La Creditocracia Andrew Ross

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 165

La

creditocraciay los argumentos para resistirse al pago de las deudas

Andrew Ross
Índice de contenido

Portadilla

Legales

Reconocimientos

Introducción

El grandioso robo bancario

Para abolir la sentencia de deuda

Todos somos beneficiarios de créditos renovables automáticos

¿Derechos conculcados?

Si pagamos, moriremos

Doble problema en el Norte

La economía moral de la familia

Los bancos pasan a formar parte del negocio

Ser ciudadano en una república de deudores

¿Una democracia fallida?

Educación para gente libre

Los viejos tiempos

¿Burbuja de activos o movimiento político?

Tú no eres un préstamo

No estamos casados con los MOOC

Salarios del futuro

¿Trabajar por nada?

Cuerpo y alma

¿Cómo debería responder la fuerza de trabajo?

¿La generación perdida?


Saldar la deuda que hay con el clima

La deuda con los desplazados

Opciones

Disolver el matrimonio entre deuda y crecimiento

Agrandarse y mendigar

¿Una economía de crédito no confiscatoria?

Palabras finales sobre la democracia

Glosario
Ross, Andrew

La creditocracia : y los argumentos para resistirse al pago de las deudas /


Andrew Ross.

- 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Eudeba, 2017.

Libro digital, EPUB - (Temas)

Archivo Digital: descargaTraducción de: Mariano Wolfson.

ISBN 978-950-23-2752-5

1. Economía Internacional. 2. Créditos. I. Wolfson, Mariano, trad. II. Título.

CDD 337

Eudeba

Universidad de Buenos Aires

1° edición: julio de 2017

© 2017

Editorial Universitaria de Buenos Aires

Sociedad de Economía Mixta

Av. Rivadavia 1571/73 (1033) Ciudad de Buenos Aires

Tel: 4383-8025 / Fax: 4383-2202

www.eudeba.com.ar

Diseño de tapa:

Composición general: Eudeba

Digitalización: Proyecto451
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del
“Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción
parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la
reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-950-23-2752-5


Reconocimientos

Muchos compañeros militantes del movimiento de resistencia contra la deuda


aportaron a este libro ideas, argumentos, inspiración y amor comunitario.
Entre ellos cabe mencionar a: George Caffentzis, Chris Casuccio, Ann Larson,
Pam Brown, Astra Taylor, Laura Hanna, Yates McKee, David Graeber, Aaron
Bornstein, Thomas Gokey, Suzanne Collado, Sue Meaney, Amin Husain,
Nitasha Dhillon, Nick Mirzeoff, Marisa Holmes, Chris Brown, Aleksandra
Perisic, Sarah McDaniel, Matt Presto, Andrew Hiller, Christina Daniel, Shyam
Khanna, Jacques Laroche, Hilary Goodfriend, Brian Kalbrenner, Nicole Hala,
Luke Herrine, Christine Nyland, Sean McAlpin, Cristian Mejia, Sandy Nurse,
Jerry Goralnick, Jim Constanzo, Mike Andrews, Steven Tran-Creque, Max
Cohen, Ryan Hickey, Robert Oxford, Doug Barrett, Nick Katevich, Mike
Monicelli, Sara Burke, Justin Wedes, Monica Johnson, Hannah Appel, Biola
Jeje, Matthew Tinker, Rene Gabri, Ayreen Anastas, Bill Talen, Jacques Servin,
Sylvia Federici, Ashley Dawson, Marina Sitrin, Nathan Schneider, Austin
Guest, Mark Read, Malav Kanuga, Morgan Buck, Conor Tomas Reed, Zak
Greene, Ingrid Burrington, Leina Bocar, Chris Kasper, Annie Spencer, Nina
Mehta, Kylie Benton-Connell, Zoltan Gluck, Michele Hardesty, Isham Christie,
Christy Thornton, Stuart Schrader, Daniel Cohen, así como a mis compañeros
de prisión, Laurel Ptak y Matthew Connors.

Entre los autores que han recorrido conmigo los agotadores campos de la
deuda se encuentran Sarah Jaffe, Mike Konczal, Cryn Johannsen, Alan
Collinge, Steve Fraser, Richard Dienst, Michael Hardt, Chris Newfield,
Tamara Draut, Samir Sonti, Adolph Reed, Jeff Williams, Fred Moten, Anya
Kamenetz, Nick Pinto, Seth Ackerman, Pam Martens y Rachel Signer.

Quiero expresar mi agradecimiento a los camaradas de la New York


University que pertenecen al núcleo FASP (Faculty Against the Sexton Plan)
(*), entre los cuales están Marie Monaco, Mark Miller, Rebecca Karl, Molly
Nolan, Bertell Ollman, Christine Harrington, Adam Becker, Jeff Goodwin, Jim
Uleman, Angela Zito, Patrick Deer, Bo Riccobono, Denis Geronimus, Anna
McCarthy, Robby Cohen, Steve Duncombe, Barbara Weinstein, Michael
Reckenwald, Ernest Davis, Danielle Holke y Linda Gross.

Fue un gran placer volver a trabajar con mi revisor y amigo Colin Robinson
(YNWA), así como con John Oakes. Natasha Lewis, Emily Freyer, Justin
Humphries y Courtney Andújar, que integran el soberbio equipo de OR Books.
Le estoy agradecido asimismo a Jackson Smith por su ayuda en la preparación
del manuscrito para la imprenta.

En el frente hogareño, Maggie fue un aliento permanente, aun cuando


fingiera ser una “viuda de Occupy”. Y todos aclaman a Zola y Stella, por
prepararse para ser las Little Red Squares originales.

*- Yalman Onaran, “U.S. Banks Bigger Than GDP as Accounting Rift Masks
Risk”, Bloomberg News, 19 de febrero de 2013.
Introducción

Entre abril y junio de 2013, los bancos de Estados Unidos registraron el


monto de utilidades trimestrales más alto de su historia: 42.200 millones de
dólares. Aun aquellos habituados a festejar cada informe de aumento de
utilidades se quedaron pensando. Tal vez esta noticia financiera tan positiva
no debía ser celebrada con bombos y platillos. Porque, en primer lugar, la
parte del león de las ganancias fue a parar a manos de solo seis bancos (Bank
of America, Citigroup, Wells Fargo, JPMorgan Chase, Goldman Sachs y
Morgan Stanley) todos los cuales eran a la sazón más grandes y poderosos
que antes de 2008, cuando la codicia institucional contribuyó a diezmar la
economía mundial. Cinco años después del colapso financiero de estos
bancos, su capacidad para sortear las normas de las entidades reguladoras
era aún más evidente.

El 6 de marzo de 2013, el procurador general de Estados Unidos, Eric Holder,


le confesó a una Comisión de Asuntos Judiciales del Senado que cuando los
bancos adquieren un poder concentrado tan enorme, “es difícil para nosotros
hacerles juicio. [...] Si levantamos contra ellos alguna acusación penal, esto
puede ejercer un efecto negativo en la economía nacional e incluso en la
mundial”. ¿Era tranquilizador o alarmante escuchar al principal funcionario
de aplicación de la ley del país reconocer francamente cuán impotentes
estamos frente a la doctrina que les sirvió tan bien a los banqueros que llegó
a causar una depresión mundial, la doctrina de que los bancos “son
demasiado importantes para que se derrumben” (convertida ahora en la
doctrina de que “son demasiado importantes para que se los mande a la
cárcel”).*

Si se utilizan las normas de contabilidad internacionales, los activos


combinados de los seis grandes suman 14,7 billones de dólares (el 93% del
PBI de Estados Unidos en 2012), en tanto que los activos bancarios totales del
país totalizaban el 170% del PBI. En Europa, la situación era aun más aguda:
el sector bancario alemán, por ejemplo, llegó a representar el 326% del PBI
nacional, en tanto que los bancos británicos de mayor auge alcanzaban un
492%. (1) Solamente la exposición de los bancos norteamericanos a los
instrumentos financieros derivados se elevó a 232 billones de dólares, casi un
tercio más que antes de 2008, cuando la escalada de estas riesgosas apuestas
contribuyó a producir el colapso financiero. Esas cifras son mucho más
elocuentes que la proporción de la deuda nacional total respecto del PBI,
aunque toda la atención se centró en esta última y fue cínica e
injustificadamente mencionada por los halcones del déficit como excusa para
hacer arrancar los motores de la austeridad. No fue menos escalofriante la
noticia de que los seis grandes bancos norteamericanos tenían, en su
conjunto, una deuda de 8,7 billones de dólares. Los gastos que implica esta
deuda, la exposición a instrumentos financieros poco confiables, el poder
multiplicador que esto tiene sobre la economía nacional y la continuidad de
un sistema deficiente de regulación constituyen una combinación que implica
un alto riesgo de que se repita la catástrofe de 2008. De hecho, muchas
personas bien informadas de lo que ocurre en la actividad económica creen
que ya se está generando una ruinosa recaída.
La admisión por parte de Holder de que el Estado carecía de los medios para
sancionar a los banqueros por su muy publicitado récord de extorsión al
público fue un hito histórico significativo, particularmente para una
democracia que desde hacía mucho tiempo venía luchando por detener el
daño infligido por los plutócratas que llevaba en su seno. La capacidad de los
barones de Wall Street para tener cautivo a un gobierno no es algo nuevo. (2)
En una carta datada en 1933, Franklin D. Roosevelt escribió: “La verdad es
que, como tú y yo sabemos, desde los días de Andrew Jackson los dueños del
gobierno han sido los financistas de los grandes centros urbanos”. (3) Tener
sometidos a los legisladores ha sido una venerable prerrogativa de los
financistas estadounidenses, pero el surgimiento de una creditocracia cabal
ha sido más reciente. Era menester que la “financialización” (*) penetrara
hasta el último rincón de la economía doméstica para que la autoridad de la
clase acreedora asumiera un carácter soberano e inalienable. En otras
palabras: no basta con que todos los bienes sociales se conviertan en
mercancías comercializables, como ocurre en una cultura desenfrenada de
mercado.

Surge una creditocracia cuando todos y cada uno de estos bienes, por más
que sean productos básicos, deben ser financiado con deuda, y cuando el
endeudamiento se vuelve no solo el prerrequisito de las mejoras materiales en
la calidad de vida, sino en uno de los requerimientos fundamentales de la
vida. Los financistas se ocupan de que haya deuda en torno de todo posible
activo y fuente de ingresos, y de que les fluyan intereses de cada uno.

Por otra parte, cuando para saldar las deudas vigentes se debe recurrir a
nuevas fuentes de crédito (como lo capta muy bien ese slogan publicitario de
la década de 1990: “Uso mi MasterCard para pagar mi Visa”) (4), podemos
tener la seguridad de que hemos ingresado en una etapa más avanzada del
gobierno de los acreedores. Para los trabajadores pobres, este tipo de
endeudamiento compulsivo es bien conocido, y ha perdurado mucho más que
su expresión clásica en los sistemas esclavistas, el feudalismo y las escrituras
de fideicomiso. Cada uno de estos sistemas de endeudamiento cautivo fueron
seguidos de otros similares —aparcería, usura, cupones de deuda de las
compañías— y su legado está vivo y vigente hoy en el panorama del
financiamiento marginal a tasas inferiores a la preferencial, allí donde los
“bancos para los pobres” operan en una tienda de cada dos del “Callejón del
Prestamista”. Pero los bonos generados por las deudas de las familias se han
difundido ya a las clases superiores y hoy afectan a la mayoría de la población
y mantienen encadenadas a dos generaciones de universitarios cultos.

Con una deuda total de los consumidores que asciende en Estados Unidos a la
impresionante cifra de 11,13 billones de dólares (en 2012 el PBI del país fue
de 15,68 billones), el 77% de los hogares tienen graves deudas y uno de cada
siete norteamericanos es o ha sido perseguido por algún prestamista. (5) En
cuanto a los prestatarios, el colmo de la creditocracia tiene lugar cuando la
“renta económica” —proveniente del apalancamiento de las deudas, la
adquisición de capital, la manipulación de los documentos de deuda mediante
instrumentos financieros y otras formas de ingeniería financiera— ya no es
meramente una fuente suplementaria de ingresos sino que se convierte en el
medio más eficaz y confiable para amasar una fortuna y tener influencia en la
sociedad.
El grandioso robo bancario

Todas las pruebas existentes, así como buena parte de nuestra propia
experiencia —ya sea que ocupemos un alto cargo público o que
languidezcamos con las manos vacías después de haber sido perseguidos por
un organismo de recaudación fiscal—, nos dicen que hoy está en
funcionamiento una creditocracia cabal, diferente de otras variantes del
capitalismo monopólico en el que predominaban las ganancias obtenidas a
partir de la producción. (6) Este proceso histórico puede ejemplificarse de
varias maneras. Tomemos, por ejemplo, el balance del poder de los bancos y
de los gobiernos. En 1895, se acudió a JP Morgan para que salvara al Tesoro
norteamericano de entrar en incumplimiento de pagos, y otra vez se hizo lo
mismo en 1907; pero en 2008 las cosas se invirtieron: el Tesoro se vio
obligado a rescatar del derrumbe a JP Morgan Chase, y pocos dudan de que lo
volvería a hacer en el futuro si se viera forzado.

Este cambio también se muestra en la forma en que hacen sus ganancias las
empresas. Compañías enormes como la General Electric y la General Motors,
que comandaban la economía gracias a la potencia de su producción
industrial, se han vuelto mucho más dependientes, en cuanto a sus utilidades,
de sus respectivos brazos financieros. Ya no se considera básicamente a una
empresa como una receptora solvente de préstamos tendientes a obtener una
producción tangible sino como el objetivo de préstamos apalancados
colmados de deudas y utilizados implacablemente para extraer de ellos
intereses y los aranceles de los financistas. La diferencia entre la carrera de
Mitt Romney en Bain Capital y la de su padre en la American Motor Company
sintetiza claramente esta transición del capitalismo industrial al capitalismo
financiero. (7) En cuanto al individuo común y corriente, hoy está bajo la
constante vigilancia financiera de las principales oficinas de crédito (Equifax,
Experian y TransUnion), cuyos informes, puntajes y calificaciones sobre
nuestra conducta crediticia controlan las puertas de acceso a muchas áreas
donde imperan las necesidades y anhelos económicos. Estas agencias no
están sometidas a supervisión pública y solo responden a las demandas de la
clase acreedora; los perfiles que nos asignan son como cédulas de identidad
que marcan nuestro rango y clase tanto en el presente como en el futuro —ya
que también se los utiliza para predecir nuestro comportamiento en el
mañana—.

Sabemos que en el 99% de la población son cada vez más los que soportan
una indebida carga de deudas —bajo la forma de reclamos financieros que
nunca podrán reembolsarse—, pero ¿sabemos con igual claridad quiénes son
los miembros de la clase acreedora? Siguiendo los consejos de Margaret
Thatcher, que promovía el “capitalismo de las cajas de jubilación”, también
las cajas de jubilación de los trabajadores han sido absorbidas por el mercado
financiero. De hecho, estas cajas tienen hoy en su poder una parte
significativa de la deuda pública, en especial la municipal, que ahora se usa
como justificativo para impulsar políticas de austeridad. Los trabajadores son
acreedores, tanto en el sentido formal como legal, y van a terminar perdiendo
si en un juicio de quiebra las deudas se cancelan indiscriminadamente.

De acuerdo con la mentalidad “capitalista popular” que propugnaban


Thatcher y sus acólitos neoliberales, las inversiones de los trabajadores están
expuestas al riesgo como todas las demás. En rigor, los administradores de
las cajas de jubilación se ven obligados a incurrir en inversiones sumamente
especulativas para cumplir con sus compromisos de largo plazo con los
contribuyentes (no menos del 8% de rendimiento anual) y por ende confían
sus activos a mercachifles de Wall Street que procuran fijar honorarios
inflados y endilgar instrumentos financieros de alto riesgo a otros. Los fondos
jubilatorios de las empresas son comúnmente saqueados por asaltantes
corporativos, y los del Estado se han vuelto un objetivo muy ansiado para los
funcionarios o gobiernos en busca de efectivo para equilibrar sus saldos
contables, o de activos que puedan entregar a los fondos de cobertura de alto
riesgo y los que invierten en compañías que no cotizan en la Bolsa.

Pero el negocio de invertir lo ahorrado para la jubilación afecta poco la


identidad primaria de los trabajadores como mano de obra asalariada, aunque
sin duda surgen contradicciones cuando las inversiones las manejan fondos
de Wall Street que perjudican los intereses de los trabajadores en general.
Aun cuando los pagos vitalicios se hagan según lo prometido —durante
décadas—, los beneficiarios no habrán generado el grueso de sus ingresos a
partir de la inversión, como sucede con los beneficiarios principales de una
creditocracia. Los trabajadores que forman parte de la economía “real”, y
cuyas deudas familiares aumentan mientras sus salarios se quedan
estancados, no habitan en el mismo mundo que quienes perciben ingresos no
ganados con el trabajo propio en el mundo de la ingeniería financiera, que no
está sometido a los mismos impuestos que el otro.

El análisis de los datos correspondientes a la transferencia neta de riqueza al


1% de acreedores bona fide muestra cuán decisiva es la renta económica para
los ingresos totales de estos últimos y para que sigan siendo los dueños del
capitalismo. La extracción de tal renta es el motivo por el cual esta fina tajada
de la población ha hecho suya la mayor parte del aumento de los ingresos en
las tres últimas décadas y virtualmente la totalidad de dicho aumento en los
cinco últimos años. (8) Por supuesto, la diversificación de las cajas de
jubilaciones y el crecimiento de los planes de retiro como el 401(k) (9)
significa que hoy es mucho mayor que en el pasado la proporción de la
población que realiza tareas productivas en la economía real que está atada al
mundo financiero. Pero esta circunstancia no ha alterado en grado sustancial
nuestro sentimiento de estar en el mundo, y este es sobrepasado de lejos por
nuestra sensación de estar atrapados, junto con todas las demás personas que
conocemos, en la trampa de la deuda con los bancos.

Bancos, corredores bursátiles, fondos de cobertura de alto riesgo, fondos que


invierten en compañías que no cotizan en la Bolsa, y todas las demás
entidades que operan en el sistema bancario fantasma, si bien tienen interés
en ganar influencia e inmunidad, son ante todo instrumentos de acumulación
para sus dueños, clientes, accionistas y beneficiarios directos. Como tales, su
negocio radica en arrebatar la mayor tajada posible del excedente económico
manteniendo a los demás endeudados el mayor tiempo posible. El crecimiento
de todos los tipos de deuda (soberana, de las empresas y de las familias), que
ha llevado al colapso financiero, ha aminorado ahora en algunos sectores —
sobre todo en el de la vivienda— pero la escalada continúa en los ámbitos de
la atención médica, los préstamos para comprar automotores y, en particular,
para educación, donde el monto global en Estados Unidos se aproximará muy
pronto a los 1,2 billones de dólares.

Es frecuente escuchar lamentos en cuanto a que estas obligaciones nunca se


pagarán. Esta perspectiva puede ser angustiante para algunos, pero esto no
es lo que aquí nos interesa. No se presume que los ciudadanos de una
creditocracia pagarán todas sus deudas, ni se los alienta a que lo hagan.
Después de todo, si nos las ingeniamos para borrar la pizarra y empezar otra
vez desde cero, dejaremos de ser útiles para nuestros acreedores. Lo que
cuenta es prolongar nuestro servicio de la deuda hasta el amargo final, e
incluso más allá de la tumba, como sucede con los garantes de los préstamos.
La dura verdad es que las deudas, en especial las que se cobran a interés
compuesto, se multiplican a un ritmo mucho mayor que la capacidad de
reembolso de cualquiera. Los prestamistas originales lo saben perfectamente,
motivo por el cual se desprenden de los préstamos en su favor tan pronto
pueden.

Manejar la carga vitalicia del servicio de la deuda es en nuestros días una


situación existencial para la mayoría de la gente, pero ¿cuáles son sus efectos
sobre la ciudadanía? ¿Cómo puede sobrevivir una democracia si está en
camino de dirigirse hacia la esclavitud de la deuda? La historia de la lucha
por la libertad política está íntimamente ligada al crecimiento del crédito.
Como argumentó James Macdonald, las instituciones democráticas de las
sociedades liberales pudieron sobrevivir y florecer debido a que los títulos
públicos permitieron solicitar préstamos baratos, sobre todo en tiempos de
guerra. (10) No obstante, es más probable que los mercados de títulos de hoy,
que conforman una red mundial y están sujetos a las apuestas especulativas
de los fondos de cobertura de alto riesgo, “juzguen”, “disciplinen” y
“recompensen” a los gobernantes y no que cumplan fielmente con sus
objetivos. Cada vez más, los bancos centrales obran de modo de garantizar la
solvencia de las entidades bancarias privadas y no la de los gobiernos
soberanos que procuran enfrentar los déficits fiscales.

La alta y poderosa presunción actual de los acreedores de ser totalmente


resarcidos sobrepasa la responsabilidad que tienen los representantes
nacionales electos de hacer cumplir la voluntad popular, lo cual tiene como
consecuencia que en todo el mundo hay “democracias fallidas”. Hasta Mario
Monti, el plácido tecnócrata elegido en 2012 primer ministro de Italia para
moderar la oposición popular al poder financiero, descalificó lo que él llamó el
surgimiento de una “creditocracia” en Europa. Se refería, específicamente, a
que los gobiernos soberanos eran sorteados por la prioridad que se les daba a
los bonistas, representados por los grandes bancos alemanes, franceses,
suizos y holandeses.

El flamante republicanismo civil de un país como Estados Unidos debería


haber fomentado una “economía moral” de la deuda, asegurando el juego
limpio y un tratamiento equitativo para prestamistas y prestatarios, así como
medidas ecuánimes de protección cuando se producían casos de insolvencia.
Sin embargo, siempre se les dio ventaja a los acreedores. (11) En su época,
Jefferson quedó casi solo a la hora de denunciar la conducta depredadora de
los especuladores y de anhelar que se pusiera fin a la servidumbre de la
deuda que aún asolaba al Viejo Mundo. En particular, consideraba que
liberarse de las deudas contraídas por una generación anterior era un
derecho natural, como “freno saludable al espíritu de la guerra y del
endeudamiento. La teoría moderna de la perpetuidad de las deudas ha
manchado de sangre al planeta y aplastado a sus habitantes bajo un peso que
se acumula cada vez más”. (12)

No obstante, el primer encargo que se hizo a los negocios de la república fue


que imaginaran cómo podía pagarse la cuenta de las deudas generadas por la
guerra de la Revolución. El intento de trasladar el costo en impuestos a los
pequeños propietarios rurales provocó levantamientos armados, primero con
la rebelión de Shays (*) en el centro y el oeste del estado de Massachusetts
(los insurgentes clausuraron los lugares donde se impartía justicia y dejaron
en libertad a los deudores encarcelados) y más tarde con “la rebelión del
whisky” (**) en la zona oriental de Pennsylvania.

El espectro de los granjeros-deudores shaysitas insurrectos fue uno de los


motivos que llevaron a los artífices de la Constitución norteamericana a
adoptar un marco legal que considerara función primordial del gobierno
poner límites a la democracia y garantizar la protección de la propiedad
privada. En cuanto a la solución de compromiso alcanzada por los delegados
al Independence Hall con respecto a la esclavitud, ese nefasto resultado no
fue muy ajeno a los circuitos de la servidumbre de la deuda que inauguraron
el comercio de esclavos africanos, del cual habrían de beneficiarse los
propietarios blancos y sus descendientes en varias naciones. Durante el siglo
XIX, el ideal norteamericano de independencia republicana fue socavado aún
más por el endeudamiento masivo de los granjeros con los bancos de Wall
Street, que implicaba insolvencia frente a las exorbitantes e impagables
demandas y la prisión cuando así lo decidían los acreedores. La relación
unilateral entre acreedores y deudores, reforzada por leyes de quebrantos
comerciales que aún siguen favoreciendo en forma abrumadora a los
prestamistas, es uno de los ejemplos más siniestros del abismo que separa el
credo de libertad política y la realidad de la vida norteamericana.

La preocupación por el hecho de que los ideales políticos pudieran correr


peligro a raíz de la servidumbre de la deuda es, desde luego, mucho más
antigua que la república norteamericana. Los antecedentes históricos
muestran que una sociedad incapaz de controlar el poder de la clase
acreedora ve surgir muy pronto esa servidumbre; las democracias se trocan
en oligarquías, el crédito se convierte en un instrumento brutal para absorber
cada vez más excedente económico, y las rentas se extraen de capitales no
productivos. ¿Vamos a volver a seguir este camino?

Muchos comentaristas afirman esto cuando señalan que de nuevo se


encarcela a los deudores, o se condena la deuda estudiantil como una forma
de escritura de fideicomiso, o comparan las prácticas bancarias —tanto las de
Wall Street como las de los “callejones de los prestamistas”— con las
variantes más groseras de la usura. De ahí también que el renovado interés
porque se instaure un jubileo (o perdón masivo) de las deudas, no solo en los
países en vías de desarrollo sino también en el Norte global, evoque
soluciones generales urdidas en la Antigüedad por gobernantes tan
desesperados por inclinar en su favor la balanza del poder popular que
abolieron todas las deudas existentes, liberaron a los que estaban
esclavizados por ellas y devolvieron la tierra a sus dueños originarios.

Este tipo de discurso muestra hasta qué extremo ha llegado la actual crisis de
la deuda. Todo indica que son necesarias medidas drásticas de alivio, y que
debería generarse un nuevo tipo de economía no confiscatoria, que saque
provecho de lo que Keynes denominaba “la eutanasia del rentista”. Ese
camino alternativo —que conduzca hacia una sociedad guiada por el uso
productivo del crédito— tal vez sea la única manera de salvar la democracia.
Pero para los economistas del establishment, incluso los que cuestionan el
credo neoliberal, no hay crisis, solo un “remanente” de deuda que debe ser
reducido a límites manejables para que se restablezca el patrón normal de
crecimiento económico financiado mediante deuda.

En el último capítulo de este libro demostraré que no existe un retorno viable


a ese crecimiento con deuda. Una vez que el nivel de ingresos se estancó, en
la década de 1970, solo pudieron lograrse tasas de crecimiento respetables
recurriendo a una serie de burbujas de activos especulativos. Y cada vez que
la burbuja estalló, se pudo apreciar que esa fórmula descansaba en cimientos
insustanciales. Si hablamos de una prosperidad duradera, es justo concluir
que todo ese crecimiento fue una farsa, que produjo riqueza falsa, y que todos
los empeños futuros por inflar los precios acabarán del mismo modo. Sin
embargo, desde una perspectiva ecológica, pocas dudas caben de que este
patrón es totalmente insostenible. Una montaña de pruebas científicas, a
partir del informe fundacional de 1974 Limits to Growth, testifican hoy el
impacto calamitoso que ha tenido en la biosfera el crecimiento basado en el
aumento del PBI. Volver a hacer negocios como siempre, una vez eliminado
ese molesto “remanente”, no es más que una receta para el colapso ecológico.

Como ocurre con todo ordenamiento social injusto, la creditocracia debe ser
despojada de su legitimidad ante la mente de la gente antes de que se pueda
eliminar su poder actual. ¿Cuánto hemos avanzado en este camino? Dados los
embates que han sufrido los banqueros en los cinco últimos años, el hecho de
que aún posean siquiera una parte de su condición de miembros
indispensables de la sociedad es un indicador de su autoproyectada mística.
Día por medio, a medida que se descubren sus sucesivas estafas, tenemos un
nuevo titular periodístico sobre su comportamiento especulativo y su falta de
ética. Los procesos judiciales se multiplican, aunque generan apenas unas
pocas condenas (siempre de empleados de segunda categoría) y un cúmulo
cada vez mayor de multas, reembolsos y otras penalidades. Algunos de los
acuerdos para poner fin a las acusaciones civiles y penales implican sumas
enormes.

En el otoño septentrional de 2013, por ejemplo, JP Morgan Chase estaba en


negociaciones con el Departamento de Justicia de Estados Unidos a fin de
saldar 13.000 millones de dólares de títulos hipotecarios por préstamos
familiares riesgosos. Curiosamente, todo indicaba que habría menos de 2.000
millones en concepto de multas y que solo se distribuirían 4.000 millones
entre los propietarios de las viviendas para aliviar su situación, en tanto que
se destinarían más de 7.000 millones a inversores que habían sufrido
pérdidas. (13) De todos modos, las utilidades de JP Morgan y sus pares son
tan enormes que se encogen de hombros ante esas penalidades,
considerándolas “el costo de hacer negocios”. La confianza de la gente,
condición decisiva en la que normalmente se fundaron los bancos para hacer
los suyos, ha sido diezmada hace mucho tiempo; hemos llegado a considerar
sus ingeniosos productos financieros como meros “chanchullos”, y sabemos
muy bien que el costo de ese comportamiento arriesgado probablemente
termine con todos nosotros. Sin embargo, los bancos conservan su prestigio
de ser instituciones demasiado indispensables para que se las reforme y
mucho menos para que se las transforme en entidades socialmente benéficas;
y lo que es más importante, su capacidad de fuego como grupos de presión
les asegura que los legisladores siempre velen por sus intereses.

En su libro The Bankers’ New Clothes (El nuevo ropaje de los banqueros),
Anat Admati y Martin Hellwig afirman que “hay un mito muy difundido según
el cual los bancos, y la actividad bancaria en general, son muy diferentes de
las demás empresas que integran una economía. Si alguien cuestiona esa
mística, corre el riesgo de ser declarado incompetente para participar en el
debate”. (14) Se nos estimula a creer que las finanzas son demasiado
complejas para que las entiendan los legos. Una de las consecuencias de esta
mística es que muchísimos de nosotros estamos atrapados en la mentalidad
del reintegro. Aunque cada vez somos más conscientes de que el hecho de
que los grandes acreedores no paguen sus propias deudas y descarguen en
otros sus préstamos riesgosos es una conducta irresponsable y un fraude,
seguimos pensando que no pagarles lo que les debemos es inmoral. Por
supuesto, hay abogados, tribunales y policías prestos a hacer cumplir esta
moral del reintegro, y en caso de no hacerlo tendremos que convivir con
antecedentes crediticios ruinosos. Pero estos son instrumentos coactivos:
actúan como respaldo si falla el mecanismo del consentimiento. Cuando la
psicología del deudor que consiente comienza a cambiar (como ahora lo está
haciendo lentamente) y pasa de la resignación a la renuencia, e incluso a la
resistencia, la autoridad del moralismo interesado de los acreedores empieza
a desmoronarse. Entonces, y solo entonces, estaremos en condiciones de
cuestionar honestamente si les debemos algo en absoluto a personas e
instituciones que, si no fuera por la ficción de los nuevos ropajes de los
banqueros, podrían con toda justicia ser consideradas extorsivas.

Para abolir la sentencia de deuda (*)

Para entender cómo se sostiene el régimen de los acreedores es menester una


mayor educación de la población, y con este espíritu el presente libro
argumenta a favor de la negativa a pagar las deudas familiares. Si un
gobierno no es capaz de proteger a su pueblo de los daños infligidos por los
confiscadores de la renta, y si la carga de la deuda se convierte en una
amenaza existencial para la ciudadanía libre, la negativa al reintegro de las
deudas es un acto razonable de desobediencia civil. Para quienes desean
reinventar la democracia, esta negativa puede implicar una buena
responsabilidad. Los grupos pertenecientes o aliados al movimiento Jubileo
Sur (**) ya han apoyado la cancelación de la deuda de los países en vías de
desarrollo. (15) Este movimiento ha presentado argumentos morales y legales
para repudiar la deuda externa de los países, y ha logrado cierto éxito en lo
que atañe a aliviar a algunos de los pueblos más pobres del mundo. La deuda
pública del Norte global está hoy en el centro de los debates sobre las
políticas de autoridad implementadas en muchos lugares, desde la golpeada
periferia de la zona del euro hasta la atribulada serie de ciudades que en el
pasado fueron industriales, como Detroit y Baltimore. El proceso de
interrogarse sobre cuáles de estas deudas son legítimas y merecedoras de
reintegro y cuáles son imposiciones injustas que con todo derecho deben
rechazarse ya está en marcha. (16) Como sostengo en este libro, ha llegado la
hora de hacerlo extensivo a las deudas familiares, en especial las incurridas
con el único objeto de acceder a bienes sociales básicos.

En lo que sigue, resumiré algunos de los argumentos que justifican la


negativa a pagar las deudas. En su mayoría, apelan a amplios principios
morales y no a normas cuantificables, pero no hay motivo para que estos
principios no puedan aplicarse de un modo que dé lugar a mediciones
precisas.

• Los préstamos que benefician solo al acreedor, o que infligen un daño social
y ambiental a individuos, familias y comunidades, deben renegociarse a fin de
compensar esos daños.

• La transferencia de préstamos a individuos o entidades que no están en


condiciones de pagarlos constituye una conducta inescrupulosa, y por lo tanto
esas deudas no deben pagarse.

• A los bancos y sus beneficiarios les ha ido muy bien y ya están rebosantes
de utilidades; se les ha pagado lo suficiente y no es preciso hacerles ningún
reembolso adicional.

• Para empezar, el dinero de los créditos no les pertenecía a los bancos: en su


mayor parte, se lo obtuvo gracias a la dudosa facultad de crear dinero
mediante el sistema bancario de reservas fraccionarias y la “magia” de los
instrumentos financieros. El derecho a percibir ingresos no productivos a
partir de deudas tan livianamente creadas no debe considerarse obligatorio.

• Aunque las deudas familiares no hayan sido impuestas de manera


deliberada como una forma de coacción política, inevitablemente atentan
contra la capacidad del individuo para pensar con libertad, actuar a
conciencia y cumplir con las responsabilidades que le exige la democracia.
Por ende, la desobediencia económica está justificada, como acto protector en
defensa de la democracia.

• Extraer beneficios a largo plazo de nuestra necesidad inmediata de acceder


a recursos para la subsistencia o bienes vitales comunes como la educación,
la atención de la salud y las obras públicas de infraestructura constituye
usura, y debe ser prohibido por ley.

• Cada acto de servicio de la deuda debe considerarse un agregado


improductivo destinado al balance de los bancos y una sustracción a la
economía “real”, la que crea trabajo, dispone como corresponde del gasto
social y contribuye al bienestar de la comunidad.

• Obligar a un deudor a renunciar a su ingreso futuro es una forma de robarle


el salario, y si se establecen esas deudas simplemente a fin de preparar al
trabajador, física y mentalmente, para que ocupe un puesto de trabajo, debe
resistírselas.
• Dados los fraudes y engaños practicados por los bancos en el pasado, y la
probabilidad de que no se abstengan de esas prácticas antisociales en el
futuro, sería moralmente reprensible que continuáramos recompensándolos
por ello.

La anterior no es una lista exhaustiva, pero es un comienzo, y la propongo


como invitación para que se le añadan nuevos puntos. Mediante la razonable
combinación de estos argumentos morales con métodos más prácticos de
medición, será posible determinar qué deudas deben reintegrarse y cuáles no.
Lo importante es que si los deudores se agrupan y cuentan con el animoso
apoyo de un amplio movimiento que los respalde, su apelación tendrá mayor
fuerza moral. Negociar con los acreedores de modo individual puede permitir
obtener ciertos alivios personales pero no modificará, ni mucho menos
suplantará, las normas de conducta que sustentan a la creditocracia.

Una vez que la psicología pública en torno de la deuda se haya apartado


decididamente de la moral del reintegro automático, ¿de qué manera se podrá
trasladar esta mentalidad a la acción? Si no existen perspectivas de que el
gobierno disponga medidas tendientes al alivio de las deudas, los deudores
tendrán que adoptarlas por sí mismos y con los medios que sea menester. Son
millones los que año tras año no pueden cumplir con sus deudas familiares y
son castigados personalmente por ello. Si bien un incumplimiento colectivo,
bajo la forma de una huelga masiva que se oponga al pago de las deudas,
tendría sin duda un fuerte impacto político, a nuestro modo de ver no parece
factible en este momento.

Organizarse en torno del problema de las deudas no es sencillo —la situación


de cada deudor es tan singular como una huella dactilar—, pero las
condiciones para que surja un movimiento conjunto de los deudores nunca
han sido tan auspiciosas. (17) Aunque en este momento no podemos predecir
qué forma cobrará, qué vías seguirá y qué tácticas adoptará, la necesidad de
un movimiento de esa índole es evidente. Para aquellos que prefieran las
distinciones netas, podemos resumir este momento histórico de la siguiente
manera: en la era industrial, lo esencial era el conflicto en torno del salario;
en nuestra época, en cambio, el gran conflicto gira en torno de la lucha contra
la deuda, y cualquier resolución justa del mismo exige un nivel de
organización por lo menos tan importante como lo demandó el movimiento
obrero en su apogeo. Desde luego que el rechazo de las deudas actuales
ilegítimas no basta. Con borrar la pizarra y empezar de nuevo no lograremos
el uso permanente del apalancamiento de la deuda para redistribuir la
riqueza hacia arriba y restringir la democracia hacia abajo. Si se quiere
suprimir de forma definitiva el control de los planes económicos por parte de
Wall Street y los bancos es preciso concretar una economía alternativa
basada en el crédito productivo. La mayoría de la gente considera que esta es
una perspectiva amenazante, porque implica una revisión colosal del sistema
actual, que solo podría lograrse adueñándose del poder del Estado. No
obstante, muchas de las instituciones y prácticas que sustentarían una
economía alternativa ya existen y prosperan sin dificultades. Son mutuales sin
fines de lucro, comunitarias y comunitaristas, y en su conjunto sus efectos
económicos son mucho mayores de lo que se suele pensar. Cooperativas de
crédito y de trabajo, entidades agropecuarias comunitarias, ya están bien
establecidas y su número de miembros aumenta en todas partes, a la par que
en otros lugares, como en Grecia y en España, donde el sistema económico
tradicional ha colapsado, se está probando con experimentos como los bancos
de tiempo, el dinero social y las monedas comunitarias. Aprovechar estas
iniciativas comunitaristas ya existentes puede ser más sencillo que detener la
privatización liberal del sector público, aunque para ciertos bienes sociales —
educación, salud, infraestructura, entre otros— su provisión por parte del
Estado sigue siendo fundamental. Una economía alternativa tendrá que ser
mixta: pública y comunitaria. Sea cual fuere la proporción en que se
encuentren estos dos elementos, no hay necesidad de hacer lugar a la
mayoría de las frenéticas actividades de búsqueda de renta que alimentan a la
industria de los servicios financieros.

La economía que suceda a la actual no podrá sostenerse sin nuevas formas de


asociación y de expresión política. Históricamente, los acreedores necesitaron
un gobierno representativo para garantizar que los ciudadanos aceptarían el
reintegro de las deudas públicas. Como prestatarios, los monarcas absolutos
siempre fueron muy volubles en cuanto a sus obligaciones. “Desde el
Renacimiento —observa Michael Hudson— los banqueros trasladaron su
apoyo político a las democracias. Esto no se debió a sus convicciones
igualitarias o a sus doctrinas políticas liberales, sino al deseo de que sus
préstamos estuvieran más seguros”. (18) Los gobiernos democráticos
demostraron ser clientes más confiables, aunque siguieron entrando
regularmente en default de su deuda soberana —más de 250 veces desde
1800, según una estimación—. (19) No obstante, los legisladores de hoy están
más desvalidos frente a las exigencias de los acreedores, y son incapaces de
controlar el poder que ejercen las altas finanzas sobre las políticas públicas.

Mucha gente joven ve hoy el ejercicio de la democracia representativa como


un juego final y sin salida. Ha dejado de tener sentido, no solo porque la clase
acreedora se adueñó del poder. Desde fines de la década del noventa, los
activistas más jóvenes han venido practicando la democracia de otro modo, a
menudo llamado “horizontalista”. Por lo menos para la última generación de
estos jóvenes, no es necesario que haya líderes en los procesos de decisión y
acción, y las redes cooperativas y la ayuda mutua ya se dan por sentadas
como costumbres sociales. (20) Tal vez ya no deberíamos llamar
“experimentales” a estas prácticas, ni decir que “prefiguran” un futuro más
humano. Entre las personas con conciencia política se han vuelto normativas,
y es probable que en años venideros se incorporen a las corrientes principales
de la sociedad civil. Cuando ello suceda, veremos si las relaciones
impersonales de la deuda pecuniaria pueden transformarse en cálidos lazos
sociales; en otras palabras, en deudas que nos alimenten mutuamente y que
nos debemos unos a otros en el ejercicio de nuestra libertad.

No soy economista, y los conocimientos financieros en los que me baso para


escribir estas páginas no corresponden a los del gabinete de un especialista.
Gran parte de mi comprensión del crédito proviene de mi educación personal
como partícipe en las iniciativas contra el pago de la deuda que surgieron
desde 2011, como Occupy Wall Street* y otros movimientos mundiales. Por
otra parte, si bien este libro se apoya en estudios académicos, no constituye
un análisis académico sino que es más bien una obra de crítica moral y
defensa de los derechos políticos. Por ejemplo, examino los méritos que
podría tener hacer una auditoría de las deudas, pero no ofrezco protocolos
técnicos especializados para determinar cuáles son ilegítimas y cuáles no. Ese
trabajo está pendiente, y debe fundarse en los principios morales del repudio
de la deuda aquí establecidos.

Con pocas excepciones, en este libro no se registran las palabras ni los relatos
de los deudores mismos: es fácil encontrarlos en Internet y otros lugares. Sin
embargo, se inspiró en forma directa en la expresión franca de sus
situaciones —una elocuente manifestación de congoja, resentimiento y
solidaridad reprimidos, considerada como un momento de “destape” para
aquellos que ya no estaban silenciados por la culpa y la vergüenza con que
cargan los deudores—. Quiero mencionar por último, aunque no por ello
menos importante, que los argumentos expuestos en estas páginas
provinieron de los debates y acciones directas emprendidos con mis
camaradas de las campañas “Strike Debt” y “Occupy Student Debt”, que
respondieron a lo que el momento demandaba. (21) En tal sentido, este libro
representa la voz de dicho movimiento, por más que este se encuentre
buscando aún su propia voz y sus propios pies.

1- Yalman Onaran, “U.S. Banks Bigger Than GDP as Accounting Rift Masks
Risk”, Bloomberg News, 19 de febrero de 2013.

2- Ver Nomi Prins, All the Presidents’ Bankers: The Hidden Alliances that
Drive American Power, Nueva York: Avalon, 2013.

3- “Letter to Col. Edward Mandell House” (21 de noviembre de 1933), en


F.D.R.: His Personal Letters, 1928-1945, compilado por Elliott Roosevelt,
Nueva York: Duell, Sloan and Pearce, 1950, pág. 373.

*- Conversión de todos los valores que se intercambian, tangibles o


intangibles, en instrumentos financieros (N. del T.)

4- Citado en Robert Manning, Credit Card Nation: The Consequences of


America’s Addiction to Credit Cards, Nueva York: Basic Books, 2000, pág. 27.

5- Según un informe de agosto de 2013 del Banco de la Reserva Federal de


Nueva York, casi el 15% del total de los informes crediticios —que
correspondían a 30 millones de consumidores— presentaban rubros
relacionados con los pagos de las deudas. En otras palabras, 1 de cada 7
norteamericanos era en ese momento, o lo había sido, acosado por los
acreedores. Quarterly Report on Household Debt and Credit, agosto de 2013.

6- Ver Greta Krippner, Capitalizing on Crisis: The Political Origins of the Rise
of Finance, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2011; Costas
Lapavitsas, Profiting Without Producing: How Finance Exploits Us All,
Londres: Verso, 2014; Joseph Stiglitz, The Price of Inequality: How Today’s
Divided Society Endangers Our Future, Nueva York: Norton, 2012; John
Lanchester, I.O.U.:Why Everyone Owes Everyone and No One Can Pay, Nueva
York: Simon and Schuster, 2010; Michael Hudson, The Bubble and Beyond:
The Road from Industrial Capitalism to Finance Capitalism and Debt Peonage,
Nueva York: Islet, 2012.
7- Matt Taibbi, “Greed and Debt: The True Story of Mitt Romney and Bain
Capital”, Rolling Stone, 29 de agosto de 2012.

8- “Striking it Richer: The Evolution of Top Incomes in the United States”; se


trata de una serie de informes de Emmanuel Saez y Thomas Piketty, que
esbozan de qué manera el 1% del país se embolsó el aumento de los ingresos.
El primer informe de la serie fue “Income Inequality in the United States,
1913-1998”, Quarterly Journal of Economics, 118(1), 2003, 1-39. La
actualización más reciente puede consultarse en
http://elsa.berkeley.edu/~saez/saez-UStopincomes-2012.pdf; allí se muestra
que el 1% de los asalariados captaron el 95% del aumento de los ingresos
desde que se dio por finalizada oficialmente la recesión. Ver también Josh
Bivens y Lawrence Mishel, “The Pay of Corporate Executives and Financial
Professionals as Evidence of Rents in Top 1 Percent Incomes”, Journal of
Economic Perspectives (verano de 2013), y Edward N. Wolff, “The Asset Price
Meltdown and the Wealth of the Middle Class”, Nueva York University, 2012.

9- Los planes de retiro 401 (k) son planes de contribución definida e


impuestos diferidos. Las sumas se definen por adelantado entre empleado y
empleador. Y se deducen del salario antes de aplicar las cargas impositivas,
las que se difieren hasta el momento en que se utilice el dinero de la
jubilación.

10- James Macdonald, A Free Nation Deep in Debt: The Financial Roots of
Democracy, Nueva York: Farrar, Straus & Giroux, 2003.

11- Bruce Mann, Republic of Debtors: Bankruptcy in the Age of American


Independence, Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2003.

12- Thomas Jefferson, “Letter to John W. Eppes”, 24 de junio de 1813, en


William Parker y Jonas Viles, eds., Letters and Addresses of Thomas Jefferson
, Nueva York: Unit Books, 1905, pág. 221.

*- Conducida por Daniel Shays, la rebelión de los “shaysitas” de 1786 y 1787,


que apuntaba a cambiar la penosa situación económica de los granjeros pero
también expresaba la protesta contra el clientelismo y la corrupción del
gobierno y su política tributaria regresiva, fue aplastada por las milicias del
estado de Massachusetts aunque alteró en forma significativa la historia
norteamericana. (N. del T.)

**- Movimiento de protesta que comenzó en 1791, durante la presidencia de


George Washington, contra el impuesto aplicado a la producción de whisky
por el secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, como parte de un programa
para saldar las deudas creadas por la guerra. (N. del T.)

13- Peter Eavis, “Cost Aside, JP Morgan May Have a Good Deal”, New York
Times, 20 de noviembre de 2013.

14- Anat Admati y Martin Hellwig, The Bankers’ New Clothes: What’s Wrong
with Banking and What to Do About It, Princeton: Princeton University Press,
2013, pág. 2.
*- Juego de palabras con “sentence of death” (sentencia de muerte), que se
pronuncia de manera muy similar. (N. del T.)

**- Jubileo Sur es una red amplia y pluralista de movimientos sociales,


organizaciones populares y religiosas y campañas contra la deuda en más de
cincuenta países de África, América Latina y el Caribe, Asia y el Pacífico,
constituida en 1999. (N. del T.)

15- Damien Millet y Eric Toussaint, Who Owes Who?: 50 Questions about
World Debt , Londres: Zed Books, 2004; y Debt, the IMF, and the World Bank:
Sixty Questions, Sixty Answers, Nueva York: Monthly Review Press, 2010.

16- François Chesnais, Les dettes illégitimes: Quand les banques font main
basse sur les politiques publiques, París: Liber, 2012.

17- George Caffentzis, “Debt and/or Wages: Organizing Challenges”, Tidal,


febrero de 2013.

18- Michael Hudson, “Democracy and Debt: Has the Link been Broken?”,
Frankfurter Allgemeine Zeitung, 5 de diciembre de 2011; puede consultarse
en inglés en http://michael-hudson.com/2011/12/.

19- Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, This Time is Different: Eight


Centuries of Financial Folly, Princeton: Princeton University Press, 2009.

20- Marina Sitrin y Dario Azzelini, They Can’t Represent US! Reinventing
Democracy from Greece to Occupy, Nueva York: Verso Press, 2013; David
Graeber, The Democracy Project: A History, a Crisis, a Movement, Nueva
York: Spiegel and Grau, 2013; Michael Hardt y Antonio Negri, Declaration,
Nueva York: Hardt and Negri, 2012; A.J. Bauer, Cristina Beltrán, Rana Jaleel y
Andrew Ross, eds., Is This What Democracy Looks Like?, Nueva York: Social
Text, 2012.

21- Se encontrará la campaña de Occupy Student Debt en


http://www.occupystudentdebtcampaign.org, y la de Strike Debt en
www.strikedebt.org.
CAPÍTULO ITodos somos beneficiarios de créditos renovables automáticos

En 1975, un informe infame de la Comisión Trilateral sugirió que las élites de


Occidente enfrentaban una nueva amenaza: el “exceso de democracia”. Según
los autores del informe, los electorados ya no se contentaban con ser
gobernados y mantenerse en actitud pasiva, y nuevos sectores
envalentonados de la población (mujeres, gays, minorías étnicas, los pobres
de las ciudades, los estudiantes, los que aspiraban a ser ciudadanos en los
países que habían dejado de ser colonias) planteaban toda clase de nuevas
demandas. En opinión de dichos autores, esta “sobrecarga” de los gobiernos
por parte de individuos que antes permanecían apáticos era insalubre.
Concluían que los países industrializados necesitaban “un mayor grado de
moderación en democracia”, pues de lo contrario esas nuevas demandas
fomentarían una revolución de expectativas crecientes. (1)

El mensaje, que tendía a acallar esas voces insurgentes, era ominoso, aunque
quedó sumergido por la atención que recibió en las décadas siguientes la
Comisión Trilateral como blanco favorito de los teóricos de la conspiración.
(2) La lista de personas influyentes de la Comisión, aunque nadie las había
elegido (magnates de los negocios, pesos pesados de la política, tenaces
intelectuales defensores de los gobiernos), fueron tan publicitadas por los
matones de la derecha con sus discursos insustanciales sobre cómo gobernar
un mundo unificado que sus efectos concretos en la opinión de la élite y en las
medidas de gobierno pasaron inadvertidos. Ocurre que este discreto
conciliábulo fue solo uno entre muchos organismos internacionales de
representantes no elegidos —la Organización Mundial del Comercio, la
Comisión Europea, la Organización Mundial para la Propiedad Intelectual, el
grupo G8, la Troika— surgidos en este período y cuyo propósito es operar sin
tener que dar cuenta a los electorados de los países soberanos.

Sin lugar a dudas, todas estas entidades contribuyeron, cada una a su modo, a
“moderar”, o incluso tal vez a limitar, la democracia. Pero para realizar esta
tarea hay otras herramientas mucho más eficaces. Cobran la forma de
contratos de deuda ofrecidos con liberalidad a personas que tienen una
necesidad acuciante de crédito y vívidos sueños de tener una vida más
segura, pese a que tales contratos han creado cargas y obligaciones que se
han vuelto intolerables e imposibles de sostener. Salvo la represión armada,
la carga de la deuda en todos los individuos ha probado ser la forma más
confiable de coaccionar a los ciudadanos libres en el mundo moderno. Aunque
esta coerción fuese simplemente la consecuencia no deseada de ampliar el
crédito a todos en nombre de un acceso a él justo e igualitario, no podría
haber servido mejor como instrumento de disciplina política y social. Contraer
deudas ya no es una opción sensata, alegremente perseguida como camino
hacia la movilidad de la clase media y las comodidades que brinda el
consumo, como lo fue para una porción importante de la población del Norte
en la posguerra. El endeudamiento se ha convertido en un escenario general
y permanente, que la mayoría vive como una situación de impotencia, por no
decir de sometimiento.

Los maestros del arte de la confiscación se atienen a dos reglas de oro: 1) Los
deudores nunca deben dejar de reembolsar dinero, y 2) Los acreedores deben
ser totalmente resarcidos. Los mecanismos para aplicar la primera regla son:
las agencias de informes crediticios, las leyes que perjudican decididamente a
los prestatarios, la facultad de los acreedores de echar mano de los salarios y
las prestaciones sociales, y la cárcel para los deudores, como se practicaba en
el pasado. No es menos efectivo el cargado moralismo que asedia y paraliza al
deudor que sueña con escapar al peso de su deuda. En una creditocracia,
quebrar la promesa de reembolso es un tabú muy fuerte. En cuanto al
cumplimiento de los derechos de los prestamistas, el formidable poder de la
industria de los servicios financieros torna cada vez más difícil para los
legisladores no darles prioridad. Son demasiados los funcionarios electos que
están cautivos de los grandes bancos, y los gobiernos son tan fieles a la dura
justicia que impone el mercado de títulos-valores que cuando los grandes
acreedores solicitan un alivio se ven obligados a autorizar rescates públicos, a
la vez que hacen a un lado las demandas, más legítimas, de los pequeños
deudores arruinados por las secuelas de la salvaje especulación de los bancos.

Estas reglas no son meras prescripciones económicas de un programa de


expansión monetaria cuantitativa, están forjadas para brindar máximas
ganancias a los beneficiarios de la renta no proveniente del salario: son los
principios por los que se rige de facto el gobierno en una sociedad que se ha
levantado, en las últimas décadas, de su lisa tumba keynesiana. La clase
política ya no cree que pueda controlar el comportamiento principesco de los
banqueros, aun cuando fuera capaz de hacerlo. Los bancos pueden negarse a
prestar dinero, como lo han hecho en repetidas ocasiones a consecuencia de
la crisis de 2008, pero los políticos no pueden rehusarse a ampliar los
alcances de sus rescates —en Estados Unidos, el desembolso actual, mediante
el programa de expansión monetaria cuantitativa, sigue siendo de 85.000
millones de dólares por mes—. En cuanto a los ciudadanos deudores, ¿cuál es
el precio de su participación en este tipo de sociedad? Debemos acatar
normas de conducta autoimpuestas destinadas exclusivamente a manejar la
carga de los pagos mensuales. En un mundo en el que el servicio de la deuda
nos obliga a trabajar cada vez más y más duramente en el presente, y en el
que nuestro futuro ya está hipotecado por el interés compuesto, la tarea de
imaginar (no digamos crear) una sociedad alternativa rápidamente se deja de
lado. Después de todo, ya cuesta bastante lograr que la persona que viene a
confiscarnos la propiedad no nos golpee a la puerta.

Para ilustrar de qué manera las “innovaciones” financieras sostienen esta


situación, analicemos la técnica de los créditos renovables en forma
automática, de la que fueron precursoras, en la década del sesenta, las
cuentas de clientes de las grandes tiendas, adoptada luego por las entidades
emisoras de tarjetas de crédito, y que ahora se encuentran entre los medios
más rentables de préstamos para el consumo. De acuerdo con las condiciones
de estos créditos renovables, parecería que los usuarios controlan lo que
piden prestado, ya que eligen cuál será su cuota mensual. Los gerentes de los
departamentos de créditos, basándose en las opiniones emitidas sobre el
“carácter” de los prestatarios, ya no investigan sus antecedentes ni deciden
cuál será el plan de reembolsos. Los bancos siguen fijando límites para los
créditos, por cierto, pero muy amablemente nos enviarán a casa una tarjeta
“pre-aprobada” cuando sobrepasemos los fondos disponibles (en Estados
Unidos hay en uso en este momento 1.500 millones de tarjetas, alrededor de
cinco por cada habitante).

La trampa mental que se les tiende a los usuarios de créditos renovables ha


sido muy sutilmente concebida. En general, cuando usamos la tarjeta para
comprar artículos o efectuar pagos no somos conscientes de que, en realidad,
con ello le estamos pidiendo dinero prestado a los bancos. Por un lado, la
moral del reembolso demanda que cumplamos con nuestras obligaciones, y
también que asumamos la responsabilidad por la conducta que nos lleva a no
cursar los pagos mínimos. Por otro lado, lo último que quieren los bancos
emisores de las tarjetas Visa o MasterCard es que sus clientes liquiden los
saldos pendientes a fin de mes. Las ganancias de los bancos dependen del
flujo continuo de honorarios comerciales y de multas por pagos atrasados, de
manera que su objetivo es extender el servicio de la deuda indefinidamente.
Como los usuarios emplean cada vez más sus tarjetas de crédito para atender
sus deudas estudiantiles, médicas o de vivienda, ese flujo ininterrumpido de
ingresos es cosa segura. Dado que la tasa de interés anual ronda actualmente
el 15%, en la práctica los emisores de tarjetas de crédito colectan, en carácter
de costos financieros y multas, 2.277 dólares por año de un deudor promedio
(se considera tal el que debe 15.185 dólares); y la suma es muy superior si la
tasa es de interés compuesto diario, como la mayoría aplica hoy. (3) Esta
transferencia de riqueza es consecuencia de la desesperación de los
deudores, pero todo procede en forma automática y opera como si se tratase
de una forma legítima de recaudación impositiva.

Hasta la libertad de acción concedida a los usuarios es una ilusión. Como la


responsabilidad de costear necesidades sociales —educación accesible,
vivienda y atención de la salud— recae cada vez más sobre los individuos, el
financiamiento privado de la deuda contraída para obtener esos bienes
públicos es ineludible. Dado que el Estado esquiva su obligación de
proveerlos, se le permite a la industria financiera que instale unas cabinas de
peaje para recoger esa renta. El resultado de estas cargas fiscales adicionales
es que la tarjeta de crédito renovable se ha convertido en el salvavidas de los
individuos o familias que luchan para mantenerse a flote. Por más que
quieran, o procuren, saldar sus débitos mensuales, normalmente no logran
llegar a fin de mes. Para los bancos, en particular estos “beneficiarios” de los
créditos renovables —que representan más del 60% del total— constituyen el
ideal de sus operaciones comerciales, los ciudadanos modelos de la
creditocracia. En contraste, los que logran saldar sus débitos son los
“aprovechadores”, que escapan a sus deberes porque obtienen crédito gratis.
Por supuesto, hay otros sectores del mercado, que se distinguen por el color
de la tarjeta, que marca su estatus. Pero de lejos los clientes más buscados
son los beneficiarios de créditos renovables a largo plazo, y no los que antes
solían ser los preferidos porque combinaban su “buen carácter” con la
perspectiva de una estabilidad financiera futura. Hoy, los prestatarios que
pagan en su totalidad sus reembolsos y tienen buenos antecedentes
crediticios resultan menos convenientes, aunque en la práctica son
subsidiados por los beneficiarios de créditos renovables. Para garantizar la
mayor recaudación de rentas, la creditocracia necesita un “precariato”
(precariat) con medios limitados que cumpla con sus obligaciones
pecuniarias, y preferiblemente uno que solo pueda hacer pagos parciales, o
mínimos. Después de todo, la matemática del interés compuesto determina
que las deudas se multiplicarán siempre mucho más rápido que la capacidad
de los deudores para pagarlas. Los beneficiarios de créditos renovables
brindan un flujo constante de rentas a los acreedores que saben que nunca
podrán cobrarlas en su totalidad.

Esta nueva visión sobre las virtudes ligadas a la conducta de los ciudadanos
es muy elocuente. De hecho, en los negocios de los préstamos, se reservaba el
rótulo “aprovechador” para los que incumplían con sus deudas y perdían sus
posesiones. (4) En el tipo de sociedad que premiaba la productividad, la
recompensa para los ciudadanos modelos, dotados de una sólida ética laboral,
era que siempre veían claramente el camino que los llevaba, a través del
ahorro, a la movilidad ascendente (aunque no siempre pudieran recorrerlo).
En cambio, una sociedad entusiasmada con la renta no proveniente del salario
tiende a valorar al oportunista, que hace juegos malabares con sus opciones
de crédito, consolida sus préstamos o pide prestado más dinero con el solo fin
de seguir tirando. Los más solventes son instruidos para convertirse en
cabales beneficiarios de créditos renovables, que refinancian sus deudas o sus
opciones de empleo para salvarse de la bancarrota. Si estos deudores no son
financiados por los bancos, tal vez se las ingenien con préstamos en forma de
adelantos sobre su sueldo siguiente o con créditos hipotecarios, con el objeto
de pagar lo mínimo posible. Los maestros de estas artes riesgosas son los
arbitrajistas profesionales de los bancos de inversión, los fondos de cobertura
de alto riesgo y los que invierten en compañías que no cotizan en la Bolsa,
quienes elaboran estrategias (con el dinero de los demás) para adelantarse a
los mercados mediante apuestas dudosas y otras maniobras especulativas.

