El Cielo Esta Envuelto en Cadenas
El Cielo Esta Envuelto en Cadenas
El Cielo Esta Envuelto en Cadenas
EL CIELO ESTÁ
ENVUELTO EN
CADENAS
Créditos
© Derechos de edición reservados.
Edición: Editorial Círculo Rojo.
www.editorialcirculorojo.com
[email protected]
Colección Novela
© Pamela Díaz
Fotografía de cubierta: © Shutterstock
Diseño de portada: © Isabel Sánchez
Ajuste a formato EPUB: Javier Salvador López
ISBN: 978-84-9160-038-1
Créditos
NOTA DE LA AUTORA
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Agradecimientos
SOBRE LA AUTORA
NOTA DE LA
AUTORA
Algunos de los escenarios y sucesos
citados en la obra son reales. Sin
embargo, me he tomado la libertad de
modificar e inventar ciertos detalles
durante la escritura de la novela. Todos
los personajes y los nombres de estos
son completamente ficticios y cualquier
parecido a la realidad es pura
coincidencia.
Prólogo
Domingo, 15 de abril de 2001
Rainier Valley, Seattle.
La culata del revólver se me incrustaba
en la piel. La espalda me ardía en carne
viva, como si me estuvieran azotando
con fustas fabricadas con fuego del
infierno. Frené en seco cuando el
semáforo cambió a color rojo y, de
manera automática, mi mente evocó la
imagen de Peter Romero desplomado
como un guiñapo en un charco de sangre.
Los labios se me curvaron en una
sonrisa mientras por los altavoces
retumbaba a todo volumen una canción,
que hablaba sobre que había un asesino
en la carretera.
Qué ingenuo había sido Peter.
¿En qué cojones había estado
pensando cuando me abrió las puertas
de su casa? No es que él no me
conociera. Nos conocíamos a la
perfección y por eso mismo no debería
haberme recibido con los brazos
abiertos tras haber sido amonestado dos
veces. Joder. Aquello era de cajón. De
pura lógica. Si el jefe te da un aviso,
paga el dinero que le debes; si te da dos,
entonces echa a correr como una furcia
sin bragas. Pero, en todo caso, no le
hubiera servido de nada huir como un
conejito salvaje, porque tarde o
temprano yo le habría encontrado.
Yo siempre encontraba a mi presa.
Apenas Peter se asomó a la entrada,
me interné en su vivienda sin dirigirle ni
media palabra, así que él adivinó que mi
visita no era de cortesía. Tuvo suerte de
que nos viéramos interrumpidos por
Evelyn, su hijita mimada, cuando
apareció saludándome con una sonrisa
audaz. Peter, como buen anfitrión, nos
presentó con voz trémula, pero
enseguida, como buen padre o al menos
esmerándose por serlo, le pidió que se
marchara. Aquello era una reunión de
hombres, y una señorita cándida como
ella debería estar en misa a esas horas.
Ese tío era tan gilipollas que no
sospechaba que Evelyn y yo nos
conocíamos desde hacía semanas,
cuando una noche coincidimos en un
garito de mala muerte. La joven de
dieciocho añitos, de aire virginal y una
mirada inocente que embaucaba a
cualquiera, se me insinuó en la barra del
bar, contoneándose delante de mí en
busca de un poco de diversión. Para ser
sincero, no me solían atraer las
jovencitas. Lo que a mí me gustaban
eran las mujeres con recorrido, que
supieran mamarla de puta madre y no se
quejaran cuando quisieras metérselas
por el culo. Pero mandé mis gustos a
tomar por saco cuando la niñata no paró
de restregar su trasero contra mi
abultada bragueta. Follamos de pie en el
cuarto de baño, como dos descosidos.
¿Quién podría haberse negado a
semejante tentación?
Evelyn era joven pero experta, con
unas tetas exuberantes y un culito
respingón que invitaba a hacer locuras,
además de un coñito prieto que
enloquecería hasta al más santo.
El semáforo se iluminó en verde.
Pisé el pedal del acelerador y los
neumáticos chirriaron contra el asfalto.
En mi mundo los negocios funcionaban
de un modo bastante jodido y había una
norma fundamental a seguir: nunca le
des la espalda a quien te da de comer. O
mejor dicho nunca cagues donde comes.
Pero el miserable de Peter Romero
había hecho exactamente eso: había
cagado donde no debía hacerlo. Como
consecuencia, su cuerpo reposaba en la
descolorida moqueta de su casa, con un
agujero entre ceja y ceja.
Llegué a mi destino tras dejar unas
cuantas manzanas atrás. El hogar de
John, mi hermano, era diminuto pero
acogedor, amueblado con mobiliario
barato pero eficiente, situado en el
barrio Rainier Valley. Hacía más de una
semana que no le había visto el
pescuezo y aunque eso ocurría más que
de vez en cuando, las últimas
conversaciones que intercambié con
nuestro jefe me habían inquietado
sobremanera.
Apagué el motor, acomodé el
revólver en la parte trasera de mis
vaqueros y salí a la calle. La húmeda
brisa me atizó la cara, pero en cuanto
achiqué los ojos hacia la casa color
verde musgo que se erguía ante mí, una
sensación de alarma me puso los vellos
de punta. Algo andaba mal. Olía a
putrefacción. Olía a muerte.
El corazón empezó a bombearme con
fuerza. Empuñé la pistola, prescindí del
seguro y troté con suma precaución hasta
la entrada. La puerta principal estaba
entreabierta, pero la cerradura no
parecía haber sido forzada. Agucé el
oído, empujé despacio la tabla de
madera y eché un vistazo adentro. De
súbito, se me revolvió el estómago. La
bilis acudió a mi garganta, bañando mi
lengua con el sabor nauseabundo del
vómito al ver que lo que
inconscientemente había temido se
acababa de confirmar.
Corrí hacia el vestíbulo. El oxígeno
abandonó mis pulmones cuando me
arrodillé en el suelo y situé la cabeza de
John sobre mis muslos. Sus mejillas
habían perdido el color natural que
tienen los vivos. Con congoja y
respirando con agitación, palpé su
pecho. Quise gritar cuando noté que su
camiseta estaba cubierta de sangre.
Alguien lo había matado a balazos.
Y yo sabía quién era el culpable.
Observé mis manos ensangrentadas a
la vez que un escalofrío circulaba por
mis vísceras. En un intento por mantener
a raya la ira apreté los párpados, pero la
cólera avivó mis furiosos sentidos. La
violencia que encendía mis venas me
estaba desgarrando, como si un ente
demoníaco estuviera triturando mis
órganos. Permanecí así durante varios
segundos, estremeciéndome con
poderío, hasta que el sonido de unas
pisadas me sacó de la niebla que me
había envuelto como un tornado.
Entorné los ojos y me puse de pie.
Un tío grandote, de pelo corto color
rubio canario, salió canturreando de la
cocina con una birra en la mano. Pero no
me detuve a averiguar quién era ese
cabrón.
Levanté el arma y disparé.
La tapa de sus jodidos sesos voló
por los aires.
Trémulo, me aproximé a él y me
bastó un instante para reconocerlo. El
muy capullo había ingresado en la
pandilla hacía pocos meses. Se llamaba
Paul Sanders. Era un joven hispano, de
ascendencia americana. Una joya en
bruto, según la opinión de nuestro jefe.
Paul aún no tenía nuestros símbolos en
la piel, lo que significaba que la vida de
John era la prueba de lealtad que tarde o
temprano nos exigían a todos.
Y mi pellejo estaba incluido en el
pack.
—¡Hijo de perra! —mascullé y le
escupí en la cara, seguido de una
enérgica patada en los huevos.
El pecho me subía y me bajaba con
agonía. La necesidad de cobrarme lo
que me habían arrebatado se intensificó
sumiéndome en un abismo. Blasfemé un
par de veces a la vez que echaba una
última mirada a John. Tras despedirme
en silencio de él, regresé a mi coche.
Golpeé el acelerador con la punta de mi
bota y derrapé con rudeza.
Estaba temblando de arriba abajo.
La vena de las sienes me palpitaba, así
que me encendí un pitillo y conduje a
una velocidad desquiciante por la
interestatal. No dormí en todo el camino
y apenas descansé unos minutos, por lo
que el rótulo que recibía a los viajeros
en La Ciudad de los Árboles emergió
después de más de doce horas de viaje.
En aquel momento la carretera era un
torrente de actividad automovilística. El
cielo resplandecía con fervor a pesar
del tiempo templado, y la belleza de la
urbe transmitía una serenidad
cautivadora.
A los quince minutos aparqué a un
lado de la acera, apoyé la nuca en el
reposacabezas y respiré hondo. Era
consciente de que me quedaban varias
balas en el cargador, aunque casi nunca
necesitaba más de una para exterminar a
mi objetivo. Las agujas del reloj
avanzaron a un ritmo perezoso, pero tras
mucha paciencia y cinco cigarrillos
consumidos sucedió lo que estaba
aguardando.
Una avalancha de personas fluyó de
las amplias puertas de cristal del
edificio que había enfrente. Entre la
masiva aglomeración de jóvenes,
distinguí a mi nueva presa. Él estaba
sonriéndole a una rubia con gafas, que
sostenía una carpeta violeta contra su
pecho poco desarrollado. Los dos se
carcajearon un rato más antes de que él
se despidiera de ella con un beso en la
mejilla; y caminó hacia el parking, con
la mochila colgándole de forma grácil
del hombro izquierdo.
No me lo pensé. Salí del coche y
crucé la calle a apresuradas zancadas,
con el revólver firme entre mis dedos
manchados de sangre seca y el rostro
contraído de enfado, mientras mantenía
la vista fija en su silueta.
La muchedumbre, adelantándose a
los desastrosos sucesos que estaban a
punto de desencadenar una masacre que
sería difícil de olvidar, empezó a chillar
y a distanciarse de mí mientras me
apuntaban con el dedo índice y pedían
auxilio.
Él se volteó ante semejante alboroto,
con una expresión confusa en sus rasgos.
Los ojos color avellana, como los de su
padre, casi se le salieron de las órbitas
cuando se percató de que me estaba
dirigiendo en su dirección a la vez que
sus torpes pies retrocedían de manera
involuntaria. Él no me conocía a mí.
