Spinoza II

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LEÓN DUJOVNE

SPINOZA

SU VIDA – SU ÉPOCA – SU OBRA – SU INFLUENCIA

II

LA ÉPOCA DE BARUJ SPINOZA

Universidad de Buenos Aires.

Facultad de Filosofía y Letras. Instituto de Filosofía.

Buenos Aires, 1942.

INTRODUCCION

La creación filosófica. La originalidad en filosofía. Opiniones diversas. La tesis de Henri Bergson. Su

juicio sobre Spinoza. El punto de vista de Harry Austryn Wolfson. Las influencias históricas y

contemporáneas en los sistemas de filosofía. El sistema de Spinoza.

En este volumen nos ocuparemos de la formación intelectual de Spinoza y de las

características del pensamiento de su época. Trataremos, así, de definir la influencia que

en su filosofía ejercieron las ideas de su siglo y también de siglos anteriores.


Antes de emprender nuestra tarea, es oportuno que nos preguntemos cuál es la relación

de una filosofía con los elementos que la integran, con esos ingredientes que mediante el

análisis descubrimos en ella. No es fácil responder a este interrogante, que ha sido

contestado con criterios diversos y aun contradictorios. Autores hay para quienes toda

filosofía es una meditación sobre filosofías precedentes, una coordinación de ideas ya

anteriormente emitidas y de otras nacidas de la reflexión sobre ellas. De acuerdo con

esta concepción, la obra del filósofo consistiría sobre todo en la organización personal

de materiales que no son producto mental suyo. Hay quienes, sin sostener un punto de

vista opuesto, atribuyen al filósofo algo más que una mera combinación individual e

inédita de elementos intelectuales preexistentes; su labor consistiría en una enunciación

de pensamientos nuevos amalgamados con otros ya formulados antes de él. Frente a

estas opiniones está la de la plena originalidad de toda creación filosófica, en la que los

pensamientos aparentemente tomados de sistemas pretéritos o contemporáneos, serían

de valor subsidiario, meros auxiliares para la exposición de la filosofía nueva.

Entre estos tres criterios cabe enunciar los de matiz intermedio. En los tratados de

Historia de la filosofía predomina en general la presentación de las diferentes doctrinas

como si unas derivasen de las otras, como si corrigiesen y completasen a las otras; en

cambio, los estudios particulares sobre autores determinados subrayan en mayor medida

la originalidad de cada pensador. Así, un simple accidente de exposición resulta

incidiendo en un problema cuya solución equivale nada menos que a pronunciarse sobre

la cuestión de la genialidad en filosofía. No entra en los límites de este trabajo abordar

esta cuestión plenamente. Ella supone una previa definición de la naturaleza del

pensamiento filosófico y su posición en el papel en la cultura. Supone también un juicio

sobre el arduo problema de la índole del genio, a la vez que sobre sus peculiaridades en

el dominio de la filosofía. Si la comentamos aquí es sólo en su relación con la filosofía de

Spinoza y la participación eventual que en ella tuvieron ideas de doctrinas anteriores a

él o contemporáneas a él.

Prescindiremos, pues, de los aspectos generales del problema y nos atendremos


únicamente al caso especial que nos interesa. En su examen nos servirá de guía la

reflexión sobre lo expuesto por dos autores que, precisamente, han tratado de la

creación en filosofía con referencia a Spinoza. Uno de ellos, Henri Bergson,

accidentalmente, y el otro, Harry Austryn Wolfson, en su erudita obra sobre la filosofía

espinociana.

Bergson toca el asunto en su ensayo La intuición filosófica, y al considerar la naturaleza

de la labor de todo filósofo toma como ejemplos ilustrativos de su tesis a Spinoza y a

Berkeley. Describe el modo como juzgamos habitualmente un sistema filosófico, y señala

a la vez qué debiéramos en verdad buscar en él. Nuestra actitud frente a un sistema de

filosofía –dice Bergson- es semejante a la de un espectador ante un edificio. Primero, a

modo de arquitectos, examinamos las líneas de su estructura y su distribución;

procuramos comprobar en qué medida las distintas dependencias del edificio ofrecen

espacio suficiente para albergar los diversos problemas que preocupan al filósofo. Al

momento siguiente, apreciamos ya la obra en que fijamos nuestra atención con una

curiosidad y un criterio que se diría de albañiles. Nos dedicamos a averiguar la

procedencia de los materiales, a una pulcra labor erudita de exploración de las fuentes

intelectuales, remotas o cercanas, en que esa filosofía ha bebido tal o cual idea;

investigamos de dónde ha extraído éste o aquel argumento. Pero –nos advierte Bergson-

este método con que acostumbramos apreciar la obra del filósofo no es el adecuado a la

realidad de lo que la filosofía es. Según el pensador francés, cuando nos esmeramos en

saber qué ha hecho un filósofo, sin dejarnos llevar por las apariencias de su sistema,

descubrimos que, en todo lo que ha dicho, en todo lo que ha escrito, solo ha expresado

de maneras renovadas, diversas muchas veces y aún contradictorias en algunos casos,

una cosa única, un único algo que ha visto con su espíritu, en un ver que más fue

contacto que visión. El filósofo al intuir, elimina simultáneamente obstáculos que

podrían obstruir esa visión suya.

La exteriorización de lo intuido puede desplegarse variadamente en los libros que el

filósofo escriba. Quizás modifique las palabras con que irá exponiendo aquello que
afirma, porque las palabras, por su naturaleza conceptual, no se prestan fielmente a la

traducción de ese ver que más era un palpar. Por ello, la expresión del filósofo es

paralelamente un continuo buscar de la expresión adecuada. Bergson diseña una imagen

de la creación filosófica que recuerda a su imagen de la vida misma: “Un filósofo digno

de ese nombre nunca ha dicho más que una sola cosa; y, todavía, más ha procurado

decirla de lo que verdaderamente la ha dicho. Y si no ha dicho más que una sola cosa, es

porque no ha visto más que un solo punto; y aún fue ése más un contacto que una visión;

este contacto ha proporcionado un impulso, este impulso un movimiento, y, si este

movimiento, que es como cierto remolino de forma particular, solo se hace visible a

nuestros ojos por lo que ha removido en su camino, no es menos verdad que también

hubieran podido levantarse otros polvos y el remolino habría sido el mismo” 1. Tal la

obra creadora del filósofo. El pensamiento nuevo, para su traducción verbal, ha de

servirse de ideas hechas; y, si por ello apareciera como emparentado con pensamientos

anteriores y como relativo a la época en que el filósofo vivió y escribió, no se ha de

identificarlo, sin embargo, con su exteriorización. El impulso del remolino no ha de

confundirse con los trozos de papel que levanta a su paso, aunque el movimiento de esos

trozos sea el modo en que a primera vista se nos hace presente. Detrás de ellos está lo

que el filósofo intuyó y que es lo esencial y lo singular de su doctrina.

De su experiencia de historiador de la filosofía en el Colegio de Francia tomó Bergson

dos ejemplos para demostrar su tesis. Uno de ellos era Spinoza. He aquí cómo juzga la

Ética: “...no conozco nada más instructivo que el contraste entre la forma y el fondo de

un libro como la Ética: de un lado, esas cosas enormes que se llaman la Substancia, el

Atributo y el Modo la formidable batería de los teoremas con el cúmulo de las

definiciones, corolarios y escolios, y esa complicación de maquinaria y esa potencia de

aplastamiento que hacen que el principiante, en presencia de la Ética, se sienta afectado

de admiración y de terror como ante un acorazado del tipo Dreadnought; del otro, algo

sutil, muy ligero, casi aéreo, que huye cuando uno se le acerca, pero que no se puede

mirar, ni de lejos, sin tornarse incapaz de continuar atado a lo demás, aun a lo que pasa
1
Henri Bergson en L’intuition philosophique, pág. 141, de la colección de ensayos La pensée et le
mouvant, 4ª ed. Alcan, Paris, 1934.
por capital, aun a la distinción entre la Substancia y el Atributo, aun a la dualidad del

Pensamiento y la Extensión. Es, detrás de la pesada masa de los conceptos,

emparentados con el cartesianismo y el aristotelismo, la intuición propia de Spinoza,

intuición que ninguna fórmula, por simple que fuese, será bastante simple para expresar.

Digamos, para contentarnos con una aproximación, que es el sentimiento de una

coincidencia entre el acto por el cual nuestro espíritu conoce perfectamente la verdad y

la operación por la que Dios la engendra, la idea de que la “conversión” de los

Alejandrinos, cuando se hace completa, se unifica con su “progresión”, y que, cuando el

hombre, salido de la divinidad, llega a reingresar en ella, solo percibe un movimiento

único allí donde al principio había visto los dos movimientos inversos de ida y vuelta,

encargándose aquí la experiencia moral de resolver una contradicción lógica y de hacer,

por brusca supresión del tiempo, que el retorno sea una ida. Cuanto más nos

remontamos hacia esta intuición original, comprendemos mejor que si Spinoza hubiera

vivido antes de Descartes, sin duda habría escrito algo muy distinto de lo que escribió,

pero que, viviendo y escribiendo Spinoza, estábamos seguros de tener igualmente es

espinocismo”.

De lo dicho fluye que para Bergson la forma de la obra de Spinoza es cosa dependiente

de su condición de continuador del cartesianismo; pero el núcleo de la doctrina

espinociana, en cambio, nada tiene que reconocer como deuda a Descartes ni a ningún

otro autor.

Opuesto al de Bergson es el punto de vista de Harry Austryn Wolfson. Él mismo lo

expone con toda precisión: “Al discutir una vez con un grupo de amigos la importancia

de la filología y de la erudición en general para el estudio de la historia de la filosofía,

se me ocurrió observar que los filósofos, después de todo, ven el universo que tratan de

explicar como ya interpretado en libros, con la única posible excepción, quizás, del

primer filósofo recordado, y ése todo lo que pudo ver fue el agua. - ¿Y Spinoza?, dijo,

desafiante, uno de los que me escuchaban. ¿Fue él también un filósofo libresco? Sin
vacilar acepté el desafío. - También Spinoza –dije. Si recortáramos en trozos de papel

toda la literatura filosófica que le era asequible, los lanzáramos al aire y los dejáramos

caer al suelo, podríamos reconstruir su Ética con esos dispersos trozos de papel”. Con

estas palabras comienza Harry Austryn Wolfson el primer capítulo de su obra sobre la

filosofía de Spinoza2.

Refiere a continuación que, al querer recomponer la Ética con esos fragmentos dispersos

de filosofías anteriores, se encontró con un problema que se diría propio de quien se

halla ante un rompecabezas: “Supongamos que tenemos una caja de piezas con las que

hemos de construir cierta figura; pero las piezas contenidas en la caja son más que las

que pueden usarse, y de entre ellas debemos elegir solo las necesarias para nuestro

propósito. Además, no todas las piezas se adaptan entre sí y han de ser remodeladas.

Finalmente, faltan muchas piezas necesarias y hemos de suplirlas por nosotros mismos.

Pero, para vencer todas estas dificultades, tenemos un esbozo del cuadro que hemos de

construir”. Wolfson declara que la Ética no es el resultado de un sincretismo de la

filosofía tradicional, sino que es producto de una crítica, y, como esta crítica no siempre

aparece en forma expresa, deberá él por su parte suplirla.

Para Wolfson, el punto de partida de Spinoza fue cierto volumen de conocimientos

adquiridos a través de lecturas múltiples. En la mente del pensador estos conocimientos

formaron un cuadro diseñado con los rasgos salientes de la filosofía tradicional. Wolfson

piensa que Spinoza elaboró su propia doctrina remodelando piezas de esa filosofía, y por

ese motivo cree que para examinar la Ética, para estudiarla, hemos de proveernos de un

repertorio de conocimientos similar al de Spinoza. No vamos a resumir los dos

compactos volúmenes que Wolfson ha dedicado al filósofo. Solo nos interesa subrayar

que, según él, “en el pensamiento, como en la Naturaleza, no hay creación de la nada

absoluta, ni hay tampoco saltos”. Fácilmente se advierte cuán distinto, más aún, cuán

radicalmente opuesto al de Bergson es su criterio. Pero una observación atenta descubre

que la oposición es menos rotunda de lo que parece, que tanto en Bergson como en

2
Harry Austryn Wolfson: The Philosophy of Spinoza. Harvard University Press, Cambridge,
Massachussets, 1934.
Wolfson nos encontramos con razones que atenúan en seguida el rigor del antagonismo.

Bergson no puede menos que referirse a los alejandrinos cuando comenta lo esencial en

la obra de Spinoza; en cuanto a la forma de la Ética huelga insistir en que reconoce su

origen cartesiano. Pero hay algo más. En el último capítulo de La Evolución Creadora,

Bergson dedica unas líneas a la filosofía de Spinoza. Al hablar de ella y de la de Leibniz,

indica: “No es que desconozcamos los tesoros de originalidad que encierra; ambos

volcaron en ellas el contenido de sus almas enriquecidas por las invenciones de su genio

y las conquistas del espíritu moderno; en ambos, sobre todo en Spinoza, hay como un

impulso de intuición que hace crujir todo el sistema. Pero si se elimina de las dos

doctrinas todo lo que les da animación y vida, atendiendo solo a la armazón, se

encuentra uno con la imagen que se obtendría mirando el platonismo y el aristotelismo a

través del mecanismo cartesiano, es decir, que se halla uno en presencia de una

sistematización de la física nueva, construida sobre el modelo de la metafísica antigua”.

En estas reflexiones de Bergson, la originalidad del filósofo ya aparece menos señalada

que en su antes mencionado ensayo. Para explicar luego el sentido de las filosofías de

Spinoza y de Leibniz enuncia los rasgos que definen la ciencia de su tiempo. La idea

inspiradora de la ciencia moderna era aislar, en el seno del universo, sistemas de puntos

materiales, tales que, conocida la posición de uno de ellos, pudiera en seguida

calculársela para cualquier momento. Los sistemas así definidos eran los únicos que la

nueva ciencia podía aceptar, y como a priori no cabría decir si un sistema dado

satisfacía o no la condición exigida, era útil proceder siempre y en todas partes como si

se llenase tal condición. El filósofo se sentía tentado de hacer una realidad de la

esperanza de que el nuevo método era de aplicabilidad ilimitada; y no satisfecho con

ello, convirtió una regla general de método en ley fundamental de las cosas. Fruto de

esta modalidad intelectual fue la concepción del mecanismo universal. Por ser inherente

a este último la afirmación de la solidaridad recíproca de todos los puntos y también de

todos los momentos del universo, hubo de hallarse la razón del mecanismo en la unidad

de un principio que contrajese todo lo que hay de yuxtapuesto en el espacio y de sucesivo


en el tiempo. De ahí que se concibiera la realidad como dada totalmente de una vez.

Dentro de tal realidad, la determinación mutua de las apariencias yuxtapuestas en el

espacio dependía de la indivisibilidad del ser verdadero, y el determinismo riguroso de

los fenómenos sucesivos en el tiempo expresaba simplemente que el todo del ser está

dado en lo eterno.

En La intuición filosófica, Bergson se remontó a los alejandrinos para hacernos ver

claramente lo esencial de la filosofía espinociana; aquí, en La Evolución Creadora, nos

la explica como resultado de la ciencia del siglo XVII. Reconoce la viviente originalidad

de Spinoza, pera no deja de señalarnos en su filosofía los caracteres de un pensamiento

que no fue solo de Spinoza. Diríase que Spinoza sirve ahora a Bergson, no como prueba

demostrativa de una “intuición filosófica” individual, sino como ejemplo de una

filosofía, que, si bien es de él, tenía en común con otras más de un rasgo fundamental.

Para el autor de La Evolución Creadora la filosofía de Spinoza y la de Leibniz

responderían igualmente a modalidades espirituales propias de toda una época.

La intuición filosófica se publicó en 1911; La Evolución Creadora apareció en 1907.

En 1922 escribió Bergson un ensayo en el que relata la génesis de su propia concepción.

Después de referirse a la imprecisión habitual de los filósofos, agrega: “En otro tiempo

una doctrina nos había parecido ser excepción, y fue probablemente porque estábamos

ligados a ella en nuestra primera juventud; la filosofía de Spencer tendería a tomar la

huella de las cosas y a modelarse sobre el detalle de los hechos. Sin duda, buscaba

todavía su punto de apoyo en generalidades vagas. Bien sentíamos la debilidad de los

primeros principios. Pero esta debilidad nos parecía obedecer a que el autor,

insuficientemente preparado, no había podido profundizar las “últimas ideas de la

mecánica”. Habríamos querido retomar esta parte de su obra, completarla y

consolidarla. Nos ensayamos en ella en la medida de nuestras fuerzas. Es así como

fuimos conducidos ante la idea de tiempo. Allí una sorpresa nos esperaba”. Esta

sorpresa fue el punto de partida de la filosofía de Bergson. ¿No equivale eso, acaso, a la

confesión de que esta filosofía surgió de una meditación sobre la de Spencer?


Diez años después, Bergson publicó Las dos fuentes de la moral y la religión. El

filósofo de este libro no dejaba de recordar al profesar que en el Colegio de Francia, en

cursos de historia de la filosofía, se había ocupado de Spinoza. Bergson emplea una

expresión de la Ética al enunciar su propio pensamiento sobre el tránsito de la “moral

cerrada” a la “moral abierta”. Es verdad que no quiere usar las palabras de Spinoza en

su sentido originario, pero las emplea en tal sentido mucho más de lo que cree: “Al

pasar de la solidaridad social a la fraternidad humana, rompemos, pues, con cierta

naturaleza, pera no con toda naturaleza. Se podría decir, apartando de sus sentidos las

expresiones espinocistas, que nos separamos de la naturaleza naturada sólo para volver

a la naturaleza naturante”. En Las dos fuentes de la moral y la religión de Bergson

hay una metafísica que guarda similitud con la metafísica de Spinoza en cuanto ambas

están vinculadas con el neoplatonismo, similitud no exenta de discrepancias radicales.

Bergson, que aparentemente habla de una intuición exclusiva y absolutamente personal

de todo filósofo, amengua así la rigidez de su concepción con el ejemplo de su propia

filosofía y con el ejemplo de la filosofía misma de Spinoza. En las pocas páginas que

dedica a nuestro pensador, nos la muestra emparentada con la filosofía neoplatónica y

con la ciencia moderna. Doble parentesco que también han señalado estudiosos de la

filosofía espinociana, poco inclinados a aceptar una opinión como esa para la cual el

autor de La intuición filosófica creía hallar en Spinoza una prueba no menos ilustrativa

que ilustre.

Wolfson comenzó sosteniendo un punto de vista en un todo opuesto al de Bergson. Pero

en el mismo libro en que lo expone, hallamos la prueba de que esa oposición es en la

realidad mucho menos terminante de lo que se podía creer por sus primeras líneas.

Wolfson pretendía componer la filosofía de Spinoza con trozos de otras filosofías y solo

creía necesario poner de su parte la crítica implícita en los textos del filósofo. Pero en el

último capítulo de su obra no puede dejar de señalar “lo que es nuevo en Spinoza”. Para

Wolfson la verdad establecida por la intrepidez de Spinoza fue el principio de la unidad

de la Naturaleza, con su doble significado: la homogeneidad del material de que está


constituida y la uniformidad de las leyes que la dominan. Ciertamente, Spinoza tuvo

predecesores; pero ellos, aunque admitieron o esbozaron tal principio, no se adhirieron

a él plenamente. Había una ruptura en alguna parte de esa unidad. El hombre era

considerado como formando un imperio dentro de un imperio y Dios era representado

como un super-imperio. Spinoza fue el primero en eliminar los hitos separatorios.

Colocó tanto a Dios como al hombre bajo la regla universal de la Naturaleza,

estableciendo así su unidad. De este modo indica Wolfson el aporte personal de Spinoza

a su sistema. Cuenta Wolfson cómo se fue desenvolviendo desde Hasdai Crescas, y a

través de Giordano Bruno, el pensamiento de que una única sustancia forma el cosmos.

Pero tocó a Spinoza extender a Dios el principio de la uniformidad de las leyes

naturales. En su enunciación de la contribución de Spinoza a la filosofía espinociana,

reconoce, de hecho, el fracaso del intento de reconstrucción de la doctrina que nos

ocupa como mera sistematización de ideas de autores precedentes. Hay algo en Spinoza

que no existió en los fragmentos del espinocismo pre-espinociano.

Nos encontramos, pues, con que la opinión que Bergson expuso en La intuición filosófica

sobre la absoluta originalidad del filósofo frente a antecesores y contemporáneos, se

halla contradicha en textos del propio Bergson. A la luz de ellos resulta tan inaceptable

como la tesis de Wolfson presentada al comienzo de su libro, tesis que el mismo Wolfson

concluye por rectificar al cabo de su examen de la filosofía de Spinoza. No hay en el

filósofo una originalidad total; hay en él mucho más que una sistematización nueva de

elementos preexistentes. En todo caso, ambos, Bergson y Wolfson, admiten la actitud

crítica en nuestro filósofo: Bergson, porque supone que ella es propia de todo creador

filosófico; Wolfson, porque piensa que debajo de las afirmaciones de Spinoza está

implícita una crítica que él va señalando, aunque el filósofo no siempre la haya

enunciado claramente.

Partiendo de puntos de vista aparentemente opuestos, hallamos, por tanto, justificado en

ambos el estudio de los antecedentes del espinocismo, de las influencias en la obra de


Spinoza.

Al llevarlo a cabo admitiremos que los conocimientos del filósofo intervienen en su

creación; admitiremos que en esta última hay una selección: rechazo de lo que el filósofo

cree inaceptable, recepción de aquello en que encuentra argumentos en apoyo de la

verdad por él descubierta, verdad que juzgará como tal, en parte al menos, en virtud de

esos argumentos, Esta verdad suya, ¿es obra de una intuición, es hallazgo de la

reflexión? Queden estas preguntas sin respuesta. Por nuestra parte, sin pronunciarnos

sobre el problema de la genialidad de todo filósofo, supondremos que Spinoza recibió

sugestiones, aprendió de los maestros de su juventud, de las ideas dominantes en su

tiempo, sin que esto vaya en mengua de su originalidad.

Agudas discrepancias se han puesto de manifiesto en los autores que han querido buscar

la filiación de sus ideas, el origen de uno u otro de sus conceptos. De la extensa historia

que se podría escribir de las diversas genealogías enunciadas, solo haremos un relato

muy breve, en el capítulo II de este volumen. Después de presentar un esquema de la

doctrina de Spinoza.

Antes de iniciar la tarea que nos hemos impuesto en este segundo tomo, queremos

señalar su vinculación con el primero de la presente obra. Hemos esbozado la vida de

Spinoza. Hemos comprobado que Spinoza, cuando joven, más aún, desde niño, recibió

una instrucción religiosa judía. En sus años de escolar y después de ellos conoció a

autores destacados del pensamiento filosófico-religioso del judaísmo. Pero también

hemos comprobado que desde joven entró en contacto con la cultura peculiar de su

tiempo. En las primeras cartas de su epistolario se nos muestra conocedor de las ideas

filosóficas y científicas del siglo XVII. Apenas llegado a la madurez lo vemos enunciando

censuras a Bacon y a Descartes, con un tono de seguridad propio de quien ya no es un

principiante. Al ocuparnos aquí de sus estudios de las ideas de otros autores, no lo

haremos como quien narra un hecho de su vida, sino en función de la doctrina que creó.

Este tomo es, así, el natural intermediario entre la crónica de los días de Spinoza y el

siguiente, que será de exposición y análisis de su obra. Aquí nos detenemos en los
estudios de Spinoza y en sus lecturas como elementos de juicio para la investigación de

las fuentes probables de su filosofía. Si como algo ya constituido, ella se nos muestra con

un rostro casi siempre impersonal, en el proceso de su gestación, lo individual de

Spinoza, las circunstancias de su existencia, su aprendizaje juvenil y el espíritu del

tiempo en que vivió no pueden ser dejados de lado. Este estudio de los factores

generadores de la filosofía de Spinoza ha de fundarse a veces en conjeturas, y nunca

puede ofrecer conclusiones de certeza absoluta. Sólo el mismo Spinoza pudo haber sido

confidente veraz de lo que aquí nos proponemos investigar con la ayuda de no pocos

trabajos valiosos ya realizados. Y Spinoza, en cuanto a la generación de su doctrina, lo

único que ha dicho es que fue la preocupación moral la que le llevó a filosofar. Si llegó a

preguntarse qué es la verdad, fue porque le interesaba saber cuál es el mayor bien. Y

porque así fue, puso el nombre de Ética al libro máximo en que expuso su visión de Dios,

del mundo y del hombre.

Dos aspectos distintos presenta la obra de Spinoza: las ideas metafísicas, morales,

gnoseológicas y psicológicas, por una parte, y, por la otra, las ideas sobre el contenido y

el sentido de la Escritura, sobre la organización del Estado, sobre las Iglesias. La Ética y

el Tratado Teológico-Político son, respectivamente, dentro del conjunto de sus escritos,

los libros más representativos de uno y otro aspecto de su labor. En una carta que hemos

reproducido en el 1er. tomo, el mismo Spinoza establece lo que se podría calificar como

enlace entre ambos. Pero se trata de dos libros distintos, tanto por la forma de la

exposición como por los asuntos de que tratan. Diríase que la Ética se dirige al lector

individual y estudia problemas eternos. En cambio, el Tratado Teológico Político podría

considerarse como un libro de polémica y de prédica relacionada con la libertad

religiosa y la vida del Estado, como un libro en que la metafísica de Spinoza halla

aplicación en asuntos de carácter especial.

Este volumen, en verdad, comprende dos partes: en la primera estudiamos los

antecedentes de lo que con rigor cabe llamar filosofía de Spinoza; en la segunda,


estudiamos los antecedentes de sus ideas sobre la sociedad, la política y la exégesis

bíblica. El lector encontrará justificado que dediquemos mayor espacio a la primera que

a la segunda. En efecto, en la primera ofrecemos de la formación intelectual del filósofo

una descripción suficientemente amplia como para que resulte superfluo insistir en la

segunda en ciertos puntos. Además, al relatar la vida de Spinoza en el primer tomo,

hemos recordado más de un hecho relacionado con el ambiente y las condiciones de la

aparición del Tratado Teológico-Político. Por eso dedicaremos al segundo aspecto de la

obra de Spinoza solamente unas páginas las del capítulo XII.

Con el fin de dar sentido a lo que desarrollamos en este tomo hemos creído oportuno

enunciar algo del pensamiento de Spinoza. En todo caso, ese muy sumario esbozo no

afecta al plan ya trazado de la presente obra, cuyo tercer tomo estará dedicado a la

exposición y la crítica de las doctrinas del filósofo.

Debemos aún hacer una última advertencia al lector. Este volumen lleva el título La

época de Baruj Spinoza. El título solo responde a una parte de lo que el presente

volumen quiere ser. Por su contenido debiera llamarse más bien “La formación

intelectual de Spinoza y su época. Influencias que ambas ejercieron en su filosofía”.

La bibliografía correspondiente a este volumen será incluida en el último de la presente

obra. Creemos conveniente hacerlo así para evitar en los tomos sucesivos repeticiones

de nombres de autores y de libros.

ALGUNAS IDEAS DE SPINOZA

JUICIOS SOBRE LOS ORÍGENES DEL ESPINOCISMO

CAPITULO I

ALGUNAS IDEAS DE LA ÉTICA DE SPINOZA


Problema metodológico: las influencias en Spinoza. El orden en el estudio. Esquema de la filosofía de

Spinoza. Cuestiones planteadas por Descartes. El ocasionalismo: Gueulincx y Malebranche. La Ética

de Spinoza. La sustancia. Los atributos. Conocimiento y ser. Libertad y necesidad. La virtud suprema.

En el tercer tomo de la presente obra analizaremos las doctrinas de Spinoza. En éste,

hemos de estudiar sus antecedentes y las influencias que actuaron en ellas. Pero el

plan de nuestro trabajo nos plantea un problema metodológico que podemos

formular en estas dos preguntas: ¿Cómo estudiar las influencias ejercidas en la

peculiar configuración de la filosofía de Spinoza, sin haberla expuesto previamente?

¿Cómo señalar los posibles factores que han intervenido activamente en su

generación, una vez que se nos aparece como algo ya concluido y de creación

puramente individual? En estas dos preguntas se resume la dificultad de estudiar, sin

conocer previamente su sistema filosófico, lo que Spinoza pudo haber tomado de

fuentes diversas, y también la de estudiar esas influencias después de enunciada la

filosofía espinociana en su integración definitiva y coherente.

Hemos optado por exponer las influencias en Spinoza antes de hacer la exposición

de las ideas de Spinoza. Para subsanar en lo posible la dificultad apuntada creemos

oportuno hacer aquí una rápida reseña del pensamiento espinociano tal como se

encontraría en un manual de historia de la filosofía. Tendremos, así, una noción,

ciertamente precaria, de aquello cuyos posibles antecedentes tratamos de indagar. Esta

breve exposición de la filosofía de Spinoza, no ha de ser juzgada, en verdad, ni como

suficiente, ni como definitiva. Provisional y deficiente, su sola función es dar

consistencia a este segundo tomo de nuestro Spinoza y presentar al lector una noción

sumaria del contenido de la creación intelectual del gran pensador. En esta síntesis de las

concepciones de Spinoza prescindiremos de cuanto ha dicho fuera de su Ética, y aun en

lo que a esta última se refiere, nos atendremos solamente a algunas de sus ideas.

La metafísica de Descartes, fundada sobre el puro pensamiento racional, había llegado a

un resultado que podía servir -y sirvió- de punto de partida a nuevas meditaciones, a


nuevas investigaciones. El filósofo francés había afirmado la existencia de Dios,

sustancia infinita que está fuera del mundo. Éste, a su vez, consistiría, para él, de dos

sustancias finitas, espíritu y materia, de las que la primera sería un puro pensamiento,

inextenso, sin localización en el espacio, y la segunda sería una sustancia extensa, no

susceptible del más ínfimo proceso psíquico. Para Descartes, las dos sustancias finitas

eran a tal punto distintas entre sí, que no cabía que una de ellas pudiese ejercer acción

sobre la otra. Así lo había enseñado la pura razón, mas otra cosa mostraba la experiencia

de los hechos de la vida corriente. En el individuo humano aparecen ligadas ambas

sustancias; la existencia del hombre se desarrolla como si lo corpóreo actuase sobre lo

espiritual y como si lo espiritual actuase sobre lo corpóreo. Ello planteaba un agudo

interrogante. Para responder a él, formuló Descartes la tesis de que a Dios se debía el

milagro de que en el hombre pudiese haber tal acción recíproca. ¿Era aceptable esta

solución? ¿Se ajustaba a la máxima de las ideas claras y distintas? Abundantes objeciones

le hicieron contemporáneos de Descartes y sucesores de él. Spinoza se ha ocupado en su

obra más de una vez de la tesis cartesiana sobre la relación de alma y cuerpo. Es, sobre

todo, en la introducción a la quinta parte de la Ética donde la glosa y examina,

Comentando la opinión de Descartes sobre el papel de la glándula pineal en la

vinculación de alma y cuerpo, dice: “No me puedo sorprender bastante de que este

filósofo, que ha tomado por regla el extraer conclusiones sólo de principios evidentes por

sí mismos, el no afirmar nada de que no tenga una concepción clara y distinta, y que,

además, reprocha tan a menudo a la Escuela el explicar las cosas oscuras por las

cualidades ocultas, se contente con una hipótesis más oculta que las mismas cualidades

ocultas. ¿Qué entiende -pregunto- por la unión del alma y el cuerpo? ¿Qué idea clara y

distinta puede tener de un pensamiento estrechamente unido a una porción de la

extensión? ¡Si por lo menos hubiese explicado esta unión por la causa próxima! Pero en

su filosofía la distinción entre el alma y el cuerpo es tan radical que no ha podido asignar

una causa particular ni a esa unión ni al alma misma, y ha debido forzosamente recurrir a

la causa del Universo, es decir, a Dios”.

Ciertamente, la solución que el filósofo francés dio al problema de la relación de las dos
sustancias finitas, solución que no se atiene a las exigencias de su propio método,

constituía una contradicción suficientemente llamativa como para despertar urgencias de

nuevas reflexiones, y así fue, en efecto. Antes de Spinoza y contemporáneamente con su

obra, aparecieron tentativas de ofrecer una solución satisfactoria al problema que en la

teoría cartesiana aparecía sólo ficticiamente resuelto. El ocasionalismo es una doctrina

nacida de esta búsqueda intelectual. La razón había llegado a la conclusión de que la

verdadera causa última de cuanto ocurre es Dios. El espíritu no es capaz de ejercer acción

sobre el cuerpo, ni cabe acción del cuerpo sobre el espíritu, pero Dios puede actuar sobre

ambos. De esto último extraían los ocasionalistas una explicación para lo que en el

pensamiento de Descartes se mostraba como algo milagroso. Hela aquí: En la ocasión en

que se produce un cambio cualquiera en la sustancia espiritual, produce Dios un cambio

correspondiente en la sustancia corporal, y a la inversa. Así, ambas sustancias actúan

la una sobre la otra, no directamente, sino por la mediación de Dios. O, dicho con

más rigor, ambas se hallan sometidas a la acción de Dios.

Los franceses De la Forge y Cordemoix fueron los iniciadores de la escuela llamada

ocasionalista. Sólo dedicaremos unas líneas a sus representantes más ilustres:

Gueulincx y Malebranche. Arnauld Gueulincx (1625-1669) fue alumno de la

universidad de Lovaina. En ella estudió medicina, y después de graduarse disertó en

sus aulas sobre temas de filosofía; pero hubo de abandonar esta enseñanza para

dirigirse a Leyden, donde, a partir de 1663, dio a un grupo de discípulos cursos

privados, menos concurridos que los de Lovaina. En 1660 publicó Saturnalia seu

questiones quodlibeticae in utramque partem disputatae. En 1662 apareció su Logica

fundamentalis suis, a quibus hactenus collapsa fuerat, restituta. Tres años más tarde

publicó la primera parte de su γνώθι σεαυτόυ sive Ethica, que apareció en su texto

íntegro después de la muerte de su autor. También otros de sus escritos se publicaron

después de su fallecimiento: Physica vera en 1680 y Metaphysca vera ad mentem

peripateticam en 1691. El mismo año, se publicaron igualmente sus Annotata

praecurrentia y Annotata majora in principia Renati Descartes. Gueulincx pone en

primer término en claro por qué no cabe admitir que nuestra voluntad actúe sobre el
cuerpo y que éste pueda actuar sobre nuestra alma. Si tal acción existiera, la

advertiríamos nítidamente. El querer es un pensar, y si por obra directa de él

ejecutáramos un movimiento, lo reconoceríamos de modo inmediato, pues pensar es

tener conciencia. Pero esto no ocurre en el caso del movimiento voluntario de

nuestro brazo, por ejemplo. Nuestro pensamiento quiere que el brazo se levante y

nuestro brazo se levanta; al hablar, lo hacemos queriéndolo. Pero no levantamos el

brazo ni hablamos porque lo queremos. No advertimos cómo la voluntad se traduce

en acto, e idéntica cosa acontece con la acción que sobre nosotros ejerce el mundo

exterior. No advertimos cómo se refleja en nosotros el movimiento físico, y por eso

no podemos decir que percibimos directamente algo de fuera de nosotros. Los

movimientos en la materia se producen de manera puramente mecánica; cada hecho

en el mundo físico tiene una causa material, y también los movimientos de nuestro

cuerpo habrían de explicarse de la misma manera. No sólo esto: los cambios

producidos en el alma son procesos puramente psíquicos en la sustancia espiritual,

que es una sola en el mundo todo. De ahí fluye que la vida de nuestra alma habría de

explicarse exclusivamente por las determinaciones psíquicas que actúan en la única

sustancia espiritual. No puedo ser autor de una acción de la que no tengo conciencia,

y no cabe que el cuerpo, carente de conciencia, ejerza acción alguna.

La reflexión filosófica viene, así, a contradecir un hecho de la experiencia visible. Si

por mediación del cuerpo sucede algo en el alma, no puede el cuerpo ser la causa

productora de ello, sino sólo la causa instrumental; sería erróneo suponerlo “causa

efficiens” pues sólo es “causa occasionalis”. Una legítima inferencia surge de le que

acaba de decirse: Al comprobar que en nuestro cuerpo -perteneciente a la sustancia

material- ocurren procesos que corresponden a otros procesos, que aparecen en

nuestra alma -perteneciente a la sustancia espiritual-, debemos admitir que en ello

interviene la tercera sustancia, la infinita, Dios, que da lugar a que se produzca esta

correspondencia. No existe unión entre alma y cuerpo en el sentido de que pueda

haber entre ellos acción recíproca; son independientes y sólo han de hallarse ligados

por una actividad que no es obra de la una ni del otro. No hay actividad sin voluntad,
y si por una obramos, es ella ajena a nosotros: es la voluntad de Dios. Gueulincx

concibe a Dios como una voluntad omnipotente. Además, Dios es quien impone en

nosotros las representaciones, las cuales no dependen de nuestro entendimiento ni de

nuestra voluntad. Ellas se deben a Dios, ser pensante, espíritu, causa de sí mismo y

causa de todo lo que acontece.

Gueulincx desarrolla el pensamiento de Descartes de que Dios es el poder que a

cada instante sostiene tanto la sustancia material como la espiritual. Dios es, en todo

momento, la causa de los fenómenos que ocurren en ambas; es él quien produce

tanto las modificaciones de la sustancia espiritual como las de la material, y, por eso,

nada hay de milagroso en que a cada momento concuerden entre sí armónicamente los

dos mundos. En uno y otro sucede lo que necesariamente ha de suceder por obra de Dios.

Éstas son algunas de las ideas de Gueulincx. El análisis minucioso descubre ciertamente

en ellas contradicciones derivadas del hecho de que el pensamiento de este filósofo es

unas veces teológico y otras naturalista.

La concepción de Gueulincx fue un anticipo de la de Nicolás Malebranche (1638-1715).

Aunque Malebranche es posterior a Gueulincx, los libros de ambos son más o menos

contemporáneos. Malebranche nació en París, donde hizo estudios de teología. Leyó

pacientemente la filosofía de Descartes, de la que tuvo por primera vez conocimiento en

forma casual.

Diez años examinó los textos de Descartes y al cabo de ellos publicó, en 1674, De la

recherche de la vérité, obra que dio fama a su autor y fue motivo de serias controversias.

Malebranche se ocupa del mismo problema que Gueulincx; también él afronta la cuestión

de la relación de alma y cuerpo, pero lo hace sobre todo desde el punto de vista

gnoseológico, enunciando ideas de singular agudeza. Se pregunta cómo podemos conocer

el mundo exterior, y contesta que tanto las almas (espirituales) como los cuerpos

(materiales) no están fuera de Dios, sino en él. Según esta concepción -panenteísmo-

también se hallan en Dios las ideas sobre el mundo exterior a nosotros, ideas que nuestra
alma percibe por estar ella igualmente en Dios. Ahí halla el punto de partida de su crítica

severa a la concepción cartesiana de las ideas. Llamamos “innatas” a las ideas claras y

distintas que encontramos en las matemáticas y en la filosofía; en ellas conocemos

nítidamente las ideas de Dios. Cuando las ideas no tienen esta claridad, decimos que nos

llegan del mundo exterior. Creemos, entonces, hallarnos ante un mundo de colores y

oímos sus sonidos, porque no percibimos las ideas exactas de Dios sobre el mundo, sino

que incurrimos en cierto error: no entendemos los pensamientos de Dios, y, en vez de

ideas claras y distintas, tenemos imágenes confusas.

En Malebranche aparece también la noción de que sólo somos espectadores de un

proceso que ocurre en nosotros sin nuestra voluntad. Sus opiniones sobre la visión en

Dios le trajeron réplicas violentas de partidarios de Descartes; rebasa los límites de

nuestro trabajo el análisis de tan significativa polémica.

En ese momento aparece la doctrina de Spinoza. Descartes y los ocasionalistas habían

creado un doble dualismo: primero, la oposición entre Dios y mundo; luego, entre

espíritu y materia, entre alma y cuerpo. Los ocasionalistas, desenvolviendo la concepción

cartesiana, habían avanzado en dirección a una unidad en la que Dios y mundo, espíritu y

materia, alma y cuerpo, serían una sola cosa. Habían avanzado por este camino, pero sin

llegar al punto terminal. ¿Influyeron en la filosofía de Spinoza las obras que exponían la

tesis ocasionalista? No pocas de ellas aparecieron después de la muerte de Spinoza, y

ninguna figura en la nómina de los libros que se conocen de la biblioteca del filósofo 3.

Pero, aun admitiendo que las conclusiones de la escuela ocasionalista no ejercieron

influencia directa en el espíritu de Spinoza, su exposición es oportuna como introducción

al pensamiento de nuestro filósofo.

Descartes había abarcado todo el mundo corporal con la sola idea de materia y

3
Kuno Fischer, en el tercer capítulo del segundo volumen de su Geschichte der neueren Philosophie,
cuarta ed. Heidelberg, 1898, da a entender que Spinoza tomó el título de su Ética de la obra
homónima de Gueulincx. No trae argumentos en favor de esta suposición.
movimiento. Gueulincx hizo de él una sola y universal sustancia material, y a la vez

redujo todas las almas particulares a una sola sustancia espiritual. Malebranche acercó

estas dos sustancias a Dios, incluyéndolas, por así decirlo, en él. Estaba abierta la ruta a la

fusión de esas tres entidades en una sola. Había que dar un último paso, el más audaz y el

más difícil. Spinoza lo dio gracias a otros factores espirituales que actuaron en él. De

ellos precisamente trata el presente volumen. Suponer que Spinoza, en su proceso mental,

pasó por lo que llamaríamos una etapa ocasionalista, importaría sostener implícitamente

la tesis de que su doctrina es producto exclusivo de una meditación sobre Descartes, tesis

muy discutida y a todas luces inaceptable.

Al igual que el de Descartes, el racionalismo de Spinoza parte de la base de que todo lo

que el intelecto reconoce como claro y distinto es verdadero. En su De la Reforma del

entendimiento Spinoza ya enuncia este criterio. En las matemáticas, una vez que se ha

establecido un concepto, fluyen de él ciertos teoremas que la razón no puede dejar de

admitir como verdaderos. Tales teoremas no sólo son verdades para la razón, sino que

son verdades en cuanto el pensar corresponde exactamente al ser. Spinoza emplea en su

Ética el método matemático: sobre ciertas definiciones, levanta el edificio de su

pensamiento. Su preocupación primordial es encontrar cuál es la virtud suprema, y para

realizar esta investigación ha de comprobar antes qué son Dios, el mundo y el hombre y

cuáles son los principios que rigen toda realidad.

Para Spinoza todo lo que hay es, bien una substancia, es decir, algo que contiene ciertas

propiedades, bien un atributo, es decir, una propiedad de la substancia que expresa la

esencia de ella, o bien un modo, es decir, un estado accidental de la sustancia. Nuestro

filósofo indica con precisión el sentido de los tres vocablos. Para Descartes, substancia es

“algo que es por sí mismo y no necesita de cosa alguna para su existencia”. Spinoza juzga

deficiente esta definición cartesiana porque no toma suficientemente en cuenta las

condiciones racionales del pensamiento claro y distinto. En primer término, se ha de

señalar qué pensamos al pensar una substancia, pues en el pensamiento recto

encontramos la verdad del ser. Por eso Spinoza corrige a Descartes y define la
substancia: “Por substancia entiendo aquello que es en sí mismo y que puede ser pensado

en sí mismo. Es decir, algo cuyo concepto no necesita del concepto de otra cosa por el

que hubiese de formarse”.

La primera parte de la Ética contiene las inferencias de esta definición. Spinoza razona:

Una sustancia ha de ser ilimitada porque admitir que tiene algún límite importa aceptar

que hay algo que la limita, esto es, que para comprender plenamente el concepto de la

substancia se ha de acudir al concepto de esa otra cosa que la limita y que está fuera de

ella. Y, en este caso, la sustancia ya no será una sustancia, pues el pensarla, según la

definición, no ha de requerir tal ayuda. Que la sustancia sea ilimitada, significa que es

infinita, pues no puede haber cosa que de alguna manera le ponga fin. Su ser infinito nos

trae la consecuencia de que no puede haber una multiplicidad de substancias. En efecto,

admitamos por un instante que hubiera más de una, por ejemplo, dos substancias

infinitas. ¿Qué habría de ocurrir? Si son completamente idénticas en todo, entonces, ¿en

qué consistiría la dualidad? Idénticas en cuanto las pensamos, serían idénticas también en

su ser, serían una sola. Si difieren en algo, entonces una de las substancias contiene cierto

atributo que falta en la otra, y, en tal caso, para pensar en una de ellas, debiéramos pensar

en lo que, faltándole, hay en la otra. Es decir, que para esa sustancia ya no nos bastaría

con sólo pensar en ella. Fluye la conclusión de que no puede haber más que una sola

substancia.

¿Qué es esa sustancia única? Para saberlo, debemos indagar cuáles son sus atributos. “Por

atributo, dice Spinoza, entiendo aquello que el intelecto percibe como constituyendo la

esencia de una sustancia”. Si sólo hay una única sustancia infinita, debo admitir que ella

tiene un número infinito de atributos, pues el aceptar que carezca de alguno, significaría a

la vez aceptar que está limitada en algo, y, por lo tanto, contra el concepto de sustancia,

al pensarla, habría que pensar en una cosa distinta de ella. Si el número de atributos de la

sustancia es infinito, entonces la sustancia es perfecta, es Dios. Dios es, entonces, la

sustancia única, con infinitos atributos que expresan su esencia. De los infinitos atributos

de Dios, sólo conocemos dos: la extensión y el pensamiento.


Se advierte así una radical diferencia entre la concepción de Spinoza y la de

Descartes. Para el filósofo francés, la extensión es atributo de una sustancia material

que se encuentra fuera de Dios; para Spinoza, la extensión es un atributo que expresa

la esencia de Dios. Lo mismo ocurre con el pensamiento, el cual, según Spinoza, no

es atributo de una sustancia espiritual que se encuentre fuera de Dios y sea distinta

de Dios, sino que es igualmente un atributo de ese Dios. Descartes había creído que

la sustancia pensante y la extensa no existían por sí, sino que eran producidas por la

sustancia divina. Para Spinoza, extensión y pensamiento son dos de los infinitos

atributos de la sustancia única y perfecta.

Así resuelve Spinoza el arduo problema de Descartes y de los ocasionalistas. Hay

una única sustancia de la que nosotros conocemos dos atributos: la extensión y el

pensamiento. En Dios son simultáneos. Ambos, como los otros atributos, que

escapan al conocimiento humano, son expresión esencial de la sustancia única.

La concepción de Spinoza de que sólo hay una única sustancia que para el hombre

es extensión y pensamiento, trae necesariamente esta consecuencia: no es posible

que se encuentre un fenómeno espiritual sin uno corpóreo ni un fenómeno corpóreo

sin uno espiritual. Para Spinoza, dice Bréhier, “sustancia única e inteligibilidad

universal son lo mismo, a condición de que la relación de la sustancia con sus

atributos no sea una simple relación de sujeto a predicado, sino que la sustancia

indivisible sea la razón que da cuenta de la existencia de los modos en cada atributo.

Hay en todos los atributos, a pesar de sus diferencias de esencia, un fondo idéntico,

la capacidad de dar razón de los modos que son en ellos. Ahora bien, esta

inteligibilidad es el orden; y el orden, según el cual fluyen los modos unos de otros

en cada uno de estos atributos, puede ser idéntico a pesar de la distinción de los

atributos”4.

El monismo de Spinoza supone la identidad entre Dios y mundo, porque ambos son

una misma sustancia. “Deus sive natura” es la fórmula de esta identidad. ¿La
4
Emile Bréhier: Histoire de la Philosophie. La Philosophie Moderne., ed. Alcan, Paris, 1934, 1ª parte, pág.
172.
mantiene siempre el filósofo? En todo caso, de su doctrina que afirma una sustancia

única, extrae una nueva visión de las cosas y de los fenómenos del mundo. Estamos

acostumbrados a percibir los procesos del Universo como hechos singulares,

desvinculados, sin conexión recíproca. La percepción sensible y todo conocimiento

derivado de ella, nos muestran seres independientes entre sí. “Adecuado”, en

cambio, será el conocimiento que parte de Dios y de sus atributos. Si se enfocan las

cosas del mundo a la luz de la sustancia única, se advierte que no hay seres aislados,

dispersos, separados unos de otros.

Spinoza, comentando el plan de su Ética, declara: “En la primera parte se muestra

de una manera general la dependencia de todas las cosas respecto de Dios; en la

quinta parte se muestra la misma cosa, pero por la consideración de la esencia del

espíritu”. La infinita sustancia divina se manifiesta en todo cuanto el hombre conoce

o puede llegar a conocer. Todo constituye una unidad que sólo el hombre con su

imaginación puede separar en objetos distintos. Pero en verdad no existen objetos

distintos. Hay una sola cosa: el mundo, que es Dios. Los hechos particulares no son

más que estados diversos (modos) en que se nos aparece la sustancia divina en

momentos diversos y en diversos lugares del infinito espacio. En todos los

fenómenos se muestra la correspondencia del movimiento mecánico, que rige en la

extensión de la sustancia, con lo psíquico, que rige en el pensamiento de esa misma

sustancia. Los movimientos se producen de acuerdo con las leyes propias del

movimiento; lo psíquico se produce según las leyes propias del pensamiento. Pero

ambos procesos son lo mismo: dos aspectos del eterno acontecer divino. Ambos

reflejan una misma realidad, eterna.

Tesis fundamental en la obra de Spinoza es la de que “el orden y la conexión de las

ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas”. De ahí fluye que en cada

cosa singular y en cada hecho coincidan el proceso mecánico del movimiento con

cierto proceso espiritual. Para Spinoza, se trata, en verdad, de dos traducciones distintas

de un mismo original. Más aún: en la sustancia única, cuando se la considera como un


todo, se presenta idéntico paralelismo de extensión y pensamiento. El espacio cósmico

único está ligado a un pensamiento cósmico único. La sustancia divina tiene clara

conciencia de sí misma como de todos sus atributos, incluso de aquellos que el

conocimiento del hombre no capta. En su infinito entendimiento se presenta claramente

la relación necesaria entre los hechos diversos. Esto último ha de subrayarse

particularmente porque contribuye a evitar la identificación del espinocismo con las

filosofías materialistas en mérito a que Spinoza habría enseñado que no hay espíritu sin

cuerpo. Tal confusión se torna imposible si se tienen presentes las palabras del mismo

Spinoza. En la proposición 7 de la segunda parte de la Ética enuncia el filósofo el ya

mencionado principio de que el orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden

y la conexión de las cosas. Corolario de este principio es que la potencia de pensar es en

Dios igual a la potencia actual de obrar. A este corolario sigue en la Ética un escolio.

Reproducimos a continuación su texto íntegro porque es de los que contribuyen a aclarar

el sentido de la doctrina espinociana:

“Antes de continuar, es menester recordar aquí lo que hemos dicho más arriba, o sea que

todo lo que puede ser percibido por una inteligencia infinita, como constituyendo la

esencia de la sustancia, todo eso pertenece a una sustancia única, por consiguiente, que la

sustancia pensante y la sustancia extensa no forman sino una sola y misma sustancia, la

cual es concebida, ya bajo uno de sus atributos, ya bajo el otro. Igualmente, un modo de

la extensión y la idea de este modo no son sino una sola y misma cosa expresada de dos

maneras. Es lo que parecen haber percibido, como a través de una nube, hebreos que

sostienen que Dios, el entendimiento de Dios y las cosas que entiende, no son sino uno y

lo mismo. Por ejemplo, un círculo que existe en la Naturaleza y la idea de tal círculo, la

cual también es en Dios, son una sola y misma cosa expresada por dos atributos

diferentes, y, por consiguiente, que concibamos la Naturaleza bajo el atributo de la

extensión o del pensamiento, o bajo cualquier otro atributo que fuese, encontraremos

siempre un solo y mismo orden, una sola y misma conexión de causas; en otros términos,

las mismas cosas resultan recíprocamente las unas de las otras. Y si he dicho que Dios es

causa de la idea del círculo, por ejemplo, solamente en tanto que es cosa pensante, y del
círculo, en tanto solamente que es cosa extensa, no lo he dicho por otra razón que ésta:

que el ser formal de la idea del círculo no puede ser concebido sino por otro modo del

pensamiento, tomado como su causa próxima, y éste, por otro modo, y así hasta el

infinito; de tal manera, que si consideráis las cosas como modos del pensamiento, debéis

explicar el orden de toda la Naturaleza o la conexión de las causas por el solo atributo del

pensamiento; y si las consideráis como modos de la extensión, por el solo atributo de la

extensión, y lo mismo para todos los otros atributos. Es porque Dios es verdaderamente la

causa de las cosas consideradas en sí mismas, en tanto que Él está constituido por una

infinidad de atributos”.

Para nuestro filósofo, la sustancia infinita posee una razón infinita. Spinoza, como Filón,

la llama “logos”, y emplea para ella la misma expresión que Filón empleó: “El logos es

hijo de Dios”. En la concepción de Spinoza, el “hijo” es una cualidad eterna de Dios que

no puede ser separada de él y existir fuera de él. La sustancia divina es la más elevada

categoría de pensamiento claro e infinito y su más alta perfección se expresa en su

realidad, en la potencia de ser y actuar. Dios no sólo tiene clara conciencia de su propio

ser, sino que tiene también un sentimiento de amor al mundo, es decir, a sí mismo.

En esta visión de la realidad, los elementos opuestos no son negados, suprimidos, sino

que persisten como aspectos de una unidad más alta. Esto es verdad también en cuanto a

la oposición de Dios y mundo. Por estrechamente que esté ligada la idea de Dios a la idea

de mundo, señala Spinoza, sin embargo, una diferencia entre ambos. Dios es la sustancia

cósmica en su unidad y totalidad con la razón infinita que rige en ella. El mundo es el

sistema de los hechos particulares y de las cosas particulares que hay en la sustancia

y derivan de ella. Ambos son Naturaleza. Pero Dios es la Naturaleza que crea y el

mundo es la Naturaleza creada. A la primera llama Spinoza “natura naturans”; a la

segunda, “natura naturata”. El mundo no es sólo Dios, sino que también en cierto

modo procede de Dios, pero está en Él desde la eternidad; desde la eternidad procede

el mundo de Dios de una manera puramente lógica, como, por ejemplo, los teoremas

de la geometría proceden de sus axiomas. De esta manera interpretan algunos autores


la distinción entre las dos naturalezas de que Spinoza habla en la Ética. No nos toca

examinarla aquí; sólo queremos señalar que en la concepción rígidamente monista

irrumpe un inesperado dualismo.

Nuestro filósofo continúa discurriendo. La naturaleza creadora da de sí todo cuanto

hay, no para cumplir algún fin, puesto que la sustancia perfecta no puede tener fines.

El fin o los fines debieran ser algo a lo cual aspirara Dios, algo de que careciera, y ya

sabemos que fuera de Dios nada puede haber. Dios produce el mundo, no porque

quiera realizar algo, sino por lógica necesidad de su ser. Sin embargo, Dios es libre, y

lo es porque en verdad “libre es sólo aquella cosa que actúa según la necesidad de su

propia naturaleza”. Pero sólo Dios es plenamente libre. Todo lo que de él procede

debe tener una causa o un fundamento (una razón lógica) para existir y por la que ha

de ser de una manera y no de otra. Sólo Dios es la causa de sí mismo. “Por causa de

sí mismo -dice Spinoza – entiendo aquello cuya esencia envuelve la existencia, o

aquello que no puede ser pensado sino como existente”. Spinoza da a este

pensamiento una fundamentación puramente racionalista. Cuanto hay en el mundo

debe su existencia a alguna causa. Sin la representación de esa causa no vemos por

qué esta o aquella cosa, este o aquel suceso, han de producirse tales como se

producen. La mente del hombre ha de pensar siempre que, si algo ocurre en el

mundo, es porque hay en último término una cosa absolutamente necesaria que lo es

por sí y no porque otra la determine. Tal cosa ha de existir porque en su esencia

misma ya está incluida la incondicionada necesidad de su existencia. Así como un

axioma matemático contiene en sí su propia verdad y no necesita demostración

alguna, así la sustancia única tiene en sí misma el motivo lógico de su existencia. Es

la causa de sí misma, y el concepto de causa se confunde casi siempre en Spinoza

con el de razón lógica (“causa sive ratio”). Sólo la creadora Naturaleza infinita es

libre y es su propia causa. La naturaleza creada, que deriva de ella por necesarias

leyes lógicas, no puede ser libre. En la naturaleza creada todo está determinado por

las eternas leyes divinas, condicionado por ellas, y no caben los milagros. En la

Naturaleza no hay bien ni mal: todo es en ella más o menos bueno, más o menos
perfecto. Cada cosa, como parte de Dios, tiene en sí el divino anhelo de conservarse

y de actuar sobre otras cosas. Pero cada cosa ha de sufrir también la acción de otras

cosas. Cuanto más actúa una cosa sobre otras, cuanto más libre se halla de acciones

extrañas y obra según la necesidad de su propia naturaleza, más perfecta es.

Esta es la metafísica de Spinoza, que su autor elaboró como fundamento de la moral,

verdadero objeto de su filosofía. En esta metafísica halla Spinoza el punto de partida

para resolver el problema de cuál es la virtud suprema a que se ha de aspirar. El

hombre sólo es un modo de la sustancia divina. No es más que una pequeña ola que

por un momento se levanta del mar infinito, que se eleva y vuelve a confundirse con

él. El hombre no puede tener una voluntad absolutamente libre. El creer en su

libertad es fruto de su imaginación. Esta creencia procede de que no ve las causas

que actúan sobre su voluntad. Más aún, no hay realmente en el hombre una facultad

especial a la que podamos llamar voluntad, pues voluntad y entendimiento son la

misma cosa. Causas cósmicas producen movimientos en el hombre; los movimientos

se reflejan en su conciencia, en su entendimiento, y él cree que los realiza según su

voluntad libre. El ebrio, ¿no se cree, acaso, libre en su voluntad?

Pero el entendimiento humano puede en ciertas condiciones actuar según la

necesidad de su misma naturaleza, no según las influencias del mundo exterior, esto es,

puede ser relativamente libre. Por eso, será tarea de Spinoza investigar cuándo y en qué

condiciones está el entendimiento humano sometido a factores extraños y cómo puede,

hasta cierto grado, librarse de ellos y vivir según su propia índole.

Siendo la voluntad y el entendimiento del hombre una misma cosa, consistiendo ambos

en pensar, en producir ideas, se ha de averiguar en primer término qué ideas son

“adecuadas” y cuáles no lo son. El hombre no es sólo pensamiento. Como toda cosa en el

mundo, el hombre es también extensión. Pero los movimientos que ocurren en el mundo

exterior y en su propio cuerpo no los puede ver claramente. Las ideas que en él produce

todo este conjunto de los movimientos corporales no son ideas claras. Reflejan el mundo

exterior no como es en verdad; son “inadecuadas”. Cuando creemos conocer cosas


particulares, nuestro conocimiento no es verdadero; cuando creemos tener una voluntad

absolutamente libre, estamos igualmente en error. Verdadero es el conocimiento de Dios

y sus atributos; lo es también el de las cosas y de los hechos cuando pensamos en los

hechos y en las cosas sub specie aeternitatis, ligados entre sí por causas y efectos en la

unidad de la sustancia divina. Sólo tal conocimiento, que procede de la visión racional de

la necesidad eterna, es parte del infinito entendimiento divino.

De las ideas no adecuadas proceden las pasiones humanas, y mientras el hombre está bajo

el imperio de ellas no puede ser libre; es entonces su esclavo. Spinoza intenta construir

todo un sistema psicológico de las pasiones y las estudia objetiva e imparcialmente como

si fuesen figuras geométricas. “Consideraré -dice- las acciones y los apetitos humanos

como si estuviera tratando de líneas, planos o cuerpos”. El filósofo reduce todas las

pasiones a dos: alegría y tristeza. La base de toda su reflexión es que los distintos objetos

se hallan en estados de perfección diversos.

Cuando el hombre actúa más en conformidad con su propia naturaleza y sufre menos las

acciones extrañas, aparece en él un afecto de alegría. Pero si pasa a un estado menos

perfecto, entonces está obligado a actuar menos según su propia naturaleza y a sufrir en

mayor grado influencias extrañas: aparece en él un sentimiento de tristeza. Si el afecto de

alegría se une a la representación de la causa que lo produce, surge un sentimiento de

amor a la cosa que suponemos causa de nuestra alegría. Tenemos un sentimiento de odio

a la cosa que suponemos causa de nuestra tristeza. Cuando nuestro entendimiento se halla

bajo el dominio de las pasiones es siervo de ellas, pero la causa verdadera del estado de

esclavitud es el error en que incurrimos toda vez que pensamos que algún objeto

particular puede por sí mismo ser la causa de nuestra tristeza o de nuestra alegría. Si con

la ayuda de ideas “adecuadas” reconocemos que las cosas singulares no pueden

desempeñar papel de causas porque no tienen una voluntad libre, porque todo lo que

hacen lo hacen según las leyes eternas de la infinita sustancia extensa y pensante,

entonces el amor y el odio se descomponen en sus elementos integrantes. La alegría se

liberta de la representación de la causa que hemos supuesto productora de ella. El odio


desaparece en cuanto reconocemos que ninguna cosa particular puede ser causa de

nuestra tristeza.

Merced a este proceso racional, el entendimiento se liberta de las pasiones y se eleva a

una etapa más alta de perfección. El tránsito a esta etapa de perfección mayor produce en

el hombre un nuevo sentimiento de alegría, de conciencia de su libertad. Y al preguntarse

cuál es la causa de esta alegría, ha de reconocer que lo es la representación de Dios

mismo. La alegría se fusiona entonces con la representación de Dios que la ha causado, y

surge un nuevo sentimiento de amor: el amor intelectual a Dios. Éste es el bien más alto a

que ha de aspirar la razón humana según su naturaleza.

Ésta es a grandes rasgos la doctrina expuesta en la Ética de Spinoza. En las precedentes

líneas nada dijimos respecto de la concepción espinociana sobre el alma entendida como

idea del cuerpo. No nos hemos detenido en su teoría del conocimiento, en la que

desempeña papel importante la intuición intelectual. De las opiniones de Spinoza sobre la

inmortalidad, sobre la ciencia y sobre tantas otras cuestiones de gran significación no

hemos hecho siquiera mención en el bosquejo del pensamiento del filósofo. Sin embargo,

creemos que esto será suficiente como esquema de la doctrina cuyos antecedentes y

cuyas fuentes nos proponemos estudiar a través de las lecturas de su autor y de las ideas

de su tiempo.

CAPITULO II

LAS “GENEALOGIAS” DEL PENSAMIENTO DE SPINOZA.

Las primeras apreciaciones sobre el origen de la filosofía de Spinoza. La opinión de Leibniz. Las

polémicas. Cartesianos anti-espinocistas. Spinoza y la Cábala. Las controversias a fines del siglo XVII y en

el XVIII. En el siglo XIX. Spinoza y la filosofía hebrea. Spinoza y el Renacimiento. Las opiniones más

recientes.
En los manuales de historia de la filosofía es frecuente la afirmación de que el

pensamiento moderno de Europa se manifestó en dos corrientes: racionalista la

una y la otra empirista. Hasta se las separa geográficamente: la primera sería

continental, la segunda inglesa. Bosquejos de la cultura europea de comienzos de

la edad moderna, hablan de las matemáticas en Francia, del método empírico y

experimental en Inglaterra, de la teología y la física en Holanda. Una separación

de las doctrinas filosóficas por su contenido es inaceptable si se la hace en forma

radical, pues hubo estrechos contactos entre representantes de las distintas

orientaciones que tenían de común algunos de los problemas planteados.

Para persuadirse de que la calificación geográfica de las escuelas no ha de tomarse

en sentido absoluto, basta recordar que Bacon, el iniciador del empirismo, pasó

algunos años de estudios en Francia, y Descartes, el fundador del racionalismo,

vivió, y escribió en Holanda y en Suecia. León Roth señala acertadamente que el

inglés Hobbes, cuando vivía en la capital francesa, acudía a una suerte de Academia

cosmopolita que el Padre Mersenne tenía en su celda. Cuenta, en efecto, Hobbes:

“Cuando estuve en París acostumbrábamos reunirnos en el convento. No

formábamos un número fijo de personas, ni eran regulares las reuniones; pero en

cuanto uno de nosotros hallaba la solución para algún problema, la sometíamos a la

crítica de Mersenne y de los demás”. De esas reuniones, tanto europeas como

francesas, nació la Académie des Sciences. Desempeñaba en ellas papel de mentor el

sacerdote en cuyos escritos pueden encontrarse referencias a cuanto producía el

pensamiento de aquella época.

Con todo, no sólo se acostumbra considerar a la filosofía francesa como racionalista,

sino que se describe el racionalismo como si hubiese tenido un desenvolvimiento

continuado, como si la sucesión de las doctrinas de Descartes, de Spinoza y de

Leibniz constituyera una serie, un proceso rectilíneo. Semejante esquema no tiene

más mérito que el de la simplicidad. Las opiniones discrepan acerca de si Leibniz fue
o no continuador o discípulo de Spinoza. Ciertos intérpretes de su obra sostienen que

no nada hay de común entre ellos. Algunos afirman que en Leibniz coexisten dos

teorías distintas: la una espinocista, la otra antiespinocista. Y la misma o mayor

divergencia existe sobre estas otras cuestiones: ¿ha sido Spinoza discípulo y

continuador de Descartes? El conocimiento de la obra de Descartes, ¿fue factor

decisivo en su espíritu? ¿Obraron en él otras influencias? ¿Cuáles fueron?

A poco de aparecida la obra de Spinoza, se enunciaron sobre los orígenes de su

pensamiento opiniones diversas que con el andar del tiempo hubieron de repetirse

más de una vez. Los distintos juicios sobre la procedencia de la doctrina espinociana

no siempre respondían a razones -valederas o no- de orden intelectua1. Otros factores

se mezclaban en la controversia, sobre todo la reacción provocada por la obra de

Spinoza, tildada frecuentemente de “atea”. El relato de las acusaciones lanzadas

contra el espinocismo y de su defensa, constituye una historia curiosa. En ella forman

capítulo importante la afirmación de que la filosofía de Spinoza es derivación directa

de la cartesiana y el rechazo de tal afirmación por discípulos de Descartes, poco

inclinados a admitir en sus filas al pensador que tan rudamente había sido calificado

por teólogos, profesores y clérigos. El origen judío de Spinoza facilitó a esos

cartesianos la tarea de excluirle de entre ellos. Bastaba con presentarlo como

discípulo de alguna escuela judía para desterrarlo del ámbito del cartesianismo,

donde resultaba huésped harto ingrato. Hacíase necesario señalar, por debajo de la

configuración matemática de la Ética, una inspiración nacida de alguna corriente

ajena al racionalismo. Leibniz había calificado la metafísica de Spinoza de “extraña y

llena de paradojas”. Era menester, entonces, explicar las paradojas y buscar una

filiación para pensamientos exclusivamente espinocianos, que en nada recordaban la

doctrina del filósofo francés.

Es verdad que Spinoza escribió la Ética en forma de tratado de geometría y que

consideraba el amor Dei “intellectualis” como suprema virtud del hombre. Pero a los

cartesianos antiespinocistas les asistían algunas razones aparentemente válidas para


sostener que la forma geométrica era cosa puramente externa en Spinoza, forma

impuesta arbitrariamente a un misticismo incompatible por su índole con el

racionalismo de Descartes. Es verdad también que Spinoza, en el Tratado Teológico-

Político, había empleado palabras despectivas en su juicio sobre cabalistas, mas, ¿no

había hablado en términos de implacable crítica de Descartes? Esto último habría

exteriorizado una real disidencia; aquellas ásperas apreciaciones sólo serían ficticio

desacuerdo con una doctrina que Spinoza habría incorporado a su sistema. Así

podían, o, por lo menos, querían alegar los cartesianos, que aun en vida de Spinoza

procuraban subrayar la divergencia entre la concepción “atea” de su filosofía y las

opiniones del autor del Discurso del Método. El mismo Spinoza ¿no se ha referido,

acaso, en una de sus cartas, a esos “tontos cartesianos” que se apresuraron a

murmurar contra él para evitar que se los tomase por partidarios de su filosofía?

Otra fue la actitud de los adversarios del pensamiento de Descartes, llevados no pocas

veces por razones de carácter confesional. Era a fines del siglo XVII y comienzos del

XVIII. Denuncia la filosofía de Spinoza como descendiente de la de Descartes podía ser

arma eficaz en la lucha contra el cartesianismo en momentos en que en algunos círculos

estaba de moda combatirlo reciamente 5. El arma fue utilizada. Una frase de Leibniz

aparecía en la disputa: “De sorte que ceux qui sont de ce sentiment tomberaient malgré

eux dans celui du Spinocisme, qui me parait avoir poussé le plus les suites de la doctrine

cartesienne”.

Negar que Spinoza haya sido discípulo de Descartes era, por tanto, necesidad apremiante

para esos cartesianos que no solo debieron defender a Descartes de los ataques que

apuntaban directamente a él, sino también de los ataques indirectos, dirigidos,


5
En 1689 publicó Huet su Censure de la Philosophie cartésienne; un año después escribió su Traité
philosophique de la faiblesse de l’esprit humain que apareció en 1723. En ambas obras, partiendo de un
punto de vista sensualista y escéptico, critica severamente a Descartes. Jacquelot en sus Dissertations sur
l’existence de Dieu (1690) discute la prueba cartesiana de la existencia de Dios para sostener: “He
comprobado que muchas pruebas metafísicas no tienen suficiente vigor para llegar sensiblemente al
corazón. El espíritu resiste a los argumentos que le parecen demasiado sutiles, aun cuando no encuentra
para ellos réplica alguna”. En 1699 publicó Werenfels en Basilea, en su Judicium de argumento Cartesii
petitio ab ejus idea, una crítica al autor del Discurso del Método. Estas son solo algunas de las
manifestaciones de la oposición a Descartes, quien, en Francia, tuvo como grandes adversarios, en el siglo
XVII, a Pascal, hombre del cristianismo, y, en el XVIII, a Voltaire, que invocaba a Newton contra el
maestro de las Meditaciones Metafísicas. La obra de Descartes contaba también con partidarios resueltos.
La polémica en torno al cartesianismo abarcaba unas veces alguno de sus aspectos; otras, se refería al
conjunto de la doctrina.
frecuentemente con malicia, contra su presunto discípulo. En 1684 publicó Aubert de

Versé su L'Impie convaincu ou dissertation contre Spinoza, dans laquelle on refuté les

fondements de son atheísme, para censurar a Spinoza tanto como a los principios

cartesianos, su base supuesta.

Cuatro años después publicó el cartesiano Wittichius su Antispinozana, para ensalzar a

Descartes y repudiar a Spinoza.

A dos décadas de la muerte de Spinoza, se produjo una polémica amena e ilustrativa entre

un cartesiano anónimo y Leibniz. En 1697 el filósofo alemán escribió en una carta a

Nicaise que en última instancia Descartes había negado la sabiduría divina e

implícitamente sostenía un determinismo absoluto, “justamente como Hobbes y Spinoza,

sólo que éstos lo hacen en términos más claros”. Y agregaba Leibniz: “También se puede

decir que Spinoza no ha hecho sino cultivar ciertos gérmenes de la filosofía de

Descartes”. En el Journal des Savants se publicó una réplica a esta carta, que algunas

personas conocieron por una indiscreción del destinatario. Acusado de denigrar el

renombre de Descartes a favor de móviles nada plausibles, Leibniz se apresuró a levantar

el cargo, señalando que no había tenido el propósito de hacer llegar al público el juicio

tan airadamente refutado por su anónimo contrincante. La explicación de Leibniz,

equívoca por cierto, no amenguó el afán de rechazo del pensamiento espinociano, afán

particularmente señalado en aquellos pensadores cuyas ideas más se parecían a las de

Spinoza.

El esfuerzo por probar las divergencias entre los principios de Spinoza y los de Descartes

se prolonga por varios años. En 1716 publica Juan Regius su escrito intitulado Cartesius

verus Spinozismi architectus. El cartesiano Ruardus Andala sólo tarda unas semanas en

contestarle. Si Regius sostiene que Descartes es el padre del espinocismo, Andala, en

cambio, en su Cartesius verus Spinozismi eversor, afirma que la filosofía de Descartes es

la única refutación verdadera de la de Spinoza.


Los cartesianos, deseosos de librarse de la ingrata compañía de Spinoza, ¿cómo no

habrían de aprovechar la posibilidad de presentarlo como un místico, un cabalista? Un

hecho cuyos orígenes se remontan a 1690 les ofreció ocasión propicia para ello. Ese año

el estudioso alemán Johann Georg Wachter se dirigió a Ámsterdam, donde encontró a un

compatriota suyo que había adoptado la fe judía en la comunidad “portuguesa” y cambió

su nombre de Speeth por el de Moisés Germanus. Ambos conversan sobre religión, y el

flamante judío Moisés Germanus explica al cristiano Wachter la diferencia entre las dos

confesiones. Para él, el cristianismo rinde culto a un Dios que está más allá del mundo,

mientras el judaísmo adora a un Dios que se manifiesta en las acciones de la Naturaleza.

No era muy exacta la diferenciación que Germanus hacía, pero ella sirvió a Wachter para

afirmar la identidad de judaísmo y Cábala, y a la vez, para sostener la equivalencia de

espinocismo y judaísmo. Spinoza resultaba, así, un “cabalista”. La “enseñanza secreta”

había llevado al sacrificio a Speeth. Germanus se apresuró a consolarlo, escribiéndole

respecto de la doctrina misteriosa: “...también Spinoza aprendió sus artes en la Cábala”.

