El Ejercito de Las Sombras - Simon Clark

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 445

David

Leppington llega al minúsculo pueblo en el noreste de Inglaterra que


lleva su apellido y donde su familia vivió durante más de mil años. David se
alberga en el hotel regentado por la extraña y seductora Electra, y donde hay
sólo otro inquilino, la joven Bernice. Poco después llega Jack Black, un
expresidiario cubierto de cicatrices y tatuajes al que Electra ofrece
alojamiento a cambio de trabajo. Entre los cuatro averiguarán que bajo la
apariencia simple y apacible del pueblo se oculta una historia terrible y un
submundo ávido de muerte…
Ésta es una adictiva novela que da otra vuelta de tuerca al tema del
vampirismo, vinculándolo a la mitología nórdica y despojándolo de cualquier
glamour. Una obra consistente que atestigua por qué Simón Clark es uno de
los más prestigiosos autores de terror británicos.

Página 2
Simon Clark

El ejército de las sombras


ePub r1.0
Titivillus 19-10-2021

Página 3
Título original: Vampyrrhic
Simon Clark, 1998
Traducción: Rafael Marin

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

Página 4
EL EJÉRCITO DE LAS
SOMBRAS
Simon Clark

Página 5
COMIENZA EN LA OSCURIDAD

1. La habitación del hotel. Medianoche

Ella tenía veintitrés años; rubia, ojos oscuros.


No podía dormir, aunque llevaba más de una hora en la cama.
¿El motivo de esa falta de sueño?
Estaba asustada. Tan asustada que parecía que el corazón se le había
congelado hasta convertirse en una gran bola de hielo azul. Le helaba la
sangre de la cabeza a los pies.
Se le había metido en la cabeza que alguien caminaba por el pasillo del
hotel por delante de su puerta. Deambulaba arriba y abajo, arriba y abajo. No
oía nada, era cierto, pero lo sentía. Si cerraba los ojos podía sentir, como si
fueran propios, esos silenciosos pies caminando, presionando la fea alfombra
roja tras la puerta. Los pies, en su imaginación, estaban siempre descalzos.
Se subió la sábana hasta la nariz y cerró los ojos.
Pero los pies continuaron caminando silenciosamente ante su puerta. Pies
descalzos que se hundían en lo que quedaba de la alfombra de treinta años.
Podría abrir la puerta y ver quién hay.
Siempre se le ocurría el mismo pensamiento.
Pero para abrirla tendría que arrastrar la pesada cómoda que hacía de
barricada.
Además, últimamente había empezado a imaginar quién podría haber al
otro lado de la puerta, caminando incesantemente hora tras hora, noche tras
noche. Su imaginación siempre conjuraba imágenes de un hombre gordo con
agujeros ensangrentados en la cara, donde deberían estar los ojos.
El primer señor del engaño es la Imaginación. Siempre estaba ansiosa por
dejar entrar en su mente aquellas imágenes que están calculadas con tanta
precisión para asustar Bernice, antes de apagar la luz, mira debajo de la cama
por si está acechando el psicópata… ¿Y eso que hay en el fondo del armario
es una mano cortada? Y no te olvides de la rata hambrienta que acecha en el

Página 6
sifón del inodoro cuando te sientas en la taza. ¿Puedes imaginarte el dolor de
ese mordisco?
Miró de nuevo la puerta, la enorme cómoda que arrastraba cada noche por
el suelo colocada contra ella. Ahora atrancar la puerta formaba parte de la
hora de acostarse tanto como cepillarse los dientes, quitarse las zapatillas y…
Adelante, Bernice, mira debajo de la cama en busca de ese psicópata de
ojos enloquecidos que saldrá en el momento en que te quedes dormida.
No hacía falta decir que nunca había nada debajo de la cama: sólo bolas
de pelusa y (la primera vez que miró nerviosa allí debajo) un par de calcetines
hechos un ovillo que había dejado algún antiguo inquilino del hotel. Los
recogió con una percha y los llevó con los brazos por delante hasta la papelera
del rellano, como si fueran radiactivos o algo así.
Y ahora su imaginación, con alegría exquisitamente sádica, le estaba
diciendo que alguien caminaba por el pasillo… alguien sin ojos, Bernice;
alguien con sólo agujeros, grandes agujeros ensangrentados, donde deberían
estar los ojos; con un cuerpo grande, gordo e hinchado, y dedos grandes y
gruesos, que sonríe mientras hace chasquear guantes de látex manchados con
los fluidos corporales de dulces jóvenes…
Con un suspiro irritado se sentó en la cama y encendió la lámpara de la
mesilla de noche. No, Bernice, se dijo con firmeza, no hay nadie caminando
ante la puerta. Es tu imaginación. Tu apestosa, miserable, podrida
imaginación.
Pero en el fondo sabía que si abría la puerta sería el final. Le esperaría el
mismo destino que al hombre del vídeo.

2. Videodiario. Pasada la madrugada

Los alcohólicos deben de hacer exactamente lo mismo, pensaba. Ven la


botella de vodka. Saben que no deberían cogerla, abrir el tapón, beber. Pero
no pueden evitarlo. La botella tiene ese poder sobre ellos. Puede obligarlos a
hacer cualquier cosa. La maleta en el fondo de su armario ejercía exactamente
el mismo tipo de influencia. Rila quería tirarla (¡que siguiera el mismo viaje
sin retorno que los calcetines llenos de polvo hasta el vertedero municipal!),
pero no podía.
Era como si aquella maleta de cuero marrón de imitación la llamara por su
nombre y le dijera que abriera los cierres plateados, levantase la tapa, mirara

Página 7
asombrada su contenido: ropas limpias en bolsas, hojas arrancadas de un bloc
de notas sujetas por una tira de goma, un par de zapatillas blancas con las
suelas manchadas de una sustancia negra pegajosa. Luego la videocámara. Y
los vídeos. Aquellos malditos, estúpidos, horribles vídeos. Debería quemarlos,
de verdad que sí.
Pero como la botella de Smirnoff del alcohólico que sobresale en medio
de embutidos y bolsas de guisantes congelados en el frigorífico o dondequiera
que el ansia la hubiera escondido, aquellos vídeos (aquellos malditos,
estúpidos, horribles, aterradores vídeos) la llamaban por su nombre.
Mentalmente podía imaginar (igual que podía imaginarse al hinchado y
monstruoso hombre muerto/vivo sin ojos, caminando más allá de su puerta),
podía imaginar las cintas de vídeo de la grabadora. Había una que veía
siempre (me elige, no la elijo yo, se decía con un suspiro fatalista). Tenía una
etiqueta escrita a mano: VIDEODIARIO. CORTE SIN MONTAR.
Verlo era la última cosa que quería hacer.
Durante un minuto entero miró el armario, imaginando la maleta marrón,
los vídeos dentro, ahuecados en las bolsas repletas de ropa limpia… me elige,
no la elijo yo…
Entonces, con el suspiro derrotado del alcohólico que ha prometido que
no habrá otra recaída (¡nunca, nunca, JAMAS!), se dirigió al armario.
Bernice, ésta es la última vez. ¿Me oyes?
Temblando, asustada, y sin embargo extrañamente ansiosa, se dispuso a
ver la maldita cosa.

3. La Caja Muerta. Siete días antes

Todos los hoteles, grandes y pequeños, tienen una Caja Muerta. Vale, la
llaman por diferentes nombres: Oficina de objetos perdidos; el Vertedero del
muerto; Sala de basuras; Agujero negro; Almacén de pertenencias
abandonadas; Letrina, y muchos epítetos más.
De cualquier forma, la propietaria del hotel Estación lo llamaba la Caja
Muerta. Lo decía con tranquilidad, con una sonrisa que daba a entender que el
nombre Caja Muerta tenía un significado oculto, algo más que lascivo.
Bernice había sonreído también, sin saber si Caja Muerta tenía un doble
sentido gracioso.

Página 8
No tenía ni idea de cómo había acabado rebuscando entre los contenidos
de la Caja Muerta del hotel Estación. Pudo ser que estuviera aburrida en su
día libre en la granja, que estuviera lloviendo, que estuviera harta de la única
calle de compras del pueblo, que… qué demonios. Se había descubierto en la
habitación bajo la escalera y eso fue todo.
Al recordarlo ahora, podía creer que fuerzas más allá de su comprensión
la habían guiado hasta ese cuarto de techo inclinado que seguía el ángulo de
cuarenta y cinco grados de la escalera, iluminada por una sola bombilla que
colgaba de un cable del techo.
Por diversos motivos, los huéspedes de los hoteles a veces se marchan sin
avisar. El motivo obvio es que no quieren (o no pueden) pagar la cuenta. Para
evitar despertar los recelos del recepcionista, se marchan sin las maletas,
como si fueran a dar un paseo por el pueblo. No regresan. Las maletas
(normalmente sin ningún valor, con ropa sin valor tampoco) se guardan en la
Caja Muerta. Las maletas abandonadas del hotel Estación se remontaban a
más de cien años atrás y contenían una variedad de ropa que a Bernice le
parecía sorprendente.
Algunas le hacían un nudo en la garganta. Un gran arcón contenía el ajuar
de una novia victoriana, de crujiente ropa interior de algodón y un camisón
todavía doblado perfectamente para la luna de miel que nunca fue. Esto
estimuló la imaginación de Bernice. ¿Se habían fugado los amantes? Pero
¿por qué no se llegaron a casar? Tal vez el novio lo pensó mejor el día antes
de la boda y dejó a su prometida en el hotel con la factura sin pagar y el
precioso ajuar comprado con el poco dinero que la muchacha había podido ir
sisando en su trabajo de criada.
Algunas maletas más viejas eran sombríamente fascinantes. Cien años
atrás, los que querían suicidarse se alojaban en hoteles donde se quitaban la
vida. Era una práctica bastante común. Un hombre quiere morir, pero no
desea que su esposa y sus hijos experimenten la conmoción de encontrar su
cadáver. Así que pide una habitación en un hotel. Mete toallas por debajo de
la puerta para cerrar el flujo de aire fresco lo mejor posible. Luego abre las
lámparas de gas sin encenderlas; se tumba en la cama, los dedos entrelazados
sobre el pecho, y oye el siseo del gas de carbón inundar la habitación y luego
sus pulmones. En la Caja Muerta, Bernice había encontrado una nota escrita
con letra recargada: «Pongo fin a mi vida alegremente. No hay otro
responsable más que yo».
No hay otro responsable más que yo.

Página 9
Los suicidas Victorianos eran corteses y atentos incluso ante su propia
muerte. Se tomaban la molestia de asegurarse de que nadie se echaba la culpa
de su suicidio. Sus notas terminaban invariablemente, de la misma manera:
«No hay otro responsable más que yo».
Bernice se preguntó por qué ningún pariente había recogido las
pertenencias del suicida. No es que hubiera nada de valor. Al fin y al cabo,
¿quién querría los calcetines y los calzoncillos de un muerto?
Miró la segura y decidida firma con lápiz negro: William R. Morrow. Me
pregunto en qué habitación encontraste la muerte, señor Morrow.
Trató de detener la vocecita en su cabeza que corrió a darle la respuesta.
Se la dio ansiosamente y con imágenes: el señor Morrow ahogándose, los ojos
salidos por el gas de carbón.
Veamos, ¿en qué habitación encontraste la muerte, señor Morrow?
En la mía, dijo la vocecita. Murió en mi habitación, la número 406. Se le
salieron los ojos. Cállate, le dijo, sólo estás intentando asustarme. Además, a
nadie se le salen los ojos, ¿vale?
Más tarde, Bernice se vio obligada a formular la pregunta:
—¿Cuántas personas se han suicidado en el hotel?
La propietaria le dirigió su habitual sonrisa pícara.
—Ni se sabe. Sólo lograría asustar a los otros huéspedes y ahuyentarlos.
Ahora bien, si encuentras algún tesoro enterrado allí, lo compartirás conmigo,
¿verdad?
Entonces Bernice encontró oro. Descubrió la maleta que contenía la
cámara y las cintas de vídeo. El vuelco que sintió en el estómago fue una
mezcla de sorpresa, deleite, curiosidad… pero, sobre todo, fue desazón.
La sensación se intensificó.
Ahora, en su habitación, pasada la medianoche, sabía el porqué de esa
desazón.
—Porque sabía que estabas allí todo el tiempo —⁠le dijo a la cinta de vídeo
que tenía en la mano—. Estabas esperando que te encontrara, y que
descubriera tu secreto.
Pies sobre la alfombra. Pies sobre la alfombra. La sensación de alguien
que caminaba tras la puerta bloqueada por la cómoda regresó con fuerza. Pies
descalzos sobre aquella ajada alfombra roja. Oh, no, señor Morrow, sin ojos y
hambriento y tan muerto como se puede estar, no vas a entrar aquí a
compartir mi cama. ¿No te cansas de tanto andar, señor Morrow? ¿Y ese
interminable mirar la puerta de mi cuarto con esos dos agujeros

Página 10
ensangrentados donde deberían estar tus ojos? ¿Y si abriera la puerta y viera
si realmente hay…?
Sólo había una forma de acallar realmente la vocecita. Metió la cinta en el
vídeo. Un escalofrío recorrió su espalda mientras el mecanismo de carga le
arrancaba la cinta de las manos y la engullía entera en las tripas de la
máquina, una sensación extraña a la que nunca podría acostumbrarse. La
forma en que parecía quitarte la cinta de las manos, como si fueras a cambiar
de opinión y ponerte a hacer otra cosa.
Lo cual no estaría mal.
No, no había ninguna opción en aquella solitaria habitación de hotel a
medianoche, con la lluvia cayendo silenciosa sobre las calles desiertas de
Leppington.
Era el vídeo.
O apartar la cómoda, abrir la puerta, ver qué era lo que caminaba por el
rellano.
Oh, buenas noches, señor Morrow. Nos hemos hinchado, se nos han
vuelto los labios verdes y nos hemos quedado sin ojos en la tumba, ¿eh? Ven
a la cama y acurrúcate; tengo una garganta desnuda y hermosa; venas
gruesas como plátanos…
Sintió un profundo escalofrío que le llegó hasta las raíces del corazón.
Aquella maldita voz en su cabeza, murmurando tonterías todo el tiempo.
Tenía que hacerla callar.
Sólo estaba el vídeo. Le preocupaba y la asustaba. Pero ¿qué otra opción
tenía?
Encendió la tele, la puso bajito para no despertar a los otros huéspedes
que sin duda disfrutaban de dulces y maravillosos sueños, y pulsó el botón de
inicio en el aparato de vídeo.
Entonces, como si hubiera encendido la mecha de una traca
particularmente peligrosa, corrió de vuelta a la cama, se acurrucó, las rodillas
hasta el pecho, y contempló la pantalla, cubriéndose con las mantas hasta la
punta de la nariz.
El título apareció en la pantalla:

UN VIDEODIARIO

No era un videodiario. Era una historia de terror.

Página 11
4. Televisión a altas horas de la noche

La chica contemplaba el televisor desde la seguridad de su cama. No había


música de presentación. Y cuando el título videodiario desapareció de la
pantalla fue sustituido por un plano fijo del frontal del hotel Estación: un
edificio de ladrillo rojo de cuatro plantas con una torre puntiaguda en cada
esquina. (La propietaria siempre decía que parecía el castillo de Drácula. «¿A
que da miedo, querida?», murmuraba a través de una bruma de humo de
cigarrillo). Bernice suponía que el vídeo era un documental de viajes de bajo
presupuesto para alguna cadena extranjera. En estos tiempos de televisión
controlada por contables, cada vez había más programas realizados por un tío
o una tía con una cámara y el valor de decir: Mira, puedo hacer un gran
programa por mi cuenta. A la mierda lo que pensaran el público y la crítica, a
los administradores de los canales de televisión les encantaban aquellos
presupuestos bajos, bajísimos.
Bernice subió un poco más las sábanas. La cama era cálida y se sentía
segura, como si un impenetrable campo de energía la rodeara.
Sus ojos se concentraron en la pantalla con una morbosa intensidad que
sólo había experimentado una vez antes, después de ver un accidente de coche
cuando regresaba a casa del colegio…
¡Mamá! ¡Mamá! ¿Has visto toda esa sangre? Era toda roja oscura y
negra y tenía trocitos blancos, como pegotes de manteca…
Ahora la pantalla ejercía el mismo tipo de temible fascinación.
Vio cómo un hombre de unos veinticinco años aparecía en imagen y le
hablaba a la cámara con el hotel al fondo (Mi habitación es ésa del piso de
arriba, pensó ella. ¿Hay una cara en la ventana? Pálida, hinchada, sin ojos).
Se concentró en la voz del hombre (americano: palabras pronunciadas son
suavidad, cultivado, bien educado; un hombre atractivo con pelo rubio y
gafas). Hablaba de manera amistosa (me habría gustado conocerlo… no como
al viejo y muerto señor Morrow que arrastra sus pies hinchados por la tumba
delante de mi puerta).
Prestó atención a las palabras del joven y la atormentadora voz de su
cabeza por fin (menos mal) se desvaneció.
—Hola —dijo el hombre de la tele—. Es el sexto día de mi viaje por la
Gran Bretaña fantasmal, un país antiguo habitado no sólo por hombres,
mujeres y niños de una moderna nación industrializada, sino también por
demonios, dragones y monstruos del folclore. Aquí estoy en el pueblo
comercial de Leppington, a poco más de quince kilómetros al noroeste de la

Página 12
ciudad costera de Whitby. La misma Whitby fabulosa donde el conde Drácula
desembarcó en la novela de Bram Stoker de 1897.
»Leppington, con una población de tres mil habitantes, basa su
prosperidad en la muerte. Durante más de cien años su principal fuente de
ingresos fueron el matadero y la fábrica de envasado que se encuentran detrás
de la estación de tren. En 1881, el alcalde Harding Leppington, patriarca de
los Leppington, una familia tan indisolublemente relacionada con el pueblo
que comparten el mismo nombre, consiguió un contrato para suministrar
carne enlatada a la Marina Británica, entonces el último invento. Los
granjeros de las montañas cercanas conducían sus ovejas y vacas por el centro
del pueblo, subían por la calle principal, dejaban atrás la iglesia y el hotel que
tengo detrás, cruzaban la plaza del mercado y los hacían pasar a través de las
verjas de hierro forjado del matadero. Los animales eran sacrificados a
millares: en aquellos tiempos, las ovejas, e incluso las vacas, eran colgadas
vivas por las patas traseras, luego se les cortaba la garganta. Después de
dejarlos colgando durante horas para permitir que la sangre cayera de sus
cuerpos a los canales especialmente labrados en el suelo, los animales
muertos eran trasladados a la zona de despiece, donde cientos de hombres
furiosamente ocupados los cortaban en trocitos lo bastante pequeños para que
pudieran ser cocinados en lo que básicamente eran calderos, calentados por
una tonelada de carbón cada vez. Esas tinas eran tan grandes que podían
contener cómodamente un camión pequeño. Entonces la carne cocinada
pasaba a las latas, que en aquella época estaban hechas de puro estaño, y éstas
se sellaban, se enfriaban y luego se enviaban a los barcos de su majestad,
donde podrían ser comidas sin problemas hasta dos años después de que los
animales condenados hubieran trotado por última vez sobre los adoquines que
estoy pisando ahora. La “Carne en salsa nutritiva y médica del coronel
Leppington”, como se conocía el producto, podía encontrarse en las bodegas
de los barcos de cualquier parte desde Alaska a Zanzíbar.
»Así que esto es Leppington: el pueblo construido sobre la sangre. Mucho
antes del comunismo, los trabajadores de la fábrica de carne de Leppington
eran conocidos como “rojos”. Se los veía regresando a casa por las noches,
rojos de la cabeza a los pies, manchados por la sangre de los animales
sacrificados ese día.
Ahora venía una secuencia de imágenes del pueblo: la estafeta de correos
y el supermercado (antiguamente un hospital de leprosos), la iglesia, San
Colman (fundada en el 670 después de Cristo, originalmente celta, luego
romana, después anglicana, destruida por un rayo en el año 681 y por un

Página 13
terremoto en el 1200 y dañada por un bombardeo nazi en 1945), con sus
antiguas lápidas con guerreros luchando, montando a caballo o incluso
apareándose con monstruos femeninos: los historiadores todavía discutían
sobre esos relieves.
Después de las lápidas venían unas tomas del río.
—El río Lepping —decía el narrador—. Se cree que en tiempos
prehistóricos llevaba el nombre de una diosa, como es costumbre en Gran
Bretaña. En Escocia, el Clyde lleva el nombre de la diosa Clota, que se
interpreta como «la Limpiadora divina»; el nombre del río Dee viene de
Deva, que significa «diosa».
Había más escenas del Lepping: aguas veloces arremolinándose blancas
alrededor de peñascos del tamaño de coches; un muchacho intentando
optimista pescar un salmón.
El narrador continuaba hablando, con su suave acento:
—El nombre Leppington, de origen noruego, aparece por primera vez en
los escritos de la abadesa de la Abadía de Whitby, una tal santa Hilda, que
vivió unos seiscientos años después de Cristo. Ya se había hecho famosa por
arrojar todas las serpientes locales por el acantilado y por terminar luego el
trabajo cortándoles las cabezas con un látigo.
»¿Una monja empuñando un látigo, decapitando a la serpiente con forma
de falo? Si eso no les trae imágenes de sadomasoquismo freudiano, entonces
nada lo hará. De cualquier forma, en el año 657 después de Cristo envió una
carta al legislador local, el rey Oswy de Northumbria. En ella, escribía:
“Leppingsvalt (como era conocida entonces) es un nido de demonios que
picotean los ombligos y sorben la sangre de los hijos de Dios. Han engordado
con la sangre de los inocentes y se ceban con los viajeros, mercaderes y
peregrinos por igual. Ven en la oscuridad y poseen artes nigrománticas”.
Continúa en este tono airado, incluso acusando a los habitantes demoníacos
de Leppington de actuar como alcabaleros del Diablo. Termina con la
petición de que Leppington, o más bien Leppingsvalt, sea quemada hasta los
cimientos y se rocíe la tierra con sal. Sin embargo (siempre hay un gran “sin
embargo”, ¿no?) —⁠continuaba la voz tranquila mientras aparecían imágenes
del café Eatwell de Leppington: “Pastelillos de carne y cidra, nuestra
especialidad”—. Leppington era el hogar de más de doscientos trabajadores
del estaño (la minería de estaño era un trabajo sucio, peligroso y altamente
especializado), y éste era vital para las arcas del rey. Si mandaba matar a los
mineros (aunque eran paganos declarados con costumbres antisociales),
creaba un agujero gigantesco en sus propios ingresos. Por tanto, su alma

Página 14
intrigante le sugirió a santa Hilda que, en vez de masacrar a la población en
nombre de Cristo, se encargara de bautizar y cristianizar a la fuerza a los
paganos habitantes de Leppingsvalt y que luego supervisara la construcción
de una bonita iglesia, y nada más. Así que los bautismos en masa se
celebraron en el río Lepping… que se llevó la vida de tres monjes de la
Abadía de Whitby durante el proceso: los viejos dioses no iban a rendirse sin
luchar. La iglesia se construyó y, como he mencionado antes, fue rápidamente
alcanzada por un rayo. Y entre la gente temerosa de Dios de fuera de
Leppingsvalt, ahora llamada Leppington, se murmuraba que seguía
adorándose a los viejos dioses en los túneles de las minas. Esos mismos
pasadizos subterráneos han convertido la roca bajo la población en algo
parecido a una enorme esponja que hoy es probablemente más agujero que
roca, lo que ha llevado a más de un prospector a especular que todo el pueblo
se desplomará dentro de un gigantesco cráter algún día.
La cabeza y los hombros del narrador rubio aparecieron de nuevo en
pantalla. Sonreía.
—Así pues, aquí lo tienen: esto es Leppington. Construido sobre sangre.
El último bastión de los ritos paganos.
La narración continuaba, mostrando lugares de interés local: un castillo
normando de estilo motte-and-bailey, el museo local (construido y
subvencionado por la familia Leppington, con una planta dedicaba a exhibir
los animales disecados del coronel Leppington), el emplazamiento del cadalso
local donde habían colgado a muchos cazadores furtivos y salteadores de
caminos…
Bernice se sentía ahora adormilada, cómodamente cálida, relajada hasta el
punto de permitir que su cabeza descansara sobre la almohada y la televisión
pareciera de lado. La luz de la mesilla de noche parecía más débil, como si
permitiera que las sombras del rincón de la habitación se hicieran aún más
oscuras. Tal vez se había producido de nuevo una bajada de tensión. Sucedía
con bastante frecuencia en esta población dejada de la mano de Dios en las
colinas de North Yorkshire. La lluvia caía suavemente con un susurro rítmico
que iba y venía como la respiración tranquila de un niño dormido. Ella se
permitió relajarse al compás.
Segura y cálida en mi cama… segura y cálida…
Adormilada, dejó que sus ojos recorrieran la habitación: el armario, el
espejo, las sombras suavizándose y volviéndose más profundas a medida que
el voltaje disminuía. El cerco amarillo de luz de la lámpara. Cortinas azules.
En la pared sobre la cama, el retrato de una niña con túnica blanca sumergida

Página 15
en un río hasta los tobillos, la grieta en forma de araña en el panel de cristal
sobre la puerta del cuarto de baño… curioso lugar para poner un cristal: para
dejar pasar la luz del día, supongo, no para mirar. Sus zapatos alineados
contra la pared, las botas de caña de cuero negro que había comprado ayer
con las puntas afiladas y tacones altos, deliciosamente altos, casi de aguja;
una buena compra, pensó silenciosamente complacida, una muy buena
compra.
Segura y abrigada en mi cama… ahora todo va bien. Me dormiré pronto.
Bostezó exageradamente y luego se acomodó más en la cálida cama. La voz
del narrador de la tele, suave, relajante… Sus palabras le acariciaban los oídos
hasta lo más hondo. Una voz bonita, reconfortante, cálida, amistosa…
Después de un rato, la escena dejó de mostrar vistas del pueblo para pasar
a interiores. El hombre estaba sentado en una cama de una habitación en
penumbra. Ella supuso que lo había filmado él solo, dejando la cámara
apoyada en algo de la altura de la cómoda que ella había colocado ante la
puerta; luego se había situado en el campo de visión de la cámara y sentado
en la cama. Empezó a hablar, ahora en voz aún más baja, y sin embargo la
sensación de asombro se reflejaba en su voz.
—¿Saben?, nunca he creído en lo sobrenatural —⁠decía en un susurro—.
Hasta ahora. Son poco más de las tres de la madrugada; fuera está negro como
boca de lobo. Aquí dentro, es… es como si el edificio entero, el hotel entero,
estuviera cargado de algún tipo de electricidad. Tengo unos sueños
extrañísimos por la noche. Sé…
Le sonreía a la cámara, el cristal de sus gafas se llenaba de oro cuando
captaba la luz de la lámpara de la mesilla de noche (Una lámpara como ésta,
pensó Bernice, dirigiendo un ojo adormilado hacia ella. Es curioso, no me
había dado cuenta antes).
—Sé que los sueños no son prueba de lo sobrenatural… pero, Dios, esto
es tan emocionante que no sé por dónde empezar. He cubierto abducciones
alienígenas en Arkansas, hombres lobo en Rusia, fantasmas desde Nueva
York a Tombuctú… todo chorradas, tonterías, pamplinas. He oído de todo,
pero nunca creí, nunca sentí nada, nunca tuve esa sensación aquí en las tripas
—⁠dijo señalándose el estómago con dos dedos— de que fuera cierto, al
menos en parte, hasta que vine aquí, a un pueblecito inglés llamado
Leppington. Ahora… ahora observen esto.
La escena pasaba de la habitación a la oscuridad.
—Está sin montar —continuaba el narrador—. No hay alternancia de
planos, no hay fundidos ni trabajo de trípode… sólo la grabación pelada, tal

Página 16
como quedó registrada en la cinta.

5. Fantasmas enlatados

Bernice contempló la pantalla. Vio una imagen inclinada de la puerta de la


habitación mientras la persona que sujetaba la cámara corría hacia ella. Una
mano aparecía en el encuadre, agarraba el pomo, lo giraba y abría de un tirón
la puerta. La banda sonora consistía en una respiración agitada. Entonces la
cámara salía al pasillo (de este hotel, pensó, adormilada; él se alojaba en mi
hotel).
—Lo he visto. Lo he visto. Demonios, enfoca bien, Mike. Son las dos de
la madrugada. Acabo de verlo hace veinte minutos —⁠jadeaba fuera de plano
la voz del hombre—. Sentí que había alguien ante mi puerta. Abrí la puerta y
allí estaba. Nada más que una sombra de hombre. Una figura alta,
moviéndose por este pasillo como un gato. No se trata sólo de… un símil. La
sensación me abrumó, me dejó sin respiración, pero me dio la impresión de
que era parte hombre, parte animal…, esbelto, ágil, muy rápido. Dios mío, me
asusté, me quedé físicamente petrificado como si me hubiera resbalado y
caído de bruces delante de un camión a toda marcha. Mi parte lógica decía:
Vale, Mike. Lo has visto. Ahora enciérrate en la habitación. Créeme, eso que
he visto es malo, es un hijo de puta muy malo. Pero otra parte de mí decía:
Síguelo. ¡Vamos, síguelo, síguelo, síguelo! No pude remediarlo. Tuve que
seguirlo como si… Cuidado, Mike, aquí está la escalera.
Escenas de una gran escalera que descendía hasta el vestíbulo del hotel y
el mostrador de recepción, desiertos ahora.
—Dios mío, hace tanto frío aquí. Estamos en julio, por todos los santos.
Pero está helado. Mira eso.
La cámara se volvió para que el operador (Mike) pudiera ver su propia
cara. La cara estaba desenfocada, redonda como una luna llena. Resopló. De
su boca salió vaho.
—¿A que hace frío, amigos? Ahora, Mike, cuidado con la escalera,
cuidado con la escalera. Lo último que quiero es resbalar y romperme el
cuello como un idiota. ¿Dónde se ha metido? ¿Dónde se ha metido?
La imagen se agitaba menos locamente ahora que estaba caminando.
—Arriba, abajo, en la alcoba de mi dama… tralará… ¿Dónde te has
metido?

Página 17
Más imágenes del salón comedor, el bar con los postigos echados, la
puerta de la Caja Muerta bajo la escalera.
—¿Dónde te has metido? Y por el amor de Dios no saltes y me hagas ¡bú!
El hombre intentaba parecer gracioso pero Bernice oía el temblor del
miedo en su voz.
—Oh, no… oh, tío… mierda. El… eso… no está. Se ha desvanecido.
Maldita sea, maldición. Pero verán que todas las puertas al exterior están
cerradas con llave. ¿Atravesó la pared o se desmaterializó aquí en medio de la
habitación de juegos? ¿O se encogió y se metió por la máquina de discos?
Probablemente se ha archivado entre Kula Shaker y REM… Santo cielo,
estoy divagando. Estoy divagando porque esto, como dicen, me ha dejado de
piedra. Estoy temblando como la proverbial hoja.
Corte a la habitación del hotel. Mike sentado en la cama, hablando
tranquilamente a la cámara.
—Lo que han visto en la cinta era yo, Mike Stroud, persiguiendo a la
figura. Ahora necesito volver un poco atrás para explicar lo sucedido. La
primera vez que fui consciente de que había alguien, o algo, moviéndose
arriba y abajo ante mi puerta, salí al pasillo, miré, vi a esa enorme sombra
humana deslizarse como un gato por el pasillo. Me dio un susto de muerte.
Pero lo extraño es que quise correr tras él. Algo en mi interior me gritó:
¡Corre, corre, corre! ¡Persíguelo! ¡No lo dejes escapar! Sentí una enorme
excitación. Como si yo formara parte de esta loca carrera y hubiera quedado
prendido por el entusiasmo y la sensación de júbilo total. Lo seguí, luego lo
perdí. Un momento después volví a mi habitación a por la cámara…
(En la televisión, detrás de Mike, puedo ver la grieta en forma de araña
en el panel de cristal de la puerta del cuarto de baño. Y ahí está el retrato de
la niña, metida en el río hasta los tobillos, pensó Bernice perezosamente. Esa
habitación es la mía).
—Corrí a toda prisa hacia mi habitación —continuaba el narrador⁠—,
agarré la cámara, luego esperé. Nunca volverá a salir, pensé. Dios, mi primera
experiencia con lo paranormal y la he cagado. ¿Por qué no tienes la cámara
preparada, por si acaso? Probablemente has desaprovechado esta oportunidad
única en la vida para filmar un hecho sobrenatural. Pero, escuchen esto,
amigos: regresó. En cuestión de media hora o así. Ya han visto los resultados.
El hombre hablaba con silencioso asombro, sin creer del todo lo que había
visto.
—Fue como si hubiera un sexto sentido golpeando aquí dentro. —⁠El
hombre presionó la palma de la mano contra su pecho—. No lo vi por

Página 18
completo… una enorme figura en sombras. Es lo que sentí con tanta fuerza,
como si supiera con absoluta certeza que era parte hombre parte animal. Tenía
algo casi familiar. Si cierro los ojos, puedo ver sus pies descalzos sobre la
alfombra; puedo sentir sus pies descalzos sobre la alfombra también, como si
fueran mis pies descalzos. Pero al menos ustedes pueden verlo en cinta. He
grabado algo ahí, ¿no?
Bernice recordó lo que había visto en la televisión: las paredes del pasillo
a toda velocidad, planos oscilantes de la alfombra, las puertas de las otras
habitaciones de esa planta, el rellano, la escalera, el mostrador de recepción,
las mesas del comedor preparadas para el desayuno con los manteles de lino
blanco. Y siempre por delante de la luz, en las sombras, algo que huía. Una
sensación de movimiento… rápida y felina y, ay, tan siniestra…

6. 1:15 de la madrugada

La lluvia suspiraba en el exterior. Sentía sueño. El hombre seguía hablando en


la pantalla. Bernice percibió su creciente excitación mientras hacía planes
para permanecer despierta toda la noche, la cámara cargada y preparada. En
cuanto sintiera la cosa caminando por el pasillo, abriría la puerta…
Y entonces tendría la figura en la cinta.
Y esta vez sería filmada adecuadamente; los telespectadores la verían allí
de pie, justo en el centro de la pantalla, se maravillarían ante su rostro, fuera
cual fuese; Don Público miraría a los ojos de un ser sobrenatural; temblarían,
retrocederían de horror, pero contemplarían aquel rostro con puro asombro. Y
él, Mike Stroud, equipo de televisión de un solo hombre, habría presentado al
mundo esa cinta única. La prueba de lo paranormal.
¿Qué haría entonces? Habría documentales y libros a raudales a partir de
ese material, programas de entrevistas, Larry King en la CNN, derechos de
emisión para todo el mundo.
Bernice escuchaba sus planes con una especie de cómodo secretismo,
como si le estuviera hablando a ella… sólo a ella. A nadie más. Yo, Bernice
Mochardi, soy su amiga especial y confidente. Eso la complacía; la sensación
en su estómago era la misma de cuando sabía que se estaba enamorando de un
hombre.
Los párpados le pesaban. Se sentía deliciosamente adormilada.

Página 19
—Tan sólo los derechos de publicación en revistas serían enormes. Una
criatura del folclore inglés grabada en vídeo… Espera, espera. —⁠Él saltaba de
la cama, el cristal de sus gafas destellando, y miraba de un lado a otro—. Está
aquí. Ha vuelto. Puedo notarlo… lo siento. Está ahí fuera. Ahí mismo. Allá
voy.
Corría hacia la cámara y luego se colocaba tras ella, fuera del campo de
visión. La imagen se agitaba cuando levantaba la cámara: una toma
entrecortada de la muchacha en el río, las cortinas azules, la grieta de patas de
araña en el panel sobre la puerta del cuarto de baño.
(Se alojó en mi habitación, durmió en mi cama, cálida piel contra la fría
sábana de algodón). Contempló la tele mientras la imagen le mostraba la
puerta cerrada que se ampliaba hasta llenar la pantalla a medida que él se
aproximaba con la cámara. Entonces tuvo que detenerse.
¿No sabía qué hacer a continuación? ¿Se preguntaba qué demonios había
al otro lado de la puerta? ¿Tenía miedo? Sí, debía tenerlo. Cualquier ser
humano teme a lo desconocido.
La imagen se movió, luego se reafirmó mientras él colocaba la cámara
sobre… ¿qué?, ¿un trípode?, ¿la cómoda?
En cualquier caso la imagen de la puerta que llenaba la pantalla era firme,
perfectamente enfocada. Vio cómo se acercaba a la puerta.
La abrió.
Hubo un destello de movimiento.
Ningún sonido.
Él lanzó una mirada a la cámara.
El movimiento fue tan violento que las gafas le volaron de la cara.
La expresión de su rostro fue más allá de lo reconocible, una especie de
desencajada mueca de horror.
Una décima de segundo más tarde se desvanecía a través de la puerta
como si tiraran del extremo de una cuerda con un elástico. La puerta se cerró
de golpe con una fuerza tremenda.
Sin embargo, extrañamente, el micrófono no registró ningún sonido.
Bernice alzó un poco la cabeza, mirando la pantalla llena de adormilado
asombro. ¿Cómo era posible? La escena, aunque llena de furia y salvaje
movimiento, era extrañamente silenciosa.
Había visto ese vídeo tantas veces que ya no la asustaba. Si acaso, tenía
un efecto soporífero, que inducía a un sueño aún mayor.
Incluso eliminaba lo que vio en el pasillo oscuro más allá del hombre.

Página 20
Bostezando, se levantó de la cama, dispuesta a apagar la tele y el vídeo.
Ahora dormiría.
Como siempre, la imagen de la puerta cerrada permanecería durante unos
momentos. Segundos después habría un fundido en negro cuando terminara la
cinta. Luego sólo habría la tormenta de nieve electrónica del canal sin vida.
Se acercó al televisor. (¿Por qué no todos los hoteles se fían de los clientes
y tienen mando a distancia?). La pantalla se ennegreció. La tormenta de nieve.
Como siempre.
Entonces la imagen regresó. Ella se detuvo y miró, sorprendida.
Mostraba el pasillo, la escalera, el vestíbulo. La cámara se movía con
fantástica velocidad y, a la vez, con la misma fantástica fluidez (y tan
suavemente) como si corriera sobre ruedas engrasadas.
Una puerta se acercó. La puertecita junto a la Caja Muerta.
Escalera que bajaba.
Hasta el sótano. Las paredes eran de ladrillo visto. Arcos de ladrillo
brillaron a increíble velocidad.
En el sótano había una figura, de pie en la unión de dos paredes: una de
ladrillo, otra de piedra.
Vio la camisa blanca, el pelo rubio. Reconoció a Mike Stroud, el hombre
del vídeo. Pero la expresión controlada y alegre había desaparecido. Su cara
era una mueca de horror. Había arañazos alrededor de los ojos y la boca.
Estaba gritando. Sí, ella estaba segura de que gritaba y luchaba contra algo
que no podía ver.
Allí estaba chillando como si algo le estuviera haciendo daño y no dejara
de herirlo: ella pensó en un niño acorralado en el colegio, en el matón
retorciéndole el brazo…
¡Basta! ¡Basta!
Cuanto más grita el niño, más fuerte le retuerce el brazo el matón.
Finalmente, Mike Stroud era empujado a la oscuridad, sollozando. Un
segundo después desaparecía, como arrastrado a través de un agujero de la
pared del sótano.
Ahora la cámara volvía a moverse.
Pero ¿quién está filmando?, pensó Bernice, asustada. ¿Quién puede
sujetar la cámara tan firmemente mientras corre así de rápido? ¿Quién?
En la pantalla del televisor vio esto: las paredes de ladrillo se
difuminaban; la escalera del sótano llenando la pantalla, la cámara
subiéndola, hasta el vestíbulo, hasta la escalera alfombrada. Arriba, arriba,
arriba.

Página 21
Hasta la última planta.
Corriendo por el pasillo.
Las puertas de las habitaciones pasando veloces una tras otra. La cámara
enfilando directa hacia una puerta.
¡Mi puerta, es mi puerta!
Habitación 406.
Ahora ella oyó el golpe de los pies descalzos contra el suelo.
La puerta (¡mi puerta, mi puerta!) llenaba la pantalla del televisor.
Contuvo la respiración.
La puerta se abrió de golpe.
El panel agrietado sobre la puerta del cuarto de baño. El retrato de la niña
vestida de blanco en el río.
Un trueno rugió como si el hotel cayera a un pozo.
La puerta se abrió y se perdió de vista.
Había una figura en la cama.
Soy yo, pensó Bernice, con el corazón latiéndole con fuerza.
Tengo los ojos abiertos. Me pongo de rodillas, con las mantas delante de
mi cuerpo como un escudo.
¿Un escudo de algodón y lana?
No sirve de nada, Bernice.
Quienquiera que sujeta la cámara entra en la habitación, luego corre hacia
la cama para saltar sobre ella. En la pantalla la cámara mira a la muchacha
que cae hacia atrás, el pelo rubio extendido sobre la almohada, la boca abierta
en un grito aterrorizado.
Y todo el tiempo el trueno suena y resuena mientras el suelo se abre, la
cama se vuelca; ella resbala de su antes cálida y acogedora seguridad para
caer a un pozo donde figuras hinchadas esperan con los brazos en alto para
recogerla. Un millar de rostros se alzan. Hambrientos.
No tienen ojos.

El sonido chisporroteante quedó silenciado por el retumbar de un trueno.


Ella abrió los ojos y le pareció que olía a beicon, apenas un rastro, pero
beicon al fin y al cabo. Bostezando, se levantó de la cama. Apagó la televisión
de un manotazo. El chisporroteo estático del altavoz cesó. El trueno continuó.

Página 22
Bernice Mochardi se asomó a la ventana que daba a la plaza del mercado
iluminada por el sol. Día de limpieza. El camión municipal levantaba los
contenedores de basura del mercado para elevarlos en la parte trasera, antes
de que las pinzas mecánicas los hicieran golpear contra una vara de acero.
Tomates pasados, manzanas pochas, plátanos aplastados y cajas viejas pronto
estarían camino del gran agujero en el suelo en las afueras del pueblo, donde
yacerían eternamente con el sucio par de calcetines de aquel desconocido que
ella había tirado semanas atrás.
Al otro lado de la plaza se encontraba la estación, un edificio de una sola
planta, y más allá la monstruosidad de ladrillo rojo que era el matadero
destacaba sobre el pueblo. El techo de pizarra de color negro azulado todavía
brillaba tras la lluvia de la noche.
Ella dejó escapar de nuevo un enorme bostezo mientras lo miraba todo,
aferrándose con fuerza a la normalidad de otro día más en un pueblo pequeño.
No sabía cuándo se había quedado dormida y cuándo la realidad de ver el
vídeo había dado paso a la pesadilla. Debería mirar el vídeo a la luz del día.
Tal vez no sería tan malo, después de todo. Pero, claro, podría tener cosas aún
peores. Era la misma cinta, pero nunca mostraba exactamente lo mismo dos
veces. O eso le parecía.
El reloj de la iglesia dio las siete. Sólo doce horas hasta que volviera a
oscurecer. El espectro de otra noche (una noche que parecería durar una
eternidad) se acercaba rápidamente.
Bernice Mochardi sintió un escalofrío y le dio la espalda a la ventana.

Página 23
Capítulo 1

El viaje en tren a Leppington era pintoresco. El doctor David Leppington


estiró sus largas piernas hasta donde le permitía el asiento que tenía delante,
relajándose al ritmo de las ruedas sobre la vía, y contempló el fluir de prados,
bosques y montañas que desfilaban tras las ventanillas del vagón.
Todavía no había reconocido nada. El río que corría en paralelo al trazado
era, supuso, el Lepping, que bajaba desde las montañas para dividir el pueblo
en dos antes de fluir valle abajo para desembocar en el Esk y hacer el resto
del camino hasta el mar en Whitby.
¿Reconocería algo? Los niños de seis años recuerdan más incidentes que
lugares. Él tenía vividos recuerdos del día en que su perro, Skip, se internó en
el mar en Whitby y al momento fue devuelto a la orilla por una ola
gigantesca. Después de eso, el perro se negó a tener contacto alguno con la
playa y mucho menos con el mar. Se acordaba de cuando se incendió la
chimenea (debía de tener unos cinco años), y su tío lo sacó en brazos de la
casa para contemplar las chispas que salían del tubo de la chimenea hacia la
noche, como si fuesen maravillosos fuegos artificiales. Pero en cuanto al
propio Leppington (el pueblo del que su familia tomaba el nombre, o
viceversa), no lo había visto desde hacía más de veinte años. Tenía
fragmentos de imágenes como trocitos de películas puestos juntos. Recordaba
estar sentado a la mesa de la cocina mientras su madre le ataba los zapatos; el
papel de pared tenía un diseño de gruesas uvas negras. Y recordaba haber
estado sentado en lo que parecía un palacio enorme, donde había un sándwich
de jamón. Una película en la televisión lo asustó muchísimo; su hermana
habría colado en casa un vídeo de terror, suponía. Aunque ¿tenía su familia un
reproductor de vídeo hacía veinte años? Tal vez ella había cambiado
subrepticiamente de canal para ver una peli de miedo.
El tren traqueteó al cruzar un paso a nivel.

Página 24
Las montañas eran más empinadas y más altas ahora, las cimas coronadas
de matorrales púrpura. Aquí y allí, aunque estaban a finales de marzo, atisbo
vetas blancas donde la nieve todavía se aferraba a los huecos o quedaba a la
sombra de las paredes de piedra.
Tal vez regresar a Leppington no había sido una idea tan brillante.
Resultaría embarazoso encontrarse con el único miembro de la familia que
quedaba en el pueblo después de tanto tiempo. Bueno, cruzaría ese puente
cuando llegara a él; no tendría por qué ser tan malo.
Además, tenía una carta en el bolsillo con una invitación que había
parecido casi irresistiblemente tentadora. En realidad tenía dos cartas, pero
prefería no pensar todavía en la segunda. Ya llegaría el momento de abrirla y
de leerla. Pero ese momento no era ahora. Lo pospondría tanto como fuera
posible.
El tren empezó a subir hacia las empinadas montañas. Por delante, la
masa de piedra negra teñida de verde le hizo pensar en graves magulladuras
flotando sobre las montañas. (Las magulladuras, conocidas apropiadamente
como contusiones, no requieren ningún tratamiento. El médico profesional
que llevaba dentro se puso en marcha: las magulladuras se causan por un
golpe que daña los capilares sanguíneos bajo la piel, permitiendo que se
derrame la sangre. La coloración amarillenta posterior se debe a la
acumulación de bilis estomacal en los tejidos afectados…). Relájate. Sonrió
para sí. Estás de vacaciones. Una vez más volvió la atención al paisaje que
parecía tan increíblemente pacífico.

La relajación duró poco. Los problemas habían estado acumulándose durante


todo el camino desde Whitby. El joven sentado al otro lado del pasillo
encendió un cigarrillo en cuanto el tren partió para hacer su recorrido de
treinta minutos hasta el valle donde Leppington se había acurrucado durante
más o menos los últimos dos mil años.
El joven, veinteañero, cabeza afeitada, con tantos tatuajes que parecía más
azul que de color natural, exhalaba nubes de humo sobre la cabeza gris del
hombre mayor que tenía delante. Una cicatriz rojo intenso le corría desde la
comisura del ojo hasta la parte superior de la oreja, como si alguien hubiera
intentado dibujar la patilla de unas gafas con un rotulador rojo.

Página 25
—Tiene que apagar ese cigarrillo —dijo el hombre mayor, volviéndose.
—He comprado mi billete —gruñó más bien el joven.
—Es un vagón de no fumadores.
No hubo respuesta.
—Mire el cartel. No fumadores.
No hubo respuesta.
—¿Sabe leer?
—He comprado mi billete. —La voz del joven se volvió dura.
—Pero no se puede fumar.
—¿Va a impedírmelo?
El hombre mayor hizo una pausa, advirtiendo que no se trataba de alguien
dispuesto a ceder y hacer lo que le decían. Tal vez él había sido un gallito en
su juventud o tal vez había ocupado una posición de autoridad en el trabajo.
En cualquier caso, no quiso dar su brazo a torcer.
—Te lo impediré, jovencito. Se lo diré al revisor.
—¡Díselo a tu puta madre si quieres!
—Apaga ese cigarrillo.
—No.
—Es algo totalmente incívico.
—No me gusta tu cara.
David Leppington vio la señal de peligro en el rostro del joven. Si la tez
de alguien se vuelve roja pueden enfadarse, gritar, pero cuando se vuelve
blanca es cuando debería saltar la luz de emergencia. Una cara que de pronto
se queda blanca, exangüe, indica peligro. La adrenalina ha hecho su entrada.
El hombre pasaba a modo combate-o-huida. Y por el aspecto de este matón
tatuado, pensó David, no iba a echar a correr.
David Leppington observó el vagón. Un grupo de ancianas sentadas
alrededor de una mesa habían estado charlando hasta que las voces les
indicaron que había problemas en el aire. Ahora alzaron las cabezas para
mirar. En el asiento de delante había una joven con un bebé en el regazo. Le
decía al bebé decididamente: «Mira el caballito. Mira los arbolitos». No
quería complicaciones.
Si el joven intentaba golpear al hombre mayor, David Leppington tendría
que intervenir rápidamente.
—¿Me lo vas a quitar entonces? —El joven alzó el cigarrillo, los ojos
clavados en los del hombre mayor (que se había levantado del asiento para
mirarlo a su vez)⁠—. Venga, hazlo. Inténtalo.
—Te estás poniendo en ridículo. Creo…

Página 26
—Crees ¿qué?
—Creo que…
—Vamos. Quítamelo. Métemelo por la garganta. ¿Por qué no lo intentas?
—Fumar en un vagón de no fumadores es incívico.
—He comprado mi puñetero billete, ¿no?
—Pero eso no te da derecho a…
—¿A qué estás esperando? ¡Quítamelo!
Sujetaba con el pulgar y el índice el extremo del filtro del cigarrillo y lo
agitaba ante la cara del hombre mayor. El desafío estaba allí. El anciano podía
echarse atrás (y quedar en evidencia) o intentar coger el cigarrillo.
David sabía qué iba a suceder a continuación.
Un aleteo de puños y el hombre mayor caería al suelo como un saco de
patatas. Probablemente la conmoción sería letal para alguien de su edad.
—Coge… el… puñetero… cigarrillo… ¿Vale?
La piel de la cara del joven era ahora tan blanca que las lágrimas tatuadas
en sus mejillas resaltaban en su piel como guijarros azules.
David Leppington se puso de lado para levantarse del asiento. No le
entusiasmaba lo que iba a tener que hacer a continuación, pero no podía
quedarse sentado y ver cómo el anciano se convertía en un saco de boxeo.
—Cógelo. —El matón acercó el cigarrillo al hombre mayor.
David Leppington pudo ver los músculos abultando por debajo de los
puños del joven, dagas tatuadas goteando sangre.
—Billetes para Whitby… Sus billetes para Whitby, por favor.
Aquello rompió el hechizo. El anciano se volvió hacia el revisor, un
hombre de aspecto fornido de unos cuarenta y cinco años.
—Le he pedido a este joven si puede dejar de fumar —⁠dijo el anciano con
tono razonable.
—Es un vagón de no fumadores, hijo —dijo el revisor tranquilamente.
—He comprado mi billete —gruñó el joven.
—Y yo una vez compré una postal de la torre Eiffel, pero eso no me da
derecho a irme a vivir allí. —⁠El revisor hablaba de manera desinteresada, para
él eso era rutina.
—Quiero fumar.
—El siguiente vagón es de fumadores.
El revisor había manejado bien el asunto. No estaba siendo provocativo,
sino sólo servicial. El joven se levantó, recogió su macuto del compartimiento
superior de equipajes y se marchó al siguiente vagón.

Página 27
Después de que se fuera y de que el revisor continuara su camino, el
hombre mayor les dijo alegremente a las ancianas:
—Lo lamento. Pero había que decírselo.
Entonces, con una sonrisa de satisfacción, se sentó y se puso a mirar por
la ventanilla.

Las montañas se hicieron más altas. El cielo oscureció aún más. El tren siguió
avanzando más despacio, como reacio a continuar. El río Lepping mostraba
destellos de blanco allí donde aceleraba en los rápidos.
Pin dos ocasiones, el joven entró en el vagón del anciano y le habló.
—No me gusta tu cara —dijo.
Entonces se marchó, sólo para regresar cinco minutos más tarde.
—Me he quedado con tu cara. La tengo metida aquí. —⁠El joven se golpeó
con un dedo la sien afeitada. Luego regresó al vagón de fumadores.
La tercera vez que venga va a pegar al anciano, pensó David. ¿Y ahora
qué? ¿Aviso al revisor?
Antes de que pudiera ocurrírsele una respuesta, aparecieron casas de
ladrillo junto a la vía, el tren frenó y David advirtió, con una enorme
sensación de alivio, que habían llegado a Leppington. Deliberadamente,
permitió que el hombre mayor dejara su asiento primero. Lo siguió, de
manera que ahora al menos constituía un obstáculo entre el anciano y el joven
matón si éste decidía cargar entre los asientos con la intención de convertir al
viejo en pulpa.
No tendría que haberse preocupado. Por la ventanilla, vio que el joven
caminaba a paso furioso por el andén y salía de la estación.
David recogió su bolsa de viaje del estante superior y se bajó del tren en
Leppington, el pueblo que llevaba su apellido. Durante un instante se detuvo a
mirar el cartel de la estación.

LEPPINGTON

El cartel era simplemente un tablón clavado a un poste que habían fijado a


una peana de hormigón donde el andén se encontraba con un muro. Si David
esperaba alguna sensación de asombro al encontrarse en la tierra de sus

Página 28
antepasados, advirtió que aquí iba a sentirse decepcionado. La estación de
Leppington era una construcción cutre de ladrillo rojo. Mientras se echaba la
bolsa al hombro, vio un cuervo grande sobrevolar un tejado. Tan negro como
si lo hubieran tallado en carbón, se posó en el cartel de la estación,
directamente encima de la palabra «Leppington». Durante un segundo
permaneció encaramado allí, las garras largas y curvas agarradas a la parte
superior del cartel, pero tuvo que agitar las alas para recuperar el equilibrio.
Mientras permanecía allí, con las enormes alas extendidas, fijó sus ojos
brillantes como gemas en David y lo miró con intensidad a la cara. Parecía
que hubiera bajado del cielo para echarle una segunda ojeada, para confirmar
su identidad. Entonces el pico amarillo se abrió para dejar escapar un alarido
sorprendentemente fuerte. Casi al instante el ave aleteó con fuerza, lo
suficiente para que los envoltorios de papel revolotearan por el andén, y luego
se alzó lentamente sobre los tejados, las largas alas negras batiendo el aire de
manera enérgica pero despreocupada.
Bueno, supongo que algún viejo antepasado reencarnado ha venido a
darme la bienvenida, se dijo David con una sonrisa. Era un pensamiento
frívolo. Al menos pretendía serlo. Pero cuando se encaminaba a la salida vio
al enorme pájaro revoloteando por encima de la estación, y no pudo evitar la
idea de que lo estaba vigilando, de que sentía curiosidad por saber por qué el
último hijo de los Leppington había regresado al pueblo de sus antepasados…
y qué iba a hacer a continuación.

Página 29
Capítulo 2

David Leppington se detuvo ante la estación. En el cielo, sobre él, el cuervo


revoloteaba trazando grandes círculos; sus ojos perlados sin duda observaban
cada uno de sus movimientos.
Éste es tu reino, David. LEPPINGTON. El pueblo que llevas en la sangre,
pensó.
Oh, no, no lo es, se dijo más animadamente. No he visto Leppington desde
hace veinte años.
Leppington es tu reino. Gobierna bien y sabiamente.
Pero si ves al maldito dragón gigante, corre como un demente. Había
añadido la rima con frivolidad, pero la voz que oyó en su mente sonó como la
de un viejo. Como si estuviera recordando palabras que alguien le hubiera
dicho con gran seriedad, como si fuera de vital importancia que recordara.
Oh, bueno, estoy en casa, pensó decididamente frívolo. ¿No han venido
mis súbditos a saludarme?
Se detuvo a la entrada de la estación y contempló la plaza del mercado. Si
ésos eran sus súbditos, no se habían percatado del regreso de su rey. Los
tenderos deambulaban entre la docena de puestos simados en un extremo de
la plaza: la mayoría de la gente parecía de mediana edad. Al otro lado del
hotel había un grupo de edificios Victorianos: la biblioteca, media docena de
tiendas, algo llamado La Casa de Baños. Dominándolo todo estaba el hotel
Estación, una monstruosidad de cuatro pisos con torres puntiagudas en cada
esquina, construida en una extraña imitación del estilo gótico. En lo alto se
erguía la gran masa de cielo de aspecto magullado, lleno de nubes verdes y
negras. Y revoloteando ante la nube, el cuervo, que se había elevado tanto que
parecía una mota negra.
David paseó la mirada por la dispersa colección de edificios. El coronel
Leppington tal vez trajera prosperidad al pueblo en forma de matadero y

Página 30
fábrica de envasados, pero no había aportado estilo.
El matadero conectaba con la estación. De hecho, las vías terminaban en
la enorme pared de ladrillo que era el edificio del matadero, lo bastante
grande para proyectar una sombra permanente sobre la estación y una buena
parte del pueblo. Antes de que la vía llegara a ésta, una línea secundaria se
perdía tras los edificios de la estación y desaparecía a través de un enorme
conjunto de puertas en la imponente pared exterior del matadero. Sin duda los
trenes de mercancías entrarían ahí para ser cargados con miles de cajas de
carne enlatada, dispuesta para ser distribuida por todo el país. ¿Cuántos miles
de vacas y ovejas habrían entrado por ahí al matadero?
—Nunca hay un taxi cuando hace falta, ¿verdad?
Era el mismo hombre mayor a quien el matón casi había partido la cara en
el tren.
—¿Sabe? —continuó el anciano—, cuando no te hace falta un taxi,
siempre se les ve haciendo cola en la plaza. ¿Hoy? Ni uno ¡Ni uno! Y no
hablemos de los autobuses. Cacharros incómodos, conducidos por ignorantes
impúdicos.
Santo Dios, pensó David Leppington, con el corazón encogido. Una
población aburrida y meticona. Cada minuto que pasaba le gustaba menos el
pueblo.
—¿Va muy lejos? —preguntó el anciano, mirando a David de arriba
abajo.
—No. Sólo a ese hotel de ahí enfrente.
—Ah, ¿el hotel Estación? No está mal. No está mal. Aunque no es tan
bueno como en los viejos tiempos, cuando lo llevaba Bill Charnwood. Su hija
ha hecho lo que ha podido desde que… pero ya sabe cómo son las muchachas
hoy en día. Los jóvenes no quieren trabajar. No saben lo que es ganarse la
vida con el sudor de la frente. No recuerdo su cara, joven. ¿Viene de visita?
—Eh… sí.
No le digas nada. Se va a quedar aquí todo el día haciéndote preguntas.
—Un viaje breve —añadió David.
—¿Familiar?
—Sí.
David recogió su equipaje, dispuesto a entrar en el hotel. Parecía que iba a
llover. Buena salida, pensó, aprovechando la oportunidad.
—Ah, parece que va a llover.
Esperaba que el anciano estuviera de acuerdo y se fuera en busca de un
taxi.

Página 31
—Oh, ¿esa mancha del cielo? —El hombre levantó el rostro hacia la
nube⁠—. En esta época del año siempre es igual allá arriba. Pero nunca llueve.
Maldición. Una vía de escape cerrada.
—¿Sabe? Me recuerda usted a alguien. —El anciano se pellizcó el labio
inferior con el pulgar y el índice⁠—. Déjeme ver.
¿Arnold Schwarzenegger? ¿Denzel Washington? ¿Sharon Stone? La
tentación de ser frívolo hasta el punto de lo desagradable luchó por salir a la
superficie.
El anciano lo miró con interés.
—Sí… sí. Su cara me suena mucho, joven. Creo que deben de ser los
ojos. Y su altura. Muy distinguido para un joven. ¿Policía?
—No…, médico.
—¿Médico? Buena profesión, sí señor.
Oh, Dios, rayos y truenos. David mantuvo una sonrisa educada. El
hombre iba a quedarse allí todo el día y sonsacarle hasta el último detalle de
su vida personal.
(Me afeito usando maquinillas Bic. Mis películas favoritas son El vuelo
del Fénix, Jimmy Stewart es la bomba; El loco del pelo rojo y Ed Wood, de
Tim Burton; no, odio los melodramas hospitalarios: los médicos parecen
falsos. Me encanta la comida que es perjudicial para mí: la tarta de queso, la
cocina india, el chocolate. Y para acostarme sólo me pongo gomas, pieles y
una sonrisa lasciva… Va, déjate de comentarios frívolos, doctor). David
mantuvo la sonrisa falsa, pero advirtió que no había oído la pregunta.
—¿Mi nombre?
—Sí, no lo he entendido —pinchó el anciano.
—Leppington.
El anciano parpadeó de pronto, sorprendido. Por primera vez se quedó sin
habla, algo que ni siquiera había sucedido cuando parecía que el joven matón
iba a dejarlo inconsciente de un golpe.
Ahora el anciano retrocedió un paso con la boca abierta y parpadeó,
sorprendido de nuevo.
David pensó: Oh, demonios, ya la he liado; tal vez se me ha escapado
alguna tontería. Tal vez ese chistecito de dormir con goma y pieles… eso te
enseñará, muchacho…
—Eh…, lo siento, creo que no le he oído bien. ¿Ha dicho usted… hum…
Leppington?
—Sí —dijo David, sonriente—. Leppington. Igual que el pueblo. Supongo
que es…

Página 32
No tuvo tiempo de terminar. El anciano murmuró una palabra que podría
haber sido «taxi» y se encaminó rápidamente hacia el pueblo. De vez en
cuando dirigía a David una mirada que parecía hostil.
¿Estás seguro de que no has dicho ninguna tontería de las tuyas, David?
Al menos funcionó. El hombre se había marchado.
En el cielo, el cuervo negro dejó escapar un grito penetrante. Flotaba
directamente en lo alto con las alas extendidas, sin batirlas ahora. Una vez
más, David tuvo la extraña sensación de que lo estaban vigilando.

Cerca ya de mediodía y sin la presencia del anciano, David Leppington


advirtió que tenía hambre. Cuando hizo la reserva del hotel le dijeron que,
como muy pronto, podía registrarse a la una de la tarde, así que con una hora
por delante se encaminó hacia una puerta en la estación donde había un cartel
que indicaba SALÓN DE TÉ ESTACIÓN.
La idea de haber asustado al anciano simplemente diciéndole su apellido
le divertía.
Vamos, pensó, entra en el salón de té y anuncia: Me llamo Leppington. A
ver si el truco funciona dos veces. Sonriente, se dirigió hacia la puerta,
imaginando que la mención de su nombre haría que las viejas damas del salón
de té salieran chillando de miedo.
¡Encierren a sus hijas, Leppington ha vuelto al pueblo!
Sonriendo, entró en el establecimiento vacío. Eliminó con esfuerzo la
sonrisa, pidió un sándwich de ensalada de queso, tarta Bakewell y café, y se
sentó a comer.

Página 33
Capítulo 3

El cielo todo marcado de marrón y verde. Edificios hechos polvo. Uno grande
con torres puntiagudas como un castillo. El pueblo no significaba nada para
él. Lo odiaba. Odiaba al viejo gilipollas del tren que se había quejado como
un mierda. Lo único que había hecho era fumarse un cigarrito bien merecido.
Nadie le decía lo que tenía que hacer.
Nadie le decía lo que tenía que decir.
Nadie le decía lo que tenía que comer.
Ya había tenido de sobra en la cárcel. Doce meses por pinchar a un
chivato que le había delatado. Lo habían tratado en urgencias: ni siquiera
había puesto el culo en una cama del hospital. Pero los polis estaban
esperando que diera un paso en falso, mentirosos hijos de puta. Deseó que un
poli de cuello estirado saliera de la cafetería de la estación. Él se le echaría
encima… Zas, zas, zas. El poli caería de espaldas contra la pared con los
labios manchados de sangre.
Sayonara, baby.
Pensó en esperar al viejo maricón que se había quejado del humo.
Esperarlo fuera de la estación.
¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!
Le encantaría ver al viejo caerse gimiendo al suelo, los trozos de dientes
postizos desparramándose como galletas rotas. Entonces… ¡Tomaaa! Soltarle
una patada en ese estómago blando como la mierda.
Sanseacabó, abuelete.
Coge tus alas, coge tu arpa. Buenas noches, querido.
Joder, ¿qué estaba haciendo en este pueblo de mala muerte? Leppington.
Nunca había oído hablar de él hasta la semana pasada. Iba a la deriva desde lo
de la cárcel. Mangaba alguna que otra cartera a los borrachos en los pubs.
Salla de un supermercado o dos, más chulo que un ocho, con una botella de
vodka en cada mano… Tuvo que zurrarle a aquel detective de Hull. Zas.
Plam. Clanc. Dejó al hijo de puta en medio de un charco de sangre y vodka.
Luego oyó el nombre de Leppington. Se le quedó metido en la cabeza.

Página 34
Leppington. Leppington. Leppington. Leppington. Leppington.
Puñetero nombre que le daba vueltas y más vueltas, como si fuera una
mosca metida dentro de su cráneo o algo por el estilo… Leppington.
Leppington. Leppington.
No podía dormir.
Leppington. Leppington.
Había visto un ratón en un meadero de Gooler. Aplastó de un pisotón al
pequeño cabrón.
—¡Leppington! ¡Leppington! Lepp… —chilló antes de que la bota cayera
para aplastarle la cabeza.
¿Y por qué Leppington?
¿Por qué se le había pegado el nombre?
¿Por qué estaba allí?
Ni puta idea.
Era sólo un lugar. Y él tenía que estar en algún lugar, ¿vale? No se puede
saltar del puñetero universo y dejar un jodido agujero, joder. Leppington era
un lugar, así que bien podía poner los pies a enfriar durante una temporada.
Se alejó de la estación, atravesó los puestos del mercado, apartando a la
gente como si fueran moscas. Pero no caminaba tanto como se chuleaba.
Cuando caminaba de esa forma pensaba que podía dirigirse contra una pared
y atravesarla, como si fuera un tanque: ladrillos, polvo de argamasa volando
por los aires, y seguida avanzando, imparable, una máquina. Era grande, era
glorioso, tenía músculos en la polla; tenía el pelo rapado al cero, mostrando al
mundo las cicatrices que había ido ganándose durante veintidós años. La
primera, la que le corría desde el ojo izquierdo hasta la oreja izquierda, la que
parecía dibujada con rotulador rojo, la había conseguido cuando sólo tenía
una semana de vida, cuando no era más que un puñetero bebé: ésa era la
mejor, la que hacía que la gente se volviera a mirarlo. Era un jodido monstruo
de Frankenstein: marcado, hermoso y terrible; así que apartaos de mi camino
u os aplastaré hasta convertiros en mierda.
Vale… esto es Leppington.
Iba a hacerse notar. Iba a hacer suyo este pueblo mierdoso. Sería como
una teta grande y gorda que chupar. Chuparía hasta dejarla seca de leche, y
entonces…
Entonces, como había hecho antes, continuaría su camino, dejando la teta
seca y vacía.
—¡Teta! —Le escupió la palabra a un viejo que llevaba una gorra. El
hombre se sobresaltó.

Página 35
»¡Teta!
¿Era el mismo mamón que le había dado la vara en el tren?
Tal vez un rápido zas, zas, zas. Y lo dejaría allí vomitando y meándose en
los pantalones en plena calle.
¡Bah!
Tenía trabajo que hacer. Empezó por los pubs, buscando gente. No se
cortaba ni un pelo. Entraba en los bares. Miraba alrededor… miraba a la gente
a los ojos. Cuando se daba cuenta de que no eran los que estaba buscando se
marchaba… se chuleaba…
Un día no usaré la jodida puerta. Atravesaré la puñetera pared.
Probaba con las cafeterías, con las esquinas. No buscaba a individuos que
conociera, sólo a un tipo de gente que conocía. Cuando lo encontraba, lo
sabía, igual que los caimanes reconocen a su propia especie.
Los encontró en un descampado tras la iglesia. Cuatro perdedores jugaban
dándole patadas a una lata. No iban mal vestidos (eran probablemente niñatos
con posibles) y gritaban con voces estúpidas.
Como los maricones del bloque C. Se metió con uno en las duchas un día.
Al maricón se le iluminaron los ojos. Tal vez besuquearse con un gorila
tatuado y de músculos como cuerdas bajo la piel lo puso a cien.
Tal vez te equivocaste, maricona. Le pegó tan fuerte al maricón contra la
pared que rompió una docena de azulejos. El agua corría en la ducha, lavando
la sangre del suelo, y los pegotones como rosas rojas producían un hermoso,
hermosísimo humo rosa. Luego, lentamente, los maravillosos rojos que
brotaron alrededor de sus pies descalzos, dejándolo en medio de un charco de
agua que se mezclaba con tonos rosas, escarlatas y carmesís. Tenían un
aspecto fantástico, como algo salido de un sueño.
Hoy, en Leppington, miró fijamente a unos chavales que le daban patadas
a la lata. No tendrían ni veinte años.
—¿Qué coño estás mirando?
Dijeron eso, o algo parecido, cuando se acercó. El primero se desplomó
con las manos en la nariz reventada, el segundo golpeó el suelo como si
estuviera muerto (un gancho que casi le rompe el cuello), el tercero intentó
soltarle un puñetazo…
… pero se movía a cámara lenta. ¿Por qué se mueve la gente a cámara
lenta?
¡Zas! ¡Zas!
Escupiendo las entrañas, el tercero se dobló por la mitad.

Página 36
El cuarto sacó una navaja; mierda, ni siquiera una ametralladora lo habría
detenido. Un cabezazo lo derribó al suelo.
Tuvo la tentación de seguir con una patada en la cara, pero no había
venido hasta Leppington a matar.
No. Estaba aquí para enseñar.

Página 37
Capítulo 4

Bernice Mochardi hizo su pausa para almorzar en la cocina de la granja donde


trabajaba. Aunque el almuerzo de hoy no era más que una tostada y una taza
de té Earl Grey.
Se engañaba a sí misma diciéndose que demasiadas comidas en El Jardín
de Pekín, el único restaurante chino de Leppington, estaban empezando a
notarse en su cintura. Pero el verdadero motivo era que tenía poco apetito
últimamente; de hecho, su figura era igual que la de una modelo de pasarela.
Y el verdadero motivo de eso son los vídeos, se dijo. Se ceban en tu
mente, ¿verdad, Bernice?
Colocó con cuidado la tetera en el fogón y encendió el gas.
No puedes quitarte de la cabeza al hombre del vídeo, ¿no? Tiene
(¿tenía?) una cara tan agradable; su voz le ponía la carne de gallina. ¿Qué le
había sucedido en el sótano?
Bernice puso una bolsa de té en la taza.
Estaba aterrorizado, gritaba aunque no salía ningún sonido de su boca. Su
cara era horrible, una mueca de pavor.
Debería coger ese vídeo y tirarlo en uno de esos contenedores del
mercado. Rociarlo con gasolina y quemarlo. Esa cinta se está apoderando de
tu alma. Y luego olvídate del nombre Mike Stroud. Olvídalo por completo. No
lo has conocido en persona.
—No mires con esa mala cara a la leche, querida, o la agriarás.
—Oh, Mavis. Estaba preparando el té. —Bernice se liberó de sus
mórbidos pensamientos⁠—. ¿Quieres una taza?
—Sólo si no has agriado la leche con la cara que has puesto —⁠dijo Mavis
de buen humor. Tenía unos sesenta años, la cara redonda y gafas de montura
rosa—. Yo sirvo las tazas, tú saquea la lata de galletas.
—Me apetece con una rodajita de limón. No te preocupes, yo lo corto.

Página 38
—¿Una rodajita de limón en el té? Oh, tú y tus extravagantes costumbres
de ciudad.
Mavis estaba burlándose de manera amable. Le gustaba hacerse la paleta
con Bernice y se reía de su ropa antes de que se pusiera el mono que hacía
que todos los trabajadores de la granja parecieran personal de un quirófano.
—Oh —se burlaba—, esa blusa es de seda auténtica, ¿no? Y esmalte de
uñas de color azul. El señor Thomas no podrá quitarte las manos de encima.
—Me las he pintado especialmente para el señor Thomas —⁠respondió
pícaramente Bernice—. Quiero volverlo loco.
Las dos se echaron a reír a carcajadas. El señor Thomas, el propietario,
tenía por lo menos setenta años y era además un severo metodista. Una vez
envió secamente a casa a uno de los trabajadores, diciendo que podía oler la
cerveza en su aliento, y que juraría esa verdad sobre la misma Biblia.
Ahora las dos recorrían la cocina de la granja, un lugar de aspecto clínico
que brillaba con azulejos blancos y acero inoxidable plateado, preparándose el
almuerzo. Mavis sacó una tarrina para el microondas.
Cuando Bernice Mochardi les contó a sus amigas que había encontrado
trabajo en una granja, ellas se sorprendieron.
Estaban sentadas en una pizzería en Canal Street y la bombardearon a
preguntas, imaginándola claramente chapoteando en el barro de la granja todo
el día, vestida con una camisa de cuadros y una brizna de paja en la boca, y
golpeando en el culo de vez en cuando a algún gorrino regordete mientras
anunciaba: «¿Qué cerdito va a ir al mercado, eh?».
Cuando ella les dijo qué clase de granja era, no pudieron dar crédito a sus
oídos.
—¿Sanguijuelas?
—Sí, una granja que cría sanguijuelas.
—Pero ¿para qué diablos crían sanguijuelas? —⁠habían preguntado las
amigas de Bernice, horrorizadas.
—Bueno, ¿qué te crees que son esas cosas negras que hay en tu pizza?
Ellas chillaron. Rita escupió en una servilleta lo que estaba comiendo.
Ariel se tragó medio vaso de cerveza de un trago.
Bernice se echó a reír.
—Eso son aceitunas negras, tontorronas. Las sanguijuelas son el no va
más de la medicina. Las utilizan para impedir que las heridas se infecten,
ayudar a la circulación, ese tipo de cosas.
—¿Pero sanguijuelas?

Página 39
—Pero sanguijuelas —remedó ella—. Bueno, es mejor que trabajar por
una miseria en esa cafetería. Si cocino uno más de esos desayunos completos,
me volveré loca.
La conversación derivó entonces hacia los chicos, pero Ariel y Rita
dijeron que estaban llenas y pasaron rápidamente al helado.
Bernice llevaba dos meses en la granja de sanguijuelas. Le gustaba. Su
trabajo consistía en empaquetar las sanguijuelas en cajas húmedas para
enviarlas a los hospitales de todo el país. Si un paciente tenía problemas
circulatorios en un dedo de la mano o del pie o alguna extremidad, sobre todo
después de una operación, la sanguijuela, que es prima cercana de la lombriz
de tierra común, se aplicaba a la zona afectada. Allí usaba sus diminutas
mandíbulas para mordisquear (sin dolor, gracias a Dios) la piel; luego sorbía
felizmente la sangre coagulada y aceleraba el fluido sanguíneo, insuflando así
sangre fresca y rica en oxígeno a los tejidos afectados. Las que más le
gustaban a Bernice eran las grandes sanguijuelas del Amazonas. Parecían
orugas gigantescas y le agradaba acariciar sus suaves lomos. Le sorprendió
descubrir que no le daba repelús ni nada.
Y le gustaba también Mavis, que hoy comentaba alegremente que iba a
hacer un viaje.
—He reservado un viaje para Pete y para mí a Flor ida… Vamos a verlo
todo: Disneylandia, Orlando, el Centro Espacial, Miami…
Mientras hablaba, Bernice notó que se sentía de nuevo atraída hacia la
cinta de vídeo. ¿Qué le había sucedido a aquel hombre? ¿Qué había visto en
el pasillo del hotel?
Al señor Morrow sin ojos y con sepulcrales labios hinchados…
Cortó esa cadena de pensamientos. No, él había visto algo o había sido
sacado a rastras de la habitación. Ella lo había visto en la televisión debatirse
frenéticamente con… ¿con qué?
¿Y quién había filmado la pelea?
Entonces la asaltó un pensamiento sorprendente.
Después del trabajo esta noche voy a volver al hotel y a bajar a ese
sótano para ver qué hay realmente allí.

Página 40
Jesús se encontró a dos endemoniados cuando viajaba por Gerasa. Eran tan
fieros que nadie podía pasar. Los endemoniados exclamaron: «¿Qué vienes a
hacer aquí, hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo?».
Cerca de allí hozaba una piara de cerdos. Jesús arrojó a los espíritus de los
endemoniados a los puercos. Inmediatamente, los animales se arrojaron por
una pendiente al mar y se ahogaron.
Jason Morrow conocía la historia bastante bien. A menudo pensaba en
ella mientras conducían a los cerdos al matadero, donde sus chillidos
resonaban en las paredes cubiertas de azulejos. Jason Morrow ya ni siquiera
advertía el sonido, pero sonreía cuando los visitantes torcían el gesto ante el
volumen y la intensidad de los chillidos de los puercos. Hacía que una
taladradora eléctrica perforando el ladrillo sonara tan agradable como la
cascada de un jardín.
Los cerdos entraban trotando en la planta del matadero, con sus cuerpos
rosados hermosamente engordados tras semanas de cebo. Jason Morrow iba
marcando las cuadrículas relevantes de su inventario mientras los hombres
avanzaban con las palas eléctricas que colocaban a cada lado de las cabezas
de los animales. No había chispas ni humo ni ruido. La descarga de
electricidad de los contactos metálicos de las palas reducía el cerebro a pulpa;
los puercos caían pataleando y luego yacían, inconscientes, listos para el
golpe de gracia.
Jason Morrow se movía eficazmente de un cerdo a otro mientras caían,
asintiendo a los hombres con las hachas afiladísimas cuando comprobaba que
el animal estaba aturdido. No podía decir que le gustara el trabajo («Trabajo
para vivir, no vivo para trabajar» era lo que le decía a su esposa cuando ella se
quejaba de que no hacía horas extra), pero los días de matanza caminaba con
alegría en el porte, tarareaba canciones pop por lo bajo, mientras vela cómo
colocaban en otra cabeza los contactos eléctricos del aturdidor.
Slap. Otro cerdo caía, agitando las sucias patas; sus ojos de puerco, negros
como aceitunas, asomaban vidriosos. Jason asentía a Jacob, que plantaba una
bota sobre la cabeza del animal y alzaba el hacha sobre su cuello.
¿Habrían matado las hachas a los cerdos poseídos por los endemoniados
que Jesús había eliminado tan eficazmente? Le gustaba pensar que sí. Las
hachas destellaban bajo las luces fluorescentes; estaban afiladas como jodidos
escalpelos. Un golpe cortaba la tráquea y las arterias principales. La sangre
fluía hacia los canales de piedra tallados en el suelo, y luego se perdían de
vista en los desagües con un borboteo, como si éstos fueran gargantas
sedientas que sorbieran la sangre hasta la última gota. Jason no sabía adónde

Página 41
iba la sangre, pero no hacía falta mucha imaginación para verla recorriendo el
sistema de alcantarillado Victoriano bajo las calles de Leppington, un
minimaremoto de sangre que enviaba por delante una ola rosácea hacia Dios
sabría dónde.
Los cerdos entraban como… («como corderos al matadero», sonrió Jason
para sí), las hachas destellaban mientras se alzaban y caían, los animales
seguían esperando el olvido en forma de descarga de electricidad en el lóbulo
frontal que les apagara el corazón; el sonido que se repetía en las paredes era
ensordecedor.
Jason Morrow comprobó el recuento de cerdos. Ciento veintiuno. Eso era
un montón de beicon. Su estómago rugió de hambre. Dentro de diez minutos
podría tomarse una taza de té y, sí, ¿por qué no?, un sándwich de beicon.
Marcó otro recuadro más y firmó al pie del impreso.
Mientras pasaba de cerdo en cerdo, asintiendo a los hombres que
esperaban con las hachas en alto, repasó mentalmente la historia del
encuentro de Jesús con los endemoniados. Imaginó la colina calurosa y
polvorienta. Las tumbas de los endemoniados serían túneles horadados en la
superficie de un acantilado. Vio a los cerdos correr chillando al mar, donde
chapoteaban en el agua con sus patas regordetas mientras se ahogaban,
llevándose a los endemoniados consigo. Sayonara, baby.
No sabía por qué le entusiasmaba tanto esta historia; infinitas variaciones
se abrían paso en su mente. A veces, cuando los demonios entraban en los
cuerpos de los cerdos, las cabezas de éstos se metamorfoseaban en las de
seres humanos con rostros atormentados y morro de cerdo, ojos bobos y
saltones…
La hizo un gesto con la cabeza a Ben Starkey, que levantó el hacha. Allá
fue. Jason Morrow sintió el calor de la sangre manar a través de la piel de
goma de sus botas Wellington.
Y si en ese momento alguien le hubiera dicho a Jason Morrow que justo
cien años antes su bisabuelo, William Morrow, se había suicidado con gas en
la habitación 406 del último piso del hotel Estación, se habría sorprendido. Su
sorpresa habría aumentado si le hubieran mostrado la firma del bisabuelo
Morrow al pie de la nota de suicidio, porque habría visto el eco espectral de
su propia firma, con el mismo vigoroso subrayado en zigzag y todo. Aunque
se hubiera sorprendido, se lo habría creído todo.
Pero si alguien le hubiese dicho a Jason Morrow que a la mañana
siguiente a esa hora estaría muerto, muerto como el cerdo que se retorcía y
expulsaba sangre a sus pies, no se habría creído ni una palabra.

Página 42
Pero ambos detalles eran ciertos.
Asintió de nuevo. El hacha cayó. Jason Morrow siguió avanzando.
Y uno a uno los cerdos, finalmente, dejaron de chillar.

El doctor David Leppington bebió un poco de su café y dudó si pedir otra


tarta a la chica de la barra. Parecía en cierto modo desvergonzadamente
goloso (la tarta Bakewell que acababa de comerse era enorme), pero ahora
estaba decididamente apresado por la sensación de libertad típica del niño que
sale del colegio y está dispuesto a aprovechar al máximo sus vacaciones.
Podría acercarme a la chica del mostrador (bonita, rubia, uñas pintadas de
rojo) y preguntarle si puede recomendarme algún buen restaurante, y cuando
mencione un par de nombres seguirle la corriente informalmente e invitarla a
salir. Venga, David, instó una voz en su cabeza. Te desafío.
Como reza el dicho, era libre como un pájaro desde que rompió con
Sarah; bueno, no rompieron exactamente: las cosas se fueron enfriando
gradualmente, muy gradualmente a lo largo de los últimos seis meses hasta
que llegaron al punto en que ambos tuvieron que reconocer que ya no eran
pareja. Al menos fue una sensación indolora para ambas partes. Aún más
indolora porque no vivían juntos.
Contempló a la camarera rubia deambulando por la cafetería, limpiando
mesas y colocando bien menús y cuencos de azúcar. 1 labia empezado a
ensayar sus palabras de acercamiento cuando advirtió un brillo de diamantes
en el dedo anular de su mano izquierda.
Maldita sea, pensó con tranquilidad. Oh, bueno, todavía le esperaban
quince días por delante en Leppington; al menos, si el pueblo conseguía
interesarlo. Ya estaba pensando en seguir camino hasta la costa al cabo de un
par de días.
Bebió café. A través de la cristalera vio la gran masa de nubes oscuras
colgando sobre las torres cuadradas del hotel Estación. Ya no había rastro del
cuervo.
Veinte minutos más y podría tomar una habitación. Ahora la atracción de
un baño caliente parecía particularmente fuerte después del largo viaje en tren
desde Liverpool.

Página 43
Como tenía tiempo de sobra, extrajo una de las dos cartas del bolsillo. Era
de un tal doctor Pat Ferman, uno de los médicos del pueblo; invitaba a David
a considerar establecerse en Leppington cuando él se jubilara dentro de seis
meses. «Estoy seguro de que le gustará trabajar en Leppington, —decía la
carta—, y tendría mucho que ganar profesional y socialmente, sobre todo
porque tiene lazos familiares que se remontan a muchos siglos atrás…».
La carta era sincera y amistosa y mencionaba al tío de David, George
Leppington, a quien el doctor Ferman había conocido como buen amigo y
vecino durante los últimos treinta años, o eso decía la carta. David no había
visto a su tío desde que se marchó del pueblo cuando tenía seis.
¿Aceptaría la invitación para establecerse como médico en el pueblecito
de sus antepasados? No lo sabía. La idea de recorrer los senderos en un Land
Rover como una versión médica del cartero Pat era extrañamente atractiva. Se
acabaría el estar de nueve a cinco en una aburrida consulta en el Centro de
Salud Ocupacional, donde todo lo que se esperaba de él era que confirmara o
negara el diagnóstico de otro doctor, o que aconsejara a hombres de negocios
que bebieran menos alcohol e hicieran más ejercicio. Lo mismo daba irse a la
playa y decirle al mar que hoy no subiera la marea. El mar probablemente
haría más caso que el hombre de negocios con una cuenta corriente que se
moría por utilizar en restaurantes caros.
Una pareja mayor entró en el café; pidieron pastitas de té y chocolate
caliente, y se sentaron junto a la vidriera. David advirtió que miraban en su
dirección («Rayos, Ethel, hay un extraño en la ciudad»… no, no hacía falta
ser telépata para saber qué estaban pensando).
Miró el reloj sobre la barra. Diez minutos para inscribirse en el hotel.
Cuando volvía a guardarse la carta en el bolsillo, otro sobre rozó sus dedos,
como intentando atraer su atención.
Todavía no había abierto esa carta, aunque conocía lo bastante bien la
letra de Katrina para saber de quién era.
Vale, David, estás relajado y lo bastante tranquilo para tratar con eso
ahora, adelante; lee la maldita carta; acaba con eso de una vez.
Sacó del bolsillo el sobre blanco y lo abrió rápidamente.
¿Ves, David, como no duele? Léela, luego rómpela en mil pedazos y tírala
a esa papelera de la esquina.
Pero sabía que no lo haría. La leería una docena de veces más antes de
destruirla.
Sacó la carta del sobre. En el momento en que la abrió supo que había
cometido un error. Tendría que haberlo pospuesto un poco más… hasta que se

Página 44
hubiera anestesiado con un par de cervezas, pensó súbitamente furioso. Esto
ya no te hace falta. No has visto a esa mujer desde hace cinco años.
Abrió la carta. Lo primero que llamó su atención fue la mosca pegada con
cinta adhesiva sobre las palabras «Querido David».
El negro cuerpo de la mosca parecía absurdamente grueso bajo la
pegajosa cinta transparente. Le faltaban las alas. Advirtió que no se las habían
arrancado, sino que se las habían cortado limpiamente con unas tijeras.
Volvió a guardar la carta sin leer en el sobre y se la metió de nuevo en el
bolsillo.
La boca se le había llenado de un sabor amargo.

Subían desde los túneles más profundos. Estaban hambrientos, ansiosos de


comida. Se movían rápidamente, con decisión, ascendiendo hasta los
pasadizos que corrían bajo la superficie y, aunque lo hacían en la oscuridad
absoluta, los instintos grabados profundamente en sus genes los guiaban.
Cuando llegaron a su destino esperaron, las caras vueltas hacia arriba,
sabiendo que al cabo de un segundo vendría el diluvio. Su sentido de la
anticipación llenaba el aire; sus cuerpos temblaban de excitación.
Entonces llegó, un torrente que descargó sobre un centenar o más de
bocas abiertas.
El sonido líquido llenó la cueva.
Se alimentaron. La comida era cálida, húmeda, dulce. Si hubiera habido
suficiente luz, habrían visto su color. Rojo, muy rojo.

¡Zas!
Los cuatro capullos yacían en el suelo, a sus pies. Había sido la mar de
fácil. Chupado.
Se pasó la palma de la mano por la cabeza afeitada. La cicatriz que le
corría como un trazo de brillante pintalabios rojo desde el extremo del ojo
hasta la oreja le cosquilleaba agradablemente. Igual que cuando aplastaba

Página 45
alimañas. Se había raspado los nudillos de la mano derecha al meterle el puño
en la boca a uno de esos nenes blandos, pero no sentía nada. Se limpió los
nudillos ensangrentados en un puñado de hojas de pino. Siguió sin sentir
nada.
—Escuchadme —les dijo a los cuatro adolescentes mientras gemían y
escupían sangre al suelo⁠—. A partir de ahora haréis exactamente lo que yo os
diga. ¿De acuerdo?
—Ay… mierda.
¡Zas!
Golpeó al que intentaba ponerse en pie.
—Haréis exactamente lo que yo os diga. ¿Entendido?
—Y una mierda —borboteó uno con la boca llena de baba, sangre y
saliva.
¡Zas!
—Ahora… —¡zas!—… yo soy… —¡zas!—… el jefe. ¿Entendido?
¡Zas, zas!
Puso a los chicos en pie a la fuerza y los abofeteó.
Después de cinco minutos de trabajo golpeando sus estúpidas cabezas,
empezaron a entender su forma de pensar.
—Ahora escuchadme. Poneos de rodillas. Y quedaos ahí arrodillados
hasta que diga que os mováis. ¿Entendido?
Ellos asintieron.
—Entonces ¿a qué estáis esperando?
Los cuatro, todavía con las narices sangrando y lloriqueando con los ojos
hinchados, se pusieron de rodillas, como si estuvieran en presencia de su rey.
La cicatriz del lado de la cabeza cosquilleó con aún más fuerza, como si le
corriera electricidad desde el ojo hasta la oreja. Se sentía bien, se sentía tan
bien como un monstruo del infierno.
—Os lo voy a decir sólo una vez. Ahora mando yo, ¿de acuerdo? Los
cuatro parecían humillados. Y los cuatro asintieron, obedientes.
De puta madre, pensó él, complacido. Ahora he vuelto al trabajo.

Electra Charnwood abrió la puerta del sótano del hotel Estación.

Página 46
¿Electra? Puedes darle las gracias a mi madre, tan amante de la poesía,
por este nombrecito tan bonito, le decía a la gente, sonriente. Tenía treinta y
cinco años, era alta, de aspecto sofisticado, con cabello negro que le llegaba
hasta los hombros. También estaba chiflada. Había nacido brillante en una
ciudad oscura. No era desdén por su parte, sino que nunca había sentido que
perteneciera realmente a ese lugar, y tal vez sus padres la habían encontrado
flotando en una cesta de mimbre en el río Lepping. Tal vez no era tan
descabellado: su pelo oscuro, casi negro azulado, y su fuerte nariz le daban un
aire semítico, quizá incluso de princesa egipcia. De hecho, se parecía poco a
sus padres, que semejaban ratitas, pecosos y bajitos.
Desde luego Electra no era flacucha: tenía huesos grandes y atraía muchos
silbidos de admiración por parte de los camioneros en la cervecería mientras
empujaba los barriles de cerveza hasta el montacargas del sótano. Eso era
cuando su encargado, borrachín y flojo, no venía a trabajar, como solía hacer
los lunes por la mañana («Debe de ser la gripe», decía Jim al teléfono, o
«Creo que tengo migraña y voy a acostarme», o «Es la maldita muela del
juicio otra vez; no sabes el dolor que tengo»). Una vez Electra se cabreó tanto
con lo de la muela del juicio que lo llevó al dentista en Whitby, lo obligó a
sentarse y vio con satisfacción casi morbosa cómo el dentista le decía que
necesitaba más de una docena de empastes. La cara del pobre hombre se puso
blanca como la nieve. Tenía más motivos para despedirlo que dedos en las
manos y los pies, pero cuando aparecía para trabajar era bastante bueno…
siempre y cuando le diera alcohol suficiente. No le importaba quedarse hasta
tarde para limpiar, vaciar ceniceros y fregar los vasos. Y, cuando ella le
recordaba su valor, era el único lo bastante valiente para bajar al sótano de
noche.
Electra encendió las luces del sótano. Allí, la luz y la oscuridad mantenían
una especie de inquieta tregua, se dijo. Cuando se encendían las luces, la
oscuridad se retiraba, pero no muy lejos.
Bajó rápidamente los escalones. No quería estar ahí abajo, no le gustaba el
sótano del hotel, no le había gustado nunca, desde que era una niña. Pero
ahora era algo que había ido mucho más allá del miedo; el fatalismo se había
filtrado en sus venas a lo largo de los años.
Comprobó los barriles de vino, refrescos y licores. Había suficiente para
el fin de semana. Difícilmente vendría una avalancha de turistas sedientos de
alcohol; Leppington no aparecía en ningún mapa turístico… y no tenía ningún
interés, excepto para quien le gustaran los mataderos de proporciones
gargantuescas.

Página 47
De pie en el centro del sótano (lo más lejos posible de las paredes y sus
sombras), Electra dejó que sus agudos ojos recorrieran los barriles de vino,
los contenedores de cerveza y los tubos de plástico que suministraban cerveza
a los tiradores del bar de arriba (algún día instalaría aquellas bombas
eléctricas, pero nunca parecía ser una necesidad acuciante).
Advirtió que todo estaba en su sitio. Después de los sonidos que había
oído de aquí abajo la noche pasada, casi esperaba encontrar el lugar
completamente arrasado. Pero siempre era así. Un ruido y furia, pero luego no
encontraba ni una lata de Pepsi fuera de lugar.
Ahora, hacia la puerta de hierro que hay al fondo del sótano. Vamos,
Electra. Puedes hacerlo. Un pasito adelante.
Se preparó para caminar los pocos metros que la separaban de las
sombras. Tendrías que haberte traído una linterna, burra, se reprendió. Pero
una vez más, el fatalismo hizo mella. Si va a suceder, sucederá, y no hay
nada que puedas hacer para cambiarlo.
Se detuvo, se lamió los labios súbitamente resecos.
No debería estar aquí, se dijo. No pertenezco a este lugar.
Como si decirlo pudiera cambiar el pasado. Vale, había sido muy lista en
el colegio: había destacado académicamente y había ganado premios por ello.
Había estudiado filología en la universidad. Había conseguido trabajar de
investigadora en un canal de televisión de Londres. A los veinticinco estaba
destinada a ser ascendida a copresentadora de «Business Tonight»… pero eso
fue cuando todo salía a pedir de boca. Su madre murió de repente (papá la
había encontrado con los ojos muy abiertos y fría en este mismo sótano,
agarrando una escoba con la mano… por el extremo de limpiar, no por el
mango). Electra había vuelto a casa para el funeral. Entonces, el día que iba a
regresar a Londres para retomar su deslumbrante carrera (y tomar posesión
del Porsche azul realeza que había pedido al concesionario de Hampstead), su
padre sufrió un colapso que lo dejó postrado.
Sin hermanos ni hermanas para ayudarla, tuvo que dedicarse a dirigir el
hotel y no le quedó más remedio que decirle adiós a su carrera televisiva. Su
padre permaneció en cama durante los siguientes seis meses, incapaz de
hablar, incapaz de ir al baño él solo, incapaz incluso de pronunciar la erre.
—Electda. No pieddas el tiempo aquí. Tienes una cadeda —⁠decía, o
intentaba decir al menos, luchando por que las palabras surgieran con claridad
de sus labios torcidos.
—No te preocupes, papá. En cuanto encuentre un encargado para el hotel,
volveré a mi vida en Londres.

Página 48
Su padre murió ese año, el mismo año que su madre. Ella vio cómo su
ataúd bajaba a la tierra mientras su voz todavía resonaba en su cabeza: No
llodes pod mí, Electda, tdata de no llodad.
Nunca encontró un encargado para el hotel. Y diez años más tarde todavía
estaba ahí, en ese lugar de mierda. La carrera televisiva estaba tan
profundamente enterrada como su padre. Mierda. El hotel no le beneficiaba
en nada; era como un maldito virus en su sangre esperando a desarrollarse.
Los ruidos del sótano por la noche… eran suficiente para llevar a la bebida a
un maldito santo. Gracias, mamá; gracias, papá. ¿Por qué no me clavasteis
una estaca en el corazón y acabasteis de una vez? El súbito aumento de
amargura la pilló por sorpresa. Le escocían los ojos, apretó los dientes y
descubrió que se estaba clavando las uñas en la palma de las manos.
De repente avanzó hacia las sombras al fondo del sótano, donde se
estrechaba hasta convertirse en poco más que un pasadizo que conducía a…
A ninguna parte, Electra. No va a ninguna parte. Es un callejón sin
salida.
(Igual que tu vida, chica). Ahora no veía nada. Extendió las manos hacia
la oscuridad y avanzó.
Sus dedos la encontraron. Estaba fría, dura. La pared de hierro que tanto
la asustaba de niña.
También asustaba a su madre («Oigo ruidos al otro lado de la puerta, —
decía—. A veces creo que oigo a gente moviéndose ahí detrás». Papá se reía,
diciendo que al otro lado de la puerta no había más que una parte del sótano
en desuso).
El día que murió mamá aseguró haber oído ruidos en el sótano.
La encontraron muerta en el sótano. Había muerto sola. Estaba fría
cuando la encontraron; los ojos abiertos, la escoba agarrada con ambas manos
igual que el Arcángel Gabriel blandía la espada cuando masacraba demonios.
—Había un chadquito de pipí bdotando de su tdasedo —⁠había murmurado
su padre hacia el final—. Un chadquito de pipí, Electda. ¿Puedes
imaginádtelo? ¡Tu madde se habdía avedgonzado tanto si lo hubieda sabido!
Bueno, no habría sabido nada. Estaba muerta y bien muerta.
Electra comprobó al tacto los dos candados que mantenían cerrada la
puerta. Con gesto fatalista dio un fuerte tirón, casi desafiándolos a abrirse en
su mano.
Cuando tenía quince años vio en el colegio un documental sobre la guerra.
Mostraba a un soldado que manejaba solo un enorme cañón. Desnudo de
cintura para arriba, levantaba el gran proyectil de artillería en los brazos como

Página 49
si fuera un bebé, lo introducía en la boca del cañón y luego lo disparaba; la
onda expansiva sacudía las hojas de los árboles. La mayoría de sus
compañeras de clase se aburrían o charlaban: los documentales bélicos NO
interesaban a las adolescentes. Pero Electra había visto algo extraordinario.
Los camaradas del artillero solitario se habían escondido todos tras un
montículo de tierra porque el enemigo bajaba por las colinas y disparaba
contra ellos.
Aquel artillero solitario, que actuaba en un claro expuesto del bosque,
tenía que saber que en cualquier momento una de los centenares de balas que
surcaban el aire hacia él le quitaría la vida. Pero no le importaba. Siguió
disparando el cañón hasta que lo mataron.
Incluso entonces Electra tuvo la premonición de que aquel fragmento de
película era de algún modo significativo. Ahora se sentía identificada con
aquel hombre condenado con una intensidad que rozaba lo monstruoso.
También se sentía como si estuviera luchando en una batalla perdida (no
el hotel; oh, no, el hotel no, que le daba dinero).
La muerte corre hacia mí, pensó, no en forma de bala; no, es otra cosa.
Pero igual de letal. Podía sentirlo, como podía sentir la sangre corriendo por
sus venas.
En ese momento, la campanita del mostrador de recepción sonó,
rompiendo el hechizo.
Con un suspiro, dejó atrás las sombras y se encaminó hacia los escalones.
Tal vez es mi Príncipe Azul, que ha venido para llevarme lejos de todo
esto. Pero sabía que no iba a ser tan fácil. Los príncipes azules no cabalgaban
hasta pueblos como Leppington. Igual que el soldado del documental, ella
tendría que enfrentarse al asalto sola.

Página 50
Capítulo 5

El doctor David Leppington cruzó la puerta de la cafetería y salió a la calle, al


aire fresco. Faltaban sólo un par de minutos para alojarse en el hotel situado al
otro lado de la plaza del mercado. Ahora sí que deseaba esa ducha caliente.
Se echó la bolsa al hombro.
Apenas había dado un par de pasos en dirección al hotel cuando vio a un
hombre de mediana edad con un mono naranja correr hacia él. Una mirada a
su tensa expresión le dijo que algo iba mal.
El hombre llamó a David.
—Eh, amigo, ¿hay un teléfono en el café?
—Creo que sí —dijo David, esperando que lo hubiera. Inmediatamente,
alguien gritó a su izquierda.
—¡Tony! Será mejor que llames también a los bomberos. No podemos
moverlo.
David volvió la cabeza hacia la izquierda, donde un grupo de trabajadores
con el mismo mono naranja (barrenderos, supuso) se congregaban en el sitio
donde la carretera terminaba en la maciza pared de ladrillo del matadero.
El instinto de David y su formación profesional se combinaron
inmediatamente. Una figura yacía boca abajo en el suelo. Mentalmente, David
enumeró las posibilidades: aneurisma, paro cardíaco, ataque de asma, colapso,
ataque epiléptico.
Cruzó corriendo la calle empedrada hasta el lugar donde yacía el hombre
con el corazón latiéndole más rápido, mientras su organismo bombeaba
adrenalina.
El hombre llevaba también un mono de barrendero.
—¿Qué pasa? —preguntó David.
—¿Quién es usted? —El trabajador que había hecho la pregunta estaba
más asustado que agresivo.
—Soy médico. ¿Qué le ha pasado?
—Es nuestro compañero. Se le ha pillado la herramienta en la alcantarilla.

Página 51
El hombre señaló un palo de un metro de largo que había en el suelo con
una abrazadera mecánica en un extremo, junto a un montoncito de barro
acumulado; el aparato parecía un fórceps gigante.
—Al tratar de soltarlo se le ha quedado atascada la mano.
—Tenga, cuide de esto, por favor.
David le tendió su equipaje a uno de los obreros y se agachó junto al
hombre atrapado, que yacía boca abajo en el suelo con el brazo metido en la
alcantarilla. David sólo podía verlo hasta la muñeca. Una masa de barro negro
y aceitoso cubría la mano y los dedos del hombre. La alcantarilla no tenía
nada fuera de lo común, era como cualquiera de las que se encuentran al lado
de cualquier calzada. Habían levantado la tapa de hierro y la habían dejado en
el suelo a un metro de distancia.
—Hola, soy médico —le dijo al hombre—. ¿Puede mover los dedos?
No hubo respuesta.
—¿Le duele?
Era una pregunta tonta. David veía al hombre mirando con los ojos
hinchados el brazo que desaparecía en el agua. Tenía la cara tan blanca como
la nieve recién caída y los músculos del cuello se destacaban como si
estuviera utilizando hasta la última gota de voluntad para no gritar.
—¿Cómo se llama? ¿Puede oírme? Dígame su nombre.
Tampoco hubo respuesta. Miraba la alcantarilla donde tenía atrapada la
mano con el asombro de alguien que viese a un grupo de ángeles bailando
sobre la cabeza de un alfiler.
David se volvió hacia el obrero más cercano, un cincuentón de barba rala
y canosa.
—¿Cómo se llama?
—Ben Connor.
—¿Cuánto tiempo lleva así Ben?
—Diez minutos. Al principio pensamos que nos estaba tomando el pelo.
Ya sabe, una broma…
—¿Han intentado sacarlo?
—Lo intentamos. Está atascado.
—Ben —dijo David suavemente—. Ben. ¿Puede oírme?
—Sólo tiene atrapada la mano —dijo uno de los obreros más jóvenes;
llevaba una gorra de algodón negra encasquetada en la cabeza y su expresión
era hosca.
—No, no me gusta su aspecto —respondió David rápidamente,
recordando su formación en primeros auxilios⁠—. Va a entrar en shock.

Página 52
—¿Tan grave es?
—Podría ser.
—¿Por qué? —preguntó, incrédulo, el chico de la gorra⁠—. Sólo tiene
atascada la jodida mano.
—El shock es grave, créame.
David le tocó la piel: fría, pegajosa, pálida. Sí, los síntomas clásicos del
shock. Comprobó el pulso en el cuello. Era rápido y distaba mucho de ser
fuerte. Shock. Decididamente shock.
—Tenemos que sacarlo de aquí —le dijo al trabajador mayor.
—¿Cómo? Lo hemos intentado.
—Denme un minuto. —Se agachó junto a Ben, que estaba todavía
mirando la alcantarilla como si algo maravilloso fuera a emerger⁠—. Ben…
¿puede oírme?
No obtuvo respuesta. Los ojos le brillaban con una extraña intensidad.
—Ben… vamos a sacarle el brazo de ahí.
Entonces el hombre atrapado habló con mórbida fascinación.
—Mis dedos… mis dedos…
—¿Sus dedos? —preguntó David con suavidad⁠—. ¿Qué pasa con sus
dedos?
El hombre tragó saliva. Sus ojos no se apartaron del brazo que desaparecía
en las negras aguas de la alcantarilla.
—Mis dedos… algo los está mordiendo.
—¿Hay algo mordiéndole los dedos?
—Ratas —dijo el joven, casi beligerante, mientras miraba a su colega
atrapado⁠—. Las jodidas ratas lo han pillado.
—No hay ratas ahí abajo —dijo el mayor—. Nunca he visto una sola rata
en las alcantarillas, ni en todo el sistema de alcantarillado del pueblo, en toda
mi…
—¡Ah!
El hombre perdió el control. Miró la alcantarilla y dejó escapar un rugido
de puro dolor. Jadeaba, pero su cara se volvió aún más pálida.
—Mis dedos. ¡Se están comiendo mis dedos… ah… ah…!
Con otro rugido se desplomó hacia adelante. David consiguió ponerle la
mano bajo la cara antes de que golpeara el borde del sumidero.
—¿Qué le pasa a Ben? —quiso saber el hombre mayor, asustado.
—Se ha desmayado.
—Entonces no sentirá nada —anunció el obrero joven, casi satisfecho.

Página 53
Un momento después llegó corriendo otro trabajador, el mismo que había
preguntado si había teléfono en la cafetería.
—Los bomberos y la ambulancia vienen de camino. Ay, ¿qué le pasa a
Ben ahora? ¿No habrá…?
—No —dijo David rápidamente—. No ha muerto. Y quiero que siga así.
—Quiere decir…
—No sé lo que le pasa a su mano, pero ha entrado en shock.
—Los bomberos llegarán pronto —dijo el joven de un modo que estaba
empezando a molestar a David⁠—. ¿Por qué no se puede esperar hasta que
lleguen?
—Porque está mostrando signos de pérdida de sangre… Es un caso grave
de conmoción.
—Pero ¿se pondrá bien? —preguntó el hombre mayor con los ojos
espantados.
—Sólo si le liberamos la mano. Créanme, el shock puede matar con la
misma precisión que una bala.
—¿Qué sugiere usted?
David señaló a los cuatro hombres de aspecto más fuerte.
—Usted, usted, usted y usted. —Ahora se sentía activo, concentrado en
salvar la vida del hombre⁠—. Agárrenlo por el mono. A la de tres, tiren.
Levántelo con toda la fuerza que puedan. ¿De acuerdo?
—Pero…
—Por favor, hagan lo que les digo. La vida de su compañero depende de
ello. Venga, agárrenlo bien. Asegúrense de que tiran hacia arriba, de lo
contrario le romperán el brazo por la articulación del codo. —⁠Los miró a la
cara uno a uno: seguirían sus instrucciones al pie de la letra—. Muy bien, una,
dos, tres… Ahora.
Tiraron mientras David sujetaba la cabeza del hombre inconsciente.
Durante los primeros centímetros el cuerpo se elevó fácilmente del suelo.
Entonces el brazo se tensó. David se asomó a la alcantarilla: el agua
borboteaba alrededor de los dedos del hombre como jarabe negro. La mano
seguía bien atrapada. Como si estuviera metida en hormigón.
—La próxima vez tiren con más fuerza.
El joven protestó.
—Le dislocarán el maldito brazo.
—Será más fácil volver a encajarle el brazo que volver a ponerle en
marcha el corazón. Su pulso es muy débil. —⁠David inspiró profundamente

Página 54
mientras acunaba la cabeza del hombre—. A la de tres otra vez. Una, dos,
tres… Ahora.
Esta vez los cuatro hombres se esforzaron, apretaron los dientes, las venas
abultando en sus cuellos. Parecía como si estuvieran tomando parte en el
juego de estirar de la cuerda.
El hombre atrapado murmuró; abrió los ojos y se le quedaron en blanco.
Aunque estaba inconsciente, el dolor se estaba abriendo paso hasta su cerebro.
—Vamos, tiren con más fuerza.
David miró el brazo. Parecía estirarse como si fuera de plástico; la tensión
era inmensa. Imaginó los tendones rompiéndose, las fibras estiradas hasta el
punto de ruptura.
Vamos, vamos…
Los seres humanos son duros… el brazo no debería romperse… pero
demonios, mira cómo se está estirando. La articulación del hombro va a
quebrarse de un momento a otro.
—¡Sssí!
Todos los hombres dejaron escapar un alarido en el segundo en que la
mano se soltó de la alcantarilla; el hombre se alzó ahora con la facilidad de un
muñeco; de hecho, la súbita liberación casi hizo que los cuatro hombres
perdieran el equilibrio.
—Muy bien, escuchen con atención. —David se maravilló; su tono de
tranquila autoridad parecía provenir de otra persona⁠—. Tiéndanlo en el suelo.
Con mucho cuidado. Con cuidado. Háganse a un lado, por favor.
David colocó con gestos expertos al hombre inconsciente en la postura de
recuperación, alzándole la pierna que tenía más lejos y poniéndolo de costado.
Inmediatamente, comprobó su respiración: era todavía rápida y entrecortada,
pero por lo demás resultaba tolerable.
—¡Dios mío, miradle la mano! —dijo uno de los hombres.
—Ratas. Os dije que eran ratas.
—Y yo os he dicho que no hay ratas ahí abajo.
—Todas las alcantarillas tienen ratas.
—Éstas no. Llevo trabajando en ellas cuarenta años.
David estaba demasiado ocupado comprobando las constantes vitales del
herido para unirse a la discusión sobre las ratas.
Por fin pudo dedicar su atención a la mano del hombre. Con cuidado, alzó
su musculoso brazo con las dos manos. El agua de la alcantarilla lo
ennegrecía hasta el codo. Miró con más atención.
Demonios, qué escabechina.

Página 55
Los guantes de goma del hombre habían sido reducidos a jirones que
colgaban del borde de algodón.
—Ya se lo dije, doctor. —El irritante joven de la gorra negra otra vez⁠—.
Dígame que no es obra de una rata.
David no respondió. Ben necesitaba su atención.
La mano estaba manchada de aquel limo húmedo, negro como el petróleo,
que apestaba a alcantarilla. Pero por encima de lo negro había manchas rojas
de sangre. David vio que el dedo medio y el índice estaban cercenados a la
altura de los nudillos. El pulgar había sido cortado justo por encima de donde
se unía a la mano. Los muñones parecían salchichas cortadas. Astillas de
hueso sorprendentemente blanco asomaban entre el lodo y la sangre.
David comprobó los ajados restos del guante en busca de algún rastro de
los dedos cortados. No había nada.
Tras levantarle el brazo para detener la hemorragia, miró a uno de los
trabajadores.
—La cafetería debe de tener un botiquín de primeros auxilios. Por favor,
tráigalo… Espere un momento. También necesitaré un rollo de cinta
adhesiva, una bolsa de hielo y un par de toallas limpias.
El hombre no puso reparos a la lista y echó a correr en dirección a la
cafetería.
—¿Por qué no ha usado un torniquete para detener la hemorragia?
—⁠preguntó el joven de la gorra negra.
—Quiero que sangre.
—¿Qué?
—Estoy controlando la hemorragia. El flujo de sangre lava la suciedad de
la herida.
—Pero…
—Cállate, Stevo. —El obrero mayor parecía cansado⁠—. Deja trabajar al
doctor.
David miró con agradecimiento al hombre mayor.
—Lo que podrían hacer por mí es recuperar tanto material de la
alcantarilla como sea posible.
—¿Los dedos?
David asintió.
—Si los encontramos, el cirujano podría volver a implantárselos.
Cuando el hombre se dirigía a la boca de la alcantarilla, David añadió:
—Será mejor que utilice la herramienta, no las manos.
—No se preocupe. Por ahí no hay peligro.

Página 56
El obrero cogió la vara y metió el extremo en la alcantarilla, donde
empezó a sacar lodo y ramas que goteaban agua sucia y apestosa.
—Ten cuidado con las ratas, Greg —dijo el joven.
—Ya te lo he dicho, no hay ratas.
—¿Qué se ha comido los dedos de Ben, entonces?
El hombre mayor se encogió de hombros y siguió sacando barro de la
alcantarilla.
David se quedó callado mientras estudiaba la mano herida del hombre.
Cierto, las ratas podían roer los dedos de una persona, pero harían falta horas
para que causaran este tipo de daño… y normalmente la víctima llevaba ya
tiempo muerta para cuando se le echaban encima, quizá asesinada y arrojada a
un vertedero donde las ratas podían actuar pacientemente sin ser descubiertas.
Además, este estropicio no concordaba con los mordiscos de rata: los huesos
de los dedos habían sido aplastados, no roídos. Y ahora que había quitado
pacientemente parte del lodo de la mano vio más mordiscos en la mano y los
dedos. No habían pinchado la piel, sino que habían dejado una serie de
marcas profundas parecidas a una C.
David reconoció claramente esas marcas de mordiscos. Sólo que no era
posible que hubieran sido causadas cuando el obrero tenía la mano metida en
el pozo de la alcantarilla. Debían de haber sido hechas (¿se las había hecho él
mismo?) con anterioridad ese mismo día.
El obrero regresó con el botiquín de primeros auxilios y el resto de los
artículos que David había pedido.
Mientras David trabajaba, una silenciosa multitud se acercó a echar un
vistazo, las miradas espantadas. Desde luego es mejor que las series de
médicos de televisión… vaya, casi se puede saborear la sangre, ¿verdad,
señora Jones?
La voz en el fondo de su cabeza lanzó aquella extraña observación
burlesca, pero él no dejó que afectara a su trabajo: sus dedos se movían con
rapidez, aplicando hábilmente las vendas a las heridas todavía abiertas. La
sangre del hombre cubrió sus propias manos hasta el punto de que a veces
tenía que detenerse para limpiárselas en la toalla de la cafetería… que tenía un
dibujo de la Abadía de Whitby, advirtió desapasionadamente una parte de su
mente. Se la daría a los camilleros de la ambulancia para que la quemaran.
Llamó al obrero canoso que rebuscaba en la alcantarilla.
—¿Ha habido suerte?
—Tengo todo lo que se puede sacar con la vara.
—Muy bien.

