Cuadraturina - Krzhizhanovsky

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Cuadraturina

Sigizmund Krzhizhanovsky

Escritor ruso (1887-1950) cuya gran parte de su obra,


inspirada en Hoffmann, Poe, Stevenson, Chesterton y
Wells, se publicó de forma póstuma, debido a la censura
del régimen soviético. En sus historias hay muchos pun-
tos de contacto con los ambientes opresivos de Kafka y
las preocupaciones metafísicas de Borges en Ficciones.

D
esde afuera sonó un suave toquido en la puerta: una vez.
Pausa. Y de nuevo, un poco más alto y huesudo: dos ve-
ces.
Sutulin, sin levantarse de su cama, extendió, como era su cos-
tumbre, un pie hacia donde se escuchaban los golpes, pasó el dedo
del pie por la manija de la puerta y tiró. La puerta se abrió. En el
umbral, con la cabeza rozando el dintel, estaba un hombre alto y
gris, del color del atardecer que se filtraba por la ventana.
Antes de que Sutulin pudiera bajar los pies al suelo, el visitante
entró, cerró la puerta silenciosamente y, con un maletín que colgaba
de su largo brazo simiesco, golpeó una de las paredes, luego otra,
después dijo:
—Sí: una caja de fósforos.
—¿Qué?
—Su habitación, digo que es una caja de fósforos. ¿Cuántos me-
tros cuadrados tiene?
—Unos ocho.

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—Precisamente. ¿Se puede?


Y antes de que Sutulin pudiera abrir la boca, el visitante se sentó
en el borde de la cama y desabrochó apresuradamente el abultado
maletín. Bajando la voz hasta que fue casi un susurro, continuó:
—Estoy aquí por negocios. Verá, yo, es decir, nosotros, estamos
conduciendo… ¿cómo lo diré…? bueno, experimentos, supongo. Son
confidenciales por ahora. El hecho es que una firma extranjera reco-
nocida comparte nuestra preocupación. ¿Quiere prender la luz? No,
no se moleste: sólo tardaré un minuto. Pues bien, el caso es que he-
mos descubierto (esto es un secreto por ahora) una sustancia para
agrandar las habitaciones. Dígame, ¿lo intentará?
La mano del extraño sacó del maletín un tubo estrecho y oscuro
que le ofreció a Sutulin, no muy diferente a uno de pintura, con una
tapa atornillada y un sello metálico. Inquieto y desconcertado, Sutu-
lin sostenía el resbaladizo tubo y, aunque la oscuridad casi era total
en la habitación, distinguió una palabra impresa en la etiqueta que
claramente decía: “Cuadraturina”. Cuando alzó los ojos, se encontró
con la mirada fija de su interlocutor.
—Entonces, ¿se lo queda? ¿El precio? Dios, es gratis. Sólo por
promoción. Ahora, si puede —el huésped comenzó a hojear con ra-
pidez una especie de libro contable que había extraído del mismo
maletín— simplemente firmar en este libro (es un breve testimonio,
por así decirlo). ¿Quiere lápiz? Tenga el mío. ¿Dónde? Aquí: colum-
na tres. Eso es.
El huésped cerró el libro contable, se enderezó, volteó y se diri-
gió a la puerta… y un minuto más tarde, tras encender la luz, Sutulin
veía asombrado las letras en relieve: Cuadraturina.
En una inspección más cercana, pudo ver que el paquete de zinc
estaba bien envuelto. Como es costumbre entre los fabricantes de
sustancias patentadas, el tubo venía recubierto por un papel delgado
y transparente sellado profesionalmente en los extremos. Sutulin
retiró la envoltura de la Cuadraturina, desenrolló el manual que
podía verse a través de ésta y leyó:

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Instrucciones:

Disuelva una cucharadita de la esencia de Cuadraturina en un


vaso de agua. Moje un pedazo de algodón o simplemente un paño
limpio con la solución y aplíquela a los muros internos de la es-
tancia escogida para su proliferexpansión. Esta mezcla no deja
manchas, no dañará el tapizado, e incluso contribuye, por cierto,
al exterminio de las chinches.

