Nuestra Sangre - Andrea Dworkin-47-56
Nuestra Sangre - Andrea Dworkin-47-56
Nuestra Sangre - Andrea Dworkin-47-56
I. Les quiero hablar sobre el miedo y la valentía -qué son, cómo se relacionan, y qué
lugar ocupan en la vida de una mujer.
Tratando de pensar qué diría aquí hoy, imaginé que quizás contaría anécdotas -
historias sobre las vidas de mujeres muy valientes. Hay muchas historias como esas para
contar, y siempre me inspiran, y pensé que las inspirarían también a ustedes. Pero, aunque
estas historias siempre nos permiten sentir una especie de orgullo colectivo, también logran
que mistifiquemos actos particulares de valentía y que endiosemos a quienes los han
realizado -decimos, oh, sí, ella era de esa forma, pero yo no; decimos, ella era una mujer
extraordinaria, pero yo no. Así que decidí pensar sobre el miedo y la valentía desde otro
punto de vista -de una forma más analítica, más política.
Voy a tratar de delinear la política sexual del miedo y la valentía -esto es, cómo el
miedo se aprende en función de la feminidad; y cómo la valentía es el estandarte de la
masculinidad.
Creo que todas y todos somos producto de la cultura en que vivimos; y que en orden
a entender aquello que pensamos son nuestras experiencias personales, debemos primero
comprender cómo la cultura informa lo que vemos y cómo lo entendemos. En otras
palabras, la cultura en la que vivimos determina por nosotras, en un grado impresionante,
cómo percibimos, qué percibimos, cómo damos nombre y valoramos nuestras experiencias,
cómo y por qué actuamos.
El primer hecho de esta cultura es que es de supremacía masculina: esto es, los
hombres son definidos, por derecho de nacimiento, ley, costumbre y hábito, sistemática y
consistentemente, como superiores a las mujeres. Esta definición, que postula que los
hombres son una clase de género que está por sobre y en contra de las mujeres, está inserta
en cada órgano e institución de nuestra cultura. No hay excepciones a esta regla.
Podemos situar con facilidad la forma precisa en que estamos “afectas a una
defectuosidad natural”. Como Freud tan elocuentemente lo dijo dos milenios después de
Aristóteles: “[Las mujeres] notan el pene de un hermano o un compañero, evidentemente
visible y de grandes proporciones, [y] de inmediato lo reconocen como la contraparte
superior de su propio órgano, pequeño y desapercibido…Después de que una mujer se da
cuenta de la herida a su narcisismo, ella desarrolla, como una cicatriz, un sentido de
inferioridad. Una vez que supera su primer intento de explicar su falta de pene como
castigo personal hacía ella misma, y se da cuenta de que ese carácter sexual es universal,
ella comienza a compartir el desprecio que sienten los hombres por su sexo, que es inferior
en tan importante aspecto…”. (2) Ahora, la terrible verdad es que bajo el patriarcado, la
posesión de un falo es el signo de poseer valor, la piedra de tope de la identidad de la
humanidad. Todos los atributos humanos positivos son vistos como inherentes y
consecuencia de ese solo accidente biológico. Intelecto, discernimiento moral, creatividad,
imaginación -todas son facultades de macho, o fálicas. Cuando una mujer desarrolla
cualquiera de estas facultades, se nos dice que ella está tratando de comportarse “como
hombre”, o que es “masculina”. Un atributo importante de la identidad fálica es la valentía.
La hombría puede ser descrita funcionalmente como la capacidad de actuar con valentía.
Un hombre nace con esa capacidad -esto es, con un falo. Cada pequeño infante macho es un
héroe en potencia. Se supone que su madre lo crie y cuide para que pueda desarrollar esa
capacidad inherente. Se supone que su padre materialice tal capacidad completamente
desarrollada.
Cualquier trabajo o actividad que un macho realice, o cualquier talento naciente que
un macho tenga, tiene una dimensión mítica: puede ser reconocido como heroico por la
supremacía masculina, y la hombría de cualquier macho que la posea es, entonces,
afirmada.
Los tipos y categorías de héroes, los hombres míticos son numerosos. Un hombre
puede ser un héroe si escala una montaña, o juega fútbol, o pilotea un aeroplano. Un
hombre puede ser un héroe si escribe un libro, o compone una pieza musical, o dirige una
obra de teatro. Un hombre puede ser un héroe si es científico, soldado, drogadicto, o un
dudoso y mediocre político. Un hombre puede ser un héroe porque sufre y desespera; o
porque piensa lógicamente y analíticamente; o porque es “sensible”; o porque es cruel. La
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riqueza designa como héroe a un hombre, y la pobreza también. Virtualmente, cualquier
circunstancia en la vida de un hombre lo hará un héroe para algún grupo de personas y tiene
una calificación mítica en la cultura -en la literatura, arte, teatro, o en los periódicos.
