Primera Tópica Silvia Tubert

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Un modelo del “aparato psíquico”: la primera tópica1

Silvia Tubert

Es en el capítulo VII de La interpretación de los sueños donde encontramos la


primera exposición metapsicológica del aparato psíquico, llamada también
Primera Tópica. Tópica significa “lugares”. Freud la considera una ficción
teórica.
El aparato psíquico es un modelo de nuestro funcionamiento mental,
entendido como un trabajo. La tópica psicoanalítica supone una
diferenciación de ese aparato en diversos sistemas dotados de otras tantas
características o funciones y dispuestos en cierto orden. Se trata de una
representación espacial que considera esos sistemas, metafóricamente, como
lugares psíquicos. El punto de partida de esta figuración es una serie de
observaciones referidas a comportamientos, recuerdos, representaciones, de
los que el sujeto no dispone conscientemente (grupos psíquicos separados, dice
Freud en sus primeros trabajos), pero que, sin embargo, producen efectos, tal
como se había podido apreciar mediante la aplicación de la hipnosis o en los
casos de “doble personalidad”. En los Estudios sobre la histeria Freud concibe lo
inconsciente como una organización en capas que supone cierto orden entre
los distintos grupos de representaciones. Así, los recuerdos estarían ordenados
en “archivos” en torno a un núcleo patógeno, pero ese orden no es solo
cronológico sino que responde también a una lógica: las asociaciones entre las
ideas siguen determinados caminos o secuencias. La consciencia, se define en
términos espaciales como un “desfiladero” que no deja pasar más que un
recuerdo cada vez al “lugar” del Yo.

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Este texto forma parte del libro Sigmund Freud de la Dra. Silvia Tubert. Madrid: Editorial EDAF
Ensayo. 2000.

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Una exposición metapsicológica consiste en la descripción de un proceso
psíquico conforme a sus relaciones no solo tópicas sino también dinámicas y
económicas.
Desde una perspectiva descriptiva, el término inconsciente se refiere al conjunto
de contenidos que no se encuentran presentes en el campo actual de la
consciencia; en este sentido, no se establece una distinción entre inconsciente
y preconsciente. La diferencia se pone de manifiesto cuando los consideramos
como sistemas: mientras las representaciones inconscientes no pueden acceder
de ningún modo a la consciencia, las ideas y recuerdos preconscientes pueden
actualizarse más fácilmente. En otras palabras, las primeras son inconscientes
de manera permanente; los segundos lo son solo temporalmente.

De acuerdo con el punto de vista tópico, inconsciente, preconsciente y


conciencia son sistemas mnémicos constituidos por grupos de
representaciones regidos por diversas leyes de asociación. Al referirse a la
noción de localidad psíquica Freud menciona la hipótesis de Fechner: la escena
en la que los sueños se desarrollan es distinta de aquella en la que se desenvuelve la vida de
representación despierta.

Freud compara el instrumento puesto al servicio de las funciones anímicas


con un aparato óptico: microscopio, telescopio, cámara fotográfica. (…)La
metáfora espacial no representa un intento de localización anatómica de las
funciones mentales, si no que constituyen una “representación auxiliar” que
intenta indicar que el modelo del aparto psíquico se descompone en diversas
partes, cada una de las cuales tiene un modo de funcionamiento especial.
El ordenamiento espacial de los sistemas es, en cierto modo, una cristalización
de la hipótesis de que existe cierto orden temporal en los procesos psíquicos,
es decir, que la energía que hace posible el funcionamiento de este “aparato”
recorre los sistemas conforme a una sucesión determinada.

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El sistema preconsciente se encuentra situado entre el inconsciente y la
conciencia; está separado del primero por una censura severa que impide que
las representaciones inconscientes se abran paso hacia el preconsciente y la
conciencia. Por ello, lo inconsciente como tal es incognocible; solo podemos
saber algo de el a partir de sus derivados o formaciones, que irrumpen en
nuestras palabras o actos de una manera ajena a las intenciones del Yo (en
términos de Jackes Lacan, es el Otro que habla en nosotros). En el otro
extremo existe también una censura, pero de carácter permeable que controla
el acceso a la consciencia y a la motricidad voluntaria. Este acceso puede
producirse en algunas condiciones, como cierto grado de intensidad de las
representaciones preconscientes o determinada distribución de la tensión. De
este modo, la consciencia es una cualidad o estado momentáneo que alcanzan
algunas representaciones, pero no es, hablando con propiedad, un sistema. Es
decir, no tenemos tres modalidades de funcionamiento psíquico, sino solo
dos: la inconsciente y la preconsciente; a esta última se le añade,
circunstancialmente la consciencia.

