Baroja Pio - La Decadencia de La Cortesia

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Poco antes del fallecimiento por enfermedad de Pío Baroja hubo un

movimiento en pro de su candidatura al Premio Nobel de literatura. A raíz de


ello se publicaron algunas de sus obras todavía inéditas, como esta colección
de ensayos breves. En ellos Baroja toca distintos temas, algunos de índole
cotidiana e incluso costumbrista, mientras que en otros se ocupa de temas
literarios, filosóficos y científicos. La última parte del libro la dedica a París,
una constante en la narrativa barojiana.
Ilustrado con fotografías del escritor, alguna de ellas inédita, y con viñetas del
dibujante Mallol La decadencia de la cortesía es un buen ejemplo del estilo
del último Baroja.
Pío Baroja

La decadencia de la cortesía
y otros ensayos

ePub r1.0
Titivillus 23-10-18
Pío Baroja, 1956
Cubierta e ilustraciones: Mallol

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.0
Índice de contenido

Cubierta
La decadencia de la cortesía
Prólogo
Primera parte. Del vivir
La decadencia de la cortesía
La vida antigua
Las anécdotas
Los apellidos españoles
Los sosias
Pequeñas inducciones

Segunda parte. Divulgaciones científicas


La hueste antigua
Sacher-Masoch
Bergson y Freud
Los herederos de Hegel

Tercera parte. Estampas parisienses


París durante la guerra
Los asesinos
Los verdugos
La feria de Grenelle

Epílogo
Sobre el autor
PRÓLOGO

Prologar a don Pío Baroja es difícil, difícil y comprometido. Lo que


representa este escritor en España y en las Letras universales es cosa
sobradamente sabida. Hay unos cuantos creadores, unos novelistas, unos
maestros, que sobresalen, como grandes cimas, de los demás. A esos pocos
pertenece Baroja. Su obra continuará apasionando a generaciones enteras. Lo
mismo que ha venido apasionando a las de su tiempo.
En nuestro país raro es el hombre de pluma que, a partir de la publicación
de los primeros libros de Pío Baroja, no ha sentido la irresistible necesidad de
escribir acerca de ellos y de su autor. Muchos extranjeros han experimentado
la misma necesidad. Naturalmente no todos han acertado a penetrar en su
espíritu, y en consecuencia cada cual lo ha visto a través de su propio cristal,
lo que ha hecho que bastantes de las interpretaciones no sean exactas, y que
abunden las que se contradicen. Uno de los trabajos más leídos, entre los que
le han sido consagrados, es el ensayo de José Ortega y Gasset titulado Ideas
sobre Pío Baroja, y uno de los más concienzudos, la Memoria Pío Baroja,
que constituye la tesis doctoral en la Universidad de Bonn, del escritor
alemán Helmut Demuth. Citar aquí, aunque sólo fuera de pasada, lo más
importante de lo escrito por españoles y extranjeros sería imposible, debido a
la extensión que ocuparía, pero no se puede olvidar la atención que en todo
momento han despertado la obra y la personalidad de Baroja entre los
ingleses y los norteamericanos.
A estas alturas resultaría pueril intentar una crítica, ni siquiera un análisis
de los elementos imaginativos, de observación psicológica, y técnicos que
integran la producción del narrador excepcional. Ahora el propio Pío Baroja
ha empezado a publicar en una revista sus Memorias, que él mismo no ha
calculado aún los tomos que habrán de llenar. El primero, Desde la última
vuelta del camino, que es el que están conociendo, por entregas sus lectores,
y que a continuación verá la luz en volumen, recoge las impresiones y
opiniones que el autor tiene de sí, y las de sus críticos, y en ello hay algo
prodigioso: como un hombre que se dice viejo y cansado, con una obra
gigantesca realizada, muestra, a parte de su maestría, una frescura mental,
una agilidad intelectual, que hacen de sus páginas uno de los documentos más
amenos, más interesantes, y más vivos, de los publicados en estos últimos
tiempos. Hay en ellas una jugosa mezcla del pasado y del presente, de
ambientes y personas, de detalles y sucedidos, y, además, el fulgor de esa
inextinguible llama de humor, un poco acre, que ha elevado los ensayos
literarios del autor a la altura de sus novelas.
Don Pío Baroja dice en uno de los párrafos del comienzo de sus
Memorias: «Así pues, al describir estos libros, que no sé cuántos serán aún
me valgo de algunas obras mías y de artículos de otros. También utilizo la
biografía que escribió Pérez Ferrero en París, titulada Pío Baroja en su
rincón, y que me asombra por la cantidad de datos que tiene. Ello indica que
en la conversación salen a flote los recuerdos que en la soledad no brotan, o
quizá suceda que en la conversación aparezcan los de una clase, y en la
soledad los de otra».
Efectivamente: durante el año 1938 escribí la biografía de don Pío. En las
palabras preliminares a la edición española digo que le he escuchado
largamente, bordeando el peligro de agotar su paciencia de inimitable
conversador, y que he tratado de captar la figura y la voz en el hilván de los
sucesos de su vida.
Lo que me propuse fue ser su cronista. El volumen vio por primera vez la
luz en América, Santiago de Chile, en el año 1940. Y mi crónica se detiene,
precisamente, al apuntar aquellos días angustiosos de las conversaciones
diplomáticas de Munich, cuando la amenaza de guerra en Europa ponía los
nervios de punta, y el desencadenamiento de la contienda, hoy mundial, logró
sólo retrasarse por menos de un año.
Don Pío Baroja vivía entonces en el Colegio de España de la Ciudad
Universitaria de París. Su vida habitual estribaba principalmente en trabajar y
pasear. De cuando en cuando hacía alguna visita, se iba a comprar libros,
aceptaba alguna invitación, o recoma cualquiera de los barrios que tan
maravillosamente conoce y ha descrito. Solía levantarse al alba, y se
enfrascaba en dar los últimos toques al manuscrito de su novela Laura, que
ya tenía terminada, y que se publicó primero en Buenos Aires y después se ha
publicado en España. Además don Pío Baroja colaboraba con regularidad en
el periódico bonaerense La Nación, para la agencia «París-Prensa», en Las
Nouvelles Litteraires, y en otras publicaciones de Europa y América.

Mejor que escribir un prólogo, prefiero seguir haciendo de cronista. A


don Pío Baroja —él mismo lo ha dicho— le interesan y han interesado
siempre las gentes, ver vivir a las gentes, verlas alentar, desenvolverse, o
debatirse, en el medio ambiente que el destino las depara. Es un curioso de
anécdotas, de sucesos, de incidentes, de reacciones humanas, de tipos… No
obstante dedicar largas horas a su trabajo, a leer de un modo inimaginable, a
escribir, no ha estado jamás de espaldas a lo que le ha rodeado, sino que ha
estado, y está, en contacto directo con el Mundo vivo, inmerso en él. Y, como
es un observador de excepción, de ahí que estén magistralmente
caracterizados, y representados, los personajes que pueblan sus libros, y que
esos personajes forman heterogénea muchedumbre.
Algunos de los hombres y mujeres de esta última, o penúltima, etapa de
París han pasado a su novela Laura. Yo que conocí junto a él a varios de esos
personajes, los he identificado perfectamente al leer la novela y me he
admirado de ver, una vez más, cómo con cuatro rasgos magistrales se puede
fijar la fisonomía y la psicología de las personas. Claro que éste es un
supremo don que sólo a unos pocos, contadísimos, les está reservado.
Y ahora voy a aumentar un tanto mi crónica interrumpida en los albores
de septiembre de 1938.

Eran días de angustia, de inquietud, de ansiedad… Había precedido un


verano de calma, aunque no sin presagios.
La Ciudad Universitaria se extiende por uno de los lados del Boulevard
Jourdan. Los edificios que la forman son vastos y lujosos. Uno de ellos, con
cierto aire monumental, reúne recreos, bibliotecas, piscina, teatro, comedores,
cafetería, y otros salones. Además, la Ciudad cuenta con un parque particular
a sus espaldas, y mira a un parque público no muy grande, pero bello y
romántico, el de Montsouris, o Monte-ratón. Las cabezas de puente con París
—por decirlo así— están en la Puerta de Orleans y en la estación del Metro
Cité Universitaire, que comunica, directo, con la Plaza del Luxemburgo.
La Babel de la Ciudad Universitaria conocía a don Pío Baroja. Allí se
reunían tipos de todas las razas existentes sobre el Globo, se hablaban todas
las lenguas, había cutis de todos los colores, y donde más podía apreciarse la
variedad era en los inmensos comedores, a la hora del almuerzo o la cena.
Rene de Berval, en una visita que hizo a don Pío Baroja para el semanario
Manarme, anota su impresión: «Aquí —dice— un hindú está leyendo en
ruso, mientras que, a su lado, una sueca, rubia Ceres, repasa su lección de
griego; más allá un japonés consume lentamente su ración de ensalada en
tanto, acaso, sueña con melancolía con los nidos de golondrina de su patria
lejana. La sala tiene un aspecto de un enorme refectorio, pero no hay en ella
disciplina, ni silencio. El ruido es tanto que es difícil hacerse oír. Se pone uno
en cola hasta llegar a un largo mostrador donde unas sirvientas colocan en
una bandeja lo que cada cual elige. Luego uno toma la bandeja, con la
comida, y se coloca en la mesa que quiere, en compañía, o solitario».
Al dar las doce del mediodía, puntualmente, don Pío Baroja se dirigía a
comer. En el trayecto, por la avenida de arbolillos, que era la calle principal
entre edificios de las residencias, el novelista siempre despertaba curiosidad y
recibía saludos de simpatía. Ocurrió más de una vez que se le plantó delante
algún joven, o muchacha, para decirle sonriendo, una frase en idioma ajeno,
que no era el español, ni tampoco el francés. La frase era el título de alguno
de los libros de Baroja en la lengua de quien lo enunciaba.
Desde los primeros días de septiembre de 1938 la atmósfera se cargó a
causa de los acontecimientos internacionales, y en todo el mundo se
adivinaba una honda preocupación. Por las ventanas abiertas de las
residencias escapaban constantemente las voces de la radio, que eran los
discursos de Hitler, de Mussolini, y las respuestas y contrarrespuestas
inglesas y francesas.
Don Pío Baroja no salía mucho, pero a él le iba a ver siempre bastante
gente. El novelista ejerce una atracción singular sobre los tipos curiosos e
inquietos, y sobre aquéllos cuyo porvenir pende en todo instante de un hilo,
que suelen abundar y andar desparramados por las grandes ciudades. Además
le visitaban bastantes emigrados españoles, y emigradas.
Los domingos contaba con varios visitantes fijos. Uno de los que nunca
faltaba era Gabriel María Laffite, sobrino de doña Úrsula, a cuyo caserío iba
don Pío de visita, de chico, con sus hermanos Darío y Ricardo. Laffite había
sido en otro tiempo alcalde de San Sebastián, de donde salió con la guerra
civil. Tenía el genio alegre y era intencionado y socarrón. Contaba anécdotas
pasadas y actuales, y hacía cábalas sobre lo que iba a pasar en España. En
todas las visitas, sin olvidarse en ninguna, llegaba un momento en que se
quedaba de improviso muy serio, con un aire de suma gravedad en el rostro.
Don Pío pensaba: «Ahora me va a decir algo importante». Laffite se le
quedaba mirando y decía: «Menos mal, querido don Pío, que todo esto nos ha
cogido jóvenes… ¡y con dinero!».
Cuando la guerra pareció inminente para Europa, las gentes, en general,
sufrieron una honda transformación, y no se preocupaban ele ocultar su
desasosiego. Con la guerra todavía en España, el porvenir de los españoles de
París no se anunciaba halagüeño, especialmente el de aquellos que no tenían
pasaportes. Circulaban rumores alarmantes para todos los gustos, incluso para
los más truculentos. También entre muchos parisinos cundió el miedo, y los
extranjeros abandonaban la ciudad con precipitación. Las estaciones de
ferrocarril estaban día y noche abarrotadas. Se creía que en cuanto fuesen
rotas las hostilidades los aviones alemanes reducirían París a cenizas en unas
pocas horas.
La Ciudad Universitaria se quedó casi despoblada. Eran días grises, con
un cielo benigno, y el parque de Montsouris estaba precioso. Don Pío Baroja
continuaba su vida habitual de trabajar largas horas. Veía menos gente,
porque algunos de sus visitantes habituales andaban azacaneados de un lado a
otro, inquiriendo y comentando en los barrios del centro, y no llegaban hasta
allí. De todos modos no faltaron quienes se acercaban a Baroja y le
preguntaban con aire de desesperación:
—¿Qué hacemos, Don Pío? ¿Usted qué va a hacer?
Don Pío Baroja les respondía tranquilo:
—¿Qué quiere usted que haga? Ya veremos.
De pronto las voces se hicieron más agrias por la radio; las amenazas más
contundentes. Y empezó a viajar el señor Chamberlain con su paraguas. La
cosa andaba mal.
En su novela titulada Susana don Pío Baroja describe el parque de
Montsouris, y las calles estrechas y pobres, que salen al Boulevard Jourdan,
como la calle de la Tombe-Isoir. Al escritor Charensol, que confeccionaba
Les Nouvelles Litteraires, le gustaba mucho esa descripción del parque.
Charensol dirigía también las emisiones literarias de Radio Louxembourg.
Acaso pensó que nada para apaciguar y distender los espíritus angustiados
por las constantes voces de los políticos como la evocación de un bello
parque, tan parisién y tan verlaineano, por un autor de fama internacional
que, indudablemente, había de despertar el interés y la curiosidad.
Y una de aquellas tardes, muy temprano, se detuvo una camioneta con los
aparatos retransmisores ante el Colegio de España. Desde allí se veían en
frente, las arboledas de Montsouris. Y don Pío habló de la belleza del otoño
en los solitarios paseos, entre los macizos de flores, el césped y los árboles,
en un intermedio de discursos de jefes de naciones y gobiernos, que parecían
ya los cañonazos de la lucha.
Al día siguiente se había ordenado la movilización general, y Azorín se
presentó en el Colegio de España. Era el 28 de septiembre. La misma mañana
se había mandado a todos los habitantes de la Ciudad Universitaria que
evacuasen en veinticuatro horas sus residencias, las cuales quedarían en
disposición de ser habilitadas como hospitales.
Azorín llegó a las tres de la tarde. Preguntó en la portería por Baroja.
—De parte de don Pío que suban.
Le acompañaba a Azorín su sobrino.
—Ya ve usted qué momentos vivimos —dijo Azorín, a guisa de saludo al
entrar en el cuarto—. Venimos a buscarle. Haga las maletas.
—¿A dónde vamos? —preguntó Baroja.
—Por de pronto a casa. Después, si esto estalla, todo está previsto.
Mientras Baroja hacía las maletas, un equipaje nada voluminoso, Azorín
hablaba. Enrique Loncán, Encargado de Negocios de la Embajada argentina,
había gestionado con su gobierno, en caso de producirse la guerra, enviar a su
país, constituyendo una Misión, a los intelectuales españoles más destacados
con residencia en la capital de Francia. En cabeza de esta Misión figuraban el
propio Azorín, Baroja, Menéndez Pidal, el doctor Gregorio Marañón, etc.,
etc.
A manera de aquiescencia, después de escuchar a su amigo, don Pío dijo:
—Bueno, quizá tropezásemos aquí con dificultades.
Instantes después Azorín y Baroja iban juntos en un taxi que descendía
por la Avenida de Alesia, que estaba casi desierta.
Pío Baroja dijo mirando por el cristal de su ventanilla:
—Realmente nunca se sabe lo que va a reservar la vida. Hasta los
cuarenta años yo no he deseado otra cosa que aventuras, y nunca pasaba
nada. A partir de esa edad me parecía que había llegado el momento de estar
tranquilo, y no hace más que ocurrir cosas que a uno le afectan de cerca.
El automóvil cruzó bajo el puente de la estación de Montpamasse. En el
fondo de los ojos de don Pío Baroja podía adivinarse que, sin embargo, no le
intimidaba la posible aventura.
—La verdad es que siempre lo cambia todo de aspecto una guerra,
aunque sólo sea en sus preliminares —murmuró Azorín.
Aparte algunas frases más, apenas si hablaron en el taxi Azorín y Baroja.
Cuando el vehículo se aproximaba a la casa de Azorín, en la calle de Tilsit,
junto al Arco de la Estrella, se volvió a oír la voz de Baroja.
—¡Quién se hubiera atrevido a decirnos hace cuarenta años que ahora
íbamos a andar así metidos en un taxi, a punto de emprender un viaje con
rumbo a lo desconocido…! Oiga usted, Azorín: Yo creo que deberíamos
hacer un fondo común para lo que haya que gastar, puesto que el destino
parece que va a ser común por ahora.
Al llegar a casa de Azorín hallaron una nueva noticia esperanzadora, el
vislumbre de paz, que fue lo que a poco se firmó en Munich.
La vida, todavía por unos meses, siguió como antes.

Hacia don Pío Baroja siempre han sentido inclinación los extraños
personajes de vidas insatisfechas, o rotas; esos seres desacomodados, o
desamparados en el Mundo, que lo recorren en busca de lo que en casi
ninguna parte encuentran, que es, en la mayoría de los casos, comprensión
para sus afanes. Son seres que no carecen de nobleza, pero a los que unas
veces no asiste la suerte, y otras no ilumina el talento. También sienten
inclinación por el novelista los hombres broncos, nacidos para la acción, y las
mujeres soñadoras, a las que algo, o alguien, traicionó en sus existencias. En
las obras del maestro todos ellos han hallado las palabras con las que
hubieran querido expresarse, o justificarse, y se han sorprendido, a menudo,
de ver nítidamente reflejados sus sentimientos, que jamás se hubieran
atrevido ellos a revelar, y que guardaban en su intimidad como el mayor de
los secretos.
En el conjunto de la obra barojiana alienta una infinita piedad por ese
orbe abigarrado, y la acritud de la cual se acusa en ocasiones al novelista es la
producida por el espectáculo de la injusticia humana, que los hombres no
pueden dominar, o no quieren.
Unas veces ha sido el hombre el que ha acudido a contarle a Baroja un
profundo drama, otras la mujer, que iba a revelarle su pasado, como si se
hallase ante un confesor de su religión… Aventureros, visionarios, tipos
funambulescos, olvidados de la fortuna, pretendientes a la fama, y vencidos
por la existencia siempre han sentido el incontenible impulso de hacer
confidencias a don Pío Baroja, de ser sus amigos y mostrarse ante él sin
máscaras, a la cruda luz de la realidad. Y así como es cierto que pocos como
Baroja habrán buscado menos de nadie, por no pedir nunca nada, apenas si
los habrá a los que haya acudido tanta gente, a los que se haya buscado tanto,
y con tanta urgencia de conocimiento y relación.
Durante las dos etapas de la última estancia de don Pío Baroja en el
extranjero su galería de tipos se ha enriquecido notablemente. Algunos
pasaron ante él de una manera fugaz, y otras se detuvieron más a su lado,
pero, de seguro, no hubo ninguno de ellos que escapara a la aguda
observación del escritor.
Un día, poco antes de las agitadas jornadas de septiembre de 1938, se
presentó a visitar a don Pío Baroja un hombre fornido, como de unos
cincuenta años, con el rostro redondo, sonrosado y alegre, y con el cabello,
que llevaba corto, ya blanco. Usaba unas botas enormes, y andaba cual si
tuviera callosidades en los pies, pero, por lo demás, todo era muy vivaz en su
persona. Dijo que se llamaba Gellini y que era argentino. Explicó que había
ido a París para dedicarse a la literatura y para perfeccionar sus
conocimientos de francés. Añadió que siempre había soñado con aquel viaje
y que para poder hacerlo y ponerse a cubierto de las primeras necesidades
había empeñado una casita que poseía en las afueras de Buenos Aires. Don
Pío no pudo contenerse y le interrumpió:
—Creo que ha hecho usted una solemne barbaridad.
Pero el hombre no pareció amilanarse, ni perder su optimismo. Se limitó
a responder a guisa de argumento contundente:
—Es que yo siempre he sido muy malevo, desde chico.
Gellini iba y venía, asistía a clases en la Sorbona, que para él no eran de
ninguna utilidad. Al poco tiempo escribió, y acaso fue aquello lo único que
salió de su pluma, un trabajo acerca de don Pío, que envió a la revista
argentina Nosotros, en la que debía tener algún amigo, y que le publicaron.
Pero ese trabajo resultó casi trascendente, porque Gellini, en sus andanzas, se
hizo amigo de uno de los colaboradores de El Mercurio de Francia, quien lo
tradujo, e hizo que viese la luz en la reputada revista.
—Ha conseguido usted —le dijo Baroja— lo que tantos se pasan años y
años para conseguir, sin lograrlo, que es publicar en El Mercurio de Francia.

En la novela Laura, de don Pío Baroja, aparece un tipo que afirma su


creencia de que en los tiempos de Nabucodonosor había luz eléctrica, así
como otros muchos adelantos de la actual civilización, que después se
perdieron. El tipo está admirablemente reflejado por el novelista.
René de Berval, colaborador de Marianne, para donde fue a entrevistarse
con Baroja, defendía las cosas más sorprendentes. Era ruso, de padres huidos
de la revolución, y se había cambiado su verdadero nombre de Berejkovski.
Llevaba monóculo y unos trajes de rebuscada elegancia, aunque vivía
pobremente en el Hotel Jacob, de la calle de ese nombre, a cuatro pasos de
Saint Germain des Prés. Se mantenía temporadas enteras con una botella de
sopa al día, que bajaba a que se la llenasen en un bistró de al lado. Cuando se
le iban gastando los zapatos, separaba las tapas deterioradas de suela
sucesivamente, hasta llegar a andar con la planta del pie sobre el pavimento.
Lo importante era que el material visible pareciese flamante. Su mayor
devoción literaria era el hermético poeta lituano Milostz, y se daba gran maña
para entender y chapurrear varios idiomas, el español entre ellos.
A don Pío Baroja, después de publicar el artículo en Marianne —como
escritor y poeta era hábil, y empezaba a distinguirse—, le visitó unas cuantas
veces y le habló de sus ideas acerca de la antigüedad, que eran todas bastante
disparatadas, y que no dejaron de divertir al novelista.
Más tarde, de Berval se perdió en la marea de la guerra, a la que fue como
oficial de caballería.

Otros hombres famosos o desconocidos trató y vio don Pío Baroja en el


transcurso del año 1939. Volvió a encontrarse con el escritor Bláise Cendrars,
a quien no había visto hacía mucho tiempo. Cendrars vivía en un hotel
pequeño, que tenía en los bajos taberna con pretensiones de restaurante, y que
estaba en la Avenida Montaigne, bordeada por ambos lados de lujosas
mansiones y del aparatoso Hotel Plaza Atenea. El hotel de Cendrars se
llamaba «del Alma».
Cenando una noche el autor de El Oro con el doctor Marañón y don Pío
Baroja les dijo del modo más natural:
—El jardín paredaño a este hotel es de una vieja y buena amiga mía, que
me distingue con su afecto. Yo declino siempre el honor de acudir a sus
fiestas, que me aburren, pero, en cambio, bajo todas las mañanas a las seis en
punto a su jardín, y me distraigo durante una hora cazando ratas con pistola.
¿Quieren ustedes venir mañana a cazarlas conmigo?
Tanto el novelista como el doctor se excusaron después de agradecer la
tentadora invitación.
Tal vez debido al interés que despertaban las colaboraciones de Pío
Baroja en La Nación de Buenos Aires, y en otros periódicos de América, se
veía a menudo solicitado el novelista por americanos. La poetisa María
Villarino y el periodista Casella solían ir a verle con frecuencia, e invitarle
algunos días a almorzar en cualquier restaurante del centro de París. Uno de
esos días fueron al establecimiento de un mallorquín, situado junto al
Boulevard Montmartre. El restaurante estaba habitualmente lleno, y su
público lo componían boulevarderos de más o menos monta, y gentes cuyos
oficios y ocupaciones no hubiese sido fácil definir. La especialidad de la casa
era la paella.
Los comensales ocuparon una de las mesas. En la de al lado había una
pareja, que se puso a contemplar atentamente a don Pío. El hombre y la mujer
tenían cierto atuendo de artistas con pocos recursos. Debieron entender
alguna de las palabras dichas en español, quizás Arte, acaso Literatura. Por
fin la mujer se atrevió a interrogar tímidamente a don Pío:
—¿También es usted artista?
—Sí —respondió Baroja—. Algo así.
La mujer se animó.
—¡Ah, París! ¡Qué duro para los artistas! Mi marido es pintor… No
siempre van bien las cosas.
Don Pío dijo:
—El éxito es difícil.
La mujer se esforzó por interpretar.
—Pero no hay que desesperarse.
—Yo no me desespero ya —respondió Baroja.
—Pues claro que no —intervino el hombre—. Todavía es tiempo. Venga
usted alguna vez por nuestro estudio. Es un sitio modesto, pero hablaremos.
No hay que perder nunca las ilusiones.
—Iré, iré.
De fijo iban a darle las señas cuando un cuarto comensal amigo, que
almorzaba con Baroja, con la poetisa Villarino, y con Casella, dijo:
—El señor es Pío Baroja, el primer novelista de España; tiene más de
setenta libros publicados; está traducido a todos los idiomas; colabora en los
grandes periódicos de América.
Se turbó la pareja. Acababan de terminar el almuerzo y se levantaron
enseguida. Llevaban el asombro pintado en los rostros. Se despidieron con
grandes ceremonias, pero no dieron las señas de su estudio.
Al salir don Pío a la calle con sus acompañantes le dijo al que había
hablado:
—¿Para qué ha dicho usted eso? Me hubiera gustado ir. Les ha
intimidado usted. Ahora ya no hubieran podido verme más que con recelo. Y
se le notó pesaroso de la revelación.
Durante finales del año 1938 y en el transcurso del 1939 los españoles
que mantenían más frecuente relación se reunieron con algo más de
solemnidad algunas veces: Celebraron un almuerzo en honor del escritor y
diplomático argentino Enrique Loncán, que tuvo lugar en el Café Voltaire, de
la Plaza del Odeón, y al que asistieron don Ramón Menéndez Pidal, Pío
Baroja, Azorín, que fue el organizador, el doctor Marañón, Ramón Pérez de
Ayala, el escultor Sebastián Miranda, y otros… También con motivo del
recital de bailes españoles que dio la Argentinita en el Teatro de la Ciudad
Universitaria, a petición de los estudiantes.

