Conservas. Samanta Schweblin
Conservas. Samanta Schweblin
Conservas. Samanta Schweblin
Por Samanta Schweblin
A mis ocho años tenía un novio que se llamaba Sergio. Un novio de verdad, de esos que se
ocupan de que uno no se olvide el abrigo en el aula y, si cree que no prestaste atención cuando
la maestra dictó sus consignas, llama a tu mamá por teléfono para pasarle la tarea. Así era
Sergio. Estaba a cargo de nuestra relación, con todo el peso que eso supondría para un chico
de esa edad. Así que un día en que estábamos en su cuarto jugando al Out Run dijo que tenía
que decirme algo, y como lo dijo muy serio dejé el joystick a un lado e intenté prestar atención.
Dijo que quería que tuviéramos un hijo. Que había estado averiguando cómo se hacía y que
quería que yo hiciera también mi parte. Abrió su puño, que hasta entonces tuvo cerrado entre
los dos. Tenía en la palma una semilla de naranja y dijo que, si yo tragaba esa “semilla de
padre”, la semilla crecería en mi “estómago de madre” y un tiempo después nacería el bebé.
Empecé a escribir “Conservas” veintitrés años después. Supe el final desde la primera línea,
pero en ningún momento pensé que estas historias podrían estar relacionadas. Me había
olvidado del asunto de Sergio y su semilla de naranja, y fue sólo durante el proceso de
escritura, llegando ya hacia el final de la historia, que recordé la anécdota y supe con precisión
desde qué lugar tan lejano venían los miedos, las angustias y los monstruos que una supuesta
maternidad a los siete años habían disparado en mi cabeza.
Apagué el televisor y miré por la ventana. El auto de Silvia estaba estacionado frente a la casa,
con las balizas puestas. Pensé si había alguna posibilidad real de no atender, pero el timbre
volvió a sonar: ella sabía que yo estaba en casa. Fui hasta la puerta y abrí.
- Silvia- dije.
-Hola- dijo ella, y entró sin que yo alcanzara a decir nada. -Tenemos que hablar.
Señaló el sillón y yo obedecí, porque a veces, cuando el pasado toca a la puerta y me trata
como hace cuatro años atrás, sigo siendo un imbécil.
Vas a decir que exagero, que soy una loca, todo ese asunto. Pero hoy no hay tiempo. Te
venís a casa ahora mismo, esto tenés que verlo con tus propios ojos.
-¿Qué pasa?
Nos quedamos en silencio un momento. Pensé en cuál sería el próximo paso, hasta que ella
frunció el ceño, se levantó y fue hasta la puerta. Tomé mi abrigo y salí tras ella.
Por fuera la casa se veía como siempre, con el césped recién cortado y las azaleas de Silvia
colgando de los balcones del primer piso. Cada uno bajó de su auto y entramos sin hablar.
Sara estaba en el sillón. Aunque ya había terminado las clases por ese año, llevaba puesto el
jumper de la secundaria, que le quedaba como a esas colegialas porno de las revistas. Estaba
sentada con la espalda recta, las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, concentrada en
algún punto de la ventana o del jardín, como si estuviera haciendo uno de esos ejercicios de
yoga de la madre. Me di cuenta de que, aunque siempre había sido más bien pálida y flaca, se
la veía rebosante de salud. Sus piernas y sus brazos parecían más fuertes, como si hubiera
estado haciendo ejercicio unos cuantos meses. El pelo le brillaba y tenía un leve rosado en los
cachetes, como pintado pero real. Cuando me vio entrar sonrió y dijo:
-Hola papá.
Mi nena era realmente una dulzura, pero dos palabras alcanzaban para entender que algo
estaba mal en esa chica, algo seguramente relacionado con la madre. A veces pienso que
quizá debí habérmela llevado conmigo, pero casi siempre pienso que no. A unos metros del
televisor, junto a la ventana, había una jaula. Era una jaula para pájaros de unos setenta,
ochenta centímetros, colgaba del techo, vacía.
-Qué es eso?
