Ensayo CREER EN LA EDUCACION de Victoria Camps

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ETICA

VICTORIA CAMPS CERVERA

BRYAN LOAYZA LOAYZA


UCSG
ETICA
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
ETICA

INDICE

1) INTRODUCCION.

2) ENSAYO SOBRE “CREER EN LA EDUCACION”. VICTORIA CAMPS

3) CONCLUSIONES.

4) RECOMENDACIONES.

5) BIBLIOGRAFIA.
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
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INTRODUCCION
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
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ENSAYO SOBRE “CREER EN LA EDUCACION”

Donde tiene el valor de decir de forma amena, concisa y desacomplejada las obviedades
mil veces repetidas por los objetores de nuestro régimen educativo, que tantas energías
nos consume. Es algo que puede permitirse sin irritar ni causar escándalo por su
incuestionable condición de socialista, feminista y de brillante defensora de las virtudes
públicas. Una buena noticia, sin duda, porque parece que eso de hablar “sin complejos”
en educación se había convertido en seña de identidad de los neocon, mientras la
izquierda oficial había quedado fijada en el angelismo pedagógico y en las demagogias
de la corrección política.

Pues bien, Victoria Camps se despacha a gusto desmontando con una solvencia y
agilidad sorprendente los mitos y tópicos “progresistas” que han empantanado el mundo
de la educación en las últimas décadas.

Para empezar arremete nada menos que contra la permisividad parental, el


oscurecimiento de la figura del padre y la matriarcalización de la familia que ha
conducido al binomio “padre confuso y madre segura” (“sin la autoridad del padre, que
ha dejado de existir como tal, y sin la madre que la pueda suplir, el resultado es que los
hijos están condenados a permanecer en el útero el máximo tiempo posible” p. 38).

Frente a la “obsesión por romper barreras y eliminar prohibiciones” y defender el


espontaneísmo, reivindica los buenos modales y el gobierno de la emociones, algo
inviable sin represión, normas y sanciones.

Siguiendo a Burjau y su Elogio de la cortesía abomina del compadreo y postula


aprender a mantener las distancias, respetar el espacio del prójimo y permitir reconducir
las emociones y los sentimientos. Frente a los malestares de la cultura, reivindica la
cortesía y la buena educación que nos permite superar la animalidad.

Critica la confusión creada por haber abierto de par en par las puertas de la escuela a un
batiburrillo de abstrusas teorías pedagógicas acompañadas de sus correspondientes
órdenes y preceptos administrativos, que nos han llevado a olvidar que “la formación de
la persona siempre ha sido un asunto más práctico que teórico” (p. 56), y que han
extendido la sensación de que la educación es una responsabilidad y asunto de expertos,
cuando “la responsabilidad primaria y fundamental es de los padres”, que nunca pueden
abdicar, porque son insustituibles.

Pero Victoria Camps también se rebela contra la tentación del fatalismo y la impotencia.
Frente a los que como Sánchez Ferlosio consideran imposible luchar contra la fuerza del
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grupo de edad o “el imponente poder determinante del mercado”, defiende la


posibilidad de los educadores de actuar e ir a la contra, porque eso es lo que ha hecho
siempre la verdadera educación: “actuar contra corriente, contra una corriente
dominante siempre propicia a corromper y a desviar definitivamente la condición
humana” (p. 62). “Es absurdo –y sobre todo cómodo- demonizar el mercado, la
publicidad, la televisión, internet o los videojuegos y dejar de actuar” (p.63).

Para empezar, reclama volver a convertir la “formación del carácter y del gusto” en uno
de los pilares de la tarea educativa (p.66): “creo que el problema de la televisión y de la
adicción a las pantallas… es el hecho de que naturalizan lo que no es natural, sino una
construcción cultural y humana. Naturalizan la violencia, el sexo, el lenguaje obsceno,
la perversidad humana y el consumo excesivo y descontrolado. … Los niños no saben
distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto y lo que es peligros de lo que no
lo es... (66-67).

