía del ‘bien común’ puede comprenderse el singular valor de
quienes se aman. Es el elemento íntimo y oculto en el sacramento. Constituye su materia y recibe
la bendición del Espíritu Santo, el Pentecostés nupcial. Entre los amados, solo Dios. Tal es el
sentido del matrimonio. La sociedad solo ve la superficie.
En Grecia el matrimonio se denominaba ‘telos’, fin, en el sentido de plenitud, de conclusión.
Pseudo Dionisio consideró que tal nombre indicaba aquello que corona al hombre de por vida. Y
para Platón, ‘eros’ suponía anhelo de completitud.
V. Soloviev, en su ‘Significado del Amor’, reconecta el amor a la persona en vez de a la especie.
La procreación fragmenta y el amor totaliza. El animal es todo procreación. Solamente en el
hombre puede existir el pleno amor sin procreación. Y la reproducción ya no es el fin del amor
sexual. La diferenciación sexual humana es independiente de la especie, de la sociedad, del bien
comun. El placer sexual egoísta reduce a la pareja al rol de objeto y destruye su dignidad.
La Iglesia instituyó el monaquismo para subrayar el valor de lo individual por sobre lo social.
Y consagra a los cónyuges ubicando esa ordenación en el corazón del sacramento del
matrimonio. El amor marital procede de la interioridad espiritual. Su faceta invisible se abre
solo por la fe que percibe lo no visible. “En la visión del amado el amor crece”
(Teodoreto). ”Quien ama posee otro sí mismo” (S. Juan Crisóstomo).
No es preciso multiplicar citas para comprender la existencia de toda una tradición madurada a la
sombra de una kenosis del amor. Dios es quien junta a los dos en uno, afirma Orígenes. Cada
matrimonio remite a las bodas de Caná y a la presencia de Cristo (S. Juan Crisóstomo). ‘Siempre
viene a realizar el mismo milagro’. S. Gregorio Nacianzo enseña que toda la cultura humana se
origina en la comunión nupcial pero allí hay algo más elevado y mejor; el matrimonio es llave
que abre la puerta a la castidad y al perfecto amor.
Puede también mencionarse a S. Buenaventura, a Ricardo de Middleton o a Duns Scoto. Aquí no
hallamos la finalista doctrina escolástica. El sacramento es el matrimonio propiamente dicho. La
procreación y la fidelidad pertenecen al ministerio conyugal. Hugo de Saint Victor halla en la
raíz marital, la unión de los corazones, la caridad. La comunión entre Cristo y la Iglesia mediante
la Encarnación es amor conyugal. La oposición a los albigenses elevó el valor del matrimonio.
Un orden sagrado. Y Dios como abad de los esposos.
La tradición sostiene fuertemente el significado personal de los enamorados, lo que sienten uno
por el otro, uno hacia el otro. La vida conyugal posee un valor en sí misma. No tiene que ser
‘perdonada’, ni mucho menos. Los teólogos modernos occidentales se están manifestando en pro
del aspecto personalista del amor conyugal, como la primera razón para la existencia del
matrimonio.
La Encíclica de Pío XI ‘Sobre el Matrimonio Cristiano’ (1930) dice: “El mutuo e interno
moldearse entre esposo y esposa (...) puede realmente considerarse (...) la principal razón y
propósito del matrimonio”. Conocerse mutuamente, revelarse uno al otro, compartir el ascender.
Nada los ennoblece ni legima más. Por sobre la procreación. El hijo es fruto. Pero no determina
ni establece el valor del matrimonio. “¿Cuando no hay niños, ellos no pueden ser dos? Más
ciertamente lo son, pues su avenir juntos tiene ese efecto: difumina y entremezcla los cuerpos de
ambos. Y quien ha hecho del todo uno, en verdad, también se encuentra aquí.” Dos almas tan
unidas no tienen nada que temer. Con armonía, paz y amor mutuo, el hombre y la mujer lo
poseen todo. Pueden vivir en paz tras el muro impenetrable que los protege, que es el amor de
acuerdo a Dios. Por la gracia del amor son mas duros que el diamante y más fuertes que el hierro.
Ellos navegan en la abundancia, dirigen el rumbo hacia la gloria eterna y atraen, más y más, la
gracia de Dios. El matrimonio es la ìntima uniòn de dos vidas. El sacramento del amor.
El amor no depende del ‘orden del día’ pero sí del del último día. La pregunta de
Salomé: ”¿Cuándo vendrá el Reino de Dios? Recibe por respuesta del Señor: “Cuando destruyas
las vestiduras de la verguenza, cuando los dos sean uno y el hombre con la mujer ni hombre ni
mujer...”
Todas las contradicciones de la naturaleza humana se hallan manifestadas en la vida sexual, pues
allì es donde la naturaleza humana es más vulnerable y lleva una profunda herida. Cuando la
atracción sexual es impersonal, es fuente de odiosas profanaciones y de la mayor esclavitud
humillante del espíritu humano. La “breve eternidad del placer” es buscada y deseada. Las
técnicas perfeccionadas y liberadas de tabúes sexuales afilan los sentidos perversos de erotismo y
se desciende aún más bajo que el animal. El hombre bebe su verguenza y su enfermedad.
Fuera del Paraíso lo virginal se ausentó y la tierra solamente conoció mala masculinidad y mala
femineidad ataviados con ‘vestimentas de verguenza’, relata Jacob Boehme. Con la presencia de
la Theotokos regresó la virginidad y la castidad encontró su tiempo para ofrecer al ser humano la
purificación. Cuando el Angel de la Revelación declara que no habrá más tiempo se refiere a la
destrucción de las vestimentas de vergüenza y a la restauración virginal del espíritu humano.
Cuando ‘los dos sean uno’ lo Masculino y lo Femenino del Reino, Adán-Eva reconstituídos en
un ser virginal.
Históricamente, por fuera de la santidad, el matrimonio no es más que una celda sociológica, la
unión legal de dos que ‘no saben lo que hacen’. La dignidad del matrimonio solo es revelada en
el tiempo apropiado pues demanda gran madurez de espíritu y la maestría ascética de los Ultimos
Dias. El alfa siempre trae su omega. El final trasciende al principio porque lo plenifica. El
regreso a los fundamentos de la Verdad se lleva a cabo retrocediendo, pero especialmente
avanzando. “Recordamos lo que está por ocurrir”; esta paradoja de S. Gregorio de Nisa
corresponde a la liturgia que “rememora la Parusía”. S. Máximo el Confesor explica: “No
debería buscarse el inicio yendo hacia atrás. Debería contemplarse la meta que está adelante, a
fin de así conocer, por medio del final, lo dejado atrás. Ese final que el humano es incapaz de
reconocer desde el principio”. El amor es precisamente el punto crucial desde donde la plenitud
original es invocada por la plenitud por venir. Macario el Grande dice: ‘los hombres unguidos
con el óleo celestial se tornan Cristos por gracia y ellos también son reyes y sacerdotes y profetas
de los misterios sacros. Murieron y resucitaron. Desde ahora poseen el sabor de la inmortalidad
por venir” .
Un matrimonio casto protege el corazón del ’flujo poluído’ de lo temporal y de sus pasiones.
Transforma la unidad marital en un santuario para el Amado y es el punto de partida para
ascender a la Casa del Padre.
El matrimonio procreativo arcáico fué funcional, subordinado al ciclo de las generaciones y
apuntando a la llegada del Mesías. El matrimonio-sacerdocio es ontológico, es la nueva creación
que satura el tiempo humano con eternidad. Como el monaquismo, el matrimonio es
escatológico, es el misterio del ‘octavo día’ y la figura profética del Reino.”Quien ha recibido el
Espíritu y ha sido purificado (...) respira la vida divina”. El Espíritu origina el amor sacerdotal de
los esposos y la ternura maternal de las mujeres.
“La mujer será salvada por su fertilidad”. (1 Tim 2:15). Puede escucharse subyacente el mensaje
de la parición de un nuevo eon, independientemente de toda fertilidad biológica. Refiere a la
Navidad y al eon de la Encarnación.
Mitos fraudulentos, alienaciones literarias conspiran juntos para olvidar los carismas y el sentido
del amor. Una restauración se precisa, para trazar las grandes lineas de la antropología. Para ver
al matrimonio como un sacerdocio natural. Solamente se logra si se asciende al pensamiento de
Dios respecto del hombre, y a la grandiosa dignidad de la nueva creación. Así es posible
comprender la esencia de la comunidad nupcial.
ANTROPOLOGIA
Dios es un misterio fascinante, soberanamente libre por toda la eternidad. “Lo cognoscible de
Dios se halla manifiesto” pero “los hombres mantienen prisionera a la verdad injustamente”
(Rom 1 18:19). Pero “el Espíritu Santo no teme ni desprecia a nadie”. (S. Simeón el Nuevo
Teólogo). Dios no es un amo ni el hombre un esclavo. Dios es Libertad y el hombre es hijo de
esa divina Libertad. El hombre es el ‘juego de Dios’, dicen los Padres.
Cuanto más secularizado y desierto el santuario, más fuerte es el Sí humano a la sacralidad de la
vida. Refinado en el fuego de una fe realmente libre. Los ateos militantes cooperan a su modo
para purificar la imagen de Dios. Su crítica abre espacios para el pensamiento creativo de los
cristianos. En pasados siglos el hombre buscó escapar de las formas adulteradas de las religiones
establecidas. Hoy el mundo moderno cae sobre el hombre con todo su peso técnico y político. La
minoría creyente es el único santuario donde el hombre percibe intuitivamente la dignidad
humana y la libertad. “Donde está el espíritu hay libertad”.
No es una cuestión de reformas en la Iglesia. Así como está, ella es un milagro y es un santuario.
Se trata de ‘metanoia’. Un cambio en el ser de cada creyente. Herederos de Pentecostes. El final
de la era de Constantino significó el fin de los grandes cuerpos históricos y de la gloriosa era de
la fe apostólica de los creyentes. El monaquismo y el sacerdocio de los creyentes inauguró la
síntesis cristiana de los últimos días.
Un pagano preguntó: “Muéstrame a tu Dios”. Teófilo de Antioquía respondió: “Muéstrame a tí
mismo y yo te mostraré a mi Dios”. El hombre, creado a imágen divina, refleja el divino misterio.
Cuando Dios creó al hombre Adán “consideró al Cristo-hombre. El que una vez iba a ser ya
estaba en esa arcilla y en esa carne”. La profunda razón de la Encarnación fué el deseo de Dios
de volverse hombre y de hacer una Teofanía de la humanidad, que es el amado terreno de Su
presencia. La liturgia lo entiende perfectamente y lo califica a Dios como el filántropo, el
enamorado de la humanidad. Al más alto grado de la comunión. Dios ha creado el mundo para
devenir hombre y para que el hombre, a su vez, pueda devenir “dios por gracia”, un participante
de la vida divina, de la inmortalidad y de la casta integridad de Su ser.
Las Escrituras nada dicen del dualismo griego, de las dos sustancias en conflicto y del cuerpo
como prisión del alma. Dicen de la lucha moral entre el deseo del Creador y los deseos de la
criatura, entre la santidad y el pecado-perversión. El conflicto entre el hombre carnal y el hombre
espiritual acontece en la totalidad del ser humano. Una entidad indivisible, un espíritu encarnado,
el hombre “participa en el ser”, tanto así como para que San Pedro definiera, de este modo, la
meta de la existencia: “llegarán a ser partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1:4). Como ‘homo
viator’ en un ‘estadío de pasaje’, completa su semejanza, su afinidad con lo divino o con lo
demoníaco, mediante sus participaciones. Conduce a toda la creación divina en una dirección o
en la otra.
El alma vivifica al cuerpo y hace de él una carne viviente. El espíritu espiritualiza al entero ser
humano y hace de él un hombre espiritual. El espíritu no es un tercer elemento (cuerpo, alma,
espíritu) sino un principio cualificante. Se expresa y manifiesta por medio de lo corporal y lo
psíquico, cualificándolos en el ámbito de sus energías. De hecho el ascetismo constituye una
vasta cultura y una verdadera ciencia cuyo objetivo es transparentar el cuerpo y el alma y
hacerlos sumisos a lo espiritual. Por contraste el hombre puede ‘apagar el Espíritu’ (1 Th 5:19),
provocar el resecamiento de la fuente de su vida, tener pensamientos carnales y reducirse a sí
mismo a simple carne animal, la carne del diluvio, la plegaria del infierno.
El corazón al que se refiere la Biblia no es el centro emocional de los psicólogos. Los judíos
pensaban con el corazón. Es un centro metafísico que integra todas las facultades del ser humano.
Razón. intuición, voluntad nunca han de ser extrañas a las elecciones y simpatías del corazón.
(La razón del corazón mencionada por Pascal). Radiante y penetrante en todo, el corazón está
escondido en sus profundidades misteriosas. “Conócete a tí mismo” remite por sobre todo a este
secreto corazón. “Ingresa en tí mismo y hallarás allí a Dios y a los ángeles y al Reino”.
Jeremías preguntaba: “¿Quién puede entender al corazón?”. Él respondía: “Yo, el Señor. Busca
la mente y prueba el corazón”. Dios puede penetrar la oscura esfera de lo subconsciente y lo
inconsciente. San Pedro refiere al “oculto hombre en el corazón” (homo cordis absconditus). El
ser del hombre se halla en esa profundidad. Su misterio, la semejanza de Dios, en palabras de S.
Gregorio de Nisa: “La naturaleza de nuestra mente evade nuestro conocimiento pues detenta una
correcta semejanza con la Naturaleza Superior. En ello no puede ser explorada. Muestra el
carácter de lo Incomprensible”. Esta ‘imágen’ (homo absconditus) se corresponde con la del
Dios escondido, esencialmente misterioso (Deus abscónditus).
“Donde está tu tesoro estará también tu corazón”. El hombre vale lo que vale el objeto de su
amor y los deseos de su corazón. La ’oración de Jesús’, llamada ‘oración del corazón’ ubica allí
la presencia perpetua de Cristo. El Evangelio y el ascetismo asignan al corazón la primacía
jerárquica en la estructura del ser humano. Colorea esta estructura con su salud o sus
enfermedades. Contrastando a Da Vinci, todo conocimiento es consecuencia de un gran amor.
‘Amo ergo sum’. “Nos has hecho para tí y nuestro corazón no descansa hasta descansar en tí”
confiesa S. Agustín. “Tu, a quien mi corazón ama” dijo S. Gregorio.