Silvia me hizo una seña para que la siguiera a la cocina. Fuimos hasta el ventanal y ella se
volvió para verificar que Sara no nos escuchara. Seguía erguida en el sillón, mirando hacia la
calle, como si nunca hubiéramos llegado. Silvia me habló en voz baja.
Dijo que volviéramos al living y me señaló el sillón. Me senté frente a Sara. Silvia salió de la
casa y la vimos cruzar el ventanal y entrar al garaje.
Sara levantó los hombros, dando a entender que no lo sabía. Su pelo negro y lacio estaba
atado en una cola de caballo, con un flequillo que le llegaba casi hasta los ojos. Silvia volvió
con una caja de zapatos. La traía derecha, con ambas manos, como si se tratara de algo
delicado. Fue hasta la jaula, la abrió, sacó de la caja un gorrión muy pequeño, del tamaño de
una pelota de golf, lo metió dentro de la jaula y la cerró. Tiró la caja al piso y la hizo a un lado
de una patada, junto a otras nueve o diez cajas similares que se iban sumando bajo el
escritorio. Entonces Sara se levantó, su cola de caballo brilló a un lado y otro de su nuca, y fue
hasta la jaula dando un salto paso de por medio, como hacen las chicas que tienen cinco años
menos que ella. De espaldas a nosotros, poniéndose en puntas de pie, abrió la jaula y sacó el
pájaro. No pude ver qué hizo. El pájaro chilló y ella forcejeó un momento, quizá porque el
pájaro intentó escaparse. Silvia se tapó la boca con la mano. Cuando Sara se volvió hacia
nosotros el pájaro ya no estaba. Tenía la boca, la nariz, el mentón y las dos manos manchadas
de sangre. Sonrió avergonzada, su boca gigante se arqueó y se abrió, y sus dientes rojos me
obligaron a levantarme de un salto. Corrí hasta el baño, me encerré y vomité en el inodoro.
Pensé que Silvia me seguiría y empezaría con las culpas y las directivas desde el otro lado de
la puerta, pero no lo hizo. Me lavé la boca y la cara, y me quedé escuchando frente al espejo.
Bajaron algo pesado del piso de arriba. Abrieron y cerraron algunas veces la puerta de entrada.
Sara preguntó si podía llevar con ella la foto de la repisa. Cuando Silvia contestó que sí su voz
ya estaba lejos. Abrí la puerta tratando de no hacer ruido, y me asomé al pasillo. La puerta
principal estaba abierta de par en par y Silvia cargaba la jaula en el asiento trasero de mi
coche. Di unos pasos, con la intención de salir de la casa gritándoles unas cuantas cosas, pero
Sara salió de la cocina hacia la calle y me detuve en seco para que no me viera. Se dieron un
abrazo. Silvia la besó y la metió en el asiento de acompañante. Esperé a que volviera y cerrara
la puerta.
-¿Qué mierda...?
-Te la llevás- fue hasta el escritorio y empezó a aplastar y doblar las cajas vacías.
-¡Come pájaros! ¿La hiciste ver? ¿Qué mierda hace con los huesos?
-Supongo que los traga también. No sé si los pájaros... dijo y se quedó mirándome.
-¡Come pájaros!
Silvia fue hasta el baño y se encerró. Miré hacia afuera, a través del ventanal. Sara me saludó
alegremente desde el auto. Traté de serenarme. Pensé en cosas que me ayudaran a dar
algunos pasos torpes hacia la puerta, rezando para que ese tiempo alcanzara para volver a ser
un ser humano común y corriente, un tipo pulcro y organizado capaz de quedarse diez minutos
de pie en el supermercado frente a la góndola de enlatados, corroborando que las arvejas que
se está llevando son las más adecuadas. Pensé en cosas como que si se sabe de personas
que comen personas entonces comer pájaros vivos no estaba tan mal. También que desde un
punto de vista naturista es más sano que la droga, y desde el social más fácil de ocultar que un
embarazo a los trece. Pero creo que hasta la manija del coche seguí repitiéndome come
pájaros, come pájaros, come pájaros, y así.