Habría para llenar un capítulo extenso con las mujeres que sienten
curiosidad por el novelista y se le acercan en esta época.
En la cafetería de la Ciudad Universitaria, después del almuerzo, entre los
que siempre rodeaban a Pío Baroja predominaba el elemento femenino. Se
dio el caso curioso de acudir durante cierto tiempo dos muchachas
norteamericanas, de aspecto modoso y comedido, que escuchaban y asentían
a todo, con sonrisas gemelas en los labios. Alguien dijo que habían leído en
inglés César o nada, pero de labios de ellas jamás salió una sola palabra.
Solían asistir en compañía de un español —el de la voz de caña en la novela
Laura— que se llamaba Navarro, que se había pasado una parte de la
revolución en España, y había sido, según él aseguraba, de la CNT, pero que
no se daba maña para contar cualquiera cosa que pudiera tener algún interés.
Resultó que aquellas dos asiduas concurrentes no sabían el francés, y, desde
luego, ni una palabra de español, que eran los idiomas que se empleaban en
aquella pequeña reunión. También se supo que las dos jóvenes, en cuanto
avanzaba la tarde, se dedicaban a empinar el codo de lo lindo, y perdían el
comedimiento matinal, y una de ellas fue la que escribió al español de la voz
de caña una tarjeta, cuando se hubo marchado de París, en la que le llamaba
padre de sus hijos ilegítimos, en son de broma.
Otra norteamericana que se le acercó un día a Pío Baroja fue una escritora
dedicada a escribir obras de teatro. Algunos de sus rasgos también aparecen
en Laura. Se llamaba Ree Dalven. De padres griegos, y griega de nacimiento
ella misma, la habían llevado muy pequeña a Nueva York, donde de
adolescente había vendido bombones a la puerta de algún dancing. Después
se casó con un hombre mayor que ella del que estaba divorciada, pero sin
romper sus relaciones amistosas, y hasta le había convencido rara que la
ayudase a realizar sus sueños literarios. Él la estaba costeando unos cursos en
la escuela de drama de la Universidad de Yale, y ahora la obsequiaba con un
viaje a su patria de origen, a Grecia. En la universidad había ella enamorado,
según contaba, a uno de sus profesores, empleando métodos científicos para
irle sugestionando paulatinamente. En cierta ocasión, yendo la griega en
compañía de Baroja, se tropezó, a la puerta de la residencia franco-británica,
con una brahmina que formaba parte de los concurrentes a un congreso de
estudiantes hindúes que se celebraba. La brahmina vestía sus más vistosas
galas nacionales, y se distinguía por el circulillo rojo en medio de la frente,
entre ceja y ceja. Ree Dalven, que era impulsiva, consideró que la joven
hindú debía helarse con aquellas ropas tan finas, y la preguntó en mal
francés:
—¿No siente usted frío tal y como va vestida?
La otra la miró con desdén y la respondió en inglés:
—¡A usted que le importa!
Por lo visto la griega no sospechaba de dónde podía ser aquella mujer.
Tenía únicamente sus dramas metidos en la cabeza y, aparte de Grecia y sus
preocupaciones que pudieran llamarse de psicología sexual, lo demás le venía
ancho.
También conoció don Pío Baroja a una madre y una hija que eran lo
antagónico de esos tipos de mujeres extravagantes. La chica había ido a París
a concursar una cátedra de liceo. En Argelia, donde residieron hasta el
instante, ya había desempeñado una cátedra como encargada de curso. Su
novio la escribía desde allí que regresase para contraer matrimonio. Tanto
ella como su madre eran personas amables, educadas y hasta aristocráticas,
sin ser refitoleras ni remilgadas. Tomaron gran afecto a Baroja, que las
visitaba con alguna frecuencia y a quien gustaba departir con ellas.
Otra de las amistades que hizo Baroja fue la de una bella dama chilena,
muy bella y muy elegante, que le invitaba mucho a su casa, y que era una
gran aficionada a la literatura.
Además, en el vestíbulo del Colegio de España, no era infrecuente ver
nuevas visitantes preguntar por el novelista. La galería sería larga de recordar
ahora.

Después de la falsa paz de Munich, París recobró su alegría, al menos


aparente. Se notaba, empero, en las gentes una desacostumbrada precipitación
por vivir y disfrutar. Era como si se hallasen —y se hallaban en efecto— bajo
la amenaza de perderlo todo en un momento impensado, imprevisto. Don Pío
Baroja solía retirarse temprano, y rara vez se le vio al atardecer, en el tumulto
de los grandes bulevares, o de los Campos Elíseos. Escribía con regularidad
sus colaboraciones para periódicos y editoriales.
Uno de sus editores, en cuanto a periódicos, era Deambrosis Martins, que
tenía corresponsalías, de las llamadas circulares, de revistas y diarios para las
capitales de las repúblicas de América, excepto la Argentina. Deambrosis
trabajaba enormemente, y vivía en un hotelito de Ville d’Avray, a unos
cuantos kilómetros de París, tomando los trenes-tranvías que salían de la
estación de San Lázaro. Estaba casado y cargado de hijos, y se mostraba un
tanto megalómano. Hablaba con cierta pompa de su casa, del parque que la
rodeaba, del dinero en dólares, pero en el fondo era un hombre que vivía
remando sin descanso en su galera, esclavizado por la máquina de escribir y
la multicopista. Se pasaba catorce horas al día traduciendo y sacando copias
de los artículos que le mandaban sus colaboradores. Entre él y un secretario
vascongado, que don Pío le recomendó, hacían el trabajo de seis hombres.
Cuando se inició en Francia la desesperada huida del avance alemán, e
impremeditadamente se echaba una parte de la población a las carreteras,
Deambrosis, que se hallaba con los suyos en una pequeña finca de campo
cerca de Burdeos, sintió el mismo frenesí de escapar. Conseguir cualquier
medio de transporte que fuese, se hacía casi imposible, pero el americano
estaba dispuesto a lograrlo. Y, en efecto, lo logró, aunque un tanto macabro.
Y así se vio por las carreteras abarrotadas de toda clase de medios de
locomoción, un coche de muerto en el que iba subida la familia Deambrosis:
el padre, la madre, los pequeños, y hasta una criada. En el abigarrado desfile,
tan lento, tan interminable, tan angustioso, aquella carroza ponía
indiscutiblemente, a su paso, la nota de solemnidad…
Respecto a las agencias con las que Pío Baroja tratara para la edición de
libros suyos, la más pintoresca, por sus directores, fue, sin duda, la que tenía
como razón social «Storckama», que estaba situada en una callecita que salía
al final de la Avenida Wagram. Los directores eran un italiano y una polaca;
él se llamaba Amato y ella se apellidaba Storck. Andaban todo el día juntos,
en un magnífico automóvil, de un lado para otro dándose muchísima
importancia. La mujer llevaba la voz cantante y era como el jefe del negocio.
Esta agencia, o estas personas, le contrataron a Baroja algunos libros con
destino a la Editorial Ercilla, de Chile. Un día la pareja de polaca e italiano
desapareció de París sin dejar rastro, pero, por lo que se supo, dejando
deudas.
A principios de julio del año 1939 volvieron a sentirse las inquietudes de
la guerra. Muchos españoles se hallaban dispersos, algunos a punto de
embarcar para América, con vistas a quedarse, o dar cursos de conferencias
para los que habían sido llamados. Los había, igualmente, como Azorín, que
apresuraban sus preparativos de regreso a España. Entre los que se iban de
vacaciones y tomaban nuevos rumbos también la residencia española de la
Ciudad Universitaria se fue quedando casi vacía por aquellos días. Sólo
continuaban allí el director, Establier, Xavier Zubiri, el periodista Lucientes,
un joven diplomático de carácter optimista, el químico Miguel Amat, el
pintor Fernando Vargas y algún otro.
Conforme agosto iba de vencida la tensión aumentó y ya no hubo nadie
que confiase que el estado a que habían llegado las cosas de Europa pudiese
remitir sin estallar la contienda. Todo volvió a desconcertarse y volvieron a
repetirse los rumores de que en cuanto se declarase la guerra habría que
desalojar el Colegio. De todos modos entonces abundaban las opiniones de
que la Línea Maginot era algo invulnerable, que las fuerzas francesas se
meterían en ella y las alemanas en la Línea Sigfried, y que la lucha se
desarrollaría principalmente en el aire y bombardeando la retaguardia.
Don Pío Baroja no tenía idea fija sobre la resolución que tomaría, y se
limitaba a esperar los acontecimientos. Por fin se decretó la movilización
general. Angel Establier, director del Colegio de España se disponía a
embarcar en el Havre para la Argentina, de donde había sido contratado como
conferenciante y le convenció a don Pío para que fuese con él hasta el puerto,
y, si quedaba pasaje, también se embarcase. Don Pío hizo el viaje al Havre,
pero como no quedaba plaza en el barco regresó enseguida a París. Por
segunda vez las circunstancias impedían que el novelista atravesase el
Atlántico.
La residencia de la Ciudad Universitaria no se desalojó inmediatamente,
pero la vida en ella cambió por completo con la guerra, hasta que sus
habitantes quedaron reducidos a tres, y los servicios de la casa a pura
entelequia. Miguel Amat hacía de director y don Pío Baroja y el diplomático
de huéspedes.
Los tres residentes casi parecían supervivientes.
Pero esta etapa, que podría calificarse de robinsoniana, del Colegio de
España no duró mucho. Por fin hubo que desalojar totalmente la residencia y
don Pío, ya entrado el año 1940, se fue a vivir a la Pension des Champs
Elysées, que le buscaron en la representación de La Nación, cerca de ésta. La
pensión se hallaba en la calle de Clement Marot, y la oficina del gran
periódico bonaerense en la Avenida de los Campos, pegando casi a la Plaza
de la Estrella.
A la pensión fueron a parar algunos conocidos de don Pío Baroja, y otras
personas con las que hizo relación. Se encontró con el escritor francés
Miomandre, que vivía bastante mal, pues las colaboraciones empezaban a
escasear, los editores andaban remisos y las traducciones, que constituían una
de sus principales fuentes de ingresos, no abundaban. En la pensión entraban
y salían muchos jefes y oficiales franceses que, aparte lo que dijeran, aunque
como es lógico se expresaban con gran reserva, tenían los semblantes
taciturnos, con lo que revelaban su desconfianza en el desenlace de los
acontecimientos.
En una de las habitaciones vivía una señorita española de carácter
independiente y sentimental, a la que no siempre se mostraban de muy buena
fe con ella. Don Pío trataba de animarla.
—¡Pero a usted qué puede importarle todo eso!
Con lo cual no lograba que ella cesase de gimotear.
Por esta señorita don Pío conoció a otros personajes femeninos y
masculinos, más o menos pintorescos, que cualquier día podrán servir al
novelista para escribir la tercera novela de su etapa en el extranjero, y
especialmente en Francia, de 1930 a 1941, y que sería como el broche de
Susana y Laura.

Siempre que se habla de Baroja lo primero que salta al pensamiento es el


novelista. Sin embargo, la fama de sus volúmenes que no son novelas puede
parangonarse a la de éstas justificadamente. Juventud, egolatría y Las horas
solitarias son irrefutables ejemplos y, desde todos los puntos de vista, dos
obras maestras.
Baroja tiene una cultura poco frecuente por lo varia y por lo extensa,
incluso comparándole con versados y especialistas. Su curiosidad se ha
dirigido hacia las actividades y disciplinas más distintas, y su atención hacia
las gentes y el corazón humano es ilimitada. Por otra parte dice siempre lo
que siente con esa claridad suya, tan peculiar, que es su gran estilo literario.
Por nada ni por nadie dejaría nunca de manifestar su opinión al desnudo,
aunque esa opinión fuese adversa para él, o pudiera perjudicarle. Esto da a
sus trabajos un supremo interés y una veracidad que es inútil buscar en
cualquier otro escritor.
Leer un ensayo, un artículo, o cualquiera cosa de Pío Baroja quiere decir
aprender disfrutando de la máxima amenidad, y descubrir unas facetas que
jamás hubiéramos advertido sin su ayuda. A veces es duro Baroja, a veces es
tajante, y otras un humor un tanto sarcástico actúa de cauterio. Pero siempre
se hallará en él una intención noble, profundamente noble y profundamente
humana, y una conmiseración soterrada para no herir con ella a quien la
inspira.
Lo que más subleva a Baroja es la estupidez. Soportaría lo que fuese, pero
la estupidez no la soporta. Por otra parte, jamás le han deslumbrado las
ostentosas ficciones, como no le importa el modo de vestir de las gentes, y la
retórica le aburre. En música le gusta Schuman y en poesía Verlaine. En
literatura se diría que opina que cuantas menos palabras, y más sencillas,
mejor.
Y ahora, una vez más, unos cuantos ensayos de Pío Baroja, reunidos en
volumen, llegan a manos del lector.
El lector, de seguro, lo es desde hace mucho tiempo del maestro. En
ocasiones le ha turbado su lectura, también en ocasiones un gusto amargo le
ha subido a los labios, y a veces le ha angustiado la tenacidad de lo
implacable. Pero siempre, al acabar de leer, se ha sentido íntimamente
confortado, y al levantar los ojos ha visto cómo una luz más clara lo
iluminaba todo a su alrededor.

MIGUEL PÉREZ FERRERO


San Sebastián, 1943.
PRIMERA PARTE

DEL VIVIR
Nosotros los hombres que tenemos más de sesenta años hemos vivido la
mayoría a contrapelo. Cuando éramos jóvenes, mandaban los viejos; la gente
de pocos años no tenía derecho a opinar y menos a disponer; ahora, en
cambio, el papel de los jóvenes ha subido y el de los viejos ha llegado a tener
poco valor.
Los jóvenes hablan como si hubieran descubierto el mundo. Antes que
ellos no había nada, después de ellos puede que piensen que no existirá más
que lo que hayan dejado ellos, si es que han dejado algo. Suponen, sin duda,
que en el porvenir no aparecerá una juventud que les sobrepase y les olvide.
La juventud tiene para lo que no está en sus intenciones una sonrisa de
desdén. Por otra parte, estamos en una época bizantina de análisis minucioso
y de distingos; no hay grandes sintetizadores ni grandes filósofos, y las
teorías sociales, las más nuevas, han cristalizado en conceptos viejos que no
se renuevan ni se transforman, como le pasa al comunismo.
En nuestro tiempo el viejo dogmatizaba y pedanteaba con impunidad. Las
canas tenían un valor tradicional y patriarcal. Ahora es el joven el que
dogmatiza y pedantea, sobre todo en los países que pretenden tener una nueva
política.
Como no le interesa a uno la pedagogía, no es cosa de sacar a relucir, para
defenderla, la frase: «En el medio está la virtud y los extremos son viciosos».
En la política y en otras actividades ha ocurrido lo mismo; por ejemplo,
en los centros de enseñanza se ha pasado, de la arbitrariedad y del capricho
de los profesores, a la impertinencia de los alumnos, que se consideran con
atribuciones para interrumpir y estorbar. Parece que no hay por ahora forma
de quedar en un término racional. O el profesor tiraniza a los discípulos, o los
discípulos tiranizan al profesor.
Se vive en una época en que empiezan a mandar los jóvenes, lo cual no
quiere decir que se vive en una época inteligente ni mucho menos. Ser joven
o ser viejo no representa nada para ser inteligente, sí puede representar para
tener decisión y arranque. Muchos viejos juntos formarán una masa
asustadiza y apocada y muchos jóvenes constituirán un grupo atrevido y
audaz. Con relación a la voluntad, la diferencia existe siempre; con relación a
la inteligencia, no.
Los mismos planes, si se realizan, se llevarán a la práctica de una manera
prudente por los viejos y de un modo violento por los jóvenes.
La violencia juvenil, aceptada como buena, es uno de los motivos de que
desaparezca la cortesía en el trato humano. No es la claridad, ni la crítica
implacable, la que deriva a la grosería, sino más bien un deseo de mostrarse
rudo y tosco.
Esos vocablos casi sinónimos (cortesía, cortesanía, civilidad, política),
existen en todos los idiomas latinos, tienen una significación parecida y el
mismo origen. En unas lenguas se emplea de preferencia una palabra en vez
de otra. En francés se usa, pero no mucho, courtoisie; en español se emplea
poco política, en el sentido de amabilidad, y nada pulidez, que sería el
sinónimo de la palabra politesse.
Todos esos conceptos tienen alguna relación con la vida y las ideas de la
ciudad. Cortesía viene de cortés, y cortés, de corte. Civilidad, del latín civilis,
de cives, ciudadano; política, del griego πόλις, ciudad, y urbanidad, de urbe.
La cortesía primitivamente encierra los usos de la corte, y así lo entendió
Baltasar Castiglione en los diálogos de su libro titulado El Cortesano.
Respecto a politesse, que parece que procede directamente de la palabra
italiana pulitezza, de pulido, no sé hasta qué punto tenga carácter ciudadano.
Todas esas palabras envuelven un elogio de la ciudad y un desdén por lo
rural.
Los términos antónimos de esas palabras son rusticidad, tosquedad,
villanía. El ciudadano ha tenido interés en afirmar que él es un producto
exquisito y el hombre del campo un ser inferior. La exquisitez del ciudadano
no se ve tan clara. En la ciudad es donde se dan ahora casos de rusticidad, de
falta de cortesía y de intransigencia tan completos o más completos que en el
campo.
En París, los jóvenes, cuando están reunidos, muestran un aire de barbarie
y de turbulencia extraordinario. En casi todos los sitios donde se reúnen
masas de estudiantes, estos caracteres se manifiestan de una manera clara.
Los estudiantes, sin duda, han decidido que las mujeres no deben entrar con
sombrero en un restaurante universitario, y cuando se presenta alguna
empiezan a gritar «chapeau!, chapeau!», y a pegar con las cucharas en los
platos y en las sillas y hasta tirar éstas al suelo para hacer ruido. Sin embargo,
no tiene nada de desagradable ver a una mujer con un sombrerito, ni nada de
feo ni de molesto.
En cambio, ellos, en el verano, se ponen en mangas de camisa, mostrando
sus brazos peludos, lo que ya es una cosa repulsiva, y dando la impresión de
gente que suda, lo que tampoco es muy agradable.
En todas las partes donde hay colas a la puerta del teatro o del cine el
joven se aprovecha de su agilidad para pasar al que tiene delante, sobre todo
si éste es viejo o distraído. Se ve cierta mirada de desdén para el viejo.
Yo no creo que un viejo, sólo por ser viejo, merezca una atención
especial. Esto era lo obligado en nuestro tiempo; pero tampoco parece
legítimo que se le trate con desprecio sólo por su edad. Al menos por ahora,
es indudable que un caballo viejo vale menos que un caballo joven; pero
entre los hombres todavía hay viejos que pueden valer tanto como un joven y
a veces más.
En los ómnibus y en el Metro se ve que el joven fuerte entra dando
codazos y aprovechándose de su superioridad. Esto se veía antes mucho en
Alemania, sobre todo en el Norte, en donde el hombre robusto empujaba,
pisaba y se metía braceando entre la multitud como si fuera un rebaño de
ovejas o de cabras.
En los centros internacionales de París donde se reúnen jóvenes de todas
partes, se nota el carácter de cada pueblo.
Los judíos dan la nota de la impertinencia; tienen que distinguirse por ser
atrevidos y cínicos; la gente del Norte, suecos, noruegos, hombres y mujeres
es gente que sonríe; a los ingleses no se les nota. Alemanes, italianos y rusos
no hay en esos centros de la ciudad. Los japoneses, muy tranquilos, muy
correctos, dan la impresión de que no quieren alternar con nadie, quizá
porque se consideren superiores o por lo menos distintos. Los griegos, checos
y turcos, son bastante exuberantes y a veces chillones y alborotadores.
También lo son los hispano-americanos. Los españoles ahora están o estamos
achicados. No muestra ninguno de ellos la menor turbulencia. Debe haber
actualmente en Francia cerca de medio millón de españoles, además de los
militares del lado rojo internados en el Sur, y, sin embargo, no dan que
hablar. Todo el mundo tiene la conciencia de que, con la guerra, nuestra fama
de gente brutal ha aumentado y queremos pasar inadvertidos. El caso es que
no figuran los españoles en riñas, ni en escándalos, ni en robos, como los
italianos o los polacos.
La rudeza del estudiante actual de París no tiene el mismo mecanismo que
la impertinencia del español joven, a quien uno conoce bastante bien. En el
español la impertinencia procede casi siempre de lo que llamamos chulería,
es decir, de un culto a la posición arrogante, de una aspiración a quedar bien
y a ser admirado, aunque por malos medios; la grosería del estudiante de aquí
nace, en general, por el contrario, de una tendencia a mostrarse rudo, bárbaro,
plebeyo y brutal, aunque a veces es más infantil que otra cosa.
Yo no sé qué es mejor o peor; las dos cosas me parecen viciosas y
estúpidas. Lo indudable es que mucha gente joven que seguramente en su
casa es atenta y fina, se muestra, por contagio, cerril con el público, como si
esto fuera una gracia.
Le decía a una señorita vasco-francesa, que me pareció por sus
comentarios muy inteligente y de una gran claridad en sus observaciones, que
yo no notaba entre los estudiantes de París la menor cortesía. Ella me
contestó:
—Sí, es cierto. Entre los estudiantes no hay apenas cortesía; da la
impresión de que la han suprimido en el trato; pero, en cambio, entre los
obreros parisienses, en el pueblo, la hay.
Y es verdad. En el Metro, en París, se ven muchos rasgos de amabilidad y
de atención en gente del pueblo. Casi siempre, si se presenta una mujer con
un niño, hay alguien que se levanta enseguida y le cede el asiento. Lo mismo
pasa con una señora vieja o con un señor viejo. Se ve que el hombre del
pueblo tiene como un sentimiento de solidaridad humana que no tiene el de la
clase media.

