Maturana
Maturana
Maturana
Maturana
Esta es la paradoja:
decir que un cuerpo habla,
y después excluirlo de lo que las palabras dicen,
como si el cuerpo no dijera nada.
- León Rozitchner.
Consideraciones teóricas iniciales
Humberto Maturana, biólogo y epistemólogo chileno, aporta elementos importantes para dar un
primer esbozo al necesario acercamiento al problema que representa la cultura occidental desde la
perspectiva de un horizonte que contemple otro mundo posible. El presente texto sólo es un breve
estudio de dichos elementos, y su propósito no es clarificar nada, más bien se trata de un intento por
expresar un conjunto de confusiones, con pretensión de integrarlas a un esfuerzo por empezar a
pensar en el mundo de oscuridades que tenemos enfrente, y cuya exploración y confrontación, sobre
todo en esta y las generaciones venideras, representa un poco de la colosal tarea que tiene la
humanidad por delante para salvarse a sí misma.
Históricamente, en occidente han confluido dos formas culturales básicas de existir, una matríztica
originaria y una patriarcal, producto de un reforzamiento histórico de sentimientos de agresión y
dominio, eventualmente consensuados dentro de las culturas europeas ancestrales, y en necesaria
oposición a las culturas matrízticas.
Humberto Maturana sostiene que la relación social-humana original se sustenta en lo que llama la
“biología del amar”, una relación de afecto inconsciente corpóreo, manifiesto en la relación madre-
hijo, lo que Dussel llamaría la “proximidad originaria” (Dussel, 1996), pero también en la
organización social armónica en relación con el entorno, con los otros seres humanos, con la
naturaleza y el cosmos. El amor es, entonces, entendido como relación biológico-cultural, el
reconocimiento del otro como legítimo otro en coexistencia con uno.
Esto fue perfectamente posible en los pueblos europeos que practicaban la agricultura, que
coexistían con la naturaleza como parte misma de ésta, como parte de los ciclos naturales de vida y
muerte que en la naturaleza se presentan. Al surgir el pastoreo como forma de organización
generalizada de las comunidades, se dan situaciones en las que es necesario reguardar los rebaños
de bestias de los otros depredadores, como los lobos. Entonces se vuelven posibles los sentimientos
de apropiación y enemistad, y la necesidad de control sobre la naturaleza, emociones que fueron
generalizadas al vivirse de manera cotidiana en el hacer de los miembros de las comunidades.
Maturana sostiene, según información arqueológica, que, de estas dos manifestaciones básicas de la
organización vital de las comunidades europeas antiguas, surgieron las bases de nuestra actual
condición como cultura patriarcal actual. Cabe señalar que debe entenderse este emocionar
matríztico y el patriarcal, no como si el segundo fuera un resultado necesario del primero, sino
como dos manifestaciones posibles de la vida comunitaria en determinadas condiciones geográficas
de la Europa prehistórica. Sin embargo, sería la “biología del amar” la relación social básica por
antonomasia.
Es en este sentido donde entra la importancia del lenguaje en la relación social humana que se
plantee, y en esta parte es donde entra el problema de la racionalidad para poder enunciar el
verdadero significado del lenguaje. Maturana dice: “…al declararnos seres racionales vivimos en
una cultura que desvaloriza las emociones, y no vemos el entrelazamiento cotidiano entre razón y
emoción que constituye nuestro vivir humano, y no nos damos cuenta de que todo sistema racional
tiene un fundamento emocional. Las emociones no son lo que corrientemente llamamos
sentimientos. Desde el punto de vista biológico lo que connotamos cuando hablamos de emociones
son disposiciones corporales dinámicas que definen los distintos dominios de acción en que nos
movemos”. “Lo racional se constituye en las coherencias operacionales de los sistemas
argumentativos que construimos en el lenguaje para defender o justificar nuestras acciones”
(Romesín & Verden-Zöler, 2011).
Es decir: una de las características de la cultura patriarcal occidental en la que ahora participamos
en su avanzado estado de putrefacción capitalista es la racionalidad, pero no vulgarmente entendida
como cuando se dice “el ser humano es racional”, sino entendida la racionalidad como el sistema
simbólico que encubre relaciones de extrema violencia; participamos en una cultura cuyas
relaciones básicas son la dominación y la sumisión, la represión de los deseos en función de que
cada individuo se vea inserto en un modo de producción que le explotará, las jerarquizaciones de
mando-obediencia y el desconocimiento del otro como legítimo otro, sino su único reconocimiento
como competidor y, por lo tanto, como enemigo. En semejante cultura nos desenvolvemos y el
lenguaje que en ella desarrollamos no es otra cosa que la negación del lenguaje mismo, la
separación del lenguaje de su cuerpo fundante.
