El Mozarabe en La Obra de Joan Coromines
El Mozarabe en La Obra de Joan Coromines
El Mozarabe en La Obra de Joan Coromines
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significado del término «mozárabe»
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1. Sobre los nombres usados por los autores andalusíes, Simonet (1903: VIII-IX). Sobre el
término ‘ayam, Gabrieli (1985).
2. El mayor cúmulo de datos en Simonet (1903).
3. Véanse ahora otras explicaciones en Aguilar (1994) y Mediano (1994).
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el mozárabe en la historia lingüística de al-andalus
Tal vez no sea superfluo recordar ahora algunos aspectos que atañen a la his-
toria lingüística peninsular. Es archisabido que la expansión del Islam se pro-
dujo tanto a costa de las tierras del Imperio persa sasánida como de territorios
cristianos otrora del Imperio «romano». Provincias imperiales, como Siria,
Egipto, Tripolitania, Numidia, Tingitania, Hispania y otras muchas, pasaron
a poder de los musulmanes en poco más de un siglo desde que fue conquista-
da Damasco el año 635. Las poblaciones indígenas que se sometían quedaban
bajo el control de los musulmanes con libertad para mantener, a cambio de
una serie de impuestos específicos, su religión y organización social y por
ende su lengua.
Es bien conocido también que cristianos indígenas actuaron como fun-
cionarios de la administración, durante los primeros tiempos, en muchos de
los territorios ocupados. Sin embargo, bajo el gobierno del omeya ‘Abd al-
Malik (685-717), se ordenó traducir la documentación por ellos producida y
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antecedentes de los estudios sobre el mozárabe
Para responder a esta cuestión, ya que el tema que nos convoca aquí es el de
la lengua —y más en concreto el de la lengua mozárabe y su tratamiento en la
obra de Joan Coromines—, es indispensable trazar antes un breve esbozo de
9. Sobre la producción cristiana en árabe véase Koningsveld (1997: cap. 3 y 4), así como
la introducción de M.-Th. Urvoy (1994).
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10. Así consta en la portadilla de la edición, aunque no he podido averiguar en qué año
fue premiado el trabajo ni dentro de qué modalidad.
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vide (a finales del siglo xi) hasta su casi extinción con los almohades en el si-
glo xii (1926: § 89). La presencia de musulmanes (mudéjares y moriscos) en
muchas tierras hispanas desde el siglo xii al xvi desarmaba cualquier argu-
mento esgrimido en contra de los mutuos préstamos románicos.
Pero a partir de la década de los sesenta los vientos han corrido en sentido
contrario. Cada vez hay más pruebas en los trabajos de historiadores y arabis-
tas de que en las etapas de conquista de Aragón, Valencia, Baleares, Murcia o
Granada los cristianos hallaban aquellas zonas pobladas por musulmanes
arabófonos, sin que se tenga noticia de grupos mozárabes romanizados y, a la
vez, se confirma la política de la monarquía castellana de vaciar de andalusíes
la mayor parte de las nuevas tierras adquiridas.12
No es extraño por tanto que Coromines afirmara en 1971 (249, nota 2)
que en la isla de Ibiza el árabe vulgar «llegaría a suplantar al romance mozá-
rabe poco antes de la conquista». Y que recientemente, en el artículo dedica-
do a Llucena (Castellón), nos advierta de que Lucena de Jalón, a unos 50 km
al sur de Zaragoza, «ja no és zona de substrat mossàrab, pero sí d’imela arà-
biga» (OnCat, V, 105a19).
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geografía de los dialectos mozárabes
12. Sobre Aragón, Stalls (1995: 177-178, 233-234) y Viguera (1991); sobre Valencia, Bar-
celó (1984: 125-133); sobre Valencia, Baleares y Murcia, Burns (1984: cap. VII), entre otros
muchos trabajos suyos sobre el tema; para Andalucía, González (1988: 537-550).
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Con los datos de las fuentes árabes aportados por los arabistas trató de re-
construir la fonética de aquella lengua, dotándola de unas leyes que han pro-
vocado muchas y estériles controversias entre sus propios discípulos y segui-
dores debido a la inestabilidad que presentan. Abrió, pues, una etapa en los
estudios de la filología románica en la que muchos, con ayuda de nuevos ma-
teriales hallados en la toponimia, la fonética y el léxico peninsulares, se apli-
caron a encontrar aquellas influencias substráticas y a tratar de determinar
con mayor precisión las características comunes o diversas de la denominada
«lengua mozárabe».13
Pero no sólo hubo peculiaridades fonéticas que estudiar. Los historiado-
res de los romances peninsulares hallan una confirmación palmaria de que
aquella lengua influyó de forma espectacular en el léxico hispano en muchas
entradas de los dos diccionarios de Joan Coromines, castellano y catalán. En
los artículos correspondientes nos explica el paso de los étimos latinos de estas
voces por la peculiar fonética de los llamados «dialectos mozárabes».
