Nuestra Sangre - Andrea Dworkin-47-56

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5.

Las Políticas Sexuales del Miedo y


la Valentía.
[Dedicado a mi madre] [Entregado en Queens College, Ciudad Universitaria de
Nueva York, 12 de Marzo, 1975; Fordham, Nueva York, 16 de Diciembre de 1975.]

I. Les quiero hablar sobre el miedo y la valentía -qué son, cómo se relacionan, y qué
lugar ocupan en la vida de una mujer.

Tratando de pensar qué diría aquí hoy, imaginé que quizás contaría anécdotas -
historias sobre las vidas de mujeres muy valientes. Hay muchas historias como esas para
contar, y siempre me inspiran, y pensé que las inspirarían también a ustedes. Pero, aunque
estas historias siempre nos permiten sentir una especie de orgullo colectivo, también logran
que mistifiquemos actos particulares de valentía y que endiosemos a quienes los han
realizado -decimos, oh, sí, ella era de esa forma, pero yo no; decimos, ella era una mujer
extraordinaria, pero yo no. Así que decidí pensar sobre el miedo y la valentía desde otro
punto de vista -de una forma más analítica, más política.

Voy a tratar de delinear la política sexual del miedo y la valentía -esto es, cómo el
miedo se aprende en función de la feminidad; y cómo la valentía es el estandarte de la
masculinidad.

Creo que todas y todos somos producto de la cultura en que vivimos; y que en orden
a entender aquello que pensamos son nuestras experiencias personales, debemos primero
comprender cómo la cultura informa lo que vemos y cómo lo entendemos. En otras
palabras, la cultura en la que vivimos determina por nosotras, en un grado impresionante,
cómo percibimos, qué percibimos, cómo damos nombre y valoramos nuestras experiencias,
cómo y por qué actuamos.

El primer hecho de esta cultura es que es de supremacía masculina: esto es, los
hombres son definidos, por derecho de nacimiento, ley, costumbre y hábito, sistemática y
consistentemente, como superiores a las mujeres. Esta definición, que postula que los
hombres son una clase de género que está por sobre y en contra de las mujeres, está inserta
en cada órgano e institución de nuestra cultura. No hay excepciones a esta regla.

En una cultura de supremacía masculina, la condición de macho es considerada la


condición humana, así que, cuando cualquier hombre habla -por ejemplo, como artista,
historiador o filósofo- se estima que él habla objetivamente -es decir, como alguien que, por
definición, no tiene un interés particular, no está especialmente involucrado -lo que sesgaría
su visión; él es, de algún modo, la viva imagen de la norma. Las mujeres, de otro lado, no
son hombres. Por tanto las mujeres no somos la norma, en virtud de la lógica masculina,
somos algo diferente, un orden inferior del ser, una confusa amalgama de intereses que
hacen que nuestra percepción, juicios, y decisiones no sean de fiar, no sean creíbles, somos
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sospechosas. Simone de Beauvoir en el prefacio del Segundo Sexo lo describe así: “En
realidad la relación de los dos sexos no es…como si de dos polos eléctricos se tratase, pues
el hombre representa tanto el polo positivo como el neutro, tal como lo indica el uso común
de ‘el hombre’ para designar a los seres humanos en general; mientras que la mujer sólo
representa el polo negativo, definido por criterios limitados, no existe reciprocidad…”.

“La hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades”, dijo Aristóteles;


“Debemos considerar a la naturaleza de la hembra como afecta a una defectuosidad
natural”. Y Santo Tomás, de su parte, señaló que la mujer es “un hombre imperfecto”, un
“ser incidental”…Así, la humanidad es macho y el hombre define a la mujer no en sí
misma sino como relativa a él; ella no es considerada un ser autónomo.(1)

