Fanelli. Desarrollo Sostenible y Ambiente - Capitulo 2

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2. ¿Por qué ocuparse del ambiente?

Nicolás Lucas

En Geología, la rama de las ciencias que se maneja con interva-


los que duran como mínimo decenas de miles de años, uno de los rasgos
que definen un período es la existencia en la corteza terrestre de una “se-
ñal geológica” suficientemente grande, clara y distinta. En enero de 2016, la
Unión Internacional de Ciencias Geológicas anunció que evaluaba forma-
lizar una nueva época geológica: el Antropoceno, que habría comenzado
hacia el 1800 d.C., siglo más o menos. Es decir, los futuros geólogos, dentro
de unos cientos de miles, quizás millones de años, encontrarán en las capas
terrestres rastros claros de una profunda alteración biofísica en el planeta,
causada principalmente por el homo sapiens. Procesos erosivos y de transpor-
te de sedimentos modificados por el hombre a escala planetaria, la aparición
de nuevos estratos de la mano de la construcción que transforma grandes
cantidades de material geológico, cambios en la composición química de la
atmósfera, los océanos, los suelos y los ciclos biogeoquímicos que dejan seña-
les directas e indirectas y la extinción masiva de especies son algunos de los
rastros que estos geólogos del futuro distante encontrarán. Este es quizás el
dato más relevante sobre el ambiente que nos viene de la ciencia: el planeta
está hoy profundamente cambiado por las actividades humanas, que afectan
a todos los componentes de los sistemas planetarios (Steffen y otros, 2011a).1
El ambientalismo es uno de los movimientos sociales más exitosos del
siglo XX. En su “cacofonía creativa”, con sus múltiples formas moldeadas
por distintas culturas y procedencias socioeconómicas, siempre con gran

1 Ejemplos de estos procesos son el desvío y el endicamiento masivo de sedimentos


asociados con las represas, la modificación de cursos de ríos y de zonas costeras, los
cambios en la dispersión de sedimentos causados por la agricultura y la urbanización. Y
ejemplos de señales directas e indirectas son los isótopos de carbono en caparazones
marinas, las deposiciones de plomo detectables en el hielo y los sedimentos aluvionales,
o productos de la fisión nuclear, los aumentos en las concentraciones de carbono y
metano, el aumento de la temperatura media global y el pH de los mares (International
Union of Geological Sciences. Subcommission on Quaternary Stratigraphy, disponible
en <quaternary.stratigraphy.org/workinggroups/anthropocene>).
32 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

persistencia y de la mano de la comunidad científica, ha impactado con


efectividad en los valores culturales y en las instituciones sociales, e ins-
talado la degradación ambiental como un problema urgente (Castells,
1997; Touraine, 1997). Hoy no se discute la pertinencia prioritaria de la
cuestión. La lista de problemas, desafíos, amenazas, daños o catástrofes
ambientales es, a estas alturas, muy larga, como lo es la de avances cientí-
ficos, tecnológicos, sociales, económicos e institucionales de los últimos
cincuenta a cien años, a punto tal que un informe comprehensivo sobre
el estado del ambiente se ha tornado una tarea muy difícil.
Más investigación, más alertas, más llamados a la acción y más políticas
específicas son necesarios para movilizar a las sociedades en todo el mun-
do en pos de la sustentabilidad. Pero también más optimismo, porque todos
estos planteos han quedado superados por la realidad. Hoy es cada vez
más evidente que no estamos ante un conjunto de problemas cuyo deno-
minador común sea que afectan el ambiente, sino ante una nueva confi-
guración biofísica del planeta, que cambia el significado mismo de lo que
constituye un “problema ambiental” y una “solución”. Las implicancias eco-
nómicas, sociales, políticas y éticas de esta nueva realidad aún están siendo
asimiladas, y las respuestas ante el desafío todavía están perfilándose.
Para responder hoy “por qué ocuparse del ambiente” debemos antes
decidir cómo comunicar la preocupación por el ambiente. ¿Anteponemos
las buenas o las malas noticias, el temor o el optimismo? Frente a la enor-
midad del Antropoceno, ¿no se vuelve el temor un factor de parálisis? Y
por el contrario, dada la urgencia de la acción necesaria, ¿no se vuelve el
optimismo un factor de complacencia con el statu quo?
Desadjetivar todo lo posible, encontrar un tono neutro y descriptivo para
luego identificar causas y soluciones, es una buena forma de intentar una
respuesta. Pero también es en cierta medida una ilusión. La enormidad
de los cambios operados en el último medio siglo es tal que su mera des-
cripción encierra un llamado a la acción (Latour, 2017). Al mismo térmi-
no “Antropoceno” se le critica ser un argumento envuelto en una palabra
más que una denominación meramente descriptiva (Finney y Edwards,
2016). Otra buena forma de transmitir la preocupación por el ambiente
es contar la historia de las relaciones de las sociedades con el entorno
natural, revelando cómo a distintos períodos y sociedades correspon-
den diferentes formas de relacionarse con el ambiente. Al igual que con
las descripciones neutras, el relato histórico también termina siendo un
llamado a la acción, por la mera escala que han cobrado estas relaciones
(Brailovsky y Foguelman, 2002; Ponting, 1991; Diamond, 2011[2005]).
Con todas estas limitaciones, creemos que debemos hablar del tema de
¿Por qué ocuparse del ambiente? 33

la manera más neutra posible, sin demonizar actores ni augurar catástrofes


inevitables o caer en la conclusión fácil y desempoderante de que hay que
tirar todo “el sistema” por la borda o que hay sólo un camino o modelo
para enfrentar el desafío de nuestro tiempo. Creemos que hay que enca-
rar el tema con lo que pedía en sus oraciones el pastor luterano Reinhold
Niebuhr: serenidad para aceptar lo que no podemos cambiar, coraje para
cambiar lo que sí podemos y sabiduría para reconocer la diferencia.

El encuadre de los motivos para ocuparse del ambiente

Las razones para ocuparse del ambiente son muchas, conocidas y de larga
data. Algunas son de orden ético y moral, otras son utilitaristas y pragmá-
ticas, otras se basan en el temor o la esperanza que inspira el futuro. Estos
motivos no son mutuamente excluyentes, y conviven en los discursos y las
instituciones ambientales en todo el mundo.
Las razones éticas y morales incluyen, por ejemplo, el deber de res-
petar la naturaleza y al prójimo, el derecho a un ambiente sano y apto
para el desarrollo, o la identidad cultural de comunidades enteras con
fuerte arraigo en ecosistemas. Responden por lo general a dos tipos de
enfoques: los que colocan al ser humano en el centro de las preocupacio-
nes ambientales con un deber de cuidado y administración responsable
(antropocéntricos), y los que hacen énfasis en que el ser humano es una
especie entre millones, y que los demás componentes de la naturaleza, o
al menos algunas formas de vida superiores, también tienen estatus moral
y jurídico (ecocéntricos o biocéntricos).
Entre los planteos ecocéntricos, distintas tradiciones fundamentan el
estatus moral del ambiente o la naturaleza de diversas maneras. En la tra-
dición más racionalista se sostiene, por ejemplo, que los humanos hemos
desarrollado evolutivamente la capacidad de responder afectiva y moral-
mente ante la percepción de lazos de comunidad e identidad, y que cul-
turalmente hemos ido ampliando lo que consideramos nuestra “comuni-
dad relevante” para incluir otras formas de vida y hasta sistemas completos
(Callicott, 1994). Las tradiciones más espirituales incluyen, por ejemplo, la
deificación de la naturaleza (Pachamama) o de sus elementos, o la integra-
ción esencial del humano en el tejido de la vida y su responsabilidad ante
las demás especies derivada de su mayor poder (budismo). También hay
planteos antropocéntricos de raíz espiritual, en particular en las distintas
vertientes del cristianismo, que enfatizan la naturaleza como creación divi-
na trascendente y, en cuanto tal, portadora de lo sagrado.
34 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

Todas estas razones éticas tienen en común su independencia de


consideraciones prácticas. Debemos ocuparnos del ambiente porque el
ambiente es parte integral de la dignidad, ya sea de las personas, de los
demás seres vivos o de la divinidad. Pero dan origen a instituciones y
actitudes diferentes según el énfasis esté puesto sobre el cuidado de las
personas o de la naturaleza.
Así, por ejemplo, de un enfoque antropocéntrico se desprenden todos
los componentes del derecho a un ambiente saludable: el aire y el agua lim-
pios, por citar un caso, tienen valor porque contaminados afectan, de ma-
nera directa o indirecta, la salud humana, y la salud hoy en día ya está en el
acervo de la dignidad humana, más allá de las consecuencias prácticas de la
enfermedad. Y estos derechos terminan justificando las políticas de control
y remedio de la contaminación, las regulaciones sobre las actividades ries-
gosas para el medio ambiente, etc. Lo mismo puede decirse del derecho a
una vida segura y su relación con los riesgos para la vida humana derivados
de la degradación de la naturaleza (como los deslaves y las inundaciones).
Desde un enfoque ético que considera el valor intrínseco de las otras
formas de vida y los ecosistemas, se desprenden instituciones como los de-
rechos de los animales (legislados por ejemplo en disposiciones de no euta-
nasia o de bienestar animal), los derechos de la naturaleza (plasmados, por
ejemplo, en las legislaciones boliviana y ecuatoriana), las leyes de protec-
ción de especies (desde tratados como la Convención sobre el Comercio
Internacional de Especies Amenazadas de Flora y Fauna Silvestres –Cites,
por sus siglas en inglés– hasta las declaratorias de “monumentos naturales”
para el huemul o la ballena franca en la Argentina) y los sistemas de áreas
protegidas. La razón detrás de la creación del primer parque nacional de
nuestro país, el Nahuel Huapi, fue precisamente esta.
El segundo grupo de motivos para ocuparse del ambiente es de índole
utilitarista o pragmática: debemos hacerlo porque las consecuencias de no
ocuparnos son perjudiciales para la sociedad. En esta línea se ubica uno
de los desarrollos conceptuales y políticos más recientes y prometedores
para interpretar la relación entre el bienestar humano y la naturaleza: el
de los “servicios de los ecosistemas”. En este marco conceptual, los ecosis-
temas son fuente de una gran cantidad de beneficios para las personas,
en su gran mayoría invisibles para la sociedad. La humanidad siempre ha
dependido del buen funcionamiento de la biosfera y los ecosistemas. Más
aún, la biosfera misma es producto de la vida en la Tierra: la composición
de la atmósfera y de los suelos, el ciclado de elementos a través del aire y
el agua y muchos otros bienes ecológicos son el resultado de los procesos
vivos que operan dentro de ecosistemas. La especie humana, si bien amor-
¿Por qué ocuparse del ambiente? 35

tiguada contra las inmediaciones ambientales por la cultura y la tecnología,


depende en última instancia del flujo de beneficios provenientes de es-
tos servicios de los ecosistemas: las funciones ecológicas que resultan en la
producción de bienes (como alimentos, agua limpia, fibras, combustibles,
recursos genéticos), en la regulación de procesos importantes para la socie-
dad (como el control de los flujos hídricos, de las inundaciones y sequías,
del clima, de la erosión, de las enfermedades y la purificación del agua), en
la expresión cultural (como la conexión espiritual, la inspiración artística
y las oportunidades de recreación y descanso), o en la sustentación de to-
dos los anteriores porque están en la base de los procesos naturales funda-
mentales (como la productividad primaria, la producción de oxígeno y la
formación de suelos) (Evaluación de los Ecosistemas del Milenio, 2005a).
Las motivaciones morales y pragmáticas para ocuparse del ambiente con-
viven en los debates públicos y los instrumentos de políticas. Así se puede
ver, por ejemplo, en los resultados de la Cumbre Mundial sobre Ambiente
y Desarrollo de 1992, evento que marcó un hito en el despliegue del con-
cepto de “desarrollo sustentable”. La Declaración de Río sobre Medio
Ambiente y Desarrollo afirma: “Los seres humanos constituyen el cen-
tro de las preocupaciones relacionadas con el desarrollo sostenible. Tienen
derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza”
(Principio 1) y “los Estados deberán cooperar con espíritu de solidaridad
mundial para conservar, proteger y restablecer la salud y la integridad del
ecosistema de la Tierra” (Principio 7). El derecho a una vida saludable va
acompañado en esta Declaración por la responsabilidad de armonizarlo con
la naturaleza y de proteger la integridad ecológica del planeta. El Convenio
sobre la Diversidad Biológica, firmado también en la Cumbre de Río, sostie-
ne en los dos primeros párrafos de su Preámbulo que los países reconocen
“el valor intrínseco de la diversidad biológica y de los valores ecológicos, ge-
néticos, sociales, económicos, científicos, educativos, culturales, recreativos y
estéticos de la diversidad biológica” y “la importancia de la diversidad bioló-
gica para la evolución y el mantenimiento de los sistemas necesarios para la
vida de la biosfera” y establece un régimen cuyo objetivo es tanto “la conser-
vación de la diversidad biológica” per se como su “utilización sostenible y la
participación justa y equitativa [para los seres humanos, se entiende] en los
beneficios que se deriven de la utilización de los recursos genéticos” (art. 1).
Finalmente, hay un tercer orden de motivación para ocuparse del am-
biente: la influencia del temor o la esperanza ante lo que encierra el fu-
turo. Los discursos sobre el porvenir de nuestras sociedades y el ambiente
tienden a agruparse en torno a cuatro visiones arquetípicas que subyacen y
alimentan la enorme mayoría de los discursos y propuestas políticas sobre el
36 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

ambiente que circulan (Raskin y otros, 2002; EEM, 2005b). Están las visiones
según las cuales sucumbimos a la fragmentación, el colapso ambiental y el
fracaso institucional, que acentúan las consecuencias de la desigualdad, con
divisorias marcadas entre ricos y pobres sostenidas por la fuerza y acompa-
ñadas de una espiral de degradación ambiental y pobreza. Están las visiones
más optimistas, que tienden a enfatizar las intervenciones políticas y tecno-
lógicas para generar patrones sustentables de desarrollo. Algunas se centran
en la importancia de las instituciones que gobiernan sobre todo los aspectos
económicos de la globalización, para generar mayor equidad en el mundo
y facilitar la implementación de soluciones institucionales a los problemas
ambientales como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad. Otras
enfatizan lo local y sobre todo la capacidad adaptativa de las comunidades
ante los cambios globales; estas son pesimistas respecto de las instituciones
económicas y ambientales internacionales, pero optimistas respecto de la ca-
pacidad de la sociedad civil para postular e implementar una nueva cultura
de la sustentabilidad basada en un localismo altamente integrado interna-
cionalmente gracias a la conectividad global. También con una orientación
optimista, están las visiones según las cuales el progreso tecnológico es la
principal fuerza para el desarrollo sustentable, sobre lo cual nos explaya-
remos hacia el final del capítulo.2 Finalmente, están aquellas visiones más
conservadoras, donde las cosas evolucionan gradualmente, moldeadas por
el devenir normal de los factores dominantes establecidos, donde las ten-
dencias de degradación ambiental continúan; desde muy pocos lugares se
postula este como un escenario deseable y sustentable, señal del éxito que
ha tenido el movimiento ambientalista.
Estas últimas tienden a confundirse con los argumentos de quienes si-
guen confiando en que el mero desarrollo económico y social resolverá los
desafíos ambientales sin necesidad de grandes esfuerzos institucionales o
económicos. Este optimismo es un resabio del que acompañó el progreso
desde el siglo XVIII y, aun cuando ya es minoritario, no debe soslayarse. Se
argumenta que el discurso sobre el ambiente se ha convertido en una “leta-
nía de la degradación incesante”, que no sólo está errada sino que además
lleva a la comunidad internacional a tomar decisiones costosas e ineficaces
que distraen para el cuidado ambiental recursos que estarían mejor inverti-
dos en asistencia a los otros aspectos del desarrollo humano, como la salud

2 Ejemplos de dos líneas de pensamiento diferentes y optimistas pueden verse en


<goodanthropocenes.net> (un enfoque más centrado en experiencias locales) y
<www.ecomodernism.org> (un enfoque más centrado en el tecnooptimismo).
¿Por qué ocuparse del ambiente? 37

y la educación (Lomborg, 2001). Persiste un debate de fondo entre quienes


ven en los logros en materia de desarrollo humano de las últimas décadas
una prueba de que el sistema por sí solo encuentra respuestas satisfactorias a
los desafíos que genera, y quienes ven en los costos crecientes y acentuados
de ese desarrollo una prueba de lo contrario. Este debate está bien ilustrado
por una famosa apuesta que hicieron en 1980 un profesor de orientación
libertaria, Julian Simon, y un profesor y renombrado ambientalista malthu-
siano, Paul Ehrlich. Ehrlich sostenía que el crecimiento poblacional gene-
raría una escasez de recursos naturales y que en consecuencia el precio de
las materias primas se dispararía, demostrando que estaríamos sobreexplo-
tándolos. Simon sostenía lo contrario: que el crecimiento poblacional es la
solución a la escasez de los recursos porque es fuente de más innovación y
más mercado. Apostaron diez mil dólares a la evolución del precio de cinco
commodities (todos minerales) entre septiembre de 1980 y septiembre
de 1990. Ehrlich perdió la apuesta, y el debate aún continúa.
Pero hoy ni siquiera desde el campo representado por el difunto Simon
se niega la existencia de fuertes cambios ambientales en el mundo –en
todo caso, se relativiza su importancia y se critica el uso de recursos finan-
cieros para enfrentarlos–. El académico danés Bjørn Lomborg, por ejem-
plo, reconoce que existe el cambio climático y que es consecuencia de la
acción humana, pero critica la exageración con la que se trata el tema y el
enorme gasto que genera esa atención política, que estaría mejor orienta-
do a combatir la malaria, el VIH/sida o expandir el saneamiento urbano.
El calentamiento global, dice, podría salvar más de 1,3 millones de vidas
al año, porque menos personas morirían por causas vinculadas al frío que
las que estarían en riesgo por problemas respiratorios vinculados con el
calor –en su cálculo, una eventual extensión del hoy virtualmente extinto
Protocolo de Kioto para disminuir emisiones de gases de efecto invernade-
ro “salvaría unas 4000 personas al año en el mundo en desarrollo [pero]
terminaría sacrificando más de un trillón de dólares y 80  000 personas
anualmente”–.3 Una mirada así de complaciente parece fundamentalmen-
te errada. Ehrlich pudo haber perdido la apuesta por aferrarse a una mi-
rada malthusiana poco sensible a factores tecnológicos e institucionales,
pero no desacertó en la intuición básica de los profundos cambios plane-
tarios que se venían operando. Debemos considerar que, a medida que las
exigencias de un ambiente cambiante se vuelvan más costosas de abordar,

3 Véase <www.theguardian.com/environment/2010/aug/30/
bjorn-lomborg-climate-change-profile>.
38 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

requieran más esfuerzos colectivos, obliguen a postergar los beneficios de


corto plazo y generen frustraciones, es muy posible que aumenten las voces
que señalan que se está exagerando el cuidado del ambiente.
Más allá de la razón de fondo, hoy no cabe duda de la relevancia de
ocuparse del ambiente. Las tres motivaciones, cualquiera sea su forma,
son igualmente importantes, y complementarias de manera dialéctica.
Sin un norte ético, el enfoque pragmático es ciego. Sin una vocación
pragmática, el enfoque ético es ineficaz. Y sin la influencia del futuro,
sea por miedo o esperanza, es muy difícil romper las inercias del presente.
Ahora bien, los cambios globales, la configuración de una nueva época
geológica, dan a todas estas razones una nueva significación. Al ser la socie-
dad, los seres humanos, un factor determinante del funcionamiento de la
biosfera entera, y no ya sólo de la calidad de algún curso de agua particular o
del aire de alguna ciudad, la propia concepción de lo “natural” se ve sacudi-
da. Este “mundo lleno” del que hablan algunos economistas nos plantea un
desafío de acción colectiva inédito. Quedamos entonces forzados de manera
objetiva a repensar el “qué” y el “cómo” de nuestra relación con el ambiente,
a encontrar renovados equilibrios entre marcos éticos, nuevas instituciones
para abordar la inédita complejidad y guiar la acción colectiva imprescindi-
ble. La necesidad de ocuparse del ambiente nos la impone el cambio cualita-
tivo de las condiciones biofísicas en las que las sociedades humanas existen.
Queramos o no, este cambio de condiciones concretas hace que la política ya
no pueda evitar ocuparse del ambiente, ni la política económica, ni la social,
ni la de salud, ni la educativa, ni ninguna otra. No ocuparse del ambiente ha
dejado de ser una alternativa realista para las sociedades de todo el mundo.