La explicación dinámica distingue al psicoanálisis de otras concepciones de lo


inconsciente de carácter estático. Por ejemplo, el psiquiatra francés Pierre
Janet consideraba que era un resultado de una incapacidad innata para la
síntesis psíquica. El punto de vista dinámico considera que la oposición entre
los sistemas preconsciente (susceptible de consciencia) e inconsciente es el
producto de un conflicto entre fuerzas psíquicas enfrentadas que luchan
activamente entre sí, de modo que nuestro psiquismo no es homogéneo, sino
que se encuentra marcado por contradicciones que lo dividen. Así, el sistema
inconsciente es dinámico en la medida en que está en actividad
permanentemente, lo que requiere que una fuerza contraria –la represión-
intervenga para impedir que sus contenidos accedan al preconsciente. Las
formaciones del inconsciente (sueño, síntoma, lapsus) resultan de una

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transacción entre dos fuerzas opuestas (la reprimida y la represora): se
produce un retorno de lo reprimido, pero de una manera disfrazada, lo que da
cuenta de la intervención de ambas.
Una explicación económica es aquella que toma en consideración las cargas de
energía que circulan en el aparato psíquico; no tenemos ideas o pensamientos
de carácter neutral: tanto el trabajo clínico como la experiencia cotidiana
revelan que las representaciones psíquicas están siempre cargadas de afectos
de diferentes intensidades. Es lo que sucede cuando un neurótico obsesivo
por ejemplo se siente obligado a realizar algún comportamiento ritual (como
lavarse las manos continuamente, contar las baldosas, etc.) que su propia
razón rechaza; es frecuente que enuncie: “no tiene sentido hacerlo pero no
puedo evitarlo, es más fuerte que yo”. En este sentido, el conflicto psíquico
supone que las diferentes fuerzas que luchan entre sí están dotadas de energía
y su resolución dependerá de la intensidad relativa de esas fuerzas.

Freud postula la noción de energía solo como aquello que da cuenta de ciertos
efectos observados en la clínica, como las transformaciones del deseo sexual
en lo que respecta a su objeto, su fin o su fuente de excitación, o la
producción de síntomas que se acompaña del empobrecimiento de otras
actividades del sujeto. Así como las ciencias físicas no se pronuncian sobre la
naturaleza última de las magnitudes cuyas variaciones, equivalencias y
transformaciones estudian, sino que se contentan con definirlas por sus
efectos, las fuerzas de las que habla el psiconanálisis aluden a aquello que
produce cierto trabajo mental o que hace posible el funcionamiento del
aparato psíquico.

Freud explica tal funcionamiento tomando como modelo la concepción


neurofisiológica del arco reflejo. El sistema nervioso tiene un extremo sensorial
(las terminaciones nerviosas de los órganos de los sentidos) por donde recibe

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las excitaciones o cantidades de energía originadas en los estímulos, y un
extremo motriz por donde se descargar la energía recibida mediante un
movimiento corporal de respuesta. Entre ambos se sitúan los centros
nerviosos de la médula espinal o del cerebro, encargados de recibir la energía y
transformarla en una acción, con el consiguiente efecto de reducir la tensión
generada por el estímulo.