Página 57
—¿Quiere que pruebe a meter la mano?
—No. No merece la pena correr el riesgo.
—¿Qué quiere que haga con esto? —preguntó, señalando la pila de lodo
rezumante.
—Yo la examinaré.
David colocó con cuidado la mano del hombre en una toalla doblada.
—¿Quiere que le sostenga la mano en alto? —⁠preguntó, ansiosa, una
adolescente—. Eso reduce la pérdida de sangre, ¿no?
—No, gracias. Estará bien así.
Lo ideal sería que la mano estuviera levantada, pero no quería que la
sangre se esparciera más de lo necesario.
—Pero puedes echarle un ojo y avisarme si ves que le cuesta trabajo
respirar o si recupera el sentido. ¿De acuerdo?
Ella sonrió y asintió, complacida de tener un papel importante.
—Gracias.
David se dirigió al montón de barro. Si se parecía a algo, era a una pila de
diarrea pastosa. Intentando no respirar por la nariz para reducir el hedor, sacó
un par de lápices del bolsillo de su chaqueta y los usó como si fueran palillos.
(¿Ves, David?, se dijo, ni siquiera todas aquellas noches de borrachera en
restaurantes chinos fueron en vano). Con las pinzas improvisadas empezó a
recoger rápidamente todo lo que pudiera parecer del pobre Ben, tirado en la
acera. Ramitas, hojas, colillas de cigarrillo, un encendedor gastado, una
moneda extranjera… todo lo que había caído a la alcantarilla. Entonces vio un
grueso objeto parecido a una salchicha. Lo sacó con los palillos como si fuera
una gamba gorda y jugosa.
Lo levantó para verlo mejor.
El pulgar de Ben.
—Es… ¿lo que creo? —preguntó el obrero.
David asintió.
—El pulgar. Por desgracia, no hay ni rastro de los otros dedos.
Se volvió hacia el público. Mientras todos seguían mirando empezó a
envolver el pulgar cortado con cinta adhesiva.
Stevo, con su gorra negra, dijo:
—¿No va a lavarlo primero?
—No.
—¿Por qué no? Está cubierto de mierda y porquería.
—Nunca hay que lavar un miembro cortado. El personal del hospital se
encargará de todo. —⁠Miró a la adolescente—. ¿Cómo va nuestro paciente?

Página 58
La muchacha se ruborizó, complacida.
—Su respiración se estabiliza… y su pulso también —⁠añadió
rápidamente.
—¿No le has tocado las muñecas?
—No. Le he tomado el pulso en el cuello.
—Bien hecho. Gracias. —Le dirigió una sonrisa y ella volvió a
ruborizarse, satisfecha de sí misma.
Una buena chica. No como Stevo, que parecía intentar provocar una pelea
en un bar en vez de preocuparse por el compañero herido.
—Tiene que lavarla —insistió—. Mire qué aspecto tiene.
—Confía en mí, no pasará nada.
—¿Seguro que es usted médico?
—Sí, y de los buenos. —Le dirigió una gran sonrisa artificial⁠—. Ahora, si
me lo sujetas, por favor.
Cogió la mano de Stevo y colocó el pulgar cortado (ahora seguramente
envuelto en cinta adhesiva) en su palma. La uña del pulgar, como una frágil
concha, se veía a través del plástico transparente; en los puntos de
amputación, había trozos de carne entre la cinta adhesiva y la piel.
Mientras los ojos de Stevo se vidriaban, David recuperó el pulgar, lo
envolvió en su pañuelo limpio y con cuidado lo colocó entre los cubitos de
hielo de la bolsa de plástico.
Stevo observó el pulgar en el hielo. Palideció y un segundo después se
desplomó, inconsciente, en el suelo.
—La madre que lo parió —dijo uno de los otros trabajadores⁠—. ¿Qué
hacemos con él, doctor?
—Déjenlo. —David reprimió la sonrisa que asomaba a sus labios⁠—. Se
recuperará dentro de poco.
Escribió los datos del hombre (nombre, fecha del accidente) en el dorso de
su billete de tren y lo metió en la bolsa con el pulgar. Necesitarían la
información en Urgencias, cuando la ambulancia (hablando del rey de
Roma…) lo llevara allí. Ésta llegaba por la carretera de acceso a la estación
con las luces azules destellando. Segundos después vinieron los bomberos.
Ahora por fin todo rodaba. En unos instantes tendieron al hombre herido
en una camilla de la ambulancia y David le entregó la bolsa de hielo, pulgar
incluido, al enfermero. Le hubiese gustado encontrar los dedos en la
alcantarilla, pero al menos tenían el pulgar. La microcirugía estaba
probablemente lo bastante avanzada para salvar el pulgar, y con el

Página 59
importantísimo pulgar oponible, evolucionado por igual en el mono y el
hombre, el herido no quedaría demasiado lisiado.
La ambulancia se marchó con la sirena ululando Los bomberos se
concentraron en sacar más lodo de la alcantarilla, pero David dudaba que
tuvieran suerte y encontraran los dedos.
Stevo estaba sentado en la acera obviamente mareado; se frotaba la cara
sudorosa con la gorra negra.
Los otros obreros le dieron las gracias a David y quisieron estrecharle la
mano, pero él les mostró la sangre que las cubría. En cambio, le dieron
palmadas en la espalda y prometieron invitarlo a una cerveza si lo
encontraban en cualquiera de los trece chiringuitos de Leppington.
Terminado el espectáculo, la multitud se dispersó. Ahora David se quedó
solo para recuperar su bolsa. La recogió, advirtiendo que las asas iban a
quedar manchadas de sangre y cieno. Qué demonios, le había sentado bien ser
de nuevo un engranaje útil en el gran motor de la humanidad.
Mientras cruzaba la plaza del mercado en dirección al hotel se preguntó
qué se había apoderado de la mano del hombre en el pozo de la alcantarilla y
le había arrancado los dedos y el pulgar como si fueran colines. Aquello no
era obra de una rata.
Y las marcas de mordiscos…
No podían haber sido causadas en la alcantarilla. David Leppington no
tenía ninguna duda. Esas marcas de mordiscos las había hecho un ser
humano.

Página 60
Capítulo 6

Cuando David Leppington puso por fin el pie en el vestíbulo del hotel eran
casi las dos de la tarde. El mostrador de recepción se perdía en la pared curva
que sostenía la mareada ondulación de la escalera. La recepcionista, una
mujer alta con el pelo tan negro que tenía tonos de azul, estaba ocupada
hablando con un hombre.
Éste, en mangas de camisa, llevaba un delantal de bodeguero. Tenía en las
manos un par de brillantes candados de acero nuevos.
—¿Está segura, señorita Charnwood? —decía.
—Segurísima, Jim.
—Pero los viejos candados están en perfecto estado.
—Bueno, te estoy pidiendo que pongas otros dos en la puerta.
—¿La puerta del sótano?
—Esa misma, Jim.
—Todavía tengo que subir los contenedores vacíos. —⁠El bodeguero no se
negaba, pero parecía un trabajo que quisiera posponer… hasta que las ranas
criaran pelo, si era posible.
—Los contenedores pueden esperar —le dijo la mujer con aire de fría
autoridad⁠—. Pon esos cerrojos nuevos.
—¿Además de los viejos?
—Sí, además de los viejos, Jim. Y te prepararé un buen café… un café
irlandés cuando termines.
El bodeguero asintió mientras la recepcionista indicaba más tareas.
David se entretuvo en contemplar el vestíbulo. Era un hotel que había
visto días mejores. Pero parecía bastante limpio y desde luego no era cutre. La
alfombra era de un púrpura mullido aunque gastado; las altas ventanas
estaban cubiertas con cortinas de terciopelo, también púrpuras. En todo caso,
parecía una funeraria victoriana.
—¿Doctor Leppington?
La recepcionista dirigió a David una sonrisa de bienvenida.
Él devolvió la sonrisa.

Página 61
—Buenas tardes. Hice una reserva por fax la semana pasada.
—Bienvenido al hotel Estación. Soy Electra Charnwood, la propietaria.
—⁠La mujer, sonriendo cordialmente, salió de detrás del mostrador y tendió la
mano en un gesto que parecía casi masculino.
—Lo siento, será mejor que no. —Con una sonrisa, David soltó el
equipaje y extendió ambas manos.
—Santo cielo, no es corriente que un hombre entre en mi hotel con las
manos ensangrentadas. —No se sorprendió, sino que sonrió de un modo que
parecía peculiarmente comprensivo—. ¿Duele mucho? —⁠preguntó.
—No es mía, por suerte, pero este viaje se está convirtiendo en una
especie de vacaciones de trabajo.
—¿Es usted cirujano?
—No. —Sonrió de buen humor—. Soy un médico poco importante…
espaldas hechas polvo y niveles de colesterol.
—Uf, tiene muy mala pinta —suspiró ella, mirando las manos⁠—, tiene
que lavarse. Sígame.
—Eh, gracias… pero no en la cocina.
—Usted es el médico. Hay un fregadero en el trastero… allí no se prepara
comida.
Abrió la puerta y él tuvo que pasar por debajo de su brazo como si fuera
un arco. David era alto, pero ella era lo bastante grande para permitirle pasar
por debajo sin tener que agacharse demasiado.
—¿Tiene desinfectante? —preguntó, viendo cómo le abría los grifos.
—Tengo alcohol. ¿Le va bien?
—Será perfecto.
—Qué desagradable es la sangre. Sobre todo hoy en día.
—Más vale prevenir.
—Recuerdo que en mi juventud…
Habla como si fuera una anciana de noventa años, pensó él, pero no
puede tener más de treinta y tantos, aunque la ropa la hace parecer mayor.
Iba vestida toda de negro con una falda hasta los tobillos que le daba un aire
eduardiano, como si fuera camino de una fiesta de disfraces de época. —
Recuerdo que en mi juventud —⁠estaba diciendo ella—, si un amigo se
cortaba, te sentías obligada normalmente a chupar la herida para limpiarla.
—No era una buena idea ni siquiera entonces. ¿Está segura de que quiere
usar eso?
La mujer estaba desenroscando el tapón de una botella de vodka.

Página 62
—Créame, no querría beber esto. Es alcohol industrial. Verá, tuve que
hacerme cargo de la dirección del hotel a toda prisa cuando mi padre cayó
enfermo —⁠explicó—. En aquellos tiempos estaba muy verde. Me engañaron
más de una vez. En una ocasión compré dos docenas de botellas de vodka en
una liquidación… y por supuesto, no era vodka de verdad. Probablemente se
quedaría usted ciego si se tomara un par de copas de esto con su tónica.
Vertió el claro licor sobre las manos que David extendía sobre el
fregadero.
Mientras él se las lavaba, ella dijo, admirada:
—Vaya lío. ¿Ha salvado una vida?
Él sonrió y resumió brevemente lo que había pasado al otro lado de la
calle frente a la estación.
—¿Algo mordió a ese hombre? —repitió ella.
—Uno de los obreros pensó que era una rata.
—Pues vaya rata.
—La herida no concordaba con un mordisco de rata. Además, uno de los
obreros juró y perjuró que nunca había visto una rata por la zona.
—Oh, créame, doctor Leppington, hay ratas de sobra por aquí. Se cuelan
en el hotel cada noche.
Él la miró, sorprendido por su sinceridad. Entonces vio que estaba
sonriendo.
—Oh, ¿debo interpretar que algunas vienen corriendo a dos patas?
—Correcto, doctor. Su hábitat natural es el pub donde buscan pareja
—⁠continuó ella—. Pero al contrario que las ratas que toman una compañera
de por vida, esta especie de rata sólo busca rollitos de una noche.
Él la miró a la cara, preguntándose si oía en su voz la amargura de quien
habla por experiencia propia. Pero parecía bastante tranquila. Vertió más
vodka falso en sus manos.
—¿Es suficiente?
—Con eso bastará. Terminaré con jabón.
—Hay toallas de papel en el dispensador.
—Gracias.
—¿Necesita algo más?
—No. —Sonrió—. Limpio como una patena.
Ella lo midió con sus ojos azules durante un instante. Finalmente, cuando
él empezaba ya a sentirse incómodo, dijo:
—¿Así que es usted un Leppington?
—Mi padre vivió aquí. En realidad, yo nací aquí.

Página 63
—Pero ¿no se quedó?
—Mis padres se mudaron cuando yo tenía seis años.
Ella sonrió con tristeza.
—Uno de los afortunados que logró escapar, ¿eh?
—Mi padre era bioquímico. Se fue a donde había trabajo.
—¿A Liverpool?
David asintió mientras hacía una pelota con la toalla de papel y la tiraba a
la papelera.
—Pero nunca se me pegó el acento de allí.
—¿Y qué trae de vuelta a un Leppington a sus antiguos territorios de
caza?
—La curiosidad. No he visto este sitio desde los seis años.
—Y no todo el mundo tiene un pueblo que lleva su apellido, ¿no?
—Bueno, no sé si es al revés.
—Oh, puede creerme, sus antepasados le dieron su nombre a este pueblo.
—Parece que eran un tanto peculiares.
—Desde luego dejaron su impronta.
—¿Debo entender que no se les recuerda con mucho afecto?
—Depende de quién cuente la historia. —Ella jugueteó con un mechón
del brillante pelo negro azulado⁠—: Ángeles para algunos, diablos para otros.
Mientras se bajaba las mangas de la camisa, David añadió:
—Cuando le dije a un tipo que mi apellido era Leppington me miró como
si mereciera que me clavaran una estaca en el corazón.
Ella sonrió.
—Probablemente estará afilando una en casa.
—¿Cree que me despertaré en mitad de la noche para encontrarme a la
gente del pueblo subiendo la calle con antorchas entendidas, blandiendo
horcas y exigiendo mi sangre?
Era una broma, pero David se preguntó si existía algún tipo de antipatía
que hubiera calado hondo.
—Hace mil años, tal vez. Pero hoy, doctor, yo no esperaría nada más letal
que un par de miradas frías.
—Lo tendré en cuenta.
La sonrisa de ella se agrandó.
—En serio, no creo que deba preocuparse. El verdadero motivo por el que
la popularidad de los Leppington decayó fue porque la familia vendió el
matadero. Un tipo oscuro se lo quedó, pero no estaba interesado en ganar

Página 64
dinero con el negocio de la carne. Se largó con los fondos de pensiones y
luego se lo pulió todo en Montecarlo.
—Entonces ¿no es culpa nuestra… de los Leppington?
—Los de aquí tienen que echarle la culpa a alguien —⁠dijo ella
despreocupadamente—. ¿Ya está limpio? Bien. Le tomaré los datos y luego le
enseñaré su habitación.
David siguió a Electra hasta el mostrador de recepción. Sabía poco sobre
la historia de su familia… al menos, por la parte de los Leppington. Era algo
que no se mencionaba. Ahora tenía la sensación visceral de que pronto
descubriría más cosas. Desde fuera, llegó el rumor de un trueno y una lluvia
helada empezó a caer sobre el pueblo.

Página 65
Capítulo 7

Muy bien, David, se dijo seriamente. No lo pospongas más. Es hora de que


atravieses el corazón de esta bestia.
Dejó la bolsa junto al armario y se sentó en la cama.
La lluvia crepitaba contra la ventana.
Sacó del bolsillo la carta de Katrina, la abrió y leyó rápidamente las pocas
líneas escritas con rotulador marrón. La leyó con una mano sobre la boca: una
reacción involuntaria a la inquietud o la infelicidad. Porque ponerte la mano
en los labios es recrear la sensación del pecho de la madre contra la boca del
bebé; para los adultos, además de para los niños, es una forma de consolarte.
David habría reconocido el gesto por su trabajo sobre la psicología de la
conducta humana como estudiante de medicina. Pero esa carta era una gran
niveladora: ahora no era más que otro ser humano infeliz que necesitaba
consuelo.
Después de leer la carta dos veces, ignorando deliberadamente la mosca
pegada con cinta adhesiva en la esquina superior izquierda, la guardó en un
cajón.
¿Por qué no rompes el maldito papel y lo tiras al retrete?
Porque sé que necesito leerlo de nuevo antes de destruirlo.
Ya está bien, David. ¿Por qué tienes que jugar a hacer de salvador?
¿Por qué tienes que absorber el sufrimiento de los demás?
Era una vieja discusión que se repetía mentalmente cada vez que una de
las cartas de Katrina llegaba a su puerta.
Se asomó a la ventana del hotel, preguntándose si debería dar un largo
paseo por las colinas, con la vana esperanza de que la pura presteza le quitara
de encima el fantasma de Katrina… Sí, como si fuera tan fácil, David
Leppington. Admítelo, eres un hombre acosado por fantasmas.

Página 66
Los comerciantes recogían sus mercancías de la plaza a medida que la
lluvia arreciaba. Vio la carretera de acceso donde sólo un par de horas antes
había luchado por sacar la mano del obrero del pozo de la alcantarilla. Pensó
en llamar por teléfono al hospital local para informarse del estado del hombre.
¿Para volver a jugar otra vez al mesías?, ¿y descargar en ti parte del
dolor de ese hombre? ¿Por eso te hiciste médico? ¿No para curar, sino para
robar el dolor de los demás? ¿Como si fueras una especie de vampiro? ¿En
vez de sangre te alimentas de sufrimiento?
Oh, date un respiro, Leppington, pensó agriamente. Las cartas de Katrina
tenían siempre ese efecto venenoso en él. Vamos, por el amor de Dios, eres
un buen tipo. Sé bueno contigo mismo para variar.
Se acercó a la cómoda donde había una bandeja de cortesía con una
cafetera, bolsitas de café, frasquitos de leche entera y un paquetito de galletas
envueltas en celofán.
Ahora… mi receta es: olvida la carta.
Era más fácil decirlo que hacerlo.
Katrina West había sido su primer amor. En el colegio eran inseparables:
hacían los deberes juntos, almorzaban juntos. Y, al cabo del tiempo,
durmieron juntos: su primera experiencia sexual real. Había sido un fin de
semana alucinante en agosto cuando sus padres se fueron de vacaciones,
dejándolo solo en casa.
Entonces, estar solo en casa podía ser verdaderamente divertido.
Katrina había inventado una excusa plausible para sus padres y pasaron
dieciocho horas electrizantes y extremadamente apasionadas en su cama de
soltero. Los dos tenían diecisiete años.
Diecisiete años. Respecto a perder la virginidad, eso ya es tarde. Pero más
vale tarde que nunca. Dios, sí que se sintió un hombre los días que siguieron a
aquel fin de semana.
Después del colegio tiraron por caminos distintos. Él se fue a Edimburgo
a estudiar medicina. Pilla se marchó a Oxford; había sido la estrella
académica del instituto Loxteth: foto en el periódico, entrevista con el alcalde,
inauguración de una fiesta de verano… de todo.
Seis meses después todo se fue a la mierda.
Un día llegó a su residencia estudiantil una carta de la madre de Katrina
diciendo que había sufrido un colapso nervioso; David todavía recordaba la
carta al pie de la letra. Obviamente conmocionada, la señora West había
escrito una serie de frases cortas que parecían un telegrama antiguo: «Katrina
está hospitalizada. Muy mal. Estamos muy preocupados».

Página 67
Y allí estaba Katrina desde entonces. Después de meses de pruebas y
observación detallada, el psiquiatra diagnosticó esquizofrenia paranoide.
A menudo la esquizofrenia puede tratarse con clorpromazina y más
raramente con ECT. En el caso de Katrina era más complicado. Presentaba
todos los síntomas: los delirios, las alucinaciones auditivas y visuales; oía
voces, estaba convencida de que una sombra que era mitad hombre mitad
animal la seguía constantemente. Creaba sus propios sistemas mágicos de
defensa contra los ataques del hombre-bestia: siempre vestía de azul, tenía
que cepillarse los dientes de una manera muy específica (arriba y abajo seis
veces, luego de izquierda a derecha tres veces mientras decía «azul-azul-azul»
una y otra vez). Si no seguía ese ritual, se aterraba hasta el punto de la manía
y tenían que sedarla. Al cabo de un tiempo, empezó a sufrir el delirio de que
el hombre-bestia era su novio, David Leppington, que había experimentado
algún tipo de transformación, que quería beber su sangre y comerse su
corazón.
A petición de la familia, él dejó de visitarla en el hospital mental. Eso fue
cinco años atrás: en el momento en que lo vio cruzar el pabellón con un cesto
de frutas sujeto nerviosamente con unas manos que no dejaban de sudar, ella
soltó un alarido penetrante y luego echó a correr, cegada por el pánico. Fue
entonces cuando empezaron las cartas. Al principio, ella le escribía dos o tres
veces al día. Siempre eran variaciones sobre el mismo tema:

Querido David:
Sé lo que quieres de mí. Siento tu pasión y determinación para
robarme la sangre. La sangre es preciosa; es la vida en solución; son
rubís rojos; los rubís están en las coronas, en la tierra; ésta es densa
bajo los pies; esa tierra densa soportó las sábanas donde yacimos
cuando forzaste tu pene dentro de mí. Yo sabía que el pene no daría
la semilla de la vida; me sorbería la vida a mí; era un tubo que me
chuparía la sangre. Mi sangre estaría en tus venas…

Las cartas continuaban, expresando una caótica asociación de ideas (una


vez más, síntomas de esquizofrenia que venían en los libros que había
estudiado. Sólo que uno nunca espera que la persona que ama caiga en las
malignas garras de una enfermedad tan desagradable).
«Sé que me matarás, —decían las cartas—, beberás mi sangre, te comerás
mi corazón; moriré en tus fuertes brazos…».
La clásica manía persecutoria; un síntoma de libro de texto.

Página 68
»Tus pisadas resuenan en el pasillo, por delante de mi apartamento [en
realidad, su habitación del hospital]; pies descalzos con almohadillas negras
en las plantas como las de un perro o Benji el gato…
El esquizofrénico a menudo no distingue la fantasía de la realidad.
«Rezo por el azul. Sólo el azul puede salvarme ahora. El azul es el color
del cielo y las venas bajo mi piel; esas venas que tú morderás y chuparás; tu
pene invadirá mi cueva y sorberá mi sangre una vez más. Eres un hombre con
corazón de vampiro, David Thomas Leppington. Por favor, cómetela a ella,
no a mí (una línea azul desde la palabra “ella” corría por la página para
enlazar con la mosca pegada). Te enviaré más. Créeme. Sálvame. Te enviaré
más. Te enviaré un gatito si puedo. Cómetelo a él, no a mí. Aunque me siento
resignada, estoica, fatalista. Sé que moriré en tus fuertes brazos…». Y así
sucesivamente. David abrió el paquete de galletas. La lluvia contra la ventana
había empezado a irritarlo más allá de lo racional, y lo sabía. La carta de
Katrina era corrosiva. No había ninguna otra descripción. La maldita cosa lo
estaba royendo. Tendría que…
Llamaron a la puerta.
Se quedó mirándola un instante, tan envuelto en sus pensamientos sobre
Katrina que parecía que estuviera despertando de un sueño…
No, de una maldita pesadilla.
Volvieron a llamar.
Abrió la puerta sacudiéndose.
Electra estaba allí, con un montón de toallas limpias bajo el brazo. Sonrió
cálidamente.
—Lamento molestarlo. He traído más toallas.
—Oh, muchas gracias —dijo él, y recogió torpemente las toallas mientras
sujetaba el paquete de galletas en una mano y una galleta a medio comer en la
otra.
—El viaje debe de haberle abierto el apetito. —⁠Sonrió alegremente
mientras se retiraba un mechón de pelo negro azulado de la cara.
—Eso parece.
¿Sería educado invitarla a pasar, o entendería ella un mensaje
equivocado?, se preguntó David, sintiéndose ahora socialmente torpe. No
parecía educado hablar desde el umbral de la puerta.
—Se me ha ocurrido que debería mencionarle que tenemos servicio de
lavandería si lo necesita. Además, como no tenemos televisión por cable,
podemos alquilarle por días un reproductor de vídeo.

Página 69
—Había pensado en pasar de la tele unos cuantos días. —⁠Él le devolvió la
sonrisa, preguntándose si parecía pretencioso—. Y aprovechar el campo,
hacer ejercicio… Me he convertido en un comodón algo fofo.
—Humm, a mí me parece bastante en forma, doctor Leppington.
—Em, David… Sólo David. Tuteémonos, por favor.
—Muy bien, David. —Ella sonrió mientras se volvía para marcharse⁠—.
Oh, casi se me olvidaba. ¿Querrás cenar esta noche? No, no como huésped,
sino como mi invitado personal.
—Ah, gracias. No tenía ningún plan. —David notó el tartamudeo en su
voz y se preguntó si estaba sonrojándose. Esta mujer no pierde el tiempo.
—Sólo seremos tres personas. Tú yo, y otra de mis huéspedes.
Él vaciló. No quería herir sus sentimientos, pero…
—No recibimos muchas noticias del mundo exterior. —⁠Sonrió otra vez de
aquella manera—. El último invitado que tuvimos para cenar nos sorprendió
con la noticia de que el hombre había llegado a la Luna.
Él sonrió, divertido.
—Será un placer, Electra.
—Si quieres bajar al bar a eso de las siete y media para tomar una copa u
otra cosa… a cuenta de la casa, por supuesto. Eres un inquilino famoso. Ciao.
Con otra sonrisa vivaz se marchó pasillo abajo.
David cerró la puerta, incapaz de dejar de preguntarse si llamarían de
nuevo más tarde esa noche. Imaginó a Electra allí de pie bajo la luz de la luna.
Si llegaba ese momento, ¿cuál sería su reacción?
Eran las cuatro de la tarde.

A las cinco y media, Bernice se dio una ducha caliente en su habitación del
hotel. Le encantaba la sensación de los afilados chorros de agua contra su
carne desnuda. Se había pasado la tarde trabajando con Jenny y Angie en la
sala de reparto, preparando las sanguijuelas para enviarlas a los hospitales.
Estaban de buen humor: las tres se habían pasado casi todo el tiempo riendo a
cuenta de algún chismorreo que contaba Jenny o los recuerdos de Angie sobre
los frustrados intentos de su exmarido para abrir un hotel temático sobre
Drácula en Whitby.

Página 70
Le habían preguntado a Bernice si conocía algún oscuro secreto sobre
Electra Charnwood y si había hecho en el hotel algo indecible con algún
viajante de paso.
—Por supuesto que sí —contestó Bernice, riendo, mientras escribía las
direcciones en los receptáculos de las sanguijuelas y los preparaba para la
llegada del servicio de mensajería de esa tarde.
—Pues venga, cuenta —dijeron ellas, con los ojos como platos⁠—. ¿Qué
actos indecibles?
—No puedo decirlo.
—¿Por qué?
—Porque son indecibles.
Angie pegó una etiqueta en la caja de plástico.
—Esa Electra… Es bastante rarita, ¿no os aparece?
—La Morticia Addams de Leppington —añadió Jenny⁠—. ¿La has visto
alguna vez con un hombre, Bernice?
—Vivo no, desde luego.
Y las tres volvieron a estallar en carcajadas.
Cuando Bernice llegó al hotel después del trabajo, Electra la detuvo.
—Nuevo huésped, Bernice. Guapísimo. Lo he invitado a cenar esta noche.
He pensado que a las dos nos vendría bien un poco de estímulo. —⁠Electra
mostró entonces su pícara sonrisa y añadió en un susurro—: Lo he puesto en
la habitación contigua a la tuya.
Y entonces se marchó en dirección a la cocina con un alegre:
—Las copas a las siete y media. Ponte tu falda pija y no llegues tarde. A
quien madruga… ya sabes. Bernice le dio la espalda a la cortina de la ducha,
sintiendo el picoteo del surtidor.
Cerró los ojos y levantó la cara hacia el agua.
Aunque la sensación resultaba agradable, la Imaginación, el primer señor
del engaño, estaba tratando de minar su tranquilidad mental.
¿Por qué siempre pienso en esa escena de Psicosis?, se preguntó. Sí, ésa
escena. La chica en la ducha, el vapor humeando. Entonces la sombra aparece
en la cortina de la ducha, la silueta de una mano alzada empuñando un
cuchillo. De nuevo la imaginación intentando estropear todos mis placeres.
Pero… no, no me permitiré pensar en las cintas de vídeo de la maleta. Si no
pienso en ellas puede que no me despierte pensando en ellas esta noche. Y no
me preguntaré qué le sucedió al hombre que ocupaba mi habitación. Mike
Stroud, con su pelo rubio y su voz suave… Deja de pensar en eso, Bernice.

Página 71
Ves, empieza así de insidiosamente. Piensa en el nuevo huésped de la
habitación de al lado.
¿Cómo será? ¿Alto, moreno, guapo?, ¿o bajo y gordo con pelo en las
orejas?
Bernice volvió a cerrar los ojos y le dio la espalda al punzante chorro. El
agua le corría por la piel, por las piernas, tomando el olor de su gel de ducha,
y su cuerpo, mientras escapaba por el sumidero antes de caer cuatro pisos
hasta la alcantarilla principal.

Electra se puso rímel con cuidado. En el espejo su cabello brillaba con


aquel azul metálico. Fuera caía la lluvia. Cuando Cleopatra, reina de Egipto, y
su amante Marco Antonio perdieron la batalla de Accio, supieron que el
ejército romano pronto alcanzaría su palacio en Alejandría. Sabían que serían
ejecutados, pero en vez de escapar, celebraron lujosas fiestas, escucharon
música e hicieron el amor. Iban a aprovechar al máximo lo que les quedaba de
vida.
Electra se colgó una simple perla negra al cuello. Sabía lo que sintieron
Cleopatra y Marco Antonio. También aprovecharía al máximo el tiempo que
le quedaba.

Bajo el hotel, en los túneles forrados de ladrillo de las alcantarillas, El


agua corría en la oscuridad total. El agua caliente de una tubería se unía al
agua fría para llegar al canal principal. Allí, las narices olisqueaban el agua,
filtrando los olores químicos para diferenciarlos de los olores humanos. Un
temblor de excitación corrió por los que apretaban sus gruesos cuerpos en el
túnel. Bajo los aromas de champú, del gel de baño (los recursos de la
humanidad moderna para ocultarse) olían el verdadero cuerpo de debajo: era
dulce, rico, y hablaba claramente de la sangre caliente que corría por sus
venas.
Oh, cuánto lo deseaban. La necesidad de aquella sangre era un fuego que
ardía en sus estómagos. Sólo la sangre humana podía saciar completamente
aquel fuego.
El momento se acercaba. Él lo había prometido…

Página 72
—¿Para qué quieres salir en una noche como ésta?
No quería; tenía que hacerlo.
—Se lo prometí a los chicos del trabajo.
—Creía que no te gustaba salir con ellos.
—No me gusta.
—Entonces ¿por qué vas?
Jason Morrow miró a su esposa, sentada en el sillón, cambiando
impacientemente de canal de televisión, buscando un programa que pudiera
mantenerla entretenida más de diez minutos.
—Me siento obligado. Es la fiesta de despedida de John Fettner.
—Pensaba que lo odiabas.
Ella sospechaba. Sabía que estaba mintiendo.
—No puedo decir que sea de su club de fans. —⁠Jason se puso la chaqueta
de cuero—. Me alegraré de perder de vista a ese cabrón perezoso. Pero ahora
soy el encargado. Tengo que ir.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
Ponme un foco, ¿por qué no lo haces, mujer?, pensó él, sintiendo que el
calor le subía por dentro. Usa la manguera de goma; arráncame una
confesión. Dios, ¿te sorprendería?
—Sólo un par de horas —le dijo, consiguiendo todavía mantener la
calma⁠—. Hay una tableta de chocolate en la alacena. ¿Quieres que te la
traiga?
Con indiferencia (al menos fingiéndola bastante) comprobó el dinero que
llevaba en la cartera. Había suficiente si tenía que pagar.
Ella encendió un cigarro y lo sujetó entre los dedos. Apuesto a que desea
que fuera mi maldita laringe, pensó él salvajemente. Puta. Me hiciste así. ¡La
culpa es tuya!
Se obligó a sonreír, pero ya había empezado a frotarse encima de la ceja
izquierda, un antiguo hábito nervioso.
—Hasta luego, amor. ¿Quieres que te traiga comida china?
—Si es todo lo que voy a conseguir de ti esta noche, vale.
—¿Queda cerveza en la despensa?
—Vete, Jason. —Ella echó el humo hacia el techo, a través del tenso y
baboso anillo de sus labios⁠—. Date prisa. No hagas esperar a tus amigos.
—Hasta luego, entonces.
Ella ya había vuelto a prestar atención al televisor cuando se inclinó para
besarla. No levantó la cara, así que la besó en la coronilla. El olor de la grasa

Página 73
natural de su pelo le hizo tragar saliva. El humo del cigarrillo era preferible a
eso.
—¿Hasta luego, entonces? —repitió.
—Eso espero.
Se detuvo en la puerta para mirarla. Se frotó la frente. Ella tenía
veintiocho años. En otros tiempos fue hermosa.
Jason iba a añadir «Te quiero», la expresión que salía fácilmente de sus
labios en los tiempos de su luna de miel. Las palabras se le quedaron
atascadas en el fondo de la garganta.
Rápidamente, salió al pasillo y luego por la puerta trasera hasta donde
estaba aparcado su coche.
Dios, detestaba tener que hacer eso. Pero tenía que hacerlo. Era como si
un veneno se metiera en su cuerpo. Cada pocas semanas sentía acumularse la
presión. Entonces tenía que liberarla o sentía que algo iba a estallar, que
esparciría todo el veneno, toda esta locura, esa jodida y temible locura por
todo el pueblo.
Le echaba la culpa a su esposa por su repugnante conducta. Deseó no
hacerlo. Conseguía olvidarlo durante semanas seguidas. Entonces llegaba la
presión: se acumulaba más y más, amenazando con envenenar su vida. Por el
amor de Dios, todo es culpa de esa zorra.
Abrió la puerta del coche, se sentó al volante, metió la llave en el
contacto. Bien, ¿dónde debería intentarlo primero?, ¿en qué feliz coto de
caza? La extraña sonrisa que deformaba su cara no era de humor. Era una
mueca llena de furia y miedo.
Dios, era como jugar a la ruleta rusa con cuatro balas en el cargador. Sólo
sería cuestión de tiempo antes de que un gran cubo lleno de mierda explosiva
alcanzara el ventilador y todo se acabaría. Finito. RIP.
Por todos los cielos, Jason Morrow sabía, sabía con claridad, por qué se
suicidaba la gente. Se cagan encima en un rincón. No pueden salir. No hay
escapatoria. Se frotó el hueso sobre la ceja izquierda.
Ni siquiera sabía que había heredado esa costumbre de su bisabuelo,
William R. Morrow. Cuando su bisabuelo se sentía atrapado se llevaba un
grueso dedo a la frente y se frotaba la misma prominencia ósea de la ceja
izquierda.
No hay salida… no hay salida… no hay salida…
Cien años antes el abuelo Morrow había hecho lo mismo en la habitación
del hotel Estación. Se había frotado el bulto con el dedo mientras firmaba la
nota de suicidio.

Página 74
Luego, todavía frotándose la ceja… no hay salida… no hay salida… abrió
el gas. En aquellos días el gas, producido por carbón, era letal.
El bisnieto de William Morrow giró la llave. El motor arrancó.
Jason se frotó el hueso de la ceja con los dedos regordetes. No hay salida.
Lo sabía con tanta claridad como si lo hubieran escrito en el lado de su
cutre casa con letras de fuego.
Su bisabuelo se había suicidado (aunque el bisnieto no sabía nada de la
historia familiar aparte de las hazañas de un tío abuelo en el desembarco de
Normandía en 1944). Jason Morrow no tendría la oportunidad de realizar ese
acto de autoliberación, como llamaban al suicidio en aquella época.
Iba a morir pronto. Y mal.

Página 75
Capítulo 8

David Leppington, vestido de manera informal con una camisa blanca de


algodón y unos chinos, bajó por la escalera principal hasta el vestíbulo del
hotel. Estaba desierto; aunque, desde una puerta, oyó una máquina de discos y
el zumbido de voces. Eso era probablemente el bar. Electra Charnwood lo
había invitado al bar para huéspedes del hotel. Encontró la puerta pandada en
cristal con las palabras «bar de huéspedes» escrita en lo alto con letras
doradas, así que entró.
Una muchacha de pelo rubio y sorprendentes ojos marrones estaba detrás
de la barra, metiendo cubitos de hielo en una gran cabeza de plástico que
había sobre el mostrador. Por encima de los dos ojos de la cabeza de plástico
estaban escritas las palabras «ojos Helados» y luego la marca de una bebida.
A David, la carta de Katrina todavía le roía en el fondo de la cabeza.
Pensó en la mosca pegada con cinta adhesiva.
¿Estaba Katrina ahora mismo meciéndose adelante y atrás en su cama del
hospital mental, cantando, desafinada, para sí, la baba cayendo de sus labios
informes e imaginando que su examante arrancaba ansiosamente la cinta
adhesiva para meterse la gruesa mosca en la boca? Tal vez sí, o a lo mejor
imaginaba que él caminaba de un lado a otro ante la habitación, tomándose su
tiempo antes de entrar al asalto para acercarle la boca al cuello y…
La chica lo estaba mirando. Probablemente pensaba que él había salido a
comer.
Pide una cerveza; sonríe, se dijo.
—Hola. Una pinta de Guinness, por favor. —⁠Rebuscó el dinero suelto en
el bolsillo.
—¿Eres el doctor Leppington? —preguntó ella, colocando un cuero
cabelludo de plástico sobre la cubitera en forma de cabeza.
Las noticias viajan de prisa en Leppington.

Página 76
—Culpable —dijo él, sonriendo—. Estoy en la habitación 407. ¿Se paga
ahora? ¿O puede ponerlo en la cuenta de la habitación?
—Ni una cosa ni otra, me temo. —La muchacha sonrió⁠—. Yo también
soy huésped.
—¿Sí? Lo siento. Creí que estabas en el bar trabajando.
—Estoy ayudando a Electra. El encargado del bar no ha llegado, así que
hay un caos a medio organizar ahí atrás. Guinness, ¿no?
—¿No sería mejor que espere?
—Electra dijo que nos fuéramos sirviendo. Ya estoy empezando a cogerle
el tranquillo a esto —le dijo la muchacha, cogiendo un vaso y acercándolo al
tirador de cerveza—. ¿Sabes?, la gracia está en poner el vaso en el ángulo
adecuado. Así… —⁠Se concentró en la espuma blanca que caía en el vaso—.
Además, cuando se sirve Guinness sólo hay que llenar el vaso en parte y
luego dejar que se asiente un momento.
La vio mirar las monedas que tenía en la mano.
—No, está bien, doctor Leppington —le dijo la muchacha alegremente⁠—.
Eres un invitado de Electra. Corre a cuenta de la casa.
—Muchas gracias.
La muchacha se secó los dedos en una toalla del bar y extendió la mano.
—Hola. Me llamo Bernice Mochardi. Supongo que ya soy una veterana
del hotel Estación. Llevo aquí doce semanas.
—David Leppington. —Él le estrechó la mano y sonrió⁠—. ¿Doce
semanas? Te tomas en serio las vacaciones, ¿no?
—Trabajo aquí, en el pueblo, quiero decir, por mis pecados. Todavía
estoy intentando encontrar casa propia, pero la verdad es que estar en el hotel
me vuelve perezosa. No tengo que hacer la colada, ni siquiera tengo que
hacerme la cama. ¿Es perverso o no?
David descubrió que le caía bien inmediatamente. Sus ojos marrones eran
tan vivaces como la sonrisa, y parecía una chica simpática y normal.
—Siéntate. —Bernice señaló una docena de sillones de terciopelo de color
pardo, dispuestos alrededor de mesas de hierro forjado⁠—. Abriré una botella
de cerveza y enseguida estoy contigo.
David escogió la mesa más cercana a la barra.
—Electra Charnwood me parece la anfitriona perfecta. Pero no sacará
mucho beneficio de nosotros si nos invita a beber —⁠dijo.
—No todos los días tenemos a uno de los famosos Leppington por aquí.
Por lo que dice Electra, es casi lo mismo que recibir la visita de la realeza.

Página 77
—¿La realeza? Me temo que voy a resultarle un poco decepcionante. La
única corona que tengo empieza a notarse aquí arriba, donde me clarea el
pelo.
Ella se echó a reír.
—Tonterías. Tienes una hermosa mata de pelo. —⁠Entonces se ruborizó
como si se hubiera comportado de manera demasiado familiar—. ¿Estás de
vacaciones?
—Por poco tiempo. Sentía curiosidad por ver cómo era el pueblo.
—Pero ¿viviste aquí, no?
Cielos, las noticias sí que viajaban deprisa.
—Hasta los seis años. Apenas puedo recordar el pueblo. Pero creo que me
acuerdo de haberme comido un sándwich de jamón en este hotel una vez.
—⁠Sonrió—. Eso demuestra cuáles son las prioridades de un niño de seis años
en lo que respecta a la memoria. Recuerdo el sándwich, pero no el edificio.
—Buenas tardes, doctor Leppington —saludó alegremente Electra
mientras entraba en el bar⁠—. Lo siento, tendría que haber dicho David, ¿no?
Buenas tardes, Bernice.
—Hola —dijo Bernice.
David se levantó, casi sintiendo que debería inclinar la cabeza con una
reverencia.
—Buenas tardes, Electra.
—Bernice, ¿te has encargado de atender a nuestro huésped, verdad? Bien.
Electra cruzó la sala, impresionante con unos pantalones de cuero negro y
una ondulante blusa de seda de deslumbrante color rojo. Su perfume inundó la
habitación.
—Llego antes de lo previsto —dijo animadamente, haciendo pensar a
David en un oficial del ejército que esbozara planes para capturar la Colina
Diecisiete⁠—. Bien, cenaremos dentro de diez minutos. Oh, ¿nadie será
vegetariano, por casualidad?
David negó con la cabeza.
—Bien —anunció ella—. Para ser estrictos, tendría que ser pescado
porque es viernes, pero viendo lo lento que es Leppington en desprenderse de
su pasado pagano, pensé que sería mejor tomarnos un par de ensangrentados
filetes de venado cada uno.
Sin dejar de hablar, se dirigió detrás de la barra, se preparó un gin-tonic
bien cargado, le echó un cubito de hielo de la cubitera de ojos helados y luego
se acercó a la mesa, sus largas piernas recubiertas de cuero brillando con las
suaves luces del bar.

Página 78
—Parece que ya os conocéis. —Mostró aquella sonrisa intrigante por
encima del vaso antes de que sus labios rojos tocaran el borde⁠—. Debéis de
tener montones de cosas de qué hablar, dedicándoos ambos al mismo trabajo.
—Difícilmente. —Bernice se rió.
David sorbió la Guinness, casi dando un respingo por lo fría que estaba.
—¿Trabajas en un hospital? —le preguntó a Bernice.
Sonriendo, como una niña, ella negó con la cabeza.
—En la granja.
—¿La granja?
—No una granja cualquiera —añadió Electra, girando su atlético cuerpo
para sentarse en el sillón junto a David⁠—. La granja.
—Es una granja de sanguijuelas —explicó Bernice.
—¿No son un poco medievales las sanguijuelas? —⁠Electra dio un buen
sorbo a su gin-tonic—. Yo me ceñiré a las propiedades medicinales de la
Gordon’s, muchas gracias. ¿Y tú qué dices, doctor?
—Las sanguijuelas se están usando cada vez más en la medicina moderna.
Además de sus habilidades para chupar sangre, las compañías farmacéuticas
extraen de sus cuerpos un anticoagulante para el fármaco Hirudin. Ya sé que
las sanguijuelas no parecen muy atractivas, como los gusanos, pero tienen su
utilidad.
—Ah, sí —dijo Electra animadamente—. Los gusanos se usan a veces
para tratar quemaduras y para las heridas donde hay riesgo de gangrena, ¿no
es así?
David asintió.
—Los gusanos sólo comen carne muerta, no tejido vivo. Así que si se
aplican con cuidado a una herida (estoy hablando de gusanos esterilizados,
claro) la limpian del tejido muerto, posiblemente infectado. Cuando terminan
su trabajo se los retira y la herida suele sanar más de prisa, con más limpieza
y con menos cicatrices que usando los métodos «modernos».
—De modo que tenemos mucho que aprender de nuestros antepasados
—⁠dijo Bernice con cautela—. Podrían utilizarse sanguijuelas cuando se
vuelve a implantar un miembro cortado a un paciente. Los médicos tienen que
asegurarse de que hay una buena circulación sanguínea en las venas
reconectadas.
—O sea, las sanguijuelas de Bernice podrían utilizarse en el hombre que
salvaste hoy —⁠le dijo Electra a David, mirándolo con sus fríos ojos azules—.
Pero Bernice no sabe nada al respecto, ¿verdad, querida?
—Bueno, no es una historia adecuada para antes de la cena —⁠dijo David.

Página 79
—Tonterías. Nuestra Bernice está hecha de material resistente, ¿no es así,
querida?
David tuvo que volver a contar la historia. La contó con precisión, sin
embellecerla. Le pareció bien tener un público tan ávido. El impacto de la
carta de Katrina estaba remitiendo.
—¿Entonces fue una rata? —preguntó Bernice cuando terminó.
—Aunque los incisivos de la rata son más duros que el acero y pueden
roer a una presión de quinientos kilogramos por centímetro cuadrado, la
herida no cuadraba con una mordedura de rata. Había pruebas de daño por
aplastamiento, no de roedura.
—Y no hay ratas en Leppington —añadió Electra felizmente⁠—.
Sorprendente, ¿verdad?
—Bueno, me parece difícil de creer —respondió David, sonriendo⁠—. Este
país está dominado por la rata marrón. No vemos muchas porque tienen a
esconderse en la tierra o a vivir en las alcantarillas, mientras que la vieja rata
negra prefiere vivir en las partes superiores de las casas o en los setos. Por
cierto, pido disculpas si parece que esté dando una conferencia. Parte de mi
trabajo es dar una charla sobre salud e higiene al personal de la compañía de
aguas; cuando empiezo a hablar sobre ratas, parece que empiezo a recitar mis
viejos discursos.
—Tampoco hay ratas negras. —Electra se dirigió al bar para prepararse
otro gin-tonic⁠—. Pregúntele a Rentokil. Leppington ni siquiera está en sus
mapas.
—Bueno, si ve una rata negra —dijo David sonriendo⁠—, dese una
palmadita en la espalda, porque están extinguidas. Hace un par de cientos de
años la rata marrón inundó el país y extinguió la población de ratas negras.
Bernice arrugó la nariz.
—Si no fue una rata lo que le arrancó los dedos a ese hombre, ¿qué fue?
David se encogió de hombros. Decidió no mencionar las marcas de
mordiscos humanos.
—Lo único que se me ocurre es que pudo tratarse de algún tipo de
artilugio mecánico enterrado bajo el pavimento. Quizá una bomba que lleva el
agua de las alcantarillas a un nivel superior.
—Pero los obreros lo sabrían, ¿no?
David sonrió y sorbió su Guinness.
—El misterio aumenta. Pero no hay duda de una cosa.
—¿De qué?
—No voy a meter la mano ahí abajo para averiguarlo. Salud.

Página 80
Y alzó el vaso.

Jason Morrow recorría los estrechos carriles que conducían a las colinas de
las afueras de Leppington. Los faros del coche revelaban matorrales que
temblaban con la brisa. Para Jason, tenían forma de cerdo y habría jurado que
se movían al lado de la carretera como si corrieran para no perder de vista el
coche.
Planeaba ir el parque antes que nada. Tal vez encontrara allí lo que estaba
buscando. Entonces podría sacar de su cuerpo esa quemazón, esa ansia
venenosa durante un tiempo. Una vez limpio, se contentaría durante unas
semanas con sentarse y ver a su esposa comer bombones y beber cerveza
mientras sus ojillos de cerda devoraban su interminable dieta de culebrones
televisivos.
El cartel brotó de la noche: PARQUE MUNICIPAL DE LEPPINGTON. Giró a la
derecha; los neumáticos chirriaron sobre la grava.
A Jason Morrow le quedaba tal vez menos de una hora de vida.

La comida fue un éxito. A David le había caído inmediatamente bien Bernice,


pero sus primeras impresiones de Electra fueron que tendía a darse aires de
superioridad, que podía ser, a veces, algo quisquillosa. Sin embargo, pronto
empezó a relajarse (ayudada, sin duda, por generosas dosis de gin-tonic y
luego por el vino tinto que acompañó a la carne de venado). Hablaron sólo de
nimiedades, aunque de vez en cuando Electra dejaba caer en la conversación
un comentario intelectual sobre una obra de Shakespeare que había visto o
sobre un museo que había visitado en Barcelona o Roma o cualquier otro
lugar igual de exótico.
Comieron en la salita privada separada de uno de los bares del hotel por
un panel de madera y cristal esmerilado. David veía ocasionalmente la cabeza
borrosa de uno de los bebedores y oía de vez en cuando una carcajada
apagada.

Página 81
Bernice no tenía mucho apetito. Mientras comía, la imagen del rubio y
miope Mike Stroud, el hombre del vídeo, parecía bailar ante sus ojos. Intentó
seguir la charla para apartarlo de su mente. Pero estaba ya pensando en bajar
al sótano donde había visto al hombre debatirse con un atacante invisible.
Bajaré mañana, se dijo, cuando Electra haya cogido el tren para ir a Whitby
a hacer la compra del día. Entonces me convertiré en detective e investigaré
qué le sucedió.
Mientras bebía vino, miró a David Leppington. Sonreía y charlaba
tranquilamente con Electra. Un par de cejas oscuras se alzaban atractivamente
sobre sus brillantes ojos azules, casi infantiles.
Cuando vuelve esos ojos azules hacia mí, ¿qué es lo que ve?, se preguntó
Bernice. Era un antiguo juego suyo. Podía sumergirse en él sin intentarlo.
Imaginaba que se miraba a través de los ojos de otras personas. ¿Tal vez le
gustan mis ojos marrones y mi pelo rubio? Pero debe pensar que soy zafia y
poco sofisticada comparada con Electra, que podría citar a Shakespeare o
recitar un verso o dos de Keats o de Oscar Wilde con su voz fluida y segura.
Y el esmalte de uñas azul fue un error, Bernice; se reprendió, observando
sus uñas azules como si se hubieran pintado malignamente ellas solas cuando
no estaba mirando; me hace parecer una quinceañera hortera. Y ahora están
hablando de un tema del que no sé nada. ¿Es Epstein un escultor?, ¿un
poeta?, ¿o un pintor? Por lo que sé, incluso podría ser un personaje
secundario de Ren & Stimpy. Ojalá terminara la cena y pudiera volver a mi
habitación.
Bernice pensó en las cintas de vídeo de la maleta que estaba guardada en
el fondo del armario. Pensó en el hombre de las gafas. Pensó en lo que
caminaba ante su habitación por las noches.
Bajaré al sótano mañana. Me convertiré en detective y averiguaré quién
es (o era) el hombre de las gafas y descubriré qué le sucedió.
—¿Electra? ¿Puede venir a la cocina, por favor?
Bernice salió de su ensimismamiento. Una de las camareras del bar estaba
hablando con Electra.
—¿No puedes esperar a que termine el café?
—Hay alguien en la puerta trasera preguntando por usted.
—¿Quién?
—No quiere dar su nombre.
—¿Un hombre? —Electra mostró una sonrisa pícara—. Humm, tal vez
sea mi noche de suerte. —⁠Se limpió los labios con una servilleta—. Si me
disculpáis un momento, el deber me llama.

Página 82
Electra salió de la habitación seguida de la camarera.
—Una mujer formidable —le dijo David a Bernice con una sonrisa⁠—. No
me gustaría tenerla en contra.

Jason Morrow aparcó el coche junto a los servicios públicos del Parque
Municipal. El terreno estaba sumido en la más completa oscuridad. Sólo
podía distinguir las copas de los árboles contra la luna creciente.
Se detuvo sólo un instante, frotándose el bulto huesudo sobre el entrecejo.
Vamos, hazlo y acaba de una vez. Luego podrás volver con esa Miss
Piggy y enterrarte en una botella de vodka delante del televisor.
Salió del coche y cerró la puerta lo más silenciosamente que pudo. Allá
voy, pensó tristemente, como un ladrón en la noche.
Caminó rápidamente hacia los servicios de caballeros.
No era gay. De hecho, sería capaz de partirle la boca a quien se lo
sugiriera. Sólo tenía esa extraña urgencia de vez en cuando. Cuando estuviera
fuera de su cuerpo, estaría libre de ella durante semanas, incluso meses. Vale,
iba a acostarse con un hombre. Pero seguía diciéndose a sí mismo que no era
gay. La idea le causaba repugnancia. Sólo tenía ese vicio… esa adicción…
ese picor que tenía que rascarse.
Entró en los servicios públicos. Los urinarios estaban sucios y apestaban a
lo que quiera que se acumulaba en las tuberías atascadas. La iluminación
procedía de un solo tubo fluorescente que fluctuaba y zumbaba. Aquí era
donde los maricas locales se citaban con sus novios… sólo que él no era
marica, se dijo obstinadamente. Eso no era más que una extraña urgencia que
tenía que exorcizar de vez en cuando. Un día se despertaría y sabría que
nunca tendría que volver a hacerlo.
Tal vez habría algún chico de alquiler en uno de los excusados: entonces
podría hacerlo y acabar en diez minutos.
Mierda… los excusados estaban vacíos.
¿Y ahora qué?, ¿conducir hasta Whitby?
No, tardaría demasiado.
Tal vez si esperaba unos minutos aparecería uno de esos sucios
maricones.

Página 83
Se encerró en uno de los excusados. El lavabo estaba manchado. El papel
higiénico formaba una alfombra húmeda sobre el suelo. Habían llenado de
pintadas la puerta de fibra de vidrio y las paredes.
Pasaron los minutos. Esperó en silencio. Estaba tenso. El corazón le
palpitaba. Enfermo de expectación por el acto miserable, sucio y repugnante
que iba a realizar.
Alguien entraría allí. Lo sabía. Había algo inevitable en ello, como la
expectación de un asesino condenado que está a punto de ser conducido a la
silla eléctrica.
La luz zumbó, fluctuó. El hedor se le clavaba en el fondo de la garganta.
Entonces le dio un vuelco el corazón. Contuvo la respiración y prestó
atención.
Oyó unos ligeros pasos al otro lado de la puerta.
Por fin había venido alguien.
Con la boca seca, descorrió el cerrojo y abrió la puerta.
Ése fue el momento en que se apagó la luz.

¿Nos lo quedamos?
—¿Cómo? —preguntó Bernice, confusa. Como Electra no regresaba de la
cocina, había ido a investigar. La encontró mirando por la ventana el patio
trasero del hotel, con una extraña sonrisa en la cara.
—Si nos lo quedamos —repitió Electra, y señaló con la cabeza la
ventana⁠—. Ya sabes, como mascota.
Todavía sin entender, Bernice se asomó. Bajo la dura luz eléctrica del
patio vio a un hombre joven. Tenía la cara cubierta de tatuajes. Trasladaba
cajas de cerveza de una de las tiendas de fuera hasta la puerta trasera. La luz
halógena proyectaba su forma de tal manera que parecía una bestia gigantesca
y distorsionada que deambulara por las paredes del patio.
—Parece como si acabara de escaparse de la cárcel —⁠dijo Bernice,
temblando—. No me gusta su aspecto.
—Humm… —reconoció Electra, soñadora—. Pero tiene algo atractivo.
No puedes dejar de mirarlo, ¿no?
—Creo que parece un monstruo. Probablemente sea un ladrón.

Página 84
—Al menos está haciendo alto útil, ya que Jim no se ha molestado en
aparecer otra vez.
—¿Quién es?
Electra se encogió de hombros.
—Acaba de aparecer en la puerta pidiendo trabajo a cambio de
alojamiento.
Bernice miró a Electra, sorprendida.
—No irás a dejar que se quede aquí.
—¿Por qué no?
—Es un delincuente.
—Humm, tal vez. Pero tal vez dé algo de diversión a este eterno
aburrimiento.
Bernice soltó una risita nerviosa.
—¿Diversión? Estás bromeando, ¿verdad?
—Hablo completamente en serio, querida. ¿Has visto las cicatrices de su
cara?, ¿y esos tatuajes? ¿No es el Hombre en estado puro y esencial?
—Electra, parece un animal salvaje. ¿Por qué demonios quieres que se
aloje en el hotel?
—Estoy segura de que se me ocurrirá algo, —⁠dijo Electra con aquella
sonrisa enigmática.
—Por favor, Electra. Dile que se vaya. ¿No crees que será peligroso?
—Humm, sé que será peligroso. Ahora, componte, querida. Ahí viene.

Abrió la puerta con el pie. Llevaba las cajas llenas de cerveza con tanta
facilidad como si fueran almohadas de plumas. Las dos mujeres de la cocina
no podían quitarle los ojos de encima. La alta sonreía. Llevaba pantalones de
cuero. Su pelo parecía tan cerca del azul como del negro. La otra mujer, con
esmalte de uñas azul, parecía asustada.
Tenían todo el derecho a estar asustadas. Zorras retorcidas.
—¿Dónde quiere que las ponga? —gruñó.
—Aquí mismo, junto al frigorífico —dijo la alta, todavía sonriendo.
Sabía que iba a preguntarle su nombre. También sabía que lo dejaría
quedarse. No tenía ni idea de por qué puñetas lo sabía. Igual que sabía que
hoy era viernes, y que mañana sería sábado. Lo sabía y eso era todo.

Página 85
¿Un nombre?
¿Qué nombre daría?
Soltó las cajas. Las botellas se sacudieron. La cerveza es meado. No sabía
por qué la bebía la gente. Todo el alcohol es meado. La gente se esconde
dentro del alcohol como las ratas se esconden de los perros en un agujero.
—Así está bien, gracias —dijo la zorra de largos huesos⁠—. Oh, tiene
sangre en la mano. ¿Se ha hecho daño?
—No —respondió él. La sangre no era suya.
—Menuda coincidencia. —La zorra sonrió—. Dos hombres llegan a mi
hotel el mismo día y los dos tienen sangre en las manos. ¿Cree que es un
presagio?
Él le dirigió una mirada helada. No sonrió y desde luego no tenía
intención de responder.
—Bien. —Ella seguía sonriendo, pero parecía forzada.
De repente las palabras brotaron en su cabeza. Bueno, gracias por ayudar.
Nos ha salvado el día. ¿Puedo ofrecerle un trago, señor… em?
Él sonrió rápidamente. A veces las palabras llegaban así a su cabeza antes
de que las zorras y los cabrones las pronunciaran.
La zorra alta, todavía sonriendo, dijo:
—Bueno, gracias por ayudar. Nos ha salvado el día. ¿Puedo ofrecerle un
trago, señor… em?
Poner nombre a las personas, a las máquinas, a los lugares es importante.
Él lo sabía. En el reformatorio había una mujer que les ponía nombre a sus
coches. Eso lo impresionaba. Era auténtico poder. Sólo las personas
poderosas les ponían nombre a las cosas, fue elegida presidenta del sindicato.
Entonces se compró un BMW nuevo. También le puso nombre. Él aprendió la
lección, desde luego. Si tienes poder para poner nombre a las cosas, tienes
poder para hacer lo que quieras. Quería poner nuevos nombres a los ríos y los
pueblos. Nombres que pervivieran durante miles de años. La gente que le
puso nombre a este pueblo tuvo que haber sido poderosa. Tendrían poder
sobre la vida y la muerte. Lo aprobaba. Ese poder era bueno.
Así que ahora se ponía un nombre distinto a sí mismo en cada pueblo
adónde iba. No tuvo que pensar en uno esta vez. Saltó derechito a su cabeza.
Así de fácil.
Como si lo hubiera traído un rayo.
La piel le cosquilleó mientras el nombre se imponía en su cerebro.
—Lo siento, no lo he oído bien. —La zorra alta se estaba poniendo
nerviosa con su mirada de hielo. Y en cuanto a la zorra más pequeña con las

Página 86
uñas azules… demonios, estaba petrificada ante él.
Sonríe a las damas, se dijo, haz que se sientan más cómodas. Ensanchó la
sonrisa, pero había poco calor en ella.
—Me llamo Jack —les dijo—. Jack Black.
—Gracias, señor Black. Yo soy Electra Charnwood. —⁠La zorra alta
extendió la mano. Dios, sí que era intrépida—. Sí, hay un apartamento en el
edificio contiguo. Puede alojarse allí; es decir, si quiere ser nuestro nuevo
encargado de la bodega.
Él advirtió que la otra zorra de uñas azules se estremecía de horror ante la
oferta de su amiga.
Ahora oyó la voz dentro de su cabeza resonando como una bandada de
gorriones asustados: No, Electra. Estás loca, estás completamente loca. No
dejes que ese matón se quede aquí. Es una monstruosidad horrible. Robará.
Se meterá en peleas. Hagas lo que hagas, no le permitas quedarse; dará
problemas.
Ella tiene razón, desde luego, pensó él fríamente. Dondequiera que voy
hay problemas. Pero ya es tarde, demasiado tarde. He venido a quedarme.

Jason Morrow no veía nada en medio de aquella oscuridad total. La luz se


había ido en el momento en que se abrió la puerta.
Pero sentía una presencia allí… una presencia viva, respirando. Había
venido a lo mismo.
Sabía que ambos entendían el juego.
Estaban ahí para hacer un intercambio sexual. No había necesidad de ver
la cara del otro ni de oír su voz. Habría un manoseo nervioso, y luego quien
fuera más fuerte la metería primero.
Toda la sucia jodienda se haría y terminaría en cuestión de minutos.
La regla no escrita era que dejabas al otro tiempo para largarse sin ser
visto.
Fuera, la brisa gemía entre las ramas de los árboles. Jason se estremeció.
El hombre que estaba allí de pie en la oscuridad, ni a cinco pasos de
distancia, podía incluso ser un conocido. Podía ser uno de los tipos con los
que trabajaba. Podía ser policía. Podía incluso venderle el periódico por la

Página 87
mañana camino del trabajo. No es que importara, ni que pudiera verlo en ese
negro estercolero que olía a orines y desinfectante.
La respiración del otro hombre era pesada. Quizá tuviera asma. O quizá
fuese la pura excitación de un encuentro secreto, sucio e ilícito en un meadero
de hombres en medio de ninguna parte.
Jason se preparó para el contacto de las manos que lo agarrarían. Lo
aceptaría. Pero mantuvo la boca cerrada. Nada de besos. No le gustaba que lo
besaran los hombres.
Se desabrochó rápidamente los pantalones. Su pene estaba ya erecto. Lo
liberó de los calzoncillos, sintiendo el aire frío contra la piel caliente y
sensible.
La respiración del otro se hizo más fuerte. Sintió movimientos en la
oscuridad absoluta. Se inclinaba.
Jason cerró los ojos, esperando el contacto de los labios.
Sintió el aire exhalado contra su piel.
Por Dios, qué mal olía. Como si hubiera dormido en un sótano o algo así.
Entonces notó la súbita presión de algo que se apretaba contra su pene.
Labios… ése fue su primer pensamiento.
No.
Dientes.
—¡Eh! ¡Aparta los… aaaahhh!
Gritó. Rayos de agonía, blanquiazules, incandescentes, destellaron en su
cabeza. Una parte despegada de sí mismo oyó el chasquido de dos conjuntos
de dientes al unirse después de abrirse paso a través de la piel, la carne, las
venas y la uretra.
Gritó de nuevo; esta vez, el vómito escapó de su propia boca; agitó los
brazos y sus dedos golpearon las puertas de fibra de vidrio del cubículo.
Entonces cayó de espaldas sobre el suelo manchado de orines. Estaba
gritando, debatiéndose, pero la presión en el muñón de su pene no cesó.
Sólo entonces empezó la succión.

Se había levantado una súbita brisa. Hacía revolotear trozos de papel blanco
por el patio. Bernice los vio agitarse bajo la luz halógena como pájaros
blancos enzarzados en una danza loca.

Página 88
Estaba enfadada, y asustada, por lo que había hecho Electra. Bernice la
vio preparar una taza de leche caliente para Jack Black… si es que ése era su
verdadero nombre. Le costaba dejar de mirar los tatuajes de su cara o la gran
cicatriz roja que le corría desde el rabillo del ojo hasta la parte superior de la
oreja. Parecía como si alguien hubiera intentado pintarle unas gafas en la piel
con un rotulador rojo.
Dios mío, sí que iba a dar problemas.
El viento soplaba, se arremolinaba en torno al tejado de forma gótica del
hotel, arrancando un frío sonido parecido a un gemido.
Fuera, los jirones de papel se perseguían unos a otros en círculos. En lo
alto del tejado del antiguo edificio de los establos la luna creciente flotaba en
el cielo como una uña de plata.
Bernice se estremeció. Había algo peculiar en todo eso. La manera en que
esa bestia de hombre se plantaba en medio de la habitación, los brazos
musculosos colgando a los costados, la forma en que Electra le tendía la taza
de leche caliente, como si estuviera haciéndole una ofrenda a un dios.
El cuero cabelludo le picó. ¿Qué me está pasando?, pensó. Tal vez sea la
falta de sueño; tal vez ese maldito vídeo se ha cebado en mi mente. ¿Por qué
me siento tan… tan extraña…, tan increíblemente extraña?
Miró a las otras dos personas que había en la cocina. Además pensó que
se estaba mirando a sí misma como si alguien hubiera grabado en vídeo la
escena. Se imaginó a sí misma allí de pie, de espaldas a la pared, frotándose el
antebrazo con la mano…, un acto nervioso y sobresaltado, como si esperara
de algún modo que el hombre de los tatuajes cogiera de pronto un hacha de
carne de la pila y le partiera la cara en dos a Electra.
El viento sopló con más fuerza. El gemido se hizo más intenso. Parecía
una madre llorando por un niño muerto. Bernice se estremeció.
Le parecía que el tiempo se arrastraba lentamente. El hombre tardaba una
eternidad en extender la mano y coger la taza que le ofrecía Electra.
La luna brillaba a través de la ventana.
En el patio, a causa del viento, los trozos de papel blanco giraban y
giraban sin cesar.
Entonces la puerta que conducía al vestíbulo del hotel se abrió.
Vio a David Leppington entrar en la cocina. Llevaba la fuente de acero
inoxidable del puré de patatas. Las luces que tenía detrás brillaban con fuerza,
de modo que sólo vio su silueta, negra y sin rostro. Distante, como si la voz
procediera de un millar de kilómetros de distancia, Bernice lo oyó decir:
—He pensado que era hora de venir a ayudar.

Página 89
De nuevo se imaginó a sí misma en el extremo más alto de la estancia,
como si fuera una diminuta cámara espía plantada allí para grabar la escena.
Estaban Electra y el matón tatuado en el centro de la cocina. El doctor
Leppington con la fuente de acero en una mano. Y se imaginó a sí misma con
la mirada asustada y la espalda contra la pared.
La escena era electrizante. No sabía por qué. Todo su cuerpo se
estremecía. Y si pudiera haberse movido, habría salido corriendo de la cocina.
Entonces comprendió de repente.
Esto me ha sucedido antes. He estado en una habitación con estas
personas, de esta manera. David tenía la fuente de metal en las manos… como
está haciendo ahora. Electra le tendía la taza a ese salvaje. La luz de la luna
asomaba a través de la ventana. El viento sacudía la casa, y ésa fue la noche
que…
¡Bang!
Sonó como un disparo. El viento abrió la puerta de golpe. Al instante una
ráfaga entró en la cocina, como si fuera un gran espíritu furioso que hubiera
estado cautivo demasiado tiempo. Les rugió. Sacudió las sartenes contra la
pared, arrancó manojos de comino seco. Tiró del largo pelo de Electra, golpeó
a Bernice en la cara como una mano abierta. Entonces alcanzó las servilletas
rojas agrupadas en la mesa.
Al instante el aire se llenó de grumos rojos que parecieron colgar
suspendidos como gotas de sangre en agua.
En ese momento nadie se movió. Fue como si el destino hubiera
petrificado a los cuatro allí presentes, dándoles tiempo para grabar en sus
mentes el recuerdo de la escena.
Sí. Esto ha sucedido antes, pensó Bernice con una súbita claridad
estremecedora. Y los cuatro hemos estado juntos antes. Ahora nos hemos
reunido de nuevo.
David Leppington agarró la puerta y la cerró de golpe, echando una vez
más a la tormenta.
En el interior de la cocina, el aire se quedó quieto de repente. Las
servilletas volaron hasta el suelo como si fueran copos de nieve de color rojo
sangre.
El silencio era inmenso.

Página 90
Capítulo 9

A las once de la noche Bernice abrió la puerta del armario de su habitación.


Se había puesto el pijama y estaba decidida a retirarse al calor de su cama lo
más rápidamente posible. Ya había bloqueado la puerta con la cómoda.
En el exterior, el viento gemía alrededor de las torres del hotel, sacudía los
postigos, y ella sentía las ráfagas de corriente helada bajo la puerta.
Rápidamente, sacó la maleta marrón con los cierres plateados.
Dios mío, pensó, sí que me comporto como una alcohólica. Buscando
febrilmente la botella de vodka en su escondite, dispuesta a dar el primer
trago.
Pero su vicio era la cinta de vídeo. Ansiaba ver esas primeras imágenes de
Mike Stroud, allí de pie con el traje de lino blanco y las galas. En su corazón
ardía un fuego que sólo ese vídeo podía apagar. Ese miserable, estúpido, vil
vídeo. Sabía que se había convertido en una adicción. Y de verdad que no
sabía por qué. Tenía que verlo. Tenía que mirarlo por encima del extremo de
las mantas, desde la frágil seguridad de la cama, y ver lo que le sucedía a
Mike; cómo abría la puerta (la puerta de mi habitación, la habitación 406) y
cómo algo salía de la oscuridad del pasillo y lo arrancaba de la habitación tan
violentamente que se le saltaban las gafas de la cara.
Ahora, más que nunca, necesitaba saber qué le había ocurrido al hombre
del vídeo. ¿Dónde se encontraba? ¿Estaba vivo? ¿Estaba muerto?
¿Estaría ese precioso pelo rubio verde de moho y lleno de bichos
reptantes? ¿Yacía frío, en algún rincón del sótano, bajo sus propios pies?
Encendió el televisor, redujo el sonido.
Oh, tan considerada como siempre, Bernice, se burló, ¿cuándo vas a
enfrentarte a la gente? Tendrías que haberle dicho a Electra que iba directa
a un enorme desastre por darle a ese matón de Jack Black el trabajo de
encargado de la bodega.
Metió la cinta de vídeo en el aparato, temblando mientras el mecanismo
de carga le arrancaba ansiosamente la cinta de las manos para devorarla.

Página 91
El hotel, el aparato, Electra y Jack Black estaban todos conchabados;
planean destruirte, Bernice. Quieren verte sufrir…
Basta, se dijo, parando el paranoico curso de sus pensamientos. Tu
morbosa fascinación por esta cinta te está reconcomiendo.
Destruye la cinta. Olvídala.
Es más fácil decirlo que hacerlo.
Ahora la tenía metida en la sangre.
Pulsó el botón de rebobinado del aparato y luego se metió en la cama. Se
movía rápidamente, casi como si esquivara a un perro dormido… y
posiblemente salvaje. No te morderá, trató de decirse para tranquilizarse.
No te lo creas, Bernice. Ese vídeo tiene los dientes en tu yugular… hasta
el fondo, como un vampiro que no querrá soltarte nunca.
Mientras la cinta se rebobinaba oyó un golpe apagado al otro lado de la
puerta. Seguramente era el doctor Leppington cerrando la puerta de su cuarto
de baño mientras se preparaba para acostarse. Oyó un lejano correr de agua.
Probablemente se está cepillando los dientes, pensó en un vano intento
por espantar la aterradora cadena de pensamientos que siempre la acosaba
durante la noche. Es un hombre agradable. Guapo. Amistoso, muy simpático.
¿Soltero? Sí, Electra había conseguido sonsacarle hábilmente esa
información. ¿Ninguna relación romántica? No lo sabía.
Si se lo pido, tal vez me saque de aquí.
El pensamiento la golpeó de súbito, sorprendiéndola. Pero advirtió que
debía de llevar allí acechando un tiempo. De repente se dio cuenta de que
quería abandonar esa monstruosidad gótica que era el hotel; quería salir de
una vez de Leppington.
Pero esto era como un maldito viaje en montaña rusa: una vez estabas
sujeta a tu asiento, no te podías bajar. Tenías que quedarte hasta el amargo
final.
La cinta se detuvo. Bernice se bajó de la cama para pulsar la tecla de
inicio. Al instante la fría corriente que surcaba el suelo la hizo jadear por su
helada intensidad. Es como entrar en una nevera, pensó, tiritando de la
cabeza a los pies, con la piel de gallina bajo el fino tejido de su pijama.
Se acurrucó delante del aparato: la pantalla del televisor mostraba una
gran O difusa.
Páralo, Bernice.
Páralo mientras tienes oportunidad.
No tienes que hacerlo, lo sabes.
No tienes que ver el horrible vídeo.

Página 92
Puedes acostarte y dormir.
Pero sabes que no dormirás.
El insomnio se ha apoderado de ti.
Bueno, piensa en lo que ha sucedido esta noche.
Has cenado con Electra y el doctor.
Ese venado estaba duro como una suela de zapato.
No, no es verdad, tenías poco apetito, querida.
Santo cielo, ahora incluso estoy pensando como Electra Charnwood.
Te ha contagiado.
Puedo tumbarme en la cama y pensar en cómo estábamos todos juntos en
la cocina. Electra, Jack Black (todo tatuajes, cicatrices y ojos profundos y
siniestros); entonces entró el doctor Leppington, llevando la fuente de acero
inoxidable vacía.
En ese momento supe que eso me había sucedido antes. Que había estado
en una habitación con esas personas anteriormente. Estábamos en esas
mismas posiciones. El doctor Leppington había traído la fuente, y había una
especie de carga en la atmósfera, una especie de electricidad. Tenía los
músculos tan llenos de tensión que creí que iba a explotar. Algo iba a
suceder, algo increíble.
Fue entonces cuando se abrió la puerta. El viento había levantado las
servilletas rojas y las había hecho revolotear por la habitación de manera que
parecía que el aire mismo estaba lleno de sangre… pegotes voladores de
sangre, roja, viva.
Más tarde, cuando todo se calmó y el bestia de Black (oh, apuesto a que
ha estado en la cárcel) se marchó a su nuevo apartamento en el edificio del
antiguo establo, Electra, el doctor Leppington y ella regresaron a la salita,
donde tomaron un café tras la cena.
Electra y el doctor Leppington charlaron animadamente sobre el
incidente.
Electra había mencionado el nombre del matón, Jack Black.
El doctor Leppington alzó la cabeza, con una sonrisa de sorpresa.
—¿Jack Black? ¡Estás bromeando!
—No —respondió Electra—. ¿Qué tiene de gracioso el nombre?
—Oh, supongo que sólo es una coincidencia.
Electra sonrió.
—No lo entiendo.
—Es volver a lo que estábamos hablando antes: las ratas y el misterio de
si habían sido ellas las que le arrancaron los dedos a ese operario.

Página 93
—¿Y? —Electra se encogió de hombros—. ¿Qué tiene que ver Jack Black
con todo eso?
—Nada, en realidad. —El doctor Leppington dejó escapar una risa
suave⁠—. Es que un tal Jack Black fue, por nombramiento real, exterminador
de ratas en la época de la reina Victoria.
Electra se echó a reír.
—Pero ése no es nuestro Jack Black, a menos que sea mucho más viejo de
lo que parece.
—Cierto. Pero parece que ambos Jack Black son personajes pintorescos.
El Jack Black exterminador de ratas real estaba cubierto de cicatrices por las
mordeduras de las ratas.
—Uf, encantador.
El doctor Leppington deslizó un After Eight fuera de su envoltorio.
—El título oficial del señor Black era «Destructor de ratas y topos de su
majestad la reina Victoria». Y cobraba tres peniques del tesoro real por cada
rata que capturaba.
Bernice hizo una mueca.
—Un trabajo la mar de agradable.
—Personalmente, prefiero las ratas a tus sanguijuelas, querida. Al menos
las ratas llevan bonitos abrigos de piel y son de sangre caliente.
—Pero están plagadas de bacterias y de todo tipo de virus desagradables
—⁠dijo el doctor Leppington.
—¿No nos pasa a todos, querido? —Electra miró, pensativa, su taza de
café.
Ahora, de vuelta en su habitación, Bernice miró el botón de inicio del
aparato de vídeo.
Púlsame, púlsame…
Podría haber estado gritándolo perfectamente. Bernice supo que tendría
que volver a ver la cinta.
Estoy pillada por su oscuro hechizo, pensó morbosamente. Oh, bueno,
allá vamos de nuevo…
Pulsó el botón. La pantalla fluctuó.
Rápida, casi temerosamente, regresó a la cama, donde se subió las mantas
hasta la barbilla, como protegiendo su cuerpo de cualquier cosa que pudiera
saltar desde la pantalla.
Esto tiene que acabarse, se dijo tristemente, esto tiene que acabarse de
una vez…
Pero no esta noche; esta noche no.

Página 94
Miró el vídeo. Allí estaba Mike Stroud, rubio y con gafas, sonriendo a la
cámara…
Y allí fuera en el pasillo, alguien… o algo (algo oscuro, desagradable y
húmedo y muerto) caminaba de un lado a otro ante la puerta. Estaba
convencida.
Una noche abriré esa puerta, pensó. Entonces lo veré con mis propios
ojos.
El viento se arremolinaba en torno a las cuatro torres del hotel antes de
convertirse en el gemido de un hombre desolado ante la ventana.
Puede que abra la puerta mañana por la noche, se dijo. Pero esta noche
no. Esta noche el vídeo maligno la reclamaba. Reclamaba su sangre, su
cuerpo y su alma.

Página 95
Capítulo 10

Sábado por la mañana. Restaurante del hotel Estación.


Bernice miraba desayunar al doctor David Leppington, sentado al otro
lado de la mesa. Se habían encontrado en el vestíbulo, de modo que pareció
perfectamente natural que compartieran la mesa del desayuno. No había otros
huéspedes, así que tenían todo el restaurante a su disposición. Una
adolescente servía la comida. Electra ya se había marchado a Whitby.
Bernice picoteó de su pomelo y luego se dedicó a la tostada. Vio, casi con
admiración, cómo David se lanzaba de todo corazón al beicon, los huevos, el
pudín negro, los champiñones y el tomate frito.
—¿Sabes? —dijo él, sonriéndole de esa manera que la hacía vibrar—.
¿No fue extraño lo de anoche, cuando el viento abrió la puerta? —⁠Ella asintió
—. Fue como si toda la tormenta hubiera entrado en la cocina.
Había sentido más que eso. La escena de anoche, con los cuatro en la
cocina, la había aterrorizado. Se sintió tentada de contarle a David su
experiencia. Ya había empezado a confiar en él. Pero probablemente pensará
que estoy loca si empiezo a decir que todo había sucedido antes y que de
algún modo todos estuvimos en la misma habitación juntos en el pasado.
Pero lo que David dijo a continuación la sorprendió.
—Lo curioso es —comentó, llevándose a la boca el tenedor— que tuve
una extrañísima sensación de… de déjà-vu. Ya sabe, la sensación de esto-ya-
lo-he-vivido. —Ella se lo quedó mirando. Él sonrió—. Tal vez parezca un
poco excéntrico. Es simplemente que… —Se encogió de hombros, la sonrisa
todavía en sus labios—. Cuando los vi a los tres allí de pie fue como si…
—⁠Volvió a encogerse de hombros, como si las palabras no le salieron con
facilidad—. Podría haber jurado que todos habíamos estado juntos en esa
habitación en algún momento del pasado.
—Tal vez lo hayamos hecho —dijo Bernice en voz baja.

Página 96
—Creo que me habría acordado de un personaje tan pintoresco como Jack
Black, ¿no?
Bernice se estremeció.
—Imagino que sí. No me gusta nada su aspecto.
—Una extraña elección para encargado. ¿Cuánto tiempo lleva trabajando
aquí?
—¿Cuándo lo vio usted? Pues unos diez minutos.
Vio que David levantaba la mirada con sorpresa mientras cortaba en dos
un tomate frito.
—¿Electra lo contrató sin más?
—Así de fácil —dijo Bernice con pesar—. No sé por qué lo hizo. Dios
sabe qué hará en cuanto le dé la espalda.
Quería retornar al tema de la sensación de déjà-vu que David había
experimentado, pero se dio cuenta de que habían pasado a otra cosa y él
charlaba sobre sus planes para hoy, que incluían visitar a un viejo tío que
vivía en las colinas fuera del pueblo. Ella había pensado en sugerirle dar un
paseo para enseñarle el pueblo. Luego, en un arrebato de entusiasmo que
parecía casi descarado, había decidido invitarlo a comer en el restaurante
chino. Pero cuanto más hablaba él más parecía que dedicaría todo el día a
visitar a una familia a la que no veía desde la infancia. Tal vez mañana,
pensó.
—Mi viejo tío vive en un sitio llamado El Molino —⁠dijo él—. ¿Lo
conoces?
Finge que sí, Bernice, ofrécete a acompañarlo. Háblale de la cinta de
video y del visitante nocturno que camina ante tu habitación. En cambio,
contestó diciendo:
—No, apenas conozco el pueblo.
—Bueno, supongo que será fácil encontrarlo. Mi padre me dio la
dirección antes de marcharme. Dice que es un paseo de unos quince minutos
desde el centro del pueblo.
—Será mejor que cojas un taxi. Parece que va a llover.
—No. —Él sonrió cálidamente—. Voy a apretar los dientes y a caminar.
El ejercicio me hará bien y… —⁠dijo mirando el plato vacío— tendré que
quemar todas estas calorías.
Vamos, Bernice, invítalo a cenar esta noche. No morderá…
Él sacó una guía turística del bolsillo.
—Si me libro pronto de la visita a la familia, puede que vaya a Whitby.
He oído decir que las vistas desde el cementerio de lo alto del acantilado son

Página 97
increíbles.
Maldita sea, has perdido tu oportunidad. Bernice, eres idiota.
Él se sirvió café de la jarra.
—¿Quieres un poquito?
—Sí, gracias. —De repente ella se sintió tan torpe como una niña en
compañía de un adulto desconocido.
David vaciló un momento, como si tuviera algo en mente.
—¿Sabes? —dijo, pensativo—. Volviendo a cuando estuvimos todos en la
cocina anoche. Cuando tenía esa fuente de puré de patatas en la mano, y os vi
a todos allí de pie, tuve la extraña urgencia de darle la vuelta y ponérmela en
la cabeza. ¿No es un impulso loco? ¿Me imaginas allí de pie con una fuente
de acero inoxidable en la cabeza y todo el pelo manchado de puré de patatas?
Sonrió y ella se rió suavemente, pero advirtió que la experiencia,
inexplicablemente, tenía un profundo efecto en él. De repente, quiso de nuevo
hablarle del vídeo. Pero de manera seria, no de ese modo amable de sortear el
tema que los molestaba a ambos. Y quería hablarle del chico del vídeo:
necesitaba desesperadamente quitarse ese peso de encima. Tal vez David
podría ayudarla a descubrir qué le había sucedido.
—Quizá ese vino de Electra se me fue directo a la cabeza —⁠continuó
David.
Muy bien, Bernice, adelante.
—David. Puede que esto suene extraño, pero encontré una cinta de vídeo
en el hotel. No puedo…
Advirtió que David ya no la escuchaba, estaba mirando por encima de su
hombro algo que tenía detrás.
Bernice se volvió a mirar. Jack Black, todo tatuajes y cicatrices y
rezumando amenaza, acababa de entrar. Llevaba un plato de patatas fritas y
beicon. Sin percatarse siquiera de la presencia de las otras dos personas se
sentó en el extremo opuesto del restaurante y empezó a comer de una manera
poco menos que feroz.
David sonrió y devolvió su atención hacia ella.
—Lo siento, ¿qué decías?
El momento había pasado. El aire de intimidad donde podían desgranarse
los secretos se había desvanecido. Arrebatado tan violentamente como las
servilletas rojas la noche anterior.
—Oh, nada —dijo ella, percibiendo el regreso del tono amable, casi
formal, en su voz—. Desde luego aquí no escatiman en el desayuno, ¿verdad?
—⁠añadió mientras David se servía de un plato repleto de tostadas.

Página 98
—Parece que no. Normalmente sólo desayuno un cuenco de copos de
avena y nada más. O si me siento particularmente lleno de energía un fin de
semana, me preparo un bocadillo. —Sonrió—. Ahora, si puedo quemar todo
esto caminando, tendré apetito para la cena. —⁠Se detuvo, como si de pronto
se le hubiera ocurrido algo—. He oído decir que la comida del restaurante
Magpie de Whitby es extraordinaria. Si no vas a hacer nada mañana por la
noche, Bernice, ¿te gustaría venir conmigo?

Mierda. El beicon sabía a mierda. Se metió más en la boca. El hotel parecía


mierda. El pueblo era mierda.
Pero exprimiría esta vieja teta de pueblo hasta que quedara seca.
Radios de coche, televisores, vídeos, ordenadores… eran leche de la teta,
y él iba a tirar hasta que no quedara nada y entonces continuaría su camino.
Lo único que le gustaba era el nombre que se había dado, Jack Black. Jack
Black. Le gustaba su ritmo. Sí, tenía un ritmo oscuro, Jack Black. Jack Black.
Acércate a algún viejo capullo en la calle y dile: «Soy Jack Black». Y
luego ¡zas! ¡Zas!
Sáltale los puñeteros dientes.
Yipi-hey-hey.
Roció el beicon de ketchup.
Era de color rojo sangre y espeso. Igual que la sangre de la cabeza de un
viejo.
Sonrió y se metió el beicon enrojecido de ketchup en la boca. A veces se
imaginaba que estaba en lo alto de una roca para hablarle a un puñado de
gente que lo contemplaba con admiración y respeto. Y les contaba a esos
discípulos imaginarios un incidente de su pasado.
—Una vez me tragué un ratón. Sí. Vivo. Con ojos como dos perillas
negras, la cola rosa, patas no más gruesas que cerillas. Sujeté su cuerpo entre
el pulgar y el índice. Me lo metí en la boca, el morro primero.
»Sus patitas se agitaban y gritaba…
»—¡Leppington! ¡Leppington! ¡Leppington!
No, y una mierda.
Tan sólo chillaba.
—Da igual, me lo metí en la garganta y me lo tragué.

Página 99
»Pude sentir aquellas patitas agitándose como locas.
»Su cuerpo se retorcía, se meneaba y se debatía dentro de mi estómago.
»Podía sentirlo dentro de mí. Podía incluso sentir los latidos de su corazón
en mis tripas. Todavía se movía diez minutos más tarde.
Su público, reunido ante él, lo miraba asombrado, boquiabierto.
Guay.
… Está decidido entonces. Se lo contaré todo a David. Tengo que confiar
en alguien. Ver ese estúpido vídeo me consumirá; es veneno, es…
Esa mierda procedía de la cabeza de la zorra de las uñas azules. Estaba
sentada con el otro fulano de anoche, bebiendo café.
… Me pregunto si Mike está vivo. ¿Murió en el sótano? Unos ojos tan
bonitos…
Jack Black contempló las patatas fritas de su plato. Estaban tan calientes
que cualquier otro habría salido corriendo en busca de un vaso de agua fría. Él
no las sentía.
El ratón debía de haber mordido el interior de sus intestinos. No lo sintió
tampoco.
Era consciente vagamente de que las otras dos personas al fondo del
restaurante hablaban de algún tipo de mierda. Las palabras no importaban.
Sabía que los dos le tenían miedo.
Y estaba bien que así fuera.
Él era el señor Malo.
La cicatriz de su cabeza estremecía. Una idea salía a la superficie, surgía
de las profundidades de su mente como una especie de torpedo o algo
parecido.
Era una de aquellas súbitas reflexiones que a veces llegaban hasta su
consciencia como si el Todopoderoso las hubiera disparado. Debían de haber
sido los recuerdos de cuando se comió el ratón.
(Cómo rebullía y se agitaba en mi interior). El cosquilleo a lo largo de la
cicatriz se intensificó. De repente pensó: este pueblo se ha tragado a estas dos
personas como yo me tragué al ratón. Sólo que ellos no lo saben todavía. El
ratón había caído retorciéndose y debatiéndose y con el corazón haciendo
bom-bom-bom-bom a toda máquina, y tal vez pensara que todavía tendría una
oportunidad de sobrevivir. En cuanto cayó en mi garganta pasó el punto de no
retorno. Esos dos son igual que el ratón. El pueblo se los ha tragado; han
llegado más allá del punto de no retorno. No saben que acaban de entrar en un
largo túnel negro del que tal vez no salgan nunca. No saben nada.

Página 100
No podían ver lo que él veía cuando se asomaba a la ventana. Veía los
relámpagos fluctuando sobre el horizonte; sólo que se trataba de relámpagos
como nunca se habían visto antes. Eso era un relámpago negro: enviaba
grandes latidos de oscuridad por todo el pueblo, como la sombra aleteante de
la misma muerte. No, ellos no lo sabían…, no sabían una mierda.
Pero pronto lo descubrirían.
Estaba seguro.
Apuró de un trago la taza de leche caliente, encendió un cigarrillo y luego
empezó con las tostadas, doblando una rebanada entera antes de metérsela en
la boca.
Pronto iría a buscar a los cuatro tipos que había metido en vereda ayer.
Necesitaba educarlos un poco más antes de que empezaran a trabajar en todo
el pueblo.
Habría vídeos, televisores, tocadiscos, herramientas eléctricas en los
garajes y… y algo más.
Dejó de comer.
Había que hacer algo más mientras estaba allí. Había que hacer algo. La
piel le cosquilleó, reforzando la idea.
Sí, mierda. Tenía que hacer algo más mientras estaba allí. Algo más que
robar un puñado de teles y vídeos.
Pero no sabía qué era.
Era como si hubiera olvidado algo realmente importante.
¿Tal vez tenía que ver con el relámpago negro que latía sobre las colinas?
Nunca había visto nada igual.
Se encogió de hombros y volvió a su desayuno.
Ya lo recordaría.

David Leppington salió del hotel. Le sorprendió descubrir que la gran sonrisa
que de pronto lucía tras el desayuno no había desaparecido todavía. Y que
canturreaba entre dientes.
Dios mío, pensó mientras se abrochaba el abrigo, ¿sabes por qué te
sientes tan bien, doctor?
No, dímelo, doctor.

Página 101
Acabas de llegar y ya has ligado, amiguito. Ella ha accedido a ir a cenar
contigo esta noche. Eres un jodido guaperas.
La sonrisa se ensanchó mientras caminaba por la calle donde había el
grupito de compradores típicos del sábado por la mañana. Vamos, David, se
dijo, no eres un crío de dieciséis años que acaba de darse un lote rápido con
una chica tras el invernadero. Eres un hombre civilizado de casi treinta años;
vas a ir a cenar con otro ser humano. Nada más que eso.
Se detuvo y comprobó el papelito donde su padre había anotado las
indicaciones para llegar a casa de su tío. Acababa de dejar Cardigan Street a
la derecha. El puente sobre el río Lepping que cruzaba la calle mayor estaba
ahí delante. Después giró a la derecha hacia Hangingbirch House, que
serpenteaba colina arriba, llevándolo fuera del pueblo hasta El Molino.
Suponía que habría estado en casa de su tío de niño, pero no podía recordarlo.
Aunque había pasado seis años de su vida en Leppington, nada le parecía
particularmente familiar. Oh, había alguna tienda o una verja de hierro
rematada con algo que parecían piñas metálicas que le sonaban de algo, pero
en conjunto era como si no hubiera estado jamás allí.
Se detuvo ante una casa georgiana. Un tramo de sólo tres escalones
conducía a la puerta principal, que daba justo a la calle. Allí, ante la puerta,
vio la marca de un limpiazapatos de hierro. Parecía un bumerán forjado en
hierro que alguien hubiera vuelto del revés y soldado a dos barras verticales
de hierro fijadas en un bloque de piedra.
Una voz resonó con luminosa claridad dentro de su cabeza:
—David, ¿quieres bajarte de ahí? Te vas a caer. Venga…, dame la mano.
Vamos a llegar tarde a casa de tu tío George.
Era la voz de su madre. De repente tuvo un vívido recuerdo de él subido
en lo alto del limpiazapatos, equilibrándose con los brazos extendidos. Hacía
ruiditos de avión de caza con todo el volumen de una voz de seis años. En la
mano llevaba un avioncito de metal. La pintura gris se había desconchado, de
tanto jugar con él (sobre todo tirándolo al techo del garaje, recordó, sonriendo
para sí). El avión, desnudo de pintura, brillaba plateado a la luz de la mañana.
Su sonrisa se ensanchó. Quizá con suficientes estímulos como éste su
memoria cedería.
Mientras empezaba a subir colina arriba, los recuerdos regresaron con
viveza. Sí, había saltado del limpiazapatos, perdió el equilibrio y cayó de
rodillas. El avión se desprendió de su mano para aterrizar en la calle.
En un segundo, se incorporó y corrió a recuperar el precioso juguete.

Página 102
Había aterrizado en… ¿dónde? Sí, en la rejilla de una alcantarilla en el
borde de la calzada.
Miró hacia abajo. Allí estaba. Una vieja y anticuada rejilla de hierro
forjado por donde corría el agua cuando llovía. De hecho, era muy parecida a
la rejilla que había visto el día anterior, cuando el hombre perdió los dedos
por culpa de alguna bomba de drenaje. (Bueno, razonó, tenía que ser algo
parecido a una bomba de drenaje; sin duda no habría metido la mano en la
alcantarilla sabiendo que le iban a arrancar los dedos, ¿no?). Los recuerdos
volvieron con una especie de fuerza punzante que hormigueó en su piel.
Recordó claramente cuando recuperó, todos aquellos años atrás, el avión
de juguete de la alcantarilla (¡Fiuuu! Estuvo cerca, Davy, casi perdiste tu
Lockheed Starfighter y tu Capitán Buck ahí dentro). Pero al mirar la rejilla,
vio algo extraño.
Recordó haberse reído y vuelto hacia su madre, que extendía la mano para
coger la suya. Ahora recordó claramente que le había hecho a su madre una
pregunta:
—Mamá, ¿por qué está la alcantarilla llena de balones blancos?
—¿Llena de qué, David?
—La alcantarilla está llena de balones de fútbol blancos.
Con súbita claridad lo recordó todo mientras miraba la negra rejilla de
hierro, que, ahora al menos, no contenía nada más que oscuridad.
Balones de fútbol blancos. Había visto docenas de ellos moviéndose en la
negrura bajo la rejilla de hierro.
Un súbito estremecimiento lo cogió por sorpresa. Era como si de pronto
hubiera metido un dedo del pie en el océano Ártico. Se estremeció de nuevo,
un violento temblor que le hizo contener la respiración.
Dios mío, estaba lleno de balones blancos que fluían constantemente de
derecha a izquierda.
Pero ¿tantos balones blancos? ¿Cómo habían llegado a la alcantarilla?
Inquieto, miró el sumidero, casi esperando ver de nuevo el mismo fluir de
balones blancos bamboleándose bajo sus pies.
Pensó en el obrero del día anterior, gritando que algo le estaba comiendo
los dedos.
Recordó cómo hacía veintitantos años había señalado con excitación a
través de la rejilla, gritando:
—Mamá, mamá, ¿de dónde salen todos esos balones?, ¿de dónde han
salido? ¡Mamá!
Su madre cruzó la acera. Una arruga le afeaba la frente.

Página 103
—¿Mamá? ¿Por qué hay tantos balones blancos ahí abajo?
Ella se detuvo. Entonces lo cogió de la mano.
—Ya te he dicho, David, que llegamos tarde a la fiesta de tu tío George.
Vamos.
—Mamá…, los balones. ¿De dónde han salido? Mamá…
Ella ni siquiera miró. En cambio, se lo llevó calle arriba.
Ahora estaba ahí, un hombre de veintinueve años, mirando la oscuridad,
con los dientes apretados y los puños cerrados.
¿De dónde salieron aquellos balones?
Si eran balones.
¿Qué podían ser?, se preguntó. ¿Qué otra cosa podían ser?
Tembló. Bajo la ropa, una perla de sudor le corrió por el pecho. Se
estremeció de nuevo. Entonces, casi con un esfuerzo físico, apartó la mirada
del pozo de oscuridad que descendía hacia la tierra bajo sus pies.
Advirtió de repente que mirar la alcantarilla le daba miedo. ¿Por qué? Por
el amor de Dios, ¿por qué iba a asustarlo una alcantarilla normal y corriente?
Todos aquellos balones blancos, desfilando por debajo. Por eso.
Se dio media vuelta y se alejó rápidamente calle arriba con un extraño
temblor que le llegó hasta la boca del estómago.
Los recuerdos regresaban.
Y todos eran negros.
Como cuervos aleteando oscuramente hacia un campo de batalla para
alimentarse de los muertos.

Página 104
Capítulo 11

Sábado, diez de la mañana

Bernice Mochardi mataba el tiempo. Había decidido que el pintauñas azul


hacía que pareciera una quinceañera y se lo había quitado con quitaesmalte.
Después bajó a la Caja Muerta con la ligera esperanza de que hubiera más
equipaje de Mike Stroud, el cineasta de las gafas y el pelo rubio. No encontró
nada más que los habituales montones de maletas baratas y las viejas
aspiradoras apoyadas contra la pared.
Me prometí a mí misma que vería el vídeo a plena luz del día, pensó;
podría hacerlo ahora. ¿Sería distinto? Al fin y al cabo, nunca parecía
exactamente igual. Como si alguien robara en secreto la cinta de su habitación
para añadir más metraje o editar escenas anteriores.
En cambio, se metió en el bar. A esa hora del día, el hotel servía café y
sándwiches a los que hacían las compras temprano.
Incapaz de quedarse allí como hacía a veces con un café y una revista,
volvió al vestíbulo donde se entretuvo mirando la puerta del sótano como una
niña que observa las bayas brillantes de un arbusto. Igual que la niña que
quería comer una de las brillantes bayas rojas, ella quería bajar al sótano. Pero
igual que las bayas de muchos arbustos bonitos son venenosas, esa puerta
emitía también señales de peligro. Podía sentirlas llegar hasta ella en frías
oleadas.
Miró el reloj sobre el mostrador de la recepción. Las diez y media.
Había decidido confiar en el doctor Leppington. Ahora deseaba
desesperadamente contarle lo que había experimentado en el hotel. A la
primera oportunidad, le sugeriría que vieran juntos la cinta de vídeo.
Bernice se acercó a la puerta principal y, desde la escalinata, contempló
las colinas, imaginando cuál sería la reacción del doctor cuando viera al joven

Página 105
de gafas arrastrado fuera de la habitación.
El viento arreciaba, haciendo que algunas hojas de periódico planearan
sobre la plaza del mercado. Bernice se estremeció y volvió a entrar en el
hotel.

Cuando David llegó a la casa de su tío había empezado a llover. Bueno, la


lluvia no caía exactamente, pensó, sino que el agua volaba en horizontal con
la fría brisa que llegaba desde el valle. Las gotas de lluvia golpeaban su
abrigo como balas.
En el momento en que vio la casa de dos pisos, tuvo una fuerte sensación
de reconocimiento. Como la mayoría de las propiedades más antiguas de la
zona, estaba construida en piedra bajo un techo de tejas anaranjadas y rojas.
Pero esa casa parecía una fortaleza. Un muro alto, probablemente más alto de
lo que podría alcanzar, rodeaba la casa y los jardines.
Empujó la pesada verja de hierro (la típica verja para mantener fuera a la
gente, pensó…, o a tu primo loco dentro) y entró en un jardín que estaba
cuidado sin ser primoroso. Los rosales estaban recortados casi hasta la tierra
negra; una docena de manzanos se agitaban incansables con el viento como si
tuvieran secretos que quitarse de encima.
Tras el edificio se alzaba una montaña casi tan empinada como un
acantilado. La cima de la colina estaba cubierta por una nube negra. Mientras
recorría el sendero vio que a un lado de la casa corría un rápido arroyo; David
supuso que ese mismo arroyo había alimentado una vez al molino, aunque
ahora no había ni rastro de él.
La lluvia lo golpeó con más fuerza, picoteando cuando alcanzaba la piel
desnuda.
Un día cojonudo para pasear, se dijo, mientras corría hacia la puerta.
Tendrías que haber pillado un taxi. ¿Y perderme la diversión de encontrar de
nuevo esa vieja alcantarilla? ¿Y recordar cómo viste una vez todos aquellos
balones blancos flotando en la oscuridad?
Sonrió y sacudió la cabeza. La memoria puede jugar extrañas pasadas.
Probablemente estaba confundiendo la realidad con algún sueño que había
tenido de niño.

Página 106
¿No solía soñar que un hombre lo perseguía por un largo y oscuro túnel…
o al menos una gran figura en sombras? El sueño se producía con regularidad
milimétrica… probablemente después de una cena de quesos y tostadas, no le
extrañaría.
Se detuvo ante la puerta. Demonios, debía de hacer mucho tiempo que
tenía aquel sueño. Probablemente la última vez fue en la universidad.
Clavada en la puerta, bien alto, había una pesada anilla de hierro. La alzó
y la dejó caer. El fuerte sonido que produjo reverberó en los huecos más
profundos de la casa.
Suficiente para despertar a los muertos, pensó con una sonrisa. Vamos,
tío George. No dejes a tu sobrino aquí pasando frío.
Después de llamar por tercera vez advirtió que no había nadie. Había
enviado una breve misiva hacía unos días para hacer saber a su tío que estaría
ahí a las diez y media. Incluso había hecho un par de llamadas telefónicas.
Pero nunca había nadie en casa. De todas formas, dejó mensajes en el
contestador.
Media hora antes se había sentido relajado ante la idea de caminar hasta
allí arriba y la posibilidad de que su tío estuviera en casa, pero el paseo se
había convertido más bien en una dura caminata sendero arriba. Ahora, con la
lluvia, se dio cuenta de que no iba a ser en absoluto divertido. Para nada.
¿Tal vez el viejo estaba en la parte trasera de la casa? Debía de tener por
lo menos ochenta años. Se imaginó a un viejo arrugado, caminando por la
cocina con sus zapatillas de cuadros, quizá apoyando el peso de sus antiguos
huesos en un andador.
Y, claro, puede que incluso se hubiera caído. Tal vez estaba tendido al pie
de la escalera, demasiado débil para ponerse en pie o gritar cuando llamara
alguien.
Golpeó de nuevo la anilla de hierro contra el pomo de la puerta.
Mierda. Ahora que su imaginación le había dado la imagen del viejo
tendido medio muerto, quizá con la cadera rota, David sabía que tendría que
contentarse con que de verdad no hubiera nadie en casa.
Se acabaron las visitas por cumplir.
Olvídalo, doctor, dijo una voz en el fondo de su mente; date la vuelta y
vuelve al pueblo; recuerda esos magníficos bollos de leche en el café. Invítate
a uno. Siempre puedes volver otro día. Mejor aún, dile a tu padre que cada
vez que subías aquí arriba, nunca había nadie en casa. Lo entenderá.
David suspiró. No. No podía marcharse sin más. Tendría que ir primero a
la parte trasera para asegurarse de que no pasaba nada malo.

Página 107
Encogiendo los hombros por la lluvia, siguió un pequeño camino de
piedra hasta la parte de atrás de la casa.
A través de las ventanas pudo ver habitaciones ordenadas pero en
penumbra: una salita con un sofá de cuero color crema, un búho disecado
junto al alféizar, luego una cocina con encimeras estilo campestre y una
cocina de hierro con fogones y horno. La puerta trasera estaba cerrada.
Mierda.
La fría lluvia le corría por el cuello.
Entonces divisó una fila de edificios construidos con el mismo tipo de
piedra. En uno de los tejados había una chimenea. El humo azul salía
formando claras nubes redondas.
David se encaminó hacia allí.
En la puerta del anexo lo recibió un hombre. Llevaba una larga espada
cuya punta brillaba anaranjada. Cuando las gotas de lluvia la alcanzaron,
chisporrotearon y se convirtieron en vapor.
De pronto David no supo qué decir.
—¿George Leppington?
El anciano asintió, y luego se dio media vuelta y volvió entrar en el
edificio.
Por un instante David se quedó allí; ¿quizá el viejo no querría verlo?
Habían pasado sus buenos veinte años desde la última vez que se vieron.
David se había preguntado en más de una ocasión recientemente si habría
algún tipo de enemistad entre su padre y George Leppington. Sus padres le
enviaban al viejo tarjetas por Navidad y por su cumpleaños, pero nunca había
respuesta de su parte.
Oh, craso error, David, pensó. Tal vez deberías salir del jardín y volver al
pueblo. Consuélate con un buen bollo crujiente en el café.
Entonces oyó una voz sorprendentemente grave desde el edificio.
—¿Sabes, David? Aquí dentro se está más seco que ahí fuera.
Eso se aproximaba bastante a una invitación, así que entró.

Su tío se encontraba de pie en el centro de un taller de herrería. Había un


yunque, fuelles de cuero, una forja brillando amarilla con las brasas… El
fuego proyectaba una pared de calor que se apretujó contra la parte delantera

Página 108
del cuerpo de David como si fuera algo sólido. Una gran campana de hierro
sorbía el humo. En las paredes colgaban todo tipo de herramientas a las que
David no podría ponerles nombre ni en un año, con la excepción de una
docena o más de martillos de diferentes tamaños, desde uno pequeñito que
parecía no servir para otra cosa que para romper caramelos a uno enorme que
parecía capaz de derribar las puertas del mismísimo infierno.
El anciano alzó la espada que estaba fabricando y examinó la punta con
expresión de feroz concentración.
—Bueno, la bestia está tomando forma, pero todavía hay mucho que
hacer.
Depositó la espada en un banco de trabajo y se quitó el delantal de cuero.
—Parece que tienes frío, sobrino nieto. Ven y siéntate junto al fuego.
Un poco más cerca y saldré ardiendo, pensó David, con la cara
cosquilleándole por el calor. Sin embargo, se sentó en el taburete que su tío
había colocado en el suelo sucio. David observó a su tío mientras colgaba el
delantal de cuero de un clavo en la pared. Era gigantesco y no tenía el cuerpo
encogido de un hombre de ochenta y cuatro años. A esa edad las manos
deberían ser frágiles, posiblemente artríticas y desde luego manchadas; pero
ésas eran las manos de un hombre de la mitad de su edad. Y él rebosaba
vitalidad y energía. Parecía fuerte como un buey. Tenía la cara arrugada y
estropeada por los rigores del clima, pero los ojos azules resplandecían con un
brillo salvaje bajo un par de cejas blancas y pobladas. Y cayendo sobre la
frente había una densa mata del mismo pelo blanco puro. Si existía un elixir
de la vida, este hombre se tomaba un buen sorbo cada día.
—Bueno, pareces un Leppington. Así que hay vida en los viejos genes
todavía. ¿Cómo están tus padres?
—Están bien. Van a ir a Grecia en barco esta semana.
—¿Llevando el barco?
David asintió.
—Ha estado en dique seco todo el invierno. Mi padre se moría de ganas
de volver al mar.
—Ah, ésa es la sangre nórdica que corre por sus venas. Está en las mías y
en las tuyas también. Buena y roja sangre vikinga. ¿Té?
—Gracias.
David vio cómo el viejo cogía una pesada tetera negra y la colocaba sobre
los carbones encendidos. Mientras esperaban a que hirviera, su tío se dedicó a
hacer preguntas… ese tipo de preguntas educadas que uno hace a un miembro
lejano de la familia. No sonreía y hablaba con tono serio.

Página 109
David le respondió con cautela.
—¿Azúcar? ¿Leche? —preguntó el viejo.
—Sólo leche.
—¿No querrás una rodajita de limón?
—No, gracias.
—Bien. Si hubieras dicho que sí, habría cogido esa espada de ahí y te
habría cortado la cabeza de un solo golpe.
David se envaró y dirigió una mirada a la puerta.
Por primera vez el viejo sonrió.
—Perdona mi sentido del humor, sobrino nieto. Pero esperaba que
vinieras con una corbata rosa y mocasines de cuero y apestando a aftershave.
—⁠Le dirigió una aguda mirada—. Entonces ¿no te estropearon en la ciudad?
—¿En Liverpool? Bueno, vivíamos en las afueras. Y, al fin y al cabo,
Liverpool no es París ni San Francisco.
—Me alegro de oír eso, sobrino nieto. —Sirvió el té en una taza⁠—. Por
cierto, mejor no sigo llamándote sobrino nieto, ¿no? ¿He de llamarte doctor
Leppington?
David sonrió.
—No, sólo David.
—Y a mí no me llames tío o cogeré de nuevo esa espada —⁠dijo
seriamente el viejo—. Ya eres un hombre. Llámame George.
Cruzó la sala y extendió la mano. David se la estrechó. Su piel era dura y
el apretón puro hierro.
—George —asintió, sonriendo.
Su tío (George, se corrigió David, llámalo George) señaló la espada.
—Empecé a forjarlas cuando vendí el negocio hace un par de años. Quería
algo que me mantuviera ocupado. No quería empezar a pudrirme antes de
tiempo. ¿Cuál sería el consejo médico al respecto?
Santo Dios, se jubiló hace dos años… ¿cuándo tenía ochenta y dos?
David lo admiró y sonrió.
—Obviamente estás bastante sano, y si te gusta, hazlo.
—Exactamente lo que yo pienso. —George hablaba animosamente⁠—. No
podía dejarme vencer hasta que vinieras.
—¿Hasta que viniera? —David miró al viejo, sorprendido.
—¿Vas a vivir aquí?
—Bueno, estoy de vacaciones.
—Sí. Pero ¿no recibiste una carta de Pat Ferman sobre la consulta?
—Sí. El doctor Ferman me invitó a quedarme con su consulta.

Página 110
—Es una mujer, por cierto.
—¿Cómo?
—Tu doctor Ferman es una mujer. ¿No lo sabías?
—No… pero… —De repente David sintió como si se hubiera perdido
alguna parte importante de la conversación. Su tío hablaba como si debiera
haber recibido alguna larga carta de explicación; sólo que no había llegado
nunca.
—¿Vas a quedarte con la consulta? ¿Vas a vivir aquí?
El viejo clavó sus ojos azules en los de David. La fuerza de la mirada era
casi abrumadora.
—Es pronto todavía —dijo David, sorprendido⁠—. No he decidido nada.
El viejo lo miró con dureza. El viento soplaba, agitando el fuego con un
rugido. El calor que golpeaba a David en la cara hacía que la piel le
hormigueara.
Entonces el viejo rompió el contacto visual con un suspiro. Le dio la
espalda y empezó a servir el agua hirviendo de la tetera negra de hollín.
—Tendría que haberlo sabido —dijo George en voz baja⁠—. Tu padre
nunca se encaró a los desafíos.
—¿Cómo dices? —David se sintió en la obligación de defender a su
padre. Pero ¿de qué?
—Tu padre nunca tendría que haberte alejado de Leppington.
—Pero él…
—Sí, sí. Se fue a donde había trabajo. Conozco los motivos. O al menos
oí las excusas.
—Mira, George. Me he perdido por completo.
—No. Nosotros te perdimos a ti. Tu madre está hecha de algo más duro
que esto. —⁠Alzó la espada y golpeó el acero—. Vino de fuera y cortó las
raíces de tu padre.
—Mira, creo que quizá haya sido un error venir aquí. Mi padre te
transmite sus mejores deseos. Pero tendré que volver a…
—Siéntate.
—No. Ha dejado de llover. Si me voy ahora puedo…
—Siéntate. —La dura voz de George se suavizó de repente⁠—. Siéntate,
hijo. Tómate el té.
David estaba dispuesto a marcharse, pero algo en la voz del viejo lo hizo
detenerse. Había una nota de tristeza mezclada con el tono de seriedad.
—Por favor, David. Tórnate primero una taza de té conmigo.