Pero yo sí a él.
Elevé mi mano hacia su corazón y
presioné el gatillo.
Uno.
Dos.
Tres…
Cuatro.
Cinco.
Seis…
Siete.
Y…
Ocho.
El cargador quedó desocupado, pero
yo continué oprimiendo el gatillo como
si las balas fueran a reaparecer como
por arte de magia. La ira me carcomía
por dentro como el veneno de una
mamba negra. Mi pulso aullaba en mis
oídos y no podía cesar de estremecerme.
Su cuerpo cayó inerte sobre la grava,
pero su débil imagen no me conmovió lo
más mínimo. Para ser honesto, seguía sin
darme cuenta de lo que acababa de
hacer. Me sentía trastornado y no
lograba percibir ni una pizca de
realidad.
Había enloquecido.
Estaba loco.
Enfermo de odio.
Mi mente registró a duras penas los
bramidos que provenían de los agentes
de policía que recién habían llegado a la
zona y se habían situado a mi espalda,
ordenándome que arrojara el revólver y
me entregara a las autoridades. No les
hice ni puto caso. Tenía la visión
ofuscada. La pérdida me estaba matando
poco a poco. De repente, un fuerte golpe
me atenazó la nuca seguido de un
empujón que me dejó tumbado sobre el
asfalto. Aun así, no puse resistencia. No
peleé.
Los gritos de histeria, los llantos y
las sirenas de los coches patrullas y de
las ambulancias, me rodearon en una
burbuja como si se tratara de una
psicótica melodía.
Al verme tan dócil un agente de
policía aprovechó para quitarme el arma
de las manos y, acto seguido, extendió
mis brazos hacia atrás. Enseguida sentí
las frías argollas de unas esposas
alrededor de mis muñecas antes de que
me levantaran con brusquedad entre dos
hombres uniformados. Fue entonces
cuando entendí que todo lo que estaba
viviendo era real. Lo hice cuando mis
ojos se inmovilizaron en el cuerpo sin
vida de aquel muchacho inocente, que no
era el culpable de que John estuviera
muerto. Ese asesinato había sido en
vano, pues no había disminuido el dolor
ni la presión que me aguijoneaba el
pecho.
Cuando me arrastraron hacia el
coche patrulla y me metieron con un
brusco empellón en la parte de atrás,
cerrando la puerta de un manotazo,
comprendí que nunca tendría suficiente.
Jamás descansaría en paz. No podía
hacerlo. No lo haría hasta que aniquilara
al hijo de puta que había ordenado la
ejecución de mi hermano.
Un sentimiento malicioso nació
desde lo más profundo de mi ser,
apoderándose de mí y convirtiéndome
en un depredador letal y hambriento, con
un único propósito en la vida.
La venganza.
1
Linda
Lunes, 3 de agosto de 2009
Sacramento, California.
Fría como el hielo. Estoica.
Imperturbable.
Tenía ese concepto de mí misma desde
que forjé aquel muro de indiferencia a
mi alrededor, para que nadie se
involucrara más de lo debido en mi
vida. O más bien para que nadie se
entrometiera más de lo que yo les
permitía que lo hiciesen.
Pero aquella calurosa mañana de
verano, mientras fruncía el ceño y me
daba un minucioso repaso en el espejo
colgado detrás de la puerta de mi
habitación, mi imperturbabilidad
parecía haberse desvanecido. Mi
frialdad aún era patente en mis facciones
al igual que la palidez en mi rostro; sin
embargo, mi aspecto lucía demacrado,
como si hubiera estado de juerga toda la
noche.
Esbocé una mueca ante tal
pensamiento.
Apenas recordaba la última vez que
había llegado tarde a casa por diversión.
O por placer. O por ambas cosas. Pero
quien creyera conocerme pensaría que
me había quedado trabajando hasta las
tantas, encaprichada con terminar el
infinito papeleo. En cierto modo,
aquellos rumores no estaban del todo
mal encaminados. Pero eso no era lo que
me desvelaba por las noches. Algo
mucho más siniestro me arrebataba mis
instantes de tranquilidad. Un mal que
vivía conmigo desde hacía mucho y que
parecía no tener intención de marcharse
de mi vida.
Estiré un poco más mi altísima cola
de caballo, me giré sobre mí misma y vi
la caja metálica llena de recuerdos
dolorosos, que yacía sobre la cama. La
había sacado del armario tras
despertarme gritando en plena
madrugada; pero no tuve fuerzas para
abrirla. En cambio, me había sentado
junto a ella respirando con dificultad, a
la vez que notaba un dolor punzante, casi
insoportable, en el pecho.
En mi mente aún conservaba la
borrosa imagen de ese hombre
inhumano; la aterradora sensación al ver
cómo una espesa cortina de sangre se
expandía hacia mí, con el propósito de
arrastrarme al abismo más profundo que
existiera.
A la oscuridad.
A la muerte.
Un escalofrío me recorrió la espina
dorsal. Lo que viví aquel día no me
abandonaría nunca.
Recogí mi maletín y crucé la
distancia que había hasta la sala de
estar. La figura de Angy, sentada en el
sofá mientras se llevaba una cucharada
de cereales con leche a la boca, me dio
una razón para fingir una sonrisa. Pero
ella no me prestaba atención. Mi mejor
amiga tenía la mirada fija en el
noticiario matutino. Las expresiones de
su rostro emitían una mezcla de asombro
y horror a partes iguales.
Tomé asiento en el sillón.
—¡Qué barbaridad! —exclamó con
sus enormes ojos azules desencajados y
sacudió su cabellera color rojo fuego, un
tono tan pasional como ella—. ¿Has
oído eso? ¡Más de cuarenta y dos mil
personas mueren al año por sobredosis
de drogas en los Estados Unidos! ¿En
qué demonios piensan esos
irresponsables cuando se están pegando
un chute que les dejará más desmayados
que vivos?
Me encogí de hombros.
—No creo que les importe mucho.
Expresó un gruñido de frustración
antes de mirarme y formar la palabra
«sexi» con los labios, en silencio.
—Te veo muy arreglada.
—La ocasión lo merece.
—Pero esas ojeras están cada vez
más pronunciadas —observó con
preocupación—. ¿Estás segura de que
no deberías tomarte un descanso? Han
sido unos meses muy intensos, por no
decir que has estado sometida a mucho
estrés estas últimas semanas.
—Estoy bien. Te lo prometo. —No
me creyó. Lo supe por cómo comprimió
sus labios. Por algo era la única persona
que me conocía más o menos a la
perfección.
Angela Nichols y yo nos conocimos
en la Universidad de Stanford, en Palo
Alto. Las dos estábamos recién salidas
de la escuela secundaria y no teníamos
nada en común salvo que cursábamos la
carrera de Psicología. Ella no conocía a
nadie y yo era nueva en la ciudad, pues
mi tierra natal estaba en Tacoma, por lo
que podría decirse que nos unió la
conveniencia. Sin embargo, pronto
fraguamos un gran vínculo entre nosotras
y desde que intercambiamos el primer
tímido saludo, no nos separamos jamás.
Después de especializarnos, Angy en
psicología infantil y yo en una
modalidad mucho más turbulenta, nos
mudamos a Sacramento donde
decidimos compartir piso; un
apartamento amplio y moderno ubicado
en el corazón de la capital.
Nuestra amistad se fortificó con el
paso del tiempo, pero seguíamos siendo
totalmente diferentes. Ella era todo risas
y bromas, y destilaba alegría por los
cuatro costados. Además, gracias a su
coquetería innata, los hombres estaban
locos por ella y alguna que otra mujer
también. Le llovían los candidatos del
cielo.
Yo, al contrario que mi amiga, no me
reía con facilidad; mi alegría brillaba
más bien por su ausencia y jamás de los
jamases me había considerado una mujer
coqueta. No es que no tuviera hombres
que quisieran compartir una noche
conmigo. Los tenía, claro que sí, pero a
mí no me interesaban los romances y
mucho menos los revolcones de media
hora en algún cuchitril de tres al cuarto.
Ella y yo éramos como el día y la
noche.
Nos compenetrábamos bien.
—Te oí gritar —dijo Angy,
quebrando el silencio—. Parecía como
si te estuvieran matando.
Las imágenes que me habían asaltado
horas antes se arremolinaron como
diapositivas inconexas en mi mente.
—Supongo que en cierto modo lo
estaban haciendo. Gracias por no venir a
mi habitación.
—Sé que no te gusta que te vea así,
pero me asusté muchísimo.
—Lo siento.
—No tienes que pedirme disculpas
—calló un segundo—. ¿Qué soñabas?
Tragué saliva.
—Lo mismo de siempre. —Al
percibir su inquietud, añadí—: Pero
estoy bien. Solo algo cansada. Nada que
no se pueda arreglar con un par de horas
de sueño.
—Sigo pensando que deberías bajar
el ritmo. O salir más a menudo. ¿Te
apetece ir a bailar esta noche?
—¿Un lunes? —Agité la cabeza—.
Me parece que no.
—Si fuera viernes, también te
opondrías —resopló como una cría de
cinco años.
Tenía razón, pero preferí no
admitírselo en voz alta. No me apetecía
discutir en un día tan importante como
ese. Eché un vistazo al reloj y me
desinflé aliviada al ver que tenía que
marcharme. La convivencia con Angy no
era complicada, pero cuando se ponía en
plan inquisitiva me exasperaba un
poquito.
Me levanté del sillón.
—Te veo luego.
Angy colocó el cuenco vacío en la
mesita de centro.
—¿Te vas ya?
—Sí, no quiero llegar tarde.
Benjamin Donovan odia que le hagan
esperar.
—¡Se me había olvidado que tienes
una reunión con él! —exclamó y se puso
de pie—. No ha pasado mucho tiempo
desde que te dieron el último caso.
—Tres meses. —Era muchísimo
tiempo para mí—. Pero no sé si se trata
de un caso nuevo. Cuando me llamó
hace dos días comentó que quería
verme, pero no me dio más
explicaciones.
