Oshta y El Duende

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 3

OSHTA Y EL DUENDE

( Carlota Carvallo de Núñez )

Era una mañana fría. Los altos picachos de la cordillera se hallaban


cubiertos de nieve. Unas cuantas ovejas y llamas pacían, mientras
que la mujer hilaba. Oshta, su hijo, arrebujado dentro de su poncho,
contemplaba el cielo intensamente azul. De pronto, la mujer le dijo: –
Es preciso que hoy te quedes cuidando las ovejas, mientras yo vuelvo
a la choza. Mira bien que no se vaya a perder algún animal o se lo
lleven los pumas o los zorros. Pero el niño se resistía a permanecer
solo. Tenía miedo. Miedo de escuchar el viento que soplaba sobre las
pajas y de no ver en torno suyo otra cosa que las elevadas montañas.
–¿A qué puedes temer? –insistía la madre–. ¿Acaso has visto otra
cosa desde que naciste? ¿No has escuchado a menudo el ruido de las tempestades?

–Pero es que siempre estabas conmigo –exclamaba el niño. –Porque eras pequeño, pero ahora has crecido y puedes
ayudarme. Tú cuidarás el rebaño mientras que yo lavo y remiendo nuestros vestidos. Si te da miedo, canta. Canta
cualquier cosa y, así, al escuchar tu voz, te sentirás más acompañado. –¿Y si me aburro de estar aquí sentado sin
correr ni jugar? –Mira el cielo y piensa que es un gran camino azul. Sobre él las nubes blancas te parecerán
carneritos que se le han perdido a los pastores. Búscalos con paciencia. Así irás descubriendo la barriguita de uno, la
colita de otro. Sin darte cuenta, el tiempo habrá pasado y yo estaré esperándote aquí para volver a nuestra casa.
Pero Oshta no se decidía a permanecer solo. –¿Qué hago si viene el zorro? –preguntó. –Del zorro, teme los embustes
–le aconsejó la madre–. Al zorro debes engañarlo antes de que te engañe a ti. –¿Y si viene el puma? –Si llegara el
puma, te pones la mano junto a la boca para que te oiga mejor y gritas por tres veces: ¡Mamá Silveriaaaaaaaa! Y yo
vendré con un garrote para librarte de él. Y la buena mujer le explicó que también a veces solían aparecer por
aquellos lugares duendes que se burlaban de los humanos, pero no era muy común encontrarlos. Finalmente, le dio
un atado que contenía papas y queso para su almuerzo. También había puesto en él una pierna de pollo, que le
arrebatara la noche anterior a un zorro que se metió al corral. Después de muchas recomendaciones, la madre se fue
y Oshta se quedó sólo, mirando los altos cerros nevados en la lejanía. Cuando empezó a sentir miedo, se dijo a sí
mismo que ya era hora de mostrarse valiente como los hombres grandes. Y, para ahuyentar sus temores, se puso a
cantar:

Ovejas mías, vengan,


vean que tan solo me encuentro
y soplen con su aliento
ahuyentando el frío así.
Digan al sol que, por mí,
hoy se acueste más temprano.
Y mi madre, de la mano,
vendrá a llevarme de aquí.

Un zorro que lo estaba escuchando se acercó astutamente para felicitarlo por lo bien que cantaba.

–¡Buenos días, Oshta! –le dijo–. ¡Qué bien cantas! Pero Oshta lo
reconoció en seguida y le contestó: –Mi madre me ha dicho que no
me fíe de ti. A lo que el zorro repuso: –¡Ah, las madres! ¡Siempre tan
desconfiadas! Escúchame, Oshta. Justamente estoy necesitando un
buen cantor para que le dé una serenata a mi novia porque mañana
es su santo. Ya tengo quien toque el charango. ¿Tú no querrías
venir? –¿Y dónde vive tu novia? –le preguntó Oshta. –¡Allá abajito,
en esa quebrada! –¿Y quién cuidará mientras tanto de mis ovejas? El
zorro, relamiéndose ya de antemano, le contestó: –¿Quién va a ser,
sino yo? –¿Y cómo voy a dejar esas ovejitas tiernas que nacieron
anoche? El muy malvado zorro pensó que justamente eran ésas las
que le gustaría cuidar. Pero Oshta, adivinando su intención, le dijo: –¿Pero tú crees que yo soy tonto? Lo que quieres
es comerte mis ovejas.