El aparato psíquico funciona, en sus orígenes, como un aparato reflejo, lo que


no significa, es importante insistir en ello, que se atribuya a los sistemas que lo
integran una localización anatómica, sino que la circulación de la energía sigue
un orden determinado que define el lugar de esos sistemas, es decir, que tiene
una dirección. Toda nuestra actividad psíquica parte de estímulos, ya sean
externos o internos, y termina en inervaciones motrices, lo que permite
adscribir a este aparto ficticio un extremo sensorial que recibe las
percepciones y otro extremo que controla el pasaje a la acción. Entre ambos
polos se van interponiendo, en función de las experiencias que vive un niño a
partir de su nacimiento, las huellas mnémicas, es decir, las marcas que las
percepciones dejan en el psiquismo y que hacen posible la función de la
memoria. Estas huella mnémicas suponen modificaciones permanentes de los
elementos del aparato anímico, puesto que no solo perdura el contenido de las
percepciones, sino que estas se encuentran enlazadas entre sí en la memoria,
configurando redes asociativas. En consecuencia, la excitación seguirá los
caminos trazados por estas redes. Aquello que denominamos nuestro carácter dice
Freud- reposa sobre las huella mnémicas de nuestras impresiones, y precisamente aquellas
impresiones que han actuado más intensamente sobre nosotros, o sea, las de nuestra primera
juventud, son las que no se hacen conscientes casi nunca. Inconsciente y preconsciente
pueden entenderse entonces como redes de huellas mnémicas que se
diferencian, desde el punto de vista topográfico, por su posición con respecto
a la consciencia y, desde el punto de vista dinámico-económico, según sus
modos de funcionamiento, a los que Freud denomina proceso primario y proceso
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secundario, respectivamente. Esto introduce también una perspectiva genética,
puesto que el psiquismo no opera desde el momento del nacimiento tal como
lo hace en la vida adulta, sino que sufre una serie de transformaciones. De
hecho, los términos primario y secundario tienen una connotación temporal: si
uno alude a la forma primitiva de funcionamiento psíquico, el otro consiste en
una modificación que hace posible un nuevo tipo de operación. Pero esto no
significa que el primero desaparezca, sino que puede irrumpir, como hemos
visto, en las diversas formaciones del inconsciente: primario no quiere decir
solo originario, sino que indica también que este proceso es de mayor
importancia y tiene una capacidad funcional más amplia. Precisamente, debido
a la aparición más tardía del proceso secundario, continúa constituido el nódulo de
nuestro ser por impulsos optativos inconscientes, incoercibles e inaprensibles para los
preconscientes, cuya misión queda limitada de una vez para siempre indicar a los impulsos
optativos procedentes de lo inconsciente los caminos más adecuados”. Por la misma razón,
el sistema preconsciente no tendrá nunca acceso a una gran parte de los
recuerdos (los más tempranos), que quedan al margen de su influencia y
constituyen la precondición de la represión.

¿En qué consiste el proceso primario que caracteriza al sistema insconsciente?


Originariamente el aparato psíquico tiende a descargar totalmente la
excitación, percibida subjetivamente como una tensión desagradable o
displacer: la excitación sigue así una vía progresiva (del extremo perceptivo al
motriz). Sin embargo, como sucede en el caso de los sueños, la excitación
puede tomar un camino regresivo: en lugar de avanzar hacia el extremo motriz
del aparato, se propaga hacia el sistema de las percepciones. Esto se explica
por la intervención de la censura y porque el estado de reposo se acompaña de
una modificación de las intensidades psíquicas (recuérdese el desplazamiento
como transmutación de los valores psíquicos o energías que invisten a las
representaciones). Podemos hablar de regresión cuando la representación

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queda transformada en el sueño en aquella imagen sensorial en la que se había
originado.

Este proceso no es privativo de los sueños; la memoria voluntaria, la reflexión


y otros aspectos del pensamiento corresponden a un retroceso, dentro del
aparato psíquico, desde cualquier acto complejo de representación al material bruto de las
huellas mnémicas en las que se halla basado. Sin embargo, durante la vigila esta
regresión no va más allá de las imágenes mnémicas y no llega a reavivar las
imágenes perceptivas, convirtiéndolas en alucinaciones, tal como sucede, en
cambio, en el sueño y también en las psicosis. La regresión supone la
sustitución del funcionamiento preconsciente por el inconsciente; por eso
desaparecen en la elaboración onírica las relaciones lógicas entre las ideas.
Esta transformación regresiva es inducida por un recuerdo reprimido o
inconsciente, generalmente infantil y de naturaleza sexual, que impone el
retorno de formas de representación a las que se encuentra asociado y que,
debido a la censura, no pueden expresarse. El sueño sustituye así, mediante
imágenes visuales, un deseo inconsciente, la representación de una pulsión que
no logró satisfacción.

El placer se define solo en términos negativos, como la eliminación o ausencia


de displacer. Sin embargo, es imposible reducir la tensión hasta un grado cero,
porque ello sería incompatible con la vida, de modo que esa hipotética
búsqueda inicial de la descarga absoluta (principio de inercia), que solo tiene el
valor de una ficción teórica, se convierte muy pronto en una tendencia a
mantener la tensión en un nivel suficiente como para hacer posible la
actividad psíquica, aunque no tan elevado como para generar displacer
(principio de constancia).