—A eso me refiero con darte un
respiro. No sé cómo soportas estar
metida en ese mundo teniendo en cuenta
lo que te pasó. ¿No crees que debido a
que estás en contacto constante con esa
gente las pesadillas se han vuelto mucho
más violentas?
—Son así desde que tengo uso de
conciencia —me defendí sin poder
evitarlo.
—Sé que siempre han sido
aterradoras y que las sufres desde que
ellos… —Se me tensaron los músculos
al oírla. Intentó recular—. Lo que quiero
decir es que…
—Tengo que irme —la interrumpí
con un beso en la mejilla, me desplacé
hasta la salida y tomé el ascensor.
Mientras descendía hasta el parking
privado, no pude evitar sentirme
culpable por haberme ido con tanta
brusquedad. Ella solo pretendía
ayudarme, pero yo no deseaba hablar de
ellos. Ni de ese hombre sin rostro. Ni de
mí misma. Angy era la única que sabía
lo que me había sucedido. Se lo confesé
un día, cuando cursábamos segundo año
de carrera. En aquel entonces vivíamos
en una vivienda cerca del campus
universitario. Tras oírme chillar varias
noches en sueños, me preguntó a qué se
debían esos gritos que le destrozaban el
alma. Yo había tenido mis dudas, pero al
final me arrellané en la cama con ella y
mientras permitía que me abrazara y me
diera ánimos entre susurros
apaciguadores, le conté mis recuerdos
sin derramar ni una lágrima.
Ni siquiera mi tía Emma, quien
gracias a su dinero conseguí convertirme
en la persona que me había propuesto
ser, se había percatado de mi
sufrimiento y eso que convivimos bajo
el mismo techo durante casi diez años.
Después de aquella mañana, no volví a
mencionar el instante en que me perdí a
mí misma, pero eso no significaba que
lo tuviera superado. Nunca lo superaría.
Pero si tenía que sufrir, lo haría en
silencio y sin amargarle la existencia a
nadie.
Hay personas a las que el dolor las
hunde, e incluso las llega a destruir en
pedacitos irreparables. En mi caso el
dolor me volvió tan débil como fuerte y
esa debilidad, con el transcurso de los
años, se convirtió en el motor que me
hacía funcionar día a día.
Las puertas del ascensor se abrieron.
Subí a mi vehículo y conduje con la
radio encendida. El verano en
Sacramento era bastante más cálido que
en Tacoma, pero también menos
soportable cuando tenías que vestir
tacones, faldas de lápiz y blusas de
manga tres cuartos por asuntos de
trabajo. El aire acondicionado fue mi
bálsamo particular durante el trayecto
mientras enfilaba por la carretera. Por
fortuna, llegué a mi meta después de un
poco más de cincuenta minutos.
La estructura de una enorme fortaleza
construida con muros de hormigón brotó
en la lejanía. Detrás de aquellas paredes
la violencia reinaba en cada estancia y
provocaba un sinfín de sentimientos
ruines en aquellos que permanecían a la
sombra. El perímetro estaba rodeado de
largas y extensas cercas de espino
electrificadas mientras que la
edificación tenía forma de semicírculo y
estaba dividida en tres instalaciones
independientes. El paisaje se insinuaba
fúnebre, a pesar de que el cielo brillaba
como la plata recién pulida.
Giré el volante hacia la derecha y las
letras «Prisión Estatal de California,
Sacramento», conocida como Nueva
Folsom, me dieron un gélido
recibimiento.
Aminoré la velocidad y me detuve
delante del guardia que bloqueaba la
entrada a la prisión, al lado de una
barrera blanca. La cabina de control,
localizada a su izquierda, era de
hormigón también, con un par de
ventanas rectangulares. Bajé la
ventanilla. Él me pidió mi
documentación y yo le entregué el carné
de identidad y el permiso de conducir.
Les echó un vistazo y, a continuación,
levantó la barrera.
El estacionamiento no estaba muy
abarrotado, por lo que no tardé en hallar
un hueco para aparcar. Tomé el maletín
por la correa y fui hacia la entrada con
pisadas decididas. Por dentro, la prisión
lucía tan deprimente como un velatorio.
Paredes de piedra, pasillos infinitos y
estrechos, suelos de baldosas de un gris
insignificante, techos con lámparas de
tubo cuya potencia se me antojó mortal
para la vista y cientos de cámaras de
seguridad distribuidas por los rincones.
Me dirigí hacia la zona de control,
coloqué el maletín en la cinta de rayos
equis y pasé con éxito la cabina de
detección de metales. Isaac Taylor, uno
de los guardias de seguridad, vestido
impoluto y armado hasta los dientes, me
devolvió el maletín.
Le di las gracias con una sonrisa
simpática.
—¿Ha vuelto, doctora Evans? —me
preguntó con voz aguda y suave a la
misma vez.
—Eso depende del jefe.
—Salgamos de dudas entonces —
dijo y me indicó que lo siguiera,
mostrándose contento—. El señor
Benjamin Donovan se encuentra en su
despacho. La está esperando. —Hizo
una pequeña pausa—. Ya pensábamos
que no la volveríamos a ver.
—Espero quedarme todo el tiempo
que me permitan.
Él asintió y tras unos minutos, nos
paralizamos delante de una puerta
maciza.
—Espero que le tenga buenas
noticias.
—Gracias. —Cuando Isaac se
marchó, golpeé la puerta con los
nudillos—. ¿Se puede?
No obtuve contestación. En cambio,
la puerta se abrió con delicadeza y el
rostro de Benjamin Donovan, director
de la prisión, apareció vestido con un
traje azul.
Me tendió una mano y yo se la
estreché con firmeza.
—Linda, por favor, entra. —
Mientras caminaba hacia uno de los
sillones posicionados frente a su
escritorio, observé la habitación
decorada con mobiliario antiguo. Había
buen gusto ahí, para ser parte de una
cárcel repleta de delincuentes
sanguinarios—. ¿Cómo has estado?
Benjamin tomó asiento con
desenvoltura.
Yo crucé las piernas, me senté recta
y lo miré a la cara.
—¿De qué se trata? —Fui a saco.
Se rio ante mi impaciencia.
—Te veo fenomenal. —Sacó una
carpeta del primer cajón de la mesa—.
¿Qué tal va la tesis?
—Bastante bien —admití con las
manos inmóviles sobre mi regazo—. Las
entrevistas me han aportado información
muy valiosa que de otra forma no habría
podido recabar. Gracias a tu
disposición, sin menospreciar a la Junta
de Tratamiento, la tesis ha avanzado de
manera considerable.
—Pero aún te queda un móvil por
perfilar. —Empujó la carpeta en mi
dirección—. Por eso te he llamado. Tras
varias pláticas y dimes y diretes con los
miembros de la Junta, tenemos un
interno que está dispuesto a que le
entrevistes.
En eso consistía mi trabajo: elaborar
perfiles psicológicos de agresores
violentos y desenterrar los distintos
patrones de conducta en asesinos a
través del análisis de sus crímenes tanto
a nivel psicológico como criminalista y
forense.
El mundo de la psicología era
curioso y apasionante en proporciones
iguales. Mi pasión, o más bien debería
llamarlo mi fanatismo, era indagar en las
mentes de los criminales más crueles y
perversos del mundo. No me interesaban
los actos delictivos de menor grado o
intensidad. Y tampoco colaboraba codo
con codo con la policía, aunque para ser
sincera alguna vez les había facilitado
mis perfiles psicológicos para la
detención de criminales que imitaban a
otros homicidas conocidos.
«¿Por qué una persona se convierte
en un asesino?».
La pregunta me desmenuzaba por
dentro.
Solía extraer información de los
periódicos y de las fichas de prensa
archivadas en la biblioteca pública, o
gracias a los testimonios de los testigos
cercanos o involucrados indirectamente
en el homicidio, hasta que tras mucho
esfuerzo me obsequiaron la oportunidad
de ser aceptada para usar una de las
herramientas más efectivas a la hora de
estudiar a un criminal: las entrevistas
cara a cara. Desde entonces había
ampliado los conocimientos que ya tenía
sobre ciertos homicidios, siguiendo
cuatro móviles que, bajo mi punto
profesional de vista, eran los más
importantes a lo que a crímenes se
refería: el crimen pasional, el crimen de
odio, el crimen de dinero y el crimen de
venganza.
El último móvil era el único que aún
no había tenido ocasión de profundizar,
pero al parecer mi suerte estaba a punto
de dar un giro drástico.
—¿Cumple con el último rasgo?
—Sí —asintió Donovan con
seriedad—. El móvil principal en sus
crímenes es el dinero. Pero la cosa no
acaba ahí. Este interno es especial. Es
perfecto para que solidifiques tu tesis.
—¿A qué te refieres con especial?
—El interno cumple con casi todos
los móviles de la tesis. Podrías extender
la información que ya posees usando
como base al mismo recluso.
Intrigada, agarré la carpeta y leí las
primeras hojas del historial.
—Zack Cassidy… —murmuré con
aire ausente—. Creo que me suena este
nombre.
—Salió en todos los periódicos y
noticiarios del país. —Se aclaró la
garganta al verme tan absorta en el
documento. A regañadientes cerré la
carpeta. Ya tendría tiempo de seguir
analizándola—. Lleva en prisión desde
abril de 2001. Tiene tres cadenas
perpetuas sin posibilidad de libertad
condicional.
—¿Qué hay de sus crímenes?
Se cruzó de brazos en un gesto
sombrío.
—Es un exsicario profesional, uno
de los mejores que he visto en toda mi
carrera. Sus ejecuciones eran tan
limpias que logró escabullirse de la
justicia durante años. Nunca se
presentaron cargos contra él. Pero en su
último crimen fue bastante indiscreto.
Ahora cumple condena por siete
homicidios en primer grado.
—¿Solo siete?
—Son los únicos cuerpos que se
lograron recuperar tras un exhaustivo
proceso de investigaciones. Excepto la
bala en la escena del crimen, no hubo
pruebas contra él. No había huellas
dactilares ni tejidos extraños y mucho
menos el arma del homicidio. Cassidy
es un sujeto al que no le afecta la
violencia. No tiene compasión. Ni
debilidades aparentes. Le bastaba un
disparo para acabar con sus víctimas.