Hemos fomentado la liberación de la presión social y lo normativo sin reparar en que


sin nada que ponga freno a los impulsos lo que sale a la luz es la violencia trivial,
gratuita (“naturalizada”). Por eso más que nunca conviene subrayar la responsabilidad
de la familia y de la escuela son en el ámbito de la formación del carácter y del gusto.
Los regalos desmesurados, el consumo descontrolado de televisión e internet, repletos
de contenidos de mala calidad, reflejan una abdicación que explica el perfil de esta
generación zapping: la inconstancia, la escasa capacidad de sorprenderse, la exigencia
de resultados rápidos, la incapacidad para involucrarse en actividades largas, la facilidad
para aburrirse y cansarse de cualquier ego (p. 73).

Si se abdica de esta responsabilidad, quien educa es la mano invisible del mercado cuyo
único interés es crear consumidores. Las ofertas del mercado para incentivar
continuamente el deseo y alentar el “fascismo de la posesión inmediata” (Rafael
Argullol), la pasión por tenerlo todo aquí y ahora, el comprar cosas sin descanso, que se
impone como la única estrategia visible de aplacar el tedio vital. Frente a esa deriva,
Camps invoca la contención y el autodominio, únicas bases posibles de la buena
educación y del anhelo de felicidad duradera. Frente a la satisfacción pasiva de
caprichos –sepulcro del deseo- los adultos deberían enseñar a los jóvenes a obtener lo
que anhelan con su esfuerzo y a disfrutar de lo conseguido (la felicidad de los estoicos).

Pero la pedagogía "progre" ha sustituido el esfuerzo por la motivación (“motivar,


finalmente, no quiere decir nada más que facilitar el trabajo o reducirlo, condescender a
la falta de estímulo y sucumbir a la mediocridad”, p 100) favoreciendo un individuo que
tiende a “inhibirse de sí mismo” (preceptismo, velocidad, drogas, alcohol,
distanciamiento, discontinuidad, olvido... según Bauman). Se ha puesto demasiado
énfasis en los valores finalistas (pacifismo, tolerancia ecología, salud, lealtad...)
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olvidando que si se prescinde de los valores instrumentales que los hacen posibles,
(esfuerzo, constancia, responsabilidad, compromiso, participación, abnegación,
aceptación del límite, autodominio, trabajo bien hecho...) aquellos se quedan en mera
retórica vacía (Javier Elzo, p.103).

Frente a los estilos parentales sobre proteccionistas o meramente coexistencialistas,


caracterizados por su alergia a decir “no” y por el abandono de los niños a sus inercias
espontáneas, se ha practicar una educación basada en el sentido del límite, el ejemplo y
los modelos de comportamiento y, en definitiva, en la creación de esos valores
instrumentales o, dicho de otro modo, de esas actitudes y disposiciones que desde
Aristóteles llamamos virtudes y que constituyen el eje del comportamiento moral y de la
formación del carácter de la persona.

Para reforzar su argumentación, Victoria Camps cita con frecuencia a Neil Postman y su
libro La desaparición de la niñez, donde se afirma que la imprenta comportó la
alfabetización progresiva de la población y creó la noción de infancia como etapa
asociada desde entonces al aprendizaje de la lectura, vía por la que el niño conquistaba
la condición de adulto. Ser un buen lector implicaba “un fuerte sentido de la
individualidad, la capacidad de pensar lógica y secuencialmente, la capacidad de
distanciarse de los símbolos, la de manipular métodos de abstracción eminentes, la de
postergar la satisfacción” (Postman), “leer implica silencio, regulación, contemplación,
es decir, disciplina y vencer los impulsos más espontáneos” (p. 107). Pero el imperio de
la televisión (la sustitución del homo sapiens por el homo videns, en palabras de Sartori)
ha sustituido ese universo reflexivo por imágenes y anécdotas de accesibilidad
universal, arruinándola distinción entre adultos y niños.