El lenguaje sólo puede surgir en una relación de reconocimiento del otro como legítimo otro en la
convivencia. En otras palabras, sin amor no hay lenguaje, hay negación del lenguaje. No hay
reproducción de la vida humana, sino procreación bajo un único propósito homogéneo; no hay un
desenvolvimiento armónico con la naturaleza, sino una punzante y exponencial necesidad de
apropiación; no hay sólo una relación de mando-obediencia, sino relaciones de dominio bajo
cualquier costo.
En las dinámicas del vivir confluyen tanto el emocionar como el campo de lo racional, y este fluir
se construye lo que Maturana llama una coordinación de coordinaciones conductuales consensuales,
que cambian conforme cambian las emociones que surgen en la conversación y viceversa. Esto es,
los conjuntos de emociones legítimamente establecidas que dan paso a las acciones que rigen la
vida cotidiana en el convivir con los otros, en cierta amalgama con el lenguaje, con el sistema de
símbolos utilizado para la comunicación. El ser humano se mueve entonces en el lenguajear. Y no
es lo racional característica intrínseca de lo humano, sino el lenguaje, el diálogo. La racionalidad es
parte del lenguajear cultural humano, pero en occidente partimos de un despojo del lenguajear.
Pues, de no ser así, ¿quién soportaría una existencia cotidiana en condiciones de extrema violencia,
si no es por un paradigma de pensamiento que legitime tal emocionar? En nuestra cultura patriarcal
occidental, devenida capitalista cristiana, donde es concebible la valorización de la competencia y
normalizada la enemistad, lo racional funge como la negación del lenguajear, el silenciamiento del
otro en convivencia con uno en función de los intereses mercantiles. Sólo así es concebible una
abominación cultural como la ya añeja imposición de un solo idioma en la creación de los estados-
nación, en el discurso globalizante. Vivimos, pues, en la negación de la conversación, del diálogo,
aparentemente silenciados.
Hablamos entonces del cambio cultural como un cambio en los sistemas de coordinaciones de
conversaciones consensuadas, dentro de las cuales se efectúa el lenguajear. Pero el lenguajear
implica no solamente un diálogo entre los individuos componentes de la colectividad, sino toda una
manera de sentir. Las coordinaciones de conversaciones consensuadas no son otra cosa que el
contexto cultural que concibe ciertas maneras de emocionar. El emocionar implica una serie de
sentimientos reproducidos y generados en la convivencia cotidiana, pero no necesariamente
enunciados de manera explícita, sino aprendidos de manera inconsciente en el hacer cotidiano.
Las acciones cotidianas, motivadas por determinados sentimientos, dígase ira, odio, amor, tienen
lugar en una red de expresiones culturales que conciben tales sentimientos, y que los enseñan y
reproducen, ya sea como consensuales, generalizados, o como aberraciones, anormalidades. Esta
actividad en la que los conocimientos y los sentimientos confluyen constituye el lenguajear,
actividad básica de la comunicación, compuesta tanto por el lenguaje simbólico, hablado, plasmado,
como por el emocionar, el “lenguaje” que se dice con la piel y la sangre, con el hígado y el corazón.
Por supuesto, esta construcción de redes de conversaciones es de carácter histórico, cambiante con
las acciones que transgreden la barrera generacional. Las acciones humanas, las conversaciones y el
emocionar, siguiendo ahora a Hugo Zemelman, son de carácter determinado-determinante
(Zemelman, 2011).
Lenguaje y Autonomía
Hablamos aquí del cambio cultural, más necesario que nunca para la supervivencia de la especie
humana. Y un cambio cultural implica un cambio en la configuración del actuar y el emocionar.
Pero aquí también nos encontramos con otro problema, la clásica escisión occidental entre el
lenguaje y la emoción, es decir, entre el decir y el hacer. En otras palabras: la forma en que
nombramos el mundo y nuestro hacer, a la vez que puede representar una cierta ruptura con viejas
formas de decir el mundo, también implica una manera de encubrir el emocionar que hay detrás.