La revelación de la persona es el evento de la cristiandad. Proviene del dogma Trinitario. Cada
Persona divina es un darse mutuo, subsiste en las otras y en la ‘circumincessio’ (pericoresis) de
las Tres.
La Persona existe, estrictamente, en Dios. El hombre tiene la nostalgia natal de volverse
‘persona’. Solo lo logra al comulgar, participando del personalismo Trinitario de Dios.
“Hago y al hacer llego a ser” (Gabriel Marcel). Esta es una fórmula filosófica que la teología
eleva a otra fórmula: “llegar a ser por superación”. No ‘sum’ sino ‘sursum’. La incesante
trascendencia del self hacia el divino ‘Tu’. ‘Cada comienzo engendra un nuevo comienzo’ (S.
Gregorio de Nisa). En este nivel nuestra persona, nuestro ‘yo’ ya no nos pertenece por derecho
propio. Lo recibimos en el marco de la gracia que lo perfecciona. S. Máximo lo especifica:
“identidad (con uno mismo, con la verdad icónica de uno) por gracia”. El más profundo ‘yo’, el
elemento más personal y único, eso es un regalo.
En el futuro dice S. Juan “seremos como Él” (1 Jn 3:2). Pues el hombre es modelado en su
arquetipo divino, Cristo. La vida en Cristo, aún en la tierra, es pasaje del ser natural al ser como
Cristo. En Cristo lo divino está unido a lo humano, su conciencia humana se halla dentro de la
divina. En el hombre es su persona humana el ámbito de la comunión con lo divino. “No yo sino
Cristo en mí” (Ga 2:20). El hombre “portador de Cristo” (cristoforos) se despliega como una
‘cristofanía’, una manifestación de Cristo.
En el plano natural la conciencia de uno mismo es descubierta y comprendida solamente
mediante la mediación de la esfera social. Cada individuo es una categoríoa biológica y social.
Dotado de un centro psicológico integrativo, egocéntrico, bajo la tentación de encerrarse en el
individualismo. Esto es rudimentario y una tentación para quien no supera el individualismo.
La persona es una categoría espiritual. El individuo es una parte en la totalidad de la naturaleza.
Y toda la naturaleza se halla presente en la persona. El individuo es ciudadano del Estado y de la
Sociedad. La persona es miembro del Reino de Dios. “El hombre es la criatura que recibió el
mandato de volverse dios” (S. Basilio). “De reunir por el amor la naturaleza creada (humana) y
la increada (gracia divina)” (S. Màximo).
Alcanzar el estado de nueva criatura en Cristo. Esto es la santidad. Individuo y persona se
oponen. El santo es único en el mundo.
La voluntad es una facultad que lleva sus propios deseos. Por eso el asceta renuncia a su
voluntad propia, suelta sus necesidades naturales. La libertad permite gobernar pasiones y
necesidades. Hasta la necesidad de elegir es incompleta. El perfecto debe superar la elección.
Producir sus razones en vez de someterse a ellas. El acto más libre y perfecto es el no derivado
de una elección.
Esta libertad es protegida por la gracia que toca el alma en secreto sin forzarla. “El Espíritu no
engendra voluntad que Lo resista”. Transfigura por deificación (teosis) solamente a la voluntad
que así lo desee. San Antonio diferencia tres voluntades: humana, divina y demónica. La
humana autónoma encierra al hombre dentro de sí mismo, es inestable e incierta. La
heteronómica es hostil al hombre pues es la voluntad demoníaca. La teonómica no es
dependencia ni sumisión, es sinergia, comunión, fraternidad. “Nunca los llamé siervos (...) los he
llamado amigos” (Juan 15:15). Por sobre la ética del esclavo y del mercenario el Evangelio
propone la ética de los amigos de Dios. Cuando nuestra libertad y acciones se encolumnan con
las de Dios, entonces hallamos la ocasión de su pleno florecimiento. La fé nunca es sumisión
ciega o aceptación intelectual; es fidelidad personal a la Persona. Así son las relaciones
matrimoniales. Y la enunciación bíblica de las relaciones del hombre con Dios.
Al declarar el ‘fíat’ a la voluntad divina me identifico con los deseos de mi Amado y Su voluntad
se torna la mía. ‘Yo ya no vivo sino es Cristo quien vive en mí’. Cumplimentar la voluntad del
Padre como si fuera la nuestra. ‘Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto’. ‘Dios nos amó
primero’, sin motivo, y mediante ese amor ha causado que comprendamos algo de Su divina
libertad. Nos ama libremente, sin merecerlo nosotros, su amor es un regalo que inspira y provoca
la libertad de nuestra respuesta.
Sofía (la Sabiduría de Dios), en sus imaginaciones, en las delicias del ‘juego divino’ (Pr 8:31)
con los niños de los hombres, solo puede concebir seres de su raza, los dioses. “Ustedes también
son dioses hijos del Altísimo” dice el Señor. “Dios se une solo con dioses” dice S. Simeón el
Nuevo Teólogo. Ellos reciben como regalo algo propio de sí mismos, algo proveniente de la
libertad de movimiento del corazón. Esta libertad, este libre amor viste al hombre con “ropas
nupciales” para los esponsales divinos. “En verdad el hombre es el juego de Dios” (S. Gregorio
Nacianzo).
Podemos decir que Sí pero ese Sí debe brotar desde el silencio de la raíz misma de nuestro ser.
Quien lo pronunciara por todos fué la Vírgen, la Madre de todos. La fuente de vida. Su
afirmación brotó de su entero ser, como expresión de su sed y fruto de su plegaria.
Dios no ordena. Invita y llama. “Oye, Israel”. Los decretos de los tiranos se responden con
secretas resistencias. La invitación del Maestro del banquete es recibida alegremente por
“quienes tienen oídos”. Electo es aquel que abre libremente su mano y recibe el regalo. “Ellos
vendrán y cantarán fuertemente en los altos de Sion, y serán radiantes sobre (...) el grano y el
vino (...) sus vidas serán como un jardín regado” (Jr 31:12)
Dios ha alentado libertad en esos ‘vasos terrestres’ y los ha ubicado en el tiempo. Lo inacabado
del ser creado presupone un márgen de tiempo para poder devenir y descubrirse a sí mismos en
la imágen del libre Existente.
Y si fallar es posible, si la posibilidad de rehusarse se halla implícita en el acto creativo de Dios,
es porque la libertad amorosa de los ‘dioses’ constituye la esencia de la persona humana.
El latín ‘persona’ así como el griego ‘prosopon’ significan ‘máscara’. Este término contiene toda
la filosofía de la persona humana. Demuestra la inexistencia de un orden humano autónomo.
Existir es participar en el ser o en la nada. Participando, el hombre se hace ícono de Dios, o una
mueca demoníaca. El rostro humano posee una orientación que lo determina. Al encarnar, Dios
ya no es solo Dios, es un Dios-hombre. Y el hombre ya no es solo hombre, es un hombre-dios,
un ser deificado. “La humanidad se compone de hombres con rostro de ángel, o con la máscara
de la bestia” (S. Gregorio de Nisa). “Hasta el fin de su vida” el hombre “no cesa de echar fuego
al fuego”. Puede revivir la llama del amor y exhibir la semejanza o iluminar el fuego de la
Gehenna, el lugar de la desemejanza, el infierno. Con el No puede romper su ser en fragmentos
infernales y en soledades, o puede convertir su Sí en una infinidad de uniones.
Considerando sumariamente el pensamiento de los Padres de la Iglesia, infinitamente rico y
variado, puede afirmarse que cada facultad del espíritu humano (inteligencia, libertad, amor,
creatividad) refleja esa imágen que es, esencialmente, la del ser humano completo, centrado en lo
espiritual, cuya característica distintiva es ir más allá de sí mismo, lanzarse a sí mismo en lo
infinito de Dios y hallar allí alivio a su nostalgia.
La santidad no es otra cosa que una inagotable sed. Es la intensidad en el tanto desear a Dios. S.
Gregorio de Nisa enseña que cada límite contiene, en su cualidad, un plus, el de la propia
trascendencia. Por eso el alma reposa solamente en la infinitud de Dios. Los santos son almas en
anhelo.
Esta nostalgia es innata, se halla germinal en los tiempos del primer destino. Los Padres de la
Iglesia afirman que Cristo reasume y revivifica lo que quedara interrumpidopor la Caída. La
imágen de la sanación es una de las más frecuentes en el Evangelio. Hasta es normativa, pues la
resurrección es la cura de la muerte. Por ello es que la creación ya presupone la Encarnación,
para producir la sinergia del actuar de Dios con el hombre hacia el progreso, y guiarlo rumbo a la
Parusía, cuando el gérmen madure finalmente. El plan inicial coincide con su completitud, la
arqueología con la escatología. Desde el edénico “árbol de la vida”, mediante la Eucaristía
cuando es dado nuevamente el fruto, hacia la”mesa sin velo”, el banquete del Reino. Desde la
perfección inicial, frágil por ser inconsciente, uno se mueve hacia la perfección consciente, según
la imágen de la perfección de nuestro Padre en el cielo.
La imágen fundacional clama por la subjetiva y personal semejanza. El gérmen (creados a
imágen) lleva al florecer (existir en la imágen) de lo Existente. Al “Dios es amor” le corresponde
el ‘amo ergo sum’ del hombre. “El más grande evento posible entre Dios y el alma humana es
amar y ser amada”.
Antes de la Caída la vida animal se hallaba fuera del ser espiritual del hombre, abierta y
dispuesta, aguardando su propia humanización-espiritualización (Adán ‘nominando’ los seres y
las cosas). Con la Caída, la vida animal fue adosada al ser humano. Los Padres Orientales
especifican que es el hombre espiritual, a imágen de Dios y sobrenaturalmente natural, el
primordial y normativo; el hombre ‘natural, le fué añadido ‘accidentalmente’. Lo biológico
animal parece ajeno a la verdadera naturaleza del hombre. Una precoz identificación con ésto
parece haber sido el error. “El primer hombre de nuestra raza no respetó su tiempo, deseoso del
favor del matrimonio, antes de la hora apropiada, y cayó en el pecado por no haber aguardado el
tiempo de la voluntad de Dios” enseña S. Clemente de Alejandría.
La naturaleza animal, buena por sí misma, ahora constituye la caída del ser humano por causa de
la perversión jerárquica de los valores. “No es el deseo, es el deseo de esa manera
(concupiscente) el que es malo”. Ha sido dañada la facultad axiológica de apreciación, el
discernimiento. “Alejada de Dios, la razón se torna embrutecida y endemoniada, extraña a su real
naturaleza, anhelando lo que le es ajeno” (Palamas, Homilía).
El ascetismo aspira a la ‘pasión desapasionada’; no lucha contra la carne, lucha contra sus
perversiones, contra lo antinatural. S. Gregorio Palamas asegura que las pasiones carnales son las
menos serias pues solo expresan la gravedad de la materia fallidamente espiritualizada. La
maldad se halla en la duplicidad del corazón, bien y mal lado a lado. El hombre siempre busca lo
absoluto en tanto imágen, pero fuera de Cristo la imágen permanece inoperativa. El pecado
pervierte toda intencionalidad del alma. Se busca lo absoluto en ídolos y espejismos, y eso es
incapaz de ascender hacia Dios. La gracia no puede llegar al hombre, pues se halla en estado
potencial. Solo por la vía sobrenatural, que lo es en relación a su condición pecaminosa.
La verdad del hombre vuelve a dominar en cuanto él se instala en Cristo. El pecado es
secundario, como toda negación. Ningún mal es capaz de borrar el misterio inicial del hombre
pues nada puede destruír en él la indeleble impronta de Dios.
Los sacramentos recrean la naturaleza original humana, su integridad adámica.El Espíritu Santo
se restaura en nosotros con el bautismo y la confirmación. La confesión es un tratamiento
terapéutico de purificación y la Eucaristía introduce la levadura de la inmortalidad e
incorruptibilidad. La naturaleza se halla realmente ligada al poder de la resurrección. Podría
considerarse que la vida ascética y la mística suponen una creciente conciencia de la vida
sacramental. El matrimonio místico indica la naturaleza idéntica de ambas.
El hombre y los ángeles se hallan unidos en el mismo élan de adoración con los cantos del
Trisagion (“Santo Dios, Santo Todopoderoso, Santo Inmortal”), la misma adoración (“Santo
Santo Santo, Señor Dios de Sabaoth, los Cielos y la Tierra se hallan llenos de Tu Gloria”). El
porvenir ‘lleno de gloria’ ya comienza en la tierra.
El santo no es un superhombre, es uno que que descubre y vive su verdad como un ser litúrgico.
San Antonio hablaba acerca de un doctor que dio todo a los pobres y cantaba el Trisagion todo el
dia junto al coro angélico. Por esa acción fué apartado y ‘hecho santo’. Cantar a Dios, su unica
preocupación y labor. Y en las catacumbas la imágen más presente es la de una mujer orando, la
‘orante’. Ella representa la verdadera actitud del alma.
No es suficiente abundar en plegarias. Uno debe volverse plegaria, ser plegaria, plegaria
encarnada. No es suficiente con momentos de oración. Todo en la vida, cada acto, cada gesto
cada sonrisa ha de tornarse himno de adoración, de ofrenda, de plegaria.
Ofrecer lo que somos y no lo que hacemos. “Regocíjense y alégrense”. Cuando se desvanece la
pesadez del hombre el peso del mundo se alivia.
“El Rey de Reyes, el Cristo viene”. Eso es lo único necesario. La doxología de la Oración del
Señor (el reino y el poder y la gloria) es el corazón de la liturgia. Al responder a esa vocación
como un ser litúrgico ese hombre será carismático. “Tú has sido sellado con el Espíritu Santo (...)
tú, a quien Dios ha tomado como suyo para hacer alabar Su Gloria” (Efesios 1:14). Esta es la
esencia litúrgica y el destino del hombre.
La meditación patrística siempre se orienta hacia la liturgia. “Voy adelante cantándote a tí” S.
Juan Clímaco. Palamas escribe: “El hombre iluminado alcanza las alturas eternas (...) y aquí en
la tierra se ha tornado un completo milagro. Sin hallarse en el cielo emula a los incansables
cantores de himnos. Como otro ángel de Dios sobre la tierra, lidera a la entera familia creada
hacia Dios”.
