Baroja Pio - La Decadencia de La Cortesia
Baroja Pio - La Decadencia de La Cortesia
Baroja Pio - La Decadencia de La Cortesia
La decadencia de la cortesía
y otros ensayos
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Titivillus 23-10-18
Pío Baroja, 1956
Cubierta e ilustraciones: Mallol
Cubierta
La decadencia de la cortesía
Prólogo
Primera parte. Del vivir
La decadencia de la cortesía
La vida antigua
Las anécdotas
Los apellidos españoles
Los sosias
Pequeñas inducciones
Epílogo
Sobre el autor
PRÓLOGO
Hacia don Pío Baroja siempre han sentido inclinación los extraños
personajes de vidas insatisfechas, o rotas; esos seres desacomodados, o
desamparados en el Mundo, que lo recorren en busca de lo que en casi
ninguna parte encuentran, que es, en la mayoría de los casos, comprensión
para sus afanes. Son seres que no carecen de nobleza, pero a los que unas
veces no asiste la suerte, y otras no ilumina el talento. También sienten
inclinación por el novelista los hombres broncos, nacidos para la acción, y las
mujeres soñadoras, a las que algo, o alguien, traicionó en sus existencias. En
las obras del maestro todos ellos han hallado las palabras con las que
hubieran querido expresarse, o justificarse, y se han sorprendido, a menudo,
de ver nítidamente reflejados sus sentimientos, que jamás se hubieran
atrevido ellos a revelar, y que guardaban en su intimidad como el mayor de
los secretos.
En el conjunto de la obra barojiana alienta una infinita piedad por ese
orbe abigarrado, y la acritud de la cual se acusa en ocasiones al novelista es la
producida por el espectáculo de la injusticia humana, que los hombres no
pueden dominar, o no quieren.
Unas veces ha sido el hombre el que ha acudido a contarle a Baroja un
profundo drama, otras la mujer, que iba a revelarle su pasado, como si se
hallase ante un confesor de su religión… Aventureros, visionarios, tipos
funambulescos, olvidados de la fortuna, pretendientes a la fama, y vencidos
por la existencia siempre han sentido el incontenible impulso de hacer
confidencias a don Pío Baroja, de ser sus amigos y mostrarse ante él sin
máscaras, a la cruda luz de la realidad. Y así como es cierto que pocos como
Baroja habrán buscado menos de nadie, por no pedir nunca nada, apenas si
los habrá a los que haya acudido tanta gente, a los que se haya buscado tanto,
y con tanta urgencia de conocimiento y relación.
Durante las dos etapas de la última estancia de don Pío Baroja en el
extranjero su galería de tipos se ha enriquecido notablemente. Algunos
pasaron ante él de una manera fugaz, y otras se detuvieron más a su lado,
pero, de seguro, no hubo ninguno de ellos que escapara a la aguda
observación del escritor.
Un día, poco antes de las agitadas jornadas de septiembre de 1938, se
presentó a visitar a don Pío Baroja un hombre fornido, como de unos
cincuenta años, con el rostro redondo, sonrosado y alegre, y con el cabello,
que llevaba corto, ya blanco. Usaba unas botas enormes, y andaba cual si
tuviera callosidades en los pies, pero, por lo demás, todo era muy vivaz en su
persona. Dijo que se llamaba Gellini y que era argentino. Explicó que había
ido a París para dedicarse a la literatura y para perfeccionar sus
conocimientos de francés. Añadió que siempre había soñado con aquel viaje
y que para poder hacerlo y ponerse a cubierto de las primeras necesidades
había empeñado una casita que poseía en las afueras de Buenos Aires. Don
Pío no pudo contenerse y le interrumpió:
—Creo que ha hecho usted una solemne barbaridad.
Pero el hombre no pareció amilanarse, ni perder su optimismo. Se limitó
a responder a guisa de argumento contundente:
—Es que yo siempre he sido muy malevo, desde chico.
Gellini iba y venía, asistía a clases en la Sorbona, que para él no eran de
ninguna utilidad. Al poco tiempo escribió, y acaso fue aquello lo único que
salió de su pluma, un trabajo acerca de don Pío, que envió a la revista
argentina Nosotros, en la que debía tener algún amigo, y que le publicaron.
Pero ese trabajo resultó casi trascendente, porque Gellini, en sus andanzas, se
hizo amigo de uno de los colaboradores de El Mercurio de Francia, quien lo
tradujo, e hizo que viese la luz en la reputada revista.
—Ha conseguido usted —le dijo Baroja— lo que tantos se pasan años y
años para conseguir, sin lograrlo, que es publicar en El Mercurio de Francia.
Habría para llenar un capítulo extenso con las mujeres que sienten
curiosidad por el novelista y se le acercan en esta época.
En la cafetería de la Ciudad Universitaria, después del almuerzo, entre los
que siempre rodeaban a Pío Baroja predominaba el elemento femenino. Se
dio el caso curioso de acudir durante cierto tiempo dos muchachas
norteamericanas, de aspecto modoso y comedido, que escuchaban y asentían
a todo, con sonrisas gemelas en los labios. Alguien dijo que habían leído en
inglés César o nada, pero de labios de ellas jamás salió una sola palabra.
Solían asistir en compañía de un español —el de la voz de caña en la novela
Laura— que se llamaba Navarro, que se había pasado una parte de la
revolución en España, y había sido, según él aseguraba, de la CNT, pero que
no se daba maña para contar cualquiera cosa que pudiera tener algún interés.
Resultó que aquellas dos asiduas concurrentes no sabían el francés, y, desde
luego, ni una palabra de español, que eran los idiomas que se empleaban en
aquella pequeña reunión. También se supo que las dos jóvenes, en cuanto
avanzaba la tarde, se dedicaban a empinar el codo de lo lindo, y perdían el
comedimiento matinal, y una de ellas fue la que escribió al español de la voz
de caña una tarjeta, cuando se hubo marchado de París, en la que le llamaba
padre de sus hijos ilegítimos, en son de broma.
Otra norteamericana que se le acercó un día a Pío Baroja fue una escritora
dedicada a escribir obras de teatro. Algunos de sus rasgos también aparecen
en Laura. Se llamaba Ree Dalven. De padres griegos, y griega de nacimiento
ella misma, la habían llevado muy pequeña a Nueva York, donde de
adolescente había vendido bombones a la puerta de algún dancing. Después
se casó con un hombre mayor que ella del que estaba divorciada, pero sin
romper sus relaciones amistosas, y hasta le había convencido rara que la
ayudase a realizar sus sueños literarios. Él la estaba costeando unos cursos en
la escuela de drama de la Universidad de Yale, y ahora la obsequiaba con un
viaje a su patria de origen, a Grecia. En la universidad había ella enamorado,
según contaba, a uno de sus profesores, empleando métodos científicos para
irle sugestionando paulatinamente. En cierta ocasión, yendo la griega en
compañía de Baroja, se tropezó, a la puerta de la residencia franco-británica,
con una brahmina que formaba parte de los concurrentes a un congreso de
estudiantes hindúes que se celebraba. La brahmina vestía sus más vistosas
galas nacionales, y se distinguía por el circulillo rojo en medio de la frente,
entre ceja y ceja. Ree Dalven, que era impulsiva, consideró que la joven
hindú debía helarse con aquellas ropas tan finas, y la preguntó en mal
francés:
—¿No siente usted frío tal y como va vestida?
La otra la miró con desdén y la respondió en inglés:
—¡A usted que le importa!
Por lo visto la griega no sospechaba de dónde podía ser aquella mujer.
Tenía únicamente sus dramas metidos en la cabeza y, aparte de Grecia y sus
preocupaciones que pudieran llamarse de psicología sexual, lo demás le venía
ancho.
