Possenti Vitorio - Dios Y El Mal
Possenti Vitorio - Dios Y El Mal
Possenti Vitorio - Dios Y El Mal
DIOS Y EL MAL
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
© 1995 by SEI - Società Editrice Intemazionale. Torino.
© 1997 de la versión española, realizada por T o m á s
M e l e n d o b y EDICIONES RIALP, S. A.
Alcalá, 290 - 28027 Madrid
Fotocomposición: M.T., S. L.
I.S.B.N.: 84-321-3156-3
Depósito legal: M. 31.701-1997
Prefacio.................................. .................. 9
CAPÍTULO I
LA FILOSOFÍA ANTE EL PROBLEMA
DEL MAL
1. El desafío ............................................. 19
2. Una nueva teología: la dialéctica en Dios
según Luigi Pareyson ........................... 35
2.1. La autogénesis divina................... 43
2.2. Libertad y mal en Dios ................. 50
2.3. Universalidad de la contingencia .. 61
3. Una nueva teología: el devenir de Dios
según Hans Joñas.................................. 73
4. La inocencia ante el mal ....................... 80
CAPÍTULO II
ÉTICA Y RELIGIÓN
1. El destino de la teodicea ....................... 85
2. Libertad y ley moral: una dialéctica frag
mentada ................................................ 89
3. Anterioridad del mal y concepción retri
butiva del dolor .................................... 94
4. Contra malum cum D e o ........................ 102
8
PREFACIO
9
bolos y de la profundidad de los argumentos
que el libro contiene.
Casi lo mismo podría decirse acerca del
interrogante sobre el mal: a medida que pre
tendes ahondar más en su misterio, más denso
parece hacerse éste. Y, sin embargo, desistir de
la empresa sería no sólo impropio, sino impo
sible: aun cuando el hombre pretendiera aban
donar el mal, el mal nunca abandonaría al
hombre.
El mal constituye una inexorable posibili
dad de la existencia humana. Tal como sugiere
la reflexión contemplativa, que sería tonto de
jar a un lado, la posibilidad del mal es necesa
ria, desde el mismo momento en que la limita
ción afecta a todas las cosas finitas. Puesto que
Dios no puede hacer algo absurdo, no podría
llamar a la existencia a algo creado que fuera a
un tiempo finito y perfecto y, por ende, sin
mezcla de mal: supuesto de gran alcance, que,
a diferencia del maniqueísmo, no reclama un
Principio malvado para dar razón de la exis
tencia del mal.
Quien persevere en la meditación, no tar
dará en ver claro que la pregunta más radical
de todas, la que cabría calificar como «pre
gunta de las preguntas», la más punzante y
misteriosa^ aquella en la que el hombre dejado
a sus solas fuerzas se encuentra únicamente
10
con la oscuridad más densa.. esa pregunta no
es «por qué existe el mal», sino «por qué Dios
ha creado». A semejante interrogante no puede
responder ninguna gigantomaquia sobre el ser
o sobre el mal, puesto que habría de situarse
en la perspectiva del Absoluto, y ninguna ra
zón humana, ni tan siquiera la más aguda y
resplandeciente, está en condiciones de ha
cerlo. La respuesta sólo puede descender de
Dios, y Él nos la ha hecho vislumbrar. Pero el
heraldo que nos la anuncia no es la razón, sino
la revelación.
11
inevitable que el escándalo se muestre con toda
su fuerza. Nada tienen que hacer, entonces, las
dialécticas «especulativas», que al término
reducen el mal a pura apariencia. La victoria
sobre el mal no puede confiarse a ninguna de
semejantes dialécticas, sino a la unión de con
templación y acción, de oración y lucha, in
cluida la pugna con Dios en la que se adentra
ron Jacob y Job.
Es más que imposible, apelando a la opción
por el ateísmo, negar el fundamento de la acti
tud que, al suscitar el problema del mal, se si
túa ante Dios. Pero esto no elimina una inelu
dible paradoja: la negación de Dios se alimenta
de la protesta que ante él opone el enigma del
mal; sin embargo, semejante enigma no avanza
lo más mínimo, sino todo lo contrario, con la
supresión de Dios. Sin Él no se explica el sufri
miento, no son derrotados ni el dolor ni el mal.
Más aún, se pierde toda esperanza de una vic
toria final sobre ellos.
Llegando más lejos que la infecunda res
puesta atea, la meditación humana ha plan
teado el problema del mal ante Dios de tres for
mas fundamentales:
12
con el mundo y con el hombre. Una concep
ción finitista y móvil de Dios, que encontramos
en H. Joñas, pero asimismo en S. Alexander,
J. S. Mili, J. Royce, A. D. Whitehead, y acaso
también en F. H. Bradley. Al no ser Dios sino
el correlato dialéctico del mundo, también el
hegeliano Ohne Welt kein Gott (sin el mundo
no existe Dios) vendría a situarse en semejante
esfera. Ésta, si enfocamos las cosas con opti
mismo, podría conducir a una evolución emer
gente, según la cual Dios y el hombre, los dos
finitos, cooperan en una asintótica y nunca de
finitiva victoria sobre el mal; mientras tanto,
Dios pasa del estadio del Deus implicitus al de
Deus explicitus.
2) Cabe también considerar que Dios al
berga, en sí la oscuridad y una huella del mal.
En Él convivirían luces y sombras, una mano
derecha y una izquierda: el mal formaría parte,
acaso vencida pero parte en fin de cuentas, de
esa mano izquierda. A menudo, esta posición
remite a un esquema bipolar-dialéctico, en el
que todo proceso, incluida la vida intradivina,
engloba la coexistencia de los contrarios, co
rrelativos entre sí y de tal modo interdepen-
dientes, que ninguno puede describirse como
real si se considera aislado del otro. Se da por
sentado que la perfección no reside en el acto,
sino en el proceso, en el movimiento; no en la:
13
actividad, sino en la síntesis de los contrarios.
A este supuesto dialéctico-bipolar va unida
también la idea de que Dios no es del todo ino
cente en la producción del mal de culpa: la
oscuridad que en Él anida se transforma en
solicitación general al mal. Una concepción
de este tipo embarga y casi domina la intensa
meditación que marcó el rumbo del último
Pareyson.
3) Por fin, hay quienes piensan que Dio
permite el mal (moral), que de por sí encuentra
su único origen en el acto de la libertad finita.
En cuanto totalmente indemne al mal, en
cuanto infinito, trascendente, acto puro, Dios
puede salvamos de él. Aquí Dios es necesario
para el mundo, no el mundo para Dios; el pri
mero es real de manera eminente, el segundo
sólo en modo derivado, En semejante supuesto
se toman de la máxima importancia las cues
tiones del bien, de la ley moral y, sobre todo,
de la libertad finita: abismo del mal y abismo
de la libertad se reclaman de forma recíproca.
Pudiera ser que la nueva meditación sobre el
mal que así se inicia, encontrara su núcleo en
la capacidad aniquiladora de la libertad finita.
Sólo ella resulta capaz de herir el corazón del
Absoluto: un infinitesimal movimiento de la
voluntad; y he aquí que un bien que podría ha
ber existido, ya nunca se dará.
14
En las distintas épocas, la conciencia hu
mana ha elaborado una fenomenología del mal,
tanto más intensa en cuanto manaba de lo más
hondo de una experiencia dolorosa y ago
biante. Culpa, pecado, sufrimiento, enferme
dad, muerte, desarmonía y herida de la existen
cia, mal cometido y mal sufrido... No es
nuestro propósito recorrer ahora la multiforme
fenomenología del mal y de la conciencia infe
liz, sino más bien preguntamos por la natura
leza del mal moral y su surgimiento desde la
raíz de la libertad. Pero esto, sin abandonamos
a una visión exclusivamente moral del mal,
que la equipararía al solo mal de culpa, ni a una
visión sólo retributiva del dolor. La discordan
cia entre mal moral y sufrimiento recorre el en
tero libro de Job y constituye el escándalo
acaso más agudo: ¿por qué sufren los justos
mientras prosperan los malvados?
15
rrollo del mundo. Esto se llama defender la
causa de Dios»1. Más que pronunciarse a su fa
vor, más que el simple defender o justificar a
Dios, el hombre tiene necesidad de compren
der el misterio del mal y de realizar un pacto
con Dios para luchar junto con Él contra el
mal. Cum Deo contra malum: en esta fórmula
se encierra tal vez la actitud existencial básica
del drama del mal.
¿Es posible luchar contra algo que nos
amenaza, pero cuya naturaleza y origen igno
ramos? Evidentemente, no; y este es el mo
tivo de que toda pugna contra el mal se
encuentre sustentada en una meditación reno
vada sobre él, allí donde el intellectus mundi
y el intellectus fidei se dan la mano y se
aprestan a colaborar. El método que seguire
mos es ontoteológico. La de ontoteología es
una palabra venerable y, a la par, provista de
riesgos si no se entiende correctamente. Co
nocemos la turbamulta de objeciones que
desde hace tiempo se alzan contra ella, y que
a menudo no son sino un homenaje a la moda
del momento.
Pero en el tratamiento del mal intervienen
varios estratos, en la esfera de los símbolos y
16
en la de la fenomenología del mal. En conse
cuencia, nos parece por un lado que no hay es
peranza de arrojar un poco de luz en tomo a
este problema si se elimina el nivel típicamente
ontoteológico, por cuanto Dios, mal, substan
cia, causa, ser, etc., pertenecen al problema de
la manera más intrínseca; pero por otro, es pre
ciso añadir que el problema no se limita a este
sólo dominio. Al contrario, pretende también
instituir una relación fecunda con la religión y
con el «mito». El pensamiento mítico no perte
nece al pasado, sino que nos afecta e interpela
perennemente: más allá del pensamiento con
ceptual universal, cuenta una historia a través
de ideas e imágenes, y es portador de significa
dos que, encamados y revestidos de símbolos,
no se dejan traducir en otros lenguajes. No de
bemos entender el mito como un conjunto de
narraciones y fantasías desprovistas de sentido.
En la intuición mítica se expresa una facultad
específica del espíritu, que sólo un raciona
lismo a ultranza estaría dispuesto a descali
ficar.
En la meditación sobre el mal, y sobre el
vínculo que lo liga al hombre y a Dios, la onto-
teología toca su punto más alto y arduo. La on-
toteología, contra la que ha dirigido sus dardos
Heidegger con dudosas razones, no es un pen
samiento sistemático, lógico, abstracto e indi
17
ferente al dolor del mundo (como podría acaso
ser la Ciencia de la lógica de Hegel). Por el
contrario, se encuentra en contacto con las
grandes manifestaciones del mal, y con las res
puestas surgidas en los más diversos ámbitos:
la de la tragedia griega (cfr. el ciclo de Edipo),
la bíblica, la de las otras culturas. La ontoteo-
logía se sitúa junto a la condición humanaren
la que se expresa la dialéctica vivida de pe
cado, culpa, sufrimiento y muerte. Pretende
aprender de todo lo que tiene algo que ense
ñarle, con el fin de llegar a configurar alguna
respuesta sobre los interrogantes eternos en
tomo al mal.
CAPÍTULO I
1. El desafío
19
filosofía, la pregunta sobre el mal y sobre el
dolor se ha recortado siempre como la más tor
turante para el hombre.
Todo esto es de dominio común, pero hay
que recordarlo para advertir nuevamente en
qué medida resulta impracticable el camino
teorético del mal sin atenerse a ciertas condi
ciones: uno se pierde fácilmente al recorrerlo,
si no escucha con la misma atención la llamada
de la angustia y la de la verdad del ser. Y el iti
nerario es tanto más arduo en cuanto que con
duce hasta la más inquietante entre todas las
cuestiones: si es posible hablar del mal en
Dios, si Dios es por completo inocente res
pecto a la existencia del mal o si por el contra
rio se muestra débil en relación con él, porque
alguna huella inmemorable del mal puede ras
trearse incluso en el Absoluto.
La primera tarea del hombre es la de no re
troceder frente al mal, sino mirarlo a la cara.
Pero no en el sentido hegeliano, de modo que
al instalarse en lo negativo éste se transforme
en ser, en virtud de una mutación dialéctica que
expresa uno de los puntos más significativos
del racionalismo (y acaso por eso sea hoy ne
cesario renovar nuestro requiem por la dialéc
tica). Habitar sin compromiso junto al mal
atempera a la persona, con tal de que ésta re
sulte capaz de separarlo del bien, de no confun
20
dirlo con él, de mantenerse libre. Según Ber-
djaev, «el hecho de no ver el mal hace al hom
bre superficial, le impide alcanzar las profun
didades de la vida: la fuerza de su conciencia
se halla ligada a la denuncia del mal; por eso,
cuando se destruyen sus límites, el hombre cae
en un estado de confusión o de indiferencia, su
personalidad comienza a disgregarse: en la
confusión y en la indiferencia, en la pérdida de
la noción del mal, el hombre resulta despro
visto de la libertad del espíritu. Empieza enton
ces a perseguir la necesidad que garantiza el
bien y a trasferir el centro de gravedad de la
vida desde lo hondo hacia la superficie exte
rior: cesa de determinarse desde lo íntimo»2.
De este modo sale a la luz una tarea en ex
tremo comprometedora para el pensamiento,
ante la cual una buena parte de la filosofía y de
la teología contemporáneas se ha demostrado
culpablemente tímida. De manera persuasiva,
L. Pareyson, un pensador al que nos referire
mos en breve, ha manifestado el extremo estu
por de quien, tras el abismo de mal y de sufri
miento de la segunda guerra mundial y del
Holocausto, advierte que la filosofía se enca
mina, como si nada hubiera ocurrido, hacia
21
pensamientos sofisticados y abstractos, olvi
dando el sentido trágico de esos sucesos:
«Siempre me ha admirado el hecho de que in
mediatamente después de la guerra se difun
diera enormemente un conjunto de filosofías
entregadas por completo a problemas técnicos
de extremada abstracción y sutileza, mientras
la humanidad luchaba por salir del abismo del
mal y del dolor en que había caído. ¿Cómo es
posible, me preguntaba, que la filosofía cierre
los ojos ante el triunfo del mal, ante la natura
leza absolutamente diabólica de ciertas formas
de maldad?»3.