La Iglesia es mistagógica. Inicia por gracia al hombre en el milagro, y se lo ofrece a todos. La
mejor evangelización del mundo es este himno litúrgico, la doxología que surge de las
profundidades de la tierra, y en él se mueve el poderoso aliento del Paráclito que convierte y sana.
Una plegaria correspondiente al sacramento del matrimonio solicita: “Garantiza a éstos Tus
siervos castidad y amor mutuo en el enlace de la paz”. La castidad conyugal y la virginidad
monástica contrastan entre sí en aparente antinomia. “”Que el que entienda, entienda” dijo
Cristo, y aplica a cada uno de estos estados, ambos situados a idéntico nivel de ascésis de lo
Absoluto.
No hay razón para otorgar preeminencia cristiana a uno u otro estado, salvo pedagógicamente
para las masas. Lo que resulta válido para la cristiandad lo es, asimismo, para cada estado.
Oriente nunca ha distinguido entre ‘preceptos’ y ‘consejos evangélicos’. Cada uno en su
situación es convocado a lo absoluto del Evangelio. Es inútil procurar saber la superioridad de
un estado sobre el otro. La renunciación actuante en ambos casos es tan buena como el positivo
contenido que los seres humanos traen a ella: la intensidad del amor de Dios.
El sentido de la pastoral de San Pablo procura la plenitud de un “servicio indiviso”. La
comunidad nupcial que es la iglesia ‘doméstica’ y la comunidad monástica comparten la luz y se
ayudan mutuamente en el mismo servicio. La doctrina de la Iglesia nunca perdió de vista este
balance. Concilios y sínodos se han defendido del maniqueísmo y de la espiritualidad extrema.
El Concilio del año 340 condenó la concepción que afirma la ausencia de esperanza de salvación
para quienes se hallan en estado matrimonial. “Hemos de ver por la continencia (...) y honramos
la santa compañía del matrimonio”. Sin embargo toda una literatura naif todavía habla, por
ejemplo, del ‘ómnibus’ matrimonial y el ‘expreso’ monástico, conectando cielo y tierra. Se
menciona a Revelación 14 1:5, para aquellos que no se han “contaminado con mujeres”. La
Iglesia prohibe absolutamente juzgar al matrimonio como contaminación. El tema es la
prostitución física en affaires extramaritales o la simple realidad de la concupiscencia. Caso
contrario, el Apóstol Pedro debería ser considerado “contaminado”.
Muchos, luego de descubierto el esplendor del amor, han creído deber alejarse de la Iglesia,
confundiéndola con una mala apología y una teología simplista. Pero cambiar de estado no
resulta provechoso. La sabiduría patrística considera carente de mérito el escapar del matrimonio
si se lo considera un estado inferior. Según S. Juan Crisóstomo los requisitos del Evangelio son
los mismos. Perfección según la imágen del Padre en el cielo, el nuevo mandamiento del amor, y
las beatitudes, aplican para todo ser humano. “Cuando Cristo ordena seguir la senda estrecha,
ello no es para los monjes solamente sino para todo ser humano (...) el monje y el laico han de
alcanzar las mismas alturas y si caen se infligirán iguales lastimaduras a sí mismos” “Se
equivocan completamente si piensan que monjes y seculares tienen diferentes requerimientos (...)
ellos rendirán las mismas cuentas (...) usen castamente el matrimonio y serán los primeros en el
Reino de los Cielosy disfrutarán de todas las cosas buenas”.
La castidad interior depende de la estructura del espíritu. Muchas mujeres pecadoras devinieron
“sabias vírgenes” (Sta. María Egipcíaca, Sta.Pelagia). En contraste las vírgenes no previsoras
son consideradas pecadoras. Se nos enseña así, a no descansar creyéndonos a salvo por la
virginidad. La Filocalia considera que muchos monjes, pecadores en su corazón, “perdieron su
virginidad”. El estado matrimonial y el monástico son dos formas de castidad, cada una
apropiada a un modo de ser.
Coventry Patmore: “Aquellos de corazón puro son vírgenes ante Dios. El matrimonio no
extingue el fuego vestal. Lo hace arder por todo lo alto. Su plegaria es cálida y vital. Los esposos
viven fieles al honor subyacente al corazón del amor y son fuentes de virginidad”.
Castidad significa que uno le pertenece totalmente a Cristo, de modo indiviso. El alma del monje
compromete su alma sin mediaciones. Los esposos se comprometen mediante la hipóstasis del
matrimonio. Ello no disminuye en nada el valor de la unión nupcial. “Garantiza Oh Dios que,
amándonos uno al otro, te amemos a Tí”. Nietszche dice que “en el verdadero amor el alma
encierra al cuerpo”; entonces, en el amor carismático del matrimonio, es Dios quien consagra al
nupcial ser uno. Crisóstomo explica que “es exactamente como Jesucristo, quien se une a su
novia la Iglesia sin dejar por ello de ser uno con el Padre”
La naturaleza del hombre cambia sacramentalmente en el matrimonio, tal como sucede con quien
se hace monje. La más profunda relación interna une a ambos. Las promesas nupciales
intercambiadas introduce a ambos en una especie de monaquismo pues aquì tambièn se muere al
pasado y se renace a una nueva vida. Asimismo el rito de ingreso al monaquismo utiliza
simbolismo nupcial, mientras que el antiguo rito nupcial incluía la tonsura monástica. Ambos
son aspectos complementarios de una idéntica virginidad del espíritu humano. La antigua
tradición rusa incluía un retiro en un monasterio posterior a la boda.
Todas las depravaciones humanas pesan grandemente sobre el matrimonio. Lugares comunes o
traiciones lo han transformado en una grotesca caricatura, concentrando todo lo que es más
trivial y odioso en la sociedad. La multitud hambrienta de espectáculos insalubres ha roto los
velos nupciales. No resulta fácil hoy escribir una alabanza del matrimonio. Sí lo es redactar un
escarnio y predicar la soledad y el celibato. Mirada desde fuera, la vida matrimonial parece
carecer de belleza y liviandad y es básicamente prosaica. La luz de las ermitas siempre ha
brillado a los ojos de quienes necesitan un faro. Y la pereza ha establecido que el erotismo
pagano conduzca directamente al desden del matrimonio.
Una civilizaciòn demasiado maasculina lleva al mundo al borde del abismo. El mito machista del
potro y la contrapartida de la mujer amazona liberada son calles sin salida. El mundo impío es
por sobre todo un mundo sin la Vìrgen y sin la solicitud maternal monacal de la mujer. Nietszche
dijo sobre la mujer: “Tu honor se funda en tu amor, en siempre amar más que ser amada, en
siempre ser la primera en el amor”. En la lucha entre espiritualidad y materialismo, la real
inocencia femenina se funda en la espiritualidad. El velo, símbolo del misterio, oculta la
‘pequeña vía’ de las servidoras de Dios que, consumidas por su fe, son la ‘sonrisa de Dios’ que
salva al mundo.
Ha llegado el tiempo de aseverar la plenitud del matrimonio, su estado de gracia, y de liberar a la
conciencia matrimonial de sus complejos, que le han sido impuestos. El verdadero monje ha de
regocijarse en ello pues él, más que cualquier otra persona, puede discernir el real valor del
matrimonio. Su camino es el más angosto pues son dos quienes lo recorren y comparten.
El modelo Martha en el Evangelio, es el que se considera usualmente lo matrimonial. Pero ni
éste ni el de María ofrecen soluciones para los conflictos de la vida. Ambos son estereotipos. Y
María, con su absolutismo, tampoco puede vivir en el mundo. Ambos se complementan.
Estando en el mundo, respirando a pleno pulmón y ‘ganando Cristo’ a cada momento de la vida.
Permaneciendo a los pies de Cristo sin dejar el mundo. Y de pie simultáneamente ante Dios y
también ante el mundo.
El matrimonio comienza alegremente pero, como en las bodas de Caná, ‘la hora aún no ha
llegado’. El rito simboliza sumariamente la entera vida marital. Se intercambian alianzas, son
coronados, comparten la copa de la vida. Pero la copa les será quitada y las coronas caerán. Leon
Bloy habla de los espacios del corazón que no existen pero se ván creando por el sufrimiento.
Para ser amados renunciamos totalmente a nosotros mismos. Es una práctica ascética profunda e
incesante. Tauler afirma: “Algunos ván hacia el martirio por la espada y otros conocen el
martirio del amor que los corona interiormente”. Eso es la ‘kenosis’ (vaciamiento) propia de la
vida marital, el heroísmo oculto bajo las vestiduras del día a día.
Desnudado de las vestimentas con que la multitud le ha cubierto, Eros deja aparecer el rostro de
la Sulamita implorando, con el Espíritu: “Ven amado mío”.
Para un observador ajeno y superficial el matrimonio significa placer sexual y el estado
monástico una anomalía fisiológica. La persona burguesa no tiene ni deseo ni tiempo para
interesarse en la virginidad, y se conoce tan bien a sí mismo como para no despreciar su propio
matrimonio, en lo profundo de su corazón.
Se debe ascender hasta la esfera de lo absoluto para comprender la diferencia existente entre el
matrimonio y la no castidad. Inversamente, el estado de gracia del verdadero matrimonio nos
hace comprender la diferencia cualitativa entre la virginidad monástica y el celibato. San Pablo
dijo: “Es mejor casado que torturado” . La diferencia aquí no es fisiológica, es entre la gracia y el
pecado.
La vida cristiana es carismática. Servicio, diakonia, nunca dominación ni poder ni superioridad.
“Quien quiera ser grande que se haga sirviente” y “Quien se haga tan pequeño como este niño
será el más grande en el Reino de los Cielos”. Los obispos asienten: “No somos los dueños de tu
fe sino los sirvientes de tu alegría”.
Todos los seres humanos somos iguales en tanto que hemos sido creados. Allí estan todos los
pecadores imposibilitados de ingresar al Reino de Dios por su propia fuerza. Iguales a quien
siente que el llamado ha pasado. Ambos comparten la “tristeza de no ser santos” (Leon Bloy). La
grandiosidad consiste en vivir según determina Dios y permite nuestra habilidad.
Si se duda acerca del camino a seguir, no es el camino quien determina la elección, es el llamado
y el don. “Busca el Espíritu Santo, ayuna, reza, y que cada uno por sí mismo busque lo que debe
hacer”. San Pablo: “Que cada uno camine según la parte que Dios le ha dado según el llamado
recibido por Dios”.
San Macario, el gran asceta, vivía en el desierto cuando un ángel le ordenó seguirlo a una remota
localidad e ingresar en una vivienda humilde donde vivía una familia. Le señaló a la esposa y
madre diciendo que ella se había santificado viviendo en paz y perfecta armonía con los suyos,
conservando un corazón matrimonial casto en medio de las ocupaciones diarias, una profunda
humildad y un ardiente amor a Dios. San Macario suplicó a Dios la gracia de vivir en el desierto
como esa mujer vivía en el mundo.
Esta historia ilustra sin oponer la vida monástica a la del mundo, mostrando los valores positivos
de cada una, su propio estado de gracia.
La santidad monástica y la matrimonial son dos caras del monte Tabor. El Espíritu Santo es el
límite para ambas. Alcanzar la cumbre por medio de alguno de estos caminos permite “ingresar
en la paz de Dios y en la gloria del Señor”. Los dos caminos son misteriosamente idénticos. Se
podrá comprender mejor la vocación del matrimonio a la luz y en la escuela del monaquismo.
San Basilio escribió reglas monásticas (Moralia). Su intención fué clara: seguir las palabras de
Cristo paso a paso. Pero debe destacarse una peculiaridad. La comunidad monástica era dirigida
por un abad elegido por los monjes. Este es el carácter esencialmente carismático del
monaquismo. Los sacerdotes no cumplen ningún rol en la vida monástica, salvo la
administración de sacramentos.
Se explica históricamente el monaquismo como la oposición más radical al reino del mal en el
mundo, mediante un No categórico a todo compromiso, a toda conformidad. Su evangélica
violencia prescribe abandonar las confusas y ambiguas formas de este mundo y establecer una
ciudad de monjes en el borde de este mundo. La nostalgia por el Reino de Dios es el reverso de
la tan humana nostalgia por el imperio.
En tiempos de persecución las demostraciones maximalistas de fe cristiana se plantaron como un
torno en la carne del mundo, los mártires venerados como el real corazón de la Iglesia, los
“heridos por el amor a Cristo”. El mártir predica a Cristo dándose como ‘espectáculo’ ante Dios,
los ángeles y los hombres. Se torna símbolo viviente de la fe total en Cristo. Orígenes asevera
quizas cruelmente que el tiempo de paz es propicio a Satan pues entonces roba a Cristo sus
mártires y a la Iglesia su gloria. “¿Beberán del cáliz que yo he de beber?”. La vida del mártir se
conforma según el cáliz eucarístico. Cada mártir ingresa inmediatamente al reino de Dios.
El concordato de Constantino ingresa la Iglesia a la historia. El testimonio del mártir pasa
entonces al del monje y la monja, transformados así en el ministerio carismático del
maximalismo escatológico. El estado monástico será concebido como un segundo bautismo.
Reemplazando al bautismo de sangre del mártir. San Atanasio escribió la ’Vida de San Antonio’
y lo describe allí como el padre del monaquismo, el primero en “haber alcanzado la santidad sin
probar el martirio”.
Quien ha respondido al llamado del Evangelio en la perfección, deviene igual a los apóstoles.
Puede decirle al pueblo lo que ha visto de Dios. Puede y debe. Estos maestros asombrosos del
conocimiento experiencial ejercieron el refinado arte de vivir el Absoluto del Evangelio. En el
silencio de sus celdas, en la escuela de estos ‘teodidactas’ concebidos por Dios, el nacimiento de
la nueva criatura se efectuó lentamente. La metanoía que menciona el Evangelio, la reversión de
la economía del ser humano, su metamorfosis, su segundo nacimiento ha sido exitosa.