También conoció don Pío Baroja a una madre y una hija que eran lo
antagónico de esos tipos de mujeres extravagantes. La chica había ido a París
a concursar una cátedra de liceo. En Argelia, donde residieron hasta el
instante, ya había desempeñado una cátedra como encargada de curso. Su
novio la escribía desde allí que regresase para contraer matrimonio. Tanto
ella como su madre eran personas amables, educadas y hasta aristocráticas,
sin ser refitoleras ni remilgadas. Tomaron gran afecto a Baroja, que las
visitaba con alguna frecuencia y a quien gustaba departir con ellas.
Otra de las amistades que hizo Baroja fue la de una bella dama chilena,
muy bella y muy elegante, que le invitaba mucho a su casa, y que era una
gran aficionada a la literatura.
Además, en el vestíbulo del Colegio de España, no era infrecuente ver
nuevas visitantes preguntar por el novelista. La galería sería larga de recordar
ahora.
DEL VIVIR
Nosotros los hombres que tenemos más de sesenta años hemos vivido la
mayoría a contrapelo. Cuando éramos jóvenes, mandaban los viejos; la gente
de pocos años no tenía derecho a opinar y menos a disponer; ahora, en
cambio, el papel de los jóvenes ha subido y el de los viejos ha llegado a tener
poco valor.
Los jóvenes hablan como si hubieran descubierto el mundo. Antes que
ellos no había nada, después de ellos puede que piensen que no existirá más
que lo que hayan dejado ellos, si es que han dejado algo. Suponen, sin duda,
que en el porvenir no aparecerá una juventud que les sobrepase y les olvide.
La juventud tiene para lo que no está en sus intenciones una sonrisa de
desdén. Por otra parte, estamos en una época bizantina de análisis minucioso
y de distingos; no hay grandes sintetizadores ni grandes filósofos, y las
teorías sociales, las más nuevas, han cristalizado en conceptos viejos que no
se renuevan ni se transforman, como le pasa al comunismo.
En nuestro tiempo el viejo dogmatizaba y pedanteaba con impunidad. Las
canas tenían un valor tradicional y patriarcal. Ahora es el joven el que
dogmatiza y pedantea, sobre todo en los países que pretenden tener una nueva
política.
Como no le interesa a uno la pedagogía, no es cosa de sacar a relucir, para
defenderla, la frase: «En el medio está la virtud y los extremos son viciosos».
En la política y en otras actividades ha ocurrido lo mismo; por ejemplo,
en los centros de enseñanza se ha pasado, de la arbitrariedad y del capricho
de los profesores, a la impertinencia de los alumnos, que se consideran con
atribuciones para interrumpir y estorbar. Parece que no hay por ahora forma
de quedar en un término racional. O el profesor tiraniza a los discípulos, o los
discípulos tiranizan al profesor.
Se vive en una época en que empiezan a mandar los jóvenes, lo cual no
quiere decir que se vive en una época inteligente ni mucho menos. Ser joven
o ser viejo no representa nada para ser inteligente, sí puede representar para
tener decisión y arranque. Muchos viejos juntos formarán una masa
asustadiza y apocada y muchos jóvenes constituirán un grupo atrevido y
audaz. Con relación a la voluntad, la diferencia existe siempre; con relación a
la inteligencia, no.
Los mismos planes, si se realizan, se llevarán a la práctica de una manera
prudente por los viejos y de un modo violento por los jóvenes.
La violencia juvenil, aceptada como buena, es uno de los motivos de que
desaparezca la cortesía en el trato humano. No es la claridad, ni la crítica
implacable, la que deriva a la grosería, sino más bien un deseo de mostrarse
rudo y tosco.
Esos vocablos casi sinónimos (cortesía, cortesanía, civilidad, política),
existen en todos los idiomas latinos, tienen una significación parecida y el
mismo origen. En unas lenguas se emplea de preferencia una palabra en vez
de otra. En francés se usa, pero no mucho, courtoisie; en español se emplea
poco política, en el sentido de amabilidad, y nada pulidez, que sería el
sinónimo de la palabra politesse.
Todos esos conceptos tienen alguna relación con la vida y las ideas de la
ciudad. Cortesía viene de cortés, y cortés, de corte. Civilidad, del latín civilis,
de cives, ciudadano; política, del griego πόλις, ciudad, y urbanidad, de urbe.
La cortesía primitivamente encierra los usos de la corte, y así lo entendió
Baltasar Castiglione en los diálogos de su libro titulado El Cortesano.
Respecto a politesse, que parece que procede directamente de la palabra
italiana pulitezza, de pulido, no sé hasta qué punto tenga carácter ciudadano.
Todas esas palabras envuelven un elogio de la ciudad y un desdén por lo
rural.
Los términos antónimos de esas palabras son rusticidad, tosquedad,
villanía. El ciudadano ha tenido interés en afirmar que él es un producto
exquisito y el hombre del campo un ser inferior. La exquisitez del ciudadano
no se ve tan clara. En la ciudad es donde se dan ahora casos de rusticidad, de
falta de cortesía y de intransigencia tan completos o más completos que en el
campo.
En París, los jóvenes, cuando están reunidos, muestran un aire de barbarie
y de turbulencia extraordinario. En casi todos los sitios donde se reúnen
masas de estudiantes, estos caracteres se manifiestan de una manera clara.
Los estudiantes, sin duda, han decidido que las mujeres no deben entrar con
sombrero en un restaurante universitario, y cuando se presenta alguna
empiezan a gritar «chapeau!, chapeau!», y a pegar con las cucharas en los
platos y en las sillas y hasta tirar éstas al suelo para hacer ruido. Sin embargo,
no tiene nada de desagradable ver a una mujer con un sombrerito, ni nada de
feo ni de molesto.
En cambio, ellos, en el verano, se ponen en mangas de camisa, mostrando
sus brazos peludos, lo que ya es una cosa repulsiva, y dando la impresión de
gente que suda, lo que tampoco es muy agradable.
En todas las partes donde hay colas a la puerta del teatro o del cine el
joven se aprovecha de su agilidad para pasar al que tiene delante, sobre todo
si éste es viejo o distraído. Se ve cierta mirada de desdén para el viejo.
Yo no creo que un viejo, sólo por ser viejo, merezca una atención
especial. Esto era lo obligado en nuestro tiempo; pero tampoco parece
legítimo que se le trate con desprecio sólo por su edad. Al menos por ahora,
es indudable que un caballo viejo vale menos que un caballo joven; pero
entre los hombres todavía hay viejos que pueden valer tanto como un joven y
a veces más.
En los ómnibus y en el Metro se ve que el joven fuerte entra dando
codazos y aprovechándose de su superioridad. Esto se veía antes mucho en
Alemania, sobre todo en el Norte, en donde el hombre robusto empujaba,
pisaba y se metía braceando entre la multitud como si fuera un rebaño de
ovejas o de cabras.
En los centros internacionales de París donde se reúnen jóvenes de todas
partes, se nota el carácter de cada pueblo.
Los judíos dan la nota de la impertinencia; tienen que distinguirse por ser
atrevidos y cínicos; la gente del Norte, suecos, noruegos, hombres y mujeres
es gente que sonríe; a los ingleses no se les nota. Alemanes, italianos y rusos
no hay en esos centros de la ciudad. Los japoneses, muy tranquilos, muy
correctos, dan la impresión de que no quieren alternar con nadie, quizá
porque se consideren superiores o por lo menos distintos. Los griegos, checos
y turcos, son bastante exuberantes y a veces chillones y alborotadores.