Podemos situar con facilidad la forma precisa en que estamos “afectas a una
defectuosidad natural”. Como Freud tan elocuentemente lo dijo dos milenios después de
Aristóteles: “[Las mujeres] notan el pene de un hermano o un compañero, evidentemente
visible y de grandes proporciones, [y] de inmediato lo reconocen como la contraparte
superior de su propio órgano, pequeño y desapercibido…Después de que una mujer se da
cuenta de la herida a su narcisismo, ella desarrolla, como una cicatriz, un sentido de
inferioridad. Una vez que supera su primer intento de explicar su falta de pene como
castigo personal hacía ella misma, y se da cuenta de que ese carácter sexual es universal,
ella comienza a compartir el desprecio que sienten los hombres por su sexo, que es inferior
en tan importante aspecto…”. (2) Ahora, la terrible verdad es que bajo el patriarcado, la
posesión de un falo es el signo de poseer valor, la piedra de tope de la identidad de la
humanidad. Todos los atributos humanos positivos son vistos como inherentes y
consecuencia de ese solo accidente biológico. Intelecto, discernimiento moral, creatividad,
imaginación -todas son facultades de macho, o fálicas. Cuando una mujer desarrolla
cualquiera de estas facultades, se nos dice que ella está tratando de comportarse “como
hombre”, o que es “masculina”. Un atributo importante de la identidad fálica es la valentía.
La hombría puede ser descrita funcionalmente como la capacidad de actuar con valentía.
Un hombre nace con esa capacidad -esto es, con un falo. Cada pequeño infante macho es un
héroe en potencia. Se supone que su madre lo crie y cuide para que pueda desarrollar esa
capacidad inherente. Se supone que su padre materialice tal capacidad completamente
desarrollada.

Cualquier trabajo o actividad que un macho realice, o cualquier talento naciente que
un macho tenga, tiene una dimensión mítica: puede ser reconocido como heroico por la
supremacía masculina, y la hombría de cualquier macho que la posea es, entonces,
afirmada.

Los tipos y categorías de héroes, los hombres míticos son numerosos. Un hombre
puede ser un héroe si escala una montaña, o juega fútbol, o pilotea un aeroplano. Un
hombre puede ser un héroe si escribe un libro, o compone una pieza musical, o dirige una
obra de teatro. Un hombre puede ser un héroe si es científico, soldado, drogadicto, o un
dudoso y mediocre político. Un hombre puede ser un héroe porque sufre y desespera; o
porque piensa lógicamente y analíticamente; o porque es “sensible”; o porque es cruel. La
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riqueza designa como héroe a un hombre, y la pobreza también. Virtualmente, cualquier
circunstancia en la vida de un hombre lo hará un héroe para algún grupo de personas y tiene
una calificación mítica en la cultura -en la literatura, arte, teatro, o en los periódicos.

Esta dimensión mítica de toda la actividad masculina es la que materializa el


sistema de clase de género, de modo que la supremacía masculina se torna inalterable e
imposible de desafiar.

De las mujeres jamás se afirma ser agentes valientes porque la capacidad para
accionar con valentía es inherente a la hombría misma -es identificable y predicable solo
como capacidad masculina. Las mujeres, recuerden, son “hembras en virtud de cierta falta
de cualidades”. Una de las cualidades de las que debemos carecer en orden a pasar por
hembras, es la capacidad de actuar con valentía.

Esto apunta al corazón mismo de la invisibilidad de la hembra humana en esta


cultura. Sin importar lo que hagamos, no somos vistas. Nuestros actos no tienen una
dimensión mística en términos masculinos simplemente porque no somos hombres, no
tenemos falo. Cuando los hombres no ven un pene, de hecho, no ven nada; perciben la falta
de cualidades, una ausencia. No ven nada de valor ya que solo reconocen el valor fálico; y
no pueden valorar lo que no ven. Puede que llenen los espacios vacíos, la ausencia, con
todo tipo de fantasías monstruosas -por ejemplo, puede que imaginen que la vagina es un
agujero con dientes- pero no pueden reconocer a la mujer por quién ella es, un ser propio,
real; no pueden siquiera comenzar a entender que el cuerpo de una mujer es para ella, esto
es, que ella se experimenta a sí misma como real; y no como el negativo de un hombre; ni
pueden entender que la mujer no está “vacía” por dentro. Ésta es una ilusión o alucinación
masculina, tan interesante como impactante. Usualmente he escuchado a hombres referirse
a la vagina como un “espacio vacío” -la idea es que la característica definitoria de las
mujeres, desde la parte de arriba de las piernas hasta la cadera, es vacuidad interna. De
algún modo, la ilusión es que las mujeres contienen un espacio interno que es una ausencia
y que debe ser llenado -sea con un falo, sea con una criatura, que es vista como extensión
del falo. Rindiendo tributo a esta fantasía masculina, Erik Erikson la decretó así para los
psicólogos. Erikson escribió: “Sin duda [también], la existencia misma del espacio
productivo interno expone temprano a las mujeres a un específico sentido de soledad, a un
miedo de ser dejadas vacías o privadas de tesoros, de permanecer vacías y de secarse…Un
“espacio interior”, según la experiencia femenina, está al centro de su sufrimiento incluso si
[al mismo tiempo] es el núcleo mismo de plenitud/satisfacción potencial. La vacuidad es la
perdición de las mujeres… [Es una] experiencia estándar para todas las mujeres. Ser
dejada, para ella, es ser dejada vacía…tal dolor puede volverse a experimentar con cada
menstruación; es un grito al cielo por la falta de una criatura; y se vuelve una cicatriz
permanente con la menopausia”. (8)

