El Cielo Esta Envuelto en Cadenas

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PAMELA DÍAZ

EL CIELO ESTÁ
ENVUELTO EN
CADENAS
Créditos
© Derechos de edición reservados.
Edición: Editorial Círculo Rojo.
www.editorialcirculorojo.com
[email protected]
Colección Novela
© Pamela Díaz
Fotografía de cubierta: © Shutterstock
Diseño de portada: © Isabel Sánchez
Ajuste a formato EPUB: Javier Salvador López
ISBN: 978-84-9160-038-1

Prohibida la reproducción total o parcial sin el consentimiento


expreso de éstos.
A ti, por leer estas páginas.
A ella, por estar siempre a mi lado.
A ellos, por contarme su historia.
Antes de embarcarte en un viaje de
venganza,
cava dos tumbas.
Confucio.
ÍNDICE

Créditos
NOTA DE LA AUTORA
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Epílogo
Agradecimientos
SOBRE LA AUTORA
NOTA DE LA
AUTORA
Algunos de los escenarios y sucesos
citados en la obra son reales. Sin
embargo, me he tomado la libertad de
modificar e inventar ciertos detalles
durante la escritura de la novela. Todos
los personajes y los nombres de estos
son completamente ficticios y cualquier
parecido a la realidad es pura
coincidencia.
Prólogo
Domingo, 15 de abril de 2001
Rainier Valley, Seattle.
La culata del revólver se me incrustaba
en la piel. La espalda me ardía en carne
viva, como si me estuvieran azotando
con fustas fabricadas con fuego del
infierno. Frené en seco cuando el
semáforo cambió a color rojo y, de
manera automática, mi mente evocó la
imagen de Peter Romero desplomado
como un guiñapo en un charco de sangre.
Los labios se me curvaron en una
sonrisa mientras por los altavoces
retumbaba a todo volumen una canción,
que hablaba sobre que había un asesino
en la carretera.
Qué ingenuo había sido Peter.
¿En qué cojones había estado
pensando cuando me abrió las puertas
de su casa? No es que él no me
conociera. Nos conocíamos a la
perfección y por eso mismo no debería
haberme recibido con los brazos
abiertos tras haber sido amonestado dos
veces. Joder. Aquello era de cajón. De
pura lógica. Si el jefe te da un aviso,
paga el dinero que le debes; si te da dos,
entonces echa a correr como una furcia
sin bragas. Pero, en todo caso, no le
hubiera servido de nada huir como un
conejito salvaje, porque tarde o
temprano yo le habría encontrado.
Yo siempre encontraba a mi presa.
Apenas Peter se asomó a la entrada,
me interné en su vivienda sin dirigirle ni
media palabra, así que él adivinó que mi
visita no era de cortesía. Tuvo suerte de
que nos viéramos interrumpidos por
Evelyn, su hijita mimada, cuando
apareció saludándome con una sonrisa
audaz. Peter, como buen anfitrión, nos
presentó con voz trémula, pero
enseguida, como buen padre o al menos
esmerándose por serlo, le pidió que se
marchara. Aquello era una reunión de
hombres, y una señorita cándida como
ella debería estar en misa a esas horas.
Ese tío era tan gilipollas que no
sospechaba que Evelyn y yo nos
conocíamos desde hacía semanas,
cuando una noche coincidimos en un
garito de mala muerte. La joven de
dieciocho añitos, de aire virginal y una
mirada inocente que embaucaba a
cualquiera, se me insinuó en la barra del
bar, contoneándose delante de mí en
busca de un poco de diversión. Para ser
sincero, no me solían atraer las
jovencitas. Lo que a mí me gustaban
eran las mujeres con recorrido, que
supieran mamarla de puta madre y no se
quejaran cuando quisieras metérselas
por el culo. Pero mandé mis gustos a
tomar por saco cuando la niñata no paró
de restregar su trasero contra mi
abultada bragueta. Follamos de pie en el
cuarto de baño, como dos descosidos.
¿Quién podría haberse negado a
semejante tentación?
Evelyn era joven pero experta, con
unas tetas exuberantes y un culito
respingón que invitaba a hacer locuras,
además de un coñito prieto que
enloquecería hasta al más santo.
El semáforo se iluminó en verde.
Pisé el pedal del acelerador y los
neumáticos chirriaron contra el asfalto.
En mi mundo los negocios funcionaban
de un modo bastante jodido y había una
norma fundamental a seguir: nunca le
des la espalda a quien te da de comer. O
mejor dicho nunca cagues donde comes.
Pero el miserable de Peter Romero
había hecho exactamente eso: había
cagado donde no debía hacerlo. Como
consecuencia, su cuerpo reposaba en la
descolorida moqueta de su casa, con un
agujero entre ceja y ceja.
Llegué a mi destino tras dejar unas
cuantas manzanas atrás. El hogar de
John, mi hermano, era diminuto pero
acogedor, amueblado con mobiliario
barato pero eficiente, situado en el
barrio Rainier Valley. Hacía más de una
semana que no le había visto el
pescuezo y aunque eso ocurría más que
de vez en cuando, las últimas
conversaciones que intercambié con
nuestro jefe me habían inquietado
sobremanera.
Apagué el motor, acomodé el
revólver en la parte trasera de mis
vaqueros y salí a la calle. La húmeda
brisa me atizó la cara, pero en cuanto
achiqué los ojos hacia la casa color
verde musgo que se erguía ante mí, una
sensación de alarma me puso los vellos
de punta. Algo andaba mal. Olía a
putrefacción. Olía a muerte.
El corazón empezó a bombearme con
fuerza. Empuñé la pistola, prescindí del
seguro y troté con suma precaución hasta
la entrada. La puerta principal estaba
entreabierta, pero la cerradura no
parecía haber sido forzada. Agucé el
oído, empujé despacio la tabla de
madera y eché un vistazo adentro. De
súbito, se me revolvió el estómago. La
bilis acudió a mi garganta, bañando mi
lengua con el sabor nauseabundo del
vómito al ver que lo que
inconscientemente había temido se
acababa de confirmar.
Corrí hacia el vestíbulo. El oxígeno
abandonó mis pulmones cuando me
arrodillé en el suelo y situé la cabeza de
John sobre mis muslos. Sus mejillas
habían perdido el color natural que
tienen los vivos. Con congoja y
respirando con agitación, palpé su
pecho. Quise gritar cuando noté que su
camiseta estaba cubierta de sangre.
Alguien lo había matado a balazos.
Y yo sabía quién era el culpable.
Observé mis manos ensangrentadas a
la vez que un escalofrío circulaba por
mis vísceras. En un intento por mantener
a raya la ira apreté los párpados, pero la
cólera avivó mis furiosos sentidos. La
violencia que encendía mis venas me
estaba desgarrando, como si un ente
demoníaco estuviera triturando mis
órganos. Permanecí así durante varios
segundos, estremeciéndome con
poderío, hasta que el sonido de unas
pisadas me sacó de la niebla que me
había envuelto como un tornado.
Entorné los ojos y me puse de pie.
Un tío grandote, de pelo corto color
rubio canario, salió canturreando de la
cocina con una birra en la mano. Pero no
me detuve a averiguar quién era ese
cabrón.
Levanté el arma y disparé.
La tapa de sus jodidos sesos voló
por los aires.
Trémulo, me aproximé a él y me
bastó un instante para reconocerlo. El
muy capullo había ingresado en la
pandilla hacía pocos meses. Se llamaba
Paul Sanders. Era un joven hispano, de
ascendencia americana. Una joya en
bruto, según la opinión de nuestro jefe.
Paul aún no tenía nuestros símbolos en
la piel, lo que significaba que la vida de
John era la prueba de lealtad que tarde o
temprano nos exigían a todos.
Y mi pellejo estaba incluido en el
pack.
—¡Hijo de perra! —mascullé y le
escupí en la cara, seguido de una
enérgica patada en los huevos.
El pecho me subía y me bajaba con
agonía. La necesidad de cobrarme lo
que me habían arrebatado se intensificó
sumiéndome en un abismo. Blasfemé un
par de veces a la vez que echaba una
última mirada a John. Tras despedirme
en silencio de él, regresé a mi coche.
Golpeé el acelerador con la punta de mi
bota y derrapé con rudeza.
Estaba temblando de arriba abajo.
La vena de las sienes me palpitaba, así
que me encendí un pitillo y conduje a
una velocidad desquiciante por la
interestatal. No dormí en todo el camino
y apenas descansé unos minutos, por lo
que el rótulo que recibía a los viajeros
en La Ciudad de los Árboles emergió
después de más de doce horas de viaje.
En aquel momento la carretera era un
torrente de actividad automovilística. El
cielo resplandecía con fervor a pesar
del tiempo templado, y la belleza de la
urbe transmitía una serenidad
cautivadora.
A los quince minutos aparqué a un
lado de la acera, apoyé la nuca en el
reposacabezas y respiré hondo. Era
consciente de que me quedaban varias
balas en el cargador, aunque casi nunca
necesitaba más de una para exterminar a
mi objetivo. Las agujas del reloj
avanzaron a un ritmo perezoso, pero tras
mucha paciencia y cinco cigarrillos
consumidos sucedió lo que estaba
aguardando.
Una avalancha de personas fluyó de
las amplias puertas de cristal del
edificio que había enfrente. Entre la
masiva aglomeración de jóvenes,
distinguí a mi nueva presa. Él estaba
sonriéndole a una rubia con gafas, que
sostenía una carpeta violeta contra su
pecho poco desarrollado. Los dos se
carcajearon un rato más antes de que él
se despidiera de ella con un beso en la
mejilla; y caminó hacia el parking, con
la mochila colgándole de forma grácil
del hombro izquierdo.
No me lo pensé. Salí del coche y
crucé la calle a apresuradas zancadas,
con el revólver firme entre mis dedos
manchados de sangre seca y el rostro
contraído de enfado, mientras mantenía
la vista fija en su silueta.
La muchedumbre, adelantándose a
los desastrosos sucesos que estaban a
punto de desencadenar una masacre que
sería difícil de olvidar, empezó a chillar
y a distanciarse de mí mientras me
apuntaban con el dedo índice y pedían
auxilio.
Él se volteó ante semejante alboroto,
con una expresión confusa en sus rasgos.
Los ojos color avellana, como los de su
padre, casi se le salieron de las órbitas
cuando se percató de que me estaba
dirigiendo en su dirección a la vez que
sus torpes pies retrocedían de manera
involuntaria. Él no me conocía a mí.
Pero yo sí a él.
Elevé mi mano hacia su corazón y
presioné el gatillo.
Uno.
Dos.
Tres…
Cuatro.
Cinco.
Seis…
Siete.
Y…
Ocho.
El cargador quedó desocupado, pero
yo continué oprimiendo el gatillo como
si las balas fueran a reaparecer como
por arte de magia. La ira me carcomía
por dentro como el veneno de una
mamba negra. Mi pulso aullaba en mis
oídos y no podía cesar de estremecerme.
Su cuerpo cayó inerte sobre la grava,
pero su débil imagen no me conmovió lo
más mínimo. Para ser honesto, seguía sin
darme cuenta de lo que acababa de
hacer. Me sentía trastornado y no
lograba percibir ni una pizca de
realidad.
Había enloquecido.
Estaba loco.
Enfermo de odio.
Mi mente registró a duras penas los
bramidos que provenían de los agentes
de policía que recién habían llegado a la
zona y se habían situado a mi espalda,
ordenándome que arrojara el revólver y
me entregara a las autoridades. No les
hice ni puto caso. Tenía la visión
ofuscada. La pérdida me estaba matando
poco a poco. De repente, un fuerte golpe
me atenazó la nuca seguido de un
empujón que me dejó tumbado sobre el
asfalto. Aun así, no puse resistencia. No
peleé.
Los gritos de histeria, los llantos y
las sirenas de los coches patrullas y de
las ambulancias, me rodearon en una
burbuja como si se tratara de una
psicótica melodía.
Al verme tan dócil un agente de
policía aprovechó para quitarme el arma
de las manos y, acto seguido, extendió
mis brazos hacia atrás. Enseguida sentí
las frías argollas de unas esposas
alrededor de mis muñecas antes de que
me levantaran con brusquedad entre dos
hombres uniformados. Fue entonces
cuando entendí que todo lo que estaba
viviendo era real. Lo hice cuando mis
ojos se inmovilizaron en el cuerpo sin
vida de aquel muchacho inocente, que no
era el culpable de que John estuviera
muerto. Ese asesinato había sido en
vano, pues no había disminuido el dolor
ni la presión que me aguijoneaba el
pecho.
Cuando me arrastraron hacia el
coche patrulla y me metieron con un
brusco empellón en la parte de atrás,
cerrando la puerta de un manotazo,
comprendí que nunca tendría suficiente.
Jamás descansaría en paz. No podía
hacerlo. No lo haría hasta que aniquilara
al hijo de puta que había ordenado la
ejecución de mi hermano.
Un sentimiento malicioso nació
desde lo más profundo de mi ser,
apoderándose de mí y convirtiéndome
en un depredador letal y hambriento, con
un único propósito en la vida.
La venganza.
1
Linda
Lunes, 3 de agosto de 2009
Sacramento, California.
Fría como el hielo. Estoica.
Imperturbable.
Tenía ese concepto de mí misma desde
que forjé aquel muro de indiferencia a
mi alrededor, para que nadie se
involucrara más de lo debido en mi
vida. O más bien para que nadie se
entrometiera más de lo que yo les
permitía que lo hiciesen.
Pero aquella calurosa mañana de
verano, mientras fruncía el ceño y me
daba un minucioso repaso en el espejo
colgado detrás de la puerta de mi
habitación, mi imperturbabilidad
parecía haberse desvanecido. Mi
frialdad aún era patente en mis facciones
al igual que la palidez en mi rostro; sin
embargo, mi aspecto lucía demacrado,
como si hubiera estado de juerga toda la
noche.
Esbocé una mueca ante tal
pensamiento.
Apenas recordaba la última vez que
había llegado tarde a casa por diversión.
O por placer. O por ambas cosas. Pero
quien creyera conocerme pensaría que
me había quedado trabajando hasta las
tantas, encaprichada con terminar el
infinito papeleo. En cierto modo,
aquellos rumores no estaban del todo
mal encaminados. Pero eso no era lo que
me desvelaba por las noches. Algo
mucho más siniestro me arrebataba mis
instantes de tranquilidad. Un mal que
vivía conmigo desde hacía mucho y que
parecía no tener intención de marcharse
de mi vida.
Estiré un poco más mi altísima cola
de caballo, me giré sobre mí misma y vi
la caja metálica llena de recuerdos
dolorosos, que yacía sobre la cama. La
había sacado del armario tras
despertarme gritando en plena
madrugada; pero no tuve fuerzas para
abrirla. En cambio, me había sentado
junto a ella respirando con dificultad, a
la vez que notaba un dolor punzante, casi
insoportable, en el pecho.
En mi mente aún conservaba la
borrosa imagen de ese hombre
inhumano; la aterradora sensación al ver
cómo una espesa cortina de sangre se
expandía hacia mí, con el propósito de
arrastrarme al abismo más profundo que
existiera.
A la oscuridad.
A la muerte.
Un escalofrío me recorrió la espina
dorsal. Lo que viví aquel día no me
abandonaría nunca.
Recogí mi maletín y crucé la
distancia que había hasta la sala de
estar. La figura de Angy, sentada en el
sofá mientras se llevaba una cucharada
de cereales con leche a la boca, me dio
una razón para fingir una sonrisa. Pero
ella no me prestaba atención. Mi mejor
amiga tenía la mirada fija en el
noticiario matutino. Las expresiones de
su rostro emitían una mezcla de asombro
y horror a partes iguales.
Tomé asiento en el sillón.
—¡Qué barbaridad! —exclamó con
sus enormes ojos azules desencajados y
sacudió su cabellera color rojo fuego, un
tono tan pasional como ella—. ¿Has
oído eso? ¡Más de cuarenta y dos mil
personas mueren al año por sobredosis
de drogas en los Estados Unidos! ¿En
qué demonios piensan esos
irresponsables cuando se están pegando
un chute que les dejará más desmayados
que vivos?
Me encogí de hombros.
—No creo que les importe mucho.
Expresó un gruñido de frustración
antes de mirarme y formar la palabra
«sexi» con los labios, en silencio.
—Te veo muy arreglada.
—La ocasión lo merece.
—Pero esas ojeras están cada vez
más pronunciadas —observó con
preocupación—. ¿Estás segura de que
no deberías tomarte un descanso? Han
sido unos meses muy intensos, por no
decir que has estado sometida a mucho
estrés estas últimas semanas.
—Estoy bien. Te lo prometo. —No
me creyó. Lo supe por cómo comprimió
sus labios. Por algo era la única persona
que me conocía más o menos a la
perfección.
Angela Nichols y yo nos conocimos
en la Universidad de Stanford, en Palo
Alto. Las dos estábamos recién salidas
de la escuela secundaria y no teníamos
nada en común salvo que cursábamos la
carrera de Psicología. Ella no conocía a
nadie y yo era nueva en la ciudad, pues
mi tierra natal estaba en Tacoma, por lo
que podría decirse que nos unió la
conveniencia. Sin embargo, pronto
fraguamos un gran vínculo entre nosotras
y desde que intercambiamos el primer
tímido saludo, no nos separamos jamás.
Después de especializarnos, Angy en
psicología infantil y yo en una
modalidad mucho más turbulenta, nos
mudamos a Sacramento donde
decidimos compartir piso; un
apartamento amplio y moderno ubicado
en el corazón de la capital.
Nuestra amistad se fortificó con el
paso del tiempo, pero seguíamos siendo
totalmente diferentes. Ella era todo risas
y bromas, y destilaba alegría por los
cuatro costados. Además, gracias a su
coquetería innata, los hombres estaban
locos por ella y alguna que otra mujer
también. Le llovían los candidatos del
cielo.
Yo, al contrario que mi amiga, no me
reía con facilidad; mi alegría brillaba
más bien por su ausencia y jamás de los
jamases me había considerado una mujer
coqueta. No es que no tuviera hombres
que quisieran compartir una noche
conmigo. Los tenía, claro que sí, pero a
mí no me interesaban los romances y
mucho menos los revolcones de media
hora en algún cuchitril de tres al cuarto.
Ella y yo éramos como el día y la
noche.
Nos compenetrábamos bien.
—Te oí gritar —dijo Angy,
quebrando el silencio—. Parecía como
si te estuvieran matando.
Las imágenes que me habían asaltado
horas antes se arremolinaron como
diapositivas inconexas en mi mente.
—Supongo que en cierto modo lo
estaban haciendo. Gracias por no venir a
mi habitación.
—Sé que no te gusta que te vea así,
pero me asusté muchísimo.
—Lo siento.
—No tienes que pedirme disculpas
—calló un segundo—. ¿Qué soñabas?
Tragué saliva.
—Lo mismo de siempre. —Al
percibir su inquietud, añadí—: Pero
estoy bien. Solo algo cansada. Nada que
no se pueda arreglar con un par de horas
de sueño.
—Sigo pensando que deberías bajar
el ritmo. O salir más a menudo. ¿Te
apetece ir a bailar esta noche?
—¿Un lunes? —Agité la cabeza—.
Me parece que no.
—Si fuera viernes, también te
opondrías —resopló como una cría de
cinco años.
Tenía razón, pero preferí no
admitírselo en voz alta. No me apetecía
discutir en un día tan importante como
ese. Eché un vistazo al reloj y me
desinflé aliviada al ver que tenía que
marcharme. La convivencia con Angy no
era complicada, pero cuando se ponía en
plan inquisitiva me exasperaba un
poquito.
Me levanté del sillón.
—Te veo luego.
Angy colocó el cuenco vacío en la
mesita de centro.
—¿Te vas ya?
—Sí, no quiero llegar tarde.
Benjamin Donovan odia que le hagan
esperar.
—¡Se me había olvidado que tienes
una reunión con él! —exclamó y se puso
de pie—. No ha pasado mucho tiempo
desde que te dieron el último caso.
—Tres meses. —Era muchísimo
tiempo para mí—. Pero no sé si se trata
de un caso nuevo. Cuando me llamó
hace dos días comentó que quería
verme, pero no me dio más
explicaciones.
—A eso me refiero con darte un
respiro. No sé cómo soportas estar
metida en ese mundo teniendo en cuenta
lo que te pasó. ¿No crees que debido a
que estás en contacto constante con esa
gente las pesadillas se han vuelto mucho
más violentas?
—Son así desde que tengo uso de
conciencia —me defendí sin poder
evitarlo.
—Sé que siempre han sido
aterradoras y que las sufres desde que
ellos… —Se me tensaron los músculos
al oírla. Intentó recular—. Lo que quiero
decir es que…
—Tengo que irme —la interrumpí
con un beso en la mejilla, me desplacé
hasta la salida y tomé el ascensor.
Mientras descendía hasta el parking
privado, no pude evitar sentirme
culpable por haberme ido con tanta
brusquedad. Ella solo pretendía
ayudarme, pero yo no deseaba hablar de
ellos. Ni de ese hombre sin rostro. Ni de
mí misma. Angy era la única que sabía
lo que me había sucedido. Se lo confesé
un día, cuando cursábamos segundo año
de carrera. En aquel entonces vivíamos
en una vivienda cerca del campus
universitario. Tras oírme chillar varias
noches en sueños, me preguntó a qué se
debían esos gritos que le destrozaban el
alma. Yo había tenido mis dudas, pero al
final me arrellané en la cama con ella y
mientras permitía que me abrazara y me
diera ánimos entre susurros
apaciguadores, le conté mis recuerdos
sin derramar ni una lágrima.
Ni siquiera mi tía Emma, quien
gracias a su dinero conseguí convertirme
en la persona que me había propuesto
ser, se había percatado de mi
sufrimiento y eso que convivimos bajo
el mismo techo durante casi diez años.
Después de aquella mañana, no volví a
mencionar el instante en que me perdí a
mí misma, pero eso no significaba que
lo tuviera superado. Nunca lo superaría.
Pero si tenía que sufrir, lo haría en
silencio y sin amargarle la existencia a
nadie.
Hay personas a las que el dolor las
hunde, e incluso las llega a destruir en
pedacitos irreparables. En mi caso el
dolor me volvió tan débil como fuerte y
esa debilidad, con el transcurso de los
años, se convirtió en el motor que me
hacía funcionar día a día.
Las puertas del ascensor se abrieron.
Subí a mi vehículo y conduje con la
radio encendida. El verano en
Sacramento era bastante más cálido que
en Tacoma, pero también menos
soportable cuando tenías que vestir
tacones, faldas de lápiz y blusas de
manga tres cuartos por asuntos de
trabajo. El aire acondicionado fue mi
bálsamo particular durante el trayecto
mientras enfilaba por la carretera. Por
fortuna, llegué a mi meta después de un
poco más de cincuenta minutos.
La estructura de una enorme fortaleza
construida con muros de hormigón brotó
en la lejanía. Detrás de aquellas paredes
la violencia reinaba en cada estancia y
provocaba un sinfín de sentimientos
ruines en aquellos que permanecían a la
sombra. El perímetro estaba rodeado de
largas y extensas cercas de espino
electrificadas mientras que la
edificación tenía forma de semicírculo y
estaba dividida en tres instalaciones
independientes. El paisaje se insinuaba
fúnebre, a pesar de que el cielo brillaba
como la plata recién pulida.
Giré el volante hacia la derecha y las
letras «Prisión Estatal de California,
Sacramento», conocida como Nueva
Folsom, me dieron un gélido
recibimiento.
Aminoré la velocidad y me detuve
delante del guardia que bloqueaba la
entrada a la prisión, al lado de una
barrera blanca. La cabina de control,
localizada a su izquierda, era de
hormigón también, con un par de
ventanas rectangulares. Bajé la
ventanilla. Él me pidió mi
documentación y yo le entregué el carné
de identidad y el permiso de conducir.
Les echó un vistazo y, a continuación,
levantó la barrera.
El estacionamiento no estaba muy
abarrotado, por lo que no tardé en hallar
un hueco para aparcar. Tomé el maletín
por la correa y fui hacia la entrada con
pisadas decididas. Por dentro, la prisión
lucía tan deprimente como un velatorio.
Paredes de piedra, pasillos infinitos y
estrechos, suelos de baldosas de un gris
insignificante, techos con lámparas de
tubo cuya potencia se me antojó mortal
para la vista y cientos de cámaras de
seguridad distribuidas por los rincones.
Me dirigí hacia la zona de control,
coloqué el maletín en la cinta de rayos
equis y pasé con éxito la cabina de
detección de metales. Isaac Taylor, uno
de los guardias de seguridad, vestido
impoluto y armado hasta los dientes, me
devolvió el maletín.
Le di las gracias con una sonrisa
simpática.
—¿Ha vuelto, doctora Evans? —me
preguntó con voz aguda y suave a la
misma vez.
—Eso depende del jefe.
—Salgamos de dudas entonces —
dijo y me indicó que lo siguiera,
mostrándose contento—. El señor
Benjamin Donovan se encuentra en su
despacho. La está esperando. —Hizo
una pequeña pausa—. Ya pensábamos
que no la volveríamos a ver.
—Espero quedarme todo el tiempo
que me permitan.
Él asintió y tras unos minutos, nos
paralizamos delante de una puerta
maciza.
—Espero que le tenga buenas
noticias.
—Gracias. —Cuando Isaac se
marchó, golpeé la puerta con los
nudillos—. ¿Se puede?
No obtuve contestación. En cambio,
la puerta se abrió con delicadeza y el
rostro de Benjamin Donovan, director
de la prisión, apareció vestido con un
traje azul.
Me tendió una mano y yo se la
estreché con firmeza.
—Linda, por favor, entra. —
Mientras caminaba hacia uno de los
sillones posicionados frente a su
escritorio, observé la habitación
decorada con mobiliario antiguo. Había
buen gusto ahí, para ser parte de una
cárcel repleta de delincuentes
sanguinarios—. ¿Cómo has estado?
Benjamin tomó asiento con
desenvoltura.
Yo crucé las piernas, me senté recta
y lo miré a la cara.
—¿De qué se trata? —Fui a saco.
Se rio ante mi impaciencia.
—Te veo fenomenal. —Sacó una
carpeta del primer cajón de la mesa—.
¿Qué tal va la tesis?
—Bastante bien —admití con las
manos inmóviles sobre mi regazo—. Las
entrevistas me han aportado información
muy valiosa que de otra forma no habría
podido recabar. Gracias a tu
disposición, sin menospreciar a la Junta
de Tratamiento, la tesis ha avanzado de
manera considerable.
—Pero aún te queda un móvil por
perfilar. —Empujó la carpeta en mi
dirección—. Por eso te he llamado. Tras
varias pláticas y dimes y diretes con los
miembros de la Junta, tenemos un
interno que está dispuesto a que le
entrevistes.
En eso consistía mi trabajo: elaborar
perfiles psicológicos de agresores
violentos y desenterrar los distintos
patrones de conducta en asesinos a
través del análisis de sus crímenes tanto
a nivel psicológico como criminalista y
forense.
El mundo de la psicología era
curioso y apasionante en proporciones
iguales. Mi pasión, o más bien debería
llamarlo mi fanatismo, era indagar en las
mentes de los criminales más crueles y
perversos del mundo. No me interesaban
los actos delictivos de menor grado o
intensidad. Y tampoco colaboraba codo
con codo con la policía, aunque para ser
sincera alguna vez les había facilitado
mis perfiles psicológicos para la
detención de criminales que imitaban a
otros homicidas conocidos.
«¿Por qué una persona se convierte
en un asesino?».
La pregunta me desmenuzaba por
dentro.
Solía extraer información de los
periódicos y de las fichas de prensa
archivadas en la biblioteca pública, o
gracias a los testimonios de los testigos
cercanos o involucrados indirectamente
en el homicidio, hasta que tras mucho
esfuerzo me obsequiaron la oportunidad
de ser aceptada para usar una de las
herramientas más efectivas a la hora de
estudiar a un criminal: las entrevistas
cara a cara. Desde entonces había
ampliado los conocimientos que ya tenía
sobre ciertos homicidios, siguiendo
cuatro móviles que, bajo mi punto
profesional de vista, eran los más
importantes a lo que a crímenes se
refería: el crimen pasional, el crimen de
odio, el crimen de dinero y el crimen de
venganza.
El último móvil era el único que aún
no había tenido ocasión de profundizar,
pero al parecer mi suerte estaba a punto
de dar un giro drástico.
—¿Cumple con el último rasgo?
—Sí —asintió Donovan con
seriedad—. El móvil principal en sus
crímenes es el dinero. Pero la cosa no
acaba ahí. Este interno es especial. Es
perfecto para que solidifiques tu tesis.
—¿A qué te refieres con especial?
—El interno cumple con casi todos
los móviles de la tesis. Podrías extender
la información que ya posees usando
como base al mismo recluso.
Intrigada, agarré la carpeta y leí las
primeras hojas del historial.
—Zack Cassidy… —murmuré con
aire ausente—. Creo que me suena este
nombre.
—Salió en todos los periódicos y
noticiarios del país. —Se aclaró la
garganta al verme tan absorta en el
documento. A regañadientes cerré la
carpeta. Ya tendría tiempo de seguir
analizándola—. Lleva en prisión desde
abril de 2001. Tiene tres cadenas
perpetuas sin posibilidad de libertad
condicional.
—¿Qué hay de sus crímenes?
Se cruzó de brazos en un gesto
sombrío.
—Es un exsicario profesional, uno
de los mejores que he visto en toda mi
carrera. Sus ejecuciones eran tan
limpias que logró escabullirse de la
justicia durante años. Nunca se
presentaron cargos contra él. Pero en su
último crimen fue bastante indiscreto.
Ahora cumple condena por siete
homicidios en primer grado.
—¿Solo siete?
—Son los únicos cuerpos que se
lograron recuperar tras un exhaustivo
proceso de investigaciones. Excepto la
bala en la escena del crimen, no hubo
pruebas contra él. No había huellas
dactilares ni tejidos extraños y mucho
menos el arma del homicidio. Cassidy
es un sujeto al que no le afecta la
violencia. No tiene compasión. Ni
debilidades aparentes. Le bastaba un
disparo para acabar con sus víctimas.
Por eso mismo, cuando eches un vistazo
a los informes, llegarás a la misma
conclusión que yo. El último asesinato
no fue un asunto de dinero.
—Entonces sí tiene debilidades —
afirmé.
Chasqueó la lengua con disgusto.
—Te equivocas. —Se puso en pie.
Benjamin era un hombre más bien alto,
con buena anchura en el cuerpo, de pelo
oscuro y ojos grises como las nubes de
una inminente tormenta—. Pertenecía a
la Mafia Mexicana. Y ya sabes la
reputación que posee esa pandilla: gente
pérfida, vil y arrogante que no teme ir a
prisión, porque incluso dentro de los
centros penitenciarios se las ingenian
para seguir realizando sus trabajos
sucios. —Rodeó la mesa mientras yo me
levantaba también. Cogí la carpeta y el
maletín, y continué escuchándolo en
silencio—. Zack era el asesino de la
eMe dirigida por Benicio Velázquez;
uno de los hombres más buscados por el
FBI. No sé quién de los dos es más
peligroso. Ahora, Benicio se encuentra
en busca y captura por narcotráfico. Sin
embargo, los federales piensan que
existe una siniestra conexión entre
Cassidy y Velázquez en el último
homicidio ejecutado por el primero. —
Me miró con prudencia antes de añadir
—: Linda, haz las preguntas que tengas
que formular en tus entrevistas, pero
quiero que te ganes la confianza de este
interno y le sonsaques toda la
información que puedas. Los crímenes
que ha cometido son más que siete. La
justicia se está esmerando en atrapar a
Benicio y así detener todas y cada una
de sus redes con otros sindicatos
delictivos. Por alguna razón, Cassidy no
ha querido hablar sobre su exlíder y yo
quiero averiguar el motivo.
—Quizás le siga siendo fiel.
—Lo dudo mucho. —Extendió una
mano hacia la puerta—. Demos un
paseo.
Caminamos por las instalaciones,
pero nos mantuvimos alejados de las
celdas.
—Por lo que me has contado, me
parece que Zack Cassidy es el candidato
perfecto para mi tesis.
—Lo es. Es el criminal que andas
buscando; de los que te gustan a ti, con
un pasado turbulento, un presente no
mucho mejor y un futuro del que no
podrá escapar jamás.
—¿Es un hombre mayor?
Redujimos la marcha al toparnos con
una puerta que daba acceso al siguiente
corredor. Aguardamos a que el guardia,
situado dentro de una cabina de
seguridad, manipulara una serie de
botones y nos diera vía libre.
Entramos.
—Tiene treinta y ocho años.
—¿Se ha metido en algún lío?
—Tiene buen comportamiento, pero
no te dejes engañar por sus encantos. Es
un manipulador. Siempre da en el clavo
con las palabras que uno quiere oír y
qué miradas son las ideales para seducir
a la persona que tiene enfrente.
Me encogí de hombros restándole
importancia.
—¿Ha puesto alguna condición?
—Nada de grabaciones. Es lo único
que le hemos concedido.
—Me parece bien.
Benjamin me guio hasta un enorme
ventanal de cristal polarizado donde
tuve un plano magnífico del amplio patio
de recreo y de los internos que
pululaban por ahí. La mayoría estaban
haciendo ejercicio en unas barras
amarillas o se entretenían jugando al
baloncesto mientras que otros hablaban
en grupos a la vez que admiraban el
partido, o se dedicaban a caminar fuera
de la cancha.
—Empezarás este viernes en la sala
de las entrevistas. —La voz del director
me sacó de mi escrutinio—. No te dejes
intimidar por Cassidy, ni por su
apariencia sosegada. No hay calma
habitando en él. Es una bomba de
relojería.
—Entiendo —dije con frialdad,
aunque mis dedos se sostuvieron con
fuerza a la correa del maletín.
—¿Te gustaría verlo? —me preguntó
de sopetón, pillándome desprevenida.
—Sí —balbuceé tras recuperarme de
la súbita sorpresa—. Me encantaría.
—Míralo… —dijo con repulsión
mientras señalaba con su barbilla
afeitada un lugar a pocos metros de
nosotros—. Está justo donde todos los
días.
Al principio me costó distinguir algo
más que el denso color azul de la
vestimenta de los internos hasta que
sonaron dos pitidos en el patio. Era hora
de realizar el recuento. Los cuerpos
gigantescos y sudorosos y los cabellos
enmarañados empezaron a difuminarse a
medida que se aproximaban a la entrada
del nivel al que pertenecían. Fue en ese
momento cuando un grupo de jóvenes
afroamericanos decidió moverse con
parsimonia hacia la fila de reos, como si
todos siguieran el mismo compás
desganado, y de inmediato la silueta de
un recluso que hacía un nítido contraste
con los demás penetró en mis retinas.
Estaba apoyado contra un muro sucio
a la vez que fumaba con calma un
cigarrillo e ignoraba todo lo que le
rodeaba, como si la cosa no fuera con
él. Su pelo largo y rubio caía indomable
a ambos lados de su rostro, y sus bíceps
se marcaban bajo el mono azul, con las
letras «CDCR Prisoner» escritas en
amarillo, en la espalda. El interno dio
una última calada a su pitillo, lo arrojó
con un simple movimiento de muñeca y
se desplazó hasta sus compañeros, con
un caminar arrogante.
El corazón se me apretó en el pecho.
Mis mejillas se encendieron a causa de
una emoción que no supe cómo
interpretar. No entendía por qué mi
cuerpo reaccionaba así ante la presencia
de un desconocido, pero supe que estar
en el mismo espacio con un personaje
como Zack Cassidy no sería nada fácil
de sobrellevar.
Mi mundo entero estaba a punto de
sufrir el peor terremoto de su vida.
2
Linda
Viernes, 7 de agosto de 2009
Nueva Folsom, California.
Los últimos días me dediqué a revisar la
ficha policial de Zack Cassidy, como
también el informe de los cadáveres por
los que se le había enjuiciado e
incriminado. No podía negar que me
ofusqué recopilando información que
pudiera ser de utilidad para mis
entrevistas, pero no descubrí nada en mi
exploración. Sin embargo, Benjamin
Donovan no se equivocaba respecto a
dos situaciones: el recluso era un ser
insensible y su último crimen había sido
muy distinto a los anteriores.
Mientras caminaba por el estrecho
pasillo de la prisión, detrás de Isaac
Taylor, recordé lo que ponía en la
declaración de los hechos. En el juicio
el interno se declaró culpable, pero solo
por el último homicidio. Aun así,
gracias a la gran labor del equipo
forense, se le logró atribuir otros seis
crímenes. ¿La prueba definitiva? Una
bala del calibre veintidós; los mismos
casquillos que fueron encontrados en los
cuerpos de las víctimas; el mismo
calibre del revólver que empuñaba
como si la vida le fuera en ello el día
que le capturó la policía.
Regresé mi mirada hacia el guardia.
Habíamos alcanzado la sala de las
entrevistas. Isaac abrió la puerta y me
pidió que entrara con un gesto del
mentón. Al hacerlo me percaté de la
presencia de Steve Dalton, su
compañero, en un rincón con la vista al
frente. Ellos siempre se quedaban
conmigo mientras yo realizaba mi
trabajo. Iban armados hasta la saciedad,
e intimidaban bastante. Los dos se
mantendrían a una distancia prudente,
pero sin que resultara inalcanzable por
si acaso tuviesen que intervenir para
protegerme.
La habitación era de paredes blancas
y carecía de ventanas, pero la luz
artificial asomaba a cada ángulo.
Conocía cada detalle de la estancia.
Cada obscuro contorno. Lo conocía
todo, excepto al hombre que estaba
sentado tras la mesa metálica. Tenía la
cabeza gacha y unas apretadas esposas
restringían sus muñecas mientras que sus
tobillos estaban rodeados por unos
pesados grilletes.
Isaac cerró la puerta y se posicionó
en la esquina contraria.
Respiré hondo y caminé hacia el
interno, mostrándome fría, distante y
controlada.
Zack Cassidy, por el contrario,
siguió mirando la superficie de la mesa
e hizo caso omiso a mi persona, por lo
que pude observarlo sin ningún
disimulo. Era un hombre de constitución
fuerte. Debía de medir más de un metro
ochenta y cinco, y sus hombros lucían
poderosos bajo la prenda azul oscuro.
Tenía una recortada, y a pesar de las
circunstancias, bien cuidada barba de
pocos días y la piel un tanto dorada por
el sol de agosto. Se había peinado su
pelo rubio, que casi le rozaba los
hombros, hacia atrás y sus facciones, sin
que hiciera falta que me mirara, me
resultaron sombrías, duras e
inquietantemente peligrosas.
Tomé asiento frente a él y situé el
maletín en el suelo.
—Buenos días, señor Cassidy. Soy
la doctora Evans —dije con
profesionalidad—. Encantada de
conocerle.
Al oírme alzó la barbilla con mucha
lentitud. Sus ojos me atravesaron con la
dosis exacta de terror, violencia y
perversión a pesar de que sus iris eran
hermosos; una fantástica y armoniosa
mezcla de colores grises, verdes y
azules. Durante varios instantes me
estudió con una intensidad tan tenebrosa
como la brisa que le cercaba como una
burbuja protectora, con una curva
ascendente en los labios y la cabeza
medio ladeada. No era una sonrisa, sino
una mueca vacía, sardónica e insidiosa.
—¿Qué edad tiene? —preguntó y me
miró de arriba abajo, con voz áspera y
profunda.
Me mantuve insondable ante la
cuestión. No debería resultarme ningún
esfuerzo. Yo siempre me comportaba de
manera correcta e intachable, sobre todo
en el trabajo.
—Supongo que Benjamin Donovan
le ha puesto en antecedentes respecto a
mi estudio. —Frunció una ceja. No supe
si fue por mis esquivas palabras o
porque el director no le había dicho gran
cosa sobre mi tesis—. Si tiene alguna
duda que quiera formularme antes de
que comencemos con la entrevista,
adelante.
No respondió, sino que aprovechó
esos segundos para darme otro repaso
con los ojos.
—La duración.
—Disponemos de una hora para
charlar con calma. Los viernes están
destinados para mí y las entrevistas se
prolongarán durante las próximas seis
semanas. —Le vi afirmar con la cabeza
a la vez que observaba el techo y las
esquinas—. No hay cámaras de
seguridad —dije adivinando sus
pensamientos—. Solo estamos usted y
yo. Los guardias no nos incordiarán. No
se preocupe por ellos.
Frunció con más profundidad el
ceño.
—¿Qué le hace pensar que esos dos
me preocupan? En todo caso, son ellos
los que deberían preocuparse.
—¿De qué?
—De su seguridad. —Sonrió con
malicia. La primera reacción honesta
que había exteriorizado hasta ahora—. Y
también de la de usted, doctora.
Trencé mis dedos, sin inmutarme ni
un poco.
—¿Me está amenazando? —inquirí
sin rodeos. Sabía a lo que me
enfrentaba.
—Tómeselo como una advertencia
—murmuró, tranquilo—. Le seré
sincero, puedo partirle el cuello antes de
que alguno de esos dos incompetentes se
acerque a usted.
Mi pulso se tornó tembloroso, pero
le pregunté en tono calmado, como el
suyo.
—¿Es eso lo que le gustaría
hacerme? ¿Partirme el cuello?
—No. —Se mordió el labio inferior
y me observó bajo sus claras y largas
pestañas—. Se me ocurren situaciones
más satisfactorias para ambos.
—¿Es siempre así de impulsivo?
—No suelo perder el tiempo
analizando las cosas.
—Parece que tiene cierta inclinación
a cometer crímenes.
—Era un asesino. Un sicario —
matizó descansando la espalda contra la
incómoda silla—. Matar significaba
tener dinero para sobrevivir hasta fin de
mes.
El tono de su voz era insulso,
indefinido. Zack se comportaba como el
psicópata perfecto que todo psicólogo
moriría por estudiar. Más de uno pagaría
por indagar en su mente, seccionar sus
patrones emocionales y describir a
grandes rasgos sus inquietudes, como si
fuera un rompecabezas incompleto.
Saqué mis notas del maletín y les
eché un vistazo.
—¿Le pagaron por matar a Tony
Sánchez? —pregunté tras leer el primer
nombre de la lista—. ¿Recuerda al
señor Sánchez? Su primera víctima.
Sus labios se torcieron en una
mueca.
—No fue mi primera víctima.
—¿Quiere que hablemos de ello?
—Me parece que no.
Bajé la mirada y pasé mi dedo índice
sobre la hoja del informe 298672-6.
Carraspeé antes de leer:
—Tony Sánchez, cuarenta y tres
años, fue encontrado el dieciocho de
junio de 1996 en su domicilio con
dirección en Seattle. Hora de la muerte,
catorce de junio de 1996,
aproximadamente a las 15:56 horas.
Causa del fallecimiento, impacto de bala
en la nuca. —Lo miré a los ojos, que
refulgían como dos bestias indómitas—.
¿Le suena de algo, señor Cassidy?
Alzó el mentón y sonrió apenas un
poquito.
—¿Quién dijo que no me acuerde?
—Se acuerda. Eso está bien. ¿Puede
decirme qué desató el crimen? —No
respondió, así que dejé a un lado mis
notas—. No tiene por qué callar. Le
recuerdo que fue condenado por siete
homicidios. Está demostrado ante un
tribunal que fue usted quien cometió esa
ejecución.
Se lo pensó un segundo.
—Dinero.
—¿Conocía a la víctima?
—Sí.
—¿Conocía siempre a sus víctimas?
¿Mantenía un trato cordial o amistoso
con ellas?
—No y no —dijo con un gruñido.
—¿Se cuestionó alguna vez que
quizás le estuviera arrebatando la vida a
alguien inocente?
Emitió una pequeña risotada.
—No hay nadie libre de culpa en mi
mundo, doctora.
«Interesante juego de palabras»,
pensé.
—Me resulta curioso que siga
considerando ese mundo como suyo. No
quiero sonar frívola, pero usted está en
la cárcel. Y seamos realistas, no creo
que pueda salir nunca de prisión.
Se encogió de hombros.
—Una vez que entras en ese mundo,
no puedes escapar de sus tentáculos. La
mayoría de los tipos que nos movemos
en ese entorno somos iguales. Calcos de
la maldad del otro.
—Tony era igual que usted. —Era
una afirmación.
Se relamió los labios.
Tenía una boca muy sensual,
deseable y peligrosa.
—Él era menos inteligente y más feo,
pero sí, nos regíamos por los mismos
códigos.
Afirmé con la cabeza y di por válida
su respuesta.
—¿Qué sintió la primera vez que
apretó el gatillo contra una persona? —
Silencio. Modifiqué la pregunta—.
Discúlpeme. Permítame que le formule
la cuestión de otra manera. ¿Qué sintió
cuando mató a Tony Sánchez? O cuando
asesinó a Gabriel Cruz, Peter Romero,
Manuel Vega, Paul Sanders o Edu
Carmona. —Me faltaba un nombre por
pronunciar, pero ese caso me lo estaba
guardando para después.
—Que mi trabajo había concluido —
respondió con desdén.
—¿Nada más? —Me observó
impasible—. Matar no le causaba
ningún estímulo.
—No me excita matar. No me la
pone dura. Era un trabajo que me daba
para comer. Solo eso.
—¿Y nunca le pareció un poco
egoísta jugar a ser Dios? Para que usted
pudiera vivir, otros tenían que perder la
vida.
Se obligó a relajar los puños a la vez
que se echaba más hacia atrás. Su
cuerpo destilaba una arrogancia
impetuosa y su mirada, una pasión
siniestra y ardiente.
—¿De qué se sorprende? En el reino
animal sucede lo mismo. Los
depredadores fuertes se comen a los más
débiles. —Me estudió unos momentos y
se deleitó con mi silencio—. ¿Usted en
qué bando está, doctora? ¿En los fuertes
o en los débiles?
Pestañeé repetidas veces hasta que
el control regresó a mí y pude continuar
con mi deber.
—Explíqueme con más detalle en
qué consistía su trabajo.
—En pocas palabras, me entregaban
una dirección y unas cuantas
instrucciones.
—¿Sentía rabia hacia esas personas?
—Me eran indiferentes.
Estuve un segundo enmudecida, con
sus ojos clavados en mí y casi sin poder
respirar por la magnitud de su mirada,
hasta que me centré en el siguiente
informe.
—Es el turno de Manuel Vega. —Sus
iris se ensombrecieron—. Mexicano con
residencia en Norte América. Tenía
cincuenta y cuatro años cuando fue
encontrado el uno de octubre de 1999 en
el garaje privado del domicilio que
compartía con su mujer y sus dos hijas
menores, a las afueras de Navy Yard
City, Washington. Hora de la muerte, ese
mismo día a las 11:49 horas,
aproximadamente. Causa del
fallecimiento, impacto de bala en el
pulmón. La colisión no fue letal. La
autopsia reveló que el señor Vega murió
por desangramiento. —Apoyé los codos
sobre la mesa—. No entiendo ese
repentino cambio en su pauta.
—No la cambié —confesó Zack
mientras tamborileaba la superficie con
sus dedos—. No suelo fallar en la
puntería. Soy muy bueno en lo que hago.
Pero Manuel consiguió esquivar la
primera bala. La segunda, sin embargo,
le agujereó el pulmón.
—Podría haberlo rematado con otro
disparo.
—Podría —convino y elevó uno de
sus hombros para luego dejarlo caer—.
Pero no me apeteció.
—¿Por qué?
Arqueó una ceja con la intención de
incomodarme.
Y lo logró.
—Porque me había hecho perder el
tiempo.
Sus respuestas eran escalofriantes.
—Y mientras conducía hacia su
hogar, ¿no pensó en el sufrimiento de
Manuel Vega?
—Ni siquiera se me pasó por la
mente.
Realicé un murmullo de afirmación y
escribí un par de reflexiones en mi
cuaderno personal. Cuando aparté la
mirada del informe y levanté la cabeza,
nuestros ojos se cruzaron y una gélida
esquirla de desconcierto me recorrió la
espina dorsal.
Debía admitir que a simple vista no
parecía ser el hombre que en realidad
era. Quizás si me hubiera topado con él
en la calle jamás habría pensado que era
un asesino, que carecía de moral y
sentimientos, que era incapaz de amar y
que le importaba un comino ser amado.
Pero tampoco me iría de copas con él.
Era curioso, pero había cierta
desesperación rodeándole como una
misteriosa nube invisible; una maldad
que podía tocarse con la punta de los
dedos.
De repente, me sentí incómoda.
Incluso temí que pudiera notar mi propia
desesperación.
Bajé la vista.
—Su revólver… —La voz me salió
ronca. Me aclaré la garganta y me forcé
a mirarlo de nuevo a los ojos—. ¿Solía
estar armado, aunque no tuviera trabajo
que hacer?
—Sí.
—Eso podría significar que ha
matado sin que hubiese dinero de por
medio. —Su rostro se colmó de un gesto
de concentración—. ¿De verdad se lo
está pensando?
Sus ojos adquirieron un tono más
grisáceo bajo las frías luces de la sala.
Era la mirada de un depredador.
—La lista es bastante larga.
—¿Quiere compartir conmigo qué
tan larga es esa lista? —me atreví a
preguntar al ver la imagen de Benjamin
Donovan en mi cabeza, diciéndome que
averiguara información sobre los
homicidios que aún no habían
conseguido resolver.
Zack se rio entre dientes y me lanzó
una mirada que logró aumentar mi pulso.
Ese hombre me intranquilizaba.
—¿Cree que soy estúpido? Y no, no
tengo miedo a las putas consecuencias.
¿Qué más me pueden hacer? Tengo a mis
espaldas más años de los que podré
vivir. Nada de lo que diga o haga hará
que me rebajen la condena. Vivo en el
nivel más jodido del trullo desde hace
más de ocho años, y mi situación no
cambiará por mucho que yo cambie. —
Dibujó una sonrisa en sus labios—. No
se moleste en preguntar. No quiero
cambiar. Ni cambiaré. —Se inclinó
hacia delante. Una cadena de
sensaciones insólitas me puso el vello
como escarpias—. ¿Quiere saber qué
tan larga es mi lista de crímenes? Si se
lo dijera, no podría dormir por las
noches.
Intenté verme inmune ante la
amenaza. Él parecía regodearse con mi
nerviosismo.
—No me intimida, señor Cassidy.
—Eso es porque aún conserva el
cuello intacto.
Desde muy pequeña había tenido la
mala suerte de conocer la perversión del
ser humano, la corrupción de la mente y
la depravación del corazón, pero Zack
Cassidy era distinto a los demás. Él, con
pocas palabras, conseguía que mi vida
ordenada y protegida bajo mil candados
pareciera estar a punto de descarriarse.
El hombre que me devolvía la mirada
conseguía que me sintiera vulnerable, tal
como hacía el monstruo que irrumpía en
mis sueños.
Reprimí un estremecimiento.
—Tengo aquí la ficha de su última
víctima. A él lo recordará un poco más.
¿Quiere hablarme de ello?
—No hay mucho que contar.
Endurecí la mandíbula ante su
indiferencia, pero no leí el folio. Tenía
la información grabada en mi memoria.
—Pablo Velázquez, americano con
nacionalidad mexicana. Tenía dieciocho
años cuando fue encontrado el dieciséis
de abril de 2001 en el parking de la
Universidad Estatal de Sacramento.
Hora de la muerte, aquel mismo día a
las 14:16 horas. La causa, ocho
impactos de bala. El primer disparo fue
suficiente para matarlo. Le perforó el
corazón. Pero usted continuó
arremetiendo contra él. La autopsia
reveló que el corazón le explotó por la
potencia de las balas.
Me quedé en silencio.
Zack también permaneció callado
mientras un brillo salvaje bailaba en las
profundidades de sus ojos multicolor.
—Es un buen resumen —dijo al cabo
de unos segundos, con total frivolidad.
—El móvil del crimen no fue el
dinero, así que ¿qué lo desencadenó?
—Furia. Ira. Odio. Rabia. Cólera.
Dolor —soltó un gruñido sin poder
contenerse.
Una corriente de aire helada se
apoderó de la atmósfera.
—¿Experimentaba esos sentimientos
hacia Pablo Velázquez?
—No.
—¿Se desataron cuando llegó a la
universidad o tenía planeado matar a
tiros a su víctima?
Colocó los antebrazos sobre la mesa.
Para ello, tuvo que juntar las manos, ya
que las esposas le apretaban con ímpetu
la piel.
—No tengo idea —reconoció en voz
baja—. Cuando me di cuenta de lo que
había hecho, ya había ingresado en la
trena y un oficial, rechoncho y con ganas
de darme una paliza, me ordenaba que le
mostrara los huevos antes de llevarme a
mi futura celda.
Su declaración no me sorprendió
demasiado. Las medidas de seguridad en
las instituciones penitenciarias a veces
eran extremas y rozaban lo humillante.
—¿Qué sintió tras ensañarse contra
Pablo Velázquez?
—Nada.
—¿Tenía pensado disparar todas las
balas?
—No lo sé. Supongo que sí. —
Estaba siendo sincero. Lo podía
vislumbrar en sus ojos.
En mi opinión, un ramalazo de ira y
de sentimientos despreciables se había
adueñado de él antes o durante el
trayecto que realizó desde Seattle hasta
Sacramento. La rabia lo había poseído y,
como consecuencia, había actuado por
impulsos y sin control.
—Pero era consciente de lo que
hacía o, al menos, de lo que estaba a
punto de hacer.
—Una parte de mí, sí.
—¿Ha sentido remordimientos…?
—No —me cortó y negó con la
cabeza, como si yo no hubiera entendido
aún el concepto «sicario»—. Las
personas a las que asesiné eran iguales
que yo.
Enarqué una ceja.
—Pablo Velázquez dista mucho del
patrón que seguían todas sus víctimas. A
él lo asesinó como producto de la ira. El
odio le ofuscó y no pudo distinguir el
camino correcto del erróneo. —
Inspeccioné la siguiente página. Él
siguió el movimiento de mi mirada—.
Aquí dice que Pablo era el hijo de
Benicio Velázquez, líder de la Mafia
Mexicana en aquel entonces. Y, por lo
que sé, usted era el sicario más temido
de esa pandilla, así que dudo mucho que
Benicio le diera órdenes de liquidar a su
único descendiente.
Enervado, señaló mis notas con las
palmas de sus manos.
—Si conoce todos esos detalles,
también sabrá lo que sucedió en Rainier
Valley.
—Prefiero que me lo cuente usted.
—Benicio mató a mi hermano. —Le
tembló el cuerpo hasta el último rincón
—. Lo encontré muerto en el vestíbulo
de su casa, con el pecho y el abdomen
agujereados a balazos. —Tensó los
músculos de la cara—. Dígame, ¿qué
más quiere saber? ¿Le da morbo
curiosear en los detalles más sórdidos
de sus casos?
Era cierto que había querido saber
más sobre ese homicidio. De hecho, en
mi búsqueda por encontrar más
información, di con un artículo de
prensa publicado por The Seattle Times
en el que decía que los federales habían
hallado dos cadáveres en un domicilio
localizado en el vecindario Rainier
Valley, en Seattle. Se trataba de John
Cassidy, de treinta y tres años, y Paul
Sanders, de veintidós. Tras hacer las
investigaciones pertinentes, la policía
descubrió que ambos hombres
pertenecían a la Mafia Mexicana, con
Benicio Velázquez como la voz cantante.
Ignoré sus preguntas anteriores.
—Fue Paul Sanders quien acribilló a
tiros a John Cassidy.
—Porque Benicio dio la orden.
—¿Por qué? ¿Acaso su hermano
incumplió las reglas? ¿Traicionó a
Benicio?
Su rostro se tiñó de sombras en una
fracción de segundo.
—Cualquier rumor de deslealtad es
incierto —dijo cerrando los puños. Los
guardias percibieron el cambio en el
lenguaje corporal de Zack y extremaron
la vigilancia—. John quería alejarse de
ese estilo de vida, ¡maldita sea! A él no
le gustaba lo que le obligaban a hacer y
mucho menos lo que hacía yo. Esa fue su
perdición. Su culpa. Intenté varias veces
quitarle esas chorradas de la cabeza.
Tíos como nosotros hay a raudales ahí
fuera. Es lo que hay. No tenemos
elección. Pero él siguió en sus trece. —
Blasfemó en voz baja—. John soñaba
con formar una familia y empezó a
delegar en otros para que realizaran el
trabajo sucio por él. John era más de
meterse en asuntos de trapicheos de
drogas, nada que ver con mi trabajo en
la pandilla, pero a veces las cosas se
iban a la mierda y había que poner
orden. Le ponía enfermo tener que matar.
Creo que incluso le ponía enfermo tener
que dar una simple paliza. Cuando
Benicio se enteró de que John estaba
flaqueando, no le hizo ni puñetera
gracia. Habló conmigo en plan
«colegas», pero no debería haberme
fiado. Él nunca toleraría que hubiera un
inútil en su banda; un hombre con
debilidades. —Me miró con fijeza antes
de añadir—: Un hombre con
sentimientos es comida para los perros.
—¿Y usted no tiene sentimientos?
—¿No lo ve? Estoy vivo. —Se me
erizó la piel—. Benicio ordenó que nos
mataran a los dos. Estaba hasta los
cojones de mi hermano. Él era
prescindible. Cuando entras en esa
categoría, no hay nada ni nadie que
pueda salvarte el culo. Yo no tenía
problema en ejecutar mi trabajo. Estaba
acostumbrado. Para mí, todas esas
personas eran nombres sin rostros. Pero
Benicio sabía que, cuando John muriera,
yo buscaría al culpable y el primero en
mi lista de sospechosos sería él. Sabía
que no me quedaría de brazos cruzados,
así que quiso eliminarme también.
—Entiendo, pero debe comprender
que Pablo Velázquez no fue el
responsable de la muerte de John. Él ni
siquiera vivía con sus padres en aquel
entonces.
—Benicio me arrebató a mi única
familia.
Ahí estaba el móvil principal.
—Crimen de venganza… —susurré.
Pero también había odio y sentimientos
de aprecio revolviéndolo todo. Zack
actuó por impulsividad ante la traición
de su exjefe, pero quizás también era
capaz de sentir y padecer. Sacudí la
cabeza para despejarme—. ¿Desde
cuándo conoce a Benicio Velázquez?
—Desde hace muchos años.
—Hábleme de…
—Hoy no —me interrumpió, y lo
miré desconcertada—. La hora ha
terminado.
Tenía razón.
—Muy bien. —Cerré los apuntes,
tapé el bolígrafo que apenas había usado
y guardé mis pertenencias en el maletín.
A continuación, me puse de pie—. La
próxima semana hablaremos un poco
más.
—¿Tiene novio? —me preguntó sin
venir a cuento.
—Eso no es de su incumbencia,
señor Cassidy.
Paseó la vista por cada recoveco de
mi cuerpo.
—Si tiene un amante en casa, dígale
que tranque bien las puertas —murmuró
con una sonrisa. Di un respingo
involuntario y él sonrió aún más al
percibirlo—. Y en el caso de que no
tenga a nadie que la deje satisfecha en la
cama, entonces debería revisar las
cerraduras de su hogar antes de irse a
dormir.
Tragué saliva mientras oía a los
guardias acercarse a nosotros.
—¿Es una amenaza u otra
advertencia? —Aunque mi voz sonó
firme, me dio un vuelco el estómago a
causa de su espeluznante insinuación.
Los oficiales levantaron a Zack de la
silla. El sonido de los grilletes tronó a
nuestro alrededor.
—Hasta el próximo viernes, doctora
—dijo en voz baja, penetrándome con
sus pupilas.
Paralizada y con un desasosiego
desmedido en mi interior, observé cómo
ese hombre canalla e intimidante pasaba
por mi lado y abandonaba la sala sin
volver la vista atrás.
3
Linda
Jueves, 13 de agosto de 2009
Sacramento, California.
El frío me cala los huesos. Las gotas de
lluvia aterrizan sobre las ventanas y
amortiguan la canción que está
sonando bajito en la radio. Me
estremezco de pies a cabeza y me
abrazo a mí misma a la vez que asfixio
sin querer a Punkie, mi peluche
favorito.
Miro a mi alrededor y, apenas veo
un par de chocolatinas en el mostrador
blanco, mi estómago expresa un rugido.
Alargo los dedos a la vez que procuro
que nadie se dé cuenta de mi pequeña
travesura, con la boca haciéndoseme
agua, hasta que doy con mi objetivo y,
mientras me peleo con el envoltorio,
ahogo un poco más a Punkie.
Doy un respingo cuando me
arrebatan el alimento de las manos.
—Eso no está bien —me reprende
mami y coloca la chocolatina en su
sitio—. Pronto pararemos a comer.
El dependiente me lanza una
mirada de reproche, y yo vuelco mi
atención en mis zapatillas color rosa
fresa con purpurina.
¡Me encantan los colores!
Me fascina vestir todos los colores
del arcoíris, aunque papi se ría de mí y
me llame «payasita». Una alegre curva
dilata mis labios. Él suele llamarme
«payasita» cuando visto diez tonos
distintos de ropa, pero por las noches
me convierto en su «princesa» mientras
termina de contarme un cuento. De
repente, la sonrisa se me congela en los
labios.
El aire se nota cargante.
Me fijo en papi, quien tiene su
mirada clavada en la ventana que hay
detrás de mí, con el cuerpo tenso,
mientras mami tiembla y se lleva una
mano a la boca. Mi cuerpo la imita sin
poder evitarlo y cuando me dispongo a
mirar en la misma dirección que ellos,
papi me detiene al instante.
Lo miro con los ojos muy abiertos.
—Hey, princesita, escúchame —me
ordena con dulzura cuando intento
girarme otra vez—. Ve hacia esas
estanterías. Y no salgas de allí hasta
que yo vaya a buscarte. ¿Me entiendes?
—Asiento, pero tengo ganas de llorar.
No quiero separarme de ellos. Me
aferro a sus brazos y sigo asintiendo.
Como si notara mi angustia, me
acaricia la mejilla y repite—: Ve,
Linda, y no sueltes a Punkie.
Oigo el tintineo metálico de la
campanita de la puerta justo un
segundo después de que mis piernas
echan a correr hacia las estanterías
atestadas de patatas fritas, bolsas de
golosinas y chocolates. Con la
respiración agitada me sitúo detrás del
mueble y aunque no logro ver nada
debido a mi corta estatura, permanezco
muy quieta.
La puerta se cierra con un fuerte
golpe.
El ruido me sobresalta.
Y, entonces, el silencio se apodera
del lugar.
Miro a Punkie, pero mi conejito me
devuelve una mirada inexpresiva.
Empiezo a debatirme entre quedarme
donde estoy o volver con papi y mami,
pero entonces distingo una voz que me
resulta desconocida. Tiene un acento
inquietante; un timbre peculiar; algo
cantarín envuelve sus palabras. Me
inunda un profundo pavor cuando
mami interrumpe a ese hombre; me
suena a súplica, pero no estoy segura
de ello.
Tiemblo y me aproximo a las voces.
El desconocido es el único que
habla ahora.
«¿Dónde está?».
«Te lo advertí.»
«No hay segundas oportunidades.»
Me asomo para observar la escena,
pero un escalofriante chillido me
paraliza y retrocedo aterrada. ¡Es
mami! Mi espalda choca contra una
estantería, me caigo al suelo y me
golpeo en la cabeza con la madera.
Suelto un gimoteo de dolor y miro a
Punkie, que ahora luce tan espantado
como yo. Papi grita a pleno pulmón;
creo que está llorando, pero su voz se
extingue casi enseguida y algo pesado
resuena en el aire. No quiero oír más.
No quiero estar aquí. Me tapo los
oídos, pero aún escucho los ruegos del
dependiente. «¡No, por favor! ¡No lo
haga!¡Por favor!».
El silencio lo cubre todo otra vez.
Bajo las manos. Mi respiración está
trémula y las lágrimas se acumulan en
mis ojos. Respiro hondo, pero tengo
miedo. Quiero volver con mami y papi.
Con voz temblorosa susurro: «¿Mami?
¿Papi?». Pero nadie me responde. Ni
siquiera sé si me han oído. Recojo a
Punkie, arrastro las rodillas por el
suelo y rodeo la estantería, pero me
detengo apenas visualizo una melena
larga y sedosa, extendida como un
abanico oscuro sobre las baldosas. Es
el pelo de mami. Su rostro está oculto,
pero su brazo yace en una posición
incómoda.
Me acerco otro poco, y un hilillo
rojizo ataca lastimosamente en mi
dirección. Es sangre viscosa. Desvío la
mirada hacia la izquierda y cientos de
escalofríos me atizan por dentro
cuando los ojos grandes y medio
azulados de papi me miran con tristeza,
opacos y sin vida. Suelto a Punkie y me
llevo las manos a la garganta.
Me ahogo.
No puedo respirar.
Cierro los párpados y rompo a
llorar desconsolada. El dolor me
destroza. Me duele el corazón. Siento
cómo se quiebra en diminutos
pedacitos. Oigo unos pasos acercarse a
mí. «Voy a morir. Voy a morir», pienso
con un hipido. Las pisadas cesan.
Espero. Espero. Sigo esperando mi
final, pero este nunca llega y, entonces,
me atrevo a abrir los ojos.
Lo primero que veo son unos
zapatos negros, inmaculados. Y,
después, sus piernas largas, protegidas
por unos pantalones blancos, muy
elegantes, algo clásicos. Sigo subiendo
mi mirada. Camisa azul, chaqueta
blanca y corbata marrón. Sus hombros
anchos y sus manos fuertes
empequeñecen todo lo demás. Lo miro
a la cara con los ojos vidriosos,
agitada. Pero no logro diferenciar sus
rasgos. Una maraña de sombras se
interpone entre él y yo, y por más que
intento enfocar la vista, todo está
difuminado. De repente, sus ojos se
convierten en dos puntos negruzcos,
distorsionados, y sus labios esbozan
una cruel sonrisa.
Se me eriza el vello cuando se
agacha con lentitud, casi con tiento, y
gimo en voz alta. «Me va a matar. Va a
acabar conmigo», me lamento y
aguanto la respiración, pero lo único
que hace es recoger a Punkie
manchado de sangre. Me lo entrega con
una suavidad que sé que no posee y mis
dedos no dudan en engancharse a la
manita de mi conejito mientras otro
sollozo brota de mis cuerdas vocales.
Él me observa durante infinitos
segundos. Me sonríe con amabilidad y
me analiza en silencio antes de ponerse
en pie y alejarse de mí, con las
sombras rodeándole como imperiosas
hélices, dejándome marcada de por
vida…, abandonándome junto a los
cadáveres de papi y mami.
Resurgí del mundo de los sueños y
me incorporé con tanta violencia que
casi me caí de la cama. Tenía varios
mechones de pelo pegados a la cara por
culpa del sudor, y respiraba con apuro.
Las manos me temblaban demasiado, así
que volví a tumbarme, con la mirada en
el techo.
Esa pesadilla se repetía cada noche,
aunque mis recuerdos eran difusos y a
veces variaban algunos detalles. En
ocasiones, en mis sueños, no tenía
hambre o agarraba una bolsa de doritos
en vez de una chocolatina. En otras,
abría el envoltorio y comía mientras el
encargado se quejaba de mi poca
educación. Pero el desenlace siempre
era el mismo. Mis padres siempre
morían a mano de ese hombre sin
corazón.
Exhalé un suspiro, pero me negué a
derramar las lágrimas que ansiaban
escapar de mis ojos. Desde aquella
mañana de invierno, no había vuelto a
llorar. Mentira. Había llorado un par de
veces, pero con el tiempo dejé de
hacerlo. Para mí, era un signo de
debilidad; aunque el hecho de que no
llorara no me hacía menos frágil.
Una vez que me sentí más calmada,
aparté las sábanas, me levanté y eché un
vistazo a mi habitación. Allí, en mi
supuesto refugio, escaseaban los
colores. Las paredes eran blancas, el
suelo de tarima y los muebles habían
sido pintados en tono blanco mate.
Incluso el edredón era blanco con un par
de flores azules estampadas en la tela.
No había más.
La niña que vestía todos los colores,
sin que le preocupara la combinación,
había desaparecido para siempre.
Abrí la puerta del dormitorio y
caminé a oscuras por el pasillo. No
había mirado el reloj, pero debían de
ser pasadas las tres de la madrugada.
Con cuidado empujé la puerta de la
habitación de Angy. Ella estaba
durmiendo con la boca abierta y el pelo
revuelto sobre la almohada. Al
comprobar que seguía ajena a mi
desvelo, me dirigí hacia la cocina para
tomar agua. Con el vaso en la mano me
desplacé hasta el salón y apoyé la
cadera en el enorme ventanal donde la
luz de la luna alumbraba el interior del
apartamento. No había nadie paseando
por las calles, y muy pocos coches
circulaban por las avenidas. Aun así, me
notaba inquieta y sabía perfectamente
que no se debía sólo a la pesadilla.
Bebí otro sorbo para engañar a la
mente, pero al final me di por vencida.
Coloqué el vaso sobre la mesita de
centro y crucé la habitación hasta la
puerta principal. El pestillo estaba
echado, pero para asegurarme zarandeé
el cerrojo hasta que no dio más de sí.
Odiaba reconocerlo, pero llevaba toda
la semana revisando las cerraduras de
casa antes de irme a dormir. Me había
vuelto una paranoica por culpa de Zack
Cassidy y sus palabras perversas, que
resonaban todo el tiempo en mi cabeza.
Solté un gruñido y regresé a la
ventana.
Excepto trabajar, no había hecho
gran cosa tras mi primera entrevista con
él. Eso sí, el sábado Angy me arrastró a
un local pijo de la zona. A la tercera
copa, yo ya estaba muerta del
aburrimiento, pero puse buena cara por
ella; sin embargo, la sonrisa se me borró
de los labios cuando dos hombres se
sentaron a nuestro lado, sin siquiera
preguntar. Me irritaba que algunos se
tomaran esas confianzas, pero a mi
amiga le pareció fenomenal. Enseguida
comenzó a charlar con ellos y me
emparejó con un tal Eric. O quizás era
Cedric. No lo recordaba.
A pesar de mi reacia disposición a
entablar conversación con dos
desconocidos, o conversación en
general, no podía negar que ambos
hombres tenían su encanto. Eric o
Cedric, como fuera que se llamara, era
moreno, altísimo y musculoso como un
jugador de rugby. Su mirada pícara y sus
ojos grises irradiaban morbo puro. Sexo
rápido y sin compromiso. Nada que ver
con la mirada de Zack, que a lo único
que invitaba era a salir huyendo. Con
eso no quería decir que fuera feo ni
mucho menos. Pero tenía una belleza
distinta a los hombres con los que me
codeaba. Él era varonil y atractivo de
una manera mil veces más revoltosa, y
poseía una mirada animal, demasiado
fría y ardiente.
De todas formas, a pesar de que mi
cita puso en práctica todos sus dotes de
seducción, lo abandoné en mitad de la
pista de baile cuando, mientras sonaba
una canción movidita, sus manazas me
agarraron por el trasero y me arrimaron
a él. Me zafé de sus garras lanzándole
una mirada que lo dejó bloqueado y al
ver que Angy se lo estaba pasando de
escándalo con el otro tío, salí del local.
¿Quién era yo para pedirle que nos
marcháramos? No quería aguarle la
fiesta.
Enfilé hacia el parking a la vez que
le mandaba un mensaje de texto para que
no se preocupara. Hacía apenas un
segundo que le había dado a la tecla
«enviar» cuando mis pies se pararon en
seco. El corazón empezó a latirme
desbocado y aunque solo podía oír la
música que retumbaba desde el interior
del local, estaba convencida de que
había advertido el sonido de unos pasos
detrás de mí. Me giré sobre mí misma,
pero estaba sola en el callejón, con el
móvil en la mano.
Desde entonces había tenido la
alarmante sensación de que alguien me
vigilaba. ¡Qué estupidez! ¡No podía ser
tan tonta! La persona que atemorizaba
mis pensamientos se encontraba
encerrada a más de cuarenta minutos de
la ciudad.
Reprendiéndome a mí misma por
permitir que una absurda amenaza me
afectara de ese modo, sacudí la cabeza y
me di la vuelta. Pero me quedé inmóvil
al distinguir una sombra humana
internándose en la cocina. Corrí hacia
allí y encendí las luces, creyendo que
me encontraría con Zack Cassidy y su
sonrisa irónica. Pero no había nadie. Mi
imaginación me estaba jugando malas
pasadas.
Exhalé un suspiro lleno de
agotamiento y miré el reloj colgado en
la pared. Eran más de las cuatro de la
madrugada. Resoplé con desencanto y
caminé hacia mi habitación, conteniendo
el impulso de revisar la cerradura por
enésima vez.
Cuando me tendí boca arriba sobre
la cama, no logré dormir por más que lo
intenté. Fue imposible. Cada vez que
cerraba los ojos, unos iris fieros con
vetas grises, azules y verdes aparecían
como imágenes pecaminosas en mi
cabeza…, ansiosos por atraerme hacia
un lugar sombrío y morboso de mi
subconsciente.

Viernes, 14 de agosto de 2009.


Giraba el bolígrafo entre mis dedos
en un intento por distraerme, esperando
a que la puerta se abriera y entrara el
hombre que había alterado por completo
mis horas de sueño. Isaac había sido el
encargado de conducirme hasta la sala
de las entrevistas, en pleno silencio,
mientras tanto Steve iba a buscar al
recluso.
Deposité el tubo con tinta sobre la
mesa justo cuando noté movimiento a
mis espaldas. La sangre se me congeló
en las venas al percibir el sonido de las
cadenas chocando unas con otras cada
vez que él avanzaba hacia mi posición.
Sus pisadas eran provocadoras, lo que
causó que un remolino de nervios se
instalara en mi vientre. No entendía por
qué me impresionaba tanto su presencia,
pues nunca había perdido el control de
mi cuerpo y muy pocas veces el de mi
mente.
Mientras pugnaba por relajarme para
que mi apariencia fría hiciera el honor
de aparecer, atisbé parte de su mono
azul e hice un esfuerzo por no contener
el aliento cuando se plantó frente a mí.
Fue entonces cuando me di cuenta de
que había temido que Zack hubiera
estado rondándome en los últimos días,
y que las sombras que divisaba en cada
esquina no fueran consecuencia de mi
paranoia mental.
Mi corazón dio una voltereta cuando
le oí reírse por lo bajo a la vez que
tomaba asiento.
—Buenos días —dije después de
que se hubo acomodado en la silla.
Lucía relajado y me observaba con
atención, pero me centré en mis apuntes
para no seguir mirándolo—. Empecemos
cuanto antes. Hoy disponemos de diez
minutos menos.
—¿Qué tal su fin de semana? ¿Salió
a bailar por ahí?
Alcé los ojos hacia los suyos y
aunque procuré no mostrarme alarmada,
sus labios se estiraron en una sonrisa
cuando apreció una pizca de angustia en
mi semblante.
Me estaba tomando el pelo.
—¿Le interesa?
—La verdad es que no. —Dibujó un
mohín de burla. Yo me dispuse a revisar
el informe, pero su voz profunda me
interrumpió—. ¿Quiere saber qué hice
yo?
—La verdad es que tampoco me
interesa.
Sonrió como si no me creyera.
Experimenté cierta subida de
temperatura en mi cuerpo y me odié por
ello.
—Vaya al grano, doctora.
—Hoy hablaremos de su infancia —
dije a la vez que el ritmo de mi corazón
se iba ralentizando segundo a segundo
—. ¿Dónde se crio? Cuénteme sobre su
familia.
Dejó escapar un suspiro de hastío.
—Nací el 10 de abril en una ciudad
llamada El Fuerte, en México. John, mi
hermano, también nació allí, tres años
antes que yo. Mi madre era mexicana y
mi padre norteamericano. Se
enamoraron cuando él visitó la zona.
Según me dijeron, ambos tenían
amistades en común y se casaron al
poco tiempo de conocerse. Yo no tenía
ni once meses de edad cuando
decidieron mudarse a Seattle, donde era
originario mi padre. Aun así, me
defiendo con el castellano, pues a veces
mi madre se empeñaba en hablar en su
idioma. —Se encogió de hombros—. El
caso es que cuando cumplí cinco o seis
años, nos mudamos a otro vecindario, a
un bloque de viviendas que apenas
podía mantenerse en pie. Era un barrio
marginal. Había tíos borrachos y fétidos
a meado tirados en las escaleras, putas
inyectándose heroína y parejas de
drogadictos follando en cualquier
esquina, a la vista de todos. —Hablaba
sin emoción sobre aquella etapa de su
vida, pero lo que me estaba contando
era duro y serio—. Fui a la escuela
hasta los diez años, pero mi educación
siempre dejó bastante que desear. Era un
crío muy desobediente, no podía estarme
quieto y eso era motivo de discusiones.
—¿Discusiones entre quiénes?
—Entre todos. Mis padres solían
discutir a menudo.
—¿Por usted?
Frunció el ceño en un gesto
pensativo.
—Supongo que discutían en general.
Para ser sincero, estaban como unas
putas cabras. Si no discutían era o
porque estaban durmiendo la mona o
porque estaban follando en plan
reconciliación. Usted ya me entiende.
John era el único que no se entrometía
en nada. —Su expresión cambió
ligeramente al mencionar a su hermano.
Aun así, me era imposible descifrar lo
que sentía Zack en ese preciso momento
—. Él sabía que lo mejor era no meterse
en líos. Era un niño tranquilo e
inteligente. Él sí era capaz de distinguir
el bien del mal.
—¿Y usted no?
—Ni siquiera ahora soy capaz de
hacerlo. Desde que tengo uso de razón
las peleas, los golpes y los insultos me
parecían normales. ¡Esa mierda sucedía
cada maldita hora en nuestra casa!
Siempre creí que mis padres se trataban
de forma correcta; que, si alguien me
ponía un dedo encima, tenía el derecho
de asestarle un puñetazo y causarle
mucho más dolor del que me había
infringido. —Sonrió con ironía—. Ya
ve, doctora. Con solo diez añitos,
apuntaba maneras.
Ignoré su sarcasmo.
—Sus padres nunca les mostraron
cariño.
—Lo hacían muy rara vez; cuando
estaban limpios de coca o heroína, o lo
suficientemente sobrios como para
vernos delante de ellos. —Hizo una
pausa—. No sé cuándo empezaron a
consumir, pero tampoco poseo muchos
recuerdos de ellos estando sonrientes o
serenos. Varias veces vi a mi padre
levantarle la mano a mi madre y también
a mi madre levantársela a él.
Solucionaban los problemas así, a gritos
y a golpes, después caía algún que otro
polvo para hacer las paces. No había
armonía en esa casa y mucho menos
amor. Pero aunque ellos hubieran sido
cariñosos con nosotros, no tienen excusa
para lo que hicieron después.
Terminó de hablar, y yo escribí un
par de datos en mis notas personales.
—¿Qué es lo que hicieron?
—Para mis padres, mantener a dos
críos les jodía a menudo los planes, por
lo de consumir drogas y tal, por lo que a
veces tenían que reducir la dosis. No
poder meterse toda la mierda que
deseaban les ponía muy alterados. Una
mañana, en el bus de camino al cole, le
pregunté a John por qué se habían vuelto
tan adictos a esa porquería que
esnifaban por la nariz mientras nosotros
veíamos algún programa de televisión.
Alcé una mano para interrumpirle.
—¿Consumían sustancias ilegales
delante de ustedes?
—En esa casa no existían las reglas.
Ellos bebían, follaban y se drogaban
cuando les apetecía. —Dominé una
mueca de disgusto. Mi tía Emma nunca
me había prestado mucha atención, pero
por lo menos no hizo ninguna de esas
barbaridades—. Como le iba diciendo,
tuve interés en saber por qué mis padres
parecían tan desesperados cuando no
podían ponerse hasta el culo de coca.
Recuerdo que, ante mi pregunta, mi
hermano se encogió de hombros y dijo
que cuando estás colocado te pones a
cien, te sientes capaz de todo y el sexo
es mil veces mejor.
—¿Y su hermano cómo sabía eso?
—pregunté con sorpresa y turbación.
Se rio entre dientes.
—¿No se lo imagina? Menudo
cabroncete. Y parecía un angelito. —
Soltó una carcajada ante mi cara pálida
—. Doctora, no se asuste. Mis padres
dejaban todo perdido en el salón. Es
normal que John hubiera probado las
drogas a tan corta edad. Yo, años más
tarde, descubrí que él estaba en lo
cierto. Follar mientras estás bajo los
efectos de la cocaína es alucinante.
—No sabía que usted fuera
cocainómano.
—No lo soy —dijo con rotundidad
—. Esnifé una raya una noche, conduje
no sé cuántos kilómetros hacia el sur de
Seattle y me follé a dos putas en un
callejón. Quería demostrarme a mí
mismo que mis padres eran unos
capullos con debilidades y que la coca
no influenciaba en el sexo. Pero me
equivoqué… Es jodidamente excitante.
—¿Está justificando el
comportamiento de sus padres?
Me lanzó una mirada asesina.
—¡Claro que no! ¡Cedernos a John y
a mí como si fuéramos dos trozos de
carne no tiene justificación!
—¿A quién les cedió la custodia de
su hermano y de usted?
Su cuerpo se volvió rígido.
—A Benicio Velázquez. Mis padres
hacían algunos «trabajitos» para él a
cambio de un par de gramos. Pero
últimamente nada era suficiente para
ellos. Estaban cegados por la necesidad.
Un día, al parecer, no aguantaron más el
mono y hablaron con ese cabrón para
ofrecerle un trato. —Enmudeció un
momento—. La vida de John y la mía
por unos cuantos kilos de coca. Estoy
seguro de que Benicio se rio al oír tal
disparate. Nuestras vidas no valían
tanto. Las vidas de dos mocosos no
valen nada. Pero Benicio les propuso
otro trato: unos pocos miles de dólares a
cambio de que renunciaran a nosotros.
Para siempre. Por supuesto, mis padres
aceptaron, aun sabiendo que no les iba a
durar mucho el dinero.
En ese momento me di cuenta de que
mi vida con mi tía no había sido tan
espantosa después de todo. En
comparación con la infancia de Zack,
parecía un camino de rosas. Jamás pasé
frío o hambre, a no ser que así lo
decidiera yo. Gocé de comodidades que,
aunque a mí me traían sin cuidado, en
ese preciso instante las aprecié más que
nunca. El hombre que me miraba como
si me estuviera leyendo la mente, no
había tenido oportunidad de ser una
persona de bien. Jamás había recibido
afecto. Ni siquiera tenía una educación
básica. ¿Era lógico que hubiera acabado
donde estaba? Lo raro habría sido que
no lo estuviera.
—¿Qué sucedió después? ¿Se
despidieron de sus padres?
—No. La última vez que les vi fue
cuando Benicio vino al apartamento a
negociar sobre nosotros. Mis padres nos
pidieron a John y a mí que nos
encerráramos en la habitación que
compartíamos. Cuando oímos la puerta
principal, al cabo de unos minutos, nos
dimos cuenta de que se habían largado.
Un momento después unos matones
vinieron a por nosotros y tras cargarnos
sobre sus hombros como si fuéramos
dos sacos de patatas, descendieron las
escaleras y nos metieron a la fuerza en
un todoterreno negro.
Todo aquello era horrible.
Sentí una sensación de amarga
impotencia.
—¿Conocían a Benicio antes de ese
día?
—No. Todo lo que sé ahora es
porque Benicio nos lo contó una vez que
estuvimos bien domesticados.
—¿Qué quiere decir con eso?
Me miró como si fuera una ingenua.
—Benicio vio negocio en nosotros.
Éramos jóvenes. Teníamos potencial.
Así que se propuso doblegarnos. Nos
rompió como personas y quebrantó
nuestra voluntad hasta que no pudimos
tomar decisiones salvo las que él nos
ordenaba.
—¿Cómo lo consiguió? —inquirí en
voz baja.
Sus ojos se tornaron casi negros por
el recuerdo.
—Nos dejó a disposición de uno de
sus esbirros, su mano derecha en aquel
entonces; un estúpido grande y
desaliñado. Se le conocía por el nombre
de Franco. Él condujo el todoterreno
hasta un vecindario al otro lado del
lago. Yo no paré de patalear y de
removerme en el asiento. John, por el
contrario, se limitó a mirar por la
ventana. Estaba serio, como si supiera
que nuestros padres no iban a volver
nunca y que algo malo se avecinaba.
Recuerdo que me impacienté ante tanto
silencio y empecé a preguntarle a gritos
al tal Franco quién era y adónde nos
dirigíamos. John posó una mano sobre
mi brazo y me pidió que me callara.
Pero no le hice caso. Franco, harto de
mi pataleta, me miró por el espejo
retrovisor y me ordenó que tuviera el
pico cerrado, o me haría llorar como a
una niña cuando la desvirgan.
Un nudo me oprimió la garganta.
—Siga, por favor.
—Yo seguí gritando como un loco.
—Sonrió apenas—. ¿Se hace una idea
de lo que sucedió cuando llegamos a una
casa casi en ruinas? —Esperé la
respuesta con el corazón en un puño—.
Creo que nunca he llorado tanto en toda
mi jodida vida. —Cerró los ojos como
si estuviera reviviendo todo aquello—.
Cuando aparcó con brusquedad, intenté
correr antes de que tuviera oportunidad
de atraparme, pero me agarró por la
nuca y con la otra mano inmovilizó a
John por el suéter. Pataleé… ¡Joder, si
pataleé! Franco estaba tan furioso
conmigo que, cuando nos empujó dentro
de la casa, apartó a John de un manotazo
y a mí me estampó contra la pared más
cercana. —Mis mejillas enrojecieron
como llamas a causa de la indignación
—. Perdí el conocimiento.
Inspiré hondo.
La entrevista se me estaba haciendo
eterna.
—¿Recuerda cuándo se despertó?
—Lo recuerdo todo —admitió
estirando las piernas. Sus pies cubiertos
por unas zapatillas blancas rozaron mis
rodillas. Me estremecí y me alteré aún
más—. No sé cuánto tiempo estuve fuera
de combate; quizás pocos minutos o tal
vez horas. Volví en mí con el rostro
empapado de lágrimas y un dolor
lacerante en la frente. Cuando me toqué
la piel, estaba húmeda. Era sangre.
Tenía un tajo cerca del ojo y aunque la
herida era superficial, sangraba
bastante; por suerte no me quedó
cicatriz. —Se señaló el lado izquierdo,
próximo a la ceja, con las manos unidas
—. Estaba desorientado, pero pronto me
percaté de que me habían metido dentro
de un armario minúsculo. Tuve que
encogerme para estar más cómodo. No
había luz. Grité el nombre de mi
hermano. Perdí la cuenta de las veces
que chillé con la garganta desgarrada
hasta que John por fin respondió. Su voz
sonaba lejana; a él también lo habían
encerrado en un armario.
No quería oír más detalles. El
exsicario, en ese momento, se había
esfumado como el humo. Era como si
tuviera frente a mí a un niño rubio y de
ojos exóticos, relatándome su cruel
historia. Pero debía proseguir. No podía
ablandarme.
—Si Benicio pagó por poseer sus
vidas, ¿por qué le cedió el cargo a su
mano derecha? Imagino que él conocía
las sádicas medidas que iba a tomar ese
hombre contra ustedes.
—Confió en que Franco no nos
mataría mientras nos adiestraba. El plan
era simple: quebrarnos a base de
premios y castigos hasta que
obedeciéramos a ciegas. Hicieron falta
cuatro meses para conseguirlo. Sé que
no es mucho tiempo, pero para mí, y
estoy seguro de que para John también,
fueron un infierno.
Clavé la mirada en mis notas y
apunté algunas frases. Ese tipo de
enseñanzas eran utilizadas con bastante
frecuencia en las mafias, para manipular
a chicas y a chicos jóvenes hasta lograr
que fueran dóciles. Muchas veces las
amenazas y los secuestros entraban en el
juego. No era de extrañar que, al final,
él y su hermano hubieran decidido
acatar las órdenes para evitar ser
sancionados.
—¿En qué consistían los premios y
los castigos?
—Si no hacíamos lo que nos
ordenaba Franco, nos daba unas palizas
de infarto hasta que no éramos más que
músculos temblorosos en el suelo. En
ocasiones ese capullo estaba de un
humor de perros y nos encerraba durante
días en el armario, sin agua, luz y
comida. —Como si percibiera la duda
en mis ojos, añadió—: Pero siempre por
separado. John y yo solíamos hablar
cuando le oíamos salir por la puerta
principal. Para que no nos muriésemos
deshidratados nos entregaba una botella
de agua, que ni siquiera rebasaba la
mitad. Teníamos que ingeniárnosla para
administrarla bien. Los premios, sin
embargo, eran más simples. Nos daba
comida más o menos buena, nos permitía
ver la televisión o podíamos deambular
por el patio trasero. El simple hecho de
notar la luz natural en el rostro, o
apreciar la decadencia de la casa, era un
regalo caído del cielo.
—¿Hubo abusos sexuales?
—No.
—Cuénteme cómo fueron los
siguientes meses.
—Nos fuimos a vivir a la vivienda
particular de Franco. Nuestro
entrenamiento continuó en uno de los
muchos almacenes de Benicio y
empezamos a cometer delitos menores.
Pero los maltratos nunca cesaron. Era
una forma de que no olvidáramos quién
estaba al mando. No vimos a Benicio en
los siguientes dos años. Cuando nuestra
formación hubo finalizado, John y yo
éramos unos delincuentes expertos. Más
adelante nos largamos a Rainier Valley.
Yo me independicé poco después.
—¿Y esa vida era suficiente para
usted?
—Tenía todo lo que necesitaba:
cama, comida, mujeres.
—¿Franco trabajaba con ustedes?
—Él se encargaba de otros
asuntillos… hasta que se pasó de listo.
Tragué saliva.
—¿Le mató?
Esbozó una sonrisa.
—Pegué el estirón en plena
adolescencia. A los veinticuatro, era
mucho más grande, fuerte y ágil que ese
subnormal —dijo con un guiño de ojo.
Jamás admitiría un crimen que no
hubiera declarado ante la justicia, pero,
de todas formas, su respuesta me sirvió
—. Le diré un secreto: me quedé
bastante a gusto esa noche.
No me cabía la menor duda.
—Benicio también se habrá quedado
bastante conforme con el resultado —
deduje con cierta ironía.
—Mientras cumpliera la orden…, a
él le importaba más bien poco mi
procedimiento.
La hora iba a concluir, así que me
apresuré a hacer un resumen de la
entrevista.
—Tras oír su testimonio, no entiendo
un par de cosas que para mí son de vital
importancia. —Aguardó a que
continuara hablando—. Benicio pagó
para conservar la vida de John y la de
usted, consintió que un hombre de su
confianza se ensañara contra ustedes y,
como si eso fuera poco, les metió en el
mundo de la delincuencia para su propio
beneficio —callé un segundo y fruncí el
ceño—. Lo siento, pero no comprendo
por qué no ha querido hablar sobre ese
hombre con la policía. No entiendo por
qué no desea ayudarles en la
investigación que tienen contra Benicio.
Lo único que sospechan las autoridades
es que usted asesinó a Pablo Velázquez
porque quería cobrarse la vida de John
Cassidy.
Se encogió de hombros.
—No sé dónde está ese tipo.
—¿Por qué le encubre?
—No lo hago. —Se puso a la
defensiva—. Y no intente meterse en mi
mente. No pierda el tiempo. No
encontrará nada y lo poco que encuentre
no le gustará.
—Todavía quiere vengarse —me
aventuré a decir.
Negó con la cabeza y echó la silla
hacia atrás.
—Hasta la próxima semana, doctora
Evans.
—Espere, por favor. —Se quedó
inmóvil en el asiento, con las piernas
separadas, las manos en el regazo y sus
pupilas fijas en las mías—. Sé que no se
arrepiente de nada de lo que ha hecho,
pero si tuviera la oportunidad de salir
de prisión, ¿no le gustaría vivir como un
ciudadano humilde y honrado? ¿Nunca
se ha imaginado trabajando en algo que
no tuviera que quitar para ganar?
Sus ojos chispearon con poderío.
Y a mí se me agitó el corazón.
Quizás había ido demasiado lejos con
mis preguntas.
—No me arrepiento ni me
arrepentiré de mis acciones. Nunca he
sido un hombre íntegro y tampoco
pretendo serlo. Así que le diré lo
siguiente de la forma más sutil posible:
jamás voy a cambiar. Esto, el hijo de
puta sin sentimientos que tiene delante
de usted, es todo lo que soy. No hay
más. Solo carne y hueso. Y le aseguro
que no hay dinero en el mundo que
pueda hacerme cambiar de opinión. Y
tampoco existe la mujer que sea capaz
de arreglar mis defectos. Nunca la ha
habido y ahora menos aún. ¿Quiere
hacerse un favor, doctora? Olvídese del
niño maltratado, porque ya no queda ni
una migaja de él. Hace tiempo que ese
pequeño se convirtió en un monstruo, en
un ser tan desalmado que me deberían
haber condenado a muerte. —Se levantó
con destreza de la silla mientras seguía
mirándome. Las botas de quien supuse
que eran de Isaac resonaron en el
espacio. Yo también me puse en pie y,
de inmediato, elevé mi mano para que
no nos interrumpieran, con el corazón
latiéndome con potencia—. Pero en algo
tiene razón: aún ansío venganza. Lo
deseo con todas mis fuerzas. Y si para
conseguirlo tuviera que matarla a usted,
no le quepa duda de que lo haría sin
titubear, aunque tuviera que destriparla
con mis propios dedos. —Dio un paso
al frente. Isaac le agarró por el brazo,
pero nuestros ojos no se separaron ni un
segundo—. Dígame, doctora, ¿aún ve al
niño de diez años en mí?
Tomé una gran bocanada de aire. Me
sentía mareada. El corazón me iba a
estallar en el pecho.
—Yo…
—No se esfuerce. No merece la
pena. —Retrocedió sin parar de
observarme como una pantera—. Que
tenga un buen día. Y no olvide chequear
las cerraduras.
Y con esas palabras… se marchó.
4
Zack
Viernes, 21 de agosto de 2009
En la celda. Prisión de Nueva Folsom.
Tres mil ciento treinta y tres días. Ese
era el número exacto que me perseguía a
todas horas, que aumentaba cada
segundo un poco más. Tres mil ciento
treinta y tres días teniendo las mismas
infames perspectivas, obligado a
compartir el mismo aire viciado con
cientos de hijos de puta a los que no
conocía de nada, a pesar de los años que
llevaba allí. Tres mil ciento treinta y tres
días atrapado en una celda.
Elevé mi mirada hacia el techo, con
las manos trenzadas bajo la nuca,
tendido en el colchón.
Cuando ingresé en la trena, creí que
me volvería loco. O quizás ya había
enloquecido. A decir verdad, no me di
cuenta de dónde me encontraba hasta
que cerraron la puerta de acero detrás
de mí. Y entonces, por primera vez,
recordé lo que había ocurrido. Recordé
a John, en su casa, muerto; la breve
lucha contra Paul Saunders que, tras
ensañarse con mi hermano y reducirlo a
un montón de carne inservible, pretendía
matarme también; el trayecto hasta
Sacramento, influenciado por el odio, el
dolor y un profundo deseo de venganza;
mi dedo índice apretando el gatillo
contra Pablo Velázquez; los policías
tirándome al asfalto mientras los gritos
hacían eco a mi alrededor. Y por último
mi entrada en Nueva Folsom donde me
identificaron, confiscaron las pocas
pertenencias que tenía conmigo y tras
cachear todos mis orificios, sin
excepciones, me facilitaron un juego de
sábanas, una manta y algunos artículos
de higiene personal.
Fui asignado al nivel IV, la unidad
más controlada del trullo, donde los tíos
más violentos estaban confinados,
privados de cualquier privilegio. Me
prohibieron acceder a las salas de
entretención, no podía trabajar ni recibir
paquetes y tampoco disfrutar de visitas
regulares. Eran más de veintidós horas
pudriéndome en una celda que no medía
más de 2,4 x 2,4 metros.
Tenía suerte de no estar aislado en
confinamiento solitario, aunque los
primeros veinte meses experimenté de
primera mano lo que era no hablar con
nadie las veinticuatro horas del día, los
siete días de la jodida semana. Los tipos
considerados altamente suicidas y los
miembros de las pandillas criminales
eran enviados a aquellas malditas
celdas, comían allí mismo y cuando se
les permitía salir del agujero, los
encerraban en una especie de jaula
individual para animales, con una barra
anclada en el techo para que pudieran
divertirse colgándose como monos.
El único modo de escapar de ese
infierno, para ser llevado a otro no
mucho mejor, era siendo un informador.
Un chivato. Los que cometían esa locura
no tardaban en aparecer muertos. A mí
me liberaron tras comprobar que ya no
pertenecía a ninguna banda y también
por buena conducta, pero eso no
significaba que estuviera menos
custodiado siendo uno más de la
población general de la prisión.
Mi vida transcurría de esa
lamentable y precaria manera mientras
que Benicio Velázquez, el hijo de puta
más grande del universo, seguía suelto,
sin pagar por sus delitos. Pero aquello
era culpa mía. Debí haberme imaginado
que ese cabrón tramaba algo contra mi
hermano y contra mí. Debería haber
hablado de nuevo con John; advertirle
que, por más que lo ansiara,
desobedecer a Benicio no era la
solución. Pero ¿acaso me hubiera hecho
caso? Él llevaba meses distraído, hasta
la polla de cumplir órdenes que solo
enriquecían a ese gilipollas y que nos
perjudicaban a nosotros, sus marionetas
que teníamos que respetar todo lo que
salía de su bocaza.
Meterse con Benicio, cuyo poder se
extendía más allá de las fronteras
norteamericanas, era sinónimo de que la
muerte te visitaría pronto. Yo, en aquel
entonces, era la parca para los
miserables que estábamos metidos en
ese mundo. A cambio de unos cuantos
miles de dólares me encargaba de que
los morosos, los traidores y los que
pasaban a formar parte de la temida
categoría «prescindibles»
desaparecieran de la faz de la Tierra.
Nunca cuestioné las decisiones que se
tomaban. Jamás pedí explicaciones ni
me involucré en asuntos de narcotráfico.
Pero John sí. Y gracias a ello conocía
algunas de las actividades que manejaba
mi queridísimo exjefe.
Benicio era un hombre carismático y
perseverante; resumiendo: un líder nato.
Sangre mexicana circulaba por sus
venas, pero hacía tiempo que residía en
Seattle, con su mujer de la adolescencia;
una rubia flaca y muy elegante, pero
demasiado frígida en la cama, según
palabras textuales de él. La ciudad más
grande del estado de Washington se
convirtió en su imperio gracias a los
rentables negocios que compartía con el
Cártel de Sinaloa. Mientras la droga era
comprada en Colombia y luego
trasladada a México, Benicio se
encargaba de que los incalculables kilos
de cocaína y heroína cruzasen la frontera
sin problema alguno.
Ni mi hermano ni yo sabíamos a
ciencia cierta el procedimiento que
seguía ese capullo en sus negocios, pero
sí que la droga era movilizada a Seattle,
Chicago, Arizona, California, Nueva
York y otras grandes capitales por
medios de transporte tales como
aviones, buques llenos de contenedores,
lanchas rápidas, automóviles e incluso
submarinos. Pero lo más eficiente,
además de los barcos, eran los túneles
secretos que la DEA (Administración
para el Control de Drogas) no había
descubierto aún. La influencia de
Benicio Velázquez no conocía límites.
Pero mis corrosivas ansias de
cargármelo, lenta y dolorosamente,
tampoco.
La ranura de quince centímetros que
había en la puerta de la celda se abrió
de golpe.
—Cassidy, levanta —ordenó el
mismo guardia de todos los días, con
irritación, mientras Steve Dalton me
vigilaba de cerca—. Tienes permiso
para ir a las duchas.
Con desgana atrapé el kit de higiene
personal, lo situé cerca de la puerta y
saqué las manos por la abertura. De
inmediato, sentí las esposas en contacto
con mi piel seguido del chirrido que
emitía la puerta al abrirse. El hombre
que recién había hablado, bien armado y
vestido con un uniforme verde y botas
negras, igual que su colega, recogió la
bolsita y, entre los dos, me escoltaron
hasta las duchas.
Eran las ocho y treinta minutos de la
mañana, pero hacía más de media hora
que habían hecho el primer recuento de
la jornada. La mayoría de los internos se
encontraban en el comedor, pero yo
prefería saltarme el desayuno, pues ese
era uno de los pocos momentos en el que
las duchas estaban vacías.
En todos esos años no había tenido
ningún altercado. Mi supervivencia se
basaba en una norma tan básica como
útil: pasar desapercibido. No me metía
en asuntos ajenos ni expresaba mi
opinión, por más que algo me fastidiara.
La gente allí solía estar cabreada por
todo, pero aquello era normal. No hacer
nada el día entero, muchas veces durante
décadas, era para estar de muy mala
leche y hacía que volara la imaginación.
Una vez que alcanzamos las duchas,
tiraron mi kit al suelo y me quitaron las
esposas. Conteniendo un gruñido, tomé
la bolsa y me interné en el aseo con una
mueca en los labios. Esa parte de la
prisión no era mucho mejor que las
celdas. En realidad, era sencillo coger
una infección de cojones como
consecuencia de la humedad y las altas
temperaturas, así que siempre
acomodaba la toalla debajo de la
alcachofa. No había cortinas. Ni puertas.
Ni armarios. La intimidad era un lujo
inalcanzable.
El agua tibia aterrizó sobre mis
hombros. Incliné la cabeza hacia
delante, agradecido por aquella
relajante sensación. Sin embargo,
mientras varios chorros de agua
descendían sin rumbo fijo por mi
cuerpo, me mantuve alerta por si algún
cabrón pervertido irrumpía en el aseo.
Las violaciones, silenciadas por el
centro, ocurrían con bastante frecuencia.
Las víctimas eran casi siempre chavales
sin un bando definido, carnada fácil, sin
posibilidad de defenderse contra los
depredadores. Otros, los conocidos
como fuckboys, intercambiaban sexo a
cambio de favores como comida, tabaco
o protección.
A mí nadie se me había insinuado, ni
para abusar ni para ser abusado, pero
había visto cómo algunos cerdos
forzaban a pobres infelices a comerles
la polla, incluso cómo les follaban el
culo contra la pared que se alzaba ante
mis ojos.
Era repugnante.
Cerré el grifo, pateé la toalla mojada
para apartarla de en medio y me vestí
sin secarme. Cuando me devolvieron a
la celda, me lavé los dientes y me peiné
con los dedos. El mobiliario consistía
en cuatro mierdas roñosas: una cama
hecha de hormigón, una mesita fabricada
con el mismo material y un lavabo e
inodoro oxidados por el uso. Como
única fuente de luz, una bombilla
colgaba del techo.
Me senté en el colchón tras estirar la
manta y me froté la cara con ambas
manos, muerto del asco y del
aburrimiento. No me apetecía leer el
libro que me habían entregado a
principios de mes, ni dormir un rato más
y tampoco fantasear con que volvía a
follar con una mujer. O con la doctora
Evans. De inmediato, me puse duro.
Joder.
Cuando me dijeron que buscaban a
un interno para participar en un estudio
empírico, no dudé en fingir interés y así
abstraerme un poco de lo que me
rodeaba. Pero jamás imaginé que por la
puerta de las entrevistas aparecería una
mujer como la doctora Evans. La verdad
es que me importaba una mierda la tesis
en la que estaba trabajando, pero cuando
abrió sus labios, mullidos y apetecibles,
de un color rojo delicioso, y sus
palabras sonaron gélidas como el
mismísimo hielo, produciéndome un
extraño escalofrío en la columna, supe
que no pararía de decirle barbaridades
hasta derribar aquella muralla de
impasibilidad que la envolvía.
Esa mujer daba la impresión de ser
tan fría, tan inaccesible, tan jodidamente
controlada, que algo dentro de mí
ansiaba verla ceder para que luciera
cien por ciento humana y no un robot
cuyos movimientos habían sido
programados con antelación. Sin
embargo, cada vez me era más complejo
apaciguar los impulsos que me asaltaban
cuando estábamos el uno frente al otro.
¿Era lógico que anhelara destrozarla
hasta que no quedara más que ella
misma? La quería desnuda e indefensa y
no solo de una manera física, sino
también mental y emocional. Quería
indagar si había algo más que puro hielo
en su interior.
La ranura de la puerta chirrió de
nuevo.
—Es la hora —me informó, esta vez,
el tal Steve—. Ven a que te ponga las
esposas y los grilletes.
Sujeto de pies y manos, nos
dirigimos hacia la sala de las
entrevistas. La habitación estaba
apartada de las celdas. De hecho, había
que rodear media edificación y pasar
por varios controles de seguridad para
que se cercioraran de que no llevaba
ningún objeto oculto en mis prendas.
Parecían unas medidas exageradas, pero
los presos se las rebuscaban para
fabricar navajas, pinchos creados con
restos de huesos, lápices utilizados
como punzones y un sinfín de armas más
que ponían en peligro la vida del
personal y la de los reos.
Entré en la sala y, de inmediato, la
espalda de la doctora Evans me saludó
desde la distancia. Caminé hacia ella
mientras el guardia se ubicaba en un
rincón cercano, y noté cómo los
músculos de la psicóloga se ponían
tensos a causa de mi proximidad. Con
una odiosa sonrisa en mi boca, esquivé
la mesa rozando a propósito su codo
desnudo y me senté en la silla que había
frente a ella.
La miré a los ojos.
La doctora apretó un poco los labios,
pero me sostuvo la mirada.
Esas pequeñas reacciones en ella me
sabían a gloria bendita.
Se había maquillado un poco más de
lo habitual, pero su expresión seguía
siendo serena y sofisticada. La delgada
línea de kohl negro le daba un aire
sensual y misterioso, destacando el
color oscuro de sus iris, con manchas
azul hierro que parecían decenas de
estrellas bajo la luz artificial. Un ligero
rubor resaltaba su tez nívea y también
sus graciosas pequitas repartidas en sus
pómulos y en su nariz. Y su melena tono
carbón, larga y lisa, sin estar amarrada
en esas coletas altas que ella solía usar,
se ajustaba a la estructura ósea de su
rostro.
No había ninguna duda.
Era una mujer muy atractiva.
—Qué guapa se ha puesto hoy para
mí, doctora.
Levantó la barbilla en un gesto de
soberbia.
—Ha vuelto a llegar tarde, señor
Cassidy. La próxima vez sea puntual,
por favor—se quejó con voz tranquila.
Qué ganas me dieron de demoler toda
esa puta fachada que había en ella—.
Disponemos de menos tiempo para
conversar. Otra vez.
Puse cara de estar arrepentido, o al
menos lo intenté.
—Me entretuve más de lo debido en
mi celda, pensando en usted.
—¿Disculpe?
—Dije que estuve distraído
imaginando qué guarda el recatado
escote de su blusa —comenté a la vez
que recorría su cuerpo con los ojos, con
parsimonia, posándolos a la altura de
sus tetas. Su respiración se tornó un
pelín más agitada; una reacción casi
imperceptible—. No son muy pequeñas.
—Abrí las palmas sin poder separar las
muñecas a causa de las esposas—. Creo
que caben perfectamente en mis manos.
Tensó la mandíbula y un rubor más
intenso acudió a sus mejillas.
—¡Basta! —gruñó en un susurro.
—¿Le molestan mis palabras?
—Sí, y no me gusta a lo que está
jugando.
—No juego a nada, pero me
encantaría jugar con usted.
Sus ojos soltaron chispitas asesinas,
pero se obligó a serenarse y extrajo sus
apuntes del maletín. Yo, en cambio, me
había empalmado con mi propia
declaración. Deseaba tocarla tal como
le acababa de confesar.
—Le he estado dando vueltas a lo
que me reveló la última vez y me han
surgido algunas dudas sobre Benicio.
El nombre de ese hijo de puta hizo
que se me bajara de inmediato la
erección.
—No voy a hablar de él.
—La semana pasada dijo que aún
ansía venganza —me ignoró con descaro
—, pero ¿no cree que debería pasar
página y abandonar cualquier
resentimiento que le haga más tedioso el
día a día?
Tuve el arrebato de preguntarle: «¿Y
qué cojones sabe usted cómo es mi día a
día?». Pero me frené a tiempo.
—Quiero que pague por la muerte de
mi hermano.
—Lo hará cuando la justicia le
encuentre y sea condenado. No quedará
exento de culpa.
Me eché a reír a carcajadas.
Mi risa reverberó en la sala.
—¡La justicia! —me descojoné sin
pizca de humor—. ¡La justicia lleva más
de ocho años tocándose los huevos con
las dos manos!
—Señor Cassidy… —enmudeció
cuando me incliné sin demasiadas
sutilezas hacia delante. No pretendía
asustarla, pero me traía por culo si lo
hacía. A fin de cuentas, yo no estaba ahí
para caerle bien.
—No descansaré hasta liquidar las
cuentas pendientes que tengo con ese
miserable.
—¿Y cómo pretende saldarlas?
Me encogí de hombros y volví a mi
sitio.
No tenía ni puta idea.
—Me temo que ese dato no lo
compartiré con usted.
—¿Por eso no quiere testificar
contra él? Es cierto que Benicio tiene
antecedentes penales como líder de la
Mafia Mexicana y es buscado por
tráfico de estupefacientes, pero no por
homicidio. Y lo que usted me ha contado
no es una confesión oficial. —Hizo una
corta pausa—. Cuando a usted le
arrestaron, la policía sumó dos más dos
e investigó a fondo el homicidio de
John, intentando establecer un patrón
entre ese asesinato y Benicio y así poder
jugar esa baza contra él. Pero no
hallaron sus huellas en la escena del
crimen. Y sin una confesión ni pruebas
sólidas… —se interrumpió a sí misma.
Yo no me inmuté ante aquella verdad—.
Incluso si le atraparan, no cumpliría
condena por homicidio.
—Lo sé.
—Si lo sabe, ¿por qué guarda
silencio a favor de Benicio? —Cansado
de toda esa comedura de tarro, desvié
mi atención hacia las paredes neutras.
Los guardias permanecían casi al final
de la sala, con los cinco sentidos
puestos en nosotros. Sin embargo, su voz
me retornó al presente—. Piensa que va
a salir de aquí.
Giré la cabeza hacia ella y nuestras
miradas se unieron. Le sonreí con el
propósito de turbarla.
—¿Y usted no?
—No. ¿Por qué…?
—¿Qué edad tiene? —la interrumpí
rehusándome a responder más preguntas.
—¿Por qué…?
—Porque quiero saber más sobre
usted —la callé de nuevo.
Frunció el ceño y respiró hondo.
—¿Va a dejarme hablar?
—Sólo si sacia mi curiosidad —y
puse especial énfasis en el verbo
«saciar».
—No quiero sonar grosera, pero soy
yo la que formula las preguntas.
—Siempre puedo negarme a
responderlas.
—¿Por qué haría tal cosa?
—¿Qué hay de malo en que me diga
su edad? —me reí sin ganas para
destensar un poco el ambiente, pero
ocurrió todo lo contrario. El silencio
nos aproximó aún más y la tensión que
nadaba entre nosotros siguió creciendo a
niveles desorbitados.
Quería follármela.
Quería perderme dentro de ella.
—Veintiocho —respondió, dudosa.
—Cuando habla, parece más joven.
—Ladeó la cabeza y me estudió con
asombro mientras yo la analizaba a ella
—. Tiene los dientes delanteros más
largos que los demás. Eso le da un toque
infantil, pero también muy sensual. —Se
sonrojó de manera involuntaria y separó
los labios para regular su respiración,
que apenas se había alterado. Durante
infinitos segundos la miré a los ojos y
entonces, en un tono más cauto, dije—:
Sé que no saldré nunca de esta mierda,
pero no hallaré ni un resquicio de calma
hasta que extermine a ese tío que me
jodió la vida.
—El deseo de venganza le está
perjudicando a usted, no a Benicio.
—¿Hay algún novio esperándola en
casa?
La brusca interrupción la terminó de
irritar.
—Mi vida personal no le concierne.
—Como quiera —acoté haciendo un
gesto con las manos.
—Bien. —Se colocó un mechón de
pelo detrás de la oreja. Tenía las
mejillas encendidas. Qué preciosa se
veía cuando no estaba tan pálida—.
Como le decía...
Negué con lentitud y me arrellané
más en el asiento.
—No me interesa seguir
escuchándola. Sé lo que busca. No nací
ayer, doctora, así que dígale a Benjamin
Donovan que no conseguirá una
confesión de mi parte. Y ahórrese los
sermones.
—Nuestras conversaciones no han
salido de aquí.
La observé un momento y me eché a
reír al entender lo que le preocupaba.
—Teme que la estén utilizando para
sonsacarme información y así poder
hacer algún avance en el caso de ese
capullo de Benicio. —No era una
pregunta—. Omite lo que yo le ofrezco
en cada entrevista para que no la
despachen antes de lo acordado.
Estiró los hombros hacia atrás.
—Yo no he dicho eso.
Resoplé.
—No hace falta. Usted es como un
libro abierto. Si alguien se detuviera a
mirarla con atención, se daría cuenta de
que hay tristeza en sus ojos; de que su
frialdad se debe a una razón que
mantiene con bastante recelo en secreto.
O mejor dicho bajo tierra. No es feliz,
quizás nunca lo haya sido y a juzgar por
las capas de maquillaje que endurecen
los suaves surcos de su rostro, tampoco
duerme bien. ¿He acertado, doctora?
Un escalofrío naufragó por su
cuerpo.
Incómoda, se agachó hasta agarrar un
par de folios grapados del maletín.
—Son tests de empatía. —Me tendió
uno—. Sea lo más sincero que pueda.
Yo los evaluaré en privado. Nos quedan
quince minutos, así que le dará tiempo a
hacer unos cuantos.
Me acerqué a la mesa y escruté el
folio escrito con afirmaciones del tipo
«Me preocupo poco por los demás»,
«No siento compasión por las personas
desempleadas», «No siento compasión
por los criminales», entre otras, y cinco
opciones a elegir que iban desde «Estar
totalmente de acuerdo» a «Estar
totalmente en desacuerdo».
La miré y elevé una ceja.
—¿Pretende que pierda el tiempo
tachando casillitas?
—Tome. —Depositó un bolígrafo
cerca de mi alcance y observó mis
manos apiñadas por las esposas—.
Seguro que se las apaña.
Esbocé una sonrisa a la vez que
sostenía el bolígrafo entre mis dedos.
—Me las he visto con menos. —Tras
guiñarle un ojo, leí las frases y marqué
con una cruz la opción que más me
convenía.
«Desprecio cualquier debilidad».
Totalmente de acuerdo.
«Creo que está justificado pasar por
encima de otros para conseguir mis
propias ambiciones». Totalmente de
acuerdo.
«Tomo decisiones rápidas. Encajaría
bien en un trabajo peligroso». Joder.
Totalmente de acuerdo.
—Recuerde… —murmuró en voz
baja—, conteste con sinceridad.
Levanté la cabeza al igual que la
comisura izquierda de la boca.
—No la voy a engañar. Me estoy
mostrando ante usted tal y como soy. —
La vi realizar un leve movimiento
afirmativo, pero sus ojos se habían
quedado congelados en las caricias que
le obsequiaban mis dedos al bolígrafo,
así que me propuse divertirme un
poquito a costa de ella—. ¿Tiene idea
del poder que tengo ahora mismo?
Podría abalanzarme sobre usted e
incrustarle el bolígrafo en el cuello.
Quizás sobreviva al ataque, depende de
la profundidad que emplee en su carne
tierna y joven, pero lo más probable es
que le queden secuelas mentales; incluso
fobia a estos chismes tan inofensivos.
Tragó saliva, pero su voz sonó
distante.
—Tiene cierta obsesión por mi
cuello.
—Parece suave. Me pregunto si
otras zonas de su cuerpo son así de
delicadas también, o cómo será su
sabor…, la textura de su piel.
Una brillante pátina de sudor cubrió
su frente. Estaba sofocada, y yo me
estaba endureciendo otra vez.
—Continúe con el test.
La ignoré.
—Tiene suerte de que haya una mesa
interponiéndose entre usted y yo porque,
créame, las esposas no me serían ningún
obstáculo para lo que tengo en mente.
—Quizás me sea indiferente.
—No lo es.
—¿Ha terminado? —apuntó el test
con la barbilla.
—Sí, pasemos a algo más sugerente.
Con frustración capturó el folio con
los dedos y empezó a recoger sus
pertenencias.
—Siento aguarle la fiesta que se ha
montado usted solo, pero ahora mismo
será llevado a su celda. —Cerró el
maletín con más fuerza de la necesaria y
arrastró la silla hacia atrás, pero no se
puso de pie; en cambio, me miró con sus
ojos emanando ira—. ¿Por qué se
interesó en cooperar conmigo?
Era una pregunta trampa. Me estaba
dando a elegir entre ser caballeroso
como no lo había sido en toda mi
puñetera vida, o comportarme como el
cabrón de siempre. Me encogí de
hombros al no tener nada que perder.
Nuestra relación profesional tenía
escrita la fecha de caducidad desde el
día en que pisamos la sala de las
entrevistas.
—¿De verdad quiere saberlo? —
pregunté tentándola a retractarse.
—Sí.
Solté un suspiro mientras la miraba a
la cara.
—La vida en la cárcel es dura, no es
ningún misterio, pero es mil veces peor
por una simple razón: la falta de sexo
con una mujer. O mejor dicho la
inexistencia del mismo. Ocho años sin
una hembra, sin sentirla o admirarla a
poca distancia, es una putada. Así que
cuando me dijeron que la encargada de
realizar las entrevistas era una experta
en psicología forense, supe que esa era
mi oportunidad de oro para volver a ver
de cerca lo que más anhelo de mi vida
pasada.
Cerró sus manos en puños a la vez
que sus mejillas se ruborizaban aún más.
Le estaba costando persistir impasible y
a mí el calentón me estaba produciendo
un placentero dolor de huevos. Su pecho
se infló en busca de aire.
—La próxima entrevista será la
cuarta. —Le tembló un poco la voz, así
que carraspeó antes de proseguir—:
Espero que su curiosidad se sosiegue
para que no interfiera más en nuestras
conversaciones. —Inclinó la cabeza a
modo de despedida y con una mueca de
desprecio, dijo—: Que tenga un buen
día, señor Cassidy.
Se levantó con la espalda tiesa. Yo
hice lo propio, relajado y sin ocultar el
bulto que bullía entre mis piernas. Ella
se percató de mi polla dura, se puso aún
más colorada y tras poner su interés en
otro sitio, aguardó a que el guardia se
acercara a nosotros.
—Si contesta mi pregunta, no la
volveré a interrumpir —aseguré
queriendo prolongar un poco más
nuestro encuentro.
Ella me observó durante un largo
segundo, pero justo cuando iba a
responder, el guardia me tomó por el
brazo y me empujó para que echara a
andar.
—Espéranos un momento, Isaac —le
pidió al hombre con sus iris fijos en los
míos.
El aludido nos lanzó una mirada
inquisitiva, pero retrocedió un par de
pasos.
—¿Acepta el trato?
—No. —Ante su negativa emprendí
mi marcha de nuevo, más que dispuesto
a regresar a mi celda y aliviarme a mí
mismo con la mano derecha—. Me
refiero a su pregunta —se apresuró a
decir—. Quiere saber si tengo pareja,
pues la respuesta es «no».
Satisfecho, asentí con un lento
movimiento de cabeza y me humedecí
los labios con la punta de la lengua.
Ella se estremeció ante mi visión.
—Que tenga un espléndido día
también —dije dando media vuelta y
dejándola desconcertada.
—¿No me va a aconsejar que
compruebe las cerraduras de mi casa?
Al oír su pregunta la miré por
encima del hombro y me regodeé con su
imagen. La doctora Evans lucía un
poquito más vulnerable que hacía un par
de semanas. Ella no era tan fría y lejana
como pretendía ser con todos. Al
contrario. Había un componente
explosivo en su personalidad, algo
intenso y adictivo.
Sonreí con franqueza, ampliamente,
como no había hecho en muchísimos
años.
—Esta vez no será necesario —
comenté con entusiasmo—. Adiós,
doctora.
La mano de Isaac tiró de mí y me
condujo hacia la salida a la vez que la
silueta de la psicóloga se desvanecía a
mis espaldas. Cuando la oscuridad de
mi celda me acogió, clavé los ojos en la
pared de piedra mientras pensaba en que
solo faltaban siete días para volver a
disfrutar de mi pequeña dosis de
diversión.
Y tener un poco más de la doctora
Evans.
5
Linda
Viernes, 28 de agosto de 2009
Sacramento, California.
Los viernes se habían convertido en un
infierno para mí. Llevaba desde las
cinco de la madrugada dando vueltas en
mi cama, con los párpados abiertos de
par en par. Nunca antes había dormido
demasiado bien, pero mi insomnio se
había intensificado desde que retomé las
entrevistas. O más bien desde que
conocí a Zack Cassidy.
El corazón me dio un salto mortal en
el pecho al recordar cómo las comisuras
de sus labios se habían alzado,
deslumbrándome con sus dientes
blancos. Aquella había sido una sonrisa
de verdad, no como las otras que había
esbozado hasta entonces. «Tiene una
bonita sonrisa», pensé mientras me
giraba hasta quedar de lado. No parecía
que fuese la sonrisa de un asesino, sino
la de un hombre con una vida normal y
corriente.
Sacudí la cabeza a modo de
contradicción.
Zack no era para nada normal, de
corriente tenía bastante poco y era tan
malvado como Benicio Velázquez, o
como los criminales que había
entrevistado en los últimos dos años,
tanto en la prisión Corcoran como en
Nueva Folsom. Pero, aun sabiendo todo
eso, mi cuerpo se empeñaba en
reaccionar de un modo exasperante ante
su persona.
La semana pasada me había echado
unas miradas que podrían derretir hasta
el mismísimo hielo de Alaska y aunque
me mantuve serena ante sus palabras,
creí que el corazón se me iba a escapar
por la boca. El hecho de que tuviera esa
apariencia hosca, esos labios que no
paraban de proferir obscenidades
mortíferas para mis sentidos y que, muy
a mi pesar, causaban una catástrofe
épica en mi interior, no tenía nada que
ver con que su sola presencia, el mero
hecho de tenerle cerca de mí, me hiciera
temblar por dentro. Me negaba a creer
que todo aquello fuera solo física. Pero
¿acaso había también química entre
nosotros? No estaba muy segura de ello
y, la verdad, temía averiguar la
respuesta.
Apoyé la espalda en el cabecero y al
cabo de un segundo, fui hacia el baño.
Mientras hacía mis necesidades, estiré
el cuello hasta verme a mí misma en el
espejo. Parecía un mapache debido a las
ojeras, tenía el pelo hecho un desastre y
los labios hinchados por la falta de
sueño. Tendría que volver a echar mano
de la magia del maquillaje, o tal vez no.
Quizás debería ir con esas pintas a la
prisión. Con suerte conseguiría espantar
a Zack.
Tras lavarme las manos, me desplacé
hasta la cocina y mientras deambulaba
por el pasillo, observé los cuadros
colgados en las paredes. Uno de ellos,
era una fotografía de Angy posando con
un Martini en la mano, el día de su
vigésimo tercer cumpleaños; en otra,
estábamos las dos abrazadas como osos.
Fue en un viaje de fin de curso, en la
fantástica ciudad de Roma. También
había una donde ella simulaba tirar un
beso a la cámara, con el Coliseo
Romano de fondo.
Seguí caminando y me topé con la
imagen que siempre conseguía poner
melancólica a mi risueña amiga. Se
trataba de una fotografía con sus padres,
comiendo en un restaurante. Esa mañana
había sido muy alegre para todos. Yo
capturé aquella bella estampa familiar.
Sin embargo, todo se marchitó cuando
tres meses después el señor y la señora
Nichols fallecieron en un trágico
accidente automovilístico. Ya habían
pasado un par de años de aquello y
aunque Angy no era una de esas
personas que perdían el tiempo
rememorando a los muertos, su sonrisa
aún vacilaba cada vez que se cruzaba
con aquel sentido retrato.
Escuché el sonido de una cuchara
golpear el borde de un tazón seguido de
un cuchillo raspando las tostadas. Forcé
una sonrisa y entré en la cocina. Angy,
vestida con ropa de trabajo, estaba
sentada tras la isleta mordiendo un trozo
de pan con mermelada. Apenas me vio,
frunció el ceño, dejó de masticar y se
tragó la bola de alimento. Hizo una
mueca por el ardor que le produjo en la
garganta.
La sonrisa no me había funcionado.
—¡Por Dios Santo, Linda! —farfulló
quitándose con los dedos las migas de
las comisuras de los labios—. Luces
como si hubieras sobrevivido al
atropello de un camión y, para
celebrarlo, hubieras comprado media
licorería para ti sola.
—Me subes el ánimo, lo sabías, ¿no?
—Fui hasta la cafetera eléctrica. Puse
una cápsula en el filtro y una taza en el
soporte, y la miré de reojo—. ¿Tan mal
aspecto tengo?
—Te ves horrible.
Dejé caer los hombros y alcé las
manos en un gesto de rendición.
—Está bien. No sigas.
—Solo estoy siendo sincera —dijo
mientras yo retiraba la taza humeante de
café. Me acomodé en el taburete, de
cara a ella—. Si no fuera porque apenas
has salido, e incluso te negaste a ir al
bar a tomarnos unas copas este fin de
semana, pensaría que te has ido de
marcha todos los días.
Di un sorbo al líquido marrón.
—Me estás tachando de antisocial de
una manera muy poco delicada.
—¡Eres antisocial! —Se rio en
broma—. Pero no importa. Yo te acepto
y te quiero así.
—Gracias, supongo.
Me lanzó un beso desde su asiento y
continuó comiendo y canturreando a la
vez. Exhalé un suspiro al imaginar que
desayunaríamos en silencio, pero
entonces ella cambió drásticamente de
tema.
—Es por él, ¿cierto?
La miré por encima del tazón.
—No sé de qué me hablas.
—Del rubio macizo —al verme
negar a toda prisa, agregó—: De Zack
Cassidy. —Me estremecí al oír su
nombre—. Normal que estés tan
nerviosilla. Ese hombre impone y pone
bastante.
—Espera, espera…, ¿cómo sabes
que es rubio? —Y que está macizo,
omití.
—Y macizo —agregó ella, pizpireta,
como si me hubiera leído la mente—.
Ayer te quedaste dormida en el sofá.
Había una montaña de papeles a tu lado,
entre ellos el de ese hombre.
—Puede ser, estaba agotada.
—¿Te gusta?
Casi escupí el café.
—¡Qué dices!
—¿Qué sucede? ¡Está buenísimo!
—¡Es un asesino! —Coloqué la taza
en la mesa—. Y tiene tendencias
psicópatas.
—Eso no te lo discuto.
—Me dijo que quiere partirme el
cuello y clavarme un bolígrafo. —
Dibujó una sonrisa en sus labios—. No
sé qué te hace tanta gracia, Angy. Fue
escalofriante oírle decir aquello.
Mordisqueó su tostada.
—No me parece gracioso. Yo
también me acojonaría si oyera
semejante barbaridad. Tú sabes que
admiro el estoicismo que tienes con esos
hombres.
—Entonces ¿por qué sonríes?
—Porque, a excepción de las
pesadillas, es la primera vez que te veo
tan alterada por algo. Y lo más curioso
es que haya sido un hombre el que lo ha
conseguido; uno que está…
Alcé las manos y la interrumpí.
—No es para tanto.
—Dime que no te gusta —me desafió
inclinándose hacia delante, con los ojos
entornados.
Desayunar con Angy era de verdad
un castigo divino. Era mejor hablar con
ella cuando llegaba al apartamento
cansada de trabajar en la consulta y sin
ánimos de entrar en disputas.
—Es guapito de cara —admití a
medias con un encogimiento de
hombros.
Mi respuesta hizo que Angy se riera
a carcajadas, y que casi se cayera del
taburete.Tuvo que sujetarse a los bordes
de la isleta para recuperar el equilibrio.
Cuando se hubo estabilizado, exclamó:
—¡Ese tío es guapito de todo! No sé
cómo puedes resistirte a él. —Usando
la lógica y con mucho esfuerzo, me
mordí la lengua—. Qué pena que vaya a
morir en la cárcel, si es que no se mete
antes en un lío y lo asesinan. Tendrás
que buscarte a otro.
—No estoy buscando a nadie. —
Hice una mueca al beber el café. Se
había enfriado—. Pero me alegro de que
no te hayas encoñado de una fotografía.
Eso sí que sería una pena.
Angy se levantó con un impulso de
manos y se puso a lavar el plato y la
taza.
—No te pongas celosa. Tu Zack no
me interesa.
Volqué mi mirada hacia el techo, en
una silenciosa plegaria.
—No es mi Zack.
—Hoy no me esperes a comer —me
ignoró al tiempo que se secaba las
manos—. Quizás no vuelva a dormir
esta noche, depende de cómo vayan las
cosas.
—¿Has conocido a alguien?
Se giró hacia mí y sonrió de oreja a
oreja.
—¡Sí!
—¿Cuándo? ¿Por qué no me has
dicho nada?
—Hace tres días. —Se mordió el
labio inferior—. Se llama Morgan, tiene
treinta y seis años y es mucho más
atractivo que tu Zack.
—No es mi…
—Lo conocí por casualidad —
continuó hablando y suspirando a la vez,
con una mano sobre el corazón—.
Estaba doblando la calle cuando
tropezamos. —Se rio ilusionada por el
fortuito encuentro—. La culpa fue mía,
pero Morgan, como todo un caballero,
me invitó a un batido de chocolate y
charlamos hasta que nos dieron las
nueve de la noche.
Elevé una ceja.
—Un batido de chocolate… —
murmuré suspicaz.
—¿No es perfecto?
Le resplandecieron los ojos.
Se había vuelto a enamorar por
enésima vez.
—Algún defecto tendrá.
Hizo un gesto como rechazando esa
posibilidad.
—Es altísimo. —Levantó el brazo
por encima de su cabeza—. Creo que me
saca unos treinta centímetros, moreno y
de constitución atlética. Se nota que va
mucho al gimnasio. No me suelen gustar
los hombres que llevan el pelo muy
corto, pero reconozco que a él le queda
genial. ¡Oh! ¡Me olvidaba de sus
tatuajes! Tiene los brazos cubiertos de
tatuajes con dibujos raros. Y en los
nudillos la palabra Life, «vida», en la
derecha y Death, «muerte», en la
izquierda. —Dio pequeños brinquitos y
se abrazó a sí misma—. ¡Me encanta,
Linda! ¡Ese hombre puede hablar sobre
cualquier tema! Me mira siempre a la
cara y me abre la puerta para que yo
pase primero.
«Demasiado perfecto para ser
verdad», pensé para mis adentros. Temía
que le hicieran daño, aunque ella se
recuperaba rápido de los fracasos
amorosos.
—Ya no existen hombres así.
Me fulminó con la mirada.
—Sí existen, y es mío. Imagínate la
suerte que tengo que ni siquiera intentó
besarme. Me acompañó hasta el coche,
me pidió mi número de teléfono y me
dio un besito aquí, en la mejilla. Ayer
me llamó para quedar, pero le surgió un
problema en el curro. Hoy nos veremos
antes de que tengamos que ir a trabajar.
—Miró su reloj de pulsera y abrió los
ojos con mesura—. ¡Mierda! ¡Hemos
quedado en media hora!
Echó a correr hacia el baño y pugnó
por no caerse en sus tacones, como si
estuviera haciendo malabares. Fui tras
ella y cuando me apoyé en el marco de
la puerta, vi que ya se había lavado los
dientes.
—Tómatelo con calma, ¿vale? No
quiero que te lleves una desilusión.
—No te preocupes. —Se pintó la
boca con gloss transparente, e hizo un
ruidito goloso con los labios—. Morgan
es diferente.
Quise preguntarle: «¿Y si no lo es?».
Pero le formulé de nuevo la pregunta
que aún no me había resuelto.
—¿Por qué no me contaste que
habías conocido a alguien?
Me observó a través del espejo de
medio cuerpo.
—Porque llevas ausente todo el mes.
Muchas veces, cuando te cuento algo, no
me haces caso. Estás más pendiente de
completar tu tesis que de prestarme
atención.
Me dolieron sus palabras, aunque no
me estaba diciendo ninguna novedad.
—No es cierto.
—Sí lo es, pero da igual. —Se
encogió de hombros como si me
comprendiera, cuando yo, muchas veces,
ni siquiera me comprendía a mí misma
—. Entiendo que no me tomes en serio.
Sé que me pillo fácil por un hombre,
pero tengo un pálpito y creo que es
bueno. —Se peinó la melena rojiza con
el cepillo—. Si no lo es, entonces
disfrutaré el momento. Ya vendrá otro.
Le sonreí con toda mi admiración.
Envidiaba su manera de ver la vida, sin
complicarse por nada.
—Ya me pondrás al corriente
mañana.
Ella asintió y me plantó un beso en la
mejilla, con efusividad.
—Si no se lanza él, lo haré yo —dijo
mientras salíamos del dormitorio, de
camino a la puerta principal—. No tengo
edad para perder el tiempo.
—¡Uf! ¡Me acabas de llamar vieja!
Se colgó el bolso en el hombro, y
dijo con seriedad:
—Te acabo de lanzar una indirecta.
La vida es demasiado corta. —Bajé la
mirada al notarme sensible. Pero ella
cambió el tono de su voz—. Todavía es
temprano para ti. ¿Por qué no intentas
dormir un poco? Ya luego te vas a
visitar al rubito macizo.
Se me revolvió el estómago al
recordar que era viernes.
—Está bien —dije para complacerla
—. Cuídate, y ¡suerte!
Puso una mano en su cintura y me
miró como si estuviera loca.
—No la necesito.
Y cerró la puerta.
«Yo sí la necesito», pensé mientras
reparaba en el reloj de pared. Tenía unas
cuantas horas por delante antes de
conducir hasta la prisión; minutos en los
que podría apretar los párpados, dejar
la mente en blanco y procurar dormir.
Pero a pesar de mi cansancio, no me
apetecía echar una cabezada; aunque
tampoco quería quedarme mirando al
vacío, por lo que me dirigí hacia mi
habitación, busqué sábanas limpias e
hice la cama.
Estaba llevando las mantas a la
lavadora cuando la caja metálica relució
en lo alto de la repisa del armario. De
inmediato, me embargó la necesidad de
estrecharla contra mi pecho y llorar
hasta no poder más. Pero aquello no me
haría ningún bien, así que pasé de largo
y programé la colada. Cuando llegó el
momento de lucir presentable, me duché
y me maquillé lo mínimo para ocultar
las bolsas oscuras que ennegrecían mi
rostro. Abandoné el apartamento con el
maletín en la mano, vestida con una
falda azul y una blusa del mismo color.
El viaje, como siempre, fue
tranquilo, casi mecánico. Momentos
después, ingresé en el aparcamiento de
la prisión. Cuando salí del vehículo, los
ojos se me resintieron por los potentes
rayos de sol, que apenas me dejaba ver
con claridad. No lo entendía, y tal vez
nunca lo hiciera, pero quizás fue a causa
de eso que no me percaté de la sombra
que se movía a mi derecha, rodeándome
hasta situarse detrás de mí. Quizás por
eso me tomó varios segundos
reaccionar. O quizás todo sucedió tan de
repente que no pude hacer nada salvo
quedarme de piedra mientras una mano
robusta me tapaba la boca. Abrí los ojos
como platos.
Un objeto duro y metálico presionó
contra la parte baja de mi espalda.
—Grita, patalea o arma follón y te
arrepentirás —gruñó una ronca voz
masculina en mi oído—. ¿Entendido? —
Temerosa, asentí como una marioneta,
sin ser capaz de controlar las lágrimas
que había provocado el sol—. Camina y
no llames la atención.
Eché a andar a pasos cortos y torpes.
La prisión estaba provista de seguridad
y vigilancia a través de equipos
electrónicos, pero ¿de qué me servía
correr si fácilmente, y antes de que
alguien pudiera venir a socorrerme, ese
desconocido podía pegarme un tiro y
matarme en el acto? Lo único que podía
hacer era esperar que algún oficial nos
descubriera antes de que nos
siguiéramos alejando más y más de la
zona.
Él clavó una mano en mi cintura y
con la otra impuso más fuerza con el
revólver sobre mi carne, guiándome
hacia la parte trasera del edificio donde
los muros se tornaban cada vez más
elevados y más oscuros. Los tacones, de
repente, se me doblaron, pero él me alzó
con descortesía. Aun así, las piernas no
pararon de temblarme durante todo el
trayecto. Estaba tan confusa que no me
atreví a girar mi rostro hacia él. No
quería cabrearle ni darle motivos para
que decidiera apretar el gatillo contra
mí.
A pocos metros apareció un árbol de
tronco ancho, justo al lado de una
cámara de seguridad. Elevé la cabeza al
pensar que tendría la oportunidad de
hacerme notar, que alguien me rescataría
de las zarpas de ese monstruo, pero mis
reflexiones mentales se disiparon
cuando, de un brusco empujón, ese tipo
me arrojó contra la pared. Mi hombro
colisionó contra el muro, pero no me
molesté en quejarme o sobar mi piel
dolorida. En cambio, volví a mirar hacia
la cámara, pero el aparato no nos estaba
enfocando. El árbol nos tapaba
parcialmente.
Quizás ese fuera el único punto
muerto en todo el centro penitenciario. Y
ese hombre lo sabía.
Con un movimiento rebosante de
energía, me giró sobre mí misma y
quedé frente a él. Llevaba puestas unas
gafas de aviador. Cuando se las sacó,
me vi reflejada en sus ojos color
chocolate. Poseía un rostro de rasgos
armoniosos, la tez del mismo tono del
café con leche y unos brazos fibrosos,
abrigados con enormes tatuajes. Era un
hombre atractivo, de no más de cuarenta
años, con una boca embellecida por una
perilla oscura y el pelo muy negro, casi
rapado. Sin embargo, a pesar de su
apariencia intimidante y encantadora, lo
que más destacaba en él era la violencia
dibujada en cada uno de sus gestos.
—¿Quién eres? —indagué en un
susurro. No era el momento de ponerse
en plan heroína. Yo no lo era. Ni
pretendía serlo—. Tengo algo de dinero.
Puedes llevártelo todo.
Se rio a carcajadas.
—¿Tengo pinta de ser un ladrón? —
Tenía pinta de ser un asesino, pero no se
lo dije—. Linda Evans, vas a
escucharme con mucha atención. —Un
escalofrío surcó por mi columna. Yo no
sabía quién era él, pero era evidente que
él sí me conocía a mí—. Te he estado
observando estas últimas semanas. —La
corazonada de que alguien me acechaba
por las calles se tornó más real que
nunca—. Sé que tienes buena memoria.
Eres una chica lista, así que por el bien
de tu amiga no hagas ninguna estupidez.
Fue entonces cuando me fijé en sus
manos y vi la tinta negra que delineaba
las palabras «vida» y «muerte» en sus
nudillos.
—¡Angy! —Miré hacia la derecha y
hacia la izquierda, aterrorizada por mis
pensamientos—. ¿Qué le has hecho?
¿Dónde se encuentra? —Solté un
quejido cuando tomó ambos lados de mi
cara con su mano libre y apretó mis
mejillas entre sus dedos. Las lágrimas,
esta vez de impotencia, retornaron a mis
ojos.
Ignorando mis sollozos, se guardó el
revólver en la parte trasera del pantalón
y extrajo un móvil de uno de sus
bolsillos.
Levantó mi mentón hacia él.
—Quiero que tengas presente dos
cosas: mi nombre es Morgan y estás a
punto de hacer algo de suma importancia
para mí —ordenó sin inmutarse por mi
malestar—. Y si te niegas a ayudarme…
—me mostró la pantalla del móvil. Se
me oprimió el corazón al ver a Angy
atada de pies y manos, con los ojos
rojos y el pelo húmedo adherido a la
frente, encogida en el maletero de un
vehículo que no era el suyo—, ella
morirá.

