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Ejercicios Espirituales por Internet 1

Material extra – día 04

PRINCIPIO Y FUNDAMENTO I – FIN DEL HOMBRE

Cuaresma 2021 – (DÍA 4)

Meditaciones de San Alberto Hurtado, SI.


Material extra (optativo)

Ofrecemos dos meditaciones extras, optativas, de San Alberto Hurtado sobre el tema
meditado hoy: Principio y Fundamento I – Fin del Hombre.

Principio y Fundamento
El fin del Hombre

PRINCIPIO Y FUNDAMENTO1
El hombre es creado
Las palabras Principio y Fundamento al sólo leerlas dejan en el alma la impresión
de una cosa seria y trascendental: en verdad es así, porque en ellas encontramos el
principio de todas las verdades que han de iluminar nuestra inteligencia y el
fundamento de todas las leyes morales de nuestra vida. Pondré ahora la piedra
fundamental de los Ejercicios y la piedra fundamental de toda mi vida. Esta
meditación me pondrá frente a frente a Dios. Oiré sus primeras palabras; tocaré su
obra; entraré en los ideales divinos.
Oración preparatoria. Composición de lugar: en la soledad de mi pieza siéntame
rodeado de Dios... "Dios que ve lo oculto" (Mt 6,18) estará en íntima comunicación
conmigo. Petición: comprender, sentir internamente la fuerza de estas verdades.

1. El hecho de la creación
Toda ascética sólida y verdadera se funda en realidades por humildes que éstas
sean... No se puede fundar en teorías ni sentimientos por sublimes que parezcan. Ese
hecho fundamental que cimienta mi espiritualidad es el de mi propio ser. No puedo
dudar que lo tenga... Nada más cierto que mi propia existencia.
Pero esta existencia no arranca de mí mismo: si de mí arrancara hubiera yo
existido siempre, y mi experiencia habla muy claro para decirme que hace tantos años
yo no existía... Antes de mi ser, encuentro el no ser; y en el fondo de mi ser, encuentro
igualmente el no ser. De mí, por mí, en virtud de mí, no hay nada que pida ser.

1
Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20043,
p. 1661-166.

San Alberto Hurtado


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Necesito absolutamente de otro para comenzar a ser y para continuar siendo lo que
soy. Cada momento de mi vida exige el mismo esfuerzo para prolongarse que exigió
para comenzar a ser... Ni más ni menos que la ampolleta que dejaría de brillar tan
pronto cesara de pasar por ella la corriente, así mi vida penetraría en la nada si dejara
de recibir ese ser que la hace ser.
En forma menos profunda, pero aún más ostensible aparece ésta, mi
dependencia esencial, al observar que basta que lo externo me abandone, para que yo
muera: aire, alimento, luz y calor y dejo de vivir; maestros, libros, conferencias y dejo
de conocer; gracia santificante y dejo de ser hijo de Dios... Por mí no puedo mucho ni
poco: no puedo nada.
En mí todo se gasta, todo desfallece, todo es como una luz que se apaga; nuestras
facultades espirituales, que son nuestra mayor excelencia, no se pacifican hasta
encontrar lo infinito y lo eterno que es Dios... No puedo mudar ninguna ley de mi
vida, de mi obrar, de mi ser. Todo en mí está clamando la dependencia, ley central de
mi vida. Locura sería negar la ley de la gravedad, pero más locura, negar la gravedad
esencial que lleva mi vida a Dios.
Este no ser fundamental de mi ser físico tengo que incorporarlo a mi vida moral:
la primera ley fundamental de mi vida debe ser la humildad, que corresponde a quien
es nada, indigente, mendigo absoluto que necesito de Dios para vivir, para moverme,
para ser. Quien no llega a esta humildad esencial de la creatura, vive siempre de
mentira. Quien en cambio se despoja de todo con verdadera anonadación, lo halla
todo en Dios, causa infinita de todo.
Este ser lo tengo de Dios, fuente de cuanto es. Nada que existe o puede existir
tiene otra fuente que Él. El Salmista lo dice con gran simplicidad: "Lo dijo y fue hecho.
Lo mandó y fue creado" (Sal 32,9). La razón confirma este mismo hecho, pero ¿a qué
detenernos a probarlo? Digamos del fondo del alma creo, creo que vengo de Dios.