No es sorprendente, entonces, que los hombres nos reconozcan solo cuando tenemos
añadido un falo, durante el coito o cuando estamos embarazadas. Entonces somos para ellos
mujeres reales; entonces tenemos, a sus ojos, una identidad, una función, una existencia
verificable; entonces y solo entonces, no estamos “vacías”. La verificación de esta
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patología masculina, por cierto, hecha luz sobre la lucha por el derecho al aborto. En una
sociedad en que el único valor reconocible es el valor fálico, es impensable que una mujer
elija “estar vacía”, que elija estar “privada de tesoros”. El útero es dignificado solo cuando
es repositorio de bienes divinos -el falo o, ya que los hombres quieren hijos, el hijo fetal.
Abortar un feto, en términos masculinistas, es cometer un acto de violencia contra el falo
mismo. Está así de cerca de ser equivalente a cortar un pene. Como se percibe que el feto
tiene un carácter fálico, su llamada vida es altamente valorada, mientras que la vida real de
la mujer no tiene valor y es invisible, ya que ella no tiene ningún potencial fálico.

Puede que suene peculiar, al principio, hablar del miedo como la ausencia de
valentía. Todas sabemos, todas y todos, que el miedo es vívido, real, fisiológicamente
verificable -pero luego, también lo es la vagina. Vivimos en un mundo imaginado por
hombres, y nuestras vidas están circunscritas por los límites de la imaginación de los
hombres. Dichos límites son muy severos.

Como mujeres, aprendemos el miedo en función de nuestra llamada feminidad. Se


nos enseña sistemáticamente a tener miedo, y se nos enseña que tener miedo no es sólo
congruente con la feminidad, sino también es inherente a ella. Se nos enseña a tener miedo,
así no podremos actuar, así seremos pasivas, así seremos mujeres –así seremos, tal como
tan encantadoramente lo puso Aristóteles, “afectas por una defectuosidad natural”.

En Woman Hating, describí cómo este proceso se materializa en los cuentos de


hadas que aprendemos en la infancia: “Las lecciones son simples, y las aprendemos bien.
Los hombres y las mujeres son diferentes, opuestos absolutos. El príncipe heroico jamás
puede ser confundido con Cenicienta, o Blanca Nieves o la Bella Durmiente. Ella nunca
podrá hacer lo que él hace, mucho menos mejor…Donde él está erecto, ella está de rodillas.
Donde él está despierto, ella duerme. Donde él es activo, ella es pasiva. Donde él está
erecto, despierto o activo, ella es malvada y debe ser destruida…Hay dos definiciones de
mujer. Está la mujer buena. Ella es una víctima. Está la mujer mala. Ella debe ser destruida.
La mujer buena debe ser poseída. La mujer mala debe ser asesinada o castigada. Ambas
deben ser neutralizadas….La única mujer buena, es una víctima. La postura de
victimización, la pasividad de la víctima llama al abuso. Las mujeres buscan la pasividad
porque quieren ser buenas. El abuso evocado por esa pasividad convence a las mujeres de
que son malas… Incluso una mujer que conscientemente busca la pasividad, alguna vez,
hace algo. Que siquiera actúe provoca abuso. El abuso provocado por esa actividad la
convence de que es mala…La moraleja de la historia debería, pensaría una, presagiar un
final feliz. No es así. La moraleja de la historia es el final feliz. Nos dice que la felicidad
para una mujer es ser pasiva, victimizada, destruida o dormir. Nos dice que la felicidad está
reservada para la mujer que es buena -inerte, pasiva, victimizada- y que una mujer buena es
una mujer feliz. Nos dice que el final feliz es cuando somos acabadas, cuando vivimos sin
nuestras vidas, o cuando no vivimos en lo absoluto”. (4)