Custodiada por el oficial Isaac


Taylor, andaba por el pasillo mientras
me repetía a mí misma que todo saldría
bien, que lo sucedido acabaría en un
susto y luego me reiría del espantoso
recuerdo. Pero entonces evoqué el
mensaje que me había dado Morgan; un
código que debía entregar para que
Angy conservara su vida.
«Si hablas con la poli, tu amiga
sufrirá las consecuencias. Y si piensas
que tendrá una muerte rápida, te
equivocas. Será mucho más doloroso
que follarla con un cuchillo y esperar a
que se la coman las ratas», me había
dicho entre dientes ese cruel individuo,
con su voz demasiado ronca como si
hubiera pillado un resfriado.
Tragué saliva cuando Isaac abrió la
puerta de la sala de las entrevistas.
Apenas mis tacones tocaron el suelo de
la estancia, una desquiciante sonrisa
torció los labios de Zack. Me tiritaron
las piernas al encontrarme con su
mirada. Estaba convencida de que
pensaba que me sentía intranquila por él.
Y era cierto. Su imagen me afectaba a
niveles catastróficos, cuyo motivo no
lograba explicar aún, pero eran las
palabras de Morgan las que aumentaron
mi desazón. En ningún momento,
mientras emprendía mi camino hacia la
mesa y me sentaba enfrente de él con un
temblor en las extremidades, nuestros
ojos se despegaron.
Coloqué el maletín en el suelo.
—Tiene mala cara, doctora.
—Hoy seré muy breve. Le pido que
no me interrumpa.
Hizo una mueca.
—¿Me viene a informar que no
vendrá más?
«Ojalá.»
—No tengo tanta suerte. —Separó
los labios para expresar alguna
obscenidad o quizás para amenazarme,
pero me adelanté a sus intenciones—.
Lo que tengo que decirle es muy
importante para usted. A mí no me
importa ni me interesa conocer el
significado de este mensaje, así que
présteme atención. —Me miró como si
le acabara de decir que la luna era
cuadrada. Zack no estaba al tanto de los
planes de Morgan. Él no tenía el menor
conocimiento de lo que me había
pasado, y sus advertencias sobre que
revisara las cerraduras de mi casa eran
parte de un maquiavélico juego que
había ideado con el propósito de
angustiarme. Me acerqué a él hasta que
mis pechos notaron el borde de la mesa
—. La Cueva te espera. —En cuanto
pronuncié esa frase, sus ojos se
oscurecieron y un músculo palpitó en su
mandíbula.
Había reconocido el código.
—Continúe.
—Ve hacia la oscuridad, aunque el
sol aún no se haya puesto. Sigue las
señales. Afina el olfato. Aguza el
oído… —callé cuando le vi realizar un
gesto con la mano. Isaac había cambiado
de posición y se había situado más
próximo a nosotros mientras Steve
persistía impávido en el lugar.
El corazón empezó a latirme con
tanta vehemencia que creí que sufriría un
paro cardíaco allí mismo, que moriría
presa de la ansiedad. Mi nerviosismo
iba a acabar conmigo, pero, por fortuna,
Zack golpeó la superficie de la mesa a
los pocos segundos.
Varias gotitas de sudor resbalaron
por mi clavícula.
—Adelante, doctora.
—¿Por dónde iba? —susurré.
—Me acababa de advertir que
aguzase bien el oído —respondió con
sorna.
Respiré hondo.
—Los olores se entremezclan en el
aire. Los murmullos quedan atrapados
entre las paredes blancas. Ve hacia la
oscuridad, aunque el sol aún esté en lo
más alto. Lejos de posibles mirones. —
Lo miré a la cara y una sensación gélida
se deslizó por mi garganta—. La Cueva
te está esperando.
Cuando me quedé muda, temblando y
mirándolo inquieta, Zack me regaló una
media sonrisa a la vez que se levantaba
y me estudiaba con un brillo maligno en
sus iris. Lucía salvaje, más decidido y
peligroso que nunca en ese momento.
Y aquello me mortificó.
No pude evitar sentir pánico.
Sentí que no podría librarme de él.
Jamás.
Isaac vino hacia nosotros para
exhortar a Zack hasta la salida, pero él
tenía otros planes en su cabeza. Hincó
los pies en el suelo y enarcó una ceja
con la arrogancia que le caracterizaba.
—Ha sido un verdadero placer
trabajar con usted, doctora. —Fui a
preguntarle por qué se despedía como si
no nos fuéramos a ver más. Eso lo
tendría que decidir yo. O mejor dicho la
institución. Pero aquel pensamiento se
volatilizó de mi mente cuando Zack se
abalanzó sobre mí a una velocidad de
vértigo. Lancé un grito estrangulado
cuando se aferró a un pedazo de mi
blusa. Steve corrió a grandes zancadas y
junto a Isaac, luchó por apartarlo de mí
—. ¡Dígale que lo haré! ¡Cueste lo que
cueste! ¡Lo haré, joder! —gruñó como
un desquiciado mientras los guardias se
le echaban encima de la espalda.
Rechinó los dientes por el esfuerzo que
tenía que hacer para mantenerse en el
sitio y hablar a la vez—. ¡Dígaselo,
doctora! ¡Dígaselo!
Tras varios empellones, los agentes
lograron empujarle hacia un lado. Lo
arrastraron con rudeza y se lo llevaron
de la sala a la vez que Zack se retorcía
entre bramidos.
Yo persistí ahí, sola, confusa y
aterrada, agarrándome con fuerza a la
mesa con las yemas de mis dedos, sin
moverme ni pensar. No entendía lo que
acababa de suceder, pero sabía que Zack
no estaba bromeando. Él cumpliría su
palabra.
Lo conseguiría…, aunque tuviera que
arrastrarnos a todos a la destrucción.
6
Zack
Sábado, 29 de agosto de 2009
Patio de recreo. Prisión de Nueva
Folsom.
La Cueva.
Esas dos palabras estaban
presionándome el cráneo desde que
huyeron de los labios de la doctora
Evans, hacía más de veintiséis horas.
Después de que los guardias me
arrancaron de la sala de las entrevistas y
me metieron en mi celda, me pasé toda
la tarde caminando como un sonámbulo
a la vez que intentaba descifrar el
significado del mensaje que podría
cambiar el rumbo de mi vida. Estaba tan
ansioso que no probé bocado a la hora
de la cena y tampoco conseguí dormir
cuando apagaron las luces del corredor
y el silencio inundó cada esquina. Lo
único que hice, tumbado en el colchón,
fue repasar cada una de aquellas frases
que no lograba desenmarañar.
Di una breve calada a mi pitillo a la
vez que veía sin mirar a los internos que
graznaban en el patio de recreo. Era
imposible que la doctora supiera sobre
la existencia de La Cueva, a menos que
Morgan se lo hubiera chivado. Además,
solo existían tres personas que hubieran
estado antes en aquel lugar: Morgan,
John y yo. Y, maldita sea, dudaba mucho
que el espíritu de mi hermano se hubiera
puesto en contacto con esa preciosidad
de piernas bien formadas y ojos
solemnes, cuya mirada era ahora menos
contenida y más auténtica.
Una curva irónica se perfiló en mis
labios, pero enseguida se atenuó al
recordar a mi colega.
Morgan Boyd tenía dieciocho años, y
yo veinte, cuando sus proezas con los
puños llegaron a oídos de Benicio que
no vaciló en ofrecerle un cargo en la
pandilla. La primera impresión que tuve
de él fue despreciable. Para mí, él era el
típico capullo descerebrado, un bloque
de músculos que le faltaban agallas para
apretar el gatillo de un revólver, pero
que alardeaba de sus dotes repartiendo
palizas a unos pobres muertos de
hambre. A pesar de su corta edad,
Morgan poseía fama de violento y de no
consentir que nadie se burlara de él. Y
quien se atreviera a hacerlo, probaría de
primera mano la fuerza de su infinita
cólera.
Yo lo comprobé en mis propias
carnes una tarde que lo desafié en una
cancha de baloncesto desierta a aquellas
horas. No sé quién de los dos empezó la
pelea ni quién arremetió primero contra
el otro, solo sabía que nos propinamos
tantas hostias que, al cabo de pocos
segundos, quedamos rendidos y
sudorosos sobre la grava, con los
rostros ensangrentados, algunas costillas
rotas y los nudillos rojos como el rubí,
mientras John bebía a morro una lata de
cerveza, sentado en un muro repleto de
grafitis, disfrutando del patético
espectáculo.
Cambié mi opinión inicial sobre
Morgan mientras nos vendábamos las
heridas. No muchos tenían los huevos de
meterse conmigo. No todos estaban tan
pirados como para hacerlo. Pero
Morgan sí. Y desde entonces forjamos
algo parecido a una amistad teniendo en
cuenta el mundo de mierda en el que
estábamos hundidos.
Pero todo se truncó tras la muerte de
John. Lo cierto es que no se me ocurrió
acudir a Morgan cuando abandoné el
cuerpo de mi hermano en Rainier Valley.
Y luego tampoco pude hablar con él a
excepción de aquella vez, una semana
antes de que saliera la fecha oficial de
mi juicio, cuando los federales me
permitieron realizar una llamada
telefónica a la que por ley tenía jodido
derecho. Pero la conversación no
transcurrió como yo esperaba. Cuando
Morgan descolgó el teléfono, mientras
yo permanecía aislado en una habitación
sin ventanas, con el inspector de
homicidios a mi derecha, murmuró en
tono neutro: «No te rindas». Y entonces,
de súbito, concluyó la llamada.
Esa fue la última vez que hablé con
mi amigo. O mejor dicho la última vez
que supe de él. Aun así, me aferré a esas
palabras como una tabla de salvación. Y
por supuesto no me rendí. Al contrario,
me protegí las espaldas convirtiéndome
en una insignificante proyección de la
trena.
Tiré los restos de cigarrillo al suelo
y con repugnancia, observé mi entorno.
En el patio campaban varios grupos de
negros, amarillos, blancos y marrones.
Cada uno iba a lo suyo, sin mezclarse
con los demás, pero atentos a lo que
ejecutaban sus rivales. Allí nadie bajaba
la guardia. Y nadie se fiaba de nadie.
Yo ni siquiera me fiaba de mi puta
sombra.
Me fijé en el líder salvadoreño de la
pandilla criminal Mara Salvatrucha, la
MS-13, hombres inclementes y salvajes.
Tenía la cara y el cuerpo lleno de
tatuajes. En el cráneo las letras MS le
conferían un aspecto aún más tenebroso.
Era uno de los tipos más temidos del
trullo. Se hizo famoso en el mundillo de
la violencia por haber matado a sus
padres a golpes con un bate de béisbol,
cuando tenía trece añitos. Para
deshacerse de los cuerpos los
descuartizó e hirvió los miembros en
una cacerola. Se desconocía lo que hizo
con la copiosa comida, aunque se
rumoreaba que él mismo se lo había
devorado todo. Bueno, y para qué
mentir, también se le conocía por sus
hazañas en el ámbito del narcotráfico y
delitos como secuestro, extorsión, trata
de blancas y asesinato en primer grado.
Giré la cabeza y, de pronto, me topé
con la mirada iracunda de un negro, que
hacía dominadas con una barra amarilla.
Era un puto miembro de los Bloods.
Había sido detenido por violar a su
hermana cuando en una riña ella lo
llamó maricón. Fue tanta la ira que
sintió hacia su hermanita que la ató a la
cama y le hizo cosas perversas mientras
una cámara de vídeo inmortalizaba la
pintoresca estampa hogareña. Poco
después se descubrió que había violado
a más de quince mujeres, gracias a las
grabaciones que halló la policía en su
domicilio.
Ignoré la advertencia en sus ojos
obscuros como el carbón y continué con
mi escrutinio. Más allá de las mesas
metálicas, estaban los marginados de la
prisión. Algunos habían sido enviados
de otras cárceles con condenas por
violación infantil. Esos hijos de perra
tenían las horas contadas. Ellos también
lo sabían. Sus ojos inquietos así lo
demostraban.
Uno de los casos más depravados
era el crimen que había cometido un
blanco de veintisiete años, que secuestró
a su vecina de doce. Un día que los
padres de la niña no estaban en casa, el
muy sádico la engatusó prometiéndole
que le enseñaría un gatito en un
descampado cerca de la vivienda. Una
vez allí la estranguló y se la cepilló
durante dos noches consecutivas. La
policía lo pilló con las manos en la
masa.
Lo más seguro era que en cuestión de
días o semanas los funcionarios
encontraran el cuerpo de ese cabrón
ensangrentado y con el culo destrozado.
A los internos les encantaba que los
violadores probaran de su propia
medicina.
El sonido de la sirena indicando que
el receso había finalizado retumbó en el
patio. Me levanté del escalón donde
había posado el culo en la última hora y
me dirigí hacia la puerta que daba
acceso al nivel IV. No volteé mi vista
hacia los hombres sudados y malolientes
que se aglomeraban cerca de mí,
mientras aguardábamos a que los
oficiales hicieran el recuento para que
nos dejaran entrar en el comedor común.
Diez minutos después de estar bajo
el sol abrasador y soportar aquella
pestilencia a sobaco, me interné en el
módulo. Cada bloque disponía de su
propia cabina de seguridad, con
personal preparado para lo peor. La
hora de la comida era una de las más
conflictivas, ya que algo tan nimio como
un pedazo de pan podía desencadenar
una pelea masiva. No sería la primera
vez que ocurriera.
Pillé una bandeja de plástico y
esperé mi turno en una especie de
autoservicio rodeado de unas rejas más
o menos altas, que protegían a los
cocineros. Cuando me tendieron el plato
a través de una pequeña abertura, lo
recibí con una mueca al ver el arroz gris
y el filete sólido que distaba mucho de
ser carne.
Sostuve la bandeja entre mis manos e
inspeccioné el territorio en busca de
algún hueco donde pudiera tragar toda la
mierda que reposaba en los
compartimentos de la bandeja. Las
mesas tenían forma cuadrada y en cada
ángulo sobresalía un asiento de metal,
sin respaldo. La mayoría ya estaban
repletas de internos que comían riéndose
y conversaban en grupos de a cuatro.
Tras tantear un momento el terreno,
caminé hacia un espacio libre, me senté
con los muslos separados e ignoré a los
chicanos que me lanzaban miraditas
condescendientes.
«Hijos de perra.»
Tomé el tenedor de plástico entre
mis dedos y recogí un puñado de arroz,
que no alcancé a llevarme a la boca,
pues un bastardo que hacía el imbécil
perdió el equilibrio y colisionó sobre mi
hombro. El tenedor resbaló en la mesa y
manchó la superficie.
Gruñí y lo miré con una ceja
arqueada y los labios apretados en una
finísima línea a la vez que contenía el
impulso de levantarme y propinarle un
par de hostias en su desgastado careto
de yonqui. Él no se dio por aludido y
continuó haciendo el payaso hasta
dejarse caer en una silla junto a su
grupito de matones.
Eso era lo que más me jodía de ser
una sombra: no poder manifestar mi
verdadera personalidad. En otro tiempo
no muy lejano, hubiera reaccionado de
una manera mil veces más agresiva,
interponiendo la fuerza por encima de la
razón. Pero como no quería llamar el
interés de las pandillas, ni ser enviado
al agujero, limpié aquel desastre con la
servilleta.
De mala gana agarré el tenedor otra
vez, pero el borde de un papel blanco
captó mi atención. Fruncí el ceño y miré
el espacio que ocupaba el comedor.
Todo parecía normal. Nadie tenía los
ojos puestos en mí. Era invisible para
los cerdos que engullían el arroz. Con
disimulo apresé el trozo de papel, que
había sido escondido a conciencia
debajo del plato, y lo oculté en mi puño.
Si alguien se daba cuenta de lo que tenía
en mi poder, me metería en un lío
bastante gordo.
A los pocos segundos abrí la mano y
se me aceleró el corazón por un fugaz
instante al leer:
«14:27 horas.»
De inmediato, arrugué el papel hasta
formar una pelota pequeña, lo mezclé
con la comida y me lo tragué de un
bocado. No era tan idiota como para ir
dejando pistas sueltas. Cuando noté el
repugnante sabor de los granos de arroz,
duros y rancios, me dio una arcada y los
ojos se me volvieron llorosos.
¿Quién coño había escrito eso para
mí?
Me pasé el dorso de la mano por la
boca y viré la mirada hacia el
autoservicio, pero los cocineros ya
habían terminado su turno. Sin embargo,
aquello no tenía sentido; pues ellos
nunca hablaban con nosotros. Joder, rara
vez nos miraban. Los guardias, en
cambio, seguían en la misma pose y nos
vigilaban con gestos serenos.
Mientras hacía conjeturas en
silencio, bebí un trago de agua y luego
examiné la pared del plato. Estaba
pegajoso, como si alguien hubiera
echado pegamento ahí.
«Sigue las señales», recordé de
pronto.
Esa era la primera señal y la segunda
ocurriría a la hora citada.
Hasta ahí llegaba.
Dos pitidos irrumpieron en el
comedor. Había que regresar a nuestras
celdas. La desconfianza creció en mí a
la vez que me ponía de pie y oía a uno
de los guardias bramar que la hora
permitida había terminado y que
mantuviéramos el jodido orden,
palabras textuales. Como solía suceder
cada día, nadie le hizo ni puto caso,
pero él continuó con sus exigencias. La
puerta monitorizada, con cierre
automático, se abrió para dar acceso al
pasillo que conducía al otro extremo del
bloque. El funcionario más próximo al
portón se hizo a un lado cuando los
internos, aún en grupos, empezaron a
salir empujándose unos a otros.
Mientras, tres agentes esperaban al pie
de la escalera y nos acechaban con sus
ojos de halcón.
Esa rutina siempre acababa igual:
con un insoportable dolor de cabeza y un
par de contusiones como consecuencia
de los codazos que recibía en las
costillas.
De repente, un chino que estaba
cumpliendo condena por abuso de
menores impactó contra mi cuerpo. Fue
tanta la exasperación que me asedió que
no pude evitar agarrarlo por las solapas
del mono, con la intención de apartarlo
de un guantazo lejos de mí. Pero no lo
hice, sino que persistí petrificado
cuando el pedófilo escupió sangre por la
boca y me ensució las mejillas.
Retrocedí un par de pasos.
Y el chino, que no dio más de sí, se
desmoronó en el suelo.
Fue entonces cuando me di cuenta de
que los bramidos y los empujones no
eran los de siempre, que las sirenas de
emergencia sonaban sin cesar, que las
puertas de las cabinas y de los bloques
no respondían a los botones y que el
asiático tenía un cepillo de dientes
incrustado en la yugular. El comedor se
había transformado en un campo de
batalla.
No tuve tiempo de analizar mucho
más la situación, pues un cabrón que no
pertenecía a mi nivel chilló como un
loco y se proyectó hacia mí. Mi espalda
aterrizó sobre el autoservicio, pero
bloqueé la punzada de dolor y
absorbiendo toda la rabia que había
dominado durante largos años, le
propiné un puñetazo en la mandíbula.
Me ardieron los nudillos.
El tío se tambaleó como un pavo a
punto de ser troceado. Medía más de
dos metros y al parecer, se había
empeñado en hacerme morder las
baldosas. Ajustó su turbia y diabólica
mirada en mí, me mostró los dientes
como un perro sarnoso y probó a
derribarme de nuevo, con más ímpetu
que hacía pocos segundos.
Los guardias, por otro lado, estaban
atrapados en las cabinas, aporreaban el
cristal a prueba de balas y toqueteaban
de vez en cuando los botones, sin éxito.
Hubo varios disparos. Gritos y
arranques de histeria. Todos luchaban
contra todos. No había rehenes. Ni
razones aparentes para el improvisado
motín.
Solo había ansia de sangre.
De poder.
Con un movimiento calculado me
ubiqué detrás de mi enemigo. Le rodeé
el cuello con un brazo y presioné con
todas mis energías. El hijo de puta se
meneó pegando patadas y cabezazos,
pero un cálido torrente de adrenalina
atravesó mi cuerpo y debilitó cualquier
obstáculo que pretendiera vencerme.
Cuando me dio una ridícula patadita en
la espinilla, supe que se estaba
quedando sin aire. Sin embargo, harto de
su resistencia y con los músculos tensos
hasta casi arderme, enganché su
cabezota entre mis manos y le partí el
cuello con un crujido.
Cayó de rodillas.
Su rostro bañado de heridas viejas
se estrelló contra el suelo.
Respiré convulsivamente, casi sin
aliento, y eché un vistazo a mi alrededor.
El número de reos se había triplicado en
cuestión de minutos y los guardias
apenas podían hacer frente al gentío que
había perdido la cordura. No muy lejos
de mi ubicación, había cuatro cuerpos
sin vida que estaban siendo pisoteados
como si de alfombras se tratara mientras
la sangre les salpicaba las pieles.
Aparté la vista de los fiambres y
esquivé a dos orangutanes que venían
directos hacia mí. En los siguientes
instantes sorteé golpes, navajazos y las
descargas eléctricas de las pistolas
Taser, manejadas por los guardias, que
dejaban entumecidos a sus víctimas.
Mientras hacía todo eso, como por
inercia, advertí el penetrante hedor a
humo. Seguramente hubieran prendido
fuego a las distintas áreas del nivel
después de haber burlado la seguridad
de los bloques.
El aire se tornó asfixiante. Y pronto
se pondría mil veces peor, pero nadie
parecía reparar en ello.
La gente estaba cegada por la ira.
Me abrí paso entre trompicones,
propinando algún que otro puñetazo,
hasta alcanzar la tercera fila de mesas.
Jadeé con fuerza. Tenía los pulmones
colapsados de aquel aire dañino, que se
estaba haciendo cada vez más
irrespirable. Tosí repetidas veces al
tiempo que me apresuraba a reanudar mi
marcha, pero me detuve cuando mis ojos
se estancaron en la puerta de la cocina.
Afina el olfato. Aguza el oído. Los
olores se entremezclan en el aire. Los
murmullos quedan atrapados entre las
paredes blancas.
Me quedé tan absorto en mis
pensamientos que no vi al matón que
empuñaba el tubo de un bolígrafo, con la
hoja de una cuchilla de afeitar en la
punta. Casi la palmé allí mismo. Por
suerte para mí, pero no para el otro tío,
antes de que pudiera clavarme esa
bestialidad en la carne, un cabrón más
listo y más rápido que él le introdujo un
cuchillo de plástico en el ojo. Le oí
chillar como un energúmeno mientras la
sangre le nublaba la vista, pero no me
entretuve a contemplar qué sucedería
después. En cambio, corrí hacia la
cocina a la vez que los gritos de guerra,
los disparos y las sirenas se volvían aún
más atronadores.
Entré con los sentidos a flor de piel
y estudié cada detalle. Las paredes eran
blancas, con suelos de baldosas
marrones que casi rozaban el naranja.
Estaba solo junto a la hediondez que
desprendían las sobras en las cacerolas,
lo que hizo que se me encogiera el
estómago. «Ve hacia la oscuridad».
¡Joder! ¡No entendía esa parte! La
cocina era un lugar cerrado, sí, pero
estaba bien iluminado gracias a las
numerosas bombillas fijadas al techo.
No había ni un resquicio de penumbra.
Confuso, me giré sobre mí mismo.
Fue entonces cuando atisbé sobre mi
cabeza, al lado de unas gigantescas
alacenas de metal y otros utensilios
varios, una rejilla de ventilación. Sin
más me subí a la encimera y me deshice
de la tapa. Justo cuando había metido la
cabeza y estaba impulsándome hacia
arriba, escuché cómo la puerta de la
cocina se abría sonoramente. Un
segundo después, sentí que alguien me
agarraba una pierna y tiraba de mí hasta
hacerme trastabillar.
El oficial, que había entrado como
un ciclón desmedido, me propinó un
puñetazo en el costado y me agarró por
el cuello de la camiseta blanca, que
sobresalía de la chaqueta del mono. No
me dio tregua para recomponerme. En
cambio, impactó su puño contra mi
mejilla.
Mi cabeza se propulsó hacia atrás y
me di en la nuca contra la encimera,
pero antes de que pudiera regalarme
otro golpe de su cosecha, le asesté un
cabezazo en su nariz chata. Se quedó
unos instantes aturdido, segundos que me
serví para retroceder y pescar un
cuchillo afilado al otro lado de la mesa.
Pero el oficial no estaba dispuesto a
rendirse y al advertir el arma blanca en
mi mano, desenfundó su revólver y
apuntó hacia mí. Él sabía que no me
detendría hasta matarlo.
No medité mis acciones.
Simplemente grité y corrí en su
dirección. Sus brazos salieron
proyectados hacia arriba, encarcelados
entre mis manos. Apretó el gatillo, y la
bala perforó el techo. El sonido le hizo
estremecer como si nunca antes lo
hubiera oído. Los dos forcejeamos
mientras nos mirábamos a los ojos. Él
aferrándose aún más a la pistola y yo,
sin soltar el cuchillo. Ni de coña lo iba
a soltar. Ese escenario solo podía
concluir de una manera, y yo no sería la
víctima.
El segundo disparo hizo añicos el
hormigón del techo.
De tanto esfuerzo me empezaron a
escocer los músculos. El oficial, al
darse cuenta de ello, inclinó la pistola
hacia mi cabeza. Un poco más y yo
también probaría de mi propia medicina.
Justo cuando el cañón estaba a un paso
de rozar mi frente perlada de sudor, me
abalancé sobre él y le mordí el pómulo
hasta hacerle aullar de dolor. La sangre
brotó enfurecida de su piel color canela
y el gustillo a acre acarició mi lengua.
Escupí sobre su barbilla.
Sus dedos aflojaron la sujeción en el
revólver, por lo que logré arrebatárselo
con un golpe seco de muñeca y sin
desperdiciar la excelente oportunidad,
le enterré el cuchillo en el cuello. Pude
oír cómo su carne se separaba en dos
mientras su cuerpo se desvanecía en el
suelo. Del profundo corte, su sangre me
salpicó como si fuera una fuente de
agua. Él balbuceó y procuró taponarse la
hemorragia con ambas manos a la vez
que sus ojos se descomponían por la
mezcla de angustia y pánico al tener a la
muerte frente a sus pupilas dilatadas.
Pero frené sus dedos con los míos, con
la respiración trémula por la adrenalina.
Murió a los pocos segundos.
«Ya van dos en menos de media
hora», pensé a la vez que me limpiaba la
líquida esencia rojiza con el antebrazo.
Exhalé con brusquedad y, entonces,
volví a trepar por la encimera. Me
interné en el conducto de ventilación y
gateé a toda pastilla, sin cuestionarme si
estaba yendo en la dirección correcta.
Tampoco había que ser un genio para ir
caminando por ahí. Se suponía que tarde
o temprano debía toparme con una
salida. Al menos, esa era la idea. El
humo se infiltraba a toda presión por las
rendijas, pero me negué a detenerme y
continué arrastrándome como un
condenado en plena inquisición hasta
que el bullicio de la pelea disminuyó de
manera considerable.
De repente, encontré un medio de
escape. El corazón se me alocó en el
pecho al distinguir las sirenas de las
ambulancias, de los bomberos y de los
coches patrullas, los cuales se oían tan
próximos a mí que daba la impresión de
que estuvieran al lado de mi oreja,
susurrándome al oído. Dudé un segundo
sobre lo que debería hacer a
continuación, pero no tenía otra
alternativa más que improvisar sobre la
marcha.
Guiándome por mi instinto, empujé
la tapa del alcantarillado y subí por la
escalerilla oxidada. El viento patinó por
mi cuerpo. Inspiré hondo al sentir la
súbita necesidad de cerrar los párpados.
Pero no podía pararme a admirar lo
poco que me envolvía, así que empecé a
correr calle abajo mientras veía los
edificios de la prisión en llamas, con
una nube densa y oscura colándose en el
tétrico paisaje.
Cuando en una esquina percibí el
contorno de un Renault con los vidrios
ahumados, me precipité hacia allí y de
un codazo rompí la ventanilla del
copiloto. Entré y me desplacé hasta el
asiento del conductor. No era la primera
vez que mangaba un coche. Agarré los
cables del arranque y tras algunos
instantes, muchos más de los que me
gustaría admitir, el motor emitió un
gruñido.
Hacía más de ocho años que no
conducía, pero conducir es como follar:
nunca se olvida.
Dejé escapar una burlona risotada
que rugió desde lo más profundo de mi
pecho y tras echar una última ojeada al
espejo retrovisor, aceleré a toda hostia a
la vez que gritaba «¡Que te jodan!» a
aquel apocalipsis llamado Nueva
Folsom.
Distanciándome de mi propio
abismo.
7
Zack
Sábado, 29 de agosto de 2009
Conduciendo por la CA-299 E.
Estaba dirigiéndome a las afueras de
Adin; hacia un espacio huérfano de
vecinos y edificaciones cercanas, un
lugar verde en su totalidad, con cielos
despejados de intrusos, ideal para vivir
en armonía y llenarte los pulmones de
aire sin contaminación.
Hacía más de una década Morgan
adquirió aquella pequeña parcela para
alejarse de los estrafalarios rascacielos
que inundaban Seattle, cansado del
tráfico y de la gente que caminaba a un
ritmo vertiginoso. Aquel aislado refugio
de aspecto lúgubre se convirtió en una
fuente de escape que, con el tiempo,
tanto él como mi hermano y yo
disfrutamos en su justa medida como
consecuencia de los cientos de
kilómetros que se interponían entre la
gran urbe y aquel solitario hogar.
De súbito, la silueta moribunda de
John floreció en mi cabeza. Pero en vez
de fantasear sobre cómo ejecutaría mi
codiciada venganza me limité a conducir
sin pausa, mientras el sol de la última
hora de la tarde se insinuaba pomposo a
mis espaldas. Tomé una curva empinada
y cuando atisbé el camino de tierra por
el que debía acceder, recorrí otro par de
millas antes de reducir la marcha.
El bosque empezó a partirse de
manera uniforme. El terreno era
impecable y muy húmedo, con un único
fisgón invadiendo la naturaleza: La
Cueva. La fachada de la cabaña era de
madera oscura y el techo estaba cubierto
de lejas de alerce. Constaba de dos
plantas, bien iluminadas gracias a las
ventanas cuadradas que permitían la
entrada de la luz natural. El exterior de
la casa era siniestro y carecía de
simpatía; de ahí nació su apodo. Pero
por dentro el asunto cambiaba. Los
suelos eran de alerce también y las
paredes y los techos de abedul, que
implantaban un efecto hipnótico a la
vieja madera de los troncos de la
fachada, todo decorado con muebles
modestos. Era un lujo en mitad de la
nada.
Inspiré hondo y apagué el motor. El
perfume a hierba fresca, musgo y flores
silvestres penetró en mi nariz mientras
me disponía a llamar a la puerta
principal. No se escuchaba nada más
que el canturreo de los pájaros y el
silbido del viento que soplaba despacio,
como una melodía fantasmagórica. Era
como si la casa estuviese deshabitada,
pero la camioneta de Morgan se
encontraba en su hueco correspondiente.
Golpeé la puerta con los nudillos y
casi al instante, como si hubieran estado
esperando mi llegada, esta se abrió con
brusquedad. Morgan, vestido con unos
pantalones raídos y una camiseta negra
muy ajustada, apareció en el umbral con
una ceja en alto y el rostro sereno.
Parecía un tipo peligroso. Joder. Era
peligroso.
Durante varios segundos nos
miramos con los cuerpos tiesos, casi a
la defensiva. Él, con el puño sobre el
marco y yo, con los brazos cayéndome
lánguidos a los costados. Su semblante
concebía un ligero matiz de enfado, pero
aquella idea se evaporó cuando una
amplia sonrisa asomó a sus labios hasta
convertirse en una carcajada, que
ahuyentó a las aves más cercanas.
Mis labios imitaron los suyos.
Se rio con fuerza, dio un paso hacia
mí y me envolvió en un apretado abrazo.
Mierda. Hacía mucho que no me
abrazaban; de hecho, muy pocas
personas me habían abrazado en mi vida
y el primero en hacerlo después de ocho
años y un porrón de meses, era un tío
enorme, diez centímetros más alto que
yo.
Nos dimos fuertes palmadas en la
espalda.
Morgan colocó sus manos sobre mis
hombros.
—Luces como si hubieras rebanado
a un cerdo —comentó con sorna,
refiriéndose a mi pelo y a mis pómulos
cubiertos de la sangre del oficial que
había degollado en la fuga.
Hice una mueca.
—Algo similar.
—Te ves horrible. Peor de lo que
imaginaba. —Me miró otro poco antes
de sorprenderme agarrándome por la
nuca, como si fuera a darme una tunda
de cojones. Le sostuve la mirada a la
vez que le oía decir con su escalofriante
voz ronca, que casi no parecía humana
—: Bienvenido a casa, Zack. —Y, a
continuación, retomó las distancias
como si nada hubiera pasado. Le palmeé
el brazo en señal de agradecimiento—.
¿Te ha seguido alguien? —inquirió
apuntando el coche robado.
Miré el vehículo por encima del
hombro.
—No.
Morgan, con una sonrisa petulante,
se internó en la casa. Yo cerré la puerta
y lo seguí hasta la cocina de estilo
campestre.
—Lo importante es que ya estás
aquí. —Mojó un paño y me lo entregó
para que me limpiara la cara y parte del
nacimiento del pelo—. Esos cabrones
no se darán cuenta de tu ausencia hasta
que recuperen el control de la prisión.
Hay diez rehenes en el nivel IV, el nivel
I se ha desmadrado y según dijeron en el
noticiario hace media hora, por el
momento hay seis muertos; dos de ellos
funcionarios. Además, el fuego aún no
está bajo dominio. Resumiendo, el puto
caos se ha desatado en Nueva Folsom y
no hay Dios que lo controle. Tardarán
horas en averiguar quién falta y quién
no; tiempo que tú aprovecharás para
largarte muy lejos de aquí.
Tiré el paño sucio sobre la encimera
y descansé la cadera en la isleta.
—¿Cómo coño lo has conseguido?
Se encogió de hombros.
—Unos cuantos amiguitos por aquí,
otros muchos por allá. Nada del otro
mundo.
Me carcajeé y arqueé ambas cejas.
—¿Nada del otro mundo? El sistema
automático de toda la trena dejó de
funcionar. Las puertas no respondían, las
cabinas tampoco y los guardias
quedaron atrapados en sus propias mini
fortalezas. ¡Me cago en la puta, Morgan!
Hiciste que decenas de asesinos
pudieran ir y venir de instalación en
instalación, como si estuvieran en sus
casas, peleándose como animales.
Se volvió a encoger de hombros.
—Yo no lo hice en realidad.
Lo miré achicando los ojos.
—No tienes dinero para pagar a
nadie.
Sonrió como un lobo y alzó los
puños.
—Pero tengo esto y sé darles un
buen uso. —Movió la muñeca en
círculos pequeños—. No sabes lo que
son capaces de hacer algunos por salvar
a los suyos.
—O para vengarlos… —musité,
distraído. Agité la cabeza y me centré en
el momento y no en el puñetero pasado
—. ¿Cuál es el plan? Porque tienes un
plan.
Fue hacia la nevera y sacó dos
cervezas.
—Es sencillo, pero complicado. Lo
sé. De primeras no tiene mucho sentido,
pero en esta vida nada lo tiene. —Me
tendió una botella, y le di un buen trago
—. Tengo todo preparado para que
mañana salgas pitando a primera hora de
aquí.
Situé mi birra en la mesa.
—Te agradezco la ayuda, pero no
voy a huir —declaré por si esa era su
intención—. No he aguantado toda la
mierda que he tenido que aguantar para
esconder el rabo entre las piernas.
Buscaré a Benicio y terminaré con él,
aunque tenga que pagarlo con mi propia
vida.
Morgan dio un sorbo a su botella,
con lentitud, sin parar de mirarme a la
cara.
—No tienes que agradecerme nada.
Me hice a mí mismo una promesa
cuando te metieron en la trena. Misión
cumplida. Por otro lado, ¿crees que no
te conozco lo suficiente? Nunca he
pensado que querrías huir. Además,
alguien tiene que pararle los pies a ese
hijo de puta de Benicio y si eres tú esa
persona, yo no tengo problema con ello.
No seré yo el que te lo impida. —Se
pasó una mano por la cabeza rapada y
apuntó a la salida—. Ven, tengo que
enseñarte un par de cosillas.
Nos desplazamos con palpable
tensión hasta la sala de estar y nos
sentamos a la mesa de madera, instalada
al lado de la ventana. Unas simples
cortinas bordadas frenaban los débiles
rayos de sol. No había adornos ni
cuadros en la estancia; una alfombra
blanca y mullida, un sofá ancho y largo y
dos sillones también blancos, con una
mesita de madera rústica en el centro,
llenaban el espacio principal.
Morgan y yo nos estudiamos en
silencio. Seguía viéndose igual, con la
misma aura intimidante que lograba
atemorizar a todo ser humano que
poseyera el mínimo sentido del peligro.
Si antes provocaba cierto rechazo en
quienes se percataban de la oscuridad en
sus ojos, ahora que sus facciones se
habían endurecido por la edad, nadie
podía poner en duda que él era capaz de
todo y de más.
—Cuando ingresaste en el trullo —
empezó a decir con aire solemne—, temí
que te crucificaran al día siguiente o que
aparecieras muerto en algún rincón.
—No he tenido problemas —admití
en tono sombrío.
Murmuró algo mientras extraía una
cajetilla de tabaco de sus vaqueros. Me
tendió un cigarrillo liado a mano y yo
acepté con gusto, agradecido por la
inyección de nicotina. Exhalamos con
contención por la boca y saboreamos el
efecto narcótico.
Irregulares espirales de humo
nublaron la atmósfera.
—¿Y no crees que es raro? —Claro
que lo era. No me chupaba el jodido
dedo—. Las consecuencias del tiroteo
contra Pablo Velázquez fueron
desastrosas en nuestro mundo.
—Me lo imagino. —Sacudí el pitillo
contra el cenicero—. ¿Qué tan graves
fueron?
Se acomodó en el asiento.
—Después de tu detención, la
policía le dio más caza que nunca a
Benicio, pero no hubo valiente que se
atreviera a testificar contra él. Estaban
todos cagados de miedo. Y así siguen
estando. El FBI no posee ni una mísera
prueba que pueda incriminarle
directamente. Todo es humo.
Suposiciones. Está limpio dentro de lo
que cabe —bufó con nervio—. Además,
desapareció del mapa apenas se hizo
pública la noticia de la muerte de su
hijo. Ese capullo sabe que la decisión
que tomó contra John fue precipitada, y
que tú salieras vivo no entraba en sus
planes. Desde entonces, su caso ha
estado en punto muerto. —Negó con la
cabeza—. Quizás las autoridades no
estén al tanto de los datos más viles
respecto a los asuntos de la pandilla,
pero lograron identificar a varios socios
de Benicio. ¡Se armó la gorda, Zack!
Muchos integrantes tuvieron que huir de
Norte América; algunos fueron
ejecutados por amigos de los amigos de
otros socios implicados en la
repartición de la mercancía, y otros
tantos fueron asesinados por el
mismísimo Cártel de Sinaloa. Esa es
otra historia. El Cártel se puso furioso
con Benicio. Querían cortarle la cabeza,
literalmente.
Corrí un poco la cortina y miré a
través del cristal.
Todo seguía en absoluta calma.
—Hablas en pasado.
—No puedo expandirme en detalles,
porque yo fui uno de los que tuvo que
emigrar de Seattle, pero todos vimos
cómo con el tiempo la búsqueda por
parte del Cártel menguó de golpe. Creo
que Benicio hizo un tipo de pacto con
ellos, algo que les beneficiara más que
librarse de él, y logró salvarse de una
muerte segura. No tengo otra
explicación. Hubo rumores sobre que
había regresado a México y que el
Cártel decidió torturarlo hasta agonizar,
lo cual es mentira. Nos habríamos
enterado de haber sido así. Al FBI
tampoco le convenció ninguna de esas
teorías. —Enterramos al mismo tiempo
el cigarrillo en el cenicero—. Tendrás
que estar alerta las veinticuatro horas
del día, Zack, porque apenas la pasma
vea que ya no estás en el talego, sabrán
que has ido tras él si tienen en cuenta tu
jodido historial. Cuanto más se acerque
ese cabrón a ti, o más te aproximes tú a
él, más pegado tendrás a la poli a tu
culo.
—Un juego a tres bandas —pensé en
voz alta—. ¿Sabes dónde puede estar
ese capullo?
—No tengo ni puta idea. Supongo
que nadie lo sabe con seguridad. Ni
siquiera el Cártel. —Se rascó la nuca y
me miró con cierta culpabilidad antes de
sacar varias fotografías de la parte
trasera de sus vaqueros—. Sé que he
tardado bastante en planificar tu fuga;
primero, porque no disponía de los
medios necesarios y segundo, porque no
se le había visto el pelo a Benicio.
Además, como ya he dicho, los bulos
que se difundieron sobre él son
inciertos. Quizás para causar confusión.
—Situó una de las imágenes sobre la
mesa y, de inmediato, una oleada de
odio se retorció dentro de mí. Benicio
caminaba con tranquilidad por un paseo,
con las montañas nevadas en un punto a
lo lejos—. Pero a raíz de estas
fotografías empecé a maquinar la
manera de cortar la vigilancia
automática de la prisión, para que
cualquier artefacto quedara nulo. —
Señaló la imagen con el dedo—. Se dejó
ver unos cuantos días en Denver hace
once meses. Desconozco el motivo de su
visita.
Mi mandíbula se puso rígida y de
mis poros emanó pura rabia.
—Nunca ha tenido negocios allí —
dije con un gruñido.
—Creo que jamás conocimos todos
los negocios que maneja este hijo de la
gran puta. Pero sea lo que sea que tuvo
que organizar en Denver lo hizo en
menos de tres días.
Comprimí las mejillas. Las ansias de
vengar la muerte de John me escocían la
piel.
—¿La policía sabe esto?
—Si lo saben, se han limitado a
observar. Ya sabes que tiene a muchos
en nómina.
—¿Qué asuntos pueden haberle
llevado a Denver?
—No lo sé, pero no es lo que
piensas. Clarence Chauncey Smaldone
murió hace aproximadamente tres años.
Y dudo mucho que Benicio haya tenido
tratos con esa familia. El Cártel no lo
hubiera permitido. Además, nadie se
atreve a financiar los casinos en el área
de Colorado. —A continuación, expuso
otra imagen mejor enfocada que la
anterior, aunque la mirada de Benicio
quedaba protegida por unas gafas
oscuras—. Esta fue capturada hace ocho
meses en el barrio francés en Nueva
Orleans. Al día siguiente ya se había
pirado de la zona. —Repasé el contorno
de la tercera con las yemas de mis dedos
—. Esta es de hace unos cinco meses,
cerca de Boston.
Enrabietado, le di un manotazo a la
fotografía.
Aquello no me gustaba.
—¿A qué cojones está jugando?
—No lo sé, pero lleva años
toreándonos a todos.
Eché un vistazo a la siguiente
imagen.
Benicio lucía una cínica sonrisa
mientras bebía un café en la terraza de
un bar.
—¿De cuándo es esta otra?
Morgan trazó una mueca en sus
labios.
—De hace una semana —realizó una
breve pausa antes de añadir con la voz
un poco más ronca de lo normal—: En
Sacramento. Estoy convencido de que
sabía que le estaban fotografiando. ¿Por
qué los federales no van tras él? Ni
idea. Pero lo que tiene tramado contra ti
es mucho más macabro de lo que
podemos imaginar. Y, por desgracia, él
juega con ventaja y utilizará la artillería
pesada para provocarte y hacerte perder
el control hasta tenerte acorralado en su
trampa.
Ignoré su advertencia, aunque tenía
razón.
—Nunca he mencionado tu nombre a
la pasma —afirmé con los músculos
endurecidos—. Morgan, dime que no
has sido un irresponsable y te has
mantenido al margen respecto a todo
esto. Dime que Benicio no sabe que
sigues por ahí ayudándome.
Sonrió con poca energía.
—No creo que se haya tomado la
molestia de averiguar mi paradero. —
Elevó su dedo índice—. Me he
guardado lo mejor para el final. —Lanzó
una última fotografía a la mesa—. No
han transcurrido ni setenta y dos horas
desde que se tomó esta imagen en
Austin.
Agarré la fotografía y un gesto de
asombro torció mi ceño.
—¿Un hospital psiquiátrico?
—Lucero Velázquez —dijo
refiriéndose a la esposa de Benicio—.
La tiparraca enloqueció al enterarse de
que su hijo había muerto. Intentó
suicidarse cortándose las venas, pero
lograron salvarle la vida y la internaron
en el centro. En aquel entonces Benicio
ya había desaparecido, pero, de algún
modo, se encargó de gestionar el ingreso
de Lucero en el hospital y costear los
pagos anuales. Es la primera vez que
visita a su mujer.
—Eso es exponerse demasiado.
—Quizás Lucero sepa algo que
nosotros desconocemos. Puede ser algo
contra Benicio, contra ti o contra todos.
—Arrugó la frente—. Esa mujer siempre
ha sido una bruja. Tal vez no se
involucrase en los negocios de su
marido, o eso fue lo que nos hizo creer a
todos, pero no es ninguna santurrona. A
lo mejor Benicio acudió al hospital a
amenazarla. O para asegurarse de que no
le haya delatado en un arrebato de
locura.
—Si hubiera hecho esto último,
ahora mismo estaría muerta. Además, no
hay forma de que yo dé con lo que
esconde si está encerrada en un centro
psiquiátrico —gruñí antes de agregar en
tono apático—: Si es que realmente
esconde algo, que no es seguro.
—Sí hay una manera, pero es
arriesgada. —Tiró en mi dirección un
segundo pitillo junto al zippo, tras
encenderse uno para sí mismo—. No fue
sencillo que algunos capullos aceptaran
trabajar para mí, pero debo admitir que
las cosas se simplificaron bastante
cuando la Junta de Tratamiento de
Nueva Folsom aceptó que se realizara
un estudio sobre no sé qué pollas
criminales. —Me eché a reír ante la
breve descripción—. Te juro que se me
quedó cara de gilipollas cuando me
contaron que te habías ofrecido
voluntario para colaborar con una tal
Linda Evans.
«Linda», repetí en mi mente y sonreí
para mis adentros. El nombre le venía
como anillo al dedo.
—Todo un deleite para la vista —
dije con ironía y expulsé una nube de
humo por la boca.
Morgan lanzó una carcajada.
—Seguro que te comportaste como
un cretino con ella. No me asombra,
pero prefiero que no me cuentes nada.
Ya me hago una idea.
—No te pierdes mucho. —Di otra
profunda calada mientras recordaba a la
doctora y su fría belleza, que me ponía
duro como una piedra—. Es tan
antipática que no merece la pena hablar
de ella.
—Lo que tú digas. —Negó con la
cabeza—. Como iba diciendo, me
encargué de vigilar a la psicóloga y a su
mejor amiga con la que comparte piso.
—No me sorprendieron sus palabras.
Parte de nuestro trabajo consistía en
acechar a la presa antes de intervenir—.
En menos de dos semanas conocía sus
horarios de trabajo, sus locales
favoritos, el supermercado donde suelen
hacer la compra semanal, sus idas y
venidas con hombres… —calló mientras
una sonrisa iluminaba su rostro—. No es
por presumir, pero fue bastante fácil
tenerlas en mi radar. Pero, quizás, por
eso mismo creo que Benicio estaba al
tanto de que Linda Evans acudía a
entrevistarte a la trena; es más, sospecho
que tenía planeado actuar contra ella.
Eso explicaría más o menos su reciente
visita a Sacramento.
Me rasqué la barbilla y reflexioné
sobre lo que acababa de oír.
—A estas alturas, ya debe de saber
que me he escapado.
—Es lo más probable. Pero
centrémonos. Nos hemos desviado del
tema de Lucero. Por lo que he
averiguado, está día y noche vigilada.
Incluso me atrevería a decir que es la
única paciente que ha sido rodeada de
semejante control de seguridad. No la
dejan sola ni un minuto y casi siempre
está bajo los efectos de los calmantes…
salvo cuando la visita esta vieja. —
Como si estuviera jugando su mejor
baza, apagó el pitillo y me entregó la
fotografía de una mujer menuda, que
rozaba los sesenta años, saliendo del
centro psiquiátrico—. Miranda Blair va
al hospital una vez a la semana. No
tengo muy bien entendido qué se supone
que hace con Lucero durante esas
visitas, pero es el único momento en el
que le permiten estar alejada de los
médicos y de las cámaras de seguridad.
Observé el semblante altanero de
aquella mujer.
—No querrá ayudarme. Mírala. Y
esto es una puta locura. ¿Qué quieres
que haga? No puedo colarme en un
hospital que puede que esté tan
custodiado como la trena.
—Pero puede entrar alguien
sustituyéndola.
Solté una risotada floja.
—¿Qué cojones…?
—Espera, se me olvidaba algo —me
cortó y se puso de pie. Yo hice lo propio
mientras veía cómo se desplazaba hasta
un armario; asió una bolsa deportiva y
regresó—. En la cochera hay un
Chevrolet Captiva 4x4, negro, de
segunda mano y los vidrios ahumados,
para que vayas a la cabaña del viejo
Joe.
—¿Está intacto? —No me refería al
decrépito de Joe que, sin duda alguna,
estaría más tieso que una roca.
—Claro —aseguró guiñándome un
ojo; y abrió la bolsa negra. Dentro,
había una pistola con el número de serie
borrado, un pasaporte americano,
munición a montones y un kit digno de un
psicópata profesional, con toda clase de
herramientas de gran utilidad. Mientras
Morgan recogía las fotografías, empuñé
el arma y vi que estaba cargada—. En el
dorso tienes los datos que necesitas para
encontrar a Miranda. No te dejes
manipular por ella. Intentará darte la
puñalada trapera si puede.
—¿Por qué te empeñas en que viaje
a Austin?
—Porque poseo tu comodín para que
puedas averiguar qué oculta Lucero. —
Morgan parecía muy seguro de que la
esposa de Benicio custodiaba un
secreto. Pero yo no lo estaba tanto—. Yo
no puedo ir contigo, ya comprenderás
por qué. —Sin esperar respuesta,
caminó hacia unas escaleritas que
conducían al sótano. Lo seguí con el
ceño fruncido mientras él alcanzaba una
llave y manipulaba la ranura—. Evita
las autopistas, no te hospedes cerca de
las grandes ciudades e intenta matar lo
menos posible. Y no te preocupes por el
coche robado. Yo me ocuparé de esa
chatarra.
—Mataré sólo si es necesario.
Me miró por encima del hombro
antes de empujar la puerta con el pie,
con suavidad.
—Es tu turno de elegir.
Una expresión traviesa adornó sus
labios.
Nos adentramos en la oscuridad.
El sótano apenas había cambiado.
Era espacioso, cálido en verano y
jodidamente frío en invierno, con una
ventana redonda como única fuente de
luz, pues por lo visto la bombilla aún no
había sido reemplazada por una que
funcionase. Varias cajas hacían bulto en
las esquinas; la mayoría de ellas estaban
vacías y rotas por los salientes. La
penumbra cubría gran parte de la
habitación, pero aun así logré visualizar
las siluetas de dos mujeres que habían
sido atadas desde los tobillos hasta las
muñecas, sentadas sobre un colchón
descompuesto, con un trozo de cinta
americana silenciándoles los labios y
las ropas envueltas en polvo, sudor y
serrín.
Mi corazón palpitó descontrolado y
me acerqué a ellas, aunque solo tenía
ojos para una.
—Te presento a Angela Nichols;
experta en psicología infantil —comentó
Morgan a mi izquierda, aunque yo seguía
concentrado en la morena que me
fulminaba con la mirada—. Por otro
lado, tenemos a la psicóloga forense
Linda Evans, pero a ella ya la conoces
de sobra. —Un gruñido de frustración
emergió de la garganta de Linda. No
pude evitar sonreír al notarla tan
humana, tan real—. Ilumíname, Zack,
¿con quién te quedas?
No hacía falta que respondiera. En
las últimas horas había creído que jamás
volvería a ver a la doctora y, sin
embargo, en ese instante, la tenía frente
a mí, a mi disposición.
Fascinado, contemplé su larga y
enmarañada melena oscura, sus mejillas
rojas de ira contenida, el rímel negro
que se acumulaba por encima de sus
párpados y sus hermosos e intensos iris
con pepitas azules, que transmitían un
odio tan inmenso que se me antojó
enfermizamente excitante. Maldita sea.
Saber que toda ella estaría bajo mi
poder hizo que agrandara la sonrisa y
por la manera en que Linda apretó los
ojos, entendí que esa misma idea
también se le cruzó por la cabeza.
Me agaché hasta que quedamos
frente a frente.
—Nos volvemos a ver las caras,
doctora —dije a la vez que le golpeaba
con un dedo el mentón, para que abriera
los párpados. Me estudió con sus
pupilas llenas de miedo y rencor—. Si
me lo permites, te voy a tutear. Creo que
ya hay suficiente confianza entre
nosotros. Como puedes advertir, han
cambiado las tornas de la partida, así
que por más que te pese y no lo quieras,
yo dictaré las normas ahora. —Me
acerqué un poco más a ella. Sentí la
cinta americana contra mi boca, pero me
incliné hacia delante y pegué mis labios
a su oído. Linda se estremeció—. No
podrás escapar de mí, así que no me
desafíes. Porque por más que corras, te
alcanzaré. Por más que te escondas, te
encontraré. —Me aparté y la miré a los
ojos para que pudiera percibir la verdad
en mí—. ¿He sido lo suficientemente
claro?
Gruñó de nuevo como una fiera.
Le sonreí y le retiré un mechón de
pelo de la cara a lo que ella respondió
alejando el rostro como si la efímera
caricia le hubiera herido la piel. No le
di importancia.
Linda podía rechistar todo lo que
quisiera. Me traía por culo si lo hacía,
porque aunque le jodiera en el alma y
sabía muy bien que lo hacía, ahora ella
estaba a mi merced.
8
Linda
Domingo, 30 de agosto de 2009
Sótano de La Cueva.
Mi estado de atolondramiento se disipó
cuando oí unas pisadas en el piso
superior, que hicieron vibrar las tablas
de madera situadas encima de mi
cabeza. Aturdida, entorné los párpados;
y cuando mi visión se ajustó a la
oscuridad, un estremecimiento apalió mi
cuerpo dolorido al recordar el encuentro
que me había conmocionado hacía pocas
horas, con él como protagonista.
Con la ansiedad por las nubes, giré
mi rostro hacia la derecha. Angy seguía
dormida con el cuello inclinado hacia un
ángulo incierto, en una postura
rocambolesca. Se notaba cansada,
ojerosa y exhausta, y me pregunté cuánto
más tendríamos que permanecer aisladas
contra nuestra voluntad, que poco valor
tenía en ese momento.
Cerré los ojos y reprimí un suspiro.
No podía creer que estuviésemos allí.
Cuando salí de la prisión, Morgan me
estaba esperando con el trasero apoyado
en el morro de mi coche. Sin
pronunciarse me obligó a deslizarme al
volante y él se acomodó en el asiento
del copiloto. Fue entonces cuando me
ordenó que condujera a Sacramento,
pero nunca llegamos a la ciudad. Tras
estar varios minutos en la carretera, me
dijo que me detuviera en el arcén y que
me bajase para intercambiar nuestras
posiciones. Me encontraba esquivando
la carrocería cuando, de repente, se me
nubló la vista y todo se tornó negro y
confuso.
A partir de ahí no recordaba nada
más. Recuperé la conciencia no sabía
cuándo, en una habitación oscura y un
dolor punzante en la nuca como
consecuencia del puñetazo que me había
dado ese infeliz, maniatada y
amordazada, con Angy a mi lado.
Quizás debería haber sido más lista;
no haber confiado en la palabra de un
tipo rastrero como Morgan; o haber
pedido ayuda a la policía. Pero ¿qué
hubiera ocurrido entonces con Angy?
Por lo menos ahora estaba junto a mí,
con vida, sana y salva.
Con los párpados aún cerrados, traté
de tranquilizarme pero no lo conseguí.
Oír sus pisadas cada vez más cerca me
estaba enloqueciendo. A pesar de las
duras condiciones a las que estaba
siendo sometida, prefería estar con el
desequilibrado de Morgan a con él;
aunque eso significara aceptar que nos
alimentaran por turnos, o hacer nuestras
necesidades más básicas en un cubo
metálico, sin intimidad.
De manera automática, mi corazón
apremió sus latidos. Notaba su
presencia al otro lado de la puerta; su
respiración calmada silenciando la mía,
que cada segundo se volvía más
irregular a la vez que imaginaba sus iris
de ese color misterioso que en breve
buscarían los míos.
Se oyó un crujido. Me quedé con la
mirada perdida hasta que la puerta se
abrió con un empellón y un atisbo de luz
se expandió en el sótano, apuñalando a
la penumbra. Esbocé una mueca cuando
de repente le vi en el umbral,
impactándome con una sonrisa sincera y
perversamente resplandeciente. Me
observó en silencio unos segundos hasta
que caminó hacia mí de ese modo
resuelto al que me tenía acostumbrada
mientras yo me esforzaba por mantener
el tipo y evitaba pensar en la pregunta
que le había formulado Morgan hacía
escasas horas.
Se acuclilló frente a mí y me miró
con atención.
—Apestas —dijo Zack tras inspirar
hondo, logrando que le odiara aún más.
Tenía razón. Por lo visto, él se había
aseado durante la noche, mientras yo
dormía como un tronco, pues se veía
mucho más presentable y presumía de
prendas pulcras que resaltaban su
virilidad; aunque tenía un pequeño
rasguño en el pómulo izquierdo. Vestía
una camiseta negra y encima de ella, una
camisa azul de cuadros blancos, de
franela, y unos vaqueros oscuros y unas
botas negras impermeables.
La soberbia con la que me miraba
hizo que me dieran ganas de gritar y
aunque empecé a chillar a causa de la
impotencia que traspasó cada músculo
de mi débil anatomía, aquel sonido mutó
a un quejido gutural cuando tiró de la
cinta que tapaba mi boca.
De cuajo.
—¡Estás loco! —bramé a la vez que
movía la mandíbula por el escozor que
sentía en la piel—. ¡Tú y tu amigo iréis
a la cárcel por esto!
Se rio en mi cara.
—Acabo de escapar de ahí y aunque
me metieran de nuevo, encontraría la
manera de huir otra vez. —Con un
movimiento veloz apretó mis mejillas
entre sus dedos y masculló en voz baja
—: Si quieres que tu amiguita siga
respirando te aconsejo que no me toques
los cojones. Y si me los tocas, hazlo con
cariño y como es debido.
Retiré mi cara con un gesto brusco,
pero enseguida me volteé hacia Angy al
darme cuenta de que el escándalo que
estábamos montando debería haberla
despertado o, por lo menos, haberle
sacado una reacción.
—¿Angy? —No se movió. Seguía
inconsciente. Y yo me puse de los
nervios—. ¡Angy! —grité meneándome
en el sitio—. ¡Despierta!
—Está viva —me informó él al
verme tan desesperada.
—¿Qué le habéis hecho?
—Morgan molió un par de
somníferos y los mezcló en su comida.
Para cuando despierte, tú y yo ya no
estaremos aquí. —Un escalofrío se
apoderó de mi cuerpo—. No volverás a
verla nunca más, a menos que hagas lo
que yo te ordene.
—No pienso ir a ningún lado contigo
—me opuse—. ¡Vete al infierno!
Ante mi bravuconería, se echó a reír
a la vez que se ponía de pie y sacaba un
revólver de alguna parte de su pantalón,
como si estuviera haciendo un truco de
magia.
Ahogué un grito en mi garganta.
—¿La mato? —preguntó apuntando
hacia Angy, pero no esperó respuesta. El
angustioso sonido del arma siendo
desmartillada me horrorizó—. ¿Quieres
ser la causante de su muerte?
—No la lastimes… —rogué con un
nudo en la voz, pero él continuó
encañonando a mi mejor amiga. La
mataría sin dudarlo. No podía
arriesgarme, por mucha inquina que le
tuviera—. ¡Por favor! ¡Déjala!
Sonrió al oír aquello de mis labios.
—Eso está mejor. —Se guardó la
pistola—. A partir de ahora te dirigirás
a mí con educación y no con esa
insolencia que me saca de quicio. Harás
lo que te diga y cuando te invadan esos
arrebatos de orgullo propio, te sugiero
que evoques la imagen de tu amiga, con
una pistola amenazándola, pero con
Morgan sosteniendo el arma. Y te lo
advierto, preciosa, si yo soy un hijo de
puta, él no se queda muy atrás.
Descendí la mirada hacia mis pies
hinchados.
—No le hará daño, ¿verdad?
—Depende de ti.
—¿Qué tengo que hacer?
—Lo sabrás más adelante. Despídete
como quieras de ella. Pronto nos
marcharemos.
—¿Cuándo la volveré a ver? —Su
silencio hizo que lo mirara a los ojos y,
para mi humillación, volví a suplicarle
—: Dímelo, por favor.
Él estudió mi expresión durante unos
segundos, pero en vez de darme una
respuesta que aliviara la desazón que me
estaba matando por dentro, como si
tuviera una soga al cuello, caminó hacia
la salida y se marchó. Quise chillarle
que regresara y me diera una
contestación, pero no lo hice. En
cambio, ignoré las ataduras, me encogí y
miré a Angy mientras sentía un miedo
muy parecido al que había
experimentado años atrás. Miedo a
perder a mis seres queridos. Miedo a
quedarme sola en el mundo. Otra vez.
Una fuerte constricción me arrancó
un gemido de pena, pero me obligué a no
llorar. No quería actuar como aquella
cría que tras perderlo todo se había
aislado del universo. No quería
enfrentar la realidad con debilidad. No
permitiría que aquello me superara y
que todo lo que había conseguido
desapareciera por culpa de otro hombre
tan ruin como el asesino de mis padres.
«Nunca más», me prometí a la vez que
estiraba las piernas. No afrontaría los
problemas con cobardía, sino con valor
y decisión. Lo haría por Angy porque
ella era una parte fundamental de mí
misma. Y también lo haría por mí; por
todo lo que me habían arrebatado y
pretendían arrebatarme de nuevo.
El eco de unas voces me produjo una
descarga de pánico. Se me secó la boca
y los sentidos se me aguaron cuando la
puerta se abrió de nuevo con la misma
brusquedad que antes, y Zack apareció
con Morgan pisándole los talones. Esta
vez no se anduvo con miramientos.
Empezó a cortar mis ataduras con una
navaja mientras yo me fijaba en su
amigo, que se había detenido a pocos
pasos de nosotros y examinaba a Angy
de un modo que no me gustó ni un
poquito.
—Si le pones un dedo encima, haré
que te arrepientas —gruñí como una
salvaje.
Morgan me miró con frialdad y se
encogió de hombros.
—¿Tan pronto has olvidado lo que te
dije? —me preguntó Zack y levantó mi
mentón con la hoja de la navaja. Apreté
la mandíbula y los labios hasta casi
formar un mohín altanero.
Él prefirió ignorarme, atrapó mi
brazo y me puso en pie. Sin embargo, no
pude mantener el equilibrio y terminé
cayéndome de rodillas.
—¡Mierda! —mascullé con las
palmas en el suelo—. ¡No, déjame! ¡No
quiero tu ayuda! ¡No me toques! —
Retrocedí cuando sus dedos rozaron mi
piel y el breve contacto me provocó un
sofoco en la parte baja del vientre. Fue
angustiante sentir aquello.
—¡Te aguantas, joder! —Rodeó mi
brazo, me alzó e hizo caso omiso a mis
protestas—. No tengo tiempo para tus
pataletas.
Echó a andar otra vez, pero volví a
caerme por culpa de los tacones.
—¡Eres un bruto, maldita seas! —me
quejé sintiéndome ninguneada. Tenía la
blusa pegada a la espalda, olía a perro
muerto y la falda me apretujaba por
todas partes como consecuencia de
haber estado dos días sentada sobre un
colchón desvencijado, pero Zack
parecía no entender mi incomodidad.
—Camina —ordenó arrastrándome
sin consideraciones.
Estábamos a punto de traspasar el
umbral cuando observé por encima del
hombro a Angy.
—Déjame despedirme de ella, por
favor.
—Tuviste tiempo suficiente para
decirle «adiós» —dijo, pero yo
permanecí inflexible. Exhaló un suspiro,
que me dejó claro que estaba harto de
mí—. Avanza por tu propio pie o te
cargaré yo mismo. Tú decides.
Se me heló la sangre.
Negué con la cabeza, acongojada.
—No he podido hablar ni cinco
minutos con ella. Ni siquiera he podido
darle un abrazo. ¿Es que acaso no tienes
corazón?
Alzó una ceja y siguió mirándome
inescrutable, con las yemas de sus dedos
sobre mi piel erizada por su cercanía,
pero entonces tironeó de mí y salimos
del sótano, diciéndome con hechos que
era un monstruo y que no tenía corazón.
En el pasillo de la primera planta,
me metió en un baño de invitados y me
limpió la cara con una toalla que ya
había mojado para mí. Una vez que tuve
el rostro limpio y no parecía un payaso,
nos desplazamos hasta la sala de estar.
Encima del sillón atisbé mi maletín
abierto. Mi billetera yacía sobre un
cojín, la barra de cacao para los labios
estaba a medio hundir en la alfombra y
la libreta que había usado para las
anotaciones durante las entrevistas,
había sido arrojada sobre la mesita de
centro.
Zack, como si hubiera tenido el
mismo pensamiento, se acercó
demasiado a mí y, con burla, dijo:
—No eres tan interesante para que
me haya molestado en leer lo que has
escrito sobre mí. Me da igual lo que
pienses. —Se adueñó de algo con la
mano derecha y, acto seguido, alzó un
pañuelo delante de mis narices—. Date
la vuelta.
Fruncí el ceño.
—Ya os he visto la cara.
—No es eso lo que me preocupa.
Date la vuelta. Es la última vez que te lo
repito.
No quería averiguar qué sucedería si
le desobedeciera, así que hice lo que me
pidió.
—Quiero llevarme el maletín —dije
mientras mi visión quedaba reducida a
nada.
—Tu móvil está en la basura, hecho
trizas. —Se cercioró de que el nudo
estuviera bien atado—. Te lo dije ayer,
no puedes librarte de mí. No hasta que
yo te lo permita.
Estuve en silencio tras su
declaración, que cada vez sonaba más
espeluznante en mi mente. Él también
persistió callado, detrás de mi espalda,
sin tocarme con sus pectorales. De
repente, se me precipitó la respiración
al notar su aliento en mi nuca, que me
produjo un intenso hormigueo por toda
la piel. Me estremecí y cerré los ojos,
aunque no podía ver nada, cuando el
calor de su cuerpo empezó a calentar el
mío como una manta térmica, aunque me
eché a temblar como si una llovizna de
aire glacial me hubiera envuelto en un
abrazo.
—No cometas ninguna locura —
susurró en mi oído. Él también se había
percatado de lo que fuera que se
estuviese dando entre nosotros. Una
marea de nervios aleteó en mi estómago
y suspiré al no entender qué sentía en mi
interior—. O ya sabes quién sufrirá las
consecuencias.
—No lo he olvidado. —Me tembló
la voz—. Tú te dedicas a recordármelo
todo el tiempo.
Creí que replicaría con alguna
expresión salida de tono, pero me
abandonó allí mismo y se fue hacia otro
lugar. A los pocos segundos, regresó y
me condujo hacia el exterior. El aroma
de la naturaleza, bañada por el rocío, se
sintió enriquecedor como un relajante
baño de espumas. Intuía que debía de
ser muy temprano por la mañana. A
tientas Zack me sentó en el asiento de un
vehículo, me abrochó el cinturón y
capturó mi muñeca derecha con unas
esposas.
—Así no te me escapas —comentó
con socarronería—. No te quites la
venda.
Cerró la puerta.
El olor a tabaco serpenteó en mi
nariz. Era obvio que no me encontraba
en mi coche. No tenía idea de qué
habrían hecho con él, pero dudaba
mucho que lo supiera pronto. Di un
respingo cuando la presencia de Zack se
proyectó a mi izquierda. Le escuché
bloquear las puertas y empezó a avanzar
por el abrupto camino.
—¿Por qué Morgan no viene con
nosotros? —pregunté tras varios minutos
de mordaz silencio.
—¿No es evidente?
—Angy no dirá nada a nadie.
Soltó una carcajada amarga.
Casi pude ver su sonrisa en mi
cabeza.
—Todos dicen lo mismo. Ya me
conozco esa táctica. Llevo mucho
tiempo en esto, así que no intentes
engañarme.
Exhalé un suspiro casi inaudible.
—¿Morgan es un asesino a sueldo
también?
—No.
—Pero pertenece a tu mundo.
—No se dedica a matar. —El humo
de un cigarrillo empezó a circular entre
nosotros—. Cuando una persona no está
al día en los pagos, se le suele dar una
advertencia; dos como máximo.
—¿Advertencias?
—Sí. —Esperó un momento antes de
continuar—. Morgan se encargaba de
hacerles saber a los morosos que, si no
pagaban las deudas que acumulaban, les
ocurrirían cosas desagradables.
—¿Quieres decir que les
amenazaba?
Se rio con suavidad.
—Las amenazas no sirven con gente
de esa calaña.
—¿Entonces…?
—Les daba palizas. Morgan iba a
sus casas y les decía, a base de hostias,
que debían pagar. —Le sentí exhalar por
la boca. El humo casi me asfixió—.
Funcionaba…, a veces. Pero no todos se
tomaban en serio las advertencias.
Me pasé la lengua por los labios
resecos.
—¿Qué sucedía tras la segunda
advertencia?
El silencio que se prolongó entre
nosotros durante extensos segundos me
aceleró el corazón.
—Ahí es cuando yo entraba en
escena.
Temblé de pies a cabeza.
—¿Me harás daño?
—Solo si tengo que hacerlo. —Por
el tono que empleó, supe que no era una
trola.
—¿Por qué? —No concreté la
pregunta. Y, por lo visto, tampoco hizo
falta.
—Porque te necesito —dijo sin
titubeos.
Algo dentro de mí ardió inflándose
como una ampolla al oír esas palabras
tan repletas de un significado recóndito
y poderoso.
—¿Y por qué Angy?
—Porque tú la necesitas a ella —y
antes de que pudiera añadir algo más,
me informó—: Ya puedes quitarte la
venda.
Liberé mis ojos del pañuelo y aleteé
las pestañas. No podía hacerme una idea
de cuántos minutos u horas habíamos
estado en la carretera, pero me asombró
que el paisaje fuese montañoso y
desolado, con pinos altos a cada lado
del arcén.
—¿Cuándo me dirás adónde vamos?
—Cuando lleguemos.
Sin saber qué más podría decirle, me
encerré en mis pensamientos. Él
continuó con la vista concentrada en la
vía hasta que mi estómago rugió
haciendo ruiditos extraños.
—Coge el maletín del asiento trasero
—me dijo con tanta brusquedad que me
asusté—. Pararemos a comer.
Viré la cabeza hacia atrás. Mi
maletín estaba ahí, pero no había rastro
de mis posesiones. Con el ceño
fruncido, mis ojos regresaron a su perfil,
pero él no se inmutó ante mi escrutinio.
En aquel instante en que me dediqué a
observar sus facciones varoniles y
bellamente pulidas, se me ocurrió que
podría hacerle dar un volantazo e
intentar escapar. Pero deseché enseguida
ese plan tan absurdo. Estaba esposada,
lo más probable es que él ya tuviera en
mente que yo haría una cosa de tal
dimensión y, además, podríamos perder
la vida.
Resignada, me estiré hasta enganchar
con un dedo la correa del maletín y me
topé con un par de sándwiches envueltos
en servilletas naranjas y dos botellines
de agua. Estacionó en un área de
descanso, se quitó el cinturón y esperó a
que le diera su sándwich. Cuando lo
hice, le propinó un suculento mordisco.
—Come.
No deseaba discutir con él y en
realidad estaba famélica, así que
mastiqué con calma y saboreé cada
bocado. La comida nos duró escasos
minutos. Zack agarró su botella y se
bebió más de la mitad mientras yo
situaba el maletín sobre la alfombrilla.
—Toma. —Lo miré con extrañeza
cuando me ofreció mi botellín sin la
tapa, en un claro acto de amabilidad—.
Bebe.
Me mordí la lengua para evitar decir
«gracias», pues Zack no merecía mi
simpatía y casi que tampoco mi
educación. Pero a él le dio lo mismo mi
silencio. Se encendió otro cigarrillo,
aumentó el volumen de la radio y
aceleró otra vez. Mientras conducía, le
lancé fugaces miradas por el rabillo del
ojo hasta que me sentí extenuada y
descansé mi cabeza contra la ventanilla.
Poco a poco el monótono panorama fue
tranquilizándome con los mismos
efectos de una tila caliente y aunque
luché por combatir la llamada del sueño,
se me cerraron los párpados y me quedé
traspuesta.
Desperté varias horas más tarde.
Parpadeando, visualicé una casita
vieja a pocos metros de distancia
mientras que Zack se disponía a salir del
vehículo. A paso austero cruzó el trecho
hasta la entrada al tiempo que yo
analizaba el funesto paisaje, aunque no
había mucho que observar. Lo único
reseñable era la mustia construcción de
aquella cabaña y los árboles de troncos
oscuros y misteriosos repartidos por
todo el terreno.
Volví a mirar a mi secuestrador,
quien derribó de una patada la puerta
principal y, entonces, se dio la vuelta,
como a cámara lenta. El vello se me
puso de punta cuando nuestras miradas
parecieron impactar en todo su
esplendor. Nos analizamos. Nos
medimos. Nos estudiamos. Hubo una
espesa quietud. Zack entornó sus ojos,
que resplandecían negros e
intimidatorios en el horizonte, como si
quisiera verme a través del cristal
opaco, mientras mis pupilas ansiaban
profundizar en las suyas, hasta que de un
segundo a otro, como si alguien hubiera
pisoteado nuestro momento, el repentino
hechizo que nos había embrujado se
fundió con nuestros silenciosos deseos.
Zack emprendió sus pisadas en mi
dirección, abrió la portezuela del
pasajero y me quitó las esposas.
—¿Dónde estamos? —pregunté a la
vez que me cogía por el codo, con
firmeza.
—Lejos.
Caminamos en silencio hasta la
entrada. El terreno estaba tapizado con
un denso disfraz de hojas amarillentas,
como si nadie hubiera barrido el camino
durante años. La estampa color cobrizo,
levemente verdoso, transmitía una
desolación innegable que, junto al
pausado canto del viento y el aullido de
las hojas bajo nuestros zapatos, me
amargó aún más la existencia. Nos
paramos en el umbral.
La oscuridad en el interior de la casa
era escalofriante.
—No quiero entrar ahí.
—No hay nadie dentro. Bueno… —
dudó—, está Joe, pero él es inofensivo.
—¿Quién es Joe?
—No querrás conocerle. —Colocó
una mano sobre mi espalda y me empujó
con poca delicadeza—. Entra. No hagas
que te cargue sobre mi hombro.
A pesar del aviso, no tenía ninguna
intención de hacerle caso. Él lo supo y
tomó medidas al respecto. Solté un
chillido cuando capturó mis manos entre
las suyas, me encerró entre sus brazos y
me arrastró dentro de la casa, sin
miramientos.
Me removí como una culebrilla hasta
zafarme de él, respirando con prisa.
Zack me lanzó una mirada a modo de
advertencia, pero me dejó ir a mi bola.
Yo estaba tan cabreada con sus brutas
formas, y con las circunstancias en
general, que preferí echar un vistazo a la
vivienda. Todo estaba oscuro. En el
suelo había varios trozos de madera
carcomida y basura de hacía años, lo
que hacía dificultosa la tarea de
moverse entre tanta porquería. Las
ventanas estaban sucias y tapadas con
infinitas telarañas, y olía a una apestosa
combinación a polvo, moho y humedad.
¿Quién podría vivir en esas
condiciones?, me pregunté hasta que el
tacón de mi zapato se quedó enganchado
en una pequeña fisura.
—No fastidies… —farfullé entre
bufidos, pero Zack no se hizo problema
por mi percance. Tiró de mi brazo hasta
casi dislocármelo y me guio hacia unas
escaleras próximas a la cocina.
—Por aquí.
Otro sótano.
Estaba harta de estar en esos lugares
que me ponían de los nervios, pero
tampoco quería tener sus electrizantes
dedos sobre mi piel, así que avancé más
rápido para imponer distancia entre los
dos. Alcanzamos una puerta cerrada.
Casi morí del susto cuando Zack me
arrinconó contra una pared, con sus
manos en mi estómago, y me apretó
contra el muro. Creí que abusaría de mí.
O que me mataría allí mismo. Pero mis
temores se dispersaron en el instante en
que me di cuenta de que solo estaba
haciéndose hueco para impulsarse sobre
la madera.
Destruyó esa puerta también. Cogió
el zippo de su bolsillo, lo encendió y la
llama iluminó la habitación de
dimensiones angostas. Sobre un mueble,
había un par de velas con un envase de
metal como soporte que no tardaron en
cobrar vida, coloreando de penumbra un
congelador horizontal apartado al fondo
del sótano.
Fruncí el ceño cuando le vi caminar
hacia allí, y agarró la tapa con las dos
manos.
—No hay electricidad —murmuré
deteniendo sus intenciones.
Zack, mirándome, sonrió sin alzar
del todo las comisuras de sus labios.
—Quizás quieras darte la vuelta.
—Ni loca.
Se encogió de hombros.
—Luego no digas que no te lo
advertí. —Y sin más protocolo, destapó
el congelador y arrojó el liviano, pero
descabellado, contenido al suelo
roñoso.
Me tapé la boca cuando un esqueleto
vestido de pies a cabeza se introdujo en
mis retinas.
—Te presento a Joe —dijo
hurgueteando en la chaqueta del pobre
hombre hasta hallar un humilde fajo de
billetes.
Me enervó la sangre que le robara a
un muerto.
—¿También lo mataste? —pregunté
mientras él ponía el esqueleto en su
sitio.
Se frotó las manos sucias de polvo.
—¿Aún te sorprende lo que haya
hecho? —Había cierto matiz de ironía
en la cuestión, pero también curiosidad.
—Creo que tienes la manía de
pensar que todos somos iguales que tú.
Dejó escapar una risita a la vez que
caminaba hacia mí, con calma, y me
estudiaba con minuciosidad, mientras yo
retrocedía sin darme cuenta. Mis nervios
se multiplicaron por mil cuando mi
espalda chocó contra la pared que había
detrás de mi figura, y él disminuyó sus
pisadas, con su pecho a punto de rozar
el mío.
Una dolorosa tensión en mi tórax
casi me hizo suspirar.
—Y tú no te pareces a mí, ¿cierto?
—Dio otro paso hacia delante. Nuestros
cuerpos se tocaron orquestando una
insólita conexión. Me invadió el deseo
de retroceder con la potencia de una
tempestad, pero no me fue factible. Él
me tenía a su merced, tal como había
asegurado horas antes—. Para tu
desilusión, Joe murió a causa de su
obesidad mórbida, aunque ahora mismo
no lo parezca. Su asquerosa dieta
consistía en comida saturada en grasas.
La palmó solo en esta cabaña. —Se
apretó un poco más contra mí y me
enjauló con sus palmas apoyadas a cada
ángulo de mi cabeza. Sentía cada uno de
sus duros músculos en contacto con mi
cuerpo, intimidándome, calentándome la
sangre—. El viejo solía lloriquear que
no quería ser enterrado bajo tierra,
porque es sucia, oscura y miles de
animales mean sobre ella. Un
refrigerador fue lo más pulcro que
encontré para él.
—Ese acto de «generosidad» no
cambia quien eres.
Me miró bajo sus pestañas y, con
mucha lentitud, aproximó su rostro hacia
mis labios. Con el pulso inquieto eché la
cabeza hacia atrás, buscando aire y
espacio.
—Tienes razón. No cambia quien
soy. —Sus labios acariciaron mi
barbilla al hablar. Podía oír la música
que creaban mis propios latidos en mis
tímpanos—. Eres una mujer inteligente.
Sabes que el hecho de que aún respires
no significa que yo sea menos hijo de
perra. No lo olvides. Nunca. Será lo
mejor para ti.
No me dio tiempo a procesar sus
palabras, pues me agarró por el brazo y
me forzó a andar hacia las escaleras.
Sopló las velas por el camino. Subimos
hasta la segunda planta, en dirección a
una habitación tan sucia y maloliente
como el resto de la cabaña. La visión de
una cama de dos plazas entumeció mis
pies.
—No voy a dormir ahí —dije con un
jadeo al ver una enorme cucaracha
deambulando sobre la colcha raída—.
Prefiero dormir en el coche. Tú puedes
quedarte aquí si te apetece.
Zack ignoró mi petición. Envolvió
mi cintura con un brazo, me pegó a su
pecho y caminó hacia la cama, conmigo.
—Acuéstate —ordenó, pero yo me
giré preparada para correr a toda
carrera. No fui tan afortunada. Me
encarceló entre su cuerpo y capturó el
insecto con los dedos. Intenté
esquivarle, en vano. Los bichos me
daban un asco tremendo. Él se rio de mi
reacción, abrió el cajón de la mesita de
noche y encerró la cucaracha ahí—.
Listo. Ahora acuéstate. El trayecto que
tenemos por delante es largo y pesado.
—Como me hice la sorda, suspiró a
través de los dientes y señaló la cama
—. Te doy tres segundos para hacerlo.
No me hagas usar la fuerza contra ti. Es
lo último que me apetece después de
tantas horas en la carretera.
Busqué sus ojos por encima de mi
hombro. Fue entonces cuando tuve la
certeza de que utilizaría lo que hiciera
falta para conseguir su cometido.
Quizás, hasta destriparme como había
confesado en una de las entrevistas.
Tragué saliva y, muy a mi pesar, me
tendí sobre el colchón a la vez que
procuraba no pensar en los bichos que
podrían estar vagando debajo de mi
cuerpo o los que podrían aparecer
mientras estuviera dormida.
Levantó mi muñeca y me inmovilizó
al cabecero con su, al parecer, juguete
favorito: las esposas. Aun así, no
protesté ni hice aspavientos con el
brazo. Cualquier intento sería inútil. En
cambio, procuré no estremecerme como
una boba cuando se recostó detrás de mí
en la posición de la cucharita y me
arrimó a su cuerpo. Su pecho generó una
ardiente fricción contra mi espalda
mientras iba deslizando con parsimonia
una de sus manos por mis costillas hasta
llegar a mi vientre.
Mi pulso aumentó al igual que mi
respiración. Toda yo reaccionaba a él.
Estar a su lado me retorcía las entrañas
y, a la misma vez, me conmovía de una
manera que seducía al delirio. La
calidez de su tacto, áspero y violento
como su corazón, me abrasaba la piel a
través de las prendas. Y fue a peor
cuando me asedió una sensación de
fuego al notarle duro contra mis nalgas.
Estaba excitado.
Muchísimo.
—Así no te me escapas —repitió
aquellas palabras y prosiguió con sus
caricias, cada vez más lentas y
maravillosas.
Embriagándome.
—Detente, por favor… —supliqué
con un hilillo de voz sintiéndome
confusa conmigo misma. Me tensé
dolorosamente. Como no respondió
ubiqué mi mano libre sobre la suya, que
no paraba de trazar diminutos círculos
en mi estómago. Él inspiró hondo y
hundió su nariz en mi pelo, rozando el
lóbulo de mi oreja con su boca caliente
—. ¿Por qué no dejas que me marche?
—Cierra los ojos y duérmete —dijo
ciñéndome más con el brazo derecho,
como si no quisiera dejarme escapar.
Estaba segura de que podía percibir los
fogosos latidos de mi corazón, que
chocaba como un caballo desbocado
contra mi pecho—. Y yo haré como si no
olieras peor que el viejo Joe cuando
estaba vivo.
Y para turbarme un poco más, trenzó
nuestros dedos. Con tirantez. No lo hizo
en plan romántico, sino posesivo. Otro
modo de asegurarse de que no pudiera
huir de él.
Exhalé un suspiro silencioso y
aunque lo único que me apetecía era
arrancarle los ojos con las uñas, cerré
los párpados. «Te odio, Zack Cassidy.
Te detesto con toda mi alma», pensé
durante toda la noche mientras deliraba
con la idea de escabullirme de sus
garras, antes de caer rendida varias
horas más tarde.
9
Linda
Lunes, 31 de agosto de 2009
La cabaña del viejo Joe.
Desorientada en mitad de la penumbra,
abrí los ojos al sentir una mano robusta
sobre mi garganta. Me incorporé con
dificultad, sudando por el miedo de la
pesadilla, a la vez que miraba hacia
todos los ángulos al no notar la calidez
que me había arropado durante gran
parte de la noche. Clavé la vista en un
punto difuminado y ahí estaba Zack…,
con la espalda recostada en la pared, a
pocos pasos de la cama, con un
cigarrillo en la boca. Sus iris
resplandecían en la oscuridad y obtenían
un tono rojizo cada vez que daba una
perezosa calada mientras me observaba
con una intensidad que rayaba lo
descomunal.
—¿Qué soñabas? —preguntó con la
voz algo ronca por el humo, y yo me
angustié sin poder evitarlo—. Te movías
mucho y gemías. Es casi imposible
dormir a tu lado.
Negué con la cabeza y eché un
vistazo a la ventana ubicada al otro
extremo de la habitación.
—No ha amanecido aún —desvié la
conversación hacia otro tema menos
espinoso.
Suspiró ante mi evasiva.
—Es hora de irnos. La madrugada es
más segura. —Tiró el cigarro al suelo y,
tras aplastarlo con la bota, vino hacia mí
y me despojó de las esposas.
—¿Dónde estamos?
—Un poco más allá de Sandy —
afirmó sin dar más explicaciones y me
ayudó a ponerme en pie. No me trató con
mucha brusquedad, pero aun así me
tambaleé y casi volví a caerme de
bruces.
—Espera. Espera un momento… —
Aunque me perturbaba su proximidad,
tuve que apoyarme en sus antebrazos—.
Los tacones me molestan demasiado.
Tengo los pies hinchados y me duelen
los dedos al doblarlos.
Reflexionó un segundo sobre mis
palabras.
—Dame tus zapatos. —Fruncí el
ceño al oír su petición. Cuando no me
moví, me hizo una seña con los dedos—.
Vamos. Dámelos.
Recelosa, se los entregué. Casi me
abalancé sobre él cuando les arrancó los
tacones ante mi perpleja mirada. Con
una sonrisa arrogante, me devolvió el
calzado destrozado.
—¿Cómo te atreves? ¡Eres un…! —
enmudecí cuando puso su dedo índice y
pulgar debajo de mi barbilla y presionó
lo mínimo en señal de advertencia.
—Cuidado con lo que dices.
Póntelos. Ya hemos perdido bastante
tiempo con esta estupidez.
Le enseñé un poquito los dientes y
me puse los zapatos de mala gana.
Salimos del dormitorio y, sin
detenernos, continuamos hasta el coche.
El cielo aún estaba lleno de decenas de
estrellas y la luna nos regaba con su
luminosidad. Apenas me senté, Zack
retuvo mi muñeca con las esposas y se
deslizó al volante.
Durante horas se limitó a conducir y
a fumar, distraído en sus cavilaciones.
Yo, en cambio, luché por hallar el modo
de rescatar a Angy. La única manera
sería tratando de ponerme en contacto
con la policía. Pero no sabía cómo, o si
aquello sería posible, pues Zack
siempre estaba vigilándome con sus ojos
de depredador, que me hacían
estremecer.
Los minutos avanzaron a un ritmo
sobrecogedor. El reloj marcaba las ocho
menos cuarto cuando mi estómago
empezó a protestar con los típicos
ruiditos que lograban que mis mejillas
se ruborizaran de vergüenza. No
habíamos comido más que el sándwich
de la tarde anterior y ya habían pasado
demasiadas horas de aquello.
—A cinco kilómetros hay una
gasolinera —dijo sin mirarme—.
Compraré algo para comer.
Realicé un gesto afirmativo.
Mientras el sol empezaba a
vislumbrarse con toda su majestuosidad
en el norte, nos adentramos en una
estación de servicio, a un lado del
surtidor. No había nadie salvo el
conductor de un monovolumen que
repostaba gasolina. Reposé la nuca en el
reposacabezas al creer que tendría unos
breves instantes de paz, sin amenazas y
sin preocupaciones, pero Zack no se
bajó del coche. Al contrario, se giró en
el asiento y me observó con fijeza; igual
como yo hice con él.
—Los vidrios están tintados —me
informó. Yo ya me había percatado de
ello—. En cuanto acabe de llenar el
depósito, iré a comprar comestibles y a
pagar —me hablaba despacio,
comedido, saboreando cada sílaba—. Te
quedarás sola y sé que intentarás
aprovechar la oportunidad, ya sea para
huir o hacerte notar, pero el que avisa no
es traidor. Haz algo de lo que haya
tramado esa terca cabecita tuya y me
cargaré a ese hombre de ahí, que está
punto de soltar la manguera. —Siseé
como una serpiente cuando me obligó a
mirar hacia el establecimiento—. Y
también al dependiente y a todo aquel
que me estorbe. Y entonces, depende de
lo cabreado que esté contigo,
telefonearé a Morgan y le daré carta
blanca para que le haga cosas horribles
a tu amiga. Esas muertes caerán sobre tu
conciencia. No sobre la mía. —Me soltó
—. ¿Me he explicado bien?
—Sí… —susurré. Le lancé una
mirada interrogante cuando empezó a
rebuscar en la guantera y cogió una
gorra negra con la que poder ocultar su
pelo.
—Perfecto. —Abrió la puerta y
deslizó una pierna fuera del coche—.
¿Café con o sin leche? —Lo fulminé con
los ojos; reacción que le resultó
divertida, ya que se marchó riéndose.
Inhalé hondo y cerré los párpados.
No tenía claro si me decía todo aquello
en serio o si, en un plan descabellado,
solo pretendía inquietarme. Lo cierto es
que a él le encantaba incomodarme,
hacerme sentir emociones, aunque casi
todas fueran molestas para mí. Le
gustaba verme más desinhibida, aunque
para conseguirlo tuviera que actuar de
un modo grosero, como un neandertal.
Zack retornó a los pocos minutos.
—Un espresso para ti —dijo
ofreciéndome el vaso de cartón
plastificado—. ¿He acertado con tus
gustos? Algo me dice que te gusta lo
soso y lo amargo.
Recibí el vaso a regañadientes.
—Es de mala educación hacer
insinuaciones de ese estilo —dije tras
dar un par de sorbitos.
Él aparcó debajo de un toldo de
acero y sacó dos bocadillos y una cajita
de donuts azucarados con glaseado de
chocolate y fresa de la bolsa que
acababa de comprar.
—No he dicho nada que no sea
cierto.
Capturé un donut y tras terminar de
masticar la deliciosa masa dulce, dije:
—La manera en que las dices es muy
ordinaria.
—O quizás tú eres demasiado
estirada, demasiado perfecta para mis
formas imperfectas.
—¡No soy estirada! —me defendí y
él se rio, irónico—. Y mucho menos
perfecta.
Resopló ante esto último.
—Te crees superior a los demás. —
Lo miré con cara de espanto—. Sí, lo
haces, aunque sea de manera
inconsciente. Y da igual que no sean
unos cabrones como yo. Desde el
principio me di cuenta de cómo
observabas a los guardias de seguridad
en la trena, con indiferencia y frialdad.
Así tratas a todo el mundo excepto a tu
amiga, quien más que seguro es tan
estirada como tú.
—¿Qué estás diciendo? —escupí
sintiendo la indignación mezclarse con
mi sangre. La frialdad a la que se refería
era el resultado de muchos años de
preparación, para parecer profesional
durante las entrevistas; aunque en más
de una ocasión me habían entrado ganas
de levantarme y abandonar la sala al oír
tantas atrocidades—. ¡Eso no es verdad!
Se metió medio donut en la boca y se
encogió de hombros.
—Quizás nos miras así porque no
tenemos el mismo nivel adquisitivo que
tú. ¿Te molesta compartir el mismo
espacio con una persona que no tiene
dinero?
—El dinero no tiene nada que ver en
esto. Y ¿quién te crees que soy?
¿Millonaria?
—Por tus ropas, es evidente que
tienes pasta.
—Vivo bien, cuido mis gastos y soy
muy ahorradora —comenté con fastidio
—. ¿Y por qué te estoy dando
explicaciones? —me reproché a mí
misma.
Se acercó antes de que lo hubiera
sentido moverse y enterró su puño en el
respaldo, con el cuerpo inclinado hacia
delante. Habló en voz baja. Fue apenas
un susurro.
—Si no es por el dinero, ¿por qué
miras a todo el mundo con ese aire de
superioridad?
—Te estás equivocando. —Tragué
saliva—. No me creo superior a nadie.
No me importa la economía ajena y
créeme, no soy perfecta. —Recordé las
pesadillas que solía tener cada noche;
mi forma apagada de ver y vivir la vida;
el aislamiento emocional al que yo
misma me había sometido. Sin duda, no
era perfecta. Ni siquiera en el trabajo.
La voz de Zack me resultó remota.
—Entonces ¿por qué eres así?
—¿Por qué soy como soy? —musité
con desesperación mientras buscaba en
sus ojos una solución a mis problemas
—. Creo que ni yo misma lo sé.
Al percatarme de lo que acababa de
admitir, aparté la vista. No tenía idea de
cómo la conversación había tomado un
rumbo tan personal, o por qué le había
dejado entrever que me sentía perdida,
que llevaba años dando bandazos por la
vida, que me era imposible ser feliz y, lo
más probable, que jamás pudiera abrir
mi corazón a nadie.
Él continuó mirándome, pero yo no
le devolví el gesto. Mantuve la mirada
en mi regazo. Como si captara la
indirecta, se recolocó en el asiento y
siguió comiendo. Yo picoteé sin ganas.
Mi apetito se había saciado con mi
propia confesión porque, a pesar del
pasado que me había tocado vivir, no
sabía por qué era de esa manera. Y no
me gustaba ser así. Pero tampoco podía
cambiar mi forma de ser. O quizás nunca
me lo había propuesto. Ni sabía cómo
remediarlo. Me sentía como un juguete
roto al que el destino no paraba de
martirizar y romper con viles pesadillas.
Cansada del torbellino de emociones
que me apabullaba sin cesar, metí lo que
no había comido en la bolsa e hice un
esfuerzo por beberme todo el café. Él,
pese a que aún tenía hambre, también
guardó las sobras y nos pusimos en
movimiento otra vez. El tráfico era
ligero, pero el viaje se me estaba
haciendo interminable y el silencio, más
asfixiante que nunca. Al cabo de algunas
horas decidimos parar en un parámetro
deshabitado, pues Zack quería descansar
un momento.
—Necesito ir al baño —dije
evitando hacer contacto visual con él,
pero no por vergüenza sino porque aún
estaba demasiado afectada por nuestra
escena anterior.
—Vamos juntos. No miraré.
—¿Qué dices?
Ahora sí lo observé, estupefacta y
boquiabierta.
—Me quedo contigo en el cubículo.
—¡Eres un canalla! ¡Que te jodan! —
declaré dándole a entender que prefería
aguantarme las ganas de mear a bajarme
los pantalones en su presencia.
Sonrió y descendió la cabeza al igual
que la voz, convirtiéndola en una
cosquilla perversa.
—Eso me encantaría. Que me
jodieras o me dejaras joderte yo a ti.
La temperatura incrementó de golpe,
como si me hubiera aproximado al sol y
este estuviera a punto de quemarme.
Respiré hondo al sentir aquellas
emociones inauditas en mí mientras él
recorría mi cuerpo con sus ojos
hambrientos. Sin embargo, aunque su
declaración no era ningún farol, me
permitió ir a una especie de cabina
nauseabunda, aislada y de plástico
verde, a hacer pis.
Él permaneció fuera, con la cabeza
gacha y los brazos cruzados sobre el
pecho. Después volvimos al coche y
estacionó en la zona de parking para
resguardarnos de los cegadores rayos de
sol. Sin decir nada me dio la espalda y,
al instante, se quedó dormido como un
bebé. Su respiración colmó la
atmósfera.
Yo estaba exhausta también, pero no
pude dormir y tampoco logré reprimir el
impulso que, con una potencia bestial,
bloqueó mi sensatez. Y aunque su actitud
me había agriado el día y su última
declaración no paraba de torturarme, me
volví hacia él y me dediqué a observar
cada centímetro de su cuerpo, como una
acosadora.
No podía negar que su imagen y sus
facciones eran arrebatadoras. Todo él
irradiaba magnetismo. Desde la anchura
de sus hombros. Sus brazos rociados por
una fina capa de vello claro. Su pelo
largo y sensualmente desordenado.
Hasta sus piernas y sus manos que
descansaban sobre el muslo derecho.
Zack era un espécimen de belleza
salvaje y el peligro que le precedía le
hacía aún más irresistible.
Repasé cada recoveco de su
anatomía, sin indagar demasiado en el
motivo de mis acciones. No sabía qué
esperaba ver en él, si es que de verdad
esperaba ver algo, pero habría seguido
recorriendo cada trozo de su piel si al
levantar la mirada no hubiera
descubierto que Zack había volteado su
cabeza y me estaba mirando con el ceño
fruncido.
Mis mejillas ardieron como dos
antorchas mientras sus profundos ojos un
tanto verdosos y azulados me estudiaban
con intensidad. No emitimos palabra.
Pasó un eterno e incómodo momento
hasta que se sentó erguido y volvió a
conducir sin prestarme la mínima
atención. Mientras dejábamos atrás
milla tras milla, me sentí cada vez más
abrumada por mis pensamientos. Leer a
Zack era de lo más complicado, por no
decir imposible. Era incapaz de
meterme en su mente. En cambio, para él
era demasiado sencillo meterse en la
mía.
El sol se estaba poniendo cuando nos
desviamos por otro camino. Un letrero
verde y rectangular me indicó que
estábamos próximos a Nuevo México, a
casi dos horas y media de allí, pero él
parecía no tener intención de dirigirse a
la gran ciudad. Tal como había supuesto,
la presencia de varios camiones, que
ralentizaban nuestra marcha, me dio a
entender que nos habíamos internado en
otra vía secundaria, transitada
mayormente por camiones y furgonetas.
Pero aquello dejó de importarme cuando
a los pocos minutos un rótulo luminoso,
con las letras «Sands Motel», apareció
en mi campo visual.
Exhalé un suspiro de satisfacción.
Eso significaba que pronto podría
disfrutar de una cama, con un poco de
suerte, en condiciones y sin padecer
dolor de espalda al día siguiente; o que
habría un aseo más o menos decente, con
luz artificial y una puerta para tener
privacidad; o que dispondría de una
ducha para quitarme el sudor y la
suciedad en las greñas.
La palabra «motel» significaba el
paraíso para mí.
Zack paró en una sección apartada
de la recepción, donde aún era visible la
panzuda silueta del dependiente, que
tenía la vista clavada en un pequeño
televisor ubicado en la mesa atestada de
papeles. Se puso la gorra y caminó a
paso seguro hacia la oficina. Desde la
distancia vi cómo Zack colocaba un par
de billetes sobre el escritorio. El
encargado despegó con algo de esfuerzo
los párpados del partido de fútbol y le
entregó un llavero de madera con una
única llave colgando de la argolla. Zack
firmó en el libro de registros de clientes
y masculló algo antes de regresar a mí.
El encargado apenas se dio cuenta de
ello.
—Pasaremos la noche aquí —me
informó mientras me liberaba de las
esposas. Se las guardó en el pantalón.
—¿Cómo lo has hecho para
registrarte?
Me miró como si hubiera nacido
ayer.
—Usando un nombre falso.
«Por supuesto», pensé con ironía.
—Qué listo…
—Nada de armar escándalo.
—No hace falta que me lo repitas
tantas veces. No soy tonta. Lo he
captado a la primera.
Me ignoró.
—Vamos.
Recogió la bolsa con restos de
comida y emprendimos la caminata a la
habitación alquilada. El complejo del
motel era grande, de apariencia
modesta, blanco con el techo color
granate; solo disponía de una planta y a
juzgar por la cantidad de luces
encendidas, la mayoría de las
habitaciones estaban ocupadas.
De repente, un escalofrío zigzagueó
por mi columna.
Zack había entrelazado nuestros
dedos al tiempo que aceleraba sus
pisadas. Cuando abrió la puerta, me
instó en silencio a que me internara
primero. Una cama de matrimonio
decorada con un edredón grueso, de los
antiguos, con dos mesitas de noche a
ambos costados, de madera muy oscura,
era lo que más destacaba a simple vista.
También había una cómoda y sobre ella,
un televisor que no tendría más de diez
canales. En general, el dormitorio era
perfecto.
El sonido de la cerradura junto al
llavero rebotando sobre la mesita de
café me hizo dar un respingo.
Zack acababa de esconder la llave
del dormitorio.
—Quiero tomar una ducha —dije en
tono reservado, y lo miré con
desconfianza.
—Nadie te lo impide. —Señaló la
única puerta que había en la habitación
mientras se sentaba en la cama para
quitarse las botas.
Fui hacia allí sin querer desperdiciar
ni un instante. No había mucho que decir
sobre el baño, pues poseía lo esencial.
De inmediato, despejé mis pies de los
zapatos sin tacón y me desabroché la
blusa con dedos anhelantes. Estaba a
punto de deslizar la prenda por mis
hombros cuando escuché cómo la puerta
se abría de par en par.
¡Aquello era el colmo!
Enfadada, me giré para exigirle a ese
cavernícola sin modales que se largara
de inmediato, pero no conseguí ni
separar mis labios. Una fuerza
seductora, que parecía fluir de forma
natural entre nosotros, se despertó en mí
agitándome por dentro cuando Zack
apareció caminando hasta mi posición,
descalzo y sin camiseta, con el botón de
los vaqueros desabrochado.
Lo miré de arriba abajo, con
descaro. No conocía el motivo, pero
algo me persuadía a hacerlo. Y no era
para menos, a decir verdad. Zack tenía
un cuerpo de infarto, aunque los
músculos de su abdomen no estaban muy
bien marcados. Sus pezones eran de un
tono oscuro y muy pequeños, y una
excitante hilera de vello nacía desde su
ombligo hasta perderse por el interior
de su ropa íntima. Pero lo más
alucinante y aterrador a la misma vez
era el tatuaje que cubría por completo su
brazo derecho.
Se trataba de la imagen de un águila
sosteniendo una serpiente en la boca,
sobre un flameante círculo de fuego y
con unos cuchillos cruzados. La víbora
se enroscaba una y otra vez en su brazo
hasta morir un poco más abajo de su
muñeca, donde la lengua bífida se
escurría entre los labios del reptil. Entre
las llamas se leía el número «17»
tatuado con tinta negra, que parecía estar
consumiéndose en el fuego.
Ese tatuaje rezumaba poder, peligro
y fortaleza.
—¿Qué… qué estás haciendo? —
atiné a balbucear cuando se situó delante
de mí.
Me sacaba varios centímetros de
estatura.
—He pensado que es mejor que sea
yo quien se dé una ducha primero. —Su
aliento fue como un mimo placentero en
la frente—. De hecho, lo prefiero así.
—Como quieras… —murmuré
encogiendo los hombros. El movimiento
causó que mi blusa se abriera. Él lo notó
también. Me aferré a la tela, pero estaba
tan cerca de mí que su pecho desnudo
acarició el dorso de mi mano—. ¿Qué
significa el tatuaje?
Me miró a los ojos y dio otro paso
hacia delante.
—Nada que a ti te importe.
—¡Qué borde eres! —dije
sintiéndome demasiado aturdida por
aquella atracción. Necesitaba poner
distancia. Necesita alejarme de él—.
Está bien. La ducha es toda tuya.
Caminé hacia la puerta, pero él me
impidió continuar.
—Tú te quedas.
Me empujó hasta atrapar mi muñeca
con las esposas, que no había visto en su
mano. Cuando quise darme cuenta, me
hallé a mí misma inmovilizada al tubo
de la calefacción.
—Pero ¿qué te pasa? —inquirí con
la mandíbula endurecida y los puños
apretados.
—No voy a dejarte sola para que
trames algo que pueda perjudicar a
centenares de vidas —dijo mientras se
fijaba de nuevo en mi blusa, que se
había vuelto a abrir, pero aquello no me
incordió. Estaba demasiado enfadada
con él. Y también conmigo misma.
—Has cerrado la puerta y ocultado
la llave de la habitación. —Mi voz
acusadora le hizo alzar la mirada de mi
canalillo. Entornó los ojos y yo entorné
los míos—. Por más que quiera, y
créeme cuando te digo que lo ansío,
¿cómo podría escapar de ti?
—Seguro que se te ocurriría algo. —
Giró el grifo de la ducha. Nuestra
discusión se extinguió en ese instante,
pero no porque no tuviéramos nada más
que reprocharnos sino porque se bajó el
pantalón y se quedó en calzoncillos.
De inmediato, me volteé con
demasiada torpeza hacia la pared. Su
risa resonó de fondo, amortiguada por el
chorro de agua que aterrizaba sobre el
plato de ducha. Respiré hondo al tiempo
que trataba de ignorar que había un
hombre desnudo a escasos centímetros
de mí. Pero Zack Cassidy no era un
hombre cualquiera. Ningún hombre que
conociera se parecía lo más mínimo a
él.
Le oí pisar la cabina y correr la
puertecita de cristal. Pero a pesar de que
fueron pasando los minutos, no pude
eliminar el intenso anhelo de virar el
cuello hacia atrás. Había una fuerza casi
sobrenatural que me estimulaba a actuar
de una forma chocante, contra mis
principios. Y aunque lo intenté por todos
los medios e incluso pugné por
convencerme de que aquello no estaba
bien, no conseguí aplacar mi pequeño
arrebato y con mucha prudencia, lo miré
a hurtadillas.
Zack estaba de espaldas a mí,
pasándose las manos por el pelo y
quitándose de vez en cuando la espuma
de la cara. Me mordí el labio. No podía
negarlo. Ese hombre llamaba la atención
por la maravillosa belleza ruda que le
había sido concedida. Y aunque lo
odiara y apenas aguantara estar junto a
él, no podía obviar que era muy
atractivo y me avivaba el corazón de un
modo insaciable. Pero eso no
obnubilaba la realidad. Sabía que era
todo lo opuesto a un príncipe azul. Zack
no te rescataba de la oscuridad; él te
arrastraba hacia ella. Zack no te
regalaba el oído con palabras bonitas; él
te trataba con una fuerza bruta que, en
otras circunstancias, podría resultar
adictivo, quizás hasta sensual. Sin
embargo, tener esa certeza no me afectó
lo más mínimo y continué fijándome en
sus músculos tensos, en el lento trayecto
de sus manos y en sus glúteos firmes y
llenos.
—¿Le gusta lo que ve, doctora? —Su
voz pecaminosa me devolvió al
presente.
Era la segunda vez que me pillaba
con los ojos puestos en él.
Volqué de nuevo mi mirada en la
pared. Me sentía demasiado anonadada.
Tenía las mejillas prendidas. Mi corazón
palpitaba a una velocidad desbordante.
—Puedes mirar todo lo que quieras.
No me molesta.
No respondí.
Esperé a que terminara de ducharse.
Cuando salió de la cabina, me di
cuenta de que las toallas estaban en una
balda posicionada a mi derecha. Por un
instante pensé en alargar el brazo y
tenderle una, pero su respiración cálida
y el efímero tacto de su piel húmeda me
advirtieron de lo cerca que estábamos el
uno del otro. Me tensé hasta morir
cuando una afilada tensión se instaló
entre mis muslos. Odiaba intensamente
reaccionar de ese modo tan lujurioso,
pero no lograba controlar la seducción
que me barría por dentro.
Respiré hondo.
Él también lo hizo.
Finalmente, cogió una toalla y tras
enroscársela alrededor de la cintura, me
privó de las esposas.
—Tu turno… —dijo descendiendo
de nuevo la vista hacia mis pechos. La
blusa estaba en su sitio, pero la tenía
adherida como una segunda piel por
culpa del vapor.
Carraspeé para llamar su atención.
—No entrarás sin llamar, ¿cierto? —
pregunté, pero no contestó. Recogió sus
prendas y fue hacia la puerta—. ¿Zack?
—insistí con nerviosismo, pero se
marchó sin responder.
No había pestillo, por lo que tendría
que conformarme con lo poco o nada
que tenía a mano. Me negaba a estar un
día más sin asearme. Terminé de
desvestirme y me planté debajo de la
alcachofa. Apenas quedaba gel de ducha
en el tubito cortesía del motel, pero me
bastó con eso. Mi cabello tuvo menos
suerte, pues no había champú.
Una vez concluida mi pobre sesión
de belleza, me sequé con una toalla
pequeña y me enrollé a mí misma en una
más grande, repudiando la blusa y la
falda con una mueca. No quería ni por
asomo volver a ponerme esa ropa.
Sujeté la toalla por un costado, cuadré
los hombros con falsa tranquilidad y salí
del baño.
Me paralicé apenas vi a Zack a un
lado de la ventana, fumando mientras
observaba las calles y los pocos
transeúntes. En cuanto oyó mis pisadas
en la moqueta, volteó su mirada hacia mí
y sus ojos me atravesaron como si
fueran dagas letales para mi corazón,
que se encogió hasta convertirse en un
órgano diminuto. Se había puesto los
vaqueros, pero aún andaba sin camiseta
y con el tatuaje al aire.
Vacilé un momento antes de sentarme
en la cama, consciente de que él seguía
todos mis movimientos. Compartir el
mismo espacio con él me hacía sentir
indefensa. Zack podría hacer lo que
quisiera conmigo y, por más que me
defendiera, no podría detenerle. Él
siempre me arrasaría con su fuerza.
Además, mis pensamientos tampoco
ayudaban mucho a sentirme más
tranquila.
Sin romper la calma que nos había
refugiado, apagó el cigarrillo a medio
terminar y se movió hasta situarse
delante de mí. Elevé la vista en busca de
la suya, pero él estaba concentrado en
mis manos, que agarraban con evidente
angustia la toalla.
—¿Piensas que voy a violarte? —
preguntó con una ceja enarcada y volvió
a mirarme. Una cadena de escalofríos
poseyó mi cuerpo—. Si hubiera querido
follarte, lo habría hecho en la cabaña
del viejo Joe. O en el sótano de La
Cueva. ¿Acaso crees que la presencia de
tu amiga me hubiera frenado? No me
importa tener público a mi alrededor.
—No me fío de ti.
—Nunca he tenido la necesidad de
violar a nadie para gozar de un poco de
sexo. —Hizo una mueca irónica—. Las
mujeres que han estado conmigo siempre
me han aceptado de buena gana.
—No me interesan tus hazañas
sexuales —espeté, pero mi corazón se
saltó un latido cuando encorvó su torso
hacia delante para que quedáramos a la
misma altura.
—No te tocaré hasta que tú me lo
pidas —aseguró a la vez que su
respiración absorbía la mía. Enrojecí de
irritación, aunque, sin embargo, percibí
cierta humedad en algunas zonas de mi
cuerpo que no deberían inmutarse.
—Ni en sueños te pediría semejante
locura.
—Lo harás —dijo muy seguro. Sus
ojos chispearon como diamantes
mientras se inclinaba un poquito más
hacia mí. Estuve a punto de sufrir un
infarto ante tanta tensión sexual no
resuelta—. Me suplicarás que te folle y
haga que te corras con mis dedos, con
mi boca e incluso con mi polla —
susurró con un efecto hipnótico en la voz
—. Y aunque no eres mi tipo de mujer, te
follaré para que te des cuenta de la
mierda de hombres patéticos que has
metido en tu cama.
Inspiré hondo en un intento por
dominar mis deseos más oscuros, unos
anhelos que no sabía que tuviese, pero
su aroma a pecado hizo que temblara
con poderío.
—No me interesas. Y tú tampoco
eres mi tipo. —No me pronuncié sobre
lo segundo que había afirmado.
—Me alegro. —Enterró los puños a
cada lado de mis caderas, pero su única
intención era apresar la camiseta que se
había puesto antes. Me la tendió con una
sonrisa—. Puedes dormir con ella.
—Gracias. —La aparté de un
manotazo—. Pero no la quiero.
—¿Prefieres dormir con tu ropa que
apesta?
Acepté la prenda, me puse en pie con
brusquedad y lo aparté de un empujón.
—¡Me exasperas! —exclamé
cambiando de tema. Todo aquello me
estaba sobrepasando. Zack me hacía
sentir cosas que no entendía; que jamás
había sentido y me confundían sentir con
una persona como él—. ¡Y no entiendo
por qué me has traído hasta aquí!
—Lo sabrás mañana —dijo
encendiendo el televisor, sin hacerse
mala sangre por mi malhumor.
—Te atraparán tarde o temprano. La
policía ya debe de estar buscándote…
—callé. La carne se me puso de gallina
al leer el subtítulo «Situación de crisis»
en el noticiario que retransmitían en ese
instante.
La voz informativa de la reportera
inundó la habitación.
«Continúa la investigación de las
causas de la reyerta que tuvo lugar el
pasado sábado veintinueve de agosto
en la Prisión de Nueva Folsom,
California. Tras más de veinte horas
tratando de apaliar el fuego que se
propagó por los distintos niveles del
centro penitenciario y tras contener la
furia de los miles de internos que
acoge el interior de la institución, la
policía nacional ha informado que la
revuelta se ha cobrado las vidas de seis
funcionarios y once reclusos que
cumplían condena por diversos delitos,
además de casi un centenar de heridos,
dos de ellos en estado muy grave.
Benjamin Donovan, director del centro,
aún no ha querido dar explicaciones
sobre cómo una cárcel de máxima
seguridad ha podido verse envuelta en
una rebelión de tal magnitud, pero ha
asegurado que se ha extremado la
vigilancia para evitar nuevos
incidentes y que aún sigue en marcha
la búsqueda de los cinco internos que
huyeron…».
Mientras la periodista hablaba,
aparecieron cinco fotografías; entre
aquellos hombres se encontraba Zack. A
continuación, reprodujeron las
grabaciones de la prisión en llamas
mientras los policías se internaban
armados en el recinto y las ambulancias
llenas de heridos abandonaban a todo
gas la zona.
Boquiabierta, alcé la mirada hacia
Zack, que seguía absorto en la pantalla,
pero el murmullo con forma de mi
nombre hizo que volviera a interesarme
en el noticiario.
«Y seguimos con el caso CPS-
Folsom. Linda Evans, psicóloga
forense, de veintiocho años y residente
en la ciudad de Sacramento, continúa
en paradero desconocido desde el
pasado viernes. La última vez que fue
vista ocurrió aquella misma mañana
tras visitar a Zack Cassidy, uno de los
reclusos involucrados en el motín y del
que también se desconoce dónde se
encuentra. La doctora Evans, que
estaba cooperando en una
investigación con la aprobación de la
Junta de Tratamiento, está en busca y
captura por orden judicial por la
presunta conspiración que organizó
junto a Zack Cassidy, su presunto
amante, para ayudarle a huir de la ley.
Además, también se sospecha que la
desaparición de Angela Nichols,
supuesta amiga de Linda Evans,
también está relacionada con el caso.
Eso es todo por ahora. Volvemos en
cinco minutos».
Zack apagó el televisor, se dobló
sobre sí mismo y estalló en carcajadas.
Yo me sentía tan indignada que los ojos
se me pusieron vidriosos.
¿Cómo ha podido pensar Benjamin
Donovan que soy la amante de Zack?
¿Por qué ha pensado eso de mí?
—¡Para de reírte! —grité, pero él
respondió riéndose con más fuerza. Era
un canalla. De los mejores—. ¡No te
saldrás con la tuya! ¡Les diré que eso no
es verdad! ¡Les diré que me
secuestraste, tú y tu asqueroso amigo! ¡Y
a Angy también!
—¡Como si te fueran a creer! —Fijó
las manos sobre la mesa en busca de
apoyo—. Apenas te acerques a ellos, te
arrestarán.
Mi pecho subía y bajaba con
trémulas sacudidas. Zack tenía razón y
eso me irritó aún más. Lo miré una
última vez antes de ir hacia el baño, con
su camiseta arrugada entre mis puños,
pegando un portazo que vibró en el aire.
Empecé a quitarme la toalla mientras
intentaba sosegarme, pero no pude. Mi
vida entera se acababa de desdibujar de
un día para otro, mi nombre estaba
manchado con falsas acusaciones, mi
reputación como psicóloga no valía ni
un comino y mi dignidad como persona,
esa que había mimado con tanto esmero,
estaba por los suelos.
Me vestí con rapidez y me sostuve al
lavamanos, cabizbaja y con el corazón
alocado, a la vez que degustaba una
profunda tristeza. Sentía rabia, incluso
ganas de destrozar algo, pero cuando
levanté mi barbilla y capté mi reflejo en
el espejo, cobijada bajo la camiseta de
Zack, percibiendo su aroma en mi nariz,
me noté tan agotada que ansié llorar
durante toda la noche. Purgar con
lágrimas todas mis heridas. Sin
embargo, no lo hice.
Mojé mi rostro con agua fría. Estaba
un poco afiebrada, pero ese breve toque
me supo a gloria. A los cinco minutos
me desplacé hasta la cama e ignoré tanto
como pude a Zack, que había vuelto a
espiar por la ventana. Me acosté debajo
de la sábana y cerré los ojos, pero volví
a abrirlos apenas aprecié que me estaba
esposando otra vez.
Resoplé con amargura.
—No puedo huir, y lo sabes.
—Más vale prevenir que lamentar
—dijo antes de acomodarse detrás de
mí, tal como había hecho en la cabaña.
Instaló una mano sobre mi estómago y
presionó fuerte, transmitiéndome el
poder que emanaba de sus poros,
haciéndome notar una sensación
extraordinaria y desquiciante. Algo
parecido al anhelo.
O más bien… al deseo.
—¿Es necesario que estés tan cerca
de mí?
—¿Te molesta? —me habló bajito en
el oído.
—Sí. —Jamás había estado con
nadie de esa manera. Ese tipo de
cercanía era desconocido para mí.
—Entonces sí, es necesario.
Exhalé un suspiro lleno de
agotamiento mental.
—No entiendo por qué te empeñas
en hacerme enfadar.
—Porque es un soplo de aire fresco;
el único momento en el que te muestras
tal y como eres. —Me apretujó más
contra su pecho, pero aun así evité
descansar mi mano sobre la suya.
Aquello me había parecido un acto
demasiado íntimo—. Estás enfadada con
la vida. A mí no me engañas.
No desmentí sus palabras, porque él
sabría que le estaba mintiendo.
—Hablas con mucha convicción.
—Porque estoy seguro de lo que
digo.
—¿Por qué?
—Porque yo también me he sentido
así; cabreado con todo lo que me
rodeaba, incluso conmigo mismo.
Me crispé cuando curvó sus dedos
sobre mi vientre, aunque no me hacía
daño.
—¿Y ya no te sientes así? —Antes
de que pudiera replicar, le formulé otra
pregunta—. ¿Qué hiciste para despejarte
de esa rabia?
Coló la nariz en mi cuello, con su
frente sobre mi carne y enredando sus
piernas entre las mías.
Estaba duro otra vez.
Y yo… yo no sabía cómo me sentía.
—Hueles a mí… —dijo con un
ronroneo, ignorándome. Era cierto. Toda
yo olía a él. Su olor me embelesaba,
aunque batallara hasta la saciedad por
omitirlo. Permanecí en silencio
respetando que no quisiera
responderme; aunque quizás no lo hizo
porque aún no se había deshecho de
aquello que le consumía poco a poco—.
Deberías dormir. Mañana será bastante
arduo de digerir.
—¿Por qué? —pregunté con el pulso
acelerado, en un susurro—. ¿Qué va a
pasar?
Zack acarició mi cuello una última
vez antes de estirar el brazo hasta
alcanzar el interruptor de luz. Cuando
nos quedamos a oscuras, musitó en un
tono de voz tan vehemente como
angustiante, que me provocó un
estremecimiento en el alma.
—Me ayudarás a conocer parte de la
verdad.
10
Linda
Martes, 1 de septiembre de 2009
Sands Motel, Grants.
Hace frío. Mi cuerpo sufre violentos
espasmos. La angustia me tapona la
garganta cuando percibo que no puedo
gritar. Caigo en la más letal de las
depresiones y me hundo en la miseria
más absoluta. Tirito presa del pánico
mientras observo sus cuerpos sin vida,
exánimes sobre las baldosas bañadas
en sangre.
Alzo la mirada y miro al hombre
trajeado que se ha detenido frente a mí.
Sollozo al ver sus pómulos despejados
de vello facial, pero de repente me
congelo en el acto. Una resistencia me
impide elevar más mis ojos. No consigo
moverme; y, entonces, todo se
desvanece y sucumbo en el familiar
precipicio del dolor.
Jamás podré averiguar quién es ese
hombre.
Me desperté como si me hubieran
propinado un puñetazo en el estómago,
pero no abrí los párpados ni realicé
movimiento alguno. Permanecí quieta a
la vez que pugnaba por regular mi
respiración jadeante y también mi
corazón, que latía ansioso al saber que
Zack me estaba mirando no muy lejos de
la cama. No entendía esa extraña
fascinación que tenía por mirarme en
sueños, por verme retorciéndome
durante las pesadillas, pero no pensaba
volver a tocar con él un tema tan íntimo
y duro para mí. De repente, le oí
carraspear y ubicar algo liviano sobre el
colchón.
Aleteé las pestañas y lo hallé cerca
de mi cabeza, a punto de liberar mi
muñeca dormida.
—¿Qué hora es? —pregunté con la
voz pastosa.
La cortina color carmesí impedía
que la brillante luz del sol se infiltrara
por la ventana.
—Las ocho y media —dijo y, para
mi alivio, se alejó para recoger dos
bolsas de papel mientras yo me
incorporaba hasta sentarme. Por su
aspecto fresco, deduje que él se había
levantado hacía horas—. Te he traído
unos regalitos.
Fruncí el ceño.
Esa frase despedía sarcasmo a
raudales.
Perfiló una sonrisa de oreja a oreja
antes de extraer de la primera bolsa un
par de shorts idénticos, algunas
camisetas de tirantes y unas zapatillas
planas de color marfil. Mi mirada se
cubrió con un fogonazo de enfado y me
di cuenta de que sus prendas eran nuevas
también. Tenía puesta una camiseta
blanca y encima de ella, otra camisa de
franela, color negro, para ocultar su
tatuaje. En el cuello, colgaban unas
gafas oscuras, y sus jeans desgastados
combinaban a la perfección con su tez
dorada.
Solté una risita desganada.
La situación no me hacía ni pizca de
gracia.
—¿Por qué tengo que vestir
pantalones cortos y tú, en cambio, sigues
usando tus vaqueros?
Sacudió la cabeza a la vez que
doblaba la ropa y la acomodaba en el
colchón.
—Ya que tenemos que estar juntos,
por lo menos puedes alegrarme la vista
con tus preciosas piernas torneadas.
Ahí estaba de nuevo ese tono irónico
tan propio de él, pero que al mismo
tiempo sonaba tan ardientemente
sincero. Demasiado para poder hacerme
la loca.
—Siempre puedes dejarme marchar.
—No tan rápido. —Señaló la
segunda bolsa, con talante travieso—.
Esta es aún más interesante.
Mi mandíbula casi aterrizó a la cama
cuando sostuvo en alto un conjunto de
lencería en tono rojo y negro, con
encaje, de esos que lucen las strippers
en los programas de televisión mientras
se contonean sobre la barra de un bar de
carretera. Pero antes de que pudiera
transmitirle mi horror, me tendió otro
conjunto de bragas y sujetador muy
similar al primero, pero en colores lilas
y blancos, con transparencias, que
dejaba muy poco a la imaginación.
Dejé escapar un ruidito de
incredulidad.
—¿Qué mosca te ha picado?
—Los dos por tres dólares en la
pequeña tienda que hay a pocos minutos
de aquí —comentó haciendo caso omiso
a mis palabras—. Toda una ganga. Y es
de tu talla.
—¿Cómo…?
Siguió sacando más prendas.
—Este es más formalito. —Era un
sujetador de algodón celeste, muy
básico—. Y estos son una monada. —
Me entregó un estuche de plástico en el
que había cuatro braguitas—. Tienen
dibujitos.
Levanté las manos como si las
bragas me hubieran chamuscado la piel.
—¿Con qué derecho te atreves a
comprarme ropa?
—La tuya huele que espanta.
—Y ¿cómo sabes mi talla?
—Anoche dejaste todo esparcido en
el suelo del baño. —Situó a mi derecha
un cepillo de dientes, un tubo de pasta
de dentífrico, unas cuchillas de afeitar,
un desodorante y un peine—. Tan
recatada hasta para la ropa interior —
dijo con un brillo oscuro en los ojos.
Cogió un mechón largo de mi pelo entre
su dedo índice y pulgar y yo, con las
mejillas rojas, le propiné un manotazo
—. Hay otro regalo aún mejor que estos,
pero tendrás que esperar para verlo.
—No quiero más regalos.
Como si no me hubiera oído, dijo:
—Ahí tienes café y algo para comer.
Hay un bar, El cafecito, a una manzana
de aquí. No nos detendremos más de lo
necesario por el camino, así que yo que
tú me lo comería todo. —Y a
continuación fue hacia la cortina y se
quedó analizando las calles.
Mientras él parecía ajeno a mí,
engullí el desayuno. Por culpa de la
mala alimentación en los últimos días,
había perdido algo de peso. Para colmo,
tenía ojeras color violáceas bajo los
párpados y un patético aspecto de
cansancio, mucho más que el habitual.
Zack, al contrario que yo, no tenía
problemas con la falta de comida o las
escasas horas de descanso, y tampoco
perdía masa muscular. Se mantenía en
forma y con energía.
Tras lavarme los dientes, me aseé,
me desenredé el cabello entre tirones y
me vestí con la ropa que me había
comprado Zack, además del sujetador
celeste y unas braguitas con corazones
estampados en los bordes. Lo demás lo
introduje en la bolsa y retorné al
dormitorio, con las zapatillas nuevas
adornando mis pies.
Zack se giró en mi dirección y me
miró con una vehemencia apasionante en
su rostro. De manera mecánica, se
apartó de la ventana y caminó hacia mí,
con absoluta parsimonia. Nuestros
cuerpos estaban casi acoplados cuando
me preguntó en voz baja a la vez que
asimilaba mi nueva imagen con el ceño
fruncido:
—¿Dónde está la mujer seria y
formal que conocí en la trena?
Una amarga aflicción se asentó en el
centro de mi pecho.
—Sigo siendo la misma —aseguré,
pero en el fondo me veía diferente. O
más bien me notaba diferente, como si
me hubiera despojado del disfraz tras el
que me escondía cada día de la semana
—. No se ha ido a ninguna parte.
Hizo una mueca de desagrado.
—Por un momento creí que dirías
que habías metido a esa petarda en la
bolsa. —No me pronuncié al respecto.
Era absurdo admitir que me sentía más
joven y ligera vistiendo aquella
vestimenta barata—. ¿Estás lista?
—No hay mucho que recoger.
—Como siempre, rebozas alegría.
—Y tú destilas sarcasmo hasta
cuando duermes. —Hizo oídos sordos a
mi comentario y entornó la puerta de
calle, no sin antes cogerme de la mano y
apretármela a modo de aviso—. Lo sé,
lo sé…, nada de armar follón.
Fui a dar un paso al frente, pero me
acercó de súbito a sus pectorales.
Confusa, levanté la mirada para decirle
que no me apretujara tanto la muñeca,
pero sus ojos, que se habían opacado
con rapidez, me hechizaron por
completo.
—El sarcasmo es bueno… —dijo en
un murmullo mientras debilitaba su
agarre. Sus yemas me brindaron vagas
caricias en la piel, para apaliar el dolor.
—¿Para qué?
—Para ocultar a los demás los
demonios que nos acechan, que nos
dominan y no nos dejan vivir. —Me
pregunté si el demonio, la maldad con
forma de hombre, no sería él mismo.
Como si se arrepintiera de lo que
acababa de confesar, agitó la cabeza—.
Larguémonos. Ya he dejado la llave en
recepción.
Se puso las gafas y la gorra y me
llevó hasta el coche. Cuando abrió la
puerta del copiloto, no tuvo que darme
ninguna orden. Sin más protocolo, le
ofrecí mi muñeca. Cuanto antes
empezáramos, antes terminaríamos
también. Como ya era habitual, Zack
condujo adentrándose en las rutas
secundarias y manteniéndonos alejados
de los peajes. Estuvimos dos o tres
horas así, en pleno silencio, hasta que
me percaté de que, a medida que nos
acercábamos a nuestro destino, él estaba
cada vez más tenso y preocupado.
Aquello me alentó a ser la primera
en hablar.
—¿Adónde nos dirigimos?
Meditó la respuesta durante varios
segundos.
—Austin. Debes hacer una cosa allí
por mí.
—Y luego podré irme, ¿cierto?
—Claro —masculló sin mirarme ni
un momento—. Tu amiga y tú seréis
libres.
Cuando volvimos a quedarnos
callados, afirmé:
—Te gusta el silencio.
—Cuando estás años soportando
gritos y vejaciones constantemente,
agradeces más que nunca estos pequeños
instantes de paz.
—Y, sin embargo, cuando hablas
siempre eres muy irónico. —Se encogió
de hombros mientras yo observaba su
perfil lleno de sombras y misterios, de
violencia y criminalidad, de belleza y
crueldad—. Y estás empecinado con
meterte conmigo.
Me lanzó una breve mirada por
encima de sus gafas de sol.
—¿Tan espantoso te resulta dormir
conmigo?
—No estoy acostumbrada a dormir
de esa manera… —admití muy a mi
pesar.
Arqueó una ceja. Su expresión se
tiñó de suspicacia.
—¿Dormir abrazada a alguien?
—A que me abracen. —Estaba
volviendo a violar las normas que yo
misma me había obligado a seguir en los
últimos años: nada de hablar sobre el
pasado, nada de intimar con nadie, nada
de necesitar a otra persona para ser feliz
o, al menos, para continuar viviendo
como había hecho hasta entonces. Pero a
pesar de ello, confesé—: No estoy
acostumbrada a sentir. No domino bien
mis emociones. No sé qué hacer con
esos sentimientos.
—¿Nunca has estado enamorada?
¿Loquita de amor por algún guaperas en
la escuela secundaria? —Negué con la
cabeza y esperé más preguntas
incómodas. Pero lo que dijo a
continuación me dejó perpleja—. Estás
tan jodida como yo.
Puede ser que lo estuviera; sin
embargo, no quería hablar más de mí.
—¿Qué hay de ti? ¿Te has
enamorado alguna vez?
—En mi mundo, el amor puede
matarte. —Me miró como si quisiera
añadir algo más sin palabras—. Pero no,
no tenía tiempo para ese tipo de
ñoñerías.
—Entiendo… —resoplé—. Eres el
típico hombre que después de meterla se
desentiende de la chica.
Se rio con tantas ganas que casi
logró que riera con él.
—Te equivocas —susurró mientras
su expresión se tornaba penetrante. Su
voz rebosaba de deseo, lo que me
provocó una extraña picazón en el
estómago—. Soy el típico hombre que
después de meterla quiere meterla de
nuevo.
Sonreí un poco.
—Cuando no te comportas como un
capullo engreído, eres adorable. —Me
chocó decirle aquello dado su historial
delictivo, además de por lo que me
había coaccionado a hacer. Pero en
cierto modo era verdad. O quizás poco a
poco estaba acostumbrándome a su
sentido del humor tan atípico para mí.
Quizás lo que él encontraba refrescante
en mí, yo empezaba a verlo muy
paulatinamente en él.
—Adorable… —dijo la palabra con
sus labios torcidos en una mueca—. Sí,
eso es exactamente lo que suelen decir
de mí —calló un instante. Fue un
silencio denso. El diálogo agradable y
distendido había finalizado—. ¿Qué
soñabas hoy?
No pude evitar mentir.
—No me acuerdo.
—¿Siempre tienes pesadillas?
—Sí.
Cada noche desde que tengo uso de
razón.
—Puedes contármelo. No te juzgaré.
Con una impresión de vacío en mi
interior, consideré la idea de buscar
consuelo en alguien que no fuera en
Angy; aunque con ella lo había hecho
solo una vez. Necesitaba llorar todo lo
que no me había permitido; despejarme
de la melancolía que me marchitaba el
corazón. Porque ese era el precio de
acumularlo todo en silencio, de
ahogarme en mi propia soledad. Pero
pese a la tentación, me encerré en mi
cascarón y me distancié de la realidad.
—Quizás más adelante —dije a
sabiendas de que después de Austin ya
no habría más nosotros.
Ya no habría más Zack y Linda.