En 1699 publicó Wachter una obra con el título de Spinozismus im judentums. Se

proponía demostrar que las ideas enunciadas por Spinoza en la Ética y en sus cartas eran

una exposición de la “filosofía secreta” de los antiguos hebreos. Diecisiete años después

editó él mismo su De recondita hebraerum philophia o Elucidarius Kabbalisticus.

Sostenía que Spinoza “coincide principalmente con la escuela judía de hoy”. Sus

reflexiones llegaban aún más lejos, pues afirmaba que “hay un consenso de la Sinagoga

judía con Spinoza, su hijo fiel”. Wachter reconoce, sin embargo, que en la filosofía de

Spinoza hay algo que “no es judío ni cabalista”. Spinoza – señala además- ha eliminado

de su doctrina fábulas cabalistas que juzgaba inaceptables, y al propio tiempo llevó lo

esencial de la concepción de la Cábala a extremos ignorados por sus adeptos. Respecto a

la forma en que está redactada la Ética agrega que el filósofo, con las demostraciones

matemáticas, ha querido probar aquello “que ya anticipadamente había aceptado”6.

Leibniz, en aquel momento, consideraba inaceptable el punto de vista de Wachter.

6
Schaje Scheuer: Spinoza und die Jüdische Philosophie des Mittlelaltters, Firenze, 1925, trae un relato
amplio de las apreciaciones de Wachter sobre Spinoza.
Juzgaba entonces que Spinoza era discípulo de Descartes, y cualquier otro punto de vista

sobre el origen de la filosofía espinociana le parecía inaceptable. Ello se comprueba en

Leibniz, Descartes et Spinoza, un trabajo que Foucher de Careil dio a publicidad en 1861

y en el cual aparecen las observaciones críticas de Leibniz al libro de Wachter. Pero

cuatro años después de publicado el Elucidarius Kabbalisticus, Leibniz enunciaba en su

Teodicea juicios similares a los de Wachter.

Lo que ahora nos importa es el resultado del estudio de Wachter. Su interpretación de la

obra de Spinoza concluía en que es menester acudir a fuentes judías para descubrir el

origen de las ideas básicas de la Ética, envueltas en una red de demostraciones

matemáticas. Estas ideas -según Wachter- se hallarían contenidas en libros de la Cábala.

Al propio tiempo, el intérprete alemán de Spinoza indicaba que había diferencia

considerable entre la filosofía de Spinoza y la Cábala, diferencia debida a que el filósofo

extraía del punto de partida común consecuencias que los cabalistas no podían aceptar

por motivos dogmáticos. Felices debieron sentirse los cartesianos adversarios de Spinoza

con el “descubrimiento” de Wachter. Ahora cabía sustituir la tesis de que Spinoza era

continuador de Descartes por la tesis de que Spinoza y la Cábala eran aproximadamente

equivalentes. El cartesiano Reim escribía en 1717 que la sola discrepancia entre Spinoza

y la Cábala estaba en que el filósofo dio a las mismas ideas una conformación más

artística, presentándolas de manera geométrica. Esta opinión de Reim debía ser

doblemente grata a los adeptos antiespinocianos del filósofo francés: desterraba la

filosofía de Spinoza del campo del cartesianismo y a la vez subrayaba que lo único

admirable en la obra de nuestro filósofo, la forma geométrica, se debía precisamente a

Descartes.

El siglo XVIII trajo un cambio en el pensamiento filosófico del continente europeo,

particularmente en Francia. Las ideas políticas de origen inglés conquistaban numerosos

espíritus, y junto con ellas el empirismo adquiría preponderante prestigio, a costa de los

grandes sistemas racionalistas de la centuria precedente. Estos sistemas pasaron a un


segundo plano en el curso de un proceso que eliminó particularmente a Spinoza. Varias

décadas pasaron hasta que Fichte, Schelling y Hegel destacaron sus coincidencias con

Spinoza. En sus desacuerdos con Kant, podían hallar sólido amparo en las páginas de la

Ética. A la crítica kantiana sigue un movimiento de creación metafísica, a la vez que se

produce un renacimiento de la filosofía de Spinoza. La tesis que afirmaba la relación de

este último con la Cábala la recuerdan discípulos y detractores de Spinoza en momentos

en que la Cábala era casi desconocida. La doctrina de Spinoza se convierte entonces en

objeto de atención preferente. Se la estudia, se la interpreta y se extraen de ella premisas

para nuevas concepciones filosóficas. La curiosidad de los autores cambia de rumbo y en

vez de investigarse qué influencias habían actuado sobre Spinoza, se procura sobre todo

descubrir la influencia que él ejerció en otros pensadores. Schelling y Schleiermacher

afirman entonces, con razones discutidas, la gravitación del pensamiento de Spinoza en

Leibniz, mientras la primera tesis de este último sobre la derivación de la filosofía de

Spinoza de la de Descartes es retomada por Hegel. Para Hegel la doctrina espinociana es

la objetivación de la de Descartes, en cuanto éste admitía la identidad del pensamiento y

el ser. Hegel, para quien la historia de la filosofía era un desarrollo de puros conceptos,

sostenía que “el espinocismo es la culminación del cartesianismo”. Pero al propio tiempo

señalaba que la noción de unidad con que Spinoza supera el dualismo de Descartes, es

decir, la noción de identidad de lo infinito y lo finito en Dios, tiene otro origen: es la

introducción del espíritu oriental en el pensamiento europeo y cartesiano.

Pero aún en los años de auge del espinocismo, en la transición del siglo XVIII al XIX,

las opiniones sobre las fuentes de la filosofía de Spinoza continuaron siendo divergentes

en grado sumo. Así, algún tiempo antes de que Hegel formulara su tesis de que la

doctrina de Spinoza era continuación y culminación de la de Descartes, apareció la de

Salomón Maimon. Este autor, de tanta influencia en el desarrollo del idealismo alemán,

sostenía que la filosofía de Spinoza y la de la Cábala eran una sola. En su Autobiografía,

de 1792, escribe: “Leí a Spinoza; la profundidad del pensamiento de este filósofo y su

amor a la verdad me placían inmensamente, y como ya en Polonia había llegado a tener

contacto con su sistema a través de los escritos cabalísticos, comencé a meditarlo de


nuevo, y me persuadí de su verdad a tal punto que fueron vanos todos los esfuerzos de

Mendelssohn para apartarme de él”7. La opinión de Salomón Maimon, como se ve, no

difería de la de Wachter; la de Hegel difería muy poco de la que Leibniz había sostenido

al comienzo.

Alrededor del año cincuenta del siglo pasado se inicia la publicación de una serie de

estudios relacionados con la formación del sistema de Spinoza, con sus orígenes

ideológicos. La investigación erudita adquiere una amplitud y toma una orientación

anteriormente desconocidas en la indagación de los antecedentes del espinocismo. Ello se

explica en virtud de diversas razones, entre las cuales, como señala Schaje Scheur, ocupa

lugar destacado el hecho de que el renacimiento de la filosofía espinociana a fines del

siglo XVIII y comienzos del XIX coincidía, en mayor o menor grado, con el proceso de

reforma religiosa dentro del judaísmo. Moisés Mendelssohn, promotor de este proceso,

como ya hemos visto en las palabras de Salomón Maimón, era adversario de Spinoza,

pero en círculos próximos a ese movimiento de reforma la doctrina espinociana

despertaba interés. Spinoza podía ser considerado algo así como eslabón de enlace entre

la tradición religiosa judía y la cultura europea moderna. Esta tradición contaba, en

efecto, con una literatura filosófica abundante, que se remontaba a la Edad Media.

Vincular a Spinoza con la tradición judía solo era posible mediante el análisis minucioso

de esa literatura para hallar en ella ideas que pudieron haber influido en el filósofo.

Ciertamente, ésta no fue la única razón para que a mediados del siglo XIX, estudiosos

eruditos comenzaran a examinar atentamente la especulación de la Edad Media. Sus

trabajos establecieron que ha existido en los siglos medios una multiforme producción

filosófica judía que habría ejercido influjo marcado en la obra de Spinoza. Algunas de

esas concepciones filosóficas eran bien conocidas; a otras se les fue reconociendo

importancia. En los ambientes ilustrados ya no sólo se mentaban los nombres de

Maimónides y Gersónides como creadores de una filosofía religiosa del judaísmo. Se

aceptaba que había habido otros autores dignos de atención. La Cábala misma comenzó a

tomarse como “filosofía religiosa” después de la aparición en francés, en 1848, de La


7
Salomone Maimon: Autobiografía. Trad. italiana de E. Sola, ed. Isis, Milán, 1920, pág. 176.
Cábala o la filosofía religiosa de los hebreos de A. Franck. Cinco años más tarde se

publicó la versión alemana de esta obra. En el desarrollo de estudios de la filosofía judía

medieval tuvo vasta repercusión el libro de S. Munk, Mélanges de Philosophie juive et

arabe, que apareció en París en 1859. Se vuelve a hablar de la relación de Spinoza con la

Cábala, pero ya en otro tono y con otra intención. Se investiga la Cábala misma, mas ya

no es la filosofía judía, como había pretendido Wachter, sino que se señalan en ella

elementos neopitagóricos, neoplatónicos y gnósticos.

Siempre que se hablaba de las relaciones entre la filosofía de Spinoza con la Cábala era

porque se quería hallar un antecedente al panteísmo espinociano en algunas de las obras

en que pudo haber adquirido enseñanzas en su juventud. Pero fuera de la literatura

cabalística y siempre dentro del pensamiento judío, ¿no cabía, acaso, descubrir

antecedentes del panteísmo de Spinoza? No fue difícil encontrar en el judaísmo otras

escuelas filosóficas con matiz panteísta. Ibn Gabirol e Ibn Ezra, poeta y filósofo el

primero, exégeta de la Biblia y poeta el segundo, podían con sobradas razones

considerarse como inspiradores probables de Spinoza. A Ibn Gabirol, Spinoza

posiblemente no lo conoció en fuentes directas, pues su nombre estaba excluido de la

filosofía judía y sólo cuando Munk lo identificó en su mencionado libro de 1859 se supo

que él era el autor de Fons Vitae8. Al otro neoplatónico judío, a Ibn Ezra, lo conoció

Spinoza directamente. En el Tratado Teológico-Político, especialmente en el capítulo

VIII, lo cita con elogio por sus comentarios a la Biblia. Sólidas bases tenía, pues, la tesis

de la vinculación entre ambos, enunciada, a comienzos de la segunda mitad del siglo

pasado, con particular referencia al comentario de Ibn Ezra a Éxodo, 34, que contiene el

siguiente principio: “Sólo Dios es el que entiende, el intelecto y lo entendido”. Esta frase

podía ser fuente del escolio de la proposición 7 de la segunda parte de la Ética9. La

8
Spinoza pudo conocer a Ibn Gabirol por Santo Tomás de Aquino. Nuestro filósofo se refiere una vez a
Santo Tomás, y éste menciona a Ibn Gabirol; en El Ente y la Esencia reprueba su opinión sobre la materia.
Esta misma opinión es aplaudida por Giordano Bruno. En efecto, el renacentista italiano cita al moro
Avicebron en los diálogos III y IV de su De la causa, principio y uno y considera que su concepción de la
materia es la sola aceptable. ¿Conoció Spinoza a Giordano Bruno directamente? La negativa sería lo más
verosímil. Planteábase, así, un nuevo problema en el estudio de los orígenes del pensamiento de Spinoza: el
de su relación con pensadores del Renacimiento. No han faltado autores que afirmasen el parentesco entre
Spinoza y Giordano Bruno, señalando coincidencias a las que hubieron de dar un alcance exagerado. Otros
hablarían más tarde de “Spinoza y León Hebreo”.
9
También en Maimónides aparece enunciado el mismo pensamiento. Emile Bréhier, en el capítulo que
dedica a Spinoza en su Historia de la Filosofía, dice: “Es a Maimónides o a algún comentador del Zohar a
afirmación del parentesco entre Spinoza e Ibn Ezra no significaba que se hubiese de

negar la relación de Spinoza con la Cábala. Muy al contrario: las ideas metafísicas

enunciadas en libros cabalísticos a partir del siglo XIII coinciden en más de un punto con

Ibn Gabirol y con Ibn Ezra.

El estudio de la filosofía medieval iba mostrando el valor y la variedad de matices de

la especulación filosófica de la Edad Media. Para conocer los orígenes de la filosofía

de Spinoza no se podía prescindir de autores como Moisés Maimónides y

Gersónides. Es verdad que a Maimónides, Spinoza en más de una ocasión lo

rechaza, como, por ejemplo, en el capítulo XV del Tratado Teológico-Político. Pero

la tesis de que Spinoza era discípulo de Maimónides, fuera de las razones que le

daban asidero, contó con un apoyo ilustre a partir de 1861, año en que A. Foucher de

Careil presentó ante la Academia de Ciencias Morales y Políticas de París, junto con

su antes nombrado trabajo, tres manuscritos inéditos de Leibniz, de los cuales uno

llevaba el título Leibnitii observationes ad rabbi Moses Maimonides librum qui

inscribitur Doctor Perplexorum. En él se fundaba Foucher de Careil para sostener que

la concepción de Spinoza tiene su origen en Maimónides.

Era innegable que Spinoza había enunciado críticas al autor de Guía de los Perplejos,

pero, ¿acaso el hecho de que Spinoza hubiese rechazado ideas de Descartes, impidió

que se le juzgase discípulo de este último? La aparición de la traducción francesa,

hecha por Munk, de Guía de los Perplejos de Maimónides, editada en 1856, 1861 y

1866, debía, naturalmente, influir en las investigaciones de la genealogía del

espinocismo. Así fue realmente. La edición en francés del Guía, gravitó, entre otros,

en el juicio de Cousin sobre el origen de la filosofía de Spinoza. Cousin, que había

afirmado que Spinoza fue discípulo de Descartes, cambió de opinión después de

aparecida la versión francesa de dicha obra. Descartes, en la tesis de Cousin, fue

reemplazado por Maimónides. También se fue indicando en la obra de nuestro

quien Spinoza puede aludir al hablar de los antiguos hebreos que han visto que Dios, su entendimiento y el
objeto del entendimiento eran idénticos (Ética, II, 7, escolio); es la tesis platónica de la identidad del
pensamiento, del sujeto pensante y del objeto pensado que así llegaba a él”. Emile Bréhier, Histoire de la
Philosophie moderne, 1ª parte, pág. 159. En estas líneas del historiador francés se advierte la diversidad de
las fuentes posibles de una misma idea de Spinoza.
filósofo la influencia de otros pensadores judíos ajenos a la corriente neoplatónica.

El historiador Graetz llamó la atención sobre la relación de Spinoza con

Gersónides10, filósofo hebreo posterior a Maimónides. Se señaló a otro autor judío

como inspirador de Spinoza. Nos referimos a Hasdai Crescas. Spinoza lo menciona

en una carta y coincide con él en más de un punto. De él se ocupaba un trabajo que

apareció en 1866 y marcó una época en el estudio de los antecedentes del

espinocismo. En ese año publicó M. Joel un pequeño volumen sobre el filósofo

judeo-español y su influencia histórica 11, en el que investiga la formación del

espinocismo. Para Joel, nada hay de la Cábala en Spinoza, el cual sería, con su

sistema, “un producto del semitismo y del indogermanismo”, fórmula que recuerda

algo a la de Leibniz, según la cual la filosofía de Spinoza sería “una combinación de

Cábala y cartesianismo” y a la de Hegel, que atenúa su afirmación de que la filosofía

de Spinoza es la culminación de la de Descartes. Joel trae abundantes argumentos en

favor de la idea de que Spinoza se inspiró para más de una tesis en la Luz de Dios,

obra de Hasdai Crescas, quien, según algunos autores, también influyó en Giordano

Bruno12. Ciertamente, de todos los trabajos en que se atribuía una ascendencia judía

al pensamiento de Spinoza, era el de Joel el más rico en argumentación sólida. Su

estudio sobre la influencia histórica de Hasdai Crescas era de una calidad que no

podía ser menospreciada por los historiadores de Spinoza. Los que pensaban que la

filosofía de Spinoza era una continuación, por así decirlo, de la de Descartes, debieron

traer nuevos alegatos en favor de su tesis, seriamente debilitada por las comprobaciones

de Joel.

10
Graetz indicó también al relación de Spinoza con la mística judía. En la página 181 del tomo X de la
edición alemana de su Historia del pueblo judío, trae esta frase respecto de Spinoza: “Conoció y utilizó
ciertamente una fuente cabalística, la Porta Coeli de Abraham Herrera, que apareció en Ámsterdam en
1656 en lengua hebrea. De los primeros capítulos de esta obra cabalista y casi filosófica se
encuentran varias reminiscencias en las proposiciones del primer libro de la Ética de Spinoza”.
Graetz cita, como ejemplos, la proposición quinta, según la cual no puede haber más que una
sustancia, y la séptima, que afirma: “Pertenece a la naturaleza de la sustancia la existencia”.
11
Dr. M. Joel: Chasdai Cheskas’ religions-philosophische Lehren in ihrem geschichtlichen Einfluss,
Breslau, ed. Schletterseche Buchhandlung, 1866.
12
Las semejanzas señaladas entre Spinoza y Bruno se deben probablemente a que ambos
conocieron a Crescas. Esta coincidencia explicaría que se haya afirmado, erróneamente, la
influencia de Giordano Bruno en Spinoza. Entre los autores que sostienen tal influencia cabe
mencionar a Sigwart, Avenarius y Schaarschmidt.
Cada vez que aparecía un trabajo señalando que Spinoza era discípulo de tal o cual autor,

se lo refutaba, sosteniendo un punto de vista radicalmente opuesto. Tal ocurrió, por

ejemplo, con la apreciación de Foucher de Careil, amparada en la autoridad de Leibniz.

Su punto de vista fue reprobado por Salomón Rubin en 1868 13. Rubin no sólo niega que

haya existido la menor influencia de Maimónides en Spinoza, sino que sostiene que los

separa una antítesis psicológica.

Mientras Salomón Rubin negaba validez a los argumentos de Foucher de Careil sobre la

influencia de Maimónides en Spinoza, presentaba Ricardo Avenarius la doctrina del

filósofo como pasando, primero, por una etapa inspirada en Giordano Bruno; luego, por

otra, derivada del pensamiento cartesiano. La tercera etapa, definitiva, síntesis de las dos

anteriores, sería su sistema propio. En el Breve tratado pretendía Avenarius hallar

argumentos en favor de su interpretación.

Desde entonces comienza a adquirir mayor amplitud la discusión acerca de los elementos

de la filosofía de Spinoza y se reconoce la variedad de sus orígenes. Mas a pesar de ello,

algunos autores continúan sosteniendo puntos de vista excluyentes. Kuno Fischer hace

derivar de Descartes el panteísmo spinociano; la argumentación es la más deleznable

entre cuantas pretenden llegar a la conclusión de que Spinoza fue discípulo de Descartes.

Varios años después, León Brunschwicg afirma con su indiscutible autoridad que el

concepto espinocista de la sustancia procede de una reflexión sobre el cartesianismo, pero

lo subordina al cartesianismo en grado mucho menor que Fischer. El inglés Lewes, en su

historia de la filosofía14, sostiene sin vacilar que Spinoza fue discípulo de Descartes. He

aquí sus palabras: “El sistema de Spinoza, que ha despertado tanto odio, es sólo el

desarrollo lógico del sistema de Descartes, que ha despertado tanta admiración. ¡Cosa

curiosa! La demostración de la existencia de Dios fue uno de los más gloriosos laureles

de Descartes; la demostración de la existencia de Dios y de que no es posible ninguna

otra existencia, fuera de la de Dios, fue el título que valió a Spinoza una execración casi

13
Salomón Rubin: Spinoza und Maimónides, ed. Herzfeld. E. Bauer, Viena, 1868.
14
G.H. Lewes: A biographical history of philosophy, pág. 420.
universal”. Lewes censura vigorosamente a quienes niegan el origen cartesiano de las

ideas de Spinoza. He aquí como juzga a uno de ellos: “Dugald Stewart, generalmente uno

de los hombres más cándidos, compartía evidentemente el prejuicio común respecto de

Spinoza. Por eso se niega a admitir que Spinoza, al cual no tiene simpatía, haya sostenido

opiniones similares a las de Descartes, al cual admira. “En poco más –dice-, que en sus

principios físicos, concordaba con Descartes; pues nunca dos filósofos han diferido más

ampliamente en sus principios metafísicos y teológicos”. Fontenelle caracteriza su

sistema como un cartesianismo llevado a la extravagancia. Esto dista de ser correcto.

Spinoza difería de Descartes en pocos puntos y coincidía con él en los más; las

diferencias sólo eran las de un desarrollo lógico más riguroso de los principios que ambos

sostenían”. Dugald Stewart y G. H. Lewes disentían radicalmente en la apreciación sobre

la procedencia del espinocismo. Distinto de los puntos de vista de uno y otro es el del

ilustre estudioso, inglés como ellos, Sir Frederick Pollock. En su obra sobre Spinoza, una

de las más valiosas que se han publicado en el siglo XIX sobre el filósofo, declara: “Sin

los doctores judíos o sin Descartes, no habría sido lo que fue, pero su filosofía no es

cartesiana ni judía”15.

León Roth, en su libro sobre Spinoza, afirma que las tesis iniciales del filósofo no son un

desarrollo del cartesianismo y tampoco surgen como oposición a él. Agrega que, por el

contrario, “es a la luz de ellas como Spinoza ha podido elegir en la doctrina de Descartes

y aceptar o rechazar talo cual de sus tendencias; son su contribución y no le fueron

suministradas por el estudio de la filosofía de su antecesor”. En otra obra 16, subraya la

importancia de la influencia de Maimónides en nuestro filósofo. Sus conclusiones han

merecido serias objeciones por juzgárselas exageradas.

En todos los países se multiplican las controversias sobre los orígenes de la filosofía de

Spinoza. En la polémica va perdiendo terreno la tesis de que Spinoza fue discípulo de

Descartes. Víctor Brochard termina su estudio El Dios de Spinoza con estas palabras

sobre el filósofo: “Su genio es de aquellos que nadie podría desconocer, y piénsese lo que

15
Sir Frederick Pollock: Spinoza. His life and philosophy, 2ª ed. Duckworth, Londres, 1899, pág, 85.
16
León Roth: Spinoza, Descartes and Maimónides, Oxford, 1924.
se quiera sobre los orígenes de su filosofía, no podría negarse la potencia y el vigor de su

pensamiento, la audacia de sus deducciones y la originalidad de su punto de vista. Los

elementos de su sistema existían esparcidos y diseminados antes de él: fue menester el

genios de Spinoza para hacer de ellos el espinocismo".

Brochard continúa: “Además, no se habrán enumerado todas las influencias de las que

surgió su sistema si, por encima de la educación que su autor recibió, y aun por encima

de su propio genio, no se tiene en cuenta una influencia todavía más profunda y más

íntima: la de la raza a que perteneció. No hay que olvidar que la concepción alejandrina

de la divinidad, transmitida a Spinoza por sus maestros judíos y árabes, está ligada por

sus orígenes al judaísmo. Al comienzo de nuestra era el pensamiento judío se comunicó

al mundo occidental por intermedio de Filón. Una especie de afinidad natural debía, pues,

llevar a Spinoza a las concepciones de ese orden. Al descubrir en los sucesores de Plotino

esa manera de concebir a Dios, retomaba en cierto modo su propio bien donde lo

encontraba y quedaba fiel al espíritu de su raza. Sin duda, porque era moderno, le ha

agregado mucho y lo ha transformado mucho; pero, a pesar de todas las transformaciones

y de todas las adiciones, el alma de su sistema es un pensamiento judío: El Dios de

Spinoza es un Jehová muy mejorado”17.

En Francia es ya frecuente la opinión de que Spinoza no pertenece a la escuela cartesiana,

en contraste con la concepción de Émile Saisset, para el cual “Spinoza es un hijo de

Descartes, aunque hijo rebelde al que su padre no habría reconocido”18. Para Víctor

Delbos, “Spinoza sólo leyó a Descartes en una época en que ya había adquirido

conciencia de sus disposiciones personales”. Y agrega Delbos: “El panteísmo espontáneo

fue en Spinoza un estado profundo, anterior a todo sistema, un estado de alma y de

inteligencia que el pensamiento cartesiano no ha creado, sino que ha venido a juntarse a

él y a fortificarlo”. “ ... Las inspiraciones primitivas y esenciales de que el espinocismo

ha procedido, hayan venido de donde vinieran al espíritu de Spinoza, tenían una potencia

17
V. Brochard: Le Dieu de Spinoza, trabajo de 1908 incluido en los Études de Brochard, editados en
1926.
18
E. Saisset: Oeuvres de Spinoza, ed. Charpentier, París, 1861, t. 1, pág. 221.
interna específica...”. Delbos juzga que esta potencia era capaz de subordinar al

cartesianismo en vez de someterse a él.

En Alemania se va abriendo camino una visión similar. Kuno Fischer había dedicado a

Spinoza casi todo un volumen de su Historia de la filosofía, con el título de La escuela

cartesiana. Muy poco afín a su tesis sobre los orígenes del espinocismo es la de Dunin

Borkowski: “Spinoza poseía intuiciones y convicciones para las cuales encontró en el

cartesianismo simplemente la forma”.

Fácil nos habría sido extender el relato de las diversas fuentes que los comentaristas han

atribuido a la filosofía de Spinoza. Schopenhauer reprobaba unas veces a Spinoza porque

era un optimista pensador judío y otras lo consideraba discípulo de Malebranche. Ya en

nuestros días, Carl Gebhardt ha señalado en Spinoza influencias varias. En trabajos

sucesivos ha presentado al filósofo unas veces como creador absolutamente original, y

otras lo ha interpretado a la luz de conceptos divergentes. Sería superfluo ampliar las

referencias. Señalemos que la diversidad de los orígenes atribuidos a la filosofía de

Spinoza ha determinado una diversidad aún mayor en las interpretaciones de ella. Un

investigador paciente asegura que su número llega a cincuenta.

En unos casos se ha asignado a la filosofía de Spinoza una filiación determinada con

exclusión de toda otra. Casos hubo en que su doctrina, a pesar de reconocérsele

coherencia, fue juzgada como derivación de escuelas distintas y aun antagónicas.

También se le han indicado incongruencias, a causa, precisamente, de la variedad de los

factores que la integran. Spinoza, para tales intérpretes, aparece como un esforzado

sistematizador de pensamientos inconciliables. Otros, en cambio, celebran su poder de

sistematización. Ello plantea de nuevo el problema a que nos hemos referido al comentar

las opiniones de Bergson y de Harry Austryn Wolfson acerca de la obra de nuestro

filósofo, problema que podría plantearse a propósito de cualquiera de los grandes

creadores en la historia del pensamiento. Adoptando el punto de vista ecléctico a que ya


nos hemos referido en la Introducción, emprenderemos el estudio de los factores

ideológicos que influyeron en la filosofía de Spinoza. En primer término, nos ocuparemos

del examen de los elementos de la filosofía judía en la formación intelectual y en la

doctrina del filósofo. Con ello seguimos en cierto modo un camino impuesto por el

desarrollo de la vida misma de Spinoza. Nuestro filósofo fue un hebreo del siglo XVII.

En su doctrina, tan distinta de las otras de su tiempo como de las más salientes de la

tradición judía, palpitan ideas de esta tradición y de ese siglo. Ellas no constituyen toda la

filosofía de Spinoza, pero la inspiraron en más de uno de sus aspectos fundamentales.

SPINOZA Y EL PENSAMIENTO JUDIO.

CAPITULO III

SPINOZA Y LAS DOCTRINAS NEOPLATONICAS

La religiosidad de Spinoza. Sus fuentes judías. La filosofía neoplatónica. Sus orígenes. La escuela de

Alejandría. La filosofía hebrea medieval. Los neoplatónicos. Ibn Gabirol. Ibn Ezra. Su panteísmo. Su

influencia en Spinoza. Spinoza y Platón.

Cuando Spinoza vivía, y también después de su muerte, se le acusó

frecuentemente de “ateo”. Verdad es que el filósofo, que dejó de practicar el culto

hebreo y nunca adoptó el cristianismo, no pertenecía desde su juventud a confesión

alguna. Excomulgado de la Sinagoga, sus elogios a Jesús y a los Apóstoles jamás

se tradujeron en adhesión a una fórmula cristiana. Sin embargo, sus comentaristas

suelen hablar de “la religión de Spinoza”, unas veces; otras, de la “religiosidad de

Spinoza”. Freudenthal cree que Spinoza era hostil al judaísmo y que los dogmas

cristianos le eran inconcebibles, pero agrega que tuvo una religión: la religión del

conocimiento. En ella el hombre logra liberarse de las pasiones egoístas, y con la

suprema virtud del amor intelectual a Dios conquista la única dicha verdadera. A

Dios lo conducirían, no los milagros, ni la revelación, ni la fe, sino el conocimiento

claro y profundo. De ahí que para Spinoza el camino del pensamiento recto fuese
también el de la beatitud. Carl Gebhardt, por su parte, habla de la doctrina de

Spinoza como de una “religión metafísica”, y para determinar el significado de esta

expresión, opone a las religiones mitológicas, como el cristianismo y el mahometismo,

por ejemplo, las religiones filosóficas, entre las que incluye las doctrinas de Buda, de

Plotino, de Lao Tse. Max Scheler y el sacerdote jesuita Paul Siwek, a su vez, hablan de

“Spinoza y su panteísmo religioso”.

Spinoza mismo rechazaba airado la inculpación de ateísmo. No admitía que se lo juzgase

sostenedor de una tesis en la que fuese negada la existencia de un ser infinito y perfecto,

del cual depende el hombre y al cual ha de procurar acercarse. La antes señalada

coincidencia de apreciaciones aparece aún más significativa si al propio tiempo se piensa

en la obra de Descartes. A primera vista, la doctrina del filósofo francés es “religiosa”; la

de Spinoza, “atea”. Sin embargo, la religiosidad cartesiana ha sido más de una vez

considerada como sospechosa y hasta se la ha juzgado ficticia; en cambio, al ateísmo de

Spinoza, o, más rigurosamente dicho, a su panteísmo, se asocia frecuentemente una

calificación de orden religioso. Es que hay en la obra toda de nuestro filósofo una

permanente y peculiar atmósfera que se diría que la satura, atmósfera de religiosidad

tanto como de tensión moral. No cabría negar que en la obra de Descartes abundan, en

favor de las religiones positivas, argumentos que faltan o que son tácita o explícitamente

contradichos en la doctrina de Spinoza, y a eso se debe que se hable del teísmo cartesiano

y del ateísmo de Spinoza. Pero, si esto es verdad, no lo es menos que entre la obra de uno

y otro hay una diferencia igualmente notoria y de significado opuesto: Descartes razona y

funda la afirmación de la existencia de Dios en una inferencia que parte de una premisa

por lo menos discutible; el Dios de Spinoza, aparentemente una pura idea, una definición

conceptual, totalmente extraño a la concepción cristiana y no poco distante de la judía,

fue, sin embargo, para él mismo un Dios vivido.

Para Spinoza, su Dios no es conclusión de un razonamiento, sino punto de partida de

todos los razonamientos. Más aún, hasta se ha indicado que en el Breve tratado la

doctrina de Spinoza es mística, a pesar de su forma rígida. Esta doctrina sería la tesis de
lo divino que se da a la conciencia en manera inmediata, directa. Si se admite semejante

apreciación, se llega a la conclusión de que mientras el Dios cartesiano es un concepto

fundado en conceptos, el de Spinoza, a su vez, sería un Dios intuido como la unidad de la

cual procede y en que reside la multiplicidad de las cosas y de los hechos, inclusive el

hombre. La conciencia de esta unidad es base de la religiosidad de Spinoza, para quien la

virtud suprema es la unión con Dios. La religiosidad de Spinoza, traducida en términos

filosóficos, liga estrechamente su doctrina a la tradición neoplatónica.

Esta religiosidad del filósofo, conciencia de que el hombre depende de la divinidad y

debe amarla, se explica, al menos en parte, por la historia de su vida, por el ambiente en

que creció, por las ideas de los primeros libros que fecundaron su espíritu. Spinoza

estudió los autores de la teología hebrea en su juventud; los había conocido en su infancia

y los tuvo en la mente en su madurez. El filósofo nunca dejó de contar con el

pensamiento judío, con las obras judías que el adolescente había examinado con tanta

dedicación como entusiasmo. ¿Influyó este pensamiento en su doctrina?

Al preguntarnos si hay influencias judías en la obra de Spinoza como expositor

sistemático de ideas sobre Dios, el mundo y el hombre, sobre la virtud y la dicha, no

podemos dejar de plantearnos este interrogante: ¿Ha producido el judaísmo una filosofía,

o es únicamente una concepción religiosa? A esta pregunta se han dado respuestas

discordantes. Negativa es la de Renán en el prólogo a su Historia del pueblo de Israel,

donde, al enunciar el aporte de Grecia, de Israel y de Roma a la civilización, reconoce al

pueblo griego la paternidad exclusiva de la filosofía. Renán, admirador de las

concepciones religiosas del judaísmo, repite este juicio en su libro sobre Averroes; en él

refleja su menosprecio por las creaciones filosóficas de la Edad Media, época en que

precisamente se desarrolló la filosofía judía. La opinión de Renán de que la visión

judaica del mundo es religiosa y no filosófica, es compartida por algunos

historiadores recientes del pensamiento judío; otros la contradicen. Henry Malter,

un erudito investigador e historiador, afirma, en un libro muy meritorio por muchas


razones, que el judaísmo es una “teología moral”19.

Por otra parte, David Neumark, uno de los más sabios estudiosos de la filosofía

medieval y de sus antecedentes, sostiene, y de hecho demuestra, la tesis contraria,

En numerosos trabajos, particularmente en su Historia de la filosofía judía de la Edad

Media20, alienta la convicción de que existe una filosofía judía y que ella procede de

fuentes diversas, una de las cuales es el pensamiento bíblico. Para Neumark, la

Biblia contiene ideas filosóficas, y hasta señala en ella caracteres intelectuales

similares a los de los filósofos griegos: “Ciertamente hay diferencias de método y

de finalidad entre los pensadores bíblicos y los griegos, pero, en lo esencial, los

argumentos de Jeremías, de Isaías y del autor del libro de Job son de la misma

especie y están basados en el mismo pensamiento que los silogismos de Platón y de

Aristóteles: el orden en los movimientos de los cuerpos celestes es la prueba para la

existencia de Dios, como creador a partir de una materia primaria, primer motor y

provisor, según Platón; exclusivamente como primer motor, según Aristóteles. Los

postulados de la existencia, de la providencia y de la justicia incorruptible se

desarrollan y definen, especialmente en Job, por el mismo método que en el décimo

libro de las Leyes. Sólo que la prueba cosmológica en Job exterioriza claramente la

idea del amor de Dios a sus criaturas, idea que apenas asoma en las Leyes y, en

general, en la filosofía de Platón”21. Según Neumark, siglos de discurrir dialéctico

prepararon la mente israelita para la especulación filosófica. Y si en la Biblia el

método de razonamiento es afín al de Platón, la modalidad intelectual desarrollada

en un milenio de disquisiciones sobre las reglas legales se asemeja a la aristotélica.

Con esa filosofía tendría relación la de Spinoza.

En abril de 1663, en una carta dirigida a su amigo Ludwig Meyer, Spinoza decía:

“Quisiera, sin embargo, señalar todavía que los peripatéticos modernos han

19
Malter, Henry: Saadia Gaon, his life and works, Filadelfia, 1921.
20
David Neumark: Geschichte der jüdischen Philosophie des Mittelalters, ed. Georg. Reimer, Berlin, 1907.
21
David Neumark: Essays in Jewish Philosophy., Viena, 1929, pág. 155.
comprendido mal, así lo creo, una demostración dada por los peripatéticos antiguos

para tratar de establecer la existencia de Dios. En efecto, he aquí como se la

enuncia, tal como la encuentro en cierto autor judío llamado Rab Chasdai. Si existe

un progreso al infinito de las causas en la Naturaleza, todo lo que existe será el

efecto de una causa...”. Spinoza tenía entonces treinta y un años y escribía sobre

Descartes. Siete años después de esta carta publicó su Tratado Teológico-Político,

en el que, junto al conocimiento de las Escrituras, muestra su versación en la obra

de comentaristas judíos de la Biblia. A tal punto llega el influjo de autores hebreos

en el Tratado Teológico-Político de Spinoza, que, según Dunin Borkowski, no hay en

él “una sola observación de crítica bíblica que no le hubiera sido sugerida por los

talmudistas o los comentaristas” 22. A unos y otros conoció desde edad temprana.

Cuando niño, estudió la Biblia; adulto ya, tradujo el Pentateuco al holandés. De

memoria lo citaba, como se comprueba por el hecho de que en algunas de sus citas

aparezcan errores, en que no habría incurrido si las hubiera anotado con los textos

bíblicos a la vista. En su adolescencia conoció las leyendas talmúdicas a la vez que

la dialéctica del Talmud. De autores judíos nombra los siguientes: Filón,

Maimónides, Crescas, Ibn Ezra, Gersónides, David Kimhi, Rabi Yehuda Alfakar y

Rabi José Ben Schem Tov. Reproduce expresiones de unos, censura a otros, elogia

algunos. Conocía la literatura cabalística en auge en Ámsterdam.

Antes aún de la época en que escribió la carta en que menciona al pensador hebreo

Hasdai Crescas, había comenzado a elaborar su propia filosofía, a la que en 1675 había

de dar configuración definitiva en el texto perfeccionado de la Ética. En ella Spinoza se

refiere a un antecedente judío de su propia doctrina. En el escolio de la proposición 7 de

la segunda parte de la Ética, al desarrollar la idea de la identidad en Dios del sujeto que

entiende, el intelecto y lo entendido, habla de autores hebreos que han visto como entre

nubes lo que él por su parte sostiene con claridad. Cuando la Ética ya estaba concluida, el

filósofo decía a Henry Oldenburg en una carta de noviembre de 1675: “Creo que Dios

22
Stanislaus von Dunin Borkowski: Der Junge Despinoza, pág. 123.
es, como se dice, causa inmanente de todas las cosas y no causa transitiva. Afirmo, digo,

con Pablo y quizás con todos los filósofos antiguos, aunque de otra manera, que todas las

cosas son y se mueven en Dios; hasta me atrevo a agregar que tal fue el pensamiento de

todos los hebreos antiguos en cuanto es permitido conjeturarlo según algunas tradiciones,

a pesar de las alteraciones que ellas han sufrido”. Si la crítica de Spinoza a Maimónides,

si su cita de Crescas y los elogios a Ibn Ezra (véase capítulo II) le vincularían con el

pensamiento que llamaríamos discursivo de los israelitas, la referencia a “algunas

tradiciones” de “todos los hebreos antiguos”, podría considerarse como indicio de su

relación con la mística judía.

Dos siglos antes de Jesucristo se inició el contacto entre el espíritu judío y el griego,

contacto que por centurias se prolongó, en forma directa o mediata. En Filón de

Alejandría y en el Talmud se descubren expresiones intelectuales que en grado diverso y

con diversas modalidades muestran esta vinculación: “En la literatura talmúdica

encontramos al Filón palestinense, y en los escritos de Filón tenemos un Talmud

alejandrino”. Ha habido una filosofía judía; se desenvolvió por obra de distintos factores

y en ambientes distintos, pero siempre guardó rasgos peculiares, derivados de su fuente

bíblica. Nuestro filósofo conocía ciertamente la obra de algunos de sus más ilustres

representantes. Veamos ahora en qué consistían sus doctrinas.

Hemos nombrado a Filón de Alejandría. Recuerdo oportuno para iniciar el estudio de los

antecedentes del pensamiento de Spinoza. De Filón de Alejandría arranca una corriente

espiritual que, unas veces visiblemente y otras de manera invisible, ha fecundado a la

filosofía occidental con ideas de origen israelita. Filón vivió desde el año 40 antes de J.C.

hasta el año 40 de la era cristiana. La atmósfera en que pasó sus días era a la vez griega y

hebrea. En el ambiente israelita de Alejandría era el griego la lengua dominante. En

griego leían la Biblia los hebreos alejandrinos y también la interpretaban y explicaban

“como los griegos explicaban desde hacía largo tiempo a Homero, por el método

alegórico”. Filón fue el gran maestro en ese ambiente, en el que el conocimiento de la


ciencia y la filosofía griegas marchaba de la mano con el conocimiento del texto de las

Escrituras. En la Biblia veía, entre otras cosas, la descripción de un espíritu que se debate

con las inclinaciones y los deseos corporales y que logra acercarse a Dios en la misma

medida en que logra vencer los reclamos del cuerpo. Lo que no descubría en ella lo ponía

de su parte. En sus glosarios, Filón se inspira en concepciones filosóficas de procedencia

griega. He aquí un ejemplo de su método. Al comentar el versículo bíblico “Y fueron

terminados cielo y tierra con todo su ejército”, dice: “Moisés llama simbólicamente a la

razón cielo, porque en él sólo habitan seres racionales, y al sentimiento llama tierra,

porque el sentimiento está unido a la materia terrestre. El mundo racional consiste de

todo aquello que es incorpóreo y abstracto; el mundo del sentimiento, de todo lo que es

corpóreo y es abarcado por los sentidos”. En la obra del pensador hebreo de Alejandría

aparecen la religión y la filosofía fusionadas a tal punto que constituyen una unidad.

Filón reconoce un dualismo de Dios y mundo, pero afirma entre ellos una relación tal que

podía servir de punto de partida para su ulterior identificación. En su doctrina, Dios es

trascendente y está en relación mediata con el mundo; es razón de ser de todo cuanto hay.

La materia, sin cualidades y pasiva, está sujeta a la acción del espíritu o forma. Aunque

no lo dijese expresamente, Filón parecía creer que la materia es divina. En todo caso, ella

es causa de imperfección. Dios es espíritu. Ignoramos su esencia, uno de cuyos atributos

principales es la actividad. Sabemos que Dios es, pero ignoramos qué cosa sea. Según

Filón, el mundo está gobernado por un alma universal, y del mismo modo debe el alma

del hombre gobernar su cuerpo. En el pensamiento de Filón es idea central la afirmación

de la existencia de un Dios que sólo toca al mundo por intermediarios.

El pensamiento de la divinidad es el Logos o Verbo, hijo de Dios, la potencia creadora,

justicia que otorga recompensas e impone castigos. Este Logos o Verbo tiene dos

aspectos: por una parte es pensamiento que comprende todas las Ideas en el sentido

platónico; por otra, es pensamiento realizado, pensamiento hecho mundo.

Hay en la concepción de Filón ideas nacidas del estoicismo y del platonismo, y

asociación de unas y otras con la cosmogonía bíblica. Pero su concepción no fue mero
agregado de pensamientos platónicos, estoicos y bíblicos. En oposición a los estoicos,

que afirmaban una razón universal identificada con Dios e inmanente al mundo, creía

Filón en la trascendencia de la divinidad. Asimilando el relato bíblico de la creación al

pensamiento platónico, sostenía que Dios, en el primer día de la creación, hizo las Ideas,

arquetipos, y luego produjo el mundo de las cosas, su reflejo; las cosas tienen en el

pensamiento creador de Dios su imagen previa, y porque es así tiene sentido decir que

Dios creó al hombre a su imagen. En el Logos de Filón culmina su teoría de la

emanación. El Logos, la palabra de Dios, aparece por momentos como el intelecto del

universo; en otros, se diría ley moral del universo. El Logos es entendimiento similar a

Dios, unas veces; otras, es el Verbo, reflejo inmediato de la divinidad. En todo caso, la

noción del Logos es, para el filósofo alejandrino, punto de coincidencia entre Platón y la

y la Biblia. En la concepción del griego, el Logos es el conjunto de las fuerzas creadoras

(“la Idea de las Ideas”); según la expresión bíblica, es la palabra creadora de Dios (“y

Dios dijo: ¡Que la luz sea!”). Precisamente por creer Filón que esa noción era base de

conciliación entre Platón y la Biblia, juzgaba al Logos, por momentos, como el

instrumento con que Dios creó el mundo y con el que lo rige: como el demiurgo de

Platón. Igualmente, veía en el Logos el mediador entre Dios y el hombre. Sus ideas,

aunque harto contradictorias, fueron fecundas. Algunos Padres de la Iglesia las

emplearon para la doctrina del “hijo de Dios”; cabalistas judíos de la Edad Media las

utilizaron para la doctrina de la emanación.

De esta metafísica extraía Filón conclusiones religiosas y morales: “Quien tiene

profundamente grabado en su alma que Dios existe y rige, que él verdaderamente es el

único que existe, que ha creado el mundo y se preocupa siempre de su Creación, es

verdaderamente piadoso”; llegar a la realidad inteligible debe ser magna ambición del

hombre, enseñanza que será tema dominante en la filosofía neoplatónica. Esta filosofía

actuará en autores árabes de la Edad Media y en judíos que acogerán en sus libros

pensamientos que luego aprovechará Spinoza. En su desarrollo histórico ocupa el primer

puesto un hombre nacido en la misma ciudad que Filón, unos doscientos cincuenta años

después de él: Plotino.


El nombre de Plotino está asociado más que ninguno al neoplatonismo, del cual Bréhier,

en su Historia de la Filosofía, da esta definición: “El neoplatonismo es esencialmente un

método para llegar a una realidad inteligible y una construcción o descripción de esta

realidad”. Esta definición es útil, sin duda, mas para subrayar el sentido del

“neoplatonismo” se hace necesario relacionarlo con el platonismo. El mismo Bréhier, en

un artículo publicado en 1923 en la Revue de Métaphysique et de Morale, señala que a

partir del primer siglo de la era cristiana se ha presentado a Platón desvinculado en cierto

modo de su pensamiento originario. Se ha visto en él a un sistematizador del

conocimiento del mundo inteligible, del mismo modo que en Aristóteles se veía a un

sistematizador del conocimiento del mundo sensible. Para el neoplatonismo, alcanzar la

realidad inteligible importaba pasar a una región donde son posibles el saber pleno y la

felicidad. La filosofía de los siglos III, IV y V contiene esfuerzos para describir las

regiones metafísicas a donde el alma asciende por obra de una suerte de ejercicio

espiritual. En Plotino está contenida esta enseñanza, tanto religiosa como filosófica,

enseñanza monoteísta, o más aún monista, que él creía susceptible de convivir con los

cultos del politeísmo helénico. La visión expuesta por Plotino en las seis Enneadas, cuya

edición fue hecha por Porfirio, tiene antecedentes diversos, y lo que en ella no es

propiamente de Plotino es de Platón, Filón y los estoicos. Con estos últimos, pensaba que

el grado de realidad de un ser dependía del grado de cohesión y unión entre sus partes.

Pensaba también que el grado de unidad de las partes de un todo crecía a medida que se

pasaba de lo corporal a lo espiritual. Por encima de toda realidad cuyas partes no están

perfectamente unidas, hay una unidad más acabada. Por encima de las partes de un

cuerpo viviente o de las partes mundo, está el alma, unidad más perfecta, del mismo

modo que la cohesión de los teoremas de una ciencia supone una inteligencia que los

capta. Sin esta unidad todo se desmenuza, se pierde.

Como el judío Filón, Plotino lleva la dialéctica platónica por un camino que conduce al

panteísmo y al misticismo. Estas son sus palabras: “Si el conocimiento es lo mismo que
el objeto conocido, lo finito, como finito, nunca puede conocer lo infinito porque no

puede ser lo infinito. Por eso, es fútil intentar conocer lo Infinito mediante la Razón; sólo

puede ser conocido en presencia inmediata, παρουσια. La facultad por la que el espíritu

se despoja de su personalidad es éxtasis. En este éxtasis el alma se libera de su prisión

material, se separa de su conciencia individual y se absorbe en la Inteligencia Infinita de

la que emana. En el éxtasis contempla la existencia real: se identifica con aquello que

contempla”.

Pero el éxtasis es estado efímero. Irrupción transitoria de una visión de lo absoluto, de

una intuición mística, ha de acompañarse de la meditación para que se logre una imagen

de la realidad. Plotino creó la suya. En ella, señala ingeniosamente un autor, Dios no es el

mundo pero el mundo es Dios. Plotino describe toda una jerarquía de seres, de principios.

Del principio superior, perfecto e inmóvil, nada pasa a la realidad inferior, pues ese

principio sólo actúa como las cosas bellas, irradiando su luz y su reflejo sobre los objetos

que son capaces de recibirla. Para comprender la teoría de Plotino, se ha de partir del

pensamiento de un cosmos único, finito y eterno, con un orden idéntico a sí mismo. Lo

que se nos da es la unidad del mundo sensible; todas las realidades inteligibles de que este

mundo depende son él mismo más contraído y en cierto modo desmaterializado. Son así

inherentes a la tesis de Plotino de la unicidad del mundo, su unidad, la simpatía de sus

partes, su eternidad y el geocentrismo.

Plotino, en su doctrina metafísica, afirma la existencia de los principios siguientes: el

primer principio es el Uno o Primero, indiviso, el que es nada porque todavía no hay en

él nada distinto, y también es todo porque es potencia de todas las cosas. Cabría decir que

el Uno es como una nada supraesencial que, por su misma perfección, produce su

semejante mediante una suerte de superabundancia, como una luz que se difunde, como

un ser vivo que produce a otro, sin que nada se pierda del ser vivo, ni de la luz. Ésta es la

doctrina de la emanación. Plotino llama progresión a la producción o marcha adelante de

aquello que procede del principio. Mas lo producido quiere permanecer cerca de su

productor, del cual recibe su realidad. Retorna para contemplarlo. Es la conversión, de la


que nace la segunda hipóstasis, que es a la vez inteligencia y mundo inteligible. Esta

segunda hipóstasis ofrece diversos aspectos: mundo inteligible, Uno multiplicado, que se

expande en una pluralidad jerarquizada de géneros y de especies que, a partir de los

géneros supremos, se forman por una suerte de dialéctica y de movimiento espiritual.

Trátase de un movimiento eternamente acabado, de jerarquías fijas, inmóviles. Dentro de

esta multiplicidad hay una unidad sistemática, en la que cada ser contiene a todos los

otros, todo está en todo. Mundo en el cual el progreso del género a las especies es un

tránsito del todo a las partes, donde las partes conservan aún la riqueza del todo. El

individuo existe en el mundo inteligible; hay ideas de los individuos.

La segunda hipóstasis es un mundo verdadero, perfecto, y no un simple esquema

abstracto del mundo sensible. Es también ser o esencia, el contenido concreto o positivo

de una cosa que hace de ella un objeto de conocimiento. La primera hipóstasis estaba por

encima del ser, y había que negarle todo carácter positivo; la segunda es el ser mismo,

todo lo que hace que la realidad tenga una forma que la torna cognoscible. La segunda

hipóstasis es la Inteligencia. Plotino -dice Bréhier- a la inversa que Platón, que describe

la inteligencia del demiurgo contemplando fuera de sí mismo los modelos ideales de los

que las cosas son imitación, toma en cuenta la fecunda fórmula de Aristóteles según la

cual en la ciencia el objeto conocido es idéntico al sujeto que conoce. Se rehúsa a aceptar

que los inteligibles estén fuera de la inteligencia. Plotino considera que la inteligencia es

visión del Uno y, por eso mismo, conocimiento de sí y conocimiento del mundo

inteligible.

Cabría concebir el mundo inteligible como una sociedad de inteligencias, de espíritus de

los que cada uno, al pensarse, piensa todos los otros, formando todos una Inteligencia o

Espíritu único. En este punto aparece la tercera hipóstasis. El Uno produce la

Inteligencia. La Inteligencia produce el alma. Aristóteles había excluido al alma de su

imagen del universo; los motores de los cielos son Inteligencias; el Alma sólo aparece en

los cuerpos vivientes sublunares, a título de forma del cuerpo. En cambio, en el Fedro, el

Timeo y las Leyes de Platón, como en los estoicos, hay un alma del mundo, que rige al
mundo sensible, alma con la cual son consubstanciales las almas individuales, almas de

astros y almas de hombres, fragmentos de aquella alma. Es la afirmación de la unidad

substancial del cosmos y de la simpatía de sus partes. El alma es así, según este punto de

vista, que es también el de Plotino, el mundo inteligible, más dividido, distendido, pero

todavía sin extensión material, pues el alma tiene por propiedad estar a un tiempo e

íntegramente en todas las partes del cuerpo viviente que anima. El alma es intermediario

entre el mundo inteligible y el mundo sensible; toca al primero porque procede de él y

retorna a él para contemplarlo eternamente; toca al segundo porque le impone orden y lo

organiza. En verdad, estas dos funciones son una sola; la organizadora -señala Bréhier- es

consecuencia de la contemplativa y fluye de ella al modo como las figuras de un

geómetra se dibujan solas cuando él las piensa.

Fácilmente se advierten las semejanzas entre la teoría plotiniana de las hipóstasis y la

teoría de Filón de los intermediarios. Mas también hay entre ellas diferencias. El

intermediario filoniano, el Verbo que castiga o recompensa, tiene por función el bien de

los hombres. La hipóstasis plotiniana no tiene ninguna voluntad de bien, ninguna

intención de salvar a los hombres. Según Bréhier, “es la oposición mil veces encontrada

entre la devoción semita y el intelectualismo helénico”. Cada hipóstasis plotiniana es sólo

una contracción, una unificación siempre más alta del mundo, hasta la unidad absoluta.

En esa realidad inefable que es el Uno hay una infinitud y una indeterminación que hacen

de ella algo distinto de la simple razón abstracta de la unidad del mundo. En uno de sus

tratados señala Plotino algo así como el nacimiento en el Uno o Primero de una vida

positiva, y agrega: “no es solamente la independencia que poseen el mundo inteligible o

el mundo sensible, es decir, la facultad de bastarse a sí mismos sin necesidad del

exterior”. La independencia de lo Uno o Primero “es la absoluta libertad, el hecho de

poder ser lo que quiere sin ligarse a ninguna esencia; una suerte de potencia indefinida de

metamorfosis, que no se detiene en ninguna forma”. Aparece aquí algo que no había en

Platón.

El Uno infinito de Plotino es libertad absoluta, la realidad que es lo que es por sí, en
relación a sí y para sí.

En la concepción de Plotino la educación filosófica tenía por fin adiestrar el alma en la

contemplación. Elaboró una doctrina pagana, pero sus enseñanzas, ya en seguida, ya con

el andar de los siglos, a través de continuadores -entre ellos, en primer término, Proclo-,

hubieron de influir en el pensamiento de las religiones judía, cristiana y musulmana.

Además, la filosofía neoplatónica, que descansaba en verdad sobre supuestos panteístas,

o que en todo caso contenía gérmenes panteístas, absorbió ideas orientales de fuentes

diversas. Ella contribuyó ciertamente a que en el judaísmo, en el cristianismo y en el

islamismo se desarrollasen, en la Edad Media, pensamiento saturados de panteísmo.

Diferencias no pequeñas distinguían las tres religiones, pero para las tres la Naturaleza es

una creación es una creación de un Dios que persistiría aunque el mundo desapareciese,

del mismo modo que existió, desde la eternidad, antes de que el mundo tuviese ser. En las

tres religiones, Dios es una fuerza creadora que está más allá de la Naturaleza. Por eso

mismo, cuando sus adeptos aceptaban ideas panteístas debían realizar grandes esfuerzos

de ingenio a fin de encontrar la síntesis entre los credos originarios y la doctrina que

afirmaba el contacto de la divinidad con el Universo, aunque ese contacto no fuera

inmediato.

Aristóteles no era desconocido, pero entre los árabes, que aquí nos interesan de modo

particular, se le interpretaba a la luz del neoplatonismo. Por largas centurias se desarrolló

una filosofía árabe emparentada con el neoplatonismo, y también con el Estagirita. Ideas

de distinta procedencia, incluso de la India, actuaban en el pensamiento árabe, que

influyó en el cristiano, el que a su vez influyó y fue influido por el judío. Así, las ideas de

Filón vivieron en la filosofía judeo-árabe, variada, diversa, con matices múltiples. Según

Carl Gebhardt, “Filón, al vincular la concepción de la divinidad del Antiguo Testamento

con el platonismo, abrió el camino a la religión neoplatónica”. Esta religión, incorporada

en cierto sentido a las tres nacidas de la Biblia, se difundía en Occidente y más aún en

Oriente, con sus teorías sobre la emanación y sobre la mediación entre Dios y el hombre.
En su desenvolvimiento, ya entrada la Edad Media, participaron pensamientos surgidos

en las culturas griega, siria y persa, que eran fervorosamente difundidos por filósofos y

poetas. En sus obras aparece la doctrina de la unidad de todo, la tesis de que todo cuanto

hay y cuanto ocurre constituye un ser único. Esta teoría de la omni-unidad de lo real

estaba en el camino que conduce al panteísmo. En el mundo islámico del siglo IX, la

doctrina de la unidad metafísica de la criatura en Dios y de su unión con Dios fue

desarrollada por escritores árabes como el objetivo de toda ética. Entre los autores que

expusieron esta teoría merece especial mención Sari As-Sakati. Predicaba la

identificación del hombre con Dios y afirmaba que todo lo existente constituía una

unidad en Dios, en sentido panteísta, que Dios es el fundamento de la Naturaleza.

Muchas escuelas esparcieron esta enseñanza por los dominios del Islam. La dominación

árabe, que se extendía desde la India hasta España, Sicilia y las islas griegas, ejerció gran

influencia en Occidente. Filósofos del Islam, como los sufíes, del sig1o IX, desarrollaban

una concepción plenamente definida por su misticismo. Ella tuvo por largo tiempo

gravitación en la poesía y en la teología, a pesar de las persecuciones crueles que sus

adeptos hubieron de sufrir de ortodoxos musulmanes. La doctrina de la emanación contó

con prosélitos entre los más grandes filósofos árabes, desde Alkindi en el siglo IX hasta

Alfarabi en el X y aún hasta Averroes en el XIII. Estos pensadores árabes procuraban

conciliar la teoría de la emanación con el teísmo originario, en desmedro de la autoridad

de Aristóteles. La concordancia lograda era unas veces real; otras, ficticia. Gazali, uno de

los más grandes filósofos árabes, a favor de la influencia neoplatónica, predicaba en el

siglo XI abiertamente contra el aristotelismo. En el orbe cristiano Juan Scotto Erígena, en

el siglo IX, enunció una doctrina en la que están incorporadas ideas neoplatónicas,

aunque su autor probablemente no conoció directamente ni a Plotino ni a Proclo. En

el siglo XII revive la concepción de Juan Scotto Erígena en el panteísmo de Bernardo

de Tours, que identifica a Dios con sus criaturas, y en el misticismo panteísta de

Santa Hildegarda de Bingen.

Dentro del judaísmo, la teoría de la omniunidad de lo existente contaba con sólido

apoyo en la idea de la unidad de la creación, consecuencia, a su vez, del monoteísmo


tradicional.

Spinoza -es lo más probable- no conoció directamente la obra de Plotino ni la de

Proclo. Ciertamente conocía ideas derivadas del neoplatonismo de uno y otro e ideas

procedentes de Filón. Conoció la obra de Filón mismo, que comenzó a ser recordada

por los judíos desde el siglo XVI. En el capítulo X del Tratado Teológico-Político

invoca la autoridad del hebreo alejandrino en amparo de una apreciación suya sobre

la composición de los Salmos. Filón fue un judío fiel que escribió bajo la doble

inspiración de la Biblia y de concepciones griegas. Después de él, otros pensadores

judíos, en la Edad Media, vivieron igualmente al conjuro de uno y otro espíritu.

Aprendieron de representantes de las otras dos religiones en contacto con las cuales

vivían, más de los musulmanes que de los cristianos, y a su vez tuvieron por

discípulos a cristianos y a musulmanes. Pero siempre se trataba de una filosofía

judía, de entonación particular dentro de las corrientes de los siglos en que se fue

desenvolviendo, hasta Spinoza. En la Edad Media ella constituyó un esfuerzo tenaz

de polémica por la fe contra teorías griegas, unas veces, y, otras, por la conciliación

entre la tradición bíblica y la doctrina de los filósofos, particularmente de los

neoplatónicos y de Aristóteles. Entre el libro del Sinaí y las ideas de los máximos

pensadores de Grecia hay concordancias esenciales. Si así no fuera, sería

inconcebible la filosofía judía medieval; sería inconcebible la cultura cristiana.

Spinoza acogió en su mente el libro del Sinaí, y no menos la producción filosófico-

religiosa de los pensadores judíos de la Edad Media, que, sin dejar de prestar oído

atento a las voces helénicas o a sus ecos, conservaban plenamente viva en sus

espíritus la idea monoteísta sin transacción. Rica en consecuencias morales, no se

exteriorizó en un sistema dogmático. Cabían junto a ella metafísicas distintas que, si

bien podían diferir en puntos fundamentales, debían coincidir en la tesis del Dios

único. Así fue, en efecto, pero el Dios único que en todas ellas se admitía era, en

algunas, Dios trascendente; en otras, apenas se lograba disimular su inmanencia. De


estas últimas aprendió Spinoza la lección neoplatónica.

El primer autor que expuso en árabe una filosofía religiosa del judaísmo fue Saadia

ben Joseph o Saadia Gaon 23. Nació en Egipto en 892, y en su larga vida realizó una

obra múltiple de traductor de la Biblia, de filósofo y de polemista contra la secta

hebrea de los “caraístas” o “escriturarios”, aparecida en Babilonia en el siglo VIII y

para la cual no había más verdad que la de las palabras de la Escritura. Las ideas de

Saadia se hallan expuestas en su Libro de las creencias y de las doctrinas y en

fragmentos de su glosario bíblico. Ventura da estas tres fuentes de la doctrina de

Saadia: la Biblia y la tradición judía, la filosofía musulmana del Kalam y la filosofía

griega. Influido, sin duda, por pensadores árabes de su tiempo, se reserva, no

obstante, la independencia necesaria para encarar con criterio personal el problema

de las relaciones entre la revelación y la razón, llegando a concluir que esta última es

capaz de reconocer la validez de la verdad revelada. Con elementos tomados de

Platón y de Aristóteles crea un sistema filosófico-religioso cuyos integrantes son la

afirmación de la existencia de Dios, la del libre albedrío y la de la inmortalidad del

alma individual. En su doctrina influyó la teoría de Platón de las tres facultades del

alma, con sus consecuencias morales. También se han señalado semejanzas entre Saadia

y San Agustín: ambos creían que se puede demostrar racionalmente la existencia de Dios.

Saadia refuta la concepción islámica de la predestinación, porque ella excluye la

responsabilidad del individuo por sus actos y torna en injusticia las sanciones por la

buena o la mala conducta.

Para Saadia, como para Spinoza más tarde, “Dios está por encima de toda consideración

de finalidad externa”. Recordemos también que una de las tesis más importantes de

nuestro filósofo es la de la identidad de los infinitos atributos en Dios y la perfecta unidad

de Dios. Saadia sostiene igualmente que las muchas propiedades en Dios no constituyen

23
Sobre la filosofía de Saadia ha escrito un bien documentado volumen M. Ventura: La
philosophie de Saadia. Ed, Vrin, París, 1934.
multiplicidad. Enumera los atributos de vida, poder y saber que el hombre advierte en

Dios simultáneamente, y agrega: “Pero aunque estos atributos se presentan a nuestro

espíritu de una vez, es imposible para nuestro idioma expresarlos a un tiempo, porque en

el lenguaje humano no hay una palabra que comprenda los tres atributos, y, por lo tanto,

estamos obligados a usar tres palabras”. Según Wolfson24 la clasificación de las fuentes

del conocimiento en Spinoza guarda analogía con la de Saadia. Para este último son tres:

percepción de los sentidos; conocimiento de la razón, esto es, conocimientos

autoevidentes, conocimiento por necesidad (lógica). Les agrega, luego, una cuarta: la

tradición. Spinoza hace una sola de la primera y la cuarta de Saadia.

El mismo Wolfson25 recuerda igualmente una similitud de expresiones entre Spinoza y

Saadia. Spinoza censura a Descartes y sus discípulos porque no logran explicar cómo el

espíritu mueve la materia y les reprocha que en la relación de alma y cuerpo vean un

milagro. Spinoza discurre para refutar a Descartes, y al hacerlo, a fin de fundar su propia

tesis en este punto, señala la comprobación común de que el espíritu influye sobre el

movimiento del cuerpo y determina ciertos movimientos corporales. En el escolio a la

segunda proposición de la tercera parte de la Ética dice textualmente: “Nuestra propia

experiencia nos enseña también que gran número de acciones, como hablar y callarse,

están enteramente en poder del alma, y, por consiguiente, debemos creer que dependen de

su voluntad”. Es aquí donde aparece la coincidencia casi verbal con Saadia, el cual alude

a que “el hombre siente que puede hablar o quedar silencioso”. También está en Saadia el

argumento en que Spinoza habla del arte de construir, actividad con un fin, como prueba

de la relación, sin milagro, entre alma y cuerpo.

Contemporáneo de Saadia fue Isaac Israeli (850-950), conocido por los cristianos con el

nombre de Isaac Judaeus. Médico y autor de obra de difundida fama, escribió en árabe

dos trabajos de filosofía: el Libro de las definiciones y el Libro de los elementos. El

primero es una especie de diccionario de filosofía. Algunas de las explicaciones de Israelí


24
Harry Austryn Wolfson, op. cit. T. II, pág. 132.
25
Ibíd.. T. II, págs. 190-191.
son amplios desarrollos sobre el sentido de los conceptos filosóficos. En el Libro de los

elementos sigue a Aristóteles unas veces y otras disiente de él. Su teoría sobre la

naturaleza del alma se asemeja en mucho a la de Aristóteles, y, en cambio, son de

inspiración neoplatónica su sistema teológico, su concepción de la virtud, su doctrina de

la profecía y de la revelación. No siempre expone con claridad las ideas, basadas en la

convicción de que el neoplatonismo es una expresión, solo diversa en la forma, de los

pensamientos religiosos del judaísmo. El alma racional es producto de una emanación, de

un esplendor, que procede de Dios. El sistema de Israeli, mezcla de aristotelismo y

neoplatonismo, influyó en escritores cristianos y en el musulmán Avicena.

Un siglo después de Israeli apareció en España un filósofo hebreo de personalidad

excepcionalmente vigorosa e iniciador de un movimiento de filosofía neoplatónica que

predominó durante una centuria en el pensamiento judío. Nos referimos a Salomón Ibn

Gabirol, a quien los cristianos conocían con los nombres de Avicebrón y Avencebrón.

Nació en Málaga y vivió hasta mediados del siglo XI. Su libro filosófico principal, La

fuente de la vida, compuesto en árabe, y del que sólo se habían traducido al hebreo

algunos fragmentos, era leído y discutido por los escolásticos cristianos. Avencebrol o

Avicebrón fue durante mucho tiempo considerado cristiano o musulmán, hecho

explicable, según algunos, porque nunca cita la Biblia. En el siglo pasado descubrió

Munk los fragmentos en hebreo de su obra y dejó establecido que fueron escritos por

Salomón Ibn Gabirol. Los tradujo al francés y los editó en París con un estudio sobre la

filosofía de su autor.

Ya hemos dicho que Ibn Gabirol es un pensador neoplatónico. La singularidad de su

metafísica reside, más que en lo nuevo de los elementos que la integran, en el ingenio de

la construcción total. Emplea los conceptos aristotélicos de materia y forma, pero les da

un sentido original. Materia y forma son la fuente de la vida y de toda existencia. Para su

doctrina, Ibn Gabirol extrae nociones fundamentales de la tradición neoplatónica,

particularmente de Plotino. Á juicio de Munk, su filosofía sería idéntica a la del autor de


las Enneadas, si por motivos religiosos no hubiera rechazado ciertos matices del

pensamiento de este último. De la escuela alejandrina tomó la idea de la emanación,

según la cual todo lo que existe procede de un primer principio, absolutamente uno y

simple. Ibn Gabirol introduce la Voluntad en sustitución del Uno de Plotino y estructura

un sistema que le es propio, basado en las siguientes ideas: Hay una substancia primera,

Dios, que se distingue de lo creado. Todas las cosas creadas, a su vez, están constituidas

de materia y forma, que se hallan entre sí en la relación de esencia a atributos. La materia

no es corpórea; es espiritual. La voluntad es intermediaria entre la substancia primera,

Dios, y la materia y la forma. Pero esta voluntad no es un atributo de Dios.

El pensamiento de Ibn Gabirol oscilaba entre la tesis bíblica de la creación ex-nihilo y el

emanatismo de los neoplatónicos. No le era fácil conciliarlos. Por momentos expone sus

ideas en lenguaje metafórico. De cuanto dice resulta que para él la creación es la

impresión de la forma en la materia. Esta impresión emana de la Voluntad, que a veces

parece desempeñar en el sistema de Ibn Gabirol un papel análogo al del Logos de Filón.

De los textos publicados por Munk y de la interpretación que el mismo Munk da de ellos,

resulta: “Lo que Ibn Gabirol llama la creación se limita a la materia universal y a la forma

universal; lo que viene luego, tanto el mundo espiritual como el mundo corpóreo, procede

únicamente por vía de emanación sucesiva”. El mismo autor de Fons Vitae lo dice: “la

efusión primera, que abarca todas las substancias, hace necesaria la efusión de las

substancias, las unas en las otras”. Fue así el de Ibn Gabirol un sistema con mucho de

panteísta, sin abierta oposición a la Biblia. Ortodoxos y peripatéticos dirigieron críticas a

Ibn Gabirol. Su Fons Vitae era conocida por Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino,

por el segundo con más precisión que por el primero. Santo Tomás expone y analiza sus

ideas y subraya lo que en ellas hay, a su juicio, de inaceptable. Particularmente dirige su

requisitoria contra la doctrina sobre la materia universal y sobre la unidad de la

substancia. El panteísmo de Ibn Gabirol fue objeto de especial atención para Duns Scoto,

el cual no identificaba al autor de Fons Vitae, ni sabía qué credo había profesado26.

Sobre Ibn Gabirol y la suerte de su filosofía véase S. Munk: Mélanges de Philosophie juive et arabe, ed.
26

Vrin, Paris, 1927


No hay indicios de que Spinoza haya conocido directamente, la obra de Ibn Gabirol. Pero

ciertamente conocía a un autor que le debe mucho. Nos referimos a Ibn Ezra. Antes de

ocuparnos de él dedicaremos unas líneas a otros dos filósofos judíos de la Edad Media.

Más que la metafísica del neoplatonismo, era su fervor religioso el que atraía a los

pensadores judíos. Coordinaron sus ideas con algunas de las manifestaciones de la

filosofía árabe de la época y al conciliarlas con el judaísmo no introdujeron innovaciones

importantes. Bahya ben Joseph ibn Pakuda, a quien cabe con reservas calificar de

neoplatónico, fue el continuador inmediato de Ibn Gabirol. Preocupado de los problemas

morales prácticos más que de especulaciones teóricas, no carece, sin embargo, de interés

filosófico su Libro de la doctrina de los deberes de los corazones. Escrito en árabe,

obtuvo en ese idioma y en traducción hebrea difusión muy vasta. Obra impregnada de

cálida religiosidad, se reflejan en ella factores neoplatónicos e influjos de la literatura

musulmana ascética. Los deberes del corazón, del creyente, forman el tema nuclear de la

obra de Bahya. A su juicio, el sentimiento religioso sólo llega a debida profundidad

cuando se apoya en el conocimiento de la existencia y de la unidad de Dios. En la

demostración27 de una y otra emplea Bahya argumentos extraídos de afirmaciones del

Kalam, filosofía musulmana ortodoxa que ocupa un lugar muy importante en el

pensamiento árabe. Sus cultores, los motekallemín, se inspiraban en Aristóteles, pero

diferían de él en más de una cuestión fundamental. Admitían, por ejemplo, la creación

incesante de átomos por un Dios trascendente, del cual sería obra inmediata cuanto

existe. Bahya Ibn Pakuda dedica preferente atención a la tesis de la unidad de Dios y lo

que de ella dice es en parte similar a los argumentos que más tarde expondrá Spinoza

sobre la unidad de la substancia.

Otra obra, Microcosmos, de Joseph Ibn Zadik (muerto en 1149), es también una mezcla

de neoplatonismo y de ideas aristotélicas. En ella el autor expone su doctrina sobre la

divinidad, su concepción sobre la Naturaleza y la vida y su moral. En muchos puntos se

27
Ibn Pakuda funda su prueba de la existencia de Dios en tres proposiciones como si fuesen tres
axiomas que dan base a la demostración de un teorema. Forma “geométrica”, por lo tanto, entre otras
que antecedieron a la de la Ética de Spinoza.
inspira directamente en Ibn Gabirol y en Bahya. El segundo capítulo trae esta frase:

“Toda cosa entre las cosas existentes cae inevitablemente dentro de una de las cuatro

clases siguientes: Existe en sí misma; existe en otra cosa; no existe en sí misma ni en otra

cosa, o existe en sí misma y en otra cosa”. Esta clasificación y otras análogas aparecen en

autores judíos y árabes. También Spinoza, en su Ética, trae una clasificación del mismo

tipo. Ibn Zadik, a semejanza de otros pensadores judíos, habla de la “unión con Dios”

como suprema dicha del hombre.

Entre los autores judíos medievales de entonación neoplatónica, y siempre en relación

con los antecedentes de la obra de Spinoza, merece especial atención Abraham Ibn Ezra.

Spinoza lo cita y lo recuerda con elogio. En el capítulo VIII del Tratado Teológico-

Político invoca la autoridad de Ibn Ezra en apoyo de su propia opinión sobre quiénes

fueron los autores de los Libros Sagrados. Indica que Ibn Ezra, por primera vez, dio a

entender sobre la paternidad del Pentateuco lo mismo que él, Spinoza, dirá “claramente”.