También lo son los hispano-americanos. Los españoles ahora están o estamos
achicados. No muestra ninguno de ellos la menor turbulencia. Debe haber
actualmente en Francia cerca de medio millón de españoles, además de los
militares del lado rojo internados en el Sur, y, sin embargo, no dan que
hablar. Todo el mundo tiene la conciencia de que, con la guerra, nuestra fama
de gente brutal ha aumentado y queremos pasar inadvertidos. El caso es que
no figuran los españoles en riñas, ni en escándalos, ni en robos, como los
italianos o los polacos.
La rudeza del estudiante actual de París no tiene el mismo mecanismo que
la impertinencia del español joven, a quien uno conoce bastante bien. En el
español la impertinencia procede casi siempre de lo que llamamos chulería,
es decir, de un culto a la posición arrogante, de una aspiración a quedar bien
y a ser admirado, aunque por malos medios; la grosería del estudiante de aquí
nace, en general, por el contrario, de una tendencia a mostrarse rudo, bárbaro,
plebeyo y brutal, aunque a veces es más infantil que otra cosa.
Yo no sé qué es mejor o peor; las dos cosas me parecen viciosas y
estúpidas. Lo indudable es que mucha gente joven que seguramente en su
casa es atenta y fina, se muestra, por contagio, cerril con el público, como si
esto fuera una gracia.
Le decía a una señorita vasco-francesa, que me pareció por sus
comentarios muy inteligente y de una gran claridad en sus observaciones, que
yo no notaba entre los estudiantes de París la menor cortesía. Ella me
contestó:
—Sí, es cierto. Entre los estudiantes no hay apenas cortesía; da la
impresión de que la han suprimido en el trato; pero, en cambio, entre los
obreros parisienses, en el pueblo, la hay.
Y es verdad. En el Metro, en París, se ven muchos rasgos de amabilidad y
de atención en gente del pueblo. Casi siempre, si se presenta una mujer con
un niño, hay alguien que se levanta enseguida y le cede el asiento. Lo mismo
pasa con una señora vieja o con un señor viejo. Se ve que el hombre del
pueblo tiene como un sentimiento de solidaridad humana que no tiene el de la
clase media.
DIVULGACIONES CIENTÍFICAS
La hueste antigua, que por una contracción de voces dio origen a la
palabra estantigua, significaba primitivamente una procesión de fantasmas,
que se presentaba por la noche causando espanto.
La palabra estantigua tiene hoy un significado, más corriente, de persona
alta, seca y estrambótica.
Algunos suponen si la palabra estantigua vendrá del bajo latín stantiva,
cosa puesta de pie o erguida, pero la primera etimología parece la más segura
y acertada.
La hueste antigua era una comparsa de aparecidos o almas en pena con la
dirección de alguno que otro diablo. Debían llevar la mayoría cirios
encendidos, y se supone que cantarían salmodias fúnebres y tristes. Este
cortejo, lúgubre y diabólico, debía considerarse como muy posible en todas
partes en la época medieval. En España existía la creencia desde el norte al
sur y del este al oeste.
En cada región, indudablemente, presentarían un ligero matiz diferencial.
En el País Vasco, en la parte recóndita, no he oído hablar de estas
procesiones nocturnas de aparecidos; pero, en cambio, hacia las
Encartaciones debía existir la creencia, porque he leído un artículo de don
Antonio de Trueba, en la Ilustración Española, contando uno de esos festejos
nocturnos por uno que los creyó ver.
En el País Vasco, más que en aparecidos, se creía en brujas vivas, en
mujeres de poder mágico y oculto. Quizá en esto influyera una lejana
tradición de matriarcado primitivo. En el país, la mujer era tan importante
como el hombre, lo contrario de lo que ocurría en los pueblos clásicos:
romanos, griegos y judíos, en donde la base de la familia y de la sociedad era
el patriarcado.
Por cualquier parte tenía que llegar a España y a los demás pueblos de
Europa la superstición de estas procesiones de fantasmas nocturnos, porque
todas las religiones antiguas creyeron en las almas en pena y en los espectros.
Donde ya la teoría estaba más cuajada y más definida era en los países
romanos; de ellos, probablemente, vendría a España, y se mezclaría con las
supersticiones autóctonas y con las ideas cristianas. Los romanos, según
Ovidio y Apuleyo, daban el nombre de lemures a las almas de los muertos, y
distinguían en ellas dos especies: las buenas, pacíficas y protectoras, que
llamaban lares, y las intranquilas, enemigas y malignas, a quienes conocían
por larvas o fantasmas.
La palabra «lar» (laris), de origen etrusco, significa jefe. Había los
grandes lares, que eran dioses importantes, y los pequeños lares. Entre estos
se especializaban los lares marinos, protectores de un barco; los lares
urbanos; los lares compítales (de las encrucijadas), viales (de los caminos),
rurales, familiares, etc. La palabra larva significaba en latín máscara,
fantasma, y se relacionaba con Lara y Larunda, diosa de los muertos.
Las larvas eran espíritus malhechores, almas en pena, de gente malvada y
atravesada, que tenían odio por los hombres, a quien gustaban inquietar y
perturbar. Estas larvas, según Apuleyo, andaban errantes y vagabundas en
castigo de sus fechorías y de su mala vida, y producían terrores pánicos a las
personas sencillas.
Según el sistema de Pitágoras y de Platón, las almas virtuosas de los
bienaventurados subían al Empíreo, en cambio, las de los malos se dedicaban
a molestar a los pacíficos ciudadanos. Esta idea vieja subsiste en el
espiritismo actual, que se considera moderno.
Los romanos no las debían de tener todas consigo en cuestiones de
aparecidos y almas en pena, por lo menos en su casa se ve que no los querían
tener. Quizá les parecían bien en los caminos, en los barcos y en las
encrucijadas.
—Lemures, pero no por mi casa —solían decir aquellos pomposos
señores.
De cierto en cierto tiempo, solían hacer, de noche, una ceremonia para
suplicar a la fauna lemúrida, fuera buena o mala, lares o larvas, para que se
retiraran de su domicilio y se fueran con la música a otra parte.
La ceremonia consistía en lavarse las manos en una fuente, en plena
oscuridad nocturna, y en echar después, por encima de la cabeza, hacia atrás,
unas habas negras que llevaban en la boca.
El haba negra era, sin duda, el alimento de personas difuntas, y por eso
Pitágoras recomendaba a sus discípulos que no la comieran.
El «pater familias» cuando echaba las habas hacia la espalda decía:
—Me libro a mí y a los míos. ¡Salid, manes paternales!
En Roma se celebraban fiestas en honor de los lemures, que se llamaban
lemurias.
Como se ve, en el paganismo esta cuestión de las almas en pena estaba ya
resuelta y clasificada.
En la época cristiana, el papel de los aparecidos es un poco más oscuro.
Hay quien cree en ellos, hay quien duda y hay quien los niega. Del Río,
Rivadeneyra, Pierre de Lancre y otros muchos autores, entre los crédulos, dan
reglas para discernir cuándo una aparición está producida por los ángeles o
por los demonios. Al parecer, los ángeles se presentan en forma de jóvenes,
de viejos venerables y de niños. Nunca en forma de mujer. A veces toman
figura de águila y también de paloma. Así se le aparecía un ángel a Santa
Catalina de Siena. Los demonios, en cambio, tienen tendencia a disfrazarse
de perro, de gato, de serpiente, de cocodrilo y de mujer guapa. Éstos deben
ser de los más peligrosos por sus atractivos. Algo como las mujeres fatales
del cine.
También hay alguna relación entre el diablo y el cerdo, no muy clara. El
cerdo debía de ser un animal tabú entre los semitas y tenía afinidad con los
espíritus malignos, a juzgar por el Evangelio.