Página 111
David asintió, pero sabía que su lenguaje corporal le estaba diciendo al
viejo que bebería educadamente el té con él y que luego se marcharía.
—Aquí tienes, David. —Le tendió una taza de té que parecía brutalmente
fuerte⁠—. ¿Sabes, hijo? La última vez que te di algo de beber fue en el hotel
Estación, en el pueblo. Tus padres y tú ibais a coger el primer tren.
—Creo que me acuerdo —dijo David en voz baja⁠—. Me compraste un
sándwich de jamón.
El hombre asintió y su dura expresión se suavizó.
—Tu madre tenía tanta prisa por sacaros a los dos del pueblo que no tuvo
ni la oportunidad de darte de desayunar. Santo cielo, engulliste aquel
sándwich como si no fuera a haber otro más. Aunque tuve que insistir lo mío
para que pasaras unos cuantos minutos conmigo en el hotel. Tu madre era
inflexible: quería que subierais a ese tren y os marcharais de aquí para
siempre. ¿Recuerdas?
David negó con la cabeza y mostró una débil sonrisa.
—Lo siento, sólo me acuerdo del bocadillo de jamón.
—Eras un buen chico. ¿Te acuerdas de cuando te llevaba a hombros hasta
lo alto de Berrick Crag? ¡Te cagabas de miedo en el camino de bajada, ja!
De nuevo David negó con la cabeza, sonriendo un poco más.
—Tampoco me acuerdo de eso.
—Ah, todos esos recuerdos están por ahí en alguna parte. Ya volverán.
—Recuerdo que me sacaste de la casa una noche para mirar la chimenea.
—¡Por Dios, sí! Me acuerdo. Se incendió.
—Parecían fuegos artificiales. Las chispas salían por el tiro de la
chimenea.
—Sí, e incluso prendieron fuego a la hierba del jardín de vuestro vecino.
Si hubiésemos sido otros, habrían puesto el grito en el cielo con sus quejas.
David se encogió de hombros, sorprendido.
—¿Por qué no se quejaron?
—Porque somos Leppington. Nos tienen medio.
—¿Miedo? —Sacudió la cabeza, sonriendo aturdido⁠—. ¿Por qué?
George suspiró con tristeza.
—No te han contado nada, ¿verdad? ¿Nada de la historia de la familia?
—⁠Dio un trago de su potente infusión—. Yo hablaba mucho contigo cuando
eras pequeño. Incluso antes de que supieras hablar. ¿Te acuerdas de algo?
David negó con la cabeza, aún más confuso. Bebió del té caliente
mientras su tío contemplaba pensativo el techo con sus grandes ojos azules
impenetrables bajo las pobladas cejas blancas.

Página 112
Entonces asintió lentamente, tras tomar una decisión.
—Muy bien, te lo contaré. Pero una cosa. —⁠Le dirigió a David una
mirada severa.
—¿Cuál es?
—Sonríes demasiado. Los Leppington no sonríen nunca. Al menos, no en
público.
Entonces el viejo se echó a reír, un sonido pleno y grave que vibró hasta
las plantas de los pies de David.
¿Era algún viejo chiste de la familia Leppington?, se preguntó, sin saber si
debía reírse o mantener un gesto adusto.
George dejó de reír y dirigió a su sobrino una amplia sonrisa.
—Muy bien, David. Prepárate para escuchar lo que te voy a contar.

Página 113
Capítulo 12

George Leppington se sentó en una caja puesta boca abajo, frente a David.
Apoyó un pie en el yunque, agarrando la taza de té con ambas manos. Cada
vez que el viento subía del valle el fuego rugía en la forja, y los carbones
pasaban del rojo a un amarillo incandescente.
David bebía té, tratando de no hacer ninguna mueca debido a su fuerte
sabor. Quería evitar darle a su tío la impresión de que era una especie de
dandy delicado de ciudad. También descubrió que el viejo le caía bien. Le
recordaba a una versión robusta y expresiva de su padre.
George habló con ruda franqueza.
—David, ¿sabías que en el matadero hay sesenta y cuatro desagües que
llevan la sangre de las matanzas directamente a los túneles que hay por debajo
del pueblo?
David negó con la cabeza, sintiendo que el asombro volvía a él.
—Tu tatarabuelo diseñó el matadero —continuó George⁠—. Cada día unos
dos mil trescientos litros de sangre corren por esas alcantarillas, justo bajo el
pueblo.
—Pero sin duda las normativas de sanidad modernas prohibirán verter
sangre en las alcantarillas, ¿no? Las ratas se…
—¡Ah! La sangre no cae directamente en el sistema de alcantarillado. Y,
además, no hay ratas en Leppington. Ni una.
—Eso he oído. Pero sigue costándome trabajo creer que no hay al menos
una rata en alguna parte.
—Acepta mi palabra, David. Trae, déjame que te llene otra vez la taza.
George extendió un largo brazo, recogió la gran tetera de la mesa y luego
sirvió más líquido ámbar en la taza de David, que se preparó para el fuerte
sabor del té y dio un sorbo.
George volvió a llenar su propia taza.
—Bueno, David. ¿No te han contado nada de la familia? ¿Ni del pueblo?
David negó con la cabeza, preguntándose por qué tendría que ser tan
importante saber algo sobre la historia familiar. La mayoría de la gente se las

Página 114
apañaba perfectamente bien con sólo una ligerísima idea de lo que hicieron el
abuelo y la abuela en el oscuro y lejano pasado.
—¿Qué te parece Leppington… el pueblo? —preguntó su tío.
—Parece bastante agradable, tranquilo. Pero me imagino que habrá visto
días mejores, ¿no?
—Cierto. El pueblo se está muriendo. La única empresa que queda es el
matadero. Pero no emplea a más de doscientas personas. Hace cincuenta años
daba trabajo a más de mil.
—Pero nosotros… los Leppington… ¿ya no tenemos ningún interés en el
matadero?
—Ningún interés financiero. La familia lo vendió en 1972. Lo vendió al
mayor cabronazo que encontraron.
—Oh, me enteré de eso —dijo David—. Saqueó los fondos de pensiones
y luego se largó al sur de Francia, ¿no?
—El muy hijo de puta. Si alguna vez lo vuelvo a ver, lo ensartaré con
esto. —⁠George alzó la espada que estaba forjando y David no dudó ni por un
momento que lo haría. Todo lo que su viejo tío necesitaba era una capa y un
casco con un par de cuernos de toro y sería un guerrero vikingo.
Su tío continuó hablando, pasando ocasionalmente las yemas de los dedos
por la hoja de la espada mientras tanto.
—La demografía de Leppington muestra claramente lo que está
sucediendo. La población mengua. Los jóvenes, si pueden, se marchan…
normalmente a las ciudades. Pronto sólo será un pueblo lleno de jubilados que
recorrerán las calles con sus tacatacas, protestando por el tiempo y por el
precio del Horlicks[1].
—La cosa no será tan grave, ¿no?
—Créeme, David, este lugar está más muerto que vivo.
—¿El consistorio no hace nada por animar la creación de nuevas
empresas?
—No hay nada que hacer. Estamos bajo la jurisdicción del Consejo de
Scarborough, que está en la costa. Sus iniciativas y apoyo financiero no llegan
tan al norte. No. Leppington siempre ha estado de espaldas contra la pared,
luchando por su supervivencia desde que los antiguos romanos hicieron las
maletas y se marcharon hace mil quinientos años.
»Como comunidad, va cuesta abajo. Los pueblos pequeños que dependen
de una sola industria como la minería o una sola fábrica pueden irse
rápidamente al garete si se agota el carbón, o si la fábrica quiebra.

Página 115
»Sin embargo, el mundo exterior ha hecho todo lo posible por llevarnos la
contraria. Siempre hemos tenido que luchar para mantener el pueblo unido,
incluso contra su voluntad. Sin nosotros, el pueblo se habría disuelto hace
más de mil años.
David comprendió. Nosotros, pensó. El viejo se refería a la familia
Leppington… ¿o debería ser dinastía? Su tío creía claramente que los
Leppington eran responsables de la supervivencia del pueblo.
—Una cosa que quería preguntar —dijo David⁠—. ¿Le pusieron los
Leppington su apellido al pueblo o fue al revés?
El viejo le dirigió una sonrisa seca.
—¿Así que sientes curiosidad por la historia familiar? Ah, es toda una
historia. ¿Viste el arroyo en el jardín cuando atravesaste la verja?
David asintió.
—Es la fuente del río Lepping. Una docena o más de arroyos desembocan
en él desde la falda de la colina. Pero ese arroyo de ahí es donde empieza el
Lepping. Nuestros antepasados llegaron en barco desde Alemania en el siglo
quinto. Le dieron su nombre al río y también al pueblo. Sólo que entonces era
conocido como Leppingsvalt.
—Entonces ¿podemos decir que somos de sangre real? —⁠David hablaba
con ligereza.
El viejo lo miró fijamente a los ojos.
—No. Sangre real no. La familia Leppingsvalt decía tener sangre divina.
David, a su pesar, sintió un arrebato de sorpresa.
—¿Sangre divina? ¡Eso es mucho decir!
George asintió y pasó los dedos por la piedra.
—Ésa es la historia. Nuestra familia vivía en una montaña en Alemania.
Eran herreros. Una noche, hace mucho tiempo, hace tal vez dos mil, tal vez
cinco mil años, Thor, el dios nórdico del trueno, despertó y descubrió que
había perdido su martillo. Así que le pidió a la diosa Freya su capa de plumas
para cruzar volando el mundo y buscarlo. No lo encontró. En cambio, llegó a
la casa de Leppingsvalt, en lo alto de la montaña. El herrero era un hombre
infeliz. Su esposa no le podía dar un hijo. Eso significaba que la familia
moriría. Lo cual es una calamidad terrible, terrible para un orgulloso nórdico.
Thor, dios del trueno, le dijo a Leppingsvalt que había perdido su fabuloso
martillo de los dioses y que haría falta una montaña de pedernal para producir
uno nuevo. Leppingsvalt le contestó que él forjaría un martillo mejor. Uno de
hierro. Así que se puso a trabajar y golpeó el hierro en bruto durante una

Página 116
docena de días y noches hasta que forjó un nuevo martillo para Thor. Y le
puso nombre al martillo: Mjolnir, que es el nombre por el que se conoce hoy.
—Una historia interesante.
—Sí. —George ya no sonreía. Sus ojos miraban muy lejos.
—Y a cambio, como agradecimiento, Thor se acostó con la mujer de
Lepingsvalt. Más tarde, ella parió un hijo.
—¿Y por eso tenemos sangre divina? ¿Somos descendientes del dios
vikingo, Thor?
—Así es, sobrino nieto.
David miró a su tío con más atención, tratando de decidir si el viejo se
tomaba esas historias folclóricas en serio o si era de nuevo su lacónico sentido
del humor.
—Los Leppington creímos en esa historia durante siglos.
—¿Que éramos descendientes de un dios?
—¿Por qué no? Era la religión de la época. Mucha gente cree todavía en
los ángeles cristianos o en los milagros de Cristo: convertir el agua en vino,
hacer que los ciegos vean, que una niña se levante de entre los muertos.
Seiscientos millones de hindús creen que cuando nace el alma su primera
encamación será en algo tan bajo como una planta o incluso un mineral.
Solamente en encarnaciones posteriores migra hasta los animales y con el
tiempo al hombre.
—Pero esas religiones están vivas todavía. La religión nórdica está
muerta.
—Bueno, hijo, tal vez sólo se volvió subterránea. —⁠Mostró aquella
sonrisa seca—. Además, la leyenda dice que los dioses nórdicos se retiraron a
los ríos cuando el cristianismo ganó la primera mano.
—Pero tú no creerás que realmente descendemos de una deidad mítica.
George se encogió de hombros.
—Hazme esa pregunta en público y me reiré y haré un chiste.
Pregúntamelo en privado… —⁠Se encogió de hombros otra vez—. Tu abuelo,
mi hermano, lo creía.
—¿No era el director de la escuela de la iglesia anglicana en el pueblo?
—Sí. Pero lo vi en los días de fiesta, en los antiguos días de fiesta, quiero
decir, arrojando un puñado de alfileres nuevos o monedas desde el puente al
Lepping.
Su tío debió de leer la expresión confusa de David.
—Arrojar monedas o incluso alfileres a un río es un modo de hacer
sacrificios a los antiguos dioses nórdicos.

Página 117
—Incluso así —dijo David, sonriendo—. La mayoría de nosotros evita
pasar por debajo de una escalera o echamos la sal por encima del hombro si la
derramamos en la mesa.
—¿Sí? —George pasó levemente sus fuertes dedos a lo largo de la hoja de
la espada⁠—. ¿Una excentricidad inofensiva, entonces?
—Probablemente. No te creerías cuántos de los enfermos que atiendo
llevan amuletos de la suerte: tréboles de cuatro hojas, medallitas de san
Cristóbal, talismanes sagrados.
—Entonces ¿las antiguas creencias religiosas no están completamente
muertas?
David se encogió de hombros.
—Cuando un médico receta una medicina…, una medicina que se prepara
en una fábrica informatizada de Canadá, Suiza, donde sea…, sabe
perfectamente bien que el treinta por ciento de la efectividad de ese fármaco
es la creencia del paciente en que lo curará. Si un hombre cree
supersticiosamente que una pata de conejo le curará de la migraña, bueno,
quizá tenga un treinta por ciento de posibilidades de recuperarse.
George sonrió.
—Así pues ¿los médicos nos permitís nuestra pequeña porción de magia?
—Muy bien. —David sonrió cálidamente—. Para un científico la magia
no existe. Pero en nuestras mentes tal vez queden huellas de ella todavía.
—Y quizá un poco en el exterior del mundo moderno también.
—Con una risita, George estampó su enorme palma contra el yunque.
—⁠¿Llegaste ayer?
—El viernes, sí. ¿Por qué?
—Porque el viernes[2] lleva en nuestro idioma el nombre de la diosa
noruega Frig, la esposa de Odín.
—Recuerdo los nombres de los días del colegio. El miércoles,
Wednesday, llevaba el nombre de Odín, el padre de los dioses nórdicos, y el
jueves, Thursday, es en realidad el día de Thor. ¿Tengo razón?
—Tienes razón, hijo. ¿Más té?
—Eh, no, gracias. Todavía me queda un poco.
—Un poquitín fuerte para ti, ¿no?
—En absoluto.
—Vamos, no puedes engañar a tu viejo tío. ¿Te apetece algo más fuerte?
No creo que puedas encontrar algo más fuerte que este té, tío, pensó
David, con el picor todavía cosquilleándole en la lengua. Probablemente lo
siguiente sería combustible industrial.

Página 118
—Dame tu taza, hijo.
Le quitó la taza a David y arrojó el contenido por la puerta abierta, donde
cayó con una fuerte salpicadura marrón. Luego buscó en un estante y sacó
una botella de whisky irlandés.
—Esto te quemará por dentro —dijo con una risa apasionada—. ¿Sabes?,
nunca pensé que fuera a compartir contigo una bebida de verdad. Pero me
acuerdo de cuando entrabas en esa cocina —⁠dijo moviendo la cabeza canosa
en dirección a la casa—, te subías al taburete, y yo te servía un vaso de
Coca-Cola. Incluso te cortaba una rodajita de limón. Lo engullías todo como
si fuera chocolate, con piel y todo. Nunca vi un niño como tú. La mayoría
sólo quiere dulces. Tú te comías cualquier cosa que estuviera agria… cuanto
más agria, mejor. Tu tía Kathleen, Dios la bendiga, se volvía loca intentando
que no te comieras las manzanas antes de que estuvieran maduras.
¿Tía Kathleen, Dios la bendiga? ¿Qué dios?, se preguntó David. ¿Uno
con un casco con cuernos y ese gran martillo sucio que se llamaba Mjolnir?
Recordaba vagamente a su tía Kathleen, una mujer grande, tan apasionada
como su marido George. David creía que había muerto unos quince años
antes.
George estaba hablando entusiasmadamente con los ojos chispeando y los
dedos resbalando arriba y abajo por la enorme hoja de la espada.
—Nunca tuvimos hijos, claro, así que para ella era un verdadero placer
cocinarte un buen rosbif cuando venías a cenar. Comías como un lobo. Luego
íbamos y nos sentábamos junto al arroyo en verano. Tú te sentabas en la roca
grande del centro. A veces yo salía de la casa y te encontraba cantándole al
agua.
—¿Cantándole al agua?
—Entonces tendrías unos cuatro años. Supongo que un sacerdote cristiano
diría que hablabas en lenguas extrañas. Nos sentábamos allí, yo en la orilla
con mi pipa, tú en la roca. Siempre me pedías que te contara la historia de
cómo la familia Leppingsvalt llegó al país.
Su tío estaba ahora lejos, pensó David. Probablemente vuelve a verme
como un niño de cuatro años sentado en la roca. Eso era, por fin, algo típico
de la vejez, cuando el pasado lejano es más vívido que el presente.
—Hace mil quinientos años uno de nuestros antepasados trabajaba en su
forja cuando se le apareció Thor. Le dijo que llevara a su familia a través del
mar, a una nueva tierra. Allí encontraría una cueva en la ladera de una
montaña. En las profundidades de la montaña habría un lago donde vivía un

Página 119
pez monstruoso. Dentro del pez habría una espada que tendría que coger. Y
luego tendría que construir un templo y una gran ciudad.
—Ah —asintió David. Las piezas encajaban—. Los Leppington…
perdón, ¿los Leppingsvalt vinieron a este país y fundaron este pueblo?
—En efecto, eso hicieron.
—Pero imagino que ese asunto de la espada dentro del pez era pura
mitología popular.
—Bueno, la leyenda familiar dice que Leppingsvalt y sus hijos entraron
en esa cueva, lucharon contra el pez y luego le sacaron una espada del
estómago, que también contenía oro y piedras preciosas.
David sospechaba que muchos de los antiguos mitos y cuentos de hadas
estaban mezclados con la historia familiar. Con cautela, dijo:
—La historia tiene paralelismos con la historia del rey Arturo y la leyenda
de Excalibur, la espada en la piedra.
—La espada de los Leppingsvalt, arrancada del vientre del pez, tenía
poderes mágicos. —⁠El viejo pasó el dedo por la hoja.
—¿Qué le ocurrió a la espada?
—Pasó de padres a hijos durante siglos. Pero… —⁠Se encogió de hombros
—. Los normandos la robaron en el siglo once.
Mierda, pensó David. La herencia divina acababa de saltar por la ventana.
—Y fue entonces cuando el pueblo comenzó su lento declive.
—La ciudad de Leppington que nunca fue —dijo David, y entonces lo
lamentó, preguntándose si habría sonado brutalmente frívolo. Obviamente, las
historias familiares eran una fuente de consuelo para el viejo.
—El año pasado soñé con la espada —dijo el viejo⁠—. Soñé que
encontraba la espada en la puerta misma de esta casa. Cuando desperté
recordé la espada con todo detalle y decidí hacer una réplica.
—¿Una réplica de la espada soñada?
—Una réplica de Helvetes, que en argot nórdico significa
«ensangrentada» o «tintada de sangre». Helvetes. Una espada que podría
matar a un ejército de un solo tajo o hacer caer una lluvia de piedras ardientes
contra nuestros enemigos. —Contempló la hoja de la espada con profunda
satisfacción—. O eso decían las viejas historias. —⁠Le sonrió a David—. Una
espada de verdad, ¿eh?
—Una espada de verdad —reconoció David, sintiéndose más que un poco
achispado por la mezcla del fuego y el whisky. Entonces recordó algo de hacía
mucho tiempo. Recordó haber estado sentado en una roca, agitando los pies
en la frías y mareantes aguas del arroyo—. Pero hay otra parte de la historia

Página 120
que no has mencionado —le dijo a George—. ¿Cuál era? —⁠Bebió whisky de
la taza—. Eso es. ¿No tenían los Leppington una especie de misión divina?
El viejo sonrió cálidamente.
—Ya te dije que empezarías a recordar.
—¿Algo sobre un nuevo reino?
El viejo, todavía sonriendo, negó con la cabeza.
—Un reino no, un imperio.
Se puso en pie y echó al fuego los restos del whisky irlandés.
Las llamas púrpura brotaron y se alzaron hasta la chimenea.
Y apuesto a que ese gesto, verter el whisky en el fuego, es un sacrificio a
los antiguos dioses, pensó David, tranquilamente; el whisky ardía en sus
venas.
—Thor le ordenó al jefe de los Leppingsvalt que conquistara el mundo,
que construyera un gran imperio. Y el pueblecito del valle se convertiría en
una ciudad que rivalizaría con Roma o Atenas. Se convertiría en la capital del
mundo.
—Toda una gesta.
—Sí, toda una gesta. Y, para eso, el clan Leppingsvalt necesitaba un gran
ejército.
—O un ejército de superhombres.
El viejo miró a David.
—Estás recordando.
David sonrió, contento por el whisky.
—¿Recordando qué?
—Recordando lo que te contaron. Sobre lo que sucedió en el pasado.
—⁠Cogió una llave que colgaba de un clavo sobre el banco de trabajo—. Y
recordarás lo que pasará en el futuro.
—¿Quieres decir que los Leppington todavía tienen esa cita con el destino
ordenada por un dios?
—Si tú quieres. Vamos. Puedes estirar las piernas. Voy a enseñarte algo
que tal vez despierte tu memoria.

Página 121
Capítulo 13

David Leppington siguió a su tío y ambos salieron del taller. La lluvia casi
había cesado, aunque el viento seguía subiendo desde el valle en poderosas
ráfagas, sacudiendo los árboles y creando un sonido zumbante cuando
rodeaba los tejados de los edificios.
George, a pesar de sus ochenta y cuatro años y la frondosa cabeza de pelo
blanco como la nieve, cruzó enérgicamente el patio hasta lo que David al
principio pensó que era un garaje de piedra que daba a la colina. Toda la parte
delantera eran puertas gemelas de madera pintadas de un color verde oscuro.
David vio cómo George abría una puerta y la sujetaba con firmeza para
que el viento no la hiciera golpear contra los goznes.
—Pasa —dijo su tío con aquel tono serio—. Cerraré la puerta o si no este
viento hará que mañana esté en York a esta hora.
David advirtió que el garaje estaba sorprendentemente vacío. El lugar
parecía desafiar la física. El garaje se extendía quizá unos treinta metros antes
de perderse en la oscuridad. Entonces se percató de lo que era.
—¿Es la boca de la cueva? —le preguntó a George, que estaba
encendiendo una lámpara de gas.
—La misma cueva que conducía al lago subterráneo donde vivía el pez.
Sígueme. No te apartes del sendero de hormigón del centro. El suelo de la
cueva se empapa en esta época del año.
David siguió la silueta de la espalda de su tío. La lámpara llenaba la cueva
por delante de una brillante luz blanca mientras siseaba con fuerza.
Las paredes eran de piedra negra, posiblemente granito. Delicadas venas
blancas corrían del techo al suelo. Al contrario de la mayoría de las cavernas,
donde había que agachar la cabeza cuando el techo bajaba, ésta era lo bastante
alta para contener una furgoneta. David supuso que había sido ampliada
artificialmente.
Después de caminar no más de tres minutos, George se detuvo.
—Hasta aquí podemos llegar, hijo.

Página 122
David vio inmediatamente por qué. Una reja de hierro hacía de barrera.
Llegaba de pared a pared y del suelo al techo. Parecían los barrotes de una
jaula. Una jaula enorme. En ella podría caber una manada de leones.
La luz de la lámpara iluminaba otros veinte metros de cueva antes de que
las sombras la invadieron finalmente.
David forzó la vista para ver en la oscuridad más allá de los barrotes, casi
esperando ver una figura horrible avanzar hacia él.
—¿Hay un lago ahí debajo?
—Lo hay. Tiene el tamaño de una pista de tenis. Pero es profundo, muy
profundo. Nunca se ha sondeado el fondo.
—¿Y el lago subterráneo es la verdadera fuente del Lepping?
—¿Estás empezando a recordar?
David negó con la cabeza. Pero notaba una leve sensación de
reconocimiento, algo referido a los barrotes de hierro y la oscuridad de más
allá.
De algún modo, debería parecer diferente.
Y los barrotes de hierro hacían ruido.
Frunció el entrecejo.
Vamos, David, ¿cómo podrían hacer ruido los barrotes de hierro?
De nuevo advirtió lo extraño que debía de ser el mundo para un niño de
seis años. A los veintinueve se encontraba a sí mismo contemplando ese lugar
a través de su yo de seis. Empezó a recordar.
Olía muy fuerte.
Como el zoo.
O un establo.
No, una pocilga.
Y las rejas que tenía delante no estaban en silencio.
Miró las rejas a la luz de la lámpara. Proyectaban una pesada sombra
negra hacia la cueva. Entonces advirtió un perno de hierro tan largo como su
antebrazo. Estaba atado con un cordel blanco a uno de los barrotes
horizontales. Los barrotes de allí tenían ligeras muescas.
De repente supo por qué.
El recuerdo destelló, duro y claro. Su tío de pie, sosteniendo la mano del
pequeño David mientras echaba adelante y atrás el perno de hierro para
producir lo que para sus oídos de seis años era un sonido claqueteante y
ensordecedor.
Pero ¿por qué demonios hacía eso su tío?

Página 123
Una vez más, David contempló a través de los barrotes la oscuridad del
túnel que se perdía en la falda de la colina.
Hay algo ahí, se dijo de repente; hay algo en la oscuridad mirándome.
Puedo sentirlos.
¿Sentirlos?, ¿por qué había pensado en plural?
De pronto el aire de la caverna le pareció más frío. Tiritó. Una brisa… No,
no era una brisa propiamente, sino una corriente de aire apenas, pero fría, tan
helada que había empezado a sentir el frío en la cara.
Cuando se sopló las manos para calentarlas, el vapor brotó en el aire, de
un blanco deslumbrante a la luz de la lámpara de gas. Tiritó de nuevo. Su
corazón empezó a latir con más fuerza, como si en el fondo supiera que iba a
suceder algo de un momento a otro. Había una profunda sensación de
expectación, tan fuerte que era como si pudiera extender la mano y rodearla
con los dedos.
¿Qué es este lugar? ¿Por qué tiene un efecto tan grande sobre mí?
¿Por qué no podía apartar los ojos del oscuro centro de aquel túnel que se
perdía Dios sabía dónde?
¿Qué dios, David? ¿El dios de los ángeles y la luz? ¿O un dios de
oscuridad y gritos y bestialidad y sangre?
Pensó de nuevo en una hora antes, cuando vio la alcantarilla que desató
aquel extraño recuerdo de veintitrés años atrás, los balones blancos flotando
en la oscuridad bajo la rejilla del sumidero. ¿Era eso extraño o no? Se
preguntó qué otros recuerdos podrían salir a la superficie.
—Los que hacen pactos con los dioses deben cumplirlos —dijo su tío en
voz baja mientras colocaba la lámpara en un gancho de hierro colgado del
techo, donde permaneció siseando y latiendo con una luz tan brillante que
David apenas podía mantener los ojos abiertos—. Recuerda lo que te dije —
continuó diciendo George, con una voz que casi apagaba el siseo de la
lámpara de gas—. El dios del trueno, Thor, le dio al jefe del clan Leppingsvalt
la tarea de crear un nuevo imperio que alcanzara el mundo entero. El jefe se
quejó de que no tenía ejército, así que Thor le ofreció uno para que comenzara
la invasión del mundo inmediatamente después de derretirse las nieves del
invierno. —⁠George sirvió más whisky en la taza de David—. Verás, los dioses
nórdicos ya sentían que sus poderes disminuían a medida que la cristiandad se
extendía como la peste por toda Europa. Los templos nórdicos estaban siendo
destruidos, los antiguos rituales ya no se hacían. El jefe de los Leppingsvalt
accedió. Y así se estableció el pacto. Inmediatamente, Thor llamó a las
valkirias, las mujeres guerreras de los dioses, y les ordenó que volaran a los

Página 124
campos de batalla de todo el mundo para que recogieran a los guerreros
muertos y los trajeran a estos valles.
—Pero ¿para qué podía servir una colección de viejos cadáveres?
—Ah, pero hay que contar con los poderes de un dios… un dios antiguo y
muy poderoso. Con el filo de su cuchillo se cortó la lengua y con la boca llena
de sangre besó a cada guerrero caído y los devolvió a la vida.
—¿Y esos soldados resucitados obedecerían al jefe Leppingsvalt?
—Absolutamente.
—Entonces ¿qué ocurrió cuando se produjo la invasión?
—El ejército no estaba preparado. Se escondieron en cuevas durante ese
invierno de hace mil años, alimentándose de sangre de toro para recuperar sus
fuerzas. Recuerda, Thor le había dicho al jefe Leppingsvalt que atacara
cuando las nieves del invierno hubieran desaparecido.
David se sintió calentado de nuevo por el whisky. Su tío se había
convertido en una silueta contra el brillo inconstante de la lámpara que
siseaba, hasta que casi llegó a creer que un rayo de sol había entrado en la
cueva.
El viejo continuó:
—Entonces, la noche antes de la invasión, se produjo el desastre. El jefe
estaba sentado en su salón de festejos con su hermana y su prometida.
También estaba su lugarteniente, Vurtzen. Éste era un guerrero godo. Según
se cuenta era un salvaje gigantesco cuyo lenguaje estaba más cercano al de los
lobos que al de los hombres. Entonces (y nunca quedó claro por qué) el jefe y
Vurtzen empezaron a discutir. La discusión se hizo más y más feroz hasta que
desenvainaron las espadas y empezaron a luchar. La batalla duró toda la
noche. En un momento dado un fuerte viento abrió la puerta y apagó las
velas. Pero ellos siguieron luchando… sólo que ahora lo hacían en la más
completa oscuridad. Ambos eran expertos espadachines; ninguno podía
vencer al otro. Puedes imaginártelos combatiendo a oscuras: el tañido de las
hojas de acero resonando en las paredes, el destello de las chispas cuando las
espadas chocaban. Sin embargo, sin que ninguno se diera cuenta, la hermana
y la prometida del jefe murieron accidentalmente durante el duelo. Ni el jefe
ni Vurtzen sabían quién había descargado los brutales golpes contra ellas.
Lleno de remordimiento, Vurtzen huyó del país. El jefe Leppingsvalt
reaccionó de manera diferente. Loco de furia, quemó el templo de Thor,
echándole la culpa de la muerte de las dos mujeres.
—Pero el dios no podía dejar las cosas así.

Página 125
—No. Thor se apareció, ordenó a Leppingsvalt que iniciara el ataque a los
reinos cristianos.
—¿Usando esa especie de ejército vampiro?
—Supongo que ejército de vampiros es una descripción tan buena como
cualquier otra —⁠reconoció el viejo en voz baja—. Un ejército de muertos que
se alimentaban de sangre. Quizá deberías dejar volar tu imaginación, ¿no,
David? Imagínate a cien mil hombres con armaduras que habían empezado ya
a oxidarse cuando yacían muertos en el campo de batalla. Las botas de cuero
puede que se hubieran podrido en sus pies, los ojos arrancados por los
cuervos, pero allí estaban, devueltos mágicamente a la vida y tan fuertes
como los toros de cuya sangre se habían alimentado. Estaban preparados para
que Leppingsvalt (tu antepasado, David, tu carne y tu sangre), los llevara a la
guerra contra los vivos.
—Toda una historia —dijo David, bebiendo de su taza.
—Toda una historia —reconoció el viejo. Agarró el perno de hierro de
donde colgaba del cordel de los barrotes. Durante un momento lo miró,
pensativo⁠—. Sí. Toda una historia.
—¿Leppingsvalt nunca dio la orden de atacar? —⁠El viejo no respondió—.
¿Nunca hubo un vasto imperio con Leppington en su centro, convertido en
una nueva Roma?
El viejo sopesó el perno de hierro.
—Leppingsvalt se negó a honrar su trato con Thor. Así que ordenó a su
ejército, el ejército de vampiros, que regresara a su cubil dentro de las
montañas. Tan consumido estaba por la pena de la pérdida de su prometida
que le dijo a Thor que nunca habría una guerra.
—¿Se rompió el pacto?
George asintió.
—Se rompió el pacto.
Soltó con cuidado la vara de hierro, que osciló lentamente en la fría brisa.
—Pero hagas lo que hagas, siempre hay que honrar tu trato con los dioses.
En su furia, Thor golpeó a Leppingsvalt con el martillo. La leyenda dice que
el golpe aplastó todos los huesos de la cara de Leppingsvalt y acabó
pareciendo un cerdo. Las heridas fueron tan dolorosas que incluso el contacto
de una tela de araña en una mejilla le hacía aullar de agonía.
David se encogió de hombros, pensativo.
—Así que ahí se termina la misión de Leppingsvalt de crear un imperio
mundial.
El viejo se volvió hacia David y su cara se arrugó en una seca sonrisa.

Página 126
—No del todo, sobrino nieto. Recuerda, la sangre de Thor, el dios del
trueno, corría por la sangre de Leppingsvalt. No importa lo desobediente que
sea un hijo, un padre no lo odiará eternamente. Y, en todos los aspectos,
Leppingsvalt era hijo de Thor: era medio mortal, medio dios.
El viejo hablaba rápidamente, y de algún modo, para David, la voz sonaba
increíblemente fluida, casi musical, la lengua aflojada sin duda por el whisky.
—Años más tarde, Leppingsvalt yacía moribundo en su palacio en ruinas
con los muebles podridos por la falta de atención, los pájaros anidando en el
techo derruido, la chimenea ahora eternamente fría. Cuando le llegó el último
aliento de vida, Thor se apareció a él. Tuvo que contemplar el rostro roto de
su hijo con su morro de cerdo. En ese momento, el corazón de Thor se
ablandó. Le dijo al moribundo que durante mil años las fortunas de los
Leppingsvalt continuarían decayendo, la familia menguaría. Entonces, cuando
toda esperanza pareciera haber desaparecido y la familia antes grande yaciera
rota, dispersa y moribunda, uno de sus hijos regresaría del exilio. Recuperaría
la espada Helvetes de los reyes cristianos. Entonces lanzaría su terrible
ejército de guerreros muertos, aniquilando a todos los enemigos de
Leppingsvalt.
—¿Y crearía el vasto imperio presidido por los antiguos dioses nórdicos?
—⁠David reconocía una paranoia inherente en la historia. Era una leyenda
contada a los niños Leppingsvalt junto al fuego durante siglos para explicar
por qué la familia perdía continuamente su habilidad para generar riquezas. Y
se continuó contando cuando el nombre de Leppingsvalt cambió a
Leppington. La historia era una excusa para el fracaso de los Leppington. Tal
vez el viejo encontraba un consuelo perverso en ella. Al repetirla estaba
diciendo que el motivo para el declive de la familia era culpa de otra gente:
los gobernantes cristianos locales de la época, la traición de sus propios
dioses, el comercio de fuera de la zona; vaya, incluso la política recaudadora
de impuestos del gobierno valdría. David se preguntó si el viejo dejaba que la
historia se cebara en su mente ahora que vivía solo en la casa de la colina.
Nunca se sabe, la obsesión por la historia podía ser uno de los primeros
síntomas de senilidad.
David miró al anciano que contemplaba la oscuridad a través de los
barrotes, perdido en sus propios pensamientos. Tal vez se pasaba horas en la
cueva, pensó, acunando su botella de whisky mientras reflexionaba sobre las
glorias pasadas de la familia Leppington… posiblemente glorias imaginadas,
además.

Página 127
Con todo, pensó, uno no se entera todos los días de que lleva sangre
divina en las venas. Me pregunto qué dirían los tipos del club de tenis al
respecto.
Descubrió que estaba sonriendo y rápidamente dejó de hacerlo; no quería
herir los sentimientos del viejo. Le caía bien. Y al fin y al cabo, todos nos
hacemos viejos. Con las arrugas y el dolor de las articulaciones viene la
obsesión por ideas que la gente más joven considera peculiares. ¿No eran los
inviernos más fríos y los veranos más cálidos en los viejos tiempos? Eso es lo
que muchas abuelas sostenían. Y los abuelos siempre dicen que la cerveza
sabía mejor, que el ron era denso como jarabe, que los vecinos eran más
amistosos, que el dinero duraba más, y un largo etcétera.
A la luz de la lámpara, David vio la mirada pensativa de su tío abuelo
mientras continuaba contemplando la oscuridad.
Bájate de tu alto caballo, David, se dijo de pronto. Aparca la arrogancia.
Es un viejo que vive solo. Su esposa murió hace tiempo. No tiene familia.
¿Qué le queda?
David sintió una súbita y feroz lealtad hacia el viejo. Su tío lo había
amado como a un hijo. Lo había llevado a dar paseos por el campo en cuanto
David pudo andar, le hacía regalos por Navidad y por su cumpleaños. George
probablemente le había hecho de niñera a él y a sus hermanastras. Su tío
George debió de sentirse desolado cuando sus padres se llevaron a Liverpool
lo que quedaba de la familia Leppington.
Y ahora tú estás aquí examinándolo fríamente como si fuera un
desconocido que ha entrado en la clínica con un chichón. Recuerda, David,
este viejo es de tu familia. Es de tu sangre.
Tocó suavemente el brazo del anciano.
—Tío George, ¿se puede ver el lago? —Tal vez el viejo se animara si
mostraba interés por la mitología familiar.
El viejo negó con la cabeza.
—Ya no. —Tocó las barras de metal con un fuerte dedo⁠—. Nada puede
atravesar esto.
—¿No hay otro camino para llegar a las cuevas?
—Hay un par de entradas más como ésta en la falda de la colina. El
coronel Leppington las hizo bloquear con estos barrotes de metal hace más de
cien años.
—¿Por qué?
—Demasiado peligroso.
—¿Demasiado peligroso?

Página 128
—Los niños siempre se estaban colando. —Se encogió de hombros y
pareció de pronto cansado y viejo… increíblemente viejo—. Se perdían. Ahí
abajo hay un laberinto. Los túneles se extienden durante kilómetros.
—⁠Sacudió la cabeza, su voz se redujo a un susurro—. Demasiados niños. Se
perdían en la oscuridad. Nunca regresaban. Así que…
Dio un golpecito a los barrotes de hierro y éstos zumbaron como si fueran
una gran campana. Rápidamente, casi ansiosamente, apagó la vibración de los
barrotes con la palma de la mano.
—Así que el coronel Leppington hizo que pusieran estos barrotes de
hierro en todas las entradas. Hizo un buen trabajo, además. —⁠Con esfuerzo
deliberado, el viejo intentaba parecer más alegre—. Bueno, nos van a dar los
santos óleos perdiendo el tiempo aquí abajo. Vamos, ayer hice pan. Lo
tostaremos en el fuego de la forja. Te encantaba cuando eras así de alto.
¿Cómo está tu madre? Siempre he querido ir a Liverpool a visitaros un día,
pero… bueno, ya sabes cómo va. Se pierde el contacto. Pero ha sido
magnífico verte, chaval. No te has dejado domesticar, ¿eh?
Extendió un musculoso brazo y cogió la lámpara del gancho. Entonces,
hablando de cosas nimias, condujo a David de vuelta a la superficie mientras
la lámpara susurrante los rodeaba en un globo de luz. David caminaba de
prisa para mantenerse al lado del viejo. La oscuridad aumentó tras él. Las
sombras parecían seguirlos, ansiosas por escapar de la fría soledad de la
cueva.

Página 129
Capítulo 14

Ésta era la parte que más le gustaba a Jack Black. El momento de la entrada.
El instante de la penetración. Eso era el ¡AHORA!, cuando lo que pertenecía
a otro se convertía en suyo.
¡Bam!
Atravesó con el pie el panel de madera prensada de la parte inferior de la
puerta de atrás. Otras dos patadas y se hizo un agujero lo bastante grande para
que uno de sus gusanos pudiera pasar.
El gusano se quejó.
—¿Tienes que hacer tanto ruido?
—Entra. Abre la puerta —ordenó Jack Black.
—¿Y si lo ha oído alguien?
—No lo ha oído nadie.
—Mira, estoy con la condicional. Si me pillan de nuevo ese juez hijo de
puta me empapelará.
—No te pillarán. Entra. Abre la puerta.
Jack Black contempló al gusano. Sabía que no protestaría mucho. Todavía
tenía la nariz hinchada y el ojo morado de cuando Jack reunió su banda.
Los otros dos gusanos esperaban hoscamente en el camino. Jack Black
sabía que no les gustaba. Pero le tenían miedo. Y les había prometido una
buena tajada de los beneficios para estar lo suficientemente seguro de su
lealtad.
Esos gusanos no pensaban a lo grande. Rompían la ventanilla de un coche
y robaban una radio. Si se colaban en una casa, cogían lo que podían llevarse,
que no era gran cosa: tal vez un vídeo, una tele portátil, algunas joyas. Jack
Black les enseñaría a hacerlo a lo grande. Había alquilado una furgoneta en
Whitby. Luego eligió una casa perdida en mitad del campo. Joder, esto era
pan comido.

Página 130
¡Zas! ¡Zas! Una patada al débil panel de conglomerado de la puerta y
enviaría a uno de sus gusanos a abrir la cerradura. Entonces estaría dentro.
Eso era lo que le gustaba: meterse en la casa de algún mierda y pensar
esto es mío. Durante el siguiente par de horas yo soy tu dueño. Cojo lo que
quiero.
Y el secreto de sacarle jugo a robar en las casas era llevarse hasta la
última pieza de mierda que valiera dinero: pasta, joyas, teles, radios,
ordenadores, la ropa medio decente, muebles, jarrones, antigüedades, incluso
los puñeteros cuadros de las paredes. Dejar al cabrón pelado si hacía falta.
—¿Estáis esperando una invitación por escrito o qué? —⁠les preguntó a los
gusanos—. Seguidme. Todo lo que yo toque, metedlo en la furgoneta. ¿Vale?
Ellos asintieron con cara impasible.
—Vale, jefe.
Dios, cómo odio a ese mamón… voy a denunciarlo a la poli a la primera
oportunidad que tenga. Mi nariz. Me ha jodido la maldita nariz. Lo mataré.
O lo denunciaré a la poli. No. Espera y coge el dinero primero.
Jack Black miró al chico de la barba rojiza y la camisa de cuadros.
Jack Black. ¿Qué mierda de nombre es ése? Le voy a romper el hígado.
Le haré más daño del que él me ha hecho a mí…
Jack sabía lo que estaba pensando el chico. Y no es una forma de hablar,
se dijo. Los pensamientos del chaval resonaban en su cabeza.
Lo abriré en dos, le sacaré el maldito hígado. Le iré pateando el jodido
hígado por toda la jodida calle…
—Eh. —Jack señaló al chaval de la barba rojiza⁠—. Intenta algo…
cualquier maldita cosa, y seré yo quien te saque el hígado. Lo asaré al fuego y
te obligaré a comértelo.
El chico de la barba miró a Jack; se había quedado de piedra. Abrió la
boca… bobalicona y con los labios húmedos. Eso sí que había sorprendido al
gusano; cuando les haces saber lo que están pensando.
Jack sonrió, sintiendo que le cosquilleaba la cicatriz de la cabeza.
—Ahora, capullo, muévete —ordenó—. Tenemos que llevar todo esto a
York esta tarde.
—¿Cuándo tendremos la pasta? —se quejó uno de los gusanos⁠—.
Necesito un chute. Tengo la cabeza llena de mierda. Necesito una raya de
coca o de speed.
¡Zas!
Jack abofeteó al gusano con la mano abierta. Por Dios, ¿no estoy siendo
bueno hoy?

Página 131
—Cierra el pico y sígueme.
Se movió por la casa, sintiéndose calmado, sereno, como si sobrevolara
las habitaciones con alas de oro. Ponía con ligereza un dedo en un cuadro de
un caballo, ignoraba otro, tocaba una jarra verde de la encimera mientras que
ni siquiera dirigía una segunda mirada a dos reposavelas de latón. Tenía
instinto para eso. Seleccionaba lo valioso, ignoraba la basura.
Ese golpe se convertiría en dinero… montones de dinero. Después de
compartir haría lo que hacía siempre. Guardaría un par de billetes para gastos
e ingresaría el resto en su cuenta por el cajero automático. Sabía que sus
gusanos se lo pulirían todo en tías, alcohol y drogas en menos de veinticuatro
horas.
Pero yo no, pensó, deslizándose por la habitación, los dedos tatuados
tocando levemente una silla aquí, una figurita de porcelana allá. El dinero es
poder. Sus cuentas (bajo una docena de sobrenombres) sumaban ahora más de
setenta mil libras.
Eso sí que es poder, verdadero poder. Y era lo que necesitaba, más que
ninguna otra cosa.

Bernice Mochardi seguía la pista del hombre del vídeo.


En su habitación del hotel abrió con cuidado la maleta que pertenecía a
Mike Stroud y depositó su contenido sobre la cama. Había zapatos (de buena
calidad, mocasines de estilo italiano); dos pares de Levi’s, ropa interior, una
camiseta negra, un par de camisas blancas de algodón, un neceser de baño con
cuchillas, espuma de afeitar, aftershave (lo olió, una, dos, tres veces; se echó
un poco en el interior de la muñeca para que el aroma permaneciera con ella).
El viento ululaba en el exterior, a veces haciendo golpear unas cuantas
gotas de lluvia contra la ventana.
Descubriré lo que le sucedió, pensó. Tendría que haber una pista aquí.
No había etiquetas con direcciones en la maleta, ni ningún tipo de
documentación dentro. Cogió los tres cuadernillos de espiral del periodista.
Todos eran nuevos; las páginas estaban en blanco. Mientras las hojeaba, una
fotografía tamaño carnet cayó del fondo de una de las libretas.
Bernice sonrió, complacida con el descubrimiento. Mostraba a Mike
(rubio, con gafas y sonriente) de pie ante un hotel de Whitby. Escritas a lápiz

Página 132
en el dorso aparecían las palabras: «Yo delante del Royal, Whitby. El hotel
donde Bram Stoker concibió a Drácula».
Esto es un hallazgo, se dijo sonriendo de placer. Un verdadero hallazgo.
Se le ocurrió que podría enseñársela a alguien a quien conociera del pueblo;
era posible que lo recordaran. Esa persona tendría que ser Electra. Sólo que si
se lo preguntaba, sabía que se burlaría de ella por haberse enamorado de un
desconocido.
No, es más que eso, pensó, mirando el rostro sonriente del hombre de la
fotografía. Lo conoceré algún día. Lo sé.
Un escalofrío le recorrió la espalda.
Entonces, antes de que pudiera detenerse, sacó la película de vídeo de la
funda. Tenía que ver la cinta otra vez. Y en esta ocasión tomaría notas en la
libreta del periodista. Tenía que haber pistas que le dijeran más.

David Leppington salió de casa de su tío esa tarde. El viejo había insistido en
que se quedara a comer… y eso fue después de un enorme montón de tostadas
sobre el fuego de la forja. En la cocina los dos se sentaron ante un gran plato
de puré de patatas mezclado con calabaza y beicon. La conversación fue del
tipo que cabría esperar después de no ver a un pariente cercano durante varios
años. No volvió a tratarse el tema de la saga familiar, los dioses nórdicos y los
nuevos imperios… para alivio de David, que había empezado a preguntarse si
su tío tenía algún tipo de profunda obsesión con la misión divina de los
Leppingsvalt, ahora Leppington, para acabar con la cristiandad. Pero el
anciano parecía ahora bastante animado y complacido en mostrarle viejas
botellas de licor de bayas casero o en preguntarle a David por su vida y su
trabajo.
Descubrió que su aprecio por su tío aumentaba. Destellos de viejos
recuerdos salían a la superficie. Se acordó de que su tío lo llevaba a pescar o
al museo de Whitby en Pannett Park, o simplemente echaba peniques en las
máquinas tragaperras del paseo antes de ir a comprar helados en la bahía de
Whitby y ver los barcos de pesca zarpar.
Después de prometer que volvería a visitarlo, David le estrechó la mano y
luego regresó al pueblo. Se sentía bien, como si caminara dentro de un cálido

Página 133
envoltorio. Decidió volver a visitar al anciano al cabo de un par de días;
llevaría una botella de whisky y podrían pasar un rato juntos.
El viento seguía soplando con fuerza, pero David no lo sentía. Llevaba
una bolsa con una historia familiar autoeditada que una Leppington había
escrito hacía treinta años. Y también una botella de licor casero. Su tío le
había prometido que era bueno y David lo había creído.
Cruzó el río Lepping y regresó al pueblo canturreando para sí.

Página 134
Capítulo 15

Caminaba a la vera del río. Sus sandalias resbalaron en el camino de arena,


cayó hacia atrás y se golpeó el culo contra el suelo.
—Ah… capullo.
El golpe no fue demasiado fuerte, pero le hizo recordar con fuerza la
noche del viernes. Diana Moberry se puso en pie y se sacudió el culo. No
parezcas una bruja, Di. No querrás asustarlo, ¿verdad?
Tenía el coño irritado. Se había pasado seis horas follando con Joel
Preston. La mayoría de los tíos se corrían a los diez minutos pero Joel Preston
follaba como una máquina.
Había sido divertido cuando empezó a enrollarse con él hacía seis meses,
pero ahora el sexo era monótono. Bombeaba sólidamente entre sus piernas
durante una hora y cuarto. Incluso después de media hora ella se quedaba seca
como una pasa. Ahora follar le dolía, ¿vale?
Incluso así, se sentía reacia a darle a Joel la patada. Sí, era aburrido, era
mecánico, follaba al estilo misionero con tanta finura y pasión como un
sacristán encargado de cavar la tumba de un tipo gordo, pero era bastante
agradable; toleraba que llegara tarde o le pidiera dinero para arreglarse el
pelo, como las mechas doradas que llevaba ahora, y por Dios que eran caras.
Había ido a la mejor peluquería de Whitby para hacérselas. Incluso le había
comprado esas sandalias. Eran divinas de la muerte; con las finas tiras
cruzadas hacían que sus pies parecieran pequeños y dorados.
Pero eran un coñazo para caminar… sobre todo cuando ibas de misión por
la ribera del río.
El mes pasado, Di Moberry había trabajado en el bar de un hotel de
Whitby. Esa semana (después de que la mujer del dueño la pillara haciéndole
una mamada en el asiento trasero del coche), volvía a patearse el viejo
Leppington.

Página 135
Dios, sí que me escuece el cono, pensó de nuevo, mientras continuaba
andando por el sendero. Era el tipo de camino que ni tendría que ser sendero
ni nada; parecía la pista de una montaña rusa, no había partes niveladas. O
bien bajabas una pendiente hasta la orilla del río Lepping, que borboteaba y
canturreaba sobre las rocas, o el sendero subía. Y por todas partes había
sauces.
Jodidos sauces. Los odiaba. Las ramas intentaban agarrarle el pelo. Las
raíces se enganchaban en sus sandalias.
—Si te cargas la correa, te rocío con líquido antihierbajos —⁠amenazó a un
árbol.
Y a veces los grupos de sauces estaban tan juntos que el sendero se perdía
en la oscuridad. Y estamos sólo a media tarde, gruñó para sí. Cuando te
encuentres en un hueco con todos esos sauces será como medianoche. Si piso
mierda de perro… malditos, estúpidos perros.
¿Motivo para esta misión, Di?
Vamos, desembucha.
Vas para echar un polvo.
Pero no sería un aburrido polvo de misionero con el viejo Joel Preston y
su cara de pez.
Dios, sí que me escuece el coño. Si no acabo con candidiasis será un
milagro. Decidió darse un buen frote con Canesten B cuando llegara casa…
siempre que su querido papi no lo hubiera confundido con pasta de dientes.
Sonrió al recordar cómo el viejo mamón se atragantó la última vez que se
cepilló los dientes por error con crema para la cándida.
Di Moberry había cumplido veintiún años el mes pasado. Tenía la llave de
casa y podía ver mundo. Su tupida y brillante mata de pelo, sus grandes ojos
azules, sus firmes caderas y sus pechos enhiestos le daban lo que una pobre
educación no pudo darle, aunque hacer novillos dos o tres veces por semana
tampoco ayudó. Si sonreía y flirteaba en las entrevistas de trabajo, suponiendo
que el entrevistador fuera un hombre, entonces su carencia de calificaciones
era a menudo pasada por alto. Así, en conjunto, conseguía mejores trabajos
que sus primas, bien cualificadas pero planas. Pero Di Moberry no era capaz
de conservar ningún empleo. Se le escapaban como agua entre los dedos.
Cuando se cansara de tener a dos o tres hombres haciendo cola a la vez
(dentro de cinco o seis años, se decía vagamente) se buscaría un marido con
una buena carrera. Me espera una vida de placer. Se imaginaba a sí misma
conduciendo un Range Rover hasta York para pasarse el día despilfarrando
con una Visa Oro.

Página 136
Pero hoy venía a cazar carne fresca.
Sonrió. Alguien con mucho morbo, que sería excitante y que no la secaría
tanto que acabaría haciéndole rozaduras en los labios vaginales.
Oh… sí que me duele el coño. Y también me pica.
El sendero junto al río la llevó a Leppington, tras la Casa de Baños, la
biblioteca y (espera, espera) el hotel Estación. Esa mañana había divisado al
trozo de carne más sexy que había visto desde hacía meses, todo músculo,
tatuajes y cicatrices. Y sus ojos eran tan penetrantes que inmediatamente se
notó húmeda. Su red de inteligencia (la chica que preparaba los desayunos del
hotel) le había revelado que ese semental era el nuevo encargado de la
bodega. Que probablemente se estaba tirando a Electra Charnwood, la altiva
propietaria del hotel.
Pero a quién le importa, pensó Di, siempre que yo me quede con mi parte
de esa carne.
Se lo imaginó mirándola con aquellos ojos llenos de hielo y amenaza. Se
estremeció de placer. Ahora casi podía sentir sus duros dedos acunando sus
pechos y luego corriendo arriba y abajo por su estómago desnudo antes de
retorcerle los pezones.
Dios, puede retorcerlos con fuerza, pensó con el corazón palpitando. Todo
lo fuerte que quiera.
Me gusta que me toquen los pezones y que luego los pellizquen. Y que
después me los muerdan mientras deslizan los dedos entre mis piernas.
Oh… mierda. Oh, mierda. No puedo esperar. No puedo esperar.
No había tiempo que perder. A por él, chica.
¿El plan?
Eso es fácil, Di.
—Me gustas, cariño —le diría con una voz susurrante, del estilo haz-
conmigo-lo-que-quieras.
Se echó a reír.
No, Di. El plan. Preséntate en la puerta trasera del hotel. El macizo
tatuado probablemente estará preparando las cajas de cerveza de la bodega
para el sábado por la noche, que es la gran noche de movida en Leppington.
Bien, pronto me estarás follando, campeón. Se imaginó las masas redondas
de su culo, casi podía sentir cómo se las agarraba mientras se la follaba. El
dolor entre sus piernas dio paso a un loco picor.
Oh, Dios, sí, como un centenar de cosquillitas corriéndole por la
entrepierna.

Página 137
Sus pies se movieron más rápido. Recorrió un tramo del camino, la pared
de ladrillo de los patios traseros a la izquierda, el río borboteando a la
derecha. Luego… otra vez hasta el agua, bajo los oscuros, oscurísimos
sauces…
Donde los niños y las niñas juegan a médicos y enfermeras.
Humm… se acordaba de eso. Cuando se la folló bajo los sauces aquel
como se llamara… el chico que trabajaba cargando sacos de patatas en la
camioneta.
Excitada ahora, se movió más de prisa, las pequeñas sandalias resbalando
en la arena. Las orillas del río estaban desiertas. Sólo los edificios comerciales
daban al río. El desarrollo urbanístico residencial todavía no había llegado a
Leppington.
Ahí sólo había silencio… aparte del risueño susurro del río. Ese silencio
encajaba con la sensación de aislamiento, aunque la calle mayor con la plaza
del mercado estuviese sólo a un tiro de piedra al otro lado de la línea de
edificios que incluía el hotel Estación.
Por delante pudo ver la abertura en la pared de ladrillo de tres metros de
grosor que conducía al patio trasero del hotel Estación.
Ahora respiraba entrecortadamente.
Dios mío, Di, ¿te mueres por echar un polvo o qué, chica?
El dolor de su coño había sido definitivamente sustituido por el picor.
Aquel viejo, viejísimo picor que conocía tan bien. Como una vaca con la
espalda picajosa que quisiera frotarse contra algo duro. Algo increíblemente
duro… oh, sí.
Otros veinte pasos y llegaría a la verja. No dudaba que pondría a tono al
señor Jack Black en diez minutos. Sólo quedaba pasar por un grupito de
sauces. Luego otros diez pasos con sus frágiles sandalias y llegaría a la
entrada del patio trasero del hotel.
Por Dios, qué picor. Tenía que rascárselo… rascárselo fuertemente,
follar ¡a saco!
Bajó por el camino arenoso bajo la penumbra de los sauces. Resbaló otra
vez.
—Mierda.
Se levantó en la penumbra y se sacudió la tierra de la falda, tensa como
una piel de tambor contra su trasero.
—¿Te has hecho daño?
¡Oh mierda. Dios Todopoderoso!
Miró a su alrededor, boquiabierta.

Página 138
Había un hombre en la penumbra. Ni siquiera estaba en el camino, sino de
pie al borde del agua. Las ramas de los sauces formaban un marco a su
alrededor; casi podría haber sido un retrato colgado de una pared.
—Lo siento. No quería asustarte.
La sorpresa de Di fue doble. La voz del hombre era amable, considerada.
Tenía con acento americano.
—¿Te encuentras bien? —Su voz era seda para sus oídos.
—Bien… Uf… —Se abanicó la cara, una acción deliberadamente
atractiva⁠—. Estoy bien, gracias. Me has sorprendido, eso es todo.
Miró con interés al hombre. ¿Por qué estaba tan oscuro aquí al borde del
agua?
—¿Estás pescando?
—Podríamos decir que sí.
—Bueno…, o pescas o no pescas.
Las palabras podrían haber sido desagradables, pero a Di le gustaba la voz
del hombre, su acento americano le hacía cosquillas en la piel. En cambio, su
voz adquirió una ronquera descocada.
—Estaba esperando a que viniera una muchacha bonita —⁠respondió el
hombre en voz baja.
—Tal vez si tienes paciencia venga corriendo.
—Tal vez ya lo haya hecho.
—Y puede que se corra antes de lo que crees. —⁠Demonios, Di, eso es ir
demasiado rápido incluso para ti.
Pero había algo en la voz que fundía incluso el duro núcleo de su cínico
corazón.
Dios mío, me siento como si tuviera otra vez quince años, cuando el tío de
la camioneta de patatas me tumbó allí en el suelo. Ya estoy sin aliento y
caliente, y el corazón se me derrite.
Entornó sus bonitos ojos en un intento de verlo mejor.
Allí se alzaba una figura esbelta (como un sauce, pensó, complacida con
aquella expresión tan poética y apta, considerando dónde estaban).
Jack Black, allá en el hotel, ya era plato de segunda mesa. Más vale
pájaro en mano, pensó ella. Sí, pájaro en mano, ¿no?
De todas formas, a Jack Black no se lo llevaría el viento, ¿verdad? Estaría
allí mañana por la noche.
Ahora se sentía bien en presencia de ese desconocido con su fino acento
americano. Más que verla, sentía su sonrisa; imaginaba la música del alma.

Página 139
Eso sí que era poético. Música del alma. Nunca había oído eso antes. Pero
ese hombre la tenía; la estaba tocando para ella.
Y ella se sentía bien en su presencia.
Se acercó al borde del agua bajo el denso techo de ramas de sauce.
Ahora vio su suave pelo rubio rizado. Su cara era fuerte, como si los
músculos bajo la piel estuvieran soberbiamente colocados. Un par de
levísimas marcas a cada lado de su nariz sugerían que a veces tal vez llevara
gafas.
Cuando lee música al piano, pensó ella. Y es tan alto. La imagen de un
artista Victoriano. El romance brotaba de él como agua de un manantial.
Estoy enamorada. Por primera vez estoy enamorada de verdad. Amo a
ese hombre. Quiero disolverme en la sangre de su corazón.
—Tienes un pelo precioso —dijo él—. Parece como si tuviera luces
doradas brillando entre los mechones.
—Gracias —dijo ella, permitiendo que la alabara—. ¿No tienes frío sin
chaqueta? —⁠advirtió, ya que él sólo llevaba una camisa y pantalones chinos
de color claro. Por un momento le pareció que estaban manchados, pero no,
tal vez eran sólo las sombras.
Habría mirado de nuevo, pero él la estaba observando con el par de ojos
más intensos que había visto jamás. Las cejas eran sorprendentemente oscuras
para alguien rubio. Y los ojos… nunca había visto unos ojos así. Están
clavados en mí tan… tan… ¡dilo, Di, dilo!, pensó con un escalofrío. Están
clavados en mí tan apasionadamente.
—¿Vives aquí? —preguntó él, dirigiéndole una hermosa sonrisa⁠—. En el
pueblo, quiero decir, no en el río.
Ella dejó escapar aquella risita de soy-una-bonita-niña-pequeña.
—Sí. Por mis pecados. ¿Y tú?
—¿Por tus pecados? No serás una chica que sepa nada del pecado,
¿verdad?
—Bueno… no me caí del guindo ayer.
—Tienes unos ojos preciosos, ¿sabes?
—Gracias.
Y tú también, pensó ella, sintiendo una especie de ensoñador calor
creciendo en su interior. Sus ojos eran tan grandes, tan enormes. No podía
apartar la mirada de ellos.
Él no parpadeaba, ni una sola vez. La mirada era viva, plenamente
consciente.

Página 140
Ojos preciosos, maravillosos, pensó ella. El corazón le ronroneó, la sangre
le corría cálida y densa por las venas. Sentía tanta… tranquilidad, tanta
sensación de bienestar.
—¿Cómo te llamas?
—Diana.
Su voz era ahora un susurro. No existía nada más que los ojos de él. Se
maravillaba al verlos. Eran más brillantes que ningún diamante que hubiera
visto. Y no parpadea, pensó. Mi amor no parpadea, nunca.
—Diana. Te queda bien.
Los músculos alrededor de sus ojos cambiaban de forma de un segundo a
otro. Ahora los ojos parecían latir. Un segundo después eran enormes discos
blancos, centrados de azul. Al siguiente el blanco de los ojos desaparecía y
todo lo que ella podía ver eran las pupilas. Se convertían en agujeros negros,
profundos, inefablemente misteriosos.
Ella abandonó el sendero.
Ni una sola vez apartó los ojos de él. Esos ojos…
Calor, amor, serenidad, música dulce: la música de los ángeles la llenaba.
Entonces sucedió algo maravilloso.
El murmullo del río, el canto de los pájaros, el soplo del viento que
canturreaba suavemente entre las ramas de los sauces. Todo eso se desvaneció
en aquellos ojos. Una parte de ella los acompañó.
Me ve hermosa, pensó, abrumada de alegría. Quiero entregarme a él.
Quiero dárselo todo. Pero ¿qué puedo dar? No tengo nada especial que
pueda querer, ¿no?
Sus ojos eran enormes globos brillantes. La sonrisa era cálida, amorosa,
deseosa.
Hambrienta.
Sus brazos se movieron lenta, suave, amorosamente a través de la
penumbra para rodearla. Podrían haber sido un par de alas enormes que la
envolvían en su glorioso calor.
Ella abrió la boca y esperó aquel primer beso.
Era sábado. Las tres de la tarde.

Sábado. Tres y cuarto de la tarde.

Página 141
—David. Ven a tomarte un café conmigo.
La voz de Electra Charnwood cruzó el vestíbulo del hotel para recibirlo.
David dejó que la puerta se cerrara tras él, dejando atrás los sonidos del
mercado y el tráfico.
—No me vendrá mal —sonrió.
Electra salió de detrás del mostrador de recepción con una pesada bandeja
de plata cargada con tazas y una cafetera que contenía un café rico y oscuro.
—Vaya —dijo con una cálida sonrisa—. Parece que te has dado una
buena paliza. ¿Has caminado mucho?
—Sólo hasta las afueras del pueblo. Una visita familiar.
—Ah, supongo que te refieres a George Leppington. ¿Es tío tuyo?
David asintió.
—No sé de qué os alimentáis por aquí, pero tenéis buen aspecto. Debe de
tener ochenta y tantos años pero parece en mucha mejor forma que yo.
Espera, deja que aparte el jarrón.
Apartó el jarrón del centro de la mesa y Electra dejó allí la bandeja.
—¿Conoces a George? —preguntó.
—He oído hablar de él. Lo veo en el pueblo de vez en cuando. Ahora,
David, siéntate aquí y entretenme. Acabo de recorrer todo Whitby buscando
un vestido nuevo y no encuentro nada que me siente bien. Oh, maldita
muchacha. Flores blancas.
—¿Cómo dices?
Electra cogió el jarrón que tenía un par de claveles blancos.
—Se lo he dicho una y otra vez: nada de flores blancas. —⁠Lanzó a David
una de sus miradas directas—. ¿Sabías que en China las flores blancas son
símbolo de luto?
Él negó con la cabeza y sonrió.
—No hacen que esto parezca fúnebre, desde luego.
Electra suspiró.
—Tal vez la muchacha ha tenido una premonición o algo así. Ahora,
déjame que haga de madrecita. ¿Leche?
—Solo.
—Eres de los míos. No seas tímido, coge una galleta.
—¿Siempre son así de tranquilas las tardes de los sábados?
—Siempre. Muerto como un cementerio, ¿verdad? —⁠Electra agitó la
mano para abarcar el desierto vestíbulo del hotel con el grupito de sillas
tapizadas de rojo y las mesas—. Así que tenemos todo el sitio para nosotros.

Página 142
¿Qué hacemos?, ¿nos colgamos de las cortinas o arrancamos a mordiscos esos
feos claveles blancos?
Sus ojos chispeaban maliciosamente, haciéndola parecer más joven.
David no pudo evitar echarse a reír.
—¿Sabes qué es lo que he querido hacer siempre?
—Adelante, doctor, sorpréndeme.
—Usar una bandeja como trineo y tirarme escalera abajo.
Sonriendo, ella indicó la bandeja de plata.
—Adelante.
—Creo que necesitaré algo más fuerte que el café para hacerlo.
Ella se rió y entonces preguntó con aquel estilo serio suyo:
—¿Qué te parece Leppington?
—Tranquilo.
—¿Como una tumba?
—Me gusta.
—¿Más que Liverpool?
—Liverpool puede ser un poco enloquecedor, ya sabes.
—Oh, donde esté una gran ciudad… —dijo ella, poniendo azúcar a su
café⁠—. Me gusta el anonimato de las multitudes. Aquí una se siente como si
estuviera constantemente expuesta.
—¿No te entusiasma el pueblo, entonces?
—¡Lo odio! Y odio este hotel también. Este maldito sitio enorme y
horrible.
David extendió la mano para coger una galleta. No tenía hambre después
de la gran comilona con que lo había agasajado George, pero no sabía cómo
responder al súbito ofrecimiento de Electra.
Pensativa, jugueteó con un mechón de pelo negro azulado. La taza de café
humeaba.
—El hotel es un sitio donde la gente viene a morir.
Él alzó las cejas.
Ella sonrió. David pensó que había algo más que un atisbo de tristeza en
aquella sonrisa.
—Suena morboso, ¿verdad?
—Y un poco melodramático —sonrió él, intentando animar la situación.
—Pero cierto. Demasiada gente ha muerto aquí a lo largo de los años.
—⁠Bebió de su café—. Crecí aquí. Cuando era niña llevaba una lista de la
gente que venía aquí para salir con los pies por delante. Algunos eran

Página 143
suicidios. Cuando tenía ocho años, una chica se asfixió en la habitación de al
lado. Condenaron a su novio por asesinato, pero él sostenía que era inocente.
—Lo dicen siempre.
—Mi tía se tiró por una ventana al patio. Se partió el cuello y se mató.
Decidió dejarla hablar. Claramente, ella tenía que quitarse ese peso de
encima.
Ay David, ¿otra vez estamos jugando a Jesucristo salvador?,
¿absorbiendo el dolor de otras personas? No, razonó, tal vez Electra no
tenga amigos íntimos ni familia con la que hablar. Eso era una forma de
catarsis, ¿por qué no permitirle ventilar un poco de aire?
Electra continuó, hablando ahora más de prisa.
—Mi madre murió en el sótano del hotel.
—¿Un accidente?
—Un infarto, dijo el forense.
—¿Lo crees?
—No. Creo que murió de miedo. ¿Sabes por qué?
Detenía ahora, dijo una vocecita en el fondo de su cabeza. La voz de
Electra estaba cargada de emoción. ¿De qué tienes miedo, David?, ¿de que
rompa a llorar y tengas que consolarla?
—La gente se muere de pronto —dijo suavemente⁠—. A veces ni siquiera
los médicos saben por qué.
—Lo sé —contestó ella, controlando la emoción de su voz⁠—. Recuerdo el
certificado de defunción de mi bisabuelo, que se murió en esa misma puerta.
En el cuadrito donde se indicaba la causa de la muerte, el médico escribió:
«Muerto como resultado de una visita de Dios». Así es como solían describir
las muertes por causas desconocidas, ¿no?
David asintió, deseando que alguien entrara en el vestíbulo o que sonara el
teléfono. Cualquier cosa que la arrancara de ese estado de ánimo.
—Muerto como resultado de una visita de Dios —repitió ella, sin ninguna
inflexión—. Es una manera muy pintoresca de expresarlo. —⁠Tomó aire; por
fuera parecía tranquila—. Verás, doctor, mi madre oía sonidos en el sótano.
—¿Sonidos?
—Sí, golpes. Como si alguien pidiera salir. Llevaba semanas oyéndolos.
—¿Los oyó alguien más?
—No. Al menos dijeron que no. Bueno…, esos ruidos la aterrorizaban.
Temía tener que bajar al sótano. Pero tenía que hacerlo. Dirigía esta
monstruosidad con mi padre. No quería que la consideraran una tonta

Página 144
neurótica. Así que seguía bajando al sótano. Y seguía oyendo los ruidos…
golpes, como si alguien martilleara una puerta.
David asintió, advirtiendo que a su pesar estaban asumiendo el rol doctor-
paciente.
—Entonces, una semana antes de su muerte —⁠continuó Electra—,
empezó a convencerse de que iba a morir. No, no le dolía nada ni tenía
dificultades para respirar… no había ningún síntoma físico de mala salud. De
repente supo que iba a morir con la seguridad de que la noche sigue al día.
—¿Y lo relacionó con los sonidos del sótano?
—Sí. Para ella los sonidos eran la muerte… La Muerte personificada. La
de la Guadaña en persona que venía a por ella. Todo fantasía neurótica, ¿qué
te parece?
—¿No se lo contó a nadie?
—Sólo lo escribió en su diario. Yo lo conservo, en mi cofre de tesoros,
allá arriba. Era un alma poética, mi madre. —⁠Electra chupó la cucharilla del
café antes de dejarla en la bandeja de plata—. Pero unos pocos días después la
encontraron muerta en el sótano. No tenía ni una marca. Pero sujetaba una
escoba en las manos como si deseara que fuese un palo. Muerta en un
charquito de frío orín. ¿No es una forma triste y miserable de morir?
—¿Sabes? —dijo David con dulzura—. Parece que estás expresando una
pena. Lamento hablar como médico ahora, pero creo que has estado
guardándote esto durante un tiempo.
Electra se encogió.
—Nunca lloré por ella, cierto. Pero no soy de las que lloran. —⁠Sonrió de
repente—. Venga, bébete el café. Se está enfriando.
David pensó que era el momento adecuado para cambiar de conversación,
pero, antes de que pudiera hablar, ella lo miró rápidamente y dijo de manera
desapasionada:
—Hay ruidos en el sótano. —El miedo afloró de pronto a sus ojos⁠—. Los
que perturbaban a mi madre. Yo también he empezado a oírlos.

Sábado, tres y media de la tarde.


La carretera de las montañas se extendía ante ellos. En el cielo, las nubes
corrían como fantasmas oscuros cumpliendo una misión del infierno. Jack

Página 145
Black conducía con firmeza la furgoneta, tranquilito y sin acelerar; no había
que llamar la atención.
En la parte trasera de la furgoneta, los gusanos estaban sentados entre los
muebles y los electrodomésticos que habían robado de la casa. Dentro de una
hora llegarían a la ciudad de York y luego podrían entregarle la mercancía a
un perista a cambio de un buen fajo de billetes. Después de eso, los gusanos
se tirarían una fiesta salvaje. Jack Black metería su parte en el cajero
automático y tal vez se pasaría el fin de semana dando bandazos por las
calles.
Entonces se dio cuenta, como un rayo caído del cielo.
Iba en dirección equivocada.
Detuvo la furgoneta a un lado de la carretera.
—¿Qué pasa? ¿Por qué has parado? —preguntó uno de los gusanos.
—Voy a dar la vuelta —anunció con voz grave.
—¿La vuelta? Tenemos que llevar esta mierda a York.
Él negó con la cabeza.
—Voy a volver a Leppington.
—¿A Leppington? Joder, ¿por qué?
¿Por qué? No sabía por qué. Sólo tenía esa necesidad… esa necesidad
acuciante de regresar allí. Había asuntos por terminar. Tampoco sabía qué era,
pero lo miraba como una herida abierta, grande y sin curar.

Sábado, 3:40 de la tarde.


Estoy muerta, pensó Diana Moberry.
No lo estaba. Quizá habría sido mejor para ella si lo estuviera. No le iba a
gustar lo que pasaría a continuación.
Un momento antes había abierto los ojos. Pensó que despertaba en la
cama, que había soñado que se encontraba con un hombre guapo y rubio en la
orilla del río.
La realidad volvió de sopetón, tan fría, tan fuerte, tan brutal como un
camión a la fuga.
Dios mío… oh… Dios mío. Ayúdame.
Le habían quitado la ropa. Estaba desnuda, ante una reja de hierro. El
agua se arremolinaba en torno a sus pies. Miró a su alrededor, mientras

Página 146
recuperaba totalmente la conciencia.
El río corría tras ella. En lo alto los sauces se arqueaban. Di advirtió que
se encontraba en lo que debía de ser un arroyo secundario que pasaba por
debajo de la ciudad antes de desembocar en el Lepping a través de una gran
alcantarilla. Ésta estaba sumida en la oscuridad más allá de los barrotes de la
reja.
Pero ¿por qué estoy aquí de pie? ¿Por qué estoy desnuda?
Se estremeció y trató de apartarse de la verja.
Con muda sorpresa se dio cuenta de que no podía. No podía moverse ni
un centímetro. La respuesta a eso se abrió paso por su cerebro embotado. Por
fin comprendió: no podía moverse porque alguien la obligaba a estar de cara
contra los barrotes; su estómago, sus pechos, sus caderas se apretaban contra
el frío metal.
Tenía náuseas. Sólo quería salir de ahí. Había un desagradable olor animal
que manaba de la verja. Oh, ¿por qué me está sujetando así? Está usando su
cuerpo para apretarme contra los barrotes de hierro. Voy a vomitar; tengo
frío.
Y estaba asustada, increíblemente asustada.
—Suéltame —suplicó—. Por favor… haré lo que quieras.
Sin una sombra de duda sabía que era el hombre rubio quien la apretaba
con fuerza contra la reja.
Pero ¿por qué?
Entonces advirtió movimiento en la oscuridad de delante.
Sorprendida, sólo pudo preguntar:
—¿Quién anda ahí?
No hubo respuesta.
Entonces se produjo un destello de movimiento en la negrura del túnel.
Había atisbos de blanco: blanco azulado, como piel carente de sangre. Los
movimientos se hicieron más rápidos.
De repente sintió, más que vio, las figuras que salían de la oscuridad y se
acercaban a la reja. Oyó los pies chapoteando en el agua poco profunda del
arroyo.
Diana Moberry cerró los ojos.
Sabía que iban a pasarle cosas, cosas desagradables, horribles. Lo sabía
perfectamente. Pero, no… oh, no, no podía mirar.
El agua salpicó contra su cuerpo desnudo. Dio un respingo.
Cierra los ojos… ¡Mantéalos cerrados!

Página 147
Gritó esas palabras mentalmente. ¡Mantéalos cerrados! No quieras ver lo
que…
¡Ah!
Se ahogó de dolor.
El dolor se extendió hasta el extremo de sus pechos.
Los dientes le chasquearon cuando apretó la mandíbula. Una mano le
cubrió la boca. Ahora no podía gritar. Sin embargo, ay, cuánto quería gritar.
Quería expresar a gritos su agonía y su miedo.
Trató de apartarse de la reja de hierro. La agonía se hizo aún más intensa.
Finalmente abrió los ojos. La imagen que vio era imposible.
Sangre. Había mucha sangre, chorros de sangre, sangre a borbotones
cubriendo sus brazos desnudos.
Pero fue otra cosa que vio lo que hizo que su comprensión fragmentada se
negara a encontrarle sentido.
Dos tubos (blancos y suavemente carnosos) le habían salido del pecho.
Corrían a través de los barrotes hasta un lugar donde algo blanco como el
hueso se agitaba y estremecía.
Tubos blancos. Por el amor de Dios, ¿qué eran?
Jadeó, se estremeció mientras miraba la mano que le cubría la boca.
Entonces supo qué eran los tubos blancos. Algo había agarrado sus pechos
y los había hecho pasar por los barrotes de la reja. Ahora tiró con fuerza. Y de
ningún modo iba a soltarlos. Nunca. Lo supo con absoluta certeza. Sentía los
pezones como si los estuvieran agarrando con pinzas al rojo vivo. Ahora sus
pechos estirados eran tan finos como los brazos de un bebé. Las venas azules
se clareaban a través de la piel.
Y aquí y allá esa piel blanca estaba manchada de sangre.
El hombre rubio seguía sujetándola con fuerza, de cara contra la reja.
La única manera en que podía escapar sería arrancándose los pechos.
Pero ya no podía luchar más.
Dejó de empujar hacia atrás; inmediatamente la presión ejercida por el
hombre hizo chocar su cuerpo contra los barrotes de metal.
Dolor, agonía, cansancio, sumisión, y entonces llegó algo más. Dulzura;
una profunda y penetrante dulzura que manaba de sus pechos hasta su
corazón, hasta la última célula de su cuerpo.
Una vez más cerró los ojos.
Había visto lo último de este mundo como Diana Moberry.

Página 148
Capítulo 16

David Leppington cogió el ascensor hasta el cuarto piso del hotel Estación.
El antiguo ascensor parecía poco más grande que un ataúd. El hecho de
que estuviera panelado con madera de pino oscura y lacada tan sólo
aumentaba el efecto.
Normalmente habría subido por la escalera, pero la comilona en casa de
su tío (y el whisky que había bebido y que lo acaloraba por dentro) le hacía
sentirse mareado. En una mano llevaba la bolsa con la botella de licor casero
y el libro autoeditado, La familia Leppington, realidad y leyenda, de
Gertrude H. Leppington.
Mientras el ascensor se agitaba y chirriaba subiendo despacio, muy
despacio, David pensó en la súbita confesión de Electra en el vestíbulo. Sus
dos padres habían muerto cuando era joven. A pesar de su aire de
sofisticación y cinismo, probablemente dentro de ella había una muchachita
vulnerable que estaba todavía consternada y dolida por quedarse huérfana con
apenas veinte años.
Fue la llegada de la pareja lo único que interrumpió a Electra. Querían una
habitación para el fin de semana. Los dos estaban colorados y con los ojos
vidriosos por la bebida. La muchacha no paraba de repetir, una y otra vez:
«Una habitación doble, tiene que ser una habitación doble. ¿Tienen jacuzzi?
¿Una cama con dosel? Oh, Matt…, tenemos que tomar champán…, que
envíen champán a la habitación». Risitas.
Le gustaba Electra. Cuando dejaba caer el duro escudo era un ser humano
cálido y agradable. La visualizó: el pelo negro azulado, la nariz fuerte, una tez
oscura, casi egipcia. Me pregunto si yo… Mierda.
La única luz de aquel ataúd convertido en ascensor se apagó. La oscuridad
fue instantánea.
El ascensor emitió un gemido. Se paró.

Página 149
Oh, mierda.
Magnífico.
Ahora tengo que aporrear la puerta y gritar y acabar sintiéndome como
un verdadero idiota cuando los bomberos aparezcan por fin para rescatarme.
Levantó la cabeza. Aunque sirvió de poco. La oscuridad era absoluta. Allí,
sobre el techo del ascensor, imaginó los cables que llegaban hasta el motor. El
engranaje humeaba, las ratas mordisqueaban los frenos, un psicópata bajaba
por el cable que sostenía ese ataúd de pino cuatro pisos sobre el suelo.
Vale, vale, le dijo a su febril imaginación, no te olvides de los hombres
lobo y los zombis.
Extendió la mano hacia donde pensaba que estaba el panel de mandos…
No, David, un poquitín más a la izquierda. Primero fue el borde de la puerta,
luego sus dedos encontraron el extremo elevado de la placa de metal donde
estaban los botones. Después dio con los botones, que en la oscuridad le
parecieron extrañamente pezones fríos.
Pezones fríos. Vamos, David, pensó, sonriendo de pronto, ¿no te
demuestra eso que no te comes una rosca últimamente? ¡Comparar botones
de ascensor con pezones!
Necesitas el amor de una buena mujer (vale, una mala mujer serviría).
Volvió a sonreír. Demonios, vaya forma de pasar la tarde del sábado.
Palpando botones en la oscuridad.
Al tacto encontró el botón más bajo del panel. Eso, supuso, sería el botón
de alarma.
Vale, allá va. Pulsó el botón. Prestó atención, esperando que el sonido de
un timbre lejano resonara por todo el hueco del ascensor, el «Eh, escuchen
todos, hay un estúpido pegado al botón de alarma».
Nada.
Prestó atención. Silencio total.
Pulsó de nuevo el botón. Una, dos, tres veces.
¡Bingo!
De repente volvió la luz. Inmediatamente el ascensor se estremeció; en
algún lugar de las alturas, el motor eléctrico del engranaje cobró vida. Sólo
que el ascensor iba ahora hacia abajo.
Se encogió de hombros. Bueno, disfrutaría del viaje.
El ascensor zumbó planta tras planta. Bostezando, David se apoyó contra
la pared de pino, deseando que se detuviera. Entonces podría pulsar el botón
número cuatro y trataría de volver a su planta. Estaba listo para tumbarse en la
cama y mirar el techo y planear perezosamente lo que haría el resto del día.

Página 150
El ascensor se detuvo con un sobresalto. Las puertas se abrieron.
David se quedó mirando.
Esperaba el vestíbulo del hotel y una vista de la recepción con Electra
sentada tras el mostrador. En cambio, sólo había oscuridad.
Parpadeó. Entonces comprobó el botón que había pulsado. Estaba
marcado con una S.
Oh, has pulsado el sótano, idiota.
Pulsó el botón número cuatro.
Entonces esperó a que las puertas se cerraran, con la bolsa colgándole de
la mano.
El viejo mecanismo no tenía ninguna prisa.
Se encontró contemplando el oscuro sótano, donde había un puñado de
negras cajas de plástico apiladas contra una pared encalada. Más allá sólo
había formas indefinibles en la penumbra.
Eran figuras encorvadas, sugerentes, que lo observaban.
—Vamos, ascensor —dijo con ligero humor.
Incluso así, había algo no demasiado agradable en aquella sólida masa de
oscuridad más allá del brillo que desparramaba la luz del ascensor. La
oscuridad parecía casi palpable. El ambiente era algo gélido. No olía bien:
había un húmedo olor orgánico que parecía putrefacción.
La intranquilidad regresó. La misma sensación de intranquilidad que
sintió cuando miró la alcantarilla esa mañana y recordó haber visto con seis
años los blancos balones de fútbol flotando. Aquella sensación de
intranquilidad que había sido reforzada por el paseo por la cueva tras la casa
de su tío.
—Vamos, ya he tenido suficientes subterráneos por hoy. —⁠Lo decía
frívolamente, pero la verdad es que no le gustaba el sótano. Algo podía salir
corriendo muy fácilmente de la oscuridad y colarse en el ascensor.
¿Como qué, por el amor de Dios?, se preguntó, irritado por su estúpida y
caprichosa imaginación. Esto es el sótano de un hotel, no el castillo de
Frankenstein. Ahí hay cajas vacías y muebles viejos, no monstruos con
dientes como cuchillas ni fantasmas sedientos de sangre.
Trató de desprenderse de la fría sensación de miedo, pero volvió a pulsar
el botón del ascensor.
—Vamos. Hora de llevar a papá a casa, chico.
Finalmente las puertas se cerraron.
Pero no antes de que lo asaltara el convencimiento de que algo pequeño y
sorprendente podía salir de la oscuridad y colarse en el ascensor.

Página 151
Las puertas se cerraron.
El alivio que sintió parecía absurdamente grande. Un segundo después el
ascensor volvía a subir al cuarto piso.
Cabrones, no me habéis pillado esta vez.
Sonrió para sí y trató de ignorar el escalofrío que le recorría la espalda.

En la parte trasera de la furgoneta los gusanos no paraban de quejarse.


Querían ir a York, querían su parte del dinero, querían colocarse, querían
follar, querían… bla, bla, bla, la historia de siempre.
Jack Black desconectó. Ahora no oía sus voces, pero sí captaba el
murmullo de insatisfacción que zumbaba dentro de sus cabezas. Siempre
había podido oír lo que decía la gente mentalmente.
Y todo era una mierda.
Humanidad. La odiaba.
Igual que ella lo odiaba a él. La gente esperaba que mañana fuera como
ayer, y el año siguiente como el pasado. No esperaba que su vida fuera a
mejor ni a peor. Una vez, cuando se dio cuenta de que era el único que sabía
que podía oír las voces dentro de la cabeza de otra gente (telepatía, lo
llamaban), se preguntó si podía sacarle partido, pero los psiquiatras que
visitaban los hogares de acogida no le creyeron. Y cuando asustaba a los
niños de los orfanatos lo largaban a otro orfanato o lo devolvían al hogar de
acogida del Consejo. Ahora mantenía la boca cerrada.
La carretera se extendía ante él a través de las colinas cubiertas de oscuros
brezos. Nubes de tormenta llenaban el cielo de negro, púrpura y verde, como
si alguien le hubiera dado al mismísimo Dios una buena patada.
Jack Black cambió de marcha cuando la furgoneta empezó a subir con
dificultad una cuesta.
Un cartel anunció Leppington 9 km.
Aceleró. Era como si el pueblo estuviera llamándolo por su nombre.

Página 152
—¿No has oído algo?
—Será la pareja de la habitación 101; estaban tan calientes que
prácticamente se estaban desnudando en recepción.
—No, parecía un grito.
—Entonces probablemente era la pareja de la 101.
—No te tomas nada en serio, ¿no, Electra?
—¿Qué hay que tomarse en serio, querida?
—¿La vida?
—La vida no vale nada.
—Eres la persona más cínica que he conocido en mi vida.
—¿Cínica?
—Sí.
—No, querida. Realista.
—Realista, y un cuerno.
—Lo comprenderás cuando tengas mi edad, querida.
—¿Cuántos años tienes, Electra, treinta y cinco?
—Cuando llegues a la grandiosa edad de treinta y cinco años, Bernice, te
darás cuenta de que eres un engranaje sin importancia en el universo. No, ni
siquiera eres un engranaje. Un engranaje es una rueda dentada que impulsa a
otra rueda dentada; eso quería decir que eres un componente vital en este gran
cosmos cuajado de estrellas y polvo estelar. Así que no, ni siquiera somos
engranajes. Somos motas de polvo agitado por el viento. Somos manchitas
flotando en el lecho de un río. ¿Sabías que todo el universo fue creado por
una simple variación de la norma? Pregúntale a cualquier astrofísico. Somos
un píxel en la pantalla, una burbuja en el agua, un evento aleatorio. Somos…
—¿Qué tal? ¿Demasiado apretado?
—Sí.
—Lo aflojaré entonces.
—No, quedan mejor con los cordones fuertes. Mira, Bernice, ¿qué te
parece?
Electra se plantó en mitad de la cocina del hotel y se alzó la falda por
encima de la rodilla para mostrar sus botas nuevas, que llevaba atadas con
cordones desde los dedos hasta justo por debajo de la rodilla.
—¿No te encanta el cuero negro? —Electra dejó escapar una sonrisita
perversa—. ¿No es extravagante? —⁠Suspiró, impaciente—. Bernice, he dicho
que si no es extravagante. ¿Qué te parece?
—Humm… lo siento. Me ha parecido oírlo otra vez.
—¿Qué, querida?

Página 153
—Parecía alguien gritando ahí atrás.
Electra se asomó al patio.
—Está desierto.
—Estoy segura de que he oído gritos. Ya sabes, un sonido agudo, como si
alguien sintiese dolor.
—Será algún niño —dijo Electra sin darle importancia, y volvió a llenar
las copas de vino.
—Oh, Electra. Dije que sólo tomaría una.
—Vive un poco, querida; son cuatro días.
—Sólo valdré para la cama.
Electra le hizo un guiño malicioso.
—No empecemos otra vez.
—¿No te parece atractivo?
—¿Quién?
—Quién va a ser, el tipo que recoge la basura. Vale, tiene un bulto en la
frente y las orejas llenas de cera, pero he oído decir que es una máquina…
—¡Electra!
—No, tonta. Estoy hablando del doctor David Leppington, claro.
—El púrpura te queda mejor que el blanco —⁠dijo Bernice, levantando los
dos pañuelos de seda.
—Guardé la factura; lo cambiaré la semana que viene. Ahora deja de
cambiar de tema. ¿Te interesa el doctorcito?
Mientras la tarde del sábado languidecía, charlaban de cosas de mujeres
en la cocina. Se había convertido en una tradición durante el mes pasado. Los
sábados por la tarde Bernice compartía una botella de vino con Electra y se
enseñaban la ropa que habían comprado esa mañana o simplemente pasaban
el rato. Al principio, Bernice se cortaba con las burlas de Electra. Ahora se
daba cuenta de que estaba siempre de broma. Se llevaban bien y disfrutaban
de su mutua compañía.
Electra se probó los pendientes que había comprado en una feria de
artesanía en Church Lañe, en Whitby, echando hacia atrás con los dedos el
largo pelo negro azulado.
Bernice ladeó levemente la cabeza, prestando atención. Estaba segura de
que había oído un débil grito que venía del río que corría tras la alta pared de
ladrillo del patio. Podrían ser niños, pensó. Incluso un pájaro. Y sin embargo
el sonido resultó extrañamente chocante, como alguien sintiendo un dolor
increíble.

Página 154
Mientras Electra trataba de sonsacarle qué pensaba del doctor Leppington,
Bernice miró por la ventana. Sobre las cimas de las montañas se
arremolinaban nubes oscuras. Se avecinaba una tormenta.
—Tal vez te invite a cenar una noche —estaba diciendo Electra⁠—.
¿Aceptarías?
Había pretendido no decirle nada a Electra, pero no podía resistirse a ver
la expresión de su cara.
—Oh, ya lo ha hecho —dijo de manera bastante casual.
—¡No! —La expresión de asombro de Electra era de inmensa
satisfacción⁠—. Dijiste que sí… lo dijiste, ¿verdad?
Sonriendo, Bernice asintió.
—Oh, chica. —Electra sonrió—. ¿Cuándo?
—Mañana por la noche. Vamos a ir al Magpie, en Whitby.
—Oh, buena elección. Vaya, sacaré mi caja de herramientas mañana por
la tarde y te haremos una buena puesta a punto para que arda de deseo.
Charlando alegremente, planearon lo que Bernice llevaría puesto para la
cena. Fuera, las nubes negras se deslizaban sobre el pueblo. Parecían las alas
de un enorme murciélago, extendidas como si pudieran aniquilar a la
humanidad entera.

Página 155
Capítulo 17

SEXO. SEXO. ¡SEXO!


Oh, Dios, me encanta. Me encanta que me haga esto. Me encantan las
palabras que dice. Palabras guarras. Pero es tan excitante. Me pregunto si
me atreveré a chupársela.
Tiene que haber una primera vez para todo, ¿no?, se dijo. Sí, adelante,
hazlo.
Fiona Hill se extendió lujuriosamente en la cama, permitiendo que la
besara de la cabeza a las plantas de los pies. La habitación 101 del hotel
Estación era cálida…, ellos la habían calentado, empañando las ventanas.
—Ahora voy a besarte los pechos —murmuraba su amante⁠—. Luego voy
a besarte la barriga, luego voy a besarte las caderas, luego voy a… ñamm,
ñammm…
Fiona Hill agitó las piernas contra las sábanas, atesorando cada empapado
momento. Tenía veintinueve años.
Créeme, pensó, ya me tocaba. Pesaba poco más de cuarenta y cinco kilos.
Era delgada, de huesos pequeños, ojos castaños. ¿El pelo? De un castaño
pardo. Pero no era fea, pensó. Normalmente llevaba gruesas gafas de montura
azul… pero no hoy, hoy no. Te lo has ganado. Te has ganado ser el centro de
atención por una vez. Te has ganado ser objeto de deseo: un deseo caliente,
sexual… sí, sí, dilo: Animal.
Te has ganado ser… ser… vamos, se dijo. No te cortes. Di esa palabra
atrevida.
Follada. Te has ganado ser follada.
Ahora jadeó la palabra en voz alta:
—Fóllame, Matt… fóllame, por favor.
Follar.

Página 156
La palabra sonaba peculiar en su boca… excitante, extraña y sucia al
mismo tiempo.
Follar.
En sus veintinueve años ni siquiera había podido pensar en esa palabra sin
ruborizarse intensamente. Entonces corría a confesarse como si el propio
Lucifer la estuviera persiguiendo. Se lo contaba todo al padre O’Connell. Las
perversas sensaciones en la boca del estómago, las revistas que las chicas del
trabajo dejaban abiertas sobre su mesa, y cómo, y dónde, se enjabonaba en el
baño cuando sabía que ya estaba limpia, pero le encantaba el tacto resbaladizo
de los dedos jabonosos sobre la piel.
Sexo.
Ahora las compuertas se habían abierto. Había coincidido con Matt en la
fiesta de compromiso de una amiga. Él la llevó a casa… Bueno, en parte. De
pronto detuvo el coche y la besó… Cielos, sí que estaba nerviosa; había
sentido como si un globo se expandiera en su interior, creciendo más y más y
más hasta que casi estalló.
Entonces algo estalló de verdad.
Todo había sido una locura… una completa locura.
En cuestión de dos minutos él estaba encima de ella, llenándola hasta que
pensó que iba a abrirse en dos. ¿Fue un éxtasis?, ¿una agonía? ¿Me volví
loca?
Me encantó, pensó más tarde. Veintinueve años y virgen todavía.
Pero ya no.
Sexo.
Abrió los ojos con una sonrisa jugueteando en los labios. El sol poniente
se había abierto paso entre las nubes; ahora un haz de luz roja entraba por la
ventana e inundaba la pared de la habitación del hotel. Destelló en el cristal
del cuadro enmarcado donde unos niños desnudos nadaban en un lago. Le
llegó el aroma de la única rosa roja en la copa de champán. Inefablemente
dulce, parecía fluir por su piel para calentarle la sangre. El corazón le cantaba
de pura felicidad.
Amor.
Estoy aquí en la habitación 101, pensó, relajándose, sintiéndose
increíblemente deliciosa y deseada. Quiero quedarme para siempre en la
habitación 101. Quiero que me folie hasta que me derrita y me desparrame
por la alfombra, los muebles y las paredes. Quiero congelar el tiempo la
próxima vez que llegue al orgasmo y que ese orgasmo dure toda la eternidad.

Página 157
¿Es así el cielo quizá? ¿Una eterna sensación de correrte?, ¿un orgasmo
de mil millones de años?
Humm… eso espero.
Pensamientos como ésos la habrían hecho salir corriendo a ver al padre
O’Connell, con las orejas llenas de pelos blancos y su arisca voz escocesa. Ya
no, Fiona, ya no. Ahora tengo un verdadero amor. Me siento querida. Me
siento a salvo.
Sí. Había problemas. Los veinte años de diferencia no la preocupaban.
Pero Matt estaba casado. Era director del grupo de peritos civiles que la
empleaba.
Pero el futuro no importaba.
Este fin de semana duraría para siempre, ¿verdad?
Fiona miró afectuosamente la cabeza de pelo gris acero mientras se movía
de un lado a otro, lamiendo su liso estómago. Gimió de placer cuando besó el
remolino de suave pelo entre sus piernas. Una de sus grandes manos se acercó
a acariciarle suavemente los pechos. Su gran anillo de casado destelló con la
luz roja del sol.
Maximilian se aupó hasta que sus ojos, brillantes como lascas de hielo al
sol, miraron los suyos. Su cuerpo cubría el de ella. Era cálido y firme, y tan
reconfortante.
—Fiona —susurró—. ¿Confías en mí?
—Sí.
—¿Me crees cuando te digo que te quiero?
—Sí, te creo.
La besó en los labios. Ella olió champán y tabaco en su aliento.
—Ahora —susurró—, voy a hacerte el amor. ¿Preparada?
—Preparada. —Ella pasó las manos por su ancha espalda, alzando las
rodillas.
Oh, quería que durara eternamente.
Mientras lo sentía deslizarse magníficamente en su interior, el sol se
ocultó bajo el horizonte y la noche comenzó su subrepticia entrada en la
habitación.

Página 158
Tres pisos por encima de los amantes de la 101 estaba David Leppington,
sentado en su propia habitación. Había arrastrado el sillón para apoyar los
pies en la cama. Junto a su codo humeaba un café. Tenía en las manos el libro
que le había dado su tío, La familia Leppington, realidad y leyenda. Como
historia familiar era increíblemente concienzuda con los árboles genealógicos
y mostraba fotos de sus antepasados Leppington: severos patriarcas
Victorianos con bigotes tan poblados que podrían barrer el suelo de una
carpintería, y matriarcas Leppington con polisones y vestidos que llegaban al
suelo. Todos miraban fijamente desde las fotografías, como si sus vidas
dependieran de que no sonrieran.
Las excepciones venían más tarde, con las fotos de su padre y su tío
George (su padre era un adolescente, su tío tendría unos treinta y tantos),
ambos sentados en un bote de remos, sonrientes y con sombreros de paja.
La leyenda de que los Leppington eran los orgullosos poseedores de
sangre divina se contaba de manera tan casual como los matrimonios y las
muertes. Luego llegaba la biografía inconclusa del tío George, contando cómo
había levantado un negocio de éxito en Whitby, importando zapatos baratos
de los países que entonces formaban el bloque soviético. Además del negocio
de importación de calzado, había una cadena de zapaterías que se extendía
desde Bridlington a Saltburn.
En la página catorce había incluso un grabado de algún antiguo
Leppington de hacía mil años arrodillado ante Thor, el dios del trueno, que
aparecía con su martillo, Mjolnir. Thor le tendía al hombre lo que parecía ser
un periódico enrollado (aunque obviamente no podía serlo). Con letra
recargada estaba escrito debajo: «El gran Thor concede la palabra a Tristan
Leppingsvalt, 967 después de Cristo»; David examinó la reproducción del
libro. Parecía victoriana y tenía el aspecto de una vidriera de iglesia cristiana
más que de sangriento arte nórdico.
Pasó una página y, al azar, eligió un párrafo.

Mi regalo es un ejército inmortal, alimentado con sangre de toro,


obediente a la palabra de Leppingsvalt y ansioso del nuevo Reino que
se arrodilla ante Thor, no ante Cristo.

David repasó la página, leyendo una frase aquí y otra allá. Era obviamente
el relato del ejército vampiro que Thor les había otorgado a sus antepasados
con la intención de conquistar los reinos cristianos del año 1000. Sin duda,

Página 159
Thor, enfurecido por la negativa del jefe Leppingsvalt a iniciar la invasión,
había decidido coger sus bártulos y volverse al Valhalla.
Mierda, pensó David, sonriendo. Recordó cuando uno de los estudiantes
de la universidad entró en clase y anunció que acababa de heredar un millón
de libras de una tía lejana. Capullo presumido. Piensa si, después de estas
vacaciones, puedes volver a la clínica de Liverpool y con la misma
presunción decir: «Adivinad qué he heredado yo, chicos». Y a continuación,
con un gesto teatral hacia la ventana, les mostraría su ejército de vampiros
esperando obedientes en el aparcamiento, con las espadas y hachas oxidadas
preparadas.
Sonrió y sacudió la cabeza. ¿Un ejército de vampiros? La idea le parecía
atractiva a su a veces frívolo sentido del humor.
Ese frívolo sentido del humor era algo que había desarrollado en la
Facultad de Medicina. Al fin y al cabo, cuando tienes diecinueve años, de
repente te encuentras con un cadáver en la mesa de disección, y el catedrático
de anatomía te dice, con la cara muy seria pero sin duda partiéndose de risa
por dentro: «Ahora, señor Leppington, sea usted tan amable de extraer el bazo
para que sus compañeros lo examinen. Vamos, vamos, señor Leppington. Los
muertos no muerden».
Dios mío, sí, hay ocasiones en que el sentido del humor es tan esencial
como el aire que respiras.
La habitación del hotel había quedado envuelta en penumbra. David
encendió la lámpara de la mesilla de noche, tomó un sorbo de café y regresó
al libro.

Mientras David Leppington leía, en la habitación de al lado, Bernice


Mochardi se probaba la ropa que había encontrado en un trastero de esa
misma planta.
Eran prendas de Electra, de eso no tenía ninguna duda. Estaban guardadas
ordenadamente en estantes. Había cuencos de sal en cada anaquel para
impedir que la humedad dañara los delicados tejidos.
Dios mío, pensó, Electra debe de tener más vestidos que una princesa. Es
imposible que se lo pueda poner todo.

Página 160
Era primera hora del sábado por la tarde. No tenía nada que hacer. El
aburrimiento acabó por vencer cualquier idea de que pudiera ser inadecuado
probarse la ropa de otra persona sin pedir permiso. Además, Electra estaría
ocupada abriendo los bares del hotel y supervisando al personal de cocina.
Sin duda no pasaría nada si se llevara unas cuantas prendas a su
habitación, razonó Bernice, se las probaba y luego las devolvía bien
dobladitas a su sitio. Vaya, imagino que Electra ya ni sabe que tiene estas
ropas. Probablemente hay trasteros y más trasteros en este hotel con ropa
que Electra ha comprado y no se ha puesto nunca.
Y yo necesito apartar la mente de ese estúpido vídeo, pensó con firmeza.
No puedo seguir pensando en eso. Ni preguntándome qué le pasó al hombre
del video. Tal vez no fuera más que una retorcida broma de mal gusto. ¿No se
hace la gente fotos en ataúdes, fingiendo estar muertos? Todos los días los
hospitales sacan pepinos, botellas de Coca-Cola y Dios sabe qué de los anos
de la gente. Es un mundo extraño: la gente tiene impulsos y hace cosas
raras…
… como ver ese repugnante vídeo, como atrancar tu puerta por las
noches, como imaginar que un hombre (verde por el moho de la tumba y sin
ojos) camina ante tu puerta, Bernice.
Cállate, le dijo a la voz de su cabeza. No necesito esto. ¿Por qué deberían
preocuparme estos alocados y jodidos pensamientos?
Sal de este pueblo, dijo una súbita voz tranquila dentro de su cabeza. Sal
de este pueblo aunque sea lo último que hagas.
La ropa.
Entretente con ella. Ocupa tu mente.
Bernice recogió de los estantes montones de blusas, vestidos, pañuelos y
guantes, y luego recorrió rápidamente el pasillo del hotel de vuelta a su
habitación. Cerró la puerta tras de sí.

En la habitación 101, Fiona jadeaba en la cama. Matt era una enorme sombra
oscura sobre ella. Entraba dentro de su cuerpo. La cama crujía siguiendo el
vigoroso ritmo. Se entregó al placer.
Él la miró con los ojos brillantes en la penumbra. No existía nada más que
la fricción entre sus piernas, aquella deliciosa fricción que hacía que su

Página 161
corazón bombeara con más fuerza, que le hacía respirar entre jadeos. Le
agarró los glúteos con ambas manos, atrayéndolo hacia su interior. Él le
susurraba palabras; eran amorosas, sexys y sucias al mismo tiempo.
Dios, se estaba corriendo.
Miró al techo, la boca y los ojos abiertos. El techo se nubló, se contrajo
hasta convertirse en un punto gris y luego pareció estallar en un millón de
colores mientras el orgasmo bramaba por todo su cuerpo.

Sábado por la noche. Dentro de las paredes de ladrillo que formaban su duro
caparazón, el hotel Estación continuaba su existencia en la Tierra.
Un animal está compuesto por órganos internos, que, a su vez, están
integrados por células vivas. El corazón del animal late, haciendo circular la
sangre por unas arterias que pueden ser gruesas como una tubería o más finas
que un cabello. Las funciones digestivas continúan; los pulmones aspiran, las
válvulas se abren y se cierran, los impulsos eléctricos fluctúan en el cerebro
transmitiendo sensaciones: calor, presión contra la piel. Si esa criatura es
humana, esos impulsos eléctricos transmiten ideas, ya sea al escribir un
poema sobre las olas del océano o al pensar en ver un concierto en la
televisión.
El hotel imitaba los procesos vitales del cuerpo. La comida entraba por la
puerta, los residuos caían a las cloacas.
Igual que los microbios de un cuerpo siguen sus propios planes, los cuatro
huéspedes del hotel continuaban con sus asuntos. En la habitación 101, los
dos amantes retozaban en la cama; en la habitación 407, David Leppington
tomaba café y leía su libro; en la 406, Bernice Mochardi se ponía los negros
guantes de encaje que le llegaban hasta el codo. El personal de la cocina
pelaba, cortaba, troceaba; movía sartenes que echaban humo; el chef iba ya
por su tercer whisky con limonada. Electra se movía ágil como un gato entre
las mesas del comedor, saludando a la clientela.
Y al igual que un animal no es consciente (al principio) de cuándo un
virus invade su cuerpo, nadie advirtió lo que entró por la puerta trasera del
hotel, los pies descalzos pisando suavemente la alfombra. Alguien que lo
hubiera visto en el rellano habría creído que podía describirlo: los brazos
largos, la manera en que los dedos se curvaban bajo los pies mientras

Página 162
caminaba, los dos ojos ardientes, la cabeza cubierta de espeso pelo rubio,
rojos puntos de presión a cada lado de la nariz que sugerían que había llevado
gafas. Pero su biología era tan extraña al hombre como cualquier cosa que
viviera en el fondo del océano o que se aferrase a las rocas en mundos que
están más allá de las estrellas.

Fiona yacía emocionada y segura en brazos de su amante. Estaba dormida. Se


relajaba mientras el sueño se mecía dentro de ella con olas cálidas y
agradables. Su cuerpo vibraba. Esto estaba tan bien, tan absoluta y
perfectamente bien… Había encontrado por fin el amor. Todo el mundo
merecía ser amado y quedarse dormido, querido y a salvo en los brazos de un
amante tan tierno y considerado como éste.
Cerró los ojos. Estaba feliz, contenta, emocionada. El sueño correteaba
por su cerebro con el sigilo de un zorro.

Bernice estaba de pie delante del espejo. Iba vestida de negro y púrpura muy
oscuro. Llevaba guantes de encaje negro que le llegaban por encima de los
codos. El tejido parecía extrañamente seductor; podía sentir su presión
rodeándole las manos, las muñecas y los antebrazos. Había algo sexy en la
sensación de presión. La blusa era de seda. Casi negra, entrelazada de fibras
de aquel púrpura eléctrico oscuro que le daba el mismo tipo de brillo que el
del caparazón de un escarabajo. Y la blusa decididamente le iba grande, era
de la talla de Electra. La falda le habría llegado a Electra hasta las
pantorrillas. A Bernice le llegaba hasta los pies.
Podría pasar por una dama victoriana, pensó, complacida con el efecto y
agitando la falda de lado a lado con un elegante gesto de la mano. Soy la
dueña de la casa, la dama del castillo. Puedo hacer lo que quiera, ir a donde
quiera. Éste es mi hogar.
Sintió una excitación mareante vestida así; de repente se alzó la falda para
admirar las negras medias de encaje. Deseó que alguien la viese de esa guisa.

Página 163
Quería compartir el efecto: recatada victoriana y sin embargo muy sexy; la
fusión de los opuestos.
Bernice sonrió ante el espejo, sus ojos marrones brillaban y los dientes
reflejaban la luz. La euforia zumbaba en sus venas.
Puedo hacer cualquier cosa, pensó, puedo llamar a la puerta de David
Leppington y entrar en su habitación para tumbarme en la cama y alzar al
aire las piernas y reírme de su expresión sorprendida.
Sólo quería escandalizar.
Pensó en bajar elegantemente al bar de abajo sólo para hacer que se
volvieran a mirarla los matarifes que estaban en su noche de juerga; entonces
se sentaría en la barra, pediría vino tinto, tan exuberantemente rojo como sus
labios, y esperaría a ver quién se acercaba primero.
Demasiado soso, pensó con los ojos brillantes y un hormigueo en la piel.
Quiero más. Mucho más.
La piel le ardía intensamente. El corazón le latía más de prisa.
Quería vivir peligrosamente.
Si el hombre rubio del vídeo apareciera en mi puerta, lo besaría en la
boca y me lo llevaría a la cama, pensó con desenfreno.
Si pudiera encontrar al hombre del vídeo…
Electra probablemente lo tiene encadenado en alguna parte. Lo tiene de
esclavo sexual.
¿Dónde?
¡En el sótano, por supuesto!
Las palabras parecieron surgir de fuera de su cabeza. De hecho, sonaron
tan fuertes que pensó que alguien las había dicho en la habitación.
Con un jadeo de sorpresa se dio media vuelta. Allí no había nadie. La
habitación seguía igual que siempre: la grieta en forma de estrella en el cristal
de la puerta del cuarto de baño, el cuadro enmarcado de una niña metida en el
río hasta las rodillas, la maleta con la cinta de vídeo guardada en el armario…
Y William Morrow, sin ojos y muerto, de pie ante la puerta de tu
dormitorio.
No. Deja de pensar en tonterías. No hay nadie ahí fuera, Bernice. Espera,
te lo demostraré.
Antes de poder detenerse, abrió intrépidamente la puerta.
En el pasillo, negra, con los contornos perfectamente recortados, estaba su
sombra, proyectada por la luz que tenía detrás.
Por lo demás, el pasillo estaba vacío. En el suelo, la vieja alfombra
escarlata… donde pisan pies muertos y descalzos; no, no es así, se dijo con

Página 164
firmeza. Mantén la imaginación bajo control, Bernice.
Sin embargo, la sangre palpitaba con fuerza en sus venas. Se sentía
extraña, casi ajena, como si una fuerza externa guiara sus acciones.
Una fría y sensata parte de su ser le dijo que regresase a la habitación,
cerrara la puerta, se cambiarse, se lavara la cara y llamara a una de sus amigas
de la granja. La voz le decía que necesitaba compañía. Necesitaba una
conversación normal y anodina que la volviera a traer a la tierra.
Pero algo se había apoderado de ella. Quería hacer algo peligroso y
excitante. Pero ¿qué?
El sótano. Baja al sótano.
Quizá descubras un secreto. ¿Lo que le ha hecho Electra a Mike Stroud,
el chico rubio del vídeo?
De nuevo tuvo la sensación de que las palabras se habían originado fuera
de su cabeza.
No quieres bajar a ese sótano, Bernice, dijo la voz de la razón, es sucio,
oscuro, está infestado de ratas…
Pero se encontró recorriendo rápidamente el pasillo, con sandalias que
susurraban sobre la alfombra. Entonces llegó a la escalera y la bajó presurosa,
sintiendo aquel extraño zumbido de excitación; podría haber sido una espía en
una misión de importancia nacional. Su corazón latía más rápidamente.
Vuélvete, Bernice, vuélvete.
Ignoró la voz de la razón y se dirigió al vestíbulo, sin aliento, excitada.
Estaba desierto. Las puertas que conducían a los bares abiertos al público
estaban cerradas para impedir que los elementos más alborotadores invadieran
la paz del hotel. Los clientes usaban las puertas del bar que daban
directamente a la calle. Electra estaría en el restaurante. A través de las
puertas cerradas, Bernice pudo oír el ocasional estallido de risas ebrias junto
con los monótonos compases de la máquina de karaoke del bar.
Probó con la puerta del sótano.
Cerrada.
Bien. Cojonudo.
Miró la puerta con impaciencia, como si le impidiera reunirse con un
amante.
Rápidamente miró en el casillero tras el mostrador de recepción. Había un
gran manojo de llaves en el estante.
Oh, ven con mamá, pensó, sintiendo un estallido de placer casi delirante.
No hicieron falta más que tres intentos para encontrar la llave adecuada, y
luego la puerta del sótano se abrió.

Página 165
Unos escalones de piedra conducían a una oscuridad que parecía latir con
una negrura aterciopelada.
Bernice contempló el vestíbulo. La luz de la lámpara del techo parecía
demasiado brillante, el rojo normalmente apagado de las cortinas parecía
horriblemente chillón. Era como cuando tomas una copa de vino en un bar en
penumbra y luego sales a la calle y la luz del día parece brutalmente
resplandeciente porque tus pupilas se niegan a contraerse para restringir el
paso de la luz hacia el nervio óptico.
¿Qué me está pasando?, se preguntó. Aquello era tan extraño, como si le
hubieran inyectado un potente estimulante.
Vuélvete, Bernice. Llama a la puerta del doctor Leppington. Dile qué te
está pasando. No bajes al sótano… no bajes al…
Bajó a toda prisa la escalera del sótano. La oscuridad la envolvió.
Contempló el lugar con los ojos muy abiertos, viendo sólo formas en
penumbra.
La oscuridad… nunca he visto una oscuridad como ésta, pensó,
asombrada; parecía estar veteada de rojo profundo, profundísimo.
Extendió la mano, palpando esa oscuridad, como si fuera tan sólida como
una pared.
Entonces una voz de advertencia sonó en su cabeza: Vas a alargar la
mano y tocar una cara. La voz de la razón luchaba contra aquella mareante
excitación. Empezaba a hacer progresos, también, pero no los suficientes.
Impetuosamente, se adentró en la oscuridad, con una mano por delante,
agarrando las llaves con la otra.
De un momento a otro tocarás una cara. Será el señor Morrow, el
hombre que se mató en tu habitación, Bernice. Estará ahí de pie, la cara
hinchada de pus, las cuencas de los ojos vacías como sepulturas frescas…
Está esperando el beso de unos labios vivos, lleva cien años solo en esa
tumba… Oh, tiene tanto frío y está tan solo que sacrificaría su lugar en el
cielo sólo por apretujar sus dedos cuajados de gusanos contra tus pechos
desnudos y luego deslizar su lengua (resbaladiza como un pez muerto) en tu
boca…
Jadeó.
La yema de su dedo tocó algo frío en la oscuridad.
La cara del señor Morrow.
No. La pared.
Dentro de su cabeza la voz del sentido común habló con más fuerza.
Bernice, ¿qué estás haciendo en el sótano? En la oscuridad; incapaz de ver

Página 166
siquiera una mano delante de tu cara Esto es una locura.
Y se dio cuenta de que eso era exactamente.
El calor de su anterior excitación desapareció rápidamente en la
oscuridad. Ahora el miedo reptó por sus venas. Un frío miedo de irracional
terror.
Descubrió que todavía avanzaba por el sótano, sumida aún en una
absoluta oscuridad. No podía detenerse. Un gran poder tenía ahora el control.
Olió la humedad, el aire rancio aprisionado por las cinco plantas de la
monstruosidad victoriana que tenía encima y por la roca subterránea que se
encontraba más allá de las paredes del sótano.
Este lugar es malo, pensó. Yo no debería estar aquí. Es un lugar malo
donde suceden cosas malas. Aquí es donde hace cien años el dueño del hotel
violaba a sus criadas, luego las amenazaba con despedirlas si lo contaban.
Aquí era donde empujaban a las niñas llorosas y aterrorizadas contra la
pared; aquí es donde oían abrirse una cremallera en la oscuridad; aquí es
donde les decían que abrieran la boca y les advertían que no mordieran
cuando…
Oh, Dios mío, es un lugar terrible.
El frío la asaltaba en oscuras oleadas.
Miró a su alrededor, incapaz de ver nada.
La oscuridad era líquida. Venas de oscuridad más profunda brotaban del
húmedo ladrillo bajo sus pies para enredarse en ellos. Sentía como esas raíces
de oscuridad se le enroscaban en las piernas, el estómago, el pecho, donde
serpenteaban como cánceres hasta llegarle al corazón.
Parpadeó y vio motas púrpura delante de sus ojos.
Voy a gritar.
Inspiró profundamente. Voy a gritar. Voy a seguir gritando hasta que
venga alguien.
¿Crees que ese grito va a cruzar dos metros de sólido ladrillo? Nadie va
a oírte aquí abajo, Bernice.
Como nadie oyó o esas niñas. Ni los alaridos de esas criaditas de quince
años cuando desgarraron brutalmente sus hímenes.
El hombre rubio gritó en el vídeo.
Nadie lo oyó.
Entonces ¿por qué demonios van a oírte a ti, Bernice?
Cuando te suceda algo terrible dentro de cinco minutos, nadie lo oirá.
Vas a sufrir esto sola. En la oscuridad.