22
El enigma del Holocausto se alza como un
cruce de caminos que hay que investigar reli-
giosa-divinamente, ya que no parece posible
entender el mysterium iniquitatis sin hacer in
tervenir el de la redención. El abismo del mal
remite infaliblemente al del bien. En los dos
casos es preciso aceptar la lucha. Esa lucha en
la que Jacob se enzarza con el Desconocido
cuando caía la tarde, en el vado de Jabbok, y
que continúa hasta el amanecer. Ese combate
necesario para comprender la naturaleza y el
drama del mal y su relación con Dios, hasta
plantearse el interrogante extremo de si Dios es
responsable del mal en el sentido de que en Él
tenga su origen o su memoria. «Pugna desigual,
cuyo resultado puede ser victorioso o mortífero,
o también indeciso, acompañado de la doble
huella de una herida y de una bendición»5.
23
Después del primer racionalismo, el pensa
miento moderno se planteó con la máxima
agudeza la cuestión del mal y, con ella, la de la
teodicea, la del mal radical, la libertad, el su
frimiento, la liberación... Por aquel entonces,
los distintos autores no la dejaron caer en el ol
vido; al contrario, buscaron múltiples cami
nos, a menudo distintos de los recorridos du
rante la antigüedad cristiana y durante la Edad
Media, para replantear ese tema máximo que
los griegos no habían logrado resolver: a sa
ber, y como advierte entre otros Hans Blumen-
berg, el problema del origen del mal en el
mundo6.
Los grandes trágicos griegos de los siglos IV
y V habían ahondado profusamente en el trata
miento de la culpa, de la expiación, la respon
sabilidad, el hado y el destino; pero sin lograr
una respuesta definitiva, estable y mínima
mente esclarecedora. Uno de los más altos
puntos alcanzados por la sabiduría griega co
rresponde a Sófocles, que, en su Edipo en Co
lono, pone en boca del coro unas palabras en
las que vibra el sentido de la derrota y suenan
como una terminal desesperación: «No haber
nacido es condición / que a todas las supera;
24
pero, a continuación, una vez en este mundo, /
volver lo antes posible a nuestro lugar de pro
cedencia/ es sin duda el segundo bien»7.
Probablemente Plotino llegó más lejos, pero
por otro y muy diverso camino: no por el de la
concepción trágica, sino por el de un saber es-;-
peculativo-contemplativo en tomo al Uno y al
cosmos. Fue el primero en comprender la ne
cesidad de elaborar una ciencia del mal, y de
advertir que ésta resultaba imposible sin antes
haber esclarecido el misterio del bien: «¿Cómo
se podría concebir el mal como una forma si se
da únicamente como ausencia del bien? Pero
como existe una sola ciencia de los contrarios,
y como el mal es el contrario del bien, la cien
cia del bien será la dél mal. De ahí la necesidad
de que quienes pretenden conocer el mal espe
culen en torno al bien, ya que las especies su
periores preceden a las inferiores, y éstas no
son aquéllas, sino sus privaciones. Y se debe
también investigar en qué sentido el bien es lo
contrario del mal: si como el inicio lo es del fin
o como la forma de la privación»8.
25
De esta suerte, y a pesar de la imposibilidad
de alcanzar una adecuada comprensión del
mal y de su origen, el pensamiento griego nos
ha dejado en herencia dos excepcionales lega
dos: la idea plotiniana del mal como privación
del bien, que implica la anterioridad onto
lògica y gnoseològica de la ciencia del bien
respecto a la del mal; y la gran afirmación de
Esquilo en el coro del Agamenón, la del «co
nocimiento a través del dolor», como ley esta
blecida por los dioses para desplegar la sabi
duría de los mortales.
26
el mal como una apariencia o como la negación
dialéctica necesaria para el despliegue de la po
sitividad.
Hoy, el obstáculo más insidioso reside en el
hondo temple émpirista-utilitario de la cultura,
que tiende a suprimir la oposición absoluta en
tre bien y mal, y a diluir este último, conside
rándolo como faltas de adaptación sociológica
o psicológica. De modo que, tal como diagnos
ticaba Pareyson, también para las más recien
tes filosofías vale la acusación de que han de
jado de lado el interrogante sobre el mal. Con
todo, resultaría injusto sostener que se ha per
dido la batalla para hacer que el mal no desin
tegre en una amorfa indiferencia nihilista su
carácter trágico y su enigma. Sorel y Maritain
han insistido en que el interrogante sobre el
mal ha vuelto de nuevo al centro de la especu
lación de los filósofos, y el pensador francés ha
ofrecido personalmente una contribución de
primer orden para la resolución del problema9.
Por otro lado, la gran tragedia griega, la ex
27
traordinaria potencia de las novelas de Dosto-
jevskij, y la entera historia de la salvación con
tenida en el mensaje bíblico, están ahí para re
cordar a una cultura distraída y confusa el
escándalo del mal. En nuestra época, un cierto
existencialismo, el pensamiento metafísico y
el trágico, la sensibilidad hebrea y la cristiana
han mantenido de manera pluriforme des
pierto el aguijón del mal, sin dejar que se tor
nara banal y efímero. A pesar de lo cual, desde
hace varias décadas el pensamiento teológico
cristiano parece atender menos a la cuestión:
ha experimentado con mayor intensidad la
acusación revolucionaria y «laica» que hace
del cristianismo el opio del pueblo, que la pro
testa trágica de la conciencia individual per
dida frente al mal vital. De resultas, la actitud
de la teología que en sentido lato cabría llamar
apologética, así como la orientación de la pra
xis cristiana, han pretendido ante todo opo
nerse a esa acusación. Hoy cabría esperar que
el final de las grandes ideologías intramunda-
nas, que habían puesto el énfasis sobre la
acción social, traiga como consecuencia un re
novado interés existencial respecto al pro
blema del mal.
La tradición teológica y metafísica cristiana
podrá adquirir una nueva vitalidad: será ne
cesario que reanude el nexo con sus grandes
28
maestros, y que evite el reduccionismo de
plantear la cuestión del mal sólo en el ámbito
de la ética. Ésta es una esfera demasiado estre
cha para acoger una interrogación de tanto
calado como la que afecta al pecado, la culpa,
la expiación, la libertad, el dolor del hombre y
el de Dios. Las raíces del mal penetran hasta
lo más profundo de la naturaleza humana, de
jan sentir sus sombras en la relación entre el
hombre y la trascendencia, comprometen el
entero sentido del ser, del cosmos, de Dios y
de la vida de tal manera que todo el cristia
nismo podría entenderse como una respuesta a
ese problema.
Antes que la ética, han de intervenir la meta
física y la religión, por cuanto ambas incluyen
la pretensión de encontrar el sentido último de
la realidad. Tanto si en última instancia se
considera a Dios como responsable del mal,
cuanto si se lo reputa infinitamente inocente,
la cuestión de Dios y la del mal forman una
diada inseparable; y, junto a ella, encontramos
la cuestión del bien. ¿Podría darse el escán
dalo del mal si no lleváramos dentro de noso
tros una experiencia del bien todavía más ori
ginaria?
29
de la existencia del mal. Se dice: si hay tanto
mal en el mundo y en la vida es porque Dios no
existe. Si Él fuera un ser vivo, no lo permitiría.
En caso contrario, debemos concebirlo como
indiferente, en su felicidad, a las cuestiones hu
manas; o bien como un demiurgo malvado que
se complace en el dolor delhombre. Tampoco
es cierto que se acepte el mundo, con sólo no
rechazar a Dios. Es la condición de Iván Kara-
mazov en su diálogo con Alesa: «Este mundo
creado por Dios yo no lo acepto... No digo que
no acepte a Dios; es este mundo creado por Él
lo que no admito y no puedo resignarme a ad
mitirlo»10, pues se trata de un mundo malvado
que alberga el sufrimiento inocente, en espe
cial el de los niños.
En estos angustiosos interrogantes tienen su
origen las variadas teodiceas propuestas en la
historia del pensamiento: intentos de mostrar
que Dios no es responsable del mal, y que los
dos conceptos de Dios y del mal no se exclu
yen, sino que, por más que pudiera sorprender
a primera vista, se reclaman de forma recí
proca. Tal vez la más preciosa aportación de la
meditación metafísica y religiosa en tomo al
30
mal y a Dios consista antes que nada en su «in
disolubilidad»: sólo si se piensa en Dios puede
de algún modo empezar a comprenderse el
mal. Éste, con su cortejo inseparable de sufri
miento, de culpa, de expiación, de muerte, de
negación, sólo puede advertirse en toda su san
grienta realidad si — y únicamente si— Dios
existe; si —y únicamente si— se considera en
relación con Dios.
En efecto, existe una negación más radical
que aquella que pretende inferir de la existen
cia del mal la inexistencia o el carácter proble
mático de la existencia de Dios; y es la nega
ción que suprime el problema o el propio
interrogante sobre el mal. Este es el extremo
ateísmo, el ateísmo absoluto, que no hace a
Dios deudor del mal, sino que cancela su agui
jón. Cuando se trata de Dios y del mal, o bien
se aceptan los dos términos, y es la vía de la
metafísica y sobre todo del cristianismo, o uno
se arriesga a perderlos simultáneamente.
Allí donde el hombre se encuentre atena
zado por la fuerza de lo negativo, podrá rebe
larse contra Dios, acaso maldecirlo y negarlo,
pero no eliminar el problema. Boecio se plan
teaba la clásica pregunta «Si Deus est, unde
malum?», vinculada eternamente a esta otra:
«et si non est, unde bonum?»; y Tomás de
Aquino le respondía con original fuerza con
31
templativa invirtiendo los términos de la cues
tión y estableciendo: «Si malum est, Deus est»;
argumentaba la existencia de Dios a partir de la
realidad del mal11.
Pensando en el mal, uno puede elevarse
hasta el conocimiento de Dios; y, viceversa,
sólo intentando comprender a Dios puede co
nocerse de la forma más íntima el mal. Que de
ben asumirse los dos polos, y no sólo Dios sin
el mal, o el mal sin Dios, lo confirma una ex
periencia privilegiada: la dé Nietzsche, que ha
pretendido eliminar con un único acto la exis
tencia de Dios y la del mal, siendo difícil esta
blecer cuál de las dos negaciones haya resul
tado en él la más profunda. Justo porque no
existe ni el bien ni el mal, puede pretender un
«más allá del bien y del mal», que és el em
blema propio de la existencia del superhombre.
Éste se sitúa más allá de lo humano, porque ha
traspasado la frontera que separa el bien y el
mal, eliminándolos.
Hemos dicho que Dios y el mal constituyen
una diada que debe acogerse en sus dos térmi
nos. Pero ¿cómo comprenderla? Acaso sea éste
el problema de los problemas, en el que el pen
samiento corre el peligro a cada instante de lie-
32
gar a un lugar maldito y naufragar. Por esta su
radicalidad, el tema constituye una suerte de
reactivo excepcionalmente sensible, con el que
puede comprobarse la calidad de toda una filo
sofía. En el pensamiento contemporáneo re
ciente encontramos la elaboración de Hans Jo
ñas, expuesta en la conferencia El concepto de
Dios después de Auschwitz, y, sobre todo, la
apasionada meditación del último Pareyson:
una reflexión contenida en un buen número de
ensayos de los últimos años de su vida, cuando
más aguda se tomó en él la búsqueda en tomo
a estos temas, a la luz de un cristianismo trá
gico, iluminado por la experiencia de Dosto-
jevskij y aceptado como compañero de toda la
existencia12.
Antes que nada, debe reconocerse la gran-
33
deza de las reflexiones de Joñas y Pareyson,
acaso en especial esta segunda, por la riqueza
de temas y por el pathos que albergan. Ambas
se han situado en el centro del drama y se han
entregado a la lucha como en el vado de Jab-
bok; ante el abismo del mal, han apelado a
Dios. Han producido un saludable estremeci
miento en el duermevela de la filosofía y de la
teología, e incluso en el de la conciencia co
mún. Y puede esperarse que semejante convul
sión dure todavía mucho, que aguijonee y en
cuentre a quien recoja el desafío.
Pero también hay que decir lo que sigue, sin
edulcorar lo más mínimo este segundo as
pecto: las reflexiones en cuestión suscitan las
dudas más incisivas y corren el peligro de
comprometer de la peor manera la ganancia
del punto de partida. Palabras duras, cierta
mente, que intentaremos justificar, estable
ciendo una dialéctica dialógica con sus plan
teamientos, comenzando por el de Pareyson.
Nos detendremos a considerar su concepción
de Dios, del mal, de la libertad y del mal en
Dios, donde lo puesto en juego es más radical;
y sólo aludiremos a las cuestiones del dolor,
del sufrimiento y de la expiación, en los que la
lección que nos ofrece puede considerarse au
téntica y genuina.
34
2. Una nueva teología; la dialéctica en Dios
según Luigi Pareyson
35
hemencia de pensamiento, el misterio del mal.
Esta metafísica, que recurre a una dialéctica
polar y que se corona con una ontología de la
libertad humana proyectada antropomórfica-
mente en Dios, resulta tan intensa que, al tér
mino, sofoca y tuerce la también importante
idea metodológica de la filosofía como herme
néutica del «mito» religioso.
Todo esto se encuentra ligado a la afirma
ción fundamental de Pareyson en tomo a la fi
losofía: ésta nunca es demostrativa, sino sólo
interpretativa o hermenéutica. En consecuen
cia, la filosofía tiene validez como un conoci
miento de segunda clase, incapaz de extender
en lo más mínimo el saber, y cuya vocación
originaria es la de reflexionar hermenéutica-
mente sobre las experiencias que se nos han
trasmitido. Cuando la filosofía inicia su anda
dura, todo lo fundamental ya ha sido dicho.
