Ensayo CREER EN LA EDUCACION de Victoria Camps
Ensayo CREER EN LA EDUCACION de Victoria Camps
Ensayo CREER EN LA EDUCACION de Victoria Camps
INDICE
1) INTRODUCCION.
3) CONCLUSIONES.
4) RECOMENDACIONES.
5) BIBLIOGRAFIA.
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
ETICA
INTRODUCCION
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
ETICA
Donde tiene el valor de decir de forma amena, concisa y desacomplejada las obviedades
mil veces repetidas por los objetores de nuestro régimen educativo, que tantas energías
nos consume. Es algo que puede permitirse sin irritar ni causar escándalo por su
incuestionable condición de socialista, feminista y de brillante defensora de las virtudes
públicas. Una buena noticia, sin duda, porque parece que eso de hablar “sin complejos”
en educación se había convertido en seña de identidad de los neocon, mientras la
izquierda oficial había quedado fijada en el angelismo pedagógico y en las demagogias
de la corrección política.
Pues bien, Victoria Camps se despacha a gusto desmontando con una solvencia y
agilidad sorprendente los mitos y tópicos “progresistas” que han empantanado el mundo
de la educación en las últimas décadas.
Critica la confusión creada por haber abierto de par en par las puertas de la escuela a un
batiburrillo de abstrusas teorías pedagógicas acompañadas de sus correspondientes
órdenes y preceptos administrativos, que nos han llevado a olvidar que “la formación de
la persona siempre ha sido un asunto más práctico que teórico” (p. 56), y que han
extendido la sensación de que la educación es una responsabilidad y asunto de expertos,
cuando “la responsabilidad primaria y fundamental es de los padres”, que nunca pueden
abdicar, porque son insustituibles.
Pero Victoria Camps también se rebela contra la tentación del fatalismo y la impotencia.
Frente a los que como Sánchez Ferlosio consideran imposible luchar contra la fuerza del
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ETICA
Para empezar, reclama volver a convertir la “formación del carácter y del gusto” en uno
de los pilares de la tarea educativa (p.66): “creo que el problema de la televisión y de la
adicción a las pantallas… es el hecho de que naturalizan lo que no es natural, sino una
construcción cultural y humana. Naturalizan la violencia, el sexo, el lenguaje obsceno,
la perversidad humana y el consumo excesivo y descontrolado. … Los niños no saben
distinguir el bien del mal, lo correcto de lo incorrecto y lo que es peligros de lo que no
lo es... (66-67).
Si se abdica de esta responsabilidad, quien educa es la mano invisible del mercado cuyo
único interés es crear consumidores. Las ofertas del mercado para incentivar
continuamente el deseo y alentar el “fascismo de la posesión inmediata” (Rafael
Argullol), la pasión por tenerlo todo aquí y ahora, el comprar cosas sin descanso, que se
impone como la única estrategia visible de aplacar el tedio vital. Frente a esa deriva,
Camps invoca la contención y el autodominio, únicas bases posibles de la buena
educación y del anhelo de felicidad duradera. Frente a la satisfacción pasiva de
caprichos –sepulcro del deseo- los adultos deberían enseñar a los jóvenes a obtener lo
que anhelan con su esfuerzo y a disfrutar de lo conseguido (la felicidad de los estoicos).
olvidando que si se prescinde de los valores instrumentales que los hacen posibles,
(esfuerzo, constancia, responsabilidad, compromiso, participación, abnegación,
aceptación del límite, autodominio, trabajo bien hecho...) aquellos se quedan en mera
retórica vacía (Javier Elzo, p.103).