2. Consecuencias de la creación
Este hecho de la creación debe ser desmenuzado, saboreado, rumiado, gustado
internamente. Toda reforma espiritual seria presupone una renovación interior de esta
verdad fundamental de la Religión: Dios y yo. Toda religión sincera "en espíritu y en
verdad" es una conversación, un comercio filial del hombre con Dios. Sin tensión de
espíritu, con paz, pero con todo nuestro espíritu, con todas nuestras fuerzas
busquemos conocer más y mejor a Dios. "Esta es la vida eterna, oh Padre, que te conozcan
a Ti y al que enviaste Jesucristo" (Jn 17,3).
No se trata tanto de un sentimiento, cuanto de una persuasión firme, profunda,
que se presta para ser hecha sentado, así como la del Reino parece que exige ponerse
en actitud de marcha, y la de las maneras de humildad, o el pecado una profunda
postración: aquí es una luz para la inteligencia.
Dios es mi Señor porque este campo que soy yo, Él lo posee, fondo y superficie;
más aún, Él lo ha hecho. Sin Él no existiría: todo viene de Él. "Yo soy el Señor". Este
derecho de Dios esencial está escrito en la contextura de mi ser, como esos nombres
bordados que están hechos de los mismos hilos que forman el bordado: cualquier
pedacito de este tejido clama "Yo soy el Señor".

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Este derecho es incomunicable, y cualquier derecho que alguien pretenda ejercer


sobre mí, es apenas una delegación de su derecho. Toda sumisión justa se refiere a su
soberanía; y todo señorío no es más que un intermediario entre Dios y yo. "Yo soy el
Señor".
Este derecho de Dios es total. Sustraerle una fibra de mi corazón, un pensamiento
de mi espíritu, un relámpago de mi inteligencia, un paso de mi cuerpo; sustraerle con
conciencia la menor de mis acciones es un robo, una injusticia. Es además una gran
tontería: "Perecerán los que se alejan de ti". Es un error; es un ensayo furioso condenado
al fracaso. El que escapa a la Providencia de gracia y de predilección caerá en la
providencia justicia y castigo.
Eterno es este derecho de Dios... Los cielos y la tierra pasarán. El placer y la pena
humana pasarán. Las risas y las lágrimas pasarán. Las artes y los libros y los museos
pasarán (como se les ve pasar... ). La fe y la esperanza pasarán, pero el dominio de
Dios y sus consecuencias sobre mí, felices o desgraciadas, no pasarán. El amor eterno
que es la razón de ser del mundo y de los mundos; este amor eterno no será frustrado.
El primero de los derechos, es el derecho de Dios sobre mí. El derecho de mis
padres, mis bienhechores, mi país, mis amigos, todos aquellos a quienes mi amor de
naturaleza o de elección, carnal o espiritual reconoce con razón o sin ella un cierto
derecho sobre mi actividad, mi afecto, mi abnegación, mi servicio todos esos derechos
son precarios, condicionados, medidos, limitados, segundos. Yo les debo un poco, o
mucho pero yo no me debo sino a Dios. Su derecho es el único incondicional. Él, antes
que nadie, debe ser servido, ya que los dones de los demás para conmigo, son los
dones que me hacen de lo que Dios me da por ellos, de lo que Dios les da para mí.
Dios antes que nada ni nadie. "Yo soy el Señor".
Padre, además de Señor. Padre es quien por amor comunica su naturaleza a un
nuevo ser, que es su hijo. Dios me ha hecho participante de su naturaleza, y esto por
un amor de predilección entre las infinitas creaturas posibles, por un amor eterno que
no ha comenzado al darme la vida, sino que existía desde que Dios es Dios. Los padres
del mundo son muy poca cosa en comparación de la paternidad divina: prestan un
pequeño concurso material, no crean a sus hijos, los reciben, el amor no se avanza al
hijo, no nace antes de tenerlo, no es causa de sus perfecciones, sino que sigue a las
cualidades de su hijo. El Padre celestial en cambio nos conoce antes de crearnos, nos
estima desde toda eternidad; y porque nos conoce y nos ama desde antes de que
nosotros seamos, por eso nos crea; con toda verdad podemos decir que nos crea por
amor. La palabra Padre, respecto de Dios no es alegoría, es una realidad muy superior
a la paternidad humana. ¿Lo hemos pensado? ¿Agotamos esta idea? ¿Descansamos
en el pecho de nuestro Padre, como un hijo a quien su padre consuela, apoya, ayuda,
ama?
Bien, mi Bien, ese es Dios; y no sólo eso, sino el único Bien. "Nadie es bueno, sino
sólo Dios", como dijo Jesús al Joven del Evangelio (Mc 10,18). Fuente de todo bien es
Dios, Bondad fontal. Todo lo que en la tierra nos parece agradable, deleitable... es algo
que fluye, no tiene en sí mismo su origen, supone una fuente de la cual depende
totalmente, y a la cual nos orienta: Dios. Dios solo es bueno.
Término, fin de todo bien, Dios. Bondad final. Toda actividad, todo deseo, toda