Sus orígenes existencialistas, con una cierta
dosis de idealismo, llevan a Pareyson a recha
zar sin componendas la analogía entis y el co
nocimiento real objetivo, definido en sentido
peyorativo como objetivante y óntico. En la
base de ello anida un equívoco, consistente en
considerar el objeto como producto lógico del
espíritu, capaz tan sólo de separar el ser/expe-
riencia del sujeto. Ni siquiera se considera la
idea de que en el conocimiento conceptual se
36
logre una profunda unión espiritual entre el su
jeto cognoscente y el ser, gracias a la cual, en
una suprema actualización de sí mismo, el es
píritu alcanza {realmente, aunque nunca en ple
nitud) la verdad de las cosas.
37
Pareyson rechaza repetidamente y con se
quedad la determinación del mal como priva
ción del bien. Para él, el mal no es una priva
ción sino una absoluta negatividad, una
negación: «El mal no [...] puede ser sólo, tal
como pretendía Agustín, una privación de bien;
al contrario, se trata de un positivo rechazo del
bien» (Dost., p. 65). Estamos ante un principio
rebelde al ser absoluto, al bien infinito, a Dios:
«el mal no es una ausencia, privación o dismi
nución, sino sin duda y positivamente una re
sistencia, una rebelión o, más todavía, un repu
dio, un rechazo, una repulsa» {Dost., p. 65).
Varias expresiones del autor parecen aludir a
una hipostatización del mal, declarado «origi
nario, ontològico, eterno» (Ann. 1986, p. 56),
preexistente al hombre y existente en Dios
como mal ontologico originario (cfr. Ann.
1988, p. 15); en otros casos se apela a una
misma energía que «anima tanto el bien como
el mal, y hace que tanto uno como el otro go
cen de tan extremado vigor y de tan incalcula
bles consecuencias» {Ann. 1988, p. 29).
Acaso estemos aquí ante el origen de la am
bigüedad de Pareyson, que confunde la poten
cia inherente al acto malvado con el resultado
del acto, es decir, con la privación del bien, a
causa del cual la potencia dei acto es traspa
sada al objeto. Se considera que, siendo el acto
38
tan violento, el resultado no puede ser una pri
vación, sino algo positivamente originario
incluso en su negatividad. Error fatal, por des
gracia, que sume en la confusión toda la con
cepción del mal. El riesgo que a menudo se
advierte es que este último resulte substanciali-
zado y eternizado.
Más tarde el mal se entiende también como
mero no-ser, como una nada inexistente que
toma prestado el ser del ente; y, al término,
como lo negativo, ligado dialécticamente a lo
positivo, tanto que «el mal, sin modificar su
contenido, cambia sin embargo su signo afir
mativo en negativo, ocupando el lugar del bien
y haciéndose pasar por éste» (Dost., p. 67). Os
cilaciones semánticas de semejante amplitud
no parecen ocasionales, sino constitutivas; una
vez excluido que el mal sea privación del bien,
quedan dos alternativas: o la substancialización
del mal (con o sin relación dialéctica con el
bien), o la concepción del mal como negación,
como no-A, con lo que no obstante su indeter
minación se toma máxima.
Acudiendo al lenguaje de la ontología, cabe
observar que la oposición entre bien y mal no
es ni de relación, ni de contrariedad, ni de con
tradicción, sino la que media entre la posesión
y la privación. Si el mal es privación (del bien),
no existe un principio del mal, sino sólo una
39
causa de la privación. Con esta última catego
ría se expresa también la anterioridad ontoló-
gica de la cosa respecto a la que se predica
cualquier forma de privación y, en fin de cuen
tas, la índole no originaria del mal. Por el con
trario, con el concepto de negación (y de nega-
tividad) se expresa la relación con algo
positivo, en el que éste y lo negativo parecen
igualmente originarios, con la consiguiente in
clinación a considerarlos en común, como dia
lécticamente inseparables: «Ser y nada, bien y
mal, siempre se acompañan de algún modo, re
sultando inseparables» (Ann. 1986, p. 27).
Esta última frase invita a comprender mejor
el método esencialmente dialéctico del que
constantemente se sirve nuestro autor. Gracias
a él propone una interpretación filosófica del
cristianismo y, con ella, una nueva teología,
que conducen a parajes muy lejanos de la auto-
comprensión que la tradición cristiana se ha
forjado respecto a sí misma en la fe. Tal vez
contra sus propias intenciones, la hermenéutica
religiosa del cristianismo que Pareyson pro
pugna, y que no podría desenvolverse sino a la
luz y bajo el dominio de la fe, se despliega por
el contrario tomando como guía una filosofía
muy específica: «Lo que Dios representa para
un creyente, y lo que la fe del creyente en Dios
puede representar para cualquier hombre, es un
40
problema filosófico y sólo filosófico» (Ann.
1986, p. 16).
Parece, pues, que se sostiene la primacía de
la filosofía respecto a la fe, y se invierte así el
orden de las sabidurías, de modo que la teolo
gía, que deriva de una luz más alta, se toma de
pendiente de la filosofía; en consecuencia, la
cualidad de la interpretación que se ofrezca de
rivará en gran medida del tipo de filosofía que
se asuma como guía.
Todas las reflexiones de Pareyson se en
cuentran marcadas por el tono peculiar de un
pensamiento íntimamente dialéctico. La dia
léctica se introduce en el corazón de la reali
dad, debiendo en fin de cuentas ser entendida
como dialéctica de la libertad, en oposición ex
plícita a las dialécticas racionalistas de la nece
sidad. En cuanto la dialéctica es ley universal
de la vida, todo en la existencia es dialéctico:
Dios, el hombre, la relación entre bien y mal,
entre lo positivo y lo negativo, la libertad.
Acaso la más decisiva entre las aplicaciones de
la dialéctica sea la que concierne al nexo inse
parable que liga el bien y el mal.
Pareyson rechaza la dialéctica de privación-
posesión y, con ella, la ciencia del bien y del
mal esbozada por Plotino en las Enéadas,
donde, aun en medio de dificultades y de avan
ces y retrocesos, acaba por imponerse quizá
41
por vez primera la idea del mal como privación
del bien. Y, repudiado Plotino, que el pensador
italiano considera no obstante como su gran
maestro, Pareyson se introduce por la vía en la
que la conexión entre bien y mal parece enten
derse como la que media entre dos substancias
recíprocamente ligadas, donde la positividad
sólo puede concebirse como superación de la
negatividad y, por ende, en última instancia,
como negación de la negación. Al término, y
por más que se resista a admitirlo, el motor del
proceso acaba por ser asignado a lo negativo.
El propio Dios se establece en el ser como con
secuencia de un supremo acto de voluntad, que
se afirma contra la amenazadora y oscura posi
bilidad de la nada.
Anticipando un tanto temas sobre los que
más tarde nos detendremos, hay que decir que
la adhesión de Pareyson a la idea de Schelling
según la cual el ser es libertad y voluntad,
lleva consigo, a causa de la naturaleza dialéc
tica de éstas, que también el ser y lo originario
lo sean. A la luz de la ecuación entre ser y li
bertad, la dialéctica de la libertad introduce el
carácter dialéctico en el Principio, que se con
figura de este modo, simultáneamente, como
ontológico y «me-ontológico», como positivo
y negativo, como luz y como sombra: paso de
cisivo, con el que se abandona la idea de que
42
lo originario es uno y simple, y se lo considera
doble y dialéctico.
La índole dialéctica de los contrarios hace
de éstos realidades inseparables. Bien y mal,
ser y nada, se acompañan en todos los lados
como realidades indiscernibles. Se abandona la
oposición de contradicción entre ser y nada: la
más radical y poderosa entre todas las oposi
ciones y la menos dialéctica, a causa de la se
paración absoluta que distancia los extremos.
También el nexo entre el ser y la nada se toma
dialéctico, tal vez porque se considere necesa
rio para explicar el conflicto que existe en la
realidad, y que, sin embargo, podría ser conce
bido de otro modo.
43
La primera declaración de semejante ontolo-
gía es la identidad entre el ser y la voluntad/li
bertad: una ecuación sostenida ya por Sche-
lling en sus Investigaciones filosóficas sobre la
esencia de la libertad humana, y que según
Heidegger constituye el ápice del voluntarismo
moderno anunciado ya en Descartes. Seme
jante voluntad, concebida como ser originario
(Urseyri), resulta íntimamente dialéctica, y está
provista del más alto rango ontológico, por lo
que exhibe los mayores derechos respecto a la
razón.
Con la concepción del ser como voluntad, se
inyecta el devenir en el corazón del propio Ab
soluto, pues en el ser originario se inscribe un
movimiento del querer tendente a la plenitud
mediante un proceso. Al rechazar el primado del
Ser, del Acto y del Uno, se establece como
arkhé originaria sólo la Libertad, entendida sin
embargo —y la cuestión presenta consecuencias
de largo alcance— como libertad de elección.
Dios no es ni Ser, ni Acto puro, ni Bien, sino Li
bertad de elección, en la que está presente lo ne
gativo que hay que vencer: «Debe excluirse que
Dios sea el bien [...] Dios no es el bien, sino la
voluntad de bien» (Ann. 1988, p. 42).
En el principio, por tanto, no era el Logos
sino la Elección (y, por consiguiente, Dios no
es Amor, sino Elección de amor). Esa elección,
44
para ser tal, debe ejercerse entre alternativas
reales contrarias, y prever en consecuencia la
posibilidad, todo lo remota que se quiera pero
real, de que prevalezca lo negativo. La auto
génesis eterna de Dios se entiende como una
autoproducción en el ser gracias a la cual Dios
es causa sui, lo que equivale a sostener que en
Dios existe sólo libertad de elección. En se
mejante autogeneración, por cuanto el Abso
luto es definido por la libertad de elección, se
expresa simultáneamente su voluntad de exis
tir y su deber de elegir entre alternativas que
deben de manera contradictoria ser pensadas
como preexistentes.
Ese es el precio del trueque de la idea de
Dios como Bien por la de Dios como Elección
del bien. Quien debe pagar el precio es aquí el
principio de identidad, pues Dios se considera
al mismo tiempo como siendo y como prece
diendo a su existencia: «Como abismo, Dios
precede a su propia existencia y positividad,
siendo el hontanar no investigable de su positi
vidad» (ibid., p. 39). No sólo hay que señalar
en estas expresiones el término «abismo», que
recuerda al Urgrund y al Abgrund de Bóhme,
sino también la imposibilidad de pensar una
Libertad (y una Existencia) que es Dios y, a la
par, es antes que Dios.
Si en el Absoluto las categorías del obrar to
45
man la delantera respecto a las del ser, por
cuanto se introduce una anterioridad de la
libertad respecto a la existencia, parece inevi
table caer en el absurdo: la dialéctica del fun
damento no puede acentuarse tanto que se es
tablezca una libertad sin ser, antes del ser y que
pone el ser. Esta ambigüedad aparece confir
mada por frecuentes expresiones del autor, a
tenor de las cuales la libertad se inicia en la
nada y puede recaer en la nada. Tales expresio
nes tienden a afirmar el principio ex nihilo ali-
quid fit en lugar del ex nihilo nihilfit, &s decir,
a admitir una productividad de la nada, contra
dictoriamente entificada como un origen y un
término.
Entre todos los acontecimientos, ninguno
tan terriblemente dramático como aquél por el
que Dios se origina a sí mismo: pues consiste
en una lucha entre la voluntad de Dios de afir
marse y existir y el peligro de que, venciendo
la nada y el mal, no llegue nunca a la existen
cia. Dios se afirma alzando contra lo negativo
su voluntad de ser. Ya es sintomático que no se
atienda al hecho de que lo negativo asume una
especie de anterioridad y casi de substanciali-
dad en relación con Dios. Pero no es éste el
rasgo más característico de la nueva teología.
Consiste más bien en presentar una relación vi
vida del eterno hacerse del Absoluto en un
46
tiempo sin tiempo que, teniendo lugar antes de
la existencia de los objetos mundanos, necesa
riamente presupone una mirada antes de cual
quier mirada, un saber previo a todo saber.
Todo esto puede tener fundamento sólo si el
Filósofo ve. Asistiendo presencialmente a la
autogénesis de Dios, el Filósofo conoce si¿
eterna esencia y considera un deber comuni
carla a los mortales. Así pensaba también He-
gel: «Hay que concebir la lógica como el sis
tema de la pura razón, como el signo del
pensamiento puro. Este reino es la verdad, tal
como se muestra sin velos, en sí y por sí. Cabe,
pues, expresarse del siguiente modo: este con
tenido es la exposición de Dios tal como es en
su esencia eterna, antes de la creación de la na
turaleza y de un espíritu finito»13. ¿Quién
puede conocer la obras de Dios, quién estar a
su altura, quién ser íntimo a su eterno consejo?
¿De dónde extrae el Filósofo la Ciencia su
prema que pretende conocer y saber perfecta
mente la eterna autogénesis de Dios?
Existen sin duda razones muy profundas para
que la gnosis pseudo-cristiana de Hegel pre
tenda exponer la eterna esencia de Dios tal
como es antes de la creación del mundo.. Pero
47
no resulta tan fácil comprender una actitud aná
loga en un pensador como Pareyson, pensador
religioso que concibe su filosofía como herme
néutica del mito y de la experiencia religiosa,
captados en el mensaje bíblico. La Biblia nos
presenta inicialmente a Dios como creador, y
no sugiere teoría alguna acerca de las posibles
modalidades de su existencia antes de la crea
ción. La narración bíblica excluye expresa
mente cualquier hipótesis, cualquier inducción
o deducción, cualquier modelo metafisico o de
otro tipo relativo a la existencia divina antes de
la creación del mundo. ¿De dónde cabría ex
traer semejante conocimiento sobre la inefable
esencia divina, de la que podemos saber quia
est, pero no quid es fi Ante Moisés, Dios sé ha
autodefinido: «Yo soy El que soy» (cfr. Ex.