Para reforzar su argumentación, Victoria Camps cita con frecuencia a Neil Postman y su
libro La desaparición de la niñez, donde se afirma que la imprenta comportó la
alfabetización progresiva de la población y creó la noción de infancia como etapa
asociada desde entonces al aprendizaje de la lectura, vía por la que el niño conquistaba
la condición de adulto. Ser un buen lector implicaba “un fuerte sentido de la
individualidad, la capacidad de pensar lógica y secuencialmente, la capacidad de
distanciarse de los símbolos, la de manipular métodos de abstracción eminentes, la de
postergar la satisfacción” (Postman), “leer implica silencio, regulación, contemplación,
es decir, disciplina y vencer los impulsos más espontáneos” (p. 107). Pero el imperio de
la televisión (la sustitución del homo sapiens por el homo videns, en palabras de Sartori)
ha sustituido ese universo reflexivo por imágenes y anécdotas de accesibilidad
universal, arruinándola distinción entre adultos y niños.
“Con la televisión todo está a la vista, los filtros no existen,...la vergüenza se diluye y
desmitifica, el sentido del pudor desaparece”,... la “vergüenza de ir desnudo, de la
sexualidad, de la violencia, de la poca decencia” (p. 108).
Pero, perdido aquel orden intelectual jerárquico entre los que saben y los que no saben,
entre los buenos y los malos modales, entre adultos y niños, nada avala el ejercicio de la
autoridad. Inmersos en este desconcierto, la solución no pasa por rodearnos de expertos
y especialistas para ocultar nuestras negligencias, sino en educar de verdad en los
valores más básicos y necesarios.
dejan a sus hijos en manos de los profesores confiadamente, sino con recelo,
cuestionándolos si no obtienen los resultados apetecidos.
Al fin y al cabo -y cómo recordó Hannah Arendt en su lúcido texto “La crisis de la
educación”-, la verdadera educación debe servir para “conservar los valores y las
costumbres que no querríamos que desapareciesen de nuestro mundo”(p. 121). Y
semejante cometido sólo podrá llevarse a término si se asume que la escuela es un
espacio más impersonal que el de la familia, donde podrá haber un contacto personal
parecido pero no igual al familiar, porque “precisamente porque la escuela es un ámbito
más anónimo, tiene más fácil poder introducir un orden, unos hábitos y unas reglas más
inflexibles que las familiares” (p. 125). Es interesante la clara toma de posición de
Victoria Camps en este extremo tan poco acorde con los vientos que soplan: “conviene
que los padres acepten la impersonalidad de la escuela, que no se entrometan en exceso
y donde no deben y dejen la iniciativa a los que sabe, que son los profesores”(p. 125).
Se trata, en definitiva, de enseñar a ser libre, autónomo, a pensar y decidir por uno
mismo y con buen criterio. Y conquistar esa libertad significa aprender a sujetarse a
reglas (el propio lenguaje humano –nuestra característica humana más específica es un
comportamiento sujeto a reglas, como señaló Wittgenstein), desarrollar una conciencia
moral (Piaget, Kohlberg) que nos sensibilice ante la posibilidad de dañar con nuestras
acciones al prójimo y que nos guíe en la elección de la mejor manera de vivir.
De hecho, educar significa “inculcar criterios para saber escoger”, pero nuestra sociedad
“se ha preocupado más de crecer económicamente que de orientar a la juventud y dar
pautas de conducta y finalidades constructivas y duraderas, no efímeras” (p. 140). No
nos debe extrañar por tanto la proliferación de hijos “tiranos” (“el síndrome del
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El proceso de igualación y la ausencia de restricciones han llegado tan lejos que los
padres han acabado convertidos en esclavos de sus hijos. Y “si no nos es posible
mantener a cada cual en su sitio ¿Cuál será la base del respeto? Si les otorgamos a todos
el mismo estatus y el mismo prestigio ¿por qué vamos a tener que respetar a nadie?” (p.
151).