En Madrid pasaba también algo de esto antes de la República. La gente


de clase pobre era muy amable. Luego, no se sabe por qué, comenzó a
mostrarse insolente y grosera, quizá como el niño, que cuando ve que se
ocupan de él es cuando tiene que manifestarse descontento y de malhumor.
Esta amabilidad a que me refiero del Metro no existe en la entrada de un
cine o de un teatro elegante. La poca amabilidad se complica muchas veces
con la xenofobia.
Unas inglesas recién llegadas que entraron en un cinematógrafo en la fila
de los asientos, hasta ocupar su puesto, diciendo a cada paso: I am sorry,
contaban que habían producido protestas en el público y que un espectador
decía:
—Estas extranjeras, que no saben ni siquiera explicarse y decir «Perdón».
La insolencia del joven en España durante la República, sobre todo en las
provincias del Norte, comenzaba a llamarse el «gamberrismo». El
«gamberro» era el que tenía que dar la nota discordante, tirar un banco de un
paseo, quitar un letrero, tomar un pito chillón, cantar una canción
desvergonzada entre muchachas o presentarse en alpargatas en un sitio
elegante. Entre los «gamberros» del pueblo o de la capital de provincia
española y el impertinente de París no hay mucha distancia.
No se comprende bien por qué el joven de la burguesía, que tiene tanta
superioridad física sobre el viejo y tanta intelectual sobre los jóvenes de clase
pobre, necesite tomar una actitud de suficiencia y en parte de desafío.
Con relación a las mujeres, los jóvenes han adquirido mucha familiaridad
con ellas. No se levantan para saludarlas ni tienen grandes manifestaciones de
cortesía. Es posible que esto esté bien y que quite poco a poco ese aire de
afectación ñoña que han tenido tradicionalmente las mujeres a consecuencia
de esa ficción que se ha llamado galantería.
La manera natural es siempre lógica. La rudeza buscada y deliberada es la
que hace un efecto antipático.
Como todo el mundo actualmente es dogmático y ortodoxo de una fe
especial, se ve que la gente joven tiende a no oír al interlocutor y a lanzar un
chaparrón de afirmaciones categóricas. Una señora madrileña le decía a un
amigo mío aquí en París.
—Se ve que es usted hombre a la antigua.
—¿Por qué?
—Porque no interrumpe usted enseguida al que habla y porque veo que se
levanta usted si se le acerca una señora.
—¿Y todo eso le parece a usted viejo? —le pregunté yo.
—Así lo es —contestó ella.
Mucho de la falta de cortesía de los jóvenes por las mujeres depende
evidentemente de que a ellas les gusta que las traten como a camaradas. En
esto hay un término medio difícil de conseguir. Hay una cortesía excesiva,
una forma o manera de tratamiento afectada y una naturalidad que se acerca
mucho a la grosería. ¿Cuál es el punto ideal, el fiel de la balanza? Esto es
difícil de saber.
Con la camaradería de hombres y mujeres, en el estudio y en el deporte,
son los hombres los que triunfan, porque, naturalmente, tienen más fuerza
para el trabajo intelectual y más agilidad y más resistencia física. En
cuestiones científicas, entre los estudiantes de distinto sexo, en general, es un
hombre el que da las explicaciones a un grupo de compañeros y compañeras,
porque ha cogido la esencia de lo que se debate.
En cuestiones de deporte pasa lo mismo. Yo he visto únicamente una
carrera de esquíes en Suiza, y el hombre joven tiene una actitud de
superioridad y de conquistador, mientras la mujer no pasa de ser una
discípula y una admiradora.
Es el caso contrario de las épocas de galantería, en donde la mujer llena
de galas y de sutilezas reinaba en el camarín o en el salón. Entonces la dama
refinada era la que moldeaba a los hombres y les daba un carácter, a pesar de
que se cree lo contrarío, más masculino que el actual. El abate lleno de
conocimientos, rizado y perfumado; el joven aristócrata y el aprendiz de
poeta, vivían alrededor de la mujer y eran quizá más capaces de un hecho
heroico que el joven fornido de hoy.
Actualmente el hombre fuerte y masculino ha tomado el primer papel. La
mujer le admira y le sigue con una cierta humildad.
Ello tiende, naturalmente, a encauzar las corrientes de la época.
Lo que puede suceder es que la gente directora de las tendencias actuales
esté en parte engañada. Se cree, en general, que el deportismo, la fuerza, lleva
a la juventud a una masculinidad mayor, y en esto quizás estén equivocados.
El caso es que en nuestra época de deporte la aberración sexual es tan
frecuente como antes o más, y que se da con abundancia en países en donde
la salud y el tipo físico son de gran fortaleza.
Cuando se traslada uno de la gran ciudad a la aldea lejana se siente el
paso de la vida moderna a la antigua.
Lo que nosotros, la gente de la calle, llamamos sin gran precisión la vida
de los pueblos, lo que señalan los legistas en sus asuntos con la palabra
consuetudinario, los etnógrafos han empezado a denominar etología. En ella
se comprenden los hábitos, costumbres, vida familiar, ideas religiosas, etc.
Aceptando la palabra para el uso popular, podemos decir que la etología de la
gran ciudad es la moderna con mil restos de antigüedad, de superstición y de
tabús, y la etología de la aldea es la antigua, traspasada también por la
influencia moderna de las ciudades.
Ninguno de los modos de vivir, ni el de la aldea ni el de la corte, son
puros y homogéneos en su antigüedad o en su modernidad.
Las ciudades y los campos se van acercando y perforando con sus mutuas
influencias. Siempre habrá pasado lo mismo. El mundo antiguo estaba
constituido, ideológicamente, única y exclusivamente para el hombre. Hoy no
sabemos, ni aun en teoría, para quién está hecho. La ciencia impulsa la vida
moderna con un determinismo un poco oscuro.
Podemos suponer con los mismos visos de verdad que el hombre es un
semidiós con un espléndido porvenir, como que es algo tan importante como
el musgo de una roca o el alga que flota en el mar.
Cuando leemos en el auto sacramental de Calderón, que tiene el mismo
título que su famosa comedia La vida es sueño, nos asombra un tanto la
confianza del poeta en la perfección de las cosas y en su teología: el sol para
alumbrarnos el día; la luna para adornar la noche; las plantas, los animales,
las piedras, todo está hecho para el hombre y tiene una dedicatoria para
nosotros, dedicatoria que ahora no vemos por ningún lado.
Desde Copérnico a Arrhenius, el mundo ha perdido de tal manera sus
intenciones humanas, que vamos a creer que ya no contamos para nada en la
vida del universo, se comprende que un hombre de la Roma antigua o de una
ciudad de la Edad Media debía sentirse muy firme en el mundo, debía poner
el pie con seguridad en la tierra.
En aquellos momentos históricos todo estaba pensado para el hombre.
Debía experimentar éste un sentimiento de responsabilidad grande al verse
tan importante. No tenía ni el concepto nebuloso que tenemos en la
actualidad del universo, ni tampoco la sensación de contingencia, de cosa
pasajera, huidiza, que sentimos nosotros al pensar en nuestro tiempo.
Para el artista medioeval y aun para el del Renacimiento, no había la
conciencia de este cambio continuo en las formas de vivir que tenemos
nosotros. Cuando uno de ellos pintaba a la Virgen o a un apóstol cristiano con
los rasgos de su raza germánica, italiana o ibérica, con el traje del tiempo en
que vivía el pintor y con su paisaje habitual, lo hacía con el convencimiento
de representar la verdad, sin pensar que los rostros, los trajes, los paisajes de
un pueblo judío seco y polvoriento de Palestina no eran los de Europa.
El mismo Milton, en El Paraíso Perdido, en las luchas de ángeles y
demonios, hace aparecer la artillería como en la batalla del Marne. Si hoy
pudiera existir un tipo de poeta, así, religioso y anticientífico, pondría a
Lucifer montado en un aeroplano.
En casi todos los aspectos prácticos del vivir cotidiano, la vida antigua es
fundamentalmente cómoda. La etología tradicional es más utilitaria que la
nuestra. Ésta se deshace en un disolvente universal, no sabemos con qué fin.
El hombre moderno es más loco, más despilfarrador de energías que el
antiguo.
La vida tradicional falla en los cimientos y acierta en las consecuencias:
la vida moderna, que tiene cimientos más sólidos, la ciencia, no ha podido
por ahora encontrar fórmulas hábiles y prácticas. Claro que la ciencia no es
una verdad absoluta. El filósofo inglés David Hume fue el que en los tiempos
modernos comprendió y explicó con claridad meridiana el carácter
contingente de lo científico. Los positivistas, y luego los Bergson, los
Poincaré y los Einstein, han seguido y han desarrollado las teorías de Hume.
En muchas cosas pequeñas se advierte la superioridad pragmática de la
vida antigua sobre la actual. Para los discípulos de William James, esta
superioridad, en la práctica, es también teórica.
Cuando se pasa, un domingo, de un barrio de ciudad moderno,
republicano, socialista y anticlerical a una aldea sometida aún a la vida
antigua, se observa la diferencia a beneficio de ésta. La etología tradicional es
más práctica que la nueva. El domingo, en la aldea católica, está
reglamentado desde la mañana hasta la noche. El aldeano sabe lo que tiene
que hacer casi hora por hora. En cambio, en el pueblo anticlerical, como no
hay inventada aún una pauta de vida laica, el ciudadano se desespera y se
aburre. Evidentemente, la etología vieja es más sabia y más cómoda que la
nueva.
En la aldea no hay peligro de que nadie se desvíe de la vida práctica con
una escapada a la fantasía panteísta. Las preocupaciones aldeanas son claras y
precisas. ¿Lloverá? ¿Granizará cuando los frutales estén en flor? ¿Habrá
buena cosecha?
La etología aldeana, a pesar de su aparente resistencia al campo, ya no se
defiende con brío. La moda conquista la aldea. Ante el dominio de la moda
no hay fuerza que se oponga.
La moda nivela el aspecto exterior de las personas. El aldeano y sobre
todo la aldeana imitan las maneras y los usos de la ciudad. Colectivamente
puede haber en las villas un sentimiento misoneísta, pero ante la forma de los
trajes y de los adornos, ante el nuevo modo de peinarse o de bailar, el
sentimiento misoneísta se quiebra.
Otro conducto por donde llega a la aldea el espíritu de la ciudad es lo
económico. En todo cuanto se refiere a dinero y a mercados, el aldeano se
muestra capaz de cambiar. El campesino, naturalmente, es mucho más roñoso
que el ciudadano; tiene egoísmo, pero no vanidad. No ve tampoco
posibilidades de ganar dinero de otra manera que la habitual. Tiende al ahorro
y a la miseria avarienta. La idea de la revolución para él encierra, sobre todo,
la idea de la inseguridad de su dinero y de sus tierras.
En lo que atañe a la economía, el aldeano, aun el más cazurro y
conservador, hila muy fino; una diferencia de pocos céntimos le basta para
cambiar de mercado y poner su vela al nuevo viento que sopla.
La vieja etología de las aldeas se quebranta también como todos los
conjuntos de hábitos y costumbres ancestrales. Siempre habrá sido lo mismo
en principio; la diferencia es hoy de cantidad; lo que antes era una pequeña
corriente innovadora que nutría a la aldea sin transformarla, ahora va siendo
ya una inundación que arrasa todo lo viejo.
Como se sabe, la palabra «anécdota» viene del griego «anekdotos»,
inédito, no escrito públicamente.
Tal condición de no publicado se halla justificada por la pequeñez, por la
falta de importancia que supone el relato contado. Éste se caracteriza por ser
una narración corta, casi siempre epigramática, con una frase acerada más o
menos ingeniosa.
Hay quien supone que la anécdota, como la biografía, es algo moderno.
Una y otra son tan viejas como el mundo.
En los Diálogos, de Platón, hay muchas anécdotas; las hay en las Vidas
Paralelas, de Plutarco; en la Historia de los doce Césares, de Suetonio, en la
Vida de Justiniano y en la de la emperatriz Teodora, escritas por Procopio; en
el libro de Diógenes Laercio, sobre los filósofos ilustres, y en las obras de
Macrobio.
La gente se figura que lo que se hace en su tiempo es de una novedad
extraordinaria, pero es una pura ilusión, quizá una ilusión vital, pero ilusión.
El gusto de las anécdotas se exageró en el siglo XVIII y en el XIX y se
convirtió en una verdadera manía. «No me gustan de la Historia más que las
anécdotas», dijo Merimée. Hace años, algunos jóvenes aseguraban:
«Queremos una Historia sin anécdotas.» Es siempre exagerar los términos
para dar una impresión de originalidad.
La anécdota ha llegado a la ciencia. La Psicopatología de la vida
cotidiana, de Freud, es un libro de anécdotas, más amenas probablemente que
veraces. La anécdota es casi siempre social y tiene un fondo satírico.
La teoría un tanto judaica sobre lo cómico del filósofo Bergson podría
tener mayor razón en la anécdota que en la risa. Yo no creo que la risa sea
siempre social. Hay muchas clases de risas…, que no son exclusivamente
sociales. Tampoco creo que sea cierto que el hombre aislado ría.
Naturalmente, si es un hombre condenado a la soledad absoluta, no tendrá
ganas de reír y será triste y llegará a estar mudo.
Todas las versiones deficientes e incompletas sobre el origen y el
mecanismo de la risa parecen aplicarse para comprender los caracteres de la
anécdota. Ésta tiene su mecánica.
Hay lo que llaman los psicólogos la teoría de la degradación, que explica
la risa por un desnivel brusco de las ideas. La sorpresa producida por una
espera que el acontecimiento reduce a nada, el contraste entre un concepto
que se va afirmando sobre una cosa y que se aplica luego a otra y falla.
El caso señalado por Bergson como manantial de risa, en el cual un
individuo en vez de dar una reacción inteligente da una reacción automática,
en la cual lo mecánico del fantoche substituye al personaje vivo, es muy
productor de anécdotas.
El fondo de lo anecdótico es lo humano, sobre todo lo de escaleras abajo:
la necedad, el orgullo, la vanidad, la incomprensión, la astucia, la venganza,
etc. Esto no quiere decir que no pueda entrar el heroísmo, el valor y la
abnegación.
La anécdota recoge toda la gama de las pasiones del hombre, pero
siempre se ocupa más de lo social, de lo ciudadano, de lo acostumbrado. Le
gusta lo que ofrece grandes contrastes, y lo que es exagerado. Explota lo
inconsciente, lo chocante, lo risible, lo deforme.
Con mucha frecuencia es antisocial, y como es antisocial tiene la lógica
de lo que es espontáneo contra lo que está legislado, de lo que es individual
contra lo que es colectivo y consuetudinario. Retrata lo íntimo que salta
debajo de lo exterior, de lo pomposo y de lo ceremonioso.
El gusto de la anécdota pone en claro nuestra ligereza, nuestra futilidad.
Sin querer, para nosotros la vida es algo que no tiene peso específico, algo
flotante que puede ser hermoso como un sueño o tétrico como una pesadilla,
pero que nunca es cosa real y seria. Somos los españoles los que hemos dado
en la literatura esta impresión de irrealidad y de irresponsabilidad,
comenzando por la novela picaresca.
Yo muchas veces me he propuesto escribir un libro serio, pesado,
respetable, bueno o malo; no lo he podido conseguir, todo me ha salido ligero
y liviano.
Sin duda, uno tiene íntimamente el gusto de la historieta, de la anécdota.
La manera corriente del género anecdótico está formada por las
equivocaciones, los juegos de palabras, las mistificaciones, las disputas, los
chismes, etc.
Se podría llegar a escribir una mecánica de la anécdota, pero quizá no
valdría la pena y sería un estudio muy complicado.
Se encontrarían varios tipos del género. Uno de ellos procede del buen
sentido que en ciertas circunstancias da impresión de absurdo. Diógenes va a
un baño público y encuentra que el agua está sucia:
—¿Dónde hay que lavarse al salir de aquí? —pregunta.
Un día que en la Academia Francesa discuten con furor los académicos,
uno de ellos, el señor de Meiran, dice:
—Señores, ¿y si no habláramos más que cuatro a la vez?
Hay unas anécdotas de pura candidez y otras de puro cinismo.
De candidez probablemente inventada:
Un turco que vuelve de un viaje a Constantinopla cuenta a un pachá que
los europeos se vuelven locos en un cierto día (el martes de carnaval), y con
un polvo que les ponen al día siguiente en la frente (el miércoles de ceniza) se
curan enseguida y vuelven a la razón.
Anécdotas de cinismo hay muchas:
En una conversación, el príncipe de Talleyrand dijo, refiriéndose a un
amigo allí presente:
—Lo que me gusta del señor de Montrond es que tiene pocos escrúpulos.
—A mí lo que me gusta del señor de Talleyrand es que no tiene ninguno
—contestó el aludido.
Refiriéndose al mismo personaje, que había sido obispo de Autun, luego
jacobino, después bonapartista, se había casado con una criolla india, y, por
último, era un sostén de la monarquía, un periódico satírico publicó un suelto
en 1814 al comenzar el reinado de Luis XVIII y al tomar posesión del trono
en las Tullerías: «Ayer, el Sr. Obispo de Autun tuvo el honor de presentar a
su esposa al Rey Cristianísimo.»
Hay anécdotas que son definiciones.
—El mundo es como una vieja coqueta. Disimula los años que tiene —
dijo Voltaire—, cuando se habla de la juventud o de la vejez de nuestro
planeta.
A Erasmo se le reprochaba que no observaba con rigor la cuaresma, y él
observó:
—Sí; tengo el alma católica y el estómago luterano.
Hay también las equivocaciones que dan origen a quid pro quos.
Un inglés estudia el francés para visitar París. Llega y entra en una
cervecería. Sabido es que celibataire y garçon, en cierto sentido, son
sinónimos; y que bière y cercueil tienen una acepción común. El inglés
quiere pedir cerveza, y en vez de decir:
—Garçon, une bouteille de bière —le dice al mozo:
—Celibataire, une bouteille de cercueil.
Es decir, que en vez de decir: «Mozo, una botella de cerveza», dice:
«Soltero, una botella de ataúd».
No hace muchos años, un sabio alemán que estaba en Madrid fue a una
tertulia que se celebraba en la redacción de una revista literaria. Después de
los agasajos de que fue objeto, el sabio se levantó y dijo:
—Yo, señores, recordaré siempre con entusiasmo esta tortilla.
Dijo tortilla, no tertulia.
Todo el mundo se echó a reír.
Existe también la anécdota extravagante e imposible.
Unos viajeros, algunos alegres, llegaron a una posada. Cenan, beben, y
uno de ellos dice que se va a acostar, que tiene que salir por la mañana y que
le despierten.
En la posada están las camas ocupadas y al viajero que quiere madrugar
le indican una cama donde duerme un negro. El hombre se echa y se duerme
como un tronco.
A uno de los viajeros se le ocurre embadurnar de negro la cara del
dormido con aceite y corcho quemado, sin duda por el gusto de la simetría.
Al día siguiente, por la madrugada, el viajero madrugador se despierta, se
viste y se mira al espejo:
—¡Qué imbéciles —dice—, en vez de despertarme a mí han despertado al
negro!
Y se desnuda y se acuesta.

Lo curioso es que cuando se trata de anécdotas se encuentra que no son


absolutamente originales ninguna.
Los nombres individuales en España son latinos, griegos, judíos, célticos
y germánicos, y alguno que otro quizá de origen vasco.
Entre los latinos, los más conocidos son Julio, Claudio, Máximo,
Marcelo, Antonio, etc. Entre los griegos, Hipólito, Timoteo, Basilio, Irene.
Los judíos, Juan, Manuel, Pedro, José, Jesús. Los celtas y germánicos,
Eduardo, Luis, Fernando, Alfonso, Enrique. De los nombres de origen vasco,
no sé si existen en España más que Lupo, que debió de ser transformación del
vasco Otsoa (lobo), luego convertido en Ochoa, y Eneco, que se transformó
en Íñigo y luego en Ignacio, y que aparece por primera vez en Íñigo Arista,
Rey de Navarra, que en su tiempo sería Eneco Aritza, o sea Eneco el del
Roble.
Además del nombre individual, que los romanos llamaban praenomen,
hay el nombre de familia, que en español se dice el apellido.
En la antigüedad el nombre de familia se hacía con una terminación de
aire abundancial. Se decía los Heráclides, los Seléucides, los Romúlides, etc.
En la Edad Media se comenzó a usar, como ahora, el nombre del
bautismo y el nombre del padre en latín y en genitivo. Así, de un Sancio o
Sancho se hacía Sancio Soncionis, o sea Sancho el de los Sanchos.
Este fue el origen del apellido patronímico.
El patronímico, derivado del nombre del padre, ha existido en toda
Europa. Johnson, Ibáñez e Ivanovich quieren decir lo mismo hijos de Juan o
Iván; como Petersen, Pérez y Petrovich quieren decir hijos de Pedro.
Este carácter de marcar la familia, el patrón, existe igualmente en los
apellidos ingleses, como Fitz-James, Mac Gregor, O’Neil, y también en los
nombres griegos terminados en poulos. Diamantopoulos quiere decir hijo de
Diamanto.
En España, cuando decayó la fórmula latina del genitivo, se empleó en
unas regiones la terminación en es o en is y en la vasca la terminación en az,
ez, iz.
Todas ellas indicaban procedencia. En la zona más latinizada, de García
se hacía Garcés y de Pero Peris.
En la zona vasca de Bela se hizo Belaz; de Gonzalvo, González, y de
Ferrando, Ferrándiz.
Los nombres acabados en vocal la perdían en el patronímico. Alvaro
producía Alvarez; Sancho, Sánchez; Ramiro, Ramírez. En cambio, Martín
daba Martínez; Esteban, Estébanez, e Iban, Ibáñez.
Algunos nombres, sin duda por su frecuencia, producían una infinidad de
patronímicos, y de Pelayo salía Pelíiz, Beláez, Peles, Pais, Páez.
Sancho, en su comienzo da Sancionis y luego Sánchez, Sáenz, Sanz,
Sáez, etc.
Hasta la mitad de la Edad Media no se empiezan a fijar los apellidos en
Europa y muy tardíamente, en el siglo XVIII y en el XIX, se inmovilizan del
todo y no cambian de padres a hijos más que cuando alguien se lo propone y
hace un expediente pidiéndolo.

En España, al patronímico se le une el nombre de lugar, y así hay el


García de la Mata, el González o el Gómez de la Peña.
Esta preposición de interpuesta entre el patronímico y el nombre de lugar
no creo que presuponga, ni haya presupuesto nunca, señorío o dominio sobre
una comarca o un pueblo. Podría suceder que el que tenga un apellido de una
casa o de una aldea sea descendiente de personas que tuvieron propiedad o
derecho sobre ellas; pero los que se llaman España, Aragón, Asturias,
Navarra, León, no son ni han sido nunca dueños de estas regiones.
Ello es evidente, porque si no constaría en la Historia.
Los que tenemos apellidos de aldeas o de caseríos es posible que nuestros
antepasados tuvieran alguna propiedad en ellos, pero no es tampoco seguro.
La partícula de en el apellido no quiere decir ni propiedad ni nobleza, al
menos en España, sino procedencia. Los Fernández de Córdoba no eran
dueños de Córdoba, ni los Alvarez de Toledo, de Toledo. Además, el uso del
de no está legislado entre nosotros como el von en Alemania, que es un título
nobiliario que no se puede usar si no se tiene permiso.
En España no creo que haya legislación alguna que dé una norma sobre el
empleo de esa partícula. Unas familias se la han quitado en el transcurso del
tiempo y otras se la han puesto. Ha dependido mucho de las corrientes
ideológicas del momento. En el País Vasco, a fines del siglo XVIII y
principios del XIX se tendió a suprimir el de, sobre todo entre los liberales. En
cambio, a final del XIX y principio del XX, por influencia del nacionalismo
vasquista, hubo la tendencia contraria, la de restaurar el de.
Yo lo he visto en mi misma familia. Yo soy y he firmado Pío Baroja; mi
padre, Serafín Baroja; mi abuelo, Pío Baroja, como yo, y mi bisabuelo, al
principio de su vida, cuando vivía en Alava, era y firmaba Rafael Martínez de
Baroja, y al establecerse en Oyarzun (Guipúzcoa), Rafael de Baroja y luego
Rafael Baroja. Era, como digo, la influencia del liberalismo.
En cambio, a mí, cuando he tenido discusiones con los nacionalistas
vascos, me han llamado éstos Pío de Baroja, porque los vasquistas han
querido llevar a los apellidos su antigua significación de origen. El de no
indica, al menos en España, aristocracia ni feudalismo, sino únicamente
procedencia. Los nacionalistas vascos lo han empleado en este sentido
primitivo, de solar.
Hay gente de poco sentido histórico que es capaz de llamarse de García
de Fernández, sin ver que en estos apellidos está ya comprendido el de.
Además de los nombres patronímicos y de lugar, hay otros de diferente
carácter.
De objetos agrestes: Peña, Mata, Guijarro, Montes.
De objetos acuosos: Río, Lago, Arroyo, Fuente, Torrente.
De árboles frutales: Peral, Manzano, Higuera, Ciruelo, Castaños.
De árboles no frutales: Alamo, Pino, Olmo, Carrasco.
De bosques: Soto, Pereda, Pineda, Manzanedo, Olmedo.
De plantas: Trigo, Maíz, Centeno, Aliaga, Jaramillo.
De objetos arquitectónicos: Casa, Tapia, Paredes, Palacios, Calle.
De objetos industriales: Sierra, Mesa, Llave, Cortina.
De indicación de tipo y color: Blanco, Rubio, Prieto, Moreno, Rojo,
Negrín, Enjuto.
De cualidades físicas: Largo, Cabezón, Grande, Delgado.
De cualidades morales: Bueno, Malo, Cazurro, Risueño, Alegre.
De país o provincia: Español, Francés, Alemán, Navarro, Aragonés,
Catalán.
De nombre de animales: Borrego, Cordero, Toro, Vaca, Pinzón, Zorrilla.
De oficio: Herrero, Tejero, Panadero, Carnicero, Tejedor, Alcalde,
Sacristán.
De santos: San Pedro, Santibánez, Santa Ana, San Martín.
Se dice que los judíos conversos en España llevaban apellidos especiales
por los cuales se les puede distinguir aún, pero no es cierto. Los apellidos que
llevaban judíos y cristianos en la Edad Media eran los mismos. Se dice que
los conversos tenían mucha tendencia a los nombres de santos: Santa María,
San Martín, Santa Ana; pero esto no hace que todos los que tengan hoy estos
nombres sean descendientes de conversos.
El mismo apellido puede llevar un aristócrata de casta, un plebeyo, un
judío y un gitano. El uno por haber tenido propiedad en una comarca o en un
pueblo, y los otros por proceder del mismo lugar. La persistencia del apellido
no indica siempre gran cosa. Dos familias del mismo patronímico y del
mismo nombre de lugar pueden no ser parientes y en cambio pueden serlo de
una manera directa familias de distinto nombre.
Debe ser ésta una de las dificultades de los genealogistas. ¿Cómo
averiguar, por ejemplo, que Juan Martínez de Artajona, del siglo XV, era hijo
legítimo de Martín Pérez de Estella? Si no hay una fe de bautismo, y es muy
raro encontrar libros parroquiales que no hayan desaparecido o no se hayan
quemado, del siglo XV para atrás, la tarea es muy difícil.
También es casi imposible averiguar si el Pérez de Vargas de Ubeda es
pariente del Pérez de Vargas de Cogolludo o de Pastrana.
Esa cuestión del uso del de y el aristocratismo del apellido ha preocupado
en todas partes. Hace un mes, al hablar de un presunto envenenador de sus
dos mujeres, del señor de Sainte-Martine, decía Le Figaro, de París, como
detalle importante, que no tenía derecho a usar la partícula. La cosa me
pareció bastante cómica.
Quevedo dijo de Pérez de Montalván:
El doctor tú te lo pones,
El Montalván no lo tienes,
conque quitándole el don
vienes a quedar Juan Pérez.
A Quevedo le reprochan también que se llamaba Gómez, que había
suprimido éste y que se había añadido Villegas.
Pasquín, en la comedia El ingrato, de Calderón, dice:
Si a un padre un hijo querido
a la guerra se le va,
para el camino le da
un Don y un buen apellido.
El que Ponce sea llamado,
le añade luego León;
el que Guevara, Ladrón,
y Mendoza, el que es Hurtado.
Yo conocí un tal por cual
que a cierto conde servía
y Sotillo se decía.
Creció un poco su caudal,
Salió de mísero y roto,
hizo una ausencia de un mes,
conocíle yo después,
y ya se llamaba Soto.
Vino a fortuna mayor,
eran sus nombres de gonces,
llegó a ser rico, y entonces,
se llamó Sotomayor.
Calderón no tenía mucha vis cómica, y se ve que esto es una broma de
teatro sin ninguna base ni realidad.