¿Por qué dialectos y no dialecto, en singular? Responder a esta pregunta
exige volver al Glosario de Simonet, a quien se debe todo el embrollo poste-
rior. En las primeras páginas de su obra afirma, de forma interesada y equí-
voca, que las fuentes árabes designan con el nombre de lisān al-‘ayam o ‘len-
gua de los bárbaros’ al «dialecto o lenguaje especial hablado por la población
mozárabe» y más ordinariamente con el de al-‘ayamiyya o ‘lengua extranjera’
(1888: viii).
Seguidamente el catedrático malagueño dice que los farmacólogos andalu-
síes también escriben con frecuencia ‘ayamiyyat al-Andalus —que él traduce por
‘idioma bárbaro de los Españoles’—. Resalta además que, dentro de esa lengua
al-’ayamiyya que —según él— equivale a Mozárabe, los mismos autores men-
cionan «algunos vocablos hablados especialmente en tal ó cual poblacion y así
mismo distinguen varios dialectos», citando Simonet a este propósito las únicas
aljamías que aparecen en los autores utilizados: Aragón, Zaragoza, Valencia y
el Šarq al-Andalus (1888: viii-ix), es decir la España Oriental.
13. Galmés de Fuentes (1983) recoge diferentes opiniones de otros discípulos de Menén-
dez Pidal, las discute y realiza una descripción de los diversos «dialectos mozárabes» usando
materiales de fuentes árabes y cristianas.
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textos de la «lengua mozárabe»
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mots i noms propis; i això servint-se, sempre que pugui, de manuscrits visu-
rats personalment, o en fotocòpies, microfilms o edicions facsimilars, o bé al-
menys usant edicions o còpies fetes per erudits ben coneguts, i posats a prova
com a fidedignes». Es más, nos dice que eso era lo que él hacía (EDL, I, 13-14).
Pero en muchos casos no siguió su propia advertencia, pues si uno se
toma la molestia de comprobar las citas, como por ejemplo la primera docu-
mentación de la castiza voz española escuela que ofrece en su DECH, com-
prende cuánto camino queda por hacer. Porque la voz escola, recogida en el
vocabulario antes mencionado de un doc. mozárabe de Toledo de 1192, no es
más que un espejismo. Quien acuda a la edición del documento verá que el
vocablo se halla en una escritura árabe de compra-venta, sin anotaciones en
escritura latina al dorso, emitida a favor de un cristiano de oficio Maestre-
escola (>mystrih-skula<). Un mal hado ha hecho posible que el primer testi-
monio castellano aportado por Coromines sea el segundo componente de una
palabra latina, escrita con letras árabes, cuya moderna transcripción escola es
la que aparece en cursiva en el resumen previo realizado por el arabista Gon-
zález Palencia, editor de estos documentos (1926-1930: I, 174, n.º 228).
Afortunadamente las referencias al mozárabe de Toledo en la obra del
lingüista catalán no son muy abundantes. No ocurre así con el de otras áreas,
pues para ellas utilizó léxicos árabes, como el Glosario de Simonet (1888) y el
Supplément aux dictionnaires arabes de Dozy (1881), pero sorprende que entre
las «fuentes castellanas» utilizadas para su DECH (I, lxvii) figuren el tuneci-
no Abenalyazzar (m. 1004) y Abenalbéitar (m. 1248), que —aunque nacido
en Málaga— pasó casi toda su vida en Oriente.
Y sorprende, no tanto porque considere a un autor norteafricano fuente
del castellano, parangonándolo con San Isidoro, el Poema del Cid o Berceo,
sino por su tenacidad en comprobar personalmente las referencias de otros.
En el índice cronológico de fuentes castellanas (DECH, I, lxvii) asegura haber
empleado sistemáticamente la obra del médico judío Abenbuclárix (h. 1106)
y la del botánico anónimo sevillano (h. 1100), del que extrajo un glosario el
arabista Miguel Asín (1943). De esta segunda obra parece que no utilizó
el manuscrito, sino el vocabulario editado.
Junto a la abreviatura que usa para indicar la lengua árabe cita las fuen-
tes usadas, entre ellas, el Supplément de Dozy (1881). Tras señalar este y otros
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los glosarios árabes medievales
Conviene que nos detengamos aquí para analizar con cierto detalle el valor
que estas fuentes pueden tener al estudiar la «lengua mozárabe». Investiga-
dores hay que, como Griffin (1958-1960: 276-277), incluyen en el habla árabe
y no en la «lengua mozárabe» las voces de posible étimo latino recogidas en
los vocabularios árabes medievales.
Y todavía se puede ir más lejos, porque las palabras allí documentadas, ya
sean patrimoniales árabes ya préstamos románicos, se desconoce si fueron pri-
vativas de al-Andalus. Hay que rechazar de plano las voces extraídas por Si-
monet de diccionarios modernos de los dialectos árabes del norte de África y
de Oriente, sin cronología y que pertenecían ya al acervo lingüístico de esta
lengua, por más que Coromines vea influencias del «mozárabe» hasta en
Egipto (DECH, V, 550b16).