Por eso mismo, cuando eches un vistazo
a los informes, llegarás a la misma
conclusión que yo. El último asesinato
no fue un asunto de dinero.
—Entonces sí tiene debilidades —
afirmé.
Chasqueó la lengua con disgusto.
—Te equivocas. —Se puso en pie.
Benjamin era un hombre más bien alto,
con buena anchura en el cuerpo, de pelo
oscuro y ojos grises como las nubes de
una inminente tormenta—. Pertenecía a
la Mafia Mexicana. Y ya sabes la
reputación que posee esa pandilla: gente
pérfida, vil y arrogante que no teme ir a
prisión, porque incluso dentro de los
centros penitenciarios se las ingenian
para seguir realizando sus trabajos
sucios. —Rodeó la mesa mientras yo me
levantaba también. Cogí la carpeta y el
maletín, y continué escuchándolo en
silencio—. Zack era el asesino de la
eMe dirigida por Benicio Velázquez;
uno de los hombres más buscados por el
FBI. No sé quién de los dos es más
peligroso. Ahora, Benicio se encuentra
en busca y captura por narcotráfico. Sin
embargo, los federales piensan que
existe una siniestra conexión entre
Cassidy y Velázquez en el último
homicidio ejecutado por el primero. —
Me miró con prudencia antes de añadir
—: Linda, haz las preguntas que tengas
que formular en tus entrevistas, pero
quiero que te ganes la confianza de este
interno y le sonsaques toda la
información que puedas. Los crímenes
que ha cometido son más que siete. La
justicia se está esmerando en atrapar a
Benicio y así detener todas y cada una
de sus redes con otros sindicatos
delictivos. Por alguna razón, Cassidy no
ha querido hablar sobre su exlíder y yo
quiero averiguar el motivo.
—Quizás le siga siendo fiel.
—Lo dudo mucho. —Extendió una
mano hacia la puerta—. Demos un
paseo.
Caminamos por las instalaciones,
pero nos mantuvimos alejados de las
celdas.
—Por lo que me has contado, me
parece que Zack Cassidy es el candidato
perfecto para mi tesis.
—Lo es. Es el criminal que andas
buscando; de los que te gustan a ti, con
un pasado turbulento, un presente no
mucho mejor y un futuro del que no
podrá escapar jamás.
—¿Es un hombre mayor?
Redujimos la marcha al toparnos con
una puerta que daba acceso al siguiente
corredor. Aguardamos a que el guardia,
situado dentro de una cabina de
seguridad, manipulara una serie de
botones y nos diera vía libre.
Entramos.
—Tiene treinta y ocho años.
—¿Se ha metido en algún lío?
—Tiene buen comportamiento, pero
no te dejes engañar por sus encantos. Es
un manipulador. Siempre da en el clavo
con las palabras que uno quiere oír y
qué miradas son las ideales para seducir
a la persona que tiene enfrente.
Me encogí de hombros restándole
importancia.
—¿Ha puesto alguna condición?
—Nada de grabaciones. Es lo único
que le hemos concedido.
—Me parece bien.
Benjamin me guio hasta un enorme
ventanal de cristal polarizado donde
tuve un plano magnífico del amplio patio
de recreo y de los internos que
pululaban por ahí. La mayoría estaban
haciendo ejercicio en unas barras
amarillas o se entretenían jugando al
baloncesto mientras que otros hablaban
en grupos a la vez que admiraban el
partido, o se dedicaban a caminar fuera
de la cancha.
—Empezarás este viernes en la sala
de las entrevistas. —La voz del director
me sacó de mi escrutinio—. No te dejes
intimidar por Cassidy, ni por su
apariencia sosegada. No hay calma
habitando en él. Es una bomba de
relojería.
—Entiendo —dije con frialdad,
aunque mis dedos se sostuvieron con
fuerza a la correa del maletín.
—¿Te gustaría verlo? —me preguntó
de sopetón, pillándome desprevenida.
—Sí —balbuceé tras recuperarme de
la súbita sorpresa—. Me encantaría.
—Míralo… —dijo con repulsión
mientras señalaba con su barbilla
afeitada un lugar a pocos metros de
nosotros—. Está justo donde todos los
días.
Al principio me costó distinguir algo
más que el denso color azul de la
vestimenta de los internos hasta que
sonaron dos pitidos en el patio. Era hora
de realizar el recuento. Los cuerpos
gigantescos y sudorosos y los cabellos
enmarañados empezaron a difuminarse a
medida que se aproximaban a la entrada
del nivel al que pertenecían. Fue en ese
momento cuando un grupo de jóvenes
afroamericanos decidió moverse con
parsimonia hacia la fila de reos, como si
todos siguieran el mismo compás
desganado, y de inmediato la silueta de
un recluso que hacía un nítido contraste
con los demás penetró en mis retinas.
Estaba apoyado contra un muro sucio
a la vez que fumaba con calma un
cigarrillo e ignoraba todo lo que le
rodeaba, como si la cosa no fuera con
él. Su pelo largo y rubio caía indomable
a ambos lados de su rostro, y sus bíceps
se marcaban bajo el mono azul, con las
letras «CDCR Prisoner» escritas en
amarillo, en la espalda. El interno dio
una última calada a su pitillo, lo arrojó
con un simple movimiento de muñeca y
se desplazó hasta sus compañeros, con
un caminar arrogante.
El corazón se me apretó en el pecho.
Mis mejillas se encendieron a causa de
una emoción que no supe cómo
interpretar. No entendía por qué mi
cuerpo reaccionaba así ante la presencia
de un desconocido, pero supe que estar
en el mismo espacio con un personaje
como Zack Cassidy no sería nada fácil
de sobrellevar.
Mi mundo entero estaba a punto de
sufrir el peor terremoto de su vida.
2
Linda
Viernes, 7 de agosto de 2009
Nueva Folsom, California.
Los últimos días me dediqué a revisar la
ficha policial de Zack Cassidy, como
también el informe de los cadáveres por
los que se le había enjuiciado e
incriminado. No podía negar que me
ofusqué recopilando información que
pudiera ser de utilidad para mis
entrevistas, pero no descubrí nada en mi
exploración. Sin embargo, Benjamin
Donovan no se equivocaba respecto a
dos situaciones: el recluso era un ser
insensible y su último crimen había sido
muy distinto a los anteriores.
Mientras caminaba por el estrecho
pasillo de la prisión, detrás de Isaac
Taylor, recordé lo que ponía en la
declaración de los hechos. En el juicio
el interno se declaró culpable, pero solo
por el último homicidio. Aun así,
gracias a la gran labor del equipo
forense, se le logró atribuir otros seis
crímenes. ¿La prueba definitiva? Una
bala del calibre veintidós; los mismos
casquillos que fueron encontrados en los
cuerpos de las víctimas; el mismo
calibre del revólver que empuñaba
como si la vida le fuera en ello el día
que le capturó la policía.
Regresé mi mirada hacia el guardia.
Habíamos alcanzado la sala de las
entrevistas. Isaac abrió la puerta y me
pidió que entrara con un gesto del
mentón. Al hacerlo me percaté de la
presencia de Steve Dalton, su
compañero, en un rincón con la vista al
frente. Ellos siempre se quedaban
conmigo mientras yo realizaba mi
trabajo. Iban armados hasta la saciedad,
e intimidaban bastante. Los dos se
mantendrían a una distancia prudente,
pero sin que resultara inalcanzable por
si acaso tuviesen que intervenir para
protegerme.
La habitación era de paredes blancas
y carecía de ventanas, pero la luz
artificial asomaba a cada ángulo.
Conocía cada detalle de la estancia.
Cada obscuro contorno. Lo conocía
todo, excepto al hombre que estaba
sentado tras la mesa metálica. Tenía la
cabeza gacha y unas apretadas esposas
restringían sus muñecas mientras que sus
tobillos estaban rodeados por unos
pesados grilletes.
Isaac cerró la puerta y se posicionó
en la esquina contraria.
Respiré hondo y caminé hacia el
interno, mostrándome fría, distante y
controlada.
Zack Cassidy, por el contrario,
siguió mirando la superficie de la mesa
e hizo caso omiso a mi persona, por lo
que pude observarlo sin ningún
disimulo. Era un hombre de constitución
fuerte. Debía de medir más de un metro
ochenta y cinco, y sus hombros lucían
poderosos bajo la prenda azul oscuro.
Tenía una recortada, y a pesar de las
circunstancias, bien cuidada barba de
pocos días y la piel un tanto dorada por
el sol de agosto. Se había peinado su
pelo rubio, que casi le rozaba los
hombros, hacia atrás y sus facciones, sin
que hiciera falta que me mirara, me
resultaron sombrías, duras e
inquietantemente peligrosas.
Tomé asiento frente a él y situé el
maletín en el suelo.
—Buenos días, señor Cassidy. Soy
la doctora Evans —dije con
profesionalidad—. Encantada de
conocerle.
Al oírme alzó la barbilla con mucha
lentitud. Sus ojos me atravesaron con la
dosis exacta de terror, violencia y
perversión a pesar de que sus iris eran
hermosos; una fantástica y armoniosa
mezcla de colores grises, verdes y
azules. Durante varios instantes me
estudió con una intensidad tan tenebrosa
como la brisa que le cercaba como una
burbuja protectora, con una curva
ascendente en los labios y la cabeza
medio ladeada. No era una sonrisa, sino
una mueca vacía, sardónica e insidiosa.
—¿Qué edad tiene? —preguntó y me
miró de arriba abajo, con voz áspera y
profunda.
Me mantuve insondable ante la
cuestión. No debería resultarme ningún
esfuerzo. Yo siempre me comportaba de
manera correcta e intachable, sobre todo
en el trabajo.
—Supongo que Benjamin Donovan
le ha puesto en antecedentes respecto a
mi estudio. —Frunció una ceja. No supe
si fue por mis esquivas palabras o
porque el director no le había dicho gran
cosa sobre mi tesis—. Si tiene alguna
duda que quiera formularme antes de
que comencemos con la entrevista,
adelante.
No respondió, sino que aprovechó
esos segundos para darme otro repaso
con los ojos.
