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Los investigadores del desarrollo humano afirman que la transición a la vida adulta no
depende tanto de factores biológicos como de acontecimientos sociales, los cuales procuran al
joven la independencia necesaria para ser adulto. K. Schaie y S. Willis (2003) señalan que son
cinco los acontecimientos sociales que marcan el inicio de la vida adulta: La finalización de la
formación académica y profesional; el trabajo y la independencia económica; el vivir
independiente respecto de los padres; el matrimonio; y tener el primer hijo. Con anterioridad
a ellos otros autores (Havighurst, 1952; Bromley, 1966; Erikson, 1973; Riegel, 1975; Levinson,
1977, en G. Craig, 1988) han destacado fenómenos sociales semejantes y las implicaciones en
los cambios de roles sociales, con las consiguientes modificaciones en los procesos psicológicos
subyacentes: Identidad, autoconcepto, responsabilidad, estabilidad emocional, etc. Lo que
ocurre en nuestro país con los jóvenes que tienen más de veinte años de edad es que dichos
acontecimientos ocurren con retraso de varios años respecto a generaciones anteriores. Por
ejemplo, quienes hoy tenemos alrededor de 50 años de edad, mayoritariamente antes de los
25 años habíamos terminado la formación, teníamos un empleo, estábamos casados y
esperando el primer hijo. Veinticinco años después, si nuestros hijos nos comunican sus
intenciones de dejar la casa familiar, de sus planes de boda o de tener un hijo seguramente les
aconsejaríamos que no se precipiten, que esperen a tener unos años más y alcanzar una
posición laboral y económica más segura. Les recordaríamos que pueden hacer casi todos sus
planes sin necesidad de salir del hogar familiar. Parece que hoy en día se teme que los jóvenes
de 20 / 30 años no estén tan preparados para afrontar los retos sociales de la adulta como en
su día estuvieron sus padres. La adultez está caracterizada sobre todo por factores sociales, y
en consecuencia se considera maduro/adulto al sujeto que es capaz de vivir
independientemente, sin la necesidad de ser tutelado emocional, social, afectiva y
económicamente, aunque la independencia es más una posibilidad que una realidad total. Una
de las cuestiones que subyace a esta investigación es intentar conocer si los jóvenes de hoy en
día pueden pasar de la adolescencia a la adultez e incluso madurar psicológicamente desde
una posición de cohabitación con sus padres, manteniendo ciertas dependencias de ellos. Es
decir, si se puede adquirir la identidad, la responsabilidad y la independencia afectiva, como
características de la persona adulta y madura, desde una posición vital de sujeto en parte
dependiente. Algunos autores se posicionan claramente a favor de la idea de que es posible
ser adulto sin ser independiente (Hoffman, Paris y Hall, 1996).Como veremos más adelante en
realidad se trata de una dependencia económica y material, pero al mismo tiempo con una
independencia mental y emocional, con una madurez suficiente para autodeterminarse en los
asuntos que le son propios. Tienen una forma de pensar y una filosofía de vida propia, son
autónomos para pensar, actuar y valorar los acontecimientos con criterios propios. Parece
dudoso que jóvenes mayores de 25 años pertenezcan a la misma generaión que los que tienen
alrededor de 20 años, que ambos tengan los mismos sentimientos de pertenencia al mundo
adolescente o al mundo adulto, cuando sus situaciones de vida sean bastante parecidas. El
matrimonio y la orientación hacia la paternidad-maternidad son los acontecimientos que más
influyen a la hora de proyectar una vida independiente de los padres. Pero ocurre que estos
acontecimientos cada vez se retrasan más, la convivencia en pareja no está necesariamente
asociada a la procreación y el primer hijo no llega, por término medio, hasta pasados los 28 –
30 años de edad. Indirectamente la edad cronológica y, sobre todo, la edad social son aspectos
a tener en cuenta en la delimitación de los inicios de la edad adulta temprana. La identidad
personal de los jóvenes y la comunicación con los demás tiene relación con la edad y con el
estatus social de la edad. Cómo nos percibimos a nosotros mismos y cómo creemos que nos
perciben los demás, tanto los de tu misma edad cronológica como el resto de los adultos,
incide en la dinámica interpersonal, en las atribuciones y expectativas sociales y en el bienestar
sujetivo. La edad adulta viene pues marcada más por un estatus que por una edad cronológica
concreta. Se diría que el joven de la década de los veinte años será adulto, no estrictamente
por su edad cronológica sino cuando sus compañeros, sus padres, sus superiores y otros
adultos le consideren y le traten como adulto. Lo que ocurre es que entre los veinte y los
treinta años de edad pueden darse diversos estatus de edad, pues se solapan diferentes
colectivos de jóvenes, condicionados en parte por la edad cronológica y en parte por variables
sociales con los cuales el joven se identifica: trabajadores, estudiantes, en paro, viviendo con
sus padres o por su cuenta, casados o sin pareja, padres, etc. No se trata solamente de una
cuestión sociológica sino que el estatus de edad afecta al yo, al autoconcepto, a la percepción
social y a las interacciones sociales. La década de los 20 años de edad puede ser bien calificada
como un amplio período de transición desde la adolescencia hasta la edad adulta. Las
transiciones, desde el punto de vista del desarrollo humano, son cambios en los que
reestructuramos nuestras vidas o reorganizamos nuestras metas ( Hoffman, Paris y Hall, 1996).