Califica a Ibn Ezra como “hombre de genio libre y de una erudición poco común”. Así

como el Capítulo VII del Tratado Teológico-Político pare destinado a contradecir a

Maimónides, el siguiente, dada la sobriedad del estilo de Spinoza, parece un panegírico

de Ibn Ezra. En el orden filosófico es la de este último una concepción panteísta. Ella se

pone de manifiesto tanto en su doctrina sobre la creación como en la que se refiere al

alma individual y sus relaciones con el “alma universal”. En uno de sus comentarios al

libro del Éxodo enuncia Ibn Ezra el pensamiento, también expuesto por Maimónides y

repetido por Spinoza, de que en Dios se identifican el sujeto inteligente, el intelecto y el

objeto entendido. En lo referente al problema de la inmortalidad, Ibn Ezra, en un

comentario al Génesis, trae esta reflexión: “y así el espíritu del hombre, por el que vive y

experimenta sensación, es el mismo que el de las bestias; como muere el uno muere el

otro, excepto para esa parte suprema por la que un hombre tiene preeminencia sobre una

bestia”. En su comentario a los versículos 8 y 11 del Salmo XVI expone una opinión que,

según Wolfson28, es antecedente de la concepción de Spinoza sobre el amor a Dios y la

eternidad del alma.

28
Harry Austryn Wolfson, op. cit., T. II, págs. 313 a 317.
No sólo en detalles particulares coincide Spinoza con Ibn Ezra. Sus doctrinas concuerdan

en puntos fundamentales. Ibn Ezra fue hombre de saber y de talentos múltiples y su labor

literaria abarcaba dominios diversos de la ciencia y del arte. Poeta, filósofo, sabio

astrónomo y matemático, prestaba atención a la astrología y se dedicaba a estudios

filológicos. Su nombre ocupa un lugar prominente en la historia de los comentaristas

medievales de la Biblia. Algunas de sus reflexiones sobre textos bíblicos fueron audaces.

Así, creía que el libro de Isaías, tal como lo conocemos, es obra de dos autores distintos,

que vivieron en épocas diferentes: el primero habría escrito hasta el capítulo cuarenta; el

segundo, la continuación. En algunos pasajes da a entender que ciertas partes de la Biblia

son traducciones al hebreo de originales redactados en otras lenguas. Hasta llega a decir:

“El nombre de Moisés está traducido del egipcio. Su nombre egipcio era Munius”. No se

explica que la hija del Faraón hubiese puesto a Moisés su nombre hebreo por haberlo

sacado del agua. Intimidado del curso atrevido de sus reflexiones, añade: “Quizás

aprendió el idioma hebreo”. Algunas veces, su prudencia le lleva a insinuar solamente las

conclusiones a que llega. Habla entonces de “secretos” que “el inteligente entenderá”.

Spinoza, en el capítulo VIII del Tratado Teológico-Político, alude a la deliberada

oscuridad de expresiones de Ibn Ezra. En todo caso, su actitud científica ante los textos

de la Escritura es antecedente del método con que Spinoza los examina y juzga.

En sus glosas bíblicas declara -como lo hará más tarde Spinoza- que se atendrá al sentido

estricto de las palabras, y censura a los “alegoristas” que sólo ven en la Biblia propósitos

escondidos y olvidan los mandamientos de la Ley. Reprueba a los comentaristas que

pretenden introducir en los versículos sus hipótesis y opiniones filosóficas personales,

pero él mismo en más de una ocasión incurre en lo que reprocha a los otros. En efecto,

Abraham Ibn Ezra incorporaba a sus comentarios de los textos sagrados su propio

pensamiento filosófico. Y esto ha permitido a un investigador, Nachman Crochmal,

reconstruir todo el sistema de la filosofía de Ibn Ezra. Análoga reconstrucción han hecho

luego otros escritores, entre ellos Rozi y Orzhansky. Ello es hoy más fácil por la

publicación, efectuada en Londres en 1901, de un opúsculo suyo que lleva el título de El

libro de las substancias. Otro libro de Ibn Ezra, específicamente filosófico, es El


fundamento de la moral.

Por su vigoroso espíritu científico, Ibn Ezra procuró considerar de manera “natural”

relatos maravillosos de la Biblia. Afecto a la astrología, explica ciertos milagros por el

influjo de las estrellas. Algunos de sus intérpretes le atribuyen, por eso, una mentalidad

supersticiosa. ¿No podría tomarse como prueba de una visión científica, fundada en la

idea de la interrelación de las distintas partes del cosmos? Escribió sobre matemáticas y

compuso tablas astronómicas. De ahí que, tanto en sus comentarios bíblicos como en

otros trabajos, se complazca en referirse a las particularidades de los números y de las

figuras geométricas. En aritmética, es la unidad el fundamento de todos los números

hasta el infinito. Dos significa dos veces uno; tres, tres veces uno; un millón, un millón de

veces uno, y así hasta el infinito. También cuando se dice un cuarto o un tercio se habla

de la cuarta parte de uno, etc. Sólo la unidad se basta a sí misma y no necesita de otro

número. Ella hace todos los números, y todos los números ya están en ella, porque son

sólo su repetición, mientras el uno es uno y nada más, uno indeterminado, una

representación en el intelecto, pero no existencia concreta. Lo que la unidad es en los

números es el punto en las figuras. La línea es la prosecución del punto en la longitud; la

prosecución de la línea en lo ancho es la superficie. El punto es sólo una representación

en el intelecto, pues si ponemos un punto sobre el papel, ya es una superficie. Por eso, la

unidad y el punto son para Ibn Ezra el símbolo de Dios. Punto y unidad son

representaciones en el intelecto y no tienen existencia determinada. Pero sin ellos es

imposible la constitución de número alguno o cualquier figura.

En la filosofía de Ibn Ezra hay una marcada influencia de Salomón Ibn Gabirol, cuya

Fons Vitae conocía. De ella tomó algunas ideas típicas del neoplatonismo. En más de un

pasaje habla de la Voluntad creadora, que identifica con la Sabiduría y el Verbo divinos.

Comentando el tercer versículo del capítulo XL de Isaías, dice: “El poeta Rabí Salomón

ha explicado que aquí está todo el secreto de la creación del mundo”. Para Ibn Ezra la

creación en su totalidad consiste en dos cosas: materia y forma. La materia es lo eterno,

lo invariable, y las formas son accidentes. La materia puede adoptar todas las formas,
pero esencialmente no cambia. La materia no es corpórea, es espíritu, y de ahí que todo lo

que llamamos cuerpo es materia que ya tiene una forma, pues la materia sólo puede ser

concebida por nosotros cuando tiene una forma determinada. Todas las criaturas, desde

las más elevadas, incluso los mundos superiores, hasta las más bajas, consisten en materia

y forma. Nosotros, con nuestros sentidos, únicamente podemos percibir las cosas por su

forma pero no en su esencia.

Solo Dios es una unidad absoluta, y de él deriva cuanto existe. La creación se produjo

cuando la materia, eterna e incorpórea, adquirió formas. Para Ibn Ezra la palabra bíblica

crear no significa engendrar de la nada; significa imprimir ciertas formas a la materia

informe. En la Biblia misma quiere Ibn Ezra encontrar un argumento en favor de su tesis.

Ella dice que Dios creó al hombre de barro, que es algo. De esto cabría inferir que según

la Biblia el mundo no fue creado de la nada, sino que la llamada creación fue resultado de

formas en la materia. En verdad, el hombre ha de considerarla como completamente

inédita, porque sólo es capaz de concebir las cosas por sus formas y no en su esencia.

En el pensamiento de Ibn Ezra no se advierte con claridad si la materia de que habla es

una cualidad de la naturaleza de Dios o es obra divina. Mas sea como fuese, las formas

aparecen en la materia por la voluntad de Dios, voluntad que, como ya hemos visto, Ibn

Ezra también llama sabiduría. Dios mismo –insiste- es incorpóreo y sin ninguna forma.

Es como la unidad, el uno matemático en los números, y como el punto matemático en

las figuras. La unidad y el punto son el fundamento de todos los números y figuras

aunque ellos no son número ni figura. Las expresiones antropomórficas que la Biblia

suele emplear al hablar de Dios, son debidas a las peculiaridades del lenguaje humano.

Para expresar sus ideas, el hombre no tiene otro recurso que su vocabulario; y de ahí que

para traducir lo sobrehumano o lo infrahumano, el hombre deba hacer descender o elevar

hacia sí lo superior y lo inferior.

Para Ibn Ezra el universo comprende tres mundos. El mundo superior, del alma y de los

ángeles, mundo del cual también proviene el alma humana, es la primera emanación de la

divinidad. Le sigue el mundo intermedio, de los cuerpos celestes, de las esferas y las
estrellas; es una suerte de emanación del mundo superior. El tercer mundo es el nuestro,

el terrestre; en él es el hombre lo más preciado, su centro, porque tiene alma que procede

del mundo superior. Nuestro mundo está por debajo del mundo intermedio, y porque se

halla sometido al influjo de éste, los astros ejercen acción sobre los hechos que acontecen

en la tierra. Su influencia, sin embargo, no es libre ni conciente, porque los astros mismos

están sometidos al mundo superior.

El hombre, a su vez, es un microcosmos. Tiene tres almas: el alma que llamaríamos

vegetativa, relacionada con el crecimiento; el alma animal, que está vinculada con el

movimiento, y el alma puramente humana que es racional y que procede del mundo

superior. Es deber del hombre procurar que su alma racional domine sus deseos nacidos

de las otras almas. La suprema felicidad del hombre está en la unión con Dios, entendida,

de manera panteísta, como vinculación estrecha de la parte con el todo.

De los distintos autores de que nos hemos ocupado en este capítulo, Spinoza conoció

ciertamente a Filón y a Ibn Ezra. De ellos, sobre todo del último, tomó, sin duda, más de

una idea provechosa para su sistema. Además en Saadia, cuya obra no se sabe si fue

estudiada por Spinoza, se encuentra un antecedente de la clasificación espinociana de las

fuentes del conocimiento, y en Bahya Ibn Pakuda hay un esbozo de método “geométrico”

en la demostración de la existencia de Dios. Pero especialmente notoria es la vinculación

de Spinoza con Ibn Ezra, discípulo de Gabirol, continuador del pensamiento filoniano.

Nos hallamos ante un proceso de pensamiento, ante una serie de autores que

desarrollaron sus doctrinas en el curso de un milenio y de los cuales Spinoza leyó al

primero y al último. De esta fuente pudo extraer la idea de que la suprema virtud del

hombre consiste en elevarse a un reino de plena inteligibilidad. En ella también aparecía

la visión de que todo es Uno, fórmula en verdad imprecisa al comienzo y que abrió el

camino a concepciones panteístas. El Dios de Filón era trascendente y a la vez parecía

penetrar toda realidad; de ese Dios emanaba por grados cuanto hay. En Spinoza,

igualmente, Dios es Dios creador a la vez que Dios creado. Idénticos entre sí, al parecer,
en un momento, Spinoza los separa luego en natura naturans y natura naturata. Nuestro

filósofo pudo tomar de Ibn Ezra la noción de que es ideal moral del hombre el dominio

de las pasiones. Todos los neoplatónicos tenían en común la convicción de que el

conocimiento puede, por etapas, aproximarse al principio de las cosas. Para los

neoplatónicos judíos, en la unión con Dios, en el amor a Dios, estaba la máxima dicha del

hombre. Spinoza predicará el amor dei intellectualis.

Hasta ahora hemos estado hablando de la relación de Spinoza con el neoplatonismo.

¿Cuál es la relación de Spinoza con Platón? León Brunschwicg 29 piensa que en la Ética

no hay rastros de la mitología metafísica que Plotino introdujo en el platonismo. Spinoza

habría reemplazado tal metafísica por otra cosa. A juicio de Brunschwicg, el

neoplatonismo fue un desdichado aderezo en el pensamiento platónico, debido a la

insuficiencia de este último de prolongar la matemática en dialéctica. Afirma que este

agregado artificioso que el neoplatonismo significó para el pensamiento de Platón, fue

arrojado del campo intelectual en la primera mitad del siglo XVII. En ese siglo, el

descubrimiento del principio de inercia permitió afirmar la autonomía científica del

conocimiento de la Naturaleza. Al propio tiempo se excluyó de la idea de alma cualquier

finalidad cósmica. El alma, liberada de toda subordinación a conceptos equívocos,

semimaterialistas, como los de fuerza vital o soplo psíquico, recuperó plenamente su

función específica de pensamiento; recuperó la conciencia de su espiritualidad. En el

siglo XVII -sostiene Brunschwicg- lo mágico y lo místico fueron eliminados del estudio

científico de la religión.

Para Brunschwicg, Spinoza fue auténticamente platónico porque fue resuelta y

sistemáticamente cartesiano. Brunschwicg enuncia las razones que le conducen a esta

conclusión, y, como contraprueba de su tesis, señala el hecho de que Leibniz, reacio a la

influencia imperiosa de Descartes, tuvo, sí, gran afinidad con Plotino. Spinoza, porque

supo ser totalmente cartesiano, fue platónico y no plotiniano. La argumentación es aguda

y brillante, pero no porque admiremos su ingenio habremos de creer que sea exacta su

tesis. Ciertamente, Spinoza es platónico en la medida en que es adepto de la ciencia del


29
León Brunschwicg: Le platonisme de Spinoza, en Chronicon Spinozanum, t. I, págs. 253-268.
Descartes, ciencia que, como la de Galileo, está ligada al pensador griego de los

Diálogos. Pero, nuestro filósofo, en aquello en que se separa de Descartes, en su teoría

sobre la divinidad, en su concepción de una sustancia única, está emparentado con el

neoplatonismo.

Verdad es que lo mitológico no se conciliaba con el temperamento de Spinoza. Tampoco

eran compatibles con su espíritu lo vago, lo nebuloso, lo fantástico del neoplatonismo.

Pero ya desde joven Spinoza estuvo sometido a otras influencias intelectuales, a la

filosofía aristotélica de los judíos de la Edad Media. Esta filosofía estaba expuesta con un

rigor y una claridad que no había en los autores neoplatónicos. Pero ideas de estos

últimos perduraron en su espíritu y viven en la Ética. Podríamos decir que Spinoza

pensaba las ideas de los neoplatónicos con la exactitud de los discípulos de Aristóteles

que polemizaban contra el neoplatonismo. Spinoza, en el Tratado Teológico-Político,

recuerda a uno de ellos, a Moisés Maimónides, aunque casi siempre para censurarlo. La

filosofía aristotélica de los hebreos actuó en la mente de Spinoza, enseñándole a

discurrir con ideas claras y distintas, como más tarde se lo enseñaría Descartes. Es

legítimo sostener que Spinoza aprendió de Maimónides, del que nos ocuparemos en

el capítulo siguiente, a pensar bien las ideas de Ibn Ezra que juzgaba buenas. Es que

fuera de las diferencias de doctrina, los filósofos aristotélicos da la Edad Media se

distinguían de los neoplatónicos en la manera de pensar y en la manera de decir. Los

aristotélicos judíos sabían razonar con método científico; exponían sus convicciones

con nitidez. En los neoplatónicos, inspirados, dotados de estro poético (Ibn Gabirol e

Ibn Ezra fueron grandes poetas los dos) eran frecuentes la imprecisión, la vaguedad.

Llenos de poder de sugestión cuando cantan, no logran persuadir cuando meditan. La

comprobación es harto sencilla. La versión francesa de Fuente de la Vida de Ibn

Gabirol y la de Guía de los perplejos de Maimónides fueron hechas por un mismo

traductor, Salomón Munk. La lectura de una página de cada uno de ellos permite

verificar que no sólo se trata de teorías distintas: se trata de dos modalidades

mentales diferentes.
Spinoza verosímilmente conoció al neoplatónico Ibn Ezra antes que al aristotélico

Maimónides. Guía de los perplejos no es lectura para adolescentes; los adolescentes

judíos solían estudiar los comentarios a la Biblia mientras estudiaban los textos de

ella. El orden probable de las lecturas de Spinoza fue, pues, el mismo que el de la

sucesión de las doctrinas en el pensamiento judío medieval. A continuación nos

ocuparemos de sus exponentes más significativos a partir de la mitad del siglo XII.

CAPITULO IV

SPINOZA Y LA FILOSOFIA ARISTOTELICA JUDIA

La reacción contra el neoplatonismo. Ibn Daud. Su crítica a Ibn Gabirol. Maimónides. Su método. Su

doctrina. Spinoza y Maimónides. Gersónides. Spinoza y Gersónides. Spinoza y Aristóteles.

A mediados del siglo XII cambió la orientación del pensamiento filosófico hebreo y

adquirió predominio el aristotelismo. Sus representantes, sobre todo el primero de

ellos, Abraham Ibn Daud (muerto en 1180), rechazan con energía los principios del

neoplatonismo, aunque aceptan algunas de sus ideas. En su obra La fe sublime, Ibn

Daud reconoce buenas intenciones a Saadia, pero juzga deficiente su obra. Más

áspera es su apreciación de Ibn Gabirol: afirma que los razonamientos de la Fuente de

la vida están fundados en premisas hipotéticas. Desde sus primeras páginas, La fe

sublime parece un alegato contra la Fuente de la Vida.

Aunque el problema que en modo muy especial interesa a Ibn Daud es el del libre

albedrío, elabora un sistema filosófico-religioso completo. Del aristotelismo islámico

toma nociones que le son útiles para la demostración de la existencia de Dios, en

discrepancia ciertamente con la demostración que de ella da Aristóteles mismo. Pero

sus pensamientos fundamentales son del filósofo griego, adaptados a sus propias
convicciones religiosas. En Ibn Daud, como en otros autores, Spinoza pudo hallar

expresiones que lo conducirían a la distinción entre substancia y accidente que emplea en

una de sus cartas. En el Breve tratado Spinoza utiliza modo y accidente como

equivalentes. En la Ética la distinción ya es sólo entre substancia y modo, y en ella nada

tienen de común los modos a que se refiere Spinoza y los accidentes aristotélicos.

Una diferencia profunda separa la concepción de Ibn Dand sobre Dios de la del

Estagirita: Aristóteles concebía a Dios como el primer motor de las cosas; para Ibn Daud

es un ser “de quien depende la existencia de todas las cosas, y cuya existencia es

independiente de cualquier otra”. Respecto de la eternidad de Dios, Ibn Daud dice:

“Cuando adscribimos a Dios el atributo de “eterno”, sólo queremos significar con ello

que Él es inmutable y que Él será inmutable”. Wolfson indica 30 que Spinoza, en su

terminología sobre el origen de las cosas en Dios, emplea unas veces la expresión

“procediendo”, similar a la usada por Ibn Daud; otras, a semejanza de Maimónides,

emplea “siguiendo por necesidad”.

No examinaremos en detalle la doctrina de Ibn Daud. Únicamente queremos señalar que

para él, entre los seres vivientes, solo el hombre tiene auto-conciencia: “Pues el asno y el

buey y los otros animales, cuando ven, solamente ven con sus ojos, pero no son

conscientes del hecho de que ven; cuando carecen de la perfección de la vista, no son

conscientes de que carecen de algo; simplemente no ven. De igual modo, cuando

imaginan, no son conscientes del hecho de que es una imaginación, o cuando captan algo

instintivamente no son conscientes del hecho de que es solo una captación instintiva. Sólo

el hombre piensa en ideas abstractas y tiene una idea de su idea”. En la obra de Spinoza

se encuentra enunciada una concepción del alma humana similar a la de Ibn Daud,

aunque adquiere un sentido particular dentro del marco de su filosofía.

Con Ibn Daud se inicia en el judaísmo un movimiento filosófico cuyo desarrollo no sólo

requería una interpretación de Aristóteles, sino también una interpretación de la Biblia,

para, así, de la conjunción de una y otra, constituir una ideología orgánica y no una

30
Harry Austryn Wolfson, op. cit., t. I, pág. 373.
simple agregación de nociones.

Ibn Daud hizo esta interpretación del texto de las Escrituras a favor de un método que

veremos también en Maimónides. Consistía en hallar en los versículos de la Biblia la

física y la metafísica del Estagirita. Tratábase, además, de la introducción de un

contenido diverso en los moldes forjados ya por los filósofos neoplatonizantes. La

construcción así lograda perdía no poco de la cálida atmósfera neoplatónica, pero ganaba

en rigidez; la estructura se hacía más sólida. El riguroso pensar lógico iba a dar sus frutos

con Maimónides (1135-1204).

Las ideas filosóficas y teológicas de Maimónides se hallan expuestas principalmente en

su Guía de los perplejos. Allí se encuentra la enunciación técnica de su sistema, que

ejerció considerable influencia en el pensamiento occidental de su época y de la

posteridad. Maimónides formula reflexiones metafísicas en torno a las doctrinas de los

filósofos, particularmente de Aristóteles, y observaciones críticas dirigidas, sobre todo,

contra los motekallemín, a los que acusa de confundir las creaciones de la imaginación

con productos de la razón. Para es tan errónea la concepción que sostienen respecto de los

hechos naturales como su tesis sobre la regularidad y la constancia en la Naturaleza,

calificadas ambas como expresión de la voluntad directa de Dios. El criterio de

apreciación de Maimónides, su punto de mira, es siempre la religión mosaica. Acepta o

rechaza las ideas de Aristóteles y de los filósofos árabes, según que concuerden o no con

principios contenidos en la Biblia y en el Talmud. Y estos principios los descubre

mediante un método utilizado ya por Filón de Alejandría: buscando, tras del sentido

literal de las palabras, otro esotérico. La Biblia está redactada en forma accesible a todos,

pero sólo quienes hayan alcanzado determinado nivel intelectual son capaces de

entenderla plenamente y sólo ellos pueden abordar los problemas de la metafísica.

El análisis de ciertas expresiones bíblicas le sirve de introducción al estudio del

problema de los atributos de Dios. Es éste, precisamente, el tema central del primer

tomo del Guía de los perplejos. Para Maimónides, las doctrinas misteriosas que en el

Talmud son designadas como Maase Bereschit (en relación con el primer capítulo del
Génesis) y Maase Mercava (en relación con el primer capítulo del libro de Ezequiel)

son homólogas de la Física y la Metafísica de Aristóteles. Y bien: sólo se puede

servir a Dios conociéndolo, y, para conocerlo, es menester estudiar la Naturaleza,

pues ella nos enseñará que tratándose de la divinidad no se pueden emplear ciertas

nociones. Si se comprueba que la afección es un defecto, no se podrá hablar de

afección con referencia a Dios. Lo mismo ocurrirá con las nociones de actualidad y

potencialidad. Mediante el estudio de la física advertiremos que la potencialidad es

un defecto y, por lo tanto, tampoco será atribuible a Dios. Maimónides discurre sobre

los atributos de Dios partiendo de este principio: “Los atributos positivos, aun

cuando no particularizan al sujeto, indican siempre una parte de la cosa que se desea

conocer, sea una parte de su substancia, sea uno de sus accidentes, mientras que los

atributos negativos no nos hacen saber, en ninguna manera, lo que realmente es la

esencia que deseamos conocer, a menos que sólo sea accidentalmente”. Aparece, así,

la noción de atributo negativo, cuyo sentido y función interpreta Munk, el traductor

francés del Guía, de este modo: si se despoja al sujeto de ciertas cualidades que se le

podrían atribuir y se le estrecha, mediante negaciones, en un círculo más reducido, se

logra determinarlo en cierta manera.

A partir de ahí, dice Maimónides que en Dios no hay composición, porque no tiene

ser fuera de su quididad. Cuando afirmamos que Dios es viviente, negamos que esté

privado de vida. La existencia de Dios es su esencia, y de ella emanan numerosas

existencias; “y esto, no como el calor emana del fuego, ni como la luz proviene del

sol, sino por una acción divina que les da la duración y la armonía... Al atribuirle a

Dios potencia, ciencia y voluntad se quiere decir que no es ni impotente, ni ignorante,

ni negligente. Expresamos que todas las existencias que proceden de él son

conducidas con intención y voluntad”, y agrega: “Comprendemos que este ser no

tiene semejante; y si decimos: Él es único, esto significa que no hay múltiples”.

Respecto del cielo, a causa de nuestra ignorancia, únicamente podemos decir que no

es ni liviano ni pesado, que es impasible y que por ello no recibe impresiones, que no
tiene sabor ni olor (sólo sabemos que está constituido de materia y forma). Si esto

ocurre tratándose del cielo, ¿qué podrá alcanzar nuestra inteligencia respecto a Dios?

Nuestra inteligencia nada puede saber del ser necesario, exento de materia, de

simplicidad extrema, que no tiene causa ni es afectado por nada, y cuya perfección

significa para nosotros negación de las imperfecciones. Sólo sabemos que es, que no

hay otro como él, que nada tiene de común con los seres que ha producido. Así como

nuestra percepción de algo se perfecciona con el aumento del número de atributos

que le conocemos, así se perfecciona nuestra percepción de Dios a medida que

aumenta el número de negaciones acerca de él. Por la meditación y el estudio

adquirimos conocimiento de lo que es inadmisible tratándose de Dios. Cuando le

atribuimos afirmativamente algo, como una perfección, esta perfección lo es

únicamente en relación a nosotros y no a él. Su perfección no es una suma de

cualidades, sino su esencia misma. En el capítulo LX de la primera parte de su Guía

de los perplejos, expone Maimónides ejemplos destinados a explicar cuán necesario

es adjudicar a Dios numerosos atributos negativos. Su tesis guarda alguna similitud

con la de Plotino sobre el Uno.

Son diversas las cuestiones tratadas por Maimónides en esa primera sección de su

obra más importante. A propósito de ellas, el autor expone su pensamiento y refuta a

quienes sostienen opiniones distintas de las suyas. Su tono polémico adquiere a veces

acentuación violenta cuando discurre sobre los motekallemín. Allí encuentra el lector

unas páginas especialmente significativas por su contenido filosófico. Nos referimos

al capítulo LXVIII, en que el autor desarrolla la proposición de la Metafísica del

neoplatonismo sobre la unidad en Dios del sujeto pensante, pensamiento y objeto

pensado, noción que aparece igualmente en Ibn Ezra, en la mística judía y también en

Spinoza. Según Munk31, Maimónides sigue en su exposición a los peripatéticos

árabes, y en especial a Ibn Sina. El autor del Guía se esmera en probar que esa tesis

no implica la afirmación de una multiplicidad en Dios. Sus reflexiones, desenvueltas

con precisión poco común en tema tan arduo, tuvieron marcada gravitación en la

31
Maimonide: Le guide des égarés. Trad. de Munk, T. I, París, 1856, nota de la pág. 302.
filosofía de fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. No es difícil que su

repercusión en el pensamiento postkantiano se haya producido a través de Salomón

Maimon, admirador de la Ética tanto como del Guía de los perplejos.

En la segunda parte del Guía trata Maimónides de las pruebas de la existencia de

Dios y de la profecía y se plantea el problema de la creación del mundo ex-nihilo. A

la pregunta de si el mundo es eterno o creado, tres respuestas se ofrecían en la época

de Maimónides: la concepción bíblica, para la que solo es eterno Dios, y lo ha

producido todo, el tiempo inclusive, de la nada; la doctrina platónica, que admitía la

existencia eterna de la materia, que fue modelada por Dios; la de Aristóteles que

afirma la preexistencia de la materia y la eternidad del universo. Maimónides

examina la tercera de estas respuestas. Expone las pruebas de los aristotélicos de la

eternidad del mundo, pruebas diversas cuya misma variedad sería testimonio de que

no hay una que por sí sola sea suficiente. Además el propio Aristóteles reconoce la

imposibilidad de una demostración rigurosa. Descartada la validez absoluta de la

teoría de la eternidad del mundo, Maimónides ensaya probar que la creación es

posible. Coloca, así, al lector ante la alternativa de una tesis no demostrada y de otra

cuya posibilidad demostró; esta última es la de la Biblia, Maimónides, por su parte,

no vacila en la opción. Su pensamiento en este punto marca una de las más esenciales

discrepancias con la filosofía aristotélica.

A continuación Maimónides expone su cosmología. Hubo de concebida a la luz de

una teodicea que afirmaba la existencia y la unidad de Dios. Esta afirmación de una

divinidad de unicidad incomparable es igualmente válida, ya se admita la eternidad

del mundo, ya su creación ex-nihilo. Este aserto lo demuestra Maimónides en las

primeras páginas de la segunda parte del Guía de los perplejos, para concluir:

“Resulta claro entonces que la existencia de Dios (ser necesario, sin causa y cuya

existencia es en sí misma exenta de toda posibilidad) está demostrada por pruebas

decisivas y ciertas, no importando que el mundo sea una creación ex-nihilo, o que no

lo sea. Asimismo, está establecido por demostraciones que Él (Dios) es uno e


incorpóreo, como lo hemos dicho precedentemente: porque la demostración de su

unidad y de su incorporeidad queda establecida, no importa que el mundo sea o no

una creación ex-nihilo...”32.

En la exposición de sus ideas cosmológicas, advierte Maimónides que no es su

intención desarrollar materias ya expuestas por filósofos y sabios. Su finalidad es

descubrir en los textos de la Escritura y en los comentarios una significación

concordante con las “teorías de los filósofos”. En estas teorías se afirma “la

existencia de las inteligencias separadas”. Maimónides procura demostrar que “están

de acuerdo con los principios de nuestra religión”. Sostiene que las “inteligencias

separadas” son los “ángeles” de la tradición religiosa. La afirmación de esta

equivalencia representa el primer momento de la cosmogonía de Maimónides. En

ella coincide con la mayor parte del pensamiento de Aristóteles, que durante la Edad

Media originó diversos sistemas. El malaj (ángel) hebreo es para Maimónides “un

nombre homónimo”; sostiene que “abarca las inteligencias, las esferas y los

elementos; pues todos ellos ejecutan una orden (de Dios)”. “Pero -agrega- no se ha de

creer que las esferas e inteligencias estén en el rango de las otras fuerzas puramente

corporales, las que son naturales y no tienen conciencia de su acción; al contrario, las

esferas y las Inteligencias tienen conciencia de sus acciones y libertad para

gobernarlas”33. En esta premisa de Maimónides hallamos la articulación de su teoría del

mundo con la de Aristóteles.

Aristóteles concebía un universo esférico, con la tierra inmóvil en su centro. Según él, los

cuerpos de nuestro mundo están constituidos de cuatro elementos: tierra, aire, agua y

fuego. Pero ninguno de estos elementos se nos presenta en estado puro. Se hallan

mezclados entre sí, y la composición resultante lleva el nombre del elemento que en ella

predomina. Los cielos giran alrededor de la tierra.

Maimónides admite también la existencia de esos cuatro elementos. En nuestro mundo

ellos integran objetos que se generan y disgregan para dar lugar a la formación de objetos
32
Maimonide: Le guide des égarés, trad. de Munk, T. II., págs. 47-48.
33
Maimonide: op. cit., T. II, págs. 75-76.
nuevos. Los cuerpos celestes, en cambio, no se hallan expuestos a la disgregación, que es

propia de los cuerpos constituidos de los cuatro elementos. No están sujetos a mutación

alguna, fuera del movimiento. Y este movimiento ofrece un carácter singularísimo. En el

mundo sublunar (la de la luna es la esfera más próxima a la tierra), los cuatro elementos

realizan movimientos rectilíneos: tierra y agua, hacia abajo; aire y fuego, hacia arriba. El

movimiento de las esferas celestes no es puramente natural. Es un movimiento circular; y

sólo es concebible si se supone a las esferas dotadas de Inteligencias. Maimónides reduce

a cuatro el número de las esferas principales: la de la luna, la del sol, la de los “otros

cinco planetas” y la de las estrellas fijas. Cada una de ellas está gobernada por una

Inteligencia particular. El mundo sublunar, a su vez, está regido por una Inteligencia, el

intelecto agente, merced a la cual nuestro espíritu pasa de la potencia al acto.

Esta noción del intelecto agente nos conduce a la psicología de Maimónides.

Estrechamente ligada a su metafísica, no carece de aspectos meramente descriptivos. La

versación médica de Maimónides le lleva con frecuencia a establecer conexiones entre la

vida psíquica y sus condiciones fisiológicas. El alma del hombre es su “forma”. Sus

actividades diversas han hecho que algunos autores considerasen que el hombre está

dotado de almas múltiples; otros hablan de partes del alma, lo que únicamente es

admisible si se excluye toda idea de división similar a la de los cuerpos. Maimónides

distingue en el alma cinco facultades: la nutritiva, la sensitiva, la imaginativa, la apetitiva

y la intelectiva o racional. Señala las funciones que corresponden a cada una de ellas y

establece, para la primera, sus bases fisiológicas; indica las particularidades de cada

sentido en la segunda, define la imaginación en términos que engloban también aspectos

de la memoria; describe las funciones de la facultad apetitiva, desde la preferencia por un

objeto hasta la intrepidez, el odio y el temor, de los que son instrumentos todos los

órganos del cuerpo. La facultad que distingue al hombre es la racional. Esta facultad o

intelecto hílico no se encuentra en los individuos de las demás especies animales. Por

obra de ella el hombre puede subvenir a sus necesidades, ampararse de las inclemencias

del medio físico, prever con anticipación los hechos, a fin de precaverse contra los que

pudieran serle funestos. Merced a ella, el hombre vive y convive con sus semejantes. Sin
la sociedad es inconcebible la existencia del individuo. Fuera de la sociedad, el hombre

perece. Esa facultad racional, este intelecto primario, está en el cuerpo, unido a él, y lo

gobierna.

De otro intelecto habla Maimónides, el intelecto adquirido. Si el intelecto hílico,

primario, nace con el hombre y es individual, no ocurre lo mismo con el intelecto

adquirido. Éste no se halla en el cuerpo, está separado de él. Es una inteligencia pura, no

exclusiva de cada individuo. El propio Maimónides reconoce que “estas cosas”,

enseñadas por Avempace, de quien él las toma, son “profundas”. El intelecto hílico es un

intelecto en potencia, perecedero. El intelecto adquirido sobrevive al cuerpo y por

intermedio de él participa el hombre intelecto agente.

Si el intelecto primario, mera predisposición, perece con el cuerpo, no ocurre lo mismo -

ya lo dijimos- con el intelecto adquirido: éste sobrevive al cuerpo. Mas esta persistencia

no tiene carácter individual. Ella se realiza en una existencia general, en la que se

unifican todos los intelectos adquiridos. El hombre dotado solamente de intelecto

primario se parece, así, más a la bestia que al hombre dotado de intelecto adquirido.

Problema común a la psicología y a la teoría de la revelación es el de la profecía.

Maimónides le dedica los últimos capítulos de la segunda parte de su Guía de los

perplejos, a partir del XXXII, y en su desarrollo sigue algunas ideas del filósofo

musulmán Alfarabi. Enuncia estas tres opiniones sobre la profecía: “la de la multitud

vulgar de los creyentes, la de los filósofos y la que debe profesar el teólogo israelita”.

Esta última es la suya propia. Los primeros siete capítulos de la tercera parte del Guía

están dedicados a la visión de Ezequiel, y guardan relación con los últimos de la segunda

parte.

En esa misma tercera parte se ocupa Maimónides de las imperfecciones físicas y morales

como provenientes de la materia y señala que en los Proverbios expuso Salomón idéntica

doctrina en forma metafórica. Por acceder a las exigencias de su cuerpo, el hombre se

torna vicioso. Sólo logra evitar los vicios quien determina sus actos por su forma, esto es,
por la razón. En la Escritura encuentra Maimónides expuesta la doctrina que hace suya,

de que la materia es un velo que “impide a nuestra inteligencia percibir a Dios y las

Inteligencias superiores”. Los males son privaciones y no cosas positivas debidas a la

acción directa de Dios, como sostienen los motekallemín. El mal solo puede ser atribuido

a Dios por modo indirecto, en cuanto creador de la materia. Los daños que los hombres se

ocasionan mutuamente son producto de la ignorancia, esto es, de la privación de saber.

Según Maimónides, es erróneo creer que en el mundo el mal sea más frecuente que el

bien. Los males que acosan a los hombres provienen en gran parte de los hombres

mismos. A este respecto distingue Maimónides tres especies de males: 1º) los que tienen

su fuente en la materia corruptible y que afectan a los individuos y no a la especie; 2º) los

que los hombres se infligen unos a otros; 3º) los que el hombre se produce a sí mismo por

admitir la primacía de lo corporal.

¿Cuál es el fin del universo? Maimónides examina primero el problema a la luz de la

doctrina aristotélica de la eternidad del mundo. Sus reflexiones le conducen a la

conclusión de que “según la doctrina de la eternidad, no cabe buscar el fin último del

conjunto del universo”. En efecto, el fin de cada individuo es el perfeccionamiento de la

forma específica a que pertenece, y el fin último de la especie es la perpetuación de esa

forma mediante una sucesión continua de nacimientos y de corrupciones, y esto que reza

para todas las especies ocurre también en lo que concierne al hombre, “el último y más

perfecto de los seres compuestos”. A continuación estudia el mismo problema dentro de

la doctrina, que él acepta, de la creación ex-nihilo. Si se dijera que todo fue creado para

servir a la perfección del hombre, ¿ello no implicaría, acaso, sostener que Dios no pudo

hacerlo de otro modo? Y si se respondiese que sí hubiera podido “producir al hombre sin

que hubiese un cielo, cabría preguntar: ¿qué utilidad habría para él en todas estas cosas

que no eran ellas mismas el objetivo final y que sólo han sido creadas en favor de una

cosa que podía existir sin ellas?”. Y aun admitiendo, agrega Maimónides, que el todo

haya tenido nacimiento “a causa” del hombre y que el fin último del hombre sea adorar a

Dios, no se podría, por ventura, preguntar ¿qué significado ha de tener pura Dios la

adoración del hombre si su perfección es absoluta? Según Maimónides, la tesis verdadera


para la religión y la especulación es: “No se ha de creer que todos los seres existen en

favor del hombre, ni, al contrario, que todos los otros seres (han sido creados) igualmente

en vista de ellos mismos, y no en favor de otra cosa. Asimismo, según nuestra opinión,

que admite la creación del mundo, no se podría buscar la causa final de todas las especies

de seres; pues decimos que es por su voluntad por lo que Dios ha creado todas las partes

del universo y por lo que unas tienen su fin en sí mismas, mientras otras existen en favor

de otra cosa, que tiene su fin en sí misma”.

Así como Dios ha querido que existiesen los hombres, quiso también que existiesen las

esferas celestes y sus astros y los ángeles (Maimónides identifica los ángeles con las

Inteligencias de las esferas). En versículos de la Escritura encuentra la misma doctrina.

Ella está expuesta en el relato bíblico de la creación: Y Dios vio que era bueno, dice el

Génesis respecto de cada una de las partes del Universo. Así como no cabe buscar la

causa final de la existencia de Dios, no cabe tampoco indagar la causa final de su

voluntad, “en virtud de la cual todo lo que ha nacido y nacerá es tal como es” 34. A

continuación señala Maimónides en el capítulo XIV que es suficiente la reflexión sobre

las inmensas distancias y las dimensiones de las esferas y de los cuerpos celestes, para

persuadirse de que la tierra es sólo un punto perceptible dentro del conjunto de la

creación.

En los capítulos XV a XXIII de la tercera parte del Guía de los perplejos, se halla

expuesta una teoría de la Providencia. Acéptese o no su tesis, se ha de admirar la

agudeza dialéctica del autor la sostener la libertad del hombre y afirmar, a la vez, que “la

Providencia, que emana de la inteligencia divilla, solo se extiende sobre el individuo

humano que participa de esa inteligencia, mientras que los animales y las plantas sólo son

objeto de la providencia como especies y no como individuos”.

De los mandamientos, que proceden de la sabiduría de Dios y no solo de su voluntad,

tratan los capítulos sucesivos del Guía. Maimónides señala como fin general de la Ley la

perfección de nuestro cuerpo y de nuestra alma; el bienestar físico solo se encuentra en la

34
Maimonide: op. cit., T. III, pág. 95.
vida social, y a la dicha eterna únicamente se llega por la especulación intelectual.

Subraya la oposición entre el paganismo y la Ley mosaica, destinada a consolidar la

creencia en la unidad de Dios y en la creación del mundo y a reglar el orden social. Ella

reprime las pasiones y los apetitos e inspira costumbres nobles y santas. Purifica nuestros

hábitos y nos ordena la pulcritud externa. El bienestar de la humanidad es su máxima

suprema. Conocer la existencia de Dios y su unidad incomparable es la base de la virtud

más alta. Maimónides trae una parábola para hacer más comprensible su pensamiento

acerca de los distintos tipos de seres humanos en lo que a este conocimiento se refiere:

los que, carentes de toda creencia religiosa y especulativa, constituyen una especie

intermedia entre el mono y el hombre; los que piensan, pero cuyas ideas son contrarias a

la verdad; la multitud de los creyentes, que se ocupa de las prácticas religiosas, pero es

ignorante y no se entrega a la especulación sobre los principios fundamentales de la

religión; los que se sumergen en la especulación y con ella se acercan a la verdad en la

medida de lo posible para el hombre. Son estos últimos los únicos que realmente se

consagran a la meditación sobre Dios y a amarle. Del hombre depende el llegar a esta

jerarquía intelectual, el llegar a tener un intelecto, que es el ligamen entre lo humano y lo

divino. Conocer a Dios es amarle. “En cuanto a las ideas que la Ley nos enseña, esto es,

las de la existencia de Dios y su unidad, ellas deben inspirarnos el amor (a Dios), como lo

hemos expuesto muchas veces, y sabes con qué energía la Ley insiste sobre este amor: De

todo tu corazón, de toda tu alma y de todas tus facultades (Deuteronomio VI, 5)”35. “El

conocimiento del hombre que busca su perfección ha de comenzar con la Ley, continuar

con la ciencia (la filosofía) y concluir con la exacta noción de las acciones que

constituyen una buena conducta”. Al hombre le sucede siempre lo que merece, porque

Dios es la justicia misma.

Louis Germain Levy define la doctrina de Maimónides como “un sistema teocéntrico

dentro del cual el fin último asignado al hombre es el amor Dei intellectualis”36. En este

sistema todos los pensamientos y todos los actos del hombre se vinculan a un

conocimiento supremo, y por ello Maimónides “pone en toda la vida una dignidad
35
Maimonide: op. cit., T. III, pág. 459.
36
Louis Germán Levy: Maimonide, ed. Alcan, París, 1911, pág. 221.
eminente”. Problemas hay, según Maimónides, insolubles para la razón humana. Ella

llega a un limite infranqueable, es verdad, pero es la única capaz de conducir al hombre a

la beatitud. Sólo por ella se alcanza la comprensión, de la que nace el amor a Dios. El

hombre común cumple su deber al obedecer los mandamientos. Los aristócratas del

intelecto son los únicos que conquistan la verdadera dicha. Es la de ellos una aristocracia

hecha en el esfuerzo continuo, en el sacrificio constante.

En las sociedades humanas, en la humanidad entera, cuya felicidad es el fin de la Ley, no

tienen todos idéntica situación en lo que a su común destino se refiere; pero todos

pueden, cada cual con su propio afán, llegar al escalón moral superior. El intelecto

primario es igualmente dado a todos, sus predisposiciones son idénticas. Unos quedan en

la etapa primera, otros recorren sólo parte de la ruta, los menos llegan al nivel más alto.

De la sociedad necesitan todos, el necio y el sabio, en el cual la ciencia y la sabiduría se

asocian para la meditación sobre lo absoluto y la perfecta dirección de los actos. Ésta es

la lección moral de Maimónides, ética en que se concilian la sociedad y el individuo, que

se aísla para su perfección.

Nos hemos detenido en Maimónides porque en su obra ha alcanzado la filosofía religiosa

judía un rigor de exposición que no se encuentra en ningún otro autor. El razonamiento es

en él exacto. Admirador de Aristóteles, lo abandona allí donde aparece una divergencia

entre su filosofía y las ideas de la Biblia. Las concepciones de esta última y más de un

pensamiento de origen neoplatónico alejan a Maimónides de Aristóteles. Spinoza conocía

a Maimónides, y su pensamiento, desarrollado con coherencia, orgánicamente, debió

impresionarle en su juventud. En el Tratado Teológico-Político lo nombra varias veces.

Reprueba sus exégesis de textos de la Biblia, pero en él, como en otros autores judíos,

aprendió Spinoza la idea de la rígida unidad de Dios y de su sublimidad. Y no sólo eso.

Enseña Maimónides que el infinito Dios es incomparable con lo finito, que no cabe

adjudicarle determinaciones o modificaciones, que en Dios la voluntad, el poder, la

unidad, son atributos que sólo tienen de común el nombre con esos mismos atributos
adjudicados a cosas particulares; que Dios en un único acto de conocimiento abarca la

multiplicidad de los objetos y que su conocimiento no sigue a las cosas, sino que las

precede. Y ésta es una de las concepciones principales de la filosofía espinociana.

Maimónides enseña que el conocimiento de Dios necesariamente conduce a ese amor a

Dios en el que está el fin más alto de la conducta y la mayor salud. Estas ideas están en

Spinoza, como también la doctrina de que los milagros son simples efectos de las eternas

leyes naturales.

A León Roth se debe el estudio más cuidadoso sobre la relación entre Spinoza y

Maimónides. Para Roth37, la lógica de Spinoza es la misma que la de Maimónides. Una y

otra difieren igualmente de la de Descartes. Ésta conducía necesariamente a un

pluralismo; la lógica común al autor del Guía y al de la Ética llevaba al monismo. Entre

el monoteísmo filosófico de Maimónides y la filosofía monista de Spinoza, hecha con

espíritu religioso, la distancia es menor de lo que se podría suponer. Hay coincidencias

entre uno y otro; entre el autor de la Ética y el autor del Guía hay una relación de

discípulo a maestro, aunque el discípulo reniegue del maestro y lo contradiga. En

Maimónides halló Spinoza un ejemplo de vocación religiosa acompañada de vocación

científica. ¿No procuró él mismo hablar de religión como se habla de ciencia? Para Roth,

“Descartes y Spinoza representan dos polos distintos de pensamiento, de los cuales se

encuentran ejemplos en cada edad”. Allí donde Spinoza se apartaba de Descartes

encontraba en Maimónides un mentor. El monismo espinociano puede en muchos

aspectos hallar su origen en el Guía de los perplejos. Descartes, a su vez, ha enunciado

argumentos de un modo de razonar que fue empleado siglos antes por teólogos árabes.

Quizás exagere León Roth lo estrecho de la conexión entre Spinoza y Maimónides, pero

esta conexión existió. Maimónides era conocido y respetado en el siglo XVII, aun fuera

de los medios israelitas. Ya en el siglo XV Nicolás de Cusa lo recuerda varias veces en

sus escritos. Pico de la Mirándola lo estimaba también y pensaba que se podía identificar

la doctrina del Guía con la Cábala. Bodino en el siglo XVI solía citar a Maimónides con

respeto. Spinoza encontraba así en el filósofo de su juventud a un pensador vastamente


37
León Roth: Descartes, Spinoza and Maimónides, Oxford, 1924.
mentado en la literatura filosófica. Al mundo de la filosofía llegó Spinoza de la mano de

Maimónides.

De Maimónides aprendió a rechazar el antropomorfismo y también aprendió de él que

Dios es causa primera y única de la esencia de las cosas, tanto como de su existencia. La

identificación espinociana de voluntad y entendimiento tiene un antecedente en

Maimónides; lo tiene igualmente la concepción de que el orden y conexión de las ideas es

el mismo que el orden y conexión de las cosas. Para ambos, para Spinoza y para

Maimónides, en Dios son inseparables existencia y esencia. La doctrina de Spinoza sobre

la eternidad del alma es semejante a la de Maimónides sobre la inmortalidad.

Notorias coincidencias todas éstas; pero no excluyen las divergencias profundas entre las

tesis de la Ética y las del Guía. Más que el detalle de la filosofía de Maimónides, nos

interesan el rigor lógico de su razonamiento y la precisión con que lo expone. Ellos

fueron lección útil para Spinoza. Y hay algo más; de los autores que Spinoza conoció en

su juventud, pocos pregonaron tanto como Maimónides la dedicación a la ciencia. Toda

su doctrina de los atributos negativos de Dios supone la necesidad del estudio positivo de

la Naturaleza.

Cuando Maimónides publicó Guía de los perplejos y sus otros libros, provocaron sus

ideas vivas polémicas. No sólo en el plano estrictamente filosófico. También otros

factores intervenían en el combate librado contra el autor del Guía por quienes veían en

sus concepciones una amenaza para el culto tradicional. Pero las disputas, que se

prolongaron por bastante tiempo, no impidieron que con el andar de los años se impusiera

su obra a la atención de sus correligionarios. Tuvo detractores y defensores resueltos. A

partir de él, el pensamiento filosófico-religioso judío se desenvolvió en corrientes

distintas. De sus representantes sólo recordaremos uno: Gersónides.

Levi Ben Gerson, conocido también con los nombres de León de Bagnols, Magister Leo

Hebraeus y Gersónides, nació en Bagnols (Provenza) en 1288 y murió en 1344. Desde


joven adquirió, junto a una vasta ilustración hebraica, amplia versación en ciencias y en

filosofía. A los treinta años comenzó a redactar su obra más importante, Las guerras del

Señor. Médico, según algunos de sus biógrafos lo fue del papa Clemente VI. El Pontífice

tenía en alta estima a Gersónides, uno de cuyos escritos sobre astronomía hizo traducir al

latín por Pedro de Alejandría. Gersónides escribió comentarios al Pentateuco y a varios

otros libros bíblicos. Guiado por sus ideas filosóficas, redactó también glosas a algunos

tratados del Talmud. Inventó la “cámara oscura” y el “báculo de Jacob”, usado por

muchos navegantes famosos y cuya descripción conoció Keplero.

Para Renán, “León de Bagnols es un sabio en el sentido en que nosotros lo entendemos”.

Aunque dominaba el árabe y el latín, empleó en sus escritos el hebreo. Su lenguaje era

rotundo, nítido. Su estilo sobrio y su razonamiento riguroso contrastan con la prosa

salpicada de metáforas de los pensadores neoplatónicos. He aquí sus propias reflexiones

en el prólogo a Las guerras del Señor: “Es evidente que el escritor escribe, no para sí,

sino para enseñar a otros. Por eso ha de esforzarse en presentar sus pensamientos de una

manera que sea inteligible para el lector”. A renglón seguido agrega: “Los escritores que

no proceden así, que hacen incomprensibles sus pensamientos, ya por falta de sistema o

por su lenguaje difícil, no logran el fin que todo escritor se propone. No solo no ayudan al

lector, sino que lo confunden aún más”.

Gersónides no quería contarse entre quienes “emplean palabras difíciles o expresiones

bellas para impresionar al lector y con eso cubrir sus defectos y su debilidad”.

Carlebah, citado por Pierre Duhem en el tomo V de Le Système du Monde, hace grandes

elogios de los descubrimientos científicos de Gersónides, el cual fue, entre los pensadores

medievales, uno de los más confiados en el poder de la libre reflexión, no sujeta a la

autoridad de las verdades aceptadas. Admirador de Aristóteles, se expresa contra

Aristóteles con no menos vigor que contra Maimónides. En la elaboración de su doctrina

acogió ideas neoplatónicas que probablemente le llegaron a través de Ibn Gabirol. En Las

guerras del Señor afronta Gersónides el problema de la inmortalidad. Examina diversas

ideas enunciadas sobre esta materia, las critica, y expone su propio pensamiento, el que,
según Duhem, es “singularmente audaz y original”: el intelecto que nace con el hombre

no es más que una propiedad o capacidad del cuerpo humano. La materia primaria, base

de todo lo que existe bajo la luna, tiene, entre otras, la facultad de desarrollar de sí el

intelecto. A esta propiedad de la materia la llama Gersónides intelecto primario. Se

encuentra éste en estado de posibilidad, y en ciertas condiciones llega a actualizarse. Sólo

cuando la materia primaria tiene fuerza vital y capacidad de representación se hace

susceptible de producir el intelecto. Intelecto material, pasa del estado de potencia al de

actualidad, por obra del intelecto agente. La concepción de Gersónides del intelecto

agente es similar a la de los neoplatónicos árabes. El intelecto agente es la realidad de

más alta jerarquía; por encima de ella solo está Dios.

El intelecto primario es el mismo en todos los hombres; también lo es el intelecto agente

porque es el intelecto general de todo el mundo sublunar, pero esto no significa que todos

los hombres sean intelectualmente iguales. Las diferencias dependen de la medida en que

cada cual trata de satisfacer el ansia de saber e investigar. Intelecto adquirido es el

intelecto individual de cada uno: resultado de la acción del intelecto agente que es

incorpóreo e inmortal. El intelecto adquirido conoce las formas de las cosas del mundo

sublunar; pero su conocimiento de ellas no es producto de las percepciones sensibles.

Estas últimas sólo son “la ocasión de la operación mediante la cual el intelecto agente

imprime y pone en acto, en nuestra inteligencia en potencia, las formas inteligibles que

residen en ella eternamente”. Hay quienes juzgan que el punto de vista de Gersónides es

análogo al que más tarde expuso Malebranche, en cuya doctrina desempeñaba Dios el

mismo papel que el intelecto agente en la del sabio de Bagnols.

Cuando se habla de inmortalidad se ha de hablar de la inmortalidad del intelecto

adquirido, el cual, después de la muerte del individuo humano, no puede alcanzar nuevos

conocimientos, porque le faltan para ello los instrumentos necesarios, pues el intelecto

primario muere con la muerte del hombre. Así el alma inmortal es para Gersónides una

sustancia absolutamente separada.

Gersónides creía en la astrología y en la posibilidad de la predicción; pensaba que el


sueño es capaz de anunciar el porvenir. A la profecía dedicó particular atención.

Maimónides había estudiado la profecía desde el punto de vista psicológico; para él, el

profeta era un hombre en quien la razón y la fantasía habían alcanzado el mayor grado de

desarrollo. Gersónides, a su vez, se ocupa del aspecto filosófico de la cuestión, en su

relación con el problema de la predestinación y la libre voluntad. ¿Cómo es posible la

predicción, si se admite que el hombre tiene una voluntad libre? La profecía y la

predicción suponen el anuncio de hechos predeterminados, inevitables. Y si existe tal

predeterminación, ¿cómo se concibe que el profeta, al mismo tiempo que predice actos

predeterminados, los censure, los repruebe? Para Gersónides el profeta no es capaz de

conocer, con anticipación, hechos accidentales, que indistintamente puedan acontecer de

una manera u otra. Saber significa conocer algo ineludible, cierto. Embarazoso problema,

sin duda. Gersónides funda su solución en el pensamiento de que el mundo, con sus

sucesos, grandes y pequeños, se halla dominado por leyes eternas, rígidas; todo fenómeno

es consecuencia necesaria de causas; no hay accidentes; no cabe el azar, pues lo que nos

parece azar también responde a un orden. Los actos humanos se hallan igualmente

regulados por leyes generales, pero el hombre está dotado de razón y puede, con su

voluntad, contrariar las leyes naturales. La razón humana y la voluntad libre,

resultado de ella, son parte de las causas determinantes. La razón humana es porción

de la Naturaleza capaz de influir en el curso de los acontecimientos.

¿De dónde toma sus noticias el profeta? ¿Cuál es la fuente de su conocimiento? Para

Gersónides, el profeta es un hombre en quien la razón está desarrollada al grado más

alto; además, posee la capacidad de mirar las cosas con un criterio puramente

intelectual, sin mezcla de otras facultades anímicas, como la fantasía. En este punto

difiere de Maimónides, para quien el profeta debía tener una fantasía no menos

desarrollada que su entendimiento. Para Gersónides el profeta ha de ser estudioso. La

inteligencia del profeta, precisamente en mérito a su gran desenvolvimiento, se une

al intelecto agente, del que recibe influencia, conocimiento. El intelecto agente sólo

conoce lo necesario, y no lo contingente; de igual modo, el profeta también tampoco

puede conocer lo contingente. El intelecto agente adquiere su conocimiento de las


Inteligencias de los mundos superiores, que a su vez adquieren su conocimiento de la

razón universal, de Dios.

Plantéase ahora el problema del conocimiento divino. Algunos intérpretes de

Aristóteles pensaban que Dios no conoce los fenómenos, ni en general ni en

particular; Maimónides creía que Dios lo sabe todo, también lo particular. Para él, el

saber de Dios es distinto del humano. Juzgaba fuente de error la opinión de los

filósofos que confunden el conocimiento humano con el divino, cuando en realidad

son conocimientos diferentes, tanto por la cantidad como por la calidad. El empleo

de la misma palabra saber para un caso y otro -empleo impuesto por el lenguaje-

lleva a tomar por idénticas, realidades en verdad distintas. Gersónides, por su parte,

se expresa contra la opinión de Maimónides, a quien acusa de afrontar el problema,

no a la manera de un filósofo, sino como un teólogo. Arguye sutilmente contra el

autor del Guía al analizar su afirmación de que Dios conoce el desarrollo de los

acontecimientos posibles. Si cabe que se produzcan tanto de una manera como de

otra, entonces ese conocimiento sólo es una opinión y no un saber. Si la afirmación

de Maimónides significa que Dios sabe que cierto acontecimiento ocurrirá de una

manera determinada y, sin embargo, no ocurre, entonces se trata de ignorancia y no

de saber. Si Maimónides quiere decir que Dios sabe que cierto acontecimiento puede

suceder tanto de una manera como de otra, entonces lo que hay en él es duda y no

saber.

Para Gersónides era equivocada la tesis de Maimónides de que no cabía adjudicar a

Dios atributos positivos. Nuestro saber y el divino, nuestra inteligencia y la divina,

son de la misma especie; sólo difieren de grado, y, así, el saber, la inteligencia y la

bondad de Dios son infinitamente superiores a los del hombre. Si el saber de Dios es

el más elevado y el más perfecto y si por su naturaleza no difiere de nuestro saber,

resulta claro que Dios no ha de conocer lo que es posible tanto de una manera como

de otra, que no ha de conocer los acontecimientos contingentes. Donde se habla del

saber más perfecto, no puede tratarse de opinión, de error o de duda. Dios sabe lo que
ocurre en todo el universo con la más absoluta claridad. Su ciencia es

omnicomprensiva porque el universo es un pensamiento de Dios, y es inconcebible

que Dios ignore su propio pensamiento. Conoce todos los hechos tales como están

ordenados por las leyes naturales, en la medida en que son inevitables en el curso

regular de las cosas. Pero no conoce los acontecimientos posibles en cuanto

dependen de la libre voluntad humana. Conoce todo, las reglas generales y los

hechos particulares; sabe también lo que ocurrirá cuando el hombre opte por obrar de

una u otra manera; pero no sabe cómo el hombre optará en su conducta. Dios dotó al

hombre con voluntad libre y el hombre puede obrar como quiera. Esto no importa

mengua para el saber divino, porque el no saber lo que no es posible saber no

significa ignorancia. El hombre tiene una voluntad completamente libre para sus

actos, porque si así no fuera, carecerían de sentido los mandamientos y las

prohibiciones.

Gersónides se plantea luego el problema de la providencia divina. Para Aristóteles la

providencia divina abarca la especie y no el individuo. Los más de los intérpretes de

la Biblia admiten la providencia divina también sobre el individuo. Según

Maimónides, la providencia divina abarca toda la especie humana, y, en particular,

sólo a aquellos hombres cuyos intelectos pueden unirse con el intelecto activo.

Para Gersónides, cuanto hay se halla sujeto a un orden determinado, que es el orden

mejor. Dentro de este orden, ¿cómo se explica que hombres malos vivan bien, y

otros, buenos, sufran? ¿Cómo algunos malos sufren y otros disfrutan de bienestar?,

¿cómo algunos buenos sufren y otros no? A estas preguntas contesta Gersónides en

pleno acuerdo con su filosofía. Distingue en el hombre al animal, con necesidades e

instintos inferiores, y al hombre como ser racional. Como animal, está sujeto a las

eternas leyes fijas de la Naturaleza, leyes de vigencia inevitable. Como animal, los

goces del hombre son el buen comer, el bien dormir y la riqueza, y en esto no cabe

providencia divina especial. Como hombre, como ser racional, los placeres humanos

están en la felicidad que supone el saber, el alcanzar conceptos racionales. En el


dominio de la felicidad exclusivamente humana, de los placeres puramente humanos,

recibe cada uno lo que merece por su esfuerzo.

Estas ideas pudieron haber ejercido alguna influencia en el pensamiento de Spinoza.

También hay alguna analogía entre la concepción espinociana de la “eternidad” del

alma y la de Gersónides sobre su “inmortalidad”.

Gersónides rechazaba la prueba aristotélica de la existencia de Dios. La enunciada

por él mismo puede exponerse en estos términos: Todo fenómeno físico debe tener

una causa. El mundo, que es un fenómeno físico, debe por ello tener una causa. Esta

causa puede ser, o una fuerza ciega puramente mecánica, que actúa por azar, sin

orden y sin finalidad, o bien una fuerza racional que despliega su actividad en

conformidad con un orden y un plan. Si contemplamos el mundo y sus hechos,

comprobamos que tienen un plan, un orden racional, finalidad.

Todo se presenta de la mejor manera posible, y, por consiguiente, excluye que se

trate de un azar. Si el mundo fuera obra de la actividad casual de una fuerza

puramente mecánica, no sería perfecto. La perfección del mundo muestra que es obra

de una actividad ordenada, esto es, de una actividad racional. Esta fuerza racional

¿está fuera del mundo o está en el mundo como parte de él, identificada con él? ¿Es

esta fuerza racional una inteligencia separada o no? Para Gersónides esta fuerza se

halla fuera del mundo. ¿Es este mundo eterno? Para Gersónides, los argumentos

dados en favor de la eternidad del mundo son insuficientes y parten del error de

aplicar lo que es propio de nuestra tierra al universo entero. El universo ha de

considerarse como un todo, y cuando se piensa en él se ha de evitar el aplicarle lo

que sólo reza para algunas de sus partes. El proceso de “llegar a ser” del universo no

puede ser comparado con el mismo proceso en cualquier objeto individual.

El mundo fue creado por obra de una fuerza racional trascendente que con la

creación se propuso una finalidad. Si el mundo fuera eterno, también lo sería el

hombre, que ya habría alcanzado un nivel mucho más alto de cultura, de sabiduría. El
mundo es finito en cuanto a su origen, pero no es finito en cuanto a su duración. Dios

podría aniquilarlo, pero no es forzoso tal aniquilamiento.

Admitido que el mundo fue creado, ¿lo fue de algo o de la nada? Gersónides contesta

que el mundo no fue creado de la nada, sino a partir de una materia primaria,

desprovista de forma y de movimiento. En cuanto carecía de una y otro no tenía

existencia real, de modo que no se puede decir que la materia primaria existía junto

con Dios. Un intérprete de Gersónides expone su pensamiento sobre la creación en

los términos siguientes: “El creador ha hecho que una parte de esta materia guardara

en adelante una figura que le fuese propia; esta parte ha constituido el orbe de los

cielos; en este orbe, Dios ha creado los orbes particulares y los astros; entre los orbes,

que tienen centros diferentes los unos de los otros, ha colocado cierta parte de esa

materia, para que no hubiese vacío alguno en esos intervalos; en fin, en otra parte de

es materia puso la posibilidad de recibir todas las formas; esta última materia es la

materia inferior”.

De algunas de las ideas de Gersónides no hay el menor rastro en Spinoza. De otras

aparece una tácita refutación en la Ética. Otras, en fin, asoman en el espinocismo. En

la concepción de Spinoza nada hay que se asemeje a la tesis de Gersónides sobre la

creación del mundo por un Dios trascendente y con una finalidad. Pero, en cambio, sí

aparece la opinión de Gersónides sobre un orden rígido en el universo. Spinoza no

admitía la tesis de Gersónides sobre la voluntad libre en el hombre, pero coincidía

con él en la tesis que identificaba voluntad y razón. La distinción en el hombre de lo

inferior, instintivo, y lo superior, racional, es común a ambos. Sus opiniones sobre el

conocimiento recto como base de la virtud más alta pueden considerarse idénticas, si

se piensa en la larga distancia de tiempo que los separaba.

El traductor de Las guerras del Señor al alemán, entre las numerosas notas al texto,

trae más de una que señala reminiscencias de ideas de Gersónides en la filosofía de

Spinoza38. Por nuestra parte, queremos indicar la semejanza que con ideas de
Lewi Ben Gerson: Die Kämpfe Gottes Traducción y comentarios de Benzion Kellerman, ed. Mayer y
38

Müller, Berlín, 1914-1916.


Gersónides tienen las que Spinoza expone en los párrafos 50 a 55 de su Tratado de la

reforma del entendimiento, donde enuncia las condiciones de un saber verdadero y

concluye: “Si hay un Dios o algún ser omnisciente, él no puede formar ficción

alguna”. Allí sostiene Spinoza que no cabe hablar de conocimiento de aquello que

sólo es posible, y no necesario.

Spinoza no sólo conocía a discípulos de Aristóteles. Había leído al filósofo griego del

cual Maimónides y Gersónides fueron adeptos rebeldes. Spinoza tenía en su

biblioteca dos volúmenes del Estagirita, editados en Basilea en 1548. Para Julius

Guttman39 Spinoza aprendió de Aristóteles mucho de lo que distingue al espinocismo

de la filosofía cartesiana. En conformidad con Aristóteles, para Spinoza el último

principio del conocimiento es también el principio fundamental del ser. Guttman cree

-cosa discutible- que merced a la influencia aristotélica pudo Spinoza representar

frente a Descartes lo que Aristóteles representó frente a Platón.

¿Habría de ser Spinoza discípulo, sin más, del aristotelismo? Ciertamente no. En

Gersónides mismo halló un notable ejemplo de espíritu crítico. Esta aptitud habría de

ejercitarla él contra los alumnos judíos de Aristóteles. Sus puntos vulnerables le

fueron enseñados por otro autor hebreo de la Edad Media, del cual tomó más de una

idea constructiva de la Ética. De él nos ocuparemos a continuación.

CAPITULO V

SPINOZA Y HASDAI CRESCAS

Hasdai Crescas. Su obra. La crítica a Aristóteles y a Maimónides. Las pruebas de la existencia y de la

unidad de Dios. El problema del infinito. La constitución del universo. Las ideas de Crescas. La doctrina

de los atributos de Dios. La extensión. Libertad y determinismo. La tesis de Crescas. Su teoría ética.

Semejanzas y diferencias entre Spinoza y Crescas.

39
Julius Gutmann: Spinozas Zusammenhang mit dem Aristotelismus en Judaica, Festschriff zu Hermann
Cohens siebzigsten Geburstage, ed. Bruno Cassirer, Berlín, 1912, págs. 515-534.
En el estudio de los antecedentes del espinocismo ha de recordarse a Hasdai

Crescas más que a ningún otro pensador judío medieval. Su influencia en Spinoza

no sólo es verosímil; es cierta. No es aventurado afirmar que Spinoza recibió de

Crescas más de una sugestión para la oposición al aristotelismo. Algunos

pensamientos integrantes del sistema de Spinoza pueden considerarse como

desarrollos de ideas de Crescas. Ya hemos visto que el filósofo lo nombra en una

carta al señalar la manera en que los peripatéticos “modernos” interpretaban un

argumento de los antiguos. Oportuno es señalar que en el siglo XVII no era hábito

difundido entre los escritores la mención de los autores en quienes se inspiraban.

Sólo acostumbraban hacerlo en aquellos casos en que cobraba especial relieve su

relación con el autor citado. No sólo esto. Spinoza, unas veces, desenvuelve

pensamientos enunciados por Crescas, apartándose de él; otras, coincide con el

filósofo judeo-español.

La vida de Hasdai Crescas fue la de un estudioso. Nació en Barcelona en 1340, en

una familia de conocidos talmudistas. Maestros muy sabios lo instruyeron en ciencias

judaicas, que llegó a dominar con sagacidad poco común. También en otras disciplinas se

ilustró desde temprano. Rabino en Zaragoza, se imponía al respeto de sus correligionarios

por su talento y la amplitud de versación filosófica. Para defender su credo escribió libros

de polemista y también de creador en el campo de la filosofía. Un suceso que lo afectó

hondamente y circunstancias de su país y de su época contribuyeron a determinar su

decisión de escritor: cuando contaba cincuenta y un años murió en la hoguera su único

hijo, por haberse negado a aceptar el catolicismo. En aquel tiempo no pocos judíos de

España, cediendo a las promesas, unas veces, y, las más, cediendo a las amenazas, se

incorporaban al cristianismo. Hasdai Crescas se empeñó entonces en una lucha tenaz en

defensa del culto mosaico, amenazado por las conversiones en constante aumento y -así

lo creía- por los adeptos más extremos de Gersónides y, sobre todo, de Maimónides, en

cuyos libros veía gérmenes de graves herejías.


Para combatir las conversiones compuso en español un Tratado en que intentaba probar

lo infundado de los dogmas cristianos. Para hacer frente a las doctrinas que juzgaba

funestas dentro del judaísmo, redactó en hebreo una obra, la Luz de Dios40, de crítica a

Maimónides y a su maestro Aristóteles.

En ella apunta más de una reflexión precursora de ideas fundamentales del Renacimiento.

La refutación de Hasdai Crescas al Estagirita es la de un judío devoto y también la de un

filósofo. Expuso un sistema de pensamientos en torno de problemas de la teología

tradicional: la existencia y la unidad de Dios; los atributos de Dios; la ciencia divina y la

providencia, en su relación con los hechos del mundo físico y los actos humanos. Al

discurrir sobre estas cuestiones Hasdai Crescas desarrolla su crítica al aristotelismo al

mismo tiempo expone su propia concepción sobre la divinidad, sobre el mundo y sobre la

moral.

El fervor religioso de Crescas explica que su meditación se detuviese en primer término

en el problema de la existencia de Dios. Juzgaba que en este punto no eran aceptables los

razonamientos de Aristóteles porque partían de premisas carentes de verdad. Sus

objeciones a la prueba aristotélica de la existencia y de la unidad de Dios le servían de

base a una censura no menos vigorosa contra Maimónides. Para demostrar la existencia

de Dios, Maimónides se apoya, como Aristóteles, en la imposibilidad del infinito.

Conocemos lo fundamental de su argumentación: toda cosa en movimiento ha menester

un motor; éste, a su vez, también ha menester un motor, y así indefinidamente. Como en

la realidad no se da el infinito, se ha de admitir por fuerza un primer motor inmóvil: Dios.

La crítica de Crescas a la argumentación de Aristóteles y Maimónides se basaba en una

concepción opuesta a la de ellos en cuanto a la existencia del infinito. Para Aristóteles y

para Maimónides era verdad incontrovertible la de que el infinito es imposible. De ella


40
Or Adonai es el título en hebreo de la obra de Crescas. Consta de cuatro libros; los primeros tres están
divididos en partes, subdivididas en capítulos. Los primeros 25 capítulos de la primera parte del primer
libro tratan de las 25 proposiciones en que Maimónides expone los principios fundamentales de la filosofía
de Aristóteles; los primeros 20 capítulos de la segunda parte de ese mismo libro desarrollan la crítica de 20
de esas proposiciones. El profesor Harry Austryn Wolfson, con el título de Crescas’ Critique of Aristotle
(Harvard University Press, Cambridge, 1929) ha editado el texto hebreo con traducción inglesa de uno y
otro grupo de capítulos, acompañado de excelentes notas y de un exhaustivo estudio sobre la doctrina de
Crescas. Además del volumen de Wolfson hemos empleado en la redacción de este capítulo el ya
mencionado libro de M. Joel sobre las doctrinas filosófico-religiosas de Hasdai Crescas y su influencia
histórica y las historias de la filosofía judía medieval de Julius Guttman, Isaac Husik y Meyer Waxman.
fluía su argumentación demostrativa de la existencia de Dios. Crescas, al refutar la tesis

en que se fundaba esta demostración, negaba al propio tiempo validez a la demostración

misma.

Por lo dicho se advierte la importancia que para Crescas debía tener el problema del

infinito, de si su existencia es o no posible. Según Crescas, tal como lo expone

Wolfson41, Aristóteles para negar la existencia del infinito discurre con argumentos

derivados de un erróneo punto de partida: confunde la naturaleza del infinito con la de lo

finito. Llega a negar la existencia del primero razonando con nociones que solo son

aplicables al segundo. Crescas indica las falacias de la argumentación aristotélica, y

señala que el infinito, si existe, no ha de estar limitado; ha de ser informe; ha de moverse

circularmente pero no alrededor de un centro. No sólo esto. Aristóteles pretendía que el

infinito no existe, en virtud de que su existencia no es posible ni como compuesto ni

como simple. Crescas somete a un examen riguroso la argumentación de Aristóteles y

llega a la conclusión de que cabe concebir el infinito como un cuerpo compuesto de un

número finito de elementos, uno de los cuales sería infinito; igualmente cabe concebirlo

como un cuerpo simple, constituido de un único elemento infinito. De los argumentos de

Crescas, hay un eco en las ideas que Spinoza expone en el escolio de la proposición XV

del primer libro de la Ética, cuando indica el error en que se incurre al considerar la

extensión infinita como constituida de partes mensurables.

La crítica de Crescas a la concepción aristotélica sobre el infinito, necesariamente hubo

de convertirse en rechazo de toda la física de Aristóteles, fundada en la negación del

infinito. Para el filósofo griego el mundo era una esfera cerrada cuyo centro es la tierra, y

fuera de la cual nada hay ni puede haber. Aristóteles explica el concepto de espacio como

el límite entre el cuerpo que abarca y el abarcado. El tiempo es para él el número de

movimientos en relación al antes y al después. Para Aristóteles era inadmisible la

existencia de un espacio que no estuviese ocupado: la naturaleza siente horror ni vacío.

Este mundo limitado ha de tener un motor último, porque para Aristóteles, y también para
41
Harry Austryn Wolfson: Crescas' Critique of Aristotle, Harvard University Press, Cambridge, 1926,
pá'gs. 41·42.
Maimónides, resulta inconcebible una cadena infinita de causas y efectos. Crescas

destruye paso a paso este edificio aristotélico. Siglos antes del italiano Torricelli, el

pensador judío español demostró lo infundado de la tesis de Aristóteles de que no cabe un

espacio vacío, de que en tal espacio sería inconcebible el movimiento.