En términos generales, entonces, el funcionamiento mental está regulado por


la finalidad de evitar el displacer y procurar el placer, entendidos, como
acabamos de ver, en términos económicos. Con el tiempo, no obstante, Freud

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habrá de subrayar el carácter cualitativo del placer y la imposibilidad de
equiparar el displacer con aumento de la tensión y el placer con su
disminución, en la medida en que las relaciones son más complejas; así, por
ejemplo, existen tensiones placenteras. Aunque al comienzo lo denominó
principio del displacer, por cuanto su motivación es la de evitar el displacer actual
y no la de procurar un placer futuro, Freud suele hablar, en diferentes textos,
de principio del placer. Su empleo de este concepto, no obstante, presenta cierta
ambigüedad: en algunos casos lo identifica con el principio de inercia
(tendencia a reducir absolutamente la tensión), en cuyo caso no cuestiona
nunca su carácter fundamental y último; en otros lo asimila al principio de
constancia (tendencia a mantener un nivel constante de tensión), en cuyo caso
se plantea la existencia de principios o fuerzas pulsionales que van más allá del
principio del placer, como veremos al considerar la noción del pulsión de
muerte.

Sin embargo, hay algo que viene a obstaculizar este sencillo modo de
funcionamiento: las grandes necesidad vitales no pueden satisfacerse mediante
una descarga motriz; por mucho que el bebé hambriento grite y patalee, no
logra modificar su situación. El ser humano nace en un estado de inmadurez
biológica; en comparación con la mayoría de los animales, su vida intrauterina
es más breve y pasa por un periodo más prolongado de desamparo o
indefensión (Hilflosigkeit: desamparo) ante los peligros del mundo exterior.
Esto hace que tenga más peso la influencia del mundo exterior y determina
una dependencia intensa y prolongada con respecto a la madre (o al sustituto
materno), cuyo valor para la vida del lactante aumenta en forma proporcional.
Esta onmipotencia de la madre es un factor decisivo para la organización del
sujeto psíquico, que no se produce de una manera espontánea o autónoma,
sino que habrá de constituirse en la relación con el otro, y da lugar al anhelo de
ser amado, que acompaña al ser humano a lo largo de toda su existencia.

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El bebé es incapaz, entonces, de realizar la acción específica, es decir, la actividad
necesaria para lograr la resolución de la tensión interna creada por la
necesidad. Si bien su organismo está dotado de algunos reflejos
incondicionados innatos (succión, deglución, por ejemplo), es imprescindible
una intervención externa adecuada: la madre le aporta el alimento
proporcionándole así una experiencia de satisfacción, que suprime la excitación
interna e incluye la percepción del objeto adecuado para lograrla. A partir de
este momento, la huella mnémica de la excitación derivada de la necesidad
queda asociada con la imagen de ese objeto, de modo que cuando vuelva a
presentarse la necesidad surgirá también un impulso psíquico tendente a
reproducir la situación de la primera satisfacción. Para ello, habrá de orientarse
hacia la imagen mnémica del objeto: esta corriente, que parte del displacer y
tienda al placer este impulso a reconstruir la experiencia de satisfacción no es
otra cosa que el deseo.

La realización del deseo es, entonces, la reaparición del objeto en tanto


percibido, y el camino más corto para alcanzarla es la carga psíquica de la
percepción. El proceso primario, regido por el principio del placer, busca de
este modo la identidad de percepción, es decir, tiende a algo que se perciba como
idéntico a la experiencia de satisfacción. Puesto que la energía circula libremente,
puede tomar el camino regresivo que conduce a que el deseo termine en una
alucinación (realización alucinatoria del deseo, tal como se produce en los
sueños). Pero, evidentemente, ninguna alucinación puede satisfacer la
necesidad de modo que esta forma de funcionamiento psíquico está
condenada al fracaso.