El nuevo contexto biofísico del mundo y de la Argentina

El nacimiento del Antropoceno


El Antropoceno comienza con la Revolución Industrial (Steffen y otros,
2011b).4 Contra ese período de la historia es que se miden los grandes
indicadores de cambio global. El Acuerdo de París sobre cambio climáti-
co usa como referencia para su objetivo los “niveles preindustriales” de la
temperatura media (art. 2.1.a), y en general los estudios e instrumentos
internacionales que abordan los problemas ambientales planetarios to-

4 International Union of Geological Sciences. Subcommission on Quaternary


Stratigraphy, <quaternary.stratigraphy.org/workinggroups/anthropocene>.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 39

man como línea de base, implícita o explícita, un punto en el tiempo de


injerencia antrópica relativamente baja sobre el ambiente que de manera
invariable coincide con la última parte del siglo XVIII (EEM, 2005a). Los
investigadores también señalan dos períodos más recientes como puntos
de inflexión importantes, en los cuales se consolidan con fuerza los pro-
cesos de cambio. Algunos apuntan a la década de 1950, que da inicio a
“la gran aceleración”, porque en ese momento muchas variables se dispa-
ran: la población del planeta; el producto bruto mundial y per cápita; la
inversión extranjera directa; el consumo de fertilizantes, agua y energía
primaria; las emisiones de dióxido de carbono, óxido nitroso y metano;
la temperatura media del planeta; los niveles de nitrógeno en zonas cos-
teras; la acidificación de los océanos; la superficie terrestre cultivada; las
capturas pesqueras –y la lista sigue– (Steffen y otros, 2011b).5 Uno de
los hitos más inquietantes que se han propuesto para fijar fecha de na-
cimiento de la época es la detonación de la primera bomba atómica en
Alamogordo, Estados Unidos, el 16 de julio de 1945. A partir de entonces
se detonó una nueva bomba cada 9,6 días en promedio hasta 1988, dejan-
do una deposición de material radiactivo fácilmente identificable en el
registro químico estratigráfico (Zalasiewicz y otros, 2015). Otros señalan
la década de 1980 como la referencia clave, porque en ese período se
consolida la globalización contemporánea (Raskin y otros, 2002): la hu-
manidad toma conciencia de las crisis del cambio climático, la pérdida de
la capa de ozono y las amenazas a la biodiversidad, comienza la era de las
computadoras e internet, se consolida la hegemonía del capitalismo con
el colapso de los sistemas comunistas y la integración económica global,
se desarrollan fuertemente actores e instituciones globales (organizacio-
nes internacionales, corporaciones multinacionales, sociedad civil globa-
lizada, crimen internacionalizado).
En todo caso, la segunda década del siglo XXI nos encuentra en un pla-
neta transformado en casi todas sus dimensiones biofísicas. Con pocas ex-
cepciones, los mapas y demás caracterizaciones del planeta de hoy difieren
de los que podrían hacerse del siglo XVIII, y arrojan cambios en una escala
comparable sólo con el efecto de la última retracción de los hielos en el
mundo que inicia hace unos veinte mil años. Conocida en geología como
el Holoceno, esta época, con avances y retrocesos de la glaciación, desem-
bocó hacia el año 6000 a.C. (tres mil quinientos años antes de las primeras
pirámides de Egipto) en la configuración biofísica que había en 1800 d.C.

5 Véase <www.anthropocene.info/great-acceleration.php>.
40 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

Los cambios del Antropoceno se han dado en el lapso de doscientos


años, y la aceleración de los últimos sesenta no tiene parangón en la his-
toria (EEM, 2005c). Esto no quiere decir que no haya habido grandes
cambios antrópicos antes de la Revolución Industrial. De hecho, la hu-
manidad ha provocado enormes cambios ambientales desde el inicio de
la civilización y quizás aún antes también (Diamond, 2011 [2005]), pero
siempre confinados a regiones particulares y sin que las variaciones en
una región afectaran otras partes del planeta. Charles Darwin, por ejem-
plo, en su paso por nuestro país en 1833, recorrió las pampas desde Bahía
Blanca hasta Buenos Aires y anotó:

Dudo que exista registro de otro caso de invasión a semejante


escala de una planta sobre las aborígenes [se refería a los cardos].
Pocos territorios han sufrido cambios tan extraordinarios […] Los
incontables rodeos de caballos, vacas y ovejas no sólo han alte-
rado el aspecto de la vegetación, sino que casi han desplazado al
guanaco, el venado y el avestruz (Darwin, 1997 [1833]).

Tampoco quiere decir que hayan desaparecido las grandes fuerzas de la


naturaleza como factores de cambio planetario. Desde las tormentas so-
lares y las erupciones volcánicas hasta el rol de las hormigas en los ciclos
biogeoquímicos, por ejemplo, estas fuerzas siguen teniendo su impacto
natural. Lo que sí significa esta nueva época es que son pocos los procesos
naturales en los que no interfiere la mano del hombre, que existe una
interconexión biofísica creciente y que la coevolución de la naturaleza y
la sociedad es, más que nunca, la norma. Al cabo de una larga historia
evolutiva de mejora en las condiciones planetarias para el florecimiento
del homo sapiens, llegamos a un punto en el que las condiciones de nues-
tro bienestar mejorarán sólo en la medida en que nuestras formas de
conocer, crear y organizarnos seleccionen un trayecto evolutivo para la
biosfera que complemente nuestros valores (Norgaard, 1994).

Mediciones globales de los cambios ambientales


Contar con una medida agregada de salud ambiental del planeta es difi-
cultoso y de dudosa utilidad práctica. Pero estas medidas tienen un im-
pacto comunicacional, político y educativo importante. Nos dan una idea
relativamente rigurosa de lo que significamos de manera colectiva, como
especie, para la biosfera.
La forma más intuitiva de dimensionar los cambios globales quizá
sea la imagen satelital de la Tierra de noche que publicaron la NASA
¿Por qué ocuparse del ambiente? 41

(Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio, por sus siglas en


inglés) y la NOAA (Administración Nacional Oceánica y Atmosférica, por
sus siglas en inglés) en 2009.6 En ella, las luces de las ciudades, las flotas pes-
queras, las llamas de las explotaciones petroleras y los incendios, esparcidas
por todo el planeta, son visibles desde el espacio y reflejan la extensión y la
dominancia de nuestra especie. Más allá de la imagen, hay varios esfuerzos
por generar indicadores e índices de sustentabilidad agregados para mo-
nitorear el estado global del planeta, todos con sus ventajas y problemas.
Uno de los índices más desarrollados y utilizados en comunicación públi-
ca es la “huella ecológica”, que mide los activos ambientales (básicamente,
superficies productivas y urbanas de distinto tipo) que una población nece-
sita para proveer los recursos naturales que consume (alimentos y fibras ve-
getales, carnes, maderas, espacio para infraestructura urbana) y absorber los
residuos que genera (en particular CO2) y los compara con la biocapacidad
del territorio que ocupa, o su productividad ecológica.7 En esta métrica, la
humanidad hoy consume 1,6 planetas al año. La Argentina integra el grupo
de países cuya biocapacidad es mayor que su huella ecológica: nuestra bio-
capacidad es 120% superior a nuestra huella, lo cual nos ubica en la mitad
de la tabla –por debajo de Bolivia (con una biocapacidad 470% superior a
su huella), Uruguay (260%), Brasil (190%) y Paraguay (150%), y por enci-
ma de Colombia (92%), Perú (74%), Ecuador (2%), Venezuela (con una
huella superior a su biocapacidad: -28%) y Chile (-20%)–. La tendencia en
este índice para la Argentina es compleja: en el largo plazo, la biocapacidad
es declinante (pasamos de utilizar unas “12 ha globales” –la medida que se
usa para expresar la “demanda” de biocapacidad del país– por persona en
1960 a 6,9 en 2012), aunque relativamente estable desde la década de 1990.
La huella, por otro lado, se muestra notablemente constante.
Otro de estos índices, elaborado por varios institutos de investigación, es el
Environmental Performance Index (Hsu, 2016). Reúne veinte indicadores
de “salud ambiental” (el nivel de protección de la salud humana frente al
daño ambiental, como saneamiento urbano, acceso al agua potable y conta-
minación del aire) y de “vitalidad de los ecosistemas” (el nivel de protección
de los ecosistemas y los recursos naturales, como emisiones de carbono, áreas
protegidas por bioma, stocks pesqueros, cobertura boscosa, balance de nitró-
geno y tratamiento de aguas servidas) y elabora un ranking de países. En su
informe de 2016 afirma que se observan tendencias alentadoras en materia

6 Véase <earthobservatory.nasa.gov/Features/IntotheBlack>.
7 Véase <www.footprintnetwork.org>.
42 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

de impacto sobre la salud, acceso al agua potable y al saneamiento, y la pro-


tección de áreas marinas, y tendencias negativas en la calidad del aire, las
pesquerías, el tratamiento de aguas residuales y las emisiones de dióxido de
carbono. En este índice, la Argentina tiene un desempeño relativamente po-
sitivo también: puesto 43 de 180 países, con una tendencia en esa dirección.
Pero, estando en el Antropoceno, no es posible recortar la información
ambiental según límites políticos: los efectos sobre sistemas planetarios son
acumulativos, no respetan fronteras y pueden gatillar cambios abruptos e
irreversibles con impactos en cualquier país. Una sistematización de esto se
puede encontrar en las investigaciones sobre las “fronteras planetarias”, un
conjunto de nueve límites biofísicos que no debemos violar para continuar
desarrollándonos sin grandes problemas ambientales. Estos son: la concen-
tración de CO2 atmosférico por debajo de las 350 ppm (y/o una variación
máxima del flujo radiativo en la parte alta de la atmósfera de +1 W/m2); la
acidificación de los océanos (saturación media de la superficie del mar con
aragonita por debajo del 80%); el ozono estratosférico (reducción no ma-
yor al 5% de las 290 unidades Dobson preindustriales); el ciclo del nitróge-
no (fijación industrial y agrícola de N2 en niveles de 35 Tg N) y el fósforo
(flujo anual a los océanos no mayor a diez veces los flujos naturales); el uso
de agua dulce (uso consuntivo de la escorrentía anual menor a los 4000
km3); los cambios en los sistemas terrestres (menos del 15% de la superfi-
cie libre de hielos bajo cultivo); la tasa anual de pérdida de biodiversidad
(menos de diez extinciones por millón de especies por año); la contamina-
ción química, y la concentración de material particulado en la atmósfera
(para estos dos últimos, los científicos no han determinado máximos aún).
Estos límites son interdependientes y cruzar uno puede cambiar la situa-
ción de los otros. Según estos estudios, la humanidad ha transgredido tres
límites planetarios: los del CO2, la pérdida de biodiversidad y los cambios
en el ciclo del nitrógeno (Rockström y otros, 2009).
Una conclusión alentadora de estos índices para la Argentina es que
contamos con una base aún sólida desde la cual proyectar un desarrollo
sustentable. Pero una mirada más fina sobre el estado del ambiente de
nuestro país en las últimas décadas revela las limitaciones de estos pano-
ramas globales. Ninguno de los desafíos ambientales del mundo es ajeno
a nuestro país, y en el recorrido que haremos a continuación trataremos
de poner los temas ambientales en contexto.

Atmósfera
Empecemos por el desafío ambiental más global y fundamental, y, ciertamen-
te, el que más atención atrae en la actualidad: el calentamiento global y su
¿Por qué ocuparse del ambiente? 43

consecuencia, el cambio climático. En 2015, virtualmente todas las naciones


del mundo, basadas en el consenso científico existente, reconocieron en el
Acuerdo de París que un aumento de la temperatura media del planeta por
encima de 2 ºC generaría una serie de disrupciones en el sistema climático
(y otros sistemas planetarios) con consecuencias impredecibles. El aumento
de la temperatura media global es resultado de la concentración de gases de
efecto invernadero en la atmósfera (principalmente CO2). Las estimaciones
indican que el umbral de los 2 ºC se correspondería con 3670 GtCO2 en la
atmósfera, y que ya hemos emitido tres cuartos de esa cantidad, por lo cual
nos queda una “cuota” de emisión de 816 GtCO2. Al ritmo de emisiones esti-
mado para 2017 nos tomaría veinte años consumir esa “cuota”. A la fecha, los
compromisos de reducción de emisiones que hicieron los países nos colocan
por encima de ese umbral, en niveles correspondientes a un aumento de
3 ºC en la temperatura media global (Le Quéré y otros, 2016).8
Una señal alentadora en este panorama es la del “desacople” entre
el crecimiento económico y la emisión de gases de efecto invernadero
que se viene registrando en los últimos quince años. En ese período, la
economía mundial creció dos veces más rápido que la demanda global
de energía y que las emisiones de CO2. Este fenómeno se ha acentuado
desde 2010, y entre 2014 y 2016 las emisiones se estabilizaron mientras
la economía creció, aunque en 2017 retomaron el crecimiento y fueron
2% mayores que en el año anterior. El “desacople” es objeto de análisis
en el capítulo 4. Si estamos frente a una tendencia o sólo se trata de una
anomalía es algo que se verá con el tiempo.9
El cambio climático es abordado extensivamente en otros capítulos de
este libro, por lo que aquí nos limitaremos a enfatizar que la Argentina es
una nación “tomadora” de cambio climático: nuestro país aporta el 0,7% de
las emisiones mundiales de gases efecto invernadero, pero las consecuencias
del cambio climático para nuestro país son grandes. Ya desde la segunda mi-
tad del siglo XX se viene observando un aumento de la temperatura máxima
de hasta 1 ºC en la Patagonia y de hasta medio grado en el resto del país,
con menores aumentos (y hasta alguna disminución) en la zona central;
la temperatura mínima, por su parte, tuvo mayores aumentos que la máxi-
ma, y se han observado menos heladas y más frecuencia en las olas de calor
(especialmente en el este y el norte). También se registra un aumento de la

8 Véase <www.globalcarbonproject.org>.
9 “The Great Decoupling”, Anthropocene Magazine, 2, julio de 2017, disponible en
<www.anthropocenemagazine.org>.
44 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

precipitación media en casi todo el país, aunque con variaciones interanua-


les e interdecadales, especialmente en el este del país, con incrementos de
más de 200 mm en algunas zonas y con crecimientos porcentuales más im-
portantes en algunas zonas semiáridas (lo cual facilitó la expansión de la
frontera agrícola hacia el norte y el oeste). Sobre los Andes patagónicos las
precipitaciones disminuyeron en el período 1960-2010, y los ríos en el norte
de Mendoza y en San Juan al parecer indican reducciones del caudal duran-
te el siglo XX, con impacto sobre la disponibilidad de agua de riego. Hubo
además un cambio hacia una mayor recurrencia de precipitaciones intensas
en gran parte del país, lo que se tradujo en más frecuencia de inundaciones.
En el oeste y, de manera más notoria, en el norte, los períodos secos del
invierno se han alargado y aumentó el riesgo de incendios. Además de los
eventos meteorológicos extremos y sus consecuencias, estos cambios impac-
tan sobre la salud por medio de alteraciones en los sistemas ecológicos y ur-
banos, incluida la expansión de enfermedades vectoriales (como el dengue
y la malaria transmitidos por mosquitos, o el mal de Chagas que contagian
las vinchucas)y también transmitidas por roedores, el agua o los alimentos, y
afecciones respiratorias asociadas a contaminación del aire (SAyDS, 2015b).
Es importante resaltar tres aspectos de la vulnerabilidad ante el cambio
climático. Primero, sus impactos tienden a ser más fuertes para las comuni-
dades más pobres, ubicadas en las geografías más comprometidas y con me-
nos acceso a medios de defensa. Segundo, tan importantes como el cambio
climático de largo plazo son las variaciones de corto plazo (año a año) y de
mediano plazo (ciclos húmedos y secos que duran una o más décadas). Son
estas modificaciones las que debemos tomar en cuenta para generar las es-
trategias de adaptación y mitigación de riesgos. Finalmente, la fuerza de los
impactos es en gran medida función de aquellos cambios en los ecosistemas
que resultan en una menor capacidad para absorber los eventos climáticos
y regularlos. Entre estos cambios, uno de los más importantes a escala mun-
dial es la pérdida de diversidad biológica, que veremos a continuación.
El protagonismo del cambio climático no debe hacernos olvidar la otra
gran transformación atmosférica de origen antrópico: el llamado “agujero
de ozono”. Este es el “decano” de los problemas ambientales globales, qui-
zás el primero en ser definido como un problema de naturaleza claramen-
te “global” en el sentido de que una multiplicidad de causas difusas termi-
na impactando en los sistemas biogeoquímicos planetarios. Y el primero
en mostrar señales de haber sido resuelto. La capa de ozono estratosférico
en los polos nos protege de la radiación solar ultravioleta y en la década
de 1970 los científicos determinaron que estaba agotándose como conse-
cuencia del uso de una serie de compuestos químicos, principalmente los
¿Por qué ocuparse del ambiente? 45

clorofluorocarbonos, utilizados en refrigeradores, aerosoles, acondiciona-


dores de aire y otros bienes. Los países acordaron en la década de 1980 un
régimen de eliminación y reemplazo de esas sustancias y, como resultado,
según la última evaluación científica del tema, su presencia en la estratós-
fera viene declinando de manera sostenida. El desafío persiste. Por ejem-
plo, se van descubriendo nuevos compuestos problemáticos que entran al
mercado, y sustancias dañinas que ya están en uso, como el bromuro de
metilo, que aún no logran reemplazarse. Pero la capa de ozono viene recu-
perándose y los científicos estiman que volverá a los niveles de 1980 antes
de mediados de este siglo (Organización Meteorológica Mundial, 2014).
Finalmente, hay otro tipo de contaminación global en la atmósfera
que, por ahora, no tiene efectos generalizados sobre la población: la cha-
tarra espacial. Se estima que en los sesenta años de actividades espaciales,
los más de 5250 lanzamientos han resultado en unas 42 000 piezas de cha-
tarra espacial de tamaño rastreable que orbitan la Tierra a más de 28 000
km/h (hoy hay unos 1200 satélites operativos). Las estimaciones del total
de chatarra orbitando la Tierra indican que hay más de 29 000 objetos
de más de 10 cm, 750 000 de entre 1 cm y 10 cm, y más de 166 millones
de entre 1 mm y 1 cm. Unos 23 000 de estos son monitoreados por el US
Space Surveillance Network. La mayor concentración se da a alturas de
entre 800 y 1000 km y cerca de los 1400 km de altura, y en segundo lugar
a la altura de la órbita geoestacionaria, a 35 786 km de altura. Esta con-
taminación comienza a ser un problema para las actividades espaciales
(objetos pequeños viajando a más de 28 000 km/h causan graves daños
en los satélites) (European Space Agency, 2017).