También demostró lo erróneo de la doctrina de Aristóteles sobre el espacio y sobre los

lugares naturales de los elementos que concéntricamente rodean la tierra. En su discurso

desenvuelve el pensamiento, entrevisto por Albalag, de que lo esencial del espacio es la

extensión, el vacío, y de que todo objeto del mundo está rodeado de la vacía extensión

infinita. Fue de los primeros pensadores medievales que desgarraron el limitado mundo

aristotélico.

Aristóteles creía que existe lugar allí donde hay cuerpos. Pero quedaba abierta la

pregunta de qué había fuera del mundo. Autores anteriores a Crescas solían resolver la

dificultad diciendo que más allá no hay ni lleno ni vacío, que hay, simplemente, nada.

Crescas juzgó inaceptable tal explicación. “Nada” no es un término medio entre lleno y

vacío, y por eso, de acuerdo con la ley del tercero excluido, lo que está fuera del universo

finito ha de ser algo. Esta afirmación del infinito era rica en importantes consecuencias.

Aristóteles no distinguía entre lugar y espacio. Se trataba en todo caso de algo ocupado

por alguna cosa. Para Crescas el espacio tanto podía estar ocupado como no estarlo. En

este último caso se trataba de extensión incorpórea. La idea de Crescas en este respecto

guarda alguna similitud con la teoría de los físicos modernos sobre el éter. Ella conducía

a una nueva visión del orden físico.

En la doctrina de Crescas – a diferencia de la aristotélica- aparece un espacio infinito en

que flota un infinito número de mundos. Filósofos griegos, entre ellos los atomistas, y

aun algunos anteriores, creían en la existencia de gran número de mundos en un vacío

infinito. Dos siglos después de Crescas, por obra de Giordano Bruno, se incorporó esta

concepción al pensamiento moderno. Podría decirse que la visión de Crescas es

precursora de la de Bruno, pero entre una y otra media una diferencia fundamental, como

que se interponen las concepciones científicas del Renacimiento. Los mundos múltiples
de Crescas eran -así cabe pensarlo- ptolemaicos, con tierras estacionarias en el centro y

rodeadas de esferas concéntricas; los mundos en que pensaba Giordano Bruno eran

copernicanos.

Crescas, a la vez que desmenuzaba la doctrina aristotélica, levantaba su propia

construcción. Su crítica se fundaba, ya en la incompatibilidad de afirmaciones de

Aristóteles con verdades bíblicas, ya en la incongruencia de los argumentos aristotélicos,

ya en el divorcio que mediaba entre los enunciados de Aristóteles y los hechos de la

experiencia. En cuanto a lo último, aunque no llegó a formular una doctrina científica y

un método científico fundados en la observación, sabía invocar comprobaciones

empíricas para demostrar los errores de Aristóteles. Para Wolfson, “Crescas había pasado

la etapa en que el hombre condenó la razón; había alcanzado la etapa en que el hombre

comenzó a dudar de la razón, pero no había entrado en la etapa en que el hombre

aprendió a vigilar la razón”.

La terminante oposición de Crescas a la física de Aristóteles, se manifestaba también en

la discrepancia entre nuestro autor y el griego en lo que se refiere al principio de la

continuidad y homogeneidad del Cosmos. Aristóteles pensaba que había una

interconexión entre las diversas partes del universo y continuidad de movimiento a través

de ellas. Pero al mismo tiempo creía que su constitución no era ni continua ni

homogénea: el mundo sublunar y el mundo translunar eran para él dos reinos distintos, y

de naturaleza diferente eran los movimientos de los cuerpos de uno y otro. Aristóteles

describía como rectilíneos y naturales los movimientos sublunares, que serían producidos

por fuerzas centrífugas y centrípetas que actúan sobre los cuatro elementos. Merced a

esos movimientos se produciría un reflujo de dichos elementos a sus lugares naturales.

En el mundo translunar, en cambio, el movimiento sería circular. Aristóteles lo describe

como voluntario, apetitivo, producido por un principio motor, inherente a los cuerpos

celestes, que actúa sobre ellos, desde dentro, a la manera de un alma.

Para el Estagirita, hay una diversidad no menos radical entre la composición última de los

cuerpos sublunares y la de los translunares. Según él nada hay de común entre los cuatro
elementos de que están integrados los cuerpos sublunares y el éter que constituye los

cuerpos translunares. Distinción análoga, aunque no idéntica, admitían los aristotélicos

árabes y hebreos. Suponían en los cuerpos sublunares una materia inextensa que es pura

potencialidad y a la que se agrega la tridimensionalidad a manera de forma corporal. En

los cuerpos translunares no habría materia puramente potencial, inextensa. Según

Wolfson la diferencia entre la materia de uno y otro mundo, tal como la concebía

Aristóteles, sería similar a la que nosotros afirmaríamos si dijéramos que la gravitación

actúa en una parte del universo y no en la otra. Crescas niega esta discontinuidad y

heterogeneidad. Para él es inaceptable la distinción aristotélica entre el movimiento

circular de los cielos y el rectilíneo de los cuerpos sublunares. Describe como naturales

unos y otros. Ciertamente el punto de vista de Crescas no era totalmente nuevo, pero él lo

subrayó con insistencia elocuente. Crescas también negaba la diferencia entre la materia

de las esferas celestes y la de los cuerpos sublunares. En ambos casos, materia y

tridimensionalidad son equivalentes. No admitía que en caso alguno tenga la materia una

actualidad que le sea conferida por la forma. Este rechazo de la doctrina aristotélica de

materia y forma era rica en consecuencias: abría el camino a la identificación de materia

y extensión que aparece en la filosofía del siglo XVII.

Según Wolfson, en el pensamiento de Crescas está implícita una tendencia a reivindicar

el atomismo. Aunque Crescas emplea la terminología de Aristóteles, da a los vocablos un

significado totalmente distinto. Esto se advierte de modo particular en cuanto a las

nociones de materia y forma. Para Aristóteles la forma era principio de actualización de

la materia. El átomo, para quienes afirman que existe, no sólo se distingue de la materia

aristotélica por su indivisibilidad, sino también por la actualidad de su existencia. Crescas

también elimina de la noción de materia toda idea de potencialidad: da a la materia

existencia actual. La forma se convierte entonces en mero accidente.

En la obra de Crescas se advierte una constante tendencia a identificar lo que en los

aristotélicos aparecía como diverso. No solo unifica las fuerzas de la Naturaleza

estableciendo que los movimientos de los cuerpos celestes y de los terrestres son de la
misma clase, sino que amplía esta unificación incluyendo en ella el fenómeno de la

atracción magnética, que sería idéntico al movimiento natural de los elementos.

“Lógicamente, una analogía moderna de la explicación de Crescas sería una tesis que

unificase en una sola las leyes del electro-magnetismo y de la gravitación”.

Aristóteles, el maestro de Maimónides, negaba la existencia de una pluralidad de mundos

materiales, de independientes sistemas de esferas concéntricas. Crescas no se pronuncia

sobre el número posible de mundos, pero -ya lo vimos- su pensamiento conduce a la

consecuencia de que hay un espacio infinito poblado de una infinita cantidad de mundos.

De esto infiere una concepción de singular importancia: si no está probada la unidad del

mundo, no puede esta unidad servir de base a la demostración de que la fuerza creadora

es también única. Al discurrir de este modo, Crescas apuntaba a una conclusión que ya

había expuesto el pensador árabe Algazali: que el método especulativo es insuficiente

para demostrar la unidad de Dios. En la tradición encuentra Crescas tanto la certeza de

que Dios existe como la del que hay un solo Dios. De ella extrae una persuasión que la

disquisición lógica no es capaz de producir: “Sólo la fe nos puede dar la convicción

firme, inconmovible. A nosotros, creyentes, la Biblia nos ha abierto los ojos, ha arrojado

de nuestros corazones toda duda con su declaración: Oye, Israel, nuestro Dios es un Dios

único”.

Así asentaba Crescas la limitación del intelecto humano. Él no es infalible, y ciertamente

es incapaz de hallar solución a determinados problemas. Verdades que el intelecto no

alcanza, nos las puede ofrecer la fe. Esto no significa que se ha de creer en afirmaciones

que contradicen la razón; sólo importa que se han de admitir verdades inaccesibles al

puro razonamiento. Esta opinión del autor de la Luz de Dios ciertamente importaba un

rechazo del intelectualismo de los aristotélicos, intelectualismo que suponía la mayor

confianza en el entendimiento y a la vez implicaba la tesis de que la perfección divina

está en la racionalidad. Porque creían que la razón es lo más elevado del hombre,

pensaban que la inmortalidad sólo podía lograrse mediante la unión de la razón individual

con la razón universal. Así lo había enseñado Maimónides; así lo habían enseñado otros
aristotélicos. Para ellos sólo alcanzaba la vida ultraterrena el hombre que había

desarrollado su intelecto a un grado elevado. La tesis traía consecuencias de vasto alcance

en el terreno práctico, moral y religioso: el hombre que cultiva disciplinas intelectuales,

podía disfrutar de una inmortalidad que no lograrían el piadoso y el justo. Para Crescas,

Dios no era pura razón, ni el cultivo del razonamiento era virtud superior a las otras

virtudes humanas.

Sabemos ya que para Crescas se comprueba con el razonamiento la posibilidad de un

espacio infinito poblado de un infinito número de mundos. Sabemos también que para él

la tradición nos da la certeza de la existencia de un Dios único. Plantéase ahora el

problema de sus atributos.

Ya hemos visto con anterioridad la doctrina de Maimónides sobre los atributos negativos

de Dios, fundada en la idea de que no es legítimo suponer en el ser divino múltiples

atributos positivos. Para Maimónides no cabe adjudicar a la divinidad propiedades que

sólo pueden serlo de las criaturas. Crescas califica esta teoría como un juego de palabras.

No todo lo que parece múltiple lo es en verdad, y no porque la mente humana señale en

Dios una pluralidad de atributos habrá de ser ella real. Al igual que Algazali, aunque con

argumentos distintos, sostiene que la afirmación de atributos positivos respecto de Dios

no es incompatible con la simplicidad del ser divino. Indica que los llamados atributos

negativos de Dios son simplemente una fórmula verbal, y nada más que eso. Decir que

Dios no es inexistente, ¿no es, acaso, lo mismo que decir de él que es existente? Tampoco

acepta Crescas la tesis de Maimónides de que el saber de Dios, por ejemplo, sea por su

índole distinto del humano. Para Crescas, el saber de Dios es infinitamente más elevado y

más claro que el del hombre, pero es de la misma naturaleza que el humano. Si así no

fuera, ¿no habríamos de suponer que el saber divino sea lo que consideramos ignorancia?

Largo tiempo después de Crescas, afirmará Galileo que en el campo del puro saber

matemático no hay diferencia de naturaleza entre el conocimiento humano y el divino.

La opinión de Crescas sobre los atributos de Dios coincide en parte con la de Gersónides,

pero una diferencia marcada separa sus teorías. Gersónides, colocado en una posición
aristotélica y racionalista, considera que el espíritu divino sólo puede revelarse en el

pensamiento. El amor infinito es la esencia de Dios, según Crescas. Su perfección no

radica en el conocimiento, sino en la bondad y el amor. Es este amor el que determina la

creación divina, obra voluntaria y a la vez necesaria. Los discípulos de Aristóteles

sostenían que la suprema dicha de Dios está en la conciencia de su saber infinito. Para

Crescas esto era sólo parte de la verdad. La suprema dicha de Dios está igualmente en su

amor infinito y en su infinita bondad. En el amor, precisamente, está el vínculo entre Dios

y el hombre. El amor es el supremo atributo de Dios y la perfección de toda criatura

depende de su participación de este amor.

Crescas afirma la identidad entre la voluntad divina y la inteligencia divina. Con otras

palabras, sostendrá Spinoza análogo punto de vista y coincidirá también con Crescas en

la tesis de que en el amor a Dios radican la virtud suprema y la suprema felicidad.

Esta coincidencia es sin duda menos importante que otra que media entre Spinoza y el

autor de la Luz de Dios en cuanto a los atributos de la divinidad. En efecto, Crescas

afirma que la extensión es uno de los atributos de Dios. Señala que pensadores anteriores

a él, partiendo del punto de vista de que la extensión da a cada objeto su forma

determinada, solían designar con la misma palabra la forma y el ser de las cosas. Y como

Dios es la forma de todo lo que existe, el que crea, determina y limita todo, sabios judíos

dieron el nombre de “makom” (lugar) a Dios. Dios sería el espacio del mundo. Así como

el vacío penetra los más pequeños fragmentos de toda materia, así el resplandor divino

penetra todas las partes del universo, porque Dios es el fundamento de todo lo que existe.

Verdad es que Crescas invoca autoridades hebreas para sostener que la extensión es uno

de los atributos de Dios, pero nadie había formulado este punto de vista con la misma

precisión que él. No sólo entre los judíos se conocía el viejo dicho rabínico de que Dios

es el lugar del mundo, pues también lo encontramos en pensadores cristianos, que lo

tomaron de otras fuentes. No se daba siempre el mismo sentido a la fórmula cuya

intención originaria fue seguramente la de expresar la omnipresencia de la divinidad.

Desprovista al comienzo de significado filosófico riguroso, podía, sin embargo, ser


germen de una idea de alcance radical. Si implicaba la afirmación de la existencia de un

espacio infinito, podía conducir a la identificación de Dios y espacio y también de Dios y

Naturaleza. A esto llegó Spinoza en el siglo XVII. Sostuvo que la extensión es uno de los

atributos que conocemos de la única substancia, de Dios, e identificó a Dios con la

Naturaleza. Crescas afirmó que Dios es el lugar del mundo, esencia y forma del universo;

adscribió a Dios el atributo de la extensión. Spinoza adscribió a la Naturaleza el atributo

del pensamiento, y llegó a la fórmula Deus sive Natura.

Planteábase ahora a Crescas el problema de la relación entre Dios y el mundo. Para

Aristóteles y sus discípulos fieles, la relación entre Dios y el universo era de absoluto

contraste: de lo inmaterial con lo material, de lo inmóvil con lo movible. Aunque Dios

era causa del movimiento del universo, no era causa inmanente ni causa externa: era una

causa “separada”. Dios sólo tenía el atributo del pensamiento, en el sentido espinociano

de la palabra. Para Spinoza, Dios tendrá los atributos de pensamiento y extensión.

Crescas no llegó a identificar Dios y Naturaleza, como más tarde lo haría Spinoza. Pero sí

llegó a afirmar que Dios es el lugar del universo, que Dios es la esencia y la forma del

universo. Su pensamiento estaba en el camino que conduce a la teoría de la inmanencia

de Dios, pero no lo recorrió hasta el extremo. A la vez que pensaba que la extensión es un

atributo de Dios, Dios, dotado de voluntad, era para él trascendente al mundo: contrastaba

con el universo como lo espiritual con lo material, lo simple con lo múltiple, lo

incondicionado con lo que no lo es.

En todo caso, para Crescas, es el amor divino el que lleva a Dios a crear continuamente

el bien. La beatitud divina está en esta creación: Dios se regocija con sus obras. El

pensamiento de que el amor es el vínculo que une al hombre con Dios es el punto central

de la filosofía de Crescas. También Maimónides, autor de definida orientación

intelectualista, sostenía la misma opinión. También para él, era el amor Dei intellectualis

la virtud suprema, pero en su doctrina ella estaba sujeta, como un requisito previo, al

desarrollo del intelecto. En ese punto Crescas disentía igualmente del aristocratismo

intelectual de Gersónides, que distinguía entre las mentes filosóficas y las otras y
afirmaba que toda virtud estaba en el mayor despliegue del entendimiento. Para

Maimónides procede de Dios lo bueno, y no lo malo, que en realidad no existe: la

oscuridad es la ausencia de luz, y el mal es la ausencia de bien. Crescas adopta en este

punto el criterio de la Cábala, que ignora las antítesis absolutas y para la cual no cabe una

distinción radical entre el bien y el mal, siendo lo que llamamos mal un escalón hacia

Dios. Lo que el hombre considera como mal también tiende al bien, porque es obra de la

providencia divina, en nombre de la justicia.

Como los autores cuyas opiniones rechazaba, Crescas también se ocupó del problema del

conocimiento divino en su relación con el orden que rige en la producción de los hechos

y su carácter necesario o contingente. Para darle una solución fundada, examina tanto los

argumentos en que se basa la teoría de que todo está predeterminado, como los que sirven

de apoyo a la teoría de que hay una voluntad libre. El autor de Luz de Dios se adhiere a la

primera y niega la libertad de la voluntad. No le pasan inadvertidas las consecuencias

morales de esta opinión, y por eso recomienda que se discurra sobre ella con suma

cautela, a fin de evitar que personas ignorantes la utilicen como justificación para las

acciones más deplorables. Para Crescas, el hombre tiene voluntad libre sólo en la medida

en que puede elegir entre dos decisiones distintas y aun opuestas. Pero esta elección,

subraya, no es producto de una opción arbitraria, sino resultado necesario de

circunstancias y condiciones que llevan al hombre a obrar de una manera y no de otra.

Los decretos de la voluntad sólo son libres en cuanto no sentimos coerción al decidirnos,

en cuanto no tenemos conciencia de la determinación. Pero en verdad, las voliciones son

determinadas, como todo lo que sucede en la Naturaleza. Son necesarias en cuanto

responden a causas.

Todo objeto o fenómeno, dice Crescas, es por sí mismo un accidente, una posibilidad;

pero si se lo considera dentro de la cadena de las causas y los efectos, aparece como

necesario. Sin embargo, en la doctrina de Crescas, esto no significaba una concepción

fatalista. No porque se acepte que es resultado de un orden necesario el que tal hombre

sea, por ejemplo, sabio, se habrá de desistir de buscar la sabiduría. Tampoco se ha de


pretender hallar en el criterio de la necesidad una disculpa para no aplicar el mayor

esfuerzo al cumplimiento de los mandamientos divinos. Los actos son precisamente

eslabones necesarios en la cadena de los acontecimientos.

El criterio determinista de Crescas y su inquebrantable lealtad a la tradición religiosa no

eran fácilmente conciliables. Los problemas se le planteaban uno tras otro. ¿Cómo lograr

la concordancia entre la teoría de la necesidad y la aceptación de la recompensa y el

castigo por las acciones humanas? Recompensa y castigo son, según él, en cada caso,

resultado necesario de los actos buenos y de los malos. Ellos pertenecen al orden

inevitable de las cosas. Admitido que así fuese; ¿cómo eludir una cuestión de la

responsabilidad? La solución final era para él de orden religioso. Es materia de fe la

práctica del bien, como es materia de fe la afirmación de la existencia de un Dios único:

por la revelación sabe, el hombre que hay solo un Dios; por ella conoce los

mandamientos divinos. Porque Dios es amor y bondad, ha decretado los mandamientos

para que despierten en el hombre el deseo de hacer el bien y lo justo. Y los ha decretado a

fin de que el hombre se le parezca. El hacer el bien es causa de infinita alegría e infinita

dicha, alegría y dicha infinitas que acercan, a quien hace el bien, a Dios. Ahí está la

recompensa.

Quien no practica el bien, sufre del forzoso castigo. Lo que da mérito a los actos es su

intención, el estado del ánimo al ejecutarlos. El simple cumplir los mandamientos divinos

no significa hacer la voluntad de Dios; sólo se obedece a la voluntad divina cuando la

alegría acompaña a las buenas acciones. Ciertamente, tal estado de ánimo es también

resultado de causas estrechamente ligadas entre sí. Y también la recompensa y el castigo

son resultado necesario del orden universal nacido del amor divino, orden en

conformidad con el cual el aproximarse a Dios trae recompensa y el alejarse de él trae

castigo. Pero cuando en nuestros actos falta la conciencia de la libertad, cuando ellos son

coercitivos, no cabe hablar de aproximación o alejamiento de Dios, ni de recompensa y

castigo ligados a ellos.


Según M. Joel42, en la concepción ética de Crescas el verdadero fin del cumplimiento de

los ritos, como de toda acción justa, es la dicha que da la voluntad de hacer el bien.

Obedecer a Dios es imitarle en el bien. Amarle es unirse a Él. Recompensa y castigo

dependen de la unión y del alejamiento de Dios, como todo efecto depende de su causa.

Crescas se plantea el problema del fin último de la creación y de la existencia del

hombre, cuya suprema felicidad está en la perfección moral. Categórica es su disidencia

con el racionalismo de Maimónides y sus discípulos, para quienes el “intelecto

adquirido” es el inmortal. Para Crescas, esta tesis, discordante con la concepción del

judaísmo, presupone que en lo pasajero, mortal, se crea, de modo inconcebible, algo

distinto, algo inmortal, un espíritu dotado de persistencia indefinida; presupone -cosa

absurda según Crescas- que el concepto abstracto se convierte en espíritu pensante, pues

eso precisamente es, para él, la teoría de que el intelecto adquirido, función de los

conceptos abstractos, resulte inmortal. Crescas sostiene que el saber y la fidelidad a los

preceptos no son por sí solos el fin más alto de la enseñanza divina. Este fin pertenece

tanto al dominio del saber como al dominio de la actividad práctica, y es el amor a Dios.

De los dos mandamientos de la Biblia que ordenan conocer a Dios y amarlo, consideraba

Crescas como más importante el segundo. Está escrito que se ha de amar a Dios de todo

corazón, y éste es el objeto más elevado de la vida del hombre.

Cuando Crescas publicó su Or Adonai, hacía ya largo tiempo que el pensamiento de

Aristóteles y sus discípulos gozaban de prestigio en núcleos judíos. Ello explica la

resistencia con que la doctrina del crítico del aristotelismo hubo de ser recibida por los

admiradores hebreos de Aristóteles. En cambio, en los círculos adversos al pensamiento

del Estagirita, y por largo tiempo, sus opiniones hubieron de contar con aprobación y sus

argumentos hubieron de ser mentados con respeto.

Spinoza conoció de Crescas la enunciación de las razones contra la existencia del infinito

y la refutación de ellas. De Crescas pudo aprender que hay un espacio infinito e

indivisible y una infinita cadena de causas. En él halló la afirmación de que la extensión

42
M. Joel, Don Chasdai Creskas’s religions philosophische Lehren, pág. 52.
es un atributo de Dios, y que la creación no es obra arbitraria de Dios, sino resultado

necesario de la naturaleza divina. No hay realmente para Crescas, y tampoco la hay para

Spinoza, una voluntad libre. Todo es determinado en conformidad con un orden al que

nada escapa; sólo ilusoriamente puede el hombre creerse dotado de libre arbitrio.

Recompensa y castigo son resultado necesario de las acciones humanas. Para Spinoza, al

igual que para Crescas, es el amor a Dios la suprema virtud del hombre. Dios, al amar la

perfección del hombre, ama su propia perfección.

En el curso del presente capítulo hemos visto las ideas y las sugestiones que Spinoza

pudo recibir de Crescas. Vimos que disiente de él en cuestiones fundamentales. Sabemos

que para el autor de la Luz de Dios, la noción de la existencia de un Dios único procede

de la revelación. Muy distante de esta concepción es la de Spinoza en su demostración de

que solo hay una única sustancia, infinita, perfecta.

En la obra de Crescas se asocian al razonamiento más vigoroso y a una crítica penetrante,

ideas derivadas de la Cábala y de otras fuentes místicas del judaísmo. ¿Tiene con ellas

alguna relación la filosofía de Spinoza?

CAPITULO VI

SPINOZA Y LA MÍSTICA JUDÍA

La mística judía. Su historia. El Libro de la Creación. La Cábala. El Zohar. Su doctrina. Los números.

La teoría de la emanación. La Cábala en Ámsterdam en el siglo XVII. La Porta Coeli de Abraham

Herrera. Diversidad de opiniones sobre el tema “Spinoza y la Cábala”. Diferencias entre Spinoza y la

Cábala. Conclusiones sobre la relación de Spinoza con el pensamiento judío. Dios y el orden cósmico

según la Biblia y el Talmud.

En el capítulo II de este volumen hemos visto que entre las primeras referencias al
origen judío del pensamiento de Spinoza se cuenta la afirmación de su parentesco

con la Cábala. Sabemos también con cuánta aspereza habla Spinoza de los

cabalistas de Ámsterdam en el Tratado Teológico-Político. Aquella afirmación y esta

aspereza no han de tomarse como hechos de significación decisiva en el estudio

objetivo de la filiación del espinocismo. Es legítimo pensar que uno y otro han

respondido a una misma circunstancia: la amplia difusión de la Cábala en la ciudad

en que Spinoza nació y se educó. A ello se debió posiblemente que Wachter buscara

en libros cabalistas la raíz de la filosofía de Spinoza; y porque los desvaríos mís-

ticos habían llegado en Ámsterdam a formas extremas, pudo Spinoza juzgar con

severidad a los adeptos de la Cábala. En todo caso, es verdad que más de una vez se

han señalado en la filosofía de Spinoza ideas coincidentes con las de la mística judía.

Jacobi llega a decir que “la filosofía cabalística en cuanto filosofía no es otra cosa que

espinocismo”. En dicho capítulo II recordamos apreciaciones igualmente categóricas de

otros autores. No menos numerosos que ellos son los que niegan toda relación entre

Spinoza y la Cábala o cualquier expresión literaria del misticismo judío.

No es pronunciarse en la disputa. La literatura mística judía tiene una prolongada historia,

harto difícil de reconstruir aún para los más eruditos investigadores. Y ciertamente no es

más fácil desentrañar su contenido. Pierre Duhem, en el tomo V de Le Système du

Monde, indica que en un comienzo la doctrina esotérica de los judíos fue trasmitida sólo

por la tradición oral. Más tarde aparecieron de ella tratados escritos, entre los que

merecen particular atención el Sefer Yetzira, (Libro de la Creación) y el Zohar (Libro

del esplendor). Mucho difieren los juicios de historiadores acerca de la fecha en que el

Libro de la Creación se publicó. Meyer Waxman, en su Historia de la literatura judía43

sostiene que fue redactado – en Palestina probablemente- a fines del siglo IX. Desde

Palestina, el Libro de la Creación se habría difundido a Babilonia, al África del Norte y

a Italia; ya en el siglo X estudiosos autorizados le prestaban atención preferente. Saadia

lo tradujo al árabe y le dedicó un comentario fundado en sus propias ideas filosóficas. A

partir de ese siglo y por espacio de doscientos años no se escribió ningún libro místico
43
Meyer Waxman, A History of Jewish Literature, ed. Bloch Publishing Co., Nueva York, 1933, t. II, pág.
342.
judío de volumen considerable. Sí se compusieron pequeños ensayos en los que, junto a

ideas originadas en el Libro de la Creación, se enunciaban otras, de procedencias distintas.

Escritores dignos de crédito coinciden en la tesis de que el Libro de la Creación es una

suerte de eslabón entre las expresiones más remotas del misticismo judío y la Cábala,

posterior. En sus páginas aparecen, en forma rudimentaria, la doctrina de la emanación y

la afirmación del poder místico de las letras del alfabeto hebreo. Una de sus tesis

principales es que entre Dios y el Universo hay diez sefiroth (emanaciones) que son la

base de toda existencia. He aquí cómo un comentarista autorizado expone el significado

de las diez sefiroth en el Libro de la Creación: “Ellas comprenden las tres emanaciones

primarias que proceden del Espíritu de Dios, a saber: 1º) el aire espiritual; 2º) el agua

primaria; 3º) el fuego. Otras seis son las tres dimensiones (altura, largo, ancho)

extendidas a derecha y a izquierda. Estas nueve, junto con el Espíritu de Dios, forman las

diez sefiroth, que son eternas. Las tres primeras son los prototipos ideales de la creación

que se hicieron posibles una vez producido el espacio infinito, representado por las otras

seis sefiroth.”

“Mientras los tres elementos primarios constituyen la materia de las cosas, las veintidós

letras del alfabeto hebreo constituyen su forma. Las letras oscilan en cierta manera en el

límite entre el mundo espiritual y el mundo físico, pues la existencia real de las cosas sólo

es cognoscible por medio del lenguaje, esto es, de una capacidad humana de concebir

pensamientos. Como las letras resuelven el contraste entre la materia y la forma de las

cosas, representan la actividad solucionadora de Dios; porque todo lo que es, existe a

causa de los contrastes que encuentran su solución en Dios. Por ejemplo, entre los tres

elementos primarios, los contrastes entre el fuego y el agua desaparecen en el ruah, que

es “aire” o “espíritu” (“aire espiritual”).”

“Claro está que la doctrina de la emanación es en realidad neoplatónica. Ella trata de

contestar a la pregunta de si es posible el contacto entre lo finito y lo infinito a favor de la

concepción de que todas las cosas existentes son una emanación que en último análisis
procede de Dios. Dios las abarca a todas, animadas e inanimadas”44.

Las ideas del Libro de la Creación, surgidas en Palestina y propagadas en escuelas

judías de Babilonia, habrían dado nacimiento a la Cábala alemana, cuyos comienzos

datan del siglo X.

En el siglo XIII, filosofía neoplatónica, misticismo oriental y tradiciones esotéricas

del Talmud, fueron las fuentes de un vasto movimiento místico, que no sólo

exteriorizó una particular actitud religiosa, sino que también fue un aspecto de la

lucha contra las doctrinas de Maimónides y de otros admiradores del pensamiento

aristotélico. Los libros en que esta corriente espiritual tuvo su traducción no

tardaron en alcanzar difusión en círculos amplios. Así nació una vasta literatura

cuya obra central era el ya nombrado Zohar o Libro del Esplendor. Sobre la fecha de

su composición difieren los juicios de sabios minuciosamente versados en la

materia, pues mientras algunos autores afirman que es del siglo XIII, otros le

asignan un origen mucho más lejano. Tampoco se sabe con exactitud quién lo

escribió. No pocos historiadores sostienen la tesis -negada por otros- de que fue

compuesto por Moisés de León. En todo caso, el Zohar es el escrito central de lo

que se llama propiamente Cábala.

El Zohar o Libro del Esplendor debe su nombre al tercer versículo del capítulo XII

del Libro de Daniel: “Los que sean sabios brillarán como el esplendor del

firmamento”. Está redactado en forma de comentarios al Pentateuco. Obra de

fuentes diversas, contiene desvaríos junto con intuiciones agudas. En The Legacy of

Israel45 expone G. H, Box su contenido: “La doctrina de las Diez Sefiroth

(emanaciones) se considera plenamente axiomática. Como en todos los sistemas

místicos, el alma ocupa un lugar predominante en la teología del Zohar y las ideas

que le conciernen (esto es, su constitución como una trinidad) reflejan la influencia

de la psicología platónica. La doctrina de la metempsicosis desempeña en el Zohar


44
G. H. Box: Hebrew Studies in the Reformation period and after; their place and influence, en The
Legacy of Israel, Clarendon Press, Oxford, 1928, págs. 326-327.
45
Págs. 329-330.
un papel predominante, lo mismo que la de los cuatro mundos. Éstos son: a) el

mundo Azilútico (o mundo de “la emanación”) que contiene las “Sefiroth”; b) el

mundo Beriático (o mundo de “las ideas creadoras”) que contiene las almas

piadosas, el trono divino y las cámaras divinas; c) el mundo Yesirático (o mundo de

“las formaciones creadoras”), donde residen las diez clases de ángeles con sus jefes,

presididos por Metatron, que se convirtió en fuego; d) el mundo Asiyático (o mundo

de “la materia creadora”), en el cual hay ciertos poderes angélicos (los Ofannim),

los ángeles que reciben las plegarias y vigilan las acciones de los hombres y

combaten a Sammael, personificación del mal. Parece indudable que estos mundos

fueron concebidos de manera realista, pero más tarde se los interpretó en un sentido

idealista o místico. La parte ética de la Cábala enseña que el amor es el lazo

supremo entre el alma y Dios y trasciende al conocimiento y la voluntad. Para los

adeptos de la Cábala, la ética forma parte de la religión. A este respecto escribe una

autoridad en la materia46: “La conexión entre el mundo real y el mundo ideal es obra

del hombre, cuya alma proviene del cielo y cuyo cuerpo es terrenal. El hombre

enlaza los dos mundos por su amor a Dios, que... lo une a Dios. El conocimiento de

la Ley, tanto en su aspecto ético como en el religioso, es también un medio de

influir en las regiones más elevadas, porque el estudio de la Ley significa la unión

del hombre con la sabiduría divina. El ritual tiene también un sentido místico más

profundo, pues sirve para preservar al Universo, y para asegurarle la

bienaventuranza”47.

No es tarea fácil extraer del libro que nos ocupa un coherente sistema de ideas.

Pierre Duhem se confiesa desconcertado ante los textos del Zohar cuando éstos se

refieren a la naturaleza de Dios. Recuerda que al interpretarlos se ha de tener

presente un pensamiento que también se encuentra en otras obras, en las de Filón,

por ejemplo. He aquí cómo lo enuncia: “En Dios corresponde distinguir dos aspectos;

se debe considerar, en primer lugar, a Dios tal como es en sí mismo, tal como era antes de

46
L. Ginzberg: Cabala (en Jewish Encyclopaedia).
47
Este resumen de las ideas del Zohar está basado en A short Introduction to the Life of Raab and Medieval
Judaism, págs. 247-250.
que hubiese creado el mundo y se hubiese convertido en su Rey; en segundo lugar, se

debe considerar a Dios tal como se nos manifiesta en sus obras y por sus obras” 48. Bajo el

primer aspecto, Dios es esencialmente inaccesible a toda razón; ningún conocimiento es

capaz de alcanzarlo, porque lo propio de la divinidad por su índole misma no es

susceptible de ser captado por el hombre. Bajo el segundo aspecto, Dios “reside en los

seres creados al mismo tiempo que en su esencia”. Precisamente, a través de sus obras

nos deja adivinar algo de su ser; en el mundo se nos aparece en cierta medida la

naturaleza divina. He ahí una divinidad que diríamos desdoblada: inmanente al mundo,

accesible al hombre y, a la vez, misteriosa para el hombre y trascendente al mundo. Pierre

Duhem afirma que a este pensamiento sobre la naturaleza de Dios, se agregan en el Zohar

derivaciones, ampliaciones y modificaciones que hacen difícil su explicación exacta.

Añada que por momentos se enuncia en la Cábala una concepción de la trinidad divina

semejante a la del cristianismo, aunque, al propio tiempo, reconoce entre ellas grandes

diferencias.

El lector seguramente ha comprobado cierta similitud entre la Cábala y las filosofías

neoplatónicas. La doctrina de la emanación les es común. Pero hay en la Cábala un

aspecto singular digno de atención. En todas las exposiciones y comentarios relativos a

ella, se encuentran referencias a la significación principalísima que en su concepción

tienen los números y las letras del alfabeto hebreo.

Sorprende a primera vista esta ingerencia de lo matemático y de especulaciones sobre el

abecedario hebraico en doctrinas teológicas y metafísicas. El hecho, sin embargo, nada

tiene de asombroso. Desde antiguo, han aparecido más de una vez en la historia del

pensamiento teorías que asignaban a la realidad carácter matemático o atribuían sentido

misterioso a los números. Alguna aclaración sobre este punto encontramos en The

Kabbalah and Spinoza's philosophy, de Harry Waton.

La Cábala afirma que Dios la compuso antes de crear el mundo, y la comunicó a Adán

cuando lo creó. De Adán pasó a Abraham, a Moisés, a los profetas, y, finalmente, a los
48
Pierre Duhem: Le système du monde, ed. Libraire scientifique A. Hermann et fils, Paris, 1917, t. V, pág.
83.
cabalistas, el primero de los cuales fue Rabi Simón ben Iojai. En su propia exposición, la

Cábala emplea un lenguaje singular. Para ella toda existencia es sólo la manifestación de

Dios. Dios hizo el mundo y al hombre, a quien dotó, a diferencia de los otros seres

vivientes, de facultades mediante las cuales puede adquirir conocimientos de la

experiencia. Y al proveerle de tales facultades, Dios potencialmente dio al hombre todo el

conocimiento que luego adquiriría por obra de ellas. Adán es, en efecto, el símbolo de

toda la especie humana. La Cábala sostiene que en ella se revela la naturaleza de toda

existencia y también la naturaleza de Dios; en ella se enunciaría la génesis, el orden y el

destino de toda realidad y la naturaleza y el destino del hombre. “Todo esto era conocido

por Dios antes de haber creado el mundo. Dios, por eso, conoció la Cábala antes de que

hiciera el mundo. Cuando Dios creó a Adán, es decir, la especie humana, y lo dotó de

facultades con las cuales adquiriría conocimiento y comprensión de Dios, de la existencia

y de los hombres mismos, ya comunicó a la especie humana la Cábala. La Cábala, pues,

fue dada a toda la especie humana”49. Sería, por lo tanto, una doctrina esotérica de la

humanidad entera, la base de todo el conocimiento que el hombre puede alcanzar.

La Cábala habla simultáneamente dos idiomas: uno literal y el otro simbólico. La lengua

literal es una mezcla de hebreo, arameo, persa, griego y latín. La simbólica es

matemática, de una matemática de “alto grado”, que es la demostración de la naturaleza

de Dios, del fin de la creación, del orden y del destino de toda existencia, y, a la vez,

de la naturaleza y el destino del hombre. Nos hallaríamos ante un sistema matemático

de metafísica. I H V H es la fórmula cúspide del infinito. Para interpretarla

plenamente se ha de recorrer un camino largo y difícil. I H V H no es el nombre de

Dios, como se supone erróneamente, sino que es símbolo que comprende la

existencia infinita en todos sus infinitos aspectos. Dios no puede ser concebido por el

hombre ni expresado en noción alguna; vano intento sería querer comprenderlo.

La Cábala está ligada orgánicamente a la Biblia, que habría sido escrita por

cabalistas. La Biblia contiene las doctrinas de la Cábala. En los textos bíblicos -

49
Harry Waton: The Kabbalah and Spinoza’s philosophy, ed. Spinoza Institute of America, Nueva York,
1931, págs. 20-21.
siempre según la tesis cabalista- cabe discriminar dos aspectos, uno esotérico, que

sólo entienden los iniciados, y otro exotérico, que perciben los no cabalistas. A la

pregunta de cuál es el alma de la Biblia contestan los cabalistas que es, como la

Cábala, la doctrina que revela, junto con el propósito de Dios al crear el mundo, la

génesis, el orden y el destino de toda existencia, la naturaleza y el destino del

hombre. La Biblia encierra letras, palabras, sentencias, parágrafos, capítulos, libros;

hay en ella relatos de la creación, de la diseminación del hombre sobre la tierra, de la

formación de las naciones, de sus cantos y sus lamentos. Ésta es la vestimenta de la

Biblia. El cuerpo bíblico, a su vez, está formado por leyes, ordenanzas y

mandamientos. Todo esto se puede encontrar en el texto literal de la Biblia. Pero la

Biblia real, el alma de la Biblia, no aparece expuesta en lengua ordinaria. En efecto,

en el texto bíblico, desde la primera página, no ven números, símbolos y argumentos

matemáticos. Solo se los llega a penetrar merced a lo que llamaríamos la clave

cabalista; únicamente los adeptos de la Cábala conocen esta clave.

La primera palabra del Génesis en el original hebreo, que significa en el comienzo,

consta de seis letras. ¿Por qué empieza la Biblia con esa palabra? Las seis letras son,

para el cabalista, seis números: 2-200-1-300-10-400. En segundo lugar el cabalista

ve la forma de las letras y su orden en el alfabeto y se pregunta por qué la Biblia

empieza con la segunda letra del alfabeto y no con la primera. A ello responde que

Dios, dos mil años (el número es sólo un símbolo) antes de que creara el mundo,

escribió la Biblia, la que es el plan de la creación. La redactó en caracteres del idioma

hebreo, cuyo alfabeto existía en su mente desde la eternidad. Cuando Dios hubo de

escribir la Biblia, acudieron a él todas las letras pidiendo cada una que con ella

empezase el texto. Dios, después de haberlas escuchado, resolvió poner como

primera en la Escritura la letra que es segunda en el alfabeto y cuyo valor numérico

es dos.

La causa de tal decisión está en que con esta letra empieza la palabra hebrea que

significa la dicha suprema. Según Waton, esta afirmación de la Cábala quiere resumir
una doctrina: Todos los actos de los hombres obedecen al afán de lograr un estado de

felicidad; lo mismo ocurre con los otros seres vivientes. La persecución de la dicha,

explícita en el hombre, implícita en los otros seres, es también algo implícito en el

conjunto de la existencia. El fin universal de la existencia sólo puede ser

manifestación del fin que el creador tuvo en su mente cuando engendró el mundo.

Cada una de las letras que reclamaban para sí el privilegio de iniciar el texto bíblico

podía invocar el hecho de ser el comienzo de alguna palabra que designa una virtud,

pero para Dios todas estas virtudes estaban comprendidas en la dicha suprema.

No acompañaremos a Waton en su minucioso discurso. Reflexiones análogas a las

enunciadas sobre la letra inicial del texto bíblico se van sucediendo en torno de las

restantes de la primera palabra del Génesis. La última letra de esta palabra, última

igualmente del alfabeto hebreo, lo es también del vocablo que en la lengua original

de la Biblia significa verdad.

Lo expuesto sobre el primer vocablo de la Biblia es sólo una muestra de lo que se

puede hacer con todos los demás. Únicamente con la última generación humana -dice

la Cábala- se llegará a comprenderla plenamente a la luz de semejantes reflexiones.

Con alguna idea ya del contenido y del método de la Cábala podemos entrar a

considerar las relaciones que con sus doctrinas tiene la filosofía de Spinoza. Ya

hemos dicho que la Cábala gozaba de prestigio en los medios judíos de Ámsterdam.

Aun hemos de señalar que algunos historiadores de la literatura mística judía

subrayan que las concepciones cabalistas que llegaron al medio en que Spinoza

nació, vivió y estudió en su juventud eran las que desarrolló un autor llamado Isaac

Luria (1534-1572), nacido en Jerusalem. Las ideas místicas de Luria fueron

desarrolladas por su discípulo Hayyim Vital Calabrese. Se asemejan a las del Zohar y

se difundieron en todos los núcleos judíos. Particular aquiescencia lograron entre los

grupos de marranos dispersos por distintos puntos de Europa. A los Países Bajos, a

los ex-marranos de Ámsterdam, llegaban las enseñanzas cabalistas al propio tiempo

que los emigrados de la península Ibérica y sus descendientes, en contacto non la


cultura moderna, y muchos de ellos ampliamente versados en las letras hispánicas,

percibían las voces del siglo de oro del drama español con Lope de Vega y Calderón

de la Barca. Poetas en español, marranos en España y judíos sin más en Ámsterdam,

volcaban en versos líricos sus emociones, entre las que no faltaba la nostalgia de la

tierra abandonada por la fuerza. Mas al propio tiempo, los emigrados y sus hijos

comenzaban a escribir en hebreo. Corrientes espirituales distintas actuaban en el

ánimo de los ex-marranos durante ese proceso de su rejudaización. Algunos, dotados

de aptitud crítica, se rebelaban contra el ritual del credo judaico. En otros, sin

mengua de su fidelidad a ese mismo credo, era manifiesto el afán de ponerse en

contacto con la ciencia y la filosofía que se desenvolvían esplendorosamente en el

siglo XVII. En otros, en fin, la ansiedad religiosa se traducía en adhesión a

concepciones místicas y en algunos casos también en creaciones místicas. En La vida

de Baruj Spinoza ya hemos señalado en qué medida era adepto del misticismo

Menassé Ben Israel, uno de los maestros del adolescente Spinoza.

Cuando Spinoza contaba la edad de diez años fue reimpreso en Ámsterdam el Libro

de la Creación. Una década más tarde llegaban a Ámsterdam ejemplares de un

compendio del Zohar, editado en París. En ese medio de la judería de Ámsterdam

apareció una obra que merece particular mención. Nos referimos a la Porta Coeli del

ex-marrano Abraham Alonso Herrera. Herrera había ocupado un lugar prominente en

la Corte de España. A edad madura ya, abandonó la península Ibérica y en

Ámsterdam se acogió a la religión judía. Era hombre de vasto saber, de una

abundante ilustración filosófica, con especial inclinación al pensamiento

neoplatónico. Parece que en Ámsterdam se puso en contacto con un entusiasta

propagador de las ideas cabalistas, y la Cábala que por intermedio de él aprendió

Herrera fue la del ya nombrado Luria. En la Porta Coeli, que escribió en español,

Herrera trató de interpretar la Cábala a la luz del neoplatonismo. Antes de morir

entregó el texto de su libro a su amigo Isaac Aboab, para que lo tradujese al hebreo y

lo publicase. Aboab cumplió la voluntad de Herrera y la versión hebrea de la Porta

Coeli apareció en 1656. En el libro de Herrera aparecen las ideas de la Cábala en una
forma más orgánica que en otros escritos de su género. Probablemente era la primera

vez que se publicaba un libro de la Cábala redactado en alguna medida con la

coherencia y el método de un tratado filosófico de estilo moderno.

Nos encontramos, así, con que no sólo se conocía en Ámsterdam literatura cabalista,

no sólo se la leía con espíritu de adhesión, sino que también hubo en Ámsterdam

producción literaria cabalista. Las circunstancias biográficas de Spinoza justifican,

pues, que nos preguntemos si la Cábala ejerció influencia en el espinocismo, si en

este último hay pensamientos procedentes de la Cábala. A esta pregunta contesta

Waton afirmativamente fundado en argumentos diversos. En su libro reproduce

fragmentos de escritos cabalistas para señalar semejanzas entre las ideas contenidas

en ellos y algunas de nuestro filósofo.

Waton es admirador de la Cábala tanto como de Spinoza. En su trabajo abundan

enseñanzas útiles, pero, ¿es legítimo el parentesco que establece entre ellos? Distinta

de la suya es la opinión de Sir Frederick Pollock. A juicio del sabio escritor inglés, es

necesario distinguir entre la Cábala propiamente dicha, que data del siglo XIII, y las otras

tradiciones místicas del judaísmo. La Cábala parte de una teología y una cosmología

idealistas expresadas en lenguaje simbólico. En ella desempeña papel primordial la

consideración de los valores numéricos de las palabras y de las letras, método que

también penetró en la teología cristiana. Pollock cree que las bases metafísicas del

sistema proceden, por algún camino no bien definido, del neoplatonismo. En las

polémicas contra Maimónides y los racionalistas se empleó la doctrina de la emanación y

de los poderes intermediarios entre Dios y el mundo, doctrina que en la época de Spinoza

adquirió su mayor desarrollo y engendró desvaríos. Las teorías de la emanación y de la

transmigración de las almas son fundamentales en la Cábala, y ambas son

manifiestamente incompatibles con la metafísica espinociana. El autor inglés sostiene que

las referencias de Spinoza a opiniones y tradiciones hebreas antiguas han de entenderse

como alusión al misticismo anterior a la Cábala. Para él, todo misticismo es en último

término oriental por su origen. La mística de los hebreos tiene también esta misma
procedencia, ya se la juzgue como derivación del Oriente a través del neoplatonismo y las

escuelas alejandrinas, o bien como nacida directamente de la antigua religión persa.

Pollock se refiere al escolio de la proposición 7 de la segunda parte de la Ética que ya

conocemos50. Señala a este propósito el texto cabalista con que tendría relación. He aquí

las palabras del Zohar: “Se ha de saber que el conocimiento del Creador no es como el de

las criaturas. Porque en éstas el conocimiento es distinto del sujeto del conocimiento y se

dirige a objetos que a su vez son distintos del sujeto. Eso se señala por estos tres

términos: pensamiento, el que piensa y aquello que es pensado. Pero el Creador, por el

contrario, es él mismo a la vez conocimiento y lo que conoce y lo conocido. Esta manera

de conocer consiste en aplicar sus pensamientos a cosas fuera de él; en el conocimiento

de sí mismo conoce y percibe todo lo que existe. Nada existe que no esté unido a él o que

no se encuentre en su propia substancia”. Pollock admite que Spinoza haya leído estas

líneas, pero agrega que no se ha de olvidar que idéntica noción fue desarrollada por

Maimónides, autor al que Spinoza ciertamente conoció y a quien hace referencia en un

pasaje en el que alude a otro de Maimónides, donde este último dice: “Sabes la famosa

proposición enunciada por filósofos respecto de Dios, a saber, que él es intelecto, el

inteligente y lo inteligible, y que estas tres cosas forman en Dios una sola y misma cosa,

en la que no hay multiplicidad”. El mismo capítulo que Maimónides encabeza con estas

líneas, trae al final una frase digna de recordarse. En ella el autor del Guía sostiene que

del hecho de ser Dios, por Su esencia, siempre un intelecto en acto y nunca en potencia,

como el conocimiento de las mentes finitas, “fluye que Dios es constantemente y

perpetuamente el inteligente, el intelecto y lo inteligible...”. Ciertamente la idea es de

Aristóteles, y Maimónides, según Pollock, la pudo conocer a través del filósofo árabe

Ibn-Sina. Éstas y otras reflexiones conducen a Pollock a la conclusión de que carece de

fundamento la afirmación de cualquier vínculo entre Spinoza y la Cábala.

Juicio intermedio entre el de Waton y el de Pollock es el de Dunin Borkowski. Este

investigador piensa que es probable que las especulaciones cabalistas sobre la unidad del

50
Sir Frederick Pollock: Spinoza. His life and Philosophy, 2ª ed. Duckworth and Co., Londres, 1899, págs.
92-96.
ser hayan influido en Spinoza. En la Cábala pudo encontrar nuestro filósofo un

pensamiento que después ocupó una posición central en su doctrina de la divinidad: la

idea de que Dios es la causa inmanente de las cosas. La Cábala compara con frecuencia la

relación de Dios y las cosas finitas con el vestido y sus faldas; en Spinoza se trata de las

olas del océano. También pudo haber influido en Spinoza el pensamiento cabalista de que

todos los objetos gozan de vida, pero en Spinoza nada hay de los seres intermediarios

entre el infinito y la Creación; nada hay en él de la mitología neoplatónica, cuyas ideas

conoció y elaboró Maimónides.

Dunin Borkowski señala que, si bien la Cábala es mística judía, no toda mística judía es

Cábala. Para él la mística judía comprende dos elementos aparentemente contradictorios,

y “el espíritu que creó esos elementos, coincide plenamente con el espíritu y las

aspiraciones del adolescente de Ámsterdam que dudaba y buscaba” 51. Dunin Borkowski

señala lo dilatado de la historia del misticismo hebreo, y en la síntesis que de él ofrece

menciona, después del Libro de la Creación, a Azriel. Analiza la relación de Spinoza con

el Zohar y luego se ocupa de la Porta Coeli de Abraham Herrera. A su juicio no se puede

prescindir de la obra de Herrera como fuente del espinocismo. Spinoza habría dado una

sistematización nueva a ideas expuestas en la Porta Coeli. Según Abraham Herrera, la

unidad primaria es infinitamente extensa. Para Herrera hay un estado de Dios creado

(finito) y un estado de Dios no creado (infinito). En otras palabras: Dios en sentido

estricto y mundo. Pero Dios es y permanece la causa inmanente de todas las cosas; y el

mundo es Dios que se manifiesta. Herrera extrae sin temor las consecuencias de estas

premisas. No puede haber dos substancias de iguales atributos. Sólo puede haber una

sustancia con infinitas cualidades; ella se determina en seres de número infinito, que solo

son sus modificaciones. Por lo tanto, Dios es uno y múltiple: uno en cuanto es en sí

infinito, múltiple en cuanto se determina. En Dios es todo uno. Dunin Borkowski sostiene

que tales nociones pudieron influir en Spinoza, y si éste juzga con severidad a cabalistas

de su tiempo es porque entre ellos estaban en boga divagaciones fantásticas que el

filósofo no podía aceptar.

51
Stanislaus von Dunin Borkowski: Der Junge De Spinoza, pág. 171.
Ante la diversidad de las opiniones que acabamos de señalar, cabe pensar que la

influencia de la Cábala en Spinoza es limitada. A la manera de la Cábala, enseña

Spinoza que Dios es la sustancia absoluta, única, primaria, de cuanto existe, de todo

ser concreto y particular: “Todo lo que es, es en Dios, y fuera de Dios nada puede ser

ni ser pensado”. En oposición a Descartes, y en conformidad con el Zohar, desarrolló

Spinoza un sistema rigurosamente monista. De acuerdo con el Zohar en la idea de

que Dios es uno y todo y que todo es en Dios, Spinoza, sin embargo, se separa del

Zohar en el aspecto moral de su obra. En la concepción del Zohar es esencial la idea

de que el mundo posee como fundamento un poder moral, en relación con el cual

corresponde al hombre una misión cósmica: contribuir al desarrollo y al triunfo

último de una finalidad ética. En la filosofía de Spinoza no tiene la personalidad

humana semejante papel en conexión con la totalidad de lo existente. Desde un punto

de vista objetivo, para Spinoza, el bien y el mal, lo perfecto y lo no perfecto, lo bello

y lo feo son conceptos que no reflejan la naturaleza de las cosas mismas. Se trata de

imágenes subjetivas. Hay también otra diferencia entre una y otra concepción: en la

doctrina del Zohar, la primera causa, la divinidad, está sobre el mundo y es

completamente libre en su creación; para Spinoza, Dios obra conforme a necesidad.

Nos toca ahora recoger los hilos de nuestra exposición sobre los antecedentes de

ciertas ideas de Spinoza en el pensamiento judío. De este pensamiento hicimos un

relato sucinto en cuanto podía servirnos para el objeto particular de nuestro estudio.

La filosofía judía fue medieval y se desarrolló en estrecho contacto con la de los

musulmanes y también con la cristiana. Sin embargo, tuvo matices particulares, un

tono particular que derivaba de una tradición religiosa que le era propia. En los

pensadores hebreos medievales fue la Biblia punto de partida; las verdades bíblicas

fueron su ideal. Spinoza -no hay de ello ninguna duda- conoció a varios de esos

autores. En su biblioteca se encontraban obras fundamentales de la filosofía hebrea, y

en sus escritos se refiere a ellas. Nuestro estudio se habría extendido en exceso si

hubiéramos intentado hacer una crónica total del pensamiento judío de la Edad
Media; por eso, sólo nos hemos detenido en los filósofos hebreos de más

significación y que verosímilmente tuvieron gravitación marcada en el espíritu de

Spinoza.

De los autores judíos, ligados, directa o indirectamente, a Filón, autores que cabe calificar

en conjunto como neoplatónicos, tomó Spinoza la idea de que, si bien no cabe un

contacto inmediato con Dios, es posible acercársele a favor de una gradual elevación y

depuración del conocimiento. El hombre, criatura divina como todas las criaturas, podía,

por un esfuerzo de su espíritu, aproximarse a su fuente. Toda realidad emanaba de esa

misma y única fuente. La educación primera de Spinoza y probablemente su

temperamento religioso lo llevaban a adherirse a las concepciones neoplatónicas. Pero el

gusto por la sobriedad, por las ideas claras, no podía sentirse satisfecho con la filosofía

neoplatónica, árabe, judía o cristiana. Ella no se presentaba en una formulación lógica,

coherente, rigurosa. Estas cualidades las poseyeron algunas de las creaciones filosóficas

que produjeron los pensadores árabes, judíos y cristianos que tuvieron como maestro a

Aristóteles. Si hubiéramos de adivinar el temperamento de Spinoza a través de su obra, lo

supondríamos inclinado al neoplatonismo, por lo que éste contiene de religiosidad, de

sentimiento de cercanía a una realidad absoluta de la que proceden todas las realidades.

Pero la mente de Spinoza no se satisfacía con el sentimiento de una realidad absoluta,

causa de todos los hechos. Necesitaba a la vez partir de un concepto del que derivasen

todos los conceptos. En esto debía atraerle la manera en que los aristotélicos supieron

desenvolver sus ideas. Spinoza hubo así de repudiar en los neoplatónicos lo que tienen de

confuso, de desordenado; de los aristotélicos hubo de rechazar su concepción

trascendente de la divinidad y las peculiaridades escolásticas. En el pensamiento judío

medieval encontró también la crítica del aristotelismo y argumentos en favor de la tesis

que afirma la existencia del infinito como también a favor de la teoría que afirma que la

extensión es un atributo de Dios.

Conflictos de ideas, controversias suscitadas en torno de una misma doctrina monoteísta


es lo que Spinoza encontró en su educación judía. Por ella conoció un movimiento que

cabe esquematizar en tres autores. En Ibn Ezra halló una sugestión de panteísmo de

procedencia neoplatónica. En Maimónides, la elaboración de un sistema de organización

perfecta, que no ofrecía huecos en su desarrollo lógico. Spinoza lo conoció en edad

temprana y no lo olvidó nunca. Esta característica de un desenvolvimiento bien razonado

en las ideas filosóficas influyó sin duda en Spinoza más que los aspectos particulares de

la filosofía del autor del Guía de los perplejos. Si en Ibn Ezra, neoplatónico y panteísta,

en la medida en que ello podía conciliarse con la fidelidad a la Biblia, encontró Spinoza

pensamientos que aprovecharía en la concepción de su doctrina, en Maimónides halló la

crítica y, en parte, la absorción del neoplatonismo, todo expuesto en un sistema

rigurosamente formulado. El autor del Guía fue para nuestro filósofo un crítico de la

orientación y de la modalidad mental de Ibn Ezra. Hasdai Crescas fue para él un crítico

igualmente severo de Maimónides. En Hasdai Crescas halló Spinoza camino abierto a su

propia doctrina. Crescas desgarró el mundo finito de Maimónides y Aristóteles, afirmó la

extensión como atributo de Dios, y, aunque Dios aun era para él trascendente, dio el

primer paso por una senda que podía conducir al espinocismo. En la mística judía hubo

de encontrar Spinoza un esbozo de su teoría que afirma la unidad de todo y de sus tesis

que distingue en la sustancia única una Natura naturans y una Natura naturata.

El amor intelectual a Dios era aspiración y norma moral común a toda la filosofía hebrea;

también era común a cuantos la expusieron la tesis de un principio único como creador

del Universo. Todos ellos, místicos o pensadores especulativos, tomaban como punto de

partida la Biblia. En su mayoría también fueron comentaristas del Talmud. Con la Biblia

y el Talmud tenían relación tanto la corriente mística como la aristotélica de la filosofía

judía. Con la Biblia y el Talmud tenía relación la corriente neoplatónica, que era algo así

como intermediaria entre las otras dos. Mucho del misticismo judío de la filosofía

neoplatónica se había incorporado a los discípulos judíos de Aristóteles.

Las ideas que Spinoza recogió de la filosofía hebrea medieval podían servirle -y le

sirvieron- a la construcción de su sistema, elaborado en el siglo XVII, de tan magna


actividad creadora en la ciencia. Hemos de preguntarnos, por tanto, si el espíritu

científico del tiempo de Spinoza chocaba con la tradición filosófica judía medieval

que Spinoza se había asimilado. ¿Había en esta tradición filosófica elementos que

favorecieran su conciliación con la modalidad del siglo XVII? Al contestar a esta

pregunta es menester que tengamos presente que en la cultura árabe de la Edad

Media contó la ciencia con servidores eminentes. Esta cultura, sobre todo la de matiz

aristotélico, al influir en el pensamiento judío, trajo consigo incitación al estudio

científico. Recordemos que la doctrina de Maimónides sobre los atributos negativos

de Dios envolvía paradójicamente la necesidad del estudio prolijo de la Naturaleza.

Así, en Maimónides y en los otros autores judíos que fueron hombres de ciencia, en

particular Gersónides, pudo hallar Spinoza asociadas la meditación teológica y

metafísica al estudio científico. En la mente de Spinoza, ciencia y filosofía tenían

cabida por igual y no sería muy aventurado decir que en su obra ha querido

unificarlas: dar a las ciencias, como base, una metafísica que no solo sirviera de

fundamento al saber científico sino también a la teología y a la moral. La raíz de la

moral y la raíz de la ciencia debían ser una sola: la concepción del mundo y del

hombre como manifestación de un principio único. En Maimónides, pensar en Dios

era algo distinto de pensar sobre los hechos que la ciencia estudia, porque en

Maimónides Dios era trascendente al mundo. No sería arbitrario decir que Spinoza

procuró unificar estos dos pensamientos, convertirlos en uno solo, coherente,

sistematizado, y que a la vez procuró hacer uno solo de los objetos a que se

aplicaban.

Hacer una sola ciencia de la del mundo y de la de Dios importaba identificar Dios y

Naturaleza. No nos toca pronunciarnos aquí sobre su éxito en la empresa. Pero sí

debemos señalar que para ella pudo encontrar un camino en aquellas doctrinas para

las cuales Dios no era trascendente al mundo sino inmanente a él. Había, sin duda,

antecedentes para semejante modo de pensar en doctrinas judías. Las pudo aprender

de autores neoplatónicos y sobre todo del misticismo judío. De los neoplatónicos hay

ciertamente influencia en Spinoza; con el misticismo judío su doctrina ofrece algunas


coincidencias. ¿Este misticismo le señaló el camino para unificar las que para

Maimónides fueron, por una parte, teología negativa y, por la otra, ciencia positiva?

No es fácil responder a esta pregunta, pero, en cambio, son innegables en el

pensamiento judío antecedentes para la concepción de un orden cósmico

perfectamente regulado. Ya hemos visto algo sobre eso. Nos toca ahora indagar lo

que en este particular y en cuanto a la relación de Dios y mundo pudo Spinoza

aprender de la Biblia y el Talmud.

Sobre la Biblia considerada como texto filosófico sólo conocemos el libro de David

Neumark La filosofía de la Biblia 52 y el capítulo que a su estudio dedica Deussen en

su historia de la filosofía 53. Nos saldríamos del objeto de nuestro trabajo si nos

dedicáramos a discurrir acerca de si la Biblia es o no un conjunto de escritos

filosóficos. En todo caso cabe reconocer que en ella hay una visión del mundo y del

hombre, junto a una rígida doctrina de monoteísmo con todas las consecuencias que

de ella derivan.

El Dios bíblico ¿es trascendente o es inmanente al mundo? La cuestión es ardua, y no

es fácil contestar a ella en términos absolutos. Interesante es a este respecto el juicio

de Israel Abrahams en sus conferencias sobre Valores permanentes en el judaísmo.

Acerca del asunto que nos ocupa trae Abrahams estas autorizadas reflexiones:

“Ocurre a veces que dos ideas primitivas se apoyan para un fin muy alejado del fin

primitivo. Es primitivo pensar en Dios como estando al alcance de la mano,

conversando con Moisés cara a cara como un hombre con su semejante. Es primitivo

colocar a Dios en un cielo espacial encima de la tierra, pues la ciencia no nos ha

dejado lugar para un trono divino en los cielos. Pero la interacción de estas dos ideas

primitivas nos ha dado en el judaísmo, por una parte, el Dios inmanente y, por la

otra, el Dios trascendente. Ninguna forma del judaísmo puede existir sin estas dos

52
David Neumark: The philosophy of the Bible. Cincinnati, 1918.
53
H. Deussen: Geschichte der Philosophie. Kiel, t. I, 1897.
concepciones, la proximidad de Dios y su lejanía. Toda religión que quiere

separarlas da en el panteísmo o en el misticismo. Es necesario algo de las dos en

religión; pero la religión no puede estar completamente fundada sobre una sola de

las dos concepciones”54.

¿Han influido en el espíritu de Spinoza y en la elaboración de su sistema los pasajes

bíblicos en que el hombre aparece en directo contacto con Dios? Sería aventurada

toda respuesta a esta pregunta. Pero es innegable que el filósofo pudo extraer de la

Biblia la idea de que hay un riguroso orden universal al que nada escapa, la idea de

la unidad sistemática de la Naturaleza. León Roth, en The Legacy of Israel, señala a

este respecto: “Se cree a veces que el interés por la Naturaleza, demostrado durante

el siglo XVII, fue cosa inédita y que, en consecuencia, sus grandes pensadores

debieron proceder a un estudio enteramente nuevo de problemas que no habían sido

encarados antes de ellos. Nada más lejos de la verdad. Las investigaciones han

demostrado que Descartes mismo era un medieval (los mejores de entre los

medievales eran muy modernos). Una ojeada sobre la obra monumental que

Steinschneider ha consagrado a las traducciones hebraicas de la Edad Media muestra

el profundo interés por la ciencia coetánea de que los judíos daban prueba

entonces55). No hay, pues, motivo de asombrarse de que la síntesis filosófico-

religiosa elaborada durante la época precedente haya bastado para la siguiente,

después de haber pasado a través de un espíritu rico y crítico. Spinoza no iba a

formar, sino que habría de absorber esa “visión de toda realidad como una” que los

estudiosos reconocen como el principio director de su doctrina 56. Únicamente hubo

de repetir la concepción según la cual Dios no es un simple “asilo de la ignorancia”,

sino una unidad de intelecto y voluntad; que la teología debe reposar sobre la física y

ambas sobre las “verdades eternas” reconocidas por el espíritu humano. En la


54
Israel Abrahams: Valores permanentes en el judaísmo. Sociedad Hebraica Argentina, Bs. As., 1940. pág.
25.
55
Die Hebräischen Úbersetzungen des Mittelalters, Berlin, 1893.
56
Sorley, en los Proc. Brit. Acad., 1917·1918. 477. También Hegel en el primer párrafo que
consagra a Spinoza en su Historia de la Filosofía. Fue Hegel quien escribió que para ser filósofo
todo estudioso debía, primeramente, impregnarse de Spinoza, consejo al cual se conformó
ciertamente él mismo, como sus contemporáneos Fichte y Schelling y la mayor parte de los
grandes filósofos posteriores. Hegel debió al maestro, entre otras, la fértil idea de que “la verdad
es el todo”.
filosofía de los pensadores judíos se une a la máxima importancia atribuida a la

conducta, la comprensión del hecho de que las normas humanas sólo valen para los

hombres; a ellos pertenece también el lugar común de que el culto supremo nace del

estudio de la unidad sistemática de la Naturaleza. Además, la asimilación explícita

de Dios con la Naturaleza había sido formulada en la historia del pensamiento judío

largo tiempo antes de Spinoza, y ciertamente no podía haber parecido extraña a los

espíritus que atesoraban el salmo 104”57.

En escritos bíblicos se presenta más de una vez el universo como unidad compacta,

como un todo en el que las partes están, no sólo asociadas, sino también

estrechamente interpenetradas. Con referencia al mencionado salmo 104

encontramos en El pensamiento judío y el Universo de Salomón Goldman unas

palabras particularmente significativas: “La concepción de un orden fijo e inmóvil

del mundo físico no era extraña a los judíos. Que esto es verdad lo reconoció un

sabio tan prominente como Alejandro von Humboldt. En su Cosmos escribe: Es

característico de la poesía de los hebreos el que, como reflejo del monoteísmo, ella

siempre abarca el universo en su unidad... La Naturaleza es para él (para el poeta

hebreo) una obra de creación y de orden... Se puede decir que un solo salmo presenta

la imagen de todo el Cosmos: “Oh, Señor que te cubres con la luz como una

vestimenta, que tendiste los cielos como una cortina, que pusiste los cimientos de la

tierra para que en adelante no fuese removida. Mandaste las vertientes a los valles que

corren entre las colinas; tú has puesto a las aguas un límite que no podrán pasar, para que

no vuelvan a cubrir la tierra. Ellas dan de beber a toda bestia en el campo. Por ellas

tendrán su habitación los pájaros del aire que cantan entre las ramas. Los árboles del

Señor están llenos de savia; en los cedros del Líbano que Él ha plantado harán los pájaros

sus nidos; para la cigüeña los pinos serán vivienda”. Agrega Goldman que el Dios de

Israel no fue caprichoso y su Universo no estuvo sujeto a alteraciones o enmiendas

ilimitadas. “Ha obrado bien y para todo tiempo en orden y perfección”58.

57
León Roth: The Legacy of Israel, págs. 451·452.
58
Salomón Goldman: El pensamiento judío y el Universo. Ed. Israel, Bs. As., 1949. pág. 19.
En más de un pasaje de la Biblia aparece la visión judía de la unidad de la creación

asociada a la idea de un mundo ordenado, dotado de regularidad. Ya en el Génesis, en el

versículo 22 del capítulo VIII, se habla de la eternidad de este orden: “Todavía serán

todos los tiempos de la tierra, la siembra y la siega, frío y calor, verano e invierno, y día y

noche, no cesarán. En los otros libros de la Biblia, se repite más de una vez este

pensamiento. Se enuncia en el Salterio y también aparece en el libro de Job. En el

capítulo XXXVIII, Jehová se dirige a Job en términos en que se subraya que la divinidad

ha creado un universo ordenado, sometido a leyes, un universo, se diría, como el que

concibe la ciencia natural. He aquí las palabras que el poeta pone en boca de Dios:

“¿Dónde estaba cuando yo fundaba la tierra? Házmelo saber, si tienes inteligencia.

¿Quién ordenó sus medidas, si lo sabes? ¿O quién tendió sobre ella cordel? ¿Sobre qué

están fundadas sus bases? ¿O quién puso su piedra angular, cuando las estrellas todas del

alba alababan y se regocijaban todos los hijos de Dios? ¿Quién encerró con puertas la

mar, cuando se derramaba por fuera como saliendo de madre; cuando puse yo nubes por

vestidura suya, y por su faja oscuridad, y establecí sobre ella mi decreto, y le puse puertas

y cerrojo...”.

En estas frases Jehová no invoca, en prueba de su omnipotencia, ningún milagro. Si

hubiéramos de traducir en palabras actuales lo que dice, el único milagro que señala es el

de haber creado un universo sujeto a leyes eternas, inmutables. El gran milagro estaría en

la ausencia de milagros, como diría un sabio de nuestro tiempo, Henri Poincaré. Spinoza

pudo así haber aprendido de la Biblia su concepción de la unidad sistemática del mundo,

de un mundo sujeto a rígidas leyes permanentes. En la Biblia, se une a la idea del creador

único el pensamiento de la unidad de la Creación y de un mundo sujeto a la regulación de

normas fijas y eternas. Pero en la Biblia también aparece el milagro como testimonio de

la potencia divina. Dios tuvo poder para crear un mundo ordenado, pero tiene el poder de

interferir en el orden que creó. En la visión bíblica del cosmos se unen, pues, ideas en

extremo contradictorias, si se las juzga a la luz de la concepción de la ciencia moderna.

Spinoza no sólo conocía minuciosamente la Biblia. También había estudiado el Talmud.


¿Qué era Dios para los talmudistas? ¿Un Dios inmanente o un Dios trascendente? ¿Lo

uno y lo otro? A. Cohen trae en su libro Le Talmud unas líneas sobre la inmanencia y la

trascendencia de Dios en el pensamiento de los talmudistas. Nos acogemos a su

autoridad: “La respuesta exacta se encontrará en una combinación de las dos ideas. Los

rabinos no las consideraban como contradictorias o excluyentes entre sí, sino más bien

como complementarias”. Cuando se referían a la inefable majestad del Creador, a su

ilimitado poder, lo suponían infinitamente por encima del mundo. Pero al propio tiempo

enunciaban una doctrina inmanente de Dios, cuando pensaban en él como un ser

accesible al hombre, como guía del hombre y apoyo suyo en las horas de angustia e

incertidumbre. Para la cosmología talmúdica, la divinidad se hallaba en el séptimo cielo,

pero a la vez Dios era para ellos omnipresente: “Por más que esté por encima de su

universo, basta que un hombre entre en una sinagoga, se mantenga en la oscuridad tras de

un pilar y murmure una plegaria para que el Santo Único, bendito sea, escuche su ruego.

¡Puede haber un Dios más cercano que Aquel que para sus criaturas no es más visible que

la boca para la oreja!”59.

Los rabinos, al formular la doctrina de la inmanencia de Dios, eludían toda noción que

pudiera interpretarse como indicando una localización de él, y se servían de expresiones

que excluyeran cualquier nota de materialidad. Con la mayor frecuencia empleaban la

palabra “schejinah” que literalmente significa “residencia”, para significar la

manifestación de Dios en este mundo. En un pasaje del Talmud se habla de esta presencia

de Dios en el mundo como de la luz del sol que llega a todas partes a pesar de la lejanía

del astro de que procede. Esta presencia es la que establece el contacto entre Dios y los

seres humanos. Otra noción rabínica que señala la proximidad de Dios y su influencia

directa sobre el hombre es “ruaj hakodesch” (el espíritu santo). Esta idea a parece unas

veces como equivalente a la de “schejinah”; otras, como distinta de ella y como

significando la dotación de aptitudes especiales. Así, la profecía, concebida como la

capacidad de interpretar la voluntad de Dios, sería obra del espíritu santo. La tercera

noción con que en el Talmud aparece expresada la inmanencia de Dios es la de bat Kol,

59
A. Cohen: Le Talmud, ed. Payot, París, 1933. págs. 84 y ss.
que literalmente significa “Hija de una voz”. Es la manera sobrenatural en que la

voluntad de Dios se comunica al hombre, particularmente desde que no hubo más

profetas. Ella hace conocer al hombre las intenciones y los sentimientos de Dios. La

concepción talmúdica de la divinidad con relación al mundo, es, como se ve, análoga a la

de la Biblia.

El filósofo había adquirido en su primera educación la noción de un Dios único. A la

unidad de este Dios, majestuoso, infinito, estaba ligada la tesis de un orden moral

universal y de un orden físico que sólo la divinidad era capaz de alterar. Algunos autores

judíos explicaban los milagros en forma científica. Amar a Dios era la suprema virtud,

procurar comprenderlo era la meta del conocimiento más alto. Este Dios había creado el

mundo, pero, para más de un pensador judío medieval, también se manifestaba en su

creación. Tales eran algunas de las ideas de la Biblia y el Talmud y de varios de los más

importantes filósofos judíos de la Edad Media, si se ensaya abarcarlas en conjunto. Con

ellas ingresó Spinoza en el mundo de la cultura moderna, de la cultura del siglo XVII.