Sutulin estaba desconcertado. Su asombro gradualmente fue su-


perado por otro sentimiento intenso y perturbador. Se puso de pie
y trató de caminar de una esquina a otra, pero las esquinas de esta
jaula viviente estaban demasiado cercanas entre sí: una caminada
equivalía prácticamente a dar varias vueltas en círculo; adelantar
la punta de un pie, bajar el talón y de regreso. Sutulin se paró de
golpe, se sentó y, cerrando los ojos, pensó: “¿Por qué no…? ¿Y si…?
¿Supongamos…?”. A su izquierda, a menos de un metro de distancia
de su oreja, alguien martillaba un clavo en la pared. El martillo se-
guía deslizándose, pegando y apuntando, así parecía, a la cabeza de
Sutulin. Entonces se frotó las sienes y abrió los ojos: el tubo negro,
que reposaba en medio de la estrecha mesa, de alguna manera había
logrado escurrirse entre la cama, el pretil de la ventana y la pared.
Cuando Sutulin le quitó el sello metálico, la tapa salió disparada en
espiral. De la redonda abertura emanaba un olor a jengibre amargo.
El olor le ensanchó la nariz agradablemente.
—Mmm… Vamos a intentarlo. Aunque…
Así, después de quitarse la chamarra, el propietario de la Cua-
draturina procedió al experimento. Taburete contra la puerta, cama
en medio de la habitación, mesa encima de la cama. Sutulin esparció
sobre el suelo una pátina de líquido transparente, cuya superficie
vidriosa brillaba con un tinte ligeramente amarillento, y a gatas iba
sumergiendo sistemáticamente un pañuelo enrollado alrededor de
un lápiz en la Cuadraturina para untarla en el suelo y en el papel
tapiz. El cuarto realmente era, como había dicho hoy aquel hombre,

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una caja de fósforos. Pero Sutulin trabajó lenta y cuidadosamente,


tratando de no perderse un solo rincón. Esto fue bastante difícil, ya
que el líquido se evaporaba en un instante o era absorbido (no sabía
decir qué a ciencia cierta) sin dejar la mínima película; sólo queda-
ba su olor, cada vez más penetrante y acre, que le causaba mareo,
que confundía sus dedos y que hacía que sus rodillas, clavadas en el
suelo, temblaran ligeramente. Cuando terminó con el piso y la parte
inferior de las paredes, Sutulin volvió a levantarse sobre sus pies
extrañamente débiles y pesados y así continuó trabajando. De vez
en cuando tenía que añadir un poco más de la esencia. El tubo fue
vaciándose gradualmente. Afuera ya había anochecido. En la cocina,
del lado derecho, un cerrojo se vino abajo. El departamento estaba
listo para dormir. Tratando de no hacer ruido, el experimentador
tomó lo último de la esencia, subió a la cama y de la cama trepó a la
tambaleante mesa: sólo faltaba cuadraturizar el techo. Pero justo en
ese momento alguien golpeó la pared con el puño.
—¿Que está pasando? La gente intenta dormir, pero él está…
Cuando giró por el sonido, Sutulin titubeó: el resbaladizo tubo
saltó de su mano y cayó al suelo. Balanceándose con cuidado, Sutulin
se agachó con su cepillo que ya se secaba, pero fue demasiado tarde.
El tubo estaba vacío, y la mancha que dejó el restante se desvanecía
rápidamente con un olor aturdidoramente dulce. Sosteniéndose de
la pared por el agotamiento (con renovados ruidos de descontento
que llegaban desde la izquierda), reunió sus últimas fuerzas, volvió
a colocar los muebles en su lugar y, sin desvestirse, cayó en la cama.
Un negro sueño descendió instantáneamente sobre él: tanto el tubo
como el hombre quedaron vacíos.

II

Dos voces empezaron como un susurro. Luego, por grados de sono-


ridad —desde el piano hasta el mezo forte, desde el mezzo forte hasta
el fortississimo— interrumpieron el sueño de Sutulin.

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—Indignante. No quiero que salgan nuevos inquilinos de abajo


