Textos Descriptivos
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“No es fácil describir a un hombre, y difícil compararle con sus camaradas, con sus
compatriotas, con sus contemporáneos. Fácil de amar y difícil de olvidar, por dentro, pero
también por fuera. Alto, corpulento, con hombros anchos, manos grandes, algún indicio,
tal vez, de una futura obesidad que ahora no nos interesa porque es incompatible con su
condición de refugiado político en Francia, en agosto, quizás julio, tal vez septiembre de
1939, Jesús Monzón Reparaz es, en este instante, sobre todo un hombre acogedor, grande
como una casa. Guapo de cara no, porque su cabeza porque su cabeza parece asentarse
directamente sobre el tronco, prescindiendo del cuello, y el pelo escasea ya sobre su
frente. Y sin embargo, a veces, cuando sonríe pero no del todo, sus ojos se iluminan con
un destello oblicuo, sesgado en el mismo ángulo que adoptan sus labios, para que toda su
inteligencia, que es mucha, y su malevolencia, que no es menos, lo eleven a un plano muy
superior a aquel, donde se agota la belleza blanda y carnosa, redondeada, a menudo pueril,
de la mayoría de los hombres guapos. Entonces, no solo es un hombre atractivo. Entonces
puede llegar a ser irresistible, y lo sabe.”
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TEXTO 3. Benito Pérez Galdós, La desheredada
“Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa, más ágil y dispuesta que se
pudiera imaginar. Por un fenómeno común en las personas de buena sangre y portentosa
salud, conservaba casi toda su dentadura, que no cesaba de mostrarse entre sus labios
secos y delgados durante aquel charlar continuo y sin fatiga. Su nariz pequeña, redonda,
arrugada y dura como una nuececita, no paraba un instante: tanto la movían los músculos
de su cara pergaminosa, charolada por el fregoteo de agua fría que se daba todas las ma-
ñanas. Sus ojos, que habían sido grandes y hermosos, conservaban todavía un chispazo
azul, como el fuego fatuo bailando sobre el osario. Su frente, surcada de finísimas rayas
curvas que se estiraban o se contraían conforme iban saliendo las frases de la boca, se
guarnecía de guedejas blancas. Con estos reducidos materiales se entretejía el más gra-
cioso peinado de esterilla que llevaron momias en el mundo, recogido a tirones y rema-
tado en una especie de ovillo, a quien no se podría dar con propiedad el nombre de moño.
Dos palillos mal forrados en un pellejo sobrante eran los brazos, que no cesaban de mo-
verse, amenazando tocar un redoble sobre la cara del oyente; y dos manos de esqueleto,
con las falanges tan ágiles que parecían sueltas, no paraban en su fantástico girar alrede-
dor de la frase, cual comentario gráfico de sus desordenados pensamientos. Vestía una
falda de diversos pedazos bien cosidos y mejor remendados, mostrando un talle recto,
liso, cual madero bifurcado en dos piernas. Tenía actitudes de gastador y paso de cartero.”
“La heroica ciudad dormía la siesta. El viento Sur, caliente y perezoso, empujaba las
nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el Norte. En las calles no había más
ruido que el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban
de arroyo en arroyo, de acera en acera, de esquina en esquina revolando y persiguiéndose,
como mariposas que se buscan y huyen y que el aire envuelve en sus pliegues invisibles.
Cual turbas de pilluelos, aquellas migajas de la basura, aquellas sobras de todo se juntaban
en un montón, parábanse como dormidas un momento y brincaban de nuevo sobresalta-
das, dispersándose, trepando unas por las paredes hasta los cristales temblorosos de los
faroles, otras hasta los carteles de papel mal pegado a las esquinas, y había pluma que
llegaba a un tercer piso, y arenilla que se incrustaba para días, o para años, en la vidriera
de un escaparate, agarrada a un plomo.