Biodiversidad
El otro gran cambio global fundamental es la erosión de la diversidad bio-
lógica. La importancia de la biodiversidad es más difícil de asir que la del
cambio climático, quizá porque las consecuencias de su pérdida son menos
visibles en lo inmediato. No obstante, ambos tienen la misma importancia.
La biodiversidad es la variabilidad entre los organismos vivos de todo tipo,
incluidos la diversidad genética y los complejos ecológicos que integran, o
ecosistemas. La diversidad es un rasgo estructural del tejido de la vida en el
planeta y un elemento básico para el buen funcionamiento de los ecosiste-
mas y de los beneficios que estos reportan a la sociedad (EEM, 2005a). El
valor de la biodiversidad está tanto en la existencia de la diversidad misma
como en la de cada uno de sus componentes. La diversidad de la vida como
valor está apoyada tanto en razones de la ética del valor intrínseco como en
una ética utilitaria.
46 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

En el último siglo, especialmente desde 1950, los seres humanos he-


mos cambiado esta diversidad de manera fundamental y en muchos casos
irreversible, y casi siempre en el sentido de la pérdida. Más de dos tercios
del área de los catorce biomas terrestres principales y más de la mitad de
otros cuatro biomas ya habían sido transformados hacia 1990 principal-
mente para agricultura, disminuyendo así la diversidad de ecosistemas.
Tanto las poblaciones de especies como la cantidad misma de especies
en un amplio espectro de grupos taxonómicos está declinando (EEM,
2005a). Un índice que monitorea las poblaciones de 3706 especies en el
mundo muestra una declinación del 58% entre 1970 y 2012. La distribu-
ción de especies en el planeta se está volviendo, además, más homogé-
nea, y es cada vez más frecuente encontrar las mismas especies en lugares
distantes, principalmente por la diseminación de variedades exóticas. El
número de especies está declinando a un ritmo superior al registrado en
la historia del planeta: un estudio reciente estima que en los últimos cien
años se extinguieron tantas especies de vertebrados como en los ocho-
cientos años previos (en el caso de los reptiles) o cinco mil quinientos
años (en el caso de los mamíferos) o diez mil años (en el caso de los anfi-
bios) (Ceballos y otros, 2015). Un aspecto especialmente inquietante de
este fenómeno es lo que ocurre con los insectos. Menos visibles y menos
carismáticos que los vertebrados, los insectos y su diversidad tienen una
importancia superlativa para la salud de los ecosistemas. Una reciente
evaluación científica focalizada en los polinizadores concluyó, entre otras
cosas, que la diversidad y abundancia de polinizadores ha declinado en
Europa (donde el 9% de las abejas y mariposas están amenazadas, y más
del 30% de estas poblaciones están declinando) y América del Norte, y
que falta información para determinar qué está ocurriendo en las demás
regiones del mundo, aunque existen abundantes estudios particulares
que indican una situación similar (Ipbes, 2017). Entre el 10 y el 30% de
las especies de mamíferos, aves y anfibios está amenazado de extinción. Y
la diversidad genética ha declinado globalmente, en particular entre las
especies cultivadas (EEM, 2005d; WWF, 2016).
En la Argentina, la pérdida de biodiversidad a nivel de ecosistemas es
muy significativa, traccionada principalmente por la expansión de sistemas
cultivados que fragmentan o reemplazan ecosistemas naturales, la pérdi-
da de bosques nativos (especialmente en el Parque Chaqueño, el Bosque
Atlántico y las Yungas), la erosión de los suelos patagónicos, la degradación
de humedales, la contaminación de ríos y la degradación de pesquerías
(MAyDS, 2017a). A nivel de especies, por ejemplo, el 21% de los mamífe-
ros, el 29% de los anfibios, el 78% de las lagartijas, el 36% de las serpientes,
¿Por qué ocuparse del ambiente? 47

el 26% de las aves y el 64% de las tortugas están en alguna categoría de ame-
naza (Ojeda y otros, 2012). La situación de la biodiversidad a nivel de genes
es todavía una incógnita en el país, pero puede deducirse de lo anterior
que la tendencia es negativa. Dentro de este cuadro general complicado, no
deben perderse algunas buenas noticias; por ejemplo, la superficie de áreas
protegidas terrestres en el país pasó del 4% en 1990 al 10% en 2016, en
2015 se creó la primera área protegida marina de unos 28 000 km2 sobre el
Banco Burdwood en el sur del Mar Patagónico, y la proporción de caimanes
amenazados pasó del 100% en 2000 a cero en 2012 (MAyDS, 2017).

Cobertura y uso del suelo


Desde el inicio del Antropoceno, los sistemas cultivados, aquellos espa-
cios dedicados principalmente a la producción de alimentos y fibras para
la humanidad, han llegado a ocupar cerca del 30% de la superficie terres-
tre. La transformación de ecosistemas naturales en sistemas cultivados ha
ocurrido desde que nació la agricultura, más de diez mil años atrás. Lo
característico de esta nueva época es la velocidad y escala a la que viene
ocurriendo: por ejemplo, en los treinta años entre 1950 y 1980 se convir-
tieron más ecosistemas para cultivo que en los ciento cincuenta años que
van de 1700 a 1850 (EEM, 2005c).
De más está decir que una enorme proporción de este cambio ya había
ocurrido antes de 1950 especialmente en Europa, América del Norte,
China e India, y que los cambios de las últimas décadas y los que se es-
peran en el futuro están concentrados sobre todo en los trópicos, donde
queda la mayor parte de los ecosistemas no transformados. Pero más allá
de análisis históricos, hoy un 26% de la superficie terrestre mundial (ex-
cluyendo Groenlandia y la Antártida) son tierras agrícolas (cubiertas por
cultivos, pasturas intensivas, plantaciones forestales); un 4%, tierras secas
pastoreadas; un 5%, ciudades; un 14%, bosques degradados; y un 4%,
humedales (la mayoría de los cuales sostiene alguna actividad humana).
Es decir, cerca del 53% de la superficie terrestre fuera de los polos está
principalmente destinada a satisfacer las necesidades de los seres huma-
nos. El resto se distribuye en un 21% de desiertos y tundras, un 12% de
bosques densos y un 14% de áreas protegidas (Unctad, 2013).10
Y el partido no ha terminado: otros 2800 millones de ha, adicionales
a los 1500 millones cultivados de manera permanente en la actualidad,
son hasta cierto punto idóneos para la producción agrícola. De estas hec-

10 Datos para 2006.


48 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

táreas, un 45% aproximadamente está cubierto de bosques, un 12% son


áreas protegidas y un 3% está ocupado por infraestructuras y asentamien-
tos humanos. Gran parte de estas tierras puede tener limitantes para la
agricultura, como baja fertilidad, alta toxicidad, elevada incidencia de en-
fermedades, infraestructuras deficientes y terrenos accidentados (FAO,
2002). Con una población creciente, mayor demanda de alimentos y la
degradación persistente de suelos, en ausencia de una intensificación sus-
tentable de la producción y mayor eficiencia en los sistemas alimentarios,
las condiciones están dadas para una presión continuada hacia el aumen-
to en la superficie de los sistemas cultivados.
En la Argentina, la “antropización” está muy por encima de ese dato glo-
bal. La cobertura del suelo inventariada por el INTA (Instituto Nacional
de Tecnología Agropecuaria) para 2006-2007 arroja que el 21,6% del te-
rritorio nacional son áreas terrestres cultivadas y/o manejadas, un 0,5%
son ciudades, lagos artificiales e infraestructura, y un 64,5% son áreas
naturales y seminaturales con vegetación predominantemente terrestre
–léanse aquí toda la estepa patagónica, los arbustales de Cuyo y el NOA y
todos los bosques nativos–. La enorme mayoría de estas áreas está sujeta
a aprovechamiento ganadero y/o forestal. El resto del país se distribuye
entre tierras desnudas como las altas cumbres (3%), áreas regularmen-
te inundadas (7,6%), nieves y hielos permanentes (1,1%) y ríos y lagos
(1,4%). Es decir, cerca del 90% del territorio argentino está, de una u
otra forma, ocupado para obtener alimentos, agua, fibras, combustibles y
hábitat para sus ciudadanos (INTA, 2009).11

Bosques
Quizás el tipo de ecosistema más afectado en el mundo en la actualidad sean
los bosques. Sin duda, es el que más capta la atención del público. En la déca-
da de 2000, los bosques han aumentado su cobertura en los países de clima
templado y se han mantenido relativamente estables en los climas boreales
y subtropicales (en parte, por el aumento de la forestación con especies no
nativas). En los países tropicales, en cambio, se registró una pérdida neta de
7 millones de ha anuales (FAO, 2016a). Según la FAO (siglas en inglés de la
Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura),
la deforestación tropical se explica en un 40% por la agricultura comercial a
gran escala, un 33% por la agricultura de subsistencia, un 20% por la infraes-

11 Excluidas Antártida, Islas Malvinas, Islas del Atlántico Sur y la provincia de La Rioja,
que no pudo ser relevada en el estudio.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 49

tructura y la expansión urbana y un 7% por la minería. En América del Sur,


la expansión agrícola explica el 90% de la deforestación.
Este número global esconde la realidad de la Argentina, que no tiene
bosques tropicales pero tiene casi el 60% del Gran Chaco, segundo ecosis-
tema de bosques de las Américas luego de la Amazonia, con una alta tasa de
deforestación, explicada en un 90% por la expansión agropecuaria (FAO,
2016a). Entre 1998 y 2015, el país pasó de 31,4 a 27,3 millones de ha de bos-
que nativo, una tasa de deforestación promedio del 0,85% anual, alta (la
tasa mundial en ese período se ubicó en alrededor del 0,13% anual), pero
declinante en los principales tipos de bosques del país (Parque Chaqueño,
Yungas, Selva Paranaense y Espinal), aunque con mucha variabilidad entre
provincias. Desde la vigencia de la Ley 26 331 de Ordenamiento Territorial
de los Bosques Nativos, de 2007, en nuestro país la deforestación es legal
en el 21% de los bosques e ilegal en el 79%; no obstante, en 2016 el 43%
de la deforestación total ocurrió en bosques donde esta es ilegal (menor al
53% de 2007) (MAyDS, 2017b). La región con mayor tasa de deforestación
del país es el Parque Chaqueño, que prácticamente duplica la de la se-
gunda región más afectada (el Espinal). La Argentina comparte el Parque
Chaqueño con Paraguay, Bolivia y en menor medida Brasil. Las tasas de
deforestación en la Argentina y Paraguay son las más altas, con tendencia
creciente en Bolivia. La magnitud de este proceso ha atraído la atención de
la comunidad internacional, y lentamente el Chaco se ha ido posicionando
en la agenda mundial al nivel del Amazonas en cuanto a la percepción de
la necesidad de conservarlo.

Suelos
Todos los ecosistemas se apoyan sobre suelos. Sin suelos saludables, la vida
va desapareciendo. El consenso científico más reciente es que la mayoría
de los suelos del mundo está en un gradiente de condición que va de acep-
table (menos que bueno) a pobre o muy pobre, con una tendencia hacia el
agravamiento si no se toman acciones de gestión sostenible (FAO y Grupo
Técnico Intergubernamental de Suelos, 2015). Según las Naciones Unidas,
la degradación afecta el 23% de los suelos del mundo y el 38% de las tierras
bajo agricultura. De un total de 1900 millones de ha de tierras degradadas,
cerca de 1200 millones están “seriamente degradadas” y 700 millones, “li-
geramente degradadas”. Esta tendencia se viene intensificando desde los
años noventa en muchas partes del mundo, y es uno de los factores que
empuja la frontera agrícola hacia ecosistemas naturales (UNEP, 2014).
En la Argentina el cuadro es similar. En 2015, un 37,5% del territorio na-
cional está afectado por procesos de erosión hídrica y eólica, número que
50 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

ha venido creciendo sin pausa desde 1956, aunque mitigado en la región


pampeana por el surgimiento de la siembra directa y otras tecnologías agrí-
colas a partir de la década de 1990. Esto representa unos 105,6 millones de
ha, de las cuales un 31,5% muestra un grado severo-grave de erosión, y el
resto, un grado moderado (Casas y otros, 2015). La pérdida de suelos es un
fenómeno que afecta a todas la provincias del país, pero el tipo y la severi-
dad varían de lugar en lugar, impulsados por las distintas realidades. Así, en
las zonas más áridas, incide fuertemente el manejo ganadero no sustentable
asociado al cambio y la variabilidad climática, las malas prácticas agrícolas en
tierras marginales y, en algunas regiones, la deforestación. En las regiones
más húmedas, el factor directo ha sido la mayor agriculturización asociada a
malas prácticas agrícolas, factor que últimamente ha cambiado de signo de la
mano de mejores tecnologías. En los bosques andinos aparecen como factor
significativo los incendios repetidos, las erupciones volcánicas, la invasión de
especies de flora exótica y la explotación petrolera y minera (MAyDS, 2017a).

Minería e hidrocarburos
La explotación de minerales e hidrocarburos es otro factor de cambios
ambientales en la Argentina. En el caso de la minería, la superficie afec-
tada no está cuantificada y tampoco hay información consolidada sobre
pasivos ambientales mineros, a excepción de la minería de uranio, que
por su aplicación estratégica está sujeta a un régimen especial. La mi-
nería a gran escala en el país tuvo un fuerte crecimiento a partir de la
década de 1990, aunque su despliegue está en niveles muy por debajo de
los niveles de los demás países andinos.
Los impactos de las explotaciones existentes aún deben ser debidamente
sistematizados. Las consecuencias de la actividad minera para el ambiente
dependen del lugar específico de emplazamiento y tienden a ser de cuatro
tipos: impactos en la biodiversidad (pérdida de hábitat, de especies raras y
en peligro de extinción, efectos sobre las especies sensibles o migratorias),
impactos en el agua (alteración de los regímenes hidrológicos e hidrogeo-
lógicos, aumento de metales pesados, acidez o polución en general, incre-
mento en la turbidez, riesgo de contaminación de aguas subterráneas, com-
petencia por el agua en zonas áridas), impactos en el aire (aumento de las
partículas, dióxido de azufre, óxidos de nitrógeno y metales pesados en el
ambiente) e impactos en el suelo (contaminación, erosión y alteración del
paisaje). De las más de cincuenta actividades diferenciadas que abarca una
explotación minera de gran escala, diecinueve generan impactos de alto
riesgo de ocurrencia (que incluyen consecuencias inevitables por la propia
naturaleza de la actividad), y dieciséis tienen una intensidad de impacto po-
¿Por qué ocuparse del ambiente? 51

tencial alto. La afectación ambiental de la actividad depende críticamente


de la aplicación de estándares tecnológicos adecuados y de la capacidad de
las autoridades encargadas de fiscalizar la actividad. En la Argentina, lo pri-
mero parece estar medianamente atendido, en especial en la gran minería;
lo segundo sigue siendo débil, especialmente a nivel provincial.
En el caso de la minería de uranio y torio para la industria nuclear,
los pasivos ambientales son significativos, pero la situación aparece más
ordenada en el aspecto institucional, sobre todo en torno a la Comisión
Nacional de Energía Atómica (CNEA). La minería de uranio se desarrolló
en ocho localidades del país, hoy objeto del Programa Nacional de
Gestión de Residuos Radiactivos de la CNEA en las provincias de Mendoza,
Córdoba, Chubut, Salta, San Luis y La Rioja. Pero la relevancia ambiental
más importante del sector no está tanto en los pasivos mineros sino en la
disposición final de los residuos radiactivos y el riesgo siempre latente de
accidentes con fuga de radiación (MAyDS, 2017a). Por el momento, la
totalidad de los residuos radiactivos se encuentra almacenada en las tres
centrales nucleares del país (Atucha I y II, en Buenos Aires, y Embalse, en
Córdoba) pero desde hace años el sector busca un lugar geológicamente
estable donde enterrar sus residuos de manera segura por los próximos
miles de años. El último sitio candidato a basurero nuclear fue la localidad
de Gastre, en Chubut, descartada hacia fines de la década de 1990 por
las protestas que el proyecto suscitó. En cuanto al riesgo de accidentes, el
sector ha permanecido más bien libre de eventos serios, con un caso en
1983 en el reactor de investigación de baja potencia del Centro Atómico
Ezeiza (que funciona desde 1966), en el que un operador sufrió una dosis
letal de radiación y otros ocho padecieron exposiciones menores (United
States Nuclear Regulatory Commission). La Argentina tiene una larga tra-
yectoria en este sector, que nos coloca en un grupo reducido de naciones.
Es probable que este tipo de minería continúe desarrollándose en el país
y que tarde o temprano se deba afrontar la cuestión de la disposición de
sus residuos, sea en el territorio nacional o exportándolos.
La situación con los hidrocarburos es distinta. El gas y el petróleo re-
presentan más del 80% del suministro de energía en el país, en partes
casi iguales (el carbón mineral, sólo el 1%). La Argentina tiene una larga
historia de explotación hidrocarburífera y una gran cantidad de pasivos
ambientales asociados a esta actividad, en particular la afectación del sue-
lo, el aire, el agua, la flora y la fauna por la explotación, los derrames, el
transporte, las emisiones de gases de efecto invernadero y alteraciones de
los ecosistemas (MAyDS, 2017a). El hecho de ser una actividad muy aso-
ciada al concepto de “soberanía nacional”, históricamente en manos del
52 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

Estado, que se desarrolla sobre todo en ecosistemas áridos, poco pobla-


dos y de bajas biodiversidad y provisión de servicios ecosistémicos, hace
que en la percepción pública este problema no tenga la misma gravedad
que otros, salvo casos emblemáticos como la explotación en el Parque
Nacional Calilegua, objeto de un conflicto socioambiental. Pero, si bien
la tecnología de extracción de hidrocarburos ha mejorado mucho en tér-
minos ambientales, sus impactos son reales y con perspectiva creciente
a medida que se desarrollen tanto los yacimientos de hidrocarburos no
convencionales (shale gas y oil) como los que están en el mar.
El shale gas encierra un potencial económico muy grande para el país:
la Argentina tiene la segunda reserva mundial de shale gas y la cuarta de
shale oil principalmente en la Cuenca del Neuquén, que contiene 67 veces
las reservas probadas de gas convencional en el país,12 y hay otras tres cuen-
cas sedimentarias aún sin testear, dos en la Patagonia y una en el Noreste
del país (EIA, 2013). Desde el punto de vista ambiental, el método de ex-
tracción que se utiliza, llamado EIA fracking, es más intrusivo que las tec-
nologías tradicionales. A las actividades con impacto que comparte con
la extracción convencional (la apertura de caminos, el desmonte para las
instalaciones, el traslado del hidrocarburo líquido o gaseoso y parte de la
logística de perforación) se le agregan la complejidad geológica de esta
extracción, los mayores volúmenes de agua y sustancias químicas utiliza-
dos, y las características de esas sustancias químicas que se inyectan para
facilitar la extracción (Fundación Ambiente y Recursos Naturales, 2014).
La Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA, por sus
siglas en inglés –Environmental Protection Agency–), el país con mayor
desarrollo de fracking en el mundo, realizó una evaluación de su impacto
en las fuentes de agua para uso humano. Los impactos ocurren en las ac-
tividades de extracción de agua, mezcla del agua con sustancias químicas,
inyección de estos fluidos para generar las fracturas en la roca, el reflujo de
esas aguas contaminadas hacia la superficie y el transporte, tratamiento y
disposición de las aguas contaminadas. Sobre esas cinco zonas de riesgo, la
evaluación de la EPA concluyó que no se encontró evidencia de impactos
generalizados y sistémicos en el agua para consumo humano. Sí se encon-
traron instancias puntuales, en un número “pequeño comparado con el
número de pozos con fractura hidráulica”, donde se detectó contamina-
ción en pozos de agua para consumo, consecuencia tanto de operaciones

12 Véase <www.ypf.com/energiaypf/Novedades/Paginas/Destacan-el-nivel-de-
reservas-de-shale-en-la-Argentina.aspx>.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 53

rutinarias como de accidentes. Además, el estudio detectó que la descar-


ga de aguas utilizadas en el fracking aumentó la concentración de conta-
minantes en cuerpos de agua superficiales receptores de las descargas
(US Environmental Protection Agency, 2016),. Un estudio semejante aún
no se ha hecho en el país.