Modernamente, entre los escritores aristocratistas y estetas la


preocupación del apellido era grande. Balzac creía en una especie de destino
adscrito al nombre de la persona. Su padre lo cambió, y del Balsa o Balssa
(quizás era de origen español) se hizo de Balzac. Barbey d’Aurevilly hizo lo
mismo, añadiendo al Barbey familiar el d’Aurevilly. D’Annunzio parece que
era de la familia judía de los Rappoport y tomó un nombre fulgurante. Valle-
Inclán hizo lo mismo, y de Valle y Peña se convirtió en del Valle-Inclán.
Algunas gentes piensan que citar casos así es como una impiedad. ¿Por
qué? El que Balzac se llamara Balssa y no de Balzacno le quita nada a su
enorme talento. El que fuera plebeyo tampoco.
Los grandes escritores, casi todos, han sido plebeyos: Shakespeare,
Cervantes, el Dante, Balzac, Dickens, Dostoyewski, Verlaine…
La belleza y el genio, lo que no depende de prerrogativas sociales, no va a
brotar en la naturaleza por recomendaciones ni por influencias, sino de una
manera libre y espontánea.
Al pasar por delante de unos pequeños bazares de ropas hechas que hay
en París, en la Avenida de la Motte Picquet, que forman una manzana titulada
Villa Suiza, veo a un tipo que es la viva imagen de un conocido mío
bibliófilo de Madrid. El primer día de encontrarle me acerqué sorprendido,
aunque con un fondo de desconfianza, y al cruzar la mirada con el hombre
comprendí que no era el mismo. Me había equivocado, pero ¡qué gracioso!
Era un sosia de mi amigo el bibliófilo.
La famosa comedia de Plauto titulada Anfitrión es una comedia de
suplantaciones. A un señor rico, que está de viaje, llamado Anfitrión, le va a
substituir en el tálamo y en el hogar tomando sus rasgos y su tipo nada menos
que Júpiter. Al criado Sosia de la casa le reemplazará Mercurio. La dueña
Alimena no notará las substituciones.
Se ve que en este tiempo para los romanos los dioses debían estar en una
categoría muy baja, porque hacer que todo el dios padre Zeus Piter se
dedique a estas actividades de cuclillo es bastante significativo.
De la o ora de Plauto quedó el nombre del criado para representar los
tipos que presentan una semejanza extraordinaria. De aquí que a la persona
que tiene gran parecido con otra hasta contundirse con ella se la llama sosia.
El diccionario de la Academia Española no acepta sin duda la palabra, puesto
que no figura en él. También suelen llamar al sosia doble.
A Plauto le interesaban los casos de semejanza extrema y de
suplantaciones como materia teatral y escribió otra comedia, Los Meneshmas,
en donde hay dos gemelos de parecido tan extraordinario que los confunden
al uno con el otro. Esta obra la imitó después Shakespeare en La Comedia de
los Errores.
Siempre hubo cierta veneración en los pueblos primitivos por los
gemelos: Castor y Polux, Hércules e Ificles, Rómulo y Remo.
En algunos pueblos de Africa el caso de la mujer que daba a luz gemelos
se consideraba como una desgracia; por el contrario, en otra partes era una
suerte.
En la Historia los parecidos produjeron simuladores célebres; los Smerdis
de la antigua Persia, los falsos Demetrios de Rusia, el pastelero de Madrigal,
que se llamaba Gabriel Espinosa y fingía ser el Rey de Portugal Don
Sebastián, muerto en la batalla de Alcazarquivir. Los falsos delfines de
Francia eran sofisticadores por el estilo. Yo he conocido también un seudo
Borbón en Madrid, don Salvador, librero de viejo, muerto hace poco en el
hospital, y de quien escribí unos artículos.
En el folletín se han explotado con éxito las semejanzas extraordinarias.
Hay una novela de Paul Feval, El hijo del diablo, de varios hermanos tan
iguales que se les confunde a unos con otros, y otra de Ernesto Capendu, que
es por el estilo.
A mí me ha sorprendido repetidas veces encontrar en el extranjero tipos
de aire muy español en figura y en gestos que me recordaban otros vistos en
España.
Al ver a una persona así, igual a la conocida antes en mi país, me he
acercado a ella disimuladamente a oírle pensando que podría ser español y
me he quedado a veces sorprendido al oír que hablaba inglés, francés o
alemán. Este último de París me ha chocado más que ningún otro.
Estas coincidencias no son completamente difíciles de explicar. Es muy
posible que estos tipos de aire extranjero sean individuos que se infiltran en
un país en tiempo más o menos remoto. Así en España brota un tipo
escandinavo que se llama Pérez, Sánchez o Puchol, y en Dinamarca o en
Suecia uno que parece andaluz o siciliano que se llama Petersen o Nielsen.
Esto sorprende, pero sorprende más aún el encontrar en el extranjero no el
tipo, por ejemplo, español, sino caras iguales con la misma expresión de otra
persona conocida en el propio país.
Lo primero no es completamente extraño. Los diversos pueblos del
continente europeo tienen la misma constitución étnica en proporciones
diferentes.
Los europeos se pueden clasificar en varios grupos.
Dolicocéfalos rubios, altos y bajos.
Dolicocéfalos morenos, ídem, ídem.
Braquicéfalos rubios, ídem, ídem.
Braquicéfalos morenos, ídem, ídem.
Y al mismo tiempo, aunque escasos, tipos primitivos de aire negroide y
tipos degenerados de aire mongoloide.
Evidentemente, estas series se dan en toda Europa en mayor o menor
número, en capas más o menos estratificadas y en núcleos más o menos
puros, pero en general mezclados. Ello no es muy extraordinario. Más raro es
el parecido completo de gentes de distinto país.
Frecuente es la semejanza entre los gemelos, que llega a veces a ser tan
grande que hasta los padres y las madres no los distinguen de primera
intención. En algunas familias para reconocerlos inmediatamente los visten
de distinta manera.
En Los Meneshmas o Meneskmos, no sé cómo se tendrá que decir en
castellano, la comedia de Plauto inspirada en Menandro, hecha a base de dos
hermanos gemelos e iguales, hijos de un comerciante de Siracusa, hay una
serie de situaciones cómicas por la semejanza de los dos, uno de los cuales
luego se pierde y no se sabe cuál es.
En el libro El Jardín de flores curiosas, de Antonio de Torquemada, se
dan bastantes casos de parecidos extraordinarios.
Yo sé muy bien, dice uno de los que dialogan en este libro, que usted
conocerá, como yo, muchos relatos de estos, porque los habrá leído en varios
autores y principalmente en Pedro Mejía, que hace de todo ello un resumen
en la obra titulada Silva de varia lección.
El autor cita varios ejemplos. Dos jóvenes, de los cuales el uno se llama
Toranion, fueron a ver a Marco Antonio diciendo que eran hermanos, a pesar
de que el uno había nacido en Europa y el otro en Asia. Se parecían tanto que
no había ninguna diferencia entre el uno y el otro. Como Marco Antonio los
tomó por gemelos y luego se incomodó porque se había engañado. Toranion
le contestó diciendo que debía hacer más caso de que se parecieran tanto,
aunque fueran de diferentes naciones, que si fueran hijos del mismo padre,
como le habían dicho.
Vosotros habréis oído —sigue diciendo Torquemada— lo que muchos
autores escriben del rey Antiocus. Cuando éste murió, su mujer Laodicea
puso como rey, con las mismas armas e insignias reales, a uno que se llamaba
Artemo, nacido en Siria, el cual se parecía tanto al marido de Laodicea que
pudo reinar dos años sin que en este tiempo ninguna persona pudiese notar la
superchería.
Había un cierto personaje en Roma que se llamaba Cayus Bibius, tan
semejante a Pompeyo que no se le podía diferenciar a uno y a otro en ninguna
cosa, salvo en el traje. Casius Severus se parecía a Mirmilus, Lucius Plancus
a Robus, Marcus Messala a Menógenes, de tal manera que aquellos mismos
que les visitaban tenían trabajo en distinguirlos.
También era grande el parecido que había entre el emperador Augusto y
un joven que fue a Roma, según cuenta Macrobio en el segundo libro de Las
saturnales, y como le hubieran dicho a Augusto que este joven era igual a él,
hizo que le presentaran, quedando maravillado de ver en él su figura como
dentro de un espejo, y entonces le preguntó:
—Vuestra madre, sin duda, estuvo alguna vez en Roma —queriendo dar a
entender que quizá por casualidad era hijo de su padre.
Pero el joven, que era avisado, comprendiendo la malicia, replicó:
—Mi madre no estuvo jamás en Roma, pero mi padre vino varias veces.
La anécdota probablemente está inventada, porque no creo que a un césar
poderoso se le pudiera dirigir impunemente esa broma.
—Yo puedo contar otros casos que he visto muy dignos de admiración —
dice un interlocutor de El jardín de flores curiosas.
El maestro don Rodrigo Girón y el Conde de Ureña se parecían tanto que
los mismos criados que les servían no podían distinguirlos más que por los
trajes y condecoraciones.
De otro de los casos se podrían encontrar testigos en la casa del Conde de
Benavente, porque hace veinte años, o un poco más, el Conde tenía un lacayo
al cual un desconocido fue a encontrar diciendo que era su hermano y que,
siendo niño, había salido del pueblo con sus padres. Los dos se parecían de
tal manera que no se les podía apenas distinguir. El recién venido era de más
edad que el otro, y cuando el lacayo fue llamado para recibir cierta herencia
que le venía de los bienes de su padre, dijo que él no conocía al forastero, su
supuesto hermano, que no era del país y lo afirmó con juramento. El otro
estaba tan obstinado y perseveró tanto en considerarle como su hermano que
el Conde de Benavente le mandó a una casa a visitar a una vieja que era su
madre.
El lacayo marchó también y cuando estuvo en la casa no pudo convencer
a su madre de que el forastero no era su hijo y que la quería engañar. La vieja
estaba dispuesta a creer que era su hijo, y para acabar de asegurarse le indicó
al forastero:
—Si usted es mi hijo debe tener una señal en el pie derecho, que se hizo
de una quemadura siendo muy niño.
El recién llegado se maravilló al oír esto, y respondió que era verdad, que
él tenía la marca que ella decía. Esto debió de ser en tiempo muy remoto,
porque no recordaba el haber estado en aquel pueblo ni haber visto jamás
aquellas tierras.
«También he visto yo —dice uno de los que dialogan en el libro— otro
caso maravilloso cuando era joven, en un lugar cerca de Segovia, en donde
estuve cuatro o cinco días en la casa de un labrador acomodado, buena
persona y de mediana hacienda. La mujer de él me dijo que tenía dos hijas
tan semejantes que volviendo los ojos no se podían conocer ni diferenciar una
de otra. Estas niñas tendrían entonces trece o catorce años, y cuando yo
pregunté a la madre cuál era la mayor, me mostró una y me contestó que era
de media hora de más edad que la otra, y que con ellas había venido al mundo
un otro hijo, el cual estaba con un tío, en Segovia, y como yo quedara
asombrado de esto, replicó ella:
—El mozo es tan semejante a las otras dos que, cuando un día vino a
vernos para reunirse con nosotros en las fiestas de Pascua, él y esta hermana
suya cambiaron sus vestidos y durante todo el día su padre y yo no les
pudimos conocer, riendo ellos con gran alegría de que nosotros no les
conociéramos y que los tomáramos al uno por la otra, hasta que por la noche
se manifestaron quiénes eran y nosotros apenas podíamos creerles».
Dejando el caso de los gemelos, en la Historia hay casos frecuentes de
sosias. Napoleón tuvo uno en un oficial llamado Latouche, que por provocar
errores fue castigado.
El rey Eduardo VII, cuando era Príncipe de Gales, llegó a tener, según se
dice, cuatro sosias. El primero, Ralph Hunter, comerciante, hombre poco
destacado; el segundo, Percy Marchten, bolsista. A éste en la Bolsa de
Londres le llamaban «majestad». Cuando fue a París y entró en un café del
boulevard la orquesta tocó el God save the King. El tercero era Alfredo Stern,
hermano de Lord Michelham. Éste, que no debía tener la cabeza muy fuerte,
se creía el auténtico príncipe heredero y quería visitar a la reina Victoria, a
quien consideraba como su madre. El cuarto era un comisario del puerto de
Portsmouth.
Hubo también un doble del presidente americano Taft, en Pittsburg, en
1910, en la persona de un sargento de policía llamado Thomas Morley. El
presidente tuvo la amabilidad de invitarle a comer con otras personas. Los
dos vestían lo mismo, tenían la misma cara y la misma expresión y los
comensales les contemplaban con asombro.
Por el mismo tiempo el presidente Fallières tuvo un sosia que cultivaba su
parecido. Era un comerciante de París, a quien esta semejanza enorgullecía.
Paseaba por la plaza de la Estrella y por los Campos Elíseos, y como al
principio se le creía el auténtico presidente, todo el mundo le saludaba, hasta
que después, sin duda, la gente notó el engaño y ya no se le hacía ninguna
reverencia. Entonces él decía con tristeza:
—Ya no hay entusiasmo republicano. Se me saluda menos que antes.
El dominico célebre en su tiempo, el padre Didon, que predicaba en la
iglesia de la Magdalena, parece que era igual que el cómico Coquelin, y el
padre Monsabré, otro dominico elocuente, famoso por sus conferencias en
Nuestra Señora de París, tenía los mismos rasgos fisonómicos de un cantor de
café concierto llamado Bertholier. Estos parecidos se prestaban a chistes y a
frases poco edificantes.
En Alemania, el conde Zeppelin tenía varios dobles que eran objeto en la
calle de manifestaciones entusiastas. El ministro Lockroy, cuando fue a
Constantinopla hace muchos años, se encontró con que el sultán Abdulhamid
era el vivo retrato del escritor francés y judío Alfredo Naquet.
El profesor vasquista Dogson se encontró en España con un cura viejo de
Tolosa que era la contrafigura del Papa León XIII, y vio en un pueblecito
vasco un alcalde con la misma vitola de Bismarck.
Los sosias que se llamaron cambiones antiguamente, preocuparon en la
Edad Media, porque se creía que había substitución y que las hadas maléficas
y celosas ponían uno de sus hijos en lugar del auténtico.
Casos de semejanza produjeron en Inglaterra, sobre todo, reclamaciones
de herencias que apasionaron al público. Hace años un falso barón Tichborne,
que después de un largo proceso resultó llamarse James Orton, conmovió
mucho a la gente.
También hubo en 1907 el caso de una mujer que se presentó ante el
tribunal inglés asegurando que su marido, con el que había vivido siempre y
con el que había tenido cinco hijos, aunque seguía teniendo la misma figura
que siempre, era otro hombre. Esta mujer, evidentemente, era una histérica,
una chiflada, si es que no se había dejado embaucar por algún mago
espiritista y creyente en la metempsicosis.
En España, en mi tiempo, hubo también algunos sosias. El Vizconde de
Güell era tan parecido a Jorge V de Inglaterra que se le hubiera tomado por
este rey.
El sosia de Pérez Galdós era un sastre de Madrid, de la calle de Toledo.
Algunos decían, cuando Galdós entró a formar parte activa del Partido
Republicano, que era el sastre el que iba a los mítines, mientras el novelista
estaba en su casa escribiendo sus libros.
Se contó también que a un agricultor entusiasta de Galdós y que quería
convidarlo a comer en su casa, se le llevó al sastre y que aquél, después, en el
sillón donde se sentó el seudo Galdós, había puesto un cordón para que nadie
se sentara en él.
Yo no sé si será fantasía o realidad, pero tengo la impresión de haber
acertado bastantes veces en mis inducciones políticas, literarias y personales.
Seguramente no indica mucha modestia el decirlo. Yo creo que cuando he
tenido algún acierto de intuición, esto ha dependido del aislamiento, de no
vivir influido por las opiniones y los tópicos generales.
De lo que no veo, en general, no llego a tener más que opiniones muy
vagas e inseguras y no siento deseos de completarlas; en cambio, de lo que he
visto, mis juicios son demasiado rotundos sin querer.
Siempre he notado que cuando una persona expone una opinión tajante,
en España se dice: «Es que quiere singularizarse.» Esto dice la gente
benévola; los demás aseguran: «Es un imbécil.»
A mí, al menos, cuando he asegurado hace más de cincuenta años que el
autor más significativo de nuestra época iba a ser Dostoyewski; cuando
indicaba que ni Anatole France, ni Paul Bourget, ni d’Annunzio, eran grandes
escritores y afirmaba que para mí el mayor poeta del tiempo era Paul
Verlaine, me achacaban el afán de singularizarme. Otros pensaban que un
hombre oscuro no debía permitirse el lujo de expresar afirmaciones rotundas.
En lo que no contemplo con mis ojos, yo no tengo idea alguna. En la
guerra mundial, yo no veía quién tenía la culpa del conflicto; ahora, si viniera
éste, me parecería que son las maniobras de Alemania y de Italia las
causantes de la catástrofe. Entonces no tenía opinión. El resultado de la
guerra tampoco se advertía. La curiosidad y el interés directo de las cosas
producen clarividencia.
Hace algún tiempo una señora hispano-americana me contaba con
detalles una expedición que había hecho de noche en plena selva brasileña
con el objeto de presenciar una fiesta de negros dirigida por un brujo.
Cuando concluyó su relación yo le pregunté:
—¿Es que tiene usted algo de irlandesa?
—¡Qué raro! —exclamó ella—. ¿Por qué me ha preguntado usted eso?
¿Qué tiene que ver una cosa con otra?
—¿No tiene usted nada de irlandesa?
—Sí, sí, mi padre era irlandés. ¿Lo sabía usted?
—No.
—¿Y por qué ha hecho usted la pregunta?
—Cuando me contaba usted esta historia yo pensaba: «¿Por qué esta
mujer ha sentido ese interés por presenciar una fiesta de negros
evidentemente peligrosa? Hay en ella un fondo de curiosidad y de atractivo
por el misterio. El tipo de esta señora —seguía pensando— es meridional,
pero no parece italiana ni española; su estatura alta no es frecuente en el
Mediodía. Quizá sea irlandesa; por eso le he hecho la pregunta.»
Hace unos días, con Enrique Méndez Calzada, que tiene la atención de
prestarme libros con frecuencia, y con C. del Esla, que ha estado en el Madrid
rojo de corresponsal de La Nación, de Buenos Aires, estábamos en un café de
la Avenida de los Campos Elíseos hablando de la situación de España. Éste
me dijo:
—¿Se acuerda usted? Meses antes de la instauración de la República le
fui a ver a su casa, a Vera, y le hice una interview para El Heraldo de
Madrid. Se respiraba republicanismo por todas partes. Usted me dijo que no
creía en la República, y añadió: «La República, para tener éxito en España,
tendría que ser unitaria y dictatorial.»
Tenía una vaga idea de esto, pero no lo recordaba con exactitud.
Cuando marchaba en el metropolitano para mi casa pensaba:
—Es curioso que un hombre como yo, que ha tenido la visión bastante
clara de los hechos políticos, sociales y literarios, luego no haya intervenido
en nada. Quizás es inhumano el acertar. He sido como un médico que ha
hecho unos cuantos diagnósticos buenos, y nada más.
De la política española de los últimos años pensé siempre que iba a ser
fatal. Las Cortes Constituyentes, según mi opinión, serían un fracaso, y lo
dije; los Estatutos catalán y vasco, otro. Respecto a los hombres: Azaña,
Lerroux, Gil Robles, Largo Caballero, me parecían necesariamente abocados
a dar tropezones y a hundirse definitivamente.
En la cuestión de la guerra civil, mucha gente amiga ha reñido conmigo
porque yo intentaba ver los hechos con claridad y ellos querían mezclar los
hechos con sus deseos y con el sentimentalismo. Así, resultaba que todos los
desastres de los rojos eran para ellos ventajas; que perdían los pueblos del
Norte, mejor; que les cortaban el Mediterráneo, magnífico; todo lo malo era
bueno, según su opinión. Yo siempre dije: «La guerra la ganarán los
nacionales… Ahora, la paz es otra cosa.»
Hace unos años, una señorita conocida me invitó a ir con una amiga suya
a casa de ésta, en un pueblo donde vivía su padre, que había estado enfermo y
se encontraba en la convalecencia. El hombre me dio mala impresión.
La señorita conocida me preguntó:
—¿Qué le ha parecido a usted el padre de mi amiga?
—Muy mal. Yo creo que antes de dos meses se ha muerto.
—¡Qué cosas dice usted!
—Así lo creo.
Efectivamente, antes del mes se murió, y la señorita me indicó después:
—Mi amiga está incomodada con usted por lo que dijo usted de su padre.
—Pues es una estupidez —le contesto yo—, porque primeramente yo no
se lo he dicho a ella. Se lo dije a usted. Luego yo no he hecho más que
señalar algo que me parecía evidente.
Sin duda esto no vale.
Cómo yo creo tener cierto instinto de diagnóstico, cuento con frecuencia
una historieta de hace cerca de cuarenta años, en la cual intervine.
Tenía un conocido que se llamaba, no sé si de título o de apellido,
Marqués. El Marqués me presentaba siempre como hombre de gran
penetración. El motivo de este juicio halagüeño, para mí, era un pequeño
éxito de inducción que tuve con él hace mucho tiempo. Existían aún en
Madrid Los Jardines del Buen Retiro. Yo solía ir casi todas las noches de
verano a pasar unas horas allí y a oír ópera barata.
Al principio de la temporada solía estar aquello bien; luego quedaba
lánguido y triste, con un aire provinciano, y nos conocíamos todos los
concurrentes. En las pequeñas tertulias se murmuraba y se contaba la vida y
milagros de los unos y de los otros. En el grupo adonde iba yo había algunos
tenorios, grandes paseantes que iban allí a hacer conquistas, a trabajar, como
decían ellos, y dos o tres gandules, entre los que me contaba.
Había hablado yo un día, entre mis amigos, de las deducciones del policía
aficionado Dupin, de La carta robada, de algunas otras historias de Edgar
Poe y de la posibilidad de que por lógica se llegara a obtener un resultado de
averiguación.
Días después, un domingo, ya de final de agosto, estábamos sentados en
la pista el Marqués, un amigo estudiante de arquitectura, gallego, enamorado
perpetuo de una tiple, y yo, cuando entró en Los Jardines un señor de aire
amable, de barba cana, con dos muchachas bonitas vestidas de claro. Eran,
sin duda, padre e hijas. El señor tenía buen aspecto; las hijas parecían
modestitas.
—¿Quién demonios es esta gente? —dijo uno de nosotros—. No han
venido nunca aquí.
—¿Serán forasteros?
—¡Forasteros en agosto y en Madrid! ¡Ca!
El señor y sus hijas no parecían conocer a nadie.
—¡A ver esa lógica! —me dijo en broma el Marqués—. A ver si deduce
usted quiénes son ese papá y sus niñas por el sistema del señor Dupin.
—Va uno a quedar mal —pensé yo.
No encontraba indicio alguno que me pudiera dar la menor luz.
Representaban Sonámbula. Estuvimos al lado del padre y de las
muchachas y los oímos hablar. Acabó el segundo acto de la ópera, y de
pronto dije, triunfante, a mis amigos:
—Ya sé quienes son el padre y las hijas.
—¿Quiénes son?
—Pues son unos ferreteros alaveses que viven en la calle de Toledo o de
los Estudios, gente de buena posición que se llaman Zárate, Bengoa, Zúñiga o
algo parecido.
Se rieron mis amigos y dijeron:
—Vamos a seguirles cuando salgan.
El Marqués consideraba que no tenía que trabajar aquella noche.
Efectivamente, salieron padre e hijas y salimos nosotros detrás. Las
chicas creían que íbamos tras ellas con intenciones amorosas, y se hablaban y
se reían.
—Con que alaveses…, ferreteros…, de la calle de los Estudios… y Zárate
—repetía el Marqués con sorna.
—Y que no me vuelvo atrás —decía yo con petulancia.
Recorrimos la calle de Alcalá, cruzamos la Puerta del Sol, tomamos por la
calle Mayor, luego por la plaza del mismo nombre, entramos en la calle de
Toledo, después en la de los Estudios y se detuvieron el padre y las dos hijas
delante de una casa con una tienda.
Hubo un momento de asombro entre mis dos compañeros, del que
participé yo.
En el rótulo decía: «Ferretería de Ortiz de Zárate».
—¿Estas señoritas viven aquí? —preguntó el Marqués, con su desparpajo
habitual, al sereno.
—Sí, señor; aquí viven.
—¿Son de la ferretería?
—Sí, señor.
Nos volvimos al centro.
—Vamos, que nos ha tomado usted el pelo —me dijo el Marqués—.
Usted conocía a las chicas.
—No, no las conocía.
—¡Bah!
—De verdad.
—Pues, ¿cómo ha averiguado usted quiénes eran? ¿Se lo han dicho a
usted?
—Ya ha visto usted que no he hablado con nadie.
—Pues, ¿cómo ha sido?
—Por inducción. No se ría usted. Es verdad. Yo he estado pensando,
como ustedes, si estas muchachas serían madrileñas o serían forasteras, y
cuando las he oído hablar me he confirmado en la idea de que ellas eran
madrileñas, pero el padre no. La voz y el acento del padre me parecieron de
riojano o de navarro. «¿Madrileñas y con este aire modestito y encogido?»,
me pregunté. Y se me ocurrió si serían chicas de familia comerciante de un
barrio apartado. Estaba en este momento de formación de mi juicio sobre
ellas, cuando vi que las saludaba muy afectuosamente desde lejos don
Ricardo Becerro de Bengoa, que ha sido profesor mío en el Instituto de San
Isidro. Este Instituto está, como saben ustedes, en la calle de Toledo. Ya tenía
estos datos medio seguros, medio hipotéticos: chicas modestitas de familia
comerciante, de un barrio apartado, amigas de Becerro de Bengoa, que es
alavés y profesor de San Isidro. De aquí deduje: el padre no es riojano, ni
navarro, sino alavés. ¿Qué comercio tienen preferentemente los alaveses en
Madrid? La ferretería. ¿Hacia qué barrios? Hacia la calle de Toledo. Becerro
de Bengoa conoce a esta familia por ser alavés y la trata porque tendrán su
comercio cerca del Instituto de San Isidro, que está en esa calle, donde él da
clase. Con estas suposiciones, como ven ustedes, bastante fundadas, me he
lanzado a hacer mi afirmación.
El Marqués y mi amigo el estudiante me felicitaron por mi éxito, que no
he podido repetir muchas veces.
Estos pequeños éxitos me han hecho pensar que soy un hombre de cierta
intuición.
SEGUNDA PARTE