Cada órgano de esta cultura de supremacía masculina encarna el complejo y odioso


sistema de recompensas y castigos que le enseñarán a una mujer su lugar apropiado, la
esfera que le es permitida. Familia, escuela, iglesia; libros, películas, televisión; juegos,
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canciones, juguetes -todos enseñan a la niña a someterse y conformarse mucho antes de que
se convierta en mujer.

El hecho es que una niña será forzada, mediante un arraigado y efectivo sistema de
recompensas y castigos, a desarrollar la falta de cualidades que precisamente la certificarán
como mujer. Al desarrollar esta carencia de cualidades, es forzada a aprender a castigarse a
sí misma por cualquier violación a las reglas de comportamiento aplicables a su clase de
género. Sus argumentos contienen la propia definición de mujeridad y son internalizados de
modo que, al final, ella discute consigo misma -en contra de la validez de cualquier impulso
que sienta de actuar o aseverar algo; en contra de la validez de cualquier derecho a tener
respeto propio y dignidad; en contra de la validez de cualquier ambición de tener logros o
ser excelente fuera de la esfera que le está permitida. Ella se fiscaliza y castiga a sí misma;
pero si este sistema de valores interno se quebrase por alguna razón, siempre habrá un
psiquiatra, profesor, ministro, amante, padre o hijo para forzarla a regresar a la manada
femenina. Ahora, todas sabemos que otras mujeres también actuarán como agentes de esta
gigantesca represión. Bajo el patriarcado, el primer deber de las madres es cultivar hijos
heroicos y hacer que sus hijas estén dispuestas a acomodarse, a lo que ha sido llamada con
precisión, a vivir una “vida a la mitad”. Se supone que todas las mujeres vilipendien a
cualquier otra que se desvíe de las normas aceptadas de la feminidad, y la mayoría lo hace.
Lo que es notable no es que la mayoría lo haga, sino que algunas no.

La posición de la madre, en particular, en una sociedad de supremacía masculina, es


absolutamente insostenible. Freud, en otra increíble reflexión, afirmó, “La madre obtiene
satisfacción ilimitada solo en relación a su hijo; ésta es la relación humana más perfecta, la
forma de ambivalencia más libre” (5). El hecho es que es más fácil para una mujer criar un
hijo que a una hija. Primero, se le recompensó por tener un niño -éste es el pináculo de los
logros posibles en su vida, según la cultura masculina. Podríamos decir que, al gestar un
niño, ella tuvo un falo dentro suyo por nueve meses, y que eso le asegura una aprobación
que no podría obtener de otra forma. Luego se espera que invierta el resto de su vida
manteniendo, criando, cuidado y mimando a ese hijo. La realidad es que ese niño tiene un
derecho de nacimiento a una identidad que a ella le es negada. Él tiene derecho de encarnar
cualidades reales, de desarrollar talentos, de actuar, de convertirse -convertirse en quién y
en lo que ella no podría convertirse. Es imposible imaginar que ésta relación no está
saturada de ambivalencia de parte de la madre, de ambivalencia y amargura, directamente.
Ésta ambivalencia, esta amargura, es intrínseca a la relación madre-hijo porque el hijo
inevitablemente traicionará a la madre al volverse un hombre -esto es, al aceptar su derecho
de nacimiento a tener poder por sobre y en contra de ella y las de su clase (6). Pero para una
madre, el proyecto de criar un niño es el proyecto más satisfactorio al que puede aspirar.
Puede verlo, de niño, jugar los juegos que a ella no se le permitió jugar; puede invertir en él
sus aspiraciones, ambiciones, y valores -los que aún tenga; puede observar a su hijo, que
vino de su carne y cuya vida sustentó con trabajo y devoción, materializarla -a ella misma-
en el mundo. Así que, aunque el proyecto de criar un niño está inundado de ambivalencia e
inevitablemente lleva a la amargura, es el único proyecto que le permite ser a una mujer -
ser a través de su hijo, vivir mediante él.