Llegamos a Austin por la tarde.


Zack no mintió cuando dijo que no
nos detendríamos más de lo necesario,
pues hizo una única parada para repostar
combustible y comprar dos cafés
grandes y un par de bolsas de patatas y
golosinas. Por fortuna, permitió que
fuera sola al «baño» sin que tuviéramos
que discutir. El sol no se había ocultado
aún y aunque los rayos no nos
deslumbraban con la misma intensidad
que antes, las farolas no estaban
programadas para iluminar las calles a
esas horas.
Nos internamos en una urbanización
aparentemente tranquila. Él no llevaba
ningún plano encima, pero sabía cuándo
girar y hacia dónde tenía que hacerlo; de
hecho, se conocía las avenidas y las
carreteras con una exactitud envidiable,
como si hubiera estudiado el mapa de
los Estados Unidos de América.
Dio un par de vueltas y un complejo
residencial se alineó ante nosotros.
Buscó el domicilio con el número
cuarenta y uno. Luego, paró el vehículo
y me miró más seco que nunca.
—No quiero que hables, protestes o
intentes escapar. Limítate a respirar y a
quedarte quieta. —La forma en la que
me hablaba me dio a entender que no me
agradaría lo que fuera que iba a pasar.
Menos aún de lo que ya había
presenciado.
—Está bien…
La duda en mi voz le irritó. Sus ojos
eran capaces de inyectarme veneno por
intravenosa.
Se aproximó hasta mí y se apropió
de las esposas.
—No me gustaría tener que
lastimarte —dijo en tono inflexible.
Estábamos tan juntos que nuestras
respiraciones se fusionaron. Si se
inclinara unos pocos milímetros más,
nuestras bocas chocarían. Separé los
labios cuando aquella idea me intimidó.
Un latigazo de lujuria sedujo todo mi
cuerpo—. Pero si tengo que hacerlo, lo
haré.
—Lo sé.
Y era verdad.
Lo sabía a la perfección.
Me miró un momento de reojo y
depositó las esposas en la guantera. Por
lo visto, no las necesitaría de momento.
En cuanto se retiró a su sitio, el aire
volvió a fluir en mis pulmones. Respiré
hondo, con alivio, y rocé el pomo de la
puerta con mis dedos.
—Linda. —Mi acelerado corazón se
derritió en su propia pista de hielo. Era
la primera vez que me llamaba por mi
nombre. Giré la cabeza hacia él y esperé
nerviosa—. No me cabrees.
Cuando salimos, Zack me mantuvo
pegada a él y sacó del maletero una
bolsa deportiva que hasta entonces no
había visto. Su cuerpo irradiaba tensión.
Fuimos hacia la puerta de la casa. Mi
alma tembló en sintonía con mi cuerpo
cuando el timbre resonó en el interior,
debilitando una voz femenina que apenas
fue perceptible para nuestros oídos.
—¿Quién es? —inquirió la mujer un
segundo antes de abrir.
Zack no respondió.
No fue necesario.
Apenas la señora miró a la bestia
que se erguía ante ella, se le contrajo el
rostro y se proyectó hacia la puerta para
cerrarla de un empujón, con los ojos
desorbitados. Pero él reaccionó a
tiempo. Sin soltarme, se arrojó sobre la
madera y con la mitad del tronco de por
medio, consiguió detener las intenciones
de aquella mujer desconocida que, al
verse acorralada, empezó a correr hacia
el vestíbulo. Sin embargo, Zack la pilló
en un par de zancadas mientras yo me
esforzaba por no caerme de bruces.
La mujer jadeó como si se estuviera
asfixiando.
—¡Quieta, joder! —bramó Zack
peleando con ella. La vi retorcerse
varias veces, pero sus esfuerzos fueron
en vano. En cuanto la tuvo retenida, me
miró como si estuviera considerando la
posibilidad de desengancharme de la
mano. Pero decidió no correr el riesgo.
Al fin y al cabo, podía controlarnos a
las dos a la vez.
—¿Qué quiere de mí? —gimió ella
con voz estrangulada.
Zack la arrastró hacia el salón y yo
les seguí tropezando con mis propios
pies. Allí me soltó con tosquedad,
agarró una silla con respaldo de
medallón y sentó a la mujer a la fuerza.
Ella, no obstante, se levantó con el
propósito de huir, pero se quedó tan
pasmada como yo al ver un revólver
entre los dedos de él.
No quería ser testigo de un asesinato.
De otro más, no.
—Siéntese, doctora Blair. —Les
observé comedida mientras ella tomaba
asiento. De repente, el sonido de un
peso cayendo al suelo me sobresaltó.
Era la bolsa deportiva—. Ábrela —me
ordenó Zack, impasible.
No lo hice y él me observó con una
ceja en alto. Fue entonces cuando supe
que, si le desobedecía, me haría daño tal
como me había advertido hacía pocos
minutos. Me acuclillé en el parqué
recién encerado y deslicé la cremallera
dejando al descubierto lo que ocultaba
la bolsa. Había varios metros de cuerda
gruesa, cinta americana, balas, un
pasaporte estadounidense y mil cosas
más que no quise ni toquetear.
—¿Qué saco de aquí?
—Átale los pies y las manos a la
silla, con la cinta americana. Hazlo,
Linda.
Mi nombre sonó diferente en esa
ocasión. Me entraron retorcijones, pero
no por cómo lo pronunció, sino porque
si acataba la orden me convertiría en
cómplice de sus locuras. Titubeé un
momento, pero cuando me taladró con
sus pupilas colmadas de brumas, cogí la
cinta y rodeé con ella los tobillos y las
manos de la mujer. Una vez que terminé,
me ordenó que tirara todo a la bolsa y
retrocediera. Lo estaba haciendo cuando
choqué contra un mueble lleno de libros
de psiquiatría.
La nueva prisionera de Zack era
psiquiatra.
—Es evidente que me conoce —
afirmó él mirándola desde arriba,
sirviéndose de su atlética estatura.
—No sé de qué me habla —
respondió ella y movió las muñecas en
un inútil intento por soltarse—. No le he
visto en mi vida.
—Hágase un favor y no me mienta.
Además, no soporto repetir la misma
pregunta, así que conteste de una puta
vez. ¿Quién la ha puesto al tanto de mi
situación?
Yo no podía ver el rostro de la
doctora. Ella estaba de espaldas a mí,
pero apreciaba su pelo canoso recogido
en un moño que apenas se había
alborotado tras el forcejeo, y su menuda
figura envuelta en delicadas prendas,
aunque no alcanzaban a ser de diseño.
En cambio, tenía un plano perfecto de
Zack. Su semblante no mostraba ninguna
emoción, aunque su mandíbula se
insinuaba rígida y sus gestos eran
premeditados. En ese momento me
percaté de la tontería que le había dicho
en el coche. Zack y «adorable» eran dos
conceptos contradictorios.
Imposibles.
Inconcebibles.
—Le juro que no sé nada… —El
ronroneo de un felino la interrumpió. Un
gato blanco de raza persa se asomó
enrollándose en la pierna de Zack. Él se
agachó, acunó con delicadeza al animal
y estudió a la mujer con una media
sonrisa.
Un escalofrío me recorrió hasta la
punta de los pies.
Y a juzgar por los temblores de la
psiquiatra, a ella también le sucedió lo
mismo.
—Le tiene cariño a su mascota. —
Era una afirmación. El gato maulló a
modo de respuesta.
—¡Por favor, no le haga daño a mi
pequeñín!
—Última oportunidad: ¿cómo me
conoce? Y no me diga que por las
noticias. No necesito observar mucho
para confirmar que no tiene televisor y
no le interesan los dramas ajenos. —
Mientras hablaba, acarició al gatito con
la punta del revólver. La mujer emitió un
chillido de horror y yo me tragué el
mismo sonido de pánico—. Sea sincera
o este bicho empezará a perder cada una
de sus extremidades delante de usted.
—¡Por favor! ¡Se lo ruego! —La
súplica de ella no funcionó. Zack instaló
la pistola en el estómago del felino, y
este se frotó contra el arma—. ¡Por
favor, deje a mi pequeño!
El miedo espesó la atmósfera.
—¡Basta! —exclamé tan aturdida
como la dueña del minino. Cuando
percibí el seguro del arma llenar el
vacío, no pude evitar gritar—: ¡No! ¡No
lo hagas, por favor!
Él hizo como si fuera a apretar el
gatillo…
—¡Benicio! —lloró la mujer—.
¡Benicio Velázquez me lo dijo! ¡Él me
dijo todo sobre usted!
Zack liberó al gato y este huyó
maullando y sacudiendo la cola. Un
sollozo de alivio escapó de mis cuerdas
vocales a la vez que el vértigo me
obligaba a sujetarme a la estantería. La
mujer lloriqueó también. Los ojos de
Zack se tornaron negros, atestados de
rabia y de rencor.
—¿Cuándo?
—Hace dos años. —Ella respiraba
con dificultad mientras que Zack ni
siquiera sudaba. Su frialdad era
impresionante—. Benicio contactó
conmigo. Yo ya trabajaba en el Hospital
Psiquiátrico, en el caso de Lucero
Velázquez, su mujer, así que cuando me
llamó acepté quedar con él aquí, en mi
casa. Me pidió privacidad.
—Siga.
Ella asintió varias veces seguidas.
—Comentó que estaba muy
agradecido por mis cuidados hacia su
esposa, pues hablar conmigo la calmaba;
aunque siguiera teniendo brotes y, a
veces, recayera en el llanto y la
autodestrucción. Pero que mis
atenciones no eran suficientes, que
Lucero estaba loca y jamás recuperaría
la cordura —se interrumpió a sí misma
antes de decir con voz contrita—:
Benicio me propuso una oferta que no
pude rechazar y cumplí a rajatabla sus
órdenes.
Con total serenidad Zack posó sus
puños en los reposabrazos de la silla y
se cernió sobre el cuerpo de la mujer
hasta que su rostro estuvo casi unido al
de ella.
—¿Qué te ordenó que hicieras?
—Me habló de usted; y de John. —
Zack gruñó al oír el nombre de su
hermano—. Dijo que algunos rumores
sobre sí eran ciertos, pero que no era un
asesino, que él no ordenó la ejecución
de John Cassidy, que la verdadera
culpable es… Lucero Velázquez.
—¡Eso es mentira! —rugió Zack a un
palmo de la cara de la mujer.
Di un respingo ante tal vozarrón.
Ella echó el cuello hacia atrás y
sollozó.
—¡Me juró que su esposa había
enloquecido mucho antes de que usted
matara a su hijo Pablo Velázquez! Y
yo… en aquel entones no poseía la
misma situación económica que tengo
ahora, así que acepté el dinero que me
ofreció a cambio de hacer algo por él.
—¿Qué cojones aceptaste? —Los
reposabrazos emitieron un crujido
cuando Zack agarró con más fuerza la
madera—. ¿Qué haces con Lucero
cuando estáis a solas?
—Intento que admita que fue ella
quien mató a John Cassidy, que dio la
orden de su muerte, que declare sus
crímenes ante la justicia y confiese que
Benicio es inocente de todos los cargos
que se le adjudican.
Era evidente que Benicio había
mentido para que Lucero se proclamara
culpable de los delitos que él mismo
había realizado, y así salir impune del
crimen de John Cassidy; el único caso
que podría meterle entre rejas, si la
policía consiguiera pruebas contra él.
Las consecuencias serían catastróficas
para Zack, que se vería atrapado en una
encrucijada. Y Benicio no se detendría
hasta conseguirlo.
Estaba segura de ello.
Y Zack también.
—¿Has logrado que se lo crea?
—No del todo —admitió, trémula—.
Lucero rara vez está lúcida, sufre
mucho, pero con la nueva medicación
que le diagnostiqué está un poco más
calmada. Suele llorar al recordar la
muerte de su hijo y cuando le explico lo
que le hizo a John Cassidy, se pone
histérica y tienen que atarla a la cama
para que no se autolesione.
—Benicio la visitó hace un par de
días. ¿Por qué?
—¡No lo sé! —Sonó desesperada—.
No he vuelto a hablar con él desde que
se marchó de aquí. Todos los meses
recibo el dinero que me prometió, en un
sobre sin remitente, sin ninguna palabra
o indicación, solo el fajo de billetes.
Incluso a mí me sorprendió que fuera a
visitar a su mujer.
Zack inspiró con impaciencia.
Yo no sabía qué pensar al respecto.
—Entonces, resumiendo, Lucero no
ha declarado ante nadie.
—No. Aún no he podido… —La
psiquiatra no pudo seguir hablando
porque Zack le cubrió la boca con cinta
americana. No había necesidad de
seguir escuchándola.
Él empezó a atar el cuerpo de ella
con las cuerdas, ignorando los penosos
lamentos que emigraban de los labios de
la mujer. Mientras le veía hacer un nudo
perfecto, avancé a paso tembloroso
hacia ellos, pero Zack alzó la cabeza y
me apuntó con el dedo índice. La mirada
que me dirigió me hizo detenerme de
inmediato.
—No te muevas —ordenó con las
pupilas dilatadas, y continuó
inmovilizándola. Después, recogió la
bolsa y me dijo que me acercara con un
movimiento de sus dedos. Al hacerlo,
me tomó de la mano y subimos a la
segunda planta mientras yo echaba un
vistazo hacia atrás. Los ojos de la
doctora lucían desencajados; y no
paraba de sollozar. Entramos en un
dormitorio espacioso—. Busca en el
armario y escoge algo que ponerte. Ya
sabes. Ropa elegante y aburrida, de esa
que sueles vestir siempre.
—¿Para qué?
—Tú hazlo.
Fui al armario doble empotrado y
tras revolver un poco entre las prendas,
encontré una falda negra, una blusa color
beige y unos zapatos negros de tacón
grueso.
—La blusa es un poco grande y los
zapatos no son de mi talla.
—Servirá.
Miró a derredor. Al dar con su
objetivo se precipitó hasta la mesita
auxiliar donde reposaban un bloc de
notas y un bolígrafo. Se adueñó de
ambas cosas y pegó mi pecho al suyo.
—Cuando bajemos, no quiero que
hables. No voy a permitir que lo jodas
todo solo porque no puedas mantener
esos hermosos labios sellados. —Trazó
el contorno de mi labio superior con su
dedo índice. Sus manos ardían como
láminas de fuego—. Ahora mismo me
gustas así: calladita. Cuando sea el
momento, dejaré que grites todo lo que
quieras.
Mis mejillas se tiñeron de rojo ante
aquella insinuación, pero no me dio
tiempo a replicar. Regresamos al salón.
La doctora seguía gimoteando cuando
Zack puso el bloc en el reposabrazos, le
tomó la mano derecha y cerró sus dedos
sobre el bolígrafo.
—Escriba. Sin jueguecitos. Si no me
decepciona, nos marcharemos de aquí.
Pero si me toca los huevos, deseará
haberse muerto antes de conocerme. —
Ella asintió aturdida. Las lágrimas
regaban sus exquisitos pómulos—.
Escriba lo que le dicte y fírmelo con su
nombre.
Las siguientes palabras me
horrorizaron, pero nadie emitió sonido
mientras la doctora Blair plasmaba las
frases en el papel y lo firmaba de su
puño y letra.
Tras asegurarse de que no había nada
que pudiera perjudicarle, Zack le
arrancó la hoja y tiró de mí hasta la
calle mientras la mujer volvía a llorar y
a sacudirse, con el felino ronroneando
desde el salón, despidiéndonos, siendo
abandonados a su suerte.

No pegué ojo en toda la noche.


Después del encontronazo con la
psiquiatra, compramos comida en un
local pobre, en los bajos suburbios, y
nos registramos en un motel llamado
Heart of Texas Motel. En la habitación,
bombardeé a Zack a preguntas que él se
negó a contestar, pues prefería comer en
silencio. Pero todo aquello carecía de
importancia.
En ese momento me encontraba
oyendo el taconeo de mis pisadas
mientras andaba por los amplios
pasillos del Hospital Psiquiátrico, tras
estar una eternidad en el despacho del
director del centro, explicándole por
qué la doctora Miranda Blair no había
avisado que se sentía indispuesta, pues
esos eran los problemas de salud
expuestos en la carta, para acudir a la
visita semanal con la señora Lucero
Velázquez.
Tuve que mentir con atrevimiento
diciendo que a todos nos había
sorprendido su reciente enfermedad y
que yo estaba ahí para hacerle un favor.
Como último recurso le tendí el
pasaporte a nombre de Rachel Moore,
mi nombre falso para la misión. De mala
manera el director accedió a que
reemplazara a la psiquiatra, aunque me
advirtió que hablaría muy seriamente
con ella.
De modo que ahí estaba yo, con el
maletín colgado en mi hombro,
acompañada de una enfermera. De
refilón, atisbé mi reflejo en una ventana
cuadricular y, como en un flashback, me
vino a la mente la reacción que tuvo
Zack cuando salí del baño del motel y
me vio vestida con las prendas robadas.
Fue un momento único y desconcertante.
Los dos habíamos permanecido
inmóviles a la vez que él me observaba
con erotismo y devoción desde la
distancia, comunicándonos y desvelando
nuestros anhelos sin palabras. Y, luego,
mientras yo me estremecía y no podía
hacer nada mínimamente coherente, le
había visto andar hacia mí, analizando
cada contorno de mi cuerpo.
Su mirada quemaba.
Cuando se detuvo delante de mis
ojos, casi me quedé sin respiración a la
vez que sentía temblar partes de mi
anatomía que no sabía que podían
hacerlo. Él no dijo nada, pero tampoco
fue necesario. El modo en el que me
miró, en cómo inspiró hondo mientras
me abotonaba un botón de la blusa que
se había desabrochado por casualidad,
para luego deslizar sus dedos por mi
vientre hasta llegar al borde de la falda,
fue más que suficiente para comprender
lo que él sentía en ese instante. Y
también para deducir lo que yo
empezaba a sentir hacia él.
Fue entonces cuando supe que tenía
que terminar cuanto antes con todo
aquello, en especial cuando una parte de
mí anheló que Zack no se pensara tanto
las cosas y presionara un poco más las
yemas de sus dedos sobre mi carne.
Debía alejarme de él antes de que
cometiera la estupidez más grande de mi
existencia porque, aunque tratara de
bloquear mis pensamientos, había
ciertos deseos que estaban ahí,
acechando mi mente. Ese absurdo juego
de pelearnos estaba yendo demasiado
lejos.
Frustrada, meneé la cabeza.
Los mechones cortos de la peluca,
que velaba mi melena, rozaron mis
mejillas. Ese era el último regalo que
había mencionado Zack. Una peluca de
cabellos color rojo caoba.
Llegamos a la habitación. Le ofrecí
una sonrisa de agradecimiento a la
enfermera. La joven abrió la puerta y,
después de que entré, cerró con llave.
La figura encorvada de Lucero me
produjo un escalofrío. Estaba sentada a
un borde de la cama. El pelo dorado le
caía sin vida y tapaba parte de su rostro.
Vestía un camisón de seda con
estampados florales, que le llegaba por
debajo de las rodillas. Como si recién
hubiera sido capaz de registrar que
había alguien más con ella, giró la
cabeza en mi dirección y atrajo sus
huesudas piernas hacia su pecho.
Me aproximé a Lucero, cautelosa.
Ella empezó a inclinarse hacia
delante y hacia atrás.
—Lucero. —Al oírme se paralizó un
momento antes de volver a mecerse—.
Me llamo Rachel, la doctora Rachel
Moore. Miranda Blair no ha podido
venir hoy, pero yo cuidaré de usted —
dije sentándome a su lado sin tocarla ni
incomodarla.
—Él ha venido… —susurró mientras
agachaba la cabeza y trataba de
esconderse.
—¿Quién? —pregunté con
delicadeza. Zack me había explicado
que mi cometido era conseguir cualquier
caudal de información de boca de
Lucero. Y averiguar por qué Benicio
Velázquez le había hecho aquella visita
hacía pocos días.
—John… John vino anoche —gimió
con pesar y angustia—. Me dijo cosas
horribles.
—¿Qué le dijo? —formulé la
pregunta, aunque era imposible que
aquello fuera cierto.
Su mente enferma distorsionaba la
realidad.
—Me dijo que, si yo no lo hubiera
asesinado, ahora mismo mi niño estaría
vivo. —Lloró como si le hubieran
clavado un puñal en el pecho—. ¡No
soporto este dolor! ¡Yo tengo la culpa!
—Se tiró del pelo con el rostro
enrojecido—. ¡Soy un monstruo! ¡Soy un
monstruo! ¡Yo tengo la culpa!
Me puse de pie y me situé frente a
ella.
—Eso no es verdad. Escúcheme. —
Cogí sus manos y las retiré con
delicadeza de sus cabellos. Tenía varios
mechones en los dedos, arrancados de
cuajo del cuero cabelludo—. Lucero,
usted no es la culpable de esas muertes.
Lo que le pasó a su hijo fue una tragedia,
y entiendo su dolor. Créame que lo
entiendo. Pero usted no tuvo la culpa.
—John viene cada noche a
torturarme. Quiere que confiese. Dice
que si no lo hago nadie podrá descansar
en paz. —Se aferró con las uñas a mis
brazos y aunque me lastimó, no la aparté
—. ¡Haz que se vaya! ¡Dile que me deje
tranquila! ¡Ayúdame, por favor!
—Lo haré —me apresuré a decir—.
La ayudaré.
Sus músculos se destensaron.
—¿De verdad?
—Sí, pero primero, para que yo
pueda hacerlo, tiene que decirme un par
de cositas. —Afirmó como un juguete al
que le habían dado cuerda, dispuesta a
todo—. Hace unos días la visitó su
marido. Necesito que me cuente el
motivo de esa visita. ¿De qué hablaron?
Nerviosa, se dio la vuelta como si
quisiera desaparecer.
—Es nuestro secreto —susurró con
un timbre anormal en la voz.
—Cuéntemelo. No diré nada. Se lo
prometo.
—Es nuestro secreto…
Suspiré con engañoso cansancio.
—No puedo hacer nada respecto a
John si no me lo dice. —Tembló ante
mis palabras—. Tiene que confiar en mí.
—Se enfadará conmigo.
—¿Quién?
—Benicio. —Hizo un puchero—. Es
nuestro secreto.
—Ahora será el nuestro. No se lo
diremos a Benicio. No se enterará
nunca.
Me miró por el rabillo del ojo a la
vez que se relamía los labios con tanta
fuerza que se hizo sangre. De repente, se
apagó su mirada al tiempo que su voz se
sombreaba con los colores del odio.
Tras unos segundos realizó un gesto para
que me acercara, acomodó sus rodillas
sobre el colchón y me habló al oído,
balanceándose sobre mí. Sus labios
helados tocaron el lóbulo de mi oreja.
—Zack Cassidy pagará por todo el
sufrimiento que nos ha causado… —Un
sonido pérfido retumbó entre nosotras
cuando se echó a reír a pleno pulmón—.
¡Voy a matarlo! ¡Lo mataré! ¡Lo mataré!
¡Lo mataré!
Me aparté con brusquedad de ella.
—Usted no es una asesina.
Se encogió de hombros; un gesto
demasiado humano para venir de una
persona trastornada.
—Ellos lo harán.
—¿Quiénes?
—Los hombres que trabajan para mí.
—Lucero, nadie trabaja para usted.
—Ya he dado la orden.
—¿Qué orden? ¿Cuándo?
Gateó por la cama y se rio como una
niña, como si hubiera hecho una
travesura.
—Lo mataré. Lo mataré. Lo
mataré… —canturreó completamente
ida—. Lo mataré. Lo mataré. Lo
mataré…
Era hora de marcharme. No
conseguiría nada más de ella en ese
estado. Su locura la había consumido.
Golpeé la puerta y, de inmediato, la
enfermera me dio vía libre para salir al
rellano. Justo cuando la joven estaba
cerrando con llave, Lucero corrió veloz
hacia la puerta y empezó a aporrearla
con sus puños, gritando a vozarrones.
—¡Él morirá! —Su voz y sus
facciones habían cambiado, como si
estuviera poseída por el maligno—. ¡Y
yo recuperaré a mi hijo!
Exclamando un exabrupto, la
enfermera partió a avisar a los médicos
que la paciente se estaba autolesionando
mientras la pequeña franja de cristal de
la puerta de la habitación empezaba a
mancharse con la sangre que salía de los
nudillos de Lucero, debido a los
violentos golpes que se estaba
propinando a sí misma.
Espantada, empecé a retroceder sin
apenas percatarme y con el corazón
descontrolado, abandoné el pasillo a
trote urgente a la vez que la figura de
Lucero quedaba desfigurada por su
propia sangre, convirtiéndose en una
sombra sin alma. Dentro de mí, sabía
que ella no estaba adulterando la
verdad; aunque estuviera loca y el dolor
dominara toda su vida. Y también sabía
que más pronto que tarde aquella
realidad se transformaría en una
sangrienta pesadilla.
La peor y más mortífera de todas.
11
Zack
Miércoles, 2 de septiembre de 2009
Hospital Psiquiátrico, Austin.
Estuve esperando a Linda sentado en el
coche, sintiéndome jodidamente
impaciente por que saliera del centro
psiquiátrico. Pero cuando la vi caminar
en mi dirección, con el rostro pálido y el
cuerpo entumecido, tuve dudas de si
todo aquello había sido una buena
estrategia; si haber recorrido cientos de
kilómetros hasta Austin habría valido la
pena.
Apenas Linda se acomodó a mi lado,
oprimí el acelerador. No hablamos
durante el trayecto hacia el Heart of
Texas Motel. Por fortuna, cuando
entramos en la habitación, no hizo falta
que le exigiera hablar. Ella misma
empezó a relatar escena por escena,
palabra por palabra y cada pensamiento
macabro que le había confesado Lucero
como fruto de su demencia.
Linda parecía turbada mientras me
explicaba todo aquello. Y, joder, era
para estarlo. Pero a mí no me
sorprendió. Desde que abandonamos la
cabaña del viejo Joe, había presentido
que alguien nos estaba siguiendo. ¿Para
qué? Seguramente para matarme. ¿Por
qué no lo había hecho aún? Eso era algo
que aún desconocía. Pero daba igual. Yo
más que nadie sabía lo retorcido que
podía llegar a ser ese despojo humano
de Benicio. Mi muerte sería lenta y
dolorosa, una auténtica carnicería. En el
caso de John, fue bastante benevolente.
Linda dejó de parlotear y aguardó
una explicación de mi parte.
—No tiene a nadie trabajando para
ella —dije en tono mordaz.
Tenía mi culo apoyado en la mesa
lacada en negro y los brazos cruzados
sobre el pecho.
—Lucero no dijo eso.
—Porque está pirada. Mezcla la
verdad con las mentiras que ella misma
se inventa, o mejor dicho con las
mentiras que otros quieren que se trague.
—¿Otros? ¿Quiénes?
—¡Y yo qué sé!
—La doctora Blair…
—¿De verdad crees que Miranda es
la única involucrada en manipular a
Lucero? —la interrumpí rechinando los
dientes. Linda, al darse cuenta de lo que
aquello suponía, contuvo la respiración
—. Quizás hasta el propio director del
hospital esté involucrado en esta mierda.
O la enfermera que te atendió tan
amablemente. Benicio tiene policías a
sueldo, ojos y oídos en cualquier sitio,
incluso donde menos te lo esperas.
Afligida por mi revelación, tomó una
trémula bocanada de aire y bajó la
mirada. Permaneció así durante unos
segundos hasta que levantó la cabeza
con determinación, me miró con
expresión asesina y con toda la aversión
del mundo, clamó:
—¿En qué lío me has metido, Zack?
«Excelente pregunta», pensé.
Tras la conversación con Miranda,
Linda sabía lo suficiente como para que
su vida estuviera en juego; lo suficiente
para que Benicio la considerara una
amenaza, en especial ahora que
pretendía limpiar su maldita imagen
culpando a terceros para poder salir a la
luz y actuar con completa normalidad,
sin tener que esconderse de las
autoridades. Eso sí que me había dejado
noqueado.
—¿No vas a decirme nada? —
inquirió ante mi silencio—. ¡Da lo
mismo! —Se quitó la peluca y la arrojó
sobre la cama—. Yo ya he cumplido mi
parte. Te toca a ti. Me largo de este
infierno al que me has arrastrado sin mi
consentimiento, así que ya puedes ir
llamando a tu amigo para que suelte a
Angy.
Exprimí la mandíbula y descrucé los
brazos.
—Tú no te vas a ningún sitio. —Al
procesar el significado de mis palabras,
caminó con decisión hacia la puerta,
pero no logró dar ni dos pasos. Me
coloqué frente a ella y percibió el
peligro brotando de mí—. Te quedas
conmigo.
—¿Por qué? ¡Ya no me necesitas! —
me gritó a la cara. La vena del cuello le
palpitó con furia.
—Baja la puta voz… —gruñí.
Linda me estaba poniendo el cerebro
del revés.
—¡No! ¡Y esto se acaba aquí mismo!
¡He sido bastante considerada contigo!
¡He hecho todo lo que te ha dado la gana
pensando que, cuando hiciera lo que
querías de mí, me dejarías en paz!
La aproximé a mí con un rápido tirón
del brazo.
Su pecho ascendía y descendía con
agitación, rozándome, provocándome.
—Con todo lo que sabes de mi
mundo, de los que me rodean y de los
que han formado parte de él, eres un
blanco fácil. Te matarán apenas pises
una comisaría. —Comprimió los labios
y me encaró—. Pero en el remoto caso
de que se apiadaran de ti y te
permitieran seguir respirando, si te
suelto puedes putearme mucho más que
mis enemigos. —Le agarré la barbilla
con la mano libre y con la otra seguí
sosteniendo su brazo—. No tardarías ni
media hora en contarle todo a la poli.
—¡Ese es tu problema! —Me apartó
sin lucir ni un pelín asustada. En
realidad, estaba histérica—. ¡Yo no soy
como tú! ¿Me escuchas? ¡Maldición,
eres lo peor que he conocido nunca!
¡Eres tan tirano que no me has permitido
hablar con Angy desde que me
secuestraste! —Se le llenaron los ojos
de lágrimas—. ¡Ni siquiera sé si está
bien! ¡Joder! ¡Ni siquiera sé por qué me
has traído hasta aquí!
—¡Porque creía que Lucero sabría
dónde está Benicio! —chillé al igual
que ella. No se achicó, aunque dio un
brinco por el sobresalto—. ¡Porque
necesitaba que entraras en el puñetero
hospital y hablaras con esa loca de
mierda!
Me enterró el dedo índice en el
pecho.
—¡Pues te has equivocado! ¡Ahora
apártate y dime dónde está mi amiga! —
Respiré hondo en un intento por
tranquilizarme y evitar hacerla callar a
la fuerza. Pero mi sensatez pendía de un
hilo demasiado delgado—. ¡Hazlo!
—¡Sosiégate! —La zarandeé, la
sujeté por los hombros y la alcé un par
de centímetros. Nuestras narices se
tocaron—. Y baja la jodida voz de una
puta vez —gruñí sobre sus labios.
Me ignoró. Ni siquiera me
escuchaba.
—Tenías todo esto planeado,
¿verdad? Nunca tuviste intención de
dejarme libre. ¿Cómo no me di cuenta
antes? Con toda la ropa que me
compraste… ¡Eres un jodido lunático!
—No pude negar lo que acababa de
decir, porque tenía razón. Aunque mis
planes iniciales consistían en liberarla
después de que me echara un cable con
Lucero, dentro de mí siempre supe que
no lo haría; que la seguiría reteniendo a
mi lado—. ¡Dime dónde está Angy!
Cerré los ojos cuando el grito
reverberó en mis tímpanos.
—Baja la voz —ordené con otro
zarandeo, seguido de un empujón. Esa
mujer me sacaba de quicio—. No te lo
diré más veces.
—¡Eres patético, Zack! ¡Estás
obsesionado buscando algo que no
hallarás nunca! ¡Y al final te atraparán
antes de que encuentres a Benicio! ¡Y yo
le contaré a la policía todo lo que me
has obligado a hacer bajo chantaje
emocional!
Siguió chillando sin filtrar sus
palabras mientras yo observaba su
rostro acalorado y me sumergía en su
propia ira. Estaba tan colérica que no
parecía la mujer fría y contenida que
había escuchado todas las barbaridades
que ejecuté en el pasado, en las
entrevistas. Nuestra discusión había
estimulado a la verdadera Linda Evans y
aunque no me gustaba ese inacabable
griterío, verla así era mucho más
apasionante que aguantar el insípido
papel que interpretaba como psicóloga
forense en la trena.
Sin previo aviso, experimenté una
ferviente necesidad en lo más profundo
de mi ser. Y perdí el control de mí
mismo. Enterré las manos en su melena y
la atraje hacia mí.
Nuestras bocas colisionaron en un
duro golpe.
Con fuerza.
Con violencia.
Casi con odio.
El silencio retornó a nosotros
mientras percibía cómo su cuerpo se
ponía en tensión y los ojos se le
tornaban vidriosos, como si estuviera a
punto de llorar. No cerramos los
párpados. De repente, una espiral de
electricidad me entumeció los músculos,
como espinas envenenadas, aunque
enseguida me produjo un efecto
balsámico, profundo y visceral. Se me
aceleró el corazón como no lo había
hecho en muchísimo tiempo. Era una
sensación tan intensa que me causó hasta
dolor físico.
Sus labios eran suaves y esponjosos
comparados a los míos, crueles e
inclementes. Una desesperación
inigualable me barrió por dentro cuando
colocó sus delicadas manos sobre mi
pecho, pero no me apartó. O quizás yo
no sentí que me apartara. Linda estaba
confusa y abrumada. Lo advertía en su
mirada. Quería interrumpir el beso, pero
al mismo tiempo una urgencia mil veces
más primitiva la incitaba a continuar.
Deslicé mi lengua por sus labios,
ansiando introducirme en su cavidad.
Cuando no me permitió el paso, mordí
con avidez su labio inferior mientras
resbalaba lentamente mi palma derecha
hasta su cintura, obsequiándole sutiles
caricias en sus costados, arrimándola a
mi torso y guiándola hacia mí, hacia un
infierno placentero y lujurioso, a la vez
que con la otra mano jalaba de sus
sedosos mechones oscuros.
Gimió con los labios apretados. Sus
ojos se tornaron pesados por la
progresiva pasión que se estaba
adueñando de ella, y volvió a gemir
cuando apreció mi polla dura y gorda
contra su vientre, que insistía contra los
vaqueros. Se aferró con las uñas a mis
antebrazos y tembló como si su interior
fuera un volcán a punto de erosionar.
El dolor que me atenazó la piel me
arrancó un gruñido, pero aquel juego de
rol no era suficiente para mí. Necesitaba
más. Necesitaba que Linda lo deseara
tanto como yo, que nos empapáramos de
esa jodida y gloriosa locura que
habíamos deseado en silencio desde el
principio. Nos di la vuelta con salvaje
deseo sexual. Clavé mis dedos en la
tierna carne de su cintura y tironeé un
poco más de su pelo. La oí quejarse. Y
yo me maldije a mí mismo por no poder
finalizar nuestra conexión, por no poder
ocultarle lo empalmado que me había
puesto por ella.
La empujé contra la mesa,
literalmente.
Linda expresó un jadeo de sorpresa,
segundo que aproveché para meterle la
lengua con ansia. Se tensó como un
gatito indefenso, pero continué
saboreándola, e incrementé el ritmo de
mis labios. Ella cerró los ojos con
fuerza y empezó a respirar con dificultad
contra mi boca, como si estuviera
debatiéndose entre lo que debería hacer
o no. Justo cuando creí que no me
correspondería, me regodeé con el
primer roce de su lengua. Fue un
contacto tímido, pero los siguientes
fueron tan rudos y ardientes como los
míos. Esta vez gimió desatada cuando
volvimos a acariciarnos, cada instante
con más exigencia y más brusquedad
mientras volvía a hundir sus uñas en mis
brazos y me besaba como si lo
necesitara para sobrevivir. Yo también
cerré los ojos y me dejé cautivar por su
embrujo.
Con tortuosa demora subí mis dedos
desde sus caderas, deleitándome con
cada centímetro de su cuerpo y cada
maravillosa curva, hasta cubrir su
cabello con las dos manos. Linda se
apretujó más contra mí y yo, en
respuesta, le incliné la cabeza hacia
atrás, intentando ahondar nuestro beso,
convirtiéndolo en un ataque brutal y
fiero.
No podía pensar con claridad.
Ninguno de los dos estábamos pensando.
Pero aquello no me iba a detener.
Maldición. Sentir sus tetas contra mis
pectorales hizo que mi polla palpitara
dentro de los pantalones; aumentó de
grosor y las pelotas se me tensaron
dolorosamente cuando me imaginé con
ella en la cama, desnuda para mi
disfrute, lamiéndola entera y
follándomela hasta que el oxígeno se
negara a acudir a mis pulmones. No
podía parar. O mejor dicho no quería.
Linda, como si hubiera leído mi
mente, como si la parte racional hubiera
vencido a la irracional, separó nuestras
bocas y me miró con deseo y
perplejidad. Se estremeció al notar sus
labios hinchados, con los ojos abiertos y
la respiración fatigosa.
Jadeó con fuerza y tembló.
—Dios mío… ¿Qué hemos hecho…?
—se preguntó a sí misma en un susurro.
Esbocé una sonrisa genuina.
Ella sí que era adorable.
—Vas a destrozarme… —murmuré
contra sus labios. La breve caricia la
hizo temblar otra vez.
El corazón le bombeaba con tanta
desesperación que sus latidos hacían
eco entre nosotros y aunque el mío latía
a un ritmo menos excesivo, sentía cómo
chocaba contra mi tórax. Era una
sensación compleja de describir, como
si aquel órgano vital hubiera despertado
por fin de su letargo después de
muchísimo tiempo. O quizás después de
toda una vida.
—¿Qué?
—Tus uñas —dije mirándome los
brazos. Sus ojos siguieron el mismo
camino y retiró con rapidez sus dedos.
Yo desenredé los míos de sus mechones,
a regañadientes.
Se quedó unos segundos en silencio,
sin cesar de estremecerse, mientras yo la
miraba enmudecido.
—¿Por qué?
Supe a lo que se refería a pesar de la
concisa pregunta.
—Porque siempre hago lo que me da
la gana. —Le devolví sus palabras solo
para ver su reacción. Ella inspiró hondo,
hecha un manojo de nervios, pero
cuando se preparó para hablar unos
golpes en la puerta nos alteraron—.
¡Lárguese! —bramé con la voz aún
rasgada por el calentón mientras Linda
se relamía los labios en un acto
inconsciente. Estuve a punto de
considerar la idea de besarla otra vez,
pero el aporreo en la puerta tronó con
más insistencia. Esa mierda no era
normal. Desenfundé el revólver y le dije
a Linda—: Escóndete en el baño.
—¡Espera! No mates a nadie —se
preocupó—. Dile que se vaya, sin
violencia, por favor.
—Enciérrate en el baño —repetí con
sequedad—. Y oigas lo que oigas, no
salgas de allí.
—¿Sabes quién es?
—Ve, Linda. —La empujé unos
cuantos centímetros y caminé hacia la
puerta. Mientras la veía correr hacia el
aseo y hacía lo que le acababa de
indicar, le quité el seguro a la pistola, la
oculté detrás de mi espalda y abrí para
indagar quién era aquel incordio.
Un tío de unos treinta años, con unos
brazos duros como el acero y un peinado
a lo mohicano, tipo fanhawk, apareció
ante mí con una sonrisita estúpida en los
labios.
—¿Qué cojones son esos gritos,
socio? —me preguntó como si fuéramos
colegas de toda la vida.
Lo examiné un momento y aminoré la
presión en el gatillo.
—Disputas con la parienta.
Se rio a la vez que posaba una mano
en el marco, con confianza.
—¡Échale un puto polvo para que
deje de fastidiarnos, o yo qué sé! ¡Estoy
con un maldito dolor de cabeza desde
esta mañana y tu piba no para de dar la
lata!
—No os molestaremos más —asentí
con una sonrisa que no me llegó a los
ojos.
El desconocido dio un paso hacia
delante.
—¡Estupendo! Pero, en serio, calla a
tu chica, por favor. Es un coñazo tener
que escucharla todo el tiempo. Estamos
pared con pared, socio.
—Claro.
Se dispuso a pirarse de allí. Lo miré
con los ojos agudos y, entonces, empecé
a cerrar la puerta, convencido de que me
estaba volviendo bastante maniático.
Grave error. No debería haber bajado la
guardia porque, antes de que pudiera
analizar lo sucedido, me hallé a mí
mismo en el suelo con el arma a varios
metros de mi alcance.
El grandullón había corrido hacia mí
y me estaba golpeando sin parar con el
puño.
Como un autómata me cubrí la cara
con los brazos, formando una cruz, y le
aticé un enérgico puñetazo en la nariz.
Él se echó hacia atrás y gritó como un
bestia. De uno de sus orificios empezó a
brotar sangre. Sacando tajada de su
momentánea consternación, le propiné
una patada en el estómago y, de un salto,
me puse en pie para recoger el revólver
y acabar ya mismo con ese capullo. Pero
no lo conseguí. El cabrón apresó mi
tobillo con una mano, me hizo caer como
un saco de patatas y trepó sobre mí para
continuar con lo que se había propuesto
a hacer.
O mejor dicho lo que le habían
ordenado.
—¡Tienes suerte de que te quiera
vivo o ahora mismo estarías muerto! —
rugió mientras se colocaba a horcajadas
sobre mis caderas. Fue entonces cuando,
al levantar por completo el brazo, me
percaté del tatuaje que tenía grabado en
su piel morena. El mismo dibujo que
tenía yo, pero con un número diferente.
El que teníamos todos los que
pertenecíamos a la pandilla de Benicio
Velázquez.
¡Hijo de puta!
Esquivé el guantazo que iba con
destino a mi mandíbula y, actuando con
celeridad, introduje mis pulgares en la
concavidad de sus ojos y presioné con
todas mis fuerzas, inmovilizando su
cabeza con mis dedos. Dominado por el
dolor, chilló como un endemoniado
hasta quedarse sin aire. Aun así, logró
coger una navaja de una de sus botas y, a
ciegas, me apuñaló clavándome la
cuchilla en el brazo.
Escupí un juramento, doblé como
pude la rodilla y empujé esa tonelada de
músculos con la planta del pie. Su
enorme cuerpo se estrelló contra la
mesa, y el televisor se tambaleó en la
superficie. Lo miré a la cara, con la
sangre ardiéndome en las venas. El
mamón tenía los ojos rojos y
lagrimosos, y empuñaba la navaja con
más rabia que fuerza. Intenté gatear por
el suelo, buscando el revólver, pero no
fui muy lejos, pues estampó la silla de
madera sobre mi espalda y me obsequió
varias patadas en el estómago y en las
costillas; aun así, cuando distinguí la
pistola debajo de la cama, aquello me
dio aguante.
Me levanté jadeando, le di la
espalda y me impulsé hacia atrás contra
él. Lo arrojé al filo de la mesa y la
navaja resbaló de sus extremidades.
Repetí mis embestidas una y otra vez,
pero no podía permitirme extender más
nuestra pelea. La mirada de esa escoria
me decía que estaba a punto de mandar a
la mierda las órdenes de Benicio, así
que tras descargarle otro impetuoso
codazo en la nariz, me lancé al suelo,
rodé por la moqueta verde, enganché el
arma y disparé.
Sus sesos salieron dispersos hacia la
pared que había detrás. Todo quedó
salpicado de sangre y de su propia
carne. Su cuerpo cayó exánime ante la
gravedad.
Respirando hondo, descansé mi nuca
en el suelo. Me quedé así durante varios
segundos, tendido boca arriba y tratando
de recobrar el aliento, mientras la
sangre de la herida emergía de mi brazo
izquierdo y resbalaba en zigzag por mi
piel. Una vez que me repuse y me sentí
más calmado, me puse en pie a
sabiendas de que Linda habría oído todo
aquel escándalo. Hice caso omiso a la
quemazón que me punzaba los músculos
y, sin vacilaciones, entré en el baño,
imaginando que la encontraría
arrinconada o abrazándose las rodillas.
Nada más lejos de la realidad. Linda se
echó sobre mí y peleó como una
guerrera.
—¡Soy yo! —exclamé de malas,
pero ella continuó pataleando sin
mirarme a la cara. La retuve por las
muñecas y grité con más vigorosidad—.
¡Joder! ¡Soy yo! —Al distinguir mi voz,
me observó con el rostro contrariado y
la respiración desenfrenada.
—Pensé… pensé que te habían
matado —musitó con un temblor en el
cuerpo.
Torcí los labios en una sonrisa
cínica.
—No es tan fácil deshacerse de mí.
—Mutó de expresión al oír aquello,
pero opté por pasarlo por alto. No había
tiempo que perder—. Tenemos que
irnos.
—¿Qué ha pasado?
—Vámonos. —No cedió—. Joder,
¿volvemos a lo mismo de antes?
—Quiero irme a casa.
—Olvídalo.
—Pero…
—Sé lo que dije. —Tomé su barbilla
entre mis dedos. Estaba helada—. Y te
mentí. No voy a arriesgarme a que le
chives todo a la policía y estropees mis
planes. —Trencé nuestras manos, pero
Linda forcejeó a lo que yo respondí
forcejeando también. A esa mierda
podíamos jugar los dos—. En el fondo
te estoy haciendo un favor. Estás más
segura conmigo que sin mí.
—Lo dudo. —Miró mi brazo y mi
pómulo que había empezado a hincharse
—. Estás herido.
Su afirmación me hizo recordar la
herida del navajazo. Mascullé entre
dientes a la vez que me aferraba a su
muñeca para evitar que se alejara, y
enjuagué el corte con agua fría. El
escozor se intensificó por el contraste de
temperatura, pero me aguanté las ganas
de darle una patada a algo y limpié los
restos de sangre con la toalla.
—Cuando dé con el paradero de
Benicio, serás libre y tu amiga también.
Eso sí, tendrás que apañártelas tú sola.
Yo estaré demasiado ocupado para
salvarte el culo. —Aunque no me
creyera, era cierto que se había
convertido en un objetivo a derribar.
Tras algunos instantes asintió, sumisa.
Me alegré por su cambio de actitud—.
Bien, larguémonos de aquí.
Salimos del cuarto de baño.
Linda se detuvo al ver la pared
ensangrentada y el cadáver tirado en el
suelo.
Apartó la mirada.
—¿Venía a por mí también? —me
preguntó en voz baja.
—No lo sé, pero si saben que yo
estoy aquí, entonces también estarán al
tanto de que tú estás conmigo. Vamos —
ordené, pero no logramos recorrer ni un
paso. Esa vez fui yo el causante del
repentino parón—. Espera. ¿Qué coño
es esto?
Había algo en el bolsillo trasero del
grandullón.
La postal de un paisaje que reconocí
al momento.
—¿Tiene algún significado especial
para ti? —indagó Linda echando un
vistazo por encima de mi hombro.
—No estoy seguro… —dije mientras
observaba las avenidas llenas de luces
de colores y las decorosas
edificaciones, con las estrellas y el cielo
nocturno como componentes principales
de la escena. Con una ceja arqueada,
cacheé al matón, pero no hallé nada más
—. No entiendo por qué lleva esta
mierda encima.
—Hay unas letras ahí detrás.
Le di la vuelta a la postal y descubrí
una única palabra escrita a mano.
—Princesa… —murmuré pensativo,
pero enseguida puse mi atención en
Linda. Su rostro había palidecido y se
abrazaba a sí misma, consternada—.
¿Qué sucede?
—Nada.
—Dímelo.
Dejó escapar un sonido parecido a
un suspiro.
—Así es como solía llamarme mi
padre cuando yo era pequeña —susurró,
mirándome con angustia.
Le sostuve la mirada durante un
segundo antes de volver a escrutar
aquella palabra, con el entrecejo
arrugado. «Princesa», repetí varias
veces en mi cabeza mientras pugnaba
por descifrar aquel acertijo. Para mi
jodida desgracia, no me costó mucho
hacerlo. De inmediato, se me crisparon
los músculos de la cara, pero me
obligué a relajar el gesto para evitar que
se me partiera la maldita mandíbula.
Linda no pareció reparar en mi
reacción. Estaba demasiado distraída en
sus recuerdos.
Me guardé la postal en el bolsillo.
—Será una coincidencia. —
Entrelacé sus dedos con los míos. Por
suerte, no puso resistencia. Caminé con
ella hacia la cama, recogí la peluca y
nos largamos de allí.
Nuestra ropa la había embutido en la
bolsa deportiva temprano por la
mañana, en el maletero, antes de que nos
dirigiéramos hacia el Hospital
Psiquiátrico, así que nos metimos de
inmediato en el coche y aunque Linda
lucía lejana a todo, apresé su muñeca al
reposabrazos. Mientras conducía,
fulminé de manera constante el espejo
retrovisor y pese a que nadie parecía
seguirnos, persistí atento. Linda, por
otro lado, no habló y yo tampoco le di
pie a entablar conversación.
Era mejor que nos mantuviéramos de
ese modo, que las cosas fueran distantes
y prácticas entre nosotros. Ya suficiente
habíamos tenido con ese beso que por
poco se nos había ido de las manos.
Agité la cabeza cuando la visión de
Linda, notando mi polla contra su
estómago mientras nuestras lenguas
estaban enredadas en saliva, se recreó
en mi mente. No, joder…, no podía
pensar en eso ahora. Debía desechar esa
necesidad de mi organismo, pues
follármela solo me traería problemas.
Sin embargo, había estado a punto de
joderlo todo y si se me presentara de
nuevo la oportunidad, lo más probable
era que volviese a sucumbir.
Horas más tarde, a unos treinta y tres
kilómetros de Lubbock, me interné en
una estación de servicio. La noche se
había cernido sobre nosotros y había
oscurecido el asfalto y el territorio
sombrío. Cuatro o cinco estrellas
titilaban en lo alto. Aparqué junto a dos
árboles frondosos y salí sin darle
explicaciones a Linda. El brazo aún me
sangraba un poco, por lo que busqué la
camisa de franela para cubrir la herida,
que había adquirido un color verdoso.
Mientras me la ponía, entré en la cabina
y marqué los números, cabizbajo y con
la cadera apoyada en el vidrio.
Los pitidos colmaron la línea.
Percibí el descolgar del teléfono
seguido de una respiración parsimoniosa
e insinuante.
El primero en romper el silencio fui
yo.
—Lucero no sabe nada.
—¿Qué has averiguado? —preguntó
Morgan tras escuchar mi voz tirante.
—Excepto que está más loca que
cuerda, no mucho. Lo único que confesó
es que Benicio planea inculparla por la
muerte de mi hermano, para que no
puedan relacionarle más conmigo ni con
el homicidio de John.
—¡Será cabrón! —gruñó sin poder
contenerse—. Y ¿qué ha hecho la arpía
de Lucero?
—Nada.
—Por ahora.
Exhalé el aire a través de los
dientes.
—Si declara a favor de su marido, si
afirma que ella es la que lleva la batuta
de todos los negocios ilegales, ese hijo
de perra quedará impune. Además,
Lucero ya está metida en el psiquiátrico,
con lo cual caso cerrado. Benicio tendrá
campo libre para aparecer, matarme y
esconder mi cuerpo hasta que me pudra
en el olvido. Nadie me echará de menos,
al fin y al cabo.
—Estamos como al principio.
—Quizás no tanto. —Hice una
mueca. La carne del brazo me
molestaba, como si me la estuvieran
abrasando con un soplete—. Creo saber
cómo dar con ese capullo.
—¿Cómo? —preguntó, sorprendido.
—Envió a uno de sus secuaces a por
mí. —Eché un vistazo al coche. Los
vidrios ahumados me impedían ver a
Linda; pero estaba seguro de que ella me
observaba a mí—. Por lo visto, sabía
que me acercaría a Lucero. Mientras
peleaba con su peón, que por cierto ya
tenía el tatuaje y por la intensidad del
color era reciente, ese tío comentó que
tenía suerte de que no pudiera matarme.
—Porque Benicio quiere hacerlo por
sí mismo.
—Lo sé. Pero cuando terminé con su
vida, descubrí una postal en uno de sus
bolsillos. —Eché otra moneda para que
no se interrumpiera la llamada—. Y
había una palabra escrita en el dorso.
—¿Un mensaje dirigido a ti?
—Más o menos… —suspiré con
cansancio y me pasé una mano por el
pelo sucio y sudado—. El asunto es que
debo ir a donde el Nene. La postal es
una pista.
Soltó una risita de estupefacción.
—¿Por qué cojones mandaría a uno
de los suyos a darte una paliza con la
condición de que no te matara? Al fin y
al cabo, si ese desgraciado te hubiera
apaleado, la postal no le habría servido
de nada.
Fruncí el ceño y, a continuación,
reflexioné un momento hasta atrapar la
respuesta.
—Porque sabía que yo derribaría a
su empleado. ¡Joder! Le envió a una
muerte segura.
—Exacto. —Hizo una pausa antes de
añadir—: No sé si has visto las noticias,
pero la mayoría de las ciudades están en
alerta. La frontera está cerrada y se han
desperdigado más de cien hombres con
uniforme por las calles de California y
cercanías. Por tu seguridad, debes
mantenerte lejos de las capitales más
importantes.
—Morgan…, me niego a estar
encerrado en una puñetera habitación de
motel.
—¿Puedes pensar un momento con la
cabeza? No vayas a…
—Escúchame —lo corté,
malhumorado—. Debo hacerle una
visita a ese tipo. El Nene es la única
persona que maneja los hilos tras el
telón.
Resopló.
—Eres un jodido dolor de huevos,
Zack —farfulló Morgan, molesto—. No
he sabido nada de ese hombre desde
hace años. Tú verás. Si te pegas el viaje
hasta allí, cabe la posibilidad de que te
encuentres con nada, sin olvidar que te
estarás exhibiendo demasiado. Un
control de carretera, un despiste, y a la
mierda todo.
—Benicio confía en él para todos
sus negocios. Ese tío es el que realiza
las negociaciones y los tratos con
líderes del Cártel de Sinaloa para que la
mercancía traspase la frontera.
—¿Y si ya no trabaja para Benicio?
—Lo hace. —Eché otra ojeada hacia
atrás. Todo seguía igual, cubierto en
penumbra—. Sé que lo hace y sé que
podrá decirme algo útil, aunque tenga
que coserlo a balazos para que hable.
Benicio no ha dejado esa pista así
porque sí. Él quiere que vaya a por ese
tipo, sea cual sea el motivo.
—¿Y qué va a pasar con la chica?
—Linda se viene conmigo.
—Con que Linda, ¿eh? —No pareció
divertirle aquello—. Te la has follado
—me recriminó; él opinaba igual que yo
sobre las relaciones amorosas. El amor
te mandaba a la tumba.
—No te confundas, Morgan. Ella y
yo somos incompatibles. Además, aún
me toca las pelotas y no de la forma que
a mí me gusta.
Exhaló con brusquedad.
Esa mierda mental era agotadora.
—No voy a decirte en qué hoyo
deberías o no meterte, pero ten cuidado
con lo que haces.
Me sostuve a un lateral de la cabina.
—¿Qué hay de su amiga?
—Bien, muy bien. —Carraspeó—.
Está más calmada que cuando se
despertó en el sótano y no vio a su
colega por ninguna parte. Ahora mismo
está atada a la cama viendo un programa
de televisión. Es la única manera de que
esté con el pico cerrado y no me insulte
como si fuera la jodida niña del
exorcista. Creo que ya no nos gustamos
demasiado. La confianza ha roto la
magia. —Rio sin humor.
—Cuidado con lo que haces… —Le
devolví la pelota mientras metía la mano
en el bolsillo.
Mis nudillos rozaron la postal.
—Al contrario que tú, yo tengo la
cabeza bien despejada. Las dos, por
cierto —concretó para más señas.
Sonreí un poco antes de declarar más
sereno:
—Tienen que volver a sus vidas.
—Me parece lo más acertado.
Y lo más correcto, pensé.
—Te llamaré en unos días.
—Esperaré.
Colgó.
Situé el teléfono en su lugar
correspondiente, pero no fui hasta el
coche. En cambio, agarré la postal y leí
el mensaje escrito. Ese maldito apodo
estaba jodiéndome el cerebro,
retumbando todo el rato en mi cabeza; un
mote que persistiría conmigo en los
próximos amaneceres, desarmándome y
ahogándome en silencio.
«Princesa.»
12
Linda
Miércoles, 2 de septiembre de 2009
Lubbock, Texas.
Aquel día me pareció el más agotador
de todos los que había vivido en las
últimas cinco noches. Había pasado por
tantos acontecimientos que apenas podía
asimilarlos todos, pero si me detenía a
recapitular uno por uno, si era honesta
conmigo misma, la única situación que
realmente residía en mi memoria era el
beso que me había dado Zack. El beso
que yo le había devuelto. El beso que
casi había acabado conmigo.
Nadie podía negar que Zack era
intenso en todos los sentidos de la
palabra, pero lo que más me abrumaba
de él era el mundo al que pertenecía. Su
mera presencia representaba mi pasado,
mis miedos y mis demonios y, sin
embargo, había dejado que me besara.
Era oficial.
Había perdido la cordura.
Se me contrajo el vientre al recordar
la manera en que tomó mi boca, con
brusquedad y sin mi permiso; o cómo
separé mis labios para responderle con
el mismo anhelo que me demostraba su
exigente lengua. Fue como vivir de
verdad, como alimentarme de una fuente
extraordinaria. Nunca antes había sido
tan consciente de las sensaciones que
podía experimentar mi cuerpo como
cuando nos estábamos acariciando con
nuestras lenguas. Aquello había sido una
insensatez de mi parte, pero es que
nunca nadie se había portado así
conmigo. Nunca me habían robado un
beso y esa chispa de intimidad entre
nosotros me gustó.
Me encantó demasiado.
Por primera vez sentí cosas a las que
no podía ponerles nombres. Pero eso no
fue lo más angustiante, sino que, cuando
nuestras bocas estaban unidas y nuestros
dientes se tantearon con avidez, ansié
más. Muchísimo más. Lo quise todo,
incluso su lado menos puro y ese
pensamiento me asustó. Fue entonces
cuando me aparté de él antes de que me
embriagara su sabor y no pudiera parar
jamás.
Quizás él tenía razón.
Estaba jodida de la cabeza.
Lo miré por el rabillo del ojo. Zack
estaba conduciendo con el ceño
fruncido, en busca de un lugar donde
pudiéramos pernoctar. Hacía escasos
minutos se había detenido a realizar una
llamada telefónica, pero no me habló
tras incorporarse a la carretera. Yo
tampoco lo hice. Preferí fingir que no
estaba por la labor de dialogar. Y en
cierto modo era así, pero no por las
razones que él creía.
Era verdad que me había impactado
leer la palabra «Princesa» en el dorso
de la postal que habíamos hallado en el
cuerpo del matón. Ese mote poseía un
significado muy singular para mí y me
disgustó que un recuerdo tan bonito y a
la vez doloroso se viera mancillado por
un mundo pintado de injusticia, de
sangre y de brutalidad, pero escogí
tomarme aquello con filosofía y deseché
todos los sentimientos contradictorios
que habían empezado a apenarme el
corazón.
Sin embargo, ese apodo poca
importancia tenía comparado con el
confuso revoltijo que aún revoloteaba en
mi interior, porque tras todo lo ocurrido
en un mismo día lo único que no
conseguía quitarme de la cabeza era
nuestro beso.
De repente, el cuchicheo del motor
se atenuó con un suspiro. Estábamos en
un recinto oscuro, pero podía vislumbrar
las luces de la recepción situada a pocos
metros de nosotros. El rótulo con fondo
negro en el que figuraban las letras
Travelers Inn Motel, en color rojo,
apenas era visible en mitad de la
penumbra.
La voz de Zack, áspera y con matices
profundos, saturó el espacio.
—Ponte la peluca —dijo mientras se
acomodaba la gorra en la cabeza y luego
me arrebató las esposas. Su herida había
menguado de sangrar durante el camino
—. Descansaremos aquí.
Obediente, oculté mi melena. No era
estúpida, pero tampoco una ilusa. Sabía
que podría salir a la calle y correr hasta
que sintiera mis piernas arder, pero él
me cazaría a los dos pasos, así que
cogimos la bolsa del maletero y nos
internamos en la recepción.
La oficina era diminuta, de paredes
color crema descolorido. Detrás del
escritorio de un tono anaranjado, había
una joven de no más de veinte años que
hojeaba una revista de cotilleos de
famosos. Era guapa, de cuerpo esbelto y
pechos grandes. Cuando advirtió la
cautivadora imagen de Zack andando
hacia ella, levantó la vista y abrió con
exageración los ojos. Incluso bizqueó un
poco.
—Hola… —balbuceó y lo miró
boquiabierta. De mí ni siquiera se
percató—, ¿puedo hacer algo por usted,
señor?
Zack sonrió al comprobar que la
muchacha no le había reconocido.
Quizás ni siquiera estuviera al tanto de
lo que sucedía en nuestra nación.
—Espero que sí —dijo él apoyando
los codos sobre la mesa e inclinándose
hacia delante. Ese movimiento tan
aprendido me recordó a nuestras
conversaciones en la sala de las
entrevistas—. Una cama para dos estaría
de lujo. —Ella agrandó sus hermosos
ojos color amatista al malinterpretarle.
Con una mirada poderosa se corrigió a
sí mismo, como si no lo hubiera hecho a
propósito—. Para pasar la noche, me
refiero.
—¡Oh, por supuesto! —Se rio ella
con infantil nerviosismo a la vez que se
retocaba un mechón de pelo rubio ceniza
detrás de la oreja—. Pensé que… ¡Ay,
Dios mío! ¡Lo siento! ¡No me haga caso,
por favor!
Zack esbozó una amplia sonrisa, y la
joven se quedó absorta en sus labios. No
podía culparla. Su sonrisa tenía el poder
de seducir y excitar cada zona erógena
del cuerpo, pero que aquella
desconocida fuera la causante de la
hermosa curva que se reflejaba en su
boca, me fastidió como nunca. Sin
embargo, ambos se pusieron a coquetear
y me ignoraron como si fuera un mueble
más.
Mientras pasaban de mí, me dediqué
a observarlo todo con una mueca de
aburrimiento. Necesitaba distraerme
para evitar apartar de un empujón a esa
niñata. Entonces, vi algo entremedio de
un par de revistas viejas. Mi corazón
bombeó a toda velocidad la sangre a mi
cabeza a la vez que oía la persuasiva
voz de Zack, que intentaba convencer a
la joven para que le fuera a comprar
algo de comer a un local cercano
llamado Denny’s. Ella se hizo la difícil,
lo que me proporcionó un tiempo ideal
para reflexionar sobre mis
pensamientos. Pero, contra todo
pronóstico, tomé una decisión mucho
más rápido de lo que esperaba.
Al verles sonriéndose con
complicidad mientras ella asentía con un
coqueto aleteo de pestañas, me apoderé
del cúter que descansaba en la
superficie del escritorio y lo sepulté
debajo del conjunto de falda y blusa. La
ropa de Miranda Blair.
Durante peliagudos minutos
presencié las miradas que se
intercambiaban ellos dos, soportando a
duras penas los falsos cumplidos que
salían de los labios de Zack. Todo por
parte de él era una actuación digna de
ser premiada con un Oscar, pero, a pesar
de ser consciente de ello, un calor
sofocante se expandía por mis mejillas
cada vez que él la miraba con una
lujuria muy similar a la que había
experimentado horas antes conmigo. Y
no había razón para que me sintiera tan
violenta.
¿Qué andaba mal conmigo?
—Entonces… ¿lo harás por mí? —
preguntó Zack y dio un paso hacia atrás.
El flirteo había terminado.
—No debería, pero sí. —La joven se
mordió el labio inferior para luego
deslizarlo entre sus dientes. Se lo
humedeció con la lengua—. Pero
primero tienes que firmar aquí.
Él garabateó en el libro de registro
de clientes usando el nombre Paul
Sanders.
No me sorprendió que estuviera
utilizando el nombre de un muerto.
—Te daré el dinero después. —Le
devolvió el bolígrafo. Ella lo aceptó con
una sonrisa, le proporcionó una llave y
rodeó el escritorio.
—No te preocupes —ronroneó—. Sé
dónde encontrarte.
Zack, como todo un galán, abrió la
puerta de la recepción y me hizo una
seña para que les precediera antes de
volver a volcar su atención en la
muchacha. Otra vez ese ardor mordaz
pareció quemarme la piel, junto a una
opresión en algún punto inconcreto en el
pecho, pero no repliqué ni me negué a
hacer lo que me había ordenado sin
palabras. Salimos. Ella echó llave a la
cerradura y cuando se giró, suspiró al
tener las manos de Zack en su rostro
juvenil.
—Te estaré esperando arriba —
susurró él mientras mis ojos iban y
venían de un lado a otro.
La joven afirmó con fervor.
—¡No tardaré mucho! —Y se alejó
de nosotros.
Zack se dio la vuelta y nuestras
miradas tropezaron de forma casual. El
silencio rugía vilmente denso. Los dos
percibimos la rigidez en nuestros
músculos, pero no articulamos sonido.
Sin más ceremonias y sin mucho tacto,
me agarró por la muñeca y me condujo
hasta la habitación de la segunda planta
del bloque de viviendas de estuco
blanco, techos negros y puertas color
verde musgo.
—No sabía que te gustaran tan
jovencitas —dije sin poder contenerme
mientras le veía introducir la llave en la
ranura—. Podrías ser su padre.
Empujó la puerta con la palma y
entramos.
—Pero no lo soy —dijo con una
sonrisita que me cabreó bastante.
Mientras se quitaba la gorra y la
mantenía entre sus dedos, me senté en la
cama y él se apoyó en la puerta cerrada
—. Mi límite está en los dieciocho. Las
menores causan muchos follones, pero
cuando llevas años sin estar con una
mujer te conformas con cualquier cosa.
Me maté por mostrarme indiferente
ante sus venenosas palabras.
«Un beso no puede cambiarte tanto»,
me regañé en silencio.
—Antes hablaste por teléfono —
cambié de tema—. ¿Fue con Morgan?
¿Cómo se encuentra Angy? —Exhaló un
suspiro y asintió. Como no realizó nada
más, pregunté—: ¿Podrías decirme qué
tal está? —y al no obtener respuesta,
añadí con una hiriente delicadeza—: Por
favor.
—Tu amiga está bien, estaba viendo
la televisión.
—¿No le ha hecho daño Morgan?
Caminó hacia mí con demasiada
tranquilidad y colocó la bolsa deportiva
cerca de mi pierna derecha. Procuré no
empequeñecerme ante su gélida mirada.
—Desde que viste a tu amiga por
última vez, ¿ha habido bajas? —Fruncí
el ceño. Él aclaró su pregunta—. ¿He
matado a alguien? Excepto al hijo de
puta de hoy.
—No.
—Entonces, deberías saber que
Morgan no le ha puesto ni un dedo
encima a tu amiga.
—Se llama Angy. —Me mordí la
lengua—. Y gracias.
—¿Por qué?
—Por no herirla.
Se rio a desgana.
—Ya conoces las normas. Te portas
bien y haces lo que te ordene, y tu amiga
seguirá intacta y entera.
La conversación empezaba a ir por
mal camino, así que me levanté y
construí un muro imaginario entre
nosotros.
—Voy a ducharme si no te importa.
Varias arruguitas se dibujaron en su
frente, como si le extrañara mi repentina
docilidad.
—Ve antes de que traigan la cena —
acotó, aunque yo ya había empezado a
cruzar la distancia hasta el cuarto de
baño. Notaba el cúter manosear la piel
de mi espalda, pero me paralicé cuando
su voz penetró en el ambiente—. Linda,
espera.
Mi corazón me dio una patada en las
costillas. Me giré hacia él y nos
miramos a los ojos.
—¿Sí?
—Ven.
—¿Qué sucede? —dije
aproximándome a él hasta quedar a un
palmo de su pecho.
Me observó durante varios instantes,
con audacia y algo receloso, y yo creí
que me daría un infarto. Me fallaron un
poco las rodillas y me mareé
ligeramente, pero todo cobró sentido
cuando asió la bolsa y sacó una de sus
camisetas.
—Para después de la ducha. —Me la
ofreció con demasiada amabilidad.
—Gracias. —Extendí mi mano para
envolver la prenda blanca y palpé sus
dedos sin querer. Temblé ante el fugaz
contacto y alcé la mirada. Sus párpados
se habían entornado y habían adquirido
un color obscuro que insinuaba al
pecado.
Me marché a toda prisa de su lado y
me aislé en el baño. Debía hallar el
modo de mantener a Zack cautivo en el
dormitorio, para que yo pudiera hablar
con la policía y explicarles lo que había
sucedido. Ese era mi plan. Ellos me
ayudarían a encontrar a Angy. Estaba
segura de que las autoridades no me
dejarían desamparada. Además, si Zack
estaba retenido, no podría llamar a
Morgan y por lo tanto Angy estaría cien
por ciento a salvo de futuras represalias.
Debía ceñirme a esa estrategia. Por el
bien de todos y, en especial, por el mío.
Me desnudé, tapé el cúter con la
ropa y me ubiqué dentro de la ducha sin
esperar a que el agua se entibiara. Esas
frescas caricias me abstrajeron de todo
lo vivido. La verdad es que precisaba
de ese ligero pasatiempo; que el hombre
que había cometido innumerables
crímenes por dinero, y no se arrepentía
de ello, estuviera lejos de mi mente. Sin
embargo, no pude evitar recrearme de
nuevo en nuestro beso y me pregunté qué
habría pasado si no le hubiera detenido.
La respuesta era incuestionable.
Habríamos llegado hasta el final. Habría
accedido a que me poseyera, a que me
tumbara sobre la cama y me penetrara
con fuerza o como más se le antojara.
Era demasiado aterrador tener esa
certeza.
Cerré el grifo. Había estado tan
sumida en mis propias fantasías que no
me había dado cuenta de que estaba
tiritando. Empecé a secarme el cuerpo,
pero di un respingo al escuchar dos
golpes suaves en la puerta del
dormitorio. Era ella. La joven de la
recepción. Con cierta rabia arrojé la
toalla al suelo, me vestí con la camiseta
de Zack y tras encajar mi desastrosa
melena en la peluca, disimulé el cúter
entre la tela de mi ropa íntima y regresé
a donde estaban ellos.
El brazo derecho de Zack estaba
recostado sobre el marco; y con la mano
izquierda sostenía una bolsa de plástico.
Por culpa de su estatura, no podía ver a
la rubia. Pero ella sí me vio a mí
sentarme en el colchón. Se acercó a él y
en un murmullo bastante indiscreto,
preguntó:
—¿Es tu novia?
Zack viró la cabeza hacia mí un
segundo antes de mirarla con una cálida
sonrisa.
—No, es una prima. Lejana —
añadió con sorna mientras yo arrugaba
el edredón entre mi puño.
—Te mira mucho.
—No le hagas caso.
La joven tiró de su camisa de
franela, en busca de intimidad. ¿La
estaría besando como me había besado a
mí? Se me estrujó el corazón ante
aquella pregunta; pero era un dolor
distinto al que estaba habituada a sentir.
De repente, la oí reírse en voz alta y,
después, soltar un gemido que me
revolvió el estómago. Incapaz de
justificar esas nuevas sensaciones, me
ladeé hacia delante. ¿Estaba celosa?
¿Era así como se sentían los celos?
Volví a ladearme, inquieta. Fue entonces
cuando recordé lo que escondía bajo mi
camiseta. Mirando de reojo la salida,
cobijé el cúter debajo de mi almohada,
en el lado en el que yo solía dormir.
Me paré y caminé hacia el exterior.
—Mi padre no vendrá esta noche...
—dijo ella con voz morbosa—.
Podríamos ir a la oficina. Allí
tendremos total privacidad para… —
calló cuando aparecí como un fantasma
a su lado.
La vi dar un traspiés.
Zack no se alteró en absoluto.
—Tengo hambre, primo —dije con
una mueca irónica, arrastrando la última
palabra.
Él me miró durante un eterno
instante. Había un brillo divertido en sus
iris.
—Toma. —Me entregó la bolsa y
para desilusión de la joven, añadió—:
Me reuniré contigo en un momento.
Algo más contenta, alcé las cejas a
modo de despedida y me desplacé hasta
la cómoda, sin cerrar la puerta.
Regodeándome con los lloriqueos de
ella y los falsos «Lo siento. No puedo
dejar sola a mi prima» y miles de
excusas más por parte de Zack,
inspeccioné el contenido. Había una
caja de cigarros, dos bocadillos de
jamón cocido, chorizo mexicano, salami
con extra de queso y un sinfín de
ingredientes más, dos latas de cerveza,
dos botellines de agua y un recipiente
hasta arriba de patatas fritas con dos
botecitos de kétchup y mostaza.
Mi estómago rezongó de hambre, así
que capturé una patata crujiente y la
hundí en el bote de las salsas. Poco
después Zack despachó a la muchacha,
pero evité mirarlo a pesar de que le
sentí ponerse a escasa distancia de mí.
Como si nada me adueñé de otra patata,
pero el vacío que reinaba en mi interior
se negó a llenarse con comida. Y él lo
sabía. No era ningún ingenuo.
Alcé la mirada y nos estudiamos en
el espejo colgado encima de la cómoda.
—¿La besaste?
Se quitó la gorra y se peinó el pelo
con los dedos. Luego caminó hasta mi
posición, se pegó a mi espalda y sin
respetar mi espacio personal, colocó sus
puños a cada lado de mi cintura. La
tensión, que no paraba de acentuarse
entre nosotros desde que nos conocimos,
desde mucho antes de que hablásemos
por primera vez, condensó el aire y lo
tornó opresivo.
—Nadie se ha comido tus babas.
Enderecé los hombros a la
defensiva.
—No creo que nos haya dado tiempo
a intercambiar fluidos.
Retrocedió con una risita incrédula y
se deshizo de la camisa y de la camiseta
con movimientos arrogantes y sensuales.
Se me secó la boca al ver su torso y sus
bíceps perfectos.
—Sí nos dio tiempo —murmuró muy
despacio—. Aún tengo tu sabor en mi
lengua.
Sus palabras me sonaron
condenadamente eróticas.
—Ese corte luce horrible —dije
como si acabara de darme cuenta,
dándome la vuelta y dirigiéndome lo
mínimo hacia él—. Todavía te sangra un
poco.
Le echó un vistazo a la herida, casi
con desdén.
—Menos mal que no me dio en el
brazo derecho.
—Deberías limpiarla.
—Tráeme la toalla que usaste para
secar tu cuerpo.
Tragué saliva y lo miré por encima
de mis pestañas.
—Está empapada.
—Por eso mismo la quiero. —
Sonrió.
Me quedé algo atolondrada al
imaginar que su piel tocaría la misma
toalla que había usado yo, pero una
bofetada de sensatez me zarandeó el
cerebro y troté hasta el baño. Retorné
tras quitarme la peluca y le entregué la
toalla. Mientras se limpiaba la sangre,
cogí un bocadillo y un botellín de agua,
y me senté a devorar la comida para no
quedarme babeando ante la visión de su
firme y llamativo abdomen.
Zack no tardó en sumarse a mí, pero
no hablamos ni encendimos el televisor
y tampoco mencionamos el tema de
nuestro beso ni lo que estuvo haciendo
con la joven rubia cuando yo no pude
verles. Una vez que terminé de comer,
reposé mi cabeza en la almohada.
Estaba tan agotada que no me azoré al
sentir las esposas en mi muñeca.
—Te tomas muchas molestias
conmigo.
—Será porque no me fío de ti.
Se tumbó a mi lado.
Pensé que haríamos la cucharita, así
que encogí las piernas como si fuera un
feto. Pero para mi sorpresa, nada
agradable a su vez, él no se acercó a mi
cuerpo. Lo miré por encima del hombro,
con un nudo en la garganta. Zack
sostenía un cigarrillo entre sus dedos y
tenía la mirada fija en el techo infestado
de manchas de humedad.
—Buenas noches —musité para
llamar su atención.
Sus ojos se volvieron con pereza
hacia los míos, casi como si le
aburriera.
—Buenas noches.
Puse mi cabeza de nuevo en la
almohada, pero procuré no dormirme.
Pasaron los minutos, o quizás las horas,
hasta que apagó la luz y se acurrucó
entre la delgada manta que cubría el
colchón. Fue entonces cuando me
permití abrir los ojos. La única ráfaga
de luminosidad provenía de las farolas
en las calles y la clara nitidez de la luna.
Durante varios minutos, que me
parecieron meses, vigilé la respiración
de Zack hasta confirmar que se había
dormido. Solo entonces me giré con
tiento hacia él. Dormía boca arriba. Su
pecho desnudo vibraba a un ritmo
sostenido. Sus labios estaban algo
separados y el botón de sus pantalones,
desabrochado, exponiendo aquella
sugerente línea vertical de vello que
desaparecía poco a poco.
Ese hombre era la tentación
personificada.
Me acerqué a su rostro lo máximo
que me permitieron las esposas, con
cautela y atraída por su belleza, mientras
apreciaba que sus facciones no se
habían relajado por el sueño. Apreté los
dientes antes de palpar el bolsillo
derecho de sus vaqueros, buscando la
llave de las argollas, fracasando.
Realicé lo mismo con el bolsillo
restante, pero cesé de hacerlo cuando
Zack emitió un quejido ronco. Estaba
soñando. Trémula, aguardé con
nerviosismo sin permitir que su
imperfección me embelesara hasta que
volvió a quedarse quieto y pude
continuar con lo que estaba haciendo.
Nada. La llave no estaba ahí.
¡Mierda! ¿Dónde la habrá
escondido?
Sin la llave, no podía escapar de él.
Pero todavía había otra salida, una
más arriesgada y muchísimo más
efectiva.
De manera inconsciente, pesqué el
cúter de debajo de mi almohada. El
instinto de supervivencia me provocó un
estremecimiento helado, aunque hacía
bastante calor en la habitación. Empecé
a jadear cuando me percaté de que había
aproximado la cuchilla a su garganta y
estaba a punto de cortarle la piel. Mi
corazón latió a un ritmo inseguro al ver
que si apretaba un poco la hoja, si
ejercía una mínima presión, su carne se
abriría en canal y aquel infierno
acabaría para mí. Su existencia no sería
más que una lejana pesadilla, que
terminaría olvidando con el tiempo y se
llevaría las múltiples emociones que
sentía con él.
Qué soñadora era.
Jamás podría huir de sus garras.
Todo lo que estaba viviendo era una
ilusión creada por él mismo.
—Hazlo ahora o no tendrás una
segunda oportunidad. —Su voz fue como
una puñalada para mi inteligencia.
Grité fuera de mí cuando Zack se
acomodó a horcajadas sobre mis
caderas y atrapó mis manos por encima
de mi cabeza. Forcejeé, pero me
infringía tanto dolor que grité de nuevo,
más alto, con más potencia y más rabia.
—¡Suéltame!
—¡Cállate! —rugió e impuso más
fuerza sobre mis muñecas. Pero me
negué a soltar el cúter—. ¿En serio
crees que no veo venir tus intenciones?
Te lo dije, Linda, a mí no me engañas.
Te conozco mejor de lo que te conocerás
nunca a ti misma.
Unas esquirlas de sabor amargo se
deslizaron por mi espalda hasta la punta
de mis pies.
—¡Estoy harta de ti! —Me ardía la
garganta. Estaba segura de que tenía la
cara roja de frustración—. ¡Harta!
Endureció la mandíbula.
—Yo también estoy harto de ti. Me
tienes hasta los mismísimos cojones de
tus rebeldías. —Me empujó contra el
colchón y me inmovilizó con sus
caderas. Le sentía duro y cálido contra
mi vientre, y aquello me enloqueció.
Nuestra pelea, junto a mis intentos por
escabullirme, nos estaba produciendo un
efecto excitante—. Deberías hacer esto
más sencillo para los dos, pero te
empeñas en estropearlo todo una y otra
vez.
—¿De qué hablas? Eres tú el que…
—me interrumpí con un jadeo trémulo
cuando su pecho descendió hasta
aplastar el mío. Nos miramos y nuestros
alientos se moldearon ante la cercanía
de nuestros rostros. Su furiosa mirada se
había empezado a empañar por la lujuria
y su bragueta estaba tensa por su gruesa
erección.
Un escalofrío se proyectó hacia
abajo, en dirección a mis muslos, y
apreté las piernas.
—Lo que ocurrió no debería haber
pasado. —Tembló al verme
relamiéndome los labios. Bajó un poco
más la cabeza y cerró los ojos cuando
mi saliva le humedeció la boca—.
Joder, Linda… Esto no debería estar
pasando. —Estiró más mis brazos,
arqueándome de un modo doloroso y
exquisitamente delicioso.
—Haz que pase —dije sin pensar,
sorprendiéndonos a los dos. Su cuerpo
era un imán para mis anhelos. La pasión
que perfumaba la atmósfera me catapultó
—. Lo deseo… —reconocí en voz baja,
asustada por mi revelación—. Creo que
lo deseo desde la primera vez que te vi
en la cárcel. Haz que pase…, o me
volveré loca.
Me miró con sus pupilas que
destilaban una fuerte excitación.
Y para mi estabilidad mental…
sucedió.
Su boca abarcó la mía, con hambre y
devoción. Suspiré, introduje mi lengua
en él y me deleité con sus lengüetadas
rudas y apasionadas, que me seducían
con su agresividad. Quería demostrarle
que me moría de ganas por fundirme con
su cuerpo. Que, por alguna extraña
razón, necesitaba vincularme a él;
aunque fuera de esa manera tan
primitiva. Zack me hacía volverme
maleable.
La urgencia del beso incrementó.
Zack me devoró con sus labios, con su
lengua y con sus dientes. Mi clítoris
palpitó al mismo compás de mi corazón,
sintiéndome extasiada por su aroma y
por todas las sensaciones que él me
hacía probar. Cuando colocó una pierna
entre mis muslos, me abrí para hacerle
hueco y elevé las caderas, ansiosa por
acelerar nuestro enardecido contacto. Su
erección se restregó contra el vértice de
mi cuerpo. Estábamos flotando en el
limbo del placer.
Sus manos apretaron aún más mis
muñecas y, enseguida, su boca abandonó
la mía para descender por mi cuello a la
vez que lamía mi piel. Su pene se
insinuaba grueso y duro contra mi carne,
que ardía en ese momento. La fricción
que creaban nuestros cuerpos fue
aumentando, siendo cada vez mayor,
siempre a más.
Con los talones tiré de su trasero
hacia mí, y él respondió embistiéndome
con la ropa. El pantalón se le había
bajado entre arremetida y arremetida,
por lo que podía notar el ardor que se
acumulaba allí abajo, deseoso por
explotar en espirales de liberación. De
repente, me mordió un pecho y se
incorporó para mirarme. Entre gemidos
meneé las caderas y me froté contra su
pene a la vez que él atravesaba mi
cuerpo con su mirada, en una lenta
inspección. Sus ojos se nublaron y
exhaló deprisa por la nariz al ver mi
imagen. A mí…, abierta de piernas, con
su camiseta que apenas me velaba y las
braguitas con estampados de ositos que
se adherían a mi carne húmeda. Sentí el
primer espasmo cuando su erección se
puso aún más dura contra mi clítoris. Y
perdí la razón de mi existencia.
Me dolía esa necesidad.
Me dolía necesitarle.
—Tócame. —La voz me salió ronca
—. Necesito que me toques.
Se le dilataron las pupilas. El color
negro resguardaba gran parte de sus
brillantes iris. Respiró con pesadez
antes de soportar mis muñecas con una
mano, mientras la otra iba resbalándola
por toda la longitud de mi cuerpo,
rozando mis pezones y mis costillas
hasta tantear mis muslos. Supliqué algo
incoherente que ni siquiera yo entendí
cuando ascendió de nuevo sus vagas
caricias. Copó uno de mis pechos y, con
sus dientes, se adueñó del pezón que
sobresalía de la tela, succionándolo.
Cerré las manos y continué
restregándome contra su enorme
erección. Fue entonces cuando me
percaté de que había liberado el cúter.
Sin embargo, mi preocupación se
esfumó como una nube de humo cuando
sus dedos se aventuraron a internarse
por debajo de la camiseta. Su piel
áspera me torturaba. Le oí jadear entre
dientes mientras trasladaba su palma
abierta hacia mi espalda y me agarraba
con lujuria el trasero. Entonces, me aupó
hacia él, para que encajáramos mejor, y
prácticamente me forzó a masturbarme
contra su músculo rígido, preparado
para embestirme, con sus uñas
enterradas en mis nalgas.
Su tacto era eléctrico.
Jamás me había sentido así.
Volvimos a besarnos con más
voracidad y él empezó a masturbarme
con movimientos rápidos y
descontrolados por encima de las
braguitas, justo sobre el clítoris. Se me
activó el corazón y gemí contra su boca,
balanceándome para notarle más.
Estaba a punto de correrme.
Él también lo estaba. Su erección
había alcanzado el tamaño máximo.
Aprisioné su labio inferior entre mis
dientes. Al percatarse de mi deseo, coló
sus dedos dentro de mis bragas y
esparció mi humedad, seduciéndome
como el roce de una pluma, a la vez que
me penetraba poco a poco con el dedo
corazón hasta los nudillos.
Eché la cabeza hacia atrás en un
gesto de éxtasis y entrega absoluta.
—¡Zack…! —gemí con la voz ronca.
No me avergonzó que me viera tan
desenfrenada. En aquel momento no
podía pensar sobre mi actitud—. ¡Más
rápido! ¡Necesito… más!
A pesar de mi desesperada demanda,
detuvo sus movimientos y aminoró las
penetraciones de su dedo. Por alguna
razón, la lujuria desapareció de golpe en
él. Sus iris fueron recobrando su color
habitual y su expresión de ardor se
transformó en una indiferente. Lo que
sucedió entonces me dejó
desconcertada.
Zack no me arrancó la ropa con el
salvajismo que le caracterizaba. Ni me
hizo suya con furia explícita hasta que
estalláramos de placer, hasta que nos
doliera nuestra unión. Al contrario, su
cuerpo se tornó tenso y distante sobre el
mío, y sus palabras me cortaron por
dentro.
—No vuelvas a cometer otra
estupidez como esta —gruñó
refiriéndose a la escena del cúter y sin
darme tiempo a asimilar aquel
escenario, saltó de la cama con una
erección de caballo.
Recogió el objeto y me miró con una
frialdad que me congeló la sangre. Mi
excitación voló de un plumazo cuando,
como si quisiera que me esfumara de su
vista, me cubrió con la sábana hasta la
barbilla y se marchó al cuarto de baño, a
paso dificultoso. No tardé en oír el agua
de la ducha mientras yo era consciente
de que me dolían todos y cada uno de
los músculos de mi cuerpo, hasta los que
nunca había ejercitado.
¿Por qué me había rechazado?, me
pregunté a la vez que apretaba los ojos e
intentaba no imaginar que quizás él se
estaba tocando debajo de la alcachofa,
fantaseando sobre lo que podría haber
sucedido. Me sentía demasiado
humillada para pensar tal cosa.
Transcurrieron los minutos.
Yacía medio dormida cuando, de
repente, el colchón se hundió bajo el
peso de Zack. Como una idiota aguardé
a que me estrechara contra su pecho, o
que dijera algo sobre mis arrítmicos
meneos de pelvis, pero no sucedió nada
de eso.
Su indiferencia me achicó el alma. Y
mientras el silencio alborotaba la
atmósfera y la penumbra se interponía
entre nuestros cuerpos, cedí a los
profundos abismos de un sueño
perturbador.
13
Linda
Jueves, 3 de septiembre de 2009
Travelers Inn Motel, Lubbock.
El sonido de un disparo me arrancó de
mi inconciencia. Con las manos
engarrotadas y el corazón encogido, me
senté al sentir que el pasado me impedía
respirar mientras percibía el típico olor
a humo enturbiando el aire. Había
empezado a acostumbrarme a aquel
perfume tan denso y asfixiante, pero a lo
que nunca me llegaría a acostumbrar era
ver a Zack recostado en el marco de la
ventana, acechando las calles con
expresión imperturbable.
Con el mismo semblante, volteó su
cuello hacia mis ojos. Nos miramos en
silencio, como si estuviéramos
recordando nuestro reciente tórrido
momento, hasta que desvié la mirada y
eché un vistazo a mis muñecas. Me
había liberado de las esposas en algún
momento de la noche. La sábana perecía
enredada entre mis piernas y aún había
cierta humedad en mis braguitas; un
recuerdo de lo que había sucedido. O
mejor dicho de lo que no había
alcanzado a suceder.
Porque él no quiso.
Cerré los ojos a la vez que deseaba
que todo aquello hubiera sido una
pesadilla, pero, para mi desdicha, cada
una de las emociones vividas, aunque
las notara lejanas, eran más reales que
cualquier otra que hubiera
experimentado nunca.
—¿Por qué? —inquirí a la vez que
sujetaba mi cabeza entre mis manos, con
los codos en las rodillas.
No hacía falta que añadiera más.
Él me entendía mejor que yo a mí
misma.
Se llevó el cigarrillo a la boca. El
humo ascendió en espirales, opacando
su arrebatador rostro, antes de apagarlo
en el cenicero ubicado en el borde de la
ventana.
—Porque es mejor así. Habría sido
un error.
—Lo sé… Pero tú también querías
continuar.
No entendí por qué dije eso; quizás
porque mi orgullo estaba resquebrajado,
o porque mi corazón no podía aceptar
que me hubiera dejado con las ganas,
que fuera más impulsivo con la rubia de
la recepción que conmigo en ese
instante. Lo miré a los ojos mientras él
se dedicaba a admirar mi cuerpo como
si estuviera regodeándose en las
caricias que me había regalado hacía
pocas horas. Luego, sin más, encendió
otro pitillo y volcó su interés en las
calles.
—El café aún está caliente. —Dio
una rápida calada—. En esa bolsa de ahí
tienes un bagel recién hecho con jamón,
queso fresco y tomate.
Retiré las sábanas y cogí mi
desayuno.
—¿Ha estado ella aquí? —pregunté
tras tomar un sorbo, sentándome de
nuevo. Pensar que quizás había estado
con esa niña mientras yo dormía me
puso de muy malhumor.
Me dolía y ni siquiera sabía por qué.
—No digas tonterías.
Tras aquel breve intercambio de
palabras, me limité a disfrutar del pan
recién tostado y del sabor amargo del
café. Estaba bebiéndome las últimas
gotitas que quedaban en el vaso cuando
encendí el televisor para oír algo más
que nuestras respiraciones. Casi se me
cayó el resto de comida al regazo
cuando una casita blanca, localizada en
un barrio decente, emergió en el primer
plano de la pantalla.
Aumenté el volumen y presté
atención.
La voz de un bigotudo periodista,
con un fuerte acento inglés, informaba de
la salvajada que había consternado a la
capital de Texas, relatando el maléfico
acto que había horrorizado al vecindario
que habíamos visitado Zack y yo.
Un escalofrío me recorrió las
vértebras al distinguir una figura tapada
con una bolsa de plástico negro. La
policía había descubierto el cuerpo de
Miranda Blair esa misma mañana, atada
con cinta adhesiva y cuerdas gruesas a
una silla, golpeada con saña.
Según el informante, el homicidio de
la psiquiatra podría deberse a una
venganza personal puesto que le habían
cortado la lengua y seccionado la
garganta. La víctima aún estaba viva,
desangrándose, cuando le hicieron
profundos tajos en el rostro. No se
conocían más datos del crimen ni había
sospechosos en el punto de mira. Y por
desgracia los vecinos no habían visto a
nadie desconocido deambulando por la
zona. Habría que esperar a que los
federales indagaran más en el caso.
Entristecida, apagué el televisor y
me retiré el pelo de la cara. Tras un
segundo osé mirar a Zack. Creí que un
agujero me engulliría de un mordisco
cuando percibí que su expresión no se
había alterado. Aún era fría e
implacable, como si estuviera habituado
a ver cosas de esa magnitud todos los
días.
En cierto modo, lo estaba.
—¿Crees que ha sido…?
—Fue el matón —dijo antes de
aspirar el humo. Lo expulsó poco a
poco, con los labios apenas separados
—. No tengo ni puta idea de cuánto
tiempo nos estuvo vigilando, pero lo
más probable es que se haya encargado
de Miranda Blair apenas nos marchamos
de su casa.
Se me formó un nudo en la garganta.
—Murió por mi culpa… —musité
temblando, conmocionada—. Dejé que
la abandonaras a su suerte. No tuvo
posibilidad de defenderse contra ese
hombre.
—No fue culpa tuya. Ni mía. —
Enterró la colilla en el cenicero—.
Aunque le hubiera aflojado las amarras,
Miranda no habría sobrevivido a la furia
de ese cabrón. —Se encogió de hombros
—. Yo solo le facilité el trabajo que, al
fin y al cabo, pretendía realizar.
Sus palabras me indignaron.
—¿Cómo puedes hablar así?
—¿Así cómo?
—¡Como si no te importara!
—¡Es que no me importa! —
reconoció sin más—. En mi mundo estas
cosas suceden a diario. ¡Joder, Linda!
¡Ella no es más que un daño colateral!
Quizás, aunque no nos hubiera contado
nada sobre Benicio y Lucero, la habrían
liquidado de todas maneras. Sé que no
son más que simples suposiciones, pero
te garantizo que ese tío llevaba días
espiando nuestros movimientos.
Se me erizó el vello ante tal
afirmación.
—Pero ya no lo hace... Está muerto.
Tú lo mataste. Nadie nos espía ahora.
Torció el gesto en una mueca.
—En el mejor de los casos, no. Pero
Benicio terminará localizándonos. Tenlo
por sentado.
—Pero ¿por qué? La doctora Blair
era inocente —protesté de nuevo como
si él tuviera el poder de cambiar los
acontecimientos—. La tenía engañada.
No merecía morir.
Se acercó con rapidez hasta
plantarse a mi lado.
—Miranda sabía más de la cuenta.
Le sirvió en su momento a Benicio, pero
era demasiado arriesgado dejarla con
vida. Y tú también sabes demasiado, que
no se te olvide —me recordó y levantó
mi mentón con su dedo índice—. Así
funciona todo para nosotros. No hay
segundas oportunidades ni misericordia
en nuestro mundo. Nadie es lo
suficientemente inocente como para ser
perdonado.
—Tú tuviste piedad de ella. —Sus
labios se curvaron en una sonrisa
burlona, o más bien en algo apenada—.
No la mataste.
—¿De verdad crees que alguien
puede inspirarme piedad? —preguntó
con desaprobación mientras acariciaba
mi mejilla con su pulgar hasta la
comisura de mis labios—. Espero que tu
visión sobre mí no haya cambiado,
porque yo no lo he hecho. No intentes
ver cosas buenas en mí porque te
llevarás una gran decepción.
Pugné por no inquietarme.
Ni afligirme.
—No he olvidado ninguna de
nuestras charlas en la cárcel —admití—.
Recuerdo bastante bien todas tus
palabras. Pero si no sentiste lástima por
ella, ¿por qué no la mataste? Tú también
te exponías a que te identificara ante la
policía.
Se cernió sobre mi cabeza y me miró
peligrosamente desde lo alto.
—Porque te habrías puesto a gritar y
a llorar como una lunática. Y por mucho
que me guste ver tus mejillas
sonrosadas, no podía arriesgarme a que
te oyeran los vecinos —gruñó como un
animal—. No confundas mi decisión,
Linda. Miranda Blair me traía por culo.
Sabía que tú y yo nos habríamos
distanciado lo suficiente de Austin para
cuando ella hablara con la policía. —Se
enderezó e impuso distancia—. Pero si
te hubieras quedado en el coche, ten por
seguro que el que le hubiera seccionado
la garganta habría sido yo. Lo hubiera
hecho sin dudarlo.
Zack enfiló de vuelta hacia la
ventana y se cruzó de brazos mientras yo
lo observaba con incredulidad. No le
creía. Estaba mintiéndome y él pareció
percibir la duda en mí porque pronunció
mi nombre en un tono que no concedía
réplica.
—Linda.
—No te preocupes… —Alcé las
manos en son de paz—. Sé que eres un
hijo de puta que no guarda sentimientos
hacia nadie. Ni siquiera hacia ti mismo.
Exhaló el aire que parecía haber
estado reteniendo. Se sentía aliviado de
que pensara así de él.
—Me alegra que no seas la típica
ingenua que quiere salvar al hombre
malo, ese que está jodido.
—Sería inútil querer salvarte… —
susurré agitando la cabeza—. Tú no
tienes salvación.
Sonrió ante mis palabras en un gesto
sórdido, aunque la sonrisa no iluminó
sus ojos.
Hubo un momento de silencio y,
entonces, comentó:
—Pronto regresarás a tu vida,
podrás seguir con tu tesis e incluso
acabar el perfil psicológico en el que
estabas trabajando en el trullo. A pesar
de que las entrevistas se vieron
interrumpidas de forma tan radical,
posees material suficiente y de primera
mano.
El corazón me dio un salto suicida en
el pecho.
—¿Cuándo?
—Como mucho serán dos o tres días
más los que tienes que permanecer junto
a mí. Tu pesadilla está a punto de
finalizar a lo que a mí se refiere.
Otro vuelco, mucho más violento que
el anterior.
—¿Y cuál es tu plan? Además de
huir de las autoridades, que por cierto se
te da bastante bien.
—Debo corroborar una sospecha
que tengo con un antiguo colega de
trabajo.
—¿Está relacionada con Benicio?
¿Es sobre la postal? —Cuando Zack no
respondió, me quejé—: Vamos, ya estoy
metida en esto y no por elección propia.
Echó otro vistazo a través del cristal
antes de dejar correr la cortina, con
aspereza. Caminó hacia la cómoda, se
sentó con las piernas estiradas y me
miró a los ojos.
—Todo está relacionado con él. Mi
intuición me dice que no debe de estar
muy lejos. Quizás se encuentre mucho
más cerca de lo que imagino. Por eso
tengo que hacerle una visita a mi
compañero.
—¿Y cómo sabes que él te ayudará?
Se rascó la barba que había crecido
de manera considerable.
—No lo sé. Eso depende.
—¿De qué?
—De cuánto vale mi pellejo.
—No tiene gracia.
—Ese tío está jugando conmigo,
Linda. Le fascina jugar.
—¿A qué?
—A acechar a su presa. A cazar. Al
gato y al ratón.
Al oírle decir aquello me sentí
aletargada.
—Y en este caso en particular,
¿quién es el gato?
No dudó en replicar.
—Benicio —dijo en tono apagado,
pero al notar la turbación en mis
facciones decidió poner fin a nuestro
diálogo—. Prepárate. Dentro de poco
nos iremos.
Asentí con la cabeza, al borde de un
ataque de nervios.
Zack me miró durante pesados
segundos de una manera penetrante y
casi angustiado antes de ir de nuevo
hacia la ventana para seguir vigilando
las calles, en busca de las amenazas que
yo era incapaz de distinguir bajo la
espléndida luz del día.