Página 167
Ahora sus sentidos se volvieron sobre sí mismos. Privada de vista, se supo
exquisitamente sensible a su cuerpo. Sentía la firme tenaza de los guantes de
encaje alrededor de sus manos, dedos y muñeca. Los pendientes de plata en
forma de lágrima parecían salpicaduras de agua de lluvia helada contra su
cuello cada vez que movía la cabeza.
Oyó el suave latido del pulso en su cuello. Era agudamente consciente de
la sensación de que la sangre le corría por el cuerpo; desde las arterias que
eran gruesas como su pulgar y le llegaban al corazón a los capilares de las
yemas de los dedos que eran más finos que un cabello. Incluso allí, sentía su
sangre vital susurrar a través de las venas diminutas. Y oía la sangre que latía
por su cuerpo, impulsada por el constante ritmo de su corazón. Si había
criaturas infernales acechando en ese sótano, oirían sin duda ese latido, el
ritmo hipnótico que le tamborileaba a través del pecho, a través del cuello
para llenar su cabeza. Sonaba con la fuerza de un tambor en una banda de
música.
Bum-bum-bum…
Las llaves tintinearon en su mano derecha. La mano izquierda se movía en
un gesto similar al de limpiar una ventana, un movimiento circular; los
sensibles dedos pasaban sobre estantes, notando bultos suaves en la oscuridad
total (ropa interior victoriana de crujiente algodón blanco manchada de
sangre, una mano cortada envuelta en un trapo, bebés muertos en sacos: las
aterradoras imágenes fluían ahora sin control).
Le costaba respirar. El frío era intenso.
Sus dedos tocaron unos ladrillos; sintió las heladas placas de salitre que
crecían en las paredes del sótano.
Una dura protuberancia.
Un ojo que miraba.
No. Un interruptor.
Temblando, lo empujó hacia abajo.
Maldición… no funcionaba. El interruptor estaba estropeado.
No, has sido torpe. No has pulsado hasta abajo del todo.
Lo intentó de nuevo, agarrando esta vez la fría pieza de plástico entre el
pulgar y el índice antes de empujar.
Una bombilla se encendió sobre su cabeza, dolorosamente brillante
después de la oscuridad. Deslumbrada, miró a su alrededor.
Había pilas de cajas con botellas vacías de cerveza. Las paredes del sótano
se curvaban hacia adentro por encima de su cabeza, formando una serie de
bóvedas en forma de barriles puestos de lado. Aquí y allá había estantes

Página 168
llenos de piezas de vieja arpillera, herramientas, cubos, viejos bultos de
envíos de las destilerías, material de cocina, media docena de tapas de retrete
de plástico.
La oscuridad había desaparecido, junto con los imaginarios montones de
bebés muertos y miembros cercenados.
El hechizo estaba roto.
¿Por qué estaba allí abajo?
Ahora se sentía una idiota.
Tal vez había bebido demasiado vino con Electra esa tarde, y además con
el estómago vacío.
Miró la manga de su blusa de seda. Las fibras púrpura brillaban bajo la luz
de la única bombilla de cien vatios. Tenía una mancha blanca del salitre de las
paredes, igual que en la punta de los dedos de los guantes de encaje que
llevaba.
Se sintió enfadada consigo misma… y culpable: no tenía ningún derecho a
estropear una ropa que pertenecía a otra persona.
Alzó la cabeza; había oído algo.
Era un sonido suave, como una nota tocada con cuidado en un carrillón,
con un nudillo desnudo.
El sonido se repitió.
Miró en la dirección de donde venía.
Sus ojos se agrandaron de sorpresa.
Allí, justo al fondo del sótano, casi oculto bajo la sombra permanente,
había lo que parecía ser una puerta.
Avanzó hacia ella, ladeando la cabeza.
La puerta era de acero; una pieza única, como sacada del blindaje de un
acorazado.
Tenía goznes a un lado. Al otro, cuatro candados la mantenían cerrada.
Dos de los candados habían empezado a oxidarse; los otros dos eran brillantes
y nuevos, brillantes como espejos a la luz de la bombilla.
¿Adónde demonios conducía eso?, pensó Bernice. Tocó con cuidado el
frío acero, sintiendo su enorme grosor; un metal así detendría balas de cañón.
Mientras tocaba la puerta, una vibración le cosquilleó en los dedos; al
mismo tiempo, oyó de nuevo la nota del carrillón.
Alguien está llamando desde el otro lado, pensó. Lo comprendió con
frialdad, casi con indiferencia. De alguna manera, alguien se ha quedado
encerrado al otro lado. Tengo que dejarlos salir. Soy la única que puede
hacerlo.

Página 169
Pero ¿quién hay ahí?
Soy yo.
Instantáneamente imaginó al hombre del pelo rubio al otro lado de la
puerta. Estaba atrapado. Necesitaba escapar del frío vacío que se extendía
detrás de aquella puerta de acero. Llevaba meses perdido allí.
De nuevo sintió aquel achispado mareo. La idea de que alguien (un joven
hermoso con hermoso pelo rubio y hermosa sonrisa), de que alguien pasara
meses desaparecido bajo tierra no parecía extraña. El caso era que él se había
perdido, tenía hambre… tenía tanta hambre después de todo ese tiempo. De
repente se sintió protectora, tan increíblemente protectora hacia él. Como si
fuera un niño perdido, de ojos grandes, húmedos y confiados. Ella lo
devolvería al calor y la seguridad. Lo alimentaría, lo cuidaría.
Las llaves, Bernice.
La voz pareció resonar a través de la puerta de metal y dirigirse
directamente al hueso del cráneo, saltándose totalmente los oídos.
Usa las llaves, Bernice. Abre la puerta.
Levantó el manojo de llaves. Tantas llaves. ¿Cuáles abrían los candados?
Una sensación de urgencia recorrió sus venas. Tenía que sacar al hombre
de allí. Lo imaginaba pálido y tembloroso. El hambre lo había debilitado.
Sólo ella podía salvarlo.
… no lo hagas, no lo hagas; la voz de la razón era apagada, como si algo
(el poder de fuera) la hubiera sometido. No lo hagas, no abras la puerta. Abre
esa puerta y verás algo que partirá tu mente en dos; entonces te harán algo
que debería permanecer innombrado. El dolor y la desesperación se
convertirán en tu universo…
Había dos llaves de aspecto nuevo en el llavero, brillando tanto como los
candados. Prueba éstas primero, pensó ella, adormilada.
Cuidadosamente, con lentos, lentísimos movimientos, introdujo la primera
llave brillante en el flamante candado nuevo. La llave giró una fracción, luego
se detuvo.
Inténtalo otra vez, Bernice. Puedes hacerlo. Oh, créeme, eres preciosa;
no puedo esperar a tocar tu cara. La voz fluía como electricidad a través de
la puerta abierta.
Usó la misma llave en el segundo candado. Se abrió suavemente.
Con la misma lentitud mecánica, sacó la otra llave brillante y probó de
nuevo con el primer candado. Con un gratificante chasquido, el mecanismo
liberó el cierre. Abierto.
Ahora a por los candados viejos.

Página 170
Puso ceño. Ésos serían más difíciles; el mecanismo podía haberse
oxidado.
Oh, puedes hacerlo, Bernice, la animó la voz. Una sensación
cosquilleante le recorrió la piel bajo la blusa hasta las puntas de los pechos.
Una voz maravillosa, aterciopelada. La reconoció. Era el hombre del vídeo.
Reconoció el culto acento americano. Una voz tan amable. Imaginó esa voz
susurrándole bajo las sábanas.
Si el mecanismo del candado se ha oxidado encontrarás un aerosol
WD40 en algún lugar del sótano. Rocía un poco el candado. Se abrirá.
Removió con firmeza el manojo de llaves, con los ojos muy abiertos y
mirando vidriosos ante ella, como si estuviera sonámbula.
Ahora no había miedo. Sólo una especie de aturdida expectación. Toda su
vida había estado encaminada hacia eso. Había nacido para hacerlo, para
liberar al hombre rubio del oscuro lugar que se extendía más allá de la puerta
del sótano.
Los mecanismos del candado no se habían oxidado después de todo.
Uno a uno, abrió los dos restantes.
Colgaron de sus cierres en forma de C a través de los ganchos de acero de
la puerta y el marco de la puerta. Cuando los deslizara podría abrir la puerta.
Sencillo.
Quitó el primero. Fácil.
Segundo. Chirrió un poco, los ganchos estaban muy ajustados.
Tercero. Lentamente. Ya.
Quedaba uno.
Entonces podría abrir de par en par la puerta de acero y verlo allí de pie.
Vamos, Bernice, parecía susurrarle la voz. Eso es una chica, eso es una
chica hermosa, hermosísima. Siempre creí en ti. No como los otros, que
pensaban que eras torpe y patosa, que pensaban que no eras lo bastante
buena para ellos. Somos almas gemelas. Siempre te he querido… Siempre te
querré…
Rápidamente esta vez, soltó el cierre. El óxido retuvo su liberación;
chirrió con un sonido pequeño, agudo, como de ratoncillo. En un segundo
estaría libre.
Eso es, Bernice. Abre la puerta. No puedo esperar más. Tengo tanto frío y
estoy tan cansado, y quiero…
—¡ALTO!
La voz retumbó en su interior.
Bernice gritó de la sorpresa y se dio media vuelta.

Página 171
Una gran figura salió de la oscuridad moviéndose torpemente hacia ella.

Página 172
Capítulo 18

Bernice entornó los ojos hacia la luz. Pero todo lo que pudo ver fue una
monstruosa silueta que se dirigía hacia ella cruzando el sótano.
—¿Quién es? —preguntó, asustada.
—Yo.
La figura salió de las sombras con una velocidad casi de reptil.
—Dame los candados —dijo la voz. Era grave y estaba cargada de
amenaza.
—¿Jack? —Ella se protegió los ojos contra el resplandor de la luz.
—Ése soy yo —reconoció la voz, tan poco amistosa como siempre⁠—. Los
candados.
Salió del deslumbrante haz de luz y se plantó delante de ella. Los furiosos
ojos se clavaron en los suyos; los tatuajes de su cara destacaban como si
fueran un rastro mutante de venas gruesas y azules.
—Los candados —insistió, y extendió una zarpa enorme.
A pesar del miedo hacia ese hombre brutal, Bernice sintió una intensa
molestia. Había decidido lo que iba a hacer (abrir la puerta de acero), y ahora
ese feo antropoide había decidido que no tenía ningún derecho a hacerlo; de
hecho, había asumido la autoridad para decirle lo que podía o no podía hacer.
—He oído un ruido detrás de la puerta —dijo⁠—. Creo que hay alguien
atrapado ahí dentro.
—¿Y?
—¿Y? —Ella se echó a reír, incrédula—. Pues que tenemos que
comprobarlo. ¡Podría haber alguien herido!
—La única persona que saldrá herida eres tú.
Era más una amenaza que una sugerencia de que podría pasarle algo malo.
De nuevo, la sensación de resentimiento se apoderó ella.

Página 173
—Voy a abrir la puerta —dijo desafiante—. Creo que hay alguien
atrapado ahí dentro.
Se dio media vuelta y tiró del candado restante.
Un par de brazos enormes aparecieron a cada lado; una mano apartó las
suyas con negligente facilidad, como si no fueran más que frágiles mariposas.
Entonces los dedos tatuados agarraron la aldaba del candado y la hicieron
encajar en el mecanismo con un agudo clic.
—Los candados —repitió él en voz baja. No iba a dejarse apartar de lo
que veía como un deber señalado por Dios.
—Oh. —Ella asintió bruscamente, indicando un estante junto a la
puerta⁠—. Allí.
Enfurruñada, vio cómo él volvía a colocar los candados en su sitio uno a
uno. Lo que más la enfurecía era comprender que quién tenía el poder era él.
Me ha quitado el derecho de decidir qué hacer. En dos segundos había
tomado el control. Apretó los puños.
—Las llaves —dijo él con aquella voz átona y sin emociones⁠—. Dámelas.
—¿Quién te ha dado el derecho de decirme lo que tengo que hacer?
Él no respondió. Simplemente extendió una musculosa zarpa para coger
las llaves. Los ojos de bestia la miraban con fijeza.
—Voy a decírselo a Electra. ¿Qué harás entonces?
—Las llaves. Dámelas.
Con un sonoro suspiro le entregó el manojo de pesadas llaves.
—Vete a la mierda. No se te ocurra volver a bajar aquí.
—¿Qué me has dicho? —La cara de Bernice ardía de furia—. ¿Qué has
dicho? —⁠Enfadada, lo miró a los ojos, enfrentándose a él.
Él le devolvió la mirada; ni las balas habrían hecho mella en su gélida
expresión.
—Vete tú a la mierda —le dijo con desdén, luego dejó de mirarlo y salió
corriendo del sótano para volver a su habitación.

Jack Black devolvió el manojo de llaves al casillero de recepción. El vestíbulo


estaba desierto. Se quedó allí un momento, sintiendo el pulso del edificio…
era lento, viejo… moribundo. Como el pueblo.

Página 174
Jack Black no traducía la sensación a palabras. Las palabras sólo se
interponían con lo que era real. De los bares y restaurantes del otro lado del
vestíbulo llegaba el zumbido de las conversaciones y el golpeteo apagado de
la música. En la Suite Plateada había una reunión de algo llamado la Orden
Real de los Búfalos (rama antediluviana): un puñado de viejos chochos,
metidos a presión en sus trajes y medio estrangulados por corbatas que sólo se
ponían para sus estúpidas reuniones de mierda y para los funerales.
En los lavabos de señoras, escrito sobre la máquina de tampones, alguien
había escrito: «Pregunta: ¿En qué se parece Electra a un péndulo? Respuesta:
En que oscila a ambos lados». Con letra más burda, alguien había
garabateado: «¡BOLLERA!».
Y por todo el hotel los electrones corrían por los viejos cables y el agua
bombeaba a través de las tuberías mohosas hasta los cuartos de baño como
sangre corriendo por viejas arterias.
Jack Black levantó las manos. Al sentir las vibraciones que le
cosquilleaban en la piel miró hacia el techo.
En el mostrador, un folleto de propaganda del hotel decía: «El estilo
arquitectónico del hotel Estación es estrictamente gótico Victoriano, diseñado
por G.T. Andrews y construido en 1863 según el estilo típico de los hoteles
ferroviarios para atender al viajero de la época, que exigía algo más refinado
que la habitual parada de postas de antaño».
Todo eso se le podría haber dicho a Black, pero cuando se imaginaba el
hotel sólo veía el cráneo de un enorme animal en una llanura barrida por los
vientos. Por dentro reptaban insectos que se alimentaban de los restos de piel
y sesos. Y en la tierra bajo el cráneo había más criaturas que querían
alimentarse de los insectos.
Se lamió los labios cortados. La cicatriz que le corría de la oreja al ojo
como una veta de brillante lápiz de labios rojo empezó a cosquillearle.
Sentía que la gente del hotel corría de un lado a otro sin tener más
conciencia de su existencia que los insectos de aquel gran cráneo podrido.
Los pensamientos caían desde cinco pisos de ladrillo y madera:
… los huesos, los huesos, los huesos secos…
No puede tratarme así. Se lo diré a Electra en cuanto la vea. ¿Qué es lo
que dirige?, ¿un hotel o una casa de putas para matones subnormales como
Jack Black? Y que me maten si ése es su verdadero nombre. Bueno, la
sombra de ojos, la sombra de ojos. ¿Dónde la puse?
Cerró los ojos. La puta de Bernice estaba en su habitación, probándose la
ropa de la otra zorra. Sentía su furia hacia él por haberle impedido abrir la

Página 175
puerta de acero del sótano. Esa rabia se convertía ahora en una sensación
inconcreta de rebeldía. La veía sentada delante del espejo del tocador con un
largo vestido negro, la blusa casi negra veteada de hilo púrpura. Se estaba
poniendo maquillaje, se ponía anillos de plata sobre los guantes de encaje
negro que le llegaban por encima de los codos. Los anillos tenían dibujos de
cráneos de pájaros, cráneos humanos, ojos mágicos.
Los pensamientos de Bernice Mochardi corrían por su cabeza afeitada.
—No tiene ningún derecho a decirme lo que tengo que hacer.
Probablemente lo persigue la policía, seguramente estará robando. Electra
es tonta. Vaya, querida, ¿a que pareces una princesa gótica? Bienvenidos al
castillo de Drácula. Entre libremente y por propia voluntad, y deje algo de la
felicidad que trae…
La puerta del ascensor se abrió con un estrépito.
Vio salir al hombre… Leppington, lo llamaban. Tenía el mismo nombre
que el pueblo. Jack Black lo vio cruzar el vestíbulo hasta el mostrador de
recepción. Había algo fascinante en él. Jack Black tenía que mirarlo aunque
eso incomodaba al otro.
… y qué, carajo, pensó Black fríamente. Podría tumbarlo de espaldas de
un solo puñetazo.
Hazlo ahora, dale una paliza a ese cabrón; sabes que te encantaría ver la
sangre manar densa como la melaza de su nariz reventada.
Leppington, con sus vaqueros (vaqueros limpios, bien planchados) y su
camisa limpia, iba a dejar la llave de su habitación.
Pero como me ha visto no lo hará, se dijo Black, porque está pensando
que en el momento en que se vaya cogeré la llave, subiré a su puta habitación
y robaré sus malditos zapatos y su cuchilla de afeitar y sus cosas, y luego me
mearé en su puñetera cama. ¡Como si…!
Ahora se está guardando la llave en el bolsillo, aunque tiene un enorme
llavero de plástico rojo colgado y se le clavará en la pierna cada vez que se
siente. Ahora está fingiendo que ha venido hasta aquí abajo para recoger un
folleto turístico del mostrador y va a pasar por mi lado como si yo no
existiera.
Dale una hostia. Vamos. Hay algo en ese cabrón de Leppington que me
fastidia; está haciendo que me piquen los brazos; mis cicatrices cosquillean
como si estuvieran corriendo hormigas por encima. Pégale, ¡endíñale un
puñetazo al mamón!
—Jack… Jack. Necesitamos más agua mineral en el bar. —⁠Era la zorra,
Electra—. Parece que la gente de Leppington se está volviendo decente y se

Página 176
dedican a beber agua con gas en vez de cerveza.
Jack gruñó y se marchó en dirección a la puerta del sótano.
Electra le dirigió una sonrisa de agradecimiento.
Me tiene miedo, pensó él, pero también la tengo fascinada. Mírala, no
puede quitarme los ojos de encima.
Miró al tipo, Leppington. Y él no puede soportar verme, de eso no hay
duda. Se está imaginando que la pasma me esposa y me lleva a rastras. Eso
le gustaría.
David Leppington vio la mirada hosca que Jack Black le dirigía antes de
abrir la puerta del sótano.
Jack Black no tardaría en causar problemas, se dijo David; Bernice lo
pensaba también. No podía comprender de ninguna manera por qué Electra le
había dado trabajo tan rápidamente.
Vamos, David, pensó, creo que puedes adivinar el verdadero motivo.
Electra vive sola. Muchas mujeres encontrarían a un mesomorfo tatuado y
musculoso como Jack Black sexualmente atractivo.
Con todo, era extraña la manera en que David vio a Jack Black al salir del
ascensor. Estaba allí de pie, con la fea cara tatuada alzada hacia el techo y las
manos levantadas, como si estuviera comunicándose con lo divino o algo así.
Electra cruzó el vestíbulo después de darle a Black sus instrucciones.
—Buenas noches, David —dijo, elegante como siempre con su blusa
negra y sus pantalones de cuero⁠—. ¿Podemos tentarte con el restaurante esta
noche?
—Esta noche no, gracias. Había pensado ir al cine del pueblo.
—No querría disuadirte, pero la última peli de Arnie ha recibido muy
malas críticas.
—No, había pensado ir a… ¿cómo lo llaman? —⁠Rebuscó en su memoria
—. ¿El cineclub?
—Ah, la Sociedad Cinematográfica. Ponen clásicos en el saloncito de
actos de la biblioteca.
—Eso es.
Ella sonrió.
—No está tan mal. Hay espacio de sobra para estirar las piernas. ¿Qué
hay?
—El diablo sobre ruedas.
Ella arrugó la frente.
—No la conozco. ¿Es un wéstern?

Página 177
—No, es la primera película de Spielberg, con Dennis Weaver.
Básicamente es la historia de un hombre perseguido por un camión.
—Ah, sí, es el mes de Spielberg.
—La pasan junto con El color púrpura.
—Ah, ésa sí la conozco. Una película episódica, descaradamente literaria
también. Me encanta. Pues que te diviertas.
—Gracias.
Electra sonrió mientras David salía del hotel por las puertas giratorias.
¿Por qué no tengo más huéspedes como él?, pensó. Entre semana venían
viajantes que siempre tenían mala cara, que a menudo añoraban sus hogares y
que se emborrachaban silenciosamente en el bar. Los fines de semana solían
ser parejitas con algún rollo ilícito. Como la pareja de la habitación 101. Un
colchón que habría que airear el lunes.
—Lleva las botellas directamente al bar —le dijo a Jack Black, que
cargaba con la pesada caja como si estuviera hecha de plumas de pato⁠—.
¿Has cerrado con llave el sótano?
—Sí. —Él la miró con aquellos ojos insondablemente profundos.
Humm… tal vez me está desnudando mentalmente, pensó, con un
estremecimiento lascivo. Me pregunto cómo será bajo esa ropa. Una
verdadera bestia, sin duda.
—¿Jack?
—¿Qué?
—Cuando hayas llevado eso al bar, ¿quieres trasladar los sacos de patatas
de la cocina a la despensa?
—Vale.
—El chef te enseñará cuáles son. ¿Y… Jack?
Él la miró, los ojos quemándole la cara.
Vamos, Electra, invítalo a cenar más tarde en tu habitación. La idea
llevaba rondando por su cabeza las últimas veinticuatro horas. Había un gran
signo de interrogación flotando sobre el hombre. Quería descubrir más cosas
sobre él. La tenía fascinada.
—¿Qué quiere? —preguntó él, tan poco sutil como siempre, pensó ella,
tratando de hacer acopio de valor para lanzarse e invitarlo a… ¿a qué?, ¿a
comer algo? ¿Y luego meternos en la cama juntos? Dios mío, Electra, ese
hombre sería una máquina imparable.
—Ah, échale una mano a Mary para recoger los vasos del bar. Jo no ha
aparecido esta noche.
Con un pequeño gesto de asentimiento, él se dirigió al bar.

Página 178
Gallina, se reprendió Electra, era el momento oportuno; tendrías que
haber invitado al monstruo a subir a tus aposentos; piensa en lo bien que te
lo habrías pasado.
Sí… parece del tipo de los que pegan a las chicas y no se lo piensan dos
veces. Electra, ¿quieres morir o qué?
Sonó el teléfono de recepción. Lo atendió tras quitarse el pendiente
izquierdo.
—Diga.
Se oyó una respiración entrecortada. Una llamada obscena. Lo que le
faltaba.
Una luz roja en el teléfono indicaba que se trataba de una llamada interna.
—Diga —repitió Electra educadamente—. Recepción. ¿En qué puedo
ayudarle?
Jadeos. Una risita. Seguida de un sonido de roce en el auricular.
—Oh… ah… —jadeó una voz femenina, como reprimiendo una risa⁠—.
Champán…, una botella de champán, por favor. Habitación 101.
Electra levantó la mirada hacia el techo: en parte una expresión de
estoicismo nacida de su trato con huéspedes borrachos o calenturientos y en
parte imaginándose que podía ver a través del techo como si fuera de cristal,
donde veía a los dos huéspedes de la habitación 101, desnudos y entrelazados
en la cama con el teléfono en la almohada sobre sus cabezas. Siempre es
bueno para excitarte, pensó filosóficamente, llamar a recepción durante el
acto sexual.
—Por supuesto —respondió con cortesía—. Habitación 101. ¿Qué
champán prefiere?
—¿Eh?
—Tenemos Bollinger a veinticinco libras, Moêt Chandon a…
—Oh, cualquiera. Cualquiera valdrá. Y dos copas, por favor.
—Ahora mismo lo subo. Gracias.
Cuarenta y cinco segundos después Electra estaba subiendo la escalera
hasta el primer piso. Llevaba una bandeja con las copas y la cubitera con una
botella de champán envuelta en una servilleta blanca.
Era lo habitual en sábado por la noche. Nada fuera de lo corriente.
Incluso así, no podía dejar de pensar en la historia del rey Damocles, que
se sentaba en su trono con una espada pendiente de un hilo sobre su cabeza.
Algo letal parecía suspendido en el aire sobre el hotel. El pelo se rompía…
Llamó a la puerta de la habitación 101. Inmediatamente la abrió una mujer
de aspecto arrebolado envuelta en una toalla de baño.

Página 179
—Oh, gracias —dijo la mujer—. Deje que la coja.
Electra sonrió mientras le tendía la pesada bandeja.
—Espero que disfruten del champán. Si necesitan algo más, no tienen más
que llamar.
—Sí. Gracias. —La mujer estaba ansiosa por cerrar la puerta.
—¿Quiere que añada el champán a la cuenta de la habitación?
—Sí. Gracias. Buenas noches.
Fiona cerró la puerta con el pie.
—Champán —le dijo a Matt, que yacía boca abajo en la cama, desnudo
como Dios lo trajo al mundo⁠—. Y está helado.
Él sonrió, se echó a reír.
—¿Y qué vas a hacer con él, rezar?
—Beberlo. Y tú, cariño, serás mi copa.
Depositó la bandeja sobre una mesa y luego, recogiendo la botella de la
cubitera, vertió un poco en la curva de su espalda, donde se acumuló,
burbujeando.
—Aaay. —Los músculos de las piernas del hombre se sacudieron con un
espasmo.
—¿Está frío?
—Muy frío.
—Bueno, esta niña mala te lo va a chupar.
—¿Tiene la niña mala ganas de chupar?
—La niña mala sí. Humm… —Lamió el champán de su piel, notando
cómo las burbujas le chisporroteaban en la lengua⁠—. ¿Hay algo más que
quiere que le chupe, señor?
—Ahora que lo dices… —Y se dio la vuelta con una ancha sonrisa.
Fiona sintió un estremecimiento de excitación. Ya estaba. Siempre hay
una primera vez para todo. Vertió un poco de champán de la botella en su
pene, se lamió los labios y agachó la cabeza hacia él.
Fuera el viento soplaba con fuerza, la lluvia picoteaba la ventana. Los
truenos rugían como un antiguo demonio sobre las montañas. La tormenta
estaba a punto de estallar.

Página 180
Capítulo 19

El ventarrón bajó por la falda de la montaña desde la oscuridad, doblando


árboles, quebrando ramas, sacudiendo las puertas de los coches, haciendo
tropezar a los bebedores que caminaban por la calle, haciendo revolotear los
periódicos por el pueblo. Una primera plana golpeó una ventana de cristal
esmerilado de la primera planta del hotel Estación, pegándose
momentáneamente allí.
—¿Qué es eso? —preguntó Fiona, dirigiendo una mirada sobresaltada
hacia la ventana del cuarto de baño. Un objeto blanco se agitaba contra ella,
como si fuera un pájaro enorme contra el cielo nocturno.
—Sólo un pedazo de papel… ¿Vas a meterte en la bañera o no?
Ella sonrió.
—No es lo bastante grande.
—Puedes sentarte sobre mis piernas.
Él sonrió mientras se pasaba los dedos por el cabello gris.
—Vamos, hay espacio de sobra para los dos.
El vapor que flotaba en el baño empañaba el espejo y los azulejos de la
pared. Matt estaba sentado en la bañera, sujetando con sus fuertes dedos la
copa de champán.
Mareada por el champán y seis horas de puro sexo, Fiona se inclinó para
besarlo en la frente.
—No quiero que este fin de semana se termine —⁠dijo.
—Yo tampoco.
—¿Te seguirás fijando en mí el lunes?
—Sí.
—¿No seré otra chica más de la oficina?
—No.
—Prométemelo, Matt.

Página 181
—Te lo prometo.
—¿Cómo lo demostrarás?
—¿Cómo? Ponte una falda corta, sin bragas.
Ella soltó una risita.
—Cuando entre en la oficina dejaré caer el boli. Cuando me agache, cruza
las piernas y muéstrame esa cosita dulce que tienes.
Extendió la mano y la acarició entre las piernas.
—Oh.
Ella tembló ante el contacto de sus dedos. Resbaladizos por el jabón y el
agua caliente, se deslizaron entre sus labios y se introdujeron en ella. Lo besó
apasionadamente. Quiso sacarlo de la bañera y tumbarlo en el suelo para
montar en él y sentir su maravillosa (¡oh, dilo!), su maravillosa polla entrar en
su interior con toda la firmeza de una columna de piedra.
Lo besó con pasión y pasó una mano por su pecho.
—Fóllame —dijo sin aliento—. Ahora. Fóllame en el suelo. Dios, te
deseo tanto. Quiero…
—Maldita sea.
Habían llamado a la puerta. Un golpecito suave, casi secreto.
Él frunció el entrecejo, y en sus ojos asomó una dureza que Fiona nunca
había visto.
—¿Quién demonios puede ser?
—Ignóralo, Matt.
Él suspiró.
—Puede que sea por el coche.
—No lo será. No te preocupes, hemos echado la llave, no pueden entrar
en la habitación.
Volvieron a llamar.
—Oh, vaya por Dios —refunfuñó él—. Será mejor que vea qué quieren.
—Matt… ignóralo. Ya se irán.
—Puede que sea el coche —repitió él obstinadamente⁠—. No me gustó el
aspecto del aparcamiento. Está demasiado lejos del hotel.
—Matt…
Él la ignoró.
—Sólo me falta otra reclamación al seguro. Clarice me matará.
Salió de la bañera, goteando agua por el suelo, murmurando que le
habrían abierto el coche, robado el reproductor de CD y rajado la tapicería de
cuero, se envolvió en una de las grandes toallas blancas. Ahora la expresión
de su cara era igual que en la oficina, cuando estaba preocupado por las

Página 182
ganancias y pérdidas y en conseguir nuevos contratos o agitaba agriamente la
cabeza por la mala contabilidad de Jackson.
De repente, ella no quiso que fuera. Incluso en esa docena de segundos
supo que iba a perderlo.
—El coche estará bien —dijo, oyendo la nota de súplica en su voz⁠—.
Quédate en la bañera. Te enjabonaré el cuello.
Él le dirigió una sonrisa, tan súbita que se preguntó si era artificial.
—No te preocupes, amor. Veré qué quieren… y si es la mujer con la
factura del champán le pondré las orejas coloradas. ¡Vaya tía más rara!
Se envolvió la barriga y las caderas con la toalla. Ella lo vio salir del
cuarto de baño y entrar en la habitación con la cama salvajemente
desordenada y la ropa desparramada por la mesa y las sillas.
Le encantaba el aspecto de su ancha espalda húmeda, brillando a la luz de
la mesilla de noche. Deseó que hubiera un modo de conservarlo cariñoso y
cercano; no le gustaba la súbita aparición de su parte dura, con el brillo de la
crueldad empresarial en los ojos.
Matt descorrió el cerrojo de la puerta. De repente ella se dio cuenta de que
estaba allí de pie, desnuda ante la puerta del cuarto de baño. Retrocedió
rápidamente y la cerró.
Echó el pestillo del cuarto de baño por pura costumbre.
Oh, bueno, pensó, dentro de un par de minutos estará de vuelta.
Probablemente era la propietaria del hotel preguntando si querían el
desayuno en la habitación o cualquier cosa por el estilo. Esperaba que Matt no
se enfadara con ella; no quería oír cómo su voz se volvía desagradable y fría.
Quería que fuese suave, amorosa, cálida. Cogió la copa de champán y se
quedó en medio del cuarto de baño, bebiendo el frío líquido y anhelando que
Matt regresara y la abrazara.
Más allá de la puerta del cuarto de baño oyó el ruido de Matt al girar la
llave de la puerta de la habitación y luego el pomo.
Imaginó las gotitas de agua que le corrían por la espalda.
Miró la ventana de cristal esmerilado sobre la puerta del otario de baño.
Por ella llegaba la suave luz amarilla de la lámpara.
Hubo un fluctuar de sombras, sin duda de Matt al abrir la puerta.
Oyó su voz.
—¿Sí?
Entonces…
Un repentino silencio. Breve. Pero sorprendente en su… rotundidad.
Ella contempló el cristal esmerilado, sintiendo una inexplicable desazón.

Página 183
Al mismo tiempo, una fría corriente de aire se coló entre la puerta del
cuarto de baño y la alfombra.
La voz de Matt, molesto. ¿Sorprendido?
—¿Qué demonios quiere? ¿Es una especie de broma? ¿Cómo
demonios…?
A Fiona la sangre se le heló en las venas, incluso con el calor del vapor
del cuarto de baño. Se estremeció. Algo iba mal. Algo iba terriblemente mal.
Colocó la copa en un lado de la bañera y corrió hacia la puerta.
Sonó un golpe. Matt empezó a decir algo, entonces dejó escapar un
extraño gritito que parecía una mezcla de risa de incredulidad y expresión de
miedo.
Bum.
Algo golpeó la puerta del cuarto de baño… parecía un saco de cemento.
O… o…
Un cuerpo.
Entonces supo que estaban atacando a Matt.
—¡Basta! ¡Basta! —chilló—. ¡Déjenlo en paz! ¡Llamaré a la policía! ¡Va
a venir la policía!
Era una estupidez gritar eso, pero en el pánico súbito fue lo primero que
se le ocurrió.
Hubo más golpes; parecía que estuvieran arrojando a Matt de un lado a
otro de la habitación como si fuera un muñeco de tela.
Otro golpe cuando un cuerpo golpeó la puerta del cuarto de baño,
haciéndola sacudirse contra el pestillo.
—Por favor… —La voz de Matt sonaba aguda y asustada⁠—. Por favor,
Fiona. Déjame entrar. Por favor, por el amor de Dios, déjame entrar…
¡Déjame entrar!
Oyó los golpes que daba en la puerta. Corrió a abrirla, alargó la mano para
agarrar el pestillo.
Entonces se detuvo. Estaba desnuda. Desarmada. ¿Qué podía hacer?
Si son ladrones, cogerán su cartera y se marcharán. La voz del sentido
común sonó clara como una campana. Si sales ahí desnuda, no servirá de
nada. Vaya, puede que incluso te echen un vistazo y decidan…
—¡Oh, Dios, Fiona… Fiona!
Matt gritaba su nombre a través de la gruesa madera de la puerta.
—¡Fiona…! ¡Fiona! ¡No les dejes…!
Entonces las palabras sonaron confusas y atropelladas. La puerta se
estremeció mientras Matt la aporreaba… o (el pensamiento la aterró) le

Página 184
golpeaban la cabeza con ella.
Ella se puso de rodillas. Tenía que verlo. Ése no saber qué sucedía ahí
fuera era indescriptible; sentía que iba a estallar.
¿Qué le estaban haciendo?
¿Cómo podía alguien lograr que un hombre fuerte como Matt chillara
como un niño en apenas sesenta segundos?
La puerta del cuarto de baño no tenía mirilla.
Todavía de rodillas, alzó la cabeza. El cristal esmerilado sobre la puerta
no era lo bastante transparente para ver, aunque hubiera llegado hasta allí. Lo
único que podría ver serían sombras fluctuantes.
Había mucho movimiento en la habitación.
—Fiona… Oh, oh…
—Soltadlo, hijos de puta —gritó ella—. ¡Soltadlo!
Una fría corriente soplaba contra sus rodillas desnudas, apoyadas en la
alfombra.
Miró hacia abajo. La abertura entre la puerta y la alfombra era bastante
ancha.
Rápidamente, se arrodilló como un musulmán durante la oración, apretó
la cabeza contra la alfombra y miró.
Pies descalzos. Eso fue lo que vio primero. Los dedos cerca de la puerta.
Estaban sujetando a Matt de cara contra la puerta.
—Soltadlo, hijos de puta. He llamado a la policía. —⁠De nuevo la
observación imposible, pero ¿qué otra cosa podía decir?—. Los he llamado.
¡Vienen de camino! ¡Os pillarán, hijos de puta!
Miró bajo la abertura de la puerta, los ojos húmedos por la fuerza de la
corriente helada.
Ahora vio otros pies. Eran pies de mujer. Estaban sucios, pero vio que la
mujer llevaba un par de sandalias caras, con las uñas pintadas de rojo.
Entonces, otro par de pies.
Descalzos.
¿Otro par de pies descalzos?
Eso no tenía sentido.
Fiona golpeó la puerta y gritó.
—¡He llamado a la policía, marchaos, hijos de puta!
No hubo respuesta.
—Matt, te pondrás bien. Oh, Dios, te pondrás bien. Te lo prometo.
Matt no contestó.

Página 185
Ella apretó la cara con más fuerza contra la alfombra, intentando ver a los
asaltantes. La policía necesitará una descripción, pensó. Pero, oh, ¿la policía?
Ahora la esposa de Matt se enteraría de lo suyo.
Mientras la idea de enfrentarse a una esposa histérica le corría por la
cabeza hubo un súbito redoble de llamadas contra la puerta del cuarto de
baño.
Entonces una cara golpeó contra la alfombra. Estaba sólo a unos
centímetros de la suya. Podría haber deslizado los dedos bajo la puerta y
tocarla. A través de la abertura pudo ver el cabello gris acerado, la frente
todavía mojada por el agua del baño, los ojos…
La miraban sin ver.
Se apartó de la puerta, todavía a cuatro patas. Retrocedió hasta que su
trasero desnudo chocó contra el lavabo. No podía retroceder más.
Una presión volcánica se acumulaba en su interior, procedente de su
estómago, subiéndole por el pecho hasta la garganta, luchando por
escapársele por la boca.
… tap tap…
Con los ojos espantados, miró la hoja de cristal sobre la puerta.
… tap tap…
Nubladas por el cristal esmerilado, aparecieron dos cabezas.
… tap tap…
Un dedo rozó contra el cristal.
Querían abrir la puerta del cuarto de baño. También la querían a ella.
… tap tap…
Fue entonces cuando el volcán entró en erupción. Fiona abrió la boca y
empezó a gritar.

Por encima del hombre desnudo y muerto y de la mujer que gritaba en el


cuarto de baño de la habitación 101, Bernice se ponía pintalabios color rojo
sangre.
Había pensado en bajar al bar y hacer que se girasen unas cuantas cabezas
a su paso. Pero la lluvia caía de la oscuridad como balas de ametralladora
contra las hojas de las ventanas. Los truenos rugían. El viento aullaba
alrededor de las torres del hotel.

Página 186
Una noche inmunda. Una noche inmunda, terrible. Se retocó los labios
con una servilleta de papel y admiró el resultado en el espejo.
No, se quedaría en su habitación, sana y salva.

En el bar del hotel, Electra se tomaba otro vodka con tónica. ¿Era el tercero…
o el sexto?
Oh, demonios, ¿quién lleva la cuenta?
Hay que vivir un poco antes de morir, ¿no? Se sirvió hielo de la cubitera
en forma de cabeza y vio a Jack Black recogiendo las copas y vasos de las
mesas. Los otros bebedores observaban a esa bestia humana tatuada con una
mezcla de miedo y fascinación.
Buen culo, pensó ella, mirando sus vaqueros ceñidos.
Sonrió para sí, bebió un poco.
A pesar del tiempo horrible, el bar estaba a rebosar. Quizá el negocio se
estaba animando los sábados por la noche. Un par de adolescentes con
minifaldas de cuero asesinaban una canción de los Rolling Stones en el
karaoke:
—SATISFACTION… ¡SÍ!
Cantaban tan fuerte que podrían despertar a los muertos.
Electra regresó a su pasatiempo favorito: observar a Jack Black caminar
por el bar recogiendo vasos vacíos manchados de espuma y lápiz de labios. Se
movía de manera rápida, agresiva, como un cocodrilo.
Los gallitos que normalmente venían al bar a emborracharse y buscar
pelea se estaban comportando esta noche. Permanecían sentados como un
puñado de escolares nerviosos en un rincón del bar, parecían temerosos de
llamar la atención del grande y terrible señor Black.
Me alegro de que esté aquí, pensó Electra, sorprendida por la idea; es
como si siempre hubiera debido estar aquí. Faltaba algo en este hotel y él ha
venido a completarlo. Es parte integral de esta estructura. Una piedra
angular.
Oh, ¿nos estamos poniendo poéticas? Hora de tomar otra copa. Con
firmeza, sin mostrar ningún síntoma de estar borracha, acercó el vaso al
surtidor e inyectó otra dosis de vodka puro y cristalino.

Página 187
Una chica pelirroja sentada sola al fondo del bar encendió un cigarrillo y
le sonrió a Electra de manera peculiar. Una sonrisa que tenía todo el
significado en código secreto de un apretón de manos francmasón. Electra la
rechazó con una mirada neutra. No estaba interesada. Esa noche sólo tenía
ojos para el señor Black.

Cuando empezaron a aparecer los créditos de El color púrpura, David se unió


a la docena de espectadores que se encaminaban hacia la salida. Para una
noche de sábado no había sido precisamente una experiencia de las que te
dejan sin habla; no obstante, se lo había pasado bien. Se sentía relajado y listo
para acostarse.
Y, sí, vale, Leppington era un pueblo bastante agradable a su manera
ajada y tranquila. Pero no tenía suficiente para hacer que se quedara, no el
resto de sus vacaciones, ni profesionalmente. La invitación de la doctora
Ferman estaba todavía en su bolsillo.
Si acaso, le gustaría pasar más tiempo con su tío George. Suponía que
durante los seis primeros años de su vida el viejo había sido como un segundo
padre para él. Sería un acto de crueldad marcharse sin más. Pero imaginaba
que podía comprometerse a mantener el contacto con su tío, más que sólo
tarjetas por Navidad y la llamada telefónica ocasional. Incluso podía invitar al
viejo a pasar un par de días en Liverpool.
En la salida principal, David se entretuvo en el calor del vestíbulo. La
lluvia arrasaba la acera en la oscuridad de fuera. Los truenos retumbaban, y
una lanza entrecortada de luz hendía el cielo nocturno. La tormenta había
estallado por fin.

Página 188
Capítulo 20

Eso era Leppington a medianoche. La lluvia golpeaba los tejados de pizarra


negra. Los relámpagos destellaban, convirtiendo, durante una décima de
segundo, esos tejados negros como el carbón en plata, una plata
deslumbrante. Los que celebraban la noche del sábado habían vuelto a casa a
ver la tele, comer comida china, hacer el amor achispados o simplemente
dormir. En la freiduría de Tiger Lane, Chloe y Samantha Moberry estaban
golpeando a Gillian Wurtz en la cara. Gillian había bromeado diciendo que
Diana Moberry se había fugado con un amante gitano. Ahora Gillian yacía de
espaldas en el suelo de baldosas, cubierta por pedazos humeantes de bacalao,
patatas fritas y vinagre; la sangre manaba de los cortes que tenía en la cara,
abiertos por los anillos de las hermanas Moberry. Ocultaría las cicatrices con
maquillaje el día de su boda, pero recordaría esa paliza en la freiduría dentro
de cincuenta años, el día que muriera. No se pueden ocultar por completo las
cicatrices de la mente.
Los relámpagos brotaban de nuevo en grandes estallidos titilantes de
plata. Los truenos resonaban en las colinas, sacudiendo las ventanas y
despertando a los bebés y los perros, con un aullido que igualaban humanos y
caninos.
El río Lepping, hinchado por la lluvia, serpenteaba a través del pueblo
como una arteria, crecido hasta el punto de desbordamiento.
El viento soplaba con fuerza. Suspiraba en los aleros del hotel Estación.
Cuando se arremolinaba se convertía en un gemido, antes de volverse un
sollozo sobrecogedor.
Un gorrión atrapado en la feroz ventolera intentaba desesperadamente
ponerse a salvo en un hueco bajo el canalón de la iglesia. Agitando las alas,
trataba de escapar del viento y la lluvia. Los relámpagos centelleaban,
desorientándolo. El pájaro volaba hacia abajo en vez de hacia arriba.

Página 189
Sus alas rozaron las lápidas del cementerio. Las flores arrancadas de las
urnas volaron con él en un enloquecido baile de pétalos rojos y amarillos. Los
truenos golpeaban la tierra como martillos. Enviaban vibraciones a través de
las lápidas, a través de la humedad del suelo hasta los ataúdes a dos metros
bajo el césped. Los huesos de los muertos temblaban en mística simpatía con
los grandes martillazos de trueno que caían sobre el pueblo mojado.
El viento arreció. El gorrión batió las alas, esforzándose por escapar de la
tormenta antes de que el frío y la humedad se cebaran en su cuerpo y
congelaran su corazón.
En medio de un borrón de plumas y pétalos revueltos remontó el vuelo
hacia los estallidos plateados de los relámpagos en las nubes.
Tal vez su cerebro procesó incorrectamente la información que recibía a
través de ojos y oídos. Tal vez pensaba que estaba encerrado en alguna
especie de cueva y los destellos de los relámpagos eran la abertura de la cueva
y el camino a la luz del día.
Cegado por la lluvia, batió con las alas el aire nocturno.
El hotel Estación apareció ante él, monstruoso como una cicatriz en la
oscuridad. Los relámpagos brillaron en plata. Ese mismo destello plateado se
reflejó en las húmedas paredes de ladrillo.
El gorrión voló con más fuerza.
Un cuadrado de pura planta brilló de pronto ante él.
Libertad.
El gorrión se abalanzó hacia él.
Un segundo más tarde, con el cuello roto, cayó dibujando círculos a la
acera.

David Leppington dejó de enrollar los calcetines y alzó la cabeza.


Había sonado como si alguien hubiera lanzado una pelota contra la
ventana. Había oído claramente un golpe apagado.
Apartó la cortina. Perlas de agua corrían por el cristal. Cuando el
relámpago descargó, algunas gotas parecieron de color rosa. Sangre, informó
la siempre vigilante parte profesional de su cerebro. ¿Cómo demonios se
mancha mi ventana de sangre a medianoche?, ¿especialmente cuanto estoy a
cuatro pisos de altura?

Página 190
Los relámpagos continuaban restallando. Los truenos rugían contra el
tejado.
Un pájaro, supuso. Probablemente se perdió en la oscuridad y chocó
contra el cristal.
Abrió el cajón y guardó los calcetines.
Bostezando, miró el reloj. Diez minutos después de la medianoche.
Estaba cansado pero dudaba de si podría dormir con los dioses jugando
una versión celestial de fútbol en el cielo nocturno. El estruendo era horrible.
Cada trueno sonaba como un martillazo descargado contra el hotel.
Hacía que las tablas del suelo vibraran bajo sus pies descalzos.
Se sentó en la cama, bostezó otra vez y dudó en encender la tele.
Mejor no, pensó, las tormentas con aparato eléctrico y la televisión no
hacen buenas migas. Recordó cómo, cuando tenía doce años, un relámpago
alcanzó la antena de televisión mientras veía con sus padres Star Trek.
La pantalla había soltado un chispazo y luego se partió en dos con un
tremendo ruido. Después la habitación se llenó toda de humo, una situación
dramática. El perro se escondió debajo de la cómoda y dos horas más tarde
todavía estaban intentando sacarlo de allí con galletas y palitos.
Así que desenchufó el cable de la antena y fue a cepillarse los dientes.
Al hacerlo miró por casualidad la parte inferior de la puerta de la
habitación. Una sombra se movió a lo largo del hueco entre la alfombra y el
canal de metal que sujetaba en su sitio la alfombra.
Que él supiera, la única huésped de esa planta era Bernice Mochardi.
Probablemente regresaba a su habitación después de una noche en el pueblo.
Si era rápido, podría asomar la cabeza, desearle buenas noches y recordarle lo
de la cena. Flotando difusamente en el fondo de su mente estaba la esperanza
de poder entablar conversación. Entonces tal vez la invitaría a pasar y tomar
un café, luego…
Oh, no, David, se dijo con una sonrisa. Nunca se te ha dado especialmente
bien jugar al depredador sexual. Ni los líos de una sola noche son tan
divertidos como algunas personas pretenden.
Pero con la tormenta desatando el infierno sobre el tejado del hotel,
tampoco podría dormir, así que un poco de conversación y de chocolate
caliente ayudarían a pasar el rato hasta que amainara.
Rápidamente llegó a la puerta de la habitación, giró la llave y la abrió.
—Bernice… ¿Eh?
Los ojos que lo miraron desde el pasillo rezumaban amenaza.
Sonó un trueno. Las luces se apagaron.

Página 191
3

David se quedó petrificado en la puerta, con una mano en el marco. La súbita


oscuridad fue total. El trueno ahogó cualquier otro sonido.
Un segundo después volvió la luz.
Y allí estaba Jack Black.
Apuesto lo que quieras a que no has subido a mullir las camas, pensó
David agriamente. El matón probablemente iba camino de colarse en la
habitación de alguien para robarle la cartera.
La cara de Jack Black era aún más fea a la luz de los relámpagos. Los
tatuajes y cicatrices destacaban vivamente en su cabeza. Sus ojos grises
ardían con una especie de fuego helado que parecía aún más amenazador que
antes.
David sabía que tendría que decirle algo… aunque no sabía qué
exactamente. Pero tendría que tener cuidado para que no pareciera provocador
ni amenazante. Lo último que quería era liarse a puñetazos con ese monstruo.
Jack Black estaba de pie en medio del pasillo, mirándolo inexpresivo.
Está esperando a que yo hable primero, pensó David. Vale, di algo
diplomático, algo completamente inofensivo, y luego deshazte de él.
Antes de que pudiera decir nada, otra puerta sonó pasillo abajo; un
rectángulo de luz cayó sobre la alfombra.
—¿David?
Bernice salió al pasillo. Le dirigió una sonrisa a David, pero la sonrisa
desapareció en cuanto vio la forma acechante de Jack Black.
David la miró y volvió a mirarla, sorprendido. Llevaba sombra de ojos
oscura, los labios rojo brillante (un chocante rojo sangre) y ropa que parecía
claramente victoriana: una larga falda negra, una blusa también negra y de un
brillante púrpura eléctrico; y llevaba un par de sorprendentes guantes de
encaje que le llegaban por encima de los codos. El efecto era claramente
gótico.
Ignorando deliberadamente a Jack Black, ella miró a David.
—Se han apagado mis luces. ¿Las tuyas también?
—Debe de ser la tormenta —respondió David—. Quizá deberíamos
pedirle a Electra algunas velas por si acaso. —Se volvió hacia Black—. ¿Sabe
si hay velas en el hotel? —⁠dijo con amabilidad.
Jack Black lo miró con ojos que ardían y sin embargo a la vez
extrañamente fríos.

Página 192
—Sería mejor que tuviéramos velas —repitió David con voz tranquila⁠—.
Parece que nos espera un corte de luz.
—No te molestes, David. No conseguirás nada de ese subnormal.
Oh, magnífico, Bernice, pensó David, escandalizado por el insulto. Ahora
habría problemas.
El hombre volvió los ojos hacia ella, la miró a la cara. Un escalofrío
recorrió la espalda de David.
Ese matón no será capaz de pegar a una mujer, ¿no?
David no estaba tan seguro.
Lentamente, el hombre alzó un dedo y siguió la línea de la vivida cicatriz
roja que le corría del ojo hasta la oreja como la patilla de unas gafas. Fue
como si la cicatriz le cosquilleara. Jack Black parecía estar considerando
algún problema.
David dio un paso de lado, despacio, para colocarse entre Bernice y el
hombre.
Si ataca, pensó David, simplemente lo agarraré y luego le gritaré a
Bernice que llame a la policía. Mientras tanto, te convertirás en un saco de
golpear ensangrentado. Por Dios, vaya vacacioncitas.
Jack Black alzó la cabeza con los ojos entornados; había tomado una
decisión.
David dio un paso atrás.
Ahí viene, pensó sombríamente.
Jack Black habló en voz baja, pero con clara energía.
—Vuelvan a sus habitaciones —dijo—. Entren y echen la llave.
Los ojos de Bernice destellaron de furia.
—¿Por qué no te vas a la mierda?
—No… Vuelvan a sus habitaciones. Cierren con llave la puerta.
—Vale —dijo David diplomáticamente—. Lo haremos. Pero es hora
también de que esté en su propia habitación… —⁠Hasta ahora, bien. No hubo
ninguna súbita descarga de golpes por parte del matón—. Se aloja en el
antiguo establo, ¿no?
Jack Black no respondió. Sus ojos perdieron súbitamente el enfoque,
como si estuviera escuchando a una voz que le hablaba desde muy lejos.
Después de lo que pareció un largo rato, asintió lentamente, como mostrando
su acuerdo con la voz… o como si empezara a comprender algo que le había
estado preocupando.
—Son los relámpagos.

Página 193
—Pues claro que son los relámpagos —dijo Bernice, irritada⁠—.
Cualquiera puede verlo.
—No. —Jack Black sacudió la cabeza, como preocupado por otro
problema—. Este relámpago es diferente. No es el relámpago que se puede
ver. —Mientras, como si siguiera una indicación, un relámpago destelló,
llenando el pasillo de un brillo plateado—. Éste es negro. Un relámpago
negro. Está devolviendo esas cosas a la vida. Van a salir. —Inspiró
profundamente; sus ojos se volvieron más agudos al enfocar—. Vuelvan a sus
habitaciones. Cierren con llave la puerta —⁠repitió con un susurro—. Eso es lo
que tienen que hacer.
—Si —replicó Bernice—. Qué bien. ¿Y luego qué? ¿Te cargas las
cerraduras y te llevas todos los televisores de esta planta?
—No. —De nuevo esa expresión lejana, soñadora⁠—. Los dos corren
peligro. Vuelvan a sus habitaciones.
—Volveremos a nuestras habitaciones cuando usted haya vuelto abajo
—⁠dijo David, con calma—. No hay ningún motivo para que esté aquí, ¿no?
—Están ustedes —dijo Black indirectamente, y luego se frotó con los
dedos uno de sus enormes puños tatuados⁠—. Por eso tengo que estar aquí
arriba.
David miró a Bernice. Ella señaló a Jack Black con un dedo envuelto en
encaje.
—¿Sabes lo que va a hacer? Va a robarnos. ¿Por qué Electra cometió la
locura de contratarlo? ¿Está loca o qué? Loca de atar.
En voz baja, David le dijo a Bernice:
—No podemos quedarnos aquí toda la noche.
—Lo haré si es necesario.
—Telefonearé a recepción.
—Para lo que va a servir…
—¿Por qué?
—Allí no hay nadie. Llamaré a Electra a su apartamento.
David miró de nuevo a Jack Black. Parecía ido. No era una observación
profesional, pero resultaba la descripción perfecta. Parecía fuera de sí, perdido
en otra parte, preocupado por una voz que David no podía oír.
Sonó un trueno.
De repente la expresión de Jack Black se aclaró y miró a David a los ojos;
luego miró a Bernice.
Volvió a un lado la cabeza y se tocó la cicatriz roja.

Página 194
—Mi madre me hizo esto cuando tenía seis horas de vida. Le dio una
patada a la incubadora del hospital cuando me vio. Imaginen. Un bebé en uno
de esos tanques de plástico que tienen en las maternidades. Le dio una patada,
lo volcó. Caí al suelo, me rompí la cabeza desde aquí hasta aquí. —Señaló un
lado del cráneo, hablando en voz baja y rápida—. Cuando tenía seis días me
echó encima una tetera de agua hirviendo. Una semana después intentó
cambiarme por un paquete de cigarrillos. —Dirigió una mirada a David—.
¿Por qué hace eso una madre? No pasé un día entero en el colegio desde que
cumplí los ocho años. Pero sé dibujar. Puedo dibujar bastante bien… bastante,
bastante bien. Y… —Clavó otra mirada en David—. Y sé lo que está
pensando. Y está el relámpago negro. Está por todo el pueblo. Lo vi el día que
llegué. No tiene nada que ver con el tiempo. El relámpago negro está saliendo
del suelo. Y nadie más puede verlo. Sólo yo. —⁠Jadeó—. Sólo yo.
Drogas. Ésa era la palabra que sonó con claridad meridiana en el cerebro
de David. Montones de drogas. El tipo estaba claramente colocado con algo.
David miró en dirección de la puerta del ascensor. Tal vez debería meter
allí a Bernice. De lo contrario, tendría que pasar junto a Jack Black para bajar
por la escalera.
Se apartó al descuido de Black, que de pronto dejó de hablar y puso esa
expresión preocupada otra vez, como si se esforzara por recordar algo
importante.
—Bernice —dijo David suavemente—. ¿Quieres llamar al ascensor, por
favor?
—No voy a dejar mi habitación sin cerrar.
—Bien, cierra la puerta. Se cerrará sola con llave. Luego creo que
deberíamos bajar a hablar con Electra.
—No tengo la llave.
—Electra la podrá abrir más tarde. Cierra la puerta.
—¿Y tu habitación?
—No pasará nada.
—Pero…
—No te preocupes. No pasará nada.
Bernice se colocó detrás de David, y se acercaron a la puerta del ascensor.
David no quería darle la espalda al matón. Ahora éste se pasó los dedos por
los labios, como reflexionando sobre el problema, moviendo los labios
mientras hablaba solo.
—Relámpago negro. Cosas que se mueven bajo tierra. No es bueno, no es
bueno…

Página 195
Tras él oyó chasquidos, luego un zumbido mientras la maquinaria del
ascensor volvía, reacia, a la vida.
Jack Black siguió allí de pie en el centro del pasillo, su enorme figura
enmarcada por las paredes y el techo. Los relámpagos desparramaban plata
por las paredes, los truenos resonaban.
En ese momento se abrió la puerta del ascensor.
Durante un segundo, David pensó que los súbitos gritos que oyó los había
generado de algún modo la tormenta.
Entonces vio una pálida figura cruzar las puertas del ascensor. Durante un
instante se quedó mirando a la mujer desnuda que se arrojó a las piernas de
Bernice, agarrándolas con los brazos, y luego se quedó allí aferrada con
salvaje desesperación. No dejó de gritar en todo el tiempo, con la boca
completamente abierta y los ojos redondos como platos.
La sangre chorreaba por sus brazos.
David se estremeció de la sorpresa. Se agachó a su lado.
—¿Qué ha pasado? No, tranquila, está a salvo. ¿Puede decirme qué ha
ocurrido?
La mujer lo miró a través del rímel que le manchaba los ojos.
—No deje que me hagan daño… No… no deje que me hagan daño como
a Matt…

Cinco minutos más tarde, la mujer (Fiona era el nombre que David había
logrado sonsacarle) estaba sentada en la cama de Bernice. Se estremecía
violentamente y grandes lágrimas le corrían por las mejillas. Y no conseguía
decir nada que tuviera mucho sentido mientras trataba de atarse el balín de
felpa rosa que Bernice le había dado.
—Traiga —le dijo Bernice con amabilidad, agachándose junto a ella⁠—.
Déjeme.
Le ató el cinturón de felpa. Se volvió hacia David con los ojos llenos de
preocupación.
—¿Sabes si está herida?
David salió del cuarto de baño con una manopla húmeda y una toalla.
—Por lo que parece, no. La sangre de los brazos no parece suya. ¿Ha
dicho algo más?

Página 196
—No, parece completamente aturdida. ¿La han… atacado?
David comprendió lo que quería decir. Violada.
—No puedo estar seguro. No hasta que sea capaz de decirnos lo que ha
pasado.
Durante el breve reconocimiento, había advertido el enrojecimiento de la
vagina, y el olor a semen era inconfundible, pero eso podía ser atribuible a
una relación sexual consentida. La situación ya era lo bastante delicada sin
necesidad de añadir una violación.
Bernice acarició el pelo de la mujer.
—Fiona —dijo dulcemente—. ¿Qué ha pasado? ¿La ha herido alguien?
—Yo —yo… Oh, Matt… es imposible, imposible, imposible… —
Hablaba farfullando, jadeando—. No puedo creer que nos haya pasado esto…
no es justo… no lo es. —⁠Empezó a mecerse adelante y atrás.
Bernice miró a David.
—Ha sido Black, ¿verdad?
—No podemos estar seguros.
—¿Y sigue ahí fuera?
—Sí —dijo David—. Al menos, estaba ahí hace un minuto.
—¿Qué está haciendo?
—Está de pie en el pasillo como si fuera un centinela de guardia o algo
por el estilo.
—Está loco… Dios mío, qué hijo de puta más cruel. ¿Cómo pudo hacerle
esto a una mujer?
—Voy a llamar a una ambulancia —dijo David en voz baja.
—Y a la policía.
—Y a la policía también —aceptó David. Cogió el teléfono de la mesilla
de noche.
—Eso no sirve de nada.
—¿Por qué no?
—Hay que llamar a recepción para que te pongan con una línea externa.
Bernice se levantó.
—Espera —dijo él—. ¿Adónde vas?
—A recepción. Usaré el teléfono que hay allí.
—No puedes —dijo David, horrorizado.
—No podemos quedarnos aquí sentados hasta el día del juicio, ¿no?
—Mira, Bernice. Alguien ha atacado a esta mujer. No puedes ir por el
hotel sola.

Página 197
Bernice parecía realmente dispuesta, impulsada por la furia de ver a la
mujer consternada y desnuda; David pensó que iba a salir de la habitación
sola.
Ella suspiró.
—Muy bien, me quedo. ¿Qué sugieres?
—Bajaré yo. Cierra la puerta cuando salga.
—¿Y Black?
—No sé si la ha atacado él. No se comporta como si tuviera mala
conciencia, ¿no?
—David, tampoco se comporta como si estuviera en sus cabales.
—Tienes razón.
Sus ojos se encontraron y la comprensión fluyó entre ellos. David sonrió.
Estaban juntos en eso.
—Bernice —dijo en voz baja—. Pensándolo mejor, creo que deberíamos
bajar los tres a recepción. Podemos telefonear desde allí. Y también
llamaremos a Electra.
—De acuerdo. —Bernice miró hacia Jack Black, más allá de la puerta⁠—.
Ya es hora de que ella coja el toro por los cuernos.
—Bien —dijo David—, échame una mano con Fiona; así es, cógela por el
otro brazo. Cuidado con el codo, ese roce debe de dolerle.
—Fiona… Fiona… vamos a ir abajo. ¿Puede mantenerse en pie?
Ella miró alrededor durante un momento, confundida, como si no
estuviera segura de dónde se encontraba.
—¿Dónde está Matt?
—¿Matt es su marido? —preguntó David.
Ella negó con la cabeza.
—Estaba conmigo… Ellos entraron… Sólo… sólo le hicieron daño… me
habrían cogido a mí también. Corrí cuando lo sacaron de la habitación y me
metí en el ascensor. Me escondí allí dentro… pensé que todo estaría bien
cuando saliera. Usaba palabras mágicas cuando era pequeña… Pomerania,
Bitelchús, Antimacassar… las decía cuando el abuelo se quitaba el cinturón.
—Tranquila —la calmó Bernice—. Vamos, levántese.
—Pomerania, Bitelchús, Antimacassar. Decía… decía esas palabras
cuando el abuelo me pegaba con el cinturón. Si me escondía en el ascensor y
las decía muchas veces y… y con mucha convicción, todo iría bien. Matt
volvería. Estaría vivo. Pomerania, Bitelchús, Antimacassar, Pomerania…
—Está en estado de shock —le dijo David a Bernice⁠—. El pulso es débil,
respira demasiado de prisa.

Página 198
—Bitelchús, Antimacassar. El abuelo se quitaba el cinturón, se lo quitaba,
se vino abajo, cayó… muerto… ¡ay!, muerto y bien muerto.
—Vamos, tranquila —le dijo David con suavidad—. La llevaremos abajo.
No te extrañes si se desmaya —⁠añadió, mirando a Bernice—. Parece un poco
mareada.
—¿Mareada? Yo también.
David miró a Bernice. Estaba haciéndolo muy bien, ayudando a la confusa
mujer, pero había empezado a temblar.
Le dirigió la sonrisa más tranquilizadora que pudo.
—Lo estás haciendo bien, Bernice. Ya casi estamos en la puerta.
—¿Y Black?
—Ignóralo.
—¿Y el novio?, ¿ese Matt?
—Cuando estemos en recepción y haya hecho esas llamadas, miraré en la
habitación.
—¿Qué crees que ha pasado?
David se encogió de hombros; se la veía muy preocupada.
—No lo sé… la verdad es que no lo sé.

Llevaron a Fiona hasta la puerta. David usó el talón para mantenerla abierta lo
máximo posible.
Ahora Jack Black estaba unos diez metros pasillo abajo. Les daba la
espalda con los brazos colgando flácidos a los costados. Maldita sea, sí que
parecía que estaba montando guardia.
¿Qué demonios había sucedido? ¿Había atacado Black a la mujer?, ¿la
había violado? ¿Dónde estaba el novio, Matt?, ¿le había pegado a la chica
después de una discusión?
La mujer estaba realmente alterada.
—Pomerania, Bitelchús, Antimacassar… —seguía murmurando.
—¿Está ahí el ascensor? —preguntó David.
—No. Ha vuelto automáticamente a la planta baja.
—No importa. ¿Puedes pulsar el botón?
—Sí. Lo tengo.

Página 199
Dios, pensó, ¿no somos un espectáculo extraño? Bernice maquillada de
reina gótica, con pintalabios rojo sangre y guantes de encaje hasta los codos;
yo sin zapatos ni calcetines, y los dos sujetando a una mujer magullada y
aturdida que murmura palabras mágicas de su infancia.
Y para colmo ahí está Jack Black en el pasillo, con la cabeza afeitada y
esa pinta terrible, mirando la escalera como si el coco estuviera a punto de
aparecer y exclamar «¡bú!».
Miró a Bernice; se estaba mordiendo los labios mientras miraba el
indicador iluminado, un número verde rodeado de un marquito de metal por
encima de las puertas de madera falsa. El número les indicaba que el ascensor
había llegado a la segunda planta.
David dirigió una mirada a Jack Black. Todavía estaba allí de pie, una
extraña estarna de piel, hueso y tatuajes.
Se oyeron truenos, un sonido profundamente ominoso.
David miró también los números mientras el viejo ascensor claqueteaba
en su subida por el hueco. Ahora estaba en el tercer piso.
Echó otro vistazo a Jack Black, que tenía la cabeza ladeada como si fuera
exactamente un perro Rottweiler que acabara de oír los pasos de un
desconocido.
Black se volvió de pronto a mirar a David con ojos fieros.
—Están subiendo por la escalera —dijo rápidamente⁠—. Vuelvan a la
habitación y cierren la puerta con llave.
—No —contestó David, perdiendo finalmente la paciencia⁠—. Vamos a
llevar a esta mujer a recepción.
—¿En el ascensor?
—Sí.
Jack Black se pellizcó el labio inferior con sus gruesos dedos,
reflexionando.
—Vale —dijo bruscamente—. Entren en cuanto se abra la puerta.
Está totalmente colocado, pensó David, exasperado. ¿Qué se ha tomado?,
¿pegamento?, ¿disolvente? Está en otro planeta.
Pero cuando Black avanzó hacia ellos (un paso rápido, salvaje como el de
un cocodrilo). David no pudo ver ningún signo de abuso de estupefacientes.
No tenía sonrisa lela, ni expresión vacía.
La puerta del ascensor se abrió.
En ese momento, la mujer se desplomó y estuvo a punto de hacer caer a
Bernice.

Página 200
—Oh, Dios mío —dijo Bernice, asustada—. David, se ha muerto, se ha
muerto.
—No te preocupes, sólo se ha desmayado.
Black seguía mirando hacia la escalera.
—Dense prisa. Ya casi están aquí.
—¿Quiénes están aquí?
—Quédense aquí otros dos minutos y lo descubrirán.
Dios, pensó David, no hace falta.
—Bernice, sujeta la puerta del ascensor. Yo la… No, Jack, no es
necesario, yo la sostendré.
Pero bien podría haber intentado razonar con un cocodrilo.
Jack Black cogió a la mujer bajo uno de sus enormes brazos y la metió en
el ascensor. Ella se quedó allí, flácida como una muñeca de trapo.
—Quédate dentro —le dijo Black a Bernice, que intentaba salir del
ascensor con expresión de miedo.
—Déjame —dijo, asustada—. Déjame…
—Quédate ahí —gruñó Black. Entonces miró a David, que todavía estaba
fuera del ascensor⁠—. Adentro, Leppington.
David vaciló.
—Entre en el ascensor ahora mismo —ordenó Black.
David sintió que la situación escapaba a su control. Se sentía confuso.
Estaba acostumbrado a dirigir; por el amor de Dios, había recibido formación
para tener el control. Todo eso se había convertido en una experiencia
extraña, no, demencial, con el loco de Black al mando.
Justo entonces oyó un ruido al fondo del pasillo. En la pared frente a la
escalera se dibujaron sombras. Alguien subía la escalera hasta el cuarto piso.
—David. Entra, por favor —suplicó Bernice desde un rincón del ascensor.
—Alguien sube por la escalera.
—Entre —ordenó Black—. Ahora.
—Puede que sea Electra.
—No lo es —gruñó Black entre dientes—. Entre en el ascensor.
Por un instante, David casi estuvo a punto de echar a correr hacia el fondo
del pasillo para ver quién subía por la escalera, pero en ese momento un sexto
sentido lo puso alerta. La piel le cosquilleaba; se encontró retrocediendo
instintivamente con los ojos fijos en la sombra que se proyectaba en la pared
mientras alguien subía con pesada lentitud.
No estás siendo sensato, pensó, estremeciéndose. ¿Por qué tienes miedo
de esas sombras?

Página 201
Su instinto fue más fuerte que la parte racional de su mente.
Retrocedió hacia el ascensor, girándose para mirar por encima del
hombro. Bernice todavía tenía a la Fiona inconsciente cogida por un brazo. La
bata se le había abierto, revelando sus piernas desnudas y el vello púbico.
Bernice estaba acurrucada en un rincón, tras el ancho cuerpo de Black.
Miraba por encima de su grueso brazo con ojos asustados. Le suplicaba en
silencio a David que entrara en el ascensor y no esperara más en el…
Entonces su cara desapareció.
David vio cómo la puerta del ascensor se cerraba.
—¡Abre la puerta! —llamó—. ¡Pulsa el botón!
—Lo estoy pulsando —gritó Bernice—. ¡No funciona! Es…
La puerta se cerró del todo y desaparecieron.
El motor del ascensor zumbó, apenas audible por encima de los truenos.
David vio cómo el número verde pasaba del cuatro al tres.
Oyó un golpe sordo, como si hubieran arrojado un objeto pesado al suelo
alfombrado.
Venía de la escalera.
Se le secó la boca. Otra vez David Leppington no pudo explicar la
corriente de miedo que recorría su interior. El sonido seco se repitió.
Ahora no tenía alternativa. Se volvió a ver qué era lo que subía por la
escalera.

Página 202
Capítulo 21

Bernice casi no podía moverse. El ascensor ya era de por sí bastante pequeño.


La caja de paneles de pino que bajaba por el hueco de ladrillo era estrecha
como un ataúd.
Apenas había espacio para respirar. Con el inmenso cuerpo de Jack Black
allí de pie, sólido como una estatua de hierro, y la mujer inconsciente sujeta
por uno de sus grandes brazos tatuados.
Bernice extendió la mano, apretujándose entre el cuerpo de Black y la
pared del ascensor, y pulsó el botón que indicaba el número cuatro.
—¿Qué haces? —preguntó Jack Black con su voz átona y siniestra.
—Voy a volver a por David.
—No te servirá de nada. El ascensor bajará primero hasta la planta baja.
—Lo intentaré —dijo ella, desafiante.
Él se encogió de hombros; bajo su brazo la mujer magullada giró la
cabeza. Los ojos, hinchados y ennegrecidos con manchas de rímel, estaban
cerrados, pero incluso en ese estado murmuró:
—Pomerania, Bitelchús… Anti…
Entonces susurró algo más que Bernice no pudo captar.
—¿Puedes moverte a un lado? —pidió Bernice, mirando la nuca
tatuada⁠—. No puedo respirar.
—Llegaremos pronto.
Ella dejó escapar un suspiro de furia. Se cree que sólo soy una niñita
estúpida, pensó. Trató de sentir ira, pero todo lo que podía experimentar era
una especie de desesperante aceptación, como si realmente fuese una niña
pequeña. Debo de parecer idiota de esta guisa, con vestido negro largo,
guantes de encaje, maquillaje recargado como si fuera la hija de Drácula o
algo así. Dios, debo de parecer estúpida.
¿Por qué me he disfrazado así?

Página 203
Porque quería ocultar mi cuerpo. No me gusta la forma de mi cuerpo.
Me avergüenza, así que quise ocultarlo bajo todo el encaje, el satén, el
maquillaje y el pintalabios rojo.
De repente la ropa y el maquillaje le parecieron transparentes a los ojos de
Jack Black. Se sentía tan desnuda como esa pobre chica.
Desnuda y estúpida… y para nada atractiva.
El ascensor traqueteó.
—Casi hemos llegado —dijo ella, sintiendo que tenía que romper el
silencio⁠—. Otras dos plantas.
Él no dijo nada. Bernice le miró la cabeza en forma de bala.
De nuevo se preguntó si Jack Black habría atacado a la mujer.
Y yo estoy aquí a solas con él… Bueno, casi sola.
Se sentía intensamente incómoda. La masculinidad de Black era una
fuerza de la naturaleza, como la gravedad. La sentía presionar sobre ella con
un peso espantoso.
Oh, vamos, ascensor… acelera…
En el momento en que se abrieran las puertas cruzaría corriendo el
vestíbulo hasta el mostrador de recepción y entonces tendría aquel teléfono
rojo en las manos.
Marcaría primero el número de la policía, luego el de la ambulancia.
Quería llenar el hotel de agentes de aspecto fornido.
Se llevarían a Jack Black esposado… lo encerrarían en una celda…
—Eso no va a pasar, ¿sabes? —dijo él.
—¿Qué?
—Los polis. No se me llevarán. Yo no le he hecho nada a esta mujer.
Bernice sintió un remolino de confusión. Es casi como si este matón me
hubiera leído el…
El ascensor se estremeció. Las luces perdieron intensidad, fluctuaron y
luego recuperaron el brillo.
Ella miró el indicador. El número se convirtió en el uno.
Ya casi estamos. Gracias a Dios.
En cuanto salieran, volvería a enviarle el ascensor a David.
—No se para —dijo Black en voz baja.
—¿Qué? —Un escalofrío le recorrió el cuero cabelludo—. Pulsa el botón.
El botón de la planta baja. —⁠Es lo que he hecho. No se para.
Esto es absurdo, pensó ella. No podía moverse en el ascensor. Apenas
podía respirar, apretujada en un rincón de paredes de pino. La mujer
magullada murmuró algo.

Página 204
Bernice maldijo.
—Justo cuando lo necesitas, el ascensor se vuelve loco. Maldito sea.
Se colocó junto a Black de nuevo y pulsó el botón marcado con la letra B
mientras la S se encendía y luego se apagaba, y el ascensor continuaba su
camino.
—No funciona —dijo él.
—Ya sé que el maldito cacharro no funciona. Vamos al sótano.
El sótano. La palabra pareció súbitamente chocante.
La asaltaron los recuerdos de cuando había bajado al sótano antes, cuando
quiso abrir la puerta de hierro… había alguien detrás de aquella puerta,
pensó. Está esperando en el sótano ahora. Debe de haber pulsado el botón
desde el sótano. Sabía que íbamos a coger el ascensor.
Aterrorizada, miró de nuevo hacia la puerta mientras el ascensor se
detenía.
Oh, Dios mío, hay alguien ahí abajo, la misma persona que atacó a la
mujer. La comprensión se abrió paso bruscamente en su cabeza. Con los ojos
espantados, miró a través de la abertura que quedaba entre el brazo de Black y
las paredes.
En cualquier segundo las puertas se abrirían. Y vería…
Pulsó los botones del ascensor frenéticamente, llena de pánico. Los dedos
cubiertos de encaje parecían resbalar por los botones sin hacer el contacto
adecuado.
Una letra S se encendió en el panel. La luz del ascensor fluctuó también.
Se apagó.
Oscuridad.
La luz regresó… pero más débil.
—Date la vuelta —ordenó Black.
—¿Que haga qué?
—Date la vuelta.
—No… ¿Por qué?, ¿por qué estamos…?
—Hazlo.
Se volvió en el ascensor. Todavía sujetando a la mujer inconsciente, Jack
Black usó la mano libre para agarrar a Bernice por el hombro. Ella se resistió,
pero notó cómo la empujaba sin ningún esfuerzo hasta el fondo del ascensor.
No quiere que vea nada, pensó asustada. ¿Por qué?
La puerta del ascensor se abrió.
Al instante oyó un fuerte siseo, como aire escapando de un respiradero en
un garaje.

Página 205
Sintió a Jack moviéndose tras ella. Desesperadamente, trató de volver la
cabeza. Pero no pudo girar el cuello lo suficiente para ver nada. Sólo veía el
granulado de la pared de pino ante ella.
—Pomerania, Bitelchús… ¡ah!
El murmullo incoherente de la mujer se convirtió de pronto en un agudo
alarido.
Entonces la puerta del ascensor se cerró.
Oh, Dios mío, pensó Bernice, aterrada, la ha echado fuera del ascensor.
La ha arrojado al sótano.
¿Por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?
Por fin Black la soltó. Se dio media vuelta.
Las puertas del ascensor se habían cerrado una vez más.
Aturdida, contempló el diminuto ascensor.
Estaba a solas con Jack Black.

David se había quedado mirando los números que indicaban dónde estaba el
ascensor…
4,3,2…
La velocidad de los acontecimientos lo aturdía.
Ahora parecía que subía gente por la escalera. Pero lo hacían despacio,
furtivamente.
Tal vez se habían colado unos ladrones en el hotel y le habían robado a la
pareja de la habitación 101. Ésa parecía la explicación más plausible.
Pero ¿por qué se aventuraban a subir hasta aquí? Sin duda tendrían que
haberse dado la vuelta y largarse cuando la mujer desnuda salió corriendo y
gritando de la habitación, ¿no?
David pensó simplemente en volver a su habitación y cerrar la puerta, y
luego intentar llamar a Electra o a recepción a través del sistema telefónico
interno.
Pero, extrañamente, experimentó una sensación de culpa ante la idea de
esconderse. ¿Qué diría su tío George al respecto? ¿Un Leppington con sangre
vikinga ocultándose en la habitación de un hotel?
¿Dónde está tu orgullo?

Página 206
David se dio cuenta de que lo que iba a hacer era una estupidez. Podría
haber una banda de psicópatas rondando por el hotel.
Sin embargo, apretó los dientes y recorrió rápidamente el pasillo.
Casi había llegado a la escalera cuando oyó ruidos ligeros. Era el sonido
de pies bajando a la carrera; una carrera ansiosa, como niños hambrientos que
oyen que ya está lista la cena y ya no pueden esperar más su hamburguesa y
sus patatas.
David corrió también, casi esperando encontrarse a quienquiera que
fuese… (para dar una descripción a la policía, informó la parte racional de
su cerebro) y deseando también encontrárselo. De nuevo, lo que le quedaba
de sexto sentido le dijo que lo último que quería era enfrentarse a lo que
bajaba corriendo la escalera. Era desagradable, era peligroso…
Lo que fuera… quien sea, se corrigió, bajaba la escalera tenuemente
iluminada e iba unos pocos peldaños por delante. Cada doce escalones
aproximadamente la escalera giraba con brusquedad y luego continuaba
descendiendo. La persona permanecía siempre fuera de su vista.
David llegó jadeando a la planta baja. La puerta principal estaba cerrada,
sin duda con un firme cerrojo, igual que las puertas giratorias. Las otras
puertas que salían del vestíbulo también estaban cerradas.
¿Adónde se han ido entonces? No pueden haberse evaporado en el…
Se detuvo.
La puerta que conducía al sótano estaba abierta.
Si habían bajado al sótano, no les quedaba (supuso) ninguna otra salida.
El ladrón o ladrones se habían atrapado ellos solos.
Con la boca seca, se acercó cautelosamente a la puerta abierta. Más allá se
extendía una oscuridad negra como la tinta, densa y de aspecto casi sólido.
Del otro lado del vestíbulo llegó un sonido claqueteante seguido de un
siseo susurrante.
Se volvió a tiempo para ver cómo se abrían las puertas del ascensor.
Sólo salieron dos personas: Jack Black y Bernice Mochardi.
David sacudió la cabeza, aturdido.
—¿Dónde está Fiona?
Black pasó por su lado sin responder. Bernice salió del ascensor como una
sonámbula. Se dirigió a una de las sillas tapizadas de terciopelo y se
desplomó en ella. Miraba directamente al frente, vencida por el shock.
—Bernice —preguntó David con fuerza—. ¿Qué ha pasado?
Sin parpadear, ella negó lentamente con la cabeza.
Oyó la voz de Jack Black tras él.

Página 207
—Leppington. ¿Ha abierto esta puerta?
David se volvió y vio a Jack Black de pie junto a la puerta del sótano,
como si esperara que de allí saliera un tropel de terroristas armados.
David negó con la cabeza.
—Estaba abierta cuando llegué aquí. ¿Qué le ha pasado a…?
Jack extendió rápidamente la mano, agarró el pomo de la puerta como si
se tratara de una serpiente venenosa y la cerró de golpe.
Se quedó sujetándola. Como si esperara que alguien intentara abrirla
desde dentro, alguien obscenamente desagradable.
—Traiga las llaves del casillero —ordenó Black.
David corrió al mostrador de recepción.
—¿Hay alguien ahí abajo?
—De prisa.
—Las llaves. ¿Dónde están?
—En el casillero. Ahí, detrás del mostrador.
—Vale… las tengo. ¿Cuál de todas es?
—Vaya probando hasta que cierre la puerta.
Jack Black no soltaba el pomo, lo agarraba con ambas manos y con un pie
apretaba el marco de la puerta.
—De prisa —gruñó.
David rebuscó rápidamente entre las llaves, ignorando las de tipo Yale.
Pareció tardar toda una vida.
Esperaba oír en cualquier momento un montón de golpes desde el otro
lado de la puerta y a alguien exigir furiosamente que lo dejaran salir.
David eligió una llave, la probó, la descartó.
—¿Dónde está Fiona?
—Cierre la puerta.
David sacudió la cabeza. Cuanto antes llegara la policía, mejor.
—Ya la tengo. —David giró la llave, que emitió un reconfortante clic
cuando el mecanismo trabó el cerrojo en el marco de la puerta.
—¿Cerrada? —preguntó Jack Black.
—Sí.
—¿Seguro?
—Seguro.
—Más nos vale que sea así.
Cuando David se dio la vuelta advirtió una figura en lo alto de la escalera.
Su rostro era pálido, los ojos se veían oscuros y cargados de presagio.
—Electra —dijo con una mezcla de alivio y sorpresa ante su expresión.

Página 208
Ella bajó la cabeza un momento antes de preguntar:
—¿Ha vuelto a suceder?

David vio a Electra bajar la escalera. Iba descalza, vestida con un kimono
negro que rozaba el suelo; el pelo negro azulado le caía sobre los hombros;
sin maquillaje, su cara era de un blanco sorprendente.
—Electra, tienes que llamar a una ambulancia —⁠dijo David rápidamente
pero con calma—. Y a la policía también.
—¿Por qué?
—Una chica del cuarto piso, la han atacado.
Electra miró alrededor.
—¿Bernice?
—No, otra… Fiona. Una huésped.
Electra asintió con expresión pétrea.
—Fiona Hill, habitación 101. ¿Dónde está?
—Eso es lo que he intentado averiguar. Bajó hasta aquí en el ascensor con
Bernice y Jack. Cuando llegué por la escalera las puertas del ascensor se
abrieron, pero sólo salieron Jack y Bernice.
Electra miró a Bernice, que continuaba con la vista al frente, en estado de
shock. Se volvió hacia Black.
—¿Adónde fue? —le preguntó bruscamente.
—El ascensor bajó hasta el sótano —dijo él con voz átona, sin
emoción⁠—. Salió.
—¿Salió? —repitió David—. ¿Salió en el sótano? ¿Por qué?
Jack Black se encogió de hombros, el rostro inexpresivo.
—Mentiroso. —Bernice salió del trance—. Mentiroso. ¡La echaste del
ascensor!
David sacudió la cabeza, lleno de asombro.
—¿La echó? ¿Para qué demonios…?
Bernice se levantó, y una expresión feroz regresó a sus ojos.
—Pregúntale. Vamos, pregúntale.
—Se bajó —dijo Jack Black tranquilamente.
—Y una mierda —replicó Bernice—. La echaste. —⁠Avanzó hacia Jack,
los ojos brillantes—. Tus amigos estaban allí abajo. Se la echaste como si

Página 209
fuera un pedazo de carne a una manada de perros. Eso es lo que sucedió,
¿verdad?
—Alto. —Electra alzó las manos—. Quietos ahí. Mirad, tiene que haber
una explicación racional para todo esto.
—Y yo creo que Bernice la acaba de dar —dijo David⁠—. Black sabía que
había alguien en el sótano; los acaba de encerrar allí.
Electra miró la puerta del sótano y luego el ascensor con la mesa
atrancada que impedía que se cerrara la puerta.
—¿Jack hizo eso?
David asintió.
—Electra —dijo Bernice urgentemente—, por el amor de Dios, llama a la
policía.
—No.
—¿No? —repitió David, moviendo la cabeza—. Electra, por Dios, puede
que se haya cometido un asesinato aquí. Puede que incluso conozcamos al
culpable.
Miró a Jack Black, que permanecía inmóvil junto a la puerta del sótano,
con la cara todavía inexpresiva pero con los ojos clavados en él.
—Jack no es responsable. —Electra hablaba con firmeza⁠—. De hecho,
creo que dentro de no mucho tiempo tendréis que darle las gracias.
—Electra. Me he perdido. ¿Qué está pasando aquí?
—Podemos hablar de eso más tarde. Primero creo que deberíamos echar
un vistazo a la habitación 101. Había un hombre alojado con la señorita Hill.
—⁠Los miró uno a uno—. Creo que deberíamos subir todos juntos. ¿No estáis
de acuerdo?
Después de una pequeña pausa, David y Bernice asintieron. Black
simplemente se dirigió al pie de la escalera y los esperó.
—No es necesario. Con la excepción de la señorita Hill y su amigo,
Bernice y tú sois los únicos huéspedes.
Subió un par de escalones y entonces se volvió a mirarlos.
—Iré yo primero. Jack, síguenos detrás de David y Bernice, ¿de acuerdo?
Jack asintió, su rostro tatuado se había convertido en una máscara
inescrutable.
David sintió que Bernice le tocaba el brazo. Era un gesto que pretendía
reconfortarlos a ambos. Le dirigió una sonrisita tensa.
—Muy bien, seguidme. —Electra subió lentamente los escalones. Podrían
haber sido una familia que iba a presentar sus respetos a un abuelo muerto en
un velatorio. La situación tenía algo oscuramente funerario.

Página 210
La lluvia golpeaba los cristales. En la distancia, los truenos eran un leve
gruñido, tan bajo que se sentía más que oía.
David se sentía frío, sometido por dentro. La perspectiva de subir a la
habitación 101 era aterradora. Advirtió que era miedo a lo desconocido. No
sabía qué iba a encontrarse allí.

Página 211
Capítulo 22

Los cuatro estaban sentados alrededor de la mesa de la cocina. Las tazas de


café humeaban. La leche derramada al abrir torpemente un cartón formaba
charquitos blancos sobre la madera. Jack Black se mecía sobre dos patas de la
silla mientras contemplaba el techo con un cigarrillo entre los gruesos labios.
Electra tenía que haber advertido que Bernice llevaba puesta su ropa (la
larga falda negra, la blusa de seda y los guantes de encaje negro que
envolvían sus manos y antebrazos), pero no hizo ningún comentario ni dejó
entrever que se había dado cuenta.
—Electra —dijo David con voz baja, calmada⁠—. Dejémoslo claro. ¿No
vas a llamar a la policía?
—No. No lo haré.
Bernice se inclinó hacia adelante con los codos sobre la mesa y miró
ansiosamente a Electra a la cara.
—Electra, por el amor de Dios, ¿por qué no?
—Muy bien, Bernice, David, llamaré a la policía. ¿Qué le digo al sargento
Morrow cuando entre por esa puerta?
—Dile lo que ha sucedido. Es bastante sencillo, ¿no?
—¿Pero qué ha sucedido, Bernice? Cuéntamelo.
Bernice suspiró y contó la historia por tercera vez.
—La mujer salió dando tumbos del ascensor. La agarré antes de que
cayera…
—No, no, Bernice. Más tarde. ¿Qué le pasó a mujer, a esa Fiona Hill,
cuando salió del ascensor?
—¿En el sótano?
—Sí. ¿Adónde fue?
—No salió. No por su propia voluntad. Él —⁠dijo señalando con un dedo a
Jack Black— la empujó.
—Salió corriendo del ascensor —dijo Jack, hoscamente.
—¿Qué?
—Salió corriendo.

Página 212
—Pero ¡si hubo un forcejeo!
—Sí… se me escabulló. Intenté impedir que se fuera. Como dice aquí el
doctor, tenía que ir a un hospital.
—Electra. Mira. —Mantén la calma, David, se dijo. Habla de manera
tranquila y relajada⁠—. Mira. Parecía que habían atacado a esa mujer. Tenía
magulladuras, estaba sangrando; aquí, en el codo. Estaba en estado de shock.
Acabamos de subir a su habitación.
—¿Y a quién encontramos allí? —dijo Electra.
—A nadie, cierto. Pero el lugar estaba hecho un desastre. Había sangre en
las sábanas y en el suelo del cuarto de baño.
—Pero ¿ningún señor Smith?
—No, pero ¿qué esperabas? ¿Un cuerpo destripado?
—Tal vez sí —reconoció Electra, encogiéndose de hombros⁠—. Pero no
encontramos nada.
—¿Una habitación hecha un caos y cubierta de sangre, y dices que nada?
¿Y dónde están tus huéspedes?
Electra suspiró. Era un sonido cansado, y sabio, como si tuviera
finalmente que explicar los hechos de la vida a un sobrino curioso.
—David. Dirijo un hotel, y a veces suceden cosas extrañas. A veces dos
hombres se alojan en habitaciones distintas. Por la mañana, las chicas de la
limpieza descubren que sólo se ha dormido en una habitación y que las
sábanas están… bueno, un poco revueltas. Bernice, David, esto es el mundo
real. Los hoteles no son sólo para las familias que buscan alojamiento camino
de Disneylandia. No me mires así, Bernice; sí, ya sé que parezco
condescendiente. Pero lo cierto es que algunas personas se alojan en hoteles
para tener relaciones adúlteras; a veces son muy retorcidas. A veces a la gente
le gusta ponerse dura cuando tiene relaciones sexuales; luego hay sangre en
las sábanas y los muebles, y, sí, doctor Leppington, se encuentra vaselina en
la pata de una silla o incluso alfileres cubiertos de sangre. Sabes tan bien
como yo que hay sádicos y masoquistas además de gente temerosa de Dios
que religiosamente practica la postura del misionero y se besa con la boca
cerrada. Encontramos colillas de porros o pedazos de papel de aluminio en las
papeleras, y por eso sabemos que consumen drogas… Pregúntale a cualquier
director o encargado de hotel de cualquier lugar del mundo. A veces un
amante se deja llevar… y su pareja se asusta y sale corriendo de la habitación.
Puede que estén colocados o no les entusiasme que les grapen los pezones
o…

Página 213
—¿Estás diciendo —interrumpió David— que esa pareja podría haber
estado practicando algún tipo de juego sexual sadomasoquista que se les fue
de las manos?
Electra asintió.
—Posiblemente.
—Pero esa mujer estaba aterrorizada —dijo Bernice, agarrando la taza de
café como si al sujetarla con mucha fuerza pudiera infundir algún tipo de
sentido común en Electra⁠—. Se desmayó en mis brazos, estaba farfullando…
—Doctor, ¿no podría ser eso efecto de alguna droga?
David lo admitió, asintiendo lentamente.
—LSD. Podría tener ese efecto, dependiendo del estado mental de la
persona.
—Pero eso sigue sin explicar por qué Fiona Hill y el señor Smith han
desaparecido.
Electra se encogió de hombros.
—Bernice, sabes que a veces los huéspedes se marchan sin pagar de los
hoteles.
—¿En plena noche? ¡Si la mujer sólo llevaba puesta mi bata!
—Estaban avergonzados. Puede que ella fuera maestra, y él, por lo que sé,
podría ser arzobispo. Después de todo, dudo mucho que Smith fuera su
verdadero apellido. En esas circunstancias, ¿no querrías tú largarte del hotel
rápido antes de que los periódicos se cebaran contigo?
—Se dejaron la ropa —insistió Bernice.
—¿Y qué? ¿Has visto la Caja Muerta?
—¿La qué? —preguntó David, confuso.
—La Caja Muerta. Cuéntale, Bernice.
La expresión de Bernice parecía ahora más sombría que consternada:
Electra tenía respuesta para todo.
—La Caja Muerta —dijo Bernice— es el nombre de la habitación que
está a la salida del vestíbulo. Ahí es donde se almacenan las maletas y otras
pertenencias de la gente que se marcha sin pagar.
David alzó las cejas.
—¿Eso sucede a menudo?
—Tendrías que ver lo llena que está la habitación —⁠respondió Electra—.
Repleta del suelo al techo. Créeme, doctor, eso ha pasado desde que se
construyó el hotel. La gente decide que no quiere pagar la factura… o de
pronto descubre que el príncipe encantador es un crápula y… se van,
dejándolo todo detrás.

Página 214
—Pero ese señor Smith y Fiona Hill vinieron en coche. ¿No estará
aparcado ahí atrás?
—Dijeron que habían venido en tren, pero no hay trenes a la hora en que
llegaron al hotel. Sospecho que vinieron en coche y lo dejaron en alguna calle
secundaria. Fueron muy discretos.
David advirtió que Electra le daba una clara explicación a todo. No quería
ningún problema con la policía. Si ése era el caso. Y no estaba ocultando nada
al respecto. Miró a Black. No participaba en la conversación. Su expresión,
tan rígida como siempre, quedaba en parte oculta por una densa nube de
humo de tabaco.
—¿Alguien quiere más café antes de que nos acostemos? —⁠Electra era
todo dulzura y razón. Probablemente está pensando que nunca
encontraremos los cadáveres, se dijo David. Pero sabía que no iba a permitir
que su sentido del humor lo engañara. Sospechaba que Electra sabía algo.
Había un secreto oculto en este hotel. David quería descubrirlo.
—Media taza —dijo, y tendió la taza. Electra sonrió y la llenó hasta
arriba.
—Puedo prepararte un sándwich, si quieres.
David negó con la cabeza, sonriendo también. Pero decidido a no permitir
que Electra lo barriera todo bajo la alfombra. No creía en absoluto que los
amantes, avergonzados, simplemente hubieran dejado el hotel.
—Supongo que darían una dirección para la hoja de inscripción, ¿no?
Electra se encogió de hombros con aquel gesto característico suyo.
—Supongo.
—¿Y pagaron en metálico?
—Humm, un depósito al menos… por adelantado.
—Así que no hay factura de tarjeta de crédito. Qué oportuno.
—Lo corriente, me temo —dijo Electra sobriamente⁠—. Los adúlteros son
una raza aparte.
Bernice sacudió la cabeza y dejó escapar un largo suspiro.
—¿Podrían no haber estado aquí en absoluto?
—No hay cartera. Ni papeles. Nada —fue la contribución de Black,
envuelto en humo de tabaco.
David lo miró un instante.
—Eso responde a todas las preguntas menos a una —⁠dijo.
—¿Sí? —Electra bebió de su café—. ¿Cuál?
—Cuando vi al señor Black aquí presente justo después de llegar a la
planta baja, había atrancado la puerta del ascensor para que no pudiera

Página 215
utilizarse o no se pudiera llamar desde otra planta. Además, se fue directo a la
puerta del sótano, la cerró y la mantuvo así hasta que yo eché la llave. ¿Quién
pensaba que había en el sótano?
—Sus amigos —dijo Bernice con sombría amargura⁠—. Cómplices, sería
la palabra adecuada.
—Había que cerrar la puerta —declaró fríamente Black, como si eso fuera
respuesta suficiente.
—¿Hay otra forma de llegar al sótano? —preguntó David.
—A través del ascensor de servicio del patio. Tiene un candado por
dentro. Nadie puede entrar.
—¿Ni salir?
—Ni salir —reconoció Electra.
—¿Y no hay ninguna otra entrada al sótano?
—No, ninguna más.
A David le pareció que Bernice le dirigía a Electra una mirada de
sorpresa, como si no hubiera dicho toda la verdad.
Pero eso no importaba en realidad. Había decidido qué hacer a
continuación.
—Electra.
—¿Sí?
—¿Te importa si miro en el sótano?
—No, pero será mejor que esperes hasta mañana.
—¿Por qué?
—No se está seguro ahí abajo. Algunas luces no funcionan.
—¿No puedes prestarme una linterna? —Ella no dijo nada, pero David
sintió que su resistencia hacia él cedía—. Mira —⁠le dijo—, la chica salió
corriendo del ascensor. Puede que se haya hecho daño, desmayado, lo que
sea… Cuando la encontramos estaba bastante mal.
—No está allí. —Esta vez le tocó a Electra el turno de hablar fríamente.
—No obstante, creo que debería comprobarlo —⁠insistió David.
Hubo una pausa incómoda mientras Electra lo consideraba. David sabía
que intentaría disuadirlo. El humo del cigarrillo flotaba pesadamente en el
aire. El reloj de la pared sonaba a ritmo constante, con el minutero
enfilándose hacia las dos. Todavía resonaban los truenos en la noche.
Todo tenía un aire atemporal, como si una inmensa maquinaria oculta
manipulara algún mecanismo oscuro en un mundo más allá de éste para frenar
el tiempo. Alguien (o algo) aparte de Electra no quería que bajara a aquel
sótano.

Página 216
Y al final de ese momento largo y lento, tan silencioso como la proverbial
tumba, sonó el teléfono.

Página 217
Capítulo 23

David se quedó sentado a la mesa con Bernice y Jack Black mientras Electra
iba a atender el teléfono en recepción. Jack Black apagó el cigarrillo con dos
dedos. Entonces encendió otro, su feo rostro de pronto amarillo luminoso a la
luz de la cerilla.
Gotas de lluvia salpicaban la ventana. Eran las dos y diez de la
madrugada.
David sabía que no podía empezar a pensar dónde había ido la chica hasta
que hubiera comprobado que no estaba en el sótano.
Miró a Bernice, reparando en las ropas de estilo Victoriano que llevaba y
la sombra de ojos negra y el pintalabios rojo sangre. Notó que la miraba con
una especie de estupefacción; simplemente no se había fijado en sus ropas
góticas, el maquillaje y las joyas de vampiro que llevaba. Por supuesto,
debido a la increíble situación allá arriba con la mujer manchada de sangre,
luego Electra negando tranquilamente que se hubiese producido un crimen en
el hotel esa noche: Extraño, tal vez, admitía Electra, pero ¿un crimen?
Decididamente no. Ahora el efecto de las ropas de Bernice y su lápiz de
labios rojo sangre le llegó totalmente: era sombríamente erótico; en otras
circunstancias admitiría (al menos para sí mismo) que lo excitaba.
De pronto advirtió que Bernice había visto que la estaba mirando; sus
mejillas se ruborizaron como si se avergonzara de ir vestida de esa forma.
Apartó rápidamente la mirada y se volvió hacia el reloj de pared como si
saber la hora se hubiera convertido en la cosa más importante del mundo en
ese momento.
Segundos más tarde la volvió a mirar. Ella lo miró deliberadamente a los
ojos. El mensaje que interpretó estaba bien claro:
Black y Electra están ocultando algo: saben qué le sucedió a la chica.

Página 218
2

Bernice bebió café. Ahora estaba tibio; no sabía bien, pero tenía la boca seca.
Tendría algo que ver con la conmoción por lo que había sucedido esa noche.
David Leppington la miraba desde el otro lado de la mesa. Se preguntó si
estaría preguntándose lo mismo que ella: algo terrible le había sucedido a la
muchacha. Electra sabía más de lo que decía. Jack Black había echado a la
muchacha del ascensor, al negro corazón del sótano, como si lanzara un trozo
de carne a los lobos.
Le había gustado estar en este hotel. Le caía bien Electra. Pero esto era
demasiado.
En cuanto pueda, se dijo, me largo de este hotel. Es una casa de locos…

En cuanto pueda me largo de este hotel. Es una casa de locos…


Las palabras se abrieron paso fácilmente en el cerebro de Jack Black. Era
la zorra rara la que pensaba esa mierda. El doctor Leppington pensaba
palabras como: Contusión. Fiona mostraba síntomas de shock. Será mejor
que compruebe el sótano lo antes posible. Luego la mente del doctor divagó,
había un hilillo de lujuria correteando por su cerebro: ¿Por qué demonios se
ha vestido Bernice así? Dios mío, no puedo apartar los ojos de sus labios…
son tan rojos, y mira la forma de sus caderas contra esa larga falda negra; se
le notan los pechos a través de… oh, tranquilo, David. No eres un escolar
empalmándose con una chica que has visto en una vieja revista guarra.
Concéntrate en la cuestión: ¿qué le ocurrió a Fiona Hill?, ¿dónde está
ahora?
Black escuchó los pensamientos del hombre, que se sucedían con toda la
velocidad y el propósito de un tren expreso. Mierda, el lío tenía un cerebro
como una máquina.
Black buscó en sus cabezas una palabra que llevaba allí alojada las
últimas veinticuatro horas. No sabía de dónde había salido esa palabra. Pero
no se iba.
Era como cuando oyó el nombre Leppington. Entonces supo que había
tenido que venir aquí porque el nombre se repetía una y otra vez en su cabeza:
Leppington, Leppington, Leppington. Su celebro lo clamaba una y otra vez.

Página 219
Jack Black no conseguía que su lengua formara palabras como
presciencia o destino, ni siquiera hado. Pero sabía que tenía que venir a
Leppington… aquí había algo para él, algo importante, algo relacionado con
el relámpago negro que había visto (y sólo él podía ver) floreciendo en
grandes estallidos de aire oscuro sobre la ciudad. Sí, tenía que ver eso, desde
luego… sólo que no sabía de qué se trataba.
Y al igual que la palabra Leppington había zumbado una y otra vez en su
cerebro como una avispa encerrada en un tarro de cristal, ahora una nueva
palabra daba vueltas y vueltas y más vueltas… zumbando tan furiosamente
que no lo dejaba dormir. La nueva palabra no significaba mucho para él. El
uso y el abuso la habían despojado de su significado. Excepto que, cuando la
palabra resonaba insidiosamente dentro de su cabeza, traía otras ideas
asociadas. Algo animalesco, hinchado… venas púrpura… hambre… dolor…
enfermedad. La palabra zumbaba ahora dentro de su cabeza.
Y la palabra era:
VAMPIRO.

Electra entró en la cocina. Sus movimientos eran rápidos. David advirtió que
una vez más había perdido la compostura. Atravesó la cocina, las rosas
doradas de su negro kimono de seda brillando a la luz.
—David —dijo, casi sin aliento—. Lo siento muchísimo, tengo malas
noticias.
Él se envaró. La llamada telefónica…
Las imágenes se agolparon caóticamente en su cabeza: el barco de sus
padres había naufragado, el bebé de su hermanastra había muerto de
meningitis, los ladrones habían saqueado su apartamento de Liverpool,
Katrina se había ahorcado en los jardines del hospital mental…
—En una noche como ésta, además… —David se obligó a concentrarse
en lo que Electra estaba diciendo; sus ojos estaban llenos de compasión.
—Era del hospital. Tu tío, George Leppington, ingresó hace un par de
horas. Preguntan si es posible que vayas. Necesitan hablar con alguien de la
familia.
David se puso en pie con el corazón latiéndole más de prisa.
—¿Está enfermo?

Página 220
—No lo han dicho.
—¿Siguen al teléfono?
—No. Han supuesto que irías inmediatamente. Puedo volver a
telefonearlos si…
—No. Gracias, es igual. Voy directamente al hospital. —⁠De pronto
advirtió que iba descalzo—. Pero primero tengo que subir un momento a mi
habitación.
—Claro.
—¿Puedo usar la llave maestra para entrar?
—Sí. La que pone «Puertas de clientes», a la derecha de la puerta
giratoria.
David sintió una vez más que se había convertido en una ramita que
impulsaba una corriente demasiado veloz; los acontecimientos lo llevaban de
la mano. Sólo podía seguir la corriente. Al mismo tiempo le preocupaba su
viejo tío George. Le caía bien. Esperaba que, fuera cual fuese el motivo por el
que había sido ingresado en el hospital, no se tratara de nada grave.
—No te preocupes por nosotros —dijo Electra rápidamente… y con
confianza⁠—. Nos arreglaremos.
David miró a Jack Black. El hombre seguía sentado con su característica
expresión pétrea. Bernice se cubría la boca con la mano y miró a David con
inquietud. Se preocupaba de verdad por él, y de nuevo David sintió empatía
cuando sus miradas se cruzaron brevemente.
—Un detalle, sin embargo —dijo David mientras colocaba la silla bajo la
mesa⁠—. ¿Dónde está el hospital? ¿Puede darme alguien la dirección?
Bernice aprovechó la ocasión.
—Electra, ¿puedo coger tu coche? Llevaré a David. Si no te importa.
Electra asintió al momento.
—Sí. Buena idea. Las llaves están en el gancho junto a la puerta. ¿Estás
acostumbrada al embrague? Está un poco duro.
—Sí, ya le he cogido el tranquillo.
—Gracias. —David asintió gravemente a Electra y luego le dijo a
Bernice⁠—: No tienes por qué hacerlo. Es muy tarde.
—No te preocupes —respondió Bernice rápidamente⁠—. Te recoló en
recepción dentro de cinco minutos.
Durante un instante David sintió que estaba pidiendo demasiado a Bernice
al dejar que le hiciera de chófer a esa hora de la noche. Entonces se dio cuenta
de que ella quería salir del hotel; ya no se sentía a salvo allí.

Página 221
Y desde luego él no quería dejarla sola. Se preguntó si debería pedirle a
Electra que llamara a la policía. Pero ahora había un aire de secretismo entre
Electra y Black.
¿Y Fiona Hill?, se preguntó. ¿Por qué no quería Electra que bajara al
sótano? Tal vez eran motivos estúpidos: quizá compraba cerveza importada
ilegalmente y la almacenaba allí, quizá había un par de colchones sucios
donde follaba con el matón Black y sus colegas igualmente sucios. ¿Quién
sabe?
Tras despedirse de Electra y Black (quien simplemente gruñó con la
mirada tan inexpresiva como siempre), se dirigió al vestíbulo. El ascensor
seguía atrancado por la mesa, así que subió rápidamente la escalera. Ahora
sus pensamientos se centraban en su tío. Quería asegurarse de que George no
estaba gravemente enfermo. Quizá podría llevárselo a casa esa noche. Seguro
que habría una habitación de sobra en El Molino donde podría quedarse a
cuidar del viejo. Pero ¿y Bernice? No quería que volviera al hotel sola en
mitad de la noche.
Con las preguntas revoloteando sin respuesta en su mente, regresó a su
habitación, se puso los calcetines y los zapatos, y luego bajó a recepción,
donde Bernice le estaba esperando, con la larga falda, los guantes de encaje y
las llaves del coche tintineando en sus nerviosos dedos. La expresión de alivio
de su rostro cuando lo vio fue obvia.
La pobre chica estaba asustada, esperando allí sola en el vestíbulo.
¿Dónde estaban Electra y Black? ¿Habían regresado a la escena del crimen?
No, se reprendió. Deja las especulaciones. Tu tío es lo que importa ahora.
—¿Listo? —preguntó Bernice.
—Listo —replicó él, cruzando rápidamente el vestíbulo hacia ella.
—El coche está en la parte de atrás —dijo ella, y lo guió a través de la
cocina hasta la puerta.

Se dirigieron al Volvo negro apareado en el patio trasero. Gotas de lluvia


recién caída destacaban como perlas en el techo. En la puerta de pasajeros, en
letras doradas y discretas, ponía: HOTEL ESTACIÓN, LEPPINGTON. BODAS.
BAUTIZOS. REUNIONES PRIVADAS.

Página 222
Bernice abrió el coche. El cierre centralizado chasqueó y las luces
destellaron cuando el sistema de alarma se desconectó.
Ocupó el asiento del conductor; sin decir palabra, David se sentó junto a
ella y se abrochó el cinturón de seguridad.
Dios, debo de dar miedo vestida así, pensó ella, al verse cuando ajustaba
el retrovisor. El pintalabios parecía brillar con un rojo luminoso mientras sus
ojos estaban oscuramente ensombrecidos entre formas centradas por blancos
que brillaban en la oscuridad. ¿No parezco la hija de Drácula?, pensó. Tal
vez debería esperar en el coche cuando lleguemos al hospital. No debería
aparecer con esta pinta en público.
—¿Está lejos? —preguntó David con voz átona.
—Unos cinco minutos.
Ésa fue toda la conversación. Bernice sintió que debería decir algo
reconfortante, pero sabía que acabaría pareciendo absurdo o burdamente falto
de compasión.
Puso el motor en marcha y el coche cruzó el patio, iluminando con los
faros las paredes de ladrillo del hotel.
¡Poco después giró a la derecha!, siguiendo la calle principal tras la
estación y la enorme estructura acechante del matadero.
La lluvia nublaba las ventanillas, y puso el limpiaparabrisas en posición
intermitente.
La calle principal estaba vacía de tráfico. La calzada mojada reflejaba las
farolas naranjas. Un gato trotaba por la acera con un gorrión con el cuello roto
en sus fauces. Las únicas personas que Bernice pudo ver fueron un par de
hombres de mediana edad caminando vacilantemente por la calle, mientras
que un tercero se detenía a orinar en la puerta de la tienda de delicatesen.
El hombre dejó un gran charco humeante en la alfombrilla donde aparecía
escrita la palabra Bienvenidos.
No hay de qué, pensó John Doyle, ebriamente magnánimo, mientras se la
sacudía antes de subirse la cremallera. Pis. Es lo único que tengo de sobra.
Pis, pis y pis, sin olvidar la gota que siempre te me por la pierna. Eructó. No
tendría que haber apostado hasta el último penique de mi maldito bolsillo en
esa última mano de póquer.
Qué gilipollez.
Échale la culpa a la cerveza. La cerveza siempre te lleva a hacer
gilipolleces. Tienes cuarenta y seis años, por el amor de Dios. ¿No vas a
aprender nunca?