En cuanto a los glosarios considerados andalusíes, el conservado en la ciu-
dad holandesa de Leyden correspondería según Simonet (1888: clx), que
acepta el criterio de Dozy, a los primeros años del siglo xii. Coromines, si-
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14. Los préstamos románicos fueron estudiados por Griffin (1958-1960). Corriente
(1992: 142) calcula que contiene unos 330 romancismos sobre un total de 12.000 voces apro-
ximadamente (2,7%). Del Glosario de Leyden, sobre miles de palabras, yo he podido calcu-
lar unas 50.
15. Corriente (1981: 5-6 y nota 3 [para las transcripciones de topónimos y voces castella-
nas (unas 85)] y 22-27 [para voces latinas, griegas, persas y neoárabes (76 en total)]; pero no fi-
guran en estos listados alguna otra voz que es mera trasliteración, como cizercha [italiano ci-
cérchia, voz documentada ya en esta lengua en el Palladio volgare de h. 1340]). Corriente
(1992) calcula unos 400 romancismos sobre un total aproximado de 7500 voces (± 5,3%) y ad-
vierte que este porcentaje «parece abultado por el considerable número de voces castellanas
no asimiladas que ha incorporado».
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las sinonimias científicas
El otro grupo de fuentes que Coromines utiliza de manera exhaustiva son los
tratados de farmacología redactados por autores árabes, casi todos oriundos de
al-Andalus. Además de los exhumados por Simonet de manuscritos inéditos,
hace abundante uso de los elementos léxicos que publicó en forma de glosario
en 1943 Miguel Asín extrayéndolos de un único manuscrito de autor anónimo,
que él creyó un sevillano de principios del siglo xii. El valor de estas fuentes ra-
dica en que ofrecen sinonimias en varias lenguas de sustancias vegetales, mi-
nerales o animales utilizadas como remedios curativos.
Hay que detenerse de nuevo para exponer algunos principios básicos, a
veces olvidados en trabajos sobre el «mozárabe». Cualquier mediano conoce-
dor de la historia de la ciencia medieval sabe que farmacólogos y médicos de
cualquier cultura redactaron sus tratados incluyendo los términos técnicos
que griegos y latinos emplearon en sus obras; voces griegas o latinas que los le-
xicólogos califican de «farmacéuticas». Tampoco ignorará que los términos
antiguos con significado (como pentafilon, basilisco, aristoloquia) eran traduci-
dos a las diversas lenguas, de modo que es fácil encontrar una sinonimia cul-
ta en casi todos los tratadistas del género orientales u occidentales.
Por su parte, cuando a veces los árabes utilizaban la transcripción de esas
voces técnicas, añadían —antes o después— la expresión genérica «es ‘aya-
miyya», para señalar al posible lector que ese vocablo no pertenecía al léxico
árabe. Algunos autores, por pura erudición, indicaban con frecuencia su pro-
cedencia lingüística, que a menudo es incorrecta y que puede abarcar tanto el
griego antiguo como el bizantino, persa, lenguas de la India, nabateo, siríaco,
hebreo, arameo, bereber y latín (clásico y vulgar); lenguas que en autores pos-
teriores acaban por aparecer unificadas bajo el epíteto general de ‘ayamiyya.
En estas obras científicas no había, por tanto, interés por recopilar voces
de una lengua viva. Se trata de copia de materiales de muy diversa proceden-
cia y cronología, conservados en obras de transmisión culta y erudita.16 Y di-
cho sea de paso, en los escritores de al-Andalus el conjunto de nombres no
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17. Así yarbatu ya está recogido en el diccionario botánico de Abu Hanifa al-Dinawari
(m. 895), al igual que qabis turd-al, el ‘cabs tord-il’ de Asín (1943: n.º 102.4).
18. He dado algún ejemplo en Barceló (1997: 272-273).
19. Véase más adelante lo que indico sobre las fuentes.
20. Biblioteca Nacional (Madrid), ms. ccxxxiii, fol. 6v, art. 68 (griego Smilax), que iden-
tifica el autor con un tipo de acónito que crece «en la región de la frontera superior, en Bala-
guer [>blgy<], Monzón, Lleida y Pallars».
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taluña», a partir de una cita que transcribe Simonet de Ibn Buklaris según la
cual la voz báina de sírvo era propia de la aljamía de Zaragoza y Valen-
cia (1888: ix y cvi, nota 3). No sé si lo recogerá alguno de los manuscritos de la
obra de Ibn Buklaris que se conservan fuera de España, en los que deberá
aparecer bajo el artículo árabe cuerno de ciervo según Simonet, pero no consta
en el que se conserva en Madrid.21
Simonet opinaba que el «mozárabe», como el castellano antes del si-
glo xii, «presenta un carácter indeciso y fluctuante entre las formas latinas y
vulgares, pareciéndose más que hoy á los demás dialectos peninsulares, Por-
tugués, Gallego, Catalán y Valenciano» (1888: ci, nota), opinión que ya hemos
visto compartía Coromines. Pero no encontró en las fuentes más referencia
expresa a que existiera otra variedad de aljamía en al-Andalus sino la Arago-
nesa u Oriental y en Granada sólo un caso de la especial pronunciación del
nombre del ‘lirio cárdeno’ (1888: ix y nota).