Llevé a Sara a casa. No dijo nada en el viaje y cuando llegamos bajó sola sus cosas. Su jaula,
su valija que habían guardado en el baúl, y cuatro cajas de zapatos como la que Silvia había
traído del garaje. No pude ayudarla con nada. Abrí la puerta y ahí esperé a que ella fuera y
viniera con todo. Cuando entramos le indiqué que podía usar el cuarto de arriba. Después de
que se instaló, la hice bajar y sentarse frente a mí, en la mesa del comedor. Preparé dos cafés
pero Sara hizo a un lado su taza y dijo que no tomaba infusiones.
-Sí papá.
-Vos también.
-Sí papá.
Me acordé de Sara a los cinco años, sentada a la mesa con nosotros, llegando apenas a su
plato, devorando fanáticamente una calabaza, y pensé que, de alguna forma, solucionaríamos
el problema. Pero cuando la Sara que tenía frente a mí volvió a sonreír, y me pregunté qué se
sentiría tragar algo caliente y en movimiento, algo lleno de plumas y patas en la boca, me tapé
con la mano, como hacía Silvia, y la dejé sola frente a los dos cafés, intactos.
Pasaron tres días. Sara estaba casi todo el tiempo en el living, erguida en el sillón con las
rodillas juntas y las manos sobre las rodillas. Yo salía temprano al trabajo y me aguantaba las
horas consultando en Internet infinitas combinaciones de las palabras "pájaro", "crudo", "cura",
"adopción", sabiendo que ella seguía sentada ahí, mirando hacia el jardín durante horas.
Cuando entraba a la casa, alrededor de las siete, y la veía tal cual la había imaginado durante
todo el día, se me erizaban los pelos de la nuca y me daban ganas de salir y dejarla encerrada
dentro con llave, herméticamente encerrada, como esos insectos que se cazan de chico y se
guardan en frascos de vidrio hasta que el aire se acaba. ¿Podía hacerlo? Cuando era chico vi
en el circo a una mujer barbuda que se llevaba ratones a la boca. Los retenía un rato, con la
cola moviéndosele entre los labios cerrados, mientras caminaba frente al público sonriendo y
llevando los ojos hacia arriba, como si eso le diera un gran placer. Ahora pensaba en esa mujer
casi todas las noches, dando vueltas en la cama sin poder dormir, considerando la posibilidad
de internar a Sara en un centro psiquiátrico. Quizá podría visitarla una o dos veces por semana.
Podríamos turnarnos con Silvia. Pensé en esos casos en que los médicos sugieren cierto
aislamiento del paciente, alejarlo de la familia por unos meses. Quizás era una buena opción
para todos, pero no estaba seguro de que Sara pudiera sobrevivir en un lugar así. O sí. En
cualquier caso, su madre no lo permitiría. O sí. No podía decidirme.
Al cuarto día Silvia vino a vernos. Trajo cinco cajas de zapatos que dejó junto a la puerta de
entrada, del lado de adentro. Ninguno de los dos dijo nada al respecto. Preguntó por Sara y le
señalé el cuarto de arriba. Cuando bajó, le ofrecí café. Lo tomamos en el living, en silencio.
Estaba pálida y las manos le temblaban tanto que hacía tintinear la vajilla cada vez que volvía a
apoyar la taza sobre el plato. Cada uno sabía lo que pensaba el otro. Yo podía decir "esto es
culpa tuya, esto es lo que lograste", y ella podía decir algo absurdo como "esto pasa porque
nunca le prestaste atención." Pero la verdad es que ya estábamos muy cansados.
Yo me encargo de esto -dijo Silvia antes de salir, señalando las cajas de zapatos. No dije
nada, pero se lo agradecí profundamente.
-Permiso papá.
Se levantaba, subía a su cuarto y cerraba la puerta con delicadeza. La primera vez bajé el
volumen del televisor y esperé en silencio. Se escuchó un chillido agudo y corto. Unos
segundos después las canillas del baño y el agua corriendo. A veces bajaba unos minutos
después, perfectamente peinada y serena. Otras veces se duchaba y bajaba directamente en
pijama.