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esperanza que nos atrae nos envía, nos remite a un bien ulterior no poseído, real (ya
que real es nuestro movimiento, y una causa irreal no puede explicar un movimiento
real; un sol imaginario no explica una marea real) que nos atrae, nos mueve. Este bien
último, supremo hacia el cual tienden todas nuestras aspiraciones es Dios, bondad
final. "Nos creaste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti".
Dios que ha sido la primera palabra, será la última. A quien pierde todo lo
humano, Dios le queda todavía, pero ¿qué puede quedarle a quien pierde a Dios?
"Perderlo es perecer... ¿Qué te puede satisfacer si no te satisface Dios?". "Tarde te amé,
hermosura siempre antigua y siempre nueva", decía con nostalgia San Agustín. Y San
Bruno, y detrás de él los Cartujos, se fueron a los montes impenetrables clamando sin
cesar "Oh Bondad, oh Bondad, oh Bondad...", y esta contemplación tan simple llenaba sus
almas de inmensa paz, serenidad, amor.
Dios es amor, Deus charitas est... (1Jn 4,8). Al trabajo de nuestro servicio de Dios
¡cómo nos interesaría vincular nuestra capacidad de amor, ya que "mi amor es mi
peso", y como dice el Autor de la Imitación de Cristo: Gran cosa es el amor, y bien
sobre todo bien, que basta para hacer llevadero todo lo onereso; todo lo amargo lo
hace dulce y sabroso.
Dios es amor, y esto quiere decir que los bienes y las bellezas que me encantan y me atraen,
que provocan en mí ese entusiasmo y alegría al contemplarlos, Dios los ha creado sin
empobrecerse. Todas esas bellezas Él las posee en Él mismo: plenitud, riqueza, dulzura,
alegría, océano de gozo, armonía indescriptible, suavidad penetrante... Todo lo de aquí no es
más que una sombra de esa belleza sublime que está en Dios, que es Dios. Dios es amor...
Todo lo demás por más amable que parezca no posee más que un préstamo, de una manera
impura, algo de lo que hay en Dios. Un día al cielo iré y lo contemplaré, y lo contemplaré,
repítamelo muchas veces.

––––––––––––––––

EL FIN DEL HOMBRE2

I. Origen del hombre: Dios... ¡Todo de Él!


¿Su fin? El mismo Dios. No podía ponerse el Señor un fin que no fuera digno de
Él. Y cuando la creación se estudia a la luz de la razón, vemos que es metafísicamente
imposible, tan imposible como que la parte sea mayor que el todo, que Dios cree con
otro fin que no sea Él mismo. Como dice el Concilio Vaticano: "Dios, por su bondad y
omnipotente poder, creó, no para aumentar o adquirir su perfección, sino para manifestar su
perfección por medio de los bienes que concede a las creaturas".
Y ¿qué perfección suya quería manifestar a las creaturas? La perfección de su ser
inmaculado: la santidad, que es el resumen más completo del ser divino. Resumiendo
el plan divino: Dios creó el mundo para que floreciera en él la santidad, para tener

2
Alberto Hurtado, Un disparo a la eternidad, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 20043,
p. pp. 167-171.