Del llamado «botánico anónimo sevillano» puedo asegurar que más del
90% de sus artículos no corresponden al «mozárabe». De la lectura de esta
obra anónima, de la que extrajo Asín (1943) su léxico romance, se desprende
que ni el compilador ni sus copistas marroquíes de fines del siglo xvi y xviii
sabían otras lenguas, como griego (clásico o bizantino), latín, siríaco o persa,
ni casi nada de etimologías. Ni tampoco Asín reconoció las evidentes voces
griegas y persas.22
Con igual método que habría usado Simonet para identificar palabras ro-
mances en el ductus árabe del manuscrito, Asín sólo se fijó en las traducciones
que acompañan la transcripción de palabras de la ‘ayamiyya o de origen extran-
jero como, de acuerdo con la tradición científica árabe, ocurre con las griegas
21. En el manuscrito n.º cxxvii de la Biblioteca Nacional de Madrid figura la voz ‘ayamiy-
ya en el art. n.º 683 sahm al-ayyil bajo las formas >sabh d ŷr< y >sabh y ŷrbunh<; no figura la
‘báina de sírvo’ en el manuscrito de Madrid (art. n.º 569 qarn al-ayyil). En el Glosario de Simo-
net, sírvo, además de çérvo y chérvo, remiten a báina (1888: 28-29, sírvo aparece escrito en árabe
con /s/ >sarbuh<) y a sébo (1888: 512, con /s / >sarbuh< y /y/, >yarbuh< y variantes >yarw< y
>yarbunuh<). Sobre las diferencias en las voces de etimología latina de los manuscritos de Ibn
Buklaris cf. Villaverde (1987).
22. He dado algún ejemplo en Barceló (1997: 272-273).
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del Tratado de Dioscórides.23 También y tal como hiciera Simonet, entendió que
el genérico ‘ayamiyya era el «romance de al-Andalus» (Asín 1943: xxxviii).
Es cierto que en el glosario obtenido a partir de esta obra anónima se en-
cuentran 19 menciones a una lengua ifranyiyya, que Asín identifica con el fran-
cés (1943: xxiii) o catalán (1943: xxxix); en otras 20 voces se cita la ‘ayamiyya ‘de
la frontera’, esto es la zona aragonesa; y sólo en tres ocasiones la de Toledo.24
Poca cosecha si se compara con el total de 726 vocablos que logró descubrir.
Pero también es verdad que usa el término ‘ayamiyyat al-Andalus, con el
que se aludiría sin ninguna duda al romance hablado en la zona musulmana
peninsular. Sin embargo esta expresión la introducen a partir del siglo xi los
autores de sinonimias cuando citan voces calificadas de latinas o del latín vul-
gar por el sabio cordobés Ibn Yulyul (nace en 943) en su famosísimo comenta-
rio a la obra de Dioscórides, tomada alguna —como él mismo señala— de un
monje griego llegado a al-Andalus para ayudar en aquella tarea.25
Entre los autores foráneos se encuentra Ibn al-Baytar. Aunque nació en
Málaga, se marchó en 1220 para llegar a Egipto, donde fue herbolario del sul-
tán, y de allí en 1238 a Siria, en cuya capital murió en 1248. Como ha queda-
do dicho, su obra figura entre las fuentes «castellanas» consultadas por Coro-
mines (DECH, I, lxvii, Abenalbéitar).
Pero en la obra de aquel sabio de origen andalusí, como en la de tantos
otros, los nombres de plantas proceden de sabios que vivieron y escribieron
antes que él, andalusíes y orientales. El volumen de sus materiales románicos
dice mucho sobre la importancia que el elemento «mozárabe» tiene en esta
obra: sobre 1400 artículos, en trece ocasiones asegura que una voz es latina y
unas treinta que es ‘ayamiyyat al-Andalus (contabilizadas por Simonet 1888:
xxv, nota 1, aunque recoge unas 200 procedentes de esta obra en su Glosario).
Además, Meyerhof (1939: xxxv) asegura que Ibn al-Baytar desconocía los
nombres de las plantas en ‘ayamiyya, pues éstos (griegos, persas, beréberes, la-
23. Como ocurre con el pseudorromance «franne firrino» de Asín que comento en Bar-
celó (1997: 272).
24. El cómputo corresponde —salvo error u omisión— a las citas explícitas.
25. De todo ello hablo en Barceló (2001). Sobre el monje Niqula que hablaba griego y la-
tín, J. Vernet (1968: 447-448; 1979: 471-472).
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cronología de los materiales
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y autor (Derenbourg 1941: n.º 887, 4). Y no sólo eso, en esta «Nomenclatura far-
macéutica de Ibn al-Yazzar» citada por Coromines, Menéndez Pidal (1926: § 42 ,
nota 3; § 24d, nota 1) ya advirtió la existencia de alguna voz castellana y moderna.