El zorro lo calificó de “mal pensado” y trató de convencerlo de que tenía buenas intenciones. –¡Todavía si se tratara
de alguna gallinita! –le replicó–. Y, a propósito de gallinas, dime, Oshta, ¿no es una de ellas lo que llevas en ese
atadito? ¡Ah! Yo sé que tu buena madre te cuida y te mima y te ha puesto una pollita tierna en el atadito. ¡Quién
como tú que tienes a tu madre para que te alimente, te teja tus ponchos y te lave la ropa! ¡Mientras que yo... estoy
solo en el mundo! Y empezó a llorar con gran desconsuelo. Oshta le respondió que no debía sentirse tan solo si tenía
su novia, pero el zorro fue de opinión que las novias eran inútiles y no servían para estos menesteres. Oshta le
explicó que el atadito que le había dado su madre no contenía una gallina entera, sino los restos de la que se había
comido la noche anterior un zorro, que a lo mejor no era otro que el que tenía delante. El zorro protestó muy
resentido, pues justamente la noche pasada había estado con una tremenda jaqueca, y mal podía dedicarse a
merodear por los corrales. En cuanto a aquello de que le gustaban las gallinas, era sincero en reconocerlo y, aún
más, le rogaba que le diese a probar de aquel pedazo que guardaba para su almuerzo. –Te convido con una
condición –le dijo Oshta–. Que te dejes vendar los ojos. Entonces, abrirás el hocico y yo te pondré en él un buen
bocado. Mas el zorro le respondió que no se explicaba el motivo de tanta desconfianza. –Es que así estaré seguro de
la cantidad que te comes –le respondió Oshta. Al fin, el zorro accedió a que le vendara los ojos, aunque le parecía
francamente vergonzoso. Entonces, Oshta le metió en el hocico
una gran piedra, con lo cual el zorro murió atragantado. Oshta, al
verlo muerto, palmoteó lleno de alegría. –¡Ya maté a este pícaro! –
se dijo. Y luego le sacó la piel para guardársela a su madre. Razón
tenía la buena mujer al aconsejarle: “Hay que engañar al zorro
antes de que te engañe a ti”. No bien había guardado la piel del
zorro dentro de un saco, oyó una voz ronca y desconocida que lo
saludaba: –¡Buenos días, Oshta! –¿Quién me habla?

–Yo, ¡el puma! –contestó la voz. –¿Qué se te ofrece? –Tengo


hambre y voy a comerme una de tus ovejas. –Más despacio, amigo
–replicó Oshta–. Eso tenemos que discutirlo. Mas el puma opinó
que no era preciso ninguna discusión, pues él escogería la oveja
más gorda para comérsela y Oshta tendría que conformarse.