Existe una oposición entre el desierto y el imperio, pero no un abismo. Ambos modos de vivir
lucen complementarios. Ambos culminan en la, idealmente, misma realidad. Se justifican
mutuamente a fin de responder a la plenitud que lleva en sus alas la Encarnación. Los monjes
abandonan este mundo para bendecirlo por la oración incesante en el desierto. En el
maximalismo de la fe monacal el mundo halla su medida, “el cánon de la vida”, la sal que acaba
con lo insípido. Aspirando a lo imposible el monje salva al mundo de la autopistis (fe en sí
mismo), la autoritmia (autosuficiencia) y la autoadoración (autolatría). En la formación del
‘hombre nuevo’ cristiano, el monaquismo desempeña un rol pedagógico decisivo. Su espíritu de
oración y adoración, su discernimiento espiritual, su cultivo de la atención espiritual, su
estrategia de la ’guerra silenciosa’ contra los poderes demoníacos, su conocimiento del corazón
humano y la maestría espiritual sobre lo corporal alcanzan un asombroso nivel de perfección y
se constituyen en ‘espejo de conciencia’ donde el mundo puede contemplarse. Sin embargo la
ruta se halla plagada de precipicios. Ha de trascenderse el desdeñar el cuerpo y, comenzando por
el ascetismo, rehabilitar la materia, el cuerpo, la carne de la Resurrección. El monje no
disminuye su ser, lo expande, existe realmente en la imágen del Existente. Es muy importante
comprender que el ascetismo no es una ‘filosofía de la virtud’ y menos aún un ‘sistema de
virtudes’. Es una participación experimental, la incesante comunión con el ‘totalmente Otro’. S.
Juan Clímaco aconseja al monje un amor despreocupado por Dios, como ama el novio a la novia.
Los Padres del Desierto reiteran que ningún ascetismo o conocimiento privado del amor acerca a
Dios. El auténtico monaquismo no conduce al aislamiento pues su tarea no procura unir al
hombre con la Santa Trinidad sino expresar su humana verdad entre los hombres.
El monje no escucha la expresión “vende cuanto tienes” para ser perfecto. Escucha “vende
cuanto eres”. Su oblación es total. Esa es “la cosa necesaria” del Evangelio que torna a los
monjes “los violentos que se apoderan del Reino”, quienes testimonian las cosas finales y ya
viven la “pequeña resurrección”. Por eso, en tiempos de los Padres de la Iglesia, el apostolado
no suponía una actividad misionera. El apóstol era el hombre carismático, quien, al llamado de
Dios, traía a la existencia las promesas del Evangelio de Marcos (16:17-18). El hombre cayó por
debajo de su nivel pero el ascetismo lo eleva por encima de sí mismo y le devuelve la dignidad,
una asombrosa, la de la nueva criatura en Jesucristo. Tal es el milagro de las bodas de Caná, la
clásica imágen del metabolismo del ser humano; es la metanoia, el segundo nacimiento, la muy
real muerte y la todavía más real resurrección. “Dejar que todo sea nuevo” exclamaba San Pablo.
Y Nicolás Cabasilas acerca del bautismo: “Ahora nos aproximamos a la verdadera luz, sin llevar
nada con nosotros (...) procedemos de los “vestidos de piel” y mostramos que retornamos por el
mismo camino presurosos en vestidos reales (...) entonces esta agua destruye una vida y brinda
otra en lo abierto”.
Gregorio de Nisa se refiere a otra humanidad. Asegura que aquél que no es movido por el
Espíritu Santo no es un ser humano. El sentido magnífico del monaquismo reside en este
dinamismo, esta violencia, este maximalismo que aspira solamente a lo último, a la ‘locura’ de la
que habla San Pablo. El sentido comùn afirma que Dios no demanda tanto. El monaquismo
afirma ‘urbi et orbi’ un Dios celoso y temible que lo demanda todo y no brinda descanso.
Segùn los ascetas, las virtudes no son diferentes del dinamismo humano puesto en acción por la
presencia de Dios. Los Padres se refieren a la libertad de desear la salvación, la cual consideran
ya operante pues se corresponde con el deseo divino de salvar el alma. “Yo creo Señor.
Ayùdame en mi incredulidad”. Cada esfuerzo de la criatura por trascenderse, se corresponde con
la gracia que lo auxilia. A ello se refiere S. Máximo el Confesor cuando afirma: “El hombre tiene
dos alas, la libertad y la gracia”. En el comienzo es la gracia quien hace nacer el humano ‘fiat’ y
es solo otorgada a nuestra ofrenda total.”Dios pone las virtudes en el corazón humano” pero al
ser humano corresponde “la pesada labor y el sudor”.
Paradojicamente podría decirse: “Dios trabaja y el hombre suda”. No hay tarea ‘meritoria’ aquì,
es la acción humana dentro de la acción divina. Es sinergia. “Dios es nuestro creador y salvador.
No es quien mide y pesa el precio de nuestros trabajos” (Marco el Asceta).
“Si Dios viera los méritos, nadie entraría al Reino de Dios, Dios es quien hace brotar en nosotros
la virtud, el conocimiento, la victoria, la sabiduría, la bondad, y la verdad” establece Máximo. El
alma no tiende hacia la salvación (como redención personal); Lo hace hacia la respuesta que
Dios aguarda del hombre.
En el centro del inmenso drama del Dios de la Escritura (que no es exactamente el de los
teólogos pues Dios nunca es limitado por una doctrina) por sobre todo y esencialmente se trata
de la Encarnación, el encuentro y la comunión del descendente amor de Dios con el ascendente
amor humano.
Si hubiera que salvar algo en este mundo, sería por sobre todo el amor que Dios brindó primero
al hombre, un amor que nos sobrepasa, asombra y desacomoda. Los textos litúrgicos lo
denominan agraciadamente, el Dios amante del ser humano (theos philanthropos).
El entorno ascético es sobrio, carente de sentimentalismos, de toda ‘música interior’, de todo
psiquismo. Toda emoción es severamente juzgada. Se rechaza todo fenómeno visual o sensorial.
Se excluye toda emotividad. “Si apareciera un ángel ante tí no aceptes la visión.Humíllate y
dile ’no soy digno de mirarte’. Nilos del Sinaí afirma que el método es la interiorización de la
vida espiritual orientada hacia el interno morar, en el sentido joánico. “Vendremos a él y
hacemos nuestro hogar con él”. Para el bautizado Cristo es la realidad interior de la existencia. El
ser divino llena al hombre con Su presencia mediante Su invisible aunque quemante proximidad.
“Si eres puro el cielo está dentro tuyo y dentro tuyo verás luz, los ángeles y a Dios”.
La vida monástica se explica plenamente por la sed de Dios. La humildad es el áxis de nuestra
vida en Dios. Ella destruye radicalmente todo resentimiento o egocentrismo.
En la guerra invisible de los ascetas se pone la atención en el orígen del mal. El origen espiritual,
el ángel caído. El ascetismo busca la maestría de lo espiritual sobre lo material y lo psíquico, sin
destruir nada. No busca destruír las pasiones, busca curarlas y transformarlas. Desde el amor
apasionado a Dios.
Vista desde abajo la vida ascética es una lucha perenne.Vista desde arriba es una iluminación
progresiva del ser humano, es su espiritualización por las energías del Espíritu Santo.
El asceta comienza conociéndose a sí mismo pues “nadie conoce a Dios si no se conoce a sí
mismo”. “Quien ha visto sus pecados es mayor que el que ha visto a los ángeles”. La vida
ascética nos enfrenta con los daños causados por el mal en el alma humana. Es una especie de
escafandra de buzo para el descenso a las cavernas pobladas por monstruos. Psiquiatras y
psicólogos brindan mucha atención hoy día a los escritos de los ascetas.
Luego el alma aspira a la misericordia divina. “Desde el abismo de mi iniquidad invoco el
abismo de tu gracia”. El ascenso es gradual. El monje sigue interiormente a Cristo sin intentar
imitarlo. El alma se despoja de todo juicio y se abre a la caridad cósmica. San Gregorio de Nisa
afirma que “el perfecto rechaza el miedo, desdeña las recompensas y ama con todo su corazón” .
“El conocimiento se vuelve amor”. Dios ingresa al alma y el alma emigra hacia Dios.
El monaquismo, desde su advenimiento, ha constituído una parte integral de la Iglesia, pues
expresa una norma espiritual que es universal, de valor normativo para cada creyente. Los
monjes “llevan una vida apostólica según las Escrituras”, ellos son aquellos que “desean ser
salvados”, los que toman en serio eso de “una cosa necesaria” mencionada por el Evangelio, los
que “se hacen violencia a sí mismos en todo” (Nilo del Sinaí).
En su total y natural carencia de poder el ascetismo, reconocido y vivido como oblación, busca y
encuentra a Dios. Toda la técnica de la lucha ascética se centra en la receptividad. Según los
grandes místicos el cristiano es una persona miserable suplicando por la gracia, que descubre al
Uno, quien es aún más miserable y más suplicante, Dios mismo, rogando por amor ante las
puertas del corazón humano. El cristiano es quien abre la puerta y comparten la pobreza, y así
comienza el banquete del Reino.
El alma conoce su total madurez cuando ya no se pertenece a sí misma, cuando se trasciende
hacia el Otro. La obediencia humilde configura en nosotros a Cristo crucificado, se deja a un
lado toda apropiación de la gracia y del espíritu. La tendencia anticontemplativa contrasta Eros y
Agape y confunde interioridad con autocentración. ”Dios es el padre de Agape y de Eros”
(Gregorio de Nisa). Ambos son complementarios. Esto llevó a Máximo el Confesor a instituir
una equivalencia entre la vida monástica y la vida laica. La contemplación para el monje y el
incesante sentimiento de una cercanía invisible, para el laico. “Adquiere paz interior y una
multitud de seres humanos hallarán su salvación cerca tuyo” (San Serafín de Sarov).
Nicolás Cabasilas, gran liturgista laico del siglo XIV escribió ‘La Vida en Cristo’, obra que tuvo
el mérito de universalizar y popularizar el método monástico a fin de que cada cual pudiera
descubrir los equivalentes aplicables a sí mismo en su vida. Mostró el corazon de la experiencia
mística, posible para todos, el secreto de vivir en Dios que a todos ofrece la Iglesia. Hoy pueden
ser considerados en perspectiva los inmortales valores del monaquismo. Pueden interiorizarse y
establecerse como principios para cada vida cristiana. Obediencia, castidad y pobreza.
La obediencia a Dios suplanta toda auto suficiencia, todo ascendiente proveniente del mundo.
Quien realmente obedece a Dios domina el mundo, es realmente libre, disfruta la dignidad de un
rey.
La castidad se halla en la estructura del espíritu y en el sacrificio sacerdotal del tener y del ser. Es
la desposesión y la plena consagración de nuestra vida.
La pobreza es la persona completamente abierta y sensible a los designios de Dios y a su
profética penetración. Solo quiere seguir la Palabra estando en el mundo. Solo busca la
inhabitación del Espíritu.
La oración es un estado inmutable del alma, que deviene carne y transforma milagrosamente
cada tarea, cada palabra, cada acción en plegaria, en signo viviente de la presencia de Dios.
El maximalismo escatológico es la violencia que procura el Reino, el totalitarismo de la fe que
busca solamente transformar el mundo en el Reino y su justicia. Es una actitud existencial
finalista, una activa espera de la Parusía. La persona muestra lo que ha visto de Dios mediante su
vida. El testimonio humano hoy torna presencial al Reino. Lo anuncia hasta con el silencio.
La unción (1 Juan 2:20) reservada formalmente para reyes, sacerdotes y profetas, es extendida a
todos los creyentes por la Iglesia. Ni lo étnico (Israel) ni lo espacial (el templo de Jerusalen). Es
Cristo quien une en sí mismo a los bautizados “en el pueblo de Dios” donde todos son laicos
perteneciendo al “pueblo sacerdotal”.
No se trata de presbíteros, de obispos. Cada creyente participa en el Sacerdocio de Cristo por
virtud de su ser santificado y no de su función sacerdotal. Es una dignidad sacerdotal ontológica.
Son ‘bautizados por el Espíritu’. Cada creyente ofrece la totalidad de su vida y de su ser como
sacrificio que torna su vida una liturgia. Cada laico es el sacerdote de su existencia.
La unción crismal, denominada confirmación en Occidente, es el sacramento del sacerdocio
universal, instala a todos los bautizados bajo la misma gracia santificante personal. Algunos son
elegidos e instalados como obispos y clérigos por decisión divina. Esa es la diferencia de
ministerios dentro del cuerpo eclesial. No hay diferencia ontológica entre clérigos y laicos. La
hay funcional.
La Carta de Clemente de Roma a los Corintios menciona ‘reglas para los laicos’. Los clérigos se
ocupan de ‘las cosas de Dios’ y los laicos lo hacen respecto de ‘las cosas del mundo’. Los
primeros cambios surgen en el siglo IV. Los laicos traicionan su dignidad sacerdotal, se
despojan y empobrecen sin su esencia clerical. Y entonces los obispos se tornan el centro de
gravedad de lo sagrado, de lo ‘consagrado’. Se ha concretado una distancia por la indigencia y el
empobrecimiento del laico, por culpa de su rehusarse trágico a los dones del Espíritu Santo.
La’traición de los laicos’ es una abdicación y una alienación de su naturaleza espiritual. Los
términos ‘biotikoi (mundano) y ‘amieroi’ (profano) son peyorativos y se aplican a quienes viven
en el mundo, extraños a lo sagrado. El contraste entre clérigo y laico es falso, negativo, carece
de sentido. El laico carece de función eclesial. Pero ambos constituyen la Iglesia, ambos están
bautizados. La Epístola a Diogneto asegura que todos los cristianos son “extranjeros viviendo en
su tierra natal. Permanecen en ella pero son ciudadanos del cielo” .
La oración del sacramento de la unción convoca el sello del Espíritu Santo: “Que le agrade
servirte a Tí en cada acto y en cada palabra”. Esta es la consagración de toda nuestra vida como
ministerio de la realeza sacerdotal. Su carácter absoluto se manifiesta en el rito de la tonsura,
idéntico al del ingreso en una orden monástica. Lo escatológico refuerza la integridad de la
consagración: “Que rinda gloria a Tí y tenga por todos los días de su vida la visión de las alegrías
de Jerusalen”. El obispo bendice el aceite: “Oh Dios márcalos con el sello del crisma
inmaculado en su corazón para que se tornen morada de la Trinidad”
“Vayan y enseñen a todas las naciones” se lee durante el sacramento ante cada bautizado. Cada
uno de ellos es un apóstol, un misionero, a su modo. Cada laico ha de brindar testimonio
incesante. Pertenece al mundo y asimismo a la Iglesia. No puede celebrar los sacramentos pero
su esfera es la ‘vida de la gracia’ y su penetración en el mundo. Esa es la ‘liturgia cósmica’
mundana, manifiesta por la simple presencia de ‘seres santificados’, de ‘moradas trinitarias’.