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El proyecto de criar una niña, por otro lado, es tortuoso. La madre debe tener éxito
en enseñarle a su hija a no ser; debe forzar a su hija a desarrollar la falta de cualidades que
le permitirán pasar como mujer. La madre es el agente primario de la cultura masculina en
la familia, y debe forzar a su hija a aceptar las demandas de esa cultura. (7) Debe hacerle a
su hija lo que le fue hecho a ella. El hecho de que todas somos entrenadas para ser madres
desde la infancia, significa que todas somos entrenadas para entregar nuestras vidas a los
hombres, sean nuestros hijos o no; que todas somos entrenadas a forzar a otras mujeres a
ejemplificar la falta de cualidades que caracterizan el constructo cultural de la feminidad.

El miedo cimenta este sistema. El miedo es el adhesivo que mantiene cada pieza en
su lugar. Aprendemos a temer al castigo que es inevitable cuando infringimos los códigos
de la feminidad forzada. Aprendemos que ciertos miedos son en sí mismos femeninos -por
ejemplo, se supone que las niñas teman a los insectos y ratones. De niñas, se nos premia por
aprender estos miedos. A las niñas se les enseña a sentir miedo de todas las actividades que
son designadas expresamente para hombres -correr, escalar, jugar, hacer deportes,
matemáticas y ciencias, componer música, ganar dinero, ser líderes. La lista podría seguir y
seguir -porque el hecho es que a las niñas se les enseña a tener miedo a todo excepto al
trabajo doméstico y tener bebés. Para el tiempo en que somos mujeres, el miedo es tan
familiar para nosotras como lo es el aire. Es nuestro elemento. Vivimos en él, lo inhalamos,
lo exhalamos, y la mayor parte del tiempo no lo notamos. En vez de decir “Tengo miedo”,
decimos “No quiero” o “No sé cómo” o “No puedo”.

El miedo, entonces, es una respuesta aprendida. No es un instinto humano que se


manifieste de forma diferente en mujeres y en hombres. Todo el asunto del instinto versus
las respuestas aprendidas en los seres humanos es engañoso. Como Evelyn Reed dice en su
libro Woman’s Evolution: “la esencia de socializar al animal es romper la dictadura
absoluta de la naturaleza y reemplazar los instintos puramente animales con respuestas
condicionadas y comportamientos aprendidos. Los humanos de hoy se han deshecho de sus
instintos animales originales a tal grado que la mayoría han desaparecido. A un infante, por
ejemplo, se le debe enseñar lo peligroso que es el fuego, fuego del que los animales huyen
instintivamente”. (8)

Hemos sido separadas de nuestros instintos, cualesquiera que sean, por cientos de
años de cultura patriarcal. Lo que conocemos y cómo actuamos es lo que se nos ha
enseñado. Las mujeres han sido enseñadas a temer en función de la feminidad, tal como o a
los hombres se les ha enseñado valentía en función de la masculinidad.

¿Qué es el miedo, entonces?, ¿cuáles son sus características?, ¿qué tiene el miedo
que es tan efectivo en compeler a las mujeres a ser buenas soldadas del lado enemigo? El
miedo, según las mujeres lo experimentan, tiene tres características principales: aísla,
confunde y debilita.

Cuando una mujer rompe una regla que prescribe el carácter apropiado de la mujer,
es calificada por los hombres, sus agentes y su cultura, como problemática. El aislamiento
de la rebelde es real en que ella es evitada, ignorada, castigada o denunciada. Su nueva
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aceptación en la comunidad de los hombres, que es la única comunidad regulada viable,
dependerá de que renuncie y repudie su comportamiento desviado.