de su falda. ¡Que pare ya ese ruido!
—No puedo tirarlo a la basura como si nada…
—No quiero escuchar más. Se le advirtió: nada de perros, nada
de gatos, nada de niños…
En ese momento sobrevino tal grito que Sutulin fue arrancado
definitivamente de su sueño; incapaz de despegar los ojos que te-
nía cosidos de tanto agotamiento, intentaba alcanzar, como era su
costumbre, el borde de la mesa donde estaba el reloj. Entonces co-
menzó. Su mano, que ya llevaba mucho tiempo extendida, palpaba
el aire: no había reloj ni mesa. Sutulin abrió los ojos de inmediato.
En un instante ya se había sentado, miraba embobado alrededor de
la habitación. La mesa, que habitualmente se encontraba justo ahí,
en la cabecera de la cama, se había desplazado hacia el centro de una
habitación ligeramente familiar, grande, pero desgarbada.
Todo era igual: la alfombra raída que había seguido a la mesa
hasta algún lugar por delante de él, y las fotografías, y el taburete, y
los patrones amarillos del tapizado. Pero todo estaba extrañamente
disperso dentro de la habitación expandida.
“Cuadraturina —pensó Sutulin—. ¡Es genial!”.
E inmediatamente se dispuso a reacomodar los muebles para
adaptarse al nuevo espacio. Pero nada funcionaba: la corta alfombra,
cuando la trasladó de regreso al lado de la cama, sólo expuso el suelo
desgastado; la mesa y el taburete, empujados contra la cabecera de
la cama, habían dejado libre una esquina vacía donde había telara-
ñas con boronas y pelusas que antes enmascaraba artísticamente la
multitud de objetos ahí acumulados. Con una sonrisa triunfante, pero
ligeramente atemorizada, Sutulin dio una vuelta por su nuevo espacio
prácticamente cuadrado, examinando cada detalle. Notó con disgusto
que la habitación había crecido más en algunos lugares que en otros:
un rincón externo, que ahora formaba un ángulo obtuso, había tor-
cido la pared; la Cuadraturina, aparentemente, no funcionó tan bien
en las esquinas internas. A pesar del cuidado que puso Sutulin para
aplicar la sustancia, el experimento tuvo resultados dispares.

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El departamento empezaba a agitarse. En el pasillo de afue-


ra, los inquilinos se movían de un lado a otro. Seguían oyéndose
golpes en la puerta del baño. Sutulin caminó hasta el umbral y
giró la llave a la derecha. Luego, con las manos juntas detrás de la
espalda, intentó pasearse de esquina a esquina: funcionó. Sutulin
rio con alegría. ¡Vaya que funcionó! ¡Al menos! Pero luego pensó:
pueden oír mis pasos, a través de las paredes, a la derecha, a la iz-
quierda, en la parte posterior. Por un minuto permaneció inmóvil.
Luego se agachó rápidamente (las sienes empezaron a punzarle
repentinamente con el dolor agudo y fino de ayer) y, después de
haberse quitado las botas, se paseó alegre pero silenciosamente en
calcetines.
—¿Puedo pasar?
La voz de la casera. A punto estaba de ir a abrir la puerta cuando
recordó de repente que no debía.
—Me estoy vistiendo. Espere un minuto. Saldré enseguida.
“Todo esto está muy bien, pero complica las cosas. Digamos que
cierro la puerta y me llevo la llave. ¿Qué pasa con el ojo de la cerra-
dura? Y luego está la ventana: tendré que poner cortinas. Hoy”. El
dolor en sus sienes se había vuelto más agudo y molesto. Sutulin
recogió sus papeles a toda prisa. Era hora de ir a la oficina. Se vistió.
Escondió el dolor de cabeza bajo su gorra. Y se detuvo a escuchar en
la puerta: no había nadie. Raudo la abrió. Raudo se deslizó al exte-
rior. Raudo la cerró con llave. Listo.
En el vestíbulo esperaba pacientemente la casera.
—Quería hablarle de esa chica, ¿cómo se llama? ¿Puede creerlo?
Ha presentado una solicitud al Comité de la Cámara de Represen-
tantes con el argumento de que está…
—Me enteré. Continúe.
—A usted en nada le afecta. Nadie va a quitarle sus ocho metros
cuadrados. Pero póngase en mi…
—Tengo prisa —asintió, se puso la gorra y corrió escaleras abajo.