A la psicología no le interesa solamente identificar los cambios sociales que se producen (ser
empleado, madre, vivir independientemente), sino de los procesos psicológicos subyacentes,
los cuales, puede que estén menos externalizados, pero son los más importantes. Los cambios
en los roles sociales, en las actitudes, valores y comportamientos, las experiencias emocionales
intensas, el sentido del propio yo, la responsabilidad en los diversos contextos, el sentido de
autodirección de la propia vida, etc, son variables importantes de la personalidad adulta. Se
sabe que la transición a la edad adulta es diferente hoy en día según el medio social y cultural
de los jóvenes, su historia personal e incluso su sexo. También se conoce el estrés que supone
la realización de las tareas del desarrollo tales como la incorporación laboral, el compromiso
emocional, la paternidad/maternidad, etc
Posiblemente la asunción de los roles de padre y madre son los más determinantes en los
cambios de la personalidad del adulto. Particularmente en la década de los veinte años de
edad los jóvenes deben realizar ajustes constantes, ajustes del yo y ajustes sociales, como
suele ser habitual en las transiciones evolutivas. Sin embargo, no está demostrado que la
transición a la edad adulta esté relacionada con un período largo de inestabilidad emocional.
Cuando los acontecimientos ocurren en el tiempo y en la secuencia esperada no son por sí
mismos más que objetivos deseados, proyectos vitales iniciados, cambios que poco a poco irán
modificando nuestros pensamientos y actitudes, pero no serán necesariamente sucesos
conflictivos que causen daños emocionales (Schaie y Willis, 2003). En la transición a la vida
adulta hay algunos aspectos que se han revelado como importantes a la hora de acelerar o
retrasar el momento y el orden de ocurrencia de los demás acontecimientos sociales
relevantes, y que denotan diferencias interculturales y sociales (Schaie y Willis, 2003). La clase
social de pertenencia condiciona hoy en día las expectativas y aspiraciones formativas y,
específicamente, cuanta más alta es la clase social mayores probabilidades existen de que se
retrase la transición de la adolescencia a la vida adulta ( Neugarten y Moore, 1968. Citado por
G. Graig, 1988). Por ejemplo, la progresiva incorporación de la mujer a la formación académica
superior y al mundo laboral está asociado con un retraso en la edad del matrimonio y el
nacimiento del primer hijo. Por otro lado, las facilidades de acceso a la vivienda para los
jóvenes, sea en residencia, piso en alquiler o en propiedad, diferencian unas sociedades de
otras y permiten realizar diversas experiencias de vida independiente. Actualmente en las
sociedades desarrolladas los padres valoran la cualificación profesional de los hijos y de las
hijas y les animan para que tengan un alto grado de autonomía económica antes de decidirse a
vivir juntos como pareja estable. Con respecto a las mujeres de nuestro país, los padres desean
que sus hijas tengan un nivel profesional lo más alto posible y un buen empleo antes que
decidan casarse, pues en caso contrario, es difícil compatibilizar la vida de pareja estable, el
empleo y la formación continua en la perspectiva de tener hijos. Esto supone prolongar la
dependencia de las hijas respecto de los padres, el matrimonio se retrasa y el nº de hijos se
reduce. Arnett (2000) define como adultez emergente a la etapa de transición entre la
adolescencia y la edad adulta temprana en las sociedades industrializadas avanzadas, cuyos
límites cronológicos estarían entre los 18 y los 25 años de edad, aunque puede extenderse
hasta los 30 años. Son los jóvenes que han dejado la dependencia de la niñez y la adolescencia,
pero aún no han asumido las responsabilidades propias de la adultez. Como dice Gould (en G.
Craig, 1988), en esta etapa los jóvenes van cambiando su concepción del mundo y de sí
mismos, deben abandonar la “identidad adolescente”, rechazan el control de los padres y
deciden ir creando una nueva identidad que no sea como la de sus adultos-padres. Se trataría
de una identidad propia de “joven para siempre”, con las ventajas de ser adulto con libertad y
autonomía para decidir por sí mismo sobre “sus asuntos”, pero sin las obligaciones,
compromisos y responsabilidades adultas.
Según K. Schaie y S. Willis “la madurez psicológica de la adultez es función de la habilidad del
individuo para equilibrar dos necesidades opuestas”: La independencia y la intimidad (Schaie y
Willis, 2003, pág. 41). La independencia ( personal, económica, afectiva) está asociada a los
nuevos roles que caracterizan la adultez temprana: separarse de los padres, obtención de
empleo, la vivienda propia, el matrimonio, la paternidad, lo cual conlleva la adquisición de
altas tasas de responsabilidad y compromisos personales y sociales. En este caso de la
intimidad también aparece una cierta paradoja entre el deseo de relaciones afectivas íntimas y
el miedo a perder la tan buscada independencia a causa de una relación con compromisos.
Transitoriamente el joven resuelve esta contradicción independizándose subjetivamente de
sus padres, evitando el compromiso expreso con su pareja y compaginando su relación de
pareja con las relaciones de amistad más amplias, aún muy importantes para él.