Si se prescindiera de la influencia que el pensamiento de su época ejerció en Spinoza, se

podría juzgar la filosofía de este último como la creación culminante de una tradición en

la que tuvo a Hasdai Crescas como antecesor ideológico inmediato. Pero prescindir de lo

que en Spinoza hay del mundo moderno importaría dejar de lado un aspecto fundamental

de la doctrina del filósofo. Antes de estudiar lo que en ese mundo encontró, es preciso

investigar lo que Spinoza pudo haber tomado del Renacimiento. Fue el período

renacentista una época de revolución intelectual, con matices diversos. En creaciones

renacentistas, Spinoza pudo descubrir pensamientos que había conocido en su

adolescencia. Siendo aún joven ya se unían en su espíritu el amor a Dios y el amor a las

ideas claras. En los autores del Renacimiento mezclábanse el espíritu nuevo y fábulas

antiguas. Ciencia y fantasía se asociaban en los autores renacentistas con cuyas doctrinas

tendría mayor afinidad la de Spinoza.

En el capítulo siguiente nos detendremos en el estudio de la relación de Spinoza con el

Renacimiento, tanto para señalar el carácter problemático de esta relación como para
definir los rasgos de ese período tan admirable que fue precursor del movimiento de ideas

del siglo XVII.

III

SPINOZA Y EL RENACIMIENTO

CAPITULO VII

SPINOZA Y EL RENACIMIENTO

El problema de la relación de Spinoza con el Renacimiento. Las corrientes filosóficas del Renacimiento. La

tesis de Dilthey sobre Spinoza, continuador del Renacimiento. Su falta de fundamento. Spinoza y los

neoplatónicos del Renacimiento. Opiniones sobre la influencia de León Hebreo, Telesio, Giordano Bruno y

Campanella en Spinoza. El racionalismo de Spinoza, opuesto al Renacimiento. Origen de las supuestas

semejanzas entre Spinoza y pensadores del Renacimiento.

En capítulos anteriores nos hemos ocupado de concepciones filosóficas y de autores

a los cuales está vinculado el proceso de generación de la doctrina de Spinoza. Se

trataba -ya lo hemos visto- de los primeros estudios del filósofo y de pensamientos

que actuaron en su espíritu mientras componía su propia obra. Podríamos suponer

por un momento que Spinoza, cuando ingresó en el mundo de la cultura del siglo

XVII, no prestaba su conformidad a ninguna de las ideas que conoció en su

juventud; podríamos -igualmente mera suposición- admitir que no tenía entonces

ninguna convicción definida sobre los problemas de la filosofía. Pero, aun así,

deberíamos reconocer que el joven Baruj Spinoza que, en el siglo XVII, se planteó

problemas y procuró hallarles solución, era un hombre en quien influían, como algo

viviente, las ideas del pensamiento judío, bíblico y medieval; ellas eran parte de

Spinoza aunque Spinoza las hubiera repudiado -cosa que ciertamente no aconteció.

Hecho igualmente indiscutible es influencia que en su espíritu ejerció el pensamiento del


siglo XVII. No ocurre, en cambio, lo mismo con las ideas del Renacimiento que, más de

una vez, fueron señaladas como elemento característico en su filosofía. A nuestro juicio,

cuanto se ha dicho sobre la influencia de corrientes intelectuales renacentistas en Spinoza

no está amparado en razones convincentes.

Esta afirmación no es antojadiza. La más ligera reflexión sobre la vida de Spinoza

permite comprobar que, provisto de las ideas de sus estudios juveniles, se puso en

contacto inmediato con la cultura propia de su siglo. De este contacto nació su doctrina.

Con lo judío y lo moderno hizo una creación plenamente personal. Si conoció -cosa

probable- autores del Renacimiento, ello ocurrió, sin duda alguna, después de ese

contacto, y en todo caso no podía aportarle ningún elemento intelectual que no hubiese

adquirido en sus primeros estudios y en las expresiones ideológicas de su época. Quienes

afirman la subordinación de Spinoza a ideas renacentistas parten en verdad del arbitrario

supuesto de que nuestro filósofo siguió en sus lecturas el mismo orden que el curso de la

historia, y concluyen que, a través del Renacimiento, llegó a ser un filósofo moderno.

Menos que a ningún otro pensador del siglo XVII, cabe aplicar este juicio a nuestro

filósofo, que pasó del neoplatonismo, del aristotelismo, de Hasdai Crescas y de la mística

judía al racionalismo del siglo XVII. Recibió una instrucción judía religiosa en una

ciudad y en un país donde la cultura propia de su tiempo había alcanzado un alto grado de

desarrollo. Antes de los treinta años conocía minuciosamente a Descartes, y a esa misma

edad tenía conocimientos de la ciencia de su tiempo. El hecho es importante. Permite,

desde ahora, limitar el alcance de la influencia del pensamiento renacentista en nuestro

filósofo, aun admitiendo que tal influencia hubiera existido. En términos generales, la

filosofía de los autores del Renacimiento con la cual es más verosímil el parentesco de

Spinoza era una filosofía neoplatónica entretejida con reflexiones científicas y también

con novedades científicas. Spinoza conocía las ideas esenciales del neoplatonismo por

sus primeros estudios. En cuanto a la ciencia, la conoció en su forma acabada,

sistemática, propia del mecanicismo del siglo XVII.

A pesar de ello, algunos investigadores autorizados juzgan la doctrina de Spinoza como


continuación de una de las corrientes del pensamiento renacentista; otros sostienen que en

esa doctrina han influido ciertas ideas particulares de la filosofía del Renacimiento.

En ambas maneras de afirmar la relación positiva de Spinoza con el Renacimiento se

señala, en primer término, su vinculación con Giordano Bruno y Telesio. En la segunda,

se atribuye también especial importancia a los nombres de León Hebreo y Campanella.

La primera nos parece totalmente desprovista de fundamento. La segunda es por lo

menos discutible. Para que se puedan apreciar adecuadamente los términos en que el

problema se plantea, creemos oportuno hacer un ligero esbozo de las ideas filosóficas del

Renacimiento, cuyas tendencias reducen algunos historiadores a cuatro fundamentales: la

platónica, la de los averroístas de la universidad de Padua, la de los sabios que se

inspiraban en Arquímedes y la de los moralistas.

En el siglo XV se renueva una corriente intelectual iniciada ya en las primeras centurias

del cristianismo. De acuerdo con la tradición de los autores que buscaban en las doctrinas

de Platón ideas afines a las enseñanzas de Cristo, Nicolás de Cusa (1401-1464), sobre

todo en De docta ignorantia, al resolver el problema de la relación de Dios y el mundo,

enuncia ideas que recuerdan a algunas que conocimos en el capítulo III de este volumen.

Para el Cusano, lo mismo que para Proclo, la realidad estaba constituida por una serie de

jerarquías, cada una de las cuales la contiene en su integridad, pero bajo un aspecto

diferente. El pasaje de cualquiera de las hipóstasis a la superior es el tránsito a una visión

cada vez más unificadora de un mismo universo. En su concepción afirma, a la vez que la

identidad de Dios y mundo, su diversidad. Víctor Delbos aclara estas ideas del Cusano:

“Lo que es finito está sometido a una ley de relación: en lo finito nada es tan grande ni

tan pequeño que no se pueda producir algo más grande y más pequeño; es el reino de lo

comparativo. Dios, por el contrario, es lo superlativo absoluto; es el máximo absoluto en

cuanto abarca todo, y el mínimo absoluto en cuanto penetra en todo; mide todo y no es

medido por nada, porque él mismo es su propia medida” 60. El parentesco de Nicolás de

Cusa con el neoplatonismo no excluye una marcada diferencia entre una y otra

60
Víctor Delbos: La préparation de la Philosophie moderne, en la Revue de Métaphysique et de Morale,
año 1929, pág. 472.
concepción. En la filosofía neoplatónica, entre Dios y el mundo media una relación

íntima, pero ella sólo se hace efectiva a través de una serie de grados. En Nicolás de Cusa

aparece, a la vez que esta gradación intermedia, la idea de que Dios es el alma del mundo.

A tal punto acorta la distancia entre mundo y Dios, que se diría que éste se torna

inmanente a aquél. Esta diferencia no es la única: Nicolás de Cusa concede valor

prominente a las matemáticas, base de todo conocimiento cierto. Utiliza la noción de

infinito para explicar, por analogía, la coincidentia oppositorum en Dios: un

circunferencia cuyo centro está en el infinito es una línea recta. Así se resuelven en el

infinito divino las contradicciones de la realidad. En el Cusano hay un anticipo de la tesis

de Copérnico sobre el movimiento de la tierra. En su ética el ideal más alto es el

desarrollo de las perfecciones divinas que el alma humana atesora.

Una doctrina similar, aunque no idéntica, a la de Nicolás de Cusa enunció Marsilio Ficino

(1433-1499), jefe de la Academia platónica que Cosme de Médicis fundó en Florencia

bajo la influencia de Platón. Sin animosidad contra Aristóteles, identifica filosofía y

religión, platonismo y cristianismo. Devoto traductor de Plotino, de Porfirio y de otros

neoplatónicos, veía en la investigación filosófica un complemento de la prédica religiosa.

En su Theologia platonica hay un intento de conciliación entre el neoplatonismo y

Platón.

Marcilio Ficino era místico, y en el pensamiento de Platón encontraba la afirmación de

un Dios creador, a la vez que la afirmación de almas dotadas de existencia personal, libre

e inmortal.

Veinticinco años más joven que Marsilio Ficino era Judá Abarbanel o León Hebreo. Nos

detendremos un momento en su doctrina porque de todos los autores del Renacimiento

era el único de quien Spinoza ciertamente tenía en su biblioteca un libro. Judá o León

Hebreo, hijo de un ilustrado comentarista de la Biblia, contaba poco más de treinta años

cuando, por el edicto de expulsión, debió abandonar España, su patria. Se dirigió a Italia,

y allí entró en contacto con el Renacimiento. Fue a Nápoles. Conoció a Pico de la

Mirándola y después de vivir en otras ciudades regresó a Nápoles. Su fama de médico


diestro fue causa de que se intentase atraerle a Roma. Así lo relata Carlos Montesa, uno

de los traductores de los Diálogos de amor al español. Los Diálogos de amor de León

Hebreo -escritos en italiano- fueron conocidos en el siglo XVI en varias ediciones, dos

francesas y tres españolas. El ejemplar de los Diálogos que nuestro filósofo conservaba

era de una edición en la que el autor aparece con el nombre de León Abarbanel. En

Alemania se conocían los Diálogos en una versión latina.

Hay en los Diálogos de amor reflexiones morales sobre la fragilidad de ciertos supuestos

bienes para el hombre, pero sin llegar a la negación ascética del mundo: “Tampoco esta

parte baja del mundo está privada de gracia divina y de vida eterna; este gran animal que

es el mundo, vive y está dotado de inteligencia en todas sus partes, y al encontrarse

nuestra alma en la unión con el universo, según el orden divino, disfruta como debe del

divino amor, y llega, después de la separación del cuerpo, a unirse al sumo Dios, lo que

es su última felicidad”. La belleza terrenal, en conformidad con el pensamiento platónico,

es trasunto de la belleza ultraterrena. En León Hebreo, Dios aparece unas veces como

inmanente al mundo; otras, como trascendente a él. En algunos pasajes habla de Dios

como del divino arquitecto, del sumo artífice del cosmos; en otros, según Gebhardt 61, se

encontraría ya el tránsito a la divinidad inmanente e informe del Barroco. Esto se

comprueba allí donde León Hebreo describe al Universo como un gran individuo, tesis

para la cual pudo hallar antecedentes en las doctrinas medievales, judías y árabes, que

presentan la Naturaleza toda como un macrocosmos único.

Para León Hebreo es el amor un principio cósmico que penetra en todas las partes del

mundo, las vivifica y las une: el universo es como una persona. “El fin de la totalidad -

dice León Hebreo en el segundo de sus diálogos- es la perfección armónica del todo

universal, y el fin de cada una de las partes no es tanto la perfección de cada parte en sí,

como la disposición de ella para servir rectamente a la perfección del conjunto; pues para

este fin común, más que para el propio, es para lo que cada parte ha sido hecha, ordenada

61
Carl Gebhardt: Leone Ebreo, edición de la Societas Spinozana, 1929. El volumen comprende los
Diálogos de amor, en su texto original, y composiciones poéticas en hebreo. Le sirve de introducción un
estudio de Gebhardt sobre su autor.
y determinada, por tal manera que más encontrará la felicidad en lo común que en lo

propio”. Hay en León Hebreo concepciones platónicas y otras de procedencia aristotélica.

Junto a la doctrina de Platón sobre las Ideas, aparece en él una teoría del conocimiento

derivada de Aristóteles y de la tesis averroísta sobre el intelecto activo. León Hebreo,

dentro del espíritu de su tiempo, transportó al dominio estético la distinción que apareció

más de una vez en la metafísica medieval entre natura naturas y natura naturata.

Pico de la Mirándola (1463-1494) pregonaba una religión universal mientras interpretaba

el Génesis a la luz de la Cábala. Esta última ejerció influencia aún mayor, en el siglo

siguiente, en la mística alemana. Tratábase en todo caso de una concepción según la cual

es tarea de la ciencia señalar los grados de afinidad entre las cosas, para así saber cómo

actúan unas sobre otras. En las obras del médico Paracelso (1493-1541) se procura

igualmente establecer conexiones de este género entre los seres de la Naturaleza.

Paracelso asignaba dominios distintos a la teología y a la filosofía. Esta última era para él

estudio de la Naturaleza, en la que Dios se revela, como también se reveló en Cristo.

Cabía estudiar por separado ambas revelaciones. Paracelso recomendaba el estudio

experimental de la Naturaleza, poco celosa de sus secretos cuando se los investiga con la

medicina y la alquimia. Adversario de la escolástica, el naturalista Paracelso distinguía

en el hombre un cuerpo “sideral”, procedente de los astros, y otro, “real”, que deriva de

Dios. En el siglo XVI y a comienzos del XVII, hallan su expresión en las obras de

Valentín Weigel (1533-1588) y de Jacobo Boehme (1575-1624) ciertas ideas místicas

anteriormente difundidas en sociedades inspiradas en el maestro Eckhart.

En 1511 publicó Erasmo en París su Elogio de la locura, donde señala el acuerdo entre

las doctrinas de Cristo y de los platónicos sobre el alma humana. Para Erasmo, Dios se ha

revelado en la filosofía lo mismo que en la religión. En su pensamiento sobre el cuerpo

del hombre como obstáculo que impide al alma contemplar la verdad, hay algunas

coincidencias con las ideas de Filón, el cual veía en la Biblia la descripción de las

peripecias de un alma cuya proximidad o alejamiento de Dios dependía de su liberación o

sujeción al cuerpo.
Contemporáneo y amigo de Erasmo fue el español Luis Vives (1492-1540), profesor en

Lovaina y autor de una de las primeras historias de la filosofía escritas en los últimos

siglos. En su De tradendis disciplinis, “vasta enciclopedia de conocimientos”, brega por

una lógica independiente de presupuestos metafísicos. En su De anima et vita defiende el

derecho al estudio de las funciones anímicas con prescindencia de ideas del pasado, y

aprovecha los conocimientos de la fisiología de su tiempo con entera libertad para la

descripción de fenómenos psíquicos. En más de una reflexión es precursor de Bacon y

Descartes.

La segunda corriente en la filosofía del Renacimiento es la de los averroístas de la

universidad de Padua, que en los siglos XV y XVI fue un centro de libre especulación

intelectual. Aunque en ella actuaron ideas estoicas y platónicas, sus maestros seguían a

Aristóteles, pero ofrecían de él una explicación diferente de la de los aristotélicos

cristianos de la Edad Media. Alejandro Afrodisias era para más de uno de ellos maestro

en la interpretación del Estagirita. En el filósofo griego buscaban argumentos de apoyo a

una concepción naturalista, en la que se afirmaba un determinismo riguroso y se negaba

la inmortalidad del alma. Pero si rechazaban la interpretación medieval de la metafísica

de Aristóteles, aceptaban su física, y por eso fueron ajenos a la creación de la que llegó a

ser la ciencia moderna. Pedro Pomponazzi, el más célebre de los aristotélicos del

Renacimiento, enseñó en Padua, en Ferrara y, después, en Bolonia, hasta su muerte, en

1524. En su Tratado de la inmortalidad (1516), que provocó violentas controversias,

sostiene que es inadmisible la tesis de que el alma intelectual esté separada del alma

sensitiva y se halle dotada de inmortalidad. El intelecto activo de los aristotélicos es para

él la propia razón divina y en él nada hay que asegure la inmortalidad. El hombre no tiene

un fin sobrenatural, y ha de aceptar como fin supremo la humanidad misma. Aunque

carezca de razones valederas toda creencia en la inmortalidad, la virtud debe ser

practicada; no ha de fundarse en la esperanza de la recompensa.

En el estudio de la corriente de pensamiento a que nos venimos refiriendo, merece

especial mención el médico Jerónimo Cardano (1501-1576), sobre el cual Leibniz ha


enunciado un juicio en extremo elogioso. Había frecuentado las universidades de Pavía y

de Padua, y en esta última enseñó filosofía. Para Delbos, Cardano es “representativo de la

vida intelectual de su tiempo por la mezcla que ofrece de vistas nuevas o penetrantes y de

supersticiones o fantasías infantiles”. También él negaba la inmortalidad. Cultor de las

matemáticas, tuvo algún mérito en esta ciencia. En su espíritu hallaron análoga cabida

concepciones estoicas y plotinianas y la aceptación del ocultismo y la astrología. En esta

última encontró la explicación del destino de las religiones. Como otros pensadores de su

tiempo, suponía que las partes que integran el Todo se hallan entre sí en relaciones de

simpatía y antipatía y siempre son trasunto de una unidad esencial: el alma del mundo,

que tiene por órgano el calor y la luz. Este es el principio activo del cosmos, frente al cual

está la materia -cuya propiedad característica es la humedad-, que se presenta como

tierra, agua y aire. Cardano sostenía que el fuego no es un elemento de la realidad

material. Es sólo un estado de la materia, producido por el calor, producto, a su vez, del

movimiento.

La escuela de Padua tuvo en Cremonini (l550-1631) su más eminente representante

italiano. Negaba la creación e igualmente negaba, a la vez que la providencia divina, la

inmortalidad, porque creía que era íntima la vinculación de alma y cuerpo.

Pierre Duhem ha señalado en diversos trabajos los nombres y las obras de autores

medievales en quienes se encuentran pensamientos precursores de la ciencia del

Renacimiento. Sin falsear los hechos, reduce injustamente la originalidad de los sabios

renacentistas, exaltando los méritos de esos iniciadores. Cabe prescindir de ellos, y

afrontar el examen de la obra de los inspiradores de la que, en el siglo XVII, llegó a ser

ciencia moderna. Forman la tercera corriente de ideas del Renacimiento: la científica. En

ella se ha de mencionar en primer término a Copérnico y a Leonardo de Vinci.

La teoría astronómica de Ptolomeo se fundaba en dos premisas: la comprobación sensible

de la inmovilidad de la tierra y la tesis aristotélica de que las esferas celestes estaban

dotadas de un movimiento perfecto, el movimiento circular. Advertidas las

irregularidades que aparecen en este movimiento, se recurrió, sin abandonar la tesis


aristotélica, a la teoría de los epiciclos, teoría según la cual las esferas celestes recorrían

pequeños círculos que se sobreañadían al curso de la circunferencia mayor. El sistema, a

fuerza de complicarse, se tornaba engorroso a medida que se multiplicaban los

descubrimientos de hechos que representaban otras tantas excepciones a la doctrina

original. Copérnico buscó una descripción sencilla para aquello que no se interpretaba de

modo satisfactorio por la explicación usual, cada vez más complicada y confusa. Sin

renunciar a la concepción de que el mundo es finito y de que la esfera de las estrellas fijas

es el lugar de referencia para todos los lugares del mundo, parte de una comprobación

empírica para formular una teoría revolucionaria en la astronomía. Cuando nos

desplazamos en un navío, nos parece que las riberas se mueven mientras nosotros

permanecemos estacionarios. ¿No será que el sol se mueve sólo en apariencia, mientras

en verdad es la tierra la que se mueve? Su tesis se fundaba en esta verificación directa del

movimiento relativo y en la idea de que las leyes de la Naturaleza han de ser simples.

Copérnico, en uno de los libros de su De revolutionibus orbium celestium, anticipaba la

idea de que la ciencia ha de ser resultado de la reducción de los hechos sensibles a

principios de máxima sencillez y al cálculo matemático. Giordano Bruno y Keplero

aceptaron la nueva visión astronómica, mientras Ticho Brahe la admitía con reservas.

Ella excluía la distinción entre mundo sublunar y mundo translunar que fue tesis favorita

de los sistemas cosmológicos medievales.

Leonardo de Vinci (1452-1519) fue adversario de las argumentaciones silogísticas no

menos que de las “locuras” de los alquimistas y de los astrólogos. Crítico de Aristóteles,

si se le ha de reconocer algún maestro en la antigüedad, este maestro sólo puede ser

Arquímedes. Pero -según Bréhier- es a la vez un italiano del Renacimiento: en el

movimiento busca el motor espiritual; en el cuerpo humano, la obra del alma que en él ha

realizado su idea de la forma hombre. Para Leonardo, el espíritu es deseo “que, con

impaciencia gozosa, espera siempre la nueva primavera, siempre el verano nuevo”. Este

mismo deseo “es la quintaesencia inseparable de la Naturaleza”. Grande era la diferencia

entre esta producción de formas siempre nuevas y la forma aristotélica que impone a las

cosas un orden estático.


Genio de múltiples facetas, Leonardo de Vinci, no sólo hizo importantes descubrimientos

científicos sino que, además, enunció principios fundamentales de la ciencia. Anotaba día

por día sus observaciones y sus reflexiones en los cuadernos famosos que contienen “los

elementos de la más vasta enciclopedia que jamás haya concebido una inteligencia

humana”. Estas anotaciones se publicaron largo tiempo después de su muerte y no

influyeron en la ciencia de su tiempo. Pensaba Leonardo de Vinci que “la mecánica es el

paraíso de las ciencias matemáticas, porque con ella se llega al fruto matemático”. Por

sus ideas, sus descubrimientos y sus inventos se anticipó en concepciones de

trascendencia a Galileo y a los otros constructores de la ciencia del siglo XVII. Afirmaba

en el mundo físico un orden legal necesario: “La Naturaleza se ve obligada por sus

propias leyes, que en ella existen infusamente”. Pero al propio tiempo definía la fuerza

como “una virtud espiritual”, “hija del movimiento material y sobrina del movimiento

espiritual, madre y origen del peso”.

Estamos en el siglo XVI. Leonardo de Vinci estudia la Naturaleza, y lo mismo hacen sus

discípulos. Pero al propio tiempo una corriente escéptica, sin combatir la religión, señala

lo limitado del valor y del alcance de la filosofía y de las ciencias. Su máximo

representante es Montaigne. En sus Ensayos (1580) aparece un balance de la ciencia de

su siglo y la convicción de que no hay un saber definitivo de la Naturaleza. Copérnico ha

reemplazado a Ptolomeo, y día llegará en que otra doctrina reemplazará a la copernicana.

Si hay en el hombre algunas leyes generales como las que se ven en otras criaturas, ellas

han sido desnaturalizadas por la vanidad y la inconstancia humanas. Para Montaigne, el

tema de estudio ha de ser el hombre y no una naturaleza humana universal; el hombre tal

como se lo encuentra, y el hombre más próximo a Montaigne era él mismo, y de él

mismo tratan sus Ensayos. En las disputas metafísicas y en las controversias encontraba

razones para su escepticismo, que fue, a la vez, espíritu alerta y reconocimiento de una

gran diversidad en las modalidades humanas. Mucho menos que la deificación de la

ciencia, preocupaba a Montaigne la afirmación de la tolerancia. Acaso no haya

comprendido la significación del progreso científico, pero su humanismo comprendía al

hombre, al que suponía múltiple, vario, cambiante.


Charron era pocos años más joven que Montaigne. Como este último, se mostraba poco

inclinado a aceptar la verdad de los dogmas. Sostenía que la moral, arraigada en la

naturaleza humana, es independiente de los credos religiosos.

Montaigne no admitía una única naturaleza humana que se manifiesta en todos los

hombres, como la que los estoicos afirmaban y recomendaban seguir, pero las

condiciones de la vida intelectual condujeron en el siglo XVI a un renacimiento del

estoicismo. Se leía a Cicerón, a Séneca y a Plutarco. Justo Lipsio (1544-1606) en sus De

Constantia, Manuductio ad Stoicam Philosophiam y Phisiologia Stoicorum, y Gaspar

Scioppinus, en sus Elementa Stoïcae Philosophiae Moralis, difunden los principios de

una doctrina que era conjunto de normas morales e imagen sistemática del mundo.

Durante el Renacimiento, los estoicos procuran adaptar su doctrina a la vida cristiana. En

Séneca se buscan argumentos en favor de la coincidencia de estoicismo y cristianismo, y

para afirmar esta coincidencia se elimina de la tesis estoica ese naturalismo panteísta que

se acentuará en los autores neoplatónicos del final del Renacimiento.

En ese neo-estoicismo, que culminó en la segunda mitad del siglo XVI con Lipsio y

Scioppinus, cabía fundar una moral humanista. Pero junto a ella tenía boga una teoría

política realista que subraya el conflicto de los intereses y el choque de las pasiones en la

sociedad humana. Expresión típica de tal doctrina fue El Príncipe de Maquiavelo (1469-

1527), libro que Spinoza tenía en su biblioteca. Nuestro filósofo también conoció la

Utopía de Tomás Moro (1480-1535), descripción de un Estado ideal que era la antítesis

de la doctrina de Maquiavelo.

Aun hemos de nombrar a Pedro Ramus (1515-1572) cuyos libros, llenos de censuras a las

ficciones aristotélicas, provocaron disputas tormentosas. A Ramus se le prohibió enseñar.

En 1551 fue levantada la interdicción, y Ramus disertó en el Colegio de Francia, con

éxito. En 1562 adoptó la religión calvinista; abandonó París, vivió en Alemania y en

Suiza, y en 1570 regresó a Francia, donde dos años después fue asesinado, acaso por un

colega suyo. En su obra, Ramus rechaza la lógica aristotélica y busca formas de

pensamiento más fecundas. Para combatir la escolástica encuentra argumentos en


Cicerón. Cierto es que las ideas de Ramus sobre la lógica y sus partes gozaron la fortuna

de ser repetidas durante largo tiempo en los manuales de la materia. Tuvo un precursor en

Lorenzo Della Valle (1407-1457), quien, en sus censuras a la escolástica, solía citar a

Epicuro. En la áspera crítica a Aristóteles acompañó a Ramus su contemporáneo italiano

Marius Nizolius (1498-1576). Nizolius distinguía dos órdenes de conocimientos: los de la

naturaleza y los de la política. La metafísica era para él un género de la poesía.

En la segunda mitad del siglo XVI adquieren esplendor doctrinas que, en sus

lineamientos generales, pueden considerarse como continuación de las de Nicolás de

Cusa, de Marsilio Ficino y de León Hebreo. Platón es el maestro preferido entonces, y

aun en los casos en que no es inspirador directo de los últimos grandes sistemas del

Renacimiento, lo es por camino indirecto, a través de la mitología neoplatónica. También

en la prédica religiosa y en la controversia política se invoca a Platón. Guillermo Postel

pregona el retorno a la razón, origen olvidado de todas las religiones. Contra los

paduanos, sostiene la creación ex-nihilo y la inmortalidad personal. La religión que

concibe está, según él, ligada a una tradición múltiple y lejana que arranca de la razón,

entendida como el Verbo, el Logos, el Alma del mundo, y que inspira a los profetas. El

jurista Juan Bodino es autor de una República (1577) en que Platón refuta a Maquiavelo

y en que el Estado, sometido al derecho natural, tiene como fin el soberano bien humano.

A semejanza de Postel, Bodino quiere aislar de las religiones existentes un contenido

común que pueda convertirse en la religión universal, que “no es otra cosa que la

mirada de un espíritu puro hacia el verdadero Dios”. Dios único al que se rinde culto

por el ejercicio de las virtudes morales. Llevado por un ideal de tolerancia, Bodino

acepta todas las confesiones particulares. En uno de sus escritos aparecen

discurriendo representantes de siete tendencias religiosas diversas. Cada una de ellas

invoca razones que la justifican, pero ninguna es dueña de una verdad absoluta.

Todas contienen una partícula de la religión de la humanidad toda.

Bodino creía en la acción de las brujerías, pero esto no le impidió enunciar sobre el

derecho natural y la religión natural ideas que pueden considerarse como el germen
de doctrinas que habrían de florecer en el siglo XVII.

Pero los autores más o menos platonizantes de la segunda mitad del siglo XVI que

nos interesan en mayor medida son los constructores de grandes sistemas. Telesio

(1509-1560), “el primero de los modernos”, pretende que la experiencia ha de ser la

fuente del conocimiento y rechaza el aristotelismo. En la elaboración de su

pensamiento, se advierte la influencia de ideas estoicas. El razonamiento puede

presumir la verdad, pero sus presunciones han de sujetarse a la prueba de la

experiencia. A la relación aristotélica de materia y forma sustituye la relación de

materia y fuerza, inerte la primera y activa la segunda. Esta última se desdobla en

fuerza expansiva o calor y en fuerza de contracción o frío, expansión y contracción

que, en conformidad con leyes necesarias, producen las diferencias cualitativas de

los seres. Esa fuerza activa es corpórea, como es también corpórea el alma -soplo o

pneuma- del ser viviente, que se difunde a través de las cavidades cerebrales y de los

nervios. El alma es una suerte de materia psíquica, análoga en naturaleza a las otras

fuerzas materiales, las que han de estar dotadas también de la facultad de sentir.

La concepción de Telesio importaba, desde el punto de vista gnoseológico, una tesis

similar a la de los estoicos: la sensación es un contacto en que el objeto modifica el

soplo del espíritu que, a su vez, reacciona por una actividad propia de conservación.

De esta actividad nace también la moral, porque todo hombre adquiere el

conocimiento de que su preservación es solidaria con la de los otros. La principal

virtud social es la de la humanidad, mientras la virtud interior es una sublimidad que

conduce a la dicha, porque es la dicha misma. Telesio se ocupa también de otro

conocimiento, el intelectual; memoria y pensamiento. Este conocimiento consiste en

la retención de las sensaciones para suplirlas cuando ellas nos faltan. Telesio concibe

el Universo, la Naturaleza, como constituida de partes unidas entre sí,

simpáticamente, pero mantiene la distinción entre mundo sublunar y mundo

translunar, aunque con un sentido diferente del que tenía en el pensamiento

escolástico.
Para Delbos, hay en Telesio ideas que Spinoza repetirá o desarrollará: el esfuerzo

del hombre reposa sobre la tendencia a conservarse; la alegría procede de la

satisfacción de esta tendencia; el amor es determinado por lo que la favorece, y el

odio se dirige a aquello que la contraría; las virtudes son expresiones y efectos de

esta misma tendencia esencial.

Giordano Bruno (1548-1600) ha sido considerado -ya lo hemos visto- como un

antecesor directo de Spinoza. Azarosa fue la vida de Bruno. Desde muy joven

estudió los filósofos antiguos y la escolástica, y, si comenzó como adepto de

Aristóteles, concluyó siendo un pensador rebelde. Sería largo contar las vicisitudes

de sus días: después de diez años de reclusión en prisiones del Santo Oficio, murió

en la hoguera. Entre sus maestros italianos, cita con frecuencia a Patrizzi, profesor

de Ferrara y de Padua, que contribuyó a difundir el conocimiento del platonismo

esotérico. Se ha señalado que también en Bruno actuaron las mismas influencias,

junto a ideas de Demócrito, de Epicuro y de los estoicos. Giordano Bruno no admitía

las tesis excluyentes, ni un camino único para alcanzar la verdad, y por eso declara

en De la Causa, Principio y Uno: “Es de un cerebro ambicioso y presuntuoso querer

persuadir a los demás de que hay un solo camino para llegar al conocimiento de la

Naturaleza...”. Y agrega: “Los epicúreos han dicho muchas cosas buenas, aunque no

se elevan por encima de las cualidades de la materia. Heráclito tiene cosas

excelentes, aunque no llegue más allá del alma. Se saca provecho de Anaxágoras...”.

Este respeto por teorías diversas engendraba su ira contra Aristóteles, al cual

acusaba de desdeñar las opiniones de los otros filósofos. Prefería a Platón y, junto

con Platón, a Pitágoras. Con elementos diversos elaboró su propio sistema, difícil de

interpretar y de exponer. A las varias fuentes filosóficas, agréguese Copérnico, de

cuya obra extrajo conclusiones que el mismo Copérnico no se atrevió a enunciar. En

conjunto, el sistema de Giordano Bruno parece una síntesis de filosofía neoplatónica

y de ciencia del Renacimiento. A semejanza de Plotino, admite una jerarquía de

hipóstasis: Dios, Inteligencia, alma del mundo y materia. De Copérnico toma el

heliocentrismo y, a partir de Copérnico, afirma la infinitud del espacio y la


existencia de una infinidad de mundos. Con Parménides afirma la identidad, y del

atomismo de Demócrito extrae una física corpuscular. Polemiza contra el dualismo

aristotélico de materia y forma. Giordano Bruno pensaba que la materia infinita, el

éter cósmico, que llena al espacio infinito, contiene los principios que Aristóteles

incluía en el concepto de forma.

Dada la orientación de su pensamiento, no ha de extrañar que Nicolás de Cusa se

contase entre sus escritores predilectos y que entre las doctrinas de los dos autores

aparezcan semejanzas significativas. Ellas se ponen particularmente en evidencia al

considerar la relación, tanto de la una como de la otra, con el neoplatonismo. Pero

mientras los neoplatónicos se atenían al conocimiento jerárquico de las cosas,

Bruno, en cambio, veía una perfecta penetración entre todos los momentos del

conocimiento. Negaba la oposición entre intelecto y sentido, y, en el orden de lo

real, aproximaba lo sensible a lo inteligible. Las hipóstasis plotinianas de Dios,

Inteligencia, Alma del mundo y materia, concluían fundiéndose en una sola: la vida,

una y múltiple, del Universo, al cual, a semejanza de León Hebreo, Bruno calificaba

de “animal santo, sagrado y venerable”.

El pensamiento de Giordano Bruno no guarda una secuencia perfecta; más aún, no

está exento de contradicciones fundamentales. Un autor que ha estudiado el proceso

de su desarrollo a través de sus escritos latinos concluye que las ideas de Bruno se

desenvolvieron en tres fases. En la primera, neoplatónica, afirma, con la teoría de la

emanación, que el mundo y el conocimiento derivan de Dios. En la segunda,

sostiene que la divinidad es una substancia única e infinita, cuya unidad persiste a

través de los fenómenos que abarca. Todos los individuos serían modos de esa única

substancia. La relación de esos modos con esta substancia sería análoga a la de los

números con la unidad primitiva, que es su condición. En la tercera etapa, en De

mínimo, Bruno afirma que la realidad está compuesta de una cantidad infinita de

átomos o mónadas, y, a la vez, sostiene la unidad de la substancia. Toda cosa está

compuesta de mónadas, siendo, al propio tiempo, mónada integrante de un sistema


más elevado. La tierra está constituida de mónadas numerosas y es mónada del

sistema solar, sistema que a su vez, es integrante, con otros, del sistema cósmico

total. Dios sería la mónada de las mónadas, principio íntimo, viviente, del ser de las

cosas, fuente de todas las formas: el Espíritu, Dios, Ser, Uno, Verdadero, Destino,

Verbo, Orden.

Por momentos, el Espíritu de la concepción de Bruno aparece disponiéndose en

grados diferentes: espíritu superior a todo, o Dios; espíritu insertado en todas las

cosas o razón. Otras veces, en cambio, se trataría de una realidad única. Bruno, por

consiguiente, afirmaría tanto la trascendencia de Dios como su inmanencia. Piensa

que el infinito divino sólo puede expresarse en un Universo igualmente infinito. Esta

idea, en la filosofía de Bruno, es el enlace entre su metafísica y su física. En física

afirmaba, fuera de los átomos, un éter, “región inmensa en la que se mueve y vive el

mundo”. Este éter es como el cuerpo del alma del mundo. En cada individuo hay un

alma en torno de la cual, como en torno de un centro, se agrupan y se ordenan los

átomos.

Para Bruno, la virtud más elevada es el “entusiasmo heroico” que permite al hombre

perfeccionar su alma en el goce de la belleza y de la verdad.

Nos toca ahora ocuparnos de Campanella, muerto a la edad de setenta años, en 1639.

Su obra De sensu rerum e magia, comenzada en 1604 y terminada diez y seis años

después, es -dice el subtítulo- “una parte admirable de la filosofía oculta, donde se

demuestra que el mundo es la estatua de Dios viviente y cognoscente, que todas sus

partes y las partes de sus partes están dotadas de sentido, más o menos claro u

obscuro, pero suficiente para su conservación y la del todo”. En él se repite la tesis

de Nicolás de Cusa de que hay dos revelaciones divinas: en la religión y en la

Naturaleza. Pregona que se estudie esta última directamente. Al igual de San

Agustín, antes, y de Descartes, después, toma el hecho de su propia existencia como

punto de partida para sus reflexiones. Fundándose en esta verdad primera, discurre

sobre la existencia de Dios. Cabe tener de la divinidad una intuición inmediata, que
es conocimiento viviente y se acompaña de amor. Dios, con su sabiduría, su bondad

y su potencia, ha producido, por grados, las Ideas, los ángeles, las almas inmortales,

el espacio y las cosas particulares. Todo en el mundo tiene vida y los movimientos

de los objetos son resultado de simpatías y antipatías. El mundo es un ser sensible,

entre otras razones, por esta, que es de origen estoico: porque algunas de sus partes

están dotadas de sensibilidad, y lo que está en las partes está por fuerza en el todo.

El intelecto habrá de ser idéntico a los sentidos; la bestia habrá de pensar y tener una

suerte de razón discursiva. De manera similar a la de Plotino, Campanella concibió

la magia como arte de emplear las fuerzas ocultas que emanan de los astros o de la

simple tensión de la voluntad. En Campanella esta concepción de la acción mágica

derivaba de su visión de la Naturaleza. Sobre ella, Campanella edifica una

metafísica, que desarrolla el principio del sistema de Plotino: lo que es simpatía en

el mundo sensible es, en la realidad inteligible, unión íntima e identidad. El

conocimiento sensible es sólo un contacto del objeto con el sujeto; nos revela del

objeto sólo el aspecto por el cual lo sensible puede identificarse con los sentidos. El

conocimiento intelectual tiene por tipo el conocimiento que el espíritu posee de sí

mismo. Al conocer las cosas, “el alma no conoce porque es lo que es; ella es las

otras cosas en el momento en que se siente cambiada en ellas. Por consiguiente, este

cambio no es el saber, sino la causa o la ocasión del saber”. Según el mismo

principio, las propiedades comunes y similitudes que unen las cosas dan al alma

ocasión de contemplar las Ideas. En nuestros conceptos generales es imperfecta la

asimilación de lo conocido al cognoscente, asimilación que se perfecciona en la

Idea. El alma y la Naturaleza conducen a Campanella a Dios, potencia, sabiduría y

amor, modelo de nuestra alma y de todas las cosas. Así, por la analogía universal,

llega de lo sensible a lo inteligible. En verdad, para Campanella todo en la

Naturaleza está dotado de alma. El espacio, porque es animado, siente horror al

vacío y busca la plenitud. Porque son animadas, las plantas se entristecen cuando se

marchitan, se regocijan cuando la lluvia las baña. Porque los cuerpos inertes son

animados, se explican los movimientos que -conforme lo vimos- son producto de


simpatías y antipatías. Todo vive y todo está dotado de alma.

En las páginas que anteceden, apenas hemos diseñado un esbozo de los variados

matices que ofrece la vasta floración intelectual del Renacimiento. Nos faltan

detalles importantes, pero tenemos una noción del cuadro general. Hay en él una

reacción contra las ficciones aristotélicas de la escolástica; hay en él preocupación

por la ciencia, pero hay también en él adhesión a fantásticas lucubraciones de la

mística, aceptación de la magia, anticipos de los principios científicos de la edad

moderna y ensueños que parecen contradecir las más definidas tendencias de la

ciencia. Ofrece imágenes del mundo que se extienden desde la absorción de

pensamientos neopitagóricos, neoplatónicos, estoicos y cabalísticos, hasta una visión

científica del mundo; pero este mundo fue para los más temerarios pensadores del

Renacimiento un mundo animado. El del Renacimiento es un período de subversión

intelectual. Aunque se insista en repetir que los mejores de los medievales fueron los

primeros entre los modernos, no se podrá desconocer que en el Renacimiento se

produce una rebelión contra la Edad Media, un espectacular despliegue de la

inteligencia del hombre, tanto para romper las fórmulas que le parecían caducas

como para ensanchar hasta el infinito el Universo que el aristotelismo impuso a la

mente humana y afirmar el valor del hombre.

¿Aprendió Spinoza del Renacimiento? ¿Coincide el sistema de Spinoza con algo que

sea exclusivo de sistemas renacentistas? Antes de examinar en detalle las respuestas

dadas a estos interrogantes por distintos autores, señalemos que, a diferencia del

Renacimiento, el siglo XVII contó con un orden establecido. Agreguemos algo más:

mientras los autores renacentistas con quienes guardaría mayor afinidad el

pensamiento de Spinoza tendían a atribuir impulso vital al cosmos todo, en el siglo

de Spinoza se abría camino, más aún, predominaba la tendencia opuesta, de

mecanizado todo, inclusive la vida.


Teniendo en cuenta estos hechos, examinemos más ceñidamente los puntos de vista

de quienes afirman que entre Spinoza y el Renacimiento media un parentesco

directo, parentesco encarado de dos maneras distintas, según hemos visto al

comienzo de este capítulo. De la primera de ellas es particularmente digno de

atención lo que Guillermo Dilthey expone en su obra El análisis del hombre y la

intuición de la Naturaleza desde el Renacimiento al siglo XVIII. Sigámosle en su discur-

so. Para Dilthey62, el racionalismo del siglo XVII se ha presentado en dos formas: la

deísta, que admite al universo como existente y reconstruible con independencia de

su constructor; la otra, panteísta, tiene sus raíces en el panpsiquismo que afirmaba la

existencia y la acción de fuerzas psíquicas en la Naturaleza. Con esta segunda forma

del racionalismo estaría vinculada la doctrina de Spinoza. El espinocismo sería la

manifestación culminante de una corriente de ideas a la que también pertenecen los

sistemas de Telesio, Giordano Bruno, Hobbes, Gueulincx y Shaftesbury. Todos ellos

tenían un elemento común: el estoicismo. Dilthey señala que nuestro filósofo, en los

prefacios al tercero y al quinto libros de la Ética, habla de su relación con los

estoicos. Agrega que Spinoza “está completamente de acuerdo con el estoicismo al

considerar al universo, y también al hombre, como un sistema de fuerzas” 63. Si bien

Spinoza polemiza contra los estoicos porque éstos aceptaban el suicidio, niega, con

ellos, que los bienes ordinarios de la vida sean fines en sí mismos. Para Dilthey,

Spinoza representa los rasgos del sabio estoico, “coordinados con su sistema” 64. Y

añade: “El más antiguo entre los escritores que elaboraron de manera independiente

la tradición estoica y que ejercieron influencia sobre Spinoza, fue Telesio”65.

Sostiene que, indudablemente, el autor de la Ética recibió las enseñanzas de Telesio a

través de Hobbes y admite como “muy verosímil que la lectura de Telesio haya

tenido también influjo directo sobre el mismo Spinoza”. Por tanto, Spinoza reviviría

el espíritu del Renacimiento, manifestado en la fusión del instinto de la propia

conservación con la fortaleza, el honor, la satisfacción de la vida, la virtud. Este

62
Guglielmo Dilthey: L’analisi dell’Uomo e la intuizione della Natura, del Rinascimento al secolo XVIII,
traducción italiana de G. Sanna, ed. La Nuova Italia, Venecia, 1927, t. II, pág. 49.
63
Op. cit., t. II, pág. 53.
64
Ibíd., pág. 55.
65
Ibíd.., pág. 56.
espíritu encontró su expresión en Telesio, hombre de una edad que maduró con

Spinoza

También Giordano Bruno sería antecesor de Spinoza. Fue el primero de una serie de

pensadores panteístas que se extiende hasta el presente. He aquí el argumento de

Dilthey66: El monismo panteísta de Grecia alcanzó su forma más perfecta en el

sistema estoico, que constituye el factor constantemente activo en el panteísmo

moderno. Bruno sería el iniciador de este panteísmo, fundado en la convicción de la

identidad de todas las partes del universo y en la visión de lo real “como una

continuidad física sin límites, constituida del éter, que es una realidad dilatada, pero

que se distingue de los otros cuerpos porque no ofrece resistencia perceptible a los

sentidos”67. El filósofo italiano generalizó las afirmaciones de la astronomía de

Copérnico y extrajo todas las consecuencias implícitas en ella. Pensaba que la

totalidad del universo era idéntica, cuantitativamente inmutable, uniforme y dotada

de las fuerzas que determinan sus modos de existencia. Tal fue la tesis del

panteísmo68. De ahí deriva la afirmación de Spinoza en el escolio de la proposición

XV de la primera parte de la Ética: “La materia es infinita en extensión y la

substancia del cielo y de la tierra es una e idéntica”. Otra tesis de Bruno llegó al

panteísmo posterior: la de que el mundo es la manifestación necesaria de la

divinidad. También serían las mismas en Spinoza y en Bruno las ideas sobre la

eternidad y la unidad de la substancia divina69.

Éste es el punto de vista de Dilthey sobre la relación de Spinoza con el

Renacimiento. En ninguna de sus reflexiones aparece la prueba de que Spinoza se

hubiese inspirado en alguna idea particular del Renacimiento. ¿Ha leído Spinoza a

Telesio? ¿Ha leído a Bruno? Dilthey no puede afirmar ni una ni otra cosa. Lo que

habría podido tomar de los dos sería el estoicismo. Spinoza, en el prólogo al tercer

libro de la Ética, no nombra a los estoicos, aunque probablemente se refiere a ellos;

66
Ibíd., pág. 92.
67
Dilthey, op. cit., t. II.
68
Ibíd.. pág. 106.
69
Ibíd.., pág. 110.
en el prólogo al quinto sí los menciona. En ambos casos descubre para los asuntos

allí tratados relaciones entre Descartes y el estoicismo, que era conocido en Holanda

a través de expositores coetáneos. Las ideas estoicas actuaron en el siglo XVII, como

habían actuado en el Renacimiento y, antes, en San Ambrosio. El propio Dilthey

admite que nuestro filósofo pudo conocer el pensamiento estoico a través de algún

expositor holandés de su tiempo. En el Renacimiento, por otra parte, los autores en

quienes más se señaló la influencia estoica, no fueron aquellos que, según Dilthey,

actuaron en Spinoza. Spinoza, ciertamente, conoció él Epicteto, a Séneca y a

Cicerón. Conocía a Lipsio, a Marius Nizolius, a Scioppinus. En su biblioteca había

obras del pensamiento estoico. Spinoza pudo estudiarlo directamente, sin necesidad

de que para ello se deba invocar su problemática relación con Giordano Bruno. Ideas

morales semejantes a las de los estoicos fueron enunciadas por más de un autor,

desde Sócrates hasta los días de nuestro filósofo. Son, en verdad, “lugares comunes

de la predicación moral”. Y no es más convincente lo que Dilthey escribe sobre la

relación de la metafísica de Spinoza con la de Bruno. Más aún, él mismo no se

muestra muy persuadido acerca de esta relación. En unos casos, omite la

comparación de las tesis de Spinoza con las de Bruno; en otros, su expresión se torna

vacilante.

Sobre la cuestión fundamental de la inmanencia y la trascendencia (Spinoza no

quería pensar en Dios como trascendente en momento alguno) no hay en Dilthey un

pronunciamiento claro. El historiador alemán señala 70 que hay un antecedente del

espinocismo en la concepción de Bruno de que en la divinidad, potencia y acto son

una misma cosa. Ciertamente no se trata de un descubrimiento de Bruno y menos aún

se trata de una idea típica del Renacimiento.

El mismo Dilthey reconoce71 que Bruno emplea conceptos neoplatónicos, y siete

páginas después admite igualmente que las condiciones en que se desenvolvió el

pensamiento de Spinoza “lo alejan mucho del vitalismo de Bruno”. Lo que hay en

70
Ibíd., pág. 108.
71
Ibíd.., pág. 107.
Bruno de pensamiento neoplatónico lo conocía Spinoza antes de llegar a conocer la

obra de Bruno, si es que la conoció. Nada queda de la tesis de Dilthey fuera de la

afirmación de que una misma doctrina se extiende desde los estoicos hasta nuestros

días y de la cual Spinoza sería magno representante en su siglo. En todas sus

reflexiones, Dilthey calla lo que es singularmente espinociano en Spinoza. Afirma

que Spinoza es un pensador renacentista, porque en su filosofía, como en la de

autores del Renacimiento, hay una inspiración de origen estoico. Para llegar a esta

identificación de Spinoza con el Renacimiento, prescinde de lo que en Spinoza había

de adverso al espíritu renacentista y olvida una severa crítica de Spinoza a los

estoicos: En el párrafo 74 del tratado De la reforma del entendimiento, el filósofo

señala lo ficticio de la concepción estoica sobre el alma. Dilthey no se muestra

comprensivo de lo individual de Spinoza ni mide adecuadamente lo que en Spinoza

hay del siglo XVII, de la época de Descartes y de la ciencia matemática de la

Naturaleza.

También se ha sostenido más de una vez que Spinoza tiene relación directa con los

pensadores del Renacimiento, sin afirmar simultáneamente -como lo hace Dilthey- la

tesis que hace un solo bloque de la filosofía del Renacimiento y la espinociana. En la

doctrina de Spinoza aparecerían ideas de procedencia renacentista, junto con otras,

derivadas de fuentes diversas. De algunas de las apreciaciones emitidas en este

sentido nos ocuparemos a continuación, comenzando con la menos inverosímil de

todas.

En 1903 apareció un libro en el que se señalaba la influencia de León Hebreo en

Spinoza72. Su autor, Edmundo Solmi, estudiaba detenidamente la relación entre

nuestro filósofo y los Diálogos de amor. Subrayaba una influencia de León Hebreo

en Spinoza, corno también en Giordano Bruno. León Hebreo, a su vez, según Solmi,

habría formulado una “doctrina personal para cuya elaboración se ha inspirado en

estas fuentes: Platón, los neoplatónicos, Maimónides y la Cábala. La tesis de Solmi

72
Edmondo Solmi: Benedetto Spinoza e Leone Ebreo. Studio su una fonte italiana dimenticata dello
spinozismo. Modena, Vincenzi, 1903.
ha sido en parte refutada por Gentile 73, el cual juzga exageradas sus afirmaciones.

Según Gentile se deben a que Solmi no advierte la diversidad de sentido que tienen

expresiones literalmente similares que aparecen tanto en el tratado De la reforma del

entendimiento de Spinoza corno en los Diálogos de amor de León Hebreo. Gentile

señala, en cambio, que hay semejanzas entre ideas expuestas en los Diálogos de amor

y en el Breve Tratado de Spinoza. De León Hebreo habría tornado Spinoza su noción

del amor Dei intellectualis. Así lo afirma Gentile, olvidando que esta noción era

frecuente en autores judíos y no es una concepción original de León Hebreo. Para

Gentile, “los dos pensadores israelitas estarían de acuerdo también en la doctrina -

íntimamente ligada con la del amor intelectual a Dios- sobre el amor de Dios a sí

mismo en sus criaturas”.

Ya en 1902, antes de Solmi, por consiguiente, Paul Louis Couchoud 74 se refirió a la

influencia de León Hebreo en Spinoza. Para Couchoud uno de los diálogos del Breve

tratado es, en su forma, “una imitación de León Hebreo”. Couchoud cree igualmente

en la influencia de Giordano Bruno sobre Spinoza.

En tiempos recientes ha sido Gebhardt quien más ha procurado demostrar la relación

de Spinoza con León Hebreo. De éste habría tomado Spinoza el amor corno principio

metafísico universal, aunque más tarde -bajo el influjo de Hobbes- lo ha

racionalizado, en la forma del instinto de conservación. En León Hebreo -dice

Gebhardt- conoció Spinoza la conciliación del intelecto agente de Averroes y la

teoría platónica de las ideas, que desarrolló en la visión del intelecto infinito y de las

esencias. En la obra de León Hebreo tendría su raíz la concepción de Spinoza sobre

la eternidad del espíritu individual. En el amor Dei intellectualis reviviría la gran

síntesis de León Hebreo del amor a Dios con el conocimiento de Dios. Para

Gebhardt, no se puede interpretar a Spinoza sistemáticamente sin vincularlo

genéticamente con León Hebreo mediante el enlace de motivos. En conclusión: “un

judío dio al Renacimiento su mito y el Renacimiento lo hizo suyo. Y es ahí donde


73
Giovanni Gentile: Leone Ebreo e Spinoza, en Studi sul Rinascimento, ed. Vallecchi, Firenze, 1923, págs.
96-107.
74
Paul Louis Couchoud: Benoît de Spinoza, Alcan, París, 1902, pág. 10.
tiene su origen el más grande intento en la esfera de la religión que conoce la época

moderna”.

No es aventurado pensar que Spinoza leyó los Diálogos de amor. Pero nada pudo

encontrar en ellos que no hubiese conocido en los autores que ciertamente estudió en

su juventud y a los cuales recuerda en sus escritos. El amor Dei intellectualis era una

noción común en el pensamiento judío. Tiene su raíz en la literatura hebrea más

remota; aparece en el aristotélico Maimónides y en el neoplatónico Ibn Ezra. La

concepción de la divinidad a la vez como inmanente y trascendente al mundo está en

toda la corriente de pensamiento que se inició con Filón de Alejandría. En Spinoza

es virtud suprema el amor intelectual a Dios. En este amor está la verdadera dicha

del hombre, pero su tesis en este punto difiere esencialmente de la de León Hebreo,

porque el Dios de la Ética no era el de los Diálogos de amor.

Tampoco el Dios de Bruno era el de nuestro filósofo. Se han señalado en Bruno

expresiones de las que procederían ideas expuestas por Spinoza. Ellas se encuentran

reunidas en la edición de la Ética traducida al inglés por W. Hale White y Amelia H.

Stirling. White y Stirling advierten que, si bien los pasajes de Bruno probarían en

cierta medida una correspondencia entre Spinoza y él, se ha de tener en cuenta que

muchos de ellos han de ser considerados como probatorios de una correspondencia,

no sólo entre Spinoza y Bruno, sino entre Spinoza y pensadores anteriores, de

quienes Bruno los habría tomado. Así es, en efecto. Sin duda en Spinoza hay

algunas ideas semejantes a las contenidas en los mencionados pasajes de Bruno.

Pero para todas ellas cabe indicar la paternidad de otros autores, que Spinoza

ciertamente conoció y que han de ser considerados como sus más probables

inspiradores.

Antes de referirnos a una de esas posibles fuentes comunes a nuestro filósofo y al

del Renacimiento, recordemos que Bruno -lo mismo que Spinoza hará más tarde-

llama sustancia universal a la divinidad única y le reconoce infinitos atributos. Pero

mientras Spinoza -aunque sin éxito, a nuestro juicio, como lo veremos en el tercer
tomo de esta obra- en ningún momento admite la trascendencia, Bruno pensaba que

era posible conciliarla con la inmanencia. Además, la opinión de Bruno sobre la

relación de espíritu y materia nada tiene de común con la de Spinoza. Tampoco la

identidad sustancial de pensamiento y extensión tiene en Bruno ningún antecedente.

Pensamos que ello se debe a que Bruno permanece más apegado a las ideas de

autores que pudieron haber sido maestros suyos y que seguramente lo fueron de

nuestro filósofo. En primer término, Crescas, del cual nos hemos ocupado en el

capítulo V y sobre cuya influencia en los antiaristotélicos del Renacimiento ha

llamado la atención Wolfson75.

Los adversarios de Aristóteles veían en Crescas un maestro digno de ser seguido.

Uno de ellos, Pico de la Mirándola, en su Examen doctrinae vanitatis gentium, se

funda a menudo en Crescas para dar vigor a sus propias convicciones en problemas

como el vacío, el lugar, el movimiento y el tiempo. Wolfson señala también que no

es coincidencia fortuita el hecho de que muchas de las críticas de Giordano Bruno a

Aristóteles recuerden a las enunciadas por Crescas. Bruno no menciona a Crescas,

pero hay conexión entre ambos. A la manera de Crescas, Bruno arguye -por

ejemplo- que la definición aristotélica del lugar no se aplica al lugar de la esfera

mayor. A la manera de Crescas razona para probar la existencia del vacío infinito,

contra la teoría aristotélica. En efecto, según Aristóteles mismo, la “nada” fuera del

mundo finito debe ser un vacío, y, como ningún cuerpo puede limitarlo, ha de ser

infinito. Como Hasdai Crescas, arguye contra la negación aristotélica de una fuerza

infinita en un cuerpo finito, estableciendo una diferencia entre infinito en extensión e

infinito en intensidad. Ambos se pronuncian contra la tesis aristotélica de la levedad

del aire usando el mismo argumento: el descenso del aire en un foso. Y más

importante que estas coincidencias aisladas es, en uno y otro, la refutación de cuanto

Aristóteles alega en De coelo contra la posibilidad del movimiento circular en un cuerpo

infinito. En este punto los argumentos de Bruno repiten la crítica de Crescas al Estagirita.

Los dos afirman igualmente que el infinito carece de figura, que no tiene peso ni levedad,

75
Harry Austryn Wolfson: Cresca’s critique of Aristotle, págs. 34 y ss.
que no tiene fin ni medio, y que cuando un infinito actúa sobre un finito o sobre otro

infinito, la acción es finita. Con las mismas razones rechazan ambos la tesis aristotélica

de que es imposible una pluralidad de mundos.

Crescas podía, pues, ser una de las fuentes comunes de Spinoza y Bruno. Otra pudo serlo

la Cábala, que gravitó considerablemente en autores del Renacimiento en los siglos XV y

XVI, especialmente por obra de Reuchlin. Pico de la Mirándola decía: “Ninguna ciencia

puede convencernos más firmemente de la divinidad de Cristo que la Cábala y la Magia”.

Pico tradujo libros de la Cábala al latín. Fue precisamente Pico de la Mirándola quien

persuadió a Reuchlin de la importancia de los estudios cabalísticos. En De Arte

cabalistica (1517) de Reuchlin, la Cábala aparecía como la revelación primera hecha a

Adán “por intermedio de un ángel y continuada por una tradición ininterrumpida, hasta el

tiempo de los hombres de la Gran Sinagoga y más tarde, hasta que los Secretos del

mundo superior fueron trasmitidos a los maestros del Talmud”.

La Cábala tenía semejanzas con la doctrina emanatista del neoplatonismo, y, si se piensa

cuánto tuvo de neoplatónico el Renacimiento renacentista italiano, se comprende que se

sintiese afín con la literatura de la Cábala. Ella abarcó el interés de naturalistas no menos

que de místicos. Místicos de la reforma le prestaron atención, tanto como los creadores de

los sistemas en que el mundo aparece como animado por un alma, que es Dios. Ya vimos

que Spinoza conoció la Cábala y que cabe admitir que ella ejerció en él alguna influencia.

En virtud de todo ello cabría decir que Spinoza tenía un parentesco legítimo con algunas

ideas del Renacimiento, en particular con Giordano Bruno, pero no hay ningún elemento

de juicio concreto que haga pensar que aprendió de Bruno lo que en el neoplatonismo, en

la Cábala76 y en Crescas pudo conocer sin la mediación de Bruno.

Cristoph Sigwart, en su libro Spinoza's neuentdeckter Tractat (1866) y en el comentario a

la traducción que hizo del Breve tratado de Spinoza, expuso insistentemente la tesis de

que el filósofo se inspiró en Giordano Bruno. Víctor Delbos, comentando lo alegado por

76
En el capítulo VI, donde nos ocupamos de la relación de Spinoza con la Cábala, ha encontrado el
lector la exposición que Pierre Duhem ofrece de la concepción cabalista de la divinidad. Ella no
difiere de la concepción de Nicolás de Cusa, de Pico de la Mirándola y de Giordano Bruno.
Sigwart, hace esta reflexión: “Tales aproximaciones, por numerosas que sean, no logran

hasta ahora llevar a la evidencia la tesis de que Spinoza se ha inspirado directamente en

Bruno; sin duda, no sería imposible realizar otras tantas aproximaciones del mismo

género entre Spinoza y otros filósofos de tendencias más o menos vecinas, tales como

Patrizzi, Cesalpino, Campanella. Sin embargo, queda como verosímil que Spinoza ha

debido asimilarse de alguna manera el panteísmo naturalista de la filosofía del

Renacimiento, en lo que este panteísmo tenía de contrario al espíritu dualista, y, más en

general, al espíritu de distinción y de limitación por medio de conceptos finitos”77. Y a

renglón seguido el mismo Delbos no puede menos que hacer este otro comentario: “Ese

panteísmo naturalista podía sin duda tener, en cuanto a la cuestión de las relaciones de

Dios y el mundo, más de un rasgo común con ciertas doctrinas judías o árabes que habían

contribuido a la educación intelectual de Spinoza; pero que Spinoza se haya inspirado

directamente en ellas, es cosa en que se estaría tentado de creer por el motivo psicológico

de que en su lucha contra los representantes de la ortodoxia judía o cristiana, debía tomar

más naturalmente como punto de apoyo la especulación ligada a la ciencia y a la cultura

modernas que las teorías elaboradas en un pasado lejano”. Verdad es que Spinoza nombra

a varios autores de “teorías elaboradas en un pasado lejano”, y en cambio, no menciona a

ninguno de los filósofos del Renacimiento con quienes se le podría suponer vinculado.

Según Ernst Cassirer78, la coincidencia de nuestro filósofo con Bruno estaría en la

intuición de una Naturaleza única, infinita y perfecta. Agrega Cassirer que la teoría del

conocimiento de Spinoza concuerda con la de Telesio y los otros pensadores que han

enunciado la concepción que puede servir de base a los sistemas panteístas modernos.

Con un autor del Renacimiento tendría Spinoza un parentesco particularmente marcado.

En efecto, -alega Cassirer- la intuición desempeña en Spinoza el mismo papel que en

Campanella, para quien “la intuición del alma no es la misma que la intuición del ojo:

pues mientras el ojo conoce las cosas por imágenes, que le llegan de fuera, el alma

percibe su objeto en el que se transforma y al que transforma en interior a sí misma. El

Víctor Delbos: Le Spinozisme, pag. 20.


77

Ernst Cassirer: Das Erkenntnis-Problem in der Philosophie und Wissenschaft der neueren Zeit, ed. Bruno
78

Cassirer, Berlín, 1922, t. II, págs. 78-84.


conocimiento intuitivo es así la íntima conversión en unidad (unificación) por la que lo

uno se torna en lo otro”. De esta manera de encarar la intuición fluye también la relación

del hombre con Dios y el amor a Él, que, para el ser limitado, no es algo externo y

accidental, sino que le da su esencia y le conserva. Cuando afirmamos nuestro ser,

afirmamos en forma mediata la realidad de una existencia omnicomprensiva, sin la cual

nada puede existir ni ser pensado. Cassirer, sin embargo, no se pronuncia acerca de si

Spinoza ha leído a Campanella y si extrajo de él algo directamente para su doctrina.

Reconoce que Campanella no es un pensador plenamente original, sino que enlaza en una

síntesis filosófica elementos múltiples y diversos de su tiempo: ideas fundamentales de la

metafísica neoplatónica y de la mística con adquisiciones de la observación moderna de

la Naturaleza. Cassirer no se atreve a hablar de una influencia determinada del

Renacimiento en Spinoza. Alude a la filosofía judía y árabe como fuentes del panteísmo

espinociano, y al propio tiempo juzga que con el Breve tratado se halla Spinoza en el

campo de la filosofía renacentista italiana. Pero no prueba que Spinoza se haya inspirado

directamente en autores del Renacimiento.

Resumiendo nuestro punto de vista con claridad, diremos: La obra toda de Spinoza es un

esfuerzo de racionalidad; un constante empeño -frustrado- de reducir los mitos

neoplatónicos a fórmulas rigurosas, en consonancia con el espíritu de su tiempo, tiempo

de la mecánica y de las matemáticas. En su obra conviven un alma de creyente y de poeta

que ha leído los Salmos con un pensador matemático. El matemático Spinoza no lograba

siempre someter al poeta y místico. El conflicto fue permanente en el filósofo. El

espinocismo es un intento de resolución de este conflicto. Para ello, el Spinoza que no

concibe que se piense en algo sin pensar en Dios, nada tuvo que aprender del

Renacimiento. A su vez, el Spinoza de mente matemática, adicto a las ideas claras y

distintas, a los raciocinios perfectos, nada podía aprender del Renacimiento. En la medida

en que Spinoza era un pensador del siglo XVII, era hostil al animismo de las

concepciones del Renacimiento con que la suya hubiera podido tener afinidad. En cuanto

su doctrina es tributaria del neoplatonismo, de la tesis de la unidad de Todo, Spinoza no

fue discípulo del Renacimiento sino de los autores de su juventud. Si con algún autor del
Renacimiento guardan similitud ciertos aspectos de su obra, ese autor, a nuestro juicio, es

Telesio. Pero aún en este caso, las ideas que aparecen como comunes al pensador

renacentista y a nuestro filósofo, pudo éste tomarlas de una fuente más inmediata, menos

problemática. En efecto, cabe interpretar la tesis de Spinoza sobre la tendencia

fundamental en la vida del hombre como la generalización de un principio de la física

cartesiana.

La contemplación estética de la Naturaleza, tan pronunciada en Bruno, no aparece en

Spinoza. La Natura naturans de nuestro filósofo es una idea originada en la

concepción neoplatónica y mística de la divinidad; su Natura naturata es el mundo

físico de la ciencia matemática de la Naturaleza. Spinoza las quiso pensar como una

sola, y para lograrlo discurrió a su manera y con un método propios del siglo XVII.

SPNOZA Y EL SIGLO XVII

CAPITULO VIII

SPINOZA Y EL BARROCO DEL SIGLO XVII

Spinoza y el siglo XVII. Spinoza y el Barroco. Las opiniones de Gebhardt. Sus contradicciones.

Barroco, Contrarreforma, y cartesianismo en la obra de Spinoza. La tesis de Dunin Borkowski. La

influencia del Barroco en el Spinoza presistemático. Las imprecisiones de Dunin Borkowski.

Con las ideas que conocimos en capítulos precedentes ingresó Spinoza en la cultura

peculiar de su tiempo. En sus estudios y en sus lecturas de adolescente no se había

encontrado con una única doctrina. Ideas contradictorias -aunque todas giraban en

torno de la concepción monoteísta- pretendían cada una ser la verdadera. Spinoza

era espíritu inquisitivo; buscaba una teoría del mundo y del destino humano, en la

que pudiese encontrar fundamento a los deberes del hombre y la definición de su

dicha suprema. Cuando quiso optar entre las diversas tesis que conocía o elaborar
una propia, no hubo de entregarse a una reflexión de hombre enclaustrado entre los

libros de sus lecturas de juventud. Tampoco iba a obrar su mente en la soledad de

una meditación puramente individual. Era hombre de su tiempo. Pero, ¿qué se

entiende por tiempo de Spinoza? Para contestar a esta pregunta con absoluta certeza

habría que someter las principales creaciones científicas, filosóficas, religiosas y

artísticas del siglo XVII a un análisis que permitiese extraer de todas ellas las notas

comunes. Estas notas comunes, orgánicamente relacionadas con las peculiares

condiciones del siglo en lo económico, en lo social y en lo técnico, serían los caracteres

que individualizan la época de Spinoza.

La tarea sería sin duda larga y difícil, y acaso imposible. ¿Cabe hallar para el siglo XVII

una calificación con una noción única, extraída de alguna de sus más típicas expresiones

culturales? A esta pregunta ha dado Carl Gebhardt una respuesta afirmativa. Definió el

siglo con un concepto y a la luz de él quiso interpretar a Spinoza. Creía que en el arte se

encuentran las características que representan lo singular del tiempo de nuestro filósofo,

y, por ello, habla de Spinoza y el Barroco. Según Gebhardt, el término Barroco

significaría un conjunto de rasgos que tanto corresponden al arte como a la religión de las

décadas de la formación mental de Spinoza y de su creación filosófica. Trataríase de

modalidades espirituales que en todos los campos de la cultura marcarían una

diferenciación respecto del Renacimiento. Las varias manifestaciones de la cultura en el

tiempo del Barroco se deben, según Gebhardt, a una común manera de ver el mundo y la

posición del hombre en él. Un particular estilo de vida imprime su sello a ese tiempo,

tiempo que no sería una mera abstracción, sino un trozo de la historia de Occidente. De

ese tiempo sería la obra de Spinoza una exteriorización filosófico-religiosa. Así lo

sostiene Gebhardt en su estudio Rembrandt y Spinoza, publicado en 192679.

Para el investigador alemán, la noción de estilo con referencia a una época dada, abarca,

junto a las artes todas, la religión y la filosofía. Un común sentimiento vital palpita en las

varias esferas en que la vida se despliega en cada tiempo. En la antigüedad, el templo

dórico y la filosofía jónica expresan una misma actitud ante el mundo: el hombre ve
79
Carl Gebhardt: Rembrandt und Spinoza, en Chronicon Spinozanum, t. IV, págs. 160-183.
entonces objetivamente el cosmos con el orden que en él reina, y “toda singularización

del individuo le parece una caída en el pecado”.

En la tragedia y en la meditación del filósofo aparecen el mismo universo y la misma

ubicación del hombre en él. Las expresiones distintas en arte, en filosofía y en religión

son esencialmente análogas y se corresponden, porque nacen de una misma fuerza

creadora.

Gebhardt aplica este punto de vista a la definición de las características del estilo de

distintas épocas de la historia. Lo que determina la forma de cada época es el

“sentimiento de vida fundamental” en ella. Porque el estilo hace visible este sentimiento

en el arte, en la religión y en la filosofía, es de verdad evidente el axioma de la unidad

estilística. El tiempo, cada tiempo, es una fuerza que se manifiesta en la forma. También

en el orden material actúa la misma fuerza que en lo ideal. Así, al axioma de la unidad

estilística se agrega el del paralelismo. Un tercero, el del ritmo, completa la trilogía de los

principios que para Gebhardt definen la relación de cada época con su cultura, a través

del sentimiento vital y del estilo de vida que le son propios.

De estas premisas parte Gebhardt para establecer la vinculación de la persona y el

pensamiento de Spinoza con su tiempo, tiempo que tuvo una forma: el Barroco. De

aspecto barroco era la sinagoga que Spinoza frecuentó cuando niño, y barroca era la

literatura española, en especial Góngora, que Spinoza leía; barroco era el marco de su

vida, y sus restos fueron sepultados en esa iglesia de La Haya que es el monumento más

característico de la arquitectura barroca en suelo holandés.

Definir el Barroco es tarea de la filosofía del siglo presente, como fue faena del siglo

pasado la definición del Renacimiento. La filosofía busca la uniformidad dentro de lo

múltiple, y a pesar de que encuentre casos individuales que no encuadran en el concepto

genérico que abarca la unidad buscada, no dejará de reconocerle validez. Ciertamente, tal

concepto no podría tener el sentido riguroso de los géneros, tipos y especies de las

clasificaciones científicas. La noción de Renacimiento no habría de ser abandonada


porque hay artistas cuya ubicación puede ser tanto renacentista como gótica, y no se

habrá de renunciar a definir como barroco el siglo XVII, en oposición al Renacimiento

que le precede, porque algunos de sus representantes no se adapten estrictamente a

la caracterización obtenida.

Partiendo del arte y fundándose en las nociones que Wölfflin establece para

distinguir el Barroco del Renacimiento, Gebhardt define el Barroco como estilo de

vida del siglo XVII. En su estudio sobre León Hebreo, al que nos referimos en el

capítulo anterior, resume el punto de vista de Wölfflin en estas palabras: “La

diferencia fundamental entre el Renacimiento y el Barroco, tal como nos la ha hecho

ver Wölfflin, consiste en que el Renacimiento, en su principio, siente por modo de

todo punto estático y el Barroco de todo punto dinámico”.

Gebhardt extiende esta distinción a todos los dominios de la cultura y le da una

interpretación ampliamente filosófica: “Si la esencia más honda del Renacimiento es

la conformación (concinnitas), su medio, la delimitación (finitio), y su fin, la

perfección (perjectio), en contraposición polar la esencia más honda del Barroco es

la infinitud. Si nos conformamos con sacar las notas del Barroco, empíricamente, de

sus edificios, estatuas y cuadros, tomándolas como categorías arrancadas

caprichosamente (como dice Kant); si filosóficamente queremos reducirlas a la

unidad de un principio fundamental, habremos de considerar a la infinitud como la

categoría primordial del Barroco, pues de ella pueden deducirse todas las categorías

del Barroco y explicarse por ella todos los fenómenos del Barroco”.

En tres categorías se manifiesta el espíritu de infinitud que caracteriza al Barroco: de

lo informe, de la sustancialidad y de la potencialidad.

La primera se traduce en la negación de los límites (en el Renacimiento era esencial

fijarlos). El Renacimiento tenía su órgano creador en el tacto, mientras el Barroco

creó con el ojo. Escultórico es el estilo del primero; pictórico el del segundo, hasta

cuando hace estatuas. Sus obras no dan la sensación de silueta recortada, sino que
comunican al contorno una inquietud deliberada, para que el cuadro informe no

desaparezca en la limitación de la forma. Para disolver las formas utiliza la luz,

mensajera de lo infinito, como se comprueba en todas las artes plásticas del siglo

XVII. Sus cuadros, a diferencia de los del Renacimiento, se preocupan de dar la

ilusión de espacio con infinitud deliberada. El Renacimiento amó la claridad; el

Barroco, en cambio, amaba la falta de claridad. Para el Renacimiento, la belleza se

definía como la armonía de las partes, en la que se realiza la ratio naturae; en

cambio, la del Barroco es una belleza totalmente irracional, como es irracional el

infinito.