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III

De camino a casa desde su oficina, Sutulin se detuvo frente a la ven-


tana de una mueblería: la larga curva de un sofá, una mesa redonda
extensible… sería bueno, pero ¿cómo podría llevarlos a casa sin que
lo vieran o lo cuestionaran? Se preguntarían qué pasaba, no podrían
evitarlo…
Tenía que limitarse a la compra de un metro de tela amarillo cana-
rio (después de todo, necesitaba una cortina). No se detuvo en el café:
no tenía apetito. Necesitaba llegar a casa; allí sería más fácil: podría
reflexionar, mirar a su alrededor y hacer ajustes a su gusto. Luego
de abrir la puerta de su habitación, Sutulin se asomó para revisar si
alguien miraba: no era así. Entró. Después encendió la luz y se quedó
allí largo rato, con los brazos extendidos contra la pared y con el co-
razón latiéndole fuertemente: esto es algo que no había esperado en
absoluto.
La Cuadraturina siguió actuando. Durante las ocho o nueve
horas que Sutulin estuvo ausente, la sustancia había empujado las
paredes al menos otros dos metros; las duelas del piso, estiradas
por varillas invisibles, resonaron al dar el primer paso, como tubos
de órganos. La habitación entera, distendida y monstruosamente de-
forme, comenzaba a asustarlo y a atormentarlo. Sin despojarse del
abrigo, Sutulin se sentó en el taburete y observó su amplia aunque
opresiva caja viviente en forma de ataúd, se esforzaba en compren-
der qué había causado este efecto inesperado. Entonces lo recordó:
no se ocupó del techo, la sustancia se había acabado. Su caja viviente
se extendía sólo hacia los lados, sin crecer un centímetro de altura.
“Ya basta. Tengo que detener esta cuadraturización. O voy a…”.
Presionó las palmas de las manos contra sus sienes y escuchó: el do-
lor corrosivo, alojado debajo de su cráneo desde la mañana, seguía
taladrándolo. Aunque no había luz en la casa de enfrente, Sutulin se
ocultó detrás de la cortina amarilla. La cabeza no dejaba de dolerle.
Se desvistió en silencio, apagó la luz y se metió a la cama. Al principio
durmió, pero después lo despertó una sensación de incomodidad.

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Envolviéndose más firmemente en las cobijas, Sutulin volvió a acu-


rrucarse, y de nuevo una desagradable sensación interfirió con su
sueño. Se incorporó, apoyado sobre la palma de una mano, con la
otra exploraba su entorno: la pared ya no estaba allí. Encendió un
fósforo. Ajá: apagó de un soplido la flama y abrazó sus rodillas hasta
que sus codos tronaron. “Sigue creciendo, maldición, sigue crecien-
do”. Apretando los dientes, Sutulin salió de la cama e, intentando
no hacer ruido, suavemente sintió las patas delanteras y luego las
patas traseras de la cama, acomodada contra la pared retráctil. Sin-
tió un pequeño escalofrío. Sin prender la luz, fue a buscar su abrigo
que colgaba de un gancho en la esquina de esa pared. Pero no esta-
ba ahí el gancho del día anterior. Durante varios segundos trató de
encontrarlo a tientas antes de que sus manos sintieran la piel. Dos
veces más durante una noche que fue tan larga y molesta como su
jaqueca, Sutulin apoyó la cabeza y las rodillas contra la pared, que-
dándose dormido; cuando despertaba, volvía a explorar con el pie
las patas de la cama. Al hacer esto —de manera mecánica, sumisa,
apagada—, aunque afuera seguía oscuro, trataba de no abrir los
ojos: era mejor así.

IV

Hacia el atardecer del día siguiente, después de su trabajo, Sutulin


se acercaba a la puerta de su cuarto: no aceleró el paso y, cuando
entró, no sintió consternación ni horror. Cuando el tenue bulbo de
dieciséis vatios se encendió en algún lugar lejano dentro de la larga
y baja bóveda, a sus rayos amarillos les costaba alcanzar los rincones
oscuros y móviles de la amplia y muerta (aunque vacía) barraca que
apenas hacía poco, antes de la Cuadraturina, había sido un cubícu-
lo abarrotado pero acogedor, cálido y habitable. Caminó con resig-
nación hacia el cuadrado amarillo de la ventana, ahora disminuido
por la perspectiva; intentaba contar sus pasos. Desde allí, desde una
cama apretada lastimosa y temerosamente en un rincón junto a la