No hay manera de resolver con exactitud qué naturaleza tienen o tenían
los fantasmas que formaban la hueste antigua. Hay una corta relación de ella
en el Milagro de Teófilo, de Gonzalo de Berceo, escrita con la ingenuidad y
la candidez de primitivo, no igualadas por nadie en España.
El vicario o ecónomo Teófilo, «vice dóminus» de la iglesia de Adana, en
la Cilicia, está a punto de ser obispo, pero por modestia renuncia a este honor.
No era de la escuela de los políticos actuales. Nombran un nuevo obispo, y
éste destituye a Teófilo y pone en el cargo a otro vicario. Teófilo se irrita, se
convierte de Abel en Caín, como dice el autor. Comienza a ver en peligro su
hacienda, y se lanza por los caminos del pecado y de la apostasía. Conoce a
un judío y se hace amigo de él.
Do morava Teófilo en essa bispalia
Avie y un iudio en essa iuderia:
Sabie él cosa mala, toda elevosia
Ca con la uest antigua avie su cofradria
Era el trufán falsso, lleno de malos vicios,
Savie encantamientos e otros artificios
Fazie el malo cercos e otros artificios
Belzebud lo guiava en todos sus oficios.
Aquí aparece Belzebuth, dios sirio, el dios de las moscas, que para los
israelitas era el príncipe de los demonios. El judío le convence al vicario
Teófilo y le lleva de noche al campo, a una encrucijada, sitio clásico para
conferenciar con Satán y sus congéneres.
Prísolo por la mano la nochi bien mediada,
Sacólo de la villa a una cruzeiada.
Dissol: «Non te sanctigues, nin temas de nada,
Ca toda su fazienda será cras meiroda.»
Vio a poca de ora venir muy grandes gentes
Con ciriales en manos e con cirios arulentes,
Con su rei emedio, feos, ca non luzientes:
Ia querría don Téofilo seer con sus parientes.
A los de la huerta antigua, aquellos semeianos.
Teófilo hace un pacto con el diablo y pierde su alma, pero la Virgen,
siempre bondadosa, le salva del Infierno.
Seguramente esta descripción de la hueste antigua del maestro Gonzalo es
la más primitiva de las que puede haber en lengua castellana. En el poema de
Fernán González se habla de la hueste y los vasallos, que se quejan de la vida
aventurera que les hace llevar su jefe. Dicen:
A los de la hueste antigua, aquellos semeianos.
Relaciones modernas de aparecidos se oían antes con referencia a las
casas de duendes. En la literatura moderna española recuerdo la de Trueba y
un relato, de un libro de Fernán Caballero, de unos estudiantes que,
fingiéndose fantasmas, van a robar de noche a la huerta de un propietario,
llevando velas encendidas en las manos. Como se ve, esta hueste antigua es
una parodia o una broma.
Los estudiantes, en su marcha, entonan esta cantinela:
Andar, andar
hasta llegar al peral.
Cuando íbamos vivos
andábamos por estos caminos,
y ahora que estamos muertos
andamos por estos desiertos.
¿Hasta cuándo durarán nuestras penas?
Hasta que las sárgenas estén llenas.
Esta palabra sárgena no sé qué quiere decir.
La variación española de la hueste antigua probablemente es la del
pecador que asiste a su propio entierro.
Esto se cuenta, supongo yo que por primera vez, en el Jardín de flores
curiosas, en que se tratan algunas materias de humanidad, philosophía,
theología, geografía con otras cosas curiosas y apacibles, por Antonio de
Torquemada, libro muy divertido y ameno, publicado en Salamanca en 1570.
Cervantes habla mal de este libro en Don Quijote, pero luego lo imita en Los
trabajos de Persiles y Segismunda.
El doctor don Cristóbal Lozano reproduce la historia de Torquemada en
las Soledades de la vida y desengaños del mundo, en donde el estudiante
Lisardo presencia su propio entierro y pregunta por el muerto y todos le dicen
que es él.
Don Gonzalo de Céspedes y Meneses cuenta una aventura parecida de un
capitán de su mismo apellido, sucedida en Granada.
Después, la anécdota pasa íntegramente a El Estudiante de Salamanca, de
Espronceda, y al Capitán Montoya, de Zorrilla.
En literatura el erotismo y la patología sexual es lo que menos me
interesa. O todo está basado en tiquis miquis ridículos, o si las aberraciones
que se exponen son auténticas entonces constituyen más bien casos tristes,
desagradables, más de hospital o de manicomio que de arte literario. Claro
que lo erótico constituye siempre un ingreso para ciertos autores y cierta clase
de profesores de medicina.
Generalmente los escritores que se precian de católicos dan mucha
importancia a esos temas más o menos inventados del erotismo. En un libro
que he leído acerca del novelista Francisco Mauriac se hace recalcar su
actitud de católico y su predilección para asuntos pecaminosos. El mismo
reconoce que la idea del pecado influye mucho en sus obras.
También influía en escritores como Balzac, en imitadores suyos como
Barbey d’Aurevilly y probablemente en el mismo Stendhal.
En Zola, Maupassant, etc., ya no influyó pero sí en tipos como Huysmans
que escribió À Rebours y que fue aficionado a misas negras, a sesiones
espiritistas y a otros espectáculos de bazar demoníaco, para uso de las viudas
ricas inconsolables, empleados municipales y sargentos de gendarmería.
También pesó mucho la idea del pecado en la literatura de Paul Bourget.
Respecto a Stendhal que era un espíritu lógico y poco dado a las
supercherías literarias, aunque con frecuencia snob, influyó también la idea
del pecado. En él se lee escrito con cierta delectación que una dama italiana
al tomar un sorbete decía:
—Qué lástima que esto no sea pecado.
La frase expresa la tendencia demoniaca de los católicos que creen que el
pecado hace mayores los placeres a lo cual dan mucha importancia. Esta
anécdota tiene el inconveniente de que es vieja como todas. No es del tiempo
de Stendhal; la he leído no hace mucho en un libro antiguo no refiriéndose a
una dama italiana, sino a señoras españolas que tomaban chocolate. Es
posible que se llegara a encontrar la anécdota entre las mujeres de los griegos
o de los egipcios de la cincuenta y cuatro dinastía, si es que la hay. En la
literatura moderna, desde Choderlos de Lacios, el autor de las Liaisons
Dangeureuses y el marqués de Sade hasta nuestros días ha habido muchos
románticos del vicio sobre todo en Francia y en Inglaterra. En Francia lo
fueron Balzac, Barbey d’Aurevilly, los Concourt, Baudelaire, Huysmans,
Jean Lorrain y ahora André Gide, Bernanos y Mauriac. Entre los italianos se
distinguió d’Annunzio. Entre los ingleses Oscar Wilde ha sintetizado la
patología erótica literaria. Los alemanes modernos han tratado estas
cuestiones de una manera pesada y pedantesca.
Los escandinavos han tenido a Strindberg, que era también un hombre
patológico y sádico, con el mismo repertorio clásico de satanismo, vicio,
ciencias ocultas, y al último conversión. Toda la lira.
En España, los autores eróticos modernos han sido insignificantes, de
poca monta.
De la lista de escritores cuya obra se ha basado en desviaciones sexuales,
los que tuvieron el honor —si esto puede ser honor— de dejar su nombre en
la patología, uno fue el marqués de Sade y el otro Sacher-Masoch.
Sade era un perturbado con puntas y ribetes de criminal. Sacher-Masoch
era un enfermo, un loco. De Sade vino la palabra sadismo, el placer de hacer
sufrir a los demás, de Sacher-Masoch, el masoquismo o sea el gusto de sufrir.
El sadismo en la vida individual me parece más frecuente que el
masoquismo.