—La duración.
—Disponemos de una hora para
charlar con calma. Los viernes están
destinados para mí y las entrevistas se
prolongarán durante las próximas seis
semanas. —Le vi afirmar con la cabeza
a la vez que observaba el techo y las
esquinas—. No hay cámaras de
seguridad —dije adivinando sus
pensamientos—. Solo estamos usted y
yo. Los guardias no nos incordiarán. No
se preocupe por ellos.
Frunció con más profundidad el
ceño.
—¿Qué le hace pensar que esos dos
me preocupan? En todo caso, son ellos
los que deberían preocuparse.
—¿De qué?
—De su seguridad. —Sonrió con
malicia. La primera reacción honesta
que había exteriorizado hasta ahora—. Y
también de la de usted, doctora.
Trencé mis dedos, sin inmutarme ni
un poco.
—¿Me está amenazando? —inquirí
sin rodeos. Sabía a lo que me
enfrentaba.
—Tómeselo como una advertencia
—murmuró, tranquilo—. Le seré
sincero, puedo partirle el cuello antes de
que alguno de esos dos incompetentes se
acerque a usted.
Mi pulso se tornó tembloroso, pero
le pregunté en tono calmado, como el
suyo.
—¿Es eso lo que le gustaría
hacerme? ¿Partirme el cuello?
—No. —Se mordió el labio inferior
y me observó bajo sus claras y largas
pestañas—. Se me ocurren situaciones
más satisfactorias para ambos.
—¿Es siempre así de impulsivo?
—No suelo perder el tiempo
analizando las cosas.
—Parece que tiene cierta inclinación
a cometer crímenes.
—Era un asesino. Un sicario —
matizó descansando la espalda contra la
incómoda silla—. Matar significaba
tener dinero para sobrevivir hasta fin de
mes.
El tono de su voz era insulso,
indefinido. Zack se comportaba como el
psicópata perfecto que todo psicólogo
moriría por estudiar. Más de uno pagaría
por indagar en su mente, seccionar sus
patrones emocionales y describir a
grandes rasgos sus inquietudes, como si
fuera un rompecabezas incompleto.
Saqué mis notas del maletín y les
eché un vistazo.
—¿Le pagaron por matar a Tony
Sánchez? —pregunté tras leer el primer
nombre de la lista—. ¿Recuerda al
señor Sánchez? Su primera víctima.
Sus labios se torcieron en una
mueca.
—No fue mi primera víctima.
—¿Quiere que hablemos de ello?
—Me parece que no.
Bajé la mirada y pasé mi dedo índice
sobre la hoja del informe 298672-6.
Carraspeé antes de leer:
—Tony Sánchez, cuarenta y tres
años, fue encontrado el dieciocho de
junio de 1996 en su domicilio con
dirección en Seattle. Hora de la muerte,
catorce de junio de 1996,
aproximadamente a las 15:56 horas.
Causa del fallecimiento, impacto de bala
en la nuca. —Lo miré a los ojos, que
refulgían como dos bestias indómitas—.
¿Le suena de algo, señor Cassidy?
Alzó el mentón y sonrió apenas un
poquito.
—¿Quién dijo que no me acuerde?
—Se acuerda. Eso está bien. ¿Puede
decirme qué desató el crimen? —No
respondió, así que dejé a un lado mis
notas—. No tiene por qué callar. Le
recuerdo que fue condenado por siete
homicidios. Está demostrado ante un
tribunal que fue usted quien cometió esa
ejecución.
Se lo pensó un segundo.
—Dinero.
—¿Conocía a la víctima?
—Sí.
—¿Conocía siempre a sus víctimas?
¿Mantenía un trato cordial o amistoso
con ellas?
—No y no —dijo con un gruñido.
—¿Se cuestionó alguna vez que
quizás le estuviera arrebatando la vida a
alguien inocente?
Emitió una pequeña risotada.
—No hay nadie libre de culpa en mi
mundo, doctora.
«Interesante juego de palabras»,
pensé.
—Me resulta curioso que siga
considerando ese mundo como suyo. No
quiero sonar frívola, pero usted está en
la cárcel. Y seamos realistas, no creo
que pueda salir nunca de prisión.
Se encogió de hombros.
—Una vez que entras en ese mundo,
no puedes escapar de sus tentáculos. La
mayoría de los tipos que nos movemos
en ese entorno somos iguales. Calcos de
la maldad del otro.
—Tony era igual que usted. —Era
una afirmación.
Se relamió los labios.
Tenía una boca muy sensual,
deseable y peligrosa.
—Él era menos inteligente y más feo,
pero sí, nos regíamos por los mismos
códigos.
Afirmé con la cabeza y di por válida
su respuesta.
—¿Qué sintió la primera vez que
apretó el gatillo contra una persona? —
Silencio. Modifiqué la pregunta—.
Discúlpeme. Permítame que le formule
la cuestión de otra manera. ¿Qué sintió
cuando mató a Tony Sánchez? O cuando
asesinó a Gabriel Cruz, Peter Romero,
Manuel Vega, Paul Sanders o Edu
Carmona. —Me faltaba un nombre por
pronunciar, pero ese caso me lo estaba
guardando para después.
—Que mi trabajo había concluido —
respondió con desdén.
—¿Nada más? —Me observó
impasible—. Matar no le causaba
ningún estímulo.
—No me excita matar. No me la
pone dura. Era un trabajo que me daba
para comer. Solo eso.
—¿Y nunca le pareció un poco
egoísta jugar a ser Dios? Para que usted
pudiera vivir, otros tenían que perder la
vida.
Se obligó a relajar los puños a la vez
que se echaba más hacia atrás. Su
cuerpo destilaba una arrogancia
impetuosa y su mirada, una pasión
siniestra y ardiente.
—¿De qué se sorprende? En el reino
animal sucede lo mismo. Los
depredadores fuertes se comen a los más
débiles. —Me estudió unos momentos y
se deleitó con mi silencio—. ¿Usted en
qué bando está, doctora? ¿En los fuertes
o en los débiles?
Pestañeé repetidas veces hasta que
el control regresó a mí y pude continuar
con mi deber.
—Explíqueme con más detalle en
qué consistía su trabajo.
—En pocas palabras, me entregaban
una dirección y unas cuantas
instrucciones.
—¿Sentía rabia hacia esas personas?
—Me eran indiferentes.
Estuve un segundo enmudecida, con
sus ojos clavados en mí y casi sin poder
respirar por la magnitud de su mirada,
hasta que me centré en el siguiente
informe.
—Es el turno de Manuel Vega. —Sus
iris se ensombrecieron—. Mexicano con
residencia en Norte América. Tenía
cincuenta y cuatro años cuando fue
encontrado el uno de octubre de 1999 en
el garaje privado del domicilio que
compartía con su mujer y sus dos hijas
menores, a las afueras de Navy Yard
City, Washington. Hora de la muerte, ese
mismo día a las 11:49 horas,
aproximadamente. Causa del
fallecimiento, impacto de bala en el
pulmón. La colisión no fue letal. La
autopsia reveló que el señor Vega murió
por desangramiento. —Apoyé los codos
sobre la mesa—. No entiendo ese
repentino cambio en su pauta.
—No la cambié —confesó Zack
mientras tamborileaba la superficie con
sus dedos—. No suelo fallar en la
puntería. Soy muy bueno en lo que hago.
Pero Manuel consiguió esquivar la
primera bala. La segunda, sin embargo,
le agujereó el pulmón.
—Podría haberlo rematado con otro
disparo.
—Podría —convino y elevó uno de
sus hombros para luego dejarlo caer—.
Pero no me apeteció.
—¿Por qué?
Arqueó una ceja con la intención de
incomodarme.
Y lo logró.
—Porque me había hecho perder el
tiempo.
Sus respuestas eran escalofriantes.
—Y mientras conducía hacia su
hogar, ¿no pensó en el sufrimiento de
Manuel Vega?
—Ni siquiera se me pasó por la
mente.
Realicé un murmullo de afirmación y
escribí un par de reflexiones en mi
cuaderno personal. Cuando aparté la
mirada del informe y levanté la cabeza,
nuestros ojos se cruzaron y una gélida
esquirla de desconcierto me recorrió la
espina dorsal.
Debía admitir que a simple vista no
parecía ser el hombre que en realidad
era. Quizás si me hubiera topado con él
en la calle jamás habría pensado que era
un asesino, que carecía de moral y
sentimientos, que era incapaz de amar y
que le importaba un comino ser amado.
Pero tampoco me iría de copas con él.
Era curioso, pero había cierta
desesperación rodeándole como una
misteriosa nube invisible; una maldad
que podía tocarse con la punta de los
dedos.
De repente, me sentí incómoda.
Incluso temí que pudiera notar mi propia
desesperación.
Bajé la vista.
—Su revólver… —La voz me salió
ronca. Me aclaré la garganta y me forcé
a mirarlo de nuevo a los ojos—. ¿Solía
estar armado, aunque no tuviera trabajo
que hacer?
—Sí.
—Eso podría significar que ha
matado sin que hubiese dinero de por
medio. —Su rostro se colmó de un gesto
de concentración—. ¿De verdad se lo
está pensando?
Sus ojos adquirieron un tono más
grisáceo bajo las frías luces de la sala.
Era la mirada de un depredador.
—La lista es bastante larga.
—¿Quiere compartir conmigo qué
tan larga es esa lista? —me atreví a
preguntar al ver la imagen de Benjamin
Donovan en mi cabeza, diciéndome que
averiguara información sobre los
homicidios que aún no habían
conseguido resolver.
Zack se rio entre dientes y me lanzó
una mirada que logró aumentar mi pulso.
Ese hombre me intranquilizaba.
—¿Cree que soy estúpido? Y no, no
tengo miedo a las putas consecuencias.
¿Qué más me pueden hacer? Tengo a mis
espaldas más años de los que podré
vivir. Nada de lo que diga o haga hará
que me rebajen la condena. Vivo en el
nivel más jodido del trullo desde hace
más de ocho años, y mi situación no
cambiará por mucho que yo cambie. —
Dibujó una sonrisa en sus labios—. No
se moleste en preguntar. No quiero
cambiar. Ni cambiaré. —Se inclinó
hacia delante. Una cadena de
sensaciones insólitas me puso el vello
como escarpias—. ¿Quiere saber qué
tan larga es mi lista de crímenes? Si se
lo dijera, no podría dormir por las
noches.