Página 223
Demasiada cerveza. Tres horas en el pub, luego un rato en casa de Sad
Sam para jugar al póquer y tomar más cerveza. El hijo mongólico de Sad Sam
la servía en cualquier vaso usado que pudiera encontrar. Y naturalmente le
sorbía la espuma en la cocina. Uno fingía no darse cuenta. Pero se notaba su
saliva en el borde del vaso porque el hijo de Sad Sam se limitó a comer
caramelitos de menta toda la noche… crac, crac, crac…
Y el hijo mongólico de Sad Sam siempre llevaba una corona de cartón en
su fea y estúpida cabeza. Era dorada con letras naranja fluorescentes que
decían Burger King. ¿No es una cretinez llevar una corona de cartón?
¿Aunque te falte un cromosoma o algo?
Oh, tienes que controlarte con la cerveza, tío. La vejiga no da más de sí.
Arrugó la nariz ante el humeante pis de la puerta; dejaba un reguero
dorado y amarillo bajo las farolas. Parece bastante bonito. Bastante bonito.
Eructó y escupió en el charco de líquido que su hígado y sus riñones
habían estado procesando toda la noche.
Y Jesús convirtió el agua en vino. Bueno, pues yo convertí la Heineken en
agua… agua salada…
Advirtió que se inclinaba hacia adelante, apoyando una mano en la puerta
de la tienda para no caerse.
¿Dónde estaban los otros mariconazos?
Con esfuerzo, se mantuvo en pie y luego caminó con bastante menos
aplomo que un bebé de trece meses que da sus primeros pasos.
—¡Eh! —gritó con voz pastosa mientras Smith y Beni se perdían calle
abajo⁠—. ¡Eh! ¡Tíos, esperad…!, esperad, ¿vale?
Atontolinado, los siguió.
—Eh, esperadme, cabritos.
No lo oyeron. Siguieron caminando.
—Par de cretinos —gruñó, y caminó más de prisa. Un pie emitía sonidos
líquidos porque había pisado un charco en el camino de vuelta.
Agachó la cabeza y avanzó en zigzag. Estaba quizá a unos veinte pasos
del puente, sus dos colegas acababan de llegar al otro lado, cuando sintió una
mano que le tiraba ligeramente de la manga.
—Disculpe, ¿tiene hora?
Se detuvo y giró todo el cuerpo para ver quién había en la oscuridad del
callejón.
Entornó los ojos. Era una muchacha con pelo claro y rizado, brillando
dorado a la luz de las farolas. Un par de ojos preciosos se clavaron en los
suyos.

Página 224
John Doyle sintió un cosquilleo sensual recorrerle la espalda.
—¿Tiene hora? —repitió. Dios, la voz de la muchacha era muy hermosa.
—¿Hora? —farfulló él, sintiendo la lengua espesa en la boca⁠—. ¿Hora?
—Sí.
—¿No eres la hija de Moberry? ¿Samantha?
—No, soy Diana, la hermana mayor de Sammy.
Él miró el canalillo entre los botones abiertos de su blusa. Santo cielo,
incluso podía ver el sujetador de encaje negro… sólo un poco.
No había visto ropa interior tan bonita en una persona viva jamás…
Recordó los formales sujetadores de tamaño industrial de su esposa.
Cielos, incluso sentía su calor corporal; le llegaba en oleadas, una energía
sexual radiaba de aquellos ojos y le quemaba.
Tragó saliva.
—Diana Moberry… Sí… sí… ya te recuerdo. Eres… eres preciosa.
—Gracias. Muchas gracias.
Ella agitó sus largas pestañas. Era infantil e inocente y al mismo tiempo
una mujer madura: mundana, experimentada, sensual.
Los ojos lo observaron. Brillaban, enormes y redondos a la luz de las
farolas.
Ella era preciosa y…
Y, oh, Dios, la deseaba. La deseaba más que nada en el mundo. Cada
célula de su cuerpo le gritaba que la acariciara. Imaginaba poner la cara junto
a la suya y sentir el calor que transmitía su piel.
—Siempre me ha gustado, señor Doyle —susurró ella roncamente⁠—.
Siempre parece tan fuerte.
—¿Sí?
La miró a los ojos, hipnotizado, sintiendo que el alma se le salía del
cuerpo hacia el de ella.
—Apuesto a que podría cogerme en brazos como si fuera ligera como una
pluma.
—Podría, sí… podría —jadeó él, amando su presencia.
Ella dio un paso hacia las sombras del callejón.
—Señor Doyle, ¿no va a intentarlo?
—¿Cogerte en brazos? —El corazón le latía de prisa, la sangre rugía por
las arterias de su cuello, rivalizando con el ruido del crecido Lepping que se
arremolinaba alrededor de las rocas a unos metros de distancia apenas.
—Sí —susurró ella desde las sombras, los ojos ardiendo como luces
gemelas⁠—. Cójame en brazos, señor Doyle, por favor.

Página 225
Él avanzó hacia la penumbra del callejón, guiado por su mirada ardiente.
Extendió la mano, encontrando al tacto la estrecha cintura.
Entonces la levantó.
Oh… Inspiró profundamente cuando sintió los labios tocar su garganta
desnuda.

—El hospital está justo en la falda de la colina —dijo Bernice mientras se


desviaba de la carretera principal y seguía un carril que serpenteaba montaña
arriba—. ¿Está bien así? —⁠preguntó con los dedos sobre el mando del aire
acondicionado.
—¿Eh? Sí, bien. Lo siento, estaba a kilómetros de distancia —⁠dijo David
con una sonrisa.
Ella le devolvió la sonrisa, sintiendo una súbita intimidad con él, allí solos
en el coche. Dios mío, pensó, ¿por qué no salimos al campo juntos en
circunstancias diferentes?
No en este sombrío trayecto al hospital, sin saber si su tío estaba vivo o
muerto.
La noche parecía intensamente oscura, pensó ella, en cierto modo más
oscura de lo normal. Las farolas parecían tener dificultades para proyectar su
brillo anaranjado a más de unos cuantos miserables metros.
Subían ahora la colina, la calle flanqueada por casas, todas oscuras, con
sus ocupantes profundamente dormidos y ajenos a los divertidos juegos que
tenían lugar en el hotel Estación esta noche, pensó.
Todas excepto una. Había una casita donde la luz del dormitorio estaba
encendida. Un segundo más tarde la puerta se abrió, proyectando un recuadro
de luz amarilla en el jardín delantero.

Jill Morrow reconoció el sonido de la llamada de su marido en la puerta


principal: una disculpa furtiva hecha por un hombre débil. La abrió
inmediatamente.
¡Se iba a enterar!
Iba a sacarle dinero y lo iba a obligar a hacer tareas domésticas hasta que
reventara.

Página 226
—Jason —susurró, mirándolo directamente mientras él retrocedía hacia
las sombras⁠—. ¿Crees que no puedo verte ahí escondido?
Él no respondió.
La brisa sopló, abriéndole la bata de algodón y enviando una corriente
helada por las piernas desnudas hasta la cintura.
—Jason. Será mejor que tengas una buena razón para no haber venido a
casa anoche o nunca más volverás a cruzar esta puerta.
—Jill. —La voz de su marido era grave, susurrante⁠—. Déjame entrar.
Tengo frío.
Su sonido hizo que sintiera un hormigueo en el estómago.
—¿Cuál es tu excusa esta vez? Y ¿qué le has hecho al coche?
—Jill… amor… por favor, déjame entrar. Tengo frío.
Su voz sonaba familiar y sin embargo muy diferente. Su susurro producía
un escalofrío (un escalofrío erótico, sensual) en su interior. La hacía ser
consciente de la fría brisa alrededor de las piernas desnudas y la leve, casi
cosquilleante fricción de su camiseta contra los pechos. Se cruzó de brazos,
consciente de que sus pezones se endurecían y erguían.
La presión de la bata en la base del cuello se convirtió en una caricia. Se
estremeció de nuevo. La ira remitió. En lugar de esa furia que se desvanecía
sintió un calor intenso. Quería ver de nuevo a su marido.
Ha estado fuera demasiado tiempo, pensó. Quiero pasarle los dedos por
el pelo, como hacía cuando éramos novios; quiero ver esa costumbre tan
especial de frotarse el hueso sobre el entrecejo; esa sonrisa sexy.
—Jill, ¿no vas a pedirme que entre?
La voz era cálida, agradable y profunda, profundamente amorosa. Su
sonido hacía que la piel de Jill se volviese exquisitamente sensible. La brisa
movía cada vello de sus piernas. El tejido de la camiseta le rozaba y se
aferraba a las curvas de su estómago, su culo y sus pechos; los muslos le
hormigueaban.
Él habló de nuevo, amorosa y pacientemente, una paciencia sin esfuerzo.
Esperaría allí hasta que los manzanos del huerto florecieran si era necesario.
La idea complació a Jill: él esperaría allí con devoción, como un caballero
medieval; sería amable, cortés, absolutamente devoto. Imágenes de los libros
románticos que había leído (y amado por su escapismo) brotaron como rosas
de verano dentro de su pecho.
—Jill —susurró su marido desde las sombras⁠—, ¿puedo entrar en casa?
—Sí —dijo ella ansiosamente—. Entra, Jason.
Se apartó del umbral y le hizo un gesto para que pasara.

Página 227
Él entró en el recibidor. Entonces, como si le hubieran quitado un peso de
los hombros, sonrió.
Ahora sus ojos no abandonaban los de ella. Eran enormes, le llenaban la
cara. Brillaban.
El corazón de Jill se derritió. Estaba enamorada de nuevo.
En un momento la llevó al salón. Su corazón clamaba de emoción.
Le estaba quitando la bata; le agarró el cuello de la camiseta. Con un
fluido movimiento la rasgó. Sintiendo que sus piernas se debilitaban, casi
acuosas, ella dejó que la sentara desnuda en el sillón. Ni una vez le quitó los
ojos de encima, esos ojos maravillosos, brillantes como llamas vivas
contenidas.
La abrazaba con fuerza. Ella sintió una presión entre las piernas… una
presión dulce, fuerte, firme, controlada.
Entonces… Él entró en su interior.
Y le pareció tan maravilloso.
Entró más profundamente que nunca.
Ella lo sintió deslizarse, deslizarse, deslizarse… Dentro, dentro, dentro.
Oh.
Su corazón se hinchó, la sangre llenó sus venas y sus labios.
Las cortinas estaban abiertas; vio el hospital de la colina ardiendo de luz.
Él siguió entrando; parecía fluir dentro de ella… un movimiento en un
solo sentido, cada vez más y más profundo. Ahora le sintió tan
profundamente en su interior que notó una presión justo bajo las costillas,
calentándola.
Entonces notó un picotazo desde dentro… un picotazo que, aunque
intenso, pareció extrañamente dulce, como si él estuviera sacando una espina
que hubiera estado profundamente clavada en su interior.
Ahora sus labios se cerraron sobre su pezón. El picotazo se produjo
también allí.
Pero ella estaba demasiado mareada, demasiado caliente, demasiado
enamorada para protestar.
Él la volvió hacia la ventana sin cortinas. Las luces del hospital en la
distancia menguaban.
No sé qué me está pasando, pensó adormilada, y no me importa. Esto es
amor.
Sus ojos se cerraron, dejando en la reúna la imagen moribunda de los
faros de un coche que se movía como una estrella hacia las instalaciones del
hospital.

Página 228
7

Bernice aparcó el coche en el espacio reservado a las visitas. No apagó el


motor.
David la miró. Ella advirtió lo grande que estaban sus iris en la penumbra,
como charcos redondos y oscuros.
—¿Vas a regresar al hotel? —preguntó.
Ella detectó en su voz un tono de reticencia, como si pensara que eso era
una mala idea.
—No —contestó Bernice con una sonrisita—. Te esperaré aquí en el
coche.
—No sé cuánto tiempo estaré. Ya sabes cómo son los hospitales.
—Podría tomarme un café o algo en la sala de espera —⁠reconoció ella.
Entonces pensó en la ropa de aspecto gótico, al completo con los guantes
largos de encaje—. El abrigo de Electra está ahí atrás. Me lo pondré y al
menos pareceré medio decente.
Él le sonrió.
—Estás bien así.
—Oh, creo que sigo necesitando ese abrigo.
Bajaron del coche. Bernice se puso el abrigo de Electra; era grande y
cálido, las mangas le llegaban hasta las uñas. Entonces, uno al lado del otro,
se dirigieron a las puertas que indicaban «Urgencias».

Página 229
Capítulo 24

David cruzó el aparcamiento y se dirigió hacia la puerta de urgencias. Tenía


los músculos del estómago tensos de aprensión. Su tío era un anciano de más
de ochenta años: colapsos, embolias, infartos eran comunes a esa edad.
El viento ululaba en la falda de la montaña, impulsando con fuerza las
gotas de lluvia.
Miró a Bernice. Ella se arrebujó en el cálido abrigo de piel de oveja. Vio
los dedos envueltos en encaje asomando justo por debajo de las mangas.
Agradecía que hubiera venido. Visitar a un familiar enfermo en urgencias
a las tres de la mañana es un acto terriblemente solitario.
Se encaminaron al mostrador de recepción donde el encargado (un
hombre de mediana edad con remolinos de pelo gris sobre una coronilla
medio calva) tomó los datos de David mientras dirigía un par de miradas a
Bernice: el hombre sin duda se preguntaba de qué iba, con el lápiz de labios
rojo sangre y los ojos intensamente ensombrecidos por el maquillaje.
—Una enfermera vendrá dentro de un momento, doctor Leppington. Si
usted y su, eh, acompañante quieren sentarse…
El encargado indicó el habitual conjunto de sillas de plástico gris,
características de muchas salas de espera de hospital: estaban salpicadas aquí
y allá de personas, principalmente hombres, principalmente borrachos, con
pañuelos de papel en las narices sangrantes, los ojos, las orejas. La excepción
era un niño con batín, flanqueado por dos padres de aspecto ansioso. El niño
tenía una bola de papel maché en la rodilla. Había un tufo de vómito en el
aire, pugnando por dominar por encima del aroma de la cerveza rancia.
—Puede que nos quede por delante una larga espera —⁠le dijo David a
Bernice mientras se sentaban—. ¿Quieres un café o algo?
Antes de que ella pudiera responder, una enfermera alta, delgada como un
palo, salió de detrás de unas puertas.

Página 230
—¿Señor Leppington? —preguntó—. ¿Familia Leppington?
Al instante las cabezas adormiladas de la sala de espera se alzaron y
miraron a su alrededor, los ojos vidriosos ahora aguzados de interés.
¿Un Leppington? ¿Aquí? David casi pudo leerles la mente.
Se levantó, plenamente consciente de que una docena de pares de ojos se
había fijado en él.
—Por aquí, por favor, señor Leppington. Box cinco.
La enfermera mantuvo abierta la puerta para que David y Bernice pasaran.
Enfrente se hallaban los habituales cubículos de urgencias, cubiertos por
cortinas de plástico verdes. El olor de hospital llenó inmediatamente la nariz
de David. Las paredes estaban cubiertas de anuncios que reconoció
inmediatamente de sus días como interno en Liverpool: un cartel escrito a
mano sobre un armarito decía: «Crema flamazina: una vez abierta tirar. No
volver a guardar». Y allí estaba el fiel anuncio, muchas veces consultado
cuando traían a un sospechoso de sobredosis: «Protocolo de sobredosis aguda
de paracetamol». Aunque el edificio le era extraño, la parafernalia del
pabellón de urgencias resultaba intensamente familiar.
La enfermera se adelantó.
—Doctor Singh —llamó a un joven asiático vestido con ropas verdes
quirúrgicas, con gorrito y mascarilla que le colgaba suelta de la garganta.
Estaba de pie al fondo del pasillo, escrutando una hoja de papel⁠—. Doctor
Singh, la familia Leppington para el paciente del número cinco.
—Ah, gracias, enfermera. —El médico se acercó sonriendo⁠—. ¿Señor
Leppington?
David asintió y decidió corregir el título, no por ego, sino porque sería
más fácil para ambos evitar el vocabulario habitual doctor-paciente.
—Es doctor Leppington.
David sonrió y extendió la mano. El doctor Singh la estrechó.
—Ah, ¿doctor en medicina? Bien, bien. Como soy perezoso, así podré
usar la jerga médica.
—Mi amiga, Bernice Mochardi —añadió David.
—Bien —dijo el doctor, asintiendo—. Por aquí, por favor. —⁠Abrió la
cortina—. No se alarme. Su tío todavía tiene un aspecto un poco
impresionante. No tenemos oportunidad de lavar a conciencia a nuestros
pacientes los fines de semana. Urgencias suele animarse mucho después de
que cierran los pubs, doctor, ya me entiende.
David asintió. Los viernes y los sábados por la noche, los hospitales (ya
fuera en grandes ciudades o en pueblecitos de aspecto pacífico) bien podrían

Página 231
ser zonas de guerra por el número de heridos empapados en sangre que iban
llegando en camilla.
Cuando el doctor Singh se apartó a un lado, David pudo ver por primera
vez a su tío tendido en la cama. El viejo estaba inconsciente y una sábana le
cubría hasta la mitad el pecho desnudo. Respiraba rítmicamente, aunque de su
boca salía un tubo endotraqueal.
Entonces vio la sangre. Maldita sea… Había convertido el pelo gris
nevado de George en una maraña de marrón rojizo. David se acercó a la
cama, comprobando mecánicamente el color de la piel. Estaba pálida, casi del
color de la manteca con el tono blanco brillante característico del shock; los
labios estaban azulados.
Entonces vio lo que parecía un par de toallas sanitarias sujetas a un lado
de la cabeza de su tío por un vendaje. En urgencias, el tratamiento inicial
prima lo eficaz por encima de lo estético. La sangre había manchado las
vendas blancas, formando pegotes en forma de flores de diente de león de
color rojo y marrón.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó David.
El doctor Singh ladeó ligeramente la cabeza.
—Nadie lo sabe con exactitud. Tenía una brecha en la cabeza. Estaba
inconsciente por el golpe, mientras que…
—¿Lo atacaron? —preguntó David, sorprendido.
—No podemos asegurarlo.
—¿Fractura de cráneo?
—No es posible decirlo tampoco hasta que lo llevemos a radiografías.
—¿Cuándo será eso?
El doctor Singh se encogió de hombros.
—Lo siento. Es sábado por la noche.
—Mire, creo que tiene que darle prioridad a este caso. Tiene más de
ochenta años.
—Comprendo su preocupación, doctor, pero nosotros también tenemos
nuestras prioridades.
—¿Dónde está la policía?
—Ha sido informada.
—¿Están en el hospital? ¿Puedo hablar con algún agente?
Una vez más, el doctor Singh sólo pudo dar la misma respuesta, que
parecía cada vez más dolorosa para él.
—Es sábado por la noche. Lo siento.

Página 232
David se llevó la mano a la boca y contempló a su tío: el viejo tenía el
entrecejo fruncido como si algún problema enorme todavía pesara sobre él,
incluso en las profundidades de la inconsciencia. Los párpados blancos
(preocupantemente blancos) y exangües se retorcían y agitaban, revelando
ocasionalmente el brillo vidrioso de un ojo. David sintió una mano en el
hombro. Se volvió y vio el rostro ovalado de Bernice que lo miraba. Tenía los
ojos llenos de preocupación.
David resopló despacio. De modo que así se siente uno cuando está al
otro lado de la consulta de urgencias: el pariente del paciente. Era una
mierda; sentía que no tenía ningún control, se emocionaba. Inspiró
profundamente y dijo en tono neutro:
—¿El pronóstico es grave?
Los grandes ojos marrones del doctor Singh mostraron compasión.
—No podemos asegurarlo.
Oh, por el amor de Dios, que no me diga otra vez «porque es sábado por
la noche», pensó David con súbita furia.
—La herida no parece demasiado grave. Pero hay que tener en cuenta el
factor de su edad. Más de ochenta años, ha dicho usted, ¿no?
David asintió.
—Ochenta y cinco, creo. ¿Quién lo trajo aquí?
—Una ambulancia. Al parecer, después de resultar herido consiguió
llamar por teléfono.
—Entonces ¿pudo hablar cuando llamó?
—No. Los servicios de emergencias lo oyeron… hacer ruido, eso fue
todo. El aparato quedó descolgado y por eso pudieron encontrar el teléfono y
la dirección de su tío en el ordenador de la compañía. Luego enviaron una
ambulancia y a la policía. Tuvieron mucha iniciativa, ¿no le parece?
—En efecto —reconoció David—. ¿Después de las radiografías lo
llevarán a observación?
—Sí, por desgracia no puedo decir exactamente cuándo. Al fin y al cabo,
es…
—Sábado por la noche. —David sonrió ligeramente; ahora se sentía más
calmado—. Lo sé —⁠dijo de un modo que esperaba que fuese comprensivo y
no sarcástico—. Hice prácticas de urgencias en el Royal de Liverpool. Les
comprendo.
La cortina se corrió bruscamente a un lado. Era otra vez la enfermera alta.
—Doctor Singh. El duodenal del cubículo número uno. Parece que tiene
una hemorragia. Hay una parada en el ocho. Y quemaduras de aceite de

Página 233
cocina en el tres.
El doctor Singh suspiró, como pidiendo disculpas.
—Volveré en cuanto pueda. Por favor… quédese con su tío si quiere.
Tenemos una máquina en recepción por si quiere un tentempié. —Abrió la
cortina para pasar y luego se paró—. Una advertencia: yo evitaría la sopa de
rabo de buey si fuera usted. —⁠Sonrió—. Vuelvo en cuanto pueda.
Y sólo quedaron tres, pensó David. Reprimió una sonrisa inadecuada que
pugnaba por asomar a su boca. El sábado por la noche en urgencias es cuando
ya no se llama a los pacientes por su nombre, sino por la afección o la herida
que sufren. Y el único diagnóstico en el que un médico se siente seguro es
qué evitar de la máquina expendedora. Y a pesar de todo, el mundo se las
apaña para seguir girando tranquilamente alrededor del sol.
Bernice acercó un par de sillas de plástico a la mesa. David se sintió
agradecido (enormemente agradecido y conmovido) por su disposición a
acompañarlo en esa noche de vigilia.
Permanecieron sentados el uno al lado del otro mirando al viejo dormido,
oyendo el sonido húmedo en el fondo de su garganta, respirando los olores
antisépticos del hospital, viendo la sangre secarse hasta convertirse en una
pátina escamosa en la cara del anciano. David sintió el impulso de coger la
mano de Bernice. Sería agradable sentir la presión de la piel de otro ser
humano contra la suya.
Pero el típico recato inglés hizo que mantuviera las manos sobre las
rodillas.
Las manecillas del reloj de la pared indicaron las tres y diez. Y en ese
momento George Leppington abrió los ojos de par en par y contempló
vidriosamente el techo. Sus labios se abrieron también un poquito; la
mandíbula se esforzó por abrir más la boca.
Y fue entonces cuando empezó a hablar.

El viejo habló rápidamente, con claridad, con voz jadeante.


—De Trutheim vengo yo. Vlakjalf, Sokkvabekk, Valholl, Thrymheim.
Briethablik son mis muchas casas. Aquí espero el Ragnarok, aquí combatiré
con Fenrir bajo el árbol del mundo. Esto es Grimnismal… aquí es donde
espero al Ragnarok con los ochocientos.

Página 234
Inspiró profundamente y sus ojos se centraron en David. Eran brillantes y
claros, como si el viejo hubiera visto algo tan fascinante como horrible.
—David… soy Ishtar. He derribado las puertas del inframundo y he
lanzado a los muertos contra los vivos. Perdóname, no tenía otra elección…
no tenía otra elección… Lo siento, David. Pero el tiempo se agotaba.
—¿Qué está diciendo? —preguntó Bernice. Parecía asustada por las
palabras del anciano⁠—. ¿Qué quiere decir?
—Está confundido. Ha recibido un buen golpe en la cabeza… ¿Verdad,
tío? —⁠Tocó suavemente la mano del anciano, que yacía inmóvil sobre la
sábana—. Tío George, ¿puedes decirme qué ha pasado? ¿Te atacaron?
—¿Atacarme? —Negó con la cabeza—. No. Dinamita.
—¿Dinamita?
—Puse cargas en la reja de hierro de la cueva. Pensé que estaba a
suficiente distancia. La explosión me lanzó contra la pared.
—Pero ¿para qué demonios usaste dinamita?
—Tenía que abrir las cuevas. —Miró a David con ojos vidriosos⁠—. Debía
derribar las puertas del inframundo. Tenía que lanzar a los muertos contra los
vivos.
David miró a Bernice. Los ojos de ella estaban clavados en la cara de su
tío, se concentraba en cada palabra que decía con una intensidad que resultaba
sorprendente. El viejo estaba confuso. Sin duda había estado soñando.
—David. —El anciano agarró la mano de David⁠—. Tendría que haberte
traído antes a Leppington y habértelo explicado todo. Es culpa mía haberlo
dejado hasta tan tarde.
—Ahora estoy aquí, tío; relájate.
—No. Hay cosas que debería haberte dicho. Empecé cuando eras un bebé.
Te hablé desde el día en que naciste, porque sabía que incluso entonces me
entendías. Te conté nuestra historia y nuestro destino. Todavía estaba
contándotelo cuando tu madre te sacó de Leppington. No tendría que haber
hecho eso, pero era forastera… la asustaba la verdad; no quería implicarse.
—Tío, voy a llamar a un médico. Necesitamos que te hagan esas
radiografías lo antes posible.
—No. —La tenaza sobre la mano de David se tensó⁠—. ¿Te enseñarán las
radiografías las palabras dentro de mi cabeza? David, escúchame: ha llegado
el momento. ¿No te acuerdas?
David negó con la cabeza. El viejo era verbalmente coherente pero su
mente debía de haber resultado dañada por el golpe.

Página 235
—David, ¿te acuerdas de cuando eras pequeño? ¿Con cuatro… o cinco
años? Te llevé a la cueva. Golpeé los barrotes con el palo de hierro. ¿Qué
viste venir hacia ti saliendo de la oscuridad? ¿Qué viste acercarse a los
barrotes?
David sacudió la cabeza. Los ojos del anciano tenían un brillo extraño; sin
embargo el rostro era inexpresivo, como si hablara en trance.
—David, dime qué viste entonces.
—No vi nada, tío.
—Lo viste. Allí en la cueva. ¿Qué viste?
—Nada. No vi nada.
—Escúchame, David. Lee la historia de la familia que te di. La leyenda
Leppingsvalt aparece entera.
—La leeré cuando vuelva al hotel. Ahora relájate, por favor, tío.
—Ah… no me sigas la corriente. Ahora no puedes evitar la verdad.
—Tío.
—Tu madre ha construido una pared de ladrillo en tu mente. Te separa de
los recuerdos de lo que viste aquí cuando eras un niño pequeño. Es hora de
derribar esa pared. Tienes que recordar.
David se volvió hacia Bernice.
—¿Quieres llamar a una enfermera o al doctor Singh?
—No. Escúchame. Escucha. Abre la mente. —⁠La tenaza se tensó
dolorosamente en la mano de David—. Ahora es cosa tuya, David. Tienes que
controlarlos. Tienes que dirigirlos. Si no, matarán a todo el mundo. Serán una
plaga que destruirá a la humanidad.
—David —dijo Bernice con voz tenue—, ¿qué está diciendo?
—No lo sé. Está confundido.
—David, tú eres su rey. Toma el control. Si no lo haces, todos morirán.
¿Me oyes? Todos morirán, listo será el Ragnarok, el final de todo…
La presión del viejo se relajó de pronto en su brazo. Los ojos que antes
chispeaban tan brillantemente se cerraron.
—Oh, Dios mío —susurró Bernice—. ¿Ha…?
—No. —David buscó el pulso del anciano—. Ha vuelto a quedarse
dormido. Su pulso es fuerte.
—¿Qué quería decir con eso de que eres rey y de que tienes que tomar el
control?
David no tuvo oportunidad de responder. Las anillas de la cortina se
sacudieron y se corrieron tras ellos.

Página 236
—Ah, doctor Leppington. —El doctor Singh sonrió mientras entraba en el
cubículo⁠—. ¿Cómo se encuentra nuestro paciente?
—Ha estado consciente.
—¿Consciente?
—Nos ha estado hablando antes de que entrara usted.
El doctor Singh sonrió con incredulidad.
—¿Hablando?, ¿de verdad? Creía que estaba profundamente inconsciente.
La contusión parece bastante severa. ¿Seguro que estaba hablando? —⁠De
nuevo la sonrisita dudosa, como si sospechara que le estaban gastando una
broma.
—Sí —dijo Bernice ansiosamente—. Parecía completamente lúcido. Le
estaba diciendo a David… al doctor Leppington…
Se calló.
—¿Diciéndole qué?
—Mi tío estaba confundido. Creo que mezclaba la realidad con un sueño.
—Oh. —El doctor Singh asintió como si comprendiera, pero David
advirtió la manera en que se mecía hacia adelante. Era un viejo truco que se
aprendía en urgencias, inclinarte hacia adelante apoyándote en los dedos de
los pies, para intentar oler subrepticiamente el aliento de alguien.
Con un estremecimiento de súbita furia, David comprendió que el doctor
Singh sospechaba que Bernice y él estaban borrachos, colocados o ambas
cosas.
—Bueno, ya está entonces —dijo el doctor Singh (condescendiente, pensó
David: descartaba obviamente la idea de que el anciano herido había hablado
como si fuese un delirio por su parte)⁠—. Acabo de recibir la llamada para
enviar a su tío a rayos. Luego podremos buscarle una cama más cómoda.
David miró al anciano dormido con la venda empapada de sangre a un
lado de la cabeza. La sensación de hormigueo continuó extendiéndose por su
piel. Esta vez no era furia. Sentía como si en su interior hubiera comenzado
un súbito juego de tirar de la cuerda, donde los dos contrincantes eran la
memoria y el olvido.
Y en ese momento advirtió que en efecto había un recuerdo oculto en su
mente. Algo que hubiera preferido que permaneciera olvidado, pero que se
aupaba implacablemente hacia la superficie.
Se hizo a un lado mientras los celadores entraban en el cubículo para
llevarse la cama a rayos. Le picaba la piel como si multitud de insectos
desfilaran por su estómago y su espalda.

Página 237
Y en ese momento el miedo (frío y azul y terrible) empezó a reptar
lentamente por su cuerpo.

Cuando salieron del hospital, Bernice todavía con los labios rojos y envuelta
en el gran abrigo de piel, la luz del día acababa de empezar a teñir de gris el
cielo.
George no había vuelto a recuperar la conciencia y ahora se encontraba en
observación. David se había contentado al comprobar que el color del anciano
era bueno, que su respiración y su pulso eran fuertes y regulares. Ahora no
podían hacer otra cosa que esperar que la naturaleza siguiera su curso. Con
suerte, simplemente se despertaría por sí mismo dentro de unas cuantas horas.
Tendría un dolor de cabeza como la madre de todas las resacas, pero al menos
estaría de vuelta en el camino de la recuperación.
—¿Te importa si antes de regresar al hotel vamos a ver cómo está la casa
de mi tío? —⁠dijo David mientras subían al Volvo negro—. Quiero
asegurarme de que está cerrada.
Bernice asintió, pero había claramente algo que la preocupaba.
—Tu tío parecía estar advirtiéndote. ¿Qué es eso de que tenías que tomar
el control o todos moriríamos?
—Oh, es una larga historia. —David le ofreció una sonrisa cansada⁠—. Un
cuento de hadas.
Bernice le devolvió la sonrisa, pero su tono de voz era serio.
—Tal vez yo crea en cuentos de hadas. —Lo miró con firmeza⁠—. ¿Por
qué no me lo cuentas?
—Muy bien —asintió David, preguntándose por qué estaba tan interesada
en lo que había dicho el viejo⁠—. Te contaré lo que me contó él.
David empezó a hablar mientras Bernice daba marcha atrás y sacaba el
coche del aparcamiento.

Página 238
Capítulo 25

El cielo era de un denso gris cuando aparcaron en El Molino. Durante el


trayecto, que duró diez minutos, David le había contado a Bernice la historia
familiar. Ella había escuchado atentamente. Casi como si lo que estaba
oyendo fuera de relevancia para su propia vida.
David no sabía por qué la historia le interesaba tanto. ¿Sangre divina?
¿Ejércitos vampiros? ¿Misiones encomendadas por dioses para construir
nuevos imperios? David había descartado la historia considerándola apenas
una curiosidad inusitada.
Después de apagar el motor del coche, Bernice se quedó sentada durante
un momento, su rostro ovalado y pálido muy serio, mientras digería la
historia. No era la primera vez que David sentía como si se hubiera saltado
dos páginas de un libro y se hubiera perdido algún elemento vital de la trama.
¿Era demasiado obtuso para verlo? ¿Por qué tenía la sensación de que todos
esos acontecimientos (la confesión de Electra de que oía ruidos en la bodega
del hotel, la desaparición de la pareja de la habitación 101, la herida de su tío)
se combinaban para formar una imagen coherente? Sólo que por algún motivo
no veía la imagen. O la estaba viendo desde el ángulo equivocado.
El viento soplaba, agitando levemente el coche. Los árboles que rodeaban
la casa de su tío se estremecían como si fueran grandes bestias peludas. Los
monstruos despiertan, se dijo David. Los monstruos despiertan.
¿Qué monstruos? Los árboles. Porque eso es lo que parecen. Grandes
monstruos de madera, despertando del sueño de la noche, sacudiendo el
rocío de sus miembros esqueléticos.
No, pensó, siento algo más caminando.
«Los monstruos despiertan. Vuelven a la vida». Se sacudió la fría
sensación que se había estado apoderando de él desde que oyó a su tío hablar
en el hospital.

Página 239
—Es casi de día —dijo, rompiendo deliberadamente un silencio que se
estaba haciendo casi palpable⁠—. ¿Cansada?
Bernice sonrió y negó con la cabeza.
—Demasiadas emociones.
Él abrió la puerta del coche y una fría ráfaga de aire entró en el interior.
—No tardaré mucho. ¿Vienes?
—Intenta detenerme —dijo ella.
Entraron en el jardín por la verja que separaba los muros, dignos de una
fortaleza. El viento susurraba a través de las ramas de los árboles,
desprendiendo grandes gotas de agua. Bernice se subió el cuello del abrigo.
David tenía las llaves de la casa; las había recogido la policía y luego las
habían entregado en la recepción del hospital. Comprobó las puertas. Todas
parecían bien cerradas.
—Qué pintoresco. —Bernice hablaba con voz débil, como si el entorno la
hiciera parecer pequeñita⁠—. Mira, incluso hay un arroyo en el jardín.
—El nacimiento del Lepping, o eso me han dicho —⁠contestó David—.
Espera aquí, cerraré la puerta del taller.
La puerta se había quedado abierta y golpeteaba con el viento.
—¿No se han llevado nada? —preguntó Bernice, cruzada de brazos como
si tuviera frío.
—No lo creo, pero será mejor comprobarlo. Lo último que necesita mi tío
es volver y encontrarse con que los ladrones lo han desvalijado.
—¿Vive aquí solo?
David asintió.
—Su esposa murió hace unos quince años.
—Parece que no han tocado nada.
David repasó rápidamente el taller. La botella de whisky estaba todavía en
el estante; el fuego de la forja se había apagado ya, pero podía sentir el calor
que aún emanaba de las piedras. La espada en la que su tío había estado
trabajando estaba cruzada sobre el yunque.
—Muy artúrico, ¿verdad? —dijo, señalando la espada⁠—. Mi tío estaba
haciendo una réplica de la espada mágica familiar.
—Oh, ¿la que encontraron en el pez?
—La misma. —David trataba de parecer despreocupado, pero la
atmósfera del lugar parecía ominosa. Como si algo formidable estuviera a
punto de suceder. Los monstruos despiertan…
—Yo cerraré —dijo, y los dos atravesaron la pesada puerta y salieron. La
cerró con llave.

Página 240
—¿Por qué usó tu tío dinamita?
—Para destruir los barrotes de acero que aislaban la entrada a una cueva
que hay en las colinas.
—Pero ¿para qué?
Él se detuvo y la miró. Bernice le devolvió la mirada. El viento le había
echado el pelo en la cara y la expresión de sus grandes ojos era seria.
—Como dijo él, para lanzar a los muertos contra los vivos. Ha enviado al
ejército vampiro contra el mundo.
—¿Tú lo crees?
David se echó a reír, aunque sintió también un poco de tristeza.
—Por supuesto que no. El pobre posiblemente ha pasado demasiado
tiempo solo. Los viejos cuentos de hadas de los Leppington se han apoderado
de su mente.
De repente la miró, sorprendido.
—¿Por qué? ¿Lo crees tú?
Cuando ella fue a responder, un fuerte golpe resonó en el patio de atrás.
Provenía del edificio que daba a la abertura de la cueva. David vio que las
pesadas puertas se agitaban con el viento; de vez en cuando, una de ellas
golpeaba el pesado marco.
Suspiró.
—Creo que mi querido tío se ha cargado la cueva. ¿Dinamita? Santo
cielo, me imagino que la policía le hará unas cuantas preguntas al respecto.
Se acercó al edificio de piedra con las puertas gemelas de madera que se
agitaban con el fuerte aire.
—Cuidado —dijo Bernice—. Si ha habido una explosión, puede que la
cueva no sea segura.
—No te preocupes. —Sonrió—. No me arrastrarían ahí dentro ni con
caballos salvajes. Pero será mejor que cierre las puertas, por si a algún chaval
se le ocurre investigar.
Cerró una de las puertas y luego corrió el cerrojo hasta su agujero en el
suelo para sujetarla. Entonces agarró la otra puerta para echarle la llave.
Se detuvo un momento y contempló la oscura garganta de la cueva que se
extendía más allá de la entrada. En el suelo había gotas de sangre. Imaginó a
su tío dinamitando la reja de acero que sellaba la cueva: la fuerza que lo
derribó contra la pared, y luego lo imaginó trastabillando, aturdido, hasta la
casa, donde consiguió llamar a los servicios de emergencia mientras la sangre
le chorreaba por la cara.

Página 241
La boca del túnel atraía su mirada. Se encontró contemplando la oscuridad
total. Una negrura que iba más allá de la ausencia de luz. Esa oscuridad
parecía palpable y veteada de púrpura. Tenía presencia, tenía forma.
Advirtió que Bernice también la miraba. Como si hubiera algo hipnótico
en aquel oscuro camino hasta el corazón de la montaña. ¿Y quién sabía qué
había más allá? Las cavernas, el lago de la leyenda con su pez de lados
plateados que nadaba y nadaba trazando círculos viscosos.
Había algo absorbente en aquello. Uno sólo quería dar un paso adelante,
entrar en la cueva, permitir que aquella oscuridad aterciopelada le engullera.
En voz baja, apenas más que un susurro, Bernice dijo:
—David, tu tío te pidió que recordaras lo que viste en la cueva. —⁠David
asintió, mudo—. Dijo que era importante. Que cuando eras pequeño te traía a
la cueva y golpeaba los barrotes de la reja con un palo de hierro.
—Sí.
—¿Por qué hacía eso?
—No lo sé.
—Se pueden golpear los barrotes de una jaula para atraer la atención de
un animal que está encerrado dentro, ¿no?
—Sí. —La voz de David era un susurro. Tenía los músculos agarrotados.
De repente el mundo pareció lejano; la voz de Bernice podría haber venido
desde el fondo de un pozo profundo, profundísimo.
Toda su atención estaba fijada en la cueva, que serpenteaba en la falda de
la montaña como una arteria dentro del pecho de un hombre que conecta con
su corazón.
—¿Recuerdas lo que viste de niño, David? —⁠Él negó con la cabeza
lentamente, sintiendo que el mundo se había convertido en algo parecido a
una ensoñación—. Viste algo en la cueva, ¿verdad?
—No.
—Estuviste allí con tu tío. Él golpeó los barrotes de la jaula… clang,
clang, clang… ¿Qué viste entonces?
De repente David agarró la puerta con fuerza, los dientes apretados
mientras los músculos de su mandíbula se tensaban. Notaba como si algo
corriera por dentro de su cabeza. Un muro había caído; ahora lo que había
detrás venía corriendo.
—David, ¿qué viste?
—Los vi a ellos… —Se volvió hacia Bernice. Por dentro sentía frío,
mucho frío⁠—. Los vi a ellos… Salían de la oscuridad.
—¿Ellos, David? ¿Quiénes?

Página 242
—Personas. —Los músculos de su garganta se habían agarrotado mientras
su cuerpo hacía un último intento por detener los recuerdos. Se estremeció
convulsivamente—. En la cueva había personas. Docenas de personas.
Recuerdo las caras… eran blancas. Blancas como un trozo de hueso. —⁠Miró
a Bernice a los ojos, ojos grandes, asustados—. Eran monstruos.

Leppington, el pueblo, hacía la transición de la noche al día. El puesto de


periódicos ya estaba abierto. Los repartidores recorrían en bici las calles, con
las mochilas cargadas de periódicos dominicales repletos de suplementos que
sus lectores nunca terminarían de leer.
El enorme matadero se alzaba sobre el pueblo, los lados de ladrillo rojo
todavía brillantes después de la tormenta. Dentro, las enormes salas de
matanza se hallaban en silencio. Los suelos estaban limpios, el aire, tranquilo
y denso de desinfectante.
El río Lepping, hinchado de lluvia, borboteaba ruidosamente sobre los
peñascos, y sus aguas se volvían blancas de espuma.
La mayoría de las casas todavía tenían las cortinas cerradas; ya que la
gente dormía hasta tarde.
En la casa de Moberry, en el bloque en el extrarradio del pueblo, el padre
de Diana Moberry se despertó. Contempló el techo en sombras durante un
momento, escuchando la brisa que recorría el valle. Diana no había dormido
en casa. Otro novio, supuso. Probablemente tendría un lío en Whitby o Robín
Hood’s Bay o cualquier otro sitio. La actitud paternal adecuada sería de
desaprobación, pensó.
Lo normal era que los padres le dijeran a una hija ligera de cascos de
veintitantos años que sentara la cabeza, que se casara, que tuviera hijos. Pero
la vida en Leppington estaba condenada a la monotonía. La mayoría de los
recién casados vivían a costa del subsidio del paro. Veía a madres
adolescentes empujar los carritos de sus bebés. Parecía que a esas madres les
habían quitado la vitalidad: ya llevaban la expresión cansada de las amas de
casa veteranas que se enfrentaban a otro día de repetición matemática de sus
labores, lavar, pasar la aspiradora, planchar, cambiar pañales, lo que fuera.
Esa gente no tenía sangre en las venas; si dejaba volar la imaginación, podía
imaginarlos como muertos vivientes modernos. No tenían nada que esperar.

Página 243
Al menos la vida de Diana era diferente. Dondequiera que estuviese, con
quienquiera que estuviese, esperaba que se lo estuviera pasando bien.
Entonces se dio la vuelta y volvió a dormir.

El regreso al hotel fue una mezcla de silencios y rápidos estallidos de


conversación. Para David Leppington, el mundo todavía parecía salido de un
sueño, incluso con esta dura luz gris acero del amanecer.
Bernice Mochardi hablaba de prisa, como un detective a punto de resolver
un misterio particularmente asombroso.
—¿Te acuerdas de algo más?
—No… de nada.
—¿Y dices que recuerdas haber visto a gente en la cueva cuando eras
pequeño?
—Sí.
—¿Como si estuvieran enjaulados allí?, ¿prisioneros?
—Supongo. —La sensación de ensueño no remitía. David se mordió los
labios. Se sentía tan… extraño… No había otra descripción para eso.
Bernice indicó con el intermitente que iba a girar a la derecha y se internó
en la calle principal.
—Dijiste que pensaste que eran monstruos.
—¿Monstruos? Sí, bueno, es la interpretación de lo que vi con seis años.
—Pero ¿qué son esos monstruos? ¿De dónde venían?
—Mira, Bernice. No sé si lo que vi hace todos esos años es real.
—¿Qué quieres decir?
—Puede que lo haya imaginado… o puede que esté recordando una
pesadilla de la infancia.
—David. Tienes un recuerdo reprimido. Ahora lo has liberado. He leído
libros donde la gente…
—¿Dónde la gente recuerda bajo hipnosis haber sido secuestrada por
ovnis o que su jefe de scouts había abusado sexualmente de él? —⁠Él sonrió…
o al menos lo intentó; le pareció un esfuerzo baldío—. Sí, estudiamos la
memoria reprimida en la universidad.
—Tenías un recuerdo reprimido sobre la gente que viste encerrada ahí
abajo. Ahora se ha liberado. ¿Recuerdas a tu tío llamándolos golpeando los

Página 244
barrotes?
—No necesariamente.
—Pero lo recuerdas con claro detalle, la forma en que tu tío golpeó los
barrotes, qué aspecto tenían, incluso la ropa que llevabas. No vas a decirme
que sólo fue una pesadilla que tuviste a los seis años, ¿verdad?
Él suspiró y la miró mientras conducía. Su cara tenía una cualidad
quebradiza. Como si compusiera su expresión sólo por pura fuerza de
voluntad. ¿Y por qué estaba tan dispuesta a creer con tantas ganas en la
historia de la gente del subterráneo? Era casi como si se aferrara a ella como
quien lo hace a un clavo ardiendo. Advirtió de pronto que su recuerdo
reprimido era de algún modo importante… para ella al menos. Era algo a lo
que se agarraba para no caerse.
Mientras ella entraba el coche en el aparcamiento del hotel Estación,
David dijo lentamente:
—Bernice, existe una cosa llamada el síndrome del recuerdo falso. Hay
pruebas que sugieren que un montón de los llamados recuerdos reprimidos
que se recuperan por medio de hipnosis o de terapia son falsos.
—Pero lo recuerdas con todo detalle, ¿no?
—Eso es una parte. Pero la verdad del asunto, Bernice, es que algunos de
esos recuerdos son sólo fantasmas, productos de la imaginación. A la luz del
síndrome del recuerdo falso algunos casos notorios de abuso infantil son
descartados.
Bernice aparcó el coche. Una mirada a su expresión ceñuda le dijo a
David que se negaba a dudar de lo que él había recordado… de lo que
aparentemente había recordado, se corrigió, allá en la boca de la cueva.
—Bueno —dijo, esforzándose para parecer tranquilo⁠—. Creo que nos
hemos ganado un buen día de sueño después de toda esta excitación.
Bernice asintió con el rostro todavía tenso.
Él sonrió.
—Intentaré ver a Electra y decirle lo que ha ocurrido; probablemente se
estará preguntando qué nos ha pasado.
—¿David?
—Sí.
—Ese libro que mencionaste… la historia familiar. ¿Puedes prestármelo?
—Sí. Desde luego.
—¿Ahora?
—Claro. —Sonrió—. Te lo pasaré por debajo de la puerta de tu
habitación. Es un libro muy finito.

Página 245
Ella no respondió con una sonrisa: su cara era seria, como si le hubieran
dado un problema que resolver. Y como si dependieran vidas de que hallara la
respuesta adecuada.
Dios mío, pensó él mientras bajaba del coche, ¿qué pasa en este pueblo?
Es como si la excentricidad de pronto se hubiera vuelto contagiosa: la gente
se tomaba terriblemente en serio una vieja leyenda familiar.
A la luz gris del día, los acontecimientos de la noche pasada y aquel
torrente de recuerdos (de recuerdos falsos, se corrigió) no parecían más que
un sueño extraño.
Eso es, razonó consigo mismo. El síndrome del recuerdo falso: ésa era la
sencilla explicación que lo abarcaba todo. Átalo con los lazos sensatos de la
ciencia contemporánea y hazle un lazo doble: síndrome del recuerdo falso.
Pura imaginación. Una pesadilla recordada de la infancia. Nada más.
Sin embargo, mientras seguía a Bernice a través del patio para entrar en el
hotel por la puerta trasera, las palabras continuaban dándole vueltas en la
cabeza: Los muertos despiertan.

Diez minutos más tarde, David le había entregado a Bernice el libro en su


puerta y se retiró a dormir. Las cortinas eran gruesas y dejaban pasar poca luz.
Vaya, había pasado mucho tiempo desde la última vez que había trasnochado.
Seguía sintiéndose… raro, ésa era la única palabra para expresarlo.
Los monstruos despiertan…
Electra había dejado una nota en la mesa de la cocina, diciendo que no se
preocuparan por la pareja de la habitación 101. Pero David dudaba que
hubieran aparecido tranquilamente en recepción: eso era algo más que la
típica operación de esconder las cosas bajo la alfombra. La posdata añadía
que Electra se había ido a la cama.
¿Y por qué está tan interesada Bernice en la historia de mi familia?, se
preguntó David. Durante un momento se sintió reacio a prestarle el libro: la
intensidad de sus maneras sugería que se hallaba en las primeras fases de
desarrollar una fijación enfermiza al respecto.
Se arropó en la cama. Quizá después de unas cuantas horas de sueño la
peculiar, no, se corrigió, la extrañísima noche que acababa de experimentar ya

Página 246
no sería tan extraña. Bostezó. El reloj de viaje de su mesilla de noche indicaba
que eran las 7:17 de la mañana.
A las 7:18 entró en un profundo sueño sin imágenes.

7:19 de la mañana. En la suite del primer piso, Electra Charnwood dormía


sola en su cama. Yacía boca abajo, desnuda. Con las vueltas y giros del
sueño, el edredón se había resbalado, revelando una espalda
sorprendentemente larga. Su pelo azul y negro formaba un remolino oscuro
contra la almohada.
El reloj de pared que sus padres habían recibido como regalo de bodas
sonaba resuelto en el salón. Si hubiera sabido que los corrimientos en el
cementerio habían abierto el ataúd de su madre y que bebés rata correteaban
ahora por su cráneo y sus costillas aún húmedas, se habría reído, nada más.
Electra Charnwood sabía que la vida real estaba entretejida con hilos
macabros. En medio de la vida estamos en la muerte, se decía a sí misma una
docena de veces al día. La muerte y todas sus trampas le parecían fascinantes.
La sala de momias egipcias del Museo Británico era uno de sus lugares
favoritos. Allí podía pararse a contemplar, fascinada, a los muertos de tres mil
años de antigüedad: las mujeres envueltas en lino con sus joyas y los huesos
de sus hijos no nacidos entre las rodillas.
Ahora soñaba con una oscura figura con grandes alas de cuero que surgía
de una tumba del cementerio local. No podía decir si era masculina o
femenina. Sólo que su rostro era hermoso y la piel tan lisa como el PVC.
Ahora, en su sueño, se colaba sinuosamente como una serpiente por la
ventana de su habitación y se metía en la cama con ella, envolviendo las
grandes alas como de murciélago alrededor de su cuerpo, con tanta fuerza que
no podía moverse. Los ojos eran tan brillantes como bombillas.
Aquel hermoso rostro ambivalente entre lo masculino y lo femenino le
susurraba suavemente al oído:
—Te quiero, te quiero, te quiero…

Página 247
7:20 de la mañana. Bernice Mochardi estaba en la cama, pero no dormía.
Agarraba con tanta fuerza el libro que David le había prestado que a
menudo tenía que hacer un esfuerzo consciente para soltarlo y flexionar los
dedos doloridos. Sentía que estaba a punto de hacer un descubrimiento
importante.
Durante semanas había contemplado obsesivamente la cinta de vídeo que
había encontrado en la Caja Muerta de abajo. Pensaba y soñaba con Mike
Stroud, el hombre rubio del vídeo. Se había prendido tan intensamente en su
mente que había temido volverse loca. Ahora todos esos acontecimientos (el
vídeo, imaginar que alguien caminaba de noche ante su habitación, lo que le
había sucedido a la pareja de la habitación 101; todo) eran como fragmentos
de un rompecabezas que giraban con furia ante ella. Sabía que todo encajaría
y formaría una única imagen coherente si podía encontrar más pistas. Tenía
que resolver ese puzle. Por bien de su cordura. Ahora estaba decidida a
trabajar hasta que tuviera la respuesta.
Y tal vez la respuesta se encontraba en esas páginas. Mientras la luz gris
rompía, se dispuso a leer el libro.

Página 248
Capítulo 26

A las cuatro de la tarde del domingo, David estaba sentado en la cocina del
hotel Estación. Había dormido sus buenas siete horas después de acostarse esa
mañana, pero sentía una ligera desorientación por haber trastocado las pautas
del sueño. Sin embargo, había visitado a su tío en el hospital (esta vez solo y
en taxi). No había habido ningún cambio. Su tío estaba en planta,
profundamente dormido, con la sangre seca lavada ya de la cara. Todo lo que
pudo decirle el médico era que las radiografías no habían revelado nada y que
las constantes vitales del anciano entraban dentro de los límites de lo tolerable
(es decir, no creían que fuera a morirse todavía) y que lo tenían en
observación (es decir, una enfermera asomaría la cabeza de vez en cuando y
le echaría un vistazo para asegurarse de que no estaba despierto y pedía el
desayuno).
Durante los últimos treinta minutos, David había permanecido sentado en
la cocina, que, ahora comprendía, era el centro neurálgico del hotel. Electra,
junto al horno, servía el guiso en unos platos. Bernice Mochardi estaba
sentada al otro lado de la mesa grande y limpia. David se dio cuenta de lo
joven y vulnerable que parecía ahora que se había quitado el maquillaje
gótico y se había puesto una sencilla camiseta gris y vaqueros negros.
Jack Black trabajaba en la parte de atrás, moviéndose de aquella manera
mecánica suya mientras empujaba los barriles de cerveza vacíos desde el
patio hasta el almacén.
Ya habían tenido tiempo de intercambiar sus historias sobre los
acontecimientos del día anterior. Electra se mostró compasiva por el accidente
de su tío y no pudo por menos que quedarse de piedra cuando se enteró de
que se había producido por una explosión de dinamita. Los recuerdos que
tenía Electra del sábado por la noche eran escasos. En general no había visto

Página 249
nada, no había oído nada. Ahora representaba el papel de madraza con el
aplomo de una actriz experimentada.
—Venga, tenéis que comer. Los dos —dijo mientras colocaba firmemente
dos platos humeantes delante de ellos—. Es un guiso de carne a la cerveza.
Receta propia; os revitalizará. La he hecho yo misma, corté los ingredientes y
todo. Y no me mires así, Bernice. No he puesto a los ocupantes de la
habitación 101 en la olla. —⁠Sonrió mientras colocaba una cuchara sopera
junto a cada plato—. Los estoy asando para esta noche.
—¿Con una manzana en la boca? —añadió David, aunque lamentó al
instante la frívola observación.
—Naturalmente. Con un poquito de romero en el culo.
—No me parece gracioso —dijo Bernice con el rostro tenso⁠—. Si
hubieras visto el aspecto que tenía esa chica, no bromearías, Electra.
—Bernice, lo…
—Estaba sangrando, herida. De verdad que pensé que la habían violado.
Electra suspiró.
—Comprendido. Lo siento. Estaba intentando animar un poco el
ambiente. ¿Un poco de pan para acompañar, doctor Leppington?
—Gracias.
Se está esforzando por parecer alegre, pensó David, mirándola mientras
se llevaba el rico guisado a la boca. Sin embargo, algo pujaba todavía en su
mente.
—Bien, David —dijo Electra mientras se sentaba a la mesa con una taza
de café⁠—, ¿cómo se siente uno al tener sangre divina en las venas?
Él sonrió.
—Oh ¿Bernice te ha estado contando la pintoresca leyenda de la familia
Leppington?
—Sí, pero aquí en Leppington ya hemos oído esas historias de nuestras
abuelas.
—Historias para contar en noches oscuras y tormentosas, ¿eh?
—Algo así. Cuentos sobre ejércitos de vampiros para asustar a los niños
pequeños antes de dormir. Encantador. ¿Pero que los Leppington digan que
tienen sangre divina? Tienes que admitir que es algo de lo que fardar, ¿no?
La sonrisa de David se ensanchó.
—Pensaba añadirlo a mi currículum.
—Estoy de acuerdo. —Electra le devolvió una amplia sonrisa—. Todo lo
que pueda mejorar las perspectivas de tu carrera tiene que ser bueno, digo yo.
—Bebió su café—. Por desgracia, los Charnwood no podemos alardear de

Página 250
nada tan grandioso como tener un dios nórdico como antepasado. Lo único
que se transmite genéticamente en nuestra familia son las orejas pequeñas.
—⁠Se echó atrás el pelo negro azulado para mostrar una oreja pequeña de la
que colgaba un pendiente negro—. Bonita, ¿eh?
—Bueno, para ser sinceros —repuso David sonriendo—, mi madre decía
que lo único que corría de generación en generación en nuestra familia eran
las narices. —⁠Se tocó su propia nariz prominente.
—Y en nuestra familia lo único que corría eran los pies —⁠dijo Bernice,
mientras una sonrisa daba calidez por fin a la expresión seria de su rostro—.
Lo que tiene que ser el chiste más malo del mundo.
David se rió y Electra también. La risa sonó fuertemente y David
sospechó que aquellos chistes tontos daban una salida a la tensión emocional
que se había estado acumulando en las últimas horas. La risa (la risa amistosa,
no la risa burlona) es también un modo de unir a un grupo de personas. Pero,
sentados alrededor de aquella mesa, David se sintió una vez más asaltado por
la sensación de que las había conocido antes.
Cuando dejó de reírse miró a las dos mujeres. Ellas lo miraban también, y
sintió una empatía creciente, como si una comunicación subliminal pasara de
uno a otro, una chispa de comprensión como si compartieran el mismo
secreto.
¿Y qué podía ser ese secreto? Tal vez, en lo más hondo, los tres estaban
pensando lo mismo: Los monstruos despiertan.

Y fue en ese momento cuando, siguiendo algún acuerdo instintivo y no


hablado, los tres decidieron que había llegado la hora de sacar a la luz el
secreto que pesaba como una losa en sus corazones.
Durante unos instantes charlaron de naderías. El sol rompió la pesada
nube que se alzaba como una alfombra gris sobre el pueblo. Haces de luz
caían sobre la falda de las colmas y luego avanzaban hacia Leppington,
jugando sobre los tejados como reflectores que cayeran desde el cielo.
Mientras hablaban, Jack Black, todo tatuajes y malas maneras, entró en la
cocina, sacó leche del frigorífico y se sentó en un taburete junto a la encimera
para beber directamente del cartón.

Página 251
Y ahora estamos los cuatro, pensó David. El equipo al completo. La idea
lo sorprendió. Sin embargo, parecía extrañamente adecuada. Y una vez más
sintió la fuerte impresión de que los cuatro ya se habían relacionado en el
lejano y oscuro pasado.
Electra interpretó la llegada de Black como un signo para cambiar el tema
de conversación.
—Bernice me estuvo diciendo que cuando estuvisteis en casa de tu tío
viviste una especie de flashback.
—Oh, eso —dijo él, intentando hacer creer que no tenía la menor
importancia. Miró a Bernice, que se inclinó hacia adelante, uniendo las manos
sobre la mesa como si rezara. Su mirada mostraba preocupación.
Electra continuó hablando con tono bajo y regular.
—Entonces ¿recordaste lo que viste en la cueva cuando eras niño?
—Creí recordar —corrigió David—. Sí, imaginé que vi a gente en la
oscuridad tras los barrotes de la reja.
—¿La reja que tu tío dinamitó anoche?
—Y que estoy seguro que le traerá problemas con la policía.
—¿La reja ha sido destruida?
—No lo sé. No lo comprobé.
—Pero si ha sido así, la gente que viste en la cueva ya puede salir de allí.
—¿Salir? —David sacudió la cabeza, divertido⁠—. Electra, en aquella
época yo no tenía más de seis años. Probablemente imaginé haber visto a
aquellas… personas o lo que fuesen.
—Las describiste como monstruos —dijo Bernice en voz baja⁠—. ¿No?
—Sí, monstruos. Bueno, vale, recordé una vieja pesadilla.
—Y ahora tu tío ha dinamitado la reja y los ha dejado salir. Bernice se
pellizcó el labio inferior, como permitiendo que calara todo el peso de la
verdad. Después de un momento, añadió:
—George Leppington dijo… a ver si lo recuerdo bien… dijo «soy como
Ishtar. He derribado las puertas del inframundo y he lanzado a los muertos
contra los vivos».
Electra asintió, entornando los ojos mientras reflexionaba sobre las
palabras de Bernice.
A David le parecía cada vez más divertido y, bajo esa sensación, sentía
que el mundo, la realidad que conocía, había asumido de nuevo aquella
cualidad como de ensoñación.
—Espera un momento —dijo, todavía sonriendo, pero notando la tensión
acumularse en el estómago⁠—. ¿Quién demonios es Ishtar?

Página 252
Electra le informó sin vacilación:
—El mito de Ishtar-Tammuz procede de la civilización arcadia que
floreció en Oriente Medio hace unos cuatro mil años. Ishtar era una diosa que
se enemistó con los demás dioses y amenazó con derribar las puertas del
inframundo y, así, lanzar a los muertos contra los vivos con la intención de
aniquilar la humanidad. Tu tío usó esa historia como metáfora de lo que había
hecho.
—Esperad… esperad… —David se llevó de pronto los dedos a las
doloridas sienes⁠—. ¿Me he perdido algo? ¿O me he vuelto loco y estoy
imaginando todo esto?
—Puedo pellizcarte si quieres —dijo Electra enseguida⁠—. Y doy
pellizcos muy fuertes, créeme.
La Miró. Ya no bromeaba. Ella le devolvió la mirada con expresión seria.
—Esperad un momento. —Paseó la mirada de Electra a Bernice⁠—. ¿Me
estáis diciendo que creéis en todo esto?, ¿creéis en los cuentos de hadas que
dicen que los Leppington tienen sangre divina y… y, por el amor de Dios, que
hay un ejército de vampiros acechando en una cueva?
Electra no parpadeó.
—¿Tú no, doctor Leppington?
Él se echó a reír; le pareció un ladrido extraño en la cocina alicatada.
Sacudió la cabeza.
—No podéis hablar en serio. ¡Decidme que es una broma!
Electra dijo gravemente:
—Pero tú has visto a esas criaturas, ¿no, David?
Él miró a Jack Black, esperando al menos oír la risa burlona del hombre
tatuado. La cara de Black parecía de piedra. Lo único que hizo fue limpiarse
el bigote de leche de los gruesos labios y encender un cigarrillo.
David tomó aire.
—Como le dije a Bernice, se trata claramente de un caso del síndrome del
recuerdo falso. Sí, de acuerdo, puedo cerrar los ojos y veo a mi tío golpeando
con un palo de hierro los barrotes… igual que se golpean los barrotes de una
jaula para atraer a un animal… y recuerdo haber mirado en la penumbra más
allá de los barrotes.
—¿Y?
—Sí, recuerdo… parece que recuerdo, debería decir, haber visto a
docenas de personas, hombre y mujeres, acercarse. Sus caras eran blancas…
tan blancas como esa fuente de plástico. Las cejas parecían tupidas y tan
negras como las cerdas de un pincel; en cuanto a los ojos, tenían una especie

Página 253
de palidez sin vida, pero: la piel alrededor era oscura, muy oscura. Eso hacía
que el blanco de los ojos resaltara tanto que parecían brillar, como si
estuvieran iluminados desde dentro.
Electra bebió café.
—Es una descripción muy detallada para tratarse de algo que dices que es
un sueño o pura imaginación.
—Es una faceta del síndrome de la memoria falsa. Mucha gente dice que
ha sido abducida por alienígenas. Los psicólogos ya saben que esos supuestos
abducidos creen que se los han llevado a una nave espacial. Y sus
descripciones son igual de detalladas: sí, los alienígenas tenían ojos grandes,
oscuros y almendrados, llevaban aretes plateados en las orejas, tenían cinco
dedos pero sin uñas, olían a cebolla. Sí, los detalles están ahí, pero es pura
imaginación; nunca fueron abducidos por alienígenas… lo que demuestra que
la mente es prodigiosa ¿no?
—¿Qué más recuerdas? —preguntó tranquilamente Electra.
—Que las ropas que llevaban estaban hechas jirones. Donde el tejido
estaba rasgado la piel desnuda parecía brillar con un blanco azulado que casi
era luminoso a la luz de la linterna. Los dientes parecían demasiado blancos
para sus bocas y por eso no podían cerrar bien la mandíbula. Oh… y había
otra cosa más. —David levantó un dedo—. Creo que es significativo. —
Bernice y Electra se inclinaron hacia adelante, escuchando con atención—.
Los dirigía un tipo alto. —⁠David hizo una pausa, esforzándose por recordar
—. Pelo negro brillante, peinado hacia atrás. Llevaba una larga capa y
respondía al nombre de conde Drácula.
David oyó un gruñido y el golpe del taburete al ser empujado hacia atrás.
—Se lo está tomando a coña —gruñó Jack Black furiosamente⁠—. Si él se
lo puede tomar a coña, yo puedo borrarle esa jodida sonrisa de la cara.
David se levantó; estaba frío por la reacción. Mierda, me va a atacar,
pensó, buscando un arma. Aunque sabía con claridad meridiana que haría
falta una escopeta de cañones recortados para detener a ese monstruo.
—Jack. —Electra habló tranquilamente, pero con absoluta autoridad⁠—.
Siéntate.
—No puede cachondearse de nosotros. No tiene ni puta idea.
—No. Lo sabe todo —dijo ella con calma—. Sólo que en este momento el
doctor Leppington está en fase de negación. Su parte racional no le permite
creer.
—Le haré creer con un par de hostias.
—No, Jack. Podemos convencerlo, ¿verdad, Bernice?

Página 254
Black se sentó con expresión agria.
—Jack, hay cigarrillos en el cajón. No, el que está a tu izquierda. Ahí…
—⁠Se volvió hacia David—. Por favor, ¿quieres sentarte?
David notó que adoptaba una expresión severa.
—Creo que es hora de que me vaya.
—Por favor, siéntate, David.
—Me marcho. ¿O es que tu amigo y tú vais a detenerme? —⁠Lanzó una
mirada a Jack Black.
—No.
—¿Quieres prepararme entonces la cuenta? Subo a hacer las maletas.
—David, por favor.
Se giró para mirar a Bernice mientras ella hablaba todavía sentada a la
mesa, retorciéndose los dedos con angustia.
—David —dijo Bernice con una voz que estaba desesperadamente cerca
de la súplica—. Por favor, siéntate y escucha lo que tenemos que decirte.
Yo… de verdad que necesito que escuches esto. —⁠Lo miró, los ojos eran
enormes y suplicantes—. Tengo miedo. Y creo que eres la única persona que
puede hacer algo.

David suspiró profundamente y luego se sentó.


—De acuerdo. Decid lo que tengáis que decir. Luego me iré arriba a hacer
las maletas.
Electra, todavía sentada a la mesa, apartó los platos. Una cuchara cayó de
su plato al suelo con un agudo claqueteo resonante.
—Incluso en mitad de un gran drama nos enfrentamos a lo mundano
—⁠dijo con sorna y, sin mover la silla, se inclinó para recoger la cuchara—.
Dios usa lo mundano para recordarnos nuestra ínfima posición en la Tierra.
—Muy bien —respondió David secamente—. Decid lo que tengáis que
decirme. Hay un tren a Whitby dentro de una hora. Yo estaré en él.
Electra asintió. Los ojos de Bernice eran grandes y asustados, la expresión
infantil. Al instante David sintió la necesidad de protegerle, y lamentó que
Electra de algún modo la hubiera atrapado en esa locura colectiva. Sangre
divina, ejércitos vampiros, la destrucción de la raza humana. Vale, Muldery
Scully. Es cosa vuestra. El baile de los vampiros y todo eso. David adoptó la

Página 255
expresión del doctor que pacientemente escucha los males imaginarios de un
hipocondríaco.
Eran poco más de las cuatro y media. Jack Black fumaba un cigarrillo,
envolviendo en una nube de humo un extremo de la cocina. El sol de la tarde
entraba con un rayo de luz que se reflejaba deslumbrantemente en las
superficies de acero inoxidable.
—David —dijo Electra, con tono despreocupado—. Dentro de unos
minutos voy a enseñarte algo… —⁠Ladeó un poco la cabeza—. Algo en el
sótano.
Él asintió con gesto neutral.
—David, ayer te conté cómo mi madre, Dios la bendiga, se quejaba de
que oía ruidos en el sótano —⁠continuó Electra—, que ese sitio la aterraba. Y
que un día la encontraron allí muerta.
De nuevo David asintió, el gesto típico de «adelante, el médico la
escucha».
—Oficialmente, la causa de la muerte fue un ataque al corazón.
—Pero ¿lo dudas?
—La única persona a quien se lo he dicho es a mí misma. Pero sé que mi
madre murió de miedo.
David asintió.
—¿Y dijiste que oías ruidos en el sótano?
—Sí, los oigo —reconoció Electra—. A veces se pueden oír hasta en el
segundo piso. Un martilleo frenético, como alguien aporreando una puerta
para que lo dejen salir.
—¿Has comprobado que no son niños gastando una broma?
—Créeme, no son niños, David. Los ruidos que oigo son los mismos que
oía mi madre, los mismos que la asustaron hasta la muerte.
—Pero ¿demuestra eso la historia sobre los ejércitos de vampiros que
esperan bajo tierra la llamada para ponerse en marcha y… y hacer Dios sabe
qué?
—No. Pero fíjate en lo que estoy haciendo. —⁠Electra se apartó un mechón
de pelo que le había caído sobre los ojos—. Esta tarde voy a poner mis cartas
sobre la mesa. Eso quiere decir que voy a darte suficientes pruebas para que
llegues a tus propias conclusiones.
—Has oído ruidos en el sótano —dijo David amablemente⁠—. Te creo,
Electra, pero ¿eso qué demuestra?
—Espera, David. Bernice, ¿qué te ocurre a ti?
Bernice se abrazó, como si tuviera frío.

Página 256
—No duermo muy bien por las noches. Más que nada siento la completa y
total convicción de que el edificio… de que toda la ciudad está infectada de
algo. Tengo la sensación de que una fuerza maligna está esperando para
desatarse.
—Bernice, ¿puedes contarle a David lo de la cinta de vídeo que
encontraste?
—La encontré en una maleta de la Caja Muerta. Ésa es básicamente la
habitación donde Electra almacena los objetos perdidos o, más a menudo, los
que son simplemente abandonados.
David notó que volvía a asentir.
—La habéis mencionado antes.
—Bueno… allí dentro encontré una cinta de vídeo, ya sabes, una de esas
cintas pequeñas. Hay grabada una edición sin montar de un viaje que hacía un
americano. Sólo sé que su nombre es, o era, Mike Stroud. Bueno, para
abreviar diré que se alojaba en este hotel, en mi habitación, creo.
Miró a Electra en busca de confirmación. Ella asintió con gesto breve y
sobrio.
—Él estaba convencido, como yo, de que de noche algo caminaba ante su
puerta… pasillo arriba y abajo, toda la noche. Sentía esa convicción correrle
por la sangre como si fuera un virus o algo por el estilo. Yo también la siento.
—⁠Bernice apretaba los puños mientras hablaba—. Cogí la costumbre de
bloquear mi puerta con la cómoda. Sentía que esa cosa ante mi puerta, fuera
lo que fuese, se estaba metiendo en mi cerebro, invitándome a salir al pasillo.
»Pues bien —dijo después de un profundo suspiro⁠—. Ese americano,
Mike, decidió grabar a… ese acechante nocturno en vídeo. Una noche preparó
la cámara para que captara lo que pasaba cuando abriera la puerta.
—¿Qué sucedió?
—Hizo eso. Abrió la puerta, entonces… —Se llevó la mano a la boca—.
Algo lo agarró, lo arrastró al pasillo. —⁠Tragó saliva—. David, tengo la cinta
arriba. Puedo traerla si quieres.
—Tal vez luego, Bernice. —Él se frotó la cara y suspiró—. Electra,
¿sabes algo sobre ese… ese Mike? —⁠Miró a Bernice para que le repitiera el
nombre.
—Stroud.
—Mike Stroud.
Electra se encogió enfáticamente de hombros.
—Se alojó por tres noches. Se marchó después de dos sin pagar la factura.
Sólo sé que era americano y que dejó unas cuantas pertenencias anónimas que

Página 257
almacené en la Caja Muerta. Eso fue hace dos años.
—¿Estás diciendo que desapareció de la faz de la Tierra y que nadie ha
preguntado nunca por él ni por su paradero?
—Sí.
—¿Ni amigos ni familia ni amantes?
—Nadie.
David suspiró de nuevo. El latido en su cabeza empeoró.
—¿Ha visto alguien algo… extraño… bueno, por llamar al pan pan y al
vino vino, ha visto alguien a un monstruo?
Los tres lo miraron fijamente.
—Bueno, ¿lo ha visto alguien? —insistió David.
—Sólo uno —dijo Electra lentamente. Señaló a David⁠—. Tú eres el
único.
Él negó con la cabeza con una sonrisa de incredulidad.
—¿Lo imaginé? ¿Lo soñé? Como quieras llamarlo.
—Y está lo que sucedió anoche —dijo Electra⁠—. La pareja de la
habitación 101. ¿Qué les sucedió?
David bebió café.
—Electra, tú misma dijiste que podrían haberse dejado llevar por algún
juego sexual. ¿Por qué cambias de opinión ahora?
—Porque anoche me di cuenta de que había estado negando la verdad
demasiado tiempo. Aunque demasiado tarde, sé que ha llegado la hora de
resarcirme y decirle a la gente lo que está pasando.
—¿Y qué está pasando?
—Los huéspedes llevan años desapareciendo del hotel. Durante un siglo
nosotros, los Charnwood, quiero decir, hemos estado guardándolo todo bajo
la alfombra. Hemos mirado hacia otro lado, fingiendo que eran simplemente
huéspedes que se largaban sin pagar. Almacenamos sus pertenencias en la
habitación bajo la escalera. Luego, muy convenientemente, nos olvidamos de
todo.
—¿Nunca intervino la policía?
—A veces, pero no tanto como cabría pensar. Si un adulto desaparece y
no hay mucho que sugiera algo malo, no le dan demasiada importancia. Si no
me crees, ve a una comisaría e informa de la desaparición de alguien.
—Bueno, ¿qué le pasó anoche a esa pareja?
—Algo… y uso la palabra adecuada; no alguien, sino algo, entró en el
hotel y los atacó. —⁠Electra lo miró a los ojos—. Algo quería su sangre,
literalmente.

Página 258
—Oh, venga ya —protestó David—. No puedes hablar en serio.
—Créeme, hablo en serio.
—Pero ¿quién, o qué, querría su sangre?
—Esas cosas que viste en la cueva hace tanto tiempo.
—¿Vampiros?
—Sí. —Electra asintió tajantemente—. Sí. A falta de otra palabra mejor:
vampiros.
—Vamos, hombre. —David extendió las manos, suplicando sentido
común⁠—. ¿Vampiros?
—Vampiros. O si lo prefieres, seres vampíricos. Es decir, criaturas que
tienen ciertas cualidades atribuidas normalmente a los vampiros de las
leyendas. Cierto, estas criaturas de Leppington no vienen de Transilvania.
Dudo que les preocupe el ajo ni los crucifijos. Pero, como decía, son
vampíricos. Actúan de noche. No envejecen como nosotros, ni mueren. Y se
alimentan de sangre.
David se frotó las sienes mientras negaba con la cabeza.
—¿Y esas criaturas se llevaron anoche a la pareja de la habitación 101
para beberse su sangre?
—No exactamente. Creo que los seres que entraron en el hotel eran
simplemente proveedores. Llevaron a la pareja a los que viven, a falta de
palabra mejor, en el inframundo.
—¿Como si reunieran el ganado para un granjero?
—Si lo prefieres.
David sacudió la cabeza. Dios, eso era muy extraño, tan extraño…
—Y ahora tu tío ha empleado dinamita para destruir la reja que los ha
mantenido encerrados… —⁠Electra se encogió de hombros y dejó la frase sin
terminar.
—Ya ves, David —dijo Bernice con voz asustada⁠—, tienes que
ayudarnos.
—¿Por qué yo?
—Es obvio. Eres el único que puede ayudar. Eres el último Leppington.
—Te equivocas.
—Tu tío está en el hospital, y fue él quien los liberó.
—Está mi padre.
—¿Dónde?
—Camino de Grecia en barco.
—Creo que se ha lavado las manos en este asunto, ¿no?

Página 259
David se estremeció de la cabeza a los pies. La parte racional de su
cerebro (el más nuevo lóbulo frontal, evolucionado a lo largo de los últimos
treinta mil años, que era la sede de la racionalidad, el aprendizaje, la lógica y
el pensamiento consciente) estaba ocupado diciendo: David, no escuches esta
cháchara supersticiosa. Los tres hablan como locos. Se creen un cuento
ridículo. Haz las maletas. Márchate del pueblo.
Pero la parte antigua de su cerebro, en el fondo de su cabeza, gritaba un
mensaje diferente. Le hablaba desde el corazón y las tripas: Es verdad hasta
la última palabra, David. Puedes sentir que este pueblo está cargado de mal.
Viste esas cosas de cara blanca en la cueva hace muchos años. Son reales y
lo sabes.
Electra lo miró, y sus oscuros ojos leyeron los de él. Sabía que estaba
ganando terreno.
—Jack —dijo con calma—, cuéntale al doctor Leppington lo que sucedió
anoche realmente.
—¿Todo?
—Todo —afirmó ella—. Luego lo llevaremos al sótano.
David escuchó lo que Jack Black le contó a continuación. No hubo ningún
melodrama, lo contó todo despreocupadamente. Black podría haber sido el
hombre del tiempo de la tele, anunciando un frente frío que llegaba desde el
norte o lluvias dispersas en las montañas. Jack Black lo narró tal como fue.

Black siguió fumando, cubriendo de una cortina de humo la cara surcada de


tatuajes y cicatrices.
—Anoche —le dijo a David—, supe que algo iba mal. Tenía esa
sensación aquí, justo en la boca del estómago. Algo me dijo que tenía que
quedarme en la planta de arriba.
—Estaba montando guardia —explicó Electra⁠—. Ante vuestras puertas.
Probablemente os salvó la vida.
—Afirmas que algo te lo dijo —preguntó David⁠—. ¿Qué exactamente?
—Algo aquí dentro. —Black se señaló la sien, como si su dedo fuera un
destornillador.
—Oh, hay más cosas en el señor Black de las que se ven a simple vista
—⁠le dijo Electra a David—. Tiene talentos muy escondidos.

Página 260
David alzó una ceja, intrigado.
—Ya trataremos de eso más tarde. Muy bien, Jack, continúa.
—Vosotros salisteis y os negasteis a bajar la escalera, ¿recuerdas?
David asintió.
—Pensabais que iba a robar en vuestras habitaciones o alguna gilipollez
así, ¿no? Da igual. La periquita de abajo salió del ascensor. La llevasteis a la
habitación para limpiarla, ponerle una bata y demás. Entonces nos
preparamos a bajar la escalera, ¿cierto?
—Cierto —reconoció David.
—Pero cuando ella y yo —dijo señalando a Bernice— entramos en el
ascensor, alguien lo llamó desde el sótano. —⁠Ahora hablaba un poco más de
prisa—. Yo tenía a la mujer bajo el brazo porque se había desmayado.
Bernice estaba detrás de mí en el ascensor. Y nos fuimos directamente al
sótano. Las puertas del ascensor se abrieron.
—¿Y?
—Y estaba oscuro. No había ninguna luz allá abajo. Estaba negro como el
carbón. Entonces vi que de la oscuridad se acercaban unas figuras. Y nos
querían a nosotros. Lo supe con tanta seguridad como que la mierda se te
pega en los dedos.
—¿Qué aspecto tenían?
—Raros. Jodidamente raros.
—¿Qué pasó entonces?
—Esa mujer, Hill… —Hizo la pantomima de mirar a una mujer
inconsciente en sus brazos⁠—. Se la lancé. Pensé que era mejor ella que
nosotros.
David miró a Bernice. Sus ojos brillaron y apretó con fuerza los labios.
Miró de nuevo a Black.
—¿Quieres decir que se la echaste a esos seres? ¿Para que mientras se
entretuviesen con ella os diera tiempo a escapar?
Black asintió como si eso fuera lo más natural del mundo.
—Sí. Eso es. La jodida puerta del ascensor tardó un siglo en cerrarse.
Supuse que si se la tiraba y se entretenían con ella, daría tiempo a que se
cerrara la puerta y volviésemos arriba. —⁠Habló con algo más que un atisbo de
orgullo, como si hubiera hecho un buen trabajo.
—Dios santo —suspiró David—. ¿Viste algo de eso, Bernice?
Ella negó con la cabeza.
—Me mantuvo de cara contra la pared… —Se puso una mano temblorosa
ante el rostro⁠—. No pude ver nada. Pero… pero sé que está diciendo la

Página 261
verdad.
—¿Has estado hablando con Electra esta tarde?
—Sí.
David se frotó la cara. La sentía extrañamente abotargada, como si los
músculos bajo la piel se hubieran quedado rígidos por la conmoción. Empezó
a hablar; de hecho lo intentó tres veces, pero no le salían las palabras. Suspiró,
sacudiendo la cabeza.
—Qué locura… qué locura… —fue todo lo que pudo decir.
Electra se levantó.
—Ahora, antes de que oscurezca, creo que es hora de enseñarle a David lo
que tenemos abajo en el sótano. Por aquí, por favor. —⁠Hizo una pausa—.
Jack. Bernice. Creo que todos deberíamos verlo.
David, aturdido en una especie de bruma, siguió a Electra afuera de la
cocina. Cruzaron el vestíbulo desierto hasta la puerta del sótano.

Página 262
Capítulo 27

David acompañó a Electra hasta el sótano. Lo siguió Bernice y luego Black,


que parecía aún más feo a la luz desnuda de las bombillas que colgaban del
techo abovedado. La luz brillaba a través de la pelusa rapada de su cabeza y
se reflejaba en el gran cráneo huesudo, revelando cicatrices que parecían los
contornos de un mapa.
Electra los condujo bajo la bóveda del sótano, hablando en voz baja como
si, se tratase extrañamente de una especie de visita guiada por los
subterráneos de los hoteles cutres del norte de Inglaterra.
—Aquí es donde guardamos la cerveza para los bares de arriba. Ahí se
ven las bombas y las tuberías. Aparte de eso, lo que hay es casi todo basura.
Cuidado al pisar.
Cogió una linterna de un estante y la apuntó hacia donde las paredes se
estrechaban a medida que se iban internando en una bóveda que básicamente
tenía forma de cuña.
El salitre se pegaba como plumas blancas al ladrillo pelado. El aire era
frío, tan frío que David podía ver que su aliento se volvía vaporoso. Se
estremeció y entonces se giró para mirar a Bernice. Le caía bien. No le
gustaba verla así de asustada. ¿Por qué le había llenado Electra la cabeza con
esta historia de terror?
—Allí. —Electra apuntó con la linterna al fondo⁠—. ¿Lo ves?
La bóveda no terminaba en una pared. En cambio, David vio con cierta
sorpresa lo que parecía ser una puerta hecha de una sólida placa de hierro.
Con bisagras a un lado, la cerraban a cal y canto cuatro fuertes candados, dos
de aspecto antiguo, marrones de óxido, y dos nuevos y brillantes que
destellaban plateados a la luz de la linterna.
—Es sólida —dijo ella, golpeando la puerta de metal con los nudillos.
Emitió un sonido como de un carrillón golpeado a mano; un trino casi musical

Página 263
que se atenuó lentamente hasta que David ya no pudo oír la vibración. Electra
golpeó de nuevo la puerta con suavidad y entonces se detuvo. Él la vio
temblar con ese escalofrío que se diría de alguien que acaba de caminar sobre
su propia tumba. Después de un momento de silencio, como si fuese para
reafirmarse ella misma, Electra volvió a hablar. Una vez más, sonó como una
guía turística profesional.
—Esta puerta se hizo hace cien años en Whitby, en una fundición donde
hacían anclas para los barcos. Podría parar un proyectil de acero.
David asintió.
—Toda una puerta.
Su voz resonó extrañamente, incluso la puerta de metal vibraba
empáticamente, zumbando como un diapasón.
—¿Adónde lleva?
—¿Tengo que decírtelo, David?
—Supongo que vas a contestarme que lleva al túnel que conduce a la
cueva que está detrás de la casa de mi tío. ¿Tengo razón?
—Tienes toda la razón. De hecho, hay algo más. Hay todo un complejo de
túneles corriendo bajo la ciudad. La roca que tenemos debajo no es más que
un gran queso suizo lleno de agujeros que se extiende durante kilómetros.
—¿Y ahí es donde se reúnen los vampiros?
—Tu negación suena ya un poco vacía, David.
—¿Vas a abrir esa puerta?
—No creo que sea una idea muy inteligente. No sabemos qué se esconde
al otro lado, esperando que hagamos exactamente eso. —⁠Miró la puerta y se
estremeció—. Probablemente está escuchando lo que decimos en este mismo
momento.
—Bien. No me has dado ninguna prueba de que haya legiones de no
muertos bajo la ciudad esperando su oportunidad. Si muertos no es el nombre
adecuado…, ¿cómo los llamas?, ¿nosferatus?, ¿hijos de la noche?
—Créeme, están ahí abajo. Al menos, lo estuvieron hasta que tu tío redujo
a la nada las rejas. Dónde pueden estar ahora es algo que se me escapa.
—Yo sé dónde están. ¿Tú lo sabes, Electra?
—Dime, doctor.
—Donde han estado siempre. Dentro de tu cabeza.
—Tomás el incrédulo. —Lo dijo con ligereza, pero había frialdad en esas
palabras; desde luego no tenían ni rastro de humor.
—¿Puedo marcharme ya? ¿O quieres encadenarme con cepos de hierro
hasta el día en que dé el último suspiro y me muera?

Página 264
—Tus frívolas observaciones parecen cada vez más falsas, David.
—Como tú digas.
Electra continuó hablando, casi en voz baja, como si quisiera cerrar la
discusión de una vez por todas.
—Después de marcharte al hospital anoche con Bernice aparté la silla del
ascensor. ¿Te acuerdas? Jack impidió muy sensatamente que el ascensor
funcionara colocando una silla para que no se cerrara la puerta. De manera
muy poco inteligente, como te he dicho, quité la silla. La puerta se cerró al
instante. El ascensor bajó al sótano. Claramente, alguien lo había llamado. Oí
las puertas abrirse en el sótano. Alguien, deduje, entró y pulsó el botón de la
planta baja. El ascensor empezó a subir. Y yo me quedé allí, esperando que lo
que hubiera dentro saltara ante mis narices. Por fortuna, lo que hice fue
desconectar el mecanismo con mi llave.
—Menos mal que la llevabas encima.
—Todavía dudas, ¿doctor?
—¿Qué pasó a continuación?
—Apagué el motor del ascensor y lo aislé entre plantas, atrapando a
quien… a lo que hubiera dentro hasta que llegara el amanecer.
David se detuvo y la miró. Sentía un hormigueo en la piel, como si un frío
gusano viscoso reptase por su cuerpo.
—Electra, dime que estás bromeando.
—No es ninguna broma, David.
Electra se detuvo junto a la puerta de un trastero cerrado. La puerta era
recia y había un par de candados igualmente fuertes sujetándola firmemente
contra la pesada viga de madera que le servía de marco.
—Electra… —empezó a decir él, sintiendo que el cosquilleo de miedo se
convertía en una rápida corriente.
—Sopórtalo conmigo —dijo ella, y pasó la mano por los interruptores de
la luz. La oscuridad fue instantánea. David oyó a Bernice contener la
respiración.
¿Qué demonios estaba haciendo Electra? Sintió la presencia ominosa de
Jack Black tras él en la oscuridad y no le gustó ni pizca.
—Electra —dijo.
La linterna destelló, iluminando una pared de ladrillo. Electra encontró
otro interruptor junto a la puerta y lo pulsó.
—Estaba tomando precauciones —dijo tranquilamente⁠—. No quiero
poner demasiada tensión en la red. Los fusibles podrían fundirse si los
sobrecargamos. Necesitamos lo suficiente para ver.

Página 265
Ahora no había luz en el sótano, excepto la de la linterna de Electra.
—Jack, abre los candados, por favor.
—Electra —dijo David, tenso—. ¿Qué es esto? ¿Qué estás haciendo?
Black abrió los candados que mantenían cerrada la puerta del trastero,
moviendo con destreza los dedos gruesos y tatuados.
—Acércate, David. Quiero que veas lo que tenemos aquí.
Electra estiró el brazo y abrió la puerta. Entonces apagó la linterna.
Del trastero irradiaba una luz dura, brillante. David siguió a Electra al
interior. Un foco halógeno, de los que suelen usarse para iluminar los
aparcamientos de los pubs, destelló. El resplandor fue tan intenso que
deslumbró cruelmente a David. No podía mirar directamente el foco, pero
imaginó que estaba atornillado en el techo.
Entonces se detuvo. Clavada a la pared, un poco por encima de la cintura,
había una ancha losa de piedra que parecía una especie de mesa de trabajo.
Tal vez en tiempos menos higiénicos allí se cortaba la carne para la cocina del
hotel.
Sobre la laja de piedra había una sábana.
Bajo la sábana, David vio un cuerpo.
Los ojos se le habían acostumbrado al menos parcialmente al brillante
resplandor. Miró alrededor. Electra, Bernice y Black estaban de pie contra
una pared de la habitación de almacenaje, con las manos ante los ojos en un
intento de protegerlos de la fiera luz blanquiazul de lo que debía de ser una
bombilla de quinientos vatios.
—Echa un vistazo a lo que hay bajo esa sábana, David —⁠dijo Electra
fríamente—. Lo encontramos en el ascensor esta mañana. Cuando brillaba el
sol.

Cautelosa, lentamente, como si estuviera levantando una piedra que tapase un


nido de serpientes venenosas, David Leppington retiró la sábana.
El cadáver de una mujer yacía tendido de espaldas. Igual que lo haría en
una losa mortuoria. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el
pecho.
Bajo la luz implacable de la lámpara halógena su piel parecía
completamente blanca, mientras que las venas bajo la piel se veían marrones

Página 266
en vez de azules. Los labios eran grises. David calculó que tendría unos
veintipocos años.
El brillo de la luz y la falta de sangre del cuerpo hacían de ella una figura
espectral, un simulacro de ser humano de pesadilla, en vez de uno real de
carne y hueso. Sólo el pelo, que era rizado, suave y brillante con mechas
doradas, parecía humano.
—Ha encogido desde que la trajimos.
David se volvió hacia Electra, sobresaltado.
—¿Encogido?
—Sí, antes estaba hinchada. Su estómago estaba tan hinchado que parecía
embarazada de ocho meses.
Black gruñó.
—Llena de sangre; debe de haberse saciado. La tenía por toda la boca. Se
ha lamido los labios desde entonces.
—Dios mío —dijo David con voz apagada; estaba horrorizado. Se volvió
hacia Bernice, que estaba de pie cruzada de brazos, temblando contra la
puerta⁠—. ¿Sabías algo de esto?
Bernice negó con la cabeza y tragó saliva; parecía mareada.
—Electra —exclamó él—, ¿a qué demonios estás jugando?
—Decidí que éste era el mejor lugar para ella.
—¿Decidiste? Por Dios, Electra, su sitio es el depósito de cadáveres.
Tienes que informar a la policía. ¿No se te ha ocurrido?
Electra negó con la cabeza.
—En este caso la policía no podrá hacer nada.
David miró de nuevo el cadáver blanquecino de la mesa.
—¿Quién es?
—Diana Moberry, una chica del pueblo. Ligera de cascos, si los rumores
son ciertos.
—¿Qué le pasó?
—La encontramos en el ascensor, completamente inconsciente. Sólo que
estaba, como dije, hinchada de líquido, con el estómago completamente
distendido. Encontramos abierta la portezuela que va del patio al sótano: por
ahí deben de haber entrado y salido.
—Electra, ¿sabes qué le ha ocurrido? ¿Cómo la mataron?
—No, no creo que esté muerta. No está muerta de la manera que
aprendiste en la universidad, doctor.
David miró de nuevo al cuerpo que yacía sobre la piedra. Seguía
pareciéndole un cadáver, y había visto muchos, incluso había diseccionado

Página 267
uno desde la cabeza a los pies en sus clases de anatomía. Sí, se dijo, esto es un
cadáver, un cadáver, un cadáver. Tieso y frío.
Extendió la mano y tocó ligeramente la cara del cadáver. Maldita sea.
Retiró rápidamente la mano.
—¿Qué pasa? —chilló Bernice, asustada.
Electra mostró una sonrisa tensa.
—Caliente, ¿verdad, doctor Leppington?
—Sí… —respondió él, asombrado—. Sí… ardiendo. Como si tuviera
fiebre.
Retiró la sábana hasta la cintura y le levantó el brazo. Era flexible,
relajado como el de alguien que duerme. No había signos de rigor mortis.
Aturdido, miró con más atención el torso de la mujer.
El cuerpo estaba desnudo hasta la cintura; tenía la piel muy blanca,
incluso transparente, con un efecto marmóreo: casi el mismo que se consigue
cuando se vierte leche en agua. Examinó con más atención: no había signos
de heridas, ni los efectos característicos de cuando la sangre de un cadáver se
agolpa en las partes inferiores del cuerpo.
Le levantó ambos brazos; estaban salpicados de diminuto vello negro. Los
pechos desnudos eran grandes en proporción con el esbelto cuerpo. Los
pezones eran muy oscuros. Dios mío… no había advertido que los…
Arrugando la nariz con disgusto, miró a Electra.
—¿Has visto esto?
Ella dio un paso hacia el cadáver, pero mantuvo la distancia, como
temerosa de acercarse.
—¿Qué es? —preguntó.
—La faltan los pezones. Eso son cicatrices.
—Dios santo.
—Por los bordes irregulares de la herida yo diría que no los extrajeron con
un cuchillo. —⁠David sacudió la cabeza sombríamente—. Mi deducción es
que han sido arrancados a mordiscos.
Bernice gimió.
—Oh… Dios. No puedo soportarlo más. —Sacudió la cabeza y se cubrió
la boca con las manos.
—¿Quieres ir arriba? —preguntó Electra dulcemente.
—Sola no.
—Nos iremos dentro de un par de minutos, querida. Empieza a hacerse
tarde.

Página 268
—Esperaré fuera en la parte principal del sótano. No puedo… no puedo
mirar esa cosa más tiempo. —⁠Dirigió una mirada mareada al cadáver.
—No enciendas las luces —dijo Electra, consiguiendo parecer todavía
controlada⁠—. Los fusibles podrían fundirse con esta lámpara halógena
encendida… La instalación eléctrica del hotel Estación está un poco
anticuada.
—No puede quedarse ahí sola en la oscuridad —⁠protestó David.
—Coge esto. —Electra le tendió la linterna⁠—. No te preocupes. No
tardaremos más de un par de minutos.
Cuando Bernice cruzó la puerta, David miró de nuevo el cadáver… si
cadáver era la palabra adecuada.
Pero si cadáver no era la palabra, ¿qué otra describía esa cosa que había
en la laja de piedra, con la piel caliente y las cicatrices donde habían
arrancado a mordiscos los pezones?
La palabra se deslizó en su cerebro tan sibilina como un gusano:
VAMPIRO.
Ésa es la palabra para describirlo, ¿no, David?
VAMPIRO.
Controlando la sensación de inquietud que se alzaba en su interior, David
se volvió a palpar el largo cuello, como de cisne, en busca del pulso.
Lo encontró inmediatamente. Bajo las yemas de los dedos sintió el lento
pero firme latido de la sangre a través de la arteria.
—Tiene pulso —dijo con voz átona—. Pero es lento, imposiblemente
lento. Y sin embargo no detecto ningún rastro de respiración.
—¿Dirías que está viva?
Él se encogió de hombros, aturdido.
—No lo sé. Hay algunos signos vitales que… que, bueno, imitan la vida.
Hay pulso. Pero imposiblemente lento. Un latido cardíaco muy lento. Pero
fuerte… increíblemente fuerte.
Continuó el reconocimiento con un deliberado esfuerzo por suprimir la
sensación de repulsión que crecía en su interior y el miedo. Tengo miedo de
esta cosa de la mesa. No encaja con nada de lo que he estudiado sobre el
cuerpo humano.
—Si acaso, mi primer diagnóstico sería la catatonia. O algún tipo de coma
inducido por drogas.
Electra se acercó al cadáver. Él notó su fuerza de voluntad, más que nada
en el mundo ella quería salir corriendo del sótano. Pero su voluntad de hierro
la hacía quedarse allí para observar cada detalle, para no perderse nada.

Página 269
—Ahora, mira qué pasa a continuación —dijo tranquilamente. Sacó del
bolsillo de su chaqueta un compás de los que se usan para hacer círculos en
geometría. Lo abrió y, antes de que David pudiera reaccionar, clavó la aguja
con fuerza en el brazo del cadáver. Entonces lo retiró con esfuerzo, como si la
piel del cadáver tratara de agarrarse a la aguja y conservarla en el cuerpo.
Mientras Electra tiraba, la piel se levantó creando una pirámide. Con un tirón,
soltó la aguja.
—Ahora, ¿qué ves?
David miró el pinchazo causado por la aguja del compás. Un líquido claro
manaba lentamente de él. Pero no era sangre, desde luego, decididamente no
era sangre. Era un líquido claro y amarillento, que recordaba a los fluidos
corporales de una mosca cuando se la aplasta contra un cristal. Su formación
médica sugirió que podría ser plasma… sólo que sin los glóbulos rojos y
blancos, nada más que con el pegajoso líquido ámbar.
—Ahí —dijo Electra en un susurro asustado⁠—. Ahí tenemos un miembro
de tu ejército de vampiros, doctor Leppington. Ya has oído las leyendas. Es
tuya. ¿Qué vas a hacer con ella?
Con la boca seca, él se agachó y miró la cara de la chica. Estaba relajada,
los párpados suavemente cerrados, como si durmiera. Las pestañas eran largas
y de aspecto atrayente. Las cejas destacaban oscuras contra la piel blanca.
Aquella piel blanca se estiraba firmemente alrededor de los altos pómulos y la
cara estaba rodeada por el suave pelo rizado. Había una semblanza de vida.
No se podía negar.
Volvió la atención hacia los párpados tan levemente cerrados.
Lentamente, acercó los dedos a los ojos, retiró un párpado y examinó la
pupila.
En el segundo en que tocó el párpado, éste se echó atrás.
Los párpados eran como grandes postigos que se dispararon hacia arriba.
Los ojos lo miraron, ardientes. Las pupilas se habían expandido
enormemente, y fue como si él estuviera mirando un pozo. Pero un pozo fijo
en un entorno blanco que resplandecía y brillaba como una perla.
Esos ojos eran magníficos. Atraían los suyos con una cualidad hipnótica
absoluta.
En ese instante no importó nada más. El resto del mundo se volvió
confuso; no tenía ninguna preocupación, sintió una completa y redentora
calma espiritual; era una mota de polvo flotando, capturada en un rayo de sol;
luces coloreadas de rosa estallaban suavemente dentro de su cabeza,
llenándolo de calor; nunca se había sentido tan querido ni tan amado.

Página 270
Los ojos lo miraban.
Eso era completa serenidad; su esencia se disolvía en un océano de amor
total; el pulso de su cuello latía ahora con un ritmo lento y grave; sentía la
sangre rica y roja bombeando pastosa por sus arterias.
Ahora los ojos de la muchacha se volvieron soñadores y amorosos. Ojos
que incitaban: Ven a la cama.
—Oh, sí… —Las palabras salieron susurrando suavemente de sus
hermosos labios⁠—. Sí… quiero acostarme contigo. Te deseo…
El mundo estalló en una llamarada de dura luz. Entonces la cara de David
chocó contra algo duro. Boqueó, aturdido; su cara se apretaba contra la fría y
áspera pared de ladrillo. La fuerte luz de la lámpara se reflejaba en los
cristales de salitre que salpicaban los ladrillos.
—Ahora crees, ¿verdad? —dijo Electra suavemente⁠—. ¿Crees en el
vampiro?
Con los brazos, las piernas, el estómago temblando incontrolablemente,
asintió; jadeaba por la conmoción. Ahora comprendió que Jack Black debía
de haberse adelantado, agarrándolo, lo había sujetado allí contra la pared,
rompiendo la hipnótica llamada de la cosa sobre él.
Y tras él, allá en la losa, bajo el brillante resplandor de la lámpara
halógena, la cosa muerta se retorcía y sonreía y se carcajeaba.
—Ahora crees —le susurró Electra al oído—. La cuestión es ¿vas a salir
corriendo como tu padre? ¿O vas a quedarte a luchar contra ellos?

Estaba sola en el sótano.


Las sombras estaban vivas, o al menos eso le parecía a Bernice Mochardi.
Movió la linterna a izquierda y derecha, adelante y atrás.
Deseó que se dieran prisa y terminaran de mirar al maldito cadáver de la
habitación del sótano y subieran de una vez, así podría aprovechar la luz de la
tarde.
Dios mío, sí, pensó desesperadamente, el corazón latiéndole con rapidez,
eso es lo que quiero: quiero bañarme en luz, quiero estar fuera de aquí y
sentir el aire fresco y el sol caliente en la cara.
Las sombras correteaban en torno a sus pies. Las sombras jugaban con
ella. No importaba lo rápido que apuntara con la linterna, siempre se

Página 271
escabullían para acechar en un rincón, esperando para saltarle a la cara y…
Cállate, se dijo, te puede la imaginación.
Tras inspirar profundamente, empezó a recorrer la bóveda de ladrillo
pelado. A medida que se acercaba al final de la bóveda, la luz de la linterna
brillando por delante, iluminando montones de basura, los viejos asientos de
los lavabos en el estante, las partes oxidadas de una cama contra una pared,
advirtió la puerta metálica.
¿Advirtió? No, la atrajo.
Se acercó torpemente, arrastrando los pies sobre el suelo de ladrillo. Los
dos nuevos candados brillaban a la luz de la linterna.
Imaginó que la puerta de hierro era de cristal.
¿Qué vería allí? ¿Había algo con la oreja apretada contra el cristal,
escuchando?
Y más allá de eso que escuchaba, ¿qué había? ¿Tal vez un túnel corría
bajo la ciudad, bajo el río y serpenteaba profundamente bajo la colina donde
la casa de George Leppington se alzaba como una fortaleza, esperando el
regreso de su amo y señor?
Avanzó, atraída hacia la puerta metálica. Llamó suavemente y ésta se
estremeció con aquel sonido resonante que le recordaba a un diapasón.
Ladeó la cabeza. ¿Qué había más allá de la puerta? Un misterio. Un
misterio profundo, insondable, lleno de oscuridad. Preñado de antigua magia.
De nuevo, alzó la mano y suave, muy suavemente, llamó a la puerta. Le
respondió un torrente de golpes. Sonaba como si estuvieran golpeando con un
ariete desde el otro lado.
Clang… clang… clang… clang… Podría haber sido una campana
monstruosa que se estremecía y resonaba bajo un badajo gigantesco.
Miró la puerta, los ojos dolorosamente abiertos, la linterna iluminando la
superficie temblorosa mientras alguien al otro lado la golpeaba.
Se dio media vuelta y echó a correr, la linterna iluminaba locamente el
techo, el suelo, las paredes, los muelles de la cama, los sacos, los periódicos
viejos…
Una figura emergió de la pared.
—¿David? —jadeó ella.
Él asintió. Sus ojos estaban sombríos como el infierno.
—Arriba. De prisa.
Ella sintió que su mano la agarraba con fuerza por encima del codo.
Segundos después, los dos subieron la escalera.

Página 272
4

Noventa segundos después, los cuatro se encontraba en el vestíbulo, ante la


puerta del sótano. Jack Black cerró la puerta, el rostro tan inexpresivo como
siempre.
Ahora el silencio era tan palpable como antes el sonido. A Bernice le
zumbaban los oídos; sentía muchísimo frío, notaba el pecho tenso como si las
costillas se estuvieran cerrando, aprisionando los pulmones como una de esas
habitaciones de una vieja película, una habitación que se hace cada vez más
pequeña a medida que las paredes convergen para aplastar a sus ocupantes.
Inspiró profundamente.
David la miró.
—¿Te encuentras bien?
—Sí. —Ella inspiró profundamente, tratando de llenar de aire los
pulmones⁠—. Sí, creo que sí. ¿Y tú?
David asintió, seguía sombrío, pero ella advirtió que el jersey azul marino
estaba manchado del salitre blanco y tenía una marca de suciedad en una
mejilla.
Electra se frotaba la cara como si intentara devolver la circulación. Los
ojos le brillaban de puro miedo.
—Todo un espectáculo, amigos. —Soltó una risita que rayaba en lo
histérico—. ¿Ha sido un espectáculo o no ha sido un espectáculo? —⁠Sacó un
pañuelo de papel de la caja que había bajo el mostrador y se frotó el extremo
de los ojos—. Ahora… escuchad. No voy a abrir el bar esta noche. No hay
más huéspedes, así que… así que el hotel estará cerrado esta noche. ¿Quieres
ayudarme a colocar carteles en las puertas, Bernice?
Ella asintió, los dientes le castañeaban mientras su cuerpo se agitaba
convulsivamente.
David dijo después de un momento:
—Cuando terminéis, tenemos que celebrar un consejo de guerra. Hemos
de discutir qué vamos a hacer a continuación.
Black soltó un gruñido.
—Tú eres el jefe.
David asintió.
—Sí, supongo que lo soy.
Contempló las tres caras que lo miraban. Ahora dependían de él. De un
modo u otro, tenía que encontrar una respuesta a todo esto.

Página 273
Capítulo 28

El sol del atardecer iluminaba el pueblo de Leppington. Volvía los lados de


ladrillo del matadero del color de una piel de naranja. Un cuervo enorme
trazaba círculos en el cielo, como un antiguo presagio de inminente desastre.
Volaba con las alas extendidas, algo dobladas, y cuando giró la cabeza a un
lado pareció una esvástica de plumas negras flotando, sujeta por las frías
corrientes de aire.
El tren que David y Bernice iban a coger para pasar la tarde en Whitby
partió de la estación. Se marchó sin ellos, con las ruedas golpeando con fuerza
contra las vías de hierro que reflejaban la luz del sol. El tren tomó velocidad
rápidamente, como si supiera que acontecimientos tan extraordinarios como
terribles iban a estallar pronto en el pueblo. Estaba ansioso por abandonar el
lugar antes de la puesta de sol.
Maximilian, el hijo con síndrome de Down de Sad Sam, el hombre que
organizaba las partidas de póquer en su casa, caminaba despacio por la calle
principal, con la corona de Burger King colgándole de la mano. Una panda de
chavales le había tirado piedras cuando cruzaba el parque yendo a comprar
cerveza para la partida de esa noche. Luego le quemaron las orejas con
cigarrillos encendidos. Después le quitaron el dinero para las bebidas y se
marcharon, insultándolo.
Él ya estaba acostumbrado a todo eso. En la escuela especial los niños
solían acercarse a la verja para llamarlo.
—¡Venga, tío! —gritaban—. ¡Queremos ser tus amigos! ¡Acércate,
tenemos chocolate para ti!
Cuando se acercaba, le escupían. Y luego se marchaban, corriendo y
riendo.
Maximilian volvía a clase con la cara, el pelo y la ropa brillando con los
escupitajos que colgaban como perlas blancas.

Página 274
Se detuvo ante el hotel Estación. Bajo sus pies se encontraba la pesada
reja de una alcantarilla. Miró.
Algo parecido a balones blancos de fútbol flotaba en la oscuridad bajo sus
pies. Fluían desde el matadero hacia el hotel. Maximilian se quedó mirando
un instante, los ojos almendrados observando impasibles las pelotas blancas
veteadas de líneas púrpura. Una pelota se detuvo y se volvió.
Maximilian movió con cuidado el brazo que sujetaba la corona de cartón
del Burger King. La pelota blanca tenía dos ojos, oscuros y hundidos. Tenía
una nariz fina, una nariz que parecía haber sido hecha con el tajo salvaje de
un hacha. Los dientes de la boca eran enormes. Y afilados.
Maximilian dio un paso adelante, colocando los pies en la reja de hierro a
dos metros por encima de las cabezas flotantes. La cara estaba debajo de sus
pies. Él sólo veía la parte superior de la cabeza mientras se movía con las
demás.
Soplaba el viento. Papeles y cartones revoloteaban por la calle. Una lata
de cerveza pasó rodando, recordando a Maximilian que tenía que volver a
casa y enfrentarse a la furia de su padre.
—¿Has perdido el dinero? ¡Has perdido el dinero! No puedo creer que
seas tan descuidado, inútil hijo de puta chupóptero…
Para Maximilian Hart la vida era una interminable cascada de misterios.
Comprendía poco de lo que le decía la gente o por qué hacían las cosas: por
qué los trenes traqueteaban y salían de la estación, por qué regresaban; por
qué la gente iba y venía y le escupía y le robaba el dinero. No conocía
ninguna de las confusas estrategias que empleaban esas personas que tenían
ese importantísimo cromosoma de menos.
Ese cromosoma de menos que, para él, les daba cara de perro con sus
narices prominentes y ojos de párpados finos.
Dentro de unas cuantas horas, en la oscuridad de la noche, Maximilian se
enfrentaría al mayor desafío de su corta vida. Ante ese peligro inminente, la
única arma que tendría a su disposición sería aquel afanoso estoicismo con el
que se había enfrentado a misterios pasados y soportado peligros.
Continuó caminando por la calle con la corona de cartón colgando flácida
de los dedos.
Domingo por la tarde. Eran poco más de las cinco.

Página 275
Mientras Electra cerraba la puerta giratoria de la entrada principal, Bernice
colocaba carteles en las puertas laterales que conducían a los bares abiertos al
público. Escrito con rotulador negro en las hojas con membrete del hotel,
anunciaban simplemente: «Domingo. Hotel y bares lamentablemente cerrados
esta noche debido a un fallo técnico».
¿Fallo técnico? ¿No era una buena excusa? Más o menos igual que el
borracho que disculpa su comportamiento diciendo que estaba cansado y se
puso sensiblero.
El viento soplaba, agitando el papel que Bernice tenía en las manos
mientras lo pegaba a la puerta. Todavía le temblaban las manos. La cinta
prefería pegarse en sus dedos en vez de en el papel.
Dios mío. La cosa seguía abajo en el sótano. No podía quitársela de la
cabeza, parecía un cadáver, con aquella cara blanca y sepulcral; por el amor
de Dios, le habían arrancado los pezones. La visión de la muchacha muerta la
había asustado más de lo que era capaz de describir.
Luego había oído los fuertes golpes en la puerta metálica. Había algo al
otro lado. Una de aquellas criaturas vampíricas. Quería entrar, claro.
Te quería a ti, Bernice, se dijo. Y ahora se supone que tengo que entrar
tranquilamente en el hotel, ¿no?
El miedo la abrumaba, un miedo frío que manchaba su alma de temor.
Mientras pegaba trozos de cinta en las esquinas del cartel se asomó a la
calle. Un hombre con síndrome de Down estaba mirando la alcantarilla. De
sus dedos colgaba algo que parecía una corona de cartón.
Lo conocía de vista. Si lo miraba, lo saludaría con la cabeza y sonreiría.
Dios mío, tenemos el coco tan comido por la sociedad que seguimos con las
cortesías. Lo que ella quería hacer realmente era gritar y golpearse la cabeza
contra la pared de ladrillo.
El hombre no miró en su dirección y continuó caminando lentamente,
hasta alejarse del hotel.
Un tipo afortunado, pensó ella. Tal vez yo debería hacer lo mismo.
Alejarme de todo esto. No es mi batalla. Pero en el fondo sabía que sí lo era.
Hilos invisibles la ataban a ese pueblo, a ese edificio, a esas personas. Sólo
podrían romperse cuando… Se estremeció, y se le puso piel de gallina en los
brazos. Esos hilos que me atan aquí sólo se romperán cuando esta locura
haya seguido su curso.
Con el cartel pegado en su sitio, regresó rápidamente al patio trasero del
hotel. Las nubes cruzaban el cielo, dejando pocos huecos para que un rayo de
luz las atravesara. Era tan tarde ya que los raros haces de luz brillaban en un

Página 276
ángulo tan oblicuo que era casi horizontal y parecían caminos dorados del
cielo.
A ella le gustaba el brillo de la luz y el frescor del aire. En comparación,
el hotel parecía una prisión que mantenía cautivo el aire hasta que se volvía
rancio y, últimamente, casi irrespirable.
Mientras cruzaba el patio vio la puertecita que daba a la orilla del río. El
agua que borboteaba sobre las rocas le parecía agradablemente
tranquilizadora.
Se acercó a la puerta y se dirigió a la suave tierra de la orilla. Un camino
conducía al borde del agua, apenas a una docena de metros de distancia.
Sobre las aguas que espumeaban alrededor de las rocas había un grupo de
sauces llorones.
La idea de sentarse allí un rato le pareció enormemente atractiva. Podría
quedarse allí un momento sólo para refrescar sus nervios calcinados, ¿no?
Dios sabía que se lo había ganado.

Atravesó la puerta. El camino se volvió arenoso mientras lo seguía hasta el


borde del agua. La lluvia había henchido el río y corría a lo largo del cauce
como un ser vivo.
Un rayo de luz alcanzó la orilla, donde el agua se deslizaba para jugar con
sus pies.
—Bernice, ¿por qué has tardado tanto en encontrarme?
Ella alzó la cabeza con un gritito sobresaltado.
Antes de que sus ojos enfocaran la silueta, supo quién era.
—Tú eres Mike —susurró.
—Sabía que me recordarías. —La voz era encantadora. Además, había
una intimidad presente que le provocaba un emocionante cosquilleo en el
estómago.
Allí, en las profundas sombras, donde las ramas de los sauces eran más
gruesas, había un hombre vestido de blanco. Parecía poco más que una
sombra él también. Todo lo que Bernice podía distinguir era una pálida
melena de pelo rubio y el destello plateado de un par de ojos que brillaban en
la oscuridad.
Ahora no había más de diez pasos entre ellos dos. Ella retrocedió.

Página 277
—Creo que ya es hora de que tú y yo hablemos, Bernice —⁠dijo la voz con
su suave acento americano. Una voz tan cálida y susurrante que la hizo sentir
como si estuviera cayendo en una cama acogedoramente blanda—. Te
sentarás aquí a charlar conmigo, ¿verdad, Bernice?
—Sí.
—Mira, he dejado espacio para ti en esta rama a mi lado. Podemos
sentarnos aquí, con las piernas colgando, y hablar hasta que nos den las
tantas, ¿verdad? —⁠La voz era simpática, deseosa de ser amable con ella—.
Siéntate, Bernice, donde pueda verte bien.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Ah, Bernice Mochardi. Habitación 406.
—¿Cómo lo sabes?
Algo duro y plateado brilló en la mano en penumbra de él.
—Ni siquiera yo he aprendido a atravesar las paredes. Tengo una llave del
hotel. De noche, cuando todo el mundo está profundamente dormido, entro de
puntillas. A veces miro el libro de registro. A veces subo la escalera. ¿Sabes
qué, Bernice?
—¿Qué? —Ella se notaba mareada, adormilada, y deliciosamente cálida.
—Te alojas en mi antigua habitación. Yo dormí en tu cama. Creo que eso
establece un lazo entre nosotros, ¿no?
—Supongo que sí.
—¿Y sabes algo más?
—No. ¿Qué?
—Me gustaría besarte, Bernice.