Entre los niños se observa en casi todos la crueldad; el placer de hacer
sufrir a los compañeros o a los animales. Después los años, la comprensión,
apacigua estos instintos, pero desde que se produce un trastorno social se
vuelven a manifestar con fuerza. El masoquismo es evidentemente más raro
como caso individual, pero colectivamente existe. La tendencia de las masas
a la humillación y al servilismo son síntomas claros de ello.
En Europa se da más el sadismo en los pueblos del Sur; el masoquismo
aparece con más frecuencia en el Norte y sobre todo entre los eslavos.
Parece que siempre ha de haber víctimas y verdugos, y los meridionales
tienen más de verdugos que de víctimas. En España el chulo, en Francia el
voyou o el goujat, en Italia el lazarone, algunos de estos tipos degenerativos
del caballero antiguo son sádicos como lo es Don Juan. En Rusia y en
Austria, a juzgar por su literatura, aparecen más tipos masoquistas. Los libros
de Dostoyewski y de Tolstoi están llenos de esa clase de seres.
Sadismo y masoquismo a veces se reúnen en la realidad como en aquel
célebre proceso de hace treinta años de la Tamovska en Venecia.
ESTAMPAS PARISIENSES
El que conoce París en su vida corriente, la ciudad actual le da una
impresión grave y silenciosa. Muchas calles y avenidas que con el tumulto y
el bullicio no se abarcaban bien, se ve ahora lo grandes que son, lo
monumentales y suntuosas. Se advierte que el municipio de París ha pensado
siempre la ciudad muy en obra de arte.
En estos días hay en las calles muy poca gente, viejos, muchachos y
mujeres. Casi ningún niño. No se nota excitación alguna. No hay exageración
en nada. No hay discusiones ni disputas. Yo suponía, al pensar que podía
estallar la guerra, un París, si no tan exaltado como el que se ha descrito de la
Revolución Francesa, sí con oradores callejeros, grupos en las esquinas,
discusiones, cánticos y algo de Allons enfants de la patrie. No hay tal. Todo
el mundo va a su trabajo un poco más serio que otras veces, piensa en sus
asuntos y se muestra tranquilo.
En las calles de comercio hay bastantes tiendas cerradas, sobretodo
librerías de viejo, estamperías, etc. En los cristales de los escaparates y en las
ventanas se han puesto tiras de papel pegado que forman en general cuadros y
rombos.
En algunos edificios estas bandas de papel que forman estrellas los
embellecen. Una casa construida por Le Corbusier que hay en mi barrio, que
es como la caja del gato que a mí me parecía muy fea, desde que tiene esos
papeles en sus ventanales la encuentro más bonita.
Algunos comerciantes artistas, en vez del dibujo simétrico han hecho con
las tiras de papel paisajes complicados en sus escaparates.
En las grandes avenidas, un tanto desiertas, las filas de árboles muestran
un follaje que el otoño va tiñendo de rojo y de amarillo. En las plazas y
encrucijadas en donde hay grandes monumentos, los sacos de arena van
amontonándose para su defensa. Hace días Enrique IV en el Puente Nuevo
asomaba su cabeza de bronce por encima de su cintura de tierra, y Luis XIV
aparecía dentro de una jaula de tablas en la Plaza de las Victorias. El Rey Sol
ha quedado a la sombra. Los parques están admirables con el otoño, un poco
descuidados y olvidados. Hay hojas amarillas en los caminos, gorriones,
tordos y palomos más osados que de ordinario. También hay gatos famélicos
que, sin duda, han preferido quedarse en la casa, a seguir a sus amos y
merodean entre la hierba. Ahora quizás piensan en lo cara que cuesta la
libertad.
Yo me paseo con frecuencia en los parques y noto en mí cómo la idea de
la guerra expulsa la melancolía de las hojas secas cantada por Verlaine:
Les sanglots longs
des violons
de l’automme.
no resuenan. Se conoce que esto es sólo para épocas de paz. La idea de la
guerra desinfecta el espíritu de la melancolía. Ahora no se capta en los
jardines más que la belleza pura de los colores y de las líneas.
En algunos parques y plazas lejanos hay globos sobre la hierba, que
deben ser de la defensa antiaérea. Por la mañana, muy temprano, se los ve
algunas veces por el aire.
En los parques se cavan trincheras y se ven sobre terraplenes de tierra
removida los cañones delgados y negros que miran al cielo como los anteojos
de los astrónomos, ahora que estos tubos negros no buscan estrellas, sino
posibles aeroplanos.
La noche de París es fantástica en estos momentos. Sobre todo a orillas
del Sena a la luz de la luna es una decoración extraordinaria. Las torres de
Nuestra Señora, los puentes, el río… No se sabe si se está soñando o se está
despierto o si tiene uno que cantar alguna romanza.
Cuando la noche está nublada y negra, es muy fácil perderse. Un amigo
que tiene automóvil se encontró la otra noche despistado sin saber dónde se
hallaba. Se detuvo delante de dos personas y les preguntó:
—¿Por dónde se va de aquí a París?
—Si está usted en París.
Entonces preguntó por su calle y le indicaron la dirección que debía
seguir.
En estas noches obscuras la gente va alumbrándose con una lámpara
eléctrica de bolsillo, y entonces la calle parece una procesión de fantasmas.
Yo a veces en el camino encuentro a varias enfermeras de un hospital
cercano con sus trajes blancos y su cofia negra. Una de ellas con los ojos
lánguidos me parece Doña Inés, que va a aparecer en el camposanto a Don
Juan Tenorio.
Desde hace días en este comienzo de otoño hay noches estrelladas
magníficas, y como no enturbia el cielo ese halo rojizo de las calles
iluminadas de la ciudad, se ven todas las constelaciones como no se ven
habitualmente aquí. Cuando voy por el boulevard próximo con sus casas
grandes, obscuras y sin luces, y contemplo el cielo, me parece que estoy en el
campo de España. Allá brilla Júpiter en el aire puro con su luz de plata
azulada. Marte este año está más rojo que de ordinario. La Osa Mayor y la
Menor van dando vueltas hacia el Este. La Estrella Polar y Casiopea juegan
por encima de los tejados. Un poco bajo en el horizonte centellea un astro,
que me figuro debe ser Sirio con sus rayos misteriosos…
Lo militar se nota poco en París. Un día por la mañana, entre la niebla, vi
a lo lejos unos pelotones de soldados con casco y el uniforme de color
verdoso. Tenía la columna un aire trágico y sombrío y daba la impresión de
lo que debe ser la guerra en invierno, en climas un poco negros. Una semana
después, en cambio, vi pasar por la Avenida de Orleáns unas compañías de
soldados. Iban sonrientes, hablando, cantando, pero sin alborotar ni llamar la
atención, porque aquí el militar parece que quiere demostrar que no manda.
Esto me parece verdaderamente magnífico. Tampoco se nota, como hace
años, el entusiasmo por el uniforme.
La población hace casi su vida habitual. Como hay pocos autos y
relativamente pocos ómnibus, el Metropolitano está siempre lleno.
Durante unas semanas todo el mundo, mujeres y hombres, llevaba su caja
de metal cilíndrica con la máscara de los gases asfixiantes. Como esos
bombardeos tan cacareados no se dan, la gente empieza a olvidarse de ese
tubo salvador.
Las mujeres en el Metro hacen labores de aguja y tejen ropas de lana.
Las multitudes entran y salen de los vagones, suben y bajan en silencio
escaleras y recorren los pasillos subterráneos sin que haya nunca el menor
incidente ni la menor discusión.
Durante mucho tiempo se ha hablado de los alertas o alarmas. Las calles
de París están llenas de abrigos o de refugios. No creo que haya diferencia
alguna entre unos y otros. El nombre varía solamente. Hay también refugios
en los parques. En los portales de las casas se ve un cartel blanco que dice
«abrigo» y luego el número de personas que puede contener.