Esto se ve claramente, por ejemplo, en las necesarias contradicciones que implica la construcción
del llamado pensamiento crítico.
Si bien la cultura matríztica originaria aún configura hasta cierto punto nuestro desarrollo individual
en la mayoría de los casos, al crecer se va reemplazando esta relación por una atravesada por la
negación sistemática de la ya mencionada “biología del amar”. Conviene detenerse aquí para
exponer un poco más lo que ocurre con tal desarrollo individual en una y otra cultura.
Siguiendo a Maturana, el crecer el niño dentro de una cultura matríztica, crecen sus
responsabilidades, la conciencia de que es un ser armónico con la naturaleza y la comunidad, de que
forma parte de una red de participación y convivencia. Se incluye en el mundo, las relaciones de
proximidad amorosa se amplían, no se terminan en la vida adulta. El crecer en el emocionar
matríztico implica ampliar la capacidad del hacer, de incidir en la reproducción de la vida colectiva,
así como la conciencia del otro como legítimo otro en convivencia con uno, en relaciones de respeto
mutuo y autorrespeto. Desde esta perspectiva se entiende mejor lo que implica la autonomía en los
pueblos indígenas, por ejemplo. Dice Maturana: “el respeto mutuo, no la negación suspendida de la
tolerancia o de la competencia escondida, debe haber sido su método cotidiano de coexistencia en
las múltiples tareas involucradas en el vivir de la comunidad. El vivir en una red armónica de
relaciones, como aquella que avoca la noción de la diosa, no implica operaciones de control o
concesiones de poder a través de la autonegación de la obediencia” (Romesín & Verden-Zöler,
2011, pág. 40).
En cambio, el crecimiento del miembro de una cultura patriarcal-capitalista, implica ser cercenados
desde los primeros años de vida, ignorar por completo lo que es la vida en comunidad e ignorar por
completo lo que implica el despliegue de la vida, la construcción de los espacios de ésta, o lo que
otros llamarían territorio. Ahora dice Maturana: “Nuestra vida como pueblo patriarcal europeo,
con todas sus exigencias de trabajo, de éxito, de producción, de eficacia, interviene en el
establecimiento de una relación madre-hijo normal, y, por lo tanto, con el desarrollo fisiológico y
psíquico normal del niño o niña como un ser humano autoconsciente, con autorrespeto y respeto
social” (Romesín & Verden-Zöler, 2011, pág. 78). Ahora, aclarado un poco más esto, podemos
seguir con el problema de la racionalidad frente a la pretensión de un hacer crítico.
Al hablar de las culturas matrízticas, Maturana se refiere específicamente a los pueblos de la Europa
prepatriarcal, pero también podemos reconocer la matríztica en las formas sociales de corte
comunitario, en el hacer cotidiano de los pueblos originarios del mundo, con los problemas
evidentes que lleva consigo la relación choque-asimilación que implica existir en el mismo planeta
en el que existe el capitalismo como forma social hegemónica, e históricamente con las formas
sociales patriarcales, pero cuyos fundamentos podemos descubrir aún en la actualidad, como
necesario proyecto de restitución de lazos comunitarios y autonomía, pero también en guerra contra
el proyecto civilizatorio del capital.
La autonomía como proyecto es importantísima para occidente, como espejo opaco y como
referente mundial de lucha, pues da una idea clara de lo que es la humanidad no capitalista, es decir,
la vida comunitaria y sus cosmovisiones. Son los pueblos originarios del mundo quienes confrontan
con mayor fuerza los proyectos capitalistas desde su aparición colonial, y sus formas sociales son
esencialmente antagónicas.
Es bien sabido que los pueblos originarios de México se encuentran resistiendo una guerra de
exterminio que no ha parado en quinientos años, pero es importante situar esta guerra no sólo como
constante y permanente, en veces abierta, en veces velada y, como hoy, recrudecida, sino también
como necesaria para la existencia del orden capitalista; es preciso historizarla. Los pueblos
mantienen expresiones que, cuando salen a la luz, se vuelven ejemplos de organización que no son
otra cosa que expresiones de esa resistencia ancestral. Tal es el ejemplo de la lucha por la educación
autónoma, o las autoridades y policías comunitarias. Y el despliegue de éstas no es una cuestión
“nueva”, si pensamos de manera lineal, sino una expresión de organización vital de las culturas no
destruidas por el capitalismo. Encontramos también la apropiación de elementos, digamos, de la
cultura occidental, en función de la perpetuación de la vida comunitaria y de la cultura autónoma de
los pueblos del México profundo, constantemente negados por el proyecto civilizatorio capitalista.