“Con la televisión todo está a la vista, los filtros no existen,...la vergüenza se diluye y
desmitifica, el sentido del pudor desaparece”,... la “vergüenza de ir desnudo, de la
sexualidad, de la violencia, de la poca decencia” (p. 108).

Pero, perdido aquel orden intelectual jerárquico entre los que saben y los que no saben,
entre los buenos y los malos modales, entre adultos y niños, nada avala el ejercicio de la
autoridad. Inmersos en este desconcierto, la solución no pasa por rodearnos de expertos
y especialistas para ocultar nuestras negligencias, sino en educar de verdad en los
valores más básicos y necesarios.

Sin embargo, la tendencia a evadir las responsabilidades educativas se impone en las


familias: “las reglas están mal vistas, al igual que los castigos... todo se negocia”, “una
tarea inagotable que agota al más paciente”. Y “la educación subrogada” es lo más
común: se abandona todo en manos de la escuela, de canguros, de tutores, profesores
particulares... Aunque lo peor no eso, sino que no se trata de una auténtica subrogación:
los padres, que han convertido a sus hijos en reyes y ahora están más formados, no
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dejan a sus hijos en manos de los profesores confiadamente, sino con recelo,
cuestionándolos si no obtienen los resultados apetecidos.

El problema se ha agravado, porque la propia escuela tampoco ha sabido preservar su


especifica misión, diferente y distanciada de la familia. “Ha habido demasiada
condescendencia hacia la camaradería, la tendencia a gustar y a ser simpático, cuando
de lo que se trataba es de enseñar: enseñar nuevos conocimientos y enseñar a convivir.
Lo único que ha conseguido la nueva educación ha sido acortar la distancia
imprescindible entre educador y educando, entre el profesor y el alumno, una distancia
mayor por descontado, que la que debe darse entre padres e hijos” (p. 120) .

Ir a la escuela -afirma Victoria Camps. Debería significar dejar atrás el ambiente


familiar y entrar en un ambiente diferente donde el objetivo no es entretener, ni jugar,
sino adquirir habilidades y conocimientos, además de aprender a convivir. Eso significa
ejercitar la memoria, el esfuerzo individual, hábitos de estudio, y la represión sin
paliativos de los comportamientos violentos, y contrarrestar la cultura del fast-thinking
(espectáculo y diversión constante, información superficial y fragmentada, etc.) con
auténticos conocimientos.

Al fin y al cabo -y cómo recordó Hannah Arendt en su lúcido texto “La crisis de la
educación”-, la verdadera educación debe servir para “conservar los valores y las
costumbres que no querríamos que desapareciesen de nuestro mundo”(p. 121). Y
semejante cometido sólo podrá llevarse a término si se asume que la escuela es un
espacio más impersonal que el de la familia, donde podrá haber un contacto personal
parecido pero no igual al familiar, porque “precisamente porque la escuela es un ámbito
más anónimo, tiene más fácil poder introducir un orden, unos hábitos y unas reglas más
inflexibles que las familiares” (p. 125). Es interesante la clara toma de posición de
Victoria Camps en este extremo tan poco acorde con los vientos que soplan: “conviene
que los padres acepten la impersonalidad de la escuela, que no se entrometan en exceso
y donde no deben y dejen la iniciativa a los que sabe, que son los profesores”(p. 125).

Se trata, en definitiva, de enseñar a ser libre, autónomo, a pensar y decidir por uno
mismo y con buen criterio. Y conquistar esa libertad significa aprender a sujetarse a
reglas (el propio lenguaje humano –nuestra característica humana más específica es un
comportamiento sujeto a reglas, como señaló Wittgenstein), desarrollar una conciencia
moral (Piaget, Kohlberg) que nos sensibilice ante la posibilidad de dañar con nuestras
acciones al prójimo y que nos guíe en la elección de la mejor manera de vivir.