Con la preocupación de los gases asfixiantes todos los respiraderos de las
cuevas de las casas se han cerrado a cal y canto.
Los alertas no son, al menos por ahora, ni frecuentes, ni molestos. Uno
presencié en El Havre, que me pareció bastante cómico. Vivía en el cuarto
piso de un hotel de la Plaza Gambetta y tenía una vecina norteamericana, que
era una rubia caprichosa, que tan pronto al cruzarse en el pasillo conmigo me
saludaba amablemente como pasaba, sin mirarme, con un marcado desdén.
Una mañana comenzaron a sonar las sirenas de una manera desaforada.
Yo me iba a levantar, pero me pareció que lo más prudente era quedarse en la
cama. Entonces en el pasillo empezaron a oírse gritos y voces. Golpeaban en
el cuarto de la vecina. Debía de ser uno de sus adoradores. Después llamaron
en mi puerta y yo tuve que levantarme. Había un joven que me dijo:
—Pero ¿no oye usted?
—Sí, ¿y qué pasa?
—Que es un alerta.
—Bien, ¿y qué? ¿Qué se puede hacer?
—Hay que bajar a ver al dueño del hotel para refugiarse en la cueva. Diga
usted a esta mujer de la vecindad que salga de su cuarto.
—¡Yo qué le voy a decir si no la conozco!
—Vamos a la cueva.
—Bueno. Vamos.
Comenzamos a bajar las escaleras. Estaban en los descansillos las viajeras
americanas que esperaban el barco que llegara al puerto, vestidas con pijamas
y batas de noche, con los rizos entre horquillas y muy pálidas, como no
pintadas.
El joven alborotador llamó al amo del hotel, que se presentó vestido de
punta en blanco y le dijo a éste:
—Tenemos que ir a la cueva.
El patrón contestó ceremoniosamente:
—Perdone el señor, pero en el hotel no hay cueva.
A mí me entró la risa y volví riéndome a mi cuarto.
El otro alerta lo presencié hace pocos días en París. Era en plena mañana,
con un cielo azul claro y un hermoso sol. No se veía ningún aeroplano en el
horizonte. Yo le dije a la portera:
—¿Para qué se va a ir al abrigo si no se ve nada?
—No importa. Cuando suena la sirena hay que ir. Así está mandado.
—Bueno, vamos.
El abrigo era grande, muy profundo; se tenían que bajar muchas escaleras
y se salía a un subterráneo largo, con bancos, sillones de jardín y sillas e
iluminado con luz eléctrica. No hacía frío ni humedad, la temperatura era
agradable.
Yo me entretuve en observar el público. Había dos o tres mozalbetes
alborotadores que sus padres riñeron porque chillaban demasiado, varias
chicas sonrientes y pintadas que lucían las piernas, y algunos viejos tristes.
Cerca de mí estaba una mujer con una chica morenita de siete u ocho
años, que escribía con lápiz en un cuaderno del colegio los nombres de sus
primos, y decía a su madre que les tenía que escribir una carta. La madre
asentía riendo. Un poco más lejos vi que había otra mujer con un aire muy
triste, con dos niños crecidos. Debía de ser extranjera, porque hablaba francés
con dificultad. Los niños, en cambio, hablaban mejor. Me acerqué
disimuladamente, para oír qué decían:
—¿Por qué nos quieren matar los alemanes? —preguntaba el chico
mayor, que tenía un aire avispado e inteligente.
—Porque los alemanes son malos —contestó la madre por lo bajo.
—¿No creen como nosotros en Dios? ¿No dicen que todos somos
hermanos?
—Sí.
—¿Y entonces?
—Cuando seas mayor comprenderás.
Este complejo de tristezas y de desgracias lo tienen, naturalmente, más
que los naturales, los judíos, checos, polacos que han venido huyendo de un
peligro y se encuentran con otro. Esto no tiene nada de raro.
Poco después un señor se acercó a un teléfono y dijo que ya se podía
salir.
El francés toma muy a broma las incomodidades de la guerra.
El otro día iban en el Metro junto a mí tres personas. Un viejo con aire de
empleado retirado, de expresión irónica, y un matrimonio joven, ella una
rubia con los rizos alborotados y aire audaz y un hombre que debía de ser su
marido, de aspecto fuerte y sonriente.
El viejo resultó ser el padre de la rubia. Llamaba a su hija «Mon petit» y
ella a su padre «Mon pa». La rubia preguntó a su padre qué tal estaban en el
pueblo de donde los habían evacuado.
—¡Ah, muy bien, muy bien! —contestó el viejo con sorna.
—¿Tenéis buena casa?
—Sí, dos cuartos y la cocina. Los cuartos estaban bastante sucios y la
cocina y el retrete olían mal y huelen todavía. Hay, además, pulgas, chinches
y mosquitos. Tu madre se divierte limpiándolo todo, pero sigue oliendo mal y
sigue habiendo bichos.
—¿Y tenéis buenas vistas?
—Sí, una ventana que da a un corral de cerdos. Por encima de la tapia se
ve la carretera por donde pasan los camiones. Es entretenido.
—¿Así que no es bonito?
—En los carteles de turismo dice que «C’est le plus beau pays de la
France».
Esta frase hizo reír a todo el mundo.
La rubia dijo que ellos viven entre jardines, y el padre le contestó:
—Ya verás «mon petit» cuando nos bombardeen los prusianos, qué va a
quedar de tus jardines.
Y al oír estas palabras de los prusianos, que indicaba la edad del viejo,
porque hace mucho tiempo que no se llama a los alemanes los prusianos,
todo el mundo se echó a reír.
El proceso de Weidmann, me ha hecho pensar algunas cosas respecto a
este guillotinado y a su suerte. La gente reacciona de distinto modo ante
crímenes tan terribles. Hay personas que no quieren enterarse, unas por ser
demasiado impresionables y tener miedo y otras por falta de interés humano;
hay quienes se preocupan y se dan casos de mujeres que han quedado
enamoradas del siniestro Weidmann y que han ido a las sesiones de la
Audiencia y han estado sin comer para oírlo y verlo.
Algunas mujeres moralistas y un tanto pedantescas se indignan porque a
una supuesta cómplice de los asesinos, y que seguramente no lo era, Colette
Tricot, una mujer sin voluntad, la echaron a la calle.
—Es una sinvergüenza —dicen.
Por ser sinvergüenza no se lleva a nadie a la cárcel. Esta tendencia de
equiparar el delito o el crimen con la falta de conducta se da mucho en la
gente. Es un carácter muy semítico.
El hombre que piensa: «Yo no soy capaz de cometer un crimen; por lo
tanto, el criminal no me interesa», tiene que ser muy mediocre.
Generalizando, puede decir lo mismo: «No soy capaz de hacer una
heroicidad; por lo tanto, no me interesa el héroe», ni tampoco le interesará el
loco, el violento, el apasionado, ni el enfermo, ni el suicida, ni la mujer, ni el
niño. No le preocuparán más que sus pequeños asuntos: si digiere bien o si
digiere mal; si tiene que ascender en el escalafón y si le calienta mejor un
abrigo o una capa.
Un caso como este de Weidmann tiene que llamar la atención a todo el
mundo, y especialmente de los centroeuropeos, entre los que se da una
criminalidad de tipo particular.
Desde Tropmann, criminal de origen germánico, que hace unos setenta
años mató con una piqueta a una familia entera, hasta Weidmann, que ha
matado fríamente a seis personas, hay varios tipos destacados de asesino que
se han distinguido por su crueldad y su amoralismo.