Tampoco es que estos nuevos roles en ascenso traigan consigo mucho libre
albedrío. Las compras con tarjetas de crédito permiten contar con registros
detallados de nuestras pautas de vida diaria, y estas son hurgadas y
analizadas a fin de evaluar y confirmar nuestro perfil como ciudadanos
deudores. Nuevamente, el ideal es hacer perdurar nuestros pagos y
cultivarnos como deudores perpetuos. Si nos morimos, o si logramos pagar
todo lo que debemos, nos volvemos inservibles para el sistema. No es de
sorprender que el peso principal de las deudas por vivienda se haya
desplazado hacia las personas mayores e incluso a la generación que siempre
abjuró de las deudas a raíz de sus recuerdos de la Gran Depresión. En el
modelo de préstamos vitalicios que prevaleció en la posguerra se daba más o
menos por sentado que al llegar a la ancianidad tendríamos el derecho de
vivir libres de deudas, y las personas mayores se jactaban con orgullo de no
haber pagado jamás un honorario financiero. Ya no ocurre así, y no solo
porque los jóvenes de aquella época, más tolerantes ahora respecto de
contraer deudas, hayan ingresado en las filas de los jubilados. A primera
vista, las deudas totales de vivienda en Estados Unidos disminuyeron desde el
crack financiero de 2008. El servicio de la deuda, que a fines de 2007 había
llegado a ser más del 14% de los ingresos netos de impuestos, había caído en
abril de 2003 a 10,5%. (5) No obstante, esa disminución se debió en gran
parte no a los reembolsos sino a los incumplimientos de pago, ya que los
bancos dieron por perdidas muchas deudas de individuos gravemente
morosos. Por otra parte, las obligaciones se inclinaron
desproporcionadamente en contra de las personas mayores, cuyas deudas
aumentaron en ese mismo período. (6) Muchas personas, pese a su tendencia
a la frugalidad, no tienen ahora otra alternativa que salir de garantes a sus
hijos y nietos en los préstamos que contraen, en especial por deudas
estudiantiles. Según el Banco de la Reserva Federal de Nueva York,
2.200.000 norteamericanos de 60 o más años debían, al final del primer
trimestre de 2013, 43.000 millones de dólares en préstamos públicos y
privados, mientras que en 2007 eran 15.000 millones. (7)

A menudo nuestra relación con los créditos renovables se considera


enfermiza, una forma de adicción, que suministra “pornografía deudora” a los
espectáculos de entretenimiento televisivos semejantes a los reality shows.
(8) Algunos prestatarios llegan al extremo de creer que es una afección
autoinfligida, sintomática de una seria falla en la personalidad. Pero no
estamos aquí ante una enfermedad personal, y menos ante una que pueda
“curarse” desembarazándose de la tarjeta de plástico. De hecho el nuevo
contrato social nos alienta a todos a conducirnos como los beneficiarios de
créditos renovables. Gastar más de la cuenta, con flexibilidad, en un estilo de
vida que siempre está más allá de nuestro alcance es una modalidad
predilecta del comportamiento de los consumidores, activamente cortejada y
alimentada por la industria bancaria. El contrato social de la posguerra era un
pacto entre el Estado, el capital y el trabajo que apuntaba por igual a sostener
el salario y los beneficios de las empresas; el crédito se concedía a los
consumidores sobre la base del aumento futuro de sus ingresos. En cambio,
bajo el contrato neoliberal los ingresos ya no son un dato que debe tomarse
en cuenta; el Estado cumple su papel de garante solo con los bancos y la
única seguridad en cuanto al futuro es la deuda permanente. Los morosos a
quienes se les quitan con tanto cuidado los créditos renovables son modelos
de rol electivos más bien que consumodependientes que podrían abandonar
su hábito si tan solo tuvieran la fuerza y la voluntad para hacerlo.

¿Derechos conculcados?

Decir que esta es una situación de pérdida de derechos ciudadanos es


correcto, pero ¿hay realmente derechos concretos que sean conculcados en
ella? Sí que los hay, si pensamos que la educación al alcance de todos, la
vivienda y la atención médica son reclamos fundamentales. Cada vez más, el
acceso a estos bienes sociales básicos se ha transformado en un foco de
ganancias para Wall Street, a medida que los remanentes del Estado
asistencial (welfare state) han pasado a ser lo que Christian Marazzi
denomina un “Estado crediticial” (debtfare state). (9) Así también, el derecho
al trabajo, que en la práctica descansa en la provisión accesible de esos otros
bienes, se reduce cada vez con más frecuencia a tener los medios para pagar
las deudas contraídas a fin de estar en condiciones de ser contratado. Lo más
siniestro es que el auge de la creditocracia ha reducido nuestros derechos a
un futuro abierto, al conceder a los banqueros tantos reclamos para los años
venideros. Nuestro futuro ya ha sido calculado, hipotecado y poseído con
mucha antelación, y en la práctica nuestro derecho democrático a modificarlo
se ha vuelto mínimo. (10)

Si evaluamos lo que nos dicen los representantes políticos elegidos para


defender estos derechos, los resultados son verdaderamente magros. Los
legisladores estadounidenses han demostrado que son prácticamente
incapaces de proteger a sus votantes de la depredación financiera. En mayo
de 2009, inmediatamente después del colapso financiero, Dick Durbin,
senador demócrata por Illinois, resumió así lo fútil de sus esfuerzos para
convencer a sus colegas del Senado para que se reformara la Ley de
Quiebras: “Aunque sea difícil creerlo, en una época en que enfrentamos una
crisis bancaria generada por muchos bancos, estos siguen siendo el grupo de
presión más poderosos en Capitol Hill. Francamente son los dueños del
lugar”. En el momento en que él se lamentaba de esta situación, los
argumentos para aliviar la deuda de los propietarios de viviendas que estaban
ahogados o corrían el riesgo de que se ejecutaran sus hipotecas no podían ser
más sólidos. No eran menos acuciantes las deudas estudiantiles, ya que toda
una “generación perdida” comenzó a incumplirlas de manera masiva. Sin
embargo, el gobierno federal no hizo ningún esfuerzo cabal que resultara
eficaz. La mejor oferta de la administración de Obama fue el Programa de
Modificación del Acceso a la Vivienda (Home Affordable Modification
Program), por el cual se sugería a los bancos que redujeran, voluntariamente,
los pagos mensuales de los deudores. Estaba destinado a fracasar.

Y estas eran las mismas instituciones a las que sus asesores económicos
habían recomendado rescatar de manera infame, con decenas de miles de
millones de dólares de la Reserva Federal. (11) A pesar de la masiva
generosidad federal, las autoridades comprobaron que no tenían ningún
medio viable para obligar a los bancos a prestar dinero, y menos aún para
obligarlos a reducir sus propias obligaciones. A medida que avanzaba la
recesión, los seis bancos más grandes no hicieron sino aumentar de tamaño:
controlaron cada vez más activos y perfeccionaron su capacidad para diluir
incluso los empeños reguladores más débiles (como la ley Dodd-Frank) (*).

En la Eurozona, los bancos centrales no están habilitados a emitir dinero para


ayudar a los gobiernos a saldar sus déficits, con lo cual el costo del rescate de
los bancos recae exclusivamente en los contribuyentes. Los ciudadanos se
vieron aun más coaccionados por medidas de austeridad impuestas con el
objeto de devolver la deuda del país con los bancos extranjeros y los bonistas.
Las más golpeadas fueron las poblaciones socialmente vulnerables que viven
gracias a los servicios públicos suprimidos por pedido de la Troika
(compuesta por funcionarios de la Comisión Europea, el Banco Central
Europeo y el FMI). En los países más afectados, los funcionarios electos eran
a todas luces impotentes para enfrentar esta situación, y fueron humillados en
forma abyecta por las manifestaciones públicas al respecto. Las instituciones
del gobierno representativo —sede de la soberanía democrática— fueron
soslayadas por instituciones financieras internacionales con poder suficiente
para dictar la política social y económica. La Troika actúa hoy del mismo
modo arbitrario y prepotente que aplicó el FMI en sus relaciones con las
naciones deudoras del Sur global: exigiendo recortes en salud y educación,
despidos en el sector público, reducción de las jubilaciones y pensiones de los
empleados públicos, privatización acelerada de los activos del Estado
(terrenos, puertos, servicios públicos y obras de infraestructura), todo en
nombre de priorizar el reembolso a los bonistas extranjeros. Los gobiernos
que aceptan estas condiciones actúan, de hecho, como recaudadores de las
deudas para los bancos y los bonistas. Las consecuencias en Estados Unidos
han sido las mismas que en los países en vías de desarrollo: caída a pique de
los salarios, desempleo masivo y crecimiento económico negativo, combinado
con un aumento de la carga de la deuda. El costo humano no es menos
doloroso: merma de la salud pública y de la expectativa de vida,
desestabilización de las comunidades, aumento de los índices de suicidios y
creciente adhesión de la población a grupos fascistas.

Si bien la deuda del gobierno federal norteamericano constituye un asunto


diferente (ya que la Reserva Federal puede imprimir billetes a voluntad y el
todopoderoso dólar es la moneda de reserva del mundo entero), en muchas
ciudades estadounidenses prevalece la misma fórmula para ajustarse el
cinturón. La deuda municipal ha sido reestructurada para que su costo se
traslade normalmente a todos los habitantes de una ciudad, pero sobre todo a
los más marginados, bajo la forma de recortes en el empleo público, olvido de
las promesas efectuadas respecto de las jubilaciones y pensiones,
interrupción de los programas sociales y tributación regresiva. Privados de la
ayuda del gobierno federal, carentes de una recaudación impositiva suficiente
y presionados por los efectos de la recesión en el aumento del gasto social, los
gobiernos municipales que desean equilibrar sus presupuestos deben ahora,
en su desesperada búsqueda de crédito, atender a los reclamos de los
organismos calificadores de Wall Street. A su vez, Wall Street ha afilado sus
garras para echar mano de la multimillonaria industria de los títulos públicos
municipales. Los gerentes de los fondos de alto riesgo, que en otra época
estaban prontos para lanzarse sobre las empresas vulnerables a fin de
liquidarlas y reestructurarlas, hoy le han echado el ojo a los lastimados
municipios de toda la nación. Cuando en julio de 2013 la ciudad de Detroit se
vio obligada a declararse en quiebra, sus 12.000 ex empleados públicos
debieron renunciar a un buen trozo de sus jubilaciones para que acreedores
como la compañía financiera suiza UBS y el Bank of America pudieran cobrar
sus transacciones con instrumentos financieros de alto riesgo que ya les
habían dejado suculentos beneficios. (12)

No contentos con manipular la deuda soberana de las naciones, los


prestamistas depredadores de Wall Street procuran recoger ahora el botín
dejado por el flujo de fondos de los gobiernos municipales. Se han abierto
nuevas líneas de crédito para que las ciudades puedan cursar sus pagos de
intereses y eludir un default al estilo de Detroit. Como de hecho todos los
contribuyentes son parte de esta trampa de la deuda municipal, no se salva
ninguno (ni siquiera aquellos que no tienen deudas personales). Si la
democracia representativa constituye un estorbo se la elude rápidamente,
como ocurrió en la propia Detroit, donde la designación de Kevin Orr como
“gerente financiero de emergencia” le permitió asumir pleno control de los
recursos del municipio, que antes le correspondía a los funcionarios electos.

En todos los niveles de la democracia representativa, desde los legisladores


nacionales hasta los concejales municipales, vemos una anulación de
derechos básicos, ya que se da prioridad a los reclamos de los acreedores (por
más que sean cuestionables o ilegítimos) sobre las necesidades de los
ciudadanos. El espectro del default, y el moralismo que refuerza su poder civil
en favor de los bancos, es el burdo instrumento con el cual se conculcan estos
derechos; y dicho poder extorsivo llega hasta la cima, como lo ilustra la lucha
librada en el otoño de 2013, para elevar el tope de la deuda federal. La
indignación causada por la paralización de las actividades del gobierno
durante 16 días erosionó aún más la confianza de la población en que los
legisladores eran capaces de proteger el bienestar público. Antes de eso,
desde luego, la resistencia popular frente a la usurpación de la democracia se
había vuelto manifiesta por la ocupación de espacios públicos importantes,
especialmente plazas urbanas como Tahrir [El Cairo], Syntagma [Atenas],
Puerta del Sol [Madrid], Paternoster [Londres], Zucotti [Nueva York] y Taksim
[Estambul]. La brutal represión policial de los campamentos instalados en
esos lugares, así como de otras actividades militantes, mostró hasta qué
punto el Estado estaba comprometido en defender el poder de las grandes
entidades financieras suprimiendo en los hechos el derecho a la protesta
pública. (13)

Es más difícil calibrar hasta dónde llegó la furia, más allá de la pequeña
multitud de “indignados” que participaron en los movimientos de activistas en
2010-2012 en distintos países, o de las filas de los desocupados universitarios
en general. El sentimiento de ser privada de sus derechos es relativamente
nuevo para la mayoría de clase media blanca en el Norte, incluso para sus
sectores más descreídos, por lo cual la difusión de esta manera de pensar ha
sido muy despareja. En un extremo del espectro están las víctimas de la
austeridad en la zona del Mediterráneo, bruscamente despojadas de sus
pertenencias cívicas y arrojadas al bajo mundo donde impera la necesidad de
la subsistencia. En el otro extremo están los desposeídos de la seguridad que
les brindaban sus viviendas en el tsunami de ejecuciones hipotecarias que
arrasó con las zonas residenciales de California, Arizona y Florida. En el caso
de los primeros, sus vínculos con la condición de su ciudadanos es, por lo
común, más fuerte que su autoimagen como consumidores, de modo que su
rencor se dirige más directamente al poder que les permite a los banqueros
alemanes, suizos, franceses y holandeses llevarse por delante a las
legislaturas de sus países sin ningún miramiento. En cuanto a los que se
quedaron con sus propiedades sumergidas en el Cinturón del Sol*, su
psicología consumista se incubó durante el prolongado auge de los activos
físicos, la última fracción del cohete lanzado al espacio en la era del crédito
barato, que fue durante treinta años un sustituto aleatorio de la caída de los
ingresos. Molesto por haber sido apartado de la melosa dieta del Sueño
Americano, este sector descarga indiscriminadamente su rencor en
Washington y en Wall Street, lo cual, sumado al ventrilocuismo del Tea
Party**, hace que no repare en que el proceso político ha sido capturado por
las altas finanzas.

Cuando, a partir de 2008, la situación de los créditos obtenidos por estos


sectores empeoró, muchos de ellos descubrieron que sus aprietos no eran
muy distintos de los impuestos durante los últimos cuarenta años al Sur por la
trampa de la deuda. Había, por supuesto, algunas diferencias significativas,
vinculadas principalmente a la complicidad del Norte en el despojo colonial —
en especial a lo referente a las deudas climáticas que se examinan en el
capítulo 5 de este libro—. Gran parte de la indignación de la clase media
blanca obedece a que ahora es tratada como lo fueron las poblaciones
morenas endeudadas del Sur o los sectores minoritarios del Norte con larga
experiencia de pérdida de derechos civiles y de deuda malsana. Aun así,
mucho es lo que se puede aprender si se comprende la continuidad existente
entre las limitaciones infligidas por las políticas de ajuste estructural a los
países en vías de desarrollo (desde el mundo poscolonial hasta la periferia
que fue hasta hace poco socialista) y la cáustica austeridad que han debido
adoptar los del Norte (desde las aldeas del Peloponeso hasta los pueblos
asentados en las colinas de la Sierra Nevada). En todos los casos, es
imposible separar los desenlaces económicos —la transferencia de riqueza a
los ricos— de las argumentaciones políticas subyacentes —disciplinar a los
esperanzados, detener todo intento de desarrollo independiente y de
autonomía, y (sobre todo en el caso del Sur) volver a ligar a las masas recién
emancipadas con sus antiguos amos—.

Pero no es menos importante prestar atención a la negativa de pagar la deuda


en países tan dispares como la Argentina, Rusia y Burkina Fasso. Los
acreedores no siempre se salen con la suya. Los gobiernos autocráticos son
particularmente serviciales a los prestamistas porque pueden hacer
responsable a cada ciudadano por esos préstamos, pero si un gobierno decide
incumplir sus deudas, en particular las que considera mal habidas, los
recursos son menores. En verdad, hay amplios antecedentes históricos de
repudio de una deuda soberana. Los militantes del movimiento Jubileo Sur de
las décadas de 1990 y de 2000 hicieron una fuerte defensa moral de la
cancelación de la deuda externa, y una parte de estas obligaciones ha sido
anulada por la Iniciativa Multilateral de Alivio de la Deuda, lanzada en 2005
en la reunión cumbre del grupo G8 en Gleaneagles. En la mayoría de los
casos, los argumentos en favor de ese alivio se basaron en que las deudas con
los bancos del Norte eran ilegítimas o en que los acreedores ya habían sido
suficientemente compensados. En casi todos los casos, estas obligaciones
eran sobrepasadas por las deudas ecológicas que contrajo el Norte luego de
cinco siglos de explotación de recursos ajenos y, más recientemente, por las
deudas climáticas derivadas de las emisiones de carbono. Por lo tanto, la
pregunta general planteada por el movimiento Jubileo, “¿quién le debe a
quién?”, no es meramente una cuestión contable. Para abordarla como
corresponde, hay que evaluar la servidumbre de la deuda, que liga el pasado
colonial con el presente neoliberal, y que a través del servicio de la deuda ya
se ha comido una buena porción de las posibilidades de un desarrollo
democrático futuro. Si surge en el Norte un movimiento autóctono de
resistencia a la deuda, tendrá que prestar atención a las lecciones que ha
dejado el movimiento Jubileo en cuanto a barrer con las obligaciones
impuestas al Sur en forma injusta.

Si pagamos, moriremos

En el período de apogeo de la Guerra Fría, la forma más rentable de usar los


eurodólares acumulados por la ayuda brindada a los aliados de Estados
Unidos era ofrecer préstamos a los países en vías de desarrollo. Pero así como
estos programas de asistencia económica —el Plan Marshall (desde 1948) y el
Plan de Seguridad Mutua (desde 1951)— tenían como objetivo detener el
avance del comunismo en Europa, así también los préstamos para fomentar el
desarrollo de los nuevos países descolonizados apuntaban a alinearlos con el
bloque de naciones capitalistas. Esta fórmula fue vigorosamente reforzada
gracias al control ejercido por Estados Unidos sobre los organismos
multilaterales creados para supervisar las relaciones económicas
internacionales, como parte del acuerdo de Bretton Woods de finales de la
guerra.

El Fondo Monetario Internacional (FMI) se creó con el propósito de asistir a


los países que tenían dificultades de corto plazo en su balanza de pagos.
Desde el principio, la agenda principal del FMI consistió en limitar los
derechos de los Estados nacionales a restringir los flujos de capitales más allá
de sus fronteras, que les habían sido otorgados por dicho acuerdo. En otras
palabras, el propósito era facilitar el acceso de los inversores extranjeros a los
mercados internos, y su implementación inicial allanó el camino a la
promoción central del libre comercio en las décadas de 1980 y 1990. El Banco
Mundial se fundó con el fin de otorgar préstamos para el desarrollo que
resultaban poco rentables a los inversores privados, aunque desde el
comienzo el patrón de sus operaciones se dirigió claramente a favorecer a los
regímenes autoritarios (de Portugal, Sudáfrica, Chile, la Argentina, Uruguay,
Rumania, las Filipinas) que se inclinaban ante la voluntad de Washington. (14)
La base clientelista de estos préstamos se puso de manifiesto cuando se los
cortaron a Chile durante el mandato de Salvador Allende, como parte del
“bloqueo invisible” a que había sometido Washington a su gobierno socialista.

Suele decirse que los años sesenta y setenta fueron “las décadas del
desarrollo”. En ellas floreció el movimiento de países no alineados, el bloque
G77 de naciones en vías de desarrollo alentó la esperanza de un nuevo orden
internacional y se promovió la autonomía de los países mediante políticas de
sustitución de importaciones y la nacionalización de industrias y recursos
vitales. Grandes países, como la India, Indonesia y Yugoslavia, se convirtieron
en estandartes de la promesa de un camino independiente que se abriera
paso entre las trincheras de la Guerra Fría. Pero estos sueños fueron
financiados por inescrupulosos bancos occidentales mediante la emisión de
deuda. Los petrodólares generados por los excedentes de petróleo de la OPEP
se volcaron a estos bancos y fueron de inmediato prestados a países del Sur
ricos en productos básicos. Para el Citicorp, líder del mercado en estos
negocios, los honorarios y servicios de estos préstamos constituyeron “la
principal fuente de ganancias de las empresas a principios de la década de
1980”. (15) Sin embargo, en los años siguientes se asistiría a pérdidas
enormes debido a la sobreexposición de los bancos, con una ola de
incumplimientos de pagos que llevó el auge de los préstamos a su dura
conclusión.

A principios de los ochenta, a partir de la “semana mexicana” de 1982, la


mayor parte del mundo en desarrollo quedó presa de una crisis de la deuda,
con decenas de países atrasados en sus pagos. Los sueños de desarrollo
autónomo de la década anterior pronto se esfumarían ante la dura terapia
prescripta por el FMI y sus políticas de ajuste estructural. La incorporación
de la India, en 1991, a la agenda de “apertura” del FMI marcó el final de tales
aspiraciones. (16) No es disparatado llegar a la conclusión de que la
orquestación de préstamos por parte del FMI y el Banco Mundial fue la causa
directa de que esta ventana de oportunidades se cerrara. Sin el sello de
aprobación del FMI, le serían negados a cualquier país los préstamos de todos
los inversores internacionales, ya fueran multilaterales, bilaterales o privados.
Las condiciones para la acreditación no eran mucho mejores. El país en
cuestión debía aceptar el asesoramiento “objetivo” del organismo
internacional sobre la mejor manera de reformar su economía, según
lineamientos dictados por las potencias capitalistas. Todo avance hacia la
independencia, por no hablar del socialismo, era monitoreado
cuidadosamente y evitado. La presión para aceptar los préstamos junto con
sus estrictas condiciones no venían solo del Norte sino también de los propios
países: las élites internas, con su persuasiva influencia sobre la clase política,
funcionaban como una activa quinta columna.
Mayor aún fue el papel que le cupo a la cleptocracia. Muchos de los
préstamos concedidos durante las décadas del desarrollo fueron obtenidos
por dictadores, de modo tal que el dinero terminaba en sus cuentas de
ultramar en los mismos bancos que habían suministrado el préstamo. En tal
sentido, el crédito no tenía que viajar en absoluto. Durante los años setenta la
deuda global de los países en vías de desarrollo se multiplicó por ocho.
Cuando en 1979 el presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, tomó la
decisión unilateral de aumentar las tasas de interés en Estados Unidos para
disminuir el ritmo de la estanflación interna, el costo del servicio de todas
esas deudas se fue a las nubes. El precio de las materias primas se vino a
pique, y la balanza de pagos de muchos países colapsó por el lado de las
exportaciones. Frente a una oleada de incumplimientos de pagos de los países
del Sur, el FMI aprovechó la situación para forzar a la “apertura” ciertos
sectores económicos que habían sido protegidos de la penetración extranjera.
El primer préstamo acompañado de una receta de ajuste estructural tuvo
lugar poco después de la terapia de choque monetaria de Volcker. En las dos
décadas siguientes, estos préstamos fueron la clave para desregular y
privatizar la economía aun de los países más recalcitrantes.

Bajo la presidencia de Ronald Reagan, la crisis de la deuda del Tercer Mundo


fue la gran oportunidad para fomentar políticas coherentes con el llamado
Consenso de Washington. Los préstamos con ajuste estructural se brindaron
como medidas de emergencia para evitar el default, pero el precio que
pagaba el país prestatario era fabuloso: no solo altas tasas de interés, sino
además privatización generalizada, reducción de los servicios públicos y de la
cantidad de empleados del Estado, desregulación financiera (incluida la
supresión de los aranceles de importación) y orientación de la producción con
vistas a los mercados de exportación externos, sin tomar en cuenta las
necesidades locales. El remedio se aplicó con más rigor en los países con
dirigentes elegidos que habían seguido un camino propio.

El caso de Michael Manley en Jamaica sirvió como ensayo. La senda elegida


por su gobierno, que era una versión independiente de socialismo caribeño,
fue frustrada mediante una combinación de medidas de “estabilización” del
FMI con un plan de desestabilización política tendiente a reemplazarlo en el
cargo por un dirigente más complaciente: Edward Seaga (al que poco tiempo
después de asumir el mando en 1980 se lo rebautizó “CIAga”). (17) En los
quince años siguientes, se presentó a Jamaica como ejemplo de la libre
empresa. No obstante, su deuda per cápita con el FMI era mayor que la de
cualquier otro país, y en números absolutos seguía en aumento. Cuando el
propio Manley volvió al poder, en 1986, se encontró con que estaba desvalido
para resistirse al FMI. Hoy no menos del 55% del gasto público total de
Jamaica se emplea en el servicio de su deuda externa. (18)

Otros dirigentes menos receptivos a los dictámenes del FMI fueron echados
de sus puestos, en tanto que los demasiado complacientes debieron enfrentar
la ira de su pueblo. Algunos tuvieron un destino aún más aciago. Al asumir la
presidencia de Burkina Fasso tras un golpe militar en 1983, Thomas Sankara
pronto demostró ser uno de los más tenaces enemigos de la trampa de la
deuda. En un discurso memorable pronunciado en julio de 1987 en Addis
Abeba ante la Organización para la Unidad Africana, explicó que la crisis de
la deuda había sido generada por los acreedores del Norte y que la estaban
utilizando para dominar aún más al Sur:

Los que ahora nos prestan dinero son los que antes nos colonizaron [...] los
que solían manejar nuestros Estados y nuestra economía. Los colonizadores
endeudaron a África a través de sus hermanos y primos, los prestamistas.
Nosotros no tenemos vínculo alguno con esta deuda y por ende no debemos
pagarla. La deuda es un neocolonialismo en el que los colonizadores se han
transformado en “asesores técnicos”. Sería mejor decir “asesinos técnicos”.
La deuda constituye una nueva conquista de África muy inteligentemente
manejada, cuyo objetivo es subyugar su crecimiento y desarrollo
sometiéndolo a reglas foráneas. Cada uno de nosotros se ha convertido en un
esclavo financiero —o sea, en un auténtico esclavo— de los traidores que
pusieron dinero en nuestros países con la obligación de que se lo devolvamos.
[...] Hay una cosa segura: si no lo devolvemos, los prestamistas no se van a
morir por ello, pero si lo devolvemos, nos vamos a morir nosotros.

El carismático Sankara fue asesinado tres meses después en un golpe dirigido


por Blaise Compaoré, quien muy pronto “rectificó” sus políticas y se disculpó
por ellas ante el FMI y el Banco Mundial. La eliminación de Sankara fue una
lección impartida a los gobernantes que abogaban por la solidaridad entre
deudores del Sur ante la extorsión en dos frentes: hacia fuera, el FMI y el
Banco Mundial, y hacia dentro, las élites internas ligadas a los capitales
exportadores. Pero la resistencia popular no pudo extinguirse tan fácilmente.
Las protestas contra las medidas de austeridad que acompañan los préstamos
con ajuste estructural —que de inmediato fueron rotuladas “revueltas contra
el FMI”— se difundieron por todo el Sur, en Perú, Egipto, Indonesia, Chile,
Bolivia, Brasil y decenas de países más, y culminaron en la exitosa rebelión
contra la privatización del agua corriente en Cochabamba en el año 2000.
(19) Estas insurrecciones señalaron el modelo al movimiento por una
globalización alternativa de la década de 2000, seguido por una oleada de
protestas contra las medidas de austeridad en Europa (Lituania, Letonia,
Francia, Islandia, Irlanda, Inglaterra, Italia, España y Grecia) como secuela
del colapso económico, y luego por la Primavera Árabe, desencadenada por
las necesidades básicas insatisfechas de los tunecinos.

La crisis de la deuda, que precipitó una “década perdida” para el desarrollo


del Sur, fue también para los acreedores del Norte una oportunidad de
asegurarse de que serían totalmente resarcidos. De hecho, los préstamos con
ajuste estructural se concedían a condición de que el país receptor otorgase
prioridad al reembolso a los grandes bancos privados. El dinero ofrecido no
podía emplearse para alimentar, dar vivienda o educar a la población civil; los
préstamos solo se aprobaban si se aceptaba resarcir por completo a los
acreedores. Este principio perduró más allá de la crisis y se convirtió en la
norma institucional en las décadas siguientes. El tan mentado “asesoramiento
técnico” del FMI a los prestatarios pasó a ser cada vez más un conjunto de
lecciones sobre cómo manejar correctamente el dinero prestado y cumplir con
los requisitos para recibir más créditos, que les permitieran satisfacer sus
obligaciones en materia de deuda externa. Nada se aconsejaba sobre cómo
desarrollar su economía para satisfacer las necesidades del pueblo, o cómo
fortalecer la sociedad civil en una democracia recién establecida.
Con el tiempo, los países deudores también se transformaron en beneficiarios
de créditos renovables, que pedían préstamos para pagar los intereses de la
deuda existente. Nadie suponía que alguna vez podría saldarse la deuda del
capital, pero el patrón de reembolso, muy rentable en sí mismo, debía
continuar de modo indefinido. Este principio se aplica hoy incluso en el caso
de la iniciativa lanzada en 1996 por el FMI para los Países Pobres Muy
Endeudados (HIPC, por su sigla en inglés), destinada a los países con una
deuda atrasada insostenible. Como dijo Abdoulaye Wade, presidente de
Senegal, el programa HIPC es “como dar una aspirina a un paciente con
cáncer”. (20)

En su discurso de 1987, Sankara llamó la atención pública hacia el Club de


París, esa organización poderosa pero discreta que opera como recaudadora
de la deuda para los países acreedores, y procura maximizar el rendimiento
de su dinero, reestructurar los pagos de los deudores y, en algunos casos
excepcionales, conceder una reducción de la deuda a las naciones muy
empobrecidas. Junto con el Club de Londres (una entidad aun más informal
que representa a los acreedores privados), el Club de París unifica y armoniza
el poder de sus miembros. Siguiendo el llamamiento de Fidel Castro en 1985
para que las naciones deudoras del Sur se unieran frente a los acreedores,
Sankara declaró: “Es normal que también nosotros tengamos nuestro club, el
Club de Addis Abeba. Es nuestra obligación crear un frente unido contra la
deuda, como única manera de reafirmar que negarnos a pagar no es un
ataque de nuestra parte, sino un movimiento fraternal para decir la verdad”.

Huelga decir que tanto el Club de París como el Club de Londres se empeñan
en aislar a los deudores para que nunca actúen en forma concertada. Aun así,
todos los datos existentes sugieren que siempre hay una recompensa para las
naciones deudoras que se apartan. Dicho en términos más generales, los
datos históricos sobre el repudio de la deuda conforman un archivo enorme.
En América, abarcan desde los difundidos incumplimientos de los estados de
la Unión luego de las situaciones de pánico que se vivieron en 1837 y 1839,
pasando por la vuelta atrás de la Reconstrucción, cuando los estados sureños
rechazaron las deudas contraídas por los odiados gobiernos republicanos
“oportunistas”, hasta la oleada de negativas a pagar en Latinoamérica desde
mediados de la década de 1980. (21) Según Carmen Reinhart y Kenneth
Rogoff, desde 1800 hubo por lo menos 250 defaults soberanos de la deuda
externa, muchos de los cuales no fueron producto de la imposibilidad de
pagar sino de la falta de disposición a hacerlo. En verdad, su estudio, que se
remonta a la China del siglo XII y a la Europa medieval, revela que los
incumplimientos seriales de pagos fueron “un rito de iniciación casi universal
para los países que dejaban de tener economías de mercado emergentes y
pasaban a tener economías de mercado avanzadas”. (22)

Para economistas como Reinhart y Rogoff, los defaults de la deuda soberana


son “una enfermedad grave” que afecta a los países “intolerantes en materia
de deuda” y que requiere ser prevenida mediante un fuerte medicamento
fiscal. Pero para los pueblos que quieren librarse del yugo impuesto por los
acreedores foráneos depredadores, el default y el repudio de la deuda son las
únicas opciones racionales. A lo largo del tiempo se han aducido argumentos
morales y legales para justificar la falta de pago. Muchos de ellos apelan al
concepto de “deuda ilegítima”, como cuando un nuevo gobierno niega toda
responsabilidad frente a las deudas contraídas por un dictador anterior o por
una potencia de ocupación colonial. Por ejemplo, Cuba, con la venia de
Washington, se negó a pagar la deuda con la España colonialista luego de
independizarse, en 1898; y en 1986 suspendió todos los pagos por la deuda
con el Norte. A su vez, la URSS repudió las deudas de los zares, y la Rusia
poscomunista entró en default respecto de las deudas de la Unión Soviética
en 1998. Conscientes del costo de las pesadas indemnizaciones impuestas a
Berlín con el Tratado de Versalles, los aliados permitieron en 1948 a la
Alemania de la posguerra cancelar las deudas de los nazis. Costa Rica se
rehusó a pagar las deudas de su antiguo dictador en 1922. Otros justificativos
legales para el repudio de las deudas han sido el fraude o la corrupción de los
negociadores, las medidas de coacción aplicadas por los acreedores, la
transferencia de deudas privadas al ámbito público, y el uso de los préstamos
en formas consideradas perjudiciales para el ambiente o los derechos
humanos. (23) Los préstamos con ajuste estructural han sido considerados
asimismo ilegítimos sobre la base de que aceptar las condiciones en que se
los otorga equivale a hacer caso omiso de la soberanía democrática.

Durante el siglo XX, y en especial en la época de la Gran Depresión, muchos


países centroamericanos y sudamericanos suspendieron los pagos. En la
mayoría de los casos, los acreedores terminaron por aceptar una “quita” y
acordaron reducciones sustanciales de las deudas pendientes. El mismo
esquema se aplicó en el monumental default de la Argentina en 2002, el más
difundido incumplimiento de pagos al FMI de las últimas décadas. Pese a que
esto llevó a que fuese excluida de los mercados financieros internacionales,
no hubo ninguna sanción del país a largo plazo, y en 2005 los acreedores
accedieron a una quita del 60%. Otros países que entraron en default, como la
Rusia pos-soviética, fueron perdonados por razones geopolíticas o a cambio
de favores en el campo diplomático. Cuando las naciones acreedoras quieren
recompensar a un país o atraerlo a su esfera de influencia, el Club de París o
el de Londres aceptan una cuota de reducción de su deuda. Estos acuerdos
(que se dieron en casos como los de Polonia, Egipto, Yugoslavia y Pakistán) no
reciben mucha publicidad, evidentemente para evitar que el peligro moral de
este comportamiento cobre mayor envergadura, pero fundamentalmente por
temor a que los pedidos de alivio de la deuda se difundan. En cambio, en las
iniciativas como las de HIPC, destinadas a ayudar a los deudores que se
hallan en la situación más desesperada, se busca una amplia cobertura de
prensa a fin de poner de relieve la generosidad de los países ricos.

Eric Toussaint y Damien Millet afirman que, según los datos disponibles, “una
actitud que desafíe abiertamente a los acreedores puede resultar
provechosa”, pues quienes adoptan esa postura firme suelen recibir algún
tipo de consideración. (24) Los que repudian la deuda se apoyan cada vez más
en argumentos morales y legales creíbles. Desde su fundación en 1990, el
Comité para la Abolición de la Deuda del Tercer Mundo (CADTM por su sigla
en inglés) ha elaborado un curso de acción persuasivo con vistas a la
cancelación de la deuda, ampliando aún más los alcances de la doctrina legal
sobre la deuda ilegítima, que aunque todavía es atacada ya está bien
establecida. El CADTM ha tenido una participación decisiva en el movimiento
Jubileo 2000, dirigido por la Iglesia, y ha sido el punto de apoyo de Jubileo
Sur, que continuó actuando después de esa fecha. El CADTM sostiene que el
repudio unilateral de las deudas ilícitas o ilegítimas no es solo una opción,
sino una responsabilidad de los Estados soberanos en caso de que las deudas
en cuestión hayan violado derechos humanos o ambientales o sean
claramente contrarias a los intereses de los ciudadanos. (25)

Dado el poder con que cuentan los bancos y los países acreedores para eludir
los arbitrajes internacionales, se considera que los actos unilaterales de
negativa a pagar son más eficaces y moralmente preferibles. Según el
CADTM, la cancelación de la deuda está aún más justificada si los reembolsos
podrían poner en peligro la capacidad del país para satisfacer necesidades
humanas básicas o si los acreedores son conscientes de los daños causados
por sus paquetes de créditos. Algunas situaciones se consideran “de fuerza
mayor”. Por ejemplo, la decisión de Paul Volcker de elevar las tasas de interés
en 1979 multiplicó el monto de las deudas existentes, y obviamente sobre esta
situación las naciones deudoras no tenían control alguno. En otros casos, los
intereses son tan altos y los requisitos concomitantes de los préstamos tan
extremos, que es inevitable que la deuda se vuelva impagable. En tales
circunstancias, la recomendación del CADTM es que los funcionarios
consideren los préstamos ilegítimos y sujetos a anulación, lo mismo que las
deudas incurridas por proyectos de desarrollo en gran escala que tienen como
consecuencia una explotación indebida de los recursos naturales y un
perjuicio ecológico.

No es menos importante situar los niveles actuales de deuda en un contexto


histórico. De acuerdo con los datos del CADTM, la deuda externa de los
países en vías de desarrollo pasó de 46.000 millones de dólares en 1970 a
1.350.000 millones en 2007, momento en el cual el servicio de esa deuda
había trepado a 520.000 millones de dólares anuales (cifra que asciende a
800.000 millones si se tiene en cuenta la deuda interna). Por su parte, los
acreedores recogieron 460.000 millones de dólares más que el monto de los
préstamos externos que ofrecieron, suma que no incluía lo que aún faltaba
pagar. (26) En ese mismo período, los Estados deudores habían erogado
4.350.000 millones de dólares en servicio de la deuda (o 7.150.000 millones si
se incluye la deuda interna), o sea, el equivalente de 102 veces lo que se
adeudaba al Norte en 1970. (27) En la práctica, los préstamos ya habían sido
totalmente reembolsados. La diferencia se debía en gran parte a la aplicación
del interés compuesto, práctica prohibida en muchas sociedades por
considerarla usuraria.

Si ampliamos nuestro lapso histórico veremos que durante siglos hubo


confiscación de los recursos naturales, poblaciones enteras entregadas a la
esclavitud o a los trabajos forzados, explotación indebida del ambiente.
Cualquier estimación de lo que el Sur le debe a sus acreedores norteños debe
tomar en cuenta este saqueo acumulado, gran parte del cual fue absorbido
por bancos e inversores que son descendientes directos de los saqueadores
originales. La transferencia neta de riqueza en forma de deuda del Sur al
Norte desde 1970 es una cifra semejante a la tasa de explotación en períodos
similares de la época colonial, y la pérdida efectiva de soberanía es asimismo
comparable. Si los pueblos que buscan la autodeterminación tuvieron derecho
a desprenderse del yugo del colonialismo, sin duda tienen el mismo
justificativo en lo tocante a su servicio de la deuda.
¿Qué instituciones civiles pueden ayudar a preparar el camino para reclamar
y ejercer ese derecho? Un canal apropiado sería un referendo popular sobre
el reembolso de la deuda. Podrían venir en su apoyo informativo reuniones de
ciudadanos en las que se respondieran sus preguntas sobre las condiciones en
las cuales se contrajeron las deudas. Los préstamos, ¿eran realmente
necesarios? ¿Se los manejó en forma adecuada? ¿Alguien se benefició
personalmente con ellos? ¿Cuáles fueron sus resultados? ¿Generaron
beneficios para la población? Un “tribunal del pueblo” puede establecer sobre
qué fundamentos se declarará ilícita o ilegítima una deuda. Un proceso de
auditoría puede brindar apoyo legal al pedido de resarcimiento o a un acto de
cancelación. Pioneros en el uso de los referendos y auditorías fueron Brasil y,
especialmente, Ecuador, donde la Comisión de Auditoría Interna para el
Crédito Público, establecida en 2007, respaldó el incumplimiento de pagos del
país en 2009. En la actualidad se está recurriendo a los mismos instrumentos
ciudadanos en los países afectados gravemente por la deuda de la Eurozona y
del norte de África. (28)

Una vez dejada atrás la etapa del “jubileo” de la anulación de la deuda, viene
la tarea de construir una economía impulsada por el principio del crédito
productivo, en oposición a la ganancia depredadora. Se precisará un
financiamiento de otro tipo, proveniente de uniones de crédito y de bancos
transformados en entidades de interés público. Los tan publicitados
programas de microcréditos del Grameem Bank solo lograron estabilizar la
capacidad de los deudores para reembolsar sus deudas. Merced a ganancias
derivadas de tasas de interés que llegan al 100% en algunos países y a los
bajos niveles de incumplimiento de pagos, no es de sorprender que los
microcréditos sean un negocio brillante, muy alentado por los grandes
bancos. (29) Está por verse si el Banco del Sur, fundado en 2009 como una
alternativa progresista frente al FMI/Banco Mundial, puede ponerse al
servicio de las necesidades de desarrollo de los países de América Latina de
un modo justo y funcional cuando ya esté en condiciones de operar. En los
países de la región, donde la diseminación de la revolución bolivariana ha
adquirido cierta autonomía respecto de Washington, hay cautelosas
esperanzas de cooperación. Si el bloque izquierdista de América Latina es
capaz de sostener la unidad que les fue cuidadosamente negada por sus
acreedores norteños, provocarán un quiebre histórico con la antigua pauta de
sometimiento económico. En retrospectiva, el primer paso para establecer la
independencia económica y política tendrá que ser cuestionar y repudiar las
deudas ilegítimas con los bancos y países del Norte.

Doble problema en el Norte

Los contribuyentes del Norte no quedaron indemnes frente al daño causado


por la crisis de la deuda en el Sur. En la práctica sustentaron a los bancos al
proporcionar alivio impositivo para sus deudas incobrables. Susan George
llamó a este subsidio “un boomerang de la deuda” y estimó que en la década
de 1980 el monto iba de 40.000 a 50.000 millones de dólares (“suficiente para
atender todo el gasto en salud del Tercer Mundo durante un año”). (30) Hubo
otros costos a tomar en cuenta, pero esta táctica particular de socializar las
pérdidas privadas se retomó a escala mucho mayor en los rescates de los
bancos posteriores al colapso de 2008. Nada genera más rencor que este uso
de fondos públicos para rescatar a Wall Street y a los bancos del norte de
Europa del derrumbe de la deuda generada por ellos mismos. Como la mayor
parte del costo del rescate terminó incluyéndose en los balances de las
cuentas nacionales, más tarde se tomaron como excusa los déficits inflados
para aplicar políticas de austeridad. Esta estafa, que Mark Blyth llamó “la
mayor venta engañosa de todos los tiempos”, fue muy notoria en Europa,
donde se permitió que a la crisis bancaria privada de Wall Street se le
cambiara el nombre y se la denominara “crisis de la deuda soberana”. (31)
Duramente castigados por tener una tasa muy alta deuda/PBI, los países
periféricos de la Eurozona, comenzando por Grecia, terminando siendo tan
esquilmados por los bancos alemanes, suizos, franceses y holandeses como lo
habían sido los países en vías de desarrollo en las tres décadas anteriores.

Resultó ser que estos bancos también quedaron expuestos a los préstamos
hipotecarios de los estadounidenses, y ofrecieron con liberalidad créditos
baratos a los estados periféricos de Europa, como Portugal, Italia, Irlanda,
Grecia y España (los “PIIGS”, por sus siglas en inglés, como se los comenzó a
denominar arrogantemente). Percibiendo que tenían la oportunidad de
explotar la delicada situación de Grecia, el más endeudado de estos países,
los fondos de cobertura de alto riesgo y los mercados de dinero depredadores
empezaron a apostar fuertemente, en 2010 y 2011, a la posibilidad de que
Grecia entrara en default o saliera de la Eurozona. La corrida resultante
sobre sus títulos públicos (España y Portugal eran los próximos objetivos)
hundió aún más a Grecia en las despiadadas manos de la Troika, cuyo
propósito principal, al igual que el del Club de París, es asegurar que los
acreedores sean totalmente resarcidos. En una muestra rutinaria de
autocastigo, el FMI expresó su preocupación ante las medidas de austeridad
excesivas que se habían impuesto al pueblo griego, pero no hubo ninguna
señal de indulgencia. En cierto momento se le pidió al primer ministro griego,
George Papandreou, que se sometiera a una cláusula según la cual se les
permitiría a los acreedores privados sacar el oro depositado en las bóvedas
del banco central de Grecia en caso de un default. (32) Papandreou pensó que
las cosas habían ido demasiado lejos, se negó y en lugar de ello convocó a un
referendo popular sobre el pacto de austeridad.

En Islandia, la decisión de escuchar al pueblo tuvo como consecuencia


negarse a pagar a los acreedores británicos y holandeses cuando quebraron
los tres bancos de mayor envergadura del país (el Kaupthing, el Glitnir y el
Landsbanki). Este vehemente resultado —basado no en uno sino en dos
referendos populares— invalidó la decisión antes adoptada por el parlamento
islandés de negociar condiciones con los acreedores externos. A Grecia no se
le permitió ese grado de insubordinación. Papandreou fue depuesto por “los
mercados”, los referendos que él había propuesto se archivaron y se le
entregó el poder a un tecnócrata aprobado por la Troika, Lucas Papademos,
de modo de asegurar el flujo armónico de los reembolsos de la deuda.
También en Italia la democracia pareció convertirse en un obstáculo, hasta
que se designó a Mario Monti, otro tecnócrata, para que aplicara la disciplina
fiscal y tomara a su cargo la deuda externa del país. El carácter apolítico, no
elegido, de estos dos sucedáneos de la industria financiera puso de manifiesto
cuál era la realidad: el proceso democrático debía suspenderse para que
prevalecieran estas políticas impopulares.
Cuando el electorado de un país vota contra los deseos fiscales de la Troika
(como hicieron en los referendos irlandeses que rechazaron el Tratado de
Niza de 2001 y el de Lisboa de 2008), simplemente se les pide que voten de
nuevo hasta alcanzar una decisión razonable. Del mismo modo, en septiembre
de 2008 los dos partidos principales de la Cámara de Representantes se
pusieron de acuerdo (hecho poco común) y cuando el Congreso rechazó el
programa de rescate de la industria financiera por un valor de 700.000
millones de dólares (Troubled Asset Relief Program, TARP), el proyecto de ley
fue apenas corregido y pocos días después se lo volvió a enviar a la Cámara
para que la votación fuera “correcta”.

En el caso de la crisis que afrontó la Eurozona, muchos bancos recibieron un


doble rescate: el primero inmediatamente después de producida la crisis, y
después al extraer mediante medidas de austeridad una buena porción del
superávit nacional para atender a los préstamos que concedieron esos mismos
bancos a fin de evitar el default soberano. Tal vez haya alguna otra dádiva en
cierne, pero el juego moral que ocultó esta extorsión está quedando al
desnudo. Durante la crisis griega de la deuda de 2010-2011 no cesaban de
señalarnos la superioridad de la ética del ahorro y el trabajo de los alemanes
con respecto a la indolencia veraniega de la cultura mediterránea. En gran
parte, esto se expresaba mediante una letanía de vergüenzas y culpas que
vienen asociadas al tema de la deuda, aunque siempre en beneficio de los
acreedores. Si bien estas divagaciones se daban entre europeos, pusieron
nuevamente en circulación muchas de las figuras retóricas y actitudes antes
aplicadas a los países deudores del Tercer Mundo. Se decía que estos pueblos
irresponsables, holgazanes, despilfarradores, corruptos y dependientes
“siempre necesitarán nuestra ayuda”, pero también que necesitarían “la
disciplina fiscal que asegure que son capaces de devolvernos la asistencia
financiera que tan benévolamente le hemos ofrecido”.

Eliminar esta clase de moralismo es fundamental para enarbolar el derecho a


resistirse ante una deuda que no puede ni debe ser pagada. La contra-
moralidad que les asigna a los acreedores una conducta depredadora,
codiciosa, parásita o sádica es adecuada y a veces indispensable, en tanto que
un análisis basado en los hechos brinda bases sólidas para ese repudio. Al
revés del perfil étnico que se pintó de los PIIGS como países derrochadores
que ignoran el valor del dinero, las deudas soberanas que fueron la esencia de
la crisis de la Eurozona no derivaron de un gasto público exagerado. La
mayoría de estas deudas se fueron por las nubes debido a las erogaciones
públicas que exigió la recapitalización de los bancos luego del colapso,
incrementadas por el impacto de las apuestas de los fondos de cobertura de
alto riesgo sobre las tasas de los títulos públicos. Apenas hubo alguna
muestra de apoyo al “sacrificio compartido” de parte de pueblos que nada
tenían que ver con la malsana especulación privada en los mercados de corto
plazo que provocó la recesión.

Economistas liberales como Robert Kuttner, Paul Krugman y Joseph Stiglitz


se opusieron fuertemente a las políticas de austeridad y al alivio de la deuda
fundándose en motivos pragmáticos: cuando existe una gran deuda
pendiente, el ajuste de cinturón no promueve ni la recuperación ni el
crecimiento. Pero frente al fraudulento disfraz de las malas apuestas de los
banqueros como obligaciones de deuda pública hay una reacción más
democrática, basada en principios de conducta. Las propias medidas de
austeridad deben ser condenadas públicamente como consecuencia de la
extorsión, ya que muchas de las deudas públicas son ilegítimas y por tanto
merecen ser repudiadas. En el caso de los acuerdos impuestos por la Troika,
como el aborrecible memorando de Grecia en 2012, que no solo pasó por alto
las leyes soberanas del país sino que además aseguraba la pobreza masiva, es
legítimo invocar la doctrina internacional de los derechos humanos. Tanto la
Comisión de las Naciones Unidas sobre el Derecho Internacional como la
Corte Internacional de La Haya han reconocido que un estado de necesidad
imperiosa es una razón válida para incumplir obligaciones internacionales.

Por otra parte, el memorando griego, que prescribía despidos masivos y


disminución de las jubilaciones, la abolición de los contratos colectivos de
trabajo y el aumento de las privatizaciones, no fue negociado por autoridades
electas sino por funcionarios designados por la Troika y las empresas
financieras. La táctica de la contra-moralidad también avala que se le
recuerde a Alemania que nunca devolvió los préstamos obtenidos a la fuerza
de Grecia durante la ocupación nazi. Las cifras estimativas de la deuda global,
incluido el interés de los créditos de guerra y las indemnizaciones por los
daños que causaron los nazis a la infraestructura griega, por no mencionar los
objetos robados, constituyen una porción enorme de lo que actualmente se le
debe a los acreedores alemanes. (33)

Para promover esos contra-reclamos, las auditorías ciudadanas son un


método apropiado, que permite determinar el carácter inadmisible de ciertas
deudas nacionales, municipales e institucionales. A fin de emprender esta
tarea han surgido en varios países de Europa ligados entre sí a través de la
Red Internacional de Ciudadanos para Auditar la Deuda (International Citizen
Debt Audit Network, ICAN). La ICAN, cuyo lema es “No debas, no pagarás”,
incluye los siguientes grupos: Debt Justice Action (Acción por la Justicia de la
Deuda) en Irlanda; Protovoulia gia tin Epitropi Logistikou Eleghou (ELE) en
Grecia; Iniciativa de Auditoria Cidadã à Divida Pública (IAC) en Portugal;
Plataforma Auditoría Ciudadana de la Deuda (PACD) en España; Per una
nuova finanza pubblica en Italia; Le collectif pour un audit citoyen de la dette
publique (CAC) en Francia; Drop Egypt’s Debt en Egipto; Collectif Auditons
les Créances Européennes envers la Tunisie (ACET) en Túnez; y la Jubilee
Debt Campaign (Campaña por el Jubileo de la Deuda) en el Reino Unido.
Como afirma Patrick Saurin, del grupo francés CAC: “El objetivo es
considerar todas las deudas públicas y decidir cuáles de ellas son legítimas,
legales, y cumplen un propósito para la población. Esas deudas deben ser
reembolsadas. Pero las que han enriquecido principalmente a los bancos no
deben reembolsarse. La finalidad de la auditoría es hacer esta
diferenciación”. (34)

Las auditorías ciudadanas son también una manera de corroborar la rendición


de cuentas de los funcionarios públicos locales. La mayoría de los municipios
y de las instituciones oficiales tienen prohibido usar el dinero público para
especular con la clase de créditos tóxicos que les ofrecen los bancos. Como
consecuencia del escándalo producido por la fijación de la tasa Libor,
Baltimore y otros municipios norteamericanos, cuyos funcionarios fueron
persuadidos de adquirir, por valor de centenares de millones de dólares,
canjes de títulos sobre tasas de interés o canjes de créditos con deuda
incumplida que habían resultado incobrables, iniciaron acciones judiciales
contra los bancos. Si estas transacciones solo benefician a la industria
financiera o a los funcionarios corruptos que aceptan los sobornos, hay
motivos legítimos para no pagar. En tales circunstancias, las auditorías
conducidas por ciudadanos corrientes son también una manera de promover
la transparencia y restablecer la autoridad democrática sobre los recursos
que pertenecen a todos. La auditoría de las instituciones locales que
controlan recursos como las aguas corrientes, la energía eléctrica, el
transporte, los hospitales, las universidades puede hacerles sentir a los
ciudadanos corrientes que ellos son los responsables de reducir el abismal
déficit democrático generado por la economía de la deuda. En algunas
ciudades, sobre todo de Brasil, las auditorías forman parte de un proceso
participativo de estimación del presupuesto oficial que genera un gasto
público más equitativo.

En el caso del endeudamiento publico, dichas auditorías dan lugar a un


vigorizante ejercicio de auto-organización, que puede ser el primer paso para
manejar tales recursos vitales teniendo en cuenta las necesidades de la gente
y no las de los mercados. Ahora bien: ¿es aplicable el mismo proceso a los
préstamos privados tomados por los individuos? ¿En qué se fundaría la
negativa a pagar estas deudas? Los acreedores suelen ser los mismos que han
manipulado las deudas soberanas y otros déficits públicos, y obtenido
incontables beneficios merced a la mentira y el engaño. ¿Qué les debemos, si
es que le debemos algo?

1- Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki, The Crisis of


Democracy: Report on the Governability of Democracies to the Trilateral
Commission, Nueva York: New York University Press, 1975.

2- Ver el análisis de Noam Chomsky sobre la Comisión Trilateral en “The


Carter Administration: Myth and Reality”, en Radical Priorities, Montreal:
Black Rose Press, 1981.

3- “American Household Credit Card Debt Statistics: 2013”, basado en datos


de la Reserva Federal; puede consultárselo en
http://www.nerdwallet.com/blog.

4- El padre del historiador Scott Reynolds Nelson fue un experto en


ejecuciones hipotecarias; de ahí que el título de su libro sea A Nation of
Deadbeats: An Uncommon History of America’s FinancialDisasters, Nueva
York, Knopf, 2012.

5- Jeff Madrick, “A Bit of Good News”, Harper’s, abril de 2013.

6- Craig Copeland, “Debt of the Elderly and Near Elderly, 1992–2010”,


Employment Benefit Research Institute, Vol. 34, N° 2, febrero de 2013.

7- Kelly Greene, “New Peril for Parents: Their Kids’ Student Loans”, Wall
Street Journal, 26 de octubre de 2012.

8- Brett Williams, Debt for Sale: A Social History of the Credit Trap,
Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2004.

9- Entrevista con Christian Marazzi realizada por Ida Dominijanni, “The State
of Debt-The Ethics of Guilt”, Il manifesto,12 de marzo de 2011; fue traducida
al inglés por Jason Francis McGimsey en Uninomade, 5 de diciembre de 2011.

10- Maurizio Lazzarato, The Making of the Indebted Man, Nueva York:
Semiotexte, 2012, trad. al inglés por Joshua David Jordan.

11- Neil Barosky, Bailout: An Inside Account of How Washington Abandoned


Main Street While Rescuing Wall Street, Nueva York: Free Press, 2012.

*- Enviada al Congreso en junio de 2009, esta ley fue aprobada un año


después. Su nombre completo fue “Ley Dodd-Frank de Reforma de Wall
Street y de Protección a los Consumidores”, pero se la conoció por los
apellidos del representante Barney Frank y del senador Chris Dodd. Fue muy
criticada, tanto por quienes la consideraron insuficiente como por quienes la
tildaron de excesiva. (N. del T.)

12- Ann Larson, “Cities in the Red: Austerity Hits America”, Dissent (16 de
noviembre de 2012). Matt Taibbi explica que la crisis actual de la deuda de
los municipios es consecuencia, entre otras cosas, de que el dinero de las
cajas de jubilación fue utilizado por algunos funcionarios para inversiones de
alto riesgo. Ver “Looting the Pension Funds”, Rolling Stone, 26 de septiembre
de 2013.

13- Ver el informe sobre los derechos de protesta y de asamblea realizado en


grupos jurídicos especializados de las universidades de Harvard, Nueva York,
Stanford y Fordham, Suppressing Protest: Human Rights Violations in the
U.S. Response to Occupy Wall Street , 25 de julio de 2012; puede
consultárselo en http://chrgj.org/wp-content/uploads/2012/10/. Ver asimismo
el informe de la fundación Partnership for Civil Justice Fund, “FBI Documents
Reveal Secret Nationwide Occupy Monitoring”, 22 de diciembre de 2012;
puede consultárselo en http://www.justiceonline.org/commentary/fbi-files-
ows.html.

14- Cheryl Payer traza un cuadro más completo en The Debt Trap: The
International Monetary Fund and the Third World, Nueva York: Monthly
Review Press, 1974; y The World Bank: A Critical Analysis, Nueva York:
Monthly Review Press, 1982.

15- Manning, Credit Card Nation, pág. 73.

16- Walden Bello, “Global Economic Counterrevolution: How Northern


Economic Warfare Devastates the South”, en Kevin Danaher, ed., Fifty Years
is Enough: The Case Against the World Bank and the International Monetary
Fund, Boston: South End Press, 1991.

17- Kathy McAfee, Storm Signals: Structural Adjustment and Development


Alternatives in the Caribbean, Londres: Zed Books, 1991).
18- “Jamaica Agrees to $750m IMF Loan Terms”, The Guardian, 17 de febrero
de 2013.

19- Oscar Olivera y Tom Lewis, ¡Cochabamba! Water War in Bolivia, Boston:
South End Press, 2008.

20- Citado en Eric Toussaint y Damien Millet, Debt, the IMF, and the World
Bank: Sixty Questions, Sixty Answers, Nueva York: Monthly Review Press,
2010, pág. 178.

21- Federico Sturzenegger y Jeromin Zettelmeyer, Debt Defaults and Lessons


from a Decade of Crises, Cambridge, Mass.: MIT Press, 2007.

22- Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, This Time Is Different: Eight


Centuries of Financial Folly, Princeton; Princeton University Press, 2009, pág.
30.

23- Renaud Vivien, Cécile Lamarque, “How Debts Can Legally Be Declared
Void”, Committee for the Abolition of Third World Debt, 20 de marzo de 2013;
puede consultárselo en http://cadtm.org/.

24- Toussaint y Millet, pág. 134.

25- La mejor exposición de los argumentos morales, legales, económicos,


políticos y ambientales en favor de la cancelación es la de Toussaint y Millet,
págs. 240-60. Ver también Patricia Adams, Odious Debts: Loose Lending,
Corruption, and the Third World’s Environmental Legacy (Londres:
Earthscan, 1991).

26- Toussaint y Millet, págs. 26-27.

27- Toussaint y Millet, pág. 155.

28- Ver la encuesta de Jubilee Debt sobre los efectos de la deuda y la


austeridad, así como las campañas a favor de que se hiciera justicia, llevadas
a cabo en Egipto, El Salvador, Grecia, Jamaica, Latvia, Pakistán, Filipinas,
Portugal y Túnez, en Jeremy Dear, Paula Dear y Tim Jones, Life and Debt:
Global Studies of Debt and Resistance, Londres: Jubilee Debt, 2013.

29- Neil MacFarquhar, “Banks Making Big Profits From Tiny Loans”, New
York Times, 13 de abril de 2010.

30- Susan George, The Debt Boomerang: How Third World Debt Harms Us
All, Boulder, Co.: Westview Press, 1992.

31- Mark Blyth, Austerity: The History of a Dangerous Idea, Nueva York:
Oxford University Press, 2013.

32- Robert Kuttner, Debtors’ Prison: The Politics of Austerity Versus


Possibility, Nueva York: Random House, 2013, pág. 154.
33- Suzanne Daley, “As Germans Push Austerity, Greeks Press Nazi-Era
Claims”, New York Times, 5 de octubre de 2013. Syriza, partido izquierdista
opositor, realizó una campaña para solicitar una auditoría de la deuda griega,
que incorporase los reclamos por préstamos efectuados durante la guerra..
Ver http://elegr.gr/details.php?id=323. Se hallará un buen análisis de la crisis
de la austeridad, con una particular penetración en cuanto al problema
griego, en Costas Lapavitsas, Crisis in the Eurozone, Londres: Verso, 2012).

34- “ ‘Don’t Owe, Won’t Pay!’: A Conversation with a French Debt Resistor”,
Strike Debt, 24 de junio de 2013); puede consultárselo en
http://strikedebt.org/public-debtaudits/. Véase también International Citizen
Debt Audit Network, en http://www. citizen-audit.net/.
CAPÍTULO IILa economía moral de la familia

Las deudas de las familias tienen poco en común con la deuda pública, pero
esto no ha impedido que las autoridades, en especial aquellas que tratan de
justificar las medidas de austeridad, efectuaran comparaciones entre ambas.
En su Discurso sobre el Estado de la Unión del 2010, Barack Obama volvió a
dar un ejemplo clásico cuando decidió anunciar el fin de los esfuerzos de su
gobierno por otorgar estímulos para el consumo y el comienzo de la
“disciplina fiscal” bajo la forma de la austeridad.

En todo el país, las familias se ajustan el cinturón y deben tomar duras


decisiones. Lo mismo debe hacer el gobierno federal. Por lo tanto, propongo
adoptar ciertas medidas concretas para solventar el billón de dólares que nos
costó rescatar la economía el año pasado. A partir de 2011, estamos
dispuestos a congelar el gasto público por tres años. [...] Al igual que
cualquier familia que está corta de efectivo, nos mantendremos con un
presupuesto destinado a invertir en lo que necesitamos y sacrificaremos lo
que no necesitamos. Y si me veo obligado a aplicar esta disciplina con un
veto, lo haré.