En la cocina del hotel, David hablaba con Electra. Ella había vertido
láminas de pasta en una olla de agua hirviendo y comentaba:
—Un ejército marcha con el estómago lleno; incluso un triste ejército de
cuatro personas como el nuestro. —⁠Agitó la olla con vigor—. ¿Quieres
pasarme la sal, por favor, David?
En ese momento, Jack Black entró desde el vestíbulo. Tenía los puños
cerrados. Las venas le resaltaban en el cráneo y en el cuello. Dirigió una
mirada a la puerta trasera.
De repente, echó a correr hacia la puerta, cargó contra ella, la abrió de
golpe y cruzó a la carrera el patio, mientras sus botas resonaban con fuerza
sobre el suelo.
—Dios, ¿qué ha visto? —preguntó David—. ¿Te has fijado en la
expresión de su cara?

Página 278
—Algo va mal. —Electra palideció—. ¿Dónde está Bernice?
David corrió también hacia la puerta. En cinco segundos cruzó el patio
detrás de Black. Las nubes se hablan extendido bajas sobre la ciudad,
produciendo un anochecer prematuro.
David vio a Jack Black corriendo por el sendero al borde del río. Allí
estaba Bernice, contemplando como en trance las sombras de un árbol.
Black aterrizó en la orilla de tierra, golpeando con los grandes pies el
suelo. Mientras David se abría camino por el empinado sendero, vio a Jack
Black abalanzarse hacia las sombras proyectadas por los sauces.
Por un momento David pensó que había cogido algún tipo de gato salvaje.
La cosa emitió un furioso rugido seseante. Se movía como un rayo,
envolviendo sus miembros alrededor de los hombros de Black.
El grandullón tatuado se retorció, arrojando a la cosa, que cayó a los pies
de David. Éste echó un vistazo a la cara blanca y exangüe y supo qué era.
Esa cosa se puso sin esfuerzo en pie de un salto, rugiendo y siseando.
Durante un instante, David pensó que le iba a saltar encima y a clavarle
las largas uñas en la piel. En cambio, se dio media vuelta y se lanzó contra
Bernice, que parecía como si acabara de despertar de un sueño. La cosa le
rasgaría la garganta en un segundo.
David se abalanzó como si se zambullera en una piscina, con ambos
brazos extendidos. Con un golpe que sonó a huesos aplastados golpeó al
monstruo en la espalda. El impulso de su propio cuerpo hizo que perdiera el
equilibrio.
Un segundo después se debatía con la criatura en las piedras al borde del
agua. Parecía todo brazos y rostro seseante. Y se movía más rápido de lo que
David lograba ver. Ahora estaba encima de él, con la cara a pocos centímetros
de la suya. La boca siseaba, los ojos le ardían con una mezcla de furia y
alegría.
—Leppington… ¡LEPPINGTON! —El siseo se convirtió en un aullido.
La boca del monstruo se abrió de par en par, revelando unos dientes fuertes y
blancos.
Durante un segundo a David le pareció que veía a través de los ojos del
monstruo. Vio su propia arteria latiendo llena de sangre en su garganta.
El golpe que vino a continuación lo dejó sin respiración.
Alzó la cabeza y vio a Black dar una patada a la criatura en mitad de la
espalda. Su expresión era sombría. Alzó la bota de nuevo y luego la descargó
como si intentara aplastar a un escarabajo gigantesco.

Página 279
La cosa rugió, arqueó la espalda, alzó la cabeza. David sintió en la cara su
aliento caliente, olió el aliento… un olor sucio que recordaba a los cubos de
basura desatendidos en verano.
Ahora Jack Black avanzó y apartó a la criatura de David. La cosa dio un
revés, alcanzando a Black en la cara. Aunque se tambaleó por la fuerza bruta
del golpe, no se cayó.
Con un enorme esfuerzo Black agarró a la criatura mientras escupía y
siseaba. Apretando los dientes y cerrando los ojos a base de puro esfuerzo,
Black arrojó al monstruo al río. Las aguas se tragaron a la cosa sin apenas una
salpicadura.
Jadeando, David logró ponerse de rodillas. Miró a los espumeantes
rápidos, esperando ver un par de brazos blancos seguidos de aquella cabeza
sin sangre asomar a la superficie.
No apareció nada. Sólo se veía el correr del agua hacia el mar.
—Gracias a Dios —jadeó—. Lo has matado.
—No ha habido tanta suerte —gruñó Black—. Llévate a Mochardi al
hotel. —⁠Se dio media vuelta y se encaminó hacia la orilla, desde donde
Electra los observaba, con el pelo oscuro ondulando con la brisa.
Durante un instante, David se quedó allí, las piernas débiles y la barriga
temblando. Sabía que el shock, el encuentro con aquel vampiro, o monstruo, o
lo que demonios fuera, había empezado a hacer efecto.
Ayudó a Bernice a ponerse en pie. Su cara también estaba blanca de la
conmoción.
En ese momento, David alzó la cabeza y vio un enorme cuervo negro
revoloteando sobre la copa de los árboles. Y supo de manera visceral que el
pájaro lo había observado todo. Un segundo después el pájaro emitió un
chillido que resonó por todo el pueblo.
Entonces giró suavemente sobre ellos antes de perderse aleteando en la
distancia.
El cuervo es el vigía de alguien, se dijo David con una especie de sorpresa
muda ante la idea. Ahora iba a informar a su amo de lo que había visto en la
orilla del río.
Pero ¿qué contaría? ¿Y a quién?

Página 280
Capítulo 29

—Bueno, ya lo sabemos —dijo Electra con acritud mientras servía tres copas
de brandy⁠—. No creo que vayamos a tener tanta suerte la próxima vez, ¿no?
David se sentó pesadamente en el sillón, sintiéndose con tanta energía
como un saco de patatas; los acontecimientos de las últimas veinticuatro horas
lo habían dejado vacío.
—¿Por qué no siguen las reglas esos vampiros? ¿Por qué no duermen en
un ataúd durante el día, como se supone que tienen que hacer? —dijo—.
Porque no son vampiros, al menos no exactamente. Como te dije, son seres
vampíricos. —Electra le tendió una copa—. Toma, bebe esto. Bernice… —⁠Le
tendió otra copa a ella, que estaba sentada con los codos apoyados sobre la
mesa y la cabeza entre las manos.
Bernice alzó la cabeza con esfuerzo. Tenía los ojos entumecidos por el
shock.
—Gracias. Deja la botella. Voy a emborracharme.
—No es una buena idea —dijo Electra—. Necesitamos tener la cabeza
despejada y estar bien despiertos esta noche. —⁠Bebió un poco de brandy—.
Esto es puramente medicinal. Bien, ¿y ahora qué? ¿David?
—Permaneceremos juntos lo máximo posible. Si no los espanta la luz del
día, no hay ningún momento en que podemos sentirnos absolutamente a
salvo.
Bernice se secó la nariz con un pañuelo de papel.
—Estoy segura de que intentan evitar la luz fuerte. El hombre del río se
mantuvo en la sombra.
—Y yo coloqué la lámpara halógena en el sótano esta mañana con la
esperanza de que al menos dejara inactiva a Moberry —⁠dijo Electra—. Mi
impresión es que la luz fuerte, sobre todo la luz del día, los debilita de algún
modo.

Página 281
—La luz podría concedernos entonces alguna leve ventaja —⁠concedió
David—, pero ¿cómo nos cargamos a esos hijos de puta?
Bernice y Electra se encogieron de hombros; Jack Black se apoyó contra
la pared de la cocina y sacó un cigarrillo.
—Son fuertes —gruñó—. Si no me hubiera puesto detrás de la cosa y lo
hubiera arrojado al río, nos habría arrancado las cabezas.
—Lo principal, al menos por el momento, es impedir que entren en el
hotel —⁠dijo David—. Si recuerdo bien mis viejas películas de terror, los
vampiros pueden entrar volando por las ventanas o incluso colarse por una
grieta en la puerta. La cuestión es ¿pueden hacerlo éstos?
—No. Estoy bastante segura de que no pueden. —⁠Bernice levantó la
cabeza, sosteniendo la copa con ambas manos—. El de la orilla del río era el
americano que se alojó en el hotel. Se llama Mike Stroud. Me mostró una
llave del hotel.
—¿De dónde demonios ha sacado una llave?
Electra se encogió de hombros.
—Podría haberse colado una noche cuando el vestíbulo estaba desierto y
haberla robado del mostrador. Es bastante fácil. Al fin y al cabo, con la llave
de la habitación se entrega una llave de la puerta de la calle.
—Bueno, al menos eso es una cosa a nuestro favor. Podemos dejarlos
fuera, pero eso no les impide romper una ventana para entrar. ¿Sigue
desconectado el ascensor?
Electra asintió.
—Lo bloqueé de nuevo entre plantas.
David se asomó a la ventana. No pudo evitar un escalofrío al ver que
estaba oscuro. En cualquier momento una cara blanca podría aparecer en el
cristal para mirarlos.
—Bien, damas y caballero. —Su voz sonó forzada⁠—. Ha caído la noche.

Por sugerencia de Electra, se retiraron a su suite del primer piso. Se llevaron


comida y la botella de brandy.
—Poneos cómodos —dijo ella mientras cerraba con llave la puerta del
apartamento—. Puede que sea una noche larga. —⁠Miró a David, luego a

Página 282
Bernice—. Perdonadme si parezco un camello, pero tengo cocaína. Os
mantendrá despiertos, os lo garantizo.
—Dios mío —dijo David, sacudiendo la cabeza⁠—. Las herramientas del
cazador de vampiros moderno… luces eléctricas y cocaína.

Mientras Electra cerraba con llave la puerta de su apartamento del hotel, las
dos hermanas de Diana Moberry, Chloe y Samantha, paseaban por la calle
con altos zapatos de tacón, minifaldas y unos tops muy ceñidos que
mostraban más de lo que tapaban. Ya estaba completamente oscuro. Las
farolas destellaban. Un par de coches pasaron de largo, iluminando a las
chicas con los faros. Hubo silbidos de admiración.
Las hermanas Moberry iban recargadas de maquillaje. El pintalabios era
de un rojo vivaz (algunos podrían decir que depredador). Eran chicas de
aspecto glamuroso con anchas caderas, estómagos planos y pechos tan
redondos como su hermana mayor, Diana, que ahora se rebullía en la plancha
de piedra en el almacén del sótano. Sus ojos ansiosos recorrían la puerta
cerrada. Su estómago ardía de hambre.
Mientras tanto, a unas docenas de metros de distancia, las dos hermanas
cruzaban la calle en dirección al hotel, los tacones de aguja repiqueteando con
fuerza contra la acera.
—Jodido viento —dijo una de las chicas.
—Te dije que no comieras judías, ¿no, Chloe?
—Ja ja ja, Samantha. Este estúpido viento me va a estropear el peinado.
Me he pasado horas delante del espejo.
—Tendrías que haber usado laca, no gel.
—Acabaste con toda mi laca, ¿recuerdas?
—Mentira. La última vez que la vi estaba en la mesilla de noche de Diana.
Probablemente la usó cuando… oh, mierda.
—¿Qué pasa?
—Mira. «Domingo. Hotel y bares lamentablemente cerrados debido a un
fallo técnico». —⁠Arrugó sus hermosos labios rojos—. Mierda, mierda.
Entornó los ojos para leer el cartel pegado a la puerta. El aire había
arrancado una esquina, que aleteaba con sonido acompasado.
—Charnwood se ha largado y ha cerrado el puñetero bar.

Página 283
—Mierda. Había quedado con Pete aquí esta noche. Oh, mierda, y era una
promesa, además.
—¿Quién? ¿Pete el poeta?
—Sí.
—Dios, sí que tienes gustos retorcidos. Nunca me lo he hecho con un
poeta. ¿Habla en verso cuando está metido en faena?
—Eso es algo que sólo sé yo y tú no. Venga, vámonos al Vines.
—Señoritas.
Las dos se volvieron y miraron en dirección a la voz. ¿No era especial?
¿Acento americano?, ¿aquí en el perdido Leppington?
Saliendo lentamente de la oscuridad apareció un hombre todo vestido de
blanco. Vieron el brillo de su pelo rubio, el destello de los dientes blancos
mientras ofrecía una amplia sonrisa.
—Señoritas —dijo con voz tan suave como la seda⁠—. Señoritas, os he
estado esperando.
Entonces se abalanzó hacia ellas. Se movía con fluidez, como un gato
salvaje. Ellas no tuvieron tiempo ni de respirar.
Cuando terminó, dijo en voz baja:
—Ahora, señoritas. Me gustaría que me trajerais algo…

En el sótano bajo el hotel, Diana Moberry sintió que sus hermanas se unían a
ellos: sintió su éxtasis y su miedo, su dolor, su excitación y su alegría.
Sintió sus corazones latir más y más de prisa hasta que espasmos
orgásmicos estremecieron sus cuerpos, vibrando desde los muslos hasta los
pechos.
Los corazones de sus hermanas latieron aún más rápidamente. Entonces se
detuvieron.
En breve volverían a latir de nuevo. Sólo que entonces sería con un ritmo
completamente diferente.
Diana Molberry golpeó con los puños la puerta cerrada, siseando y
gritando de ira y hambre. Y de celos, también. La habían invitado a esa fiesta
de sangre. Quería unirse a la diversión. Quería salir.

Página 284
5

En el salón de Electra, David ocupaba el sillón de cuero; Bernice y Electra


habían elegido el sofá (Electra con las rodillas flexionadas y los pies sobre los
cojines como si estuviera sentada en una otomana). Black ocupaba
impasiblemente una silla de respaldo recto del comedor junto a la ventana. La
brisa soplaba contra el cristal. Las cortinas estaban echadas, ocultando la
oscuridad de fuera. Antes, cuando David las corrió, se asomó a ver el patio
trasero desierto y la franja blanca de río tras el muro. Le había parecido ver
una brizna de amarillo en los árboles al borde del agua.
Su imaginación había completado el resto de la escena. La criatura que
había sido una vez el americano Mike Stroud salía del río. Se quedaba allí un
instante, con el agua chorreándole de los dedos y cayendo a la orilla para
formar grandes charcos, el pelo rubio aplastado contra la frente. En su cara
habría una sonrisa de pura maldad; porque sabía que sólo era cuestión de
tiempo que esa gente del hotel fuera suya. Tomaría primero a Bernice
Mochardi. Sus dientes se hundirían profundamente en su tierno…
—¿David?
—Lo siento, sí. —Salió de su ensimismamiento y miró a Electra, que le
hablaba con aquel tono suyo de calmada autoridad.
—Creo que es hora de que hagamos el consejo de guerra, ¿no te parece?
—Por supuesto. Creo que sólo hemos conseguido un refugio temporal
aquí. Es cuestión de tiempo que logren entrar y… —⁠No hacía falta terminar la
frase.
Bernice asintió. Parecía tranquila. Jack Black continuó sin decir nada,
pero David sabía que estaba atento a todo lo que se decía.
—En líneas generales, la situación es ésta: en las cuevas bajo el pueblo
hay un grupo de… de… bueno, los llamaremos vampiros, a falta de una
palabra mejor. Desde luego tienen atributos vampíricos —dijo Electra—. ¿De
acuerdo? —David asintió. Bernice y Black hicieron lo mismo—. Bien.
—⁠Electra hablaba con tono cortante, como si estuviera dirigiendo una reunión
de negocios—. Durante años, probablemente siglos, esos vampiros han
disfrutado de una relación íntima y relativamente secreta con la familia
Leppington. Para mí está claro ahora que los Leppington, antiguamente
conocidos por Leppingsvalt, han sido los carceleros de esos vampiros.
Durante siglos, han dado alimento a esas criaturas.
—¿Y ese alimento es sangre? —preguntó Bernice con voz débil.

Página 285
—Sí, sangre… sangre viva y roja, a montones… la dieta básica de los
mosquitos, las sanguijuelas y los murciélagos vampiros. —Electra encendió
un cigarrillo—. Disculpadme; normalmente no fumo, es una costumbre
repugnante. —⁠Inhaló profundamente antes de continuar—. La familia
Leppington cuidaba a sus criaturas, que estaban encerradas a salvo bajo tierra.
En el siglo diecinueve, eso alcanzó la típica eficacia victoriana de
proporciones industriales cuando tu tatarabuelo, David, el coronel
Leppington, hizo construir el matadero.
David asintió.
—Entonces ¿los motivos del coronel Leppington para construir el
matadero no fueron puramente financieros?
—No, decidió modernizar la alimentación de vampiros construyendo un
gran matadero donde pudieran sacrificarse hasta un centenar de animales al
día. Les cortaban la garganta y la sangre era conducida desde la sala de
matanza a los desagües que la transportaban hasta los vampiros que esperaban
debajo… sin duda lamiéndose, hambrientos, los labios. No es una imagen
bonita, ¿verdad?
—Entonces ¿no dependían de la sangre humana?
—No. No completamente.
—¿Pero?
—Pero imagino que para ellos la sangre humana es lo mejor. La sangre
animal es un sustituto de la verdadera… igual que para un drogadicto la
metadona es sólo un sustituto inferior de la heroína.
David reflexionó, pellizcándose el labio inferior con el pulgar y el índice.
—Presumiblemente, esas criaturas se han contentado con la sangre de
ovejas y vacas durante siglos. Imaginad a mis antepasados, hace cientos de
años, entrando en las cuevas cargados con cubos de sangre y echándosela para
que comieran. Y durante mucho tiempo eso mantuvo a los monstruos
saciados. Entonces ¿qué ha perturbado el sistema? ¿Por qué han empezado a
alimentarse otra vez de gente?
Electra exhaló una nube de humo.
—Tal vez sea la clave algún reloj interno. Ya sabes, en un momento
concreto en otoño los gansos saben que es hora de emigrar. En primavera los
capullos empiezan a florecer en los árboles…
—No. Te equivocas —dijo Bernice en voz baja⁠—. He leído la historia de
la familia que David me prestó esta mañana. Sabes cómo se supone que
empezó todo esto, ¿verdad?

Página 286
—Sí —respondió Electra, y dejó caer la ceniza del cigarrillo en el
cenicero que sostenía en la rodilla—. Era el cuento de hadas que nuestros
abuelos le contaban a sus hijos en las noches oscuras de tormenta como ésta.
¿Qué dirían al respecto nuestros psicólogos infantiles tan políticamente
correctos? —⁠Había una expresión de concentración en el rostro de Bernice.
Había estado pensando en ello y ahora llegaba a sus propias conclusiones—.
En resumen, la historia es la siguiente: hace mil años se encomendó a los
Leppington una misión divina. Eliminar el cristianismo matando a los reyes
cristianos y conquistando todos los países de la cristiandad. Para ayudarlos, el
dios del trueno nórdico, Thor, entregó a los Leppington este ejército de no
muertos.
David asintió.
—Eso es lo que dice el cuento.
—Pero la víspera de la batalla —continuó Bernice, hablando lentamente,
con calma⁠—, se produjo el desastre. El jefe de los Leppington estaba en su
palacio, junto con su hermana y su prometida. La hermana estaba enferma por
algún tipo de afección no especificado y nunca salía de palacio. La prometida
tenía su propio handicap. Había sido prostituta. El jefe la salvó de ser la
esclava sexual de un caudillo cristiano del norte. Al jefe lo acompañaba su
mano derecha, el guerrero godo llamado Vurtzen.
—Por algún motivo —añadió David en voz baja⁠—, el jefe discutió con su
amigo guerrero, que por lo demás era una bestia salvaje. Desenvainaron las
espadas y se pusieron a luchar en el palacio toda la noche.
»Y durante la batalla un gran viento abrió las puertas de palacio. Las velas
y hogueras se apagaron. Los dos hombres continuaron luchando en la
oscuridad, atacándose con las espadas. Tan feroces y llenos de odio estaban
que sin quererlo mataron a la hermana y a la prometida en la oscuridad. A la
mañana siguiente, o eso dice la leyenda, ambos vieron lo que había sucedido.
El guerrero godo Vurtzen, lleno de remordimiento, se exilió en los confines
de la tierra. El jefe Leppingsvalt estaba tan lleno de dolor por la muerte de su
hermana y de su amada que quemó el templo de Thor y se negó a dirigir el
ejército de guerreros muertos contra la cristiandad. En cambio, selló la
entrada de la cueva.
—Y ahí se forja la maldición de los Leppington —⁠añadió Electra—. Thor
desfigura al jefe Leppingsvalt y presumiblemente ordena a sus descendientes
que continúen cuidando de los no muertos, el ejército de vampiros, hasta que
llegue el momento adecuado para invadir las naciones cristianas.

Página 287
—Y ese momento es ahora —dijo Bernice, tranquilamente pero con
firmeza⁠—. ¿No veis lo que está pasando?
Electra negó con la cabeza, ceñuda.
—No. ¿Qué?
—De algún modo, los acontecimientos han cerrado el círculo. El viernes
por la noche, cuando estábamos los cuatro juntos en la cocina… tú, Electra,
David, Jack y yo. El viento abrió la puerta e hizo revolotear las servilletas. En
ese momento supe que habíamos estado juntos antes, los cuatro. Ahora sé por
qué. —Los miró de hito en hito—. Lo veis ahora, ¿no? Somos las mismas
personas que estuvieron en el palacio esa noche, hace más de mil años. —⁠Se
levantó y caminó por la habitación—. ¿Tú, David? Eso es fácil: eres el jefe de
los Leppingsvalt, como se los conocía entonces. Electra es tu hermana. Jack
Black es el guerrero godo, Vurtzen. Y yo…
Electra la miró a los ojos.
—Y tú eres la prometida.
Durante un momento se produjo un silencio absoluto en la habitación. El
viento sopló con fuerza contra el cristal. Se arremolinaba en torno a las cuatro
torres del hotel, arrancando un largo gemido que sonaba como una niña que
sollozara, desconsolada, en la noche.
David tenía la boca seca. Sintió que un mecanismo gigantesco que existía
en algún otro mundo más allá de éste empezaba a girar sus poderosos
engranajes. Ese mecanismo impulsaba los acontecimientos de este mundo.
Sucedía raras veces, pero estaba ocurriendo ahora. Iban a suceder cosas más
allá de su comprensión. Pero a pesar de esa sensación, que era tan palpable
que parecía que podía extender la mano y cogerla, la parte racional de su
cerebro intentaba poner freno al mecanismo que iba a lanzarlo a un viaje de
pesadilla.
—¿Estás diciendo que algo va a obligarnos a revivir lo que le sucedió a
cuatro personas… cuatro personas de leyenda que tal vez ni siquiera
existieron en la realidad?
Bernice asintió.
—La leyenda de tu libro decía que los dioses darían a los Leppington una
segunda oportunidad para completar la tarea que se les había confiado.
—⁠Inspiró profundamente—. Ahora los cuatro estamos juntos de nuevo.
—Y esta noche es la noche —añadió Electra con voz baja mientras dejaba
caer la ceniza del cigarrillo.
David se frotó la cara; la sentía abotargada, los oídos le zumbaban.

Página 288
—¿Y aquí es donde yo tengo una segunda oportunidad para dirigir mi
ejército de guerreros muertos y llevarlos a la batalla?
Bernice asintió. La cara de Electra era tan inescrutable como la de una
esfinge.
—Y si no tomo el mando… —David tenía la boca seca—. ¿Se volverán
salvajes y matarán a todo el mundo? —⁠Negó con la cabeza; tenía las palmas
de las manos húmedas de sudor—. ¿Esperas que me crea eso? ¿Lo creerías
tú?
Electra habló con calma.
—Votemos. ¿Quién cree lo que nos acaba de decir Bernice? Levantad la
mano, por favor.
David se quedó mirando, mientras un escalofrío le recorría la espalda
hasta sentir cosquillas heladas en el cuero cabelludo. Bernice alzó la mano
inmediatamente; sus ojos, serios y sobrios, estaban clavados en los de David.
Entonces Electra levantó despacio la mano.
David se volvió para mirar a aquella bestia humana tatuada que estaba
sentada junto a la ventana. El rostro cubierto de cicatrices seguía pareciendo
de piedra; ni un pestañeo revelaba lo que pudiera estar pensando. Sin duda
Black no se tragaría eso, ¿no?
David contuvo la respiración. Lentamente, sin aspavientos, sin alterar la
expresión, Jack Black se llevó el cigarrillo a los labios. Entonces alzó la mano
hasta su cabeza rapada.
—Tres a uno, David —dijo Electra en voz baja.
David tomó aire y cerró los ojos. Pensó en la cosa que había en la losa allá
abajo, en el ataque de aquella criatura junto al río. Todo lo que le había
sucedido en las últimas cuarenta y ocho horas le pasó por la cabeza en una
décima de segundo. Y pensó en la sensación en la boca del estómago que le
había dicho la verdad todo el tiempo.
David abrió los ojos y también él levantó la mano.

Página 289
Capítulo 30

Sad Sam se enfadó con su hijo.


—¡Has perdido el jodido dinero! ¿Cómo voy a explicar que… has perdido
el fondo para las cervezas? ¿Cómo voy a explicarles eso a mis amigos?
Maximilian Hart estaba sentado en el reposapiés en un rincón del
saloncito mientras su padre, con la cara colorada y sin camisa, la gruesa
barriga agitándose de rabia, le echaba la bronca. Su padre estaba dando de
comer a la pareja de cacatúas que tenía enjauladas en la habitación cuando
Maximilian llegó con la noticia y la corona de cartón del Burger King
colgando de una mano.
Como era costumbre de su padre, los pájaros revoloteaban libres cuando
les daba de comer.
—¡Estúpido hijo de puta chupóptero! ¿Dónde lo has perdido?
Maximilian se encogió de hombros. Parecía mejor fingir que había
perdido accidentalmente el dinero que admitir que se lo había robado una
panda de chavales.
—Estúpido subnormal. ¿Qué he hecho yo para que tu madre me cargara
con esto? Eres un puñetero aborto, ¿lo sabes? ¡Un puñetero aborto!
Los dos pájaros aleteaban por la habitación, inquietos por la voz furiosa;
las alas golpearon la lámpara de papel, soltando plumas como si fueran copos
de nieve. Un ala golpeó una foto de la madre muerta de Maximilian,
derribándola boca abajo sobre la mesita.
—Un puñetero aborto —gruñía su padre—. ¡Trae! ¡Dame eso!
Le arrancó de las manos la corona de cartón.
—¡Mira, chaval! Esto te encanta, ¿verdad? Te gusta llevar esta corona,
como a nosotros nos gusta beber una lata de cerveza. ¿Entendido? Esto…
—⁠dijo agitando la corona ante la cara de Maximilian— es precioso para ti.
Bien… puñetero aborto, mira esto.

Página 290
Rompió la corona de cartón en trocitos del tamaño de un sello y luego se
los echó a la cara.
Y todo ese tiempo los pájaros continuaron dando vueltas y más vueltas
por la habitación, chillando agudamente. Uno se abalanzó contra Maximilian
y picoteó la tierna piel bajo su ojo derecho.
—Ahora —gritó su padre—, coge TU dinero de TU hucha y ve y compra
cerveza. ¿Te enteras?
Maximilian asintió, levantándose del reposapiés, y caminó hacia la puerta
del salón. Su rostro era inexpresivo, pero por dentro su corazón se hacía
pedazos.
—Y trae la cerveza del supermercado, no de la tienda de licores; allí es
demasiado cara. Y no me importa si tienes que caminar más y no me importa
si está oscuro y no me importa si el mismísimo diablo te coge y te abre otro
agujero en el culo. ¡Vete y que esa cerveza esté aquí a las nueve!
Una perla de sangre brotó del corte que Maximilian tenía bajo el ojo.
Mientras abría la puerta rodó por su mejilla, exactamente igual que una
lágrima carmesí.

En el apartamento de Electra la inquietud continuaba. David tenía la


sensación de que se esperaba algo de ellos… bueno, de él concretamente.
Pero ¿qué? ¿Qué demonios podía hacer él?
Si se encontrara con alguien a quien acabaran de sacar de un río,
inconsciente y sin pulso, habría sabido exactamente qué hacer. Sacar el agua
del estómago y los conductos de aire colocándolo de frente, sujetarlo por la
cintura, elevar la parte inferior del cuerpo para hacerle expulsar el agua y
luego empezar la reanimación cardiopulmonar. Estaba bien entrenado para
hacer eso y un montón de cosas más, desde usar una aguja hipodérmica a
realizar una operación de apendicitis en una mesa de cocina si se daba el caso.
Pero ¿esto?
Los pensamientos corrían por su mente mientras hacían los preparativos…
aunque no sabía exactamente para qué.
(Pero ¿a que no apuestas que un gran vampiro de aspecto viscoso va a
entrar deslizándose por esa ventana?).

Página 291
Descartó los pensamientos más autodestructivos y colocó velas en una
mesa cubierta por un tapete verde. Las luces habían fluctuado un par de veces
esa noche. Podía deberse a la tormenta que agitaba los cables del tendido
eléctrico del valle, pero nunca se sabía, esas cosas podían haber irrumpido en
una central. Les gustaba la oscuridad. Un corte de luz en el pueblo sería pura
miel para ellos.
Vio cómo Bernice colocaba la base de las velas en una colección dispersa
de palmatorias. Sus dedos eran delgados, suaves, las uñas ahora sin esmalte.
David no podía mirar ahora su rostro ovalado y sus ojos oscuros sin sentir una
especie de zumbido en su interior. En cierto modo esperaba que la profecía
fuera real. La idea de que Bernice fuera su prometida resultaba extrañamente
atractiva.
Ella lo miró mientras colocaba una vela en una palmatoria de cristal y le
dirigió una pequeña sonrisa. Y, durante un instante, la habitación pareció más
brillante, y un calor se esparció por el pecho y los brazos de David.
Y en ese momento llamaron a la ventana.

Bernice lo miró, sobresaltada, con la boca abierta en forma de O. Electra


entró en la habitación.
—¿Qué ha sido eso?
David miró la cortina que cubría la ventana.
—Parecía como si alguien llamara a la ventana.
—Estamos en el primer piso —dijo Bernice—. No pueden llegar hasta
aquí.
—¿Quieres apostar algo? —Era la voz gruñona de Black. Empuñaba un
gran martillo en una mano carnosa y se golpeó la otra palma como si calibrara
su capacidad para aplastar cráneos.
El golpecito se repitió; un simple roce agudo.
David inspiró profundamente.
—Sólo hay una manera de ver de qué se trata.
Descorrió la cortina. Se estremeció de la cabeza a los pies…
… sabiendo… SABIENDO que habría una cara blanca y terrible
sonriéndoles; los ojos ardiendo… el odio, el hambre marcados en aquellos
ojos ardientes…

Página 292
Más allá de la hoja de cristal, en la oscuridad, no había nada.
Miró a los demás para comprobar con ellos que no había nada. Entonces
oyó un nuevo golpe contra el cristal.
—Es una piedra —dijo Black—. Él está tirando piedras contra la ventana.
¿Él? David no necesitó preguntar quién era él.
Apretando los dientes, cogió el pestillo de la ventana corredera y la abrió.
Con cuidado, se asomó al patio de abajo.
El viento de la noche sopló, frío, en su cara, aplastándole el pelo contra la
frente y luego haciéndoselo revolotear. El rugido del crecido Lepping, casi
parecía un trueno con la ventana abierta.
—Por fin —dijo una voz firme desde abajo—. Creí que ibas a tardar toda
la noche en acercarte a la ventana.
David miró hacia abajo. Allí, en medio del patio, vestido de blanco, estaba
Mike Stroud. Le sonrió, los brillantes ojos del vampiro se clavaron en los
suyos.
No le mires a los ojos, se dijo David, y con esfuerzo apartó la mirada,
fijándola en cambio en el tejado de uno de los edificios externos.
—¿Qué quieres? —gritó.
—¿Qué quiero? —repitió la cosa que una vez fue Mike Stroud⁠—. ¿Qué
quiero? Me gustaría hablar contigo de manera civilizada. De hombre a
hombre, con una bebida por delante en un bar.
—No.
—Entonces ¿quieres verte conmigo aquí abajo, en este patio diminuto?,
¿mientras te asomas a la ventana como si fueras una tímida damisela de una
obra de Shakespeare?
—Lo que tú digas. —David sintió una profunda repulsión ante la voz de
la cosa.
La criatura se echó a reír; un sonido húmedo, como si tuviera los
pulmones llenos de pus.
—Calma, calma, señor Leppington. Recuerda, estamos en el mismo
bando. Mis amigos de debajo del pueblo fueron enviados para estar al servicio
de tus antepasados.
—Bueno, diles de mi parte que pueden irse al infierno.
—Doctor Leppington, de ahí es de donde vengo. Lo sabes tan bien como
yo. —⁠De nuevo la risa húmeda—. Ahora al asunto.
—¿Qué asunto? —David se dispuso a cerrar la ventana y correr las
cortinas para no ver a aquella cosa obscena de abajo.
—Ay, ay, ay. ¿Por qué tanta hostilidad?

Página 293
—Porque eres un monstruo.
—También soy tu servidor.
—No eres nada de eso.
—Lo soy. Y estoy aquí para cumplir las órdenes.
David agarró con tanta fuerza el marco de la ventana que los nudillos se le
pusieron blancos.
—¿Qué órdenes?
—Tu ejército está casi a punto, doctor Leppington. Tal como describe la
leyenda Leppington. Están alimentados. Pronto estarán listos para iniciar la
marcha. De noche, por supuesto. Sólo te necesitan a ti para que asumas el
mando.
—¿Y si les digo que marchen hasta el mar?
—Ése no es el trato y lo sabes. Se confió a tus antepasados una misión
divina, ¿recuerdas? Por parte de una autoridad superior.
David no pudo seguir mirando los tejados; dirigió la mirada a la figura del
patio y fijó sus ojos mortales en los dos ojos monstruosos que lo miraban.
—¿Y si me niego? —replicó.
—Ya sabes las consecuencias, doctor Leppington. Te las contaron muchas
veces cuando te sentabas en las rodillas de tu tío y tenías esta altura.
—Márchate —susurró David.
—También me gustaría que me entregases a esas tres personas que tienes
contigo: el hombre que se hace llamar Jack Black, Electra Charnwood y
Bernice Mochardi. No significan nada para ti No serán más que
impedimentos en tu aventura.
David negó con la cabeza.
El vampiro sonrió.
—Oh, David, qué valiente y noble, aguantar hombro con hombro con una
pequeña pandilla de miserables desconocidos. Sabes que Black te robaría la
cartera si le dieras media oportunidad, ¿no? Electra Charnwood tiene una
enfermedad… y la bonita Bernice Mochardi tiene su propio secreto oscuro.
—Márchate.
—No te fías de lo que te digo, David. Pregúntaselo a ella, ¿por qué no lo
haces?
David contempló aquellos ojos. Era como mirar un pozo de fuego
ardiente. El vampiro se rió suavemente.
—Esperamos, naturalmente, si eliges aceptar el liderazgo del ejército, que
conserves tu humanidad. Sería muy beneficioso para nosotros.
—Apuesto a que sí.

Página 294
—Acepta mi palabra, David, pronto estarás más que ansioso por
entregarnos a esas tres caricaturas de ser humano. Como decía, entre tú y yo,
sólo son una molestia. Bueno, eso es todo por ahora —⁠dijo suavemente, y
dejó de mirar a David.
David fue súbitamente consciente de nuevo de la fría brisa contra su cara
y de las formas cuadradas de los edificios en la oscuridad.
La criatura extendió los dos brazos; en la penumbra pareció una perversa
aproximación de un crucifijo blanco.
David vio a dos muchachas adolescentes salir de la oscuridad y colocarse
a cada lado del vampiro; podrían haber sido dos atractivas ayudantes de un
mago en un escenario.
Le entregaron a la figura blanca un bulto envuelto en una sábana cuyos
extremos aletearon con la brisa.
Y entonces el llanto llegó a oídos de David.
—Dios mío —susurró—, tienen un niño.
David vio al vampiro sonreír: una enorme sonrisa de cocodrilo que
revelaba unos dientes blancos que parecían brillar con su propia luz. Con una
reverencia, Mike Stroud descubrió la sábana. Un niño de unos dos años de
edad se debatió, intentando escapar de la presa de hierro de Stroud. Los gritos
se hicieron más fuertes. Un par de brazos desnudos y gordezuelos se
extendieron hacia David como si el niño buscara, implorante, a su madre.
La boca de Stroud se abrió de par en par y entonces se abalanzó hacia la
cara del niño.
David apartó la mirada. Justo a tiempo. Antes de que la visión del
monstruo se hiciera insoportable.

Página 295
Capítulo 31

David se dirigió al cuarto de baño. La sangre resonaba en sus oídos. El mundo


parecía lejano. Durante un instante se preguntó si se desmayaría antes de
llegar a la puerta. Entonces se encontró en el cuarto de baño, de rodillas ante
la taza, vomitando con fuerza en ella.
Pasaron otros diez minutos antes de que pudiera regresar al salón; le ardía
la garganta, el estómago le dolía y todavía sentía espasmos aunque no le
quedara nada que vomitar.
Electra le tendió una copa de brandy. Tras negar con la cabeza, David
cogió una taza de café y se lo bebió ya frío.
Inspiró profundamente, se controló, y luego miró a los otros tres. Ellos le
devolvieron la mirada, serios.
—¿Habéis oído todo eso? —Su voz sonó ronca⁠—. Nos acaban de dar un
ultimátum. Y lo que le ha hecho al bebé… fue sólo para reforzar lo que dijo
por si no nos lo tomábamos en serio.
—El muy hijo de puta —dijo Bernice en voz baja⁠—. Ese maldito y
completo hijo de puta.
—La cuestión es, ¿cómo puede saber tanto de nosotros?
Electra miró a David.
—Puede descubrir un montón de información a través de la gente del
pueblo que has reclutado para, a falta de palabra mejor, su banda de vampiros.
—Electra, dijo que estabas enferma. ¿Es cierto?
—¿Enferma? La expresión que empleó fue «tiene una enfermedad»
—⁠contestó ella—. Sí, tengo una enfermedad. Pillé un virus bastante
desagradable hace algún tiempo.
—Oh —dijo David en voz baja. Advirtió la mirada sobresaltada que
Bernice le dirigía a Electra.
—Las pruebas demuestran que tengo el virus de la hepatitis.

Página 296
—¿Hepatitis A?
—No, la desagradable. Hepatitis B.
—Pero se puede tratar —dijo David.
—Sí, aunque existe el peligro de que la hepatitis desemboque en cirrosis,
lo cual, por supuesto, es sólo un nombre más rebuscado para las primeras
fases del cáncer de hígado. Y no debería beber, pero bien que lo hago. Así
que, en efecto, el monstruo tiene toda la razón. Tengo una enfermedad.
—Pero se trata de un riesgo de grado bajo en lo que se refiere a su
capacidad de infección —⁠dijo David—. Es altamente improbable que ninguno
de nosotros la contraiga.
—No —reconoció ella—, no a través del contacto social normal, estrechar
la mano o usar el mismo peine. Pero si te acuestas conmigo o compartes la
misma hipodérmica, entonces, te lo advierto, lo haces por tu cuenta y riesgo.
Ahora voy a tomarme un poco de brandy. ¿Alguien se apunta?
De nuevo David vio que Electra intentaba no dar importancia a una
verdad que era amargamente sombría. Aunque una mirada a su cara mostraba
que no estaba de buen humor. Los músculos bajo la piel del rostro estaban
tensos y los ojos tenían una cualidad vidriosa. Una pequeña parte de ella
había muerto por dentro aquella noche.
Nadie aceptó la oferta de Electra para tomar brandy. Black se asomó
brevemente a la ventana sin abrirla y luego cerró las cortinas dando un tirón
brutal con sus manos tatuadas.
Bernice se aclaró la garganta como si hubiera estado haciendo acopio de
fuerzas para decir algo que le resultaba importante.
—Entonces todas las piezas encajan en su sitio. Ya os dije que,
básicamente, somos las mismas cuatro personas que se reunieron en el palacio
de Leppingsvalt hace más de mil años. Para mí, lo que nos ha dicho Mike
Stroud lo certifica. David ocupa el papel de jefe y líder del ejército vampiro.
Su hermana estaba enferma: la leyenda da a entender que tenía una llaga de
lepra en la mano derecha. Electra nos ha dicho que está infectada con el virus
de la hepatitis. Vurtzen era godo, sus hazañas saqueando poblados eran ya
legendarias. No quiero ofender, pero Jack Black encaja en ese molde.
Black asintió, siempre inexpresivo. No discutió la teoría de Bernice.
Electra le dio una palmadita a Bernice en la rodilla y dijo amablemente:
—Pero en la leyenda la prometida de Leppingsvalt era una puta
reformada. Creo que incluso nuestro amigo el vampiro exageró ahí, pequeña.
Sobre todo en lo que se refiere a ti, es evidente.
Bernice se encogió levemente de hombros y habló con voz tensa.

Página 297
—Cuando tenía quince años me enamoré. Tony fue mi primer novio de
verdad. Nos acostamos varias veces. Entonces me invitó a su casa. Me
emborraché. Antes de que me diera cuenta había cuatro hombres allí… sus
amigos, o eso dijo. Bueno… para resumir: me emborraché hasta casi quedar
inconsciente. Los cuatro se acostaron conmigo. Más tarde descubrí que cada
uno le había pagado a Tony veinte libras por el privilegio; eso lo convierte en
un chulo. ¿Y en qué me convierte a mí?
De nuevo se produjo un gran silencio, más profundo que la simple
ausencia de sonido. David pudo sentir el chirriar de las marchas de aquel
motor sobrenatural. Todo era parte de una maquinación satánica.
Electra se deslizó por el sofá y abrazó cálidamente a Bernice.
—Querida, querida. Tenías quince años, eras una niña, eso es todo. Y
ellos te emborracharon. No te culpes.
Bernice negó con la cabeza.
—Pero me gustó. Todos esos hombres… y yo era el centro de atención.
Esa noche me sentí como si fuera una estrella de cine.
—Estabas borracha, querida. Nadie puede hacerte responsable de nada.
Bernice no estaba escuchando.
—¿Y quieres saber una verdadera coincidencia? Mi apellido es Mochardi.
Hace unos años descubrí que Mochardi es una palabra romaní. Significa
«mujer sucia». Extraño, ¿eh?
Soltó una brusca carcajada. Había algo peligrosamente desenfadado en
Bernice. Como si ahora no pudiera importarle menos abrir la puerta y bajar al
sótano, abrir también aquella puerta de acero, desnudar la garganta y decir:
«Muy bien, chicos, lo que veis es vuestro… así que venid aquí y aprovechad
mientras está caliente».
David se sentó junto a ella en el sofá.
—Bernice. Electra. ¿Veis lo que está sucediendo? Stroud es muy listo.
Está intentando desmoralizarnos. Se concentra en nuestras fragilidades
humanas… tu enfermedad, Electra, y lo que Bernice ve como… como un
placer pecaminoso.
Bernice hizo una mueca.
—¿Qué te preocupa, David? Tú estás a salvo. Te lo han dicho. ¿Por qué
no nos entregas?
—No. —La voz de David se endureció—. Tenemos que recordar que
estamos juntos en esto, que estamos en el mismo bando.
—¿Y lo estamos?
—Sí. Y vamos a combatirlos juntos.

Página 298
—Pero ¿cómo?
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
—Pero son indestructibles —dijo Bernice—. Esas cosas llevan cientos de
años esperando en la cueva.
Electra suspiró.
—David tiene razón. Y no podemos quedarnos aquí acorralados. Es
cuestión de tiempo que logren entrar en el hotel. Y apuesto un año de
invitaciones en el bar a que un crucifijo y unas cuantas cabezas de ajo no los
detendrán.
Black golpeó la cabeza del martillo contra la palma abierta.
—Bajaré y me los cargaré.
—De verdad que me gustaría verte romperles la cabeza con esa cosa, pero
creo que van a ser algo más duros —⁠dijo David, frotándose la barbilla y
tratando de pensar—. El arma real que tenemos que usar es la información.
Tenemos que aprender más sobre ellos.
—Sabemos que evitan la luz brillante.
—Sobre todo la luz del sol —añadió Electra⁠—. Y sabemos que la luz del
sol no está compuesta solamente por la luz visible. El sol emite un amplio
espectro, desde el infrarrojo al ultravioleta. Es posible que algunas formas de
radiación puedan serles dañinas, incluso letales.
—Buen argumento. —David sintió una punzada de optimismo⁠—. Tal vez
podamos cargarnos a esas cosas a fin de cuentas.
Se levantó y cogió la chaqueta. Electra pareció sorprendida.
—¿Adónde vamos?
—Al hospital a ver a un tal George Alfred Leppington.
—No puedes —protestó Bernice—. En la oscuridad no.
David miró el reloj.
—Son las ocho. Eso significa que faltan sus buenas nueve horas hasta que
amanezca. Si nos quedamos aquí sentados toda la noche, serán nueve horas
desperdiciadas.
—Pero tu tío puede estar inconsciente.
—Creo que estaba inconsciente la última vez que lo vi. Tengo la
impresión de que otra cosa hablaba a través de él. Quiero averiguar qué era
esa cosa. Y quiero averiguar qué es lo que va a hacer que esos monstruos
salgan gritando de pavor.
Electra se levantó; su rostro era la viva imagen del horror.
—No puedes salir. No te lo permitiré. Jack, si intenta salir de la
habitación, impídeselo.

Página 299
Black se colocó delante de la puerta. Intentar pasar sería como intentar
empujar a un elefante.
—Por favor, no vayas, David —dijo Bernice con voz débil⁠—. Estarán
esperando abajo.
—Lo sé —respondió él sombríamente—. Pero soy la única persona del
pueblo que necesitan que siga siendo mortal. —⁠Su mirada pasó de Bernice a
Electra y luego a Black—. Me necesitan así… de carne y hueso.
—Eso es lo que dicen, pero ¿los crees? —preguntó Electra.
—Bueno, ¿lo probamos?
Se produjo un largo silencio. David pudo oír la sangre bombeando a
través de las venas de su cuello hasta su cerebro. Por primera vez en su vida
se había vuelto consciente, exquisitamente consciente, de la sangre que corría
por su cuerpo. Había oleadas y corrientes allí dentro. Al fin y al cabo, el
hombre es básicamente un animal acuático, una criatura de los océanos, y
tiene más de cuatro libros del equivalente de ese océano en forma de sangre
dentro del cuerpo.
Electra asintió lentamente.
—David tiene razón. Probablemente es el único de nosotros, el único ser
humano de todo el planeta al que no harán daño.
—Por el momento —gruñó Black—. Hasta que les digas que no vas a
dirigir su ejército de gusanos.
—Y se lo dirás, ¿verdad, David? —preguntó Bernice, casi temerosa.
David sonrió torvamente.
—Me veo a mí mismo como un humilde médico, no como un general, ¿tú
no?
Electra devolvió la sonrisa o un amago de ella.
—Jack, abre la puerta, por favor.
—Electra, espera. —Bernice se levantó con los puños cerrados⁠—. ¿Y si
están esperando ante la puerta?
—Puse la alarma antirrobo cuando subimos. Esperemos que los sensores
infrarrojos hayan detectado a cualquier intruso… humano o no humano.
—Bien —dijo David, poniéndose los guantes de piel⁠—. Deseadme
suerte… Oh, por cierto, Electra, ¿tienes algo que dé una luz muy brillante?

Página 300
Al mismo tiempo que David Leppington se cerraba la chaqueta en el
apartamento de Electra en el hotel Estación, Maximilian Hart caminaba por el
pueblo. Las farolas fluctuaban mientras la ventisca tiraba de los cables
dispersos por la cuenca del valle. Se avecinaba una tormenta. Muchas cosas
se romperían antes de la fría descarga.
Un trío de figuras fornidas le bloqueó el paso a Maximilian cuando se
dirigía a la puerta del supermercado.
—Bueno, mira a quién tenemos aquí —dijo uno con una sonrisa⁠—. ¿No
vas a saludarnos, Maxie, tío?
Maximilian se detuvo en seco en la acera; su cara era tan inexpresiva
como una piedra. Parecía una estatua.
—Seguro que te acuerdas de nosotros, ¿no, Maxie? —dijo otro, sacándose
un cigarrillo de la boca—. Nos diste dinero para tabaco y un par de botellas
de grog. ¿Has traído más alegría para tus colegas? —⁠Acercó la punta
encendida del cigarrillo a la oreja de Maximilian.
Se acercaron a él en fila con los ojos brillando y las bocas sonrientes.
Él retrocedió un paso, lento, vacilante.
Un paso. Pausa.
Dos pasos. Pausa.
—¿Qué le ha pasado a tu corona de papel, Maxie?
—Oh, no nos habla, ¿verdad, colega?
—¿Qué pasa?
—¿Se te ha comido la lengua el gato?
—¿Por qué tienes los ojos rasgados, Maxie, chico?
—¿Mamá se fue con un chino?
Los tres se rieron burdamente.
—Vamos, Maxie, tío, sabemos que tienes pasta.
—Sí, trae acá.
—O esta vez te iremos dando patadas en el culo por todo el pueblo.
El rostro de Maximilian permaneció impasible. Sus ojos orientales de
síndrome de Down miraron a izquierda y derecha. La acera estaba desierta. El
viento hacía revolotear bandejas de pescado y patatas por toda la calle. Una
bolsa de plástico se enroscó en su pierna con un breve abrazo antes de que
una ráfaga se la llevara hacia las alturas.
Uno de los miembros de la banda le colocó un cigarrillo bajo la barbilla.
Maximilian sintió el calor de la punta caliente contra la piel, olió el acre
aroma del humo de tabaco. Delante de él había tres caras sonrientes que le

Página 301
parecían completamente extrañas, misteriosas en sus muecas y su forma de
hablar.
Algo chocó contra su culo. Miró hacia abajo: había retrocedido contra una
barandilla de hierro que separaba la acera de la calzada.
Uno de los jóvenes miró a los otros dos.
—Malas noticias, tíos. Maxie no quiere largar la pasta.
—Entonces tendremos que quitársela, ¿no, tíos?
—Vale, ¿quién va a meterle la mano en esos sucios bolsillos?
—Tú primero, Jonno.
—¡Estás de guasa! No voy a jugar a buscar la salchicha de ese pringao.
—⁠Todos se echaron a reír.
Las risas se convirtieron en jadeos de sorpresa. Maximilian vio cómo unos
brazos pasaban ante él a una tremenda velocidad. Alguien, de pie tras él,
había cogido a los tres jóvenes por la chaqueta y los empujó hacia adelante,
haciéndolos girar.
Todo sucedió con mucha rapidez, pero Maximilian retuvo las imágenes.
En un instante los tres jóvenes estaban allí de pie; luego fueron atraídos hacia
adelante, vueltos de modo que sus nucas quedaron cruzadas sobre la barra
horizontal de la barandilla, como si fueran reos a la espera del golpe del
verdugo. Se quedaron allí, mirando hacia arriba el cielo oscuro, las gargantas,
hinchadas y brillantes a la luz de las farolas, vueltas hacia arriba.
Barbotearon, se esforzaron, los ojos llenos de puro terror.
Maximilian vio cabezas abalanzarse a las gargantas, y luego las cabezas
moverse de un lado a otro como perros royendo un hueso. Cuando volvió a
ver a los tres chicos tenían las gargantas desgarradas; la sangre manaba a
borbotones, salpicando en chorros tan altos como sus hombros. Entonces las
cabezas bajaron de nuevo como cerdos hozando en la pocilga. Tantas
cabezas…
Y el sonido de las bocas hambrientas alimentándose con ansia resonaba
con fuerza en sus oídos.
Se apartó de la barandilla y miró al montón de gente. Reconoció a
algunos, pero a duras penas porque sus caras habían cambiado. Estaban las
hermanas Moberry. Y ése de allí, el que se lamía una densa mancha de sangre
de los labios, era el señor Morrow, que trabajaba en el matadero. Los otros
eran desconocidos.
Retrocedió. No se sorprendió. Era sólo un misterio más. Como cualquier
otro de los muchos enigmas que desfilaban ante sus ojos cada día. Como el
hombre de negro que traía sobres marrones y blancos a su casa («Facturas,

Página 302
malditas facturas», rezongaba su padre). O esa época del año en que la gente
ponía árboles, chispeando con luces, en las ventanas. O cuando su padre y sus
amigos se sentaban alrededor de una mesa y tomaban aquella bebida de sabor
extraño y miraban esos trozos de cartón que tenían en la mano como si fueran
la cosa más importante de su vida. Le dio la espalda a la escena y empezó a
marcharse lentamente.
—No tan rápido, mi joven pillastre —dijo una voz grave⁠—, no cuando
hay bocas hambrientas que alimentar.
El hombre del pelo amarillo se inclinó hacia adelante, extendió una mano
deslumbrantemente blanca y agarró con fuerza el brazo de Maximilian por
encima del codo.
—Humm… y además eres un chico bien jugoso.
Las cosas que habían sido los hombres y mujeres del pueblo se
abalanzaron hambrientas hacia Maximilian, las bocas abiertas, mostrando los
hilillos de baba entre las bocas ensangrentadas tras haber bebido
ansiosamente de los tres jóvenes.
—¡No! —Stroud alzó una mano—. No. Éste es para nuestros amigos de
los subterráneos. —⁠Mostró de nuevo aquella sonrisa de cocodrilo a
Maximilian—. Ven conmigo, viejo amigo. Charlaremos por el camino.
Stroud cogió la mano de Maximilian como si cogiera la mano de un niño
antes de cruzar la calle.
—Parece que se avecina una buena tormenta, ¿verdad? —Sonrió
amablemente—. Dime, ¿cómo te hiciste ese corte bajo el ojo? —Tocó la
mejilla de Maximilian, justo por debajo de donde el pájaro le había picoteado.
Casi podría haber sido un simple gesto de afecto—. Humm, tiene pinta de
doler. ¿Sabes?, tengo la sensación de que lo has pasado mal en este pueblo.
Creo que la gente te ha tratado mal durante demasiado tiempo. Yo tuve suerte,
supongo. Crecí mimado y posiblemente más que un poco malcriado.
—⁠Hablaba de forma ligera, amable—. Nací en un pueblecito de América. Era
como uno de esos sitios que se ven en la tele… maravilloso invento, por
cierto. Tendría que haber convertido a John Logie Baird en multimillonario
como Bill Gates… ya sabes, ¿el dueño de Microsoft? ¿Windows? ¿Nunca has
oído hablar de él? ¿No? Oh, bueno, no te preocupes. Lo que te iba diciendo,
vivía en una casa de madera blanca, con porche y mecedoras donde mi abuela
se sentaba y pelaba patatas. No camino demasiado de prisa para ti, ¿verdad?
Mis padres se llamaban Mark y Rebecca Stroud. Me pusieron de nombre
Michael Luke… Eso sí que son bonitos nombres bíblicos, ¿a que sí?

Página 303
Cogidos de la mano, caminaron calle abajo en la oscuridad. Una figura
rubia, alta, delgada, como un junco, de pies ligeros como un bailarín; la otra
baja, morena, rechoncha, con andares pesados.
Hablando con aquella suave voz de seda, con una sonrisa encantadora en
los labios, Michael Stroud guió a Maximilian Hart colina arriba hasta la casa
de George Leppington. Hacia la cueva que ahora esperaba oscura y abierta
como una boca esperando a ser alimentada.

Página 304
Capítulo 32

A las ocho y media de esa tarde, David Leppington dejó el apartamento de


Electra en la primera planta del hotel. Jack Black fue con él. La cabeza del
hombre (rapada, tatuada, con cicatrices como Frankenstein) se movía de
izquierda a derecha, alerta a cualquiera (o cualquier cosa) que pudiera haber
entrado en el hotel sin ser detectado por los sensores infrarrojos del sistema de
alarma de las paredes.
Black desconectó los sistemas de alarma que hablan empezado a pitar;
habían disparado los sensores al entrar en el vestíbulo.
—Puedo acompañarte al hospital si quieres —⁠dijo Black con un gruñido
grave.
—No. Creo que estarás más seguro en el hotel con Electra y Bernice.
—Pero sigues sin fiarte de mí. —No era una pregunta, era una afirmación.
David se detuvo y lo miró bruscamente mientras comprendió algo de
pronto.
—Puedes leerme la mente, ¿verdad?
Black asintió.
—A veces.
—¿En qué estoy pensando ahora?
—Estás cagado de miedo.
—Eso es quedarse corto.
—Y hay más cosas.
—¿Como cuáles?
—Son más sentimientos que palabras. Te preocupa la gente… Electra,
Bernice, el viejo del hospital. La gente del pueblo.
—¿Y hay algo más?
—Sí.
—¿Qué?

Página 305
—Bernice. Te gusta. Notas una sensación cálida cuando piensas en ella. Y
piensas mucho en ella.
—¿Crees que la quiero?
Black se encogió de hombros y su frente se arrugó mientras lo
consideraba.
—No sé. —Volvió a encogerse de hombros—. No sé qué es el amor.
David se detuvo y miró al hombre de las cicatrices.
—¿En qué estoy pensando ahora?
—En que tal vez empiezas a fiarte de mí. Que no crees que sea un salvaje
hijo de puta al fin y al cabo. —⁠La fea cara de Black se dividió con una sonrisa
—. Pero sigues sin soportar mi careto, ¿eh?
David descubrió que le devolvía la sonrisa.
—Dame tiempo. Nadie es perfecto.
—Eres un buen tipo. Eso no me habría impedido darte una paliza y
mangarte la cartera. Pero eres un buen tipo. Aunque eres demasiado duro
contigo mismo, ¿sabes?
—Créeme, Jack, no soy ningún santo.
—Eres lo más parecido a un santo que he visto en mi vida. Te preocupas
por gente que a veces te jode por dentro, que acaba por hacerte daño.
—Bueno, eso tal vez sea una pega en vez de una ventaja. Todo el mundo
debería ser un poco egoísta a veces. ¿Tú qué dices?
Otra vez la sonrisa, calidez al feo rostro.
—¿Yo? Siempre me he puesto primero. Tuve que hacerlo. Mi madre me
dio la patada cuando tenía un par de semanas. —⁠Durante un instante una
expresión lejana brilló en sus profundos ojos. David pensó que iba a decir
algo más sobre lo que debía de haber sido una infancia miserable, dejada de la
mano de Dios. Pero, de repente, preguntó—: ¿Quién es Katrina West?
David le dirigió una mirada de sobresalto.
—¿Katrina West? —Sacudió la cabeza, sorprendido. ¿Había vuelto a
pensar en ella?⁠—. Una vieja amiga. Fui con ella al instituto. ¿Por qué? ¿Qué
pasa?
Black hizo una mueca. La expresión remota no abandonó su cara.
—Curioso. Me viene, ¿sabes?, muy fuerte. —⁠Miró a David—. ¿Ella está
pensando en ti?
—¿Qué está pensando?
—No lo sé, pero es muy fuerte… potente, ¿sabes?
—Katrina está a cientos de kilómetros de distancia, en un hospital.
¿Quieres decir que también puedes leer su mente?

Página 306
—Sólo fragmentos. No suele funcionar. Pero a veces puedo captar a una
persona, sintonizar su mente como si fuera una radio o algo así, ¿sabes? A
veces creo que puedo leer la mente de una ciudad entera, y hay sólo un gran
ruido haciendo bum, bum dentro de mi cabeza y creo que me va a estallar…
—⁠Su voz había aumentado de tono e intensidad. David vio que el hombre
intentaba contener lo que debía de ser una experiencia de pesadilla. La
expresión neutra regresó a su cara, recordándole una pared de hormigón: dura,
sin rasgos, impenetrable.
Llegaron a la cocina. Ante ellos se encontraba la puerta trasera del hotel,
cerrada a cal y canto. David comprobó el teléfono móvil, luego se lo guardó
en el bolsillo. Había pedido algún tipo de linterna y Black se perdió un
momento en el almacén junto a la cocina. Regresó con una gran linterna con
mango de pistola y una lente grande como un plato. Parecía más bien el
simulacro de una pistola de rayos futurista de los años cincuenta.
—Potencia de un millón de velas —le dijo Black⁠—. Electra dijo que las
baterías llevaban todo el día recargándose, así que deberían durar. ¿Necesitas
algo más?
—No. —David negó con la cabeza—. Lo más probable es que me haga
daño a mí mismo en vez de al… enemigo, supongo que deberíamos llamarlo
así.
—¿Listo?
David asintió.
—Ahora o nunca.
—¿De verdad crees que no te tocarán?
—Cuento con eso. Creo que me necesitan en carne y hueso… al menos
por el momento.
—Tú eres el jefe.
David no podía leer la mente. Pero en ese momento supo que así era como
lo veía Jack Black. El jefe. Una especie de reencarnación del jefe
Leppingsvalt, muerto hacía tanto tiempo. Creía también en la idea de Bernice
de que ellos eran aquellas cuatro personas del palacio Leppingsvalt de hacía
mil años. En la víspera de aquel gran día de perdición.
Black descorrió los cerrojos y luego se dispuso a girar la llave antes de
abrir la puerta.
David se asomó por la ventana al patio.
—Parece desierto —dijo.
—Sólo abriré la puerta un par de segundos. Esos hijos de puta se mueven
de prisa. ¿De acuerdo?

Página 307
—De acuerdo. Adelante.
Sólo tardó dos segundos. Black abrió la puerta, David salió al aire
nocturno y entonces la puerta se cerró de golpe tras él. El sonido de los
cerrojos al correrse resonó en los edificios que rodeaban el patio.

David se cerró la cremallera de la chaqueta hasta la garganta. Allí fuera, en la


oscuridad, la sentía increíblemente vulnerable, la piel insoportablemente
sensible, y la brisa que hacía revolotear trozos de papel por el patio parecía
unos fríos dedos que le acariciaran la piel del cuello. De nuevo fue
plenamente consciente de la sangre que latía en su cuello.
Alzó la mirada. Jirones de nubes flotaban como balsas espectrales en el
cielo nocturno. Aquí y allá, racimos de estrellas brillaban con fría claridad.
Bien, David, pensó, allá vamos. Primera parada el hospital. Luego busca
un modo de librar al pueblo de esta plaga de vampiros de pesadilla. Por
Dios, parece fácil si lo dices de prisa, ¿no?
Miró hacia el hotel. Jack Black estaba en la cocina, mirando por la
ventana; asintió, un gesto que David supuso que significaba «buena suerte».
Y por Dios que la iba a necesitar. Se sentía totalmente vulnerable. Ahora
le parecía preferible incluso la débil seguridad de las puertas y ventanas
cerradas del hotel.
Tensó la mano alrededor del mango de pistola de la linterna.
Por si acaso. A esas criaturas no les gustaba la luz. Pero ahora la linterna
le parecía un arma tan potente como un manojo de tallos de apio. La idea de
apuntarle a un vampiro y decir «Un movimiento más y te vas a enterar»
parecía ridículamente absurda.
David sintió un oscuro arrebato de risa subirle por el estómago. Vuelve al
hotel, David; llévate una botella entera de whisky a tu habitación y
emborráchate hasta las trancas. Esto es una misión de locos. No funcionará.
Vas a morir.
No, borra eso. Va a ser peor que morir. Serás un no muerto como ellos.
Serás un nosferatu. Uno de esos hijos bastardos de la noche, aullando por
otra dosis de sangre.
En ese momento pensó en Bernice, en sus ojos grandes y confiados. La
imagen le trajo una oleada de calor que le recorrió las venas.

Página 308
¿Quieres que Bernice caiga en las garras de los vampiros? ¿Quieres
verla como esa cosa que está encerrada en el sótano? ¿Quieres verla con los
pechos roídos y ensangrentados? ¿Quieres eso? ¿Quieres?, ¿eh?
Sabia la respuesta. No. Jamás. Ella le gustaba. Y, Dios, sí, había un lazo
emocional con la mujer que ya era vieja antes de que los dos nacieran. En una
vida pasada ella había sido su prometida. Y en esa vida pasada él le había
fallado. Murió de manera sangrienta.
Ahora, David Leppington, pensó. Ahora es el momento de corregir
errores pasados. Era hora de purgar los pecados que había cometido en
aquella existencia anterior.
Le rechinaron los dientes, asió la pistola con fuerza y apoyó el dedo en el
botón de la linterna, dispuesto a encenderla si veía algo. Se sacó del bolsillo
las llaves del coche y luego cruzó con resolución el patio.
La brisa sopló con más fuerza, silbaba como una flauta entre los aleros de
los edificios; los sonidos se mezclaban con el profundo rugido del río Lepping
que corría más allá del patio.
Tenía el coche delante, una forma negra y estilizada con las palabras
«Hotel Estación» escritas en plateado en la puerta de pasajeros. Pulsó el botón
del cierre centralizado. Las luces destellaron cuando las puertas se abrieron y
la alarma se desconectó.
Entonces se detuvo a una docena de pasos del coche. Una forma pareció
alzarse en el capó.
Contempló la oscuridad, permitiendo que sus ojos se acostumbraran.
Inspiró profundamente. Vio algo que se marcaría en su mente para siempre.
De repente su nuez pareció demasiado grande para la garganta; tragó saliva
sintiendo aquel bulto duro como una piedra, mientras sus ojos abarcaban
aquella cosa sin nombre que era a la vez tan dolorosamente triste como
monstruosa.
Había un niño sobre el maletero del coche. David supuso que tendría poco
más de dos años. Era el mismo niño que Stroud había utilizado en su
exhibición teatral. La mantita de ositos manchada de sangre seca cubría los
hombros del pequeño como una capa. Éste llevaba la parte inferior del
pijama; estaba desnudo de cintura para arriba.
David no pudo dejar de mirarlo, fijándose en cada repulsivo detalle. Había
muy poca sangre considerando que tenía un desgarrón en la garganta:
formaba un pliegue de tres esquinas y un triángulo suelto de piel del tamaño y
la forma de una rebanada de pan corría de esquina a esquina por el pecho del
niño. La herida en sí (y no era sorprendente) carecía de sangre y era blanca

Página 309
como el papel. La laringe estaba al descubierto, parecía un pedazo de tubo de
plástico blanco.
El niño tenía los pelos de punta, como peinados con gel. Parecía la imagen
caricaturesca de alguien asustado por un fantasma.
David advirtió con un estremecimiento que lo habían vaciado de sangre.
Cada borbotón, cada hilillo de la garganta abierta había sido ansiosamente
lamido de la piel: los monstruos incluso habían lamido la sangre del pelo del
niño como perros que dejan limpio su plato. Ahora la saliva de las criaturas se
había secado, dejando los pelos del niño pegajosos y de punta en aquella
imagen de miedo esperpéntica.
David avanzó lentamente. El niño, allí de pie, se envolvió con su mantita
de ositos, sonrió y siseó. Una lengua (una lengua increíblemente larga, como
de perro) asomó entre sus labios. Los dos ojitos ardían brillantes en la
oscuridad. No parpadeaba. Era la mirada de una serpiente a punto de atacar.
David avanzó hacia el coche, asiendo la linterna en una mano como si
fuera una pistola. La pequeña criatura lo observó con aquellos ojos que, detrás
de aquel brillo espectral, eran fríos y muertos. La brisa hacía aletear la
mantita. David vio las costillas que convertían el pechito desnudo en una serie
de montañitas. El pecho subía y bajaba, palpitaba mientras su corazón no
muerto bombeaba furiosamente vete a saber qué líquido por sus venas.
David se detuvo mientras la cosa siseaba con fuerza y mostraba los
dientes.
—Sabes quién soy —dijo David tranquilamente, intentando evitar mirarlo
directamente a los ojos⁠—. Sabes que soy David Leppington. No puedes
tocarme. Soy…
El bebé súbitamente ladeó la cabeza y dijo:
—Inviolable. —La voz era innaturalmente gutural y oscura.
David asintió con el rostro sombrío.
—Inviolable —reconoció—. Sabes que no puedes tocarme.
El niñito arrugó el labio inferior, como si estuviera a punto de llorar.
—Quiero un beso… quiero un besito… —Ahora la voz era dulce e
infantil.
David levantó la cabeza, como si lo hubieran abofeteado. ¡Claro, eso era!
Los vampiros no eran individuos. No eran más que muñecos de ventrílocuo
manejados por alguna oscura inteligencia implacable.
Al fin y al cabo el niño estaba muerto. Lo que veía era una mera
pretensión de vida. Y fuera lo que fuese que lo animaba atormentaba a David

Página 310
ahora haciéndole hablar como un bebé. David ignoró esa cosa repulsiva y
abrió la puerta del coche.
—Papá, papá… nene frío, nene hambre. No me dejes aquí, papá. —⁠El
niño canturreaba las palabras con vocecita inocente mientras extendía dos
brazos para que lo recogieran del capó del coche.
Haciendo caso omiso al instinto paternal que inmediatamente brotó en su
interior David entró en el coche, esperando que de un momento a otro el bebé
se abalanzara contra él y sus mandíbulas buscaran ansiosamente su garganta.
Con calma, tan deliberadamente como pudo, se sentó y cerró la puerta. No
dejes que esas cosas te asusten. Están jugando contigo; quieren confundirte,
desorientarte. No quieren que pienses clara ni racionalmente.
Introdujo la llave y puso el coche en marcha. El motor zumbó al cobrar
vida. Pulsó el mando de la dirección y las luces se encendieron, iluminando
las paredes de ladrillo de los edificios.
Hasta ahora, bien. Mientras una horda de vampiros no cruzara corriendo
el patio y volcara el coche. Era fácil.
—Papá, no me dejes aquí arriba —dijo la vocecita desde atrás⁠—. Tengo
miedo. Tengo miedo.
David metió la primera. En ese momento la vocecita del bebé se convirtió
de pronto en una risa gutural. El marionetista había cambiado de estrategia.
Al otro lado del parabrisas apareció, boca abajo, la cabeza del niño.
Sonreía de oreja a oreja. Sus ojos ardían.
Entonces empezó a golpear con la frente el cristal. El sonido era pesado,
de algún modo húmedo. Por el ruido que hacía, alguien podría haber estado
golpeando con un pez grande el cristal.
La risa gutural continuó mientras el niño golpeaba el parabrisas. En la
frente aparecieron magulladuras que se abrieron, llenando la piel de sombras
oscuras.
David se secó la boca con el dorso de la mano.
La criatura golpeó con más fuerza. La piel se abrió. Goterones de líquido,
una mezcla de burbujas blancas y transparentes apareció en el cristal. La cosa
sangraba, pero no le molestaba nada. Seguía riéndose y sonriendo
pícaramente.
David aceleró, luego frenó con fuerza. Los neumáticos chirriaron sobre el
asfalto.
El niño vampiro resbaló por el techo del coche, rebotó en el capó y luego
se deslizó hasta el suelo. La mantita aleteó en la brisa.

Página 311
Sintiendo las náuseas en la boca del estómago, David se detuvo, el pie
sobre el pedal del acelerador. ¿Sigo adelante? ¿Lo atropello? ¿Lo aplasto
entre los neumáticos?
Inspiró profundamente, agarró el volante con una mano y dio marcha
atrás.
No podía hacerlo. No podía atropellar a uno de los monstruos.
Dio marcha atrás salvajemente y trazó un amplio círculo por el patio, los
neumáticos chirriando, el motor rugiendo. Entonces metió primera.
Segundos más tarde, el coche aceleraba por la calle desierta en dirección
al hospital.

David condujo por las calles desiertas. El viento tiraba de las ramas, haciendo
que los árboles se agitaran, incansables. Todo se había contagiado de una
especie de ansiedad.
El aire estaba inquieto. Los árboles se estremecían. Ráfagas de nubes
fantasmales cruzaban el cielo nocturno.
No vio nada camino del hospital. Es decir, no vio a ninguna de aquellas
horribles criaturas.
Cerca ya de las nueve, las luces estaban encendidas en las casas. Aquí y
allá percibió el fluctuar de una pantalla de televisión reflejada en las ventanas.
Para la mayoría de la gente de Leppington era otro domingo por la noche más
de principios de primavera. Se contentaban con acomodarse en los sillones o
los sofás, hacerle mimos al gato, cocinar palomitas en el microondas, abrir
una botella de vino, encender otro cigarrillo o hacer cualquiera de las
múltiples actividades a las que se dedica la gente los domingos por la noche
delante del televisor.
La propagación sólo acaba de empezar, se dijo David. Quizá no más de
una docena de personas de una población de mil quinientos habitantes están
directamente afectadas. Si actuaba con rapidez suficiente podría atajarlo igual
que podía extirpar el tejido muerto de una herida.
Por un instante, se le pasó por la mente la idea de acudir a la policía. Pero
eso no serviría de nada, sabía que era el único que podía detenerlo ahora.
Llegó al aparcamiento del hospital y apagó el motor. Ya había pasado la
hora de visitas; sin embargo, le habían dicho que podía visitar a su tío cuando

Página 312
quisiera. Eso sí que es mala señal, se dijo, mientras salía del coche y cerraba
la puerta tras él. El anciano estaba ingresado en un pabellón aparte. Eso
significaba que los médicos se mostraban pesimistas respecto a las
posibilidades de recuperación de George Leppington.
David entró en el hospital y dejó atrás rápidamente los pasillos pintados
del insípido verde menta común en tantos edificios municipales.
Entró en la habitación de su tío y lo encontró acostado, con la mano sobre
las mantas que le cubrían el pecho. En la mesilla de noche había un vasito con
lo que parecían ser chupachups de color rosa. En vez del caramelo en la
punta, tenían pequeños cubos de esponja rosa. Las enfermeras las humedecían
con agua fría y frotaban la boca de los pacientes inconscientes. Si se deja que
la boca se seque demasiado, es probable que contraiga infecciones de hongos
como el afta. Pronto el aliento del paciente comatoso huele a podrido, como
un cubo de basura que no se vacía durante demasiado tiempo en pleno verano.
George respiraba profundamente, con un ritmo firme y regular. Si no
hubiera sido por el vendaje en la cabeza, habría parecido que estaba
simplemente dormido.
Mientras David se acercaba a la cama tuvo una corazonada de lo que iba a
ocurrir. Y sucedió con la inmediatez de un interruptor que se conecta.
Los ojos del anciano se abrieron como si una mano le hubiese subido los
párpados. Se quedaron abiertos, mirando fijamente; podrían haber pertenecido
a un hombre que había muerto de miedo.
—David, ahora crees, ¿verdad? —La voz del anciano era un suave susurro
ronco.
—Sí, creo. —David se sentó en la silla junto a la cama⁠—. También he
visto a esas criaturas. He hablado con ellas.
El anciano, todavía tendido en la cama con la cabeza sobre la almohada,
asintió con la satisfacción de quien sabe cuándo se ha cumplido una
predicción. Los ojos miraban el techo. De nuevo, David tuvo la impresión de
que no estaba hablando tanto con su tío como con algo que hablaba a través
de él.
De pronto todos somos unas malditas marionetas, pensó, enfadado. Y
aquí hay dos fuerzas en acción. El Mal actúa a través de los vampiros. El Mal
habla a través de ellos. Pero ¿qué es lo que habla por la boca del viejo?, ¿es
la voz del Bien?
David sacudió la cabeza mientras contemplaba a su tío. No lo sabía. Todo
lo que sabía era que dos fuerzas opuestas se enfrentaban en ese pueblecito.
Dos fuerzas titánicas, inimaginablemente poderosas y tenaces. Y la gente del

Página 313
pueblo se había convertido en las marionetas de esas fuerzas para cumplir su
voluntad. ¡Adelante! Tirad de las cuerdas. ¡TIRAD DE LAS CUERDAS!
La súbita ira que sintió en su interior le hizo rechinar los dientes y apretar
los puños.
—David —susurró su tío—, ¿sabes qué debes hacer ahora?
David tuvo que respirar profundamente para controlar la rabia antes de
poder hablar.
—Sé lo que se supone que tengo que hacer. Pero ¿de verdad se espera que
tome el control de ese ejército vampiro y marche contra el resto del mundo?
—Para eso naciste. Te eduqué. ¿Lo recuerdas ahora? ¿Todas las historias
que te conté? ¿Todas las veces que hablé contigo?
—Me acuerdo. Pero no puedo hacerlo. —Volvió a apretar los puños⁠—.
No lo haré.
—¿Por qué no?
—Porque esperas que dirija un ejército de vampiros… ¿Y qué? ¿Quieres
que derroque gobiernos? ¿Que cree una especie de imperio donde todo el
mundo adore a dioses muertos?
—¿Dioses muertos? No, dioses que simplemente han estado esperando
regresar a su lugar destacado.
David sintió la boca seca. La cabeza le daba vueltas.
—Me has dado el empujón definitivo, ¿no, tío? Volaste la reja de hierro
de la cueva para liberarlos, ¿verdad?
—Sí. Existía el peligro de que, llegado el momento, te negaras a seguir tu
destino.
—¿Que pudiera decidir que es una locura, una puñetera locura dirigir a
esos monstruos sedientos de sangre contra el mundo exterior?
—Sí.
—Pues tienes toda la razón.
Su tío siguió mirando al techo con los ojos muy abiertos.
—Consideré esa eventualidad. Al fin y al cabo, tu madre luchó siempre
contra tu destino. Por eso te sacó del pueblo.
—Y gracias a Dios que lo hizo.
El anciano sonrió.
—Pero yo sabía que volverías. Y sabía que tenía que darte la oportunidad
de convertirte en rey.
—Pero ¿ahora qué? ¿Y si decido no hacerme cargo de ese ejército de
vampiros?

Página 314
—Habrá amargas decepciones. En muchos más sitios de los que
conoces… o puedas imaginar siquiera. Pero esto ha sido profetizado.
—¿El qué?, ¿que ese ejército de vampiros recorrería sin control todo el
país?
—Sí. Se predijo muchas veces. —El viejo volvió a sonreír; los restos de
sangre seca alrededor de los ojos se resquebrajaron—. ¿Conoces el
significado de la palabra «pírrico»? —⁠David asintió, inexpresivo
—Se usa unida a la palabra «victoria» —continuó el viejo⁠—. Y la frase
«victoria pírrica» procede de un tal rey Epiro de la antigua Grecia, que
derrotó a los romanos en Heraclea en el siglo dos antes de Cristo. Aunque el
rey Epiro, o Pirro, ganó la batalla, murieron tantos soldados suyos que la
victoria no tuvo valor.
—Bueno —interrumpió David, sintiendo que se le acababa el tiempo⁠—.
Una victoria pírrica significa una victoria que no merece la pena. ¿Por qué es
relevante esto?
—Porque los antiguos dioses se contentarán con una victoria pírrica. Se
muestran, digamos, filosóficos respecto a la idea de que cuando los vampiros
se vuelvan contra el mundo ellos no ganarán nada personalmente, pero verán
perecer a la humanidad.
—Pero ¿de qué le sirve eso a nadie?
—Porque incluso los dioses tienen un lapso de vida limitado, aunque sean
decenas de miles de años. Durante siglos han esperado el Ragnarok, que es el
día de la perdición, cuando los dioses serán destruidos y sustituidos por un
nuevo orden de deidades. No pongas esa cara de sorpresa, sobrino. Nosotros
descendemos de los antiguos dioses. Cuando mueran, moriremos con ellos.
Los nuevos dioses traerán al mundo su propia raza de seres mortales.
—Entonces ¿los vampiros destruirán a la raza humana sólo para que sea
sustituida por una especie diferente?
—Si tú quieres, sobrino.
—Pero si me hago cargo de ese ejército y lo dirijo para crear un nuevo
imperio para esos antiguos dioses nórdicos ¿sobrevivirá la humanidad?
—Sí. Te das cuenta de que depende de ti.
—Dios mío. De la sartén a las brasas.
El viejo se lamió los labios; tenía la boca seca como el papel.
—Pero ¿destruirías tu ejército de guerreros muertos si pudieras?
—Dios, sí.
—Pero tu destino ya está escrito. Sólo tienes dos opciones.

Página 315
—Lo sé. Tomar el mando de ese repugnante ejército o dejarlo suelto sobre
la faz de la Tierra, convirtiendo a cada hombre, mujer y niño en la misma
abominación que ellos.
—¿Qué has decidido?
—He decidido destruirlos.
—Imposible.
—Tal vez. Pero tengo que intentarlo.
Miró al anciano acostado, la cabeza envuelta en vendajes manchados de
sangre seca. Los ojos seguían fijos en el techo, muy abiertos y brillantes.
—Tío George —dijo David con amabilidad pero con firmeza⁠—. ¿Me
contarás todo lo que sepas sobre esas criaturas?
—Puedo hacerlo. Pero no te servirá de nada. Han vivido en las cuevas
bajo el pueblo durante más de mil años. No se les puede matar.
—Sin embargo, dímelo, por favor.
El anciano se pasó la lengua seca como papel de lija por los pálidos labios
mientras lo consideraba. Un celador del hospital pasó empujando un carrito
ante la puerta. El mundo exterior continuaba como antes. Pero David sentía
ya que ese mundo (la misma urdimbre del mundo que formaba las sillas,
camas, paredes del hospital, el suelo de fuera, las rocas del arroyo) contenía el
aliento en una tensa espera por lo que sucedería en las próximas horas. El
mundo iba a cambiar pronto. Un tal doctor David Leppington tenía la llave de
ese cambio.
Contempló al anciano que yacía en la cama con la mirada fija en el techo.
Sus labios se movían rápida pero silenciosamente, como si George
Leppington discutiera la petición de David con alguien invisible pero presente
en la habitación con ellos.
Entonces los labios dejaron de moverse. La respiración del anciano era
profunda, rítmica.
—¿Y bien? —preguntó David—. ¿Me hablarás de esas criaturas?
El anciano asintió. Entonces empezó a hablar.
—Ten cuidado, ellos no sólo tienen la habilidad de alcanzarte físicamente,
sino también mentalmente. Pueden jugar con tu mente. —⁠Ofreció una sonrisa
extraña, torcida—. Así que cuidado, sobrino.
Siguió hablando con aquella voz rasposa que era a la vez grave, tranquila
y extrañamente hipnótica. David se inclinó hacia adelante para no perderse ni
una sola palabra.

Página 316
4

En el exterior el viento arreciaba, arrancando un largo aullido que ululaba por


la cuenca del valle para retorcer los cables de alta tensión y hacer estremecer
los árboles de manera que las raíces se aferraban a la tierra. Parecía como si
los árboles de Leppington ansiaran recoger sus raíces y huir del pueblo. Y de
todo el peligro y el espanto que se agitaba a lo largo y por debajo de las calles
oscuras.
El viento frío sopló con más fuerza. Los cables tendidos entre postes
oscilaban de un lado a otro, los troncos de los árboles se inclinaban con un
oscuro y doloroso gemido…
Era de noche. Quedaban ocho horas de oscuridad hasta que el sol hiciera
su primera aparición vacilante sobre las montañas; vendría con todo el
nerviosismo de una mujer que vuelve a casa para encontrar abierta la puerta
principal, la ventana rota, sangre manchando el pasamanos de la escalera.
Como ella, miraría temerosamente por encima del horizonte, temiendo lo que
fuera a encontrarse en el pueblo, a la fría luz de otro día.

Página 317
Capítulo 33

Bernice se sentía a salvo. Se sentía segura.


Las puertas al mundo exterior están cerradas, se dijo. El ascensor está
parado entre plantas. Las alarmas están conectadas. Cualquiera que entre,
sea mortal o vampiro, las disparará.
Bernice abrió la puerta del apartamento de Electra. El pasillo de la
primera planta del hotel estaba desierto. Se sentía muy a salvo, muy segura.
Salió al pasillo. Una bombilla se había fundido en una de las lámparas del
techo. Por lo demás, las luces eran firmes y brillantes. Eran las nueve y
cuarto.

En la cocina del apartamento de Electra Charnwood, Jack Black fumaba un


cigarrillo. Un dedo grueso y tatuado rodeó el fino cilindro blanco y se lo llevó
a los labios.
Un sonido que nadie podía oír (el sonido de los pensamientos de la gente
de Leppington) tamborileaba rítmicamente en su cabeza. Era un sonido bajo,
apagado, como el compás de la música que se filtra por las paredes de una
casa vecina.
… saca al gato, Tommy; sácalo mientras dan los anuncios…
… conducir un taxi no da dinero, no da nada; tiene que haber trabajo en
los autobuses; no soy demasiado viejo; tal vez merezca la pena escribirle a la
compañía de autobuses de Whitby ¡podrían…
La voz se desvaneció hasta ser sustituida por otra.

Página 318
Si me acuesto con él esta noche, puede que me lleve a York mañana; esos
vestidos de verano no van a estar en el escaparate eternamente, chica;
además, será agradable sentir el peso de su cuerpo sobre mí y el calor de su
pecho contra el mío… Eso me gusta. Es agradable…
Mamá dice que puedo ver otros diez minutos del vídeo de lucha libre.
Todavía tengo que ver todo el Pressing Catch, pero me gustan los Grandes
Éxitos del Enterrador.
Si se hurga las uñas de los pies delante de la televisión otra vez, le
pegaré, así que dame paciencia si…
Las voces que fluían en la cabeza rapada de Black siguieron vibrando
suavemente. Esa noche eran como el rugido del río: un sonido continuo,
alterado levemente ahora sólo en volumen y tono. El sonido era extrañamente
relajante, para variar. A veces lo volvía loco. Esa noche las voces eran
agradables, de algún modo tranquilizadoras.
Siguió fumando y se asomó a la ventana del primer piso. Sólo veía el
patio oscuro y las formas en sombra de los sauces de la orilla del río más allá.
Unas cuantas estrellas asomaban entre los huecos de las huidizas nubes.
Bostezó, relajado. Sabía dónde estaba todo el mundo.
El doctor Leppington había ido al hospital. Volvería pronto.
Chamwood leía libros sobre folclore local en su salita; su rostro mostraba
una profunda concentración, tenía un lápiz suavemente colocado entre los
labios. De vez en cuando tomaba notas en su cuaderno; intentaba averiguar
todo lo que pudiera sobre la leyenda de los Leppington. Tal vez encontrase
información provechosa.
Bernice se había ofrecido a poner de su parte. Había subido a su
habitación del cuarto piso a coger la cinta de vídeo de la que hablaba. Antes
de que cruzara la puerta, él le dijo con su característica voz gruñona:
—Si ves u oyes algo, grita. Iré corriendo.
Ella le dirigió una sonrisa agradecida, y luego salió por la puerta.
Jack Black le dio una calada al cigarrillo y echó el humo tranquilamente.
El viento soplaba alrededor del hotel. Oyó el sonido que hacía. Suaves notas
musicales, como las de una flauta.

Página 319
Bernice se dirigió al fondo del pasillo y salió al rellano. Podía ver el vestíbulo
del hotel abajo, con el mostrador de recepción desierto con el libro de registro
y los teléfonos. La puerta del sótano estaba firmemente cerrada. En las
paredes, los sensores infrarrojos escrutaban en silencio el espacio en busca de
intrusos. Las luces del panel del ascensor estaban apagadas. El ascensor no
iría a ninguna parte esa noche.
Bernice subió la escalera, sin hacer ningún ruido en la alfombra con sus
sandalias.
Fuera soplaba el viento. Emitía un sonido parecido a una flauta, una suave
melodía cadenciosa como una melancólica balada irlandesa, mientras pasaba
junto a los frisos ornados, las balaustradas y las tallas de piedra gótica de las
torres del hotel.
Subió tramo tras tramo la escalera, y dejó atrás el segundo piso, el
tercero…
Puedo oír las paredes respirar, pensó, relajándose con los sonidos de
flauta que llegaban del exterior; es una idea extraña, pero puedo sentirlo, los
ladrillos de las paredes respiran… dentro fuera, dentro fuera, dentro fuera…
Oh, estás cansada, Bernice. Tienes el sueño cambiado. ¿No sería
agradable escoger una de esas habitaciones al azar y acurrucarte en una
cama cualquiera como si fueras un gatito y quedarte profundamente dormida
hasta mañana? Esas cosas de fuera del hotel parecían ahora muy lejanas. No
podían atravesar las puertas cerradas; no podían hacerle daño.
La brisa tocaba el edificio como si fuera un instrumento musical; suaves
notas cadenciosas de flauta que se alzaban hasta los techos antes de caer en
espiral por el hueco de la escalera.
Estoy a salvo, tengo sueño, estoy lista para acostarme. Sin duda no hay
ninguna necesidad de permanecer despierta.
Recordó cuando arrastraba cada noche la cómoda para atrancar la puerta
de su habitación, porque tenía la tonta idea de que un fantasma acechaba en el
rellano. El fantasma del suicida William Morrow… sin ojos y con los labios
mohosos por la tumba y los gruesos dedos para acariciar las gargantas de las
chicas vulnerables…
Sonrió. ¿No era una idea loca? El hotel es seguro como un castillo. Nadie
puede entrar. Incluso esa cosa del sótano con los pechos arrancados está a
buen recaudo. No puede hacerme ningún daño. De hecho, probablemente no
podría ni matar a una mosca.
Aunque Bernice bajara directamente la escalera, abriera la puerta del
sótano y luego se encaminara hacia aquella habitación de almacenaje, abriera

Página 320
la puerta y…
Oh, pero no voy a hacer eso, ¿verdad?, pensó, sintiéndose deliciosamente
sexy y contenta. Se desperezó, sonrió y giró en la escalera como una bailarina.
No. No haría nada tan salvaje y desenfadado como eso.
¿No?

El anciano yacía en la cama; hablaba con aquella seca voz susurrante que
resultaba tan hipnótica. David se notaba los párpados pesados. Sin embargo,
escuchaba las palabras que brotaban con fluidez de aquellos viejos labios.
—Tienes que estar siempre en guardia, sobrino. Ellos son viejos y listos.
Se han llevado a gente descuidada en el pasado. Recuerda, son como
pescadores: pueden utilizar la mente como si fuera un anzuelo. Lo lanzan, se
abren paso hacia tu cerebro y, cuando has picado, te atraen… lentamente,
pero con seguridad. La víctima se siente contenta, segura; segura hasta el
punto de creerse completamente indestructible y llena de una sensación de
paz y bienestar total. Han inducido a gente a abandonar su casa en mitad de la
noche y acercarse a las entradas de las cuevas. Allí se han apretujado contra
las rejas… estaban completamente hipnotizadas. Y allí esperaron hasta que
vinieron los vampiros, extendieron las manos a través de los barrotes de
hierro y tomaron lo que querían de quien fuese, hombre, mujer o niño…

Bernice había llegado a la cuarta planta. Ahora, por impulso, quiso darse la
vuelta y corretear por el pasillo como una princesa en un baile, girando y
girando, la larga falda volando. Ahora todo parecía ir tan bien.
Estoy enamorada de David Leppington, pensó con un súbito arrebato de
placer; estoy enamorada de él. Y él está enamorado de mí. Evocó su sonrisa y
recordó su voz, y le apeteció bailar de nuevo.
Y se sentía tan sexy, tan… ¡sí!, tan absolutamente deseable. Ansiaba que
acariciaran sus brazos desnudos y le rascaran suavemente la espalda.

Página 321
Extendió la mano hacia la puerta de su habitación y la abrió. Sentía un
cosquilleo en la piel. Eran esas ropas viejas. ¿Por qué no se ponía algo más
bonito? ¿Por qué no la ropa del armario? La ropa prohibida, la ropa perversa.
Se rió. Sí, le encantaba el contacto de los satenes y frías sedas de Electra
contra la piel. ¿Por qué no, Bernice? Parecer guapa y sexy no es un delito
por el que vayan a ahorcarte, ¿no? Sonrió. Aún no, por lo menos.
Salió de nuevo al pasillo, se dirigió a la puerta de la habitación donde
estaba escondido el alijo de inefables y exóticas ropas eróticas de Electra.

A las diez estaba casi lista. Una vez más llevaba los largos guantes de encaje
negro que le llegaban por encima de los codos. Se había puesto la larga falda
de satén negro y las botas de cuero hasta las rodillas. Se ataban por delante,
siguiendo la línea de la espinilla, y eran exquisitamente ceñidas, recogiendo
los músculos de la pantorrilla con firmeza, como si las sostuvieran las grandes
manos de un hombre.
En la parte superior llevaba una blusa suelta… muy suelta, teniendo en
cuenta que estaba hecha para el amplio torso de Electra. También era de
encaje negro, un encaje increíblemente lino que se transparentaba. El efecto
era maravillosamente agradable cuando se contemplaba en el espejo. El
encaje era tan fino que parecía que la mitad de su cuerpo estuviese envuelto
en una bruma negra: cuando se daba la vuelta parecía como si irradiara un
aura negra, apenas un centímetro por encima de su pálida piel.
De nuevo se puso mucho maquillaje alrededor de los ojos. Capas y capas
de sombra profunda y oscura. Luego un poco de rímel negro para formar un
contorno tan marcado que le hizo pensar en la cara de las princesas egipcias.
Entonces se aplicó el toque final. Pintalabios rojo. Un rojo sangre brillante y
húmedo que resaltaba vivamente en su cara blanca. Perfecto.
Se miró al espejo y sonrió de placer. De nuevo el efecto era una lucha de
opuestos: el negro funeral de las ropas de estilo Victoriano contrastado con el
aspecto de la mujer dominante de las más eróticas fantasías de un hombre.
Notaba la piel increíblemente sensible. Era consciente de los diferentes tejidos
contra su cuerpo: la fría suavidad del satén y la seda, la textura levemente más
áspera de los guantes de encaje negro que le apretaban tanto que parecían una
segunda piel.

Página 322
¿Por qué estoy haciendo esto?, se preguntó. David no está aquí para
apreciar todo este esfuerzo. No importa. Me verá más tarde con este oscuro y
divino look, perfectamente maquillada, con brillantes ojos de ven-a-la-cama y
voluptuosos labios rojos.
De todas formas se lo enseñaría a Electra. Podía imaginársela riéndose de
asombro y aplaudiendo. Sería una diversión, un poquito de alegría en lo que si
no sería una noche larga, muy larga.
Tarareando, salió de su habitación, moviéndose como la dama de la gran
mansión. Se detuvo, advirtiendo algo que no encajaba del todo. Bueno… algo
diferente. ¿Qué era?
Contempló el pasillo. Entonces vio lo que era y dejó escapar una risita. A
sus oídos, sonó animada y tintineante. A otros oídos podría haber parecido la
risa de una borracha o de alguien que se acercaba peligrosamente a las
fronteras de la locura.
Se dio la vuelta, miró e hizo una reverencia.
—Vaya, gracias —le dijo a la nada—. Gracias por mandarme el ascensor.
Sus puertas estaban abiertas, el interior brillantemente iluminado.
Bernice entró en él, ligera como una mariposa, con la falda volando.
Alzó un dedo envuelto en encaje para pulsar el botón de plástico con el
número 1… Un número 1 gastado y brillante, por cierto. Pero las puertas del
ascensor se estaban cerrando ya, antes de que tuviera tiempo de tocarlo.
—Vaya, gracias —dijo felizmente, mientras las puertas se cerraban con
un seco sonido.
El motor del ascensor zumbó, las paredes y el suelo temblaron. El
ascensor había empezado a bajar, llevándola consigo.

Electra Charnwood entró en la cocina del apartamento, adormilada y


bostezando, tapándose la boca con una mano.
—Lo siento… Uf, estoy tan cansada. Me quedé dormida leyendo.
¿Has…? Jack… Jack.
Miró hacia él, sentado a la mesa de la cocina. Parecía despierto. Tenía los
ojos abiertos, aunque su mirada era vidriosa y fija.
Tenía la mano apoyada en la mesa. Un cigarrillo se había consumido hasta
el filtro entre sus dedos, dejando una pequeña columna de ceniza fría.

Página 323
—¡Jack! —La voz de Electra restalló como un látigo⁠—. ¡Jack! ¡Despierta!
Los ojos giraron, aturdidos, luego enfocaron.
—Eh… ¿qué pasa?
—Jack, ¿dónde está Bernice?
—Subió a su habitación. —Miró el cigarrillo apagado entre sus dedos con
una especie de sorpresa muda, como si hubiera visto un champiñón brotarle
en el dorso de la mano⁠—. ¿Por qué?
—¿Cuándo, por el amor de Dios?
Un poco aturdido, miró el reloj de la pared.
—Oh, joder.
—¿Cuándo, Jack?
—Hace más de una hora.
—Joder, joder, joder —murmuró Electra. Una fría sensación le corrió por
el estómago y el pecho con golpes largos y helados⁠—. Reza para que no la
hayan cogido. Vamos… será mejor que traigas tu martillo. Tenemos que
encontrarla.
Salieron al rellano del primer piso. Inmediatamente oyeron un zumbido
eléctrico.
—Es el ascensor —gimió Electra—. Maldita sea. Lo desconecté; no
puede estar funcionando.
—Pues funciona —dijo Black con voz átona—. ¿Puedes pararlo?
—Tendremos que hacerlo.
Buscando la llave que desconectaría el ascensor, Electra corrió hacia la
puerta del primer piso. Metió la llave en la cerradura junto al botón de
llamada y levantó la cabeza. El ascensor venía de camino: los números
iluminados del panel de arriba cambiaban del cuatro al tres.
—Espera —gruñó Black—. ¿Cómo sabemos que es Mochardi quién está
en el ascensor?
—Tiene que ser ella. ¿Quién más puede ser?
—Podría ser uno de esos hijos de puta. Podría lanzarse directo contra
nosotros si lo paras en este piso. ¿Qué podríamos hacer entonces?
El indicador del ascensor mostró el número dos, el piso inmediatamente
superior. Electra se imaginó la oscura forma de ataúd del ascensor
deslizándose por el hueco de ladrillo, la corriente causada a su paso haciendo
aletear un siglo de telarañas.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Black.
Electra esperó con la mano dispuesta para girar la llave, mirando
ansiosamente el indicador. Si Bernice estaba allí dentro tenían que parar el

Página 324
ascensor y sacarla. La intuición le decía que el ascensor iba derecho al sótano,
hacia lo que estuviese acechando allá abajo.
Pero si en el ascensor estaban aquellos monstruos, se abalanzarían contra
ellos en el momento en que se abrieran las puertas. Sintió la boca seca.
—Detendré el ascensor entre pisos. De esa forma las puertas
permanecerán cerradas hasta que decidamos abrirlas.
—Mejor que te des prisa…
Cuando el número dos se apagó, dejando el indicador en blanco, Electra
supo que el ascensor estaba entre pisos. Giró bruscamente la llave. Levantó la
mirada, esperando que la pantallita permaneciera en blanco y oír el golpe
apagado del ascensor al detenerse.
Abrió la boca, el corazón pareció parársele en el pecho.
—No.
Apareció el número uno.
—No funciona. Deben de haber trucado el mecanismo. —⁠Giró la llave a
un lado y al otro. No sucedió nada.
Fuera cual fuese el cargamento que llevara el ascensor dentro de sus
paredes cubiertas de pino, iba directamente hacia el sótano.
Ahora Electra supo con toda seguridad que Bernice estaba dentro del
ascensor. Apoyó la palma de la mano en la puerta de éste, sintiendo la
vibración a través de la madera mientras el ascensor pasaba de largo llevando
su frágil contenido mortal como una ofrenda de sacrificio camino de un dios
oscuro y terrible.
El panel indicó una B. La planta baja. Luego una S.
El sótano.
Había llegado a su destino.

Estaba fuera del ascensor. No era consciente de haber dado esos tres pasos.
No era consciente de sus pies calzados con botas ajustadas tocando el suelo de
barro cocido con suaves sonidos como besos. Ni del sonido de su respiración.
Ni de la presión del tejido de encaje contra sus pezones.
Pero aquí estoy, pensó, aturdida, mientras las paredes del sótano parecían
estar a una distancia inmensa, como si viera el mundo desde otra dimensión.

Página 325
Avanzó lentamente: otros tres pasitos, la larga falda rozando el suelo de
barro. Se volvió a mirar el ascensor son sus adornadas lámparas de cristal y su
espejo, y la mullida alfombra de color burdeos que cubría el suelo. Ahora
mismo, el ascensor parecía a kilómetros y kilómetros de distancia.
Notó los labios secos como el papel cuando los lamió. Su cuerpo se había
entumecido, la misma sensación que se nota en los pies cuando se ha
permanecido arrodillado demasiado tiempo.
No tenía ninguna compulsión real para hacerlo, pero se encontró
avanzando lentamente. Como si caminara en un sueño. Después de unos
cuantos pasos, entró en la nave principal del sótano. Estaba brillantemente
iluminado. Allí estaban los estantes que había visto antes, soportando el peso
de bultos de sábanas viejas, cajas de clavos, botellas de vino, la tapa de un
inodoro.
Continuó caminando. A su izquierda estaba la puerta cerrada de la
habitación de almacenaje. Dentro había visto aquella cosa parecida a un
cadáver con los pechos destrozados. La sintió allí dentro, arrastrando los pies
descalzos por el suelo.
Bernice siguió caminando lentamente: era una hermosa princesa de un
cuento de hadas que se internaba en una maravillosa tierra de fantasía, los
labios rojo sangre levemente abiertos, los ojos ribeteados de negro y una
sonrisa en la cara. Miró a izquierda y derecha, como esperando que algo
sorprendente se presentara para su diversión.
Sonrió. Su mente estaba lejana y ensoñadora y feliz: había nacido para
hacer eso.
Entonces dobló una esquina y contempló el sótano mientras se extendía
hasta la puerta de hierro. Sólo que ahora era diferente. La puerta estaba
abierta. Se estremeció. El aire frío de pronto tenía dientes con los que morder.
Era tan frío que resultaba doloroso.
Inspiró, temblando; los dientes le castañetearon; las manos se movieron en
un espasmo involuntario, como si un sádico la hubiera obligado a lamer el ojo
abierto de un muerto. En ese instante despertó por completo, saliendo
bruscamente de su trance.
Contempló el sótano, horrorizada; era como si las paredes se hubieran
abalanzado hacia ella. Mientras que antes parecían cálidas, suaves y lejanas,
ahora eran duras, brutalmente frías, y parecía como si hubieran unido sus
palmas de ladrillo para aplastarla, apretando su pulverizada caja torácica
contra su despedazado corazón.
Dios mío, ¿por qué he bajado aquí, por qué he bajado aquí? ¿Por qué…?

Página 326
Pero la fría verdad era que estaba allí. La habían atraído, con la misma
facilidad con que su antiguo novio la emborrachó hacía muchos años y luego
la convenció para que fuera a su apartamento, donde los hombres la
desnudaron.
Sólo que ahora allí estaba la puerta de acero abierta, la puerta que antes
separaba ese sótano del pasadizo que conducía al… al infierno, por lo que ella
sabía.
Dio dos rápidos pasos adelante. Como si necesitara confirmar que no se
trataba de una ilusión. No.
La pesada puerta de acero que había permanecido décadas cerrada a cal y
canto estaba ahora abierta de par en par. Los candados yacían en el suelo. Vio
que todavía estaban cerrados. Alguien, sin embargo, había hecho un buen
trabajo serrando pacientemente los ganchos.
Se estremeció. Fue una sensación larga, dolorosamente fría. Si la traducía
a una imagen visual, el estremecimiento habría sido causado por una gran
babosa de grueso cuerpo, deslizándose por la piel desnuda del estómago hasta
la garganta, dejando un sendero resbaladizo de frío pus lechoso por sus
pechos.
¡Sal de aquí, Bernice, sal!
Cuando se volvía para echar a correr, vio por el rabillo del ojo algo pálido
que salía de las sombras para alzarse en la abertura dejada por la ausencia de
la puerta de acero.
Echó a correr por el sótano, dejando atrás la puerta de la habitación
cerrada donde estaba la criatura. Entró en el ascensor. Todavía contenía el
olor de los pisos superiores del hotel, un olor limpio y seco, no como el frío
aire rancio del sótano.
Golpeó los botones del panel de control. En un segundo las puertas se
cerrarían, el motor zumbaría y ella subiría de vuelta a la seguridad de los
pisos superiores (no importaba qué piso, cualquiera valdría).
Con el puño revestido de encaje volvió a pulsar los botones. En cualquier
momento… en cualquier momento…
Entonces sucedieron cosas terribles.
Las luces del sótano se apagaron. Con un grito, miró desde la caja
iluminada que era el ascensor.
Más allá de la puerta se extendía el suelo de barro, suavemente iluminado
por la luz del ascensor. Más allá, la oscuridad del sótano, una oscuridad
intensa que parecía brotar con capullos violeta cuanto más la miraba.
Mientras observaba, los capullos violeta se vetearon de rojo oscuro al mismo

Página 327
tiempo que su mente trataba frenéticamente de encontrar sentido a la pauta
aleatoria de sombras y oscuridad.
Entonces se oyó un sonido reptante. El ruido de pies arrastrándose por el
suelo.
Entonces, despegándose de la oscuridad, llegaron las pelotas blancas. O
eso pareció al principio.
Entonces vio que esas pelotas blancas eran cabezas desnudas, sin pelo.
Unos ojos ardían debajo de aquellas oscuras y erizadas cejas. Las narices eran
cruelmente ganchudas. Las bocas se abrieron, revelando dientes afilados
como cuchillos.
—¡Vamos… vamos! —gritó Bernice mientras golpeaba los botones del
ascensor.
Vamos, por favor.
De un momento a otro las puertas del ascensor se cerrarían. Ella estaría a
salvo. El espacio confinado del ascensor, brillantemente iluminado, parecería
maravillosamente acogedor y cálido.
Prometo que no volveré aquí abajo. Prometo ser buena. Prometo…
Se abalanzaron hacia ella, una avalancha de brillantes cabezas blancas.
Las manos se extendieron, eran alargadas, espectrales, pálidas.
Unos largos dedos se enroscaron alrededor de sus brazos. La sacaron del
ascensor. Ella gritó.

En la habitación del hospital, el teléfono móvil sonó mientras el anciano


seguía hablando con aquella voz susurrante.
David se sacó rápidamente el móvil del bolsillo y pulsó el botón de
recepción de llamadas.
—¿Sí?
Oyó la voz de Electra.
—David. Creo que han cogido a Bernice.
Durante un momento fue incapaz de hablar. Más allá de las ventanas, el
viento sopló con más fuerza hasta convertirse en un fino aullido.
—¿David? —dijo la voz de Electra en su oído.
—Sí. Sigo aquí.
—¿Vas a volver al hotel?

Página 328
David se dio cuenta de que, absurdamente, estaba negando con la cabeza
como si ella pudiera verlo allí sentado, encogido tristemente en la barata silla
de plástico junto al anciano.
—No —dijo finalmente—. No hay tiempo. Voy a subir a casa de mi tío.
—¿Por qué?
—Allí hay una entrada a la cueva.
Permaneció en la misma posición un instante. Por fin fue consciente de
que Electra todavía repetía su nombre al teléfono.
—David. ¿David?
Colgó y volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.
En lo más hondo sabía que había pospuesto lo que debería haber hecho
hacía mucho mucho tiempo. Más de mil años. Sentía la sangre de sus
antepasados latirle en las venas.
Había llegado el momento. Era así de sencillo e inevitable.

Página 329
Capítulo 34

David dejó a su tío antes de medianoche. Sentía el cuello entumecido y


dolorido; le dolían los ojos de mirar la cara del anciano mientras éste
murmuraba hipnóticamente todo lo que sabía sobre la raza de vampiros de
Leppingsvalt.
No se les puede atravesar el corazón con una estaca, sobrino; el ajo no
les molesta, ni los pétalos de rosa frescos; el agua sagrada y los crucifijos no
les importan un pimiento. Pero sí les molesta la luz brillante… les molesta
hasta el punto de la confusión, incluso de la desorientación. Rehúyen la luz
del día. La luz del sol les resulta particularmente repelente. Hiere sus ojos
adaptados a la oscuridad, ¿sabes? Pero los efectos nocivos de la luz sólo
serán temporales…
Y así sucesivamente hasta que las palabras resonaron en el cerebro de
David como piedras calientes.
Ahora mismo quería sentarse con una bebida fuerte en la mano. Tal vez
vodka, o brandy mezclado con oporto. Cualquier cosa que tuviera una buena
pegada. Pero sabía que tenía trabajo que hacer.
Oh, jugando al mesías otra vez, doctor Leppington, canturreó la voz al
fondo de su cerebro. Deja que esta porquería de pueblo se ahorque solo. No
es cosa tuya. Deja este lugar de mierda para los vampiros. Déjalos chupar la
sangre que quede en este sucio pueblucho…
Negó con la cabeza mientras se dirigía al aparcamiento. No. No te alejes
de esto.
El viento soplaba ahora con fuerza, ululando agudamente por los cables
telefónicos; agitó los árboles hasta que éstos gruñeron. Paquetes vacíos de
patatas fritas revolotearon a la altura de su cabeza. En el cielo los jirones de
nubes surcaban como balsas que intentaran desesperadamente escapar de ese
lugar olvidado de Inglaterra.

Página 330
Cuando estaba abriendo la puerta del coche fue consciente de que unos
ojos lo observaban desde las sombras; sabía de quién eran. En un instante, los
vampiros podrían echársele encima, desgarrarle la piel y sorber la sangre de
su carne como un niño vulgar hace con el agua de una manopla en la bañera.
Abrió la puerta del coche. No. No lo atacarían aún. Todavía lo necesitaban
mortal. Un hombre que pudiera funcionar a la luz del día mientras guiaba sus
hordas vampíricas para que libraran la guerra contra el mundo exterior.
Pensó que lo mejor para todos podría ser hacerles creer que iba a hacer
eso. Que él, David Leppington, aceptaría voluntariamente el rol que le habían
asignado. Que se convertiría en el líder de ésos no muertos: él, el último de
los Leppington, sería en el rey vampiro.
Sonrió agriamente cuando se le ocurrieron las palabras:
Algunos hombres nacen grandes; a otros la grandeza les cae encima…
Demonios, vaya herencia.
Arrancó el motor del Volvo y salió del aparcamiento. Las luces cortaron
un brillante tajo a la noche.
En cuestión de minutos aparcó ante la casa de su tío. Parecía ominosa e
impresionante en la oscuridad. Los árboles del jardín parecían hacerle señas
mientras el viento tiraba de las ramas a un lado y a otro. Le decían que era
una locura continuar, que todo lo que iba a encontrar allí sería dolor y, al
final, muerte.
Se detuvo un instante, inspiró profundamente y contempló la oscuridad
más allá del parabrisas. Ahora no podía echarse atrás. Habían cogido a
Bernice. Debía de ser uno de ellos ahora.
Apretó lo dientes, furioso. ¿Cómo podían haberla perdido tan fácilmente?
Incluso ahora ella podría estar mirándolo desde los matorrales de la
carretera, lamiéndose los labios, los ojos ardiendo de hambre al pensar en su
sangre, que latía ricamente a través de sus venas.
Tras hacer acopio de fuerzas, David agarró la linterna por el asa de
pistola. Luego salió del coche.

La cabeza le zumbaba todavía por lo que le había dicho su tío. Ahora sabía
más, muchísimo más, sobre esas criaturas, pero ese conocimiento no lo
llenaba de mucho optimismo. Seguía sin saber cómo destruirlos.

Página 331
Había venido a la casa de su tío con la vaga esperanza de que la reja de
acero de la cueva estuviera aún de algún modo milagrosamente intacta; quizá
la dinamita que su tío había colocado no había sido lo suficientemente potente
para destruir todo aquel sólido trabajo de acero; en ese caso, los vampiros
seguirían prisioneros bajo tierra. Si no era así, tenía la idea, vaga e indefinida,
de que tal vez pudiera poner más dinamita para derribar el techo de la cueva.
Quizá ésa era la respuesta: encerrar a los monstruos bajo tierra para siempre.
Empujó la verja de madera. El viento la hizo resistirse como si las fuerzas
de la naturaleza estuvieran conspirando para impedir que resultara dañado.
Pero sabía que era el momento de ajustar las cuentas. Tenía que enfrentarse al
peligro de cara.
Recorrió el sendero, los hombros encogidos mientras el viento arreciaba
contra él, gritando entre los árboles, aullando alrededor del tejado de la casa.
Ésta permanecía sumida en la oscuridad. Las ventanas estaban vacías, como
los ojos de un muerto.
David se estremeció. Siguió andando. No hay vuelta atrás, se dijo. No hay
vuelta atrás.
Primero se dirigió al taller del viejo. Tal vez allí estaba almacenada la
dinamita.
Pero ¿cómo demonios se usa la dinamita? Sólo sabía sobre ella lo que
había visto en la televisión… probablemente en los dibujos animados
infantiles. Tom siempre colocaba cartuchos de dinamita en la ratonera de
Jerry y encendía la mecha, y entonces el astuto Jerry le daba la vuelta a las
tablas, introduciendo el cartucho entre los dedos del estúpido gato y… ¡BUM!
El gato se quedaba todo negro y sin piel, con una expresión de dolorida
sorpresa en el rostro felino.
Pero usar dinamita de verdad, colocarla en el sitio adecuado para que
derribara el techo de una cueva… Y luego calcular cuánta mecha usar. ¿Y los
detonadores? David se dio cuenta de que fácilmente podía acabar en el otro
barrio.
Encendió la luz eléctrica del taller. El lugar estaba igual que lo había visto
antes. Sólo dos días atrás. Dios, parecía que hacía ya media vida desde que
estuvo allí bebiendo el fuerte té de su tío.
El fuego de la forja estaba apagado desde hacía tiempo; ahora sólo
quedaba un montículo de ceniza marrón. De vez en cuando el viento
alcanzaba la chimenea y canturreaba, arrancando un sonido extrañamente
resonante.