El infinito es indivisible y de ahí deriva, según Gebhardt, la categoría de la

sustancialidad del Barroco. En virtud de ella los seres individuales solo tienen una

existencia condicionada, mientras únicamente la sustancia tiene existencia

verdadera. El arte del Barroco, en oposición al del Renacimiento, ha creado

fragmentos que son mensajeros de lo infinito. Sus obras flotan en una atmósfera

metafísica, y en ellas las cosas son lo que son, no por sí mismas, sino por el mensaje

que traen. En la relación con lo demás adquieren una significación que aisladas no

tienen. De ahí resulta una creación de unidad con lo variado. La pintura barroca

muestra en el paisaje la vida de un todo, y a favor de la luz convierte la pluralidad en

una unidad que no es armonía de partes, sino una unidad absoluta en la que cada

parte ha perdido su derecho individual.

El infinito, por serlo, sólo ha de aparecer potencialmente. Ahí reside, precisamente,

la tercera categoría del Barroco, el cual, por ser arte de la infinitud, no es un estilo

del ser, sino un estilo del devenir y acontecer. Arte de lo pasajero, de lo fluyente, no

ha de cuajar en formas definitivas. El del Barroco habrá de ser un estilo dinámico y

tendrá como símbolo la tensa columna en espiral. Su movilidad se traduce en

enemistad a la línea recta y en adhesión a lo posible más que a lo real. Estilo

orgánico, penetrado del sentimiento de la vida, el del Barroco conduce al

naturalismo, pues solo la Naturaleza acata la ley de la potencialidad; sólo en ella


actúa el ansia de realización que nunca concluye en algo acabado. Gebhardt discurre

para hacer clara esta noción de la categoría de potencialidad en el Barroco. Ella se

muestra en las transiciones infinitas, en la falta de delimitación, en los movimientos

de masas, en las hinchazones y depresiones. El arte barroco, por ser estilo de lo

potencial, es arte de los matices. Del matiz y del ya señalado naturalismo extrae el

Barroco el nuevo don que hace al mundo: la psicología. Gebhardt afirma que ningún arte

anterior supo considerar el alma como posibilidad, “como el espejo de aquellos infinitos

movimientos y medios tonos, que oscilan entre los polos de la voluptuosidad y la

muerte”. Según él, “la potencialidad del Barroco asciende a lo metafísico en la dinámica

de luz y sombras. La oscuridad del Barroco es el reposo que encierra la posibilidad de

todo movimiento; la luz que flota sobre las formas, que se desparrama en ellas, que arde

en el calor y que devora, es la protuberancia del infinito en el reino de la posibilidad”.

En el arte de Rembrandt señala Gebhardt todas las categorías del Barroco y también las

encuentra en la filosofía de Spinoza. Huelga recordar que ella es una filosofía del infinito,

en la que se halla enunciada la categoría de lo informe en esta expresión lapidaria: omnis

determinatio est negatio. En la relación que Spinoza establece entre los conceptos de

sustancia y modo se expresa un pensamiento que corresponde a la categoría de

sustancialidad, característica del arte de su siglo. En esta misma filosofía de Spinoza sólo

se puede dejar de descubrir la categoría de la potencialidad cuando, erróneamente, se la

mira como una geometría metafísica del ser. Pero en verdad, para Spinoza la esencia de

Dios es una actuosa essentia, concepto cuyo dinamismo “llena todos los conceptos

parciales”. Para Spinoza la extensión es movimiento y reposo. El sentimiento extático del

Renacimiento se ha transformado con el Barroco en principio dinámico, en conformidad

con el cual la fuerza es la esencia de los cuerpos y es también la esencia de las ideas. Las

ideas, para Spinoza, dice Gebhardt, “no son mudas como cuadro sobre tabla, sino que

actúan, y se mantienen”. “A esta auto-afirmación de las ideas la llamamos voluntad; y

para Spinoza, entendimiento y voluntad forman una unidad como movimiento y reposo.

Es la unidad de la potencialidad, para la cual la realidad consiste en la realización”.


Hemos expuesto la concepción de Gebhardt sobre el Barroco y su interpretación de la

filosofía de Spinoza. La doctrina del filósofo aparece como encuadrada en un marco que

se diría fue hecho deliberadamente para ella. Es verdad que Gebhardt había afirmado la

existencia en el siglo XVII de un sentimiento vital que se manifiesta en todos los órdenes

de la cultura, determinando en ellos modalidades que se corresponden por analogía. Pero

al leerlo, se diría que no ha visto en Spinoza lo que era peculiar de su tiempo, sino que ha

descrito ese tiempo en función de los rasgos que, según él, individualizan la filosofía

espinociana. Tras del dinamismo que Wölfflin señala como característica que singulariza

al Barroco, ha supuesto Gebhardt unos principios que no son otra cosa que los principios

del espinocismo tal como él lo ve.

La concepción de Gebhardt es ingeniosa, y sería aceptable si estuviera fundada

objetivamente. Pero él mismo ha reconocido las deficiencias de su esquematización. El

trabajo cuyas ideas principales hemos expuesto, apareció en el Chronicon Spinozanum en

1926. Gebhardt lo rectificó en una conferencia que pronunció en La Sorbona el año

siguiente, en febrero de 192780. En este último estudio ya cambia la imagen del siglo

XVII y la configuración de la filosofía de Spinoza ya es otra también. Como en su

anterior ensayo, Gebhardt califica como Barroco el tiempo en que Spinoza vivió. Pero

esta designación ya le es insuficiente para definir el siglo XVII. Agrega: “de1 punto de

vista de la historia del espíritu lo llamamos la Contrarreforma”.

Gebhardt explica el Barroco o Seicento como resultado de una síntesis del progreso de los

estilos precedentes. Durante el tiempo del gótico el espíritu humano buscó la divinidad en

el infinito trascendente; el Renacimiento concibió el mundo formado y limitado. “El

Seicento -dice Gebhardt- es un estilo dialéctico, que no se puede definir de una manera

precisa por el concepto de infinito”. Punto de vista, sin duda, diferente del que había

enunciado en su Rembrandt y Spinoza.

Gebhardt señala la deficiencia de la noción de esa “dialéctica fundamental para

determinar el carácter de la filosofía de Spinoza”; juzga necesario “comprender las


80
Carl Gebhardt: La dialectique intérieure du Spinozisme, en Spinoza, Vier Reden, ed. Carl Winter,
Leipzig, págs. 21-30.
corrientes principales de la época que han penetrado en Spinoza y cuya síntesis

constituye la armonía de su doctrina”. Estas corrientes son la mística germánica y el

pensamiento de Descartes. Solo se puede tener de Spinoza una idea adecuada si se

recuerda que vivió en el tiempo de la Contrarreforma, fenómeno religioso de

aspectos distintos. Hubo una contrarreforma católica que se orientó como polémica

contra la Reforma y fue al propio tiempo un movimiento religioso absolutamente

positivo, “última gran renovación del cristianismo que la Europa ha conocido”.

Hubo también una contrarreforma protestante en el norte germánico. Ella tuvo por

base el anabaptismo, una manifestación del gótico posterior, vencida en el curso del

siglo XVI por la Reforma, más afín a la época. Las dos contrarreformas respondían a

un motivo originario común: el deseo de disolverse en el infinito, de hacerse uno con

la divinidad, concebida como igual al infinito. Pero una diferencia las distingue; la

del Sud buscó la divinidad en la trascendencia, la del Norte encontró la divinidad en

la inmanencia. San Ignacio sistematizó en sus Exercitia Spiritualia la religión

trascendente del Seicento español. El Norte, en cambio, quiso descubrir a Dios en el

interior del yo; para él adquirió valor nuevo el conocimiento que el gótico posterior

tuvo de la coincidentia oppositorum, de la identidad de lo máximo con lo mínimo.

En Holanda, este último movimiento se tradujo en la mística de las sectas. La

dogmática del calvinismo se disolvió y la doctrina de Dios en el todo ocupó su lugar.

La encarnación de esta tendencia nórdica de la época se encuentra, en primer

término, en esos anabaptistas radicales que constituían la secta de los colegiantes, a

la que hemos conocido en el primer tomo de esta obra. En cuatro nombres se

personifica la contrarreforma del Norte: Rembrandt, en cuyas obras aparece la

religión de la inmanencia; el poeta holandés Joost van den Vondel, a quien la

contrarreforma protestante libró del calvinismo y encaminó al catolicismo; Angelus

Silesius, el más grande poeta religioso del Seicento alemán, que estudió en Leyden

dos años y abandonó el áspero protestantismo germánico para refugiarse, primero,

en la mística y, luego, en la Iglesia Católica. “El cuarto, en quien se manifiesta el

deseo religioso del Seicento en manera total, es Spinoza”.


Recordemos que en el trabajo anterior de Gebhardt era el arte de Rembrandt quien

definía la época del Barroco, dándole el modelo de su estilo; ahora, es la religión de

la contrarreforma protestante la que explica ese arte. Gebhardt considera que la

mística germánica es la que a través de las sectas holandesas influyó en Spinoza.

Una corrección más habrá de hacer el estudioso para ofrecer una noción menos

incompleta sobre la relación del filósofo con su tiempo. En esta nueva enmienda

resultará en gran parte rectificada la definición aquella que presentaba a Spinoza

como el filósofo del Barroco.

En el primer trabajo de Gebhardt no aparecía Descartes como factor en la filosofía

espinociana. En cambio, en la conferencia que leyó ante el auditorio francés de La

Sorbona, dice: “Pero sería equivocarse sobre la verdadera dialéctica del Seicento y al

mismo tiempo sobre la dialéctica interior de la filosofía de Spinoza, querer encontrar

la fuerza creadora del tiempo en ella, solamente en la eficacia de esa contrarreforma

protestante de la mística de las sectas. El Seicento es un estilo dialéctico. Y si el

elemento del Gótico posterior del Seicento tiende hacia la deformación, hacia la

disolución de las formas y hacia el infinito, el elemento Renacimiento del Seicento

tiende hacia la reintegración de la deformidad, hacia la perfección del infinito. El

primer Spinoza enseña omnis determinatio est negatio, pero el segundo pone la

perfección como concepto de valor supremo”. Según Gebhardt este segundo

elemento del sistema de Spinoza proviene de Francia, del espíritu francés, de su

clasicismo, del cartesianismo.

Esta afirmación le crea a Gebhardt una grave dificultad porque implica que dentro

de la cosa común que él llama el estilo del Seicento hay dos tendencias

contradictorias, que Spinoza habría unificado milagrosamente. Ya no le basta con

distinguir la contrarreforma del Norte de la contrarreforma del Sud. Necesita agregar

que “cada país tiene su modo particular del Seicento”. Francia, añade, no se alejó

jamás del ideal de forma del Renacimiento, para disolverse en el infinito, como

ocurrió en España, en Italia o en Alemania. El Seicento de Francia está dominado


“por la necesidad de la forma”. A todas luces se advierte que el clasicismo francés

sería algo difícilmente conciliable con la concepción de Gebhardt sobre el Barroco o

Seicento. Ahora bien, ese clasicismo influyó en Holanda, y de ahí resulta que en

Spinoza habrá una religiosidad nórdica “ligada a elementos de la claridad francesa en

una unidad orgánica tan estrecha como en la Iglesia Nueva de La Haya”. En síntesis,

Spinoza deja de ser el filósofo correspondiente sólo a Rembrandt, para convertirse en

el filósofo correspondiente, a la vez que a Rembrandt, al clasicismo francés y a la

contrarreforma del Norte germánico. En la Ética tendríamos al Seicento como “un

estilo dialéctico en el cual el deseo del infinito combate contra la voluntad de la

formación. Los dos están reunidos en Spinoza”.

En su pequeño libro sobre el filósofo, editado por Reclam en 1932, Gebhardt señala

también la influencia de Descartes en nuestro filósofo. Más aún, pareciera

reconocerle una significación preponderante en la doctrina espinociana: “La filosofía

de Spinoza ha brotado de las raíces de la filosofía de Descartes. Descartes parte del

escepticismo, que desde Montaigne constituía la atmósfera espiritual de Francia, para

lograr, por la superación de la duda, la certidumbre de la razón. En cambio, Spinoza

rechaza desde un principio toda posibilidad de escepticismo. Pero cuando Descartes

eleva las matemáticas a la categoría de ciencia fundamental que, con su principio de

claridad y precisión, da la norma de la verdad a todas las demás ciencias, Spinoza lo

sigue en absoluto: “La verdad -dice Spinoza- hubiera estado eternamente oculta al

género humano si la matemática no le hubiera enseñado al hombre una nueva norma

de la verdad”. El carácter teorético que presenta la filosofía cartesiana y su pretensión

de someter la vida práctica a la razón teorética, coincide, por su tendencia a la

racionalización de la vida, con la orientación fundamental de Spinoza; y la

superación de las pasiones por el conocimiento claro, es tan cartesiana como

espinociana. En la teoría de la sustancia, en la que Descartes deja coexistir la

sustancia infinita de Dios y las sustancias finitas de las cosas, Spinoza, que no se

siente cohibido por ninguna atadura teológica, va mucho más lejos, en lo esencial,

que Descartes, pues sólo atribuye sustancialidad y esencialidad a Dios, y convierte


las cosas en modos y atributos de la sustancia divina y única. Spinoza trasfiere el

dualismo cartesiano de cuerpo y alma al dualismo de los atributos de la esencia

divina: pensamiento y extensión. Pero si la ciencia de Descartes es mecánica, la de

Spinoza es dinámica tanto en el mundo del pensamiento, donde las ideas no son

innatas, sino que nos invaden con su propia espontaneidad, como también en el reino

de los cuerpos extensos, a los que Descartes niega fuerza espontánea de movimiento,

y que, en cambio, para Spinoza solo adquieren extensión gracias a la fuerza que actúa

mi ellos en estado de reposo y de movimiento. Spinoza perfecciona la filosofía de

Descartes, por un lado, a partir de sus propias tendencias y, por otro, siguiendo

impulsos extraños a ella, pero que ya actuaron poderosamente en Spinoza cuando

conoció el cartesianismo”81.

Ciertamente Gebhardt, a quien se deben investigaciones meritorias sobre aspectos

particulares de la vida y de la obra de Spinoza, no ha logrado ofrecer una exposición

orgánica, coherente, de la filiación del pensamiento del filósofo y de las influencias

que actuaron en él. Cada vez que ha comentado alguno de los factores intelectuales

que han obrado en Spinoza, lo ha considerado como el único, decisivo. La dificultad

aparece cuando se trata de coordinar esos estudios parciales. Lo hemos visto

presentando a Spinoza como el filósofo del Barroco, tomando del arte una noción

que debía definir toda la vida cultural del siglo XVII. Luego acudió al concepto

religioso de Contrarreforma para interpretar el espinocismo. En la Contrarreforma

hubo de hacer distingas que en verdad negaban la pretendida unidad de ella. Cuando

quiso hacer justicia a la influencia del cartesianismo -poco afín a la idea primera del

Barroco- debió hablar de la filosofía de Spinoza como dotada de una dialéctica

interna por la que se opera una síntesis prodigiosa de elementos opuestos. En todas

estas reflexiones de Gebhardt, el espinocismo aparecía como producto de su tiempo,

mas he ahí que nos advierte: “No obstante su ruptura con el judaísmo, Spinoza

continúa siendo judío, porque para él la vida carece de sentido si no encuentra su

certeza en la íntima unión con Dios”82.


81
Carl Gebhardt: Spinoza, traducción de Oscar Cohan, ed. Losada, Bs. As., 1940.
82
Gebhardt, op. cit., pág. 53.
De la relación de Spinoza con el Barroco se ha ocupado también Dunin Borkowski,

en el segundo tomo de su Spinoza83. Si Gebhardt es contradictorio, Dunin Borkowski

es oscuro, confuso. Intentemos la difícil tarea de aclarar su pensamiento en este

punto. Para él, la influencia del Barroco en el filósofo se advierte menos en el

sistema concluido de la Ética que en las ideas de sus comienzos, en el pensador

neutral. Nuestro filósofo había tomado de Descartes dos elementos básicos, la

extensión y el pensamiento, y porque creía que en ellos se revelaba lo absolutamente

infinito, fue su pensamiento expresión filosófica del sentimiento vital del Barroco.

El Barroco surge del clasicismo por cierta necesidad vital, como natural reacción

contra lo muy regular y armonioso. Expresión de la nostalgia de lo infinito e

ilimitado, contra lo encerrado en formas y límites visibles, representa igualmente la

victoria de la unidad simbólica sobre la multiplicidad, propia del Renacimiento. Pero

estos dos rasgos no constituyen por sí solos una versión simbólica de lo infinito e

ilimitado, una materialización de lo inmanente, pues que se encuentran también en

otros estilos. Según Borkowski, lo dicho reza en medida mayor aún para la filosofía:

la modalidad del Barroco, históricamente único, pudo reflejarse en sistemas y

concepciones muy diferentes y aun opuestos. En todos se impone la impresión del

infinito, la visión de la unidad.

Para Dunin Borkowski hay en Spinoza intuiciones de origen barroco pero todas

preceden a la elaboración de su sistema. La meditación de Spinoza filósofo arranca

de la visión de una realidad infinita: “la independencia de lo ilimitado y la

dependencia de lo limitado son categorías básicas para él, pues expresan lo más

inmediata y arraigadamente el ser y las relaciones de lo infinito con lo finito. Pronto

Spinoza concibe a ambos, independencia y dependencia, en un conjunto, en un

círculo del ser de la unidad”84.

Así aparecen una autoexistencia absoluta (substancia) y existencias dependientes

(modos). Estas ideas de dependencia e independencia son todavía neutrales, y


83
Stanislaus Dunin Borkowski, S. I.: Spinoza, ed. Münster, 1933, t. II, págs. 322-344.
84
Dunin Borkowski, op. cit., t. II, pág. 330.
precisamente tal neutralidad abarca con claridad asombrosa el sentido de un

importante principio del Barroco, el de la “disolución de las formas”, que traduce lo

amorfo de lo finito, y no de lo infinito. En Spinoza, la “disolución de las formas” se

expresa en los modos. Dunin Borkowski compara la busca de la unidad en el Barroco

con las tesis del Spinoza presistemático-neutral que trata de suprimir las diferencias

entre el bien y el mal, la belleza y la fealdad, el orden y el desorden, la dicha y la

desdicha, diferencias relativas que no existen en la causalidad absoluta de Dios.

Spinoza concebía entonces la realidad ontológicamente y no éticamente. En la obra

capital, en la plenitud de su pensamiento, se aleja de esa concepción primitiva, y

esto, según Dunin Borkowski, le trae consecuencias desastrosas.

Dunin Borkowski cree que sólo cabe calificar como dialéctico el estilo del Seicento

en cuanto busca el equilibrio de dos antítesis: la de lo finito y lo infinito; la de lo

formal, aparentemente arbitrario, con la simultánea sumisión a leyes intrínsecas. Se

trata de dos antítesis nacidas de una raíz común, de la que también proviene la

coincidentia oppositorum en el Barroco. De ella igualmente deriva la antítesis de lo

orgánico y lo matemático. En el Barroco filosófico de Spinoza encontramos algo de

esa “dialéctica”, mucho más veladamente en el sistema que en el pensamiento

presistemático del filósofo. En su sistema, Spinoza procura siempre hallar la

solución de los antagonismos en “series de identidad”. Para Dunin Borkowski, ésta

no sería una solución en el sentido del Barroco. En cambio, en las intuiciones

primeras de Spinoza, no aparece ese descansar en la identidad; los elementos

antagónicos libran entonces violenta lucha. Su combate sin tregua es la dialéctica del

Barroco. En el sistema de Spinoza, la contienda entre lo orgánico y lo matemático se

resuelve con el predominio de lo matemático.

Otra cualidad evidente del Barroco, el elemento “heroico” heredado del

Renacimiento, se presta mejor para la comparación. No lo heroico comedido,

magnífico, quieto, del clasicismo, sino lo heroico embriagador, penetrado por el

afecto. “Es evidente que algunos filósofos encarnan una modalidad de lo heroico y
se les define vagamente como filósofos del Renacimiento mientras que son

pensadores del Barroco en el sentido más estricto de la palabra. Pensemos en

Giordano Bruno, Cardano, Patrizzi, Campanella, Telesio y muchos otros”. Según

Dunin Borkowski, todo ellos, partiendo de un oscuro presentimiento de lo infinito,

buscan aquello que podría llamarse “lo filosófico-heroico” en un exceso de la

fantasía y del sentimiento. “Toman ideas e inspiraciones del sentimiento vital del

Barroco, sin tener fuerzas suficientes para dar a lo que presentan formas perfectas,

serenas, para resolver los contrarios”85.

Sólo en la obra primeriza de nuestro filósofo, en su Breve Tratado, se encuentran

estos ardores y apasionamientos. Es que al sentimiento vital del Barroco de Holanda

le faltaba entonces el elemento itálico-heroico. Y si el Barroco se descubre menos en

Spinoza, es porque se había propuesto precisamente vencer las fuerzas llenas de

imaginación y afecto del sentimiento vital reinante.

En un punto -cree Dunin Borkowski- se aleja Spinoza definidamente de todo lo que

es el Barroco. Nada de común con este último tendría la “ley de la necesidad”

dominante en todas las cosas. El Renacimiento aceptaba esta ley; ella es

fundamental en el sistema de Spinoza, en su “axioma filosófico”. No se atenúa esta

contradicción por el hecho de que Spinoza equipare, en lo infinito, la necesidad a la

libertad. De ahí resulta que el sistema de Spinoza, la Ética, se aparte bastante del

sentimiento vital del barroco. No ocurre lo mismo en sus primeras meditaciones,

porque en ellas, al concepto inicial de la necesidad acompaña un momento propio

del Barroco.

¿Cómo llegaron al filósofo esas corrientes, es decir, “el sentimiento vital de la

época”? La pregunta se justifica: Hobbes no participó de este sentimiento del

Barroco; Descartes parece filósofo renacentista puro, y en otros, como Leibniz, la

actitud no es tan clara. Al contestarla, Borkowski señala que en la ciudad de

Ámsterdam había en la época del filósofo, además de doce edificios públicos

85
Dunin Borkowski, op. cit., págs. 335-336.
barrocos, muchas casas privadas del mismo estilo. Ello probaría la existencia de un

sentimiento vital común, que ha creado problemas análogos en arte y en filosofía. El

sabio jesuita piensa que los motivos barrocos en Spinoza proceden de las bellas

letras y de la filosofía de su siglo, y no de las artes plásticas. En la biblioteca de

Spinoza había libros de poetas, de poetas españoles, sobre todo, que ostentan

claramente los rasgos del Barroco: Góngora, Quevedo y aun Cervantes. Más todavía

se destaca Gracián con su Criticón. El elemento barroco en el curioso estilo de

Gracián no reside tanto en la concisión sentenciosa de sus frases, como en el hecho

de que en pocas palabras exprese una infinidad de pensamientos. Tal forma

impresiona como lo ilimitado y éste es un carácter verdaderamente barroco.

En conclusión, lo barroco habría actuado en el Spinoza de los escritos anteriores a la

Ética, en el Spinoza neutral del Breve tratado. El estilo del Barroco lo es de

conflictos, y en la Ética los conflictos están resueltos en favor del predominio de lo

matemático. Tal la tesis de Dunin Borkowski sobre la relación de Spinoza con el

Barroco. Pensadores barrocos son para él Giordano Bruno, Cardano, Patrizzi,

Campanella y Telesio, entre otros. Son autores del Renacimiento incluidos por

Borkowski en el Barroco, que según Gebhardt es una reacción contra el Renacimiento.

El Breve tratado es el argumento utilizado por quienes afirman, como Sigwart, en primer

término, la conexión de Spinoza con el pensamiento renacentista. Para Dunin Borkowski,

el Breve tratado es el terreno neutral del espinocismo en que se manifiesta lo barroco, a

la vez que Descartes le parece un pensador renacentista y Giordano Bruno, un pensador

barroco. Para Dilthey, Spinoza era un pensador renacentista como Giordano Bruno. Para

Gebhardt, fue Spinoza un filósofo barroco, sin dejar de ser cartesiano, aunque Descartes,

por ser francés, fue pensador típico de una “contrarreforma” que difería de esas

contrarreformas de fuera de Francia que, como el Barroco, se fundaban en la nostalgia

del infinito.

Son nociones vagas, generalidades poco claras, como en el caso de Dunin Borkowski, y

en ninguna de ellas aparecen ideas precisas acerca de cómo se encaraban en la época de


Spinoza los problemas del conocimiento y de la relación entre la realidad y el pensar.

Ninguna de ellas contiene la menor apreciación sobre el modo en que el siglo XVII veía

la Naturaleza, al hombre dentro de la Naturaleza y en la Sociedad, al hombre frente a

Dios. No asoma una sola reflexión sobre qué eran en la época de Spinoza la ciencia

matemática del orden físico, la medicina, el derecho natural y la religión natural. Y a

Spinoza, como filósofo de su tiempo, sólo se le puede comprender teniendo presente todo

esto. De cuanto Dunin Borkowski dice sobre “Spinoza y el Barroco” no cabe retener

ningún concepto preciso; de lo que Gebhardt sostiene -a pesar de sus contradicciones-

sólo se ha de retener la idea de que en Spinoza actuó como algo de fuerza singular el

anhelo de infinito. La noción de lo infinito adquirió en nuestro filósofo un acento

particular: fue sentimiento de la divinidad y fue concepto de una substancia única en la

que todo deriva por necesidad geométrica; de la que también deriva el hombre. Conocerla

era tener abierto el camino de la Salvación. Este conocimiento serviría de base a todo otro

y se caracteriza por peculiaridades que tenían, por lo menos en parte, su origen en la

concepción de la razón y de la ciencia en el siglo XVII.

CAPITULO IX

SPINOZA Y LA CONCEPCIÓN DE LA NATURALEZA EN EL SIGLO XVII

La ciencia moderna. Sus principios. Galileo y Descartes. Sus concepciones sobre el fundamento y la

estructura de la ciencia. Formación científica de Spinoza. Su polémica con Boyle. El mundo físico.

El mundo viviente. La medicina en el siglo XVII. Los descubrimientos. Las teorías. Spinoza y la

medicina de su tiempo. Spinoza y el racionalismo científico.

Con el estudio de la relación de Spinoza con el Barroco apenas se nos ha abierto

una perspectiva sobre el siglo del filósofo. Difícil resulta definir el siglo XVII por

el Barroco, porque el concepto de Barroco mismo se define difícilmente cuando se

lo extiende más allá de la esfera artística. Una idea podemos retener de cuanto

Gebhardt ha discurrido sobre el tiempo de nuestro filósofo: la gravitación en él de


la idea de infinito. Pero, aún admitiendo que tuviesen validez las apreciaciones que

hemos expuesto y comentado en el capítulo precedente, quedarían inexplorados

hechos fundamentales, cuyo conocimiento es indispensable para la adecuada

estimación del influjo del siglo XVII en la doctrina de Spinoza. En las fórmulas -

harto generales- de Barroco y Contrarreforma, nada aparecía claramente establecido

acerca de la manera en que dentro de la atmósfera espiritual del siglo XVII se

encaraba la capacidad de la razón humana para abarcar y resolver problemas cuya

solución interesa al hombre. ¿Hasta dónde llega el poder de la Razón y cuál es el

valor de sus verdades? Esta pregunta se dio en el siglo XVII una respuesta que

afirmaba el poder del intelecto y reconocía su eficacia en todos los dominios de la

cultura. En conformidad con ella, la Razón, considerada capaz de actuar con éxito en

la conquista del conocimiento de la Naturaleza, podía construir una ciencia exacta

del mundo físico. Igualmente se la juzgó idónea para formular los principios de un

derecho humano universal, derecho natural y de una religión no menos universal,

religión también natural. Spinoza, hombre de ese siglo, tuvo la fe de su tiempo en la

Razón. En la ciencia matemática de la Naturaleza, en el derecho natural y en la

religión natural hay un valioso antecedente de su sistema filosófico, en el que “Deus

sive Natura” es la fórmula de la divinidad, y de sus ideas políticas, tales como

aparecen en dos de sus Tratados.

Al encarar las características intelectuales del siglo XVII hemos de hacerlo de

manera que podamos comprobar cómo y en qué medida sus concepciones peculiares

actuaron en la mente de Spinoza. No intentaremos abarcarlo en los detalles y ni

siquiera en todos sus aspectos. Definir un siglo de la cultura de Occidente es faena

difícil, al extremo de que hasta cabe preguntarse si tal definición es posible. Desde

ángulos distintos cabe iluminar una centuria cualquiera, y las imágenes que de ella

se obtengan diferirán de acuerdo con la diversidad de los puntos de vista. En un

mismo país de Occidente y en la misma época cabe señalar tal variedad de

manifestaciones culturales que sólo parece posible darles una denominación común

valiéndose de abstracciones que dejen de lado los matices y las contradicciones. Sólo
se llegaría a la fórmula buscada una vez que se hubiese logrado establecer los rasgos

comunes en lo diverso, rasgos que pudiesen juzgarse dominantes sobre todos los

otros y que fuesen algo como lo que en las clasificaciones zoológicas son los

caracteres principales frente a los secundarios. Y más aún se acentúa la dificultad al

tomar el Occidente en conjunto. Quien juzgue el siglo XIX, por ejemplo, porque en

ese siglo vivió, pensó y escribió Tolstoy, nos daría sobre él una visión muy distinta

de la que nos presentaría quien tomase, pongamos por caso, a Nietzsche como su

figura más expresiva. ¿Quién, David Ricardo o Marx o Bakunin, es el vocero del

siglo?

En las exteriorizaciones de la vida colectiva cabe hablar de formas características de

una época dada. Así, se puede sostener que el siglo XIX es en el mundo occidental

un siglo de democracia. En cambio, en el dominio de las creaciones individuales no

es posible hallar calificaciones de análoga generalidad. Piénsese en la actividad

literaria, artística o filosófica. ¿Es el XIX, el siglo del romanticismo con Víctor

Hugo o el del naturalismo con Zola? Aun en obras y autores que parecieran

responder a una misma orientación, ¡cuántas divergencias, no sólo de detalle, sino

también en ideas fundamentales! Decir, como es frecuente, que Spencer y Comte

representan, respectivamente, el positivismo en Inglaterra y en Francia, implica, en

verdad, emplear un nombre común para cosas muy distintas. Y dentro de ese siglo

XIX cada escuela artística o tendencia intelectual se creía la única llamada a

perdurar como fuerza activa en la civilización. Sus pregoneros proclamaban ese

destino de perennidad de lo que ellos encarnaban, con el mismo acento de verdad

incontrovertible con que aseguraban la transitoriedad de cuantos no congeniaban con

su modo de ver, de sentir, de pensar y de hablar. Los juicios de Zola son en este

sentido elocuentes.

Mas he ahí que en el mismo Zola -autor a quien mencionamos deliberadamente- nos

encontramos con una expresión en extremo significativa: “Soy demasiado de mi

tiempo, tengo los pies demasiado en el romanticismo para pensar en sacudir


completamente ciertas preocupaciones de retórica. Nuestros hijos se encargarán de

esta necesidad. Yo conservaría, pues, todos nuestros refinamientos de escritores

nerviosos, los hallazgos felices, los epítetos llamativos, las frases que suenan. Sólo

que en este estilo tan caprichosamente trabajado, tan cargado de ornamentos de toda

clase, quisiera aplicar el hacha, abrir claros, llegar a una mayor claridad. Menos arte

y más solidez. Un retorno a la lengua, tan precisa y tan diáfana, del siglo XVII”.

Zola aconsejaba una vuelta a la centuria en que encontraba una manera de escribir que

podía servir de modelo a su época. Y lo que el novelista Zola dice tácitamente del siglo

XVII como centuria magistral, lo dice también el sabio historiador de la ciencia Pierre

Duhem: “El árbol de la ciencia crece con extrema lentitud; transcurren siglos antes de que

sea posible recoger los frutos maduros; sólo hoy podemos exprimir y apreciar el jugo de

las doctrinas que florecieron en el siglo XVII”. A juicio de León Brunschwicg, las

palabras de Duhem son de veracidad absoluta. En el siglo XVII se estableció la

estructura de la ciencia, concebida como el estudio de las relaciones naturales entre los

fenómenos, relaciones que tienden a tomar la forma de ecuaciones matemáticas. Se creó

una “superestructura imaginativa que permitía representarse estas relaciones en términos

de realidad”86.

Hemos recordado tres autores nada afines entre sí, pero los tres coinciden en afirmar que

en el siglo XVII se colocaron las bases del edificio de la cultura moderna. De ese siglo,

tal como era su modalidad intelectual alrededor de 1650, sólo atenderemos a lo que en

grado especial pudo haber actuado en Spinoza, tomando en cuenta su obra en la forma

acabada en que se nos aparece. Ese siglo se presenta como dotado de una manera de

pensar, de una serie de pensamientos y de una manera de expresarse igualmente típicos.

¿De conformidad con ellas encaró Spinoza las cuestiones filosóficas, cuando, con su

espíritu de hombre que quería vivir lúcido y consciente de su destino, se preguntó cuáles

eran sus deberes y en qué habría de consistir la suprema dicha asequible a la criatura

humana? Para responder a esta cuestión indagaremos algunos aspectos de la cultura del

siglo XVII, aquellos con los que la obra de Spinoza está relacionada, según se

86
León Brunschwicg: Spinoza et ses contemporains, 3ª ed. Alcan, Paris, 1923, pág. 433.
comprueba en el más somero examen de ella.

Spinoza se planteó en primer lugar el problema moral. Para resolverlo, hubo de resolver

antes ese otro de qué es Dios, qué es la realidad, qué es el mundo y cuál es el puesto del

hombre en él. Este segundo problema lo concibió en términos propios de su tiempo, pero

la solución que le dio fue inconfundiblemente suya.

Para ofrecer al lector un esquema de lo que con alguna amplitud desarrollaremos en este

capítulo y en los siguientes, y anticipando en cierta medida nuestras conclusiones,

diremos: Galileo y Descartes echaron las bases para la unidad de la ciencia del orden

físico; en la medicina del tiempo de Spinoza eran numerosos los autores que sostenían

que los seres vivientes todos, y el hombre en particular, debían ser estudiados por una

ciencia única. Spinoza quiso fundamentar la unidad de todo conocimiento, el moral

inclusive. Las concepciones de la religión natural y del derecho natural podían servir de

estímulo al intento de aproximar el estudio de Dios y del orden jurídico al estudio de la

Naturaleza. En ideas de su siglo pudo inspirarse su doctrina que unifica todos los

dominios del conocimiento, pero Spinoza, para afirmar la unidad del saber, iba a afirmar

la unidad del ser. Y para esto, que es esencial en su concepción filosófica y le singulariza

en el pensamiento de su siglo, hubo de recibir sugestiones del monoteísmo bíblico y de

las doctrinas medievales que conoció en su juventud.

Sería verdad incompleta decir que la cultura del siglo XVII sólo actuó en el espíritu de

Spinoza abriéndole el camino a la unidad de todos los dominios del conocimiento.

También en la unidad que Spinoza afirma de todo cuanto hay, se advierte la influencia de

su época. Spinoza, en acuerdo con su tiempo, quiso presentar esta unidad como de orden

mecánico. Así hubo de proceder en coincidencia con el ambiente intelectual,

notoriamente definido por el mecanicismo, el auge de las matemáticas y la fe en la razón,

tanto como por la adhesión a la idea de infinito. Nos toca aquí averiguar lo que el filósofo

tomó del medio intelectual de su tiempo, lo que su tiempo podía presentarle como

interrogante y ofrecerle como respuesta. Pero, si Spinoza fue un pensador de su tiempo,

no todos los pensadores de su tiempo fueron otros tantos Spinozas. Por eso hubimos de
señalar en capítulos anteriores de este volumen la particular influencia que en su espíritu

pudo ejercer el pensamiento filosófico-religioso judío.

Su obra es la de un hombre que salió del ámbito de la cultura de la Sinagoga para ponerse

en contacto con lo peculiar de un siglo que no fue ni el de la academia platónica de

Florencia, ni el de la universidad de Padua. Era la decimoséptima centuria, la época de la

universidad de Leyden y de la filosofía de Descartes; época del derecho natural de Hugo

Grocio y de las ideas políticas de Hobbes; época de Galileo y de Huyghens. Spinoza

aspiró a que el misticismo aprendido de los neoplatónicos, recogido acaso en la Cábala,

dejase de ser para él exaltación fugaz, éxtasis efímero, para adquirir, a través de un

sistema de demostraciones y fórmulas rigurosas, el valor de una verdad tan eterna como

la realidad a que se refería en primero y último término: Dios. En Maimónides había

hallado un ejemplo de discurso filosófico claro, preciso, congruente. De la cultura propia

de su siglo pudo aprender a discurrir con exactitud matemática. En esa cultura desempeñó

papel primordial la ciencia. Spinoza la conocía.

El estudio de la ciencia del siglo XVII en relación con las ideas de Spinoza y la

formación de su doctrina se justifica hasta por motivos que llamaríamos exteriores: la

presencia de libros científicos en la biblioteca del filósofo y -cosa más importante- el

hecho de que ya en sus primeras cartas aparezca ocupándose de temas de física. En la

correspondencia del filósofo hay unas páginas de controversia sobre tales cuestiones, y

esta polémica es digna de recordarse porque está en cierto modo vinculada a la historia de

la ciencia. Los términos en que se desarrolló son típicos de su edad. De sus antecedentes

ha hecho un relato A. Wolf87. Diecinueve años después de la muerte de Bacon se

constituyó en Inglaterra un colegio filosófico para promover el adelanto de la

experimentación científica. En Londres y en Oxford solían reunirse sus miembros para

hacer experimentos y discutir acerca de ellos. Quince años más tarde ese colegio filosófico

87
A. Wolf: The correspondence of Spinoza, Londres, 1928, págs. 39-43.
se convirtió en la Sociedad Real, que fue oficializada en 166288. Sabemos ya, como lo

expusimos en el primer tomo de esta obra, que Henry Oldenburg fue su primer secretario.

Agreguemos ahora que Robert Boyle fue uno de los miembros más activos e influyentes

de la corporación que seguía las inspiraciones del pensamiento de Bacon y se proponía

aplicar su método en la investigación del universo. Spinoza, por intermedio de

Oldenburg, conocía los trabajos del sabio que contribuyó como pocos al adelanto de la

química y en cuya obra se ponían de manifiesto la fuerza y la debilidad del método

baconiano: la observación sistemática y la experimentación, por una parte; por la otra, la

deficiente estimación de las ideas como rectoras de la observación y el experimento.

Boyle era cristiano ortodoxo y militante, y en su visión del mundo desempeñaban papel

destacado nociones de las Escrituras que juzgaba verdades indiscutibles. Spinoza era un

pensador, un filósofo, sin prejuicios y sin la menor disposición a sujetarse a autoridad

alguna, de cualquier orden que fuese. Veía en las fórmulas científicas tanto lo implícito

en ellas como lo que enunciaban explícitamente. Le interesaban los problemas

científicos, en el sentido estricto de la palabra. Tenía abundantes conocimientos de óptica

y realizó experimentos químicos y físicos; escribió un trabajo sobre el arco iris y en su

correspondencia figura una carta que trata del cálculo de probabilidades. Pero también le

interesaba la ciencia en cuanto a sus proyecciones generales. Extendía los postulados del

saber científico a puntos distantes de su utilización inmediata y los empleaba en el

planteo de problemas para los que Boyle encontraba solución en fuentes ajenas a la

ciencia. Mientras Spinoza rechazaba las concepciones finalistas, Boyle las consideraba

compatibles con las conclusiones del más riguroso método de investigación.

La polémica entre ambos se relacionaba con la interpretación mecánica de los procesos

naturales. Boyle se consideraba adepto de una filosofía mecánica en la cual se explicaban

los fenómenos de la Naturaleza “por pequeños cuerpos variadamente configurados y

movidos”; era la suya una “filosofía corpuscular”. Pensaba que esta manera de presentar

los fenómenos materiales era común a los atomistas y a los cartesianos, sin advertir
88
Instituciones análogas se fundaron en otros países de Europa durante el siglo XVII. Todas ellas
influyeron grandemente en el desarrollo de la vida intelectual: en Italia, la Academia de los Lincei (1603):
en Francia, la Académie des Sciences (1659); en Alemania, la Academia de las Ciencias (1699)
ciertas divergencias que mediaban entre unos y otros. Creía que la “filosofía corpuscular”

podía ayudar a explicar plausiblemente numerosos hechos químicos, y suponía, a la vez,

que los cultores de la química podían efectuar experimentos ilustrativos para la filosofía

corpuscular. Con este criterio publicó en 1661 sus Certain Physiological Essays. Spinoza

aceptaba también este modo de interpretar los fenómenos materiales. Pero mientras Boyle

admitía al propio tiempo concepciones de otro orden, Spinoza las repudiaba. En virtud de

estos antecedentes se explica la crítica de Spinoza a Boyle, cuestión de que nos

ocuparemos después de señalar las características de la ciencia moderna, la ciencia de

Galileo, padre de la dinámica, y de Descartes, padre de la geometría analítica. El punto de

vista de Spinoza coincidió con el propio del espíritu de esta ciencia.

¿En qué consiste este espíritu? ¿Cómo afronta la ciencia moderna los hechos de la

experiencia empírica? ¿Cuál es la manera en que la mentalidad científica moderna encara

las cosas y los fenómenos cuyo estudio se propone? John Dewey 89 ha contestado a estas

preguntas con exactitud y sencillez. En primer término, para John Dewey, la ciencia

procede a la abolición de las cualidades como rasgos de las cosas y de los hechos en

cuanto objetos de la atención del sabio. La ciencia sustituye a lo cualitativo, lo

cuantitativo o métrico, y tras las aparentes heterogeneidades supone una realidad

homogénea. Descarta las formas y modos particulares de las cosas y busca, en lugar de

ellos, relaciones. No se atiene a la mera contemplación de las cosas, sino que se entrega a

la manipulación activa de ellas. Postula tras del reposo visible un cambio verdadero. En

vez de objetos persistentes postula hallar secuencias temporales ineludibles. En esto

consistió la revolución que la ciencia moderna instauró en la consideración del orden

físico. Ella condujo a la descripción y a la explicación de los fenómenos naturales sobre

la base de las nociones de espacio, tiempo, masa y movimiento. Leyes necesarias,

universales, serían el término de la descripción de los cuerpos y de los movimientos

celestes, tanto como de los fenómenos terrestres. Todo lo que entra en el ámbito de la

ciencia hubo de ser interpretado por nociones mecánicas y formulado en conceptos

matemáticos. La formulación matemática, al establecer la equivalencia u homogeneidad


89
John Dewey: Ancient and Modern Science y Philosophic Implications of Modern Science, en Joseph
Ratner: John Dewey’s Philosophy. Ed. The Modern Library, Nueva York, 1940, págs. 311-342.
entre fenómenos diferentes, permitía traducir uno de ellos en los términos del otro.

Para que lo dicho resulte plenamente inteligible, imaginémonos ante los hechos o ante los

objetos con las cualidades que habitualmente nos impresionan. Con un criterio ingenuo

admitimos que estos hechos y objetos son como se nos aparecen. ¿Qué hace con ellos la

ciencia física? La respuesta más simple y a la vez más estricta, sería que la física disuelve

los hechos empíricos en unos datos que no son los datos sensibles. A diferencia de la

ciencia griega, que operaba con objetos de la experiencia corriente, la ciencia moderna

señala en los objetos unos datos científicos, en los que nada hay de los rasgos de los

objetos. Los objetos aparecen como completos, terminados, susceptibles de ser definidos

y clasificados. Los datos con que la ciencia los reemplaza representan una etapa

intermedia para una ulterior reflexión. Todo objeto es, así, para la ciencia moderna, no un

objeto, sino un problema, un interrogante. La investigación científica parte siempre de

cosas del contorno de la vida diaria, de cosas del mundo cualitativo, pero en vez de

aceptar las cualidades de este mundo como tales cualidades, sin más, ve en ellas términos

de ecuaciones, y no los objetos definitivos del conocimiento. La ciencia moderna se da

como misión inicial la de desenmascarar la realidad.

Pero la ciencia no concluye ahí, sino que intenta dar una respuesta a esta pregunta que el

objeto común plantea por su sola existencia. Para lograr una noción precisa de los

caracteres de esta respuesta, y aun a riesgo de incurrir en algunas repeticiones, hemos de

acudir a las ideas de Galileo y de Descartes. Ellos son los creadores de la ciencia

moderna, continuación, si se quiere, de la del Renacimiento, pero también profundamente

diversa de esta última.

En la ciencia del Renacimiento -señala Delbos90- aparecía, a la vez que el rechazo de las

nociones que obstruían el estudio de la Naturaleza, la inclinación a representarse el curso

de las cosas y de los hechos como algo análogo al movimiento del alma o de la vida. Este

modo de pensar tuvo, por ejemplo, una expresión manifiesta en Nicolás de Cusa y en

Paracelso. Se suponía que en la esencia de los cuerpos que se mueven había una especie
90
Víctor Delbos: La préparation de la philosophie moderne, en Revue de Métaphysique et de Morale.
1930, pág. 310.
de realidad propia que determina la ley del movimiento. No se buscaba esa realidad en el

movimiento mecánico mismo, sino en una suerte de principio animado o vital que actúa

en los cuerpos o entre los cuerpos. Paralelamente se concebía el mundo todo como

provisto de alma. En Keplero aparece la transición al nuevo modo de pensar: “Creía al

principio que la causa motora de los planetas era un alma. Pero cuando hube de

considerar que esta causa motora se debilitaba con la distancia y que aun la luz del sol

disminuía al alejarse de su fuente, concluí de ello que esa fuerza no podía ser sino alguna

cosa corporal”. Keplero (muerto en 1630) decía que sin fórmulas matemáticas se sentía

como ciego. Galileo (1564-1642) y Descartes dieron el paso decisivo hacia la nueva

concepción y la dejaron claramente establecida. En su obra están los fundamentos de la

ciencia moderna, ciencia a la que Newton dio su configuración definitiva, llegando a

conclusiones imprevistas para sus iniciadores. Sus caracteres esenciales han sido

definidos por un investigador argentino en estos términos: “La ciencia cuenta, frente a

cualquier otra forma cognoscitiva, con el privilegio de su contextura matemática, ya que

el conocimiento científico no es, en substancia, sino una manera de someter a la métrica

una porción de lo real. En una palabra: reducir lo cualitativo a lo cuantitativo, he ahí el

fin de la ciencia. Con razón ha dicho Hegel, juzgando las filosofías de espíritu

matemático, que el mecanismo convierte el universo en cantidad pura. Para la ciencia, el

mundo es un sistema de relaciones de existencia extramental. Podrán los términos de la

relación estar sometidos a mudanza eterna, pero el vínculo del quantum escapa al

devenir cualitativo. La física necesita reducir la realidad a puntos que, por ser dinámicos,

se llaman acontecimientos”91 .

La ciencia del siglo XVII, al igual que la del Renacimiento, hubo de luchar contra más de

un obstáculo. No sólo era una doctrina concordante con el espíritu de la época; era un

suceso, y, como tal, ligado a sus protagonistas. Por eso es justo que nos detengamos en

ellos.

Galileo había estudiado desde joven los escritos de Arquímedes, que le sugirieron la

invención de la balanza romana hidrostática e investigaciones sobre el centro de


91
Coriolano Alberini: La reforma epistemológica de Einstein, Bs. As., 1925, págs. 11-12.
gravedad. Analizó la presión a que están sometidos los cuerpos sumergidos en fluidos y

su conclusión fue una teoría incompatible con la noción escolástica del peso. En 1589

comenzó a enseñar en Pisa, enseñanza que hubo de abandonar tres años después, para

dirigirse a Padua, donde permaneció hasta 1610. En ese primer período de su vida

descubre el isocronismo de las oscilaciones del péndulo al observar las lámparas

suspendidas en la catedral de Pisa; también descubre entonces la igualdad del tiempo de

la caída de cuerpos de peso desigual. En 1597 ya había aceptado el sistema de Copérnico,

pero públicamente se declaraba partidario del sistema de Ptolomeo. Se ocupa de

descubrimientos prácticos; construye el primer termómetro.

La creación del lente que lleva su nombre lo conduce a nuevos estudios y le trae

resultados maravillosos. Es verdad que Galileo no fue el inventor del telescopio,

pues, a mediados del siglo XVI, en Inglaterra y en Italia fueron descritos telescopios

por distintos autores. En 1608 se construyeron en Holanda combinaciones de lentes

“que aproximaban los objetos distantes”. Galileo, siguiendo sus pasos, logró un

aumento de treinta diámetros y se puso a observar los astros. En 1610 publica

Sidereus Nuntius, donde da cuenta de sus descubrimientos: en la luna encuentra

elevaciones y depresiones, confirmando una antigua idea de Anaxágoras; en la vía

láctea encuentra estrellas, comprobando, así, una suposición de Demócrito. Al

mismo tiempo investiga la doctrina escolástica del movimiento y expone sus propias

ideas en su Discorso intorno alle cose che stanno in su l'accipia o che in quella se

muovono (1612).

Con sus descubrimientos, Galileo aportó al sistema copernicano, fundado en el

principio a priori de la simplicidad matemática, la confirmación de la comprobación

directa. En 1632, el mismo año en que nació Spinoza, publicó su diálogo de los

Massimi Sistemi. Murió diez años después, dejando, aparte de las obras nombradas,

otras, entre ellas, Il Saggiatore y Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno a due

nuove scienze. Newton era diez años menor que Spinoza, y no alcanzó a influir en el

pensamiento de nuestro filósofo. La obra de Galileo, en cambio, alcanzó difusión


amplia cuando Spinoza escribía la Ética.

Para Galileo, la verdad sólo puede alcanzarse mediante la libre acción del intelecto,

no sujeto a autoridad alguna. En una carta dirigida a Licati en 1641, Galileo declara:

“Si la verdadera filosofía fuera la que está contenida en los libros de Aristóteles,

sería usted a mi juicio el mayor filósofo del mundo, a tal punto me parece que tiene

usted a su disposición y bajo la mano todos los pasajes de este autor. Pero estimo

verdaderamente que el libro de la filosofía es el de la Naturaleza, libro siempre

abierto ante nuestros ojos. Sin embargo, como está escrito en caracteres distintos de

los de nuestro alfabeto, no todo el mundo puede leerlo. Los caracteres de tal libro

son triángulos, cuadrados, círculos, esferas, conos, pirámides y otras figuras

matemáticas muy convenientes para esa lectura”.

¿Qué camino habrá de seguirse en la investigación para llegar al conocimiento de la

Naturaleza así constituida? ¿Qué métodos habrán de emplearse? La experiencia y el

entendimiento -contesta Galileo- han de ser los instrumentos para alcanzar la verdad.

La experiencia ha de ser base y condición de todo descubrimiento científico, pero la

experiencia sola es insuficiente para develar los secretos de las cosas en la medida

en que ellos son accesibles al hombre. No basta la sola verificación de hechos

sensibles particulares, pues con ella no se puede establecer entre los fenómenos esa

relación necesaria que permita referirlos a leyes. La ciencia no puede hacerse con la

sola experiencia ni con el solo pensamiento: ha de ser la obra de la una y del otro. La

experiencia tiene sus órganos en los sentidos; el pensamiento lo tiene en la aptitud

que le permite formular determinaciones matemáticas y elevarse por encima de la

observación sensible hasta las leyes. Por esta facultad el hombre participa de la

ciencia absoluta y perfecta, que es la ciencia divina. El saber, que en Dios es

intuición simple, es en nosotros conquista lenta y jamás completa.

En otra carta, escrita a Keplero, Galileo se refiere a sus adversarios: “Pues los

hombres de esta clase creen que la filosofía es un libro, semejante a la Eneida o a la

Odisea”, y agrega: “Cuánto podríamos, tú y yo, reírnos juntos de ellos”. Condena,


así, la erudición como fuente del saber. El ritmo de su pensamiento, sin embargo, es

el de un matemático. Cuando habla de sus experiencias, no siempre se trata de

experimentos físicos concretos. Muchos de ellos “tienen por teatro su imaginación”,

pero aun en estos experimentos ideales opera con nociones abstraídas de la realidad.

El criterio de Galileo será también el de Newton. “Su significación peculiar no está

solamente en sus descubrimientos, sino en la adopción y en la formulación de un

nuevo método de investigación física: el método de la experimentación dirigida”92.

Como la Naturaleza está escrita en caracteres matemáticos, con la aplicación de las

matemáticas logrará el hombre el conocimiento de la Naturaleza. En oposición a la

especulación antigua, que operaba sobre las cosas partiendo de conceptos, la ciencia

nueva habrá de efectuar el análisis matemático de los fenómenos para llegar a leyes

que puedan formularse rigurosamente. ¿Cómo descubrirlas? Si la inducción sólo

tuviera como fundamento la acumulación de comprobaciones de los hechos

particulares, ella sería imposible allí donde los hechos se repiten indefinidamente;

sería inútil allí donde cabe la comprobación completa de los hechos singulares.

Frente al problema planteado por esta disyuntiva, sostiene Galileo que la reducción

de un solo y único fenómeno a sus causas nos proporciona la explicación de todos

los otros del mismo género y torna inútil renovar incesantemente la pesquisa. Para

llegar al enunciado de la ley bastará el estudio completo de un caso particular. De lo

anterior será consecuencia la aplicación de un método caracterizado por el análisis,

que permite extraer las leyes de los fenómenos, y precede al proceso inverso,

sintético, que parte de las leyes para explicar los fenómenos individuales93. Dentro

del método de Galileo hubo de surgir la cuestión del papel que en la investigación

científica desempeñan las hipótesis. Galileo reconoció su importancia y determinó

los requisitos de su validez. El sabio emplea las hipótesis y en su empleo muestra

Henry Margenau: Physics, en The Development of the Sciences, Second Series, Yale University Press,
92

New Haven, 1941, pág. 98.


93
Este punto de vista era común a Descartes y a Galileo. También Hobbes lo expone más de una
vez; Spinoza lo enuncia en el párrafo 85 del tratado De la reforma del entendimiento. Era la
aplicación, en el campo científico, del criterio lógico de la “descomposición y recomposición” que a
su vez traducía la oposición entre “análisis” y “síntesis” de los geómetras.
cómo se ha de operar con ellas, aunque alguna vez, como se ha señalado, interpretó

equivocadamente una hipótesis concebida por él mismo.

En sus conclusiones, la ciencia convierte la realidad empírica, cualitativa, en leyes y

fórmulas en las que nada hay de las cualidades de los objetos que comenzó por

estudiar. Más aún: en sus afirmaciones, la ciencia puede contradecir radicalmente

las apariencias empíricas, cuando la razón comprueba que son engañosas las

percepciones sensibles. En tales casos, la inteligencia sirve para establecer la

verdadera realidad de los fenómenos, como ocurre en el sistema de Copérnico,

acabada muestra de primacía del intelecto sobre los sentidos.

Hay afinidad entre la manera en que Galileo estableció los fundamentos de la

mecánica y la manera en que Copérnico modificó la representación del Universo.

Así como Copérnico había encontrado el curso simple y uniforme de los cuerpos

celestes, así Galileo se aplicó a determinar el movimiento real de los cuerpos todos,

el movimiento que es uniforme y por el cual podrían explicarse todos los

fenómenos y sus cambios. De ahí surgía la unidad del universo, antes dividido en

mundo supralunar y mundo sublunar. De esta manera se hacía posible una ciencia

rigurosa, que se extiende a la totalidad del cosmos. En ella -indica Delbos-

adquieren sentido positivo conceptos metafísicos tradicionales, como el concepto de

causa: bajo la influencia de la representación geométrica de los problemas físicos,

se trasformaba en el concepto mecánico de fuerza. De esta última obtenía Galileo,

mediante la noción de “momento”, una idea clara, precisa, susceptible de

determinaciones cuantitativas.

La concepción de que el conocimiento debe apoyarse sobre la reducción de los

fenómenos diversos y cambiantes a factores constantes y mensurables, debía traer

como consecuencia la idea de que no cabe otra ciencia exacta de la naturaleza que

la mecánica, y la de que las cualidades sólo pueden conocerse por cantidades.

Galileo pensaba que todo cambio se debe a un simple desplazamiento de las partes

de la materia. Formuló una doctrina de la ciencia en la que los hechos se explicaban


en fundón de teorías espaciales. Lo mismo que Keplero, sentíase atraído por las

concepciones en que se afirman que las leyes científicas pueden ser referidas a

consideraciones fundadas sobre relaciones numéricas o construcciones geométricas

simples. “La ciencia moderna -escribe Bergson- es hija de la Astronomía; bajó del

cielo a la tierra por el plano inclinado por Galileo, por quien Newton y sus sucesores

se juntan con Keplero”94.

A su punto de vista está ligada la tesis sobre la subjetividad de las cualidades sensibles.

Para Galileo cabía distinguir en las propiedades aparentes de los cuerpos dos especies:

unas están en nosotros; las otras pertenecen a los cuerpos realmente. Esta idea la expresa

en el Saggiatore: no hay ninguna dificultad en admitir que un cuerpo sea limitado, de tal

o cual forma, que sea mayor o menor que tal otro, que se halle en movimiento o en

reposo, en tal o cual lugar o tiempo, pero es imposible explicar que un cuerpo en sí

mismo sea negro o blanco, dulce o amargo, agradable o desagradable al gusto. Algunas

cualidades sólo son nombres que ponemos a las cosas cuando provocan en nosotros

ciertas sensaciones. Ellas están, no en las cosas, sino en el cuerpo que siente; otras, por el

contrario, son tales que jamás se las puede separar de las cosas con la imaginación. Son

cualidades primeras y reales: la forma, el tamaño, el movimiento y el reposo.

Galileo confiesa que no conoció a Epicuro, pero sí ha conocido a Demócrito, cuya

penetración filosófica juzgaba superior a la de Aristóteles. En su obra quedó suprimida

toda distinción esencial entre las diversas especies de cuerpos. Su método se fundaba en

la razón y en la experiencia; la experiencia debía ser aproximada a las matemáticas; debía

ser gobernada por conceptos matemáticos.

Esta era la ciencia de Galileo. En la nómina de los libros que se conocen de la biblioteca

de Spinoza no figura ningún escrito del sabio, pero aun admitiendo que el filósofo no

hubiese leído directamente al físico de Pisa, conocía sus ideas. Ellas eran corrientes en la

obra de los investigadores de más significación de mediados del siglo XVII. Estas ideas

coincidían en lo fundamental con las de Descartes, autor al que Spinoza había estudiado
94
Henri Bergson: La Evolución Creadora, trad. de Carlos Malagarriga, ed. Renacimiento, Madrid, 1912. t.
II, pág. 205.
desde joven. La relación entre Descartes y Galileo es tema de singular interés para la

historia científica y aun general del pensamiento del siglo XVII. Entre los trabajos que

se le han dedicado en años recientes se han de mencionar especialmente los de Alexandre

Koyré y Federico Enriques. En el de este último nos detendremos por un momento95.

Dejando de lado los problemas de la actitud personal de Descartes frente a Galileo y de la

originalidad, que no fue absoluta ni en el uno ni en el otro, cabe señalar las esenciales

semejanzas entre puntos fundamentales de sus respectivas concepciones. Recordábamos

hace un momento el pasaje en que Galileo distingue en los objetos dos clases de

cualidades: las que “tienen solamente residencia en el cuerpo sensitivo, de modo que, si

se suprime el animal, son suprimidas y aniquiladas todas esas cualidades”, y otras, como

la forma, el tamaño, el lugar que los objetos ocupan en el espacio, el estado de reposo o

movimiento, sin las cuales no cabe concebir “una materia o sustancia corporal”. A

propósito de esta concepción de Galileo, señala Enriques: “Diversas indicaciones

autorizan a creer que el físico de Pisa no era hostil a la idea de adoptar más

completamente el pensamiento de Demócrito, admitiendo la existencia de los átomos y

del vacío. En cuanto a Descartes, su noción de la materia extensa, desprovista de

cualidades, es exactamente la que está explicada en el Saggiatore”.

Con Demócrito estarían emparentadas la explicación de Descartes y la de Galileo. Se

diría que Descartes abandona a Demócrito al negar el vacío y la división de la materia en

átomos, pero esta discrepancia sería más aparente que real: “Para quien observa más de

cerca la diferencia, sobre la que el autor (Descartes) insiste expresamente como para

apartar el fantasma de una tradición peligrosa, ella no tiene gran importancia, si se tiene

en cuenta la distinción que al mismo tiempo establece entre corpúsculos rígidos y

materia sutil: los primeros son equivalentes a los átomos de Demócrito, mientras la

materia sutil quizás no difiera sustancialmente del vacío que el filósofo griego designaba

como siendo la nada o el no ser”, pero el cual también decía que es “algo como el ser”.

Diferencia significativa, en cambio, es la que separa las tesis sobre el movimiento en

95
Federico Enriques: Descartes et Galilée, en Revue de Métaphysique et de Morale, enero de 1937, págs.
229-235.
Descartes y en Galileo. Galileo concebía el movimiento como absoluto, “en relación al

vacío o al espacio”; Descartes, a su vez, afirmaba su carácter relativo, afirmación

difícilmente conciliable con el principio de inercia que el propio Descartes postulaba.

Enriques señala las diferencias de temperamento entre ambos y agrega que el principio de

la ciencia es igualmente para uno y otro la razón matemática. La experiencia desempeña

para los dos el mismo papel, y, así, cabe decir que en el cuadro general de la

decimoséptima centuria, Descartes y Galileo concebían de la misma manera el

conocimiento del mundo físico.

Agreguemos que ambos enunciaron el principio de inercia: Para Galileo, “todo grado de

velocidad que se encuentra en un móvil, está en él impreso, por su naturaleza misma, de

una manera indeleble”, en cuanto no actúan causas exteriores de aceleramiento o retardo;

para Descartes, a cada cosa permanece en el estado en que se halla mientras algo no la

cambia”.

Los sabios peripatéticos no habían advertido la persistencia del movimiento rectilíneo.

Descartes y Galileo, al afirmar el concepto de inercia, explicaban diversos hechos, entre

ellos el desplazamiento de un proyectil, que para sus predecesores eran inexplicables.

Spinoza conocía la concepción científica de Galileo a través de otros autores; la de

Descartes la conoció en su fuente originaria. En una y otra se trataba de esa ciencia del

siglo XVII que se define como ciencia matemática de la Naturaleza. En su biblioteca se

hallaban obras valiosas de matemáticas, física y astronomía. Merecen que las

recordemos, porque ofrecen una imagen de la formación científica del filósofo y explican

que se decidiese a enunciar objeciones a un trabajo de un sabio tan reputado como Boyle.

Observemos, pues, un instante la biblioteca de Spinoza.

El ilustrado pensador que escribió more geometrico su Ética, tenía los Elementos de

Euclides y los Seis libros de aritmética de Diofanto de Alejandría, autor del siglo III

frecuentemente citado por los sabios del XVII. Principia Matheseos universalis y
Exercitationes mathematicae (1657) eran los títulos de dos libros que Spinoza conservaba

en su biblioteca96. Ambos eran de Francisco Van Schooten (muerto en 1661), matemático

que dio los primeros pasos hacia la geometría analítica 97. Hasta la muerte, nuestro

filósofo conservó en su biblioteca el Tiphys Batavus, tratado de navegación, cuyo autor,

Willebrord Snell Van Royen, fallecido en 1626, había recogido las enseñanzas de

Keplero y Ticho Brahe y fue el primero en determinar el método para medir las

dimensiones de la tierra. Vossius y Huyghens le adjudicaron el descubrimiento de la ley

de la refracción, generalmente atribuido a Descartes. Hay que mencionar también la

Arithmetica philosophica, de Wouter Verstap, y el álgebra y la geometría de Gerardo

Kinckhuysen, matemático al que Newton estimó y cuya álgebra tradujo al inglés.

También se hallaba en la biblioteca de Spinoza una obra en holandés de Abraham de

Grahafs, profesor cartesiano en una universidad de Holanda.

De las obras físico-matemáticas que Spinoza tenía en sus manos merece especial mención

Horologium Oscillatorium, con cuyo autor, el famoso sabio Christian Huyghens,

mantuvo nuestro filósofo trato personal. “Entre los sucesores de Galileo -dice Ernst

Mach- se debe considerar a Huyghens como su igual en todos los sentidos. Tal vez era

espíritu menos filosófico, pero compensaba esta inferioridad con su genio de geómetra.

No solamente hizo avanzar las investigaciones comenzadas por Galileo, sino que resolvió

los primeros problemas de la dinámica de masas múltiples, mientras Galileo siempre se

había limitado a la dinámica de un solo cuerpo” 98. Señala Mach que Huyghens,

partidario de la concepción cartesiana del mecanismo universal, trató por primera

vez cuestiones de capital importancia. La teoría vibratoria de la luz es sólo una de

sus grandes ideas científicas, que en conjunto figuran entre las más importantes

contribuciones a la ciencia moderna.

96
Esta nómina de libros figura en Paul Vulliaud: Spinoza d'apres les livres de sa bibliothèque, ed.
Biblioteque Chacoinac, París, 1934, págs. 99 y ss. Por ella nos guiamos en todas nuestras referencias
a los libros que Spinoza guardó en su biblioteca. La nómina de los libros de esta biblioteca es
incompleta, pero sirve como elemento de juicio cierto por lo que a través de ella se sabe de las
lecturas del filósofo.
97
Van Schooten fue maestro de Huyghens en la universidad de Leyden. (Florian Cajori: A History
of Mathematics, ed. Macmillan, Nueva York, 1938, pág. 182).
98
Ernst Mach: La mécanique, traducción francesa de R. Bertrand, ed. J. Hermann, Paris, 1925, págs.147-
48.
En la reconstruida biblioteca de nuestro filósofo se encuentran las Refractiones

coelestes del sabio suabo Cristóbal Scheiner (fallecido en 1650), que parece haber

sido de los primeros descubridores de las manchas solares. Spinoza poseía las

Instituciones astronómicas y el Astrolabio del geómetra holandés Adriano Metius, que

fue discípulo de Ticho Brahe y enseñó matemáticas durante treinta años en la

universidad de Franeker. Era matemático y ejercía la medicina. Algunos autores

creen que su hermano Santiago fue el inventor del telescopio por refracción y de los

lentes de aproximación, descubrimiento que, probablemente, perfeccionaron

Keplero y Huyghens.

Spinoza conservaba en su biblioteca la Astronomia Danica de Longomontanus,

nacido en Dinamarca en 1568 y que había trabajado y estudiado con Ticho Brahe.

De regreso a Dinamarca, en 1605, se le nombró profesor de matemáticas en la

universidad de Copenhague, donde enseñó hasta su muerte (1645). Spinoza se

interesó en la teoría de Copérnico. En su biblioteca tenía las obras de Felipe Van

Lansberghe y de su hijo Santiago. El filósofo había leído también el libro de J.

Gregory titulado Optica promota, seu Abdita radiorum reflexorum et refractorum

mysteria, Geometricè enucleata. Gregory (1638-1675) fue gran matemático. A los 23

años publicó un trabajo de óptica donde describe el telescopio reflector que lleva su

nombre. Estudió durante años en Padua, donde publicó diversas obras, y luego

volvió a Gran Bretaña para enseñar matemáticas en Edimburgo.

Astronomía, matemáticas y física integraban la gran creación de la ciencia en el

siglo XVII. El filósofo tenía versación en las tres disciplinas, y -hecho no menos

significativo- conocía con singular penetración la doctrina que, tácita o

explícitamente, servía de base a tales ciencias. Porque se había asimilado esta

doctrina y porque estaba al tanto de las conclusiones particulares en varios campos

del saber científico, pudo decidirse a polemizar con Robert Boyle, uno de los sabios

más famosos de su tiempo.


De Robert Boyle (1627-1691) hay en la lista reconstruida de la biblioteca de Spinoza

solamente dos libros. Conocía también el tratado del inglés sobre el nitrato, que

Oldenburg le envió en octubre de 1661. Ésta es una prueba más de que Spinoza tuvo

en sus manos y leyó obras que no aparecen en dicha lista. Pocas ha de haber

examinado con tanta pulcritud como esa que recibió de Oldenburg y había sido

escrita por Boyle. En su comentario, todo un extenso ensayo, que envió al diligente

secretario de la Sociedad Real de Londres, hace Spinoza no pocas objeciones al

célebre químico y pone de manifiesto que conocía el credo científico. Discurre de

acuerdo con su espíritu; emplea palabras que parecen de Galileo e invoca contra

Boyle la autoridad de Descartes. Persuadido de que no hay diferencias entre las

distintas partes del mundo físico, piensa que todo él puede ser estudiado por una

misma ciencia.

Spinoza escribe sobre el trabajo de Boyle a Henry Oldenburg a fines de 1661 o, tal

vez, a comienzos de 1662, cuando tenía veintinueve años. La extensa carta lleva el

número 6 en la edición francesa de Appuhn del epistolario del filósofo y en el

subtítulo dice “que contiene observaciones sobre el libro del señor Robert Boyle,

respecto del nitrato, de la fluidez y de la solidez”. El libro de Boyle se titulaba

Tentamina quaedam physiologica diversis temporibus occasionibusque conscripta. El

texto de la carta de Spinoza está dividido en capítulos, el primero de los cuales es

un breve estudio sobre el salitre. Al discutir algunas de las afirmaciones de Boyle,

dice: “como lo ha mostrado bien Descartes”. Spinoza prueba en esta carta que

conoce el método experimental, que sabe hacer una experiencia con fines

científicos. En unas líneas en que comenta una aseveración de Boyle, declara: “En el

pasaje en que el ilustre autor trata, someramente, de la configuración de las

partículas del salitre, reprocha a ciertos modernos el haberla representado

inexactamente, y no sé si entre ellos comprende también a Descartes. Si es así,

quizás lo acuse fiado en palabras dichas por otros, pues Descartes no habla de las

partículas visibles, y no puedo creer que el ilustre autor haya querido decir que si los

pequeños cristales de salitre estuviesen tallados en paralelepípedos, debieran dejar


de ser salitre. Pero, quizás, su observación se refiere a ciertos químicos que no

admiten nada fuera de lo que puedan ver con sus ojos y tocar con sus manos”.

En otro pasaje de la epístola, Spinoza se sorprende de que Boyle se haya empeñado

en sacar de sus experimentos una conclusión “que Verulam y luego Descartes han

demostrado suficientemente”. A continuación escribe unas líneas de significación

particular: “por mi parte, no estoy de acuerdo en que se incluyan entre los géneros

supremos las nociones que el vulgo forma sin método y que representan la

Naturaleza, no tal cual es en sí misma, sino en relación con nuestros sentidos, y no

quiero que se las mezcle (por no decir, que se las confunda) con las nociones claras

que explican la Naturaleza tal cual es en sí misma. De este género son el

movimiento, el reposo y sus leyes; por el contrario, lo visible, lo invisible, lo

caliente, lo frío y también -no temería decirlo- lo fluido y lo sólido, son de la clase

de las nociones debidas al uso de los sentidos”99.

En el capítulo siguiente de su carta, Spinoza comenta la afirmación de Boyle de que

dos cuerpos que se hallan en reposo el uno con relación al otro, quedarán en tal

estado hasta que una fuerza capaz de vencer su resistencia haya actuado sobre ellos.

Boyle declara que este enunciado concuerda con las leyes generales de la

Naturaleza. Spinoza glosa lo dicho por Boyle: “Existe una demostración de

Descartes y no veo que el ilustre autor (se refiere a Boyle) saque de sus experiencias

u observaciones ninguna demostración verdadera”. Como en esta carta, en otras de

su correspondencia, tanto en lo que escribe él como en lo que le escriben, abundan

los temas de carácter científico. Bástenos con lo dicho para probar que Spinoza

conocía los principios de la ciencia moderna; que Descartes, hombre de ciencia, le

merecía un alto respeto, y en su autoridad sabía ampararse. No admitía que Boyle

por error censurase a Descartes injustamente.

99
Estas expresiones son similares a las del Saggiatore de Galileo que hemos trascrito hace un
momento. Tratábase, en verdad de una idea corriente en el siglo XVII. También la había enunciado
Hobbes en su Leviatán: “...Todas estas cualidades se denominan sensibles y no son, en el objeto que
las causa, sino distintos movimientos en la materia, mediante las cuales actúa ésta diversamente sobre
nuestros órganos... una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía”. Véase Thomas Hobbes: Leviatán,
traducción de Manuel Sánchez Sarto, ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1940, pág. 7.
Boyle contestó a Spinoza por intermedio de Oldenburg en abril de 1663. Dos meses

después Spinoza replica a esta respuesta del sabio químico. En uno de los pasajes de

esta réplica vuelve a invocar a Descartes, junto con Bacon. En ese mismo pasaje

habla de “... cuando se conocen los principios mecánicos de la filosofía y se sabe que

todos los cambios se producen en los cuerpos según leyes mecánicas ...”.

En la biblioteca de Spinoza vimos algo de sus lecturas en materia de ciencia físico-

matemática; en su discusión con Boyle se nos mostró impregnado del espíritu de la

ciencia física de su tiempo, ciencia para la que era verdad incontestable: que todo el

universo material está sujeto a las mismas leyes; que todo él tiene idéntica

estructura; que la razón es capaz de describir esa estructura en fórmulas

matemáticas; que las nociones de los sentidos son subjetivas y no reflejan la

realidad; que la realidad verdadera no posee ciertas cualidades de que el hombre tiene

noticia a través de las sensaciones. Se trataba de una ciencia que sustituye la

aparente realidad sensible con una realidad auténtica, de estructura racional y

susceptible de ser presentada en fórmulas de orden matemático.