El mar
Si nos corremos a los mares, el cuadro es similar al que vimos en tierra.
Todos los mares del mundo, y la Argentina no es la excepción, sufren en
distintos grados problemas de sobrepesca, contaminación y efectos del
cambio climático. Según un índice global de la “salud de los océanos”, la
mayor parte de los mares tienen un grado de afectación elevado, con focos
de muy alto impacto en torno a las principales ciudades del este asiático,
norte de Europa y norte de América. El índice compila y pondera datos
sobre cinco tipos de pesca (artesanal, demersal destructiva con alta y baja
captura incidental y pelágica con alta y baja captura incidental), tres tipos
de contaminación (inorgánica, orgánica y de fuentes marinas), la explota-
ción de hidrocarburos en el mar, la descarga de nutrientes, la acidificación,
la incidencia de especies invasoras, la presión demográfica en zonas coste-
ras, la actividad comercial en los mares como el tráfico marítimo, y el cam-
bio climático (Naciones Unidas, 2016). No hay un solo mar en el planeta
fuera del alcance de la influencia del ser humano. Ninguno.
La concentración de gases de efecto invernadero y el cambio climático
están afectando los mares de distintas formas: aumentos en el nivel del mar,
cambios en la temperatura, acidificación, reducción de la mezcla de aguas
oceánicas y mayor desoxigenación (Naciones Unidas, 2016). Estos cambios
afectan la distribución de las especies en el mar, que migran mayormente
de los trópicos a zonas templadas y a mayor profundidad en busca de aguas
más frías. Algunas algas, por ejemplo, se han corrido hacia los polos a razón
de 10 km por década, en tanto que el plancton unicelular lo viene haciendo
a 400 km por década. Al estar estas especies en la base de muchas cadenas
tróficas, todo cambia con su desplazamiento. Algunos modelos indican que,
sin considerar los efectos de la pesca y la acidificación, para 2055 la produc-
tividad pesquera en zonas templadas podría aumentar entre el 30 y el 70%,
en tanto que en los trópicos podría caer hasta un 40% (FAO, 2016b). Estas
migraciones generan ganadores y perdedores, a medida que los peces se
corren de la jurisdicción de un país a la del otro, y será interesante obser-
var cómo se resuelven estas situaciones en el aspecto político.
Estas proyecciones no contemplan otros dos grandes factores de cam-
bio sobre los mares: la acidificación y la sobreexplotación. Los océanos
54 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

absorben el 25% del CO2 que se emite en el planeta, y el aumento en las


concentraciones de este gas en los últimos veinte años ha provocado la
disminución del pH de los mares. Los océanos están acidificándose a una
tasa sin precedentes en la historia de la Tierra. Las últimas investigaciones
indican que esta tasa puede ser superior a la de cualquier período de los
últimos trescientos millones de años y que en 2100 podría aumentar en
un 170%. Los estudios realizados hasta hoy indican que la acidificación
tendrá efectos negativos sobre varios grupos taxonómicos, especialmente
moluscos y corales, en tanto que favorecería a otros, como las algas más
carnosas. También favorecería a las cianobacterias y su capacidad para
fijar nitrógeno y convertirlo en proteína, lo que podría aumentar la pro-
ductividad del mar en áreas actualmente con bajo rendimiento. El efecto
sobre las pesquerías es aún incierto, pero se estima que se verían afecta-
das, entre otras, las del Mar Antártico y las de Perú y el norte de Chile,
principalmente porque resultarían perjudicadas las larvas planctónicas
de las que se alimentan los peces (Laffoley y otros, 2015).
La sobrepesca es ya una preocupación ampliamente establecida, en
gran parte por las implicancias que tiene para la seguridad alimentaria
en muchas partes del mundo (Naciones Unidas, 2016). Según la FAO,
la proporción de pesquerías aprovechadas dentro de sus niveles bioló-
gicamente sustentables había declinado del 90% en 1974 al 68,6% en
2013. Entre estas, el 58,1% son pesquerías aprovechadas a su máxima
capacidad, y un 10,5%, subaprovechadas. Las pesquerías sobreexplo-
tadas pasaron del 10% en 1974 al 26% en 1989, para llegar al 31,4%
en 2013 (figura  2.1). Las capturas pesqueras se han mantenido relati-
vamente estables desde fines de la década de 1980, y la acuicultura ha
suministrado la creciente demanda de pescado para consumo humano
desde entonces, pasando de proveer el 7% del consumo en 1974 al 39%
en 2004 (figura 2.2) (FAO, 2016b). Sin embargo, una parte importante
de la acuicultura utiliza la pesca silvestre para obtener alimentos para los
peces en cautiverio.
Además del riesgo alimentario que provoca el agotamiento de los re-
cursos biológicos del mar, la pérdida de biodiversidad que esto acarrea
disminuye la resiliencia de los ecosistemas marinos, mermando su capa-
cidad de absorber el cúmulo de presiones de distintas fuentes sin colap-
sar. Estas presiones incluyen, además de la pesca y el tráfico marítimo, el
avance de las ciudades sobre zonas costeras, la introducción de especies
exóticas, la actividad petrolera y minera offshore, la generación de energía
renovable offshore y los flujos de materiales y nutrientes desde las ciudades
y las tierras agrícolas hacia el mar, entre otras (FAO, 2016b).
¿Por qué ocuparse del ambiente? 55

Figura 2.1. Tendencias en el estado de los stocks pesqueros marinos


del mundo, 1974-2013
100
90 Sobrepesca
80
70
Porcentaje

60
50 Pesca total
40
30
20 Pesca total
10 Pesca baja
0
1974 1979 1984 1989 1994 1999 2004 2009 2013
n Niveles biológicamente insustentables n Niveles biológicamente sustentables

Fuente: FAO (2016).

Figura 2.2. Capturas pesqueras y producción acuícola mundiales,


1950-2015

180
160
Millones de toneladas

140
120
100
80
60
40
20
0
1950 1955 1960 1965 1970 1975 1980 1985 1990 1995 2000 2005 2010 2014

n Producción acuícola n Capturas pesqueras

Fuente: FAO (2016).

En muchos mares la frontera hidrocarburífera aún está en exploración.


Aquí, los riesgos ambientales de extraer petróleo y gas se vinculan con los
posibles derrames de gran impacto tanto por accidentes navieros (recor-
demos el emblemático caso del Exxon Valdez en Alaska en 1989) como por
fallas en las instalaciones para la extracción del hidrocarburo (recorde-
mos el caso de la British Petroleum en el Golfo de México en 2010). Pero
también en la etapa de exploración existen riesgos ambientales. La explo-
ración sísmica en el mar se realiza produciendo ruido. Las naves recorren
56 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

miles de kilómetros cuadrados durante meses, generando mediante unos


“cañones sonoros” un ruido tal que puede penetrar cientos de kilómetros
en el fondo marino, luego de atravesar miles de metros de agua hasta el
fondo. Un estudio que analizó diez años de este tipo de exploración en el
Atlántico encontró que el ruido de estos cañones podía escucharse hasta
a 4000 km de distancia de las naves durante el 80-95% de los días a lo lar-
go de más de doce meses consecutivos. No es difícil imaginar el impacto
que semejante ruido tiene sobre las poblaciones de especies marinas, en
particular los mamíferos marinos, tema que ha despertado un crecien-
te interés en la comunidad internacional (Weilgart, 2013). El horizonte
de este desarrollo en el mar será un desafío para el ordenamiento de la
convivencia entre la minería, la pesca y el cuidado de los ecosistemas y las
especies marinas (Convención sobre la Diversidad Biológica).
Párrafo aparte merece la contaminación del mar con plásticos y ciertos
contaminantes persistentes. La contaminación con plástico de los mares ya
alcanza virtualmente todo el planeta. Los plásticos se degradan por efecto
del sol y el desgaste, y los fragmentos se dispersan y acumulan con las dis-
tintas corrientes marinas. Su ingesta impacta un amplio rango de fauna
marina, desde zooplancton hasta cetáceos, aves y reptiles marinos, y es un
camino de ingreso de contaminantes orgánicos persistentes que se bioacu-
mulan en las cadenas tróficas (Eriksen y otros, 2014). Su acumulación está
creando nuevos ecosistemas flotantes donde decenas de microorganismos
encuentran hábitat –un grupo de investigadores encontró en una de estas
islas plásticas en el océano, unas cincuenta especies de plantas unicelula-
res, animales y bacterias, incluidas algunas similares a las del cólera–.13
Todos estos problemas relevados a escala mundial se manifiestan tam-
bién en la Argentina. Si bien el Mar Argentino no es especialmente rico en
biodiversidad, sí es una de las áreas oceánicas más productivas del hemisfe-
rio sur. Pero los informes científicos indican que, de continuar las tenden-
cias presentes y de no lograrse un manejo apropiado, la sustentabilidad
de las pesquerías seguirá amenazada y existe riesgo de colapso (Falabella
y otros, 2009). El esfuerzo pesquero en el país se concentra en la corvi-
na rubia, pescadilla de red, polaca, anchoíta, calamar, vieira, langostino,
merluzas común, negra y de cola, centolla y erizo. El caso de la merluza
común es emblemático. La biomasa reproductiva de las poblaciones del
norte del Mar Argentino se encuentra por debajo del límite (150 000 tn),
en tanto que para las poblaciones del sur los niveles vienen oscilando en

13 Véase “Welcome to the plastisphere”, The Economist, 20 de julio de 2013.


¿Por qué ocuparse del ambiente? 57

torno al límite desde 1997 hasta la actualidad (MAyDS, 2017a). La biomasa


de reproductores de merluza negra, por su parte, se encontraría en niveles
cercanos a los límites de seguridad establecidos internacionalmente. Estas
situaciones han dado lugar a un número creciente de medidas de conser-
vación, como por ejemplo una “zona de exclusión” para la captura de mer-
luza en el área norte cada vez más grande, esfuerzos de investigación a car-
go del Instituto Nacional de Investigación y Desarrollo Pesquero (Inidep),
y la presencia fiscalizadora de la Prefectura Naval y la Armada, que alcanza
hasta las 200 millas de jurisdicción nacional. Una parte importante de la
flota que viene a pescar al Mar Argentino se ubica en la “milla 201”, donde
esas fuerzas no tienen jurisdicción para controlar, lo que genera un serio
problema para los esfuerzos de conservación que hace nuestro país.
También hay en nuestras costas una incidencia significativa de espe-
cies marinas introducidas. De las más de cuarenta de estas, la mayoría
está establecida en la costa de la provincia de Buenos Aires y norte de la
Patagonia, principalmente en los puertos. Las introducciones involun-
tarias se realizaron mediante el agua de lastre o como incrustaciones en
las embarcaciones. En todos los casos generan impacto negativo en la
biodiversidad, con implicancias económicas y sociales, y presiones sobre
especies nativas (MAyDS, 2017a).
Por su parte, la polución con plásticos es muy importante. Un censo de
contaminación costera realizado en 2008 arrojó que la costa marítima de
la Argentina tiene un promedio de 180,86 (± 39,7) unidades de residuos
sólidos urbanos por kilómetro de costa (biológicos, metales, papel, plás-
ticos y vidrio) (Colombini y otros, 2008).

Contaminación industrial y química


La industria argentina presenta un perfil general de contaminación
potencial mediano si se consideran las emisiones de sustancias tóxicas,
metales totales, contaminantes del agua y del aire estandarizados por
rama de actividad. Los sectores industriales más nocivos para el medio
ambiente incluyen las refinerías de petróleo, la producción de hierro,
acero y metales no ferrosos, papel y celulosa, la industria química y la
producción de cueros (Ortiz Malavasi y otros, 2005). En la Argentina,
las industrias más importantes son la industria alimenticia y de bebidas
(22% de la producción industrial), seguidas de las sustancias y produc-
tos químicos (16,39%), la metalmecánica (14,76%), la metálica básica
(11,08%), caucho y plástico (6,77%), la refinería de petróleo (6,27%)
y la automotriz (6%). El perfil contaminante de la industria argentina
no muestra una evolución clara a lo largo de los últimos veinticinco
58 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

años, al igual que el perfil ambiental de las exportaciones (MAyDS,


2017a). Es decir, el país no parece estar construyendo un perfil indus-
trial progresivamente menos contaminante, pero tampoco uno más
contaminante.
Lo que sí tiene nuestro país es una acumulación de actividades con-
taminantes en zonas de alta concentración poblacional. El 43,7% de las
industrias de alto y medio potencial contaminante se encuentra en 25
departamentos de los 531 que tiene el país, un 4,7% del total, que a su vez
tiene cerca del 75% de la población nacional (Defensor del Pueblo de la
Nación, 2010). Este dato esconde la distribución injusta de los costos y los
beneficios ambientales –cuanto más pobre la población, peor la calidad
de su ambiente.
Dentro del grupo de problemas ambientales asociados con la conta-
minación química, hay un subgrupo de sustancias especialmente proble-
máticas –los contaminantes orgánicos persistentes (COP)–: se trata de
sustancias químicas orgánicas que permanecen intactas en el ambiente
por largos períodos, se esparcen ampliamente en el aire, el agua y los
suelos, se acumulan en los tejidos grasos de los humanos y de la fauna, y
son especialmente tóxicas –pueden producir cáncer, alergias, hipersen-
sibilidad, desórdenes reproductivos, disrupciones en los sistemas inmu-
ne y endócrino y alteraciones en el hormonal–. Estas sustancias no son
solubles en agua, pero se absorben con rapidez en los tejidos grasos, se
transfieren por la cadena trófica, lo que aumenta su concentración y po-
tencia su distribución a lo ancho del planeta.14 Los COP más importantes
son pesticidas (como aldrin, clordano, DDT, endosulfán, dieldrin, endri-
na, heptacloro, hexaclorobenceno, mirex, toxafeno), y ciertos químicos
industriales y subproductos (como hexaclorobenceno, PCB, dioxinas
policloradas).
La extensión de la contaminación con químicos persistentes es no-
table: estas sustancias se encuentran en los tejidos de los animales en
los polos, lejos de los centros fabriles, y los investigadores han llegado
a encontrar niveles de PCB en los tejidos de anfípodos a 10 250 metros
de profundidad en la Fosa de las Marianas del Océano Pacífico orien-
tal, cinco veces superiores a los niveles encontrados en zonas costeras
contaminadas.15

14 Stockholm Convention on Persistent Organic Pollutants, <chm.pops.int>. 


15 “Man-made pollutants found in Earth’s deepest ocean trenches”, Nature News,
20 de junio de 2016, disponible en <www.nature.com>.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 59

En nuestro país, estos contaminantes vienen siendo prohibidos y eli-


minados. Tal ha sido el caso de pesticidas como el DDT y el Endosulfán,
de insumos industriales como el PCB utilizado en equipamiento eléc-
trico o de la combustión indebida de ciertos residuos como los hospita-
larios. Estas prohibiciones comenzaron en las décadas de 1980 y 1990,
pero llegaron luego de muchos años de uso, por lo que la contamina-
ción persistirá durante largo tiempo y hoy se siguen encontrando es-
tas sustancias en muestreos de sangre de poblaciones rurales y urbanas
(Stockholm Convention on Persistent Organic Pollutants, 2014).
Párrafo aparte merece el uso de agroquímicos en el país. La produc-
ción agropecuaria argentina actual está altamente tecnificada y hace
uso extensivo de insumos químicos para mejorar su rendimiento, lo
que genera impactos en la calidad del agua y del suelo (por presencia
y acumulación de residuos), del aire (por volatilización de sustancias
activas) y sobre la biodiversidad. Aquí también se avanza hacia una dis-
minución del riesgo, en este caso no sólo por efecto de las tecnologías
de productos sino también debido a la creciente implementación de
buenas prácticas agropecuarias. El riesgo relativo de contaminación de
esta fuente alcanzó los niveles más altos durante el período 1956-1960,
época en la cual predominaban plaguicidas de alta toxicidad (clorados y
fosforados). A medida que avanzaron las prohibiciones señaladas antes
y la tecnología de productos menos tóxicos y con menor persistencia,
ese riesgo ha ido disminuyendo de manera notable. Los organoclorados
se dejaron de utilizar y se reemplazaron por plaguicidas que se degra-
dan más fácilmente. No obstante, este avance ambiental se vio en parte
contrarrestado en la década de 2000 por el aumento exponencial en las
cantidades aplicadas de esas sustancias menos peligrosas, en particular
de la mano del aumento de cultivos más demandantes de agroquímicos
(Viglizzo y Jobbágy, 2010). El agroquímico utilizado de forma más ex-
tensiva en este marco es el glifosato, una sustancia de bajo riesgo pero
empleada en grandes cantidades y que es objeto de conflictos sociales y
judiciales en todo el mundo, que

bajo condiciones de uso responsable (entendiendo por ello la


aplicación de dosis recomendadas y de acuerdo con buenas
prácticas agrícolas) […] [tiene] un bajo riesgo para la salud
humana o el ambiente (Comisión Nacional de Investigación sobre
Agroquímicos).
60 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

Figura 2.3.a. Rendimiento medio por hectárea, superficie cosechada, y


uso de glifosato en el cultivo de soja en la Argentina, 1970-2000

3000 15 90

Superficie cosechada (millones ha año)

Venta de glifosato (millones $ año)


Rendimiento (km ha)

2000 10 60

1000 5 30
Superficie de soja
cosechada
Venta de
0 glifosato 0 0

1970 1980 1990 2000

Fuente: Adaptación de Martínez-Ghersa y Ghersa (2005).

Figura 2.3.b. Volumen de plaguicidas comercializado en Argentina,


1998-2013

400
350
300
Millones de kg

250
200
150
100
50
0
1998 1999 2000 2001 2002 2003 2004 2005 2006 2007 2008 2009 2010 2011 2012 2013

Fuente: MAyDS (2017a), sobre la base de la Cámara de Sanidad Agropecuaria y


Fertilizantes (Casafe).

Ciudades
Dijimos que una de las características del Antropoceno ha sido la irrupción
de los sistemas cultivados como un tipo de ecosistema ampliamente extendi-
do en el planeta. La expansión de la urbanización le sigue de cerca, y es una
de las marcas geológicas de esta época que quedarán en el futuro distante.
Globalmente, la urbanización y el crecimiento de las ciudades continúa sien-
do una tendencia demográfica potente. Los residentes urbanos pasaron de
¿Por qué ocuparse del ambiente? 61

cerca del 15% de la población mundial en 1900 a un 50% en 2000. Según


el Banco Mundial, en 2009 por primera vez en la historia de la humanidad
la población urbana superó a la rural. Las urbes, globalmente, ocupan hoy
el 2,8% de la superficie terrestre. La urbanización, desde el punto de vista
ambiental, no es inherentemente mala. Muchos ecosistemas al interior o en
torno de áreas urbanas pueden ser más biodiversos que algunos cultivos en
zonas rurales, por ejemplo. Pero las urbes sí son fuente de serios problemas
ambientales (EEM, 2005a).
En nuestro país, la evolución de la urbanización toma ribetes especial-
mente notables a partir de 1950, con epicentro en la Ciudad Autónoma de
Buenos Aires (CABA) y alrededores. Ya para 1960 el 74% de la población
nacional vivía en ciudades, empujada por factores como la demanda de
mano de obra industrial y la mecanización del agro. En 2015 llegaba al
92%. En la Argentina, esta problemática, aunque no de manera exclusiva,
está dominada por la CABA y el Conurbano. “Buenos Aires organiza el es-
pacio nacional y las distintas actividades se hacen en todas partes para dar
de comer y hacer funcionar la metrópoli. Esto tiene consecuencias ecoló-
gicas a veces difíciles de imaginar”, como el uso de extensiones importan-
tes de suelos fértiles para la fabricación de ladrillos, en el marco de una
metropolización desordenada (Brailovsky y Foguelman, 2002). Al estar
concentrada en áreas de alta productividad, con buena disponibilidad de
agua, terreno apto para edificar y un clima benigno, la expansión urbana
en la Argentina, además, compite con las funciones ecológica y productiva
del suelo. Los ecosistemas naturales juegan un rol de regulación hídrica
muy importante que, al alterarse, aumenta el riesgo de inundaciones. En
las ciudades, el impacto de las inundaciones depende en gran medida de
cómo se lleven adelante los asentamientos en áreas de riesgo hídrico.