Mientras se averigua a qué época y autor responden estas sinonimias (or-
denadas alfabéticamente por la última letra de los medicamentos), sus mate-
riales no podrán servir para probar la existencia de determinadas voces «mo-
zárabes» en el siglo x. Igualmente, sería deseable que no se adujeran al debate
vocablos «mozárabes» tomados de notas marginales de varios manuscritos
que Simonet dató ad hoc, atribuyendo su autoría a sabios andalusíes.26
Tampoco existe certeza de si las voces «mozárabes» que aparecen en
obras andalusíes bien datadas son del patrimonio peninsular, a menos que se
investigue. Por ejemplo, en la obra árabe del autor oriental Yuhanna bn Sara-
biyun (más conocido como Serapión), que escribía en siríaco a finales del siglo ix,
se recogen algunas voces que Simonet, tomándolas de los sabios andalusíes,
incluye en su Glosario como «mozárabes»: capára y al-caparra, exquíl o ixquí-
lla, marruyo puntóxo o ventóxo (s.v. marrúy) y yerbathúra (s.v. yerbathúl).27
En cualquier caso y resumiendo lo hasta ahora expuesto, puede afirmarse
que el material que se ha venido extrayendo de los glosarios y las obras cientí-
ficas árabes tiene en común los siguientes rasgos: no tenemos seguridad sobre
su procedencia lingüística; es de cronología ignota; no está probado su uso ex-
clusivo en al-Andalus; y, además, pertenece a la cultura en lengua árabe.
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otras fuentes del «mozárabe»
Nadie realizó una crítica de las fuentes ni una comprobación de los materiales,
aunque la podía haber hecho cualquier investigador mínimamente formado.
26. Como el pseudo Ibn Tarif que habría anotado en Almería la traducción árabe del tra-
tado de Dioscórides (Simonet 1888: cl) que se conserva en el manuscrito n.º cxxv de la Bi-
blioteca Nacional de Madrid. Guillén Robles (1889: 61b-62) dice que el papel es más moder-
no que el texto, con una suscripción que sitúa la copia en Almería y una nota de adquisión en
1172; añade que las notas árabes son de otra mano diferente a la del copista Ibn Tarif.
27. Guigues (1905: 99 [kabar], 250 [isqil], 354 [marua yantasa], 240 [yarbatura]).
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Por no haberse hecho esto a tiempo, la tesis sui géneris del «mozárabe» se con-
sagró pronto; hasta el punto de que tiene hoy un apartado propio en los ma-
nuales de historia de cualquier lengua peninsular.
A los vocablos repertoriados por Simonet (1888) y Asín (1943) vino a sumar-
se la edición de las «jarchas mozárabes», interpretadas en los dos versos finales
de unas pocas poesías, en hebreo y en árabe, de compositores judíos y musulma-
nes de al-Andalus. Aunque este material tenga los mismos rasgos comunes que
acaban de ser expuestos (origen y uso lingüístico desconocido, cronología ignota
y pertenecer a la cultura en lengua árabe), abrió la puerta a la especulación —y
en algún caso convencimiento— de que los mozárabes poseyeron una poesía
propia, mucho más antigua que las primeras muestras de la primitiva lírica ro-
mance; teoría que sólo unos pocos comparten en la actualidad.28
Se buscaron también apoyos en la «toponimia mozárabe». Vengo insis-
tiendo en que esta es la etiqueta que aplican algunos a todo aquello que no tie-
ne explicación científica o no les es posible demostrar (Barceló 1995: 1132-
1133). Los nombres de lugar etiquetados como mozárabes no justifican la
existencia de hablas románicas en al-Andalus; ni los topónimos derivados del
árabe son prueba de que hoy se hable esta lengua en España y Portugal. Como
he dejado escrito (Barceló 1995: 1133; 1991: 39-40), me parece arbitrario selec-
cionar los nombres de lugar «mozárabes» a partir de la clasificación hecha
por Coromines (ETC, I, 251), quien incluye «tots els noms no aràbics però an-
teriors a la Reconquesta, l’origen pre-romà, romà o germànic dels quals no es
pot provar clarament. És, però, probable, que un cert nombre d’ells siguin
pre-romans i no pas romànics».
Es norma entre los estudiosos de la toponimia, en zonas donde se han
producido cambios lingüísticos, atender a las sucesivas adaptaciones en las
lenguas receptoras, pues sus hablantes influyeron sobre los nombres de lugar
al someterlos a su fonética, a la inevitable analogía morfológica y a la poste-
rior etimología popular. Por ello se debe conocer el estadio evolutivo de la len-
gua en el momento de producirse la adaptación, pero también y en igual me-
dida se debe tener presente la evolución político-social e histórica de la zona
analizada así como los testimonios documentales de los topónimos.