3,14). Un infinito océano de existencia perso
nal, que es infinita razón de ser de su existir, y
frente al cual, como ante un misterio demasiado
luminoso, permanecemos como ciegos.
Sin embargo, en coherencia con el propio
planteamiento, que asigna a la filosofía sólo
una tarea interpretativa de conocimientos ya
dados en la religión y no un quehacer propia
mente cognoscitivo, Pareyson considera como
una mixtificación antropomorfica el pensar a
Dios como ser y como persona. La interpreta
ción de Éxodo 3,14, transmitida y confirmada
48
por una larga tradición que no se discute, re
sulta suprimida como idea típica de una meta
física objetiva y óntica (calificativo este último
que recoge todo lo peor que puede decirse de
la filosofía especulativa). En cualquier caso, no
cabe duda de que de la revelación no puede ex
traerse ninguna sucesión temporal en lo eterno,
como tampoco una teogonia: muy al contrario,
el texto revelado excluye de la manera más ca
tegórica que el hombre o el filósofo pueda asis
tir a la eterna génesis de Dios.
Esto es todo. Lo que pasa de ahí no es her
menéutica de la narración bíblica, sino tenta
ción gnóstica y filosofía que se aventura en el
infinito sobre zancos apoyados en el vacío. Y
si no bastara la Biblia, cabe apelar a Plotino, a
menudo citado por Pareyson, pero, a mi pare
cer, de manera no siempre pertinente. En
efecto, en el extremo que nos ocupa, y por de
cirlo de algún modo, las Enéadas están del lado
de la Biblia: tampoco ellas aventuran ninguna
hipótesis arriesgada sobre la autogénesis de
Dios. «Por cuanto no existe nada antes que El
y El es el Primero, debemos detenemos aquí y
no decir nada más de El, sino buscar por el
contrario cómo han surgido las cosas después
de Él; tampoco debemos investigar cómo ha
nacido Él, pues en realidad El no ha nacido ja
más» (VI, 8, 10).
49
2.2 Libertad y mal en Dios
50
existencia necesaria y sin sombras. Definida
por la elección, la naturaleza o existencia di
vina consiste en la victoria sobre el mal (cfr.
Ann. 1988, p. 36) y sobre lo negativo: uno y
otro hacen de motor dialéctico del carácter pro-
cesual del Absoluto.
La verdad es que deja un tanto perplejos se
mejante planteamiento, que parece conducir a
una definición de Dios en función del mal; y
más asombran todavía expresiones como la si
guiente: «El mal es contemporáneo con Dios
[...] es Dios quien lo ha instituido y lo ha in
troducido» (ibid. p. 25). Parece obvio que aquí
no se salvaguarda la absoluta inocencia de
Dios respecto al mal14. Si el mal existe ya
51
cuando sobreviene el hombre, éste no podrá ser
su causa primera y única, sino sólo quien lo
despierta o suscita. No parece difícil prever la
repercusión de semejante planteamiento sobre
el tema de la salvación: resulta en verdad arduo
concebir un Salvador, si Dios en su propia po
sitividad «es provocación y casi sugerencia a
la rebelión humana» (ibid., p. 39). En esta her
menéutica, que avanza etsi diabolus non dore-
tur, la presencia del Adversario o del Tercero
que induce al hombre a la desobediencia servi
ría, por el contrario, para tomar más cósmica la
aventura del mal, para introducir elementos de
diferenciación en la dialéctica de la libertad fi
nita y en la determinación de la responsabili
dad del hombre, débil, herido, tentado.
A mi parecer, las expresiones que acabo de
citar son erróneas, pero prácticamente inevita
bles una vez que se toma como guía la nueva
ontología de la libertad. La pregunta es si la li
bertad, y especialmente la divina, se agota en
la elección. Una reflexión más profunda de la
naturaleza de la libertad descubre, junto a la li
bertad de arbitrio, que elige entre objetos dis
tintos (libertas a necessitate), otra forma de
libertad: la libertad de espontaneidad, de inde
pendencia, de autonomía y de exultación,
como expresión y florecimiento del propio ser
(libertas a coactione). Mientras para el hombre
52
la libertad de espontaneidad es una conquista
muy ardua, la libertad divina es esencialmente
libertad de espontaneidad, de independencia y
de exultación, puesto que en Él se identifican
misteriosamente libertad y necesidad: en con
secuencia, la infinita necesidad con que Dios
existe, se ama y se conoce a sí mismo coincide
con su infinita libertad de independencia.
Libertad divina significa que se encuentra
impelida sólo por sí misma y en virtud de sí
misma, y no por objetos externos; de ahí que
su libertad de elección, que se ejerce en rela
ción con las cosas y cuya manifestación más
alta es la creación, tiene lugar entre objetos que
no son preexistentes, sino que el propio Dios
pone. Dios es libertad de exultación e indepen
dencia. Es un ilimitado exultar en y del propio
existir substancial. Y por eso, semejante liber
tad de exultación no constituye sino otro nom
bre para la sobreabundancia del ser divino.
En el infinito océano del ser de Dios, siem
pre antiguo y siempre nuevo, luz sin ocaso y
aurora perenne, la libertad divina es idéntica a
su existir, es el libre y necesario ponerse de su
ser, en una infinita espontaneidad que resulta,
a la par, infinita autonomía e infinita necesi
dad. El nombre más apto para semejante liber
tad de autosuficiencia o independencia (autar-
keia) es el de libertad de aseidad (aseitas), por
53
cuanto Dios no se encuentra determinado por
nada exterior a Él. Si se hace depender la inma
nente vida divina de objetos exteriores a ella, se
hiere el sello celoso de la Trascendencia, es de
cir, su libertad de aseidad, que es la única que le
conviene; si, por el contrario, se la hace depen
diente de dualidades interiores a ella, queda me
noscabada su absoluta simplicidad.
En consecuencia, se queda muy por debajo
del misterio de la libertad divina, cuando se la
asimila sólo a la libertad de elección. Se trata
de un antropomorfismo, en el sentido de que se
piensa que Dios elige como lo hace el hombre,
teniendo ante sí objetos o alternativas preexis
tentes, o bien que está sujeto a la lucha entre el
bien y el mal propia de la libertad creada, pero
no de la increada.
En la concepción que Pareyson tiene de
Dios parece imponerse una indebida proyec
ción de lo humano sobre lo divino. Aun cuando
la intención sea muy distinta a la del huma
nismo ateo de Feuerbach, nos encontramos con
un paradigma similar, por cuanto el secreto .de
la teología sigue siendo la antropología; acaso
también ahora nos estamos moviendo dentro
de la unidad romántico-idealista de finito e in
finito. En cualquier caso, no se respeta la
norma fundamental de la teología apofàntica,
que prohíbe aplicar a Dios lo que es válido para
54
el hombre. Expresiones como «Dios ha que
rido existir», «Dios es elección» (Ann. 1986,
p. 28), que se intentan hacer pasar como nue
vas definiciones de Dios, difícilmente ocultan
su carácter antropomórfico; en consecuencia,
la ontología de la libertad, que caracteriza la úl
tima fase del pensamiento de Pareyson, se
muestra como una ontología de la libertad hu
mana de elección, precipitadamente proyec
tada en Dios15.
Todo ello parece estar unido al schellin-
guiano concepto de Dios como «unidad vi
viente de fuerzas»16, en las que existe un sus
55
trato independiente de realidad, que se une a su
existir. En la línea Schelling-Pareyson se ex
cluye la posibilidad de que pueda darse Vida
sin lucha, Vida pura de un Acto puro; como
consecuencia, se introduce la potencialidad en
Dios y queda comprometida la posibilidad de
56
distinguirlo radicalmente de las cosas, por
cuanto Uno y otras se encuentran igualmente
compuestos de acto y potencia. En Dios nace
así una temporalidad del antes y el después, por
la que la historia se introduce en lo eterno. Tal
es, pongo por caso, la lucha con la que afronta
el mal, lo vence y lo supera. De acuerdo con
ella, no sólo se introduce una historicidad ori
ginaria en el Absoluto, sino que éste pasa a ser
concebido en dependencia de un sistema de
fuerzas (dialéctica del acto y de la potencia) y
ha de encontrar dentro de sí algo que se le
oponga, con el fin de llegar a ser Sí mismo y de
imponerse y pasar a un más alto grado de ac
tualidad. En definitiva, en el hecho de que no
sea ni el Uno ni el Simple encontramos la raíz
de la ambigüedad divina, a menudo sostenida
por Pareyson.
Ciertamente, como consecuencia de la idea
57
de que en Dios existe una forma de dualidad o,
al menos, una huella o un recuerdo de ella, pa
rece introducirse en la concepción de Pareyson
una dimensión gnóstica; con todo, no puede in
cluirse por completo en el gnosticismo su me
ditación sobre el mal, y menos todavía sus re
flexiones sobre el sentido redentor del dolor y
del sufrimiento. Como observa H. Joñas en su
conocida obra El gnosticismo, existe una forma
de gnosis, que él define convencionalmente
como sirio-egipcia, que tuvo su culminación en
el sistema de Valentino. Pues bien, esta gnosis
pretende «poner el origen de las tinieblas y, por
ende, de la fractura dualista del ser, en el inte-
rior de la propia divinidad y, por tanto, intenta
desarrollar la tragedia divina, la necesidad de
salvación que de ella se deriva y la dinámica de
esta salvación, como una secuencia de sucesos
en el seno de la divinidad»17.
A una posibilidad de este tipo parece aludir
la lucha intradivina entre el bien y el mal, en la
que según Pareyson Dios escoge el primero,
pero de donde no se excluye la posibilidad de
que venza el segundo; y donde además, te
niendo presentes ambos extremos, Dios debe
conquistar la unidad mediante la superación de
58
la dualidad que de algún modo le es inmanente,
lo acecha y nunca acaba de ser vencida, por
cuanto siempre deja en Él su huella. No se trata
aquí, como en el maniqueísmo, de la existencia
de dos Principios externos y opuestos, sino de
la presencia de la dualidad en el interior de la
unidad: Nemo contra Deum nisi Deus ipse, re
cuerda a menudo el pensador de Valí d’Aosta,
apelando a una especie de stasis o de revuelta
existente en el Absoluto.
Se podría añadir que en la nueva teología de
la que estamos tratando se lleva a cabo una refor
mulación del maniqueísmo: «No es necesario re
currir a un principio del mal [externo a Dios], por
cuanto el mal está ya en Dios» (Ann. 1986, p.
34). La oposición entre dos principios externos
se transforma en una lucha en el interior de un
solo Principio: «La concepción de la ambigüe
dad originaria puede satisfacer las justas exigen
cias del maniqueísmo, evitando al tiempo sus
clamorosos inconvenientes» (ibid., p. 35).
Con la asunción del mal en Dios, el mal
acaba por revestirse con prerrogativas divinas,
inaceptables para la reflexión, y capaces de
proveerlo de un esplendor oscuro y tenebroso,
que puede despertar en la debilidad humana
morbosas connivencias. Semejante concep
ción, que defiende una omnipresencia envol
vente del mal, una capacidad de introducirse
59
trágicamente en la existencia, revela una extre
mada sensibilidad luterana. Y, así, el sentido
agudísimo, aplastante, agobiante, de la omni-
culpabilidad humana reclama, como su necesa
rio pendant, el tema del absoluto fracaso de la
creación. Esta sólo podrá ser redimida, en fin
de cuentas, por el dolor de Dios y por el de los
inocentes, que vienen en ayuda de la falta de
sufrimiento, desproporcionada a la enormidad
de la culpa que circula por el cosmos. Esta dis
tancia entre culpa y pena no queda en modo al
guno salvada sólo con el dolor de los culpables,
que lo son absoluta y completamente, culpa
bles sin remisión, sin excusas, sin posibilidad
de recurso..., por cuanto la responsabilidad hu
mana no se muestra atenuada por la interven
ción del Tentador, del Adversario.
Semejante enormidad del mal, a la que co
rresponde un exceso de sufrimiento y maldi
ción, ¿no encontraría una confirmación su
prema en la muerte de Cristo en la cruz, en la
muerte de quien fue hecho pecado y condena,
aplastado por un sufrimiento infinito? En los
escritos de Pareyson, las rápidas, penetrantes y
significativas alusiones a la muerte de Jesús
parece que se mueven por este camino. Inter
pretación posible e incluso acostumbrada, aun
que quizá no la más profunda, sobre la cruz.
Por nuestra parte, nos atreveremos a sostener,
60
siguiendo a una larga tradición mística, que
Cristo no ha muerto por un exceso de dolor,
desfigurado, martirizado, anulado por el sufri
miento, sino por un exceso de amor. Jesús en
tregó el espíritu en un éxtasis de amor que, me
diante un acto supremo de libertad amorosa, ha
separado el alma del cuerpo y la ha devuelto al
Padre.
No existe sólo la muerte por dolor, sino tam
bién la muerte por amor. Por amor el Verbo di
vino se aprestó a dar su vida humana por todos
los hombres, queriendo con libre entrega y di
lección la ruptura o separación total del alma del
cuerpo. Acaso aluda a ello la misteriosa expre
sión que encontramos en San Juan (10, 17 s.):
«Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida
para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino
que yo la doy libremente». Interpretación que
aleja y devuelve sus auténticas proporciones al
angustioso exceso del mal, en que se ve en
vuelta la otra perspectiva, y que arroja sobre la
cruz una luz más decisiva de esperanza y de li
beración. ;
61
rar es a un valor de hecho. El aserto central de
la nueva teología suena así: «La existencia de
Dios no es necesaria» (Ann. 1988, p. 48).