DIVULGACIONES CIENTÍFICAS
La hueste antigua, que por una contracción de voces dio origen a la
palabra estantigua, significaba primitivamente una procesión de fantasmas,
que se presentaba por la noche causando espanto.
La palabra estantigua tiene hoy un significado, más corriente, de persona
alta, seca y estrambótica.
Algunos suponen si la palabra estantigua vendrá del bajo latín stantiva,
cosa puesta de pie o erguida, pero la primera etimología parece la más segura
y acertada.
La hueste antigua era una comparsa de aparecidos o almas en pena con la
dirección de alguno que otro diablo. Debían llevar la mayoría cirios
encendidos, y se supone que cantarían salmodias fúnebres y tristes. Este
cortejo, lúgubre y diabólico, debía considerarse como muy posible en todas
partes en la época medieval. En España existía la creencia desde el norte al
sur y del este al oeste.
En cada región, indudablemente, presentarían un ligero matiz diferencial.
En el País Vasco, en la parte recóndita, no he oído hablar de estas
procesiones nocturnas de aparecidos; pero, en cambio, hacia las
Encartaciones debía existir la creencia, porque he leído un artículo de don
Antonio de Trueba, en la Ilustración Española, contando uno de esos festejos
nocturnos por uno que los creyó ver.
En el País Vasco, más que en aparecidos, se creía en brujas vivas, en
mujeres de poder mágico y oculto. Quizá en esto influyera una lejana
tradición de matriarcado primitivo. En el país, la mujer era tan importante
como el hombre, lo contrario de lo que ocurría en los pueblos clásicos:
romanos, griegos y judíos, en donde la base de la familia y de la sociedad era
el patriarcado.
Por cualquier parte tenía que llegar a España y a los demás pueblos de
Europa la superstición de estas procesiones de fantasmas nocturnos, porque
todas las religiones antiguas creyeron en las almas en pena y en los espectros.
Donde ya la teoría estaba más cuajada y más definida era en los países
romanos; de ellos, probablemente, vendría a España, y se mezclaría con las
supersticiones autóctonas y con las ideas cristianas. Los romanos, según
Ovidio y Apuleyo, daban el nombre de lemures a las almas de los muertos, y
distinguían en ellas dos especies: las buenas, pacíficas y protectoras, que
llamaban lares, y las intranquilas, enemigas y malignas, a quienes conocían
por larvas o fantasmas.
La palabra «lar» (laris), de origen etrusco, significa jefe. Había los
grandes lares, que eran dioses importantes, y los pequeños lares. Entre estos
se especializaban los lares marinos, protectores de un barco; los lares
urbanos; los lares compítales (de las encrucijadas), viales (de los caminos),
rurales, familiares, etc. La palabra larva significaba en latín máscara,
fantasma, y se relacionaba con Lara y Larunda, diosa de los muertos.
Las larvas eran espíritus malhechores, almas en pena, de gente malvada y
atravesada, que tenían odio por los hombres, a quien gustaban inquietar y
perturbar. Estas larvas, según Apuleyo, andaban errantes y vagabundas en
castigo de sus fechorías y de su mala vida, y producían terrores pánicos a las
personas sencillas.
Según el sistema de Pitágoras y de Platón, las almas virtuosas de los
bienaventurados subían al Empíreo, en cambio, las de los malos se dedicaban
a molestar a los pacíficos ciudadanos. Esta idea vieja subsiste en el
espiritismo actual, que se considera moderno.
Los romanos no las debían de tener todas consigo en cuestiones de
aparecidos y almas en pena, por lo menos en su casa se ve que no los querían
tener. Quizá les parecían bien en los caminos, en los barcos y en las
encrucijadas.
—Lemures, pero no por mi casa —solían decir aquellos pomposos
señores.
De cierto en cierto tiempo, solían hacer, de noche, una ceremonia para
suplicar a la fauna lemúrida, fuera buena o mala, lares o larvas, para que se
retiraran de su domicilio y se fueran con la música a otra parte.
La ceremonia consistía en lavarse las manos en una fuente, en plena
oscuridad nocturna, y en echar después, por encima de la cabeza, hacia atrás,
unas habas negras que llevaban en la boca.
El haba negra era, sin duda, el alimento de personas difuntas, y por eso
Pitágoras recomendaba a sus discípulos que no la comieran.
El «pater familias» cuando echaba las habas hacia la espalda decía:
—Me libro a mí y a los míos. ¡Salid, manes paternales!
En Roma se celebraban fiestas en honor de los lemures, que se llamaban
lemurias.
Como se ve, en el paganismo esta cuestión de las almas en pena estaba ya
resuelta y clasificada.
En la época cristiana, el papel de los aparecidos es un poco más oscuro.
Hay quien cree en ellos, hay quien duda y hay quien los niega. Del Río,
Rivadeneyra, Pierre de Lancre y otros muchos autores, entre los crédulos, dan
reglas para discernir cuándo una aparición está producida por los ángeles o
por los demonios. Al parecer, los ángeles se presentan en forma de jóvenes,
de viejos venerables y de niños. Nunca en forma de mujer. A veces toman
figura de águila y también de paloma. Así se le aparecía un ángel a Santa
Catalina de Siena. Los demonios, en cambio, tienen tendencia a disfrazarse
de perro, de gato, de serpiente, de cocodrilo y de mujer guapa. Éstos deben
ser de los más peligrosos por sus atractivos. Algo como las mujeres fatales
del cine.
También hay alguna relación entre el diablo y el cerdo, no muy clara. El
cerdo debía de ser un animal tabú entre los semitas y tenía afinidad con los
espíritus malignos, a juzgar por el Evangelio.
No hay manera de resolver con exactitud qué naturaleza tienen o tenían
los fantasmas que formaban la hueste antigua. Hay una corta relación de ella
en el Milagro de Teófilo, de Gonzalo de Berceo, escrita con la ingenuidad y
la candidez de primitivo, no igualadas por nadie en España.
El vicario o ecónomo Teófilo, «vice dóminus» de la iglesia de Adana, en
la Cilicia, está a punto de ser obispo, pero por modestia renuncia a este honor.
No era de la escuela de los políticos actuales. Nombran un nuevo obispo, y
éste destituye a Teófilo y pone en el cargo a otro vicario. Teófilo se irrita, se
convierte de Abel en Caín, como dice el autor. Comienza a ver en peligro su
hacienda, y se lanza por los caminos del pecado y de la apostasía. Conoce a
un judío y se hace amigo de él.
Do morava Teófilo en essa bispalia
Avie y un iudio en essa iuderia:
Sabie él cosa mala, toda elevosia
Ca con la uest antigua avie su cofradria
Era el trufán falsso, lleno de malos vicios,
Savie encantamientos e otros artificios
Fazie el malo cercos e otros artificios
Belzebud lo guiava en todos sus oficios.
Aquí aparece Belzebuth, dios sirio, el dios de las moscas, que para los
israelitas era el príncipe de los demonios. El judío le convence al vicario
Teófilo y le lleva de noche al campo, a una encrucijada, sitio clásico para
conferenciar con Satán y sus congéneres.
Prísolo por la mano la nochi bien mediada,
Sacólo de la villa a una cruzeiada.
Dissol: «Non te sanctigues, nin temas de nada,
Ca toda su fazienda será cras meiroda.»
Vio a poca de ora venir muy grandes gentes
Con ciriales en manos e con cirios arulentes,
Con su rei emedio, feos, ca non luzientes:
Ia querría don Téofilo seer con sus parientes.
A los de la huerta antigua, aquellos semeianos.
Teófilo hace un pacto con el diablo y pierde su alma, pero la Virgen,
siempre bondadosa, le salva del Infierno.
Seguramente esta descripción de la hueste antigua del maestro Gonzalo es
la más primitiva de las que puede haber en lengua castellana. En el poema de
Fernán González se habla de la hueste y los vasallos, que se quejan de la vida
aventurera que les hace llevar su jefe. Dicen:
A los de la hueste antigua, aquellos semeianos.
Relaciones modernas de aparecidos se oían antes con referencia a las
casas de duendes. En la literatura moderna española recuerdo la de Trueba y
un relato, de un libro de Fernán Caballero, de unos estudiantes que,
fingiéndose fantasmas, van a robar de noche a la huerta de un propietario,
llevando velas encendidas en las manos. Como se ve, esta hueste antigua es
una parodia o una broma.
Los estudiantes, en su marcha, entonan esta cantinela:
Andar, andar
hasta llegar al peral.
Cuando íbamos vivos
andábamos por estos caminos,
y ahora que estamos muertos
andamos por estos desiertos.
¿Hasta cuándo durarán nuestras penas?
Hasta que las sárgenas estén llenas.
Esta palabra sárgena no sé qué quiere decir.
La variación española de la hueste antigua probablemente es la del
pecador que asiste a su propio entierro.
Esto se cuenta, supongo yo que por primera vez, en el Jardín de flores
curiosas, en que se tratan algunas materias de humanidad, philosophía,
theología, geografía con otras cosas curiosas y apacibles, por Antonio de
Torquemada, libro muy divertido y ameno, publicado en Salamanca en 1570.
Cervantes habla mal de este libro en Don Quijote, pero luego lo imita en Los
trabajos de Persiles y Segismunda.
El doctor don Cristóbal Lozano reproduce la historia de Torquemada en
las Soledades de la vida y desengaños del mundo, en donde el estudiante
Lisardo presencia su propio entierro y pregunta por el muerto y todos le dicen
que es él.
Don Gonzalo de Céspedes y Meneses cuenta una aventura parecida de un
capitán de su mismo apellido, sucedida en Granada.
Después, la anécdota pasa íntegramente a El Estudiante de Salamanca, de
Espronceda, y al Capitán Montoya, de Zorrilla.
En literatura el erotismo y la patología sexual es lo que menos me
interesa. O todo está basado en tiquis miquis ridículos, o si las aberraciones
que se exponen son auténticas entonces constituyen más bien casos tristes,
desagradables, más de hospital o de manicomio que de arte literario. Claro
que lo erótico constituye siempre un ingreso para ciertos autores y cierta clase
de profesores de medicina.
Generalmente los escritores que se precian de católicos dan mucha
importancia a esos temas más o menos inventados del erotismo. En un libro
que he leído acerca del novelista Francisco Mauriac se hace recalcar su
actitud de católico y su predilección para asuntos pecaminosos. El mismo
reconoce que la idea del pecado influye mucho en sus obras.
También influía en escritores como Balzac, en imitadores suyos como
Barbey d’Aurevilly y probablemente en el mismo Stendhal.
En Zola, Maupassant, etc., ya no influyó pero sí en tipos como Huysmans
que escribió À Rebours y que fue aficionado a misas negras, a sesiones
espiritistas y a otros espectáculos de bazar demoníaco, para uso de las viudas
ricas inconsolables, empleados municipales y sargentos de gendarmería.
También pesó mucho la idea del pecado en la literatura de Paul Bourget.
Respecto a Stendhal que era un espíritu lógico y poco dado a las
supercherías literarias, aunque con frecuencia snob, influyó también la idea
del pecado. En él se lee escrito con cierta delectación que una dama italiana
al tomar un sorbete decía:
—Qué lástima que esto no sea pecado.
La frase expresa la tendencia demoniaca de los católicos que creen que el
pecado hace mayores los placeres a lo cual dan mucha importancia. Esta
anécdota tiene el inconveniente de que es vieja como todas. No es del tiempo
de Stendhal; la he leído no hace mucho en un libro antiguo no refiriéndose a
una dama italiana, sino a señoras españolas que tomaban chocolate. Es
posible que se llegara a encontrar la anécdota entre las mujeres de los griegos
o de los egipcios de la cincuenta y cuatro dinastía, si es que la hay. En la
literatura moderna, desde Choderlos de Lacios, el autor de las Liaisons
Dangeureuses y el marqués de Sade hasta nuestros días ha habido muchos
románticos del vicio sobre todo en Francia y en Inglaterra. En Francia lo
fueron Balzac, Barbey d’Aurevilly, los Concourt, Baudelaire, Huysmans,
Jean Lorrain y ahora André Gide, Bernanos y Mauriac. Entre los italianos se
distinguió d’Annunzio. Entre los ingleses Oscar Wilde ha sintetizado la
patología erótica literaria. Los alemanes modernos han tratado estas
cuestiones de una manera pesada y pedantesca.
Los escandinavos han tenido a Strindberg, que era también un hombre
patológico y sádico, con el mismo repertorio clásico de satanismo, vicio,
ciencias ocultas, y al último conversión. Toda la lira.
En España, los autores eróticos modernos han sido insignificantes, de
poca monta.
De la lista de escritores cuya obra se ha basado en desviaciones sexuales,
los que tuvieron el honor —si esto puede ser honor— de dejar su nombre en
la patología, uno fue el marqués de Sade y el otro Sacher-Masoch.
Sade era un perturbado con puntas y ribetes de criminal. Sacher-Masoch
era un enfermo, un loco. De Sade vino la palabra sadismo, el placer de hacer
sufrir a los demás, de Sacher-Masoch, el masoquismo o sea el gusto de sufrir.
El sadismo en la vida individual me parece más frecuente que el
masoquismo.
Entre los niños se observa en casi todos la crueldad; el placer de hacer
sufrir a los compañeros o a los animales. Después los años, la comprensión,
apacigua estos instintos, pero desde que se produce un trastorno social se
vuelven a manifestar con fuerza. El masoquismo es evidentemente más raro
como caso individual, pero colectivamente existe. La tendencia de las masas
a la humillación y al servilismo son síntomas claros de ello.
En Europa se da más el sadismo en los pueblos del Sur; el masoquismo
aparece con más frecuencia en el Norte y sobre todo entre los eslavos.
Parece que siempre ha de haber víctimas y verdugos, y los meridionales
tienen más de verdugos que de víctimas. En España el chulo, en Francia el
voyou o el goujat, en Italia el lazarone, algunos de estos tipos degenerativos
del caballero antiguo son sádicos como lo es Don Juan. En Rusia y en
Austria, a juzgar por su literatura, aparecen más tipos masoquistas. Los libros
de Dostoyewski y de Tolstoi están llenos de esa clase de seres.
Sadismo y masoquismo a veces se reúnen en la realidad como en aquel
célebre proceso de hace treinta años de la Tamovska en Venecia.

Leopoldo Sacher-Masoch era austríaco, mixto de germano y de eslavo.