Las carreteras habían empezado a


formar parte de mi existencia. Notar el
sol en el rostro y contemplar las
sombras coloreando el paisaje ocupaban
ya un hueco importante en mi día a día.
Incluso estar junto a Zack ya no me
resultaba tan espinoso como al
principio, o al menos era mucho más
soportable que antes.
Quizás pareciera ilógico que en poco
tiempo me hubiese adaptado a aquel
medio tan inédito y borrascoso para mí.
O que me estuviera adaptando con tanta
rapidez a él. Pero así era. Nuestro beso
había cambiado algo esencial entre
nosotros; aunque aún no tenía idea de
cómo iba a culminar esa aventura para
los dos. Si todo aquello, lo que le
reconcomía por dentro, acabaría por
completo con él.
—¿Cómo se llama tu padre? —me
preguntó Zack con la vista fija en la vía
solitaria.
Llevábamos unas cuantas horas en el
vehículo, sin cruzar apenas pocas
palabras.
—Scott. —Mi corazón vibró
desconsoladamente al murmurar el
nombre de mi padre. Hacía mucho que
no lo hacía—. Scott Evans.
—¿Te llevas bien con él?
—No me llevo. —Se quedó en
silencio hasta que le aclaré mi respuesta
—. Está muerto.
—¿Y tu madre?
—También —dije dibujando con mi
uña una cruz en la goma del
reposabrazos. Estaba nerviosa, como
siempre que hablaba de mi pasado—.
Los dos murieron cuando yo era una
cría.
—Por eso sufres pesadillas —afirmó
duramente—. Sueñas con ellos. No
vives en paz.
Me removí incómoda en el asiento y
curvé los dedos de los pies dentro de las
zapatillas.
¿Tan fácil le era leerme?
—Para ser sincera, casi nunca puedo
verles en mis sueños. Ellos siempre
están en un segundo plano, como si
estuvieran ahí pero realmente no lo
están. No sé si me explico... —Suspiré
con congoja—. Es el asesino de mis
padres el que me perturba en mis
pesadillas.
Le vi enarcar una ceja.
—¿Qué quieres decir?
—Un desalmado asesinó a mis
padres cuando estábamos comprando
comestibles en una tienda. Nos íbamos
de vacaciones. Era invierno. Paramos a
repostar gasolina y, de paso, decidimos
coger provisiones para amenizar el
viaje. Yo era muy pequeña. —Contraje
los tendones del cuerpo—. No me
acuerdo de muchos detalles.
—¿Conoces al culpable?
Buscó el zippo y se encendió un
pitillo.
—Ojalá lo hiciera, pero no. Mis
pesadillas han ido variando a lo largo
de los años, pero creo que nunca vi al
asesino. Estaba en shock. No entendía lo
que estaba pasando. O quizás mi mente
borró ese recuerdo de mi memoria.
Pero, pese a todo, sé que era un hombre
formado, de pelo oscuro, quizá sus ojos
eran también del mismo color. —Fruncí
el ceño mientras me concentraba en el
fleco de sombras que había empezado a
invadir mi subconsciente—. Le di esa
descripción a la policía, pero no
consiguieron dar con el responsable y, al
final, cerraron el caso.
Deposité mi mirada en la ventanilla.
—¿Creciste sola?
Negué con un movimiento poco
entusiasta.
—No, me crie con mi tía Emma en
Tacoma.
Expulsó el humo por la nariz.
—Bueno, al menos tuviste compañía.
—No exactamente. Mi tía no se
opuso a cuidar de mí cuando mis padres
fallecieron. Y le estaré siempre
agradecida. Me brindó todo lo que
necesitaba. Nunca me faltó nada
material.
—Así que ¿vienes de una familia de
ricachones? —preguntó con ese tono
curioso que rozaba el sarcasmo, pero no
se estaba burlando. Había verdadero
interés en él.
—No exactamente… —repetí con un
suspiro—. Mi tía Emma se casó muy
joven; acababa de cumplir dieciocho
años cuando conoció a un abogado de
prestigio. Se enamoraron y su vida
cambió a llena de lujos, sin sufrir
restricciones ni preocupaciones por el
dinero. El caso de mi madre fue muy
distinto. Ella se enamoró de mi padre a
pesar de que él no podía ofrecerle
ninguna comodidad.
—¿A qué se dedicaba Scott?
Se me erizó el vello al oírle llamar a
mi padre por su nombre de pila.
—Trabajaba en el puerto de Tacoma.
—Tras una pausa despejé su pregunta
anterior—. Lo que quería decir antes es
que, a pesar del patrimonio que
compartió mi tía conmigo, nunca me
sentí arropada por ella. Su vida
consistía, y consiste, en tomar el té con
sus amigas y relajar a su marido cada
vez que regresaba estresado a casa del
trabajo.
—Te dieron todo salvo cariño y
amor.
Me encogí de hombros restándole
hierro al asunto.
—Nadie se muere por falta de afecto
y con el tiempo te acabas acostumbrando
a la soledad. Si fuera al contrario ahora
mismo tú no estarías aquí. A menos que
me hayas mentido sobre tu infancia.
—Todo lo que te dije es verdad —
aseguró y me miró con una franqueza
desbordante.
—Es difícil creer que fuiste sincero.
—En ese aspecto lo fui.
Hubo un espeso y largo silencio
entre nosotros.
—¿Les echas de menos? —pregunté
de repente, con cautela, sin perderme su
reacción.
—¡Por supuesto que no! —dijo con
una carcajada amarga. Pero cuando
atisbó mi expresión triste, añadió más
serio—: No, Linda, ni siquiera pienso
en ellos.
—¿Ni cuando eras un niño?
—Ni siquiera entonces. Esas
personas dejaron de existir hace mucho
para mí. Nunca me he preguntado dónde
estarán ahora o adónde fueron cuando
nos abandonaron. Ellos decidieron
pirarse y jamás regresaron a por sus
hijos. No merecen ni un pensamiento
mío. Me importa una mierda cómo les
habrá tratado la vida.
Zack y yo no éramos muy diferentes.
Él no sabía qué se siente al ser
acariciado en el rostro por una madre. O
cuando un padre te alza al vuelo
mientras te hace cosquillas. O que se
preocupen por ti cuando caes enfermo o,
simplemente, respirar el aroma familiar
al llegar a casa después de una aburrida
jornada de colegio.
Yo tampoco sabía qué se sentía.
Ya no lo recordaba.
—Te lo pregunté en su día, pero
quiero saber si has cambiado de
opinión.
Me observó con un atisbo de
sorpresa.
—¿Estás analizándome de nuevo?
Realicé un gesto poco elegante con
los hombros.
—Más o menos.
—Está bien —cedió con una seña de
la mano—. Pregúntame lo que quieras.
—¿Te arrepientes de los homicidios
que cometiste?
—¿Cambiaría algo si me
arrepintiera?
Lo medité durante varios segundos.
—Quizás no.
—Entonces evitemos tocar ese tema
de nuevo —dijo, aunque me pareció ver
un nuevo sentimiento empañando su
semblante; algo que no pude apreciar a
simple vista—. No te haces una idea del
número exacto de mis crímenes, pero
son muchos; muchos más de los que
puedas imaginar, muchísimos más de los
que tú serías capaz de tolerar.
Respiré hondo al sentirme afligida.
—Necesito saber si tienes
remordimientos —reconocí sin poder
explicar el motivo de la pena que me
había embargado de repente.
Zack apretó el volante entre sus
dedos.
—Fui entrenado para matar. Para no
pensar en si lo que hacía estaba bien o
mal. Eso no importaba. Los sentimientos
no importaban. Nada importa. —Su
declaración me provocó ansiedad; sobre
todo cuando meneó la cabeza para
despejarse de sus propios demonios—.
No, Linda, no tengo remordimientos.
Jamás los he tenido y jamás los tendré.
—Bajé la mirada hacia mis rodillas
desnudas—. Quizás hubo personas en mi
lista que no merecían morir y, sin
embargo, murieron. Pero ya es tarde
para retroceder y deshacer mis acciones.
No gastes tus energías buscando una
manera de repararme. Estoy dañado.
Jodido desde el día en que me trajeron
al mundo. —Tomó una brusca bocanada
de aire y exhaló con fuerza—. Tú misma
lo dijiste. No tengo salvación.
Y él tampoco quería salvarse.
—No pretendo cambiarte —dije con
la voz a punto de rompérseme—. Pero
deseo saber más de ti. Sé que hay mucha
maldad en tu interior. La he visto con
mis propios ojos. La siento ahora
mismo. Pero no eres un psicópata.
Tienes sentimientos. —Cuando se rio
entre dientes, me corregí enseguida—:
Pocos, pero tienes.
—Eres toda una romántica.
Escupí una risita trémula.
—No sé mucho de romanticismo. En
ese sentido nos parecemos bastante.
—¿Por qué piensas que no soy un
psicópata?
—No lo pienso. Lo sé.
—Soy todo oídos, doctora Evans.
Hice caso omiso a su tono petulante.
—Estos días contigo me han hecho
darme cuenta de que mis apuntes
iniciales no son del todo acertados. La
primera vez que hablamos casi te
confundí con un psicópata, pero me
equivoqué. Quizás te suene a ironía,
pero eres simpático cuando te lo
propones y también un conquistador
nato. —Dibujó una sonrisita de
autosuficiencia—. No te crees más que
el resto, aunque tratas de hacérselo creer
a los demás. Eres versado en tejer
mentiras, pero no mientes de manera
compulsiva, cosa que te distingue al
instante de un psicópata.
—Sigue, por favor —dijo con sorna
—. Tu opinión es muy importante para
mí.
—Eres un gran manipulador y
reconoces de inmediato los puntos
débiles de tus adversarios, pero también
flaqueas y fallas, aunque no lo admitas
abiertamente. Afirmas que no tienes
remordimientos, pero yo no estoy tan
convencida de ello. —Zack abrió la
boca para discrepar, pero hablé antes
que él—. Eres indiferente en casi todas
las situaciones cotidianas de la vida,
pero aun así eres empático con lo que te
rodea. De lo contrario, habrías matado a
la doctora Blair. —Fue a protestar de
nuevo, pero no lo logró—. Sí, sé lo que
vas a decirme. Pero podrías haberme
encerrado en el coche y, sin embargo,
preferiste llevarme contigo; así te
asegurabas de tener una excusa para no
cometer otro asesinato.
Dio un par de caladas antes de decir:
—Joder con la psicóloga.
—¿Continúo? —pregunté con una
sonrisa.
—Adelante. Tu discurso es mil
veces mejor que la radio.
—No eres un psicópata porque no
actúas de un modo descontrolado. No
eres impulsivo ni irresponsable en ese
aspecto. Planificas tus actos, eres
calculador y detallista al extremo. Y a
pesar de ser una persona que casi roza
la insensibilidad, sí concibes
emociones.
Nos quedamos callados durante
abrumadores instantes.
—Yo también me equivoqué
respecto a ti.
Lo miré con asombro.
—¿A qué te refieres?
—No eres tan fría como pensaba. No
eres un témpano de hielo.
Varios rincones de mi cuerpo se
contrajeron por el recuerdo de la noche
anterior.
Mi corazón palpitó más deprisa.
—Fue un momento de debilidad —
musité—. Yo también soy humana.
—No me estoy quejando. Salvo que
intenten matarte con una maldita
cuchilla, siempre es un placer ver cómo
una mujer se corre a un palmo de tu
boca.
—No llegué al orgasmo.
Mis ojos se detuvieron a la altura de
su entrepierna y vi el bulto que
empujaba dentro de sus vaqueros. A él
también le excitaba lo que habíamos
protagonizado entre las sábanas del
motel. Mi clítoris se convulsionó al
recordarle embistiendo entre mis
muslos.
—Estabas a punto. Un poquito más y
te hubieras deshecho debajo de mi
cuerpo.
Era cierto, pero no se lo confirmé.
—Y, sin embargo, no quisiste
continuar.
—Te lo dije, Linda, te habrías
arrepentido si hubiéramos follado.
—¿Y desde cuándo te importa lo que
yo sienta? —Su silencio me hizo
devolverle sus palabras como una
bomba a punto de detonar—. Te lo dije,
Zack, no eres un psicópata.
Ignoré la tensión sexual que nos
acorralaba con ambición,
amplificándose cada segundo un
decibelio más, y encendí la radio para
dar por zanjada nuestra conversación.