Una secuencia de años con pocas inundaciones a menudo lleva a


construir edificios nuevos en áreas inundables. Cuando se da una
inundación más importante, los daños producidos se incrementan
y los municipios se ven “forzados” a invertir en protecciones contra
las inundaciones en esas áreas (Banco Mundial, 2016).

La generación de residuos sólidos en las urbes de la Argentina viene en


aumento sostenido. Medida per cápita y comparada con otros países del
mundo, el país se ubica relativamente bien, como muestra la figura 2.4,
aunque –cabe resaltar– la cantidad de residuos que se generan en un país
está fuertemente asociada al nivel de ingreso de su población (UNEP,
2011a). En promedio, los argentinos generamos cada día 1,2 kg de resi-
62 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

duos per cápita, unas 45 000 toneladas diarias, 45% de los cuales provie-
ne de la CABA y la provincia bonaerense. La basura doméstica constitu-
ye la problemática más significativa, la mitad compuesta de orgánicos, y
cerca de un tercio, de papel y derivados (MAyDS, 2017a). Un 90% de los
hogares tiene cobertura de recolección regular, pero sólo el 50,23% de
los residuos sólidos se elimina en rellenos sanitarios, y casi el 90% de los
municipios los elimina en basurales a cielo abierto o semicontrolados,
sin resguardos sanitarios apropiados. Un 6,42% de los hogares urbanos
se encuentra cerca de basurales a cielo abierto. Dentro de este cuadro
general existen diferencias regionales significativas: sólo el 29% de la po-
blación en las regiones del norte cuenta con servicios de eliminación de
residuos, y en general las poblaciones más pobres son las menos cubiertas
por estos servicios (Banco Mundial, 2016).

Figura 2.4. Correlación entre los residuos sólidos urbanos per cápita y el
PBI per cápita en países seleccionados (UNEP, 2011a)
PBI per cápita (en dólares)

45 000
Estados
Japón Unidos

Islandia
Dinamarca
Irlanda
Reino Unido
Finlandia
Cánada Alemania
Francia Holanda
23 000 Australia Bélgica
Austria
Italia
España

República de Corea
República Nueva
Checa Zelanda
Argentina
Polonia México Hungría
Brasil Turquía Bulgaria
0 China
0 450 900
Residuos sólidos urbanos per cápita (kg)

Por otro lado, se dan en las zonas periurbanas fricciones por la relación
entre las plantas urbanas y suburbanas que se expanden y las tierras
dedicadas a la producción agropecuaria, la mayor parte de las veces
previas a la urbanización. Esta creciente proximidad en la frontera
urbano-rural genera conflictos en torno a las aplicaciones de agroquí-
micos y otros impactos de fuente agropecuaria, como las instalaciones
ganaderas. Las ciudades son grandes demandantes de alimentos, fibras
y otros productos rurales, y también de espacio para la vivienda y la
infraestructura. La convivencia de estas actividades y su competencia
por el uso del suelo es y será un desafío ambiental de gran importancia
en el país.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 63

Finalmente, la contaminación sonora. Un estudio sobre cincuenta ciu-


dades del mundo que combina la contaminación sonora con sus efectos
sobre la pérdida de audición coloca a la CABA entre las ciudades más rui-
dosas (puesto 41), superada, entre otras, por París, Ciudad de México,
Estambul, Pekín, Delhi y El Cairo. Según el estudio, el porteño promedio
tiene una capacidad auditiva 16,54 años más avejentada que la que le co-
rrespondería por su edad.16 Y el ruido se va derramando desde las ciudades
hacia las zonas rurales: un estudio en los Estados Unidos determinó que la
contaminación sonora en la mayoría de las reservas naturales de ese país
se ha duplicado, y en algunos casos, decuplicado.17 Posiblemente lo mismo
sea cierto para muchas de las áreas protegidas de nuestro país.

Aire
La situación de la calidad del aire en la Argentina es difícil de evaluar por
la falta de información adecuada (MAyDS, 2017a), pero los datos exis-
tentes señalan al transporte vehicular como la principal fuente de conta-
minación en la actualidad, que reemplaza a la incineración de residuos
común unas décadas atrás. La contaminación del aire en las principales
ciudades del país, se estima, está muy por encima de los umbrales reco-
mendados por la OMS de 10  μg/m3 de MP2.5. La CABA la sextuplica,
Córdoba la triplica y Mendoza la duplica. Rosario se encuentra en ese
umbral, y Salta y San Salvador de Jujuy están por debajo. En el complejo
Neuquén-Plottier-Cipolletti (que incrementó su población en un 2500%
entre 1950 y 2015), la contaminación fue extremadamente alta en los años
setenta, y declinó luego por debajo del umbral hasta 2002, cuando volvió a
crecer hasta duplicar o triplicar el umbral una vez más. El número de autos
que circulan en la Argentina se ha sextuplicado en los últimos veinticinco
años, pasó de dos millones de vehículos en 1990 a doce millones en 2014.
Un estudio en el Área Metropolitana de Buenos Aires indica que alrededor
del 67% de las emisiones de material particulado proviene del transporte
terrestre; el 21%, de las usinas eléctricas; el 5%, de la industria, y el 7%, de
fuentes residenciales, públicas y comerciales. El transporte terrestre es tam-
bién fuente de casi un 80% de los óxidos de nitrógeno (NOx), en tanto un
70% del dióxido de azufre (SO2) proviene de las usinas eléctricas (Banco
Mundial, 2016). Una medición de contaminación aérea con amoníaco,

16 Véase <mimi.io/en/hearingindex>.
17 Véase <www.sciencemag.org/news/2017/05/
noise-pollution-invading-even-most-protected-natural-areas>.
64 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

ácido fórmico, metanol y ozono realizada en dieciocho áreas metropoli-


tanas con más de diez millones de habitantes encontró que la CABA es la
ciudad con niveles más bajos de contaminación con ozono, pero la quinta
en cuanto a niveles de amoníaco. Según los investigadores, la fuente de
esta contaminación podría ser la industria frigorífica.18

Agua
La cuestión del agua puede considerarse desde dos ángulos: las interferen-
cias antrópicas en el ciclo del agua, y la contaminación. A escala global, bas-
ten para dar una idea de esta interferencia los siguientes datos: la cantidad
de agua represada se ha cuadruplicado desde 1960, y llega a representar
entre tres y seis veces la cantidad de agua que fluye por los ríos naturales. La
disponibilidad neta total de agua dulce superficial en el mundo no ha varia-
do significativamente en el Antropoceno, pero la fracción de la escorrentía
que los seres humanos utilizamos ha crecido de manera drástica a una tasa
promedio del 20% por década entre 1960 y 2000, para llegar hoy a un 10%
de la escorrentía global, y entre un 40 y un 50% de la escorrentía a la que la
mayoría de la población mundial tiene acceso durante el año (EEM, 2005c).
En la Argentina, la interferencia con el ciclo del agua no alcanza la escala
de otros países, pero no deja de ser significativa. Nuestros principales ríos
transcurren por planicies, por lo que su represamiento y utilización para
energía depende más del volumen represado que de la altura de la caída
del agua. A partir de la década de 1970, las represas de Piedra del Águila
(en el río Limay), Salto Grande (en el río Uruguay) y Yacyretá (sobre el río
Paraná), la más grande, han generado importantes cambios en estos cursos
de agua. Los proyectos de represas sobre el río Santa Cruz son los últimos
desarrollos de este tipo.
Los cambios en la cobertura del suelo descriptos antes también tienen
su efecto sobre la regulación natural del agua, al afectar tanto el escurri-
miento superficial y la infiltración como la evapotranspiración y el drenaje
profundo. El reemplazo masivo de la cobertura vegetal natural por cultivos
de secano causa ascensos de nivel freático, especialmente en las llanuras,
dando lugar a excedentes hídricos e inundaciones. Este parece ser el caso
en la llanura chaco-pampeana, donde el reemplazo de pasturas perennes
y bosques por agricultura continua estarían generando inundaciones cada
vez más intensas y frecuentes (Jobbágy, 2011). A esto hay que agregar el
efecto del drenaje de humedales, sea para desarrollo urbano o como es-

18 “Here Are Some of the World’s Worst Cities for Air Quality”, Science News, 21, 2017.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 65

trategia de reducción de riesgos de inundación, lo cual produce mayores


escurrimientos, más inundaciones y más sedimentación. Todo esto se pro-
duce en el marco de un clima cambiante, con un aumento en la intensidad
y cantidad de las lluvias del 20% entre 1961 y 2010 (Banco Mundial, 2016).
Las fuentes de contaminación de aguas en general son de tres tipos: descar-
gas de aguas residuales y efluentes industriales, escurrimientos en las zonas
agrícolas y actividades domésticas. En la Argentina, el 80% de la población
cuenta con conexión domiciliaria a una red de agua potable y casi 50% tiene
conexión domiciliaria a una red de cloacas (un 40% adicional tiene algún
sistema de saneamiento mejorado que impide el contacto de seres humanos
con excretas). El 65% de las aguas residuales municipales se recolecta, pero
únicamente un 12% se trata antes de su eliminación –la mayoría de las plan-
tas de tratamiento de efluentes cloacales en las ciudades no están operativas o
cuentan con un deficiente estado de mantenimiento (MAyDS, 2017a).
El caso emblemático de contaminación de aguas superficiales en nues-
tro país es el Riachuelo. Es bien conocido y ha motivado uno de los juicios
ambientales más importantes de nuestra historia. Desde entonces, según el
Banco Mundial, “la situación en la Cuenca Matanza-Riachuelo ha mejorado
sustancialmente, aunque sigue siendo una de las cuencas más contaminadas
del mundo” (Banco Mundial, 2016). La situación de las aguas subterráneas
es también delicada. Por un lado, muchas regiones del país tienen elevados
niveles naturales de arsénico; una larga exposición a esta sustancia, sea por
tomar agua contaminada o por comer alimentos contaminados puede gene-
rar problemas de salud. El tratamiento del arsénico es aún una asignatura
pendiente en las zonas rurales del país. Pero las aguas superficiales también
están contaminadas por la acción humana, sobre todo en el Conurbano
bonaerense. La contaminación química más frecuente es con nitratos, de
muy difícil tratamiento doméstico. La calidad del agua de las napas freática
y pampeana, a unos veinte metros de profundidad y de donde toman agua
gran cantidad de hogares del Conurbano, está seriamente comprometida.
La calidad del acuífero Puelche, a unos setenta metros de profundidad, es
mejor, en tanto que la napa que le sigue en profundidad, la Lipopuelche, es
salobre. Irónicamente, a medida que ha ido avanzando la provisión de agua
potable de red en el Conurbano, la menor extracción de agua subterránea
ha venido generando mayor riesgo de inundación y la posibilidad de que las
napas en buen estado terminen contaminadas por las otras.19

19 Ariel Martínez, Agencia de Política Ambiental y Desarrollo Sustentable del Municipio


de Almirante Brown, Buenos Aires, comunicación personal.
66 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

Esa negligencia en el cuidado ambiental que acompañó el desarrollo


industrial y la urbanización desordenada desembocó en una distribución
de costos ambientales injusta. Detrás de estos datos, es importante tener
siempre presente, hay personas concretas que padecen cuando los cam-
bios ambientales son para peor. Existe una “economía de la contamina-
ción” en la que los costos ambientales tienden a recaer de modo despro-
porcionado sobre los más pobres.

Los pobres no respiran el mismo aire, no toman la misma agua, ni


juegan en la misma tierra que otros. Sus vidas no transcurren en un
espacio indiferenciado sino en un ambiente, en un terreno usual-
mente contaminado que tiene consecuencias graves para su salud
presente y para sus capacidades futuras (Auyero y Swistun, 2008).

Un ejemplo elocuente: en el marco de un estudio del “sufrimiento am-


biental” realizado hacia 2005 en un barrio pobre próximo al polo petro-
químico de Dock Sud, lindero a la CABA, los investigadores pidieron a un
grupo de niños que fotografiaran lo bueno y lo malo de su barrio. El retrato
de lo bueno se centró en las personas más queridas del barrio. El retrato de
lo malo, casi sin variantes, era el de la violencia y la contaminación: la dis-
persión de basura, las aguas sucias y estancadas, las chimeneas con humo.
Esa contaminación, para los niños, era “la única razón por la que consi-
derarían dejar el barrio” (Auyero y Swistun, 2008). Según estos autores,
los sectores más marginados de la sociedad argentina viven, de manera
constante, amenazados por un medio ambiente peligroso y contaminado
y por las “cadenas de violencia que azotan con creciente virulencia sus
vidas cotidianas” (Auyero y Berti, 2013). Como tantas otras cuestiones, en
nuestro país la injusticia ambiental es una asignatura pendiente.

¿Por qué? Explorando las causas de los cambios ambientales

Estos cambios ambientales no han sido producto de un ensañamiento


perverso con la naturaleza. Desde luego, muchas situaciones son el re-
sultado de desidias, irresponsabilidades, injusticias y codicia. Pero las
causas están en nuestros esfuerzos colectivos por procurarnos bienes in-
dustriales, alimentos, fibras, combustibles, agua y hábitat. Esta búsqueda
trasciende culturas y modelos de organización política y social. Desde
siempre y en todo tipo de culturas, sociedades y economías, los seres hu-
manos, buscando mejorar nuestras condiciones, hemos motorizado los
¿Por qué ocuparse del ambiente? 67

procesos concretos que son objeto de preocupación directa de los am-


bientalistas y que describimos en el apartado anterior: la contaminación,
el cambio en la cobertura de los suelos, la introducción y desaparición
de especies, la sobreexplotación de recursos y, ahora, el cambio climático.
También es cierto que ese proceso ha cobrado en los últimos sesenta
años una escala inédita en la historia de la humanidad, y que los cambios
en el bienestar humano han sido en su mayoría para bien en la misma es-
cala. Si bien a costos crecientes, en el agregado y para la gran mayoría de
los países, los cambios en los ecosistemas han tenido como contrapartida
una mejora sustancial para el desarrollo humano. Un indicador de esto es
la evolución del Índice de Desarrollo Humano que mide la Organización
de las Naciones Unidas: según el informe 2016, los progresos alcanzados
“han sido impresionantes en los últimos veinticinco años. Hoy en día, la
población es más longeva, hay más niños y niñas que van a la escuela, y un
mayor número de personas tiene acceso a servicios sociales básicos”. Los
índices para todas las regiones del mundo en desarrollo han aumentado de
manera considerable en términos de ingreso, salud y educación. La mejora
ha sido especialmente notoria en los países menos desarrollados y en los
de bajo desarrollo humano, donde este índice aumentó un 46% y un 40%,
respectivamente (PNUD, 2016). En esta medición, la Argentina ocupaba
en 2015 el puesto 45 en el ranking mundial, con tendencia ascendente
–pasamos de un índice de 0,70 en 1990 a 0,82 en 2015 y nos ubicamos hoy
entre los países con desarrollo humano “muy alto”–. Junto con Chile (pues-
to 38), somos los únicos países latinoamericanos en esta categoría.
Esta constatación debe tomarse con dos caveats muy importantes: el
agregado esconde diferencias y desigualdades, y los costos ambientales
del desarrollo son crecientes. La mirada global sobre los avances oculta
que el desarrollo humano ha sido desigual y que persisten las carencias
humanas. Si al índice se lo ajusta por desigualdad, nuestro país pierde
seis puestos en el ranking y pasamos a otra categoría. Como dice el infor-
me sobre el desarrollo humano de las Naciones Unidas,

el progreso ha pasado por alto a grupos, comunidades y socieda-


des, y hay personas que se han quedado al margen. Algunas sólo
han logrado lo básico del desarrollo humano y otras ni siquiera eso.
Además, han aparecido nuevos problemas para el desarrollo, que
van de las desigualdades al cambio climático, pasando por las epi-
demias, la migración desesperada, los conflictos y el extremismo
violento (PNUD, 2016).
68 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

En cuanto a los costos ambientales crecientes del desarrollo, las tenden-


cias que describimos en el apartado anterior los muestran con claridad
–con la degradación del ambiente se degradan valores culturales, la base
material necesaria para una vida digna especialmente para los más po-
bres, la salud, la seguridad y, en definitiva, las condiciones de nuestra
libertad y nuestras opciones en la vida–. Algunos de estos costos pueden
expresarse en términos económicos.20 Uno de los estudios pioneros en
esta materia, provocador y ambicioso, estimó en 1997 que el valor de los
servicios que los ecosistemas brindan a la sociedad a nivel global era de
33 trillones de dólares por año, y que entre 1997 y 2011, se perdieron
servicios ecosistémicos en un rango de 4,3 y 20,2 trillones de dólares por
año. Según estos autores, los ecosistemas contribuyen al bienestar hu-
mano el doble que el PBI global (Costanza, 2014). Otras estimaciones,
más útiles, calculan el costo económico de las afectaciones a la salud y el
capital natural de distintos problemas ambientales. Para la Argentina, se
ha estimado que la deforestación se cobra el 0,74% del PBI al año; la con-
taminación del aire, el 1,84%; la del agua, el 0,4%; la contaminación con
plomo, el 0,91%, y la pérdida de suelos, el 3,56% (Banco Mundial, 2016).
Volvamos a las causas de los desafíos del presente. Es importante enten-
der que los cambios ambientales tienen causas directas e indirectas. La
deforestación; la erosión de los suelos; la contaminación de las aguas, los
suelos y el aire; la desaparición de especies; la sobreexplotación de recur-
sos naturales; las emisiones de gases de efecto invernadero, y los demás
procesos concretos que cambian el ambiente son resultado directo de
comportamientos humanos, que son los que debemos modificar si que-
remos un desarrollo sustentable. Para cambiar esas conductas tenemos
que reconocer que estos procesos están fuertemente condicionados por
cinco grandes fuerzas: las demográficas, las económicas, las tecnológi-
cas, las institucionales o sociopolíticas y las culturales y religiosas. Las res-
puestas efectivas para el manejo sustentable del ambiente deben sortear
barreras vinculadas con arreglos institucionales y de gobernanza inapro-
piados o débiles, fallas de mercado y la descoordinación de incentivos
económicos, factores sociales como la exclusión y la desigualdad, el bajo
desarrollo tecnológico, la falta de conocimiento sobre el funcionamiento
de la naturaleza y valores culturales arraigados (EEM, 2003).

20 Véanse, por ejemplo, <www.wavespartnership.org>, <www.teebweb.org>,


<unstats.un.org/unsd/envaccounting/seea.asp>.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 69

Desde luego, todos estos factores operan a la vez en la realidad, pero


algunos son más potentes que otros según el contexto. Aquí deseamos
concentrarnos en los tres factores indirectos que, en nuestra opinión,
son los más importantes en el caso de la Argentina: los económicos, los
tecnológicos y los institucionales.
Las fuerzas demográficas, naturalmente, han sido un factor de trans-
formación del ambiente de la Argentina en los últimos sesenta años,
pero no con la magnitud y significación que ha tenido en otros países,
especialmente de Europa, África y Asia. Nuestro país ha duplicado su
población en ese período (de 20 millones en 1960 a más de 43 millones
hoy) siguiendo la tendencia mundial, pero la tasa de crecimiento ha sido
siempre de las más bajas del mundo, más cercana a la de los países de-
sarrollados que a la de los países en desarrollo, y con una densidad pobla-
cional baja, no obstante la sobreconcentración de la población en torno
a la CABA. Como factor que explica las condiciones ambientales actuales,
el demográfico es causa de la altísima concentración de la contaminación
industrial e hídrica del país en ciertos lugares, pero no mucho más.