Autonomía e Ideología
Hablando de guerra, algo que es muy importante mencionar es que la vida, por obvias razones, pero
también negadas por nuestro lenguaje patriarcal, se despliega en el espacio y en el tiempo
concretos. La resistencia de los pueblos originarios implica la defensa territorial, la defensa de los
espacios en los que se despliega la vida comunitaria, tomando en cuenta la cultura, los cuerpos, la
naturaleza, la memoria como espacios de resistencia. Esto partiendo de las experiencias de las
culturas matrízticas o “neomatrízticas”, sólo para diferenciarlas de las culturas de la europa
ancestral. Ahora, pensando bajo esta lógica, y sitúandonos desde la cultura hegemónica patriarcal
occidental capitalista que nos envuelve, se puede decir que la guerra, la violencia, constituyen
nuestros parámetros de pensamiento, y esto sólo es posible tomando en cuenta que todos los
espacios concretos en los que se desenvuelve la cultura patriarcal capitalista, por los que
transitamos diariamente y en los que desplegamos y constituimos nuestro emocionar, son
delineados en función de la guerra y la violencia, en función de la reproducción de relaciones de
mando-obediencia, de la competencia, la apropiación y la exclusión.
El emocionar matríztico que también nos constituye, al ser éste memoria incluso biológica de las
relaciones de reconocimiento y proximidad, fundadas en el amor madre-hijo, base de la vida social
y negadas por la racionalidad occidental, hoy es necesariamente traducido como construcción de
nuevos parámetros de pensamiento en su sentido más amplio, de corte anticapitalista, antipatriarcal,
y puede imaginarse como utopía1, esto es, como necesidad de futuro y destrucción del presente,
construcción de realidades otras (Zemelman, 2011, pág. 50). Pero, para poder comprender y
realmente pensarlo, es necesario hacerlo desde espacios concretos, y el capitalismo, dice Zemelman,
ha sido muy listo para eso, pues los espacios en los que se desenvuelve el sujeto crítico están
construidos no sólo como despliegue bélico y en función del dominio, sino como sistemas de
necesidades.
Y este es otro gran problema respecto a la construcción de un pensamiento y un hacer crítico que
apenas abordaremos. Dice Zemelman: “el nivel y la estructura actuales de las necesidades humanas
crean un espacio social para el capitalismo que no ha sido cuestionado hasta ahora. De manera
que solamente se podrá alcanzar un menor espacio legítimo para el capitalismo si somos capaces
de cuestionar las necesidades que el capitalismo genera y satisface. En realidad, en el sistema de
necesidades se encuentra el fundamento mismo de la dinámica económica y social en que se apoya
la conciencia social de los hombres; de ahí que si pretendemos que se genere una conciencia
histórica capaz de generar alternativas, debemos saber y poder reformular el mismo sistema de
necesidades” (Zemelman, 2011, págs. 103 - 104) .
Si no tomamos en cuenta los problemas enunciados hasta el momento, es más difícil comprender y,
por lo tanto, actuar en consecuencia, cuando de repente el discurso más crítico se ve atravesado por
la racionalidad que lo vuelve incompatible con el hacer del sujeto que lo enuncia, o cuando algún
proyecto de corte anticapitalista, aún pensado desde cierto territorio concreto, termina siendo
asimilado por el Estado, o simplemente cuando las circunstancias del crecer en el emocionar
patriarcal nos aleja de la eterna búsqueda de un lenguajear restituido, nuevo, un nuevo lenguaje que
parta de la memoria de la “armonía estética del vivir” y de la necesidad de amar, pero tomando en
cuenta el carácter contradictorio de su origen. No es la intención con esto retomar un paradigma,
como el de la autonomía, por ejemplo, como propio y desafiar nuestra cultura con máscara
comunal, como ocurrió con la experiencia de los manuales soviéticos y los movimientos socialistas
que encubrieron simples doctrinas de Estado. En todo caso, el paradigma es importante como
referente cultural, pero si tal paradigma sustituye el monumental esfuerzo de rasguñar los cimientos
de nuestra subjetividad hasta cimbrar la cantera que la recubre, simplemente se trata de otro
discurso demagogo, aunque ciertamente esperanzador. No hablamos de “reconstruir” las relaciones
matrízticas originarias, aunque también estén presentes en el núcleo humano de todo occidental, a
pesar de su condición occidental, sino de crear otra cosa, y quizás aún no podamos hablar de crear,
1
Dice Zemelman: “La utopía no tiene lugar. La utopía es más bien una inconformidad por lo que se está
dando. Uno de los errores, quizá del pasado, coincidiendo con las grandes utopías del siglo XIX, fue creer que
la utopía tenía forma que había que conquistar. Creo que la utopía es una exigencia de lectura de la realidad,
simplemente desde la premisa de que la realidad no está completa pero se puede completar” (Zemelman,
2011).