Cada niña, mientras crece, experimenta esta forma y esta realidad de aislamiento.
Aprende que es la consecuencia inevitable de cualquier rebelión, por pequeña que sea. Para
cuando es una mujer, el miedo y el aislamiento están unidos en un apretado nudo interno,
de modo que no puede experimentar uno sin el otro. El terror que plaga a las mujeres con
tan solo pensar de estar “solas” en esta vida, deriva directamente de este
acondicionamiento. Si es que existe una forma de “perdición de la mujer” bajo el
patriarcado, seguramente es este miedo al aislamiento -un terror que surge de los hechos en
cada caso.

La confusión es también una parte integral del miedo. Es confuso ser castigada por
ser exitosa -por trepar un árbol, o ser excelente en matemáticas. Es imposible responder la
pregunta, “¿Qué hice mal?”. Como resultado del castigo que es inevitable cuando ella tiene
éxito, la niña aprende a identificar el miedo con la confusión y la confusión con el miedo.
Para cuando es una mujer, el miedo y la confusión se gatillan simultáneamente por el
mismo estímulo y no pueden ser separados el uno del otro.

El miedo, para las mujeres es aislante y confuso. También es consistente y


progresivamente debilitante. Cada acto fuera de la esfera permitida a la mujer, provoca un
castigo -este castigo es inevitable como el caer de la noche. Cada castigo inculca miedo.
Como un ratón de laboratorio, la mujer tratará de evitar esos choques eléctricos de alto
voltaje que parecen plagar el laberinto. Ella también quiere el legendario Queso Gigante al
final del camino. Pero para ella, el laberinto jamás termina.

La debilidad que es intrínseca al miedo tal como lo experimentan las mujeres, es


progresiva. Se incrementa, no aritméticamente mientras crece, sino geométricamente. La
primera vez que una niña rompe una regla de su clase de género y es castigada, solo tiene
que enfrentar las consecuencias reales de ese acto. Esto es, está aislada, confundida y siente
miedo. Pero la segunda vez, debe lidiar con su acto, sus consecuencias, y también con los
recuerdos de un acto anterior y sus anteriores consecuencias. Este juego interno de
recuerdos dolorosos, anticipación al dolor, y a la realidad del dolor en una circunstancia
dada, hacen virtualmente imposible que una mujer perciba las indignidades diarias a las que
es sometida, mucho menos permitirá que les plante cara o que desarrolle y luche por
valores que socaven o se opongan a la supremacía masculina. Los efectos de este aspecto
acumulativo, progresivo, debilitante del miedo, son mutiladores, y la cultura masculina
ofrece una sola posible resolución: sumisión completa y abyecta.

Ésta dinámica del miedo, como la he descrito, es la fuente de lo que los hombres tan
felices, de manera tan indolente llaman “masoquismo de la mujer”.

Y, por supuesto, cuando la identidad de una es definida como la falta de identidad;


cuando la sobrevivencia de una depende de aprender a destruir o restringir todo impulso
hacia la definición propia; cuando una es, de forma consistente y exclusiva, premiada por
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lastimarse a sí misma al conformarse a reglas de conducta degradantes o humillantes;
cuando una es, de forma continua e inevitable, castigada por tener logros, o éxito, o ser
asertiva; cuando una es golpeada y destrozada, físicamente y/o emocionalmente, por
cualquier acto o pensamiento de rebelión, y luego aplaudida y aprobada por rendirse,
retractarse, pedir perdón; cuando eso pasa, el masoquismo, de hecho, se vuelve el
estandarte de nuestra personalidad. Y tal vez ya sepan, es muy difícil para masoquistas
encontrar el orgullo, la fuerza, la libertad interior, el valor para organizarse contra sus
opresores.

La verdad es que este masoquismo, que efectivamente se torna el centro de la


personalidad de la mujer, es el mecanismo que asegura que el sistema de supremacía
masculina siga operando como un todo, incluso si algunas partes del mismo se destruyen o
son reformadas. Por ejemplo, si el sistema de supremacía masculina es reformado, de
forma que la ley requiera que no exista discriminación en el empleo en base al sexo, y que
exista igual paga por el mismo trabajo, el continuo condicionamiento masoquista de las
mujeres causará que sigamos, a pesar del cambio en la ley, replicando patrones de
inferioridad femenina que nos consignan a trabajos domésticos apropiados para nuestra
clase de género. Ésta dinámica asegura que ninguna serie de reformas económicas o legales
van a acabar con la dominación masculina. El mecanismo interno del masoquismo
femenino debe ser sacado de raíz desde el interior para que las mujeres sepan qué es ser
libres.