Poco importaba que la comparación no tuviera fundamento alguno. Ninguna


familia tiene la capacidad de imprimir el dinero que posee la Reserva Federal,
a menos que alguno de sus miembros sea un habilidoso falsificador. La
retórica de Obama no fue tampoco suficientemente persuasiva como para
aplacar a los que rezongaban por el cuantioso déficit fiscal, quienes
presionaban para que se pusiera fin al estímulo y abordaban el problema de la
crisis con el espíritu de una “doctrina de choque” destinada a reducir las
prestaciones del Estado en general. La generosa campaña “Arreglar la
Deuda”, respaldada por los directores ejecutivos de las empresas y que
postulaba un “Estado pequeño”, presionó en forma implacable al Congreso
para que el déficit nacional se solventara reduciendo los programas Medicare,
Medicaid, de seguridad social y otros, mientras se otorgaban exenciones
impositivas a las grandes compañías. Una gran victoria derivada de las
presiones de estos promotores de la austeridad fue el programa de embargos
iniciado en enero de 2013, que automáticamente redujo el gasto público en
1,5 billones de dólares hasta 2020, y representó una fórmula descaradamente
cruel de castigar a los individuos de bajos ingresos que habían perdido el
empleo y afrontaban su propia versión personal del colapso de la deuda. (1) El
ataque del grupo Tea Party que generó la paralización del Estado en octubre
de 2013 tenía como propósito realizar nuevos recortes del gasto social para
reducir la deuda del gobierno federal.

El símil trazado por Obama era engañoso: los gobiernos no tienen que “vivir
por sus propios medios” como lo hacen las familias. A diferencia de las
familias endeudadas, la mayor parte de lo que debe el gobierno de Estados
Unidos se lo debe a sí mismo. Al igual que el Reino Unido, China y Japón,
Estados Unidos se rige por un sistema de moneda fiduciaria, por el cual el
gobierno está habilitado a emitir dinero a voluntad. Pero a diferencia de esos
otros países, Estados Unidos cuenta con la moneda de reserva internacional,
por la que siempre habrá demanda y que por ende constituye una salvaguarda
contra la inflación. A menos que su base tributaria se erosione rápidamente,
una nación en estas condiciones debería ser capaz de vivir con altos niveles
de deuda por períodos prolongados.

En otros términos, la “crisis” de la deuda federal es, en gran medida, una


amenaza artificial generada a fin de convalidar recortes en el gasto público
que serían políticamente imposibles de logar en circunstancias normales.
Pero la insinuación más sutil e insidiosa de esta clase de comparaciones es
que una forma muy laxa de manejar el presupuesto familiar pudo haber sido
la responsable del crash financiero. Según algunos relatos populares sobre el
origen de la crisis, la verdadera causa del colapso y del abismal déficit fiscal
que le siguió no fueron las muy riesgosas apuestas de los banqueros sino lo
excesos de gasto de los consumidores. La difusión pública que se le dio a
engendros como este contribuyó a aplicar el moralismo a las pautas de
préstamos y gastos de las familias norteamericanas mucho más que en
Europa.

Pese a todas las venenosas manifestaciones sobre el derroche en las compras


de televisores de pantalla plana y de casas de ensueño, la principal razón del
insostenible crecimiento del consumo financiado con deudas fue el aumento
del costo de la educación y de la atención médica, combinado con el
estancamiento de los ingresos. La proporción del nivel de endeudamiento y de
ingresos de las familias norteamericanas disminuyó desde el valor máximo
alcanzado en 2007 (177%), aunque en parte esto fue consecuencia de los
incumplimientos de pago masivos y de la cancelación de deudas consideradas
incobrables. Los índices de incumplimientos personales, en especial de los
estudiantes, han seguido trepando, pese a lo cual no se propuso ningún
“arreglo” ni surgió de la esfera oficial ningún programa para reducir el valor
de las deudas personales. Incluso desde una perspectiva macroeconómica
convencional, el efecto de la deflación de la deuda es alarmante. Cada dólar
que va a parar a los banqueros en calidad de servicio de la deuda es un dólar
menos que se gasta en bienes y servicios en la economía real. En la medida en
que se extrae más superávit para aumentar la riqueza contable del 1% de la
población, la parte productiva de la economía tiene menos para vivir.

Bien al comienzo de las crisis de las ejecuciones hipotecarias, todo el espectro


político le aconsejó a los angustiados propietarios que abandonaran sus casas
devaluadas. Pero este consejo de default estratégico tenía fundamentos
principalmente utilitarios: desde el punto de vista económico, no había nada
que ganar si se seguían pagando las hipotecas. Como es natural, los
banqueros, de quienes ya nadie espera un comportamiento ético,
consideraron que este era un consejo irresponsable. Otras voces demandaron
que se interrumpieran los pagos de hipotecas y se pusiera el dinero bajo
custodia de terceros hasta que se aprobara la reducción del capital. (2) Y
algunos funcionarios municipales, frustrados ante la falta de toda medida del
gobierno federal, consideraron la posibilidad de expropiar bienes por motivos
de utilidad pública y reducir las hipotecas de los propietarios hundidos. (3)

A pesar de la amplia generosidad del Estado con los bancos, los empeños del
gobierno por persuadirlos a que ofrecieran opciones de pagos hipotecarios
reducidos fracasaron. Los juicios iniciados contra Bank of America, Citigroup,
JPMorgan Chase, Wells Fargo y otras entidades por sus prácticas engañosas
en materia de préstamos hipotecarios tardaron mucho tiempo en dar
resultados concretos a los prestatarios. El acuerdo alcanzado en el otoño
boreal de 2013 por JP Morgan con el Departamento de Justicia, por un valor
de 13.000 millones de dólares, solo generó para los prestatarios un alivio total
de 4.000 millones. En el Reino Unido, las multas impuestas a RBS, Lloyds,
Barclays y HSBC por vender de modo fraudulento “seguros de protección
contra los pagos” (PPI por su sigla en inglés) bastaron para generar un
crecimiento en la construcción de viviendas. De hecho, los varios miles de
dólares que de pronto ingresaron en las arcas de los consumidores engañados
parecen haber ejercido mayor impacto sobre la economía real que las
operaciones diarias de los bancos. John Lanchester observó con ironía: “Los
bancos cumplen tan mal con su función primordial, que es prestar dinero, que
para la economía es mejor que paguen miles de millones de libras en multas a
los clientes a quienes esquilmaron”. (4)

Aparte de ciertas medidas legales adoptadas de manera esporádica, la


mayoría de las cuales se deciden extrajudicialmente, se han hecho pocos
esfuerzos (ninguno sistemático) para establecer cuáles deudas de la familias
son legítimas y cuáles no. Sin esa contabilidad moral, ni siquiera podemos
empezar a detener el asfixiante apretón de los bancos, y mucho menos aún
imaginar un estilo de vida en el que nos hayamos desprendido del dominio de
la clase acreedora. Aunque el gobierno propusiera un programa para la
amortización de las deudas en el que de algún modo se eludiera el requisito
básico de que los acreedores fueren resarcidos por completo, solo tendría una
finalidad utilitaria: estimular el aumento del consumo en el corto plazo y el
crecimiento del PBI. La economía inmoral consistente en financiar con deuda
bienes sociales fundamentales permanecería intacta, y sin duda la carga que
soportarían los individuo aumentaría más aún. Está claro que se precisa con
urgencia cierta guía para condenar este sistema de endeudamiento como
antiético, como una forma insostenible de manejar una sociedad, y para
dejarlo atrás.

¿Por dónde empezar? Como en el análisis de la deuda soberana, es


importante repasar las razones históricas del aumento de la deuda de las
familias. Como sucedió con la acumulación de deudas públicas,
comprobaríamos que el aumento de los créditos personales ha sido impulsado
por un afán de control social y, a la vez, por un ansia de ganancias. Una
creditocracia madura debe satisfacer ambos apetitos si pretende si pretende
ahogar el deseo de sus beneficiarios de contar con una buena calidad de
gobierno.

Los bancos pasan a formar parte del negocio

A los bancos comerciales les llevó muchísimo tiempo decidir introducirse en


el negocio de los créditos a consumidores. Durante la mayor parte de la etapa
de la industrialización de Estados Unidos, las amplias utilidades que extraían
los bancos de sus préstamos a las empresas, junto con los topes fijados a las
tasas de interés para no caer en la usura, hicieron que se abstuvieran.
Generalmente eran los dueños de las tiendas los que ofrecían a sus clientes
compras en cuotas. Como querían conservar su clientela, en muchos casos ni
siquiera les cobraban intereses; por ende, entre estos comerciantes
minoristas la ampliación del crédito era una propuesta destinada al fracaso.
Los individuos y familias de clase media que necesitaban dinero para compras
más importantes confiaban en sus parientes, y los inmigrantes recurrían a las
cajas de crédito cooperativo de sus respectivas etnias; la clase obrera, en
cambio, no tenía otra opción que caer en manos de los usureros.

Las leyes de quiebras, que en Estados Unidos se sancionaron en una etapa


relativamente tardía, estaban destinadas a fomentar la tolerancia al riesgo
entre los acreedores, empresarios e inversores; no protegían a las familias de
los errores incurridos por algunos de sus miembros cuando, para adquirir
algún artículo de primera necesidad, pedían pagar en cuotas. Por otra parte,
las restricciones contra la usura no cubrían los créditos de consumo, de modo
que en algunas entidades crediticias las tasas de interés volaban alto, hasta
causar la ruina si las aplicaban los usureros. Si bien cuando en la década de
1920 se suprimieron las leyes contra la usura, ostensiblemente para legalizar
los préstamos personales y sacar del medio a los usureros profesionales, los
banqueros todavía se mostraron renuentes a meterse en esto.

Lo que disipó cualquier duda que hubiese sobre las virtudes de financiar el
consumo de artículos de gran valor fue el surgimiento del automóvil como
bien de consumo masivo. Un caso notable fue el de Henry Ford, que como
buen productor rechazaba las finanzas, y se abstuvo de adoptar la nueva
modalidad: las ventas de su empresa sufrieron cuando su rival principal, la
General Motors, avanzó con las compras a plazos mediante la General Motors
Acceptance Corporation (GMAC), que en años subsiguientes crecería hasta
convertirse en un brazo rentable de la entidad matriz. (5) Más adelante, el
éxito de la GMAC en financiar compras mayoristas y minoristas engendró
imitadores en otras compañías, como la General Electric, a la par que
comenzaban a surgir compañías financieras independientes para satisfacer el
apetito por poseer otros bienes de consumo que superaban los ingresos de los
obreros.

Para rivalizar con el atractivo del socialismo, algunos profetas del consumo,
como Edward Filene y Edward Bernays, promovieron el “poder de los
consumidores” como alternativa frente a la democracia en el lugar de trabajo.
(6) Consideraban que la ampliación del crédito a las masas era un gran acto
emancipador. John Raskob, presidente de la GMAC, declaró que los esfuerzos
financieros de entidades como la suya permitirían alcanzar “el soñado paraíso
de la abundancia y el tratamiento justo para todos que los socialistas le han
señalado a la humanidad. Pero nuestro camino avanzará por la ruta
capitalista de construir, en lugar de hacerlo por la ruta socialista de echar
abajo”. (7) De hecho, el acceso al crédito se enarboló, en las décadas
siguientes, como estandarte de la gran batalla de las relaciones públicas
contra el socialismo, al principio para suprimir su influencia en Estados
Unidos y luego, a partir de 1940, como parte de la contienda mundial contra
el bloque soviético.

El eje de esta cruzada no fue el automóvil sino la vivienda propia, el pilar más
sólido y el elemento de defensa más sugestivo del individualismo posesivo
anglo-norteamericano contra el credo colectivista. Cuando el Censo de 1920
mostró el vacío que había en materia de propiedad de viviendas, surgió para
promover esa causa el movimiento por Mejores Casas en Estados Unidos, que
diversas empresas y grupos civiles lanzaron en 1920 en el “Día de la Casa
Propia”, parte de la “Semana Nacional por la Frugalidad”. En su condición de
secretario de Comercio de 1921 a 1928, Herbert Hoover presidió el
movimiento por Mejores Casas, entidad formada para detener el consumismo
irresponsable, por un lado, y la amenaza socialista, por el otro. No contento
con invocar el ideal jeffersoniano de los pequeños propietarios rurales de
cultivar su propia tierra, Hoover decía querer cultivar lo que él llamaba “el
instinto primordial que tenemos todos a contar con vivienda propia”. (8) En
consonancia con ese ideal, el movimiento Mejores Casas atenuó la angustia
de la gente por la erosión de sus ahorros debido a la seducción de los
productos que ofrecía el mercado. Sostener esta actitud moralista era, para
los banqueros, una forma de disimular sus intereses propios. Después de
todo, la frugalidad personal, bajo la forma de depósitos en cuentas de ahorro,
era la base de la capacidad de los bancos para conceder préstamos a las
empresas. (9)

Solo cuando la promoción, por parte del mercado, de la adquisición de


viviendas se convirtió en una prioridad de la recuperación económica
nacional, los bancos comerciales fueron ganados para la causa de los créditos
para consumo. El colapso de la construcción de viviendas a principios de la
década de 1930 desencadenó una variedad de iniciativas del New Deal de
Roosevelt, que instalaron la vivienda propia como política pública en el más
alto nivel. La Dirección de Obras Públicas (PWA por su sigla en inglés)
construyó miles de viviendas y la Home Owners Lending Corporation
(Compañía de Préstamos a Propietarios de Viviendas) atacó la crisis de las
ejecuciones hipotecarias refinanciando en forma directa casi una quinta parte
de las viviendas ocupadas por sus propietarios. Pero fue la Dirección Federal
de la Vivienda (FHA por su sigla en inglés) la que disipó los temores de los
banqueros con respecto al riesgo del financiamiento en estos casos. La Ley
Nacional de la Vivienda de 1934, por la cual se creó dicho organismo, emitió
acciones por las hipotecas amortizadas a largo plazo, a la par que creó un
sistema implícito de seguro oficial. El programa de estos seguros sería
financiado con un gravamen del 1% sobre la tasa de interés fijada
normativamente para hipotecas, que era del 5%, y administrado por el Estado
con el fin de garantizar que los préstamos incumplidos pudieran ser
totalmente reembolsados. No se iba a utilizar ningún dinero público para
respaldar los préstamos. El uso innovador que hizo la FHA del capital privado
tranquilizó a quienes veían en el New Deal un complot socialista. En verdad,
un futuro funcionario de la FHA la describió en ese momento como “la última
esperanza de la empresa privada. La alternativa era la socialización de la
industria de la vivienda”. (10)

Para los bancos, la frutilla de la torta fue la creación, en 1938, de la Federal


National Mortgage Association (también conocida como Fannie Mae) a fin de
negociar hipotecas en un mercado secundario de títulos. Los prestamistas
pudieron a partir de entonces en precios nacionales estándar de las
mercancías para vender sus préstamos como títulos-valores y, lo que es más
importante, eliminar los préstamos de los libros contables a fin de hacer lugar
a otros nuevos. Esta posibilidad de reventa de las deudas abrió muchas
puertas. Los banqueros estuvieron en condiciones de prestar mucho más
dinero del que efectivamente poseían. Justo antes de que quebrara el
mercado de las hipotecas de alto riesgo, los bancos norteamericanos
alcanzaron coeficientes de apalancamiento de 35 a 1, en tanto que los
europeos llegaron a 45 a 1; en el punto máximo de 2008, la razón entre los
activos de Barclay y su capital accionario era de 61,3 a 1). (11) Era dable
tomar dinero en préstamo contra las deudas como si estas fueran activos
físicos, sobre todo si contaban con la garantía del Estado; la responsabilidad
por las deudas incobrables se transfería a quienquiera fuese tan infortunado
como para comprarlas; y el gobierno se hacía cargo de los gastos
administrativos a través de Fannie Mae (sistema que se retomó luego, para
las deudas estudiantiles, con Sallie Mae (*)). En la medida en que el sistema
estuviera bien regulado, constituía un negocio conveniente, que rendía
utilidades constantes en una época de aumento de los ingresos. Pero la
desregulación que tuvo lugar con el tiempo implicó que la reventa de estos
préstamos para la vivienda, especialmente los subprime o de alto riesgo,
generó una creciente pirámide de instrumentos de deuda y especulativos bajo
la forma de derivatives o instrumentos financieros, muy susceptibles al
colapso sistémico.

Para el gobierno se convirtió en costumbre neutralizar los riesgos que corrían


los banqueros, pero esto tenía un alto precio, que fue pagado por los
contribuyentes en reiteradas ocasiones, a partir del proyecto de ley sobre la
crisis del ahorro y el crédito en la década del ochenta. Este gasto, estimado
en 370.000 millones de dólares, quedó a la altura de un poroto frente a los
billones de pérdidas fiscales de 2008. El costo creciente de estos rescates era
consecuencia directa del pacto del New Deal con el gobierno, que Wall Street
se vanagloriaba de mantener vivo. El gobierno federal estaba obligado a
absorber los riesgos de los bancos, pero en esa relación había muy poca
reciprocidad. Cuando después de 2008 debió salvarse a los grandes bancos de
la insolvencia, el Congreso no tuvo el poder de hacerles volver a otorgar
créditos, ni siquiera de otorgárselos uno al otro. Muchos comentaristas
llegaron a la conclusión de que simplemente el control de la regulación
ejercido por los legisladores ya se había vuelto endeble, pero esa debilidad
estructural obedeció, en parte, al “acuerdo entre amigos” que llevó a los
bancos a involucrarse con los créditos para consumo.

Las normas crediticias aprobadas por la FHA y por Fannie Mae establecieron
los cimientos del prolongado auge del consumo durante la posguerra. La
vivienda de clase media asegurada por la FHA era depositaria de los artículos
comprados en las grandes tiendas con Charga Plate (antecesora de las
actuales tarjetas de crédito), después mediante las cuentas de opciones, y por
último con créditos renovables automáticos. En este período, solo gozaron
plenos derechos de ciudadanía quienes habían entablado una relación
deudora de largo plazo con algún banco comercial. Entre los que reunían las
condiciones para ello, que eran predominantemente blancos de clase media,
las tasas de default eran bajas. Dado que el crecimiento económico seguía
firme y el aumento de los ingresos estaba asegurado, también estaba
asegurado el flujo permanente de pagos mensuales. Aun así, el temor a tener
malos antecedentes crediticios o la amenaza de una ejecución hipotecaria
reforzaron el rígido statu quo tan característico de la cultura conformista de
la época de la Guerra Fría. El pago de la deuda era la clave para la aplicación
de las normas sociales, y por ende en este período la vivienda hipotecada
pasó a ser la piedra angular de la ideología capitalista. Como lo dijo
sucintamente William Levitt, maestro mayor de obras de los barrios de clase
media, “ningún hombre que sea dueño de su propia casa y terreno puede ser
un comunista”. (12) No obstante, no hacía más que expresar una opinión que
había guiado durante veinte años a toda una generación de urbanistas como
John Nolen o a reformadores de viviendas como Lawrence Veiller, decididos a
fomentar el surgimiento de “un punto de vista conservador en el trabajador”.
(13)

Pero una cosa era disponer de crédito para adquirir artículos hogareños y
otra asegurar que todos los ciudadanos tuvieran una vivienda digna. El
“derecho de toda familia a un hogar decente” había figurado en un lugar
prominente en la declaración de derechos económicos de la FDR en 1944, y la
Ley de Vivienda de 1948 prometió que “todo estadounidense tendría un hogar
decente en un entorno apropiado para vivir”. Sin embargo, a partir de la
década de 1960 hubo una notable disminución del apoyo político oficial al
derecho a la vivienda. (14) En 1996, como respuesta a los defensores de los
derechos humanos, el Departamento de Estado aseguró que “debe quedar
bien claro que Estados Unidos no reconoce ningún derecho internacional a la
vivienda” y que prefería admitir, más modestamente, que la vivienda decente
era un ideal que debía perseguirse”. (15) Para entonces, el derecho a tener
acceso al crédito, y por tanto a incorporarse a las filas de los deudores a largo
plazo, había suplantado desde hacía tiempo al derecho a la vivienda, así como
el derecho a tener acceso a los créditos estudiantiles había suplantado al
derecho a la educación.

La discriminación bancaria (redlining)*, las restricciones notariales (deed


restrictions) y los pactos raciales (racial covenants)** significaban que solo los
blancos reunían los requisitos para acceder a los créditos con bajo interés de
la FHA; además, los integrantes de grupos minoritarios y las mujeres solteras
debían pagar mucho más por la vivienda propia y para toda clase de créditos,
lo que los convertía en presa fácil de los chantajistas. Bien avanzada la
década del setenta, la venta en cuotas seguía siendo la norma del comercio
minorista en las comunidades urbanas donde predominaba algún grupo
minoritario; los comerciantes llevaban una contabilidad propia para cada
cliente como había sucedido desde los primeros días de la república.

El estudio cardinal de David Caplowitz, The Poor Pay More (Los pobres pagan
más), publicado en 1967, demostró que los habitantes de bajos ingresos de las
urbes pagaban más en las tiendas del barrio, por los mismos artículos, que los
de clase media en las grandes tiendas de los suburbios residenciales. Como a
los primeros solo les daban crédito los comerciantes de la zona, no podían
comparar precios entre distintas bocas de expendio y así se convertían en un
mercado cautivo fácilmente explotable. La venta de muebles usados y de
otros artículos del hogar de los deudores que no pagaban seguía siendo
corriente, y como los vecinos asistían al espectáculo, la vergüenza de los
deudores se acrecentaba. No es de sorprender que gran parte de la ira
desatada en las revueltas urbanas de la década del sesenta se dirigiera contra
comerciantes blancos que no vivían en la zona. Los saqueos se difundían por
los medios de comunicación. Desde otra perspectiva, robarse artefactos en las
tiendas era simplemente un acto de consumo libre de deuda a costa de
comerciantes que previamente les habían chupado la sangre a sus clientes.
En cierto sentido, esos artículos ya habían sido pagados a lo largo de los años
con la usura y extorsión que siempre acompañaban las ventas en cuotas. De
ahí que se difundieran los rumores de que, antes de apropiarse de la
mercadería, los saqueadores quemaban los registros que tenían los
comerciantes sobre sus deudores. (16)

Ser ciudadano en una república de deudores

Estas revueltas generaron mucha inquietud en Capitol Hill, y con el tiempo


dieron lugar a que se crearan nuevos programas y servicios para los pobres
urbanos. Pero lo que surgió de todo esto como principio legislativo a largo
plazo fue la necesidad de ampliar el acceso al crédito de los excluidos, que
todavía eran víctimas de prestamistas inescrupulosos. Entre ellos eran
mayoría los afroamericanos de bajos ingresos, pero dado que los puntajes
para acceder a un crédito se asignaban teniendo en cuenta solamente los
patrones de vida de los hombres, ni siquiera las mujeres blancas de clase
media podían obtener préstamos a tasas razonables. El Congreso sancionó
entonces una serie de leyes —la Ley de Protección del Crédito para Consumo
en 1968, la Ley de Información Crediticia Justa en 1970 y la Ley de Igualdad
de Oportunidades Crediticias en 1974— que procuraron introducir cierta
uniformidad en las transacciones crediticias y prohibieron toda discriminación
basada en la raza, el género, la religión, la nacionalidad o la edad. Esta
legislación apuntaba a que el terreno fuera parejo para todos, pero por otra
parte instituyó la idea de que solo endeudándose uno podía lograr llegar a ser
un ciudadano de primera categoría. Más que concretar el derecho de la
población a disponer de bienes sociales básicos, como la atención médica, la
educación y la vivienda, lo que se sostenía era el derecho a financiar estos
bienes mediante la deuda privada; o, dicho en otros términos, a que se le
pagara ese derecho a los acreedores con dinero. Para la floreciente industria
de los servicios financieros, esta era la única forma de los derechos civiles
que importaba.

En comparación con la provisión de bienes sociales garantizada por el Estado,


la capacidad de los individuos para solventarlos de modo privado no era
segura ni estable. Dependía ya sea del aumento ininterrumpido de los
ingresos, ya de la apreciación de los activos físicos. Cuando en la década del
setenta se estancaron los salarios en todo el país, la deuda global de las
familias se disparó. A partir de ese momento, mantener un mismo nivel de
vida solo fue posible mediante la reventa de inmuebles propios —lo que
sucedía cada siete años, en promedio, para los estadounidenses propietarios
de viviendas—. El Sueño Americano se alcanzaba no comprando una casa,
sino vendiéndola a mayor precio. La “república de los consumidores” de la
posguerra, tal como la describió la historiadora Lizabeth Cohen, extendió la
promesa de la plena participación democrática en el mercado de las
mercancías y fue sostenida por una enjundiosa retórica política sobre la
posibilidad de librarse de la necesidad. (17) La república de los consumidores
no siempre cumplió con esa promesa, ni siquiera con la clase media blanca a
quien más favorecía, pero cuando el aumento de los ingresos se detuvo se
deslizó hacia una “república de los deudores”. En esta versión más unilateral
de la sociedad de participación igualitaria, los bancos eran los únicos que
tenían pleno acceso al mercado del crédito, construido merced al esfuerzo
desesperado de los consumidores por mantenerse a la altura de sus
aspiraciones pagando el costo correspondiente.

Cada aumento en el nivel de desesperación trajo consigo nuevas promociones


de productos financieros destinados a explotar la mala situación de las
familias que estaban contra las cuerdas. A medida que los aranceles médicos
y de las instituciones de enseñanza fueron en aumento, debió permitírseles a
los propietarios pedir prestado más dinero dando como garantía sus
viviendas. En la década de 2000 cobraron popularidad las “líneas de crédito
con capital hogareño” (HELOC, por su sigla en inglés). Se trataba de créditos
renovables automáticos con tasa de interés variable, que permitían al
prestatario elegir cuándo y con qué frecuencia pedir un préstamo hasta cierto
límite. En cuanto a las tarjetas de crédito, el pago mensual mínimo no puede
ser menor al interés que se cobra. No pasó mucho tiempo antes de que los
bancos estimularan a los prestatarios a considerar los HELOC como una
suerte de cajero automático o de tarjeta de crédito, usándolos para pagar sus
deudas de las tarjetas Visa o MasterCard. Pocos de estos préstamos —
concedidos con liberalidad en la era subprime— fueron utilizados para el
propósito establecido de hacer mejoras o refacciones en el hogar. La trampa
de la deuda mostró su índole perversa cerrando sus garfios más fuertemente
en torno de las viviendas en el acelerado avance hacia la debacle financiera.

Después de la crisis de la vivienda, a menudo se dijo que este uso en


apariencia indiscriminado de los créditos con capital hogareño era una
muestra del derroche de los que, a todas luces, gastaban más de lo que
podían. Realzar su falta de contención era un modo de cargar en los deudores
toda la responsabilidad por la decisión de los bancos de otorgar préstamos
riesgosos. Huelga añadir que este moralismo pertenecía a una larga tradición
de culpar a la víctima por una situación inventada y manipulada por
acreedores que comercializaban los créditos de manera agresiva y luego
elogiaban los riesgos que así se corrían.

Si reorientamos el escrutinio moral y lo dirigimos a la avaricia de los


prestamistas, vamos a tener un cuadro más preciso del dilema que originó los
enormes niveles de deudas hipotecarias alcanzados antes de que se produjera
el crash de 2008. A fines de 2007, estas deudas sumaban el 130% de los
ingresos netos de impuestos. (18) Esta cifra global, que en la década del
cincuenta era casi nula, alcanzó un pico de 13,8 millones de dólares antes de
la crisis; el mayor aumento se dio entre 1980 y 2008, período en el cual las
deudas de los hogares pasaron del 43% al 97% del PBI. (19) Este sostenido
aumento del endeudamiento no llama la atención, dado que la media de los
ingresos familiares apenas se había movido desde 1973. Consideremos,
empero, dónde fue a parar la riqueza en ese lapso. El 1% más acaudalado de
la población se llevó más del 60% del aumento de los ingresos entre 1979 y
2007, y más del 95% a partir de 2008. (20) De lejos, la mayor porción de esta
riqueza fue la generada por la manipulación financiera de las deudas, en gran
medida de “prestatarios forzados” que solicitaban créditos baratos. En la
década anterior a 2008, la familia estadounidense promedio le cedía a Wall
Street, en carácter de servicio de la deuda, casi el 20% de sus ingresos netos
de impuestos. (21) Esa proporción ha disminuido un poco en el último lustro,
sobre todo por las bajas tasas de interés y porque los bancos cancelaron
muchos préstamos “incumplidos”, pero se prevé que van a trepar
rápidamente cuando aumenten las tasas.

Un análisis veraz de esta vasta transferencia de riqueza nos muestra quiénes


obtuvieron enormes beneficios de la acumulación de deuda de las familias en
los últimos treinta años. ¿Quiénes fueron los que, al no poder contener su
codicia, impusieron un peso terrible a la población en general? ¿Quiénes
exhibieron una conducta depredadora de búsqueda de rentas? ¿Merecen
realmente que se les siga pagando las deudas después de haber despojado de
su riqueza a los prestatarios durante décadas? ¿No debería concluirse que ya
se le pagó varias veces lo que se les debía?

Desde la perspectiva de los banqueros, todo bien de consumo o activo físico


no es otra cosa que un medio para recoger pagos de deuda: intereses,
honorarios, multas y comisiones de toda índole. Pero el interés de un 5%,
digamos, de un préstamo de la FHA es una migaja en comparación con lo que
permiten recaudar las apuestas especulativas sobre la evolución de los títulos
basados en tales préstamos. La creación de títulos respaldados por hipotecas
—en el caso típico, un conjunto de diversos créditos para vivienda vendidos
como bonos a los inversores— fue la clave del aumento explosivo de estas
ganancias. La Government National Mortgage Association (también conocida
como Ginnie Mae), creada con el fin de incrementar el stock de viviendas
disponibles recurriendo al mercado de capitales, emitió los primeros títulos
hipotecarios de este tipo en febrero de 1970 como parte de un lanzamiento de
cajas de jubilación para empleados. El propósito de la venta de estos títulos
con garantía oficial era crear una masa de capital para ofrecer créditos
baratos a personas de bajos ingresos que deseaban adquirir una vivienda,
pero abrió las puertas a todo un mundo de préstamos “securitizados”,
mediante los cuales los prestamistas descargaban sus responsabilidades en
los inversores sin necesidad de mantener ningún contacto ulterior con los
prestatarios. Se demostró que reinvertir el capital proveniente de la venta de
un préstamo era mucho más lucrativo que esperar pacientemente a recoger
su rendimiento.

Cuando, para demostrar cómo podría rendirles un activo a los especuladores,


con el transcurso del tiempo se introdujeron instrumentos financieros como
las obligaciones hipotecarias con garantía, las ganancias obtenidas se
alejaron aún más de la relación entre prestador y prestatario. El prestamista
original era el único de la serie que transmitía el riesgo de default. Ese riesgo
(y la puesta en cuarentena de las pérdidas) se distribuía por doquier, y
generaba en ese proceso honorarios para los dueños de los bancos de
inversión, los abogados, los agentes de bolsa y las entidades de crédito, entre
otros. Con el tiempo, se agregarían a esta larga serie de “rentistas” los
emisores de los multitudinarios canjes de créditos en default destinados a
asegurar a sus poseedores contra los defaults. En tales circunstancias,
estaban dados todos los incentivos para crear los préstamos de alto riesgo o
NINJA*, que jamás podría rembolsarse y que constituyeron el núcleo tóxico de
la crisis financiera. Los acreedores de esas deudas sabían perfectamente bien
que nunca serían saldadas, pero los préstamos “cumplían” muy bien con su
propósito, que era beneficiar con una tajada a todos los integrantes de la gran
cadena de la redistribución del riesgo.

Las deudas por créditos para vivienda fueron solo el primer producto
“securitizado” de este modo. Le siguieron las deudas estudiantiles y por
compra de automotores, luego la contraídas en los contratos por equipos y
licencias aéreas, más tarde en los seguros de vida o por catástrofes naturales.
Toda clase de deudas contractuales podían ser llevadas al pool y comerciadas
en el mercado, pero probablemente las más significativas fueron las de las
tarjetas de crédito, securitizadas por primera vez en 1986 y que hoy
constituyen el sector más amplio (21%) del mercado. Merced a la
securitización y otras “innovaciones financieras”, pocas de las cuales cumplen
algún propósito social, Wall Street ha desarrollado miles de nuevas formas de
extraer renta económica. Entre las más duraderas están los créditos
renovables automáticos, derivados de las cuentas de opciones crediticias a
treinta días que los comerciantes minoristas ofrecían a sus clientes en la
década de 1950. En lugar de exigir que se saldara la cuenta a fin de mes, el
nuevo arreglo permitió a los consumidores, en especial a los que no tenían
ingresos regulares, elegir sus propios planes de reembolso y generó
cantidades enormes en concepto de honorarios y de multas. El crédito
renovable era la receta para la deuda perpetua y probó ser inmensamente
rentable, convirtiendo el riesgo de un default masivo en una segura fuente de
ingresos para los acreedores.

La decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso del banco


Marquette* vació de contenido, de hecho, a las leyes contra la usura de los
estados individuales, que habían vuelto poco rentable prestar dinero a
probables incumplidores. Estableció que los préstamos entre los estados
debían regirse por las leyes del estado en que se hallaba el banco prestador y
no por las del estado en que residía el prestatario. Rápidamente, las empresas
que concedían tarjetas de crédito procedieron a instalarse en estados en los
que no había un tope para las tasas de interés, como Delaware y Dakota del
Sur. Posteriormente, la mayoría de los estados restantes suprimieron esos
topes para impedir el éxodo. El otro gran auge de las utilidades de los bancos
sucedió a raíz de la securitización de las tarjetas de crédito en 1986. Al
eliminar de sus libros contables las deudas contraídas por las tarjetas de
crédito, los bancos pudieron capitalizar muchos más préstamos, en verdad
pudieron hacerlo sin límites. El riesgo, junto con la necesidad de garantizar
las deudas, se trasladó al mercado de préstamos.

A medida que los bancos descubrían cuánto dinero podrían hacer con los
créditos renovables agregaron honorarios encubiertos y aumentaron las
multas por pagos atrasados. Las sucesivas oleadas de despidos, tanto de
obreros como de oficinistas, en la década del ochenta aportó millones de
nuevos clientes al mercado de los créditos renovables La tarjeta era el único
sostén transitorio de estas personas cuando dejaban la clase media a la que
habían pertenecido. Una vez que los agujeros de la red de seguridad social
comenzaron a hacerse evidentes se persuadió a las personas de edad
avanzada a que renunciaran a su tradicional resistencia a los créditos
personales de largo plazo, y fueron reclutadas debidamente en las filas de los
usuarios de créditos renovables. No es de sorprender que la explosión que
esta medida aportó a la rentabilidad de las tarjetas de crédito impulsó a los
bancos a buscar una clientela cada vez más marginal: los trabajadores
pobres, las personas que nunca habían tenido una cuenta bancaria, los
alumnos de los primeros años de la universidad e incluso los de colegios
secundarios.

De acuerdo con todos los criterios históricos clásicos de “solvencia”, estas


poblaciones subprime eran riesgosas, no obstante lo cual se acudió a ellas
como posibles candidatas a los créditos renovables. Los más jóvenes eran los
más codiciados como clientes cautivos duraderos, y fueron por ende
agresivamente instados a adquirir las “tarjetas para chicos”. Como sucede en
todo perfil de deudores, la pertenencia racial era un factor a tener en cuenta.
Como adquirentes de tarjetas de crédito, era mucho más probable que los
afroamericanos e hispanoamericanos se volvieran morosos o
creditodependientes que los blancos o los de origen asiático. En cuanto a los
usuarios “convenientes”, de los que cabe esperar que paguen en fecha, gozan
de lo que los bancos llaman “crédito gratuito”, pero solo a expensas del
subsidio pagado por los créditos renovables.

En consonancia con el principio de Clapowitz según el cual “los pobres pagan


más”, las personas sin acceso a los bancos o a los servicios financieros
(unbanked), que constituyen el 12% de la población de Estados Unidos —al
20% se las define como personas con acceso limitado a los bancos o a los
servicios financieros (underbanked)— son las explotadas de manera más
sistemática por su necesidad de crédito. La gente que no puede sostener una
cuenta en un banco importante, o que no reúne los requisitos para ello, se ve
obligada a recurrir a alternativas como prestamistas “marginales” cuyos
locales abundan en los vecindarios de bajos ingresos. Estos acreedores hacen
presa de los pobres mediante servicios que incluyen el cambio de cheques por
dinero contante y sonante, el alquiler con opción a compra, los préstamos
para ser dueño de un automóvil, los préstamos de anticipación del
reembolso,* las casas de empeños, las tarjetas de crédito prepagas y los
adelantos por el sueldo a cobrar. (22) Algunas de estas variantes de crédito
cobran tasas astronómicas —la tasa anual de interés de los adelantos de
sueldos es típicamente de 390% a 550%, en tanto que los préstamos en línea
pueden llegar a cobrar entre 800% y 1.000% por año—. Hasta la década del
ochenta, prácticamente nunca se había oído hablar de los adelantos por el
sueldo a cobrar (payday loans); ahora hay en Estados Unidos más locales
destinados a ellos que filiales de McDonald’s, y se concentran en los barrios
de grupos étnicos minoritarios de bajos ingresos, aunque a medida que
empeora la situación económica también están apareciendo en las calles
principales de las ciudades y en los centros de compras de los suburbios de
clase media. En las ciudades europeas sometidas a programas de austeridad,
como Atenas, estos locales ocupan ya las avenidas destinadas a las compras
importantes.

Si bien estos “bancos para pobres” que ofrecen créditos extorsivos


proliferaron durante la época de las desregulaciones, en la década del
noventa, sus prácticas comerciales se remontan a los usureros de la era
anterior a Ford, y todos ellos se las han ingeniado para sortear las normas
legales contra la usura. Como alquilar no se considera equivalente a dar un
préstamo, virtualmente cualquier bien puede ser financiado a tasas usurarias
si se lo publicita como un alquiler con opción a compra. De hecho, esta ha
sido la actividad de más reciente aparición en el sector de financiamiento
marginal; obliga a los usuarios a pagar entre tres y cuatro veces el precio
minorista de un bien mientras está vigente el contrato. (23)Tomados en
conjunto, los servicios financieros marginales extraen en promedio 2.500
dólares en servicio de la deuda de cada uno de los cuarenta millones de
hogares norteamericanos cuyos ingresos son menores a 30.000 dólares
anuales. En ingresos netos de impuestos, esto representa, según Gary Rivlin,
un “impuesto a la pobreza” de un 10% anual —enorme sobrecarga para
aquellos que carecen de servicios esenciales—. (24) Se trata de los
norteamericanos más pobres, demasiado pobres para pedir prestado a alguna
otra fuente, y sin embargo los beneficios que se extraen de ellos son, en el
caso típico, proporcionalmente mayores a sus ingresos que los reembolsos
que reciben el Citibank o el Bank of America de sus calificados clientes de
clase media.

No es de extrañar que los grandes partícipes de Wall Street se vean


involucrados cada vez más en financiamiento marginal, aunque sus nombres
no aparezcan en los carteles de los locales —y por igual motivo se han
concentrado en los micropréstamos al Sur—. En realidad, algunas de sus
operaciones son joint ventures con los grandes. Más del 40% de los adelantos
por el sueldo a cobrar gozan de líneas de crédito extendidas por los grandes
bancos, como Wells Fargo, JPMorgan Chase, US Bancorp y Bank of America,
lo cual significa que los prestamistas pueden tomar créditos a una tasa
porcentual anual del 2,5% y venderlos al 500%. Los beneficiarios de adelantos
por el sueldo a cobrar gastan más de 3.400 millones de dólares por año en
pago de honorarios y, en total, se los despoja de 3.100 millones en utilidades
para los prestamistas. (25) Rivlin estima que circulan por los diferentes
servicios financieros marginales en su totalidad unos 30.000 millones. Es fácil
comprender por qué los acreedores —ya sea que se trate de bancos
demasiado grandes como para hundirse, o de los que manejan pequeños
locales familiares— se han enamorado de hacer negocios con los pobres.
Contrariamente a lo que creen quienes suponen que el endeudamiento es un
problema de la clase media, solo relevante para quienes tienen propiedades y
pueden ofrecérselas a sus hijos una educación universitaria, la dependencia
de las familias de bajos ingresos del “Callejón de los Prestamistas” es una
situación siniestra, que evoca la de los siervos endeudados de muchos siglos
atrás.

Para los que operan en el financiamiento marginal, los clientes ideales son los
que piden préstamos en forma reiterada; repitámoslo: se parecen mucho a los
beneficiarios de tarjetas de crédito renovables. Imposibilitados de saldar sus
deudas, se supone que harán pagos de intereses mínimos, y volverán a
recurrir al mercado para nuevos créditos que los ayuden con esos pagos o que
les permitan reducir sus antiguas deudas. Dado lo exorbitante de los
intereses, y la variedad de engaños impuestos a la clientela, el sector en su
conjunto rindió pingües beneficios a medida que aumentaba el
endeudamiento de los prestatarios. Una sociedad que avala estas prácticas no
solo aprueba la extorsión sino además el robo del salario. Después de todo,
los locales para cambiar cheques por dinero en efectivo han florecido sobre la
base de que los trabajadores deben entregar una porción de su remuneración
laboral simplemente para acceder a ellos. Ansiosos por hacerse también de
estos honorarios, los bancos persuadieron a grandes empresas como
Walmart, Home Depot, Walgreens, Taco Bell y McDonald’s a fin de que les
abonaran a su personal con tarjetas de crédito prepagas, que están sometidas
a regulaciones muy poco estrictas. Los proveedores de la tarjeta le cobran al
usuario un honorario por sus compras minoristas y sus retiros de efectivo de
los cajeros automáticos, sin dejar de lado un “honorario por inactividad” si es
que dejan de usar sus tarjetas durante un tiempo. En casi todos los casos se
trata de empleados que ganan el sueldo mínimo o incluso menos, y que se ven
obligados a pagar un honorario para cobrar su sueldo. (26)
Hace un siglo, los bancos comerciales decidieron no efectuar préstamos a la
clase media, pese a su solvencia, y mucho menos a familias de trabajadores
con igual nivel de ingresos que estos empleados de Walmart. Desde entonces,
el crédito para consumo se ha vuelto la actividad financiera más rentable. Los
que viven solamente de su sueldo, o ni siquiera eso, ya no son ignorados por
los bancos: ahora son el objetivo principal para obtener grandes utilidades. El
flujo de pagos de los miembros de la sociedad que pasan las mayores penurias
a las capas de mayores ingresos contribuye, de manera desproporcionada, a
la actual transferencia neta de riqueza. Cuando algo amenaza con interrumpir
ese flujo, interviene la policía—y esto sucede con frecuencia cada vez mayor
—. En la tercera parte de los estados que componen Estados Unidos se
encarcela a la gente por no pagar lo que deben, aun si se trata de
contravenciones menores como las multas de tránsito, y en algunos casos se
aplican, en el transcurso de los procedimiento judiciales, sobrecargos,
honorarios por recaudación y otros “castigos a la pobreza”. Esta renovada
forma de enviar a la cárcel a la gente como se hacía antiguamente con los
deudores —procedimiento que ya había sido descartado en la década de 1840
— equivale a criminalizar la pobreza. (27)

¿Qué relación existe entre estos “delitos de los pobres” con la seria
malversación de fondos en que incurren las empresas financieras, cuyos
planes fraudulentos —pregonar sus préstamos-basura para todo el mundo,
fomentar la firma automática de documentos hipotecarios sin la información
apropiada, el escándalo de los seguros de protección al crédito (PPI, por su
sigla en inglés) en el Reino Unido, la manipulación de las tasas Libor y del
precio de los canjes de títulos por tasas de interés, para nombrar solo los que
tuvieron mayor difusión— siguen dando origen a titulares periodísticos pero
muy pocas medidas que impliquen perseguir estos delitos o establecer
normas reguladoras? (28) Los ejecutivos de los bancos “demasiado grandes
como para quebrar” no solo son “demasiado grandes como para ir a la cárcel”
sino que ejercen sobre los gobernantes un poder que les permite reunir
beneficios de capital a tasas menores que las debidas y aplicar intereses
libres de impuestos en préstamos marginales engendrados para adquirir
reclamos documentados.

El Bank of America, la mayor entidad bancaria de Estados Unidos, no pagó


nada en concepto de impuestos al gobierno federal en el año 2010, de hecho
recibió un reembolso del Servicio de Impuestos Internos por valor de 1,900
millones de dólares, pero en cambio en 2008 fue beneficiada con un rescate
de la Reserva Federal de 1,34 billones. El Citigroup, una de las mayores
compañías financieras del mundo, se las ingenió para no pagar impuestos a
las ganancias durante los últimos cuatro años, pero recibió una asistencia
financiera total de 2,5 billones de la Reserva Federal. (29) Por otra parte, los
rescates no acabaron. La Reserva Federal sigue actuando como un mal banco,
porque adquiere títulos hipotecarios inútiles, calificados AAA por los
organismos que instigaron el auge de activos físicos anterior a 2008 y
contribuyeron a él. Las estimaciones de la erogación total de la Reserva
Federal para el rescate varían mucho, pero uno de los cálculos, de noviembre
de 2008, da una cifra alucinante: 29,5 billones de dólares. (30)

Este es el costo de proteger a los que mienten y engañan, a los que convierten
a los pobres en su presa y sobornan a los funcionarios para que los ayuden a
llevar a cabo su saqueo de la riqueza de todos. ¿Cómo calificar a una
democracia cuya clase política es incapaz de controlar el poder ilegal de su
clase acreedora, y en cambio encarcela a los ciudadanos menesterosos que no
pueden pagar la factura del agua corriente?

¿Una democracia fallida?

Cualquiera puede enumerar los indicadores convencionales de una


democracia que falla. Un gobierno electo suspende garantías como la libertad
de palabra, la privacidad o el hábeas corpus, por lo general citando como
motivo alguna sombría amenaza externa. Se detiene y encarcela a las
personas sin una acusación concreta, los organismos policiales están
autorizados a perseguir individuos y hacer escuchas telefónicas a su arbitrio,
y la vida cotidiana se militariza en un grado increíble. Es fácil detectar la
aparición de estas medidas en países muy diferentes del nuestro. Sin
embargo, desde el 11/9 Estados Unidos ha avanzado bastante por ese mismo
camino. Defendió la vigencia de la Ley Patriótica (*), promovió el desarrollo
institucional de la “seguridad de la patria”, extendió los alcances de la Ley de
Autorización de la Defensa Nacional, de 2012, avaló una política exterior de
asesinatos extrajudiciales y los programas de vigilancia masiva de ciudadanos
de la Agencia de Seguridad Nacional. (31)

Otro signo de una democracia que falla es que se le permita a un organismo


supranacional eludir las facultades de un gobierno electo con el fin de dictar
medidas de política, ya sea en forma directa o fijando condiciones que limitan
de manera drástica las opciones existentes. Recientemente, la crisis de la
deuda soberana situó a varias naciones europeas en esta circunstancia, ya
que ahora están bajo la “tutela” de la Troika, así como antes que ellas muchos
países en desarrollo estaban sometidos a las medidas disciplinarias del FMI.
En la década del 2000, los defensores de la justicia global vieron bajo la
misma perspectiva antidemocrática a la Organización Mundial del Comercio:
un organismo con autoridades no elegidas, creado para favorecer la
globalización establecida por las grandes empresas, socava la soberanía de
las naciones al imponer reglas comerciales a sus poblaciones, ante las cuales
dicha organización no rendía cuentas. (32)

No menos quebrada está una democracia, como la estadounidense, en la que


las élites financieras pueden mantener prácticamente sometidos a los
ciudadanos por deudas contraídas a fin de satisfacer las necesidades básicas
de la vida. En tales circunstancias, la deuda de las familias constriñe a tal
punto a la mayoría de sus habitantes que sus opciones vitales se ven
reducidas al mínimo, y ellos sienten que tienen el futuro hipotecado. El
monopolio de los acreedores va más allá de la confiscación económica hasta
ejercer un estricto control político de los legisladores, despojándolos
prácticamente de su capacidad para proteger a la ciudadanía de todo daño.
Históricamente, el poder de los acreedores para imponer sobre los pueblos
esta clase de demandas descontroladas condujo directamente a la
servidumbre y la esclavitud. Las sociedades antiguas, como las de Sumeria,
Babilonia y Egipto, resolvieron el problema mediante un decreto real que
cobraba la forma de un jubileo o cancelación periódica de las deudas, un
“borrón y cuenta nueva” por el cual se liberaba a los esclavos y las
propiedades incautadas por los acreedores volvían a manos de sus
propietarios originales. (33)

De acuerdo con esta tradición, liberarse de la servidumbre de la deuda es una


aspiración ligada intrínsecamente al ideal de la ciudadanía. Este es uno de los
motivos por los cuales las sociedades decidieron prohibir la usura, ya sea
mediante una proscripción religiosa o por aplicación de una ley civil o incluso
del derecho natural. Dichas prohibiciones iban desde la lisa y llana
imposibilidad de prestar dinero a interés, hasta la reducción de las tasas de
interés o la veda total del interés compuesto. (34) La tradición bancaria de los
pueblos islámicos prohíbe la usura (riba) y recomienda las inversiones
pecuniarias “éticas”, acordes a los principios del código moral de la religión
profética (sharia). La tradición judaica del jubileo se centraba principalmente
en la remisión de los pecados, pero en los prolegómenos del Gran Jubileo del
año 2000, la campaña para abolir la deuda del Sur, conducida por una
coalición mundial de iglesias y otras entidades de la sociedad civil, quedó
asociada directamente a la doctrina católica de combate contra la pobreza y
fue apoyada formalmente por el papa Juan Pablo II. Una vez concluido el
Jubileo del 2000, otras organizaciones continuaron con la campaña para
“acabar con la deuda” y lograron una cancelación significativa de sus deudas
por parte del Grupo de los 8 —aunque muchas de las promesas expresadas en
tal oportunidad no se cumplieron—.

En Estados Unidos, el ejemplo máximo de la tradición del Jubileo fue la


Proclama Emancipadora de 1863. El gran “triunfo del Jubileo”, como lo llamó
Frederick Douglas, sigue siendo celebrado en muchas comunidades
afroamericanas el 1º de enero, declarado “Día del Jubileo”. No obstante,
cuando después de 1877 la Reconstrucción dio marcha atrás en el Sur del
país, la promesa de que los esclavos libertos pudieran ser dueños de la tierra
dio paso (como había sucedido a menudo en el pasado, luego de un período de
interrupción de la servidumbre) a un régimen neofeudal de servidumbre
perpetua de la deuda contraída por arrendatarios y aparceros. En su libro
Devil’s Dictionary (El diccionario del diablo), escrito en esa época, Ambrose
Bierce formula la siguiente definición: “Deuda. sust. masc. Sustituto ingenioso
de las cadenas y el látigo del dueño de esclavos”. De la misma manera, las
trascendentales reformas de los derechos civiles promulgadas en la década de
1960 fueron seguidas por un enorme aumento de la cantidad de
afroamericanos enviados a la cárcel. Hoy las prisiones privadas se llenan cada
vez más de hombres negros obligados a “pagar su deuda con la sociedad”. Por
lo demás, el paso del tiempo no anula la deuda, ya que como un legado
directo de la época de la esclavitud, la cesión de convictos para trabajos
privados y la segregación racial, a los reos se les ha negado
permanentemente todo derecho básico civil o humano. (35)

Gobiernos impotentes para impedir el surgimiento de un Estado carcelero o


de la servidumbre de la deuda son también lo bastante débiles como para
garantizar a los acreedores que los ciudadanos serán considerados
responsables por las deudas públicas. Los acreedores dispuestos a exprimir
hasta el último centavo del servicio de la deuda no tienen otra alternativa,
para burlarse de los procesos democráticos soberanos e imponer medidas de
austeridad sumamente impopulares que recurrir a organismos capaces de
hacerse cargo de eso, como el FMI. Al escoger este camino, los oligarcas
financieros corren peligro de perder la capacidad del Estado para mantener el
control político en su favor (gobernar con consentimiento de los gobernados
es una forma más eficaz de oligarquía que hacerlo con coacción), y de que por
ende se desaten protestas políticas y se agudicen los conflictos de clases. En
tales circunstancias, las alternativas para una democracia son muy claras. El
poder de los bonistas de obligar a que les paguen por la fuerza se contrapone
directamente a la autodeterminación popular.

De un lado de esta batalla está la clase acreedora, dotada de todas las armas
que le brindan las leyes contractuales y la moral del reembolso para
aplicarlas a los ciudadanos de la nación deudora, acusándolos de
holgazanería, de obtener beneficios fraudulentos, de eludir el pago de sus
impuestos, o bien, en una versión más blanda, exigiéndoles un “sacrificio
compartido”. Sus fieles aliados económicos inventan investigaciones que dan
sustento a su prédica moralizadora. Por ejemplo, podrían alertar a las
autoridades de que una alta proporción de la deuda respecto del PBI generará
crecimiento negativo, como hicieron Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff en su
influyente argumentación de 2010 para poner fin a las medidas keynesianas
de estímulo fiscal adoptadas por muchos países después de la crisis de 2008.
(36) Para cuando esa argumentación fue invalidada, en abril de 2013, como el
resultado de un error en los cálculos, el daño a los sistemas nacionales de
seguridad social, el gasto destinado a la asistencia social y los derechos a las
negociaciones colectivas ya había sido hecho. (37) Los partidarios de las
medidas de austeridad perdieron en parte su credibilidad intelectual
(Reinhart y Rogoff desestimaron el error diciendo que había sido un mero
“barullo académico”), pero las políticas por ellos recomendadas ya habían
sido ampliamente aplicadas, con lo cual entre los sectores de menores
recursos cundieron la miseria y la desesperación. (38)

Por otro lado están los ciudadanos movilizados que no ven motivos para
confiar en que los funcionarios electos respondan a sus reclamos, y mucho
menos que obren en su favor. En lugar de ello, muchos han comenzado a
practicar su propia variante de “democracia real” mediante asambleas
públicas y con acciones directas y otras maneras de conseguir que se hagan
las cosas, como la ayuda mutua y la participación en los recursos comunes.
Estas respuestas son el denominador común de los nuevos movimientos que
han surgido, desde los de los insurgentes de Túnez y Egipto, las
manifestaciones contra las medidas de austeridad en España denominadas
“15 de Mayo”, los campamentos de Syntagma y Occupy, hasta las
movilización masiva de la población en Turquía y Brasil. Parecería que la
democracia representativa perdió su atractivo para los miembros de estos
movimientos, o el derecho a exigir su adhesión que imperaba anteriormente.
(39) Si bien las demandas expresadas por las multitudes reunidas en las
plazas eran múltiples, la negativa a pagar la deuda financiera ilegítima surgió
como elemento común o unificador. Los lemas más frecuentes que invocaban
aludían en forma directa al tratamiento asimétrico de acreedores y deudores:
“No pagaremos la crisis de ustedes” se hizo popular en Europa, en tanto que
el cántico que acompañaba a los manifestantes de Occupy Wall Street era “A
los bancos los rescatan, a nosotros nos liquidan”.

A juicio de muchos de estos manifestantes, el conflicto cada vez más agudo


entre acreedores y deudores es más importante y significativo que la lucha
tradicional entre el capital y el trabajo. Los objetivos de su cruzada ya no son,
en general, el pleno empleo, el trabajo no alienado, los derechos a las
negociaciones salariales y a prestaciones sociales dignas, aunque ciertamente
estos no han sido aún satisfechos y continúan ocupando un lugar central en
los movimientos contrarios a la precariedad de la vida; lo que ha ocurrido es
que los dueños del capital en busca de mayores beneficios hace rato que ya
no están solo en los lugares de trabajo sino en la “fábrica social” de la vida
cotidiana. Su alcance confiscatorio toca hoy todas las actividades diarias, de
modo tal que la explotación mediada por las deudas se ha introducido en
todos los aspectos de la individualidad. La carga de la deuda se siente de
manera más íntima que la explotación laboral, aunque solo sea porque no es
posible reducirla al tiempo que por contrato debemos estar al servicio de los
empleadores. Dado que esta confiscación de los derechos se experimenta
como una amenaza existencial, muy próxima a los huesos constitutivos de la
vida y la libertad, la gente siente tanto más el impulso a desprenderse de los
lazos de la deuda como un acto de potenciación personal. Si ese impulso
cobra forma colectiva, es capaz de generar una vasta alianza dotada de un
atractivo moral formidable.

Son muchos los caminos que pueden tomarse para restaurar la economía
moral de la familia. En un extremo está la fijación de un precio justo para los
bienes sociales, opuesta a “lo que establezca el mercado”. En el otro, los
empeños por reemplazar la lógica de las transacciones comerciales por otra
basada en la cooperación y en la ayuda mutua. ¿Qué forma tendría un abanico
similar de posiciones sobre la anulación de la deuda? En un extremo del
espectro están los que defienden que las deudas sean un reflejo de la
capacidad de pago. El movimiento mexicano El Barzón, que surgió en la clase
media luego de la devaluación del peso mexicano, adoptó esta postura,
sintetizada en su lema: “Debo, no niego, pago lo justo”. En el otro extremo se
encuentran los que apoyan el “borrón y cuenta nueva” o el jubileo, o rechazan
la mayor parte de las deudas por ilegítimas. Pero el primer paso es decidir
cómo sacarnos de encima el peso de la deuda. Lo que sigue son algunos
principios y argumentos —muchos de ellos los hemos mencionado al pasar—
para ello.

Otorgar préstamos que, a todas luces, nunca podrán ser devueltos por
completo es un delito peor que no poder pagarlos. Hacer grandes negocios
con bienes comunes vitales, como lo son la educación, la atención de la salud
y la infraestructura pública, es una conducta antisocial corrupta, que debe ser
condenada sin ninguna clase de indemnización. Para empezar, el dinero que
nos prestan los bancos no es de ellos: se lo creó en el momento de firmar el
crédito, como una deuda pagadera con interés. La larga historia de fraudes y
engaños por parte de los bancos los descalifica a la hora de pedir
resarcimiento total: es más moral negarse a ello que pagarles. Colmados de
títulos, ganancias y dividendos, a los bancos y a sus beneficiarios ya se les ha
pagado lo suficiente. Dado que la clase acreedora genera una riqueza falsa,
un crecimiento impostor, y por ende no produce ningún bienestar duradero a
la sociedad, no merece de nosotros nada a cambio. Descargar la deuda en los
ciudadanos de una democracia le inflige a esta un grave daño, por duradero
que parezca haber sido ese procedimiento. Si un gobierno no puede —o no
quiere— responder por nosotros, tomar en nuestras manos el alivio de la
deuda por cualquier medio que sea necesario puede constituir el acto de
desobediencia civil más inexorable. Reafirmar nuestro derecho moral a
repudiar la deuda quizá sea la única manera de reconstruir la democracia
popular.

Más allá del alivio inmediato de la carga de la deuda, ¿cuál es la dura tarea
que nos espera? Edificar una economía sucesoria en torno de los principios
del crédito socialmente productivo, en lugar de la actual, que gira en torno de
la deuda depredadora. Pues en la medida en que Wall Street siga extrayendo
sus pingües ganancias del comercio de instrumentos financieros creados
sobre la base de dudosos créditos para el consumo, la venta de los riesgos
asociados y la multiplicación de sus activos merced al “milagro” del
apalancamiento, no tendrán incentivo alguno para invertir en bienes tangibles
o en empresas productivas que creen trabajo, ingresos, impuestos, y por ende
generen beneficios al fisco. Cuando los fondos de cobertura de alto riesgo
recogen beneficios explotando las diferencias en los precios del mercado,
cuando los bancos de inversión realizan provechosas transacciones mediante
puras apuestas financieras, cuando los bancos comerciales conceden créditos
a los consumidores simplemente para ayudarlos a pagar el servicio de la
deuda ya existente, es muy atractivo ilusionarse con la fantasía de que el
dinero siempre crea más dinero.

Durante la burbuja financiera previa a 2008, el sueño de concretar esta falsa


riqueza se hizo extensivo a todos. Ahora sabemos que los complejos métodos
matemáticos empleados por Wall Street para distribuir el riesgo descansaban,
en definitiva, en este principio simple: el garante final de tales riesgos sería el
contribuyente. Nos siguen llegando las facturas, ya sea en forma directa o
después de haber pasado por los filtros de la deuda pública, generadores de
austeridad. Pero el estadio final de este ciclo es el más cruel, porque esas
facturas solo pueden pagarse si cada familia incrementa su deuda. De ahí que
afirmemos que es una receta segura para la servidumbre futura. Nuestros
gobiernos no están en condiciones de quebrar ese ciclo. Tuvieron cinco años
para hacerlo, y en ese lapso el poder de los grandes bancos no hizo sino
aumentar. Debemos asumir nosotros mismos la tarea de romper las ataduras
de la deuda, paso indispensable para forjar nuevos lazos sociales entre
nosotros.

Suele decirse que las ataduras financieras son las más difíciles de desatar,
porque la relación entre las familias deudoras y sus acreedores se ha vuelto
cada vez más indirecta. Todas las deudas personales —por gastos médicos,
estudiantiles, de la vivienda o de las tarjetas de crédito— son hoy vendidas,
securitizadas y entregadas como garantía. Como consecuencia, las corrientes
de capital e intereses híper-apalancadas puede terminar en cualquier parte,
en manos de rentiers muy distantes del prestamista original y de los activos
subyacentes reales. Gracias a la costumbre de llevar los fondos jubilatorios
también al mercado financiero, los propios trabajadores se han convertido de
facto en acreedores, y por lo tanto la línea demarcatoria entre acreedores y
deudores (se nos insiste) se ha desdibujado. A través de la securitización y los
instrumentos financieros, Wall Street ha generado lo que Robert Kuttner
llama “una máquina apocalíptica”: aun si quisiéramos cancelar las deudas de
las familias, devolver a las hipotecas su forma original podría ser una
“imposibilidad legal y logística”. (40) Bien podría ser que los genios
académicos que realizan análisis financieros para Wall Street, las “mejores
mentes de su generación”, que pasaron a trabajar para Goldman Sachs,
Lehman Brothers y Merrill Lynch, solo sean capaces de romper los contratos,
pero no de restaurarlos en un formato que refleje relaciones humanas
reconocibles.