Intenté verme inmune ante la
amenaza. Él parecía regodearse con mi
nerviosismo.
—No me intimida, señor Cassidy.
—Eso es porque aún conserva el
cuello intacto.
Desde muy pequeña había tenido la
mala suerte de conocer la perversión del
ser humano, la corrupción de la mente y
la depravación del corazón, pero Zack
Cassidy era distinto a los demás. Él, con
pocas palabras, conseguía que mi vida
ordenada y protegida bajo mil candados
pareciera estar a punto de descarriarse.
El hombre que me devolvía la mirada
conseguía que me sintiera vulnerable, tal
como hacía el monstruo que irrumpía en
mis sueños.
Reprimí un estremecimiento.
—Tengo aquí la ficha de su última
víctima. A él lo recordará un poco más.
¿Quiere hablarme de ello?
—No hay mucho que contar.
Endurecí la mandíbula ante su
indiferencia, pero no leí el folio. Tenía
la información grabada en mi memoria.
—Pablo Velázquez, americano con
nacionalidad mexicana. Tenía dieciocho
años cuando fue encontrado el dieciséis
de abril de 2001 en el parking de la
Universidad Estatal de Sacramento.
Hora de la muerte, aquel mismo día a
las 14:16 horas. La causa, ocho
impactos de bala. El primer disparo fue
suficiente para matarlo. Le perforó el
corazón. Pero usted continuó
arremetiendo contra él. La autopsia
reveló que el corazón le explotó por la
potencia de las balas.
Me quedé en silencio.
Zack también permaneció callado
mientras un brillo salvaje bailaba en las
profundidades de sus ojos multicolor.
—Es un buen resumen —dijo al cabo
de unos segundos, con total frivolidad.
—El móvil del crimen no fue el
dinero, así que ¿qué lo desencadenó?
—Furia. Ira. Odio. Rabia. Cólera.
Dolor —soltó un gruñido sin poder
contenerse.
Una corriente de aire helada se
apoderó de la atmósfera.
—¿Experimentaba esos sentimientos
hacia Pablo Velázquez?
—No.
—¿Se desataron cuando llegó a la
universidad o tenía planeado matar a
tiros a su víctima?
Colocó los antebrazos sobre la mesa.
Para ello, tuvo que juntar las manos, ya
que las esposas le apretaban con ímpetu
la piel.
—No tengo idea —reconoció en voz
baja—. Cuando me di cuenta de lo que
había hecho, ya había ingresado en la
trena y un oficial, rechoncho y con ganas
de darme una paliza, me ordenaba que le
mostrara los huevos antes de llevarme a
mi futura celda.
Su declaración no me sorprendió
demasiado. Las medidas de seguridad en
las instituciones penitenciarias a veces
eran extremas y rozaban lo humillante.
—¿Qué sintió tras ensañarse contra
Pablo Velázquez?
—Nada.
—¿Tenía pensado disparar todas las
balas?
—No lo sé. Supongo que sí. —
Estaba siendo sincero. Lo podía
vislumbrar en sus ojos.
En mi opinión, un ramalazo de ira y
de sentimientos despreciables se había
adueñado de él antes o durante el
trayecto que realizó desde Seattle hasta
Sacramento. La rabia lo había poseído y,
como consecuencia, había actuado por
impulsos y sin control.
—Pero era consciente de lo que
hacía o, al menos, de lo que estaba a
punto de hacer.
—Una parte de mí, sí.
—¿Ha sentido remordimientos…?
—No —me cortó y negó con la
cabeza, como si yo no hubiera entendido
aún el concepto «sicario»—. Las
personas a las que asesiné eran iguales
que yo.
Enarqué una ceja.
—Pablo Velázquez dista mucho del
patrón que seguían todas sus víctimas. A
él lo asesinó como producto de la ira. El
odio le ofuscó y no pudo distinguir el
camino correcto del erróneo. —
Inspeccioné la siguiente página. Él
siguió el movimiento de mi mirada—.
Aquí dice que Pablo era el hijo de
Benicio Velázquez, líder de la Mafia
Mexicana en aquel entonces. Y, por lo
que sé, usted era el sicario más temido
de esa pandilla, así que dudo mucho que
Benicio le diera órdenes de liquidar a su
único descendiente.
Enervado, señaló mis notas con las
palmas de sus manos.
—Si conoce todos esos detalles,
también sabrá lo que sucedió en Rainier
Valley.
—Prefiero que me lo cuente usted.
—Benicio mató a mi hermano. —Le
tembló el cuerpo hasta el último rincón
—. Lo encontré muerto en el vestíbulo
de su casa, con el pecho y el abdomen
agujereados a balazos. —Tensó los
músculos de la cara—. Dígame, ¿qué
más quiere saber? ¿Le da morbo
curiosear en los detalles más sórdidos
de sus casos?
Era cierto que había querido saber
más sobre ese homicidio. De hecho, en
mi búsqueda por encontrar más
información, di con un artículo de
prensa publicado por The Seattle Times
en el que decía que los federales habían
hallado dos cadáveres en un domicilio
localizado en el vecindario Rainier
Valley, en Seattle. Se trataba de John
Cassidy, de treinta y tres años, y Paul
Sanders, de veintidós. Tras hacer las
investigaciones pertinentes, la policía
descubrió que ambos hombres
pertenecían a la Mafia Mexicana, con
Benicio Velázquez como la voz cantante.
Ignoré sus preguntas anteriores.
—Fue Paul Sanders quien acribilló a
tiros a John Cassidy.
—Porque Benicio dio la orden.
—¿Por qué? ¿Acaso su hermano
incumplió las reglas? ¿Traicionó a
Benicio?
Su rostro se tiñó de sombras en una
fracción de segundo.
—Cualquier rumor de deslealtad es
incierto —dijo cerrando los puños. Los
guardias percibieron el cambio en el
lenguaje corporal de Zack y extremaron
la vigilancia—. John quería alejarse de
ese estilo de vida, ¡maldita sea! A él no
le gustaba lo que le obligaban a hacer y
mucho menos lo que hacía yo. Esa fue su
perdición. Su culpa. Intenté varias veces
quitarle esas chorradas de la cabeza.
Tíos como nosotros hay a raudales ahí
fuera. Es lo que hay. No tenemos
elección. Pero él siguió en sus trece. —
Blasfemó en voz baja—. John soñaba
con formar una familia y empezó a
delegar en otros para que realizaran el
trabajo sucio por él. John era más de
meterse en asuntos de trapicheos de
drogas, nada que ver con mi trabajo en
la pandilla, pero a veces las cosas se
iban a la mierda y había que poner
orden. Le ponía enfermo tener que matar.
Creo que incluso le ponía enfermo tener
que dar una simple paliza. Cuando
Benicio se enteró de que John estaba
flaqueando, no le hizo ni puñetera
gracia. Habló conmigo en plan
«colegas», pero no debería haberme
fiado. Él nunca toleraría que hubiera un
inútil en su banda; un hombre con
debilidades. —Me miró con fijeza antes
de añadir—: Un hombre con
sentimientos es comida para los perros.
—¿Y usted no tiene sentimientos?
—¿No lo ve? Estoy vivo. —Se me
erizó la piel—. Benicio ordenó que nos
mataran a los dos. Estaba hasta los
cojones de mi hermano. Él era
prescindible. Cuando entras en esa
categoría, no hay nada ni nadie que
pueda salvarte el culo. Yo no tenía
problema en ejecutar mi trabajo. Estaba
acostumbrado. Para mí, todas esas
personas eran nombres sin rostros. Pero
Benicio sabía que, cuando John muriera,
yo buscaría al culpable y el primero en
mi lista de sospechosos sería él. Sabía
que no me quedaría de brazos cruzados,
así que quiso eliminarme también.
—Entiendo, pero debe comprender
que Pablo Velázquez no fue el
responsable de la muerte de John. Él ni
siquiera vivía con sus padres en aquel
entonces.
—Benicio me arrebató a mi única
familia.
Ahí estaba el móvil principal.
—Crimen de venganza… —susurré.
Pero también había odio y sentimientos
de aprecio revolviéndolo todo. Zack
actuó por impulsividad ante la traición
de su exjefe, pero quizás también era
capaz de sentir y padecer. Sacudí la
cabeza para despejarme—. ¿Desde
cuándo conoce a Benicio Velázquez?
—Desde hace muchos años.
—Hábleme de…
—Hoy no —me interrumpió, y lo
miré desconcertada—. La hora ha
terminado.
Tenía razón.
—Muy bien. —Cerré los apuntes,
tapé el bolígrafo que apenas había usado
y guardé mis pertenencias en el maletín.
A continuación, me puse de pie—. La
próxima semana hablaremos un poco
más.
—¿Tiene novio? —me preguntó sin
venir a cuento.
—Eso no es de su incumbencia,
señor Cassidy.
Paseó la vista por cada recoveco de
mi cuerpo.
—Si tiene un amante en casa, dígale
que tranque bien las puertas —murmuró
con una sonrisa. Di un respingo
involuntario y él sonrió aún más al
percibirlo—. Y en el caso de que no
tenga a nadie que la deje satisfecha en la
cama, entonces debería revisar las
cerraduras de su hogar antes de irse a
dormir.
Tragué saliva mientras oía a los
guardias acercarse a nosotros.
—¿Es una amenaza u otra
advertencia? —Aunque mi voz sonó
firme, me dio un vuelco el estómago a
causa de su espeluznante insinuación.
Los oficiales levantaron a Zack de la
silla. El sonido de los grilletes tronó a
nuestro alrededor.
—Hasta el próximo viernes, doctora
—dijo en voz baja, penetrándome con
sus pupilas.
Paralizada y con un desasosiego
desmedido en mi interior, observé cómo
ese hombre canalla e intimidante pasaba
por mi lado y abandonaba la sala sin
volver la vista atrás.
3
Linda
Jueves, 13 de agosto de 2009
Sacramento, California.