Esta es la misión y el apostolado que expulsa lo profano y demoníaco del mundo. El pueblo laico
brinda el dogma viviente y la gracia recibida la ofrece al mundo.
“El cristianismo no es algo ordinario (...) eres llamado a la dignidad monárquica. Los hombres
espirituales ungidos con aceite celestial se tornan Cristos según la gracia, y ellos también son
reyes, sacerdotes y profetas de los misterios celestiales” (Macario).
San Juan Crisóstomo en su anáfora siria pide “por un espíritu puro que nos haga luchar por el
esplendor real”. Alude a la maestría ascética, la plena libertad del mundo, de la concupiscencia,
de los poderes demoníacos. “Aquí viene Satán pero no tiene poder sobre mí”. “Domino mis
instintos y gobierno sobre la carne y los impulsos cósmicos” (San Ecumenio).”Dominar los
deseos es característico de una naturaleza real”.
Pero toda libertad ‘de’, es una libertad ‘para’. Invita a movernos hacia el ‘qué’ de la vida. Su
carácter positivo. Nos conduce a la dignidad sacerdotal.
El ‘ser creado’ no solo es un ‘pensamiento’, también es algo amado. “Dios nos amó primero”.
Creado a imágen de la Trinidad, el hombre es esencialmente comunión. Por ello es que la Iglesia
nunca es una institución construída desde afuera. Es la verdadera naturaleza humana, el ser
humano litúrgico, el ser-iglesia.
Cuando el hombre observa su propio misterio, se concibe como una comunión abierta al mundo.
Los maestros espirituales enseñan que no somos lo que tenemos sino lo que somos. Debemos
pasar de tener a ser. “Benditos los pobres de espíritu”. Benditos los que son espíritu.
En Romanos 12 San Pablo propone ofrecer nuestros cuerpos como sacrificio viviente; esa sería
la ‘ofrenda razonable’. Orígenes: “Todos los que han recibido unción son sacerdotes. Cada uno
carga su sacrificio consigo, enciende el altar, se torna sacrificio continuo (...) Si el mundo es
crucificado para mí y yo para el mundo, he ofrecido un sacrificio en el altar de Dios y me he
tornado el oficiante de mi propio sacrificio”.
La ‘katharsis’ (purificación) ascética es la preparación del estado de ser una vìctima. “Ninguno
puede participar en el sacrificio salvo que se haya ofrecido a sí mismo como víctima” (Gregorio
de Nacianzo). Somos reyes a causa del dominio de las pasiones y sacerdotes por inmolarnos
como hostia espiritual. El creyente del sacerdocio real celebra la liturgia en su vida cotidiana
“sirviéndote a Tí en cada acto y en cada palabra”.
El puro de corazón verá a Dios y a través de él Dios podrá hacerse visible.
Según la Escritura, un profeta es aquél que se halla atento a’los designios de Dios’ en el mundo,
uno que interpreta y anuncia la voluntad de Dios, el avance inexorable de su gracia.
“Quemamos el perfume profético en todo lugar y sacrificamos para Él el fragante fruto de una
teología práctica” (Eusebio de Cesarea). Esta es una excelente definición de lo laico en su
dimensión profética. Cada miembro del real sacerdocio despliega una teología teofánica viviente.
“Reyes por el dominio de las pasiones, sacerdotes que inmolan su cuerpo, profetas informados de
los mayores misterios” (San Ecumenio). “Profeta por ver lo que los ojos no ven” (Teofilacto).
El cristianismo es mesiánico, revolucionario, explosivo a causa de sus confesores y mártires.
Seguimos y encontramos el Reino de Dios en los dominios del César. Debemos cambiar la
estructura del mundo, pasar lo que no posee, la razón de que aún el mundo sea el mundo, y
transfigurarlo en Reino.
Juan el Bautista no es un testigo del Reino, él ya es el lugar donde el mundo es conquistado y el
Reino se halla presente. No es una voz que proclama. Es su voz. Es el amigo del novio. Es quien
decrece para que el Otro aparezca y crezca. Esta es la dignidad profética, alguien que, por su vida
y por lo que lleva adentro, proclama a quien está viniendo.
Pareciera estar descendiendo una nueva espiritualidad que no aspira a liberar al mundo del mal
sino a dejar que el elemento espiritual de la criatura se manifieste. Una persona que ama y se
encuentra totalmente desapegada, desnuda al tacto de lo eterno, escapa al conflicto entre lo
espiritual y lo material. Su amor a Dios está humanizado y se torna amor a todas las criaturas en
Dios. “Todo es gracia” (Bernanos). Dios ha descendido hasta lo humano y lo ha llevado al
abismo de la Trinidad.
La santidad tradicional se ha caracterizado por el estilo heróico del desierto, el monástico.
Distanciada del mundo, esa santidad se dirigía al cielo verticalmente, como la cúspide de una
catedral. Hoy día el eje de la santidad se ha movido acercándose al mundo. Su modelo es menos
impresionante. Sus logros se ocultan a los ojos del mundo pero la lucha no es menos real. Ser
fiel al llamado del Señor, en las condiciones del mundo, hace que la gracia penetre hasta las
raíces donde es vivida la vida humana. El “pequeño camino” de Santa Teresa, el de los
seguidores de Charles de Foucauld, el de las Iglesias bajo el signo de la Cruz que oran y
transforman al hombre con su silencio. Esta modalidad es la típica respuesta moderna al llamado
del Evangelio. La nueva santidad busca el Reino mediante cierta ‘niñez espiritual’. Mediante la
integridad del alma y el cumplimiento ascético de una naturaleza puesta plenamente al servicio
de Dios. Mas humano y universal, cercano a la realización del cristianismo en el mundo, este
nuevo camino rescata, sin embargo, los valores esenciales de todos los tiempos, mediante la
interiorización.
Se abandonan las alturas del discurso místico para brindar ayuda al mundo sufriente. Se inclina
hacia la miseria humana y desciende a los infiernos del mundo moderno. La vida instintiva y la
fisiológica ya no necesitan justificarse. La gracia permea todos los niveles de la vida humana.
Todo lo humano es rehabilitado, restaurado para Dios en aquél que se brinda plenamente a Dios.
La espiritualidad del desierto ha permanecido en los márgenes de la vida ordinaria por mucho
tiempo. El mundo actual reclama una santidad que sea capaz de hallar una respuesta a sus
problemas mediante una solución vivida en medio del mundo.
La escatología secularizada se priva del ’eschaton’, del fin, y sueña con una comunión de los
santos sin el Santo, un reino de Dios sin Dios. Cuando se debilitan los siervos del Bien la tarea es
tomada por fuerzas de diferente naturaleza, prefiriendo lo antitético, y la confusión se hace
presente. El Evangelio ordena “buscar primero el Reino de Dios” (Mateo 6:33); ello es
secularizado y degenera en la utopía del paraíso en la tierra.
Hoy día la cristiandad ya no es un agente activo de la historia. Observa eventos que escapan a su
control y corre el riesgo de ubicarse en el márgen del destino del mundo. Reformas sociales y
económicas y la liberación y emancipación de grupos y clases sociales se ven afectadas por
factores mundanos fuera de la Iglesia. Los cristianos habitan bajo regímenes de serparación de
Iglesia y Estado, La Iglesia solo puede adaptarse a esta situación manteniendo intacto el caracter
absoluto y universal de su misión. La Iglesia ha de estar presente como conciencia cuya voz
resuena sin impedimento, adhiriendo a la libertad fuera de todo imperativo secular. Si esa voz
pierde su pertinencia inmediata porque los medios del Estado no están presentes, se gana poder
moral en la soberana independencia que adquiere su voz. En un clima indiferente u hostil y
perdida su audiencia formal, la Iglesia solo puede refugiarse en la fe del pueblo de Dios.
La victoria ganada temprano en el desierto fué más espectacular que el ‘triunfo’ del imperio de
Constantino. Los monjes dejaron el imperio demasiado bien protegido en las sombras del
compromiso. El desierto, el ‘lugar de los demonios’ se encuentra ubicado hoy día en el corazón
de quienes “viven en el mundo sin esperanza ni Dios” (Efesios 2:12). Los monjes ya no deben
dejar el mundo. Pueden hallar su vocación bajo la nueva forma del ’monaquismo interiorizado’.
La teología de las cuestiones de fondo requiere una concepción que cargue con su Cruz. No hay
continuidad entre la Cruz y la filosofía humana.”Enseñamos las cosas que no vé el ojo ni escucha
el oído, cosas más allá de la mente humana, lo que Dios ha preparado para aquéllos que le
aman”.(1 Co 2:19).Abarca todo acerca de la revelación, instala el misterio del hombre
escatológico (Filius Sapientiae) y conduce a una magnífica definición de los cristianos: “aquéllos
que anhelan Su aparición” (2 Tm 4:8). Para quienes aman la Parusía, la hora por venir es ya la
hora presente.
“Quien recibe al que yo envío me recibe a mí y quien me recibe a mí recibe a quien me envió”.
(Juan 13:20). No se halla lejos del círculo sagrado de la comunión de la Trinidad. De la
bendición del Padre. El infierno no depende de la ira de Dios. Depende de la cósmica caridad de
los santos. “No cesar de añadir fuego al fuego hasta la muerte”. En Juan 14:28 Cristo pide
alegría a sus discípulos, inmensa alegría cuya razón trasciende al hombre. Alegría en la
existencia única de Dios. La salvación del mundo depende de esa límpida y pura alegría.
“Hay variedad de dones y de servicios y de trabajos. En todos se manifiesta el Espíritu para el
bien común. Todos inspirados por uno y el mismo Espíritu, que aporta a cada individuo
individualmente según su voluntad” (1 Co 12:4-11).
Nadie se halla excluído de la convocatoria general ministerial, pero, como en un coro, cada cual
discierne su vocación enteramente personal, su único destino.
Un momento decisivo en la biografía de una persona es cuando no se hallan en su camino ni el
monacato ni el matrimonio. Puede ser un gran error decidir por imposición de las circunstancias.
La espera positiva se hace cargo del presente sin prejuzgar el futuro. Renunciar a una situación
dada (el matrimonio por ejemplo) solo puede ser condición para otra aceptada (celibato por
ejemplo).
Esto lleva a la superficie el problema específico de la vocación. Es una inclinación proveniente
de cualidades naturales, predisponentes para un determinado modo de vida y de actividad. Más
profunda y religiosamente, se trata de una predisposición misteriosa, un designio de Dios para un
ser humano concreto. Dios me propone mi propia esencia, mi parte ideal, la que yo acepto y
asumo libremente.
La fe es casi imperceptible, infinitamente delicada, llena de gracia que protege y salvaguarda la
total libertad que tenemos al pronunciar nuestro fiat. La voz de la gracia nunca tiraniza, es una
invitación de un Amigo que acepto por hoy en mi presente situación, hasta el momento en que
pueda quizás ver más claramente. Deberíamos aceptar esa vaga apertura hacia horizontes aún
indefinidos sin obstruírla con murallas psicológicas, desde una necesidad freudiana de controlar
la libertad de espíritu.
Cuando surge la necesidad, hasta un monje puede romper sus votos. Y un hombre casado puede
volverse monje. Puede hallar el celibato en el mundo. Puede aceptar alegremente la situación
solo por hoy, por el presente. No es un imperativo categórico ni un deber impuesto. Fallas
pragmáticas, factibles, desánimos y amarguras momentáneas no suponen una negación, un vacío,
un rendirse. Uno debería conformarse con la gracia y aguardar sonriente hasta que esa derrota
material se torne victoria espiritual. La finalidad inmediata, lograda o no, no es en absoluto el fin
de nuestro destino.
La búsqueda se torna directa cuando es sensible y apasionada en la gracia. Es el más elevado
grado de correspondencia entre la convocatoria y la persona. Poco a poco viene a habitar adentro.
Es personal y para nada externa ni visible por algo que me defina. Mi libertad acepta todo lo que
me rodea, aún el sufrimiento y el fuego purificatorio inevitable.
El yo empírico se preocupa por sí mismo y sus ciegos deseos. El sí profundo espiritual asume su
destino y ronda las invitaciones y las escucha y se las apropia. Al responder al llamado o al
aceptar las condiciones presentes por falta de claridad, uno se encuentra a sí mismo entre las
condiciones específicas presentes y una inspiración. Esto puede llevar a cada momento, a una
nueva configuración. En la pausa que ocurre entre lo que es y lo que ocurrirá. Acepto mi
vocación y destino y lo desarrollo desde dentro. El trabajo de Dios abraza al del hombre como
una invitación a la colaboración. Uno adentro del otro. Es la profunda dialéctica, el
perpetuamente virginal milagro del fiat humano. Es la participación creativa. No soy causa de
mi destino, que es un regalo, pero puedo determinar si soy regido por él o lo rechazo o ejerzo
dominio sobre él.
Hemos de estar informados y atentos a la tentación de tozudamente multiplicar y magnificar las
dificultades hasta lo imposible. Sin embargo lo imposible es el seguro signo de una auténtica
vocación, pues “el poder de Dios se manifiesta en la debilidad humana”. Preocupaciones
excesivas y ansiedades conducentes a las neurosis, indican una idolatría de nuestros deseos, un
sentimiento exagerado de auto importancia. La llamada a lo desconocido y lo creado por el self
empírico difieren mucho. La desesperación por una vida fallida se origina en haber asumido y
decidido previamente que seremos genios, exploradores, compositores, hombres casados.
Resoluciones arbitrarias que condenan el futuro. Seguir las propias pasiones y preferencias sin
escrutarlas debidamente, mediante una ascesis que revele lo real, conduce al trágico fin de una
vida arruinada.
Contra todas las soluciones predeterminadas se deben descubrir las dimensiones espirituales de
los espacios libres, para invocar reacciones que trasciendan una condicion dada. Todo destino
reducido a un determinismo externo es ilegítimo. La vocación propia se halla exactamente entre
la necesidad y la libre creatividad. Y a lo largo de la línea de la fe, que revela la dirección del
crecimiento fuerte y libre de nuestra confesión.
Quiien se halla atento aguarda y ya ama el acontecimiento que está tomando forma donde el no
creyente vé solamente naturaleza y necesidad. Finalmente, una trascendencia vertical nos eleva
aún desde un círculo cerrado sin horizontes.