Oshta le respondió que no lo tomaba por sorpresa, pues estaba advertido de su llegada. –¿Cómo lo sabías? –Me lo
avisó el cernícalo y, como tu mereces tantas consideraciones, te adelanté el trabajo. Mira, maté la mejor de mis
ovejas y la desollé para ti. El puma no sabía cómo agradecer tanta amabilidad. En realidad, lo que le ofrecía Oshta
era el cuerpo del zorro al que había quitado la piel y la cabeza. –¡Llévatelo pronto! –le dijo Oshta–. No sea que venga
mi madre y te la quite. Mas el puma se preguntaba por qué aquella oveja tenía un olor tan penetrante. Oshta, que
sospechó su preocupación, se adelantó a decirle que había desollado la oveja con el cuchillo que había matado a un
zorro y que tal vez aún se notaba cierto olorcillo desagradable. –Todo está muy bien –dijo el puma–, pero otra vez
deja que yo mismo escoja la oveja para comérmela. Si no fuera porque has tenido la gentileza de preparármela, yo la
cambiaría por otra. –Eso, amigo, sería un gran desaire –repuso Oshta. –Lo comprendo y por eso, como soy todo un
caballero, me la comeré, aunque se me atragante. Y, dicho esto, se fue arrastrando el cuerpo del zorro para
comérselo en unos matorrales. Oshta estaba muy regocijado por habérsele ocurrido semejante estratagema cuando
oyó una risita burlona cerca de él. –¡Ji ji ji! ¡Qué bien has aprendido la lección, Oshta! Tú, el miedoso, el pequeño,
¡has vencido al zorro y al puma! –¿Quién eres? –preguntó Oshta. –No me extraña que no me conozcas. Eres un
simple mortal –dijo la misma voz. –¿Y tú, no? –Yo soy un espíritu de la tierra. –¿Vives siempre? –Duraré todo el
tiempo que dure la tierra y soy tan viejo como ella. ¡En cambio, tú eres tan insignificante a mi lado! ¿Qué son tus días
junto a los míos? –¿Y para qué has venido? –preguntó Oshta. –Porque vi que te aburrías de estar solo. ¿No es
ridículo que te aburras de cuidar el ganado? ¿Qué harías si tuvieras que estar como yo, ocioso, un siglo tras otro? –
¿Y en qué te entretienes? –le preguntó Oshta con curiosidad. –Vago de aquí para allá. Cuando sopla el viento sobre
las montañas, yo silbo con él y nadie me siente. Cuando caen los “huaicos”, yo cabalgo sobre los peñascos y aplasto
con ellos caminos y sementeras –repuso la voz. –¿Y cómo no te he oído nunca? –Porque mi risa se confunde con el
estruendo de las piedras. Durante las tempestades, es mi voz la que retumba junto con el trueno; es mi saliva la que
se mezcla con la lluvia. Mi voz es también la que se escucha junto con la creciente de los ríos. Y mientras tanto
ustedes, pobres mortales, no me ven ni me escuchan. 61 –¿Dónde estás? ¿Por qué no me permites verte? –exclamó
Oshta. Y el duende le respondió que iba a complacerle, para lo cual bebería del agua de su cantimplora y así tendría
apariencia humana. Entonces, podrían ser amigos. Se oyó cómo bebía: –Gluc, gluc, gluc... Y apareció un enanito feo.
Tenía grandes orejas, nariz encorvada y ojos oblicuos. Su color era como el de la tierra. Oshta se frotó los ojos y dijo:
–¡Pero qué feo eres, duende! –Al menos eres franco. Me has caído en gracia porque te mostraste astuto engañando
al zorro y al puma y me has divertido. Por eso voy a recompensarte distrayendo tu aburrimiento. Y sacó de una
bolsita muchas hermosas piedras de colores, de aquéllas que entre los hombres valen mucho dinero. Eran piedras
preciosas. Le propuso jugar con ellas. Oshta respondió que él no sabía jugar, pero el duende le explicó: –Saco una
piedra y la pongo dentro de mi mano. Tú debes adivinar de qué color es. Si aciertas, te la regalo. Si pierdes, me pagas
con lo que has ganado anteriormente. Por ejemplo, si yo tengo una esmeralda y tú dices “¡Verde!”, es para ti. Si
dices “¡Roja!”, me la guardo. Además, me das otra que hayas ganado en otro juego. Y así empezaron a jugar. El
duende tenía turquesas, brillantes, amatistas, rubíes, esmeraldas, topacios. Se escuchaban sus voces, ya contentas
cuando ganaban, o enfurecidas cuando perdían. De pronto, la madre empezó a llamarlo desde lejos: –¡Oshtaaaaa!
Entonces, Oshta le dijo al duende que ya era tarde y debía marcharse. Pero éste le respondió: –No te puedes ir. Me
debes todavía. Oshta le dijo: –He jugado toda la tarde y estamos como al principio. Ya te has llevado todo lo que
gané. Pero el duende insistía en que debían jugar más porque las deudas de juego eran sagradas. Y como la madre
seguía llamándolo, el duende le propuso que bebieran del agua de su cantimplora para hacerse invisibles. Oshta
aceptó y ambos desaparecieron. Sólo se escuchaban sus voces. –¡Verde! ¡Gané! ¡Azul! ¡Perdiste! –¡Amarillo! ¡Rojo!
¡Blanco! ¡Negro!