Como consecuencia del rechazo de Pareyson
de cualquier necesidad, un completo contin-
gentismo se introduce en la propia vida de
Dios. Todo el ser y toda la realidad se ven en
tonces suspendidos de una existencia que es al
mismo tiempo absoluta y perfectamente con
tingente. La existencia de Dios es una existen
cia eterna contingente, porque depende de su
libre elección de hecho de autooriginarse. Y así
como Dios existe no necesariamente, sino de
hecho, no siendo infinita la razón de ser de su
existir, igualmente escoge el bien sólo de he
cho, no por una imposibilidad esencial o una
necesidad de poder elegir el mal: «Dios de he
cho no elige el mal porque de hecho ha elegido
ah aeterno el bien, únicamente quia voluit;
y de esta elección libérrima que ha llevado a
término resulta irrevocablemente, mediante el
repudio del mal, su existencia como absoluta
positividad» (ibid., p. 45). Dios existe sólo por^-
que así lo ha escogido: esto significa que «Dios
podría haber optado por la nada, y si así hu
biera obrado, lo que habría sería la nada, y no
Dios» (cfr. ibid., p. 44).
La concepción de Pareyson se sitúa en la lí
nea de algunas virtualidades del cartesianismo
62
que no se habían desarrollado y que se ven re
forzadas por la opción de Schelling de reducir
el ser a voluntad. Dios viene así concebido
como una Existencia sin esencia, una pura infi
nita Eficiencia, que da prueba de sí misma ori
ginándose en una eterna elección de sí: la liber
tad divina parece concebida en el marco de la
categoría de la causa efficiens. La existencia de
Dios precede a su esencia; más todavía, Dios
parece no tener esencia. Es más bien historia,
pues lo que no posee esencia sólo puede tener
historia. Introduciéndose en el absurdo más to
davía que Sartre, se sostiene que el obrar pre
cede al ser, no sólo que la existencia precede a
la esencia: en efecto, en la nueva concepción
Dios obra antes de existir (cfr. ibid., pp. 34 y
39). Nos encontramos en la fuente del equí
voco de la nueva ontología: al colocar en el co
razón de la realidad no el ser o ei bien, sino la
libertad, ésta resulta hipostasiada: de acto (se
gundo) se torna substancia. El término com
puesto «ontología de la libertad» en el fondo
quiere decir, acaso contra las intenciones del
autor, que la libertad es lo originario, que está
por encima del ser.
No hay que extrañarse, por tanto, de que con
semejante destrucción total del orden de las
esencias no exista ya saber alguno, sino sólo co
nocimiento fáctico positivo, sobre el cual
63
—cuando se trata de Dios— nos informa el Fi
losofo que asiste pro nobis a la génesis del Ab
soluto. Ni tampoco causa asombro que una hue
lla del mal permanezca perennemente en Dios.
Siendo Dios idénticamente libertad, y libertad
de elección, jamás puede terminar de elegir: si
ya no escogiera, cesaría de ser Dios. Y esto sig
nifica que nunca puede dar por acabada la con
quista de sí mismo y que, por ende, la posibili
dad remota del mal sigue dentro de Él.
Por otro lado, un pensamiento que toma par
tido por la categoría de realidad como mero he
cho, se sitúa en la línea de una metafísica posi
tiva y empírico-trascendental y disuelve el
entero orden de las esencias; se priva así de la
posibilidad de mantener una esencia del bien y
del mal y, con ella, su irreductibilidad absolu
tamente primera. Más que esencias, el bien y el
mal son sucesos de la libertad, y tales que «sólo
a través del mal se puede realizar el bien»
(.Ann. 1988, p. 51). Varios indicios llevan a
pensar que Pareyson concibe el bien como
existencia y el mal como inexistencia: «Propia
mente el Dios malo es la inexistencia de Dios»
{ibid., p. 46). Si así fuera, se vería confirmada
la idea de una alta indeterminación de los con
ceptos de bien y de mal: éstos aparecen a cada
paso en la nueva teología, pero se escurren de
entre los dedos precisamente porque nos esta
64
mos acercando a ellos en la línea del actuar y
no en la dimensión propiamente ontológica
(primado del obrar sobre el ser). De hecho*
salvo error, jamás vemos aparecer la distinción
entre mal de naturaleza y mal moral, y éste úl
timo no parece ser entendido como libre infrac
ción de la ley moral.
La ausencia de este tema hace de la concep
ción de Pareyson la exacta antítesis del kan
tismo de la razón práctica. También esto tiene
un motivo: no existiendo una esencia divina,
no pueden darse sus participaciones finitas, en
tre las cuales se encontraría la ley moral natu
ral, clásicamente definida como la partici
pación de la ley eterna en la criatura espiritual.
65
soluta de Dios en relación con el mal. En
efecto, éste ya existe cuando sobreviene el
hombre: «El hombre sólo despierta el mal [...];
él no es autor de la negación, sino sólo la rea
nima, la secunda, se le ofrece como colabora
dor e instrumento, la prosigue en el plano de la
realidad» (.Ann. 1988, p. 32).
El mal existe ya antes de la creación del
mundo, porque de él ha quedado una huella,
aunque ciertamente vencida, en Dios. Pero no
vencida hasta el punto de que el hombre no
pueda despertarla, encontrando a Dios, en este
punto, como desguarnecido. Pues, en efecto,
Dios no es Acto puro. La potencialidad del Ab
soluto significa que desde un inicio inmemo
rial alberga en sí no sólo lo positivo, sino lo
dual, es decir, el bien y el mal. Sin duda, Dios
escoge el primero; pero no con un triunfo defi
nitivo, por cuanto permanece en Él un ele
mento de potencialidad y de proceso, una hue
lla de oscuridad y una misteriosa dualidad
originaria18.
66
Los dos temas, el de la existencia de una
sombra y de un oscurecimiento en Dios, y el
de una duplicidad divina que raya con la ambi
güedad, constituyen esquemas importantes en
la nueva teología; por eso, debería profundi
zarse en ellos, relacionándolos con lo que en
señan la Biblia y la filosofía. Pero ¿cómo ha
cerlo sin recordar que las Escrituras presentan
a Dios como luz infinita: «Dios es luz y en Él
no hay tinieblas» (/ h an. 1, 5)? La hermenéu
tica del mensaje bíblico no autoriza la idea de
una existencia de la sombra en la Luz origina
ria. Y ni siquiera la de una duplicidad, de la
que el Tratado sobre los nombres divinos del
Pseudo-Dionisio dice: «Ninguna dualidad es
un principio; la unidad es el principio de toda
dualidad»19.
logique, París 1941, p. 283. Tal vez sean indicios de esa du
plicidad divina las referencias que Pareyson hace ai dicho
ya recordado: «Nenio contra Deum nisi Deus ipse»; y, tam
bién, la alusión, de lo contrarío oscurísima, al «momento
ateo de la divinidad» (cfr. D ost., p. 213).
19 P s e u d o - D i o n i s i o A r e o p a g i t a , Tratado sobre los
nombres divinos, en Obras, trad. it. de P. Scazzoro, Rusconi,
Milán 1981, p. 322. Presenta un notable relieve añadir que
en el mismo capítulo IV del Tratado, del que se ha extraído
la cita, Dionisio afronta el problema de la naturaleza del
mal, concluyendo que ningún ente es malo por naturaleza,
que el mal es privación de bien y de ser, y que deriva de mu
chas causas parciales o defectuosas.
67
Los lectores de la obra de Pareyson han po
dido advertir con particular fuerza el «discurso
temerario del mal en Dios»20. Sin duda, seme
jante acercamiento a Dios es temerario, pero
no hasta el punto de hacer olvidar que el mal
ha llegado a ser un tema posible en Dios por
que su concepto ha sido profundamente alte
rado. Y para comprender esa alteración hay que
dirigir la mirada hacia el gnosticismo y hacia
Böhme. Pues, en efecto, la persistencia en Dios
de una huella de dualidad parece un resto ate
nuado del gnosticismo valentiniano, al que ya
hemos aludido. Y en lo que atañe a Böhme,
pienso que se pueda sostener de Pareyson lo
que con menor razón afirma Berdjaev de Dos-
tojevskij: «Si Dostojevskij hubiera ido hasta el
68
fondo en el conocimiento de Dios, del Abso
luto, se habría visto obligado a reconocer la po
laridad incluso en la propia naturaleza divina:
el abismo en Dios, algo parecido a la doctrina
deJacob Bóhme sobre el Urgrund»21.
Podemos ahora proseguir las consideracio
nes que iniciamos en la página 35 y en las si
guientes. La elevación de la libertad a elemento
originario y a fundamento expresa el rechazo de
Pareyson del primado del ser, y la consiguiente
substitución de un pensamiento actualista res
pecto a un pensamiento ontológico. Con el pri
mer término queremos dar a entender una filo
sofía en la que la atención al obrar ocupa todo
el horizonte y sofoca o pone entre paréntesis el
acto primero de la existencia22.
69
En la inversión de la jerarquía de los actos,
que sitúa la libertad sobre el ser y los actos se
gundos los eleva al primer rango, reside en mi
opinión uno de los equívocos fundamentales de
la posición de Pareyson. Con ella habría que
conectar:
70
auténtico es sólo aquel que se encuentra ame
nazado dialécticamente por la nada y triunfa
sobre ella: «merece el nombre de ser sólo
aquello que habría podido no ser nada» (Ann.
1988, p. 28), afirmación en la que se manifiesta
el otro rostro de un contingentismo ontologico
radical;
• 2) la introducción de la ambigüedad en
Dios, en el sentido de que Él es libertad, y ésta
es dialécticamente ambigua, tiene dos cabezas,
es posibilidad del bien y del mal;
• 3) la hipótesis del mal en Dios adquiere un
carácter necesario en virtud de la dialéctica del
ser, por lo que en el Absoluto no podrá dejar de
estar presente, atenuada cuanto se quiera, pero
no negada, una huella del mal y de las tinie
blas. Anularla supondría renunciar al motor de
todo el proceso teogónico y cosmogónico, es
decir, a la dialéctica del ser gracias a la cual los
contrarios se encuentran entre sí indisoluble
mente ligados.
En consecuencia, hay que dudar de la se
mejanza entre el Dios de Pareyson, por un
lado, y el de la Biblia y los filósofos cristia
nos, por otro, aun cuando él asegure de conti
nuo que quiere hablar del Dios de Isaac y de
Jacob, y no del de los filósofos. Con todo,
desde distintos puntos de vista, el de Parey
son es un Dios de los filósofos: no, cierta
71
mente, de Agustín, Tomás, Buenaventura,
Pascal, Rosmini o Maritain, pero sí de Sche-
lling o Böhme. Queda en pie el interrogante
acerca de si la meditación de Pareyson sobre
el mal alimenta la esperanza en nuestra capa
cidad de superarlo o, por el contrario, incre
menta nuestra angustia, enfrentándonos con
su constante expansión, que amenaza incluso
a Dios.
¿La tragedia del mal y del pecado se torna
más susceptible de redención si el mal toca de
algún modo también a Dios? ¿O no sucede más
bien lo contrario, que esa tragedia tiene tantas
más posibilidades de solución en la medida en
que Dios se sitúa completamente fuera de ella
y es entendido como amor de ágape, infundens
bonitatem in rebus? La. meditación sobre el mal
avanza como es debido si simultáneamente se
configura como reflexión sobre el bien y, sobre
todo, si reposa en éste. En semejante habitar se
entiende que la tarea más alta del hombre con
siste en encaminarse hacia la plenitud del bien,
más que en actuar contra el mal. Un cristia
nismo trágico es más auténtico que uno racio
nalista, que banaliza el peso del mal23. Con
72
todo, el carácter de tragedia no constituye el
non plus ultra del cristianismo, porque la espe
ranza teologal {spes contra sperri) se dirige ha
cia cielos nuevos y tierras nuevas, donde habi
tará establemente la justicia.
73
cir, el sentido mismo de la vida y la esencia
de Dios.
Es bastante conocida la respuesta sugerida
por la voz hebrea de Joñas24, bajo la forma de
un «mito» o fiction cosmológico-teológica,
que conscientemente se separa de la perspec
tiva de la Biblia. Según Joñas, esto sería im
prescindible por cuanto Auschwitz, al haber
cuestionado la fe hebrea y el concepto de Dios
como señor de la historia, no puede ser com
prendido con las categorías teológicas tradi
cionales. Auschwitz obliga a la más inaudita
de las revoluciones: modificar el concepto
mismo de Dios.
Tal como lo plantea el mito de Joñas, en un
principio y por una elección inescrutable, Dios
decide despojarse de la propia divinidad y
abandonarse al devenir del cosmos, entrando
en el espacio y en el tiempo; renuncia así al
propio ser, para recuperarlo en la odisea del
tiempo, pero transformado, transfigurado, en
cuanto constituido por todo aquello que recoge
en la imprevisible experiencia del devenir. Es
tamos frente a un evolucionismo ascendente,
en el que la plenitud (relativa, porque entre los
74
elementos del devenir se incluye también lo
negativo) se encuentra al final: Ripeness is at
the end.
El proceso cósmico dura muchos eones an
tes de la aparición de la vida. Ésta representa
un nuevo lenguaje del mundo y un salto cuali
tativo en el proceso mediante el cual el Eterno
busca de nuevo la posesión de la propia pleni
tud. El Dios que se había despojado de sí
mismo, hasta el punto de ya no recordarse, se
despierta, adquiere ahora nueva forma, y puede
volver a alcanzar una experiencia de sí mismo.