De las mujeres jamás se afirma ser agentes valientes porque la capacidad para
accionar con valentía es inherente a la hombría misma -es identificable y predicable solo
como capacidad masculina. Las mujeres, recuerden, son “hembras en virtud de cierta falta
de cualidades”. Una de las cualidades de las que debemos carecer en orden a pasar por
hembras, es la capacidad de actuar con valentía.
No es sorprendente, entonces, que los hombres nos reconozcan solo cuando tenemos
añadido un falo, durante el coito o cuando estamos embarazadas. Entonces somos para ellos
mujeres reales; entonces tenemos, a sus ojos, una identidad, una función, una existencia
verificable; entonces y solo entonces, no estamos “vacías”. La verificación de esta
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patología masculina, por cierto, hecha luz sobre la lucha por el derecho al aborto. En una
sociedad en que el único valor reconocible es el valor fálico, es impensable que una mujer
elija “estar vacía”, que elija estar “privada de tesoros”. El útero es dignificado solo cuando
es repositorio de bienes divinos -el falo o, ya que los hombres quieren hijos, el hijo fetal.
Abortar un feto, en términos masculinistas, es cometer un acto de violencia contra el falo
mismo. Está así de cerca de ser equivalente a cortar un pene. Como se percibe que el feto
tiene un carácter fálico, su llamada vida es altamente valorada, mientras que la vida real de
la mujer no tiene valor y es invisible, ya que ella no tiene ningún potencial fálico.
Puede que suene peculiar, al principio, hablar del miedo como la ausencia de
valentía. Todas sabemos, todas y todos, que el miedo es vívido, real, fisiológicamente
verificable -pero luego, también lo es la vagina. Vivimos en un mundo imaginado por
hombres, y nuestras vidas están circunscritas por los límites de la imaginación de los
hombres. Dichos límites son muy severos.
El hecho es que una niña será forzada, mediante un arraigado y efectivo sistema de
recompensas y castigos, a desarrollar la falta de cualidades que precisamente la certificarán
como mujer. Al desarrollar esta carencia de cualidades, es forzada a aprender a castigarse a
sí misma por cualquier violación a las reglas de comportamiento aplicables a su clase de
género. Sus argumentos contienen la propia definición de mujeridad y son internalizados de
modo que, al final, ella discute consigo misma -en contra de la validez de cualquier impulso
que sienta de actuar o aseverar algo; en contra de la validez de cualquier derecho a tener
respeto propio y dignidad; en contra de la validez de cualquier ambición de tener logros o
ser excelente fuera de la esfera que le está permitida. Ella se fiscaliza y castiga a sí misma;
pero si este sistema de valores interno se quebrase por alguna razón, siempre habrá un
psiquiatra, profesor, ministro, amante, padre o hijo para forzarla a regresar a la manada
femenina. Ahora, todas sabemos que otras mujeres también actuarán como agentes de esta
gigantesca represión. Bajo el patriarcado, el primer deber de las madres es cultivar hijos
heroicos y hacer que sus hijas estén dispuestas a acomodarse, a lo que ha sido llamada con
precisión, a vivir una “vida a la mitad”. Se supone que todas las mujeres vilipendien a
cualquier otra que se desvíe de las normas aceptadas de la feminidad, y la mayoría lo hace.
Lo que es notable no es que la mayoría lo haga, sino que algunas no.
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El proyecto de criar una niña, por otro lado, es tortuoso. La madre debe tener éxito
en enseñarle a su hija a no ser; debe forzar a su hija a desarrollar la falta de cualidades que
le permitirán pasar como mujer. La madre es el agente primario de la cultura masculina en
la familia, y debe forzar a su hija a aceptar las demandas de esa cultura. (7) Debe hacerle a
su hija lo que le fue hecho a ella. El hecho de que todas somos entrenadas para ser madres
desde la infancia, significa que todas somos entrenadas para entregar nuestras vidas a los
hombres, sean nuestros hijos o no; que todas somos entrenadas a forzar a otras mujeres a
ejemplificar la falta de cualidades que caracterizan el constructo cultural de la feminidad.
