Horacio Quiroga - El Aguti y El Ciervo

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El Agutí y el Ciervo

Horacio Quiroga

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Texto núm. 5040

Título: El Agutí y el Ciervo


Autor: Horacio Quiroga
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 25 de octubre de 2020
Fecha de modificación: 25 de octubre de 2020

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El Agutí y el Ciervo
El amor a la caza es tal vez la pasión que más liga al hombre moderno con
su remoto pasado. En la infancia es, sobre todo, cuando se manifiesta más
ciego este anhelo de acechar, perseguir y matar a los pájaros, crueldad
que sorprende en criaturas de corazón de oro. Con los años, esta pasión
se aduerme; pero basta a veces una ligera circunstancia para que ella
resurja con violencia extraordinaria.

Yo sufrí una de estas crisis hace tres años, cuando hacía ya diez años que
no cazaba.

Una madrugada de verano fui arrancado del estudio de mis plantas por el
aullido de una jauría de perros de caza que atronaban el monte, muy cerca
de casa. Mi tentación fue grande, pues yo sabía que los perros de monte
no aúllan sino cuando han visto ya a la bestia que persiguen al rastro.

Durante largo rato, logré contenerme. Al fin no pude más y, machete en


mano, me lancé tras el latir de la jauría.

En un instante estuve al lado de los perros, que trataban en vano de trepar


a un árbol. Dicho árbol tenía un hueco que ascendía hasta las primeras
ramas y, aquí dentro, se había refugiado un animal.

Durante una hora busqué en vano cómo alcanzar a la bestia, que gruñía
con violencia. Al fin distinguí una grieta en el tronco, por donde vi una piel
áspera y cerdosa. Enloquecido por el ansia de la caza y el ladrar sostenido
de los perros, que parecían animarme, hundí por dos veces el machete
dentro del árbol.

Volví a casa profundamente disgustado de mí mismo. En el instante de


matar a la bestia roncante, yo sabía que no se trataba de un jabalí ni cosa
parecida. Era un agutí, el animal más inofensivo de toda la creación. Pero,
como hemos dicho, yo estaba enloquecido por el ansia de la caza, como
los cazadores.

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Pasaron dos meses. En esa época nos regalaron un ciervito que apenas
contaría siete días de edad. Mi hija, aún niña, lo criaba con mamadera. En
breve tiempo, el ciervito aprendió a conocer las horas de su comida y
surgía entonces del fondo de los bambúes a lamer el borde del delantal de
mi chica, mientras gemía con honda y penetrante dulzura. Era el mimado
de casa y de todos nosotros. Nadie, en verdad, lo ha merecido como él.

Tiempo después regresamos a Buenos Aires y trajimos al ciervito con


nosotros. Lo llamábamos Dick. Al llegar al chalet que tomamos en Vicente
López, resbaló en el piso de mosaico, con tan poca suerte que horas
después rengueaba aún.

Muy abatido, fue a echarse entre el macizo de cañas de la quinta, que


debían recordarle vivamente sus selvosos bambúes de Misiones. Lo
dejamos allí tranquilo, pues el tejido de alambre alrededor de la quinta
garantía su permanencia en casa.

Ese atardecer llovió, como había llovido persistentemente los días


anteriores y, cuando de noche regresé del centro, me dijeron en casa que
el ciervito no estaba más.

La sirvienta contó que, al caer la noche, creyeron sentir chillidos afuera.


Inquietos, mis chicos habían recorrido la quinta con la linterna eléctrica, sin
hallar a Dick.

Nadie durmió en casa tranquilo esa noche. A la mañana siguiente, muy


temprano, seguía en la quinta el rastro de las pisadas del ciervito, que me
llevaron hasta el portón. Allí comprendí por dónde había escapado Dick,
pues las puertas de hierro ajustaban mal en su parte inferior. Afuera, en la
vereda de tierra, las huellas de sus uñas persistían durante un trecho, para
perderse luego en el barro de la calle, trilladísimo por el paso de las vacas.

La mañana era muy fría y lloviznaba. Hallé al lechero de casa, quien no


había visto a Dick. Fui hasta el almacén, con igual resultado. Miré,
entonces, a todos lados en la mañana desierta: nadie a quien pedir
informes de nuestro ciervito.

Buscando a la ventura, lo hallé, por fin, tendido contra el alambrado de un


terreno baldío. Pero estaba muerto de dos balazos en la cabeza.