II. Ahora, el proyecto feminista es acabar con la dominación masculina -eliminarla


de la faz de la tierra. Queremos también terminar con aquellas formas de injusticia social
que derivan del modelo patriarcal de dominación masculina -esto es, imperialismo,
colonialismo, racismo, guerra, pobreza, violencia de cualquier tipo.

Para lograr esto, deberemos destruir la estructura cultural tal y como la conocemos,
sus artes, iglesias, leyes; la familia nuclear fundada en las relaciones padre-propiedad y
nación-estados; todas las imágenes, instituciones, costumbres, y hábitos que definen a las
mujeres como víctimas despreciables e invisibles.

Para destruir la estructura de la cultura patriarcal, debemos destruir las identidades


sexuales del hombre y la mujer, tal como son definidas hoy -en otras palabras, tendremos
que abandonar el valor fálico y el masoquismo femenino, como identidades reguladas,
como modos de comportamiento erótico, como indicadores básicos de macho y hembra.

Al tiempo en que destruimos la estructura de la cultura, construiremos una nueva


cultura -no jerárquica, no sexista, no coercitiva, no explotadora- en otras palabras, una
cultura que no esté basada en la dominación y sumisión de ninguna manera.

En tanto destruimos la identidad fálica de los hombres y la identidad masoquista de


las mujeres, deberemos crear, de nuestras propias cenizas, nuevas identidades eróticas.
Estas nuevas identidades eróticas han de repudiar, en su núcleo, el modelo sexual
masculino: esto es, deben repudiar las estructuras de personalidad dominante-activo-
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hombre y sumiso-pasivo-mujer; tendrán que repudiar la sexualidad genital como foco
central y el valor de la identidad erótica; tendrán que repudiar y eliminar todas las formas
de cosificación y alienación eróticas, que plagan el modelo sexual masculino. (9)

¿Cómo podemos nosotras, mujeres, a quienes se nos ha enseñado a temer a cada


pequeño ruido nocturno, atrevernos a imaginar que tal vez destruyamos el mundo que los
hombres defienden con sus ejércitos y sus vidas?, ¿cómo podemos nosotras, mujeres, que
no tenemos un solo recuerdo vívido propio como heroínas, imaginar que tal vez tengamos
éxito en construir una comunidad revolucionaria?, ¿dónde podemos encontrar la valentía
de superar nuestro miedo de esclavas? Tristemente, somos tan invisibles para nosotras
como lo somos para los hombres. Aprendemos a ver con sus ojos -que están casi ciegos.
Nuestra primera tarea, como feministas, es aprender a ver con nuestros propios ojos.

Si pudiéramos ver con nuestros propios ojos, pienso que podríamos ver que ya
tenemos, de forma embrionaria, las cualidades requeridas para acabar con el sistema de
supremacía masculina que nos oprime y que amenaza con destruir toda la vida en este
planeta. Veríamos que ya tenemos, en forma embrionaria, los valores sobre los que
construir el nuevo mundo. Veríamos que la fuerza y valentía de la mujer se han
desarrollado desde las mismísimas circunstancias de nuestra opresión, de nuestras vidas
como gestantes y bienes muebles domésticos. Hasta ahora, hemos usado esas cualidades
para soportar, bajo condiciones devastadoras y aterradoras. Ahora, debemos usar esas
cualidades de fuerza y valentía como mujeres, que se forjaron en nosotras como madres y
esposas, para repudiar las propias condiciones de esclavitud de las que derivan.