Esta ciencia era aplicable a todo el mundo material. ¿También podía emplearse en el

estudio de los seres vivientes, incluso el hombre? En las tendencias de la medicina de la

época de Spinoza podemos encontrar una respuesta a esta pregunta. En cualquier manual

de historia de los estudios médicos se comprueban dos hechos dignos de subrayarse en

relación con el asunto de que nos ocupamos. Uno es de carácter teórico y se refiere a la

concepción mecanicista dominante en las décadas medias del siglo XVII sobre la

naturaleza de los fenómenos del mundo de los seres vivientes, incluso el hombre. Al otro

podríamos calificarlo como de orden psicológico y se refiere a que quienes crearon la

medicina de ese siglo eran estudiosos de las más variadas disciplinas; la mayoría de las

veces se trataba de naturalistas en el más amplio sentido de la palabra. Esta universalidad

de sus estudios, se acompañaba en ciertos casos de un esfuerzo paralelo de unificación

sistemática de los conocimientos diversos.

Spinoza había leído obras que abarcaban todas las ramas de los estudios médicos, según
se comprueba en la nómina de los libros que se conocen de su biblioteca. Antes de

ocuparnos en particular de ellos, creemos oportuno señalar a grandes rasgos el estado de

las investigaciones de. medicina en su tiempo.

La figura médica más ilustre del siglo XVII fue, probablemente, el inglés William

Harvey (1578-1657). Cuatro años antes de nacer Spinoza, Harvey publicó su De motu

cordis, donde exponía una conclusión científica que, a juicio de un historiador, es “el

acontecimiento más notable de la historia de la medicina desde los tiempos de Galeno”100.

Según el mismo autor, lo significativo en la obra de Harvey “no es tanto el

descubrimiento en sí de la circulación de la sangre como su demostración cuantitativa o

matemática”. Merced a Harvey, que aplicó por primera vez la noción de medida en una

investigación biológica, pudo la fisiología convertirse en una ciencia dinámica. Su

fecundo hallazgo fue el punto de partida de la explicación puramente mecánica de los

fenómenos vitales. La idea central de la argumentación de Harvey era que el retorno de la

sangre al corazón a través de los vasos venosos es físicamente necesario como

consecuencia de su cantidad y su velocidad. Algunos autores sostienen que ha mediado la

influencia indirecta de Galileo en los experimentos de Harvey, guiados por la idea de que

el movimiento de la sangre en el cuerpo humano era un movimiento circular.

Junto con la fisiología, desarrollábanse los estudios anatómicos e histológicos. En el siglo

XVII llegó a un alto nivel la ilustración anatómica, con la aparición de numerosos atlas,

en algunos de los cuales la perfección artística iba unida a la precisión científica. Se

hacían descubrimientos en anatomía, mientras el microscopio abría el camino a lo

minúsculo del mismo modo que el telescopio ensanchó el campo de la astronomía. Ya

había transcurrido largo tiempo desde que Roger Bacon había entrevisto la posibilidad de

la microscopía hasta que ella adquirió, en el siglo XVII, plenitud de desarrollo. Varios

son los nombres de microscopistas ilustres de ese siglo. Antes que a ninguno se ha de

nombrar al jesuita Atanasio Kircher (1602-80). Matemático, físico, orientalista, músico y

médico, fue probablemente el primero en utilizar la ayuda del microscopio para

Fielding H. Garrison: Introducción a la Historia de la Medicina, trad. E. García del Real, ed. Calpe,
100

Madrid, 1921, T. I, pág. 249.


investigar las causas de las enfermedades. Otro infatigable obrero del microscopio ha

sido Robert Hooke (1635-1713). Genio de la mecánica, se anticipó a muchos

descubrimientos e invenciones. Hay de él bellas láminas de histología vegetal y fue el

primero en emplear la palabra célula. En 1665 publicó su The Micrographia; or some

Physiological Descriptions of Minute Bodies Made by Magnifying Glasses and Enquiries

Thereupon. Esta obra, editada por la Sociedad Real de Londres, tuvo una influencia

decisiva en el desarrollo de la microscopía. En ella su autor explica cómo el empleo de

adecuados instrumentos permitirá al hombre develar los secretos de la Naturaleza.

Historiadores de la medicina creen que Hooke es el inspirador de la obra de Neemías

Grew (1641-1712) sobre histología y fisiología vegetal. Grew era “un laborioso

observador de la Naturaleza en todas sus direcciones”.

De Ámsterdam era Juan Swannerdam, nacido cinco años después de Spinoza. En su casa

paterna se hallaba la más completa colección de la fauna exótica en Holanda.

Swannerdam, antes de empezar a estudiar medicina, tenía ya una gran información de

naturalista, con especial versación en anatomía microscópica y embriología. Sus

investigaciones le permitieron probar lo infundado de la tesis que afirmaba la simplicidad

de estructura de los animales minúsculos.

El mismo año que nuestro filósofo, nació Antony Van Loeuwenhoeck, que dedicó la

mayor parte de su vida al estudio de la historia natural. Tenía gran cantidad de

microscopios con numerosos lentes que él mismo había construido y de los que hizo

donación a la Sociedad Real de Londres y a la Academia de Ciencias de Francia.

Demostró las anastomosis capilares entre las arterias y las venas, completando, así, el

conocimiento de la circulación sanguínea iniciado con el estudio de William Harvey. El

más grande de los microscopistas fue Marcelo Malpighi (1628-94). Fundador de la

histología, conquistó vasto renombre con sus trabajos biológicos en anatomía del gusano

de seda y en morfología de las plantas. Es el fundador de la embriología descriptiva. Aun

hoy en la anatomía y en la histología se encuentran los estudiosos con el nombre de quien

se hizo célebre con sus investigaciones de la estructura del hígado, del bazo y del riñón.
Los descubrimientos particulares de la ciencia médica del siglo XVII hubieron de

organizarse en una doctrina; y así fue, en efecto. Surgió la doctrina fisiológica, que se

desarrolló por dos rutas, la hiatromatemática y la hiatroquímica. Aunque en el siglo XVII

se hicieron descubrimientos en química, fue sobre todo un tiempo de investigaciones en

astronomía y física matemática. La escuela hiatromatemática, en la que se definía el

conjunto de esta orientación científica, consideraba que todo acontecimiento fisiológico

era consecuencia necesaria de las leyes de la física. Fueron protagonistas de esta escuela

Descartes, Borelli y Sanctorio. De la escuela hiatroquímica, que encaraba todos los

fenómenos vitales como esencialmente químicos, hay que mencionar a Van Helmont,

Sylvius y Willis.

La aplicación del punto de vista mecánico al estudio del organismo humano fue hecha de

modo riguroso por el matemático napolitano Giovanni Alfonso Borelli (1608-1679). En

su De motu animalium trataba la locomoción, la respiración y la digestión como procesos

puramente mecánicos. Esta interpretación de los hechos que interesan a la medicina en

términos de ciencia física fue llevada adelante por otros autores, pero su actuación es

posterior al fallecimiento de Spinoza.

Tema común a la medicina y a la física es el de la oftalmología. Ella se desenvolvió

principalmente por obra de grandes astrónomos y físicos. Keplero, en su Ad Vitellionem,

Paralipomena, se ocupa de la visión del ojo humano. En su Dioptrica, Descartes compara

el ojo humano a una cámara oscura. Spinoza, huelga recordarlo, tenía una versación

completa en materia de óptica, parte de la física que en su tiempo interesaba por igual a

físicos, a médicos y a filósofos.

Ejemplo típico de estudioso de la medicina y de naturalista en el amplio sentido de la

palabra fue Stensen o Stenon: “Era como Athanasius Kircher, un sacerdote médico, y

también, como él hombre de maravillosa diversidad de dotes. Era a la vez un gran

anatómico, fisiólogo, geólogo y teólogo, y llegó a ser obispo de Titiópolis algún tiempo

después de su conversión del luteranismo a la fe católica, en 1667. En anatomía su

nombre ha quedado permanentemente unido al conducto excretor de la glándula


parotídea (conducto de Stenon), que él descubrió en la oveja en 1661. En el mismo año

investigó las glándulas del ojo y en 1664 publicó sus observaciones de los músculos y las

glándulas, en las que reconocía la naturaleza muscular del corazón. Su discurso de París

sobre la anatomía del cerebro (1669) contiene una aguda crítica de los errores fisiológicos

de su tiempo, especialmente de los de Willis, que localizaba el sentido común en el

cuerpo estriado, la imaginación en el cuerpo calloso y la memoria en la sustancia cortical.

Los ulteriores estudios de Stensen acerca de la fisiología de los músculos (1667) tratan el

asunto desde un punto de vista puramente mecánico y matemático, considerando cada

músculo aislado como un paralelepípedo, y oponiéndose al punto de vista defendido por

Borelli de que el aumento en proporciones de un músculo se debe al influjo de un

hipotético jugo. Stensen era también geólogo, uno de los sabios fundadores de la

geología. En 1883, geólogos de todas las naciones erigieron y descubrieron un busto

sobre su tumba en la Basílica de San Lorenzo, en Florencia. Su tratado De solido intra

solidum (1669) contiene, acerca de la formación de los estratos, los fósiles y otros

accidentes geológicos, el trabajo más importante conocido desde los tiempos de Avicena

y Fracastor hasta entonces. Fue conducido a la Geología porque, disecando la cabeza de

un tiburón, descubrió, al examinar un diente, que el “glosso petrae” encontrado en

Toscana era en realidad, un diente fósil”101.

La aplicación por Harvey del método experimental al estudio de la circulación se

extendió también al estudio de la respiración. Harvey había demostrado que la sangre se

trocaba de venosa en arterial en los pulmones. De ahí arrancó lo que se suele llamar “la

patética pesquisa del oxígeno”, que se llevó a cabo en diversas etapas de las que fueron

protagonistas distintos autores.

Por circunstancias de la época fueron Holanda e Inglaterra los grandes centros de la

cultura europea. En Holanda había nacido y vivía Spinoza. Durante tres años habitó cerca

de Leyden en cuya universidad ilustre sabios contemporáneos hacían adelantar la ciencia

médica. El interés por la medicina se refleja en el arte de Holanda en aquel tiempo, como

lo prueban las Anatomías de pintores famosos. Una de ellas, la de Rembrandt, tiene como
101
Fielding H. Garrison: op. cit., t. I, págs. 270-271.
principal protagonista a Nicolás Tulp, con quien Spinoza había tenido trato personal.

Sobre una de las peculiaridades de la actividad de los máximos creadores de la medicina

en el siglo XVII, escribe Garrison estas líneas: “Así como los grandes médicos del

Renacimiento estudiaban, generalmente, Botánica o Zoología como un género especial de

investigación, encontramos que los médicos del siglo XVII eran al propio tiempo

distinguidos matemáticos, astrónomos, físicos y microscopistas o químicos. En la

enseñanza universitaria, se desplegaba, en ocasiones, la más extraordinaria versatilidad;

Meibom, por ejemplo, enseñaba Filosofía, Filología, Arqueología y Geometría lo mismo

que Medicina. El polihistoriador Hermann Conring enseñaba en las cuatro facultades”.

En estas palabras se pone en evidencia la segunda característica de los estudios médicos

en la época de Spinoza a que nos hemos referido antes: el hecho de que sus cultores lo

fuesen al mismo tiempo de disciplinas científicas diversas. Con las modalidades propias

del siglo, se estaba, en cierto modo, dentro de una tradición que tenía su origen en las

antiguas universidades medievales. Contaban éstas con tres facultades: Teología,

Derecho y Medicina. En la de Medicina hallaban cabida todas las materias científicas, en

la escasa medida de su desarrollo102. En el siglo XVII, astronomía, matemáticas y física

habían alcanzado un vasto desenvolvimiento. No sólo se habían multiplicado las

comprobaciones de fenómenos particulares. Se habían asentado, a la vez, los

fundamentos de la ciencia. En ese progreso, la medicina recogía las conclusiones de

disciplinas distintas y a la vez estimulaba su adelanto. La fórmula de esta última

influencia la dio T. H. Huxley en su disertación rectoral de Aberdeen en 1874: “La

medicina fue la nodriza de la química, porque se ocupa de la preparación de drogas y de

la investigación de venenos; de la botánica, porque capacita al módico para reconocer

hierbas medicinales; de la anatomía y la fisiología comparadas, porque el hombre que

estudiaba anatomía y fisiología humanas con fines puramente prácticos fue llevado a

extender sus investigaciones al resto del mundo animal”. En la época de nuestro filósofo

se procuraba imponer las concepciones de la ciencia matemática de la Naturaleza en


102
En el siglo XIII, Roger Bacon, en el XV, Copérnico y Jorge Agrícola, y en el XVI, William
Gilbert, fueron todos médicos y sus nombres son famosos en la historia general del pensamiento y
de la ciencia en particular.
todas estas esferas del conocimiento.

Spinoza, hombre de un tiempo en que estaban en pleno desarrollo los estudios médicos,

los siguió de cerca. Lector de textos médicos, tenía en su biblioteca una edición de las

obras de Hipócrates. Igualmente conservó en su poder libros de Nicolás Stenon (Stensen).

Stenon fue discípulo de Tomás Bartolino, famoso en toda Europa, cuya anatomía era en

su tiempo una obra que diríamos clásica. Bartolino, además de médico, fue matemático y

orientalista; había aprendido el árabe con un maestro ilustre. En anatomía se le deben

descubrimientos de importancia. De este anatomista y matemático tenía nuestro filósofo

la Anatomía ex Casp. Bartholini parentis Inst. omniumque recentiorum et propriis

observationibus tertium ad sanguinis circulationem reformata. También se hallaba en la

biblioteca del filósofo la obra de un adversario de Tomás Bartolino; nos referimos a Juan

Riolan (hijo), nacido en París en 1577 y muerto cuando Spinoza tenía 25 años. Defensor

de la alquimia, se le deben observaciones anatómicas notables. Spinoza conocía sus

Opera Anatomica.

Teodoro Kerckring había sido compañero de Spinoza en la escuela de Francisco Van den

Enden. En nuestro primer tomo hemos relatado la historia de sus relaciones con nuestro

filósofo, el cual guardaba en su biblioteca el Spicilegium anatomicum de su amigo de la

adolescencia y autor de algunos descubrimientos de valor en anatomía.

Nuestro filósofo había leído Syntagma anatomicum, la más importante producción del

sabio westfaliano Juan Vesling, que fue profesor de anatomía, de botánica y de cirugía en

la Universidad de París e hizo muchas comprobaciones valiosas en angiología. Del sabio

holandés Nicolás Tulp tenía Spinoza las Observationes medicae. En la biblioteca de

Spinoza se encontraba también la Farmacopea de Ámsterdam, editada en 1636, obra,

según algunos autores, del mismo Nicolás Tulp. Entre los adversarios de Spinoza con

quienes él tuvo relación personal se contaba el médico, filósofo y teólogo Lambert

Velthuysen. Spinoza poseía de él dos tratados, sobre el hígado y sobre la generación.

Hemos indicado las obras médicas que Spinoza había leído; no es improbable que el
filósofo hubiese conocido otros libros de medicina, fuera de los incluidos en la nómina de

su biblioteca reconstruida. En todo caso, se comprueba en ella que Spinoza se había

dedicado a las ciencias médicas que en el siglo XVII estaban estrechamente ligadas al

espíritu de investigación científica general; a la penetración de la matemática en las

ciencias todas y al pensamiento de que los estudios médicos eran un capítulo de una

empresa más vasta, el estudio de la Naturaleza en su conjunto, del mundo físico que

había de ser descifrado mediante un saber de configuración matemática. Tal fue la física

de la época de Spinoza, y al espíritu de esta física respondía la orientación de la medicina.

Hombres de las más diversas tendencias en materia religiosa coincidían en la concepción

mecánica de los hechos vitales. En este sentido merece particular atención el punto de

vista expuesto en las obras del ya nombrado Velthuysen. Era compatriota y adversario de

Spinoza, pero se respetaban. Podemos considerarlo como exponente de la concepción

biológica dominante en el medio intelectual de la madurez de Spinoza. Acerca de él

encontramos una extensa referencia en un estudio de Dunin Borkowski sobre la física de

Spinoza103: Velthuysen aplicaba la concepción mecanicista al estudio de los fenómenos

biológicos y todas sus reflexiones, hasta sus consejos médicos, partían de ideas de la

física. Creía que los hechos vitales son mecánicos y nada más que mecánicos.

Spinoza ciertamente no hubo de atenerse en todas sus partes a ese mecanicismo que

podemos suponer sistematizado en Descartes. En la Ética aparecen ideas que contradicen

a Descartes en este aspecto de su obra, pero nuestro filósofo acepta en sus líneas

generales las nociones cartesianas sobre el cuerpo humano y sobre los cuerpos vivientes

en general. Más aún, partiendo de Descartes, y por momentos contradiciéndolo, Spinoza

construye una psicología “rigurosamente mecánica”. Pero fácil resulta advertir que

debían asomar diferencias entre las concepciones de ambos. Para Descartes, el hombre

era un compuesto de dos substancias radicalmente distintas: materia y espíritu. Alma y

cuerpo coexistían en el hombre, y, después de la muerte, persistía el alma. Para Spinoza,

el hombre es un modo de una substancia única; en él es el alma la idea del cuerpo, y ese

cuerpo ya no puede explicarse plenamente por el estudio de sus componentes y


103
Stanislaus von Dunin Borkowski: Die Physik Spinozas, en Septimana Spinozana, La Haya, 1933, págs.
85-101.
funciones. En otros puntos también debían surgir discrepancias entre Spinoza y la física

cartesiana, que absorbía los fenómenos de los seres vivientes en procesos de orden

puramente material. No nos toca aquí estudiar esta parte de su doctrina, en que enuncia

pensamientos de otras fuentes, junto a los de su creación puramente personal, pero no

exageramos el valor de los estudios médicos en la formación intelectual de Spinoza. Ellos

contribuyeron a definir los caracteres de lo que cabría llamar la Antropología de nuestro

filósofo.

De lo dicho hasta ahora fluye claramente que Spinoza, por ser hombre del siglo XVII y

conocer las manifestaciones fundamentales de la ciencia de ese siglo, se encontró con

que: 1º) la realidad física tiene estructura racional y la razón del hombre es capaz de

captar esta estructura; 2º) el conocimiento del orden físico se perfecciona con la

formulación matemática de las leyes que lo rigen; 3º) estas leyes dominan en todo el

cosmos, sin que haya diferencias de especie entre sus diversas partes; 4º) la realidad que

el hombre percibe mediante los sentidos no es la realidad verdadera, sino sólo una

apariencia derivada subjetivamente de los sentidos y que el vulgo confunde con la

verdadera realidad; 5º) los fenómenos vitales son reducibles, como los del mundo físico

inerte, a procesos mecánicos. Una misma ciencia, creada por una misma razón, ha de dar

cuenta de movimiento de un astro, de la caída de una piedra, de la contracción de un

músculo. La razón así lo piensa y ésa es la verdad. Así se elaboró en el siglo XVII la

ciencia moderna, estudio cuantitativo de la realidad física. He aquí unas líneas en que

Bergson describe el proceso de su formación: “La ley, en el sentido moderno de la

palabra, es justamente la expresión de una relación constante entre dos magnitudes que

varían. La ciencia moderna es, pues, hija de las matemáticas; nació el día en que el

álgebra hubo adquirido suficiente fuerza y flexibilidad para enlazar la realidad y

prenderla en la red de sus cálculos. Primeramente la astronomía y la mecánica

aparecieron bajo la forma matemática que los modernos le han dado. Luego se desarrolló

la física, una física igualmente matemática. La física suscitó la química, fundada también

en medidas, en comparaciones de pesos y volúmenes. Después de la química vino la

biología que, sin duda, no tiene aún la forma matemática ni está próxima a tenerla, pero
no por eso quiere menos, por el intermediario de la fisiología, reducir las leyes de la vida

a las de la química y la física, es decir, indirectamente de la mecánica” 104. En el siglo

XVII no se dudaba de la posibilidad de reducir a fórmulas mecánicas todos los hechos

del mundo material. Spinoza compartía esta fe; de conformidad con el espíritu de su

tiempo, veía en la Razón un instrumento infalible para la adquisición el conocimiento de

todas las modalidades del orden material. Este orden era de estructura racional, y el

intelecto humano era capaz de penetrarlo. Spinoza se asimiló este punto de vista de su

época. Principios de la física moderna tienen en la Ética un alcance que no les

adjudicaron ni Galileo ni Descartes. Sus divergencias con la física cartesiana se deben a

que extendió nociones de esta física más allá del dominio que Descartes reconoció. Con

su siglo Spinoza creía en la eficiencia absoluta de la Razón en el ámbito de lo material,

inclusive de la vida. Ella podía exponer sus verdades en fórmulas universales y eternas.

La Razón, en el tiempo de nuestro filósofo, también se creía capaz de formular principios

igualmente universales en el derecho y en la religión; de establecer los fundamentos de

un derecho natural y de una religión natural. Si juzgáramos a Spinoza exclusivamente a

la luz del siglo XVII, diríamos que creó una doctrina metafísica que pudiera servir de

base común a esta religión y a ese derecho tanto como a aquella mecánica.

CAPITULO X

SPINOZA Y LAS CONCEPCIONES DEL DERECHO NATURAL Y DE LA

RELIGION NATURAL EN EL SIGLO XVII

El derecho natural. Su fundamento y alcance. Hugo Grocio. Su doctrina racional del derecho natural. Su

significado como expresión del espíritu de la época. La religión natural. La tesis de Herbert de Cherbury.

La doctrina de la religión natural y el racionalismo del siglo XVII. El problema de la unidad del

conocimiento en Descartes. La metafísica de Spinoza, fundamento de la unidad del saber.

Henri Bergson: La energía espiritual, trad. de Eduardo Ovejero y Maury, ed. Jorro, Madrid, 1928, pág.
104

110
Copérnico había estudiado el movimiento de los astros; Galileo, con la dinámica,

sometió a reglas comunes todas las formas de movimiento. Harvey había

demostrado que la circulación de la sangre es, como la revolución de los planetas, un

simple caso de movimiento. Mediante la geometría cabía interpretar los fenómenos

fisiológicos no menos que los de los cuerpos inertes. Para Descartes, los animales

eran autómatas. Para la medicina de esa misma época los hechos del cuerpo humano

eran de igual orden mecánico que los de las otras especies zoológicas. Una

Naturaleza única se hacía trasparente alma única razón. La razón impersonal era

capaz de enunciar en fórmulas impersonales la verdad sobre el mundo físico. Tal era

la ciencia del siglo XVII cuando Spinoza se puso en contacto con ella.

Estar razón también podía realizar otras proezas. Así como descubre tras de la

realidad del mundo sensible, aparente, las leyes de la realidad verdadera, de

estructura matemática, así puede también descubrir normas de derecho igualmente

universales y necesarias. De esta convicción nació el derecho natural. Hugo Grocio

(1583-1645) fue su representante más ilustre en el siglo XVII. Por sus fundamentos,

porque se asentaba sobre la fe en la razón, constituye una de las manifestaciones más

típicas de la vida intelectual del tiempo de Spinoza. Así como la física de esa

centuria afirmaba la vigencia eterna de sus leyes en todo el cosmos, así el derecho

natural contemporáneo procuraba determinar reglas de conducta para toda la

humanidad. Hasta quería enunciarlas para el hecho en que más se pone en acción el

conflicto entre los hombres: la guerra. Doce años antes de publicarse el Discurso del

método apareció De jure belli ac pacis de Grocio.

Había, ciertamente, antecedentes doctrinarios de derecho natural en Judea, en Roma,

en la Edad Media. Spinoza los conocía. Pero en ninguno de ellos se encontraban las

características del racionalismo del siglo XVII. Nuestro filósofo -según se

comprueba en el Tratado teológico-político- conocía el derecho romano con el cual

estaba emparentado el derecho natural de Hugo Grocio. También en los estudios de

su juventud pudo encontrarse con el pensamiento de un derecho natural, entendido


como un derecho humano universal e inherente al hombre por su sola condición de

hombre. Según el jus naturale et gentium que en su largo desarrollo produjo el

pensamiento judío, tenían acceso a la suprema dicha en el mundo futuro los gentiles

que cumplieran los “siete Mandamientos para los descendientes de Noé”. La historia

de este derecho, que regía para los justos no judíos, está descrita por Nathan Isaacs

en The Legacy of Israel105. La concepción israelita de un derecho natural aparece en

el capítulo II de la Epístola a los Romanos, donde se sostiene que los judíos están

sometidos a su ley recibida y los gentiles al derecho humano universal.

Aparece también, con variantes de matiz, en textos talmúdicos, siendo su

concepción clásica la de un pasaje del Talmud de Babilonia106: “Siete mandamientos

fueron impuestos a los Descendientes de Noé (esto es, a toda la raza humana),

concernientes a la justicia de hombre a hombre, a la interdicción de la idolatría, de la

blasfemia, a la prohibición del incesto, del asesinato, del robo y de comer carne

cortada de animales vivos”.

Esta doctrina, que también se encuentra en el “Testamento de Noé” del Libro de los

Jubileos, del primero o segundo siglos antes de la era cristiana, verosímilmente ha

dejado rastros en el espíritu de los Padres de la Iglesia. Tertuliano comenta la ley

natural entre los Patriarcas de la Biblia. En la Biblia, en Isaías XXIV, 5, encuentra

Jerónimo una alusión a esta misma ley. Adán, Eva, Caín y el Faraón habrían tenido

conciencia de sus reiteradas infracciones a ella. Ambrosio discurre sobre la ley

natural pre-mosaica que se refleja en Romanos. V. Isaacs cree que la noción de un

derecho natural sirvió como criterio para la aceptación o el rechazo de tales o cuales

partes de la Ley bíblica, según el principio que prevaleció luego en la Iglesia

Católica; las normas de derecho natural contenidas en el Antiguo Testamento eran

conservadas, como fue el caso de los Diez Mandamientos.

Esta concepción jurídica contribuyó grandemente a la formación del derecho

europeo moderno, merced a la noción de que existe en el universo una ley natural
105
Págs. 387 y ss.
106
Sanhedrín, folio 57.
susceptible de ser descubierta. Todos los grandes juristas, desde el comienzo de los

tiempos modernos hasta mediados del siglo XVIII, se inclinan a esta opinión, que

alcanza su apogeo cuando Grocio hace de ella el fundamento del derecho

internacional. Grocio derivaba su concepción jurídica del derecho romano, pero tam-

bién se complacía en citar la Biblia y sus comentaristas.

En el derecho de Roma aparecen las nociones de derecho natural y de jus gentium. El

jus gentium comprendía las normas aplicables a todos los pueblos; abarcaba

cuestiones de derecho privado y a la vez los problemas de la guerra, de los tratados y

de las prácticas del comercio. Estos principios dieron lugar a la existencia del jus

gentium como una rama jurídica afín al derecho natural, derecho de postulados

universales. En la Edad Media, pensadores distintos intentan establecer un orden

jurídico amparado en una autoridad superior a toda arbitrariedad o contingencia

humanas. Pensadores y moralistas colaboran en el esfuerzo de establecer reglas que

han de regir los asuntos internacionales, y habitualmente procuran hallar en el

antiguo jus gentium materiales útiles a su empresa. Así, desde San Agustín en el

siglo IV hasta los siglos XIV y XV aparecen numerosos escritos relacionados con el

derecho de guerra, con la obligación de respetar los compromisos con un enemigo,

con el valor de las treguas y armisticios.

En tiempo de la Reforma, los teólogos españoles discurren sobre problemas

prácticos de la vida internacional; también ellos buscan enseñanzas en concepciones

jurídicas de Roma, especialmente en su derecho natural. El nombre de Francisco de

Vitoria (1480-1549) ocupa lugar destacado en esa literatura que a mediados del siglo

XVI culminó en la publicación de una serie de libros relacionados con las cuestiones

jurídicas interestaduales. Francisco Suárez (1548-1617) ofrece en su obra un sistema

jurídico integral de la teoría del derecho internacional. Distingue claramente entre

jus gentium y derecho natural; reconoce la independencia de los Estados dentro de

una comunidad política y subraya la necesidad de un sistema de derecho que oriente

a todos los pueblos. Suárez expuso pensamientos que han contribuido


considerablemente a la creación de un derecho internacional e influyeron en el siglo

XVII. También en el orden filosófico general ejercieron sus ideas gravitación

marcada y no es improbable que Spinoza las haya conocido.

No podemos detenernos en todos los nombres y en todas las obras que sirven de

antecedente al pensamiento de Grocio. El jurista holandés no desaprovecha la labor

de sus precursores en la realización de la suya propia, cumplida en conformidad con

el espíritu de la época y presentada en manera congruente, sistemática. Para apreciar

el sentido de su doctrina, es oportuno confrontarla con la del Príncipe de

Maquiavelo. Allí donde Maquiavelo veía conflictos sólo solubles por la violencia,

descubría Grocio relaciones susceptibles de ser resueltas de acuerdo a normas

jurídicas. El hombre es un ser racional, y, por serlo, ha de actuar de una manera.

Corresponde al derecho natural establecer las reglas de conducta propias de esta

racionalidad, reglas de validez universal que nadie, ni Dios mismo, podría alterar.

El derecho romano, en todos sus aspectos, fue tanto creación de juristas como

expresión de la voluntad de un Estado. El derecho natural de la tradición religiosa

judía y el de los teólogos españoles, estaban explícita o implícitamente ligados a la

idea de un orden moral revelado. El derecho natural del siglo XVII, en cambio,

pretendía fundar un régimen jurídico independiente de la voluntad particular de

cualquier Estado e independiente también de toda revelación divina. Era la razón

quien descubría ese derecho y quien enunciaba sus normas. Así pensaba Hugo

Grocio; así pensaban otros autores igualmente inclinados a hacer del derecho un

estudio objetivo.

Grocio fue hombre de su tiempo no sólo por su manera de discurrir; lo fue también

porque sucesos históricos de ese tiempo influyeron en su espíritu. Con su obra, se

propuso resolver problemas planteados por dichos acontecimientos, ante los cuales

no fue un espectador indiferente. Quería que en la mayor medida posible fuesen

sometidos al control de la razón. Pudo ver las luchas de Francia, las controversias

políticas y religiosas de Inglaterra y Holanda, la última parte de la guerra de las


Provincias Unidas contra España y la primera etapa de la guerra de los Treinta años.

Llevado por el espíritu pacifista y el amor a su patria escribió De jure belli ac pacis.

Deseaba demostrar que existe entre las naciones un derecho común, tanto en la

guerra como en la paz. Con este objeto, hizo un análisis del jus gentium y del derecho

natural, como sistemas legales de validez universal. También investigó el carácter y

asiento de la soberanía del Estado, para determinar quiénes pueden ser parte en la

guerra. Su concepción política descansa, por tanto, sobre tres bases principales: el

derecho natural, el derecho de gentes y la soberanía de los Estados.

Grocio sostenía la existencia de normas jurídicas y morales esenciales para la vida, que

derivan de la naturaleza de las cosas y son obligatorias para los pueblos como para los

individuos. Esto era para él el derecho natural. Junto a este derecho natural está el

derecho positivo, establecido, por el soberano cuando se trata de la ley civil, por Dios,

cuando se trata de la religión positiva. La concepción de Grocio sobre el derecho natural

repercutía sobre el derecho positivo, al que servía de limite infranqueable: el derecho

positivo no puede violar la ley natural. Pero el derecho natural no habrá de ser invocado

contra el derecho positivo cuando no es violatorio de él. De esta manera se vinculaba en

la mente de Grocio la idea de derecho natural con el principio del Estado.

Lo que nos interesa dejar establecido de modo especial es que Grocio asentaba el derecho

en las características que definen al hombre. Los rasgos eternos y universales del hombre

debían servir de fundamento a las máximas para la convivencia humana. A todo ser

viviente le es connatural la tendencia a conservarse, a evitar el propio aniquilamiento, a

procurarse aquello que le asegure su persistencia. Junto a esta inclinación aparece en el

hombre, por ser hombre, otra: el impulso social, acompañado del lenguaje y de la aptitud

de establecer reglas generales y de obrar en concordancia con ellas. Ésta es la base del

derecho natural, base que, por tanto, no es otra cosa que la índole misma del ser humano.

Lo que sobre ella se edifique ha de ser un conjunto de normas independientes de

cualquier voluntad particular, como que se trataría de reglas nacidas en lo que es peculiar

al hombre y evidente para la razón. Hay una naturaleza humana, universal y eterna, a la
que pertenecen siempre determinadas facultades.

Spinoza conocía el pensamiento de Hugo Grocio, uno de cuyos libros se hallaba en su

biblioteca. De Hugo Grocio pudo haber aprendido que el hombre, por el solo hecho de

vivir en sociedad -y el hombre tiende espontáneamente a vivir en sociedad-, ha de

atenerse a ciertas reglas que importan derechos frente a los semejantes tanto como

deberes respecto de ellos: el respeto de la vida, el respeto de la propiedad, el

cumplimiento de los contratos, la reparación de los daños causados. Estas normas

proceden de principios intrínsecos al hombre y de su condición de ser social. Baruj

Spinoza ciertamente enunció en forma distinta de la de Grocio los fundamentos del orden

político y jurídico, pero, al igual que Grocio, los hallaba en la naturaleza humana.

Si se reflexiona un instante sobre la concepción de Grocio se descubre, si no una

identidad, por lo menos una similitud con el postulado de la ciencia matemática de la

Naturaleza que afirma en la realidad una estructura racional y asequible a la mente del

hombre. De la misma manera que en la ciencia natural, matemática, no cabía una

violación a sus normas, una milagrosa interferencia en sus leyes, así no cabía tampoco

para el derecho natural racionalista la existencia de poder alguno capaz de alterar o de

interferir en sus principios. Ni la divinidad misma podría operar esta interferencia, como

no cabría imaginarla haciendo que la suma de los tres ángulos de un triángulo no fuese

igual a dos rectos. La ley de la ciencia en el orden físico era tal, porque reflejaba

fielmente ese orden; el derecho natural, como la ley científica, es un producto de la recta

razón por la que se determina si una acción está o no de acuerdo con la naturaleza

racional de las cosas, en cuanto atañen a la conducta humana.

El análisis racional descubre las características del hombre y sobre ellas construye un

orden jurídico, exactamente como en el orden físico la ciencia señala los factores

integrantes de los fenómenos y enuncia sus leyes. De conformidad con el pensamiento de

Grocio, que gozó de un prestigio no inferior a su difusión, existía un derecho natural, un

conjunto de normas de conducta que la razón señalaba como necesarias o propicias al

hombre como ser social. Estas normas, que no procedían de revelación alguna, eran
antecedente de toda institución política, del mismo modo que, en el campo científico, las

verdades son anteriores a sus posibles aplicaciones particulares.

También otros autores del siglo XVII expusieron teorías sobre el derecho natural. De

acuerdo con el espíritu de su tiempo, desarrollaron todos ellos ideas cuyos gérmenes

están en la escolástica, en la filosofía estoica, en la Biblia y en el derecho romano.

Pero, para los teorizadores del siglo XVII, el derecho natural, previo a la voluntad de

cualquier Estado, existiría aunque Dios no existiese.

Grocio, consecuente con su doctrina, fue un defensor de la libertad individual. En su

obra, sostiene implícitamente la tesis del origen del Estado mediante la conclusión de

un pacto, a la vez que expone su teoría sobre las relaciones contractuales de los

soberanos entre sí, bajo el derecho natural. Algunos de sus intérpretes indican las

semejanzas de su punto de vista con el de los defensores de la soberanía popular. Con

su pensamiento jurídico, Grocio se propuso enunciar leyes de validez universal, no

sujetas al capricho de cualquier voluntad ni a la contingencia de acontecimientos

singulares. Conoció las controversias dogmáticas y eclesiásticas y procuró superarlas

a favor de un ordenamiento social fundado en bases completamente ajenas a todo

dogma religioso determinado. Para Grocio, los principios de este derecho universal

son evidentes y han de ser reconocidos por toda recta razón, del mismo modo que ha

de reconocerse la verdad de un teorema matemático una vez que se ha admitido la

verdad de los axiomas en virtud de los cuales se lo demuestra. Sus escritos contienen

los principios fundamentales inherentes a la naturaleza misma de las cosas; de ellos

fluyen conclusiones de carácter particular. Spinoza -lo veremos en el capítulo XII de

este volumen- concibió el derecho en manera distinta de la de Grocio, pero las

doctrinas de uno y otro son deducidas de ciertas premisas. Las premisas no son las

mismas, pero idéntico es el método con que a partir de ellas operan uno y otro. Para

ambos, se trataba de establecer que el derecho y, también, la moral eran

independientes de cualquier dogma eclesiástico y podían ser conocidos

“naturalmente y humanamente, sin que hubiese necesidad de acudir a la autoridad de


la revelación ni de naufragar en el misterio”107.

Para Galileo, en el campo del puro saber matemático no hay diversidad esencial entre

el conocimiento humano y el divino. Sólo difieren en cuanto a su alcance, a su

extensión, en la que ni siquiera cabe hablar de proporciones entre el saber del hombre

y el de Dios. Mas la exactitud y la claridad es la misma, pues la evidencia de los

axiomas y de lo que con rigor se construye sobre ellos es igualmente perfecta en lo

humano y en lo divino. La certidumbre del saber matemático se trasporta al dominio

del conocimiento de la Naturaleza. La Naturaleza puede ser iluminada por la

matemática, puede tornarse transparente para el espíritu del hombre y ofrecer un

nuevo campo de coincidencia entre el conocimiento humano y el divino. La nueva

ciencia de la dinámica creada por Galileo significó la inclusión de la idea de

movimiento en el círculo de lo puramente matemático. El movimiento se hizo objeto

de un conocimiento seguro, independiente, no sujeto a ninguna acción exterior.

Conocimiento libre de toda atadura de la tradición filosófica o religiosa, sólo debía

seguir las normas de su certidumbre interna. La verdad de la Naturaleza había de

alcanzarse mediante la plena acción de los poderes naturales del espíritu. El libro de

la Naturaleza está escrito en caracteres matemáticos y el camino de acceso a ella está

en nuestra propia razón; para conocerla no es menester revelación alguna. La moral y

el derecho debían prestarse a indagación análoga a la del saber científico. De esta

convicción surgían las doctrinas de derecho natural. Y lo mismo debía también

ocurrir con la religión. La razón humana, sin el auxilio de verdades reveladas, era

capaz de descubrir los principios de una religión natural.

La aparición de la doctrina de la religión natural se halla en gran medida ligada a la

lucha por la libertad religiosa. Pero esta lucha, aun para quienes defendían tal

libertad, presentaba caracteres propios del siglo XVII. En Inglaterra y en Holanda se

bregaba por la facultad de practicar cualquier culto, pero esta brega, que era defensa

de la tolerancia frente a todas las religiones positivas, no beneficiaba a quienes eran

Benedetto Croce: Philosophie de la practique. Économie et Éthique, trad. de Burrito y Jankélévitch, ed.
107

Alcan, París, 1911, pág. 89.


acusados de irreligiosidad. Grocio defendía los derechos de los adeptos de todas las

religiones conocidas, pero, al igual de los más liberales de sus compatriotas, no

pregonaba igual actitud de respeto para con los ateos, que negaban a Dios o que

negaban la inmortalidad del alma. A este respecto conocimos ya hechos ilustrativos

en esta obra. En el primer tomo vimos cómo se encaraba la tolerancia religiosa en

Holanda en el siglo XVII. Recuérdese que hay quienes admiten que Spinoza fue

castigado por las autoridades civiles de Ámsterdam, con el destierro de la ciudad,

por el mismo hecho que determinó su separación del judaísmo. Si en el caso de

Spinoza la sanción civil contra su ateísmo no está probada, sí lo está, en cambio, en

el de su amigo Adrián Koerbagh y en el de Uriel Acosta, su desdichado antecesor en

la excomunión de la Sinagoga. Se entendía, pues, por tolerancia religiosa, la

tolerancia frente a las distintas confesiones, porque se admitía que en todas ellas

había una concepción legítima. En Inglaterra, la defensa de la libertad en materia de

religión se manifestaba en dos corrientes. Los adeptos de una de ellas reclamaban el

reconocimiento de la autonomía individual en la interpretación de las Escrituras. Los

de la otra, pretendían acallar las polémicas religiosas descubriendo tras de las

diversidades de los ritos y de los dogmas de las distintas religiones una idea común,

verdadera. La adhesión a esta idea podría, a juicio de ellos, ser fundamento de una

única religión, universal, capaz de aproximar a los hombres, en substitución de las

discrepancias confesionales que los separan. La primera de estas tendencias estaba

ligada a las raíces mismas de la Reforma; la segunda, que es la que nos interesa, era

típica del siglo de Spinoza.

La doctrina que asentaba la tesis de esa idea común a todas las religiones es la

doctrina de la religión natural. En el siglo XVII, contó, entre otros expositores, a

Herbert de Cherbury. Su libro De Veritate vio la luz casi al mismo tiempo que la

obra que dio fama a Grocio. Herbert de Cherbury se proponía poner fin a las

disputas religiosas afirmando la esencial unidad de todas las religiones. En todas

ellas había una nociones universales, necesarias, ciertas. La doctrina de la religión

natural debía enunciar estas nociones, desentrañables de los distintos cultos. Herbert
de Cherbury creyó haberlas descubierto. Aspiró a que su religión natural fuese una

suerte de credo para la humanidad toda, una religión que trajese un principio para la

paz universal y el rechazo de la pretendida necesidad de una gracia divina, particular

para cada uno, a efectos de su salvación.

Las ideas de Herbert de Cherbury gozaron de autoridad durante todo el siglo XVII.

Lo que aquí nos importa es la vinculación de estas ideas con el racionalismo de

dicho siglo. El inglés Herbert de Cherbury era un joven contemporáneo de Bacon y

representó una corriente filosófica opuesta a la del iniciador del llamado empirismo.

Su concepción era racionalista. De su obra múltiple en el campo de la historia, de las

letras y de la filosofía es De Veritate el escrito más importante. Hugo Grocio conoció

el libro de Herbert de Cherbury antes de su publicación y lo incitó a editarlo, cosa

que su autor hizo en 1624. En ediciones posteriores le agregó un breve tratado sobre

las causas del error y otro titulado Religio laici y un Apéndice a los sacerdotes. Treinta

y nueve años después de la aparición de su De Veritate, publicó Herbert De Religione

Gentilium, ensayo de estudio comparado de las religiones. Espíritu filosófico,

estudió, como cuestión previa a toda otra, el problema de la naturaleza de la verdad.

Descartes hubo de referirse a este aspecto de la obra de Herbert de Cherbury en los

términos siguientes: “Él examina qué es la verdad; por mi parte nunca he dudado de

ella, pues me parece una noción tan trascendentalmente clara que considero

imposible ignorarla”.

El filósofo inglés se ocupó de las condiciones del conocimiento y de la relación de

alma y cuerpo. Lo que nos importa aquí es recordar que en su De Veritate sostiene

que existe una concordancia entre el mundo y el espíritu del hombre. De

conformidad con ella, “la verdad es una cierta armonía entre los objetos y las

facultades que les son análogas”. Distinguía cuatro grados de verdad: verdad del

objeto, verdad de la apariencia, verdad del concepto y verdad del intelecto. Sorley108

indica que la primera no excluye a las otras y la última incluye todas las precedentes.

108
W. R. Sorley: History of English Philosophy, Cambridge, 1937, pág. 38.
Las condiciones de la verdad explican posibilidad del error, pues las causas de error

están en las etapas intermedias entre el objeto y el intelecto. La raíz de todo error

está en la confusión, en la conexión inadecuada entre facultad y objeto. Por eso

corresponde al intelecto verificar esa conexión inadecuada, señalarla, para así disipar

el error.

La teoría del conocimiento de Herbert de Cherbury implica la afirmación de varias

facultades cognoscitivas. Cada una de ellas es una fuerza interna con un particular

modo de aprehensión que se aplica a algo diferente. Idea esencial en él es también la

de que el intelecto es manifestación en el hombre de la providencia divina universal.

Sobre estas premisas filosóficas fundó Herbert de Cherbury su interpretación de las

religiones. La verdad común a todas es que: 1º) hay una divinidad suprema; 2º), esta

divinidad ha de ser adorada; 3º) la virtud asociada con la piedad es lo más

significativo del culto a Dios; 4º) los hombres han de arrepentirse de sus pecados y

apartarse de ellos; 5º) recompensa y castigo derivan de la bondad y de la justicia de

Dios, en esta vida y en la otra.

Herbert de Cherbury consideraba que los principios enunciados contienen toda la

doctrina de una religión universal, que es universal por ser religión de la razón. Ellos

son la base de la religión primitiva, originaria, antes de que los hombres hubiesen

prestado oído a las divagaciones sacerdotales. Lo que se opone a estos cinco

principios es contrario a la razón y ha de ser desechado por falso. Las fórmulas que

derivan de cualquier tradición dependen de quién la narra y nunca pueden ser más

que probables. Éste es en lo esencial el pensamiento de Herbert de Cherbury sobre la

religión natural, expuesto en De Veritate. En su De Religione Gentilium trató de

ofrecer la prueba histórica y empírica de su tesis. Presentaba las religiones positivas

como otras tantas adulteraciones de esa religión originaria. De ella debemos retener

la similitud que guarda con la concepción de Hugo Grocio sobre el derecho natural y

la afinidad que tiene con el racionalismo en este punto: la confianza en la razón, en

su capacidad para encontrar tras de lo diverso y cambiante, lo invariable y uniforme,


que, por serlo, es lo verdadero. La ciencia matemática de la Naturaleza descubre tras

de las apariencias sensibles y de las creaciones de la imaginación un orden universal,

geométrico, regulado por las mismas leyes eternas. El derecho natural formula para

todos los pueblos normas igualmente eternas. De análoga manera, la religión natural

señala tras de las tradiciones cambiantes y de las supersticiones una religión única,

verdadera y universal. Esta religión tiene como fundamento la razón que es común a

todos los hombres. La razón descubre la validez universal de los antes mencionados

cinco principios, de los que ningún pueblo prescinde.

También Spinoza se planteará en el Tratado Teológico-Político el mismo problema

que Herbert de Cherbury. Éste se afanaba en hallar dentro de la diversidad de las

creencias, múltiples, cambiantes, un pensamiento único, derivado, no de una

revelación particular, de un momento y de un lugar determinados, sino de la

racionalidad del hombre, y que, como ésta, debía ser inmutable. En el Tratado

teológico-político, como lo veremos en el capítulo XII de este volumen, enuncia

Spinoza sobre la religión una concepción similar a la de Herbert de Cherbury. Sólo

que, partiendo de ella llega más lejos aún. Modifica el contenido de la religión y,

además, busca para ella una nueva forma y un fundamento nuevo. No le basta a

Spinoza con distinguir lo particular de lo universal, lo contingente de los necesario.

La religión toda ha de ser fundada de una manera que se la libere de cualquier

atadura y configuración antropomórfica. Y el único modo de lograrlo es el retorno al

concepto de la pura legalidad que rige las cosas. Al principio de este volumen hemos

visto como Spinoza entiende la substancia única, la Naturaleza, como un orden,

como una legalidad perfecta. Pensar en Dios y pensar una legalidad universal del ser

y del acontecer es lo mismo. Por eso excluye del contenido de la religión el milagro,

que importaría una contradicción a todo conocimiento verdadero de la Naturaleza y

a la vez la destrucción de todo supremo conocimiento de Dios.

Así como nuestro filósofo no permaneció ajeno a la física y al derecho natural de su

tiempo, tampoco permaneció extraño a la doctrina de la religión natural. En ninguno


de los tres dominios, sin embargo, fue discípulo, sin más, de las ideas de otros

autores. Su física no es idéntica a la cartesiana; su concepción del derecho es en

muchos puntos opuesta a la de Grocio; su doctrina de la religión sólo es semejante a

la de Herbert de Cherbury. En la elaboración de sus propias doctrinas contó con las

de los demás. Pero lo singular de su obra, más que en el detalle, está en la síntesis

con que afirmó la unidad de todos los dominios del conocimiento. Y esta afirmación

de unidad importaba -para Spinoza- la de otras dos: la unidad de la razón que conoce

y la esencial unidad de cuanto acontece. Para estimar este aspecto de su filosofía en

relación con las ideas de su tiempo, se nos hace necesario examinar cuál era en-

tonces la posición del problema de la unidad del saber.

En el derecho natural, como en la ciencia, -señala Cassirer109- llegó en el siglo XVII

a su plenitud una tendencia común a todos los campos de la cultura. Tratábase de

una concepción del conocimiento fundada en la convicción de que en el mismo

espíritu que conoce ha de hallarse la clave de un saber seguro en las ciencias

naturales como en las que se acostumbra llamar morales. El espíritu se convierte en

centro del conocimiento, tanto en lo natural como en lo moral. En Spinoza culminó

y adquirió forma de máxima coherencia este punto de vista. Para nuestro filósofo, el

hombre era capaz de comprender el cosmos como un orden. La visión de este orden,

su captación, no había de lograrse a favor de la agregación de fragmentarios

conocimientos de cosas y hechos exteriores unos a otros, sino que se había de

producir “desde dentro”, mediante el principio de la conexión recíproca entre los

varios aspectos de la realidad, principio que significa su unidad esencial. El

comienzo y el origen de todo saber se encuentran en el espíritu del hombre y en él y

por él ha de llegar a su perfecto desarrollo. Se afirma un nuevo concepto de la

verdad en la matemática y en la ciencia matemática de la naturaleza. A la razón

humana se le reconoce la capacidad de penetrar el cosmos, de percibir su legalidad;

sólo necesita que se la deje actuar de acuerdo a sus propias normas, sin trabas. La

unidad de la razón que piensa sobre la realidad conduce a la afirmación de la unidad


Ernst Cassirer: Spinozas Stellung in der allgemeinen Geistesgeschichte, en la revista Der Morgen, nº 5,
109

Berlín, diciembre de 1932, págs. 325-348.


intrínseca de los diversos sectores estudiados. Éste fue uno de los rasgos que

individualizan la obra de Spinoza; la búsqueda de esa unidad, uno de los afanes

salientes en nuestro pensador. En autores de su tiempo encontró estímulos para tal

búsqueda, que él cumplió en una medida y de una manera que da a su sistema

inconfundible singularidad. Pero quede ya señalado que es erróneo el punto de vista

de Cassirer al presentar la obra de Spinoza como una simple solución a un problema

planteado por la cultura de su tiempo. Si el problema era de su tiempo, la solución

fue exclusiva de Spinoza y procedía, en parte, de fuentes pretéritas.

La ciencia matemática de la naturaleza, el derecho natural y la religión natural eran

doctrinas de un mismo linaje. Tenían como fundamento la fe en la capacidad de la

razón para llegar a conocer, respectivamente, el orden físico, el derecho y la

divinidad en cuanto objeto de adoración. En las tres cabía enunciar principios de

validez universal. Las leyes de la ciencia matemática de la naturaleza excluían todo

milagro, abarcaban el cosmos entero. En el derecho natural cabía asentar principios

que, en la medida de su impersonalidad, eran aplicables a todas las personas. En la

religión natural cabía señalar lo que la religión verdaderamente es cuando se la

despoja de aditamentos que la adulteran, de vestiduras inútiles que enmascaran su

realidad prístina. En ninguno de los tres dominios tenía el conocimiento necesidad

de acudir a fuente alguna que no fuese el pensamiento del hombre y la verificación

de sus conclusiones mediante la comprobación de los hechos.

Pero los tres dominios eran distintos. Entre la religión natural de Herbert de

Cherbury y la ciencia matemática de la Naturaleza de Galileo y Descartes no había

conexión íntima, aunque ambas se fundaban en la común afirmación del poder del

intelecto humano. La misma situación de divorcio reinaba entre el derecho natural y

la física. ¿Cómo se conciliaría esto con el hecho de que las tres doctrinas se fundasen

en la fe en una misma y única razón? ¿Era, acaso, distinta la razón que actúa en la

ciencia y enuncia las leyes del movimiento y extrae de esas leyes aplicaciones
particulares, de la razón que deduce reglas jurídicas partiendo de una universal

naturaleza humana? La razón era la misma, pero las esferas en que actuaba eran

distintas. ¿No cabía, por ventura, encontrar la manera de unificar estos distintos

dominios del conocimiento? ¿No cabía darles como principio supremo un principio

único?

Galileo fue un inventor de instrumentos científicos y un descubridor de leyes

científicas. También, y es lo que más interesa a nuestro estudio, expuso las bases de

la ciencia matemática de la Naturaleza. Pero su obra no abarca dominios ajenos a las

matemáticas y a la física. La actividad intelectual de Hugo Grocio abarcaba el

derecho, la moral y la religión, pero no se extendía al dominio de las ciencias físicas

y matemáticas. Tampoco alcanzaba a estas últimas la curiosidad de Herbert de

Cherbury, cuya obra se cumplió en el dominio de las letras, de la historia, de la

filosofía y la religión. En ninguno de estos tres hombres eminentes en su siglo

hallamos planteado el problema de la unificación de todos los órdenes del saber. Por

eso hemos de acudir a Descartes, figura máxima de su tiempo, para verificar cómo

estaba en él planteado ese problema.

En la obra del filósofo del Discurso del método había un movimiento de unificación

del saber, de la aritmética a la geometría, de la geometría a la física, de la física a la

biología en general y a la fisiología en particular. Pero no existía en Descartes una

unificación total del conocimiento porque en su doctrina había una metafísica en que

se afirmaba un Dios, sustancia infinita y perfecta, de la que el hombre sabe sólo que

es perfecta, que es infinita y que existe. A este agnosticismo en materia de teología,

agregaba Descartes la afirmación de otras dos sustancias, ambas finitas: el espíritu y

la materia. El proceso de unificación del conocimiento en Descartes, la preocupación

por lograr esa unificación, es algo que actúa en toda su obra, es un pensamiento. que

atraviesa sus concepciones todas, pero esta unificación en Descartes no era completa.

Spinoza cumplió esta total unificación y la realizó con su concepción metafísica, con

su doctrina de que existe una única sustancia con atributos diversos. En Descartes
encontró abierto el camino a tal unificación, lo recorrió audazmente hasta el fin,

auxiliado, acaso, por ideas que procedían de fuentes ajenas a la vida intelectual de su

edad.

Descartes había expuesto la tesis de “la búsqueda de la verdad por la luz natural que,

pura y sin acudir al socorro de la religión y de la filosofía, determina las opiniones

que debe tener un hombre sensato respecto a todas las cosas que pueden ocupar su

pensamiento y penetra hasta en los secretos de las ciencias más curiosas”. De dos

recursos dispone el hombre para un saber seguro: la intuición y la deducción. Acerca

de la primera, el filósofo francés escribe: “Ante los objetos propuestos, hay que

buscar, no lo que otros han pensado o lo que nosotros mismos suponemos, sino lo

que nosotros podemos ver, de una manera clara y evidente: no hay otro camino para

adquirir la ciencia”. Por deducción entiende lo que puede concluirse necesariamente

de algunas verdades conocidas con certeza. En las matemáticas encuentra el modelo

del conocimiento. En la geometría halla encadenamientos rigurosos de los principios

a las consecuencias; encadenamientos análogos buscará en otros dominios del saber.

Con la geometría analítica y la física matemática, pone al universo en ecuaciones.

No podemos aquí detenernos en detalles particulares de la obra de Descartes, en las

soluciones deficientes, en las enunciaciones deliberadamente incompletas, en las

contradicciones que en ella aparecen. De éstas señalemos como ejemplo sus ideas en

el orden de la psicología: por una parte, hace una psicología racional del alma, como

substancia inextensa, sin que resulte explicada la relación de alma y cuerpo; por otra

parte, en el Tratado de las pasiones, aparece la acción recíproca entre ellos. En el orden

religioso, ciertamente no tenía unidad el pensamiento cartesiano. Nadie, en cambio,

puede dejar de reconocer la fecundidad de una idea suya expuesta al comienzo de las

Reglas para la dirección del espíritu: “Todas las Ciencias no son otra cosa que la

Sabiduría humana que es siempre una y siempre la misma, por diferentes que sean los

objetos a que se aplica; esos objetos no producen en ella más cambios que los de la luz

del sol por efecto de la variedad de las cosas que ilumina”. Para Spinoza, no existirían
objetos diferentes. Todos constituirían una unidad esencial. Pero, sin duda, del

pensamiento de Descartes que acabamos de transcribir fluye como lógica consecuencia la

idea de que sólo cabe alcanzar un saber verdadero, merced a la totalidad de las ciencias,

por diversos que en apariencia fuesen los objetos particulares de cada una de ellas. Esta

idea palpita en toda su obra.

Así, Descartes, aunque no llegó a pensarlo todo como unidad, había iniciado el camino a

la unidad del conocimiento. En una carta que escribió al padre Mersenne, en noviembre

de 1633, decía: “... En efecto, me había propuesto enviaros mi Mundo, como regalo de

año nuevo, y no hace más de quince días que tenía todo resuelto para remitiros, por lo

menos, una parte, si no estuviera aún íntegramente trascripto; pero os diré que habiendo

hecho averiguar estos días, en Leyden y en Ámsterdam, si no estaba aún el Sistema del

mundo de Galileo, porque me parecía haber sabido que fue impreso en Italia el año

pasado, se me ha dicho que es verdad que fue impreso, pero que todos los ejemplares

habían sido quemados en Roma al mismo tiempo, y él condenado a alguna pena; esto me

ha sorprendido tanto que casi me he resuelto a quemar todos mis papeles o por lo menos

a no dejarlos ver por nadie. Pues no me puedo imaginar que él, que es italiano y hasta

bien querido por el Papa, según tengo entendido, haya podido ser incriminado por otra

cosa que por haber deseado, sin duda, establecer el movimiento de la Tierra, cosa, que,

bien lo sé, fue otras veces censurada por algunos cardenales; pero pensaba haber oído

decir que después no se dejaba de enseñarlo públicamente, hasta en Roma. Confieso que

si esta tesis es falsa, todos los fundamentos de mi filosofía lo son también, pues se

demuestra por ellos evidentemente. Y está tan ligada con todas las partes de mi tratado

que no sabría sacarla sin dejar defectuoso todo el resto. Pero como yo no quisiera, por

nada del mundo, que salga de mí un discurso donde se encontrase la menor palabra que

fuese desaprobada por la Iglesia, prefiero suprimirlo antes que hacerla aparecer

estropeado. Jamás tuve el humor inclinado a hacer libros, y si no me hubiese

comprometido con una promesa hacia vos y algunos otros de mis amigos, jamás lo habría

hecho, si no fuera por el deseo de mantener la palabra que me obligaba tanto más a

estudiar”. Descartes no podía aceptar un sistema del mundo en que no se admitiese


expresamente la unidad de la constitución física del cosmos y la uniformidad de las leyes

que lo rigen. Ese cosmos lo había puesto en ecuaciones, y la necesidad de substraer de su

estructura cualquiera de sus piezas habría importado un desmembramiento fatal para el

conjunto. Descartes, además, pensaba que cuando el hombre haya advertido qué es su

entendimiento, la claridad de la comprobación y de lo comprobado se expandirá sobre la

variedad de las cosas y las ciencias se mostrarán en la plenitud de su belleza y

luminosidad.

La forma empírica del conocimiento busca en cada objeto nuevo un nuevo modo y un

nuevo contenido de conocimientos. “Descartes -dice un comentarista de su obra- busca,

por el contrario, una regla que comprenda en sí misma todos esos contenidos y que

permita producirlos según una sola y única prescripción, como los números nacen unos

de otros, por la aplicación continuada de una sola y misma relación fundamental. La

concepción tradicional que Descartes encontró, definía la verdad como la adecuación de

nuestro intelecto a la cosa. Esta adecuación no parece poder ser alcanzada y garantizada

más perfectamente que por la adaptación del intelecto a la cosa: el intelecto entonces

habría de adoptar él mismo una forma nueva cada vez que considera una nueva clase de

objeto. A esta concepción se opone la idea que Descartes tiene del verdadero método del

conocimiento. El intelecto no es un camaleón que pasa por todos los colores y toma un

tinte nuevo cada vez que cambia de ambiente. Se conserva lo que es; persiste en su

naturaleza específica e inmutable e imprime su propia forma a todo lo que capta. La

estructura del saber no tiene su origen en el exterior; está determinada y

definitivamente reglada por la propia naturaleza del intelecto”.

En el Discurso del método se enuncia un sistema lógico en el que no tienen cabida la

combinación arbitraria de los conceptos ni tampoco el “salto” de uno a otro. La obra

del pensamiento ha de desarrollarse en un curso único, ininterrumpido, continuo. De

puntos de partida verdaderamente fundamentales, habrá de pasarse en progresiva

marcha a determinaciones más y más complicadas.

Llevado por la preocupación de evitar que el conocimiento se convierta en juego de


la imaginación y para alcanzar una unidad que a su juicio falta en la geometría de

Euclides, Descartes creó la geometría analítica. Con ella se propuso asegurar el

ejercicio del entendimiento, que debía consistir, según él, no en considerar lo

particular como tal, por la intuición imaginativa, sino en determinarlo por una

manera puramente conceptual como término de un orden general y coherente. La

geometría tradicional le parecía iniciar con cada nueva figura un capítulo nuevo,

independiente de los anteriores y de los siguientes. La geometría analítica, en

cambio, señalaba en todas las creaciones geométricas eslabones de una misma

cadena. En ella se comprueba que la estructura de lo geométrico corresponde

perfectamente a la estructura del número; que la aritmética es capaz de representar

unívocamente la geometría. El camino que va de la aritmética a la geometría

conducirá de la geometría a la física, en la que se unifica lo diverso de la percepción

sensible. Descartes identificó la materia con la extensión, y el resultado fue la

reducción de la realidad física cognoscible a puras determinaciones de magnitud.

Con la noción de movimiento, pudo alcanzar la eliminación de la heterogeneidad

aparente de los fenómenos de la Naturaleza y reducirlos a una unidad primordial.

Esta unidad no sólo hubo de afirmarla en el dominio de la naturaleza inerte.

También debía abarcar el mundo de la vida. El sabio inglés William Harvey, con el

hallazgo de la circulación de la sangre, hubo de servir como argumento precioso al

esfuerzo de Descartes. En el Discurso del método recuerda al “médico de Inglaterra, a

quien hay que reconocer el mérito de haber abierto brecha en este punto y de ser el

primero que ha enseñado que hay en las extremidades de las arterias varios pequeños

corredores, por donde la sangre que llega al corazón pasa a las ramillas extremas de

las venas, y de aquí vuelve luego al corazón, de suerte que el curso de la sangre es

una circulación perpetua”110.

El descubrimiento de Harvey, que Descartes interpretaba equivocadamente o

completaba con unas reflexiones nada concordantes con la realidad, era en todo caso

para el filósofo francés base valiosa para afirmar el imperio del mecanismo y, por
110
Discurso del Método, ed. Espasa-Calpe, Argentina, 1937, pág. 76.
consiguiente, de la geometría y de la aritmética, en todo el dominio de la naturaleza

viviente. La vida fue incluida en el fenómeno del movimiento. El método de

Descartes pasa, así, del número al espacio, del espacio a la materia y de ésta a los

fenómenos vitales, conservando su esencia única e inmutable. Se establece un curso

continuado, ininterrumpido, de las ciencias: de la aritmética a la geometría, de ésta a

la física y a la química, de ella a la biología y a la fisiología. La concepción

remataba en la tesis, audaz y pintoresca, sobre el animal autómata, censurada ya en

vida del mismo Descartes.

Esta concepción cartesiana de un conocimiento unificado abarcaba el mundo físico.

Era una teoría del saber y era una teoría del ser. Como doctrina del conocimiento,

comprendía la lógica, la aritmética, las ciencias físicas y las biológicas. Como

doctrina del ser comprendía el dominio de la materia, de la finita substancia extensa.

Para el campo de lo psíquico -ya lo hemos visto- Descartes elaboró una psicología

racional y una teoría de las pasiones, en gran medida contradictorias. La historia no

le inspiraba simpatías y era poco afín a la modalidad fundamental de su espíritu.

Frente a Dios, cuya existencia afirmó, su postura fue la de un agnóstico. En materia

de religión era un “conformista”. Una de las máximas de su conducta fue: “seguir las

leyes y las costumbres de mi país, conservando con firme constancia la religión en

que la gracia de Dios hizo que me instruyeran desde niño...” La moral permanecía

para él en un dominio ajeno al de la ciencia. Verdad es que nunca trató en forma

atenta el problema ético. Cuanto en su correspondencia dice sobre ello permite

afirmar que su punto de vista era similar al del estoicismo. Sobre problemas jurídicos

apenas ha discurrido. Si bien hubo un marcado influjo del cartesianismo en las ideas

sociales y jurídicas del siglo XVIII, Descartes mismo poco ha dicho en cuanto a

doctrina social o política fuera de un juicio sobre el Príncipe de Maquiavelo y una

que otra reflexión en cartas a la princesa Elisabeth.

El filósofo que afirmó la unidad de la razón, ni siquiera intentó unificar las esferas

del conocimiento. Spinoza, en cambio, integró la unidad de todas las esferas del
conocimiento, elaborando una metafísica que pudiese servirles de base común. Esta

metafísica -tal como aparece en la Ética- es fundamento de la religión, de la moral,

del derecho y de la física. En su concepción filosófica quiso Spinoza resolver los

problemas que a una concepción unitaria del mundo planteaban el derecho, la

religión y la ciencia de su tiempo. La solución podía tener fuentes varias, entre ellas,

lo mucho que Spinoza había aprendido en su juventud. Pero la configuración de su

sistema hubo de hallarse en conexión con el espíritu del siglo XVII. Como Descartes,

Spinoza pensaba que el ajustado conocimiento que el intelecto tenga de sí mismo ha

de ser la base de todo saber verdadero: “puesto que el método es el conocimiento

reflexivo mismo, el principio que debe dirigir nuestro pensamiento no puede ser otro

que el conocimiento de lo que constituye la forma de la verdad, así como el

conocimiento del entendimiento, de sus propiedades y sus facultades: en efecto,

cuando lo hayamos adquirido, tendremos, a la vez, el fundamento o principio de

donde deducir nuestros pensamientos y el camino por el cual el entendimiento, en la

medida de su capacidad, podrá llegar al conocimiento de las cosas eternas, es decir,

teniendo en cuenta las fuerzas del entendimiento”. El método, en cuanto instrumento

de exposición y de prueba, era esencialmente el mismo en Spinoza y en Descartes.

Para este último su vigencia no llegaba más allá de la biología; para nuestro filósofo,

se extendía a la moral, al derecho y a la religión. El conocimiento de la razón fue

para ambos el centro del cual debía irradiar todo conocimiento. Para Descartes, la

iluminación que partía de este centro sólo se proyectaba sobre el segmento de círculo

que va desde la aritmética hasta la fisiología; en la doctrina de Spinoza, abarcaba el

círculo entero del saber humano. ¿Significa esto que Spinoza sólo llevó a término una

labor especulativa iniciada por Descartes? Ciertamente, no. Para nuestro filósofo la

razón del hombre era una partícula de la razón divina, de una divinidad que

comprendía todos los aspectos del Ser. El método fue el mismo en Descartes y en

Spinoza, pero en este último estaba al servicio de una idea ajena al cartesianismo: la

idea de la unidad de Todo. Ella no nació de ese método, sino que tuvo sus raíces en

una visión religiosa. Mas en la construcción de su doctrina, Spinoza no permaneció


indiferente a la filosofía de su tiempo en sentido estricto. ¿Se sometió a ella?

A continuación procuraremos contestar a esta pregunta.

CAPITULO XI

SPINOZA Y LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XVII

Spinoza y autores de su época. Las polémicas sobre Descartes. Spinoza y Descartes. La opinión de

Ludwig Meyer sobre “Spinoza y Descartes”. El “método” y la doctrina de uno y otro. Los juicios de

Pollock y Roth. Las opiniones de Brunschwicg y Delbos. El juicio de Freudenthal. Conclusión. La

relación de Spinoza con el siglo XVII.

Toda concepción científica implica una metafísica, cuando quienes la formulan

suponen que la ciencia describe una realidad, existente por sí, tal como ella es.

Galileo no fue filósofo en el sentido estricto de la palabra, pero tras de su

concepción del saber científico estaba una visión de la estructura del mundo material

cuya existencia afirmaba. La ciencia de Galileo tenía como fondo una teoría sobre la

constitución de la realidad a que se aplicaba. Galileo partía de la premisa de que esta

realidad es de orden racional y accesible al hombre.

Para Descartes, la realidad física era también de estructura matemática y la

afirmación de su existencia dependía de toda una construcción filosófica. La ciencia

cartesiana se ocupa del mundo físico y la existencia del mundo físico está asegurada

por la veracidad de Dios, de ese Dios de quien Descartes afirma que existe. Esta

última afirmación no es caprichosa, sino inexcusable consecuencia de toda una

manera de filosofar. El mundo cartesiano de que se ocupa la ciencia de Descartes tiene

su puesto dentro de una concepción que va más allá de se mundo. También la ciencia de

Leibniz tenía como base una teoría metafísica.


Nuestro filósofo incluyó la moral, el derecho y la religión en el ámbito de la ciencia. La

metafísica que debía servir de fundamento a la ciencia así concebida hubo de ser distinta

de la cartesiana, porque, en rigor, la ciencia para Descartes terminaba en la fisiología.

Para Spinoza había una sola sustancia, Dios, con infinitos atributos; todos los seres eran

modos de esta sustancia. Si juzgáramos su filosofía sólo a la luz del siglo XVII, diríamos

que elaboró una metafísica que pudiera ser base de la ciencia en el dilatado sentido que

atribuía a este vocablo.

Su sistema, aunque difería profundamente del de Descartes, estaba ligado al pensamiento

del siglo XVII. En conformidad con este pensamiento, le dio como instrumento supremo

la razón. Eran del siglo XVII su profesión de fe racionalista, su método geométrico y su

visión mecánica, determinista, del mundo. Nuestro filósofo hizo uno solo de los tres

reinos que Descartes distinguía y separaba. Hizo de Dios la causa inmanente del mundo

que contradecía a Descartes y en general a la filosofía de su tiempo. Pero esta filosofía

actuó en el espíritu de Spinoza como actuaron en él la ciencia mecánica, el derecho

natural y la religión natural.

El filósofo guardaba en su biblioteca la Lógica de Port Royal; tenía la Lógica de

Bartolomé Heckermann, profesor alemán que escribió varias obras en las que se propuso

demostrar la posibilidad de una ciencia racional de la moral, independiente de la teología.

Conocía obras en las que se ensalzaba a Descartes; otras, en las que se le denigraba. De

Clauberg había leído Spinoza la Defensio Cartesiana y la Logica vetus et nova, tentativa

de conciliación de la lógica de Descartes con la de la escolástica. Conocía a escolásticos

de su tiempo, los que, según Freudenthal, lo habrían llevado al estudio de Santo Tomás.

Conocía a Thomas Hobbes, de quien tomó ciertamente algunas nociones para sus

Tratados políticos. Había leído a Bacon. En sus cartas lo nombra y comenta varias veces

y en el tratado De la reforma del entendimiento lo censura con frecuencia. Spinoza, según

Gebhardt, habría pasado por una etapa baconiana para concluir sosteniendo ideas

radicalmente opuestas a las de Bacon111. El filósofo emplea expresiones de los libros de

lógica de sus compatriotas Heereboord y Burgersdyck.


111
Carl Gebhardt: Spinoza’s Abhandlung über die Verbesserung des Verstandes, Heidelberg, 1905.
Pero hablar del parentesco de Spinoza con la filosofía de su época es hablar de “Spinoza

y Descartes”. ¿Fue Spinoza un cartesiano más consecuente que Descartes mismo? ¿Fue

un anticartesiano que sólo tenía en común con Descartes el método geométrico que

Descartes empleó en su respuesta a las segundas objeciones? Dan por verdad lo primero

unos autores; sostienen lo contrario otros. Que Spinoza asimiló la ciencia de Descartes,

ya lo hemos visto. Coincidía con las ideas básicas de esta ciencia, aunque en algunos

aspectos esenciales disentía de las concepciones cartesianas porque la metafísica de uno y

otro eran distintas. ¿Cuál fue su posición ante la filosofía de Descartes, en el sentido

riguroso de la palabra? Intentemos contestar a esta pregunta.

El primer libro que Spinoza publicó es una exposición de Los Principios de la filosofía y

las Meditaciones metafísicas de Descartes. Allí vemos cómo entendía al francés y con

cuánta precisión lo conocía. En la Ética y en su correspondencia, Spinoza nombra a

Descartes más de una vez. Cuando se trata de la concepción cartesiana de la física,

Spinoza, en general, se manifiesta adicto al autor del Discurso del método, cuando se

trata de otras materias, lo común es que le censure.

En el estudio de la posible vinculación entre ambos nos detendremos especialmente en

esa exposición que Spinoza hizo del pensamiento de Descartes. En el primer tomo de esta

obra nos hemos referido a las circunstancias de la composición y de la publicación del

trabajo de Spinoza, y señalamos la difusión y el prestigio de que en Holanda gozaban las

ideas de Descartes, motivo de serias controversias. Sabemos igualmente que el libro de

Spinoza lleva un prólogo de su amigo Ludwig Meyer. Spinoza conoció el prólogo de

Meyer, cuyas palabras adquieren por eso un valor particularmente significativo. A través

de ellas cabe comprobar en lo fundamental cuál era la actitud de Spinoza frente a las

doctrinas de Descartes. Son, indudablemente, la expresión del juicio de Spinoza sobre

Descartes y definen la posición de nuestro filósofo ante el cartesianismo. Escritas por

Meyer, respondían a una expresa exigencia de Spinoza.

Ludwig Meyer se ocupa112 de la forma matemática de exposición en filosofía; recuerda

112
Oeuvres de Spinoza, traducidas ya anotadas por Ch. Appuhn, ed. Garnier, París, 1904, t. I, pág. 294.
las tentativas de empleada, y agrega que, después que tal empresa ha sido ensayada sin

éxito durante largo tiempo, “surgió, por fin, el astro más brillante de nuestro siglo, René

Descartes, quien, primero, por un método nuevo, hizo pasar de las tinieblas a la luz todo

lo que en las matemáticas había quedado inaccesible a los antiguo”, y todo lo que los

contemporáneos no habían podido descubrir, y luego colocó los fundamentos

inquebrantables de la filosofía; fundamentos sobre los cuales es posible asentar la mayor

parte de las verdades en el orden y con la certidumbre de las matemáticas, como él

mismo ha demostrado realmente, y como aparece con claridad más que meridiana a todos

aquellos que han estudiado atentamente sus escritos, cuyo elogio no igualará jamás su

mérito”.