El frío me cala los huesos. Las gotas de
lluvia aterrizan sobre las ventanas y
amortiguan la canción que está
sonando bajito en la radio. Me
estremezco de pies a cabeza y me
abrazo a mí misma a la vez que asfixio
sin querer a Punkie, mi peluche
favorito.
Miro a mi alrededor y, apenas veo
un par de chocolatinas en el mostrador
blanco, mi estómago expresa un rugido.
Alargo los dedos a la vez que procuro
que nadie se dé cuenta de mi pequeña
travesura, con la boca haciéndoseme
agua, hasta que doy con mi objetivo y,
mientras me peleo con el envoltorio,
ahogo un poco más a Punkie.
Doy un respingo cuando me
arrebatan el alimento de las manos.
—Eso no está bien —me reprende
mami y coloca la chocolatina en su
sitio—. Pronto pararemos a comer.
El dependiente me lanza una
mirada de reproche, y yo vuelco mi
atención en mis zapatillas color rosa
fresa con purpurina.
¡Me encantan los colores!
Me fascina vestir todos los colores
del arcoíris, aunque papi se ría de mí y
me llame «payasita». Una alegre curva
dilata mis labios. Él suele llamarme
«payasita» cuando visto diez tonos
distintos de ropa, pero por las noches
me convierto en su «princesa» mientras
termina de contarme un cuento. De
repente, la sonrisa se me congela en los
labios.
El aire se nota cargante.
Me fijo en papi, quien tiene su
mirada clavada en la ventana que hay
detrás de mí, con el cuerpo tenso,
mientras mami tiembla y se lleva una
mano a la boca. Mi cuerpo la imita sin
poder evitarlo y cuando me dispongo a
mirar en la misma dirección que ellos,
papi me detiene al instante.
Lo miro con los ojos muy abiertos.
—Hey, princesita, escúchame —me
ordena con dulzura cuando intento
girarme otra vez—. Ve hacia esas
estanterías. Y no salgas de allí hasta
que yo vaya a buscarte. ¿Me entiendes?
—Asiento, pero tengo ganas de llorar.
No quiero separarme de ellos. Me
aferro a sus brazos y sigo asintiendo.
Como si notara mi angustia, me
acaricia la mejilla y repite—: Ve,
Linda, y no sueltes a Punkie.
Oigo el tintineo metálico de la
campanita de la puerta justo un
segundo después de que mis piernas
echan a correr hacia las estanterías
atestadas de patatas fritas, bolsas de
golosinas y chocolates. Con la
respiración agitada me sitúo detrás del
mueble y aunque no logro ver nada
debido a mi corta estatura, permanezco
muy quieta.
La puerta se cierra con un fuerte
golpe.
El ruido me sobresalta.
Y, entonces, el silencio se apodera
del lugar.
Miro a Punkie, pero mi conejito me
devuelve una mirada inexpresiva.
Empiezo a debatirme entre quedarme
donde estoy o volver con papi y mami,
pero entonces distingo una voz que me
resulta desconocida. Tiene un acento
inquietante; un timbre peculiar; algo
cantarín envuelve sus palabras. Me
inunda un profundo pavor cuando
mami interrumpe a ese hombre; me
suena a súplica, pero no estoy segura
de ello.
Tiemblo y me aproximo a las voces.
El desconocido es el único que
habla ahora.
«¿Dónde está?».
«Te lo advertí.»
«No hay segundas oportunidades.»
Me asomo para observar la escena,
pero un escalofriante chillido me
paraliza y retrocedo aterrada. ¡Es
mami! Mi espalda choca contra una
estantería, me caigo al suelo y me
golpeo en la cabeza con la madera.
Suelto un gimoteo de dolor y miro a
Punkie, que ahora luce tan espantado
como yo. Papi grita a pleno pulmón;
creo que está llorando, pero su voz se
extingue casi enseguida y algo pesado
resuena en el aire. No quiero oír más.
No quiero estar aquí. Me tapo los
oídos, pero aún escucho los ruegos del
dependiente. «¡No, por favor! ¡No lo
haga!¡Por favor!».
El silencio lo cubre todo otra vez.
Bajo las manos. Mi respiración está
trémula y las lágrimas se acumulan en
mis ojos. Respiro hondo, pero tengo
miedo. Quiero volver con mami y papi.
Con voz temblorosa susurro: «¿Mami?
¿Papi?». Pero nadie me responde. Ni
siquiera sé si me han oído. Recojo a
Punkie, arrastro las rodillas por el
suelo y rodeo la estantería, pero me
detengo apenas visualizo una melena
larga y sedosa, extendida como un
abanico oscuro sobre las baldosas. Es
el pelo de mami. Su rostro está oculto,
pero su brazo yace en una posición
incómoda.
Me acerco otro poco, y un hilillo
rojizo ataca lastimosamente en mi
dirección. Es sangre viscosa. Desvío la
mirada hacia la izquierda y cientos de
escalofríos me atizan por dentro
cuando los ojos grandes y medio
azulados de papi me miran con tristeza,
opacos y sin vida. Suelto a Punkie y me
llevo las manos a la garganta.
Me ahogo.
No puedo respirar.
Cierro los párpados y rompo a
llorar desconsolada. El dolor me
destroza. Me duele el corazón. Siento
cómo se quiebra en diminutos
pedacitos. Oigo unos pasos acercarse a
mí. «Voy a morir. Voy a morir», pienso
con un hipido. Las pisadas cesan.
Espero. Espero. Sigo esperando mi
final, pero este nunca llega y, entonces,
me atrevo a abrir los ojos.
Lo primero que veo son unos
zapatos negros, inmaculados. Y,
después, sus piernas largas, protegidas
por unos pantalones blancos, muy
elegantes, algo clásicos. Sigo subiendo
mi mirada. Camisa azul, chaqueta
blanca y corbata marrón. Sus hombros
anchos y sus manos fuertes
empequeñecen todo lo demás. Lo miro
a la cara con los ojos vidriosos,
agitada. Pero no logro diferenciar sus
rasgos. Una maraña de sombras se
interpone entre él y yo, y por más que
intento enfocar la vista, todo está
difuminado. De repente, sus ojos se
convierten en dos puntos negruzcos,
distorsionados, y sus labios esbozan
una cruel sonrisa.
Se me eriza el vello cuando se
agacha con lentitud, casi con tiento, y
gimo en voz alta. «Me va a matar. Va a
acabar conmigo», me lamento y
aguanto la respiración, pero lo único
que hace es recoger a Punkie
manchado de sangre. Me lo entrega con
una suavidad que sé que no posee y mis
dedos no dudan en engancharse a la
manita de mi conejito mientras otro
sollozo brota de mis cuerdas vocales.
Él me observa durante infinitos
segundos. Me sonríe con amabilidad y
me analiza en silencio antes de ponerse
en pie y alejarse de mí, con las
sombras rodeándole como imperiosas
hélices, dejándome marcada de por
vida…, abandonándome junto a los
cadáveres de papi y mami.
Resurgí del mundo de los sueños y
me incorporé con tanta violencia que
casi me caí de la cama. Tenía varios
mechones de pelo pegados a la cara por
culpa del sudor, y respiraba con apuro.
Las manos me temblaban demasiado, así
que volví a tumbarme, con la mirada en
el techo.
Esa pesadilla se repetía cada noche,
aunque mis recuerdos eran difusos y a
veces variaban algunos detalles. En
ocasiones, en mis sueños, no tenía
hambre o agarraba una bolsa de doritos
en vez de una chocolatina. En otras,
abría el envoltorio y comía mientras el
encargado se quejaba de mi poca
educación. Pero el desenlace siempre
era el mismo. Mis padres siempre
morían a mano de ese hombre sin
corazón.
Exhalé un suspiro, pero me negué a
derramar las lágrimas que ansiaban
escapar de mis ojos. Desde aquella
mañana de invierno, no había vuelto a
llorar. Mentira. Había llorado un par de
veces, pero con el tiempo dejé de
hacerlo. Para mí, era un signo de
debilidad; aunque el hecho de que no
llorara no me hacía menos frágil.
Una vez que me sentí más calmada,
aparté las sábanas, me levanté y eché un
vistazo a mi habitación. Allí, en mi
supuesto refugio, escaseaban los
colores. Las paredes eran blancas, el
suelo de tarima y los muebles habían
sido pintados en tono blanco mate.
Incluso el edredón era blanco con un par
de flores azules estampadas en la tela.
No había más.
La niña que vestía todos los colores,
sin que le preocupara la combinación,
había desaparecido para siempre.
Abrí la puerta del dormitorio y
caminé a oscuras por el pasillo. No
había mirado el reloj, pero debían de
ser pasadas las tres de la madrugada.
Con cuidado empujé la puerta de la
habitación de Angy. Ella estaba
durmiendo con la boca abierta y el pelo
revuelto sobre la almohada. Al
comprobar que seguía ajena a mi
desvelo, me dirigí hacia la cocina para
tomar agua. Con el vaso en la mano me
desplacé hasta el salón y apoyé la
cadera en el enorme ventanal donde la
luz de la luna alumbraba el interior del
apartamento. No había nadie paseando
por las calles, y muy pocos coches
circulaban por las avenidas. Aun así, me
notaba inquieta y sabía perfectamente
que no se debía sólo a la pesadilla.
Bebí otro sorbo para engañar a la
mente, pero al final me di por vencida.
Coloqué el vaso sobre la mesita de
centro y crucé la habitación hasta la
puerta principal. El pestillo estaba
echado, pero para asegurarme zarandeé
el cerrojo hasta que no dio más de sí.
Odiaba reconocerlo, pero llevaba toda
la semana revisando las cerraduras de
casa antes de irme a dormir. Me había
vuelto una paranoica por culpa de Zack
Cassidy y sus palabras perversas, que
resonaban todo el tiempo en mi cabeza.
Solté un gruñido y regresé a la
ventana.