Sara no quería salir. Estudiando su comportamiento pensé que quizá sufría algún principio de
agorafobia. A veces sacaba una silla al jardín e intentaba convencerla de salir un rato. Pero era
inútil. Conservaba sin embargo una piel radiante de energía y se la veía cada vez más
hermosa, como si se pasara el día haciendo ejercicios bajo el sol. Cada tanto, haciendo mis
cosas, encontraba una pluma. En el piso junto a la puerta del comedor, detrás de la lata de
café, entre los cubiertos, todavía húmeda en la pileta del baño. Las recogía, cuidando de que
ella no me viera haciéndolo, y las tiraba por el inodoro. A veces me quedaba mirando cómo se
iban con el agua. A veces el inodoro volvía a llenarse, el agua se aquietaba, como un espejo
otra vez, y yo todavía seguía ahí mirando, pensando en si sería necesario volver al
supermercado, en si realmente se justificaba llenar los changos de tanta basura, pensando en
Sara, en qué es lo que habría en el jardín.
Una tarde Silvia llamó para avisar que estaba en cama, con una gripe feroz. Dijo que no podía
visitarnos. Me preguntó si me arreglaría sin ella y entonces entendí que no poder visitarnos
significaba que no podría traer más cajas. Le pregunté si tenía fiebre, si estaba comiendo bien,
si la había visto un médico, y cuando la tuve lo suficientemente ocupada en sus respuestas dije
que tenía que cortar y corté. El teléfono volvió a sonar, pero no atendí. Miramos televisión.
Cuando traje mi comida Sara no se levantó para ir a su cuarto. Miró el jardín hasta que terminé
de comer, y sólo entonces volvió al programa que estábamos mirando.
Al día siguiente, antes de volver a casa, pasé por el supermercado. Puse algunas cosas en mi
chango, lo de siempre. Paseé entre las góndolas como si hiciera un reconocimiento del súper
por primera vez. Me detuve en la sección de mascotas, donde había comida para perros, gatos,
conejos, pájaros y peces. Levanté algunos alimentos para ver de qué se trataban. Leí con qué
estaban hechos, las calorías que aportaban y las medidas que se recomendaban para cada
raza, peso y edad. Después fui a la sección de jardinería, donde sólo había plantas con o sin
flor, macetas y tierra, así que volví otra vez a la sección mascotas y me quedé ahí pensando en
que iba a hacer después. La gente llenaba sus changos y se movía esquivándome. Anunciaron
en los altoparlantes la promoción de lácteos por el día de la madre y pasaron un tema melódico
sobre un tipo que estaba lleno de mujeres pero extrañaba a su primer amor, hasta que
finalmente empujé el chango y volví a la sección de enlatados.
Esa noche Sara tardó en dormirse. Mi cuarto estaba bajo el suyo, y la escuché en el techo
caminar nerviosa, acostarse, volver a levantarse. Me pregunté en qué condiciones estaría el
cuarto, no había subido desde que ella había llegado, quizás el sitio era un verdadero desastre,
un corral lleno de mugre y plumas.
La tercera noche después del llamado de Silvia, antes de volver a casa, me detuve a ver las
jaulas de pájaros que colgaban de los toldos de una veterinaria. Ninguno se parecía al gorrión
que había visto en la casa de Silvia. Eran de colores, y en general un poco más grandes.
Estuve ahí un rato, hasta que un vendedor se acercó a preguntarme si estaba interesado en
algún pájaro. Dije que no, que de ninguna manera, que sólo estaba mirando. Se quedó cerca,
moviendo cajas, mirando hacia la calle, después entendió que realmente no compraría nada, y
regresó al mostrador.
-Hola Sara.
-Hola papá.
Estaba perdiendo sus cachetes rosados y ya no se la veía tan bien como en los días anteriores.
Preparé mi comida, me senté en el sillón y encendí el televisor. Después de un rato Sara dijo:
-Papi...