Por su tipo espiritual yo supongo que tenía también algo de judío; La
Galitzia, donde nació, está infiltrada de raza judía.
El escritor viene al mundo en Lemberg, en 1836. Muere en Lindheim
(Alemania), en 1895.
Su padre era alemán y jefe de policía, su madre descendiente de una
antigua familia polaca; los Masoch.
En un libro publicado hace un año por Mark Amiaux con el título: Un
gran anormal: El caballero de Sacher-Masoch. Viene en la portada una
fotografía de éste en la cual pone al pie: Documento: Mercurio de Francia.
Su cabeza, a primera impresión, parece una cabeza de mujer, y de mujer
alucinada. Es una cara flaca, de una gravedad siniestra, ojos hundidos fijos;
oreja defectuosa, en asa, y separada de la cabeza, boca grande y de labios
abultados, tipo imberbe y pelo negro. Desde la frente hasta la base de la nariz
mucha distancia y desde ésta hasta el mentón muy poca.
Este es el retrato del caballero Sacher-Masoch.
El tal hombre es un pájaro raro. Le gusta que le azoten y le hagan sangre
y le escupan y le maltraten y le pisoteen. Él mismo se hace heridas que llena
de sal. Le agrada también que le ofendan y que le engañe la mujer.
A mí me parece un tipo muy digno de piedad, pero como yo no tengo el
menor entusiasmo ni estimación por esta clase de seres, sino más bien me
producen desagrado, me recuerda su carácter una letrilla de Martínez
Villergas titulada El Espíritu de contradicción que me hacía reír de chico.
Este espíritu está representado en los versos por un tal Don Rufo, y el
estribillo es:
Busca Don Rufo
Tres pies al gato
tres pies le busca
y él tiene cuatro.
Don Rufo se enamora de las mujeres más feas, si le elogia alguno bufa y
si le dan un golpe da las gracias, pone el piano en la cocina y en una alcuza
sorbe el tabaco. En un sainete tiene que echarse a llorar y ríe a carcajadas en
una tragedia.
Pero le llevan
al campo santo
y allí deshecho
baila un fandango.
Las aventuras de la vida de Sacher-Masoch no son muy agradables de
leer.
Era un loco auténtico que acabó en un manicomio.
Por lo que cuenta su biógrafo se ve que Sacher-Masoch vivió en un
ambiente de mujeres eróticas, lo cual en Austria y sobre todo en esta región
de la Galitzia ha debido de ser lo habitual, quizá por la mezcla de razas:
alemanes, rutenos, moravos, etc., sobre un fondo eslavo o polaco.
Se ve que en esta cuestión erótica, muy trascendental en la vida, aunque
no la esencia de todo lo psicológico como creen los freudianos, no hay más
que las dos posiciones clásicas: la rigidez severa y dogmática y la
inmoralidad próxima a la prostitución.
Estaría muy bien, si fuera posible, que la inclinación, la pasión reinara sin
achabacanarse, sin mancharse. Esa era la tendencia en su tiempo de Jorge
Sand, que creía al menos en sus libros que la pasión era como aséptica para
las suciedades de la vida.
La idea no parece muy exacta.
La pasión erótica de cierta nobleza se convierte pronto en capricho, en
lubricidad y en obscenidad; la mujer apasionada se transforma en cortesana y
la cortesana en un animal libidinoso. Lo mismo le pasa al hombre, que se
convierte en un mono rijoso y estúpido.
El término medio sería lo interesante para el escritor, pero el término
medio es el que no se da, y el que se encuentra en los libros está inventado
por los novelistas.
Sacher-Masoch puso mucho de su vida en los libros. Sobre todo puso sus
aberraciones.
Sus novelas no llegan a ser gran cosa. La Venus de las pieles, debe ser la
más importante. A mí no me ha llegado a interesar. Hay otros tomos suyos de
novelas cortas: El legado de Caín, Los Cuentos judíos, todo ello está bien
pero no se destaca de lo corriente.
Si Sacher-Masoch no hubiera sido un loco perverso auténtico y sin
mixtificación no se hablaría ya de él. Le pasa en esto como al marqués de
Sade; su inmortalidad está en un nombre que puede sea eterno en la patología
erótica. Es como inmortalizarse por tener un tumor especial o por una
apendicitis desconocida hasta el momento.
En un reciente artículo de Le Figaro, de París, que se titula «Tres
filósofos octogenarios», firmado por un escritor muy conocido, Gastón
Ragest, se comenta la vejez de Bergson, de Freud y de Pierre Janet.
Bergson, que al parecer está enfermo, habla ahora con tristeza y se
lamenta, no a causa de su edad y de sus achaques, sino del espectáculo
desdichado de la vida política e internacional de nuestro tiempo, dominado
por la matonería.
Freud, de origen judío y austríaco, no puede celebrar su aniversario de
viejo, sino llorar pensando en el destino de su patria y de su raza.
Respecto a Pierre Janet, según el articulista de Le Figaro, se muestra
sonriente y contento.
Yo no creo que se pueda llamar filósofos a estos tres personajes: Bergson,
evidentemente, lo es. Freud y Janet no creo que lo sean.
De Bergson y Freud he leído bastante para tener una opinión acerca de
ellos; de Janet no conozco apenas nada.
Bergson es, sin duda, un buen escritor, pero no creo que sea un gran
filósofo. El articulista de Le Figaro dice que el Ensayo de los datos
inmediatos de la conciencia marca una fecha en la filosofía, comparable a
aquélla en que publicó Kant La crítica de la razón pura.
No me parece esto muy cierto. He leído varias veces el libro de Bergson y
el de Kant. Es muy frecuente entre los franceses escatimar la importancia de
Kant, filósofo máximo de la época moderna, y cantar con ditirambos la gloria
de Goethe.
No comprendo el porqué. Puede ser que Goethe, leído en alemán, dé una
fuerte impresión, pero traducido no es ninguna gran cosa y muchas de sus
obras son pesadas, aburridas y sin carácter.
Kant, en cambio, es extraordinario en todos los idiomas, abstruso, difícil,
evidentemente, pero único. Es algo como en la música Bach.
Kant se diferencia de los demás filósofos en sus condiciones y en sus
propósitos. Todo llega a él filtrado, como limpio de pasiones y de bajezas. Es
el filósofo que de antemano no pretende demostrar; va con su linterna como
el minero siguiendo la galería, avanzando por donde se puede avanzar,
parándose donde no hay paso, haciendo sus croquis, sin ningún plan
determinado.
Este agnosticismo ideal, esta serenidad y este sentido crítico perfecto, se
comprende que haya sido para los sabios alemanes del siglo XX una guía
admirable para sus estudios. Kant será siempre como la estrella Polar de los
investigadores. No se puede comparar la obra de Bergson con la de Kant, ni
por categoría, ni por intenciones. Bergson marcha con unos fines y con cierto
ardor. Kant no lleva más fines que aclarar lo oscuro. En general, después de
su esclarecimiento no hay ninguna consecuencia.
Kant es un báltico frío, un celta-germánico sereno y sin pasión. Bergson
es ardiente y semítico. Lo que nos pasa a la mayoría al leer a Kant es que no
tenemos una capacidad filosófica suficiente, que no conocemos su
vocabulario bien y que tampoco estamos desligados de las cosas de la vida
para poner toda nuestra curiosidad en conceptos áridos.
Por eso la metafísica de Kant, que es lo importante en él, es desconocida
en todas partes. La conocerán bien algunos especialistas, muy pocos, pero el
público, aun el letrado, no tiene idea de su obra.
Bergson ha podido ser popular. A veces es ingenioso y ameno. Por esta
condición de amenidad, de sagacidad y de gracia, Bergson en Francia como
Simmel en Alemania, han llegado a tener un gran público.
Aunque Bergson sea hombre agudo y profundo y gran escritor, no se
puede comparar con Kant por ningún sentido. Kant es difícil de comprender
hoy como en su tiempo, y lo será siempre, pero lo que se comprende de él da
una idea tan clara, tan neta, que no deja resquicio para la duda. En cambio, en
Bergson hay muchas fantasías, muchos caprichos, muchas afirmaciones
gratuitas.
El carácter tan diferente de estos dos filósofos hace que el uno se restrinja
a lo más escueto y que el otro avance por el campo literario, donde no hay
una absoluta necesidad de rigor.
Bergson es un hombre que asegura que la psicología no puede llegar a ser
una ciencia experimental. La razón de esta imposibilidad no se ve muy clara.
El piensa que ni la observación, ni la introspección, pueden conseguir este
resultado. La introspección tiene que trabajar a base del idioma, que no es
una realidad, sino un conjunto de signos; pero estos signos se pueden ir
comprobando con los datos del estudio de la conducta, con lo que hace años
se llama, adoptando una palabra inglesa, el behaviourismo.
Bergson pretende que toda la psicología sea instintiva. Así ha llegado a
hacer una afirmación tan caprichosa como ésa de que el espíritu sobrepasa la
función del cerebro. Es como afirmar que la fuerza muscular puede
sobrepasar la función del músculo.
Haciendo afirmaciones parecidas, hay que retirarse al departamento de los
teósofos y de los espiritistas y hacer causa común con ellos.
Cuando se llama al kantismo enfermedad lógica, como lo llama el
articulista, ¿qué calificativo habría que emplear para el freudismo, que es un
morbo de callejuela y de cabaret de arrabal?
Yo creo, por ejemplo, que la vida de Nietzsche y su actitud ante las cosas
son esforzadas y heroicas, pero me parece que sus descubrimientos,
separados de él, valen muy poco. Los descubrimientos de Freud
probablemente valen menos. Uno de los hallazgos del profesor austríaco es lo
trascendental de lo erótico. El libido o la libido —no sé cómo se dirá—,
según él, domina al mundo, no sólo el mundo del hombre patológico, sino el
del normal; no sólo del adulto, sino del niño y del viejo.
Pero ¿qué novedad puede tener esto? La Biblia se encuentra llena de
historias libidinosas, de erotismo, de venganza, de sangre, dadas no como
anécdotas, sino como esencias de la humanidad.
Freud, como judío, tiene que conocer esto muy bien.
En todas las literaturas aparece esa idea de la supremacía de la
sensualidad. Entre nosotros, el Arcipreste de Hita, para expresar los instintos
primarios del hombre, habla de que a éste le mueven «la mantenencia y el
ayuntamiento con fembra placentera». Lo mismo diría hoy un arriero o un
mozo del campo.
Al referirse a la mujer, el Arcipreste asegura:
Son pláticas de familia
de las que nunca hice caso.
En su teoría erótica, Freud no hace más que exagerar la nota vulgar, como
Karl Marx exageró la suya. El uno dice: «Todo es erotismo.» El otro asegura:
«Todo es economía.»
Como los dos tienen una parecida exaltación semítica, necesitan
conservar el entusiasmo por su descubrimiento y dentro del descubrimiento.
Realmente, parece difícil la efusión por una cosa que no es simpática ni
agradable, pero ellos la tienen. El judío es lírico para todo: para lo grande,
para lo pequeño, para lo limpio y para lo sucio. La vida es economía, algo
duro, implacable, feo; sobre eso plantará uno su utopía. El otro afirmará que
todo es erotismo, sexualidad, tendencia libidinosa, algo bajo y poco idealista;
pero ello no le impedirá sentirse un poco vate y sacerdote.
Las dos opiniones —ninguna nueva— están seguramente muy cerca de
ser ciertas, aunque no de una manera absoluta; pero ninguna de las dos, ni
separadas, ni unidas, son para producir optimismo. El hombre, con una cloaca
interior putrefacta, mirando con deseo a su madre, a su hermana, a su hija y
quizás al niño; la mujer, enamorada de su padre o de su hijo o de su amiga;
todo esto dentro de una maquinaria dura como la economía, no es para
producir una sonrisa, sino más bien para dar un poco de asco y sentir ganas
de escapar de un mundo tan feo de cualquier manera.
Cuando el viejo Karamazov, en la novela de Dostoyewski, habla de que
le gustan todas las mujeres: la rubia, la morena, la flaca, la gorda, la vieja y la
niña, no expone un sentimiento raro, sino algo muy general que
experimentamos todos y que vamos reprimiendo como podemos.
Nietzsche hizo sus hallazgos, refiriéndose a la animalidad humana, con
más genialidad que Freud, y les dio un aire más exaltado y lírico. El
descubrimiento de la pansexualidad, de la libido inicial y proteica, no es nada
nuevo. Yendo a buscar sus antecedentes, se ve que es un concepto metafísico,
parecido al que se ha llamado el instinto, la vida, la animalidad, la voluntad,
por Schopenhauer; lo inconsciente, con Hartmann; la voluntad de dominio,
con Nietzsche; el elan vital, con Bergson. Este impulso sexual, en lucha con
la conciencia, con el yo social, produce, según Freud, mil conflictos que
tienden a lo patológico, y de ahí salen el misticismo, la tendencia al arte, las
neurosis y las perversiones sexuales.
Freud ha tendido a considerar que esta suciedad que llevamos dentro se
puede armonizar con el optimismo, y ha sido optimista como buen judío;
pero la cosa se cae de su peso, y todo lo real es a la larga pesimista. El
hombre es un animal feroz y lascivo, y cuando se presentan momentos de
guerra y de revolución aparece, naturalmente, más cruel, más sanguinario y
más libidinoso.
Barajando estas teorías nada nuevas, Freud ha hecho una novela erótica y
lírica a base de la sexualidad. Judío y un tanto sofisticado, ha seguido los
mismos derroteros que Lombroso: el uno haciendo el folletín del sexo y el
otro el del crimen. La represión de la libido produce, según Freud, una
porción de fenómenos psíquicos y colabora en la homosexualidad, en los
celos, en el complejo de Edipo, en los hombres, y en la «imago» del padre en
las hijas como principio de incesto.
Evidentemente, la represión desnaturaliza y cambia la naturaleza humana;
pero no es sólo la represión de lo erótico, sino todas las represiones. La
sociedad hace que nazcan cierta clase de sentimientos artificiales en la
persona y que otros se borren. El libido no es un principio tan extenso como
lo quiere considerar Freud, o si lo es, no es solamente erótico y sexual. Si ese
libido influye en un niño de dos años, ¿qué sexualidad puede haber en él si no
se ha iniciado aún el sexo?
Las teorías de Freud, que no encierran nada profundamente original y que
tienen, más que otra cosa, una exposición teatral y efectista, terminan, en la
práctica, en dos procedimientos que se consideran importantísimos: la
interpretación de los sueños y el psicoanálisis.
La interpretación de los sueños, a pesar del aire que le quieren dar los
psicoanalistas, está en mantillas. Por ahora no se sale de la anécdota. Freud es
muy aficionado a dar la anécdota como hecho científico. En el libro
Psicopatología de la vida cotidiana hay mucha anécdota. Como literatura,
puede estar bien; ahora, como ciencia, es un poco desvergonzado. Habría que
demostrar su veracidad.
El procedimiento del psicoanálisis se asegura que se debe a un
colaborador antiguo de Freud llamado Breuer.
Este médico psiquiatra dicen que curó a una histérica haciendo que el
espíritu de ésta fuera remontando por el análisis hasta llegar a una emoción
que había determinado su neurosis.
Ciertamente debe de haber casos de esta índole, pero no creo que sean lo
general. El enfermo psíquico no es el que tiene un solo choque, un
traumatismo, como diría un médico, sino una serie de magullamientos, de
heridas, de ofensas reales o imaginarias que le prestan una manera de ser.
En Suiza he conocido a una señora sometida a un tratamiento de
psicoanálisis, y me dijo que a lo largo de éste no había notado nada, ni de
mejoría, ni aun de cambio. Se había esforzado, se había aburrido en balde.
Esto del psicoanálisis es poco más o menos lo que era, en el tiempo lejano
en que yo era estudiante de medicina, el hipnotismo. Nos aturdían con ello. Si
el procedimiento triunfaba, los futuros médicos, en vez del bromuro potásico
y del sulfato de quinina, íbamos a emplear la magia.
Yo fui, con algunos compañeros entusiastas y curiosos, a la clínica de un
profesor en Madrid, y me convencí de que aquello no era nada. Se dormían
algunos pobres medio idiotas porque estaban tontos o tenían sueño, pero en
su mayoría los enfermos no se dormían y tomaban a broma las maniobras del
catedrático. De sugestiones a distancia y de cosas por el estilo, yo no vi nada.
El sueño hipnótico, como posibilidad patológica, me pareció de menos
importancia que los sabañones, y como procedimiento curativo, a la altura de
la infusión de tilo o de manzanilla.
Desde hace ya mucho tiempo, la humanidad no inventa gran cosa, quizás
entretenida con guerras, revoluciones y otras estupideces. Nuestro siglo XX
quiere gallear y lucir, pero no pasa de ser un siglo mediocre. Al lado del siglo
XIX, al menos por ahora, hace el papel del tonto del circo.
Cuando se piensa en las tendencias políticas actuales que han comenzado
a dominar el mundo desde hace veinte años, se ve que todas ellas tienen
como ascendiente directo a Hegel. ¿Por qué a este filósofo y no a los demás?
¿Era más profundo que los otros? ¿Era más claro? ¿Resolvía más
problemas…? No, seguramente. Las principales condiciones de su éxito están
en su carácter político, en su entusiasmo difuso y oratorio y en su oscuridad.
Es muy posible que si Kant no hubiera escrito más que la Crítica de la
razón pura, su obra trascendental, maravilla de análisis y de penetración, y no
se hubiera ocupado de cuestiones de derecho y de ética, no hubiera tenido
discípulos.
Ya en el principio del siglo XIX, la filosofía crítica e individualista no
apasiona. No interesaba el espíritu del hombre solo como en el Renacimiento,
sino el espíritu de la masa, de la sociedad, de lo gregario.
Así se vio como contraste en el mismo tiempo el éxito de Hegel y el
fracaso de Schopenhauer, la admiración por el uno y la indiferencia
desdeñosa por el otro. Hegel tronó en su cátedra, Schopenhauer se mordió las
uñas en la soledad, de rabia.
Schopenhauer llamó a Hegel miserable charlatán. Desde su punto de vista
tenía razón, pero un escritor famoso tiene muchos puntos de vista, unos
positivos y otros negativos. Además, hay que reconocer que hay charlatanes
inspirados que parecen profetas y videntes, y Hegel era de éstos.
No era fácil que Schopenhauer y Hegel se comprendieran. El uno era un
universitario, el otro un diletante de la calle; el uno historiador y político, el
otro crítico, esteta y literario; el uno tuvo demasiado éxito y el otro
demasiado poco.
Los discípulos de Hegel fueron legión, y como la mayoría eran políticos,
se dividieron en unos de izquierda y en otros de derecha, como en un
parlamento.
Uno de los hegelianos, quizás el más genial como escritor, Feuerbach,
abandonó pronto las teorías del maestro, probablemente por encontrarlas
superficiales.
Secuaces del todo o por lo menos influidos por Hegel, fueron, en
Alemania, Karl Marx y Engels; en Francia, Michelet, Pierre Leroux y
Proudhon; en España, Pi y Margall; en Italia, modernamente, Croce y
Gentile.
El sistema filosófico hegeliano se llamó el idealismo absoluto, apelativo
en el cual hay para el público un fondo de oscuridad.
En una acepción vulgar el idealista es el hombre generoso, romántico, que
da más importancia a los principios nobles que a las realidades vulgares. Es
Don Quijote. Esto no es el idealismo absoluto.
Aquí hay un equívoco parecido al del espiritismo. Espiritismo para
muchos supone espiritualidad, pero no hay tal. El espiritismo como teoría es
de las más pedestres y adocenadas de todas las sectas.
El idealismo de Hegel no tiene nada que ver con la ética, o por lo menos
no es un concepto ético. El idealista puede ser un tipo egoísta, bestial, sin
escrúpulos, un Sancho Panza elevado al cubo.
Este idealismo absoluto asegura que hay una idea suprema, inconsciente,
en la humanidad, y esta idea es todo. Ella cambia, reviste las formas más
varias, evoluciona en un devenir constante. Este proceso es el que llaman en
alemán werden. Se ve que el idealismo absoluto es poco más o menos una
variedad de las teorías de Heráclito y de la escuela de Elea y del
transformismo actual, con la diferencia de que éste es una explicación de
hechos geológicos y biológicos, sin consecuencias sociales ni políticas, y el
idealismo hegeliano es una noción filosófica, hecha a priori, con un fondo
panteísta, ya que trata de armonizar y de explicar hechos históricos y
culturales, dándoles una significación casi siempre forzada.
La Historia para Hegel es el desenvolvimiento del espíritu universal, de la
idea en el tiempo.
El Estado representa la idea en marcha, es la substancia, de la cual los
acontecimientos y los individuos no son más que accidentes. La fuerza es el
símbolo del Derecho.
Poniendo en serie las afirmaciones hegelianas se ve que este hierofante
alemán es un precursor directo de la filosofía y de la moral nazi.
Para Hegel: lo verdadero es lo total. Los individuos son sólo momentos,
medios de realización. Los mismos grandes hombres de la Historia no son
más que instrumentos del Destino, es decir, de la idea. El Estado es la
substancia ética de los pueblos. El Estado es el poder y la dignidad. El Estado
tiene todos los derechos. En su esfera el fin justifica los medios. La pasión y
el sentido del mando son impulsos éticos.
El hombre completo para Hegel debe ser político y estatal.
Es decir, que Shakespeare, Velázquez, San Francisco de Asís, Newton,
Pasteur, son hombres incompletos al lado de un maestro de escuela, fanático.
Este ideario tiene un instrumento de esclarecimiento y de trabajo: la
dialéctica.
Otro procedimiento grato al filósofo germánico es examinar las
cuestiones en tres aspectos: el de la tesis, el de la antítesis y el de la síntesis.
Se advierte que todo ello es un poco primario y gratuito; pero aun así se
comprende qué armas dio Hegel a los doctrinarios y a los fanáticos.
A un sistema combativo y agresivo de esta clase, se habían de arrimar
todos los ambiciosos, incapaces de hacer una obra individual: conservadores,
imperialistas, socialistas, comunistas, racistas, fanáticos de distintos colores y
clases.
Pasados cien años de la predicación de Hegel, hoy se encuentran sus
teorías más o menos completas en los dogmas totalitarios de las tres
dictaduras europeas: en el marxismo ruso, en el nazismo alemán y en el
fascismo italiano. Naturalmente con más energía, con más audacia en el
nazismo germánico. A Alemania siempre le queda un resto de espíritu
filosófico.
Tienen que haber otros aportes de distintos orígenes en esos sistemas.
Algo han debido de influir en el fascismo de Italia creado, en parte, por
profesores napolitanos, el recuerdo de Vico y las teorías del pragmatismo
francés, heredero de Augusto Comte. También han influido mucho en el
nazismo las teorías raciales de Gobineau y de sus discípulos.
Las tres dictaduras consideran que el Estado debe ser omnipotente. La
tutela del Estado debe llegar a todos los órdenes de la vida: religión o
antirreligión, educación, economía, arte, literatura, etc.
En esto los liberales estamos de acuerdo con la Iglesia Católica, que dijo,
por boca del anterior Papa: «El Estado debe ser para el individuo y no el
individuo para el Estado.»
El Hombre, según las teorías totalitarias, tiene obligatoriamente que ser
político. El joven tiene que ser soldado. No hay libertad. El Hombre estará
orgulloso de obedecer.
Como es natural, para conseguir este resultado hay que preparar la
educación. No se educará al joven para ser sabio, bueno, valiente o libre, sino
para ser un peón del Estado.
De aquí la repulsa de Alemania contra la psicología y la pedagogía del
célebre Herbart, que consideraba que había que respetar el alma del niño,
dejarle que se fuera desarrollando libremente. Para los hitlerianos, por el
contrario, hay que obrar sobre la criatura humana cuando ella está en período
de formación, impresionándole, dominándola, captando su imaginación. Esta
es la técnica de todos los magos antiguos y modernos, de los hipnotizadores y
farsantes, más que educar esto se puede considerar que es domesticar.
Naturalmente, nada de neutralidad, nada de libre examen. Violencia y
dinamismo: ésa es la consigna.
Los pedagogos actuales alemanes afirman que no se puede, ni se debe, ser
imparcial en la Historia. La objetividad y la tolerancia son, según ellos,
falsedades.
La época de la razón pura y de la ciencia libre de valores ha pasado
definitivamente, dice Krieck, en su Educación política nacional.
Entonces se puede uno preguntar: ¿Qué valor tienen todos los
razonamientos y todas las argumentaciones?
Cuando el Hombre vea que del Rin acá hay una verdad y del Rin allá
otra, y que lo mismo pasa con relación a los Alpes y al Vístula, tenderá a no
creer en nada. Tardará en llegar a eso, pero llegará. Luego reaccionará hacia
las verdades eternas, humanas, relativas, pero eternas en su relatividad.
Esa tutela violenta del Estado debe tener un objetivo, hay que ir hacia la
idea hegeliana. En Alemania la idea es la raza. La raza, la pureza de la
sangre, el arianismo, se sabe que no existe; pero al germano esto no le
preocupa. La raza se hará, se purificará, está en su período de formación, en
el dominio del werden.
En Italia, el objetivo es la latinidad, cosa oscura y nada definitiva.
En Rusia, es la realización del comunismo a fuerza de decretos o de
matanzas.
De estos tres objetivos, el más trascendental es el comunismo, porque es
lo universal; se ponga uno a favor o en contra; lo crea uno posible o
imposible. Los demás son ideales particulares de un Estado o de una nación.
Mujer, molino y huerta,
siempre quieren el uso.
como diría Don Juan.
La dureza de los procedimientos se explica en rusos y en alemanes. Rusia
ha sido un país de siervos. Les queda el espíritu del humilde y del tirano. Se
dice en Rusia que el material de humanidad no les interesa.
El culto del valor, puro y biológico, de la violencia y de la perfidia en la
guerra, es tradicionalmente germánico.
Hay que reconocer que la filosofía germana de Herder, de Fitchte, Hegel
y Nietzsche está muy de acuerdo con la mitología escandinava y aria, y su
pasión por la violencia y por el engaño. Cuando en Nietzsche habla con una
retórica aparatosa el legendario Zarathustra, más que este reformador de la
religión iraniana toma la palabra Odin o Thor, el del martillo.
El hombre que se considere heredero de esta tradición de violencia, de
crueldad y de fraude tiene que ser capaz de todo. Estará por encima del bien y
del mal. El asesinato, el engaño, el bombardeo de ciudades abiertas, el
producir el pánico conscientemente, el ametrallar a mujeres y a niños que
huyen, el no cumplir la palabra, el engañar, le ha de parecer lícito. El héroe es
el representante de la idea en marcha; es como un fenómeno cósmico, que
tiene su determinismo fatal y que ayudará a la evolución, al werden de su país
privilegiado y, por lo tanto, del mundo.
A Bismarck se le acusó, al parecer con razón, de falsificar un telegrama
de Napoleón III. Hoy eso es un juego de niños.
¿Cuánto durará esta tragedia…?
Es posible que estos tinglados totalitarios tarden en descomponerse, pero
todos ellos se vendrán abajo. No se puede basar nada en la mentira. Como
dice Carlyle, el único Evangelio humano es el de la verdad. Lo que no tiene
cimientos sólidos se hundirá, se llame rojo, blanco o negro.
La Historia no ha dado ninguna dirección ni la puede dar que demuestre
que en el momento que vivimos el hombre tiene que ser esclavo del Estado y
el Estado esclavo de la idea. El mundo no ha tenido ninguna revelación
especial en estos cuarenta años últimos. No ha habido ningún mesías ni
ninguna luz nueva.
La civilización y la cultura van por el mismo camino que en el siglo
pasado, y los que se convierten en conductores y sicofantes y pretenden
fabricar dogmas con aventureros políticos, como los ha habido siempre y
como probablemente los seguirá habiendo, que pasarán y serán flor de un día.
Cuando caigan, que caerán, la gente los contemplará con sorpresa y se
preguntará:
—¿Cómo podíamos creerlos tan fuertes?
TERCERA PARTE

ESTAMPAS PARISIENSES
El que conoce París en su vida corriente, la ciudad actual le da una
impresión grave y silenciosa. Muchas calles y avenidas que con el tumulto y
el bullicio no se abarcaban bien, se ve ahora lo grandes que son, lo
monumentales y suntuosas. Se advierte que el municipio de París ha pensado
siempre la ciudad muy en obra de arte.
En estos días hay en las calles muy poca gente, viejos, muchachos y
mujeres. Casi ningún niño. No se nota excitación alguna. No hay exageración
en nada. No hay discusiones ni disputas. Yo suponía, al pensar que podía
estallar la guerra, un París, si no tan exaltado como el que se ha descrito de la
Revolución Francesa, sí con oradores callejeros, grupos en las esquinas,
discusiones, cánticos y algo de Allons enfants de la patrie. No hay tal. Todo
el mundo va a su trabajo un poco más serio que otras veces, piensa en sus
asuntos y se muestra tranquilo.
En las calles de comercio hay bastantes tiendas cerradas, sobretodo
librerías de viejo, estamperías, etc. En los cristales de los escaparates y en las
ventanas se han puesto tiras de papel pegado que forman en general cuadros y
rombos.
En algunos edificios estas bandas de papel que forman estrellas los
embellecen. Una casa construida por Le Corbusier que hay en mi barrio, que
es como la caja del gato que a mí me parecía muy fea, desde que tiene esos
papeles en sus ventanales la encuentro más bonita.
Algunos comerciantes artistas, en vez del dibujo simétrico han hecho con
las tiras de papel paisajes complicados en sus escaparates.
En las grandes avenidas, un tanto desiertas, las filas de árboles muestran
un follaje que el otoño va tiñendo de rojo y de amarillo. En las plazas y
encrucijadas en donde hay grandes monumentos, los sacos de arena van
amontonándose para su defensa. Hace días Enrique IV en el Puente Nuevo
asomaba su cabeza de bronce por encima de su cintura de tierra, y Luis XIV
aparecía dentro de una jaula de tablas en la Plaza de las Victorias. El Rey Sol
ha quedado a la sombra. Los parques están admirables con el otoño, un poco
descuidados y olvidados. Hay hojas amarillas en los caminos, gorriones,
tordos y palomos más osados que de ordinario. También hay gatos famélicos
que, sin duda, han preferido quedarse en la casa, a seguir a sus amos y
merodean entre la hierba. Ahora quizás piensan en lo cara que cuesta la
libertad.
Yo me paseo con frecuencia en los parques y noto en mí cómo la idea de
la guerra expulsa la melancolía de las hojas secas cantada por Verlaine:
Les sanglots longs
des violons
de l’automme.
no resuenan. Se conoce que esto es sólo para épocas de paz. La idea de la
guerra desinfecta el espíritu de la melancolía. Ahora no se capta en los
jardines más que la belleza pura de los colores y de las líneas.
En algunos parques y plazas lejanos hay globos sobre la hierba, que
deben ser de la defensa antiaérea. Por la mañana, muy temprano, se los ve
algunas veces por el aire.
En los parques se cavan trincheras y se ven sobre terraplenes de tierra
removida los cañones delgados y negros que miran al cielo como los anteojos
de los astrónomos, ahora que estos tubos negros no buscan estrellas, sino
posibles aeroplanos.
La noche de París es fantástica en estos momentos. Sobre todo a orillas
del Sena a la luz de la luna es una decoración extraordinaria. Las torres de
Nuestra Señora, los puentes, el río… No se sabe si se está soñando o se está
despierto o si tiene uno que cantar alguna romanza.
Cuando la noche está nublada y negra, es muy fácil perderse. Un amigo
que tiene automóvil se encontró la otra noche despistado sin saber dónde se
hallaba. Se detuvo delante de dos personas y les preguntó:
—¿Por dónde se va de aquí a París?
—Si está usted en París.
Entonces preguntó por su calle y le indicaron la dirección que debía
seguir.
En estas noches obscuras la gente va alumbrándose con una lámpara
eléctrica de bolsillo, y entonces la calle parece una procesión de fantasmas.
Yo a veces en el camino encuentro a varias enfermeras de un hospital
cercano con sus trajes blancos y su cofia negra. Una de ellas con los ojos
lánguidos me parece Doña Inés, que va a aparecer en el camposanto a Don
Juan Tenorio.
Desde hace días en este comienzo de otoño hay noches estrelladas
magníficas, y como no enturbia el cielo ese halo rojizo de las calles
iluminadas de la ciudad, se ven todas las constelaciones como no se ven
habitualmente aquí. Cuando voy por el boulevard próximo con sus casas
grandes, obscuras y sin luces, y contemplo el cielo, me parece que estoy en el
campo de España. Allá brilla Júpiter en el aire puro con su luz de plata
azulada. Marte este año está más rojo que de ordinario. La Osa Mayor y la
Menor van dando vueltas hacia el Este. La Estrella Polar y Casiopea juegan
por encima de los tejados. Un poco bajo en el horizonte centellea un astro,
que me figuro debe ser Sirio con sus rayos misteriosos…
Lo militar se nota poco en París. Un día por la mañana, entre la niebla, vi
a lo lejos unos pelotones de soldados con casco y el uniforme de color
verdoso. Tenía la columna un aire trágico y sombrío y daba la impresión de
lo que debe ser la guerra en invierno, en climas un poco negros. Una semana
después, en cambio, vi pasar por la Avenida de Orleáns unas compañías de
soldados. Iban sonrientes, hablando, cantando, pero sin alborotar ni llamar la
atención, porque aquí el militar parece que quiere demostrar que no manda.
Esto me parece verdaderamente magnífico. Tampoco se nota, como hace
años, el entusiasmo por el uniforme.
La población hace casi su vida habitual. Como hay pocos autos y
relativamente pocos ómnibus, el Metropolitano está siempre lleno.
Durante unas semanas todo el mundo, mujeres y hombres, llevaba su caja
de metal cilíndrica con la máscara de los gases asfixiantes. Como esos
bombardeos tan cacareados no se dan, la gente empieza a olvidarse de ese
tubo salvador.
Las mujeres en el Metro hacen labores de aguja y tejen ropas de lana.
Las multitudes entran y salen de los vagones, suben y bajan en silencio
escaleras y recorren los pasillos subterráneos sin que haya nunca el menor
incidente ni la menor discusión.
Durante mucho tiempo se ha hablado de los alertas o alarmas. Las calles
de París están llenas de abrigos o de refugios. No creo que haya diferencia
alguna entre unos y otros. El nombre varía solamente. Hay también refugios
en los parques. En los portales de las casas se ve un cartel blanco que dice
«abrigo» y luego el número de personas que puede contener.
Con la preocupación de los gases asfixiantes todos los respiraderos de las
cuevas de las casas se han cerrado a cal y canto.
Los alertas no son, al menos por ahora, ni frecuentes, ni molestos. Uno
presencié en El Havre, que me pareció bastante cómico. Vivía en el cuarto
piso de un hotel de la Plaza Gambetta y tenía una vecina norteamericana, que
era una rubia caprichosa, que tan pronto al cruzarse en el pasillo conmigo me
saludaba amablemente como pasaba, sin mirarme, con un marcado desdén.
Una mañana comenzaron a sonar las sirenas de una manera desaforada.
Yo me iba a levantar, pero me pareció que lo más prudente era quedarse en la
cama. Entonces en el pasillo empezaron a oírse gritos y voces. Golpeaban en
el cuarto de la vecina. Debía de ser uno de sus adoradores. Después llamaron
en mi puerta y yo tuve que levantarme. Había un joven que me dijo:
—Pero ¿no oye usted?
—Sí, ¿y qué pasa?
—Que es un alerta.
—Bien, ¿y qué? ¿Qué se puede hacer?
—Hay que bajar a ver al dueño del hotel para refugiarse en la cueva. Diga
usted a esta mujer de la vecindad que salga de su cuarto.
—¡Yo qué le voy a decir si no la conozco!
—Vamos a la cueva.
—Bueno. Vamos.
Comenzamos a bajar las escaleras. Estaban en los descansillos las viajeras
americanas que esperaban el barco que llegara al puerto, vestidas con pijamas
y batas de noche, con los rizos entre horquillas y muy pálidas, como no
pintadas.
El joven alborotador llamó al amo del hotel, que se presentó vestido de
punta en blanco y le dijo a éste:
—Tenemos que ir a la cueva.
El patrón contestó ceremoniosamente:
—Perdone el señor, pero en el hotel no hay cueva.
A mí me entró la risa y volví riéndome a mi cuarto.
El otro alerta lo presencié hace pocos días en París. Era en plena mañana,
con un cielo azul claro y un hermoso sol. No se veía ningún aeroplano en el
horizonte. Yo le dije a la portera:
—¿Para qué se va a ir al abrigo si no se ve nada?
—No importa. Cuando suena la sirena hay que ir. Así está mandado.
—Bueno, vamos.
El abrigo era grande, muy profundo; se tenían que bajar muchas escaleras
y se salía a un subterráneo largo, con bancos, sillones de jardín y sillas e
iluminado con luz eléctrica. No hacía frío ni humedad, la temperatura era
agradable.
Yo me entretuve en observar el público. Había dos o tres mozalbetes
alborotadores que sus padres riñeron porque chillaban demasiado, varias
chicas sonrientes y pintadas que lucían las piernas, y algunos viejos tristes.
Cerca de mí estaba una mujer con una chica morenita de siete u ocho
años, que escribía con lápiz en un cuaderno del colegio los nombres de sus
primos, y decía a su madre que les tenía que escribir una carta. La madre
asentía riendo. Un poco más lejos vi que había otra mujer con un aire muy
triste, con dos niños crecidos. Debía de ser extranjera, porque hablaba francés
con dificultad. Los niños, en cambio, hablaban mejor. Me acerqué
disimuladamente, para oír qué decían:
—¿Por qué nos quieren matar los alemanes? —preguntaba el chico
mayor, que tenía un aire avispado e inteligente.
—Porque los alemanes son malos —contestó la madre por lo bajo.
—¿No creen como nosotros en Dios? ¿No dicen que todos somos
hermanos?
—Sí.
—¿Y entonces?
—Cuando seas mayor comprenderás.
Este complejo de tristezas y de desgracias lo tienen, naturalmente, más
que los naturales, los judíos, checos, polacos que han venido huyendo de un
peligro y se encuentran con otro. Esto no tiene nada de raro.
Poco después un señor se acercó a un teléfono y dijo que ya se podía
salir.
El francés toma muy a broma las incomodidades de la guerra.
El otro día iban en el Metro junto a mí tres personas. Un viejo con aire de
empleado retirado, de expresión irónica, y un matrimonio joven, ella una
rubia con los rizos alborotados y aire audaz y un hombre que debía de ser su
marido, de aspecto fuerte y sonriente.
El viejo resultó ser el padre de la rubia. Llamaba a su hija «Mon petit» y
ella a su padre «Mon pa». La rubia preguntó a su padre qué tal estaban en el
pueblo de donde los habían evacuado.
—¡Ah, muy bien, muy bien! —contestó el viejo con sorna.
—¿Tenéis buena casa?
—Sí, dos cuartos y la cocina. Los cuartos estaban bastante sucios y la
cocina y el retrete olían mal y huelen todavía. Hay, además, pulgas, chinches
y mosquitos. Tu madre se divierte limpiándolo todo, pero sigue oliendo mal y
sigue habiendo bichos.
—¿Y tenéis buenas vistas?
—Sí, una ventana que da a un corral de cerdos. Por encima de la tapia se
ve la carretera por donde pasan los camiones. Es entretenido.
—¿Así que no es bonito?
—En los carteles de turismo dice que «C’est le plus beau pays de la
France».
Esta frase hizo reír a todo el mundo.
La rubia dijo que ellos viven entre jardines, y el padre le contestó:
—Ya verás «mon petit» cuando nos bombardeen los prusianos, qué va a
quedar de tus jardines.
Y al oír estas palabras de los prusianos, que indicaba la edad del viejo,
porque hace mucho tiempo que no se llama a los alemanes los prusianos,
todo el mundo se echó a reír.
El proceso de Weidmann, me ha hecho pensar algunas cosas respecto a
este guillotinado y a su suerte. La gente reacciona de distinto modo ante
crímenes tan terribles. Hay personas que no quieren enterarse, unas por ser
demasiado impresionables y tener miedo y otras por falta de interés humano;
hay quienes se preocupan y se dan casos de mujeres que han quedado
enamoradas del siniestro Weidmann y que han ido a las sesiones de la
Audiencia y han estado sin comer para oírlo y verlo.
Algunas mujeres moralistas y un tanto pedantescas se indignan porque a
una supuesta cómplice de los asesinos, y que seguramente no lo era, Colette
Tricot, una mujer sin voluntad, la echaron a la calle.
—Es una sinvergüenza —dicen.
Por ser sinvergüenza no se lleva a nadie a la cárcel. Esta tendencia de
equiparar el delito o el crimen con la falta de conducta se da mucho en la
gente. Es un carácter muy semítico.
El hombre que piensa: «Yo no soy capaz de cometer un crimen; por lo
tanto, el criminal no me interesa», tiene que ser muy mediocre.
Generalizando, puede decir lo mismo: «No soy capaz de hacer una
heroicidad; por lo tanto, no me interesa el héroe», ni tampoco le interesará el
loco, el violento, el apasionado, ni el enfermo, ni el suicida, ni la mujer, ni el
niño. No le preocuparán más que sus pequeños asuntos: si digiere bien o si
digiere mal; si tiene que ascender en el escalafón y si le calienta mejor un
abrigo o una capa.
Un caso como este de Weidmann tiene que llamar la atención a todo el
mundo, y especialmente de los centroeuropeos, entre los que se da una
criminalidad de tipo particular.
Desde Tropmann, criminal de origen germánico, que hace unos setenta
años mató con una piqueta a una familia entera, hasta Weidmann, que ha
matado fríamente a seis personas, hay varios tipos destacados de asesino que
se han distinguido por su crueldad y su amoralismo.
Cada país tiene su forma de criminalidad.
Hubo no hace mucho un vampiro en Dusseldorf y un carnicero de
Hannover, el uno Hanssmann y el otro Grossmann, que se distinguieron por
su barbarie y por su indiferencia. El asesino del hijo de Lindberg creo que se
llamaba Hauptmann, era también de raza germánica.
Claro que en todas partes hay criminales de esta clase, pero no en todas
partes se une el instinto de matar con la indiferencia más extraña y la
inteligencia fría y razonadora.
En Francia, el asesino de más fuste en el siglo XIX fue Lacenaire, que
mataba y escribía versos que estaban bien, mejor que los de muchas personas
honradas. Tipos parecidos eran Lebier y Barré, que asesinaron a una vieja, y
uno de ellos después dio una conferencia sobre la teoría de Darwin. Estos
dos, con menos vitola, se parecían al tipo de Raskolnikof, creado por
Dostoyewski en Crimen y castigo. Landrú tenía mucho carácter, pero era el
criminal hipócrita, con una mentalidad de pequeño burgués. Como llevaba la
cuenta de sus gastos en un cuadernito y los nombres de las mujeres que había
hecho desaparecer, y este cuaderno había caído en manos de la justicia, el
fiscal le preguntó una vez:
—Diga usted, Landrú: esta señorita cuyo nombre aparece en su cuaderno
de notas, ¿qué fue de ella?
—¡Ah, señor fiscal! —contestó Landrú con aire compungido—; ¿quién
sabe a dónde va una mujer cuando ya va por la senda del vicio?
Landrú era un Tartufo dedicado al asesinato.
En Inglaterra se ha dado el criminal humorístico, y así pudo escribir
Tomás de Quincey su célebre libro titulado El asesinato como una de las
bellas artes.
Entre los monstruos ingleses, uno de los más célebres y que dejó un
renombre que aún queda, fue Jack el Destripador, que aterrorizó hace
cincuenta años el barrio de Whitechapel, en Londres. Por cierto que
últimamente un escritor ha defendido la tesis de que Jack podía ser una
mujer, y quizás una comadrona.
En Italia ha habido asesinos feroces, y también en España y en todas
partes, pero no eran tipos de inteligencia, sino hombres primitivos, salvajes y
fieros, sin cultura y sin comprensión de la vida social.
Así, por ejemplo, Garayo, el Sacamantecas, de Alava, que mató a una
mujer y le come un trozo de hígado.
Lo mismo se podía decir, aunque no tanto, del capitán Sánchez, de
Madrid, que vivía en la Escuela de Guerra y que en colaboración con su hija
mató a un jugador que iba a su casa, lo enterró en una pared y dio a comer
trozos de su carne en el rancho a los soldados que estaban a sus órdenes.
Sánchez había sido un guerrillero en la guerra de Cuba y era un sádico.
Lo curioso en los criminales como Weidmann, que hay que suponer que
eran arios, es que son relativamente inteligentes, de cierta finura, pero les
falta casi en absoluto la conciencia moral.
Son en un nivel bajo y de pura acción, lo que en la literatura es Nietzsche.
De aquí que el abogado Moro Giaferi, al defender a Weidmann, haya
tenido la impertinencia de afirmar que su mentalidad criminal ha sido una
consecuencia de las ideas que corren en la Alemania contemporánea. Esto es
un poco absurdo. Consecuencia no puede ser. Lo que sí puede ser es que un
país, una raza, tenga como su tope en lo alto a un hombre excelso y en su
tope en lo bajo a un criminal siniestro.
Weidmann tenía evidentemente condiciones de sugestión. Conoce a una
bailarina americana, Joan de Koven, la sigue, le habla un momento. La cita
en su hotel la Voulzie, y ella, conquistada, va. Un chulo de país latino la
hubiera explotado, la hubiera deshonrado y arruinado. Él la estrangula. Cierto
que el asesino padece una deficiencia sexual, la criptorquidia, o sea que las
glándulas están retenidas en el abdomen. Quizás ello, en parte, explique su
actitud, pero lo principal en él es que no tiene conciencia, no sabe qué es lo
bueno y lo malo.
Cuando se habla de esto inmediatamente sale al paso un tópico repetido:
el del criminal de nacimiento, el criminal nato.
¿Hay criminales de nacimiento? Evidentemente, los hay. En castellano se
dice de un bruto: tiene malas entrañas. Lo lleva en la masa de la sangre. Es el
sentimiento popular que acierta. La educación, el ejemplo, puede influir algo,
pero la base está en el organismo. No cabe duda.
Se ve a veces en los chicos cómo matan a un pájaro o pegan a un perro o
a otro animal con verdadera delectación. En la cara se les nota una expresión
de crueldad y de rabia. Tipos así, cuando son hombres en la guerra se deben
revelar como lo que son y tener una gran satisfacción en fusilar y en matar.
Habrá seres organizados como Weidmann que si la suerte los pusiera en
un momento de guerra llegarían a jefes, y quizás a jefes ilustres.