Está claro que este sistema de endeudamiento sin rendición de cuentas no fue
creado, ni es mantenido, para nuestro común bienestar. Su red de
obligaciones no está al servicio de la gran mayoría de las personas, obligadas
a pedir préstamos para solventar sus necesidades básicas; y sabemos que se
lo reconstruye en forma permanente a fin de atraparnos aún más entre sus
lianas. En la medida en que una creditocracia nos brinda escasos beneficios a
los individuos, o a la sociedad en su conjunto, tal vez haya llegado la hora de
decidir que no les debemos a sus verdaderos beneficiarios nada en absoluto.

1- Alison Kilkenny, “A Slow-Motion Train Wreck: The Real Consequences of


the Sequester”, The Nation, 24 de junio de 2013.

2- Uno de esos llamamientos provino de la organización Empowering and


Strengthening Ohio’s People.

3- Hannah Appel y JP Massar, “Can a Small California City Take on Wall


Street-And Survive?”, Strike Debt Bay Area, 29 de septiembre de 2013; puede
consultárselo en http://strikedebt.org/em-dom-richmond/. Steven Lee Myers y
Nicholas Kulish, “Growing Clamor About Inequities of Climate Crisis”, New
York Times, 16 de noviembre de 2013.

4- John Lanchester, “Let’s Consider Kate”, London Review of Books, 35, 14,
18 de julio de 2013, pág. 3.

5- Louis Hyman, Borrow: The American Way of Debt, Nueva York: Vintage,
2012, págs. 44-52.

6- Stuart Ewen, Captains of Consciousness: Advertising and the Social Roots


of the Consumer Culture, Nueva York: McGraw-Hill, 1976.

7- Citado en Louis Hyman, Debtor Nation: The History of America in Red Ink,
Princeton: Princeton University Press, 2012, pág. 43.

8- Herbert Hoover, “The Home as Investment”, National Advisory Council for


Better Homes in America, Better Homes in America Plan Book for
Demonstration Week October 9 to 14, 1922, Nueva York: Bureau of
Information of Better Homes in America, 1922, pág. 7.

9- El conflicto entre la frugalidad y el consumismo se describe en Daniel


Horowitz, The Morality of Spending: Attitudes Toward the Consumer Society
in America 1875-1940, Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1985;
Lendol Calder, Financing the American Dream: A Cultural History of
Consumer Credit, Princeton: Princeton University Press, 1999; y David
Tucker, The Decline of Thrift in America: Our Cultural Shift from Saving to
Spending, Nueva York: Praeger, 1990.
10- Citado en Hyman, Debtor Nation, pág. 53.

11- John Lanchester, I.O.U.: Why Everyone Owes Everyone and No One Can
Pay, pág. 31.

*- Nombre que recibió la Student Loan Market Association (Asociación para el


Mercado de Préstamos Estudiantiles). (N. del T.)

12- Citado en Kenneth Jackson, Crabgrass Nation: The Suburbanization of the


United States, Nueva York: Oxford University Press, 1985, pág. 231.

13- Dolores Hayden, Redesigning the American Dream: The Future of


Housing, Work, and Family Life, Nueva York: Norton, 2002, págs. 49-50.

14- Rachel Bratt, Michael Stone y Chester Hartman, eds., A Right to Housing:
Foundation for a New Social Agenda, Filadelfia: Temple University Press,
2006.

15- Stanley Moses, “The Struggle for Decent Affordable Housing, Debates,
Plans, and Policies”, en Affordable Housing in New York City:
Definitions/Options, Nueva York: Steven Newman Real Estate Institute,
Baruch University, 2005.

16- Ver Lizabeth Cohen, A Consumers’ Republic: The Politics of Mass


Consumption in Postwar America (Nueva York: Vintage, 2003), págs. 375-77.
Ver también Hyman, Debtor Nation, pág. 180.

17- Cohen, A Consumers’ Republic.

18- Paul Krugman, “Block Those Metaphors”, New York Times, 12 de


diciembre de 2010.

19- Federal Reserve Bank of Saint Louis, “Households and Nonprofit


Organizations; Credit Market Instruments; Liability, Level”; puede
consultárselo en http://www.research.stlouisfed.org/fred2/series/CMDEBT?
cid=97.

20- Josh Bivens y Lawrence Mishel, “Occupy Wall Streeters Are Right About
Skewed Economic Rewards in the United States”, Economic Policy Institute,
26 de octubre de 2011; puede consultárselo en
http://www.epi.org/publication/bp331-occupy-wall-street/.

21- Estas estimaciones se basaron en datos reunidos por la Reserva Federal:


Household Debt Service and Financial Obligations Ratios, y las cita David
Graeber, The Democracy Project, pág. 81.

22- Ver Strike Debt, Debt Resistors’ Operations Manual (2012), caps. 7 y 8;
puede consultárselo en http://strikedebt.org/. Howard Karger, Shortchanged:
Life and Debt in the Fringe Economy, Nueva York: Berrett-Koehler, 2005; y
John Caskey, Fringe Banking: Check-Cashing Outlets, Pawnshops, and the
Poor, Nueva York: Russell Sage, 1994.
23- Ken Bensinger, “High Prices Are Driving More Motorists to Rent Tires”,
Los Angeles Times, 8 de junio de 2013.

24- Gary Rivlin, Broke, USA: From Pawnshops to Poverty, Inc.—How the
Working Poor Became Big Business, Nueva York: HarperBusiness, 2010.

25- National People’s Action, Profiting from Poverty: How Payday Lenders
Strip Wealth from the Working-Poor for Record Profits, enero de 2012; puede
consultárselo en http://npa-us.org/files/.

26- Jessica Silver-Greenberg y Stephanie Clifford, “Paid via Card, Workers


Feel Sting of Fees”, New York Times, 30 de junio de 2013.

27- Alain Sherter, “As Economy Flails, Debtors’ Prisons Thrive”, CBS
MoneyWatch, 4 de abril de 2013; puede consultárselo en
http://www.cbsnews.com/8301-505143_162-57577994/.

28- Matt Taibbi ha documentado vívidamente algunos de estos numerosos


delitos en Rolling Stone: “Bank of America: Too Crooked to Fail” (14 de marzo
de 2011); “The Scam Wall Street Learned From the Mafia” (21 de junio de
2012); y “Everything Is Rigged: The Biggest Price-Fixing Scandal Ever” (25 de
abril de 2013).

29- Bernie Sanders, “A Choice for Corporate America: Are You With America
or the Cayman Islands?” Huffington Post, 9 de febrero de 2013; puede
consultárselo en http://www.huffingtonpost.com/rep-bernie-sanders/.

30- James Felkerson, “$29,000,000,000,000: A Detailed Look at the Fed’s


Bail-out by Funding Facility and Recipient”, Levy Economics Institute, Bard
College, Working Paper No. 698, diciembre de 2011; puede consultárselo en
http://www.levyinstitute.org/publications/?docid=1462.

*- La Patriot Act fue establecida por el presidente George W. Bush el 26 de


octubre de 2001, poco después del atentado contra las Torres Gemelas, y en
mayo de 2011 el presidente Barack Obama extendió por cuatro años más la
vigencia de tres de sus cláusulas más importantes. (N. del T.)

31- David Cole, Enemy Aliens: Double Standards and Constitutional Freedoms
in the War on Terrorism, Nueva York: New Press, 2003; Jane Mayer, The Dark
Side: The Inside Story of How The War on Terror Turned into a War on
American Ideals, Nueva York: Doubleday, 2008; David Shipler, The Rights of
the People: How Our Search for Safety Invades Our Liberties, Nueva York:
Knopf, 2011; y Shipler, Rights at Risk: The Limits of Liberty in Modern
America, Nueva York: Knopf, 2012.

32- Maude Barlow yTony Clarke, Global Showdown: How the New Activists
Are Fighting Global Corporate Rule (Toronto: Stoddard, 2002), y Lori Wallach
y Patrick Woodall, Whose Trade Organization? The Comprehensive Guide to
the WTO, Nueva York: New Press, 2004.

33- David Graeber, Debt: The First 5000 Years (Nueva York: Melville Press,
2011); Peter Linebaugh, “Jubilating, or How the Atlantic Working Class Used
the Biblical Jubilee against Capitalism, with Some Success”, Radical History
Review 50 (1991), págs. 143-80; Michael Hudson, “The Lost Tradition of
Biblical Debt Cancellations”, Nueva York: Henry George School of Social
Science, 1992; puede consultárselo en http://michael-hudson.com/wp-
content/uploads/2010/03/.

34- Charles Geisst, Beggar Thy Neighbor: A History of Usury and Debt,
Filadelfia: University of Pennsylvania Press, 2013.

35- Michelle Alexander, The New Jim Crow: Mass Incarceration in the Age of
Colorblindness, Nueva York: New Press, 2011.

36- Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, “Growth in a Time of Debt”, National


Bureau of Economic Research, Working Paper N° 15639, enero de 2010.

37- Thomas Herndon, Michael Ash y Robert Pollin, “Does High Public Debt
Consistently Stifle Economic Growth? A Critique of Reinhart and Rogoff”,
Political Economy Research Institute, University of Massachusetts, Amherst,
15 de abril de 2013; puede consultárselo en http://www.peri.umass.edu/236/.

38- Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, “Debt, Growth the Austerity Debate”,
New York Times, 25 de abril de 2013.

39- Michael Hardt y Antonio Negri, Declaration, Nueva York: Hardt and
Negri, 2012.

40- Robert Kuttner, Debtor’s Prison: The Politics of Austerity Versus


Possibility (Nueva York: Knopf, 2013), pág. 225.
CAPÍTULO IIIEducación para gente libre

Evidentemente alarmados por el crecimiento y la profundización del activismo


cívico durante el curso de la década previa, los autores del informe de la
Comisión Trilateral de 1975 (La crisis de la democracia) recomendaban que
“el efectivo funcionamiento de un sistema político democrático a menudo
requiere cierto grado de apatía y falta de participación por parte de algunos
individuos o grupos”. Dado el rol prominente que había tenido en los últimos
tiempos la protesta estudiantil en incomodar al establishment político, no fue
sorpresa que la población con educación universitaria que había aumentado a
raíz de la ley GI y de la Ley de Educación Superior de 1965, ameritara tan
especial atención. Sopesando las razones por las cuales estos tipos de
población universitaria se habían tornado menos apáticos de lo que era
conveniente para la democracia, los autores lamentaban “la superproducción
de personas con educación universitaria en relación con los trabajos
disponibles para ellas” y, en la conclusión del reporte, planteaban dos
opciones:

La educación universitaria, ¿debería ser provista por su contribución al nivel


cultural general de la población y su posible relación con el cumplimiento
constructivo de las responsabilidades de la ciudadanía? Si esta pregunta se
responde por la afirmativa, es necesario entonces un programa para reducir
las expectativas de trabajo de aquellos que reciben una educación
universitaria. Si la pregunta se contesta por la negativa, las instituciones de
educación superior deberían ser inducidas a rediseñar sus programas de
modo tal de reorientarlos hacia los patrones del desarrollo económico y de las
oportunidades de trabajo futuras. (1)

Los lectores podrán discrepar sobre qué senda fue seguida de manera más
decidida durante las décadas transcurridas desde entonces, pero es
imposible, hoy, considerar estas opciones sin investigar el creciente abismo
de la crisis de la deuda estudiantil. Cualquier discusión sobre las virtudes o
propósitos de la educación superior está ahora sobrecargada con el severo
peso de la deuda acumulada, sus estragos sobre la gente joven y la aparente
inmunidad de aquellos que se alimentan de su situación. Un sistema que dio
lugar a la acumulación de cerca de 1,2 billones de dólares en deudas y que
escupe graduados con una carga de deuda que promedia los 27.000 dólares
era inimaginable en 1975, cuando el apoyo público a la educación superior
era aún una prioridad nacional de alto nivel. Sin embargo, en retrospectiva, la
cuesta abajo estaba justo a la vuelta de la esquina. El mismo año, la ciudad de
Nueva York quedó atrapada en una crisis fiscal que determinaría el fin de la
matrícula libre en la City University of New York (CUNY), la gran institución
de la clase obrera. En la nominalmente gratuita Universidad de California,
que aspiraba a ser la universidad pública modelo mundial, los aranceles
comenzaron su sostenido ascenso unos pocos años más tarde.

La protesta universitaria ya no es más un rito de pasaje, como lo era para


mayoría de los estudiantes en las décadas del sesenta y el setenta. La
creciente carga de la deuda, ¿ayudó a sofocar la imaginación política
alternativa de los estudiantes en las siguientes décadas? ¿Puede culpársela
por restaurar “la apatía y la falta de participación” recomendados a la
Comisión Trilateral como una cura contra el “exceso de democracia”? Hoy a
los estudiantes norteamericanos se les suele repartir paquetes de préstamos
fuertes en el momento de inscribirse, mucho antes de que estén legalmente
autorizados a tomar alcohol; muchos son empujados a buscar empleos de
bajos salarios para permanecer en la universidad y evitar la generación de
más deuda; son estimulados a pensar en su graduación como en una
transacción en la cual han sido negociados sus sueldos futuros; y son llevados
cada vez más a elegir campos de estudio que proveen “valor” a través de las
ganancias potenciales para pagar sus préstamos. Estas no son condiciones en
las cuales pueda cultivarse una mente ágil y crítica, y apenas conducen a lo
que los autores del reporte denominaban “el cumplimiento constructivo de las
responsabilidades de la ciudadanía”. Pero son perfectamente útiles para las
élites, que no quieren una ciudadanía educada y librepensadora que les haga
demandas “excesivas”.

Esta es la razón por la cual cualquier movimiento dedicado a abolir la deuda


educacional no puede apuntar únicamente a realizar reformas económicas
limitadas. Los esfuerzos para bajar la tasa de interés, restaurar las
protecciones contra la quiebra (actualmente denegadas a los deudores
estudiantiles) o implementar programas más fuertes de repago basados en los
ingresos podrán brindar cierto alivio a algunos, pero no se acercarán siquiera
a lograr el objetivo de establecer la educación gratuita como un derecho
democrático vinculante —y podrían incluso frustrarlo—. Para promover ese
objetivo necesitaremos un movimiento regido por el principio que equipara la
educación libre con la ciudadanía libre. Hoy en día, como consecuencia del
poder prodigioso de las altas finanzas, enfrentamos una verdadera “crisis de
democracia”, no el menjunje vendido a la Comisión Trilateral. Podría decirse
que la capacidad de los prestamistas y de los inversores de tratar a la
educación como un centro de beneficios (los préstamos estudiantiles se
encuentran entre las más lucrativas de las formas de crédito) es el síntoma
más revelador de ese poder. Pero sería equivocado concluir que su conducta
es meramente oportunista, y que están explotando, para maximizar sus
beneficios, fisuras abiertas por legisladores corruptibles. Por el contrario, el
uso de la educación superior para extraer rentas económicas e hipotecar el
futuro de los estudiantes ha sido un nuevo principio de gobierno desde hace
tres décadas, con duras consecuencias para la voluntad política de la gente
joven.

La transmisión del costo del financiamiento de la educación a los estudiantes


endeudados representa la transferencia de la responsabilidad fiscal del
Estado a los individuos privados, que es el sello principal del neoliberalismo.
Como casi todos saben hoy, la tasa de transferencia se aceleró en los últimos
años; el costo de las matrículas se elevó en todos los sectores, pero en
particular en las universidades públicas (dicho costo aumentó un 500% desde
1985, y en los cinco años posteriores al crash, creció un 27% más que la
inflación general). El gobierno federal y los gobiernos estatales están
apartándose rápidamente del negocio de financiar de modo directo la
educación superior. El financiamiento total por parte de los estados cayó un
25% desde el 2000, y algunos estados, como Arizona y New Hampshire,
redujeron no menos del 50% sus gastos en educación solo desde 2008. (2)
Como resultado, la diferencia de precios entre las instituciones públicas
líderes y las privadas se está estrechando bruscamente año tras año.

Para la opinión pública, la “privatización de la educación” se caracteriza


típicamente por asociaciones entre la universidad y las empresas, apropiación
de la propiedad intelectual, patrocinio y propiedad corporativa de la
investigación, o “educación contractual” —por la cual una empresa le pagará
a una universidad de la comunidad para mejorar las calificaciones de sus
becarios—. Pero el acto por excelencia de privatización es este cambio en la
responsabilidad de la provisión pública a la financiación de la deuda privada
por parte de las mismas personas a las que se supone que las universidades
deben servir. La agenda para lograr esa transferencia es establecida por la
política gubernamental, como lo son todas las iniciativas neoliberales.
Consecuentemente, el resultado global ya no es la igualdad de oportunidades
lograda a través de la educación, como lo declararon varias voces
presidenciales, desde Eisenhower hasta Obama. La financiación de la
educación mediante deudas se ha convertido en un factor confiable en la
transferencia neta de riquezas desde los sectores con menos recursos hacia
los norteamericanos más acaudalados.

En junio de 2013 la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO, por su sigla


en inglés) pronosticó que el gobierno federal obtendría ese año un beneficio
de 51.000 millones de dólares gracias a los beneficiarios de préstamos
estudiantiles. Esta revelación tuvo un cierto impacto sísmico. Para muchos
era difícil digerir el concepto de que el gobierno pudiera realmente
beneficiarse de algo que era una obligación suya hacia los ciudadanos, pero la
magnitud de la suma aturdió o dejó estupefactos inclusive a aquellos que
sabían que el programa federal de préstamos había sido por largo tiempo una
fuente organizada de ingresos. Elizabeth Warren, elegida poco tiempo atrás
senadora por Massachusetts, lideró la carga retórica en el Capitolio contra el
Departamento de Educación señalando que 51.000 millones de dólares eran
“más que las utilidades anuales de cualquier compañía de Fortune 500 y
cerca de cinco veces las de Google”. (Más pertinente, quizás, era que esa
cifra constituía el equivalente de las ganancias combinadas de los cuatro
bancos más grandes de los Estados Unidos: JP Morgan Chase, Bank of
America, Citigroup y Wells Fargo). Autora de dos respetados libros
académicos acerca de la insolvencia, Warren había instalado su pretensión de
ser la nueva guardiana de los acreedores introduciendo una ley, la Ley de
Banco de Préstamos Equitativos para Estudiantes, que habría rebanado las
altas tasas de interés (del 6,8% al 7,9%) de los préstamos federales para
equipararla con la tasa (0,75%) que pagan los bancos para pedir préstamos a
la Reserva Federal. Ella y el copatrocinador de esa ley, John Tierney, se
lamentaban de que “el gobierno federal gana 36 centavos por cada dólar que
les presta a los estudiantes”, y pedían al Congreso que se diera a los
estudiantes prestatarios el mismo tratamiento que a los bancos, agregando el
importante recordatorio de que “a diferencia de los grandes bancos, los
estudiantes no tienen ejércitos, ni lobistas, ni abogados”. (3)

Al frente de los acreedores que aplicaban presión a través de sus lobistas


estaba Sally Mae, la inescrupulosa reina de los préstamos a estudiantes, que
en su apogeo en 2005 se había convertido en la segunda compañía más
rentable de Estados Unidos. (4) Acostumbrada a obtener resultados a través
de la presión sobre los legisladores, en el primer trimestre de 2013 había
gastado más de 1,4 millones de dólares tratando de bloquear el progreso de
dos leyes de reforma a los préstamos para estudiantes —la Ley de Equidad en
las Quiebras de Préstamos Privados a Estudiantes y la Ley de Ecuanimidad
para Estudiantes en Apuros—, antes que la ley promovida por Warren y
Tierney cayera en la caja legislativa. (5) Sally Mae había sido recientemente
cuestionada por estas tácticas mercenarias en la reunión anual de accionistas,
por activistas estudiantiles y sindicales aliados con la organización de
derechos humanos Jobs with Justice (Empleos con Justicia). Como signo de los
tiempos, más del 35% de los accionistas apoyó una resolución que demandaba
a los ejecutivos de la compañía mayor transparencia y divulgación de la
información. (6)

La propuesta de Warren y Tierney fue tanto una crítica indirecta al gobierno


por su trato diferencial a favor de los bancos, como un llamado a la equidad
en los préstamos. Pero un nuevo escrutinio de los préstamos federales para
estudiantes, inspirado por el pronóstico de la CBO, reveló hasta qué punto el
Ministerio de Educación funcionaba como un banco de Wall Street. Como es
común en la industria financiera, al prestamista se le permite registrar las
ganancias proyectadas del ciclo de vida de un préstamo al momento de su
origen. Del mismo modo en que un banco informaría su futura ganancia
(70.000 dólares, digamos, de un préstamo de 40.000) inflando sus activos,
también la agencia gubernamental incluye esa estimación en sus ganancias
anuales. Además, el gobierno federal presta dinero a una tasa virtualmente
nula (la tasa de interés del Tesoro es aún increíblemente baja), mientras que
les presta a los estudiantes a tasas mucho más altas, y recoge los beneficios
del spread (es decir, de la diferencia entre las tasas activa y pasiva). Y lo más
atroz de todo es que las ganancias no se reinvierten en la educación. Están
siendo utilizadas para pagar la deuda del gobierno, gran parte de la cual
debería ser calificada como deuda ilegítima, ya que fue contraída para pagar
los costos de una guerra inmoral en Irak y el igualmente ilegítimo rescate
financiero de los grandes bancos. En otras palabras, las ganancias
provenientes de los préstamos a los estudiantes están subsidiando el
militarismo y la criminalidad de Wall Street.

Dado el feroz apetito del Capitolio por reducir la deuda federal, había pocas
posibilidades de que los esfuerzos legislativos de Warren y Tierney por
reducir las tasas de interés de los préstamos a estudiantes fueran exitosos.
Los estudiantes deudores, cuyo número ronda los cuarenta millones, podrían
estar ingresando en situación de morosidad a un ritmo de un millón por año (y
un moroso de cada seis), pero las agencias de cobro del gobierno son capaces
de sacar partido de las elevadas penalidades, facultades de embargo y falta
de protección contra quiebras para recuperar no menos del 120% de cada
préstamo incumplido.

Habiéndose comprometido a llevar adelante un estricto régimen de disciplina


fiscal, la administración de Obama tenía poco margen para tomar una
posición que pudiera interrumpir o desviar el flujo de las ganancias del
gobierno hacia la reducción del déficit. Cualquier cambio sería meramente
cosmético, y calculado para ser presentado como una victoria de las
relaciones públicas (hacemos lo que podemos para darles una mano a los
estudiantes). Cuando el polvo se asentó, en julio de 2013, luego de un
grandilocuente debate en el Congreso, pareció que el gobierno se había
alineado con los halcones republicanos en su intento de reducir el déficit del
presupuesto tratando de equiparar las tasas de los préstamos federales con
las del mercado. Los estudiantes del ciclo básico universitario beneficiarios de
los préstamos estarían pagando 3,85% —el rendimiento actual de los bonos
del Tesoro a diez años, más 2,05%—. Se autorizarían tasas de hasta el 8,25%
para los estudiantes de los primeros años, 9,5% para los avanzados y la
friolera de 10,5% para los que fueran padres; y la CBO de hecho pronosticó
una fuerte alza en los próximos años.

Desde luego, es profundamente injusto que los estudiantes deudores estén


sujetos a altas tasas de interés en un momento en el que todo el resto de los
prestatarios disfruta de algunas de las tasas más bajas registradas en la
historia. Tampoco es justo que se les niegue las protecciones contra la
bancarrota, o que estén sujetos a altas penas por incumplimiento y embargo
de los salarios, declaraciones de impuestos, pagos de seguridad social, e
incluso las pensiones por discapacidad, o que las agencias tengan el poder de
perseguirlos más allá de la tumba, cobrándoles a los familiares codeudores
sobrevivientes. Estas condiciones, agregadas a las ganancias de los
acreedores, fueron legisladas en su gran mayoría a instancias del lobby
financiero, pero se mantuvieron intactas cuando el gobierno asumió la
responsabilidad directa por la emisión de los préstamos federales en 2010. El
rechazo del Congreso a reconsiderar cualquiera de estas disposiciones no se
puede explicar simplemente como resultado de la presión corporativa o de la
politiquería de corto plazo alrededor del déficit fiscal. Es también una
expresión directa de una forma de gobierno que a menudo se rotula,
sintéticamente, como neoliberal. Como consecuencia, los riesgos y las
responsabilidades de garantizar los costos de la educación se reasignan a los
más vulnerables, la riqueza se redistribuye hacia arriba a través del mercado
de credenciales y la deuda es esgrimida como una forma de gestión social.

Los viejos tiempos

La Ley de Derechos GI (Ley de Reajustes por Servicios de 1944, aplicada a los


veteranos de guerra de la Segunda Guerra Mundial) es correctamente
recordada como el programa que dio inicio a los años dorados de la educación
superior norteamericana. Proporcionó acceso universitario gratuito a más de
ocho millones de veteranos de guerra y, junto con sus hipotecas de bajo costo,
les ofreció a sus familias una promesa de cobertura digna de la clase media.
Para quienes gustan de calcular el valor pecuniario de cada programa federal,
un estudio del Congreso de 1988 encontró que cada dólar gastado en
beneficios educativos bajo la Ley GI original agregaba siete dólares a la
economía nacional en términos de productividad, expansión del consumo e
ingresos fiscales. Pero sería equivocado considerar la Ley GI puramente como
un programa de estímulo o incluso como un acto providente por parte de un
Estado asistencial.

El programa fue concebido en gran medida teniendo como trasfondo el temor


de que los veteranos de guerra fueran arrastrados a la agitación social que las
élites predecían a partir de que el movimiento obrero estaba cada vez más
envalentonado. Los recuerdos de las luchas por que se concediera el Bono a
los Veteranos del Ejército en 1932 —ante la negativa del Estado a darles
asistencia financiera luego de la Primera Guerra— aún estaban frescos. Pero
la entereza demostrada por el movimiento obrero organizado fue aún más
amenazadora. “Durante los cuarenta y cuatro meses transcurridos desde
Pearl Harbor hasta el día de la victoria sobre Japón (V-J Day) —señaló Jeremy
Becher— hubo 14.471 huelgas, que involucraron a 6.774.000 huelguistas,
más que en cualquier otro período de duración comparable en la historia de
Estados Unidos”.

No obstante, esta actividad política fue pronto superada (y nunca equiparada


desde entonces) en “los primeros seis meses de 1946, durante lo que la
Oficina de Estadísticas Laborales de Estados Unidos denominó ‘el período
más concentrado de conflictos laborales en la historia del país’”. (7) En parte,
la Ley GI fue una medida fiscal destinada a mantener el crecimiento
económico mediante la producción bélica, pero también tuvo como propósito
desactivar el poder creciente de la clase obrera organizada, escapar de la
amenaza del socialismo y restaurar la primacía de los hombres en el hogar, en
tanto una generación de mujeres abandonaba las fábricas en las que había
trabajado y se dirigía hacia sus acomodadas casas en las playas de Cape Cod,
que a partir de entonces manejarían con los ingresos remanentes del “salario
familiar” del cónyuge.

Posteriormente, la Guerra Fría asistió a una expansión masiva de la


investigación financiada por el Estado, en especial luego de aprobarse la Ley
de Educación de Defensa Nacional de 1958, instigada por el lanzamiento del
Sputnik soviético el año anterior. Bajo el patrocinio del militarismo
competitivo, el tan cacareado predominio de las universidades
estadounidenses dedicadas a la investigación fue establecido a través de la
decisión política de utilizar los círculos académicos para investigar y
desarrollar tecnologías de guerra intensivas en ciencia. (8) Entre otras
inyecciones de dinero, la ley de 1958 fundó el Programa de Préstamos
Estudiantiles para la Defensa Nacional, extendiendo préstamos a bajas tasas
de interés a alumnos universitarios que se enfocaran en la educación
científica y tecnológica. Estos fueron los primeros préstamos federales
directos a estudiantes, capitalizados con fondos del Tesoro, y explícitamente
concebidos para crear una fuerza de trabajo técnicamente calificada como un
brazo del Estado de la guerra, y no del “Estado del bienestar”.

La Ley de Educación Superior de 1965 (HEA, por su sigla en inglés) introdujo


los préstamos estudiantiles federales otorgados a la población en general,
junto con becas y subsidios para estudiantes de bajos ingresos y
pertenecientes a minorías étnicas. Esta ley fue uno de los programas para
forjar la Gran Sociedad de Lyndon B. Johnson, elaborado en respuesta a las
protestas en favor de los derechos civiles y a las demandas renovadas de los
sindicatos por que la clase trabajadora tuviera acceso a la universidad. Por
primera vez, hubo préstamos garantizados para estudiantes, originados en
bancos privados, pero respaldados por el gobierno federal. Se limitaron
inicialmente a los estudiantes de bajos ingresos —hasta 1.000 dólares para
hogares con ingresos de menos de 15.000—, pero los requisitos para acceder
a ellos fueron reduciéndose gradualmente en virtud de la presión de los
bancos, y en 1978 el programa estaba abierto a todos los estudiantes
independientemente de sus ingresos. La fórmula para obtener beneficios
sustanciosos estaba ya lista. En la medida en que las garantías federales
significaban préstamos libres de riesgo para Wall Street, el programa
funcionó como un generoso subsidio para los bancos. Durante las tres
décadas siguientes, los bancos, los legisladores federales y de los estados y
los administradores de las universidades se trabaron en una complicada
disputa en torno a las virtudes de los préstamos garantizados versus los
préstamos directos. Los excesos de la industria financiera combinados con la
crisis crediticia posterior al crash resolvieron el debate en 2010, cuando la
administración de Obama dio por terminado el Programa de Préstamos
Federales a la Familia y la Educación (FFEL, por su sigla en inglés), bajo el
cual el gobierno había subsidiado fuertemente a los bancos privados para que
concediera préstamos. Hoy el 85% del total de los préstamos tienen su origen
en el gobierno federal, aunque la rápida tasa de emisión de préstamos
privados (que aplican tasas de interés más elevadas) indica que este
porcentaje decrecerá en los próximos años.

En julio de 2012 la deuda privada total de los estudiantes totalizaba más de


165.000 millones de dólares, con 850.000 préstamos en mora. (9) La Ley HEA
había abierto las puertas, pero su reautorización, cada cinco años en
promedio, fue la oportunidad para que los bancos impulsaran su causa. Cada
reiteración tornaba más sustanciosa la apuesta para las empresas de Wall
Street, que en los años 1980 ya estaban en una implacable persecución de
nuevos deudores. Los subsidios federales y las tasas de interés fueron
progresivamente elevados, y en 1972 se formó la Asociación para el Mercado
de Préstamos Estudiantiles (alias Sallie Mae) con el objeto de crear un
mercado secundario de deuda. Tal como lo había hecho Fannie Mae antes, en
un comienzo esta nueva iniciativa patrocinada por el Estado les compró
préstamos a los bancos a fin de liberar sus libros contables para que pudieran
prestar más.

De acuerdo con la Ley de Reforma Tributaria de 1976 también se autorizó a


los estados a generar otro mercado secundario a través de empresas sin fines
de lucro, creadas para comprar los préstamos. Con los beneficios que les
dejaban estos mercados, las garantías federales por el 100% de los
préstamos, y un cúmulo de otros subsidios oficiales, los prestamistas privados
acumularon ganancias. La deuda estudiantil acumulada, que alcanzó los 1.800
millones de dólares en 1977, empezó luego a crecer más rápidamente,
llegando a los 30.000 millones en 1996. (10)

En el momento en que terminó la Guerra Fría, al comienzo de la década de


1990, las revueltas de los contribuyentes ya se habían cobrando un alto precio
en los presupuestos de los estados, rebanando profundamente el apoyo a las
universidades públicas. El límite planteado a los impuestos a la propiedad por
la Proposición 13 de California se convirtió en un instrumento fiscal para la
venganza personal del ex gobernador Ronald Reagan en contra de la
Universidad de California. En su campaña electoral, Reagan había
identificado al manifestante estudiantil con el enemigo público. Embistió
contra los participantes en el Movimiento por el Discurso Libre de Berkeley
calificándolos como “bichos raros”, “mocosos maleducados” y “cobardes
fascistas”, declaró que “la educación es un privilegio, no un derecho” y
argumentó que “el Estado no debería subsidiar la curiosidad intelectual”.
Aunque Reagan movilizó celosamente a la Guardia Nacional en contra de los
manifestantes de Berkeley, cercenó presupuestos educativos y elevó los
aranceles en un esfuerzo por acelerar el financiamiento basado en la
matrícula, el sistema aún estaba protegido por la élite de los ex alumnos. (11)
Pero la caída en los ingresos a partir del impacto de la Proposición 13 generó
una oportunidad más tecnocrática, desembarazada de la hostilidad ideológica
de Reagan, para disminuir el apoyo del Estado y pasar los costos a los
estudiantes.

Las universidades públicas, como la de California, continuaron siendo un


activo vital para la Guerra Fría, indispensables como brazos de investigación
para el complejo militar-industrial. Pero con el fin de la Guerra Fría la
necesidad de Washington de competir con el bloque socialista en sectores
notorios de la inversión pública desapareció. La educación superior fue uno
de esos sectores. Se cortó el financiamiento para la ciencia de alto nivel y el
flujo de dólares federales hacia las universidades decayó. El capital privado
fue llevado a las instituciones de educación superior para ayudar a tapar los
huecos en tanto que a fin de obtener nuevos recursos para financiar la
investigación los administradores se orientaron hacia las alianzas entre
universidades y empresas. Mientras tanto, las revueltas fiscales se
diseminaron por todo el país, con previsibles efectos en el financiamiento
directo de las universidades por parte de los estados. A partir de mediados de
los años noventa, los costos de las universidades empezaron a elevarse
bruscamente, y los estudiantes provenientes de los hogares de mayores
ingresos fueron forzados cada vez más a sacar préstamos. El ingreso de estos
prestatarios de bajo riesgo dio pie a que los grandes bancos saltaran a este
sector cada vez más lucrativo, ahora revitalizado por el advenimiento de la
securitización en la forma de títulos valores respaldados por activos para
préstamos estudiantiles (SLABS, por su sigla en inglés), emitidos por primera
vez por Sallie Mae en 1995.

Escindida ese mismo año, y completamente privatizada para 2004, Sallie Mae
reforzó su dominio creciente de la industria financiera mediante la
adquisición de una gran cantidad de prestamistas, agencias de cobro,
agencias de garantía y aglutinadores, muchos de los cuales son entidades sin
fines de lucro. Ningún otro prestamista estaba en condiciones de controlar
cada aspecto del proceso de la deuda —desde la emisión del préstamo, hasta
el control del servicio y la cobranza—. La falta de supervisión combinada con
este cuasi-monopolio del sector dio lugar al fraude en cada tramo del terreno
de los préstamos a estudiantes. Sobornos a los asesores financieros,
préstamos depredadores de alto riesgo orientados a estudiantes de bajos
ingresos y acoso abusivo de los cobradores eran solo algunas de las malas
prácticas habituales de Sallie Mae, seguidas por los otros bancos que
prosperaron ante la falta de protección legal para los deudores estudiantiles.

Mientras la reorganización federal de 2010 cortó los préstamos directos a los


bancos, Sallie Mae fue una de las cuatro compañías seleccionadas para
administrar y mantener los préstamos asegurándose un continuo y saludable
beneficio de la distribución de los fondos públicos. El dominio de los
préstamos privados por parte de esta compañía no paró de crecer, desde que
los bancos “demasiado grandes para quebrar” abandonaron el negocio,
abatidos por la marea creciente de incumplimientos. Aunque el Congreso
terminó de redactar su carta federal en 2004, Sallie Mae no es solo el mayor
organismo originador de préstamos federales (pre-2010): además continúa
operando bajo la percepción pública de que sus operaciones crediticias
privadas están respaldadas por el Estado. Esto no es casual. La
administración de la educación superior por parte del gobierno federal ha
sido por largo tiempo un medio para el beneficio privado —ya sea para los
contratistas militares durante la Guerra Fría, como para los bancos de Wall
Street durante el apogeo del financiamiento a los estudiantes mediante deuda
—.

La forma más cruda y corrupta de esa relación puede encontrarse en el sector


universitario con fines de lucro, que se convirtió cada vez más en la opción
por defecto para los estudiantes de bajos ingresos o “no tradicionales”
excluidos de los sistemas universitarios públicos que estaban cortos de
dinero. Las ganancias en este sector, que hoy representa a una cuarta parte
de las instituciones de educación superior en Estados Unidos, dependen
fundamentalmente de los ingresos indirectos de los préstamos federales. Hoy
las instituciones con fines de lucro reúnen entre el 10 y el 13% de los
estudiantes matriculados, pero reciben el 25% del total de los préstamos
federales. Adquiridos por compañías que cotizan en la bolsa y por fondos que
invierten en compañías que no cotizan en la bolsa, se convirtieron en
“colegas” de Wall Street, dedicando una siempre creciente porción de sus
ingresos al marketing, el reclutamiento y las ganancias de los accionistas, y
una cuota decreciente a la instrucción. Una investigación llevada adelante en
2010 por el Comité de Salud, Educación, Trabajo y Jubilaciones del Senado
encontró que en las instituciones con fines de lucro el costo de los programas
de grado es cuatro veces mayor que en las universidades comunitarias; el
96% de sus estudiantes toman préstamos federales (comparado con el 13% en
las universidades comunitarias), no menos del 63% abandona la universidad
sin haber logrado un título; y más del 20% cae en mora luego de tres años de
ingresar en el repago, lo cual representa casi el 47% de los morosos de los
préstamos federales. (12)

Las estadísticas de endeudamiento excesivo, incumplimiento y robo a la luz


del día en este sector son impactantes. Sin embargo, el boom de las entidades
lucrativas es fundamentalmente resultado de la retirada del Estado de la
educación pública, que ha dejado muchos hogares a la intemperie. En algunos
estados, especialmente en el sur profundo, las universidades comunitarias
han optado por abandonar el programa de préstamos federales, y esto ha
afectado desproporcionadamente a las poblaciones afroamericanas. (13) Los
aspirantes a estudiantes no tienen más remedio que recurrir a prestamistas
privados que apuntan a los prestatarios de alto riesgo, o tienen que tomar los
préstamos federales que se ofrecen para asistir a una universidad privada de
dudosa calidad. Mientras yo estaba de visita en una universidad comunitaria
del sudoeste, un hijo de inmigrantes me contó que, por sugerencia de los
“consejeros de admisión”, había sacado una serie de préstamos para
matricularse en una universidad privada, solo para descubrir luego de la
graduación que la institución no estaba debidamente acreditada.
Imposibilitado de transferir el crédito, había comenzando de nuevo sus
estudios en otra universidad, con una nueva ronda de préstamos.

Aun las familias con varias generaciones de experiencia universitaria tienen


dificultades para discernir entre las muchas opciones de ayuda financiera
disponibles hoy en día. Para familias de primera generación como la de este
estudiante, el acceso a la información adecuada no es inmediato y son más
fácilmente engañados por la publicidad falsa orientada directamente hacia
ellos. En efecto, la Oficina de Protección Financiera del Consumidor (CFPB,
por su sigla en inglés) encontró que el 12% de los estudiantes que tomó
deuda estudiantil privada nunca solicitó un préstamo federal, que lleva tasas
de interés menores y términos de reembolso más flexibles, aun cuando
reunieran los requisitos para recibirlos. (14)

En lo concerniente a la deuda estudiantil, los graduados de universidades


privadas provenientes de familias de ingresos medios son emblemáticos. Los
productores de los principales medios masivos se hacen la fiesta con las
historias de estos individuos “derrochadores” que han acumulado $200.000
dólares o más de deuda. Pero la historia real se encuentra más abajo en la
escala de ingresos. Como sucede con cualquier otra forma de deuda personal,
el impacto general de la deuda estudiantil se magnifica entre las familias de
bajos ingresos. Y no es de sorprender que emerja un perfil racial bien
conocido. Entre los estudiantes que han obtenido el título del primer ciclo
universitario, cerca del 81% de los afroamericanos y el 67% de los
latinoamericanos dejan las aulas como deudores, comparado con el 64% de
los estudiantes blancos. (15)

Muy afectadas por la quiebra de las hipotecas subprime, las familias negras
han tenido que pedir más dinero prestado para mandar a uno de sus
miembros a la universidad, con lo cual entre los estudiantes afroamericanos
deudores la tasa de incumplimiento es cuatro veces mayor que entre los
blancos. Pero aun en 2007-2008, justo antes del crash, el 27% de los
estudiantes negros estaba pidiendo prestado más de 30.000 dólares para
pagar la universidad, comparado con el 16% de los blancos, el 14% de los
latinoamericanos y el 9% de los norteamericanos de origen asiático. (16)
Entre los estudiantes, las lesbianas, los gays, los bisexuales y los transexuales
(LGBTQ) también llevan una carga de deuda desigual. En general sus familias
no los apoyan, haciéndoles más difícil encontrar codeudores para los
préstamos federales PLUS disponibles para los padres a fin de ayudar a pagar
los aranceles de sus hijos. En estas circunstancias, están a merced de los
prestamistas a altas tasas. Los estudiantes indocumentados —la generación
del Sueño Americano—, que están legalmente excluidos de los préstamos
federales y por lo general no están en condiciones de recibir ayuda financiera
estatal o financiación universitaria, se hallan en la misma situación.

Los aborígenes norteamericanos, los afroamericanos y los inmigrantes


latinoamericanos fueron en gran parte excluidos de la propiedad de la
vivienda y de los beneficios educativos de la Ley GI original. Había grandes
esperanzas de que esta negligencia histórica pudiera ser reparada mediante
la nueva ley GI (posterior al 9/11), aprobada por el Congreso en 2008 para
ayudar a ingresar en el sistema educativo superior a los veteranos de las
guerras de Irak y Afganistán. Sin embargo, la emisión de los fondos, por valor
de 9.000 millones de dólares al año, resultó ser una invitación para que los
reclutadores de las universidades privadas persiguieran agresivamente a los
ex soldados —algunos veteranos con heridas cerebrales traumáticas no tenían
recuerdos de haberse inscripto para las clases, pero igual eran presionados
para que pagaran—. El resultado fue que la ley tuvo un impacto indebido en
los veteranos de color, que habían servido desproporcionadamente en las
fuerzas armadas en esas guerras. (17)
Estas universidades privadas habían explotado una fisura legislativa que les
permite contabilizar dineros de la Ley GI (emitidos por el Departamento de
Defensa) como parte del 10% de los ingresos que están obligados a recaudar
de fuentes ajenas al Departamento de Educación. Los préstamos estudiantiles
federales de esta última fuente representan el 90% restante de sus ingresos.
Como apuntaban a los “uniformados con dólares”, más del 38% de los fondos
gubernamentales de la Ley GI se encaminaron hacia las arcas de las
universidades de Wall Street. (18)

El informe publicado por el comité de Tom Harkin en 2010 (*) no fue la


primera acusación mordaz del Congreso sobre la educación universitaria con
fines de lucro. Sam Nunn dirigió investigaciones a mediados de la década del
setenta, y luego de nuevo, en 1994, en una serie de audiencias de alto perfil.
El testimonio escalofriante sobre los abusos de la industria financiera
convenció al Congreso de que debían fijarse reglas estrictas, que fueron
debilitadas con los años mediante acciones de lobby explícitas. Pero eso no
fue nada comparado con el empeño de bloquear los esfuerzos del gobierno de
Obama por avanzar con el informe de 2010. Con sus 30.000 millones de
dólares, la industria envió un batallón de lobistas al Capitolio, muchos de ellos
antiguos miembros del Partido Demócrata que mantenían estrechos vínculos
con la Casa Blanca, como parte de una campaña formidable para sabotear la
propuesta de endurecimiento de las normas. Una porción del botín de guerra,
de 16 millones de dólares, fue a manos de Richard Gephardt, considerado
como un “león liberal” en su apogeo, cuando actuaba como líder de la
mayoría en la Cámara de Representantes. Como tantos otros antiguos
legisladores, ahora estaba haciendo una carrera lucrativa presionando en
favor de las corporaciones, las mismas a las que alguna vez había sido elegido
para regular. La guerra relámpago librada por este grupo de presión, que fue
considerada extrema aun para los estándares de la K Street, (**) tuvo éxito en
diluir las normas propuestas. (19)

A pesar de estos esfuerzos bienintencionados pero finalmente frustrados, la


incapacidad de larga data de los legisladores para controlar el impredecible
crecimiento de las universidades depredadoras de Wall Street no es un
ejemplo de formulación de políticas fallido. Por el contrario, la emergencia del
sector, en paralelo con el crecimiento general de la deuda estudiantil, puede
ser vista como un resultado directo de la administración de la educación por
parte de un gobierno neoliberal. En la era de la Guerra Fría, cuando
prevalecía el capitalismo administrado, el financiamiento estatal de la
educación superior fue parte de un pacto para ofrecer las comodidades en
materia de ingresos y de consumo propias de la clase media a los
trabajadores y sus hijos, pero también respaldó la estrecha relación del
Pentágono con los contratistas de la defensa y otras corporaciones con
intereses creados en una economía de guerra permanente.

Cuando las finanzas comenzaron a desplazar a la manufactura industrial


como el flujo de beneficios dominante en el capitalismo estadounidense, la
educación superior demostró ser igual de servicial. El grifo del servicio de la
deuda se abrió ampliamente para Wall Street cuando, en nombre de la
equidad, el derecho a acceder a los préstamos se extendió a todos. Del mismo
modo que se amplió la investigación universitaria para dar respuesta a las
necesidades de la Guerra Fría, así la multiplicación del sector privado brotó
rápidamente como el camino más rápido para recaudar las rentas de la
deuda, a la vez que su envoltorio de servicios educativos refleja plenamente el
ideal neoliberal de una sociedad que pague por todo.

¿Burbuja de activos o movimiento político?

A diferencia de otras deudas de las familias, que comenzaron a disminuir


cuando se instaló la recesión, la de los estudiantes continuó en aumento, en
todos los grupos etarios, a la par del costo de las universidades. A todas luces,
la carga de la deuda estudiantil no forma parte del “remanente de deuda” que
quedó del colapso. En rigor, su índice de acumulación fue en alza desde 2008,
a medida que estado tras estado de la Unión recortaban sus presupuestos
educativos. Un informe de la Reserva Federal de marzo de 2013 que concitó
mucha atención afirmaba que entre 2004 y 2012 las deudas estudiantiles casi
se habían triplicado y que las moras de los pagos de los estudiantes (saldos de
préstamos no cancelados después de 90 días o más) seguían en espiral
ascendente. Casi la tercera parte de los reembolsos de los prestatarios
estaban en default. (20)

Estos índices de default desataron nuevos temores de que la deuda estudiantil


fuera la próxima burbuja de activos que habría de estallar, temores
agudizados por la noticia de que el mercado de los títulos valores respaldados
por activos para préstamos estudiantiles (SLABS por su sigla en inglés) había
recobrado su atractivo para los inversores. Las transacciones con SLABS
habían pasado de 75,6 millones de dólares en 1990 a 2,67 billones de dólares
cuando alcanzaron su punto máximo, justo antes del crash; el volumen del
mercado disminuyó desde entonces. (21) En marzo de 2013, cuando Sally
Mae vendió 1.100 millones de dólares de SLABS respaldados por préstamos
estudiantiles, la demanda de los inversores por el tramo de mayor riesgo
resultó ser quince veces superior a la oferta. (22) No obstante, este
resurgimiento por el afán de comprar préstamos riesgosos tuvo mucho que
ver, probablemente, con la desesperación de los inversores en una era de
tasas de interés bajas. Aunque Sally Mae emitió SLABS por un valor
considerable, de 13.800 millones de dólares, en 2012, este volumen fue nimio
si se lo compara con lo transado en 2008 en títulos de alto riesgo no
securitizados. (23) Si los títulos hipotecarios decaen, siempre hay alguna
vivienda, en algún lado, de la que uno puede apoderarse, pero los SLABS,
respaldados mayoritariamente por el Estado, no cuentan con ningún activo
físico que se pueda incautar o vender a terceros. La educación es un activo
inalienable… ¡al menos hasta que los bancos desarrollen un software para
descargarla del cerebro de los deudores!

Si se produce una burbuja con la deuda estudiantil, ya no se trata de un


pasivo financiero sino de una catástrofe social. Los gerentes financieros de
todo el país se inquietan cuando el crecimiento se detiene porque los
estudiantes universitarios avanzados que están colmados de deudas tal vez
nunca puedan poseer una vivienda, o tener hijos, o ser dueños de los demás
grandes ítems del consumo que hacen crecer el PBI. Algunos grupos
reformistas han propugnado el perdón masivo de las deudas como una
manera eficaz de “estimular la economía”. (24) Voces más radicales rechazan
el paradigma del perdón (con sus connotaciones de culpabilidad) y exigen un
jubileo de las deudas estudiantiles basado en fundamentos morales: para
aliviar el sufrimiento humano que acompaña a esta forma de servidumbre. En
todo caso, ese sufrimiento ya no se oculta, porque los deudores han
comenzado a quebrar su habitual silencio en torno de sus deudas para hacer
públicas su penosa situación.

Entre los más conspicuos participantes en las manifestaciones de Occupy en


todo Estados Unidos estaban los estudiantes avanzados con muy malos
empleos que portaban carteles con confesiones tales como “Debo 120.000
dólares” o “No puedo (ni debo) pagar mi deuda estudiantil”, y muchos no
ocultaban su desesperación, tanto en los encuentros callejeros como en las
compilaciones de testimonios online, como en el conocido lema “Somos el 99
por ciento” de la plataforma Tumblr. (25) Este ritual público de “confesiones”
sobre las deudas personales tuvo el carácter revulsivo de un movimiento
político. Al menos fue una forma de exorcizar la vergüenza que aflige a los
deudores y que puede llevarlos a la depresión, el divorcio y el suicidio. (26)

En la Universidad de Nueva York (New York University, NYU), donde enseño,


los estudiantes avanzados tienen una deuda global que es un 40% mayor que
el promedio nacional. Según algunas estimaciones, es la universidad
norteamericana más cara (en el año académico 2013-2014, el pago de los
aranceles, el alojamiento y la comida, y los honorarios requeridos llegaba a
61.977 dólares anuales), y no hay que buscar mucho para encontrar
estudiantes que tienen deudas exorbitantes. (27) Un ex alumno me escribió
para comentarme que junto con sus viejos compañeros habían formado el
“club de los cien mil” para convocar a todos los que tenían deudas de seis
dígitos. Es bien conocido por los alumnos el dato de que la NYU tiene la
mayor cantidad de “Sugar Babies” (*) en un sitio web de “encuentros” entre
parejas en el que las mujeres jóvenes pueden hallar hombres mayores que
sean sus “Sugar Daddies”. Dada la limitada ayuda económica que reciben, los
alumnos de la mayor universidad privada de Estados Unidos son los más
comprometidos en su angustiada búsqueda de la forma para salir a flote.

Sé desde hace tiempo que lo que yo cobro como profesor depende de que mis
alumnos contraigan grandes deudas, que a veces los comprometen durante
décadas. Sin embargo, como la mayoría de los profesores, decidí no ocuparme
del asunto —lo cual puede parecer justificado, dado que los sueldos docentes
han permanecido estancados durante tanto tiempo—. De hecho, el costo de
estos sueldos, que han sido bruscamente reducidos como consecuencia de
que la labor académica se ha vuelto más informal— dista muchísimo del
aumento insólito que han sufrido las matrículas. En cambio, el aumento
desmesurado de los gastos administrativos es uno de los principales factores
que contribuyen a esta situación. (28) Según el Departamento de Educación
de Estados Unidos, entre 2001 y 2011 la cantidad de empleados contratados
para manejar o administrar programas, personas y normas aumentó un 50%
más que el número del personal docente, y también los sueldos de aquellos se
incrementaron más que los de estos. (29) Hoy, en las universidades
norteamericanas, la cantidad de personal administrativo es mayor que la de
los profesores fulltime. A diferencia de lo sucedido en las empresas, donde se
suprimieron niveles gerenciales a fin de que las compañías fueran más
“rentables”, los establecimientos de la enseñanza superior han engordado su
nómina de salarios administrativos.
También se fueron a las nubes otros costos no relacionados con la enseñanza,
principalmente la expansión de las instalaciones, intensiva en capital. El costo
de los empréstitos para construcción constituye un componente
desproporcionado de la deuda de muchas universidades y, como ha señalado
Bob Meister, los aranceles del estudiantado no solo sirven de garantía de los
títulos con que se paga esa construcción sino que son la base financiera para
abonar los intereses. (30) De hecho, la deuda pública institucional de los
establecimientos que brindan programas de cuatro años se triplicó con creces
entre 2002 y 2011 llegando, según el Departamento de Educación, a los
88.000 millones de dólares. (31)

Las universidades situadas en centros urbanos, en particular, son cada vez


más importantes en el crecimiento de esas urbes, por lo cual tienen muchos
incentivos para ampliar su espacio físico, aunque sea al precio de incurrir en
un apalancamiento desmedido. (32) La dirección de la NYU propuso su propio
plan de expansión, muy controvertido —el mayor emprendimiento urbano
acometido en el centro de Manhattan durante décadas—, con un costo
estimativo inicial de 5.000 millones de dólares. Para reunir esta suma se
requerirá un endeudamiento muy superior a los fondos que componen la
actual dotación de la universidad (de 2.100 millones de dólares) y aumentará
su deuda a largo plazo a 3.700 millones (de 998 millones en 2003). Incluso la
agencia de calificación crediticia Moody’s, conocida defensora de la
expansión de las universidades, afirmó que el balance de la NYU estaba “muy
apalancado” y que el coeficiente de 0,51 entre los recursos financieros de la
entidad y su deuda directa era muy “escaso”. El coeficiente aceptable para
entidades sin fines de lucro en general es de 0,8 a 2,0, pero la mayoría de las
universidades procuran que sea bastante superior a 1,0. La fuerte resistencia
del claustro docente al plan de expansión se debió, en parte, a que tenía casi
la certeza de que su financiamiento requeriría un gran aumento de los
aranceles y de la deuda global de los estudiantes. (33) En rigor, las
universidades suelen obtener buenas calificaciones crediticias (lo que les
permite acceder a créditos más baratos) gracias a que pueden elevar los
aranceles a voluntad. A diferencia de la mayoría de las restantes empresas,
están facultadas a aumentar sus ingresos todos los años.

Pero si bien la deuda estudiantil es el meollo del problema fiscal que hoy tiene
la NYU, cada vez que yo quería debatir el tema en clase noté que nadie tenía
ganas de dar su opinión. Esto no era común en un grupo de alumnos siempre
prestos a comunicar sus puntos de vista y sentimientos personales sobre la
mayoría de los asuntos. Cuando indagué un poco más, dos alumnos me
confesaron que el monto de sus deudas les provocaba profunda vergüenza.
Rodeados como estaban, en una escuela de esa categoría, por compañeros
proveniente de familias muy ricas, temían que si se referían a su complicada
situación el estigma caería sobre ellos. Uno de ellos pidió perdón en una
oportunidad por dormirse en clase: para evitar contraer más deudas, había
tenido que tomar un segundo empleo, algo nada infrecuente en esta época. La
otra alumna confesó que no quería alimentar sus propias dudas internas
sobre si la educación con que había soñado se convertiría en un terreno
minado o en una cruz financiera: mientras continuara estudiando, iba a dejar
de lado esos pensamientos.
La visita a otras universidades me confirmó lo que había visto en la NYU. En
general, los alumnos no consideraban una “deuda” los préstamos que les
había hecho; no tenían motivos para imaginar qué significaría tener que hacer
pagos mensuales. Uno se refirió a esos préstamos como “dinero gracioso”,
otro los describió como “fondos de cobertura” (tomando la expresión
financiera) o como una apuesta para forjarse un futuro. Muy pocos se
consideraban deudores. Datos etnográficos confirman que las personas con
préstamos no reembolsados no se consideran “deudoras” hasta que no
pueden cumplir con los pagos. (34) Las que han recibido créditos
hipotecarios, como yo, se ven a sí mismas como propietarios y no como
deudores de su vivienda, aunque este último rótulo es más exacto. El débito
automático de nuestras cuentas bancarias ha suprimido el ritual mensual de
tener que extender un cheque por una deuda, que antes nos habría hecho
reflexionar sobre nuestra conducta, o a cuestionarla.

La mayor parte de los estudiantes que toman préstamos confían en las


condiciones de los que los presentan; por otra parte, pocos tienen suficientes
conocimientos financieros como para discutir algo. La oferta no los invita a
reflexionar porque se ha convertido en un rasgo normal de la vida
universitaria. Sin duda alguna, este fácil acostumbramiento ayuda a aliviar la
culpa de los empleados encargados de la inscripción, a quienes se les paga
para que digan a los potenciales alumnos que esos préstamos con altas tasas
de interés son una inversión sólida en su futuro. Se ha comprobado que
algunos, con menos escrúpulos morales, se han aliado directamente a los
prestamistas. (35)

Por su parte, los padres de los alumnos no formulan demasiadas preguntas. El


prestigio de las instituciones universitarias los intimida y no quieren frustrar
las aspiraciones de sus hijos. No obstante, tanto los estudiantes como sus
familiares tienen derecho a saber cómo gastan los administradores lo que
cobran por aranceles, cifras que son cada vez mayores. Los libros contables
de las escuelas privadas no se ponen a disposición del público y las maniobras
fiscales de muchas universidades públicas son, por decir poco, turbias, pero el
movimiento de gente que demanda mayor transparencia fiscal va en aumento.
En la institución a la que pertenezco, el clamor cobró fuerza cuando se reveló
que los directivos tenían un programa secreto para conceder préstamos
“perdonables” a sus altos funcionarios y los miembros destacados de su
claustro docente con el objetivo de comprar su vivienda propia. El programa
llegó a permitir la adquisición de casas de verano, incluida una para el
presidente de la universidad, de un millón de dólares, ubicada en una playa.
(36)

El claro contraste entre el tratamiento que se daba a los préstamos


estudiantiles y a las deudas “perdonables” de los de arriba caracteriza el
doble patrón que se ha vuelto cada vez más evidente con el aumento de las
remuneraciones de los presidente de universidades y de su personal
administrativo favorito. Dado que la educación financiada gracias a las
deudas ha servido tan generosamente para que colmaran sus propias cuentas
bancarias, no es de sorprender que la opinión de los presidentes de
universidades haya estado tan notoriamente ausente en el debate público
sobre la crisis de la deuda estudiantil. Se dan por satisfechos si sortean la
actual tormenta.

Tampoco es probable que los costos de las universidades se estabilicen hasta


que no merme la demanda por ellas, y aunque esto sucediera en todo el país,
la demanda de ultramar —nutrida por el anhelo de la clase media de los
países en rápido desarrollo de contar con diplomas académicos muy cotizados
—tal vez contribuya a paliar el déficit. De acuerdo con un informe del Consejo
Británico, la educación terciaria alcanzó en 2009 una matrícula de 170
millones de individuos en todo el mundo (un 160% más que en 1990), y se
preveía que en la próxima década seguiría aumentando, aunque a un ritmo
levemente menor. (37) Estas estimaciones optimistas bien pueden determinar
cómo reaccionarán los directivos de las universidades, enfrentados a los
recortes de los presupuestos educativos de sus estados, ante los dilemas
fiscales. La dependencia respecto de los aranceles que pagan los estudiantes
extranjeros ya es alta —componen la mayor parte de la matrícula en los
programas del ciclo básico superior de muchas áreas (ciencia, tecnología,
ingeniería, matemática) en Estados Unidos—, y el afán de establecer filiales y
ofrecer cursos en otros países es movido por el mismo impulso de recaudar un
dinero libre de deuda. Estos emprendimientos, sobre todo cuando se asientan
en países autoritarios, involucran muchos riesgos. (38) Pero la perspectiva de
agregar a sus ingresos los provenientes de ultramar continuará atrayendo a
los gerentes financieros de las instituciones de enseñanza superior, ya sea por
su desesperación, por su ambición o simplemente por haber sido formados en
la economía neoliberal.

Tú no eres un préstamo

En noviembre de 2011 contribuí al lanzamiento de la Campaña de Ocupación


por la Deuda Estudiantil (véase: www.occupystudentdebtcampaign.org), en la
que se invitaba a los deudores a comprometerse a negarse a continuar con
sus pagos una vez que hubieran firmado un millón de personas. Las personas
que habían incumplido sus deudas privadas sumaban a la sazón varios
millones y nuestro compromiso apresurado (con el fin de utilizar la energía
contagiosa del movimiento Occupy) estaba destinado a mostrar una forma
autopotenciada de tomar medidas y atraer la atención pública a este
problema. Sumar compromisos no era sencillo, aunque hubo varios miles que
firmaron. Nuestros recursos para llevar a cabo una campaña nacional en
Estados Unidos eran limitados y nuestros empeños fueron saboteados por la
industria del crédito (cuyos representantes están prestos a detectar cualquier
tipo de oposición a sus maniobras) y los reformadores (totalmente centrados
en presionar sobre los legisladores).