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Para las tierras valencianas, que creo conocer bien, Coromines nos pro-
pone siempre dos opciones: «què hem d’esperar en aquests paratges com nom
d’un poble, sinó quelcom heretat dels moros valencians? —sigui aràbic: Al-
bal, Alfafar, Museros, Manises, Vilamarxant, etc, sigui mossàrab: Patraix, Espio-
ca, Carpesa, Sollana, Torís, Picassent» (OnCat, VI, 116b24; hemos adaptado la
puntuación del texto citado: J. S.). En esta búsqueda en dos direcciones (cuan-
do no hay solución por el «mozárabe» se explica por el «árabe» tenga o no
tenga étimo razonable) poca ayuda ha podido prestar a Coromines una lista
de poblaciones valencianas del siglo xvi, que cita siempre por la edición del
conocido historiador Joan Reglà.
Dice que esta lista de «pueblos valencianos moriscos» fue «compilada per
Boronat en el s. xvi, i reproduïda per Reglà» (OnCat, VI, 463b58) en una
reimpresión de artículos suyos sobre la expulsión de los moriscos que se hizo
en 1964. Quizá Coromines, de edad muy avanzada cuando redactaba el volu-
men VI del OnCat, no recordaba quién era Boronat (a quien atribuye la com-
pilación del siglo xvi) y que en esa lista se encuentran también las poblaciones
cristianas.
La verdad es que Reglà (1964: 119) señaló haber tomado el listado de la
conocidísima obra Los moriscos españoles y su expulsión del valenciano Pascual
Boronat Barrachina (1901: I, 428-442). Este, a su vez, afirma haber copiado
aquella de Manuel Dánvila (Boronat 1901: I, 443 y xvii), quien por su parte la
copió de Tomás González, que fue el que con serias deficiencias la editó por
primera vez en 1829. Lapeyre (1959: 33-34), a quien también cita Coromines
en otras ocasiones, ya comentó todos estos extremos y dató el censo, sin ape-
nas pruebas, en 1609.
Con esa defectuosa lista en la mano,29 Coromines documenta el étimo del
nombre de lugar Sacrés, al que añade el onomástico valenciano Sacarés, pues
ambos procederían «del ll. sĕquestrāre ‘segrestar’, en el sentit de constituir
29. Entre otros errores de lectura: Vilar de Caves (= Canes), Torre de Ubefora (= En Baso-
ra), Luchent (= Ludient), Bibau (= Rubau), Aranivel (= Aranyuel), Rasal (= Rafal), Guadase-
guras (= Guadaséquies), Aleyba (= Alèdua), etc. Coromines, hablando de esta lista, dice justa-
mente en el art. Alèdua (OnCat, II, 113a39) a propósito de la forma Aleyba: «però com és una
còpia plena d’errades i descuits, no podem estar segurs si era això o alguna cosa semblant com
ara Aleyua o Aleydua».
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el léxico «mozárabe» y sus leyes fonéticas
Vemos que para explicar la evolución, desde un supuesto étimo latino sEques-
trAre a las formas onomásticas documentadas, Coromines utiliza unas leyes fo-
néticas del «mozárabe»; pero, como los cambios esperados no se cumplen, re-
curre entonces a la interferencia de la lengua árabe, que «repugna a les
estructures consonàntiques complicades». Sin embargo, para un lector que co-
nozca la evolución de las lenguas románicas y algo más que el alifato árabe, este
tipo de juego de manos despierta la sospecha de que algo raro ocurre cuando las
demostraciones requieren exposiciones tan intrincadas y prolijas.
Porque son muchas las explicaciones que en la obra de Coromines requie-
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ren el concurso del árabe, como ocurre en el caso de Paiporta, localidad cercana
a Valencia, cuyo étimo habría sido un latín prŏpĕ hortam ‘prop de l’Horta’. Su
evolución: «Partint de *prop2órta fou: a) *pro2 porta, i quan s’accentuà l’arabitza-
ció del País b) la primera r ja atacada per dissimilació davant l’altra R, desapa-
regué del tot perquè els arabòfons eren incapaços de pronunciar un grup inicial
de cons. + líquida (recordem fraga > Afraga o Fraga, francus i francia >
afranc/Afrang); g) l’àrab, però, també repudiava el diftong oi —només a2 era dif-
tong admès en llur sistema fonètic— i també causà el canvi de Poip- en Paipor-
ta (δ) cooperant-hi arabisme i dissimilació (o - ó > a - ó)» (OnCat, VI, 116b5).30
Concluye categóricamente que la etimología prope hortam, «simple, i
ben demostrada, i sense objeccions, es pot acceptar decididament sense pen-
sar en tals ni cap més alternatives» (OnCat, VI, 117a14). Ciertamente, el estu-
dio de la toponimia requiere mucha prudencia, por eso me abstendré de co-
mentar estas rebuscadísimas y frágiles explicaciones que no se basan en leyes
sino en el tópico de la incapacidad articulatoria de los arabófonos.