Página 332
Mientras David observaba el taller, el sonido generado por el viento
llegaba como la llamada de algún espíritu quejumbroso: uuuuuuuuuu. La
campana de metal que se alzaba como un cono invertido sobre la forja vibraba
en simpatía.
Contempló los estantes de acero. Licores destilados, herramientas para
trabajar el hierro, rollos de cuerda y de cable eléctrico, baldes (donde su tío
sin duda frotaba sus poderosas manos para quitarse la suciedad al final del
día), una plancha que el viejo debía de estar reparando, cajas de clavos,
tornillos, mercas, arandelas, roscas (metódicamente ordenados por tamaños);
una radio que sin duda escuchaba mientras martilleaba al ritmo de la música.
El lugar estaba meticulosamente ordenado. Reflejaba la mente
cuadriculada de su tío.
Sobre un estante de metal encima del banco de trabajo, solo y casi
reverentemente envuelto en un paño, estaba el espadón en el que el viejo
estaba trabajando.
Desde la primera visita de David su tío debía de haberle echado unas
cuantas horas más de trabajo. Aún no estaba acabado pero ahora la forma de
la hoja estaba completa, larga y terminada en punta. El mango seguía siendo
de metal pelado, pero el pomo de la espada, una bola de metal del tamaño de
un huevo de gallina, estaba ya soldado en su sitio; la guarda también estaba
colocada. Le recordaba a la Excalibur del Rey Arturo.
Ésta era la versión Leppington. ¿Cómo la había llamado su tío? Helvetes.
Sí, ése era el nombre. Helvetes, que significaba «ensangrentada» o «bañada
en sangre». La leyenda decía que había sido extraída del vientre de un pez que
vivía en un lago subterráneo.
Tocó la hoja. El metal era todavía romo, no había sido afilado. David se
pasó el pulgar por la yema de los dedos como hace la gente cuando
comprueba si un estante o un adorno tiene polvo. Sólo que sintió un leve
cosquilleo en la punta de los dedos.
Tocó de nuevo la hoja. Esta vez, el hormigueo le corrió desde la punta de
los dedos hasta la muñeca, luego le subió por el antebrazo como si hubiera
tocado las terminales de una batería pesada.
Antes de darse cuenta, había alzado la espada por el mango y comprobaba
su peso y equilibrio. Se sentía cómodo con ella, como si la hubiera poseído
antes y tan sólo la hubiera tenido temporalmente.
Pasó los dedos por el filo. Romo, demasiado romo. No cortaría ni un
pepino. Buscó rápidamente por el taller. Al fondo vio la fijadora eléctrica que
su tío usaba para afilar las herramientas.

Página 333
La piel seguía cosquilleándole; ahora se sentía en marcha. En cuestión de
segundos encendió la fijadora y la rueda empezó a girar. La miró un instante,
frunciendo el ceño. No había tocado una de esas máquinas desde que tenía
catorce años, en las clases de taller del colegio.
Torpemente, apoyó la espada contra la rueda blanca de óxido de aluminio
que ya giraba a más de tres mil revoluciones por minuto. Las chispas volaron
en una lluvia brillante. David asintió y sonrió para sí. Estaba recordando
aquellas clases de taller. Aplicó de nuevo la hoja. Las chispas cayeron en
cascada al suelo. Con cuidado giró la hoja para que el borde abrasivo de la
rueda fuera reduciendo el metal a un fino filo que fuera agudo como un
escalpelo.
Con el viento ululando en la chimenea de la forja, David casi cerró los
ojos, una expresión de total concentración y a la vez una protección contra la
deslumbrante lluvia de chispas. Entonces se puso a trabajar.

Segundos después de que la sacaran del ascensor, Bernice fue arrastrada por
la puerta abierta hasta el túnel de más allá.
La conmoción estrangulaba cualquier intento de gritar después de su
primer alarido aterrado. Apenas podía respirar del miedo.
La levantaron. Sintió unos brazos nudosos alrededor del cuerpo y las
piernas mientras la llevaban en horizontal, como se lleva una alfombra
grande.
La oscuridad era absoluta. Oyó el jadeo de respiraciones entrecortadas.
No sabía cuántos eran. ¿Ocho?, ¿diez?, ¿veinte?
El frío aire del túnel le heló la cara; los dedos se apretaban con fuerza a
través del satén de su vestido clavándose en sus piernas. La cabeza le daba
vueltas; tras sus ojos brillaban chispas; se debatió por llevar aire a los
pulmones; el corazón le golpeaba las costillas.
De niña veía esas películas de aventuras donde siempre había una
persecución en coche. Lo que siempre le preocupaba era la parte donde el
coche se estrella contra la barrera y se desploma por el borde de un precipicio.
Durante unos segundos, el conductor se queda al volante, mirando por el
parabrisas, mientras el coche traza su caída en una arco largo y curvo.

Página 334
¿Qué se les pasa por la cabeza?, se preguntaba con los ojos muy abiertos
y la mano en los labios mientras el automóvil caía. Saben que el coche se
estrellará contra las rocas de abajo, saben que el vehículo inmediatamente
estallará en una bola de fuego (siempre pasa cuando los coches se estrellan
en las películas, ¿no?). Saben que van a morir. ¿En qué piensan durante los
pocos segundos en caída libre antes del mortal impacto?
Ahora lo sabía. Un torrente de miedo entrelazado con fieros hilos de terror
la recorría. Pensó en todo y en todos. Pensó en cómo librarse de esas manos y
correr gritando hacia un lugar seguro (pero esas manos son como acero,
Bernice, no se puede escapar de ellas). Pensó en esos labios muertos tocando
su cuello un segundo antes de clavarle los dientes en la piel. Pensó en la
muerte… Oh…
Se debatió contra las manos, los sentidos súbitamente intensificados
registrando la presión de las botas de cuero negro contra las espinillas, las
apretadas medias de seda que le cubrían los muslos, el suave frío del satén y
las sedas contra la piel del estómago y la espalda, la leve sensación
cosquilleante de los guantes de encaje que le cubrían las manos, las muñecas,
los antebrazos y los codos.
Y también estaba el aire frío contra la piel desnuda de la cara y la
garganta, como si contra ella se apretaran paneles de cristal helados. Fue
agudamente consciente, también, de que la llevaban hacia abajo, a través de la
sucia garganta del túnel hasta el vientre de la tierra. Ahora no había nada que
pudiera salvarla.
Era como aquel conductor de la película de acción, cuando su coche ha
saltado por el borde del precipicio… y cae dando vueltas y vueltas…
En cualquier momento chocaría contra el fondo de roca.
En cualquier momento Bernice Mochardi, con sus veintitrés años, se
enfrentaría a su destino con todo el impacto aplastante del coche que choca
contra el fondo de la cantera.
Entonces volvió a encontrar la voz. Fue entonces cuando, por fin, empezó
a gritar de verdad.

Página 335
Capítulo 35

El taller de George Leppington a medianoche. Un torrente de aire frío recorre


el valle, agitando los árboles y sacudiendo la puerta del taller como si tuviera
miedo de estar fuera en una noche como ésta y quisiera entrar
desesperadamente.
El viento ululaba en torno a la chimenea, un gemido lleno de dolor y
desesperación. La campana de metal que formaba el cono invertido sobre el
fuego de la forja temblaba en armonía, producía un sonido parecido a un
diapasón que zumbara discordante, enloquecido. El aire frío se colaba por la
chimenea, revolviendo las cenizas muertas del fuego hasta que pareció agua
marrón agitada dentro de un cuenco.
David no oía ni veía nada de eso. Su concentración estaba centrada en la
hoja de la espada mientras la presionaba contra la rueda. Volaban las chispas;
la hoja chillaba como dolorida.
Cada dos por tres pasaba la yema del pulgar por el filo de la espada.
Luego volvía a afilar el acero. Las chispas ardían con un brillo oscilante. El
efecto era igual que acercarse a un fuego artificial. David advirtió que debería
haberse puesto gafas protectoras, pero no había tiempo para buscarlas. Sólo
era consciente de la larga hoja de acero y el interminable fluir de chispas
deslumbrantes que titilaban con brillantes amarillos, naranjas y blancos.
Comprobó de nuevo la espada, pasando el pulgar por el filo. Al instante
sintió la tierna piel ceder cuando, por fin, la hoja la abrió como un cuchillo la
piel de un tomate. Sin embargo, sólo fue lejanamente consciente del corte en
la yema del dedo.
Contempló, asombrado, la perla de sangre que pintaba una línea húmeda
de escarlata a lo largo de acero, maravillándose mientras resbalaba hacia la
afilada punta de la espada.

Página 336
Verlo le parecía normal, tan increíblemente normal. Como si hubiera visto
eso suceder un millar de veces antes: sangre tiñendo de húmedo y rojo la hoja
de una espada.
La espada se había manchado de sangre. Inmóvil, con el afilador todavía
zumbando y el viento en el exterior aullando como un alma perdida,
contempló la sangre (su sangre) en la hoja de metal. La perla de sangre que
goteaba por la hoja se detuvo. Entonces sucedió algo extraño: fue absorbida
por el acero templado, así de simple; no se secó o rodó por la punta de la hoja.
Se filtró como una gota de vino tinto que es absorbida por un trozo de papel
de cocina.
La espada estaba lista.

Medianoche. El hotel Estación.


Electra Charnwood y Jack Black se encontraban en el salón del
apartamento. El aire ululaba alrededor de las ventanas, un sonido grave y
lastimero, lleno de tristeza y soledad. Los dos permanecían sentados en
silencio, sin moverse.
—No podemos seguir aquí sentados hasta que nos pudramos —⁠dijo
Electra con voz baja y asustada.
—¿Qué sugieres?
—No lo sé. —Se estremeció con un movimiento que le llegó hasta los
músculos y los hombros⁠—. No sé… de verdad que no lo sé.

Bajo el pueblo había un silencio absoluto. Oscuridad total.


Bernice Mochardi había gritado hasta que sintió la garganta como si se la
hubieran lijado. No podía respirar. Los brazos la sujetaban con tanta fuerza
que sentía como si la estuvieran aplastando. Siguieron llevándola por el
oscuro túnel. Oía un susurro de pies descalzos sobre la roca. El sonido de la
respiración de las criaturas era un siseo como de serpiente.

Página 337
Entonces sobre ella vio una luz cortada en segmentos rectangulares por
una reja de metal. Comprendió que era una alcantarilla de la calle. Vio
brevemente las paredes flanqueadas de ladrillo del conducto que caía en línea
recta como el hueco de un pozo. Un coche pasó sobre la reja, bloqueando
momentáneamente las farolas que parecían tan lejanas que podrían haber sido
estrellas en el cielo nocturno.
Van a matarme, pensó, jadeando. Van a agujerearme la piel y me van a
sorber la sangre hasta dejarme seca como una esponja.
Durante una milésima de segundo vio con claridad meridiana a sus
hermanas y su madre de pie junto a su ataúd en la capilla del velatorio.
Lloraban y se llevaban pañuelos húmedos a los ojos y las narices llorosos. Y
sintió una pena enorme, como si fuera a dejarlas abandonadas al morir tan
joven.
Pronto volvieron a perderse en la oscuridad, dejando atrás la mancha de
luz amarilla que se filtraba por el hueco de la alcantarilla hasta el suelo del
túnel. Oyó los gases de combustión del coche y luego eso también
desapareció, dejando el húmedo olor a champiñón de los vampiros que la
llevaban.
Tenía que haber una salida. La idea la cogió por sorpresa. Se quedó
flotando en su mente, girando como una joya resplandeciente, dura y
brillante. Tenía que haber una salida. Sabía que debía haber una manera de
escapar. De ningún modo iba a rendirse al destino de esa forma. No podía
dejar que los vampiros acabaran con ella sin luchar.
Abrió los ojos tanto como pudo y miró alrededor. No había otra cosa más
que oscuridad.
Todo lo que podía percibir de los sonidos producidos por las pisadas era
que el túnel era estrecho; probablemente apenas cabían dos personas
caminando hombro con hombro, aunque era lo bastante alto para que
pudieran avanzar sin encorvarse. Debía de estar tallado en la roca. Ahora que
se internaban más en las profundidades del pueblo no llegaba ninguna luz. Y
de vez en cuando sentía un susurro de aire más fresco contra la piel, como si
hubieran pasado las entradas de otros túneles que se desviaban a partir de ése.
No. No podía rendirse y morir ahí. En cualquier caso, se dijo, te
convertirías en uno de ellos: una adicta a la sangre buscando tu próxima
dosis.
Seguían llevándola en horizontal, como una alfombra enrollada, quizá
unas tres criaturas. Un brazo le tapaba parcialmente la cara pero tenía los ojos

Página 338
destapados (aunque no veía nada porque la oscuridad era total), además de un
brazo libre.
Pero ¿qué podía hacer con eso? Difícilmente iba a vencer a los monstruos.
Siguieron adelante, el sonido de los pies descalzos susurrando sobre el
suelo de piedra, el aliento brotando con aquel siseo de serpiente.
Pronto llegarían a su destino.
Y entonces ¿qué?

Página 339
Capítulo 36

En las profundidades de la cueva la tormenta que rugía en el valle parecía


lejana.
David Leppington levantó la lámpara de gas. La brillante luz le mostró
que su tío había hecho un trabajo concienzudo y eficaz al dinamitar la reja de
acero.
Ahora los barrotes yacían retorcidos a sus pies. El túnel estaba abierto a
cualquiera que quisiera internarse en él. Y permitía que cualquiera (o
cualquier cosa) saliera de sus profundidades.
El viejo le había dicho a David que el ejército de vampiros todavía
esperaba allá abajo, en algún lugar en el vientre de la Tierra. Probablemente
esperan que les ordene que me sigan a la profetizada invasión de la
cristiandad, pensó David agriamente. Bueno, pues no van a ir a ninguna
parte.
Colgó la lámpara de un gancho que había atornillado en el techo de roca.
En la otra mano llevaba la espada que había afilado en el taller. Se encontraba
a gusto con ella en la mano, como si ése fuera su lugar. Como si hubiera
manejado una espada miles de veces.
Si veía a alguna de aquellas retorcidas criaturas chupadoras de sangre, la
usaría contra ellas. No sabía si sería efectiva o no, pero al menos lo intentaría.
El suelo de la cueva estaba cubierto de escombros y trozos de la reja de
metal. David había tenido la esperanza de que la reja no estuviera demasiado
dañada y que, de algún modo, podría volver a ponerla en su sitio. Eso al
menos habría contenido al ejército vampiro de allí abajo, dejando sólo los de
la superficie. Por lo que le había explicado su tío, esas criaturas (Stroud, el
cineasta; el niño que había visto en el capó del coche y los otros reclutados
más recientemente) hacían de proveedores de las criaturas de las cavernas;
suministraban alimento a los vampiros más viejos con víctimas nuevas
todavía rebosantes de sangre fresca.
Espada en mano, examinó las paredes de roca de la cueva; estaban
veteadas de otra piedra de color rojizo. La tocó con la punta de la espada. La

Página 340
roca era, sin duda, bastante sólida.
Lo que tenía que hacer ahora era construir un muro donde el túnel era más
bajo y más estrecho. Eso encerraría al ejército de vampiros. Entonces
intentaría encargarse de los de la superficie.
Contempló el túnel; las pálidas paredes se internaban más y más en las
sombras hasta que sólo se veía oscuridad total.
¿Dónde estaban?, ¿observándolo? ¿Lo reconocían como su líder?
Durante un segundo los imaginó surgiendo de la oscuridad, las cabezas
sin pelo brillando a la luz de la lámpara, los labios oscuros abriéndose para
mostrar dientes blancos, duros y afilados.
Asió con más fuerza la espada y esperó. No se movió nada.
Sólo había la impenetrable oscuridad del túnel. Cuanto más lo miraba,
más le hipnotizaba la negrura que parecía brotar con profundos colores
escarlata y púrpura mientras sus ojos se esforzaban por sacar sentido al oscuro
vacío informe.
El pulgar empezó a latirle por el corte que se había hecho con la hoja de la
espada; el corazón comenzó a redoblar más de prisa: podían aparecer de un
momento a otro. Un torrente de carne muerta mantenida viva por una maldad
retorcida y alimentada con la sangre de inocentes, surgiendo de las entrañas
de la tierra.
Tras él, una piedra rodó por el suelo. Maldita sea. Había dejado que lo
sorprendieran por detrás mientras contemplaba hipnotizado la cueva.
Con un grito, se volvió y blandió la espada.
—¡David!
La figura que apareció ante él se agachó y la espada golpeó la pared de la
cueva con un sonido resonante. Saltaron chispas donde el acero atacó la
piedra.
—Dios mío… ¿Electra? ¿Estás bien?
—Sí. —Ella suspiró profundamente mientras se frotaba la frente con una
mano temblorosa. Mostró una sonrisa débil⁠—. Pero ¿no me prefieres con
cabeza?
—Dios, lo siento, Electra. Creí que eras uno de los monstruos.
—Podríamos haberlo sido perfectamente. Hemos tenido toda una
experiencia al venir hasta aquí, ¿verdad, amigos?
Se hizo a un lado, inspirando profundamente para calmar los nervios en
tensión. David vio a cuatro figuras en las sombras. La identidad de una era
bastante clara: Jack Black. Los otros tres eran desconocidos.

Página 341
Su primer pensamiento fue: también los han cogido, son vampiros. Asió
con fuerza el mango de la espada y dio un paso atrás, los pies rechinando en
los trozos de piedra dinamitada.
Electra lo miró a la cara y se dio cuenta de lo que estaba pensando.
—No te preocupes, David. Seguimos limpios. Supuse que intentarías
hacer algo aquí arriba, así que busqué un poco de ayuda. Estos tres caballeros
son amigos de Jack. Han prometido ayudarnos, ¿verdad, señores?
—Sólo a cambio de dinero —replicó uno con voz hosca⁠—. Nos lo
prometieron.
—Tendréis vuestro dinero —gruñó Black—. Pero primero haced lo que se
os dice, ¿de acuerdo?
Ellos asintieron, reticentes.
—Muy bien, David. —Electra parecía profesional⁠—. ¿Cuál es el plan?
—Primero tenemos que bloquear esta cueva. Esperaba volver a usar lo
que quedara de la reja, pero mi tío usó bastante dinamita para reducirla al
tamaño de palitos de chupachups.
—¿Hay más dinamita? —preguntó Electra—. Quizá podamos hacerla
estallar y derrumbar el techo.
—He registrado todos los edificios exteriores. No encontré nada. O bien la
usó toda para volar la reja o está escondida en otro lugar. Creo que lo mejor
sería simplemente levantar un muro de ladrillo. Hay cemento en el almacén y
un montón de bloques de piedra junto al garaje. Podemos utilizar lo que
queda de la reja de acero para reforzar el muro. ¿Alguien ha hecho cemento
antes?
Uno de los desconocidos asintió. Pero otro no parecía muy contento.
—¿Qué es todo esto? ¿Por qué quiere que tapiemos una cueva en mitad de
la noche? ¿Qué hay ahí abajo?
—Te dije que no hicieras preguntas —gruñó Jack—. Van a pagarte, ¿no te
vale? ¿O quieres un poco más de persuasión? —⁠Cerró los enormes puños.
Electra intervino para suavizar las cosas.
—Si terminamos el muro en un par de horas, recibiréis otros doscientos
cada uno. ¿Qué decís?
David vio a la luz de la lámpara que los dientes de los hombres brillaban
al sonreír.
—Yo digo que nos enseñe dónde está el cemento y las palas —⁠repuso uno
de ellos.
Diez minutos después, David había despejado suficientes escombros para
formar una franja donde el muro correría de un lado al otro de la cueva. A

Página 342
unos cuantos pasos de distancia, en la dirección de la boca del túnel, uno de
los hombres había empezado a mezclar cemento y arena; otro echaba agua a
la mezcla. Jack Black y el tercero empezaron a traer carretillas con los cubos
de piedra perfectamente cortados.
En el reducido espacio de la cueva, el roce de la pala contra el suelo de
piedra mientras mezclaban el cemento sonaba aterradoramente fuerte. David
advirtió que Electra también dirigía ansiosas miradas a la oscuridad, como si
esperara ver figuras espectrales acercándose a ellos, las manos extendidas, los
ojos ardiendo de hambre.
—¿Crees que vendrán? —preguntó.
David negó con la cabeza.
—Mi tío dijo que todavía no estaban preparados para enfrentarse al
mundo exterior… pero puedes apostar la vida a que no pasará mucho tiempo
hasta que lo estén.
Ella lo miró con el cabello negro azulado enmarcando su pálido rostro.
—Eso es exactamente lo que nos estamos jugando aquí, ¿verdad? La vida.
Él asintió sombríamente mientras depositaba una capa de cemento en el
suelo, donde iría la primera línea de bloques de piedra.
—Bernice ya la ha perdido. Vamos a tener que estar atentos o nos irán
eliminando uno a uno.
—¿Qué te dijo tu tío en el hospital?
David se lo contó con la mayor brevedad y claridad posible: el ejército
esperaba bajo tierra, pero los nuevos vampiros se movían libremente por el
pueblo, eligiendo transeúntes inocentes para saciar su propia sed de sangre o
para llevárselos a las criaturas de la cueva.
Ella asintió, su aguda mente absorbiendo rápidamente la información, e
interrumpiendo sólo para hacer una pregunta pertinente de vez en cuando.
Finalmente señaló:
—Lo que dijiste antes era cierto. Nuestra mayor arma contra ellos es la
información. Tenemos que descubrir todo lo que podamos sobre esos
monstruos.
David se echó atrás mientras uno de los amigos de Black empezaba a
colocar la primera fila de piedras. Hizo un buen trabajo; sabía lo que estaba
haciendo.
David miró a Electra y se secó el sudor de la frente.
—Pero ¿cómo hacerlo? George me ha dicho todo lo que sabe. ¿Dónde
podemos conseguir más información? No es muy probable que entremos en
una librería y encontremos un manual para matar vampiros, ¿no?

Página 343
—Cierto, pero tengo un montón de libros sobre folclore y leyendas en
casa. Empecé a repasarlos después de que te marcharas al hospital.
—¿Encontraste algo?
Ella ladeó la cabeza y se encogió de hombros.
—Puede que haya algún fragmento disperso de información aquí y allá.
—Pero necesitamos hechos comprobados para acabar con esos hijos de
puta de una vez por todas, ¿no?
—En efecto, pero ¿sabías que en el siglo trece un tal sir William de
Saxilby se encontró con lo que llamó «monstruos nocturnos» justo ante
Whitby? Esos «monstruos nocturnos» tenían apetito de sangre humana y el
antisocial hábito de robar bebés de sus cunas en mitad de la noche.
David la miró, interesado.
—¿Quieres decir que ese sir William pudo haberse encontrado con estas
criaturas vampíricas hace setecientos años?
—David, creo que sí. Y como era un caballero de antaño, con armadura,
caballo de guerra y fiel espada, los esperó una noche, usando a su hija como
cebo.
—¿Su hija? Un tipo muy caballeroso, ¿no?
—Pero escucha esto. Esos féricos nocturnos, nuestros propios vampiros,
podemos suponer, que habían salido de Leppington y conseguido llegar hasta
Whitby, no eran indestructibles.
El interés de David aumentó.
—¿Qué sucedió?
—Atrapó a tres féricos nocturnos en la habitación de la granja donde
había dispuesto la trampa y les cortó la cabeza con la espada.
David miró su propia espada, apoyada contra la pared de la cueva.
—¿Quieres decir que la decapitación es la respuesta?
—Humm, no del todo.
—¿Qué entonces?
—Cuando decapitó a las criaturas brotó un chorro de líquido claro de las
cabezas cortadas.
—Eso es lo que vimos cuando pinchamos la piel de la muchacha vampira
de tu sótano.
—Así es.
—¿Y eso sugiere que esas criaturas descritas como monstruos nocturnos
son nuestros vampiros?
—Absolutamente. Y, como te decía, sir William les cortó la cabeza con su
espada. Al parecer cayeron muertos en el acto, mientras ese líquido acuoso

Página 344
brotaba de las venas cortadas.
—¿Pero?
—Pero… y siempre hay un gran «pero», ¿verdad? —⁠Él asintió. Electra
continuó—. Pero las cabezas volvieron rodando hasta sus cuerpos… a los
cuellos cortados. Allí las dos partes divididas volvieron a unirse, las cabezas
se pegaron a los cuerpos y…
—Y, voilà, ¿nuestros monstruos volvieron a la vida? —⁠dijo David.
—Acertaste. Pero nuestro caballero de la brillante armadura tenía muchos
recursos y cortó de nuevo las cabezas y las metió rápidamente en un saco. Se
las dio a su escudero con la instrucción de que las enterrara al otro lado del río
Esk, que es el río que atraviesa Whitby. El caballero entonces hizo enterrar
los cadáveres sin cabeza a este lado del río.
—Espera un momento. ¿No dice en el folclore que los fantasmas, las
brujas y no sé qué más no pueden cruzar los cauces de agua?
Electra asintió, mientras el amago de una sonrisa empezaba a iluminar su
cara.
—Eso es. Al parecer esos monstruos nocturnos se quedaron muertos
después de ser decapitados, una vez que mantuvieron sus cuerpos separados
de las cabezas.
—Así que tenemos que empezar a cortar cabezas, ¿no? —⁠musitó David.
Tanto él como Electra miraron la ancha espada apoyada contra la pared.
—Es la única pista que tenemos. Pero si funcionó para sir William en el
siglo trece…
David asintió, pensativo.
—Muy bien… después de que terminemos de construir el muro
empezaremos la caza. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Mientras tanto, ¿puedes volver al hotel y buscar más información que
pueda resultarnos útil? Cualquier cosa sobre ese sir William o cualquier otro
encuentro con esas criaturas a lo largo de los últimos cientos de años, ¿te
parece?
—Me pondré ahora mismo.
—Será mejor que te lleves a Jack contigo, necesitarás un guardaespaldas.
Electra le dirigió una sonrisa de agradecimiento y se dio media vuelta para
marcharse. Entonces se detuvo y lo observó, y después miró la espada que
brillaba con un baño de plata a la luz de la lámpara.
—Una cosa, David. ¿Eres consciente de que una de las criaturas con las
que vas a tener que enfrentarte será Bernice Mochardi?

Página 345
David asintió sombríamente.
—Lo soy.

Página 346
Capítulo 37

Me llevan al infierno, pensó Bernice. El túnel parecía extenderse hasta el


infinito, como un gran agujero de lombriz bajo el pueblo. Un agujero frío y
húmedo además, y oscuro como el interior del corazón de Lucifer.
Voy a morir sola aquí abajo. Luego renaceré. E iré en busca de sangre
fresca. Alimentarme, propagar, matar: todo el sombrío ciclo continuará
hasta que el mundo entero esté poblado de estos vampiros. No necesitarán
engendrar hijos como pretendió Dios porque vivirán para siempre. ¿Cuánto
tiempo tardará la población de todo el planeta en volverse vampira? ¿Una
década?, ¿un siglo? Probablemente no mucho más que eso. Cualquier
estudiante de matemáticas de secundaria podría descubrir la respuesta con
una calculadora barata. Si un vampiro muerde a dos personas en una noche
y esas dos personas se vuelven vampiros y cada una muerde a dos personas
la noche siguiente, eso significa…
Su mente siguió dando vueltas, extrañamente dislocada de la realidad.
Mientras los fuertes brazos la sujetaban con fuerza calculó el aumento de los
vampiros: se extenderían y multiplicarían como el virus de la gripe hasta que
las ciudades más grandes de la Tierra yacieran en ruinas pobladas por esas
cadavéricas criaturas que no ansiaban nada más que su próxima dosis de
sangre. Podía imaginarlos tendidos en camas verdes de moho, las ventanas
rotas para dejar pasar el viento del norte y a los pájaros anidar, y moscones
zumbando del tamaño del puño de un bebé. ¿Con qué sueñan los vampiros
durante el día? Probablemente fantasean con su próxima conquista: imaginan
la siguiente vez en que acorralen a un ser humano en el rincón de un callejón
y le rasguen la ropa para desnudar su carne, y le desgarren la piel en la
garganta o la muñeca y luego muerdan una arteria hasta que sientan la sangre
llegar al fondo de sus gargantas en cálidos borbotones salados.

Página 347
Mientras transportaban, los pies descalzos rozando secamente el suelo,
Bernice empezó a ver la forma de los ladrillos que flanqueaban el túnel.
Luz, pensó de modo distante y confuso. Hay luz otra vez.
Echó la cabeza atrás para ver a lo largo del túnel. Delante de ella había
más monstruos que le daban la espalda mientras caminaban en fila hacia el
corazón de la tierra bajo el pueblo. Sus cabezas blancas y redondas brillaban
como balones de plástico.
La luz llegaba de otra alcantarilla simada en la calle que tenía encima. Era
amarillenta, venía obviamente de las farolas.
Tendida en los fuertes brazos de las criaturas como si no fuera más que
una alfombra enrollada, miró mientras la alcantarilla se acercaba. Parecía muy
lejana, colocada en lo alto de un hueco ribeteado de ladrillos que se extendía
sobre ella como la garganta de un pozo.
En ese momento se liberó del aturdido acatamiento de su destino. Sintió el
júbilo correrle por los brazos y las piernas.
Colgando del pozo había un trozo de cadena compuesto de grandes
eslabones oxidados. Las arañas habían tejido una vaina sedosa a lo largo de la
cadena. Ésta colgaba hasta casi rozar las cabezas calvas de los vampiros que
pasaban por debajo.
En ese momento supo que era la ocasión. Ésa era la oportunidad que Dios
le ofrecía para escapar de esos monstruos. Y para escapar del destino que la
esperaba al final de ese viaje subterráneo.

Extendió el brazo libre y agarró la cadena. Las criaturas que la transportaban


siguieron andando. La cadena se tensó y ella sintió un enorme tirón en el
hombro, como si le hubieran arrancado el brazo de cuajo.
Se oyó gritar de dolor. Pero siguió sujetando la cadena.
Los vampiros dejaron de tirar. Ella vio una cara cercana a la suya girarse a
mirar qué había detenido su avance. A la tenue luz de las farolas que llegaban
por el hueco, la cara de la criatura brillaba con un repugnante color amarillo;
bajo un par de cejas negras y tupidas había un par de ojos profundos que
miraban con pura amenaza (pestañas largas y femeninas… ojos hipnóticos;
ojos fascinantes de mirar).

Página 348
Aquellos viles ojos miraron a sus compañeros. La criatura parecía furiosa
por el retraso.
Probablemente tiene hambre de mí, pensó Bernice, temblando.
Probablemente se está imaginando que me abre una arteria y ansia el
borbotón de sangre caliente en la boca… pero no voy a ceder. Nunca voy a
ceder. Tendrán que rasgarme la piel y beberme aquí mismo.
Con tremenda lentitud, como si el pensamiento viajara a ritmo de tortuga
por las vías neuronales de los cerebros que pudieran poseer, las criaturas se
miraron unas a otras, como esperando que una de ellas tuviera la respuesta.
Bernice aguantó con fuerza agarrada a la cadena que tintineaba dentro de
su vaina de pura telaraña blanca.
Con enorme parsimonia soltaron su presa. Obviamente no podían
dilucidar por qué no podían seguir avanzando por el túnel.
Bernice contempló el hueco que se extendía sobre ella. Había aros de
hierro en la pared formando asideros que permitían a los obreros bajar por el
hueco a inspeccionar las antiguas alcantarillas, si es que eran eso. La cadena
en sí estaba unida a una pesada viga de madera que se extendía en lo alto del
pozo, quizá a cuatro metros por encima de su cabeza.
Todavía sujetando la cadena, trató de izarse, usando los aros de hierro
como asideros para los pies. En veinte segundos podría alcanzar la reja sobre
su cabeza. Entonces, Dios lo quisiera, podría abrirla antes de salir jadeando a
la calle y al frío y dulce aire nocturno.
Los vampiros pensaban de otro modo. Apenas había puesto el pie en los
aros de hierro cuando uno de ellos la agarró por la cintura, envolviéndola con
fuerza con sus largos brazos desnudos, surcados de venas púrpura.
—¡Suéltame! ¡Suéltame! —gritó ella.
La criatura tiró de ella hacia abajo. Sus codos y hombros emitieron un
sonido parecido al de los nudillos cuando crujen, pero muy amplificado.
Bernice gritó de agonía; parecía que los músculos se le iban a separar de los
huesos.
Pero siguió agarrada a la cadena.
La criatura tiró de nuevo. Tiró de manera implacable y robótica, sin que
ninguna expresión alterara su frío rostro de piedra. Los ojos brillaban como
hielo dentro de sus profundas cuencas.
En ese momento ella supo que no podría seguir agarrada a la cadena más
de unos pocos segundos. Pero no podía hacer nada más para salvarse: ésa era
su única vía de escape. Gritó y se debatió ante la idea de perderla tan
fácilmente.

Página 349
Miró alrededor. Más vampiros intentaban agarrarla, extendiendo las
manos hacia ella. Algunas eran largas y finas; otras redondeadas y pulposas,
los dedos podrían haber sido gusanos blancos que brotaban de los puños.
Sólo que no podían agarrarla bien debido a las medidas del túnel. Sólo
había espacio para que la sujetara una de ellas.
Bernice olió su aliento, un hedor que recordaba a cubos de basura sin
vaciar en el calor de agosto, ese hedor a queso podrido, a gusanos y
putrefacción.
Tiró de nuevo. Una tensión capaz de romper tendones que arrancó gritos
penetrantes de su boca.
Entonces la cadena se aflojó. Así de simple.
Podría haber durado una décima de segundo, pero una eternidad subjetiva
pasó mientras contemplaba, aturdida, cómo la cadena se aflojaba en su mano
y los eslabones empezaban a escurrírsele entre las manos.
Entonces alzó la mirada.
La fuerza del tirón de la criatura había roto el soporte de la viga de
madera. Caía por el hueco hacia ellos.
Bernice giró el cuerpo en brazos de la criatura, agachando la cabeza
cuanto pudo. La súbita falta de tensión hizo que la criatura perdiera el
equilibrio, de modo que se dobló por la cintura; la mitad superior de su cuerpo
cubría ahora a Bernice.
Justo a tiempo. La pesada cadena cayó sobre la espalda de la criatura,
seguida de los restos de la viga y una docena de ladrillos arrancados. Cayeron
con estrépito total, como un minialud, desplomándose en cascada sobre la
ancha espalda de la criatura. Más ladrillos golpearon el cráneo calvo.
Un segundo después, Bernice quedó tendida en medio de los escombros,
con la aturdida criatura encima. No gimió ni reaccionó al dolor, pero
claramente se había quedado anonadada por el impacto. Bernice se debatió
para quitársela de encima. Entonces se puso en pie. La caída de los escombros
había cogido por sorpresa a las otras criaturas, que se habían retirado al túnel
para evitar la lluvia de ladrillos.
Ahora las manos de Bernice encontraron los aros de metal clavados en la
pared. Cuando los vampiros lograron recuperarse de la sorpresa y se
abalanzaron hacia ella, ya había escalado hasta ponerse fuera de su alcance.
Extendieron las manos hacia ella, pero todo lo que hicieron fue rozar con sus
garras las plantas de sus pies mientras escalaba hacia el brillo de la farola que
se filtraba a través de la reja de hierro de lo alto.

Página 350
Durante un loco instante quiso detenerse a reírse de sus caras blancas y
muertas. A lanzarles un torrente de atormentadores insultos. Pero centró la
atención en la reja y siguió escalando. No pasaría mucho tiempo antes de que
reaccionaran y comenzaran a seguirla.
Los aros de hierro estaban resbaladizos por el moho. Bernice se obligó a
concentrarse en agarrarlos con fuerza y en colocar los pies con cuidado.
Hagas lo que hagas, chica, no resbales. Si caes en esas manos extendidas, no
te soltarán jamás.
El corazón le latía con rapidez, el nerviosismo hacía que la adrenalina le
corriera por todo el cuerpo hasta las yemas de los dedos. Otros cinco pasos y
habría llegado a la reja situada por encima de su cabeza, al nivel del suelo.
Llegó a la reja. Empujó. Empujó con más fuerza. Maldición. Estaba
clavada.
—¡Socorro! ¡Déjenme salir! ¡Déjenme salir! —⁠gritó hasta que le dolió la
garganta, pero no había rastro de ningún transeúnte.
Como si fuera a haberlos, pensó desesperadamente. Deben de ser las tres
de la madrugada y es lunes.
Colocó ambos pies con firmeza en los aros de metal y luego se impulsó de
nuevo con las dos manos. Un resbalón podría enviarla dando tumbos de
vuelta con aquellas manos que esperaban.
Imaginó sus ásperas lenguas lamiendo ansiosamente la sangre de su piel
magullada.
Se detuvo, prestó atención, el pulso de su cuello latiendo con un sonido
rechinante y acompasado; aparte de eso, sólo oía el gemido del viento
soplando a través de los árboles en algún lugar del exterior. ¿Y ahora qué?
Era imposible mover aquella reja de hierro que había encima de su
cabeza; probablemente años de tierra y guijarros soplados por el viento habían
cimentado el armazón de hierro en la calzada.
Miró hacia abajo.
La primera de las criaturas había empezado a escalar por el hueco. Sus
ojos ardían bajo las gruesas líneas de las cejas negras.
Los labios mostraban una sonrisa. Los dientes de pantera brillaban
agudamente a la luz de la farola.
Sabe que puede cogerme en cuanto quiera, pensó ella con fatalismo.
Sintiéndose de pronto débil, vio cómo la criatura subía reptando por el pozo
de ladrillo, extendiendo una mano para agarrarse a un aro de metal; el
movimiento, aunque lento, era fluido y como de serpiente. ¿Y por qué iba a
darse prisa? Ella no iba a ir a ninguna parte.

Página 351
Bernice contempló el hueco, buscando un ladrillo suelto en la pared para
lanzárselo a aquella horrible cara sonriente. Entonces vio un cuadrado oscuro
en la pared, al nivel de sus pies. Sólo que estaba detrás de ella y por eso no lo
había advertido al escalar aferrada a esa pared. Vio que era una abertura, no
más grande que una pantalla de televisión, en la pared del pozo.
Cambió de posición para verla mejor. Sí. Era un pequeño túnel,
posiblemente parte del sistema de alcantarillado que se extendía bajo el
pueblo.
No había tiempo que perder. Tendría que descender un metro para
alcanzarla.
Y aquella cosa ascendía firmemente hacia ella. Si desperdiciaba otro
segundo podría alcanzarla y agarrarle los pies.
Rápidamente bajó tres peldaños hasta que se encontró a nivel de la
abertura en la pared contraria. Entonces se volvió, plantando firmemente los
pies en los aros de metal.
Era arriesgado, pero no tenía otra alternativa. Tendría que saltar al otro
lado para llegar a la abertura.
Con la respiración rugiéndole en la garganta, sintiendo las piernas débiles
y temblorosas por el esfuerzo y el miedo, se inclinó hacia adelante con los
brazos extendidos y apoyó el peso del cuerpo en la pared opuesta del pozo.
Bajo ella, la criatura ya casi estaba al alcance de su pie.
A lo largo del estrecho túnel que se extendía ante ella había una serie de
manchas de luz que posiblemente se filtraban desde lo que debían de ser
alcantarillas en la acera. Con una última mirada al vampiro que escalaba,
inexorable, hacia ella, Bernice se coló por la abertura del túnel agitando los
pies.
La entrada era estrechísima. Su largo vestido quedó prendido en el
armazón de hierro de la abertura y lo oyó rasgarse; más alarmante era la
sensación de los dedos que se cerraban en torno a su tobillo. Pataleó
furiosamente.
Serpenteó por el túnel con las manos soportando su peso como si hiciera
flexiones. Después de una última patada, se liberó de la mano.
Ahora ya estaba dentro del túnel, que se abría lo suficiente para permitirle
moverse hacia adelante a cuatro patas, jadeando y gruñendo por el esfuerzo.
Tenía los ojos nublados y la sangre se agolpaba en las venas de su esbelto
cuello y en la cabeza.
Avanzó una docena de pasos en el túnel antes de desplomarse y quedar
sentada, la espalda en la pared.

Página 352
Al volver la cabeza, se quedó mirando llena de aturdida fascinación. Allí
estaba la gran figura blanca del vampiro junto a la entrada del túnel
secundario.
Extendió las manos hacia ella, moviendo los dedos, los ojos ardientes
clavados en su cara.
No puedes alcanzarme, pensó Bernice, formando grandes bocanadas de
aire. No puedes alcanzarme y eres demasiado grande para entrar en mi túnel.
Estoy a salvo… estoy a salvo… Las palabras sonaron en su cabeza como una
hermosa melodía. Estoy a salvo… estoy a salvo…
El corazón pareció expandírsele en el pecho. La sensación de alivio era
enorme.
Con aquella cosa tras ella, siseando llena de furia y esforzándose en vano
por entrar por la estrecha abertura, Bernice se arrastró una vez más a cuatro
patas y empezó a alejarse de sus captores.
Ahora tenía que encontrar una salida del túnel.

Página 353
Capítulo 38

Amanecía cuando Electra Charnwood y Jack Black subían a la furgoneta para


recorrer el corto trayecto que los llevaría de vuelta al hotel. David y los tres
hombres se habían encargado de levantar el muro en la cueva y ahora lo
estaban reforzando con un par de recios contrafuertes de ladrillo. Ya se
estaban quedando sin materia prima, por lo que David sacaba los ladrillos de
los muros de adorno del jardín, que Black había demolido furiosamente con
una vara de hierro.
El viento sacudía los árboles con la desesperada saña de los centinelas que
despiertan a los soldados dormidos en un ataque por sorpresa. El agua que las
ráfagas de aire desprendían de las hojas caía sobre la furgoneta. Por encima
del sonido se oía el lamento del viento.
—Dios mío. —Electra puso el motor en marcha⁠—. Vaya nochecita.
Se volvió hacia Black, que miraba, impasible, a través del parabrisas.
—¿Ves algo?
Él negó con la cabeza.
—No les gusta la luz del día. Se quedan donde está oscuro.
Electra sintió un arrebato de asombro.
—No me digas que puedes leerles la mente.
—Leerles no. Siento lo que ellos sienten.
—¿Quieres decir que puedes empatizar con los vampiros?
—¿Empatizar?
—¿Puedes conectar con sus emociones… conocer instintivamente si están
tristes, hambrientos, inquietos?
—A veces. Viene y va.
—¿Qué sienten ahora?
—No les gusta la luz. Así que buscan un sitio oscuro.
—¿Dónde?

Página 354
Black se encogió de hombros.
—Cualquier sitio oscuro.
Electra soltó el embrague y la furgoneta se puso en marcha, dirigiéndose
al pueblo.
Miró a Black. El rostro tatuado del hombre era tan inescrutable como
siempre.
—¿Puedes decirme qué estoy pensando ahora?
Él se encogió de hombros, de aquella manera enigmática suya.
—En realidad no. Viene y va.
—Jack, ¿cómo es eso de leer la mente?
—No es un truco. —Él parecía a la defensiva.
—Lo sé. Pero me preguntaba cómo se siente uno al poder sintonizar con
los pensamientos de otras personas.
—No funciona de esa forma. —Lo miró con sus ojos ceñudos⁠—. Es así.
Extendió la mano, encendió la radio de la furgoneta y buscó emisoras al
azar. En rápida sucesión hubo estallidos de música, la voz de un disc-jockey,
luego un fragmento de noticias, luego un parte meteorológico, un anuncio de
seguros de coches: todo formó una serie de fragmentos sin significado de
voces, música y estática.
—Es la mejor manera de mostrarte cómo es.
—Pero ¿a veces oyes más?
—A veces, no mucho. Todo lo que capto de ti es una palabra aquí, una
palabra allá. Luego me llegan los pensamientos de un tío carretera abajo que
está pensando en lo que va a cenar, o que le pica la punta de la polla y se
pregunta si tendrá gonorrea; luego se cuela otra voz, ya sabes, como una
interferencia en la radio, y oyes a una chica pensando que su novio le está
poniendo los cuernos y luego tu voz deseando estar en Londres trabajando en
ese programa de televisión, y todo se mezcla con la voz de mi madre cuando
yo tenía unas pocas horas de vida y ella está pensando «pequeño cabrón, por
qué no me deshice de ti cuando tuve oportunidad; podría haber abortado yo
sola con una puñetera aguja de tricotar», mientras mira a ese bebé de la cuna
del hospital, y sé que ese bebé soy yo, y puedo oír la voz de mi madre
sonando una y otra vez en su cabeza, «tengo que darme un chute, me tengo
que colocar, me parto por dentro y todo lo que este hijo de puta quiere es
mamar de mi teta», y entonces es cuando me saca de la cuna y me tira contra
la pared.
De repente dejó de hablar y se pasó el dedo por la cicatriz que corría como
la patilla de una gafa desde el rabillo del ojo hasta la oreja.

Página 355
—La creyeron cuando dijo que me caí por accidente. Pero puedo verlo
todo a través de sus ojos, puedo recordar sus pensamientos y me acuerdo de la
manera en que su estómago y sus brazos y sus piernas tenían calambres
porque necesitaba otro chute de heroína. Y luego la veo hirviendo una tetera
de agua y echándomela encima. —⁠Mostró una súbita sonrisa que era
salvajemente fuera de lugar. Sólo sus ojos permanecieron gélidamente fríos
—. Las enfermeras la vieron esa vez. Así que ése fue el final de mi querida
madre… al menos en lo que a mí respecta.
—Entonces ¿eres telépata desde que naciste?
Él asintió.
Electra sacudió la cabeza, asombrada.
—¡Es una maravilla que no te hayas vuelto loco!
—Me he vuelto loco. —Él le mostró de nuevo aquella enorme y salvaje
sonrisa⁠—. ¿Por qué crees que tengo este aspecto? ¿Por qué crees que me he
tatuado la cara y el cuello y los párpados una y otra y otra vez…?
Se interrumpió para mirar por la ventanilla mientras seguían recorriendo
la calle principal. Sus ojos brillaban de un modo extraño. Electra extendió la
mano y reposó la palma sobre su rodilla. Pensó que él daría un respingo, pero
no se movió. Sintió el calor de su cuerpo a través del tejido de los vaqueros y
el duro músculo sobre la rodilla.
—Jack —dijo en voz baja—, creo que los dos somos forasteros en tierra
extraña. ¿Por qué no cuidamos el uno del otro? —Lo miró mientras él asentía
brevemente, la cabeza todavía girada para mirar por la ventanilla de pasajeros
—. Y tal vez —⁠continuó ella con voz débil—, cuando todo esto se acabe
podamos ser amigos, y puedas quedarte en el hotel.
Él no dijo nada, pero Electra pudo ver la nuez temblar levemente en su
garganta. Fue su única concesión respecto a mostrar emoción.
Por delante, Electra vio la masa de ladrillo del hotel Estación. Ya había
gente en la calle: carteros, personal de reparto, un par de conductores de tren
que cruzaban la plaza del mercado en dirección a la estación, con mochilas al
hombro con termos y bolsas de bocadillos.
Eran las seis de la mañana del lunes.
La mayoría de la gente despertaba ahora de sus sueños, algunos de
pesadillas, pero Electra sabía que su propia pesadilla y la de sus amigos
distaba mucho de terminar. Hoy tendría que pasar las horas del día
preparándose para la siguiente noche, cuando se enfrentarían a las hordas de
vampiros que se rebullían en su cubil bajo el pueblo.

Página 356
Aparcó la furgoneta en la calle. Después del torrente de palabras, Jack
Black había vuelto a revertir a su habitual silencio de piedra.
El viento se arremolinó a su alrededor cuando Electra bajó de la
furgoneta. Lo oyó zumbar mientras ululaba en torno a las torres del hotel. De
nuevo se imaginó que estaba oyendo el gemido de almas perdidas en el
viento: el sonido era quejumbroso, sombrío, lleno de desesperación.
Mientras se apresuraba hacia el hotel con Black a su lado, Electra sintió
que se concentraba. Era una sensación que no había experimentado desde los
días en que trabajaba en el programa de televisión, cuando los minutos corrían
para indicar la hora de la siguiente emisión, cuando había que recopilar todo
el material en un único guión coherente para los presentadores. Extrañamente,
por primera vez en muchos años, se sentía de nuevo controlando plenamente
su vida. Sabía lo que tenía que hacer: aplicar su aguda mente analítica a
montones de información dispersa relacionada con el folclore local y luego
unificar esos hechos en algo que pudieran utilizar. David Leppington había
dicho que la información sería su arma contra los monstruos. Tenía razón.
Sintiendo un impulso de energía correrle por las venas, abrió la puerta del
hotel y cruzó el vestíbulo. Es hora de pasar a la ofensiva, pensó, disfrutando
de aquel arrebato de júbilo. Se acabó esconderse en habitaciones cerradas.
Ahora es cuando contraatacamos.

Bernice caminaba por el túnel. La luz del día se filtraba ya a través de las
alcantarillas situadas sobre su cabeza. De vez en cuando oía pasar un coche y
alzaba la mirada y veía la parte inferior de los chasis, neumáticos, tubos de
escape, la forma cuadrada de los depósitos de gasolina. Gritaba, pero nadie
parecía oírla.
Pensó en detenerse y tratar de algún modo de alcanzar una de las rejillas
(eso significaba escalar por las paredes del túnel), pero la atenazaba la
urgencia de seguir moviéndose. Si se quedaba en un mismo sitio demasiado
tiempo temía que los vampiros la encontraran. De hecho, cada pocos pasos
volvía la mirada atrás, esperando ver las cabezas blancas y calvas salir a por
ella desde las sombras.
Se movía con rapidez, y sus botas resonaban contra el suelo de piedra que
a veces estaba seco como un hueso y a veces cubierto de una fina piel de agua

Página 357
que salpicaba contra el borde de su larga falda de satén. El corazón le latía
firmemente y su aliento se veía de un brillante color blanco en los haces de
luz bajo las rejas de hierro.
Existe la posibilidad de que encuentre el camino de regreso al sótano del
hotel, se dijo esperanzada. En cuestión de segundos atravesaré esa puerta y
correré hasta la seguridad del ascensor. Casi podía sentir el aire cálido y
seco del hotel y el abrazo de bienvenida de David. Se imaginó a Electra
sirviendo una copa de brandy para revivirla mientras le preguntaba, excitada,
qué le había sucedido.
Esos pensamientos la ayudaban. Sobre todo cuando las alcantarillas se
acababan y tenía que zambullirse en la siguiente sección del túnel, en la
completa oscuridad, sin saber qué podía acechar allí.

Cuando la luz del día asomaba en la boca de la cueva, David se detuvo a


secarse el sudor de la frente. Los tres hombres que había traído Black habían
trabajado sin descanso: eran un grupo de aspecto duro que podrían haber sido
delincuentes de poca monta…, lo que, imaginaba, eran en realidad. Sin
embargo, habían hecho lo que se les había dicho. El muro estaba terminado,
bloqueando la cueva de arriba a abajo. David trabajaba ahora en el
contrafuerte de ladrillo que reforzaría el muro.
Parecía bastante sólido. David confiaba en que las criaturas no pudieran
abrirse paso. Aunque decidió montar guardia durante unas pocas horas hasta
que el cemento entre los bloques de piedra hubiera empezado a secarse. Allí,
brillando a la luz de las linternas, estaba la espada que su tío había forjado.
Ahora estaba afilada; el latido en la yema de su pulgar era prueba de ello.
Pero ¿podría la espada hacer algún daño real a los vampiros que ahora estaban
probablemente durmiendo bajo tierra?
Esperaba por el bien de todos que así fuera. Y no pasaría mucho tiempo
antes de que lo comprobara.
Se secó de nuevo el sudor de los ojos y volvió a preparar más mezcla para
los ladrillos.
Eran las seis y media de la mañana.

Página 358
4

Electra disolvió el polvillo blanco en un vaso de Coca-Cola.


No hago esto para colocarme, se dijo, sino para mantenerme despierta.
Los efectos de la cocaína inhalada por la nariz son casi instantáneos. Disuelta
en líquido e ingerida a través de las paredes del estómago tendría un efecto
más lento y menos fuerte.
Se puso a trabajar dando sorbos ocasionales a la Coca-Cola que ahora
tenía aspecto pastoso. Durante años había acumulado libros sobre el folclore
local; también tenía el ejemplar que le había prestado David de La familia
Leppington, realidad y leyenda, donde Gertrude H. Leppington hacía la
crónica del pasado mítico de la familia desde que eran conocidos como
Leppingsvalt hasta los últimos Leppington, cuando el interés de la familia se
centraba en el matadero y el envasado de carne.
Abrió el ordenador portátil en la mesa de su apartamento y lo conectó.
Una mirada a la ventana le dijo que el sol se alzaba ya sobre las montañas que
rodeaban la ciudad como los baluartes de una fortaleza. Grupos de nubes
impulsadas por el viento surcaban el cielo. Voy contrarreloj, se dijo; quedaba
tal vez otra docena de horas de luz antes de que anocheciera. Pero,
extrañamente, era una buena sensación… una sensación muy buena.
Dio otro sorbo a la Coca-Cola.
—¿Necesitas algo? —preguntó Jack Black, mirándola desde la puerta.
Ella negó con la cabeza.
—He puesto notas en las puertas diciendo al personal y a cualquier
posible cliente que hoy estamos cerrados. ¿Por qué no intentas dormir un
poco?
—No. No estoy cansado. ¿Quieres café?
Electra levantó el vaso de Coca-Cola.
—Tengo algo más potente que la cafeína. Oh, sí que hay algo que podrías
hacer por mí. —⁠Lo miró, allí de pie, flexionando los enormes puños mientras
la tensión empezaba a causarle calambres en los músculos.
—¿Sí?
—Podrías afilar los cuchillos de carne de la cocina.
Él asintió, la cara de piedra. Pero ella supo que él sabía que esta vez esos
cuchillos no serían usados para preparar ninguna comida.
Lo vio marcharse, y luego regresó a los libros. Mientras echaba atrás la
silla giratoria cogió con la mano el vaso de Coca-Cola. Se derramó un poco
sobre el libro.

Página 359
—Vaya, mantén la cabeza fría, Electra, chica.
Había una caja de pañuelos de papel en la mesa, sacó un par y empezó a
frotar la bebida derramada en la página del título escrito por la solterona
Leppington.
Usó el pañuelo para absorber las gotas de Coca-Cola que formaban perlas
negras justo bajo las palabras «realidad y leyenda». Entonces frotó la parte
inferior de la página, donde la bebida se había extendido sobre el nombre y la
dirección de la imprenta.
Leyó el nombre del impresor. Era una firma local: Archibald
McClure & Hijos Sociedad Limitada, Whitby (fundada en 1897).
Rápidamente, tiró a la papelera los pañuelos mojados y volvió al
ordenador, donde abrió un nuevo archivo. Mientras empezaba a teclear la
palabra VAMPIRO, se detuvo de repente y miró de nuevo la página del título del
libro. El nombre del impresor pareció saltar hacia ella con sus grandes letras
negras:
ARCHIBALD MCCLURE & HIJOS SOCIEDAD LIMITADA
Frunció el entrecejo un instante, sin saber muy bien qué había llamado su
atención. La piel de los brazos le cosquilleaba. Algo estaba mal, pero no sabía
qué. Comprobó rápidamente la fecha de publicación del libro. Era 1957.
Entonces se puso en pie, corrió al otro lado de la habitación, donde un
documento enmarcado colgaba de una pared. Era un menú imprimido
especialmente para una cena de navidad celebrada en el hotel en 1960. Su
padre la había mandado enmarcar porque una chica de la localidad era la
invitada de honor: había disfrutado de un par de breves años de fama como
cantante y actriz de Broadway. Pero ella no era el motivo por el que Electra
observó con tanta avidez el menú. Estaba comprobando el nombre del
impresor simado al pie.
Cuando encontró el nombre lo leyó dos, tres veces, y luego se pasó,
pensativa, las yemas de los dedos por los labios y susurró:
—¡Joder…!, ¡qué retorcido!
Cinco segundos después entró en la cocina del hotel, donde Jack Black
estaba afilando cuchillos. En una mano llevaba el libro de David, la historia
de la familia Leppington, y en la otra las llaves de la furgoneta. Black alzó la
cabeza.
—¿Algo va mal?
—No —dijo ella, sintiendo que su cuerpo vibraba de nerviosismo⁠—. Pero
hay algo que no cuadra… Venga, nos vamos a Whitby.

Página 360
5

Bernice Mochardi se abrió paso por lo que parecía ser un arco de piedra. No
sabía a qué profundidad estaba. La oscuridad era absoluta. Tanteaba a ciegas.
En cualquier segundo esperaba tocar piel suave y fría. Una cara, tal vez, o una
mano.
Entonces las cosas caerían sobre ella, mordiéndole.
Inspiró profundamente, tratando de controlar la loca furia de su corazón
clamando dentro del pecho. El miedo ampliaba su sentido de la audición, de
modo que cada crujido de la falda o el roce del talón contra el suelo de piedra
parecía un trueno.
Ahora sintió que ya no estaba en un túnel. Era un espacio cerrado. Tal vez
un sótano, pensó con un súbito arrebato de optimismo. Si es un sótano puedo
llegar hasta la casa. Estaré a salvo.
Palpó las ásperas paredes de ladrillo; encontró un clavo o un tornillo.
Entonces pudo sentir lo que parecía ser una hilera de estantes de piedra.
Respirando con espasmos agitados, el estómago temblando, se abrió paso
rápidamente en la oscuridad hasta otra pared. Entonces el áspero ladrillo dio
paso a suaves paneles de madera. Tenía que ser una puerta.
Encontró el pomo y lo giró. ¡Maldita sea! No cedía. Tal vez el mecanismo
se había oxidado.
Empezó a golpear la puerta. Quiso gritar: ¡Aquí abajo! ¡Estoy aquí abajo!
¡Socorro! ¡Socorro! Pero temblaba tanto que apenas podía respirar y mucho
menos gritar pidiendo ayuda.
Golpeó la puerta con los puños, haciendo que el sonido de sus golpes se
repitiera en la oscuridad.
En ese momento una mano se posó sobre su hombro. Entonces encontró la
voz. Gritó.

—¿Por qué vamos a Whitby? —le preguntó Black a Electra mientras


conducía.
—Vamos a visitar al señor McClure de Archibald McClure e Hijos. Es
una empresa de impresores que el hotel ha contratado durante años.
—Y entonces ¿por qué son importantes?

Página 361
Electra le sonrió al brutal perfil. Jack Black no perdía energías con
asuntos de tacto.
—Archibald McClure e Hijos es la misma compañía que imprimió este
libro.
—¿La historia de la familia Leppington? ¿Y?
—Pues que al volver al hotel advertí una discrepancia en la página de
presentación del libro. Supuestamente fue imprimido en 1957, y el nombre
del impresor aparece como Archibald McClure e Hijos Sociedad Limitada.
—¿Y se supone que eso es importante?
—Importantísimo. Verás, tengo en mi estudio el menú enmarcado de una
cena de gala que el alcalde celebró en 1960. El nombre del impresor aparece
como Archibald McClure e Hijos… no Archibald McClure e hijos Sociedad
Limitada. ¿Ves?
Black aceleró para adelantar a un tractor.
—Claro que veo. Se saltaron las palabras «sociedad limitada» en el menú.
¿Por qué es eso tan crucial?
—Es crucial porque la empresa sólo se convirtió en sociedad limitada
hace unos pocos años. No sé exactamente cuándo. Pero cuando imprimieron
ese menú en 1960 todavía no se habían asociado, es decir, no utilizaban las
palabras «sociedad limitada» en su nombre. Sin embargo, por algún motivo,
esas palabras sí que aparecen en el libro que imprimieron tres años antes, en
1957. ¿Me sigues?
—Claro que te sigo. Probablemente será un error de imprenta.
—Créeme, Jack, no es ningún error.
—Entonces ¿pusieron eso de «sociedad limitada» para que sonara mejor?
—No. Si añadieran esas palabras sin estar asociados, vulnerarían las leyes
corporativas.
—¿Y eso qué significa? En cristiano esta vez, por favor.
Ella sonrió y le tocó suavemente la rodilla.
—Significa que esto —dijo levantando el ejemplar de La familia
Leppington, realidad y leyenda⁠—, esto, mi querido Jack, es un fraude y una
falsificación.

Página 362
Bernice había gritado tan fuerte que parecía que el interior de su garganta iba
a desgarrarse por completo, como si fuera la piel de una serpiente.
Y cuando las manos se cerraron sobre sus muñecas apretó los dientes,
mordiéndose sin querer la lengua.
Se apartó de aquellas manos que intentaban retenerla, espantada, pero no
veía nada en la oscuridad.
—No te asustes. Por favor, no te asustes —⁠dijo una amable voz.
—Déjame en paz, por favor, déjame en paz.
—Pero quiero ayudarte.
—No… no, no necesito ninguna ayuda, aléjate de mí… ¡márchate!
—Estás perdida.
—Por favor, no me hagas daño.
—¿Por qué iba a querer hacerte daño?
Ella se detuvo y no oyó nada más que los jadeos de su propia respiración
agitada. Las manos que le sujetaban las muñecas estaban calientes. Vivas.
—¿Quién eres?
—Maximilian.
—Tú… tú no eres una de esas cosas, ¿verdad?
—¿Qué cosas?
—Los monstruos… los vampiros.
—¿Las personas que viven aquí abajo?
—¿Personas? —Ella se echó a reír. Venas carmesí de locura titilaron a
través del sonido⁠—. ¿Personas? Sí, si puedes llamarlas así.
—No. Soy Maximilian —repitió él con voz tranquila⁠—. Maximilian Hart.
Vivo en el 19 Ash Grove, Leppington, Norte de Yorkshire.
Bernice inspiró profundamente; temblaba tanto que pensaba que
literalmente iba a partirse en pedazos.
—Dame la mano —dijo la amable voz en la oscuridad.
—¿Por qué? —preguntó ella con recelo.
—Para que pueda guiarte para salir de aquí.
—Espera un momento —dijo ella, todavía desconfiada⁠—. ¿Te mordió una
de esas criaturas?
—¿Morderme?
—Sí, si te han mordido, estarás contagiado. Te convertirás en uno de
ellos.
—No. —La voz sonaba asombrada ahora—. No. No me han mordido.
Dijeron que tenía mala sangre. ¿Por qué crees que dijeron eso?
—¿Mala sangre?

Página 363
—Sí.
Ella dejó escapar una bocanada de aire. Estaba segura de que no era uno
de los vampiros. Había una cualidad en su voz que resultaba irrefutablemente
humana. Cuando Bernice volvió a hablar, lo hizo en tono amistoso.
—Aquí está mi mano —dijo—. ¿Puedes encontrarla?
—Sí… sí. La tengo. Es una mano bonita y suave y hueles muy bien.
¿Cómo te llamas?
—Bernice.
—¿Bernice? Es un nombre muy bonito. Me gusta.
Después de eso, ella permitió que la guiara en la oscuridad.

Página 364
Capítulo 39

Arnold McClure, el nieto del fundador de Archibald McClure impresores


(1897) era un sagaz caballero de sesenta años de cabello corto y gris, bigote
perfectamente recortado y ojos azules brillantísimos, como si debieran ser
engarzados en collares y lucidos por princesas.
El padre de Electra siempre decía que Arnie McClure era tan listo que
podría venderles nieve a los esquimales. Ese lunes por la mañana en el
despacho de la imprenta Arnold McClure, giró en sus manos una y otra vez el
libro que Electra le había entregado como si manejara un objeto precioso que
acabara de ser recuperado de las ruinas de un templo griego. Pasó los dedos
reverentemente por la impresión de la primera página.
—Palpa esto —le dijo a Electra, tendiendo el libro⁠—, siente la impresión
de la letra. Eso no se consigue con las impresoras láser.
Electra obedeció y palpó las diminutas depresiones en el papel hechas por
los moldes metálicos de la imprenta. El anciano suspiró.
—¿No hay algo casi afectuoso y amoroso en el proceso de impresión
antiguo? Ahí los tipos de metal que reprodujeron el texto se llenaron de tinta
y luego se presionaron con fuerza pero en realidad muy amablemente, sabes,
contra el papel. Ahora tenemos lásers que queman las letras en el papel… Eso
es mucho más burdo, ¿no te parece?
El sonido de los turistas y transeúntes que pasaban por Church Lañe
parecía lejano. El despacho de la imprenta ocupaba el último piso de un
edificio que daba al llamado Arguments Yard. Electra había dejado a Black
fumando fuera, en la escalera. Su rostro tatuado y marcado de cicatrices sería,
pensó, una distracción demasiado grande.
Conocía bien a Arnold McClure, el hotel le había encargado trabajos
desde hacía incontables años. Normalmente, a ella le gustaba charlar
amistosamente con él, beber té y compartir las galletas de una caja redonda

Página 365
plateada que siempre había en el archivador. Pero ahora necesitaba comprobar
sus sospechas.
—Arnold, reconoces el libro, ¿verdad?
—Oh, sí. Uno de los nuestros, indiscutiblemente.
—Pero Archibald McClure e Hijos no se convirtió en sociedad limitada
hasta hace relativamente poco tiempo, ¿no?
—En efecto. Déjame ver, será, humm… este verano cumpliremos diez
años. —⁠Sonrió bondadosamente—. ¿Por qué este súbito interés en nuestra
empresa?
—Bueno, me encontré con este libro. Y parece que hay algo raro en él.
—¿Raro? —Él alzó las blancas cejas y sonrió⁠—. No serán erratas, espero.
¿Hay páginas mal numeradas?
—Oh, no. Nada de eso. Sólo que vuestro nombre al principio del libro os
describe como una sociedad limitada.
—Cosa que somos. ¿Cuál es el misterio?
—El libro, según dice la página de créditos, se imprimió en 1957.
—¿Y entonces éramos solamente Archibald McClure e Hijos, y no
Archibald McClure e Hijos Sociedad Limitada?
—Exactamente.
El viejo colocó el libro bajo su nariz y repasó las páginas para inhalar el
aroma que exudaba el papel.
—Humm… todavía huele a libro nuevo, ¿verdad?
—Eso también. ¿Por qué un libro que supuestamente tiene cuarenta años
parece que ha sido imprimido hace poco tiempo?
—¿De dónde lo has sacado, Electra? —preguntó él, pensativo de
repente⁠—. Es toda una rareza.
—Pertenece a un amigo mío.
—¿Un Leppington?
—Sí.
—¿George Leppington?
—No, se lo regaló a su sobrino, que se aloja en mi hotel.
—Ah, ya sabía que no podía haber caído en tus manos por una venta de
segunda mano.
—¿Es una falsificación? —preguntó Electra rápidamente.
—Bueno, no… difícilmente podría describirlo como tal.
—Pero el libro se imprimió cuándo… ¿hace dos o tres años?
—Hace dos.
—Y tiene una fecha que dice que se imprimió hace más de cuarenta.

Página 366
—La impresión original se realizó en 1957.Yo trabajaba en la librería de
la imprenta entonces… Mi padre insistió en que empezara desde abajo, que
aprendiera el oficio, aunque fuera un negocio familiar.
—Oh… —Se sintió decepcionada—. Entonces ¿es sólo una reimpresión
del original?
—George Leppington encargó otra impresión hace dos años. ¿Qué ocurre,
Electra? ¿Te encuentras bien?
—Sí, bien —dijo ella, cansada—. Es que pensaba… oh, nada, en realidad.
No tiene importancia.
—¿Pero sí es lo suficientemente importante para que vengas desde
Leppington para preguntarme al respecto?
Ella sonrió débilmente.
—Me había convencido a mí misma de que el libro era una falsificación.
Nunca se me ocurrió que fuera nada más que una reimpresión de una edición
anterior.
—Electra. —Arnold McClure se sentó tras la mesa y cruzó las manos con
expresión grave. La miró fijamente desde los brillantes ojos azules⁠—.
¿Asumo que es importante para ti que el libro no sea, digamos, lo que parece
ser?
—Lamento haberte hecho perder el tiempo, Arnold, de verdad. Ha sido
una visita innecesaria.
—Espera, Electra, siéntate… por favor. Te conozco desde que eras así de
alta. No eres una histérica. Y soy lo bastante viejo para saber cuándo alguien
tiene problemas… ¡Ah! —Alzó una mano—. No tienes que explicarme los
detalles. —Sonrió compasivo—. Puede que me esté convirtiendo en un viejo
cascarrabias, les puedo echar una buena reprimenda a los muchachos de la
tienda si los veo perdiendo el tiempo, pero sigo teniendo intuición para ver el
miedo en los ojos de la gente. —⁠La miró—. ¿Veo miedo en tus ojos, Electra?
Ella asintió. Arnold McClure se frotó la cara, preocupado. La luz tintineó
en su anillo de bodas.
—Muy bien. Creo que tenemos que echar mano de las viejas lealtades de
lo que son, después de todo, dos antiguas firmas familiares que se conocen
desde hace tiempo.
—¿Quieres decir que hay algo en este libro… algo más de lo que parece a
simple vista?
Él asintió.
—¿Puedo traerte algo de beber? ¿Café, té, algo más fuerte?

Página 367
—No. Voy apurada de tiempo. —Miró por la ventana. El sol, medio
oculto por las nubes, estaba ya alto en el cielo. Quedaban quizá otras siete
horas antes de que oscureciera. El reloj seguía corriendo—. Gracias, de todas
formas. —⁠Forzó una sonrisa.
—La verdad, Electra —dijo cogiendo el libro de la mesa—, es que esto
me sorprende un poco. Oh, sé lo que es: una historia familiar de los
Leppington. Hemos imprimido este tipo de libros para las familias de aquí.
Ahora estamos trabajando en uno para los Harker de Ruswarp. Básicamente,
imprimimos cualquier cosa mientras nos paguen a su debido tiempo. —Hojeó
de nuevo el libro—. La señorita Gertrude Leppington nos encargó la edición
de este libro en 1957… trescientos ejemplares, si no estoy equivocado.
Hicimos un buen trabajo, por cierto, en papel de buena calidad; los libros
fueron cosidos a mano, no pegados como se hace hoy. Este libro seguirá
teniendo todas sus páginas dentro de cien años. —⁠Hizo una pausa,
reflexionando—. Y ése fue el final del trabajo. Pero hace dos años George
Leppington vino a este mismo despacho, se sentó en esa misma silla donde
estás tú, Electra, y me pidió que lo reimprimiera. «Muy bien, —le dije yo—.
¿Cuántos ejemplares?». «Dos», me contesta él. «Oh, ¿doscientos?», pregunto
yo. Él me mira a la cara y me dice: «No, Arnold. Sólo dos ejemplares». Le
señalé que entonces iban a ser un par de libros carísimos. Todavía tenemos las
planchas, pero hay que poner otra vez en marcha las máquinas… y, créeme,
cuesta un montón ponerlas en marcha para imprimir un libro entero.
—¿Dijo por qué quería sólo dos ejemplares del libro?
—No.
—¿Y los libros iban a ser exactamente iguales?
—Bueno… —Entrelazó de nuevo las manos gravemente⁠—. La verdad es
que no. Él había preparado alteraciones en el texto. No es una gran diferencia.
Fue en uno de los primeros capítulos que describen el pasado de los
Leppington. También quería añadir algún tipo de profecía al capítulo. Dijo
que había estado investigando la historia de la familia y necesitaba hacer unas
cuantas aportaciones.
—Pero ¿eso significaría picar parte del libro de nuevo?
Él asintió.
—Además de renumerar las páginas y alterar el índice para que reflejara
las nuevas páginas de los capítulos.
—Eso costaría una pequeña fortuna, ¿no?
—Así es. Y George estaba dispuesto a pagar. No sólo eso, pidió que se
imprimiera en papel de los años cincuenta y que cada detalle del libro fuera

Página 368
igual para que pareciera idéntico a la edición original de 1957.
—Pero sin duda no tendrías papel tan antiguo en stock…
—Lo cierto es que sí. No es muy comercial en estos tiempos, pero
tenemos resmas de papel que se remontan a décadas. Incluso tenemos
pergamino de alta calidad de hace cien años… aunque el contenido en
mercurio del papel probablemente sería suficiente para que un toxicólogo
hiciera sonar el botón de alarma. —⁠Sus ojos azules chispearon—. Voy a
imprimir en ese papel las invitaciones de mi jubilación.
—Pero ¿cuál es el motivo del olor a libro nuevo de esas páginas?
—El olor. Tuvimos que usar tintas nuevas, aunque intentamos igualar el
tono el máximo posible al original.
—Si el libro nuevo tenía que ser como la edición antigua en cada detalle,
con la excepción de las enmiendas de George Leppington, ¿por qué alteraste
el nombre del impresor para incluir las palabras sociedad limitada?
—Una simple cuestión de cumplir con las leyes de la tierra, Electra. Si
omitiéramos la mención de que somos una compañía de socios limitados
podríamos ser demandados por el Registro de Sociedades, la Cámara de
Comercio y todo lo demás. Bien visto, por cierto. Habrías sido una buena
detective, Electra.
Ella reconoció el cumplido con un gesto de la cabeza y una sonrisa.
—No te acordarás exactamente de cuáles fueron los cambios introducidos
en el libro, ¿verdad, Arnold?
—Puedo hacer algo mejor que eso. Guardamos copias de lo que
imprimimos… por si hay alguna queja de los clientes después, aunque he de
añadir que eso no suele pasar. —⁠Sonrió y cogió el teléfono—. Llamaré abajo
y le diré a Judy que busque uno de los ejemplares originales de 1957 para ti.
Luego podrás comparar las dos versiones del libro y ver tú misma las
diferencias.
—Gracias, Arnold. No sabes lo mucho que eso significa para mí.
—No, no lo sé —dijo él simplemente, se levantó y le tendió la mano. Ella
la estrechó—. Pero hay una expresión en tus ojos que sugiere que de lo que te
he contado hoy dependen vidas. —⁠Le sostuvo la mano mientras colocaba la
otra encima y luego añadió gravemente—: Que Dios te acompañe, Electra, y
te mantenga a salvo.
—Gracias —contestó ella, conmovida.
Cinco minutos más tarde, Electra recorría las abarrotadas calles de Whitby
hacia el aparcamiento. Jack Black caminaba a su lado; su feroz expresión era
suficiente para apartar el gentío.

Página 369
—¿Has conseguido lo que querías? —preguntó.
—Y mucho más.
Cruzaron el aparcamiento hasta el lugar donde se encontraba la furgoneta.
Daba a la bahía, donde los barcos se mecían en el mar agitado. Electra le
lanzó a Black una mirada mientras sacaba el móvil del bolso.
—¿Crees en Dios, Jack?
—Nunca he tenido uno. Chorradas.
—Yo compartía tu opinión. Pero puede que tengamos que revisar nuestros
puntos de vista.
—¿Y por qué?
Ella alzó los dos libros.
—Porque creo que acaba de responder a nuestras plegarias.
Pulsó las teclas del móvil. Le respondieron al instante.
—Hola. ¿David? —dijo ella, cubriéndose la otra oreja con una mano
mientras el viento arreciaba y sacudía el cartel del aparcamiento⁠—. David,
sí… Soy Electra. David, escucha. ¿Has terminado en la cueva? Bien. ¿Has
vuelto al hotel? Quédate ahí, volveré dentro de veinte minutos. Sí… sí. He
conseguido cierta información que te va a parecer interesante. Además,
descansa un poco mientras puedas, porque esta tarde vamos a hacer un
experimento… un experimento muy importante.
Después de que David colgara ella volvió a guardar el teléfono en el bolso
y contempló los tejados de las antiguas casas que flanqueaban el valle en
hileras. Los tejados anaranjados brillaban cálidamente al sol. Por encima de
una fila de casas, la iglesia de Santa María se alzaba sobre la colina. Detrás se
encontraban las ruinas de una abadía de hacía mil años.
Con sorpresa, descubrió que realmente apreciaba esa vieja ciudad junto al
mar. Parecía hermosa, muy hermosa. Durante gran parte de su vida ella había
sentido una ligera indiferencia hacia el valor de su propia vida y al hecho de
estar viva. Pero ahora se dio cuenta de lo mucho que lamentaría morir joven.
Bueno, Dios mediante, eso no sucedería, se dijo con firmeza mientras
contemplaba las casas. No nos destruirán como a la pobre Bernice. Y, más
aún, vengaremos su muerte.

Página 370
Bernice Mochardi, viva pero atrapada bajo el pueblo de Leppington, vio al
desconocido colocarse bajo la luz que dejaba pasar la reja de hierro sobre sus
cabezas.
—Te he visto antes —dijo tan agradecida por estar en compañía de otro
ser humano que podría haberse puesto a dar saltitos allí mismo.
Maximilian Hart sonrió bajo el charco gris de luz.
—Y yo te he visto a ti. ¿Vives en el hotel?
—Así es. —Ella le cogió la mano con fuerza⁠—. Pero ¿cómo has llegado
aquí abajo?
—Me trajeron por los túneles. Pero ninguna de las personas blancas quiso
tocarme. Creen que tengo mala sangre.
—¿Te dejaron ir?
Él se encogió de hombros y sonrió; sus ojos almendrados chispearon.
—Me marché. Me ignoraron. Verás, tengo mala sangre —⁠dijo, como si
eso fuera una explicación—. ¿Por qué crees que tengo mala sangre?
—Bueno, no creo que tengas mala sangre —dijo ella con sensibilidad⁠—.
Por lo que a mí respecta eres mi caballero de brillante armadura. Un héroe.
Él sonrió.
—Ojalá fuera un héroe. Ojalá pudiera ser valiente.
—Créeme, Maximilian, lo eres —dijo ella firmemente y luego contempló
el túnel iluminado de manera intermitente por manchas de luz⁠—. Maximilian,
¿conoces alguna salida?
Él negó con la cabeza.
—Nunca había estado aquí abajo.
Bernice no le soltó la mano, tranquilizándose con su presencia física.
—Supongo que lo que podemos hacer es seguir buscando. ¿Tú qué dices?
—Seguir buscando. Sí, seguir buscando.
—Mientras no nos topemos con ninguna de esas criaturas —⁠dijo Bernice
con un escalofrío—. Vamos, cuanto antes salgamos de aquí, mejor.
Con los ojos fijos en el núcleo de oscuridad que se extendía más allá de
los haces de luz, siguió caminando y se preguntó qué estarían haciendo ahora
Electra y David.
Era poco más de mediodía.

Página 371
A las doce y media, Electra entró en la cocina del hotel, seguida por Jack
Black. David estaba apoyado en un banco, masticando un sándwich y
bebiendo café solo, denso como un jarabe. Rápidamente, Electra le informó
de lo que había descubierto esa mañana.
Él sacudió la cabeza, sorprendido.
—¿Quieres decir que mi tío mandó imprimir dos ejemplares de una
versión especialmente recortada de la historia de mi familia? —⁠Se encogió de
hombros, perplejo—. ¿Para qué demonios lo hizo?
—Creo que el motivo puede resumirse en una sola palabra —⁠replicó
Electra—. Obsesión.
—¿Obsesión?
Ella asintió.
—Debe de haber estado obsesionado con el pasado legendario de tu
familia; quería que fuera real a toda costa, incluyendo la parte en que los
Leppington descendían de los dioses nórdicos y que la familia estaba
destinada a un futuro grandioso y glorioso como constructores de imperios.
David miró el ejemplar de La familia Leppington, realidad y leyenda que
le había dado su tío. Era la versión más reciente, la alterada. Electra ya había
resaltado con amarillo fluorescente los textos cambiados. Sacudió la cabeza.
—Pero ¿por qué tomarse tantas molestias?
—Creo que, originalmente, encargó la nueva versión del libro sólo para su
propia satisfacción.
—Entonces ¿pretendía que no lo viera nadie más?
—En efecto. Probablemente le bastaba sentarse a solas en su casa para
releer la versión de la historia de tu familia tal como quería que fuese.
—Espera un momento, el original describe ya los tratos de nuestros
antepasados con el dios Thor y la creación del ejército de vampiros, ¿no?
—Sí, lo hace. Aunque no menciona la profecía de que el último de los
Leppington, ése eres tú, David, regresará al pueblo para hacerse con el control
del ejército antes de lanzarlo a la muerte y a la gloria en el mundo exterior.
David se frotó la barbilla, la mente a toda máquina.
—¿Qué otros cambios has identificado?
—Apenas he podido repasarlo en el camino de vuelta. Pero parece que en
la nueva versión George Leppington cortó todas las referencias a la historia
de la batalla de sir William de Saxilby con los vampiros en el siglo trece.
—Entonces ¿borró toda referencia a que el ejército de vampiros fue
destruido?

Página 372
—Así es. Quiso presentar una nueva versión del mito, donde la raza de
vampiros Leppington era indestructible. Y donde el hijo largamente perdido
de los Leppington regresaba para liderarlos en la destrucción del viejo
enemigo. Ves lo que ha pasado, ¿no?
David asintió.
—Se sentó a reescribir el mito Leppington de la manera en que él quería
que fuese cierta.
—Pero lo que no podía haber previsto es que tú, el último del linaje
Leppington, regresarías al pueblo.
—¿Crees que está loco?
—Creo que estaba absolutamente dominado por esa obsesión… de hecho,
creo que acabó por creerse su propia versión del mito, incluida la profecía que
había creado de que regresarías para liderar a los monstruos.
—Pero nosotros hemos visto a esas criaturas. —⁠David se frotó la frente—.
Son reales, ¿no? Quiero decir… no nos hemos imaginado todo eso.
—No —respondió Electra firmemente—. No nos hemos imaginado esas
cosas. Son reales, sí.
—Entonces seguimos atrapados en esta pesadilla. —⁠David soltó una risa
amarga—. Creo que esos monstruos no se esfumarán si disfrutamos de una
buena noche de sueño, ¿verdad?
—No. —Los ojos de Electra brillaban con los principios del triunfo⁠—.
Pero ¿no ves lo que significa eso, David?
Él negó con la cabeza. Su mente giraba locamente.
—No, no veo lo que significa.
—Piénsalo, David. Tu tío borró toda referencia a que se podía destruir
esos monstruos.
—¿Te refieres a cortarles la cabeza?
—¡Sí!
David miró la espada que había dejado en la encimera de la cocina.
—Dios mío, Electra. ¿Me estás diciendo que deberíamos intentar matar a
esas criaturas?
—¡David, eso es exactamente lo que estoy diciendo!
Él se frotó la barbilla.
—Pero es un riesgo tremendo.
—Un riesgo que tenemos que correr.
—Pero eso significa encontrar a esas cosas en las cuevas, y acorralarlas de
algún modo y luego cortarles el cuello. ¿Cómo demonios vamos a hacerlo?
¿Y cómo sabemos que decapitarlas las matará de verdad?

Página 373
—¿Recuerdas que te dije por teléfono de que teníamos que realizar un
experimento?
Él asintió, mientras una sensación helada borboteaba en sus entrañas.
Sabía lo que iba a decir a continuación.
—¿La muchacha encerrada en el sótano?
Los ojos de Electra se clavaron con una intensidad que lo hicieron tiritar.
—Eso es, David. Lo que estoy proponiendo es que pongamos la teoría a
prueba.
—Oh, Dios… ¿te refieres a cortarle la cabeza?
Electra asintió.
—Y lo vamos a hacer ahora. Mientras todavía hay luz de sobra.

David vio cómo Electra se acercaba a la puerta y llamaba a Jack Back para
que entrase en la cocina. Black estaba fuera, fumando con sus tres colegas que
habían ayudado a construir el muro en la cueva.
David permaneció sentado a la mesa de la cocina, aturdido por la
sugerencia de Electra. No podía hablar en serio, ¿no? ¿Matar a otro ser
humano? Él era médico, por el amor de Dios; ¿no había dedicado toda su
carrera profesional a salvar vidas? Por su cabeza pasaron los recuerdos de su
formación en maternidades, ayudando a nacer niños; su etapa en urgencias,
suturando la carne desgarrada en los accidentes de tráfico; una vez incluso
tuvo que taponar la herida abierta de un niño con las manos desnudas: las
arterias de la muñeca se le habían cortado limpiamente cuando cayó sobre
cristales rotos. Él había taponado el corte con los dedos, para detener la
sangre que borboteaba en todas direcciones hasta que llevaron al niño a
quirófano. Salvar vidas. Santo Dios, creía que había nacido para eso.
Ahora Electra le repetía tranquilamente a esa bestia tatuada de Jack Black
que pretendían cortarle la cabeza a un semejante. Dios bendito…
—Escucha —dijo David, interrumpiendo a Electra⁠—. Eso no es tan fácil
como crees, ¿sabes?
—¿Por qué? —gruñó Black.
—Veo dos obstáculos.
—¿Y son? —preguntó Electra fríamente.

Página 374
—Uno, ¿hemos considerado que tal vez haya un modo de tratar a esa
chica?
—¿Quieres decir curarla de su vampirismo?
—Sí.
—Pero, David, no tenemos tiempo. Oscurecerá en cuestión de horas.
Entonces esas cosas saldrán como ratas de las alcantarillas. ¿Sabes cómo
detenerlas?
—Por el amor de Dios, ¿y si nos estamos precipitando? Allí abajo hay un
ser humano, ¿no?
Ella negó con la cabeza.
—Te equivocas, David. Era un ser humano. Se llamaba Diana Moberry.
Era una chica bonita de veintipocos años.
—Y ahora es uno de esos hijos de puta. —Black aplastó el cigarrillo bajo
su enorme bota⁠—. Electra dice que podemos matar a esas cosas. Veremos si
se equivoca o no probando con esa cosa del sótano.
David sacudió la cabeza.
—¿Quieres decir que ni siquiera le vais a dar a esa chica una oportunidad?
—¿Nos daría ella, o sus amigos vampiros, media oportunidad a nosotros
si nos pusieran las manos encima? ¿Has olvidado lo que le ocurrió a Bernice?
—Por supuesto que no. Pero podríamos llevar a la chica a un hospital
donde…
—Donde podrían estar haciéndole pruebas científicas durante toda la
eternidad y un día.
—Su estado podría ser reversible.
—Podría serlo —asintió Electra—. Pero ¿cuánto tardarían? ¿Días?,
¿semanas?
—Podrían intentarlo.
—Pero nosotros no tenemos tiempo. ¿Cuánto falta hasta la puesta de sol?,
¿seis horas?
—Electra, podríamos…
—Estamos perdiendo el tiempo —gruñó Black⁠—. Cuando se ponga el sol
esas cosas vendrán a por nuestra sangre. No quiero quedarme sentado
esperando a que eso pase, ¿y vosotros?
—Yo no —dijo Electra—. Llevo una vida puñeteramente aburrida, pero
es la única que tengo y voy a aferrarme a ella con ambas manos. ¿David?
Él se levantó y cruzó la cocina hasta el lugar donde la espada brillaba
sobre la encimera. Esa mañana había envuelto el mango con cinta adhesiva,
para no tener que asir el metal desnudo. Pasó el dedo por la hoja, ahora

Página 375
brillante. El pulgar le dolía por el corte que se había hecho con la punta
afilada. Era como si su cuerpo respondiera a algún tipo de armonía mística
con el arma.
David tomó una decisión. Se dio la vuelta y se enfrentó a los otros dos.
—Mencioné dos objeciones.
—Muy bien —dijo Electra tranquilamente—. ¿Cuál es la segunda?
—La segunda es de tipo práctico. ¿Tenéis idea de lo difícil que es cortarle
la cabeza a un ser humano?
Ella se encogió de hombros.
—No debería ser demasiado difícil. Hay unos cuantos cuchillos de cocina
bien afilados ahí colgados.
—Bueno, yo sí he separado una cabeza humana de su cuerpo. En la
facultad, se adjudica a cada estudiante un cadáver… cuerpos de hombres y
mujeres que donan sus cadáveres a la ciencia. Allí extraje quirúrgicamente la
cabeza del cadáver que me tocó. Era el cuerpo de un hombre de sesenta años
y, creedme, fue difícil… jodidamente difícil. Los mangos del instrumental se
vuelven resbaladizos por los líquidos que fluyen del cuerpo. No es tan fácil
sujetarlos. Recordad que esa cosa, la criatura de abajo, no ha sido vaciada de
sangre como se hace con los cadáveres que se utilizan en las clases de
anatomía. Todavía habrá un montón de sangre en sus venas. Y el cuerpo
humano es un organismo mucho más duro de lo que la gente cree. La laringe
está prácticamente blindada con una dura concha de cartílago; la carótida y la
yugular son también increíblemente duras, por mucho que hayáis visto lo
contrario en la televisión. Y luego están las vértebras del cuello.
—Podemos hacerlo, David —lo tranquilizó Electra⁠—. Usaremos las
herramientas que sean necesarias. Incluso tenemos una sierra eléctrica en el
garaje.
—Una cosa más —dijo David mirándola—. ¿Has considerado que podría
no someterse a la decapitación?
—¿Te preocupa que plante cara?
—Dios mío, Electra. —Él soltó una risa oscura, al borde de la histeria⁠—.
¿A ti no?

Página 376
Hacía seis años que David Leppington ejercía como médico. Se distanció (o
al menos trató de distanciarse) de lo que iba a hacer dentro de quince minutos
concentrándose en los preparativos necesarios. Era un ritual como el que
podría encontrarse en cualquier servicio religioso.
Primero se subió las mangas para lavarse las manos. Luego cogió una
gran bandeja de formica con asas de madera. Sobre ésta depositó tres gruesas
toallas, una encima de otra. Un pajarito me dice que vamos a necesitar una
buena cantidad de material absorbente, se dijo mientras trabajaba en la
cocina.
Sobre las toallas depositó una selección de cuchillos por orden de tamaño.
No había ningún bisturí, naturalmente, así que escogió un afilado cuchillo de
carne, de los que usa el personal de cocina para separar la grasa y el cartílago.
Luego colocó los cuchillos más grandes para cortar las considerables masas
de músculo del cuello que sostienen y proporcionan movilidad al cerebro, el
cráneo, los dientes, los músculos y la piel que componen la cabeza humana.
Mientras trabajaba comprobando lo afilado de los cuchillos y la fuerza de
las hojas de sierra, repasó sus otras necesidades con Electra y Jack Black. En
el exterior, los tres hombres que los habían ayudado antes permanecían
sentados a la espera, como buitres. El viento soplaba con más fuerza,
arrancando enloquecidos sonidos de flauta a los canalones y los tejados.
Cuando el viento menguaba, esos sonidos, que parecían tan quejumbrosos y
llenos de desesperación, se volvían más graves y se convertían en una especie
de suspiro que David había oído una vez antes, en un hombre que se moría de
cáncer de garganta.
De nuevo se obligó a suprimir el clamor de sus dudas. Hablando con voz
fría y falta de pasión, como un cirujano que se prepara para la operación, dijo:
—Necesitaremos guantes de goma y delantales. Habrá fluidos corporales,
probablemente en cantidades copiosas. Traedme tantas toallas como sea
posible… preferiblemente toallas grandes de baño, Electra. Envolveremos
con ellas el cuerpo lo más cerca posible de donde haga el corte. También las
necesitaremos para el suelo. Por prosaico que parezca, se volverá resbaladizo.
No vayamos a estropear la operación cayéndonos. Jack, necesitaremos un
cubo.
—¿De qué tamaño?
—Lo bastante grande para meter una de éstas —⁠dijo David sombríamente,
y se tocó la cabeza—. Después de terminar, tendremos que envolver el cuerpo
en plástico y enterrarlo.

Página 377
—¿Alguna idea de dónde? —preguntó Electra, que regresaba con los
brazos llenos de esponjosas toallas blancas.
—Creo que la tradición dicta que sea en un cruce de caminos o junto a un
cauce de agua. La orilla del río será lo mejor. Luego tendremos que
asegurarnos de enterrar la cabeza en la orilla contraria. No sé si esas reglas del
folclore referidas a la eliminación de seres sobrenaturales son verdad, pero
seríamos tontos de no cumplirlas al pie de la letra. Nunca se sabe qué puede
ser esencial. Bueno… —⁠Repasó rápidamente los instrumentos, cuchillos para
cortar, cuchillos dentados, sierras, tocándolos cada uno por turno como si de
alguna manera los bendijera—. Eso debería bastar.
—¿Por qué no coges la espada y le cortas la cabeza de un tajo?
—⁠preguntó Black.
—Porque eso requeriría la destreza de un experto espadachín. Y como no
lo soy, voy a tener que confiar en lo que conozco mejor, las técnicas
quirúrgicas. Bien, ¿todo el mundo preparado? —⁠Miró a Black y Electra, que
asintieron con el rostro tenso—. Bien. Son casi las tres. Tenemos tiempo de
sobra para ver si esto funciona. Si matamos a esa cosa del sótano, entonces
podremos planear una estrategia que elimine a los otros vampiros. ¿De
acuerdo?
Ellos asintieron. David cogió la bandeja con los cuchillos y sierras. En el
cubo había pares de guantes de látex que normalmente utilizaba el personal de
cocina. Encima de los guantes había un rollo de cinta adhesiva gruesa, hecha
de tela e impregnada con un compuesto de plástico plateado que resistía el
agua… y los otros líquidos que pudieran derramarse. La criatura que fue
Diana Moberry tal vez no se estuviera quieta cuando David fuera a cortarle la
garganta. Utilizarían la cinta para sujetarla.
Cruzaron el vestíbulo del hotel. David miró por los cristales de las puertas
cerradas. Más allá, el mundo exterior todavía continuaba con su vida normal.
Vio pasar los autobuses, la gente haciendo compras, un policía que miraba el
mapa que le mostraba un forastero y se rascaba la cabeza mientras
consideraba la mejor dirección. De una chimenea que sobresalía del tejado del
matadero salía humo. Un tren partió de la estación y David deseó con todas
sus fuerzas estar en él.
Cuando Jack Black abrió la puerta del sótano ese deseo se repitió, con un
estremecimiento tan grande que David sintió un vuelco en el estómago.
¿Cómo era esa expresión? Daría todo el oro del mundo por estar en ese tren,
camino de Whitby y el mar. Eso es, un montón de oro. Un enorme montón de
oro. Valía la pena.

Página 378
Sólo que, en ese momento, tenía que bajar por aquellos escalones oscuros.
El aire frío surgía del vacío en sombras de abajo. Se estremeció. Entonces
inspiró profundamente y se internó en un sótano que bien podría haber sido la
aterradora antesala del infierno.

Página 379
Capítulo 40

A las tres y media, exactamente a la misma hora en que David Leppington


bajaba el primer escalón hacia el sótano, Bernice Mochardi y el chico con
síndrome de Down caminaban bajo el pueblo.
Era como si estuvieran caminando por el intestino de una bestia enorme,
pensó ella; un intestino de ladrillo y piedra. De vez en cuando un reguero de
agua bajaba por el canal que se extendía por el centro del túnel. Una vez se
descargó con estrépito agua enjabonada por una tubería a la altura del
hombro, casi empapándola.
Caminaba con la espalda pegada a la pared, todavía agarrada a la mano de
Maximilian Hart. No había ninguna duda de que su presencia era un consuelo
para ella. Sobre todo durante los largos, casi interminables trayectos por
partes de túnel que estaban envueltas en la absoluta oscuridad. Si no hubiera
sido por la presencia del chico, Bernice sentía que se habría visto rebajada a
un arrebato de gritos lunáticos a medida que la oscuridad parecía metérsele
por los ojos, la boca y la garganta como un líquido negro como la tinta, que
amenazaba con asfixiar su cordura además de sus pulmones.
Quizá la oscuridad tiene una cualidad diferente aquí abajo, pensó. Igual
que la presión del aire varia en la cima de las montañas y la cuenca de los
valles. Aquí abajo la oscuridad parece mucho más densa, casi líquida de
algún modo. Tiritando, continuó su camino.
Esa zona del túnel era ahora excepcionalmente menor. De las rejas
situadas en las alturas se filtraba algo de luz. Para la gente de la calle, éstas no
serían más que alcantarillas corrientes, situadas entre el bordillo de la acera y
la calzada. El sitio por donde se filtraba el agua los días de lluvia o por donde
los niños tiraban los palitos de los chupachups.
Pero esas pequeñas rejas de hierro eran un regalo de Dios. Dejaban pasar
preciosos rayos grises de luz que iluminaban su camino. Ahora podía ver el

Página 380
estrecho sendero a cada lado del canal de desagüe: el grueso regajo de agua
que corría por él, la pauta irregular de ladrillos que formaba la capa interna
del túnel. Incluso iluminaba las telarañas tejidas durante décadas y que tenía
que apartar con la mano, mientras los pegajosos hilos se le enganchaban,
fríos, a la piel.
En ese momento sintió, más que oyó, un rumor grave. Se abrió paso por la
tierra y luego a través de los ladrillos y hasta la yema de los dedos que tenía
apoyados en el túnel mientras avanzaba. Tiene que ser el tren, pensó;
probablemente no estamos lejos de la estación. En ese caso el sótano del
hotel Estación no debería estar a más de unas pocas docenas de pasos de
distancia. Si tan sólo supiera en qué dirección… y cuál de los muchos túneles
secundarios seguir.
Todavía agarrada a la mano de Maximilian, tomó el túnel que se desviaba
del que habían venido siguiendo. Sin embargo, este nuevo subterráneo parecía
deprimentemente igual que el que acababan de dejar. La misma pauta
irregular de ladrillos marrones, un canalillo en el suelo de piedra bajo sus
pies, las mismas delicadas formas de abanico de las telarañas que cubrían
partes enteras del túnel. Aquí y allá brotaban hongos en las paredes del mismo
color que los plátanos maduros, parecían pares de puños cerrados que de
algún modo se hubieran abierto paso a través de los ladrillos. Al otro lado del
túnel unos cuantos se habían unido grotescamente, formando el simulacro de
un feto humano tensamente envuelto, con ojos, oídos y piernas. Más
filamentos de telaraña lo cubrían levemente en una mortaja que parecía
transparente a la tenue luz.
Bernice avanzó, rompiendo otra membrana de telaraña con la mano libre
antes de pasar. Gran parte de la tela se le pegó a la falda negra. Más telarañas
formaron pegotes de sucio material gris en los guantes de encaje negro.
Se detuvo allí. El olor del lugar era diferente. Ya no era frío ni húmedo y
terroso. El aire era claramente más cálido; olía a cobre; sí, sí, pensó con un
arrebato de asombro. Había claramente un olor completamente distinto en el
aire. ¿Por qué ese túnel era distinto del resto?
Empezó sin previo aviso. Ella levantó la cabeza, sofocando un gritito.
Se produjo un fuerte siseo, como el sonido de una cascada artificial.
Segundos más tarde brotó líquido de los agujeros de desagüe que cubrían el
techo.
Durante un segundo pensó que eran alcantarillas de la calle de las que caía
agua. Pero entonces vio que el líquido era sangre.

Página 381
Caía de docenas de desagües colocados a lo largo del centro del techo.
Fluía densa, roja y humeante al canal de abajo. Allí se amontonaba,
haciéndose más y más densa. Más sangre se unía al charco. La sangre caliente
caldeaba el aire del túnel hasta que se volvió tan cálido como un invernadero:
un calor pegajoso y pastoso que presionaba contra la piel y le llenaba la nariz
cada vez que respiraba.
La vio pasar junto a ella de derecha a izquierda, llevando montones de
espuma rosa que flotaba en la superficie. Maximilian y ella se apretujaron
contra la pared para evitar que la lluvia carmesí los empapara. Incluso así,
gotas de sangre mancharon los talones de sus botas.
Ahora Bernice supo qué había encima. Tiene que ser el matadero, pensó;
miró de nuevo la luz que se filtraba por las alcantarillas y vio que tenía el
brillo áspero de la luz eléctrica. Debemos de estar bajo la sala de matanzas,
pensó. Arriba están sacrificando a los animales. La sangre borbotearía
alrededor de las botas de los matarifes antes de caer pastosa por los desagües.
De nuevo gritó pidiendo ayuda. Aunque ya sabía que su voz no llegaba al
mundo exterior a través de las rejillas, o si lo hacía, la gente que la oía no
sabía de dónde venían los distantes gritos. Los imaginó mirando alrededor,
curiosos por el origen de los gritos. Luego, cuando no veían nada raro, se
encogían de hombros y seguían caminando por la acera. La frustración de no
poder hacerse oír por nadie era tan grande que casi quería llorar.
Se volvió a mirar el túnel por el que acababan de entrar. A través del rojo
chorro de sangre que caía vio un grupo de formas blancas acercarse; atisbo los
ojos profundos, las anchas bocas con los labios oscuros y el brillo de los
dientes increíblemente brillantes, afilados como los de las panteras.
—Oh, Dios mío —susurró, sintiendo un peso enorme en el pecho⁠—. Oh,
Dios. Nos han encontrado.

En el sótano, Electra había encendido todas las luces, luego iluminó con la
linterna el otro extremo de la habitación.
—Santo Dios —susurró.
—¿Qué ocurre? —preguntó David, sobresaltado.
—Mira. —Señaló con la cabeza la puerta de acero⁠—. Han conseguido
abrirla.

Página 382
—Por Dios, puede que estén aquí abajo. Jack, ¿ves algo?
Los fieros ojos de Black recorrieron el sótano mientras sacaba el martillo
del cinturón.
—No veo nada.
Sin embargo, avanzó por el sótano, girando la fea cabeza a izquierda y
derecha como un bulldog buscando una rata. Comprobó cada hueco y alacena
donde pudiera estar oculta alguna criatura.
—¿Todavía nada? —preguntó David.
—Nada. No saldrán aún; todavía es de día.
—Sí, pero aquí llega poca luz —murmuró Electra—. ¿Todo despejado?
—⁠preguntó en voz alta cuando Black regresaba lentamente, todavía moviendo
la cabeza de derecha a izquierda, buscando bajo los estantes.
—Nada —respondió—. Como decía, están esperando a la puesta de sol.
David miró la puerta abierta.
—Por ahí deben de haberse llevado a Bernice. —⁠Por un momento pensó
en coger la linterna e ir en su búsqueda.
Pero eso ya no serviría de nada, se dijo amargamente. Los vampiros la
habrían abierto y sorbido su sangre hacía horas. A estas alturas sería una de
ellos: la piel pálida, los ojos hundidos, las venas formando un diseño de
encaje púrpura en la garganta y los brazos.
—Ciérrala —dijo Electra bruscamente—. Ciérrala, antes de que se den
cuenta de que estamos aquí abajo.
—Jack, cierra la puerta. Yo iré a por los candados… Espera… ¡Maldita
sea! Alguien ha serrado las aldabas. Son inútiles.
—Toma —dijo Black, vaciando una caja que contenía un puñado de
tuercas y gruesos clavos⁠—. Mételos en las aberturas. Aguantarán la puerta
hasta que consigamos más candados.
Entonces Black cerró de golpe la enorme puerta.
Cuando los ganchos de acero de la puerta se solaparon con los ganchos de
acero soldados al marco metálico, David metió los clavos y tornillos que
encajaban. Sólo cuando terminó de hacerlo suspiró, aliviado.
—Eso bastará por el momento. —Se limpió las manchas de óxido en las
perneras de los vaqueros.
—¿Quién crees que cortó los candados? —preguntó Electra.
—Imagino que uno de los nuevos vampiros. Tenían acceso al sótano a
través de la trampilla del patio. —⁠Se volvió a mirar la puerta del túnel. En su
mente surgió la imagen de la puerta cediendo y los vampiros saliendo por ella
en un horrible fluir de cabezas blancas y oscuros ojos brillantes. Tendrían las

Página 383
mandíbulas abiertas, descubriendo filas de dientes centellantes que se
cerrarían sobre las gargantas de los tres humanos. Cuando hayan desgarrado
nuestros cuerpos, pensó, lamerán las heridas sangrantes, como gatos en un
cuenco de leche. Reprimió la imagen. No se permitiría más distracciones. Era
hora de volver al trabajo.
Sacó del bolsillo la llave del almacén, la introdujo en la cerradura y la
giró.
—Muy bien —dijo en voz baja—. Allá vamos.

Al mismo tiempo que David Leppington abría el almacén del sótano del hotel
Estación, Bernice se quedaba petrificada de puro miedo. Vio cómo los
vampiros irrumpían en el túnel.
La sangre seguía cayendo en cascadas. Rica y roja, caía al canal,
humeando, salpicando, borboteando. La humedad formaba una bruma rosada
que envolvía el túnel, reduciendo la visibilidad a unos pocos pasos.
Van a atacarnos, pensó, incapaz de apartar los ojos de las bamboleantes
cabezas blancas que venían por el túnel. De un momento a otro sus miradas
se centrarán en nosotros. Y cuando nos hayan visto, vendrán corriendo hacia
aquí.
Agarrando la mano de Maximilian, se apretujó contra la pared hasta que
los ladrillos se le clavaron con fuerza contra las costillas, como si pudiera
presionar con energía suficiente, deslizarse por las rendijas y esconderse allí,
sana y salva, hasta que los monstruos se hubieran ido.
—No nos quieren —susurró Maximilian—. Mira, tienen sed.
Los vampiros continuaron llegando a esa parte del túnel. Sólo que no
reparaban en Bernice y Maximilian. Bebían ansiosamente la sangre de los
animales sacrificados que caía por los desagües. Algunos vampiros se
arrodillaban y lamían furiosamente a cuatro patas la sangre mientras corría
por el canal de piedra. Las negras lenguas se hundían en el líquido rojo. De
vez en cuando un grumo denso pasaba flotando, lo recogían ansiosamente y lo
masticaban, cerrando, maravillados, los ojos.
Parecían animales bebiendo en un abrevadero en África, se dijo Bernice.
Animales brutalmente sedientos que bebían tan de prisa que se atragantaban y
tosían. Sin embargo, más y más vampiros se colocaban bajo la lluvia de

Página 384
sangre, empapándose en el rojo líquido. Levantaban las manos, alzaban el
rostro, se extasiaban en la sangre purísima que corría por sus cabezas y sus
hombros y sus brazos. Abrían de par en par las bocas en un bostezo
horriblemente anormal para capturar las preciosas gotas de lluvia roja, dadora
de vida.
—Vamos —le susurró Bernice a Maximilian—. Salgamos de aquí antes
de que se acabe.
Rápidamente, a hurtadillas, salieron del túnel, cuidando de mantener la
espalda contra la pared para evitar la cascada de sangre. Incluso así, una
película de sangre atomizada se posó sobre sus caras y bocas.
Bernice se frotó los labios con el dorso de la mano enguantada. Hizo una
mueca. Podía saborear la sangre, un gusto entre salado y metálico.
Unos cuantos segundos después llegaron a la entrada de otro túnel.
Antes de seguir a Maximilian por esa oscura garganta, Bernice se volvió a
mirar a los vampiros que se atracaban de la sangre de las bestias. La sangre
atraía toda su atención. No les importaba nada más. Tosían, farfullaban, se
atragantaban mientras intentaban tragar más de lo que podían asimilar sus
gargantas. Las cabezas calvas y blancas estaban manchadas de sangre, las
ajadas ropas que vestían empapadas en ella. Y todo el tiempo los ojos
hundidos se fijaban apasionadamente en el arroyo de sangre como si fuera la
cosa más maravillosa del mundo.
Para ellos probablemente lo es, pensó Bernice. El diluvio de sangre diario
era nada menos que su sangre vital. Se marchitarían sin ella. Bernice empezó
a caminar hacia el siguiente túnel. Pero entonces se detuvo y contempló con
atención a las criaturas que se alimentaban.
Se le ocurrió una idea de manera tan súbita y deslumbrante que la piel le
cosquilleó de la cabeza a las yemas de los dedos. Todavía estaba mirando,
sumida en sus pensamientos, cuando sintió que Maximilian le tiraba de la
mano para que se apresurara.
Finalmente permitió que aquella mano la apartara del lugar, lejos del túnel
de sangre, pero estaba pensando con todas sus fuerzas.

David retrocedió para apartarse del brillo de la lámpara halógena del almacén.
Entornando los ojos contra la luz, con una mano alzada para protegérselos,

Página 385
entró en la habitación. Las paredes de ladrillo eran de un vívido naranja bajo
el resplandor implacable de la luz. Se detuvo, permitiendo que se
acostumbrara la vista.
—¿Has dejado el foco encendido todo el tiempo? —⁠le susurró a Electra.
—Sí. Sólo se volvió activa cuando lo apagamos.
—Entonces esperemos que ahora esté inactiva —⁠murmuró él mientras
atravesaba la puerta—. Maldita sea.
—¿Qué ocurre? —preguntó Electra, alarmada.
—Se ha ido.
—Es imposible, la puerta ha estado siempre cerrada.
David, protegiéndose los ojos, contempló la losa. Allí, décadas atrás, el
personal de cocina debía de haber abierto reses, destripado pescados y cortado
las articulaciones de ovejas y vacas.
Ahora estaba vacía. La muchacha rubia que antes había estallo allí tendida
como un cadáver se había desvanecido.
Entró en la habitación, todavía deslumbrado por el brillante halo blanco
de la lámpara halógena. De repente se detuvo y miró en un rincón, donde
estaban las paredes de ladrillo pelado.
—Muy bien —dijo—. Está aquí. Debe de haber intentado esconderse de
la luz.
La criatura que antes fue la hermosa y rubia Diana Moberry había
intentado abrirse camino bajo el saliente de piedra para buscar algún consuelo
en la fría sombra.
Dios, cualquier cosa con tal de escapar de esta luz implacable, pensó
David, notando que le dolía la cabeza por el resplandor. ¿Quién podía
reprochárselo a esa pobre desgraciada?
Se agachó y contempló la figura desnuda. Parecía inconsciente. Mientras
extendía la mano, dispuesto a darle un golpecito exploratorio al pie descalzo,
Black se adelantó.
—No podemos seguir haciendo el tonto —rezongó Jack Black
bruscamente⁠—. No tenemos tiempo.
Entonces agarró a la criatura por los pies y la arrastró por el suelo de
hormigón. Estaba desnuda, boca abajo, con una mejilla apoyada en el suelo.
David dio un respingo ante la idea de cómo sería que te arrastraran desnudo
por una superficie tan abrasiva.
—Con cuidado —dijo—. Tenemos que hacer esto lo más humanamente
posible.
Black gruñó con expresión impasible.

Página 386
—Quedan cinco horas hasta la puesta de sol. Ser humanos es un lujo que
no podemos permitirnos… ¿o quieres administrarle un jodido anestésico
primero?
David miró a Electra. Ella tragó saliva. Tenía los ojos clavados en la cara
de la muchacha, cuyos rasgos estaban relajados, como si durmiera.
Black la cogió en brazos. La cabeza rubia se deslizó sobre un brazo, el
pelo osciló mientras la volvía a colocar sobre la laja de piedra. El cuerpo
desnudo hizo un sonido chapoteante cuando la dejó caer. Black le enderezó la
cabeza y luego le levantó un brazo que había quedado colgando por un lado
de la losa. Sin ningún gesto de ternura, le colocó el brazo sobre el pecho.
—Ahí tienes, doctor. Haz lo tuyo.
David tragó saliva. La muchacha parecía un cadáver tendido en una losa
mortuoria. Métete en la cabeza que está muerta, se dijo con firmeza. Está
muerta, es un cadáver. No es más que un conglomerado de carne sin vida,
huesos y órganos internos. Esto es sólo una disección clínica… nada más.
Nada más.
Se frotó los labios, que sentía secos y calientes. Los latidos de su corazón
habían aumentado, el sudor había empezado a correrle por el cuello.
Mierda. Vamos, David. Adelante, acaba de una vez.
—Muy bien —dijo, colocándose rápidamente un guante de látex⁠—.
¿Todo el mundo tiene puestos los guantes? De acuerdo.
No olvidéis los delantales. Esto va a ser muy sucio, muy húmedo. Electra,
empieza a colocar las toallas sobre el suelo. Asegúrate de que hay al menos
tres aquí, cerca de la cabeza. Jack, tráeme la cinta adhesiva, primero le
ataremos las piernas; después, le ataremos los brazos al torso.
—Muy bien, doctor. —Salió al sótano, donde habían dejado las
herramientas para ese agradable trabajo.
Electra tocó a David en el brazo.
—¿Tienes que atarla?
—Sí.
—¿Crees que se moverá? Parece muerta.
—Creo que vamos donde ningún hombre ha ido antes —⁠dijo él con la
sombra de una sonrisa—. Considero que es necesario que tomemos todas las
precauciones posibles, ¿no te parece?
Ella asintió.
—Dios, espero que no se despierte y empiece a gritar.
—Bien sabe Dios que yo lo espero también —⁠murmuró David mientras
empezaba a colocarle los brazos.

Página 387
Trabajaron bien. David, ayudado por Black, ató las piernas de la vampira.
Luego le doblaron los brazos sobre los pálidos pechos con los pezones roídos.
Mientras Black la sujetaba en posición sentada, agarrándola por los pelos con
una manaza, David colocó la cinta alrededor del torso hasta que la criatura, al
menos del cuello para abajo, pareció una especie de momia egipcia. La cinta
plateada brillaba bajo el foco halógeno.
Hasta ahora, David no había advertido ni un movimiento ni un murmullo
por parte de la criatura. Quizá al estar bajo una luz lo bastante brillante
queda tan profundamente inconsciente que parece muerta, pensó.
Un momento después, cortó la cinta y colocó el carrete junto a los pies de
la criatura.
—Bien. Traed la bandeja y el cubo —les dijo⁠—. Acabemos con esto de
una vez.
Electra trajo la bandeja y se la tendió, como si estuviera ofreciendo un
plato de sándwiches para que se sirviera a su gusto. La lila de cuchillos y
sierras ordenadamente colocados sobre las toallas blancas resplandecía bajo la
luz. Los tornillos de latón en los mangos de madera brillaban como estrellas
doradas.
Escogió primero un cuchillo pequeño para separar la carne, con una hoja
afilada como un escalpelo.
—Bien. —Los miró—. Allá vamos. Jack, sujétale la cabeza, por favor.
Jack Black hizo lo que le decía. De hecho, lo hizo de manera tan experta
que David no pudo dejar de preguntarse si había hecho algo así antes.
Primero, Black se plantó hacia el centro de la losa de piedra. Con una
enorme mano tatuada agarró el pelo de la vampira y tiró firmemente de la
cabeza hacia abajo. Después, colocó la otra mano bajo la barbilla y echó la
cabeza hacia atrás para que la garganta quedara levantada.
David contempló con terrible fascinación la larga garganta desnuda. El
musculoso tirón de Jack Black estiraba el cuello mientras forzaba la garganta
hacia arriba, de manera que formaba un liso promontorio de piel desnuda,
surcado levemente por finas venas. David tragó saliva.
Unas cuantas horas antes los hombres habrían besado alegremente esa
garganta viva y se habrían entusiasmado con su suavidad y el cálido aroma
que habría exudado mientras Diana Moberry, todavía viva, reía y se
enroscaba en los dedos el pelo largo y suave.
—¿David?
Él alzó la cabeza ante la amable insistencia de Electra. Sus ojos azules se
clavaron en los de él mientras asentía para animarlo.