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Vetusta, la muy noble y leal ciudad, corte en lejano siglo, hacía la digestión del cocido
y de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido
de la campana de coro, que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basí-
lica. La torre de la catedral, poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas
de belleza muda y perenne, era obra del siglo diez y seis, aunque antes comenzada, de
estilo gótico, pero, cabe decir, moderado por un instinto de prudencia y armonía que mo-
dificaba las vulgares exageraciones de esta arquitectura. La vista no se fatigaba contem-
plando horas y horas aquel índice de piedra que señalaba al cielo; no era una de esas torres
cuya aguja se quiebra de sutil, más flacas que esbeltas, amaneradas, como señoritas cursis
que aprietan demasiado el corsé; era maciza sin perder nada de su espiritual grandeza, y
hasta sus segundos corredores, elegante balaustrada, subía como fuerte castillo, lanzán-
dose desde allí en pirámide de ángulo gracioso, inimitable en sus medidas y proporciones.
Como haz de músculos y nervios la piedra enroscándose en la piedra trepaba a la altura,
haciendo equilibrios de acróbata en el aire; y como prodigio de juegos malabares, en una
punta de caliza se mantenía, cual imantada, una bola grande de bronce dorado, y encima
otra más pequeña, y sobre esta una cruz de hierro que acababa en pararrayos.
Cuando en las grandes solemnidades el cabildo mandaba iluminar la torre con faroles
de papel y vasos de colores, parecía bien, destacándose en las tinieblas, aquella romántica
mole; pero perdía con estas galas la inefable elegancia de su perfil y tomaba los contornos
de una enorme botella de champaña. -Mejor era contemplarla en clara noche de luna,
resaltando en un cielo puro, rodeada de estrellas que parecían su aureola, doblándose en
pliegues de luz y sombra, fantasma gigante que velaba por la ciudad pequeña y negruzca
que dormía a sus pies.
(…)
Don Fermín contemplaba la ciudad. Era una presa que le disputaban, pero que acaba-
ría de devorar él solo. ¡Qué! ¿También aquel mezquino imperio habían de arrancarle? No,
era suyo. Lo había ganado en buena lid. ¿Para qué eran necios? También al Magistral se
le subía la altura a la cabeza; también él veía a los vetustenses como escarabajos; sus
viviendas viejas y negruzcas, aplastadas, las creían los vanidosos ciudadanos palacios y
eran madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo... ¿Qué habían hecho los due-
ños de aquellos palacios viejos y arruinados de la Encimada que él tenía allí a sus pies?
¿Qué habían hecho? Heredar. ¿Y él? ¿Qué había hecho él? Conquistar. Cuando era su
ambición de joven la que chisporroteaba en su alma, don Fermín encontraba estrecho el
recinto de Vetusta; él que había predicado en Roma, que había olfateado y gustado el
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incienso de la alabanza en muy altas regiones por breve tiempo, se creía postergado en la
catedral vetustense. Pero otras veces, las más, era el recuerdo de sus sueños de niño, pre-
coz para ambicionar, el que le asaltaba, y entonces veía en aquella ciudad que se humi-
llaba a sus plantas en derredor el colmo de sus deseos más locos. Era una especie de placer
material, pensaba De Pas, el que sentía comparando sus ilusiones de la infancia con la
realidad presente. Si de joven había soñado cosas mucho más altas, su dominio presente
parecía la tierra prometida a las cavilaciones de la niñez, llena de tardes solitarias y me-
lancólicas en las praderas de los puertos. El Magistral empezaba a despreciar un poco los
años de su próxima juventud, le parecían a veces algo ridículos sus ensueños y la con-
ciencia no se complacía en repasar todos los actos de aquella época de pasiones recon-
centradas, poco y mal satisfechas. Prefería las más veces recrear el espíritu contemplando
lo pasado en lo más remoto del recuerdo; su niñez le enternecía, su juventud le disgustaba
como el recuerdo de una mujer que fue muy querida, que nos hizo cometer mil locuras y
que hoy nos parece digna de olvido y desprecio. Aquello que él llamaba placer material
y tenía mucho de pueril, era el consuelo de su alma en los frecuentes decaimientos del
ánimo.”
En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados,
bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero
encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el
color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de
palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen
imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el
orgasmo de pensamientos del mismo estilo. En los ojos del Magistral, verdes, con pintas
que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones,
de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sor-
presa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la re-
sistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando algún audaz la sufría, el
Magistral la humillaba cubriéndola con el telón carnoso de unos párpados anchos, grue-
sos, insignificantes, como es siempre la carne informe. La nariz larga, recta, sin correc-
ción ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaban como
árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo
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expresión, aunque estricto en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral
sentía y pensaba. Los labios, largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir
comprimidos por la barba, que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, en-
tablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este
defecto apariencia de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipo-
cresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guarda-
ban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia.