De hecho, educar significa “inculcar criterios para saber escoger”, pero nuestra sociedad
“se ha preocupado más de crecer económicamente que de orientar a la juventud y dar
pautas de conducta y finalidades constructivas y duraderas, no efímeras” (p. 140). No
nos debe extrañar por tanto la proliferación de hijos “tiranos” (“el síndrome del
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emperador” según expresión de Vicente Garrido) caracterizados por su insensibilidad


emocional, ausencia de miedo al castigo, y por la aspiración permanente a conseguir
todo lo que desean de forma inmediata. Es el resultado de la renuncia a la formación del
carácter, una carencia que no puede suplirse con las farmacopeas de urgencia de los
libros de autoayuda y que se traduce en incapacidad para otorgar reconocimiento al que
actúa de un modo valioso u ocupa una posición de autoridad, e incluso para algo tan
básico como “tratar al otro como te gustaría ser tratado”, con independencia de su
mérito o posición (respeto de reciprocidad). 

“Ha disminuido considerablemente el sentimiento de que las reglas deben cumplirse,


gusten o no. Cuando no se aprende a respetar al superior que impone las reglas es lógico
que tampoco estas merezcan ningún tipo de consideración y se piense que es normal y
lógico, incluso y divertido y gracioso, transgredirlas”. (p.153).

El proceso de igualación y la ausencia de restricciones han llegado tan lejos que los
padres han acabado convertidos en esclavos de sus hijos. Y “si no nos es posible
mantener a cada cual en su sitio ¿Cuál será la base del respeto? Si les otorgamos a todos
el mismo estatus y el mismo prestigio ¿por qué vamos a tener que respetar a nadie?” (p.
151).

No nos extrañe que en semejante contexto, el educador haya dejado de tener autoridad
para convertirse en un asesor. El problema es que asesorar no es la función primordial
que debe asumir un docente. “El niño necesita el referente de quien posee la autoridad
y, cuando esta falla, se queda sin criterio para escoger los modelos adecuados”. Urge
reintroducir la pedagogía del respeto y “enseñar a respetar es enseñar a no hacer todo
aquello que significa menosprecio o indiferencia hacia los otros” (p. 156). “No es
aceptable que todo lo que está relacionado con la disciplina, el esfuerzo personal y la
obediencia al educador sea una cuestión discrecional sobre a la que nadie le apetece
pronunciarse claramente” (p. 171).

Esta situación se ha visto agravada por la errónea interpretación de lo que significa


equidad en educación por parte del progresismo y que ha llevado a obligar a estudiar a
todos lo mismo hasta los 16 años, tanto a los que quieren estudiar como a los que no,
llevados del falso prejuicio de que una educación más “diversificada” sería contraria a
la igualdad de oportunidades (p. 167). Camps es contundente: “es más discriminatorio
obligar a un alumno que suspende curso tras curso a continuar yendo a unas clases por
las que no tiene ningún tipo de interés, que dejarle iniciar una formación diferente que le
permita después incorporarse al mercado laboral como carpintero o como informático y
no como mano de obra barata porque le faltará la formación requerida (p. 169). Camps
añade citando a Lacroix: “se ha abandonado el ritual de distribución de premios. En las
aulas reina un clima tiránicamente igualitario. La excelencia, el esfuerzo y el talento ya
no son demasiado apreciados” (p. 179).
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La autora lanza también una dura carga de profundidad contra otro de los fetiches de la
cultura dominante: el culto de las emociones. La obsesión por lo sentimientos -de
regusto romántico- lo ha invadido todo en detrimento de la objetividad y de la
inteligencia racional y reflexiva, que exigen esfuerzo, constancia y, por tanto, control de
la emotividad. Ahora consideramos desaconsejable el control de las emociones y
optamos por que la persona “aprenda a conocerse y a sacar el máximo partido de su
afectividad en lugar de dominarla”. Se trata de una manifestación más del apogeo del
culto al yo, del individualismo irrestricto que bajo el grito de “¡liberad vuestras
emociones!” nos ha acabado conduciendo a la búsqueda incesante de las emociones
intensas (emociones-choque): miedo, cólera, asco, agitación, excitación, furor
(exhibiciones de violencia, sangre a borbotones, sexo degradante, conductas repulsivas,
abolición de cualquier límite y prohibición) en lugar de las emociones contemplativas
(el recogimiento y la admiración por las cosas nobles y valiosas) asociadas a la razón.