Excepto trabajar, no había hecho
gran cosa tras mi primera entrevista con
él. Eso sí, el sábado Angy me arrastró a
un local pijo de la zona. A la tercera
copa, yo ya estaba muerta del
aburrimiento, pero puse buena cara por
ella; sin embargo, la sonrisa se me borró
de los labios cuando dos hombres se
sentaron a nuestro lado, sin siquiera
preguntar. Me irritaba que algunos se
tomaran esas confianzas, pero a mi
amiga le pareció fenomenal. Enseguida
comenzó a charlar con ellos y me
emparejó con un tal Eric. O quizás era
Cedric. No lo recordaba.
A pesar de mi reacia disposición a
entablar conversación con dos
desconocidos, o conversación en
general, no podía negar que ambos
hombres tenían su encanto. Eric o
Cedric, como fuera que se llamara, era
moreno, altísimo y musculoso como un
jugador de rugby. Su mirada pícara y sus
ojos grises irradiaban morbo puro. Sexo
rápido y sin compromiso. Nada que ver
con la mirada de Zack, que a lo único
que invitaba era a salir huyendo. Con
eso no quería decir que fuera feo ni
mucho menos. Pero tenía una belleza
distinta a los hombres con los que me
codeaba. Él era varonil y atractivo de
una manera mil veces más revoltosa, y
poseía una mirada animal, demasiado
fría y ardiente.
De todas formas, a pesar de que mi
cita puso en práctica todos sus dotes de
seducción, lo abandoné en mitad de la
pista de baile cuando, mientras sonaba
una canción movidita, sus manazas me
agarraron por el trasero y me arrimaron
a él. Me zafé de sus garras lanzándole
una mirada que lo dejó bloqueado y al
ver que Angy se lo estaba pasando de
escándalo con el otro tío, salí del local.
¿Quién era yo para pedirle que nos
marcháramos? No quería aguarle la
fiesta.
Enfilé hacia el parking a la vez que
le mandaba un mensaje de texto para que
no se preocupara. Hacía apenas un
segundo que le había dado a la tecla
«enviar» cuando mis pies se pararon en
seco. El corazón empezó a latirme
desbocado y aunque solo podía oír la
música que retumbaba desde el interior
del local, estaba convencida de que
había advertido el sonido de unos pasos
detrás de mí. Me giré sobre mí misma,
pero estaba sola en el callejón, con el
móvil en la mano.
Desde entonces había tenido la
alarmante sensación de que alguien me
vigilaba. ¡Qué estupidez! ¡No podía ser
tan tonta! La persona que atemorizaba
mis pensamientos se encontraba
encerrada a más de cuarenta minutos de
la ciudad.
Reprendiéndome a mí misma por
permitir que una absurda amenaza me
afectara de ese modo, sacudí la cabeza y
me di la vuelta. Pero me quedé inmóvil
al distinguir una sombra humana
internándose en la cocina. Corrí hacia
allí y encendí las luces, creyendo que
me encontraría con Zack Cassidy y su
sonrisa irónica. Pero no había nadie. Mi
imaginación me estaba jugando malas
pasadas.
Exhalé un suspiro lleno de
agotamiento y miré el reloj colgado en
la pared. Eran más de las cuatro de la
madrugada. Resoplé con desencanto y
caminé hacia mi habitación, conteniendo
el impulso de revisar la cerradura por
enésima vez.
Cuando me tendí boca arriba sobre
la cama, no logré dormir por más que lo
intenté. Fue imposible. Cada vez que
cerraba los ojos, unos iris fieros con
vetas grises, azules y verdes aparecían
como imágenes pecaminosas en mi
cabeza…, ansiosos por atraerme hacia
un lugar sombrío y morboso de mi
subconsciente.
Fin
Agradecimientos
Hace un año que publiqué Fragmentos y
un poco más de dos desde que escribí
mi primera novela. En este tiempo, ha
llegado gente a la que le estaré siempre
agradecida, que me ha apoyado desde el
minuto cero y han hecho posible que
Alessandro y Amber llegaran a miles de
hogares. Soy malísima exteriorizando
mis sentimientos ya que, aunque parezca
increíble, hablar de mí o de lo que
siento es toda una hazaña, pues estoy
poco acostumbrada a las muestras de
afecto, así que espero hacerlo lo mejor
posible.
En primer lugar, no puedo comenzar
esto sin dedicárselo a mi madre. Sin
ella, sin sus consejos y sin su ayuda,
nunca me hubiera atrevido a publicar
mis obras. Gracias por confiar tanto en
mí, aunque yo muchas veces no confíe
demasiado en lo que puedo hacer o
llegar a hacer, por tirar de mi mano para
que no me esconda, por aguantar mis
lloriqueos y mis inseguridades y,
bueno…, por aguantarme en general. Te
quiero y te necesito, vieja.
A mi Cuarteto Orgásmico. Beixi,
Lorena y Puri, ya sabéis lo especiales
que sois para mí. No puedo estar más
feliz de que forméis parte de este sueño,
de mi vida. Ojalá esto tan bonito que
hemos construido dure hasta la
eternidad. Gracias por vuestro ánimo,
por las risas que nos hemos echado, por
nuestras conversaciones, a veces, sin
sentido hasta las tantas de la noche y,
sobre todo, por vuestra amistad.
A las chicas de Alessandro, creado
por Carmen Roca y Sara Álvarez.
Carmen, tú fuiste una de las primeras
que se enamoró perdidamente de
Alessandro y no sabes cuánta falta me
hacía ese empujoncito para seguir hacia
adelante y no echarme atrás. Y Sara, me
encantó ver tus ganas al finalizar la
lectura de Fragmentos. Gracias a las
dos por estar al pie del cañón y por
sentir mi historia tan vuestra.
A Noemí Sánchez, porque desde
siempre hubo buen rollito entre nosotras,
porque te alegraste muchísimo de mi
primera publicación y te has alegrado
aún más de esta segunda. Espero que tus
sueños también se hagan realidad. Y,
créeme, triunfarás.
A Wendy Sánchez, por ayudarme a
creer en mí, por enseñarme a hablar
«mexicano», por hacerme llorar de la
risa, por nuestros amores literarios y por
estar conmigo desde la distancia. Espero
que esta amistad que se ha consolidado
tan rápido sea para siempre y podamos
conocernos en España, irnos a Londres a
por nuestros chicos, relajarnos y beber
mojitos en California y comer rica
comida mexicana en la preciosa Sinaloa.
A Fernanda Díaz, por hacer realidad
un sueño que no creía poder cumplir
jamás. Gracias por tu ayuda, por amar
tanto mi historia y por conseguir que mi
primer bebé llegara a tu bello país,
Costa Rica. También quiero agradecer el
cariño que me han brindado Anais
Abarca, Rita Obando, Isa Sánchez y
Tatiana Chacón. Y a cada una de mis
niñas que viven en Costa Rica, mil
gracias. No sé cómo agradeceros tanto
cariño.
A Paula Guzmán, lo que me has
ofrecido desde el minuto cero no se
puede compensar con palabras. Gracias
a ti, también pude llegar a México, un
país que es muy especial para mí. Tienes
luz propia y esa luz la están sintiendo
todas tus lectoras con tus bellas
historias. Nada me haría más dichosa
que poder abrazarte algún día.
A Cristy, Verónica y Gaby, por sus
palabras de ánimo, sus ansias de leerme
y sus infinitas recomendaciones
literarias, que cada semana me hacen un
poquito más pobre.
A todas las blogueras que me han
dedicado parte de su tiempo. Y a todos
los grupos literarios de Facebook, en
especial a Divinas Lectoras, La caja de
los libros, Las chicas de los libros,
Zorras Literarias y La magia de los
libros. Gracias por ayudarme a
promocionarme y por no importales que
esté como una loca promocionando mi
novela en sus grupos.
A cada una de mis lectoras y
lectores. Emi Gómez, Lorena Rivera,
Patricia López, María José Escamilla,
Isa Jaramillo, Lidia Gómez, Lidia
López, Lidia Esther, Tanya Martins,
Tamara González, Luz Alvarenga,
Carmen Delia, Maty, Joaky, Lorena
Chacón, Miguel Ángel, Celia Daniela,
Karla Rdz, Encarna Prieto, Jessyca C,
Eli, Olga Dutch, Montse Simon, Ana
María, Lourdes Gocce, Mariana, Sabri,
Andrea Chiovetta, Cecilia Schenone,
Monique, Lizeth, Angela Muse, Angela
Iguaran, Laia y muchísimas personas
más que por desgracia no puedo
nombrar porque es técnicamente
imposible. Cada una compone un
fragmento de mi corazón, cada una es
una cadena que no me ahoga, sino que
me libera. Gracias por tantas cosas
buenas, por recomendarme y por
enviarme mensajes cada día, por
amenazarme para que no mate a mis
personajes y por decirme que casi casi
soy una perra sin corazón (con cariño,
claro. O eso espero). Y también por
escribir reseñas en Goodreads y
Amazon para que otros se animen a
leerme. No sé si yo me merezco tanto
amor y tanto cariño, pero vosotras/os os
merecéis lo mejor del mundo.
Sé que me estoy dejando a mucha
gente y pido perdón y comprensión por
esto, pero envío un beso enorme a todas
mis lectoras de España, México,
Venezuela, Chile, Argentina, Italia,
Ecuador, Francia, Canadá, Colombia,
Puerto Rico, Brasil, Alemania y mil
lugares más. ¡No sabéis la ilusión que
me hace que me leáis de lugares tan
lejanos!
Y para terminar le dedico estas
breves palabras a Zack Cassidy. ¿Qué
puedo decirte a ti? Gracias por meterte
en mi cabeza y no querer salir de ahí.
Gracias, gracias, gracias.
Y por último a Linda…, porque
ahora sé que eres feliz.
SOBRE LA
AUTORA
Pamela Díaz (Bilbao, 1991) vive por y
para el mundo de las letras. Nacida en
Bilbao y criada en Torrevieja, sus dos
grandes pasiones son la escritura y la
lectura. Amante de los animales, las
tramas policíacas y las subculturas
criminales, vuelve con El cielo está
envuelto en cadenas tras la gran acogida
que ha tenido Fragmentos, su primera
obra, la cual ha ocupado los primeros
puestos de Amazon durante varias
semanas y ha cautivado a miles de
lectoras. En la actualidad, está inmersa
escribiendo su tercera novela.