Economía
En la Argentina los factores económicos son especialmente determinantes
de los cambios ambientales. A lo largo de su historia, nuestro país ha op-
tado por externalizar los costos ambientales de su desarrollo económico, y
las razones no son un misterio –son las mismas por las que esto ocurrió en
Europa y los Estados Unidos desde la Revolución Industrial, y más recien-
temente, en el Asia oriental–. Las explicaba bien en la década de 1950 un
funcionario de Obras Sanitarias de la Nación, organización responsable de
velar por la contaminación hídrica en aquella época de fuerte desarrollo
industrial: “La aplicación al pie de la letra [de las normas sobre contamina-
ción del agua] no hubiera armonizado con el proceso de desarrollo indus-
trial de tanta trascendencia para el país” (Brailovsky y Foguelman, 2002).
En gran medida, la Argentina sigue viendo el cuidado del ambiente como
un obstáculo para el crecimiento económico. No terminamos de asumir
que, hoy en día, un ambiente sano es indicativo de una economía sana.
El entramado de legislación ambiental del país es denso y ha crecido
mucho, en especial desde la reforma constitucional de 1994 que consagró
el derecho a un ambiente sano, equilibrado y apto para el desarrollo hu-
mano, y sin embargo, los indicadores de calidad ambiental siguen en su
mayoría declinando. Es que, pese a las declamaciones expresadas en leyes,
la estructura de incentivos reales desalienta la internalización del ambiente
y el capital natural en las decisiones de los actores económicos y la sociedad
70 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

en general. Dos casos especialmente notorios de esto se pueden ver en los


sectores de la energía y de la producción agropecuaria en los últimos años.
Como se explica con mayor detalle en el capítulo 6, los niveles de subsi-
dio energético en el país, dada nuestra matriz de energía primaria, termi-
nan siendo un subsidio a la contaminación, lo que desalienta la adopción
por parte de las entidades públicas y privadas de medidas de eficiencia
energética y la inversión en energías renovables, e influyen en la con-
ducta de los consumidores en torno a calefacción, cocina, iluminación, y
transporte (Banco Mundial, 2016).
En el caso de la producción agropecuaria, el análisis del estado del am-
biente no puede desprenderse del rol central que el sector juega en la
economía. Desde siempre el agro ha sido uno de los motores económicos
más importantes del país, apoyado en la riqueza de nuestro capital natural,
transformando praderas y bosques naturales para la ganadería y la agricul-
tura, como vimos antes. Este sector económico ha logrado grandes avances,
pero hemos sobreestimado el potencial de nuestros ambientes para produ-
cir riqueza de manera sustentable (Carreño y Viglizzo, 2010). No siempre
el beneficio económico de corto plazo ha compensado el costo ecológico
de largo plazo, como la pérdida de materia orgánica, balances negativos de
nutrientes (con extracciones superiores a las aplicaciones), deforestación,
alteraciones en regímenes hídricos, agotamiento de pesquerías y en general
la simplificación de las funciones de nuestros ecosistemas que persiste hoy
(García y Díaz-Zorita, 2015). Según el momento de la historia, la tracción
económica de los cambios ambientales ha provenido de razones de mercado
y acumulación privada o por demanda del fisco. Ejemplo de lo primero es el
caso de la pesca durante la década de 1990, cuando la fuerte expansión de
la actividad alentada por las autoridades, con controles institucionales débi-
les, empujó a varias especies importantes al borde del colapso. Ejemplo de
lo segundo es el tratamiento fiscal del sector agrícola de los últimos quince
años: el índice de participación del Estado en la renta agrícola (un promedio
de cuatro cultivos: soja, maíz, trigo y girasol) pasó del 63% en 2007 al 94%
en 2015 –para maíz y trigo, la participación ese año fue del 124% y el 136%
respectivamente–.21 Puede apreciarse que bajo esas condiciones la sobreex-
plotación de los recursos naturales es un corolario evidente, por más que las
leyes y la propia Constitución manden conservar los recursos naturales y el
ambiente. Un estudio realizado para la campaña 2006-2007 daba cuenta de
un balance de nutrientes negativo en la agricultura argentina, con una repo-

21 Índice FADA, disponible en <fundacionfada.org/informes-tipo/indicefada>.


¿Por qué ocuparse del ambiente? 71

sición de N, P, K y S de sólo un 34,2%. O sea, junto con el grano se fueron


en esa campaña dos tercios de los nutrientes que había en el suelo al inicio,
unos 2,32 millones de tn por un valor de 1788 millones de dólares a pre-
cios de 2006, o 3310 millones de dólares a precios de 2009 (Cruzate y Casas,
2009). Un análisis similar puede hacerse a partir de la participación del sec-
tor agroexportador en la generación de divisas: más del 80% en la década de
1970 y 66% en 2016. El punto de llegada es el mismo: la externalización de
los costos y la descapitalización natural.
El factor común en los distintos períodos es que ante la evidencia de las
externalidades negativas de la actividad, la decisión política ha sido una y
otra vez la de priorizar la extracción de renta y sostener el rol económico
y financiero de corto plazo por sobre la sostenibilidad de largo plazo. En
la Argentina, el Estado y gran parte de los demás sectores de la economía
dependen fuertemente del sector para su financiamiento y crean, en defini-
tiva, incentivos reales que perjudican al ambiente –tal como expresó el fun-
cionario de Obras Sanitarias en relación con el desarrollo industrial, para
los sectores primarios de la economía, la aplicación al pie de la letra de las
normas sobre conservación de recursos naturales, que existen en abundan-
cia sobre todo a partir de la década de 1960, no habría armonizado con el
proceso de desarrollo productivo de tanta trascendencia para el país–.
Está claro que sin un enfoque que coloque al ambiente en el centro de
las políticas y decisiones económicas le será muy difícil a la Argentina en-
trar en un sendero de desarrollo sustentable. Parece imprescindible dar al
ambiente el tratamiento de un activo o capital natural que rinde beneficios
de distinto tipo para los actores económicos y para la sociedad, e integrar
esto al análisis de los impactos de las decisiones de política económica.
Cómo hacerlo depende de cada tipo de producción y de ambiente, pero la
valoración de los “activos ambientales” debería reflejarse en, por ejemplo,
tasas de interés y primas de seguro diferenciadas en función de la susten-
tabilidad de la actividad; tratamientos impositivos asociados a mejoras en
el capital natural, en particular mejoras que redunden en mayor produc-
tividad o menores riesgos; la debida valoración de los servicios ecosistémi-
cos; la conveniente consideración de esta variable en el análisis de riesgo
crediticio; la generación de bioeconomías que agreguen valor cerrando
circuitos productivos y eliminando residuos; la promoción de fuentes de
energía renovable; transferencias de la renta de las industrias extractivas a
las renovables; impuestos sobre el carbono u otros que internalicen los cos-
tos ambientales e impulsen mayores eficiencias. La caja de herramientas es
diversa y son cada vez más las experiencias y los estudios que la mejoran.
72 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

Tecnología
La cuestión de la tecnología como factor de cambios ambientales es hoy
más importante que nunca. El movimiento ambientalista nace en gran me-
dida como reacción a los impactos de nuevas tecnologías sobre la naturaleza,
como expresa el emblemático libro Primavera silenciosa publicado por Rachel
Carson en 1962, donde denuncia los efectos sobre el ambiente del uso de
pesticidas en la agricultura. Y se sigue construyendo en gran medida sobre
la crítica a las tecnologías modernas, especialmente las que vienen de la bio-
logía. En la actualidad, gran parte del desarrollo tecnológico en la industria
trae aparejadas reducciones en los impactos ambientales de las actividades
–sea por eficiencia en el uso del agua y la energía, la menor generación de
residuos, materiales más resistentes, y, muy especialmente, las fuentes reno-
vables de energía–. Estas innovaciones son decididamente alentadas y reco-
nocidas. Pero cuando se trata de las aplicaciones tecnológicas sobre los seres
vivos, la situación cambia. La biología ha sido fuente de avances tecnológicos
vertiginosos desde que se descubrió la estructura del ADN a comienzos de
la década de 1950, y estos avances han sido acompañados por una creciente
ansiedad social sobre los riesgos de la manipulación genética.
Las soluciones tecnológicas a los problemas ambientales suelen llevar a
dificultades nuevas e inesperadas, y la aceleración de los desarrollos tecno-
lógicos exige respuestas cada vez más ingeniosas y sistémicas en su enfoque
(EEM, 2005b). La ambigüedad del impacto del factor tecnológico en el
ambiente es evidente de manera especial en la producción de alimentos.
Gran parte de los aumentos en la producción agrícola entre 1960 y 2000
resultó más de mejores rindes por hectárea que de la expansión del área
cultivada, a punto tal que los temores de un choque inminente entre el
crecimiento de la población y la disponibilidad de tierras no parecen estar
justificados salvo en países particulares, ya que el crecimiento futuro de la
producción agrícola, se estima, provendrá de la mayor productividad. Los
rindes de trigo y maíz en países en desarrollo, por ejemplo, aumentaron un
208% y un 157% –respectivamente– en ese período (FAO, 2002). Pero aun
así los cambios ambientales que esta expansión ha causado son grandes,
como hemos visto. Las mismas tecnologías que mejoraron la producción
de alimentos están detrás de grandes transformaciones en los ecosistemas,
y problemas como la eutrofización en amplias regiones, la emergencia de
pestes resistentes y afectaciones a la salud (EEM, 2005a). No obstante, dada
la expansión del área cultivada, cabe preguntarse qué magnitud y conse-
cuencias hubiera tenido la expansión en ausencia del desarrollo tecnológi-
co. Tomemos el caso de los polinizadores. Claramente, estos insectos se ven
afectados por varios factores vinculados con la producción agropecuaria
¿Por qué ocuparse del ambiente? 73

(cambios en su hábitat y uso de pesticidas). Pero por otro lado, la misma


ingeniería genética que habilita el uso de ciertos pesticidas también permi-
te una reducción muy importante en su uso (de manera global, desde la
irrupción de los cultivos genéticamente modificados, el uso de insecticidas
cayó un 41,67%) y por esa razón es esperable un aumento de la diversidad
de insectos en ese tipo de cultivos respecto de aquellos cuya genética no
ha sido alterada y reciben tratamientos insecticidas tradicionales, aunque
esto no sucede si se lo compara con cultivos que hacen uso de prácticas
agroecológicas (Ipbes, 2017), al menos por ahora.
Esta paradoja se explica en parte porque las intervenciones tecnoló-
gicas suelen estar orientadas a resolver situaciones puntuales con poca
visión sistémica, y a veces terminan generando nuevos problemas am-
bientales. Pero a medida que avanza la experiencia, el conocimiento y los
paradigmas más holísticos en la ciencia y la técnica, la expectativa es que
los riesgos tecnológicos continúen disminuyendo (EEM, 2005e).
Este es un dilema característico de la sociedad contemporánea en la
que “el don empoderante de la ciencia […] ya no es visto como por-
tador sin ambigüedades de progreso” (Heilbroner, 1995). Para algunos
autores, vivimos en una “sociedad del riesgo”, donde los peligros atómi-
cos, químicos, ecológicos y de la tecnología genética no son limitables
ni mensurables ni pueden ser asegurados, y “la principal responsable de
este estado de cosas es la ciencia, verdadera estafadora que encubre su
engaño con cifras, números y datos” (Ulrich Beck, cit. en Sarrabayrouse,
2007). Esta ambigüedad ante la ciencia y la tecnología la expresa bien el
papa Francisco en su encíclica ambiental Laudato si’ de 2016:

La humanidad ha ingresado en una nueva era en la que el poderío


tecnológico nos pone en una encrucijada. Es justo alegrarse ante
estos avances, y entusiasmarse frente a las amplias posibilidades
que nos abren estas constantes novedades […]. La modificación
de la naturaleza con fines útiles es una característica de la humani-
dad desde sus inicios […]. Pero no podemos ignorar que la energía
nuclear, la biotecnología, la informática, el conocimiento de nuestro
propio ADN y otras capacidades que hemos adquirido nos dan un
tremendo poder. […] Nunca la humanidad tuvo tanto poder sobre
sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien, sobre todo si
se considera el modo como lo está haciendo.

Ahora bien, dado que vivimos en el Antropoceno, donde la acción co-


lectiva de los humanos ya está influyendo decididamente en el funciona-
74 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

miento del planeta y en la calidad del ambiente, y dado que el desarrollo


tecnológico es un rasgo de la propia humanidad, parecería que basar la
sustentabilidad en ponerle, sin más, un freno es un esfuerzo inútil. La
diferencia entre un “buen Antropoceno” y un “mal Antropoceno” parece
jugarse críticamente en que contemos con más y mejor tecnología.
En este sentido, cobra especial relevancia la tecnología como factor
de cambio ambiental en la Argentina. En la industria manufacturera, en
las extractivas y en la generación de energía, la aplicación de tecnologías
amigables con el ambiente en nuestro país ha sido por lo general lenta,
tardía e insuficiente, con la controversial excepción de la energía nu-
clear. La continuación, bien entrado el siglo XXI, de la contaminación
del agua por fuentes industriales y domiciliarias en cuencas como las del
Matanza-Riachuelo, Reconquista y Salí-Dulce, además de los tramos ur-
banos de muchos otros ríos, da cuenta de este retraso. Otro tanto ocurre
con la bajísima proporción de fuentes de energía renovables. En un país
con vientos, sol, mareas, biomasa y oportunidades para pequeñas turbi-
nas hidroeléctricas en cantidades envidiables, seguimos generando elec-
tricidad mediante la combustión de hidrocarburos en un 60% y de gran-
des represas hidroeléctricas en un 35%. Sobre esta base, la promesa del
desarrollo tecnológico para mejorar el ambiente en el país es enorme,
y abundan los innovadores que buscan mejorar nuestras comunidades.
Pero es en la biología, en especial aplicada a la producción agrope-
cuaria, donde el factor tecnológico parece más prometedor. Hasta la dé-
cada de 1990, el modelo agrícola argentino acusaba un retraso de unos
veinte o treinta años respecto de las economías más avanzadas (Carreño
y Viglizzo, 2010). Pero a partir de entonces la producción agropecuaria
argentina pasó de una actividad de aprovechamiento de recursos natura-
les a una que se basa en ellos y demanda una tecnología que le otorgue
sentido económico, bien posicionada en el mercado mundial. Este des-
pegue fue posible por una combinación de cambios tecnológicos, que
incluyen la implementación disruptiva de un nuevo paquete productivo
(en particular la siembra directa y las semillas mejoradas biotecnológica-
mente) y la adopción de nuevas formas de organización de la producción
agropecuaria y sus cadenas de valor (Bisang y otros, 2015). En poco más
de una década, el sector casi triplicó sus niveles de producción con una
expansión de la frontera agrícola de casi un 80%. Desde un punto de
vista económico, este proceso tiene su correlato en las fuertes transforma-
ciones de los ecosistemas de bosques, praderas y humedales. Pero desde
el punto de vista tecnológico, destacan los motivos para el optimismo.
Como señalamos al referirnos al uso de agroquímicos, de la mano de la
¿Por qué ocuparse del ambiente? 75

tecnología se ha logrado aumentar la producción mientras se reducía


el riesgo tecnológico para el ambiente (por menor erosión y por conta-
minación) y para la salud (por menor toxicidad de las sustancias). Pero
también avanza la comprensión de las prácticas agroecológicas y su po-
tencial, el desarrollo y uso de bioinsumos y las tecnologías con implican-
cias para la adaptación al cambio climático: según investigadores, el trigo
y la cebada pierden un 8% de rendimiento por cada grado de aumento
de las temperaturas nocturnas como consecuencia del cambio climático,
pero el mejoramiento genético y las mejores prácticas de manejo de los
últimos veinte años evitaron esta caída en nuestros cultivos.22
Si miramos hacia adelante, el desarrollo tecnológico sigue apareciendo
como una fuente de soluciones. Sin perjuicio de los serios problemas que
existen y los niveles aún insuficientes de adopción de buenas prácticas,
hoy es tecnológicamente posible una “agricultura de precisión” que re-
duzca el uso de insumos ajustándolos a las condiciones de cada lugar. En
la actualidad se entiende cada vez mejor cómo funcionan los ecosistemas
y, en consecuencia, qué tecnologías de proceso se pueden aplicar para,
al mismo tiempo, cuidar la biodiversidad y mejorar la producción. La
combinación virtuosa de la tecnología con la ecología y la mejor gestión
ambiental en la producción parece estar hoy al alcance de la mano.
Esto ocurre en un contexto de capital social e institucional que venía ges-
tándose desde mediados del siglo XX, y que termina ofreciendo una bue-
na plataforma para un giro hacia la sustentabilidad. En el sector público,
el país cuenta con organismos de investigación como el Instituto Nacional
de Tecnología Agropecuaria (INTA), el Instituto Nacional de Tecnología
Industrial (INTI), el Instituto Nacional de Investigaciones y Desarrollo
Pesquero (Inidep), la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (Conae)
y el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), y
otros regulatorios, como la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA),
el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (Senasa) y la
Comisión Nacional de Biotecnología (Conabia). A lo cual debemos sumar el
gran capital social e institucional privado y mixto en muchas áreas, organiza-
ciones de sociedad civil, universidades, entidades mixtas en distintos temas
que combinan innovación con promoción económica, y muchas iniciativas
más pequeñas que implementan un paradigma de sustentabilidad en em-
presas o en comunidades. La Argentina cuenta con una base sólida para

22 Véase <sobrelatierra.agro.uba.ar/
caen-los-rindes-del-trigo-y-la-cebada-por-el-aumento-de-la-temperatura>.
76 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

innovar y desarrollarse con tecnologías mejores desde lo ambiental, a condi-


ción de que sostenga en el tiempo las instituciones e investigaciones para que
no se revierta hacia tecnologías más dañinas, y para entender y manejar cada
vez mejor los potenciales impactos negativos de las innovaciones.
Pero no es sencillo. Los desarrollos tecnológicos aplicados a la vida no
sólo despiertan grandes resquemores éticos, sino que además vienen de la
mano de importantes concentraciones económicas. Estos desarrollos son
caros y terminan en manos de empresas cada vez más poderosas, y en con-
secuencia cada vez más difíciles de regular. Como veremos más adelante,
sin instituciones sólidas e inteligentes será muy difícil orientar las grandes
fuerzas humanas hacia trayectos de desarrollo sustentable. En este caso,
por ejemplo, regulaciones robustas en materia de propiedad intelectual
con fuerte sentido de bien común o de evaluación de riesgos sistémicos de
las nuevas tecnologías productivas que derivan de las ciencias de la vida.
Pero sobre todo debemos cuidarnos del hubris tecnológico. No hay du-
das de que en el Antropoceno más ciencia y más tecnología son tan nece-
sarias (e inevitables) para responder a los desafíos del desarrollo humano
como las instituciones y los marcos éticos. Pero no hay certeza alguna de
que ese desarrollo tecnológico será de signo positivo sin ambigüedades.
Sin caer en el pesimismo profundo de la “sociedad del riesgo”, es impor-
tante saber que la innovación genera sus propios desafíos, y que cuanto
más atrevida sea esa innovación, más complejos y radicales serán los po-
sibles efectos no deseados. Y no parecemos estar demasiado lejos de ese
hubris. Las incursiones en la edición genética aplicada a seres humanos o
la emergencia de la “biología sintética” son hoy objeto de debate por las
profundas implicancias que conllevan. Pero ya no se trata únicamente de
la manipulación a microescala de los genes: la ciencia está trabajando en el
desarrollo de la “geoingeniería”, la alteración deliberada del sistema climá-
tico global mediante manipulaciones biofísicas a gran escala para aumen-
tar la captura de carbono (por ejemplo mediante la fertilización masiva de
los océanos, o la expansión de coberturas vegetales que reduzcan el albedo
de la superficie terrestre) o gestionar la radiación solar (por ejemplo, me-
diante espejos gigantescos que orbiten el planeta para reflejar la radiación
solar, o por medio de la inyección masiva de partículas en la estratósfera
con el mismo fin, replicando las grandes erupciones volcánicas) (IPCC,
2011). El consenso científico expresado en el Panel Intergubernamental
sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés) es contrario a es-
tas aventuras (Clarke y otros, 2014). Pero el impulso innovador está ahí,
y resta ver si el empuje político lo acompañará o no. Es interesante notar
que mientras la Convención de Cambio Climático de 1992 definía como
¿Por qué ocuparse del ambiente? 77