Esta explosión de irracionalismo arranca de Nietzsche y de Freud, que dedicaron todo


su esfuerzo a desacreditar a la razón moderna e ilustrada.

Contaminados por su influencia se ha asumido sin crítica que el pensamiento occidental


se forjó a favor de la razón y en contra del sentimiento. Pero no es cierto: “no hay
ningún filósofo de la moral que no haya tenido en cuenta que el ser humano es
sentimiento y no sólo razón”. Camps invoca a los estoicos, a Spinoza, a Adam Smith, a
Hume, a Tocqueville, etc., pero sobre todo recurre a Aristóteles y a su teoría de las
pasiones (Retórica), que nos invita a conocerlas, entenderlas, y a emplear recetas para
usarlas correctamente bajo el criterio del “término medio” (lo que implica autocontrol
de los propios sentimientos) y la guía de la razón. Por cierto, señala Camps, si
aplicamos esos criterios descubriremos el déficit actual de “emociones positivas” como
la vergüenza constructiva (turbación por un fallo cometido), la indignación (desagrado
por lo que no está bien), el miedo justificado (causado por la presencia o inminencia de
un mal) y la compasión (“sentirse responsable frente a otro que lo pasa mal” en palabras
de Levinas). Convendría –añade Camps- recuperar también un término que parece
desfasado: la disciplina: “ser disciplinado significa haber asumido una cierta austeridad
con uno mismo y los demás. Quiere decir estar emocionalmente educado” (p. 190).
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CONCLUSIONES:

Y para concluir, Camps nos habla del valor del ejemplo. Dar buen ejemplo y dedicar
tiempo a la educación son las dos únicas recetas para afrontar una educación
responsable. Eso implica saber qué es lo mejor y lo peor y cooperar entre todos. Sin
embargo, eso no ocurre: “es flagrante la incoherencia que existe entre demanda que la
sociedad hace los padres de que sean guía de una moralidad y corrección para sus hijos
y el bombardeo de mensajes que llegan a los hogares en sentido contrario” (p. 201)

Recordando a Richard Rorty (y su obra La educación entre la socialización y la


individualización), Camps sintetiza en una frase una de las principales líneas
argumentales de este libro: “educar es socializar con el fin de que una persona acabe
siendo un individuo autónomo y factor de su propia vida” (p.201). Una idea que los
conservadores no entienden, aferrados a verdades del pasado que no pueden ser
cuestionadas; pero tampoco los progresistas, que no creen en verdades y entienden la
educación sólo como la realización del yo auténtico –encarnación de la libertad para
ellos-, contemplando cualquier contenido como una imposición que constriñe el yo.

Su "educación en la nada" olvida que la socialización debe preceder a la


individualización y que sin constricciones no es posible educar para la libertad.

Camps concluye apelando a recuperar la fe en la educación. Si abdicamos, nuestros


hijos quedarán atrapados por la tiranía del mercado y las inercias de la pensamiento
postmoderno dominante: débil, relativista, destructor inmisericorde con el pasado, pero
incapaz de arriesgar ideas constructivas de futuro. La solución pasa por un cambio de
perspectiva y de interpretación de lo que sucede. Educar siempre es enseñar alguna cosa
como dijo Hannah Arendt y, en ese sentido, el escepticismo y el relativismo son malos
aliados.

Entre esos contenidos urge enseñar a superar el consumismo para el que nos socializa el
mercado, haciendo ver que la alegría y el bienestar pueden venir de uno mismo y no de
las cosas externas. Urge enseñar el valor del respeto, que exige el gobierno de las
emociones, y mostrar que libertad no se ha de confundir con “sálvese quien pueda” o
“cada cual a lo suyo” sino como la posibilidad de caminar hacia el bien (dejemos de
aplaudir a los transgresores, frecuentes estrellas de los dibujos animados y de tantas
series). Y urge cultivar el valor de la igualdad que pasa por inculcar sentimientos
solidarios y de buena convivencia y por evitar los sistemas educativos duales.