El miedo cimenta este sistema. El miedo es el adhesivo que mantiene cada pieza en
su lugar. Aprendemos a temer al castigo que es inevitable cuando infringimos los códigos
de la feminidad forzada. Aprendemos que ciertos miedos son en sí mismos femeninos -por
ejemplo, se supone que las niñas teman a los insectos y ratones. De niñas, se nos premia por
aprender estos miedos. A las niñas se les enseña a sentir miedo de todas las actividades que
son designadas expresamente para hombres -correr, escalar, jugar, hacer deportes,
matemáticas y ciencias, componer música, ganar dinero, ser líderes. La lista podría seguir y
seguir -porque el hecho es que a las niñas se les enseña a tener miedo a todo excepto al
trabajo doméstico y tener bebés. Para el tiempo en que somos mujeres, el miedo es tan
familiar para nosotras como lo es el aire. Es nuestro elemento. Vivimos en él, lo inhalamos,
lo exhalamos, y la mayor parte del tiempo no lo notamos. En vez de decir “Tengo miedo”,
decimos “No quiero” o “No sé cómo” o “No puedo”.
Hemos sido separadas de nuestros instintos, cualesquiera que sean, por cientos de
años de cultura patriarcal. Lo que conocemos y cómo actuamos es lo que se nos ha
enseñado. Las mujeres han sido enseñadas a temer en función de la feminidad, tal como o a
los hombres se les ha enseñado valentía en función de la masculinidad.
¿Qué es el miedo, entonces?, ¿cuáles son sus características?, ¿qué tiene el miedo
que es tan efectivo en compeler a las mujeres a ser buenas soldadas del lado enemigo? El
miedo, según las mujeres lo experimentan, tiene tres características principales: aísla,
confunde y debilita.
Cuando una mujer rompe una regla que prescribe el carácter apropiado de la mujer,
es calificada por los hombres, sus agentes y su cultura, como problemática. El aislamiento
de la rebelde es real en que ella es evitada, ignorada, castigada o denunciada. Su nueva
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aceptación en la comunidad de los hombres, que es la única comunidad regulada viable,
dependerá de que renuncie y repudie su comportamiento desviado.
Cada niña, mientras crece, experimenta esta forma y esta realidad de aislamiento.
Aprende que es la consecuencia inevitable de cualquier rebelión, por pequeña que sea. Para
cuando es una mujer, el miedo y el aislamiento están unidos en un apretado nudo interno,
de modo que no puede experimentar uno sin el otro. El terror que plaga a las mujeres con
tan solo pensar de estar “solas” en esta vida, deriva directamente de este
acondicionamiento. Si es que existe una forma de “perdición de la mujer” bajo el
patriarcado, seguramente es este miedo al aislamiento -un terror que surge de los hechos en
cada caso.
La confusión es también una parte integral del miedo. Es confuso ser castigada por
ser exitosa -por trepar un árbol, o ser excelente en matemáticas. Es imposible responder la
pregunta, “¿Qué hice mal?”. Como resultado del castigo que es inevitable cuando ella tiene
éxito, la niña aprende a identificar el miedo con la confusión y la confusión con el miedo.
Para cuando es una mujer, el miedo y la confusión se gatillan simultáneamente por el
mismo estímulo y no pueden ser separados el uno del otro.
Ésta dinámica del miedo, como la he descrito, es la fuente de lo que los hombres tan
felices, de manera tan indolente llaman “masoquismo de la mujer”.
Para lograr esto, deberemos destruir la estructura cultural tal y como la conocemos,
sus artes, iglesias, leyes; la familia nuclear fundada en las relaciones padre-propiedad y
nación-estados; todas las imágenes, instituciones, costumbres, y hábitos que definen a las
mujeres como víctimas despreciables e invisibles.
Si pudiéramos ver con nuestros propios ojos, pienso que podríamos ver que ya
tenemos, de forma embrionaria, las cualidades requeridas para acabar con el sistema de
supremacía masculina que nos oprime y que amenaza con destruir toda la vida en este
planeta. Veríamos que ya tenemos, en forma embrionaria, los valores sobre los que
construir el nuevo mundo. Veríamos que la fuerza y valentía de la mujer se han
desarrollado desde las mismísimas circunstancias de nuestra opresión, de nuestras vidas
como gestantes y bienes muebles domésticos. Hasta ahora, hemos usado esas cualidades
para soportar, bajo condiciones devastadoras y aterradoras. Ahora, debemos usar esas
cualidades de fuerza y valentía como mujeres, que se forjaron en nosotras como madres y
esposas, para repudiar las propias condiciones de esclavitud de las que derivan.
Debemos dejar de tener hijos en orden a reclamar nuestra dignidad de darnos cuenta
de nuestra capacidad de valentía física. Esta capacidad es nuestra; nos pertenece, y nos ha
pertenecido desde siempre. Lo que debemos hacer ahora es reclamar esta capacidad -
retirarla del servicio a los hombres; y determinar cómo usarla al servicio de la revolución
feminista.
Quiero terminar diciendo que jamás debemos traicionar la heroica convicción hacia
el valor de la vida humana, que es la fuente de nuestra valentía como mujeres. Si
traicionamos esa convicción, seremos, al fin, héroes iguales a los hombres, con las manos
empapadas en sangre.
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