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santos. Único ideal digno de Dios, único ideal que podía cautivar su amor... Con razón
ha de ser éste el único ideal digno del hombre, el norte de su vida. ¡Si es ideal digno
de Dios!, ¿no lo será del hombre?
Nos puso en este mundo para que fuésemos santos, resplandor de sus
perfecciones divinas: "Para que fuésemos santos e inmaculados". Sed vosotros santos...
"Sed perfectos como el Padre celestial es perfecto" (Mt 5,48). Y la venida de Jesús al mundo
que no tuvo por objeto sino reafirmar el sentido de la creación, fortalecernos en la
voluntad de realizarlo y darnos medios para ello, se resume en estas palabras: "Yo he
venido para que tengan vida y la tengan en abundancia"... "Para que nos llamemos hijos de
Dios y lo seamos de verdad"; "descendió de los cielos por nuestra salvación"; por nosotros
murió, "para que recibiéramos el ser hijos por adopción" (Jn 10,10; 1Jn 3,1; Credo; Gál 4,5).
Lleno está todo el Nuevo Testamento de esta idea central: el hombre está en el
mundo para reflejar las perfecciones divinas, la pureza, la justicia, la misericordia, la
bondad, la fortaleza, la eternidad, la santidad de Dios. Para tener esas perfecciones y
para obrar conforme a ellas: en una palabra para ser santos. Y ya sabemos que esa
santidad se realiza substancialmente por la elevación de nuestras vidas a la vida
divina mediante la gracia santificante, que hace que seamos en verdad hijos de Dios,
verdaderos, auténticos hijos de Dios. Esta santidad de la gracia es la única propia y
auténtica participación de la divinidad, todo lo demás del mundo no es sino una
imagen imperfecta.
El fin del hombre: ¡¡la divinización de su vida!! La muerte no es sino el momento
de entrar en la posesión descubierta de ese Dios que velado estaba vivificando mi vida.
Salvar el alma es conocer el tesoro que oculto llevábamos en nosotros: la vida de
la Trinidad "vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23).
Salvar el alma es, por consiguiente, la felicidad. El deseo de ser felices es en
nosotros tan connatural como la respiración. Aquí no encontramos sino granitos de
felicidad; allá, en el cielo, la felicidad sin sombras ni atenuaciones. ¡La
bienaventuranza eterna! ¡La vida eterna! ¡El cielo! Tres bellísimas expresiones del
pueblo cristiano con las cuales hace profesión de su destino eterno: "Creo en la vida
eterna".
Salvar el alma, es el premio natural a los hijos: El amor eterno quiso crearnos a
su imagen y semejanza, hijos: "Empero si hijos, herederos; herederos de Dios;
coherederos con Cristo" (Rom 8,17) según la frase maciza de San Pablo.
El dolor no es el fin de nuestra vida. En este mundo, perdida la felicidad original,
nos acompaña siempre, pero no como un fin, sino como un medio para reparar y
restaurar la santidad perdida. Dios no nos ha creado para padecer. Nos ha creado para
satisfacer las ansias infinitas de felicidad que Él mismo ha puesto dentro de nuestro
corazón, para ser como Él, tanto cuanto es posible a una creatura.
Ponderar el cielo...

II. ¿Cómo conseguir mi último fin?


Nos lo enseña San Ignacio: "mediante esto", mediante la alabanza, reverencia y
servicio de Dios.

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¡Soy libre! Mi gran título de honor; el privilegio del hombre, del ángel y de Dios.
En la creación material ningún otro ser es libre. Todos ellos llegan a su fin
necesariamente. Nosotros no. Tenemos ley, la conocemos, tenemos fuerza para
observarla. De nosotros depende su observancia o inobservancia. La libertad es la más
grande perfección de todo el universo.
"El que te creó sin ti, no te salvará sin ti". Los actos libres que hemos de poner para
salvarnos han de ser de toda la persona: del entendimiento, de la voluntad y de todas
las otras facultades humanas.
Los actos del entendimiento: alabanza, que es el conocimiento de las divinas
perfecciones unido a la confesión espontánea de las mismas. Delante del cielo y de la
tierra hemos de rendir tributo de alabanza a nuestro Señor, Padre, Bien, Amor...
Actos de la voluntad: reverencia, sujeción total y libre de todo nuestro ser a la
suprema perfección de Dios. Amor al Padre y Señor...
Servir, actos de todas las demás facultades internas y externas puestas
libremente a las órdenes del Señor, en todo momento y en todo lo que indique. "En
verdad es justo y necesario... siempre y en todo lugar", estar al servicio de nuestro
Señor y Padre, Bien y Amor.
Esta alabanza, reverencia y servicio nos perfeccionan a nosotros, nos hacen, a
nosotros mismos, más semejantes al que es "Perfección"... No se trata de pagar un
tributo que nos empobrece; por el contrario, cada grado mayor de conocimiento o
amor de Dios nos hace a nosotros más perfectos, más puros, más leales, más
generosos, más semejantes a Dios, que es la perfección. ¿Y qué ideal puede haber
superior que perfeccionarse uno mismo a imitación y semejanza nada menos que de
Dios? Esta imitación de la divinidad ha sido la más antigua aspiración del hombre.
Nuestros Padres pecaron porque querían ser como Dios; nosotros tenemos derecho a
querer ser como Dios, y tenemos medios seguros que nos harán ser como "Él es", en el
tiempo y en la eternidad. Estos son los supremos valores humanos.
La gloria divina, palabra que hemos oído tantas veces ¿qué quiere decir? Nada
más que esta realización del plan de Dios, aquí en la tierra por la participación que el
hombre recibe de la divinidad por la gracia, y en el cielo, por la participación en la
gloria. Este ideal de la santidad sobrenatural es la única flor que Dios quiere recoger
del universo para regalarse... Es la razón de ser del mundo y de los inmensos mundos
que nos rodean. La gloria de Dios es la santificación del hombre participando de la
divinidad.
La gloria divina ha de quedar como el único ideal de todo hombre que contemple
estas verdades: Éste no sólo es el valor central de nuestra vida, sino el único que
merece llamarse valor absoluto. Esta gloria divina da valor a todo, aún a la más
pequeña realidad ¡y sin ella los más grandes imperios y las amplias fortunas carecen
de todo sentido! ¡Oh, si fuésemos como San Ignacio los hombres de la mayor gloria de
Dios!