Hasta aquí mi compactado y prolijo resumen de esta obra de la que, en coherencia con
lo que he escrito en este blog hasta ahora, sólo me cabe declararme un adepto entusiasta.
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La claridad de ideas de que hace gala Victoria Camps espero que actúe como revulsivo
de quienes siguen atenazados por las ortodoxias progresistas y ayude a transitar por
otros senderos menos tortuosos que los actuales.

Si se sigue convirtiendo la educación en una misión extenuante y casi imposible, como


está ocurriendo ahora, difícilmente los educadores podremos ilusionarnos con nuestro
trabajo. La educación ha perdido consistencia (solidez, estabilidad, trabazón entre sus
elementos) y para recuperarla deberíamos seguir el camino sugerido por Victoria
Camps. Pero no nos engañemos, eso implica un poderoso golpe de timón al rumbo de la
educación actual, algo que no es previsible que se produzca hasta que el deterioro sea
mucho mayor. Nuestras administraciones educativas siguen prisioneras de la pedagogía
progresista y creen que el fracaso de los resultados que obtienen se debe a la
incompetencia de los profesores, que se resisten a ajustarse a los principios de su fe
pedagógica. La nueva ley de Educación catalana va en esa dirección. Quizás con un
profesorado más precarizado –“menos” funcionario- y doblegado a las direcciones
piensan que se resolverá el problema. Ya hay experiencias: la semana pasada me
hablaban de un centro del Vallés que consigue ¡un 99% de graduados en secundaria!,
hoy por hoy el único referente de excelencia educativa que realmente importa a las
administraciones públicas (la administración catalana condiciona las ayudas para los
proyectos de autonomía de centros al porcentaje de graduados). Ignoro qué conoce
sobre estos pormenores Victoria Camps, pero me temo que poco, porque para sorpresa
mía la he visto muy predispuesta a apoyar la futura Ley de Educación y a cuestionar el
papel de los funcionarios. Debería saber la Sra. Camps que si la debacle de la educación
no ha sido mayor es gracias a la abnegación de muchos funcionarios resistentes que
todavía creen en la educación que ella preconiza. Veremos qué pasará cuando los
políticos de turno puedan hacer y deshacer aún más en este terreno (la Ley de educación
lo permitirá).

Pero yo, Sra. Camps –compañera en la función pública-, no abdico. Mientras el marco
educativo siga mayoritariamente por los derroteros actuales, yo seguiré buscando
espacios en las aulas para aplicar sus subversivas ideas e impulsando medidas
posibilistas que permitan superar el régimen educativo actual. Espero su ayuda. Por
favor, sea coherente y al menos no colabore con “el enemigo”. Le recuerdo que el
Departamento de Educación no recomienda precisamente su libro, sino otro de la cuerda
opuesta: el lacrimógeno Mal de escuela de Daniel Pennac.
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RECOMENDACIONES:

Es necesario recuperar el buen sentido de conceptos como autoridad, norma, esfuerzo,


disciplina o tolerancia. Y, por encima de todo, hay que cambiar de perspectiva, eliminar
tópicos y asumir que estos valores, estas actitudes, se pueden y deben enseñar. No
podemos inhibirnos de la responsabilidad colectiva que supone educar. El futuro y el
bienestar de la sociedad dependen de nuestro compromiso. Dividido en once breves
capítulos, Victoria Camps incide en la falta de motivación de alumnos y educadores.
Camps relaciona esta problemática con el desarrollo de la sociedad de bienestar y de
consumo, responsables en cierta medida del fracaso del modelo educativo imperante.
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
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BIBLIOGRAFIA

 Creer en la Educación Por Victoria Camps C. Editorial Península, Barcelona,


2008. 

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