El devenir cosmogónico se configura por tanto,
simultáneamente, como una teogonia eterna en
la que Dios vuelve a ser Dios, redescubriendo
con estupor la propia esencia «en las sorpresas
que le procura la aventura del mundo» (p. 26),
en el alegre juego de la evolución. Mientras
tanto, el impulso de la evolución llega hasta el
origen del hombre y sobrepasa el umbral tras
el que existen la libertad, el bien, el mal. La
causa de Dios se pone entonces enjuego, por
que el hombre posee ahora el inaudito poder de
incidir en el destino mismo de Dios, hasta el
punto de que la «Trascendencia se toma cons
ciente de sí misma con la aparición del hom
bre» (p. 27).
También en el «mito hipotético», que así lo
define Joñas, está presente un antropomor
75
fismo tan neto, que parece difícil mantener un
significado para el concepto de Trascendencia.
En primer lugar, el Dios que se nos presenta es
un Dios que sufre, que se entristece por el
hombre. Y en segundo lugar, es un Dios en de
venir, sumergido en el tiempo, carente de una
esencia eternamente idéntica a sí misma. Esta
última idea de Dios, considerada de origen
griego, es rechazada con sequedad: «Este con
cepto griego-helenista no tiene nada que ver ni
con el espíritu ni con la letra de la Biblia: al
contrario, el concepto de un devenir divino
concuerda con uno y otra» (p. 29).
En cualquier caso, no se ilustra cómo es po
sible semejante conciliación, sobre todo te
niendo en cuenta las repetidas afirmaciones bí
blicas relativas a la eternidad e inmutabilidad
de Dios25. Según Joñas, con la creación Dios
habría entrado en relación con el mundo, se ha
bría «temporalizado», transformado en un
Dios que, al cuidarse de él, queda comprome
tido con lo que sucede en el mundo, despren
76
diéndose así de su omnipotencia. En semejante
idea encontramos el núcleo de la fiction teoló-
gico-cosmológica de Joñas, para quien el con
cepto de omnipotencia carece de sentido y
puede coexistir con la bondad divina sólo ha
ciendo de Dios algo absolutamente incompren
sible (cfr. p. 33).
Por cuanto Dios en Auschwitz guarda silen
cio, no puede poseer simultáneamente los atri
butos de la comprensibilidad, de la omnipoten
cia y de la bondad. Si puede comprenderse a
Dios en alguna medida, es porque es bueno
pero no omnipotente: «el mal existe en cuanto
Dios no es omnipotente» (p. 34). Dios no inter
viene en Auschwitz no porque no quiere, sino
más bien porque no puede. El atributo que hay
que sacrificar es la omnipotencia divina, pues
Dios experimenta el mal incluso no querién
dolo, y resulta vencido por la libertad del hom
bre; con todo, el pensador hebreo reconoce que
negar la omnipotencia de Dios es contrario a la
Biblia.
No querría sin embargo dejar de señalar que
un fuerte antropomorfismo está presente en la
argumentación con que Joñas niega a Dios la
omnipotencia, aduciendo que ésta sería racio
nalmente impensable o incluso contradictoria:
«la simple noción de potencia toma contradic
torio el concepto de omnipotencia» (p. 32). Se
77
gún Joñas, «potencia» es un concepto de rela
ción, y en consecuencia, cuando existe una po
tencia, ésta debe ser parcial y compartida. La
potencia absoluta no podría existir porque, en
su soledad, carecería de objeto sobre el que
ejercerse. Con esto se acepta, al menos virtual
mente, la determinación de la potencia acuñada
por M. Weber, a saber: «La potencia designa
cualquier posibilidad de hacer valer dentro de
una relación social, también ante una oposi
ción, la propia voluntad, sea la que fuere la
base de semejante posibilidad»26.
En mi opinión, sin embargo, tal definición no
puede ser atribuida a Dios sin caer en un
antropomorfismo. En Dios son lo mismo omni
potencia y sabiduría; y la sabiduría es capaci
dad de ordenar las cosas a su fin y de conducir
las según su naturaleza propia: necesariamente
a las que carecen de entendimiento, libremente
a las dotadas de espiritualidad y libertad. No
podemos concebir la omnipotencia divina
como un concursante en un torneo donde se en
frentan distintas fuerzas, a tenor del modelo se
gún el cual el más fuerte se impone al menos
fuerte; ni tampoco como una superpotencia
opuesta a las potencias mundanas.
78
En el universo del ser, el entero cosmos de
pende momento tras momento de la Causa pri
mera que lo activa y lo sostiene en la existen
cia. En el universo de la libertad (y del bien y
del mal), la omnipotencia de Dios se mani
fiesta con la eternidad inmutable de la ley mo
ral, con la constante generación de experien
cias de bondad y de amor, capaces de limitar o
incluso de vencer la fuerza del mal, con el jui
cio final. Cuando el Apóstol escribía: «No te
dejes vencer por el mal, sino que vence el mal
con el bien» (.Rom 12, 21), ilustraba con pulcri
tud algo propio de las costumbres divinas: en
Dios, la omnipotencia no puede concebirse con
el paradigma de la fuerza opuesta a la fuerza,
sino con el del amor que busca y sana las heri
das introducidas en la existencia por la libertad
creada cuando obra el mal. Según el Cantar de
los Cantares, «Las grandes aguas no pueden
apagar el amor» (8, 7), y éste es propiamente
uno de los rostros de la omnipotencia divina.
Por el contrario, el Dios que, muy a su pesar,
se muestra débil frente al mal, no puede ser ni
providente ni redentor: el hombre, en conse
cuencia, se ve abandonado a sí mismo, sin la
esperanza de que al final prevalezca el bien.
Según Joñas, la debilidad de Dios nace de la li
bertad del hombre: al concedérsela, Dios re
nuncia a su potencia (cfr. p. 36). ¿Se respeta de
79
este modo la infinita diferencia cualitativa en
tre Dios y el hombre? Mientras Joñas parece
poner en el mismo plano la libertad divina y la
humana, de modo que lo que se concede a la
segunda se sustrae a la primera, Kierkegaard
resuelve de manera muy distinta el dilema, ob
servando que es precisa justamente la omnipo
tencia para crear un ser libre. Al presentarse
como una hipótesis mítico-narrativa, la refle
xión de Joñas no tiende a establecer dogma al
guno; muy al contrario, se nutre de un acabado
agnosticismo teorético, por cuanto entre las va
rias respuestas no podemos saber cuál es la
verdadera. Se remite así a Kant, que resulta
más definitivo que la fe bíblica. La de Joñas es,
sí, una voz hebrea, pero no la voz de la fe he
brea: él mismo pone de relieve los puntos en
que se separa de ella. Ni siquiera es una voz del
saber ontològico, que intenta elevarse hacia el
Uno. Al traer a colación el mito, Joñas apela al
uso que de él ha hecho Platón, pero en un con
texto del todo antiplatónico, como antiplató
nica es la introducción del proceso en el Uno.
80
pecie de elemento de hecho, que ni puede re
dimirse ni admite una explicación ulterior. Si
la omnipotencia de Dios agudiza hasta el es
cándalo el interrogante sobre el mal, su im
potencia corre el riesgo de atribuirle un status
insuperable y definitivo. El enigma del mal
no es referido a Dios, pero tampoco queda re
suelto; al contrario, viene a caer toda espe
ranza en el carácter ni último ni definitivo del
mal, por cuanto en fin de cuentas Dios y el
hombre sucumben juntos frente a él. Acaso la
voz hebrea de Joñas teme que, reconociendo
la omnipotencia de Dios, se le pueda acusar
de ser cómplice del mal o de no querer el bien
del hombre. Acaso el pensamiento que elige
un Dios bueno, al tiempo que renuncia al
concepto de omnipotencia, no ha examinado
otra posibilidad, a saber, la absoluta inocen
cia divina.
Pido permiso para ilustrarla, reproduciendo
un fragmento de otro de nuestros estudios:
«Dios, que la fe judeocristiana e islámica con
sidera el Creador de todo cuanto existe, de
ningún modo es causa del mal moral, ni di
recta ni indirectamente. Hasta tal punto la ino
cencia de Dios en la producción del mal es ab
soluta, que ni siquiera posee su idea (como
idea creadora). Dios lo ha creado todo con un
libre decreto, como participaciones de sus
81
ideas creadoras; pero no existe en la inteligen
cia divina la idea del mal, de la que el mal en
efecto existente sería una participación. Dios
lo ha creado todo, destinándolo á la plenitud
de vida y existencia, mientras que el mal es
una laguna y una herida. Por consiguiente,
Dios no posee la idea del mal como idea crea
dora, sino que conoce el mal (cada mal y todos
los males de la historia) en el acto de su inteli
gencia ante la que están presentes de manera
indivisible en un único hoy eterno todos los
momentos del tiempo (no puedo aquí dete
nerme a considerar la fundamental relación
entre tiempo y eternidad); conoce el mal en la
existencia y a las claras, así como conoce cada
mínima realidad, también a las claras, incluso
en su fibra más oculta. Conoce el mal, pero no
es causa de él ni siquiera en una medida infini
tesimal. Escribe el poeta Lautréamont: “Si se
tiene presente la verdad de la que derivan
todas las restantes, es decir, la absoluta bon
dad de Dios, su absoluta ignorancia del mal,
los sofismas se vendrán abajo por sí mismos”
(Préface á des Poémes Futurs). Entonces,
unde malurrit La causa primera y única de la
producción del mal moral, del mal de culpa,
reside en la libertad humana, esto es, en ese
dar vida a un acto contrario a la ley moral [. . .]
El mal moral de culpa es una herida en la exis
82
tencia, una privación de bien producida por el
hombre»27.
Habría que preguntarse, pues, si en la refle
xión de Joñas no exista una insuficiencia justo
en el concepto de Dios, que vendría a confir
mar hasta qué punto la suerte de éste es insepa
rable del problema del mal. Parece refrendarlo
el modo en que interpreta la creación, con basé
en la doctrina cabalista del Tzimtzum, enten
dida como un contraerse y autolimitarse de
Dios, para dejar sitio al mundo. Dios se contrae
en sí para hacer surgir fuera de sí el vacío, la
Nada, en la que y de la que resulta posible crear
el mundo. «Toda criatura debe su existencia a
este acto de autonegación» (p. 38). Después de
esto, Dios ya no tiene nada que dar.
Entender el acto creador como una autone
gación se opone al marco bíblico, en el que la
creación no es kenosi divina y divino hacerse a
un lado, sino don y sobreabundancia de ser.
Aceptando que Dios al crear deba retirarse en
sí y autonegarse, se pierde de vista la doctrina
de la infinita diferencia ontológica entre Dios y
el mundo, representada conceptualmente por la
absoluta identidad de existencia y esencia en el
83
primero, y de su insuperable diversidad en el
segundo. Por más que Joñas sostenga que «sin
este retirarse [divino] en sí mismo, ninguna
realidad distinta sería posible fuera de Dios»
(p. 37), en la creatio ex nihilo no tiene lugar
ninguna contracción del Absoluto: y la razón
es que Dios y el cosmos, en virtud de su radical
diferencia ontológica, se sitúan en dos planos
de ser bien distintos. Como trascendencia in
manente, Dios se halla presente en el mundo
con una presencia de esencia, de potencia, de
inmensidad.
84
CAPÍTULO II
ÉTICA Y RELIGIÓN
1. El destino de la teodicea
85
que ha creado el mejor de los mundos posibles,
y el hombre también se encuentra justificado
en sí mismo: casi siempre una teodicea lleva
consigo una antropodicea. Aquí el problema
de la teodicea se encuadraba dentro del más
amplio marco de la coherencia lógica y de la
totalidad sistemática. Se trataba de mantener
simultáneamente y sin contradicción estas tres
proposiciones: Dios es omnipotente; Dios es
absolutamente bueno; el mal existe. A pesar
de la indudable legitimidad del propósito, la
forma de esas teodiceas parece hoy estar su
perada. ¿No presuponían una suerte de exce
siva confianza con Dios? ¿No constituye un
ejemplo de esto el modo demasiado fácil con
que Leibniz en el Discours de métaphysique
habla de Dios como de igual a igual, presen
tándolo como «le plus débonnaire des monar-
ques»?
2) También la era de la solo antropodicea
o del antropocentrismo ateo moderno, que
puede cifrarse en el aserto marxiano homo ho-
mini deus, parece definitivamente concluida.
En ella la teodicea es herida de muerte, por
que se consideraba que Dios debía desapare
cer a fin de que viviera el hombre. Anun
ciando la llegada del reino del hombre,
Feuerbach remitía a éste todos los atributos
divinos, a la luz del concepto según el cual el
86
secreto de la teología es la antropología. El
problema del mal no puede, con todo, avanzar
substancialmente, por cuanto Feuerbach, re
mitiendo todo al hombre, le atribuye también,
sin declararlo, toda la producción del mal. No
habiendo ya un Adversario, al que imputar la
tentación, no habiendo tampoco un Dios, el
hombre se encuentra completamente solo ante
el mal, con el peligro de sucumbir ante él.
Existe acaso en tal acontecimiento una pre
misa oculta, sobre la que se han apoyado al
gunas corrientes posteriores para anunciar la
muerte del sujeto.
3) La reflexiones de Pareyson y de Joñas,
cuyas substanciales semejanzas y diferencias
serán estudiadas brevemente en el apéndice,
se colocan tras el final de las teodiceas racio
nalistas y tras la substancial herida de muerte
del humanismo ateo absoluto. Unas y otras te
nían ante sí un mal más limitado, respecto al
abismo que se ha producido en el siglo X X , y
del que nuestros autores tienen clara concien
cia. Frente a un claro abandono del problema
del mal por parte de la teología especulativa,
poseen el mérito indudable de haber vuelto a
plantear la reflexión sobre el mal, sobre el
hombre y sobre Dios, en un marco espiritual y
antropológico muy distinto del propio de los
siglos xvii y xix.
87
El significado de una doctrina no se agota
sólo en su coherencia inteligible y en su ver
dad; constituye también una suerte de espejo,
en el que se refleja el espíritu de la época.