En algún momento de la tarde, tras


engullir una hamburguesa doble con
queso comprada en un antro, mientras
Zack comía conduciendo pues no quiso
detenerse en el parking, me quedé
dormida con la frente pegada a la
ventanilla.
Al despertar, ya había anochecido.
Las piedras se acumulaban en la
irregular parcela de tierra y meneaban el
vehículo como si fuera de juguete. Esa
sección del tramo estaba apartada de las
metrópolis, lejos de todo salvo por
algunos arbustos mustios y nosotros
mismos. La oscuridad parecía querer
devorarnos.
—¿Por qué nos hemos desviado de
la carretera?
Frenó hasta suspender la marcha y
extrajo la llave de contacto.
La luna y las estrellas se encargaron
de iluminarnos.
—Estoy muerto de sueño y no hay
ningún motel a la vista —dijo echando
el respaldo hacia atrás.
—¿No es peligroso?
—Es más seguro que un motel. —Se
acomodó en posición fetal, de cara a mí,
cerró los ojos y con un bostezo,
murmuró—: Buenas noches.
—Buenas noches...
Fruncí el ceño y me quité el cinturón,
pero no pude llegar muy lejos por culpa
de las esposas. Con el cuerpo medio
doblado, procuré dormirme de nuevo,
pero por algún motivo me notaba
inquieta, aunque no tenía ni idea del por
qué.
—Deja de moverte, por el amor de
Dios —farfulló Zack a los cinco minutos
sin abrir los ojos.
Me quedé inmóvil.
—Lo siento.
Emitió un gruñido.
Recé por que pudiera caer en un
sueño profundo, pero no lo logré, así
que me quedé admirando su imagen y las
marcadas líneas de su rostro, que
exponían las duras experiencias de su
vida. Aun en mitad de la penumbra, se
veía bestialmente hermoso. Esta vez no
me sobresalté cuando abrió un ojo y me
miró con intensidad.
—Duerme.
—Creo que he dormido demasiado,
pero lo intentaré.
Cerró los ojos de nuevo. Sin
embargo, yo no pude apartar mi mirada
de él. Algo físico me atraía hacia su
cuerpo y me hacía perder el control.
Zack era nocivo para mí.
—Ayer te hubiera follado tan fuerte
hasta el punto de lastimarte —dijo de
repente, a bocajarro. Entornó los
párpados y sus iris parecieron querer
penetrar en los míos. O mejor dicho en
mí. Continuó hablando en voz baja, pero
lo suficientemente claro e imperativo
para que no hubiera más dudas en mi
cabeza—. Te habría desnudado y
poseído como llevo ansiando desde
hace semanas. Me muero de ganas de
sentir cómo te corres y te convulsionas
con mi polla dentro de ti, penetrarte con
violencia y hacer que te corras con
fuerza. Joder…, Linda…, incluso ahora
mismo anhelo arrancarte la ropa y
follarte hasta que no pudieras soportarlo
más. Y aun así no podría asegurar que
pudiese parar, aunque me lo suplicaras
entre sollozos. —Se me tornó pesada la
respiración. La suya siguió estando bajo
dominio—. Habría hecho todo lo que te
estoy diciendo, pero contigo, no con la
niñata de la recepción del motel. Solo
contigo.
Sonreí para mis adentros y me sentí
victoriosa.
—¿Y por qué no lo hiciste? —
susurré—. Yo no quería que te
detuvieras.
—Lo sé. Hasta en este momento me
permitirías que hiciera lo que me diera
la gana contigo. Huelo tu excitación
desde aquí. Siento lo mojada que estás
aun sin tocarte. —Tensé las piernas y la
fricción me hizo soltar un gemido. Sus
pupilas refulgieron en las sombras—.
No me tientes, Linda.
—¿Por qué no? Quizás me apetece
jugar.
—Estás jugando con fuego y te
garantizo que te quemarás demasiado
pronto.
—Me arriesgaré. —Le deseaba con
todas mis fuerzas. Es más, lo necesitaba
de una febril manera—. No me voy a
enamorar de ti, si es eso lo que te
preocupa.
Trazó una mueca en sus labios.
—Sería muy estúpido si te
enamoraras.
—O si tú lo hicieras.
Nos quedamos en silencio hasta que
él suspiró.
—Te haría muchísimo daño. Te
causaría un dolor tan intenso que no sé
si serías capaz de vivir con ello
después. —No se refería a un daño
físico, sino emocional. Quizás también
mental—. Deberías dormir. Nos
pondremos en marcha apenas descanse
un poco. Aún faltan varios kilómetros
hasta que lleguemos a donde pretendo.
—Dime al menos adónde nos
dirigimos.
Cerró los ojos a la vez que perfilaba
una sonrisa sensual y seductora en su
boca.
—A La Ciudad del Pecado —dijo
refiriéndose al paisaje de la postal, y se
mordió el labio de una manera
provocadora—. Tengo el presentimiento
de que será un día inolvidable.
No conocía sus planes ni qué me
aguardaba en ese lugar repleto de
placeres prohibidos y tentaciones
perversas, pero yo también presagiaba
que aquel día me marcaría para siempre.
Ese día sería un gran comienzo para
nosotros.
14
Linda
Viernes, 4 de septiembre de 2009
La Ciudad del Pecado.
Bienvenido a la fabulosa Las Vegas,
anunciaba el célebre rótulo situado en la
entrada del Strip que daba paso a la
ciudad y a los emblemáticos y
prestigiosos casinos.
A pesar de la anchura de la calzada
el tráfico estaba congestionado, así que
me dediqué a empaparme de la visión de
las avenidas plagadas de negocios y de
los turistas que se hacían cómicas
fotografías detrás de las edificaciones.
Con el clima desértico espesando la
atmósfera, me embriagué con la belleza
del Excalibur Hotel, la fuente del
Bellagio y también con el espléndido
Casino Royale.
Era una bendita locura.
La gente sonreía y caminaba alegre,
daba volteretas sobre ellos mismos y,
luego, continuaban andando al ritmo de
menudos brinquitos, con una sonrisa
estirando sus labios. Por un instante
envidié sus vidas monótonas, algo
superficiales, pero me olvidé de todo
aquello al volcar mi atención en Zack,
que recorrió en silencio otra tanda de
kilómetros antes de virar hacia una
nueva salida.
Nos hallábamos en una urbanización
con casas enormes de primera calidad.
—¿Tu colega vive aquí? —pregunté
atónita.
—Sí.
—¿Cómo es eso posible? Os
dedicabais a lo mismo, pero él puede
permitirse un estilo de vida que, por lo
visto, es bastante costoso.
—No nos dedicábamos a lo mismo.
—Me lanzó una mirada dudosa mientras
meditaba sobre si debería confiarme
más información. Se decidió tras unos
instantes—. Él lleva todo el peso de las
negociaciones con las que se enriquece
Benicio. Tiene amistades en varios
países y eso conlleva una gran
responsabilidad. Además, habla un
sinfín de idiomas y posee una memoria
privilegiada.
—¿Y tú no?
—Y tú tampoco. —Esperé a que
continuara mientras él seguía
conduciendo a baja velocidad—. El
Nene no precisa de ordenadores ni
apuntes para recurrir a los diversos
datos que maneja a diario, desde hace
décadas. Todo está en su cerebro. Y,
créeme, para un capullo como Benicio
eso es una magnífica ventaja.
Eché un vistazo a la casa que
estábamos a punto de dejar atrás.
—Tu colega tiene un caché bastante
elevado.
—Esa memoria vale muchísimo más
de lo que le pagan. —Frenó con
suavidad hasta suspender el motor.
Varios coches de diseño ocupaban el
tramo, pero todo estaba muy tranquilo,
sin nadie vagando en el exterior—. Es
aquí.
Miré la mansión de dos plantas, que
poseía una fachada en tono gris
magistral, rodeada de un jardín hermoso
y de una valla de hierro color negro
metálico.
—No hay nadie. —Las cortinas
estaban cerradas—. ¿Estás seguro de
que no está de vacaciones?
Se rio ante mi ocurrencia.
—Está ahí dentro con medio
centenar de personas.
Las calles estaban sumidas en un
silencio abrumador y el sol no era más
que una mancha rojiza en el horizonte.
—No hay nadie —repetí, taciturna.
—Intentaré no tardar demasiado —
dijo extrayendo las llaves y aun
sabiendo que las esposas me
mantendrían firme en el lugar, se burló
—: No te muevas.
Hizo ademán de bajarse, pero le
interrumpí.
—¡No puedes dejarme aquí!
Zack giró la cabeza en mi dirección
y me estudió con su pose fría y
abrasadora.
—¿Y qué propones? ¿Venir
conmigo?
—¿Por qué no? Estos últimos días he
visto de todo. No creo que nada más
pueda sorprenderme.
Esbozó una sonrisa sensual y
acomodó la mano derecha en el
reposacabezas de mi asiento.
—Te aseguro que lo que está
sucediendo ahí dentro te sorprenderá y
mucho. —Buscó algo en mi rostro a la
vez que sus ojos chispeaban con un
obscuro secretismo—. No creo que lo
resistas.
—No me asustas.
—Si vienes conmigo, debes tener la
mente muy abierta porque las escenas
que puedas ver quizás no te agraden
demasiado.
—¿A qué te refieres?
Negó con la cabeza y chasqueó la
lengua contra el paladar.
—Eso tendrás que averiguarlo tú
misma —me desafió con un brillo
perverso en sus iris grises con vetas azul
marino, medio verdosos—. Pero ya
sabes lo que dicen: la curiosidad mató
al gato.
Elevé la muñeca hacia él.
—Quítamelas.
Mientras Zack se tomaba su tiempo y
sonreía como si yo no pudiese verle,
luché por moderar mi ritmo cardíaco.
No sabía qué escondía el interior de la
casa, pero no pensaba amilanarme. Al
fin y al cabo, había visto un hombre con
el cráneo hecho añicos, con sus restos
de carne rota y destrozada derramados
en la pared de un motel de mala muerte.
Fuera, el ambiente se respiraba
sobrecargado; y no se oía ni un ruido, ni
siquiera el más superficial. Zack
entrelazó nuestros dedos y me atrajo
hacia él para guiarme hasta la valla que
custodiaba la mansión. Luego se situó a
mi espalda y me levantó sujetándome
por el trasero sin que me diera tiempo a
protestar.
—¡Salta, Linda! —ordenó con sus
dedos clavados en mis nalgas—. ¡Salta,
joder!
Mascullé un improperio a
regañadientes, colé las piernas por
encima de la franja de hierro y, a
continuación, me dejé caer con cuidado
de no pelarme las rodillas. Él se
impulsó con maestría y, un segundo
después, lo tenía a mi lado de nuevo.
—Si es tu colega, ¿por qué no
llamamos y nos presentamos como
personas civilizadas? —pregunté a la
vez que enfilábamos hacia la parte
trasera de la mansión, rodeando el
jardín, agarrados de la mano.
—Porque nadie nos haría ni puñetero
caso. La fiesta ha empezado hace más de
dos horas.
—¿Qué fiesta? No se escucha ni
música.
—La casa está insonorizada —
explicó señalando la vivienda—. Los
viernes se organiza una fiesta que
requiere invitación personal, pero no es
la típica fiesta a la que debes de estar
acostumbrada a asistir. Aquí no se
celebra nada en especial.
Hice un gesto condescendiente con la
mano libre.
—¿Por qué las ventanas están
cubiertas?
Doblamos a la derecha y nos
topamos con una puerta de cristal
acolchada con una cortina roja. Zack y
yo estábamos codo con codo. Nos
miramos. La expectación bulló a toda
presión en nuestro ser. Un excitante
hormigueo me cosquilleó toda la piel
del cuerpo.
—Para tener intimidad.
—¿Para qué?
Dibujó una sonrisa al percibir mi
tono trémulo.
—¿Nerviosa?
—No —mentí. Como si no me
creyera, curvó los dedos sobre el pomo
y entreabrió la puerta.
Unos leves sonidos resonaron en la
lejanía.
—Vuelve al coche y… —empezó a
decir, pero me zafé de su agarre, empujé
la puertecilla y me interné en una cocina
vasta y moderna, protegida por la
agobiante oscuridad que reinaba en la
estancia. Intenté hacerme con todos los
detalles del ambiente, pero no pude
evitar alterarme cuando él se colocó con
diligencia detrás de mí.
—¿Qué clase de fiesta es esta?
—Ya no puedes escapar de mí. —Su
aliento me estremeció. Lo miré por
encima del hombro cuando sus manos
empezaron a viajar hacia mi cintura, y
susurró en mi oído—: Camina.
La orden, junto a sus caricias
viciosas, me causó una sensación de
electricidad, pero logré esquivar la
isleta y toqueteando los muebles,
alcancé la salida. De inmediato, percibí
una sensual melodía. Una oleada de
ardor me invadió por dentro.
Obligándome a calmarme, atravesé el
alargado pasillo hasta vislumbrar una
luz rojiza, la vacilante llama de una
vela, que ofrecía una vaga iluminación.
La música se tornó más audible y,
cerca del umbral de una sala enorme, me
llegó el sonido de un murmullo
decadente con forma de susurros que a
cada paso se fueron convirtiendo en un
agónico y precipitoso compás de carne
chocando contra más carne, de voces
femeninas y masculinas que suplicaban
entre respiraciones rápidas, jadeos y
gemidos inestables, extasiados por el
placer más adúltero.
Casi agradecí que Zack volviera a
sujetarme cuando me temblaron las
piernas.
—¿Has estado aquí antes…? —
Perdí el habla cuando se apretó contra
mi trasero. Por fortuna, conseguí
terminar la cuestión con un suspiro
colmado de deseo—. ¿Has participado
en estas fiestas?
—Sí, aunque no tanto como me
hubiera gustado. —Su voz era turbia, tan
oscura como su alma, llena de cicatrices
—. Las Vegas no se encuentra cerca de
Seattle.
—¿Hay gente…?
—En todas partes.
Intenté retroceder, pero sus
pectorales me lo impidieron.
—No debería haber venido.
—¿A qué le temes? —Plantó sus
manos sobre mi vientre y me acercó a
sus labios. Estaba erecto, o eso me
pareció a mí, que estaba siendo
pisoteada por mi libido—. ¿Tienes
miedo a que te repugne lo que puedas
ver o a que te guste tanto que quieras
probar?
—No me gustará —dije en una débil
protesta.
—Aún no has visto lo que están
haciendo. Y no puedes decir que no te
gusta algo que nunca has probado. —
Como si hubiera tenido suficiente con
tentarme como la serpiente que
persuadió a Eva hasta hacerla sucumbir,
señaló con el mentón el umbral de la
sala—. Mi colega estará en su despacho.
No hables una vez que entremos.
Limítate a mirar.
—No te preocupes. No me llama la
atención lo que sea que estén haciendo
tus amiguitos.
Pero mentí otra vez, porque apenas
puse un pie dentro de la habitación lo
único que hice fue mirar. Y mucho. Una
parte de mí sintió que estaba violando la
privacidad de aquellas personas allí
reunidas, pero por otro lado no quería
perderme nada de lo que estaba
sucediendo. Además, a ellos no les
importaba la privacidad; de lo contrario,
jamás hubieran acudido a una fiesta tan
poco convencional.
Zack me permitió observar a mi
antojo mientras él me observaba a mí.
La sala decorada con muebles
elegantes y sofisticados, con alfombras
circulares en tonos pasteles, cada
esquina alumbrada con velas de
candelabros antiguos que parecían
múltiples luciérnagas, se veía enturbiada
por los cuerpos desnudos que se
extendían a lo largo de cada centímetro
cuadrado, con la música empañada por
otros sonidos más deleitables. Había
hombres con mujeres, hombres con
hombres, mujeres con mujeres, grupos
de ambos sexos follando desatados y
satisfaciéndose unos a otros en
posiciones que no había visto en mi
vida. Todo allí valía. No había
discriminación.
Los gemidos aumentaron y los gritos
al alcanzar el orgasmo retumbaron a mi
alrededor. Un escalofrío gélido y
caliente, intenso y prohibido, cobijó mi
interior más lujurioso. Pero no retiré mi
mirada. No pude. O mejor dicho no
quise. Ver cómo esas personas follaban
sin pausa ni prisa, sin pudor y sin
dominio, sin reservas de ningún tipo,
hizo que gran parte de mi excitación
regresara arrasándome con más fuerza
que nunca. Y, para colmo, saber que
Zack había practicado todo aquello, que
quizás podríamos hacerlo juntos, logró
que me calentara aún más.
Zack repasó mis caderas con sus
manos y me manipuló con su voz
pecaminosa.
—¿Sigue sin gustarte?
—Me asquea.
—Qué sosa eres… —se burló,
aunque sabía lo excitada que estaba por
él; lo mucho que le deseaba en ese
instante—. No perdamos más tiempo.
Me tomó de la mano y me llevó a
rastras fuera de la sala mientras yo
gozaba unos segundos más con aquel
constante chasquido de fondo, que era
música para mis oídos. Sobre algunos
muebles, había unos platos con forma
cóncava hechos de porcelana, con
grabados a mano, en los que se
insinuaban una gran variedad de
condones.
En el pasillo, gracias a las velas que
aclaraban nuestra visión, se manifestó la
entrecortada silueta de una pareja. Ella
no tendría más de treinta años, era
morena y curvilínea y tenía la cabeza
echada hacia atrás mientras sus palmas
peleaban por sostenerse a la pared que
se alzaba delante de sus pupilas
colmadas de éxtasis y otras sustancias
de dudosa legalidad. Pero sus dedos
resbalaban cada vez que era embestida
por su ferviente amante, por detrás. A la
izquierda, en una esquina secuestrada
por las sombras, un hombre cincuentón
se hacía una paja mientras le mantenía la
mirada al joven que penetraba
cruelmente a la mujer.
Todo aquello me resultó sucio y
depravado, pero también nuevo y
excitante.
—Es un voyeour. Se conforma con
mirar —dijo de pronto Zack, en un
murmullo, forzándome a seguir andando
y apretándome con sus dedos—. Le
excita mirar.
—¿Y a ti?
Ante mi descarada pregunta, me
sorprendió con la más diabólicas de sus
sonrisas. Haciéndome sudar, sus ojos se
fijaron en mi penoso escote, luego en
mis piernas y por último de vuelta a mi
rostro.
—No me importa, pero prefiero
follar. —Se encogió de hombros
mientras el deseo me rompía desde
adentro. Me gustó cómo pronunció el
verbo «follar», cómo su lengua parecía
enroscarse. Como cuando le tuve en mi
boca y me buscaba para seducirme.
Poco después viramos a la derecha y
nos vimos frente a una puerta blindada
—. No hables —susurró mientras ponía
la oreja en la madera.
Lo imité con el ceño fruncido.
Silencio.
—Me parece que tu amigo no está…
—callé cuando un golpe sordo seguido
de un jadeo delirante me hizo ponerme
en alerta.
Zack sonrió.
—Está justo donde quiero que esté.
—Agarró su revólver ante mi perpleja
expresión—. Mírame. —Lo hice—.
Mantén la boca cerrada y si la cosa se
pone fea, pon los ojos en otro sitio. No
quiero que te entrometas en mis mierdas.
Si gritas, me encargaré de que grites aún
más cuando estemos a solas. Y no será
precisamente de placer.
Aunque era una amenaza, percibí el
anhelo en su declaración.
—Estaré callada.
—Ponte detrás de mí.
—Ten cuidado, por favor. —Me
miró con sorpresa, pero me corregí a mí
misma—: Debes conservar tu vida para
que yo pueda recuperar a Angy. No te
hagas ilusiones.
Se llevó una mano al pecho.
—Me acabas de romper el corazón.
Resoplé.
—Tú no tienes de eso.
Zack puso el dedo índice sobre sus
labios y, a continuación, inclinó el pomo
con meticuloso sigilo. En ese momento
era el sicario en estado puro. Apenas
abrió la puerta, los jadeos se
convirtieron en aspiraciones agitadas y
en sonidos más acuosos que los
anteriores.
Y la curiosidad pudo conmigo.
Ladeando la cabeza, me asomé a un
lado del hombro de Zack y contuve una
exclamación. Había un hombre de unos
setenta años sentado en un sillón de piel,
frente a un escritorio de oficina, con los
primeros botones de su camisa de lino
desabrochados. Tenía la mirada en el
techo, con un gesto morboso en el rostro,
y estaba agarrado a la melena de una
mujer arrodillada entre sus flácidos
muslos, que le obsequiaba una ruidosa
mamada. El Nene, cuyo apodo era una
contradicción, se deshacía en gemidos y
ascendía la pelvis arrancándole varias
arcadas a la joven. Ella tenía el
maquillaje pegoteado a los pómulos, le
lloraban los ojos y se atragantaba con su
propia saliva, pero parecía disfrutar con
lo que hacía.
Justo cuando el orgasmo empezó a
cuajar en él, el Nene le folló la boca con
más energía a su amante. Pero Zack
había maquinado un plan aún mejor.
Contemplando divertido la escena y sin
disimular su masiva erección, carraspeó
dos veces seguidas y arruinó aquel
momento de furor y lujuria. Su colega
giró la cabeza hacia nosotros. Su rostro
se crispó en una mueca de
estupefacción, pero nuestra presencia no
impidió que se corriera con un lastimoso
alarido a la vez que mantenía la boca de
la joven hasta el fondo de su pene.
Ella gimió satisfecha antes de
levantarse con el culo al aire. Se
reajustó la minifalda que era más bien
un cinturón ancho y se relamió los labios
con restos de semen.
El Nene, un señor de pelo canoso,
constitución delgada y ojos verdes como
el eucalipto, se desplomó en el sillón sin
tapar su erección que poco a poco iba
bajando.
—Tú siempre tan oportuno, Zack…
—dijo tras varios segundos de
desaliento antes de subirse los
pantalones. A continuación, se puso en
pie y besó a la joven.
—Te hubiera llamado antes, pero
medio país me está buscando.
Le acarició las mejillas a su amante.
—No estoy muy pendiente de las
noticias, pero algo he oído, sí. —Por
increíble que pareciera, sonó sincero—.
Te veo muy bien. Y en perfecta
compañía. —Me sonrió. Yo persistí
serena—. Puedes guardar el arma, Zack.
No será necesario.
—Permíteme que sea yo quien lo
decida.
Él se encogió de hombros, como si
la amenaza le fuera indiferente, y se
dirigió a la joven.
—Cielo, después te daré tu
recompensa. Por favor, déjanos a solas.
Ella accedió con una sonrisa y
caminó hacia la salida contoneando sus
caderas. Sin embargo, al pasar por el
lado de Zack, se detuvo un instante y
guiñándole un ojo, le dijo:
—Me alegro de volver a verte,
guapo.
Y se marchó tan contenta.
No me cupo ninguna duda. Esos dos
habían follado. Y más de una vez. La
sangre burbujeó como la espuma del
más fino de los champanes en mis venas,
y mis mejillas hirvieron de rabia, pero
la voz del hombre me retornó al
presente.
—Sentaos. —Señaló dos sillones
también de piel—. No os quedéis ahí.
Di un paso hacia delante, pero el
brazo de Zack me imposibilitó seguir
avanzando.
—Estamos bien así.
El Nene frunció los labios y tomó
asiento igualmente.
—Siento mucho lo de John. Lo que
le pasó fue una verdadera putada —dijo
con franqueza—. Me gusta verte tan
bien, Zack. Siempre es agradable
reencontrarse con un viejo amigo. Han
pasado… ¿Cuánto? ¿Casi nueve años
desde la última vez que coincidimos?
—Diez.
El Nene ignoró el dato exacto.
—Pero tu visita no es algo casual,
así que ¿en qué puedo ayudarte?
Zack entornó los ojos.
Su cuerpo irradiaba ondas de
tensión.
—¿Qué tal van los negocios?
—Normal. En este mundillo no hay
mucha crisis.
—Sabes a lo que me refiero.
El hombre no se inmutó lo más
mínimo y comenzó a toquetear el
contorno de un bolígrafo; salvo unos
cuantos papeles en blanco, no había más
objetos en la mesa.
—Creo que te has equivocado
viniendo aquí. No pierdas tu tiempo y
vete… —Zack elevó la pistola y disparó
una vez. La bala perforó el yeso de la
pared emitiendo un sonido escandaloso
—. ¡Joder! ¡Detente! ¡Detente! —
exclamó el Nene con los ojos fuera de
las cuencas al comprender que Zack no
dudaría en quitarle la vida.
—¿Qué tal van los negocios? —
preguntó de nuevo.
El color de sus ojos me recordó al
de una temible tormenta de invierno.
Su colega lo miró a la cara mientras
se limpiaba la pátina de sudor de la
frente.
—Las cosas no han cambiado
mucho. ¿O acaso creías que Benicio iba
a tirar todo por la borda?
—Nunca lo pensé.
—Pues mejor, porque no ha parado
de incrementar el imperio que ya poseía.
—Se rascó el bigote blanco—. Fue
difícil al principio, pero todo se ha ido
normalizando con el tiempo.
—Cómo no. —Le sonrió Zack, con
desdén—. Tú te has encargado de que
así sea.
—Es mi trabajo —se defendió y
echó un vistazo a Zack—. Joder. Algo
me dice que ya sabes que Benicio se
ganó la desconfianza de muchos de sus
inversores tras desaparecer del mapa.
—Se rio meneando la cabeza—. Sí,
algunos de sus empleados, que se
encargaban de hacer la vista gorda en el
puerto de Seattle, no se mostraron muy
fieles a él. Por suerte, no tuvieron
tiempo de hablar con la policía. Tú ya
me entiendes. Aun así, hubo pérdidas
millonarias. Fueron unos años
desastrosos. Yo siempre estuve en
contacto con Benicio, aunque le era
imposible hablar directamente con sus
socios y menos aún enfrentarse a las
deudas.
—Pero logró pagarlas —afirmó
Zack guardando el revólver.
El Nene no presentaba ninguna
amenaza.
—Más o menos, sí. Conseguí
«ablandar» algunos de sus socios, pero
no todos estuvieron de acuerdo. El
Cártel de Sinaloa no estuvo conforme
con la suma de dinero que Benicio les
había entregado hasta entonces. Y,
maldición, aún faltan muchos millones
por liquidar. Quizás nunca salde la
deuda. Ya sabes cómo son esos tíos;
quieren cobrarse los intereses de todos
los años mal invertidos, lo cual están en
su derecho, pues ellos fueron los
mayores perjudicados en todo este
maldito desastre. Sin Benicio en el
mando y las considerables bajas que
hubo en la pandilla, no se pudo
distribuir tan ampliamente la mercancía.
Había droga de más en Seattle y en las
ciudades más grandes del estado de
California, además de los muchos kilos
que fueron confiscados por la DEA.
Era obvio que, mientras pagara,
Benicio les era a todos más útil vivo
que muerto.
—¿Dónde se oculta?
—Benicio nunca ha huido de Seattle
—dijo él sorprendiéndonos con su
respuesta—. Durante su ausencia, tuve
que mover ficha en otra dirección, eso sí
es cierto. Él pasó a ser una sombra en
los negocios, aguardando que sus
enemigos se olvidaran de él o que por lo
menos no quisieran cortarle el pescuezo.
Continuó operando en la clandestinidad
en el Estrecho de Puget y, también, en el
puerto de Seattle, pero bajo otro
nombre; uno que le proporcionó cierta
libertad a la hora de entablar
conversaciones, sin llamar la atención
de las autoridades.
El rostro de Zack se ensombreció
tras pocos segundos de perpetuo
silencio.
—El nombre de su esposa. —La
irritación pugnó en él—. Ha estado
haciéndose pasar por Lucero.
—No le quedó otra opción. La
policía intensificó su búsqueda con toda
esta historia del asesinato de John. Pero
supongo que las cosas cambiarán un
pelín a partir de ahora.
Fruncí el ceño al igual que Zack.
—¿Qué cojones dices?
—Que pronto Benicio no tendrá que
esconderse; podrá participar de manera
activa en los negocios y hacerse de
nuevo con el poder que ahora mismo
tiene tan limitado.
—¿Lo dices por mí? ¿Porque planea
matarme?
—No eres el ombligo del mundo,
Zack. En este caso Lucero tiene más
protagonismo que tú.
—No me gustan los putos rodeos,
Tom —gruñó con el instinto animal
barriendo su ser hambriento de venganza
—. ¿Qué más ha hecho Lucero por su
marido?
—Ella sabe menos que tú y yo
juntos. Una persona que no se vale por
sí misma es fácil de manipular y Benicio
se ha aprovechado de esa condición. La
ha manipulado hasta tal punto que ayer
Lucero se declaró la autora del
homicidio de John Cassidy. —Zack
endureció los músculos y negó con la
cabeza, maldiciendo en silencio—. Sé
lo que te preocupa y descuida. No le
diré que has estado aquí. Esto no me
concierne.
—Dices que se encuentra donde
siempre.
—Sí, pero el lugar exacto tendrás
que averiguarlo tú mismo. Yo no puedo
decirte más, porque no tengo idea. Si
quieres un consejo de colega a colega,
huye antes de que te localice porque
cuando lo haga será demasiado tarde y
no tendrá clemencia contigo.
—Yo lo encontraré primero.
El hombre se levantó del sillón con
una mueca en los labios. Era hora de que
nos marcháramos.
—No se juega con Benicio. Y tú ya
le has cabreado bastante.
—Tampoco se juega conmigo.
¿Quieres un puto consejo de colega a
colega? —Le devolvió la frase—. No te
fíes de él porque cuando dejes de serle
lucrativo, te matará.
Zack agarró mi brazo y, como una
marioneta, me dejé trasladar hasta la
salida. Pero la voz de ese hombre nos
paralizó y al girarnos, noté que tenía sus
ojos verdes fijos en mí.
—¿Quién eres, hermosura?
—Linda… Linda Evans —dije a
pesar de la advertencia de Zack.
—¿Evans? ¿En serio? —preguntó
mirando a Zack, estupefacto, medio
riéndose—. ¡No puede ser…! ¿La hija
de…? —dejó de hablar cuando Zack
sacó su arma a una velocidad
sorprendente.
—¿La hija de quién? —pregunté,
pero no me respondieron. Siguieron
estudiándose con aire austero,
expresándose miles de confesiones sin
palabras.
Se hizo una larga pausa.
El hombre suspiró con resignación.
—Tened cuidado —nos dijo con
amabilidad, pero Zack ya me había
empezado a conducir hacia el pasillo.
Me aparté de él y le planté cara.
Estábamos solos en la semipenumbra.
—¿La hija de quién? —No replicó
—. ¡Dímelo! ¡Basta de secretos!
Me aproximó con brusquedad a su
pecho.
—Te ha confundido con otra
persona.
—Mientes —siseé a un palmo de sus
labios—. Si es sobre mí tengo derecho a
saberlo.
—Cuando salgamos de aquí,
hablaremos.
—¡No! ¡Dime ahora mismo a quién
se refería…! —Perdí la voz cuando
cerró una mano alrededor de mi muñeca,
abrió una puerta en la que no había
reparado y me empujó adentro. Me
volteé con la intención de pelear si
hiciera falta, decidida a conseguir
respuestas, pero me quedé helada al ver
dónde y con quién estábamos.
Ese dormitorio era amplio, todo
pintado en tono burdeos que casi se
confundía con el negro. Había una cama
King Size con dosel y en una esquina,
una silla de estilo victoriano y una
cómoda que cubría la zona de la
derecha. La lámpara fabricada con finos
cristales enfocaba vagamente la
habitación y transmitía pinceladas de
intimidad, magnificando la oscuridad,
las emociones y los sonidos.
Un sofoco se apoderó de mí.
Jadeé.
Sobre la cama, un hombre arremetía
contra una mujer madura, mucho más
que él, de cabello rubio y con unos
enormes pechos naturales que rebotaban
con cada empellón. Pero ella estaba más
pendiente de la morena que yacía
despatarrada sobre la cómoda, con las
piernas abiertas y tocándose el clítoris
con movimientos deliberados, mientras
un caballero con un traje negro,
confeccionado a medida, se limitaba a
observarles.
Nadie nos prestó atención.
Y yo no logré moverme.
Sentí cómo me humedecía de nuevo,
avergonzada por no ser capaz de
dominar mis instintos más bajos ni
controlar las reacciones de mi cuerpo.
Gemí en voz baja cuando el hombre
salió abruptamente del interior de la
rubia e instaló las rodillas a cada lado
de su rostro. Ella le regaló una
entusiasta mamada. A decir verdad, se
tragó entera la bestial y venosa erección
que relucía de fluidos corporales.
Apreté con fuerza los muslos y una
cálida presión se alojó allí abajo.
Mientras, Zack, detrás de mí, hundió su
rostro en mi cuello y subió las manos
hasta mi estómago.
—Te gustaría ser ella —afirmó a
media voz, sugerente. Estuve a punto de
decirle que no, pero ¿para qué
engañarme? ¿Para qué seguir negando lo
evidente?
—Sí —jadeé y puse mis manos
sobre las suyas. La tensión entre
nosotros había alcanzado la cumbre y
estaba acabando con mi salud mental—.
Y a ti te encantaría ser él.
Se restregó contra mis nalgas.
—Eso no es nada comparado con lo
que me gustaría hacerte.
Lo miré por encima del hombro.
—¿A qué esperas entonces?
Al oírme sus ojos se oscurecieron y
dejaron una perenne huella en mí.
Osada, arrastré nuestras manos hacia
arriba, en dirección a mis pechos, pero
él enterró con rapidez sus yemas cerca
de mis costillas y me detuvo en seco.
—No sabes lo que me estás
pidiendo… —susurró en tono ronco y
excitado—. No me conoces y cuando lo
hagas, agradecerás que me esté frenando
tanto.
Agité la cabeza y me giré hacia él.
De ese modo era más sencillo
concentrarse en la conversación, pues el
hombre había abandonado la boca de la
mujer y se estaba ensañando
embistiéndola a cuatro patas. La morena
de la cómoda seguía ronroneando y
esparciendo su humedad por sus
hinchados labios vaginales, y el
caballero de la silla aún no se había
tocado como si le produjera placer
sufrir así.
—Sé lo suficiente de ti y de lo que
eres capaz de hacer. Sé que eres una
versión siniestra del ser humano y que
nunca cambiarás, porque no quieres ni
puedes. Sé que esto acabará más mal
que bien y que lo que podamos tener no
tiene futuro. Pero también sé que me
deseas. Y por alguna razón que escapa
de la lógica yo también te deseo.
Inspiró hondo y se acercó como si
fuera a besarme.
—Con todo lo que te he demostrado,
deberías despreciarme.
—Lo hago, pero también… —No
sabía qué tipo de fuerza perversa me
empujaba hacia él, hacia la boca del
lobo—. Lo necesito. Lo quiero. Y lo
deseo. —Me alcé de puntillas y me
aferré a la cinturilla de su pantalón, pero
él esquivó mis intenciones—. ¿Por qué
no?
—Porque nos estaría condenando a
los dos. —Un orgasmo femenino se oyó
a lo lejos seguido de un par de gruñidos
guturales—. Sería nuestra condena,
Linda.
—Arriésgate… —susurré a la vez
que un estremecimiento me laceraba por
dentro y por fuera—. Hazlo. Conmigo.
Quemémonos juntos.
Sus ojos conectaron con los míos y
mi franqueza propició que se dejara
barrer por la lujuria, por la necesidad
que sentíamos y ansiábamos satisfacer.
Rodeó mi nuca con una mano y me besó
como si yo fuera de su propiedad, como
si todas aquellas horas reprimiéndose le
hubieran colmado tanto como a mí.
Le clavé las uñas en los omoplatos.
No pensé en las personas que estaban
follando a escasos metros de nuestra
posición. O que cabía la posibilidad de
que nos hubieran seguido, o que su
colega nos hubiera mentido y ya le
hubiera dicho a Benicio que nos
encontrábamos en Las Vegas. No pensé
en nada salvo en nosotros.
Apresó mi labio inferior entre sus
dientes y me mordió con fuerza, a modo
de catada sobre cómo nos
desbordaríamos en breve. El sabor de la
sangre explotó en mi lengua y envolvió
la suya.
—Me odiarás tanto que querrás
matarme —dijo sobre mi boca húmeda
de nuestras salivas.
—Ya te odio y también he querido
matarte.
Tembló bajo mi tacto por el control
que estaba ejerciendo sobre sí mismo.
—No habrá vuelta atrás, Linda.
—Lo sé. —Le acaricié el labio
superior con una tenue lengüetada y
mirándolo a los ojos, murmuré con un
jadeo—: Tenías razón. Estoy tan jodida
como tú.
No se lo cuestionó más veces. Me
sacó de allí, respirando con afán. Por el
camino me adueñé de algunos condones,
ya que él tenía la mente en otro sitio.
Subimos con premura una serie de
escaleras hasta hallarnos en la segunda
planta. La mayoría de los dormitorios
estaban ocupados, pero descubrimos una
habitación vacía casi al final del rellano
y, con ansia viva, entramos chocándonos
entre nosotros. La bombilla parecía que
no funcionaba bien, pero el propósito
era crear un toque incitante.
Zack cerró la puerta con el talón, me
volteó entre sus brazos y volvió a
besarme con urgencia. Había despertado
a la bestia, al hombre en su estado más
primitivo, pero no me acobardé a pesar
de la dolorosa forma en la que me
estrechaba contra él, sepultándome con
sus músculos. Quizás esa era su manera
de reclamarme.
De hacerme suya.
De que yo le hiciera mío.
Bajó las manos hasta el borde de mi
camiseta y me la quitó por la cabeza. Le
siguió el sujetador. Desnuda de cintura
para arriba, se quedó observando mis
pechos a la vez que los acariciaba y
abarcaba sus formas con posesividad.
Mis pezones se endurecieron. Enterró su
rostro en mi carne, los lamió y los
pellizcó mientras gemía mi nombre entre
susurros. Durante varios segundos me
torturó de ese modo mientras yo me
derretía bajo sus ardientes caricias. Una
vez que mis pechos adquirieron un color
rosado intenso, se quitó la ropa de
arriba casi a tirones y se aproximó a mí
para que nuestros cuerpos se tocaran y
se restregaran.
Lo que sentí fue mágico.
Llamas de pasión.
Jamás había necesitado algo como lo
necesitaba a él.
Sollocé como si estuviera a punto de
correrme y eché la cabeza hacia atrás al
tiempo que Zack iba dejando un reguero
de húmedos besos por mi clavícula y me
desabrochaba los shorts. Se regodeó
unos instantes amasando mis nalgas
entre gruñidos, con las palmas abiertas,
antes de llevarme en volandas hasta la
cama. Nos tumbó a los dos y terminó de
desnudarme. Luego se irguió para
mirarme, con las manos apoyadas en el
colchón, y contempló hasta mis partes
más íntimas.
Parecía un león admirando a su
presa.
Como si me hubiera grabado en su
retina, me besó a un ritmo más pausado,
con una mano sobre mi cuello. Su lengua
sabía a peligro. Él me embriagaba hasta
emborracharme, pero necesitaba más…,
así que separé las piernas y él encajó
sus caderas. Sus dedos fueron
encaminándose hacia mi vientre hasta
cubrir mi pubis para que notara el calor
que transmitían sus poros, como
irradiaciones, como el mismísimo sol.
Sin embargo, apenas me tocó.
Busqué desesperada sus caricias.
Incluso estuve a punto de gimotear de
impotencia cuando, de repente, me
arqueé como si hubiera sido
electrocutada y grité de placer ante los
perezosos círculos que empezó a trazar
sobre mi clítoris. Ebrio de mí, metió su
lengua en mi boca y se tragó mis
gemidos. Yo le respondí de una forma
mucho más agresiva: hundí mis dedos en
su pelo, se lo revolví, se lo tiré y me
sostuve a él.
Si seguía así, iba a correrme pronto.
Demasiado pronto.
Zack se enderezó como si hubiera
tenido el mismo pensamiento y dejó de
masturbarme.
—Abre más las piernas.
Apenas lo hice, ubicó su cabeza
entre mis muslos y su aliento se dedicó a
atormentarme también. Su lengua
delineó sutilmente un paseo de saliva
hasta mi muslo derecho, para luego
seguir avanzando, tomándose su tiempo,
pero no hacia el punto que más lo
precisaba. Mi respiración se convirtió
en un caos y mi corazón, en un órgano
desenfrenado. Elevé las caderas; y su
barba me pinchó.
—No me hagas suplicar.
Sus ojos brillaron al oírme.
Sonrió.
Y a mí se me empañó la vista. Me
tensé y gemí en voz alta, como una
sinvergüenza, cuando sin preverlo lamió
mi clítoris con fingida timidez, para
luego tirar más de mí hacia su boca y
ejercer una magnífica presión sobre mi
carne. Zack me devoró con sus labios,
imitando un beso ávido y esbozando
movimientos irregulares sobre mi piel,
algunos dulces y suaves, otros más duros
e insistentes, a la vez que sujetaba mis
muslos con sus palmas para que me
fuera imposible cerrar las piernas
mientras me retorcía sin ningún pudor
contra su boca.
Cerré los ojos y me toqué los
pechos.
Estaba sumergida en un bucle de
sensaciones extremas.
—Mírame, Linda… —me ordenó. Y
yo, automáticamente, alcé la cabeza. Yo
no era más que ojos vidriosos, un
cuerpo trémulo, cardíaco y bañado en
sudor. Él también jadeaba, con la barba
húmeda de mí—. Mira cómo te follo con
la lengua.
Me apoyé sobre mis codos con algo
de esfuerzo y levanté las caderas en una
invitación para que continuara. Él sonrió
con malicia y entonces procedió a
follarme tal como había prometido. Era
tanto el placer que me proporcionaba
que los párpados se me empezaron a
cerrar, pero me obligué a abrirlos
cuando me mordió antes de penetrarme
todo lo que pudo con la punta de la
lengua. Los primeros espasmos me
aceleraron el corazón.
Enredé mis dedos en sus mechones,
con los músculos del vientre tensos.
—No te detengas… —rogué cuando
volvió a dar vueltas sobre mis pliegues.
Mientras me lamía con ansias, introdujo
dos dedos en mí, me dilató para él y los
movió con suavidad para contrarrestar
los vigorosos envites de su lengua—.
No puedo más... —Aprisioné sus
extremidades al contraerme—. ¡Me
corro, Zack! —Me fallaron los brazos y
mi cabeza rebotó en la cama, muerta de
placer y desenfreno—. ¡Ay, Dios…!
¡Voy a correrme!
Apreté la mandíbula e intenté no
gritar, pero cuando succionó mi clítoris
a la vez que sus dedos salían y entraban
en mí, con energía y alcanzando puntos
que no sabía que existieran, fue
imposible contenerme. El orgasmo me
vino tan de repente que me faltó el aire.
Fue intenso, ardiente y excitante,
infinitamente devastador. Le comprimí
los dedos, me convulsioné y me corrí en
su boca.
Él no paró de lamerme hasta que le
aparté con cuidado, temblando y
jadeante. La barba le brillaba por mi
orgasmo. Con una sonrisa hincó los
codos a ambos lados de mi rostro y rozó
mis labios con los suyos. Sin poder
resistirme le envolví el cuello con los
brazos, lo empujé hasta que me abatió
con su peso y lo besé como si necesitara
agradecerle de algún modo todo el
placer que me acababa de dedicar; un
placer desconocido y adictivo que iba a
necesitar como el agua a partir de ese
momento.
Tras un último y apasionado beso, se
levantó y retrocedió para recoger los
condones que yo, sin que me hubiera
dado cuenta, había soltado cuando
entramos en la habitación. Los lanzó a la
cama y, observándome, se desabrochó
los vaqueros y se los bajó junto con los
calzoncillos. Casi me corrí otra vez.
Estaba duro como una piedra, hinchado
y grueso. Imaginar que pronto estaría
dentro de mí hizo que se me secara la
boca y los latidos de mi corazón se
volvieran lerdos.
Zack caminó hacia mis piernas ya
listas y flexionadas, se situó entre ellas
y, entonces, rompió el envoltorio de un
condón. Tras ponérselo y ajustar su pene
en mi entrada, me dio un breve beso en
los labios y, mirándome fijamente,
susurró:
—Eres lo más hermoso que han visto
mis ojos en treinta y ocho años. —
Empujó lo mínimo para hacerme gemir.
Le arañé los bíceps y me arqueé sin
poder evitarlo—. Lo más jodidamente
perfecto, y yo estoy a punto de
corromperlo.
Y entonces me penetró.
Con rabia.
Robándome el aire de los pulmones.
Se recostó sobre mí y yo lo abracé
con las piernas, queriendo notarle tan
adentro como me fuera posible. Su pene
grueso me llenaba por completo. Me
dilataba de una manera deliciosa.
Gemimos a la misma vez y nos pusimos
más excitados cuando Zack empezó a
moverse más rápido y enterró sus dedos
en la colcha para impulsarse a sí mismo.
Contraje los músculos de mi vagina y
me enganché a su espalda impregnada de
sudor. Él respondió penetrándome con
una potencia más brutal y decidida.
Nos miramos a los ojos. Era
increíble pero me vi reflejada en ellos.
Me perdí en la grandiosidad de sus iris
a la vez que dirigía mis dedos hacia su
trasero para seguir el vaivén de sus
caderas. Cuando le acaricié los
testículos desde atrás, su respiración se
transformó en frenéticas y fugaces
exhalaciones. Zack dejó escapar un
largo gemido de lujuria. Sin poder
evitarlo agarró mis pechos con las dos
manos y apremió sus embestidas
mientras gruñía algo a través de los
dientes.
Mi nombre.
Como una oración.
Uno. Dos. Tres. Y cuatro
penetraciones más. Y se corrió cerrando
los párpados, tensándose y quedándose
muy quieto mientras se vaciaba en mi
interior. Le sentí palpitar al tiempo que
notaba su aliento sobre mis labios y me
maravillaba al verle tan vulnerable, tan
humano, tan mío; aunque no hubiera ni
catado el orgasmo.
Zack tardó varios segundos en
calmarse, hasta que entornó los ojos y
dejó un beso fugaz en el valle de mis
pechos. Yo le devolví el gesto, en su
tatuaje, en el número 17 que se fundía
con las llamas. Frunció el ceño y con
una expresión confusa se salió de mí, se
sentó sobre sus rodillas y tiró de mi
mano para que quedara a horcajadas
sobre él.
Se quitó el condón.
Seguía erecto. Y yo aún necesitaba
desahogarme.
—¿Sucede algo? —pregunté al verle
fruncir con más profundidad el ceño
mientras empezaba a masturbarle con las
dos manos, para que recuperara el
tamaño.
—Me siento como un maldito
virgen… —dijo con un suspiro y se
puso otro preservativo.
Fue entonces cuando me di cuenta de
que yo era la primera mujer con la que
tenía sexo después de muchísimos años.
Sonreí al sentirme poderosa. Él
también sonrió, pero enseguida volvió a
penetrarme.
—Ahora puedes esforzarte un
poquito más —musité con una caída de
pestañas. Me arañó la barbilla con los
dientes y yo pellizqué sus labios con los
míos. Éramos unos salvajes. Retrocedió
sin llegar a salirse del todo y, entonces,
me embistió con fuerza. Dejé caer la
cabeza hacia delante cuando volvió a
hacerlo, cada vez con más violencia—.
¡Joder…, me encanta! ¡Sigue, por favor,
sigue!
Enredó un brazo alrededor de mi
cintura y empezó a embestirme con una
rudeza inhumana y déspota. Sus
penetraciones eran cortas, rápidas y
vehementes, tanto que grité cada vez que
chocaba contra mi carne. Hundí las uñas
en sus hombros con la intención de
hacerle el mismo daño que él me
causaba a mí, pero aquello le alentó a
intensificar sus apasionados empujes.
Me tomó por la nuca con su mano libre y
apretó, inmovilizándome. Mis mejillas
se inundaron de lágrimas al sentir esa
sublime combinación de dolor y placer.
Iba a explotar como nunca antes
había explotado. Zack me estaba
destrozando de un modo tan adictivo que
me haría suplicarle que volviera a
hacerlo. Siempre.
Capturó mi cuello con la mano
izquierda, dejándome a escasos
milímetros de su boca.
—Tómame, Linda —dijo
cediéndome el control,
compadeciéndose de mí—. Hazlo o
seguiré tomándote de la manera más
bruta que sé. Conmigo no hay término
medio.
—No... —Empezó a alejar su mano,
pero evité que se apartara—. No quiero
que haya punto medio entre nosotros.
Quiero esto. A tu manera, porque
también es la mía. —Lo era, aunque no
lo sabía. Hasta ahora. Hasta que llegó
Zack y revolucionó mi vida con la
potencia de un tornado.
Cualquiera en su lugar hubiera
reflexionado sobre lo que le acababa de
confesar, pero él no perdió el tiempo. En
cambio, fue despiadado a la hora de
follarme. En ocasiones incluso me faltó
el oxígeno por la presión que ejercieron
sus dedos en mi cuello, pero él sabía el
momento exacto en que debía aliviar la
opresión; aquello me proporcionó un
placer tan prohibido que sentí miedo de
mí misma.
De mis anhelos.
De lo que podría llegar a desear.
El orgasmo empezó a abatirme. Si el
anterior fue intenso, aquel me rompió en
dos. Mis músculos internos le ordeñaron
sin consideraciones mientras su cuerpo
se estremecía en una silenciosa onda de
placer. Nos corrimos juntos. Nos
besamos. Nos succionamos la lengua y
mientras nos mirábamos a los ojos, nos
tocábamos y nos contemplábamos de
verdad, como no nos habíamos
molestado en hacer hasta ese segundo,
sucedió algo asombroso. Con total
nitidez descubrí una diminuta franja de
luz centelleando en su interior. Logré
leer en su alma parte de lo que escondía
y entonces, solo entonces, me di cuenta
de que no todo era oscuro. No todo era
malo. No todo estaba perdido. Aún
podía rescatar cierta benevolencia en él.
Su lenta y pesada exhalación me
devolvió a la realidad. Me estaba
secando las lágrimas con sus nudillos.
Fue una caricia tan tierna y
despreocupada que no pude evitar que
se me encogiera el corazón. Nuestro
encuentro sexual, de repente, se había
tornado agridulce.
Suspiré y miré su rostro. Había un
profundo dolor en sus ojos. Quizás él
también podía ver las mismas grietas de
sufrimiento en los míos, pues ambos
sabíamos que no saldríamos impunes de
lo que acabábamos de hacer. Nuestros
actos tendrían consecuencias
destructivas en nuestras vidas. Los dos
éramos conscientes de que acabábamos
de cometer un terrible error.
Un error que pagaríamos con
lágrimas teñidas de sangre.
15
Zack
Sábado, 5 de septiembre de 2009
A pocas millas de St. George.
La había cagado. Había reprimido mis
malditos deseos para no joderlo todo
aún más, para evitar destruir a Linda
cuando descubriera la verdad sobre su
pasado, pero al final metí la pata hasta
el fondo. Fue imposible seguir
resistiéndome por más tiempo. Las
ganas de follármela ganaron la batalla
contra la razón.
Mientras nos alejábamos de La
Ciudad del Pecado, repasé lo que había
sucedido en la casa de El Nene en un
intento por entender cómo había perdido
el control de esa manera. Pero no hallé
ninguna explicación; al contrario, mi
polla creció de tamaño al recordar a
Linda cabalgando extasiada sobre mí.
Joder. Fui un cretino. La había hecho
llorar y en vez de sentirme mal por ello,
lo único que quería era verla en ese
estado tan malditamente excitante otra
vez.
No podía evitarlo. No podía
dominarme. El salvajismo que
emplearon conmigo, cuando era un crío,
lo volcaba en el sexo. Pero tampoco
había olvidado que Linda retornaría
pronto a su vida y una vez que me
enfrentara a Benicio y dependiendo de
quién de los dos acabara con un agujero
en el cráneo, ella averiguaría por qué
intenté que no tuviéramos ningún vínculo
emocional, ni siquiera carnal.
El sexo era un elemento demasiado
poderoso, capaz de forjar ataduras más
eficaces que el amor. O quizás el sexo
era el principio de todo. No tenía ni puta
idea.
En todo caso, si tuviera una pizca de
compasión le habría confesado lo que
conocía de ella. Pero como un cabrón
egoísta, preferí aprovechar los pocos
instantes que nos quedaban juntos antes
de que quisiera arrojarme al infierno y,
lo más probable, arrancarme los huevos
con los dientes.
La miré discretamente por el rabillo
del ojo mientras sus palabras se
reproducían en mi cabeza. «No quiero
que haya punto medio entre nosotros.
Quiero esto. A tu manera.»
Mierda.
La necesitaba, así de simple, sin más
vuelta de tuerca.
Paré derrapando a lo kamikaze en el
arcén y me peleé con la cremallera de la
bragueta, procurando desabrocharla a
toda velocidad, como un desesperado
que aguardaba su dosis de heroína.
Linda me observó con más deseo que
vacilación y, sin emitir sonido, se sentó
a horcajadas sobre mí. Casi me di de
hostias cuando me percaté de que no le
había puesto las esposas. Me estaba
volviendo descuidado y eso podía
resultar peligroso. Incluso letal. Pero me
olvidé de mi estúpido desliz en cuanto
Linda coló su mano en mis calzoncillos
y se adueñó de mi polla, que había
empezado a expulsar las primeras gotas
de líquido preseminal.
Había anochecido hacía horas. La
luna parecía enfadada con el mundo y
los camiones hacían temblar el vehículo
cada vez que pasaban por nuestro lado,
pero ni siquiera eso consiguió frenarnos.
Le bajé los tirantes de la camiseta,
enrollando el sujetador en su cintura, y
sus preciosas tetas, que me pusieron aún
más cachondo, quedaron a la vista
mientras ella deslizaba su mano arriba y
abajo por toda mi polla, con suavidad,
como si temiera lesionarme.
—Apriétame. Más fuerte, Linda.
Más… —jadeé al sentir cómo me
hinchaba entre sus dedos. Ella obedeció
y aumentó la intensidad de sus caricias.
Mascullé una bendición en voz baja,
la sujeté por detrás de la cabeza y
estampé mi boca contra sus labios. Nos
besamos como si no lo hubiéramos
hecho en las últimas horas. Me succionó
la lengua al igual que yo succioné la
suya. Nos enroscamos. Nos seducimos
como dos amantes que se conocían de
siempre mientras el anhelo comprimía la
atmósfera. Su mano estaba empapada de
mí. Siguió acariciándome, más rápido, y
yo ascendí y descendí mi pelvis
descontrolado, como si me la estuviera
follando. En realidad, quería follármela
a ella.
Lo ansiaba.
Gruñí de placer cuando apretó mi
polla de nuevo. Se me encogieron los
músculos y me invadió un cálido
escalofrío cuando la sentí toquetearme
las pelotas con la mano libre. Empezó a
explorarme más abajo, con tímida
indecisión.
—¡Joder! —Aparté sus manos
porque estaba a un paso de correrme—.
Eres la única que me ha tocado así en
toda mi puta vida. Podría correrme con
solo mirarte. Con solo respirar tu olor.
No mentía.
Todo se volvía inestable con ella.
Sonrió por el cumplido y balanceó
más rápido las caderas, dándome a
entender lo que quería. Con una seña le
indiqué que se despojara de los shorts.
Apenas obedeció, las braguitas negras
de encaje desaparecieron también. Me
mordí el labio inferior y acaricié su
coño húmedo, listo y caliente. Sus
gemidos empezaron a llenarme y
lograron que mi polla palpitara tan veloz
como mi corazón.
—Fóllame. Necesito que lo hagas —
me suplicó. Cuando hablaba así, tan
sucio, tan tremendamente desinhibida,
me entraban ganas de eyacular como un
adolescente. Continué tocándola, con la
mirada fija en la suya, mientras de vez
en cuando esparcía su humedad hasta la
abertura de su culo—. Fóllame, Zack.
No tuvo que decírmelo otra vez.
Empecé a follarla. O más bien ella me
folló a mí.
Introduje dos dedos en su coño y los
arqueé. Linda apresó mi muñeca con una
mano y la movió dentro y fuera,
intensificando y aminorando la
velocidad a momentos. Soltó un gemido,
largo y decadente, y yo me humedecí el
labio inferior, ciego de morbo. En
circunstancias normales me hubiera
regodeado prohibiéndole lo que ansiaba
tanto, pero me dejé utilizar como un
muñeco y me masturbé a la vez que
observaba su rostro sofocado y
contraído por descargas de lujuria.
Ella era lo más jodidamente erótico
que había presenciado nunca.
—¡Dios! —gimió como si estuviera
agonizando, deslizándose sobre mis
dedos—. Me encanta todo lo que me
haces.
—A mí me encantas tú.
Me miró a los ojos cuando uní
nuestras frentes y respiramos sobre
nuestros labios, nutriéndonos de los
sonidos que ambos emitíamos. Tembló y
siguió empalándose sobre mis dedos,
estremeciéndose, hasta que de súbito
echó el cuello hacia atrás y se corrió
con un grito ahogado. Su coño me
engulló como si quisiera que formara
parte de ella. Con rapidez me oprimí la
base de la polla para no eyacular
también. Linda me enloquecía. Era una
deliciosa tentación.
Cuando paró de temblar y reunió aire
suficiente para no desmayarse por la
violencia del orgasmo, extraje mis
dedos de su coño, le toqué el clítoris y
se los llevé a la boca. Ella titubeó un
momento, pero enseguida empezó a
lamer su dulce humedad a la vez que me
estudiaba con las pupilas dilatadas y
ahuecaba las mejillas.
Sentí que iba a reventar.
Tenía los huevos cargados.
Estaba tan excitado que me dolían
hasta los huesos. Cerré los ojos porque
verla así me estaba matando, y respiré
hondo. Apenas me enteré de que Linda
había sacado mis dedos de su boca;
hasta que cogió mi polla, se clavó con
agresividad y me hallé enterrado en ella.
Su carne seguía inflamada por nuestro
encuentro anterior, así que decidí que
fuera ella quien marcara el ritmo de las
penetraciones. Pero Linda se insertó con
fiereza hacia abajo, cada segundo un
poco más.
La miré fascinado. El témpano de
hielo se había deshecho. En ese instante
era puro fuego y yo deseaba arder con
ella. Sin poder evitarlo le arañé la
espalda desde la nuca hasta la curva de
su culo. Se arqueó con un gemido y
enterró las uñas en mis pectorales, como
si fueran garras, hasta hacerme sangrar.
Aquello hizo que perdiera el dominio de
mis acciones. Enredé mi puño en su
melena, la otra mano la mantuve debajo
de una de sus nalgas para ayudarla a
aupar su peso, y la acerqué a mi boca.
Nos miramos.
Nos volvimos a arañar.
Nos mordimos como animales,
marcándonos con los dientes.
Linda empezó a agitarse en espasmos
sobre mis labios. Estaba a punto de
saborear el orgasmo. Lo noté cuando se
tensó y dejó de moverse, trémula,
añorando más aire. Gruñendo, empecé
follármela como un chiflado, eliminando
de mi mente la posibilidad de que
pudiera lastimarla. Ella, ante el dolor,
dobló el pecho enfrente de mi cara y sus
pezones erectos, rozados como la carne
de su perfecto coño, se restregaron
contra mis mejillas. Pero no permití que
se viniera.
Todavía no.
Liberé su pelo, me salí a duras penas
de ella y la empujé lo mínimo hacia
atrás, contra el volante. Linda hundió sus
dedos en mis muslos y gritó mi nombre
cuando froté su clítoris con la ancha
punta de mi polla, deseoso de que nos
corriéramos juntos. No tardamos en
conseguirlo, pues ambos nos
convulsionamos y gemimos ante el
placer que nos perforó mientras varios
chorros de mi semen ensuciaban la tersa
piel de sus pliegues. Fue jodidamente
maravilloso.
Nos quedamos sin palabras,
jadeantes y sudados, hasta que el
estridente pitido de una camioneta, que
estaba adelantando a otra, me regresó a
la realidad. De inmediato, alejé mis
manos de su cuerpo. ¡Joder! La había
vuelto a cagar. Lo había vuelto a hacer.
¿Qué puta mosca me había picado que
no era capaz de entenderlo? No podía
permitir que ninguna mierda emocional
nos salpicara, ni a ella ni a mí, y, sin
embargo, había tropezado de nuevo con
la misma piedra, como un gilipollas.
Cerré los ojos y apreté los puños.
Linda permaneció inmóvil, pero al
notar la tensión que desprendía mi
cuerpo, se vistió en silencio y se situó
en el asiento del copiloto. Cuando tuve
los cojones de mirarla, me di cuenta de
que se había quedado dormida. «Eres un
hijo de puta», me reproché. Sin
comerme el coco con gilipolleces, me
subí los pantalones y me arreglé la ropa
sintiendo un interminable vacío en mi
pecho, aunque no entendía mi estado de
ánimo. De mala hostia encendí el motor
y conduje hasta el primer motel que vi;
un edificio en precarias condiciones,
que no tenía cámaras de seguridad ni la
más mínima vigilancia, lo cual me venía
de puta madre.
Me coloqué la gorra y abandoné a
Linda, aún dormida, antes de internarme
en la improvisada recepción. Un hombre
calvo, vestido con un chándal amarillo
fosforescente, me atendió sin más, sin
preguntar mi nombre ni pedir que me
registrara. Le pagué treinta dólares para
pasar la noche y él me entregó una
tarjeta electrónica. Fui a buscar a Linda
al coche y cargué con ella hasta la
habitación, que carecía de aire
acondicionado.
Las paredes eran de color rojo
sangre, como recién extraída de las
venas, y la atmósfera se respiraba
candente y convulsa. Recosté su
delicado cuerpo sobre la cama y me
dediqué a deambular en círculos durante
largas horas, como un tonto del culo. Me
pasé una mano por el pelo a la vez que
observaba su tranquila figura. Debería
haberla dejado en Austin; haberla
maniatado como a Miranda Blair. O,
más sencillo aún, debería haberla
matado. Y también a su amiga.
Pero no podía.
Ni podría.
¿Por qué no podía eliminarla,
maldita sea?
Tras dar varias vueltas sobre mí
mismo me dirigí hacia el baño, me
humedecí la cara con un brusco
restriegue de manos y, luego, me acosté
al lado de Linda, sin hacer ruido. No la
abracé y tampoco usé las esposas contra
ella. Lo último que quería era que se
despertara. Pero poco después las
pesadillas empezaron a torturarla.
Siempre sucedía la misma jodida
historia. Se revolvía en la cama,
propinaba torpes patadas en el aire y
sollozaba sin derramar ni una lágrima.
Parecía una niña. Era una visión tan
desquiciante que por un segundo deseé
consolarla. Sin embargo, contuve el
impulso y, al cabo de unos minutos, me
dormí en un sueño ligero.
Cuando el amanecer inundó a
raudales la habitación, vi que Linda
seguía alterada y murmuraba palabras
incoherentes entre dientes. ¡A la
mierda!, pensé. No soportaba ser testigo
de eso. La agarré por los hombros y la
desperté con un enérgico zarandeo.
Ella se sobresaltó al principio, pero
luego me miró como si estuviera
recapitulando las últimas horas.
—Puedes usar la ducha —dije con
frialdad manteniendo las distancias.
Frunció el ceño y estiró el brazo
hacia mí, pero me deslicé a un lado para
evitar su contacto.
—¿Estás bien?
—Sí.
Suspiró con agotamiento. Sin
embargo, apartó las sábanas y se
encerró en el baño, con pestillo. Tuve
que luchar contra mí mismo para no ir
tras ella y follarla como me pedía el
cuerpo. Lo peor ocurrió cuando salió de
la ducha vistiendo una toalla desteñida
por el uso. Sabía que no intentaba
provocarme, pero a mí ya todo me
parecía una provocación.
Se detuvo a pocos pasos de mí, con
sus ojos brillantes y sus mejillas
paliduchas.
—Lo que pasó entre nosotros…
—Vístete con lo mismo de ayer —la
interrumpí—. Se me olvidó la bolsa en
el maletero.
—¿Estás seguro de que…?
—Sí —dije y para escapar de sus
preguntas, también busqué refugio en el
baño.
Poco después nos desplazamos hasta
el coche, sin hablar. Durante el viaje
Linda se mostró pensativa, preocupada
y, cómo no, también molesta. Daría mis
pelotas a que había apartado de su mente
nuestras calientes escenas de sexo, pero
seguía estancada en la conversación que
tuve con el Nene, o mejor dicho en la
pregunta que me había formulado a
medias. Así que, esperando abstraerla
un poco de sus pensamientos, le propuse
ir a desayunar a una pequeña cafetería
de la zona, con la condición de que se
cubriera el pelo con la peluca.
Su expresión cambió ligeramente al
oír la propuesta, y aceptó gustosa al
saber que comería con cubiertos y no
con las manos, que notaría en los labios
la textura sólida de un vaso de cristal y
no la aspereza de uno de cartón, que
volvería a sentirse como una persona y
no como una fugitiva que vivía aislada
del mundo real. La diminuta sonrisa que
iluminó su rostro me hizo sentir aún más
miserable.
Una vez que hube aparcado en el
modesto parking, me puse la gorra y nos
dirigimos hacia la entrada del Callie’s
Coffee. El local ubicado a las afueras de
una ciudad próxima estaba deshabitado.
Cuando entramos, la campanita colgada
en la puerta alertó a la camarera de
nuestra presencia; una mujer de pelo
blanco y piernas regordetas, vestida con
un uniforme gris. Nos atendió
mostrándose servicial y nos ofreció
asiento al final de la hilera de mesas
metálicas, que era donde estaba el aire
acondicionado. Como consecuencia del
ángulo y la funcional distribución del
mobiliario, no tenía un plano ideal de la
entrada, pero tampoco me importó. No
nos quedaríamos mucho tiempo, solo lo
justo para contentar a Linda.
Ordenamos nuestros pedidos, que no
tardaron en aterrizar a la mesa.
—¿Está rico? —pregunté al verla
masticar un trozo de pancakes relleno
con mermelada de frambuesa.
Linda asintió a la vez que se
limpiaba las comisuras de la boca y
luego bebió un sorbo de café recién
preparado. Pero cuando acomodó la taza
en el platito y levantó su cabeza hacia
mí, con decisión, supe que había llegado
el momento que había tratado de evitar.
—¿Soy la hija de quién? Y no me
vengas con chorradas. Los dos sabemos
que estabais hablando de mí.
Sus ojos me dijeron que no iba a
darse por vencida.
—Olvida lo que oíste.
—Tu colega reconoció mi nombre y
quiero entender por qué.
Respiré hondo.
Quizás debería decirle la verdad.
Terminar con todo aquello de una puta
vez. Sin duda, sería lo mejor para mí,
para mi misión y mis propósitos. Mi
meta. Eliminar toda clase de
distracciones, pues Linda era una
distracción demasiado tentadora,
sumamente peligrosa para un tío que se
juega la vida cada segundo. Sin
embargo, no quería desilusionarla aún
más, aunque eso era inevitable.
Carraspeé y dejé fluir las palabras,
aunque sabía que me arrepentiría al
instante de hacerlo.
—El apellido Evans es muy
conocido entre los que estamos
involucrados en los negocios de
Benicio. —La miré con fijeza—. Todos
los que vivimos en ese mundo
conocemos la trágica historia de la
familia Evans. Todos sabemos lo que les
pasó a ellos… y a su hija pequeña.
Sus mejillas palidecieron como si le
estuvieran drenando la sangre.
—No te entiendo —atinó a
tartamudear.
Exhalé un suspiro y bajé un momento
la mirada.
—Conozco a tus padres —admití en
un murmullo—. Scott Evans y Jessica
Evans.
Los ojos se le inundaron de lágrimas.
—¿Cómo…? ¿Cómo sabes el
nombre de mi madre?
—Ellos no eran como tú crees que
son —continué. Echaba de menos la
calidez en sus ojos—. Quizás antes de
que nacieras fueron personas honestas,
pero hacía años que se habían desviado
del buen camino.
—¡No sigas! —estalló. Una marea
roja de rabia invadió su rostro, y sus
manos se convirtieron en dos puños
apretados—. ¡No voy a permitir que
manches el nombre de mis padres! ¡No
toleraré que mientas sobre ellos de esa
manera tan mezquina!
Eso me cabreó. Era hora de
arrancarla de la mentira que le habían
hecho vivir.
—Tus padres, el matrimonio idílico
y envidiado del vecindario, eran peones
de Benicio. —Aunque sus mejillas se
tornaron más pálidas, proseguí—:
Trabajaban para él. Scott Evans hacía la
vista gorda a muchos de los
contenedores que provenían de México
a Tacoma. Y Jessica tenía una habilidad
extraordinaria para embaucar a pobres
infelices enganchados a la cocaína.
Se estremeció y negó con la cabeza.
—Eres un mentiroso. —Se llevó una
mano al corazón, devastada por el dolor
que le causaban mis declaraciones, que
no eran más que verdades—. ¡Ellos no
eran así! Te estás confundiendo… Mi
padre era un trabajador honrado y mi
madre, un ama de casa dedicada al
hogar y a la familia. Éramos felices. Eso
sí lo recuerdo. Recuerdo a mi padre
llegando a casa y a mi madre colgándole
el abrigo en el perchero que había detrás
de la puerta principal —dijo con la
mirada perdida, inmersa en unos
recuerdos que su mente había inventado.
Ella misma había creado y creído sus
propias mentiras; sin embargo, no se lo
dije—. Recuerdo sus sonrisas, los
cumpleaños celebrados en la parte
trasera de casa, nuestros viajes en
coche. Lo recuerdo todo hasta que…
—Hasta que murieron.
Me miró con una mezcla de rabia y
desolación.
—Hasta que los asesinaron —me
corrigió—. A sangre fría. A escasos
pasos de mí.
—Lo sé. —Se le erizó el vello ante
mi afirmación—. Sus muertes no fueron
una casualidad.
—¿Y tú cómo sabes eso?
—Porque yo estaba presente cuando
tus padres fueron ejecutados.
Trascurrieron eternos segundos hasta
que Linda por fin reaccionó.
—No te creo. Y dudo mucho que
alguna vez les hayas conocido. Ellos
jamás se codearían con gente como
Benicio —y con acidez, añadió—: O
como tú.
No me inmuté ante su acusación.
—No conocía a Scott en persona,
pero sabía de él por las conversaciones
que tuvo con Benicio; aunque nunca me
enteré demasiado de los asuntos que
compartían los dos. Mi cargo en la
mafia era otro, y un funcionario en el
puerto de Tacoma no me interesaba en
absoluto. Pero tus padres llevaban años
bajo el mandato de Benicio y
continuaron estándolo aun después de tu
nacimiento. De hecho, supe de la
existencia del matrimonio Evans cuando
vinieron un día a Seattle, contigo. Eras
muy pequeña. Tendrías unos cuatro años.
Jessica y tú os quedasteis en el coche
mientras Benicio y Scott charlaban en la
oficina que había en nuestro almacén.
Abrió los ojos con sorpresa.
—¿Me viste?
—No, pero mi hermano sí. John me
contó sobre la hermosa niña que tenían
los Evans; dijo que no te parecías a tus
padres, pero que habías heredado los
ojos de Scott —callé cuando un temblor
la zarandeó y tuvo que apretar la
mandíbula para no sacudirse en el
asiento—. Benicio y tu padre
discutieron aquel día. Fue una bronca
monumental. Se oyeron gritos, golpes y
portazos. Fue la primera vez que vi
alterado a Benicio, pero nadie supo el
porqué de la discusión y, al final, la
cosa quedó ahí. —Ahora empezaba lo
escambroso; lo que le desgarraría el
alma y le machacaría el corazón—.
Unos años después, Benicio se percató
de que algo raro sucedía en los negocios
de Tacoma. No le cuadraban las cuentas.
Hubo pérdidas y Scott fue incapaz de
justificarlas. —La miré a los ojos antes
de formular la siguiente pregunta—:
¿Entiendes lo que intento decirte?
Se tapó la cara, agobiada por la
repentina información.
—Estás diciendo que… que mi
padre le robaba dinero a tu exjefe.
Asentí, aunque no me estaba
mirando.
—Benicio le dio un ultimátum: o
pagaba lo que debía o él mismo se
cobraría la deuda.
Enmudecí cuando la oí jadear.
—Continúa —me pidió
aguantándose el llanto—. Necesito que
continúes.
—Scott juró que no tenía con qué
pagarle, que se había fundido todo el
dinero en diversos vicios, con Jessica.
Me miró como si le pesara.
—¿Qué clase de vicios?
—Las malas lenguas decían que les
gustaba el juego y la bebida; otros, que
gastaban más de lo que podían
permitirse. Yo creo que ambas teorías
son ciertas.
—Y a Benicio le importó una mierda
esa excusa.
—No era una excusa. Tus padres
estaban en números rojos. Lo que habían
ganado lo perdieron sin importarles las
consecuencias. Pero sí, a Benicio no le
afligió la situación de tus padres y no
dudó en ir a por ellos cuando un soplón
le informó que la familia Evans estaba
huyendo a Calgary, a la provincia de
Alberta, Canadá.
Insinuó una sonrisa mal fingida.
—Se suponía que nos íbamos de
vacaciones a Calgary, pero ya veo que
incluso en eso me mintieron —dijo con
una nota de tristeza en la voz.
—Temían por tu seguridad —musité
mientras tocaba la tela de mi gorra—.
No querían que te sucediera nada malo.
Solo pensaban en ti en ese instante.
—Es difícil creer que en algún
momento pensaron en mí. ¿Qué pasó
después? Imagino que a Benicio le jodió
saber que nos estábamos alejando de su
radar.
—Se puso histérico —admití—.
Tras idear un plan básico pero práctico,
formó un grupo de seis hombres. Yo fui
uno de los elegidos. Cogimos las armas
y nos aventuramos a la carretera en dos
monovolúmenes. A la mañana siguiente
os localizamos en una tienda situada
cerca de una gasolinera. Hacía un frío
de mil demonios; incluso dentro del
local hacía muchísimo frío. —Linda
gimoteó como si estuviera de acuerdo,
con lágrimas en los ojos—. Benicio
distinguió a tus padres en el interior del
local mucho antes de que hubiésemos
detenido el motor. Cuando me di cuenta,
él ya se había adelantado al grupo. Fue
directo hacia tus padres.
Le temblaron las manos.
—Discutieron. Benicio estaba muy
enfadado. Y entonces mató a mis padres.
—Se le resquebrajó la voz y exhaló
poco a poco.
Linda estaba sufriendo, agonizando
aunque respirase, pero aun así se negó a
llorar. Era una mujer fuerte. Mucho más
que yo. Su fortaleza me deslumbraba.
—Sí, así es. —Las palabras salieron
de mis labios sin proponérmelo. Quería
terminar con esa mierda de
conversación. Quería que dejara de
mirarme con sus iris llenos de pena—.
Benicio mató a Jessica, después a Scott
y al dependiente de la tienda.
—¿Y tú? ¿Qué hiciste? —me
recriminó—. ¿Te quedaste mirando? ¿Os
quedasteis todos mirando?
—Linda… —Soné como si un nudo
estuviera oprimiendo mi garganta. Sentía
que me asfixiaba. Necesitaba hacer que
ella se sintiera bien. Prefería a la mujer
glacial a esa persona que se estaba
fragmentando delante de mí—. No
sintieron dolor. Sucedió todo muy
rápido. Murieron en el acto. No les dio
tiempo a sentir nada.
Se puso más rígida.
—Quizás ellos no sintieron dolor,
pero yo sí. Yo sí lo siento. Siento dolor
todos los días. Todas las noches. —
Aleteó las pestañas para disipar las
lágrimas que se habían aglomerado en
sus párpados—. Llevo años
preguntándome por qué les tocó a ellos,
por qué habiendo gente tan podrida por
dentro tuvieron que morir dos personas
que se amaban con locura, que me
amaban a mí... —Sorbió por la nariz
mientras yo me obligaba a que no me
afectara su abatimiento. Pero incluso
para un tipo como yo, a quien las
emociones le parecían todas iguales,
verla así me estaba rompiendo. No me
gustaba esa maldita e inusual sensación.
Esa jodida debilidad que había
empezado a sentir por ella—. Pero
ahora resulta que no eran decentes.
Quizás se querían. Quizás me querían a
mí. Pero sus adicciones eran más fuertes
que el amor o la bondad. En el fondo,
mis padres no eran mejores que el
hombre que les robó el aliento.
Nos quedamos en silencio hasta que
ella tomó los cubiertos y cortó un trozo
de pancakes.
—Linda.
Alzó el cuchillo y me apuntó con él.
—No quiero hablar más de ellos. No
quiero sufrir más. Estoy harta de
sentirme así. —Se metió la comida a la
boca y tras masticar, dijo—: Lo único
que quiero es que la policía capture a
Benicio para que pague por todo lo que
ha hecho. Quiero que esta infame
pesadilla termine para mí. Quiero vivir.
Quiero empezar a vivir de verdad.
—Lo harás. —No supe qué más
añadir—. Si quieres algo…
—Estoy bien. Gracias. —Iba a dar
otro bocado, pero dejó caer los
cubiertos al plato y me miró a los ojos
—. Aquella mañana sí me viste.
Entendí a qué mañana se refería.
—No, no te vi.
Frunció el ceño.
—No recuerdo que fueran seis
hombres los que irrumpieron en la
tienda. En mis pesadillas, solo lo veo a
él, a Benicio y a mis padres muertos.
Nadie más está conmigo.
—Porque fue el primero en echar a
andar. Él entró primero.
Se masajeó las sienes con un
suspiro.
—Esto es de locos… —susurró con
palpable agobio—. Me cuesta aceptar
que lo que me has contado sea verdad,
que el hombre al que odias tanto también
está involucrado en mi sufrimiento, que
en realidad nos conocemos de toda la
vida.
Sonreí desganado.
—Menuda forma más dramática de
conocernos —comenté con la intención
de arrancarle una sonrisa. Pero su
expresión se volvió más apagada, así
que lo intenté de nuevo—. Aunque
nuestra segunda vez tampoco fue la más
idónea.
—Tienes una manera muy peculiar
de aparecer en mi vida.
Negué con la cabeza y la miré con
total transparencia.
—Te equivocas. Eres tú quien
apareció en la mía.
Sus mejillas adquirieron un tono
rosáceo pálido, pero nuestro diálogo
siguió en la misma línea.
—¿Lo sabías desde el principio?
—No hasta que encontramos la
postal en Austin. —Me froté los ojos—.
Aquella mañana, en el monovolumen,
yendo de regreso a Seattle, Benicio dijo
que la «princesita» sería toda una
belleza cuando creciera. —Se clavó las
uñas en las palmas. Ese apodo era
importante para ella—. Yo no le hice
caso, no me apetecía hablar con nadie,
pero otro miembro de la pandilla le
preguntó a quién se refería y Benicio
contestó: «La hija de los Evans».
Hubo varios segundos de silencio.
—Nunca he entendido por qué me
dejó vivir —admitió en un susurro—.
Benicio me encontró oculta detrás de
una de las estanterías de la tienda, pero
no me atacó como temía que hiciera.
—Yo tampoco lo entiendo, pero a
Benicio no le gusta cargar con vidas de
niños inocentes.
Mis palabras le enervaron la sangre.
—Él no tuvo problema en decidir
sobre la vida de John o la tuya. Vosotros
también erais inocentes. Podría haber
hecho lo mismo conmigo.
—Lo hizo. Decidió dejarte con vida.
—Tiré la visera de la gorra hacia abajo
—. El verdadero motivo lo desconozco,
pero aquí estás. Es lo único que debería
contar para ti.
Linda exhaló por la boca,
toqueteando los mechones cortos de su
peluca. De repente, como si no pudiera
soportarlo, observó el desabrido paisaje
por la ventana que había a su derecha y
algo se rompió dentro de ella. Lo
percibí en mi propia piel.
—¿Qué va a pasar ahora?
Sentí una tensión en los tendones de
los brazos.
—Serás libre. —Se volteó hacia mí.
Sus ojos se perdieron en los míos, pero
le sostuve la mirada. No iba a ceder ante
mis necesidades o ante las suyas, ni
siquiera ante las emociones que me
abrumaban sin saber por qué—. Cuando
lleguemos a la siguiente población,
llamaré a Morgan para que esté listo con
tu amiga.
—¿Así de sencillo?
—Sí. ¿No es eso lo que querías? —
Pero no era sencillo en absoluto. Estaba
siendo mucho más complicado de lo que
imaginé, mucho más de lo que debería
ser—. Que hayamos follado no cambia
las cosas. No significa nada —mentí
como un cabrón—. Nos divertimos, nos
corrimos y nos gustó. Fue placentero.
Eso es todo.
La camarera se aclaró la garganta,
avergonzada, cuando vino a la mesa a
retirar nuestros platos vacíos y a llenar
nuestras tazas de café. Nos sonrió a
modo de disculpa y se marchó casi
corriendo mientras mi mirada seguía
estática en la de Linda.
—No te lo estoy reprochando —dijo
Linda, indignada por mi falta de tacto—.
No me arrepiento de lo que hicimos.
—Bien.
—¿Y tú? ¿Te arrepientes?
—No deberíamos haber follado. —
Oí la campanita de la puerta, pero
cuando giré el cuello hacia atrás, con
disimulo, la camarera ya estaba
caminando hacia la barra—. Si tuvieras
que permanecer más tiempo conmigo,
follar complicaría la convivencia. Es
una suerte que tengamos que perdernos
de vista. Hagamos como si esto no
hubiera ocurrido. Yo continuaré con mi
meta y tú volverás con tu amiga,
despotricarás a gusto en mi contra y
acabarás olvidando que me has
conocido.
Mi corazón palpitó a un ritmo más
pausado al decir aquello.
Linda bajó la mirada cuando nuevas
lágrimas se acumularon en los bordes de
sus párpados. Cuando se recompuso,
dijo en un susurro:
—Sí, supongo que la suerte nos
sonríe. —Bebió un sorbo de café, pero
le costó tragar el líquido. Respiré
hondo, deseando fumarme un pitillo o
salir a dar un paseo—. Gracias por
contarme lo de mis padres. Todavía
tengo mis dudas, no te lo voy a negar.
No entiendo por qué mi tía Emma nunca
me explicó nada sobre ellos, aunque lo
cierto es que a ella no le gusta hablar de
mi madre. Pero yo siempre lo achaqué a
la pérdida, al dolor por haber perdido a
su hermana menor...
La presencia de la camarera volvió a
interrumpirnos.
—Esto es para usted, señor. —Me
entregó un sobre manila sin remitente—.
Lo acaban de traer.
—¿Quién? —pregunté sin abrirlo
aún, volteándome y fulminando la
puerta, donde no había nadie.
—No lo sé. Me dijeron que se lo
entregara a Zack Cassidy.
Contrariado, rasgué la solapa y, de
inmediato, mi cuerpo se puso en alerta.
Mi corazón se saltó varios latidos en
una fracción de segundo al ver aquel
descabellado mensaje en el folio, una
carta concisa que no había sido escrita a
mano. Un hijo de perra con la mente
demasiado perversa se había tomado la
molestia de pegar letra por letra con
recortes de revistas hasta formar una
sola palabra.
«Vida».
—¿Qué sucede? —inquirió Linda
con voz queda, pero no reaccioné.
Estaba a cientos de kilómetros de allí—.
¿Qué es eso que hay detrás?
Le di la vuelta a la hoja y me congelé
al reconocer aquella dirección plasmada
por el mismísimo Benicio Velázquez,
con su pequeña y cursiva caligrafía.
Jamás olvidaría ese lugar, por muchos
años que pasaran, aunque me arrancaran
los recuerdos de la memoria.
Volqué mi atención en la camarera,
que se había alejado para darnos
privacidad.
—¿Quién te ha dado esto? —le
pregunté con fiereza. Cuando retrocedió
dos torpes pasitos, me levanté y agarré
su cuello con una mano. Ella expresó un
chillido agudo, pero mis dedos
hundiéndose en su carne paralizaron sus
cuerdas vocales—. ¡Contéstame! —
gruñí a pleno vozarrón—. ¿Quién coño
te ha entregado esta mierda?
—¡No lo sé! —lloriqueó mirando
alrededor como si Dios fuera a
socorrerla—. ¡Yo solo me encargué de
recibirlo! ¡Me dieron cincuenta dólares
por hacerlo!
—¡Mentira! ¡Contesta la puta
pregunta!
—¡No sabe nada! —gritó Linda
compadeciéndose de la camarera que no
paraba de tiritar.
La miré por encima del hombro.
—No te metas, joder.
—¡Me está haciendo daño, señor!
¡Le juro que no sé nada!
—¿Qué aspecto tenía? —No
respondió. Estaba hiperventilando, así
que dejé ir su cuello y envolví sus
brazos con ambas manos. No iba a
escapar, por mis huevos que no lo haría
—. ¿Cómo cojones era?
—Hombre blanco, pelo largo y muy
negro. Brillante. Los ojos claros —hipó
—. No me fijé mucho. Joven,
veinticinco años.
No pude preguntar más, pues una
suave corriente de aire con forma de
silbido desfiló por la cafetería. Unas
firmes pisadas me indicaron que no
estábamos solos.
—¿Sucede algo? —preguntó una voz
masculina a mis espaldas.
Solté a la mujer y di un paso hacia
atrás.
Ella se limpió las lágrimas con el
delantal.
—Nada importante —dije
sentándome frente a Linda, que había
palidecido. Mientras me guardaba el
folio, le lancé una mirada para que se
estuviera callada. Por fortuna, ella clavó
la vista en la mesa.
El policía, que acababa de entrar con
el sigilo de un jaguar, se acercó a la
camarera y la examinó con los ojos
entornados. Luego caminó hacia
nosotros y en un tono de lo más
pragmático, me exigió:
—Explíqueme qué ha pasado.
—Hemos tenido un pequeño
malentendido —respondí a la vez que
viraba los ojos hacia la ventana en un
intento por esquivarle.
El oficial rumió algo y echó un
vistazo a Linda.
—¿Se encuentra bien, señorita?
—Sí —replicó ella sin titubear.
Él asintió, aunque era obvio que no
le creía.
—Muéstreme su identificación,
señor —me ordenó en tono íntegro. Lo
ignoré tanto como pude hasta que repitió
la orden—: Su identificación, caballero.
Elevé los ojos hacia Linda. Nuestros
cuerpos transmitían tensión en estado
puro. Ella sabía lo que iba a suceder. El
hombre uniformado rompió nuestra
conexión asiéndome por el codo.
—Se nos han olvidado los papeles
en el coche —dijo Linda cuando tiré con
brusquedad de mi brazo, pero él
continuó insistiendo sin darse por
vencido.
Y, entonces, me quitó la gorra de un
manotazo.
Todo se fue a la mierda.
Al puto traste.
El policía abrió los ojos hasta casi
salírseles de las órbitas.
—¡Tú! —gruñó tras un segundo de
desorientación—. ¡Hijo de puta!
¡Quedas arrestado!
La escena se transformó en un
laberinto de imágenes rápidas. El
policía, sin andarse con oficialidades,
agarró el revólver que tenía ajustado al
cinturón. Sin embargo, yo también
empuñé mi pistola y me abalancé sobre
él cuando apuntó hacia mi pecho. Oí
gritos a mi alrededor. Los lloriqueos de
la camarera y las súplicas de Linda
quedaron vagando en el éter mientras
nosotros arremetíamos el uno contra el
otro.
Sostuve a tientas sus manos hacia
arriba, hacia el techo, para evitar que
volviera el arma hacia mi persona y me
abriera el corazón con un fétido agujero
a pólvora. Lo empujé varias veces hasta
que su espalda colisionó contra la barra
pulida.
Nos bambaleamos.
En ese momento no pensaba en nada
ni en nadie más que en mí mismo; en
salir pitando como alma que lleva al
Diablo apenas me deshiciera de él,
porque en cuanto alguien diera parte de
la pelea, una maldita oleada de coches
patrullas aterrizaría en la cafetería
obstaculizando mi propósito de llevar a
cabo mi venganza.
El oficial intentó hacerse con el
control. No tendría más de cuarenta y
pocos años, y estaba en perfecta forma
física. Quizás más que yo. Me agitó las
muñecas con fuerza, inclinó la rodilla
hacia delante y la impulsó hacia mi
estómago. La patada me jodió como si
me estuvieran castrando los huevos,
pero seguí luchando por mantener lejos
su mano, con la que agarraba el
revólver.
Le propiné un par de violentos
codazos y tras atizarle dos golpes cerca
del ojo, creí haber dominado la
situación, pero entonces el policía me
vapuleó con una patada mucho más
impetuosa que la anterior y me arrojó
hacia atrás con la planta del pie.
Caí desplomado sobre la mesa en la
que había desayunado con Linda hacía
pocos minutos. Y todo se volvió tardío,
angustioso y escalofriante. Procuré
recuperar rápido el equilibrio a la vez
que se oían más gritos, más
advertencias, más súplicas y más
sollozos. Y entonces el tiempo se
congeló. El universo entró en modo
pausa cuando dos disparos
relampaguearon en el aire cortándonos
la respiración a todos.
Clavé las botas en el suelo, me
sujeté a un lateral de la mesa y levanté
mi pistola. Fue entonces cuando me di
cuenta de que acababa de apretar el
gatillo, pero no pude hacerlo de nuevo,
pues el cuerpo del policía reposaba
lánguido en las baldosas.
La bala le había volado una cuarta
parte del rostro, incluyendo la mejilla y
el ojo derecho.
Poco a poco el llanto de la camarera
fue penetrando otra vez en mis oídos.
Linda estaba agachada cerca de la mesa,
horrorizada y temblando como una niña
desamparada. Me conmovió verla así,
tan vulnerable, pero no podía perder el
tiempo en tonterías, así que empecé a
aproximarme al oficial. Apenas lo hice,
un pinchazo me atacó en un costado. No
obstante, ignoré la punzada de dolor y
me arrodillé ante él.
El hombre aún estaba vivo y
respiraba con dificultad. El primer
pensamiento que me asaltó fue que
debería rematarlo con un segundo
disparo y deshacerme de la camarera
también, pero opté por no hacerlo; pues
aunque esas vidas significaban nada
para mí, matarles me traería problemas
innecesarios.
La camarera, lloriqueando, caminó
hasta el policía para socorrerlo, pero
antes de que pudiera ayudarle, la giré
con un movimiento salvaje y su espalda
chocó contra mi pecho. Situé la boca del
revólver sobre sus sienes. Le entró el
pánico y gimió de miedo.
—¿Qué hay detrás de esa puerta? —
le pregunté señalando un punto detrás de
la barra.
—Es el almacén —sollozó con un
temblor—. Por favor, no me mate. Por
favor.
La arrastré hasta allí. De mala gana,
abrí la claustrofóbica habitación y la
empujé dentro, como si estuviera
arrojándola a los tiburones. Ella se dio
la vuelta en un vano intento por escapar,
pero se paralizó al notar la expresión
homicida en mi rostro. Tras una última
mirada, le confisqué las llaves del
almacén y atranqué la puerta delante de
sus narices. Le sería imposible salir de
ahí.
A continuación, me desplacé hasta
Linda, que no se había movido. Era
como si hubiese sido abducida a un
rincón oscuro de su mente, hacia un
torbellino de recuerdos siniestros.
Recogí la gorra del suelo y me
incliné a la altura de sus ojos, pero otro
pinchazo me inmovilizó.
—Linda, mírame. —La voz me sonó
rasgada. Ella obedeció al instante, pero
no sabría decir si de verdad me estaba
viendo—. Tenemos que irnos. —No
reaccionó, sino que me observó con la
frente arrugada. Trencé nuestros dedos y
nos levanté a los dos. El esfuerzo
empleado fue el mínimo, pero tuve que
aferrarme a la mesa para no caerme
sobre ella.
El malestar era cada vez más agudo
y amenazaba con tumbarme allí mismo.
—¿Qué… qué te pasa? —me
preguntó al verme apretando la mano
contra mi costado derecho, como si una
fuerza misteriosa la hubiera sacado de
su aturdimiento.
—Nada.
Me enderecé, me tragué el escozor y
la exhorté hasta la salida.
—¿Está muerto? —inquirió cuando
pasamos cerca del oficial.
—No —dije con sequedad.
Rodeé el pomo y abrí la puerta, pero
Linda no se movió.
Aquello logró exasperarme de
verdad.
—Estás herido. —El blanco
metálico del picaporte estaba cubierto
de sangre.
De mi sangre.
—Estoy bien —gruñí y la llevé a
trompicones hasta el jodido Chevrolet.
Debía distanciarme de allí antes de
que me atraparan o tomaran nota de la
matrícula, pero aún tenía que
cerciorarme de que mis miedos no eran
enfundados. Conduje a una velocidad
alta pero prudente, haciendo caso omiso
a las miradas que me lanzaba Linda
desde su posición. Al parecer, había
guardado sus demonios internos en una
caja y ahora estaba más preocupada por
la palidez de mi rostro, que cada vez se
insinuaba más cerosa.
Deslicé el volante hacia la derecha
para tomar una curva y, de inmediato, el
dolor se expandió por mis costillas
hasta la zona de mi pecho. Gimoteé y
aplasté la palma contra mi carne. Al
apartar la mano me miré los dedos y me
di cuenta de que me encontraba en serios
problemas. La herida sangraba bastante.
Yo había apretado el gatillo contra el
policía, pero él también me había
disparado a mí.
Aunque yo fui más preciso con la
puntería.
A los pocos minutos empecé a
sentirme mareado. Tenía el rostro lleno
de sudor y varios escalofríos me
estremecían el corazón. Me estaba
bajando la tensión a un ritmo colosal.
—¿Dónde te han herido? —preguntó
Linda al verme tan debilitado, pero no
respondí.
Por suerte, a la media hora hallé una
estación de servicio y me adentré en el
lugar sin dudarlo.
Paré y me giré hacia ella.
—Quédate aquí.
—¡Necesitas un médico! —exclamó
asustada y como vio que iba a irme,
tomó mi antebrazo para retenerme—. ¡Te
estás desangrando! ¡No vas a aguantar
mucho así!
Quise patearme en los huevos por
seguir cometiendo los mismos errores
respecto a ella.
—¡Me cago en la puta! —Pillé las
esposas que reposaban en la caja de
cambios, atrapé su muñeca al
reposabrazos y atravesé la puñetera
distancia que había hasta la cabina de
teléfono.
Cerré de un porrazo la puerta de
cristal y marqué el número de Morgan.
Diez segundos después el teléfono dejó
de emitir los intermitentes pitidos.
Telefoneé otra vez. Mi amigo no solía
madrugar a menudo, pues no tenía un
horario fijo para sus mierdas; dormía
cuando se lo exigía el cuerpo y la mente.
Sin embargo, la llamada quedó
suspendida de nuevo.
Colgué el teléfono con un golpe
demasiado agresivo. El movimiento hizo
que me tambaleara hacia atrás. Persistí
allí, encorvado sobre la cabina durante
varios instantes, hasta que logré cuadrar
los hombros y regresé al coche
transpirando como un cerdo.
Linda me miró frenética.
—¿Vas a decirme qué sucede?
—Que nos vamos. Eso es lo que
sucede. —Me incorporé a la carretera
con una maniobra imprudente.
—¿Has hablado con Morgan? ¿Cómo
está Angy? —preguntó, pero yo no
articulé sonido, más que nada porque no
tenía ni pajolera idea.
Durante los siguientes minutos me
limité a conducir, abstrayéndome de
todo, sin apenas oír las preguntas que
me formulaba Linda de vez en cuando.
No sabía cuántas horas estuve de esa
manera hasta que mi cuerpo gritó
«¡Basta!». No podía dar más de mí.
Estaba completamente agotado.
Parpadeé un par de veces, a pesar de
que me notaba en otra dimensión.
Ignoraba en qué punto nos hallábamos y
tampoco conseguí crear ni un infame
pensamiento coherente en mi cabeza.
De repente, se me engarrotaron las
manos sobre el volante y me tensé hasta
sentir malestar.
—¿Zack? —gritó Linda. Llevaba
haciéndolo desde hacía varios segundos,
pero cada vez la oía más lejana. O
quizás era yo el que se estaba
distanciando de la vida. Volvió a gritar,
más angustiada—. ¡Zack! ¡Reacciona!
Y lo hice.
Metí el pie en el freno, y nos
detuvimos con inestabilidad en el arcén.
Mis brazos cayeron inertes sobre mis
muslos mientras mi corazón palpitaba
con dolorosa contención. Era incapaz de
distinguir qué estaba sucediendo. No
veía nada y, joder, supe que iba a
palmarla. Y la única persona que podía
ayudarme, o condenarme, era la mujer
que chillaba a escaso medio metro de mi
oreja. La mujer a la que había
secuestrado y atraído a mi propio
infierno sin pensar en las consecuencias,
sin pensar ni un jodido instante en ella,
sin pensar en nada más que en mis
propias prioridades.
De improvisto, mi visión se tornó
borrosa y la oscuridad me cegó con su
frío velo.
Mi vida entera yacía en manos de
Linda Evans.
16
Linda
Sábado, 5 de septiembre de 2009
Ubicación desconocida.
La auténtica identidad de mis padres, las
verdades que nunca me dijeron e incluso
el poder ponerle nombre y apellidos al
asesino de mi familia, careció de
importancia cuando Zack cerró los ojos
y se desvaneció en el asiento, justo a mi
lado.
En ese segundo deseché todas mis
preocupaciones y las angustiosas dudas
que no paraban de desbordarme. En
cambio, grité su nombre mientras mi
corazón latía a una potencia monstruosa,
golpeando su brazo y ordenándole que
me mirara, que curvara los labios de ese
modo enervante que solía ponerme de
los nervios.
Pero no lo hizo. Zack no estaba
fingiendo estar desfallecido en un
intento por trastornarme como le gustaba
hacer tanto, sino que se estaba muriendo.
Se moría poco a poco. El hombre que
parecía poder con todos y contra todos
lucía más frágil que nunca.
La realidad me dio una bofetada.
Intenté aproximarme a su cuerpo,
pero las esposas tiraron de mí hacia
atrás. Horas antes le había visto guardar
la llave en el bolsillo izquierdo de sus
vaqueros, así que respiré hondo antes de
inclinarme hacia el costado de Zack y
tantear con mis dedos la tela de su
pantalón. Fue todo un reto alcanzar la
abertura del bolsillo, pero tras muchos
intentos capturé la llave en mi puño, me
liberé de las argollas y me incorporé
frente a él.
Zack tenía los ojos apretados con
fuerza y también un corte un poco más
arriba en la ceja derecha. Su cara
húmeda de sudor y el profundo dolor
que irradiaban sus facciones me dieron
ganas de llorar. Estaba descolorido y
cuando toqué sus mejillas con el dorso
de mi mano, me di cuenta de la drástica
caída de temperatura que había sufrido
su cuerpo. Desabotoné a toda prisa su
camisa de franela y le palpé el torso, los
bíceps y por último el abdomen. Me
horroricé ante la fresca y pegajosa
sensación que se expandió por mis
dedos. Su camiseta negra estaba mojada
de sangre y se pegaba como una segunda
piel a su cuerpo.
Más indecisa que nunca, levanté la
prenda. La bala dorada estaba ahí,
atravesando su carne rota, en la parte
baja del estómago, en el costado
derecho. El agujero era minúsculo y
parecía una herida superficial. «Sería
sencillo extraerle la bala», pensé
mientras esa idea se convertía en mi
nuevo propósito.
Lo supe cuando salí del coche y partí
hacia la puerta del conductor, con las
manos ensangrentadas. La brisa que
despedían los camiones, que transitaban
a pocos pasos de mí, alborotaron los
mechones de mi peluca y algunos
cabellos me taparon los ojos. Hice caso
omiso a los pitidos de algún que otro
claxon con ganas de juerga, empujé el
cuerpo de Zack hacia el asiento del
pasajero y tras sentarme al volante,
cubrí su herida para que no se
desangrara.
Giré la llave de contacto y pisé el
pedal del acelerador. La impresión de
conducir de nuevo me pareció extraña,
como si hubieran pasado años desde la
última vez. No me puse el cinturón de
seguridad y tampoco se lo coloqué a él.
Y aunque no tenía idea de dónde
estábamos, o a cuánta distancia nos
encontrábamos del poblado más
próximo, rogué que no estuviéramos muy
aislados de la civilización y, sobre todo,
que Zack soportara lo suficiente para
mantenerse con vida.
No quería que muriera.
Esa era la única verdad que sabía a
ciencia cierta en ese instante.
Recorrí la carretera con premura,
echando de vez en cuando un vistazo a
Zack. Lo cierto es que cada dos por tres
comprobé si aún respiraba. Pasaron los
minutos. Mi nerviosismo se intensificó a
medida que el paisaje se volvía más
monótono y sombrío. Incluso empecé a
creer que no conseguiría hacer nada por
Zack, que debía aceptar que él iba a
morir a mi lado. Esa probabilidad me
dolió hasta estrangularme y sentí cómo
me despedazaba desde adentro. Sin
embargo, solté todo el aire de golpe
cuando un letrero anunció la entrada a un
pueblo tétrico y tras permanecer cinco
kilómetros en línea recta, un motel
emergió de la nada.
Suspendí el motor en la única plaza
que había en el parking privado, pero
no me moví del sitio. No podía hablar
con nadie en esas condiciones, con las
manos llenas de sangre, así que me volví
hacia Zack y tras cerciorarme por
enésima vez de que aún tenía pulso,
hurgué en sus bolsillos y me apropié de
los trescientos dólares que encontré.
Luego pillé la botella de agua que
reposaba a sus pies y enjuagué mis
palmas antes de correr hacia la
recepción.
Sentado sobre un taburete, un
muchacho que tenía todas las pintas de
ser un macarra en plena adolescencia me
miró con cara de aburrido y una ceja en
alto. Su codo izquierdo estaba en
contacto con la superficie de la mesa, y
se mordía el piercing de pincho que
traspasaba su labio inferior, haciéndolo
girar con la lengua.
—Buenas noches. Necesito una
habitación —dije a la vez que inspiraba
descoordinadas bocanadas de aire.
Él no se enderezó para atenderme ni
mostró interés por tener un cliente en su
negocio. Al contrario, bufó algo entre
dientes y extendió la mano hasta dar con
un cuaderno con garabatos.
—Ajá. ¿Es solo para usted?
—No. —Al verle fruncir el ceño y
oírle chupetear de un modo grotesco el
piercing, añadí más segura—: Mi novio
está en el coche.
El calor era sofocante allí. El
ventilador situado a mi derecha apenas
aireaba la atmósfera.
—Ajá… —rumió a la vez que
estudiaba el cuaderno por encima,
tomándose todo el tiempo del mundo que
parecía estar en mi contra, hasta que se
dignó a mirarme y esbozó una sonrisa
hipócrita en sus labios—. Hay una
habitación disponible. Son sesenta
dólares.
—¿Sesenta dólares? ¡Eso es
absurdo!
El macarra se rio a la vez que se
cruzaba los brazos sobre el pecho.
—Es fin de semana y la única
habitación que nos queda. Además,
dispone de minibar. Libre consumición.
—No vamos a consumir nada.
Se encogió de hombros.
—Eso es decisión vuestra. —
Tamborileó con los dedos sobre la mesa
—. Son sesenta dólares. Si no estás
conforme, ahí tienes la puerta. Ya vendrá
otro cliente.
Pagar esa cantidad era un abuso y él,
un sinvergüenza con letras mayúsculas,
pero no podía arriesgarme a
desperdiciar más minutos buscando un
sitio más económico, o donde no
quisieran timarme, así que deposité tres
billetes de veinte en la mesa.
Él sonrió, abrió un cajón y me cedió
una llave.
La 109.
—Que pasen una noche agradable.
Murmuré un crispado «adiós» antes
de trotar hasta el vehículo. Abrí la
portezuela del pasajero. Zack continuaba
en la misma posición. Me guardé la
llave en el bolsillo, coloqué ambos
brazos por debajo de sus axilas y lo
empujé hacia mí. No fue un buen
comienzo. A decir verdad, no podríamos
haber empezado peor. Su cuerpo estaba
tan pesado en ese estado de reposo que
resbalé sobre sus muslos y me pegué en
la rodilla derecha con el borde de la
puerta.
Enrojecí al dominar un grito de dolor
que hirvió en mi garganta.
—¡Zack, tienes que ayudarme o no
podré hacer nada por ti! —le dije
encorvada cerca de sus labios,
rozándoselos al hablar—. Haz un
poquito de esfuerzo y ¡arriba! —Intenté
alzarlo de nuevo, en vano. Exasperada,
le propiné una fugaz pero poderosa
bofetada en la mandíbula—. ¡Maldita
seas! —Lo zarandeé—. ¡Despierta!
Ante la fiereza de mi voz, entornó
sus ojos que parecían dos rendijas sin
vida. De sus labios salió un enredado
balbuceo; de los míos, un gemido
torturado. No conocía a Zack desde
hacía mucho tiempo, pero me había
acostumbrado a verle como una criatura
fría y enérgica, y me lastimó no
distinguir nada de aquello en ese
segundo.
Aprovechando que lucía algo más
lúcido, ubiqué su brazo alrededor de
mis hombros, saqué sus piernas hasta
que tocó la grava con las botas y tiré de
él. No sé cómo lo hicimos, pero ambos
salimos despedidos del coche, a
trompicones, como dos borrachos.
Nos tambaleamos.
Apoyé su espalda en el lateral de la
puerta trasera.
—Aguanta —murmuré sobre su
cuello. Hundí mi rostro ahí mientras
intentaba sostener su peso y también el
mío—. Aguanta un poco más.
Su aliento tibio y electrizante me
hormigueó la piel.
—Linda…
Lo miré con un nudo en la garganta.
Su voz ya no era potente, sino pastosa,
desprovista de carácter, de autoridad e
incluso de decisión.
—No digas más —le pedí cuando a
duras penas pronunció mi nombre de
nuevo. Sus ojos empezaron a achicarse
—. No te duermas. No te duermas, por
favor.
Lo abracé en un arranque de nervios.
Nos quedamos petrificados, acogiendo
el calor que nos ofrecíamos mutuamente,
hasta que me separé de él y empezamos
a caminar poco a poco. No había más de
seis metros desde nuestra localización
hasta la habitación 109, pero me parecía
que el camino se alargaba a cada paso
que dábamos.
Descoordinados, nos movimos a la
derecha, luego a la izquierda y de nuevo
a la derecha, como si estuviéramos
bailando una lerda danza. Incluso
tropecé con uno de sus pies cuando se
dobló demasiado hacia delante, pero
atiné a equilibrarnos a tiempo.
Para cruzar el complejo de
habitaciones, que no eran más de diez
puertas ubicadas una al lado de la otra,
había que subir cuatro peldaños. No creí
que fuera difícil, pero cuando nos
encontrábamos en el segundo escalón la
bota de Zack se quedó enganchada a la
parte vertical y terminamos
precipitándonos al suelo.
Dolió bastante.
—¡Joder! —me quejé con el muslo
rojo y dolorido, pero aun así me puse de
pie—. Ya falta poco —animé a Zack y le
ofrecí un apretón en la mano, pero sabía
que me sería imposible levantarlo. Él
estaba boca arriba y respiraba con afán
—. Solo un poco más.
No hubo caso. Angustiada, me
entremetí varios mechones de pelo de la
peluca detrás de las orejas y miré
nerviosa al hombre que sufría en
silencio hasta que, pasados algunos
interminables segundos, percibí una
alegre risa cerca de nosotros.
—Ten cuidado, cariño. Vayámonos
mejor… No te fíes demasiado —le dijo
una mujer a su acompañante cuando nos
distinguieron entre el penetrante juego
de sombras.
Era una pareja de treintañeros. Él
exhibía una tenida informal de vaqueros
angostos y camisa blanca y ella, un
vestido corto color turquesa que se
ajustaba a sus curvas, combinándolo con
unos zapatos negros de tacón. En el dedo
anular llevaba una alianza sencilla pero
bonita, que no paraba de toquetear con
el pulgar.
—¿Estáis bien? —preguntó el
hombre con la frente arrugada. Tenía
acento sureño. Su mujer, sin embargo, se
detuvo a pocos pasos de nosotros,
suspicaz.
—Sí, estamos bien —mentí—. Esta
noche mi novio se ha excedido con el
alcohol. Venimos de una fiesta y me está
siendo difícil llevarle a la habitación.
La mujer sonrió al escuchar la
palabra «fiesta» y alargó su mano. Su
alianza brilló bajo la luna.
—¡Nosotros íbamos justamente a
eso! —exclamó dándole un golpecito en
el hombro a su novio—. ¡A celebrar que
nos hemos comprometido!
—Felicidades —musité, pero el
gruñido ronco que soltó Zack me
distrajo de sus gestos repletos de
narcótica y ardiente pasión—. Esto es un
atrevimiento de mi parte, pero ¿podéis
ayudarme a…?
—¡Por supuesto! —El hombre no
permitió que terminara la pregunta y le
entregó las llaves a su futura esposa—.
Sostén esto, bebé.
Se acuclilló frente a Zack.
—Procura no tocarle en la zona del
estómago —le advertí. Cuando le vi
fruncir el entrecejo, añadí con una
mueca a modo de disculpa—: Se vomitó
encima.
El hombre asintió y pugnó por no
acercarse demasiado a Zack. Tras
repartirnos las posiciones, uno a cada
lado de Zack, nos dirigimos hacia la
puerta señalada como «109» y le
tumbamos sobre el colchón. Él no se
enteró de nada, pues se había quedado
dormido.
Suspiré con cansancio y alivio a
partes iguales.
—Muchas gracias —dije al cabo de
un momento mientras acompañaba a la
pareja hasta la salida—. Me habéis
salvado de una buena. Que disfrutéis de
la noche.
—Suerte.
—Que beba mucha agua —me
aconsejó ella a la vez que meneaba la
mano.
Cerré la puerta con elegancia,
aunque no me hubiera importado hacerlo
de un puntapié. Mis pulmones se
llenaron de aire, pero mi tranquilidad
duró menos de un segundo cuando Zack
tosió como si tuviera bronquitis. El
sonido me alarmó. Me giré sobre mí
misma imaginando que vería sangre
mezclada con saliva sobre sus labios,
que encontraría que Zack había dejado
de respirar, que al final se había dado
por vencido, pero no fue así. Me había
vuelto una histérica.
Caminé hacia él y me senté a su lado.
Tras deslizar su camisa por los
hombros, le saqué la camiseta y la
arrojé lejos de nosotros. La bala seguía
ahí. La sangre se acumulaba en el
horrible orificio y había restos de
pólvora en la forma circular de la
herida. No había ni un pedazo de piel
que estuviera inmaculada en su
abdomen. Si estrujaba la camiseta,
gotearía sangre como si de agua se
tratara. Siguiendo mi instinto, aunque no
tenía la más remota idea de lo que
debería hacer, corrí hacia el baño y cogí
una toalla antes de regresar a la cama y
sentarme de nuevo.
Descendí mi mirada y tragué saliva.
Debía hacerlo. No había alternativa.
Resoplando, enterré mis dedos en la
herida. La bilis subió a mi garganta
cuando empecé a hurguetear dentro de su
carne caliente. La sangre brotó con furia
y rodó por sus costados como un
irregular reguero color carmesí. Pero no
pude atrapar la bala. Cada vez que
estaba cerca de agarrarla, se me escurría
de entre los dedos. El proyectil no
estaba localizado tan superficial como
había supuesto, así que tuve que hundir
más mis dedos y aguantarme el impulso
de vomitar por la ansiedad.
Zack murmuró una lamentación, aún
inconsciente.
Todo parecía un verdadero fracaso.
Lo único que quería era ayudarle a
sobrevivir, pero tenía la impresión de
que lo estaba rematando con mis
patéticos intentos. Cuando otro chorro
de sangre manchó las sábanas, retiré mis
dedos al sentir la frustración punzar mi
piel. No podía hacer nada y no sabía qué
más hacer. Todas mis intenciones eran
nulas. Las lágrimas se abrieron paso a
través de mis párpados mientras
temblaba de pies a cabeza. Sollocé
cuando más sangre circuló por sus
costillas. Su herida había adquirido un
tono morado, casi negro, pero todo él
estaba pálido y sudoroso.
Como yo.
—¡No te mueras! —chillé a modo de
amenaza y pugné de nuevo por sacarle la
bala, esta vez con más empeño—.
¡Tienes que vivir! ¡No puedes morirte!
Ni siquiera entendía por qué me
importaba tanto su vida, o por qué no
había llamado a una ambulancia para
que fueran los médicos los que se
hicieran cargo de él. Pero me dije que
era debido a mi moral; porque quizás
los expertos no podrían socorrerle a
tiempo y yo no quería cargar con otra
muerte en mis pesadillas.
La sangre volvió a arrullarme. El
impulso de alejar la mano casi ganó la
batalla y justo cuando me planteé
hacerlo, logré apresar la bala y se la
arranqué de un tirón del cuerpo. Como si
quemara, la lancé al suelo y tapé la zona
lastimada con la toalla. La tela se tiñó
enseguida con el color de la muerte.
Presioné mis palmas sobre su carne y
esperé a que la hemorragia se fuera
controlando.
El corazón me iba desbocado.
Minutos más tarde fui a por otra
toalla, aunque ya no salía tanta sangre
como antes. Me encontraba doblando la
prenda sobre su abdomen cuando
recordé que había minibar en la
habitación. Recorrí el espacio con la
vista hasta que en la esquina izquierda,
debajo de una mesa alargada y no muy
alta, localicé una pequeña nevera.
Casi me alegré de que pudiera
consumir cuanto quisiera, pero al abrir
la puertecita mi repentina felicidad se
volatilizó de un latigazo. Era
apabullante lo que hacían algunos
establecimientos para ganar más dinero
estafando a los viajeros que tenían que
parar por obligación en ese pueblo de
no más de cien habitantes.
Indignada, agarré las dos botellitas
de licor, lo único que había para
consumir. Crucé la distancia hasta un
dormido Zack y esparcí el líquido en la
herida. Había introducido mis dedos ahí,
sin haberme lavado ni siquiera las
manos. Que muriera a causa de una
infección no entraba en mis planes. Al
menos, el alcohol mataría las bacterias.
O eso esperaba. Ya después los
sanitarios, o quien lo encontrara
primero, se encargarían de darle
mejores atenciones que yo.
De inmediato, eliminé aquel
pensamiento de mi cabeza cuando se me
estrujó el corazón. En ese momento no
podía pararme a pensar en lo que él me
hacía sentir o cómo me hacía sentir
porque en el fondo, aunque había
empezado a experimentar cosas por
Zack que iban más allá del deseo o la
lujuria, esos sentimientos eran
antagónicos. Esas emociones aún
desconocidas podían destruirme. Podían
destruirle a él. O mejor dicho podían
destruirnos a los dos.
Casi había dejado de sangrar, aunque
su palidez se había acentuado al igual
que los sudores fríos que recorrían su
cara y los estremecimientos que
sacudían su cuerpo debilitado. Lo
abrigué con la sábana y me quedé
mirándolo durante varios minutos hasta
que empezó a dolerme la espalda de
tanto estar encorvada como una momia.
Su semblante no había sufrido signos
de mejoría, pero tampoco de gravedad y
aunque deseaba permanecer junto a él,
mimarle en silencio, con cariño y
ternura, como nunca nadie había cuidado
de él, me dirigí hacia el aseo y me
limpié con la pastilla de jabón. Me
enjaboné las manos, los brazos, los
codos, la cara descompuesta y la nuca.
Restos de sangre se perdieron por el
lavamanos. Restos de lo que había
hecho por él. Restos de lo que estaba a
punto de hacer por mí.
Tras secarme con la camiseta, pues
no había más toallas, retorné a la
habitación y me estanqué a poca
distancia de Zack. Pero no tan cerca
como antes. Si me aproximaba un poco
más, sería incapaz de alejarme de él. Y
debía hacerlo. Debía distanciarme de su
vida. Que él se distanciara también de la
mía.
Noté un vuelco en el estómago como
si estuviera cayendo desde un balcón.
Cerré los ojos. Gimoteé y puse una
mano sobre mi corazón, como si alguien
fuera a arrancármelo del pecho. Dolía.
Me ardía por dentro. Dolía considerar
ese futuro. Y no entendía por qué me
dolía tanto, por qué me costaba actuar
interponiendo el bien al mal cuando yo
siempre había obrado del mejor modo
posible.
Pero si no quería hacer lo correcto,
entonces ¿por qué era incapaz de mandar
a la mierda mis ideales y hacer lo que
de verdad me dictaba el corazón, a
pesar de que mi cordura me pedía lo
contrario? La respuesta era sencilla.
Porque era una cobarde. Una maldita
cobarde. Y me odié a mí misma por ello.
Me odié por tener miedo a arriesgarme,
a fracasar, a triunfar, a encontrarme
como persona. Le tenía pánico a
descubrir a la verdadera Linda Evans,
con todas sus imperfecciones y sus
escasas virtudes. Pavor a averiguar qué
tanto sería capaz de hacer por…
No…, no podía ser. Aquello no era
amor. En nuestra historia nunca había
habido flores, frases dulces o cenas
románticas como muestran en las
películas. No había dedicatorias en
notitas improvisadas, regalos sorpresas
o susurros en el oído en mitad de la
noche. Nunca habíamos tenido nada de
eso y nunca lo tendríamos. Lo nuestro no
podía ser amor. Y de serlo…, ¿qué clase
de amor sería ese?
¿Quién querría tener un amor así?
Era cierto que desde que le conocí
había percibido una palpable tensión
sexual entre nosotros, pero sentía que de
un día para el otro, sin saber cómo ni
cuándo, esa atracción había mutado a
una necesidad enfermiza. Cuanto más
tiempo pasaba con él, más sentía que le
necesitaba. Más atraída me sentía por
todo lo que le rodeaba. Cada segundo a
su lado, parecía un año. Toda una vida
juntos. Miles de vidas vividas.
Debía escapar antes de que esa
dependencia oscura me consumiera
hasta las entrañas. Antes de que él y sus
besos siguieran consumiéndome. Ya ni
siquiera sabía quién era yo.
Di media vuelta con férrea decisión.
Caminé hacia el coche y allí atrapé algo
que me sería útil. No había nadie
paseando por los alrededores. Todo era
inquietante, como si estuviera atrapada
en un pueblo fantasma. El silencio me
acompañó en mi retorno al dormitorio.
Tras atrancar la puerta, empleé las
esposas que acababa de recoger en las
muñecas de Zack, del mismo modo que
él usaba conmigo. Mientras lo hacía,
evité mirarlo a la cara. No quería
echarme atrás, aunque podría esperar a
que se recuperara. Aun así, no podía
correr ese riesgo, pues mis sentimientos
hacia él atentaban con hacer tambalear
aún más los pobres cimientos de mi
mundo.
Me lo tenía merecido.
Había querido jugar con fuego y toda
yo me había quemado. Lo entendí esa
misma mañana cuando me confesó que
llamaría a Morgan para liberarme y yo
deseé con todas mis fuerzas que no lo
hiciera, que se quedara un poquito más
conmigo.
Estaba enferma.
Tan loca como él.
Retrocediendo, metí mi mano en el
bolsillo y toqué los billetes. En ese
instante decidí que me llevaría el
dinero. Todo lo demás se quedaría ahí,
con él. Continué dando lentos pasos
hacia atrás hasta que mi espalda se
estrelló contra la puerta de la salida. El
golpe sonó obsceno. Fue tan inesperado
que me sobresalté como si alguien me
hubiera empujado y mis ojos buscaron
con desespero la imagen de Zack hasta
encontrarlo. Pero cuando le vi en la
cama, algo se fracturó en mi interior. Se
resquebrajó en mil pedazos. Mi corazón
tableteó en mi caja torácica.
Sin cuestionarme si lo que estaba
haciendo sería una sentencia o una
liberación, abandoné el lugar. Cerré la
puerta y apoyé mi espalda en ella. El
peso que sentía en mi pecho disminuyó
de golpe. Fue tan repentino que me
temblaron las piernas y tuve que respirar
hondo varias veces. Tardé bastante en
recomponerme, en habituarme a esa
intensa sensación de vacío, hasta que me
obligué a caminar.
No se me ocurrió subirme al coche y
conducir hasta mi nuevo destino, que ni
siquiera sabía cuál era. Solo me limité a
andar con la mente en blanco, como un
muerto viviente. Caminé sin tregua y
seguí caminando sin cesar hasta que me
hallé a mí misma corriendo como una
desesperada. Lo hacía a grandes
zancadas fuera de la carretera, bajo la
eterna oscuridad de la noche, como si
hubiera sido programada para correr
lejos de Zack; lejos de la persona con la
que de verdad quería estar.
Saber eso con tanta convicción, sin
negármelo más, me impresionó tanto
como si una tormenta tropical se hubiera
desatado en mí y, de súbito, aquel peso
en mi pecho volvió con más potencia,
vigorosidad y dolor que antes, como si
estuviera saltando desde un acantilado,
consciente de que tendría una muerte
fatídica.
Mis piernas cedieron ante la
gravedad. Caí sobre el asfalto y me
raspé la piel con la gravilla mientras me
ahogaba con mi propia respiración.
Había olvidado cómo domar un simple
soplo de aire. Las lágrimas enturbiaban
mis párpados, pero ninguna gota
descendió por mis pómulos. Estaba
como ida. No me daba cuenta de nada
salvo del dolor que sentía en todo mi
ser.
Estaba muerta de miedo de mis
sentimientos. De lo que podría sentir por
una persona como él, por alguien que
tenía los días contados y que se parecía
tanto a lo que yo siempre había odiado
desde pequeña.
¿En qué lugar me dejaba eso?
¿En qué me estaba convirtiendo?
Me ardía la cara. El corazón. La
vida. El mero hecho de existir. Él me
hacía arder. Me hacía odiarme por ser
tan débil y, al mismo tiempo, por ser tan
fuerte como para poder imponer
distancia entre nosotros.
Encolerizada, solté un puñetazo en el
suelo a la vez que reprimía un grito de
desolación, que sonó más bien como un
gruñido atormentado. No podía irme. No
podía dejarle. Y lo más confuso aún era
que no quería hacerlo. Estaba hecha un
lío. Él era mi ruina. Mis pensamientos
se contradecían una y otra vez. Toda mi
existencia parecía una contradicción.
Un coche franqueó el carril opuesto
e iluminó la vía. El conductor, aunque
me vio de rodillas, demacrada y fatigada
por el cúmulo de emociones, no se
aventuró a prestarme auxilio, sino que
aumentó la velocidad y se distanció con
rapidez.
Temblando, levanté mi cuerpo. La
rodilla derecha me sangraba un poco.
Me froté la cara. Aún tenía puesta la
peluca. Cuando la calma empezó a
asaltarme otra vez, di un paso para
retomar mi camino, pero me paralicé al
sentir esa amarga opresión de nuevo. La
angustia. El sufrimiento. El vértigo.
Apreté los ojos y meneé la cabeza.
No lo soportaba.
Era demasiado dolor.
Tensé la mandíbula y continué
avanzando, pero no para alejarme, sino
para retroceder. Esta vez no corrí, pues
la rodilla me escocía bastante. Y, para
colmo, el trayecto se me hizo eterno. No
había registrado todo lo que había
recorrido mientras corría como una loca
y además, a causa del agotamiento, tuve
que hacer un par de paradas; aunque
quizás fueron muchas más que un par de
veces, pues pronto la noche empezó a
aclarar obsequiándome un nuevo y
desconocido amanecer.
El sol arrojaba los primeros rayos
de luz cuando el motel surgió en mi
campo visual. A desgana subí el tramo
de escaleras y me detuve frente a la
puerta 109 a la vez que notaba el
contorno de la llave de la habitación en
mi bolsillo.
En el fondo siempre supe que
terminaría volviendo a Zack. Era
evidente. Entre nosotros existía una
afinidad inexplicable. Una conexión
desconcertante e irrompible. Algo que el
destino había unido y se negaba a
separar.
Inspiré débilmente a la vez que la
imagen de su cuerpo yaciendo sobre la
cama se reproducía en mi cabeza, la
expresión pálida y desmejorada de su
rostro, conmoviéndome. Sin pensármelo
entré en el dormitorio y cerré la puerta.
De inmediato, mi corazón dejó de latir.
Nadie, ni en un millar de años,
podría haberme preparado para lo que
me iba a topar a continuación.
17
Linda
Domingo, 6 de septiembre de 2009
En estado de shock.
La sorpresa que me llevé al entrar en la
habitación 109 no podría explicarse con
palabras. Al principio me pareció una
imagen surrealista e increíble, pero lo
que sucedía a pocos pasos de mí era tan
real como que yo estaba ahí de pie,
conteniendo el aire en mis pulmones.
Por un instante tuve la tentación de
girarme y desaparecer para siempre,
pero no pude moverme cuando Zack me
fulminó con sus opacos ojos grises
rodeados de unas profundas ojeras.
Estaba recostado fumando un
cigarrillo, como si no hubiera recibido
un disparo hacía pocas horas. Por sus
gestos, era evidente que no estaba
cómodo ni contento con la situación y
mucho menos conmigo. Cuando expulsó
el humo por la boca, separando apenas
los labios y elevando la barbilla, una
consistente mata de humo envolvió sus
facciones mientras retenía el pitillo con
los dedos de la mano izquierda. A pesar
de la gélida aura que bailaba en torno a
él, se veía tranquilo; enfadado, sí, pero
sereno a la misma vez, aunque esa
contención no era más que una fachada
temporal.
Exhalé un suspiro, sintiéndome
trastornada por tener que enfrentarme tan
pronto a él. Hubiera preferido
encontrarlo dormido, o haber tenido
algo de tiempo para quitarle las esposas
y pretender que lo había cuidado toda la
noche. Pero ahí estaba Zack, despierto y
plenamente consciente de los hechos y
de mis últimos actos. Y aunque me
aliviara ver que no había muerto, que
podría disfrutar más de su compañía, me
atemorizó desconocer la reacción que
podría tener hacia mí.
Rompí el silencio cuando al cabo de
unos segundos empecé a ahogarme en él.
—¿Cómo te encuentras? —pregunté
estancándome a pocos centímetros de la
cama. Daba igual que estuviera
esposado al barrote. No me fiaba de su
fuerza oculta, adormecida como una
bestia.
Tomó otra calada, lenta pero corta.
—Estaría mejor sin esto —replicó
con un zarandeo de muñeca. El sonido
metálico resonó entre nosotros y crispó
el ambiente—. No es agradable
despertarse con un balazo, mucho menos
si descubres que te han atado como si
fueras un animal rabioso.
«Lo eres a veces», pensé con ironía.
—¿Te duele? —Señalé la herida—.
Sangrabas bastante. Creí que morirías.
Me diste un buen susto.
Sonrió con su habitual manera
burlona, lo que hizo que mi corazón
cobrara vida otra vez.
Solo él podía hacerme sentir así.
—No tienes tanta suerte.
Reprimí un bufido.
Acorté nuestra distancia y retiré la
toalla. Todavía sangraba un poco y la
contusión se había extendido por todo lo
ancho de su vientre, pero suponía que
podría haber sido mucho peor.
—Si te quisiera muerto, créeme que
lo estarías —dije con calma mientras
eliminaba la sangre que había en su piel
con la toalla—. No me hubiera sido
difícil.
Zack me ignoró y se miró la herida.
Fuera de sí, maldijo entre dientes y
alegó que estaba hecho una mierda y que
tenía un aspecto horrible seguido de
unos cuantos juramentos que no logré
descifrar. Una vez que se sosegó, más o
menos, apagó el cigarrillo en la
superficie de la mesita y me estudió con
la mandíbula tensa.
—Si no me quieres muerto, entonces
¿cómo cojones me quieres?
—Todavía no lo sé. —Era verdad.
Todo eso era nuevo para mí. Estaba
perdida entre tantas emociones que me
superaban, pero a la misma vez me
sentía viva por experimentar más allá
del miedo que me provocaban las
pesadillas. Porque antes de Zack, antes
de que él hiciera de mi vida un
verdadero e interminable caos, yo solo
conocía una cosa: el sabor más
terrorífico del pánico.
—Hay que coser la herida —cambió
de tema como si pudiera intuir el rumbo
de mis pensamientos a la vez que
intentaba sentarse. Su gesto se
ensombreció al no conseguirlo—.
¡Joder, Linda! ¡Haz el favor y quítame
las esposas de una puta vez!
Tragué saliva y di un salto hacia
atrás.
—Si lo hago, ¿me matarás?
Un músculo palpitó en sus sienes.
—Debería —reconoció con frialdad
—, así me ahorraría varios quebraderos
de cabeza. —Fui a alejarme de él, pero
se apresuró a decir con un gruñido—:
Pero no. No te mataré. Hoy no, al
menos.
Su respuesta no me convenció.
—Creo que te dejaré así un pelín
más.
Se echó a reír. Fue una risa falsa y
maliciosa. El Zack de siempre había
vuelto pisando con poderío.
—Pensé que eras una mujer que
acepta cualquier desafío, pero supongo
que las apariencias engañan.
—¡Te he salvado la vida! —gruñí
con los músculos tirantes—. No hagas
que me arrepienta.
—Quítame las esposas, Linda. —
Aunque fue una orden tajante, no detecté
la crudeza que había empleado en la
frase anterior. Y cuando quise darme
cuenta, me hallé con la llave en la mano,
sentada a su lado.
—¿Qué tramas?
—Ir a mear. —Enarcó una ceja—.
Será lo primero que haga.
—¿Y después?
Inspiró hondo y en vez de responder
con desparpajo, como había estado
haciendo hasta ahora, me analizó con el
ceño fruncido como si fuera la primera
vez que me veía. Parte de su soberbia se
había evaporado y fundido con el calor
de la mañana.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó
negando con la cabeza—. Podrías haber
llamado a la policía, dejarme tirado en
medio de una cuneta o lo más sensato
para una persona como tú, tan recta y
disciplinada, haberme llevado a un
maldito hospital. —Hizo una pausa con
sus ojos fijos en mí—. ¿Por qué lo
hiciste?
Una dolorosa tristeza me cerró la
garganta.
—Yo también me lo pregunto —
susurré mientras dirigía la llave hasta la
hendidura de las esposas. Su muñeca
derecha cayó como un peso muerto en el
colchón—. Quizás siempre me lo
pregunte. Quizás nunca entienda lo que
me sucede contigo.
Me levanté para guardar las
distancias con él. Mi estado de ánimo no
era el más idóneo en ese momento. El
exceso de sensibilidad emocional me
estaba pasando factura.
Necesitaba que los dos estuviéramos
apartados antes de que le preguntara
como una necia si él sabía qué le
sucedía conmigo.
—¿Dónde estamos?
Se frotó la piel enrojecida.
—No te preocupes. Esto es un
pueblo pequeño, casi deshabitado… —
callé cuando intentó sacar las piernas
fuera de la sábana y el dolor le tumbó en
el acto. Corrí hacia él y lo ayudé con la
tarea—. Despacio. Debes permanecer
en reposo. ¿Te duele? —Presioné la
toalla contra su estómago, pues había
empezado a sangrar otra vez.
—¡Joder! Claro que sí. Escuece de
cojones. —Bajó la mirada y bufó al ver
la mancha redonda y rojiza que teñía la
tela—. Esto es una puta mierda. Hay que
coser la herida —dijo recorriendo la
habitación con la vista—. Genial.
Tampoco hay teléfono. Necesito un
puñetero teléfono.
Me acomodé entre sus muslos, con la
palma presionando contra su abdomen.
—No tengo con qué coserte la herida
y ¿con quién te urge hablar? ¿Es por
Morgan? ¿No hablaste con él? —me
alarmé al recordar su expresión en la
cafetería, cuando la camarera le entregó
el sobre—. ¿Angy? ¿Están bien los dos?
¿Les ha pasado…?
—Están de puta madre —me
interrumpió y alejó mis manos de él—.
No te pongas histérica. Es lo único que
me faltaba.
—Entonces…
—Entonces nada. Necesito hablar
con él para que tu amiga esté en
condiciones de largarse a más tardar
mañana. Debes marcharte. —Sus
palabras se sintieron como una patada
en la entrepierna. Yo había regresado
como una idiota a su lado y, sin
embargo, él aún quería echarme de su
vida—. ¿Con qué sacaste la bala?
El proyectil, torcido después de
haber perforado la carne de Zack, yacía
en el suelo.
—Con lo único que tenía más a
mano: mis dedos.
Sus ojos se colmaron de sorpresa,
pero se recompuso casi de inmediato.
—No te veo capaz de hacer algo así.
—Ya ves, las apariencias engañan.
Decidió ignorar mi tono
recriminatorio.
—¿Crees que tengan hilo y aguja en
recepción? Iría yo mismo, pero temo
desplomarme a los dos pasos.
Fue entonces cuando me di cuenta de
que él dependía de mí en ese momento,
que tenía la oportunidad de
comportarme como lo estaba haciendo
conmigo, que podría contestarle como
una cabrona y decirle que si quería hilo
y aguja debía arreglárselas él solito.
Pero, en cambio, me quedé
reflexionando sobre el macarra que me
había atendido la noche anterior, con el
entrecejo arrugado.
—No lo sé, pero deberíamos irnos.
Me cobraron sesenta dólares. —Me
levanté, introduje la mano en el bolsillo
y dejé el dinero en la mesita—. Esto es
tuyo.
—No te importó robarlos ayer.
Me indignó su comentario.
—No soy una ladrona. —No iba a
permitir que me echara en cara los
errores que habían cometido mis padres
—. Y si no te has percatado, te estoy
devolviendo el dinero. No lo quiero. No
lo necesito.
Me miró en silencio de una manera
visceral hasta que sacudió la cabeza y
comentó:
—Por más que me joda, ni de coña
puedo conducir en este estado. Necesito
al menos hoy para recuperarme, pero
mañana mismo nos piraremos sin falta.
—¿Adónde?
—A La Cueva. —Los latidos de mi
corazón se ralentizaron al saber que
nuestros caminos no tardarían en
separarse—. Ten —dijo tendiéndome
cuatro billetes; los acepté con recelo—.
Paga la habitación y compra algo de
comida.
No había dormido ni comido apenas
y aunque quizás estuviera al borde de la
deshidratación, lo único que sentía en
ese instante era miedo de lo que crecía
dentro de mí, tornándose más grande e
intenso cada segundo que pasaba con él.
—¿Seguro que no quieres buscar
algo más barato? El dinero se está
terminando.
—Hay de sobra.
Con un suspiro me guardé los
billetes en el bolsillo trasero.
—¿Qué pasará cuando lleguemos a
La Cueva? —pregunté sin mirarlo a la
cara.
—Esto se me ha ido de las manos…
—masculló mientras se frotaba los ojos
—. Este no era mi plan, pero tu amiga y
tú tendréis que quedaros allí hasta que
yo vuelva a ponerme en contacto con
Morgan. —Lo miré con nerviosismo—.
No os hará daño.
—¿Te quedarás con nosotras?
—No, yo partiré ese mismo día.
Un estremecimiento me recorrió la
columna.
—¿Adónde? ¿A por Benicio? ¿Sabes
dónde se encuentra con exactitud?
—Cuando acabe con él, podréis
marcharos a casa —continuó sin más,
muy convencido de sí mismo, a pesar de
que había recibido un balazo que casi lo
había matado.
¿Es que acaso se había vuelto loco?
—Estás herido y no te curarás de
aquí a mañana. ¿Cómo sabes que no será
él quien acabe contigo?
La mera posibilidad de que muriera
a manos de ese monstruo hizo que las
lágrimas retornaran a mis párpados.
Suspiró al detectar la pesadumbre en
mi expresión.
—Si me mata, lo sabréis también —
dijo sin emoción, como si no le temiera
a la muerte. Y quizás no lo hacía. Él
bailaba con la muerte todos los días.
Jugaba con ella desde que era un crío al
que le habían arrebatado a base de
golpes y castigos la inocencia—. En
cualquier caso, vivo o muerto, Morgan
no os pondrá ningún impedimento para
que volváis a vuestras vidas. Lo único
que quiero es que la policía no me toque
los cojones mientras voy a por Benicio.
—No lo hagas —supliqué
acercándome hasta él, con un nudo en el
estómago—. Tienes que curarte primero.
Estás demasiado débil. Por favor.
Negó con lentitud con la cabeza.
—Llevo años esperando este
momento…, demasiados para echarme
atrás.
—No lo hagas —repetí.
Odiaba sonar tan desesperada, pero
no podía combatir la aprensión que
sentía al pensar en su futuro. No era
fantasiosa. Entendía lo que estaba
diciéndome, pero también lo que
supondría si se enfrentaba a Benicio en
aquellas condiciones.
Los dos sabíamos que tenía todas las
de perder.
—Linda. —Él también sonó
ahogado. Puse mi mirada en su rostro,
que se había contraído por algo que no
supe cómo tomármelo. Sus manos eran
dos puños que se aferraban al borde del
colchón y su pecho estaba inclinado
hacia delante, como si tuviera intención
de levantarse y cobijarme entre sus
brazos, pero aquella ilusión se esfumó
cuando dijo—: Paga la habitación y
averigua si nos pueden prestar un
teléfono. También sería genial si nos
pudieran regalar, o incluso vender, un
rollo de hilo y aguja.
Aunque mi corazón se resquebrajó,
realicé un gesto de asentimiento y
contuve las lágrimas.
—Haré lo que pueda.
Hice ademán de ir a la salida, pero
su voz me paralizó.
—Linda, arréglate un poco. —Lo
asesiné con los ojos. Estuve a punto de
gritarle que era él quien tenía un aspecto
horroroso, aunque mi mente seguía
viéndolo atractivo, pero al notar que me
tensaba como un erizo, se corrigió—:
Tienes la peluca torcida, varios restos
de polvo en la camiseta y una mancha de
tierra cerca de la barbilla.
Me sonrojé como un tomate.
—Está bien.
Quise proseguir con mi camino, pero
él me interrumpió de nuevo.
—¿Qué te pasó en la rodilla?
Los recuerdos danzaron ante mí
mientras observaba mi piel desgarrada
en cortes irregulares.
—Me caí. No me duele mucho.
—¿Por mi culpa? —preguntó
mirando con intensidad mi carne
maltratada.
—Sí. —En cierto modo era verdad,
así que esperé a que dijera algo, se
disculpara o luciera arrepentido, pero
esa reacción nunca la obtuve—.
Olvídalo. Volveré pronto.
Fui hacia el baño. Si hubiera podido
habría permanecido allí durante horas,
pero cumplí mi palabra sobre que no me
demoraría mucho. Tras hacer pis, mojé
un trozo de papel higiénico y me di
leves toquecitos en la rodilla; luego
humedecí mi rostro, me coloqué bien la
peluca y salí al dormitorio pasando por
el lado de Zack y cogiendo las llaves
del coche, sin comentarle mis planes.
Las cosas se harían a mi manera.
Mientras caminaba hacia la
recepción, me pregunté qué tal estaría el
policía que había reconocido a Zack y
que había sufrido un disparo también. O
si la camarera ya habría narrado a las
autoridades todo lo sucedido la mañana
anterior; si les habría dicho que el
hombre que atentó contra ella se llamaba
Zack Cassidy.
Entré en la infernal oficina. No me
sorprendió ver al macarra vestido con
una camiseta ancha, negra y roñosa, y
unos pantalones del mismo color, muy
deshilachados. Pero lo que sí llamó mi
atención fue la mujer que le estaba
echando la bronca sin sutilizas de ningún
tipo. Estaría rozando los setenta y pico
años, pero aún había juventud en sus
rasgos femeninos a pesar de su cabello
blanco recogido en un moño al estilo
oriental.
Los dos callaron al oírme abrir la
puerta y avanzar hacia ellos. El enfado
de la señora fue sustituido por una
afable sonrisa, al contrario que la
actitud del macarra quien resopló
poniendo los ojos en blanco y se ganó
una colleja a modo de advertencia.
—Buenos días —dije
encaminándome hacia el escritorio.
—¡Oh, querida, lamento mucho la
escena! —exclamó ella y se abanicó el
rostro con la mano, abochornada—. Este
niño saca lo peor de mí. ¡No sé qué
hacer con él!
—¡No soy un niño! —se quejó el
adolescente antes de levantarse del
taburete y morderse el piercing—. ¡Qué
asco de vida!
—Disculpa a mi nieto. Es propenso
a no caer bien —dijo la abuela y se giró
hacia el joven—. Atiende a la señorita
como es debido, hazme el favor, Chris.
—Ya la conozco —masculló él y me
miró con desdén—. Deje la llave aquí.
—Eh… Me gustaría alquilar la
misma habitación para hoy.
Esas palabras consiguieron que se le
cambiara la expresión y observara
nervioso a su abuela.
—Ajá. El precio es el mismo, pero
puede pagar después.
—Tengo el dinero. —Coloqué tres
billetes de veinte en el mostrador—. El
minibar… —No pude terminar la frase.
La mujer estalló en cólera contra su
nieto.
—¡Otra vez! ¡Lo has hecho otra vez,
condenado! —bramó propinándole una
colleja. Él se cubrió la cabeza con
ambas manos e intentó defenderse—.
¿Cuántas veces te lo tengo que decir?
¡No se tima a la gente! ¡Por eso nunca
regresan!
La taladró con la mirada.
—¡No regresan porque esto es un
pueblucho de mierda!
Otro golpe en la nuca, por
malhablado.
—¡No pienso encubrirte esta vez!
¡Se lo diré a tu padre! —Y tras esas
advertencias que atemorizaron al joven,
me dijo en un murmullo apenado—:
Menuda imagen te estamos dando.
Puedes quedarte gratis esta noche,
querida.
Negué con la cabeza.
—No se preocupe. No es necesario.
—¿Gratis? —oí protestar al macarra
—. Eso es peor que lo que hice yo.
—Tú. —Le señaló ella con el dedo
índice—. ¡Cállate!
El chico alzó los brazos.
—¡Pero es ridículo!
—¿Cuánto vale la estadía? —
pregunté para que dejaran de discutir—.
El precio real.
—Cuarenta dólares —respondió la
mujer.
Cogí dos de los billetes que había en
el mostrador. Con lo que había pagado
el día anterior más esos veinte dólares
hacían ochenta en total, justo lo que
tenía que pagar para pernoctar dos días.
—Solucionado. —Sonreí. Ella
sonrió también mientras el joven nos
miraba con hastío. Escruté el dinero que
me había sobrado, con una mueca—.
¿Saben de algún sitio donde pueda
comprar comida para llevar? Mi novio y
yo estamos hambrientos.
—Hay uno a pocos kilómetros de
aquí —contestó la señora en un tono más
calmado—. Chris, encárgate de comprar
lo que desee la señorita en el restaurante
de Ellie.
—¿Y por qué tengo que hacerlo yo?
—¡Porque le debes una disculpa! ¡Y
porque te lo estoy ordenando! —Se
desplazó con pisadas rápidas hacia el
escritorio. Su nieto retrocedió y tropezó
con el mueble al creer que recibiría otra
colleja por contestón—. Yo me
encargaré de atender a los clientes.
—Claro, como vienen tantos… —
masculló por lo bajo para que no
pudiéramos oírle y entonces, con un
mohín, me preguntó—: ¿Qué quieres?
Ignoré ese tonillo condescendiente y
me encogí de hombros.
—Lo que sea.
—Compra esas costillas tan ricas
que prepara Ellie usando su receta
secreta —dijo la abuela.
—¿A las nueve de la mañana? —
indagó él con sorna.
—Habrá sobras del día anterior —
afirmó y me miró con una sonrisa—.
¡Están riquísimas! Tenemos un
microondas en ese armario. —Señaló
una puerta cerrada—. Podemos
calentarlas a la hora que más te
apetezca.
—Me parece bien.
El joven bufó entre dientes.
—Bueno, decídete. ¿Qué quieres
para desayunar?
Mi estómago protestó.
—Pizza. —Fue lo primero que se me
vino a la mente. Abuela y nieto
enarcaron las cejas con asombro—. La
verdad es que cualquier cosa estará
bien.
—Ya la has oído —dijo la mujer
dibujando una seña con su arrugada
mano para que se marchara.
Él bufó otra vez y caminó hacia la
puerta.
—Por cierto… —comenté antes de
que desapareciera de mi vista—,
necesitamos agua y bebidas. No hay
nada en el minibar.
Encogiéndose, el adolescente se
largó a toda prisa antes de que la furia
de la abuela se desatara otra vez. Ella
sacudió la cabeza mientras veía a su
nieto alejarse por la acera.
—Quiero mucho a este niño, pero es
un desastre. —Presté atención a sus
palabras—. Desde hace dos años se ha
convertido en la oveja negra de la
familia.
—Es la época —dije por decir algo,
aunque yo siempre fui muy aplicada en
lo mío. No tuve años locos. No hice
locuras ni cosas de las que me
arrepintiera al día siguiente. Hasta
ahora, porque tras conocer a Zack
Cassidy había hecho la locura más
grande del universo: volverme adicta a
él, dependiente hasta de su respiración
—. No sé si será posible, pero ¿tendría
por ahí un rollo de hilo y aguja?
Necesito hacerle la costura a un vestido
que quiero ponerme mañana.
—Tengo una cesta en casa. ¿De qué
color lo quieres?
—Da lo mismo, aunque prefiero
negro o azul oscuro. Se lo agradecería
mucho.
—Claro que sí, querida, no te
preocupes. Te lo mandaré con Chris.
—Gracias.
Me miró con notoria curiosidad.
—¿Te estás hospedando con tu
novio? —Asentí evitando esbozar una
mueca—. ¡Qué tierno! ¿Un viaje de
enamorados?
—Sí, algo así. —Sonreí con tirantez.
Ella percibió mi incomodidad, pero
por fortuna no hizo preguntas
embarazosas.
—Bueno, querida, no te molesto
más. Seguro que estás deseando volver
con tu chico. —Sonreí de nuevo, como
una tonta—. Chris te llevará todo a la
habitación. Quizás tarde un poquito con
la comida ya que aún es temprano.
—No hay problema. —Fui hacia la
salida—. Gracias por todo. —Y me
marché de allí diciendo adiós con la
mano.
La mínima paz que había notado con
esos desconocidos fue disipándose a
medida que me aproximaba al
Chevrolet. Una vez allí, abrí el maletero
y tomé la correa de la bolsa deportiva.
Podía estar sin comida, incluso podía
estar sin dormir si fuera necesario, pero
me negaba a seguir con la misma ropa
de hacía días. Además, la camiseta de
Zack estaba asquerosamente manchada
de sangre.
Ascendí el tramo de escaleras y
entré en la habitación con fingida
indiferencia. Estaba claro que me
equivoqué al pensar que Zack estaría
esperándome sentadito en el colchón.
Empujé la puerta tras de mí y dejé caer
la bolsa en el suelo. La cama seguía
deshecha y sobre ella estaba la toalla
ensangrentada, arrugada entre las
sábanas, mientras el característico olor
de Zack, mezclado con el aroma del
sudor y de la sangre, flotaba a mi
alrededor, persuadiéndome.
Un sonido provino del baño. Fui
hasta allí y me congelé en el umbral.
Zack estaba con los brazos extendidos a
ambos costados de la bañera empotrada,
fabricada con losa blanca, con la mirada
borrosa en la pared de enfrente. El agua
oscura de su sangre le cubría un poco
más arriba de la cintura. Se había
mojado el pelo, peinándoselo hacia
atrás, mientras su nuca descansaba en la
pared de azulejos grises que había tras
él.
Entorné despacio la puerta. Zack me
miró inexpresivo y yo hice lo mismo con
él hasta que no pude más con ese
absurdo distanciamiento y tomé el
bordillo de mi camiseta. La tiré a las
baldosas antes de realizar lo propio con
los pantalones, las zapatillas y los
calcetines, muy lentamente. Respiré
hondo al quedarme en ropa interior y
esperé una invitación o un gesto que
fuera algo más que lo que se asomaba
por encima del agua, cerca de su
ombligo. Su cuerpo respondía a mi
semidesnudez, pero sus labios
permanecieron sellados. Sin embargo,
yo estaba decidida a conseguir algo de
él, aunque fuera lo mínimo.
Localicé el broche del sujetador y lo
aflojé. Las braguitas fueron coronadas
bajo mis pies descalzos. A continuación,
empecé a andar hacia él mientras mi
corazón latía fuerte y retumbaba contra
mi pecho hasta que por el rabillo del ojo
me vi de perfil en el espejo. Aún no era
yo misma. Con un movimiento brusco
me arranqué la peluca y ahuequé mis
cabellos con los dedos a la vez que
colaba las piernas dentro de la bañera y
me acomodaba entre sus muslos
separados.
A pesar de mis acciones, apenas
percibí la temperatura del agua. Lo
único que podía apreciar era su mirada
turbia, sus ojos sin brillo y sus manos
inertes sobre los costados de cerámica.
Lo sentía todo de él, pero esa distancia,
corta e infinita a la vez, me estaba
envenenando, así que me arrastré hasta
quedar montada sobre sus caderas.
Su pene se tensó al sentir mi piel
pálida, que contrastaba notoriamente con
la suya, provocándome pequeñas
cosquillas en el vientre, pero no hizo
nada más. Su frialdad era exasperante,
demasiado desconcertante para mi
mente. Y no lo entendía. Habíamos
follado como salvajes. Habíamos
perdido el control juntos y nos había
encantado. Él me deseaba a mí tanto
como yo lo deseaba a él, pero aun así
pretendía mantenerme alejada, como si
fuera un virus.
Me negaba a aceptar esa realidad.
Enredé mis dedos en su pelo y besé
su cuello, ronroneando de placer.
Entonces, desplacé mis labios hacia sus
pómulos y continué hasta su mandíbula.
El vello de su barba me molestó un
poco, pero seguí besándolo a la vez que
me apretaba más contra él, sin rozarle la
herida, sintiéndole grueso contra mi
estómago.
Oí cómo sus dedos se sostenían a los
bordes de la bañera, aguantándose las
ganas de tocarme. Eché la cabeza hacia
atrás y lo miré. Y aunque seguía
teniendo la misma expresión, me incliné
para que nuestros labios se fundieran en
un beso. Pero él me rechazó y retiró su
boca. Sus manos se engancharon a mis
hombros y me empujaron hacia atrás.
—¿Por qué? —pregunté en un
susurro, sintiendo que me estaban
mutilando.
No contestó; en cambio, continuó
ignorándome como si no estuviéramos
desnudos, excitados y deseosos el uno
por el otro. Y lo intenté, juro que lo
intenté, pero no pude soportar más su
indiferencia. Mi autocontrol se
desvaneció en ese momento, como si mi
paciencia fuera un bloque de
apartamentos cayendo en picado,
demoliéndolo todo a su paso.
Le salpiqué agua en el rostro.
—¿Por qué? —inquirí otra vez, con
rabia e impotencia. Como no obtuve
respuesta repetí el procedimiento, pero
con más abundancia de agua. Lo único
que conseguí fue que me atravesara con
sus iris coléricos y se limpiara la
mejilla con el dorso de la mano.
—No me toques los cojones, Linda
—me advirtió en un tono que daba
miedo escuchar, pero yo ya no le temía.
Nada en él me daba miedo—. No tengo
el puto día.
—Y yo tampoco. No lo tengo desde
que te conocí.
Cerró los párpados y apoyó la nuca
en la pared.
—Te jodes.
—Contéstame —exigí—. ¿Por qué te
alejas de mí cada vez que follamos?
¿Por qué me apartas si tú también
quieres estar conmigo?
Le vi tragar saliva. Sin embargo,
siguió en la misma posición como si yo
no estuviera delante de él. Como una
idiota esperé varios minutos, pero mi ira
fue aumentando más y más con cada
segundo. El silencio se tornó intolerable
y no pude evitar descargar contra él todo
lo que había aguantado y todo lo que
seguía aguantando.
Le crucé la cara con una sonora
bofetada.
Aquello le hizo abrir los párpados
como platos, totalmente anonadado,
mientras que a mí se me desordenaba la
respiración y me sentía escandalizada
por haberle pegado. Las lágrimas se
apiñaron en mis cuencas debido a la
furia que arrollaba mis sentidos.
Volvió su rostro hacia el mío, con
una expresión amenazante y peligrosa,
mientras su mejilla derecha adquiría un
infantil tono rosado. Con un gruñido
feroz, Zack llegó hasta mí en una
milésima de segundo, me agarró de los
cabellos con su puño y me atrajo hacia
su boca. Me dolió el tirón de pelo, pero
no me quejé, sino que abrí mis labios
para él, para que su ávida lengua me
invadiera, me poseyera y me devolviera
a la vida.
Le clavé las uñas en los hombros
mientras me mordía con sus dientes,
pellizcaba mis labios con los suyos,
tironeando de la parte más carnosa y
sensible, para después mitigar ese
plácido dolor con sus caricias cálidas y
hambrientas.
¿Sería todo así con él? Agresivo,
intenso, brutal.
Zack apartó nuestras bocas,
empujándome de nuevo por el pelo, con
más ímpetu.
Gemí más por la pérdida de contacto
que por la brusquedad que utilizó para
hacerlo.
—Qué estúpida eres… —gruñó
antes de levantarse y dejarme
destemplada en el agua. Salió de la
bañera. Yo me quedé mortificada por el
insulto, pero me emocionó oírle exhalar
con fuerza a la vez que murmuraba—:
Qué estúpido soy.
Sus palabras me hicieron evocar una
de nuestras conversaciones, que había
tenido lugar no muchos días atrás.
«Sería muy estúpido si te enamoraras»,
me había dicho él. Y yo, muy
convencida de mí misma, había
respondido: «O si tú lo hicieras».
Aquello me dio esperanzas.
—Entonces vivamos en nuestra
estupidez —dije mientras le veía
aferrarse al lavamanos, cansado por la
quemazón de la herida y por toda la
situación en sí.
Me estudió con fijeza.
Y yo le desnudé parte de mis
sentimientos.
—¿Por cuánto tiempo? —Ese era
nuestro problema. Siempre lo había
sido. No teníamos tiempo. No teníamos
futuro. Me puse de pie y me situé frente
a él, con el corazón destrozado,
viéndole negar con la cabeza—. ¿Cuánto
tiempo crees que va a durar esto, Linda?
—Tanto como tú lo alargues.
Cuando no respondió, descansé mi
frente contra su pecho y cerré los ojos.
Dolía.
Dolía tanto como cuando hui del
motel. Estar con o sin él me abatía. Con
él, por todos los males que nos
acechaban. Sin él, porque todo se
convertía en una realidad incoherente y
sin sentido.
—No es posible —dijo en voz baja
mientras reposaba su mentón sobre mi
cabello—. Nunca lo ha sido. Esto es
imposible. Lo sabes tan bien como yo.
—Podrías esperar a recuperarte en
casa de Morgan… —sugerí con poca
esperanza—. Y ya después…
Enmudecí, y él inquirió con
suavidad:
—¿Qué crees que habrá después,
Linda? —Levantó mi barbilla hasta que
nuestros ojos se descubrieron sinceros.
«¡No lo sé!», quise gritar pero lo
único que pude hacer fue agarrarme a su
cuerpo.
—No quiero ver en las noticias que
has muerto.
Acarició mi mejilla con su pulgar.
—¿Tan poca fe tienes en mí? —Se
rio con tristeza.
—Estás malherido. —Suspiré—. Y
no quiero perderte. No… no sé por qué,
estoy muy confundida, pero… Pero te
quiero en mi vida.
Exhaló con tristeza y miró hacia otro
lado. Y yo no soporté ver que aquello,
lo que le pedía con tantas ansias, era un
sueño. Que tarde o temprano le perdería,
que nos perderíamos los dos.
Con pasión me lancé a por su boca.
Él respondió de inmediato. No hubo
vacilaciones. Me apretó contra él
sujetándome por las nalgas e
inmovilizándome por la nuca, pero no
aumentó el ritmo de sus labios. Fue un
beso profundo, pausado y vehemente. Un
beso que saturó hasta la última fisura de
mis heridas y, a la misma vez, me dejó
vacía al saber que al final se terminaría.
Como todo lo nuestro.
Ese pensamiento me desmoralizó.
El beso, de súbito, se convirtió en
una guerra de lenguas, saliva y dientes.
Las manos volaron y las uñas se
clavaron en las pieles mientras nacía
desde lo más hondo de nuestro ser esa
imperiosa necesidad que nos embargaba
cada vez que estábamos juntos. Una
dependencia que nunca me abandonaría
y anhelaba que nunca lo abandonara a él.
—No quiero perderte… —repetí con
la voz rota, buscando su mirada, con la
vista empañada por las lágrimas—. No
quiero que mueras.
—Todos moriremos algún día.
—¿Tú quieres que me muera?
—No antes que yo.
Su respuesta me bastó. Fue
suficiente. No necesitaba más palabras.
No necesitaba más demostraciones,
porque si las hubiera no sería Zack. Si
las hubiera…, no sería yo misma. Lo
besé de nuevo, pero él interrumpió
nuestra conexión.
—No me alejes de ti —supliqué—.
Hoy no, Zack… Hoy no.
Cerró los ojos, pero los abrió de
nuevo cuando el sonido de alguien
llamando a la puerta causó que todos sus
músculos se tensaran.
—¿Quién coño es?
—Será la comida. —Recogí la
peluca y me la puse—. Se me olvidó
decirte que ya he pagado la habitación.
También me aseguraron que me
entregarían un rollo de hilo y aguja.
—¿Qué hay del teléfono?
—Lo siento… —titubeé—. No me
acordé.
—No importa —dijo frotándose la
cara con ambas manos para luego mirar
mi cuerpo desnudo.
Yo también me quedé mirándolo,
pero cuando hubo más golpes en la
puerta, grité un furioso «¡Ya voy!» antes
de volverme hacia Zack.
—Espérame aquí.
Corrí hacia la cama, escondí la
toalla sucia como también la sábana
donde había una grotesca mancha de
sangre, y pateé la bala hasta ocultarla
detrás de la pata de la mesita. Me vestí
con una de las camisetas de Zack y tras
revisar mi deplorable aspecto en el
espejo, abrí la puerta y me encontré con
Chris y su cara de pocos amigos.
—Aquí tienes —dijo tendiéndome
una bolsa, directo al grano—. No había
pizza, pero Ellie os ha preparado unos
souvlakis de pollo. Su marido es griego.
Por cierto, las costillas llevan salsa
barbacoa y dentro está lo que le pediste
a mi abuela.
—Gracias.
Recogió un juego de toallas del
suelo.
—Dame las otras para lavarlas.
—Ya te las daré después. El baño
está ocupado.
—Como quieras… —murmuró a la
vez que echaba un vistazo por encima de
mi hombro—. ¡Ah, se me olvidaba algo!
—Tres dólares con ocho centavos—.
Sobró esto.
—Quédatelos.
—Guay… —Cuando calló y abrió
los ojos, di media vuelta y hallé a Zack
con la bolsa deportiva en la mano, de
espaldas a nosotros, con todo al aire y
sin ninguna vergüenza—. ¡Bonito
tatuaje! —exclamó con sorna Chris al
ver las nalgas prietas de Zack.
Él nos hizo una seña con la mano, sin
mirarnos.
Sacudí la cabeza y me mordí el labio
inferior para reprimir una carcajada.
—Gracias por todo, Chris. Y adiós.
—Le sonreí con las cejas enarcadas
antes de cerrar la puerta y dejarle con la
palabra en la boca. Resoplé yendo hacia
Zack y me quité la peluca. La dejé
encima de la cama—. ¡Estás loco!
¡Podría haberte reconocido!
Se encogió de hombros y me
arrebató la bolsa.
—Me aburría ahí dentro —dijo
cogiendo la comida y el rollo de hilo
con la aguja atravesada en las hebras—.
Comamos primero, a menos que te dé
asco. No quiero que te den náuseas
después.
Coloqué las toallas sobre la cama.
—Puedo coserte la herida sin que me
produzca ni una sola arcada.
—Pues a comer. —Se sentó en el
colchón. Yo fui a hacer lo mismo, pero
me tomó de la mano y, atrayéndome
hacia su pecho, asió el borde de mi
camiseta—. No me prives de las vistas.
Se me aceleró el corazón.
Completamente desnuda, tomé asiento a
su lado. Lucíamos como dos hippies. Él
con la espalda apoyada en el cabecero y
yo con las piernas cruzadas. Comimos
en silencio. Empezamos por los
souvlakis, que estaban riquísimos, pero
a los pocos mordiscos no pude
resistirme y abrí el tupper atiborrado de
costillas, que olían de fábula. Engullí
tres en menos de cinco minutos. Estaba
hambrienta. La salsa barbacoa sabía
deliciosa y chorreaba entre mis dedos,
incluso tenía un pegote en el mentón,
pero me dio lo mismo que Zack me
estuviera mirando, aunque él comió con
la misma ansiedad que yo.
Una vez satisfechos, nos lavamos los
dientes uno al lado del otro mientras nos
observábamos en el espejo. Parecía que
habíamos logrado hallar un equilibrio
entre nosotros; que por fin habíamos
recuperado parte de la calma y el
control de lo que sentíamos. Pero nada
era real. Lo corroboré cuando
regresamos a la cama y mientras él se
tendía y estiraba sus largas piernas en el
colchón, yo me dispuse a encender el
televisor.
—Deja eso ahí.
Fruncí el ceño y le lancé una mirada
por encima del hombro.
—¿No quieres ver las noticias?
—Hoy no quiero saber nada de
nadie. —Como no solté el mando a
distancia, me arrebató el cacharro con
delicadeza y lo situó sobre la mesita—.
Solo me apetece una cosa.
—¿Qué te apetece?
Palmeó su lado izquierdo.
—Ven —me invitó con una pequeña
sonrisa. Quizás debería haberme
alegrado por esa muestra de cariño,
pero yo sabía lo que estaba intentando
hacer. Me estaba regalando los
momentos que yo quería que me diera;
aquellos que no podría darme más
adelante. Tiró de mi mano y susurró—:
Quédate conmigo, Linda.
Sentí cómo me traspasaba un agudo
dolor en las vísceras y repercutía en
todo mi ser, como una bomba nuclear.
No obstante, me acurruqué suspirando
entre sus brazos y pugné por que aquel
ardor en mi garganta no me triturara las
entrañas. Ya habría tiempo de coserle la
herida. O pedir un teléfono. Casi me
eché a llorar cuando acarició mi
columna con las yemas de sus dedos
mientras yo ponía una de mis piernas
entre las suyas y me apretujaba más
contra él.
Hubo algunos minutos de amargo
silencio hasta que Zack comentó en un
murmullo incrédulo:
—Eres la primera mujer que me da
una bofetada.
Le rocé una tetilla con mi nariz.
—Me alegra ser la primera en algo,
aunque esté relacionado con la violencia
también.
—En cambio, yo llegué tarde para
esto. —Introdujo una mano entre mis
muslos y me tocó el clítoris. Le di una
palmada en el brazo y él se echó a reír,
pero era una carcajada tan falsa como
todo lo que estaba sucediendo entre
nosotros en aquel momento.
—Yo he llegado tarde para muchas
cosas respecto a ti.
Desvió lentamente sus dedos hacia
mi costado y los posó sobre la curva de
mi trasero.
—Lo importante no es el primero
que llegue, sino el último que se quede.
—Sus palabras fueron como granadas
letales para mi cordura. Yo sería la
última si Benicio lo mataba. Y él sería
el último para mí también, pues no
imaginaba a otro hombre en mi vida—.
Deja de pensar tanto. No pienses, Linda.
Tenía el corazón engarrotado.
—No puedo. Lo intento, pero no
puedo… —dije con voz tenue mientras
buscaba más de su calor—. Me duele,
Zack. Me duele mucho y ni siquiera sé
dónde.
—Lo sé. —Su pecho se infló al
tomar aire—. Sé cómo te sientes.
Tras un momento de absoluto
mutismo, depositó un beso en mi
coronilla y se quedó mirando el techo,
con mi mejilla recostada sobre su
hombro. Cerré los ojos e intenté
centrarme en el ritmo de su respiración,
en absorber el aroma a limpio y
embriagador de su piel y apaliar el
malestar que me punzaba cada parte del
cuerpo.
—No quiero que sea mañana… —
dije de repente, completamente
destrozada.
Y para mi sorpresa, él añadió en el
mismo tono desquebrajado:
—Yo tampoco.
Lo abracé con un intenso anhelo en
mi interior y me aferré a sus palabras; a
su declaración que expresaba un
sentimiento muy similar a lo que yo
sentía por él; a la ilusión más ingenua de
la vida; a lo que mi corazón añoraba y
reclamaba como suyo.
A eso que las personas normales, en
situaciones normales, llamaban «Amor».
18
Zack
Lunes, 7 de septiembre de 2009
De regreso a La Cueva.
La culata del revólver me rozaba la piel.
La sentía raspar contra mi carne,
arañándome cada vez que realizaba una
maniobra en la vía. Conocía esa
sensación como la palma de mi mano, y
me hacía recordar la mañana en que
comenzó mi pesadilla. Vestía la camisa
de cuadros azules de manga larga y unos
pantalones oscuros y desgastados; la
misma ropa que me había puesto el día
que secuestré a Linda, prácticamente. La
elección de la vestimenta había sido un
acto inconsciente, pero eso solo podía
significar una cosa: aquello era el
principio del fin.
Mientras conducía a buen ritmo,
Linda se dedicaba a observar el paisaje
por la ventana, enmudecida y sin las
esposas. Sabía que debía de estar tan
agotada como yo pues el día previo,
aunque apenas nos movimos de la cama,
había sido demoledor para nuestras
mentes. Tras no permitirle ver la
televisión, se quedó dormida en mis
brazos mientras yo fingía estar dormido
también. No podía negar que me sentía
fatal, más que nunca, como si me
estuvieran machacando el corazón por
estar junto a ella; aunque el dolor se
agrandaba cuando nos distanciábamos y
Linda me miraba con sus expresivos
ojos congestionados de lágrimas.
A mí…, que nunca me había