No nos extrañe que en semejante contexto, el educador haya dejado de tener autoridad
para convertirse en un asesor. El problema es que asesorar no es la función primordial
que debe asumir un docente. “El niño necesita el referente de quien posee la autoridad
y, cuando esta falla, se queda sin criterio para escoger los modelos adecuados”. Urge
reintroducir la pedagogía del respeto y “enseñar a respetar es enseñar a no hacer todo
aquello que significa menosprecio o indiferencia hacia los otros” (p. 156). “No es
aceptable que todo lo que está relacionado con la disciplina, el esfuerzo personal y la
obediencia al educador sea una cuestión discrecional sobre a la que nadie le apetece
pronunciarse claramente” (p. 171).
La autora lanza también una dura carga de profundidad contra otro de los fetiches de la
cultura dominante: el culto de las emociones. La obsesión por lo sentimientos -de
regusto romántico- lo ha invadido todo en detrimento de la objetividad y de la
inteligencia racional y reflexiva, que exigen esfuerzo, constancia y, por tanto, control de
la emotividad. Ahora consideramos desaconsejable el control de las emociones y
optamos por que la persona “aprenda a conocerse y a sacar el máximo partido de su
afectividad en lugar de dominarla”. Se trata de una manifestación más del apogeo del
culto al yo, del individualismo irrestricto que bajo el grito de “¡liberad vuestras
emociones!” nos ha acabado conduciendo a la búsqueda incesante de las emociones
intensas (emociones-choque): miedo, cólera, asco, agitación, excitación, furor
(exhibiciones de violencia, sangre a borbotones, sexo degradante, conductas repulsivas,
abolición de cualquier límite y prohibición) en lugar de las emociones contemplativas
(el recogimiento y la admiración por las cosas nobles y valiosas) asociadas a la razón.
CONCLUSIONES:
Y para concluir, Camps nos habla del valor del ejemplo. Dar buen ejemplo y dedicar
tiempo a la educación son las dos únicas recetas para afrontar una educación
responsable. Eso implica saber qué es lo mejor y lo peor y cooperar entre todos. Sin
embargo, eso no ocurre: “es flagrante la incoherencia que existe entre demanda que la
sociedad hace los padres de que sean guía de una moralidad y corrección para sus hijos
y el bombardeo de mensajes que llegan a los hogares en sentido contrario” (p. 201)
Entre esos contenidos urge enseñar a superar el consumismo para el que nos socializa el
mercado, haciendo ver que la alegría y el bienestar pueden venir de uno mismo y no de
las cosas externas. Urge enseñar el valor del respeto, que exige el gobierno de las
emociones, y mostrar que libertad no se ha de confundir con “sálvese quien pueda” o
“cada cual a lo suyo” sino como la posibilidad de caminar hacia el bien (dejemos de
aplaudir a los transgresores, frecuentes estrellas de los dibujos animados y de tantas
series). Y urge cultivar el valor de la igualdad que pasa por inculcar sentimientos
solidarios y de buena convivencia y por evitar los sistemas educativos duales.
Hasta aquí mi compactado y prolijo resumen de esta obra de la que, en coherencia con
lo que he escrito en este blog hasta ahora, sólo me cabe declararme un adepto entusiasta.
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
ETICA
La claridad de ideas de que hace gala Victoria Camps espero que actúe como revulsivo
de quienes siguen atenazados por las ortodoxias progresistas y ayude a transitar por
otros senderos menos tortuosos que los actuales.
Pero yo, Sra. Camps –compañera en la función pública-, no abdico. Mientras el marco
educativo siga mayoritariamente por los derroteros actuales, yo seguiré buscando
espacios en las aulas para aplicar sus subversivas ideas e impulsando medidas
posibilistas que permitan superar el régimen educativo actual. Espero su ayuda. Por
favor, sea coherente y al menos no colabore con “el enemigo”. Le recuerdo que el
Departamento de Educación no recomienda precisamente su libro, sino otro de la cuerda
opuesta: el lacrimógeno Mal de escuela de Daniel Pennac.
HENRY BRYAN LOAYZA LOAYZA
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RECOMENDACIONES:
BIBLIOGRAFIA