Al soltar lo que imaginamos nuestro solo deshacemos lo que nos restringía. Esa liberación ocurre
cuando el sí mismo cesa de tener interés autocentrado como fin absoluto. Nuestra creatividad,
entonces, fructificará en cada grano.
Nuestra vocación es una opción en respuesta a un llamado que ha sido escuchado. Esa voz nunca
lo clarifica todo. Cada vocación se halla acompañada de una renunciación. El casado renuncia al
heroísmo monacal. El monje a la vida marital. El joven rico del Evangelio ha de renunciar a sus
‘preferencias’ para seguir al Señor. Los ‘eunucos’ por el reino (cualquiera sea el significado que
se adjudique a esa expresión) concretan una privación, una renunciación, un sacrificio. En cada
caso la gracia ofrece un don y una vocación positiva. No es una mutilación sino un rehacer del
ser al servicio de un nuevo destino ya amado. Desde todos esos modelos de inautenticidad donde
la vida carece de sentido, se abre un paso hacia un mundo de verdadera vida.
Todos los hombres buscan conocimiento, poder, alegría. Es suficiente con solo la alegría; ella lo
comprende y lo sobrepasa todo.
La vocación del celibato es mucho más grande que el celibato en sí. El celibato no es central.Una
vida que lo incluya sí lo es. Para un sacerdote de la iglesia romana es condición de su ministerio.
Si cambia la Ley Canónica ese sacerdote podrá casarse sin traicionar su vocación sacerdotal,
como ocurre en la iglesia oriental. El monje vive preocupado por ‘las cosas de Dios’. El hombre
no casado vive ‘en las cosas de Dios’, al servicio del prójimo, se mueve en segunda persona, en
el ’tu’ y en el mundo. El amor-compasión no precisa reciprocidad ni nada para sí, se brinda y
desciende al infierno de un mundo agonizante en oscuridad. No elige, pues responde a todo
sufrimiento y encuentra al otro que ha abandonado a Dios.
Esa vida centrada en el otro es una verdadera vocación y un signo del Reino. Surge una
demanda desde el mundo, exigiéndonos permanecer en él como testigos del Evangelio. “Dénme
alguien que ame y él comprenderá” dijo San Agustín. Clarificar nuestro destino y amar nuestra
cruz formada por nuestro ‘mi’. Quizás el mayor acto de ascetismo sea no la renunciación de sí,
sino la total autoaceptación. Si se recibiera aquello que desciende a nosotros como si de nuestra
propia elección se tratase, todo se tornaría significativo inmediatamente, profundo, pleno de
alegría y de apasionado interés.
El ser humano nunca está solo. La mano de Dios reposa sobre él. Si sabemos como aceptarlo y
sentirlo, su destino está construído, ‘orientado’ hacia el Oriente. Esta es la experiencia de todos
los grandes maestros espirituales.
Respecto de la mujer que se siente desechada, decepcionada de las expectativas y promesas de su
juventud, todo comienza cuando todo parecía cerrado y concluído. Este es el sentido profundo de
la leyenda del Grial. Un caballero pobre arriba cuando todo se halla paralizado, el rey está
inmóvil en su lecho, los brotes se han secado, las aves no cantan y todo parece hallarse bajo la
quietud de la muerte. El caballero hace la pregunta, la única verdadera pregunta: ”Dónde está el
Grial?”. Entonces todo vuelve a la vida, el rey deja su lecho de enfermo, los brotes florecen, las
aves vuelven a cantar. Esa pregunta es el fiat de nuestro destino. Transforma la situación dada en
dones espirituales. El ser humano vive su propio milagro y vive en lo milagroso. Isaías lo explica
en este admirable pasaje: “¡Que cante la estéril, la que no dió a luz; que levante su voz en
aclamaciones la que no estuvo en labor de parto! Pues lo hijos de la desolada serán más que los
hijos de la desposada, dice el Señor (...) Pues tu Hacedor es tu esposo...” (Isaías 54 1:5).
La experiencia de vida en la Unión Soviética demostró el rol decisivo de la mujer en la
renovación de la vida religiosa. Cuando se impuso el silencio a la Iglesia, la actividad
kerigmática femenina surgió. Ellas cumplimentaron la misión de los apóstoles al construír un
mundo de fe dentro de uno secularizado. Se abrieron al Espíritu y fueron sensibles al mundo.
Llevaron la Palabra. Servidoras de Dios. Amigas del Novio. En la ascesis de los grandes
maestros espirituales, la humildad consiste en el arte de hallarse exactamente en su propio lugar.
Las formas de la vida social cambian rápido e inesperadamente. En contraste con los actos
religiosos del creyente, dotados de gran estabilidad. Se puede ser consciente de los designios de
Dios presentes en los prodigiosos progresos de la ciencia y la tecnología. Se puede crear grandes
comunidades de testigos. Se puede adorar y tornar plegaria cada trabajo, aún en la cementada
vida urbana moderna. Sin embargo no es posible este ministerio individualmente. El estado de la
sociedad actual demanda una caridad colectiva. Es en lo colegiado que la fe tiene el privilegio
magnífico de invocar los derechos de Dios sobre la ciudad de los hombres. Los agentes favoritos
son los célibes pues son quienes pueden entregar su disponibilidad sin calcular nada.
El matrimonio es ‘imágen del cielo’ para Crisóstomo, pero el celibato lo es del Reino ‘donde no
hay matrimonio’ y somos ‘como los ángeles’. En el porvenir no conoceremos un mundo de
parejas con el ‘hombre’ frente a la ‘mujer’, conoceremos la unidad de lo masculino y lo
femenino total. Adán-Eva restaurados a su dimensión espiritual. Y como anticipación a dicha
futura unidad, los célibes brindan su presencia total en servicio a una fraternidad efectiva. Tal
confraternidad, sabia como el mundo, ensambla a hombres y mujeres nupcialmente sobre toda
miseria humana (entendiendo por nupcial a la unión de los bienes espirituales).
La transparencia del don de sí es decisiva. La amistad profunda y pura podría comenzar. El alma
se despliega en una relación de persona a persona. El celibato no privó de la comunión de las
almas a grandes cristianos cono San Benito y Santa Escolástica, San Francisco y Santa Clara,
San Juan de la Cruz y Santa Teresa, San Juan Crisóstomo y la diaconesa Olimpia. Tal amistad no
se opone al estado monástico. Puede producir hijos espirituales que continúen su vocación
testimonial.
La muy especial devoción de los místicos a la Theotokos, contrariamente a cualquier desviación
mórbida, aporta pureza, una ternura casta. La Virgen en su materna y consoladora protección, es
la más sólida expresión de la filantropía de Dios. Dicen los ascetas:”La hora que estás viviendo,
la persona con quien te estás encontrando, la tarea que haces en este momento es lo más
importante en tu vida”. Lo inmediato ante nosotros es la oblación de sí que triunfa sobre cada
separación, cada soledad, cada ‘instinto de muerte’. San Gregorio de Nisa: “El poder de Dios es
capaz de descubrir una esperanza para lo que carece de esperanza, y una vía para lo que es
inextrincable”.
Ningún poeta ni pensador ha logrado hallar respuesta a la pregunta sobre qué es el amor.
Podemos seguir su evolución pero no saber de su nacimiento. En lo más alto se torna solo
música sin palabras. Cuando se ha agotado la razón, el mito manifiesta su esencia irracional.
“Uno y uno cesan de ser dos, se tornan uno” (Thus Ramuz, ‘Adán y Eva’). Redescubren y
restauran su misteriosa unidad. La Cábala vé en la amada una aparición de la Sekinah, la
Presencia Divina.
Para acceder a una idea acerca del amor se ha de ir más allá del amor, a las profundidades del
alma donde la pasión, salvaguardando la intensidad del ser interior, se halla liberada de toda
exaltación carnal y se torna el centro inmóvil de una rueda que gira. Trascendiendo lo sensual, el
amor brinda una insospechada profundidad a la carne. Clarividente y profético, por sobre toda
revelación. Nos hace ver el alma amada en términos de radiación y alcanzar el nivel de
conocimiento que le pertenece solo a quien ama. La palabra hebrea ‘yada’ significa conocer y
casarse. “Adán conoció a Eva”. Se contempla la inocencia inicial. La misteriosa unidad del amor
puede ser la heterogénea identidad de dos sujetos.
Gogol dijo que “el amor es la tierra natal del alma”. Cuando se torna despótico consume y
destruye, se vuelve odio y muerte. Durrell describe a Eros como una guía sabia conducente a
través del sufrimiento. Dante lo expresó: “Ella miraba a Dios. Y yo Lo veía, tal y como Él se
reflejaba en sus ojos. Y el cielo era más azul”. El elemento más oscuro se cambia en luz. El
carbón en diamante, las raíces se entierran en la oscuridad pero las flores se tornan luz y triunfan
sobre la oscuridad.
En Platón el amor inaugura la dialéctica de la trascendencia. Pero el objeto amoroso se difumina
y es rápidamente trascendido hacia lo sublime y lo inteligible de esencia profundamente
impersonal. Eros es un espíritu, un ‘daimon’ un intermediario entre lo mortal y lo inmortal, una
chsipa que dispara el ascenso hacia lo puramente espiritual. La belleza de una forma particular
es reflejo y reminiscencia de lo Bello en el cielo. La persecución de la Belleza consiste en
moverse más allá de lo amado, y aún dejarlo atrás. Este es el amor en Platón, una pre-ascesis que
vá desde lo sensual a una decepción de los sentidos.
Denys de Rougemont analiza el amor moderno, la pasión originada en mitos como Tristán e
Isolda y Don Juan. La pasión se consuma en gran tristeza, con excesivo sufrimiento y lleva a
una muerte bienvenida en nombre de la mística de la noche. El otro extremo es Don Juan, el
juguetón que ama solo su amor y viola la verdad de los seres; prueba una mujer como si fuera
una fruta. A su manera Don Juan sería un neoplatónico. No ama una mujer, busca lo femenino
presente en ellas. Al fin deja de ser un individuo y se torna “un hombre sin nombre”,
insubstancial. (Tirso de Molina).
La acción mítica se proyecta en la vida real de las parejas y dispara crisis. Si no la contiene el
tiempo, la intensidad de Tristán tratará de escapar más allá del tiempo. La siempre nueva
excitación de Don Juan es limitada a solo las primeras mañanas de amor, y se niega a la duración.
Ambos modos de amar destruyen a la amada. En otra conexión los trovadores idealizan el amor.
Inestable en el romanticismo, sediento en el platonismo, incapaz de mantenerse en las cimas de
la pureza ascética, este amor fracasa ante el rostro sarcàstico de un libertinaje fácil,y concluye
rogando la muerte.
Para Kieregaard y su romanticismo, la mujer es una pura idea. “lo desafortunado de la mujer es
que lo representa todo en un momento y nada en el momento siguiente, sin que nunca pueda ella
saber lo que significa en verdad como mujer” Cuando el hombre no precisa inspiraciòn o se
siente amenazado por la duración, la mujer ya no halla solidez o valor en sí misma, no es ni
siquiera un sujeto humano, una persona, sino como mucho un ser relativo, una forma poética de
la ausencia.
Marx y Freud pusieron su máximo esfuerzo en descubrir la realidad brutal de los deseos secretos,
en quitar las máscaras románticas que esconden la explotación de uno sobre el otro. Los seres
humanos son degradados a machos y hembras. Nietszche escribe: “La cristiandad dió a beber a
Eros un veneno que no lo mató pero lo degeneró en vicio”. Cuando no se acepta el Evangelio en
su totalidad el conflicto entre el espíritu y los sentidos crea un profundo desbalance. Toda
solución que desexualice al ser humano es un atentado a la voluntad creativa de Dios. Mortificar
a Eros mortificando la carne es disecar peligrosamente al ser humano. Es hacer escarnio de lo
perturbador y odiado. “En el Señor ni el hombre es independiente de la mujer ni la mujer lo es
del hombre” dice San Pablo (1 Co 11:11)
El sublime Cantar de los Cantares ensalza el amor y la díada sagrada de la unión nupcial. Los
novios se buscan uno al otro pero el sujeto real no es el bucólico pastor ni la Sulamita bella, es el
propio Amor. “Ponme como un sello sobre tu corazón, ponme como un sello sobre tu brazo,
pues el amor es fuerte como la muerte (...) Sus destellos son destellos de fuego, la llama más
vehemente” (Sg 8:6). El amor de los comprometidos es figura del amor nupcial entre Dios y el
alma humana. La esencial revelación del Cantar es que el amor humano tiene su fuente en Dios y
es encendido por las lenguas del fuego devorador de Jahveh, un nupcial Pentecostés.
En su obra ”El jazmín de los fieles del amor” el gran místico persa Ruzbehan Bagli de Shiraz
concibe el viviente amor humano iniciación necesaria para el amor de Dios. No es la conversión
monástica de Eros. Es su transfiguración. En cada amor hay un encuentro con el único Amor, así
como en cada nombre divino estála totalidad de los Nombres. La belleza es considerada
manifestación de lo sagrado (hierofanía), aparición de lo divino (teofanía) solamente si el amor
de Dios es vivido en el amor humano. El amor humano sería propedéutica al amor divino.
El Cantar une lo que Platón y los románticos y los ascetas disocian. El amor entre hombre y
mujer surge en el amor a Dios y lleva a Dios. La forma poética semítica exalta los encantos de la
belleza y humaniza al amor, elevándolo también a nivel de lo divino. El Cantar transfigura los
deseos pasajeros en una única sed por lo Absoluto. La Escritura deja afuera toda
descorporización idealista, invita a acordar con el ser humano total, bautizado y destinado a la
Resurrección. Eros reconoce el objeto amado de sus sueños en la atracción violenta y poderosa
de los amantes.
Podemos reconocer cierta remembranza (anamnesis), una reminiscencia misteriosa presente en el
verdadero amor. Cada hombre lleva en sí su propia Eva y vive esperando esa posible Parusía.
Este presentimiento brinda belleza y pureza a los sueños poéticos adolescentes. El hombre
consciente reconoce la sensación de haber nacido para el verdadero amor. “Ella te fué destinada
a tí desde la eternidad”(Tb 6:17), dijo el Arcángel Rafael a Tobías. La presencia de Dios no es
ajena a la atracción mutua de los amantes. Su encuentro nunca es fortuito.