Pese a todo, conseguimos crear una mayor conciencia nacional sobre la crisis
provocada por la deuda estudiantil, y antes de que finalizara la campaña
introdujimos el concepto de la negativa a pagarla. Nuestra conclusión fue que
aún no había llegado el momento apropiado para un movimiento más amplio
de rechazo de la deuda y que el vehículo que habíamos escogido exigía el
apoyo de una campaña más intensa de la que estábamos en condiciones de
realizar en ese momento. Irónicamente, en el curso del año siguiente entraron
en default un millón de deudores privados: si hubieran actuado en forma
conjunta, a manera de una desobediencia económica colectiva, el efecto
político habría sido profundo.
La campaña descansaba en cuatro principios que tuvieron vasta difusión y
que aún hoy siguen siendo viables: 1) La educación pública debe ser gratuita;
en ese momento estimamos que el costo anual para el gobierno federal de
solventar la educación de todos los alumnos que concurrían a universidades
públicas con cursos de dos y cuatro años sería de 70.000 millones de dólares.
2) Los préstamos debían otorgarse sin interés: nadie, y mucho menos el
Estado, debía extraer un beneficio pecuniario de la educación. 3) Las
universidades y escuelas de enseñanza superior debían poner sus libros
contables a disposición del público a fin de que hubiera una total
transparencia fiscal: los alumnos y sus familiares tenían derecho a conocerlos.
4) Como un acto correctivo, era necesario que se cancelaran todas las deudas
existentes por una única vez, a modo de un jubileo. Estos principios diferían
de las prédicas reformistas de “perdonar” las deudas de los estudiantes, como
si estos hubieran hecho algo moralmente reprensible. Promover el derecho a
la educación gratuita era situarse en un universo moral distinto de las
implacables discusiones de Capital Hill sobre si las tasas de interés de los
préstamos federales deben aumentarse o disminuirse un punto o dos.

A fines del verano, el presidente Obama anunció un plan de reformas dirigido


a reorientar el enfoque del gobierno sobre el financiamiento de la enseñanza
superior. Esa plataforma se armó sobre la base de los criterios de desempeño
propiciados por su secretario de Educación, Arne Duncan, y otros
funcionarios que deseaban convertir la educación en una liza competitiva en
la que las universidades lucharan por una calificación que tendría como
consecuencia determinadas recompensas. Según el plan de Obama, las
universidades serían instadas a frenar los costos y a brindar a los alumnos y a
los contribuyentes más “valor”. Se habrían de emplear diversas mediciones,
como la cantidad de estudiantes universitarios avanzados y el dinero que
ganaban, para fijar de manera escalonada las tasas de las deudas
estudiantiles y los subsidios Pell. (*) Como parte de la búsqueda de ese
“valor” se fomentaron una serie de iniciativas a las que se oponen la gran
mayoría de las autoridades universitarias, como el aumento de la enseñanza
profesional y de los cursos abiertos masivos online (MOOC por su sigla en
inglés), que se ponen a disposición de los participantes mediante vastas redes
internéticas interactivas.

Pese a que las universidades tienen una influencia poco menos que nula en el
nivel de empleo vigente, y mucho menos en los niveles de remuneración, el
enfoque de Obama se apoya en la convicción de que el principal objetivo de la
educación superior es brindar, de la manera más rentable posible, reclutas
listos para ocupar los puestos de trabajo. (39) El complejo y costoso método
burocrático para supervisar este sistema contrasta agudamente con la
argumentación moral por la cual Estados Unidos debería sumarse a la larga
lista de países del mundo (menos ricos todos ellos) que ofrecen educación
superior gratuita por considerarla un derecho de los ciudadanos. En el siglo
XX, los directivos de estas naciones tomaron la decisión de financiar por
completo la educación desde el jardín de infantes hasta el final de la escuela
secundaria, porque querían contar con una clase media estable y una
democracia ejemplar. Ampliar la cobertura hasta la educación terciaria es, en
el siglo XXI, esencial para reconstruir una clase media funcional, que al
menos sea capaz de cumplir el rol que siempre tuvo para los gerentes
económicos: el de ser el consumidor de última instancia en el mercado
mundial. Preferiría que la ciudadanía no contara con educación ni fuera
librepensadora, pero lo cierto es que las élites acreedoras precisan una
población con suficientes ingresos disponibles como para adquirir artículos
costosos, preferentemente mediante el crédito, y pagar el servicio de la
deuda.

Con argumentos todavía más pragmáticos, Robert Samuels, Mike Konczal y


otros han aducido que podría obtenerse una porción enorme del costo actual
de los aranceles simplemente eliminando todos los créditos y exenciones
impositivas que hoy subsidian el sistema de préstamos estudiantiles. (40)
Todo el mundo sabe en nuestro país que el costo de ir a la universidad es
altísimo, pero casi nadie imagina cuán poco costaría tornar gratuita la
enseñanza universitaria. Según las estimaciones actualizadas de nuestro
movimiento Strike Debt, en el año lectivo 2010-2011 los estudiantes gastaron
59.900 millones de dólares en aranceles de las universidades y escuelas
superiores públicas. Si de esa suma se restan los créditos actuales (como los
llamados American Opportunity y HOPE) y las exenciones impositivas (de los
intereses de los préstamos), se ahorrarían 37.150 millones de dólares.

El dinero público asignado inapropiadamente a universidades privadas (los


subsidios Pell y los fondos de la Ley GI) representa 10.350 millones de
dólares. Sumando estas cifras se obtiene un ahorro de 47.500 millones de
dólares, con lo cual restaría solventar 12.400 millones. (41) Este es todo el
dinero adicional que habría que poner para que la enseñanza pública superior
fuera en Estados Unidos totalmente gratuita. Módica suma, si se la compara
con las decenas de miles de millones de los que no se rinde cuentas en gastos
de defensa, o las cantidades no menos enormes del dinero de los
contribuyentes que se usa para subsidiar a los bancos y las grandes
empresas. Podrían extraerse gravámenes adicionales quitándoles a las
universidades privadas, que dependen muchísimo de la recaudación fiscal del
gobierno federal y de los subsidios oficiales, su carácter de entidades exentas
de impuestos.

Desde el punto de vista internacional, la economía política de la educación en


Estados Unidos es una anomalía, pero su modelo de financiamiento de la
deuda, así como sus universidades propietarias, se están exportando. En
Inglaterra, recortes oficiales obligaron hace poco a las universidades a
introducir grandes aumentos de los aranceles, pero en Escocia —donde
estudié en la década del setenta, y donde la educación provista por el Estado
como derecho social sigue contando con un firme apoyo popular— la
enseñanza es gratuita. La resistencia estudiantil contra la privatización de la
enseñanza al estilo norteamericano ha sido muy fuerte también en otros
países, sobre todo en los movimientos de protesta masivos realizados en Chile
y en la provincia canadiense de Quebec en 2011-2012. La insignia de este
último, un cuadrado rojo (carrément dans le rouge), fue adoptada en todo el
mundo como símbolo de la resistencia contra la deuda.

Cuando a comienzos del verano septentrional de 2013 la campaña Occupy


Student Debt se unió a otros grupos para crear la alianza Strike Debt, se le
introdujo una variante al significado de ese cuadrado rojo: sus cuatro ángulos
pasaron a simbolizar la educación, la asistencia médica, la vivienda y las
tarjetas de crédito. Es probable que estas cuatro clases de deudas circulen,
en forma interdependiente, en el seno de cualquier hogar. Al centrarse en el
perfil individual de las deudas y deudores estudiantiles se tendía a pasar por
alto las conexiones entre todos estos tipos de deuda, y la creación de Strike
Debt tuvo como propósito ilustrar mejor cómo ellas nos mantienen sometidos
a todos. Por ejemplo, en una de mis visitas a un predio universitario una
estudiante me contó que habían despedido de su trabajo al padre y, como
consecuencia, la familia tuvo que dejar de pagar su hipoteca. Su padre había
firmado como garante de la deuda estudiantil de ella, dando la casa como
garantía, pero además recurrió a préstamos para la vivienda con el fin de
pagar algunas de los aranceles de su hija. Esa fuente de crédito se había
cerrado ahora para él, y la familia estaba profundamente en rojo. Al mismo
tiempo, sus padres debieron hacer frente a las facturas que les presentó el
hospital donde estuvo internada la abuela. A fin de llevar algún alivio a una
familia que, en sus palabras, había sido “arrasada por las deudas”, ella
contempló la posibilidad de dejar sus estudios, pero no lo hizo: recurrió a sus
dos tarjetas de crédito como fuente alternativa para solventar sus estudios, y
así les abrió a los acreedores otra puerta en la que venir a golpear, y se sumó
al tercio del estudiantado norteamericano que paga sus aranceles con las
tarjetas de crédito. (42) El sueño de su hermana menor, que era seguir
también estudios universitarios, ya había quedado muy atrás. Acababa de
terminar su escuela secundaria y ahora iba a ofrecerse, junto con su madre,
como empleadas en el Walmart local a fin de afrontar la tormenta que azotaba
a la familia.

Antes de alcanzar mayor notoriedad gracias al Debt Resistors’ Operations


Manual (Manual de operaciones de la resistencia a la deuda) y del Jubileo
Rotativo (que se describe en el último capítulo del presente libro), Strike Debt
construyó su base de adherentes merced al ritual de presentación del
movimiento, a través de una serie de “asambleas de deudores” que se
llevaron a cabo todos los domingos en los parques de la ciudad de Nueva
York. Estas reuniones, en buena medida informales, consistían en invitaciones
para que la gente se manifestara abiertamente en público. Los grupos eran lo
bastante pequeños para que se mantuviera cierta intimidad, y el clima
reinante, pese a su carácter informal, era electrizante. Fue conmovedor
escuchar a los oradores exponer de qué manera la deuda había truncado sus
aspiraciones y los había obligado a tomar decisiones que lamentaban
profundamente. Muchos contaron que habían tenido largos períodos de
depresión, algunos que se habían divorciado y sufrieron graves pérdidas
personales, en tanto que otros describieron que el futuro con que soñaban
(ser dueños de su vivienda, tener hijos) ya era inexorablemente inalcanzable.
Padres y madres se refirieron con angustia a su responsabilidad como
consignatarios de préstamos acordados a sus hijos, que ahora habían perdido
su empleo. Una militante nos recordó su situación, aun más doliente: había
contraído una enfermedad mortal, y la amarga perspectiva de morir joven se
agravaba al saber que sus padres, un matrimonio de bajos ingresos,
heredarían sus deudas.

No estamos casados con los MOOC

En ausencia de un movimiento organizado contra la deuda estudiantil, las


autoridades seguirán los dictados de las empresas y las élites gobernantes.
Una de las soluciones que estos proponen actualmente cobra la forma de los
cursos abiertos masivos online (massive open online courses, MOOC). El éxito
que tuvo en 2011-2012 la inscripción en estos cursos fue inusual, incluso de
acuerdo con los estándares de Silicon Valley para las tecnologías de la
próxima generación. Pero el concepto no es del todo nuevo. La educación en
línea ha sido el puntal de universidades privadas como la de Phoenix durante
más de una década, y el Instituto de Tecnología de Massachussets lanzó su
OpenCourseWare ya en 2002. Tampoco el modelo de emisión de un programa
educativo con acceso abierto es una novedad. Ya en la década de 1920 se
había vislumbrado que la radiofonía podría ser un medio de difusión masiva y
la Open University británica venía realizando cursos multimedia y entregando
diplomas a millones de personas desde la década de 1970. Pero los primeros
proveedores de los cursos MOOC (dos empresas de Silicon Valley nuevas en
esta actividad, Udacity y Coursera, y EdX, entidad sin fines de lucro)
aparecieron exactamente en el momento preciso en que las autoridades
estaban en busca de la solución mágica para hacer que la educación superior
fuera más económica y accesible. Es interesante que el remedio propuesto
llegara bajo la forma de estímulo a los capitalistas de riesgo para que
consideraran las universidades como una nueva fuente de utilidades. En el
caso de EdX, la solución fue una fórmula elitista (“Ivy League para todos”) (*)
destinada a transmitir la “sabiduría en escena” de destacados profesores
integrantes de universidades exclusivas como Harvard, MIT, Berkeley, McGill
y Georgetown a los meros mortales.

Para muchos de sus críticos, los MOOC abrieron un nuevo frente en la lucha
por privatizar la enseñanza superior. Otros vieron en la forma de transmisión
del conocimiento de EdX una receta para desvalorizar aún más los diplomas,
ya que el título otorgado por un MOOC tendría presumiblemente menos peso
en el mundo laboral. Algunos economistas pronto vislumbraron en los MOOC
un remedio para la “enfermedad de los costos” pronosticada por William
Baumol en la década del sesenta. Según esta teoría, originalmente propuesta
en un estudio sobre las artes del espectáculo, en industrias intensivas en
mano de obra, como la educación o la atención de la salud, los costos están
condenados a aumentar constantemente, ya que en ellas no es posible
aprovechar los aumentos de la productividad generados por la automatización
o la innovación tecnológica. (43) El problema que tiene esta teoría para
explicar por qué los aranceles de los cursos se fueron a las nubes es que no
existen pruebas de que en ellos haya un aumento apreciable de los costos de
la instrucción. Como señalan Rudy Fichtenbaum y Hank Reichman, en las
universidades públicas los sueldos se han estancado o incluso han disminuido
en los últimos tiempos: “En 1999-2000 el sueldo promedio de un profesor full
time en una entidad pública era de 77.897 dólares anuales; en 2011-2012 la
cifra en dólares constantes fue de 77.843”. (44) Si se toman en cuenta los
ahorros globales en los costos debidos a la rápida informalización de la
enseñanza universitaria —la gran mayoría de los docentes son hoy empleados
temporarios—, la disminución es aún más pronunciada. En contraste, el
pronunciado aumento en los sueldos del personal administrativo constituiría
un factor más relevante, pero para calcular el efecto Baumol los costos
administrativos no se consideran fundamentales.

En un universo neoliberal tendencioso, donde todo se valora según su


capacidad para producir utilidades, la educación y la atención de la salud,
para no mencionar las artes, podrían verse obligadas a mostrar eficiencias de
mercado relativas. Sin embargo, aun en los países que estiman que estos
sectores constituyen servicios sociales esenciales y no “industrias”, el costo
de que los brinde el Estado es mucho menor que los precios resultantes de los
mecanismos de mercado predilectos de Estados Unidos. En un libro más
reciente, al reflexionar sobre el modelo de la enfermedad de los costos,
Baumol señala que una sociedad que goza de una riqueza creciente podría
subsidiar los costos relativos de sectores “ineficientes” como la educación o la
salud pública. (45) Después de todo, esto es lo que hacen muchos otros países
a través de su sistema impositivo, convencidos de que la educación y la salud
pública rinden beneficios indispensables a la sociedad en general.

No obstante, en el sistema norteamericano la carga de la prueba del valor de


la educación recae sobre el análisis de rentabilidad que pueda hacer cada
individuo: el equilibrio entre los costos directos de los préstamos estudiantiles
y los beneficios de por vida que ellos pueden traerles a sus ingresos. Como
respuesta frente a la creciente preocupación por la deuda estudiantil, cada
vez hay que presentar más datos que sustenten la creencia de que invertir en
la educación universitaria tiene un verdadero valor económico. A menudo se
dice que el rendimiento de asistir a estos cursos es mayor que el de otras
inversiones, como los títulos, las acciones bursátiles o las propiedades. (46)
Se ha estimado que el valor de un diploma genérico del ciclo básico
universitario oscila, para el resto de la vida del sujeto, entre 650.000 y
2.700.000 dólares. (47) Los que defienden el actual sistema de préstamos
nunca dejan de puntualizar el valor proyectado de esta inversión, reforzando
así la equiparación mercenaria establecida entre la educación y las utilidades
financieras. Sin embargo, un informe reciente del grupo de investigación
Demos estimó que, al cabo de cuatro años en la universidad, un estudiante
norteamericano que recibió su título del ciclo básico con deudas de 53.000
dólares afronta una pérdida de riqueza, a lo largo del resto de su vida,
equivalente a 208.000 dólares. (48)

Con el mismo razonamiento puede demostrarse que los 1,2 billones de


dólares de deuda estudiantil pendiente originarán en los hogares endeudados
una pérdida total de riqueza a lo largo de su vida del orden de 4,5 billones de
dólares, y la mayor parte de esa pérdida será el resultado de menores ahorros
jubilatorios. Para las familias cuyo nivel de deuda estudiantil es superior al
promedio —las de los estudiantes pertenecientes a hogares de bajos ingresos,
los estudiantes de color y los que asisten a universidades privadas—, la
pérdida es mucho mayor. Por otra parte, toda pérdida de alguien es beneficio
de algún otro, de modo que es igualmente legítimo decir que esas cifras son
las ganancias de la clase acreedora.

La mayoría de los estudiantes universitarios, adhieran o no a la burda


concepción del ser humano según la cual la educación solo sirve como medio
para generar ingresos, aspiran a terminar perteneciendo al quintil superior
de los trabajadores remunerados, (49) pero dado que el 1% de los más ricos
se queda con una porción cada vez más grande de la riqueza, hasta esa
promesa de buena vida futura ha menguado. (50) El subempleo crónico de los
graduados universitarios en el peor mercado laboral desde la Gran Depresión,
combinado con la falta de una perspectiva clara sobre el alivio de la deuda, ha
alimentado la idea de una nueva “generación perdida”. Los deudores más
previsores y decididos contemplan la posibilidad (o ya la han puesto en
práctica) de vivir de otro modo, librándose de la trampa que les han tendido
los bancos y los recaudadores y de la vigilancia de las oficinas de crédito.
Atónitos ante la doble moral desplegada por los gobiernos que le perdonan
sus deudas solo a Wall Street, muchos otros están a la espera de que surja un
movimiento de deudores dotado de la fuerza y el valor necesarios para
arrancarle el futuro a la creditocracia.

Si se declara que la vida entera puede ser objeto de “negocios” y se


consideran los bienes sociales como fuentes potenciales de ganancias, ¿por
qué habría de estar vedado el acceso a un sector como el de la educación?
Michael Sandel ha dicho que hay áreas sagradas de la actividad social y
cultural donde no debe entrar la lógica profana y amoral de los mercados.
Cita entre esas áreas las escuelas, los hospitales, las cárceles, los ejércitos,
los organismos de aplicación de la ley, las legislaturas, la maternidad y la
biosfera. “Los mercados dejan su huella en los bienes con los que comercian”,
alterándolos, manifiesta. (51) Debe mantenérselos en el lugar que les
corresponde, agrega, porque la mentalidad de defensa del interés propio que
ellos instalan sigue presente mucho tiempo después de haber sido echados,
como los mercaderes del templo, del ámbito de los bienes sagrados.

Dado que la tendencia a mercantilizarlo todo forma parte ineludible de la


lógica capitalista, esfuerzos como el de Sandel por separar a Dios de
Mammón en la esfera de la educación han sido, desde hace tiempo, una
batalla perdida. (52) Pero una cosa es la mercadización de los bienes sociales
y otra muy distinta vivir de renta gracias a las deudas permanentes. Un bien
como la educación no se vende como una mercancía cualquiera, al menos no
como se comercia o se adquiere un auto o una casa. La educación, como la
salud, es un bien inalienable, sin valor de reventa. Beneficiarse con la deuda
estudiantil es, pues, una forma de abalanzarse sobre todos los beneficios
personales y públicos que puede generar la educación de un ser humano.

En el caso de las cuestiones vinculadas con el bien común, esos beneficios


pueden durar mucho más tiempo que la vida del individuo. Pensemos en los
legados perdurables de las grandes obras culturales, científicas, filosóficas o
que han sido producto del estudio en general. La deuda educativa puede
hacerles vivir limitaciones económicas a los individuos durante toda su
existencia. Pero las peores cadenas son las que aherrojan nuestra vida
psíquica, donde, como “grilletes forjados por la mente” (William Blake),
frenan todo impulso a la indagación libre —el manantial en que se nutre toda
sociedad progresista— y, como consecuencia, sofocan cualquier beneficio que
pudiera obtener de ella la sociedad.

1- Michael Crozier et al, The Crisis of Democracy, pág. 191.

2- Phil Oliff, Vincent Palacios, Ingrid Johnson y Michael Leachman, “Recent


Deep State Higher Education Cuts May Harm Students and the Economy for
Years to Come”, Center for Budget and Policy Priorities, 19 de marzo de
2013; puede consultárselo en http://www.cbppág.org/cms/?-
fa=view&id=3927. Dylan Matthews resume el razonamiento que hay detrás
del aumento de los costos de las universidades, pero en su apuro por postular
que las organizaciones sin fines de lucro son harto ubérrimas en su afán de
gastar, subestima los recortes en el gasto público: “The Tuition is Too Damn
High”, Washington Post, 26 de agosto y 6 de septiembre de 2013; puede
consultárselo en http://tinyurl.com/mugm527.

3- Elizabeth Warren y John Tierney, “Treat Students Like Banks”, Moyers and
Company, 12 de junio de 2013; puede consultárselo en
http://billmoyers.com/groupthink/.

4- Alan Collinge detalla los numerosos delitos en que incurrió Sallie Mae en
The Student Loan Scam: The Most Oppressive Debt in U.S. History and How
We Can Fight Back, Boston: Beacon Press, 2009.

5- La lista de proyectos de ley incluía, asimismo, los siguientes: The Student


Loan Fairness Act (H.R. 1330); The Student Loan Affordability Act (S. 707);
The Student Loan Default Prevention Act (H.R. 618); The Know Before You
Owe Private Student Loan Act (S. 113); The Student Loan Employment
Benefits Act (H.R. 395); The Student Loan Interest Deduction Act (H.R. 1527);
Responsible Student Loan Solutions Act (S. 909/H.R. 1946); The Student Loan
Relief Act (S. 953); The Federal Student Loan Refinancing Act (S. 1066);
Refinancing Education Funding to Invest for the Future Act (S.1266);
Proprietary Institution of Higher Education Accountability Act (H.R.1928);
Smarter Borrowing Act (S. 546); Students First Act of 2013 (S. 406).

6- Greg Kaufmann, “Taking On Sallie Mae and the Cost of Education”, The
Nation, 31 de mayo de 2013; Sarita Gupta, “Sallie Mae’s Profits Soaring at
the Expense of Our Nation’s Students”, Moyers and Company, 12 de junio de
2013; puede consultárselo en http://tinyurl.com/kshvan3.

7- Jeremy Brecher, Strike!, Boston: South End Press, 1977, ed. rev., págs.
243, 246, cita a Art Preis, Labor’s Giant Step: Twenty Years of the ClO, Nueva
York: Pioneer Publishers, 1964, pág. 236; y Joel Seidman, American Labor
from Defense to Reconversion, Chicago: University of Chicago Press, 1953,
pág. 235.

8- Richard Lewontin, “The Cold War and the Transformation of the Academy”,
en Noam Chomsky et al, The Cold War and the University: Toward an
Intellectual History of the Postwar Years, Nueva York: New Press, 1997.

9- Informe anual del Consumer Financial Protection Bureau Student Loan


Ombudsman, 16 de octubre de 2013; puede consultárselo en
http://www.consumerfinance.gov/reports/.

10- Eric Dillon, “Leading Lady: Sallie Mae and the Origin of Today’s Student
Loan Controversy”, Washington, DC: Education Sector, 2007, pág.7.

11- Aaron Bady y Mike Konczal, “From Master Plan to No Plan: The Slow
Death of Public Higher Education”, Dissent, otoño de 2012.

12- Comité de Salud, Educación, Trabajo y Jubilaciones del Senado de Estados


Unidos, For Profit Higher Education: The Failure to Safeguard the Federal
Investment and Ensure Student Success, 30 de julio de 2010.
13- Deborah Frankle Cochrane y Robert Shireman, “Denied: Community
College Students Lack Access to Affordable Loans”, The Project on Student
Debt, abril de 2008; puede consultárselo en
http://projectonstudentdebt.org/files/pub/ denied.pdf.

14- Consumer Financial Protection Bureau, Private Student Loans. A Report


to the Senate Committee on Banking, Housing, and Urban Affairs, the Senate
Committee on Health, Education, Labor, and Pensions, the House of
Representatives Committee on Financial Services, and the House of
Representatives Committee on Education and the Workforce, 20 de agosto de
2012, pág. 36.

15- Más tarde la CFPB inició una investigación sobre las florecientes
prácticas de soborno mediante las cuales los bancos se asociaban a las
universidades que les concedían la comercialización exclusiva de sus
productos financieros para estudiantes; por ejemplo, las cédulas de identidad
de los estudiantes, que también pueden funcionar como tarjetas de débito,
generaban ganancias exorbitantes. Ver Consumer Financial Protection
Bureau, “Request for Information Regarding Financial Products Marketed to
Students Enrolled in Institutions of Higher Education”; puede consultárselo
en http://tinyurl.com/ pnrkzcr. O bien Shahien Nasiripour, “Lawmakers Probe
Big Banks Using Colleges To Target Students”, Huffington Post, 27 de
septiembre de 2013; puede consultárselo en
http://www.huffingtonpost.com/2013/09/27/college-deb-it-
cards_n_4004692.html.

16- Sandy Baum y Patricia Steele, “Who Borrows Most? Bachelor’s Degree
Recipients with High Levels of Student Debt”, College Board, 2010, pág. 6;
puede consultárselo en http://tinyurl.com/DROMBaum.

17- Julianne Hing, “Study: Only 37 Percent of Students Can Repay Loans on
Time”, Colorlines, 17 de marzo de 2011; puede consultárselo en
http://tinyurl.com/ DROMHing.

18- Hollister Petraeus, “For-Profit Colleges, Vulnerable G.I.’s”, New York


Times, 21 de septiembre de 2011; Tamar Lewin, “Obama Signs Order to Limit
Aggressive College Recruiting of Veterans”, New York Times 27 de abril de
2012.

*- Thomas “Tom” Harkin fue representante y luego senador del Partido


Demócrata por Iowa, y en tal carácter presidió durante varios años la
Comisión del Senado sobre Salud, Educación, Trabajo y Jubilaciones. Fue,
además, el senador que más tiempo permaneció en ese cargo (treinta años al
retirarse en 2015) (N. del T.)

**- Calle de la ciudad de Washington en la que tradicionalmente suelen tener


sus oficinas los integrantes de los grupos de presión legislativa. (N. del T.)

19- Adam Weinstein, “How Pricey For-Profit Colleges Target Vets’ GI Bill
Money”, Mother Jones, septiembre de 2011.
20- Eric Lichtblau, “With Lobbying Blitz, For-Profit Colleges Diluted New
Rules”, New York Times, 10 de diciembre de 2011.

21- Sam Ro, “How Student Debt Tripled in 8 Years, and Why It’s Becoming a
Growing Economic Problem”, Business Insider, 28 de febrero de 2013; puede
consultárselo en http://www.businessinsider.com/ny-fed-student-loans-
presentation-2013.

22- Malcolm Harris, “Bad Education,” n+1, abril de 2011; puede


consultárselo en http:// nplusonemag.com/.

23- R. Simon, R. Ensign y A. Yoon, “Student-Loan Securities Stay Hot”, Wall


Street Journal, 3 de marzo de 2013.

24- Jordan Weissmann, “Don’t Panic: Wall St.’s Going Crazy for Student
Loans, But This Is No Bubble”, The Atlantic, 4 de marzo de 2013.

25- Bajo el lema de “Perdonar la deuda estudiantil para estimular la


economía”, Robert Applebaum reunió un millón de firmas como parte de una
petición fundada en la Student Loan Forgiveness Act de 2012. Ver “The
Proposal”, 29 de enero de 2009; puede consultárselo en
http://www.forgivestudentloandebt. com/content/proposal.

26- “We Are the 99 percent”, en http://wearethe99percent.tumblr.com/. En su


primer informe anual, tras invitar a la gente a elevar sus comentarios, la
CFPB reunió tres mil reclamos sobre los préstamos estudiantiles. Puede
consultarse el informe en
http://files.consumerfinance.gov/f/201210_cfpb_Student-Loan-Ombudsman-
Annual-Report.pdf.

27- Cryn Johannsen, miembro conspicuo de páginas web y comentarista de la


deuda estudiantil, reflexiona sobre las notas de suicidio que le enviaron
estudiantes deudores en “National Emergency? Suicidal Student Debtors”, All
Education Matters, 17 de junio de 2012; puede consultárselo en
http://alleducationmatters.blogspot.com/2012/06/.

*- Se denomina así a la mujer joven que forma pareja con un Sugar Daddy, un
hombre mayor que la mantiene y procura satisfacer todas sus necesidades.
(N. del T.)

28- Peter Jacobs, “America’s REAL Most Expensive Colleges”, Business


Insider (10 de julio de 2013); puede consultárselo en
http://www.businessinsider.com/.

29- Benjamin Ginsberg, The Fall of the Faculty: The Rise of the All-
Administrative University and Why It Matters, Nueva York: Oxford University
Press, 2011.

30- Douglas Belkin y Scott Thurm, “Deans List: Hiring Spree Fattens College
Bureaucracy-And Tuition”, Wall Street Journal, 28 de diciembre de 2012.
31- Ver la carta abierta de Bob Meister a los estudiantes de la Universidad de
California, “They Pledged Your Tuition to Wall Street”, Keep California’s
Promise, octubre de 2009; puede consultársela en
http://keepcaliforniaspromise.org/383/.

32- Belkin y Thurm.

33- Andrew Ross, “Universities and the Urban Growth Machine”, Dissent, 4
de octubre de 2012.

34- Faculty Against the Sexton Plan, While We Were Sleeping: NYU and the
Destruction of New York, Nueva York: McNally-Jackson, 2012; pueden
encontrarse otros análisis del plan de expansión de la NYU en
http://nyufaspág.com/.

35- Michael Denning, “The Fetishism of Debt”, Dossier on Debt, Social Text,
Periscope, septiembre de 2011; puede consultárselo en
http://www.socialtextjournal. org/periscope/going-into-debt/.

36- Tola Adewola, “Cuomo’s Code of Conduct: Troubled Times for the Student
Loan Industry”, Illinois Business Law Journal, 24 de abril de 2007; Pam
Martens y Russ Martens, “The Untold Story of Citibank’s Student Loan Deals
at NYU”, Wall Street on Parade, 16 de septiembre de 2013; puede
consultárselo en http:// wallstreetonparade.com/2013/09/.

37- Ariel Kaminer y Alain Delaqueriere, “NYU. Gives Its Stars Loans for
Summer Home”, New York Times, 17 de junio de 2013; Pam Martens, “NYU’s
Gilded Age: Students Struggle With Debt While Vacation Homes Are Lavished
on the University’s Elite” (17 de junio de 2013); y “NYU Channels Wall Street:
New Documents Show Lavish Pay, Perks and Secret Deals”, 10 de junio de
2013: puede consultárselo en http://wallstreetonparade.com/.

38- British Council, Going Global 2012; puede consultárselo en


http://ihe.britishcouncil. org/sites/default/files. En 2009, John Hudzik,
presidente de la Asociación NAFSA de Educadores Internacionales,
pronosticó un 80% de aumento en la década siguiente. La demanda de
“bancas” aumentaría de 110-115 millones (cantidad de alumnos que él estimó
había en ese momento) a 200 millones para el año 2020. Ver Elizabeth
Redden, “In Global Recession, Global Ed Still Growing”, en Inside Higher Ed.,
29 de mayo de 2009; puede consultárselo en
http://www.insidehighered.com/news/2009/05/29/international.

*- Subsidios propuestos por el senador Clairbone Pell, demócrata por Rhode


Island, para estudiantes que no habían podido finalizar el primero o el
segundo ciclo universitario. Los otorga el gobierno federal y su nombre
original fue “Subsidios para Oportunidades Educativas Básicas”. (N. del T.)

39- Andrew Ross, “Human Rights, Academic Freedom, and Offshore


Academics”, Academe, enero-febrero de 2011; y “Away from Home: The Case
of University Employees Overseas”, South Atlantic Quarterly, 108, 4 (2009);
Jackson Diehl, “Yale, NYU Sacrifice Academic Freedom”, Washington Post (23
de junio de 2013).

40- Una creencia similar sustenta la expansión de los reembolsos basados en


los ingresos, según los propuso el gobierno de Obama y, en alguna medida,
también el plan Pay It Forward (Páguelo Más Adelante) adoptado por la
legislatura del estado de Oregon en julio de 2013; este último es un sistema
de educación no arancelada, que se financia luego de la graduación con un
reembolso acorde al nivel de ingresos. Sarah Jaffe sintetiza así el debate
sobre esta alternativa en Oregon: “Tal vez la pregunta más importante —y
menos tangible— es si el plan Pay It Forward constituye un retorno a la
concepción de la educación superior como algo que beneficia a la sociedad en
su conjunto, y por tanto debe ser solventada, progresivamente, por la
sociedad en su conjunto, o si es una readopción de la idea neoliberal según la
cual la educación es una inversión personal y debe ser solventada por el
individuo. “A Debt-Free Degree?”, In These Times, 7 de agosto de 2013.

41- Robert Samuels, Why Public Higher Education Should Be Free: How to
Decrease Cost and Increase Quality at American Universities, New
Brunswick: Rutgers University Press, 2013. Véase también Mike Konczal,
“Could We Redirect Tax Subsidies to Pay for Free College?”, Next New Deal,
20 de diciembre de 2011; puede consultárselo en http://
www.nextnewdel.net./rortybomb; y Jordan Weissmann, “How Washington
Could Make College Tuition Free (Without Spending a Penny More on
Education)”, The Atlantic, 8 de marzo de 2013.

42- Strike Debt, “How Far to Free?”, 15 de agosto de 2013; puede


consultárselo en http:// strikedebt.org; y Ann Larson y Michael Cheque,
“Higher Education Can Be Free”, Jacobin; puede consultárselo en
http://jacobinmag. com/2013/09/.

*- La Ivy League es una liga de entidades deportivas pertenecientes a ocho


universidades privadas del nordeste de Estados Unidos, caracterizadas por su
excelencia académica y su política ultraselectiva para la admisión de
aspirantes. (N. del T.)

43- Citado en Alternative Banking Group of Occupy Wall Street, Occupy


Finance, 2013, pág. 13; puede consultárselo en
http://www.scribd.com/doc/168661471/.

44- William Baumol y William Bowen, Performing Arts, The Economic


Dilemma: A Study of Problems Common to Theater, Opera, Music, Dance
(Nueva York: Twentieth Century Fund, 1966). William Bowen, en The
Economics of the Major Private Universities, Carnegie Commission on Higher
Education, Nueva York: McGraw-Hill, 1968, se apoya en el modelo de “la
enfermedad de los costos” para analizar, en particular, la enseñanza superior.

45- Rudy Fichtenbaum y Hank Reichman, “Obama’s Rankings Won’t Solve


Crisis in US Academy”, Times Higher Education Supplement, 12 de
septiembre de 2013. Ver también los datos reunidos por el Proyecto Delta
Cost en los American Institutes for Research; puede consultárselo en
http://www.deltacostproject.org/.
46- William J. Baumol et al., The Cost Disease: Why Computers Get Cheaper
and Health Care Doesn’t, New Haven, CT: Yale University Press, 2012.

47- Ver el informe del Proyecto Hamilton, “Regardless of the Cost, College
Still Matters”, Brookings Institution; puede consultárselo en
http://www.hamiltonpro- ject.org/papers/.

48- La estimación de 2,7 millones de dólares del Georgetown Public Policy


Institute puede encontrarse en Anthony P. Carnevale, Stephen J. Rose y Ban
Cheah, “The College Payoff: Education, Occupations, Lifetime Earnings”, 5 de
agosto de 2011; puede consultárselo en
http://www9.georgetown.edu/grad/gppi/ hpi/cew/pdfs. El Centro de
Investigaciones estimó la cifra en 650.000 dólares, según D’Vera Cohn,
“Lifetime Earnings of College Graduates”, 16 de mayo de 2011; puede
consultárselo en http://www.pewsocialtrends. org/2011/05/16/.

49- Robert Hiltonsmith, “At What Cost? How Student Debt Reduces Lifetime
Wealth”, Demos, 1 de agosto de 2013; puede consultárselo en
http://www.demos.org/.

50- Bob Meister, “Debt and Taxes: Can the Financial Industry Save Public
Universities?”, Representations, 116, otoño de 2011.

51- Michael Sandel, What Money Can’t Buy: The Moral Limits of Markets,
Nueva York: Farrar, Straus & Giroux, 2012.

52- La bibliografía sobre este tema es inmensa; desde la lamentación de


Thorstein Veblen contra la cultura “pecuniaria” en The Higher Learning In
America: A Memorandum on the Conduct of Universities by Business Men,
Nueva York: B. W. Huebsch, 1918, hasta el análisis de las universidades como
vehículo de formación de capital que llevaron a cabo en 2004 Sheila
Slaughter y Gary Rhoades, Academic Capitalism and the New Economy:
Markets, State, and Higher Education, Baltimore: Johns Hopkins University
Press, 2009.
CAPÍTULO IVSalarios del futuro

Durante la industrialización, el conflicto sobre los salarios tiende a ocupar el


centro de la escena. Aún lo ocupa en los sectores manufactureros de muchos
países en vías de desarrollo, y difícilmente sea cosa del pasado en economías
consideradas como posindustriales. Pero en sociedades que están
fuertemente financializadas, el conflicto principal es cada vez más la lucha en
torno a la deuda. No porque el conflicto sobre los salarios esté terminado
(nunca lo estará), sino porque las deudas, para mucha gente, son los salarios
del futuro, que los acreedores reclaman con mucha antelación.

Cada nuevo sometimiento de una parte de nuestra vida a la deuda financiera


consume un poco más el fruto del trabajo que aún no hemos realizado, en la
forma de remuneraciones que aún no hemos percibido. Ahora que esta
situación se ha tornado inevitable es más fácil imaginar que la lucha entre los
acreedores y los deudores es mucho más antigua que la confrontación entre
el capital y la fuerza de trabajo que Marx propuso como una explicación de
sentido común para la vida económica. Después de todo, la explotación a
través de la deuda precede en mucho a la era de la tiranía de los salarios, y su
reciente restauración como el medio más eficaz de acumulación de riqueza
sugiere que el crédito es un órgano de poder económico más perdurable y
apto para toda época.

Por tentadora que pueda resultar esa conclusión, sería más instructivo
explayarse sobre la íntima relación existente entre fuerza de trabajo y deuda.
Dondequiera que miremos, la historia del trabajo está asediada, de una
manera u otra, por el espectro de la insolvencia. El uso sistemático de la
deuda para profundizar toda forma de explotación laboral ha sido constante:
desde los esclavos de la deuda de la antigüedad, forzados por los acreedores a
encadenar su fuerza de trabajo a través de la servidumbre, a la trata de
esclavos africanos impulsada por los circuitos de la deuda. Una lista muy
selectiva también incluiría los peones de la deuda agraria y los aparceros de
las Américas, imposibilitados de pagar los préstamos que les fueron
adelantados sobre sus cosechas, o los pequeños agricultores de la era
populista, dependientes de las líneas de crédito de los bancos de Wall Street y
susceptibles del despojo bajo el sistema del gravamen de los cultivos; los
obreros fabriles y ferroviarios, que subsisten gracias a los vales que les
entrega la empresa, y el proletariado urbano, a merced de las casas de
empeño y los usureros; los migrantes transnacionales de hoy, que trabajan
duro para reducir sus deudas de tránsito y contratación; y en la economía de
bajos salarios, las víctimas ubicuas del robo de sueldos, que de hecho
financian a sus empleadores. (1)

A la luz de este extenso registro histórico, no sería disparatado concluir que


muy poco es lo que ha cambiado. La servidumbre por deudas o el trabajo en
condiciones de servidumbre aún hoy afectan a decenas de millones de
personas en todo el mundo. Con el aumento de la financialización florecen de
una forma indirecta entre muchas otras. En su reporte anual a los accionistas
de Berkshire Hathaway en 2004, el director ejecutivo Warren Buffet advirtió
que, contrariamente al ideal cacareado por George Bush de una “sociedad de
propietarios”, Estados Unidos se estaba convirtiendo más bien en una
“sociedad de aparceros”. (2) Buffet hacía referencia directa al creciente
déficit comercial y la creciente “propiedad” de los activos norteamericanos
por parte de acreedores extranjeros, aunque su frase fue interpretada más
ampliamente como un comentario acerca del impacto del endeudamiento
general sobre la población en su conjunto. También se había ganado una
reputación como uno de los pocos plutócratas que reconocen abiertamente
que, desde hace algún tiempo, el privilegiado 1% de la población ha librado
una guerra de clases. “Es mi clase, la clase rica, la que libra esa guerra”,
observó, “y la estamos ganando”, motivo por el cual él creía que debían pagar
una porción mayor de su riqueza en impuestos. (3) Aun así, Buffet, quien
disfruta de su protagonismo como alguien que “dice la verdad desde el
poder”, no hace sino repetir el consejo de Don Fabrizio, el aristócrata
siciliano de El Gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que
lacónicamente les advertía a sus pares nobles: “Algo tiene que cambiar si
queremos que las cosas sigan como están”.

Reconociendo que son necesarias reformas para que la creditocracia


sobreviva intacta, la concesión de Buffet toma la forma de un trato con el
diablo: pagaremos más impuestos, pero solo en la medida en que ustedes no
alteren el sistema mediante el cual echamos mano de la riqueza, en primer
lugar”. El vicedirector de Buffet en Berkshire Hathaway, Charles Munger,
expresó un punto de vista más propio de las clases acreedoras cuando dijo
ante una asamblea de estudiantes en 2010 que deberían “agradecer a Dios”
por el rescate de Wall Street, mientras les sugería que los estadounidenses
comunes con dificultades económicas debían simplemente “aguantárselas y
hacer frente a la situación”. Después de todo, continuó, invocando el
darwinismo social (que es la filosofía visceral de sus pares), “si empiezas a
rescatar a todos los individuos en lugar de decirles que se adapten, la cultura
muere”. (4)

Pocos discutirían la admisión de Buffet de que la financialización ha servido a


su clase muy convenientemente, aunque hay más resistencia a vernos a
nosotros mismos como los peones de su “sociedad de aparceros”. Un ejemplo
de ello es la respuesta ambivalente al uso del término “contrato de
servidumbre” (*) para describir la deuda estudiantil. (5) En una economía del
conocimiento, donde un título universitario se considera un pasaporte para
cualquier tipo de subsistencia decente, la mayoría de las personas que
ingresan al mercado laboral deben endeudarse a cambio de tener derecho a
trabajar. Este tipo de contrato, se ha argumentado, es la esencia del antiguo
contrato de servidumbre. Algunos han ido incluso más lejos, describiendo la
deuda estudiantil como una situación neofeudal, donde los deudores se
encuentran atados a los acreedores pero también son libres de elegir sus
propios medios de repago: “Una perfecta síntesis de los sistemas moderno y
antiguo: todo el control de la servidumbre medieval combinado con la libertad
propia de la esclavitud del salario ante cualquier responsabilidad por el
bienestar del trabajador”. (6)

Aunque estas analogías han sido una provocación útil para los deudores,
intensificando su resentimiento ante su difícil situación, también han probado
ser ofensivas para otros, con el argumento de que los estudiantes
universitarios son demasiado privilegiados como para compararlos con los
siervos. Una réplica similar se brinda habitualmente a los empleados de altos
ingresos del sector tecnológico, cuyas extensas jornadas laborales a menudo
dan lugar a sus quejas de que están trabajando en “talleres clandestinos de
alta tecnología”.

Para la gente empobrecida que está formalmente ligada por un contrato —


incluyendo los actuales migrantes y “trabajadores visitantes” que recorren el
mundo— la fuerza de trabajo se debe a aquellos a quienes está ligada. En
tales circunstancias, los empleadores que forman parte de la cadena del
crédito les ofrecen rápidamente empleo a los efectos del pago de sus cadenas.
Cuanto más informal sea el contrato, más explotado es el trabajo, con lo cual
los honorarios que los migrantes pagan por adelantado a los agentes de
tránsito y de empleo pueden dejarlos en la servidumbre de manera indefinida
por sus deudas. Pero la deuda estudiantil también puede prolongarse durante
décadas; las perspectivas de empleo son en ese caso cada vez más inciertas, y
el incumplimiento, cada vez más probable. Una mala calificación crediticia—
por uno o dos pagos demorados, en el caso de los préstamos estudiantiles
privados— será un nuevo obstáculo para encontrar trabajo, en la medida en
que muchos empleadores consultan los planes de pago de las deudas para
evaluar la confiabilidad de un candidato.

Irónicamente, una de las vías más rápidas para que los estudiantes
universitarios avanzados cumplan con su deuda educativa es encontrar un
trabajo lucrativo en la industria financiera, emitiendo el tipo de préstamos de
altas tasas de interés que arrojan a más y más de sus compañeros a las
trampas de la deuda, o especulando con la clase de instrumentos financieros
que pueden resultar más bien un doble problema (*) para aquellos que han
apostado sus activos. (7)

Si la analogía del contrato de servidumbre no lo persuade al lector, hay otras


maneras de demostrarle que la deuda educativa es una clase de contrato
laboral especialmente inmoral. En la medida en que involucra la captación de
salarios futuros, podríamos pensarla como un robo precoz del salario.
Después de todo, a los acreedores se les permite registrar las ganancias
futuras de sus préstamos en el presente, como si esos activos ya existieran.
Así es como se recrea el contenido de nuestros paquetes salariales futuros en
el balance del acreedor, décadas antes de ser pagados. Otra forma de enfocar
la deuda estudiantil es verla como un impuesto no autorizado recaudado por
el gobierno y el sector financiero en nombre de los beneficiarios finales de
una fuerza de trabajo muy instruida. De acuerdo con este análisis, el interés
de la deuda es un diezmo sobre nuestra capacidad de financiar nuestra
formación laboral que creará riqueza indebidamente para el 1%.

Tanto si el lector acepta la analogía del contrato de servidumbre como si


prefiere una de estas variantes, cuando se analiza la deuda estudiantil como
un acuerdo laboral es difícil no concluir que es un acuerdo particularmente
degradado, muy distante de la pulcritud ética de un contrato justo. Cuando se
ve la deuda estudiantil como el sello de la creditocracia, sus consecuencias
laborales son muy graves. Una sociedad que podría haberse distinguido
alguna vez por su capacidad para atender al bienestar humano se está
convirtiendo rápidamente en una sociedad dirigida por el endeudamiento,
donde la mayoría de la población está tomando préstamos, ya sea para la
mera subsistencia o para tornarse candidatos aceptables para los
empleadores.

En tales circunstancias, no sorprende ver un interés renovado por los


contratos de “capital humano” propuestos originalmente por Milton Friedman
y otros neoliberales en la década de 1970. En el espíritu de estos contratos, el
ex director ejecutivo del Citigroup, Vikram Pandit, y otros creadores de
nuevas empresas buscan ahora pagar la educación de estudiantes
seleccionados a cambio de un porcentaje de sus futuras ganancias. Si este es
el futuro de la educación superior, los estudiantes deberán ganarse el favor
de sus patrocinadores ricos antes de poder siquiera inscribirse en la
universidad. Por supuesto, solo tendrán que hacerlo aquellos con altas
posibilidades de proporcionar ganancias. (8)

Las personas que ingresan al mercado laboral, especialmente las que cuentan
con educación universitaria, siempre se han tenido que preparar para estar
en condiciones de tener un empleo. Pero hoy una porción cada vez mayor de
sus salarios se destina a pagar las deudas tomadas para reunir los
requerimientos básicos, físicos y mentales, que exige el trabajo moderno.
Estos requerimientos incluyen la carga física directa de mantener el perfil de
salud favorecido por los empleadores, el cual incluye cada vez más ítems
como cuotas de gimnasios (más o menos obligatorias para una enorme
porción de los que tienen menos de cuarenta años), alimentación más costosa
(porque la dieta barata norteamericana de alimentos procesados enferma a la
gente) y medicina preventiva (así como otras terapias para reducir el estrés).
Ninguna de estas cosas es cubierta habitualmente por el seguro de salud,
pero todas ellas son ahora consideradas esenciales para mantener el
equilibrio de mente-cuerpo que requiere un trabajador del conocimiento de
buen temperamento. Agréguese el costo de la mejora de las calificaciones, el
lugar común de que ahora todos necesitan una maestría (para lo cual hay muy
poca ayuda financiara disponible), y no simplemente un título de grado, para
competir por un empleo decente en la economía del conocimiento. Y añádanse
los costos del propio mantenimiento durante al menos una pasantía no
remunerada como el precio para ingresar a cualquier trabajo que requiera
una credencial universitaria.

El tiempo y los recursos invertidos en todas estas necesidades básicas son


percibidos cada vez más como una cobertura (en el lenguaje de los
instrumentos financieros) contra la caída por debajo del umbral de la
empleabilidad en las décadas venideras. Apenas puedo culpar a mis
estudiantes por adoptar, como hacen a menudo, esta perspectiva calculadora,
perfectamente compatible con la mentalidad de una sociedad financializada
que ha agotado su capacidad para obtener beneficios en el presente y recurre
a la circulación de cada vez más documentos para reclamar en el futuro. (9)
En el corto plazo, se los anima a especializarse en disciplinas favorables al
mercado para evitar la situación de insolvencia de los estudiantes avanzados.
Para aquellos que no desean comprometer su educación de esta manera, el
patrón emergente es dejar en suspenso durante varios años una trayectoria
profesional más gratificante, y por lo tanto arriesgarse a abandonarla, hasta
saldar sus préstamos mediante opciones de empleo que son mucho menos
convenientes para ellos. Habitualmente el dilema se resuelve, de una manera
u otra, quedando atrapado en el limbo del trabajo precario o el subempleo —
el camino real hacia el incumplimiento—.

¿Trabajar por nada?

En junio de 2013 la tasa de desempleo oficial de Estados Unidos se situó en


7,6%, con tasas crecientes de subutilización de la fuerza laboral de 14,3%. La
tasa “real” de desempleo era mucho más alta, ya que la prolongada recesión
hizo que millones de individuos ya no fueran contabilizados por la Oficina de
Estadísticas Laborales en la categoría de aquellos que estaban disponibles
para trabajar o buscando trabajo; luego de doce meses, desaparecieron de la
lista. Para fines del verano, la tasa de participación de la fuerza laboral había
caído a su nivel más bajo en 35 años. En ese momento, en países exprimidos
por los planes de ajuste, como Italia, España y Grecia, los niveles oficiales de
desempleo de la juventud eran de 42%, 56% y 65%, respectivamente, y los
suicidios iban en aumento.

La mayoría de los nuevos trabajos creados durante la recesión siguen


ofreciéndose en sectores como restaurantes, comercio minorista y ayuda
temporaria —los puestos de más baja paga y los menos proclives a ofrecer
beneficios y seguridad laboral—. Al mismo tiempo hemos visto una
proliferación de trabajos no remunerados, o pagados mediante vales. Por
cierto, un cínico bien podría concluir que el “trabajo gratuito” es el último
pequeño sector de alto crecimiento. En casi todos los demás, abundan las
versiones sobre el perfil de un trabajador no remunerado. Algunas de estas
actividades son nuevas, y están ocurriendo como parte de la transferencia en
curso del trabajo a las plataformas digitales. Otras son versiones modernas de
patrones ya existentes (robo del salario más intensivo y uso de fuerza trabajo-
carcelaria), o conllevan la conversión de antiguos puestos pagos a impagos,
como es el caso de las pasantías. Y otras descansan en la conciencia industrial
de “trabajar para promocionarse”, como una mentalidad de carrera normativa
para los jóvenes en particular. Este incremento significativo del trabajo no
remunerado, ¿explica tal vez el abismo existente entre las ganancias récord
de las corporaciones y las elevadas tasas de desempleo? ¿Y qué papel cumple
la financiación de la educación mediante la deuda personal en la
configuración de esta fuerza de trabajo no recompensada?

Dos de las razones para esta grieta entre elevadas ganancias y desempleo
parecen estar fuera de discusión. Las corporaciones siguen trasladando sus
operaciones al extranjero, en especial los trabajos de los sectores de alta
calificación, donde se pueden asegurar los mayores ahorros de costos
laborales. Adicionalmente, estas actividades en el extranjero les permiten
evadir impuestos estadounidenses al depositar sus ahorros en el exterior. Una
segunda explicación descansa sobre el incremento de la productividad. Dada
la grave amenaza de sufrir despidos, los empleados han sido presionados ya
sea para trabajar más dura y prolongadamente por la misma paga, o para
aceptar una reducción en los salarios. Una tercera razón —y esta es la parte
desconocida— es la creciente adopción de nuevas formas de trabajo no
remunerado para complementar el balance de los empleadores que son lo
suficientemente astutos como para cosecharlas. No es fácil reunir pruebas
concluyentes de este impacto, pero el sólido historial anecdótico y la
evidencia documentada disponible sugieren que es bastante grande como
para resultar significativo.
He aquí algunas de las áreas más evidentes donde los empleadores han
estado aprovechándose del peor mercado de trabajo (y la recuperación más
débil del nivel de empleo) desde la década de 1930. En todos los casos, las
violaciones a normas del trabajo justo se agravan por una situación de
endeudamiento subyacente:

• En el ámbito del trabajo digital se está obteniendo una enorme variedad de


trabajos no remunerados de fuentes como las siguientes: el establecimiento,
como norma industrial, del contenido gratuito de medios online (lo cual
afecta, como era previsible, las escalas salariales de toda clase de
profesionales de la escritura y las artes); amplia obtención de datos
provenientes de redes sociales como Facebook, Google y Twitter, a menudo
sin el conocimiento de los usuarios; programas de trabajos electrónicos
mínimos como el Mechanical Turk, de Amazon, que asignan microtareas que
pueden insumir apenas unos minutos; crowdsourcing (colaboración gratuita
distribuida) adoptada como un principio industrial; y una serie de otras
técnicas digitales sofisticadas (que habitualmente involucran algoritmos
personalizados) para extraer dividendos de los usuarios/participantes.

Todas estas formas de “trabajo distribuido” utilizan Internet para movilizar el


poder de procesamiento extra de una amplia y dispersa multitud de individuos
separados. Ninguno de estos acuerdos laborales se acerca siquiera a las
definiciones de empleo no estandarizado de la Oficina de Estadísticas
Laborales, aunque son fuentes de grandes ingresos para las empresas del
conocimiento, como Facebook o Google, que registran enormes ganancias y
muestran índices de ganancias respecto de la nómina igualmente
astronómicos. Las ganancias de Facebook durante el tercer trimestre de 2013
fueron de casi 2.000 millones de dólares, aun cuando no empleaba más de
cinco mil personas. Para el tercer trimestre Google reportó ganancias por casi
15.000 millones de dólares, con una estimación de 30.000 empleados. Estas
son tasas extraordinarias para cualquier estándar histórico, y presentan un
modelo seductor para ser imitado por los capitalistas del siglo XXI.

El trabajo digital no remunerado o pobremente remunerado afecta a todos los


niveles de ingresos y de habilidades, desde las microtareas de rutina hasta los
medios de sustento relacionados con la creatividad, pero las recompensas
más grandes derivadas de su explotación se encuentran en el sector creativo
de la economía. Cuanto más interesante y desafiante es una tarea conceptual,
más probablemente será realizada de manera gratuita por los individuos
deseosos de donar su tiempo. Tradicionalmente el trabajo creativo conlleva
una buena porción de mano de obra voluntaria o barata a cambio de la
gratificación que brinda la tarea. En años recientes, a medida que el creativo
súper-flexible se convirtió en el modelo de trabajador neoliberal, esta clase de
mano de obra sacrificada, que a menudo se considera una forma de
“autoexplotación”, se convirtió en un principio industrial, sobre todo en los
sectores del trabajo autónomo desregulado, donde el empleo precario es la
norma. (10)

Sin embargo, la deuda personal asociada con esta clase de mano de obra no
ha sido reconocida plenamente. La autoformación de estos empleados en
campos típicamente creativos —bellas artes, diseño, redacción, actuación,
arquitectura—involucra con frecuencia niveles mucho más altos de deuda
estudiantil que en los sectores con perfiles de empleo estándar. Estos
empleados no solamente ofrecen su fuerza de trabajo a precio barato; su
disponibilidad también tiene un costo personal superior, debido a que se han
comprometido de antemano con el acreedor a ganar esos bajos salarios y han
contraído altos niveles de deuda educativa.

• Las pasantías ya no son un rito de pasaje hacia el sector de los servicios


profesionales, se han vuelto casi obligatorias en casi todos los reductos de
trabajo, intelectual o no, de la economía. En muchos casos se están
convirtiendo en un limbo definitivo, no muy distinto del tiempo invertido por
algunos estudiantes universitarios avanzados en enseñar, que ya no es para
ellos un período de aprendizaje sino, en términos prácticos, el final de su
carrera docente. En los últimos años, las pasantías no remuneradas se han
vuelto la norma, en especial para las mujeres (los puestos pagos son ocupados
por hombres de manera desproporcionada), y de acuerdo a una estimación de
2011, proporciona un subsidio acumulativo de 2.000 millones de dólares a los
empleadores solo en Estados Unidos. (11) A medida que se desarrolla el
mercado de las pasantías, estos puestos de trabajo no remunerados se venden
abiertamente, mientras los lugares más deseados generan beneficios
sustanciales para intermediarios y empleadores por igual, con lo cual el
subsidio se amplía. Muchas de estas pasantías, si no la mayoría, están fuera
de los libros —no son contabilizadas ni registradas en ninguna estimación
oficial de actividad laboral—. Por lo tanto, también es probable que amplíen la
deuda de las familias. Después de todo, gran parte de las pasantías se llevan a
cabo para obtener créditos universitarios, y entonces, al menos en Estados
Unidos, posiblemente se financiarán con deuda. La mayoría de las restantes
son complementos casi obligatorios de la búsqueda de credenciales por parte
de los universitarios. Inevitablemente, algunos de estos períodos de trabajo
solo pueden sobrellevarse endeudándose. El fenómeno de sacar préstamos
solo para sobrevivir a una pasantía no remunerada es más y más común.

• El robo del salario se ha convertido en una fuente masiva de mano de obra


gratuita para empleadores que rutinariamente violan las leyes en materia de
salarios y horarios, ya sea denegando a los empleados los pagos retroactivos,
rehusándose a pagarles horas extras, embolsándose emolumentos,
pagándoles por debajo del salario mínimo o exigiéndoles que cumplan un
horario mayor que el habitual. (12) En 2008, en el inicio de la recesión, el
Centro Nacional del Derecho al Empleo (NELC, por su sigla en inglés) estimó
que, en promedio, los trabajadores de bajos salarios (predominantemente las
mujeres y los integrantes de grupos étnicos minoritarios) estaban perdiendo
el 15% de sus ingresos anuales por una u otra forma del robo del salario. (13)
En los años que siguieron, sobre todo en los sectores económicos que
dependen fuertemente de la fuerza de trabajo migratoria, estas prácticas
ilegales se han vuelto crónicas.

La presión descendente en el mercado de trabajo y la mayor vigilancia


ejercida sobre los inmigrantes han envalentonado a los empleadores para
negar la paga a los miembros más vulnerables de su fuerza laboral. La rápida
propagación de las propinas en diversos ámbitos, desde la atención al público
en los restaurantes hasta todo tipo de servicios interpersonales minoristas, es
una innovación reciente en los esfuerzos de los empleadores para
transferirles los costos laborales a los clientes. Una vez establecida como
aceptable en un lugar de trabajo, esta práctica se convierte en una
justificación legal para el pago del salario por debajo del mínimo que muchos
estados establecen para los empleados que reciben propinas (mínimo que
llega a solo 2,13 dólares la hora por una ley federal).

El robo del salario no es solamente una bonificación para los empleadores,


sino también para los prestamistas que se aprovechan de la población no
bancarizada. Estas personas, predominantemente de bajos ingresos, son
forzadas cada vez más a pagar un canon simplemente para acceder al valor
en efectivo de sus cheques de pago. Una multitud de cambiadores de
cheques, casas de empeño, prestamistas de día de pago y otros usureros que
hacen negocios con la pobreza están practicando una forma de robo del
salario con individuos a quienes les son negados los frutos totales de su
trabajo por el simple hecho de no poder ser clientes de un banco
convencional. De acuerdo con una estimación, los trabajadores pobres pagan
un sobrecargo efectivo de cerca de 30.000 millones de dólares al año por los
productos financieros que consumen en el “callejón de los prestamistas”, y
más de dos veces ese monto si se incluyen las tarjetas de crédito, los
préstamos para automóviles y las hipotecas de alto riesgo. (14)

• La presión de los precios de las importaciones y de la caída en la demanda


del consumo a raíz de la recesión ha llevado a los empleadores a salir a
buscar agresivamente mano de obra barata carcelaria en cantidades cada vez
mayores. El uso de convictos en la manufactura y los servicios también se ha
magnificado por la decisión de las legislaturas de muchos estados de
tercerizar ciertos trabajos encargándolos a prisioneros de penitenciarías
privadas. Como resultado de la normativa de las Industrias Penitenciarias (*),
convertida en ley bajo los poderosos auspicios del Consejo Estadounidense de
Intercambio Legislativo (ALEC, por su sigla en inglés), una cantidad estimada
en un millón de reclusos son empleados ahora a salarios que están por debajo
del mínimo, y su trabajo está controlado mediante unas medidas disciplinarias
que no podrían imponerse afuera de las cárceles. Además, a los empleadores
de la industria penitenciaria se les permite deducir, de los exiguos salarios
que ofrecen y de la venta de los bienes producidos, los gastos de alojamiento
y comida, apoyo a la familia, y otros. El trabajo de los presos, flagelo penal del
sur en el siglo XIX, ha vuelto incrementado en algunos estados. (15) En otros,
se arresta cada vez más a los deudores por períodos breves debido a que no
pueden cumplir con sus pagos mensuales, y si bien en el caso típico enfrentan
un período de arresto (y no de reclusión), tal vez sea solo una cuestión de
tiempo antes de que sean enviados a prisión con el fin de que paguen sus
deudas a través de un programa de trabajo para reclusos.