Es la amarga experiencia de la vida la que exige una modificación del proceso


primario, una inhibición de la tendencia regresiva para que esta no llegue al
sistema perceptivo, sino que se detenga en las huellas mnémicas para buscar
otros caminos que permitan encontrar la identidad deseada en el mundo
exterior. Lo que se busca no es la identidad de percepción sino la identidad de

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pensamiento. En otros términos, se torna necesario realizar un examen de realidad,
sustituir la tendencia originaria a la descargar inmediata por el camino más
corto posible, por un rodeo, cuya necesidad ha sido demostrada por la
experiencia, para lograr la realización del deseo. De este modo el deseo, la
única fuerza capaz de incitar al trabajo a nuestro aparato psíquico, es también
la fuente del pensamiento: un rodeo que se interesa en las vías asociativas entre
las representaciones, en función de las huellas mnémicas que ha dejado la
experiencia vivida, sin dejarse engañar por su intensidad.

Se desarrolla así, paulatinamente, un nuevo modo de funcionamiento, el


proceso secundario, que caracteriza al sistema preconsciente. Este proceso
necesita liberarse de la presión del principio del placer y atenerse al principio de
realidad, que le impone no iniciar la acción eficaz (la succión, por ejemplo, en
el caso del hambre) hasta tanto no se haya confirmado que el objeto está
presente en el campo perceptivo y que no se trata de una mera alucinación.
En consecuencia, el proceso secundario se basa en la inhibición de la libre
circulación de la energía, que queda sustituida por la energía ligada: las cargas se
mantienen en reposo y solo se utilizan en pequeñas cantidades que circulan
por los caminos asociativos trazados por la memoria, en función de la
experiencia y del examen de la realidad y ya no en función de la mera evitación
del displacer. Por eso, aunque el principio de realidad se opone, desde el punto
de vista lógico, al principio del placer-displacer, en última instancia tienda a la
consecución del placer y a la realización del deseo, pero de modo efectivo y
no meramente imaginario. Para ello es necesario suspender la reacción motriz
y soportar durante un lapso la tensión, lo que introduce un intervalo, un
tiempo en el cual se desarrollan los procesos de pensamiento, juicio de
realidad, memoria, etc.

Mientras las representaciones inconscientes son representaciones de cosa, las


preconscientes son representaciones de palabra. El término representación
(Vorstellung) forma parte del vocabulario clásico de la filosofía alemana y

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designa lo que está presente en el espíritu, lo que “se representa”, lo que forma el contenido
concreto de un acto se pensamiento, en particular, la reproducción de una percepción
anterior.

Sin embargo, Freud utiliza este concepto de una manera original. Ante todo,
establece una diferenciación teórica entre las representaciones y la magnitud o
quantum de afecto o energía psíquica que las invista o las ocupa (Besetzung, que se
ha traducido como cargo investimiento, significa literalmente ocupación). En el
fundamento de la represión se encuentra, precisamente, una separación de la
representación y el afecto, que tendrán entonces diferentes destinos: lo que se
reprime, en sentido estricto, es la representación, pues se inhibe o se coarta el
afecto de modo que este no llega a desarrollarse -si llegara a hacerlo, ya no
podría ser reprimido, puesto que se lo experimentaría efectivamente. Hemos
visto, por ejemplo que en el caso del síntoma histérico el afecto se convierte en
energía somática, al pasar una zona o actividad corporal pasa a simbolizar la
representación reprimida. El proceso es diferente en la neurosis obsesiva: el
afecto se desplaza, desde la representación patógena asociada al
acontecimiento traumático, hacía otra representación, que el sujeto considera
anodina, pero que, sin embargo, no deja de acosarlo.

Por otra parte, Freud habla con frecuencia de representaciones inconsciente, lo que
parece paradójico a menos que consideremos que su empleo del término
representación no concede tanta importancia a la acepción, prevalente en la
filosofía clásica, de representarse subjetivamente un objeto, sino que se centra
en la inscripción de las huellas del objeto en los sistemas mnémicos. La
memoria, en efecto, no es un mero almacén de imágenes, sino que el recuerdo
se inscribe en diferentes series asociativas, en función de sus diversos aspectos
(asociaciones por simultaneidad, contigüidad, contraste, etc.); las huellas
mnémicas no son impresiones semejantes al objeto, sino caminos asociativos
facilitados por la experiencia, en cierto modo, signos coordinados con otros
signos. Desde esta perspectiva, Lacan aproximó la representación freudiana a la

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noción lingüística de significante. Sin embargo, mientras la huella mnémica no
es más que la inscripción de un acontecimiento, la representación viene a
investir a reavivar esa huella.