Así escribía respecto de Descartes el prologuista de Spinoza. Esta era la opinión de

Spinoza sobre Descartes. Meyer enuncia las características del método cartesiano, y

luego, al referirse a la publicación que prologa, indica las dificultades con que tropezaban

los estudiosos de Descartes por la falta de una exposición adecuada, y continúa: “Para

venir en su ayuda he deseado a menudo que un hombre, igualmente ejercitado en el orden

analítico y en el sintético, muy familiarizado con las obras de Descartes y que conozca a

fondo su filosofía, quisiera ponerse a la tarea de disponer en orden sintético lo que

Descartes ha presentado en orden analítico y demostrarlo ajustándose al modo de la

geometría ordinaria. Yo mismo, aunque con plena conciencia de mi debilidad y

sabiéndome muy por debajo de faena tan grande, he tenido más de una vez la intención

de hacerla y hasta he comenzado a realizada, pero otras ocupaciones, que me distraen

muy a menudo, me han impedido llevada a cabo”.

Spinoza aparece en estas líneas como “ejercitado” en el mismo método de pensamiento

que Descartes y aparece también como conocedor particularmente versado en la filosofía

cartesiana. A estas dos comprobaciones se agrega una tercera. Meyer comenta el

propósito perseguido por Spinoza al redactar su estudio sobre Descartes, y advierte:

“Habiendo prometido instruir a su discípulo en la filosofía de Descartes, se hizo una

religión de no apartarse de ella ni un ápice y de no dictar nada que no respondiese a ella o


fuese contrario a las enseñanzas de este filósofo. Que no se crea, pues, que hace conocer

aquí sus propias ideas o aun ideas que tengan su aprobación. Si juzga verdaderas algunas

y si reconoce haberles agregado ciertas de él mismo, ha encontrado entre ellas muchas

que rechaza como falsas y a las que opone una convicción profundamente diferente”113.

El prologuista menciona dos ejemplos de ideas en que Spinoza no coincide con Des-

cartes.

Nuestro filósofo, a diferencia de Descartes, no estima que la voluntad sea distinta del

entendimiento y menos aún que esté dotada de la libertad que Descartes le atribuye. Otra

disidencia está en que, mientras Descartes -como Spinoza expone fielmente- admite que

“tal o cual cosa está por encima de la comprensión humana”, nuestro filósofo, a su vez,

cree “que todas esas cosas y aun muchas otras, más elevadas y más sutiles, no solamente

pueden ser concebidas por nosotros clara y distintamente, sino que hasta es posible

explicarlas con mucha comodidad, si el entendimiento humano en la persecución de la

verdad sigue un camino distinto del que Descartes ha abierto y desbrozado, y admite que

los fundamentos de la ciencia encontrados por Descartes y el edificio que ha elevado

sobre ellos, no bastan para penetrar y resolver todas las cuestiones más difíciles que se

encuentran en la metafísica; sino que se requieren otros, si deseamos elevar nuestro

entendimiento a esa cumbre del conocer” 114. En estas líneas, Spinoza no sólo rechaza

determinadas concepciones de Descartes, sino que propone procedimientos intelectuales

distintos de los del cartesianismo y más apropiados para alcanzar la verdad.

De lo dicho hasta ahora por Meyer, con la aprobación de Spinoza, resulta que este último

es un filósofo que conoce minuciosamente a Descartes; que en ciertas cuestiones practica

el método cartesiano; que en otras prefiere seguir caminos diferentes de los de Descartes;

que discrepa de Descartes en problemas esenciales. Sostiene un determinismo universal,

en el orden del pensamiento como en el orden físico. Para Spinoza, según Meyer, tanto el

cuerpo como el alma proceden necesariamente: el primero, de acuerdo con la naturaleza

extensa; la segunda, de acuerdo con las leyes de la naturaleza pensante. Tenemos, así, en

113
Op. cit., pág. 299
114
Op. cit., pág. 301.
las páginas del contemporáneo y amigo de Spinoza un esquema que nos orienta en la

cuestión de que nos estamos ocupando. Spinoza, admirador y estudioso de Descartes,

rechaza ideas de Descartes y no siempre juzga acertado el modo cartesiano de discurrir.

Si del prólogo de Meyer pasamos al texto mismo de nuestro filósofo, no tardamos en

encontrar unas reflexiones que contribuyen en alto grado a aclarar el problema que nos

interesa.

El trabajo de Spinoza comienza con una introducción en que explica el método

cartesiano. Cuando llega a la sentencia de Pienso, luego existo advierte que no se trata de

un silogismo, porque si tal fuera, debieran las premisas ser más claras y sabidas que la

conclusión. Pienso, luego existo es una proposición equivalente a decir yo soy pensante.

Por lo demás, si dependiera de alguna otra, no podría ser el punto de partida de todos los

razonamientos filosóficos de Descartes. Spinoza comenta después las nociones de esencia

y existencia y se ocupa de la causa de error según Descartes, causa que, para el autor de

las Meditaciones, sería la voluntad, concebida como facultad distinta del entendimiento.

Más adelante Spinoza considera una objeción dirigida contra Descartes. Como no

conocemos en forma inmediata la existencia de Dios, no podemos tener conocimiento

cierto de ninguna cosa ni de Dios mismo. Es ahí donde aparece una divergencia de

alcance esencial entre Spinoza y Descartes. Descartes partía del conocimiento del sujeto.

De este conocimiento derivaba la afirmación de la existencia de Dios. De las reflexiones

de Spinoza retengamos estas palabras: “Estamos, pues, de acuerdo en que, fuera de

nuestra existencia, no podemos estar absolutamente ciertos de ninguna cosa, por

verdaderamente atentos que estemos a su demostración, mientras no tengamos de Dios

una concepción clara y distinta que nos obligue a afirmar que es soberanamente verídico,

así como nuestra idea de triángulo nos constriñe a concluir que sus tres ángulos son

iguales a dos rectos...”. Y agrega Spinoza: “Así como podemos formarnos la idea de

triángulo, aunque ignoremos si nuestro autor nos engaña, análogamente podemos

formarnos idea clara de Dios aunque dudemos todavía si nuestro creador nos engaña en

todo”115. Dios, en tal caso, sería para Spinoza ese punto de arranque que para Descartes
115
Op. cit., pág. 312.
es su Pienso, luego existo. Digno de señalarse es el hecho de que Spinoza en su escrito,

que aspira a ser una objetiva exposición del cartesianismo, defiende de críticas al filósofo

francés cuando se trata de la afirmación de la divinidad. La idea de Dios ocupa el primer

plano en el espíritu de Spinoza y por eso pudo decir que el común de los filósofos toma

como punto de partida las criaturas, mientras Descartes partía del yo, y él, Spinoza, de

Dios.

Asoman así en el primer trabajo publicado por Spinoza discrepancias con Descartes. En

el Breve tratado, el escrito inicial en que Spinoza expone sus ideas propias y cuya

historia le resta en alguna medida autoridad como elemento de juicio sobre su

pensamiento, aparece ya la influencia de Descartes. Ella es un elemento constructivo en

la obra de Spinoza, aunque Spinoza no coincida allí con Descartes en temas de

principalísima importancia.

Con estas nociones sobre la relación de Spinoza con Descartes, nociones que

creemos en extremo ilustrativas por venir de la fuente más directa posible, cabe

examinar las opiniones de algunos autorizados intérpretes del espinocismo acerca de

la cuestión de su deuda hacia Descartes. Nos detendremos en primer lugar en las

apreciaciones de dos estudiosos ingleses. Uno de ellos, Sir Frederick Pollock, ha

ofrecido en su Spinoza, his life and philosophy, una de las más agudas exposiciones

del pensamiento de Spinoza y a la vez un estudio, a ratos demasiado sumario, sobre

los antecedentes del espinocismo.

Para Pollock116, lo que Descartes aportaba en el campo de la psicología no era del

todo nuevo; sus principios físicos no eran satisfactorios y en muchos puntos eran

francamente erróneos. Muy poco es lo que un lector moderno puede extraer de los

principios de la filosofía del pensador a quien corresponde el mérito de haber creado

la geometría analítica. Sin embargo, el nombre de Descartes marca una época en la

historia de la ciencia y de la filosofía. Su gloria se debe a que hizo una tentativa seria

de concebir el mundo en conformidad con un plan científico, “de aplicar el mismo


Sir Frederick Pollock: Spinoza, his life and philosophy, 2ª ed. Duckworth and Co., Londres, 1899, págs.
116

99-113.
método a los problemas de la experiencia externa e interna y combinar los resultados

en un conjunto coherente”. Vio con claridad que la fisiología era una rama de la

física; que la filosofía no debía considerar los fenómenos que caen dentro del

dominio de la investigación científica, y sí ocuparse de la interpretación de aquellos

hechos de la experiencia que son últimos para la ciencia. En su pensamiento,

Descartes no actuó libremente a causa de la excesiva cautela ante la Iglesia: aunque

no quería someterse a ficciones dogmáticas, se sometió a ellas.

Pollock subraya que en la Ética de Spinoza se advierten rastros de la tesis de

Descartes sobre el movimiento: “Me aventuro a decir que sin referencia a la teoría

cartesiana de la dinámica no es inteligible la concepción espinociana del mundo

material”117. Después de discurrir sobre coincidencias y desacuerdos entre Spinoza y

Descartes, concluye señalando que una proposición enunciada por este último sirvió

de base a la proposición general que nuestro filósofo emplea como premisa de la

psicología y la moral: Descartes declara en sus Principios de la filosofía que “toda

cosa, en cuanto es simple e indivisa, queda en la misma condición y no sufre

cambio, a no ser por obra de causas externas”. Spinoza, por su parte, afirma en la

Ética: “Unaquaeque res, quantum in se est, in suo esse perseverare conatur”. Así,

Spinoza habría dado una extensión mayor al principio enunciado por Descartes.

Esto en cuanto al influjo de las doctrinas físicas cartesianas en la filosofía de

Spinoza. En lo concerniente a la presencia de la filosofía de Descartes en el

espinocismo, señala Pollock que “no hay duda de que Spinoza fue profundamente

influido por su doctrina del método y por su manera de encarar cuestiones

metafísicas y psicológicas”118. Los motivos para que así ocurriese eran en verdad

poderosos: Spinoza vivía en una atmósfera cartesiana; Descartes era considerado

como el liberador que había hecho reconocer la potencia de la razón, y todo

estudioso debía orientarse hacia él. “Sin embargo, aunque Spinoza admiraba a

Descartes, consideraba deficiente su obra”. En metafísica no creyó aceptable el

117
Ibíd., pág. 101
118
Ibíd., pág. 111.
dualismo de Descartes. En psicología se fue apartando de Descartes gradualmente y

aun en física no le prestó una adhesión total. La doctrina de la unidad de la sustancia

verdadera para Spinoza desde el primer día fue “una reacción crítica más bien que

un desarrollo” del pensamiento de Descartes.

El otro autor inglés cuyo juicio merece una atención especial es León Roth, que trata

de este asunto en su Spinoza119. Para Roth, nuestro filósofo fue hijo de su tiempo,

pero ¿significa esto, acaso, que hubiese pertenecido a una determinada escuela?

Descartes fue el filósofo de su edad; ¿ha sido Spinoza discípulo de Descartes? La

respuesta de Roth a estas pregunta está en las reflexiones siguientes: El cartesianismo era,

en la intención y de hecho, fundamentalmente pluralista. Todo lo contrario fue el

espinocismo. Pero de esto no se ha de concluir que Spinoza no haya aprendido de

Descartes: “Aprendió de él mucho, y de la mayor importancia. Descartes fue la

encarnación de la ciencia de la época, y fue eso, y nada menos que eso, lo que significó

para Spinoza joven”. Spinoza utilizó materiales de Descartes, pero les imprimió una

forma propia, porque cuando comenzó a estudiar los grandes pensadores modernos, ya

estaba en posesión de su filosofía personal.

De los libros franceses en que se estudia el asunto que aquí nos interesa se ha de

mencionar en primer término el de León Brunschwicg, Spinoza et ses contemporains.

Brunschwicg piensa que en escritos de Spinoza se advierten rastros de la obra de los

“escolásticos nuevos” de quienes sería deudor en su lenguaje filosófico. De ellos tomó el

léxico, pero esta analogía de las fórmulas no significa identidad en los conceptos. Frente

a Descartes, la posición del filósofo se hallaría enunciada en estas palabras de su ilustre

comentarista: “Si el pensamiento vivo de Spinoza procede de Descartes, lo es del

pensamiento vivo de Descartes, tomado con la audacia de sus innovaciones y la timidez

de sus escrúpulos, con los progresos definitivos que cumple y las dificultades con que

choca, con el entusiasmo inmenso que lo acoge como con las resistencias invencibles

con que tropieza, desbordante de riquezas y de promesas, atravesadas, sin embargo, de

119
León Roth: Spinoza, ed. Little, Brown and Company, Boston, 1929, págs. 227-238.
una inquietud que es el signo mismo de la fecundidad”120.

Brunschwicg sostiene que “la doctrina cartesiana de la sustancia, considerada en su

principio, era equívoca; considerada en sus consecuencias, es estéril. A Spinoza se le

apareció como debiendo ser rehecha totalmente”. Para Brunschwicg, la noción

espinocista de la sustancia “es el producto de una reflexión que se ejerce sobre la doctrina

cartesiana, que se aplica a desarrollar sus consecuencias siguiendo integralmente el

método matemático, tal como Descartes había dado en su Geometría el modelo para

ello”121.

El otro autor francés a quien juzgamos igualmente digno de atención especiales Víctor

Delbos. Uno de los capítulos de su libro sobre Le Spinozisme se titula “El cartesianismo y

el espinocismo”122. Delbos rechaza la tesis de Kuno Fischer, según la cual, para explicar

el espinocismo, basta con tener en cuenta el progreso que debía cumplir el pensamiento a

partir de Descartes para superar las contradicciones que el cartesianismo encerraba. Esta

tesis sería consecuencia del prejuicio de Hegel sobre la historia de la filosofía. También

sostiene que las inspiraciones primitivas y esenciales que son fundamento del

espinocismo tenían vigor suficiente para apoderarse de las concepciones cartesianas y,

alterándolas, subordinarlas a su imperio. En ningún momento fueron ni pudieron ser una

simple derivación del cartesianismo. Según Delbos, lo dicho no excluye que Spinoza

haya descubierto sagazmente en Descartes todo lo que del cartesianismo podía orientarse

en el sentido de su “panteísmo”. Pero este panteísmo es en sus rasgos esenciales

totalmente ajeno a Descartes. Descartes, siguiendo a la teología cristiana, incluye en la

noción de Dios la infinitud, la inmensidad de esencia y de potencia inagotables. Esta

concepción significa que nada falta a Dios de las perfecciones concebibles que son su

razón de existir. Pero la doctrina cartesiana, a diferencia de la de Spinoza, no implica que

esa infinitud ha de comprender todo el Ser y que no haya seres distintos de ella.

Delbos señala una divergencia aún más fundamental entre los dos. En Descartes, a pesar
120
León Brunschwicg: Spinoza et ses contemporains, 3ª ed. Alcan, París, 1923, pág. 243.
121
Ibíd., op. cit., pág. 301.
122
Víctor Delbos: Le Spinozisme, ed. Societé Française d’imprimerie et de librairie, París, 1916, págs. 208-
214.
de algunas expresiones ambiguas sobre el mundo infinito, que él prefiere llamar

indefinido, no se encuentra la intuición de la Naturaleza infinita y una por sí misma. Esta

intuición aparece, sí, en Spinoza y permite distinguir radicalmente su panteísmo de

las tendencias o de las locuciones panteístas que por vía de interpretación se pueden

encontrar en el filósofo francés y en algunos de sus discípulos.

El panteísmo de Spinoza preexiste al empleo que el filósofo hizo de los datos

cartesianos, “por importantes que hayan sido para la constitución del sistema”, y se

encuentra muy estrechamente unido a la afirmación primera de que el amor a Dios,

imposible sin una unión necesaria de nuestro ser con el ser divino, es el único capaz

de salvarnos. Todo el sistema de Spinoza sería, para Delbos, desarrollo de esta

afirmación primera, producto, a su vez, de una preocupación tanto moral como

religiosa que anima al filósofo y que sostiene todo el esfuerzo de su pensamiento.

Descartes, en cambio, es conducido, sobre todo, por una curiosidad intelectual que,

ciertamente, no desdeña los problemas morales y religiosos. Con su filosofía,

Descartes quiere ante todo descubrir la verdad; en ningún momento piensa hacer de

ella un órgano de salvación.

De estas reflexiones concluye Delbos: “Spinoza no se ha limitado a extraer del

cartesianismo las consecuencias que encerraba o a superar las oposiciones que

implicaba. Ha traído direcciones de espíritu y direcciones de alma muy diferentes,

que lo predeterminaban, sin duda, a no ser nunca un puro cartesiano. En realidad,

nunca lo fue, y quizá más le hubiera chocado que atraído el cartesianismo”.

Lo dicho no significa que para Víctor Delbos sea nula la influencia de Descartes

sobre Spinoza. Ella se ha ejercido desde que Spinoza comenzó a organizar su

pensamiento en sistema. He trata de una acción general y soberana que se ha

combinado notablemente con las tendencias propias del espíritu de Spinoza: “Lo que

Spinoza ha tomado con energía del cartesianismo es la concepción de una verdad

objetiva pura, desarrollable por el entendimiento, que excluye de modo radical todos

los elementos de subjetividad que introducen los sentidos y la imaginación; es el


derecho que tiene la idea clara y distinta, en tanto que es la toma de posesión de esta

verdad, de imponerse a todo lo demás, de reducir las pretensiones del sentimiento y

de la voluntad a valer por sí, de rechazar todas las representaciones que no hacen

asistir la inteligencia al encadenamiento de las cosas. Seguramente, para tomar y

retener esto del cartesianismo, Spinoza ha debido desdeñar o dejar de lado las

opiniones cartesianas sobre la duda, la originalidad del Pienso, luego existo, sobre la

existencia del libre arbitrio, la trascendencia de Dios, su libertad y su poder creador;

en suma, ha debido rechazar todos los elementos de conciencia personal que el

cartesianismo introducía o dejaba subsistir en el seno del pensamiento. Por el

contrario, la metodología de la evidencia, todo ese realismo científico que es tan

positivamente opuesto al antropomorfismo, que prepara la transferencia en Dios de la

ley necesaria, que ve su triunfo en la explicación geométrica de la Naturaleza: he

aquí lo que, viniendo de Descartes o percibido de preferencia en él, ha permitido a

Spinoza depurar intelectualmente sus tendencias y convertirlas propiamente en

doctrina”. Nuestro filósofo ha empleado el método geométrico de Descartes, que

tiene una relación interna con el contenido de su obra. Para Spinoza la verdad

geométrica era el modelo de la verdad objetiva.

De las obras alemanas contemporáneas sobre Spinoza la más digna de ser recordada

es la de Freudenthal. Este sabio investigador señala que una inmensa distancia separa

el contenido del sistema espinociano de cuanto Descartes sostiene en el suyo. “Pero -

agrega- la forma de sus escritos, la claridad y la transparencia del ropaje, el gusto por

la presentación matemática se lo debe Spinoza al gran filósofo francés. Sin embargo,

Spinoza nunca fue cartesiano; también en su primer escrito está lejos de serlo, como

muy lejos lo está en su presentación de la filosofía cartesiana, compuesta en 1663,

donde lo declara de manera expresa”123. Algunas líneas después agrega Freudenthal

que aunque Spinoza no fue adepto de las doctrinas fundamentales de Descartes, lo

era de algunos aspectos particulares de su obra.

El juicio de Freudenthal sobre la relación de Spinoza con Descartes es, como se ve,
123
Jacob Freudenthal: Spinoza. 2ª parte, págs. 91-92.
muy distinto del de Kuno Fischer, quien presenta al espinocismo como un desarrollo

de la filosofía cartesiana. Lo artificioso de la exposición de Fischer y su falta de

comprensión para la inspiración personal de Spinoza hacen innecesario que nos

detengamos en su examen.

Intentemos ahora una síntesis de lo dicho sobre la relación de Spinoza con Descartes.

Las opiniones de los cinco autores en que nos hemos detenido coinciden,

sustancialmente, con las conclusiones que cabía extraer del prólogo de Ludwig

Meyer a la exposición que Spinoza hizo de la filosofía de Descartes y del texto

mismo del filósofo. Primer hecho fundamental que ha de recordarse es que, mientras

en la obra de Spinoza el motivo moral y religioso es el predominante, en la de

Descartes es el intelectual el que ocupa el primer plano. En su construcción

metafísica Descartes afirma la existencia de una sustancia infinita, Dios, y de dos

sustancias finitas, la pensante y la extensa. Para Spinoza, en cambio, hay una única

sustancia, dotada de infinitos atributos. Esto trae como consecuencia una insuperable

diversidad en la manera de considerar la relación entre alma y cuerpo. Y algo más

todavía: en Spinoza nada hay que se parezca a la duda metódica de Descartes. Para

Descartes el punto de partida de su construcción filosófica es el yo, el sujeto

pensante. Para Spinoza el punto de partida es Dios. Sin embargo, Spinoza más de una

vez nombra a Descartes con respeto. Estas discrepancias y este respeto permiten

tomar el prólogo de Meyer a la exposición espinociana de la filosofía de Descartes

como documento fidedigno sobre la actitud de nuestro filósofo ante el francés.

Descartes fue para Spinoza una gran autoridad. Pero Spinoza fue en todo momento

un pensador independiente. El hombre que no se arredró ante el rompimiento con la

Sinagoga por no aceptar verdades que no juzgaba tales, no había de someterse a una

doctrina filosófica, ni habría de adoptarla en su integridad porque juzgase razonables

algunas de sus partes. Le sobraba valor moral para la independencia, le sobraba genio

creador para una construcción original. En ella aparece, entre otros elementos no

cartesianos y aun anticartesianos, lo que podríamos llamar el historicismo de Spinoza.


Este aspecto de la doctrina espinociana ha sido subrayado por varios autores, entre

ellos Rodolfo Mondolfo y Giovanni Gentile, y explica, en parte, el auge de la

influencia de Spinoza en las décadas de transición del siglo XVIII al XIX. Con

Descartes coincide Spinoza en el afán de una verdad racional, libre de las ilusiones

de los sentidos y de los productos de la imaginación. En Descartes encuentra el

modelo de una doctrina en que un mismo modo de discurrir se extiende a todos los

temas que esta doctrina comprende. En cambio, nada hay en Spinoza de la duda

cartesiana, ni como método ni como estado de ánimo. En materia de religión

Descartes se declara devoto del Dios en cuya creencia fue educado. Spinoza habla de

una religión distinta: “Es imposible -dice en la proposición 19 de la Vª parte de la

Ética- que quien ama a Dios desee que Dios a su vez lo ame”. De Descartes aprendió

Spinoza la gran lección de las ideas claras y distintas; contra Descartes elaboró una

metafísica monista.

Los dos eran hombres del siglo XVII. Ese siglo fue la época de la ciencia

matemática de la Naturaleza, del derecho natural, de la religión natural. Descartes

había creado una metafísica afirmando una sustancia finita extensa, cuyos procesos

son estudiados por la ciencia matemática de la Naturaleza. Era la sustancia material a

cuyas leyes mecánicas obedecían también los seres vivientes.

Para el orden moral afirmó otra sustancia, también finita, el espíritu, sustancia

pensante, entendiendo por pensamiento todos los fenómenos que llamamos

psíquicos. Justificaba el dominio particular de la religión con la tesis de una sustancia

infinita, perfecta, Dios, creador de las otras dos sustancias. Spinoza unificó estos tres

dominios de la cultura afirmando la existencia de una única sustancia infinita. Esta

unificación la presenta Spinoza desarrollada con un método que era del siglo XVII y

que partía de la premisa de una única realidad conocida por una única razón. Pero con

esto Spinoza no constituyó su sistema. El monismo de Spinoza no es una derivación

lógica del dualismo cartesiano; en Descartes no hay antecedente alguno del sentimiento

espinociano de la divinidad; en la obra de Spinoza nada hay que se parezca a la “duda


metódica” de Descartes.

Para comprenderla se nos hace indispensable recordar las influencias espirituales que

actuaron en el filósofo antes y junto con la de las corrientes intelectuales del siglo XVII.

Solo en la simultánea enunciación de unos y otros factores se nos aparecen claros algunos

elementos del sistema de Spinoza, pero no el sistema mismo, de una originalidad poco

común en la historia, y señaladamente opuesto a las filosofías del Renacimiento. Spinoza

es anticartesiano en la medida en que es místico, neoplatónico, hombre de sentimientos

religiosos, formado en la cultura religiosa judía. E igualmente se distingue del

Renacimiento, porque es cartesiano, porque es un hombre del siglo XVII, porque

construye un sistema determinista, matemático, mecánico, de cuya concepción de la

Naturaleza están excluidos el animismo y el vitalismo de las doctrinas renacentistas.

Pretender explicar a Spinoza exclusivamente como un pensador de su tiempo que procuró

resolver un problema no resuelto por el racionalismo del siglo XVII, sería equivocarse en

la interpretación de su sistema como en la apreciación de los resortes más hondos de su

espíritu. Es verdad que Spinoza aparece unificando, sobre la base de su metafísica,

esferas de la cultura que se hallaban desconectadas entre sí. Pero esta metafísica brotó de

la visión de la omniunidad de cuanto existe, visión cuyas fuentes estudiamos en los

capítulos de la segunda parte de este volumen, y de un profundo sentimiento religioso del

filósofo. De Spinoza cabría decir lo que Boutroux dijo de Pascal: Su alma era una mezcla

de pasión y geometría. Spinoza recorrió el mismo camino que Pascal pero en sentido

inverso. El autor de los Pensamientos se había educado en la disciplina rigurosa de las

matemáticas y concluyó en una actitud de escepticismo ante el intelecto y de exaltación

de la fe. Spinoza se había formado en la lectura de la Biblia y de la literatura religiosa.

Llegó al que fue punto de arranque para Pascal. Ambos procuran unirse a Dios mediante

el amor: Pascal, a favor de la negación del hombre; Spinoza, afirmándolo. Los espíritus

de los dos vivían en aguda tensión entre la fe y la reflexión, y si bien Spinoza en su

sistema parece entregarse a esta última, verdad es que este sistema sólo tiene sentido si se

tiene presente que el Dios amado por Spinoza era para él el concepto del cual dependen
todos los conceptos, el Ser del cual dependen y en el cual están todos los seres. Para

nuestro filósofo, a diferencia de Descartes, es Dios lo primero en el orden del

pensamiento al igual que en el de la realidad, como en la Biblia es Dios el agente único

de la creación, el sujeto del primer verbo que aparece en el Génesis.

Spinoza conocía la Biblia e interpretó su texto, también con criterio científico. De los

antecedentes de este aspecto de su obra y de sus ideas políticas trataremos en el capítulo

próximo.

INFLUENCIAS EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y EN LA CRÍTICA

BÍBLICA DE SPINOZA

CAPITULO XII

INFLUENCIAS EN EL PENSAMIENTO POLITICO y EN LA CRÍTICA

BÍBLICA DE SPINOZA

Las ideas políticas de Spinoza. Sus relaciones con doctrinas de otros autores. Spinoza y Maquiavelo.

Spinoza y la concepción del derecho natural de Grocio. Spinoza y Hobbes. Sus coincidencias y sus

discrepancias. El derecho natural según Spinoza. La religión. La interpretación de las Escrituras. El

criterio de Spinoza. Sus antecedentes. Conclusión.

La Ética de Spinoza es una teoría para el hombre eterno, una doctrina de la virtud

fundada en el conocimiento verdadero, que sólo se puede obtener considerando los

hechos y las cosas en su enlace en la eternidad. Hay en ella un esfuerzo por hallar
una metáfora congruente en la que tengan cabida por igual Dios, el mundo y el

hombre. Pero el hombre de la Ética es el hombre singular y la doctrina de la virtud

de la Ética, lo es también para el individuo singular. El ser humano de que habla y a

quien se dirige, alcanza su plenitud por el esfuerzo del pensamiento que ha de

iluminar la vida, la acción; tal esfuerzo trae la dicha, sólo accesible a quien somete

las pasiones al imperio de la razón. Pero, si bien el destino humano que la Ética

aclara, es el del hombre individual, en la misma Ética podían hallar fundamento una

teoría de la sociedad humana y hasta una concepción de la historia.

El hombre ha vivido y vive en sociedad. Spinoza también vivía en una sociedad con

un orden político. Esta sociedad así organizada contaba con miembros pertenecientes

a cultos distintos, todos ufanos de adorar al único Dios verdadero. En unos libros de

venerable data hallaban sus clérigos y sus teólogos la verdad revelada y trasmitida

por la tradición. Pero diversas eran las interpretaciones que se daban de esos libros.

¿Quién descifraba fielmente la palabra de Dios? ¿Qué son esos libros? ¿Cuál es su

verdadero contenido y cuál es su sentido verdadero? No sólo se trataba de

controversias abstractas. Grave era también la pregunta de cuál es la posición de las

distintas Iglesias frente al Estado. De estos problemas se ocupa el filósofo en el

Tratado Teológico-Político y en el Tratado Político. Ya no se trataba de algo eterno, de

una razón eterna y de una virtud que ha de ser la misma por la eternidad. Eran, por el

contrario, cuestiones particulares, de materia histórica, las que aquí reclamaban a

Spinoza. El filósofo disertó sobre el Estado, examinó la Biblia y estimó su contenido

en conformidad con una interpretación que juzgó la única acertada. En el Tratado

Teológico-Político y en el Tratado Político expone su pensamiento sobre el Estado, la

sociedad, los derechos y deberes del súbdito para con el soberano. En el primero

enuncia, además, sus comentarios a los textos bíblicos.

Lo que dijo sobre una y otra materia estaba dedicado al hombre social y, cuanto

respecto de ellas sostenía, tendía en verdad a hacer posible la vida moral del hombre

singular. En el capítulo XIX del Tratado Teológico-Político se leen estas líneas: “De
la descripción que más arriba hemos hecho de los fundamentos del Estado fluye, con

perfecta evidencia, que el fin último del Estado no es dominar a los hombres,

contenerlos por el miedo, someterlos a la voluntad de otro, sino, todo lo contrario...

el fin del Estado es la libertad de los súbditos”. Más todavía, algunas de las ideas de

Spinoza sobre el derecho natural y la ley civil tenían base en su Ética. El orden social

que Spinoza concebía no era una visión teórica independiente de la realidad humana

descrita en la Ética, realidad, que, a su vez, sería exteriorización de una sustancia

única e infinita. La Ética de Spinoza expone la doctrina metafísica unitaria que sirve

de base a su concepción de la física, la religión, el derecho y la moral. Si señalamos

aquí este hecho una vez más es para subrayar lo erróneo de la tesis expuesta por

Gebhardt, que hace del Tratado Teológico-Político un libro de propaganda

tendenciosa en favor del gobernante holandés Juan de Witt. Indicar lo arbitrario de

este punto de vista, no implica negar que circunstancias de la época de Spinoza

hayan influido en su meditación sobre los problemas de la sociedad. Sólo queremos

dejar establecido que esta meditación se basaba en la concepción general del filósofo.

Y no podía ser de otro modo.

La mente de Spinoza en ningún instante renunciaba a afirmar la esencial unidad de

todas las esferas de conocimiento, como jamás renunciaba a afirmar la esencial

unidad de lo real. Pero si esto es verdad, no lo es menos que se trataba de proble mas

distintos. Si en la solución universal que les ha dado hay una metafísica monista, en

las soluciones concretas y particulares no podía dejar de lado los hechos particulares

y concretos. Y también aquí cabe preguntarse qué gravitación tuvieron en su espíritu

las ideas de su tiempo o ideas que conoció en su juventud. ¿Qué influencias recibió

Spinoza en materia de pensamiento político y de crítica bíblica? Nos ocuparemos en

primer término de las concepciones de orden político que actuaron en él, ya sea

suscitando su adhesión, ya inspirándole, por vía de oposición, opiniones distintas. Al

referirnos a ellas enunciaremos en la medida de lo indispensable las ideas sociales y

jurídicas del filósofo cuyos antecedentes procuramos investigar. Antes dedicaremos

unas líneas a las circunstancias políticas reinantes en Holanda cuando Spinoza


escribió su obra.

El Tratado Teológico-Político apareció en 1670. Spinoza lo compuso sin desconocer

particularidades de la vida pública holandesa en los años en que pensó sobre el

Estado y la religión. Siete provincias, independizadas de España, constituyeron, en

1579, la República de las Provincias Unidas. Eran Holanda, Zeelandia, Utrecht,

Geldren, Groninga, Frisia y Over-Yssel. En la lucha por su independencia

desempeñaron papel de primera magnitud la Iglesia calvinista y la casa de los

Orange. La primera no cejó por largos años en su empeño de predominio en la

política y la administración del país, desafiando muchas veces al poder civil. Los

Orange, a su vez, recibieron los títulos de capitán general, de almirante general y de

Stathouder, este último con carácter prácticamente hereditario. Los Estados de cada

una de las Provincias Unidas continuaron siendo soberanos y en derecho podían

resistir las tentativas de centralización que afectasen a su autonomía. Hasta

mediados del siglo XVII las provincias nombradas estaban gobernadas por los

stathouders en nombre de los Estados de todas ellas. En 1650, después de fracasar

una tentativa de golpe de Estado de Guillermo II, la casa de los Orange, que

encabezaba al partido del absolutismo y de la guerra, pasó a un segundo plano,

cediendo el predominio a los Estados Generales de la República y a Juan de Witt,

que representaba al partido liberal y pacifista. En 1651, los Estados de la Provincia

de Holanda convocaron en La Haya una gran asamblea de la Confederación,

asamblea en la que se definieron las atribuciones del poder central, subordinadas a la

voluntad de los Estados de cada una de las provincias que conservaban su

independencia anterior.

Tal era, esquemáticamente, el orden político de las Provincias Unidas entre las que

los Estados de la provincia de Holanda tuvieron importancia preponderante. En

Holanda era Gran Pensionario Juan de Witt. Designado por un término de cinco

años, su influencia creciente hizo que se lo fuese reeligiendo en el cargo que hubo de

desempeñar hasta 1672, año en que murió en las circunstancias descritas en el


primer tomo de esta obra. Juan de Witt iba acumulando funciones y ensanchando su

poder. Porque Holanda dirigía la Confederación toda y porque Juan de Witt dirigía

los asuntos de Holanda, fue en verdad gobernante de autoridad excepcional durante

largo tiempo. Ya hemos conocido las querellas a que debió hacer frente y las luchas

difíciles a que se vio abocado. Cuestiones de orden interno y conflictos

internacionales le acumulaban obstáculos que supo vencer con energía y excepcional

talento de estadista. Las rivalidades entre distintos grupos religiosos y las

pretensiones de predominio del calvinismo fueron de los problemas más arduos que

debió resolver. Su punto de vista, sostenido con vigor, era que la autoridad del

Estado no podía ser disputada por Iglesia alguna. Spinoza, a su vez, opinaba

igualmente que la autoridad del Estado era en absoluto soberana y no debía

admitirse que fuese discutida ni siquiera su facultad de vigilar los actos exteriores de

los cultos. Es aquí donde aparece la vinculación del pensamiento de Spinoza con un

problema particular de la política de su país y de su tiempo.

Por condiciones propias de la época se explica que la reflexión política estuviese

estrechamente enlazada a la reflexión religiosa. Las Provincias Unidas eran entonces

uno de los países más libres de Europa en materia de cultos, pero esto no significaba

tolerancia frente a los llamados ateos, ni tampoco significaba siempre que las

Iglesias se resignasen a su papel en el dominio espiritual. Spinoza, al asociar el

pensamiento religioso al pensamiento jurídico, obraba como otros autores de su

siglo, igualmente atentos al problema de la relación entre el Estado y las Iglesias. Su

compatriota Hugo Grocio había estudiado ambos órdenes de temas; en el Leviatán

del inglés Hobbes, que Spinoza conoció dos años antes de publicar el Tratado

Teológico-Político, son numerosas las páginas dedicadas a la exégesis de textos

bíblicos.

Spinoza como pensador jurídico no sólo hubo de tener en cuenta circunstancias de

hecho; también influyeron en su espíritu ideas de escritores de materia política. Pero

ni estas ideas ni aquellas circunstancias invalidan la certeza de la conexión estrecha


entre el Tratado Teológico-Político y el Tratado Político con la Ética. Pero,

innegablemente, sus ideas eran de su tiempo, aunque eran suyas. Y, aunque eran

suyas, gravitó en su elaboración el pensamiento de otros autores. Spinoza tenía en su

biblioteca la Utopía de Tomás Moro, el Príncipe de Nicolás Maquiavelo, el Tratado

del Poder de las Potencias sobre el Alma, referentes a las Cosas Sagradas de Grocio;

había leído a Hobbes.

En la determinación de las influencias ejercidas en sus ideas políticas se puede tomar

como punto de partida su actitud frente a estos cuatro pensadores. No nombra al

autor de la Utopía, pero lo tiene presente y lo juzga. A Maquiavelo se refiere con

elogio. A Hobbes lo cita, y también señala cuándo se aparta de él. Con Grocio

coincide en la idea de un derecho natural, pero difiere de él en cuanto a la índole de

este derecho. A juzgar por sus escritos, Spinoza atribuía mayor importancia a las

obras de Hobbes que a las de Grocio. Frederick Pollock piensa que, en lo que le

faltaba redactar del Tratado Político, Spinoza probablemente tuvo la intención de

ocuparse en detalle de algunos de los problemas que Grocio había estudiado con

reconocida autoridad.

Poco afín se sentía Spinoza con la manera de pensar de Tomás Moro. Cuando

discurre sobre las cosas de la vida colectiva, se interesa más en pensar la realidad que

en enunciar un ensueño. Sin coincidir con él, el realismo de Maquiavelo le parece

más fundado que las fantasías de Moro. Pero si las realidades atraen su atención con

preferencia, no las acepta en su crudeza, sino que quiere pesarlas, comprenderlas,

dominarlas por la reflexión. Ni pobremente empirista ni vagamente abstracto, se

enfrenta con la sociedad como un hecho y habla de su organización como de un ideal

para cuyo cumplimiento se ha de contar con la humanidad tal cual es. Las quimeras

no le irritan, pero las divagaciones le parecen inaplicables en la ciencia del Estado.

No es difícil adivinar que alude a Tomás Moro en estas líneas del capítulo inicial del

Tratado Político: “Los filósofos conciben las afecciones que libran batalla en

nosotros, como los vicios en que los hombres caen por sus faltas; por eso, se han
acostumbrado a escarnecerlas, a deplorarlas, a reprenderlas, o, cuando quieren

parecer más morales, a detestarlas. Creen así actuar divinamente y elevarse a la

cumbre de la sabiduría, prodigando toda suerte de alabanzas a una naturaleza humana

que no existe en ninguna parte y denigrando con sus discursos la que realmente

existe. Conciben, en efecto, a los hombres no tales como son, sino tales como

quisieran que fuesen. La consecuencia ha sido que la mayoría, en vez de una ética,

han escrito una sátira, y en política jamás han tenido opiniones que pudiesen ser

puestas en práctica, debiendo la política, tal como ellos la conciben, ser tenida como

una quimera o como conveniente, bien al país de Utopía, bien a la Edad de Oro, es

decir, a un tiempo en que ninguna institución era necesaria. Entre todas las ciencias,

pues, que tienen aplicación, es en la política donde la teoría más difiere de la práctica

y no hay hombres que se juzguen menos capaces de gobernar el Estado que los

teóricos, es decir, los filósofos”.

Frente a la Utopía podían ser buen antídoto las ideas de Maquiavelo. Pero no porque

Spinoza le reconociese el mérito de afrontar la realidad de los hechos tal cual es,

había de aceptar las conclusiones de Maquiavelo: el pensador político que Spinoza

fue no olvidaba la doctrina de la Ética. En el párrafo quinto del primer capítulo del

Tratado Político, a poco de reprobar al utopismo, Spinoza recuerda nociones de su

libro máximo. Sus conclusiones, por fuerza, debían diferir de las de Maquiavelo,

pero la actitud del florentino, al encarar las cosas humanas directamente y no a través

de una visión optimista, no dejó de actuar en el ánimo de Spinoza. Y la realidad

humana que Spinoza veía y tomaba en cuenta en su pensamiento político eran esas

pasiones que estudia y describe en la Ética. Estas pasiones no las dejó de lado al

exponer su teoría sobre el derecho natural, teoría, sin duda, distinta de la de Grocio,

para quien “el derecho natural es tan invariable que hasta Dios mismo no podría

modificarlo, así como Dios no puede influir para que aquello que es malo por su

naturaleza intrínseca deje de ser malo”. En el derecho natural de Grocio las pasiones

no contaban. En el de Spinoza sí, porque las pasiones son tan propias de la naturaleza

humana como la razón misma.


Por eso, Spinoza reconocía los méritos de Nicolás Maquiavelo. En el capítulo V del

Tratado Político discurre sobre el Estado “instituido a fin de hacer reinar la

concordia”. Ese Estado debe ser entendido como producido por una población libre y

no por derecho de conquista sobre una población vencida. Y es en el párrafo 7 de ese

capítulo donde trae estas líneas: “El muy penetrante Maquiavelo ha mostrado

profusamente de qué medios debe usar un príncipe omnipotente, dirigido por su

apetito de dominación, para establecer y mantener su poder. Pero no aparece con

mucha claridad el fin que ha tenido en vista. Si se ha propuesto un fin bueno, como

es de esperar de un hombre sabio, ese fin parece haber sido mostrar cuánta

imprudencia manifiesta la masa cuando imprime a un tirano mientras no puede

suprimir las causas que hacen que un príncipe se vuelva tirano; pues, por el

contrario, cuanto más miedo tiene el príncipe a los súbditos, más causas propias hay

para hacer de él un tirano, como ocurre cuando la multitud hace del príncipe un

ejemplo o glorifica un atentado contra el soberano como un hecho elevado. Tal vez

Maquiavelo ha querido mostrar también cuánto debe cuidarse la población de referir

su salud a un solo hombre, que, si no es vano, al punto de creerse capaz de agradar a

todos, deberá constantemente temer algunas emboscadas y por eso se verá obligado

a vigilar, sobre todo, por su propia salvación y, por el contrario, a tender lazos a la

población antes que trabajar por ella. Estoy aún más dispuesto a juzgar así a este

muy hábil autor, si se conviene en tenerlo por un partidario constante de la libertad,

que ha hecho advertencias muy saludables respecto de la manera en que se ha de

conservarla”.

Nos encontramos, así, con que Spinoza rechaza la visión utópica de Tomás Moro y

acepta el realismo. Con Grocio coincide en la concepción de un derecho natural,

pero este derecho natural debía ser distinto de lo que fue el de Grocio. Con otro

autor de su tiempo estuvo emparentado el pensamiento de Spinoza: Tomás Hobbes.

Concuerda con Hobbes y se aparta de él en más un punto. Para Hobbes el hombre es

un ser egoísta y su derecho natural es la conservación de su vida. De ahí fluye el

estado de guerra del individuo contra el individuo, de todos contra todos. Tal estado
de guerra haría, sin embargo, la vida imposible. La paz habrá de ser buscada, no

como resultado de una inclinación natural, sino como consecuencia del temor. Para

lograr esta paz, el hombre ha de renunciar a su derecho a todo. Aparece una suerte

de pacto con los otros individuos y cada uno de ellos abdica una parte de sus

derechos frente a los demás; tal es la base de una convivencia humana que puede

adoptar diversas formas exteriores de organización. Lo fundamental será siempre el

hecho de que en el cumplimiento de lo pactado se traducirá la moral social. No hay,

en verdad, para Hobbes, ni bien ni mal, ni justo ni injusto. Éstos son conceptos

relativos de una verdad “absoluta” que se llama pacto social o político. Por eso, la

ley natural es una ley moral, no porque existe objetivamente en la naturaleza, como

lo quería Grocio, sino porque ningún hombre quiere dañar a otro por temor a ser

dañado.

De lo dicho hasta aquí se advierte que Hobbes toma como punto de partida el hecho

de que el hombre, que es lobo para todo hombre, sólo puede ser cohibido por el

temor a ser aniquilado por una naturaleza que sea más lobo que él. Para Hobbes es el

Estado ese cuerpo, cuya voluntad, precisamente por el pacto entre muchos hombres,

es la voluntad de todos y cuyo poder es suficiente para imponerse a cada uno.

Porque tiene este poder es capaz de conservar el orden. Para Hobbes hay dos clases

de estado: el natural y el político o creado.

Spinoza se reconoce deudor de Hobbes, pero señala en qué punto se separa de él. En

una carta, de junio de 1674, a Jarig Jelles, dice: “Usted me pregunta qué diferencia

hay entre Hobbes y yo en cuanto a la política: esta diferencia consiste en que yo

siempre mantengo el derecho natural y en cualquier Estado acuerdo al soberano

derecho sobre los súbditos sólo en la medida en que tiene poder frente a ellos; es la

continuación del estado de naturaleza”. Esta última noción es de principalísima

importancia en la concepción espinociana del derecho político. Para nuestro filósofo

el orden político no es algo que se oponga al “estado de naturaleza”. Concibe la

organización política de una manera que le permite decir que mantiene siempre el
derecho natural. Enuncia sobre el “derecho natural” una teoría que abarca a la

organización política.

El autor inglés pensaba que el acuerdo entre los súbditos que crea una comunidad

bajo el imperio de cierta persona o cuerpo, necesariamente confiere a este cuerpo o

persona -que no es parte en el contrato original- una autoridad ilimitada e

irrevocable. Spinoza pensaba que la vida humana es intolerable sin alguna suerte de

orden social y, a semejanza de Hobbes, habla de un derecho natural. Para Hobbes -ya lo

vimos- ese derecho natural es la libertad de cada hombre de usar su propia fuerza según

su voluntad, para preservar su propia naturaleza, es decir, su propia vida. Spinoza admite

este punto de vista, sólo en parte. La terminología de nuestro filósofo difiere de la del

inglés. Con razón señala Pollock que “Hobbes sigue definiendo una ley de la naturaleza,

lex naturalis, que tiene el carácter de una norma obligatoria. Tal ley es un precepto o

regla general descubierta por la razón, según la cual al hombre le es prohibido hacer lo

que es destructivo de su vida, o le priva de los medios de preservarla, y omitir aquello

con que piensa que puede ser mejor preservada. Hay que reconocer la confusión común

de ius y lex: el derecho consiste en la libertad de hacer o de abstenerse, mientras que la

ley determina y ordena lo uno o lo otro. Así Hobbes reconoce en cierta extensión el uso

clásico del término ley de la naturaleza, pero su ley natural es peculiar por estar fundada

solamente en el motivo de la autopreservación. El ius naturalis de Spinoza no incluye

absolutamente ningún precepto racional. Lo que en su sistema es análogo a la lex

naturalis de Hobbes lo llama ductus rationis y ha de buscarse bajo este nombre”124.

Hobbes funda la sociedad en una unidad externa, porque el miedo obliga a los hombres a

unirse, Spinoza, en cambio, investiga los motivos internos que conducen a los hombres a

organizarse en grupos. La idea que Spinoza tenía del hombre era ciertamente distinta de

la que tenía Hobbes. Es verdad que Spinoza conocía y reconocía las pasiones humanas

que ha examinado en la Ética, pero estaba muy lejos de pensar que todo hombre fuese

para todo hombre un lobo. Muy al contrario, en el escolio a la proposición treinta y cinco

de la cuarta parte de la Ética, el filósofo habla de la utilidad de todo hombre para todo
124
Sir Frederick Pollock: Spinoza’s political doctine en Chronicon Spinozanum, t. I, 1921, pág. 50.
hombre y de cómo el vivir humanamente significa vivir racionalmente. Frente a la

fórmula de Hobbes, y en oposición a ella, cabe mencionar estas palabras de nuestro

filósofo: “El hombre es para el hombre un Dios”. Es la razón del hombre la que da

fundamento a las limitaciones del derecho de cada uno.

“Por derecho e institución de la naturaleza -dice Spinoza- no entiendo otra cosa que las

reglas de la naturaleza de cada individuo, reglas según las cuales aparece cada ser como

determinado a existir y a comportarse de cierta manera. Por ejemplo, los peces están

determinados por la naturaleza a nadar; los peces grandes a comerse a los pequeños; por

consiguiente, los peces gozan del agua y los grandes se comen a los pequeños en virtud

de un derecho natural soberano”. De esta manera de encarar lo que se entiende como

derecho natural fluye para Spinoza que “la institución de la naturaleza bajo la cual todos

nacen y viven la mayor parte de la existencia, sólo prohíbe aquello que no se desea y no

se puede”. Este punto de vista del filósofo se extiende desde la Ética al Tratado Político.

En el capítulo II de este último afirma: “El derecho natural de la naturaleza entera, y

consiguientemente de cada individuo, alcanza hasta donde llega su potencia, y entonces

todo lo que un hombre hace según las leyes de su propia naturaleza lo hace en virtud de

un soberano derecho de naturaleza, y tiene sobre la Naturaleza tanto derecho como

potencia tenga”. En la proposición 7 de la tercera parte de la Ética, sostiene: “El esfuerzo

por el cual cada cosa se empeña por perseverar en su ser no es sino la esencia actual de

esa cosa”.

¿Cómo fundar entonces la convivencia social? La respuesta de Spinoza es que si todos

los seres en el estado de naturaleza tienen tanto derecho como potencia, surgirán

conflictos de sus potencias enfrentas, trayendo como resultado disminuciones del ser de

cada uno. El ser que pretendiese todo, “sufriría una limitación efectiva y brutal en la

satisfacción de sus deseos, pues otras violencias responderían a la suya. Su ser padecería

la disminución que significa el temor”. El derecho y la potencia de cada cual,

“teóricamente ilimitados, tenderán a anularse en la práctica”. Este riesgo solo se evita con

el nacimiento de una organización política que acreciente singularmente la fuerza del


hombre y le permita convivir pacíficamente con sus semejantes.

Spinoza habla de un derecho natural. El de Grocio se definía por la sana razón;

Spinoza, señala Carré 125, lo define por el deseo y la potencia, y, por eso, el

pensamiento del filósofo coincide con el de Hobbes. Pero frente a la concepción de

Hobbes de que el hombre natural es un animal de presa, de cuya voracidad sólo

puede defenderle un poder absoluto que le sujete a la razón, está la de Spinoza, según

la cual cada ser participa de la sustancia infinita que es Dios y recibe de esta

participación el grado de existencia que mide su derecho. Cada ser está englobado en

seres más grandes que tienen más potencia y, por tanto, más derecho. Es aquí donde

se produce el tránsito sin solución de continuidad del estado natural al estado civil de

que Spinoza hablaba en su carta a Jarig Jelles. El estado civil está también en la

Naturaleza e importa la potencia de un individuo-sociedad más vasto que el

individuo singular, con más derechos naturales que él. Además, para Spinoza, el

egoísmo del hombre natural no es absorbente y excluyente como el del lobo de

Hobbes. Esto se comprueba teniendo presentes los rasgos esenciales de la psicología

espinocista. Verdad es que todo está en la Naturaleza y sólo la potencia cuenta en la

Naturaleza, pero en el hombre no sólo está la fuerza de los instintos brutales.

El hombre está dotado de razón. Pasiones y razón son en él fuerzas que tienen tanto

derecho como potencia, y, si la razón extrae fuerzas de percibir la necesidad del

encadenamiento necesario de las causas y de los efectos, teniendo más potencia y

derecho, los podrá ejercer en armonía con otros seres racionales.

Desde el punto de vista de la Naturaleza, las pasiones son tan naturales y legítimas

como la razón. Pero por obra de aquéllas, los hombres, lo más a menudo, son

llevados en sentidos diversos y opuestos. “El estado natural y el derecho natural son

una mezcla indistinta de conductas pasionales y de resplandores de la razón, de

discordias y de acuerdos. Salir de esta situación por el camino político no es salir de

la Naturaleza, sino reconocer, por lo menos, confusamente, su verdadera utilidad, y

125
J. R. Carré: Spinoza, ed. Boivin, París, 1936, pág. 30.
pasar de un bien humano fragmentario e inestable a uno más sólido”.

Así, todo derecho es derecho natural. De esta premisa surge una concepción sobre el

contrato constitutivo de la sociedad políticamente organizada y sobre las facultades

respectivas del soberano y de los súbditos.

Una vez formalizada la sociedad política e instituido un soberano que tenga la

potencia de asegurar el respeto de una ley común, las cosas se desenvolverán como si

todo súbdito estuviese ligado por un contrato a todo otro súbdito, y cada uno de ellos

con el soberano.

De acuerdo con el punto de vista de Spinoza, que se atiene siempre a su concepción

del derecho natural, la parte fuerte tendrá toda la facultad que le confiera su poderío

para hacer respetar el contrato. Ahora bien, parecería que estuviéramos junto al punto

de vista del despotismo del soberano absoluto de De Cive de Hobbes. Pero no es así,

pues si bien Spinoza mantiene siempre el derecho natural, extrae de este punto de

partida la consecuencia de que el derecho que acompaña a la fuerza no podría ir más

lejos que la fuerza real; la fuerza, al crear el derecho, lo limita.

Hobbes pensaba que el Estado tiene todos los derechos, porque todo lo puede. Según

Spinoza no es así porque, en verdad, el Estado no lo puede todo, y allí donde se

detiene su fuerza se detiene su derecho. En efecto, el Estado no tiene imperio directo

sobre las conciencias. Los actos están a su alcance y caen bajo su castigo, y en

cambio, el fuero interno de cada individuo le es inaccesible. De ahí que el Estado no

tenga derechos sobre el pensamiento especulativo de los individuos ni sobre su

religión interior. Ningún déspota puede obligarme a pensar que la suma de los tres

ángulos de un triángulo no es igual a dos rectos, aunque puede forzarme a decirlo. La

libertad de la razón no tiene límites, y lo mismo ocurre en materia de religión. De

esta manera, cabe reclamar la libertad religiosa y a la vez sostener que los ministros

de las religiones deben someterse a la autoridad del Estado.

Aquí se establece el enlace entre el Derecho Político de Spinoza y sus ideas sobre la
religión. El conocimiento de la Escritura nada significa si el hombre no atesora en su

alma el espíritu de la palabra divina. Fundar la religión en caprichosas interpretaciones de

la letra de los textos sagrados es costumbre peligrosa de las sectas. Por eso es política

sabia someter el poder eclesiástico al civil, para que las sectas, en nombre de sus

arbitrarias lucubraciones sobre la Escritura, no persigan a las gentes. Cabe también fundar

la religión en la convicción de que la Escritura en sus relatos, a veces oscuros y a menudo

intelectualmente contradictorios, enseña la práctica de la caridad. En conformidad con

este punto de vista cabe, igualmente, someter la religión al poder del Estado, porque éste

tiene derecho de vigilancia sobre los actos exteriores que aquélla prescribe. El Estado

tiene fuerza y derecho sobre todos los actos, pero no ha de imponer una profesión de fe.

En materia religiosa el filósofo hubo de elaborar una doctrina similar a la de la religión

natural de Herbert de Cherbury. Para fundarla, se dedicó al examen de las Escrituras con

un método para el que halló inspiración en sus estudios juveniles no menos que en ideas

de su tiempo. Y, como era corriente en su tiempo, asoció a la enseñanza política la

meditación teológica. En las Escrituras hay, según Spinoza, un conjunto de normas

legales que sólo eran válidas para el pueblo a que estaban destinadas. También hay en las

Escrituras una enseñanza moral que ordena obedecer a Dios con la práctica del bien.

Nada contienen, en cambio, sobre la naturaleza de Dios, que el filósofo puede libremente

abarcar con su razón, como puede fundar un derecho, sin necesidad de revelación alguna.

En síntesis, la conclusión de Spinoza es que en los Libros Sagrados hay verdades eternas

y universales. Ellas forman un cuerpo de doctrina de religión natural. Pero en esos

mismos libros hay ordenanzas y mandamientos que sólo hubieron de regir para el pueblo

hebreo cuando formaba un Estado.

En el Tratado Teológico-Político el filósofo se dedica a analizar las Escrituras. En sus

capítulos se ocupa de la profecía y de los profetas; discute la vocación de los hebreos y si

el don de la profecía era exclusivo de ellos. Trata de la Ley Divina, de la institución de las

ceremonias religiosas, de la creencia en los relatos históricos y de los milagros, para,

luego, entrar en la interpretación de la Escritura. En el capítulo ocho, Spinoza procura


demostrar que el Pentateuco y otros libros bíblicos no son auténticos. El mismo tema y

otros relacionados con él se estudian en el capítulo nueve. De los restantes libros del

Antiguo Testamento se ocupa Spinoza en el capítulo diez. Diversos son los asuntos que

estudia en capítulos sucesivos. En el XIV explica la naturaleza de la fe, lo que significa

ser fiel y cuáles son los fundamentos de la fe, para llegar a la conclusión de que se ha de

separar la fe de la filosofía: la teología no ha de ser sierva de la razón, ni la razón sierva

de la teología. Después de estas reflexiones Spinoza se ocupa del fundamento del Estado,

de la situación del individuo frente al soberano, de algunos principios políticos deducidos

del examen de la república de los hebreos y de su historia. Concluye que en un Estado

libre tiene cada cual el derecho de pensar lo que quiera y de decir lo que piense. No nos

toca comentar aquí las tesis de Spinoza; sólo nos corresponde señalar lo que para su

elaboración pudo haber aprendido de precursores y contemporáneos.

De autores que conoció en su juventud tomó más de un argumento de los que desarrolla

en las páginas de su obra. Entre ellos, ya sabemos, figuran Maimónides, Raschi, Ibn Ezra

y Crescas. Todos fueron comentaristas de la Biblia. También en el Talmud hay

comentarios de exégesis bíblica; los hay igualmente en Filón, como en otros pensadores

judíos de la Edad Media. Spinoza encontró en Ibn Ezra un antecedente para más de una

de las atrevidas ideas que formuló sobre el origen de los textos bíblicos. En Ibn Ezra

pudo, en efecto, hallar un esbozo de sus propias opiniones sobre la composición del

Pentateuco. Llevó mucho más allá que Ibn Ezra lo que aparece insinuado en este último.

En su interpretación de los textos, Ibn Ezra procuraba atenerse al sentido literal de las

palabras. Spinoza obrará de la misma manera y explicará la Biblia según el método

histórico. En cuanto a Maimónides, si bien es verdad que Spinoza lo censura, pues juzga

los versículos de la Escritura en forma distinta a él, no es menos verdad que en

Maimónides halló un ejemplo al que se debía tener en cuenta aunque se sostuvieran

ideas opuestas a las suyas. Maimónides, frente a los ortodoxos, afirmaba los

derechos de la razón; frente a los filósofos, señalaba los límites del poder de la

razón. En los libros sagrados quería descubrir una filosofía. Para Spinoza la razón

podía abarcarlo todo; filosofía y teología eran para él dos disciplinas completamente
desvinculadas entre sí. El otro pensador judío de quien pudo aprender mucho es

Hasdai Crescas, el cual no sólo fue maestro de Spinoza autor de la Ética, sino que

también lo fue de Spinoza autor del Tratado Teológico-Político. En este punto es

particularmente digno de señalarse un erudito estudio llevado a cabo por David

Neumark sobre Spinoza y Crescas 126. Neumark considera que la obra de Crescas Luz

de Dios puede ser mirada como una teoría de los principios de la fe y piensa que es

justo encarar con el mismo criterio el Tratado Teológico-Político de Spinoza. La Luz

de Dios es la última gran obra del pensamiento judío medieval. Ella es algo así como

el puente entre dicha filosofía medieval y la moderna. El moderno Spinoza recibió

abundantes sugestiones de Crescas. Este último trajo un nuevo punto de vista en el

planteamiento del problema de los principios de la religión judía y los distinguió en

diversos grupos, cuya importancia y cuyo significado no es el mismo. Para Neumark

cabe ver en Spinoza una doctrina de los principios, perteneciente a la literatura judía.

También en autores de su tiempo el filósofo halló sugestiones para sus ideas.

Adeptos de sectas protestantes, en especial de los Socinianos, expusieron

concepciones que Spinoza utilizó al establecer los postulados de la fe universal.

Cabría, así, decir que nuestro filósofo se propuso formular una doctrina de la

religión natural semejante a la de Herbert de Cherbury. Atendió particularmente a la

Biblia para enunciarla, y para la interpretación de las Escrituras recogió enseñanzas

de antiguos maestros israelitas. Si obró de acuerdo con el pensamiento del siglo

XVII al elaborar una doctrina de religión natural, en el detalle de la creación utilizó

los comentaristas judíos de la Edad Media. En la crítica bíblica tuvo un antecedente

en Ibn Ezra. En la discriminación de los distintos dogmas de la fe tuvo un

antecedente en Crescas. El filósofo enfrentó los textos bíblicos, partiendo de una

concepción de la religión. Esta concepción tenía dos fundamentos: su doctrina

metafísica, con su teoría de la virtud, y la aspiración a una religión sin dogmas, para

la humanidad toda, religión católica, universal. He aquí las palabras con que Spinoza

formula sus ideas esenciales: “Existe un ser supremo que ama la justicia y la caridad,

126
David Neumark: Crescas and Spinoza, en Essays in Jewish philosophy. Viena, 1929. págs. 301-346.
al cual todos han de obedecer para ser salvados, y al cual deben adorar, practicando

la justicia y la caridad con el prójimo”.

Pero este Dios no era el del filósofo, concepto de todos los conceptos, ser de todos

los seres, y cuya adecuada comprensión debía servir de norma a todo saber

verdadero. Spinoza aun no tenía treinta años cuando escribió el tratado De la

Reforma del entendimiento, teoría del conocer concebido como órgano del

perfeccionamiento moral. En él declara: “el método más perfecto será aquel que

haga ver cómo el espíritu debe ser dirigido según la norma de la idea del Ser más

perfecto”.

En la concepción de Spinoza sobre una religión universal aparece Dios como objeto

de la adoración de todos los hombres, pero en ella no hay una teoría metafísica sobre

lo que la divinidad es ni sobre su relación con el mundo y con el hombre, con la

realidad toda. Es en la Ética donde está tal teoría y es allí donde desarrolla su

doctrina sobre el mayor bien humano; allí está su sistema filosófico cuyos

antecedentes hemos procurado ofrecer, en vez de enunciar ideas sueltas,

fragmentarias, que pudieran integrarse en él.

En nuestra exposición nos hemos atenido a las peculiaridades de la vida de Spinoza,

a las circunstancias de su existencia personal. Hemos intentado mostrar al lector al

hombre Spinoza estudiando y pensando sobre los problemas de la filosofía, según lo

que de él se sabe y en función de la doctrina que creó. Para Goethe, Spinoza “había

subido a las más altas cimas del pensamiento con la cultura matemática y rabínica”.

Procuramos señalar cuáles eran las ideas propias de esta cultura rabínica, cuáles eran las

características de esa cultura matemática. Si la conducta de Spinoza en los años de su

madurez, se explica por su doctrina filosófica, de la que fue un reflejo, esta doctrina, a su

vez, refleja las peculiaridades intelectuales de la época del pensador y las modalidades de

su formación personal. De las condiciones históricas e individuales de la elaboración de


su sistema ha tratado este volumen.

Cabe, sin embargo, preguntarse si con las ideas que hemos recordado se puede construir

la filosofía de Spinoza. Ciertamente no. Pero estas ideas están en Spinoza. Más aún, a

través de Spinoza algunas de ellas actuaron en el pensamiento posterior a él. Se podría

inclusive decir que la variedad de las influencias que la filosofía de Spinoza ejerció, se

debe a esta diversidad de pensamientos incorporados a sus escritos. Porque en sus libros

domina la tesis de que todo es uno, los poetas inclinados a ver en cada cosa y en cada

hecho particular una expresión del cosmos íntegro, celebraban en Spinoza a su filósofo.

Porque Spinoza intentó estudiar los hechos y sistematizar los varios conocimientos con

criterio determinista, pudo ser el filósofo de los hombres de ciencia; porque Spinoza, a la

vez que tenía de Dios, en su visión naturalista, una idea científica, guardaba ante la

divinidad así concebida una actitud de devoción, pudieron tomarlo como maestro quienes

pretendían hallar la posibilidad de una religiosidad que excluyese la afirmación

tradicional de un Dios trascendente; porque subordinó las preocupaciones teóricas a los

problemas prácticos, morales, y porque, sin ser un asceta, vivió austeramente, pudo

ejercer influencia de moralista.

La teoría espinociana de que todo es uno tiene una ascendencia anterior al siglo XVII,

pero su forma es a todas luces propia del siglo XVII. La tentativa de Spinoza de

sistematizar en unidad todos los conocimientos deriva de una preocupación propia del

siglo XVII; la sistematización misma es de ese siglo por su estructura y anterior a ese

siglo en su tesis esencial. La actitud religiosa de Spinoza nace de una fuente o de varias

fuentes de su educación juvenil y no es típica del siglo XVII, pero en cuanto Spinoza

expone una doctrina de la religión natural sí es un pensador de ese siglo. La tesis

espinociana de que la virtud más alta está en el amor intelectual a Dios y en el dominio

de las pasiones, es de un origen extraño al siglo XVII, pero la tendencia a estudiar las

pasiones como se estudian figuras geométricas sí pertenece a ese siglo.

Spinoza tenía la certidumbre de que el hombre puede conocer lo absoluto y en esto difirió

del agnosticismo teológico de Descartes. Con tal fe en el espíritu humano encaró un


problema del siglo XVII. Al cabo de la lectura de sus escritos uno se siente tentado a

decir igualmente estas dos cosas distintas: que la metafísica de Spinoza ofrece para un

problema moderno una solución antigua; que ella es una total renovación de esa tesis

antigua de acuerdo con el pensamiento moderno. Lo primero se justifica porque la idea

de la omniunidad de la realidad le venía a Spinoza de las fuentes que conoció en su

juventud; lo segundo se justifica porque la forma de su sistema está impregnada de

nociones de su tiempo, forma que no es una simple superposición a un contenido que le

sea diverso.

Sería verdad incompleta sostener que el sistema de Spinoza es solo una continuación de

las ideas filosófico-religiosas desenvueltas desde Filón de Alejandría hasta Hasdai

Crescas. Verdad sería también afirmar que este sistema es un resultado necesario del

curso del pensamiento en el siglo de la ciencia matemática de la Naturaleza, del derecho

natural y de la religión natural. Mas el monoteísmo bíblico, la filosofía y la mística

hebreas creadas en quince siglos actuaron en el espíritu de Spinoza como actuaron en él

la física de Galileo y Descartes, las teorías del derecho natural y de la religión natural.

¿Impuso a la religiosidad de sus años juveniles la geometría de su siglo? ¿Desenvolvió

hasta sus últimas consecuencias el racionalismo de su siglo guiado por una idea tomada

de sus lecturas juveniles? Al cabo de nuestra exposición formulamos estas preguntas

para subrayar que con lo dicho aún no se tiene una imagen plena del pensamiento

de Spinoza, porque él no se limita ni a las teorías de su tiempo ni a las que

aprendió de sus maestros hebreos. De lo que su doctrina es, de la audacia de su

dialéctica, de los obstáculos que le fueron invencibles, nos ocuparemos en el

volumen siguiente de esta obra.

ÍNDICE

Introducción. La creación filosófica. La originalidad en filosofía. Opiniones diversas. La

tesis de Henri Bergson. Su juicio sobre Spinoza. El punto de vista de Harry Austryn

Wolfson. Las influencias históricas y contemporáneas en los sistemas de filosofía. El

sistema de Spinoza.
I

ALGUNAS IDEAS DE SPINOZA

JUICIOS SOBRE LOS ORÍGENES DEL ESPINOCISMO

CAPÍTULO I. ALGUNAS IDEAS DE LA ÉTICA DE SPINOZA. Problema

metodológico: Las influencias en Spinoza. El orden en el estudio. Esquema de la filosofía

de Spinoza. Cuestiones planteadas por Descartes. El ocasionalismo: Gueulincx y

Malebranche. La Ética de Spinoza. La sustancia. Los atributos. Conocimiento y ser.

Libertad y necesidad. La virtud suprema.

CAPÍTULO II. LAS “GENEALOGÍAS” DEL PENSAMIENTO DE SPINOZA. Las

primeras apreciaciones sobre el origen de la filosofía de Spinoza. La opinión de Leibniz.

Las polémicas. Cartesianos anti -espinocistas. Spinoza y la Cábala. Las controversias a

fines del siglo XVII y en el XVIII. En el siglo XIX. Spinoza y la filosofía hebrea.

Spinoza y el Renacimiento. Las opiniones más recientes.

II

SPINOZA Y EL PENSAMIENTO JUDÍO

CAPÍTULO III. SPINOZA Y LAS DOCTRINAS NEOPLATÓNICAS. La religiosidad

de Spinoza. Sus fuentes judías. La filosofía neoplatónica. Sus orígenes. La escuela de

Alejandría. La filosofía hebrea medieval. Los neoplatónicos. Ibn Gabirol. Ibn Ezra. Su

panteísmo. Su influencia en Spinoza. Spinoza y Platón.

CAPÍTULO IV. SPINOZA Y LA FILOSOFÍA ARISTOTÉLICA JUDÍA. La reacción

contra el neoplatonismo. Ibn Daud. Su Crítica a Ibn Gabirol. Maimónides. Su método. Su

doctrina. Spinoza y Maimónides. Gersónides. Su doctrina. Spinoza y Gersónides.

Spinoza y Aristóteles.

CAPÍTULO V. SPINOZA Y HASDAI CRESCAS. Hasdai Crescas. Su obra. La crítica

a Aristóteles y a Maimónides. Las pruebas de la existencia y de la unidad de Dios. El


problema del infinito. La constitución del universo. Las ideas de Crescas. La doctrina de

los atributos de Dios. La extensión. Libertad y determinismo. La tesis de Crescas. Su

teoría ética. Semejanzas y diferencias entre Spinoza y Crescas.

CAPÍTULO VI. SPINOZA Y LA MÍSTICA JUDÍA. La mística judía. Su historia. El

Libro de la Creación. La Cábala. El Zohar. Su doctrina. Los números. La teoría de la

emanación. La Cábala en Ámsterdam en el siglo XVII. La Porta Coeli de Abraham

Herrera. Diversidad de opiniones sobre el tema “Spinoza y la Cábala”. Diferencias entre

Spinoza y la Cábala. Conclusiones sobre la relación de Spinoza con el pensamiento judío.

Dios y el orden cósmico según la Biblia y el Talmud.

III

SPINOZA Y EL RENACIMIENTO

CAPÍTULO VII. SPINOZA Y EL RENACIMIENTO. El problema de la relación de

Spinoza con el Renacimiento. Las corrientes filosóficas del Renacimiento. La tesis de

Dilthey sobre Spinoza, continuador del Renacimiento. Su falta de fundamento. Spinoza y

los neoplatónicos del Renacimiento. Opiniones sobre la influencia de León Hebreo,

Telesio, Giordano Bruno y Campanella en Spinoza. El racionalismo de Spinoza opuesto

al Renacimiento. Origen de las supuestas semejanzas entre Spinoza y pensadores del

Renacimiento.

IV

SPINOZA Y EL SIGLO XVII

CAPÍTULO VIII. SPINOZA Y EL BARROCO DEL SIGLO XVII. Spinoza y el siglo

XVII. Spinoza y el Barroco. Las opiniones de Gebhardt. Sus contradicciones. Barroco,

Contrarreforma y cartesianismo en la obra de Spinoza. La tesis de Dunin Borkowski. La

influencia del Barroco en el Spinoza presistemático. Las imprecisiones de Dunin

Borkowski.
CAPÍTULO IX. SPINOZA Y LA CONCEPCIÓN DE LA NATURALEZA EN EL

SIGLO XVII. La ciencia moderna. Sus principios. Galileo y Descartes. Formación

científica de Spinoza. Su polémica con Boyle. El mundo físico. El mundo viviente. La

medicina en el siglo XVII. Los descubrimientos. Las teorías. Spinoza y la medicina de su

tiempo. Spinoza y el racionalismo científico.

CAPÍTULO X. SPINOZA Y LAS CONCEPCIONES DEL DERECHO NATURAL Y

DE LA RELIGIÓN NATURAL EN EL SIGLO XVII. El derecho natural. Su fundamento

y alcance. Hugo Grocio. Su doctrina racional del derecho natural. Su significado como

expresión del espíritu de la época. La religión natural. La tesis de Herbert de Cherbury.

La doctrina de la religión natural y el racionalismo del siglo XVII. El problema de la

unidad del conocimiento. La metafísica de Spinoza, fundamento de la unidad del saber.

CAPÍTULO XI. SPINOZA Y LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XVII. Spinoza y autores de

su época. Las polémicas sobre Descartes. Spinoza y Descartes. La opinión de Ludwig

Meyer sobre “Spinoza y Descartes”. El “método” y la doctrina de uno y otro. Los

juicios de Pollock y Roth. Las opiniones de Brunschwicg y Delbos. El juicio de

Freudenthal. Conclusión. La relación de Spinoza con el siglo XVII.

INFLUENCIAS EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y EN LA CRÍTICA

BÍBLICA DE SPINOZA

Capítulo XII. - INFLUENCIAS EN EL PENSAMIENTO POLÍTICO Y EN LA

CRÍTICA BÍBLICA DE SPINOZA. Las ideas políticas de Spinoza. Sus relaciones

con doctrinas de otros autores. Spinoza y Maquiavelo. Spinoza y la concepción del

derecho natural de Grocio. Spinoza y Hobbes. Sus coincidencias y sus

discrepancias. El derecho natural según Spinoza. La religión. La interpretación de

las Escrituras. El criterio de Spinoza. Sus antecedentes. Conclusión.

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