• La deuda estudiantil, como he sugerido, es en sí misma una forma de robo


precoz de los salarios, pero evitarla también tiene un impacto laboral
significativo. Una parte considerable de los cursos académicos han sido
impartidos desde hace tiempo por estudiantes avanzados, en busca de
alternativas para pagar la deuda en la financiación de sus estudios. Pero
ahora los campus funcionan cada vez más con mano de obra barata del ciclo
básico. En muchos de ellos, la mayoría de las tareas de oficina, jardinería,
atención de la cocina y limpieza son realizadas hoy por estudiantes que tratan
de evitar endeudarse más. En las ciudades universitarias, una variedad de
empleadores se aprovechan de esta desesperación tratando al cuerpo
estudiantil como un ejército de reserva de mano de obra barata y temporaria.
(16)

• Por último, pero no menos importante, los voluntarios que se presentan a


los concursos de los medios han transformado muchos sectores de las
industrias del entretenimiento en espectáculos de talento amateur, con
premios suculentos para unos pocos ganadores e insignificantes para todos
los demás. El modelo del show de talentos / reality TV se ha convertido en un
estándar de la industria, reduciendo las escalas salariales en todas las
actividades. Dada la influencia poderosa que ejercen los conductores de estos
populares programas sobre la juventud, el principio central de “trabajar para
promocionarse” se está convirtiendo en una mentalidad profesional
normativa, con consecuencias económicas inciertas. La gente joven ha
aceptado que este es el modo en que funciona el mundo, y que ellos solo
pueden salir adelante ofreciendo su mano de obra autopromocionada por
adelantado y gratis, con la esperanza de ser vistos y favorecidos. Para al
menos una generación, los salarios de la industrialización han sido
reemplazados por la moneda afectiva de la atención y el prestigio. En estas
circunstancias, con el trabajo y el esfuerzo se compra el equivalente a un
billete de lotería en el sorteo de los medios de subsistencia.

Esta nueva norma, ¿representa un cambio significativo respecto del uso más
tradicional del “casting” como modelo de entrada a la fuerza de trabajo de la
industria del entretenimiento? Si es así, quizá sea porque hoy se considera
que trabajar para promocionarse es parte de los costos iniciales necesarios
para reunir un currículum vitae que dé acceso a un medio de vida basado en
el reconocimiento remunerado. Del mismo modo en que se asumen las deudas
estudiantiles como una cobertura contra el desempleo futuro, el trabajo
voluntario entregado en pos del desarrollo de las habilidades personales es un
gravamen extraído de antemano por los empleadores de la industria, un
regalo de tiempo y recursos que de otra forma los empleadores tendrían que
haber destinado a la capacitación profesional, o al perfeccionamiento de las
personalidades laborales. Pero a diferencia de las cuotas de afiliación
pagadas por adelantado para unirse a una organización, en este caso no hay
garantías de beneficios para los usuarios. La única cosa segura es la
explotación del trabajo gratuito por los empleadores, que sabrán cómo
aprovecharla.

Una de las características distintivas del estudio precedente de los “trabajos


gratuitos” es que esas prácticas no se limitan en absoluto a los sectores
tradicionales de bajos ingresos. De hecho, algunas de las tendencias de
desarrollo más rápido en el área del trabajo no remunerado se pueden
encontrar en sectores bien recompensados, especialmente en las industrias
creativas, donde el esfuerzo amateur para ganarse un reducto en la economía
de la atención pública puede dar como resultado “éxitos de taquilla”, pero
donde parecen quedar muy pocas varas para medir qué es un trabajo justo.
Cualquier intento por establecer una equiparación nítida entre trabajo y paga
es cada vez más infructuoso. La mayoría de los “concursantes” perdedores en
esta economía tampoco experimentan su esfuerzo frustrado como una forma
de explotación laboral.
El sistemático desplazamiento hacia el trabajo temporario que caracterizó las
tres últimas décadas de informalización del empleo es sucedido ahora por una
relación contractual aún más tenue. Algunos de los nuevos acuerdos
contractuales, especialmente las microtareas digitales, conservan pocas
trazas de un empleo, y ciertamente nada que involucre a un empleador en una
red legal o regulada de obligaciones. Por un lado, la definición actual de “un
empleo” está mucho más cerca del origen etimológico de la palabra en inglés
(una “tarea” o “porción” de trabajo que solo dura lo que se tarda en
cumplirla). (*) Por otro lado, y en la medida en que algunos de ellos son
empujados por la autopromoción de individuos comunes no remunerados, las
remuneraciones son más típicas de la era preindustrial, cuando la cuidadosa
atención prestada por individuos o instituciones poderosas era una fuente de
movilidad social de considerable valor. También evocan un tiempo en el que
la relación entre los endeudados y los acreedores era no solamente más
íntima, sino también más propensa a sufrir castigos cuando se deterioraba.

En el mejor de los casos, hoy la compensación no es tanto robada como


pospuesta hasta algún momento futuro indeterminado. En este sentido el
trabajador no debería ser visto como el que está en deuda; en realidad, es el
empleador el que debe. Como señala Michael Denning, el principio
subyacente del salario laboral es que los empleados están en situación de
acreedores, porque “cada día hacemos de nuestra fuerza de trabajo un
préstamo libre de intereses que les ofrecemos a nuestros empleadores”:

Cada vez que uno toma un nuevo trabajo, se le recuerda que debe sostenerse
a sí mismo sin paga por el primer día, semana o mes. Pero uno de los aspectos
más curiosos de la mercancía ficticia, que las agencias de empleo temporario
llaman “manpower”, es que es una de las pocas mercancías consumida antes
de que se pague por ella. En el caso de la mayoría de las mercancías, uno
paga y luego las disfruta. Hay un puñado de excepciones cotidianas, como
cuando uno come en un restaurante —de aquí que se juzgue tan reprobable
pagar con un cheque sin fondos—. A menudo usamos un producto antes de
pagar por él, pero estos casos se ven siempre como un préstamo efectuado
por el minorista o por un tercero, como el emisor de una tarjeta de crédito.
Solo en el caso del salario laboral la mercancía es consumida antes de ser
pagada; “en todas partes”, observó Marx en un apartado de El capital, “el
trabajador le otorga un crédito al capitalista”. Tal vez la metáfora más
reveladora que tenemos para esta deformación del tiempo es que, en las raras
ocasiones en que a alguien se le paga antes de trabajar, se lo denomina “un
adelanto” (advance), término que en inglés se remonta a los comienzos del
siglo XVIII. (17)

Cuerpo y alma

Cuando presionan para la adopción de políticas de ajuste, los halcones del


déficit invocan la justicia generacional: es injusto, afirman, dejar a nuestros
hijos y nietos grandes deudas públicas en herencia. Pero las deudas públicas
no son ni de lejos tan amenazantes como las han pintado los partidarios de la
austeridad. Podría argumentarse que sería más injusto legar a la próxima
generación una democracia severamente dañada, en la que cada actividad
hogareña fuera un mercado abierto a los acreedores para que extraigan valor
de él. Si una sociedad convierte sus necesidades sociales fundamentales en
patrimonio de los especuladores para que obtengan rentas económicas,
entonces no solo es legítimo rechazar las deudas incurridas durante este
proceso, sino que puede ser el único modo de asegurarse de que el futuro
será diferente para nuestros hijos. El endeudamiento es siempre un acto de
renuncia al futuro, especialmente cuando las tasas de interés compuestas se
tragan por completo grandes trozos de él. Los préstamos son compromisos de
tiempo y trabajo que asumimos por adelantado. ¿En qué momento la suma
total de estas promesas obstruye las rutas que pueden conducirnos hacia
versiones imprevistas del futuro? En el lenguaje de las finanzas, cuando el
costo de la deuda excede el valor del activo subyacente, estamos en una
situación de capital negativo. ¿Cuál es el equivalente para una sociedad
liberal? ¿Cuándo entra en default la democracia en sí misma?

Durante la Guerra Fría las democracias occidentales buscaban entregar a las


mayorías un futuro cada vez mejor. Esta promesa descansaba en la garantía
de que la atención médica se volvería universal, y entonces la mayoría de
estos países establecieron un sistema nacional de salud. Las formas más
tempranas de seguro social, en Inglaterra y Alemania, fueron instituidas para
prevenir el desarrollo del socialismo, comprar la lealtad política de los
trabajadores o detener el avance de sus sindicatos. En los Estados Unidos de
la posguerra, los esfuerzos de la administración Truman para promover el
sistema nacional de atención de la salud fueron eficazmente sorteados por
parte de la industria médica y sus aliados legislativos, mediante la creación de
eslóganes anticomunistas. Los sindicatos también estaban inquietos por la
posibilidad de perder su muy apreciada capacidad para recibir beneficios
sociales en nombre de sus miembros. Aun así, en ausencia de un programa
general dirigido por el gobierno, el florecimiento de las prestaciones
negociadas por los sindicatos protegió a los trabajadores de tener que
absorber en su totalidad el impacto de los costos de la atención médica y se
convirtió en un componente central del contrato social de posguerra.

Para poder competir, en una época de relativo pleno empleo, los empleadores
no sindicalizados también fueron obligados a ofrecer una amplia gama de
prestaciones en constante aumento, ninguna de las cuales dependía de la
financiación mediante deuda. De esta manera, el salario sindical también se
convirtió en un salario social para una porción mucho mayor de la población.
Numerosos beneficiarios apreciaban más las prestaciones médicas otorgadas
a los empleados que el salario de bolsillo, pese a que este se hallaba en
expansión; el seguro de salud era a menudo la razón fundamental para
permanecer en un trabajo rutinario.

Si bien se mantuvo a flote gracias a los créditos al consumo, la creación de


una clase media relativamente estable, con crecientes expectativas fiscales y
con alguna promesa de seguridad física y mental en la vejez, fue el logro más
importante del “siglo norteamericano”. Pero este logro se ha erosionado de
manera constante durante los últimos cuarenta años. Los costos del cuidado
de la salud se han elevado casi tan rápido como el precio neto de la educación
universitaria, y el aumento de la deuda médica, aun para aquellos que tienen
cobertura de un seguro privado, parece incontenible. Cuando se lo mide con
cualquiera de los patrones empleados para evaluar la salud pública, Estados
Unidos gasta infinitamente más en atención médica y obtiene menos
resultados que cualquier otra nación industrializada. En 2011, esos costos
representaban casi el 18% del PBI (Holanda era el país rico más cercano, con
el 12%), y en 2021 consumirá un quinto de la economía, de acuerdo con las
estimaciones oficiales. (18) Entre 1950 y 2011, el PBI real per cápita creció
en Estados Unidos a una tasa promedio de 2% al año, mientras que el gasto
nacional per cápita en atención de la salud creció, en términos reales, 4,4% al
año. (19) La brecha entre estas dos tasas de crecimiento es insostenible.
Tampoco hay ninguna razón para creer que los costos (y las deudas) totales
serán frenados gracias a las reformas aprobadas por el gobierno de Obama en
2010, en la medida en que los cambios casi con seguridad estimularán el
crecimiento del gasto. En comparación, un sistema nacional de salud de
pagador único reduciría los costos, mejoraría los resultados obtenidos y
suprimiría la apabullante carga de la deuda médica (casi inexistente en el
resto del mundo industrializado) mediante una distribución apropiada del
riesgo.

La ley sobre la atención de la salud sancionada por Obama sin duda reducirá
las deudas para muchos de los que antes no tenían cobertura; no obstante,
sus disposiciones también pueden ampliar la red de la deuda al engrosar las
filas de los “infraasegurados”, que ahora incluirán a aquellos que eligen los
llamados “planes de bronce”, los de las primas más bajas, que cubren sólo el
60% de los costos de los afiliados. Tal vez estos últimos busquen una mejor
atención médica que la que tenían antes de estar asegurados, pero serán
incapaces de pagar la totalidad de sus cuentas de internación y
medicamentos, debido a que los “valores actuariales” estimados por las
aseguradoras los condenan de antemano a un régimen de endeudamiento
para compensar la diferencia. Al sector privado la ley de Obama le garantiza
que las ganancias continuarán siendo generosas, y no solamente para la
industria médica sino también para las instituciones financieras que cobran
las deudas de los pacientes, establecen la clasificación crediticia de los
hospitales y conceden los préstamos para mantener en el negocio al complejo
impulsado por el mercado. A medida que el número de personas sin cobertura
disminuya, la atención médica ofrecida por entidades benéficas, que está
relativamente libre de deuda, también se desgastará; los hospitales públicos y
comunitarios ya están siendo empujados fuera del negocio a medida que los
gigantes privados, crecientemente monopólicos, refuerzan su dominio. (20)

Uno de los síntomas de vivir en una creditocracia es que el futuro parece


haberse desvanecido. Ya no se lo ve como un tiempo en el que habremos
ganado el derecho a ser más libres, sino que se vislumbra crecientemente
como un período interminable, que ahora se extiende hasta una edad
avanzada, en el cual nos veremos duramente compelidos a devolver nuestras
deudas. Desde hace algún tiempo las miras de la industria financiera se han
fijado en la privatización de Medicare y de la seguridad social, los únicos
pilares del seguro social de la Guerra Fría que quedaron en pie. En 1980, el
40% de la fuerza de trabajo norteamericana disfrutaba de una jubilación
tradicional con prestaciones definidas. Más de la mitad de ellas se han
convertido desde entonces en planes de riesgo 401(k), y han pasado a
alimentar directamente las arcas de Wall Street. Al desplazar el riesgo del
empleador al empleado, las corporaciones quitan prestaciones de los
contratos de empleo tan rápido como pueden redactarlos. Siguiendo el
ejemplo del sector privado, los políticos y los administradores del Estado
presionan por recortes cada vez más profundos en los compromisos relativos
a las jubilaciones de los empleados públicos. (21)

El mismo patrón de deterioro se aplica al seguro de salud provisto por el


empleador; aquellos que aún lo disfrutan están pagando mucho más por las
primas, y reciben menos cobertura a cambio. Un resultado es el continuo
incremento en el porcentaje de quiebras personales motivadas por la deuda
médica. De solo el 8% en 1981, pasó al 50% en 2001 y superaba el 62% en
2007. En una investigación sobre este patrón llevada a cabo por Elizabeth
Warren y otros colegas suyos de Harvard se encontró que el 78% de los que
se presentaron en 2007 tenían seguro médico al comienzo de su enfermedad,
incluido un 60,3% con cobertura privada. (22) Tampoco existen pruebas de
que la ley de atención médica de Obama reducirá las quiebras médicas —en
realidad, estas no disminuyeron de modo apreciable cuando el gobernador
Mitt Romney introdujo el mismo tipo de programa de atención de la salud en
Massachusetts. (23)

Los números de empleados actuales que se ven forzados a tomar retiros


anticipados de sus cuentas de jubilación para pagar deudas médicas son casi
igual de contundentes, aun cuando tal acción conlleva sanciones elevadas.
(24) A aquellos cuya capacidad para mantener el cuerpo y el alma juntos en el
presente ha sido diezmada por la atención médica privada, esta situación los
conduce a la auto-canibalización. Comprometer salarios futuros es una parte
implícita de cualquier contrato formal de deuda, pero en esta instancia,
mantener el bienestar físico en el presente requiere que renunciemos a los
medios para hacerlo en los años por venir. Asegurar que las personas
mayores puedan sobrevivir después de haber agotado su capacidad de ganar
un salario digno es un principio básico de una sociedad humana, y como
prueba de justicia generacional es mucho más importante que mantener las
deudas públicas bajo control. Si somos forzados a entregar esa seguridad a
largo plazo a fin de permanecer vivos en lo inmediato, nuestro derecho a la
vida, cuando no nuestra libertad, corre peligro. Esa es la razón por la que
David Blacker incluye la deuda médica, junto con la educación, en su
definición de “deuda existencial”: “Una clase de deuda de la cual es imposible
separar la continuidad de la propia existencia”. Las deudas existenciales “que
se han acumulado en contra del propio ser de un individuo son ipso facto
intolerables en cualquier tipo de sociedad justa y democrática, ya que lo
amarran demasiado y ejercen un control excesivo sobre él a medida que
avanza por la vida”, argumenta Blacker. (25) En el caso de las deudas médica
y estudiantil, los bienes de capital —los que se utilizan para securitizar estas
deudas— son componentes naturales y esenciales de nosotros mismos, y no
mercancías externas como los automóviles o las casas. De hecho, al ser tan
intrínsecas al mantenimiento de la vida y de las opciones vitales, estas deudas
modernas tan típicamente norteamericanas son comparadas a menudo con las
condiciones vigentes en la servidumbre feudal y la esclavitud, donde los lazos
que constriñen a los individuos son de por vida, ineludibles y determinantes
de la supervivencia física. Reconocer tales deudas como ilegítimas no debería
ser meramente un preludio a la negociación individual de los términos de
repago. Su repudio y, finalmente, su abolición es por cierto un asunto
apremiante para cualquier sociedad que valore la libertad humana.

¿Cómo debería responder la fuerza de trabajo?


Dado que la deuda estudiantil no es cancelable, y no existe una norma que
limite los préstamos federales, ha asumido un carácter ineludible. De hecho,
muchos prestatarios hablan acerca de su deuda estudiantil como si fuese una
suerte de sentencia de muerte. En consecuencia, la compulsión a cumplir con
la deuda se profundiza por un fuerte apuntalamiento retributivo, y se ve
reforzada por la vergüenza personal y la culpa que acompañan el
incumplimiento. A la vez que socava la disposición del deudor, este moralismo
es esencial para la capacidad de cobro de los acreedores. Esa es la razón por
la cual la perspectiva de perdonar las deudas en gran escala presenta un
dilema para las élites. Sin el alivio masivo de los hogares, la economía basada
en el consumo se estancaría en el mejor de los casos, pero ampliar el perdón
corroería la moralidad esencial de reembolso de la cual dependen los
esfuerzos de la creditocracia para cobrar.

A comienzos del siglo XX, Henry Ford y otros grandes fabricantes concluyeron
que a fin de dar nacimiento a la sociedad de consumo los salarios industriales
debían incrementarse. Después de todo, los trabajadores tenían que ser
capaces de pagar los modelos Ford T que se estaban fabricando. En
retrospectiva, este principio parece de sentido común, pero, en ese entonces,
elevar los salarios iba completamente contra la corriente de la costumbre
capitalista. En ese mismo espíritu, los actuales administradores de la
economía bien pueden tener que contemplar la creación de programas de
reducción de la deuda con el fin de facilitar el retorno de los deudores al
mercado de alto consumo, pero al hacerlo correrán el riesgo de erosionar la
moralidad del reembolso. El mandato moral de pagar es la columna vertebral
disciplinaria del capitalismo financiero actual, como lo era el control de los
salarios para los capitalistas como Ford, pero superar ese mandato, aunque
sea temporariamente, plantearía una amenaza de largo plazo mucho mayor a
las ganancias de Wall Street.

Además, vale la pena recordar que el salario de 5 dólares al día de Ford no


era suficiente para comprar sus autos. Se necesitaba financiamiento externo,
y fueron estos préstamos para automotores, y no los salarios fabriles más
elevados, los que dieron origen a la revolución del consumo y la cultura de los
préstamos personales que la respaldaba. La suba de salarios fue más bien una
maniobra descarada para mantener a raya a los sindicatos, y el acceso de los
trabajadores a esa mayor remuneración dependía de la observancia de los
propios estándares morales de Ford sobre el ahorro, la sobriedad y otros
valores familiares burgueses, supervisada por el Departamento de Sociología
de su empresa.

Este patrón de intromisión en la vida personal de los trabajadores se extendió


durante el apogeo del capitalismo asistencialista de la década de 1920,
creado para competir contra el atractivo de las alternativas socialistas.
Cuando los sindicatos finalmente consiguieron que se reconociera su derecho
a operar dentro de los ámbitos de trabajo industriales fueron ellos de hecho
quienes asumieron la responsabilidad por la disciplina moral de la fuerza de
trabajo. A los dirigentes gremiales se les encargó garantizar que los hábitos
de vida de sus miembros no obstruyeran la alta productividad requerida como
compensación por los aumentos programados en el salario obtenido a través
del sindicato.
En el siglo XIX, las restricciones morales que gobernaban la ética del trabajo
industrial requerían un pequeño ejército de defensores —predicadores,
educadores y dirigentes de empresas— que las promovieran con gran fervor y
convicción. (26) Con el tiempo los defensores del trabajo elaboraron su propia
versión de la dignidad del mismo, aunque más para infundir orgullo al
trabajador que para motivar un mayor esfuerzo laboral. Ahora bien: ¿cuál es
el equivalente del evangelio del trabajo en una economía financializada? ¿Qué
patrañas necesitan los acreedores que se traguen los prestatarios?

La moralidad del reembolso requiere partidarios que machaquen en los


hogares las virtudes de los deudores que cumplen sus promesas, y también
las fallas de los que no las pueden cumplir. La vergüenza y la culpa que
estigmatizan al incumplidor de hoy (y son internalizadas por este) recuerdan
el desdén hacia el holgazán “bueno para nada” de la era de las fábricas, que
era menospreciado por no tener la capacidad de encontrar un trabajo o de
perseverar en él. Existe mucha semejanza entre estas dos maneras de hacer
proselitismo, lo cual refuerza la conexión histórica entre trabajo y deuda que
he bocetado en este capítulo. Pero contrariamente a los predicadores del
evangelio del trabajo del siglo XIX, los magnates de Wall Street difícilmente
estén en condiciones de predicar acerca de la ética. Para la opinión pública,
probablemente ellos son acreedores de menos respeto que los jefes de la
mafia, sus compañeros de extorsión, y a diferencia de estos últimos, rara vez
son contemplados bajo un halo positivo en la cultura popular.

Los defensores del trabajo tienen todas las razones para desechar la grosera
bravuconada moralista de Wall Street y promover la cancelación de la deuda
como una causa de los trabajadores. A medida que la deuda familiar se
incrementó durante la década de 1990, incluso Alan Greenspan tuvo motivos
para reconocer, aunque sea con aprobación, el efecto negativo que eso ejercía
en el sindicalismo militante —los trabajadores eran mucho menos propensos a
ir a la huelga si tenían pagos de la deuda para hacer—. (27) Bajo la presión de
los actuales planes de ajuste, la deuda municipal y soberana se manipula para
lograr profundas concesiones de los empleados públicos —docentes, agentes
de tránsito, bomberos, policías, carteros y otros trabajadores urbanos—.

Los gobernadores derechistas, comenzando por el de Wisconsin, Scott


Walker, han aprovechado la oportunidad de la crisis de la deuda para quebrar
la fortaleza de los sindicatos del sector público en particular, mediante la
introducción de leyes que avalan el derecho al trabajo. Algunos de esos
sindicatos fueron participantes activos en las protestas de Occupy Wall Street
—en especial el sindicato de agentes de tránsito de Nueva York—, en tanto los
dirigentes de otros, como la Unión International de Estibadores y Almacenes
(ILWU, por su sigla en inglés), de Oakland, miraron para otro lado cuando sus
miembros se involucraron en acciones ilegales junto con los activistas de
Occupy Wall Street. Los sindicatos de los empleados públicos también
estuvieron a la vanguardia de las masivas huelgas europeas contra el ajuste,
luchando abiertamente para preservar sus derechos además de sus trabajos.
En algunos casos las auditorías de las deudas demuestran ser una
herramienta útil para los sindicalistas que quieren contraatacar de formas
más innovadoras; las auditorías pueden exponer el dudoso origen de las
deudas públicas y también las manipulaciones mediante las cuales se las usa
para castigar a los empleados.

Cuando el legendario sindicalista Tony Mazzochi fundó el Partido de los


Trabajadores en el año 2000, su plataforma de base para las elecciones
primarias fue una campaña de educación superior gratuita, dirigida a
restaurar los niveles de apoyo estatal a la educación terciaria de las décadas
de la Guerra Fría. Como dijo Adolph Reed, uno de los principales promotores
de la campaña:

Este programa no es una mera ilusión. Tiene un claro precedente en la


memoria viva de la gente. La Ley GI permitió solventar la inscripción y las
cuotas totales de su educación universitaria, además de un estipendio
salarial, para casi ocho millones de veteranos que volvían de la Segunda
Guerra Mundial. Si lo hemos hecho antes, lo podemos hacer nuevamente, y
esta vez para todos. (28)

Dados los apuros económicos de las actuales familias trabajadoras, cada vez
más cortas de dinero, el atractivo de la educación gratuita es evidente.
¿Quién no querría que sus hijos tuvieran una educación universitaria que no
los agobiara financieramente para toda la vida?

En julio de 2012, Rich Trumka, presidente de la Federación Estadounidense


del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales (AFL-CIO por su sigla
en inglés) (*) , hizo los siguientes comentarios a los activistas estudiantiles:

La lucha de la generación de ustedes por empleos —por empleos de calidad—


que brinden salarios justos y beneficios adecuados, para que aquellos de
ustedes que han contraído una deuda estudiantil tengan capacidad de repago
y la oportunidad de vivir la vida que quieren —la posibilidad de casarse, de
formar una familia si así lo desean, de iniciar una empresa, de pelear por las
causas en las que creen y dejar unos Estados Unidos más fuertes para las
generaciones que les seguirán—, esa lucha es la lucha del movimiento obrero,
y esa lucha es también la mía. (29)

Pese a ser una notable muestra de solidaridad, la declaración de principios de


Trumka estaba a años luz de la posición mucho más firme del Partido de los
Trabajadores, que planteaba a la educación como un derecho y un bien social.

El movimiento sindical estadounidense tiene una rica historia de oposición a


la servidumbre de la deuda. En sus comienzos, abogó por la educación
pública gratuita junto con la abolición de las cadenas de la deuda, y hacia
fines del siglo XIX luchó por el derecho a cobrar en efectivo y no en bonos de
las empresas como propugnaban los empleadores. En la década de 1920, el
movimiento estableció instituciones financieras alternativas sin fines de lucro
—incluido el alguna vez poderoso Amalgamated Bank y muchas otras
mutuales de crédito sindicales—, a la vez que desempeñó un papel pionero en
la propagación del movimiento cooperativo que proporcionó viviendas
accesibles a sus miembros. Actualmente está dando respuesta al constante
incremento del empleo no tradicional promoviendo modos innovadores de
organización del trabajo alternativo, no solamente a través de centros de
trabajadores independientes y de la propia organización Working America,
dependiente de AFL-CIO, concebida para trabajadores que no pueden
sindicalizarse, sino también mediante organizaciones como la Alianza
Nacional de los Trabajadores Hogareños, el Sindicato de Trabajadores
Autónomos, el Proyecto de Acción Minorista, el Centro de Oportunidades para
Restaurantes, la Coalición de los Trabajadores de Immokalee, la Alianza
Modelo, los Restaurantes de Comidas Rápidas “Adelante”, los Derechos
Laborales de Becarios, la alianza WashTech de empleados de la industria
informática, la organización Brandworkers de trabajadores de la alimentación
y la Alianza de Trabajadores de Taxis.

Estas incipientes alternativas frente a los sindicatos de empleador único son


un paso necesario para reconstruir el poder de los trabajadores en una
economía reestructurada y definancializada. Pero el movimiento de los
trabajadores también debería adoptar un papel más central en la lucha por
restaurar la educación pública gratuita, el camino más eficaz de todos los
caminos para aliviar la deuda que pesa sobre sus hogares.

¿La generación perdida?

Difícilmente pueda ignorarse que la acumulación de deuda estudiantil se ha


producido junto con un fuerte aumento del empleo precario en las dos últimas
décadas. Justo cuando los acreedores están dependiendo más y más del
rendimiento de los salarios futuros, la perspectiva de contar con un empleo
seguro y un ingreso regular se ha diluido para gran parte de los estudiantes
deudores. A menudo los estudiantes universitarios avanzados más
endeudados son los que se enfrentan con una economía basada en changas
efímeras, en la que deben asumir todos los riesgos de mercado de los
trabajadores autónomos, y se ven obligados a mantenerse a flote recurriendo
a diversas fuentes de ingresos o haciendo malabarismos.

Durante la era de las empresas “puntocom”, el aliento a las virtudes de este


tipo de trabajo precario tomó la forma de la glorificación de los “agentes
libres”; estas almas liberadas elegían audazmente formas extremas de trabajo
independiente frente a las “restricciones por aversión al riesgo” de la
seguridad laboral propia de la antigua economía. (30) Una cruzada posterior,
emprendida a mediados de la década de 2000, para proclamar el “capital
humano” de los trabajadores urbanos creativos ayudó a realzar aún más los
medios de subsistencia de alto riesgo con fuentes desiguales de ingresos y
credenciales que dependían de la deuda contraída. (31) Cuando los
empleadores comenzaron a explotar la veta de “trabajar por nada” en los años
de la recesión, se basaron en las poco rigurosas normas laborales
establecidas por estos dos bombardeos de propaganda anteriores, que
propiciaban el empleo de los aficionados.

El carácter precario de gran parte de esta mano de obra autosuficiente no es


un subproducto desafortunado de la economía del conocimiento, sino su
condición esencial. La grave incertidumbre del trabajo precario, ¿cómo se
condice con las promesas hechas por las élites con relación a los frutos de la
educación universitaria? A los estudiantes secundarios se les dice
reiteradamente que un título universitario es un pasaje al confort de la clase
media, si no a la opulencia, y un prerrequisito para todos los empleos que
están gestándose en el siglo XXI. Considerando el aumento de los costos de
asistir a la universidad, no es de extrañar que el resultado se mida como
rendimiento de la inversión. Pero, ¿cómo puede la economía del empleo
regular dar cabida a los estudiantes universitarios avanzados de una manera
que se condiga con las promesas?

Aunque se sigue dando el caso de que los solicitantes de empleo con título
universitario ganarán dos veces más, en promedio, que los que solo tienen un
título secundario, menos del 30% de los empleos disponibles actualmente en
Estados Unidos exigen un título universitario. Según una estimación, casi la
mitad de los empleados estadounidenses con estudios universitarios están
actualmente en puestos de trabajo que requieren menos de cuatro años de
educación universitaria. (32) El cuadro general de la oferta y la demanda en
el terreno de los empleos de alta calificación sugiere una “sobreproducción”
de estudiantes universitarios avanzados. El subempleo resultante, al menos
para aquellos que piensan la educación de esta manera, lleva a interpretar
este fenómeno como un derroche masivo de capital humano.

Una de las conclusiones que se puede extraer de información como esta es


que Estados Unidos está más comprometido con el negocio de producir
graduados universitarios que con la generación de empleos para ellos. Como
si estuviese fijando una cuota industrial, Barack Obama prometió, en su
discurso de 2009 ante la asamblea legislativa, que “para el año 2020 Estados
Unidos tendría nuevamente la más alta proporción de graduados
universitarios del mundo”. Este objetivo se planteó como respuesta a pruebas
adicionales de que la nación estaba cayendo por debajo de otros países en la
producción de tales graduados: “Estados Unidos se ubica en el noveno lugar
en la proporción de adultos jóvenes enrolados en la universidad, pero hemos
caído al decimosexto lugar en el mundo en cuanto a la cantidad de
certificados y títulos otorgados a adultos de entre 25 y 34 años, ubicándonos
por detrás de Corea, Canadá, Japón y otras naciones”. (33)

En el mismo discurso el presidente se comprometió a crear durante su


mandato empleos de alta calificación, muchos de ellos a través del efecto
estimulante de la Ley Estadounidense de Recuperación y Reinversión. Pero en
los años siguientes la Casa Blanca hizo girar la gigantesca palanca económica
del gobierno de modo tal que la apartó del estímulo y la encaminó rumbo al
ajuste, con lo cual garantizó en la práctica una discordancia aún mayor entre
el egreso de graduados y la disponibilidad de empleos para individuos con las
habilidades adecuadas. La política industrial nacional podrá estar dirigida
quizá a elevar el número de los que se gradúan, pero no a crear el tipo de
empleos de alto nivel necesarios para absorber el excedente de graduados. En
realidad, la institucionalización de los objetivos del aumento del número de
graduados alimentó aún más el boom de la educación superior que ha traído
una época de bonanza para la clase de los acreedores, ya sea a través de las
ganancias derivadas de los préstamos estudiantiles o de los planes de
construcción capital-intensivos emprendidos prácticamente por todas las
universidades como parte de su propio crecimiento impulsado por el mercado.
Mientras el tren del dinero fácil de las finanzas marchaba a elevada
velocidad, los inversores tenían pocas razones para colocar su dinero en otro
lugar.

Desde mediados de la década de 1990, los estudiantes universitarios


avanzados se vieron forzados a lidiar con la onerosa carga de la deuda
estudiantil, pero la creciente discordancia entre las promesas
resplandecientes de los empleos de la nueva economía y las terribles
realidades del mercado de empleo ha hecho estragos más profundos entre los
“habitantes del siglo XXI”. La insatisfacción generalizada de los empleados
muy bien calificados con los trabajos rutinarios de la industria de los servicios
ya era bastante mala. Graduarse en el peor mercado laboral que ha habido
desde la Gran Depresión, sumido en una montaña de deudas, ha echado aún
más leña al fuego.

No sorprende entonces que la situación de los deudores se encuadre en


términos generacionales. Satirizados en los medios populares como
“holgazanes”, estos vástagos “búmeran” y estos “adultescentes”
subempleados no han sido lentos en contraatacar. Un ejemplo prominente lo
brinda Anya Kamenetz en su libro de 2006, Debt Generation (La generación
de la deuda), penetrante análisis sobre los obstáculos económicos y el desdén
con que se enfrentaban sus pares recientemente graduados. En el curso de su
crónica, Kamenetz describe su afinidad con los argumentos de los halcones
del déficit como Pete Paterson, quien vitupera la deuda nacional aplastante
legada a las generaciones jóvenes. Como progresista, ella es totalmente
consciente de las motivaciones y objetivos conservadores de los partidarios
del ajuste como Peterson, pero reconoce el fuerte resentimiento de su
generación contra los baby boomers* ajenos a las consecuencias de ignorar el
déficit nacional. Estos beneficiarios de la Ley GI parecen renuentes a
compartir los sacrificios que se dejaron en la puerta de la generación a la que
pertenece Kamenetz. “La división generacional —concluye Kamenetz— se
convierte en una división de clase”, cuando se tiene en cuenta quién está
pagando el precio por la seguridad social y otros seguros de retiro que
podrían no estar disponibles para ella y sus pares.

La formidable presión de los medios de comunicación en favor de la campaña


del grupo Arregla la deuda**, promovida por Peterson, creó la falacia de que
los baby boomers estaban “comiéndose a sus crías” de modo egoísta al
proteger el derecho de los jubilados a los pocos elementos de la red
asistencial que todavía quedaban en pie. Desde esta perspectiva, los intentos
por preservar el programa Medicare, la seguridad social y los planes de
jubilaciones públicos eran más dañinos que el saqueo de la economía por
parte de los magnates de Wall Street que propugnan la campaña Arregla la
Deuda. De alguna manera, la verdadera injusticia que se perpetró en Estados
Unidos durante la recesión fue una “guerra contra la juventud”
¡colectivamente librada por un grupo abstracto de gente de 65 años! (34) El
hecho de encuadrar estos programas gubernamentales como “privilegios” de
los baby boomers, que los trabajadores más jóvenes no pueden permitirse el
lujo de financiar, está cortado exactamente con la misma tijera que el uso de
esa etiqueta por parte de la derecha para recortar otros derechos y
programas asistenciales. En un momento en que la apropiación más cruel de
los recursos es la redistribución de la riqueza hacia el 1% más rico de la
población, es fácil ver por qué los conservadores buscarían promover el
conflicto generacional como una cortina de humo. Los impuestos sobre la
nómina que financian estos programas son una atracción secundaria cuando
las cargas más pesadas sobre la gente joven son los costos descontrolados de
la atención privada de la salud y de la educación financiada con deuda.
Sugerir que la solución al empobrecimiento de los jóvenes es sacrificar su
única perspectiva de seguridad en la forma del seguro social es una crueldad
exorbitante.

Eso no quiere decir que no haya un componente generacional en el patrón de


la deuda. No hay duda de que la gente joven está en mayor desventaja que
sus padres o abuelos (aunque las inequidades crónicas de género, raza y clase
aún pesan más que las diferencias generacionales). (35) Pueden tener iPhones
y cuentas de Facebook, pero, en promedio, tienen menos acceso a bienes
sociales asequibles, menos perspectivas de ingresos, un estándar de vida más
bajo y menos posibilidades de movilidad social que sus antepasados
inmediatos. Su elevada carga de deuda también significa que la industria
financiera los ha capturado en una etapa temprana como beneficiarios de
créditos renovables vitalicios. Atiborrados de créditos desde la escuela
secundaria en adelante, no solamente han sido reclamados sus sueldos
futuros, sino que cada rincón de sus vidas, incluyendo aquellas cuentas de
Facebook, ha sido explotado para obtener ganancias.

Pero la percepción de un abuso injusto y de haber sido vendidos por completo


como generación también energizó y movilizó a la gente joven, especialmente
a aquellos que participaron en Occupy Wall Street o fueron influidos por este
movimiento. Los Ocupantes son desertores sociales, pero no en el sentido en
que lo fueron los bohemios tradicionales de las décadas de 1950 y 1960. La
pobreza voluntaria de estos últimos era un acto de identificación romántica.
El bohemio estaba en condiciones de comunicar, a través de la vestimenta,
del discurso y de otras expresiones de su estilo de vida, que había elegido
rehuir las comodidades de la opulencia. Los actuales descendientes
independientes de la contracultura bohemia continúan abrazando conductas
que rompen con las normas parentales, pero, como sus antepasados, no
pueden evitar que sus propias normas sustitutivas sean absorbidas por la
elástica estructura del mercado comercial. Por el contrario, al usar un letrero
que declara “Debo 50.000 dólares” se anuncia algo más: una posición social
involuntaria de la que no hay fácil retorno al mundo de las comodidades y la
autosatisfacción de la clase media. Los muy endeudados habitantes del siglo
XXI siguen un libreto diferente, marcado por el resentimiento, el rechazo y la
inserción en economías no capitalistas.

Los estudiantes deudores politizados tal vez constituyan una nueva clase de
actores sociales masivos. Están empeñados en identificar a los beneficiarios
de la nueva situación y a las variadas formas de violencia estatal —leyes,
tribunales y legisladores pagados por los banqueros— que protegen los
intereses de la clase acreedora. Debido a que sus deudas están atadas a su
futura capacidad para trabajar, son activistas laborales en todos los aspectos
menos en el nombre y, en tal sentido, se encuentran en una larga línea de
descendencia. Además, comparten sus deudas invariablemente con sus
padres y otros miembros de la familia, y de esta manera están ligados a las
obligaciones económicas de estos últimos. De hecho, en la medida en que la
carga de la deuda hogareña se desplaza crecientemente hacia las personas
mayores (sobre todo como consecuencia de que los padres y abuelos son
cosignatarios de los préstamos estudiantiles), las posibilidades de una
protesta intergeneracional se multiplicarán. Lejos de tratarse de una “guerra
contra la juventud”, el pronóstico más probable es que sea una “guerra con la
juventud” contra la creditocracia.
1- Steve Fraser, “The Politics of Debt in America: From Debtor’s Prison to
Debtor Nation”, Jacobin (4 de febrero de 2013).

2- Chris Noon, “Berkshire Hathaway CEO Blasts ‘Sharecropper’s Society’”,


Forbes Magazine (7 de marzo de 2005).

3- Ben Stein, “In Class Warfare, Guess Which Class Is Winning?”, New York
Times, 26 de noviembre de 2006.

4- Andrew Frye, “Munger Says ‘Thank God’ U.S. Opted for Bailouts Over
Handouts”, Huffington Post, 20 de septiembre de 2010.

*- En inglés indenture. El autor no se refiere al uso moderno de este término


para designar un “contrato de fideicomiso” entre los titulares de los bonos de
una empresa y el fideicomisario designado por esta, sino a los contratos
establecidos con algunos esclavos en la época colonial (indentured servants),
a quienes se pagaba el pasaje a América a cambio de un tiempo prolongado
de servicio en las colonias. (N. del T.)

5- Jeff Williams inició esta indagación con su ensayo “Student Debt and The
Spirit of Indenture”, Dissent, otoño de 2008, págs. 73-78.

6- David Blacker, The Falling Rate of Learning and the Neoliberal Endgame,
Londres: Zero Books, 2013, pág. 133.

*- Double-trouble: Alude al refrán Longer life, double trouble (Vida más larga,
doble problema). (N. del T.)

7- Otra posibilidad es la que mostró el activista Aaron Calafato, quien tomó un


empleo como encargado de admisiones de una universidad privada, y de ese
modo pagó su deuda haciendo que otros cayeran en la trampa. Ver Patricia
Sabga, “Putting a Face on the Student Debt Crisis”, Al-Jazeera America, 19 de
septiembre de 2013.

8- William Alden, “Lending Start-Up Common Bond Raises $100 Million, With
Pandit as Investor”, New York Times, 4 de septiembre de 2013. Ver asimismo
Anand Reddi y Andreas Thyssen, “Healthcare Reform: Solving the Medical
Student Debt Crisis Through Human Capital Contracts”, Huffington Post, 10
de junio de 2011.

9- Richard Dienst, The Bonds of Debt: Borrowing Against the Common Good,
Nueva York: Verso, 2009.

10- Tiziana Terranova, “Free Labor”, y Andrew Ross, “In Search of the Lost
Paycheck”, en Trebor Scholz, ed., Digital Labor: The Internet as Playground
and Factory, Nueva York: Routledge, 2013; Mark Banks, Rosalind Gill y
Stephanie Taylor, eds., Theorizing Cultural Work: Labour, Continuity and
Change in the Cultural and Creative Industries, Londres: Routledge, 2013;
David Hesmondhalgh y Sarah Baker, Creative Labour: Media Work in Three
Cultural Industries, Abingdon and Nueva York: Routledge, 2010.
11- Ross Perlin, Intern Nation: How to Earn Nothing and Learn Little in the
Brave New Economy (Nueva York: Verso, 2011).

12- Kim Bobo, en Wage Theft in America: Why Millions of Working Americans
Are Not Getting Paid-And What We Can Do About It, Nueva York: New Press,
2009. Estimó que el robo del salario les estaba rindiendo a los empleadores
no menos de cien mil millones de dólares anuales.

13- Annette Bernhardt et al., Broken Laws, Unprotected Workers: Violations


of Employment and Labor Laws in America’s Cities, Nueva York: National
Employment Law Project, 2009.

14- Gary Rivlin, Broke USA: From Pawnshops to Poverty, Inc-How the
Working Poor Became Big Business, Nueva York: HarperBusiness, 2011;
Barbara Ehrenreich, “Preying on the Poor: How Government and
Corporations Use the Poor as Piggy Banks”, Economic Hardship Reporting
Project, 17 de mayo de 2012; puede consultárselo en
http://economichardship.org/.

*- En Estados Unidos se denomina prison industries a las que utilizan mano de


obra carcelaria proporcionada por la Oficina Federal de Prisiones. Estas
industrias se crearon en 1934 y trabajan exclusivamente para organismos del
Estado. (N. del T.)

15- Mike Elk y Bob Sloan, “The Hidden History of ALEC and Prison Labor”,
The Nation, 1 de agosto de 2011; Steve Fraser y Joshua B. Freeman, “Locking
Down an American Workforce”, Huffington Post, 20 de abril de 2012.

16- Marc Bousquet, How the University Works: Higher Education and the
Low-Wage Nation, Nueva York: NYU Press.

*- La palabra inglesa job, que hoy suele traducirse como “empleo” o “puesto
de trabajo”, surgió en el siglo XVI con el significado a que alude el autor. (N.
del T.)

17- Michael Denning, “The Fetishism of Debt”, Dossier on Debt, Social Text,
Periscope, septiembre 2011, accesible en
http://www.socialtextjournal.org/periscope/going-into-debt/.

18- Alex Wayne, “Health-Care Spending to Reach 20 percent of U.S. Economy


by 2021”, Bloomberg News, 13 de junio de 2012; puede consultarse en
http://www. bloomberg.com/news.

19- Victor Fuchs, “The Gross Domestic Product and Health Care Spending”,
New England Journal of Medicine, 369, 11 de julio de 2013, pág. 107-9.

20- Strike Debt, Death By For-Profit Health Care, febrero de 2013; puede
consultarse en http://strikedebt.org/medicaldebtreport/.

21- Mark Brenner, “Pension Theft Crime Wave”, Labor Notes, 21 de octubre
de 2013.
22- David Himmelstein, Deborah Thorne, Elizabeth Warren y Steffie
Woolhandler, “Medical Bankruptcy in the United States, 2007: Results of a
National Study”, The American Journal of Medicine, 2009.

23- David Himmelstein, Deborah Thorne y Steffie Woolhandler, “Medical


Bankruptcy in Massachusetts: Has Health Reform Made a Difference?”,
American Journal of Medicine, 124, 3, marzo de 2011, pág. 224-28.

24- José García y Mark Rukavina, “Sick and in the Red: Medical Debt and its
Economic Impact”, Demos/The Access Project, 26 de marzo de 2013; puede
consultarse en http://www.accessproject.org.

25- David Blacker, The Falling Rate of Learning, pág. 140.

26- Daniel Rodgers, The Work Ethic in Industrial America, 1850-1920,


Chicago: University of Chicago Press, 1978.

27- Los comentarios de Greenspan son citados por Michael Hudson en


Finance Capitalism and Its Discontents, Dresden: Islet, 2012, pág. 163.

28- Adolph Reed, “Majoring in Debt”, The Progressive, enero de 2004.

*- La American Federation of Labor and Congress of Industrial Organizations


es la mayor central obrera de los Estados Unidos y Canadá. Está compuesta
por 54 federaciones nacionales e internacionales de sindicatos que juntos
representan a más de 10 millones de trabajadores. (N. del T)

29- - Jackie Tortora, “Trumka: Unions and Student Activists Share Similar
Vision for America”, AFL-CIO Now, 26 de julio de 2012; puede consultarse en
http:// www.aflcio.org/blog/other-news.

30- Daniel Pink, Free Agent Nation: The Future of Working for Yourself ,
Nueva York: Warner, 2001; Andrew Ross, No-Collar: the Humane Workplace
and Its Hidden Costs, Nueva York: Basic Books, 2003.

31- Richard Florida, The Rise of The Creative Class: And How It’s
Transforming Work, Leisure and Everyday Life (Nueva York: Basic Books,
2002); y Cities and the Creative Class, Nueva York: Routledge, 2005. Jamie
Peck, “Struggling with the Creative Class”, International Journal of Urban and
Regional Research, 29, 4, diciembre de 2005, pág. 740-70. Andrew Ross, Nice
Work If You Can Get It: Life and Labor in Precarious Times, Nueva York: NYU
Press, 2009.

32- Richard Vedder, Christopher Denhart y Jonathan Robe, Why are Recent
College Graduates Underemployed? University Enrollments and Labor Market
Realities, Center for College Affordability and Productivity, enero de 2013.

33- “Knowledge and Skills for the Jobs of the Future”; puede consultárselo en
el sitio web de la Casa Blanca,
http://www.whitehouse.gov/issues/education/higher-education. Michelle
Obama también fue reclutada para esta campaña. Ver Jennifer Steinhauer,
“Michelle Obama Edges Into a Policy Role on Higher Education”, New York
Times, 11 de noviembre de 2013.

34- Ver Stephen Marche, “The War Against Youth”, Esquire, 26 de marzo de
2012.

35- Ver Tamara Draut, Strapped: Why America’s 20- and 30-Somethings Can’t
Get Ahead, Nueva York: Doubleday, 2006.
CAPÍTULO VSaldar la deuda que hay con el clima

En el apogeo del frenesí legislativo acerca del “precipicio fiscal”, los halcones
defensores de la austeridad acuñaron un nuevo rótulo: “negadores de la
deuda”. Pensado para denigrar a los legisladores que se oponían a la
reducción de los gastos sociales impulsada por la cínica manipulación de la
deuda del gobierno federal, en el otoño del 2013 fue utilizado como munición
por los miembros del Tea Party durante la paralización oficial relativa al
aumento del nivel máximo de deuda. Para los quejosos del déficit, el rótulo
fue una forma sagaz de volcar la suerte contra los demócratas, que a su vez
habían conseguido adherentes al pintar a los republicanos como
irremediablemente afectados por la “negación del clima”.

¿Quiénes hundían más hondo su cabeza en la arena: la multitud anticientífica


de la derecha o los del otro bando, para los que el enorme aumento de la
deuda pública no era un peligro actual evidente que exigiera drásticos
recortes del gasto? Por cierto que estas dos acusaciones no eran en verdad
equivalentes. Después de todo, la economía no es una ciencia como la
climatología, y no hay nada parecido a un consenso acerca de que sea
prudente incurrir en un gran déficit fiscal, sobre todo si está respaldado por
el aún todopoderoso dólar. Por eso, tampoco sorprendió a nadie enterarse de
que la frase “negación de la deuda” había sido pergeñada por Fix the Debt,
campaña de los directores ejecutivos de las empresas destinada a presionar al
Congreso para que redujera los gastos en seguridad social, Medicare y
Medicaid, y ofreciera más exenciones impositivas a las grandes empresas.

Esta acusación pronto pasó a formar parte del arsenal de los candidatos que
se postulaban para algún cargo público. Al par que el viejo sueño del
conservador Grover Norquist de no aumentar los impuestos perdía su
vigencia sobre los más fieles republicanos, el fundamentalismo de saldar la
deuda se convirtió en el nuevo artículo de fe de las huestes conservadoras. En
los discursos elocuentes que se pronunciaban en el Capitolio era notoria la
ausencia de toda mención a la deuda de los países con grandes emisiones de
carbono, como Estados Unidos, y a los países pobres del mundo fuertemente
afectados por el cambio climático. La “deuda climática”, compleja desde un
punto de vista financiero pero muy simple en lo moral, aún no forma parte del
vocabulario político en este país, y lograr que se reconozca su validez
continúa siendo una lucha cuesta arriba.

El reconocimiento pleno de esta deuda implica afrontar algunas verdades


incómodas; por ejemplo, que el alto nivel de vida de los norteamericanos
depende del sacrificio, el empobrecimiento y la ruina ecológica de otros
países del mundo. Como consecuencia, la negación de la deuda climática es
muy grande aun entre quienes aceptan el consenso vigente sobre la terrible
amenaza planteada por el cambio climático. Si se trata de una deuda legítima
—y por ende una deuda que debe saldarse—, ¿quién exactamente será el
responsable de cumplir con esta obligación y de qué manera se la calculará?
Así como las deudas climáticas son un producto del desarrollo desigual, sin
duda la responsabilidad de reembolsarlas debe distribuirse en forma
ecuánime dentro de las naciones y entre ellas. Y en el caso de un reembolso
total, ¿quién garantiza que los beneficios lleguen a las poblaciones que más
los necesitan?

Hacia el 2013, el consenso sobre la amenaza climática alcanzaba a las


principales instituciones financieras internacionales. En un discurso ante el
Foro Económico Mundial pronunciado en Davos, la directora del FMI,
Christine Lagarde, afirmó que el cambio climático era “el mayor desafío
económico del siglo XXI”, abogó por “un crecimiento ecológico que respete la
sustentabilidad ambiental” y propuso que “se fijaran precios justos al carbono
y se suprimieran los subsidios a los combustibles fósiles”. Al comentar la
difusión del devastador informe del Banco Mundial de 2012 titulado “Reducir
el calor”, su presidente, Jim Yong Kim, manifestó que “el mundo puede, y
debe, evitar que haya un recalentamiento global de 4ºC; necesitamos reducir
ese recalentamiento a menos de 2ºC”, e instó a que “se asuma la
responsabilidad de tomar medidas en bien de las futuras generaciones, en
especial de los países más pobres”. (1)

En rigor, tanto el FMI como el Banco Mundial han admitido cabalmente que
la carga del impacto del cambio climático recaerá sobre algunas de las
naciones más pobres del mundo, con lo cual sus posibilidades de lograr un
desarrollo sustentable peligran aún más. Pero ninguna de estas dos
instituciones se ha propuesto instar a las naciones ricas a saldar la deuda
climática que tienen con los países en vías de desarrollo, que ya han sentido
los efectos del cambio climático (y mucho menos se han propuesto
presionarlas para ello). Dada su larga historia de hacer que los países del Sur
global caigan en la trampa de la deuda, pensar que el FMI o el Banco Mundial
prestarán mucha atención a la relación acreedor-deudor cuando sus términos
se inviertan, como es el caso con la deuda climática, es pedir demasiado. La
palabra “negación” caracteriza muy débilmente la resistencia estructural que
opera aquí, pero no hay duda de que la poca propensión a pagar la deuda
climática se extiende mucho más allá de los miembros recalcitrantes de la
comunidad financiera internacional.

La trampa de la deuda es la consecuencia conocida de las políticas


neoliberales, como las del ajuste estructural, desde la década de 1970, pero
se funda directamente en patrones establecidos a lo largo de siglos de
explotación colonial. El ejemplo más notable de cómo el servicio de la deuda
se administra como castigo e instrumento de control es el pago anual
impuesto por el gobierno francés a Haití entre 1895 y 1947 como
compensación a los dueños de esclavos por la pérdida de su “propiedad”. El
enfoque más depredador de las deudas soberanas florece hoy en la libertad
de acción concedida a los “fondos buitre” (Donegal International, Elliott
Management, FG Hemisphere). Se trata de fondos de cobertura de alto riesgo
o que invierten en compañías que no cotizan en la Bolsa, que son
particularmente venales —incluso en la comunidad financiera se los considera
“parias”—, cuyos dueños compran la deuda soberana de países en default en
el mercado secundario a un precio muy bajo y luego, cuando la economía del
país en cuestión se ha recuperado, inician contra dicho país un juicio en los
tribunales de Londres o de Nueva York a fin de cobrar la totalidad del dinero.
La piratería de estos fondos buitre recuerda la explotación de los recursos del
Sur durante la época colonial. De hecho, la mayoría de los analistas piensan
en este saqueo histórico del Norte cuando lo acusan de mantener una deuda
ecológica con los países en vías de desarrollo.

El concepto de “deuda ecológica” fue acuñado por el Instituto de Ecología


Política de Chile en los prolegómenos de la Cumbre de la Tierra de 1992,
llevada a cabo en Río de Janeiro. Se la propuso como marco para debatir si a
los países del Sur debía hacérselos responsables de pagar en su totalidad la
deuda externa que habían acumulado en las tres décadas anteriores. ¿Son
comparables estas deudas con acreedores extranjeros a las que tiene el Norte
por los efectos ambientales provocados desde la colonización en adelante?
Los reclamos del Sur como acreedor ecológico, ¿no son tan válidos como el
derecho fiscal que esgrimen los bancos norteamericanos y europeos a ser
resarcidos? ¿Quién le debe qué a quién? Este tema generó un debate en el
movimiento Jubileo del Sur sobre la cancelación de las deudas “ilegales” e
ilegítimas impuestas a los países pobres, con este telón de fondo ecológico de
más larga data que el reciente período poscolonial de ajuste estructural.
Muchos sostuvieron que la obligación de saldar los préstamos recientes,
otorgados con altas tasas de interés, debían sopesarse teniendo en cuenta las
obligaciones morales y económicas que impone el pasado más distante, y que
cualquier estimación honesta del balance de pagos llevaría a cancelar todas
las deudas externas. (2)

Aun así, todas las dimensiones de la deuda ecológica no se prestan fácilmente


a la cuantificación. Abarcan desde el pillaje liso y llano de los recursos
naturales mediante la industria extractiva, toda la contaminación asociada a
ella y el daño causado a la biodiversidad, hasta la pérdida de población por el
comercio de esclavos y las guerras coloniales, y llega hasta la actual
biopiratería de recursos genéticos de las plantas y la producción agraria. (3)
Este daño es muy difícil de cuantificar; en cambio, la deuda por emisiones de
carbono a la atmósfera puede estimarse en forma más confiable. Fue esta
porción de las obligaciones ecológicas la que surgió en la década del 2000
como medio principal para exigir el reembolso de lo que hoy se ha dado en
llamar la deuda climática. Esta última constituye una obligación moral para
los beneficiarios de la industrialización mediante el carbono y puede
calcularse con cierto grado de exactitud. Hasta es posible desglosar, país por
país, la cuota exacta de responsabilidad que le cabe a cada uno por la
contaminación con dióxido de carbono procedente de combustibles fósiles
desde 1750 hasta la fecha.

James Hansen, especialista en climatología de la NASA, incluyó esa cifra


desglosada en una carta al primer ministro de Australia, Kevin Rudd, que tuvo
mucha difusión, en la que hacía un llamamiento para que ese país redujera la
cifra neta de sus emisiones. Según Hansen, la deuda histórica de Estados
Unidos por estas emisiones de carbono constituía el 27,5% del total, aunque
la deuda per cápita del Reino Unido la sobrepasaba (33.307 y 31.035 dólares
per cápita, respectivamente); Alemania y Australia ocupaban el tercero y
cuarto puesto con 27.856 y 24.265 dólares per cápita, respectivamente. (4) La
contaminación por carbono suele estimarse en 100 dólares por tonelada de
dióxido de carbono —que es el costo actual para que la energía eólica resulte
competitiva en los mercados actuales—.

Según esta escala de precios, todos los países industrializados del Norte
tienen una deuda climática neta; Estados Unidos encabeza la lista con 9,7
billones de dólares, seguido por Alemania (2,3 billones) y el Reino Unido (2,1
billones). Entre los acreedores climáticos netos el primer puesto lo ocupa la
India, con 6,5 billones. La renuencia del Norte a asumir sus responsabilidades
al respecto suele escudarse en el aumento brusco de las emisiones en el Sur.
Por ejemplo, ya en 2007 China había superado a Estados Unidos como el
principal productor mundial de dióxido de carbono. Sin embargo, la
evaluación de la deuda histórica de China muestra que aún goza de un crédito
climático neto de 2,3 billones de dólares. (5)

La creencia en tales mediciones rigurosas contribuyó a crear confianza en el


movimiento tendiente a hacer que las naciones ricas rindieran cuentas. Las
pruebas documentadas de que el calentamiento atmosférico global ya estaba
perjudicando a los países pobres y a sus poblaciones más marginales también
contribuyó a la argumentación en favor del reembolso de la deuda climática.
Entre estos efectos cabe consignar: la pérdida masiva de agua pura por
fundición de los glaciares, el permafrost (o subsuelo congelado permanente
de las zonas ártica y antártica) y las capas de hielo; la salinización del suelo y
la desertificación; la desaparición de selvas tropicales; la degradación del
hábitat terrestre y la inundación de zonas costeras; la mega-pérdida de
especies y la erosión de los arrecifes coralinos; y el menor rendimiento de los
cultivos. A través de la Convención de las Naciones Unidas sobre el Cambio
Climático (UNFCCC, por su sigla en inglés), el caso de la justicia climática
ingresó en el ámbito de los tratados internacionales en forma obligada y
dramática, debido a que había grupos humanos cuya supervivencia misma
estaba amenazada —sobre todo en países isleños a flor de agua, que corrían
el riesgo de quedar totalmente sumergidos—. Más de cincuenta países en vías
de desarrollo se sumaron a la Alianza de Pequeños Estados Isleños y al grupo
de los 49 países menos desarrollados, para reclamar el reembolso de esa
deuda, de una u otra manera.

El fundamento jurídico de tales reclamos se estableció en 1997, cuando el


Protocolo de Kyoto institucionalizó el concepto de “responsabilidades
comunes pero diferenciadas” de las naciones. Se considera que la atmósfera
es parte del patrimonio común de la biosfera, no obstante lo cual en Kyoto se
consignó que unas pocas naciones ya habían gastado la mayor parte de su
presupuesto sustentable para carbono. Pero los activistas no asumieron
plenamente el reclamo de que se hiciera justicia con la deuda climática en la
campaña previa a la cumbre de la UNFCCC que se realizó en Copenhague en
2008. En lo que intentó ser un golpe preventivo contra cualquier tratado que
incluyera indemnizaciones por el clima, el principal negociador del
Departamento de Estado, Todd Stern, emitió una declaración antes de la
reunión rechazando la idea de que Estados Unidos pudiera ser
retroactivamente responsable por un problema que era imposible predecir.
“Durante más de doscientos años, después de la Revolución Industrial —
afirmó Stern—, la gente se mantuvo en una alegre ignorancia de que las
emisiones causaran el efecto invernadero. Este es un fenómeno relativamente
reciente”.

Desde esta perspectiva, habría mucho menos margen para los reclamos, ya
que se tendrían que calcular las emisiones desde 1990, digamos, que fue
cuando el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, por su
sigla en inglés) emitió su primer dictamen acerca de la existencia de un
vínculo verificable entre el dióxido de carbono presente en la atmósfera y el
cambio climático. Esta reducción del marco temporal ilustra los peligros de
separar la porción más cuantificable de la deuda ecológica (las desiguales
emisiones de carbono) como base para las negociaciones. Pese a ello, ninguna
de las principales potencias carboníferas aceptó ni siquiera esta
responsabilidad más limitada en la cumbre de 2008. El deprimente fracaso de
lograr un compromiso sobre la disminución de las emisiones en Copenhague
instó a los activistas de base a volcar sus ideas y energías en la Conferencia
Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático, llevada cabo al año
siguiente en Cochabamba, Bolivia. Esta vez, la deuda climática estuvo en el
primer plano y en el centro de los debates de muchos grupos de trabajo.