Oshta rogaba: –No quiero jugar más. Ya es tarde. ¿Qué dirá


mi madre? Ya te gané toda la bolsa de tus piedras. Ahora
déjame beber otra vez de tu agua maravillosa para recobrar
mi apariencia humana. Y la voz del duende le replicaba
burlona: –¡Je, je je! No bebas, Oshta. Ven, sigamos jugando.
–Ya me lo has dicho muchas veces y te he complacido. Estoy
cansado. –¡Sólo una vez más! –le decía el duende. –Eso no
es justo. Quieres arrebatarme lo que he ganado. Yo quiero
volver a mi casa –insistía la voz de Oshta. –¡Je, je, je! ¿No
sabes lo que te aguarda? –¿Qué me va a aguardar? –dijo
Oshta–. Lo de siempre: mi madre, mis hermanos, mi choza.
–¡Oshta, no bebas! ¡Ya no vale la pena! –repetía el duende.
–¿Por qué? –¡Je je je! ¿Sabes tú, pobre mortal, cuánto
tiempo has estado jugando? –¿Cómo no lo he de saber?
Hemos jugado toda una tarde. Mira, ya ha caído la noche. Es hora de guardar el rebaño. –Mucho tiempo para un
mortal como tú. Has jugado 58 años y medio. Oshta no pudo reprimir su impaciencia y, arrebatándole la
cantimplora, volvió a beber de ella para adquirir su apariencia humana. Poco después, Oshta, el niño indio, echaba a
andar en busca de sus ovejas. –¡Por fin me libré de ese maldito duende! –exclamó–. Ahora encontraré a mi madre
para que me lleve a nuestra choza. Pero sólo halló a una mujer muy vieja recostada en una piedra. Al acercarse, la
mujer entreabrió los ojos y con voz débil dijo: –¡Oshta! ¡Querido Oshta! –¿Quién me llama? –preguntó él. –¿Quién
va a ser, sino tu mamá Silveria, hijito mío? Oshta movió la cabeza: –Tú, buena anciana, no puedes ser mi madre. Ella
tiene los ojos negros y hermosos como los de las llamas. ¡Tú los tienes tan pequeños y cansados! Su pelo era negro,
brillante y le caía en dos trenzas gruesas sobre los hombros. Tú tienes el cabello blanco, como los vellones de mis
ovejas.

Y la anciana respondió: –Créeme lo que te digo. Yo soy tu madre, hijo mío. ¿Aún no me reconoces? Y Oshta le
preguntaba: –¿Pero ¿cómo es posible, madre? ¿Qué ha sucedido? –Ha pasado tanto tiempo desde que te fuiste: ¡58
años y medio! –¿Y dónde están mis ovejitas y mis llamas? –Se las comieron los pumas y los zorros. –Volvamos
entonces a nuestra choza –dijo Oshta. –Se derrumbó del todo, hijo mío. –No importa, madre –la consoló Oshta–.
Mira cuántas piedras preciosas tengo aquí. Construiremos una choza mucho mejor. Compraremos nuevamente el
ganado. Esto vale mucho dinero, mamá Silveria. –Nada me importa, sino que tú hayas regresado. Pero, ¿por qué no
venías? ¡Te he llamado tanto inútilmente! Todo ha cambiado desde entonces –exclamó la anciana, enjugándose una
lágrima. –¿Cómo has tenido paciencia para esperarme? –preguntó Oshta. La anciana, con una sonrisa, le respondió:
–¡Para eso soy tu madre, Oshta, hijo mío!

También podría gustarte