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ventana, con la mirada débil y cansina contemplaba a través de su


aburridísimo dolor las sombras que se mecían sobre las duelas del
suelo y el discreto reborde del techo. “Entonces, algo sale a la fuerza
de un tubo y no puede parar de cuadrar: un cuadrado cuadrado, un
cuadrado de cuadrados cuadrados. Yo tengo que pensar más rápido:
si mi pensamiento no toma la delantera, me superará y…”. Y de re-
pente alguien golpeaba la puerta.
—Ciudadano Sutulin, ¿se encuentra usted ahí dentro?
Desde el mismo lejano lugar llegaba la voz ahogada de la casera,
casi no se escuchaba.
—Está ahí. Debe de hallarse dormido.
Sutulin comenzó a sudar: “¿Qué pasa si no llego a tiempo, y ellos
toman la iniciativa y…?”. Y, tratando de no hacer ruido (que pensa-
ran que estaba dormido), lentamente se abrió paso en la oscuridad
hasta la puerta. Ahí.
—¿Quién es?
—¡Oh, abra! ¿Por qué la puerta está cerrada con llave? Comisión
de Medición. Volveremos a tomar las medidas y nos marcharemos.
Sutulin, de pie, pegaba la oreja a la puerta. A través del delgado
panel alcanzó a escuchar el grupo de pesadas botas. Se mencionaban
cifras y números de habitación.
—Ésta es la siguiente habitación. ¡Abra!
Con una mano, Sutulin tomó la perilla del interruptor eléctrico y
trató de maniobrarlo como quien retuerce el pescuezo de un pájaro:
el interruptor soltó un chispazo, luego crujió, giró débilmente y se
aflojó hacia abajo. De nuevo alguien golpeó la puerta:
—¡Apúrese!
Sutulin giró la llave hacia la izquierda. Una amplia forma negra
se apretó contra la puerta.
—Encienda la luz.
—Hubo un corto circuito.
Empuñó la manija de la puerta con la mano izquierda y la bola
de cables sueltos con la derecha, trataba de ocultar el espacio exten-
dido a la vista de los visitantes. La negra masa dio un paso atrás.

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—¿Quién tiene un fósforo? Deme esa caja. Vamos a echar un


vistazo de cualquier modo. Hay que hacer bien las cosas.
De pronto, la casera comenzó a protestar:
—Ah, ¿qué hay que mirar? Ocho metros cuadrados por octava
ocasión. Medir la habitación no la hará más grande. Es un hombre
tranquilo, está en casa después de un largo día de trabajo, y ahora no
van a dejar que descanse: tienen que medir y volver a medir. Mien-
tras que otras personas, que no tienen derecho al espacio, sino…
—Eso es verdad —murmuró la masa negra, meciéndose de un
lado a otro gentil y hasta afectuosamente, dando oportunidad a que
un poco de luz entrara por la puerta.
Sutulin se quedó a solas, con las piernas temblándole dentro de
su pijama de algodón, en medio de aquella habitación de cuatro es-
quinas, con la creciente e inexorable oscuridad.

Esperó hasta que los pasos se extinguieron, luego se vistió rápida-


mente y salió. Regresarían para volver a tomar medidas o a com-
probar que no habían medido de menos o lo que fuera. Él podría
pensar mejor así, yendo de un cruce de calles a otro. Hacia la noche,
se levantó un viento: sacudió las desnudas y congeladas ramas de
los árboles, sacudió las sombras, hizo volar los cables y azotó las
paredes, como si tratara de derribarlas. Sutulin protegió su agudo
dolor de cabeza de los embates del viento y prosiguió, ya fuera que
se sumergiera en la sombras o que invadiera la luz de una farola.
De pronto, en medio de los fuertes ventarrones, algo rozó su codo
suave y tiernamente. Se volvió. Abajo de las plumas que se agitaban
en el ala de un sombrero negro, miró un rostro conocido con los ojos
entrecerrados de manera provocativa. Y apenas audible a través del
gemido del aire, el rostro dijo:
—Me conoces bien. Y pasas junto a mí como si nada. Deberías
hacer una reverencia. Eso es lo que corresponde.

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Su esbelta figura, inclinada hacia atrás por el viento, levanta-