Desde este punto de vista, las concreciones de
Joñas y de Pareyson se nos muestran como la
crítica a la falsa conciencia utópica, que fácil
mente se trasforma en conciencia totalitaria, y
cuyo prototipo puede encontrarse en Los demo
nios de Dostojevskij. En ellas se lleva a tér
mino la máxima lejanía de la posición revolu
cionaria pura, que considera el mal superable
en un nuevo orden social, y posible instaurar el
«reino de Dios» según una modalidad atea o
secularizada.
La voz hebrea de Joñas y la cristiana de Pa
reyson son bien conscientes de la limitación
del hombre, y se encuentran muy lejos del nihi
lismo en el que naturalmente desemboca la
utopía, y que pone de manifiesto su error origi
nario sobre la naturaleza del mal, al concebir a
éste como algo externo al hombre y dominable
por tanto a través de medios «técnicos». Pero
si el compromiso revolucionario colectivo no
acaba con el mal, e incluso a menudo lleva
consigo una cruel alegría destructiva que lo
multiplica, por fuerza habrá que dirigir la mi
rada hacia otras direcciones, volviendo a tran
sitar senderos interrumpidos. Ese parece un po
88
sible objetivo de los planteamientos que hemos
desarrollado: en cualquier caso, aguijonean la
filosofía, para que no se encierre en horizontes
demasiado angostos.
89
mienzo la atención sobre Dios, y descubrir
después la necesidad de formular de nuevo
Su naturaleza. Por nuestra parte, debemos
suscitar la pregunta sobre el origen del mal
moral.
¿Cómo alimentar la esperanza en la libera
ción del mal moral, si la reflexión humana, si
tuándose con toda la fuerza de que es capaz, y
casi con desesperación, ante ese abismo inson
dable, no tratara de comprender en la medida
de lo posible su origen? Kant ha recorrido un
tramo del camino en esa dirección, uniendo la
culpa a la infracción de la ley moral y haciendo
de ella la deformidad del libre albedrío res
pecto a la ley. Pero no encontramos en él un
principio del mal, en el sentido de un origen
histórico, como pudiera ser la doctrina del pe
cado original. El principio del mal reside en la
máxima suprema que sirve de fundamento
subjetivo a todas las máximas malvadas (y,
por eso, contrarias a la ley moral) de nuestro
libre albedrío, y que establece la propensión al
mal del hombre. Este se encuentra corrompido
en el fundamento de sus máximas; por eso,
para pasar del vicio a la virtud tiene necesidad
de un cambio de corazón que lo conduzca a la
santidad de las máximas en el cumplimiento
del propio deber, en el ejercicio del deber por
el deber, gracias al cual el hombre acoge la in
90
tegridad de la ley moral como motor sufi
ciente de su libre albedrío. Este conjunto de
reflexiones componen un marco digno de la
más acendrada atención. Con todo, Kant no
parece haber recorrido hasta el final semejante
camino, e incluso concluye con una anotación
extremadamente cauta: «No existe, pues, fun
damento alguno comprensible del que, por
vez primera, haya venido a nosotros el mal
moral»28.
91
portancia del descubrimiento realizado y de la
hondura con que ha sondeado el abismo de la
libertad creada.
En el intento de enfrentarse con el problema
de la producción del mal con toda su dificul
tad, Aquinas ha analizado el movimiento que
se instaura en la libertad finita, en el acto de
voluntad del que surge una acción mala. ¿Qué
sucede cuando alguien obra mal? ¿Cuál es la
causa o el origen de ese acto? Resumiendo lo
más posible su postura, habría que decir que la
causa primera y única de la producción del
mal moral reside en la libre no-consideración
de la regla por parte de la voluntad en elm o-
mento en que ésta actúa: «Lo que constituye
formalmente la culpa o el mal moral proviene
del hecho de que, sin considerar actualmente
la regla, la voluntad procede al acto de elec
ción»29. El mal de la acción proviene de un
cierto defecto de la voluntad del agente; y se
mejante déficit debe ser voluntario si quiere
fundamentar un acto libre malo. Semejante de
fecto, que hay que considerar antes en la vo
luntad, consiste justamente en pasar a la ac
ción dejando a un lado su regla, la ley moral.
En general, esta posibilidad existe para el
92
hombre a causa de la distinción entre la regla
de la libertad y la libertad misma (no existe,
por el contrario, para la libertad divina, que se
identifica con su regla).
El resultado de la acción será malo cuando
ésta se realice sin su regla interna y, por ende,
privada de un cierto bien que habría debido
darse y no se da. Para dar razón de esta libre
deficiencia no es necesario remontarse más:
ad hoc sufficit ipsa libertas voluntatis30. Puede
decirse por tanto que la voluntad, apartando
su mirada de la regla, que es santa y pura, ne
gándola, obra el mal: introduce una privación
de bien o una herida en la existencia. Y ésta,
al destruir el bien que debería haberse dado,
«aniquila». Inaudita potencia de la libertad
finita, que, actuando sola contra la ley, y sin
cooperación de la Causa primera, no puede
sino introducir la nada en la existencia. Actúa
como causa eficiente de una privación, es de
cir, como causa deficiente. Obrando por sí
sola, es causa primera y única del mal moral.
Mientras que, teniendo en cuenta de nuevo la
falta de simetría ya señalada entre la línea del
bien y la del mal, en la primera la libertad di
vina y la humana cooperan, produciendo
30 Ibidem.
93
actos buenos, que provienen de Dios como
causa primera y del hombre como causa se
gunda.
Explicitando aquello a lo que parece sólo alu
dir Schelling, para quien la libertad es facultad
del bien y del mal, habría que decir que ésta se
configura como facultad de considerar o no con
siderar la regla, y, por ende, como facultad ca
paz de un acto «me-ontológico» o aniquilador.
94
hombre inaugura; y es algo que éste encuentra
fuera de sí, que en cierto modo ya ha tenido lu
gar, que posee una historia y casi una tradición.
La caída del Angel, el Adversario, la tentación,
la culpa original, constituyen las fases de se
mejante historia. El hombre aparece simultá
neamente como iniciador y como continuador
del mal. Entre el libre albedrío y el «siervo al
bedrío» se sitúa la libertad debilitada.
La filosofía no puede dejar de meditar sobre
las grandes narraciones en tomo al mal, porque
cuando ella comienza casi todo ha sido ya di
cho. Entre esos relatos se distinguen los que re
fieren el origen del mal a algo anterior al hom
bre y los que lo refieren al hombre mismo. La
narración del Génesis, aun estando a caballo
entre las dos tradiciones, se sitúa más cerca de
la segunda. No puede considerarse una narra
ción exclusivamente antropológica, sino sólo
parcialmente tal, porque el origen del mal de
culpa no se atribuye sólo a Adán y Eva: en el
centro está la figura de la serpiente, que engaña
y seduce al hombre.
Como consecuencia, el mal existe ya cuando
Adán llega a la existencia: «En definitiva, la
serpiente significa que el hombre no comienza
el mal, sino que se lo encuentra: para él, em
pezar es en realidad continuar. Así, más allá de
la proyección de nuestra concupiscencia, la
95
serpiente representa la tradición de un mal
más antiguo que el hombre: la serpiente es el
Otro del mal humano»31. Para Adán, la an
terioridad del mal (ese «existir ya») es la ser
piente, mientras que para los hombres poste
riores es Adán. En la narración bíblica
conviven el esquema del carácter hereditario,
y por ende de la necesidad del mal, y el de su
contingencia, de su ser producido por la liber
tad humana.
En relación con esto, Ricoeur ha hablado del
mal como de algo involuntario en el seno de lo
voluntario; igual cabría hablar de algo volunta
rio en el seno de lo involuntario. También ha
observado que en la Biblia la narración del Co
mienzo no se comprende correctamente si se la
separa de su referencia a la del Fin: si el primer
Adán no remite al segundo Adán y a la historia
de la salvación que en él se cumple. Con la ve
nida del Verbo, el drama del mal se comprende
con una luz nueva.
Con el cristianismo, el problema del mal se
ilumina en lo que se refiere a su comprensión,
pero se resuelve en la vida y en la lucha hacia
una solución. Lo que establece la diferencia
cristiana al respecto, es que la vida es enten
96
dida como drama, no como tragedia. Existe tra
gedia cuando la existencia se encuentra ence
rrada en una «contradicción no dialéctica», es
decir, en una contradicción sin salida, sin solu
ción, sin término. Edipo es el eterno prototipo
del personaje absolutamente trágico; Adán, por
el contrario, es dramático, porque la historia
negativa que él ha comenzado, al remitir en úl
tima instancia a la promesa de un salvador, no
se encuentra amenazada por una oscuridad sin
fin.
La concepción moral del mal, presente en
toda la tradición bíblica y en la cristiana, vi
gorosa en el pensamiento de los grandes teó
logos (entre los que destaca Agustín), es in
cluso vigorosísima en Kant: para él, como ya
sugeríamos, la raíz entera del mal se encuen
tra en la libertad, es decir, en la inversión de la
jerarquía de las máximas que mueven el libre
albedrío.
Sin embargo, Kant reduce el mal a su solo
aspecto ético, al referirlo en exclusiva al acto
puntual de la concreta voluntad; y, con ello, se
desdibuja la solidaridad en el mal y su «pree
xistencia», que Agustín por el contrario afir
maba contra Pelagio. Este se expresa a favor
de una concepción puramente ética del mal,
que es resultado contingente de la libertad, en
tendida como libertas ad peccandum et ad non
91
peccandum; Manes, por su parte, se orienta ha
cia una idea substancialista y necesitante del
mal, que hace de éste algo exterior al hombre,
que proviene de un principio malvado; Agus
tín, por el contrario, escoge una vía interme
dia: en él, la tesis de la total contingencia del
mal como producto de la libertad se encuentra
atenuada por la común condición herida de
toda naturaleza humana. Cualquier intento de
restaurar incluso parcialmente la visión mani-
quea choca contra el supuesto gnóstico de la
exterioridad del mal y con la correlativa nega
ción del mal moral como catástrofe de la liber
tad finita.
98
tenden justificar a Dios frente al mal del
mundo, que refieren exclusivamente a la
culpa, al mismo tiempo justifican el dolor y el
sufrimiento como consecuencia necesaria del
mal obrar. La reducción del hombre, de Dios
y de su relación mutua a sus simples dimen
siones éticas, conduce a una visión moral del
mundo, según la cual la historia es un tribu
nal, los placeres y los dolores una retribución,
Dios un juez. La totalidad de la experiencia
humana adquiere un carácter jurídico-penal,
cuyo contexto propio es el debate, como se
muestra ad abundantiam en la larga disputa
entre los amigos y Job, entre la acusación y la
defensa, e incluso en el hecho de que Job
llame a Dios a juicio.
Sin duda se puede objetar: ¿dónde está, en
todo esto, la dimensión propiamente religiosa
del perdón, de la esperanza, de la gracia? ¿No
estamos frente a la concepción puramente
ético-retributiva, a la que hace tambalearse el
sufrimiento del inocente? Pues, en efecto, el
sufrimiento que uno asume voluntariamente
obtiene su puesto dentro del marco de la retri
bución tendente a reconstruir el equilibrio, y
manifiesta la fe en el gobierno divino; y el su
frimiento como purificación enaltecedora se
encuentra un poco más arriba del simple es
quema retributivo. Pero el sufrimiento del
99
inocente se coloca absolutamente fuera de ta
les planteamientos: ¿cuál es la culpa por la
que debería pagar el inocente? Admitamos sin
reticencias todo ello, ensanchando así las es
trechas dimensiones del paradigma ético-re
tributivo. Pues es Job mismo quien, experi
mentándolo en la propia piel, renuncia a
cualquier visión exclusivamente moral del
mundo, y la relativiza.
El origen del mal moral como producción
de la libertad no sufre con ello el menor ras
guño: yo soy el autor del mal, éste es obra de
mi libertad. Al admitir que habría podido
obrar de otro modo, reconozco que soy res
ponsable. Reconozco la existencia de la ley
moral y de una obligación respecto a ella. Me
reconozco reo a través de la confesión de la
culpa, acontecimiento que se repite en la li
teratura penitencial de todas las épocas, y en
cuyo cénit se encuentra el salmo de David:
«Lo que es malo ante tus ojos, eso yo lo he
hecho» (Salmo 50). En la conciencia existen-
cial de la culpa, expresada por ejemplo me
diante el símbolo de la mancha en el alma o
con la idea de la ruptura de una relación, el
hombre es consciente de tener en si mismo un
tribunal interno en el que se autoobserva, y
que juzga y condena. En este nivel, en la ape
lación a la libertad finita que aspira a la libe
100
ración de la culpa, y que espera que eso su
ceda, se coloca el elemento subjetivo y perso
nal de la dimensión religiosa: en esta encruci
jada, la visión puramente ética se integra con
la religiosa.
Mientras la ética dice que el mal, surgido de
una infracción de una ley moral impersonal,
depende del misterio individual e insondable
del acto libre, la religión considera el mal ante
Dios, dentro de una relación personal con él:
«Contra ti, contra ti sólo pequé, lo que es malo
ante tus ojos, eso yo lo he hecho» {Salmo 50).
El límite de una concepción exclusivamente
moral del mundo no reside en la apelación a la
responsabilidad personal; consiste en detenerse
ahí, en dirigir la mirada sólo a la prohibición
que veta y finalmente aplasta, sin extender la
vista hasta la esperanza en la liberación del
mal.