importado si alguien lloraba o sufría por
mi culpa.
Me había quedado absorto
contemplándola a la vez que una agónica
desesperación se apoderaba de mí. No
entendía qué coño me pasaba con Linda,
por qué no podía matarla y deshacerme
de su cuerpo como lo había hecho
cientos de veces en el pasado. Ella ni
siquiera era mi prototipo de mujer. No
tenía las tetas grandes ni el culo como
dos voluminosas montañas. No tenía esa
expresión de perra atrevida en la cara,
que me solía poner tiesa la polla, ni los
labios gordos como dos malditas bolsas
de silicona. Linda no poseía nada que
me gustara y a la misma vez lo tenía
todo. Todo lo que había empezado a
necesitar en algún momento de aquella
travesía. Todo lo que creía necesitar a
partir de ahora.
Cuando las pesadillas empezaron a
manipular su subconsciente, contraje los
músculos. Linda agonizaba en sueños, se
estremecía y un sinfín de sollozos
brotaban de sus labios. Y yo odiaba
verla así. Odiaba no poder hacer nada
por amainar su sufrimiento. Así que
antes de que pudiera pensármelo, la
besé de un modo que distaba mucho de
ser delicado; más bien fue brusco, pero
también sincero.
Ella se despertó con un suspiro
soñador y sin abrir los párpados, su
lengua saboreó la mía. En aquel jodido
segundo ansié que el tiempo se
congelara. Creo que incluso supliqué
que lo hiciera. «Qué puta chorrada», me
recriminé a mí mismo mientras la
besaba con una vehemencia inigualable.
Yo nunca había pensado de esa manera y
para qué mentir, tampoco quería
empezar a hacerlo ahora.
Confuso y sobrepasado por lo que
sentía, interrumpí el beso abruptamente,
pero cuando Linda me miró a los ojos,
somnolienta y con los labios hinchados,
supe que tampoco había vuelta atrás
para mí. Estaba jodido. Ella se había
convertido en mi condena. Y quién sabe,
quizás en mi única salvación.
Linda acarició mi rostro una vez más
antes de levantarse y entretenerse
ordenando la habitación mientras yo,
aún tumbado, absorbía su desnudez.
Había adelgazado bastante. Su melena
ya no brillaba como cuando venía a
entrevistarme a la trena. No llevaba ni
una pizca de maquillaje y la mayoría de
las veces que sus ojos resplandecían,
era como consecuencia de las lágrimas.
«Sería mucho más feliz sin mí. Si no
me hubiera conocido nunca.»
Mis pensamientos se disolvieron
cuando se sentó a mi lado con un rollo
de hilo negro y una aguja más o menos
gruesa en la mano. No mintió cuando
dijo que no le daría asco coserme la
herida. A decir verdad, mientras Linda
juntaba mi inflada carne con las hebras,
contuve una mueca de dolor. Porque
dolió y mucho. Dolió como si me
estuviera clavando la aguja en los
huevos. Por fortuna, ella pareció
compadecerse de mí y terminó mucho
más rápido de lo que me merecía.
El resto de la tarde y de la noche
transcurrieron así, entre silencios
espesos, miradas intensas, caricias
lentas, suaves y decadentes, los dos
tirados sobre la cama, hasta que tanto
silencio se convirtió en pesadez, en
desasosiego y en ganas de huir de la
realidad. Y a mí no me apetecía pensar
en nada. Ni siquiera le recordé que fuera
a buscar un teléfono; en cambio, me
limité a acariciarla por todas partes y
antes de que nos diéramos cuenta de lo
lejos que habíamos ido con nuestro
inicial toqueteo, tenía sus muslos en mi
cara y mi lengua hundida en la abertura
de su coño.
Quizás no pudiera follarla con la
polla, porque moverme en sí me
producía un ardor de cojones y me
picaban los puntos de la herida, pero no
dudé en hacérselo con la boca. Si la
palmaba, al menos me llevaría la imagen
de Linda moviéndose sobre mis labios,
balanceando las caderas y gimiendo
agarrada al cabecero, mientras yo me
corría sin haberme tocado ni un
miserable segundo, salpicando mi
estómago con descoordinadas descargas
de semen, gruñendo complemente
extasiado.
De repente, el brusco cambio de
velocidad nos sobresaltó a los dos.
Había apretado sin querer el acelerador
mientras estaba sumido en aquel
placentero recuerdo. Relajé el pie y
seguí conduciendo sin disculparme con
Linda, que me miraba por el rabillo del
ojo.
Así lo habíamos pasado el día
anterior, corriéndonos con la boca y con
los dedos, frotándonos con cada parte de
nuestros cuerpos hasta alcanzar el
orgasmo. Incluso le supliqué como un
desesperado, con la voz ronca por el
morbo, que me follara como ella
quisiera. Casi morí del gusto cuando me
hizo terminar en sus labios. En esa
bendita boca suya. Tras un pequeño
descanso, con el aliento recuperado y
las pieles brillantes por el sudor, le pedí
que volviera a hacerlo, con la polla más
dura y caliente que en toda mi puñetera
existencia.
Emplear el tiempo en follar había
sido mucho más fructífero que especular
sobre mierdas que solo nos lastimarían,
como por ejemplo el hecho de que
pronto no nos volveríamos a ver. Nunca
más. Saber eso dolía más que la bala,
mucho más que aspirar el hedor a carne
chamuscada brotando de mi propio
cuerpo.
Temprano por la mañana, antes de
largarnos del motel, nos llevamos las
toallas y las sábanas impregnadas de
sangre y fluidos corporales. La llave la
dejamos a un lado de la puerta 109. No
nos despedimos de nadie y nadie se
percató de que nos habíamos marchado.
Durante el camino decidimos omitir
que faltaban pocos kilómetros para
llegar a La Cueva. Incluso conseguí no
mostrarme nervioso cuando paré un
momento a llamar a Morgan y él no
contestó al teléfono. Otra vez. Regresé
al coche pintando una sonrisa reacia en
mis labios, pero a pesar de la falsa
calma que expresaban mis gestos, nada
iba bien. Todo se estaba yendo a la
mierda y Linda, que lo sabía a la
perfección, no paraba de retorcer sus
manos en el regazo.
Su ansiedad me la estaba
transmitiendo a mí.
Descendí un poco la ventanilla,
arrojé el sexto pitillo que acababa de
fumarme y encendí la radio en un intento
por distraernos. Pero la frecuencia en
aquel parámetro era mediocre y la voz
del cantante se veía interrumpida por
numerosas interferencias. Bajé el
volumen y tamborileé con los dedos
sobre el volante.
—¿A qué edad perdiste la
virginidad? —solté de pronto mientras
notaba su mirada en mí. Me giré un
momento hacia ella y la vi pestañear
como si no diera crédito a la pregunta.
Volví a centrarme en la carretera.
—¿A qué viene eso?
—Hablemos.
—Sobre mi virginidad —repitió,
incrédula.
—Sí. Bueno, más bien sobre la
ausencia de ella. —Sonreí de medio
lado, pero ella se horrorizó y retorció
aún más las manos. Me cago en la puta
—. ¿Te da corte o qué?
—¡Claro que no! Es solo que… es
raro. —Enarqué una ceja en plan
odioso. Resopló ante mi semblante—.
¡Uff, está bien! Perdí la virginidad a los
diecinueve años.
—¿Con un novio?
—No. —Cuando no aportó más
datos, le pedí que continuara—. Fue con
un desconocido. La loca de Angy me
arrastró a una fiesta que organizaban los
de último año de carrera, me
emborraché por primera vez y además
de perder la pulsera que me había
regalado mi tía Emma, también perdí la
virginidad.
—Un recuerdo precioso —me mofé
casi sin poder imaginarme a una Linda
alocada.
—No te burles. —Se rio a
regañadientes—. Ni siquiera recuerdo
cómo fue.
—Lo más probable es que haya sido
espantoso, sobre todo si él iba tan pedo
como tú. Quizás ni siquiera atinó a
metértela las primeras veces. ¿Qué tal
fueron los siguientes?
Se volteó hacia mí y se recolocó el
cinturón para que no le molestara.
—¿De verdad quieres hablar sobre
los hombres que han estado en mi cama?
La miré por encima de las gafas de
sol.
—No me importa quién te haya
tenido primero. Y a ti tampoco debería
incomodarte saber que he estado con
varias mujeres desde los dieciséis años,
por si te lo estabas preguntando.
—Un poco sí me fastidia —
reconoció en voz baja.
—¿Por qué?
—No lo sé, pero no me gusta
imaginarte con otra que no sea yo —lo
dijo en un tono tan posesivo que se me
encendió la sangre. Incómoda, cambió
de tema—. He tenido pocos novios.
Casi todas mis relaciones han durado
escasos meses. Nunca he sido muy dada
a los romances. No he tenido la
necesidad de tejer mi propia historia de
amor. Siempre me importó más mi
profesión, ser un ejemplo a seguir en el
mundo de la psicología forense, que me
reconocieran por mis estudios e
investigaciones, pero ya ves…, no he
conseguido mucho de nada.
—Estás recién empezando tu carrera.
Tienes toda la vida por delante para
sorprender a aquellos de quienes has
aprendido. Algún día destacarás por
encima de todos.
—Ahora mismo piensan que soy tu
cómplice —me recordó sin rencor ni
reproches.
Sentí una oleada de agotamiento.
—Eso se acabará aclarando. La
policía entenderá que no has tenido nada
que ver conmigo. No te preocupes.
—No lo hago. —Sus ojos brillaron
con un incitante destello—. Y sí he
tenido que ver contigo. Mucho, la
verdad.
—Pero nadie tiene por qué saberlo
—la tranquilicé—. La gente creerá que
te secuestré, que soy un hijo de puta sin
escrúpulos y tú podrás seguir con tus
estudios, perfeccionar tu tesis y
demostrarles a esos viejos orgullosos
que se hacen llamar doctores que posees
información privilegiada. Al fin y al
cabo, no todos pueden presumir de
haber convivido con un exsicario de la
Mafia Mexicana durante más de una
semana.
Sonrió, aunque apenas fue notorio.
—No te discuto los dos primeros
puntos porque tienes razón. —Dejé
escapar una amarga carcajada ante su
franqueza—. Pero esos hombres no son
viejos orgullosos. Son profesionales del
campo. Yo no soy ni la mitad de buena
que ellos.
—Lo serás.
—¿Y qué pasa si no quiero serlo? —
La miré sorprendido y ella me devolvió
el gesto. Estaba seria. La minúscula
sonrisa se le había borrado de los labios
—. ¿Qué pasa si lo que pensaba que me
hacía feliz en realidad no lo hace? ¿Si lo
que me hacía sentir viva solo me estaba
matando sin que yo me diera cuenta? —
Exhaló con pesadumbre y negó con la
cabeza—. La tesis… No creo que pueda
seguir con ella.
Sus palabras me perforaron desde
adentro hacia fuera.
—Es pronto para que la retomes.
Necesitarás tiempo antes de continuar
con tu trabajo.
—¡Pero es que no quiero hacerlo! —
dijo a la vez que elevaba las manos,
frustrada. Se quedó callada un instante
como si estuviera buscando una
explicación a sus pensamientos—. No
quiero seguir siendo como soy. No
quiero ser esa mujer fría en la que me
obligué a convertirme. No me gusta lo
que hago. No quiero… No quiero…
Cuando se interrumpió a sí misma,
turbada por su revelación, pregunté:
—¿Qué quieres entonces, Linda?
—No lo sé… Yo… nunca he
pensado en ello. —Dejó escapar un
suspiro y siguió mirándome hasta que de
repente halló la respuesta—. Quiero
algo que realmente me haga feliz. Sin
complicaciones. Sin nada a lo que pueda
agarrarme. Ni nada que pueda hundirme.
Equilibrio. Quiero encontrar equilibrio
en mi vida. Saborear el día a día y no
tragarlo para que simplemente pase
rápido.
Hubo un denso silencio entre
nosotros.
—Quieres la típica casita en mitad
del bosque —dije luchando contra la
decepción que notaba hacia mí mismo
—. Sin nada más que la naturaleza, la
calidez de un hogar y el aire puro
envolviéndolo todo.
—No lo sé.
—Puedes admitirlo —la animé con
una sonrisa lánguida—. Es lo que
quieren la mayoría de las personas
normales.
—Yo no soy muy normal que
digamos. Y, además, ¿no es eso lo que
queremos todos? En el fondo a todos nos
gustaría tener una vida tranquila, donde
reine la armonía y el amor, vivir en paz,
que alguien se preocupe por uno, aunque
digamos que no, aunque finjamos que
estamos bien solos. —Me reí con
amargura y ella me estudió como si
estuviera chiflado—. ¿Tú nunca has
querido una vida así?
—No.
—¿Cuál es tu sueño?
—Yo no tengo sueños, Linda. Yo soy
más de realidades. Pero de las crudas,
de las violentas, donde el dolor
predomina por encima de todo, donde la
gente muere a diario y, muchas veces, yo
soy el causante de esas muertes, donde
no hay nada seguro y donde
prácticamente no existe la paz y mucho
menos el amor.
—¿Y dónde entro yo en esa
realidad?
Su pregunta me descolocó tanto que
no reaccioné hasta pasados varios
segundos.
—¿Y dónde entro yo en tu sueño? —
Le devolví la pregunta.
Tragó saliva de manera audible y a
mí me bombeó a toda prisa el corazón.
No me gustaba sentirme así.
—¿No te gustaría? —preguntó con
los ojos húmedos a causa de la ilusión
que le provocaban esos pensamientos,
aunque los dos sabíamos que eran
imposibles y jamás sucederían—. Sé
sincero, por favor.
Exhalé con cansancio a la vez que
disminuía la velocidad.
—Mírame, Linda. —Me quité las
gafas de sol y las lancé sobre el
salpicadero. Nos observamos durante un
efímero segundo—. ¿Es necesario que te
responda?
Vaciló un momento.
—Tu respuesta no me dice mucho.
—A veces no es necesario añadir
más.
—Mírame de nuevo. —Lo hice de
inmediato, con total transparencia para
que me viera a mí y no a la bestia en la
que me había convertido. Al percibir la
magnitud de mis sentimientos y de mis
emociones, sonrió poniéndose colorada
—. Tienes razón.
—¿Necesitas más palabras?
—No…, me ha quedado claro. —Se
rio con suavidad—. Te verías muy sexi
sin camiseta, sudoroso y despeinado,
cortando leña para la chimenea.
Cuando esa absurda imagen se
manifestó en mi cabeza, murmuré:
—Lo siento, pero no me veo
cortando leña. —Su expresión soñadora
cambió a una deprimida, así que me
apresuré a añadir—: Pero tú te verías
perfecta al lado de la chimenea,
desnuda. O recién follada sobre la
alfombra mullida.
Bufó con la mirada encendida de
deseo.
—Siempre estás pensando en lo
mismo.
—Ya sabes…, una vez que la meto…
—Dejé la frase inacabada y me gané un
guantazo en el brazo—. ¡Au! ¡Joder!
¡Qué agresiva te has vuelto!
—Todo se pega menos la hermosura.
—Y tú ya tienes bastante de eso —
dije con espontaneidad, pero ella no lo
interpretó así.
—Zack —pronunció mi nombre con
un suspiro—, no hace falta que me trates
con tanta delicadeza. Ni que me digas
esas cosas por decirlas; por hacerme
sentir bien o yo qué sé, para regalarme
los oídos como recompensa de los
últimos días.
Entendía que desconfiara de mí. La
había tratado pésimo desde el minuto
uno, pero pronto tendríamos que
separarnos y no quería que se llevara un
recuerdo tan nefasto de mí. Por primera
vez en mis treinta y ocho años de edad,
deseaba que alguien me recordara con
adoración, con calidez, con algo de
afecto, con ese brillo que desprendía su
mirada cada vez que me observaba a los
ojos.
—Si te las digo, es porque las
pienso así, porque las siento de esta
manera.
—¿Y me las dices ahora?
—Más vale tarde que nunca, ¿no? —
pregunté, pero antes de que pudiéramos
decir algo más, el camino de tierra
apareció ante nosotros—. Ya casi hemos
llegado.
La atmósfera se sobrecargó apenas
La Cueva brotó como un componente
más de la naturaleza. Todo lucía igual.
El viento soplaba en la misma dirección
y movía las ramas de los árboles. El
olor a flores silvestres se infiltraba a
través de las ventanillas, aunque no
estaban bajadas. La camioneta de
Morgan estaba aparcada donde siempre.
Unos cuantos rayos de sol se colaban
por entre los troncos y daban de lleno a
la fachada de la casa, lo que resaltaba
las lejas de alerce. Las cortinas habían
sido apartadas a un lado, pero no se
alcanzaba a atisbar mucho del interior
de la cabaña.
Linda aguantó el aliento y lo miró
todo con estupefacción. Mientras, yo
aparqué con la vista al frente y suspendí
la marcha. El corazón me latía con una
demencia devastadora.
—¿Qué sucederá ahora? —me
preguntó con voz firme—. ¿Entrarás
conmigo o te irás sin más?
—Sí.
—¿Sí qué?
—Entraré contigo —dije con la voz
cerrada—. Verás a Angela en privado,
os abrazaréis como si llevarais años sin
hacerlo y podréis poneros al día si os
apetece. Yo hablaré con Morgan, a
solas. —Tras una larga e inquietante
pausa, añadí—: Después me iré.
—¿Sin despedirte?
Al ver que íbamos a discutir me
volteé en el asiento y agarré su mentón
para que me mirara. Estaba serena,
demasiado, como la calma que precede
a la tempestad.
—No hagas esto más difícil. Ya es
bastante complicado tener esta
conversación.
—Que no quieras despedirte es un
acto de cobardía por tu parte —espetó
con tranquilidad, aunque su voz
destilaba veneno. Sus ojos centelleaban
ofensivos pero secos. No había lágrimas
ni pucheros. Ni siquiera le temblaba la
barbilla.
No sé qué era más doloroso: verla
fingir con tanto esmero o que me
demostrara que de verdad le dolía
nuestra separación.
Desvié mi vista hacia la ventanilla.
Desde ese ángulo se adivinaba parte de
la mesa de madera y las sillas en el
comedor, pero si Morgan estaba ahí no
lo vi. Sentí los dedos helados de Linda
en mi mano, haciendo que me fijara de
nuevo en sus ojos, pero su tacto me hirió
la piel y me eché hacia atrás con
brusquedad.
—Vámonos —ordené para terminar
con todo aquello y actuando, en efecto,
como una jodida gallina.
Cuando me erguí y cerré la puerta
del piloto, la culata del revólver se me
clavó en la espalda y se me tensaron los
puntos. Mientras me recuperaba del
dolor, Linda contempló la fachada de La
Cueva como si quisiera memorizar todos
los detalles que le conferían ese aspecto
tan especial.
—Es tenebroso —dijo mientras me
posicionaba a su derecha—. No lo
recordaba así.
Tomé su mano y, sin más demoras,
nos precipitamos hacia la entrada.
—Porque solo la has visto por
dentro. Te vendé los ojos.
—Ah, sí… —Hizo una mueca de
desagrado—. Fuiste muy simpático esa
mañana.
Sacudí la cabeza y llamé con un
golpe de mis nudillos a la puerta
principal. Repetí el movimiento de mis
dedos cuando el canto de un pájaro, que
planeaba por encima de nuestras
coronillas, fue lo único que traspasó el
silencio. Como no sucedió nada coloqué
la oreja sobre la madera, pero ni un
ruido surgió de adentro. Una amarga
sensación se anudó en mi estómago a la
vez que me desplazaba hacia la ventana
y pegaba los ojos al vidrio. Nada. Ni
rastro de Morgan.
—¿Angy? —El grito de Linda me
llegó desde el otro extremo—. ¿Angy?
¡Contéstame!
Me acerqué a ella en dos zancadas y
la aparté de un empujón.
—No grites ni toques nada.
—No están —dijo empezando a
ponerse nerviosa, como yo—. ¿Por qué
no están, Zack?
Eso mismo me preguntaba yo, pero
no podía decírselo de buenas a
primeras. Miré de derecha a izquierda,
pugnando por distinguir algo que
pudiera serme de ayuda.
—¿Hablaste con él esta mañana?
No me quedó más remedio que
gruñir la verdad.
—No.
—¿No?
—No, Linda. No contestó a la
llamada.
—Y cuando…
—Tampoco. —Su rostro se contrajo
por los nervios—. Mierda, no. No te
pongas histérica. ¿Entendido? Esto no
quiere decir nada. Quizás estén
ocupados.
—O quizás tu amigo es un depravado
y ha secuestrado a Angy.
—Él nunca haría algo así.
—Ya lo ha hecho antes.
—Quita —dije y golpeé la puerta de
nuevo, como si fuera a cambiar el
panorama.
—¡No van abrir porque no hay
nadie!
Tenía razón. Yo ya lo sabía, aunque
por un momento, al ver la camioneta de
Morgan, pensé que sí había alguien en la
casa. Di un paso hacia atrás y me pasé
una mano por el pelo, frenético. Fue
entonces cuando un objeto captó mi
atención. Había una llave oculta en la
hierba, pero no lo suficiente para pasar
inadvertida. La recogí y la analicé con
los ojos achicados. Linda hizo lo
propio, con la misma desconfianza.
—¿Te la ha dejado Morgan?
Comprimí la llave en mi puño, con
los músculos bañados de tensión.
Morgan jamás pondría la llave de lo que
él consideraba su hogar a la vista de
todos. Jamás se le ocurriría arriesgarse
a que alguien entrara en La Cueva sin su
autorización. Él no había abandonado
eso ahí para que yo lo viera o lo
encontrara. Morgan no había hecho nada
de aquello.
Agarré mi revólver.
—Te diré lo que vamos a hacer —
dije hablándole con tacto—, abriré la
puerta, entraré y tú permanecerás detrás
de mí hasta que yo peine la zona. No
quiero que grites ni corras en busca de
tu amiga. —La miré a los ojos. Le sería
sincero a pesar de las consecuencias.
No quería cagarla como lo había hecho
en los últimos días—. No quiero que me
distraigas más de lo que tu respiración
lo hace ya.
—No te sigo… —susurró.
Alcé la llave entre nosotros.
—Morgan no ha dejado esto. Y si lo
hizo, fue en contra de su voluntad. No sé
quién ha sido, pero lo averiguaremos —
aclaré cuando separó los labios, pero no
emitió sonido. Sus mejillas palidecieron
hasta tornarse de un gris cadavérico.
—Por favor, dime que están bien…
—dijo mientras la tensión crecía en
torno a nosotros.
Quité el seguro al revólver e
introduje la llave en la abertura.
—No me desobedezcas. Y haz lo que
te he dicho.
Al abrir la puerta la madera lanzó un
crujido, lo que hizo que rodeara el
gatillo con más tirantez. El aroma que
perfumaba la casa, una mezcla de fresno,
madera y tabaco, apabulló mis
pulmones. Sin embargo, no olía a
muerte. No olía al olor químico de la
descomposición de los cadáveres, o a
esa apestosa combinación de miedo y
odio como cuando hallé a John en su
casa.
Continué andando a paso lento.
La puerta se cerró con un sonido
agudo.
—Quédate aquí. —Linda acató la
orden, aunque sus ojos se alternaban de
un rincón a otro.
La contemplé otra tanda de segundos
antes de ir a inspeccionar la cocina, los
dormitorios, los baños y cada esquina
visible. Pero no descubrí nada del otro
mundo. Estábamos solos, así que guardé
la pistola y me dirigí de nuevo hasta la
planta principal. Linda me siguió hasta
el comedor mientras yo analizaba las
cortinas y las paredes en busca de
indicios de violencia. Ella también hizo
lo mismo con los otros muebles de la
estancia hasta que, con voz temblorosa,
la oí decir:
—He encontrado algo.
Fui hacia ella y me detuve delante de
la mesita de centro, fabricada con
madera natural, donde Linda me
esperaba expectante, con la mirada
clavada hacia abajo. Yo también bajé la
vista mientras ella se sentaba en el brazo
del sofá para hacerme hueco. Enseguida
se me agitó el aliento al ver una caja
rectangular, de color negro y de no
mucha anchura, con un cedé encima.
Tomé una fuerte bocanada de aire y, al
alzar mi cabeza, mis ojos captaron el
reflejo de Linda y el mío en la pantalla
del televisor.
Eso era parte del jodido juego.
Lo sentía en mi piel. Lo había
sentido desde que me dispararon en la
cafetería.
Hice a un lado el cedé, agarré la caja
entre mis manos y, enseguida, aprecié el
sabor más desagradable de la muerte. Se
me atolondró el corazón. El tiempo
pareció estancarse en una especie de
limbo inexistente cuando retiré la tapa
con un torpe movimiento de mis dedos y
entonces, en una fracción de segundo, el
universo se tambaleó tal como había
sucedido aquel domingo quince de abril
de 2001.
Los sentimientos que experimenté
aquella mañana emergieron con fuerza
de mis entrañas, pero pronto la rabia
mutó transformándose en impotencia, en
un tremendo odio, en esa maldita ansia
de venganza que me había estado
carcomiendo desde hacía años, como
una enfermedad terminal, y que Linda,
de alguna manera, había atenuado en
pocos días, de un modo sutil y casi
imperceptible.
—Dime que no es… —La voz de
Linda me devolvió a mi propia caída
libre. Se cubrió la boca para ahogar un
grito. Fue entonces cuando me di cuenta
de que se había levantado para ver el
contenido de la caja, con los ojos
abiertos y la respiración angustiada—.
¡Oh, Dios mío! —Echó a correr
escaleras arriba y llamó a su amiga con
la voz desgarrada.
Yo volví a clavar la vista hacia
abajo.
La palabra tatuada en los nudillos
encajaba a la perfección con la frase del
folio, que tenía guardado en mi bolsillo.
La vida se unía con la muerte. Se
fundían en un mismo elemento. Porque
¿qué sentido tenía la vida sin la muerte?
Nada, absolutamente nada. Situé la
cajita sobre la mesa y tras dejarme caer
en el sofá, sin ser dueño de mis
acciones, observé la tinta que daba
forma a aquella palabra.
«Muerte».
La mano cortada de Morgan
completaba el mensaje.
Me restregué la cara, conmovido. La
extremidad aún estaba hinchada, pero no
había sangre en los dedos ni en las uñas.
El corte era limpio y calculado, como
las habilidades que sólo puede poseer
un cirujano. El hueso de la muñeca había
sido limado a conciencia, incluso con
cierto mimo. «Una mutilación hermosa,
ejecutada con una precisión envidiable»,
habría pensado alguna vez. Pero en ese
momento me resultó un acto sádico e
inhumano, no muy distinto a los que yo
había cometido.
Aún en shock, oí a Linda abrir y
cerrar puertas y correr por el pasillo de
la segunda planta, mientras yo mantenía
mis ojos fijos en la mano y me tatuaba
aquella palabra en la memoria, con los
dedos sobre mi barbilla, sintiendo mis
caricias pero sin sentirlas.
Benicio se había llevado la vida.
Otra vez.
Las pisadas de Linda me alertaron de
su cercanía. Me puse en pie, pero no
tapé la caja. Y si lo hice, no me enteré.
Tenía un vacío en el pecho y ni siquiera
la pérdida lograba colmarlo. Con
cansancio agarré el cedé y lo sostuve
con fuerza entre mis dedos hasta casi
romperlo. La mano era solo un
aperitivo. Lo peor estaba por llegar.
Conocía demasiado bien a Benicio
como para pensar que eso sería todo;
que tendría suficiente con mutilar la
mano de mi mejor amigo y envolverla en
una puta caja a modo de regalo.
Linda reapareció en el comedor con
la respiración trémula y la frente perlada
de sudor. Caminó un par de pasos, pero
se detuvo y miró la caja mientras el
pánico sustituía su sangre.
Introduje el cedé en el lector.
—Angy no está aquí —susurró con
un jadeo, como si ese dato no fuera una
obviedad.
La observé durante un instante, pero
ella no me miraba.
No miraba a nadie.
Encendí el televisor y escasos
segundos después, el vídeo empezó a
emitirse. Eran imágenes de una sala
oscura, con una vaga fuente de luz
resaltando los ángulos de la habitación,
pero el cuerpo de un hombre trajeado,
color negro intachable, impedía ver más
allá. Benicio Velázquez. Descubrí
enseguida que era él, a pesar de que
solo se veía parte de su chaqueta. Sus
manos manipularon la cámara que estaba
grabando todo aquello hasta enfocarla
hacia el punto que él quería. Luego, dio
un paso hacia atrás. Daría mi puto brazo
a que sonrió en ese momento. Me sonrió
a mí. Se friccionó las manos; aún
llevaba el anillo de casado.
De repente, la cinta se cortó. Todo se
mezcló con penumbra hasta que un grito
desgarrador estalló en el aire, mientras
la imagen se iba volviendo más nítida,
cada instante un poco más.
Linda se estremeció y cayó al suelo
al mismo tiempo que el vídeo exhibía el
pecho desnudo de Morgan, marcado en
carne viva con diversos números; signos
de decenas de miembros de la Mafia
Mexicana que participaban en aquel acto
de tortura.
Le habían atado a una silla de un
modo muy similar al que yo había
maniatado a Miranda Blair. La sangre no
paraba de emanar con furia de sus
múltiples heridas mientras un integrante
tras otro iba hacia él con el hierro
ardiendo en la mano para sellar cada
zona intacta de su cuerpo. Cuando no
hubo más piel virgen que destrozar, le
quemaron las mejillas, los párpados y el
cuello, aproximándose demasiado a la
vena carótida.
Morgan estaba irreconocible. Su
rostro no era más que un pedazo de
carne fragmentada. No lloraba. Solo
gritaba con las venas gruesas del cuello
notándosele a través de los músculos
entumecidos, balbuceaba palabras
ininteligibles y agitaba la cabeza por el
dolor.
Benicio se acercó a él y lo miró un
momento desde arriba, con
superioridad, seguramente con una
sonrisa en los labios, antes de bajarle el
pantalón y los calzoncillos. A
continuación, se apartó para que sus
secuaces siguieran con la tortura. Le
quemaron la polla, los huevos y los
muslos. Los gritos que emitía Morgan se
hicieron insoportables, pero aun así no
retiré mi mirada de la escena ni fui a
consolar a Linda, que se había metido el
puño en la boca para evitar gritar
también.
Benicio no solo estaba mostrándome
que siempre estaría un paso por delante
de mí y que se adelantaría a hacer lo que
yo ya había planeado pues, al fin y al
cabo, me habían entrenado para pensar
parecido a él, pero no como lo haría él
exactamente, sino que también estaba
exhibiéndome su inmenso poder, la
cantidad de seguidores que le obedecían
a ciegas a pesar de que se encontraba en
busca y captura y algunos de sus aliados
no estaban muy contentos con él.
En ningún momento le preguntó a
Morgan por mí. Él ya sabía dónde me
hallaba y hacia dónde me dirigiría
apenas terminara el vídeo.
Linda gimió de desolación, tanto por
el sufrimiento de Morgan como por lo
que le podría haber pasado a Angela,
temerosa de que hubiera sufrido el
mismo maltrato.
Durante varios minutos las imágenes
no cambiaron. Era una tortura lenta,
elaborada para experimentar un dolor
inaguantable que daría paso a uno
mortal. Lo intuí cuando Benicio se
aproximó a la cámara y la movió hacia
un ángulo diferente. Un rugido asomó a
mi garganta cuando distinguí la
estructura de un instrumento malévolo.
El potro de tortura. Entre varios
miembros a los que tampoco se les veía
la cara, cargaron con el cuerpo
debilitado y malherido de Morgan, lo
tumbaron con poca delicadeza en el
amplio mesón de madera y ataron sus
muñecas con unas correas al cabecero;
sus tobillos fueron restringidos al
rodamiento que Benicio se encargaría de
manejar.
Hubo risotadas burlonas, palabras en
castellano y pitorreos cuando Benicio
giró el mango del rodamiento, lo mínimo
para que Morgan percibiera lo que le
aguardaba. Volvió a hacerlo. Morgan
resopló sin decir ni una palabra,
sudando y apretando los ojos.
—No mires, Linda —dije con el
corazón latiéndome con una energía
impresionante, pues lo que venía a
continuación era demasiado perverso
incluso para mí. Ella no obedeció y
siguió temblando—. No mires... No
mires esto —repetí con la voz turbada,
pero el alarido desgajado de Morgan me
hizo pedazos.
Benicio viró de nuevo el mango, sin
detenerse. Lo manipuló una y otra vez
hasta que la tensión en el cuerpo de mi
amigo fue insostenible. Se escuchó
perfectamente cómo su carne se rompía
poco a poco a la vez que sus
articulaciones no daban más de sí. Sus
hombros y sus caderas, sujetos a las
correas y al rodamiento, se desencajaron
con un aullido grotesco, partiéndole en
dos, como un muñeco. Pero una última
petición logró salir de las cuerdas
vocales de Morgan; unas palabras que
retumbaron dentro de mí, de mi cabeza y
de mi oscura alma.
«¡Zack! ¡Mata a este hijo de puta!»,
chilló a pleno pulmón en medio de un
sollozo antes de que el chasquido de sus
músculos desmembrándose diera paso a
un tétrico silencio.
La oscuridad regresó a la pantalla.
Cerré los ojos cuando sentí que el
odio, la ira y toda esa mierda que vivía
conmigo desde que tenía uso de razón,
todo aquello que me había convertido en
el hombre que era, en el monstruo que
siempre sería hasta el día de mi muerte,
reverberó en mí aprisionándome entre
sus rejas. Apreté los puños al ansiar
romper a hostias la pantalla del
televisor, pero me contuve a duras
penas. Por Morgan. Porque no tenía
derecho a destruir nada que habitara en
ese lugar sagrado para él.
Volqué mi mirada en Linda, que se
había encogido en el suelo como si a
ella también le estuvieran partiendo el
cuerpo. La entendía… porque a mí
también me dolía a morir. Mis manos
temblaron cuando me dispuse a extraer
el cedé, pero no alcancé a hacerlo pues
la pesadilla empezó de nuevo; aunque la
oscuridad no menguó ni un ápice.
«¿Linda?», dijo una voz femenina
que no había escuchado nunca, pero intuí
a quién pertenecía. Lloraba. Percibí el
temblor en su voz. La vacilación. El
pánico. «¿Linda?», volvió a preguntar un
poco más alto. «Linda, ayúdame, por
favor. No me dejes aquí», suplicó
mientras a Linda se le quedaba
atragantado el llanto y boqueaba como si
se estuviera ahogando. Las palabras que
deseaba pronunciar relampaguearon sin
sonido, pero la aflicción era visible en
sus delicadas facciones.
—¡No, por favor…! —susurró Linda
retorciéndose de angustia, con las
lágrimas recorriéndole los pómulos. La
compuerta, esa que ella había cerrado
tan bien, con tanta precaución y
disfrazado de frialdad, se había abierto
—. Angy… A ti no…, por favor.
La observé sin mermar los
centímetros que nos separaban,
sintiéndome culpable. Más todavía. Era
la primera vez que la veía llorar y, por
desgracia, no sería la última.
Angela murmuró otra vez el nombre
de Linda entre hipidos al mismo tiempo
que la oscuridad iba desvaneciéndose.
Una joven pelirroja, muy atractiva,
apareció atada a un taburete, sucia y
húmeda de transpiración, sin
magulladuras en la piel.
Linda se acercó a rastras hasta el
televisor y palpó la pantalla como si así
pudiera tocar a su amiga y transmitirle
fuerzas, pero justo entonces la imagen se
tornó un poco más clara. Los dos nos
tensamos al reconocer las cajas rotas y
la ventana redonda al fondo de la
habitación.
El sótano.
Linda se levantó como un resorte,
pero yo ya me había precipitado hacia
los escalones con la pistola en la mano.
Dudé ante qué atrocidad nos podríamos
encontrar, pero abrí la puerta de todos
modos y entré. Linda hizo lo propio
detrás de mí. Sin embargo, el sótano
lucía limpio y conservaba su
característico olor a humedad. No había
manchas de sangre ni el monstruoso
recuerdo de la tortura.
Nos quedamos callados hasta que me
guardé el revólver en el pantalón.
—¿Lo sabías? —la oí preguntar en
tono acusador—. ¿Sabías que estaban en
peligro?
Di media vuelta y miré sus ojos
enrojecidos.
—Lo sospechaba.
—¡¿Y por qué no me lo dijiste?! —
me reprochó a la vez que lloraba y
caminaba a toda velocidad hacia mí. Me
empujó tres veces en el pecho, con los
puños cerrados como rocas—. ¡¿Por qué
te callaste algo así?! ¿Por qué, maldita
seas?
Capturé sus muñecas cuando se
dispuso a empujarme otra vez. Le había
permitido que me golpeara en la bañera
del motel, pero ni de coña lo haría dos
veces; aunque me lo mereciera; aunque
debería aniquilarme allí mismo.
—¿Qué coño querías que hiciese? —
formulé la pregunta con un gruñido
ahogado.
—¡Decírmelo!
—¿Para qué? ¡No te muevas! ¡Deja
de moverte! ¡Detente! ¿Qué cojones
podía decirte? ¡Sabía que te pondrías
así si te lo contaba! —Me propinó un
guantazo en el cuello—. ¡Histérica!
—¡Eres un hipócrita! —Se liberó de
mí, pero no retrocedió—. ¡Eras
consciente de que sus vidas estaban en
juego y aun así no me lo dijiste! ¡Incluso
sabes dónde está Benicio! —Como si
hubiera recordado el folio metió la
mano en mi bolsillo, desdobló el papel y
leyó la dirección—. ¿Aquí? ¿Es aquí
donde te espera? ¿Qué significa este
sitio para vosotros?
Le arrebaté el folio con tanta rabia
que se estropeó parte de la hoja. Ese
maldito lugar lo significaba todo para
mí, pero no era momento de aclarárselo
a ella.
—No es de tu puta incumbencia.
—¡Claro que lo es! ¡Por tu culpa…!
—¡No sigas por ahí! —le advertí en
tono amenazante, alzando la voz y
apuntándola con el dedo, con la cara
descompuesta por la pérdida—. ¡Te
estás comportando como una maldita
niñata de mierda! —Me pasé la mano
por el pelo y me lo agarré—. ¡Joder!
¿Es que no lo entiendes? ¡No eres la
única que ha perdido hoy!
Calló al entender que se había
propasado con sus palabras ofensivas.
Se creó un silencio corto, pero tan
intenso como lo que sentíamos en
nuestros corazones.
—¿Crees que…?
—No…, no tiene ningún motivo para
herir a tu amiga. No tiene nada contra ti.
Esto va conmigo. Solo conmigo.
—¿Y por qué se la ha llevado? —
Lloró.
—No lo sé —mentí porque lo único
que quería era que dejara de sollozar—.
Quizás para asustarme. O para jugar con
mi mente. Sé que no la lastimará.
No era cierto. Ese capullo le haría a
Angela tanto daño como se lo había
infringido a Morgan. ¿Por qué? Por una
simple razón: para cerciorarse de que yo
fuera tras él.
Benicio se estaba llevando todo lo
que alguna vez había tenido sentido para
mí. Había conseguido deshacerse de mis
padres a cambio de un puñado de
dinero; había ordenado la ejecución de
John cuando ya no le convenía tenerle en
la pandilla y había esperado el momento
idóneo para matar a mi amigo. Angela
no era más que otro daño colateral en
aquella guerra que nos traíamos los dos.
Y si tenía que matarla, lo haría sin dejar
evidencias como lo habría hecho ya con
Morgan.
Ese hombre me había arrebatado
todo lo que me importaba en la vida.
Pero aún le quedaba alguien por
quitarme. Una persona que me hacía
sentir débil. Que me hacía cometer
errores. Que me hacía jodidamente
humano. Benicio había tirado el anzuelo.
Ahora era mi turno de mover ficha.
Debía elegir si dejarme picar o no. Pero
lo más importante: debía decidir qué
hacer con la mujer que se encontraba a
mi lado, mirándome desconcertada.
Linda aún no lo sabía, pero ella era la
última pieza del rompecabezas.
Ella cerraría nuestro juego.
19
Linda
Lunes, 7 de septiembre de 2009
Transitando por la CA-299 W
Dolor.
El dolor lo acaparaba todo.
Monopolizaba mi mente, mi cuerpo y mi
corazón; aunque no era la primera vez
que sentía esa clase de dolor
descomunal, esa agonía mortífera, como
si me estuvieran extirpando partes
esenciales de mí, para transformarme en
un lienzo sin forma, en algo remoto e
inverosímil.
Había experimentado todo eso cada
día de mi vida, pero en ese momento me
di cuenta de que esa sensación de
desconsuelo había perdido intensidad
con los años y ahora había vuelto del
modo más cruel que hubiera podido
imaginar: presenciando cómo me
arrebataban a mi única familia, aunque
no compartiéramos la misma sangre.
Gemí al recordar el llanto de Angy.
Fue un sonido hueco, pero sabía que el
hombre que conducía en silencio me
había escuchado, aunque él prefiriera
ignorarme. Llevábamos poco más de una
hora en la vía tras abandonar La Cueva.
No fue fácil hacerlo, o al menos para mí
no lo fue. En un acto de desesperación
revisé cada escondrijo de esa casa en la
que estuve retenida durante cuarenta y
ocho horas, donde compartí miradas
ambiguas con mi mejor amiga, atadas de
pies y manos. La última vez que nos
vimos. Pero no hallé más de lo que ya
había advertido a simple vista, como si
la modesta cabaña hubiera permanecido
deshabitada por quién sabe cuánto
tiempo.
Cuando entré en la habitación
principal, con Zack mirándome desde
lejos, me comentó que lo más probable
era que Morgan hubiera mantenido a
Angy allí, para vigilarla mejor. No
obstante, cuando acaricié las almohadas
perfectamente acomodadas en la cama,
que hacían juego con el edredón celeste,
tuve la impresión de que esas sábanas
no eran las que había tocado el cuerpo
de Angy. No olían a ella. De hecho, la
habitación entera no olía a nada. Solo a
vacío.
Era evidente que los esbirros de
Benicio, el asesino que no sólo me
torturaba en sueños, sino que también se
dedicaba a hacerlo en la realidad,
habían retocado cada minúsculo detalle
de la casa. La vivienda lucía pulcra,
como si no hubiese sucedido gran cosa
dentro de aquellas paredes, como si la
vida transcurriera con la misma
gracilidad de siempre.
Ese pensamiento me hundió y me
hizo llorar como no había llorado nunca,
mientras me abrazaba las piernas,
sentada en el colchón. Me destrozó ver
que todo seguía igual cuando ya nada lo
era; cuando cada día era peor que el
anterior; cuando había empezado a
darme miedo despertarme porque no
sabía qué me depararía el nuevo
amanecer.
Mientras me desahogaba entre
sollozos, Zack me dio mi espacio hasta
que, pasados algunos minutos, me obligó
a levantarme y me condujo hacia el
coche, sin palabras. Incluso me ayudó a
entrar con cuidado, como si estuviera
inválida, porque ni siquiera eso podía
hacer por mí misma. No tenía fuerzas.
Ni ganas. Me sentía una anciana
acabada, una vieja en el cuerpo de una
mujer de veintiocho años.
Tras ponerme el cinturón, se internó
de nuevo en la casa y aunque regresó
poco después, no pregunté qué había
hecho a pesar de que lo más lógico
habría sido que hubiera ido a buscar
comida o dinero. Pero no fue así.
Aquello habría sido un acto
irrespetuoso, como profanar una tumba,
porque en eso se había convertido La
Cueva.
Controlé el llanto mientras nos
incorporábamos a la carretera, pero a
pesar de que permanecí ausente la
mayor parte del tiempo, varias preguntas
me eclipsaron. No pude evitar
preguntarme qué había sucedido entre
Morgan y Angy desde mi partida, o
cómo la habría tratado él. ¿Habrá estado
Angy loquita de amor por sus huesos?,
pensé con angustia. ¿Habrán tenido un
romance? ¿Habrá sentido ella lo que yo
siento por…?
La pregunta se resistió en mi mente.
Cualquier pensamiento se esfumó
cuando Zack se adentró en el arcén hasta
traspasar la franja de tierra y apagó el
motor. Descendió la vista hacia el
volante y recorrió la circunferencia con
los dedos mientras yo lo miraba con
nerviosismo.
—Baja del coche, Linda. —Su voz
sonó tan fría que la temperatura cayó en
picado. Cuando no me moví, ordenó en
un tono aún más glacial—: Hazlo. Ahora
mismo.
Sin esperar una contestación abrió la
puerta, salió y la cerró con un golpe
seco. El coche se sacudió por el
impacto, pero yo continué inmóvil en el
asiento hasta que un silbido me pitó en
los oídos. Ese ruido me sacó de
inmediato de mi aturdimiento.
Atolondrada, observé el paisaje por la
ventana y me sentí aún más confusa. El
territorio estaba desolado salvo por los
árboles gigantescos y las montañas que
se insinuaban en la lejanía. El cielo se
había vestido de varias tonalidades
bermellón, simulando a la sangre, como
si fuera el escenario de una película de
gore.
Se me taponó la nariz. Las
emociones se intensificaron
provocándome un intenso ardor en el
pecho cuando vi a Zack caminar de un
lado a otro, sin avanzar ni retroceder.
Con manos trémulas empujé la puerta y
salí con algo de inestabilidad al
exterior. El mundo pareció desintegrarse
en cenizas cuando él se detuvo y me
miró con seriedad y, en la misma
proporción, con un brillo derrotado que
casi me hizo perder el poco autocontrol
que me quedaba. Me indicó que me
acercara a él con un movimiento de
mentón. Me temblaron las piernas.
Rodeé el vehículo y me planté
delante de sus ojos.
—¿Ves ese letrero de ahí? —Señaló
un punto detrás de mi cabeza. En cuanto
me volteé, me estremecí al leer «Burney,
4 millas»—. Si te das prisa llegarás a la
ciudad antes de que anochezca. Quizás
pase algún vehículo y puedas
convencerle de que te lleve, pero yo no
pondría muchas esperanzas en esa
opción. La gente no suele fiarse de los
forasteros que deambulan por estas
zonas tan solitarias —enmudeció unos
instantes antes de mirarme con firmeza y
decir con decisión—: Adiós, Linda.
Sus palabras me dejaron tan aturdida
que no me percaté de que me había
esquivado y ya se estaba desplazando
hacia el Chevrolet. Como una loca corrí
hacia él, me interpuse entre su cuerpo y
la puerta y le bloqueé con mis brazos.
—¿Qué estás haciendo? —mascullé
la pregunta con el pecho subiéndome y
bajándome rápido.
—¿No me has oído? Esto se terminó.
—Las lágrimas inundaron mis párpados
y mi control se disipó—. Se terminó,
Linda… —repitió con congoja—. Te
prometo que ayudaré a Angela. No
permitiré que le ocurra nada malo, pero
tú te quedas aquí.
Intentó hacerme a un lado, pero no
desistí.
—Voy contigo. —Fue a apartarme
otra vez, pero empujé sus manos con las
mías. Lo intentó una tercera y una cuarta
vez, cada vez poniéndonos más agitados
—. ¿Qué haces? ¡No puedes
abandonarme! —grité con voz ahogada.
Estaba llorando de nuevo, pero era
incapaz de sentir la humedad de las
lágrimas. Lo único que sentía era
sufrimiento, como espinas clavándose en
mi corazón.
—No te abandono —gruñó Zack
lleno de cólera reprimida—. ¡Te libero!
¡Te estoy liberando de toda esta mierda!
¡Te libero como debería haber hecho
hace días!
—¡No! —me negué mientras sacudía
la cabeza—. ¡Estás mintiendo y te
equivocas si crees que te lo voy a poner
fácil sólo porque te hayas aburrido de
mí!
Su semblante se ensombreció.
—¡No digas tonterías!
—¿Que no diga tonterías? —estallé
—. ¡Las tonterías las estás diciendo tú!
¡Me traes a mitad de la nada y me dices
que me baje del coche como si fuera un
perro!
—¡Pero no eres un perro! ¡Usa tu
puto cerebro de una jodida vez! —gritó
tan alto como yo, pero no me acobardé.
Ni siquiera cuando lo empujé antes de
que él me empujara a mí. La rabia y el
dolor nos taladraban la piel—. ¿Es que
no te das cuenta? —Me tomó por la
muñeca y me acercó a él. Su boca casi
aplastó la mía. Éramos unos agresivos
—. ¿No te das cuenta de que te estoy
dando una oportunidad?
—¿Para qué?
—¡Para vivir! —Su cara estaba a un
palmo del mío, así que tenía un plano
ideal de su pelo que caía salvaje y
violento a cada lado de su cara, y de sus
ojos, que serpenteaban con furia—.
¡Para que recuperes la vida que tenías
antes de conocerme! ¡Para que puedas
empezar de cero! ¡Para que olvides que
existo! —Lo último lo dijo con la
garganta cerrada. Se estremeció y le
tembló la respiración—. Olvídate de mí,
Linda…, para siempre. Es lo mejor que
podría pasarte.
Se alejó y me dio la espalda.
—No quiero olvidarte —declaré
limpiándome las lágrimas con
brusquedad. Vi cómo comprimía los
puños y se sulfuraba en silencio—. No
voy a hacerlo.
Se dio la vuelta. Si las miradas
mataran me podría haber muerto allí
mismo.
—¿Por qué no? ¡Maldita sea! ¿Por
qué tienes que joderlo todo aún más?
¿Por qué simplemente no te vas? —
Totalmente descontrolado, se precipitó
hacia mí y me lanzó hacia atrás con un
enérgico empellón—. ¡Vete! ¡Fuera! —
No lo hice, y él siguió chillándome.
Parecía un loco con los ojos
desquiciados, el cabello alborotado y
las mejillas rojas—. ¡Vete! ¡Joder! ¡Vete
antes de que te haga más daño! ¡Lárgate!
Lloré desconsolada cuando caminó
hasta la puerta del conductor y justo
cuando creí que pisotearía un poco más
mi corazón, golpeó el lateral con el
puño utilizando una fuerza que no había
visto antes en él. Zack no quería
dejarme. No podía hacerlo, por eso
estaba intentando que me fuera; que yo
tomara la decisión; que lo abandonara.
Su respiración se convulsionó hasta
mutar a una serie de jadeos profundos
mientras se sostenía al techo con las
yemas.
Encorvado, gimió en voz baja.
—Me duele que me digas eso, no
que me empujes. Puedes empujarme
todas las veces que te plazca, pero
jamás me dolerá tanto como lo que me
acabas de decir. —Me miró con la
mandíbula rígida, sin dejar caer los
brazos, como si precisara de ese apoyo
para seguir en pie. Había más que
pesadumbre en su mirada. Muchísimo
más—. Tendrás que patearme para que
me vaya…, porque no pienso
marcharme. —Sollocé con los dientes
castañeándome—. Y no me pidas que te
olvide. Pedirme eso es como si me
pidieras que deje de respirar. No puedo
y siento que nunca podré.
—Necesito que te vayas —gruñó
ignorando todo lo que le había dicho—.
Necesito que desaparezcas de mi vista.
—¿Por qué? —Sus palabras me
estaban matando—. ¿Por qué me alejas?
—¡Porque tengo más posibilidades
de ganar contra Benicio si tú no estás
conmigo! —me interrumpió y dio un
paso al frente, distanciándose del coche
—. ¡Porque me desconcentras! ¡Porque
me ciegas y no puedo ver nada más que
a ti!
Su confesión afianzó mis ilusiones,
pero cuando retrocedió dispuesto a
largarse, partí a paso riguroso hacia él y
coloqué mis manos sobre su pecho.
—No lo hagas. —Se negó a
mirarme. Un automóvil enfiló por la
carretera, pero no le hicimos caso—.
Me estás destrozando.
Tragó saliva.
—Lo sé. No te hago ningún bien. Y
sufrirás más por mi culpa.
—¿Por qué estás tan convencido?
¿Por qué no puede haber una solución
para nosotros?
Descendió sus ojos hacia mi rostro y
sujetó mis brazos entre sus manos.
—Porque lo veo venir, y deberías
sacarte de la cabeza ese maldito sueño
de la casita en el bosque. Eso es solo
una ilusión, una puta fantasía que no se
cumplirá jamás. Conmigo no hallarás
nada de eso, ni en esta vida ni en
ninguna otra.
Enterré mis uñas en su tórax al notar
que había llegado a mi límite máximo. O
más bien que acababa de rebasarlo tras
su cruel declaración.
—¿Es que no te enteras? ¿No te das
cuenta de que lo quiero todo de ti? Lo
bueno y lo malo. La felicidad y el dolor.
Todo. En todas sus formas, hasta las más
despiadadas; siempre y cuando tú estés
ahí, conmigo. Eso es lo que anhelo de
verdad. No la casita en el bosque, sino
un «nosotros»; aunque nuestro futuro sea
incierto y no sepamos lo que pueda
pasar mañana o pasado o dentro de un
año o dos. No busco el típico e infantil:
«Y vivieron felices para siempre»,
porque eso no existe. Y tampoco quiero
un cuento de hadas porque tú no eres un
príncipe azul. —Inspiré hondo y acepté
que las palabras fluyeran por sí solas.
Nos merecíamos ese momento, que
fuéramos sinceros el uno con el otro.
Alcé mis manos hacia él y toqué con
suavidad su rostro, delineando con mis
dedos sus arruguitas llenas de una
profunda tristeza—. Lo que sin saberlo
estaba buscando ya lo encontré y lo
tengo justo delante de mí.
Cerró los ojos cuando se le tornaron
vidriosos.
—Te amo, Zack… —susurré con un
gemido ronco. Él entornó los párpados,
pero no me miró sorprendido. Los dos
ya lo sabíamos, pero no era hasta ahora,
que veíamos nuestro final ante nosotros,
que reconocíamos todos los síntomas—.
Te amo tanto que no sé cómo explicar lo
que siento por ti. No sé cómo decírtelo.
Solo sé que te amo como nunca imaginé
que podría amar a alguien, que me da
pavor sentirme así, tan perdida y
necesitada, pero a la misma vez me
embriagas. Me tienes cautivada, aunque
no sé cómo ni cuándo empecé a
necesitarte como si fueras algo
necesario en mi vida. No tengo idea. Lo
único que sé es que te amo como a nada
en el mundo.
Nos quedamos en silencio durante
tantos segundos que me sentí
avergonzada e intenté ocultar mi mirada,
pero él me lo impidió cogiendo mi
rostro entre sus palmas.
Mis manos rodearon sus muñecas.
—Ojalá pudiera matarte. Todo sería
mucho más sencillo si pudiera hacerlo
—dijo mientras acariciaba mis mejillas
con sus pulgares, para llevarse las
lágrimas con su piel. Sin dejar de
mirarme a los ojos, apoyó su frente
contra la mía y susurró—: Pero no
puedo. Sería como matarme a mí mismo.
—Limpió de nuevo mis lágrimas cuando
más volvieron a surgir con poderío de
mis cuencas—. No sé qué coño significa
amar a alguien, pero si es tal como me
siento ahora mismo, entonces no me
gusta. Lo detesto, Linda. Lo odio. Odio
sentirme así.
—¿Qué es lo que sientes?
—Haces que me ahogue y respire a
la vez. Que viva y muera al mismo
tiempo. Que cuestione todo lo que he
vivido, todo lo que he hecho, todo el
mal que he causado. Eres fuego y hielo.
Lo que me quema y me alivia. El veneno
y la única cura. El principio y el fin. La
luz entre tanta oscuridad. El cielo y el
infierno juntos… Dime, Linda, ¿es esto
amor? —preguntó con exasperación,
como si de verdad no soportara sentirse
así—. Porque si lo es, no lo quiero en
mi vida. Duele. —Puso mi mano sobre
su corazón, que latía tan rápido como el
mío—. Me dueles. Duele quererte y
duele muchísimo más tener que alejarte
de mí.
Era lo más bonito que me habían
dicho nunca.
Tuve ganas de echarme a llorar de la
emoción, pero reprimí el llanto para
poder decirle:
—Entonces no me alejes de ti… —
Las manos se me fueron a su pelo y me
alcé de puntillas, a punto de sellar
nuestros labios—. Y aprendamos a
querernos.
Zack descendió la cabeza y me besó
mientras yo sollozaba en silencio y me
aferraba a él. Hundió la lengua en mi
boca, pausadamente, y saboreó la sal de
mis lágrimas en su paladar. Fue un beso
agridulce, el más sincero y también el
más sentido, el más temido por que se
terminara, por que no hubiera otros
después de ese.
Enredó sus manos en mi melena y
jaló un poco de ella en ese gesto tan
suyo que me trastornaba de lujuria. Lo
abracé a la altura de los hombros, casi
colgándome de él, y continué
deleitándome con los exquisitos toques
de sus caricias. De repente, escurrió una
mano entre mis muslos, desde atrás, y
me aupó con algo de esfuerzo para
apoyarme contra el lateral del coche,
sosteniéndome por las nalgas.
Gemí. Él gruñó y me penetró más
con su lengua. Sospechaba que la herida
debía de incordiarle, pero en vez de
preocuparme por ello envolví su cintura
con las piernas. Seguimos así durante
varios minutos, como si no pudiéramos
parar.
—¿Te das cuenta de lo jodido que es
esto? —dijo sobre mis labios—. Ni
siquiera te hago feliz. No te he visto reír
a carcajadas ni una sola vez; de hecho,
apenas te he visto sonreír.
Le planté otro beso. Uno corto, sin
lengua, nada más que labios, fogosidad y
sentimientos.
—Ya tendremos tiempo. —Acaricié
su nuca a la vez que sentía sus manos
amasar mis curvas—. Para que me ría,
para que yo te vea reír, para que seamos
felices. —Respiró hondo, pero no se
pronunció al respecto—. Pero primero
debemos rescatar a Angy —le recordé
porque esa era mi prioridad en aquel
segundo—. Sé que está viva. Lo siento
en mi corazón. Debemos ayudarla; hacer
que la policía capture a Benicio y dejar
que se pudra en la cárcel. Matarlo sería
demasiado fácil, una salida rápida y
quizás hasta placentera para un hombre
como él. —Quería hacerle recapacitar
sobre la decisión que había tomado, que
encontrara una salida que no fuera la
muerte o la autodestrucción—. Hagamos
que le arresten. Es lo mejor, Zack,
piénsalo, por favor.
—¿Y después qué? —preguntó
deslizando sus nudillos por mis mejillas
ruborizadas.
Me encogí de hombros e intenté ser
positiva.
—Ya veremos.
—Ya veremos… —Me estrechó más
contra él—. Me gusta.
—Lo digo en serio.
—Yo también. —Como si quisiera
demostrármelo, su lengua naufragó
dentro de mi boca y yo la acogí con un
gemido de aprobación. Sin embargo,
Zack interrumpió el beso demasiado
pronto—. Quizás en esto consiste el
amor. En encontrar a esa persona que
represente las dos caras de la moneda.
La vida y la muerte. La tristeza y la
alegría. El llanto y la risa. Alguien que
te complete, pero que tenga la capacidad
de vaciarte. Que te proporcione
equilibrio, pero que tenga la habilidad
de hacer que todo se tambalee. Que te
rompa y te una otra vez, por muy
pequeños que sean los pedazos. Tú
representas todo eso para mí, Linda. Te
necesito. —Ante mi estupor meneó la
cabeza y se rio de sí mismo—. Joder.
No me hagas caso. La verdad es que no
tengo ni puta idea del amor.
Me bajó con parsimonia de su
cuerpo.
Resbalé notando todos sus músculos
hasta que mis zapatillas pisaron la
grava.
—Ibas muy bien. Eres muy
romántico cuando te lo propones.
Dibujó una diminuta sonrisa, me dio
un beso en la frente e hizo una seña
hacia el Chevrolet.
—A por Angela.
—Juntos.
Realizó un gesto afirmativo.
—Descansaremos en Burney.
Empezó a oscurecer en cuanto nos
subimos al coche. Pero el camino a
Burney, ubicado en el condado de
Shasta, fue bastante corto. En diez
minutos alcanzamos una zona verdosa y
poco transitada, perfecta para pasar
tranquilos el resto de la noche. Giramos
a la derecha y un poste luminoso, con las
letras Burney Motel centelleando, nos
alegró la vista. El complejo consistía en
varias casitas blancas con techos
marrones, rodeado de árboles, césped y
flores, cuyo ambiente denotaba calidez y
pureza.
Zack se detuvo enfrente de la
recepción e introdujo su mano en el
bolsillo. Cincuenta y cinco dólares
aparecieron entre sus dedos.
—Si no te alcanza, no desesperes —
dijo entregándome el dinero—. Hay más
moteles a lo largo de la calle principal.
Los precios varían según qué tan
céntricos estén de las atracciones
turísticas.
—¿Me esperarás aquí?
—Sí.
Por muy increíble que pareciera, me
estaba diciendo la verdad; sin embargo,
temía que supiera fingir tan bien como
empuñar un arma y aniquilar a sus
adversarios.
Extendí la mano hacia él.
—¿Me das las llaves del coche, por
favor? —Sin echarme en cara mis
recelos, depositó el llavero en mi palma
—. Gracias. Quizás debería ponerme la
peluca.
—No hace falta. El motel es
propiedad de una familia y son muy
amigables con los huéspedes. Hazme
caso. No tienes de qué preocuparte.
Fruncí el ceño.
—¿Qué intentas, Zack?
—Llegar a la habitación y tenerte
desnuda para mí. —Algo parecido a una
sonrisa cruzó por sus ojos al verme
apretar los muslos y expulsar el aire con
brusquedad. Aun así, cogí la peluca y
me la puse—. Ve, Linda, te prometo que
no huiré corriendo.
—No es divertido. —La tristeza
opacó su mirada—. Lo pasé bastante
mal.
No dijo nada, aunque tampoco le di
tiempo pues salí trotando hasta la
recepción. Dentro, todo estaba limpio y
ordenado. Había un arreglo de rosas
amarillas en un jarrón de cristal, sobre
el escritorio. Allí, una señora que
rondaba los cincuenta años empujaba
sus gafas de pasta morado, que acababan
de descender hasta la punta de su nariz.
Tenía un aspecto muy simpático.
Caminé hacia ella y alzó la vista del
periódico en el que estaba haciendo un
crucigrama.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó en
tono suave colocando el bolígrafo en la
mesa.
—¿Le queda alguna habitación libre?
—Hay dos simples disponibles.
—Necesito una para esta noche.
Somos una pareja.
Empujó la montura de sus gafas
hacia arriba y analizó mi rostro con
curiosidad.
—Son cuarenta y ocho dólares. —Le
tendí el dinero. Mientras lo guardaba,
preguntó—: ¿Tiene alergia? —Al
percibir mi expresión ceñuda, dijo—:
Sus ojos están algo rojos.
—Oh, sí, algo de alergia sí que
tengo.
—El polen reina en la atmósfera,
pero Burney es una ciudad preciosa que
merece la pena visitar —dijo antes de
facilitarme la llave de la habitación—.
Le aconsejo que antes de que retomen su
itinerario vayan a la cascada. Es una
visión indescriptible. Los lagos son
maravillosos también, pero no sé si
disponen de tanto tiempo.
—Intentaremos visitar cuanto
podamos.
La mujer asintió.
—Si aún no han cenado, hay varios
negocios de comida rápida a pocos
minutos de aquí; algunos cierran a
medianoche, así que todavía están a
tiempo de dormir con el estómago lleno.
—Gracias. Estamos bien así —dije
mientras firmaba en el registro con mi
nombre falso.
—La habitación está en la parte
trasera del motel, dad la vuelta y la
encontraréis enseguida, la segunda
puerta a la derecha.
—Muchas gracias. Buenas noches.
—Esbocé una sonrisa antes de irme.
Ella continuó con su crucigrama.
Entré en el coche.
—¿Listo? —inquirió Zack
encendiendo el motor.
—No me han reconocido.
—Te dije que no te preocuparas.
¿Qué habitación es?
—Tienes que dar la vuelta por ahí.
—Señalé la zona que había delante de
nosotros.
Él realizó el cambio de sentido y nos
precipitamos hacia la parte contraria del
motel. Mientras se disponía a hacerlo, lo
miré por el rabillo del ojo. Estaba
calmado comparado a los gritos que nos
habíamos intercambiado antes, pero algo
en sus gestos me decía que no debía
fiarme de él, que había cedido
demasiado pronto a mi petición y él
nunca cedería ante nada ni nadie. Quizás
ni siquiera por mí.
—Puedo oír tus pensamientos desde
aquí, Linda. —Su voz profunda me
sobresaltó. Nos habíamos detenido de
nuevo. Como seguía nerviosa, me obligó
a mirarlo y dijo, aunque sonó más como
una orden—: Relájate. —Y acto seguido
me arrebató las llaves que me había
facilitado la encargada y se bajó del
coche.
Hice lo propio mientras él sacaba la
bolsa deportiva del maletero. Tras
comprobar que no se nos olvidaba nada,
anduvimos hasta la segunda casita.
Estaba convencida de que no podría
relajarme, pero mi nerviosismo se
redujo a escombros apenas entré en la
habitación. El lugar era magnífico.
Paredes blancas. Cortinas floreadas.
Edredón naranja y almohadas rojas,
esponjosas, que hacían que la cama de
matrimonio pareciera más grande y
cómoda. Cuadros de retratos de
caballos, galopando con sus colas
desatadas. Un escritorio y una silla. Al
lado, sobre una mesita plegable, el
televisor de unas veinte pulgadas.
Caminé hacia el escritorio y me quité
la peluca.
—¡Tenemos cafetera! ¡Y
microondas! ¡Y refrigerador! —exclamé
emocionada, pero al no obtener
respuesta me giré sobre mí misma
temiendo hallarme sola en la habitación.
Mi miedo se esfumó de inmediato.
Zack me estaba observando con un
brillo oscuro y penetrante en sus ojos,
con los brazos cruzados, parado en
mitad del pasillo. El deseo atravesó la
distancia. Su mirada me cautivó. Me
deslumbró su ardiente indiferencia y la
pasión que desprendía. Era erótico.
Como si solo existiéramos él y yo.
Como si el mundo fuera un simple
accesorio. Como si su mejor amigo no
hubiera sido torturado hasta la muerte y
Angy no estuviera secuestrada en algún
lugar. Como si fuera posible dar con la
solución para que lo nuestro funcionara.
Como si lo que sentíamos fuera a ser
suficiente para poder con todos y contra
todos, incluso contra nosotros mismos.
—Desnúdate —ordenó mientras se
acercaba con pisadas desafiantes y
ligeras. Como no respondí, situó mis
manos en el borde de mi camiseta y
empujó la tela hacia arriba—. Te dije
que te quería desnuda. Y lo quiero
ahora. Te necesito, Linda.
—No sé si tú me necesitas tanto
como yo a ti.
Sosteniéndome por la cintura, me
arrimó a él y me besó en el cuello antes
de arrastrar sus manos por mis costillas,
llevándose mis dedos y la camiseta por
el recorrido.
—Eres la única que puede matarme.
Temblé.
—Yo nunca haría algo así.
Nos miramos a los ojos mientras la
atmósfera nos aplastaba como una órbita
expansiva. No sé si me creyó porque
arrasó mi boca con su lengua. Lamió
hasta el último rincón con lengüetadas
rudas y agresivas a la vez que me
desnudaba pausadamente y se adueñaba
de todo mi cuerpo, reclamándome y
usurpando cada centímetro de mi ser.
Echó mi cabeza hacia atrás. Sentí
cómo deslizaba su lengua por toda la
longitud de mi cuello. El vello se me
puso de punta cuando desvió el camino y
sus dientes se trasladaron desde mi
barbilla hasta la vena carótida.
Seduciéndome y catapultándome, repitió
aquel insinuante movimiento y
profundizó el roce de su dentadura sobre
mi carne, despertando cada una de mis
terminaciones nerviosas.
—Los pantalones… —dijo
colocando una mano entre mis muslos—.
Quítatelos.
Lo miré con los ojos entornados.
Había morbo en su expresión,
entusiasmo e incluso un ápice de
impaciencia, pero también algo más,
algo turbulento que me impedía
desconectar al cien por cien. Como me
quedé demasiado tiempo pasmada, me
azotó una nalga. Me dolió el cachete,
pero los besos que le siguieron lograron
nublar mi mente. Con nuestras lenguas
enlazadas, me bajé la cremallera del
short y la prenda resbaló por mis
piernas. Las braguitas, el sujetador y las
zapatillas tuvieron el mismo final,
dejándome tal como había llegado al
mundo.
Zack se separó lo mínimo de mí y
recorrió con lentitud mi cuerpo con la
mirada.
—Acuéstate en la cama —dijo a la
vez que cogía el revólver de la parte
trasera del pantalón. Lo depositó sobre
la mesa. Relamiéndome los labios, fui a
acatar la orden, pero entonces le oí
decir en un tono aún más autoritario que
el anterior—: Boca abajo.
Cerré los ojos y me contraje por
dentro.
Él tenía ese efecto en mí. Sin
proponérselo se había adueñado de mi
mente, de mi corazón y de mi cuerpo,
incluso de mi alma, cambiando todos
mis esquemas.
Me tendí sobre el colchón. El
edredón estaba frío, o quizás yo estaba
demasiado caliente, pero el contraste de
temperatura me provocó un
estremecimiento placentero para mi
vagina, letal para mi sensatez. Cuando
Zack se demoró más de la cuenta en
unirse a mí, giré el cuello hacia atrás y
gemí al verme a mí misma en el espejo,
que daba directo a la cama, mientras él
me miraba intensamente a través del
cristal, con semblante impasible y algo
arrepentido.
Respiré compulsivamente.
Él, al percatarse de que lo había
pillado, se quitó la camisa de franela y
la camiseta, y se soltó el botón de los
vaqueros. La herida del disparo y las
contusiones afeaban su abdomen, pero él
era un hombre demasiado varonil como
para que unos cuantos moretones le
hicieran sombra a su belleza imperfecta.
Caminó en mi dirección
analizándome con expresión animal.
Hincó las rodillas a cada lado de mis
caderas y me cargó el pelo sobre un
hombro. Su respiración tanteó mi piel,
que anhelaba más que la superficialidad
de su aliento. Sin palabras me obligó a
apoyar la mejilla derecha contra el
colchón y esparció besos húmedos por
mi espalda, de derecha a izquierda y de
arriba abajo, adorándome con su boca.
Descendió sus labios hacia mis nalgas
antes de continuar hacia mis muslos y
finalizar en mis costillas, mientras con
la palma libre me tocaba los pechos y el
vientre.
Me tensé cuando Zack repasó las
marcas que habían dibujado sus uñas en
mi espalda. Besó aquellas líneas
asimétricas, me mordió en un costado y,
luego, tiró con sus dientes del lóbulo de
mi oreja a la vez que sus dedos seguían
oscilando por mi carne. Sin esperármelo
me arañó la espalda, en la misma zona
donde lo había hecho días atrás,
marcándome de nuevo. Me arqueé
empujando el trasero hacia él y, casi al
instante, su palma ejerció una dolorosa
presión hacia abajo, sobre mis
omoplatos.
Dejé escapar un quejido de dolor y
placer.
—Quieta —masculló antes de
atenuar su agarre—. Hoy te quiero
quietecita. —Se movió hacia delante,
sobre la curva de mi trasero, y su
bragueta me rozó entre los muslos.
El contacto nos produjo una fricción
deliciosa. A tientas empuñé su erección
sin mucho cuidado y se la manoseé por
encima de los vaqueros, notándola dura
y gruesa, ávida de acción. Masculló algo
entre dientes y volvió a hundirme contra
la colcha.
—No te muevas. —Sin embargo, se
restregó varias veces contra mí y yo alcé
el culo en busca de más roce—. Joder,
Linda, vas a matarme antes de tiempo.
Se levantó de la cama y se deshizo
del pantalón, pero cuando sus
calzoncillos quedaron a la altura de sus
rodillas, agarré su pene y me lo metí en
la boca. Succioné a la vez que
observaba cómo sus facciones se
suavizaban al sentir mi lengua
humedecerle entero. Estaba caliente,
erecto y anhelante. Me ayudé con la
mano derecha para abarcar todo de él y
con la izquierda le acerqué más a mis
labios, intentando llegar más hondo. Los
sonidos roncos y ardientes que emergían
de su garganta me incitaron a hacerlo
más veces, cada vez más profundo y con
más ímpetu, con nuestras miradas fijas
en nuestros ojos.
Apuré el ritmo y gemí con su
erección casi en la campanilla. Me
volvía loca su sabor. La forma en la que
me miraba y gruñía. Ese modo tan
masculino de contraer los músculos y
flexionar las piernas. Su excitación era
suficiente para intensificar la mía. Sus
dedos buscaron mi cabello para guiar mi
cabeza, pero aparté sus manos de un
guantazo. Una sonrisa asomó a su rostro
antes de morderse el labio inferior y,
como respuesta, impulsó las caderas
hacia delante. Estuvo a punto de
provocarme una arcada.
Le sonreí mientras me sacaba su
pene, y le obsequié un beso en la ancha
punta.
—Me encanta que te encante.
—Te estás convirtiendo en una arpía
—se quejó sin mucho convencimiento
—. Este no era mi plan.
—¿Y cuál era?
Me tumbó boca abajo, se arrodilló
como había hecho antes y con una
enérgica y entusiasta estocada me
penetró desde detrás. Grité cuando un
intenso placer me atravesó el clítoris.
Como si fuera adicto a mis gemidos, se
salió de mí y volvió a penetrarme con
más impulso. Yo estaba tan mojada que
aquello le facilitó la tarea de
introducirse en mi interior,
enloqueciéndome con sus penetraciones.
La tercera vez que me embistió, con
rabia y pasión, arrugué el edredón entre
mis dedos y le supliqué que me diera
más.
Zack gruñó cerca de mi oído, con
una mano en la colcha y la otra en el
cabecero.
—Quería hacértelo despacio.
Disfrutarte al máximo. Que tú me
disfrutaras a mí también. Oh, joder… —
Se salió de nuevo y frotó mi clítoris con
su pene húmedo de nosotros—. Quería
que esto fuera especial, que lo
recordaras como un encuentro bonito y
no como algo sucio y morboso. —Casi
no podía entenderle porque el orgasmo
estaba a punto de arrollarme como un
tren de mercancías. Me penetró tres
veces más, igual de rápido e inclemente,
antes volver a apartarse y penetrarme
redoblando sus energías. Jadeó entre
dientes por la mezcla de dolor y goce
que le producía la herida de la bala—.
Pero no puedo. No puedo dominarme.
No sé comportarme de otra forma que no
sea esta.
La primera convulsión me sacudió
como un pequeño terremoto. Se quedó
inmóvil con su erección palpitante
dentro de mí, antes de morderme en el
hombro.
Emití un grito de desesperación.
—¡No quiero que cambies! ¡Quiero
que seas tú mismo! —sollocé
arqueándome—. El hombre que conocí y
que conozco. —Lamió el mordisco en un
gesto de agradecimiento—. Te prometo
que recordaré este momento como todas
las veces que me has hecho tuya. —Lo
miré por encima del hombro, con los
párpados casi cerrados—. Como todas
las veces que tú has sido mío.
Inclinado sobre mí, rodeó mi
garganta con su mano y me besó con
increíbles ganas a la vez que sus caderas
empezaban a moverse de nuevo. Fue
lento al principio, un ritmo tortuoso que
palpaba el castigo, como si estuviera
controlándose y controlándome a la
misma vez, pero pronto sus vaivenes se
tornaron feroces. De repente, se
distanció de mi boca y me empujó para
que mis pechos quedaran aplastados
contra el colchón y así poder arremeter
con todas sus fuerzas dentro de mi
vagina.
Al notar que iba a correrme, sacó su
pene otra vez y me dejó a punto del
orgasmo.
—Todavía no. —Atrapó una
almohada, deslizó una mano por mi
abdomen y me aupó para acomodar el
almohadón debajo de mi vientre húmedo
de sudor—. Hoy te deseo de todas las
formas posibles. Y nunca olvides que,
suceda lo que suceda, yo siempre te
necesitaré. Siempre. Hasta el fin.
Sus palabras me alarmaron.
—¿Qué…? —me interrumpí sin
aliento cuando tanteó otra cavidad
mucho más estrecha.
Sexo anal.
Me removí con los ojos muy
abiertos. No estaba preparada para dar
ese paso todavía, pues su última frase
seguía resonando en mi cabeza. Intenté
evitar que fuera más lejos, proyectando
mis brazos hacia atrás, pero lo único
que hice fue arañar sus muslos cuando
tiró de mi pelo y me envió directa hacia
sus labios.
Mientras me devoraba desesperado,
como si yo supiera a libertad, como si
fuera el elixir de la vida eterna, continuó
empujando hasta colarse más adentro al
tiempo que acariciaba mi clítoris con
toques suaves, para atenuar la
incomodidad de sus dificultosas
embestidas. Poco a poco el dolor de la
penetración cesó hasta transformarse en
un placer oscuro, en una lujuria
primitiva, en satisfacción y euforia.
Hundí mis uñas en sus piernas,
ansiando atraerle más hacia mí.
—No pares… —No me refería a un
plano sexual, sino a su declaración
anterior. Le estaba pidiendo que no
parara de necesitarme, porque yo
tampoco me veía capaz de hacerlo. No
me veía sin él y esperaba que él
tampoco se viera sin mí—. No pares,
por favor.
—Nunca —dijo sobre mis labios,
bebiéndose mis gemidos y mis jadeos—.
Nunca, Linda. Jamás.
Nos besamos de nuevo. Él siguió
penetrándome y acariciándome sin prisa
hasta que no pudimos más y explotamos
juntos, amándonos a nuestra atípica
manera, grabando todas las sensaciones
experimentadas bajo la tosca corteza de
nuestros caparazones. Fue un orgasmo
diferente, vigoroso y muy repentino, que
me dejó exhausta.
Fascinada, me tumbé de lado
mientras él se recostaba detrás de mí,
con su mano derecha sobre mi estómago,
dibujando pequeñas circunferencias
sobre mi piel, en la posición de la
cucharita. Como la primera vez que
dormimos juntos.
—Yo nunca te haría daño… —dije
con un suspiro lleno de miedo.
Se me cargaron los ojos y bostecé.
—Duérmete, Linda —susurró Zack
como si supiera que apenas podía
aguantarme con los párpados abiertos,
pero no paró de acariciarme con infinita
ternura—. Duerme.
—¿Y mañana?
—Ya veremos. —Me acurrucó un
poco más contra él, como si temiera que
me escurriese como agua entre sus
dedos—. Lo iremos viendo sobre la
marcha.
Expulsé lentamente el aire de mis
pulmones y, un segundo después, me
quedé dormida, aunque no debería
haberle creído. No debería haber
confiado en sus palabras, ni haber
anhelado un «nosotros» en nuestro futuro
y, mucho menos, haber puesto
esperanzas en una relación que desde el
principio había empezado mal.
Nuestra historia de amor siempre
había estado destinada al fracaso. Y a
ser ninguneada por la muerte.
20
Linda
Martes, 8 de septiembre de 2009
Burney Motel.
El frío me mece a su antojo. Desciendo
mi mirada y me encuentro a mí misma
con las palmas en el suelo, arrodillada
en una habitación lóbrego. No sé dónde
estoy ni qué hago aquí. Aterrada, miro
a la derecha, luego a la izquierda e
incluso hacia el techo. Todo es negro y
melancólico. No hay color en este
lugar.
Un escalofrío se enrolla en mi
columna cuando mis dedos acarician el
suelo y algo pringoso los enfunda,
como si fueran unos guantes
adhiriéndose a mi piel. Mientras mis
pupilas se ajustan a la aterciopelada
penumbra, alzo las manos y me inunda
un pánico terrible al ver que estoy
postrada en un charco de sangre.
Quiero gritar, pero no puedo.
Me asfixio.
No puedo respirar.
De repente, los cuerpos de mis
padres aparecen de la nada y caen sin
vida a mi lado.
Sollozo en silencio y aprieto las
manos hasta formar dos puños rígidos,
pero no son los puños de una niña, sino
los de una mujer adulta que no ha
podido superar el pasado. Oigo sus
pisadas. Es él. Viene a por mí. Angy
grita mi nombre. Su voz hace eco.
Suena desgarrada y siento un latigazo
en el corazón. Presente y pasado se
acoplan.
Me encojo cuando su silueta entra
en mi visión. Mis ojos se mueven sin
sentido, hacia arriba, hacia abajo,
hacia un ángulo y hacia el otro,
pugnando por toparme con su mirada.
Pero cuando estoy a punto de
conseguirlo, todo se desvanece a mi
alrededor y el aire vuelve a satisfacer
mis pulmones. Mis manos están limpias
otra vez. La sangre ha desaparecido.
Las sombras que crea mi cuerpo se
combinan con las de este lugar
mientras la penumbra planea sobre mí,
atrapándome, hundiéndome como si de
una tumba se tratara.
Estoy sola de nuevo…, excepto por
unos ojos multicolor que resplandecen
como dos focos llameantes a lo lejos,
centelleando en los confines de la
oscuridad.
Desnuda sobre la cama, me desperté
de un sobresalto por la contundencia de
unos golpes en la puerta principal. Me
enderecé hasta tener las piernas
flexionadas mientras sostenía la sábana
contra mi pecho, sintiendo los párpados
cansados y palpando el lado opuesto del
colchón. El frío penetró en mis poros a
la vez que, desconcertada, veía mis
posesiones sobre el escritorio. Sin
embargo, no había rastro de Zack y
apenas perduraba el perfume a sexo en
el aire.
Sin entender nada me fijé en la
puerta del baño, que estaba entornada y,
corriendo, me dirigí hacia allí. El miedo
se asentó en mi corazón, que había
aminorado sus latidos, al comprobar que
no había nadie. Aun así, pese a estar
demasiado confundida, me apresuré a
limpiar mis partes íntimas y me vestí a
toda prisa con la ropa del día anterior
cuando aquel insistente golpeteo se
tornó impaciente, creyendo, o más bien
ansiando creer y olvidándome de cubrir
mi pelo con la peluca, que Zack habría
salido un momento a preparar el coche y
se había olvidado las llaves.
Fui hacia la salida con ese
pensamiento en mi cabeza y abrí la
puerta. No podía negarlo. Me costó
entender qué significaba todo eso, a
pesar de que mi mente captó de
inmediato que había sido traicionada.
Que él nunca había dejado de tener la
intención de abandonarme. Que se
acabó. Lo nuestro se había acabado.
Se me hizo un agujero en el estómago
cuando una mano gruesa me dio la
vuelta, cogió mis muñecas y las
posicionó en mi espalda. En mis retinas
aún bailaban los centelleos color rojo y
blanco de los tres vehículos que se
hallaban aparcados en la zona donde
debía estar, y no estaba, el coche de
Zack. Mientras, mis oídos apenas podían
asimilar el incesante murmullo de la
muchedumbre, a pocos pasos de mí. Un
tenue clic interrumpió mis reflexiones
mentales.
Todos ahogaron una exclamación,
excepto yo que me encontraba
demasiado agitada como para emitir
sonido, cuando oyeron mi nombre en voz
alta.
—Linda Evans, queda detenida —
dijo el policía que acababa de
esposarme. Estaba vestido con un
uniforme verde y botas negras. Mientras
me conducía hasta el coche patrulla,
busqué a Zack con la mirada. Pero lo
único que hallé fueron los varios pares
de ojos que estaban clavados en mí y me
observaban asustados, como si fuera
Satanás en persona—. Tiene derecho a
permanecer en silencio. Cualquier cosa
que diga podrá ser usado en su contra
ante un tribunal. Tiene derecho a
consultar a un abogado y a tener uno
presente cuando sea interrogada por las
autoridades. —Abrió la puerta trasera
del vehículo antes de decir—: Si no
puede contratar a un abogado, le será
designado uno.
Tras terminar de leerme mis
derechos, me ordenó que me sentara con
un gesto de barbilla. El hombre tenía el
rostro serio y demasiadas arrugas en la
frente para la edad que reflejaban sus
ojos azules; y su pelo, aunque oscuro
como una noche sin estrellas, había
desaparecido en la zona de la coronilla.
Cuando no hice ademán de moverme, me
estudió con sus espesas cejas arqueadas.
Automáticamente, tomé asiento con el
cuerpo destemplado y la respiración
pausada. Él cerró la puerta y se dirigió
hacia sus compañeros, que hablaban con
la gente que se hospedaba en el motel.
Mientras contemplaba compungida la
escena, el silencio se agrupó como un
peso muerto en mi espalda. Y creció al
ver que la dependienta, que me había
atendido hacía escasas horas, acababa
de llegar y miraba todo con
desaprobación. Justo cuando creí que
los acontecimientos no podían empeorar,
sus pupilas se posaron en la ventanilla, y
me miró decepcionada. Y yo me sentí
tan culpable que incliné la cabeza hacia
abajo, como si de verdad fuera una
criminal.
El policía se deslizó al volante.
Los demás agentes le imitaron y nos
incorporamos a la carretera.
El camino fue caótico para mi mente.
Era como si estuviese viviendo otra de
mis pesadillas, solo que el escenario
había cambiado y el causante de mi
dolor era el hombre al que le había
entregado todo y cada parte de mí; el
único que me había despertado de una
vida que realmente no estaba viviendo
ni disfrutando; aislada de las emociones,
refugiada en un agujero profundo, sin
anhelar lo más básico del día a día
salvo la seguridad que experimentaba al
tener todo bajo control.
Quizás las ansias de Zack de matar a
Benicio fueran más fuertes que lo que
sentía por mí. Quizás lo único que le
motivaba era vengar la muerte de su
hermano. Lo más probable es que ya no
esperara nada más que eso. Que hubiera
dejado de aspirar a obtener aquello que
pudiese hacerle feliz y que le hiciera
sentirse completo. O quizás yo no era
suficiente para colmar ese vacío.
No lo sabía.
No entendía nada.
Suspiré y dominé como mejor pude
las lágrimas mientras a duras penas
captaba las letras que aparecieron en un
letrero verde, que decía: «Redding, 40
millas».
Varios minutos más tarde, llegamos a
aquella localidad de paisajes verdes
haciéndole competencia al cielo azul,
con el puente Sundial que se erguía
magnífico, único y blanco como la
espuma, atravesando el Río Sacramento.
Alcanzamos una oficina de dos plantas.
La fachada había sido barnizada en
color blanco y el tejado tenía algunas
pinceladas en tono marino. En la pared
frontal del edificio, que destacaba de las
demás por haber sido construida con
azulejos color blanco puro, rezaban las
letras «Condado de Shasta, Oficina del
Sheriff» escrito en dorado.
El agente aparcó tras la oficina y, a
continuación, me abrió la puerta con
semblante adusto. Cuando me uní a él,
me noté las piernas engarrotadas y el
cuerpo tembloroso. Rodeó mi antebrazo
con una mano y me escoltó hasta la
entrada mientras sus compañeros hacían
lo propio. En cuanto nos internamos en
el departamento, una oleada de personas
que trabajaban sin cesar nos saludó sin
mirarnos.
Él continuó andando hacia la tercera
habitación del rellano. Cuando abrió,
dejó al descubierto una estrecha sala sin
ventanas, de apariencia anodino. El
suelo estaba montado con baldosas
grises y el techo, con paneles luminosos.
La pared de la izquierda, en el lateral,
estaba cubierta con un cristal opaco, de
tamaño rectangular y enmarcado negro,
pero no había cámaras de seguridad
como en la típica cámara de Gessel. El
único mobiliario era una mesa metálica
y cuatro sillas a cada lado.
Me quitó las esposas.
—Siéntese. —Señaló la silla de la
derecha, la que daba de cara al cristal.
Obedecí, y él se marchó atrancando con
llave la puerta.
Rígida como una estatua, aguardé
intranquilos minutos hasta que un
hombre de unos cincuenta años entró
como un vendaval, con una carpeta
debajo del brazo. Vestía un uniforme
verde oliva con la estrella distintiva del
sheriff y lucía tan severo como el oficial
que me había traído hasta allí. No le
quedaba mucho pelo en la cabeza, y el
poco que aún resguardaba su cuero
cabelludo era de un color gris perla. Su
cuerpo era más bien prominente, y su
tupido bigote le confería un aspecto
íntegro, aunque su rostro estaba bien
afeitado.
El sheriff se movió hacia mí y tomó
asiento en la silla de enfrente mientras la
puerta se cerraba con un golpe sutil. Fue
entonces cuando me percaté de que
había otra persona con nosotros, alguien
con quien no esperaba reencontrarme en
ese momento.
Desde el umbral Benjamin Donovan
me observaba con su habitual rictus
solemne, agarrándose al picaporte. Su
expresión fue mutando con el paso de
los segundos, de la normalidad al
absoluto horror, a la vez que entornaba
los ojos como si le costara
reconocerme. Yo, en cambio, me mostré
inexpresiva hasta que se desplazó hasta
nosotros y se sentó al lado del sheriff.
El sheriff carraspeó llamando mi
atención.
Lo miré a los ojos marrones.
—Linda Evans —pronunció con voz
grave—, mi nombre es Hugh Wallace,
sheriff del Condado de Shasta. Supongo
que conocerá los motivos por los que ha
sido arrestada.
—Lo cierto es que no estoy muy
segura… —murmuré mientras él abría la
carpeta que había puesto sobre la mesa.
—Es curioso que una persona como
usted, una futura promesa de la
psicología forense, haya acabado así —
continuó diciendo mientras estudiaba sus
informes—. En pocos días acumula
varias infracciones contra la ley. La más
impactante es su presunta implicación en
el motín que ocurrió en Nueva Folsom,
un levantamiento que por cierto se ha
cobrado casi una treintena de muertos,
cientos de heridos y destrozos de valor
incalculable hasta la fecha de hoy. —No
pude evitar estremecerme. Las cifras
habían aumentado desde la última vez
que vi las noticias—. Presuntamente,
usted le proporcionó ayuda a Zack
Cassidy, interno que cumplía condena
por una barbaridad de delitos y que huyó
de la prisión. Para más inri, ha dejado
una estela de cadáveres en diversos
estados del país en estos últimos días.
—Arqueó una ceja y me miró a la cara
—. ¿Le suena lo que le estoy diciendo,
doctora Evans?
Que me llamara doctora en ese
instante fue parecido a recibir un insulto;
sin embargo, preferí mantener la calma y
defenderme de la mejor manera posible,
aunque mi credibilidad dejaba mucho
que desear.
—Se está equivocando.
—Entonces no le suenan los nombres
Miranda Blair, Roman López y Aaron
Graham. —Tiró sobre la mesa tres
fotografías cuando me quedé mirándolo
sin pestañear. La primera imagen
correspondía a la doctora Blair, muerta
y con el rostro cubierto de cortes, tal
como la habían encontrado en su
domicilio. El siguiente era Roman
López, el secuaz de Benicio que intentó
matar a Zack en el Heart of Texas Motel,
en Austin. Y por último Aaron Graham,
el policía que le había reconocido en la
cafetería. Él también había muerto. El
vacío en sus rasgos así me lo confirmó
—. Por su expresión, creo que sí le
suenan estas personas.
—Yo… —Sobrepasada por la
reciente información, enmudecí y respiré
con ansiedad.
El sheriff atacó contra mi
autocontrol.
—¿Es cómplice de estos
homicidios?
—¿Qué? ¡No! ¡Claro que no!
Busqué comprensión en los ojos de
Donovan, pero la voz del sheriff me
perturbó.
—Callie Matthews, la camarera que
fue hallada en estado de histeria en el
almacén del Callie’s Coffee, aseguró
que Zack Cassidy estaba con una mujer
de pelo corto, tez pálida y pecosa, con
unos ojos fríos y oscuros, con matices
azulados, que no parecía estar en apuros
ni necesitar ayuda. —Inspiró con poca
paciencia, sin alterarse—. Señorita
Evans, hemos registrado su habitación
en el Burney Motel. Tenemos constancia
de que la mujer que nos describió la
señora Matthews es usted. O ¿también
piensa negarlo? —Fui a abrir la boca,
pero me paralicé cuando formuló la
siguiente pregunta—: ¿Sabe dónde está
Zack Cassidy?
Me sentí acorralada.
Estaba muerta de miedo.
—¡Roman López mató a Miranda
Blair!
—Sus huellas, Linda Evans, y las de
Zack Cassidy fueron descubiertas en el
cuerpo de la fallecida. Ustedes tocaron
el cadáver. ¿A quién pretende engañar?
—No le estoy engañando.
—¿Puede decirme dónde se
encuentra Zack Cassidy? —Ante mi
mutismo, indagó—: ¿Sabe por qué está
usted hoy aquí? Por ese criminal, sí,
pero no por la razón que imagina. Fue él
quien nos llamó y nos dijo que la
cómplice de un fugitivo se estaba
alojando en el Burney Motel. —Mi
corazón se rompió en partículas al oír
aquello. Una parte de mí se negó a
creerle; la otra no aguantó más dolor—.
Usted más que nadie debería saber que
la ha manipulado para que le cubra las
espaldas. ¿No lo ve? Le está dando vía
libre a ese asesino mientras las
consecuencias caen sobre usted.
Piénselo un momento. Usted es… —
calló de golpe, pero sospeché que se
contuvo de añadir: «usted es psicóloga».
—No es como lo está pintando.
—¿Dónde está Zack Cassidy? —No
respondí—. ¿Es usted cómplice de los
homicidios recién citados? ¿Le
proporcionó ayuda para escapar de la
prisión? ¿La ha amenazado para que no
hable? —Más silencio—. ¿Teme que
haya futuras represalias contra usted?
—Quiero un abogado. —Fue lo
único que atiné a decir con la mirada
fija en la mesa.
El sheriff le lanzó un vistazo a
Donovan antes de amontar las
fotografías y ponerse en pie con un gesto
demasiado elegante, que me pareció
hasta superficial.
—Por supuesto, pero permítame que
le diga una cosa: Zack Cassidy está
condenado de por vida, ese hombre no
tendrá ninguna oportunidad para salir de
esta porque con o sin su colaboración
hallaremos su paradero. Sin embargo,
usted aún tiene una salida, pero si le
sigue encubriendo será tan culpable
como él.
Sus palabras penetraron en mí como
púas repletas de veneno.
Cruzó la sala y se marchó.
Un momento después percibí cómo
Donovan iba hacia la salida y llamaba a
alguien desde el quicio. En voz baja
masculló algo entre dientes antes de
sentarse donde había estado el sheriff.
La atmósfera estaba colmada de
incomodidad y de reproches.
Yo ya no me fiaba de él.
—Cuando supe que habían dado con
tu localización, no escatimé en conducir
hasta aquí —resopló mientras me
estudiaba con asombro—. Han sido unos
días llenos de incertidumbre. Si te soy
sincero, estoy que no me lo creo.
—Sí que vuelan rápido las noticias.
—¿Qué demonios ha pasado, Linda?
—Se pasó una mano por el pelo—.
¿Tienes idea de todo el revuelo que se
ha formado en torno a ti y a Zack
Cassidy?
Alcé la barbilla, fastidiada por su
declaración.
—No he seguido las noticias, pero
por lo poco que he visto creo que tú
tienes mucho que ver con que mi nombre
saliera en el noticiario con más
audiencia del país.
Donovan apoyó un codo sobre la
mesa y gesticuló enfatizando sus
palabras.
—¿Qué querías que pensara? ¿Qué
podía hacer? ¡Se escapó el preso que tú
estabas entrevistando! ¡De una prisión
de máxima seguridad! Y, para colmo de
males, desapareciste de un día para el
otro. Dios Santo, Linda… —espetó con
la mandíbula tensa, pero pugnó por
serenarse—. Los hechos a priori y a
posteriori a la fuga fueron narrados a la
policía tal como acontecieron. Ni más ni
menos.
—No niegues que tacharme de
criminal fue lo más fácil para ti y para la
prisión. Necesitabais un culpable en la
lista —dije apuntándole—. Que yo
cayera os traía sin cuidado.
—No intentes echarme en cara el
deber que me ceñí a cumplir. No
toleraré este tipo de críticas. Ponte en
mi lugar, o mejor dicho en el lugar de
los miembros de la Junta. ¡Mierda!
¡Huyeron cinco internos, Linda! Dos han
muerto; uno de ellos a balazos al intentar
traspasar la frontera. Otro consiguió
hacerse con el turismo de una familia y
estuvo recorriendo diversas ciudades
hasta que el muy idiota se quedó sin
combustible; le cogieron antes de que
pudiera poner un pie en Los Ángeles. El
último fue capturado hace dos días, se
trata de un violador que cumplía
condena en el nivel IV. Estuvo a esto —
creó un pequeño hueco entre el dedo
índice y pulgar— de cometer su décima
violación.
—Lo que me estás contando es un
dramón, pero yo no tengo ni idea de lo
que ocurrió en la prisión.
—No sé qué tan implicada estás, la
verdad, pero han sido unos días
espantosos. Gente pidiendo
explicaciones, las autoridades
exigiéndolas, medios de comunicación
metiendo las narices donde no les
llaman… Lo único que está claro es que
uno de los presos que huyó como por
arte de magia, y que aún anda suelto,
tuvo contacto contigo durante semanas y
después de aquella mañana no se supo
nada más de ti.
—Suena a complot, pero no lo es.
Dos golpes nos interrumpieron. Un
oficial joven entró cargando con una
bolsa de plástico, que fue a parar a
manos de Donovan. Tras recibir un
desabrido «gracias» del director de la
prisión de Nueva Folsom, se marchó tan
silencioso como había entrado.
Benjamin extrajo el contenido de la
bolsa.
—Estás lívida. Se te nota a la legua.
—Situó un sándwich a mi alcance—.
Come mientras seguimos hablando.
—No voy a hablar a no ser que esté
presente el abogado que solicité.
Mis tripas gruñeron cuando le quitó
la tapa al envase.
—No soy tu enemigo. Come, por
favor. No quiero que te desmayes.
Aunque no quería, recibí el
sándwich y empecé a engullir a una
velocidad nauseabunda. Habían pasado
demasiadas horas desde mi última
comida. Donovan colocó una botellita
de zumo a mi derecha mientras
observaba mi garganta tragar con
rapidez.
Una vez saciada, mi mente empezó a
funcionar con eficacia de nuevo. Alcé la
cabeza y me di cuenta de que Donovan
me estaba mirando con un deje de
tristeza en sus ojos grises.
—No es lo que parece —me
apresuré a decir y me gané enseguida su
atención.
—¿Y qué es lo que parece
exactamente?
—Que me ha tratado mal.
Me señaló de arriba abajo con la
mano.
—Es evidente que no te ha tratado
muy bien.
—Estos últimos días han sido
también muy duros para nosotros. —
Inspiré hondo cuando un revoltijo de
nervios me revolvió el estómago—. Tú
no lo entiendes.
—Explícamelo. Porque si tengo que
sacar mis propias conclusiones y me
guío por lo que grabaron las cámaras de
seguridad de la prisión, tú no sales bien
parada. —Se apretó el puente de la nariz
—. Mira, seré brusco contigo porque es
la única forma de que lo entiendas, eres
sospechosa de delitos que te pueden
meter en la cárcel por al menos unos
quince años, sin opción a libertad
condicional, así que más vale que
empecemos a aclarar ciertos detalles.
Intenté no escandalizarme mientras
notaba mis palmas húmedas de sudor.
—No estoy involucrada en el motín.
Crispó la mandíbula como si no me
creyera.
—¿Recuerdas tu última visita a la
prisión?
—Sí.
Tendrán que machacarme el cerebro
para que lo olvide, pensé con un nudo
en la garganta.
—Hablaste con Cassidy como
llevabas haciendo desde principios de
agosto. Según Steve Dalton, lucías
alterada. No eras tú misma, fueron sus
palabras textuales. Había cierta
complicidad entre Cassidy y tú. Quizás
hasta cierta intimidad que antes no
existía. Le preguntaría qué tan extraño
fue tu comportamiento al agente Isaac
Taylor, pero hace ocho días se celebró
su funeral.
Me dieron ganas de vomitar al oír
aquello.
—Isaac… ¿está muerto?
—Fallecieron nueve funcionarios en
total y sí, Isaac Taylor fue uno de ellos.
—Lo sentía mucho por Isaac. Era un
buen hombre y siempre se portó cordial
conmigo a pesar del entorno en el que
trabajaba—. Estuve dos días viendo la
grabación de la cámara de seguridad,
encerrado en mi despacho; treinta y
cinco segundos de cinta que capturaron
tu imagen saliendo de la prisión junto a
un tío al que aún no hemos podido
identificar. —Morgan. Una presión me
estrujó el cráneo—. Os subisteis a tu
coche y, entonces, desaparecisteis del
radar.
—Ese encuentro no fue planeado.
—¿Y cómo explicas que al día
siguiente se desatara una masacre a gran
escala en una prisión totalmente
equipada contra esta clase de eventos?
—No me dio tiempo a responder—.
Hablando claro, quiero entender qué
conexión hay entre el motín, Cassidy y
tú. ¿Qué pasó para que te fueras con él?
Porque es evidente que le facilitaste
cierta ayuda. No sé cuánta ni de qué
tipo, pero algo de ayuda sí le ofreciste.
Deslicé las manos sobre la
superficie de la mesa.
—Te prometo que no sé qué pasó —
intenté convencerle—. Yo no estaba en
Sacramento.
—¿Has estado con él?
—Sí, pero no porque yo quisiera.
—¿Quién es el hombre del vídeo?
Exhalé un suspiro tembloroso.
—No tiene importancia.
—¿Cómo que no la tiene? —rezongó
molesto—. ¡Maldita sea, Linda! ¡No
puedo creer que estés esquivando las
respuestas como más te plazca solo para
seguir ayudando a un criminal! Si esta es
la actitud que has adoptado y no piensas
cambiar, será mejor que venga tu
abogado porque lo vas a necesitar y
mucho.
—¡No puedo darte una explicación!
—grité cuando se levantó de la silla,
listo para irse—. ¡No tengo idea de
cómo consiguió escapar o si él orquestó
la fuga! ¡No lo sé! —Me froté la cara—.
Y el hombre del vídeo…, te aseguro que
no os molestará jamás.
Hubo unos segundos de silencio.
—Está bien —acotó sentándose de
nuevo, con un movimiento cansado—.
No puedes darme una explicación sobre
ese tema, lo aceptaré por ahora porque
no quiero que nos quedemos estancados,
pero sí puedes darme un motivo para
que estuvieras con él estos días.
—Tuve que hacerlo para ayudar a
una persona muy importante para mí.
—Angela Nichols —dedujo con un
gruñido—. Ella también está
desaparecida.
—Está en peligro. Necesita mi ayuda
o la matarán.
—¿Quién? ¿Cassidy?
—¡No! ¡Él intenta salvarla de
Benicio Velázquez!
Resopló como si su peor presagio se
hubiera cumplido.
—Joder… —Apretó el puño—.
Sabíamos desde el minuto cero que ese
maldito intentaría dar con Benicio. Pero
no lo entiendo. ¿Qué hace Angela
Nichols en esta ecuación?
—Benicio la secuestró. —Frunció el
ceño, desconcertado—. Es una historia
muy larga —dije omitiendo el tema de
mis padres. No quería volverlo loco con
tantos datos—. No importa el motivo.
Lo que sí importa es que Benicio quiere
acabar con Zack y está utilizando a mi
amiga como cebo. No se detendrá hasta
matarlo. No tiene escrúpulos.
—Y Zack tampoco. —No pude negar
esa afirmación—. Podemos prestarle
auxilio a Angela, solo tienes que
indicarnos dónde se encuentra ese
hombre.
—No estoy segura de su
localización.
—Pero lo sospechas. Dínoslo y
averiguaremos si ella está ahí.
Dudé un momento, pero aquello me
supo a traición.
—No puedo.
—¿Por qué le sigues protegiendo,
Linda?
—No lo protejo.
—Sí lo haces. No sé qué trato habéis
tenido los dos, pero si te ha lastimado…
—Ni lo insinúes —lo interrumpí a la
defensiva.
Tomó mi mano en un gesto casi
paternal.
—Ahora estás aquí —dijo en tono
tranquilizador—. No podrá hacerte
daño, pero tienes que ser sincera con
nosotros.
—¡No me ha hecho daño! —Retiré
mis dedos de entre los suyos—.
¿Cuántas veces tengo que decírtelo?
—Muchas, quizás. Tienes marcas
rojizas en el cuello. Parecen arañazos,
joder. Y según el oficial que te trajo
hasta aquí, tienes un mordisco horrible
en el hombro. ¿Cómo quieres que te crea
si lo que ven mis ojos me demuestran
que estás mintiendo?
De manera instintiva, me tapé las
marcas del cuello con las manos. Un
escalofrío viajó vacilante por mi espina
dorsal mientras los recuerdos de la
noche anterior me asaltaban la mente. Se
me retorció el estómago. El vello se me
puso de punta cuando recreé sus dientes
arrastrándose por mi piel. ¿Lo había
hecho a propósito? ¿Fue toda una
actuación? Los ojos se me anegaron de
lágrimas.
—No puedo decirte dónde está. Hay
demasiado en juego. Y yo debería estar
con él, pero me abandonó para no
ponerme en peligro —dije intentando
convencerme a mí misma, como una
pobre tonta que se había enamorado del
lobo feroz—. Estoy segura de que me
dejó por eso.
—O porque le estorbabas. Quizás ni
siquiera esté dispuesto a no matar a
Angela.
—No lo hará. Me lo prometió.
—¿Y te has tragado la promesa de un
asesino que hace poco cumplía tres
cadenas perpetuas?
Me sentí todavía más estúpida al oír
sus palabras, pero aun así no reculé.
—No voy a decirte nada. Digas lo
que digas. —Se sorprendió ante mi
determinación—. La única que puede
ayudarle a detener a Benicio Velázquez
soy yo. Él sí merece estar encerrado en
una celda hasta que se pudra en su
propio infierno.
En ese momento llamaron a la
puerta. El sheriff se asomó sin dirigirme
la mirada y le hizo una seña a Donovan.
Los dos se marcharon de la sala, pero a
los pocos minutos Benjamin volvió a
reunirse conmigo. Lo que sucedió a
continuación me dejó atónita.
—Tienes suerte. Han decidido
soltarte a pesar de las pruebas
encontradas en la habitación del motel,
como la peluca, el pasaporte falso y tu
caligrafía en el registro de clientes. —
Lo miré convencida de que aquello era
un farol—. Sinceramente, no entiendo
qué te ata a ese hombre, pero lo que
suceda de aquí en adelante es decisión
tuya. Eres adulta. Sabes lo que haces y
lo que quieres —dijo a la vez que
depositaba unas llaves sobre la mesa.
Las llaves de un vehículo—. Tú eliges a
partir de ahora. No me meteré más en
asuntos que solo les conciernen a las
autoridades. —Y tras inclinar la cabeza,
se largó a paso ligero.
Yo me quedé estudiando la puerta
que acababa de cerrarse mientras miles
de pensamientos se manifestaban en mi
mente, bloqueándome y haciéndome
temblar.
¿Qué era lo que quería? ¿Qué elegía
para mí? ¿Elegía la vida o la muerte?
¿El llanto o la alegría? ¿El aire o la
asfixia? ¿El veneno o la cura? ¿El
principio o el fin? ¿El amor o el vacío?
Más decidida que nunca, agarré las
llaves y salí corriendo de la oficina del
sheriff. Traspasé las puertas del edificio
y, de inmediato, el sol me deslumbró con
sus eficaces rayos. Permanecí un
instante aturdida, pero pronto reanudé
mi camino. Elegía las dos opciones. Lo
bueno y lo malo. La luz y la oscuridad.
Lo seguro y lo impreciso. La paz y la
violencia. El equilibrio. Las dos caras
de la moneda.
Elegía a Zack por encima de todo.
21
Zack
Miércoles, 9 de septiembre de 2009
Seattle, Washington.
Recorrer más de seiscientas millas fue
sencillo en comparación a los minutos
que tardé en irme del Burney Motel. O
lo mucho que vacilé en despegar mis
brazos del cuerpo cálido, suave y
desnudo al que estaba abrazado. O lo
complicado que fue no enterrar mi nariz
en aquella maraña de pelo largo y liso,
mordiéndome la lengua para no repasar
con ella la marca que habían dibujado
mis dientes en aquel hombro cada vez
más delgado y escuálido.
Me sentí como una mierda al saber
que esos instantes serían los últimos que
compartiríamos juntos; que lo último
que experimentaría con ella sería esa
jodida ansiedad por volver a tumbarme
a su lado. Sentir todo eso me
desestabilizó. Quizás demasiado para un
tío como yo, que nunca se había movido
por el terreno de las emociones ni de los
sentimientos. Cuando por fin conseguí
poner cierta distancia entre nosotros,
Linda empezó a gimotear y a retorcerse
por las pesadillas. Por suerte, logré
vestirme con rapidez y salí cagando
leches de allí.
Aunque mi parte egoísta me
suplicara que lo hiciera, no podía
llevarla conmigo. Ya la había expuesto
demasiado a mi mundo, mucho más de lo
necesario, mil veces más de lo que
había planeado en un principio. Y
tampoco podía huir con ella; aunque
jamás se me hubiera ocurrido idear
semejante estupidez, pues Benicio se
había asegurado de que no me quedara
otra opción más que enfrentarnos al
tomar como rehén a Angela Nichols. Él
y yo nos plantaríamos frente a frente, en
un combate que lo más probable acabase
en un baño de sangre. Y Linda no tenía
cabida en ese encuentro, aunque eso
significara que tampoco tenía cabida en
mi vida.
Tras distanciarme lo suficiente del
motel, me detuve en una cabina de
teléfono y llamé a la policía. Como un
patético sinvergüenza, o mejor dicho
como un miserable hijo de perra, vendí
a Linda como si se tratara de una
chiflada que huía de la justicia. No
podía arriesgarme a que se la ingeniera
para seguirme, porque Dios sabía que lo
haría si pudiera.
No mucho tiempo atrás, yo no habría
permitido que la situación llegara a tales
extremos. O que alguien me alzara la
voz o me contradijera; cosa que Linda
solía hacer a menudo. Y tampoco habría
sido necesario involucrar a la pasma en
asuntos personales, con el propósito de
mantener a alguien alejado de mí. Con
un balazo en la nuca hubiera sido más
que suficiente para solucionar el
problema. Quien se atreviera a tocarme
los cojones más de la cuenta habría sido
encontrado al día siguiente en el
depósito de cadáveres sin identificar.
Pero con Linda era distinto. O quizás
no. Quizás todo era malditamente igual
con la única diferencia de que a ella la
necesitaba en mi vida, que formara parte
de mi jodida existencia, más jodida aún
que antes de que nos conociéramos.
Horas después, entré en una estación
de servicio y con la gorra y las gafas de
sol puestas, eché gasolina y fui hacia el
establecimiento. Vagué unos segundos
por el pasillo y compré lo primero que
se me antojó: un par de latas de cerveza,
un refresco con sabor a no sé qué
mierda, una bolsa de snacks y dos
sándwiches que estaban a punto de
caducar. Fui hacia el mostrador, dejé
caer las provisiones y saqué los cuatro
billetes arrugados que me quedaban en
el bolsillo. El dinero se había esfumado,
pero eso no me inquietó. Mi aventura
finalizaría en Seattle.
Empujé los billetes sobre la
superficie, pero me di cuenta de que la
encargada, una mujer con unos treinta
kilos de más y un tufo a cebolla que
quitaba el aliento, me estaba mirando
con suspicacia. De pronto, se puso a
temblar al reconocerme. Y yo, sin
alterarme, posé la mano derecha sobre
mi pistola.
Ella entendió el gesto y su expresión
se coloreó de horror.
—Cóbreme —ordené apuntando el
mostrador con la barbilla.
Ella asintió con un temblor de
papada y registró con torpeza los
artículos a la vez que iba metiéndolo
todo en una bolsa de papel, tras haberle
sumado el importe consumido en
gasolina. Capturó los billetes entre sus
cortos dedos, pero titubeó al notar que
yo aún mantenía mi mano sobre la culata
del revólver.
Al comprender sus siniestros
temores, esbocé una lenta afirmación
con la cabeza.
—No me mate, por favor —susurró
abriendo la caja registradora, aunque
apenas atinaba a enganchar el dinero—.
No diré nada. Se lo prometo. Por favor.
Había oído esa puñetera frase unas
mil veces en el pasado y aunque no le
creí ni una jodida palabra, acepté la
bolsa y me marché en silencio. Estuve
un buen rato observando a través del
espejo retrovisor en busca de algún
atisbo de la policía local, incluso me
desvié por otra carretera, pero todo
permaneció tranquilo, así que continué
conduciendo mientras escuchaba las
noticias por la radio. «Dos accidentes
de tráfico en la I-84, alerta máxima en la
frontera, tiroteo con tres fallecidos en El
Paso, calles cortadas en grandes
ciudades, controles de tráfico en varias
secciones y múltiples avenidas vigiladas
en distintos puntos del país». Estuve al
loro. No podía permitirme cometer
ningún error. Eso era impensable.
Llegué a Seattle pasadas las cuatro
de la madrugada. Estaba exhausto y la
urbe, inmersa en un emocionante juego
de luces procedentes de los cientos de
edificios altos y enormes, los neones de
los comercios ya cerrados al público y
las farolas situadas en las infinitas
aceras. Continué recorriendo la vía
otros pocos minutos más y un momento
después paralicé el motor en un lugar
bastante familiar para mí, que no había
cambiado mucho desde la última vez
que paseé en sus calles.
Rainier Valley.
El temido barrio era uno de los más
jodidos en Seattle. La diversidad
cultural se propagaba conflictivamente
en su territorio. El contraste de razas era
notorio a simple vista, sobre todo
cuando ibas caminando por la zona y te
topabas cada dos por tres con los
miembros de los guetos que se dividían
el vecindario como más les salía de los
huevos. No era el sitio más idílico para
vivir, pues a veces se oían tiroteos a
plena luz del día. Rainier Valley podía
parecer el mismísimo quinto infierno
para muchos, pero en el vértice de ese
puto infierno estaba la casa de John, o
mejor dicho la casa que antaño le había
pertenecido.
Las luces de la vivienda estaban
apagadas, pero a juzgar por la camioneta
que había justo delante de mí, allí
residía una familia o quizás una pareja.
No tenía ni pajolera idea. Tras la muerte
de John, su casa había sido puesta en
subasta pública al igual que la mía,
ubicada a unas cuantas manzanas de allí,
en dirección norte. Pero aquello me traía
por culo. No me afligía no tener ni
donde caerme muerto, pues mi meta
siempre había sido vengarme. Y no solo
lo haría en honor a mi hermano, sino
también por Morgan, Linda y Angela.
Incluso por mí, joder. Sin embargo, no
había un plan «B». Jamás pensé que
habría un «después» en mi futuro.
Descansé la nuca en el
reposacabezas y, sin darme cuenta, caí
rendido. Para cuando abrí los ojos, ya
era de mañana. Me froté las mejillas, me
estiré en el asiento y toqué el techo con
los dedos hasta que una punzada de
dolor me paralizó.
—Me cago en la puta… —mascullé
sobando la herida.
Cuando el escozor mermó, comí todo
lo que había comprado. Encendí un
pitillo y manteniéndolo entre mis labios,
cargué el revólver con las balas, con la
bolsa deportiva ejerciendo de copiloto.
Exhalando una abundante bocanada de
humo, me incorporé a la vía, hacia
SoDo, y más tarde viré hacia un callejón
sin salida.
A lo lejos se insinuaban los
extravagantes rascacielos donde la gente
ricachona gozaba de espléndidas vistas
a la ciudad, mientras que a mi izquierda
los desgastados rieles de los
ferrocarriles invadían gran parte del
pavimento. La calle era larga y amplia,
con varios postes de luz instalados cerca
de las vallas que impedían la entrada a
las vías ferroviarias, ocupada por
alguna que otra furgoneta y algunos
contenedores verdes de basura.
Paré a un lado del almacén de
fachada color caramelo, de aspecto
malgastado, y respiré hondo. Benicio no
había escogido ese sitio al azar. Todo lo
contrario. Ahí fue donde empezó mi
verdadero entrenamiento; donde nos
enseñaron a John y a mí a actuar como
salvajes hasta aplacar todo aquello que
hacía vulnerable al ser humano.
Aún recordaba el día en que nos
hicieron pelearnos entre nosotros, a usar
los puños, los pies e incluso las uñas
contra nuestros cuerpos. Fue una de las
tantas pruebas que tuvimos que pasar
por órdenes expresas de Benicio,
aunque fue el maricón de Franco, su
ayudante predilecto, quien orquestó la
paliza. John era unos diez centímetros
más alto que yo, aunque nuestra
constitución corporal era similar, igual
de esquelética a pesar de los tres años
de diferencia que nos llevábamos.
Cuando Franco gritó «¡Pelead,
mariconas!», nos lanzamos el uno contra
el otro y nos dimos de hostias como si
no hubiera mañana. A los pocos
segundos John se derrumbó quejándose
en silencio en el suelo, con la nariz rota.
Yo apenas había sufrido magulladuras y
a pesar de que mi hermano estaba tirado
en el duro cemento y le chorreaba con
fuerza la nariz, me sentí poderoso por
haberle ganado.
Sonreí con ironía y pesadumbre.
Ahora, con treinta y ocho tacos sobre
mis hombros, veía las cosas desde otra
perspectiva. John se había dejado ganar;
había permitido que le pegara
suficientes veces para que el capullo de
Franco creyera que habíamos luchado de
verdad. John nunca me habría hecho
daño a propósito.
Él no era como yo.
Sujetando el arma con poderío, salí
del coche y me desplacé hasta el
almacén. Benicio no había ajustado
ninguna fecha u hora, pero eso no
supondría ningún problema. Él estaría
dentro, aguardando con frenética
excitación. Forcé el pomo y empujé la
puerta metálica, arriesgándome a que me
dispararan. Sin embargo, cuando ningún
tiroteo dio comienzo, me asomé poco a
poco hasta hallarme en el interior.
Estaba oscuro, pero unas recortadas
ráfagas de luz, que provenían del techo
deteriorado, iluminaban parcialmente el
centro del almacén. La puerta se cerró
detrás de mí. El sonido retumbó como un
trueno, espantando a las palomas que se
habían refugiado allí durante la noche.
Ignoré el temblor que agitó mi mano
mientras analizaba cada ángulo con los
ojos entornados y la respiración
pausada. Todo estaba desprovisto de
mobiliario. Las correas con las que
solían fustigar mi piel hasta
desgarrármela, cuando era un crío, no
colgaban de las antiguas estanterías. Los
bates de béisbol que servían para
atemorizarme cuando titubeaba al
cumplir una orden habían desaparecido
también. Solo unos viejos e inmundos
cajones, amontonados unos encima de
otros, adornaban el sombrío almacén de
dos plantas.
Avancé precavido hacia la izquierda
y accioné el interruptor de luz.
—No te molestes. No hay
electricidad —dijo alguien oculto entre
las sombras.
Esa voz, que poseía un leve acento
cantarín bailando al final de cada sílaba,
hizo que mi pulso se acelerara en
cuestión de segundos y aullara feroz en
mis oídos. De manera automática, tensé
mi dedo índice en el gatillo. Pero no
atisbé movimiento alguno en la sinuosa
oscuridad.
Benicio se echó a reír ante mi
reacción. La risa sarcástica de ese hijo
de puta me agujereó los tímpanos y un
torrente de fuego almizclado con una
rabia bestial me recorrió el cuerpo,
desde la punta de los pies hasta el
último pelo de la cabeza.
—¿Es así como te presentas? —rugí
como un león y di un paso hacia delante
—. ¡Sigues escondiéndote como un
miserable hijo de perra, como el maldito
cobarde que eres!
—Acércate un poco más y me verás
—me retó sabiéndose en ventaja sobre
mí—. O quizás no. Tendrás que
arriesgarte para averiguarlo.
Acepté el desafío sin dudarlo ni
pensarlo y me guie por mis instintos,
caminando con tiento. Mis pisadas eran
inaudibles, precavidas, pero estaba
seguro de que Benicio no perdía detalle
de mis gestos. La luz natural apenas
penetraba en la estructura, pero aun así
pude ver unas piernas largas, cubiertas
por unos pantalones anchos, negros y
desgastados, a unos cinco metros de mi
posición.
Era Angela Nichols, desfallecida y
sentada sobre una silla.
—Quédate donde estás. —La voz de
Benicio reverberó potente y autoritaria
desde la segunda planta—. Vaya…, qué
lástima. Tenía la esperanza de que
vinieras con la princesita.
—¡Suéltala! —dije refiriéndome a
Angela. Estaba inconsciente pero viva.
Su caja torácica subía y bajaba con
entorpecimiento. La habían atado a unas
cadenas y tenía la cabeza echada hacia
un lado, pero no parecía estar herida—.
¿Por qué coño sigues involucrando a
más gente? ¡Esta mierda es entre tú y yo!
Por un momento capté el brazo de
Benicio cuando empezó a pasearse con
parsimonia en el rellano de la planta
superior, como si fuera el puto amo del
universo.
—Tira el revólver, Zack. —Al oír la
orden vi que había vuelto a alzar mi
mano y estaba apuntando hacia ningún
punto fijo, esperando tenerle en el
blanco—. O la mejor amiga de la hija de
los Evans lo pagará muy caro —escupió
con desprecio el apellido de Linda.
De repente, se me ocurrió elevar mi
mirada. Del tejado pendía una gran
cuchilla con forma triangular, similar a
las que formaban parte de las
guillotinas, suspendida sobre la cabeza
de Angela. La cadena que tenía
alrededor de las manos y de los pies
mantenía la cuchilla en posición erguida
mientras que otra cadena conectada a la
primera estaba enrollada a la barandilla
de la segunda planta. Y Benicio, ese
asqueroso sanguinario, sostenía un
puñado entre sus dedos. Un mínimo
movimiento y aquella arma letal le
partiría de cuajo el cerebro.
Contraje los músculos.
—¡Hijo de perra!
A Benicio le entró la risa.
—No somos tan diferentes y… —
Atrajo la cadena hacia él. La cuchilla se
tambaleó con mortífera lentitud—…
arroja la pistola y dale una patada como
si me la estuvieras dando a mí. —Aferré
con más fuerza la culata. Él zarandeó la
cadena por segunda vez—. Pobre Linda
Evans... Por tu culpa perderá a su
adorable amiguita del alma. Por cierto,
¿le queda algún familiar vivo? O ya te
has…
El revólver siendo trasladado a
varios centímetros de mí le impidió
seguir hablando.
—No metas a los Evans en nuestras
movidas.
Benicio soltó una pequeña carcajada
y, a continuación, emergió de entre la
penumbra. Con una sonrisa colocó sus
brazos en la barandilla. Su apariencia
física no había cambiado, aunque
algunas arrugas de madurez habían
marcado aún más las facciones de su
rostro. Pelo corto, negro y bien peinado.
Iba vestido con una camisa azul marino,
sin corbata y con los dos primeros
botones del cuello desabrochados, y
unos pantalones también azules, muy
formales. Lucía una oscura barba de
varios días, perfectamente recortada, sin
canas visibles en ella a pesar de sus
cincuenta y seis años. Sus ojos color
avellana, rodeados de unas profundas
ojeras, algo característico en él,
brillaban feroces mientras entrelazaba
sus dedos y me miraba desde arriba con
una mueca lobuna en los labios.
No iba armado, al menos a simple
vista.
—¿Sabes qué hubiera hecho el
antiguo Zack? —me preguntó con
infinita arrogancia—. Habría disparado
a la golfa que tienes delante de ti, sin
dudarlo. Espera, pero ¡¿qué estoy
diciendo?! Habrías matado a la puta que
te has estado cogiendo, la bella
princesita, quizás después de habértela
cogido un par de veces. Pero en cambio
aquí estás, obedeciéndome para salvar a
su amiga. —Sacudió la cabeza—.
¿Quién lo iba a decir, eh, Zack? ¡Tú…,
enamorado! ¡La amas!
Lo fulminé con los ojos.
—¡Tanto como a ti muerto!
Benicio lanzó una carcajada sin
alterar su postura y volviéndose más
soberbio si cabía.
Temblé de cólera.
—Te has vuelto débil. Como John.
—Cerré las manos en puños y mi
mandíbula se petrificó al igual que cada
músculo de mi cuerpo—. ¿Sabes lo fácil
que le fue a Paul Sanders matar a tu
hermano? ¡Ni siquiera se defendió el
muy inútil!, me comentó por teléfono.
¡Ni siquiera hizo amago de agarrar su
arma para derribar a Paul! —Oprimió la
barandilla—. Tú siempre fuiste más
listo que él; acatabas las obligaciones
sin cuestionarlas. Eras una auténtica
máquina de matar, un arma letal que
temían la mayoría de esos vergas
comemierda. Fue una pena tener que
prescindir de tus servicios. Pero si me
deshacía de John, tenía que hacerlo de ti
también. Créeme, Zack, me resultó
difícil tomar esa decisión.
—Lo dudo.
—No te hagas, pendejo. Tú sabes tan
bien como yo que John era un lastre para
la pandilla; una escoria en un mundo de
fuertes; un cobarde que pensaba
demasiado en el bien de los demás —
dijo todo eso para provocarme. Y casi
lo consiguió. Tuve la intención de
agacharme, recoger la pistola y volarle
la maldita cabeza. Pero me chistó como
si estuviera calmando a un caballo
indomable, y agitó la cadena—. Quieto.
—Cuadré los hombros, muy a mi pesar.
Tras una pausa, prosiguió—: ¿Crees que
no me daba cuenta de cuán dificultoso le
era a John seguir las reglas? Nunca
aceptó nuestro estilo de vida. Nunca
quiso pertenecer a nuestro mundo. Si se
rindió ante mí, cuando erais unas pobres
criaturas sin futuro, fue porque sabía que
esa era la única forma que teníais de
sobrevivir. Pero nunca fue uno de los
nuestros. Él siempre deseó hallar una
salida, una vía de escape. ¡Por Dios,
Zack! Incluso echaba de menos a los
drogadictos de vuestros padres, a pesar
de que yo os liberé de ellos para que no
albergarais ninguna carga en vuestro
interior. Pero John era un ser endeble.
Tratar de cambiarle era un caso perdido
y una maldita pérdida de tiempo.
—Los mataste —dije refiriéndome a
mis padres, aunque no me lastimó que
estuvieran muertos. Hacía tiempo que
esas personas estaban enterradas para
mí.
Sonrió mientras se dirigía hacia la
izquierda.
—¿Alguna vez pensaste que de
verdad les dejé marchar con mi dinero?
—Guardé silencio. Aquello le hizo reír
—. ¡Esos mamones no llegaron vivos ni
a la siguiente ciudad! ¿Ves? En eso te
diferenciabas de John. Mientras que a él
le costaba asimilar que vuestros padres
os habían repudiado, tú lo aceptaste y
preferiste ser mejor que ellos.
Negué con la cabeza.
—John era mejor que tú y yo juntos.
Él tenía principios, corazón, alma o
como cojones quieras llamarlo,
elementos que tanto tú como yo
carecemos.
—Eso lo dices ahora porque un
hombre muerto siempre es mejor que
uno vivo, pues ni siente ni padece —
dijo con un suspiro enervado—. Desde
que él era un niño, supe que John
ansiaba ser una persona como otra
cualquiera, un estorbo en la civilización.
Sé que nunca lo entenderás, Zack, pero
tenía que quitármelo de encima antes de
que cometiera algún error y la pandilla
sufriera las consecuencias.
A Benicio le encantaba hablar en
plural, mostrarse preocupado por el
bienestar de los miembros del grupo,
pero a él lo único que le importaba era
salvar su pellejo. Él siempre estaría por
encima de los demás. Al resto que les
dieran por el culo siempre y cuando
nadie se lo diese a él.
—¡No seas estúpido! —gruñí
ofendido por su insinuación—. ¡John
nunca habría hablado con la policía! ¡No
era un soplón! ¡Él nunca habría hecho
algo así!
Se encogió de hombros.
—Más vale prevenir que lamentar,
¿no, Zack? —Miró de reojo la cadena, y
la toqueteó con las yemas de sus dedos.
Una súbita tensión nubló la atmósfera—.
Cuando me enteré de que habías matado
a Paul y a las pocas horas a Pablo, mi
hijo, me propuse hacerme un traje con tu
carne en cuanto se me presentara la
oportunidad. —Clavó en mí sus ojos
ensombrecidos por el odio y la avaricia
—. Tu detención hizo que la pandilla se
desestabilizara, que no hubiera orden ni
subordinación. Todo grupo necesita un
líder, que les dirijan para que no se
descarríen como el ganado, pero si ese
líder debe desaparecer por fuerza
mayor, la mierda no tarda en salir a la
luz para tratar de sustituirte.
Me reí entre dientes.
—¡Menudo cabrón estás hecho! ¡Ya
veo que lamentas mucho la muerte de tu
hijo!
—Entre tú y yo, ese mocoso me
importaba un carajo. La puta de Lucero
lo malcrió con arrumacos. Se convirtió
en un blandengue; en un niño con
necesidades, ansias de cariño y afecto
constante, en una maricona que me
avergonzaba cada vez que abría la boca
para decir alguna estupidez. El muy
pendejo prefería estudiar en la
universidad, encaprichado con ser un
hombre de provecho en vez de manejar
mis negocios. No era digno de ser mi
hijo ni de llevar mi sangre en sus venas.
—Me apuntó con el dedo índice—. Lo
que me encabronó de verdad fue tener
que esconderme y enfrentarme a cientos
de hombres que querían mi cabeza. ¡Puta
madre! ¿Tienes idea de lo que es ver a
tus proveedores buscarse otro
distribuidor más competente que tú? ¡He
visto cómo millones de dólares se iban
por el inodoro delante de mis narices y
yo no podía hacer nada más que mirar!
—bramó con la mandíbula apretada—.
Ese día me juré a mí mismo que no
descansaría hasta hacerte sufrir por cada
año de mierda que me has hecho pasar.
Elevé la barbilla.
—¿Y a qué cojones estás esperando?
Se echó a reír y ladeó la cabeza.
—Dime, Zack, ¿de qué sirve matar a
un hombre que no le teme a la muerte?
¿Qué placer me supondría eso? Créeme,
podría haber ordenado que te cercenaran
la garganta en la cárcel, que te ahogaras
con tu propia sangre, pero al final me lo
pensé mejor. No es tu muerte lo que
busco. —Adoptó una pérfida sonrisa—.
Debo admitir que Morgan aguantó como
un campeón. —Cegado por el dolor,
avancé un par de pasos, pero me detuve
cuando estrujó la cadena y la cuchilla
vaciló hacia delante y hacia atrás—.
Qué lástima que no hayas aprendido la
lección, cabrón. Eres un gran
desperdicio. Un hombre encabronado es
peligroso, pero un hombre que no tiene
nada que perder es invencible. Tú
estabas en ese punto de superioridad.
Pero ella te volvió débil. —Los latidos
de mi corazón chocaron impetuosos
contra mi pecho al oírle hablar de Linda
—. Ya no quiero tu muerte. No me
interesa. Pero eso tú ya lo sabes.
Me guiñó un ojo y se mostró
divertido al verme tan agitado.
—¡No permitiré que le hagas daño,
hijo de puta!
—Tú mismo se lo harás —aseguró
mientras una sonrisa elevaba las
comisuras de su boca. Pero no estaba
sonriendo por la frase en sí, sino porque
ambos percibimos el sonido de unas
ruedas chirriar en el exterior—. Yo ya te
he arrebatado todo lo que podía quitarte.
Ahora tú mismo terminarás de destruirte.
O… —La puerta se abrió de par en par
—… quizás ella te destruya a ti.
Ella.
Una corriente de aire osciló en el
espacio al mismo tiempo que Linda, con
el rostro desquiciado y temblando por el
subidón de adrenalina, se precipitaba
hacia la oscuridad. Miró hacia todos los
lados, incapaz de distinguirnos entre las
sombras.
—¡Entra, princesita! —exclamó
Benicio sintiéndose eufórico, con los
brazos estirados.
Linda se estremeció visiblemente al
oír a ese capullo, pero siguió
buscándome entre la penumbra. Yo
persistí inmóvil hasta que, de repente,
sus ojos se encontraron con los míos.
Las piernas me temblaron por la
majestuosidad de nuestras miradas. De
su pureza envolviendo mi alma sombría.
Mi corazón dejó de funcionar y, en su
lugar, un hueco imaginario se adueñó de
mi pecho.
Estaba perdido.
Jodidamente perdido.
Lo supe desde el principio. Lo
entendí la primera vez que posé mis
labios sobre los suyos; porque desde
aquel primer contacto, ella se introdujo
en mi organismo, apropiándose sin hacer
ruido de todo mi ser, sin que ninguno de
los dos nos diéramos cuenta. Pero ahora
que la tenía a pocos pasos de mí y me
miraba con sus pupilas radiantes de
amor, esperanza y cariño, no me cupo
ninguna duda sobre cuál sería nuestro
final.
El amor nos separaría, y Linda me
destruiría a mí… tanto como yo a ella.
22
Linda
Miércoles, 9 de septiembre de 2009
SoDo, Seattle.
Tardé bastante en localizar el coche que
me había proporcionado Benjamin
Donovan, pues apenas abandoné la
oficina del sheriff corrí hacia el parking
privado, sin detenerme a mirar a mi
alrededor. Pero tras dar vueltas y
vueltas sobre mí misma, regresé sobre
mis pasos y vi que el vehículo estaba en
la acera de enfrente.
El detalle me pareció algo
desubicado, pero aun así me apresuré a
entrar en el coche y franqueé las
manzanas durante varios minutos. Yo
siempre había sido una persona
desconfiada, pero en ese segundo lo fui
aún más al advertir que el depósito de
combustible había sido llenado a
conciencia. Debía asegurarme de que
nadie me estuviera siguiendo.
Sin embargo, nadie pareció reparar
en mí y aunque no debía fiarme de las
primeras impresiones, tampoco deseaba
perder más mi tiempo, así que me
incorporé a la interestatal. Ya en
Eugene, Oregón, me olvidé de la policía
y me centré en atenuar los kilómetros
que aún había ante mí. Cuando empecé a
sentirme laxa, realicé una breve parada
y mientras bordeaba el guardabarros, me
fijé en los turismos que transitaban en la
carretera. Nadie más se había detenido,
así que la posibilidad de que me
estuvieran acechando quedó descartada
por enésima vez.
Al notarme algo mejor salté dentro
del asiento, pero no giré la llave; en
cambio, abrí la guantera y hallé un par
de barritas integrales y un paquete
abierto de chicles con sabor a fresa.
Arrugué el ceño, cogí una tira del
paquete y me uní a la vía, pero, aunque
me metí prisa, la noche cayó sobre mí al
igual que el agotamiento.
Paré en el primer área de descanso
que encontré, con los ojos pesados por
el cansancio. De repente, me angustió un
grito estremecedor a la vez que me
sentaba de golpe, con el corazón
inquieto y sin poder moverme. Fue
entonces cuando, tras eternos minutos de
susto, me percaté de que me había
quedado frita con el cinturón puesto. En
cuanto me serené, encendí de nuevo el
motor. Estaba acelerando cuando una
camioneta se detuvo en la otra punta del
perímetro, en busca de intimidad. Era
una pareja de adolescentes y era
evidente lo que estaban a punto de hacer.
Con una mano en el volante devoré
las barritas y conduje negándome a
pensar tanto en Zack como en Angy.
Necesitaba tener la mente en blanco, que
mis temores no me paralizaran. Horas
más tarde, un ardiente dolor en las
articulaciones y hambrienta hasta decir
basta, alcancé la ciudad de Seattle y
seguí las señales circulando por el
tercer carril. Ya empezaba a notarse el
tráfico de la hora punta y para colmo,
tras haberme incorporado a la 7th
Avenida, me desorienté entre tanta
cantidad de automóviles y no giré a
tiempo a la izquierda.
Perdida en la capital, pregunté a una
señora mayor que caminaba por la acera
cómo llegar hasta SoDo. La mujer me
dio unas cuantas indicaciones que a
duras penas logré retener en mi cabeza.
Sonreí agradeciéndole la ayuda y avancé
con lentitud hasta dar con una calle sin
salida. De inmediato, visualicé el
Chevrolet Captiva a pocos metros.
La tensión me estrujó la garganta.
Había conseguido permanecer
tranquila la mayor parte del trayecto,
pero en ese instante se me alteró el
corazón rebotando con imprecisión
contra mi pecho.
Estimulada por la desesperación,
troté hasta el almacén. Por culpa de los
nervios me costó abrir la puerta, pero lo
conseguí tras un potente empujón. En el
interior la penumbra era absorbente.
Achiqué los ojos y caminé con
moderación, como si la oscuridad me
hubiera embelesado. Las palpitaciones
de mi corazón eran como truenos
desatados en mis oídos, que me
impedían escuchar con claridad, pero
aun así distinguí el murmullo de una voz
masculina, carente de emoción y repleta
de vida. Sufrí un pequeño zarandeo,
pero continué escrutándolo todo hasta
que me encontré con una mirada turbia,
que irradiaba una energía palpable
mientras un torrente de peligro le sitiaba
en círculos.
Me quedé estupefacta.
Zack estaba a unos cuantos
centímetros de distancia, de pie y a la
izquierda. Su postura denotaba rigidez y
los rasgos de su rostro estaban
crispados, con las manos desarmadas.
Lucía como un depredador de increíbles
dimensiones, dotado para desmembrar
un cuerpo hasta con los dientes, agresivo
y despiadado.
Quise ir hacia él, a pesar de lo que
había sucedido entre nosotros en las
últimas horas, pero me contuve cuando
percibí la débil figura de una mujer,
cuya melena rojiza era como el fuego de
una hoguera. Su cuerpo ya no lucía tan
voluptuoso como hacía unas semanas y
tampoco vestía las prendas que a ella la
solían poner tontorrona. Al contrario,
estaba demacrada; maniatada a una silla
de hierro un tanto oxidada, con unas
largas y gruesas cadenas ciñendo sus
extremidades.
Angy.
Un chillido escapó de mis cuerdas
vocales mientras me disponía a correr
hacia ella.
—¡No te muevas! —ordenó la misma
persona que había oído antes. Me
congelé a la vez que buscaba el origen
de esa voz tirana e inconmovible—. Si
no quieres que la cabeza de tu amiga
ruede como una pelota de fútbol,
quédate donde estás.
Un hormigueo de terror fracturó
todos mis huesos a la vez que elevaba
los ojos hacia el tejado. De inmediato,
se me heló la sangre al ver una cuchilla
balanceándose por encima de la cabeza
de Angy. Los perezosos vaivenes del
arma me avisaron de la terrible
desgracia que ocurriría en el caso de
que yo no obedeciera la orden con
sumisión. Se me revolvió el estómago
con solo imaginar ese posible escenario,
y la usual sensación de miedo se me
acumuló en la boca mientras clavaba
mis pupilas en el individuo que
manipulaba la cadena.
El alma se me cayó a los pies.
¿Cuántas veces le había visto en mis
sueños y cuán diferente se veía ahora?
Benicio Velázquez era mucho más
intimidante y malévolo en persona; más
alto, musculado y fornido que en mis
pesadillas; un hombre capaz de todo,
incluso de lo inimaginable, inmoral,
elegante y ruin, con una mirada tan
penetrante y glacial como la muerte. Sus
ojos eran un abismo sin fin y el timbre
de su voz vibraba cortante como una
katana recién afilada.
Miré a Zack y luego a su revólver,
que reposaba a un par de metros de su
alcance. Los nervios me desconsolaron
como nunca, pero me obligué a observar
de nuevo a Benicio. Al hacerlo sentí un
insondable rencor, un odio que
desconocía hasta entonces.
—¿Por qué haces esto? —le
pregunté con amargura—. ¿Por qué
sigues torturándome a costa de quitarme
a mis seres queridos? ¿Qué ganas con
hacerme sufrir?
Una sonrisa curvó las comisuras de
los labios de Benicio.
—¿A quién te he quitado, según tú,
princesita?
Rechiné los dientes.
—¡No me llames así! —Benicio
miró de reojo a Zack, que ni siquiera
parpadeó en respuesta—. ¡Angy no tiene
la culpa de lo que te hicieron mis
padres! ¡Ella es inocente!
—¿Te has vuelto loca? —se mofó—.
¿Por qué sacas a colación el tema de tus
padres?
—Linda, es inútil dialogar con él —
dijo Zack lanzándole una mirada
asesina, casi sin mover los labios de tan
apretados que los tenía.
Lo ignoré. Yo también tenía cuentas
que saldar con el miserable que se
pavoneaba en la segunda planta.
—No permitiré que me arrebates a
Angy también.
Benicio frunció una ceja oscura.
—¿También? —Su tono se camufló
de incredulidad antes de dirigirse a
Zack, con un matiz de burla que me
enervó la sangre—. ¿Qué le has dicho?
¿Le dijiste que yo…? —Soltó una
carcajada seca—. ¡Cabrón mentiroso!
¿Es así como amas a la hijita de los
Evans?
Sentí mi rostro palidecer mientras
giraba la cabeza hacia el aludido, que no
había ejecutado el más mínimo
movimiento, aunque tenía los bíceps
tiesos y los ojos radiantes de un
sentimiento que iba más allá del rencor
o del mismísimo odio.
—¿Qué está diciendo, Zack?
Su expresión era indescifrable. Fijó
los ojos en el suelo como si fuera
incapaz de mantenerme la mirada.
Temblé sintiéndome a la deriva.
—¿No le respondes a tu amada? —
indagó Benicio, riéndose. El silencio se
sintió tan amargo como si paladeara una
cucharada de café puro—. Eso
esperaba.
—¡Sé lo que estás haciendo y no vas
a manipularme! —chillé. Sus
misteriosas respuestas me estaban
aturdiendo, pero no iba a permitir que
creara un enfrentamiento entre Zack y
yo.
Él volvió a hablarle a Zack.
—Te la has cogido durante días, has
tenido el valor de meterle la verga hasta
el fondo, pero no los huevos de
confesarle quién eres. —Mi ansiedad se
intensificó más y más al escucharle,
pues no entendía nada—. Quizás por eso
sigues vivo.
Los nervios me azotaron y me
hicieron trizas la piel.
—¿De qué estáis hablando?
No replicaron.
Benicio fue hacia el tramo de
escaleras que había a su izquierda,
sujetando la cadena, y empezó a
descender con parsimonia los peldaños.
Zack y yo nos mantuvimos estáticos.
Sabíamos que no dudaría en matar a
Angy. Le vimos desplazarse hasta la
silla y situarse detrás de ella, sin tocarla
ni rozarla, apartado de la cuchilla y
usando el cuerpo de mi mejor amiga
como escudo humano.
Se notaba que lo tenía todo
calculado. Sus pisadas habían sido
premeditadas con tiempo, sus gestos
eran una efímera parte de lo que haría
después y cada palabra estaba destinada
a hacer daño. A romperme. A
rompernos.
—¿Ves esos cajones que hay detrás
de ti, princesita? Encontrarás un regalo
en uno de ellos. Tómalo y regresa.
Mis mejillas se caldearon de rabia.
—Estás como una regadera si
piensas que voy a hacerte caso —
declaré con un siseo.
Un amago de sonrisa afloró en sus
labios.
—En mi humilde opinión, creo que
el más cuerdo de los tres que estamos
aquí soy yo. —Enseguida se me
precipitó la respiración. Zack contrajo
los músculos y Benicio se rio al
percatarse de su error—. Lo siento, me
olvidé de tu amiga, pero es que ella…
—Se acercó al rostro de Angy para
luego levantar las manos y decir con
malicia—: No, no, falsa alarma. Esta
puta aún respira.
—¡Déjala en paz!
La piel de Angy se había tornado de
un color cerúleo.
Benicio miró a Zack con un mohín de
desagrado.
—No la has adiestrado muy bien —
dijo como si yo fuera un animal al que
deberían haber enseñado a comportarse.
A continuación, señaló los cajones con
la barbilla y me dijo en tono rudo—:
Haz lo que te acabo de ordenar. —Y, de
inmediato, se volvió hacia Zack—. Y tú,
quédate ahí. Ni se te ocurra moverte,
pendejo. Sería una pena tener que
ensuciar el suelo con los sesos de esta
belleza pelirroja.
Trémula, estudié a Zack a los ojos,
rogándole en silencio que por favor no
se moviera. Él no lo hizo; persistió
firme en el lugar, con la mandíbula
notándosele a través de la incipiente
barba, y los puños apretados como
sólidas rocas.
Benicio me chistó para que le
obedeciera.
Me tragué el impulso de insultarle,
enfilé hacia los cajones y deposité el
primero en el suelo. Estaba vacío. Iba a
hacer lo mismo con el segundo, pero me
paralicé de golpe al encontrar un
revólver entre la densa maraña de
polvo. Tendría una longitud de unos
dieciséis centímetros, o quizás un poco
menos. El color del diseño era acabado
en negro y en el lateral del cañón se
podía leer Calibre 22.
Con aprensión sostuve la pistola
entre mis palmas sudadas, con suavidad.
Nunca antes había empuñado un
revólver. De hecho, jamás había visto
uno de cerca. La sensación de soportar
el arma se sentía tan cargante como el
peso que hundía mi corazón, aunque en
realidad no pesaba demasiado. De
repente, hilé una nueva determinación en
mi cabeza y caminé con brío hacia la
misma posición anterior. Levanté el
revólver y apunté a la altura de la frente
de Benicio.
Estaba decidida a todo.
—¡Suéltala! —ordené con voz
aguda. Las manos me temblaban como
gelatina y mis piernas parecían estar
bailando solas—. ¡He dicho que la
sueltes, cabrón!
Benicio se echó a reír a carcajadas.
—Tienes más huevos que el cobarde
de Scott y la puta de Jessica.
—¡Hijo de la gran perra!
—Te acuerdas, ¿cierto? —Se lo dijo
a Zack—. ¡Oh, claro que lo haces!
¡Cómo no ibas a hacerlo! —Se oyó un
gruñido procedente de la garganta del
hombre al que yo amaba—. Casi me
costó un huevo y la mitad del otro
conseguir que me la devolvieran, pero
sabía que merecería la pena. Esto le
añade más morbo a la situación. Más
odio. Más tensión… Hum… —ronroneó
alzando la nariz e inflando las aletas,
visiblemente excitado—. Sí…, puedo
olerlo en el aire.
Clavé los ojos en Zack. Él estaba
admirando el arma con una mezcla de
extrañeza, añoranza y repulsión. Fue
entonces cuando entendí lo que sucedía.
La pistola que sostenían mis dedos era
suya. Su antiguo revólver. El arma con
el que había matado a decenas de
personas a lo largo de su vida, incluido
al hijo del mismísimo Benicio
Velázquez.
—Quítale el seguro, Linda —me
ordenó Zack en tono sombrío, algo
ausente.
—Eso, Linda, quítale el seguro —me
animó Benicio con voz cantarina.
—¡Hazlo! —repitió Zack con un
bramido ronco, con los ojos hirviéndole
de odio. Trémula y entumecida, lo logré
tras un par de intentos. Los dedos apenas
me respondían—. ¡Dispárale!
Nuestro enemigo en común enarcó
las cejas.
—¿Por qué debería dispararme?
Mis mejillas se tiñeron de rojo ante
tanto descaro.
—¡Porque tú mataste a mis padres!
—clamé procurando dominar el temblor
de mis músculos—. ¡Los asesinaste
delante de mí cuando yo tenía siete
años! —Me temblaron con más fuerza
las manos al evocar las imágenes de
aquel trágico día mientras dos gruesas
lágrimas descendían como cataratas por
mis pómulos—. ¡Te mereces lo peor del
mundo! ¡Te mereces sufrir lentamente!
Benicio agitó la cabeza en señal de
desaprobación.
—Te equivocas, princesita.
—¡Para de llamarme así! —La rabia
ardía en mí, y un rubor se propagó desde
mis mejillas hasta mi cuello—. ¡No
ensucies mis recuerdos con tu maldita
depravación!
—Me da lástima esta pobre infeliz
—dijo Benicio como si yo no estuviera
encañonándolo con una pistola—. Zack
ni siquiera te ha explicado qué significa
el tatuaje en su brazo derecho.
Se me saltó un latido.
—¿Y qué importa eso? —inquirí con
la frente arrugada, recordando la vez
que le pregunté sobre el tatuaje y él no
quiso responderme—. ¿Zack? —Busqué
en sus iris una explicación que nunca
llegó. Había algo en sus ojos
empañados, algo parecido a los
remordimientos. Pero eso era imposible.
Él nunca había tenido remordimientos.
Él nunca se arrepentía de lo que hacía o
dejaba de hacer.
Las palabras que salieron de sus
labios me devolvieron a la cruel
realidad.
—Lo siento mucho… —susurró Zack
mientras sacudía la cabeza—. Lo siento
muchísimo.
Se me nubló la vista a causa de la
turbación.
—Zack…, dime qué significa el
tatuaje —tartamudeé—. ¿Qué se supone
que me has estado ocultando?
Benicio apoyó los codos sobre el
respaldo de la silla y se puso cómodo
para absorber cada detalle del
espectáculo que él mismo había
organizado, con cuidado de no tocar a
Angy.
—¿Se lo explicas tú o prefieres que
se lo diga yo? —sugirió él mirándonos
alternativamente.
Zack lo aniquiló con los ojos
enrojecidos y gesticuló con los brazos a
la vez que gritaba.
—¡Voy a matarte, cabrón de mierda!
—declaró con su rostro recortado por
las sombras, adoptando una postura
agresiva, como todo lo que le rodeaba y
le había rodeado desde pequeño—.
¡Aunque eso signifique que yo tenga que
morir también!
Benicio hizo oídos sordos a las
amenazas de Zack.
—¿Sabes? Yo también tengo el
mismo tatuaje. Es nuestro símbolo. Lo
que nos diferencia de otras pandillas. Lo
tengo tatuado aquí, en el costado
izquierdo. —Se señaló la zona—. Nace
en la parte lumbar y muere un poco más
abajo de las costillas, como si la
serpiente me estuviera estrujando las
entrañas. Pero el número que corona mi
tatuaje es el dígito diecinueve. —Unió
sus dedos antes de llevárselos a la boca
y pugnó por disimular una sonrisa tan
perversa como él—. Zack posee el
número diecisiete. ¿Nunca te has
preguntado por qué?
Mi cordura pendía de un hilo. Los
brazos me ardían, me dolía la cabeza y
ya apenas notaba las piernas, las tenía
adormecidas, en tensión, como mi
corazón.
—¡Deja que se marche! —le dijo
Zack con un grito—. ¡Solucionemos lo
nuestro a solas! ¡Sin terceros! ¡Sin más
rodeos! ¡Arreglemos esto de una puta
vez!
Benicio lo ignoró. Se estaba
divirtiendo demasiado a costa de
nuestro sufrimiento.
—El número representa la edad que
teníamos cuando cometimos nuestro
primer asesinato como miembro de la
pandilla. Es algo así como una muestra
de lealtad. Un compromiso. Un
juramento, o como más te plazca
llamarlo. —Se encogió de hombros y
con una mueca en los labios, miró a
Zack antes de decir—: Tu amado tenía
diecisiete años cuando asesinó por
primera vez. Fue en una tienda, una fría
y lluviosa mañana de invierno, con
orden expresa de aniquilar a un par de
ladrones que huían de Tacoma. ¿Y sabes
con qué lo hizo, princesa? Con esa
pistola que sostienes con tanto ímpetu.
—Se rio entre dientes mientras yo me
echaba a temblar al intuir lo que diría a
continuación, por más que me negara a
creerlo—. Él mató a tus padres, Linda
Evans. Él disparó contra ellos.
La revelación fue letal para mí.
Sentí como si me estuviera
convirtiendo en materia incorpórea, sin
masa ni cerebro. «Está mintiendo. Todo
él es una farsa», me dije a mí misma a la
vez que mi mente se rehusaba a unir las
piezas que acababan de ser arrojadas
sobre mí, junto con las que el pasado
había dejado a medias. «Es mentira. Es
un mentiroso», repetí con desesperación
y meneé la cabeza en un intento por
bloquear esas palabras que amenazaban
con introducirse como un virus en mi
sistema.
—¡Mientes! —grité con una oleada
de angustia atorándome—. ¡Eres un
mentiroso!
Zack bajó la mirada, respiró hondo y
cerró las manos en puños.
Benicio siguió picándonos sin
contemplaciones.
—¡Vamos, hombre, díselo! ¿Quién es
el cobarde ahora? ¡Saca a esta puta de
su mentira! —Se mordió el labio para
contener una risotada—. ¡Cuéntale lo
mucho que disfrutaste disparando a ese
cabrón de Scott y a la puta de Jessica
mientras Linda permanecía refugiada
tras las estanterías! —El dolor me
golpeó por dentro, lo que hizo que me
tambaleara hacia delante mientras veía a
Zack inspirar otra trémula bocanada de
aire, rígido de pies a cabeza—. Seguro
que te endurecías al pensar que te
estabas cogiendo a la hija de los Evans;
que estabas consiguiendo que gritara
tanto como cuando era una niña, como
cuando vio los cadáveres de sus
miserables padres. ¡Esos rastreros hijos
de puta! ¡Ladrones! —Las lágrimas
acudieron a mis ojos—. Hiciste bien en
deshacerte de ellos cuando lo requirió la
pandilla, Zack. Por el bien común. Oh,
princesita, no llores. —Hizo una mueca
demasiado grotesca—. Ellos estarían
orgullosos de lo que te has convertido:
en la fulana del asesino que les quitó la
vida.
Tuve ganas de vomitar. Miré a Zack
con la vista nublada mientras Benicio
continuaba echando pestes a diestro y
siniestro. El silencio, que se había
formado entre nosotros, no hizo más que
desvelar todos sus secretos a la vez que
la verdad se manifestaba en su rostro
apenado. Fue entonces cuando, al
analizar su semblante ligeramente
encorvado y entristecido, las traiciones
salpicadas de sangre quedaron a la
intemperie. La muerte, que parecía girar
siempre en torno a él y a mí, se reflejó
en sus iris mostrándome sin palabras
cómo había matado a mis padres y había
hecho exactamente lo que me dijo
sentados en el Callie’s Coffee; cómo les
había disparado sin sentir el más
efímero pésame por ellos.
Las lágrimas humedecieron mis
pómulos a la vez que descendía la
mirada hacia su brazo. Ahí estaba ese
tatuaje… tan exótico, deplorable y
amenazador. Aún podía notar la
impresión que me causó aquel dibujo
grabado a tinta cuando lo vi en su piel,
impactándome y a la misma vez
atrayéndome la ferocidad con la que el
número diecisiete parecía perecer entre
las llamas. Y también, para mi
humillación, recordaba haber besado y
lamido esa zona la primera vez que me
entregué a él.
En ese momento sentí asco de mí
misma. Había follado con el torturador
de mis padres. Me había ofrecido en
bandeja a él; un hombre que me había
mentido desde el minuto uno, que me
había manipulado como el más versado
de los manipuladores, el mismo que me
había vuelto adicta a sus besos y a sus
caricias y ahora me condenaba a la
muerte. A la más dolorosa. A una que no
podría superar.
—Dime que no es cierto… —le
supliqué con un sollozo—. Dime que es
otra de sus mentiras.
Él tragó saliva. Sus ojos suplicaban
comprensión. Estaba destrozado, como
yo por su traición.
—Lo siento tanto… —le costaba
hablar, como si tuviera arena en la
garganta—. Lo siento, Linda. Quise
decírtelo. Lo intenté. Te juro que lo
intenté, pero…
La cólera estalló en mí y me arrasó
con ella.
—Pero ¿qué? —grité con la voz rota.
Ya no lograba distinguir su silueta por
culpa de las lágrimas, pero eso no me
frenó de seguir chillando y temblando a
la vez—. ¡Fue más fácil callarte!, ¿no?
¡Fue más fácil mentirme! ¡Eres un
cobarde hijo de puta! ¡No vales nada!
¡Eres igual que la mierda a la que
pretendes eliminar!
—Linda…
—¡No me hables! ¡No te dirijas a
mí! —El revólver se sacudió en mis
manos. Estaba tan ofuscada por el dolor,
por su deslealtad y por el mismísimo
amor, que no era yo misma en ese
momento. No era nada más que una nube
de congoja y sufrimiento—. ¿Cómo he
podido ser tan ignorante? ¡Por eso me
apartabas! ¡Por eso me besabas, me
follabas como te daba la puta gana y
después me alejabas de ti como si fuera
un cáncer! —lloré como si un portón se
hubiera abierto en mí y todas las
emociones reprimidas estuvieran
brotando con el frenesí de un tsunami—.
¿Alguna vez tuviste intención de
decírmelo? ¿O esperabas que me
enterase cuando estuvieras muerto o de
regreso a la cárcel?
—No supe cómo hacerlo. —Me
violenté al oír el timbre angustiado en su
voz, por los sentimientos que revolvían
nuestras tripas. Pero, aun así, no le
creía. No podía hacerlo—. No quería
lastimarte. No quería perderte. Linda,
por favor… —Dio un paso hacia mí,
pero se detuvo cuando desvié la pistola
hacia él.
Benicio contuvo a duras penas una
carcajada.
Fue entonces cuando me di cuenta de
que yo era la única que estaba armada y,
también, memoricé la ubicación de
nuestras posiciones. Benicio estaba en
el centro del almacén, escudándose
detrás de una inconsciente Angy,
mientras que Zack persistía quieto en el
lado izquierdo y yo en el extremo
derecho. Entre todos formábamos un
triángulo. El triángulo de la muerte. Y
solo yo podía decidir qué final merecía
nuestro encuentro. Yo tenía el poder de
cerrar la partida.
De terminar con todo aquello.
—No te acerques a mí —dije en un
tono que no reconocí como mío,
completamente neutro; aunque el
corazón se me iba a salir por la boca.
Notaba el retumbar de los latidos en las
costillas—. Si te mueves, aunque sea un
poco, te dispararé.
Si le sorprendió mi amenaza no lo
demostró.
Nos quedamos mirándonos con
fijeza. Él serio y yo ahogándome en
nuestros pocos pero intensos recuerdos.
No entendía cómo había sido capaz de
acostarse conmigo sabiendo que, cuando
descubriera la verdad, le odiaría por el
resto de mis días. ¿Cómo pudo haberse
atrevido a decirme que me necesitaba
cuando lo que yo necesitaba él mismo
me lo había arrebatado hacía veintiún
años?
Las lágrimas rodaron veloces por mi
piel. El dolor creció hasta el punto de
partirme en canal, trozo a trozo, jirón a
jirón.
—Tu venerado Zack no titubeó tanto
al dispararles a tus padres —me dijo
Benicio como una pérfida serpiente,
como su maldito tatuaje—. ¿Te
acuerdas, Zack? Scott se derrumbó como
un debilucho en el suelo. ¿Y Jessica? —
Rio—. La muy golfa soltó un estúpido
gritito. Menos mal que la hiciste callar
de inmediato.
El temblor que detectó mi cuerpo
casi me hizo apretar el gatillo por
accidente.
Retorné el revólver hacia Benicio.
—¡Que te follen!
La risa desdeñosa de Benicio llenó
el espacio.
Yo estaba tan alterada, tan harta de
esa interminable pesadilla, que cuando
advertí que Zack movía el pie derecho
mis brazos se fueron hacia él y lo apunté
de nuevo con el arma.
—¡No te muevas! —grité con
histeria—. ¡No me pongas a prueba! ¡No
lo hagas!
Sus ojos colisionaron con los míos,
provocando el mismo impacto como
cuando chocan dos vehículos de manera
frontal. Temblando, le sostuve la mirada.
Los dos teníamos una perturbadora
forma de comunicarnos. Éramos capaces
de decirnos tanto en tan poco, o
simplemente sin decir nada, disfrazar el
silencio con palabras, que él entendió
que yo no podía perdonarlo. Era
imposible. Superior a mí. Mientras nos
contemplábamos con tristeza, los
momentos que habíamos vivido me
invadieron con súbita brusquedad y me
hundieron en un agujero sin fondo.
Recordar todo eso fue insoportable para
mi corazón. Para mi mente. Para mi
alma.
Zack dedujo lo que yo estaba
sintiendo. Lo vio reflejado en mí. Y se
adelantó a mis actos. Quizás lo supo
antes que yo porque su corazón había
experimentado la misma rabia, el mismo
odio combinado con un potente y
riguroso dolor, unos sentimientos tan
macabros que tenían la habilidad de
condensar los sentidos hasta el punto de
que no pudieras pensar y mucho menos
razonar.
Eso fue lo que me sucedió a mí.
No podía pensar.
No podía respirar.
Me abrumó la maldad que se
respiraba en el almacén y exploté de la
forma más inesperada que podría haber
imaginado nunca.
Zack, mirándome una última vez,
como se mira a alguien en una
despedida, se abalanzó sobre el suelo y
atrapó su revólver con un movimiento
exacto.
Benicio, al percatarse de ello, mutó
de expresión. Se le borró la siniestra
sonrisa de los labios y sus dedos
soltaron la cadena, no sin antes echar a
correr y apartar a mi amiga de un
empujón.
Mi dedo índice apreció el roce
metálico del gatillo mientras
presenciaba cómo Zack se levantaba con
el brazo en posición y miraba a través
del punto de mira.
Y accionó el gatillo.
La bala atravesó la espalda de
Benicio.
El estallido de la piel rompiéndose y
penetrando en la carne rugió en la
atmósfera.
Zack se preparó para disparar otra
vez, ansioso por arremeter toda su
cólera contra Benicio.
Pero no pudo hacerlo.
No tuvo tiempo.
Él no.
Pero yo sí.
La rabia salió de mí con forma de
grito y las pesadas lágrimas empañaron
mis ojos.
Y entonces… hice lo inimaginable.
Lo que creí que haría nunca.
El primer disparo resonó por encima
de mi llanto. El segundo me hizo llorar
con más fuerza. El tercero me paralizó
el corazón. El cuarto ni siquiera lo noté.
El quinto lo sentí en mis propias carnes.
Y con el sexto…, creí que moriría.
Seis disparos en menos de once
segundos.
Conmocionada, el arma resbaló de
mis manos. Mis piernas temblaron y mi
cuerpo cayó al suelo. El dolor me
destripaba, me carcomía, me absorbía la
vida y me aplastaba en la oscuridad.
De repente, varias sirenas se oyeron
a lo lejos y rompieron el lúgubre
silencio que había inundado el almacén.
Un momento después, un enérgico golpe
tumbó la puerta de la entrada y decenas
de agentes de policía se precipitaron
hacia el interior, armados y mirando los
cuerpos que yacían inmóviles en el
cemento.
Yo también miré en la misma
dirección, sentada sobre mis talones,
llorando y abrazándome a mí misma.
Con la penumbra cerniéndose sobre mí,
vi cómo las titánicas sombras
acorralaban a Angy, con la monstruosa
cuchilla descansando a su lado. No la
había tocado por los pelos. Dirigí mi
vista hacia la zona que había detrás de
ella. La figura desfavorecida de Benicio
permanecía boca abajo, con un negruzco
agujero en su camisa mientras que, a la
izquierda, sobre un charco de sangre que
cada segundo se hacía más grande y más
espeso, estaba Zack con los párpados
entornados y los labios entreabiertos.
Los ojos casi se me salieron de las
órbitas. Fue entonces cuando comprendí
lo que acababa de hacer. Había
disparado con saña al único hombre que
había amado en toda mi vida, a la
persona que lo era todo para mí, al
asesino que me torturaba en sueños sin
yo saberlo, desde hacía más de dos
décadas.
La realidad mató mi corazón. Sin
proponérmelo y a pesar de que nunca
había albergado el sentimiento de
venganza en mi interior, había vengado
la muerte de mis padres.
23
Linda
Jueves, 10 de septiembre de 2009
Departamento de Policía, Seattle.
Lo confesé todo.
Les conté quiénes eran mis padres, a qué
se dedicaron y para quién trabajaron
años atrás; la aparición de Morgan en
Nueva Folsom y el inesperado secuestro
de Angy, las amenazas que atentaban
contra su vida y el mensaje que tuve que
transmitir para evitar que la lastimaran;
mi secuestro a plena luz del día en el
parking de la prisión; la conversación
con Miranda Blair y su confesión sobre
las intenciones de Benicio; mi farsa en
el Hospital Psiquiátrico y la charla con
Lucero; además de las intervenciones en
varios moteles del país y las tediosas
idas y venidas en diversos estados.
Todo.
Excepto la corta visita que hicimos a
Las Vegas.
Ese placentero y ardiente recuerdo
aún ruborizaba mis mejillas. Era capaz
de humedecer los rincones más íntimos
de mi cuerpo, partes que no deberían
reaccionar, logrando mortificarme por la
vergüenza. Sin embargo, lo que más
provocaban esas imágenes llenas de
explosiva lujuria era despedazarme el
corazón como consecuencia de la
verdad que me había sido desvelada en
las últimas horas.
Les conté todo.
Incluso quién era el verdadero
responsable de la ejecución de mis
padres. Todo, detalle a detalle,
gráficamente, salvo mis sentimientos.
Ellos seguirían siendo mi más
perverso secreto.