Freud distingue, ya desde su trabajo pre-psicoanalítico sobre las afasias (1891),


dos tipos de representaciones: de cosa y de palabra. Aunque las primeras
derivan de las cosas y son esencialmente visuales y las segundas derivan de las
palabras y son fundamentalmente acústicas, la distinción no se reduce a su
origen sensorial, sino que tiene un alcance metapsicológico: mientras las
representaciones preconscientes y conscientes incluyen la representación de
cosa más la representación de la palabra asociada a ella, la representación
inconsciente es solo la representación de cosa. De modo que la única forma
en que una representación inconsciente puede acceder a la consciencia es
mediante su asociación con elementos verbales. El sistema inconsciente
incluye las primera y auténticas ocupaciones libidinales del objeto; el sistema
preconsciente se constituye a medida que la representación de cosa es
doblemente ocupada por la conexión con la representación de palabra
correspondiente. Esto hace posible tanto una organización psíquica superior
como la sustitución del proceso primario por el secundario que domina en el
preconsciente.

De este punto de vista, lo reprimido puede entenderse como una


representación que no puede acceder a la formulación verbal; como un acto
psíquico que carece de la doble carga energética de los sistemas inconsciente y
preconsciente. Por eso el área de la expresión verbal es el campo en el que
emergen, de manera privilegiada, los efectos de lo inconsciente que, como lo
real, es inaccesible; solo puede ser aprehendido a través de los signos o
palabras que nos proporcionan una representación sometida a sus propias
condiciones y limitaciones. Pero la articulación con representaciones de
palabra no da lugar, automáticamente, a que un proceso o representación se
haga consciente, sino que solo supone la posibilidad de que ello ocurra. En

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consecuencia, el preconsciente es el dominio de lo que es potencialmente
consciente y solo lo es aquello que se puede decir.

BIBLIOGRAFÍA

1 Ediciones de las obras completas de Freud

1.1. En alemán:
Gesamnelte Schriften (12 vols.), Viena, Internationaler Psychoanalytischer Verlag, 1924-34.
Gesamnelte Werke (18 vols.), vols. 1-17, Londres, Imago Publishing Co., 1940-52; vol 18, Fráncfort,
S. Fischer Verlag, 1968.
Studienausgabe (11 vols.), Fráncfort; S. Fischer Verlag, 1969-75.

1.2. En castellano:
Obras completas (3 vols.), traducción de Luis López Ballesteros, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981. La
primera edición (17 vols.) prolongada por José Ortega y Gasset, se publicó entre 1922 y 1934, es
decir simultáneamente a la edición de los Gesamnelte Schriften. En castellano contó con la primera
edición de las obras completas de Freud en otra lengua que la alemana.
Obras completas (22 vols.), traducción de Ludovico Rosenthal, que incluyó los escritos de Freud
omitodos en las ediciones alemanas e inglesas; ahora la edición castellana es incluso más completa
que la original, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1952-56.
Obras completas (24 vols.), traducción de José Luis Etcheverry; contiene los comentarios y notas de
James Strachey en la edición inglesa. Buenos Aires, Amorrortu, 1978-79.

2. Obras de consulta
Anzieu, D.: El autoanálisis de Freud y el descubrimiento del psicoanálisis, México, Siglo XXI, 1988-89.
Chemana, R.: Diccionario del psicoanálisis, Buenos Aires, Amorrortu, 1996.
Ellenberger, H. F.: El descubrimiento del inconsciente, Madrid, Gredos, 1976.
Gay, P. Freud. Una vida de nuestro tiempo, Barcelona, Paidós, 1990 (2ª edición).
Jones, E. Vida y obra de S. Freud (3 vols.), Buenos Aires, Paidós, 1981.
Laplanche, J., y Pontalis, J. B. Diccionario del psicoanálisis, Barcelona, Labor, 1983.
Mannoni, O. Freud. El descubrimiento de lo inconsciente, Buenos Aires, Nueva visión, 1982.
Robert, M. La revolución psicoanalítica. La vida y la obra de S. Freud, México, FCE, 1985.
Roudinesco, E., y Plon, M.: Diccionario del psiconálisis, Barcelona, Paidós, 2000.
Tubert, S. Malestar en la palabra. El pensamiento crítico de Freud y la Viena de su tiempo, Madrid, Biblioteca
Nueva, 1999.

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