Entre los psicólogos se emplean con frecuencia las palabras


subconsciente y subconsciencia, pero mientras los conceptos no estén claros
y bien limitados no sirven más que para salir del paso.
Lo más aproximado a la realidad sería decir que hay en la vida psíquica
impresiones y hasta conceptos de los cuales no se da cuenta clara el espíritu y
que están como embozados, como nebulosos.
A veces una persona dice al médico:
—Ayer estaba yo pesado, de mal humor.
—Es que tenía usted fiebre como hoy —le dice el médico.
El enfermo no lo notó más que vagamente.
En otras ocasiones un hombre tiene una sospecha, una inquietud de que
un amigo a quien considera afectuoso le tiene antipatía y hasta odio, y al cabo
de algún tiempo esta sospecha se convierte en certidumbre. Esta sospecha,
como la intuición, ha sido semiconsciente.
La conciencia moral se podría decir de una manera poco justa, pero que
no sabría uno encontrar otra expresión más exacta es por completo consciente
y al mismo tiempo subconsciente.
La parte consciente está expresada en las máximas de las religiones: ama
al prójimo como a ti mismo, etc. En el racionalismo la fórmula más exacta
sería la del imperativo categórico de Kant: obra de tal manera que la razón de
tu voluntad en cuanto hagas pueda elevarse a ley universal de toda acción.
La parte inconsciente estaría formada por la raza, por el tiempo, por la
historia, que ha creado en nosotros, por herencia y por contagio, una
mentalidad, una idea común del bien y del mal.
Una cuestión aneja a ésta fue la de la responsabilidad, que ha sido el
puente de los asnos de los puristas de todos los tiempos.
Kant resolvió a su modo la cuestión. En la Crítica de la razón pura
afirmó que la libertad y el libre albedrío, considerados de una manera
racional, científica, eran imposible en una naturaleza regida por la ley de la
causalidad y por el determinismo. En la segunda parte de su obra, en la
Crítica de la razón práctica, consideró que la libertad y el libre albedrío eran
postulados indispensables para la ley moral y que debían ser aceptados
necesariamente.
Prácticamente se cree poco en la responsabilidad absoluta de los
criminales. Cuando los peritos médicos, psiquiatras, dan sus informes, se ve
en general que se atienen a conceptos muy relativos y de pragmatismo social.
El número de imbéciles, degenerados, locos, que terminan en el crimen
forman la mayoría de los criminales.
¿Cómo un hombre de buen sentido va a pensar como Weidmann que en
una sociedad bien organizada y con una policía inteligente se va a vivir
matando personas cada quince días? Sólo a un idiota se le puede ocurrir el
practicar el oficio de matador de hombres. Seguramente el mismo Weidmann,
si volviera hoy a la vida, ya no mataría, no por bondad, sino porque
comprendería la estupidez de su pensamiento.
No pasa mucho tiempo en Francia sin que se hable del verdugo. Hace
unas semanas se ejecutó en el Boulevard Arago, al lado de la tapia de la
cárcel de la Santé, a un criminal, Max Block. Era un iracundo, pero no un
perverso. Mató a un matrimonio alemán e hirió a sus hijos. Era, según unos,
polaco; según otros, ucraniano. En la ejecución le asistió una mujer, una
abogada. Al acercarse a la guillotina, según se ha dicho, gritó «¡Abajo
Hitler!»
Dentro de unas horas se ejecutará en Versalles a Weidmann, se harán en
los periódicos varias alusiones a Monsieur de París, los cronistas dirán alguna
frase más o menos ingeniosa, y hasta otra.
Hace poco se ha publicado un libro titulado Los señores Sansón,
verdugos, de Jorge Pair. En esa obra se cuenta la historia de los ejecutores del
tiempo de la Revolución, los más conocidos de todos. El primer Sansón,
Carlos Enrique, fue verdugo en tiempo de Luis XVI. En esa época, al parecer,
no eran muy comunes las ejecuciones capitales; la labor más corriente del
ejecutor de la justicia era imprimir con un hierro ardiendo una marca en el
hombro derecho del reo condenado a trabajos forzados.
Este verdugo, Carlos Enrique, el primero de los Sansón, cogió el
momento en el cual el doctor Louis y el doctor Guillotin proyectaban el
aparato que al principio se llamó «Louison» y después guillotina. Este Carlos
Enrique fue quien lo aplicó. También tuvo que cortar la cabeza de su rey, y
como era católico y monárquico oyó, en desagravio, una misa de una manera
devota.
Su hijo Enrique fue el verdugo del Terror, el que ejecutó a María
Antonieta, a los girondinos, a Carlota Corday, a Bailly, a Lavoisier, a Danton
y a Robespierre. Fue el gran segador de cabezas de la Revolución. El pueblo
lo llamaba Sans Farine.
Enrique Sansón llegó hasta muy entrado el siglo XIX, y Balzac, Dumas y
otros escritores célebres estuvieron a visitarlo.
Víctor Hugo, en su libro Cosas vistas, habla de él.
Sansón vivía en la calle de Marais-du-Temple, en una casa aislada cuyas
persianas estaban siempre cerradas. Recibía muchas visitas, sobre todo de
ingleses. Se les pasaba a un salón del entresuelo con muebles de caoba, y ahí
esperaban al verdugo. Éste llegaba, hacía sentar a sus visitantes y hablaba.
Los ingleses querían ver la guillotina. Sansón les llevaba a la calle de Albouy,
próxima al canal de San Martín, al taller de un carpintero, donde estaba el
aparato. Los curiosos rodeaban la máquina y se guillotinaban haces de heno.
Un día una señorita inglesa pidió al verdugo que la atase a ella como a un
reo y la sujetase en la báscula e hiciese funcionar ésta.
El verdugo decía:
—No ha faltado más sino que me pidiera que dejara caer la cuchilla.
El hijo de Enrique Simón, llamado Clemente, parece que tuvo que ser
verdugo a la fuerza, aunque le repugnaba el cargo. Es ésta una historia muy
repetida. Se cuenta que antiguamente, cuando el oficio era obligatorio en la
familia, se daban casos semejantes.
En España hay la tradición de que el hijo de un verdugo, Diego, ilustrado
y aficionado a las letras, fue obligado a ejercer sus funciones y que algo
parecido pasó con el hijo de un verdugo de Amsterdam, quien para librarse
de la función familiar obligatoria se cortó la mano derecha.
El libro de Pair es interesante, pero creo que lo era más uno que se
publicó como folletín en un periódico de Madrid, famoso en su tiempo, La
Correspondencia de España, que se titulaba Siete generaciones de verdugos.
Eran unas supuestas Memorias del último de los Sansón y abarcaban desde
1688 a 1857.
Después de los Sansón, abuelo, hijo y nieto, ha habido últimamente los
Deibler, padre e hijo. El último de éstos, muerto hace unos meses, no ha
dejado descendientes, al menos varones.
Deibler, padre, fue el que ejecutó a muchos criminales conocidos del
siglo XIX, como Pranzini, Prado, Vacher, Bonnot, etc., y a los anarquistas
célebres Piavachol, Caserío, Vaillant, etc.
Deibler, padre, fue a veces ovacionado, como cuando guillotinó al
destripador Vacher en la plaza de un pueblo. Esta vez se le aplaudió con
verdadero entusiasmo. El último Deibler, Anatolio, parece que era un buen
señor, funcionario modelo y excelente padre de familia. En la vejez tenía una
lesión cardíaca. El hombre aseguraba que su oficio era monótono. Había
ejecutado a unas cuatrocientas personas, lo que no está mal.
El último de los guillotinados fue uno llamado Moyse, tipo repulsivo que
había ahogado a un hijo suyo pequeño entre dos colchones.
Moyse, que sin duda creía que no se había extralimitado en nada al
ahogar a su hijo, cuando lo sometieron al tocado para ir a la guillotina insultó
a Deibler y le dijo que tenía un bello oficio y que era un sale voyou.
Al parecer, Deibler quedó bastante ofendido de los insultos del asesino y
dijo que la gente que se ejecutaba en París eran verdaderamente miserables y
que, en cambio, en provincias había que entendérselas con gente de campo,
con bravos cultivadores. Deibler murió súbitamente en una estación del
metro al ir a tomar el tren para ejecutar a un criminal en Rennes, y tuvo que
substituirle su primer ayudante, Desfourneau.
En Inglaterra los verdugos han tenido mucho prestigio desde tiempos
antiguos. Como dice Voltaire, el verdugo es el que podría escribir mejor la
historia de Inglaterra, porque siempre ha sido ese gentilhombre el que ha
zanjado las querellas políticas de los ingleses.
Yo he visto impresa la conferencia de James Bercey, verdugo de la
ciudad de Londres, acerca de los que habían pasado por sus manos.
El anterior al actual, que estaba enfermo y neurasténico por haber
ahorcado a una mujer que se sospechaba inocente, se suicidó. Los ingleses en
esto dan siempre la nota individual y humana.
De los verdugos españoles no queda recuerdo. En Granada, hace muchos
años se hablaba del maestro Lorenzo como de un tipo original. También se
habló del verdugo de Burgos, que ejecutó hacia 1926, en la cárcel de
Pamplona, a dos reos de una intentona anarquista, en Vera de Bidasoa, y a los
tres cómplices en el crimen del expreso de Andalucía, en Madrid. Se decía
que este verdugo de Burgos tenía cincuenta y nueve años cuando murió y que
había ejecutado a cincuenta y ocho personas. También se aseguró que había
comenzado la carrera con el Sacamantecas, pero esto debía de ser falso por la
edad.

Una de las impresiones más profundas de mi juventud fue ver de chico,


desde el balcón de un cuarto de la calle Nueva de Pamplona, el paso de un
reo que llevaban a ejecutar en la Vuelta del Castillo. Iba en un carrito rodeado
de cuatro o cinco curas. Vestía una ropa amarilla pintada con llamas rojas y
un birrete. Se llamaba Toribio Eguía. Había matado en Aoíz a un cura y a su
sobrina.
Dos largas filas de disciplinantes encapuchados, con sus cirios amarillos,
cantando responsos o letanías, iban delante del carro. Detrás marchaba el
verdugo a pie, braceando. Era pequeño, rechoncho; llevaba traje de aldeano,
sombrero pavero y polainas. Todas las campanas de las iglesias del pueblo
tocaban a muerto…
Luego, por la tarde, lleno de curiosidad, sabiendo que el agarrotado
estaba todavía en el patíbulo, fui a verle y estuve de cerca contemplándole.
Después apareció el verdugo a soltar el cadáver y dio explicaciones ante un
grupo de curiosos. Yo volví a casa temblando de horror.
Pocos años más tarde era estudiante en Madrid del Instituto de San Isidro.
Había allí bastante granujería de los barrios bajos. Una mañana un
condiscípulo propuso hacer novillos e ir a ver cómo ejecutaban a los reos de
la Guindalera, dos hombres y una mujer. Fuimos unos cuantos. Llegamos
tarde. Tres siluetas negras de agarrotados se destacaban al sol en el tablado
puesto al ras de la tapia de la Cárcel Modelo. La mujer estaba en medio, la
habían matado la última, según decía la gente, por ser la más culpable. El
espectáculo era terrible, pero tenía algo de teatral.
Años después presencié la ejecución de la Higinia Balaguer, la del crimen
de la calle de Fuencarral, desde los desmontes próximos a la Cárcel.
Hormigueaba el gentío. Soldados de a caballo formaban un cuadro muy
amplio. La ejecución fue rápida. Salió al tablado una figurita negra. El
verdugo le sujetó los pies y las faldas. Luego los hermanos de la Paz y
Caridad y el cura con una cruz alzada formaron un semicírculo delante del
patíbulo y de espaldas al público. Se vio al verdugo que ponía a la mujer un
pañuelo negro en la cara, que daba una vuelta rápidamente a la rueda, quitaba
el pañuelo y desaparecía.
Enseguida el cura y los hermanos de la Paz y Caridad se retiraron y quedó
allí la figurita negra, tan pequeña, encima de la tapia roja de ladrillo, ante el
cielo azul claro de una mañana madrileña.
En España nunca ha habido entusiasmo por el verdugo. La gente popular
se pone en el último momento más a favor del reo que del ejecutor.
En nuestros tiempos, la figura del verdugo ha decaído; ya no es el horror
y el lazo de la asociación humana, como decía el señor Maistre. El verdugo
moderno se desprecia a sí mismo y odia su oficio.