Lunes, 21 de septiembre de 2009


Palo Alto, California.
Negro.
Los árboles empapados por los
luminosos rayos de sol, el césped
brillante, verde como el que más, que se
ensanchaba a lo largo del terreno llano,
y las hermosas estatuas con forma de
ángeles que decoraban el perímetro,
lucían de color negro para mí. No
importaba qué tan magnífico fuera el
paisaje que bailaba ante mis ojos. En mi
mente todo estaba manchado por la
oscuridad. Por la muerte.
No podía percibir más allá de la
espesa bruma que aturdía mis sentidos;
una neblina que me impedía disfrutar de
los elementos más básicos como los
tonos del arcoíris, y que lograba que ni
siquiera me alegrase por seguir estando
con vida. «Ojalá no lo estuviera», había
repetido miles de veces una vocecita en
mi cabeza.
Inspiré hondo y clavé mi mirada
hacia abajo. El charol negro de mis
zapatos de tacón ensombreció un poco
más mi alma, pero no tanto como me
encogí al leer la inscripción grabada en
la piedra labrada.
Angela Nichols. 5 de febrero de 1981 –
9 de septiembre de 2009.
No había ninguna frase de despedida
o el típico: «Eras una mujer espléndida.
Nunca te olvidaremos. Siempre estarás
en nuestros corazones».
Nada.
Sus tíos se pusieron de acuerdo y no
desearon organizar nada extravagante
para el funeral. De hecho, fue una
ceremonia privada, con poca gente,
nadie más que el círculo cercano a la
familia. En resumidas cuentas, no
acudieron más de seis personas que no
habían tenido ningún trato con ella en
los últimos años.
Respecto a mí, la mayoría no querían
verme ni en pintura. Me culpaban de su
fallecimiento, de su trágica partida,
como si yo no lo hiciera lo suficiente
por mí misma. A esas alturas, toda la
nación sabía lo que había pasado con
nosotras. Lo sucedido era noticia y la
noticia se había hecho eco. Nuestra
osadía había sido expuesta al público a
través de los medios de comunicación, y
ese mismo público no se había
acobardado en ser cruel conmigo.
En todo caso, aunque me lo
impidieron los familiares de Angy, no
pude acudir al entierro. No poseía los
medios necesarios para desplazarme
desde Seattle hasta Palo Alto y, además,
cuando les pedí ayuda, tampoco
quisieron tenderme una mano. No pude
hospedarme en un hotel de la zona hasta
hacía pocas noches después de que me
enviaran algunas de mis pertenencias
halladas en La Cueva, la cual fue
inspeccionada y prácticamente saqueada
en busca de evidencias por las
autoridades.
Me sequé las lágrimas con el dorso
de la mano. Esa insípida y deprimente
lápida no hacía justicia a la belleza del
Alta Mesa Memorial Park. Angy fue
trasladada en ambulancia desde el
almacén, pero falleció a tres millas de
alcanzar el Northwest Hospital &
Medical Center, mientras yo estaba
siendo interrogada en la comisaría. La
policía me había tendido una trampa
mucho más ingeniosa que ir
persiguiéndome kilómetro tras kilómetro
en la carretera. Un simple GPS instalado
en alguna parte del vehículo fue
suficiente para seguir mis pasos.
Tras prestar una intensa y larga
declaración, me dejaron en libertad bajo
extrema vigilancia por haber disparado
seis veces contra una persona, por
mucho que se tratara de un criminal,
aunque ellos creían que había sido en
defensa propia. Ellos mismos llegaron a
esa conclusión, y yo no les corregí de su
error.
Cuando les pregunté por Angy,
titubearon antes de decirme que lo
sentían, que los paramédicos no habían
podido hacer nada por ella, que estaba
demasiado grave y que había fallecido.
Entré en estado de shock, que pronto se
tornó en histeria. Ella había muerto y yo
sentía que me moriría en ese mismo
instante. Empecé a tiritar de pies a
cabeza, a hiperventilar y a llorar como
una chiflada en mitad del rellano,
aferrada al brazo del oficial que me
había dado la nefasta noticia. Tuve
suerte de que no me encerraran en el
calabozo, porque parecía una
desquiciada que acababa de fugarse de
un manicomio.
El agente de policía, como si se
sintiera en la obligación de consolarme,
se ofreció a llevarme al hospital. Con
los ojos hinchados, acepté con un
temblor de cabeza. Cuando llegué a la
morgue al cabo de media hora, me
indicaron el rincón donde tenían a Angy
en una mesa de acero, tapada con una
fina sábana blanca, frágil e inerte sobre
la superficie, junto a otros cadáveres
que habían perecido esa misma tarde.
Mi primera reacción al verla fue de
un profundo rechazo. La segunda, de
comenzar a llorar aun sin haber cruzado
más allá del umbral. La tercera, fue
doblarme sobre mí misma cuando el
forense dijo con voz reticente: «Siento
mucho su pérdida», «Le hemos realizado
la autopsia», «Murió de un fallo
cardíaco». Pero yo apenas pude oírle.
Mi llanto ensordeció la sala.
Como no me sosegué, me sacaron de
allí y me obligaron a sentarme en una
fila de asientos vacíos mientras una
enfermera me daba un vaso de agua y un
calmante. Había perdido a muchas
personas en mi vida, pero nunca pensé
que perdería a Angy de esa manera. No
podía creerlo. No quería aceptarlo. Pero
tuve que hacerlo.
Más serena, aunque lo acertado sería
decir que me sentía flotando en una
nube, drogada hasta las cejas, me dirigí
hacia el cadáver de mi mejor amiga. El
forense, al verme acercarme a paso
inestable hacia ella, dejó lo que estaba
haciendo y se situó al otro lado de la
camilla a la vez que yo destapaba poco
a poco el rostro de Angy. Gimoteé al
comprobar que no respiraba. No se
movía.
Las lágrimas retornaron a mis ojos.
Incómodo, el hombre empezó a
explicarme que la hemorragia interna
había sido la causante del paro
cardíaco. Al oírle mi ceño se frunció en
señal de desconcierto. «¿Hemorragia
interna?», pensé. Angy no lucía ningún
arañazo, ni siquiera una minúscula
marca de agresión en el cuerpo. Él
entendió mi gesto y agarró la sábana,
pero se detuvo cuando se me aceleró la
respiración. «Puede ser traumático», me
avisó. Pero no me concedí tiempo para
reflexionar. Yo misma tiré de la tela
hacia abajo, decidida a averiguar qué le
habían hecho a mi casi hermana.
Y no lo aguanté.
No pude con ello.
Ver la imagen de su abdomen
ennegrecido por los cientos de
puñetazos que le habían dado… Sus
costillas rotas, destrozadas, hundidas,
inexistentes en la zona de los costados…
Fue una pesadilla. Una visión brutal
para mi mente.
Perdí el conocimiento justo cuando
le escuché murmurar que no había sido
violada.
Esa fue la última vez que tuve a mi
amiga frente a mí, en carne y hueso. En
cambio, ahora lo único que quedaba de
ella era una lápida sin personalidad, una
piedra que me decía que Angy estaba
ahí, en cierto modo, a su silenciosa
manera, pero también que nunca más iba
a regresar a casa haciendo ruido al abrir
la puerta principal, ni me relataría con
todo lujo de detalles cómo le había ido
con su última conquista del mes, o de la
semana, ni volvería a oír su estridente
risa cuando estuviera enfrascada viendo
algún programa de televisión.
La vida es así de efímera. Una
maldita cabrona. Una mañana estás
riéndote de tus propias miserias, o
quejándote de lo duro que es el día a
día, menospreciando cualquier instante
de felicidad, y a la siguiente no eres más
que un saco de huesos sin ninguna
función más que la de estorbar y ocupar
espacio en una tierra de vivos.
«¿Qué es lo que me queda de ti,
Angy?», me pregunté en silencio
mientras acomodaba un colorido arreglo
floral a un lado de su lápida, ansiando
darle un poco más de alegría, aunque
fuera a través de flores muertas también.
«¿Qué me queda sin ti?».
Esbocé una sonrisa trémula.
Las lágrimas bañaron mis pómulos
cuando obtuve la respuesta como por
fuerza divina. Ella me habría dicho que
aún nos quedaban varios eventos por
recorrer, sólo que esta vez sería por
separado. Que yo aún tenía que disfrutar
de miles de aventuras arriesgadas, tan
inciertas y desafiantes como la vida
misma. Que debía impregnarme de las
emociones que se me presentaran y que
no debería desaprovechar. Que viviera,
ni más ni menos.
Ella era así de positiva.
Era…
Con la punta de mis dedos acaricié
la piedra como diciéndole «adiós» en
vez de «hasta luego», pues no creía ser
capaz de visitar su tumba cada cierto
tiempo, antes de caminar en dirección a
mi coche, que también había sido
rescatado de La Cueva. Tras colocarme
al volante, me cubrí la cara con ambas
manos y sollocé como llevaba haciendo
en las últimas noches, consumiéndome
en mi pena.
Lo había postergado desde la semana
anterior. Incluso me había planteado
quedarme un par de días más en Palo
Alto. O quizás viajar a Tacoma, aunque
mi tía Emma no se había puesto en
contacto conmigo para saber cómo me
encontraba o para, simplemente,
escuchar mi versión de los hechos. Pero
había llegado el momento. No podía
prolongarlo más. No podía alargar más
la espera.
Era hora de retornar a Sacramento.

Jueves, 1 de octubre de 2009


Sacramento, California.
Llegué a Sacramento el veintitrés de
septiembre.
Aquella tarde hacía bastante calor y
estaba agotada, pero cuando me hallé
cerca del parque River Walk, encendí
las luces de emergencia del coche y
miré con expresión apagada el paisaje
verdoso y los edificios altos que hacían
contraste con la naturaleza y la
modernidad de la urbe. De repente, sentí
un gran vacío en mi interior.
Todo me parecía tan irreal.
Tan hermético.
Tan distante de mi antigua vida.
Y para colmo la policía no paraba de
vigilarme, a pesar de que había
declarado y proporcionado datos
fundamentales para la investigación del
caso CPS-Folsom. Les tenía pegados a
mis espaldas hasta para ir a comprar el
pan, aunque no habían presentado cargos
contra mí por el tema del motín. Aun así,
no se fiaban de mí.
El sentimiento era completamente
mutuo.
Quince minutos después, volví a
ponerme en marcha y entré en el parking
subterráneo del edificio en el que
compartía vivienda con Angy.
Compartíamos. Aún me lo tenía que
recordar. Era difícil acostumbrarse a esa
sensación de estar completamente sola.
No tener a nadie más a tu lado. Nunca
antes me había sentido arropada por los
amigos, porque no tenía más amistades
que a Angy, y tampoco tenía una familia
numerosa, o más bien no tenía una
familia, a secas, pero en ese momento
supe lo que era estar sola de verdad.
Por alguna razón, quizás porque me
lo veía venir, no saqué mi pequeña
maleta ni me colgué el bolso en el
hombro. En cambio, subí hasta el
séptimo piso con las llaves de casa en la
mano, pero cuando tuve la puerta
principal frente a mí, me estanqué en el
acto a la vez que percibía cómo mi
corazón se paralizaba poco a poco.
No podía entrar ahí.
Si ver muerta a Angy había sido un
golpe durísimo, verla viva sabiendo que
estaba muerta sería devastador.
Terminaría por volverme loca. Y ya la
mayoría de la población americana me
consideraba una patética trastornada por
haber encubierto a un asesino y, según
los rumores, por haberme enamorado de
él.
Durante varios minutos permanecí
firme, escuchando las ensordecedoras
canciones que provenían del piso
inferior, debatiéndome si meter o no la
llave en la ranura.
De inmediato, negué con la cabeza.
«No, no puedo hacerlo», pensé
dando un paso hacia atrás, sin apartar la
mirada de la madera.
No podía combatir la realidad.
No me veía capaz de hacer frente a
esa pesadilla.
Todavía no.

Martes, 20 de octubre de 2009


Sacramento, California.
Síndrome de Estocolmo.
Llevaba el tiempo suficiente en el
mundo de la psicología para conocer a
la perfección los síntomas y las
circunstancias en las que se daba aquel
trastorno psicológico. Pero no fue hasta
que el especialista que llevaba
tratándome como su paciente desde
hacía escasos días, mencionó aquel
veredicto en voz alta,
diagnosticándomelo sin más
preámbulos, que no lo tuve en
consideración.
«Es una reacción de lo más común
en víctimas que han sido secuestradas y
retenidas contra su voluntad, incluso
violadas», me había explicado con
paciencia, como si yo no fuera una
colega del campo. «Es normal que veas
cualidades en ese hombre que en
situaciones normales repudiarías. Tienes
sentimientos positivos hacia él, a pesar
de lo que te hizo. Es una fase a la que
debemos poner remedio y lo haremos.
Lo superaremos».
Tenía sentido. No le quitaba razón.
Pero había una contradicción en ese
análisis: yo odiaba a ese hombre.
Estuve horas explicándole que no le
veía ninguna cualidad buena; al
contrario, la palabra «asesino» no se la
quitaría por mucho que mi corazón
discutiera con mi mente. Pero el experto,
cuya mirada comprensible me transmitía
paz espiritual, no me entendió o quizás
consideró que me encontraba demasiado
compungida para alcanzar tal conclusión
por mí misma.
Y tampoco entendió cuando una
mañana acudí a su consulta con unas
marcadas ojeras violáceas y el rostro
pálido y descompuesto por el estrés, me
recosté en su diván color crema y le
confesé que quería que me ayudara a
dejar de tener pesadillas, sueños en los
que mis seres queridos morían delante
de mí, a manos de él, mientras yo
presenciaba cada uno de sus actos en un
segundo plano, como si estuviera
oscilando entre el mundo real y el
limbo, y que a pesar de odiarle como lo
odiaba siempre terminaba desnuda, con
sus piernas enredadas entre las mías,
follándome con la bestialidad que me
había demostrado.
En el fondo, yo era tan retorcida
como él.
Cualquiera pensaría que éramos tal
para cual.
Dos caras de una misma moneda.
El doctor Roberts, psiquiatra desde
hacía más de treinta años, no me
comprendió. Y por muy amable que
fuera conmigo y me hubiese recetado
unas fantásticas pastillas para dormir, no
regresé a la consulta tras la quinta
sesión.
Compré las pastillas, eso sí, y
aunque era consciente de lo dañino que
eran aquellos fármacos para el cuerpo y
para la mente, me mediqué como una
yonkie durante días. Fui cobarde. Pero
no soñaba. Él no aparecía en mis
pesadillas. Ni Benicio. Ni mis padres.
Ni siquiera Angy. Podía estar horas y
horas tirada en la cama del hotel Hyatt
Regency, donde me había estado
alojando desde que hui de mi
apartamento, con la vista en el techo,
divagando sin pensar. Sin sentir. Sin
vivir. Sin morir. Las pastillas
apaciguaban el dolor, lo reducían a lo
mínimo, como habían hecho conmigo,
pero no lo hacían desaparecer.
Ni podrían.
Cuando me di cuenta de eso, una
noche estrellada donde por primera vez
habían bajado en picado las
temperaturas, boté la caja de pastillas en
el cubo de basura. Elegí el dolor. Elegí
sentir porque si sentía, significaba que
aún estaba viva; hecha una mierda, pero
viva al fin y al cabo. Y tomé medidas al
respecto porque la cobardía, aunque era
una salida rápida y pese a todo
satisfactoria, era una palabra que me
negaba a que formara parte de mi
vocabulario.
Esa misma mañana cancelé la cuenta
del hotel. Mi maleta estaba preparada a
un lado de la puerta y, cómo no, las
autoridades ya estaban al corriente de
mis siguientes pasos. Solo faltaba que
cogiera el coche, condujera hasta el
mismísimo infierno y entrara en mi
domicilio, donde me toparía de lleno
con la antigua Linda Evans, esa mujer
independiente y soberbia que solía ser
fría, calculadora y prepotente, que no
necesitaba a nadie para sobrevivir y
mucho menos para ser feliz.
Aunque no quisiera, debía hacerlo…
a pesar de que sintiera que no podría
soportarlo.
Debía hacerlo por mí.
Para avanzar y no retroceder.
Sola.
Sin ellos.
Sin ella.
Sin él.
24
Linda
Domingo, 15 de noviembre de 2009
Sacramento, California.
Fue peor de lo que imaginé.
Cuando entré en el apartamento, lo hice
observándome los pies y cerrando la
puerta con un desabrido empujón.
Respiré hondo antes de levantar la
mirada, aunque mis ojos ya se habían
detenido en las fotografías colgadas en
las paredes, en el sofá donde había
estado sentada varias veces con Angy y
en la cocina donde aún podía vernos
riéndonos mientras manteníamos
conversaciones triviales.
Lo que sentí en ese segundo me
sobrepasó.
Fuera de mí, destrocé cada objeto
que cayó víctima de mis manos. Corrí
hacia la cocina y volqué los taburetes,
luego tiré los cojines del sofá por
encima de mi cabeza como si de esa
forma fuera a ocultar las emociones que
colapsaban mi cordura.
No me importó el escándalo que
monté. Más adelante, cuando los
chismorreos sobre mí se propagaron aún
más, no solo me llamaron La Puta de
Sacramento, sino también La loca del
Estado de California. Dos apodos que
acepté sin más porque, según mi mente,
me merecía lo peor y me sentía como
ambas cosas también.
No lloré mientras me cargaba gran
parte del mobiliario. No me salían las
lágrimas, pero las ganas de hacerlo no
me abandonaron en ningún momento. Me
escocían los ojos, me quemaba la
garganta y gimoteaba como un animal
malherido, pero no lloré.
Sin aliento en mitad del salón, no
concebí lo que percibieron mis ojos. No
soportaba a la Angy sonriente de la
fotografía que había en la pared frontal,
ni a esa Linda con cara de aburrimiento
que ansiaba escapar de la cámara
fotográfica.
Con una mano en el cuello, notando
como si me estuvieran obligando a
tragar ácido, corrí hacia el dormitorio
de Angy y me desplomé sobre su cama.
Hundí el rostro en la almohada y grité
con todas mis energías. El sonido fue
empañado por el almohadón. Con los
puños doblé la colcha, que aún
desprendía el aroma dulzón de mi
amiga, y me percaté de que sentía
muchísima rabia; también dolor, pero
más rabia que sufrimiento. Estaba
rabiosa con la vida.
Durante varios días no me moví de
la cama excepto para desplazarme hasta
la cocina a beber agua. No comía. No
dormía. Y aunque había oído el timbre
unas cuantas veces a lo largo de la
semana, no abrí a nadie. Sospechaba que
sería algún vecino chismoso, fingiendo
estar preocupado por mí para después
cotillear con los vecinos o con la
prensa.
Continué con esa patética actitud
hasta que una mañana no pude más con
mi propia peste a sudor y mi pelo
grasiento, y me digné a darme una ducha
antes de bajar al supermercado y, luego,
limpiar hasta el último rincón del
apartamento.
No fue hasta mediados de noviembre
que entré por fin en mi dormitorio. Ese
lugar era tan impersonal como las
habitaciones de los moteles. No había
nada que me identificara. Los apuntes de
mi tesis yacían sobre el escritorio en el
que solía trabajar durante horas, y la
caja metálica que había guardado en el
armario sobresalía de la repisa. Fui
hasta allí ignorando los folios repletos
de anotaciones y tomé la caja entre mis
manos.
Me senté en el colchón y, entonces,
eché un vistazo a los recuerdos que
había mantenido lejos de todos como si
estuviera custodiándolos. «Qué idiota
había sido», me dije mientras extraía
una fotografía de mis padres, otra de los
tres sonriendo al flash, una pinza que
solía utilizar mamá para sujetarse el
cabello y un medallón de oro que, según
mi tía Emma, le regaló mi padre a mi
madre.
No había más. Me había aferrado a
esos objetos materiales como si así
estuviera reteniendo a mis padres en el
mundo de los vivos cuando lo único que
estaba haciendo era perjudicarme a mí
misma. Había estudiado una carrera que
no me llenaba, ansiando hallar los miles
de porqués de un asesinato que quedó
sin resolver cuando la respuesta estaba
justo delante de mí. ¿Por qué habían
sido asesinados? ¿Por qué habían
muerto? Simplemente porque sí. Porque
les tocó a ellos. Porque ese había sido
el final que les había designado el
destino.
Y punto.
Sobreviví al huraño otoño refugiada
en mi vivienda, arrellanada en el sofá o
en la cama. Aquella tarde de noviembre
aún había luz diurna cuando, en mi
dormitorio, tendida sobre el colchón,
sonó el teléfono inalámbrico ubicado
sobre la mesita de noche, a mi lado.
Subí el auricular sin siquiera mirar el
número registrado y me lo coloqué en la
oreja.
La voz del agente especial Pierce me
saludó con cordialidad. Se trataba del
oficial que dirigía el caso CPS-Folsom
en conjunto con otros miembros de la
policía y el FBI.
—¿Ha visto las noticias? —dijo tras
preguntarme qué tal me había ido en las
últimas semanas, aunque él y su séquito
de policías lo sabían a la perfección.
—No.
—Siento ser yo el que le tenga que
decir que el viernes pasado se celebró
el juicio de Benicio Velázquez. —En su
tono saltaba la tensión en su grado más
puro. Al oírle me senté recta como si
acabaran de propinarme una patada en el
esternón—. El jurado no tardó en
deliberar. Ese mismo día el juez dictó
cuál sería su sentencia.
Las imágenes de los últimos meses
colmaron mi cabeza. Benicio había
sobrevivido al disparo en la espalda,
pero no salió ileso de las lesiones. La
bala no fue letal para él, pero sí para
gran parte de los nervios que componían
su espina dorsal, la cual había quedado
dañada de manera permanente. Los
médicos le diagnosticaron paraplejía.
Estaba paralizado desde la mitad del
tronco para abajo.
Cuando me enteré de ello, no pude
evitar alegrarme de que no hubiera
fallecido. No había nada más humillante
para un hombre de la magnitud de
Benicio, codicioso como él solo, que
depender de una silla de ruedas para el
resto de su vida.
—¿Y por qué no se me avisó? —
gruñí apretando los dientes—. Me
dijeron que me avisarían en cuanto
saliera del hospital. Se suponía que yo
iría a testificar contra él.
—El juez no lo consideró oportuno.
Separé los labios para respirar con
más facilidad.
—¿Es una broma?
—No. —El corazón me bombeó más
rápido y mis mejillas enrojecieron
cuando la sangre empezó a fluir con
furia desde adentro—. A pesar de tu
declaración tan detallada, no hallaron
pruebas incriminatorias contra Benicio.
La única baza que se ha podido jugar
contra él es su desaparición, para la cual
tiene una sólida cuartada, y otras pocas
infracciones leves relacionadas con su
caso. Todo lo demás, que creíamos tener
contra su persona, son sospechas. Y los
delirios de Lucero Velázquez se han
quedado en eso: en delirios. No tomarán
en cuenta las palabras de una enferma
mental. Además, el vídeo encontrado en
el hogar del señor Morgan Boyd no
demuestra que sea Benicio quien
aparece en la cinta. En otras palabras,
no hay nada que podamos utilizar para…
—¡Ese hombre ordenó la ejecución
de mis padres! —lo interrumpí con rabia
renovada—. ¡Mató a Angy! ¿Qué más
queréis? ¿Qué más necesitáis?
—El cuerpo de Angela estaba
limpio.
Los párpados me ardieron de
indignación.
—¿Limpio? ¡Su cuerpo estaba negro
por la monstruosa paliza que le dieron
esos matones! —espeté con un sollozo,
gritando—. Vosotros habéis visto las
fotografías de la autopsia, pero no tiene
comparación con lo que yo presencié.
Le oí resoplar al otro lado de la
línea telefónica.
—Entrará en prisión mañana mismo.
—¿Cuánto tiempo? —Se produjo un
silencio tan intenso que casi hizo que
quedara paralítica yo también—. ¿Por
cuánto tiempo permanecerá ese tipo en
la cárcel?
—Dos años. Su abogado lo defendió
con uñas y dientes. Es un abogado
reconocido. Se rumorea que trabaja para
varios miembros de la mafia. —Reprimí
un gemido al sentirme impotente—.
Habrá que esperar a que se haga
justicia.
—Benicio es culpable… Debe pagar
por lo que hizo.
—Te aseguro que no quedará
impune. Nosotros seguiremos teniéndole
en nuestro radar, pero no podemos
atribuirle esos delitos. No hay pruebas.
Tenemos que…
Antes de que pudiera continuar,
arrojé el teléfono contra la pared, con
todas mis fuerzas, viendo cómo se hacía
añicos, sintiéndome colérica y
devastada.
Todo volvía a derrumbarse otra vez.

Sábado, 26 de diciembre de 2009


Tacoma, Washington.
Benicio fue custodiado hasta la otra
punta del país, a Carolina del Norte,
para ser más precisa. La condena que le
fue impuesta era para echarse a reír,
rozaba lo increíble, pero eso no era lo
más indignante, sino el hecho de que lo
enviasen a cumplir los dos años de
sentencia al Instituto Correccional
Federal, Butner, una prisión de mínima-
media seguridad situada a veinticinco
millas al noroeste de Raleigh.
En sillas de ruedas, Benicio se pagó
el traslado en avión en primera clase,
acompañado de una decena de oficiales
que lo escoltaron como si fueran sus
guardaespaldas. En la prisión, iba a
estar bien atendido con personal a su
disposición las veinticuatro horas del
día; aunque el centro penitenciario era
famoso por la escasa-nula cantidad de
funcionarios que solían merodear por
los pasillos. Dispondría en su celda,
separada de los presos comunes, de
televisión por cable y varios libros para
que no se aburriera, como también un
bolígrafo y un cuadernillo por si le
apetecía escribir. Y la comida se le
sería servida en la celda siguiendo un
riguroso menú especial. El pobre sufría
de colesterol alto. Dos veces por
semana un fisioterapeuta acudiría al
centro a hacerle los masajes que se
consideraran oportunos, para que no se
resintieran sus piernas muertas.
Sin duda, Benicio lo pasaría fatal.
Estuve a punto de morir de la rabia
cuando vi todo eso en el noticiario, a él
en el aeropuerto saludando a la prensa
como si fuera la reina de Inglaterra
mientras un hombre empujaba su silla de
ruedas a la vez que los paparazzis les
fotografiaban.
Era una injusticia a voces.
Una injusticia inevitable.
Casi a finales de noviembre me llegó
el periodo menstrual. Hacía meses que
no me bajaba la regla, pero de todas
formas siempre supe que no estaba
embarazada. No tenía sentido
inquietarme cuando estaba muerta por
dentro. Me sentía vacía. Él se había
llevado mi vida.
Sin embargo, el veintidós de
diciembre tuve mi primer contacto con
el mundo exterior. Casi había olvidado
cómo socializar o mantener un diálogo
normal cuando mi tía Emma telefoneó
preguntando si me apetecía cenar con
ellos en Noche Buena. Sorprendida, o
más bien desesperada, acepté la
invitación e interrumpí la llamada antes
de que ella tuviera tiempo de
arrepentirse.
Me planté la nublada tarde del
veinticinco en Tacoma. Golpeé la puerta
de la entrada mientras sostenía mi bolso
de viaje con la mano izquierda. En
cuanto mi tía abrió, una sonrisa doblada
se dibujó en mis labios. Ella, en cambio,
me analizó de arriba abajo antes de
asomar la cabeza y echar un vistazo
fuera.
—Entra —urgió internándose en la
casa—. Entra antes de que te vea algún
vecino.
Me tragué el nudo de mi garganta y
la seguí en silencio. Cuando me apoyé
en la jamba de la puerta de la cocina,
ella ya había volcado su atención en el
horno, metiendo cosas en la nevera y
colocando ingredientes por doquier en
la encimera de mármol, ignorándome.
«Como en los viejos tiempos», pensé
con aflicción.
—Todo luce igual —comenté
viéndola moverse de un lado a otro.
Asintió de espaldas a mí y yo me rendí
por que no quisiera hacerme caso. Mi tía
no precisaba de mi ayuda y tampoco
buscaba mi compañía—. Iré a mi
habitación. ¿Sigo teniendo la misma?
—Sí. —Hizo un gesto con la palma
de su mano—. Ya sabes cuál es.
La tercera planta, una buhardilla con
suelos de madera, amplia y luminosa,
con una salita independiente, un sofá
color crema y una zona de lectura
orientada en dirección sur, con vistas al
jardín.
Subí las escaleras, pero no deshice
la maleta. En cambio, me senté cerca de
la ventana con forma triangular,
meditabunda. No podía culpar a mi tía
por ser como era, pues no tenía hijos ni
más familia que su marido. Quizás por
eso se conservaba tan joven y bella a
sus cincuenta y un años. Pelo liso y muy
castaño. Ojos oscuros, cutis perfecto y
sin arrugas, tez pálida y buena figura,
además de un buen saber estar. Su único
defecto: poseer un carácter tan agrio
como el limón.
Oscureció pronto.
Emma me hizo saber que la cena
estaba servida con un vozarrón desde la
escalerita. En las últimas horas había
oído el timbre varias veces, como
también las risas hipócritas de sus
amigas y los halagos disfrazados de
cortesía de sus maridos. Pero no
importaba. Estaba más que
acostumbrada a no disfrutar de una cena
familiar.
Al llegar al salón vi a Rufus, el
marido de Emma, y a dos parejas de la
misma edad que ellos ya sentados a la
mesa. Los conocía a todos y, por sus
expresiones, ellos también se acordaban
de mí. Nos saludamos lo más
cordialmente posible teniendo en cuenta
que ni siquiera se molestaron en
estrecharme la mano. Tomé asiento al
lado de mi tía. La cena estuvo repleta de
silencios arduos, miradas descaradas,
suspiros cargados de tensión y vanos
intentos por hablar de negocios por
parte de Rufus y sus colegas. Cuando fue
el turno del ponche de huevo y la
repostería, enfilé hacia la cocina para
tener un respiro.
Mi tía ya se había afanado en cortar
en trozos perfectos la tarta con fondant
de chocolate. La observé un momento
hasta que una serie de dudas desfilaron
por mi cabeza, cuestiones que
necesitaba despejar, por mi bien.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Se crispó al oírme y me miró por
encima del hombro.
—¿De qué hablas?
—De mamá.
Se enderezó de golpe y se desplazó
hasta el umbral con sus rasgos de
porcelana contraídos y sus labios
rígidos como una fina pieza de acero.
Tras cerciorarse de que nadie había
escuchado mis palabras, se giró hacia
mí y negó con la cabeza.
—Tengamos la fiesta en paz y no
arruines la cena, Linda —murmuró con
cansancio—. No podemos hacer nada
por nuestro apellido porque está
manchado por el pasado de tu madre,
pero intentemos pasar por alto todo el
escándalo que se ha formado en los
últimos meses. Ya he pasado bastante
vergüenza ajena como para que en un
día como este seamos el hazme reír de
todos.
—Yo no tengo la culpa.
—Por eso mismo. No me hagas
odiarte a ti también. —Y a continuación,
cogió el plato con la tarta y la jarra con
ponche y regresó al salón forzando una
amplia sonrisa.
El resto de la velada pasó entre
tragos amargos y risas superficiales. Y,
cuando las agujas del reloj dieron las
doce en punto, un fugaz y frío abrazo dio
la bienvenida a la Navidad.
Esa noche soñé con él. Soñé que
estábamos tendidos en una cama de
matrimonio, él con el pecho desnudo y
yo con una camiseta negra de tirantes.
Las sábanas eran de un color amarillento
horrible y nos mirábamos a los ojos. No
hablábamos ni hacía falta tocarnos para
sentirnos. Solo nos observábamos, en
silencio. Él parecía tan en paz, tan
relajado consigo mismo, tan aliviado de
aquello que cargaba en su corazón, que
yo también experimenté lo mismo hasta
que me desperté sin sobresaltos y
comprendí que todo había sido un sueño.
El más bonito que había tenido en
años.
A los pocos minutos me senté
sorprendida cuando Emma se apresuró a
entrar en la buhardilla mientras yo
intentaba borrar la imagen de él de mi
memoria.
—¿Qué sucede? —pregunté cuando
depositó un paquete alargado en mi
regazo.
—Para que veas que te apreciamos
—dijo con una sonrisa, aunque sonó a
reproche—. Ábrelo.
Empecé a quitarle el envoltorio a la
cajita rectangular.
—¿Qué es? —indagué, pero una
pulsera de plata apareció ante mí y los
ojos se me cargaron de lágrimas. Era
una réplica exacta de la pulsera que
perdí en esa fiesta a la que Angy me
había obligado a asistir cuando teníamos
diecinueve años.
—Felicidades, Linda.
Fruncí el ceño hasta que me percaté
de que estábamos a veintiséis de
diciembre.
Cumplía veintinueve años.
—Gracias —musité pugnando por
reprimir con todas mis energías el llanto
que amenazaba con hundirme en la
miseria—. No la volveré a perder. Te lo
prometo.
Ella afirmó con la cabeza.
Nada de besos ni abrazos.
La melodía de mi móvil nos
interrumpió.
—Responde. —Señaló el aparato—.
Rufus y yo iremos a desayunar por ahí.
No era una invitación.
—Que os divirtáis, y gracias de
nuevo.
Ella afirmó una vez más y
desapareció bajando con elegancia las
escaleras.
Recibí la llamada.
—¿Sí? —dije a pesar de que había
reconocido el número de teléfono.
—Ha despertado.
Esas palabras me produjeron una
tremenda y dolorosa presión en el
pecho. Láminas de sudor empezaron a
concentrarse en las palmas de mis
manos a la vez que un escalofrío viajaba
por todo lo largo de mi cuerpo. Intenté
respirar hondo, pero casi me ahogué con
el escaso aire que asistió a mis
pulmones.
—¿Cuándo?
—Hace veinticuatro horas. —El tono
del agente Pierce era serio y cauteloso
—. Abrió los ojos durante el turno de
noche de una de las enfermeras, pero
enseguida volvió a quedarse dormido.
Hoy ha vuelto a despertar. —Tras una
breve pausa, continuó—: Los médicos le
están bajando la dosis de los calmantes.
No falta mucho para saber a ciencia
cierta si Zack Cassidy ha salido del
coma.
El simple hecho de oír su nombre en
voz alta me estremeció con violencia.
Había procurado no pronunciarlo ni
siquiera en mi cabeza. Si no lo decía, no
era real. Si no pensaba en alto en él,
nada de lo que sucedió había sucedido.
Pero él era tan real como la quemazón
que transitó por cada uno de mis
músculos hasta rodear mi corazón,
envolviéndolo, sintiendo cómo se
tornaba tan frágil como un jarrón de
cristal.
—¿Se sabe si hay secuelas en su
cerebro?
Tres meses y medio en coma era
muchísimo tiempo. De las seis balas que
disparé contra él dos impactaron en su
abdomen, sin contar el golpe que se dio
en la cabeza al caer al suelo y la gran
pérdida de sangre que sufrió antes de
que una ambulancia fuera a socorrerle al
almacén. Tuvieron que hacerle varias
transfusiones de sangre y una
reanimación cardíaca de camino al
hospital.
Casi lo había matado.
—No lo sabremos hasta que esté
cien por ciento consciente y lo examine
el médico.
Sin saber qué decir ni qué hacer,
realicé un movimiento de afirmación con
la cabeza.
—Bien.
Se produjo un corto silencio.
—Si su estado mejora y las cosas
siguen como deberían de seguir, te
llamarán para declarar y tendrás que
explicar todo lo que nos explicaste a
nosotros.
—Lo sé. —Tragué saliva, trémula y
asustada—. Pero no te preocupes. Voy a
hacerlo… Lo haré —añadí más firme—.
El día del juicio declararé contra Zack
Cassidy.
Y lo haría.
Me lo había prometido a mí misma
en innumerables noches de insomnio. No
me echaría atrás, aunque mi elección
implicara escoger la cara más amarga de
la moneda.

Miércoles, 13 de enero de 2010


Tribunal Superior, Sacramento.
Me marché de Tacoma tras la
llamada del agente Pierce. Mis tíos, al
decirles que no me quedaría más con
ellos, casi soltaron un suspiro por no
tener que mostrarme más en público y yo
casi lo hice también, pero por no tener
que soportarlos a ellos.
El Año Nuevo lo recibí durmiendo.
O mejor dicho desvelándome cada dos
por tres, nerviosa a morir porque los
federales aún no se habían puesto en
contacto conmigo, mientras oía cómo los
atronadores estallidos de los fuegos
artificiales explotaban en el cielo y lo
teñían todo de colores y chispas
agradables.
La semana siguiente fue una
verdadera tortura. Estaba recostada en
el sofá cuando una llamada entrante me
hizo dar un enérgico brinco. Era el
agente Pierce. No tuvimos una
conversación larga, pero las pocas
frases que intercambió conmigo fueron
suficientes para que me pusiera a
temblar de miedo.
«Zack Cassidy ha pasado los últimos
días consciente».
«Su cerebro funciona a la
perfección».
«El juicio se celebrará el trece de
enero».
«Está listo para declarar».
La última frase reverberó en mi
cerebro una y otra vez.
Como una alarma.
Yo también estaba lista para
declarar, pero ¿lo estaba para tenerle
frente a mí, enterrar mis sentimientos y
actuar con coherencia a pesar de que mi
corazón perecía ante tal planteamiento?
«Nadie se muere por falta de cariño»,
solía decirme no mucho tiempo atrás. Y
era cierto. Nadie se muere por no amar
o por no ser amado, pero una vez que lo
experimentas y no puedes seguir
sintiéndote así, la sensación que te deja
por dentro es muy parecida a estar
muerto.
El fin de semana se me hizo corto,
pero los minutos de espera se me
hicieron eternos en el edificio del
Tribunal Superior del Condado de
Sacramento. Estaba sentada en un banco
fuera de la sala de vistas donde se
llevaría a cabo el juicio, el cual había
iniciado hacía veinte minutos. No podía
oír ni una palabra o murmullo desde la
distancia, pues la sala estaba
insonorizada.
Poco después de que hube llegado al
juzgado, el oficial Pierce habló
conmigo. En aquel momento la puerta de
la sala se acababa de cerrar, pero pude,
y aún podía, percibir la presencia de
Zack al otro lado de la pared. Sentía esa
insólita atracción que me hacía querer
regresar a él, esa necesidad que se había
convertido en un alimento vital, en lo
único que parecía mantenerme con vida.
Pierce me explicó que, cuando me lo
indicaran, yo entraría en calidad de
testigo. Prestaría juramento y me
sentaría en la primera fila. La fiscalía
expondría las pruebas recaudadas y yo
daría mi versión de los hechos y
respondería las preguntas que me
hiciesen. Por último, me pidió que
evitara mirar a Zack, que estaría en la
zona de la izquierda. «No queremos que
haya malentendidos, ¿cierto?», me había
preguntado el agente antes de entrar en
la sala para que diera comienzo la
sesión.
Respiré hondo y me incliné hacia
delante, ansiando poder aislarme de
aquel mundo frío.
De repente, la puerta de la sala de
vistas se abrió.
—Linda Evans —dijo un funcionario
robusto—. ¿Linda Evans? —repitió
cuando no reaccioné.
Pestañeando, me levanté del asiento.
Había elegido con meticulosidad mi
vestuario: zapatos negros de tacón, falda
gris grafito de tubo, blusa de manga
larga color ciruela y americana gris. Mi
pelo, recogido en una coleta tirante.
Cuando me vi en el espejo, no pude
evitar recordar aquellos días soleados y
calurosos en los que solía conducir
hasta Nueva Folsom y me dedicaba a
entrevistar a Zack mientras él me
sonreía con arrogancia al otro lado de la
mesa.
Me dio un vuelco el estómago.
Enseñé mi carné de identidad y entré. La
sala no era grande, pero me sentí
intimidada. Mientras recorría el
estrecho pasillo enmoquetado, elevé la
barbilla y clavé la vista a lo lejos.
Pierce me había dicho que no bajara la
mirada ya que el jurado podría pensar
que tenía intenciones ocultas, que
actuara con normalidad y fuera sincera
todo el tiempo. «No mires a la
izquierda. No lo mires. No lo hagas»,
me repetí a mí misma como un mantra.
El silencio era sepulcral.
De cara a mí, en la parte frontal,
presidiendo el acto y en un estrado más
elevado que los demás, estaba la jueza.
Rondaría los cuarenta y pocos años,
tenía la piel aceitunada y el pelo corto
negro azabache. A su izquierda, se
hallaba el fiscal y a la derecha, el
secretario y otro funcionario que
grabaría el juicio. Después, en otras
mesas, localicé a los abogados y al
procurador, seguido de más hombres a
los que no había visto en mi vida.
Trémula, me acomodé en el asiento.
Había un micrófono pegado a la
superficie de la mesa, pero no hablé
hasta que así me lo expresaron.
Con un gesto y mirándome seria, la
jueza me hizo ponerme en pie mientras
me explicaba que no podía mentir como
parte ceremonial del juramento.
—Lo juro —dije con voz
temblorosa. Y con otra seña me pidió
que me sentara otra vez.
Intenté sostenerle la mirada en todo
momento mientras ella se expresaba con
la típica inflexibilidad que poseen los
jueces, pero al cabo de pocos segundos
no pude seguir prestando atención a sus
palabras y sin querer bajé la mirada
hacia la mesa.
No podía concentrarme. Le sentía tan
próximo a mí como si lo tuviera en mi
espalda, soplando sobre mi nuca, con su
cálido aliento haciéndome cosquillas.
Al pensar en eso se me convulsionó la
respiración y empecé a tiritar
violentamente, como si una ola de nieve
hubiera sido asentada sobre mi cabeza.
El dolor que notaba desde hacía meses
se propagó parcialmente por mis
vísceras mientras el ardor de la pérdida
se reventaba en mi estómago a la vez
que su aroma, que no había olvidado ni
un miserable segundo, saturaba mis
fosas nasales.
Cerré los ojos cuando mis latidos se
tornaron impetuosos, agonizantes y
ansiosos.
De repente, mi nombre resonó en la
atmósfera. Era la jueza. La oí otra vez,
con más exigencia. Pero la gravedad
parecía haberse adueñado de mis
movimientos y, entonces, aquella
inagotable fuerza misteriosa e hipnótica
que nacía desde lo más profundo de su
alma me arrancó de cuajo de mi
estupefacción. Con suma lentitud entorné
los párpados y, de inmediato, me
encontré con sus ojos multicolor.
Zack también me estaba mirando.
Fijamente.
Una contradicción de sentimientos
poderosos se anudó en mi interior al ver
que su pelo y su barba habían crecido,
pero nada en él lucía frágil; aunque el
cansancio había castigado sus facciones.
Iba vestido con ropa informal, pero sus
muñecas estaban esposadas y sus
tobillos sujetos a unos constreñidos
grilletes de acero. Era el mismo hombre
que había conocido en la cárcel, solo
que más endurecido y más lejano a todo
lo que le envolvía. Excepto de mí. Por
alguna razón no podíamos evitar volver
al mismo punto de partida; uno
demasiado tóxico y dependiente para
que fuera considerado como sano en una
relación.
Nos miramos comunicándonos sin
palabras. Y a mí me bastó ese segundo
para tomar una decisión. La definitiva.
La que pondría punto y final a lo
nuestro.
Él pareció entenderme, pues
descendió la mirada con una mueca de
congoja en los labios mientras sus iris
danzaban transparentes y apretaba la
mandíbula para contrarrestar el dolor
que le provocaron mis silenciosas
manifestaciones.
Las lágrimas se amontonaron en mis
ojos y las dejé caer voluntariamente por
mis mejillas.
Era momento de decir «hasta
siempre» a los recuerdos.
Empezar una nueva vida.
Desde cero.
Lejos de todo.
Y sin las barreras del pasado.
25
Zack
Jueves, 8 de mayo de 2014
Prisión de Nueva Folsom.
Linda. Fue la primera palabra que
emigró de mis labios tras salir del coma
y encontrarme en una habitación blanca,
de apariencia neutra, custodiada día y
noche por varios agentes de seguridad,
que iban armados como si estuvieran en
la mismísima guerra de Vietnam, en el
Sutter Medical Center, Sacramento,
después de, según me informaron más
tarde, haber sido trasladado desde el
Hospital de Seattle.
Qué cojones.
Incluso después de cuatro años, su
nombre aún era lo primero que pensaba
al despertarme y lo último que rugía
como un zumbido en mis oídos antes de
dormirme en el fino colchón de mi
celda. Era una sensación delirante y
morbosa, que se repetía una y otra vez
en mi cabeza, como si mi cerebro
estuviera en modo repetición.
Era una putada. Una grandísima
putada no poder desterrarla de mis
pensamientos. Toda ella se había
grabado en mi oscuridad. Y, al parecer,
mi sádica mente se había propuesto ser
una cabrona conmigo, pues no paraba de
evocar como un disco rayado aquella
fría mañana de enero; el día que se
celebró mi juicio en los juzgados de la
capital.
Aún tenía presente cada detalle de lo
ocurrido, como si hubiera sucedido ayer.
Recordaba el momento exacto en que
Linda entró en la sala con el propósito
de ignorarme, como si yo no me hubiera
hallado a tres malditos metros de ella.
Se había sentado con tensión en el
cuerpo y, a los pocos segundos, había
girado poco a poco la cabeza en mi
dirección, como si no deseara hacerlo y,
sin embargo, no pudiera reprimir el
impulso.
Ojalá hubiera podido levantarme y
acercarme a ella. Quería hablarle, darle
una explicación, aunque lo cierto era
que no había mucho más que añadir. Aun
así, me urgía confesarle que me
arrepentía de muchas de las cosas que
había realizado en el pasado, y todas y
cada una tenían que ver con ella, a pesar
de que me había cosido a balazos el
abdomen. O que me quería más muerto
que vivo o que se despachó a gusto
contra mí en vez de contra Benicio,
aunque lo extraño habría sido que no
hubiera apretado el gatillo contra
ninguno de los dos.
Tuve la mala suerte de ser el
elegido, pero a fin de cuentas fui yo
quien mató a sus padres bajo el mandato
de ese capullo rastrero, sin detenerme a
pensar en nada, ni siquiera en que ellos
tenían una hija menor a la que proteger.
Joder…, aquel había sido mi primer
homicidio. «Pero ¿qué coño importa?»,
me había dicho antes de aniquilar a
Scott y a Jessica Evans. Si no lo hacía
yo, otro miembro de la pandilla se
encargaría de cumplir la orden. Y a mí
me habrían liquidado por desobediencia
o por gallina, según lo mirara Benicio.
Sin embargo, debí habérselo
confesado a Linda. Al final la gran bola
de mierda que yo mismo había creado
terminó explotándome en el careto. Y
como consecuencia, no solo por el
asesinato de sus padres sino también por
las falsedades que no paré de proferir
durante días, había lastimado a Linda.
Debería haber mantenido la polla
guardadita en los pantalones y haber
enviado a Linda a su casa cuando lo
único que existía entre nosotros era una
arrolladora tensión sexual no resuelta.
Le habría dolido al enterarse, sí, pero no
tanto.
La pérdida duele.
La traición arde de cojones.
En cuanto Linda dejó de resistirse,
sus ojos se posaron sobre los míos y
supe enseguida en qué estaba pensando.
Llegados a ese nivel, ella no podía
ocultar sus emociones y las mías
estuvieron a punto de dejarme en
evidencia. Nuestras miradas conectaron
de inmediato y comprendí qué tan jodida
era nuestra situación. Y también entendí
que, aunque me había herido perder a
John en su momento, hasta ahora no
había conocido el auténtico significado
de la palabra «tristeza». Sin embargo,
aprendí la lección en un santiamén
cuando ella se me quedó mirando con
una intensidad tan violenta como
rabiosa, atestada de desconsuelo.
Tuve que bajar los ojos antes de que
la audiencia advirtiera lo mucho que
sentía por ella; lo que se había estado
cociendo a fuego lento en mi interior
hasta que los sentimientos habían
llegado a un tope sin retorno. Tuve que
camuflarme en mi indiferencia,
asfixiarme en mi propio silencio, antes
de que las emociones me ahogaran al
percibir con melancolía todo lo que
había perdido.
Que la había perdido a ella.
El juicio se sintió como un puto
infierno. Estaba cansado, hasta la polla
de todo, molido por las heridas aún no
sanadas y enfadado conmigo mismo
porque ni siquiera había logrado matar a
Benicio; aunque conocer que le jodí la
columna me hizo soltar una carcajada
silenciosa.
Depender de terceras personas en un
mundo como el nuestro, lleno de
oscuridad y de sombras, se parecía
bastante a haberla palmado. Porque si el
amor puede mandarte al otro barrio,
siéntate y espérate a confiar en otra
persona.
Pero ser responsable de su reciente
condición no me hizo sentir menos
cabreado, porque lo estaba y bastante,
hasta la jodida médula, pues mi meta
siempre fue cargármelo con mis propias
manos, desollarlo vivo y muy despacio.
Pero, en cambio, eché por tierra todo
cuanto me pertenecía a causa de aquella
corrosiva obsesión por vengarme. Yo
mismo me condené a perder a las pocas
personas que formaban parte de mi vida.
Benicio solo me facilitó el trabajo
poniéndome la zancadilla por el camino
para que me hiciera un poco más de
daño en el proceso.
Típico de ese hijo de perra.
Los abogados y los miembros que
componían el tribunal, todos ellos
ataviados con togas, le hicieron varias
preguntas a Linda, muy similares a las
que yo había respondido antes de que
ella apareciera en escena. Mientras lo
hacían, no mostraron clemencia con ella.
Sus gestos adustos tenían la finalidad de
intimidarla, pero Linda aguantó el tipo
durante gran parte de la sesión. No
obstante, cuando las cuestiones se
tornaron más personales, más dolorosas
de responder porque los recuerdos eran
también más ácidos, y hubo terminado
de relatar los días que la obligué a estar
conmigo, saltándose varios episodios
que prefirió que permanecieran en el
anonimato, lució nerviosa y empezó a
titubear.
A la jueza no se le pasó
desapercibida la reacción de Linda ante
la pregunta por qué no procuró escapar
de mí o contactar con la policía cuando
fingió reemplazar a Miranda Blair en el
Hospital Psiquiátrico, aunque estuviera
coaccionada por mí.
¿Por qué no me puso más
resistencia?
El rostro de Linda se descoloró.
Separó los labios y respiró hondo.
«Porque temía por la vida de mi
mejor amiga», fue su respuesta. Le
tembló la voz al hablar. El micrófono
casi pegado a su boca intensificó su
estremecimiento.
Ellos le volvieron a formular la
misma pregunta. Esas personas eran
astutas. Sabían que algo no cuadraba en
su versión de los hechos. Nadie tenía la
menor duda de que Linda había
disparado contra mí en defensa propia,
acto que yo no desmentí pues, al fin y al
cabo, ambos fuimos descubiertos con un
arma de fuego en la mano cuando los
agentes derrumbaron la puerta del
almacén. Pero lo que no encajaba,
aunque ella lo explicara miles de veces,
era que tras ser detenida y puesta en
libertad en la comisaría de Redding,
hubiera acudido a mí otra vez y que
incluso pareciera intentar protegerme
durante el interrogatorio.
Cuando Linda no pudo darles una
explicación más convincente, porque no
la había, salieron a la luz los rumores
que se habían divulgado sobre nosotros.
«Puede que no haya querido huir del
señor Cassidy porque ambos mantenían
una relación mucho más íntima de la que
pretenden admitir», dijo el fiscal.
No había que ser ningún lince para
darse cuenta de que Linda no había
contado nada sobre nuestro romance,
por llamar nuestra retorcida relación de
una manera oficial. Con etiquetas. Ella
quería limpiar su nombre mancillado
por las circunstancias, volver a ser
respetada como psicóloga forense y,
sobre todo, como mujer; emprender una
vida nueva y dejar atrás todos los
prejuicios que la perseguían desde que
la involucraron en el mismo saco que a
mí, así que, aunque me partiera el alma y
me doliera a morir, la ayudé a conseguir
lo que tanto anhelaba. Se lo debía.
La siguiente pregunta la formuló la
jueza.
«Linda Evans, ¿tuvo relaciones
sexuales con Zack Cassidy?».
El silencio se dilató un momento en
la sala seguido de una explosión de
murmullos que provenían de la fila del
público. Cesaron cuando la jueza puso
orden golpeando dos veces la mesa con
el mazo.
Linda parecía estar a punto de
desmayarse.
Y yo, entonces, decidí sacar el
último comodín que conservaba bajo mi
manga.
—Tiene razón, señoría —dije en
plan irónico, encogiéndome de hombros
—. Me la follé un par de veces. —Los
murmullos regresaron con un sordo
estruendo—. No se preocupen. A la
doctora le gustó, aunque chillara y
pataleara como una perra.
Linda ahogó un grito de horror que a
decir verdad quedó de puta madre en
aquel momento. Le daba un toque de
dramatismo al panorama, justo lo que le
hacía falta para parecer una víctima
delante de esos ojos hambrientos de
información.
—¿Es eso cierto? —preguntó la
jueza con la misma expresión de
espanto.
—Aunque lo niegue, sucedió así —
continué diciendo con un desinterés
denigrante.
La mujer me fulminó con la mirada.
Linda no se atrevió a mirarme.
—Usted, cállese y no hable hasta que
así se lo autorice —me exigió en tono
crudo antes de dirigirse a Linda con una
expresión mucho más suave que la
anterior—. Señorita Evans, no tema y
responda. ¿Sufrió abusos sexuales por
parte del señor Zack Cassidy?
Más silencio.
Segundos interminables.
Expectación al rojo vivo.
«Vamos, Linda. Acepta esta
oportunidad y continúa con tu vida.
Tómala. Te mereces algo mejor que
esto», le dije mentalmente, aunque en el
fondo no quería que lo hiciera. Si no lo
hacía, al menos me quedaría la dicha de
saber que no la había perdido del todo,
aunque jamás volviéramos a estar
juntos. Pero si mentía…
Si lo hacía…
Mi corazón se bambaleó en mi pecho
al oír las siguientes palabras que
hicieron eco en la sala.
Reprimí un aullido de dolor.
—Sí… —susurró Linda mientras le
temblaba el labio inferior. Rompió a
llorar y se cubrió el rostro con las
manos, como si estuviera avergonzada.
Sus sollozos me hirieron por dentro. Me
desgarraron—. Él… Es…es verdad.
Me… violó, abusó de mí.
Los miembros del jurado la miraron
con compasión.
Y yo terminé de convencerme de que
Linda ya no pertenecía a mi vida.
Me declaré culpable de todos los
delitos que tenían en mi contra, de los
cadáveres que habían encontrado a lo
largo de los años, incluido el matón al
que le volé los sesos y el policía al que
le desfiguré media cara de un balazo.
Incluso cuando me echaron la culpa de
la muerte de Miranda Blair no protesté,
pues las evidencias demostraron que mis
huellas estaban en el cuerpo de la
psiquiatra. Sin embargo, el homicidio de
Angela quedó en suspenso por falta de
pruebas más concluyentes, aunque
estuvieron a un pelo de inculparme por
ello también, por eso de estar en la
escena del crimen y no sé qué chorradas
más.
A la semana siguiente del juicio, tras
recibir el alta médica, me enviaron en un
bus de presos a Nueva Folsom con
quinientos años de sentencia, sin olvidar
las tres cadenas perpetuas que tenía
acumuladas de antes. Entré en el trullo
con una cadena alrededor de la cintura y
las muñecas apretadas por unas esposas
que estaban conectadas a la misma
cadena. Lo mismo sucedió con mis
tobillos.
Respecto a Linda…, no la volví a
ver desde que salió corriendo de la sala
de vistas apenas concluyó la sesión, con
el rostro empapado de lágrimas,
sollozando en silencio.
Esa era la última imagen que poseía
de ella. La penúltima, se remontaba a
cuando me disparó en el almacén
mientras me miraba con odio y
pesadumbre. No sabría decir cuál era
peor. Quizás la que se proyectaba en ese
instante: la imagen de mí mismo cuatro
años después, mirando el techo de mi
celda. Sin ella a mi lado.
Había tenido la esperanza de ser
trasladado a Texas o a la jodida prisión
de San Quentin, donde la pena capital
aún estaba vigente. Pero no tuve tanta
suerte. «La muerte es una salida
demasiado humilde para que la disfrute
un hombre tan ruin como usted, señor
Cassidy», había declarado la jueza antes
de levantarse con porte autoritario e irse
por una puerta que había detrás de la
tribuna.
Desde entonces mi vida en la trena
seguía siendo una mierda. Tras el motín,
el centro penitenciario decidió adoptar
nuevas medidas de seguridad mucho más
severas. Las pandillas estaban más
separadas que antes en un vano intento
por evitar conflictos internos, tanto en el
comedor como en el patio de recreo. La
vigilancia se reforzó instalando cámaras
de seguridad en todos los ángulos
muertos y añadieron unas cuantas más en
los pasillos. Los oficiales custodiaban
los muros con enormes rifles en las
manos, cargados para disparar.
Pero esas reglas eran inútiles. Desde
el principio el plan fracasó, pues
tardaron más de ciento cincuenta días en
reparar los estragos que había
provocado la revuelta; meses en los que
los niveles permanecieron cerrados;
semanas en las que estuvimos aislados
porque ni siquiera los comedores
pudimos pisar. ¿Qué pasó cuando
finalizó aquel estado de alarma? Pues
que los leones aburridos de tanto
encierro salieron a cazar. En menos de
tres meses hubo centenares de
apuñalamientos y decenas de asesinatos
entre pandillas rivales, que la trena
pugnó por omitir.
Yo sabía muy bien de lo que hablaba.
Tenía el cuerpo cubierto de cicatrices.
Acaricié mi descuidada barba
mientras recordaba el día en que me
apuñalaron en las duchas, a pocas
semanas de cumplir mi primer año en la
prisión. Se suponía que dos guardias
estaban vigilando el rellano, pero en
cambio sentí la piel de mi espalda
siendo picoteada con concisos
movimientos de muñeca y descubrí un
negro de la pandilla de los Bloods
sonriéndome con sus dientes de
pordiosero. Lo habían trincado en
Sacramento y odiaba a muerte a La eMe,
aunque yo no era un puto miembro de la
Mafia Mexicana. Se la sudó aquel dato,
obviamente. El hijo de puta arremetió
contra mí usando un objeto que no
lograron identificar y se piró de las
duchas antes de que alguien se diera
cuenta de sus malévolas intenciones.
A los pocos minutos los guardias
vociferaron que debía vestirme y al no
obtener respuesta, entraron en el aseo y
me encontraron tendido en las baldosas,
desangrándome. Me trasladaron en
estado crítico a urgencias. Casi la palmé
en la mesa de operaciones.
A las tres semanas me mandaron de
regreso a la trena y una semana más
tarde, sorprendí a ese mismo capullo en
un rincón del patio, fumándose un
pitillo. Cuando se percató de mi sombra,
yo ya le había propinado una paliza
brutal que lo dejó inconsciente en el
hormigón. Nadie me vio. Y los agentes
no pudieron justificar dónde se
encontraban cuando la prensa hizo
preguntas impertinentes, después de
emitir la noticia de que aquel culo negro
había sido hallado con el cuello
seccionado. Nunca consiguieron dar con
el culpable.
Mi segundo año fue más divertido.
Me metí en una pelea de pandillas por la
simple motivación de sentir algo más
que…, bueno, algo más que la absoluta
nada. ¿El resultado? Cuatro costillas
rotas, los dos ojos morados como
berenjenas y siete puntos en la ceja
derecha. Al poco tiempo de regresar
hecho un Cristo de la enfermería, dos
miembros de los Bloods me tendieron
una emboscada de camino al comedor.
Me internaron de nuevo en el hospital,
esta vez con un tajo de quince
centímetros en la parte baja del
estómago. Según alardearon esos
sádicos con sus colegas, querían
arrancarme los intestinos y hacérmelos
tragar a la fuerza.
Putos pirados.
Pero a pesar de las heridas, gracias a
ese incidente tuve noticias del mundo
real. O más bien de las nuevas que
hacían referencia a Benicio. Las
enfermeras no eran muy discretas
cuando llevaban aguantando largos
turnos de noche y el paciente parecía
estar sedado. Según comentaron entre
susurros altos, Benicio no duró ni año y
medio entre rejas. No se sabía cómo,
aunque quizás hubiera sobornado a
alguien de alta autoridad en la cárcel,
pero lo dejaron en libertad con cargos.
Benicio no era gilipollas. Que el
Cártel de Sinaloa le hubiera costeado un
abogado le proporcionó una pequeña
pista sobre lo que le podría suceder.
Pero si Benicio era un hombre
inteligente, el Cártel lo era mil veces
más. Ellos siempre se anticipaban a las
estrategias de sus peones.
Benicio y su silla de ruedas no
tardaron en huir a Seattle para buscar un
dinero guardado y, de paso, para cerrar
varias cuentas pendientes que le harían
un poco más rico de lo que ya era, antes
de fugarse a algún sitio inesperado. Pero
lo asombrosamente inesperado fue el
gran montón de mierda con el que se
toparon tres agentes de policía, una
gélida mañana de diecinueve de marzo
de 2011, frente a uno de los coches
patrulla que no podía salir del
aparcamiento.
El conductor de dicho vehículo, un
hombre mayor a punto de jubilarse, se
bajó frustrado a la misma vez que sus
compañeros se acercaban al barril que
imposibilitaba la salida. Sobre la tapa,
reposaba una notita que decía: «De
nada».
Los oficiales se quedaron perplejos
cuando destaparon el barril y vieron un
cuerpo disuelto en ácido. Horas más
tarde, el Cártel de Sinaloa difundió un
vídeo donde torturaban a gusto a
Benicio, presionándolo para que les
dijera dónde estaba el dinero a la misma
vez que, entre gritos, advertían a los
traidores y a sus enemigos que no
mostrarían compasión con ellos. Tras
arrancarle las confesiones con
desmedida brutalidad, metieron su
cuerpo atado, vivito y coleando,
jadeando como un puto cochino en
apuros, en el barril lleno de ácido.
La supremacía del carismático
Benicio Velázquez había concluido. Al
fin y al cabo, él no era más que uno de
los cientos de títeres que movía la
mercancía del Cártel en los Estados
Unidos. El pez gordo se había tragado
de un bocado al pez pequeño, como
sucedía la mayoría de las veces en
nuestro mundo. Pronto otro hijo de perra
con menos cerebro y más ambicioso que
Benicio le reemplazó en el poder de las
calles de la gran y corrupta ciudad de
Seattle.
Aquella mañana mis ansias de
venganza desaparecieron de un plumazo.
No obstante, mi perpetuo castigo
continuó. Porque si los rumores de la
ejecución de Benicio se propagaron
como la pólvora, también circularon
rumores sobre La Puta de Sacramento,
también conocida como La loca del
Estado de California.
Las malas lenguas señalaban que
nadie había vuelto a ver a Linda desde
que vendió a bajo precio su vivienda y
que se había marchado de Sacramento
sin decir nada a nadie. Algunos dijeron
que buscó refugio en Nueva York y que
rehízo su vida en La Ciudad de Los
Sueños. Otros, que se alojó en Dakota
del Norte y que al poco tiempo de
instalarse allí conoció a un hombre
cristiano, buena persona y con un poder
adquisitivo superior a la media, que
estaba temporalmente en la zona. Poco
después se confirmó que la última
especulación era la correcta. Y también
entendí en mis propias carnes cuánto
jodía amar a alguien.
Los dos se enamoraron
perdidamente. Él invitó a Linda a viajar
a Berlín donde tenía su residencia en la
capital alemana. Ella aceptó casi de
inmediato, según explicaron los más
chismosos. A las pocas semanas de vivir
juntos decidieron casarse en una
ceremonia íntima, con paisajes de
ensueño de fondo.
La última noticia que me había
llegado de la idílica parejita ocurrió el
año pasado cuando los habitantes del
estado de California, quienes no habían
olvidado el supuesto romance entre una
psicóloga forense y un asesino a sueldo,
la descubrieron paseando agarrada de la
mano de su perfecto marido en las calles
más concurridas de Sacramento. Se
desconocía el motivo de aquella visita,
aunque quizás solo estuvieran haciendo
eso: visitando la ciudad.
Saber todo aquello me abatió hasta
hacerme sangrar por dentro, pero no
tanto como cuando también me enteré,
atragantándome con mi propio dolor, de
que Linda lucía una tierna y abultada
barriguita de cinco meses de
embarazada.
Jodida vida de mierda.
Hacía ya cuatro años de nuestra
separación.
Ahora ella era la mujer de otro
hombre.
Era feliz con él.
Sonreía.
Él la hacía sonreír.
Cuatro años que la perdí para
siempre. Y, sin embargo, a pesar del
tiempo que había transcurrido, ella era
lo único que seguía matándome poco a
poco, día tras día.
26
Zack
Martes, 10 de junio de 2014
Patio de recreo, Nueva Folsom.
Si miraba al frente no vería más que los
enormes muros de hormigón y las altas
vallas de alambre de espino
electrificadas, rodeando como
tentáculos la prisión.
En cambio, si echaba un vistazo a la
derecha encontraría un grupo de seis
subnormales charlando y fumando
mientras el sol les humedecía los
rostros, estallando de vez en cuando en
estrepitosas carcajadas. Eran los
Sureños. Sus miembros tenían tatuada la
palabra Sur y también una estrella
quebrada que dejaba claro su enemistad
con los Norteños, sus archienemigos.
Otros agregaban el número trece a sus
símbolos, que representaba la letra «m»
en el alfabeto latino y significaba
«Matones. Matanzas. Mexicanos» como
homenaje a La eMe, quien mantenía un
acuerdo con ellos. A esa fructífera pero
chocante alianza había que sumársele la
pandilla La Hermandad Aria, una puta
logia de asesinos con ideologías nazis.
En la zona de la izquierda, en
contraste, estaban los negros. Ellos
también se dedicaban a fumar y a
carcajearse mientras fulminaban más
que de vez en cuando a las pandillas de
marrones y blancos. Se hacían llamar
los Crips y odiaban tanto a las cabezas
rapadas como a los Sureños y a los
Bloods; en especial a estos últimos. Con
decir que uno de sus típicos símbolos
estaba asociado a las iniciales BK, que
se traducía como Asesinos de Bloods,
era más que suficiente para entender
cuánto odio existía entre ambos bandos,
aunque tuvieran el mismo color de piel.
«De puta madre», pensé aspirando el
humo de mi pitillo.
Una nueva pelea era lo único que
faltaba para añadir más leña al fuego. La
tensión podía cortarse con un cuchillo.
Incluso cuando el día parecía que iba a
ser de lo más tranquilito se convertía en
una caótica mañana donde la sangre
corría a sus anchas. Los reclusos solían
caer como moscas por cualquier
tontería.
Por eso mismo, para evitar ver la
mierda que circulaba por ahí y por allá,
mis ojos residían clavados en el suelo
mientras me llevaba el cigarrillo a la
boca y gozaba de los pequeños placeres,
como degustar el tabaco o apreciar el
ardor del humo raspándome la garganta.
Eso era mucho mejor que contemplar
cómo esos cabrones planeaban
asesinarse los unos a los otros al final
del día o quizás de la semana.
Estaba dando una impetuosa calada
cuando atisbé una figura flacucha y
alargada sentarse a mi lado. No me giré
hacia él ni realicé movimiento alguno a
pesar de que notaba sus ojos fijos en mí.
Llevaba haciendo lo mismo durante los
últimos siete días, así que no iba a
responder a la explícita provocación
ahora.
Como si me hubiera leído la mente,
hizo crujir los huesos de los nudillos y
soltó una risotada.
—¿Quién es ella? —me preguntó,
divertido. Sin hacerle ni puto caso
continué fumando—. Vamos, esto es un
aburrimiento. Háblame de esa chava.
Llevo tres noches seguidas oyéndote
jadear como un perro en tu celda. —Lo
miré con hastío y alcé una ceja. Era un
niñato de no más de veinticinco años.
Tez morena, pelo oscuro y ojos negros.
El típico mexicano que había pasado la
pubertad hacía tiempo, pero que no tenía
ni un jodido vello en la cara—. Me
llamo Eduardo, por cierto, pero mis
amigos me dicen Lalo.
Entrecerré los párpados hasta que
solo fueron una línea gris.
—¿Sí? —inquirí en plan irónico—.
Y ¿quiénes son tus amigos?
Sonrió ante la pregunta y se subió la
camiseta blanca hasta el pecho. Sobre el
corazón tenía tatuado con tinta negra las
letras «eMe» y un poco más abajo,
donde comenzaba el abdomen, había un
colibrí. Ese dibujo representaba al dios
azteca de la fuerza y proclamaba que era
un digno soldado de la Mafia Mexicana.
Sus tatuajes me confirmaron sus
orígenes, sus alianzas y sus enemigos.
—Soy uno de los tuyos, hermano.
Noté los pulmones saturados de
humo a la vez que volvía la vista hacia
el horizonte.
—Hace mucho que no soy de nadie.
Se echó a reír y negó con la cabeza.
—Puedes ir con ese cuento a la poli,
pero a mí no me vas a llenar el cerebro
con pendejadas.
Arrojé el cigarrillo al suelo, apoyé
los codos en los muslos y sin cambiar la
expresión de mi cara, lo miré con
frialdad a los ojos.
—Primero: no hablo con la poli.
Segundo: lo que haga por las noches o
por el día, o cuando me salga del
mismísimo nabo, no es de tu puta
incumbencia —gruñí en voz baja—. Ve
a la otra punta del patio a que los
Sureños te lamen el culo, o atemoriza a
algún pobre desgraciado para que haga
algún trabajito sucio por ti, pero no me
toques los huevos o te enseñaré con el
puño que no pertenezco a tus jodidos
hermanos de la jodida Mafia Mexicana.
El chico alzó las cejas.
—Caray…, sí que te jode, pero aún
sigues siendo uno de los nuestros —
repitió como un loro. Se inclinó hacia
delante, con las piernas separadas y las
manos entrelazadas—. Siempre lo serás.
—Me estudió un momento de arriba
abajo—. Mírate, tienes la piel marcada
con tatuajes. Los dibujos que nos
simbolizan hablan por sí mismos.
¿Quieres dejar de ser uno de la
pandilla? Tienes dos opciones:
desgarrarte a tiras la piel, o esperar a
estirar la pata para que dejen de
relacionarte con nosotros. —Giró la
cabeza, lanzó un escupitajo que no llegó
muy lejos y volvió a mirarme—. ¿Y
bien? ¿Aún quieres darle la espalda a un
hermano?
Tenía razón. El tatuaje siempre me
señalaría como un integrante de la eMe.
—Vete a cagar. —Fue lo único que
dije antes de echar un vistazo a mi
alrededor. Dos blancos se estaban
pasando algo entre manos; un segundo
después ambos individuos continuaron
andando en direcciones opuestas por el
patio.
El guardia que se suponía que debía
estar pendiente de la zona no se percató
del fugaz intercambio.
Lalo resopló.
—Eres un sensiblero de mierda.
—Y tú un necio tocapelotas.
Se produjo un corto silencio entre
nosotros.
—Está bien… —dijo con una mueca
en los labios—. Me vale madre si no
formas parte de la pandilla. Me caes
bien de todos modos. ¿Sabes? Te he
estado observando. No eres muy
sociable, ¿cierto? —No esperó
respuesta—. ¡Qué hueva me da estar
aquí, carajo! ¿Cómo podéis estar así las
veinticuatro horas del día? Hablemos de
algo. ¿Cuál era tu cargo?
—Asesino —gruñí como
advertencia.
No funcionó.
—El mío era…
—Lo sé, maldita sea —lo interrumpí
con sequedad—. Toda la puta trena lo
sabe.
Eduardo o Lalo, también conocido
como el Nocturno, había sido detenido
la semana pasada en plena madrugada
tras cruzar la frontera con quince kilos
de cocaína y heroína en el maletero de
la furgoneta que conducía desde
Culiacán, México. Era la primera vez
que lo detenían en más de ocho años de
profesión en el contrabando de drogas a
los Estados Unidos, profesión que
heredó de su padre, que había muerto en
un tiroteo en México, a manos de Los
Zetas.
Lalo, con su mirada inocente y un
cuerpo inofensivo, aparentemente, había
burlado en innumerables ocasiones los
controles de seguridad de la frontera,
pero su apariencia de niño bueno no le
sirvió aquella vez. Encadenado de pies
y manos, como el criminal que era,
rebasó las puertas del trullo y fue
encerrado en una celda contigua a la
mía. Lalo permanecería mucho tiempo
entre barrotes. Unos treinta años, para
ser más exacto.
—¿Quién fue el cabrón que infiltró
la información de mi expediente?
Apunté con la barbilla a uno de los
guardias que pululaban por el patio.
—Ellos, pero tú tampoco has sido
muy discreto.
—Ya… —El nuevo silencio duró
tres segundos—. Entonces ya me
conoces. Genial. Y ¿quién es ella? —
Volvió a preguntar—. Te gusta mucho,
¿eh?
Se refería a Linda.
Cómo no.
Estar sin sexo no era ninguna
novedad para mí. Ya había pasado por
eso y era soportable en la medida de lo
posible. Tampoco iba a empezar a
abusar de niñatos desamparados en las
duchas o en cualquier esquina oscura
que encontrara desocupada. Además, las
pollas no eran lo mío. No me ponían
burro. Ni de ninguna otra forma. La
mano derecha era más que práctica para
desahogarme y descargar toda la tensión
bajo las sábanas de la cama. Pero lo que
nunca me desahogaría era tener que
recurrir a la imagen de Linda para
satisfacer esa necesidad. Por más que
intentaba imaginarme a mí mismo
follándome a otros coños, mi mente no
reconocía otro cuerpo que no fuera el de
ella.
«Pero Linda ya no era real. Hacía
mucho que se había convertido en un
recuerdo», me repetía a mí mismo
constantemente, pero no entraba en mis
cabales.
El placer de dejarme ir era temporal,
efímero.
El vacío que le seguía después
perduraba horas enteras, lentas y
dolorosas.
—Si no me gustara, no me la pelaría
pensando en ella.
Lalo se atragantó con una carcajada.
—Entiendo. —Estiró las piernas y se
cruzó de brazos—. Hay cada latina por
ahí. Son irresistibles. Hay mujeres que
son el Diablo. La tentación. El jodido
paraíso.
—Es americana —dije conteniendo
una sonrisita burlona.
Perfiló una mueca y meneó la cabeza
como si no diera crédito a que yo
prefiriera las sosas curvas de una gringa
emperifollada a las naturales curvas de
una latina.
—¿Y qué pasó con ella?
Saqué otro cigarrillo y lo encendí
mientras sentía una punzada de dolor en
el pecho.
—Se casó con otro. —Le oí emitir
un largo silbido. Me encogí de hombros
y exhalé poco a poco el humo—. Tienen
un hijo juntos, creo que un varón.
—Ya… —dijo con cierta
incomodidad. Pasaron varios minutos
antes de que él decidiera romper el
denso silencio—. ¿Sabes? Yo no
debería estar aquí. ¿Treinta años de
condena? ¡No mames, carajo! Hay
pedófilos que cumplen menos por haber
violado repetidas veces a alguna niña.
—Se frotó la mejilla con indignación—.
Yo no debería estar en este sitio. No,
señor, no debería estar aquí.
—No eres el único que piensa eso.
—No voy a pudrirme en esta
fortaleza. —Miró con repulsión los
muros—. A la mierda con esto.
Sonreí ante tanta ingenuidad vestida
de determinación.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Fugarte?
Los ojos le brillaron bajo el sol del
mediodía.
—¿Tú no lo harías?
Ensanché la sonrisa.
—Ya pasé por eso. Estuve fugitivo
doce días. Y no, no es una buena idea.
Será mejor que te quites esas
mariconadas de la cabeza, por tu puto
bien. No eres gilipollas. Mira a tu
alrededor. Puedes ver que las aguas
están muy revueltas. Siempre lo estarán.
¿Crees que ellos no están preparados?
—indagué refiriéndome a los guardias
de seguridad—. Están a la espera de que
se líe un nuevo motín; esos cabrones
intuyen que habrá un nuevo altercado
mucho más violento que los anteriores.
No son idiotas, aunque intenten
parecerlo.
—Son idiotas. Pero yo no voy a
esperar a que se desencadene un nuevo
levantamiento.
Arrugué el entrecejo.
—¿Qué intentas decir con eso?
—Hay formas más inteligentes de
escapar y que no llaman tanto la
atención. Créeme. —Me observó un
instante y luego bajó el tono de su voz
—. Se suponía que me iba a reunir con
mi chica que vive en Los Ángeles; un
bomboncito al que he estado pegado
cada vez que tengo que viajar a los
Estados Unidos. Se llama Viviana. Ella
sabe a lo que me dedico, así que a estas
alturas del partido debe de entender que
me han atrapado. El año pasado
hablamos sobre lo que me sucedería si
me arrestaban. Lo más probable es que
me cayeran varios años encima y, por lo
tanto, no nos volveríamos a ver en
mucho tiempo.
—No os equivocasteis —dije
sacudiendo la colilla.
—Me aseguró que me ayudaría si me
llegaban a meter en el talego.
—¿Y te lo creíste?
—Lo planeamos juntos. Vale, sí.
Íbamos un poco fumados esa noche,
pero sé que cumplirá su promesa. Ella
me quiere. Y yo, bueno, es la única que
me ha soportado durante años y que a
pesar de mis defectos me sigue
soportando. Quizás no podamos salir
por el exterior de esta mierda, pero sí
podemos hacerlo por el interior.
Al oírle hablar en plural, me puse de
mala hostia.
—Oye, te lo digo en serio, no me
involucres en tus puñeteros planes de
fantasía.
—¿A poco no deseas marcharte de
aquí? ¿Quieres portarte como un buen
niñito y morirte de una pulmonía en un
par de años? Si es que los negratas no te
liquidan antes —dijo, malicioso, pero
yo opté por no responderle. La verdad
era que me traía por culo si la palmaba
—. ¿En serio? ¡No mames! ¡Tu celda y
la mía están la una al lado de la otra! Si
yo salgo tú también puedes hacerlo.
Considéralo un dos por uno.
Como en las ofertas de un puto
supermercado, pensé.
Ese crío estaba pirado.
Compuse una sonrisita y aplasté el
pitillo con mi zapatilla.
—Por si lo has olvidado, no puedes
recibir paquetes ni visitas y tampoco
puedes realizar llamadas telefónicas a
menos que sea una emergencia. Y,
aunque lo fuera, tampoco te permitirían
usar el maldito teléfono, así que por
mucho que tu chica ansíe ayudarte no
podrá ponerse en contacto contigo.
Además, ¿cómo cojones piensas salir
por el interior de esta porquería?
—Conozco a muchos de los tipos
que están aquí metidos —dijo y un
mohín triunfal curvó sus labios—.
Incluso al amigo de Viviana, que trabaja
como guardia de seguridad en este
mismo nivel. —Me guiñó un ojo y se rio
entre dientes ante mi expresión de
asombro—. Es un buen hombre. Ya
sabes. El típico padre de familia que
está pasando por una pésima racha. La
lana le vendrá de lujo.
—¿Quién es?
Lalo chasqueó la lengua contra el
paladar a modo de negación.
—Se dice el mensaje, pero no se
mata al mensajero. —Cuando volvió a
sonreír, sus dientes torcidos se
asomaron a su boca—. Además, no se
encuentra en el patio ahora mismo.
—Vale, no me lo cuentes. Pero
necesitarás herramientas.
—Tendremos herramientas y nos
iremos de aquí.
Lalo era un irritante dolor de muelas.
Iba a decirle que no me involucrara
en sus jodidas divagaciones, pero en
cambio le pregunté:
—¿Y después qué? ¿Me buscarás un
trabajo?
El sonido de la sirena tronó dando
por terminada la hora al aire libre, pero
ninguno de los dos nos pusimos en pie.
Nos quedamos mirándonos, como si nos
estuviéramos haciendo un juramento,
aunque no nos conocíamos de hacía más
de cincuenta minutos.
—Sí. Algo se me ocurrirá para
arreglar tu actual situación laboral.
Agité la cabeza.
—No va a funcionar —dije al cabo
de unos segundos.
Se encogió de hombros e ignoramos
a los guardias que vociferaban próximos
a la puerta.
—Si nos pillan…, pues nos jodemos.
—¿Y si no lo hacen?
—Entonces, hermano, nosotros les
joderemos a ellos.