Pero el socorro de la lengua árabe para explicar evoluciones fonéticas a partir
del «mozárabe», que se encuentra en centenares de epígrafes del OnCat de Coro-
mines, también se halla con frecuencia en cientos de artículos de sus dos dicciona-
rios. Es obvio que para él los dialectos «mozárabes» tuvieron gran importancia en
la formación del léxico peninsular y que estuvieron muy influidos por la lengua
árabe. Pero en honor a la verdad hay que dejar claro que también desechó cente-
nares de posibles explicaciones a través de aquellos dialectos románicos.
Ya quedó dicho que el léxico «mozárabe», obtenido casi todo por Simo-
net de documentos, diccionarios y obras cultas en lengua árabe, permitió a
Menéndez Pidal establecer sus principales leyes fonéticas.31 Coromines mos-
30. En el argumento b hay quizá una errata: el ejemplo de la dificultad árabe de pro-
nunciar el grupo inicial de cons. + líquida no quedaría demostrado si se tratara de los casos
que aduce. Debía pensar en Farga por Fraga y Afrang por Francia (cf. el mismo ejemplo en
OnCat, I, 86). En cualquier caso, los ejemplos no son válidos pues en árabe andalusí el grupo
de dos consonantes recibía además de la vocal disyuntiva externa, una vocal epentética: Albi-
ra-Labira (Elvira, Granada); Afraga-Faraga (Fraga).
31. Antes que él, Simonet ya había recogido en su Glosario las «alteraciones» fonéticas,
dando una lista de los cambios operados, respecto a los étimos latinos, en las voces «mozára-
bes» que él descubrió (1888: clxxv-clxxxiii).
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el léxico «mozárabe» en coromines
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dial. bisán, cast. guisante, i altres variants [...]: diminutiu català o bé d’un plu-
ral aràbic *pisabtât amb velarització de la âdarrere l’emfàtica. Metàtesi provo-
cada per influència dels parònims tirabec i tramús» (DECat, VI, 473b36). Aquí
propone el mismo étimo que para su equivalente castellano guisante, con evo-
lución y posterior interferencia del árabe a partir del «mozárabe».
No pretendo resolver la etimología de estos nombres ni de otros. Sólo in-
tento decir que la documentación aducida no permite aquí el argumento: el
vocablo pissaut no se encuentra en la obra de Ibn Buklaris, al menos en el ma-
nuscrito de Madrid que lo daría como nombre equivalente de la ‘alubia’,32 ni
se documenta en otros autores árabes; en cuanto a la voz baqilla del Vocabu-
lista latino-arábigo de Florencia (Schiaparelli 1871: 381,4), aunque no es pa-
trimonial en árabe, era ya término usado durante los siglos viii y ix entre los
traductores y tratadistas del Oriente Próximo.33
Respecto a la judía, choca que sus primeras menciones, en fuentes médi-
cas o botánicas castellanas, correspondan al siglo xvi y que entre las docu-
mentadas en «mozárabe» no se encuentre esta voz, pues la fayyala del Anó-
nimo sevillano (cf. Asín 1943: n.º 229) es el nombre de una planta que se
identifica con una especie de dragontea (árabe lu f, griego ‘rον). En el pasaje
citado por Asín parece error de copia, ya que se describe en otro lugar de la
obra donde parece reproducir a algún autor oriental del siglo ix. Según este
texto, el expresado vegetal recibía los nombres de faballa, «es decir, ‘habilla’»,
por su semejanza con el haba, y de ful mayusi ‘haba zoroástrica’.34
Argumentaciones como estas o de otra índole podrían hacerse en casi to-
32. El manuscrito de Madrid dice: «se conoce en aljamía por >srt<» (sin >b<). Simonet
(1888) tomó la preposición árabe del régimen verbal bi- por la primera letra de la palabra (b)
y para hacer que esta voz fuera romance hispano modificó el trazo de >r< por >w<.
33. Es palabra a la que se le supone un origen arameo (no probado), recogida ya en el dic-
cionario botánico de Abu Hanifa al-Dinawari (m. 282/895).
34. Véase al-Jattabi (1991: I, 464, n.º 1322 y II, 649, n.º 1990). El texto árabe del n.º 1322
dice que «entre las especies del lu f se halla la planta conocida por la faballa entre nosotros [...],
con granos del tamaño del dirham barmaquí». Como estas monedas fueron acuñadas por los
primeros ministros de la corte oriental del siglo viii, miembros de la familia persa de los Bar-
maquíes, hay que suponer una autoría para esta noticia coetánea temporalmente a la circula-
ción de las monedas y posiblemente oriental.
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das las voces, pertenecientes o ajenas a la familia de las legumbres, en las que
Coromines encuentra relación con étimos latinos a partir de sus datos y leyes
fonéticas del «mozárabe» (cf. cast. alcornoque, alconcilla, bizma, capacho, ce-
nacho, chiquero, guisante, macho II, marisma, marchito, panoja; cat. allitendre,
endonsada, mareny, marutxell, petxina, senalla, xebat, xibiu). Sean castellanas o
catalanas, se apoyan unas en otras (chícharo-xítxero, chinche-xinxa, urchella-or-
xella, trapiche-trapig, etc.). Y, en el caso de las legumbres, puede quedar la im-
presión de que existió bastante influencia del «mozárabe» sobre nombres que
hoy se usan para designar productos alimenticios de primer orden en la dieta
mediterránea, algunos de ellos originarios de América.