Tragué lo que estaba masticando y bajé el volumen, dudando de que realmente me hubiera
hablado, pero ahí estaba, con las rodillas juntas y las manos sobre las rodillas, mirándome.
-¿Qué? dije.
-¿Me querés?
Y entonces Sara sonrió, una vez más, y miró el jardín durante el resto del programa.
Volvimos a dormir mal, ella paseando de un lado al otro de la habitación, yo dando vueltas en
mi cama hasta que me quedé dormido. A la mañana siguiente llamé a Silvia. Era sábado, pero
no atendía el teléfono. Llamé más tarde, y cerca del mediodía también. Dejé un mensaje, pero
no contestó. Sara estuvo toda la mañana sentada en el sillón, mirando hacia el jardín. Tenía el
pelo un poco desarreglado y ya no se sentaba tan erguida, parecía muy cansada. Le pregunté
si estaba bien y dijo:
-Sí papá.
-No papá.
Pensando en la conversación de la noche anterior se me ocurrió que podría preguntarle si me
quería, pero enseguida me pareció una estupidez. Volví a llamar a Silvia. Dejé otro mensaje.
En voz baja, cuidando de que Sara no me escuchara dije en el contestador:
Esperamos sentados cada uno en su sillón, con el televisor encendido. Unas horas más tarde
Sara dijo:
-Permiso papá.
Se encerró en su cuarto. Apagué el televisor para escuchar mejor: Sara no hizo ningún ruido.
Decidí que llamaría a Silvia una vez más. Pero levanté el tubo, escuché el tono y corté. Fui con
el auto hasta la veterinaria, busqué al vendedor y le dije que necesitaba un pájaro chico, el más
chico que tuviera. El vendedor abrió un catálogo de fotografías y dijo que los precios y la
alimentación variaban de una especie a la otra.
Golpeé la mesada con la palma de la mano. Algunas cosas saltaron sobre el mostrador y el
vendedor se quedó en silencio, mirándome. Señalé un pájaro chico, oscuro, que se movía
nervioso de un lado a otro de su jaula. Me cobraron ciento veinte pesos y me lo entregaron en
una caja cuadrada de cartón verde, con pequeños orificios calados alrededor, una bolsa gratis
de alpiste que no acepté y un folleto del criadero con la foto del pájaro en el frente.
Cuando volví Sara seguía encerrada. Por primera vez desde que ella estaba en casa, subí y
entré al cuarto. Estaba sentada en la cama frente a la ventana abierta. Me miró, pero ninguno
de los dos dijo nada. Se la veía tan pálida que parecía enferma. El cuarto estaba limpio y
ordenado, la puerta del baño entornada. Había unas veinte cajas de zapatos sobre el escritorio,
pero desarmadas de modo que no ocuparan tanto espacio- y apiladas prolijamente unas
sobre otras. La jaula colgaba vacía cerca de la ventana. En la mesita de luz, junto al velador, el
portarretrato que se había llevado de la casa de su madre. El pájaro se movió y sus patas se
escucharon sobre el cartón, pero Sara permaneció inmóvil. Dejé la caja sobre el escritorio y, sin
decir nada, salí del cuarto y cerré la puerta. Entonces me di cuenta de que no me sentía bien.
Me apoyé en la pared para descansar un momento. Miré el folleto del criadero, que todavía
llevaba en la mano. En el reverso había información acerca del cuidado del pájaro y sus ciclos
de procreación. Resaltaban la necesidad de la especie de estar en pareja en los períodos
cálidos y las cosas que podían hacerse para que los años de cautiverio fueran lo más amenos
posible. Escuché un chillido breve, y después la canilla de la pileta del baño. Cuando el agua
empezó a correr me sentí un poco mejor y supe que, de alguna forma, me las ingeniaría para
bajar las escaleras.
Nació en Buenos Aires en 1978.
Su primer libro de cuentos, El núcleo del disturbio, obtuvo el premio del Fondo Nacional
de las Artes 2001 y el Premio nacional Haroldo Conti. Muchos de sus cuentos fueron