Jesús se hace conocer en el camino a Emaús, cuando parte el pan. Ese momento también existe
en el amor. Es cuando los amantes se reconocen en una súbita revelación. Aquello que es común
y nada misterioso para los no iniciados se torna súbitamente único y misterioso. Se dice que el
amor es ciego, pero nos hace ver. “El amor nupcial es el más fuerte” (San Juan Crisóstomo) pero
no agota el misterio.
Uno es amado por lo que es, lo cual lleva a aceptarnos y a recibir nuestro propio ser como un
regalo. Pero este ‘nacimiento en la belleza’ posee un fuego purificador e impone un ascetismo.
El banquete del amor no perdura. El rostro amado se muestra para desaparecer luego. Porque no
es solamente dado, también ha de ser creado.
El dia a dia profana lo sagrado, todo conspira para convencer al ser humano de la insconstancia
de las promesas del amor. Aquí, en esta lucha, es donde es más vulnerable. Lo prosaico lo
conduce al infierno del aburrimiento. Nada permanece salvo los conflictos y las contradicciones.
Nietzsche pregunta: “¿Hasta el presente qué gran filósofo se ha casado? Un filósofo casado
pertenece a la comedia, esa es mi regla”.
En cuanto a Kieregaard, su actitud religiosa aporta cierta luz. El permanece ‘ante’ Dios y no ’en’
Dios. La transfiguración, el milagro de Caná, se halla trágicamente ausente en él. Está sumido
bajo el peso del pecado, aplastado por el pensamiento de lo dañado. Nada de la refrescante gracia
transita por sus páginas melancólicas e irónicas. Y por su vida.
Lo que es ‘único’ en el amor es que requiere la mediación de la gracia. Por ello es que no se halla
enraizado en la moral o la estética, sino en lo religioso. Por gracia del sacramento es que las
fallas no son mortales y las imperfecciones no son condenadas sin recurso. Lo que el monje
alcanza directamente, los esposos lo logran indirectamente. Y su herramienta es la esfera
sacramental de la gracia. El amor de Cristo es el don de la gracia. ‘La fruición de la eterna
frescura’ (Coventry Patmore).
Fuera de la Encarnación, la distancia entre el hombre y Dios se torna infinita, cualitativa,
infranqueable. Su otredad absoluta vuelve infeliz al amor y vela toda comunicación y comunión.
Proyectado a lo relacional, afecta al amor, lo vuelve infeliz e imposible. El matrimonio se halla
prohibido para quien establece relaciones con jovencitas, relaciones negativas que culminan en
ausencias (el caso de Kierkegaard).
Sin obstáculo la pasión no perdura. En el matrimonio el obstáculo es interior. El misterio
fascinante del amor consiste en la conquista espiritual de la otra persona, de la inaccesible. La
alteridad del otro u otra es la materia del sacramento. Que dos sean uno. Lo extraño se vuelve
más íntimo para mi, más interior que mi propia alma. Así la castidad nupcial masculina implica
que toda femineidad reside en ella. En la esposa.
Un joven oficial romano llamado Adriano sufrió martirio y muerte a manos del emperador
Maximiliano. Sostenido por su joven esposa Natalia hasta el final, quien dijo: “Bendito tú mi
maestro, luz de mi vida, por haber sido admitido en el memorial de los santos”. Ingresando a la
santidad, unida a su esposo en su oblación al Señor, en su servicio hasta el martirio, ella es ‘la
sonrisa de Dios’, la ‘ternura del Padre’.
Existe un solo sufrimiento. Estar solo. Dios es Trinidad, uno y tres a la vez. La Escritura no dice
que no es bueno ‘trabajar solo’. Dice ‘estar solo’. El ser humano ha devenido ‘ser nupcial’. Pero
un elemento ajeno al hombre, un elemento demoníaco, instaló una distancia entre hombre y
mujer. Esta perversión ontológica se halla presente en las palabras de Dios cuando se dirige a
ambos separadamente “A la mujer le dijo...” y “ A Adán le dijo...” (Gn 3, 16-17).Este
acontecimiento prueba que la diferenciación entre masculino y femenina es básicamente
espiritual.
El Libro del Génesis dice literal: “Hagamos al hombre (‘ha adam’ es singular) y dejemos que
ellos (plural) tengan el dominio. Y Dios creó al hombre (singular) y Él los creó hombre-
masculino y hombre-femenina.” “Hombre” trasciende la distinción masculino-femenina. Estos
dos aspectos del hombre son inseparables en la mente de Dios. Un ser humano aislado en sí
mismo no es plenamente humano.
Dios produjo un profundo sueño, un sopor, una suspensión de los sentidos en Adán. La aparición
de Eva pone en existencia lo que yacía dentro del ser. La consubstancialidad nupcial de hombre
y mujer. Es llamada ‘virago’ (en latín) porque fué tomada del hombre,’vir’. (San Jerónimo). “Mi
amada es mía y yo soy de ella” dice el Cantar (Sg 2:16)
Este orden arquetípico de la creación se torna orden de la gracia en las bodas de Caná. Las copas
nupciales representarían ambas coronas sobre los esposos, la reintegración del orden inicial. “No
son dos sino uno (...) el amor transmuta la verdadera esencia de las cosas” (San Juan
Crisóstomo).”Dios creó co-seres" afirma Cirilo de Alejandría.
Este concepto patrístico es fundamental en Oriente e inspirador de los textos canónicos. “La
unión en un cuerpo y en un alma pero en dos personas”. Dios es uno y es tres. El dogma de la
Trinidad es el ícono de la comunidad nupcial. Junto con la monástica y la parroquial, otra
comunidad existe y es la comunidad del amor nupcial. El matrimonio es una díada eclesial, se
constituye en una ‘iglesia doméstica’ para San Pablo.
“Esposo y esposa unidos en matrimonio ya no son algo terrestre, son la imágen de Dios” (S.
J.Crisóstomo). Son una ‘teofanía’ viviente. Clemente de Alejandría asegura que cuando Cristo
refiere a dos juntos en Su nombre, esos dos son esposo y esposa. El estado marital es santo y
anticipa el Reino y ya es un ‘pequeño reino’ (micrabasileia). La mutua armonia de lo Masculino
y lo Femenino, las dos dimensiones del Pleroma uno en Cristo, Alfa y Omega.
La distinción occidental moderna entre el fin objetivo, la procreación, y el subjetivo, la
comunidad nupcial, es inadecuado. Los textos Ortodoxos focalizan la vida nupcial en los esposos
sin referirse en absoluto a la procreación. Ellos representan la unión de Cristo y la Iglesia. El ser
humano es eterno en Cristo y no en la especie. El segundo capítulo del Génesis habla de ‘una
sola carne’ sin mencionar procreación. El hombre-mujer a imágen de Dios. El ser humano
humaniza al mundo y le brinda su significado espiritual. La Ley ordena la procreación de la raza
elegida en función del nacimiento del Mesías. La economía de la gracia conduce a que el
nacimiento del elegido derive de la plegaria de la fe. Muchos matrimonios no tienen hijos. La
unión nupcial es plena en sí misma. Los hijos prolongan y reafirman esa unión.
La maternidad es una forma especial de ‘kenosis’ (vaciamiento). Ella se entrega a sí misma al
hijo, y en parte muere. Siguiendo el amor de Dios que se humilla a sí mismo y repitiendo a Juan
el Bautista: “Él ha de crecer y yo he de empequeñecerme”. El sacrificio de la madre incluye la
espada mencionada por Simeón. En este sacrificio cada mujer se postra y abraza a Cristo
crucificado.
La veneración de la Vírgen María manifiesta la vocación de cada mujer, su carisma protector y
nutritivo. Existe un número cada vez mayor de personas en el mundo que viven como dejadas de
la mano de Dios. Es una invocación a cada hogar cristiano para que exprese su verdadera
naturaleza como ‘Iglesia doméstica’ que dá lo que recibe y se revela como una fuerza de
compasión y colabora con el retorno del hijo pródigo a la casa de su Padre.
Clemente de Alejandría llama ‘Casa de Dios’ al matrimonio. Y San Pablo colocó su enseñanza
magistral acerca de ello en su Carta a los Efesios sobre la Iglesia. La presencia de Cristo sobre
los esposos es un don sacramental para ellos. Y en las bodas de Caná el agua de las pasiones es
transmutada en vino, ‘el nuevo amor’ carismático del Reino. La Vírgen denuncia la falta de vino
y su intercesión (“Hagan lo que Él les diga”) hace aparecer el ‘buen vino’, que revierte el orden
mundano al hacerse presente al final de la fiesta. Cuanto más unidos se hallan los esposos a
Cristo, mayor es su copa común; la medida de su vida es colmada con el vino de Caná y deviene
milagrosa.
Cada alma es novia de Cristo, así como lo es la Iglesia. Toda gracia viene al final del sacrificio.
Los esposos la reciben en el momento de hallarse presentes ante el Padre en el cielo y ofrecerle
la oblación de su entera vida nupcial. La gracia del ministerio del esposo y la gracia de la
maternidad de la esposa forman y moldean al ser nupcial a imágen de Cristo.
Al amarse, los esposos aman a Dios. Cada momento de su vida florece como un interminable
canto litúrgico. “El matrimonio es un misterioso ícono de la Iglesia” dice San Juan Crisóstomo.
Nicolás Cabasilas lo define: “Ellos son la vía que Cristo ha hecho para nosotros, la puerta que Él
abrió, y por esa vía y a través de esa puerta fué que Él retornó al mundo”. De hecho, luego de la
Ascensión, Cristo retorna en el Espíritu Santo, en reemplazo de su visibilidad histórica.
“El sacramento es una acción santa mediante la cual la gracia invisible de Dios se brinda al
creyente en un signo visible”. Ellos, los esposos son signos confirmatorios de lo prometido por
Dios y medios para vigorizar la fe, dan y contienen la gracia y son canales, instrumentos de
salvación, como lo es la Iglesia.
La institución de los sacramentos, su rectitud canónica, su validez y su eficacia como gracia
santificante establece una estructura que limita todo desorden sectario ‘Pentecostalismo’ y a la
vez brinda la universal vida de la gracia.
Los sacramentos han cesado de ser, mayoritariamente, el misterio al que es convocado el mundo
celestial cada vez que se los realiza. Hoy son una práctica, una “obligación religiosa”, una
formalidad como otros símbolos sociales. Pero los sacramentos se hallan plenos de Dios:
“Quítate los zapatos pues éste es un lugar santo”. El Espíritu hace de la Iglesia el lugar y la razón
de ser del mundo. Y empuja sus paredes hasta el confín del universo. En ella las flores se abren y
el césped crece y el ser humano nace, ama, muere y se levanta de nuevo.
La materia del sacramento es un ‘signo visible’. El sustrato natural es cambiado en el lugar
donde las energías de Dios están presentes. En el matrimonio, la materia es el amor entre hombre
y mujer, es lo que une a los enamorados y los conduce a Dios. (San Juan Crisóstomo). La gracia
transforma el amor en comunión carismática. Esencialmente es una miniatura del nupcial amor
de Cristo por la Iglesia (Efesios, San Pablo).
El matrimonio se instituyó en el Paraíso y es una muy sólida tradición. “El Hijo solamente
confirma lo instituído por el Padre”. Clemente de Alejandría refiere asimismo a la gracia
paradisíaca del matrimonio, plena de algo de aquél estado nupcial previo a la Caída.
Todas las parejas reflejan el amor de Cristo por la Iglesia. “Este misterio es profundo y estoy
diciendo que se refiere a Cristo y a la Iglesia” (San Pablo, Efesios 5:32). Entonces el matrimonio
es anterior a la Caída. El Ritual Ortodoxo asevera: “Ni el pecado original ni el diluvio han
dañado en lo más mínimo la sacralidad de la unión nupcial”. La cosmovisión rabínica concibe al
amor matrimonial como el único canal de la gracia, hasta para los paganos (Zohar). Y San
Agustín afirma: “En Caná Cristo confirma lo instituído en el Paraíso”. Su presencia allí revalúa y
eleva al matrimonio a su función ontológica.
La remembranza del Paraíso es mas que una simple recordación. Su gracia redentora explica la
alegría tán peculiar inherente al matrimonio. El Deuteronomio (24:5) libera al recién casado de
toda obligación, hasta la militar, pues ha de ocuparse en “brindar felicidad a la esposa”. El rito
retorna constantemente a la alegría y la felicidad. Es la “gracia del Paraíso” mencionada por
Clemente. Ese amor trasciende las bellezas de la tierra por las del cielo.
En Caná se bebe el vino nuevo, que brinda una alegría que no es de este mundo. Esta es la
‘sobria intoxicación’ (Gregorio de Nisa) por la que se ‘acusó’ a los Apóstoles en Pentecostés. La
alianza de Dios con su pueblo es nupcial. La Novia del Cordero. La alegría del sacramento es
elevada al nivel de la divina Alegría.
A fines del siglo IV es cuando el matrimonio comienza a tener lugar en la Iglesia. La promesa de
los novios, el intercambio de anillos, el beso, la unión de las manos por el sacerdote y la ‘copa
común’ (to koinon poterion). La corona de bodas aparece a fines del siglo III, es impuesta por el
obispo a los novios en Capadocia, en Antioquía, en Constantinopla, en Armenia, en Egipto. Y
desde el año 895 se requiere el acta eclesial para considerar válido el matrimonio. En el siglo
XIII el Patriarca Dositeo declara al matrimonio entre los siete sacramentos, y su ministro es el
sacerdote.
En Occidente la liturgia antigua romana contiene el rito del velo, símbolo de femineidad, reserva
y sumisión. El rito oriental de la coronación suprime el velo y manifiesta la monárquica libertad
de los esposos y su igualdad en el mutuo don de sí. La dignidad de la mujer como compañera e
igual a su pareja.
Al atardecer, el sacerdote bendice el pan y el vino y el aceite como ejemplos de los frutos de la
tierra. La bendición se extiende al universo y santifica su fecundidad. De pie ante la presencia de
Cristo, los novios reciben la gloria propia de haber establecido su unión. El sacerdote invoca
(epiklesis) el sacramento: “Señor Dios nuestro corónalos con gloria y honor”. Es el momento del
nupcial Pentecostés, el descenso del Espíritu Santo. La santidad matrimonial. Su carisma.