Cada país tiene su forma de criminalidad.
Hubo no hace mucho un vampiro en Dusseldorf y un carnicero de
Hannover, el uno Hanssmann y el otro Grossmann, que se distinguieron por
su barbarie y por su indiferencia. El asesino del hijo de Lindberg creo que se
llamaba Hauptmann, era también de raza germánica.
Claro que en todas partes hay criminales de esta clase, pero no en todas
partes se une el instinto de matar con la indiferencia más extraña y la
inteligencia fría y razonadora.
En Francia, el asesino de más fuste en el siglo XIX fue Lacenaire, que
mataba y escribía versos que estaban bien, mejor que los de muchas personas
honradas. Tipos parecidos eran Lebier y Barré, que asesinaron a una vieja, y
uno de ellos después dio una conferencia sobre la teoría de Darwin. Estos
dos, con menos vitola, se parecían al tipo de Raskolnikof, creado por
Dostoyewski en Crimen y castigo. Landrú tenía mucho carácter, pero era el
criminal hipócrita, con una mentalidad de pequeño burgués. Como llevaba la
cuenta de sus gastos en un cuadernito y los nombres de las mujeres que había
hecho desaparecer, y este cuaderno había caído en manos de la justicia, el
fiscal le preguntó una vez:
—Diga usted, Landrú: esta señorita cuyo nombre aparece en su cuaderno
de notas, ¿qué fue de ella?
—¡Ah, señor fiscal! —contestó Landrú con aire compungido—; ¿quién
sabe a dónde va una mujer cuando ya va por la senda del vicio?
Landrú era un Tartufo dedicado al asesinato.
En Inglaterra se ha dado el criminal humorístico, y así pudo escribir
Tomás de Quincey su célebre libro titulado El asesinato como una de las
bellas artes.
Entre los monstruos ingleses, uno de los más célebres y que dejó un
renombre que aún queda, fue Jack el Destripador, que aterrorizó hace
cincuenta años el barrio de Whitechapel, en Londres. Por cierto que
últimamente un escritor ha defendido la tesis de que Jack podía ser una
mujer, y quizás una comadrona.
En Italia ha habido asesinos feroces, y también en España y en todas
partes, pero no eran tipos de inteligencia, sino hombres primitivos, salvajes y
fieros, sin cultura y sin comprensión de la vida social.
Así, por ejemplo, Garayo, el Sacamantecas, de Alava, que mató a una
mujer y le come un trozo de hígado.
Lo mismo se podía decir, aunque no tanto, del capitán Sánchez, de
Madrid, que vivía en la Escuela de Guerra y que en colaboración con su hija
mató a un jugador que iba a su casa, lo enterró en una pared y dio a comer
trozos de su carne en el rancho a los soldados que estaban a sus órdenes.
Sánchez había sido un guerrillero en la guerra de Cuba y era un sádico.
Lo curioso en los criminales como Weidmann, que hay que suponer que
eran arios, es que son relativamente inteligentes, de cierta finura, pero les
falta casi en absoluto la conciencia moral.
Son en un nivel bajo y de pura acción, lo que en la literatura es Nietzsche.
De aquí que el abogado Moro Giaferi, al defender a Weidmann, haya
tenido la impertinencia de afirmar que su mentalidad criminal ha sido una
consecuencia de las ideas que corren en la Alemania contemporánea. Esto es
un poco absurdo. Consecuencia no puede ser. Lo que sí puede ser es que un
país, una raza, tenga como su tope en lo alto a un hombre excelso y en su
tope en lo bajo a un criminal siniestro.
Weidmann tenía evidentemente condiciones de sugestión. Conoce a una
bailarina americana, Joan de Koven, la sigue, le habla un momento. La cita
en su hotel la Voulzie, y ella, conquistada, va. Un chulo de país latino la
hubiera explotado, la hubiera deshonrado y arruinado. Él la estrangula. Cierto
que el asesino padece una deficiencia sexual, la criptorquidia, o sea que las
glándulas están retenidas en el abdomen. Quizás ello, en parte, explique su
actitud, pero lo principal en él es que no tiene conciencia, no sabe qué es lo
bueno y lo malo.
Cuando se habla de esto inmediatamente sale al paso un tópico repetido:
el del criminal de nacimiento, el criminal nato.
¿Hay criminales de nacimiento? Evidentemente, los hay. En castellano se
dice de un bruto: tiene malas entrañas. Lo lleva en la masa de la sangre. Es el
sentimiento popular que acierta. La educación, el ejemplo, puede influir algo,
pero la base está en el organismo. No cabe duda.
Se ve a veces en los chicos cómo matan a un pájaro o pegan a un perro o
a otro animal con verdadera delectación. En la cara se les nota una expresión
de crueldad y de rabia. Tipos así, cuando son hombres en la guerra se deben
revelar como lo que son y tener una gran satisfacción en fusilar y en matar.
Habrá seres organizados como Weidmann que si la suerte los pusiera en
un momento de guerra llegarían a jefes, y quizás a jefes ilustres.
Unos días después tenía yo que ir a ver a una señora española que ha
estado en China, que vive cerca de la feria del Metropolitano de Grenelle, en
la Plaza Cambronne, y que me convida a comer de cuando en cuando. De la
estancia en Pekín de esta señora, yo creo que ha tomado aire del país, y como
es pequeña y linda, yo la llamo la Chinita, lo que no le molesta.
Había llegado con veinte minutos de anticipación a la hora de la comida,
y me puse a andar, para hacer tiempo, por la feria, a ver qué aire presentaba
ésta de par de mañana, como dicen los castizos. Tenía un aire zaparrastroso.
Muchos puestos estaban cerrados, otros medio abiertos. Algunos se estaban
preparando para el traslado. A la puerta de las barracas pequeñas de las
adivinas había algunas metoposcopianas sin arreglar, de trapillo, dos o tres
gordas viejas y grasientas y una flaca, con aire de bruja, nariguda, con un
gabán negro y una boina metida en la cabeza, una nariz de polichinela y una
boca sin dientes.
—¿Hay alguna del oficio española? —pregunté.
—No —me contestó ella—. Se dice española o gitana cuando se dedica
uno a la metoposcopia. Es más chic.
—Sí, es verdad. ¿Y se ha hecho negocio aquí esta temporada?
—Poco. Ha llovido mucho, ha hecho frío…; nada.
—Veo que ahora se dedican ustedes más a la metoposcopia que a la
quiromancia.
—Sí, es más científico. ¿Usted es extranjero?
—Sí, soy español.
—¿Es usted también del oficio?
—No, precisamente metoposcopiano no soy…; pero, en fin, algo
parecido. Me dedico a la adivinación del pensamiento.
—Allí ahora con la guerra poco negocio podrán ustedes hacer.
—Tiene usted razón; muy poco.
Saludé a la pitonisa de la boina y me fui a la casa de la dama de Pekín, a
hablarle de las ferias y de la metoposcopia.
EPÍLOGO
¿Cómo enfrentarse de lleno con una personalidad tan vasta y honda como
la de Don Pío…? La tarea es ingente para quien se lo proponga.
Afortunadamente para nuestras menguadas fuerzas, aquí sólo se trata de
pergeñar unas breves cuartillas sobre su ego en relación a los ensayos que
integran este nuevo volumen denominado La decadencia de la cortesía.
La tarea a cumplir, pues, no requiere conocimientos enjundiosos. Por otra
parte, uno sabe que el entusiasmo prestará su benéfica colaboración en pro de
las letras hispanas, tan necesitadas de nuevos valores…
Mi añeja devoción lejos de decrecer aumenta, porque este coloso de la
Literatura española, a los 83 años, se ha quedado solo, muy a distancia de su
inmediato seguidor… Y al decir «coloso de la Literatura española» incurro a
sabiendas en un error, porque Baroja pertenece, en realidad, a la Literatura
Universal.