En particular, el Tribunal de Justicia Climática promovió “la creación de un


Tribunal Internacional del Clima y la Justicia Ambiental que tuviera capacidad
legal para vetar, juzgar y castigar a los países, compañías e individuos que
contaminan y provocan el cambio climático con sus acciones u omisiones”. Se
entendía que la creación de organismos como este, con jurisdicción y
competencia internacionales, era una respuesta justa e independiente no solo
frente al fracaso de los representantes del sistema de Estados nacionales en
cuanto a tomar medidas, sino también ante la ausencia de todo tribunal capaz
de juzgar los delitos ecológicos de las organizaciones multilaterales y las
empresas transnacionales. Al término de esta reunión cumbre se había
logrado consenso acerca de que los principios redistributivos de la justicia
climática constituían el marco más factible para coordinar la labor de un
amplio espectro de organizaciones sociales. El borrador final de la
Declaración de Cochabamba declaraba firmemente que el reembolso de la
deuda climática por parte del Norte debía servir de base “a una solución
justa, eficaz y científica para el cambio climático”.

De estos tres adjetivos, el correspondiente a la justicia fue la mayor


contribución que nos legó la reunión de Cochabamba, ya que hay en debate
otras soluciones “eficaces” y “científicas”. Podría incluirse en esas categorías
los planes de geoingeniería a gran escala (como sembrar con hierro los mares
del mundo, blanquear las nubes u ocultar el espacio con aerosoles de azufre
para desviar la radiación solar), así como el mecanismo fiscal de establecer
mercados de carbono concretos (la llamada “privatización del aire”) o
programas de compensación como el de Reducción de las Emisiones
proveniente de la Deforestación y de la Degradación de los Bosques (REDD,
por su sigla en inglés), de las Naciones Unidas, mediante el cual los que
contaminan pueden adquirir “créditos de carbono” mediante medidas de
conservación de la selva tropical. (6) Estas soluciones podrían aportar algo a
la reducción planetaria de la carga de carbono en la atmósfera, pero ninguna
sigue caminos democráticos. Son opciones elitistas o tecnocráticas,
elaboradas por “expertos” sin la participación o el consentimiento de los
habitantes de los países soberanos, y mucho menos de los afectados por el
cambio climático. Esta clase de soluciones no entrañan cambio alguno en la
conducta de los grandes contaminantes, ni aplican las responsabilidades de
las naciones ricas en carbono. Tampoco ofrecen un alivio inmediato a quienes
sufren las consecuencias. La mayoría tiene un riesgo técnico sustancial (ya
sea en la forma de un daño catastrófico al ecosistema o de una falla del
mercado) y todas ellas refuerzan las pautas actuales de desigualdad,
magnificando la situación de “eco-apartheid” que condena al subdesarrollo a
los que cargan con una parte desproporcionada del presupuesto carbonífero.

Otras soluciones, basadas puramente en el mercado, prometen resultados no


menos antidemocráticos. Por ejemplo, quienes defienden el “capitalismo
natural” o “ecológico” tienden a centrarse de modo exclusivo en el sector del
mercado de consumo que desea “Estilos de Vida Sanos y Sustentables”
(LOHAS, por su sigla en inglés), que abarcan el 20% de la población adulta de
los países de la OCDE. La comercialización de dispositivos ecológicos entre la
población acaudalada que ya tiene acceso a una gama de opciones “verdes”
puede reducir su huella de carbono en el ámbito global, pero las ventajas de
usar esos aparatos serán más que neutralizadas por el olvido comercial de
todos los demás consumidores (incluido el 80% restante de los habitantes de
los países de la OCDE), que aún tienen insatisfechas sus necesidades sociales
básicas. El resultado inmediato para los eco-ricos será el acceso a enclaves
ecologistas, o islas fortificadas de recursos naturales, protegidas y apartadas
de las zonas de sacrificio humano y natural que están del otro lado del buen
camino del proverbio.

Este panorama de enclaves ya es visible en la mayoría de nuestras grandes


ciudades, donde los acreedores (de acuerdo con términos inversos en lo
concerniente a la deuda de carbono) han sido recluidos en el centro de las
ciudades o en anillos internos de clase media, o están, cada vez más,
abandonados en los cinturones de las ejecuciones hipotecarias de los
márgenes urbanos, donde tuvieron que “calificar” para obtener hipotecas
subprime. Privados de servicios públicos, de empleos efectivos y de alimentos
nutritivos, y expuestos a los desechos tóxicos y a las industrias que manejan
sustancias peligrosas, son víctimas de décadas de políticas urbanas inclinadas
a satisfacer notoriamente las necesidades de los eco-deudores más ricos. La
disparidad entre su ecología urbana de baja calidad y los reductos fortificados
de las élites es aún más aguda en el caso de los inmigrantes no documentados
que trabajan en el sector servicios. Detenidos y deportados, aun cuando se los
requiere como mano de obra barata, una gran cantidad de los inmigrantes
transnacionales de hoy son en verdad “refugiados climáticos” y, por ende,
acreedores por derecho propio. ¿Qué se les debe, y cómo podría cumplirse
con tales obligaciones?

La deuda con los desplazados

La situación de los migrantes ambientales, forzados a abandonar sus tierras y


privados de sus medios de subsistencia por el cambio climático, es otro de los
elementos componentes de la deuda ecológica que se pusieron de manifiesto
en la reunión de Cochabamba, precisamente porque habían recibido escasa
atención en Copenhague. Los refugiados ambientales son la prueba humana
más tangible del impacto del cambio climático. En el año 2000 sumaban
decenas de millones en todo el mundo, y estimaciones del IPCC, el informe
Stern de 2006 y otras fuentes pronostican que en 2050 habrá entre
doscientos millones y mil millones de migrantes por este motivo. (7) Hasta
hoy, ninguna convención internacional ha reconocido las necesidades y
derechos de los migrantes climáticos, aunque la Cruz Roja estima que en el
2010 habían sobrepasado el número de los refugiados por situaciones de
guerra o de violencia. (8) Tampoco queda claro si el reconocimiento legal
corriente resolvería su situación: tal vez cree, simplemente, otro nivel de
inmigrantes de segunda categoría que deben permanecer en el limbo de los
campamentos de refugiados y centros de detención, o perdidos en el laberinto
burocrático de las visas temporarias.

No obstante, estos migrantes son manifestaciones vivientes de los dilemas


generados por la deuda climática. La mayoría llega a su país de destino con
semicontratos de trabajo obligado, debido a las deudas personales que les
generaron los honorarios que debieron pagar para su traslado y
reclutamiento. Pero incluso antes de que alcen un dedo para cumplir algún
servicio vital, el país que los recibe, en su condición de deudor climático, ya
está en deuda con ellos. ¿Qué derechos o recursos pueden esperar esos
migrantes como resarcimiento de países anfitriones que, por su propio estilo
de vida, de alto expendio de carbono, han sido los responsables de que fueran
desplazados de sus tierras y de sus medios de subsistencia? Por cierto que se
merecen, como mínimo, un santuario y la protección de sus derechos civiles,
pero en años venideros bien puede ocurrir que se pongan sobre la mesa otras
maneras de recompensarlos.

El antiguo derecho religioso a tener un santuario fue revivido por las iglesias
estadounidenses en la década de 1980 y extendido a los refugiados de las
guerras emprendidas por Ronald Reagan en América Central. Cuando en la
década de 2000 surgió el Nuevo Movimiento del Santuario a fin de dar asilo a
los inmigrantes centroamericanos que corrían riesgo de ser deportados, hubo
en los estados de EE.UU. una reacción violenta. La famosa ley
antiinmigratoria SB 1070, sancionada en 2010 en Arizona, se empeñó en
prohibir la existencia de ciudades santuarios en dicho estado, y engendró en
otros una oleada de leyes que la imitaron. En lugar de prohibir que los
empleados municipales y agentes de policía indagaran a las personas acerca
de su situación inmigratoria, como había sido la norma en las ciudades
santuarios, la SB 1070 los instó expresamente a que lo hicieran. Desde el
punto de vista de la justicia climática es notable que Arizona fuera el punto de
origen de los sentimientos xenófobos. Gran parte de ese estado se halla en el
ojo de la tormenta del cambio climático, ya que se está recalentando y
secando a un ritmo muy superior al del resto de cualquier otra región del
hemisferio norte. Por supuesto, ese calentamiento no se detiene en las
fronteras del estado: el impacto que ha tenido en el norte de México la
erosión de los suelos por la merma en las precipitaciones ha sido también
significativo, y varios estudios pronostican que hacia fines del siglo XXI la
lluvia en esas regiones podría disminuir un 70%. Una porción importante de
los mexicanos que cruzaron la frontera hacia Arizona han perdido sus tierras
y medios de subsistencia, y debería clasificárselos como migrantes climáticos.
(9) Sus atormentadores anglosajones en el condado Maricopa del sheriff Joe
Arpaio son también sus deudores climáticos, ya que las emisiones
atmosféricas de carbono por sobre el área metropolitana de Phoenix son las
causantes indirectas de que estos migrantes se pusieran en marcha. Con el
tiempo, quizás ellos y sus hijos elaboren su propia versión, atenta a las
emisiones de carbono, de la réplica de los emigrantes de países que fueron
coloniales cuando se asentaron en ciudades como Londres o París: “Estamos
aquí porque ustedes estuvieron allí”.

La amarga lucha con los inmigrantes en las fronteras militarizadas de Estados


Unidos es un adelanto de las “guerras climáticas” venideras, cuando se
emplee la amenaza del calentamiento global para plasmar políticas sobre la
inmigración que permitan a las naciones y regiones ricas del mundo seguir
siendo refugios ecológicos. En los enclaves de América del Norte y de Europa,
que rápidamente se tornan más “verdes”, la mentalidad prevaleciente es
contraria a la idea de ofrecer un refugio seguro a los extranjeros. Estos
enclaves pueden constituir los equivalentes modernos de los tesoros
escondidos u ocultos en el pasado en momentos de peligro, con el fin de que
los sobrevivientes de la élite pudieran recobrarlos más adelante, cuando los
necesitasen. Además de las fortunas pecuniarias, los tesoros de hoy
comprenden una variedad de activos físicos, de infraestructura energética, de
comunicaciones, y de conocimientos técnicos, pero también reclamos
contractuales sobre los salarios futuros a través de la deuda financiera. Las
élites ya cuentan con servicios especiales para ellos de bomberos, policías,
médicos e ingenieros privados, y construyen sus propias arcas de Noé para
sobrevivir en enclaves muy seguros, que a menudo se encuentran en
diferentes países a fin de garantizar la mejor huida posible.

El enclave dotado de recursos naturales es el modelo restrictivo de la política


de frontera en los países del Norte, pero su espíritu de exclusión social se
detecta asimismo dentro de las fronteras, en los esquemas de eco-apartheid
que presentan notables divisiones entre las regiones metropolitanas.
Catástrofes climáticas de la escala del huracán Katrina y la súper-tormenta
Sandy exponen sin tapujos las dispares consecuencias que tienen en las
ciudades, donde afectan en forma desproporcionada a las poblaciones de
menores recursos, mientras otros permanecen secos y a salvo. Cada una de
estas catástrofes generó sus propios migrantes climáticos: miles de individuos
desplazados de su hogar y de su comunidad, no solo por un breve plazo, sino
de manera permanente. Los que disponían de medios de transporte propios
pudieron escapar a los efectos más terribles de estos huracanes, pero los que
no tenían forma de salir de ahí quedaron atrapados en vecindarios devastados
y peligrosos, sin energía ni alimentos. Prisioneros en sus propias casas o
apartamentos, no recibieron ayuda pública de emergencia. Antes de que la
historia continuara, el escrutinio de los medios de comunicación durante las
24 horas del día llamó la atención del mundo entero sobre su grave situación.

El huracán Sandy dejó también su sello de devastación y gran cantidad de


muertes en Haití, Cuba, las Bahamas, Jamaica y Puerto Rico (solo en Haití,
destruyó el 70% de los cultivos). Pero el mundo presta mucha más atención a
un desastre como este cuando ocurre en una ciudad rica, como sucedió en
Nueva York cuando las aguas inundaron parte de su centro financiero. El
episodio reunió todos los ingredientes de un apocalipsis ecológico de
Hollywood (la ciudad de Nueva York fue varias veces víctima de inundaciones
en el cine), producido en forma súbita y violenta por un desencadenante
climático, como en la película de Roland Emmerich, The Day After Tomorrow
(El día después), de 2004. La desaparición mucho más lenta de nuestros eco-
apocalipsis cotidianos no llega a los titulares periodísticos, y mucho menos es
la base de libretos de películas de catástrofes épicas. Sin embargo, las
consecuencias, generadas por el hombre, del calentamiento global incluyen
ya el repliegue continuo de los glaciares, la capa subterránea de hielo en la
tundra, y la presencia de bloques de hielo en los mares; la acidificación del
océano, la salinización del suelo y la desertificación; la degradación del
hábitat natural, la inundación de tierras, las enormes sequías, la pérdida de la
seguridad alimentaria y la extinción masiva de ciertas especies; a todo ello se
le suma el daño provocado por acontecimientos climáticos extremos que
ocurren cada vez con mayor frecuencia. Todas las pruebas disponibles nos
corroboran que estas consecuencias se vienen dando desde hace un tiempo, y
algunas a una velocidad mucho mayor que la prevista. No obstante, esta
decadencia no es aún lo suficientemente rotunda como para que la
imaginación popular la registre como una catástrofe. (10)

Una situación similar es la que viven los propios migrantes climáticos. Solo se
repara en ellos cuando se van de sus tierras, y solo generan noticias y
opiniones cuando cruzan las fronteras e ingresan en los países ricos. China,
por ejemplo, tiene millones de migrantes internos desplazados por las
crecientes sequías e inundaciones, la erosión del litoral marítimo, la crecida
de los mares, la fusión de los glaciares en los Himalayas y los cambios en las
zonas aptas para los cultivos; pero no se los clasifica como tales, ni se los
considera una población distinta de los migrantes económicos. De ahí que
aunque el cambio climático afecta a habitantes de todo el planeta que por una
razón u otra no pueden irse de donde viven, esta población no se reconoce o
contabiliza como víctimas del clima. Solo se la computa cuando se convierte
en refugiados tangibles, porque una población que se desplaza se percibe
como un problema político o social (o, en el mejor de los casos, humanitario).
Otros tipos de autoridades institucionales los clasifican lisa y llanamente
como una amenaza. En 2010, la Revisión Cuatrienal de Defensa del
Pentágono incluyó por vez primera el cambio climático en su evaluación de
las amenazas estratégicas. (11) No obstante, ya en 2003 un estudio del
Departamento de Defensa había advertido expresamente: “El cambio
climático podría convertirse en un problema tal que dé lugar a la emigración
en masa, a medida que los pueblos desesperados busquen una vida mejor en
regiones como Estados Unidos, que tienen los recursos necesarios para que
se adapten”. (12)

Por otro lado, las catástrofes que originan migraciones masivas suelen sacar a
la luz las expresiones más nobles de la humanidad. En su libro A Paradise
Built in Hell (Un paraíso construido en el infierno), Rebecca Solnit brinda
numerosos estudios de casos de un altruismo extraordinario como
consecuencia de una catástrofe. Las comunidades así afectadas recurren a la
cooperación social con más frecuencia que a la conducta antisocial y
regresiva: “Horrible en sí misma, toda catástrofe es a veces la puerta trasera
que permite entrar al paraíso, el ámbito en el que somos los que esperábamos
ser, en que hacemos el trabajo que queríamos hacer y nos convertimos en los
custodios de nuestros hermanos y hermanas”. (13) Estas reservas de cuidados
fraternales sustentan la clase de organizaciones independientes que
anarquistas como Solnit quisieran ver surgir. Al reconstruir sus comunidades
asoladas, habitualmente con la ayuda de personas ajenas a ellas, los
sobrevivientes aprenden lo que es la solidaridad y la conquistan para sí;
forjan nuevos sentimientos hacia sus vecinos y sus antiguos adversarios, y
fortalecen lo que antes quizás era una red superficial de lazos y de amistades
informales. En otras palabras, el trauma de la adversidad común puede
contribuir a dar origen a nuevos caminos para regenerar la vida social.

Hubo muchos episodios de esta índole cuando sobrevinieron los huracanes


Katrina y Sandy, y se hicieron extensivos a los socorristas, en especial
durante la prolongada operación Occupy Sandy. Esta última brindó a muchos
voluntarios una segunda oportunidad la cultura de ayuda mutua que había
prevalecido en Zuccotti Park (*) antes del desalojo de noviembre de 2011.
Además de llegar a poblaciones que estaban fuera de la órbita central de
Occupy, la operación Occupy Sandy demostró ser más eficaz que organismos
públicos como la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA, por
su sigla en inglés) o que las principales ONG asistenciales, como la Cruz Roja.
Algunos pensaron que el hecho de que estas formas de organización
espontánea aventajara a la movilización de los recursos del Estado era una
prueba de la validez de los conceptos anarquistas, pero otras fuerzas que
habían puesto su atención en las secuelas del Sandy no eran tan benévolas.

Los patrones que rigen el “capitalismo de catástrofe”, tan bien analizados por
Naomi Klein, explican de qué manera una comunidad desolada y con sus
defensas bajas es fácil presa de bandidos de toda suerte. (14) Y lo que es
peor, una catástrofe, o una crisis fabricada, es vista como una buena
oportunidad para reestructurar la economía nacional de modo de beneficiar a
un pequeño número de poderosos interesados. Por ejemplo, en las semanas
posteriores a la llegada del Sandy los banqueros estaban acorralando a sus
víctimas, ofreciendo préstamos especiales para su recuperación económica a
aquellos que ya habían agotado sus reservas en la FEMA —la forma principal
de alivio monetario ofrecida por el gobierno en esa ocasión—. Uno de los
discursos del JPMorgan Chase venía cuidadosamente envuelto en una falsa
compasión:

Hemos autorizado a nuestros empleados para que sean muy flexibles en


ajustar los aranceles a las circunstancias vinculadas al huracán, incluidos los
aranceles por retiro prematuro en la mayoría de los certificados de depósito,
con el fin de contribuir a la situación financiera de los clientes. [...] Aunque
somos un banco que opera en todo el país, muchos de nosotros vivimos en la
“Zona de los Tres Estados”. (**) Sabemos que no podemos reemplazar lo que
la gente ha perdido, pero haremos cuanto esté en nuestras manos para
ayudar a facilitar la reconstrucción.

Tanto el gobierno como el sector privado ofrecieron préstamos personales


que hundieron a los damnificados en un nuevo tipo de deuda tramposa, ya
que recobrarse del huracán significó para ellos cargar sobre sus hombros con
una deuda financiera de largo plazo. Un informe de Strike Debt basado en
observaciones en el terreno y foros comunitarios, titulado “Shouldering the
Costs” (Cargar con los costos), mostró que muchos de los que aceptaron los
“préstamos de catástrofe” ya habían sido perjudicados por el capital perdido
durante la crisis de la vivienda. Carentes de otra alternativa válida, debieron
transar con una nueva ronda de transferencias monetarias a la industria de
los servicios financieros. En cuanto a quiénes debían “cargar con los costos”,
el informe señalaba varios grandes actores de las industrias de las finanzas,
los seguros y la actividad inmobiliaria, así como de la energía:

¿Acaso cargará con los costos nuestro millonario alcalde y sus íntimos amigos
de las empresas inmobiliarias, que reurbanizaron y desarrollaron a un ritmo
sin precedentes la línea costera, al mismo tiempo que el Cuerpo de Ingenieros
del Ejército colocaba a Nueva York en el tope de la lista de las ciudades más
vulnerables a una tormenta marítima? ¿Lo hará el gobierno federal, que se
negó a realizar las necesarias inversiones en infraestructura que impidieran
que tuviéramos que correr con estos gastos nosotros? ¿Lo harán las empresas
de seguros privadas, que decidieron que las primas aumentaran año tras año
por los perjuicios que, según nos habían hecho creer, ellas cubrían? ¿O
cargarán con los costos las compañías que explotan combustibles fósiles y sus
grupos de presión, que hicieron todo lo posible para que continuasen a un
ritmo veloz los cambios radicales en la atmósfera, volviéndonos así más
vulnerables a una catástrofe natural?” (15)

Por ahora, quedó claro que los que afrontarán el gasto serán los que vivían en
el trayecto asolado por la tormenta, y que este desenlace les dejará a los
prestamistas suculentos beneficios. En lo concerniente a la reconstrucción
económica futura, los estudios realizados sobre la rehabilitación posterior al
Katrina y al 11/9 muestran una fuerte pauta de distribución ascendente de la
riqueza. Se favorecieron las medidas dirigidas al mercado, como exenciones
impositivas y subsidios al sector privado, en lugar de los desembolsos directos
del Estado, y de ese modo prosperaron las compañías inmobiliarias a
expensas del bienestar general. (16) Después del Katrina, se disuadió a las
familias de bajos ingresos a que retornaran a sus comunidades, las escuelas
públicas dañadas se cerraron y se las reemplazó por otras privadas, los
hospitales comunitarios fueron sustituidos también por otros privados más
caros, y los vecindarios devastados se entregaron a las grandes compañías
inmobiliarias. (17) Después del 11/9, los mayores beneficiarios de los Liberty
Bonds (Bonos Libertad) emitidos para ayudar a la reconstrucción fueron Larry
Silverstein, dueño del terreno donde se edificó el World Trade Center,
Goldman Sachs y el Bank of America. Estos bonos y otros subsidios
estimularon la inversión en el mercado inmobiliario de altos precios de la
zona baja de Manhattan, pero poco hicieron en favor del sustento de los
habitantes de bajos ingresos y subocupados de otros barrios adyacentes,
como Chinatown y el llamado Lower East Side.

Cuando el alcalde Bloomberg designó a Marc Ricks, vicepresidente de


Goldman Sachs, para dirigir el equipo, dominado por las grandes empresas,
que supervisaría los esfuerzos de reconstrucción posteriores al Sandy, se tuvo
un primer indicio de que la crisis sería utilizada para promover la
desregulación, reducir los servicios públicos y recompensar a las empresas
urbanizadoras. La pelea posterior sobre el futuro del malecón de la ciudad
ofreció opciones rotundas. Los habitantes de la ciudad, ¿deberían retirarse
por completo de la Zona A, asolada por inundaciones durante un siglo, ante la
casi certeza de que se produciría una, o se les daría luz verde a los urbanistas
para que construyeran enclaves fortificados, capaces de soportar las peores
tormentas y maremotos? Gran parte de las viviendas públicas de la ciudad
están situadas en las zonas de evacuación A y B, de modo que cualquiera de
esas opciones entrañaba, una vez más, el traslado involuntario de poblaciones
que ya habían sido empujadas a ocupar terrenos más lejanos de la costa con
los programas urbanísticos de los años sesenta y setenta. (18) En las dos
últimas décadas, la costanera de Nueva York fue cada vez más el objetivo del
desarrollo urbanístico de categoría, con lo cual las comunidades que allí
vivían pasaron de ser de bajos ingresos a ser de ingresos altos. Los últimos lo
pasaron mucho mejor durante el Sandy, lo cual reforzó el argumento de los
urbanistas en favor de la fortificación. Pero la zona más codiciada por las
inmobiliarias —la de los terrenos cercanos al malecón, cuyo precio fue en
aumento— plantean hoy un conflicto directo con el carácter social de la Zona
A, que es el de actuar como espacio absorbente del agua (el papel tradicional
de los terrenos húmedos) en caso de crecida del mar.

El apoyo del alcalde Bloomberg a los urbanistas fue inequívoco: “No podemos
abandonar nuestra zona costera ni lo haremos”, declaró, y anunció que el
plan de su gobierno era seguir la estrategia establecida por el Cuerpo de
Ingenieros del Ejército: la de cerrar el paso al agua mediante medidas
defensivas como muros, escolleras, dunas simples y dunas dobles. (19) Queda
por ver si su sucesor proseguirá con el plan. El modelo de restauración de las
playas y malecones del Cuerpo de Ingenieros, que se basa fuertemente en el
financiamiento con fondos federales y que la gente asocia cada vez más con la
protección de los privilegiados propietarios de viviendas en la costa, ha sido
objeto de debate público. Sea cual fuere el desenlace con respecto al futuro
de la Zona A no se trata solamente de reaccionar frente a los maremotos
(cuestión pertinente para las comunidades costeras vulnerables de todo el
mundo). La decisión de urbanizar o replegarse reflejará asimismo cómo
continúan actuando, en diferentes partes de una misma ciudad, las antiguas
pautas de injusticia ambiental.

Brevemente sintetizada, la justicia ambiental apunta a combatir la


distribución desigual de los recursos, servicios y peligros en una vasta zona.
Probablemente el indicador más notorio sea la disparidad en la expectativa de
vida de las personas que viven en barrios habitados por los extremos de la
escala socioeconómica. En la ciudad de Washington, esa diferencia en la
expectativa de vida es de siete años; en Kansas, de quince; y en Nueva
Orleans llega a los veinte años. (20) Al evaluar su desempeño, los gerentes de
empresas urbanísticas que quieren soslayar esta pauta tan poco equitativa
prefieren señalar su éxito en reducir la huella de carbono general en las
ciudades donde actúan. Esta actitud ha sido fomentada por el movimiento de
las ciudades sustentables. Al tomar como unidad de desempeño político el
presupuesto destinado a reducir el carbono en la ciudad, los funcionarios
hacen ojos ciegos ante las desigualdades metropolitanas y también ante la
existencia de deudas climáticas locales. En este sentido merece señalarse que
el modelo de la justicia climática internacional se basó en el movimiento de la
justicia ambiental surgido en las ciudades estadounidenses en la década de
1980 para combatir la instalación arbitrariamente desigual de las industrias
peligrosas y de los lugares destinados a los desechos tóxicos. De hecho, los
Principios por una Justicia Climática adoptados en Bali en 2002 se fundaron
en el esquema de los Principios para una Justicia Ambiental desarrollados en
la reunión cumbre de People of Color Environmental Justice Leadership
(Dirigentes de Color por la Justicia Ambiental), celebrada en Washington en
1991.

El huracán Sandy tuvo un duro efecto en nuestras ideas acerca de la


sustentabilidad urbana. Para algunos, los daños provocados por el fenómeno
climático sugirieron que ya no había margen para la sustentabilidad.
Llegaron, no sin razón, a la conclusión de que la voluntad política de evitar el
cambio climático drásticamente reduciendo las emisiones de carbono es
insuficiente. En lugar de ello, abrazaron la actitud de la “resistencia
adaptativa”, que es propia de la mentalidad de los sobrevivientes. Esta actitud
consiste en enfrentar los peores ataques climáticos construyendo
fortificaciones o “suavizando” las costas de los mares. Al centrarse en la
protección física inmediata de las comunidades inevitablemente promueve
que se piense en esos lugares como zonas de exclusión más que como
refugios seguros para los migrantes climáticos. Esta concepción alimentó en
la década de 1970 la “ética del bote salvavidas” popularizada por Garret
Hardin, quien trató de explicar que, en un mundo de recursos limitados o
cada vez menores, los habitantes ricos del Norte difícilmente aceptarían que
se subieran al bote los pueblos empobrecidos del mundo. Priorizar la
protección de los islotes de recursos abundantes dista mucho del curso de
acción que podrían seguir las ciudades ricas si reaccionaran ante el desafío
de la justicia climática. Podrían, por ejemplo, reducir las emisiones de
carbono a fin de permitir que las ciudades menos ricas usen su cuota de
carbono para salir de la pobreza, o podría imponerles tributos que permitirían
solventar el reasentamiento humanitario de los migrantes climáticos.

Hasta ahora, los reclamos relativos a la justicia climática se han presentado a


través de la estructura de los Estados nacionales y de los procedimientos de
elaboración de tratados de la UNFCCC. Sin embargo, este marco ha
demostrado ser, en el mejor de los casos, frustrante para la justicia
distributiva. ¿Podría irles mejor a los municipios? En el nivel urbano se han
hecho más progresos en materia de políticas climáticas que en el nivel de los
estados o en el plano nacional. (21) Una de las razones es que los municipios
no suelen formular políticas sobre generación de energía, y por ende no están
sujetos a los feroces grupos de presión de la industria de los combustibles
fósiles. Puede ocurrir que los políticos locales tengan poco ascendiente sobre
los grandes contaminadores, pero han hecho avances mayores que su
contrapartida federal en lo que respecta a la conservación de la energía, la
merma de las emisiones de carbono, y la estipulación de alternativas sin
carbono en el transporte y el consumo. ¿Podrán lograr que los municipios
marchen a la cabeza en el reconocimiento y el reembolso de la deuda
climática para con los acreedores urbanos del Sur? En caso contrario, ¿cómo
pueden organizarse los actores no estatales y las comunidades con esos
objetivos en mente, dado que los gerentes de las empresas urbanizadoras
tienden a hacer caso omiso de las divisiones sociales dentro de su jurisdicción
y responden a los intereses de los acaudalados?

Opciones

En 2010, Bolivia introdujo una propuesta de la UNFCCC, basada en los


acuerdos de Cochabamba, que define la deuda climática diciendo que consta
de dos aspectos: la “deuda por emisiones” y la “deuda por adaptación”. La
primera se basa en la negativa a otorgar a los países en vías de desarrollo “la
porción que les corresponde del espacio atmosférico”. Según esto, se precisan
fuertes reducciones en las emisiones de los países que hacen un uso intensivo
de la energía a fin de liberar el espacio aéreo para que otros países puedan
salir de la pobreza. Cualquier consumo excesivo de la cuota de carbono
asignada a cada país exigirá pagar la deuda por emisiones. El objetivo es
“descolonizar la atmósfera” garantizando que los países pobres no deban
renunciar a sus oportunidades de desarrollo para contener las emisiones
globales. La “deuda por adaptación” se refiere a la culpabilidad por los
perjuicios ya causados. A los beneficiarios de la industrialización que
provocaron el cambio climático se les requerirá compensar a las víctimas de
sus procedimientos. Estos pagos no solo abarcarán la indemnización por
daños y perjuicios, sino también los costos de absorber y combatir los daños y
perjuicios futuros. Gran parte de estos “costos de adaptación” estarán
destinados a financiar la aplicación de tecnologías energéticas no
contaminantes, y renunciar a los costos de propiedad intelectual asociados.

Para responder como corresponde ante estos dos grandes reclamos, las
potencias históricas de las emisiones de carbono tendrán que reconocer que
su deuda climática es una obligación efectiva. Por ahora, la respuesta
preferida por los grandes emisores, como Estados Unidos, es ofrecer
“asistencia climática” como un acto discrecional, de hecho como un pago por
una única vez. Dentro del marco de la UNFCCC, surgió la frase
“financiamiento climático” como la predilecta. En Copenhague, los países
ricos prometieron un financiamiento climático de 30.000 millones de dólares
como parte de un paquete de asistencia inmediata durante los tres primeros
años, con la promesa de elevar la cifra después de 2012. Al final de ese
período de tres años, Estados Unidos informó que había aportado 7.500
millones, aunque en su mayoría se destinaron a mitigar los daños bajo la
forma de reducción de las emisiones internas.

Sin embargo, en gran medida esta reducción se alcanzó merced a la riesgosa


extracción de gas natural mediante fracturación hidráulica o fracking (*), y
también como consecuencia de la merma en la actividad industrial desde la
Gran Recesión. Los costos de adaptación incluidos en los presupuestos
oficiales constituyen una suma mucho menor (inferior al 20% según algunas
estimaciones). (22) En el promedio general, solo el 12% del financiamiento
climático de los grandes contribuyentes se destinó a los costos de adaptación.
(23) Entretanto, sus críticos afirman que, pese a que la UNFCCC exigía que
esta clase de financiamiento fuera “nueva y adicional”, gran parte de la ayuda
se habría ofrecido de todos modos bajo el rótulo de “asistencia económica”, o
se la obtuvo sacándosela a otros tipos de objetivos del desarrollo. El Fondo
Climático Verde, organización multilateral concebida en la reunión de Cancún
en 2010, aún no se ha inaugurado. Demorado por los grandes emisores (en
especial Estados Unidos, Arabia Saudita y Australia), ni siquiera sus
defensores tienen grandes expectativas de que puedan cumplir con su meta
prometida de destinar a este programa 100 millones de dólares anuales.

En la reunión más reciente de la UNFCCC, celebrada en Doha (la capital de


Qatar), un frágil acuerdo entre la Unión Europea, la Alianza de Pequeños
Estados Isleños y los Países Menos Desarrollados volvió a reclamar la deuda
climática. Pese a la resistencia inicial de los negociadores norteamericanos se
incorporó por vez primera a un documento legal internacional la
responsabilidad de los países de mitigar “las pérdidas y perjuicios causados
por el cambio climático”, pero no hubo consenso para establecer una meta
monetaria o un cronograma para el financiamiento climático. Además, los
norteamericanos se opusieron tenazmente a que en el borrador final del
documento se incluyera alguna referencia a la “indemnización” o una cláusula
que implicara la obligación legal de saldar la deuda climática, de cualquier
modo que se la calculase. Al eludir toda acusación de culpa, esto permitía que
el dinero siguiera desembolsándose como “asistencia”, prestada (sin que se
aclara mediante qué mecanismos) como un acto de benevolencia y no como
parte de una obligación estatutaria.
Para muchos de sus críticos, el mayor defecto del proceso de asignaciones
internacionales de cuotas de ayuda por parte de la UNFCCC es que no toman
en cuenta los diferentes derechos y obligaciones de los países del Sur. El
aumento de las emisiones y la acumulación histórica de las élites nacionales
son factores que contribuyen a la mala distribución de las cuotas de carbono
dentro de sus fronteras. La pregunta “¿quién le debe a quién” también debe
ser respondida en el plano nacional, porque cada país tiene sus propios
deudores climáticos “ilegítimos” —ya se trate de los aliados locales del saqueo
multinacional o de los beneficiarios de las industrias extractivas del país,
generadores primarios de la crisis climática—. No hay duda de que parte de la
responsabilidad culposa por la tercerización de las industrias contaminantes
—recordemos el infame memorando de Larry Summers al Banco Mundial en
1991: “la lógica económica en la que se basa descargar los desechos tóxicos
en los países de salarios más bajos es impecable [...] los países poco poblados
de África no alcanzan casi nunca los niveles mínimos de contaminación”—
debe atribuirse a los funcionarios o capitalistas locales, que se enriquecieron
a costa de sus compatriotas.

Estos son los mismos grupos que presionan a los legisladores de los países en
vías de desarrollo para que se promueva el crecimiento inmediato de las
industrias extractivas (petróleo, gas, carbón, cobre, mineral de hierro, litio y
otras actividades mineras). La política industrial extractivista es totalmente
contraria a las filosofías de los aborígenes andinos manifestada en los valores
sustentados en la reunión de Cochabamba: proteger los derechos de la
naturaleza y de la Pachamama (la Madre Tierra). Los gobiernos izquierdistas
latinoamericanos justifican sus programas de exportación basados en el
extractivismo en gran escala cuando sus beneficios económicos se utilizan
para financiar programas sociales y transmitir de hecho una gran porción de
las ganancias así obtenidas a las masas populares. Sin embargo, la expansión
de estas actividades industriales ha decepcionado a quienes esperaban que el
giro a la izquierda de la región ofreciera caminos de desarrollo alternativos,
distintos de los patrones coloniales de expropiación de los recursos naturales.
(24)

Muchas de las empresas que se dedican a extraer estos recursos del suelo son
estatales, pero un buen número pertenecen a familias privadas con una larga
historia de riqueza y poder en la región. Si bien su influencia económica y
política a largo plazo es empequeñecida por la que detentan en América del
Norte los equivalentes de los hermanos Koch*, siguen siendo un factor
importante en la conformación de la justicia climática, y cualquier programa
de reembolsos que tome como principio rector la redistribución debe tenerlos
en cuenta. ¿Cómo pueden incorporarse estas deudas nacionales al sistema
internacional de asignación de cuotas de carbono de la UNFCCC? ¿Puede esta
entidad garantizar que los pagos por la deuda climática, en caso de
hacérselos, no beneficien indebidamente a las élites de los países acreedores?
¿Qué parte de la indemnización llegará a quienes más la necesitan?

Interrogantes similares se plantean a veces acerca de los programas de


asistencia para el desarrollo. Los economistas han demostrado que esa clase
de asistencia tiende a ampliar la brecha de los ingresos en los países
receptores como consecuencia de la corrupción y los chanchullos de los
funcionarios y sus amigos. Otros apuntan al comportamiento poco confiable
de los donantes: la ayuda externa rara vez es altruista, ya que normalmente
está dictada por estrategias geopolíticas o por los intereses comerciales de
los países e instituciones donantes. Inevitablemente, esta tergiversación de la
asistencia estará presente en cualquier sistema de financiamiento climático, a
menos que exista un control transparente de los fondos para asegurar que
fluyan por los canales más apropiados y no vayan a parar a manos de la
cleptocracia. Una manera de eludir estas fallas sería que los pagos adoptaran
la forma de un ingreso básico para todos los residentes. Este dinero, asignado
de modo incondicional y no sujeto a la verificación del nivel de ingresos de
cada beneficiario, constituiría un importante “dividendo ecológico” para las
familias y comunidades de bajos ingresos, que suelen quedar fuera de la
órbita de desembolsos típica de los fondos de asistencia externa. Su alcance
económico no llega a la sustentabilidad de la infraestructura, pero un ingreso
mínimo ofrecido como una prima ecológica común —un fruto de la Madre
Tierra que puede compartirse sin degradarla— estaría de acuerdo con el
espíritu del “buen vivir holístico” (en oposición a la “buena vida” materialista)
proclamado en Cochabamba y adoptado a partir de allí como filosofía rectora
del movimiento por la justicia climática.

Si se logra que las mujeres tengan un ingreso independiente se reducirían


algunos de los riesgos endémicos en las culturas con división del trabajo
según el género. Además, el ingreso básico sería una alternativa libre de
deuda frente al micro-financiamiento a altas tasas de interés, el cual, a
medida que las grandes entidades financieras aumentan sus operaciones en
los negocios de los pobres, se ha vuelto cada vez más depredador. De hecho,
en Otjivero, Namibia, se puso en marcha un programa piloto de ingreso
básico que mostró resultados positivos, ya que el nivel global de ingresos de
la comunidad superó al monto del subsidio con el que se financió el programa.
Los índices de pobreza, de desnutrición infantil y de deuda de las familias
disminuyeron, y creció la actividad económica. (25)

El pago de la deuda climática mediante el ingreso básico podría financiarse


más fácilmente si se fijara un tributo universal a las emisiones de carbono,
con la ventaja adicional de que este tributo castigaría a los grande usuarios
de carbono en el Sur. Otra fuente podría ser un impuesto a las transacciones
financieras, similar a la tasa Tobin propuesta hace poco por la Comisión
Europea. Después de todo, la motivación original del movimiento de la justicia
climática fue procurar que se cancelaran las deudas financieras de los
acreedores ecológicos del Sur. Si los acreedores financieros se rehusaran a
aceptar esta medida (aun cuando se lo solicitaran el Club de París o el Club
de Londres), simplemente una parte de sus ganancias se absorberían y
reencauzarían mediante esta forma de tributación “a la Robin Hood”.

El tercer proveedor de fondos debe ser la industria de los combustibles


fósiles, cuyas exuberantes ganancias dependen de la inmunidad que han
tenido para pagar los costos de la contaminación y el daño ecológicos
producidos por la extracción y uso de sus productos. Si en nombre de la
justicia climática se fijara un impuesto a la extracción y al procesamiento de
tales productos se estaría respondiendo al antiguo reclamo de que dichos
costos son injustamente externalizados para que solo carguen con ellos los
usuarios o los contribuyentes. El popular programa establecido en Alaska,
donde con las utilidades petroleras se hace un pago anual a todos sus
habitantes (el llamado Dividendo del Fondo Permanente), es un modelo que
podría reencuadrarse a fin de que refleje mejor el espíritu de la justicia
climática. Implantar el ingreso básico es un proyecto a largo plazo —que
exigirá un fuerte trabajo político, tanto en el Norte como en el Sur—, pero se
presenta como uno de los modelos viables para minimizar los defectos y
maximizar las ventajas de reembolsar una deuda que sin duda debe ser
saldada.

En el Norte, el suministro de un ingreso básico proveniente de las tres


fuentes de financiamiento antes citadas podría aplicarse para implantar la
justicia ambiental también en estos países. El rostro que ofrece la crisis
climática en el plano internacional bien puede ser el espectáculo trágico de
las islas tropicales que desaparecen bajo las aguas, pero el cambio climático
es asimismo una realidad ponzoñosa en los sitios de producción industrial. En
Estados Unidos, por ejemplo, pensemos en las comunidades expuestas a las
toxinas derivadas de las centrales eléctricas que se alimentan a carbón, o a
las cenizas de las ondas expansivas que se producen al remover la cima de las
montañas, para no mencionar los efectos cancerígenos de las minas de uranio
en las reservas aborígenes.

Dado que el ingreso básico es, por definición, independiente del trabajo
personal, sería una manera de empezar a desprendernos del esfuerzo que se
espera en una sociedad habituada al trabajo compulsivo. También favorecería
la “justa transición” que lleve a deslindar el trabajo respecto de modos de
subsistencia que consuman mucho carbono. En el Norte, los defensores del
trabajo no han podido establecer conexiones fáciles con un movimiento por la
justicia climática donde predominan los derechos de los aborígenes y la causa
de la “agricultura de suficiencia” o autosuficiencia agrícola. Los trabajadores
urbanos de las sociedades muy industrializadas no se identifican con el credo
del “buen vivir” proclamado en Cochabamba. Después de todo, en el Norte
global el movimiento obrero se ha subido desde hace mucho tiempo al vagón
consumista del principio de la “buena vida”, que está en las antípodas del
“buen vivir”, porque, según la mentalidad difundida en Cochabamba, aquel se
asocia con el saqueo y con un crecimiento materialista incontrolado. Quizá
dichos trabajadores urbanos compartan los mismos enemigos con los
campesinos desposeídos y las comunidades de las selvas tropicales, pero
enriquecidos y empoderados por treinta años de neoliberalismo, no tienen los
mismos intereses y prioridades.

¿Dónde hallamos, en el Norte, las mayores muestras de la conciencia


agrarista de Cochabamba? Además de los activistas aborígenes, quienes más
estrechamente alineados están con ella son los agricultores del movimiento
alimentario de la nueva generación. El fervor que han puesto para tener el
control de sus comunidades, para organizarse y garantizar la provisión de
alimentos sanos, ha sido notablemente contagioso. Ciudades como Detroit y
Baltimore, que estaban en decadencia, han emergido como centros de la
justicia alimentaria a través de la agricultura popular urbana, con
posibilidades de crear una nueva economía alternativa en el vaciado núcleo
de la vieja. Para los antiguos obreros industriales, abandonados en los
“desiertos alimentarios” de los barrios pobres de estas ciudades, la
posibilidad de reinventar, literalmente, sus medios de subsistencia en sus
propios patios de tierra es un ejercicio significativo de la justicia social y
ambiental. No obstante, en zonas agrícolas más tradicionales el movimiento
tiene problemas laborales propios, ya que los activistas de la alimentación
suelen ignorar que sus pequeños granjeros idealizados dependen de
trabajadores migratorios mal pagados y marginados. (26)

La perspectiva de la reducción de las emisiones de carbono ha generado en


los trabajadores una preocupación general: la de que en el pasaje a las
industrias de tecnología “limpia” se pierdan los trabajos bien pagos de los
sectores muy sindicalizados que emplean energía contaminante. La
Confederación Internacional de Sindicatos (ITUC, por su sigla en inglés)
presionó fuerte para que en los borradores del Acuerdo de Copenhague se
incluyera una cláusula sobre la “transición justa”, pero esta fue suprimida en
la redacción final, y solo se la incorporó dos años más tarde, en la “visión
común” voluntaria adoptada en la reunión cumbre de Cancún en diciembre de
2010. Los signatarios del acuerdo de Cancún se comprometieron a promover
una “transición justa de la fuerza laboral, la creación de puestos de trabajo
dignos y calificados, acordes a las prioridades y estrategias definidas para el
desarrollo nacional, y contribuir a generar nuevas condiciones para los
trabajos productivos y de servicios en todos los sectores, con el fin de
promover el crecimiento económico y el desarrollo sustentable”. Con vistas a
hacer respetar los derechos de los trabajadores desplazados o marginados
por la conversión a un futuro con menos uso del carbono, la ITUC también
insistió en que la OIT defendiera derechos básicos relativos a la democracia
laboral. Dada la perspectiva de desempleo masivo a largo plazo y de una
profundización de los trabajos precarios, una transición justa debería
distribuir con mayor ecuanimidad los costos y beneficios de las políticas de
bajo carbono, guiándose en particular por los principios de la justicia
climática.

En este sentido, es particularmente importante contrarrestar el empeño de


los grandes contaminadores por eludir su responsabilidad en el reembolso
directo de la deuda climática trasladando los costos a los individuos. Un buen
ejemplo de esta tendencia neoliberal es la costumbre cada vez más frecuente
de calcular la huella de carbono de cada producto y de cada acción personal.
Cuantificar el procesamiento de la energía mundial en el micronivel de la
conducta personal se ha convertido en una obsesión seudopolítica. En ciertos
aspectos, constituye un giro perverso de la tiranía estadística del PBI, que
reduce todas nuestras acciones y nuestro empleo de cosas materiales a un
opaco conjunto de datos; y el resultado es una evaluación moral de nuestro
desempeño termodinámico individual.

El objetivo prescripto es el “hombre neutro en materia de carbono”, un


modelo de comportamiento ascético que es la contrapartida exacta del
hiperconsumo derrochador. Al transferir a la conciencia de los individuos la
carga de cumplir con estas normas se absuelve a los contaminadores que
tienen la mayor responsabilidad en el reembolso de la deuda climática y que
son quienes más eficazmente pueden reducir las emisiones. Como sucede con
la mayoría de las expresiones de una moral basada en la deuda, debemos
rechazar esta tendencia, o volverla contra los que se benefician con ella. Los
hidrocarburos deben pasar a ser los productos colaterales proscriptos de
nuestra civilización, no su flagelo más elocuente.
1- Potsdam Institute for Climate Impact Research and Climate Analytics, Turn
Down the Heat: Why a 4°C Warmer World Must be Avoided, World Bank
Working Paper 74455, Washington DC: World Bank, 19 de diciembre de 2012;
puede consultárselo en http://climatechange.worldbank.org/; y Turn Down the
Heat: Climate Extremes, Regional Impacts, and the Case for Resilience,
Washington DC: World Bank, junio de 2013; puede consultárselo en
http://documents.worldbank.org.

2- Ver Andrew Simms, Aubrey Meyer, Nick Robbins, Who Owes Who?:
Climate Change, Debt, Equity and Survival, Londres: Christian Aid, 1999.

3- Joan Martínez-Allier, The Environmentalism of the Poor: A Study of


Ecological Conflicts and Valuation, Nueva York: Edward Elgar, 2002).

4- James Hansen, “Letter to Kevin Rudd”, 27 de marzo de 2008; puede


consultárselo en http://www.aussmc.org.au. El desglose se basó en cifras
estimativas del Centro de Análisis de Información sobre el Dióxido de
Carbono, perteneciente al Departamento de Energía de Estados Unidos.

5- Se encontrarán estos cálculos en Climate Debt, Climate Credit; puede


consultárselos en https://sites.google.com/site.

6- Eli Kintisch, Hack the Planet: Science’s Best Hope—or Worst Nightmare—
for Averting Climate Catastrophe, Nueva York: Wiley, 2010.

7- La cifra de 150 millones fue estimada en principio por Norman Myers y


Jennifer Kent, “Environmental Exodus: an Emergent Crisis in the Global
Arena”, Washington DC: Climate Institute, 1995; y Myers, “Environmental
Refugees: Our Latest Understanding,” Philosophical Transactions of the Royal
Society, Vol. 356 (2001), págs. 16.1-16.5. En The Stern Review: The
Economics of Climate Change, trabajo encargado por el gobierno británico al
economista Nicholas Stern en 2006, la cifra se fijó en doscientos millones. Ver
también Environmental Justice Foundation, No Place Like Home: Where Next
For Climate Refugees?, Londres: Environmental Justice Foundation, 2009.

8- International Federation of Red Cross and Red Crescent Societies, World


Disasters Report (2010).

9- Andrew Ross, Bird on Fire: Lessons from the World’s Least Sustainable
City, Nueva York: Oxford University Press, 2011.

10- Rob Nixon, Slow Violence and the Environmentalism of the Poor,
Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 2012; Frederick Buell, From
Apocalypse to Way of Life: Environmental Crisis in the American Century,
Nueva York: Routledge, 2003.

11- U.S. Department of Defense, Quadrennial Defense Review (2010); puede


consultárselo en http://www.defense.gov/qdr.

12- Peter Schwartz and Doug Randall, An Abrupt Climate Change Scenario
and Its Implications for United States National Security, Emeryville, CA:
Global Business Lab, 2003.

13- Rebecca Solnit, A Paradise Built in Hell: The Extraordinary Communities


That Arise in Disaster, Nueva York: Viking, 2009, pág. 3.

*- Zuccotti Park es una plazoleta de unos 3000m² cercana al lugar donde se


alzaban las Torres Gemelas en Nueva York. El movimiento “Occupy Wall
Street” la ocupó a partir del 16 de septiembre de 2011 y fue desalojado a
comienzos de noviembre por la policía, que practicó numerosos arrestos. (N.
del T.)

14- Naomi Klein, The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism, Nueva
York: Metropolitan Books/Henry Holt, 2007.

**- En este caso se refiere al área metropolitana de Nueva York, Nueva Jersey
y Connecticut, una de las zonas más afectadas por el huracán Sandy en 2012.
(N. del T.)

15- Strike Debt, Shouldering the Costs: Who Pays in the Aftermath of Sandy?;
puede consultárselo en http://strikedebt.org/sandyreport/.

16- Kevin Fox Gotham y Miriam Greenberg, “From 9/11 to 8/29: Post-Disaster
Recovery and Rebuilding in New York and New Orleans”, Social Forces, 87, 2,
diciembre de 2008, pág. 1039-62.

17- Cedric Johnson, The Neoliberal Deluge: Hurricane Katrina, Late


Capitalism, and the Remaking of New Orleans, Minneapolis MN: University of
Minnesota Press, 2011; Daniel Wolff, The Fight for Home: How (Parts of) New
Orleans Came Back, Nueva York: Bloomsbury, 2012.

18- Las opciones se complicaron aún más debido al programa de


reconstrucción urbana de la Dirección de Viviendas de la Ciudad de Nueva
York, que permitirá un desarrollo suntuario en los espacios verdes situados
entre los edificios destinados a viviendas públicas. Las nuevas viviendas se
construirán de acuerdo con las normas fijadas por la FEMA contra las
inundaciones, y estarán muy pegadas a las torres vulnerables, magnificando
así las divisiones socioeconómicas entre sus respectivos habitantes.

19- NYC Special Initiative for Rebuilding and Resiliency, “A Stronger, More
Resilient New York”, junio de 2013; puede consultárselo en
http://www.nyc.gov/ html/sirr/html/report/report.shtml.

20- Véanse los mapas urbanos elaborados por la Comisión Robert Wood
Johnson para Construir Estados Unidos más Sanos; puede consultárselos en
http://www.rwjf.org/en/about-rwjf/newsroom/features-and-
articles/Commission/resources/city-maps.html.

21- Mike Davis, “Who Will Build the Ark”, New Left Review, 61 (enero-febrero
de 2010); Kent Portney, Taking Sustainable Cities Seriously: Economic
Development, the Environment, and Quality of Life in American Cities,
Cambridge, Mass: MIT Press, 2002.
*- Los opositores a esta técnica de extracción señalan su impacto
medioambiental, que incluye la contaminación de los acuíferos, el elevado
consumo de agua, la contaminación sonora, el traslado de los gases y
productos químicos utilizados hacia la superficie y los posibles efectos en la
salud derivados de todo ello. (N. del T.)

22- Juliet Eilperin, “U.S. Climate Aid Reaches Across Globe”, Washington
Post, 2 de diciembre de 2012.

23- Taryn Fransen y Smita Nakhooda, “Five Insights from Developed


Countries’ Fast-Start Finance Contribution”, Open Climate Network, World
Resources Institute, 11 de junio de 2013; puede consultárselo en
http://insights. wri.org/open-climate-network/2013

24- Ver el número especial sobre “The Climate Debt: Who Profits, Who
Pays?”, Report on the Americas, North American Congress on Latin America,
46, 1, primavera de 2013.

25- Claudia y Dirk Haarmann, “Basic Income Grant Coalition–Pilot Project”


(2012); puede conulstárselo en http://www.bignam.org/BIG_pilot.html.

26- Margaret Gray, Labor and the Locavore: Toward a Comprehensive Food
Ethic, Berkeley: University of California Press, 2013.
CAPÍTULO VIDisolver el matrimonio entre deuda y crecimiento

Como secuela de la crisis de 2008, la ingeniería financiera de Wall Street fue


objeto de graves censuras, y se echaron a la tolva legislativa algunos
proyectos de ley reguladores —aunque a la larga quedarían diluidos o
vaciados en parte de contenido—. Pocas veces los defensores del
establecimiento de alternativas frente al sistema del endeudamiento tuvieron
una audiencia tan bien predispuesta. Pero la recesión había calado tan hondo,
diezmando la fuerza laboral en muchos países, que los esfuerzos tendientes a
una recuperación económica apuntaron, casi en su totalidad, a recrear el
crecimiento del consumo de acuerdo con patrones que requerían el
financiamiento de la deuda. El objetivo generalizado fue restaurar el sendero
de crecimiento positivo del PBI, ya sea en la fase inicial neokeynesiana de
estímulos monetarios del Estado —que apuntaban a la creación de puestos de
trabajo ecológicos en las industrias sustentables— como en la ronda
subsiguiente de políticas de austeridad destinadas a reducir al máximo el
gasto público. Para demasiados gerentes económicos en todo el mundo, el
vehículo predilecto para la recuperación era el que prometía el retorno más
rápido a los negocios habituales, bajo la forma de una expansión de la
producción y del consumo motorizada por la deuda. No importó demasiado
que este modelo fuera económicamente calamitoso y ecológicamente
insustentable. El evangelio del crecimiento ha sido pregonado y aceptado de
manera tan universal que en casi todos los ámbitos institucionales se
considera herético pensar que una economía de crecimiento cero, o regida
por políticas que tiendan al crecimiento negativo, pudiera generar niveles
respetables de empleo y de ingresos, y mucho menos generar prosperidad.

Tim Jackson, jefe de economía de la Comisión de Desarrollo Sustentable del


Reino Unido, ha resumido muy bien ambas facetas de lo que llama “el dilema
del crecimiento”. Por un lado, “el crecimiento, al menos en su forma actual, es
insustentable. El creciente consumo de los recursos naturales y de los costos
ambientales deteriora aún más las profundas disparidades en el bienestar
social”. Por otro lado, “el crecimiento negativo, al menos en las condiciones
actuales, es inestable. La caída de la demanda de consumo conduce a un
aumento del desempleo, la pérdida de competitividad y la espiral recesiva”.
Se necesitan desesperadamente soluciones para este auténtico dilema. Dado
que los bancos han corregido poco y nada su conducta ilegítima, es probable
que en el futuro inmediato se asista a otro crash y a una recesión aún más
profunda.

La respuesta convencional que proponen los defensores de un capitalismo “un


poco más verde” es “desconectar” ambas cosas, o sea, continuar el
crecimiento económico a la espera de que las eficiencias capitalistas reduzcan
el impacto de este modelo en los recursos naturales en relación con el PBI. El
propio Jackson rechaza esta “desconexión relativa” (que equivale a “hacer
más con menos”) porque cualquier medida que tienda al ahorro será anulada
casi siempre por el correspondiente aumento del consumo. Su solución
preferida es la “desconexión absoluta”, ya que a su juicio reducir en términos
absolutos el impacto en los recursos naturales es la única forma admisible de
mantenerse dentro de los límites que fija la ecología. “Las premisas simplistas
según las cuales la propensión del capitalismo a la eficiencia nos permitirá
estabilizar el clima y protegernos contra la escasez de recursos —manifiesta—
no es más que una ilusión”. (1)

Para cambiar la conciencia colectiva y, en última instancia, las políticas


públicas es decisivo repensar la prosperidad en términos no materialistas, tal
como lo recomiendan Jackson y sus colaboradores en el proyecto Redefinir la
Prosperidad. (2) Sostienen que tener en cuenta las necesidades reales de la
gente —vivir en una sociedad justa, actuar con libertad, acceder a los bienes
culturales comunes, tener un trabajo gratificante y sentirse conectado con la
naturaleza no humana— es sin duda la clave para establecer índices de
bienestar más útiles que las mediciones del PBI hoy en vigencia. Pero
destronar al PBI implicará también enfrentar el poder de la industria
financiera para determinar las nociones corrientes de prosperidad, mientras
se construye una alternativa económica que no se base en su depredador
sistema de endeudamiento.

Tras cinco años de estancamiento recesivo, la presión para incrementar las


tasas de crecimiento del PBI fue devastadora, y en las últimas décadas la
expansión del crédito ha sido el instrumento monetario general y predilecto
para llevar a cabo esta tarea. En la versión más reciente de este modelo, los
bancos centrales, como la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra, han
mantenido bajísimas tasas de interés y emitido montañas de dinero mediante
el sistema de la “facilitación cuantitativa”*, a fin de ayudar a que la economía
“encontrara el camino” para salir de la recesión. Se estima que en Estados
Unidos se imprimieron 2,3 billones de dólares, y en el Reino Unido 545.000
millones, dinero que en gran parte terminó en las cuentas de los bancos que
continúan resistiéndose, en la economía real, a prestarles a las pequeñas
empresas. Aunque este dinero “barato y sucio” se ha puesto a disposición de
grandes bancos y empresas, si no existe una burbuja especulativa ellos no lo
invertirán, de modo tal que acumulan grandes pilas de dinero, en gran parte
depositado en paraísos fiscales del exterior. Ni siquiera en un período de auge
económico, el dinero en busca de renta no circula de un modo que estimule el
crecimiento convencional en la economía real, pero en épocas de austeridad y
de deflación de la deuda parecería ser un excedente ocioso que debe
invertirse a través de canales productivos.

Los gerentes económicos que introdujeron las políticas de austeridad suelen


citar la controvertida tesis Reinhart-Rogoff de 2010, según la cual el
crecimiento de un país disminuirá un 2% cuando su deuda externa alcance el
60% del PBI, pero caerá un 50% cuando la deuda sea del 90% del PBI. Esta
tesis fue totalmente desacreditada en la primavera boreal de 2013 por su
fallida metodología y la inexactitud de los datos en los que se apoya. No
obstante, la conexión que establecieron Reinhart y Rogoff entre la deuda y el
crecimiento tuvo un importante efecto residual, y con buenos motivos, porque
fue el legado de varias décadas de premisas inflexibles sobre su mutua
dependencia. De ahí que permanentemente se confiara en políticas
destinadas a restaurar el statu quo ante: la época en que la maquinaria del
crecimiento de un país se alimentaba de préstamos baratos y la expectativa
de un gran aumento del PBI garantizaba a los acreedores rendimientos
lucrativos. Desde que comenzó a regir el acuerdo de Bretton Woods, esta fue
la fórmula optimista, y relativamente estable, a la que comprometieron su
adhesión los jefes de las economías nacionales en el Norte global.

Sin duda que hubo períodos de crisis, ocasionados por el fervor de la


actividad especulativa, pero en todos los casos el mecanismo básico para
recobrar el crecimiento fue la expansión del crédito, favorecida por la
desregulación financiera que hizo posible los negocios sucios mediante una
variedad de instrumentos crediticios en el sector bancario. La gravedad de la
recesión posterior a 2008 puso en tela de juicio algunos aspectos de este
sistema de vinculación deuda-crecimiento. Una posibilidad muy concreta es el
estancamiento a largo plazo con crecimiento mínimo, (3) y algunos dirigentes
nacionales (como el ex presidente de Francia, Nicolas Sarkozy) han flirteado
con la idea de reemplazar el PBI por un índice del bienestar que mida otros
factores, más allá de la productividad o el ingreso. Forjar un camino
alternativo implicará algo más que contar con una nueva vara de medida de la
felicidad, pero una cosa es segura: la economía que suceda a la actual no
podrá basarse ya en el crecimiento medido por el PBI, ya que su costo —en
carbono y otros recursos naturales— excede con creces los límites que el
planeta es capaz de soportar. Para ver cómo podemos alejarnos del eje fatal
que conecta deuda depredadora con crecimiento insustentable, primero
tenemos que comprender cómo es que llegaron a tener una interdependencia
tan grande.

Agrandarse y mendigar

Veamos este pasaje de The Lorax, del Dr. Seuss (*), en el cual el personaje
llamado Once-ler describe cómo crecieron las operaciones que lo llevaron a la
ruina:

Yo no tenía intenciones de dañar a nadie. Lo digo en serio. Pero tenía que


agrandarme, así que me agrandé. Agrandé mi fábrica. Agrandé los caminos
que conducían a ella. Agrandé los vagones en que transportaba la mercadería.
Agrandé la carga… y agrandé mi caudal de dinero, algo que todo el mundo
necesita.

No es un mal resumen de la mentalidad de crecimiento comercial de un


productor, incluida la egoísta creencia de que “no se tiene intenciones de
dañar a nadie”. En cuanto al dinero que “todo el mundo necesita”, en este
caso sería el capital requerido para expandirse —y el personaje deja bien en
claro que expandirse es su única alternativa—. Para sus clientes, el dinero es
lo que necesitan a fin de consumir sus productos. ¿Lo habría dicho Once-ler
de otro modo si actuara en los negocios financieros? Si tuviera accionistas a
quienes satisfacer, la responsabilidad de generar dividendos le exigiría
agrandar su empresa. Si concediera créditos y otros productos de
endeudamiento, los préstamos que concedería serían registrados como
activos contables, y esa es una forma de crecimiento tan buena como
cualquiera. Tendría también clientes cuya expectativa sería recibir más
dinero en el futuro, a partir de su crecimiento. Sin esa garantía, no podría
extender los préstamos y mucho menos confiar en que le darían buenos
réditos. En The Lorax, Once-ler quedó en la ruina cuando se le agotaron las
materias primas (los árboles truffala) con que fabricaba sus productos (los
necesarios), y la fábula lo pinta muy bien. Si Once-ler hubiera sido un
banquero, su permanente capacidad de hacer más dinero a partir solamente
del dinero dependería de la expansión de la economía, o bien de efectuar
apuestas muy riesgosas. Su caudal solo se agotaría si el crecimiento futuro se
redujera a cero y no quedara dinero disponible para el reembolso de los
préstamos.