Figura 2.5. ¿Hubris tecnológico? Técnicas de geoingeniería


propuestas para combatir el cambio climático

˜˜˜˜˜
ESPEJOS ESPACIALES
Espejos en órbita que ˜˜˜˜™
deflectan los rayos solares. AEROSOLES
˜˜™™™ DISPONIBILIDAD: Partículas en la
COSTO: $$$ estratosfera que
ÁRBOLES ARTIFICIALES
DEBILIDAD: efectos reflejan los rayos
CO2 absorbido del aire
meteorológicos solares.
y almacenado bajo tierra.
desconocidos; DISPONIBILIDAD:
DISPONIBILIDAD:
no previene COSTO: $
COSTO: $$$
acidificación DEBILIDAD: riesgo
DEBILIDAD: requiere
de los océanos. de agotamiento
un amplio espacio
geológico de almacenaje. del ozono; efectos
meteorológicos
desconocidos;
™™™™™
no previene
CULTIVOS REFLECTIVOS ˜˜˜˜™ acidificación
Plantaciones que reflejan FORESTACIÓN de los océanos.
más luz solar. Árboles que absorben CO2.
DISPONIBILIDAD: DISPONIBILIDAD:
COSTO: $ COSTO: $
DEBILIDAD: requiere DEBILIDAD: requiere
una gran superficie terrestre; ˜˜˜˜™
una gran superficie
no previene acidificación terrestre. SIEMBRA DE NUBES
de los océanos. Atomizar agua de
mar crea nubes que
reflejan los rayos
solares.
™™™™™ DISPONIBILIDAD:
BIOCARBÓN COSTO: $$
Residuos agrícolas DEBILIDAD: efectos
incinerados y enterrados. meteorológicos
DISPONIBILIDAD: desconocidos;
COSTO: $$ éxito irregular;
DEBILIDAD: requiere una no previene
gran superficie terrestre. acidificación
del océano.
™™™™™
™™™™™ ADICIÓN DE CARBONADOS
FERTILIZACIÓN DE LOS OCÉANOS Roca caliza molida ayuda
Partículas de hierro estimulan plancton a que los océanos
que fija CO2. absorban CO2.
DISPONIBILIDAD: DISPONIBILIDAD:
COSTO: $$ COSTO: $$
DEBILIDAD: efectos DEBILIDAD: efectos
desconocidos sobre desconocidos
los ecosistemas. sobre los ecosistemas.

˜Factor de enfriamiento: Disponibilidad: Costo:


Potencial para cambiar : En años $ - Bajo comparado con reducir emisiones
el balance energético : En décadas $$ - Significativo comparado con el costo de reducir
de la tierra : En siglos emisiones
$$$ - Reducir emisiones podría ser menos costoso

Fuente: The Oxford Geoengineering Programme, Oxford Martin School at the


University of Oxford, disponible en <www.geoengineering.ox.ac.uk> y Brahic (2009).
78 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

su objetivo la “estabilización de los gases de efecto invernadero en la at-


mósfera”, el Acuerdo de París de 2015 pone el acento en “mantener el
aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 ºC con
respecto a los niveles preindustriales”. El primero remite directamente a
reducir emisiones de CO2 o aumentar los sumideros; el segundo amplía el
espectro de respuestas posibles para incluir, potencialmente, la regulación
de la radiación solar.
Para que la tecnología dé efectivamente respuesta sustentable y eficaz
a los desafíos ambientales, debe insertarse en un contexto que oriente su
desarrollo, diseminación y adopción en la sociedad. Esto no ocurre sin
una estructura de incentivos económicos conducente, pero sobre todo
sin instituciones que modelen estos incentivos y controlen los excesos y
los efectos no deseados. En la combinación adecuada de economía, tec-
nología e instituciones radica la promesa de un desarrollo sustentable de
la Argentina.

Instituciones
El desafío institucional contemporáneo inevitable es el de ordenar una
acción colectiva efectiva, a una escala inédita, para asegurar la sustenta-
bilidad del desarrollo. El desempeño ambiental está determinado sobre
todo por la calidad de las instituciones y las estructuras de gobernanza,
pero no sólo las específicas –las instituciones ambientales son tributarias
de otras más generales–. Es fácil ver, por ejemplo, que en contextos an-
tidemocráticos, que excluyen la diversidad de intereses legítimos, con
regímenes inestables, con alta corrupción y debilidad administrativa, la
adopción de políticas de sustentabilidad eficaces se vuelve imposible.
Ahora bien, asumiendo un contexto institucional medianamente sólido
como el de nuestro país, ¿qué características deben tener las instituciones
para ordenar de manera eficaz la acción colectiva para la sustentabilidad
ambiental del desarrollo? La respuesta incluye todo tipo de factores: sistemas
de valores, información científica, experiencias concretas, presiones secto-
riales, intereses políticos y económicos de corto plazo, ideologías políticas.
Más allá de estos factores, en general se entiende que, para ser eficaces, las
instituciones ambientales deben tener cuatro características especialmente
importantes: coherencia, eficiencia, transparencia y adaptabilidad.
Empecemos por la coherencia. La cantidad y complejidad de cuestiones
ambientales que deben resolverse es tal que su abordaje exitoso se juega no
sólo en la voluntad política de implementar y sostener instituciones ambien-
tales sino en la coherencia entre estas y las demás que ordenan la sociedad.
Las decisiones de política pública que más afectan al ambiente normalmente
¿Por qué ocuparse del ambiente? 79

son tomadas por agencias y en áreas de gobierno distintas de las encargadas


de cuidarlo. El alineamiento, aunque sea parcial, entre las instituciones am-
bientales y las decisiones en materia de política fiscal, comercial, financiera,
monetaria, energética, de obra pública o de aquellas que fomentan la in-
novación, la investigación y el desarrollo tecnológico, es una forma efectiva
para lograr objetivos de sustentabilidad. Más aún, por lo general las carteras
de economía, obras públicas o energía tienen mayor poder político y presu-
puestario que las ambientales (EEM, 2005e). Las instituciones deben fomen-
tar esa coherencia. Y deben hacerlo con sentido práctico. La coherencia del
sistema puede estar dada por una visión política fundada en valores, pero
la experiencia indica, una y otra vez, que las decisiones ambientales basadas
en ideales atractivos pero carentes de pragmatismo tienden a ser ineficaces.
Casi por necesidad, esa coherencia institucional debe también ser efi-
ciente, en dos sentidos. Por un lado, la eficiencia de resultados, que de-
pende del alineamiento de las instituciones ambientales con los valores
y principios que rigen la economía –por ejemplo, el balance de costos y
beneficios o la costoeficiencia–. Por otro lado, la eficiencia procedimental,
que implica procesos de formación de las decisiones en los que los inter-
cambios de información y perspectivas se den de manera rápida y clara,
con la flexibilidad suficiente para cambiar posiciones mientras se avanza en
su construcción. En el caso de las decisiones ambientales, la búsqueda de
resultados debe balancearse especialmente con los principios de equidad
en los procedimientos. Las cuestiones ambientales contemporáneas re-
quieren de la interrelación de múltiples actores sociales y las instituciones
que mejores resultados ambientales arrojan fomentan la transparencia y se
basan en una buena base de información. En este sentido, la interinstitu-
cionalidad, la participación pública y el conocimiento científico y técnico
juegan un rol importante en el diseño de reglas del juego efectivas y robus-
tas, porque mejoran la comprensión de los impactos, vulnerabilidades, tra-
de-offs y distribución de costos y beneficios, y abren un espectro más amplio
de posibles respuestas institucionales a los desafíos ambientales. La parti-
cipación y la construcción de consensos pueden ser engorrosas e insumir
tiempo, pero esas “ineficiencias” suelen redundar en decisiones más robus-
tas e inclusive implementaciones más rápidas al minimizarse los riesgos de
impugnaciones a las decisiones que se adoptan (EEM, 2005e). Este balance
entre eficiencia y equidad procedimental no debe menospreciarse. Con la
generalización y la escala creciente de los cambios ambientales, la conflic-
tividad socioambiental viene en aumento en todo el mundo. Un desafío
para el desarrollo sustentable es convertir los conflictos socioambientales,
virtualmente inevitables, en oportunidades para la transformación de la
80 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

realidad y las relaciones hacia patrones de sustentabilidad que se vean re-


flejados al interior de cada individuo, en las relaciones interpersonales, en
las creencias y los valores colectivos y en la organización institucional. Esto
requiere la creación de contextos para la construcción de identidades po-
sitivas, espacios de diálogo y conversación públicos que conlleven a proce-
sos de aprendizaje colectivo, la construcción de marcos éticos pluralistas y
respetuosos, y cambios efectivos en las estructuras socioeconómicas. Desde
luego, estos procesos requieren un esfuerzo sostenido y estratégico de los
actores sociales, y nunca son lineales (Rodríguez y otros, 2015). Es de enor-
me importancia que las instituciones sepan contener estas complejidades
y orientarlas de manera sostenida, al tiempo que absorben las lecciones
aprendidas y manejan los contratiempos sin colapsar.
La transparencia es un tema de preocupación ambiental de larga data,
consagrado en uno de los Principios de la Declaración de Río de 1992.23
La transparencia es función del acceso ciudadano a los procesos de forma-
ción de políticas, a los remedios jurisdiccionales y a la información. Esto
es cierto para todas las políticas públicas, pero en el caso de la política am-
biental, el acceso a la información como elemento de transparencia cobra
una especial relevancia. En esto, lo ambiental comparte con la política de
salud una fuerte relación con el conocimiento científico. La preocupación
básica por el ambiente es muy concreta –nace de alteraciones químicas,
biológicas y físicas en el entorno–. Por ello, el movimiento ambiental en
el mundo nace y mantiene una estrecha relación con la ciencia, de la que
surge la información que da cuenta de esas alteraciones, más allá de la re-
lación ambigua que mantiene con varias de sus aplicaciones tecnológicas.
En consecuencia, la política ambiental depende críticamente de contar
con buena información de base para la toma de decisiones, en particular,
información científica que sea creíble, legítima y relevante.
Finalmente, las instituciones no deben concebirse como artefactos está-
ticos, sino como procesos dinámicos. Los actores institucionales pueden
aprender, encontrar compromisos y forjar nuevas relaciones que abran las
puertas a habilidades y recursos adicionales, y las instituciones efectivas son
las que pueden adaptarse a estos cambios. La adaptabilidad de las institu-
ciones ambientales se debe dar en el sentido de la resiliencia: la capaci-
dad de absorber presiones y cambios sin alterar la identidad central de la
institucion o aun reforzándola. Más aún, parte de la adaptabilidad como
elemento de la eficacia reside en la inteligencia multiescalar de los diseños

23 El Principio 10 de la Declaración de Río.


¿Por qué ocuparse del ambiente? 81

institucionales –es decir, deben saber integrar las dimensiones ambientales,


económicas y sociales tanto a nivel de las localidades concretas donde se
dan los cambios biofísicos como de las estructuras económicas y tecnológi-
cas que operan a escala nacional y global, como veremos a continuación–.
Dentro del marco de estas cuatro características adjetivas (coherencia,
eficiencia, transparencia y adaptabilidad), los diseños e instrumentos ins-
titucionales son variados. Existen herramientas llamadas de “comando y
control”, normalmente leyes que mandan alguna conducta y establecen
algún tipo de sanción del Estado –por ejemplo, el ordenamiento territo-
rial, las prohibiciones respecto de la introducción de especies, los pará-
metros de descargas de residuos en el ambiente, la prohibición de ciertas
tecnologías e insumos y la asignación de responsabilidad legal por daño
ambiental–. Estos instrumentos permiten focalizar la respuesta institucio-
nal en el desafío ambiental específico. Pero corren el riesgo de ser recur-
sos burdos si se los diseña sin tomar en cuenta los contextos generales,
culturales y sociopolíticos, desde luego, pero de manera más concreta,
los económicos y tecnológicos. Por eso muchas veces se los complementa
con instrumentos que hacen a la eficiencia económica en su implemen-
tación, por ejemplo incentivos fiscales como desgravaciones o premios,
y permisos transables para emitir sustancias reguladas o para utilizar re-
cursos naturales renovables, como las pesquerías. El uso de herramientas
económicas en la política ambiental es una forma reconocida de lograr
coherencia interinstitucional, y en consecuencia mayor eficacia en los
resultados. Tienden a ser más eficientes, más flexibles (al dejar en manos
de los agentes la decisión sobre cómo mejorar su desempeño ambiental)
y a ofrecer un incentivo más constante. En general, este tipo de instru-
mentos requiere menor esfuerzo de las autoridades, pero su eficacia de-
pende de la economía política de su selección, de la cultura del lugar y
de un nivel adecuado de capacidad institucional (Corderi Novoa, 2017).
Otro orden de instituciones recomendables pertenece al ámbito social.
El empoderamiento de comunidades, en particular comunidades locales
que están más cerca de los cambios biofísicos, suele arrojar buenos re-
sultados ambientales. Esto es así en gran medida porque en materia am-
biental existen muchas soluciones diferentes para diversos desafíos. Es un
error presumir que las soluciones institucionales óptimas pueden dise-
ñarse e imponerse a bajo costo desde fuera de los sistemas socioambien-
tales afectados. Dar con el diseño adecuado para estas instituciones es un
proceso difícil, que toma tiempo y muchas veces resulta conflictivo, pero
es de gran eficacia. Las personas que comparten un espacio ambiental
no están inevitablemente atrapadas en un statu quo –más bien, tienen la
82 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

capacidad de liberarse de todo tipo de dilemas–. Y allí donde las personas


tienen interacciones y comunicación repetida, con el tiempo construyen
capital social –aprenden en quiénes confiar, reconocen los efectos de sus
acciones sobre los demás y qué reglas y formas de organización aumen-
tan los beneficios y minimizan los costos ambientales (Ostrom, 1990)–.
Si bien las instituciones ambientales efectivas son cada vez más depen-
dientes de las decisiones económicas y tecnológicas que se toman a nivel
nacional e internacional, es importante notar que gran parte de la capa-
cidad para enfrentar estos procesos se construye sobre todo en el ámbito
local, allí donde las transformaciones biofísicas ocurren de manera direc-
ta y concreta, con sus costos y beneficios, y es allí donde se deben ejercer
las prácticas concretas que solucionarán o agravarán los problemas. No
obstante, cuando se trata de diseñar instituciones para enfrentar desafíos
que requieren mayor escala en la acción, como a nivel de un país entero,
donde los actores no se comunican bien y actúan independientemente
unos de otros sin internalizar las consecuencias de sus acciones sobre los
demás, las instituciones deben actuar a escalas más grandes. En el mundo
del Antropoceno, este reto es cada vez más importante.
También debemos tener siempre presente que los desafíos ambientales
tienen dimensiones de corto y largo plazo. Los problemas ambientales tar-
dan en manifestarse y también en solucionarse, pero una vez expresados ge-
neran impactos inmediatos sobre la población (piénsese en las inundaciones
extraordinarias cada vez más frecuentes, casi con seguridad manifestación
de un cambio climático y ecológico que se gestó durante dos siglos). Los
arreglos institucionales ambientales deben lidiar con esta tensión permanen-
te, garantizar su adaptabilidad basada en el aprendizaje a lo largo del tiempo
y permitir estrategias de largo plazo. Tómese el caso de la minería. Los costos
ambientales de la actividad se distribuyen en el corto y en el largo plazo, y en
general no es una actividad que genere beneficios ambientales si no es por
medio de la reasignación de su renta para mejorar las condiciones ambien-
tales en el marco de estrategias de desarrollo sustentable que trascienden
los proyectos mineros. Esto implica que la comunidad debe resignar calidad
ambiental en el corto plazo en la confianza de que los beneficios ambientales
serán mayores en el largo plazo. La solidez de las instituciones es clave para
hacer efectivos los beneficios ambientales potenciales, que en su mayoría
requieren de transferencias intersectoriales e intergeneracionales, y para la
gestión de los riesgos de largo plazo que deja la actividad.
En la Argentina tenemos un largo camino que recorrer en materia de
instituciones ambientales. La eficacia de nuestras políticas al respecto no
es aún la óptima.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 83