La coronación es símbolo del ascetismo nupcial, la castidad, la integridad del ser. Es opuesto a
cualquier concepto que suponga un ‘remedio a la concupiscencia’, pues apunta a la
transfiguración de Eros. El pecado carnal no lo es de la carne, es del espíritu contra la carne, es
su profanación. La conquista de la sexualidad instintiva habilita nuevas posibilidades, donde el
amor emerge eternamente joven, nuevo, virginal, purificado de todo estigma del pasado.
La sexualidad del mundo moderno esconde en su libertad un secreto deseo de pureza. Opuesto al
erotismo moderno, sumergido en el tedio de Gargantúa, una vez más el amor resurge como la
única aventura grandiosa y fascinante por la que el hombre toca el cielo, no poética sino
ontológicamente, por medio del carisma santo del matrimonio.
La concupiscencia busca la vulneración profunda sacramental de la naturaleza humana. El
matrimonio, en tanto sacramento, recobra la castidad perdida. La ‘gracia paradisíaca’ que brinda
la integridad original (sofrosine) es retornada al espíritu humano. Tradicionalmente se aguardan
siete días para quitar las coronas simbólicas. Siete días de continencia, de autocontrol
especialmente en el esposo. Ideales para la oración preparatoria del misterio del amor.
El camino no es lo dificultoso. La dificultad es camino. Tal es la asombrosa dignidad del
matrimonio.
El amor es misterioso. Viene súbitamente y asimismo puede desaparecer. El amor natural es
víctima indefensa de la inconstancia humana. Lo meramente humano no sostiene sus promesas.
‘Siempre’ y ‘amor’ tienen sentido solamente en la ‘primera mañana’. Así se comprende la
insistencia sacramental en el ‘lazo indisoluble’ y el ‘amor perfecto’ y el ‘amor mutuo y tierna
amistad’. “Señor, inflama a estos enamorados con el fuego del amor; en la mañana de todos sus
días, despiértalos en gloria...” (San Efren).
¡Qué confianza la de Dios al poner en nuetras manos humanas frágiles un ser y un destino! Solo
un amor sostenido por el amor de Dios puede asumir tal responsabilidad. San Juan Crisóstomo
asegura que un esposo no debería dudar de ofrecer su vida por su esposa. Todos los textos de las
lecturas de bodas convergen en la naturaleza eucarística del amor nupcial. “Que la Trinidad
habite por siempre en esta cámara nupcial”. Concretamente, armenios y etíopes celebran las
bodas durante la liturgia. “El oficiante brinda la comunión a los novios (...) pues la Santa
Comunión es el sello perfecto del matrimonio (...) luego el sacerdote les hace beber del cáliz
común”. Luego el oficiante une las manos de la pareja. Hay una procesión simbólica circular por
tres veces. El círculo simboliza eternidad y protección. El espacio se sacraliza. Es una
anticipación del Reino. Una vía de eternidad. Luego la bendición refiere a una larga vida y una
progenie numerosa. La tarea apostólica de los esposos es la de permanecer en la fe durante su
vida por el sacerdocio nupcial
Durante los primeros trescientos años la Iglesia utilizó el Didache (fines del siglo I), la Tradición
Apostólica de Hipólito de Roma (principios del siglo III) la Didascalia Siríaca (año 250) y las
Constituciones de los Apóstoles (año 380). El siglo IV inaugura la era de los Concilios regulares,
y en el siglo VI, la Ley Canónica de la Iglesia Bizantina.
La legislación correspondiente al matrimonio se halla en los Cánones 14 y 16 del Concilio de
Calcedonia, el Concilio del 692, el Concilio de Nicea del año 787 los Sínodos de los años 861 y
879 y el Concilio del año 920. También ha de considerarse la legislación civil de Justiniano, las
codificaciones de los emperadores de los siglos IX y X, la Ecloga de Leon III y de su hijo
Constantino. El Procheiron de Basilio I (879-886), el Basilica (889-890) de Leon VI y la
Novellae de Leon VI y Alexius I Conmeno. El Nomocanons sistematiza y unifica los textos
(920).
En 1350 Harmenopoulos compone su canónico Hexabiblos. En Leipzig (1802) y Atenas(1841)se
funda la ley canónica bajo el título de Pedalion.
La Ortodoxia no posee un codice unificado para todas las Iglesias. Sería opuesto al espíritu
ortodoxo. Cada tradición local posee su forma de expresión. Los dogmas son inmutables, los
cánones cambian en formas históricas eclesiales. El canon circunscribe el dogma según una
época. El ‘jus divinum’ y el ‘jus humanum’ se unen en el ‘jus eclesiasticum’ el cual prescribe la
aplicación del dogma en la vida histórica eclesial.
Lo esencial de una boda reside en la bendición y coronación de los novios por el sacerdote.
Según decretó el Sínodo de 1775 en Rusia. Sin Servicio de Coronación la boda es nula (Leon VI).
Y el unico administrador del sacramento es el sacerdote de la parroquia de la mujer.
El divorcio se permite como dispensación divina (Mateo 5:32 y 19:9). San Basilio lo admite por
razones de adulterio de la esposa. En la práctica se trata del adulterio de cualquiera de ambos o la
ausencia por cinco años del hogar. Y los sacerdotes y diáconos no pueden casarse, tampoco los
monjes. Salvo que dejen los hábitos y vuelvan a ser laicos. Los consanguíneos tampoco pueden
casarse. Hasta el séptimo grado. La edad es 18 años para los varones y 14 años para las mujeres.
El segundo matrimonio se efectúa en un espíritu reservado. No se festeja eclesialmente. Y el
tercero es apenas tolerado. Un cuarto matrimonio se halla prohibido.
Cuando la sociedad habla de amor se supone que habla de la familia, el deber y la ley. La
familia es una posición social, el amor nupcial es satisfacción del instinto sexual. Los pensadores
solo proclaman trivialidades y hablan como filisteos. Prefieren el discurso de la sexualidad. Pero
cuando se toca el misterio, todo ‘sistema moral’ parece inmoral. Y para la ‘moralidad’ toda
innovación es inmoral.
La emancipación moderna es superficial. Un erotismo fácil y libre de conflicto. El divorcio está
garantizado y se reduce al matrimonio a una unión temporaria sin sentido, a un negocio, a muy
poco. Se procura limitar la natalidad, el ‘control nupcial’. El amor abandona el mundo al
volverse insignificante cuando los valores son reemplazados por sistemas de coerción social.
Siempre ha habido un lazo secreto entre Eros y Tánatos. Cuando el Cantar de los Cantares afirma
que el amor es tan fuerte como la muerte implica que el poder es el mismo y que la victoria final
se desconoce quien la obtiene. El amor se torna inmortal cuando supera la fragmentación de la
persona y la censura social y los conflictos superficiales y supera todo en el espíritu y su suprema
libertad. El matrimonio es la gracia del amor. No su justificación.
El amor es ruptura en la naturaleza y en la sociedad. Se opone a lo arbitrario porque trae consigo
purificación ascética y sufrimientos aceptados libremente. Puede hacer milagros porque es
espiritual. Protege la libertad divina y el valor celestial del ser humano. Puede ser agonía sin
perder su grandiosidad en la conquista de la alteridad del otro. Cuando el hombre comprende
que es un regalo de Dios, entonces puede ofrecerse a Dios. Ofrece el ícono de la amada
continencia a Dios. Puede entender el amor solo desde la dimensión de la nueva creación.
No hay ministro que pueda captar la profundidad presente detrás del Sí pronunciado por una
persona. Para ella misma usualmente es un misterio. No existe modo de verificar y testear la
calidad del amor, su duración, su profundidad. Una unión contratada o impuesta por presión
externa, entre personas carentes de libertad interior, eso no tiene nada que ver con el matrimonio.
En el sentido místico y sagrado de la palabra. El amor se halla ausente o extraviado.
Incompatibilidades reales existen. Pero la mayoría de los desarreglos matrimoniales son de
naturaleza espiritual. Quien traiciona su amor se traiciona a sí mismo. El mantenerse en el nivel
espiritual no puede ser decretado. El amor no puede ser impuesto. La fidelidad no puede ser
impuesta externamente, crece desde adentro. Desde el corazón. Solo Dios puede juzgar este
misterio. Al cambiar la fe, cambia la fidelidad, dejando de ser gracia para volverse
constreñimiento.
“Las leyes matrimoniales otorgan prioridad al bien comun sobre el particular”. La
indisolubilidad deriva de esta fórmula. Cuando se entrega el alma no es de modo utilitario para
provecho propio, es por amor. El amor tiene el poder supremo para cambiar nuestro destino.
Nunca es “te amo para salvarte”. Es: “te salvo porque te amo”.
El adulterio, evangélicamente, destruye la realidad, la esencia mística del matrimonio. Si el amor
es el meollo del sacramento el intercambio de promesas es signo de su presencia. El adulterio
indica que del sacramento no queda nada. El divorcio es una declaración acerca de la
inexistencia del amor y del matrimonio. Es análogo a la excomunión. No es un castigo, es una
determinación post facto sobre una separación ya preexistente.
La Iglesia Ortodoxa permite el divorcio por su infinito respeto de la persona y del amor
carismático. No lo hace fácil y lo considera con reservas pues la Iglesia no se presta a
frivolidades. Reconoce a la persona adulta como la única capaz de juzgar su vida. El sacramento
es tan grandioso como ella y no ha de profanárselo para no incurrir en el peligro del vacío
infernal.
El Privilegio Paulino (1 Co 7:12-16) el matrimonio de no bautizados puede ser roto en favor de
quien se convierta. “La salvación es para quienes la desean” (S, Gregorio Nacianzo). La Iglesia
reconoce que, en ciertas situaciones, la vida nupcial pierde su esencia sacramental y se torna una
prolongada profanación que puede llevar a la perdición del alma. La indisolubilidad puede
actrivar la mentira. El bien privado es sacrificado por el bien común. Las apariencias sociales se
protegen con la prostitución. Con la connivencia del Estado. Se paga el costo de la monogamia
estable. Por ello quizás en el Evangelio, se menciona a las prostitutas como las primeras en
acceder al Reino..
La indisolubilidad no promueve el amor. El divorcio surge cuando ya no queda nada que salvar.
La ley no cura ni restablece, ni puede decir “levántate y anda”.
Entre todos los pecados el juzgado mayor en el Evangelio es el orgullo. Pero los teólogos
moralistas juzgan el mayor pecado el de la sexualidad, por ser el de Eva y Adán y entonces
reducen el matrimonio a la procreación y condenan el divorcio. El misterio del amor es mal
entendido. El contrato social es obligatorio. Sin embargo el bautismo pone la fidelidad del
creyente bajo idéntica obligación para con Dios. Aquí aparece una contradicción flagrante. Que
no se manifiesta. El Evangelio asegura que el rico no ingresará al Reino de Dios y en la Iglesia la
avenida más ancha está abierta para ellos.
En la niebla de falsos clamores modernos existe un profundo deseo por las realidades últimas de
la existencia. No podemos alcanzarlas sin libertad de espíritu. Sin madurez de adulto creyente,
responsable por su destino. Solo en este plano se puede acceder a lo grandioso de la fe y destruir
el fastidio diabólico y vivir la aventura más apasionante. Entonces se abren las flores y ocurren
los milagros.
Dos espíritus juntos hacen frente a las dificultades y tragedias de la vida. Es la historia de la
humanidad iniciada con Adán y Eva que se proyecta a su frágil existencia. Es la totalidad de lo
Masculino y de lo Femenino presidiendo este nacimiento en el amor. Ellos esperan una respuesta,
un milagro. Pues cada amor es único y su promesa es como el sol amaneciendo en la primer
mañana.
La virginidad monástica tiene el privilegio de revelar el valor absoluto de la persona humana.
Pero un monje puede abandonar su estado monástico en nombre de su persona y su vocación
libre. La misma libertad ha de ofrecerse a los esposos. El ‘Sí’ pronunciado conserva su validez a
condición de que se pueda decir ‘No’ en cualquier momento.
Libres como monarcas ascienden hacia su integración. Al final de esa libertad total, su amor
trasciende este mundo, anuncia el Reino y alcanza el deslumbrante resplandor de su real
Transfiguración.
Habiendo arribado al final de nuestra investigación podemos preguntarnos si no se trató de una
poética idealización alejada de lo real. Paul Claudel especificó la función poética: “Ustedes no
explican nada, poetas, pero a través suyo todas las cosas se explican” Así es la poesía de los
Padres de la Iglesia, quienes abren las profundidades de los eones y conducen a la flama de las
cosas. La poesía del amor triunfa sobre el día a día real, sobre la seriedad ponderada de los
teóricos, sobre el infernal ‘ennui’, sobre la prosa del inhabitable “buen sentido”. Habla el
lenguaje de los “locos de Dios” (los intoxicados de Dios), aquéllos que respiran el soplo del
Espíritu y añaden fuego al fuego. El lenguaje de quienes dejan madurar dentro suyo la propia
muerte como un fruto de la Resurrección. De aquéllos, finalmente, cuyo amor humano los lleva
al amor de Dios. Máximo el Confesor lo expresa: “El amor de Dios y el amor del hombre no son
dos amores, son dos aspectos del mismo unificante amor”.
A este nivel es que opera la elección a favor o en contra de Cristo. “Cristo murió en la cruz para
condenar la condenación”. Debemos perdernos a nosotros mismos para encontrarnos y la
salvación se halla en la Adoración comunitaria, cuya poesía viene a nosotros desde las luminosas
páginas del Libro de la Revelación. María es la Tierra de nuevo vírgen para que Dios pudiera
modelar el nuevo Adán dentro de ella. (San Ireneo).
“Dios utiliza la paciencia” pues el ‘dia del Señor’ es para el hombre. Para ya instalarse dentro de
la Parusía, como los ángeles de la salvación. Para comprender “como el Uno que está presente
está siempre viniendo” (S. Gregorio de Nisa). Es una cuestión de la “intensidad de nuestro amor”.
Una germinación secreta prepara “el brotar del Espíritu”. El Banquete, donde se realiza
finalmente el amor nupcial de Dios y Su pueblo en cada alma humana.
La alegría de Oriente resuena en armónicos nuevos. Contra el pesimismo demoníaco y el miedo
al tiempo se levantan las palabras de Orígenes “La Iglesia rebosa plena de Trinidad”.
Desde Pentecostés, la Iglesia se halla colmada por santos...
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