Los prestatarios solo tendrán dinero para pagar sus deudas en el futuro si
existe la probabilidad de un crecimiento económico; por lo tanto, el
crecimiento es lo que les permite a los bancos volver real el dinero. Es
importante comprender que ellos no poseen, hasta cierto momento, el dinero
existente. La imaginación pública ha retenido fatalmente la imagen del
prestamista que saca un maletín lleno de dinero de su caja de seguridad para
entregárselo a un prestatario digno. Esta situación imaginaria es, en gran
medida, la causante de la culpa que sentimos cuando no podemos pagar el
dinero que, según creemos, le pertenece al banco. Los banqueros no tienen
motivos para disipar esa imagen interesada, pero es bien ilusoria: en la
mayoría de los casos, los bancos crean el dinero ex nihilo. El sistema bancario
de reservas fraccionarias les permite conceder créditos que superan en
mucho las reservas que tienen bajo la forma de depósitos de los clientes (la
proporción es, en Estados Unidos, de 10 dólares de crédito por 1 de reservas),
en tanto que el uso de instrumentos financieros les posibilita obtener
cocientes aun mayores de ganancias. El dinero, creado específicamente como
una deuda que devenga interés, solo cobra vida cuando un prestatario firma
el contrato de crédito y promete pagarle al banco aun más de lo que este le
dio. Pero esa promesa solo es verosímil en el contexto de una economía en
crecimiento, razón por la cual el crecimiento es una pieza tan fundamental en
el negocio del crédito.

En la mayor parte de los casos, lo único que se requiere para que haya un
préstamo es la adición de algunos números en la pantalla de una
computadora. Ni siquiera se deduce el monto del préstamo de las cuentas del
banco, ya que debería debitarse un activo que ya no forma parte de sus
posesiones. Por el contrario, el banco añade a sus activos registrados el
monto total que cobrará mientras exista el préstamo. De este modo, si mi hija
pide en préstamo 50.000 dólares para pagar los aranceles de su universidad,
el banco habrá generado de hecho 70.000 dólares para sí mismo (la suma
completa que debe devolverse, más los intereses), monto que anteriormente
no existía. Esta clase de crecimiento fantasmal de activos, ninguno de los
cuales es dinero realmente ganado, surge de la nada y genera la fantasía de
que mediante el interés compuesto (al que Einstein acertadamente había
denominado “la octava maravilla del mundo”), un capital ficticio sería capaz
de expandir la economía de manera más o menos ilimitada. La riqueza es obra
de un conjuro que hace a un lado por completo la teoría del valor-trabajo. Si
la deuda puede crearse, aparentemente, con tan poco esfuerzo, no es de
extrañar que su valor como porcentaje del PBI se reproduzca tan rápido.

Casi todos coincidirán en que esta manera de calcular el valor mundano de


algo, y aun más el bienestar que otorga, es irracional e ilusoria; pero ella
explica por qué los acreedores dependen tanto de los pronósticos del
crecimiento para calcular sus reclamos documentados en el futuro. En el caso
ideal, cualquier aumento en el crecimiento del PBI debería equipararse, en
última instancia, a puntos de aumento en la tasa de interés; pero como la tasa
de aumento de esta última es normalmente muy superior a la tasa de aumento
del PBI, hay un desequilibrio crónico. Esta brecha puede interpretarse como
una prueba de que el sistema de aumento de la deuda es insostenible, o bien
operacionalizarse como un esquema de Ponzi* que jamás puede pagarse a sí
mismo. De acuerdo con la tasa exponencial de crecimiento del interés
compuesto, las deudas siempre se multiplican más rápido que la capacidad de
saldarlas.

En teoría, prestar dinero para obtener un beneficio no tiene sentido si el


ingreso del prestatario no aumenta más o menos al mismo ritmo que la tasa
de interés. De lo contrario, sería difícil o imposible recuperar lo prestado; de
ahí que los bancos hayan inventado toda suerte de fórmulas para trasladar el
riesgo a otros mediante la securitización de los préstamos, los instrumentos
financieros y otras formas de apuestas. La posibilidad de vender los
préstamos en el mercado secundario significa que los banqueros no tienen
que preocuparse, en lo inmediato, por averiguar si los préstamos pueden o no
reembolsarse. Sin embargo, a largo plazo su negocio depende, en última
instancia, de que haya un creciente excedente económico, pues de lo
contrario el servicio de la deuda llegaría a su fin (¿se han detenido a pensarlo
alguna vez?). Una economía de crecimiento cero quizá sea una necesidad
ecológica, pero para los banqueros sería una pesadilla.

Las mediciones del PBI, que incluyen la valuación de transacciones menos


ficticias que los negocios financieros, no son menos irracionales como índice
del valor social. El PBI mide el consumo total de bienes y servicios
intercambiados por dinero; el PBI aumenta, por ejemplo, si uno se enferma y
necesita recurrir a los servicios médicos. Por otro lado, si se las ingenia para
mantenerse sano mediante el ejercicio físico o medidas preventivas caseras,
no estará favoreciendo en absoluto el aumento del PBI. Lo mismo es válido
decir de cualquier cosa que uno pueda hacer por sí mismo. Comer en
restaurantes, en lugar de tener huerta propia y cocinarse uno mismo,
beneficia mucho el saldo del PBI. Preservar un bosque que se encuentra en
tierras propias, por considerarlo una forma de capital natural o un sumidero
de carbono, no hará que uno se vuelva rico, pero puede que lo consiga si
vende los árboles a un aserradero. Esto significa que las personas enfermas, o
que no saben cocinar, o que destruyen los recursos naturales, son ciudadanos
poco menos que ideales para una economía del crecimiento capitalista, al
menos si se acepta que el PBI constituye un inventario del bienestar de un
país.

Huelga aclarar que el PBI nada nos dice de los costos asociados a la
degradación del medio ambiente, ya sea bajo la forma de las emisiones de
carbono o del agotamiento de los recursos naturales. Y el PBI descuida
muchas otras cosas. No toma en cuenta las actividades no mercantiles, como
las de la esfera tradicionalmente femenina del trabajo doméstico y de la
crianza; pasa por alto groseras desigualdades económicas, y es incapaz de
distinguir entre una inversión útil en infraestructura pública y el despilfarro
de dinero para remediar catástrofes ambientales como los derrames de
petróleo o los huracanes causados por el cambio climático.

En lo atinente al tema de este libro, el PBI no considera, en particular, el


impacto del endeudamiento. En relación con el PBI, da lo mismo que yo
compre un automóvil porque me dieron un aumento de sueldo o porque he
aumentado hasta niveles insostenibles mi deuda de la tarjeta de crédito.
Como consecuencia del estancamiento o disminución de los salarios, una
porción cada vez mayor del consumo hogareño se financia con deuda. Nadie
con dos dedos de frente consideraría este consumo endeudado como un
elemento componente del bienestar a largo plazo, pese a lo cual así se lo
concibe en una sociedad que valora el crecimiento económico más que
cualquier otra medida del progreso, y que toma la mayoría de sus decisiones
económicas fundamentales basándose en medidas como el PBI.

Sin embargo, hace comparativamente poco tiempo que el crecimiento


económico, tal como lo expresa el PBI, pasó a ser la principal vara para medir
las aspiraciones de una nación. John Stuart Mill, el apóstol liberal del
progreso en la era victoriana, consideraba razonable (incluso más, deseable)
que el desarrollo humano continuara floreciendo en “un estado estacionario
del capital y la riqueza”. Por otra parte pronosticó que el perjuicio ambiental
producido por el crecimiento demográfico y económico sería demasiado
grande y “la Tierra perdería una gran parte de su encanto, porque este deriva
de cosas que el aumento ilimitado de la población y la riqueza suprimirían”.
(4) La tradición marxista de análisis siempre consideró el crecimiento como
una parte inherente a cualquier sistema capitalista de acumulación: las
empresas capitalistas deben crecer para no morir.

Pero solo en la posguerra el crecimiento medido por el PBI llegó a ser el


criterio central del valor para la sociedad. Desde entonces, la persecución del
crecimiento se ha convertido, según Clive Hamilton, en un fetiche al que se
asignan propiedades maravillosas, que supuestamente se volcarían en la
sociedad en su conjunto. De acuerdo con ese sistema de creencias, si se
aplica con éxito la cura omnipotente del crecimiento, mejorarían o dejarían de
existir una multitud de males sociales. (5) No es de extrañar que cuatro
quintas partes del crecimiento de Estados Unidos en la época moderna haya
tenido lugar en los últimos cincuenta años, impulsado inicialmente en gran
parte por la competencia librada durante la Guerra Fría para demostrar la
superioridad de la economía de mercado con respecto al comunismo. (6) El
crecimiento fue un factor clave del consenso alcanzado por las élites
empresariales, políticas y académicas después de 1945, un concepto maestro
en torno del cual podían armonizarse los intereses de los diversos grupos. En
los años inmediatamente posteriores a la guerra, por ejemplo, este consenso
contribuyó a sellar el contrato social entre el Estado, el capital y el trabajo. La
propuesta subyacente era que el crecimiento, bajo la forma de expansión de
la producción, extensión de los mercados y aumento del consumo generaría
beneficios para todos: estabilidad política para las élites gobernante, una
buena vida como consumidores para los trabajadores que tenían una paga
decente, y tasas respetables de ganancias para los dueños del capital.

Apoyada en el auge expansionista, la doctrina del crecimiento se difundió


entre los aliados externos de Estados Unidos, como el Reino Unido y Francia,
y se estableció como el objetivo principal de la labor de los estadistas en los
nuevos socios menores de Estados Unidos durante la Guerra Fría, como Japón
y Alemania occidental, así como en Corea del Sur y Taiwán (países a los que
se “invitó” a que industrializaran sus economías) y en la amplia gama de
países descolonizados, ansiosos por demostrar que eran capaces de crecer
solos. El aumento del PBI fue adoptado como criterio predilecto para medir el
desarrollo nacional tanto en el mundo desarrollado como en los países en vías
de desarrollo, y pronto se convirtió en una medida única para todos los
tamaños, que indicaba de qué manera respondían los Estados en su
adaptación a la economía capitalista global. Las tasas descendentes de
crecimiento eran una precoz señal de advertencia sobre un país en falta, y
merecían el examen atento del Banco Mundial. Los países con economías
subdesarrolladas debieron tomar créditos externos para estimular el
crecimiento y cayeron en la bien conocida trampa de la deuda, vigilada y
supervisada por el Fondo Monetario Internacional. De acuerdo con estos
criterios, los defensores de otras formas de desarrollo humano, especialmente
los que favorecían las tecnologías sustentables o más “apropiadas”, eran
considerados simplemente como desertores de la modernidad.

Más difícil les resultó a las élites ignorar el trascendental informe del Club de
Roma en 1972 titulado The Limits to Growth (Los límites del crecimiento),
donde se concluía que las tasas de crecimiento industrial vigentes en ese
momento no podrían sostenerse de modo ecológico a largo plazo. Basándose
en modelos informáticos, que simulaban interacciones entre los sistemas
humanos y los de la Tierra, los pronósticos de los autores se basaban en
amplias pruebas científicas, y por ende sus metodologías debían ser
cuestionadas vigorosamente por especialistas técnicos, como en verdad
sucedió. A falta de una refutación concluyente, los entusiastas del crecimiento
proclamaron que las innovaciones tecnológicas (por general las más
riesgosas, como la fractura hidráulica de las rocas o fracking, la explotación
de arenas petrolíferas y la perforación de petróleo en aguas profundas)
permitirían superar los límites físicos planteados al crecimiento. Con el
tiempo, los defensores de un capitalismo “verde” aprendieron a promocionar
mejor la eficacia energética que podía lograrse adoptando sus productos.
Mientras tanto, podía confiarse en los economistas de alto nivel, predicadores
del crecimiento, cuando enfáticamente desmentían que esos límites
existieran. En 993, Larry Summers, economista jefe del Banco Mundial,
proclamó que

No existen [...] límites a la capacidad de carga (carrying capacity) de la Tierra


que puedan fijar limitaciones en algún momento del futuro previsible. No hay
peligro de que acontezca un apocalipsis debido al calentamiento global o a
cualquier otra causa. La idea de que debemos poner límites al crecimiento
porque existe alguna limitación natural es un profundo error, y si alguna vez
llegara a cundir, sus costos sociales serían tremendos”. (7)

Anne Krueger, antecesora de Summers como economista jefe del Banco


Mundial, argumentó en 2003 que si bien en una fase inicial el crecimiento
económico genera deterioro ecológico, el aumento de los ingresos permite a
los países reducir los niveles de contaminación a voluntad, y aseguró que “el
punto de viraje en el cual la gente decide invertir en la purificación del
ambiente y las medidas para evitar su contaminación es un PBI per cápita de
alrededor de cinco mil dólares”. (8) No existen pruebas concretas que avalen
tales declaraciones. Economistas como Sumieres y Krueger, que son
constantemente recompensados por sus servicios (hasta que se vuelven
desventajosos, como ocurrió cuando Summers resultó ser el favorito del
presidente Obama para presidir la Reserva Federal), no son más que los
poetas cortesanos de nuestra época, dispuestos a cantarles a los monarcas en
el tono que estos elijan.

Nadie puso nunca seriamente en tela de juicio el análisis de The Limits to


Growth. La mayoría de los estudios que le sucedieron, apoyados en modelos
más avanzados, en datos científicos actualizados y en la labor de un grupo
más vasto de especialistas, reforzaron o subrayaron la advertencia de 1972
sobre las ruinosas consecuencias de un crecimiento económico irrestricto. El
mismo equipo que redactó The Limits to Growth retomó el estudio veinte y
treinta años más tarde y confirmó sus predicciones originales de que si
continuasen las actuales tendencias en materia de crecimiento se produciría
un colapso ecológico. (9) Estos informes eran normalmente dejados de lado
por las élites, y suele pensarse que no se debió a que transmitieran una
verdad inconveniente, sino a que la ideología del crecimiento alcanzó un
estatus similar al de un dogma religioso. El mismo razonamiento (o falta de
razonamiento) se atribuye a quienes niegan el cambio climático. Pero hay otra
interpretación posible. Las élites sin duda escucharon el mensaje de The
Limits to Growth apartando para su propio beneficio todos los recursos
naturales que podían robarle al bien común.

Desde mediados de la década del setenta se produjo una aguda redistribución


hacia arriba de la riqueza; una explicación verosímil es que la gente ahorraba
en previsión de una futura escasez. Como reacción lógica ante las pruebas de
que se avecinaba una escasez en términos absolutos, tuvo lugar un
apoderamiento sistemático de riqueza y de activos naturales, ya sea en la
forma de redistribución del ingreso o de apropiación de tierras (en el espíritu
de lo que David Harvey denomina “acumulación por despojo”). Este patrón de
conducta adquisitiva es evidente en casi todas las sociedades, desarrolladas o
en vías de desarrollo, pero sobre todo en las economías de más veloz
crecimiento, cuyos coeficientes de Gini (que miden la desigualdad económica
presente en cualquier sociedad) aumentaron en forma significativa. Lejos de
vivir negando que el crecimiento tuviera costos ecológicos, los beneficiarios
de la economía financiera se han conducido como si supieran que esa clase de
organización económica tiene los días contados: como secesionistas del 99%
construyeron para sí refugios ecológicos muy fortificados, se apoderaron de
activos públicos mediante las privatizaciones, se autorremuneraron con
sueldos y bonificaciones cada vez mayores, sobornaron a los políticos a fin de
que se aprobaran leyes favorables a los acreedores, saquearon los fondos
públicos para rescatar a sus bancos y mitigar los efectos del naufragio
provocado por sus prácticas usurarias y militarizaron las fuerzas policiales
para proteger sus islas privilegiadas de los esclavos de la deuda que pudieran
discrepar con ellos.

Este pillaje y atesoramiento fue favorecido e instigado por el evangelio del


crecimiento, y su técnica amplificadora más eficaz ha sido la expansión y
manipulación del crédito familiar. Una vez que los ingresos comenzaron a
trastabillar y se estancaron, y que se internacionalizó la producción de bienes,
la deuda de las familias pasó a ser la única garantía del crecimiento del
consumo y así empezó su firme ascenso, mientras le iba dejando beneficios a
lo largo del camino a la clase acreedora. Durante las décadas de auge de la
posguerra, que los franceses llamaron les trentes glorieuses (“los treinta años
de gloria”), los beneficios del crecimiento, estimulado principalmente por el
gasto público, se habían repartido de manera más pareja. No obstante, la
capacidad del 1% para quedarse con la parte del león desde fines de la
década de 1970 ilustra el papel central que tuvieron los préstamos al
consumo financiados con deuda para canalizar el traslado de la riqueza hacia
las capas superiores. El crédito no solo fue el instrumento más eficaz para la
confiscación de la renta y la redistribución de la riqueza, sino que también fue
adoptado como medida clave para la administración y la política económicas.
El resultado fue una modalidad amplia de gobierno —en lo económico, lo
social y lo político— tendiente a ubicar a la clase acreedora más allá de toda
norma, y en condiciones de reflotar de su semidestrucción en 2008
quedándose con casi todos los beneficios en la pelea de suma cero que siguió.

Tras la caída de la actividad económica en la década del setenta, sucesivas


doctrinas apuntaron a revivir el crecimiento sostenido de las décadas de la
posguerra. La lista incluye el monetarismo del lado de la oferta de la doctrina
económica impulsada por Ronald Reagan, que convirtió a Estados Unidos,
antes la principal nación acreedora internacional, en la principal deudora; las
sucesivas oleadas de desregulación que permitieron a los bancos “promover”
su sector financiero basándose en apuestas de alto riesgo; el surgimiento, en
los años noventa, del evangelio de la alta tecnología, el cual tuvo como
consecuencia una generalizada crisis de capitales tras la sobrevaluación de la
burbuja internética; y el credo de la propiedad de activos de la década de
2000, que generó un frenesí de apalancamiento de las deudas personales
hasta desembocar en la catastrófica quiebra del mercado de las hipotecas de
alto riesgo.

Todos estos empeños, nutridos de la aguda expansión del crédito, apuntaron a


sacar partido de un crecimiento ficticio en el presente manipulando la deuda
con la promesa de un crecimiento futuro. Uno de los resultados de esto en la
actualidad es que los servicios financieros dan cuenta de una creciente
acumulación (el 50% de las utilidades de las empresas no agrícolas en
Estados Unidos), aunque nadie puede decir qué beneficios sociales han
generado o cómo han contribuido al bienestar de la sociedad. Tampoco es
segura la participación de la industria en el PBI, dado lo inmaterial que suelen
ser estos servicios. Los préstamos se registran como activos adquiridos, pero
como sucedía con los 70.000 dólares registrados por el emisor de los 50.000
de deuda de mi hija, se trata de un dinero ficticio: no tiene ninguna realidad
efectiva en el presente, y solo se concreta si alguien cumple totalmente con el
pago de la deuda en las décadas venideras.

Dada la prodigalidad de los cerebros de las finanzas de los años posteriores a


2008, ninguno de ellos va a reconocer que el sistema de incremento de la
deuda que tan bien les sirvió durante cuatro décadas pueda haber alcanzado
tal vez sus propios límites. No obstante, la acumulación persistente de lo que
Marx llamó “capital usurario” depende en última instancia de una oferta de
ingresos superavitarios, y ocurre que esos superávits se están
empequeñeciendo a pasos agigantados. Dicho en forma simple,
probablemente no haya en el futuro suficientes ingresos disponibles como
para pagar los préstamos. Cuando ello suceda, la clase acreedora no tendrá
un Plan B en el cual confiar, salvo rezar por que exista una última burbuja de
activos de capital antes de que el superávit sea absorbido por completo y los
ecosistemas del mundo se derrumben en un colapso generalizado.
¿Una economía de crédito no confiscatoria?

En capítulos anteriores he aducido que la resistencia de los deudores es solo


el preludio de una sociedad justa y sustentable, donde el crédito socialmente
productivo reemplace al préstamo confiscatorio como columna vertebral de la
economía. En la actualidad, el repudio de la deuda es prerrogativa del 1%.
Los bancos confían en que se les perdonen sus deudas, y las industrias de alto
consumo de carbono, como la de los hermanos Koch (*), se niegan a pagar sus
deudas ecológicas. Pero ahora la negativa a pagar la deuda se está
trasladando a quienes debieron soportar la carga más pesada. Cuando esto
suceda, debe ser en armonía con los intentos en curso por crear una nueva
economía —basada en la ayuda mutua, en el patrimonio común, en la
cooperación social y en la riqueza pública— y una verdadera democracia —
basada en la autoorganización, la participación plena de los ciudadanos y la
libertad frente a todo tipo de coacción—. Ya hay en curso una variedad de
esfuerzos incipientes a tal fin, y por ende implantar un sistema pos-capitalista
no exigirá una tarea hercúlea ni la toma del poder del Estado. En la sección
que sigue, ofrezco una muestra de ejemplos y tendencias, aunque no es
exhaustiva (para ello, ver la Transición Global a una Nueva Economía o la red
RIPESS). (10)

Algunos son proyectos que sirven como demostración de que es posible


vencer a los depredadores de la deuda. En este espíritu, verbigracia, Strike
Debt dio a conocer en septiembre de 2012 (en el primer aniversario de
Occupy Wall Street) el Debt Resistors’ Operations Manual (DROM) o Manual
de Operaciones para los que se Resisten a la Deuda. Lo hizo como un servicio
educativo para brindar consejos prácticos a los deudores sobre la manera de
reducir sus deudas o liberarse de ellas. Ofrece información básica,
procedente en algunos casos de individuos que actúan en las respectivas
industrias, sobre las trampas tendidas por los prestamistas en el área de la
educación, la salud pública, la vivienda, las tarjetas de crédito o las finanzas
marginales, y les enseña a los lectores cómo buscar activamente el alivio de
sus deudas por sí mismos, mediante tácticas que van de la renegociación a la
lisa y llana evasión. Se trata de soluciones individuales para personas que se
encuentran en una situación desesperada, pero el DROM hace hincapié
permanentemente en que la única forma eficaz de combatir el sistema es
mediante la acción colectiva. He aquí una síntesis de su mensaje rector:

Al establishment financiero del mundo, solo tenemos una cosa para decirle:
nosotros no le debemos nada. Le debemos todo a sus familiares, sus amigos,
las comunidades a las que pertenece, la humanidad y el mundo natural que
hace posible que viva. Cada dólar que le restamos a una especulación
hipotecaria fraudulenta, cada dólar que nos abstenemos de entregar a un
organismo recaudador, es un pequeño trozo de nuestra vida y de nuestra
libertad que podemos devolver a nuestra comunidad, a los seres que amamos
y respetamos.

Como patrón valorativo general, esta versión de “¿quién le debe a quién?” nos
sugiere que es preciso poner cabeza abajo la psicología prevaleciente sobre el
endeudamiento. Como precepto económico señala de qué manera podría
usarse para financiar una economía alternativa el excedente que hoy se
derrocha. Reclamar cada dólar de servicio ilegítimo de la deuda que hemos
entregado a los bancos —una porción sustancial de nuestros ingresos
disponibles— y usarlo de una forma auténticamente beneficiosa, con la vista
puesta en la comunidad, puede constituir un gran avance para suscribir un
sistema sustentable de créditos útiles.

Dos meses después de dar a publicidad el DROM, Strike Debt lanzó el


“Jubileo Rotativo” (Rolling Jubilee) como ejemplo novedoso de un método para
el alivio de la deuda. Cuando los préstamos no se “cumplen” en un período
determinado (normalmente, entre los 90 y los 180 días), se exigiría a los
bancos y otros prestamistas que los desestimen y los vendan por monedas en
los mercados secundarios; a los prestatarios se les permitiría descontarlos, a
los fines impositivos, como “pérdidas”. Los recaudadores, que muchas veces
son solventados por los propios bancos, compran las deudas a muy bajo
precio y procuran ganar en el monto total. El margen de beneficio diferencia
entre el precio de venta y el rendimiento recaudable) es enorme. En este
mercado en las sombras proliferan los que explotan implacablemente las
penurias y desgracias de la gente. La idea que presidía el Jubileo Rotativo era
reunir dinero para comprar y eliminar parte de la deuda descontada. En lugar
de recoger la deuda, como hacen los organismos recaudadores, el proyecto la
aboliría y relevaría a los deudores de toda obligación. Lanzada como un
“teletón” * que se promocionó como “un rescate para el pueblo, por el
pueblo”, fue presentada ante sus financistas anónimos como una oportunidad
para dar a los deudores apoyo y solidaridad allí donde los gobiernos les
habían fallado. El Jubileo Rotativo tocó la sensibilidad de los que se enteraron
de él y en pocas semanas reunió medio millón de dólares (eran 635.000 antes
de que el fondo se redujera, en diciembre de 2013), diez veces más de lo
previsto. Teniendo en cuenta que las compras eran muy baratas, dos tercios
de esa suma fueron suficientes para eliminar, en el curso de un año, deudas
por valor de quince millones. En lugar de la proporción previsible, que era de
veinte a uno, se pudieron eliminar deudas por una suma cincuenta veces
mayor que la invertida en las compras. La mayoría de las deudas eliminadas
eran por atención médica y habían sido generadas en visitas a las salas de
guardia. Forzada por las circunstancias, y al no tener otra opción, la gente
había debido contraer deudas hospitalarias que no podía pagar.

Además de ayudar a cientos de deudores, el proyecto permitió poner de


relieve el carácter depredador del mercado de la deuda secundaria. ¿Cuántos
prestatarios, acosados por los organismos recaudadores, sabían cuán baratos
habían adquirido sus préstamos quienes los hostigaban? ¿Cuántos sabían que
sus prestamistas originales descargaron sus deudas incumplidas como
pérdidas y se beneficiaron con una exención impositiva —otra forma de
rescate de los bancos— antes de reunir sus deudas en carteras para venderlas
en el mercado secundario? Saber estas cosas modifica la actitud de los
deudores, al suministrarles argumentos morales para hacer frente a las
tenebrosas llamadas telefónicas de los recaudadores.

La circulación del proyecto a través de Internet garantizó que esta


información llegara a un público mucho más amplio de deudores del Jubileo
Rotativo que quienes recibieron cartas en las que se les informaba que se
había practicado el rescate de la deuda. Para muchos de los que oyeron
hablar del proyecto o contribuyeron a él, el simple hecho de demostrar que
era factible abolir la deuda fue una revelación, cuando no un verdadero
quiebre significativo de la realidad capitalista. Si bien estas medidas pueden
tener quizá pocas consecuencias prácticas, amplían nuestra imaginación
política, limitada como está todavía por la detestable certidumbre de que “no
hay alternativa”. El Jubileo Rotativo fue obra de la gente común (la mayoría
fueron pequeños donantes; algunas grandes donaciones de instituciones se
rechazaron) capaz de ayudar al prójimo cuando este sufre una situación
angustiante, y por tanto fue también un ejemplo de ayuda mutua en acción.

El equipo del Jubileo Rotativo recibió decenas de miles de mensajes cabales


provenientes de personas a las que el proyecto les había levantado el espíritu.
tal vez un cínico endurecido no se conmueva ante palabras como estas:

“Me da esperanzas, porque sinceramente yo no tenía ya ninguna…”.

“LLORÉ al enterarme de la colecta de ustedes”.

“No tengo nada de dinero, pero no podía dejar de enviar aunque sea un
dólar”.

“ESTOS son los Estados Unidos en los que yo creía. ¡Estoy dispuesto a creer
de nuevo!”.

Pero quizá lo estimulen otras más combativas, como la siguiente:

“Es como una ‘liquidación por cierre’ de la tienda. ‘Que se muera el


capitalismo’”.

El Jubileo Rotativo fue pensado como un proyecto de educación pública en


pequeña escala y no, en absoluto, como una solución factible para el
problema de la deuda: los quince millones de dólares de deudas eliminadas
apenas si le hacen mella al volumen global de deuda en el mercado
secundario. Empero, atrajo ampliamente la atención de grupos interesados en
aplicar el concepto a sus propias causas. Principalmente, los grupos de
creyentes de alguna religión que querían revivir la tradición del jubileo en sus
propias congregaciones y comunidades. Algunos comentaristas vieron
también en el Jubileo Rotativo un antídoto contra los “fondos buitre” que
adquieren deuda soberana desvalorizada de países que están en muy mala
situación y luego les entablan juicio para recuperar la totalidad de lo
invertido. De hecho, apenas un mes antes de que se lanzara el Jubileo
Rotativo, uno de los “fondos buitre” con menos escrúpulos, Elliot
Management, se apoderó de un barco de la Marina argentina anclado junto a
las costas de Ghana para obligar a la Argentina a que reembolsara los bonos
que se habían comprado a muy bajo precio a ese país luego de que su
gobierno decretara el default en el año 2001. Poco después, un tribunal de
Nueva York ratificó los derechos de esa empresa. El ministro de Economía de
la Argentina se refirió a esa decisión llamándola “colonialismo judicial” y el
juicio fue rotulado, durante el proceso de apelación, como “el ensayo del siglo
en materia de deuda soberana”, con enormes implicaciones para los países
pobres que habían repudiado la deuda externa contraída por sus dirigentes
cleptocráticos.
Los “fondos buitre” son objetivos morales muy vulnerables; se los considera
una suerte de “parias” porque exponen sin ambages el tipo de prácticas que
son moneda corriente en la industria financiera. Sin embargo, es solo una
diferencia de escala lo que los separa de los compradores y recaudadores del
mercado secundario de la deuda, donde el equipo de Jubileo Rotativo pasó a
ser un actor de corto plazo y donde la conducta rapaz es cosa de rutina. En
ese mundo es habitual que a los deudores se les reclamen deudas que ya
pagaron, se los amenace con causarles daños físicos, procesos judiciales,
arrestos y cárcel si no pagan, y se falseen crónicamente las sumas que deben
y la situación jurídica de sus deudas. Tras una larga temporada de
obstrucción legislativa por parte del Partido Republicano, la Oficina de
Protección Financiera al Consumidor (CFPB, por su sigla en inglés), agencia
de control creada en Estados Unidos tras la sanción de la ley de reforma
financiera Dodd-Frank, pudo finalmente comenzar su labor. Una de sus
primeras medidas fue anunciar un examen más minucioso y el procesamiento
de “las prácticas injustas, engañosas o abusivas” de la industria de la
recaudación de deudas, sector multimillonario que comprende más de 4.500
empresas de Estados Unidos.

Si realmente se le permite a la CFPB hincarle el diente al control de esta


industria, podrá aliviar en parte el infortunio que se les inflige ilegalmente a
los deudores vulnerables, pero tenemos la esperanza de que algún día los
recaudadores de deudas cesen en sus funciones. El actual sistema de crédito
especulativo, mantenido mediante la intimidación privada y la coacción
pública, tendrá que ser reemplazado por una economía en la cual se disponga
del crédito sobre la base de la necesidad social y del uso productivo. La
regulación de la industria financiera en su etapa de madurez imperial por
parte del Estado ha sido un fracaso espectacular. (11) Es ilusorio pensar que
una versión aggiornada al siglo XXI de la Ley Glass-Steagall (*), bajo la forma
de una capa aislante o Muralla China que separe las actividades bancarias
tradicionales de las actuales inversiones de riesgo, devolverá la ecuanimidad
y la decencia a un mundo financiero regenerado. Los banqueros han
demostrado que no tienen ninguna verdadera intención de acatar las normas
y que pueden darse el lujo de sobornar a cualquier funcionario que se les
cruce en el camino.

Tratar de imaginar una macroeconomía no impulsada por el aumento del


consumo o por la acumulación de capital puede parecer una tarea de titanes,
aun para los que saben que estos dos elementos gemelos degradan y
corrompen lo que la mayoría percibe como el bien común. Según algunos, los
principios básicos del “de-crecimiento” —bajar la escala de la producción y el
consumo hasta alcanzar una economía de estado estacionario— pueden
resultar poco creíbles como para aventurarse. Los economistas que abogan
por el decrecimiento ocupan un reducto marginal en la perspectiva de la
opinión pública y profesional. No obstante, los elementos componentes de una
economía cooperativa capaz de suceder a la actual ya existen, aunque en
forma dispersa o fragmentaria, en una variedad de empresas mutualistas y de
entidades crediticias sin fines de lucro. Gran parte de lo que podría
inventarse ya se inventó y se lo aplica de manera cotidiana; son prácticas que
florecen “dentro” del capitalismo pero que, en sus raíces, no son capitalistas.
(12)
Las iniciativas basadas en el patrimonio común, en especial, son las
preferidas cada vez más como la forma de salir adelante, sobre todo en
grupos con influencias anarquistas que favorecen los conceptos vinculados
con la ayuda mutua, como los que ponen de relieve la acción cooperativa:
mercados verdaderamente libres, redes de trueque, monedas comunitarias,
programas de reciclaje de bienes de consumo, bancos de tiempo,
intercambios de regalos, tiendas de bienes ofrecidos en forma gratuita (*),
espacios destinados a los “piratas informáticos”, financiamiento colectivo de
proyectos, uso compartido de la vivienda y formación autodidáctica.

El 5 de noviembre de 2011, Día de la Transferencia Bancaria, se asistió al


lanzamiento de una campaña de Occupy destinada a los clientes de los bancos
para que pasaran sus depósitos a cuentas de cooperativas de crédito. Ya sea
porque estaban molestos debido a la codicia y el fraude desplegados por Wall
Street, o debido al aumento de los aranceles de los bancos, lo cierto es que en
los primeros tres meses de la campaña trasladaron sus depósitos un número
sorprendente de clientes de los bancos: 5.600.000. (13) Como consecuencia,
los miembros de las 7.200 cooperativas de crédito existentes en Estados
Unidos llegaron a los 95 millones (con activos totales por valor de un billón de
dólares), y la cifra va en rápido aumento. En el Reino Unido, había alcanzado
un millón de miembros en julio de 2013, antes de que el arzobispo de
Canterbury la elevara aún más con su declaración de guerra contra los
prestamistas del día de pago. Su llamamiento para que las filiales de la Iglesia
Anglicana adhirieran a las cooperativas de crédito empeñadas en brindar
servicios alternativos sin fines de lucro obtuvo incluso el apoyo de la coalición
conservadora gobernante. (14) En Estados Unidos hay en marcha una
campaña destinada a devolverle al Servicio de Correos público la capacidad
de realizar operaciones bancarias, sobre todo para las personas no aceptadas
por los bancos como clientes. (15)

Aunque en los siglos XIX y XX proliferaron las mutuales o cooperativas de


ahorro y crédito, cuyos miembros eran sus dueños, la desregulación
producida en la década de 1980 vio convertirse la mayoría de ellas en
compañías por acciones que debían repartir sus dividendos entre los
accionistas. En la actualidad, están prontas a ocupar su lugar algunas
iniciativas populares innovadoras. Los anuncios promocionales con que los
grandes bancos bombardean a su clientela ofreciéndole “servicios bancarios
gratuitos” no ofrecen lo que dicen ofrecer. Un sistema de crédito realmente
gratuito tendría que brindar préstamos con intereses nulos o casi nulos para
solventar necesidades sociales como los costos directos de las
emprendimientos comunitarios. El grupo de trabajo Occupy Bank ha
promovido como objetivo la creación de un nuevo tipo de banco nacional
cooperativo, inspirado en el ShoreBank de la década del setenta, que antes de
naufragar en la crisis financiera fue una de las instituciones financieras de
desarrollo comunitario autorizadas de mayor envergadura. En julio de 2013,
el mismo grupo lanzó la Cooperativa de Dinero Occupy, junto con el prototipo
de su primer producto, la tarjeta Occupy, tarjeta de débito prepaga que
brindará una variedad de servicios a bajo costo.

Las empresas (más de diez mil en Estados Unidos) que son propiedad de sus
empleados, así como las cooperativas obreras, están experimentando un
renacimiento. En 2012, designado por las Naciones Unidas “Año
Internacional de la Cooperación”, no menos del 40% de los estadounidenses
(alrededor de 130 millones) pertenecían a alguna clase de cooperativa (su
número total era de 29.000), que iban desde pequeñas empresas locales —
tiendas de comestibles, cafeterías, cines, guarderías, grupos de artistas,
centros de atención médica, servicios de taxi— hasta grandes cooperativas
agrarias y de electricidad, así como algunas de las compañías que integran la
lista de Fortune 500, como Associated Press, Land O’Lakes, Sunkist, Ace
Hardware y Ocean Spray. La mayoría eran propiedad de los propios
interesados y entre todas daban cuenta de una porción significativa de la
actividad económica general. En el sector de la vivienda, no menos de cinco
mil empresas de desarrollo comunitario brindan viviendas y servicios vitales
para personas de bajos ingresos, construidas y administradas sin fines de
lucro. Los fondos de tierras comunitarias, que tuvieron su origen en el
movimiento Garden City *, contribuyeron a proporcionar viviendas
económicas sustentables, jardines comunitarios y otros edificios civiles,
evitando así el “aburguesamiento urbano”* * de los barrios pobres y la
ejecución hipotecaria de las tierras en fideicomiso comunitario.

Ha surgido una floreciente alternativa frente al sistema alimentario industrial,


que es la agricultura comunitaria (community-supported agriculture, CSA), en
tanto que en los países en vías de desarrollo el movimiento de comercio justo
brinda un mercado a las cooperativas de productores. Por su parte,
cooperativas manufactureras como la gigantesca federación Mondragón del
país vasco (con más de un centenar de empresas afiliadas y 83.000
trabajadores miembros) son modelos de democracia industrial y de extensión
del crédito. En 2009, la Unión de Trabajadores Siderúrgicos de Estados
Unidos (United Steelworkers of America, USW), entidad madre de todos los
sindicatos industriales del país, estableció un convenio con Mondragón para
crear organizaciones híbridas, mezcla de sindicatos y cooperativas,
financiadas por bancos cooperativos o por cooperativas de crédito interesados
en la inversión productiva. Esta asociación constituyó un buen epílogo de la
oposición con que la USW enfrentó, en la década del setenta, a los miembros
del sindicato de Youngstown, Ohio, que trataron de revivir una fábrica de
acero cerrada y administrarla ellos mismos. La nueva alianza puso de relieve
hasta qué punto ha declinado, desde entonces, el modelo jerárquico impuesto
en los sindicatos. (16) En la Argentina, el movimiento llamado de las “fábricas
recuperadas” desembocó en la creación de más de doscientas cooperativas
exitosas de trabajadores que ocuparon fábricas abandonadas por sus dueños
después de la crisis económica de 2001. (17) El modelo de autogestión
argentino sirvió de inspiración a los obreros griegos y españoles que se
quedaron sin sus fuentes de trabajo, y en Estados Unidos a los empleados de
la ex Republic Windows and Doors (*), renacida bajo el nombre de New Era
(Nueva Era) y que volvió a funcionar en mayo de 2013. En el Reino Unido,
lugar en que naciera el movimiento cooperativista, la tendencia general a la
decadencia de las cooperativas se revirtió a partir de la década de 1980 y en
la actualidad muchas de ellas prosperan, por ejemplo desde las pequeñas
empresas de la industria alimentaria hasta John Lewis Partners, la tercera
empresa privada del país por su magnitud, que es propiedad enteramente de
su personal.

Aunque los economistas convencionales consideran marginales estas formas


de mutualismo y las tildan de “heterodoxas”, ellas tienen una larga historia
funcional en las sociedades de todo el mundo. Están influidas (cuando no
totalmente regidas) por el principio de que la producción es un bien común,
de que el crédito debe ser accesible a todos, y de que los trabajadores e
integrantes de una empresa son también sus beneficiarios y deben ser
considerados en un pie de igualdad con los gerentes. Si bien estas entidades
operan dentro del sistema capitalista y están sujetas a los vaivenes del
mercado, no están gobernadas enteramente por los principios capitalistas.
Algunos ven en estas alternativas ejemplos dispares de “construir un nuevo
mundo dentro de la cáscara del antiguo”, según rezaba el dicho anarquista;
pero en general los anarquistas pretendían establecer vehículos democráticos
más horizontales o profundos que, digamos, un plan destinado a que las
acciones de una empresa estén en manos de su personal. Mondragón, por
ejemplo, es propiedad de sus trabajadores y empleados pero no es
administrada por estos. La autogestión, como principio de una democracia
fuerte y participativa, requiere la permanente demostración de transparencia,
los aportes de todos los interesados y el logro del consenso entre ellos. Del
mismo modo, la cooperación social para el uso y conservación de los
patrimonios comunes (llamada commoning en inglés) prospera merced al tipo
de invenciones inspiradas que un proceso democrático excesivamente
burocrático puede hacer fracasar.

Treinta años de neoliberalismo, en los cuales los gobernantes requisaron el


poder central del Estado con el fin de privatizar los recursos públicos,
anularon la voluntad de los jóvenes de defender el patrimonio público, con el
resultado de que cada vez hay menos disposición a reconstituir los bienes y
servicios públicos que satisfagan las necesidades básicas de la población.
Muchas de las iniciativas antes mencionadas operan fuera de la órbita de la
gestión pública y están muy alejadas del modelo de sometimiento a la
autoridad del Estado. Pero no existe ninguna razón por la cual no se pueda
volver a involucrar al Estado en la creación de economías alternativas.
Aunque en los años venideros la propuesta del commoning demuestre ser una
fuente más importante del cambio, el poder del Estado y los bienes y servicios
públicos seguirán siendo indispensables. Para quebrar el dominio que impone
hoy la industria financiera a los Estados, se requerirán vastos y profundos
cambios en la legislación. En cuanto a los bancos, importa recordar que son
creaciones del Estado, y que para transformarlos en servicios que realmente
beneficien a la comunidad se necesita una fuerte acción en tal sentido del
Estado.

Hoy día está cobrando creciente interés un modelo distinto que podría
suceder al anterior, el cual no es incompatible con la propiedad estatal, y es
la “actividad bancaria de opción pública” (*). Si bien en Estados Unidos el
gobierno federal administra no menos de 140 bancos y entidades similares
para dar préstamos, subsidios y otras finalidades, la banca pública no ha sido
la norma en este país y, por ende, su potencial para ponerla al servicio de las
necesidades de la comunidad tiene el atractivo de la novedad. En la
actualidad, el Banco de Dakota del Norte es la única institución de esta índole
de propiedad del Estado, y los habitantes de la zona, que han sido
tradicionalmente conservadores, ensalzan su capacidad para actuar en bien
de la población, por no mencionar su inmunidad frente a las crisis del
mercado financiero. La entidad fue fundada en 1919, cuando los granjeros de
Dakota del Norte estaban perdiendo sus haciendas y estas iban a parar a Wall
Street; desde entonces el banco destina la recaudación fiscal del estado a
ofrecer créditos baratos a través de cooperativas de crédito y bancos
comunitarios. Estas entidades sin fines de lucro otorgan los préstamos útiles y
convenientes de los que se burlan los bancos de inversión y los bancos
comerciales que solo buscan el lucro, además de devolver los intereses al
fondo general del Estado.

La empresa pública Alberta Treasury Branches de Canadá tiene un modo de


funcionamiento similar, y los bancos públicos europeos controlan una buena
porción de los activos de la UE. Casi todo el dinero queda en la comunidad, el
costo de los bienes y servicios públicos no es inflado por altas tasas de
interés, y se protege a la riqueza colectiva para que no se la destine a canjes
de créditos en default y otras inversiones de riesgo. (18) Hartos de ser
estafados por Wall Street, funcionarios de decenas de ciudades, condados y
estados del país contemplan en nuestros días la posibilidad entidades
bancarias similares, de propiedad pública y administradas por el Estado. Con
el fin de contribuir a esta transición, en 2011 se creó el Public Banking
Institute (Instituto de Banca Pública).

Además de las posibilidades que ofrece la banca pública, seguiremos


necesitando que los bienes públicos están al alcance de todos. Que la
educación, la atención de la salud y la provisión de la vivienda estén a cargo
del Estado sigue siendo la mejor garantía de equidad en grandes sistemas
políticos con población muy diversa desde un punto de vista socioeonómico. Y
hay algo no menos importante: cualquier transición significativa hacia un
modo de vida con menores emisiones de carbono exigirá inversiones en
infraestructura de modalidades renovables de energía, y eso solo el Estado y
las instituciones públicas pueden ofrecerlo en la escala y en los tiempos que
se lo necesita. Poner paneles solares en los techos de las casa y establecer el
control comunitario de los servicios públicos es un buen objetivo a largo plazo
para los que abogan por una democracia energética, pero si se quiere reducir
las emisiones de carbono y volver rentables las alternativas de energía
sustentable es urgente tomar ciertas medidas de envergadura que solo el
Estado puede emprender, como el cierre de las usina alimentadas a carbón y
la fijación de fuertes impuestos a los que sostienen las emisiones.

En síntesis: es probable que el desenlace de todo esto sea una nueva


economía mixta, no en el sentido en que la entendían la democracia social o el
socialismo de mercado, sino en el sentido de que lo público y el patrimonio
común estén asociados y cooperen entre sí. En el caso ideal, uno tendrá que
ceder ante el otro, según cuál de los dos dé como resultado un mayor grado
de democracia (no se confunda con eficacia) en una determinada
circunstancia. Por ejemplo, puede tener sentido que una cooperativa de
crédito solvente a una cooperativa de trabajadores de la comunidad en su fase
inicial, pero luego, si esta establece filiales o una cadena de puntos de venta
en diferentes lugares de un estado, tal vez sea más conveniente que recurra a
un banco oficial.

Palabras finales sobre la democracia

En gran parte de este libro hemos afirmado que la democracia no tiene futuro
si no se quiebra y dispersa el poder de los acreedores. La confianza popular
en la democracia representativa está menguando desde hace mucho tiempo, y
el auge de las empresas transnacionales que pagan escasos o nulos impuestos
ha minado la capacidad de los legisladores electos para distribuir de manera
ecuánime la riqueza dentro del país. No es de extrañar que entre las personas
menores de cuarenta años, sin experiencia directa de un sistema sólido de
seguro social ni expectativa alguna al respecto, cunda el deseo de que existan
formas de democracia más directas. Mientras que sus abuelos acogían con
beneplácito la posibilidad de endeudarse porque eso les abría las puertas
hacia una vida mejor, la idea que estos jóvenes tienen del “sueño americano”
es la de una situación libre de toda deuda. Consideran que, a esta altura, los
objetivos de los gobiernos y de las altas finanzas están demasiado
entremezclados como para que sea posible separarlos. Así, las comunidades
autárquicas y autogestionadas se les presentan como los mejores vehículos
para concretar sus ideales. El “movimiento por la nueva democracia” surgido
en Túnez en 2011 y difundido luego hasta abrazar las adhesiones y la energía
creativa de decenas de millones de personas en todo el mundo demostró que
el anhelo de que se implante alguna de esas alternativas es ampliamente
compartido.

Para los “indignados” y las “acampadas” en la Puerta del Sol de Madrid y en


otros lugares de España, para los aganaktismenoi (indignados) que ocuparon
la Plaza Sintagma de Atenas, para los miembros de Occupy Wall Street que
actuaron en la Plaza Zucotti de Nueva York y en centenares de ciudades del
mundo, no bastaba con exponer la falacia del doble discurso que beneficiaba
a los oligarcas de la economía a expensas del pueblo: era preciso exhibir a la
luz pública planes para la creación de una sociedad alternativa. Era menester
dar expresión concretar al lema “¡Así luce la democracia!”, tomado del
movimiento por la justicia global, junto con demandas como “¡Democracia
real YA!” en España, “Amesi Dimokratia Tora!” en Grecia, “Real Democracy
Now!” en el Reino Unido, Alemania y otros países, y el generalizado reclamo
árabe de “Ash-shab yurid isqat an-nizam!” (Acabar con el régimen). Las
asambleas populares (y consejos de voceros) basadas en la toma de
decisiones por consenso brindaron la experiencia singular y el sorprendente
espectáculo público de la deliberación cara a cara. Estas asambleas otorgaron
el permiso para hablar con franqueza y actuar con autonomía en las
reuniones y acciones “intensivas en mano de obra” de los miles de grupos de
trabajo de Occupy.

El experimento democrático en materia de creación de una microcomunidad


no fue menos vigoroso. Mientras las candilejas de la prensa mundial se
enfocaban en ellos, los ocupantes del Zuccotti Park transformaron este
espacio público de propiedad privada en algo semejante a una plaza de la
comunidad, con cocinas colectivas, atención médica callejera, equipos
sanitarios, trabajadores sociales, una universidad gratuita y una variedad de
servicios cuasi-municipales en funcionamiento. (19) Allí se pusieron a prueba
los principios de la ayuda mutua en beneficio de todos los que quisieran
participar. El tratamiento que se dio a los Sin Techo, atraídos tanto por la
comida como la posibilidad de gozar de un momento de respiro frente al
desdén social, pasó a ser la “prueba ácida” de si esa comunidad prefigurada
del parque podía dar cabida con éxito a las personas marginadas por la
sociedad capitalista. (20) Occupy no rechazaba a nadie, y por supuesto,
teniendo en cuenta la gran cantidad de sujetos “dañados por el capitalismo”,
era previsible que se produjeran actos de mal comportamiento. Pese a que la
congregación era ecuménica, el acuerdo tácito era guiarse por las normas
anarquistas de conducta. (21) Una primera enseñanza fue que conducirse
como personas verdaderamente libres exige mucha disciplina y
entrenamiento. Esto es particularmente cierto en las situaciones de acción
directa, que implican una probable confrontación con la represión policial —
que es para muchos una batalla necesaria librada contra la autoridad
ilegítima e inaceptablemente violenta del Estado—. (22)

La difusión de las protestas masivas al estilo Occupy en Turquía y Brasil en


2013 demostró que, como dijo David Graeber, la pasión por la democracia
real era “contagiosa” (23). Todos estos movimientos insurgentes tuvieron su
propia composición, objetivos y reclamos, pero compartieron un carácter
común, que habitualmente se denomina “horizontalista”: fueron expresiones
abiertas, sin líderes, populistas y consensuadas. El horizontalismo, adoptado
como concepto funcional en la Argentina como parte de las rebeliones
populares de 2001, fue prontamente retomado como estilo propio por el
movimiento en favor de la justicia global. Su proceso de búsqueda del
consenso tiene raíces particularmente profundas en Estados Unidos, donde
los investigadores de los orígenes indígenas de la democracia norteamericana
han establecido que pueden remontarse a las “casas largas” (longhouses)
donde vivían y realizaban sus asambleas comunales los iroqueses. Su
importancia en el legado del comunalismo anglosajón suele atribuirse a las
costumbres de los cuáqueros, y de hecho gran parte de las reglas y protocolos
que se siguen en las asambleas generales de Occupy provienen de la Alianza
Clamshell* de las décadas de 1970 y 1980, inspirada también en los
cuáqueros. Los procesos horizontalistas se difundieron en los movimientos
por los derechos civiles y de la mujer, donde se los adoptó como alternativa
frente a la cultura del liderazgo verticalista propia de la vieja izquierda.

A esta altura, ya puede decirse que el horizontalismo ha ingresado en el


torrente sanguíneo de la sociedad, pero ¿suplantará alguna vez las funciones
que cumple la democracia representativa? Probablemente no a corto plazo, al
menos más allá de las asambleas locales. No obstante, ha pasado a ser un
hábito arraigado para toda una generación, y se abrirá paso, de buen o mal
grado, en la conducta cívica del futuro. Si esto es lo que más se asemeja a la
democracia, la versión actual —regida por el eje Washington-Wall Street de la
deuda— debería designarse de común acuerdo creditocracia. Pero ponerles
nombres a los procesos sociales es fácil; lo importante, como decía Marx, es
transformarlos.

1- Tim Jackson, Prosperity Without Growth: Economics for a Finite Planet,


Londres: Routledge, 2009.

2- Isabelle Cassiers et al., Redéfinir la prospérité: Jalons pour un débat public,


La Tour d’Aigues: Edition de l’Aube, 2011.

3- Tyler Cowan, The Great Stagnation: How America Ate All the Low-Hanging
Fruit of Modern History, Got Sick, and Will (Eventually) Feel Better, Nueva
York: Dutton, 2012. En The Endless Crisis: How Monopoly-finance Capital
Produces Stagnation and Upheaval from the USA to China, Nueva York:
Monthly Review Press, 2012. John Bellamy Foster y Robert McChesney
argumentan que el estancamiento es el estado normal de una eonomía
capitalista madura, dominada por los monopolios. Solo puede lograrse crecer
gracias a medidas inusuales o desesperadas, como los estímulos oficiales, el
aumento del consumo, las oleadas de innovación tecnológica y/o la expansión
financiera.

*- Seudónimo de Theodor Seuss Geisel (1904-1991), autor norteamericano de


libros infantiles y de historietas. The Lorax (1971) es una fábula ecologista en
la que el personaje homónimo es el defensor del medio ambiente contra los
empeños del codicioso Once-ler. (N. del T.)

4- John Stuart Mill, “Of the Stationary State,” en Principles of Political


Economy with Some of Their Applications to Social Philosophy (1848).

5- Clive Hamilton, Growth Fetish (Crows Nest: Allen & Unwin, 2003). Véase
también Richard Douthwaite’s The Growth Illusion: How Economic Growth
Has Enriched the Few, Impoverished the Many, and Endangered the Planet,
Dublin: Lilliput Press, 1992.

6- Robert Collins, More: The Politics of Economic Growth in Postwar America,


Nueva York: Oxford University Press, 2000.

7- Citado en Bill McKibben, Earth: Making a Life on a Tough New Planet,


Nueva York: Holt, 2010, pág. 95.

8- Anne Krueger, “Address on Globalization”, Séptimo Foro Económico


Internacional de San Petersburgo, Fondo Monetario Internacional, 18 de junio
de 2003; puede consultárselo en
http://www.imf.org/external/np/speeches/2003/061803. htm.

9- Donella Meadows, Jørgen Randers y Dennis Meadows, Limits to Growth:


The 30-Year Update, Nueva York: Chelsea Green, 2004.

*- Se refiere a los cuatro hijos de Fred C. Koch, inventor de un nuevo método


para la fractura hidráulica del petróleo que convirtió a su compañía, en la que
luego trabajaron sus cuatro hijos, en la segunda en importancia en Estados
Unidos por sus ingresos. En la actualidad, las multinacionales Industrias
Korch emplean a más de cincuenta mil personas en Estados Unidos y a otras
veinte mil en unos sesenta países. En las décadas de 1980 y 1990 los
hermanos se separaron y entablaron pleitos entre sí. (N. del T.)

10- El proyecto Transición Global a una Nueva Economía (at http://gtne.org)


fue elaborado por el New Economics Institute, de la New Economics
Foundation, en el “Foro de Participantes en un Futuro Sustentable”, junto con
la Coalición Económica Verde. Ver asimismo los principios rectores del New
Economy Working Group en http://www.neweconomyworkinggroup.org/. La
U.S. Solidarity Economy Network (Red de Economía Solidaria de Estados
Unidos) inició un proyecto destinado a describir diversas iniciativas
relacionadas con la Nueva Economía que se emprendieron en ciudades
norteamericanas; puede consultárselo en http://www.shareable.net/blog/how-
to-map-the-new-economy-in-your-city. Ver también la Red Intercontinental de
Promoción de la Economía Social Solidaria (RIPESS) en
http://www.ripess.org.

11- En el capítulo 8 de Occupy Finance, el Grupo de Banca Alternativa de


Occupy Wall Street propuso en septiembre de 2013; puede consultárselo en
http://www. scribd.com/doc/168661471/Occupy-Finance.

*- Alude a algunas cláusulas de la Ley Bancaria de 1933 de Estados Unidos,


que establecían la necesidad de separar las actividades comerciales de los
bancos de las propias de las compañías de inversión en bonos y títulos. Llevó
el nombre de los senadores Carter Glass, de Virginia, y Henry B. Steagall, de
Alabama, del Partido Demócrata. (N. del T.)

12- Se encontrarán tratamientos más sistemáticos de las economías


alternativas en Michael Albert, Parecon: Life After Capitalism (Nueva York:
Verso, 2003); Gar Alperovitz, America Beyond Capitalism: Reclaiming Our
Wealth, Our Liberty, and Our Democracy (Boston: Democracy Collaborative
Press and Dollars and Sense, 2ª edición, 2011); Richard Wolff, Democracy at
Work: A Cure for Capitalism, Nueva York: Haymarket, 2012.

*- Free stores, iniciativa contracultural surgida en la década del sesenta con


el grupo inglés The Diggers, de origen anarquista, que tuvo imitadores en
Estados Unidos. Sus creadores la veían como una forma de oponerse al
consumismo capitalista y al empleo del dinero, y de proponer que se diera
nuevo uso a artículos que muchas personas habían descartado. (N. del T.)

13- Mandi Woodruff, “The Numbers Are In: Find Out Just How Many
Americans Have Ditched Their Banks,” Business Insider (30 de enero de
2012); puede consultárselo en http://www.businessinsider.com.

14- Andrew Grice, “Coalition Will Support Archbishop of Canterbury Justin


Welby’s Plan for Credit Unions,” The Independent, 28 de julio de 2013.

15- Ellen Brown, “What We Could Do with a Postal Savings Bank:


Infrastructure that Doesn’t Cost Taxpayers a Dime,” Global Research (23 de
septiembre de 2013); puede consultárselo en http://www.globalresearch.ca.

16- Gar Alperovitz ha aprovechado su labor como asesor de los metalúrgicos


para lanzar su propia encuesta sobre la economía cooperativa, de la que da
cuenta en What Then Must We Do? Straight Talk about the Next American
Revolution, Washington, DC: Chelsea Green, 2013, pág. 28-30.

17- Lavaca Collective, Sin Patrón: Stories from Argentina’s Worker-Run


Factories, Nueva York: Haymarket Books, 2007. Véase el documental The
Take realizado en 2004 por Naomi Klein y Avi Lewis; y Marina Sitrin,
Horizontalism: Voices of Popular Power in Argentina, Oakland, CA: AK Press,
2007.

*- Empresa de Chicago fabricante de ventanas y aberturas de vinilo, fundada


en 1965 y que entró en bancarrota en 2008, tras lo cual la propiedad quedó
bajo el control de sus principales acreedores, el Bank of America y JPMorgan
Chase. (N. del T.)

*- El nombre se inspira en la “Public Option Act” (Ley de Opción Pública) de


2010 aprobada por el Congreso norteamericano, por la cual los ciudadanos y
residentes en el país que no estaban cubiertos por seguros privados de salud
ni por el programa Medicare podían inscribirse en este último pagando una
cierta cuota. (N. del T.)

18- Véanse las actividades promocionales del Public Banking Institute en


http://publicbankinginstitute.org.

19- Writers for the 99 percent (Autores para el 99%), Occupying Wall Street:
The Inside Story of an Action that Changed America (Nueva York: OR Books,
2011).

20- Astra Taylor, Keith Gessen et al., eds., Occupy!: Scenes from Occupied
America, Nueva York: Verso Press, 2012.

21- Nathan Schneider, Thank You, Anarchy: Notes from the Occupy
Apocalypse (Berkeley: University of California Press, 2013); Mark Bray,
Translating Anarchy: The Anarchism of Occupy Wall Street (Londres: Zero
Books, 2013).

22- Lo que se vivió con Occupy quedó bien documentado por los propios
órganos de prensa del movimiento, entre los cuales cabe mencionar The
Occupied Wall Street Journal, Occupy! Gazette, Tidal, y The Occupied Times
of London.

23- David Graeber, The Democracy Project.


Glosario

arbitrage traders: arbitrajistas

bad debts: deudas incobrables

collateralized mortgage obligations: obligaciones hipotecarias con garantía

commoning: participación en los recursos comunes

company scrip: cupones de deuda de las compañías

credit default swaps: canjes de créditos en default

derivatives: instrumentos financieros

financial engineering: ingeniería financiera

fractional reserve banking: sistema bancario de reservas fraccionarias

hedge funds: fondos de cobertura de alto riesgo

indenture: escritura de fideicomiso

interest-rate swaps: canjes de títulos sobre tasas de interés

leverage ratio: coeficiente de apalancamiento

Loan Alley: “callejón de los prestamistas”

non-extractive economy: economía no confiscatoria

option account: cuenta de opciones

paper claims: documentos de deuda

paper claims: reclamos documentados

pawnshops: casas de empeños

payback mindset: mentalidad del reintegro

payday loans: adelantos por el sueldo a cobrar

private equity funds: fondos que invierten en compañías que no cotizan en la


Bolsa

quantitative easing: programa de expansión monetaria cuantitativa


refund anticipation loans: préstamos de anticipación del reembolso

rent-to-own: alquiler con opción a compra

revolvers: beneficiarios de créditos renovables

SLABS: títulos valores respaldados por activos para préstamos estudiantiles

subprime landscape of fringe finance: financiamiento marginal a tasas


inferiores a la preferencial

subprime mortgage crash: quiebra del mercado de las hipotecas de alto


riesgo

unbanked, the: personas sin acceso a los bancos o a los servicios financieros

undearned income: renta no proveniente del salario

underbanked, the: personas con acceso limitado a los bancos o a los servicios
financieros

También podría gustarte