El nuestro, como la mayoría de los países extensos, es un país federal. Las


provincias tienen el dominio originario de los recursos naturales y competen-
cia sobre casi todas las cuestiones ambientales –desde la contaminación y la
gestión de residuos hasta el manejo de las áreas protegidas–. Muchas provin-
cias, a su vez, tienen regímenes de autonomía municipal, que trasladan a este
nivel varias de las decisiones ambientales. Esta distribución de poder institu-
cional no es absoluta, y está subordinada, por un lado, al deber de sostener
un “federalismo de concertación” (Corte Suprema de Justicia de la Nación,
2017) y, por otro, a la potestad que tiene el Congreso nacional desde la refor-
ma constitucional de 1994, de establecer los presupuestos mínimos de pro-
tección ambiental aplicables a todo el territorio. La primera hace a la unidad
nacional; la segunda es una forma de asegurar el derecho a un ambiente
sano y apto para el desarrollo sustentable, y evitar que se generen situaciones
de competitividad espuria entre jurisdicciones que relajan sus exigencias am-
bientales y otras que las refuerzan. Esta reforma nos ha legado una oportuni-
dad de organizar la normativa ambiental. Por el momento, esa oportunidad
ha sido escasamente aprovechada. Tenemos una tendencia a creer que las
leyes por sí mismas resuelven los problemas ambientales, y una consecuente
proliferación de normas para atender problemas, con grandes aspiraciones
pero que no los resuelven, lo que desemboca en un cuadro de “contamina-
ción normativa”, con leyes muertas, inaplicables, contradictorias u obsoletas,
que se mezclan con leyes buenas y efectivas (Nonna y otros, 2011).
En este contexto, y quizá como resultado de él, la Argentina ha visto la
emergencia de un activismo judicial ambiental muy interesante. A veces
estas intervenciones reproducen los defectos de la gobernanza ambien-
tal de nuestro país que aquí señalamos, contribuyendo a la ineficacia de
algunas políticas ambientales. Pero otras veces generan procesos que van
en el sentido contrario y provocan principios de solución. En este sentido
es especialmente interesante el enfoque que comenzó a plantear la Corte
Suprema de Justicia de la Nación a partir de la causa del Riachuelo en
2006, reforzándolo en 2017 en la causa sobre el río Atuel (entre Mendoza
y La Pampa), donde, ante la inoperancia de los órganos ejecutivos, asu-
mió un rol ordenador, estableciendo las bases de un programa de acción
y exigiendo rendición de cuentas periódicas sobre los avances. Esta in-
tervención encauzadora y facilitadora de las soluciones parece estar bien
concebida, aun cuando los resultados biofísicos demoran en concretarse.
La estructura política federal tiene la ventaja de alentar el abordaje
institucional del ambiente en múltiples escalas y trasladar las decisiones
ambientales más cerca del territorio concreto que habitan los ciudada-
nos. Pero esta ventaja se aprovecha si se dan algunas condiciones, más
84 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

allá de un federalismo económico y fiscal adecuado: la existencia de capa-


cidades técnicas y políticas locales, mecanismos efectivos de coordinación
institucional y acceso a la toma de decisiones, sistemas de información y
monitoreo nacionales robustos y una buena coherencia entre las decisio-
nes económicas y los objetivos de sustentabilidad.
La existencia de capacidad para el diseño e implementación de políticas
ambientales en nuestro país, al igual que en gran parte de América Latina,
está limitada por varios factores, incluida la jerarquía relativamente baja de
las autoridades ambientales y, en consecuencia, la insuficiencia presupues-
taria. Según el Banco Mundial, el gasto ambiental promedio del gobierno
nacional en el período 2005-2014 fue del 1,26% del gasto público total,
menos que, por ejemplo, Chile, México y Costa Rica (esta cifra no incluye
áreas no ambientales del gobierno pero con impacto de gestión ambien-
tal, como los gastos en control y monitoreo de la pesca de alta mar). Estos
recursos, en 2014, estuvieron en un tercio dedicados a la limpieza de la
Cuenca Matanza-Riachuelo, otro tercio a la infraestructura de agua, sanea-
miento y control de inundaciones, y un 4% a la protección de ecosistemas.
Ese mismo estudio observa una “asignación oportunista de financiamiento
para cuestiones ambientales [que] refleja una falta de priorización y pro-
gramación estratégica en respaldo de una agenda ambiental orientada a
los resultados con actividades, productos y resultados claramente estableci-
dos” (Banco Mundial, 2016). El cuadro a nivel provincial es quizá similar,
o más débil aún; y a nivel municipal el gasto está fuertemente concentrado
en la recolección y disposición de residuos.
Pese a esta limitada capacidad de implementación de las reglas de
juego ambientales, estas son principalmente del tipo “comando y con-
trol”, es decir, establecen obligaciones y exigen permisos para realizar
actividades, atadas luego a un régimen de sanciones, que pueden ir
desde multas y apercibimientos administrativos hasta sanciones judicia-
les civiles y penales, con procedimientos largos, costosos y de resultado
incierto entre la detección de una presunta infracción y la aplicación
de la sanción. Este modelo requiere de un aparato fiscalizador guber-
namental amplio y bien equipado. Como ya señalamos, para hacer más
efectiva y eficiente la aplicación de las reglas ambientales se puede ha-
cer uso de instrumentos económicos de esa índole. La Argentina está
entre los países con poco desarrollo de esas herramientas –casi no hay
en el país impuestos ambientales, permisos transables de emisiones o
de uso de recursos naturales (salvo para las cuotas pesqueras) ni pagos
por servicios ambientales (pese, por ejemplo, al mandato de la Ley de
Protección de Bosques Nativos)–.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 85

Sobre esta capacidad técnica y operativa pública un tanto endeble se


monta un marco de coordinación interinstitucional aún desarticulado.
Existen en el país cerca de treinta consejos federales sobre una amplia
gama de temas, la mayoría de ellos de carácter consultivo no resolutorio.
El Consejo Federal de Medio Ambiente (Cofema), creado por pacto in-
terprovincial en 1993, es, junto con el Consejo Federal Pesquero, uno de
los pocos que tienen capacidad resolutiva, aunque limitada. El Cofema
tiene el mandato de instrumentar el Sistema Federal Ambiental, para lo
cual cuenta con personería jurídica y la potestad de aprobar resolucio-
nes, en teoría vinculantes para las provincias. El potencial institucional
del Cofema es grande. En sus décadas de existencia ha servido como un
foro de debate y consenso político de coyuntura, cuestión no menor dada
la baja prioridad de lo ambiental en la agenda política nacional. Y en
algunos pocos casos se ha constituido como pieza central en la admi-
nistración de un régimen ambiental, como el de los bosques nativos. La
experiencia institucional en este caso ha sido moderadamente positiva,
ya que el Cofema, en efecto, fue el ámbito donde se definieron los cri-
terios técnicos y políticos para la aplicación de este régimen, incluidos
la distribución de su fondo entre las provincias y el desarrollo de pautas
técnicas. Pero en general, el desempeño del Cofema continúa lejos de su
potencial: aún no ha logrado diseñar el sistema ambiental, ni establecer
un mecanismo de financiamiento estable, ni crear un engranaje para la
aplicación efectiva de sus resoluciones.
A esto se le suma la escasa articulación interinstitucional. En general,
las leyes de promoción del desarrollo con impacto territorial más directo
(mineras, pesqueras, agrícolas, ganaderas, energéticas, industriales, etc.)
incluyen mandatos de sustentabilidad o ambientales. A nadie escapa que
la cuestión ambiental es transversal y que todas las actividades producti-
vas deben hacerse dentro de un marco de desarrollo sustentable. Pero a
la hora de instrumentar estas políticas, la dispersión de competencias e
instrumentos traiciona la aparente consistencia en los objetivos. Así, por
ejemplo, es emblemática la puja institucional entre las carteras de mine-
ría y medio ambiente a nivel provincial, nacional y federal (a través de
sus respectivos consejos), donde la falta de coordinación termina en un
marco jurídico complejo y de eficacia dudosa tanto para las inversiones
como para el ambiente. Según la Auditoría General de la Nación, no hay
aún una regulación clara para la identificación y el tratamiento de los pa-
sivos ambientales mineros, ni una adecuada articulación entre las normas
ambientales generales y las sectoriales, y si bien el país ha desarrollado
herramientas institucionales para que funcione un sistema ambiental mi-
86 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

nero preventivo, su implementación se encuentra exclusivamente a cargo


de las jurisdicciones provinciales (Auditoría General de la Nación, 2016).
También podemos ejemplificar con las instituciones para la gestión de
cuencas hídricas:

la Comisión de la Cuenca del Salí-Dulce monitorea e informa sobre


los parámetros de calidad del agua, pero la información no ha sido
actualizada desde julio de 2011. Hay debilidades similares que
afectan a la Comisión del Río Reconquista. Los problemas insti-
tucionales y de gobernabilidad afectan la capacidad del gobierno
para gestionar las cuencas de un modo más efectivo, entre otros,
el marco jurídico y regulatorio desactualizado, una capacidad
limitada en gestión del agua en los niveles central y provincial, pro-
cedimientos desactualizados para la planificación de los recursos
hídricos, una red deficiente de monitoreo de los recursos hídricos
y una falta de incentivos adecuados para la conservación y el uso
eficiente de la base de recursos y para la reducción de la contami-
nación (Banco Mundial, 2016).

Si nos trasladamos a la gobernanza del mar, el cuadro es más sencillo


a nivel nacional, pero mucho más complejo en el plano internacional.
Las provincias regulan lo que ocurre dentro de las primeras doce millas
marinas, en tanto que entre esa línea y las doscientas millas lo hace la na-
ción. Para las actividades hidrocarburíferas, la contaminación originada
en buques y la seguridad en la navegación existe un abigarrado conjunto
de normas internacionales y nacionales que cubren virtualmente todos
los aspectos. Para las actividades de pesca y sus impactos sobre los eco-
sistemas marinos existe la Ley Federal de Pesca y su órgano principal,
el Consejo Federal Pesquero, y, más recientemente, una Ley de Áreas
Marinas Protegidas. El debate en torno a la integración armónica de to-
das estas piezas está aún abierto, pero en general es de solución menos
difícil que en el caso de los ambientes terrestres. Es en las aguas interna-
cionales donde el cuadro aparece de una enorme complejidad, que re-
sulta en las situaciones ambientales del mar previamente descriptas: tan
sólo señalemos que nueve organismos internacionales diferentes velan
por los océanos y administran diez acuerdos internacionales sobre temas
variados, sin contar la multiplicidad de organismos regionales. Salvo las
regionales, nuestro país es parte de todas estas instituciones.
Estas dispersiones e ineficiencias son algunas de las formas que toma la
incoherencia política a la que hemos hecho referencia. A una escala ma-
¿Por qué ocuparse del ambiente? 87

cro, algo similar puede decirse de la desconexión y, con mucha frecuen-


cia, el conflicto entre las políticas económicas nacionales y el cuidado del
ambiente.
Las políticas públicas eficaces, decíamos, deben también contar con
un sistema de información y monitoreo robusto. La Argentina posee una
gran cantidad de sistemas de captura de datos y producción de informa-
ción en muchos sectores. Nuestro sistema estadístico nacional tiene en
el centro al Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec), al que
aportan los servicios estadísticos de los organismos públicos, y cuenta con
organismos periféricos de estadística provinciales, municipales y en re-
particiones autárquicas y descentralizadas. Comparado con los sistemas
estadísticos de otros países federales como Brasil, Canadá y México, el
de la Argentina tiene un presupuesto significativamente menor (1,4 dó-
lares por habitante en 2014, contra 2,7 dólares en Brasil, 5 en México y
14 en Canadá). La gobernanza del sistema argentino, además, es menos
autónoma y menos participativa que en esos tres países (PNUD, 2017).
Si nos trasladamos específicamente a la información ambiental, la situa-
ción no es buena. Según el PNUD (Programa de las Naciones Unidas
para el Desarrollo), en 2017 el 79% de la información necesaria para
medir avances en los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU en
materia ambiental es de baja calidad o no existe. En 2002 se estableció
la obligación para el Poder Ejecutivo de presentar al Congreso informes
anuales sobre el estado del ambiente –hacia 2018, esto había ocurrido en
cuatro ocasiones, cada vez en un formato diferente–. Los esfuerzos por
desarrollar un sistema de información ambiental siguen incompletos. Y
desde 2004 existe con carácter de ley el Régimen de Libre Acceso a la
Información Pública Ambiental, aún sin reglamentar.
La carencia de información estadística ambiental o biofísica se poten-
cia con la falta de datos financieros o administrativos: en una extensa nota
al pie, los autores del informe ambiental que realizó el Banco Mundial
sobre la Argentina expresan esta frustración:

No hay información disponible sobre el monto asignado a la im-


plementación de […] acciones para controlar la erosión y degra-
dación de los suelos; no hay cifras desagregadas que permitan
evaluar cuánto se asigna a los programas de reconversión para las
industrias que contaminan el medio ambiente y para otras fuentes
como el transporte […] no hay información sobre gastos públicos
en materia de gestión de residuos peligrosos o domésticos […]
ya que no hay estadísticas consolidadas sobre gastos municipa-
88 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

les; no hay información sobre el monto específicamente dirigido a


proteger las poblaciones de peces […] no hay información sobre
el monto asignado a la aplicación de la “Ley de Glaciares” […] no
hay un monto asignado para el seguimiento, la evaluación y el
control del impacto ambiental que producen las industrias extrac-
tivas como aquellas que se dedican a los hidrocarburos o la mine-
ría, y grandes obras de infraestructura; no hay información sobre
gastos en la regulación y supervisión de las actividades nucleares
[…] no hay información sobre el dinero asignado a coordinar la
planificación del uso de la tierra y las políticas de ordenamiento
(Banco Mundial, 2016).

Está claro: la Argentina tiene un fuerte déficit de institucionalidad ambien-


tal, inversamente conmensurable al rol central que su capital natural juega
en el desarrollo económico desde siempre. Pero las razones para el optimis-
mo abundan, porque el país también tiene una base muy rica de elementos
con los que construir una buena gobernanza ambiental. Podemos apuntar,
entre otros, nuestro sistema científico-tecnológico; las muchas instituciones
técnicas que generan información; nuestro sistema de áreas protegidas, uno
de los más antiguos y eficaces de la región; el Gabinete Nacional de Cambio
Climático, un buen ejemplo de articulación interinstitucional; el régimen
de promoción de energías renovables, que en una sola ronda de licitaciones
resultó en más de 1000 MW de oferta en energías renovables. También po-
demos señalar que con el desarrollo tecnológico que tenemos alcanza para
generar sistemas de monitoreo e información ambiental suficientemente efi-
cientes y efectivos. Y el gran capital institucional que radica en entidades de
investigación y desarrollo públicas y privadas y organismos regulatorios, así
como una sociedad civil vibrante que trabaja en hacer realidad el paradigma
de la sustentabilidad.
Es importante reconocer y alentar estas iniciativas de actores no guber-
namentales. Los desafíos del Antropoceno exceden la acción individual,
sea pública o privada, y deben ser abordados de manera coordinada a es-
calas útiles (por ejemplo, a nivel de cuenca o subcuenca) mediante estra-
tegias colectivas de manejo de grandes espacios terrestres y marinos. Por lo
común, estos mecanismos de coordinación están fijados por las leyes. Pero
dadas las debilidades institucionales que por el momento nos aquejan, y
hasta tanto se solucionen, hay que apostar con fuerza a la autogestión de
los actores no estatales, para que fortalezcan su capital social, su capacidad
tecnológica y su habilidad para tomar decisiones eficientes y eficaces, a la
altura de los tiempos. Difícil de hacer, pero cada vez más necesario.
¿Por qué ocuparse del ambiente? 89

En suma, el material para construir instituciones ambientales eficien-


tes, eficaces, transparentes y adaptativas existe en nuestro país. No es-
tamos frente a la necesidad de revolucionar el modelo actual de orga-
nización política, ni siquiera de revertir la arquitectura legal ambiental
existente; basta con dejar de producir nuevas instituciones declamativas
que se superpongan sin eficacia y tomarse el trabajo arduo de alinear las
reglas existentes a nivel sublegal y las instituciones públicas y privadas. A
los argentinos nos falta entretejer las fibras institucionales y sociales que
tenemos, para lograr los niveles de cooperación que las circunstancias
exigen.

¿Y entonces? Tres mensajes a modo de conclusión

Comenzamos este capítulo afirmando que debemos ocuparnos del am-


biente por la sencilla razón de que no tenemos alternativa: desde ahora
–y salvo grandes fuerzas o eventos naturales como las erupciones volcá-
nicas, el impacto de meteoritos y las tormentas solares–, lo que le ocurra
a la vida en la Tierra será consecuencia de lo que haga el homo sapiens. La
realidad de una nueva época nos ha colocado como agentes necesarios
del devenir de la biosfera. La realidad biofísica de nuestra existencia se-
guirá cambiando hagamos lo que hagamos, y aun cuando no hagamos
nada. Pero la diferencia entre un “buen” y un “mal” Antropoceno está en
nuestras manos. Podemos organizarnos para que nuestro desarrollo sea
sustentable, vivir en la esperanza de que alguna mano invisible se ocupa-
rá de resolver los desafíos o negar lo evidente y no cambiar –todas estas
opciones tienen consecuencias de escala planetaria–.
Los datos que mostramos en el capítulo son, en general, empíricos,
sólidos, de difícil refutación –y agobiantes–. Enfrentamos un desafío
de orden sistémico, complejo y multiescalar. La interpretación de esa
información, cómo se la conceptualiza, con qué connotación se la co-
munica y qué consecuencias tiene para la acción, son cuestiones abier-
tas y sin resolver, salvo por una constatación: nuestra responsabilidad
colectiva. Es importante sacar conclusiones sólidas, claras y operativas
de esta información, que lleven a la acción y no nos paralicen. Es tal la
magnitud del cambio operado que sin una renovada confianza en el in-
genio humano, la tarea del desarrollo sustentable se vuelve demasiado
desalentadora.
Algunos contornos de esta nueva interpretación empiezan a clarificar-
se. En primer lugar, desde un punto de vista ético debe consolidarse un
90 Desarrollo sostenible y ambiente en la Argentina

paradigma que enfatice más una ética del cuidado conmensurable con el
lugar de dominio en el que nos hemos colocado como especie.
En segundo lugar, sin perder la mirada visionaria, es importante enca-
rar las políticas de desarrollo sustentable con pragmatismo, porque no
hay tiempo que perder y porque décadas de declamaciones e intentos de
instalar visiones hegemónicas alternativas no han funcionado. La mirada
ambiental sobre el mundo es crítica por naturaleza. Nace de constatar
problemas que son resultado de decisiones sociales, económicas y po-
líticas, y resulta con frecuencia en llamados a cambiar íntegramente el
sistema político-económico-social. Pero las pocas experiencias de políti-
cas públicas que han intentado reformular completamente la relación
sociedad-naturaleza no han tenido éxito y sólo postergaron los cambios
reales que se necesitan. Por el contrario, las respuestas exitosas a los de-
safíos del Antropoceno han venido desde planteos más pragmáticos y
más locales en su implementación. Desde aquí surgen las ideas políticas
más claras y potencialmente efectivas, desde las cuales ir construyendo
los ajustes necesarios en la economía, las relaciones sociales y los valores
culturales.
En tercer lugar, dada la magnitud del esfuerzo colectivo que se nos
impone, el Antropoceno nos obliga a no demonizar el desarrollo eco-
nómico ni el tecnológico, porque sin estos no habrá respuestas justas ni
eficaces a los desafíos. Para países como la Argentina y todos aquellos que
aún no alcanzan niveles suficientes de desarrollo, no parecen realistas los
planteos de tener una economía con cero crecimiento o “estática” (por
ejemplo, Daly, 1996) ni mucho menos el “decrecimiento” que hace poco
se ha planteado en Europa. Por el contrario, nuestro país debe aspirar a
un crecimiento sostenido por muchos años más –a condición de que ese
crecimiento sea a la vez sustentable respecto del medio ambiente y más
equitativo en lo social–. Y la clave para ello está en una economía que
internalice el objetivo de la sustentabilidad, tecnologías que resuelvan
bien los desafíos emergentes e instituciones coherentes, eficientes, trans-
parentes y adaptativas.
En el caso del desarrollo tecnológico, la cuestión es más compleja y
requiere navegar entre dos enfoques igualmente indeseables aunque por
distintas razones. De un lado, el “tecnooptimismo” acrítico, que resigna
la importancia de las instituciones y los valores para orientar y contener
la tecnología. Del otro lado, el “tecnopesimismo” de la sociedad del ries-
go que nos hace mirar con desconfianza mayor que lo saludable, y mu-
chas veces con horror, el desarrollo científico y tecnológico (Heilbroner,
1995). Dado el capital humano, social e institucional de la Argentina en
¿Por qué ocuparse del ambiente? 91

este campo en particular, una sinergia positiva entre política ambiental y


tecnología parece alcanzable.
Es cierto que las implicancias de los cambios ambientales a gran escala
configuran un cuadro problemático. Pero si aceptamos, como los geólo-
gos que mencionamos al inicio, que el planeta Tierra ha cambiado por
obra nuestra, estamos obligados a tomar nota de la responsabilidad que
implica ser la especie dominante, salir del pesimismo que inducen tantos
problemas ambientales juntos, ofrecer una perspectiva alentadora del fu-
turo y sentar las bases para ampliar más y más el espacio de libertad y de-
sarrollo humano de todos, sobre todo mediante más y mejor cooperación
entre personas y comunidades. Parafraseando a uno de los más grandes
líderes sociales de nuestro tiempo, el progreso nunca es inevitable, sino
que es fruto de los esfuerzos incansables de personas dispuestas a trabajar
por el bien –si suprimimos ese esfuerzo, el tiempo se vuelve aliado de las
fuerzas de la decadencia y tendremos que arrepentirnos en nuestra épo-
ca no sólo de las acciones hijas de la mala fe, sino también del silencio
de las personas de buena voluntad–. “Tenemos que usar el tiempo con
creatividad, conscientes de que siempre es oportuno obrar con rectitud”
(King, 1998 [1963]).

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