A esta auténtica gloria española no se le ha rendido la pleitesía que
merece —quizá y sin quizá por ser española—; pero confiamos en que, con el
concurso de los años, el autor de tanta obra cumbre —El Arbol de la Ciencia,
La sensualidad pervertida, Agonías de nuestro tiempo, La leyenda de Jaun de
Alzate— entrará a formar parte definitivamente en el casillero de los valores
eternos, al lado de Balzac y Dickens.
Si el azar hubiese dispuesto el que Baroja naciera en Inglaterra, o en
Francia, o en Estados Unidos —tan de moda ahora—, años ha que se le
habría otorgado el Premio Nobel… Pero lo cierto es que don Pío ha rebasado
los ochenta y el tan preciado galardón se le ha esfumado tantas veces como
tantas los amigos han trabajado para que se le adjudicase. En cambio,
novelistas mediocres como los norteamericanos Faulkner y Hemingway ya
han sido premiados en plena juventud; igual que el francés Mauriac, otro
mediocre.
En la concesión del Premio Nobel, como en todo, la propaganda influye
casi siempre decisivamente. El insólito caso de Churchill corrobora esta tesis.
Por tanto, y no obstante su altísima categoría, no hay que atribuirle al
mentado Premio fe inapelable.
No: porque si bien y muy merecidamente se ha concedido a Romain
Rolland, Karl Spitteler, Knut Hamsun, Tomas Mann, O’Neill, Hermán Hesse,
Bertrand Russell…, también han participado de él Echegaray, Selma
Lagerlof, Benavente, Bunin, Gabriela Mistral…, y en cambio no lo
consiguieron escritores de altísima talla como León Tolstoi, Jakob
Wasserman, Pérez Galdós, Alejandro Kuprin, Leónidas Andreiew, Stefan
Zweig…
No se crea con estas líneas que van fluyendo a mi pluma que Don Pío
siente despecho por no habérsele otorgado el tan codiciado galardón, máximo
exponente de las Letras Universales. Ni desdén. Indiferencia sublime, sí,
indiferencia barojiana, que sólo es dable captar en su prístina esencia a los
privilegiados que han tratado de cerca al Maestro.
No debe causar extrañeza, pues, que al preguntarle un periodista, hace un
par de años, si le gustaría que le concedieran el Premio Nobel, sinceramente
contestase:
—A mí no me interesa. A mis sobrinos supongo que sí.
A Don Pío se le ha tildado de pesimista. Y es cierto: lo es.
Sólo un mentecato, un inconsciente, podía ser optimista puesto en su
lugar.
Ahora bien, este epíteto de «pesimista» se concentra en él. No sé por qué.
Los de su generación —los de ésta bien o mal titulada generación del 98—
son pesimistas, pesimistas todos.
No busquemos optimismos en las elucubraciones de Unamuno, ni en las
adormecedoras evocaciones de Azorín, ni en las mentiras más o menos
ingeniosas de Valle-Inclán, ni en las vigorosas ramplonerías de Blasco
Ibáñez, ni en los proyectos más o menos artificiosos de Ramiro de Maeztu, ni
en los sueños hidráulicos de Joaquín Costa, ni en los suspiros patológicos del
granadino Ganivet…
A poco que se analice, se verá que todos ellos pretenden huir del tiempo y
del espacio que les ha tocado en suerte vivir y que les atosiga. Todos, menos
Baroja. Éste, con cierto masoquismo, se aferra al espacio y al tiempo, lo
analiza, lo estruja, lo desenmascara, lo pisotea, le escupe…; y hace esto y
aquello por amor a la verdad, porque los desprecia, porque de ellos no espera
nada, nada, ni nada quiere de ellos.
Es la victoria del titán, fruto de su gran modestia.
Porque la modestia no es precisamente vestir modestamente. La
verdadera Modestia, en mayúscula, es la máxima grandeza, y ésta es algo
oculto que sólo se trasluce a los ojos de los ya iniciados por este saludable
sendero.
No en vano Baroja recomendó los libros de Séneca. ¿Qué mejor alimento
espiritual en estos calamitosos tiempos? No conozco lectura superior a las
Cartas a Lucilio para el desorientado que busca consuelo y normas de vida.
Para comprender algo el pesimismo de Baroja hay que remontarse a los
postreros años del siglo XIX, en su última década, cuando en España se
producían y reproducían abundantes genios políticos, genios por los cuatro
costados, genios de mentirijillas, como Cánovas del Castillo (el Monstruo),
Sagasta, Castelar, etc.
Nacido en 1872, ya tiene edad suficiente para darse cuenta de que aquello
iba a la deriva, agravado por la prematura muerte del donjuanesco Alfonso
XII. Fatalidad que no neutralizaría la prudencia, a veces excesiva, de su
viuda, la austríaca Doña María Cristina de Habsburgo y Lorena.
Don Pío viene a las Letras cuando se está incubando el último capítulo de
lo de Cuba… Estalla, por fin, el sobrecargado polvorín, de forma tan
desastrosa para la Patria, que, lejos de considerarse ello como un proceso
natural, biológico, los intelectos honrados saben de sobra que tantas
calamidades hay que cargarlas en la conciencia de los dirigentes, que dieron
palmarias pruebas de una torpeza y de una insensibilidad sin igual. Que la
sangre española se vertiera estérilmente a raudales, que la hacienda quedara
esquilmada, que Europa nos mirara como se compadece a un suicida, ¿qué
les importaba a aquellos politicastros, que sólo supieron oponer a tanta
desdicha un vocablo huero de contenido: regeneración… Y a la
insensibilidad de los responsables se sumaba la irresponsabilidad de un gran
sector del pueblo: en la manigua caían a miles los españoles, el almirante
Sampson hundía —tranquilamente, como si jugara a bolos— la escuadra del
almirante Cervera; MacKinley, en última instancia, hundía los últimos restos
coloniales de España; pero el pueblo, el buen pueblo madrileño seguía
bailando en La Bombilla a los acordes de La Marcha de Cádiz…
Archiconocida es la frase lapidaria de Silvela: «España ha perdido el
pulso.» Yo no me atrevería a rubricar tal aserto; quizá el instinto guiaba
certeramente al complejísimo sentimiento de los españoles. Porque, como
escribió Rubén Darío: «La guerra fue obra del Gobierno. El pueblo no quería
la guerra, pues no consideraba las colonias sino como tierras de engorde para
los protegidos del presupuesto. La pérdida de ellas no tuvo honda repercusión
en el sentimiento nacional. Y en el campo, en el pueblo, entre las familias de
labradores y obreros, aún podía considerarse tal pérdida como una dicha: ¡así
se acabarían las quintas para Cuba, así se suprimiría el tributo de carne
peninsular que había que pagar forzosamente al vómito negro!»
¿Cómo podía reaccionar un espíritu superior, hiperestésico, como el de
Baroja, espectador de tanto ludibrio…? Sólo quedaba un itinerario digno:
escribir obras maestras, y ahí quedan Camino de perfección, La lucha por la
vida, César o nada, punzantes aguafuertes de la sociedad española de
aquellos lejanos tiempos.
Un optimista de última hora —el honesto Macías Picavea—, intentó
edificar sobre los escombros, pero el esfuerzo fue desmesurado, el desengaño
terrible, y pagó con su vida tan cruentos sinsabores y tan loables proyectos.
A la trágica herencia legada por Cánovas y sus bravatas, sólo resignación
le cupo al sufrido pueblo español, cualidad ésta que siempre ha gozado en
demasía, pese a las apariencias de ciertas horas.