Si no fuéramos invisibles a nosotras mismas, veríamos que desde el inicio de los


tiempos, hemos sido ejemplos de valentía física. Acuclilladas en plantaciones, aisladas en
habitaciones, en suburbios, en chozas o en hospitales, las mujeres soportan el trabajo de dar
a luz. Este acto físico de dar a luz, requiere valentía física del grado más alto. Es el acto
prototípico de auténtica valentía física. La vida de una está en juego cada vez. Una se
enfrenta a la muerte cada vez. Ningún héroe fálico, sin importar qué se haga a sí mismo o a
otro para probar su valentía, va a igualar jamás la valentía solitaria, existencial, de la mujer
que da a luz.

Debemos dejar de tener hijos en orden a reclamar nuestra dignidad de darnos cuenta
de nuestra capacidad de valentía física. Esta capacidad es nuestra; nos pertenece, y nos ha
pertenecido desde siempre. Lo que debemos hacer ahora es reclamar esta capacidad -
retirarla del servicio a los hombres; y determinar cómo usarla al servicio de la revolución
feminista.

Si no fuéramos invisibles a nosotras mismas, veríamos también que siempre hemos


tenido una dedicación resoluta hacia la vida humana, lo que torna heroicas la crianza y
sustento que damos a otras vidas diversas a la nuestra. Bajo toda circunstancia -guerra,
enfermedad, hambruna, sequía, pobreza, en tiempos de miseria y angustia incalculables- las
mujeres han hecho el trabajo requerido para la supervivencia de la especie. No hemos
apretado algún botón, u organizado una unidad militar, para realizar la labor de sustentar la
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vida, física y emocionalmente. Lo hemos hecho una por una, y una a una. Por miles de
años, a mi parecer, las mujeres han sido el único ejemplo de valentía moral y espiritual -
hemos perpetuado la vida, mientras que los hombres la destruyen. Esta capacidad de
perpetuar la vida nos pertenece. Debemos reclamarla -retirarla del servicio a los hombres,
para que nunca más la usen al servicio de sus propios intereses criminales.

Además, si no fuéramos invisibles a nosotras mismas, veríamos que las mujeres


pueden soportar, y han soportado por cientos de años, cualquier angustia -mental o física-
por el bien de quienes aman. Es tiempo de reclamar este tipo de valentía también, y usarla
para nosotras y entre nosotras.

Para nosotras, históricamente, la valentía siempre ha existido en función de nuestra


resoluta convicción hacia la vida. La valentía como la conocemos se ha desarrollado desde
esa convicción. Siempre nos hemos enfrentado a la muerte por el bien de la vida; e incluso
en la amargura de nuestra esclavitud doméstica, nos apoyamos en el conocimiento de que
estábamos sustentando vida.

Nos enfrentamos, entonces, a dos hechos de la existencia de la mujer bajo el


patriarcado: (1) que se nos enseña el miedo en función de la feminidad; y (2) que bajo las
mismas condiciones de esclavitud que debemos repudiar, hemos desarrollado una
convicción heroica hacia sostener y cuidar la vida.

Durante nuestras vidas, no podremos erradicar ese primer hecho de la existencia de


la mujer bajo el patriarcado: seguiremos sintiendo miedo de los castigos que son inevitables
en tanto desafiamos la supremacía masculina; se nos hará difícil arrancar de raíz el
masoquismo tan profundamente inculcado en nosotras; sufriremos ambivalencias y
conflictos, la mayoría de nosotras, a lo largo de nuestras vidas en tanto avance la presencia
feminista revolucionaria.

Pero, si actuamos con resolución, también profundizaremos y expandiremos esa


heroica convicción hacia sostener y cuidar la vida. La profundizaremos al crear nuevas,
visionarias formas de comunidad humana; la expandiremos al incluirnos en ella –si
aprendemos a valorarnos y apreciarnos como hermanas las unas a las otras. Renunciaremos
a todas las formas de control y dominación masculina; destruiremos las instituciones y
valores culturales que nos aprisionan en invisibilidad y victimización; pero de nuestro
amargo, amargo pasado, tomaremos nuestra apasionada identificación con la valía de otras
vidas humanas.

Quiero terminar diciendo que jamás debemos traicionar la heroica convicción hacia
el valor de la vida humana, que es la fuente de nuestra valentía como mujeres. Si
traicionamos esa convicción, seremos, al fin, héroes iguales a los hombres, con las manos
empapadas en sangre.

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