La invocación de David es voz del arrepen
timiento, espera de perdón y de salvación,
aceptación de la expiación. En este último as
pecto se manifiesta un elemento profundo de la
concepción humana, que constituye también
una base de la concepción moral del mundo y
de la pena. El hombre no se sentiría en paz con
sigo mismo y con la ley si escapara a la expia
ción, pero este movimiento se encuentra ame
nazado por su contrario. Se enfrenta aquí una
101
profunda y oscura dialéctica de ia conciencia,
prisionera entre la exigencia de expiar y su re
chazo. El hombre puede negar que es culpable,
incluso siéndolo; y puede querer escapar a la
pena. Pero, hablando con todo rigor, ¿puede
verdaderamente el hombre sustraerse a la ex
piación? No es capaz de hacerlo, porque no
puede escapar del propio yo ni siquiera con el
suicidio. El ser un yo es un hecho eterno. Huir
de alguna manera del propio yo constituye una
imposibilidad metafísica. La concepción ex
clusivamente moral del mundo, si se asume sin
la esperanza en un salvador, es íntimamente
trágica: el hombre culpable no puede escapar
de la sanción acusadora y reparadora de la ley
moral, como tampoco puede huir del propio yo
eterno.
102
mal tiende a adquirir una suerte de primacía y
a ocupar casi todo el horizonte. Puede haber
quien objete: que se me deje ante el enigma
del mal. ¡Pues bien, que así sea! Pero, enton
ces, que no se olvide de meditar también un
poco sobre un elemento de la teología, que
parece idóneo para disminuir un tanto ese
enigma.
Me refiero al pecado del Angel, un tema de
la mayor importancia, no obstante el desinte
rés de que se ve rodeado. En el pecado del
Ángel uno se sitúa ante el misterio de la liber
tad y de la culpa en estado puro, al menos en
el sentido de que la culpa de la voluntad no
exige ni el error ni la ignorancia como condi
ción del acto malo del libre albedrío. El
Angel conocía claramente la existencia de
Dios y la división entre el bien y el mal; y, sin
embargo, libre y conscientemente se ha pre
ferido a sí mismo contra Dios, anteponiendo
el amor hacia la propia naturaleza espiritual
resplandeciente, al amor a Dios. Ha pecado
queriendo pecar y sabiendo que pecaba: lo ha
querido con una libre opción en la que se ha
puesto en juego todo él, porque su voluntad
estaba intensamente vuelta hacia sí mismo,
amándose con un amor en cierto modo infi
nito y superior al amor hacia cualquier otra
cosa.
103
En su raíz más profunda, el mal (moral) pa
rece surgir de la violencia de un falso amor, de
un deseo íntima y trágicamente desordenado.
Con el pecado del Ángel resulta desvelada la
errónea concepción del intelectualismo ético o
del «socratismo moral», que hace de la virtud
un efecto del conocimiento y del vicio un re
sultado de la ignorancia.
A causa de su optimismo histórico, el ra
cionalismo y la ilustración creían en una pro
gresiva victoria del bien sobre el mal y en la
liberación humana: las experiencias más re
presentativas de nuestro siglo, como el creci
miento del ateísmo o la expansión inaudita de
la opresión del hombre por el hombre, han
echado por tierra esa confianza. Todavía más
que el aire y el agua necesitamos hoy una
nueva experiencia religiosa y metafísica, en
las que poder tomar de nuevo contacto con el
itinerario providencial de la primacía del bien
sobre el mal. Semejante experiencia no ha
blará del mal en Dios, sino más bien de su
«dolor» —en la muy modesta medida en que
podemos acceder a un tema tan cargado de
misterio— y, en general, del valor redentor
del sufrimiento.
Pues si es absurdo introducir incluso la más
mínima sombra de mal en Dios, no lo es descu
brir en El un misterioso reflejo del dolor: de
104
aquel dolor que, cuando es aceptado como res
cate y como revelación del sentido secreto de
las cosas, constituye una perfección humana de
la que no puede dejarse de buscar algo análogo
en el Absoluto. La armonía del mundo no vale
las lágrimas de un solo niño: «no las vale, por
que las lágrimas no han sido redimidas. Y lo
deben ser, pues de lo contrario no existirá ar
monía alguna»32. El entero cristianismo consti
tuye una tan solidaria respuesta al enigma del
mal, que toda lágrima será redimida y los que
han llorado se contarán, envueltos en alegría,
lo que les ha sucedido. Si en el hombre existe
desesperación, es porque piensa que un Dios
lejano y espectador impasible permanece indi
ferente a su dolor.
La meta del presente ensayo no era otra,
quizá, que la de dar pie a la reflexión personal.
En ese camino, la filosofía puede hacemos avan
zar durante un cierto espacio, pero sin intentar
entenderlo todo, justificarlo todo, racionalizarlo
todo: el mal, la potencia de lo negativo, el dolor,
se resisten a esta operación, igual que a las dia
lécticas meramente especulativas que, pensando
haber solucionado el problema del mal, se enga
ñan creyendo haberlo resuelto en la vida.
32 F. D o s t o j e v s k i j , L o s h erm an os K a ra m a zo v , cit.,
parte segunda, libro V, p. 300.
105
De manera muy especial, la reflexión filo
sófica posee una utilidad limitada a la hora de
dar respuesta a la pregunta más relevante de
todas: ¿de dónde ha de surgir la liberación del
mal? ¿La pura sabiduría de los conceptos
puede estar a la altura de este extremo consti
tuido por el mal? ¿Bastan los Sénecas paganos
y los Pelagios cristianos ante semejante ex
ceso?
En cierto modo, ni siquiera el cristianismo
ofrece una explicación completa del mal,
puesto que deja un margen de oscuridad en el
nexo que une la necesidad de la falibilidad, in
trínseca a cualquier libertad finita, y la contin
gencia del mal, propia de todo acto libre. La ta
rea principal del cristianismo es rescatarlo y
redimirlo. Ahí reside la misión de Jesucristo,
ahí la Alianza entre Dios y el hombre prome
tida ya en el libro del Éxodo (6,7; 19, 5), anun
ciada de nuevo por el profeta Jeremías (31,31-
34) y llevada por fin a cumplimiento en la
Última Cena {Lucas 22, 20) y en la Cruz, No
hay aquí ninguna lógica puramente especula
tiva, ninguna dialéctica pensada, sino un acto
de Dios. El nos propone una historia de recon
ciliación a pesar del mal.
El engaño de una resolución-disolución ra
cionalista del mal cede el puesto a la fe y a la
esperanza. La pregunta «¿qué puedo esperar?»
106
señala justamente el paso de la ética a la reli
gión; del momento de la prohibición y de la
obligación al del anuncio y la promesa: en una
palabra, a la «buena nueva». Llegados a este
punto, el momento de la acusación y de la cul
pabilidad se diluirá en el de la promesa. Sobre
estos puntos Kierkegaard ha dicho lo esencial,
sosteniendo que lo contrario del pecado (de la
infracción de la ley moral) no es la virtud, sino
la fe, que adora creyendo33.
Habiendo sostenido la idea de la insepara
bilidad entre el problema de Dios y el pro
blema del mal, aunque salvaguardando la ab
soluta inocencia del Primero, vale para
nuestro tema un célebre dicho del oráculo de
Delfos: «Llamado o no llamado, Dios se hará
presente». ¿Qué podría significar esto, sino
la conveniencia, ya aludida, de suscitar la
pregunta por el mal delante de Dios y no sólo
107
delante del hombre? Desde semejante pers
pectiva, dos posiciones se muestran insufi
cientes: 1) la «atea», que utiliza la existencia
del mal como un argumento contra Dios (ma-
lum est, ergo Deus non est)\ 2) y la posición
simplemente justificatoria y «apologética» de
la teodicea, en la que se expresa un pro Deo.
Pero en los dos casos la lucha contra el mal
no ocupa el lugar principal: en el primero, lo
que tiene lugar, en todo caso, es un contra
malum sine Deo; y en la teodicea parece du
doso que uno se prepare a luchar contra el
mal. Dentro de la Alianza, por el contrario, se
alza como la única posición adecuada el con
tra malum cum Deo et in Deo, que supera
tanto la posición atea (contra malum sine
Deo), cuanto la antiteísta (contra malum,
contra Deum), cuanto la simple actitud justi
ficatoria del pro Deo, en la que existe más
preocupación por Dios y por su inocencia que
por el hombre y su mal.
Por eso, en general, la filosofía, incluso
cuando no asume la actitud del contra Deum,
no hace de la lucha contra el mal uno de sus
elementos fundamentales. Sin embargo, el
hombre tiene la constante necesidad de alimen
tarse de liberación del mal y de redención de lo
negativo. En relación con el tema del mal, es
imprescindible plantear la cuestión de su esen
108
cia (qué es y de dónde viene) y, simultánea
mente, no limitarse a esto, por cuanto el mal
está en la vida e intenta deshacer, luchando
contra la existencia y la creación, las mismas
fuentes de la vida34.
109
APÉNDICE
En la manera de enfrentarse con el pro
blema del mal, existen entre Pareyson y Joñas
innegables diferencias. El primero introduce
una especie de polaridad y de memoria «rema
nente» del mal en Dios; mientras Joñas, sin
llegar a este punto, eleva más bien la bondad
de Dios a eje de su teología. La concepción de
Pareyson, tras las huellas de la fe bíblica,
afirma una victoria final sobre el mal, una re
dención terminal, que el pensador hebreo pa
rece deber excluir a causa de la debilidad di
vina en relación con e l mal («el mal sólo existe
en cuanto Dios no es omnipotente», p. 34). Jo
ñas se coloca en una perspectiva distinta a la
de Pareyson. La posición de este, por su parte,
111
no se puede definir como optimista, pues no
trivializa la compacta realidad del mal, pero
tampoco como pesimista, pues al término lo
considera superable: habría que considerarla
trágica, puesto que instaura la vida del hombre
bajo el signo de la ineludible lucha entre bien
y mal, aun cuando gracias a la fe confía en la
victoria del primero.
En cualquier caso, más significativas son las
semejanzas entre los dos autores. Análogo es el
intento de transformar el concepto de Dios,
hasta concebirlo «de una manera radicalmente
nueva» (Joñas, p. 23: una afirmación particu
larmente explícita, que hay que considerar con
toda su fuerza rompedora). Análogo es el re
curso al mito, análoga la lejanía de la narración
bíblica (acaso más acentuada en Joñas); común
la ya aludida pretensión de asistir presencial
mente al hacersedel Absoluto y describir sus
fases, alejándose de la teología clásica, cris
tiana o judía, para desplegar una nueva teolo
gía en dependencia estricta de paradigmas y
doctrinas de la filosofía moderna.
En relación con Pareyson, ya se ha visto en
qué sentido ocurre esto último. Por su parte,
Joñas se coloca expresamente tras las huellas
de Karít y de su prohibición de alcanzar un co
nocimiento racional de Dios, sosteniendo a pe
sar de todo: «Se puede trabajar sobre el con
112
cepto de Dios, aun cuando no exista prueba al
guna de la existencia de Dios» (p. 20). Por
cuanto Dios (ya) no es objeto de intelección y
contemplación, sino del pensamiento, queda
abierta la vía al mito, a la narración, a la fiction.
Acogiendo el veredicto kantiano sobre la incog-
noscibilidad de los objetos metafísicos, aunque
sea de mala gana y sin contentarse con ello, Jo
ñas intenta escapar a sus consecuencias hablando
de la conexión de cada concepto con la totalidad
de los conceptos; pero no logra superar la esfera
de lo verosímil y de la imaginación, por cuanto
el sentido de la verdad no consiste en la conexión
o en la coherencia entre conceptos, sino en su
adecuación a la realidad en el juicio. Tanto a Pa-
reyson como a Joñas parece faltarles una teolo
gía natural especulativa, construida inferencial-
mente a partir de las reaüdades de este mundo.
Si se perfila la Denkform de los dos autores,
se encuentra, además de un prejuicio antihelé
nico, una opción contra la filosofía del ser, que
les lleva a cuestionar y abandonar las catego
rías de la inmovilidad y de la ausencia de deve
nir en Dios35.
113
Tampoco su alejamiento de Atenas lleva
consigo una cercanía a Jerusalén, porque la
idea de un Dios que deviene, que «no puede ser
el mismo, tras haber realizado la experiencia
de un proceso cósmico» (Joñas, p. 30), se en
cuentra tan alejada de la fe bíblica como de la
teología filosófica griega.
114
Frente a la sentencia del iluminismo, que hi
pertrofia los saberes mundanos regionales en
contra de la teología, como ya había advertido
Hegel, nuestros filósofos pretenden volver a
construir una verdadera y pura ciencia sobre
Dios. El intento hay que aprobarlo sin reservas,
pero la ejecución es deficiente, por haber re
nunciado a toda forma de conocimiento con
ceptual real, considerada erróneamente como
inadecuada y «objetivante», en el sentido pe
yorativo del término. Al respecto, el plantea
miento de Joñas presenta honradamente su po-
115
sición en el marco de una hipótesis mítica; pero
el de Pareyson parece más problemático, al
sustituir el ser por la libertad, convertir los ac
tos segundos en substancias, reconocer sólo la
contingencia y, a pesar de todo, pretender de
esta suerte concebir a Dios.
Puesto que con estas premisas se corre el
riesgo de navegar a velas desplegadas por los
mares de lo absurdo, es preciso hacer entrar en
juego insospechados recursos que atenúen esa
probabilidad. Junto al reconocimiento de estos
límites debemos también dejar constancia de
un mérito innegable: Pareyson ha advertido co
rrectamente la insuficiencia de la teodicea que
no abre a la religión y a la esperanza una final
liberación del mal. No existe religión por el
solo hecho de que los mandamientos de la ley
moral sean entendidos como mandatos divinos;
sólo existe cuando se entra en el terreno de la
esperanza y de la fe.
116
E s t e l i b r o , p u b lic a d o p o r E d ic io n e s
R i a l p , S. A ., A l c a l á , 290. 28027 M a
d r i d , SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN A n -
z o s , S. L., F u e n l a b r a d a ( M a d r i d ) , e l
DÍA 11 DE SEPTIEMBRE DE 1997.