Domingo, 21 de septiembre de 2014


Prisión de Nueva Folsom.
Primera norma: nada es imposible.
Segunda norma: si te entran ganas de
ir repartiendo hostias, te aguantas.
Poseer un comportamiento ejemplar
pasó a convertirse en un objetivo a
conseguir tras la conversación con Lalo.
Eso y hacerle la pelota a todo dios ya
que, según él, un guardia en tu contra es
mil veces más jodido que tener a un
negrata pandillero buscándote las
espaldas con una navaja. El mexicano de
facciones ingenuas podía parecer un
niñato a simple vista, sin mucho
recorrido más que esconderse tras las
faldas de mami, pero era más listo que
el hambre.
Después de aquella mañana Lalo y
yo nos seguimos juntando en el patio de
recreo y, desde entonces, las cosas
fueron cobrando algo de sentido y
tomando un poco de forma. Viviana, la
chica de dieciocho años a la que Lalo
solía tirarse desde que ella cumplió
quince, porque el número catorce le
daba muy mal rollo o se la hubiera
follado mucho antes, no defraudó a
nadie. Con suma discreción movió ficha
y tiró de los hilillos sin que se
rompieran. La muchacha se estaba
arriesgando a que la pillaran y la
metieran en la cárcel, pero si el plan no
fallaba recibiríamos un regalo de su
parte con la pequeña cooperación de su
amigo, el funcionario corrupto o como
solía descojonarse Lalo, el Mensajero.
Semanas más tarde Lalo me hizo una
seña en el patio. Desde críos nos
enseñaban las señales corporales que
utiliza la Mafia Mexicana en las
prisiones; signos que la mayoría de los
guardias no tienen ni puta idea de lo que
significan. De inmediato, respondí con
otro gesto indicándole que le había
entendido. Tanto él como yo vestíamos
los monos azules, a pesar de que las
temperaturas se habían tornado
agobiantes desde principios de agosto,
pero como nosotros había otros internos,
así que nuestra vestimenta no llamó el
interés de nadie.
Esperamos a que sonara la sirena.
Cuando lo hizo, caminamos hacia la
puerta para formar la fila del recuento y
entonces Lalo chocó contra mí como si
hubiera tropezado con sus propios pies.
El encontronazo duró menos de cinco
segundos, pero en el interior de mi mono
ya se hallaba oculto el obsequio que nos
había hecho Viviana.
Un punzón.
—Tu chica es la hostia —le comenté
a Lalo a la mañana siguiente.
Estábamos sentados en el mismo
sitio de siempre, fumándonos un pitillo.
—Te lo dije: saldremos de aquí —
dijo alzando su cigarro a modo de
brindis.
—Esto se parece al más puro estilo
Glen Stewart Godwin.
—Qué va, mano. Nosotros no
tendremos una balsa a la orilla del río ni
tampoco indicaciones con flechitas rojas
en el suelo para señalarnos el camino a
seguir. Ese cabrón lo tuvo más fácil
cuando se fugó en 1987 de la antigua
prisión.
Quizás sí. Quizás no. Fugarse una
vez era pecar de tener mucha suerte.
Pero hacerlo dos veces en menos de
cuatro años…, eso era nacer con una
flor en el culo.
O ser jodidamente listo, una de dos.
—¿Y ahora qué?
Lalo aspiró con fuerza su pitillo.
El humo salió por los orificios de su
nariz.
—¿Te has fijado en las paredes de
nuestras celdas? Son rocosas. Estos
cabrones construyeron las paredes con
piedras enormes, alineadas unas encima
de otras, imitando la estructura de la
antigua prisión, pues ambas estaban
dirigidas por el mismo director en aquel
entonces. También habrás notado que al
lado del inodoro hay una pequeña rejilla
de ventilación. Esa mierda está
empotrada justo en medio de una de las
piedras que componen la pared.
—Entiendo —murmuré, aunque en
realidad no tenía ni pajolera idea de lo
que intentaba decirme.
—Pues bien… —Suspiró con
brusquedad—. Tenemos que cincelar
con el punzón los bordes de hormigón
hasta que podamos sacar de una pieza la
piedra de la pared.
Lo miré incrédulo, a punto de
descojonarme en su jeta.
—¿Qué mierdas estás diciendo?
Sin alterarse, lanzó el cigarrillo al
suelo antes de proseguir:
—Detrás de nuestras celdas están los
pasillos de mantenimiento y también una
serie de escaleras subterráneas que van
por todo el trullo. Son utilizadas por los
técnicos cuando las tuberías se
estropean. Puedes verlas a través de la
rejilla, si no me crees. Quizás nos lleve
algo de tiempo extraer la piedra, pero
aprovecharemos cualquier instante que
nos permitan estos hijos de puta.
Además, el punzón no hace ruido. Es una
gran ventaja. —Me miró de reojo y bufó
—. Confía en mí, hermano. Allí abajo
sé desenvolverme como pez en el agua.
He introducido coca por los túneles
subterráneos desde México. Es el
método más efectivo que hallaremos
nunca para salir de aquí, pues aunque el
amigo de Viviana nos pudiera abrir
todas las puertas y lográramos atravesar
el perímetro, nos atraparían en menos de
lo que canta un gallo. Hagamos esto bien
y lo demás será pan comido.
Pan comido... Y una mierda, pensé
notando el sol en los ojos.
Nos quedamos unos segundos en
silencio hasta que le oí preguntar en un
tono mucho más cauteloso:
—¿Piensas ir a por ella?
Hice una mueca. En los últimos días
esa misma pregunta se había colado
varias veces en mi cabeza, pero no fue
hasta ese momento que tuve claro como
el agua la respuesta.
—No, no puedo hacerle eso. Estaría
actuando de un modo egoísta y
despiadado. Además, ella no me
necesita. Ya no. Está casada. Tiene un
hijo. ¡Joder! ¡Tiene una familia! —
Respiré hondo y espiré muy, muy
despacio por la boca—. No puedo
arruinarle la vida. No otra vez… —
susurré mientras me tragaba el humo
para sentir otro tipo de quemazón, antes
de cambiar de tema y enfocarnos en lo
realmente importante—. Dime, ¿cómo lo
has conseguido? —Me refería a las
herramientas—. No te he visto hablar
con nadie y nadie se ha acercado más de
la cuenta a ti.
—No hagas preguntas —replicó
poniéndose serio—. No necesitas saber
más de lo que ya sabes.
—Es decir, nada.
—Exacto.
Le formulé de nuevo la misma
pregunta cuando cambió la hora en la
que solía ducharse. Él entró primero.
Después fue mi turno. En un rinconcito
Lalo había abandonado para mí una
cuchilla de afeitar a la que le había
agregado un pomo rodeado con cinta
americana negra, como si fuera una
navaja de bolsillo. No es que él quisiera
que alterase mi comportamiento sumiso,
sino que tuviera un arma a mano con la
que poder defenderme. Los Crips se
habían cargado a dos mexicanos tras
forjar una alianza temporal de no
agresión con los Bloods y no iban a
detenerse hasta exterminar a cada
miembro de sus rivales.
Y nosotros entrábamos en esa
categoría.
Debíamos andarnos con mil ojos.
Sin embargo, en cuanto los guardias
apagaban las luces del corredor, me
apresuraba a sacar el punzón de debajo
de mi almohada y raspaba los bordes de
la piedra. Lalo tenía razón. No hacíamos
ruido. Yo no podía oírle a él y nadie nos
oía a nosotros. Había que ejercer mucha
presión para conseguir que la zona se
descascarillara lo mínimo, pero todas
las noches dediqué dos o tres horas a
erosionar el borde de hormigón que unía
una piedra con la otra. Era una tarea que
requería mucho esfuerzo físico,
concentración y una santa paciencia.
Antes de volver a tumbarme en la
cama, juntaba el polvillo y los restos de
piedrecilla que habían caído al suelo
con un poco de agua; y ponía esa mezcla
de barro casero alrededor de los bordes.
De esa manera nadie notaría lo que
estaba haciendo.
El trabajo poco a poco fue dando
resultados.
No podía negar que fueron noches
colmadas de nervios, desesperación y
pensamientos contradictorios. Porque a
pesar de que anhelaba ser libre otra vez,
también estaba lleno de inseguridades.
¿Qué haría con mi existencia si me
fugaba? Fuera, en el mundo real, no
tenía a nadie y nadie me tenía a mí.
¿Volvería a matar por dinero? Eso era lo
único que conocía en la vida. Me habían
educado para ello y no creía servir para
nada más. Pero ¿quería obedecer las
órdenes del nuevo líder de la Mafia
Mexicana? O más bien, ¿quería seguir
siendo Zack Cassidy, el Asesino?
Y lo que más atormentaba mi
corazón, ¿lograría algún día olvidarme
de Linda Evans?
27
Zack
Sábado, 20 de diciembre de 2014
Nueva Prisión de Folsom.
Lalo y yo nos encontrábamos en el
comedor común percibiendo los gestos
huraños de los internos, que les corroía
las ganas de acuchillar al rival que
tenían a pocas mesas, mientras cinco
guardias de seguridad se paseaban en
círculos, como buitres carroñeros, y
vigilaban a los mamones que comían un
asqueroso puré medio verde, dos
salchichas con mostaza, una rebanada de
pan y una manzana madura.
Revolví la comida con el tenedor y
miré con una mueca a Lalo. Debíamos
hablar sobre nuestro plan de escape,
pero no habíamos tenido ocasión de
hacerlo, ya que durante la hora libre, en
el patio, un funcionario había estado
detrás de nosotros, pegado a nuestro
culo, como si presintiera que
tramábamos algo. Y, joder, no se
equivocaba. Hacía poco más de cuarenta
y ocho horas que por fin habíamos
desencajado la maldita piedra de la
pared, pero Lalo parecía estar
titubeando sobre si ponernos o no en
marcha, cosa que a mí empezaba a
putearme.
El silencio era inquietante.
Nadie se atrevía a hablar, porque
nadie tenía cosas buenas que decir.
Lalo, al contrario que yo, zampaba
con satisfacción la comida, por llamar
de algún modo esa marranada. Cuando
levantó la cabeza y vio el pan intacto en
mi bandeja, alzó sus oscuras cejas
pobladas a modo de pregunta. Con un
gesto indiferente le ofrecí toda la mierda
que descansaba en el plato. No podía
comer. El ambiente se sentía de lo más
incómodo.
Sórdido.
Brutal.
—Gracias, hermano —dijo Lalo con
la boca llena mientras untaba el pan en
el puré. Se le escurrió al hablar un poco
de comida por las comisuras de la boca.
—¡Silencio! —vociferó un guardia
con cara de perro y se dirigió a paso
severo en nuestra dirección—. ¡Comed
con el pico cerrado, animales!
Se paró frente a nosotros.
—¿Ahora no podemos hablar,
capullo? —indagué enfrentándome a su
mirada irascible.
Lalo fue a discutir, pero el
funcionario se le adelantó. Enterró el
puño en la mesa, se encorvó sobre mí e
inquirió:
—¿Quieres pasar un mes entero en tu
celda, las veinticuatro horas del día,
gallito?
—¡Oye, pendejo! ¿Qué mierda está
mal contigo? ¡Esto no es un puto campo
de concentración! —gritó un interno con
acento mexicano que estaba a cuatro
mesas de nosotros.
El guardia le hizo una seña a otro y
este avanzó hacia el tipo que acababa de
protestar. Le agarró el brazo con una
mano y con la otra aplastó el torso del
interno, contra la mesa, logrando que la
bandeja se le volcara en los muslos. El
reo gruñó e intentó defenderse, pero el
oficial le retorció la muñeca. En un abrir
y cerrar de ojos los internos, sintiéndose
ultrajados ante semejante abuso de
autoridad, se pusieron en pie y
empezaron a agredir a los agentes. Lo
que empezó como un ataque verbal se
convirtió en una pelea de puñetazos,
patadas y cabezazos.
Al notar cómo la sangre se me
calentaba en las venas, fui a levantarme
para unirme a la pelea, pero Lalo me
sujetó por el codo y me arrastró hasta un
rincón a la vez que sorteábamos los
cuerpos tatuados que rebotaban de un
lado a otro.
—Hoy —susurró con decisión—. Lo
haremos esta noche.
—¡Deberíamos haberlo hecho hace
dos días, joder!
—Tenía que ser hoy. —Sacudió la
cabeza mientras un guardia de seguridad
golpeaba con una porra a un preso que
acababa de romperle la nariz—.
Estamos a veinte de diciembre.
—¿Y eso qué más da?
Nos apartamos a una esquina cuando
un chicano estuvo a punto de impactar
contra nosotros. El fortachón se
enderezó con los dientes apretados,
escupió sangre por la boca y se impulsó
hacia el guardia, bufando como un toro
descarriado.
—Viviana nos estará esperando esta
noche. Está todo organizado desde que
me metieron en la sombra. —Los gritos
se oían a lo bestia mientras mi
semblante se ensombrecía al analizar
sus palabras—. Mi chica ha estado
viniendo los veinte de cada mes. Es
parte del plan. No me refiero a que ella
viene a la trena, sino que ha estado
aguardando en el lugar al que debemos
dirigirnos hoy.
Me entraron ganas de pillarle por el
cuello del mono.
—¿Y me lo dices ahora?
—Preferí no comentártelo porque te
habrías puesto nervioso, como en este
momento. Las ansias te habrían jugado
una mala pasada. No es bueno trabajar
bajo presión. —Miró a nuestro
alrededor y nos alejamos otro poco.
Todos estaban centrados en darse de
hostias. Pronto irrumpirían los refuerzos
—. Hermano, yo también quiero irme de
aquí. Me apetece ver a mi chica,
cogerla, acariciarla, besarla… Incluso
oírla parlotear de pendejadas mientras
se contonea delante de mí y cocina
sabrosa comida mexicana para dos. Pero
debemos hacer esto bien o nos
atraparán.
Respiré hondo.
—Tienes razón. Joder. Está bien.
Dime cómo lo haremos.
—Estos cabrones apagan las luces a
las diez en punto, pero todavía es
temprano. El guardia aún estará bastante
despierto; sin embargo, suele alternarse
entre la primera y segunda planta cada
media hora. Habrá un momento en el que
me aproximaré a la puerta de mi celda y
silbaré muy bajito. Debes estar atento
porque no lo haré dos veces. Si no
respondes, me largaré yo solo.
—Entiendo.
—Perfecto.
Nos quedamos callados.
—Va a funcionar.
Me miró por el rabillo del ojo y
dijo:
—Más nos vale.
Unos brazos gruesos tiraron de mí a
la vez que hacían lo mismo con Lalo.
Los refuerzos ya habían puesto orden a
la rebelión y se disponían a separarnos.
Nos escoltaron hasta nuestras celdas y a
otros cuantos los llevaron a la
enfermería. Desde entonces había estado
encerrado, ya que sirvieron la cena en el
agujero. Ahora estaba tendido en la
cama, con los ojos clavados en las
sombras, mientras la impaciencia hacía
estragos en mí, convirtiéndome en un
monigote de pacotilla. Sin poder
estarme quieto me erguí hasta quedar
sentado y junté las manos a la altura del
mentón antes de volver a acostarme.
Quizás Lalo ya se había marchado.
Quizás yo no le había oído.
Quizás…
El silbido de un pájaro atravesó el
silencio.
Me enderecé como si tuviera un
muelle en la espalda; agarré la esponja
que hacía las veces de colchón y la
coloqué cerca del retrete, debajo de la
piedra. Mis movimientos eran
mecánicos. Quité con rapidez todo el
mejunje de los bordes, introduje mis
dedos en los huecos y atraje la piedra
hacia mi pecho. Pesaba como un puto
elefante y emitía un agudo chirrido al
rozar la pared. Cuando la muy jodida
estuvo a punto de caer al suelo, mis
brazos ejercieron de cuna y descendí
poco a poco el torso hasta que la piedra
tocó el colchón.
Una gélida brisa resbaló por mi
rostro mientras mis iris chispeaban de
adrenalina. El agujero que había frente a
mí era espectacular, sombrío, casi
acogedor. Sin pensármelo metí el cuerpo
en el hueco y un segundo después, me
hallé en el pasillo de mantenimiento que
había detrás de las celdas. Al principio
no logré ver una mierda, pero
gradualmente mis ojos se fueron
adaptando a la penumbra. La estructura
de la prisión hacía contraste con las
tuberías, sucias y oxidadas, que se
entrelazaban unas con otras como si
fueran cientos de serpientes de hierro
forjado. Las escaleras de servicio se
alzaban al fondo, a la izquierda, donde
terminaban el pasillo y la última celda
del corredor mientras Lalo, con una
mano en el muro, me miraba a los ojos y
contenía una sonrisa.
—Esto es la polla.
—Parece de película, pero no
podemos ponernos a hablar sobre esta
magnífica visión —susurró antes de que
echáramos a andar hacia las escaleras
—. Orale. Bajaremos hasta el siguiente
bloque.
Descendimos a buen recaudo. La
humedad había deteriorado parte de la
estructura, a pesar de ser relativamente
nueva. A simple vista se podía apreciar
que las paredes no eran tan sólidas
como deberían, y que el óxido y la roña
habían cubierto los conductos y los
tubos que parecían no terminar nunca. El
aire no se respiraba tan denso como en
las celdas, pero cualquier ruido que
hiciéramos se sentía amplificado en
nuestros oídos.
No nos detuvimos ni un instante; en
cambio, continuamos hasta aterrizar en
el pasillo de la planta baja y trotamos
hasta la entrada de lo que tenía toda la
pinta de ser un pasadizo.
La puerta estaba cerrada.
—Hay más tramos de escaleras
detrás de este bloque —explicó Lalo en
voz baja mientras manipulaba la
cerradura con el punzón que había traído
consigo—. Debemos seguir así hasta
alcanzar los túneles. Si salimos ahora
llegaríamos al corredor y lo último que
queremos es toparnos con los cabrones
de los guardias de seguridad. Después,
nos dirigiremos en dirección sur. —
Curvó los dedos y masculló una retahíla
de juramentos en castellano hasta que la
puerta rechinó con un lamento—.
Menuda suerte, hermano.
Nos internamos en el pasadizo. Las
escaleras estaban en una esquina como
en la segunda planta. Mientras ponía un
pie en el escalón, me pregunté qué horas
serían. No disponíamos de mucho
tiempo a nuestro favor, pues a las ocho
en punto comenzaría el primer recuento
y los guardias, apenas vieran que no nos
encontrábamos en las celdas, darían la
alarma y la noticia se propagaría como
la espuma.
Pisamos tierra firme de nuevo.
—¿Qué coño es ese ruido? —
pregunté al distinguir el sonido de un
motor.
—Estamos en la zona de la
lavandería —replicó Lalo, moviéndose
hacia delante y hacia atrás como un
cangrejo mareado—. ¡Mierda! ¡No logro
situarme! —se quejó y las primeras
gotitas de transpiración se acumularon
en su frente—. ¿Dónde está el sur?
—La puerta de la derecha.
En total, Lalo abrió cinco puertas
más. El último pasadizo era angosto,
siniestro y había decenas de tubos
anclados al techo. Habíamos corrido
tanto que no parábamos de limpiarnos el
sudor helado de la cara. Apestábamos a
mierda de caballo y ese lugar apestaba
de cojones también. Tras permanecer a
un trote constante y enérgico, dimos con
un gran conducto que conducía, nada
más ni nada menos, a un túnel
subterráneo.
Estábamos fuera de las
prolongaciones de la trena.
—Continuaremos en línea recta
alrededor de unos quinientos metros y
después nos desviaremos hacia la
izquierda —dijo con una mueca torcida
por el agotamiento. Inspiró hondo y
tomó una buena bocanada de aire. El
corazón nos iba a mil por hora—.
Viviana estará un poco antes de llegar al
río, atravesando Folsom Lake Crossing.
Cuando hizo amago de entrar en el
túnel, lo inmovilicé agarrándole por la
muñeca.
—Espera, maldita sea. ¿No te has
detenido a pensar que quizás no haya
venido Viviana? Han pasado meses
desde la última vez que hablasteis. Tal
vez ella se haya aburrido o…
—Ella se encuentra justo donde
acordamos —me cortó sin ánimos de
maquinar otro plan por si aquel no
funcionaba. Sin embargo, frunció una
ceja y por primera vez una expresión de
preocupación alteró sus rasgos—.
Viviana está esperándonos. Y no
hablemos de pendejadas ahora, mano.
No podemos atrasarnos.
De inmediato, su silueta se perdió en
la oscuridad. Solté un gruñido y, sin más
remedio, lo seguí de cerca. Apenas lo
hice, se me cruzó una rata del tamaño de
un gato. Ese lugar era mucho más
húmedo que los pasadizos. Las paredes
tenían moho y suciedad acumulada de
varios años, y el suelo estaba a rebosar
de agua procedente de las lluvias que
habían inundado los alcantarillados,
mezclado con la orina y las heces de los
animales que abundaban allí. Estaba
oscuro y resbaladizo por lo que no
pudimos avanzar con celeridad. Y,
además, la peste ácida de las aguas
residuales aminoró nuestra marcha
también.
A medida que los minutos se
consumían en un reloj imaginario, los
músculos empezaron a arderme en señal
de fatiga. Tenía las articulaciones
engarrotadas y me ensordecían mis
propios latidos. Incluso los jadeos de mi
compañero eran audibles a duras penas
en mis tímpanos. Al darnos cuenta de
nuestras limitaciones, no nos quedó otra
opción más que descansar un momento.
Parecíamos dos muñecos trémulos,
sedientos y sudorosos con las prendas
pegadas a la piel.
Me doblé sobre mí mismo, con las
manos en los muslos, y noté cómo una
rata mordisqueaba la punta de mi
zapatilla en busca de carne fresca a la
que hincarle el diente.
Le di un puntapié y un sonido acuoso
chapoteó a mi alrededor.
—Continuemos —dije a los pocos
minutos mientras me erguía con cierta
dificultad.
Me temblaban las rodillas.
—Venga, vámonos —resopló Lalo a
través de los dientes—. Porque si tengo
que estar más tiempo aquí abajo,
prefiero regresar al agujero de mi celda.
Nos obligamos a continuar, pero a
veces tuvimos que parar durante dos o
tres minutos antes de retomar la
caminata. Fue duro. La mala
alimentación de los últimos años,
sumado a los vicios como el tabaco, nos
hizo movernos como viejos sesentones.
De súbito, nos sobresaltamos al percibir
los primeros ruidos del exterior.
Estábamos llegando.
Estábamos a punto…
Colisioné contra la espalda de Lalo.
—Es aquí —anunció con un deje
ansioso en la voz—. ¿No lo oyes?
Afiné el oído y anduve como si me
hubieran embrujado. No lo había notado
antes, pero se oía el vaivén de una suave
corriente de agua que chocaba
perezosamente contra la orilla. Nos
hallábamos próximos al Río de los
Americanos.
—Tiene que haber una alcantarilla
por aquí —dije mientras trotaba sin
esperarle.
Recorrimos media milla más hasta
hallar lo que andábamos buscando. Lalo
empezó a escalar como un endemoniado
y yo hice lo propio tras él. Cuando
empujó la tapa de la alcantarilla, esta
emitió un quejido pesado y el aire frío
de la noche nos absorbió hacia fuera. De
pie, me situé codo con codo con Lalo y
admiramos la visión.
Estábamos a unos cuatro kilómetros
del trullo. Desde aquel parámetro se
adivinaba el solar lleno de maleza y la
carretera Folsom Lake Crossing, que se
extendía frente a nosotros. Las estrellas
refulgían en el cielo y las nubes negras,
movidas por el viento, enfundaban la
luna menguante. El lugar lucía desolado
a aquellas horas tan tardías. El puente se
jactaba en la distancia junto a los
árboles solitarios mientras que el río se
mecía con fingida serenidad bajo la
estructura. No había ni un alma allí.
Nada salvo un camión blanco aparcado
en el arcén con las luces apagadas.
Lalo me apretó el hombro y sonrió
como un chaval de veinticinco años.
Yo me mantuve receloso como un
hombre de cuarenta y dos tacos.
Como si hubieran advertido nuestra
presencia, los focos del camión se
iluminaron y la fiereza del motor
invadió el silencio de la noche. Al ver
aquello Lalo corrió hacia el vehículo.
Yo opté por ser más precavido, pero a
medida que me acercaba distinguí unas
letras escritas en color fucsia con los
bordes plateados en el lateral.
La Latina.
No pude contenerme. Me eché a reír
a carcajadas a la vez que Lalo abría la
puerta trasera, aguantándola con una
mano para que yo entrara primero en el
camión con doble fondo. Apenas el
pomo hizo clic al cerrar, el vehículo se
puso en movimiento.
Lalo y yo nos miramos.
Nos entendimos.
La libertad, al menos por el
momento, estaba postrada como una
ofrenda a nuestros pies.
—Hay una bolsa detrás de ti —dije
con una risotada al verle lanzar silbidos
de alegría, e incluso improvisó una
ridícula danza meneando sus delgadas
caderas. Lalo se giró sobre sí mismo
con un guiño de ojo y recogió la bolsa
del suelo.
Varias prendas masculinas quedaron
a nuestro alcance.
—Cámbiate —dijo ofreciéndome
unos pantalones deportivos color negro,
una sudadera también negra, una
cazadora acolchada y unas botas más
negras aún. Se desnudó mientras yo
arqueaba una ceja y observaba las
prendas arrugadas en mis manos—.
Dame todo lo que llevas puesto. Me
encargaré de esto más adelante.
Enarqué aún más la misma ceja.
—Ocultarnos no será un camino de
rosas. Aquí empieza el verdadero dolor
de huevos. —Pateé los pantalones
sucios de agua, barro y mierda, y me
puse los deportivos. Hice lo mismo con
lo demás—. ¿Tu chica ha comprado esto
para mí?
Lalo metió la ropa inmunda en la
bolsa.
—Eh, no, es ropa mía. No te
importa, ¿cierto? —Antes de que
pudiera contestar, añadió—: Nos
detendremos pronto. No hay casi tráfico
a estas horas, así que… —Dejó a
medias la frase y se sentó en el suelo.
Hice lo mismo, pero mi mente no
paró de joderme. La sangre se me
agolpó con súbita brusquedad en la
cabeza, mareándome. «Demasiadas
emociones», pensé. Cerré los párpados
y apoyé la nuca hacia atrás. Mi destino
no podía ser más incierto.
Lalo y yo no volvimos a articular
palabra. Cada uno estaba ocupado en
sus pensamientos, paladeando la
libertad a su manera. Pero, de súbito, un
brusco frenazo me hizo abrir los ojos.
Lalo se levantó alarmado y me hizo un
gesto para que no hablara. Me coloqué
en cuclillas. Oí un par de voces en el
exterior, luego hubo un poco de
movimiento y después nada. Lalo
contuvo la respiración al tiempo que mis
pulmones parecían estar en medio de un
ataque de ansiedad. Pero al cabo de un
minuto el camión aceleró de nuevo y
nosotros volvimos a respirar con
normalidad.
Veinte kilómetros después y una
interminable agitación mental, el
vehículo se detuvo por completo. Me
puse en pie, con las manos en los
bolsillos, a la vez que percibía el sonido
de la portezuela del conductor abrirse
de par en par seguido de unos segundos
de silencio que fueron interrumpidos por
unas manos maniobrando en la palanca
de la puerta trasera. Cuando aquella
persona consiguió empujar la puerta,
tirando con ímpetu de ella, un rostro casi
angelical se asomó con timidez.
Viviana tenía la apariencia de una
niña pequeña, frágil y muy hermosa. El
pelo suelto y lacio con las puntas
onduladas, color negro con destellos
azulados, le llegaba un poco más abajo
de la curva de su redondeado trasero.
Sus ojos eran marrones y estaban
ocultos por unas gafas de pasta oscura,
que le conferían un aspecto aún más
inocente. Era una mujer preciosa. No
debía de medir más de un metro sesenta.
La combinación perfecta para un tío
como Lalo.
Él apenas vio que Viviana le sonreía
colorada cruzó en dos zancadas la
distancia que había entre ellos, la tomó
por debajo de las axilas y la levantó
llevándola consigo, como si una pluma
pesara más que ella, cerrando la puerta
en el acto.
La risa de Viviana sonó suave,
cándida y melosa, pero Lalo aún no
estaba por la labor de escucharla. Se
besaron con una pasión que no había
visto en mucho tiempo. Unos cuatro
años, más o menos. Quizás Lalo aún no
lo supiera, pero estaba enamorado de
Viviana hasta los huesos. Y ella también
de él. Los dos estaban hechos el uno
para el otro. Lo sentía. Yo también había
sentido esa misma desesperación, la
tortura de necesitar a alguien hasta la
muerte, la sensación de libertad al saber
que el sentimiento era recíproco y que la
otra persona notaba lo mismo
cosquilleándole la piel.
Por un momento me abrumó una
sacudida de envidia combinada con un
pinchazo de pesadumbre en el corazón.
Pero no fue hasta que el inicial magreo
subió de tono que me aclaré la garganta
y ellos se rieron con los labios aún
sellados.
Lalo me miró sonriente mientras
Viviana ocultaba su rostro ruborizado en
el cuello de su chico.
—Zack, hermano, ella es mi novia.
—Viviana le rodeó la cintura con los
brazos y le oprimió con fuerza las
costillas. Era evidente que nunca antes
la había presentado como «su mujer»—.
Cielo, ¿por qué no me traes lo que te
pedí para él? —le habló en castellano.
Ella accedió pese a que no quería
despegarse de él. Me miró de reojo, se
bajó del camión y nos dejó a solas.
—Tienes que decírselo —dije
sintiendo una constricción en el pecho y
un torbellino amargo en las papilas
gustativas. Seguía sin gustarme sentir
aquello. Jamás me acostumbraría. Jamás
podría eliminar aquella impresión de mi
sistema—. Hazlo. Nunca se sabe cuándo
puedes perder a la persona que amas.
Lalo esbozó una sonrisa babilónica.
—¿Y qué sabes tú del amor?
Hice una mueca que rebozaba
amargura.
—No mucho. —Por eso sigo solo,
pensé—. En serio, no seas gilipollas o
puede que venga otro cabrón más
valiente que tú y se la lleve delante de
tus narices.
Prefirió cambiar de tema.
—Estamos en San Francisco. En el
puerto. Nos separamos aquí.
Me reí desganado.
—¿Qué quieres decir con «nos
separamos aquí»?
—Lo que digo es que… —calló
cuando su novia se reunió con nosotros y
se situó a su lado. Lalo respiró hondo y
soltó el aire de golpe—. Hay un barco
pesquero, zarpará en quince minutos y tú
te vas con él. Eso es lo que quiero decir.
Se me revolucionó el corazón.
—Dirás que vamos, en plural.
Viviana alzó el rostro hacia Lalo, y
él la arrimó a su costado como si
quisiera protegerla.
—Me temo que esta vez no habrá
dos por uno, hermano. —Sonrió con
melancolía, o eso me pareció a mí que
no entendía el hilo de la conversación
—. Nosotros nos quedamos en Estados
Unidos, al menos por una temporada.
Sacudí la cabeza con el ceño
fruncido.
—Os atraparán.
—No lo harán.
—Ya lo han hecho antes.
—Eso no es del todo cierto. —Fui a
protestar porque ese no era el jodido
pacto que teníamos, aunque en realidad
no habíamos hecho ninguno—. No te
preocupes por el trabajo. Eso sigue en
pie y también tendrás un hogar. Viviana
ha atado algunos cabos sueltos. ¿A que
sí, cielo?
—Todo está en orden —aseguró ella
con suavidad. Me miró unos segundos
antes de volcar su interés en Lalo—. Le
están esperando.
Apreté los dientes.
—¿Quiénes? —pregunté, pero esos
dos tortolitos estaban tan compenetrados
que ella entendió lo que tenía que hacer.
De debajo del suéter, Viviana sacó un
revólver envuelto en un pañuelo negro.
Me lo entregó, y yo acepté con
desconfianza.
—Espero que no tengas que usarlo
—dijo Lalo apuntando el arma con el
mentón.
—No prometo nada. —Meneé la
cabeza, sintiéndome perdido. El trullo
no era el lugar más idílico para pasar el
resto de tus días, pero no saber lo que te
deparará el futuro tampoco era
agradable. Estaba solo, en cuanto
amaneciera sería tachado de fugitivo
otra vez, no tenía donde caerme muerto y
tampoco sabía en qué negocios me
involucrarían—. Este no era el plan.
¿Adónde coño iré?
—Por ahora al barco. Tengo un
amigo que te situará a bordo. Se llama
Ray. Tú hazle caso en todo. Él se
encargará de ti y te dará las
instrucciones que necesites cuando lo
vea oportuno. Creo que os llevareis
bien. Ray tampoco es muy hablador.
Ahora vete, hermano.
Con la garganta cerrada, me guardé
la pistola en la parte trasera del
pantalón.
—¿Por qué no me comentaste que no
vendrías conmigo?
Lalo se alejó de Viviana y se paró
frente a mí.
—Porque no hubieras querido mover
tu maldito trasero fuera de la celda. Por
favor, no actúes como un pendejo y vete
ya —dijo y entonces se quedó mudo. De
repente, me agarró por la nuca, me
atrajo hacia él y nos fundimos en un
abrazo que duró dos segundos contados
—. Vive. Vuela. Comete errores; aunque
no muchos. Pero no olvides empezar a
vivir como si no hubiera mañana.
Lo escuché en silencio, más confuso
e incómodo que en toda mi puñetera
existencia.
Di un paso hacia atrás y me dirigí
hacia la puerta.
—Cuidaos. No os dejéis atrapar por
la policía —les dije a modo de
despedida, pero antes de salir a la noche
miré a la pareja por encima del hombro
—. Ya que conocéis mi próximo
paradero, espero que me hagáis una
visita.
Lalo miró a Viviana con una tierna
sonrisa y aunque dijo lo que yo quería
oír, o más bien lo que necesitaba oír en
ese momento, supe que estaba
mintiéndome.
—Algún día.
Como si estuviera a punto de caer
por un barranco, me desplacé hasta el
único barco que tenía pinta de zarpar en
menos de cinco minutos. Un tío enorme,
cuadrado y con una gorra de lana negra
en la cabeza, me recibió con un saludo
de barbilla.
Era el tal Ray.
No cabía duda.
Estaba franqueando la pasarela
cuando me detuve en seco y eché un
vistazo hacia atrás justo a tiempo de ver
cómo un hombre mayor, encapuchado y
también vestido de negro, se subía al
camión a la vez que las siluetas de Lalo
y Viviana se mezclaban entre las
sombras, bajo el brillante firmamento de
San Francisco.
Ray se encargó de hacerme hueco en
un camarote que utilizaban para guardar
kits de medicina y otros trastos viejos.
Disponía de una cama pequeña y un
baño compartido, y no tenía autorizado
subir a la cubierta. Ese tío me lo dejó
claro desde el principio. «Tu sitio está
en el camarote, debes comer en el
camarote y entretenerte en el puto
camarote también», me había explicado
entre gruñido y gruñido.
Fue la primera vez que le oí hablar
tanto.
La marea nos arrastró hacia algún
destino desconocido para mí. Aquel
sitio no era muy distinto a estar
encerrado en una celda, por lo que tenía
bastante distorsionada la noción del
tiempo. Había recién amanecido cuando
el dicharachero de Ray me trajo un
montón de ropa que otros pescadores
habían abandonado meses atrás, para
que viera si alguna de las prendas era de
mi talla. Como regalo, me facilitó una
gorra muy parecida a la suya, de los
NBA Lakers.
Pasaron más horas.
Sin apenas contacto humano.
Hasta que una mañana Ray apareció
de nuevo en mi cuarto y me dijo que lo
acompañara. Subimos en silencio el
tramo de escaleras y, por primera vez,
me encontré en la cubierta. El océano se
balanceaba delante de nosotros mientras
la marea colisionaba contra el
rompeolas. El cielo lucía azul con
algunas nubes blancas y otras más
grises, las cuales formaban
inverosímiles dibujos en lo alto, como si
fuéramos parte de un lienzo. El sabor a
sal resucitó mis aletargados sentidos.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —
pregunté con seriedad mientras me
aferraba a la barandilla y me inclinaba
un poco hacia delante, gozando del
panorama.
—Tres días —respondió Ray a la
vez que veía cómo cuatro hombres
guardaban unas redes.
Eso quería decir que toda Norte
América ya me estaba buscando.
De puta madre.
—¿Dónde estamos?
Ray frunció el ceño.
—Sígueme.
Nos desplazamos hasta su camarote
y allí me proporcionó un macuto para
que metiera las prendas que quisiera
llevarme conmigo. Tanto secretismo me
tenía hasta la mismísima polla, pero por
fortuna aquella misma tarde llegamos a
donde fuera que estuviésemos. Lo supe
cuando la jeta de Ray se plantó en mi
pequeño cuartito, agarró la bolsa del
suelo y me la lanzó al regazo. Lo asesiné
mentalmente, recogí lo poco que tenía a
mano y subí los escalones en cuanto
atracamos.
El puerto estaba congestionado de
gente, grúas y contenedores. Varios
barcos se arremolinaban a lo largo del
muelle mientras que otros seguían en
alta mar. Los pescadores entraban y
salían descargando cajas con mercancía,
barriles sellados y otros materiales.
Elevé la mirada hacia el cielo. El sol
se alzaba con prepotencia. Hacía calor.
Me limpié el sudor de la frente con el
dorso de la mano hasta que Ray me miró
con fastidio y continuó andando sin más.
Sus pisadas eran tan enormes como sus
bíceps duros, donde tenía dos sirenas
lésbicas tatuadas en colores vivos.
Enmudecidos, nos precipitamos hacia la
parte de atrás del puerto hasta ubicarnos
enfrente de una furgoneta gris.
—Sube.
—Estás de coña.
—La verdad es que no.
Y se deslizó al volante.
Froté mi rostro húmedo con ambas
manos. Esa mierda me tenía frustrado.
No me gustaba depender de tantas
personas a las que no conocía de nada y
que además poseían serios problemas
con la comunicación verbal. No
obstante, me acomodé en el asiento y
cerré la puerta de un empujón. Ray ya se
había abrochado el cinturón y tenía
puestas unas gafas oscuras y los
auriculares de su mp4 en los oídos, por
lo que no escatimó en acelerar y condujo
mascullando las canciones que se
reproducían en el aparato.
La carretera estaba concurrida, pero
no tardamos en alcanzar una pista
privada sin nadie más que un par de
funcionarios y unos cuantos vehículos de
carga estacionados. Ray redujo la
velocidad de un frenazo. Se bajó, me
indicó que hiciera lo mismo y
caminamos hacia un hombre cincuentón,
que estaba de pie al lado de un avión de
dimensiones medianas, blanco con
líneas negras y amarillas.
Se sacó los auriculares.
—Quédate aquí —farfulló antes de
ponerse a hablar con aquel desconocido,
que se limitó a asentir ante las palabras
de Ray, mientras yo echaba una ojeada a
mi alrededor.
Fue entonces cuando atisbé al piloto
dentro del avión, maniobrando y
toqueteando botones e interruptores, con
unos cascos sobre su calva y lustrosa
cabeza.
Ray retornó a mí.
El desconocido se sumó a su
compañero en el avión.
—No entiendo nada.
—Mi misión no es que lo entiendas.
—Ray metió una mano dentro de su
camisa de manga corta hasta pillar un
sobre de papel reciclado. Me lo entregó
y yo lo recibí con los ojos entornados—.
Ábrelo una vez que estés en el aire.
Levanté los brazos cuando me dio la
espalda.
—¿¡Eso es todo?! —grité con los
músculos comprimidos.
Me observó por encima de su ancho
hombro.
—Sí, eso es todo.
—Dime en qué puto país estoy. —Y
no era una petición.
Ray lo sabía, pero aun así se lo
pensó durante lo que me pareció una
eternidad.
—Panamá.
—¿Y de quién es este avión?
¿Pertenece a los tipos con los que iré a
trabajar?
—¿De quién si no? —preguntó con
burla antes de volver a acomodarse los
auriculares en sus puntiagudas orejas. Se
instaló en la furgoneta y aceleró a una
velocidad de vértigo.
Maldije un millón de veces y eché
una mirada al avión que seguía con la
puerta abierta y las escaleras bajadas.
Me cago en mi vida. Entré allí y me
quedé paralizado en el pasillo. No era
nada del otro mundo. Los cuatro asientos
de los pasajeros eran minúsculos y las
ventanillas, más pequeñas que las que
había en los aviones convencionales.
Mientras los expertos terminaban de
ponerse manos a la obra, coloqué la
bolsa a mis pies. Me abroché el cinturón
y persistí atento hasta que cerraron todas
las puertas y oí algo así como
«Preparados para el despegue», lo cual
sucedió con un áspero zarandeo que me
erizó el vello de los brazos y apuró mi
ritmo cardíaco.
Una vez que tomamos suficiente
altura rasgué el sobre y leí en silencio la
carta.
Hermano,
En este momento debes de estar a
miles de kilómetros de los jodidos
Estados Unidos de la jodida Norte
América. Lo sé. También estarás
confuso, encabronado, incluso con
ganas de usar el revólver que,
recuerda, no debes empuñar. Aguántate,
carajo. No seas impaciente. Me
encantaría decirte cosas, pero es
peligroso que haya información
deambulando por ahí, ¿no crees? Ray
es un buen tipo, con un poco de mala
onda, eso sí. Me debía un favor
personal que ya me he cobrado
contigo, así que no la cagues. Espero
que esto haya valido la pena. Ah, no
hables con nadie. Mantén la boca
cerrada. La llave que ves es para
cuando llegues a tu nuevo hogar.
Confío en que te gustará. Es un sitio
bonito. Encontrarás trabajo, pero,
mientras se concretan algunos
asuntillos, ahí tienes unos cuantos
dólares para empezar. Te servirán
mientras tanto las cosas van tomando
forma. No puedo decirte más.
Lalo.
Posdata: destruye esta mierda. Y no
la jodas.
Con un gruñido recogí los doscientos
dólares de Lalo, me guardé la llave que
había caído sobre mi regazo, rompí la
carta e intenté no joder las cosas, al
menos durante las siguientes horas. El
vuelo duró una jodida eternidad. En
algún momento del trayecto se me
cerraron los párpados y cuando los abrí
otra vez, había anochecido y volábamos
bajo. Aterrizamos en algún punto
recóndito para llenar el depósito con
combustible. Estaba lloviznando. Nada
que ver con el clima caluroso de
Panamá.
El piloto desapareció por pocos
minutos dentro de una cabina en donde
colgaba una cortina roja del techo
mientras su compañero se entretenía
cambiándose de asiento. El piloto
regresó con un vaso humeante de café y
me lo ofreció. Se lo agradecí con una
inclinación de cabeza mientras él, en un
imperfecto inglés, me explicaba que en
la mini cocina había sándwiches y
snacks. No tardamos en despegar de
nuevo.
Tras picotear algo, mear a gusto y
estirar las piernas, caí preso de los
brazos de Morfeo. Cuando me desperté,
fue a causa de unos vigorosos vaivenes
y ya era de día. El cielo se había
camuflado de diversas tonalidades
pasteles, el sol brillaba con fuerza y el
calor penetraba en el avión. A medida
que avanzábamos, hubo fuertes
turbulencias en algunos tramos que me
hicieron sudar aún más. Se sentía como
si el avión fuera a desplomarse de un
momento a otro; sin embargo, a la media
hora se dispusieron a comenzar el
descenso.
Mientras lo hacíamos, miré por la
ventanilla. El océano se explayaba
debajo de nosotros y la forma de una
isla se dibujó en la distancia. No podía
adivinar dónde nos encontrábamos, pero
era evidente que nos hallábamos a miles
de kilómetros de Panamá y otros cuantos
más de los Estados Unidos. El piloto dio
un par de vueltas para tener un aterrizaje
decente en una pista menos amplia que
la anterior. Cuando tocamos tierra, las
ruedas rechinaron expulsando humo
debido al contacto contra el asfalto, y
nos detuvimos con algo de esfuerzo.
El piloto persistió callado la mayor
parte del tiempo salvo para murmurar
unas cuantas indicaciones por la radio
antes y durante el aterrizaje. Se quitó los
cascos y, a continuación, me miró
interrogante mientras su compañero
terminaba de apagar los botones.
—Ven conmigo —me dijo en su
inglés mediocre.
Me eché el macuto al hombro.
Bajamos del avión y nos montamos en
una camioneta, aunque antes el hombre
tuvo que sobornar a un funcionario que
nos exigió que le mostráramos nuestra
identificación. En cuanto vio el dinero,
sonrió como un lelo. Nos alejamos de la
pista aérea, y contemplé los letreros que
iban emergiendo en la autopista. No
estaban escritos en inglés ni en español,
sino en portugués.
Hora y media más tarde me
maravillaba con el voluminoso brote de
montañas mientras nos adentrábamos en
un municipio, el cual estaba rodeado de
mar y de casas blancas con techos de
color ladrillo. El conductor esquivó la
bella y exótica localidad a la vez que la
playa de arenas limpias y aguas
cristalinas surgía a nuestra izquierda.
Nos inmovilizamos delante de una
casita de dos plantas ubicada en una
cala. Había palmeras por doquier,
aunque el sitio estaba bastante aislado
de la urbanización.
El tipo no apagó el motor. De
inmediato, entendí el gesto, así que me
bajé sin rechistar y él desapareció
cuesta abajo. Agotado y sin nada que
perder, ascendí los pocos peldaños que
conducían a la casa y entré usando la
llave que me había entregado Lalo.
La vivienda era bonita y sencilla.
Paredes de colores neutros, demasiados
fríos en comparación con la belleza de
la zona, y suelos de madera. La salita de
estar estaba justo al lado del salón
donde había un ventanal con vistas al
mar. A la izquierda estaba la cocina
independiente con encimera de granito
blanco y negro y armarios empotrados
de madera oscura. La escalera de
caracol llevaba a la segunda planta.
Subí los escalones y descubrí una única
habitación. La principal. Dentro relucían
un escritorio y una silla a juego
colocados junto a otra ventana desde
donde también se dominaba el mar. Por
último, quedaba la cama de matrimonio
y una puerta cerrada que supuse que era
el baño.
Solté una agridulce exhalación,
arrojé el macuto al suelo y me desnudé.
Me dolía todo y aún tenía esa molesta
sensación de estar flotando en el aire,
meciéndome a su antojo. Tras estirarme
sobre la cama, adornada con sábanas
amarillas, el único color que le
proporcionaba algo de vida a la
deprimente decoración de la casa, me
tapé los ojos con el brazo derecho y
reflexioné sobre todo lo que había
sucedido en los últimos días.
Era libre. Me encontraba en un lugar
paradisíaco. El aire se respiraba puro
otra vez y tenía una casa mucho más
acogedora que la que había poseído en
Seattle. Sin embargo, no me sentía feliz
ni satisfecho. Aquel vacío demoledor no
había aminorado ni una décima. Aún me
faltaba algo para sentirme completo. O
más bien a alguien para dejar de
sentirme enjaulado en los recuerdos.
Daba igual que no estuviera en la
cárcel.
Estaba muerto.
Jodido.
Con los ojos colmados de lágrimas,
dejé caer mi brazo sobre el colchón y
cerré los párpados mientras sentía
aquella dolorosa necesidad de volver a
tenerla a mi lado, fantaseando con
acoger su calor y notar la devoción en su
mirada, aunque fuera una última vez.
Solo una vez más.

Me quedé frito pensando en ella.


Me desperté intentando eliminarla de
mis pensamientos.
Estiré los brazos y, tumbado como un
holgazán, observé el paisaje a través de
la ventana. Había amanecido hacía rato
y la fetidez a sudor seco se había
tornado insoportable. Bostezando y
rascándome el vientre, fui hacia el
cuarto de baño. Giré el grifo de la
ducha, meé con una tranquilidad sublime
y me puse a abrir armarios. No había
mucho de nada, así que agarré el envase
de gel corporal y el champú y me metí
debajo de la alcachofa. Mis músculos se
aflojaron casi al instante.
Una vez que volví a sentirme como
persona, me anudé una toalla alrededor
de la cintura, pesqué el cepillo de
dientes que había en un vaso de cristal y
cepillé mi dentadura. Me veía limpio
otra vez, pero debía arreglarme esa
barba de negligente, pensé mientras me
miraba en el espejo. Chasqueé la lengua
y regresé a la habitación. Apresé el
revólver enredado en la maraña de
prendas sucias, crucé el espacio hasta el
escritorio y deposité la pistola sobre la
superficie. Fue entonces cuando reparé
en una carpeta con separadores y varios
archivos dentro.
Arrugué la frente y empecé a
investigar los folios, percatándome de
que debería haberlo hecho apenas puse
un pie en aquella casa. Mi corazón
empezó a latir con ferocidad mientras
pasaba página tras página con el dedo
índice. ¿Qué coño era eso?, me pregunté
con la mandíbula tensa. De repente, mi
cuerpo se puso rígido de pies a cabeza
cuando el nombre Benicio Velázquez me
abofeteó en la cara. Sin embargo, el
siguiente nombre me dejó aún más
anonadado. El mío.
Zack Cassidy.
No podría explicarlo, pero lo sentí
en mi organismo. Saboreé la amenaza en
la atmósfera. El instinto de
supervivencia se revolvió en mi interior,
como una lombriz retorciéndose en la
tierra húmeda y fresca del bosque.
Decidido a enfrentarme a quien
estuviera detrás de mí, capturé mi
pistola y le quité el seguro. Pero antes
de que tuviera tiempo de voltearme, con
el arma apuntando hacia el frente, ya me
habían acorralado. No fui lo
suficientemente rápido.
Me falló la respiración cuando unos
ojos oscuros con decenas de estrellas
azules me atravesaron como dagas
mortíferas la piel a la vez que su fría y
pálida mirada se fundía con la mía. Me
quedé de piedra, sin habla, mientras
contemplaba cómo apoyaba lentamente
su cadera en la puerta y me miraba de
una manera única, desafiante y
amenazadora, glacial y ardiente a partes
iguales, como lo era ella.
Como siempre lo había sido.
Como nunca había dejado de serlo.
Linda.
28
Linda
Jueves, 25 de diciembre de 2014
Tarrafal, Isla de Santiago, Cabo Verde.
Los latidos de mi corazón vibraron
exaltados en mi pecho apenas me detuve
delante de la puerta principal mientras
mi respiración se revelaba contra mí y
me hacía perder el equilibrio. A duras
penas logré sostenerme contra la madera
cuando mi cuerpo se estremeció y me
sentí vapuleada por un millar de
escalofríos, tan violentos y arrogantes
como el hombre que se encontraba a
pocos metros de mi posición.
Su presencia lo abarcaba todo.
Él estaba en todas partes.
Él era lo único que seguía siendo
real.
El viento acunó algunos mechones
sueltos de mi cabello, que tenía sujeto
en una cola de caballo casi deshecha.
Miré hacia el cielo, intentando hallar
restos de valentía en mí, pero el
desaliento aún me abrumaba. Las nubes
se habían teñido del mismo color que la
destrucción, cargadas de cólera
contenida, y estaban siendo arrastradas
por un ente invisible que ensombrecía
poco a poco la ciudad. Incluso la
naturaleza parecía notar la crueldad que
brotaba de todo su ser.
Respiré fascinada el aroma de la
inminente tormenta a la vez que
maniobraba con la llave en la ranura.
Los inestables cimientos de mi vida
volvían a columpiarse bajo mis pies,
burlándose de mí, pero antes de que
pudiera meditar sobre mis acciones me
encontré dentro de la casa, con la
espalda apoyada en la puerta. De
inmediato, se me cargaron los ojos y un
suspiro salió de mis labios.
Incluso después de tantos años aún
reconocía su embriagadora esencia
natural, que me caldeó de una manera
alarmante, como si me estuviera
acariciando con sus ásperas manos, con
la misma exigencia de uno de sus besos.
No pude aguantarme más. Fui hacia
las escaleras, hecha una bola de nervios,
pero pugné por controlarme y ascendí
hasta la planta superior con una lentitud
exasperante, sin hacer ruido. Al ver que
la puerta del dormitorio estaba abierta,
mi corazón se volvió aún más inquieto.
Las ganas de correr hacia la oscuridad
que él interpretaba a la perfección,
materializada en ser humano, se
intensificaron. Sin embargo, al
descubrirle de espaldas a mí, todo se
tornó denso, caliente y abstracto, con un
toque agridulce condensándose en la
atmósfera.
Un agudo dolor colisionó contra mi
vientre al percibir las heridas mal
cicatrizadas en su piel; algunas eran
rosadas mientras que otras habían
adquirido un tono violáceo repulsivo. El
pelo le había crecido aún más, lo que le
daba un aire salvaje e infalible. Sus
hombros se habían ensanchado y sus
músculos parecían haberse solidificado
como el caparazón de su alma. Incluso
de espaldas transmitía un porte agresivo,
mucho más peligroso y curtido que hacía
cuatro años. No obstante, aquello quedó
en un segundo plano cuando sintió mi
presencia tras él, se giró con el revólver
en la mano y apuntó a mi cabeza, listo
para matarme.
El mundo pareció desplomarse a
nuestro alrededor, sin llegar a rozarnos,
cuando nos miramos a los ojos. Aguanté
la respiración. En ese momento me di
cuenta de lo enferma que estaba porque
mientras me sorprendí a mí misma
deseando infiltrarme en sus
pensamientos más perversos, no logré
advertir ni un resquicio del hombre
despiadado que habitaba en su interior,
ni al monstruo, ni al asesino, sino a él.
Solo a él.
Solo a Zack.
—¿Vas a dispararme como yo lo hice
contigo? —pregunté con voz insensible,
aunque por dentro estaba temblando
entera, descansando la cadera en la
puerta.
Zack no bajó la pistola, sino que se
limitó a mirarme con la mandíbula tensa.
Ya no quedaba mucho del hombre de
treinta y ocho años que conocí en la
prisión. El tiempo y la fatiga se
evidenciaban en las arrugas que
surcaban su rostro. El paso de los años
enfilaba cada una de sus bellas
facciones y de sus rasgos imperfectos.
Se veía agotado, quizás algo débil y
vulnerable, pero seguía siendo Zack. Sus
ojos multicolor, ardientes y profundos
como los abismos del infierno, no
habían cambiado. Aún desprendían
calidez; aún eran magnéticos,
pecaminosos y atrayentes como un imán.
Sus ojos infinitos como el océano
seguían siendo mi perdición, mi
equilibrio y el pecado más dulce que
había probado nunca.
Su nuez de Adán subió y bajó al
tragar saliva.
—Debería —dijo con un gruñido
mientras seguía apuntándome con la
pistola.
Ahí estábamos de nuevo, mirándonos
con expectación, tan próximos y tan
distantes como al principio, como la
primera vez que nos vimos, como si el
tiempo hubiera retrocedido y los últimos
años no hubieran existido jamás. Pero
no era así. No podíamos engañarnos.
Zack había envejecido. Era quien era y
quien siempre sería, quien me
recordaría la maldad que habitaba en el
mundo.
Él era mi oscuridad.
Y yo también había cambiado. Ya no
era esa mujer de veintiocho años, la que
tenía siempre la sartén por el mango, el
control de su ordenada y rutinaria
existencia. Ya no tenía los mismos
sueños, pero sí las mismas pesadillas.
Zack era quien las provocaba y el único
que podía hacer que desaparecieran.
La vida nos había endurecido a los
dos por igual, se había cobrado hasta el
último aliento de nuestra inocencia, pero
aún había luz entre tantas sombras; un
rayito tenue pero poderoso, cegador
como el amor, como lo que yo sentía por
él.
Me aparté un mechón de pelo de la
cara y me lo coloqué detrás de la oreja.
Sus ojos siguieron el movimiento de mi
mano derecha. Un segundo después, se
posaron en la izquierda y por último en
mi rostro. Estaba buscando mi anillo de
casada.
Algo dentro de mí se encrespó de
manera dolorosa, pero me obligué a
caminar hacia él. Cuando el revólver
tocó la tela de mi camiseta, Zack se
exigió serenarse también y descendió el
brazo, pero no soltó el arma. Una intensa
presión se instaló en la zona central de
mi pecho. Mi pulso aumentó de ritmo,
siguiendo el compás del rabioso oleaje,
cuando sentí la corriente de electricidad
que nos unía como nudos invisibles.
Notaba la energía que irradiaba su
cuerpo desnudo, y ni siquiera nos
estábamos tocando. Era enfermizo.
Estimulante.
Vital.
Queriendo escapar de sus iris
penetrantes, me fijé en las páginas
desperdigadas sobre el escritorio y leí
mentalmente la primera línea. Era una
breve descripción que había escrito
sobre Zack. Una pequeñísima parte de lo
que había aprendido de él, aquello que
me había asustado y por muy maniático
que resultara, que me había cautivado
por completo.
«Desalmado. Violento. Astuto.
Cruel. Inteligente. Sanguinario. Rudo.
Agresivo. Inclemente. Implacable.»
Y me quedaba corta.
—Tenías razón… —dije toqueteando
las puntas de las hojas y retornando mi
mirada hacia la suya, que no había
dejado de observarme—. Logré terminar
la tesis.
Él era el último criminal en mi
estudio; el que ponía punto y final a una
etapa de mi vida.
—¿Te has divorciado? —me
preguntó con la voz ronca, dolida.
Me conmovió su desesperación.
—Algo así.
—¿Con quién?
Esbocé una sonrisa triste. ¿Cómo
explicárselo sin derrumbarme como
creía que estaba a punto de hacer?
¿Cómo decirle que mi vida había cesado
el día que nuestros caminos se
separaron? Que sin él era incapaz de
respirar sin sentir que me ahogaba. Que
su ausencia terminó por volverme loca,
en una razón sin sentido, en una
desquiciada que cometió una locura
mucho mayor que enamorarse
perdidamente del asesino de sus padres.
Se me resquebrajó la voz al hablar.
—Con el pasado.
Zack no reaccionó ante mi
declaración. Y yo no pude evitar bajar
la cabeza y encogerme cuando el primer
trueno estalló en el cielo gris. La lluvia
empezó a llenar nuestro silencio. Le oí
exhalar a través de los dientes, y su
aliento me acarició la piel. El calor que
emitía su cuerpo encendió mi sangre, me
despertó de mi perpetua somnolencia y
me hundió en una espiral de sensaciones
vivaces.
De repente, mis latidos se
interrumpieron y luego bombearon a
toda prisa la sangre cuando Zack situó el
revólver debajo de mi barbilla y levantó
mi rostro hacia él. La pasión había
oscurecido su mirada. Separé un poco
los labios ante el sinuoso y frío contacto
del arma sobre las comisuras de mi
boca, como si de un beso tímido se
tratara. Sabía que la pistola seguía sin el
seguro puesto, pero me sentía más a
salvo que nunca con él.
Zack continuó descendiendo el
lateral del revólver, primero por mi
cuello y por mi clavícula, para luego
concluir en el nacimiento de mis pechos,
con una templanza que me hizo
aferrarme al borde del escritorio con las
yemas de mis dedos.
—Explícamelo, Linda —me pidió en
voz baja.
—Es una historia un poco larga —
susurré también en el mismo tono.
Sonrió de medio lado. Y yo creí que
me echaría a llorar al ver esa sonrisa tan
hermosa de nuevo.
—Supongo que tengo algo de tiempo.
Respiré hondo. Era hora de exponer
mis secretos, aunque tenía pavor a las
consecuencias.
—El día del juicio me ofreciste una
oportunidad. —Se crispó al igual que yo
cuando nuestras mentes nos
transportaron a aquella mañana llena de
sufrimiento—. Y yo la acepté. Fui muy
egoísta. Permití que cumplieras condena
por algo que no hiciste. Casi me odié
tanto como te odiaba a ti por haber
dicho que me violaste, pero lo hice
porque sentía que me merecía algo
mejor que todo el dolor que me habías
causado y que no me dejaba vivir. —El
revólver tembló en sus dedos y una
cortina de desolación acudió a sus ojos
—. Entonces tú ingresaste en prisión y
yo intenté seguir con mi vida. Te juro
que lo intenté. —Me reí sin ganas. Fue
una risa trémula y torcida—. Tardé
mucho en reunir el coraje suficiente para
amontonar mis pedazos y tardé
muchísimo más en pegar cada pieza para
procurar repararme a mí misma, pero
cuando lo logré y contemplé aquel
boceto terminado, me di cuenta de que
había algo que no encajaba. —Lo miré
por encima de mis pestañas húmedas.
Las lágrimas habían empezado a caer
por mis pómulos, pero yo no las notaba
—. Estar sin ti no encajaba.
Al oírme hizo amago de acercarse,
pero se detuvo y me miró con congoja.
—Vendí mi apartamento —continué
antes de que se me trabara la lengua—.
Cuando la familia de Angy se enteró, me
reclamaron su parte del dinero. Yo no
quería entrar en disputas, así que les di
la mitad y me marché con lo puesto. Ese
no era mi hogar. No podía permanecer
allí. Esa casa me consumía… —susurré
—. No tracé ninguna ruta mientras
conducía hacia ningún destino en
concreto. Quizás esperaba encontrarme
por el camino. La verdad es que no lo
sé. No hay ninguna explicación. Solo sé
que cuando apagué el motor y observé la
mansión que había en la calle de
enfrente... —me interrumpí un momento
—. Nunca imaginé que me escudaría
detrás de una persona como él. Era
miércoles cuando me colé como una
delincuente en la casona, saltando la
valla de hierro como lo habíamos hecho
tú y yo. —Recordé con melancolía—.
Pero Tom, el Nene, no estaba solo, a
pesar de que no se celebraba ninguna de
sus fiestas raras. Me topé con una
señorita que iba algo colocada, cuarenta
años más joven que él, abandonando a
paso inestable el despacho y
limpiándose los muslos con una toallita
higiénica.
—¿Qué tiene que ver ese tío en todo
esto? —masculló la pregunta justo al
tiempo que otro trueno fustigaba el aire.
—Él es la razón por la que hoy yo
esté aquí.
Su pecho se infló al tomar una brusca
bocanada de oxígeno.
—No lo entiendo.
—Me acogió en su casa. Apenas me
vio supo por qué me encontraba allí. Me
dijo que podía quedarme en la
habitación que quisiera y que
hablaríamos mañana. ¿Te haces una idea
de cuál habitación escogí? —Esbocé
una sonrisa con algo de esfuerzo—. Le
hice caso porque me sentía fatigada. En
aquel entonces Benicio aún estaba en la
cárcel. Como es lógico, yo temía estar
metiéndome en camisa de once varas,
pero Tom era el único que podía
ayudarme. Al día siguiente él notó mis
recelos, aun sin haber abierto la boca.
Estaba nerviosa, a punto de largarme de
allí, cuando empezó a explicarme que ya
no trabajaba para Benicio y que hacía
meses que lo había dejado. Claro que
esto último Benicio no lo sabía. El
Cártel de Sinaloa llevaba tiempo
planeando deshacerse de ese psicópata.
—No te detengas ahora, Linda —me
pidió cuando callé.
—Estaban hartos de sus tonterías,
que se creyera superior a todos, y no
deseaban seguir perdiendo dinero a
costa de sus sanguinarias decisiones,
pero la policía se interpuso en su
camino. La sentencia que le dieron fue
corta. El Nene dijo que no fue una
coincidencia, ya que el Cártel quería
que Benicio permaneciera lo mínimo
entre rejas. Mientras Benicio entraba en
prisión, el nuevo trabajo que le
encomendaron a Tom fue desbloquear
todas las cuentas que existieran, o que él
tuviera conocimiento de su existencia, a
nombre de Lucero Velázquez y otros
nombres falsos que había usado Benicio
durante las últimas décadas. Tom era
quien manejaba la mayoría de los
asuntos clandestinos de ese infeliz,
quien enviaba el dinero a los paraísos
fiscales y quien compraba bienes con
títulos de empresas fantasmas para que
el Cártel y los federales no pudieran
encontrar el dinero, por lo que no tardó
mucho en hacer su deber. Además de
eso, también tuvo que blanquear una
cantidad obscena de billetes sin levantar
sospechas en la policía o en algún
aliado de Benicio que pudiera darle el
soplo durante su estancia en la cárcel.
Su fin era definitivo.
—¿Y qué te pidió Tom que hicieras?
—preguntó poniéndose en lo peor.
Él, desde pequeño, había aprendido
que nada era gratis en nuestro mundo.
—Fui yo la que le pedí que hiciera
algo.
Me miró como si le estuviera
hablando en una lengua antigua.
—¿Qué fue lo que le pediste, Linda?
Tenía que decírselo. Era todo o nada.
Y con Zack nunca habría término medio.
Me acerqué a él y pude apreciar los
erráticos latidos de su corazón.
—Tu libertad.
Hubo un enorme silencio entre
nosotros.
—No sé qué decir… —dijo con el
rostro contraído, dando un paso hacia
atrás—. No sé qué pensar.
Solté un suspiro y apoyé la parte
baja de mi espalda contra el escritorio.
Debía continuar para que Zack lo
entendiera.
—Me alegré muchísimo cuando
Benicio murió… —reconocí en un
susurro—. Lo celebré en silencio
mientras veía las noticias. Sin embargo,
pronto comprendí que la vida había sido
muy justa con él y muy injusta con otros.
Habría sido peor que el Cártel lo
hubiera desplumado, que hubiera tenido
que mendigar o que le hubieran dado la
espalda. No habría sobrevivido ni un
día. Y mucho menos en silla de ruedas.
Benicio codiciaba el poder, que le
adoraran como un dios de la guerra.
Pero su vida terminó donde tenía que
terminar, a fin de cuentas. Mi repentina
felicidad duró pocos segundos al ver
que nada de lo que me rodeaba era como
antes. Mi vida seguía siendo como no
quería que fuera y nadie me traería de
vuelta lo que había perdido. Lo único
que me quedaba, y que podía hacer por
mí misma, era progresar. Pero ¿cómo
hacerlo si sientes que cada día te
avejentas más y más? —Lo miré un
momento, pero tuve que bajar la vista
cuando un nudo me apretó la garganta—.
Estaba muerta por más que respirara y tú
eras el culpable de que me sintiera así.
Cuando cerraba los ojos, te veía a mi
lado. Cuando los abría, tú seguías
apareciendo en mi mente. Sin Benicio de
por medio, creí que aquel círculo
vicioso se cerraría de una vez, pero no
fue así. Sigue abierto. Y tú eres el único
que puede cerrarlo. El único que puede
completarme. El único que le da sentido
a lo que soy. —Me limpié las lágrimas
mientras oía el repiqueteo de la lluvia
que había empeorado en los últimos
segundos—. Le pedí ayuda a Tom. Para
mi sorpresa, no me hizo preguntas; al
contrario, maquinó un plan sin permitir
que me entrometiera en sus asuntos.
Estuve más de dos años viviendo en Las
Vegas, primero en su casa y luego de
alquilada. Esperando a que fuera el
momento adecuado.
Una sonrisa se dibujó en mi cara al
recordar a Tom contándome anécdotas
de los hermanos Cassidy; dos hombres
tan iguales y tan distintos a la misma
vez. John era tranquilo, risueño y mucho
más centrado que su hermano, como el
día atrapado en la noche, mientras que
Zack era agresivo, las ganas de pelear
las llevaba en la sangre, él era la noche
atrapado en su propia oscuridad. Dos
almas que habían sido arrastradas a un
mundo lleno de violencia e injusticia,
pero que uno de ellos había querido
escapar de todo eso mientras que el
segundo se había rendido a vivirlo. Eran
como la vida y la muerte. Y la muerte
siempre ganaba.
—¿Qué sucedió después?
Su voz me distrajo de mis
pensamientos.
—Tom me dijo un día: «Lanza un
rumor y verás como todos se lo tragan,
aunque sea un bulo y no se molesten en
indagar si es cierto o no». Benicio había
hecho eso; había lanzado rumores sobre
sí mismo clamando que era invencible,
intocable, que quien se enfrentara a él
saldría con los pies por delante. Así que
nosotros divulgamos rumores sobre mí,
arriesgándonos a que tú cometieras
alguna estupidez. —Busqué sus ojos
para que me enfundaran valor, pero me
emocionó verlos cegados de lágrimas
que se negaba a derramar—. Lo… lo
siento. La verdad es que nunca he estado
en Nueva York. Nunca he vivido en
Dakota del Norte ni he conocido a
ningún hombre. No me he casado ni
tengo hijos. —Empezó a temblar con
tanta vehemencia que pensé que me
estrangularía por haberle mentido de esa
vil manera, pero en cambio se situó
frente a mí para que estuviéramos más
cerca—. Sólo fueron rumores. Eran
necesarios para que todos pusieran la
mirada en otro sitio, para que creyeran
que lo nuestro había acabado en tragedia
y que así quedaría, para que pensaran
que no me encontraba en los Estados
Unidos; que me había olvidado de ti.
Permanecimos en silencio. Su mente
estaba trabajando a toda velocidad,
sacando conclusiones.
—Conocí a un tío en la trena. Se
llama Lalo. Hemos estado meses
planeando cómo escapar… —calló al
percibir la verdad en mi mirada.
—Lalo forma parte del plan. Tengo
que reconocer que ese chico no me gustó
ni un pelo al principio, pero Tom
aseguró que era perfecto y, ya ves, no se
equivocó. Le ofrecimos una cantidad
considerable de dinero para que se
dejara apresar por la policía. La
mercancía que llevaba en la furgoneta no
pertenecía a ningún Cártel, nos la prestó
la brigada antidroga de sus almacenes,
quienes también recibieron un buen
pellizco. No tardamos en ponernos de
acuerdo sobre cómo intervenir en la
prisión. Lalo es un experto, aunque es
bastante joven y está como una cabra, y
tenía claro lo que debía hacer para
ayudarte, pero no pudimos actuar con la
rapidez que yo ansiaba, pues habríamos
llamado la atención de las autoridades.
Hay mucha corrupción en la policía y en
las cárceles, incluso dentro del
mismísimo FBI, pero también hay
personas que son decentes y están al
acecho de soplones. —Me enderecé
para que pudiera sentirle aún más—.
Ojalá no hubiera tenido que mentir tanto.
Me ponía histérica cada vez que me
enteraba de que te habías metido en una
pelea, que pudieras salir lastimado. —
Exhalé con agobio. Estaba demasiado
silencioso—. Han sido los cuatro años
más largos de toda mi vida.
Negó con la cabeza como si algo no
le terminara de cuadrar.
—Sigo sin entender por qué un
hombre como Tom se arriesgaría a
ayudar a un hijo de puta como yo.
Me encogí de hombros.
—Le encantan las historias de amor,
pues él nunca ha tenido una. No sabe lo
que es amar a alguien, ni siquiera a un
familiar. Creció sin una familia y sin un
lugar al que llamar hogar, y morirá sin
ambas cosas también. La mansión no le
llena. El lujo no le da la felicidad, solo
cubre la soledad que lleva sintiendo
desde que tiene uso de razón. —Se me
achicó el corazón cuando las palabras
de Tom resonaron en mi cabeza, la
ansiedad que había manifestado mientras
me confesaba sus miedos bajo la luz de
las tintineantes velas de su casa—. Me
dijo que había hecho mucho mal en su
vida y que quería hacer algo bien antes
de morir. Su memoria tan privilegiada
empezó a deteriorarse poco antes de que
yo me mudara aquí, hace unos siete
meses, y sabe que irá a peor. Él pronto
entrará también en la categoría
«prescindibles» y el Cártel de Sinaloa
no dejará cabos sueltos.
Callé.
Zack continuó enmudecido durante
agonizantes segundos, con los ojos
radiantes de sentimientos.
—Dime algo, por favor… —
supliqué porque ya no aguantaba más
esa tortura de no saber qué pensaba al
respecto.
—Creí que te había perdido para
siempre.
Yo también había pensado lo mismo,
muchas veces.
Tomé con delicadeza su rostro entre
mis manos y me arrimé a él.
—Siempre me has tenido, incluso
cuando parecía que no —susurré
trazando con mis dedos las comisuras de
sus ojos, las arruguitas a los lados de
sus labios y las que enmarcaban su
frente también. Era un hombre hermoso,
mucho más que antes—. Habría
derrumbado la prisión entera con tal de
sacarte de allí.
Mi confesión fue la gota que colmó
el vaso.
El revólver cayó con estrépito al
suelo cuando Zack, como un animal, se
abalanzó sobre mí. Su boca abordó la
mía mientras me agarraba por la nuca
para que nos fundiéramos en un mismo
cuerpo. Temblé. Él también tembló a la
vez que me separaba los labios con su
lengua, para poseerme como había
extrañado tanto. En ese momento ni él
era un criminal ni yo era una mujer
atormentada por los recuerdos y las
pesadillas. Sólo éramos dos núcleos que
se precisaban, que se entendían y que se
amaban como nunca imaginaron que
amarían.
Nuestras lenguas se enlazaron entre
ellas mientras de vez en cuando sus
dientes me mordían y me arrancaban
varios gemidos de desesperación.
Enredé mis dedos en su pelo aún
salpicado de agua y seguí disfrutando
del ardor de sus besos, ansiando
aferrarme a ellos con mis labios.
Besarle era como besar a la vida, como
coquetear con la muerte. Zack
representaba ambos conceptos para mí,
él era una droga que me hacía querer
más, anhelarle como la primera vez que
me besó, cuando sin saberlo solo nos
teníamos el uno al otro.
Gruñó en mi boca.
Ese sonido fiero me humedeció entre
los muslos.
Sus manos deshicieron mi coleta y
mis mechones quedaron liberados de la
goma, desmoronándose en cascada. Me
tiró un poco del pelo, me inclinó la
cabeza hacia atrás e introdujo más su
lengua en mi boca, para seducirme con
sus fascinantes y febriles caricias. El
beso, sin previo aviso, se tornó más
desesperado y profundo, y sentí un
cosquilleo sexual en las entrañas; sobre
todo cuando descendió sus manos por mi
espalda hasta llegar a mi trasero
cubierto por unos pantalones de pitillo,
y me alzó al aire. Le rodeé la cintura con
las piernas y me dejé llevar hacia la
pared más cercana para que me
acomodara en ella.
Como si necesitara comprobar que
yo era de carne y hueso, me levantó un
poco la camiseta y me arañó la espalda
para marcarme. Me arqueé contra su
boca y pellizqué su labio inferior. Lo
que estábamos viviendo era mucho más
intenso que la primera vez que nos
tuvimos. Me eché hacia atrás y lo miré a
los ojos, que aún estaban entornados.
Me enterneció comprobar que había
regueros de humedad en sus mejillas,
aunque no sabría decir si eran debido a
mis lágrimas o quizás a las suyas.
—Te he echado tanto de menos… —
Acaricié cada ángulo de su rostro a la
vez que me deleitaba con la sensación
de su tacto y de sus dedos, que recorrían
los trazos de sus uñas en mi piel—. Creí
que moriría antes de que pudiera verte
una última vez.
Su boca se curvó en una lenta
sonrisa.
—No antes que yo, ¿recuerdas? —
Cogió mi mano y me regaló un beso en
el centro de la palma. Solté un sollozo y
lo abracé con todas mis fuerzas. Quería
fundirme con él. Quería quedarme así
para siempre. Él era mi consuelo, quien
conseguía que la soledad se evaporase.
No nos movimos durante varios minutos.
Yo lloré en silencio y él siguió
abrazándome, sosteniéndome para que
no me hundiera, hasta que su voz me
devolvió a nuestro volátil presente—.
No me merezco esto. No me merezco
esta segunda oportunidad. No te
merezco, Linda.
Tenía razón. No podía negarlo. En el
fondo Zack debería estar muerto, pagar
como había hecho Benicio, pero ¿cómo
estar a favor de esa atrocidad si yo
misma no había podido matarle cuando
tuve la ocasión? Aquello sería suicidio.
Si él moría, yo moriría con él.
—Pero yo sí. Merezco ser feliz y
solo contigo puedo serlo. —Cuando no
respondió, lamí la piel de su cuello y no
pude evitar cerrar los ojos al
empaparme de su calor. Justo ahí era
donde quería estar por el resto de mis
días, aunque tuviéramos que ir contra
viento y marea o contra el mundo entero
—. Tú eres todo lo que conozco. Todo
lo que quiero conocer. Mi principio y mi
fin.
Alzó mi barbilla con su mano.
Sus ojos eran dos llamas peligrosas.
—No soy bueno para ti.
No era una advertencia ni una
amenaza, sino una promesa. Un
compromiso a largo plazo o tan largo
como el destino nos lo permitiera. Uno
que no me aseguraba una vida fácil ni
llena de colores, sino una vida en la que
tendríamos que combatir los dolorosos
recuerdos que albergaban nuestros
corazones, una en la que tendríamos que
vencer nuestros demonios más
horrendos, e incluso luchar contra
nosotros mismos.
Sellé aquel juramento con mis
palabras.
—Lo sé.
Frunció el ceño.
—¿Es que no lo entiendes? No tengo
nada que ofrecerte. —Observó la
habitación pobremente decorada—. No
tengo nada. Solo doscientos dólares y un
montón de problemas.
—Eso también lo sé. —Agachó la
cabeza como si le pesara que lo
aceptara sin condiciones, pero elevé su
barbilla como él acababa de hacer
conmigo. Los dos estábamos tratando de
ignorar el tema, una herida que seguía
rajada y que aún sangraba un poco. Una
que debíamos cerrar y que solo nosotros
podíamos hacer que cicatrizara. Sin
embargo, nunca sanaría del todo y
quizás, de vez en cuando, nos escocería
la piel—. Te perdono —afirmé. Cuatro
años era bastante tiempo para dejar
reposar la rabia, para canalizar el dolor
y aprender a remitirlo. Zack cerró con
fuerza los ojos y endureció la mandíbula
—. Te he perdonado hace mucho, Zack.
Respiró hondo antes de juntar
nuestras frentes.
—Ojalá pudiera deshacer lo que
hice aquel día. Ojalá no hubiera sido yo.
Ojalá no hubieras tenido que pasar por
todo lo que has pasado.
—No, Zack… Si este es el precio
que tengo que pagar para estar hoy así,
contigo, entonces volvería a pasar por
cada una de esas amargas situaciones.
—Lo besé en los labios hasta que
entornó los ojos y me miró con infinita
adoración, con un amor especial, no
puro, pero sí muy especial—. Aún no
entiendes que me enamoré de ti siendo
malo y moriré amándote de esta manera
también.
—Quizás no pueda cambiar.
—Ya veremos. —No quería
presionarle, pues entendía que estuviera
inquieto. A mí también me había costado
lo mío. Ya no ejercía la psicología
forense. Hacía poco había empezado a
trabajar en una institución en conjunto
con otros psicólogos, donde tratábamos
a adolescentes con problemas
familiares. Era algo así como una
mediadora entre ellos y sus padres. Yo
les ayudaba con sus temores más
ocultos, esos que no podían compartir, y
ellos me echaban un cable para seguir
perfeccionando mi portugués—.
Tenemos tiempo.
En cierto modo lo teníamos. El
Gobierno Estadounidense no podía
hacer nada respecto a él. Tenían las
manos atadas, pues no había extradición
en Cabo Verde con Estados Unidos. La
Interpol no movería ni un dedo para
localizar a Zack, teniendo en cuenta los
costes y el papeleo que aquello suponía.
Y aunque lo hicieran y lo localizaran, no
podrían traerle de vuelta a América.
Nos acecharían, eso sí, aguardarían a
que cometiéramos algún error o a que
saliéramos del país. Pero tendrían que
pasar por encima de mí para que
llegaran hasta él.
Me agarró fuertemente por la nuca,
casi palpando el dolor.
Lo miré con fijeza.
—Antes de conocer a Lalo me
importaba una mierda mi vida. Creo que
nunca me ha importado lo suficiente —
dijo atravesándome con sus ojos y sus
palabras sinceras—. Cuando oí que te
habías casado, te odié por que hubieras
podido seguir sin mí. Pero no podía
recriminártelo. Te mereces mucho más
de lo que yo te pueda dar. —Me
aproximó a él. Creí que me estrecharía
entre sus brazos, pero me detuvo a la
altura de su boca. Nuestros labios se
rozaron cuando murmuró—: Te
pertenezco, Linda. Ahora y siempre.
Incluso mucho antes de que aparecieras
en mi vida. Te necesito para vivir. Para
respirar. Nada tiene sentido sin ti. Nunca
lo ha tenido. Solo desde que te conozco
le he empezado a temer a la muerte. Te
necesito. —Entrecerró sus ojos mientras
volvía a decir con un susurro ronco—:
Te necesito.
Lo besé con todo el amor que había
estado reservando para ese momento,
aunque nunca imaginé que sería justo el
día de Navidad. La mañana anterior
había recibido una llamada de la
institución diciendo que uno de los
chicos se había puesto muy nervioso.
Tuve que quedarme toda la tarde y toda
la noche hablando con él, procurando
calmarlo sin que sus padres se
entrometieran y se pusieran a discutir a
gritos. Pero estar con Zack era el mejor
regalo que podrían haberme hecho. Lo
amaba de una forma animal,
primitivamente desgarradora.
Amaba al hombre y también a la
bestia.
La lluvia empezó a oírse más
estridente, como si estuviera en sintonía
con nuestras respiraciones agitadas, con
nuestros suspiros y nuestros jadeos de
liberación. De repente, Zack caminó
hasta la cama y me tendió con
delicadeza sobre ella. Me sacó la
camiseta y el sujetador, y continuó
besándome desde el vientre hasta mis
labios, abandonando vagas caricias por
mi cuerpo, venerándome.
—No voy a romperme —dije con un
gemido contra su boca húmeda de mi
saliva.
Sonrió y se incorporó para
deshacerse de la toalla. Fue entonces
cuando vi mejor las heridas en su
abdomen y en su pecho, las cicatrices de
las balas que yo misma había disparado
y otras que él se había buscado en la
cárcel. El siniestro tajo en la parte baja
del estómago. Y el tatuaje… con el
número diecisiete; el dígito que nos
serviría de recordatorio para que no
olvidáramos quiénes éramos y de dónde
veníamos. Pero también lo que me
ayudaría a entender que nadie puede
escoger a quien amar. Es imposible.
Simplemente sucede el día menos
pensado, en el momento más inoportuno,
y está en nosotros afrontarlo de la
manera que más feliz nos haga, sin que
nos afecten las opiniones ajenas.
Algo abstraída, toqué las cicatrices
de las balas, pero Zack atrapó mi mano
y trenzó nuestros dedos antes de
recostarse sobre mí.
—Quiero hacer esto bien.
—No pretendo que cambies. Ni
espero que lo hagas, Zack. —Le di un
tímido beso en el tatuaje para que viera
que se lo decía en serio; que ese
demonio no superaría mi amor por él—.
Te amo con todas tus imperfecciones. Te
amo a ti. Solo a ti.
Un gruñido refulgió de su garganta.
Rodeó mi cuello entre sus palmas y
me besó con la rudeza que hacía de Zack
un hombre adictivo y único. Terminó de
desnudarme con apuro y ansias, y me
acarició de un modo que rozaba el dolor
para luego aliviarme con un simple roce
de sus dedos. Era alarmante
experimentar aquello. Sentir que se me
comprimía el corazón y que un segundo
después me hiciera sentir completa; que
mi vida y la suya conectaban entre sí,
que me había encontrado a mí misma y
que después de casi treinta y tres años
extraviada en la soledad por fin tenía un
hogar.
En cuanto me tuvo suplicándole,
mojada y emitiendo ruiditos de placer,
me penetró de una firme estocada. No
fue delicado. Sin embargo, yo tampoco
quería que lo fuera. Lo que quería era
arder con él. Ser solo suya y que él fuera
solo mío. Fingir que lo demás no existía.
Que nosotros éramos lo principal y el
resto era lo secundario. Perderme en la
eternidad de sus ojos mientras estaba
dentro de mí, para luego hallarme
cobijada en sus brazos. Saber que él
estaría ahí para mí, para cuando me
cayera; tenderle una mano cuando él
tropezara con sus errores y también con
los míos.
Me aferré a su espalda con las uñas
y me arqueé al notar cómo me inundaba
su calor. Él también permitió que la
pasión controlara el ritmo. Y de pronto
el éxtasis nos caló profundo y fuimos
barridos por la vehemencia de nuestros
sentimientos, con los cuerpos jadeantes
y temblorosos.
Cuando volvimos a ser nosotros
mismos y no un amasijo de sensaciones
placenteras y lujuriosas, mi vista
empezó a enfocarse pesadamente hasta
que nos descubrí cara a cara, con
nuestras cabezas sobre las almohadas y
nuestros rostros relajados, en paz,
enredados en viejas sábanas amarillas.
Como en mi sueño.
Zack era mi sueño.
Ya no había dolor.
Pestañeé sorprendida cuando alargó
una mano hacia mi rostro y secó con su
pulgar una lágrima que acababa de
resbalar por mi mejilla. Su tacto fue tan
delicado que me hizo sonreír con
amplitud. Aquella fue mi primera
sonrisa de verdad. La primera de
muchas. Él también sonrió y entrelazó
nuestros dedos situándolos sobre su
corazón.
Nuestra imagen se me grabó a fuego
en la memoria.
Me sentía feliz.
Plenamente.
Y así fue cómo poco a poco fuimos
creando nuevos recuerdos, juntos y de
los dos, renunciando al pasado pero sin
borrarlo, viviendo el día a día como si
fuera el último. Con la isla de testigo.
Con todas y cada una de nuestras
heridas. Con nuestros corazones
magullados, que se necesitaban para
seguir latiendo. Con nuestras almas ya
no tan marchitas, ya menos dañadas y
más fortalecidas.
Solo él y yo.
Siempre nosotros.
Y nuestro amor indestructible.
Epílogo
Presente.
El mar meciéndose a un ritmo tranquilo
me hace esbozar una alegre sonrisa
mientras me llevo la taza de café a los
labios. Es una visión hermosa, magistral
y cautivadora, pero no tanto como el
hombre que está instalando un par de
tumbonas en nuestra parcela que enfila a
la cala con sus rocosos salientes.
Los días posteriores a nuestro
encuentro fueron intensos en todos los
sentidos. Zack y yo no estábamos
dispuestos a derrochar nuestro tiempo en
cosas banales, así que empezamos desde
el minuto cero a compartir todo aquello
que no habíamos podido. Nos besamos
durante horas, nos disolvimos en cálidos
abrazos mientras yo me dejaba caer
sobre su firme erección y luego, una vez
satisfechos y fatigados, nos quedamos
hablando hasta las tantas, con la luna
admirándonos desde la ventana.
Esa misma noche, mientras él dormía
desnudo, me levanté de la cama y boté
los archivos de mi tesis a la basura,
como también la pulsera que me había
regalado mi tía Emma, pues no me
apetecía que esa parte de mí fuera
también parte de mi nuevo yo.
Zack es lo único que quiero en mi
vida. Y yo soy todo lo que él necesita
para vivir.
Pero no todo fue un camino de rosas.
Habituarnos también fue difícil, sobre
todo para él. Tras unas cuantas semanas
disfrutándonos el uno al otro, le mostré
mi lugar de trabajo. Las chicas más
problemáticas babearon sin ningún
disimulo por Zack apenas lo vieron
entrar en el centro, con gafas oscuras,
camiseta negra y vaqueros raídos. Los
padres que estaban con sus hijos lo
miraron con desconfianza mientras que
los chicos, tan rebeldes como sus
compañeras, quedaron fascinados con su
tatuaje a la vez que le preguntaban qué
significaba y amenazaban a sus
agobiados progenitores que ellos se
tatuarían uno similar en cuanto salieran
de allí.
Yo me había encogido de hombros
ante tal revuelo de hormonas e
insubordinación. Puede que Zack sea un
hombre maduro, pero aún es atractivo a
rabiar. Continúa viéndose sumamente
peligroso e inspira recelos a los más
adultos.
Pero a pesar de que aquella situación
fue todo un éxito, en solitario aún
tenemos batallas que librar. Por
ejemplo, el asunto de las pesadillas, que
siguen desvelándome por las noches.
Nunca han desaparecido y tampoco creo
que lo hagan. Aun así, los sueños con
forma de muerte son más llevaderos
teniendo a Zack a mi lado. Cuando
suceden, él se encarga de despertarme y
decirme entre susurros que estoy a salvo
de los monstruos que manipulan mi
mente. Y lo hace de distintas formas. A
veces me abraza hasta que abro los ojos.
En otras, me besa hasta que le respondo
perezosamente. Pero el método que a mí
más me gusta es cuando une nuestros
dedos mientras le noto pegado a mi
espalda, rodeándome con sus brazos, o
con su cuerpo en general, y me susurra
un dulce y profundo: «Te necesito».
Esa es su manera de decirme que me
ama, aunque lo nuestro va mucho más
allá del amor.
Zack fue descubriéndose a sí mismo
también. Aprendió lo mínimo de
portugués, aunque con frecuencia se
pone a charlar en inglés, ya que el
municipio es una zona altamente turística
en época de verano, y se dio cuenta de
que le encanta montar y desmontar
piezas, hacerlas funcionar y ser
partícipe de esa transición. No me
sorprendió que hallara empleo tras
hacer migas con un tipo que no tiene
ninguna pinta de ser legal. Se llama
Diogo, y administra una famosa empresa
náutica donde construyen embarcaciones
a todo lujo en Tarrafal, las cuales son
vendidas al mejor postor, sobre todo a
multimillonarios de diversos países.
Yo, a pesar de mis sospechas, he
preferido no indagar mucho hasta qué
punto esos negocios pasan por las redes
de la Ley, o si lo hacen de puntillas. Aun
así, me consta que Zack no ha usado el
revólver que mantiene guardado como
un tesoro debajo de la almohada de
nuestra cama, pero tampoco me cabe
ninguna duda de que empuñará el arma y
matará a quien ose interponerse entre
nosotros. Y también estoy bastante
convencida de que yo no se lo impediré,
pues lo amo demasiado para permitir
que alguien intente separarnos.
Un día, meses después de nuestro
reencuentro, me alarmé al hallar
correspondencia en nuestro buzón. Lo
cierto es que no tenemos contacto con
nadie que no viva en Tarrafal. Estamos
aislados de nuestro pasado, aunque nos
enfrentemos cada día a él. Como Zack
aún no había llegado a casa, rasgué el
sobre marrón y tras curiosear el
contenido, entendí que aquello iba
dirigido a Zack. Él entró al cabo de una
hora y, apenas percibió mi expresión,
supo que había sucedido algo.
Se acercó a mí con preocupación.
—Es para ti —le había dicho
mientras le entregaba el sobre.
Me miró con los ojos entornados.
—¿Qué coño es esto?
—Ábrelo.
Sin esperar más, sacó lo que había
dentro. Sus rasgos se endurecieron un
momento antes de que se suavizaran otra
vez. Sus labios perfilaron una alegre
sonrisa. Aunque no había ninguna
palabra escrita, los dos sabíamos a
quién pertenecía la ecografía que
sostenía Zack entre sus dedos. Desde
que llegó a Tarrafal, había estado muy
preocupado por lo que le podría haber
sucedido a su colega mexicano de quien
no habíamos tenido noticias, hasta
entonces. Esa ecografía era la manera
que tenía Lalo de decirnos que Viviana y
él estaban bien, pero también era su
forma de decirnos adiós. De sellar otra
etapa de nuestras vidas pasadas.
Gracias a Lalo y sus silenciosas
intenciones, comprendí una verdad que
no sabía que me estuviera agobiando en
silencio. Ocurrió mientras Zack y yo nos
encontrábamos sentados en el sofá,
cenando, viendo una película en blanco
y negro. En una de las escenas los
protagonistas empezaron a bailar y a
reírse a carcajadas, pero al notar que
Zack me estaba mirando con el ceño
fruncido desvié la vista de la pantalla y
le pregunté en voz baja:
—¿Qué pasa?
—Tú y yo nunca hemos bailado.
Situó el plato sucio en la mesita de
centro.
—Eso es fácil de solucionar. —Alcé
repetidas veces las cejas a modo de
invitación.
Resopló entre dientes.
—No se me da nada bien… —
confesó acariciándose la barbilla. Aquel
día llevaba la barba recortada, como en
la prisión, pero el pelo lo sigue teniendo
largo y alborotado—. Es que… me he
dado cuenta de que nunca hemos hecho
nada de lo que hacen las parejas
normales, o lo que les gusta a las
mujeres normales.
—Yo no me he quejado. —Me puse
en pie y extendí una mano hacia él. Con
un suspiro la aceptó y se levantó
también—. Y ya te he dicho que yo no
soy muy normal.
—Lo hago fatal, que conste —
advirtió con una mueca y me estrechó
contra su pecho.
Pasé mis dedos por sus mechones y
lo besé en los labios, que se abrieron de
inmediato para mí. Nuestras lenguas
juguetearon mimosas durante mucho más
tiempo del que tenía en mente, por lo
que creí que acabaríamos follando en el
sofá, tal como había sucedido el día
anterior. Zack sonrió contra mi boca
como si hubiera tenido el mismo
pensamiento y se distanció lo mínimo de
mí mientras los dos aspirábamos
nuestros alientos empapados de la
creciente lujuria.
Nuestros ojos se descubrieron y, en
respuesta, mi corazón latió mil veces
más deprisa.
—¿Sabes? Una vez tuve una amiga…
—dije con una mezcla de tristeza y
añoranza en la voz. Incluso ahora,
aunque ya ha pasado algún tiempo, la
sigo extrañando muchísimo. Siempre lo
haré—. Se llamaba Angy. Ella siempre
solía decir que debemos disfrutar de la
vida porque es demasiado corta, que si
no nos arriesgamos, nunca sabremos lo
que podría haber sucedido; que si
alguno de nuestros planes no funciona a
la primera ni a la segunda, quizás lo
haga más adelante. —Hice una pausa
cuando aquel dolor tan familiar me
punzó por dentro y, luego, observé a mi
hombre, que acariciaba mis mejillas con
sus pulgares—. Yo tampoco soy muy
buena bailarina, pero podemos aprender
juntos.
Respiró hondo.
—Yo también tenía un amigo —dijo
con la garganta cerrada—, que se estaría
descojonando de mí al verme titubear
tanto por hacer algo tan estúpido como
mover un poco los pies y las caderas. Y
un hermano que hace rato te hubiera
arrastrado a la pista de baile.
Hablar de ellos nos dolía, todavía
nos duele demasiado, pero también
resulta enriquecedor hacerlo porque
ellos siempre persistirán en nuestra
memoria.
Nos abrazamos y empezamos a
movernos con pequeños y tímidos
vaivenes. Cuando sentí que las lágrimas
estaban bajo control, caminé hacia el
sofá para apagar el televisor y encendí
el reproductor de música desde mi
ordenador. La melodía de un piano
inundó el espacio, y la sensual y erótica
voz del cantante nos susurró muy bajito.
Si quieres que te escuche, susurra.
Si quieres que corra, sólo camina.
Envuelve tu nombre en encaje y
cuero.
Te oigo. No necesitas hablar.

Permítenos cometer mil errores,


porque nunca aprenderemos.

Sonreí al escuchar My obsession de


Cinema Bizarre y, a continuación, me
giré sobre mí misma y regresé hacia
Zack, a paso lento. En cuanto lo alcancé,
tomó mi mano entre la suya y me dio una
vuelta para luego estrechar su atlético
cuerpo contra el mío. Me eché a reír al
tiempo que nos balanceábamos al
compás de la canción, dejándonos
seducir por las letras, sintiéndonos
como en casa.
Completos.
Realizados.
—No es tu culpa, Linda —comentó
bruscamente.
Me estremecí cuando dio en el clavo
con el motivo de mi preocupación.
—Y tampoco tuya.
—Quizás no sea de ninguno de los
dos.
Suspiré con pesar.
—¿Estaría feo si admitiera que no
me importa no poder tener hijos? ¿Que
te quiero solo para mí? —Casi ansié
poder esconderme cuando se quedó
pensativo durante infinitos segundos.
Zack exhaló pesadamente y,
entonces, murmuró:
—A mí tampoco me importa. —Su
respuesta me hizo apretar los ojos por el
alivio que me embargó.
Es cierto que no me importaba, sigue
sin hacerlo, pero lo que sí me preocupa
es que el destino no quiera que seamos
padres, por alguna siniestra razón. Me
aterra que nos puedan distanciar otra
vez, que estemos siempre tan vigilados y
que ronden helicópteros en Tarrafal
todos los días cuando eso no es común.
Cada vez que oigo ese tormentoso
zumbido en el aire, me echo a temblar
de miedo. Zack y yo no somos idiotas.
Sabemos que la Interpol ha dado con
nuestro paradero. Llevamos meses en su
radar. Siempre estaremos atrapados en
sus sistemas. Nunca seremos libres.
La isla se ha convertido en nuestra
prisión. Nuestro amor, en los cimientos
que la mantienen a flote.
—Todo está bien, Linda. No te
preocupes —dijo Zack a la vez que me
besaba en la coronilla en un intento por
apaciguar mis inquietudes—. No va a
pasar nada. Te lo prometo.
Nunca sé si debo creerle o no, pero
afirmé con la cabeza y me tragué la
desazón que me oprimía la garganta. La
canción terminó, pero volvió a
reproducirse en modo automático.
Aparcando a un lado los pensamientos
negativos, decidí deleitarme con aquella
canción que tanto me recuerda a nuestra
historia.
—La letra me recuerda mucho a
nosotros —musité.
—¿Sí? —inquirió en tono jocoso—.
A ver…, voy a prestarle más atención.
El cantante nos cantó con más fuerza.
Tú eres mi obsesión.
Mi fetiche. Mi religión.
Mi confusión. Mi confesión.
Lo único que quiero esta noche.
La pregunta y la conclusión.
Tú eres, tú eres, tú eres…
Mi fetiche tú eres.

Sentí su pecho vibrar por la risa


mientras buscaba mis labios y me
besaba de esa manera que me hacía
temblar por dentro. Le clavé las uñas en
las costillas y me arrimé más a él.
Gemimos. Antes de apartarse de mí,
lamió mis labios con una sutil
lengüetada y acunó mi rostro entre sus
manos. Me miró a los ojos.
—Eres mi obsesión, Linda.
Él también es mi obsesión.
Quizás todo lo relacionado a
nosotros lo sea.
Sonrío con cara de enamorada
cuando el recuerdo empieza a
despejarse poco a poco de mi mente.
Coloco la taza en el friegaplatos y miro
a través de la ventana. La mañana ha
amanecido bastante calurosa y la
espalda desnuda de Zack me invita a
unirme a él. No lo dudo y salgo al
exterior sorteando la estructura de la
casa hasta dar con unos peldaños no muy
bien construidos. Desciendo con
prudencia la escalinata y cuando llego a
una superficie plana, me paralizo al
vislumbrar los apasionados ojos de
Zack, que me observan con fijeza.
Esboza una de sus sonrisas pícaras,
de medio lado, cuando una ráfaga de
viento menea mi falda y se me ve hasta
el alma.
Refunfuño con regodeo.
—Han quedado genial —le digo
mientras reduzco la distancia que hay
entre nuestros cuerpos.
—Ya no se volarán, aunque haga un
tiempo pésimo. —Zarandea el
reposabrazos de una de las tumbonas,
que no se mueve pues está enganchada a
la roca—. Ahora podremos tener un
poco de diversión al aire libre.
Pongo mis brazos alrededor de su
nuca y ejerzo una mínima presión sobre
sus labios. Zack, en cambio, cuela sus
dedos en mi melena y tira un poco de
mis mechones para dominar el beso.
—No sé qué haría sin ti… —susurro
contra su boca, con un poco de tristeza
en el timbre de mi voz.
Él desliza sus palmas hacia mi
columna y me acaricia en un gesto
tranquilizador.
—No quiero verte tan preocupada,
Linda. Hemos tenido un año y medio
fantástico, ¿no crees? —dice pugnando
por convencerme de que sigo siendo
demasiado paranoica.
—Lo sé… —murmuro con un
gemido ahogado—. Pero es que no
quiero que nada cambie entre nosotros.
—Y no lo hará —asegura, pero el
murmullo de un helicóptero, que vuela
por encima de nuestras cabezas, hace
que me agite de miedo. El ruido me
atenaza el corazón. Exhalo un suspiro
tembloroso y me agarro a él hasta que
me duelen los músculos. Como si me
entendiera, Zack me proporciona
pequeñas caricias en el cuero cabelludo
mientras dice cerca de mi oído—: Todo
seguirá como hasta ahora. Pero si por
obligación tuviera que haber un final
definitivo para nosotros, elegiría este
preciso momento, contigo a mi lado,
abrazados y con la brisa templando
nuestros rostros, sintiéndonos libres a
nuestra manera, aunque todo sea una
ilusión momentánea, con el mar y
nuestro hogar a nuestras espaldas. —
Elevo mi mirada hacia él y Zack me
besa con dulzura en los labios—. No
hay final en el que tú no estés, Linda.
¿No lo ves? Te necesito cada día un
poco más. Lo que siento por ti siempre
aumentará. Siempre. No importa cuánto
tiempo pase. No importa si mañana
mismo muero. Los obstáculos solo
consiguen que mis sentimientos por ti se
intensifiquen. Te necesito… —Otro
beso, mucho más fogoso que el anterior.
Mis ojos se llenan de lágrimas y,
entonces, le oigo musitar—: Sin ti, el
cielo está envuelto en cadenas.
Una gruesa lágrima humedece mi
mejilla.
—Yo también te necesito —le
confieso, aunque él ya lo sabe de sobra
—. Y siempre te necesitaré.
No me deja decir más.
Me envuelve en un apretado abrazo,
con mi mejilla presionada sobre sus
pectorales, mientras oímos cómo el
helicóptero da media vuelta como si
quisiera concedernos este instante de
intimidad. No puedo evitar que se me
encoja el alma ante esta insidiosa y
perpetua amenaza, pero Zack está en lo
cierto: no hay paisaje más espléndido y
maravilloso para nuestro final que la
imagen de nosotros mismos abrazados,
admirando el eterno y azulado océano
que se explaya ante nuestros ojos a la
vez que el viento parece querer unir aún
más nuestros corazones.
Lucimos como una bella estampa
recién salida de un cuento de hadas,
pero no lo es ni de lejos. Así que, ¿cómo
poner punto y final a nuestra intensa
historia de amor? ¿Quizás con un: «Y
vivieron felices para siempre»? No…
Eso no existe en la vida real.
Simplemente…, y vivimos felices.

Fin
Agradecimientos
Hace un año que publiqué Fragmentos y
un poco más de dos desde que escribí
mi primera novela. En este tiempo, ha
llegado gente a la que le estaré siempre
agradecida, que me ha apoyado desde el
minuto cero y han hecho posible que
Alessandro y Amber llegaran a miles de
hogares. Soy malísima exteriorizando
mis sentimientos ya que, aunque parezca
increíble, hablar de mí o de lo que
siento es toda una hazaña, pues estoy
poco acostumbrada a las muestras de
afecto, así que espero hacerlo lo mejor
posible.
En primer lugar, no puedo comenzar
esto sin dedicárselo a mi madre. Sin
ella, sin sus consejos y sin su ayuda,
nunca me hubiera atrevido a publicar
mis obras. Gracias por confiar tanto en
mí, aunque yo muchas veces no confíe
demasiado en lo que puedo hacer o
llegar a hacer, por tirar de mi mano para
que no me esconda, por aguantar mis
lloriqueos y mis inseguridades y,
bueno…, por aguantarme en general. Te
quiero y te necesito, vieja.
A mi Cuarteto Orgásmico. Beixi,
Lorena y Puri, ya sabéis lo especiales
que sois para mí. No puedo estar más
feliz de que forméis parte de este sueño,
de mi vida. Ojalá esto tan bonito que
hemos construido dure hasta la
eternidad. Gracias por vuestro ánimo,
por las risas que nos hemos echado, por
nuestras conversaciones, a veces, sin
sentido hasta las tantas de la noche y,
sobre todo, por vuestra amistad.
A las chicas de Alessandro, creado
por Carmen Roca y Sara Álvarez.
Carmen, tú fuiste una de las primeras
que se enamoró perdidamente de
Alessandro y no sabes cuánta falta me
hacía ese empujoncito para seguir hacia
adelante y no echarme atrás. Y Sara, me
encantó ver tus ganas al finalizar la
lectura de Fragmentos. Gracias a las
dos por estar al pie del cañón y por
sentir mi historia tan vuestra.
A Noemí Sánchez, porque desde
siempre hubo buen rollito entre nosotras,
porque te alegraste muchísimo de mi
primera publicación y te has alegrado
aún más de esta segunda. Espero que tus
sueños también se hagan realidad. Y,
créeme, triunfarás.
A Wendy Sánchez, por ayudarme a
creer en mí, por enseñarme a hablar
«mexicano», por hacerme llorar de la
risa, por nuestros amores literarios y por
estar conmigo desde la distancia. Espero
que esta amistad que se ha consolidado
tan rápido sea para siempre y podamos
conocernos en España, irnos a Londres a
por nuestros chicos, relajarnos y beber
mojitos en California y comer rica
comida mexicana en la preciosa Sinaloa.
A Fernanda Díaz, por hacer realidad
un sueño que no creía poder cumplir
jamás. Gracias por tu ayuda, por amar
tanto mi historia y por conseguir que mi
primer bebé llegara a tu bello país,
Costa Rica. También quiero agradecer el
cariño que me han brindado Anais
Abarca, Rita Obando, Isa Sánchez y
Tatiana Chacón. Y a cada una de mis
niñas que viven en Costa Rica, mil
gracias. No sé cómo agradeceros tanto
cariño.
A Paula Guzmán, lo que me has
ofrecido desde el minuto cero no se
puede compensar con palabras. Gracias
a ti, también pude llegar a México, un
país que es muy especial para mí. Tienes
luz propia y esa luz la están sintiendo
todas tus lectoras con tus bellas
historias. Nada me haría más dichosa
que poder abrazarte algún día.
A Cristy, Verónica y Gaby, por sus
palabras de ánimo, sus ansias de leerme
y sus infinitas recomendaciones
literarias, que cada semana me hacen un
poquito más pobre.
A todas las blogueras que me han
dedicado parte de su tiempo. Y a todos
los grupos literarios de Facebook, en
especial a Divinas Lectoras, La caja de
los libros, Las chicas de los libros,
Zorras Literarias y La magia de los
libros. Gracias por ayudarme a
promocionarme y por no importales que
esté como una loca promocionando mi
novela en sus grupos.
A cada una de mis lectoras y
lectores. Emi Gómez, Lorena Rivera,
Patricia López, María José Escamilla,
Isa Jaramillo, Lidia Gómez, Lidia
López, Lidia Esther, Tanya Martins,
Tamara González, Luz Alvarenga,
Carmen Delia, Maty, Joaky, Lorena
Chacón, Miguel Ángel, Celia Daniela,
Karla Rdz, Encarna Prieto, Jessyca C,
Eli, Olga Dutch, Montse Simon, Ana
María, Lourdes Gocce, Mariana, Sabri,
Andrea Chiovetta, Cecilia Schenone,
Monique, Lizeth, Angela Muse, Angela
Iguaran, Laia y muchísimas personas
más que por desgracia no puedo
nombrar porque es técnicamente
imposible. Cada una compone un
fragmento de mi corazón, cada una es
una cadena que no me ahoga, sino que
me libera. Gracias por tantas cosas
buenas, por recomendarme y por
enviarme mensajes cada día, por
amenazarme para que no mate a mis
personajes y por decirme que casi casi
soy una perra sin corazón (con cariño,
claro. O eso espero). Y también por
escribir reseñas en Goodreads y
Amazon para que otros se animen a
leerme. No sé si yo me merezco tanto
amor y tanto cariño, pero vosotras/os os
merecéis lo mejor del mundo.
Sé que me estoy dejando a mucha
gente y pido perdón y comprensión por
esto, pero envío un beso enorme a todas
mis lectoras de España, México,
Venezuela, Chile, Argentina, Italia,
Ecuador, Francia, Canadá, Colombia,
Puerto Rico, Brasil, Alemania y mil
lugares más. ¡No sabéis la ilusión que
me hace que me leáis de lugares tan
lejanos!
Y para terminar le dedico estas
breves palabras a Zack Cassidy. ¿Qué
puedo decirte a ti? Gracias por meterte
en mi cabeza y no querer salir de ahí.
Gracias, gracias, gracias.
Y por último a Linda…, porque
ahora sé que eres feliz.
SOBRE LA
AUTORA
Pamela Díaz (Bilbao, 1991) vive por y
para el mundo de las letras. Nacida en
Bilbao y criada en Torrevieja, sus dos
grandes pasiones son la escritura y la
lectura. Amante de los animales, las
tramas policíacas y las subculturas
criminales, vuelve con El cielo está
envuelto en cadenas tras la gran acogida
que ha tenido Fragmentos, su primera
obra, la cual ha ocupado los primeros
puestos de Amazon durante varias
semanas y ha cautivado a miles de
lectoras. En la actualidad, está inmersa
escribiendo su tercera novela.

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