En Vetusta, decir la Regenta, era decir la perfecta casada. Ya no veía Anita la estúpida
existencia de antes. Recordaba que la llamaban madre de los pobres. Sin ser beata, las
más ardientes fanáticas la consideraban buena católica. Los más atrevidos Tenorios, fa-
mosos por sus temeridades, bajaban ante ella los ojos, y su hermosura se adoraba en si-
lencio. Tal vez muchos la amaban, pero nadie se lo decía… Aquel mismo don Álvaro que
tenía fama de atreverse a todo y conseguirlo todo, la quería, la adoraba sin duda alguna,
estaba segura; más de dos años hacía que ella lo había conocido; pero él no había hablado
más que con los ojos, donde Ana fingía no adivinar una pasión que era un crimen.
(…) Jacinta era de estatura mediana, con más gracia que belleza, lo que se llama en len-
guaje corriente una mujer mona. Su tez finísima y sus ojos que despedían alegría y senti-
miento componían un rostro sumamente agradable. Y hablando, sus atractivos eran ma-
yores que cuando estaba callada, a causa de la movilidad de su rostro y de la expresión
variadísima que sabía poner en él. La estrechez relativa en que vivía la numerosa familia
de Arnaiz, no le permitía variar sus galas; pero sabía triunfar del amaneramiento con el
arte, y cualquier perifollo anunciaba en ella una mujer que, si lo quería, estaba llamada a
ser elegantísima. Luego veremos. Por su talle delicado y su figura y cara porcelanescas,
revelaba ser una de esas hermosuras a quienes la Naturaleza concede poco tiempo de
esplendor, y que se ajan pronto, en cuanto les toca la primera pena de la vida o la mater-
nidad.
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TEXTO 8. Benito Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta
Jacinta no sabía qué hacer. Uno y otro se estuvieron mirando breve rato, los ojos clavados
en los ojos, hasta que Juan dijo en voz queda:
«¡Si la hubieras visto...! Fortunata tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes
a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y ahora en San Ginés.
Pregúntaselo a Estupiñá, pregúntaselo si lo dudas... a ver... Fortunata tenía las manos
bastas de tanto trabajar, el corazón lleno de inocencia... Fortunata no tenía educación;
aquella boca tan linda se comía muchas letras y otras las equivocaba. Decía indilugencias,
golver, asín. Pasó su niñez cuidando el ganado. ¿Sabes lo que es el ganado? Las gallinas.
Después criaba los palomos a sus pechos. Como los palomos no comen sino del pico de
la madre, Fortunata se los metía en el seno, ¡y si vieras tú qué seno tan bonito!, sólo que
tenía muchos rasguños que le hacían los palomos con los garfios de sus patas. Después
cogía en la boca un buche de agua y algunos granos de algarroba, y metiéndose el pico
en la boca... les daba de comer... Era la paloma madre de los tiernos pichoncitos... Luego
les daba su calor natural... les arrullaba, les hacía rorrooó... les cantaba canciones de no-
driza... ¡Pobre Fortunata, pobre Pitusa!... ¿Te he dicho que la llamaban la Pitusa? ¿No?...
pues te lo digo ahora. Que conste... Yo la perdí... sí... que conste también; es preciso que
cada cual cargue con su responsabilidad... Yo la perdí, la engañé, le dije mil mentiras, le
hice creer que me iba a casar con ella. ¿Has visto?... ¡Si seré pillín!... Déjame que me ría
un poco... Sí, todas las papas que yo le decía, se las tragaba... El pueblo es muy inocente,
es tonto de remate, todo se lo cree con tal que se lo digan con palabras finas... La engañé,
le garfiñé su honor, y tan tranquilo. Los hombres, digo, los señoritos, somos unos mise-
rables; creemos que el honor de las hijas del pueblo es cosa de juego... No me pongas esa
cara, vida mía. Comprendo que tienes razón; soy un infame, merezco tu desprecio; por-
que... lo que tú dirás, una mujer es siempre una criatura de Dios, ¿verdad?... y yo, después
que me divertí con ella, la dejé abandonada en medio de las calles... justo... su destino es
el destino de las perras... Di que sí».