Página 388
—Estamos haciendo lo correcto, David. Piensa que la estamos liberando
del sufrimiento.
Apoyó la hoja del cuchillo contra la garganta desnuda.
Electra tiene razón, se dijo. Esto es una enfermedad. Una enfermedad que
va a pudrir a la humanidad como un cáncer necrótico sucio y grande. Tenía
que extirparlo.
Inspirando profundamente para controlar el estremecimiento que le corría
por el estómago hizo la primera incisión. La piel se abrió bajo la hoja como
un par de húmedos labios rosa. Serró el suave tejido, abriendo rápidamente
los partes de la herida, hasta que pareció que una segunda boca aparecía bajo
la barbilla. Una boca con labios que se convertían en una mueca. Entonces
llegó al tejido blanco y cartilaginoso de la laringe. Cambió el cuchillo por otro
más grande. Cortó.
Entonces la criatura gritó. Un grito intenso y ensordecedor. El sonido
rebotó en los ladrillos de la pared, fuerte y terrible, lleno de furia y dolor e
incredulidad.
—¡David! ¡Sigue cortando! —gritó Electra por encima de los gritos⁠—.
¡No te pares ahora!
Los párpados de la criatura se abrieron, revelando los globos oculares. Los
ojos en sí estaban hinchados y brillantes; sobresalieron sorprendentemente de
sus cuencas, mirando a los ojos de David.
—No… así no. Oh, así no… Bésame, bésame, mi amor. —⁠La voz
susurrante era seductora, pero esas palabras sibilantes y sexys iban
acompañadas de grandes alaridos, como si dos espíritus dentro de la criatura
lucharan por controlarla.
—Cállate —rugió Black y tiró más fuerte con la mano que tenía bajo su
barbilla. Tan grande fue ahora el tirón que la criatura alzó el pecho, la espalda
arqueada.
David cortó el duro tejido de la tráquea.
Los gritos se repitieron, taladrándole la cabeza, clavándose en los oídos
hasta que tuvo que apretar los dientes.
El cuerpo se agitó sobre la plancha. Los movimientos, restringidos por la
cinta adhesiva, eran como de gusano, pues no lo acompañaban los miembros;
sin embargo, las caderas se alzaban imposiblemente arriba mientras el
monstruo arqueaba la espalda. Electra se abalanzó sobre la muchacha bestia,
esforzándose por sujetarla con el peso de su propio cuerpo. La cara de Electra
estaba llena de determinación, los labios apretados, los ojos brillando de

Página 389
concentración y el pelo agitándose a un lado y a otro mientras cabalgaba
sobre la convulsa criatura.
—Vamos, maldita sea —susurró David para sí—. Corta. Lo has hecho
antes. Corta. Imagina que es una traqueotomía, imagina que estás salvando la
vida de la pobre chica. —⁠Apretando los dientes serró con la hoja.
Los gritos cesaron y la voz susurrante volvió con el tono más sexy que
hubiese oído en su vida.
—Ámame… bésame. Oh, quiero que me abraces. Quiero… ¡Oh!
En ese instante la hoja se deslizó hacia abajo, cortando la laringe. Al
instante una gran bocanada de aire surgió de la herida mientras los pulmones
encontraban un atajo ahora que ya no necesitaban ni boca ni fosas nasales
para aspirar. Pero siguió sin salir sangre del corte.
La vaharada de aire, tan caliente como si saliera de un horno, fue
sorprendente. Golpeó a David en los ojos, obligándolo a parpadear y
apartarse. Su fuerza agitó el pelo de Electra como si estuviera acurrucada
sobre un ventilador.
La criatura tenía los ojos muy abiertos, sin parpadear. Las pestañas
parecían unirse a las oscuras cejas, formando una media luna negra sobre cada
blanco ojo fijo. La boca estaba abierta formando una gran O. Los afilados
dientes chasquearon, abriendo agujeros en la larga lengua que asomaba en su
boca como la de una serpiente. David incluso vio el negro pozo de su
garganta.
Corta. Corta. ¡Corta!
Serró el cuello tenazmente. Le dolía el brazo. Los músculos del hombro le
tiraban, pero no podía pararse ahora.
Corta. Corta. Corta.
El aire caliente manaba de la herida, que era gris como un pescado crudo.
Cortar era más fácil ahora, como hacerlo a través de una hogaza de pan.
Segundos después, segó las arterias.
Brotó líquido. No era sangre, sino algo casi transparente, con un tinte
amarillento.
No se detuvo. Siguió cortando con el cuchillo tenazmente. Los fluidos
corporales de la criatura brotaron con tanta fuerza que salpicaron contra las
paredes. Las gotas rociaron sus cabezas.
El cuchillo topó con algo duro. Las vértebras, se dijo.
Cambió el cuchillo por la sierra. Black tiró con más fuerza, abriendo los
dos segmentos de la herida de forma que pareció un valle estirándose hasta el

Página 390
hueso blanco y brillante. Las paredes del valle, las dos mitades del cuello,
seguían teniendo aquella cualidad del pescado crudo.
La fisiología de la criatura debía de estar cambiando. Ya no quedaba nada
de la rojez asociada al tejido muscular humano. Sólo aquel gris sin sangre.
Ahora la criatura se debatió con un esfuerzo final por impedir su
destrucción. La cinta adhesiva empezó a romperse. Las pantorrillas desnudas
de la criatura golpearon la laja de piedra; las manos se convirtieron en puños
y se agitaron mientras Electra se esforzaba en contenerla.
Black apoyó un pie en la losa y tiró de la barbilla y el pelo para sujetar la
cabeza. La cosa se rebulló y retorció, librándose de Electra como si fuera un
caballo encabritado. Pataleó, golpeando la pared, convirtiendo sus propios
dedos en gelatina. La boca se abría y se cerraba como la de un perro rabioso;
los afilados dientes rasgaron sus propios labios y mordieron su propia lengua
negra. Espuma y pus y aquel líquido amarillo como orina salían a borbotones
de la boca y las fosas nasales, los ojos tan desencajados que parecía que iban
a estallar.
David echó la sierra hacia atrás y luego hacia adelante, serrando con todas
sus fuerzas, intentando que la criatura enfurecida no desplazara la hoja.
¡Crac!
La brusca separación de la cabeza y el cuerpo hizo que Black perdiera el
equilibrio. Cayó hacia atrás, todavía sujetando la cabeza por el pelo.
David se apartó del cuerpo que seguía retorciéndose, ahora sin cabeza. Lo
vio rodar hasta caerse de la losa de piedra. Se rebulló y se agitó en el suelo,
como un gran gusano pulposo; del cuello manaba líquido.
Y, lo más sorprendente de todo, continuaba saliendo aire de la laringe con
un sonido húmedo y borboteante.
David miró a su izquierda y vio a Black arrojar la cabeza al cubo. Todavía
gesticulaba y lanzaba locas dentelladas al aire. Los ojos seguían mirando,
también estaban vivos, mirando a un lado y a otro mientras observaban a
Black, a Electra y a David, llenos de envenenado odio.
Los violentos movimientos del cuerpo tardaron sus buenos cinco minutos
en remitir. Incluso las rodillas se alzaban espasmódicamente y grandes
convulsiones recorrían el torso. El aire seguía brotando por la laringe cortada.
Emitía un gemido desesperado, como perturbado por perder ese monstruoso
remedo de vida que lo había animado.
Electra se levantó del suelo, donde había caído.
—¿Estás bien? —David la ayudó a recuperar el equilibro cuando se
tambaleó, mareada.

Página 391
—Eso espero —dijo con voz débil—. ¿Está muerta?
—Eso creo.
Jack Black era el más entero de los tres. Despreocupadamente, dijo:
—Voy a llevar esto al otro lado del río para enterrarlo. —Metió el cubo en
una bolsa de plástico—. Esa cosa —⁠añadió dando al cadáver sin cabeza una
patadita con la puntera de la bota— puede esperar aquí esta noche.

Página 392
Capítulo 41

—¿Cuánto falta para que anochezca? —preguntó David.


—Unas cuatro horas —respondió Electra.
Se estaban lavando la cara y las manos en la cocina. Las toallas (húmedas
y pesadas por los fluidos corporales), guantes de látex, delantales, cuchillos y
sierras habían sido metidos en sacos de basura y estaban en fila contra la
pared, todo listo para ser eliminado. Black ya se había encargado de enterrar
rápidamente la cabeza, todavía dentro del cubo, al otro lado del río. Ahora se
encontraba en el patio, fumando y contemplando las nubes cruzar el cielo. El
sol había iniciado su caída hacia la cima de las montañas.
—Funcionó —dijo David—. Ahora sabemos que podemos matarlos.
—Pero ¿cómo repetimos el proceso bajo tierra? No van a dejarnos que los
atemos primero, ¿no?
Él se enjuagó los antebrazos.
—Bueno, va a ser más complicado… pero si podemos atraerlos al sótano
uno a uno… —⁠Se secó vigorosamente con puñados de papel de cocina—. Tal
vez podamos aislarlos. Los tres podemos dominarlos y entonces…
Hizo un movimiento cortante con dos dedos sobre su garganta.
Podría haber sido un gesto despiadado, pero en su interior se sentía frío,
como un médico. Se dijo que era simplemente la continuación del tratamiento
que habían comenzado abajo. Estos vampiros eran una enfermedad que estaba
decidido a curar.
Electra se había secado. Encendió un cigarrillo, se apoyó en la encimera y
lo miró fríamente.
—¿Atraerlos fuera de los túneles uno a uno? —⁠Echó humo al aire—.
¿Cómo lo hacemos?
—Con un cebo.

Página 393
—¿Un cebo? —Ella sabía lo que él quería decir, pero quería oírlo de sus
labios.
Él asintió, sombrío.
—Pondremos en el sótano el cebo que ellos quieren. Cuando atraviesen
esa puerta, dispararemos la trampa.
—¿Y vas a cortar todas esas cabezas con cuchillitos de cocina?
Él negó con la cabeza y arrojó a la papelera el papel de cocina húmedo.
—Quería hacerte una pregunta. —La miró—. ¿Dónde podemos alquilar
una sierra mecánica?

Mientras David iba a la tienda de alquiler de herramientas calle abajo para


recoger las sierras mecánicas, Electra pagó a los colegas de Black. Se
quedaron los tres solos de nuevo. Los tres mosqueteros.
Electra contempló el cielo a través de la ventana de la cocina. Las nubes
lo cruzaban velozmente, las sombras se alargaban. Quedaba menos de tres
horas para el anochecer.
Se frotó los brazos y se estremeció.

David aparcó detrás del hotel. Jack Black estaba esperando allí, preparado
para descargar las sierras mecánicas y la lata de combustible. Eran máquinas
de aspecto terrible con dientes afilados que podían cortar troncos de árboles.
La carne y el hueso no deberían ser obstáculo para ellas.
Inmediatamente, David comprobó que los tanques de combustible de las
sierras estaban llenos y luego las llevó a la cocina, donde las dejó en el suelo.
—¿Sabes manejarlas? —preguntó Electra, apagando el cigarrillo en un
plato.
—El verano pasado ayudé a un amigo a despejar un par de acres de
terreno que había comprado. —⁠David se agachó y palmeó el tanque de
combustible de la sierra—. Le compró un poni a su hija y necesitaba despejar

Página 394
un montón de arbustos y matorrales detrás de la casa. Estos aparatitos
hicieron el trabajo en un santiamén…
—Vaya, doctor. —Black pareció impresionado por primera vez⁠—.
¿Vamos a cortarles la cabeza a esos cabrones con esto?
—No será agradable, pero no veo otro modo de hacerlo en tan poco
tiempo.
—Y supongo que yo voy a ser el cebo, ¿no? —⁠Electra levantó las cejas.
David asintió.
—No se me ocurre otra manera, ¿y a ti?
—No —respondió ella, contemplando estoicamente los dientes torcidos
de las sierras mecánicas⁠—. Bueno. ¿Bajamos a nuestros dos bebés al sótano?

Bernice Mochardi, todavía cogida de la mano de Maximilian, se abrió paso a


través del túnel que se iba haciendo cada vez más oscuro. El sonido de agua
que corría por el canalillo resonaba en las paredes.
—No podemos estar demasiado lejos de la superficie —⁠dijo en un susurro
—. ¿Oyes los coches?
—Vamos hacia abajo —dijo Maximilian—. Igual que el agua.
—Eso significa que este subterráneo puede llevar al río. Quizá podamos
salir por allí.
Así lo esperaba, desde luego. En el túnel de sangre había tenido una idea
tan repentina como sorprendente. Ahora necesitaba hablar con David
Leppington lo antes posible.
Si no me topo con algo primero, pensó sombríamente, y caminó más de
prisa. Lo único que no encontraremos aquí abajo son ratas. Estaba claro que
los vampiros se las habían comido a todas hacía tiempo.
Miró hacia atrás. Le había parecido oír otro sonido por encima del rumor
del agua. Contuvo la respiración y prestó atención. Maximilian se detuvo
también. Sintió la presión de su mano en la suya.
Sí que es un ruido, pensó. Puedo oír pisadas, muchas pisadas.
Se apresuró agarrada a la mano de Maximilian. El sonido de las pisadas se
hizo más fuerte. Y supo que se estaba acabando el tiempo.

Página 395
5

—Cuando hayamos atraído a esos monstruos al sótano —⁠repuso Electra—,


¿cómo los aislaremos del resto?
—Jack hará de portero. —David indicó con la cabeza la puerta de acero
que los clavos y tornillos mantenían cerrada⁠—. Deja entrar a uno y luego le
cierra la puerta en la cara al resto.
—Los que estén en el túnel empujarán para entrar, ¿lo has pensado?
—Lo intentarán. Pero tengo fe en Jack. Es fuerte como un buey.
—Aplastaré sus malditas cabezas con la puerta si hace falta —⁠añadió
Black con una dura sonrisa—. Esos hijos de puta no pasarán por encima de
mí.
—Luego usaremos las sierras mecánicas y los eliminaremos uno a uno
—⁠le dijo David a Electra mientras colocaba su sierra en una estantería del
sótano.
—Será mejor que uses también la linterna grande —⁠contestó Electra,
frotándose ansiosamente el antebrazo—. Si la luz es lo bastante brillante,
aparentemente al menos se desinflan un poco.
—¿Dónde está?
—Arriba en el coche. Voy a traerla.
David comprobó el cordón de arranque de la sierra mecánica y se
familiarizó con el tacto de las asas y la válvula reguladora. Cuando arrancaran
los motores de las sierras tendrían que mantenerlos en marcha hasta que las
necesitaran. Deseó que el sótano estuviera mejor ventilado. El humo de la
combustión se acumularía rápidamente, pero no podía hacer nada al respecto.
Habría que apretar los dientes y soportarlo.
Electra regresó, sujetando la linterna por su mango de pistola. También
llevaba la espada.
—David. Será mejor que lleves también a Helvetes —⁠dijo—. Supongo
que eso completa tu armadura.
—Gracias.
David recogió la espada. De algún modo, le pareció tranquilizadora.
Reconfortante, como la aparición por sorpresa de un viejo amigo en una
ciudad desconocida. Cogió la espada y deslizó la hoja por dentro de su
cinturón. El largo de la espada y parte de la empuñadura se apretaron contra
su cadera. Tenerla ahí hizo que se sintiera más confiado y de algún modo más
fuerte físicamente.

Página 396
—Muy bien —les dijo David—. Hablemos de estrategia. ¿Cómo vamos a
hacerlo? ¿Jack?
Jack Black estaba de pie con la sierra mecánica en una mano. Oscilaba
con la hoja cortante apuntando hacia abajo. En su enorme zarpa tatuada
parecía que no pesara más que un junco. Sus ojos miraban enigmáticamente la
puerta de acero. Por un momento David pensó que el acero se había vuelto tan
transparente como el cristal para su mirada, que podía ver el túnel de más allá.
¿Y qué veía, exactamente?
—Jack —preguntó Electra ansiosamente—. ¿Jack? ¿Qué ocurre?
Él no respondió. Sus ojos permanecían fijos en la puerta. Su rostro era frío
como la piedra.
—Jack. —Ella miró a David y luego de nuevo al hombretón⁠— Jack, ¿qué
pasa?
Black suspiró fríamente, como si lo hubiera tocado un trozo de hielo.
—Es Bernice Mochardi —dijo en voz baja, la cabeza ladeada, como si
escuchara un sonido lejano. Un momento después asintió con gravedad hacia
la puerta⁠—. Está ahí.
David dio un respingo, sorprendido.
—¿Está viva?
—Puedo oír sus pensamientos aquí dentro. —⁠Black se tocó la cabeza—.
Una y otra vez, muy rápido. Es importante.
—¿Está viva?
Black sacudió la cabeza.
—No lo sé.
Electra no perdió la calma.
—Jack, ¿en qué está pensando?
Él sacudió de nuevo la cabeza con aquel movimiento lento, pesado.
—No puedo distinguir las palabras. Pero quiere encontrarte. —⁠Miró a
David—. Necesita encontrarte urgentemente.
—¿Por qué?
Otra vez el mismo gesto.
—No puedo decirlo.
—¿Está viva entonces?
—Podría ser. —Entonces señaló con la cabeza el almacén que contenía el
cuerpo decapitado⁠—. Puede que sea uno de ellos.
David miró la puerta de acero, muda en medio de la penumbra. Entonces
tomó una decisión.
—Voy a buscarla.

Página 397
—David —protestó Electra, alzando la voz—, ya has oído lo que ha
dicho. ¿Y si es una vampira?
—¿Y si no lo es?
—David…
—Necesitará ayuda. Tal vez podamos llegar a ella antes que esas cosas.
David cogió la sierra. La punta de la espada rozó la pared con un sonido
chirriante.
—David, no lo has pensado bien. No puedes…
—No hay nada que pensar. Voy a hacerlo. Jack, abre la puerta, por favor.
—Yo también voy —dijo él—. Voy a aplastar a unos cuantos hijos de
puta.
—Gracias. —David asintió, agradecido.
—Y necesitaréis a alguien que ilumine el camino —⁠dijo Electra con una
sonrisa débil, y cogió la potente linterna.
—No tienes por qué hacerlo.
—Créeme, tengo que hacerlo. —Su sonrisa se agrandó—. Es mi destino,
David. —⁠Pulsó el interruptor, encendiendo la linterna—. Creo que todos
nacimos para estar aquí, en este momento, para hacer esto. ¿Tengo razón,
David? ¿No sientes la verdad en la sangre?
David asintió con determinación.
—¿Jack? Abre la puerta.
Black sacó los tornillos de las arandelas fijas a la puerta y la abrió de un
tirón.
Más allá los esperaba la oscura garganta del túnel. Atravesaron
rápidamente la puerta y se internaron en el frío, el sorprendentemente frío aire
subterráneo de más allá.

Página 398
Capítulo 42

David corrió por el túnel con una apremiante sensación de urgencia.


Siguiéndolo en fila india iban Jack y luego Electra. Ella sujetaba la potente
linterna tras él; David notaba su brillo de sol ardiendo en algún lugar por
encima de su hombro.
La linterna inundaba de luz la pauta irregular de ladrillos que se extendía
por delante, salpicada de moho aquí y allá. Grupos de hongos como puños
cerrados surgían de las paredes, telas tejidas pacientemente por generaciones
de arañas ondeaban en la corriente de aire y, por el centro del túnel, un hilillo
de agua correteaba a través de un canal de piedra.
Y, enorme y oscura y de algún modo monstruosa, allí estaba la propia
sombra de David proyectada por la luz posterior. La sombra se agitaba
ansiosamente por delante de él, como desesperada por encontrar a la chica
que sólo conocía desde hacía cuarenta y ocho horas. Sin embargo descubrió
que se preocupaba por ella con una pasión tan desesperada que le dolía por
dentro. ¿Serían ciertas las leyendas? ¿Había amado a Bernice en una vida
pasada y luego la había perdido cruelmente?
—¿Ves algo? —preguntó Black desde atrás.
—Han pasado por aquí —respondió David rápidamente⁠—. Veo huellas en
el polvo. Jack, ¿tienes idea de en qué dirección puede haber ido Bernice?
—Está cerca, es todo lo que puedo decir.
David avanzó lo más de prisa que pudo. Allí el túnel era tan estrecho que
uno se podía plantar en el centro y tocar las paredes con los codos. Mientras
caminaba, la punta de la espada rozaba el muro a su izquierda; la sierra
mecánica le pesaba brutalmente en las manos, ya le dolían los brazos y los
hombros. Por Dios, esto era una locura. ¿Y si un vampiro lo atacaba al doblar
la siguiente esquina? ¿Cómo podría arrancar la sierra a tiempo y luego

Página 399
levantar el letal aparato en un espacio tan reducido? Tenía la boca seca. El
corazón le latía cada vez más rápido. El sudor le corría por la frente.
—Baja el ritmo —advirtió Electra con un susurro⁠—. Vamos a llegar a un
recodo en el túnel.
Sigilosamente ahora, David se acercó al brusco giro. Respirando
profundamente, avanzó poco a poco y se asomó.
—Está despejado —susurró—. Vamos, el túnel empieza a ensancharse.
Ahora el subterráneo corría bajo una calle. Las rejillas que había sobre su
cabeza dejaban ver los bajos de coches y camiones al pasar. Un envoltorio de
chocolatinas se deslizó a través de los barrotes de la reja y cayó hacia ellos
como un enorme y único copo de nieve.
David se detuvo.
—¿Qué ocurre? —susurró Electra.
—Todavía nada. Pero es sólo cuestión de tiempo que esas criaturas nos
encuentren. Creo que deberíamos poner en marcha las sierras antes de
continuar.
—Pero ¿y el ruido?
—Supongo que ya saben que estamos aquí. El sonido de los motores no
alterará la situación. ¿De acuerdo?
—Por mí, bien —gruñó Black.
Electra asintió gravemente.
—Vale.
David conectó el botón del combustible y tiró del cordón que pondría en
marcha el motor. La sierra arrancó a la primera. Un fino chorro de humo azul
salió por el tubo de escape. La sierra mecánica de Jack Black arrancó al
segundo intento.
Al instante, el estrépito fue ensordecedor. Ya no podrían susurrar, tendrían
que gritar por encima del ruido de los motores.
—Electra —gritó David—, ahorra batería de la linterna. —Señaló hacia
las rejas por las que pasaban rayos de luz oblicua—. Por el momento
podemos ver. —⁠Electra apagó la luz.
Con la sierra temblándole en las manos, David avanzó rápidamente, la
vista al frente, buscando cualquier rastro de las criaturas.
Parecía en todos los aspectos un guerrero matador de dragones de antaño,
blandiendo ante él la sierra mecánica como una espada.
Llegaron a una serie de túneles que se desperdigaban. Bernice podría estar
en cualquiera. Con suerte, el sonido de las sierras podía atraerla hacia ellos.
Pero ¿y si era una de los monstruos?

Página 400
Tendría que usar la sierra con ella, y separarle la hermosa cabeza de los
hombros. David apretó los dientes y continuó avanzando, esta vez agachado,
como un soldado que cruza la tierra de nadie.
—¡David!
El grito de advertencia de Electra cruzó el aire como una bala. Él se
volvió a tiempo de ver una masa de blancas cabezas bamboleantes salir de
uno de los túneles laterales, los ojos hundidos ardían de furia.
Extendieron los finos brazos desnudos, las manos como garras. Uno
agarró a Electra por el pelo y tiró de ella.
Jack Black alzó la sierra mecánica por encima de su cabeza, empuñándola
como un hacha de batalla. El motor gritó, humo azul espolvoreó el aire, y
Black descargó la sierra y cortó los brazos de la criatura que sujetaba a
Electra.
Los brazos cercenados cayeron retorciéndose al suelo. El vampiro dio un
salto atrás, agitando furiosamente los muñones.
Jack empujó con el hombro a la criatura, lanzándola hacia la columna de
luz que entraba por la rejilla. Gritó débilmente^ la cabeza calva torcida para
evitar la luz como si hubiera quedado atrapado bajo un chorro de ácido
sulfúrico. Maullando y gimiendo como un gato escaldado, la criatura huyó
hacia la oscuridad de otro túnel.
En un instante hubo media docena de vampiros surgiendo del túnel; ahora
no había ninguno. David los vio replegarse hacia las profundidades del túnel,
las cabezas calvas bamboleándose en la penumbra.
Algo avanzó hacia la periferia de su visión. Maldita sea, ahora venían por
otro túnel. Esta vez tras él.
Se dio media vuelta y giró la potencia de la sierra mecánica de modo que
el sonido pasó de un tintineo metálico a un rugido salvaje. Los dientes de la
sierra se difuminaron.
Las criaturas atacaron desde las sombras, las bocas de labios negros
abiertas, revelando dientes afilados como los de las panteras. Los brazos se
extendían hacia él mientras los dedos se convertían en espolones dispuestos a
arrancarle los ojos.
Vio a Electra colocarse a su lado. Ella alzó la linterna como si apuntara
con una pistola y pulsó el interruptor. Una luz intensísima se proyectó sobre
las caras de los vampiros. Los ojos hundidos se cerraron. Los vampiros
retrocedieron, deslumbrados por el brillo de la linterna.
Durante un momento David esperó que la luz fuera suficiente para
hacerlos retirarse. Pero después de retroceder empezaron a avanzar de nuevo,

Página 401
extendiendo las garras para cubrirse los ojos y siseando fieramente.
Ahora que el túnel era lo bastante ancho, Black se situó al lado de David.
Adelantó la hoja de la sierra con una serie de movimientos cortantes. Una de
las criaturas se abalanzó contra él.
David aprovechó la oportunidad y, alzando la aullante sierra, trazó un arco
de izquierda a derecha. La hoja zumbante alcanzó a la criatura en el cuello.
David sintió que la sierra se agitaba en sus manos mientras los dientes
giratorios se hundían en la carne del vampiro; el tono del motor cambió
cuando la hoja hizo su primer corte. Vio con una mezcla de fascinación y
horror cómo la hoja hundida en el cuello del monstruo levantaba un chorro de
fluidos corporales y carne destrozada, bañando a las criaturas de detrás y
alcanzando las paredes del túnel.
Sólo un golpe. Eso fue todo lo necesario. Un segundo más tarde la sierra
mecánica se había abierto paso a través del cuello del monstruo, separando la
cabeza del cuerpo. El cuerpo se desplomó, retorciéndose, mientras la cabeza
rebotaba a los pies de David.
Al instante, Black le dio una patada a la cabeza, que todavía hacía muecas
y chasqueaba las potentes mandíbulas, y la hizo rodar por el túnel como si
fuera un balón de fútbol hasta que se perdió en la oscuridad.
Una vez más las criaturas se retiraron a los túneles secundarios.
—¿Crees que los hemos ahuyentado? —gritó Electra por encima del
estrépito de las sierras.
—No lo creo —respondió David—. Así que cuidado.
Electra apagó la luz. Vacilantes, se pusieron de nuevo en marcha,
asomándose con cuidado en las curvas de los túneles y vigilando las esquinas
en sombra en busca de algún signo de un vampiro acechante que pudiera
saltarles encima de pronto.
Pasaron bajo columnas de luz que brillaban como luces de una tramoya
desde las alcantarillas de arriba. Y todo el tiempo veían los pies de los
peatones que caminaban sobre las rejillas o veían la parte inferior de coches,
autobuses y camiones. Una vez, David vio a un niño de unos tres años
asomarse y mirarlo a través de la rejilla, la mirada firme e imperturbable
como si se hubiera asomado a las alcantarillas un centenar de veces antes para
contemplar las batallas a vida o muerte que tenían lugar bajo tierra.
El niño sonrió y dejó caer una onza redonda de chocolate por la reja de
hierro. Cayó con un diminuto chapoteo en el canalillo de agua. Una mano
apareció y agarró el brazo del niño; una madre enfadada, pensó David de esa

Página 402
manera extraña y alejada que acompaña la tensión emocional extrema. El
niño se marchó, sin duda protestando, para seguir de compras en otra tienda.
Bien. Apenas unos metros por encima de su cabeza la vida continuaba
como siempre en ese pueblecito de las montañas. La gente iba y venía
realizando las tareas cotidianas, ajenos a la lucha que se libraba bajo sus pies.
Dios mío, si supieran… si tan sólo alguien pudiera ayudar…
David tragó el amargo sabor que se acumulaba en su garganta. Se pasó la
sierra de una mano a la otra. El peso era tremendo; las vibraciones del motor
se reproducían por los huesos de la mano y el brazo hasta hacerle castañear
los dientes. El corte que se había hecho en el pulgar con la espada tintineaba
en una especie de mística armonía con la sierra mecánica.
Sintió un manotazo en el brazo; miró a Electra. Ella señaló con la cabeza
la boca de otro túnel.
—Cuidado —gritó ella—. ¡Aquí vienen otra vez!
Una docena de vampiros o más se abalanzaban hacia ellos desde el túnel.
David no pudo apartar los ojos de las cabezas, redondas y blancas como
balones de fútbol en la oscuridad casi total.
Blandió la sierra y se preparó para el ataque.

—¿Maximilian?
—¿Sí?
—¿Qué es ese ruido?
—Parece una moto.
—Pero se oye muy cerca.
—¿Viene de las rejillas? —sugirió él.
Bernice contempló el pálido óvalo de su cara en la penumbra.
—Pero suena diferente al tráfico. Más bien parece una poderosa
herramienta.
Él se encogió de hombros.
—¿Habrá bajado algún obrero al túnel? —dijo ella, esperanzada⁠—. Si
pudiéramos encontrarlos, nos ayudarían a salir de aquí.
—Parece que viene de ese túnel de allí. —Maximilian la miró desde sus
ojos almendrados⁠—. ¿Miramos?
Ella asintió.

Página 403
—Creo que no tenemos mucha elección, ¿no? Vale, sígueme, cuidado con
el canal, aquí es más profundo. Creo que si mantenemos la espalda pegada a
la pared, quizá… ¡Cuidado!
Una figura blanca salió corriendo de la oscuridad. Se dirigió a ellos a
enorme velocidad. Por instinto, Bernice se aplastó contra la pared del túnel.
Simultáneamente, extendió el brazo para agarrar el pecho de Maximilian y
tiró de él también.
De la penumbra surgió una cara blanca. Su expresión era de asombro.
Tenía la boca completamente abierta y emitía un sonidito penetrante, tan
agudo que parecía un silbido. Los ojos hundidos estaban tan abiertos como lo
permitía la piel alrededor de las cuencas.
Bernice contuvo la respiración, el corazón latiéndole furiosamente.
El vampiro corrió hacia ellos, emitiendo aquel fantástico alarido sibilante
que se le clavaba en la cabeza. Entonces salió de la oscuridad a la
semipenumbra, agitando los brazos. O lo que le quedaba de brazos.
Vio el hueso blanco en el centro del músculo de la cosa, las arterias
cortadas bombeando líquido a borbotones que salpicaban las paredes mientras
corría.
Entonces pasó de largo.
Bernice giró la cabeza para verlo, los pies golpeando el suelo, los
muñones agitándose al aire. Un momento después desapareció en la
oscuridad. Los gritos se desvanecieron.
Ahora Bernice pudo oír de nuevo el sonido de los motores, alzándose y
cayendo; le recordaron a perros furiosos rugiendo a unos intrusos. Y entonces
supo quién era responsable de los sonidos que oía y de las heridas de la
criatura.
—¡Vamos! —agarró la mano de Maximilian y echó a correr.
—¿Adónde vamos?
—Mis amigos están aquí abajo. Tenemos que encontrarlos… ¡Ahora!

David y Jack se defendían con Electra de pie entre ambos. El aire estaba lleno
de los gases de combustión y el rugido ensordecedor de las sierras mecánicas.
Las criaturas salían de la oscuridad por ambos lados, los ojos ardiendo de
odio, las bocas abiertas mientras chillaban sus agudos gritos, los dientes

Página 404
puntiagudos resplandeciendo a la luz de la linterna de Electra.
Varios miembros se retorcían en una pila creciente alrededor de sus pies.
Una criatura se abalanzó contra las piernas de David. Él bajó la hoja de la
sierra como si fuera un bastón. Maldita sea… No llegó a alcanzarle la parte
posterior del cuello. En cambio, la sierra giratoria golpeó la nuca de la
criatura. Al instante, el arma arrancó la piel del cráneo, dejando al descubierto
el hueso gris.
David insistió, como si cortara el tronco de un árbol caído. Pedazos grises
de hueso volaban en todas direcciones. La criatura cayó a cuatro patas. David
se inclinó hacia adelante, presionando con la hoja, que se abrió paso
fácilmente a través de la cabeza, marcando el cráneo con una línea que corría
desde la nuca hasta el puente de la nariz. La mitad superior de la cabeza se
desgajó en un solo trozo. Hubo un borbotón de fluido amarillo, y la criatura
yació a sus pies, agitando brazos y piernas con los espasmos post mortem.
Tras él, Jack Black luchaba con fuerza casi sobrehumana, usaba la sierra
mecánica como un jardinero emplea una guadaña para cortar la hierba. Movía
la sierra de un lado a otro, decapitando vampiros casi con la gracia de un
bailarín. Los cuerpos caían al suelo.
Mientras tanto, Electra utilizaba la antorcha como arma, proyectando la
brillante luz contra los hundidos ojos de los vampiros, deslumbrándolos y
distrayéndolos de su ataque.
Una cabeza rodó bajo los pies de David. Vio el cuello cortado rodar hasta
detenerse junto a un brazo cercenado. Al instante arterias y nervios brotaron
de las bocas de las heridas para conectarse. Las venas se contrajeron,
atrayendo la cabeza cortada hacia la herida abierta del brazo.
Dios mío, esas cosas se están uniendo, pensó David con repulsión. Si
dejaba la cabeza allí, se uniría al brazo. Apartó la fascinada mirada del
proceso y se detuvo a cortar el brazo con la sierra. En ese momento la sierra
se sacudió y se paró.
David abrió el alimentador y tiró del cordón de arranque. Se ahogó. No
arrancó. Lo intentó otra vez. Y otra.
¡Mierda!
Arrojó a un lado la máquina inútil. Más vampiros se abalanzaban hacia él,
mientras la cabeza se unía al brazo cortado. Vio cómo la cabeza cobraba de
pronto vida: los párpados aletearon, los ojos lo miraron, la boca se abrió y se
cerró como si perteneciera a un pez de colores, y de repente mostró los
dientes e intentó morderle el tobillo.

Página 405
David dio un paso atrás, sacó la espada del cinturón y, blandiéndola
firmemente con ambas manos, descargó la hoja, separando la cabeza del
brazo. Le dio una patada para lanzarla al canal, donde la fuerza de la corriente
se la llevó.
Agitó la espada ante la cara de los vampiros. Y sin embargo siguieron
avanzando.
Uno se lanzó contra él. Con un enorme esfuerzo, David dio una estocada
de modo que la punta de la hoja alcanzó a la criatura en el centro del pecho.
La punta atravesó los harapos que vestía. David empujó con más fuerza,
hundiendo la espada, como si clavara una mariposa a un tablón. Incluso pudo
oír la hoja rozar contra las costillas.
La criatura trató de arañarle la cara. Usando la espada para mantenerla a
raya, gritó:
—¡Jack! ¡Jack!
Entonces Jack acudió a su lado, blandiendo la sierra mecánica en un suave
arco horizontal que decapitó limpiamente a la criatura.
Cayó flácida, y su peso se llevó la espada consigo. David plantó el pie en
el pecho de la criatura para retirarla.
Miró hacia el túnel. Aturdido, pensó: Oh, Dios misericordioso, hay
docenas.
Se arrojaron contra los tres, impulsados por una obcecada furia. El fin de
su propia especie no importaba, mientras las criaturas destruyeran a los tres
humanos.
A David le dolían los brazos y los hombros de empuñar la espada. El
sudor le corría por la cara. Tenía la ropa empapada de la sangre (si se podía
llamar sangre) de los monstruos. El mango de la espada estaba resbaladizo.
Otra figura corrió hacia él desde un túnel lateral. Alzó la espada; la hoja
de metal pareció temblar como si tuviera vida propia. Tensó los músculos
dispuesto a descargar el golpe.
—¡David!
Sus ojos se concentraron en el rostro que tenía delante.
—¡David! ¡No! ¡Soy yo!
—¿Bernice?
Ella lo miró con los ojos muy abiertos, el pelo rubio convertido en un halo
dorado a la luz de la linterna de Electra.
David se detuvo; podría haber sido mordida por una de aquellas cosas.
Podría ser también un vampiro. Una voz en su cabeza le suplicó que no se
arriesgara y que descargara la espada contra su cuello.

Página 406
—David —dijo ella, sin aliento, los ojos enormes y confiados—. Soy yo,
de verdad. Estoy bien. Mira. —⁠Extendió la mano y rozó con el pulgar la
afilada hoja de la espada. Entonces le mostró el dedo a David.
Él vio una perla de sangre manar del corte. Era rojo, rojo oscuro y vivo,
rojo humano. No el líquido amarillento como orina que brotaba de las venas
de los vampiros.
La sierra mecánica de Black zumbó furiosamente contra su oído cuando
un vampiro saltó hacia él. Con la cabeza y el cuerpo separados, rebotó a sus
pies; fluidos corporales amarillos borbotearon incontenibles del cuello
cercenado.
—Ponte detrás de mí —le gritó a Bernice—. Ponte entre la pared y yo.
Ella lo hizo, pero le detuvo el brazo.
—David —exclamó—. ¡Deja de luchar contra ellos, basta!
—¿Estás loca? ¡Nos harán pedazos!
—No, no comprendes —gritó Bernice—. ¡Ellos te tienen tanto miedo a ti
como tú a ellos!
—¿Qué?
—¡Es verdad! No quieren luchar contra nosotros; han sido obligados a
hacerlo. ¡Escucha, David! No es culpa suya.
David se detuvo. Las criaturas habían dejado de atacar por el momento.
Observaban desde las sombras de los túneles, los ojos hundidos clavándose en
ellos.
Black controló la velocidad de la sierra. La reducción del sonido pareció
casi dolorosa en comparación con el sonido y la furia de los últimos cinco
minutos. Los vampiros muertos yacían esparcidos por el suelo de piedra como
tallos gigantes de obsceno apio blanco.
Electra, jadeando, miró a Bernice.
—¿Te he oído bien? ¿Estás diciendo que esas cosas no son peligrosas?
Bernice parecía conmocionada y tuvo que obligarse a hablar con claridad.
—Sólo son peligrosas porque otros las están controlando.
—¿Qué otros?
—Stroud y los demás. He visto a estos vampiros aquí abajo. He visto
cómo viven. Beben la sangre que cae por los desagües del matadero. No creo
que normalmente se comporten de manera muy distinta al ganado.
¿Maximilian? Max. Sal aquí, no pasa nada, son mis amigos.
David vio cómo llamada a un chico con síndrome de Down que esperaba
en el túnel.

Página 407
—Los vimos —continuó Bernice—. Parecen responder a alguna fuerza
exterior que los controla.
Electra miró a Jack.
—Esa luz oscura de la que estabas hablando. Dijiste que era muy
poderosa. ¿Crees que ha estado controlando a las criaturas?
Antes de que pudiera responder, oyeron una tos ligera como si alguien
llamara amablemente su atención.
—Ella tiene toda la razón, por supuesto.
David se dio media vuelta. De pie en el túnel, vestido de blanco y con los
pies descalzos levemente separados, se hallaba Mike Stroud. Su pelo rubio
brillaba a la luz de la linterna.
—Buenas tardes —dijo Stroud amablemente—. ¿O son ya buenas
noches?
Señaló las rejas de hierro sobre su cabeza. A través de ellas ya no se
filtraba ninguna luz. Más allá del brillante haz de la linterna de Electra, las
sombras se habían extendido para cubrir los túneles en la total oscuridad.
Stroud permanecía tranquilo, relajado, como si nada en la tierra pudiera
perturbarlo. Miró a los otros vampiros, agazapados en las sombras, las
cabezas calvas asomando como discos blancos.
—Éstos, mis hijos de la noche, no son nada más que nuestros humildes
soldados de infantería, mi querido David. No son nada más que la carne de
cañón de la guerra. El mismo tipo de soldados de baja estofa que los generales
envían a tierra de nadie para absorber las balas y las bombas de artillería del
enemigo antes de que comience el verdadero ataque.
David se quedó quieto, pero su mano se tensó alrededor del mango de la
espada. Si se acerca un poco más, pensó, puedo lanzarle un mandoble al
cuello.
Strout avanzó un paso, pero sólo para darle una patada a una de las
cabezas cortadas. Fue una patada suave, como un pase de fútbol. La cabeza
rodó hacia David y luego se detuvo contra la pared. Era la cabeza que David
había cortado por el puente de la nariz.
—Son pobres criaturas atrofiadas, David —dijo Stroud con una sonrisa—.
Míralo tú mismo. Mira el tamaño de su cerebro. Está reducido al tamaño de
un guisante… y un guisante seco y encogido además. Así es, estas cosas
tienen la habilidad mental de los niños pequeños. No pueden pensar por sí
mismos. De modo que yo pienso por ellos. Y dentro de poco voy a poner una
pequeña imagen mental aquí. —⁠Se tocó la sien dorada y sonrió—. Y esa
imagen mental será la de esas patéticas criaturas abalanzándose para acabar

Página 408
con vosotros de una vez por todas. Oh, mataréis a una docena o más. El señor
Black maneja esa sierra mecánica con bastante aplomo. Y tú, David, bueno,
creo que llevas en los genes cierta memoria ancestral que guía tu mano
cuando empuñas Helvetes.
—Esa luz negra de la que hablaste —le preguntó Electra a Black entre
dientes⁠—. ¿Viene de él?
—No… no… —Jack negó con la cabeza, confuso—. Viene de ahí arriba,
de alguna parte. —⁠Levantó la mirada hacia el techo del túnel—. Es como un
gran relámpago negro destellando a través de las nubes. Está llenando el
cielo. Corre por todo el puñetero pueblo.
—Habla en voz alta, señor Black. —La voz de Stroud se alzó hasta
convertirse en un trueno, como si se dirigiera a un niño travieso sentado al
fondo de la clase—. Estoy seguro de que lo que tengas que decir nos parecerá
fascinante. —⁠Sonrió—. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de hablar ante todos
nosotros? Muy bien. Te garantizo que tienes poca cosa interesante que decir
después de todo. Bueno, tal vez yo podría decir algo por mi parte. Y es
simplemente esto: David Leppington, heredaste este ejército y heredaste la
misión divina para conquistar el mundo. Sin embargo, decidiste rechazar esa
herencia; una elección desafortunada, si puedo añadir mi propia opinión. Por
tanto, he ocupado tu puesto como líder de estas pobres criaturas aterradas. Y
sí, Electra, querida, ahora estoy al mando. Tengo el poder de la vida y la
muerte sobre todos vosotros. Y, David, el poder de tu tío está ahora a tu
disposición.
—Entonces ésa es la respuesta —dijo David, sacudiendo la cabeza⁠—. Tú
estás controlando todo esto. Pero es mi tío quien da el poder. ¡Él es la fuente
del relámpago negro!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Bernice, asombrada⁠—. ¿Quién trajo
todas estas criaturas a la vida?
David habló con amarga satisfacción mientras comprendía.
—Mi tío. Lo hizo por la fuerza de su propia obsesión, a través del poder
de su propia mente retorcida. De algún modo, el viejo George Leppington, sin
saberlo siquiera, encontró una antigua fuente de poder. Pero Stroud ha
secuestrado ahora ese poder para sus propios fines malignos, para satisfacer
sus propias retorcidas ambiciones. ¿No es así, Stroud?
—Oh, no, David. —Stroud mostró aquella afable sonrisa de superioridad.
Era como un millonario que condesciende a hablar con alguien que vive sin
casa en la calle⁠—. Eso no es correcto y tú lo sabes, mi querido David. Yo
simplemente estoy ocupando tu lugar después de que abandonaste tu misión

Página 409
encomendada por los dioses. Voy a continuar tu misión divina para devolver a
su lugar a las verdaderas deidades de antaño: Othin, el padre; Loki, señor del
engaño; Heimdall, el dios guardián del octavo salón, Ull, dios de la justicia, y
por su supuesto tu antepasado sanguíneo, el poderoso Thor, el dios del trueno,
que incluso ahora yace en su salón de madera esperando el Ragnarok. Sí,
Electra, el Ragnarok es el día del juicio final. El día del fin del mundo.
—Los antiguos dioses están muertos, Stroud.
—Muertos no. Simplemente esperan.
—Están muertos. —David hablaba de manera lenta y controlada⁠—. Es tu
enfermiza obsesión lo que impulsa todo esto ahora. Es hora de que te des
cuenta de que nunca habrá un gran resurgir de la cultura nórdica, ni un nuevo
gran imperio devoto de Thor ni Othin ni ninguno de los otros. Han tenido su
momento. La humanidad los olvidó hace siglos.
—Oh, David, por favor. —Stroud se rió—. Sabes que las cosas vienen y
van. Es hora de que los antiguos dioses regresen en toda su grandeza.
—Stroud…
—No me hagas perder el tiempo, Leppington. —La voz de Mike Stroud
sonó de pronto enfadada—. Despreciaste tu herencia. Me rechazaste a mí. Y
ahora yo tengo esto. —⁠Se golpeó el pecho—. Tengo el poder para hacer
exactamente lo que quiera. Soy inmortal. Y estoy más que contento de que te
quedes con ese repulsivo y miserable grupo de gente que llamas tus amigos.
En cualquier caso, te convertirás en uno de éstos. Sonriendo triunfante, señaló
con el pulgar a las criaturas de cabezas blancas de las sombras.
—No vamos a rendirnos sin luchar —le dijo David al sonriente
vampiro⁠—. Tendrás que venir a por nosotros.
—Luchar hasta el amargo final es tu prerrogativa —⁠reconoció la criatura,
inclinando la cabeza—. Pero creo que llevaremos a cabo la escena final bajo
un velo de total oscuridad, ¿no te parece?
David no tuvo oportunidad de advertir a qué se refería Stroud hasta que
algo surgió de las sombras: era una chica, o había sido una chica. Como un
rayo extendió una mano y le arrebató la linterna a Electra. La luz se perdió
túnel abajo, bañando los ladrillos; luego se agitó bruscamente. Hubo un golpe.
La luz se apagó. David supo que habían estrellado la linterna contra la pared.
La oscuridad era total.
La voz del hombre flotó en la oscuridad. Inevitablemente, ahora la voz
tenía toda la cadencia, el ritmo y la estructura de alguien que detenta el
control total.

Página 410
—Y así se termina para ti, Leppington —tronó Stroud—. Si yo fuera tú,
no me resistiría. Será mucho más fácil, menos doloroso y menos estresante si
te sometes ahora a ese mordisco final. —⁠David imaginó aquellos labios
todavía mostrando una sonrisa complaciente—. Porque ahora estoy
implantando la imagen de vosotros cinco en las cabezas de las criaturas que
os rodean. Estoy imaginando que avanzan lentamente hacia vosotros, sus pies
descalzos chapoteando por el riachuelo que corre por la mitad del túnel. Los
estoy imaginando acercándose con los brazos extendidos hacia vosotros, las
bocas abiertas, las lenguas húmedas de baba mientras anticipan el sabor de
vuestra sangre… vuestra sangre fresca, caliente, dulce como la miel en sus
lenguas. Ahora… ahora… ¿podéis oírlos acercándose a vosotros? ¿Oís su
excitada respiración? ¿Los oís gruñir de hambre? He metido esa imagen en
sus cabezas. Son mis marionetas y estoy tirando de todos los hilos. Oh, y
creedme, sus ojos están adaptados a la oscuridad. Os ven perfectamente
mientras os apretujáis contra la pared. Electra con las manos en la boca
intentando no gritar. Jack Black alzando la sierra por encima de la cabeza,
como si fuera el martillo del mismísimo Thor. Y David allí, con la espada
Helvetes en ambas manos mientras la sangre de sus antepasados, ¡sangre
divina además!, corre por sus venas de traidor. Como tonto que es, está
dispuesto a morir noblemente por proteger a sus amigos. Y ahí tenemos a
Maximilian Hart retorciendo las manos, con un susto de muerte, pobre diablo.
Y por último, la mandíbula bien alta, desafiante hasta el final, tenemos a la
pequeña Bernice Mochardi, mi propia dama de sangre. ¿David? ¿Crees que
vivirá lo suficiente para maldecir la primera vez que puso los ojos en un
pueblecito llamado Leppington? No temáis, amigos míos, pronto os uniréis a
nosotros.
David se esforzó por ver en la oscuridad. No vio nada. Más allá de sus
ojos sólo había una muralla negra.
Pero oía. Eran roces. El sonido de pies chapoteando levemente en el agua.
Respiración excitada. Y luego un susurro creciente que se alzó con furia
mientras las criaturas se preparaban para lanzarse contra ellos.

Página 411
Capítulo 43

David oyó una voz a su lado, una voz atronadora, llena de furia y desafío.
—¡Voy a matar a esos hijos de puta! —Era Jack Black.
La voz del hombre volvió a rugir.
—¡Agachaos todo lo que podáis! ¡Agachaos! ¡Electra, tú también! ¡Al
suelo!
David se agachó, inclinando la cabeza hasta que la barbilla le tocó las
rodillas. Oyó el sonido del motor de la sierra mecánica acelerando hasta
convertirse en un chillido rasposo; el humo de combustión se le clavó en la
garganta, haciéndolo toser. Pero no levantó la cabeza ni un centímetro, porque
sabía lo que iba a hacer Jack Black.
Aunque estaba tan oscuro que no podía ver nada podía imaginárselo todo.
Black estaría ahí de pie, con Electra, Bernice, Maximilian y David
acurrucados a sus pies. Entonces blandiría la sierra de derecha a izquierda con
un movimiento continuo mientras los monstruos atacaban.
En cuanto la imagen se fijó con claridad cristalina en su cabeza, oyó el
sonido de los dientes afilados de la sierra mordiendo la carne. David cerró los
ojos. Un fluido le corrió por la nuca. Un trozo de algo que parecía carne cruda
aterrizó en el dorso de su mano.
Black derribaba a los vampiros como si mientras atacaban fueran tallos de
maíz.
—¡Corred! —gritó—. Los retendré aquí. ¡Vamos! ¡Corred! ¡Corred!
David sintió un golpe en el trasero; el dolor que siguió fue como un
pedazo de hierro al rojo vivo que le corriera por toda la espina dorsal, y
advirtió que Jack Black había vuelto a darle una patada.
—¡Corred! —chilló otra vez Black. Y le dio otra patada. Jack Black no se
andaba con chiquitas con la gente que protegía—. Entrad en ese túnel de ahí
atrás —⁠les rugió.

Página 412
La sierra aullaba. Los monstruos chillaban en inhumana armonía con la
máquina mientras los dientes giratorios de acero hendían la carne y cortaban
el hueso.
David retrocedió a cuatro patas hasta el túnel que se abría tras ellos.
Cuando puso la mano en el suelo para conservar el equilibrio, la palma se
posó en una cabeza cortada. Pudo sentir la cara retorciéndose todavía, y una
lengua se enroscó en su pulgar. Apartó la mano bruscamente y retrocedió con
rapidez.
Seguían sumidos en la total oscuridad. Sin ver, se separarían unos de otros
en cuestión de segundos. Una vez divididos, los vampiros cazarían a los
frágiles seres humanos uno a uno en la oscuridad.
Todavía sujetando la espada, extendió la mano libre.
—¡Agarraos a mi mano! —gritó—. Cogeos todos de la mano. ¿Bernice?
¿Electra? Cogeos de la mano. —⁠Agarró los dedos de alguien y apretó con
fuerza—. ¿Quién eres?
—Bernice —dijo su voz desde la oscuridad—. Estoy sujetando la mano
de Maximilian.
La voz de Electra sonó por encima del aullido de la sierra.
—Yo también tengo una mano. Vamos. ¡Corred!
David corrió primero. Lo hacía en la completa oscuridad; sus ojos se
esforzaron hasta que vio que la negrura brotaba con púrpuras y escarlatas
espectrales.
Dios mío, pensó, aquí estamos, corriendo hacia quién sabe dónde, todos
cogidos de la mano como una cadena humana: primero yo, luego Bernice,
después Maximilian, Electra la última.
El sonido de la sierra quedó atrás y David advirtió que Black debía de
haberse quedado para contener a los vampiros el máximo tiempo posible. Lo
vio allí mentalmente, de pie para bloquear la boca del túnel. Un guerrero
tatuado, rugiendo obscenidades a los monstruos mientras blandía la sierra de
izquierda a derecha; las criaturas avanzarían sólo para comprobar cómo les
separaban la cabeza de los hombros.
David seguía empuñando la espada en la mano libre, apuntando con ella
mientras corría, usándola en parte como una persona ciega usa un bastón,
golpeando la pared con la punta, y en parte utilizándola como arma: si había
una de esas cosas por delante quedaría empalada con la espada antes de que
pudiera alcanzarlo.
Detrás de él, Maximilian gritaba, pero no podía entender qué
exactamente; el sonido del motor de la sierra mecánica que resonaba por el

Página 413
túnel lo engullía todo.
Sólo podían seguir corriendo. Si Dios quiere, pronto encontrarían una
salida.

Demonios, pensó Electra, mientras corrían. Esto es una locura. No podían


seguir corriendo en la oscuridad eternamente. En cualquier momento un pozo
podía abrirse justo delante de ellos, y se zambullirían en un foso de hediondas
heces. O alguien podía resbalar en las piedras mohosas y romperse una
pierna. ¿Qué harían entonces? ¿Qué podrían hacer?, ¿arrastrarse gimiendo por
toda esa mierda rezumante como animales heridos, esperando a que los
vampiros les desgarraran las gargantas?
La cabeza le daba vueltas; estaba tan desorientada como si acabara de
beberse un vaso lleno de vodka; se sentía mareada, asqueada y confusa por
esa lunática carrera por el túnel… ese túnel interminable ahogado de
oscuridad y ese aire sucio y agrio que le lastimaba el fondo de la garganta.
Y por el amor de Dios, el muchacho con síndrome de Down le agarraba la
mano con tanta fuerza que estaba segura de que sus huesos iban a quebrarse,
como si no fueran más que un puñado de palillos secos. Apenas podía
respirar. La cabeza le daba vueltas. Sentía el pecho tan oprimido por la
tensión y el puro terror que la atenazaba en un puño.
Su codo rozó la pared mientras corría. El dolor le corrió hasta el cuello
como un relámpago escarlata.
—Más despacio —gritó por encima del estruendo de la sierra⁠—. Más
despacio. Alguien va a caerse… por favor, más despacio. ¡Dejadme recuperar
el aliento!
Entonces, justo por delante, se abrió una neblinosa mancha de luz. Era la
luz gris del crepúsculo, vacía de magnitud. No obstante era luz. Gracias a
Dios, pensó Electra con pasión.
—Mirad, hay luz —jadeó, aliviada—. Más despacio. Y, por el amor de
Dios, no me aprietes con tanta fuerza la mano.
De repente corrieron hacia la luz. Electra miró la mano que sujetaba la
suya. Era una mano de mujer. La miró, sorprendida, a la cara. Y gritó. Al
instante se soltó, retrocedió hasta que su espalda chocó contra la pared del
túnel y no pudo continuar.

Página 414
—¿Me recuerdas, Electra? —susurró la muchacha, sonriendo a través de
los labios rojos más voluptuosos que Electra había visto jamás⁠—. Una vez me
invitaste a tu fiesta de cumpleaños.
Electra se quedó allí temblando, contemplando a la criatura a la débil luz
gris. Dios mío, ¿iba de la mano de ESO?
—Soy Samantha Moberry. Te acuerdas de mí, ¿verdad?
Electra permaneció inmóvil, mirándola, respirando entre jadeos
entrecortados. Las fuerzas se le escapaban; no se sentía capaz de dar un solo
paso y mucho menos de luchar contra ese monstruo si la atacaba.
—Me recuerdas. —La criatura sonrió. Los labios rojos y carnosos se
retiraron, revelando unos dientes afilados de pantera. Los ojos brillaron,
diamantinos—. Soy Samantha Moberry, la hermana de Diana. Tengo
dieciocho años. Canté en el karaoke para ti. ¿Te acuerdas, Electra? —La voz
se redujo a un murmullo—: Ya sabes cómo dice la canción: «Es mi fiesta y
lloraré si quiero, lloraré si quiero…». —⁠Canturreó en voz baja y susurrante,
tan seca como una corteza—. «Lloraré si quiero…». Seca como una corteza:
eso era la criatura. Una corteza, un cascarón, un simulacro de ser humano, una
falsificación, una imitación de persona. Electra se repitió esas palabras
mentalmente, intentando no dejar que los ojos centelleantes que estaban
clavados en ella ni el sonido de la voz susurrante que le cantaba la
hipnotizaran.
—Estoy en un túnel. Voy a morir. —Electra hablaba lenta,
deliberadamente, luchando por controlar el pánico que surgía en su interior⁠—.
Pero no voy a escucharte.
—Pero si estoy cantando esta canción para ti, Electra. Es mi fiesta… lloro
si quiero… lloro si quiero… Siempre pensé que la canción podría haber sido
escrita para ti. Siempre has sido infeliz, ¿verdad? ¿Incluso en tus cumpleaños?
Vi la tristeza en tus ojos y quise abrazarte y susurrarte cosas bonitas. Me
dejarás hacerlo ahora, ¿verdad, Electra?
—Tú no eres Samantha Moberry. Samantha Moberry está muerta.
—Algunos amigos me dijeron que preferías a las chicas que a los chicos o
que no tenías preferencias de ningún tipo. ¿Es cierto, Electra?
—Samantha Moberry está muerta… ¡muerta!
—Pero puedes verme aquí delante, ¿no? Trae… toma mi mano otra vez.
Puedes sentir mis dedos, ¿no?
—No.
—Trae. Electra… Electra. ¿Sientes lo afiladas que se han vuelto mis
uñas? ¿No son las uñas más largas que has visto nunca?

Página 415
Electra mantuvo los puños cerrados.
—No me importa lo que pareces. Samantha Moberry está muerta. Tú eres
un monstruo. Un vampiro.
—¿Y no deseo nada más que beber tu sangre?
—Sí.
—Pero tengo otras necesidades, Electra, mi amor. Todavía no soy un
cadáver, ¿sabes?
—Márchate…
—¿Te parece esto carne muerta?
—Déjame en paz.
—Mírame, Electra. ¿No sigo pareciendo… hermosa?
A su pesar, Electra se sintió obligada a mirar. Vio sonreír a la vampira
mientras se desabrochaba la blusa azul que llevaba; lo hizo lentamente, para
complacer y excitar. Con los largos dedos abrió la blusa, luego extendió los
brazos y permitió que la blusa resbalara hasta el suelo del túnel. Entonces
permaneció allí de pie a la luz que se filtraba por la rejilla de arriba. Se dio la
vuelta, todavía sonriendo, todavía mirándola a los ojos, para permitir que
Electra admirara su esbelta cintura, el vientre plano, los pequeños y firmes
pechos sostenidos por el encaje negro del sujetador.
—¿Ves, mi querida Electra, acaso no soy perfecta? —La vampira
Samantha sonrió; los dientes destellaron—. ¿Qué te parecen mis pechos?
—⁠Entonces se desabrochó el sujetador, dejándolo caer—. A veces me
pregunto si no son demasiado pequeños. Pero tienen una forma muy bonita,
¿verdad? ¿Te puedes creer lo puntiagudos que son?
—Basta.
—¿Has visto lo oscuros que son los pezones?
—Por favor…
Se giró de nuevo provocativamente, arqueando la espalda y levantando el
brillante pelo castaño con ambas manos.
—Antes me preocupaba mi pelo… era seco, como la paja. Pero mira lo
suave y sano que parece ahora.
Electra vio un corte a un lado del cuello de la vampira. Debían de
habérselo hecho cuando la llevaron al otro lado. Así había pasado de humana
a vampira, con un único y desgarrador mordisco en el cuello. Ahora, líquido
amarillo como orina fluía por allí, no sangre real roja como una rosa de San
Valentín.
—¿No soy preciosa? —susurró. La sonrisa era hambrienta, pero se trataba
de hambre sexual, un deseo de placer sexual. No ansia de sangre… no

Página 416
todavía, al menos. La criatura que había sido Samantha Moberry extendió las
manos hacia Electra.
—Oh, quiero que me acaricies, Electra, querida. ¿No quieres besarme?
Quiero sentir tu boca aquí. —⁠Pasó un largo dedo por el pecho hasta el pezón.
Entonces se pellizcó suavemente el pezón entre dos dedos. Electra se quedó
mirando, fascinada por las largas uñas rojas de la muchacha no muerta, lo
suavemente que arañaban su propio pezón, cómo jugueteaba con la oscura
punta. Y todo el tiempo la muchacha hablaba de aquella manera ronca y
susurrante que hacía que le corrieran escalofríos por la espalda y las piernas.
Esos ojos retenían los suyos. Brillaban. Tal vez era la oscuridad de la piel que
los rodeaba lo que producía ese efecto, pero centelleaban como joyas. Eran
grises… de un gris pálido, muy pálido, de algún modo fríos y fieros al mismo
tiempo. Y en esos ojos había un choque con otros también.
Quiero escapar, pensó Electra, aturdida, quiero correr y correr hasta que
mis zapatos se gasten y se reduzcan a nada y siga corriendo descalza hasta el
centro de la Tierra. A algún lugar donde nunca me encuentren, a algún lugar
donde esté a salvo para siempre.
Y sin embargo ansiaba acercarse a esa fascinante criatura. El corazón le
latía con fuerza mientras pura energía sexual chisporroteaba a través del
estómago y las caderas.
Quiero tocar sus labios. Quiero maravillarme por el tamaño de esos
grandes dientes blancos bajo los labios. Son labios hermosos. Oh… tocarlos
no haría ningún daño, ¿verdad? Y voy a tocarlos con la yema de los dedos y
luego tal vez los bese también. Y voy a acercar la boca a esas puntas oscuras
de sus pechos. Luego puede que me ponga de rodillas, besando todo el
tiempo, y pasaré los dedos por sus muslos desnudos y luego respiraré el
cálido olor de su…
El aullido casi le abrió la cabeza en dos. Electra dio un salto atrás,
golpeando ambas palmas contra la pared. Jadeó.
En ese momento la sonrisa erótica de la vampira se convirtió en una
mueca de furia… y después de agonía. Los ojos se hincharon.
Electra alzó las manos para protegerse la cara mientras un deslumbrante
trozo de acero surgió de la oscuridad. El aullido se repitió, el aullido ronco de
la sierra mecánica.
Los dientes de acero mordieron.
La vampira alzó la barbilla, las manos como garras se cerraron en un
gesto de pánico, un débil chillido surgió de sus labios. Simultáneamente, la
sierra mecánica escupió carne picada.

Página 417
Electra vio horrorizada cómo la cabeza se desprendía y caía hasta golpear
los dedos de su pie izquierdo con una fuerza tan brutal que le rechinaron los
dientes.
Durante un segundo el cuerpo de la muchacha permaneció rígido con los
brazos extendidos en pose de crucifixión, los puños cerrados. Del tajo abierto
entre los hombros brotó fluido que salpicó contra el techo. Los pechos
desnudos temblaron. Entonces el cuerpo cayó con sonido líquido.
—¿Dónde están los demás? —Black salió de la penumbra con la sierra en
una mano y la cara tatuada envuelta en el humo azul del motor⁠—. Electra,
escucha. ¿Dónde están los demás?
Ella negó con la cabeza. Estaba temblando.
—No lo sé… —señaló a la vampira sin cabeza⁠—. Ella… eso… me
engañó. Me cogió de la mano en la oscuridad… creí que era uno de nosotros.
Santo Dios, creí que era uno de nosotros.
Black sacudió la cabeza.
—Camina delante de mí. Yo te cubro. Esos hijos de puta acuden como
ratas.
—¡Tu brazo! ¿Qué te ha pasado?
Black se miró el brazo como si Electra no hubiera mencionado nada más
importante que un desgarrón en la camisa. No parecía darse cuenta de que el
brazo había sido aplastado de modo que un trozo de hueso sobresalía a través
de la carne de su antebrazo y manaba sangre por los dedos destrozados.
—Esas cosas te han mordido, ¿verdad?
—Me pondré bien. Ahora muévete. Los oigo.
Electra avanzó por el túnel. Black caminaba de lado, girándose hacia
atrás. Sujetaba la sierra mecánica con una zarpa enorme; el motor zumbaba,
roncamente metálico en el espacio confinado.
Electra clavó la mirada en la oscura garganta del túnel y avanzó, resuelta.

David Leppington caminaba rápidamente bajo el pueblo que llevaba su


apellido. Hablan llegado hasta un lugar con un entramado en el techo y la luz
que se filtraba les mostró que, por el momento, estaban libres de vampiros, y
que Electra había desaparecido.

Página 418
—No podemos volver a por ella —le dijo a Bernice⁠—. Probablemente
caeríamos en manos de los vampiros. Reza para que haya conseguido escapar
en la oscuridad.
Bernice asintió con expresión seria y miró a Maximilian. Él le devolvió,
impasible, la mirada.
—¿Estás bien?
—Estoy bien, gracias —reconoció él amablemente⁠—. Pero me gustaría
comer un poco de pizza.
—¿Pizza? —David casi se echó a reír y supo que si lo hacía, rozaría la
histeria⁠—. Pizza. ¿Te gusta la pizza?
—No —respondió tranquilamente Maximilian—. No mucho. Pero
cualquier cosa es mejor que estar aquí abajo con esa gente.
—Tienes toda la razón. —David le sonrió al chico, sintiendo una súbita
empatía con él. Estaban en esto juntos, convertidos en camaradas por el
miedo.
Bernice avanzó unos cuantos pasos. Se frotó el antebrazo, los dientes
castañeando pero no de frío. David advirtió por primera vez las ropas que
llevaba puestas. Los largos guantes de encaje, la falda de satén negro, las
botas negras de cuero tan estrechamente apretadas que parecían parte de sus
piernas, los labios densamente pintados con pintalabios rojo sangre y los ojos
enmarcados con rímel y una sombra negra que le daba un oscuro aspecto
erótico. Podría haber interpretado perfectamente el papel de novia del
vampiro.
Todavía con la espada en la mano, David se volvió a contemplar el túnel.
La oscuridad era total. No pudo ver a ninguna de las criaturas, pero no dudaba
que no estarían muy lejos.
—¿Algún rastro de Jack? —preguntó Bernice.
—Ninguno.
—¿Crees que los monstruos habrán podido con él?
—No lo sé —David negó con la cabeza, sombrío—. La verdad es que no
lo sé. —Inspiró profundamente—. La cuestión es: ¿y ahora por dónde
seguimos? —⁠Indicó con la espada media docena de túneles que se abrían ante
ellos.
Bernice negó con la cabeza.
—Pito pito gorgorito —dijo Maximilian.
David forzó una sonrisa tensa.
—Es una forma tan buena de elegir como cualquier otra, supongo. Vale.
Seguiremos el gorgorito, el de la derecha. No os separéis. Maldita sea… otra

Página 419
vez vamos a sumergirnos en la oscuridad. Cogeos de la mano.
Una vez más la oscuridad negra como el infierno los agarró con su mortal
tenaza.

Electra se detuvo en seco. No daba crédito a sus ojos. Allí, directamente ante
ella, había un círculo de luz ámbar.
—Gracias a Dios —avanzó rápidamente. Ahora había un leve sonido
borboteante⁠—. ¿Oyes eso, Jack?
—¿Qué es?
—Eso, querido mío, es el sonido del río. El puñetero río Lepping. Éste
debe de ser uno de los arroyos que desembocan en la orilla. ¡Joder! Hay una
reja. No podemos salir.
—Saldremos —gruñó Black—. Échate atrás. La derribaré a patadas.
La reja estaba hecha de barras de hierro soldadas. Un par de sólidos
candados la cerraban. Dios mío, pensó Electra, sintiendo una especie de
mareo ansioso. Tan cerca y tan lejos. El mundo exterior se encontraba apenas
a tres pasos de distancia. Más allá estaba el río. Podía ver la luna a través de
los jirones de nubes que corrían por el cielo impulsadas por el viento. Podía
ver las ramas de los sauces ondular. Podía ver una farola en la otra orilla,
proyectando la luz ámbar que ahora caía sobre sus manos.
Black sujetó la sierra con una mano; todavía zumbaba, emitiendo
vaharadas de humo azul. Sin preámbulos, como era su costumbre, avanzó y
dio una patada a la reja, que se estremeció bajo la fuerza del golpe. Dio otra
patada. Los candados se sacudieron.
La feroz mirada de Jack Black se paseó por los barrotes, buscando un
punto débil. Cambió de posición y dio una patada a un lado de la reja, cerca
de los goznes. Electra vio que estaban deformados por años de óxido. Dio otra
fuerte patada, un gran sonido claqueteante resonó por el túnel, como si fuera
el doblar de una campana quebrada de dimensiones monstruosas.
Electra no dejaba de mirar ansiosamente la oscuridad, esperando que las
figuras llegaran corriendo hacia ellos.
Cuando Jack descargaba sus patadas, el brazo destrozado se sacudía
flácido como si fuera una manga llena solamente de harapos; la sangre
salpicaba la pared.

Página 420
Descargó otra fuerte patada contra la reja.
—¡Ya te tengo, hija de puta!
El gozne superior se había quebrado. Jack levantó el pie. Esta vez no dio
una patada, sino que empujó. La reja se combó hacia afuera con un sonido
rechinante.
El sudor le corría por la frente tatuada.
—¿Crees que podrás pasar por esa abertura? —⁠gruñó.
—Creo que sí.
—Mejor que lo hagas. Tenemos compañía.
Levantó el extremo del motor de la sierra mecánica hasta su boca y,
usando los dientes, giró el mando. Al instante, el motor aceleró hasta
convertirse en un rugido parloteante.
Electra se coló rápidamente por la abertura entre la reja y el marco de
piedra de la boca del túnel. Se encontró en la orilla de arena. Se volvió para
ayudar a pasar a Jack. En vez de seguirla, vio que él apoyaba la sierra en el
suelo y con una mano volvía a tirar tic la reja hacia adentro, sellando del
túnel.
—¡Jack!
Él recogió la sierra y negó con la cabeza, indicándole que continuara.
—¡Jack! ¡Tienes que salir de ahí ahora mismo!
Él silabeó la palabra «no» y sacudió de nuevo la cabeza para que se
marchara.
—Jack. No voy a irme sin ti.
—¡No! Vuelve al hotel. Cierra las puertas.
—Escúchame, idiota. No voy a dejarte.
Negando con la cabeza, le dio la espalda. La sierra mecánica zumbaba
ruidosamente en una mano, el humo azul inundaba el aire.
—Jack. ¡Sal de ahí!
Él la ignoró.
—Jack. —Las lágrimas le corrían por el rostro—. ¡Por el amor de Dios, te
quiero, joder! ¡No te atrevas a dejarme así! ¡No te atrevas! —⁠Él siguió
dándole la espalda—. ¿Me oyes, Jack Black? ¡Te quiero!
¡Te quiero!
Por un instante ella pensó que no la había oído. Entonces se giró
lentamente a mirarla. Electra lo miró a los ojos. Siempre habían sido fríos,
duros. Ahora, por primera vez, se suavizaron.
—Electra…

Página 421
El súbito chirrido que estalló en el aire como una bomba de fragmentación
vino acompañado de un borrón de movimiento. Black blandió la sierra
mecánica; hubo una erupción de piel despedazada. El cuerpo sin cabeza de un
vampiro cayó detrás de la reja.
—¡Jack… Jack! —Electra gritó su nombre, casi como si eso sólo le diera
algún tipo de poder. Pero desde el negro corazón de la tierra los vampiros
caían sobre él como una horda gritona y hambrienta.
Él se retiró hasta que su espalda chocó contra la reja. Al otro lado,
separada del hombre que amaba por aquellos fríos barrotes de hierro, Electra
sólo pudo contemplar la batalla.
La sierra gritaba; Jack rugía de furia y pura ansia de sangre. Las criaturas
se amontonaban a su alrededor, mordiendo, arañando. Él las apartaba, las
cortaba con la sierra, decapitándolas, incluso diseccionando a una por la
cintura de modo que el torso cayó a un lado, retorciéndose y pataleando, las
piernas al otro.
Entonces el ataque terminó tan rápidamente como terminó. En ese
instante, la sierra mecánica tosió y murió.
El súbito silencio fue aturdidor. Electra descubrió que se esforzaba por
respirar; debía de haber contenido la respiración, sin atreverse a hacerlo hasta
que el ataque terminara.
Black se volvió para mirarla a través de la reja.
¿Saldría del túnel ahora?
La miró. Movió los labios. No surgió ninguna palabra.
Entonces Electra vio una oleada de rojo, una oleada roja, viviente,
corriéndole por la camiseta blanca. Miró su garganta. Y allí vio un profundo
tajo: la sangre manaba libremente de la herida. Pudo ver, incluso bajo aquella
miserable luz, la sangre brotar, borbotear y luego correrle por la garganta y el
pecho, empapando la camiseta de rojo.
—Oh, Dios —murmuró con la mano en la boca⁠—. Oh, Dios mío.
Extendió la mano a través de los barrotes de la reja mientras él se
desplomaba hacia adelante. Intentó sujetarlo, pero su peso, de cara contra la
reja, la hizo caer de rodillas.
Jack se desplomó de lado. Entonces, todavía mirándola a los ojos, le hizo
un lento guiño. Ella supuso que significaba: No pasa nada, no te preocupes.
Pero sí pasaba. Ella dejó escapar un grito que sonó como un ridículo y
maldito hipido en su garganta.
Entonces se echó a llorar.
—No me dejes, Jack. No… por favor no… Te necesito.

Página 422
Los ojos de él se enturbiaron y Electra supo que había muerto.
—Jack. Te quiero. Te quiero.
Metió el brazo entre los barrotes y le acarició la frente; era suave, fría
como el mármol. Las lágrimas le corrían por la cara.
—Oh, Dios, fuiste mi caballero de resplandeciente armadura después de
todo. Sólo que fui tan tonta que no me di cuenta.
Una pelota blanca surgió de la oscuridad del túnel.
Vio los ojos brillantes, la boca abierta, los dientes puntiagudos. Se echó
atrás, retirando el brazo de los barrotes mientras la criatura chocaba de cara
contra la reja.
Los ojos la miraron. Eran malévolos, cargados de odio. Y tan tan
hambrientos.
Vio al vampiro enderezarse y extender la mano para agarrar los barrotes
de la reja. Electra supo entonces lo que iba a hacer. Derribar los barrotes. Y
acabar también con ella. Detrás de la criatura más figuras avanzaron sigilosas
como panteras desde la oscuridad. La única barrera que los separaba era
aquella débil pieza de forja.
Entonces hubo un movimiento de roce, seguido de un brusco siseo.
—Oh, Dios mío —jadeó Electra—. Los hijos de puta se están peleando
por su cadáver.
Horrorizada, los vio cernirse sobre el hombre caído. Lamían la herida de
la garganta. Otra criatura chupaba un dedo arrancado, otra atacó la herida del
brazo.
El vampiro que estaba a punto de derribar la reja perdería su parte de la
matanza. Con un rugido de furia soltó los barrotes y cayó sobre la cabeza del
hombre muerto; enseguida se estuvo alimentando también.
Electra sacudió la cabeza, sólo quería vomitar. Con esfuerzo, se apartó de
la inenarrable escena.
Delante de ella el río rugía sobre los peñascos con lametones de espuma
blanca. El viento soplaba con fuerza, enfriando su rostro ardiente y
revolviéndole el pelo.
Fue precisamente en ese momento cuando supo lo que tenía que hacer.

Página 423
Capítulo 44

Electra se concentró. Tienes inteligencia. ¡Úsala!


Subió corriendo la orilla del río. Las torres del hotel se alzaban ante ella.
Detrás, el cielo estaba salpicado de estrellas, surcado por nubes que lo
cruzaban como animales huyendo de una catástrofe.
Muy bien, se dijo, ha llegado el momento en que pones fin de una vez por
todas a este drama de locos.
Emociones, pensamientos, recuerdos clamaron dentro de su cabeza: Jack
allí de pie, empapado de sangre… la forma en que se dobló como un muñeco
de trapo, las rodillas y la frente chocando contra la reja… los vampiros
alimentándose de su sangre. ¿Será ahora una de esas cosas?, ¿un vampírico?
No, olvida esos pensamientos. Concéntrate en una idea. Imagina que esa idea
es una única estrella en el cielo, una gran estrella brillante. Piensa con
claridad. Sólo tienes unos cuantos minutos antes de que esas criaturas
atraviesen la reja.
Ahora sintió que se calmaba, que la cabeza se le despejaba. Corrió al
hotel, abrió la puerta, cogió de la percha su bolso de cuero y regresó al coche.
Eran poco más de las ocho.
El viento soplaba con más fuerza, arrancando sonidos de flauta que
sonaban a quejido, tan oscuros como la sangre del centro del corazón.
Electra miraba constantemente a su alrededor, esperando ver las
bamboleantes cabezas blancas surgir de la oscuridad. Aunque sus miembros
se estremecían, se movía con determinación, sin ningún atisbo de pánico. Su
coordinación fue mecánica mientras abría la puerta del coche, y entraba en él
y dejaba caer el bolso en el asiento de pasajeros.
Arrancó y salió del aparcamiento, murmurando en voz baja:
—Muy bien, Jack. Esto va por ti.

Página 424
2

En el túnel, David alzó la cabeza. La luz amarilla y acuosa de una farola se


filtraba a través de una rejilla simada muy arriba. Extendió la mano y tocó la
pared que tenía delante, esperando que no estuviera realmente allí, que fuera
sólo una cruel ilusión.
No lo era.
—Lo siento —murmuró a los otros dos—. Hemos llegado a un callejón
sin salida.
—¿Y ahora qué? —preguntó Bernice.
—Tendremos que volver por donde hemos venido y probar con otro túnel.
Ella asintió. Su cara era inexpresiva, no podía sentir ninguna emoción ya;
al menos, no todavía. Toda sensación (miedo, odio, repulsión) había sido
expulsada de ella; estaba seca como el papel, el corazón, vacío.
Lentamente, empezaron a rehacer el camino. David guió nuevamente,
empuñando la espada.

Electra condujo hasta el hospital.


Las luces brillaban con fuerza. Era la hora de visita; el aparcamiento
estaba lleno.
Aparcó en el espacio reservado para un tal doctor Perrault (o eso decía el
cartel). Luego, tras coger el bolso, salió del coche y se encaminó con frialdad
y decisión hacia la entrada del hospital.
Su mente iba por delante, como reconociendo la ruta. Sabía el nombre del
pabellón y que George Leppington estaba en una habitación apartada.
Los pasillos estarían llenos de gente. Nadie repararía en ella. Pero notarán
la sangre en tus manos, pensó. La sangre de Jack, de cuando intentaste
cogerlo mientras caía con la garganta abierta.
Regresó rápidamente al coche, cogió el abrigo del asiento trasero y lo
colgó de la mano ensangrentada. Eso la taparía. Entonces se echó al hombro
el bolso y se encaminó una vez más hacia el hospital.
La gente se arremolinaba en el vestíbulo. Eran sobre todo visitas, que iban
o venían, o compraban bebidas o tentempiés en las máquinas expendedoras.
Había un par de enfermeras, cumpliendo con prisa sus tareas.

Página 425
Todavía tranquila, sin atosigarse, Electra subió rápidamente la escalera, y
luego siguió uno de los corredores color verde menta hacia los pabellones
generales. Las luces le parecían horriblemente fuertes después de haber
pasado tanto tiempo en los túneles oscuros. Sentía el brillo como si tuviera un
par de pulgares apretados contra los ojos.
No, se dijo, no te permitas ninguna distracción. Conserva la calma.
Concéntrate. Eso es.
Entró en el pabellón lateral. Había una cama. En la cama yacía un
anciano. Lo reconoció inmediatamente: George Leppington. Había sido una
personalidad en el pueblo toda su vida.
Yacía de espaldas. Las vendas que le cubrían la cabeza eran
brillantemente blancas. Tan brillantes que de nuevo sintió la presión en los
ojos. Un leve pinchazo de dolor le corrió desde la retina por cada globo
ocular, siguiendo el nervio óptico hasta el interior de la cabeza.
Parpadeó. El dolor continuó. No importa.
Cerró suavemente la puerta tras ella. De nuevo lo hizo sin apresurarse,
con el lenguaje corporal de un miembro de la familia que quiere estar a solas
unos minutos con el enfermo. Se acercó a la cama.
Un tubo intravenoso corría desde una bolsa de solución salina hasta el
antebrazo del hombre. Parecía profundamente dormido. Pero Electra vio que
sus pálidos labios se movían como si mantuviera una conversación con
alguien a quien ella no podía ver. Quizá, en otra dimensión más allá de ésta,
pensó, hablaba con el antiguo dios vikingo, Thor. Tal vez le explicaba,
temblando de reverencia, que su sobrino, David Leppington, había abdicado
como sucesor del legado Leppingsvalt. Tal vez el anciano suplicaba que se
diera más poder a aquellas criaturas que sin duda incluso ahora estaban
surgiendo en oleadas por los túneles bajo sus pies. Electra se estremeció.
¿Cómo respondería Thor? ¿Sonaba su voz como un trueno? ¿Estaba contento
con la manera en que el ambicioso nuevo príncipe de la oscuridad, Mike
Stroud, cumplía la misión divina?
Contempló el rostro del anciano, los ojos cerrados, la fuerte nariz que
tanto se parecía a la de David, las tupidas cejas blancas y las fuertes pestañas
que reposaban contra las mejillas.
Por dentro, Electra se sentía tranquila, controlando. Sabía cómo no evitar
lo que tenía que hacer a continuación. Tampoco sentiría culpa.
Rápidamente abrió el armarito junto a la cama. Había rollos de tubo
intravenoso en bolsas de plástico, una caja de pañuelos y un tubo de crema

Página 426
hidratante para la piel para impedir que se produjeran llagas por estar tanto
tiempo postrado. Su mirada contempló, absorta, lo que veía.
Sí, ahí estaba todo lo que necesitaba para lo que tenía que hacer.

—¿David? David. Vaya, ni siquiera he tenido que buscarte. Has venido por tu
propia cuenta.
David se detuvo en seco en el túnel, se imaginó. Bernice y Maximilian se
detuvieron tras él.
Stroud canturreó y sonrió. Lo flanqueaban más de veinte vampiros de
cabeza blanca.
—El túnel se acabó, ¿no? —Stroud sonrió—. Un callejón sin salida. ¿No
es una metáfora perfecta para tu situación actual? —⁠La sonrisa se ensanchó
—. Bien, ¿adónde vas a correr ahora?
—Pasaremos por encima de ti si tenemos que hacerlo —⁠dijo David,
apuntando con la espada a la garganta de Mike.
—Adelante, David —dijo Stroud, sonriendo—. Córtame la cabeza, ¿por
qué no lo haces?
—Creo que es lo que voy a hacer.
—¿Con mis devotos guardaespaldas aquí delante? No creo que puedas
acercarte ni a seis pasos.
—Stroud, ¿qué demonios vas a conseguir? —preguntó David
amargamente⁠—. ¿Por qué mantener vivo todo ese odio?
—Lo sabes perfectamente bien. El mundo exterior ha destruido a la
familia Leppington. Los destruyó económicamente y como unidad familiar.
El odio de tu tío, su apasionado odio hacia todos los responsables de los males
contra tu familia nos ha dado… —⁠Su gesto abarcó a los vampiros—. Nos ha
dado una nueva forma de vida. Y no sólo vida, sino un glorioso propósito.
—¿Así que pretendes lanzar un ataque contra el mundo exterior usando
este ejército vampiro?
—Por supuesto. Ya conoces el plan. Tu tío te lo contó muchas veces
cuando te sentaba sobre sus rodillas cuando eras un crío.
—Pero ¿qué se ganaría con eso?
—La destrucción de la cristiandad.

Página 427
—Pero tú no ganarías nada. Ya conoces la expresión «victoria pírrica».
Significa una victoria con un coste tan alto que no merece la pena. Eso es
todo lo que podrías tener. Nunca conseguirás nada de valor, nunca crearías un
nuevo imperio. Tus monstruos y tú sólo podéis destruir. Heredaréis un mundo
lleno de ruinas habitadas por vampiros. Carecería de alma. Sería un mundo
muerto.
Mike sonrió, pero fue una sonrisa fría, de odio.
—Qué maravillosa retórica. ¿Ves?, podrías haber sido emperador. En
cambio, has abdicado de tu responsabilidad. Podrías…
David blandió la espada. Un paso más y podría haberle cortado la cabeza.
Pero la espada falló.
—Un intento fallido, David. —Sonrió Stroud—. Ah, pero mira, veo que
tenemos un nuevo recluta. Un joven matón, ¿eh? —⁠Se hizo a un lado.
—Jack. Dios mío, te… —La voz de David se apagó. Bernice jadeó tras él.
Jack Black estaba allí de pie. La luz de sus ojos había cambiado. Ahora
era más oscura, maligna.
David vio la garganta segada y la camiseta llena de sangre.
—Eso es, David. El señor Black es ahora uno de nosotros. Igual que lo
seréis vosotros dos… Bernice, David. Me temo que Maximilian tendrá que
ser rechazado. Verás, sus genes no encajan. Por tanto, cuando muera dentro
de unos momentos, quedará muerto tan sólo. Ahora… —⁠Miró a los otros
vampiros antes de dirigirse a David y Bernice—. ¿Ponemos de una vez punto
final a esta fase de vuestras vidas?

En el hospital, Electra sacó rápidamente una bolsa de plástico llena de tubos


endotraqueales del armarito junto a la cama. En el pasillo sonaban voces. Se
detuvo, tensa, esperando que la puerta se abriera de un momento a otro y
entrara una enfermera. Las voces sonaron más fuerte. Luego remitieron.
Electra depositó los tubos en la mesilla de noche dejando escapar un
enorme suspiro. Entonces, con cuidado, abrió la bolsa de plástico. Estaba
hecha de politeno transparente, bastante recio, en realidad. Desde luego, lo
bastante recio.
Moviendo las manos con tranquila destreza, levantó la cabeza del viejo. Él
seguía murmurando, conversando con alguien o algo que ella no podía ver.

Página 428
Con la mano libre, colocó la bolsa de plástico sobre la cabeza del anciano.
Después cogió entre los dedos la abertura de la bolsa y la mantuvo apretada
con fuerza alrededor de su cuello. La tensó más, confiando en que ahora
formara una presa estanca alrededor el cuello.
Al instante la bolsa se infló cuando el anciano exhaló. Las arrugas de la
bolsa se alisaron mientras se tensaba con un sonido chasqueante. Cuando el
anciano inspiró la bolsa se desinfló. El plástico se pegó a los contornos de la
cara del viejo; el efecto era el de una cabeza envasada al vacío. Horrible, pero
Electra no retrocedió.
George Leppington exhaló. Esta vez la bolsa se nubló, de modo que los
rasgos del anciano inconsciente se volvieron difusos. Ella se quedó allí,
sujetando fuertemente con las manos la bolsa alrededor de la garganta del
viejo, oyendo la bolsa crujir con cada inspiración o exhalación.
Ahora el ritmo de la respiración se aceleró mientras el dióxido de carbono
sustituía al oxígeno dentro de la bolsa. Electra sintió el cuello temblar bajo
sus manos.
Miró a través del plástico nublado. Santo Dios. Un par de ojos azules la
miraban. La expresión era feroz.
Dios mío, Dios mío, que no despierte… por favor, que no despierte.
Aunque los ojos estaban abiertos, él no parecía estar consciente. Por Dios,
no despiertes. Por favor, no despiertes.
El murmullo del hombre aumentó de volumen. Los temblores del cuerpo
se convirtieron en convulsiones. Electra vio cómo las grandes manos cerraban
los puños.
Pero no soltó su presa en la bolsa.
Que el aire se vuelva venenoso. Que se ahogue. Que el hijo de puta se
ahogue, pensó con una furia tan grande que los ojos se le llenaron de
lágrimas.
El cuerpo del hombre se estremecía ahora con fuerza suficiente para
sacudir la cama contra la pared. Y, aunque inconsciente, respiraba
entrecortadamente.
Dios mío, alguien se va a enterar. Entrarán.
La detendrían. Entonces no habría nada más que pudiera hacer.
Apretó los dientes y sujetó la bolsa. A través de los labios del anciano
asomó la saliva, la nariz se volvió de un rojo brillante y, entonces, con la
misma rapidez, palideció hasta que se volvió tan blanca como la almohada en
la que reposaba.

Página 429
El pecho subió y bajó. Pero todo lo que hacía era respirar el aire ahora
envenenado del interior de la bolsa. Y del pecho oyó un profundo borboteo
que se hacía más fuerte, más fuerte, MÁS FUERTE.
Entonces se detuvo. Se acabó así de rápidamente.
La acumulación de dióxido de carbono había podido con el corazón del
viejo. El cuerpo se relajó con un suspiro que sonó a hueco.
Vamos, no se ha terminado todavía, se dijo Electra. Después de
comprobarle el pulso para asegurarse de que la vida había abandonado ese
cuerpo de ochenta y cuatro años, retiró la bolsa de plástico y luego con
cuidado volvió a guardar en ella los tubos endotraqueales. Colocó la bolsa
llena en el armario, exactamente en la posición en que la había encontrado.
¡Maldita sea!
Un hilillo de sangre brotaba por la nariz del hombre. Un signo delator de
la asfixia. Dios, no había acabado todavía… aún no.
Electra vació el bolso en la cama. Las llaves del coche, tres tampones,
lápiz, pluma, tijera de uñas, un par de barras de labios.
Moviéndose con velocidad casi sobrehumana cogió un pañuelo de papel
de la caja que había en el armario y secó la sangre de la nariz. Entonces cortó
en dos un tampón con las tijeras. Después de eso insertó una mitad en cada
agujero de la nariz. Con destreza, cogió el lápiz y empujó las mitades del
tampón todo lo que pudo hasta el interior de la nariz. Empujó tan fuerte que el
lápiz se rompió.
Rápidamente, sustituyó el lápiz por la pluma. Segundos más tarde, las
mitades del tampón se perdieron por completo en el interior de la nariz. Allí
se hincharían al contacto con la sangre que manaba de los pulmones ansiosos
de oxígeno del hombre. Con suerte, bloquearían por completo cualquier
hemorragia.
Entonces abrió las mandíbulas del muerto, le echó la cabeza atrás y metió
los otros dos tampones en el fondo de su boca. Esta vez usó el dedo medio
para empujarlos, tan adentro que no se notaran cuando un médico ocupado
certificara la defunción del anciano. Con los conductos de aire sellados no
había ninguna hemorragia delatora que levantara las sospechas de nadie y
sugiriera que el viejo había muerto por asfixia. En lo que al médico concernía
(esperando que estuviera saturado de trabajo), llegaría a la conclusión de que
el viejo simplemente había muerto por un fallo cardíaco, producido por la
extrema edad y exacerbado por la explosión con dinamita.
El anciano permanecía muy quieto ahora. La boca estaba en silencio, los
ojos miraban al techo. No veía nada. Nunca volverían a ver nada.

Página 430
Después de limpiar todas las huellas de su visita, Electra se echó el bolso
al hombro, dobló el abrigo sobre el brazo y salió de la habitación.

Página 431
Capítulo 45

En el túnel oyeron un sonido susurrante. Venía de las profundidades, como si


fuera una tormenta inminente.
David sintió que Bernice se agarraba a su brazo. La miró, vio sus ojos
espantados.
El sonido se hizo más fuerte. Entonces supo qué era.
Un gran suspiro. A su alrededor los vampiros de cabeza blanca dejaban
escapar un enorme suspiro. Al mismo tiempo se llevaban las manos a los
oídos y sacudían la cabeza, como golpeados por una pena tan intolerable
como repentina.
Black avanzó hacia el charco de luz que se filtraba por las rejillas. Miró
alrededor con una expresión asombrada en el rostro tatuado.
David se volvió a mirar a Stroud, también él parecía sorprendido. Sacudía
la cabeza como asaltado por un súbito mareo.
—¿Qué es esto? —susurró Bernice—. ¿Qué les está pasando?
—No lo sé. Pero es nuestra oportunidad. ¡Corre!
No avanzaron más que unos pocos pasos. Cuando intentaron pasar
corriendo junto a Stroud, éste extendió la mano y agarró a Bernice por la
muñeca. Seguía agitando la cabeza, retorciendo los labios lleno de dolor, pero
no la soltó.
—¡No irás a ninguna parte! —rugió—. ¡Eres mía!
A su alrededor, los vampiros de cabeza blanca gemían, eran como una
familia desconsolada que llorara la muerte de un padre.
Las criaturas se llevaban las manos a la cabeza, retorcían los cuerpos de
un lado a otro y gemían tan fuerte que el sonido que reverberaba en las
paredes era poco menos que agónico.
—David… —gimió Bernice, tratando de escapar de las garras de Stroud,
que seguía sacudiendo la cabeza, como si estuviera súbitamente desorientado.
Black miraba a los quejumbrosos vampiros, también él en estado de
confusión.

Página 432
David empuñó la espada con ambas manos y avanzó hacia Stroud, que
sometía a Bernice tan fácilmente como si fuera una niña pequeña.
En ese momento, Maximilian se abalanzó gritando hacia Stroud.
—Déjala en paz… suéltala. La estás lastimando…
En un rápido movimiento, Stroud dejó caer brutalmente a Bernice al suelo
y agarró a Maximilian, que blandía los puños. Entonces el vampiro hundió su
boca en la garganta de Maximilian.
David contempló, horrorizado, cómo la mandíbula inferior del vampiro se
movía mientras mordía. Un segundo más tarde Stroud arrojó a Maximilian a
un lado, como si apartara un trozo de basura. Miró a David con los ojos
ardiendo. La sangre le manchaba de rojo la barbilla. Sonrió y escupió algo a
sus pies. David reconoció un pedazo ensangrentado de tráquea humana. El
vampiro le había arrancado a Maximilian a mordiscos la nuez.
—¡Ahí tienes! —escupió Stroud, disgustado por el sabor⁠—. ¿Qué te dije?
Mala sangre.
—Hijo de puta —gritó David—. ¡Miserable hijo de puta!
La sonrisa de pura maldad de Stroud se hizo aún más grande; sus dientes
estaban manchados de rojo.
—Puedes mirar si quieres, niño querido. —Se inclinó y agarró a Bernice
por los pelos. Entonces, de repente gruñó⁠—: ¡Suéltame, rata!
Maximilian no estaba muerto todavía. Mientras la sangre manaba por el
agujero de su garganta, agarró la pierna de Stroud con una mano. Éste se
inclinó para apartarla.
David aprovechó el momento.
Mientras Stroud se inclinaba hacia adelante, David descargó la espada; la
hoja trazó un gran arco deslumbrante. Golpeó al vampiro en la base del
cuello. La hoja todavía afilada como una cuchilla la atravesó limpiamente,
cortando vértebra, músculo, arterias y luego la laringe.
Cercenada, la cabeza cayó al suelo de ladrillo. El cuerpo se enderezó y por
un breve instante se quedó allí de pie, agitando los brazos espasmódicamente.
De la herida abierta manaba fluido. Un segundo más tarde el cuerpo se
desmoronó en un montón de miembros retorcidos.
David no vaciló ahora. Empuñó la espada como si fuera una guadaña,
decapitando limpiamente a la cosa que había sido Jason Morrow.
Esperaba que los vampiros de cabeza blanca atacaran, pero parecían
demasiado consumidos en su propia miseria. Se sujetaban la cabeza con
aquellas manos de largos dedos y gemían, meciéndose adelante y atrás como
si todas las catástrofes del infierno les hubieran caído encima.

Página 433
Black apareció ante él. Sus ojos eran sombríos, vidriosos. Aunque ya
había hecho la transición de humano a vampiro, todavía tenía que hacer la
transición mental.
David advirtió lo que estaba sucediendo. La mente vampira estaba todavía
echando raíces en aquel cerebro muerto, abriéndose paso por brazos y piernas
y dedos como el conductor que ocupa el asiento de un coche desconocido.
David alzó la espada por encima de su cabeza. Esta vez la descargó
rectamente, como si fuera a cortar madera. Algo más debió de dar fuerza a su
brazo, guiando el golpe, algo que brillaba de luz y bondad. Pues la hoja de la
espada alcanzó la parte superior de la cabeza afeitada de Black con más
fuerza de la que David solo podría haber juntado.
Como si todo sucediera a cámara lenta, David vio cómo la afilada hoja
cortaba el cuero cabelludo, atravesaba la frente, llegaba al centro de la nariz
como un cuchillo afilado que corta un melón en dos.
Los ojos se clavaron súbitamente en David con furia inimaginable. La
criatura que había sido una vez Jack Black levantó las manos, dispuesto a
aplastar el cráneo de David. Pero nada podía detener ya la hoja, era como si el
mismísimo arcángel Gabriel guiara aquel golpe final con un tajo limpio,
imparable.
Antes de que la espada alcanzara el labio superior, una andanada de aire
brotó de la boca de Black y dio forma a una última palabra:
—Leppington…
La espada atravesó el centro de los labios. David ya no usaba ninguna
fuerza. La espada continuaba por voluntad propia, cortando limpiamente la
línea central de la garganta, siguiendo hasta la laringe, la clavícula, hasta las
costillas y el estómago, y saliendo luego por la entrepierna. En ese momento
el cuerpo cayó en dos mitades, cortado perfectamente por el centro.
El gemido de las criaturas de cabeza blanca se convirtió en un alarido
parecido a un silbido.
Una mano agarró a David por el codo.
—¡David! —Vio en la penumbra el rostro de Bernice⁠—. David, vamos.
¡Déjalos!
Antes de que pudieran dar un solo paso, el penetrante grito se detuvo,
como si hubieran pulsado un botón.
En ese momento los vampiros se disolvieron. Así de simple.
Se desplomaron en nubes de polvo que se volvieron ámbar a la luz de las
farolas que se filtraba por la reja. Aquí y allá, costillas, fémures y mandíbulas
sobresalían de los montoncillos de polvo.

Página 434
El súbito silencio era abrumador.
David levantó la cabeza, todavía resonando por el sonido de los lastimeros
gemidos de las criaturas mientras lentamente se volvían más débiles, más
atenuados a medida que las reverberaciones se desvanecían en los túneles
hasta morir en algún lugar bajo el pueblo.
Quizá lloraban por un futuro que ahora no existiría nunca. Un futuro
donde los vampiros heredaban la Tierra. Todo eso lo habían perdido ya. Los
vampiros habían fracasado.
David sacudió la cabeza, la boca pastosa por el polvillo de aquellos
cuerpos muertos que traía el aire. Ese polvo se posaba en sus labios en una
capa repugnante, rozaba contra sus dientes. Lenta, cansina, dolorosamente,
alzó la cabeza. Bernice extendió la mano. La aceptó. Ahora no había ninguna
necesidad de correr.
A sus pies yacía el cuerpo de Maximilian Hart; tenía los ojos cerrados,
como si durmiera. Probablemente nunca hubiera tenido una lápida, pensó
David, pero si había alguna justicia en este mundo a veces desolado y a
menudo injusto, Maximilian tendría su lápida: grande, tallada en granito, más
alta que las demás. Y bajo el nombre Maximilian Hart habría una palabra tan
profundamente tallada que nunca se ajaría con el tiempo ni la resquebrajaría
la escarcha ni la desgastarían las tormentas. Y esa palabra sería:
HÉROE.
Entonces, agarrando con fuerza la mano de Bernice, se alejó.

Página 435
TERMINA EN LA OSCURIDAD

1. Un año después

En el primer aniversario del funeral de George Leppington, los tres, Bernice


Mochardi, David Leppington y Electra Charnwood, se reunieron a cenar en el
hotel Estación.
La primavera ya había empujado al invierno a su refugio en el norte
durante unos cuantos meses. Las hojas de espino y de los sauces de la orilla
del río se abrían con un nuevo y fresco verdor. Había patitos, moteados y de
algún modo brillantemente alegres, canturreando ruidosos en sus nidos. Una
gran madre gata caminaba por el patio del hotel seguida de cuatro gatitos
rojizos y rollizos.
El sol se había retirado a descansar tras las cimas de las montañas y volvía
el cielo de color dorado. El aire estaba quieto. Una sensación de paz y
tranquilidad se posaba sobre el viejo pueblo de Leppington mientras se
despedía de otro día más. En la plaza del mercado, hombres con uniformes
amarillos fluorescentes barrían la basura: trozos de cuerda, hojas de col,
bolsas de papel, periódicos. Un barrendero advirtió una casete de cámara en el
fondo de una papelera. La cinta había sido extraída y estaba amontonada en
una larga maraña negro brillante. Silbando alegremente, la metió en una bolsa
con el resto de la basura. Había una etiqueta en la cinta con las palabras,
escritas a mano: «Videodiario. Corte sin montar».

2. Canción para un héroe muerto

Nadie conoce el verdadero nombre de Jack Black. Nadie sabe de dónde era ni
quiénes eran sus padres. Y, con la excepción de tres personas, nadie sabe que,

Página 436
igual que Maximilian Hart, murió siendo un héroe. Ni que murió siendo
vampiro.
Pero, ahora, con las cabezas enterradas por separado de los cuerpos, sus
cadáveres son bastante mortales; se pudren en la tierra como los de cualquier
hombre. Aunque debería decirse que esos restos mortales no reposan en suelo
sagrado. En cambio, el cuerpo yace en una colina asolada por los vientos,
lejos del pueblo.
La cabeza se encuentra en la orilla del río, corriente abajo según el hotel
Estación, bajo un grupo de sauces llorones.
A veces, Electra Charnwood visita el sitio donde está enterrada la cabeza.
Contempla el agua burbujeando blanca alrededor de los peñascos, siente el
viento tirarle del pelo negro azulado y envolver su cuerpo, y se pregunta si ésa
es la forma que tiene la naturaleza de abrazarla.
Más tarde, se sienta en un árbol caído y contempla el trozo de terreno que
alberga la cabeza de Jack. Llora libremente. De vez en cuando esparce un
puñado de pétalos blancos en esa parte de la orilla del río, pues en algunos
lugares del mundo las flores blancas son símbolo de luto.
Electra todavía se despierta en mitad de la noche, con la luz de la luna
colándose por las ventanas; a veces siente una presencia moverse por el hotel.
Se mueve a gran velocidad, subiendo fluidamente la escalera para correr por
el pasillo hasta su habitación. Entonces la siente caminar ante la puerta
cerrada. Adelante y atrás, adelante y atrás, los pies descalzos sobre la vieja
alfombra roja.
Ella quiere creer que esa presencia es Jack Black. Y que, como un ángel
(un ángel oscuro y de algún modo monstruoso), la vigila protector,
manteniéndola a salvo. Lo que imagina puede que sea una ilusión; sin
embargo, conserva cerca de sí la imagen de ese oscuro y poderoso ángel
guardián, y nunca la dejará escapar.
Y con esa imagen en la cabeza, la imagen de la presencia caminando de
un lado a otro eternamente ante la puerta de su dormitorio, se dispone
alegremente a dormir, a soñar tal vez, con un amante nocturno que no la
abandonará jamás.

3. Asunto inconcluso

Página 437
Bernice, Electra y David cenaron solos en el restaurante como habían hecho
un año antes. Entonces, uno de los miembros del personal de cocina
interrumpió la comida para decirles que había un desconocido en la puerta
trasera. Aquel desconocido tatuado y rapado era Jack Black.
Esta vez comieron sin ser interrumpidos por nadie.
Electra bebía agua mineral. Cuando David le ofreció vino negó con la
cabeza y sonrió.
—No, gracias. El especialista del hospital me ha dicho que, contra todo
pronóstico, mi hígado está en buena forma. —Su sonrisa se ensanchó—.
Ahora estoy intentando ser buena. —⁠Se sirvió un poco más de agua mineral
en el vaso—. Bernice, ¿no te sientes tentada de volver a nuestra bendita
granja de sanguijuelas? He oído decir que hay una vacante.
Bernice negó con la cabeza y sonrió, pero con un atisbo de tristeza.
—No, el trabajo de Londres es fijo. Voy a empezar a buscarme un piso
propio.
—¿Un piso en Londres? —Electra se echó a reír—. Tienen que estar
pagándote demasiado. —Alzó el vaso—. Por ti, amiga mía. Te lo mereces.
—⁠Se volvió a mirar a David—. Y bien, doctor David Leppington, ¿qué hay
de ese puesto de médico de familia en nuestro pueblo? Lo aceptarás, ¿verdad?
Así podrás venir al bar, saltarte a la torera la confidencialidad doctor-paciente
y contarme todos los cotilleos jugosos.
Él sonrió y sacudió la cabeza.
—No. Voy a seguir los pasos de Bernice. Me atraen las brillantes luces de
Londres. Hay un puesto de profesor en el hospital clínico que me ha llamado
la atención.
Ella suspiró.
—Habría sido bonito teneros a los dos por aquí. Sabéis, el año pasado, me
acostumbré a vuestras caras. —⁠Hizo una pausa, luego sonrió—. Vaya, vaya…
¿los dos trabajando en Londres? ¿Me he perdido algo importante? ¿David?
¿Bernice?
Bernice no respondió. Le temblaban las manos cuando depositó el
cuchillo y el tenedor junto a la comida intacta.
—He vuelto por dos motivos. Uno, ¿sucedió eso de verdad el año pasado?
Porque a veces me despierto y creo que lo he imaginado. Y dos, ¿se ha
terminado de verdad? ¿Volverán?
David soltó también su tenedor y la miró con expresión seria.
—Sí. Sucedió de verdad. Volví ayer al pueblo y descubrí que tenía que
regresar a los túneles. No hay nada allá abajo, al menos ningún rastro de esas

Página 438
cosas. Y, no, estoy seguro de que nunca volverán.
Bernice se relajó con un suspiro.
—Necesitaba averiguarlo. Había empezado a obsesionarme. Sabéis, a
veces he llegado a pensar que hicimos que eso sucediera, que al unirnos
creamos una especie de conjunción de personalidades que de algún modo creó
un cambio en el sistema establecido.
Electra asintió.
—Estoy de acuerdo. Pero creo que era nuestro destino. No podía evitarse
que los cuatro nos encontráramos y que todos esos acontecimientos se
desarrollaran. Me parece una inevitabilidad. —Sonrió—. Una inevitabilidad
cósmica, si no suena demasiado New Age, que nos convirtiéramos en parte
del drama. Tal vez, después de todo, no seamos más que marionetas de los
dioses. ¿Más vino, David? —⁠Le volvió a llenar la copa—. Bueno, si no vas a
ocupar ese puesto de médico rural, ¿por qué has vuelto a Leppington?
Él sonrió.
—Porque tú me lo pediste, Electra.
—Cierto, con mi mejor letra además, si no recuerdo mal. Pero creo que
hay otro motivo. Aparte de para quedarte satisfecho porque los túneles están
desiertos.
—Un sueño recurrente. —Él se limpió la boca con la servilleta⁠—. Eso es
lo que me ha traído aquí.
—¿Un sueño?
—En ese sueño me veo cogiendo la espada que forjó mi tío. Me acerco a
la orilla del río y la arrojo al agua.
—¿Y?
David se encogió de hombros.
—¿Y qué, Electra?
Ella sonrió.
—¿No salió del agua ningún brazo envuelto en una saya blanca para coger
la espada?
Él le devolvió la sonrisa.
—No. Nada de eso. Quizá no es más que un sueño estúpido después de
todo.
Electra lo miró y se puso seria.
—No, David. Ningún sueño es estúpido ni ridículo. ¿Qué fue lo que dijo
Freud?, ¿los sueños son el camino real al inconsciente? Está claro que tu
inconsciente te está diciendo que tienes un asunto por terminar aquí.
—Quizá. La verdad es que no lo sé.

Página 439
—Bernice —dijo Electra, limpiándose los labios en la servilleta—, la
espada se encuentra en el estante superior de la Caja Muerta. ¿Quieres
mostrarle a David dónde está, por favor? —⁠Entonces, poniéndose de pie,
añadió—: Yo también tengo que buscar algo.

4. Envío

El sol se deslizaba ya por el horizonte cuando se congregaron en la orilla del


río detrás del hotel. El cuarto creciente de la luna asomaba en el cielo con su
brillo de níquel.
Un gran pájaro negro, posiblemente una corneja o un cuervo, trazaba
círculos muy por encima de ellos, como si observara lo que iban a hacer esas
tres personas junto al río.
David desenvolvió la espada de la sábana que la cubría. Estaba limpia.
Debía de haberla lavado después de dejarla el día del funeral de su tío.
Electra contempló el agua que caía en cascada entre los peñascos.
—Yo también creo en las ceremonias. —Levantó un sobre blanco—. Son
los billetes de regreso a Londres de hace tantos años. Nunca los utilicé. Pero
los guardé. Eran mi talismán para asegurarme de que algún día dejaría ese
viejo caserón. —Se volvió a mirar el hotel con sus cuatro sólidas torres
recortadas contra el cielo—. Que volvería a trabajar en televisión. —⁠Sonrió
débilmente—. Ahora sé que eso no sucederá nunca. Sé que mi futuro se
encuentra aquí. Que envejeceré y moriré en Leppington.
Y con esas palabras arrojó el sobre al agua.
La corriente lo cogió y rápidamente se lo llevó en dirección al mar, que se
encontraba a más de treinta kilómetros de distancia.
David miró la espada. Aunque se dijo que debía de ser la velocidad de su
pulso en el pulgar y la muñeca que transmitía las vibraciones hasta la punta de
la hoja, parecía zumbar en su mano.
—Bueno… —dijo, sin saber si debería hacer un discurso o no⁠—. Supongo
que, para mí al menos, esto pone el punto final.
Con eso, lanzó la espada al centro del río.
La espada pareció flotar un momento, como suspendida por un hilo
invisible sobre el agua, la afilada punta señalando recta hacia abajo, de modo
que el arma formaba una cruz alargada. La hoja reflejaba los moribundos
rayos del sol.

Página 440
Entonces, finalmente, la espada se hundió, recta, en el agua.
La salpicadura debió de perturbar a un pez, un pez grande además, porque
David vio algo largo y plateado serpentear bajo la superficie del río. Corrió
corriente arriba como un torpedo.
Durante un instante se permitió a sí mismo la ilusión de que en realidad
era la espada. Y que, bajo la superficie del agua, recorrería el curso del río,
pueblo arriba, montaña arriba, remontando hábilmente las rocas con la
velocidad y la gracia de un salmón.
Al final, la espada se deslizaría en silencio hasta el arroyo del jardín de su
tío muerto, donde desaparecería en la cueva de donde manaban las aguas del
río Lepping. Desde allí, la espada se sumergiría en la oscuridad, hasta el
mismo corazón de la montaña. Y después de eso, se marcharía de este mundo
al misterio eterno.
El pájaro negro gritó sobre el pueblo, un graznido largo y resonante que
parecía vibrar en el aire de la tarde. Entonces sobrevoló sobre ellos y se
perdió de vista tras las montañas.
Electra estaba a su izquierda, Bernice a la derecha. Con una armonía
silenciosa entrelazaron los brazos.
Se quedaron allí y contemplaron el sol deslizarse por un hueco en la
montaña. Parecía que se lo tragaban las mandíbulas de un gran lobo.
Con la desaparición del sol, la noche, por fin, vino a descansar
suavemente sobre el pueblo de Leppington.

Página 441
SIMON CLARK es un escritor británico de novelas de terror, nacido en
Doncaster, Inglaterra, en 1958. Creció en una familia de narradores —⁠según
una leyenda familiar, hay una calavera humana robada enterrada bajo el
garaje de los Clark—. Vendió su primera historia de fantasmas a una emisora
de radio en su adolescencia. Antes de convertirse en escritor a tiempo
completo tuvo diversos trabajos, como recogedor de fresas, reponedor en un
supermercado, oficinista y diseñador de promociones de video. Una de sus
obras más notables es La noche de los trífidos. Además también ha escrito
relatos de ciencia ficción y material en prosa para la famosa banda de rock
U2.
Simon Clark ha sido nominado al Premio Bram Stoker, al Premio World
Fantasy y al Premio British Fantasy. En el año 2001 ganó el premio British
Fantasy al mejor relato corto por Goblin City Lights, y a la mejor novela por
La noche de los trífidos.
También es el autor de la novela The Dalek Factor, del universo del Doctor
Who. Se rumorea que una de sus últimas novelas, King Blood, va a ser
adaptada al cine. Varios de sus personajes han sido inspirados por su hija
adolescente, que según el autor es una persona tozuda y determinada.

Página 442
Notas

Página 443
[1] Especie de infusión de malta que ayuda a dormir. (N. del t.) <<

Página 444
[2] Friday en inglés. (N. del t.) <<

Página 445

También podría gustarte