III. Consecuencias del conocimiento de mi fin


"¡Qué sucia la tierra cuando miro el cielo!", decía San Ignacio. Así, ¡qué viles me

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deben parecer todas las otras realidades, todas las flores caducas, flores de un día,
llenas de punzantes espinas que son todas las realidades humanas, si las comparamos
con la gran realidad de Dios, la vida divina, la santidad. Vivir, por tanto, no en el suelo
sino en el cielo, con mi corazón.
Visión divina de la vida: Ver el mundo a la luz de Dios, según los planes de Dios,
buscando en él la gloria del Señor. ¿Qué piensa Dios de la vida, de las cosas, de la
guerra, de la fortuna? Y sabemos que "el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre
nosotros" (Jn 1,14). Por tanto, la visión divina es más accesible, porque es la visión de
Cristo: ¿Qué piensa Cristo, qué quiere Cristo?
Visión de infinito: Visión amplia, corazón grande. ¡Que nada me turbe, nada me
espante, nada me detenga, nada me empequeñezca ni aprisione! Hombres del infinito.
Hay corazones chicos, corazón de pasas o de porotos arrugados, corazones partidos,
todo lo miden por su estrechísima visión; lo temen o lo esperan a su medida, que es
harto reducida... El corazón, el alma y la visión del cristiano deben ser visión de
infinito... Cuando se me ofrece algo en cambio de Dios, desprecie esa chuchería,
porque a lo más es una piedrecita falsa y ¡por ella voy a entregar mi tesoro que es Dios,
el vivir su vida, el participar de la divinidad, en la tierra por la gracia y en el cielo por
la gloria! Nada es comparable al bien que poseo por la gracia; nada es comparable a
Dios a quien espero ver, contemplar, amar y al cual desde luego estoy unido por la
gracia santificante.
Visión de eternidad: No el tiempo, que es tan corto. Esos segundos que son cien
y aún mil años... Todo lo de aquí abajo es breve y temporal. El gozo, flor de un día,
sonrisa que se apunta y se deshace; flor de heno, amapolas de verano que duran un
abrir y cerrar de ojos. Los amores, las caricias, las ternuras más íntimas hoy son, y
mañana se tornan en dolor, en amargura y en no ser... Cuando vemos que hasta lo
más grande de la civilización que fue durante siglos, defendido como el patrimonio
del mundo, bastó una bomba de un segundo para destruirlo... La vida es una
aparición: una breve llama que se enciende, oscila, se apaga... y así tal vez hace 50.000
años que esas vidas se vienen encendiendo y apagando aquí abajo... Y el dolor, otro
breve y momentáneo peso, que fructificará en gloria eterna si lo llevamos en unión de
los quereres divinos, en unión de su santa voluntad. "¿Qué tiene que ver esto con la
eternidad?", no pasa de moda el lema de San Luis; es el lema de todos los jóvenes de
alma grande, que no se dejan pescar ni cazar en las redes terrenas. Los que dan sentido
a su vida. Los conventos están llenos de jóvenes que han comprendido ese sentido de
eternidad de su vida... Los santos han sido los hombres de eternidad, tanto más sabios
que los reyes, cuya flor desapareció, llámese Luis XIV, creador de Versailles, o Alfonso
XIII que muere destronado; o Alberto de Bélgica que muere con su cráneo destrozado
en el pico de una roca.
Serenidad y fortaleza nos vendrán de estas consideraciones. La madre del Padre
Varin, condenada a muerte por el tribunal revolucionario de París en 1794, dijo a uno
de sus guardianes al llegar al pie del cadalso: "Di a mis hijos que su vieja madre no ha
temblado al subir al cadalso, ni ha perdido la paz de su alma. Es que sé a donde voy;
¡ahora al cadalso... pero de allí al cielo!".
Así los marineros españoles asistidos por el Padre Alonso. El seminarista que

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compone, Señor aquí estoy. La Rosita Alcalde. Pío IX amenazado porque defendía al
niño judío bautizado, Pío Mortara, respondía: "Todas las bayonetas del mundo no me
harían exponer a peligro de condenación el alma de este niño".

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