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sobre la metodología
bos del S. xii; xarguaço, h. 1560, Clusio; xaguarça, 1608, Dodoneo; xarguaço,
1610, Escolano; xuagarzo, Aut.; jaguarzo, Acad. 1899».
Tras los testimonios dialectales, escribe que «datos anteriores al S. xvii sólo
los conozco en autores árabes» y remite a Dozy y Simonet. En efecto toda la in-
formación que recogen Coromines y Simonet (1888: 574-575, xacuáço y 493, rosál,
donde se cita xacuáç y xacuás) la aportó por primera vez Dozy (1881) en su Sup-
plément, donde además de los textos árabes recoge las citas de Clusio, Dodoneo
y Escolano, además de Victorius y Colmeiro. Escolano (Primera parte, lib. 4,
cap. 4, 689) utilizó en su capítulo sobre las yerbas y plantas que nacen en el reino
de Valencia las obras de Dodoneo y del botánico francés Clusio (lib. 1, cap. 35).
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Remitiendo a este autor, dice Escolano que «en otro capitulo (lib.I.c.34)
trae seys especiesd cisto macho, que es en Castellano cergaço [...] Y a la vltima
de que trata en el siguiente capitulo, no le sabe otra madre que la vega de Va-
lencia, a quatro millas de la ciudad. Lo proprio siente de dos suertes de xaras,
en lo de Xatiua, que entre nosotros se nombran Xaracas, o Xaguarços» (Pri-
mera parte, lib. 4, cap. 4, 689).
Pero este curioso testimonio léxico —valenciano que no castellano— ha
pasado desapercibido.35 En el DECat Coromines afirma que «no té cap fona-
ment la indicació d’Escolano d’un pretès àrab *xaraca “espècie de xara” (reco-
llida per Eguílaz, p. 428), mera invenció per insinuar subreptíciament una in-
fundada etimologia del nom del poble de Xaraco» (DECat, IX, 449b58). Es
evidente que no leyó la obra y que haciendo decir a Escolano lo que no dice,
pretendía desprestigiar a Eguílaz. Tanto este, como Baist y Steiger, aceptaron
que saqwas era el étimo árabe de esta planta, cosa que rebate Coromines ya
que las vacilaciones ortográficas «denuncian un vocablo advenedizo en árabe,
y lo mismo sugiere su estructura cuadrilítera; por lo demás, no sólo falta en
los diccionarios árabes corrientes» sino también en los del dialectal norteafri-
cano (DECH, III, 482a45).
Sin embargo, el saqwas figura descrito en el «Anónimo sevillano de h.
1100» entre las plantas leñosas de hojas blancas. Aunque su autor la identifi-
ca con la estopa, no la recogió Asín (1943: n.º 429, 1) porque el compilador
medieval dice que su nombre es árabe (al-Jattabi, 1991: 62 n.º 66) si bien en
otro lugar lo da como rumí o bizantino (82 n.º 115), señalando que otra varie-
dad del cisto se llamaba en persa al-saqqas (1991: 82 n.º 115) y como persa re-
coge la variante al-sakkas (1991: 440 n.º 1260).
No sé si esta planta leñosa de los autores árabes es el jaguarzo de los caste-
llanos que recibe el nombre científico de Cistus Clusii L. con el que se distin-
gue de otros cistos, siendo Clusii el nombre de quien la identificó, es decir el
botánico francés citado por Escolano. Coromines debió comprobar esta pri-
mera documentación que aporta (tomada de Dozy) y, tal vez, habría podido
argumentar mejor una etimología sin necesidad de hacer uso del «mozárabe».
35. No he podido contrastar esta información con la aportada en la obra del botánico
Charles de Lécluse (1576). Esta obra ha sido aprovechada por Colón (1978: 90-91).
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a modo de conclusión
36. Es difícil comprender por qué quien realizó una buena labor filológica haciendo el
Glosario del anónimo sevillano se equivocara tanto en su Contribución a la toponimia árabe de
España (1944). Cf. OnCat (I, 303). En OnCat (II, 75b7) Coromines lanza la sospecha (que rei-
tera a lo largo de la obra) de que «l’ancià Asín no deixà gaire més que un munt de notes» que
aprovechó su sobrino Jaime Oliver Asín. Miguel Asín tenía setenta y tres años cuando murió
en 1944; su Glosario se editó en 1943, un año antes de su muerte.
37. Por ejemplo, el auxilio del «mozárabe» es recurrente en Coromines para explicar vo-
ces castellanas o catalanas con una prepalatal africada sorda.
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BIBLIOGRAFÍA
obras de joan coromines
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otras obras
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