da sobre unos tenaces tacones de aguja, era toda insubordinación y
presteza para la batalla.
Sutulin se inclinó el sombrero.
—Pero se suponía que te irías. ¿Y todavía estás aquí? Entonces
algo debió de evitar…
—Correcto. Toma esto.
Y sintió un dedo de gamuza que tocaba su pecho y que se reti-
raba deprisa para volver a guardarse en el regalillo. Buscó las es-
trechas pupilas de sus ojos debajo de las plumas negras bailarinas,
y parecía que con otra mirada, con otro roce, con otro latigazo a
sus calientes sienes, todo eso se volvería inconcebible y desapare-
cería. Mientras tanto, ella, con su rostro acercándose al de Sutulin,
dijo:
—Vamos a tu casa. Como la última vez. ¿Recuerdas?
Y todo se detuvo.
—Eso es imposible.
Buscó el brazo retirado y se aferró a él con tenaces dedos de
gamuza.
—Mi casa… no está presentable.
Miró hacia otro lado, de nuevo apartó sus brazos y las pupilas
de sus ojos.
—Quieres decir que es estrecho. Dios, qué tonto eres. Mientras
más estrecho… —el viento se llevó la parte final de su frase. Sutulin
no respondió—. O, tal vez tú no…
Cuando se volvió para retirarse, volteó a mirar una vez más: la
mujer seguía parada allí, presionando el regalillo contra su pecho,
como un escudo; sus estrechos hombros tiritaban de frío; el viento
cínicamente sacudió su falda y levantó las solapas de su abrigo.
—Mañana. Todo mañana. Pero ahora… —y, apretando el paso,
Sutulin se dio vuelta decidido.
—Ahora mismo: mientras todos duermen. Recoge mis cosas
(sólo las necesarias) y vete. Huye. Deja la puerta abierta: déjalos.
¿Por qué yo debo ser la única? ¿Por qué no dejarlos?

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El departamento en efecto dormía y estaba oscuro. Sutulin ca-


minó de frente por el pasillo y dobló a la derecha, abrió la puerta
con determinación y, como siempre, quiso encender el interrup-
tor de la luz, pero languideció entre sus dedos, recordándole el
corto circuito. Era éste un obstáculo modesto. Pero resultó insal-
vable. Sutulin hurgó en sus bolsillos y encontró una caja de fósfo-
ros que estaba casi vacía. Serviría para tres o cuatro encendidas,
nada más. Tendría que administrar la luz lo mismo que el tiem-
po. Cuando llegó al perchero, encendió el primer fósforo: una luz
amarillenta cruzó el aire negro. Sutulin, deliberadamente, supe-
rando la tentación, se concentró en el segmento iluminado de la
pared con los abrigos y las chaquetas que colgaban de los ganchos.
Sabía que allí, a sus espaldas, el espacio muerto y cuadraturizado
con sus esquinas negras seguía extendiéndose. Lo sabía y no miró
a su alrededor. El fósforo ardió en su mano izquierda, mientras su
mano derecha sacaba la ropa de los ganchos y la tiraba al suelo.
Necesitaba otro fósforo; mirando al suelo, se dirigió hacia la esquina
(si todavía era una esquina y todavía estaba allí), donde, según sus
cálculos, debía de hallarse la cama, pero por descuido colocó la
llama debajo de su respiración y nuevamente reinó la oscuridad.
Quedaba un último fósforo: una y otra vez trató de encenderlo;
no prendía. Una vez más… y la quebradiza cabeza de la cerilla se
desmoronó entre sus dedos. Luego, dándose vuelta, temeroso de
adentrarse más en las tinieblas, volvió al bulto que había abando-
nado abajo del perchero. Pero, al parecer, su vuelta fue imprecisa.
Caminó con sumo cuidado, pisando primero con el talón y bajan-
do delicadamente la punta del pie, llevaba las manos levantadas
frente a él, pero no encontró nada: ni el bulto, ni el perchero, ni
siquiera las paredes. “Llegaré al final. Debo llegar allá”. Su cuer-
po estaba pegajoso de frío y sudor. Sus piernas se tambalearon
extrañamente. Se agachó, puso las palmas de sus manos sobre el
suelo: “No debí volver. Aquí estoy solo, no tengo a donde ir”. Y de
repente comprendió: “Estoy esperando aquí, pero está creciendo,
estoy esperando, pero está…”.

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En sus sueños y temores, los ocupantes de las cuadraturas ad-


yacentes a los ocho metros cuadrados del ciudadano Sutulin no
atinaron a explicarse el timbre y el tono del grito que los despertó
en mitad de la noche y que los obligó a correr al umbral de la celda
de Sutulin: gritar es un acto inútil y tardío para un hombre que
se ha extraviado y que agoniza en el desierto: pero si de cualquier
modo —en contra de todo sentido común— grita, entonces, muy
probablemente, así sea.
1926

“Quadraturin” fue escrito en 1926 y publicado en Vospomina-


niya o budushchem (Memorias del futuro, 1989). Traducción
original de Verónica González y Arturo G. Aldama, contra la
versión inglesa de Joanne Turnbull.

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