sino de empezar a ver, algo más claramente a cada vez, lo que realmente nos falta y lo que
realmente queremos, que aquí y ahora bien podría llamarse simplemente nuestra humanidad.
Algo importante a considerar sobre Maturana es que vemos en él una propuesta teórica que bien
podría llamarse “crítica y radical”, pues implica cuestionar las bases mismas de la racionalidad
occidental, relacionándolas con la violencia pura y simple que las constituye. Por eso puede
confundir, por ejemplo, que al hablar ya de una propuesta política apueste por una forma de Estado
matríztico que retoma la “experiencia” occidental del Ágora, los centros de debate griegos donde se
discutían libremente los llamados “asuntos públicos”, y que de hecho hoy se retoman como
conceptos en la teoría política y en la comunicación pública, prácticas que necesariamente remiten
al Estado.
Encontramos aquí las limitaciones propias de Maturana, propuesta que fácilmente puede ser
discutida contrastándola con las abundantes experiencias de organización comunitaria
latinoamericanas. Sin embargo, Maturana tiene su mérito, pues, a pesar de moverse dentro de los
parámetros estatales, quizá por seguridad incluso, o por qué no, por oportunismo, pero la amplia
gama de valores, como el de la “apropiación” o la “competencia”, son repudiados por él en plena
dictadura pinochetista. Los valores neoliberales promovidos por la dictadura son los repudiados en
su producción como valores patriarcales. Ahora, esto nos lleva a un problema nuevo, amplísimo. Ya
lo hemos notado: los valores promovidos en nuestras escuelas actualmente, como naturales, como
necesarios para los tiempos modernos, especialmente ese de la competencia, arduamente nombrado
en todas las reformas universitarias, son valores impuestos mediante el proyecto histórico
neoliberal, ese construido por las dictaduras militares genocidas.
Aquí hablamos del cambio cultural tal y como lo enuncia Maturana, de manera transgeneracional,
casi imperceptible por las generaciones que crecen en ambientes donde se ha normalizado cierta
coordinación de coordinaciones de acciones, pero cuya valorización, digamos, originaria, implica el
genocidio, el epistemicidio, la masacre, la desaparición, la tortura; esta imposición de valores hoy
aceptadas institucionalmente de la manera más inocente, esa aparente imperceptibilidad de la
violencia que implica algo tan difundido como la competencia, no sería posible hoy sin el terror de
ayer, la fragmentación paralizante con que la guerra marcó a buena parte de las generaciones
pasadas, llevándose a miles con ella. La memoria es, entonces, vida para nuestros muertos y total
legitimidad para nuestro repudio, visceral si se quiere, ante cualquier expresión de civilidad y orden,
cualquier inocente discurso modernizador y objetivo, proveniente de instituciones públicas y
privadas que hoy nos sonríen como viejos lobos disfrazados de simple cotidianidad.
Bibliografía
Dussel, E. (1996). Filosofía de la liberación. Bogotá, Colombia: Nueva América.
Dussel, E. (1996). Filosofía de la liberación. Bogotá, Colombia: Nueva América.
Romesín, H. M., & Verden-Zöler, G. (2011). Amor y juego. Fundamentos olvidados de lo humano,
desde el patriarcado a la democracia. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Granica S.A.
Zemelman, H. (2011). Configuraciones críticas: pensar epistémico sobre la realidad. México D.F.:
Siglo XXI.