Ahora una pequeña disquisición etimológica. Los etimologistas parece


que no saben de dónde procede la palabra verdugo, ni en español, ni en
francés. Dicen que verdugo viene del latín viridis: verde. Habría que explicar
qué relación hay entre el color verde y el verdugo. La palabra verdugón se
comprende que venga de verde, porque la piel macerada por un golpe toma
un tono verdoso. Así se llama también el sitio de una contusión por el color
morado que tiene. Tampoco se conoce el origen de la palabra bourreau.
Sacarlo de que a la mujer del verdugo se le llama bourrelle, no tiene sentido,
porque es más lógico que se haya inventado primero la palabra para significar
al verdugo que para señalar a su mujer.
En catalán al verdugo le llaman botxí y en gitano buchí. Estas palabras
podían tener el mismo origen que la francesa boucher, carnicero, cuya
etimología también es desconocida, aunque algunos suponen que viene de
bouc (chivo) y que el boucher primeramente era el matador de chivos o de
cabritos.
En París hay dos clases de ferias, unas ferias de cosas viejas, que llaman
mercado de pulgas, y unas ferias de barracas y de puestos de objetos nuevos y
de espectáculos que van alternativamente instalándose, según las estaciones,
en los distintos barrios de la ciudad.
De las ferias-mercados, las más famosas son las de la Puerta de
Clignancourt, que es constante, que acapara el nombre de Mercado de las
Pulgas y que tiene su esplendor todos los domingos del año, y la feria del
hierro viejo, que se establece los días de Pascua entre la plaza de la Bastilla y
el Boulevard Voltaire. Al mismo tiempo, en la misma avenida, en la parte
más próxima al río, suele haber en esa época dos filas de puestos en donde se
venden embutidos de todas clases. Esto forma la feria de los jamones. Las
dos ferias, la del hierro viejo y la de trozos de cerdo, coinciden en el día y en
el lugar, pero están convenientemente separadas. No hay manera de que nadie
tome inadvertidamente un sacacorchos por un chorizo, o al contrario.
En otro tiempo había en la ciudad cuatro ferias importantes: la de San
Germán, San Lorenzo, Temple y la de los Jamones, que se hacía en la plaza
del Atrio de Nuestra Señora, donde se representaban, durante la Edad Media,
misterios teatrales. Los Mercados de Pulgas son como todos los baratillos del
pueblo; el Rastro, de Madrid; los Encantes, de Barcelona; la Puerta Capuana,
de Nápoles, confusos, bulliciosos, sucios, llenos de gente que se amontona y
se tropieza.
¡Qué cosas no se ven en los puestos! Estatuas, ropas, sillones, máquinas
raras, el uniforme de un militar, aparatos de medicina, albúmenes, retratos de
familia, y de familia importante, ruecas, barcos, pájaros disecados, de todo.
Hace días vi en la feria de hierro viejo, hacia el Boulevard Voltaire, una
de esas tablas talladas para arrollar las cerillas que se encienden en las
iglesias y que en el País Vasco se llaman argizaiolak. Le dije al vendedor:
—¿Esto es para arrollar las cerillas en la iglesia…?
—No sé —contestó displicente y sin mirarme a la cara.
—¿Cuánto vale?
—Trescientos.
—¿Trescientos francos?
—Sí.
Me pareció mucho para una tabla con un pequeño tallado y para un
hombre de pocos medios como yo, y no lo compré. Es curioso que la venta de
cosas viejas produzca en los vendedores tal desdén por los que compran. Casi
toda la gente de los puestos, aquí y en todas partes, son insolentes y
despreciativos.
Las ferias en que no se venden antiguallas las llaman en París fiestas
foráneas. Las más famosas son las de la Plaza de la Nación, antigua Barrera
del Trono, que se celebra en Pascuas; la de la Plaza de Italia en la primavera,
la del Boulevard Garibaldi y Pasteur, antes de Semana Santa, y la de Neuilly
en verano, en el barrio de su nombre, aunque de ésta me han dicho que ya no
se celebra.
Estas ferias son todas poco más o menos iguales, compuestas por las
mismas barracas, tiros al blanco y las mismas clases de espectáculos.
La feria de la Plaza de la Nación y de la Avenida del Trono es la más
grande, más animada y la que ocupa un lugar más amplio.
Se la llama Fiesta del Trono y también Feria del pain d’épice. Este pain
d’épice, que es una torta obscura con algún ingrediente como anís o pimienta,
se hace en todas partes con distintos nombres.
En Navarra fabrican en las fiestas una cosa parecida a la que llaman piper
opill, que quiere decir pastel con pimienta.
Aquí les dan forma a las tortas de un cerdito y le ponen encima un
nombre.
El sitio donde se celebra la Feria del Trono es decorativo, el barrio muy
populoso y la gente de aire muy arrabalero. La plaza de la Nación es de las
mayores de París. En medio tiene un jardín y en medio del jardín una fuente
con un grupo escultórico en bronce que representa el triunfo de la República.
La República va en pie llevada en un carro tirado por leones y acompañada
de figuras alegóricas.
En el estanque que le rodea, que es grande y redondo, hay varios
cocodrilos de bronce que miran irritados a la República desde el borde del
agua. Deben ser los espíritus malignos y antirrepublicanos. Al lado de la
Plaza de la Nación está la Avenida del Trono, avenida corta con dos grandes
y gruesas columnas de piedra blanca con adornos barrocos coronados cada
una por la estatua de bronce de un rey. Uno de ellos parece, a juzgar por su
estampa, San Luis; el otro, no sé cuál puede ser.
Por cierto, en la ancha base de las torres hay un registro de alcantarillas,
según reza el letrero. Esta idea de relacionar el trono con la letrina parece de
algún republicano francés exaltado.
Ahora, a principio de abril, las avenidas próximas están llenas de
camiones con carga, y todo el mundo en la Plaza de la Nación arma barracas,
pinta maderas, mete tomillos y trabaja en las instalaciones. Va a haber
grandes atracciones, entre ellas un tren y un circo de pequeños automóviles
que se chocan unos con otros, en el cual los choques estarán amortiguados.
Esto es un mérito bastante extraño, porque producir un choque por gusto y
luego amortiguarlo no se comprende muy bien. También hay unos aparatos
que producen la ilusión del verdadero mareo. Esto es puro masoquismo. Yo
no sé si hay algo más desagradable que el mareo. La Feria del Trono será
seguramente en la que habrá más tiovivos, montañas rusas, trenes, ruidos de
orquestones, detonaciones de armas de fuego, etc.
Las ferias-mercados como el Mercado de las Pulgas de Clignancourt es
muy curiosa por otro estilo. Recuerdo unas gitanas admirables por su belleza,
por su traje y por su garbo; había una de rubia y ojos claros con un traje de
seda de colores vivos tan espléndido que era verdaderamente una preciosidad.
Yo no he visto nunca una gitana tan guapa. Parecía no sólo aria, sino
superaría.
Entre el Boulevard Pasteur y el de Garibaldi, en un espacio de kilómetro
y medio o dos kilómetros, guarecidos de la intemperie, se alineaba una serie
de puestos y de barracas, y fuera del puente del Metropolitano se hallaban los
camiones-viviendas, con sus ventanas con cortinillas y sus chimeneas
echando humo.
Hacía frío y llovía, pero debajo del puente del Metro no se estaba mal y
se amontonaba la gente.
Había circos, tiovivos, puestos de todas clases, de rosquillas, de turrones,
de caramelos, de alfeñique, iluminados con una luz muy fuerte y muy blanca;
loterías, billares romanos, etc., y gente que anunciaba y que gritaba.
Uno de los espectáculos que más llamaba la atención era el circo con
pequeños automóviles que se lanzan unos en persecución de los otros a darse
encontronazos. Los soldados y las criadas parecían mostrar una inclinación
señalada por este deporte agresivo, y los «spahis» con su fez rojo o su
chechía contemplaban las evoluciones con curiosidad.
Los militares sin graduación, como llamaban hace años en las ferias
españolas a los quintos, mostraban gran inclinación por los tiros al blanco y
por el «pim-pam-pum». Había de estos militares sin graduación que metían la
bala en uno de esos huecos rojos que se sostienen en un surtidor de agua, y
otros que demolían a pelotazos columnas de botes con una decisión ardorosa,
como si estuvieran tirando sobre los enemigos de la línea Maginot.
Había barracas a cuya entrada se mostraban boxeadores, monstruos, o
donde bailaban un cancán desenfrenado, con momentos de danza del vientre,
unas pobres mujeres casi desnudas, que después del ejercicio violento que
hacían se apresuraban a ponerse unos abrigos de pieles raídos comprados de
segunda o de tercera mano en las pulgas, para preservarse del viento, que
cortaba.
En medio de las barracas se veían casetas-automóviles muy bonitas de
adivinadoras del porvenir. Según los letreros, todas estas videntes eran
gitanas hindúes y algunas españolas. Había la gitana Oliva, la gitana
Esmeralda, la española Soledad y las hindúes Sankara y Lhassa.
El procedimiento de averiguación del porvenir general de estas damas
parece que es la metoposcopia. La metoposcopia es un sistema de
adivinación basado en las líneas de la cara. Sin duda, la quiromancia o el
estudio más o menos fantástico de la mano está un poco abandonado. Estas
metoposcopianas tienen en su barraca-automóvil un saloncito confidencial
bonito, con una ventana o dos con sus cortinas, algún cuadro astrológico, con
signos de Salomón y números; una mesa con un tapete y en ella algún
idolillo, algún pájaro disecado o un libro. Generalmente ninguna se pone
estrellas de papel plateado en el pelo. Esto parece que es para pitonisas de
más altura.
La señora que venía con nosotros, que había estado haciendo ejercicios de
habilidad en un billar romano y que consiguió meter varias bolas en sus
agujeros respectivos y fue premiada con un trozo de mazapán blanco
envuelto en un papel que no ofrecía un aspecto muy atractivo, dijo que debía
de ser muy interesante hacerse decir el horóscopo por una de aquellas
videntes metoposcopianas.
—¡Pues nada; a ello! —le dijimos nosotros.
Cada consulta costaba dos francos; no era mucho para enterarse de una
cosa tan seria como el porvenir.
Preguntamos en la primera barraca de adivinas, y el hombre de la puerta,
que tenía aire de borracho, nos dijo que la sibila tenía clientes. Había que
esperar. Con el viento frío que corría allí no era confortable el aguardar.
Seguimos adelante viendo las distintas atracciones y tomamos el Metro
en la estación Pasteur, para ir a nuestras respectivas casas.

Unos días después tenía yo que ir a ver a una señora española que ha
estado en China, que vive cerca de la feria del Metropolitano de Grenelle, en
la Plaza Cambronne, y que me convida a comer de cuando en cuando. De la
estancia en Pekín de esta señora, yo creo que ha tomado aire del país, y como
es pequeña y linda, yo la llamo la Chinita, lo que no le molesta.
Había llegado con veinte minutos de anticipación a la hora de la comida,
y me puse a andar, para hacer tiempo, por la feria, a ver qué aire presentaba
ésta de par de mañana, como dicen los castizos. Tenía un aire zaparrastroso.
Muchos puestos estaban cerrados, otros medio abiertos. Algunos se estaban
preparando para el traslado. A la puerta de las barracas pequeñas de las
adivinas había algunas metoposcopianas sin arreglar, de trapillo, dos o tres
gordas viejas y grasientas y una flaca, con aire de bruja, nariguda, con un
gabán negro y una boina metida en la cabeza, una nariz de polichinela y una
boca sin dientes.
—¿Hay alguna del oficio española? —pregunté.
—No —me contestó ella—. Se dice española o gitana cuando se dedica
uno a la metoposcopia. Es más chic.
—Sí, es verdad. ¿Y se ha hecho negocio aquí esta temporada?
—Poco. Ha llovido mucho, ha hecho frío…; nada.
—Veo que ahora se dedican ustedes más a la metoposcopia que a la
quiromancia.
—Sí, es más científico. ¿Usted es extranjero?
—Sí, soy español.
—¿Es usted también del oficio?
—No, precisamente metoposcopiano no soy…; pero, en fin, algo
parecido. Me dedico a la adivinación del pensamiento.
—Allí ahora con la guerra poco negocio podrán ustedes hacer.
—Tiene usted razón; muy poco.
Saludé a la pitonisa de la boina y me fui a la casa de la dama de Pekín, a
hablarle de las ferias y de la metoposcopia.
EPÍLOGO

Como indica muy acertadamente Pérez Ferrero en el Prólogo de este libro


confeccionado con profundo afecto, escribir sobre Don Pío «es difícil, difícil
y comprometido».
Ahora bien, si él y yo así lo reconocemos —o juzgamos— y, a pesar de
ello, escribimos sobre el Maestro, ¿qué pensará el pío lector de nuestra
acrisolada modestia…?
Apelamos a su comprensión, y si bien el libro es, lógicamente, para los
lectores en general, lo dedicamos a los barojianos en particular, y éstos
intuirán que, más que otro sentimiento, es la devoción quien guía nuestra
pluma.
Por tanto, que se nos perdone la «osadía» envuelta en aparento
contradicción.

¿Cómo enfrentarse de lleno con una personalidad tan vasta y honda como
la de Don Pío…? La tarea es ingente para quien se lo proponga.
Afortunadamente para nuestras menguadas fuerzas, aquí sólo se trata de
pergeñar unas breves cuartillas sobre su ego en relación a los ensayos que
integran este nuevo volumen denominado La decadencia de la cortesía.
La tarea a cumplir, pues, no requiere conocimientos enjundiosos. Por otra
parte, uno sabe que el entusiasmo prestará su benéfica colaboración en pro de
las letras hispanas, tan necesitadas de nuevos valores…
Mi añeja devoción lejos de decrecer aumenta, porque este coloso de la
Literatura española, a los 83 años, se ha quedado solo, muy a distancia de su
inmediato seguidor… Y al decir «coloso de la Literatura española» incurro a
sabiendas en un error, porque Baroja pertenece, en realidad, a la Literatura
Universal.
A esta auténtica gloria española no se le ha rendido la pleitesía que
merece —quizá y sin quizá por ser española—; pero confiamos en que, con el
concurso de los años, el autor de tanta obra cumbre —El Arbol de la Ciencia,
La sensualidad pervertida, Agonías de nuestro tiempo, La leyenda de Jaun de
Alzate— entrará a formar parte definitivamente en el casillero de los valores
eternos, al lado de Balzac y Dickens.
Si el azar hubiese dispuesto el que Baroja naciera en Inglaterra, o en
Francia, o en Estados Unidos —tan de moda ahora—, años ha que se le
habría otorgado el Premio Nobel… Pero lo cierto es que don Pío ha rebasado
los ochenta y el tan preciado galardón se le ha esfumado tantas veces como
tantas los amigos han trabajado para que se le adjudicase. En cambio,
novelistas mediocres como los norteamericanos Faulkner y Hemingway ya
han sido premiados en plena juventud; igual que el francés Mauriac, otro
mediocre.
En la concesión del Premio Nobel, como en todo, la propaganda influye
casi siempre decisivamente. El insólito caso de Churchill corrobora esta tesis.
Por tanto, y no obstante su altísima categoría, no hay que atribuirle al
mentado Premio fe inapelable.
No: porque si bien y muy merecidamente se ha concedido a Romain
Rolland, Karl Spitteler, Knut Hamsun, Tomas Mann, O’Neill, Hermán Hesse,
Bertrand Russell…, también han participado de él Echegaray, Selma
Lagerlof, Benavente, Bunin, Gabriela Mistral…, y en cambio no lo
consiguieron escritores de altísima talla como León Tolstoi, Jakob
Wasserman, Pérez Galdós, Alejandro Kuprin, Leónidas Andreiew, Stefan
Zweig…
No se crea con estas líneas que van fluyendo a mi pluma que Don Pío
siente despecho por no habérsele otorgado el tan codiciado galardón, máximo
exponente de las Letras Universales. Ni desdén. Indiferencia sublime, sí,
indiferencia barojiana, que sólo es dable captar en su prístina esencia a los
privilegiados que han tratado de cerca al Maestro.
No debe causar extrañeza, pues, que al preguntarle un periodista, hace un
par de años, si le gustaría que le concedieran el Premio Nobel, sinceramente
contestase:
—A mí no me interesa. A mis sobrinos supongo que sí.
A Don Pío se le ha tildado de pesimista. Y es cierto: lo es.
Sólo un mentecato, un inconsciente, podía ser optimista puesto en su
lugar.
Ahora bien, este epíteto de «pesimista» se concentra en él. No sé por qué.
Los de su generación —los de ésta bien o mal titulada generación del 98—
son pesimistas, pesimistas todos.
No busquemos optimismos en las elucubraciones de Unamuno, ni en las
adormecedoras evocaciones de Azorín, ni en las mentiras más o menos
ingeniosas de Valle-Inclán, ni en las vigorosas ramplonerías de Blasco
Ibáñez, ni en los proyectos más o menos artificiosos de Ramiro de Maeztu, ni
en los sueños hidráulicos de Joaquín Costa, ni en los suspiros patológicos del
granadino Ganivet…
A poco que se analice, se verá que todos ellos pretenden huir del tiempo y
del espacio que les ha tocado en suerte vivir y que les atosiga. Todos, menos
Baroja. Éste, con cierto masoquismo, se aferra al espacio y al tiempo, lo
analiza, lo estruja, lo desenmascara, lo pisotea, le escupe…; y hace esto y
aquello por amor a la verdad, porque los desprecia, porque de ellos no espera
nada, nada, ni nada quiere de ellos.
Es la victoria del titán, fruto de su gran modestia.
Porque la modestia no es precisamente vestir modestamente. La
verdadera Modestia, en mayúscula, es la máxima grandeza, y ésta es algo
oculto que sólo se trasluce a los ojos de los ya iniciados por este saludable
sendero.
No en vano Baroja recomendó los libros de Séneca. ¿Qué mejor alimento
espiritual en estos calamitosos tiempos? No conozco lectura superior a las
Cartas a Lucilio para el desorientado que busca consuelo y normas de vida.
Para comprender algo el pesimismo de Baroja hay que remontarse a los
postreros años del siglo XIX, en su última década, cuando en España se
producían y reproducían abundantes genios políticos, genios por los cuatro
costados, genios de mentirijillas, como Cánovas del Castillo (el Monstruo),
Sagasta, Castelar, etc.
Nacido en 1872, ya tiene edad suficiente para darse cuenta de que aquello
iba a la deriva, agravado por la prematura muerte del donjuanesco Alfonso
XII. Fatalidad que no neutralizaría la prudencia, a veces excesiva, de su
viuda, la austríaca Doña María Cristina de Habsburgo y Lorena.
Don Pío viene a las Letras cuando se está incubando el último capítulo de
lo de Cuba… Estalla, por fin, el sobrecargado polvorín, de forma tan
desastrosa para la Patria, que, lejos de considerarse ello como un proceso
natural, biológico, los intelectos honrados saben de sobra que tantas
calamidades hay que cargarlas en la conciencia de los dirigentes, que dieron
palmarias pruebas de una torpeza y de una insensibilidad sin igual. Que la
sangre española se vertiera estérilmente a raudales, que la hacienda quedara
esquilmada, que Europa nos mirara como se compadece a un suicida, ¿qué
les importaba a aquellos politicastros, que sólo supieron oponer a tanta
desdicha un vocablo huero de contenido: regeneración… Y a la
insensibilidad de los responsables se sumaba la irresponsabilidad de un gran
sector del pueblo: en la manigua caían a miles los españoles, el almirante
Sampson hundía —tranquilamente, como si jugara a bolos— la escuadra del
almirante Cervera; MacKinley, en última instancia, hundía los últimos restos
coloniales de España; pero el pueblo, el buen pueblo madrileño seguía
bailando en La Bombilla a los acordes de La Marcha de Cádiz…
Archiconocida es la frase lapidaria de Silvela: «España ha perdido el
pulso.» Yo no me atrevería a rubricar tal aserto; quizá el instinto guiaba
certeramente al complejísimo sentimiento de los españoles. Porque, como
escribió Rubén Darío: «La guerra fue obra del Gobierno. El pueblo no quería
la guerra, pues no consideraba las colonias sino como tierras de engorde para
los protegidos del presupuesto. La pérdida de ellas no tuvo honda repercusión
en el sentimiento nacional. Y en el campo, en el pueblo, entre las familias de
labradores y obreros, aún podía considerarse tal pérdida como una dicha: ¡así
se acabarían las quintas para Cuba, así se suprimiría el tributo de carne
peninsular que había que pagar forzosamente al vómito negro!»
¿Cómo podía reaccionar un espíritu superior, hiperestésico, como el de
Baroja, espectador de tanto ludibrio…? Sólo quedaba un itinerario digno:
escribir obras maestras, y ahí quedan Camino de perfección, La lucha por la
vida, César o nada, punzantes aguafuertes de la sociedad española de
aquellos lejanos tiempos.
Un optimista de última hora —el honesto Macías Picavea—, intentó
edificar sobre los escombros, pero el esfuerzo fue desmesurado, el desengaño
terrible, y pagó con su vida tan cruentos sinsabores y tan loables proyectos.
A la trágica herencia legada por Cánovas y sus bravatas, sólo resignación
le cupo al sufrido pueblo español, cualidad ésta que siempre ha gozado en
demasía, pese a las apariencias de ciertas horas.

Con la predisposición congénita del ego barojiano —y no olvidemos que


consiguió, en 1893, el título de doctor en Medicina—, se cruzan unas
circunstancias adversas de gran radio, cuyos jalones más acusados son: la
guerra de Cuba, la guerra mundial de 1914-18, nuestra guerra civil de 1936-
39, la guerra mundial de 1939-45 (salpimentadas por las de Marruecos)… y,
para postre, la bomba atómica y la de hidrógeno…
No sé si se puede pedir más para ser pesimista. Por si acaso, ahí está el
testamento de Einstein, que leyó por radio, hace muy pocos días, Bertrand
Russell.
Cuando la existencia de la Humanidad pende de un hilo, y este hilo es
susceptible de ser cortado por cualquier figurón obcecado, ser optimista
constituye una solemne estupidez.
En consecuencia, una sin igual psicosis colectiva de guerra enfebrece al
hombre consciente de nuestro tiempo.
Tal estado de cosas repercute, como en vasos comunicantes, en multitud
de facetas de la vida civilizada en quiebra. A la ostensible decadencia de la
cortesía se une seguidamente la baja moral imperante, la relajación, en
términos generales, de las costumbres. «Dentro de un mes quizá no
existiremos, ¿para qué abstenerse de lo prohibido?», piensan muchos. Y así,
ante la cruel incertidumbre y bajo una tangible espada de Damocles, la mísera
Humanidad se va prostituyendo y va perdiendo el respeto por lo más sagrado.
Los hombres de buena voluntad no dejan de confiar en una reacción
sublime y en una constante superación moral del género humano, superación
que en nuestra triste época no se vislumbra, desgraciadamente, en ninguna
parte.
Spengler, en su famoso libro Años decisivos, ya lo consignó: «Ninguno de
los hombres hoy en vida, cualquiera que sea el lugar del mundo en el que
aliente, será nunca feliz.»
No son ciertamente halagadoras las perspectivas que nos legó el famoso y
discutido autor de La decadencia de Occidente.
¿Hay que ir a la inconsciencia, como propone en un momento de
depresión Andrés Hurtado, el protagonista de El Arbol de la Ciencia? No,
porque ello equivaldría a una huida, incompatible con un espíritu viril. La
suprema razón de ser exige un deber ineludible: el de hacer frente a la vida,
racionalmente, en no rendirse jamás, en soslayar, si se quiere, los cantos y
pedruscos del camino a recorrer, pero no adormecerse ni doblegarse.
Baroja ha sido sincero incluso consigo mismo. En España no se ha dado,
ni en aproximación, un caso parecido de sinceridad tan brutal.
Y la verdad es que en nuestra dolorida época, espantosa y excesivamente
materialista, el espíritu está en decadencia, y donde no hay espíritu no puede
haber superior felicidad; todo lo más grosería encubierta —a veces, cierto es,
con suma habilidad y refinamiento—: el aparatoso y desconcertante signo del
presente no da más…; aunque cabe la esperanza —por deber o por instinto de
conservación— de un futuro mejor.

Para la inmensa mayoría del público, Baroja es un novelista, y su bien


cimentada fama descansa en esta popular creencia, ella es el principal pilar de
la obra barojiana.
Pero yo no me atrevería a inclinarme sobre este veredicto, quizá justo, ya
que en el casillero novela figuran sólidas, auténticas obras maestras, y muy
particularmente allí donde ha vertido su ego a raudales escudándose tras una
acusada contrafigura: ahí va el tedioso Fernando Ossorio —eliminando,
claro, su lado patológico—, de Camino de perfección; el «activo» César
Moneada, de César o nada; el despistado Andrés Hurtado, de El Arbol de la
Ciencia; el disconforme Luis Murguía, de La sensualidad pervertida; el
indiferente José Larrañaga, de Agonías de nuestro tiempo…, y tantos y tantos
otros fieles intérpretes de la historia patria… Y no me atrevería a inclinarme
por el veredicto de la mayoría porque, si bien no olvido Agonías de nuestro
tiempo, tampoco olvido Juventud, egolatría, ni Las horas solitarias, ni La
caverna del humorismo —quizá su libro de más peso específico—, ni
Rapsodias, ni Vitrina pintoresca, ni Chopin y Jorge Sand, ni tantos y tantos
otros ensayos y artículos en donde Baroja, el auténtico Baroja, sin artilugios
ni eufemismos, se nos presenta cien por cien tal cual es: admirable, único, en
monólogos imperecederos.
El futuro historiador del alma española acudirá a la producción barojiana
como fuente de primera mano, fuente de agua cristalina, no mediatizada, y en
los ensayos y artículos encontrará tantas o más vetas que en las novelas.
Porque a ningún escritor español —de las presentes o de las pasadas
generaciones— se le puede aplicar con más justeza aquel agudo pensamiento
que Samuel Butler desliza en The way of all flesh: «Hijo mío, no debes juzgar
por la obra, sino por la obra en relación a su medio ambiente…», profundo
pensamiento muy anterior al «Yo soy yo y mi circunstancia», de nuestro
Ortega y Gasset.
Por tanto, no debe de sorprender el que este libro, integrado por catorce
interesantes ensayos, haya sido laborado con afecto, el afecto que pone uno
en las prendas que devotamente considera valiosas, unido al temor de que
esta materia desperdigada, digna de vivir, se perdiera.
Casi todos los ensayos que componen la primera parte de este volumen
fueron escritos en París, en la primera mitad del año fatídico de 1939, excepto
el segundo, que lo fue en Madrid y en mayo de 1933, y el último, también en
Madrid y en enero de 1935. Los de la segunda parte, más enjundiosos, lo
fueron durante el segundo semestre de 1939, cuando el carro de Hitler ya
había desembocado hacia la catástrofe más colosal que hasta el presente han
conocido los siglos. Y los de la tercera, que nos recuerdan algunos cuadros de
su deliciosa Vitrina Pintoresca, reflejan al Baroja que deambula por la gran
ciudad, en aquel 1939 repleto de crueldad, sin norte, ante un mañana preñado
de incógnitas y temores.
La heterogeneidad de estos catorce ensayos pone de manifiesto, una vez
más, la amplitud del saber barojiano. Como acertadamente observa Pérez
Perrero en su cordial Prólogo: «Leer un ensayo, un artículo o cualquiera cosa
de Pío Baroja quiere decir aprender disfrutando de la máxima amenidad.»
J. RAIMUNDO BARTRÉS
Barcelona, 24-25 julio 1955
PÍO BAROJA (San Sebastián, 28 de diciembre de 1872 - Madrid, 30 de
octubre de 1956). Novelista español, considerado por la crítica el novelista
español más importante del siglo XX. Nació en San Sebastián (País Vasco) y
estudió Medicina en Madrid, ciudad en la que vivió la mayor parte de su
vida. Su primera novela fue Vidas sombrías (1900), a la que siguió el mismo
año La casa de Aizgorri. Esta novela forma parte de la primera de las
trilogías de Baroja, «Tierra vasca», que también incluye El mayorazgo de
Labraz (1903), una de sus novelas más admiradas, y Zalacaín el aventurero
(1909). Con Aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox (1901), inició
la trilogía «La vida fantástica», expresión de su individualismo anarquista y
su filosofía pesimista, integrada además por Camino de perfección (1902) y
Paradox Rey (1906). La obra por la que se hizo más conocido fuera de
España es la trilogía «La lucha por la vida», una conmovedora descripción de
los bajos fondos de Madrid, que forman La busca (1904), La mala hierba
(1904) y Aurora roja (1905). Realizó viajes por España, Italia, Francia,
Inglaterra, los Países Bajos y Suiza, y en 1911 publicó El árbol de la ciencia,
posiblemente su novela más perfecta. Entre 1913 y 1935 aparecieron los 22
volúmenes de una novela histórica, Memorias de un hombre de acción,
basada en el conspirador Eugenio de Aviraneta, uno de los antepasados del
autor que vivió en el País Vasco en la época de las Guerras carlistas. Ingresó
en la Real Academia Española en 1935, y pasó la Guerra Civil española en
Francia, de donde regresó en 1940. A su regreso, se instaló en Madrid, donde
llevó una vida alejada de cualquier actividad pública, hasta su muerte. Entre
1944 y 1948 aparecieron sus Memorias, subtituladas Desde la última vuelta
del camino, de máximo interés para el estudio de su vida y su obra. Baroja
publicó en total más de cien libros.
Usando elementos de la tradición de la novela picaresca, Baroja eligió como
protagonistas a marginados de la sociedad. Sus novelas están llenas de
incidentes y personajes muy bien trazados, y destacan por la fluidez de sus
diálogos y las descripciones impresionistas. Maestro del retrato realista, en
especial cuando se centra en su País Vasco natal, tiene un estilo abrupto,
vivido e impersonal, aunque se ha señalado que la aparente limitación de
registros es una consecuencia de su deseo de exactitud y sobriedad. Ha
influido mucho en los escritores españoles posteriores a él, como Camilo José
Cela o Juan Benet, y en muchos extranjeros entre los que destaca Ernest
Hemingway.

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