Es menester haber criado con extrema solicitud —hijo, animal o planta—

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para apreciar el dolor de ver concluir en el barro de un callejón de pueblo a
una dulce criatura de monte, toda vida y esperanza. Había sido muerta de
dos tiros en la cabeza. Y para hacer esto se necesita…

Bruscamente me acordé de la interminable serie de dulces seres a


quienes yo había quitado la vida. Y recordé al agutí de tres meses atrás,
tan inocente como nuestro ciervito. Recordé mis cacerías de muchacho;
me vi retratado en el chico de la vecindad, que la noche anterior, a pesar
de sus balidos, y ebrio de caza, le había apoyado por dos veces en la
frente su pistola matagatos.

Ese chico, como yo a su edad, también tenía el corazón de oro…

¡Ah! ¡Es cosa fácil quitar cachorros a sus madres! ¡Nada cuesta cortar
bruscamente su paz sin desconfianza, su tranquilo latir! Y cuando un chico
animoso mata en la noche a un ciervito, duele el corazón horriblemente,
porque el ciervito es nuestro…

Mientras lo retornaba en brazos a casa, aprecié por primera vez en toda su


hondura lo que es apropiarse de una existencia. Y comprendí el valor de
una vida ajena cuando lloré su pérdida en el corazón.

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Horacio Quiroga

Horacio Silvestre Quiroga Forteza (Salto, Uruguay, 31 de diciembre de


1878 – Buenos Aires, Argentina, 19 de febrero de 1937) fue un cuentista,
dramaturgo y poeta uruguayo. Fue el maestro del cuento latinoamericano,
de prosa vívida, naturalista y modernista. Sus relatos, que a menudo
retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles y horrorosos, y como
enemiga del ser humano, le valieron ser comparado con el estadounidense
Edgar Allan Poe.

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La vida de Quiroga, marcada por la tragedia, los accidentes y los suicidios,
culminó por decisión propia, cuando bebió un vaso de cianuro en el
Hospital de Clínicas de la ciudad de Buenos Aires a los 58 años de edad,
tras enterarse de que padecía cáncer de próstata.

Seguidor de la escuela modernista fundada por Rubén Darío y obsesivo


lector de Edgar Allan Poe y Guy de Maupassant, Quiroga se sintió atraído
por temas que abarcaban los aspectos más extraños de la Naturaleza, a
menudo teñidos de horror, enfermedad y sufrimiento para los seres
humanos. Muchos de sus relatos pertenecen a esta corriente, cuya obra
más emblemática es la colección Cuentos de amor de locura y de muerte.

Por otra parte se percibe en Quiroga la influencia del británico Sir Rudyard
Kipling (Libro de las tierras vírgenes), que cristalizaría en su propio
Cuentos de la selva, delicioso ejercicio de fantasía dividido en varios
relatos protagonizados por animales. Su Decálogo del perfecto cuentista,
dedicado a los escritores noveles, establece ciertas contradicciones con su
propia obra. Mientras que el decálogo pregona un estilo económico y
preciso, empleando pocos adjetivos, redacción natural y llana y claridad en
la expresión, en muchas de sus relatos Quiroga no sigue sus propios
preceptos, utilizando un lenguaje recargado, con abundantes adjetivos y
un vocabulario por momentos ostentoso.

Al desarrollarse aún más su particular estilo, Quiroga evolucionó hacia el


retrato realista (casi siempre angustioso y desesperado) de la salvaje
Naturaleza que le rodeaba en Misiones: la jungla, el río, la fauna, el clima y
el terreno forman el andamiaje y el decorado en que sus personajes se
mueven, padecen y a menudo mueren. Especialmente en sus relatos,
Quiroga describe con arte y humanismo la tragedia que persigue a los
miserables obreros rurales de la región, los peligros y padecimientos a que
se ven expuestos y el modo en que se perpetúa este dolor existencial a las
generaciones siguientes. Trató, además, muchos temas considerados tabú
en la sociedad de principios del siglo XX, revelándose como un escritor
arriesgado, desconocedor del miedo y avanzado en sus ideas y
tratamientos. Estas particularidades siguen siendo evidentes al leer sus
textos hoy en día.

Algunos estudiosos de la obra de Quiroga opinan que la fascinación con la


muerte, los accidentes y la enfermedad (que lo relaciona con Edgar Allan
Poe y Baudelaire) se debe a la vida increíblemente trágica que le tocó en
suerte. Sea esto cierto o no, en verdad Horacio Quiroga ha dejado para la

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posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales
de la literatura hispanoamericana del siglo XX.

(Información extraída de la Wikipedia)

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